Los Uso de La Diversidad

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LOS USOS DE LA DIVERSIDAD*

La antropología, mi fróhliche Wissenschaft,1 se ha ocupado


irremediablemente, a lo largo del entero curso de su historia (una
larga historia, si comenzamos con Heródoto; más bien corta, si lo
hacemos con Tylor), de la inmensa variedad de modos en que los
hombres y las mujeres han tratado de vivir sus vidas. En algunos
momentos, la antropología ha intentado habérselas con esta varie-
dad capturándola a través de alguna red teórica universalizadora;
estadios evolutivos, ideas o prácticas panhumanas o formas tras- <
cendentales (estructuras, arquetipos, gramáticas subterráneas).
En otros momentos, sin embargo, ha acentuado la particularidad,
la idiosincrasia, la inconmensurabilidad —los repollos y los reyes
(cabbages and kings—.2 Recientemente, empero, la antropología se

* Conferencia TANNER sobre los Valores humanos, pronunciada en la Uni-


versidad de Michigan, el 8 de noviembre de 1985.
1. [N.T.: «Mi Gaya Ciencia». En alemán en el original.]
2. [N.T.: Muy probable alusión al poema «La morsa y el carpintero» que
aparece en el capítulo 4 —«Tararí y Tarará»— del libro de L. CARROLL A través
del espejo y lo que Alicia encontró al otro lado. Una de sus estrofas dice; «The time
has come», the Wlrus said,/«To talk of many things:/Of shoes —and ships— and
sealing wax-/Of cabbages —and Kings—/and why the sea is boiling hot-/And
whether pigs have wings». (Ha llegado la hora —dijo la morsa—/de que hable-
mos de muchas cosas:/de barcos... lacres... y zapatos;/de reyes... y repollos.../ y de
por qué hierve el mar tan caliente/y de si vuelan procaces los cerdos.) La traduc-
ción es la de JAIME DE OJEDA para la edición de Alianza Editorial, Madrid, 1973.
Precisamente, viene al caso la nota a pie de página (n. 2, págs. 201-202) de OJEDA:
«Éste es uno de los poemas más famosos de la literatura inglesa... La morsa y el
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ha visto a sí misma confrontada con algo nuevo: la posibilidad de


que la variedad se esté difuminando rápidamente para convertir-
se en un cada vez más pálido, y reducido, espectro. Podríamos es-
tar ante un mundo en el que, sencillamente, ya no existen cazado-
res de cabezas, matrilinealistas o gente que predice el tiempo a
partir de las entrañas de un cerdo. Sin duda, la diferencia perma-
necerá —los franceses nunca comerán mantequilla salada—. Pero
aquellos buenos viejos tiempos del canibalismo y de la quema de
viudas se nos fueron para siempre.
Este proceso de difuminación de los contrastes culturales
(asumiéndolo como real), quizá no sea en sí mismo, en cuanto
una cuestión profesional, tan inquietante. Es sencillo: los antro-
pólogos sólo tendrán que aprender a sacar partido de diferencias
más sutiles y puede que lo que escriban sea así más agudo, si
bien menos espectacular. Pero esto plantea una cuestión más
amplia, a la vez moral, estética y cognitiva; cuestión mucho más
problemática y que se sitúa en el centro de la actualísima dis-
cusión sobre cómo deben justificarse los valores: lo que yo lla-
maré, sólo por hacerlo de forma pegadiza, el futuro del etnocen-
trismo.
Volveré a algunos de estos debates más generales un poco
más tarde, pues hacia ellos se dirigen mis intereses de conjunto;
pero para abordar el problema quiero empezar presentando un
argumento, creo que inusual, y también no poco desconcertante,
que el antropólogo francés Claude Lévi-Strauss desarrolla al co-
mienzo de su reciente colección de ensayos polémicamente titu-
lada (polémicamente al menos para un antropólogo) La mirada
alejada (Le regard éloigné)}

carpintero... representan de manera genial a los políticos ingleses, sepulcros blan-


queados de hipocresía bien entonada que encubren sus rapiñas voraces. Ha sido
citado muchas veces en este sentido... Todo el ambiente que se respira en este
poema está profundamente calcado del que se respira en la política anglosajona,
especialmente antes de la segunda guerra mundial, que tantas cosas ha cambiado».]
3. [N.T.: En francés en el original. Hay edición española en Argos Vergara,
Madrid, 1985.]
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El argumento de Lévi-Strauss surge en primer lugar como res-


puesta a una invitación de la UNESCO para dar una conferencia
en la inauguración del «Año internacional de la Lucha contra el
racismo y la discriminación racial» que, por si les pasó inadverti-
do, fue en 1971. «Fui elegido», escribe Lévi-Strauss,

„. porque veinte años antes escribí [un folleto llamado] Raza e


historia4 para la UNESCO, [donde] afirmé unas cuantas verdades
básicas.... [En] 1971, me di cuenta enseguida de que lo que la
UNESCO esperaba de mí era [simplemente] que las repitiera.
Pero ocurre que veinte años atrás, para ayudar a las instituciones
internacionales —y entonces mi sentimiento de que debía apoyar-
las era mucho mayor que ahora—, exageré un tanto mi tesis en la
conclusión de Raza e historia. Quizá a causa de mi edad, y a buen
seguro a causa de reflexiones inspiradas por el estado actual del
mundo, el caso es que en ese momento sentía cierto desagrado
ante tal honor y estaba convencido de que, si es que quería serle
útil a la UNESCO y cumplir honestamente con mi compromiso,
debía hablar con total franqueza.

Como de costumbre, ello no resultó ser del todo una buena


idea y lo que sucedió tuvo algo de farsa. Miembros del personal de
la UNESCO quedaron consternados de que «yo cuestionara un
catecismo [cuya aceptación] les había permitido pasar de trabajos
modestos en países en desarrollo a posiciones santificadas en tan-
to que ejecutivos de una institución internacional. El entonces
Director general de la UNESCO, otro decidido francés, salió ines-
peradamente a la palestra con el ánimo de reducir el tiempo del
que Lévi-Strauss disponía para hablar y forzarle así a que hiciera
las «mejoras oportunas» que se le habían sugerido. Lévi-Strauss,
mcorrigible,5 leyó por entero su texto, parece ser que a gran velo-
cidad, justo en el tiempo que le quedaba.

4. [N.T.: Hay edición española : Raza y cultura. Cátedra, Madrid, 1993.]


5. [N.T.: En francés en el original.]
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Al margen de todo esto, el pan nuestro de cada día en las


Naciones Unidas, el problema en el discurso de Lévi-Strauss era
que en él «me rebelé contra el abuso del lenguaje por el cual la
gente tiende cada vez más a confundir el racismo... con actitudes
que son normales, incluso legítimas y, en todo caso, inevitables»
—esto es, aunque él no lo llame así, el etnocentrismo.
El etnocentrismo, argumenta Lévi-Strauss en Raza y cultura, y
algo más técnicamente en otra obra titulada El antropólogo y la
condición humana escrita aproximadamente una década más tar-
de, no sólo no es algo malo en sí mismo, sino que, al menos en la
medida en que no se nos vaya de las manos, es más bien una bue-
na cosa. La lealtad a un cierto conjunto de valores convierte inevi-
tablemente a la gente en «parcial o totalmente insensible hacia
otros valores», valores a los que otra gente, de mentalidad igual-
mente estrecha, es igualmente leal. «No es del todo reprochable
colocar una manera de vivir o de pensar por encima de todas las
demás o el sentirse poco atraídos por otros valores.» Esta «relati-
va incomunicabilidad» no autoriza a nadie a oprimir o destruir
aquellos valores que se rechazan o a quienes los sostienen. Pero, al
margen de ello, «para nada es rechazable»:
Puede que sea incluso el precio a pagar para que los sistemas
de valores de cada familia espiritual o de cada comunidad se pre-
serven y encuentren en sí mismos los recursos necesarios para su
renovación. Si... las sociedades humanas exhiben una cierta diver-
sidad óptima más allá de la cual no pueden ir, pero también por
debajo de la cual no pueden descender sin peligro, entonces de-
bemos reconocer que, en gran medida, esta diversidad resulta del
deseo de cada cultura de resistirse a las culturas que la rodean, de
distinguirse de ellas —dicho brevemente, de ser ellas mismas—. Las
culturas no se ignoran las unas a las otras, incluso toman présta-
mos unas de otras de vez en cuando; pero, para no perecer, en al-
gunos aspectos deben permanecer de alguna manera impermea-
bles unas respecto de otras.

