Freud, Sigmun - XXIX LA MORAL SEXUAL CULTURAL Y LA NERVIOSIDAD
Freud, Sigmun - XXIX LA MORAL SEXUAL CULTURAL Y LA NERVIOSIDAD
Freud, Sigmun - XXIX LA MORAL SEXUAL CULTURAL Y LA NERVIOSIDAD
1908
No es arriesgado suponer que bajo el imperio de una moral sexual cultural pueden quedar
expuestas a ciertos daños la salud y la energía vital individuales, y que este daño, infligido a los
individuos por los sacrificios que les son impuestos, alcanza, por último, tan alto grado que llega
a constituir también un peligro para el fin social. Ehrenfels señala, realmente, toda una serie de
daños de los que se ha de hacer responsable a la moral sexual dominante en nuestra sociedad
occidental contemporánea, y aunque la reconoce muy apropiada para el progreso de la cultura,
concluye postulando la necesidad de reformarla. Las características de la moral sexual cultural
bajo cuyo régimen vivimos serían -según nuestro autor- la transferencia de las reglas de la vida
sexual femenina a la masculina y la prohibición de todo comercio sexual fuera de la monogamia
conyugal. Pero las diferencias naturales de los sexos habrían impuesto mayor tolerancia para las
transgresiones sexuales del hombre, creándose así en favor de éste una segunda moral. Ahora
bien: una sociedad que tolera esta doble moral no puede superar cierta medida, harto limitada, de
«amor a la verdad, honradez y humanidad», y ha de impulsar a sus miembros a ocultar la verdad,
a pintar las cosas con falsos colores, a engañarse a sí mismos y a engañar a los demás. Otro daño
aún más grave, imputable a la moral sexual cultural, sería el de paralizar -con la exaltación de la
monogamia- la selección viril, único influjo susceptible de procurar una mejora de la
constitución, ya que los pueblos civilizados han reducido al mínimo, por humanidad y por
higiene, la selección vital.
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han aumentado en amplios sectores del pueblo; el extraordinario incremento del comercio y las
redes de telégrafos y teléfonos que envuelven el mundo han modificado totalmente el ritmo de la
vida; todo es prisa y agitación; la noche se aprovecha para viajar; el día, para los negocios, y
hasta los `viajes de recreo' exigen un esfuerzo al sistema nervioso. Las grandes crisis políticas,
industriales o financieras llevan su agitación a círculos sociales mucho más extensos. La
participación en la vida política se ha hecho general. Las luchas sociales políticas y religiosas; la
actividad de los partidos, la agitación electoral y la vida corporativa, intensificada hasta lo
infinito, acaloran los cerebros e imponen a los espíritus un nuevo esfuerzo cada día, robando el
tiempo al descanso, al sueño y a la recuperación de energías. La vida de las grandes ciudades es
cada vez más refinada e intranquila. Los nervios agotados, buscan fuerzas en excitantes cada vez
más fuertes, en placeres intensamente especiados, fatigándose aún más en ellos. La literatura
moderna se ocupa preferentemente de problemas sospechosos, que hacen fermentar todas las
pasiones y fomentar sensualidad, el ansia de placer y el desprecio de todos los principios éticos y
todos los ideales, presentando a los lectores figuras patológicas y cuestiones psicopáticosexuales
y fomentan sensualidad, el ansia sobreexcitado por una música ruidosa y violenta; los teatros
captan todos los sentidos en sus representaciones excitantes, e incluso las artes plásticas se
orientan con preferencia hacia lo feo, repugnante o excitante, sin espantarse de presentar a
nuestros ojos, con un repugnante realismo, lo más horrible que la realidad puede ofrecernos.
«Este cuadro general, que nos señala ya en nuestra cultura moderna toda una serie de
peligros puede ser aún completado con la adición de algunos detalles.»
Binswanger: «Se indica especialmente la neurastenia como una enfermedad por completo
moderna, y Beard, a quién debemos su primera descripción detallada, creía haber descubierto una
nueva enfermedad nerviosa nacida en suelo americano. Esta hipótesis era, naturalmente, errónea;
pero el hecho de haber sido un médico americano quien primeramente pudiese aprehender y
retener, como secuela de una amplia experiencia clínica, los singulares rasgos de esta
enfermedad, demuestra la íntima conexión de la misma con la vida moderna, con la fiebre de
dinero y con los enormes progresos técnicos que han echado por tierra todos los obstáculos de
tiempo y espacio opuestos antes a la vida de relación.»
