Mes de María

Descargar como docx, pdf o txt
Descargar como docx, pdf o txt
Está en la página 1de 128

MES

DE

MARÍA INMACULADA

POR EL PRESBÍTERO

RODOLFO VERGARA ANTÚNEZ

CON APROBACIÓN
DE LA

AUTORIDAD ECLESIÁSTICA

Cuarta edición
-------------
INFORME
En virtud de la comisión anterior, he revisado el Devocionario intitulado “MES DE
MARÍA INMACULADA” y puedo decir que no hay en él, nada contra la fe, que sus
meditaciones y oraciones son la expresión de la más sólida y tierna piedad; que sus
ejemplos están discretamente escogidos y que por consiguiente, la publicación de esta
Devocionario hará más amable y fructuosa la devoción del MES DE MARÍA, ya tan
simpática y universal entre nosotros.
-Santiago, noviembre de 1876.
JUAN ESCOBAR PALMA

APROBACIÓN Y CONCESIÓN DE INDULGENCIAS


Santiago, noviembre de 1876.
Visto el informe del Revisor nombrado, presbítero don Juan Escobar Palma, se concede la
licencia necesaria para la impresión y publicación del “MES DE MARÍA
INMACULADA”, escrito por el presbítero Rodolfo Vergara Antúnez y se concede a los
fieles ochenta días de indulgencia, por cada vez que se rece.- Tómese razón.- MONTES,
Vicario General.- Almarza, Secretario.
Es copia.
José Manuel Almarza,
Secretario

Aprobación Diocesana
IMPRIMATUR
Barcelona 25 de enero de 1906
El Vicario General. Provisor
JOSÉ PALMAROLA