De modo que no sólo es una ilusión el que la humanidad pue-


da liberarse por completo del etnocentrismo, «o incluso que deba
preocuparse de hacerlo», sino que no sería nada bueno si así lo hi-
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ciera. Tal «libertad» llevaría a un mundo «cuyas culturas, fervoro-


samente partidarias unas de otras, sólo aspirarían a glorificarse
mutuamente en tal confusión, que cada una de ellas perdería todo
el atractivo que pudiera tener para las demás, así como su propia
razón de ser».
La distancia trae consigo, si bien no la fascinación, en cualquier
caso sí la indiferencia y, de este modo, la integridad. En el pasado,
cuando las así llamadas culturas primitivas tenían sólo muy margi-
nalmente contacto entre ellas —refiriéndose a sí mismas como
«Las Verdaderas», «Las Buenas» o, simplemente, «Los Humanos»
y rechazaban a los de la otra orilla del río, o a los de más allá de las
montañas, como «monos de tierra» o «huevos de piojo», esto es,
como no, o no plenamente, humanos— la integridad cultural se
mantenía fácilmente. Una «profunda indiferencia hacia otras cul-
turas era... una garantía de que podían existir a su manera y en sus
propios términos». Ahora, cuando claramente ya no prevalece esta
situación y, cada vez más agobiados en un planeta pequeño, todos
están profundamente interesados en los demás y en los asuntos de
los demás, se vislumbra la posibilidad de perder tal integridad a
causa de la pérdida de aquella indiferencia. Quizá el etnocentrismo
pueda no desaparecer jamás por completo, al ser «consustancial a
nuestra especie», pero puede criarse peligrosamente débil, deján-
donos a merced de una suerte de entropía moral:

Sin duda nos hacemos falsas ilusiones cuando creemos que la


igualdad y la fraternidad reinarán entre los seres humanos sin com-
prometer su diversidad. Sin embargo, si la humanidad no se resig-
na a convertirse eri la estéril consumidora de los valores que logró
crear en el pasado... capaz únicamente de alumbrar obras bastar-
das, invenciones burdas y pueriles, [entonces] ella debe aprender
una vez más que toda verdadera creación implica cierta sordera ha-
cia la llamada de otros valores, pudiendo incluso rechazarlos, cuan-
do no negarlos, en su conjunto. Porque uno no puede fundirse ple-
namente en el disfrute del otro, identificarse con él, y, al mismo
tiempo, permanecer diferente. Cuando se alcanza una comunica-
ción integral con el otro, se presagia tarde o temprano un desastre
tanto para su creatividad como para la mía. Las grandes épocas
12 CLIFFORD GEERTZ

creadoras fueron aquellas en las que la comunicación logró ser la


adecuada para la mutua estimulación entre interlocutores alejados,
pero donde aún no era tan frecuente o tan rápida como para hacer
peligrar los obstáculos indispensables entre individuos y grupos, o
como para reducirlos hasta el punto de que una excesiva accesibi-
i\ lidad en los intercambios pudiera igualar y anular su diversidad.

Sea lo que fuere lo que uno piense sobre todo ello, e indepen-
dientemente de la sorpresa que uno pueda llevarse al oírle decir tal
cosa a un antropólogo, lo cierto es que se trata sólo de una voz más
de las que forman el coro de hoy día. Los atractivos de la «sorde-
ra hacía la llamada de otros valores» y de un enfoque del tipo «re-
lájese y disfrute» del propio encierro en la tradición cultural pro-
pia, están siendo cada vez más jaleados en el pensamiento social
contemporáneo. Incapaces de abrazar ni el relativismo ni el abso-
lutismo, lo primero porque invalida el juicio, lo segundo porque lo
abstrae de la historia, nuestros filósofos, historiadores y científicos
Sociales vuelven la mirada hacia esa especie de imperméabilité6 del
«somos-quienes-somos» y ellos «son-quienes-son» que Lévi-Strauss
recomienda. Según se considere todo ello como una cómoda arro-
gancia, justificada en los prejuicios, o como la espléndida honesti-
dad «aquí estoy yo» del «si vas a Roma, haz lo que en Milledge-
ville»7 de Flannery O'Connor, ello sitúa claramente la cuestión del
futuro del etnocentrismo —y de la diversidad cultural— bajo una
luz del todo diferente. ¿Es acaso el retroceder, el distanciarse no
importa dónde, La mirada alejada, realmente la manera de escapar
a la extrema tolerancia del cosmopolitismo de la UNESCO? ¿Es
elnarcisismo moral la alternativa a la entropía moral?

6. [N.T.: En francés en el original.]


7. [NT: El refrán reza en inglés «When in Rome do as Romans do», que cabría
traducir, en su equivalente castellano, por «Donde fueres, haz lo que vieres». La
curiosa variación que usa GEERTZ hace referencia a la novelista norteamericana
FLANNERY O'CONNOR (Savannah, 1925 - Milledgeville, 1964), autora de numero-
sos relatos ambientados en el Sur de los EE.UU. donde refleja los conflictos vita-
les de sus provincianos habitantes. Entre sus obras más conocidas cabe citar San-
gre sabia (1952) y su colección de cuentos Todo lo que se levanta debe reunirse
(1965).]
LOS USOS DE LA DIVERSIDAD 73

En los últimos 25 o 30 años, muchas son las fuerzas que coad-


yuvan a una mirada más indulgente de la autocentricidad cultu-
ral. Por una parte, tenemos aquellas cuestiones que se refieren al
«estado del mundo» a las que alude Lévi-Strauss y, sobre todo, el
fracaso de la mayoría de países del Tercer Mundo en vivir con
arreglo a las esperanzas de «las cien flores»8 que tenían inmedia-
tamente antes, e inmediatamente después, de sus luchas por la in-
dependencia. Amin, Bokassa, Pol Pot, Jomeini en los extremos.
Marcos, Mobutu, Sukarno y la señora Gandhi de manera menos
extravagante. Todos vertieron su pequeño jarro de agua fría sobre la
idea de que nuestro mundo parece claramente enfermo compara-
do con otros que existen allende. Por otra parte, tenemos el suce-
sivo desenmascaramiento de las utopías marxistas —La Unión
Soviética, China, Cuba, Vietnam—. Además, contamos con el de-
bilitamiento del pesimismo tipo «Declive del Oeste» inducido por
la guerra mundial, la depresión y la pérdida del imperio. Pero tam-
bién se da, y no creo que sea menos importante, la progresiva con-
ciencia de que el consenso universal (trans-nacional, trans-cultu-
ral, incluso trans-clasista) sobre cuestiones normativas no está a
nuestro alcance. No todo el mundo —sikhs, socialistas, positivis-
tas, irlandeses— va a acabar concordando respecto a qué es de-
cente y qué no es decente, qué es justo y qué no lo es, qué es y qué
no es bello, qué es razonable y qué no lo es; ni pronto, ni tal vez
nunca.
Si se abandona (y desde luego no lo ha hecho todo el mundo,
quizá ni siquiera la mayoría) la idea de que el mundo se encamina
hacia un acuerdo esencial sobre asuntos fundamentales, o incluso,
como recomendaba Lévi-Strauss, que debiera hacerlo, entonces la
llamada al etnocentrismo del «relájese y disfrute» crece de forma