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De estas teorías, así como de otras muchas de análogo contenido, no podemos decir que
sean totalmente inexactas, pero sí que resultan insuficientes para explicar las peculiaridades de
las perturbaciones nerviosas y sobre todo que desatienden precisamente el factor etiológico más
importante. Prescindiendo, en efecto, de los estados indeterminados de «nerviosidad» y
ateniéndonos tan sólo a las formas neuropatológicas propiamente dichas, vemos reducirse la
influencia perjudicial de la cultura a una coerción nociva de la vida sexual de los pueblos
civilizados (o de los estratos sociales cultos) por la moral sexual cultural en ellos imperante.
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etiología sexual. Ahora bien: entre la forma de la enfermedad nerviosa y las restantes influencias
nocivas de la cultura, señaladas por los distintos autores, no aparece jamás tal correspondencia
regular. Habremos, pues, de considerar el factor sexual como el más esencial en la causación de
las neurosis propiamente dichas.
Nuestra cultura descansa totalmente en la coerción de los instintos. Todos y cada uno
hemos renunciado a una parte de las tendencias agresivas y vindicativas de nuestra personalidad,
y de estas aportaciones ha nacido la común propiedad cultural de bienes materiales e ideales. La
vida misma, y quizá también muy principalmente los sentimientos familiares, derivados del
erotismo, han sido los factores que han motivado al hombre a tal renuncia, la cual ha ido
haciéndose cada vez más amplia en el curso del desarrollo de la cultura. Por su parte, la religión
se ha apresurado a sancionar inmediatamente tales limitaciones progresivas, ofrendando a la
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divinidad como un sacrificio cada nueva renuncia a la satisfacción de los instintos y declarando
«sagrado» el nuevo provecho así aportado a la colectividad. Aquellos individuos a quienes una
constitución indomable impide incorporarse a esta represión general de los instintos son
considerados por la sociedad como «delincuentes» y declarados fuera de la ley, a menos que su
posición social o sus cualidades sobresalientes les permitan imponerse como «grandes hombres»
o como «héroes».
El instinto sexual -o, mejor dicho, los instintos sexuales, pues la investigación analítica
enseña que el instinto sexual es un compuesto de muchos instintos parciales- se halla
probablemente más desarrollado en el hombre que en los demás animales superiores, y es, desde
luego, en él mucho más constante, puesto que ha superado casi por completo la periodicidad, a la
cual aparece sujeto en los animales. Pone a la disposición de la labor cultural grandes magnitudes
de energía, pues posee en alto grado la peculiaridad de poder desplazar su fin sin perder
grandemente en intensidad. Esta posibilidad de cambiar el fin sexual primitivo por otro, ya no
sexual, pero psíquicamente afín al primero es lo que designamos con el nombre de capacidad de
sublimación. Contrastando con tal facultad de desplazamiento que constituye su valor cultural, el
instinto sexual es también susceptible de tenaces fijaciones, que lo inutilizan para todo fin
cultural y lo degeneran, conduciéndolo a las llamadas anormalidades sexuales. La energía
original del instituto sexual varía probablemente en cada cual e igualmente, desde luego, su parte
susceptible de sublimación. A nuestro juicio, la organización congénita es la que primeramente
decide qué parte del instinto podrá ser susceptible de sublimación en cada individuo; pero,
además, las influencias de la vida y la acción del intelecto sobre el aparato anímico consiguen
sublimar otra nueva parte. Claro está que este proceso de desplazamiento no puede ser
continuado hasta lo infinito, como tampoco puede serlo la transformación del calor en trabajo
mecánico en nuestras maquinarias. Para la inmensa mayoría de las organizaciones parece
imprescindible cierta medida de satisfacción sexual directa, y la privación de esta medida,
individualmente variable, se paga con fenómenos que, por su daño funcional y su carácter
subjetivo displaciente, hemos de considerar como patológicos.
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Aún se nos abren nuevas perspectivas al atender al hecho de que el instinto sexual del
hombre no tiene originariamente como fin la reproducción, sino determinadas formas de la
consecución del placer. Así se manifiesta efectivamente en la niñez individual, en la que alcanza
tal consecución de placer no sólo en los órganos genitales, sino también en otros lugares del
cuerpo (zonas erógenas), y puede, por tanto, prescindir de todo otro objeto erótico menos
cómodo. Damos a esta fase el nombre de estadio de autoerotismo, y adscribimos a la educación la
labor de limitarlo, pues la permanencia en él del instinto sexual le haría incoercible e
inaprovechable ulteriormente. El desarrollo del instinto sexual pasa luego del autoerotismo al
amor a un objeto, y de la autonomía de las zonas erógenas a la subordinación de las mismas, a la
primacía de los genitales, puestos al servicio de la reproducción. En el curso de esta evolución,
una parte de la excitación sexual, emanada del propio cuerpo, es inhibida como inaprovechable
para la reproducción, y en el caso más favorable, conducida a la sublimación. Resulta así que
mucha parte de las energías utilizables para la labor cultural tiene su origen en la represión de los
elementos perversos de la excitación sexual.