Por mandato de Su Señoría,


Lic. José María de Ros, Pbro.
Secretario Canc.
DOS PALABRAS AL LECTOR
Tal vez en ninguna época de la historia de la Iglesia ha sido más fervorosa y universal la
devoción a la Reina de los cielos, como en los tiempos presentes. Parece que a medida que
la religión católica soporta golpes más rudos de la mano de la impiedad y que la santa
Iglesia ve engrosar las filas de sus enemigos, los corazones piadosos redoblan su fervor y
su entusiasmo por el culto de María, para interesar con sus votos y homenajes, su
protección maternal. Ella, por su parte, parece ingeniarse cada día en dar a los creyentes,
nuevas y espléndidas manifestaciones de su amor. Pruébanlo de sobra las recientes
manifestaciones que llenan de consuelo y de esperanza al mundo católico.
Para satisfacer los piadosos deseos de los hijos de María, apenas bastan las numerosas
obras que publica la prensa, destinadas a acrecentar el culto y avivar la devoción a la Madre
de Dios. Deseoso el autor de este Opúsculo de contribuir, en la escasa medida de sus
fuerzas, a la satisfacción de ese santo y legítimo anhelo, se ha decidido a ofrecerles este
nuevo devocionario, que contiene los ejercicios del MES DE MARÍA.
Agotada la edición del antiguo devocionario, el primero que salió a la luz entre nosotros,
cuando en 1854 se celebró por la primera vez en Chile el Mes de María, hemos creído que
era prestar un oportuno servicio a la piedad, reemplazándolo por otro que, subsanando los
defectos de antiguo, conservase de él lo que ha llegado a ser popular.
Tal ha sido nuestro propósito al emprender este trabajo, fruto de algunas horas robadas al
descanso, después de terminadas nuestras diarias tareas de la prensa y del sagrado
ministerio. Es un pequeño homenaje de amor filial, que presentamos a los pies de nuestra
buena Madre y para el cual solicitamos humildemente sus maternales bendiciones.
Sin otra pretensión que la de cooperar a la propagación del culto de María, lo entregamos al
público, pero no sin suplicar antes, a los celosos promotores de ese culto consolador, se
dignen hacernos notar los defectos, vacíos e impropiedades de que adolezca, para ver de
subsanarlos en otra edición, si es que la presente tiene la fortuna de lograr el objeto que la
ha motivado.
Del antiguo devocionario hemos conservado, con cortas variaciones, tres oraciones que, a
más de ser hermosas y apropiadas, han llegado a ser populares: la de todos los días, la de la
visita diaria y la del último día del Mes.
En las consideraciones de cada día, hemos procurado resumir la historia de María,
deduciendo de cada uno de los interesantes hechos que la forman, la reflexión moral que
fluya naturalmente de ellos. Hemos preferido este método, porque creemos que el mes de
María, no es el tiempo más adecuado para las meditaciones de las verdades eternas, las
cuales son más propias de los ejercicios espirituales y de las misiones, que de un tiempo
exclusivamente consagrado a honrar a María, buscando en los hechos de su vida, el
aprendizaje de las virtudes cristianas.
En conformidad con el decreto del Papa Urbano VIII, declaramos que las gracias y hechos
milagrosos, que contamos diariamente, para encender en los fieles la confianza en María,
no tienen sino una autoridad puramente humana, con excepción de aquellos que han sido
confirmados por la autoridad de la Santa Iglesia y de la Silla Apostólica. Por lo demás, ellos
han sido tomados de buenas fuentes y relatados por autores que merecen entera fe y que
aseguran su efectividad.
Hemos introducido también una práctica apenas conocida entre nosotros y que contribuirá
poderosamente a avivar el entusiasmo de los fieles servidores de María. Esta práctica es la
de las peregrinaciones en espíritu, a los más célebres y venerados santuarios de María. Las
peregrinaciones son, en los tiempos que corren, la expresión más auténtica y elocuente del
ardor del sentimiento católico, que mueve como a un solo hombre, a pueblos enteros,
trasladándolos a los lugares que la Santísima Virgen se ha dignado santificar con su
presencia y honrar con estupendos prodigios. Y ya que no nos es dado tener la dicha de
asociarnos a este movimiento religioso, para llevar nuestros homenajes a esos santuarios
queridos, conviene que, en una hora dada, en cada uno de los domingos del Mes, nos
traslademos a ellos con la imaginación, uniéndonos a los felices peregrinos, que llevan sus
ofrendas amorosas, a los pies de la Reina del Cielo.
En fin, al ofrecer este opúsculo a los piadosos hijos de María, abrigamos la dulce esperanza
de que la buena Señora se dignará derramar sus más preciosas bendiciones sobre los que
lean sus páginas y cumplan con intención recta, las prácticas y ejercicios que contiene.
Talvez será, al menos, nuestra más constante y humilde petición.
INTRODUCCIÓN
Ego flos campi et lilium convallium.
Yo soy la flor del campo y el lirio de los valles.
(Cantares.)
I
Hay en el culto de María, un no sé qué de encantador, que despierta en el alma sentimientos
de indecible ternura y que sonríe al corazón cristiano, como el amor de una madre sonríe al
corazón del hijo.
El culto de María, fresco y lozano, como el lirio de los valles y como la flor del campo, es
fecundo en inspiraciones risueñas para la piedad y en conceptos sublimes para el arte.
Ofrece al músico, al pintor y al poeta, un ideal en que se resume todo lo que tiene de
grandioso el dolor llevado hasta el heroísmo y todo lo que tiene de sublime la virtud, de
simpático la inocencia y de agradable la belleza.
Las flores, los cánticos, las imágenes, los altares, todo se hace servir para realzar el culto de
María. Las primeras flores que la naturaleza produce, son llevadas a sus pies en frescas
coronas y hermosas guirnaldas, cuya suave fragancia es emblema de sus virtudes. Las
estrellas son las piedras de su diadema, el sol, con sus rayos, forma los pliegues de su
manto real y la luna, compañera de los poetas y los viajeros, pone su frente bajo las plantas
de la Reina del Cielo. Así la vio San Juan en sus raptos sublimes y así los hombres se