8. [NT: Referencia a la consigna del presidente Mao Tse-tung, «que cien flo-
res se abran, que cien escuelas rivalicen». Del periodo del Gran salto adelante,
uno de los lugares en los que puede encontrarse es en su texto De ¡ajusta solución
de las contradicciones en el seno del pueblo.]
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natural. Si nuestros valores no pueden desvincularse de nuestra


historia e instituciones, ni asimismo los de nadie pueden desvin-
cularse de las suyas, entonces parece que no nos quedará más que
seguir a Emerson y alzarnos sobre nuestros propios pies y hablar
con nuestra propia voz. «Espero sugerir», escribe Richard Rorty
en una reciente obra maravillosamente titulada Postmodernist
Bourgeois Liberalism {Liberalismo burgués postmoderno), «cómo
[nosotros liberales burgueses postmodernos] podríamos conven-
cer a nuestra sociedad de que la lealtad a sí misma es una lealtad
suficiente... que necesita ser responsable sólo de sus propias tradi-
ciones...»9 Allí donde llega un antropólogo, desde el lado del ra-
cionalismo y la alta ciencia, en busca de «las leyes consistentes que
subyacen a la diversidad observable de creencias e instituciones»
(Lévi-Strauss), allí también va a parar, desde el lado del pragma-
tismo y la ética prudente, un filósofo persuadido de que «no exis-
te más "fundamento" para [nuestras] lealtades y convicciones sal-
vo el hecho de que las creencias, deseos y emociones que las
apoyan se solapen con las creencias, deseos y emociones de otros
muchos miembros del grupo con los que nos identificamos en lo
que concierne a la deliberación moral y política...».
La similitud es aún mayor a pesar de los muy diferentes puntos
de partida de estos dos sabios: kantismo sin un sujeto trascendental,
hegelianismo sin espíritu absoluto; y los todavía más diferentes fines
hacia los que tienden: un mundo pulcro, de formas intercambia-
bles; el otro desordenado, de discursos coincidentes, pues también
Rorty considera las odiosas distinciones entre grupos no sólo como
naturales, sino como esenciales al razonamiento moral.

[El] análogo hegeliano naturalizado de la [kantiana] «intrínse-


ca dignidad humana» es la dignidad comparativa de un grupo con
el que una persona se identifica. Las naciones o credos o movi-
mientos son, vistos así, esplendentes ejemplos históricos no por-

9. Journal ofPhilosophy, 1983:583-589. [N.T.: Compilado posteriormente en


Rorty, Qbjectivity, relativhm and truth. Philosophical Papen, vol. 1, Cambridge
University Press, Cambridge, 1991 (trad. cast.: Objetividad, relativismo y verdad,
Paidós, Barcelona, 1996).]
LOS USOS DE LA DIVERSIDAD 15
que reflejen rayos provenientes de una fuente superior, sino por
efectos de contraste —comparaciones con comunidades peores—.
Las personas tienen dignidad, no como una luminiscencia inte-
rior, sino porque participan de tales efectos de contraste. Es un
corolario de esta perspectiva el que la justificación moral de las
instituciones y prácticas del grupo al que uno pertenece —por
ejemplo, de la burguesía contemporánea— es en gran medida una
cuestión de relatos históricos (incluyendo escenarios acerca de
qué es probable que ocurra en determinadas contingencias futu-
ras), más que de meta-relatos filosóficos. El principal respaldo
para la historiografía no es la filosofía, sino el arte, que sirve para
desarrollar y modificar la imagen que un grupo tiene de sí mismo,
por ejemplo, al hacer la apoteosis de sus héroes, satanizar a sus
enemigos o al orquestar diálogos entre sus miembros y refocalizar
su atención.

Ahora bien, mi propio punto de vista en cuanto miembro yo


mismo de ambas tradiciones intelectuales, a saber, del estudio
científico de la diversidad cultural por profesión y del liberalismo
burgués postmoderno por persuasión general, es, para decirlo bre-
vemente, que una rendición apresurada al bienestar de ser simple-
mente nosotros mismos, cultivando la sordera y maximizando
nuestra gratitud por no haber nacido vándalo o ik, sería fatal para
ambas tradiciones. Una antropología tan asustada de destruir la in-
tegridad y creatividad culturales, ya sean las nuestras o las de cual-
quier otro, por culpa de acercarnos a otra gente, embarcarnos con
ellos e intentar captarles en su inmediatez y su diferencia, está
condenada a perecer de una inanición tal, que ninguna manipula-
ción de datos objetivos puede compensar. Cualquier filosofía mo-
ral tan temerosa de verse enredada tanto en un relativismo romo
como en un dogmatismo trascendental que no pueda pensar en
nada mejor que hacer con otros modos de lidiar con la vida más
que hacerles parecer peores que el nuestro, está condenada sim-
plemente a hacer del mundo un objeto de piadosa condescenden-
cia (como alguien dijo de las obras de V. S. Naipaul, quizá nuestro
mayor aficionado a la construcción de tales «efectos de contras-
te»). Tratar de salvar, a la vez, dos disciplinas de los peligros que
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entrañan para sí mismas, puede parecer altanero. Pero cuando uno


tiene doble ciudadanía, ve también duplicadas sus obligaciones.

A pesar de sus diferentes maneras y sus diferentes caballos de


batalla (y yo me confieso mucho más cerca del confuso populis-
*mo de Rorty que del quisquilloso mandarinismo de Lévi-Strauss
—tal cosa quizá no sea más que mi propio sesgo cultural—), estas
dos versiones de moralidad del «a-cada-uno-lo-suyo» descansan
en parte sobre una misma opinión acerca de la diversidad cultu-
ral: la de que su principal importancia reside en presentarnos, por
utilizar una fórmula de Bernard Williams, las alternativas a* noso-
tros mismos como opuestas a alternativas válidas para* nosotros.
Otras creencias, valores y modos de hacer son vistos como creen-
cias que podríamos haber tenido, valores a los que nos podríamos
haber adherido y modos de hacer que podríamos haber practica-
do, caso de haber nacido en algún otro lugar o en algún otro tiem-
pfl.4ifgrente§a,donde y cuando realmente lo hicimos.
En efecto, así habría sido. Pero esta opinión parece tanto mjg-
nificar como a la vez minusvalorar, más de lo que debiera, el he-
cho de la diversidad cultural. Lo magnifica, porque sugiere que
haber llevado una vida diferente de la que uno de hecho ha lleva-
do es una opción práctica por la que uno debiera decidirse (¿de-
biera haber sido un bororo? ¡Qué suerte he tenido de no ser un
hitita!). Lo minusvalora, porque ello oscurece el poder de tal di-
versidad, cuando uno la refiere a sí mismo, para transformar nues-
tro sentido de qué significa para un ser humano —bororo, hitita, es-
tructuralista o liberal postmoderno burgués— creer, valorar, hacer.
Qué significa, tal y como puso de relieve Arthur Danto hacién-
dose eco del famoso asunto del murciélago de Thomas Nagel,

* [La cursiva es de los traductores.]