Ateniéndonos a estas fases evolutivas del instinto sexual, podremos distinguir tres grados
de cultura: uno, en el cual la actividad del instinto sexual va libremente más allá de la
reproducción; otro, en el que el instinto sexual queda coartado en su totalidad, salvo en la parte
puesta al servicio de la reproducción, y un tercero, en fin, en el cual sólo la reproducción legítima
es considerada y permitida como fin sexual. A este tercer estadio corresponde nuestra presente
moral sexual «cultural».
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indomable-de las diversas especies de perversos, en los que una fijación infantil a un fin sexual
provisional ha detenido la primacía de la función reproductora, y en segundo lugar, de los
homosexuales o invertidos, en los cuales, y de un modo aún no explicado por completo, el
instinto sexual ha quedado desviado del sexo contrario. Si el daño de estas dos clases de
perturbaciones del desarrollo es en realidad menor de lo que podría esperarse, ello se debe, sin
duda, a la compleja composición del instinto sexual, que permite una estructuración final
aprovechable a la vida sexual, aun cuando uno o varios componentes del instinto hayan quedado
excluidos del desarrollo. Así, la constitución de los invertidos u homosexuales se caracteriza
frecuentemente por una especial aptitud del instinto sexual para la sublimación cultural.
Dado un instinto sexual muy intenso, pero perverso, pueden esperarse dos desenlaces. El
primero, que bastará con enunciar, es que el sujeto permanezca perverso y condenado a soportar
las consecuencias de su divergencia del nivel cultural. El segundo es mucho más interesante, y
consiste en que, bajo la influencia de la educación y de las exigencias sociales, se alcanza, sí, una
cierta inhibición de los instintos perversos, pero una inhibición que en realidad no logra por
completo su fin, pudiendo calificarse de inhibición frustrada. Los instintos sexuales, coartados,
no se exteriorizan ya, desde luego, como tales -y en esto consiste el éxito parcial del proceso
inhibitorio-, pero sí en otra forma igualmente nociva para el individuo y que le inutiliza para toda
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labor social tan en absoluto como le hubiera inutilizado la satisfacción inmodificada de los
instintos inhibidos. En esto último consiste el fracaso parcial del proceso, fracaso que a la larga
anula el éxito. Los fenómenos sustitutivos, provocados en este caso por la inhibición de los
instintos, constituyen aquello que designamos con el nombre de nerviosidad y más especialmente
con el de psiconeurosis. Los neuróticos son aquellos hombres que, poseyendo una organización
desfavorable, llevan a cabo, bajo el influjo de las exigencias culturales, una inhibición aparente, y
en el fondo fracasada de sus instintos, y que, por ello, sólo con un enorme gasto de energías y
sufriendo un continuo empobrecimiento interior pueden sostener su colaboración en la obra
cultural o tienen que abandonarla temporalmente por enfermedad. Calificamos a las neurosis de
«negativo» de las perversiones porque contienen en estado de «represión» las mismas tendencias,
las cuales, después del proceso represor, continúan actuando desde lo inconsciente.
La experiencia enseña que para la mayoría de los hombres existe una frontera, más allá de
la cual no puede seguir su constitución las exigencias culturales. Todos aquellos que quieren ser
más nobles de lo que su constitución les permite sucumben a la neurosis. Se encontrarían mejor si
les hubiera sido posible ser peores. La afirmación de que la perversión y la neurosis se comportan
como un positivo o un negativo encuentra con frecuencia una prueba inequívoca en la
observación de sujetos pertenecientes a una misma generación. No es raro encontrar una pareja
de hermanos en la que el varón es un perverso sexual y la hembra, dotada como tal de un instinto
sexual más débil, una neurótica, pero con la particularidad de que sus síntomas expresan las
mismas tendencias que las perversiones del hermano, más activamente sexual. Correlativamente,
en muchas familias son los hombres sanos, pero inmorales hasta un punto indeseable, y las
mujeres, nobles y refinadas, pero gravemente nerviosas.
Una de las más evidentes injusticias sociales es la de que el standard cultural exija de todas
las personas la misma conducta sexual, que, fácil de observar para aquellas cuya constitución se
lo permite, impone a otros los más graves sacrificios psíquicos. Aunque claro está que esta
injusticia queda eludida en la mayor parte de los casos por la trasgresión de los preceptos
morales.
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máxima dificultad durante la fogosa época juvenil. La inmensa mayoría sucumbe a la neurosis o
sufre otros distintos daños. La experiencia demuestra que la mayor parte de las personas que
componen nuestra sociedad no poseen el temple constitucional necesario para la labor que
plantea la observación de abstinencia. Aquellos que hubieran enfermado dada una menor
restricción sexual, enferman antes y más intensamente bajo las exigencias de nuestra moral
sexual cultural contemporánea, pues contra la amenaza de la tendencia sexual normal por
disposiciones defectuosas o trastornos del desarrollo no conocemos garantía más segura que la
misma satisfacción sexual. Cuanto mayor es la disposición de una persona a la neurosis, peor
soporta la abstinencia, toda vez que los instintos parciales que se sustraen al desarrollo normal
antes descrito se hacen, al mismo tiempo, tanto más incoercibles. Pero también aquellos sujetos
que, bajo las exigencias del segundo grado de cultura, hubieran permanecido sanos sucumben
aquí a la neurosis en gran número, pues la prohibición eleva considerablemente el valor psíquico
de la satisfacción sexual. La libido estancada se hace apta para percibir algunos de los puntos
débiles que jamás faltan en la estructura de una vita sexualis y se abre paso por él hasta la
satisfacción sustitutiva neurótica en forma de síntomas patológicos. Aprendiendo a penetrar en la
condicionalidad de las enfermedades nerviosas se adquiere pronto la convicción de que su
incremento en nuestra sociedad moderna procede del aumento de las restricciones sexuales.
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salud. El temor a las consecuencias del comercio sexual hace desaparecer primero la ternura
física de los esposos y más tarde, casi siempre, también la mutua inclinación psíquica destinada a
recoger la herencia de la intensa pasión inicial. Bajo la desilusión anímica y la privación corporal,
que es así el destino de la mayor parte de los matrimonios, se encuentran de nuevo transferidos
los cónyuges al estado anterior a su enlace, pero con una ilusión menos y sujetos de nuevo a la
tarea de dominar y desviar su instinto sexual. No hemos de entrar a investigar en qué medida lo
logra el hombre llegado a plena madurez; la experiencia nos muestra que hace uso frecuente de la
parte de libertad sexual que aun en el más riguroso orden sexual le concede, si bien en secreto y a
disgusto. La «doble» moral sexual existente para el hombre en nuestra sociedad es la mejor
confesión de que la sociedad misma que ha promulgado los preceptos restrictivos no cree posible
su observancia.
Por su parte, las mujeres que, en calidad de sustratos propiamente dichos de los intereses
sexuales de los hombres, no poseen sino en muy escasa medida el don de la sublimación, y para
las cuales sólo durante la lactancia pueden constituir los hijos una sustitución suficiente del
objeto sexual; las mujeres, repetimos, llegan a contraer, bajo el influjo de las desilusiones
aportadas por la vida conyugal graves neurosis que perturban duraderamente su existencia. Bajo
las actuales normas culturales, el matrimonio ha cesado de ser hace mucho tiempo el remedio
general de todas las afecciones nerviosas de la mujer. Los médicos sabemos ya, por el contrario,
que para «soportar» el matrimonio han de poseer las mujeres una gran salud, y tratamos de
disuadir a nuestros clientes de contraerlo con jóvenes que ya de solteras han dado muestras de
nerviosidad. Inversamente, el remedio de la nerviosidad originada por el matrimonio sería la
infidelidad conyugal. Pero cuanto más severamente educada ha sido una mujer y más seriamente
se ha sometido a las exigencias de la cultura, tanto más temor le inspira este recurso, y en su
conflicto entre sus deseos y sus deberes busca un refugio en la neurosis. Nada protege tan
seguramente su virtud como la enfermedad. El matrimonio, ofrecido como perspectiva
consoladora al instinto sexual del hombre culto durante toda la juventud, no llega, pues, a
constituir siquiera una solución durante su tiempo. No digamos ya a compensar la renuncia
anterior.