10. [N.T.: Referencia al escrito de Thomas Nagel «What is like to be a bar»
en Mortal Questt'ons, Cambridge University Press, Cambridge, 1988. Hay edición
española: /.;/ muerte en cuestión, F.C.E, México, 1981.]
LOS USOS DE LA DIVERSIDAD 77

«pensar que el mundo es plano, que estoy irresistible con mi traje


de Poiret,11 que el reverendo Jim Jones12 me habría salvado con su
amor, que los animales no tienen sentimientos o que las flores sí
los tienen —o que el punk está donde está—».13 Lo enojoso del et-
nocentrismo no es que nos compromete con nuestros propios
compromisos. Estamos, por definición, tan comprometidos como
acostumbrados a nuestros propios dolores de cabeza. Lo enojoso
del etnocentrismo es que nos impide descubrir qué tipo de punto
de vista, como el Kavafis de Forster, mantenemos respecto del
mundo; qué clase de murciélago somos realmente.
Este punto de vista —que los problemas suscitados por el he-
cho de la diversidad cultural tienen que ver más con nuestra ca-
pacidad de sentirnos a nuestro modo entre sensibilidades y modos
de pensar ajenos (rock punk, trajes de Poiret), que nosotros no
poseemos y que no nos son próximos, que con si podemos o no
escapar a nuestras propias preferencias— tiene muchas implica-
ciones que son mala señal para un enfoque de lo cultural del tipo
«somos-quienes-somos» y ellos «son-quienes-son». La primera de
ellas, y puede que la más importante, es que estos problemas sur-
gen no sólo en los lindes de nuestra sociedad, donde cabría espe-
rarlos, según este enfoque, sino, por así decirlo, en los lindes de no-
sotros mismos. La extranjería iforeigness) no comienza en los
márgenes de los ríos, sino en los de la piel. Este tipo de idea, que
gustan de abrazar tanto los antropólogos desde Malinowski como
los filósofos desde Wittgenstein, de que, pongamos por ejemplo...

11. [N.T.: Paul Poiret —modisto parisino, cuyo apogeo se da en los años 20,
caracterizado por haber liberado a las mujeres de los corsés y por su diseño de
una falda de través, de corte oriental, ajustada a los tobillos y que hacía difícil el
paso de las mujeres.]
12. [N.T.: El reverendo Jim Jones fue el jefe de la secta milenarista «Templo
del Pueblo». Ésta tuvo su origen en California y reclutaba a sus miembros entre los
negros y los jóvenes marginados. En 1978, Jim Jones ordenó a sus fieles que se
suicidaran y más de novecientas mujeres, hombres y niños murieron así en la sel-
va de la Guyana.]
13. «Mind as Feeling; Form as Presence; Langer as Philosopher», Journal of
Philosopby, 1984: 641-647 («La mente como sentimiento; La forma como presen-
cia; Langcr como filósofo»).
78 CLIFFORD GEERTZ

los chiítas, al ser el otro, plantean un problema, pero, digamos, los


hinchas de fútbol, al ser parte de nosotros, no lo plantean, o por
lo menos no suponen un problema del mismo tipo, es simplemente
falsa. El mundo social, en sus articulaciones, no se divide en pers-
picuos «nosotros» con los que podemos simpatizar a pesar de las
diferencias que tengamos con ellos, y enigmáticos «ellos» con los
que no podemos simpatizar por mucho que defendamos hasta la
muerte su derecho a diferenciarse de nosotros. Los «negratas» em-
piezan bastante antes de Calais.14
Tanto la reciente antropología del tipo «Desde el punto de
vista del nativo»15 (la que yo practico), como la reciente filosofía
de «Las formas de vida» (a la que me adhiero), han conspirado o
parecen conspirar para oscurecer este hecho por medio de una
continua mala aplicación de su idea más poderosa e importante: la
idea de que el significado se construye socialmente.
La percepción de que el significado, en la forma de signos in-
terpretables —sonidos, imágenes, sentimientos, artefactos, ges-
tos— existe sólo dentro de juegos de lenguaje, comunidades de
discurso, sistemas intersubjetivos de referencia o maneras de ha-
cer el mundo; de que surge en el marco de la interacción social
concreta en la que algo es un algo para ti y para mí, y no en algu-
na gruta escondida en la cabeza, y de que es por completo históri-
co y elaborado trabajosamente en el discurrir de los aconteci-
mientos, se entiende como la implicación de que las comunidades
humanas son, o debieran ser, mónadas semánticas, casi casi sin
ventanas (cuando, en mi opinión, ni Malinowski ni Wittgenstein
—ni siquiera Kuhn o Foucault en este asunto— lo vieron de este
modo). Somos, dice Lévi-Strauss, como pasajeros de los trenes
que son nuestras culturas, cada uno viaja sobre sus propios raíles,

14. [N.T.: Para entender el sentido de la frase, que hemos traducido casi lite-
ralmente, hay que tener en cuenta que wogs («negrata») es un término sumamente
despectivo que se usa en Londres para referirse a la gente de color. La frase equi-
vale aproximadamente a «África empieza en los Pirineos» dicha por un francés.]
15. [N.T.: El lector puede consultar el cap. 3, «Desde el punto de vista del
nativo: sobre la naturaleza del conocimiento antropológico», de su libro Conoci-
miento local, Paidós, Barcelona, 1994.]
LOS USOS DE LA DIVERSIDAD 79

con su propia velocidad y en su propia dirección. Los trenes que


corren junto al nuestro, en direcciones similares y a velocidades
no muy distintas a la nuestra, nos son al menos visibles cuando los
miramos desde nuestros compartimentos. Pero aquellos trenes
que van por una vía oblicua o paralela y circulan en dirección
opuesta, no lo son. «[Nosotros] percibimos sólo una imagen vaga,
fugaz, apenas identificable, normalmente un contorno borroso en
nuestro campo visual, que no nos proporciona ninguna informa-
ción sobre sí misma y solamente nos irrita porque interrumpe
nuestra plácida contemplación del paisaje que sirve de telón de
fondo a nuestra ensoñación.» Rorty es más cauto y menos poético,
y le noto también menos interesado en los trenes de otra gente, de
tan centrado que está en hacia dónde se dirige el suyo. Pero aun
así, habla de un más o menos accidental «solapamiento» de siste-
mas de creencias entre las comunidades «norteamericanas ricas y
burguesas» y otras «con las que necesitamos hablar», que permi-
tiría el que «cualquier conversación entre naciones sea aún posi-
ble». La fundamentación tanto del pensamiento como del senti-
miento y del juicio en una forma de vida (en mi opinión, como
también en la de Rorty, el único lugar donde pueden fundamen-
tarse), se entiende como que los límites de mi mundo son los lími-
tes de mi lenguaje, lo cual no es exactamente lo que aquel hombre
dijo.16
Lo que dijo fue, por supuesto, que los límites de mi lenguaje
son los límites de mi mundo, lo cual no implica que el alcance de
nuestras mentes, de lo que podemos decir, apreciar y juzgar, esté
preso dentro de los márgenes de nuestra sociedad, nuestro país,
nuestra clase o nuestro tiempo, sino más bien que el alcance de nues-
tras mentes, el rango de signos que de alguna manera podemos
tratar de interpretar, es lo que define el espacio intelectual, emo-
cional y moral en el que vivimos. Cuanto mayor sea este alcance,
tanto más podemos desarrollarlo al tratar de comprender qué sig-
nifica aquello de que la tierra sea plana o del reverendo Jim Jones

16. [N.T.: «Aquel hombre» es, obviamente, el Wittgenstein del Tractatus lo-
gico-philosophicus 5.6.]
80 CLIFFORD GEERTZ

(de los iks o de los vándalos), qué significa set uno de ellos; y tanta
mayor claridad ganaremos respecto a nosotros mismos, ya sea en
términos de lo que nos parece remoto al verlo en los otros, como
de lo que nos parece evocador, así como de lo atractivo y lo repe-
lente, lo sensato y lo disparatado —oposiciones éstas que no se
pJtgntean de una manera simple,, pues hay algunos aspectos_ha&
tante atractivos en los murciélagos, como otros bastante repug-
nantes en los etnógrafos.
Son, dice Danto en el mismo artículo que cité hace un mo-
mento, «los hiatos existentes entre yo y los que piensan diferente
a mí —que es como decir cualquiera, y no únicamente aquellos se-
gregados a causa de diferencias en cuanto a generación, sexo, na-
cionalidad, sectas, incluso raza— [los que] definen los lindes rea-
les del yo». Son, como también dice, las asimetrías entre lo que
creemos o sentimos y lo que creen o sienten los otros, lo que hace
posible localizar dónde nos situamos nosotros ahora en el mundo,
lo que se siente estando allí y adonde querríamos o no ir. Oscure-
cer estos hiatos y estas asimetrías relegándolos al ámbito de la re-
primible o ignorable diferencia, a la mera desemejanza, que es lo
que el etnocentrismo hace y está llamado a hace/ (Lévi-Strauss lleva
toda la razón cuando afirma que el universalismo de la UNESCO
los oscurece negando toda su realidad), es apartarnos de tal cono-
cimiento y de esta posibilidad: la posibilidad de cambiar nuestra
mentalidad de forma amplia y genuina.

La historia, tanto de los pueblos por separado, como de los


pueblos en su conjunto e incluso la de cada persona individual-
mente, ha sido la historia de tales cambios de mentalidad; cambios
habitualmente lentos, aunque en ocasiones algo más rápidos. O si
al lector le molestan las resonancias idealistas de la expresión
(aunque no deberían molestarle, porque la expresión no es idea-
lista y no niega ni las presiones naturales de los hechos ni los lími-
tes materiales de la voluntad), cambios de sistemas de signos, de
LOS USOS DE LA DIVERSIDAD 81

formas simbólicas, de tradiciones culturales. Tales cambios no


han sido necesariamente, acaso ni siquiera normalmente, para me-
jor. Tampoco han llevado a una convergencia de pareceres, sino
más bien a una mezcla de los mismos. Lo que antaño, en el bendi-
to Neolítico, fue de hecho algo parecido al mundo de sociedades
íntegras en comunicación distante de Lévi-Strauss, se ha converti-
do en algo más parecido al mundo postmoderno de sensibilidades
enfrentadas en contacto ineludible del que nos habla Danto.
Como la nostalgia, la diversidad ya no es lo que era; y el encerrar
las vidas en vagones separados para producir renovación cultural
o el desperdigarlas en efectos de contraste para desatar energías
morales, eso son sueños románticos no exentos de peligro.
La tendencia general que subrayé al principio de que el es-
pectro cultural devenía cada vez más pálido y reducido sin hacer-
se por ello menos discriminado (de hecho, es probable que se esté
haciendo más discriminado a medida que las formas simbólicas se
escinden y proliferan), altera no sólo su relación con el razona-
miento moral, sino el carácter mismo de tal razonamiento. Nos
hemos acostumbrado a la idea de que los conceptos científicos va-
rían en función de los cambios en el tipo de asuntos por los que
los propios científicos se interesan —que uno no necesita del cál-
culo infinitesimal para determinar la velocidad de un carro o de
las energías cuánticas para explicar la oscilación de un péndulo—.
Pero somos bastante menos conscientes de que esto mismo es
verdad de los instrumentos especulativos (por tomar prestado un
viejo término de I. A. Richards que merece ser resucitado) del ra-
zonamiento moral. Ideas que bastan para las sobresalientes di-
ferencias de Lévi-Strauss, no bastan para las problemáticas asi-
metrías de Danto; y es con esto último con lo que nos vemos
enfrentados de manera creciente.
Más concretamente, las cuestiones morales suscitadas por la
diversidad cultural (que están, por supuesto, lejos de ser todas las
cuestiones morales que existen) que, de surgir, lo hacían princi-
palmente entre sociedades —las «costumbres contrarias a la razón
y a la moral», ejemplo de tema del que se nutrió el imperialismo—,
surgen ahora cada vez más dentro de ellas mismas. Los lindesj>q-
82 CLIFFORD GEERTZ

cíales y culturales coinciden cada vez menos y de forma menos es-


tricta —hay japoneses en Brasil, turcos en el Main y hay indios del
Oeste que se encuentran con los del Este por las calles de Bir-
mingham—. Es éste un proceso de mestizaje que está en marcha
desde hace bastante tiempo (Bélgica, Canadá, El Líbano, Suráfrica
—ni la Roma del César resultó ser tan homogénea—), pero que está,
hoy por hoy, tomando proporciones extremas y casi universales.
Ya pasó el día en que la ciudad americana era el principal modelo
de fragmentación cultural y mezcla étnica; el París de nos ancétres
les gaulois11acabará siendo tan políglota y tan polícromo como
Manhattan y puede que tenga incluso un alcalde asiático (o eso se
temen, en cualquier caso, muchos de les gaulois) antes de que
Nueva York tenga uno hispano.
Este surgimiento, dentro del cuerpo de una sociedad, dentro
de los lindes de un «nosotros», de angustiosas cuestiones morales
centradas en la diversidad cultural y las implicaciones que ello tie-
ne para nuestro problema general, el del «futuro del etnocentris-
mo», pueda quizá verse de forma más nítida a través de un ejem-
plo. Pero no un ejemplo prefabricado, de ciencia ficción, acerca
de agua en antimundos o de gente cuyos recuerdos se intercam-
bian mientras duermen (a los que en mi opinión los filósofos se
han vuelto, más bien, demasiado aficionados últimamente), sino
uno real, o al menos uno que me fue presentado como real por el
antropólogo que me lo contó: el caso del indio alcohólico y el ri-
ñon artificial.
El caso es simple a pesar de lo enredado de su resolución. La
extrema escasez, debido a su alto coste, de las máquinas de hemo-
diálisis llevó hace unos años a establecer, como es natural, largas
listas de espera para acceder al tratamiento de diálisis en el seno
de un programa médico gubernamental al suroeste de los Estados
Unidos. Programa dirigido, como también es natural, por jóvenes
doctores idealistas provenientes de facultades de medicina en su
mayor parte del noreste. Para que el tratamiento fuese efectivo, al
menos durante un periodo prolongado de tiempo, se requería una

17. [N.T.: «Nuestros ancestros los galos». En francés en el original.]