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Aun reconociendo estos prejuicios de la moral sexual cultural, se puede todavía responder
a nuestra tercera interrogación alegando que las conquistas culturales consiguientes a tan severa
restricción sexual compensan e incluso superan tales prejuicios individuales, que, en definitiva,
sólo llegan a alcanzar cierta gravedad en una limitada minoría. Por mi parte, me declaro incapaz
de establecer aquí un balance de pérdidas y ganancias. Sólo podría aportar aún consigo otros
perjuicios diferentes de las neurosis, las cuales integran, además mucho mayor importancia de la
que en general se les concede.
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honradas medianías que se sumergen luego en la gran masa, acostumbrada a seguir con cierta
resistencia los impulsos iniciados por individuos enérgicos.
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ella la plena capacidad de amar, se encuentra con que las relaciones conyugales se han enfriado
hace ya tiempo, y, como premio a su docilidad anterior, le queda la elección entre el deseo
insatisfecho, la infidelidad o la neurosis.
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educativo a los que intentaban sustraerse por medio de la abstinencia. Además, pervierte el
carácter en más de un sentido, haciéndole adquirir hábitos perjudiciales, pues, en primer lugar, y
conforme a la condición prototípica de la sexualidad, le acostumbra a alcanzar fines importantes
sin esfuerzo alguno, por caminos fáciles y no mediante un intenso desarrollo de energía, y en
segundo, eleva el objeto sexual, en las fantasía concomitantes a la satisfacción, a perfecciones
difíciles de hallar luego en la realidad. De este modo ha podido proclamar un ingenioso escritor
(Karl Kraus), invirtiendo los términos, que <<en coito no es sino un subrogado insuficiente del
onanismo>>.
La severidad de las normas culturales y la dificultad de observar la abstinencia han
coadyuvado a concretar esta última en la abstención del coito con personas de sexo distinto y a
favorecer otras prácticas sexuales, equivalente, por decirlo así, a una semiobediencia. Dado que el
comercio sexual normal es implacablemente perseguido por la morla -y también por la higiene, a
causa de la posibilidad de contagio-, ha aumentado considerablemente en importancia social
aquellas prácticas sexuales, entre individuos de sexo diferente, a las que se da el nombre de
perversas y en las cuales es usurpada por otras partes del cuerpo la función de los genitales. Pero
estas prácticas no pueden ser consideradas tan innocuas como otras análogas transgresiones
cometidas en el comercio sexual; son condenables desde el punto de vista ético, puesto que
convierten las relaciones sexuales entre dos seres, de algo muy fundamental, en un cómodo juego
sin peligro ni participación anímica. Otra de las consecuencias de la restricción de la vida sexual
normal ha sido el incremento de la satisfacción homosexual. A todos aquellos que ya son
homosexuales por su organización o han pasado a serlo en la niñez viene a agregarse un gran
número de individuos de edad adulta, cuya libido, viendo obstruido su curso principal, deriva por
el canal secundario homosexual.
Todas estas secuelas inevitables e indeseadas de la abstinencia impuesta por nuestra
civilización concluyen en una consecuencia común, consistente en trastornar fundamentalmente
la preparación al matrimonio, el cual había de ser, no obstante, según la intención de la moral
sexual cultural, el único heredero de las tendencias sexuales. Todos aquellos hombres que a
consecuencia de practicas sexuales onanistas o perversas han enlazado su libido a situaciones y
condiciones distintas de las normales desarrollan en el matrimonio una potencia disminuida.
Igualmente, las mujeres que sólo mediante tales ayudas han conseguido conservar su virginidad
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muestran en el matrimonio una anestesia total para el comercio sexual normal. Estos
matrimonios, en los que ambos cónyuges adolecen ya, desde un principio, de una disminución de
sus facultades eróticas, sucumben mucho más rápidamente al proceso de disolución. A causa de
la escasa potencia del hombre, la mujer queda insatisfecha y permanece anestésica aun en
aquellos casos en que su disposición a la frigidez, obra de la educación, hubiera cedido a la
acción de intensas experiencias sexuales. Para tales parejas resulta aún más difícil que para las
sanas evitar la concepción, pues la potencia disminuida del hombre soporta mal el empleo de
medidas preventivas. En esta perplejidad, el comercio conyugal queda pronto interrumpido, como
fuente de preocupaciones y molestias, y abandonando así el fundamento de la vida matrimonial.