LOS USOS DE LA DIVERSIDAD 83

estricta disciplina por parte de los pacientes por lo que hacía a la


dieta y otros asuntos. Como empresa pública, regida por códigos
antidiscriminatorios y, en cualquier caso, se supone, moralmente
motivada, las listas se organizaron no en función de las posibilida-
des económicas, sino por la urgencia del tratamiento y por riguroso
orden de inscripción. Una política que condujo, con las usuales par-
ticularidades de la lógica práctica, al problema del indio alcohólico.
El indio, tras haberse ganado el acceso a tan escasa máquina,
se negó, para gran consternación de los doctores, a abandonar, o
a moderar al menos, su prodigiosa capacidad para la bebida. Su
postura, inspirada en algún tipo de principio como el que men-
cioné anteriormente de Flannery O'Connor de seguir siendo uno
mismo sin importar lo que otros quieran hacer de ti, era ésta: soy
ciertamente un indio bebedor, lo he sido durante bastante tiempo
y pretendo seguir siéndolo por tanto tiempo como me podáis con-
servar vivo atándome a esa maldita máquina. Los médicos, cuyos
valores eran más bien otros, consideraron que el indio bloqueaba
el acceso a la máquina a otros pacientes de la lista en situación no
menos desesperada, los cuales podían, a su juicio, hacer un mejor
uso de sus beneficios —jóvenes de clase media como ellos mis-
mos, cuyo destino era la universidad y, quién sabe, acaso la facul-
tad de medicina—. Comoquiera que, para cuando el problema se
hizo patente, el indio ya estaba recibiendo tratamiento en la má-
quina, los médicos no se atrevían a (y supongo que tampoco les es-
taría permitido) interrumpirlo. Pero sí estaban profundamente
contrariados —al menos tan contrariados como decidido estaba el
indio, quien era lo suficientemente disciplinado como para acudir
puntualmente a todas las citas— y, a buen seguro, hubieran perge-
ñado cualquier razón, ostensiblemente médica, para desplazarle
de su posición en la lista, caso de haberle visto venir a tiempo. Du-
rante varios años, el indio continuó recibiendo tratamiento en la
máquina, y ellos continuaron desconcertados, hasta que muy dig-
no, como le imagino, y agradecido (aunque no a los doctores) de
haber tenido una vida algo más prolongada en la que seguir be-
biendo, murió sin disculparse por todo el asunto.
Ahora bien, lo digno de subrayarse de esta pequeña fábula en
84 CLIFFORD GEERTZ

tiempo real no es el que nos muestre cuan insensibles pueden ser


los médicos (y no lo fueron, cuando bien podrían haberlo sido),
o lo erráticos que pueden llegar a ser los indios (él no lo era, pues
sabía perfectamente lo que hacía); ni tampoco el sugerir que tu-
vieran que haber prevalecido los valores de los médicos (es decir,
más o menos los nuestros), los del indio (esto es, aproximada-
mente no los nuestros), o algún juicio más allá de las partes basa-
do en la filosofía o la antropología y avanzado por alguno de los
hercúleos jueces de Ronald Dworkin. Éste fue un' caso peliagudo
y su final también lo fue; pero no puedo ver que más etnocentris-
mo, más relativismo o una mayor neutralidad hubieran mejorado
las cosas (aunque quizá más imaginación sí lo hubiera hecho). Lo
digno de subrayarse —no estoy seguro de que esta fábula tenga
propiamente una moraleja— es que es este tipo de asunto, y no la
tribu distante encapsulada en su propia diferencia coherente (el
azande o el ik que fascinan a los filósofos sólo un poco menos que
las fantasías de ciencia ficción, acaso porque se les puede conver-
tir en marcianos sublunares y tratarles consecuentemente), el que
mejor representa, si acaso algo melodramáticamente, la forma ge-
neral que hoy día toma el conflicto de valores que surge de la di-
versidad cultural.
Aquí, los antagonistas, si eso es lo que eran, no eran represen-
tantes de totalidades sociales absortas en sí mismas que se en-
cuentran al azar en los bordes de sus sistemas de creencias. Los in-
dios que mantienen a raya el destino con el alcohol forman parte
de la América contemporánea tanto como los médicos que lo co-
rrigen con sus aparatos. (Si quieren ver hasta qué punto esto es
así, al menos en el caso de los indios —les supongo al corriente
por lo que a los médicos respecta— pueden leer la inquietante no-
vela de James Welch Winter in the blood {Invierno e« la sangre),
donde los efectos de contraste aparecen de una manera un tanto
singular.) Si es que aquí hubo algún error y, para ser justos, desde
la distancia es difícil precisar en qué medida lo hubo, fue un error
en comprender, por ambas partes, lo que significaba estar en la
otra parte y, así, lo que significaba estar en la propia. De todos
ellos, ninguno, al menos así parece, aprendió demasiado en este epi-
LOS USOS DE LA DIVERSIDAD 85

sodio ni acerca de sí mismo ni de nadie más, ni nada en absoluto,


más allá de las banalidades del disgusto y la acritud, acerca del ca-
rácter de su encuentro. No es la incapacidad de los implicados
para abandonar sus convicciones y adoptar las perspectivas de
otros lo que hace esta pequeña fábula tan completamente depri-
mente. Tampoco lo es su falta de una regla moral desvinculada—el
gran Dios o el principio de la diferencia (que parecería, como
cuestión de hecho, que fueran a dar aquí resultados diferentes)— a
la que apelar. Se trata de su incapacidad_para siquiera concebir,
en medio del misterio de la diferencia, cómo puede uno soslayar
una asimetría moral por completo genuina. Todo ello sucedió en
la más completa tiniebla.

Lo que tiende a ocurrir en las tinieblas —la única cosa que pa-
rece permitir una concepción de la dignidad humana acorde con
«una cierta sordera hacia la llamada de otros valores» o «una com-
paración con comunidades defectivas respecto de las nuestras»—
es, o bien la aplicación de la fuerza para asegurar la conformidad
a los valores propios de los que poseen la fuerza; o una tolerancia va-
cua que, sin comprometerse con nada, nada cambia; o bien, como
aquí, donde falta la fuerza y donde la tolerancia es innecesaria, un
regateo continuo hacia un fin ambiguo.
Seguramente hay casos donde éstas son, de hecho, las alterna-
tivas prácticas. Una vez metido de lleno en el sermón, no parece
que se pueda hacer mucho con el reverendo Jones excepto impe-
dirle físicamente que reparta la Subvención Kool (KoolAid). Si la
gente cree que el rock punk ha llegado donde ha llegado, enton-
ces, mientras no se pongan a tocar en el metro, allá ellos con sus
oídos y su funeral. Y es que es difícil (algunos murciélagos son
más murciélagos que otros) saber siquiera cómo se debería proce-
der con alguien que sostiene que las flores tienen sentimientos y
que los animales no. El paternalismo, la indiferencia, incluso la
arrogancia, no siempre son actitudes inútiles de cara a la diferen-
86 CLIFFORD GEERTZ

cia de valores, incluso en aquéllos de mayores consecuencias que


éstos. El problema es saber cuándo son útiles, y la diversidad pue-
de dejarse entonces sin cuidado en manos de sus connaisseurs™ y
cuándo, como creo que es más usual, incluso de manera crecien-
te, no lo son y no se puede y se requiere algo más: un acceso ima-
ginativo a (y una admisión de) una disposición mental ajena.
En nuestra sociedad, el experto par excellence en lo que se re-
fiere a disposiciones mentales ajenas ha sido el etnógrafo (también
el historiador, hasta cierto punto, y el novelista, aunque de otra
manera; pero volvamos a los de mi tribu), dramatizando la rareza,
ensalzando la diversidad y rezumando amplitud de miras. Cuales-
quiera que fueran las diferencias en cuanto a método o teoría que
nos han separado, nos hemos parecido en esto: en estar profesio-
nalmente obsesionados con mundos en alguna otra parte y con
hacerlos comprensibles, primero a nosotros mismos y después a
nuestros lectores, utilizando para ello estrategias conceptuales no
demasiadadislintas a las de los historiadores y estrategias litera-
rias tampoco demasiado diferentes a las de los novelistas., Y mien-
tras esos mundos estaban realmente en alguna otra parte, donde
los encontró Malinowski y donde Lévi-Strauss los recuerda, ello
fue relativamente aproblemático como tarea analítica, aunque
bastante complicado como tarea práctica. Podíamos pensar en los
«primitivos» («salvajes», «nativos»,...) como peoját>amos en los
marcianos: como maneras posibles de sentir, razonar, juzgar'^'
comportarse, maneras de hacer, discontin s de las .nuestras, al-
ternativas a* nosotros. Ahora que ésos mui< v esas disposición
nes mentales ajenas no se encuentrau^riiicipalmente en ninguna
otra parte, sino que, siendo una alterna*' - nuy ceicana/wn.. »?
sotros, son inmediatos «hiatos entre aquello^i.. TMJSS . .. ,
manera diferente a la mía y yo mismo», parece qu>- . _na por.i
ceder a un cierto reajuste tanto de nuestros hábitos retóricos como
del sentido de nuestra misión.
Los usos de la diversidad cultural, de su estudio, su descrip-

18. [N.T.: «Expertos». En francés en el original.]


* [La cursiva es de los traductores.]
LOS USOS DE LA DIVERSIDAD 87

ción, su análisis y su comprehensión consisten menos en nuestras


propias clasificaciones que nos separan de los demás y a los demás
de nosotros por mor de defender la integridad del grupo y mante-
ner la lealtad hacia él, que en definir el terreno que la razón debe
atravesar si se quieren alcanzar y ver cumplidas sus modestas re-
compensas. Es éste un terreno desigual, lleno de repentinas fallas
y pasos peligrosos donde los accidentes pueden suceder y suce-
den, y atravesarlo, o intentar hacerlo, poco o nada tiene que ver
con allanarlo hasta hacer de él una llanura uniforme, segura y sin
fisuras, sino que simplemente saca a la luz sus grietas y contornos.
Si es que nuestros acuciantes médicos y nuestro intransigente in-
dio («los ricos americanos» y «[aquellos] con quienes necesitamos
hablar» de Rorty) quieren enfrentarse de una manera menos des-
tructiva (y está lejos de ser cierto —las grietas son bien reales—
que efectivamente puedan), entonces deben explorar el carácter
del espacio existente entre ellos.
Son ejjós mismos los que al final tienen que hacerlo; aquí no
hay sustituto para el conocimiento local, ni tampoco para el valor.
Pero tanto los mapas y los gráficos como las tablas, relatos, pelícu-
las y descripciones, incluso las teorías, pueden'ser de ayuda, si
atienden a lo efectivo. Los usos de la etnografía son principal-
mente auxiliares pero son, no obstante, reales. Como recopilar
diccionarios o ajustar lentes trabajosamente, la etnografía es, o de-
. ^.iia ser. una disciplina eapacitadora. Y a lo que capacita, cuando
lo hace, es a un conta<iío fructífero con una subjetividad variante.
c
ítúa, como he ^»5ú-diciendo, no sin dificultad, a particulares
•«nosotros» entre particul°"*"v «ellos» y a los «ellos», entre «noso-
• donde toados va*¿*du. n. Es la gran enemiga del etnocentris-
r . ^ente en planetas culturales donde las únicas
"as co. -, • necesitan manejarse son «las de por aquí», no
porque asuíha~que todo-el mundo sea semejante, sino porque sabe
cuan profundamente eso no es así y qué incapaces somos de igno-
rarnos los unos a los otros. Sea lo que fuere lo que una vez fue po-
sible y no importa qué se quiera anhelar ahora, lo cierto es que la so-
beranía de lo familiar empobrece a todos y a cada uno; en tanto en
cuanto tal soberanía tenga futuro, el nuestro será oscuro. No se tra-
88 CLIFFORD GEERTZ

ta de que debamos amarnos los unos a los otros o morir (si éste es el
caso —negros y africaners, árabes y judíos, tamiles y singaleses—
estamos, por lo que se ve, condenados). Se trata de que debemos
conocernos los unos a los otros y vivir según este conocimiento
o acabar aislados en un mundo de absurdo soliloquio a lo Beckett.
La tarea de la etnografía, o en cualquier caso un&de eUas, es
ciertamente el proveernos, como las artes y la historia, de,relatos
y escenarios para refocalizar nuestra atención; pero no de relatos y
escenarios que nos ofrezcan una versión autocomplaciente y acep-
table para nosotros mismos al representar a los demás reunidos en
mundos que nosotros no queremos ni podemos alcanzar, sino re-
latos y escenarios que, al representarnos, permitan vernos, tanto a
nosotros mismos como a cualquier otro, arrojados en medio de un
mundo lleno de indelebles extrañezas deias que no podemos li-
brarnos.
Hasta hace más bien poco (ahora el asunto está cambiando,
en parte al menos gracias al impacto de la etnografía, pero sobre
todo porque el mundo está cambiando), la etnografía estaba más
bien sola en esta tarea, pues la historia invertía mucho tiempo en
reconfortar nuestra autoestima y en alentar nuestro sentido de es-
tar yendo a alguna parte al hacer la apoteosis de nuestros héroes y
satanizar a nuestros enemigos o al lamentarnos de las glorias pasa-
das. Por su parte, el comentario social de los novelistas tuvo un ca-
rácter principalmente interno —una parte del Oeste que sostenía
un espejo, plano en Trollopeo curvo en Dostoievski, ante la otra—.
Incluso la literatura de viajes, que cuando menos se ocupaba de
superficies exóticas (junglas, camellos, bazares, templos), las utili-
zaba en gran medida para demostrar, en circunstancias difíciles, la
elasticidad de las virtudes recibidas —el inglés, tranquilo; el fran-
cés, racional; el americano, inocente—.Ahora que la etnografía no
está ya tan sola y las extrañezas con las que se tiene que ver van
creciendo de manera más oblicua y más difuminada y se destacan
menos como anomalías salvajes —hombres que se creen descen-
dientes de ualabis o que están convencidos de que una mala mi-
rada les puede matar—-, su tarea, localizar esas extrañezas y des-
cribir sus formas, puede resultar más difícil en algunos aspectos,
LOS USOS DE LA DIVERSIDAD 89

pero en absolato es< menos necesaria. Imaginar la diferencia (lo


que por supuesto no quiere decir inventársela, sino hacerla evi-
dente) sigue siendo una ciencia de la que todos necesitamos.
• i

Sin embargo, mi propósito aquí no es defender las prerrogati-


vas de una Wissenschaft19 casera cuya patente sobre el estudio de
la diversidad cultural, si es que alguna vez la tuvo, hace tiempo
que expiró. Mi propósito es sugerir que hemos alcanzado tal pun-
to en la historia moral del mundo (una historia ella misma cual-
quier cosa menos moral),-que estamos obligados a pensar en esa
diversidad de un modo bastante distinto al que hemos estado
acostumbrados a hacerlo. De hecho, está a punto de suceder que,
en lugar de ser clasificados en unidades disjuntas, en espacios so-
ciales con lindes definidos, planteamientos de vida seriamente dis-
pares se mezclen en extensiones mal definidas, espacios sociales
cuyos lindes no están fijados, son irregulares y difíciles de locali-
zar, donde la cuestión de cómo tratar con los problemas de enjui-
ciamiento a los que dan pie tales disparidades toma un aspecto
bastante diferente. Los paisajes y los bodegones son una cosa; los
panoramas y los collages, otra bien distinta.
Que es a esto último a lo que nos enfrentamos hoy día, que vi-
vimos más y más en medio de un enofme collage, es lo que apa-
rece por doquier. No se trata sólo de los telediarios, donde asesi-
natos en la India, bombas en El Líbano, golpes de Estado en
África y tiroteos en Centroamérica aparecen entre desastres loca-
les, a duras penas más comprensibles, y van seguidos de graves
discusiones acerca de los modales de los japoneses a la hora de ne-
gociar, de las formas persas de la pasión o de los estilos árabes de
.negociación. Se trata también de la enorme explosión de la tra-
ducción, buena, mala e indiferente, de y a lenguajes —tamil, in-
donesio, hebreo y urdu— considerados anteriormente margina-

19. \N.T.: «Ciencia». En alemán en el original.]