Toda las personas peritas en estas materias habrán de reconocer que no exagero en modo
alguno, sino que me limitado a describir hechos comprobables en todo momento. Para los no
iniciados ha de resultar increíble lo raro que es hallar en los matrimonios situado bajo el imperio
de nuestra moral sexual cultural una potencia normal del marido, y lo frecuente, en cambio, de la
frigidez de la mujer. No sospechan, ciertamente, cuántos renunciamientos trae consigo a veces
para ambas partes, el matrimonio, ni a lo que queda reducida la felicidad de la vida conyugal, tan
apasionadamente deseada. Ya indicamos que en tales circunstancias el desenlace más próximo es
la enfermedad nerviosa. Describiremos ahora en que forma actúa tal matrimonio sobre el hijo
único o los pocos hijos de él nacidos. A primera vista nos parece encontrarlos, en estos casos,
ante una transferencia hereditaria, que, detenidamente examinada, resulta no ser sino el efecto de
intensas impresiones infantiles. La mujer no satisfecha por su marido y, a consecuencia de ello
neurótica, hace objeto a sus hijos de una exagerada ternura, atormentada por constantes zozobras,
pues concentra en ellos su necedad de amor y despierta en ellos una prematura madurez sexual.
Por otro lado, el desacuerdo reinante entre los padres excita la vida sentimental del niño y le hace
experimentar, ya en la más tierna edad, amor, odio y celos. Luego, la severa educación que no
tolera actividad alguna a esta vida sexual tan tempranamente despertada interviene como poder
represor, y el conflicto surgido así en edad tan tierna del sujeto integra todos los factores precisos
para la causación de una nerviosidad que ya no le abandonará en toda su vida.
Vuelvo ahora a mi afirmación anterior de que al juzgar las neurosis no se les concede, por
lo general, toda su verdadera importancia. Al hablar así no me refiero a aquella equivocada
apreciación de estos estados que se manifiestan en un descuido absoluto por parte de los
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familiares del enfermo y en las seguridades, eventualmente dadas por los médicos, de unas
cuantas semanas de tratamiento hidroterápico o algunos meses de reposo conseguirán dar al traste
con la enfermedad. Esta actitud no es adoptada hoy en día más que por gentes ignorantes, sean o
no médicos, o tienden tan sólo a procurar al paciente un consuelo de corta duración. Por lo
general, se sabe ya que una neurosis crónica, si bien no destruye por completo las facultades del
enfermo, representa para él una pesada carga, tan pesada quizá como una tuberculosis o una
enfermedad del corazón. Aún podríamos darnos en cierto modo por conformes si las neurosis se
limitaran a excluir de la labor cultural a cierto número de individuos, de todos modos débiles,
consintiendo participar en ella a los demás, a costa sólo de algunas molestias subjetivas. Pero lo
que sucede, y a ello se refiere precisamente mi afirmación inicial, es que la neurosis, sea
cualquiera el individuo a quien ataque, sabe hacer fracasar, en toda la amplitud de su radio de
acción, la intención cultural, ejecutando así al albor de las fuerzas anímicas, enemigas de la
cultura y por ello reprimidas. De este modo, si la sociedad paga con un incremento de la
nerviosidad la docilidad a sus preceptos restrictivos no podrá hablarse de una ventaja social
obtenida mediante sacrificios individuales, sino de un sacrificio totalmente inútil. Examinemos,
por ejemplo, el caso frecuentismo de una mujer que no quiere a su marido porqué las
circunstancias que presidieron su enlace y la experiencia de su ulterior vida conyugal no le han
aportado motivo alguno para quererle, pero que desearía querer amarle, por ser esto lo único que
corresponde al ideal del matrimonio en el que fue educada. Sojuzgará, pues, todos los impulsos
que tienden a expresar la verdad y contradicen su ideal, y se esforzará en representar el papel de
esposa amante, tierna y cuidadosa. Consecuencia de esta autoimposición será la enfermedad
neurótica, la cual tomará en breve plazo completa venganza del esposo insatisfactorio, haciéndole
víctima de tantas molestias y preocupaciones como le hubiera causado la franca confesión de la
verdad. Es éste uno de los ejemplos más típicos de los rendimientos de las neurosis. La represión
de otros impulsos no directamente su inclinación a la dureza y la crueldad, ha llegado a ser
extremadamente a sus impulso compensadores y hace, en definitiva, menos bien del que hubiera
hecho sin yugular sus tendencias constitucionales.
Agregamos aún que, al limitar la actividad sexual de un pueblo, se incrementa en general
la angustia vital y el miedo a la muerte, factores que perturban la capacidad individual de goce,
suprimen la disposición individual a arrostrar la muerte por la consecuencia de un fin.
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