90 C L I F P O R D GEERTZ

les y recónditos; la migración de cocinas, vestimentas, mobiliario


y decoración (caftanes en San Francisco, Coronel Sanders en Ya-
karta, taburetes en los bares de Kyoto); la aparición de temas de
gamelan en el jazz de vanguardia (avant-garde), de mitos indios en
novelas latinas e imágenes de revistas en pinturas africanas. Pero
sobre todo, se trata de que la persona con la que nos encontramos
en la tienda de ultramarinos es igualmente probable, o casi, que
provenga de Corea que de Iowa; la de la oficina de correos puede
venir de Argelia como de Auvernia; la del banco, de Bombay como
! de Liverpool. Ni siquiera los parajes rurales, donde las semejanzas
suelen estar más atrincheradas, son inmunes: granjeros mexicanos
en el Suroeste, pescadores vietnamitas a lo largo de la costa del
Golfo, médicos iraníes en el Mediooeste.j
No hay necesidad alguna de seguir con los ejemplos. Todos
podemos imaginar ejemplos de nuestra cosecha extraídos de
nuestro propio quehacer en nuestro propio entorno. No toda esta
diversidad tiene las mismas consecuencias (la cocina de Jogja es
tan apetitosa que siempre estará ahí para chuparse los dedos), ni
es igualmente inmediata (no necesitas comprender las creencias
religiosas del que te vende los sellos), ni proviene toda ella de un
contraste cultural tajante.)Pero parece abrumadoramente claro
que el mundo va pareciéndose en todas partes más a un bazar ku-
waití que a un club de caballeros ingleses (para ejemplificar lo que
son, en mi opinión —quizá porque nunca he estado en ninguno
de ellos— los casos más opuestos). El etnocentrismo de los hue-
vos de piojo o del tipo «no existiría, si no fuera por la gracia de la
cultura» puede o no coincidir con la especie humana; pero ahora
nos resulta bastante más difícil a la mayoría saber siquiera dónde,
dentro del gran ensamblaje de diferencias yuxtapuestas, cabe
centrarlo. Les milieux20 son todos mixtes. Ya no conforman Um-
welie21 como solían hacer.
Nuestra respuesta a este, así me lo parece, hecho predomi-
nante es, así también me lo parece, uno de los mayores desafíos

20. [N.T.: «Los "mundillos" son todos mixtos». En francés en el original.]


21. [N.T.: «Mundos». En alemán en el original.]
LOS USOS DE LA DIVERSIDAD 91

morales a los que hoy día nos enfrentamos, ingrediente de prácti-


camente todos los demás desde el desarme nuclear hasta el repar-
to equitativo de los recursos del mundo y, al afrontarlo, nos son
igualmente inútiles los consejos de tolerancia indiscriminada, que
de todos modos nunca se pretende de verdad, como, lo que es mi
blanco aquí, los de rendición al placer de las odiosas comparacio-
nes, ya sea esta rendición arrogante, alegre, defensiva o resignada;
aunque acaso esto último sea lo más peligroso por ser lo que pro-
bablemente encontrará más seguidores. La imagen de un mundo
lleno de gente tan apasionadamente partidaria de las culturas de
los demás que todo lo que desea es glorificarse mutuamente no
me parece un peligro claro ni presente; por el contrario, la imagen
de un mundo lleno de gente haciendo alegremente la apoteosis de
sus héroes y satanizando a sus enemigos, desafortunadamente sí.
No es necesario elegir, de hecho es necesario no elegir, entre el
cosmopolitismo sin contenido y el provincialismo sin lágrimas.
Ninguno de ellos es útil para vivir en un collage.
Para vivir en un collage uno debe, en primer lugar, verse a sí
mismo como capaz de clasificar sus elementos, de determinar qué
son (lo que habitualmente implica determinar de dónde proce-
den y cuál era su valor cuando allí estaban) y cómo se relacionan
los unos con los otros e/i la práctica, todo ello sin enturbiar el sen-
tido de la localización e identidad propias en su seno. Hablando
de forma menos figurada, «comprensión» en el sentido de com-
prehender, de percepción e intuición (insight) tiene que distin-
guirse de «comprensión» en el sentido de acuerdo en la opinión,
unión de sentimiento o comunidad de compromiso: el/e vous ai
compris22 que proclamó De Gaulle distinto del/e vous ai compris
que oyeron los pieds noirs . Debemos aprender a captar aquello a
lo que no podemos sumarnos.
La dificultad es aquí enorme, como siempre lo fue. Compre-
hender lo que de alguna forma nos es, y probablemente nos siga
siendo, ajeno sin siquiera dulcificarlo con vacuas cantinelas acer-
ca de la humanidad común, ni desactivarlo con la indiferencia del

22. f N.T.: «Os he comprendido». En francés en el original.]


92 CLIFFORD GEERTZ

«a-cada-uno-lo-suyo», ni minusvalorarlo tildándolo de encantador,


estimable incluso, pero inconsecuente, es una destreza que tene-
mos que adquirir arduamente y que, una vez aprendida, siempre
de forma muy imperfecta, hay que trabajar con constancia para
mantenerla viva; no es una capacidad connatural, como la tridi-
mensionalidad en la percepción o el sentido del equilibrio, en la
que podamos confiar tranquilamente.
Es aquí, en el fortalecimiento del poder de nuestra imagina-
ción para captar lo que hay frente a nosotros, donde residen los
usos y el estudio de la diversidad. Si tenemos (como yo confieso
tener) más que una simpatía sentimental con aquel intransigente
indio americano no es porque compartimos su punto de vista. El
alcoholismo es ciertamente un mal y las máquinas de hemodiálisis
se echan a perder al aplicárselas a sus víctimas. Nuestra simpatía
deriva de nuestro conocimiento del grado en el que él se ha gana-
do sus puntos de vista, y del sentido amargo que por ello contie-
nen, de nuestra comprensión del terrible camino que ha tenido
que recorrer para llegar hasta ellos y de qué es —el etnocentrismo
y los crímenes que legitima— lo que lo ha hecho tan terrible. Si
deseamos ser capaces de juzgar competentemente, como por su-
puesto debemos, necesitamos llegar a ser también capaces de ver
competentemente. Y para ello simplemente no basta con lo que ya
hemos visto —los interiores de nuestros vagones; los esplendentes
ejemplos históricos de nuestras naciones, nuestras iglesias y nues-
tros movimientos— pese a lo pregnante que pueda ser lo uno y lo
deslumbrante que pueda ser lo otro.

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