complacen en representarla.
Para cantar las glorias de María, descendiente del candor inspirado de Israel, se forman
coros, compuestos de una piadosa y brillante juventud, que hacen resonar las bóvedas del
templo, con himnos entusiastas. Encantadoras armonías que, al compás de melodiosos
instrumentos, reproducen en notas cadenciosas, las alegrías de Belén y los dolores del
Calvario, los gozos y las lágrimas de la Virgen Madre.
Tantas bellezas, han dado origen a esa multitud de hermosas instituciones, que llevan el
nombre de María, a ese catálogo de devociones que tienen por objeto su culto y a las
variadas y poéticas advocaciones, bajo las cuales se la venera. Entre estas instituciones,
distínguese la del MES DE MARÍA.
II
Es esta una institución en que la piedad encuentra un alimento saludable y un atractivo
encantador. No contenta la Iglesia con haber establecido en honor de María, numerosas
solemnidades durante el año, destinadas a celebrar cada uno de sus triunfos y cada una de
sus excelsas prerrogativas, no satisfecha con haberla dedicado uno de los fines de semana y
las más bellas horas del día, ha acogido con entusiasmo la idea de consagrar a su culto, el
más hermoso de los meses del año.
Para Celebrar el Mes de María, se aguarda que la naturaleza, despertando de su largo sueño,
se presente en toda su belleza y galanura. Entre nosotros, el Mes de María viene a coronar
el año. Cuando la primavera ha devuelto a la tierra, sus ricos atavíos, cuando los valles
están vestidos de flores, cuando las mieses doran los campos, cuando los árboles comienzan
a madurar sus frutos, la Iglesia parece decir a sus hijos: “La naturaleza ha despertado y las
flores esmaltan las praderas; despertad también vosotros, para que vuestros corazones,
reanimados, como la naturaleza, germinen flores que el tiempo no marchite, para llevarlas
en homenaje a la que es, con propiedad, “la flor más galana de los campos y el lirio más
puro de los valles.”
Entonces, la imagen de María se levanta en un trono de flores y circundada de luces, así en
el suntuoso templo de las grandes ciudades y en el modesto santuario de la aldea, como en
la alcoba del rico y en el humilde hogar del obrero, dejándose oír en el entorno de su altar,
cánticos melodiosos, débil remedo del himno sin fin, que los ángeles entonan en su honor,
en lo más alto de los cielos.
Durante este mes de bendiciones, todos corren presurosos, a donde los llama el amor
maternal. El anciano y el niño, el rico y el pobre, el sabio y el ignorante, la madre y la
doncella, el magistrado y el guerrero, todos van a contar sus necesidades, a la mejor de las
madres y a ponerse bajo la protección de la más poderosa de las reinas. En esta época,
aparece, en toda su intensidad, el amor que el mundo católico profesa a María. Mil voces
suplicantes se elevan hacia ella, en solicitud de consuelos y esperanzas. Todo el que devora
algún dolor en el secreto de su alma, todo el que humedece su paz con lágrimas, torna a ella
sus miradas deprecatorias, seguro de encontrar en su seno de madre, para sus dolencias un
remedio y, para sus lágrimas, una mano cariñosa que las enjugue.
El MES DE MARÍA es la síntesis de todas las devociones que tienen por objeto el culto de
la Reina del Cielo, el compendio que recuerda todas sus grandezas, y una escuela fecunda
en provechosas lecciones para la perfección moral. Durante esta serie de bellos días, los
predicadores evangélicos y las piadosas lecturas nos hablan de sus virtudes y nos cuentan,
cada día, una página de su historia, estimulándonos a amarla y a imitarla.
III
Nada puede asegurarse con certeza acerca del origen del MES DE MARÍA. Muchos
autores atribuyen este honor a San Felipe Neri, que murió en Roma en 1575. Otros
atribuyen este honor a un piadoso misionero italiano, llamado Lalonia, el cual, si no fue su
autor, fue al menos su celoso promotor. Este compuso un pequeño devocionario intitulado
el MES DE MAYO, publicado bajo los auspicios de Luisa de Francia, priora de las
Carmelitas de San Dionisio. Este devocionario fue traducido a varios idiomas y sirvió de
base a los piadosos ejercicios con que se acostumbra honrar durante el mes, a la Reina del
Cielo. Lo cierto es que la institución de esta hermosa devoción no se remonta más allá del
siglo XVI.
Pero, aunque la institución formal del Mes de María es de reciente data, parece que de
antiguo los fieles han acostumbrado honrar de alguna manera a María, durante la estación
de las flores. “La relación que existe la primavera de la naturaleza y la de la gracia en
María, dice Augusto Nicolás, es demasiado palpable para que no haya sido observada desde
largo tiempo; de ello se encuentra un fehaciente testimonio en un viejo capitel de la antigua
abadía de Cluny, en el cual se ve una imagen de María, a cuyo alrededor se lee este
hermoso hexámetro: Ver primus flores, primos adducit honores. Con las primeras flores, la
primavera trae (para María) los primeros honores.
El MES DE MARÍA nació en Italia, pero penetró pronto en Francia y en poco tiempo tocó
los confines de Europa; se estableció en las Américas y ha llegado a ser una fiesta
universal.
“El lapón, dice un escritor, en los polos nevados, el indio en sus florestas vírgenes, el árabe,
bajo la tienda del desierto, no son extraños a las magnificencias del mes consagrado a
María, y hasta el pescador errante en las orillas del lago y el cazador indio en lo alto de la
roca solitaria, elevan sus votos a María, en este bello mes. El salvaje, perdido en el fondo
de sus bosques, coloca al pie del árbol tutelar, la imagen milagrosa de la buena Madona. En
medio del valle, al borde de la limpia corriente, la piadosa pastora erige un rústico altar a la
Reina de los vírgenes: allí no encontraréis columnas de mármol, pero veréis céspedes
floridos y árboles frondosos, que le prestan una sombra más agradable que la de nuestros
templos: allí no escucharéis la música armoniosa de nuestras grandes ciudades, pero oiréis,
al venir el día, el gorjeo de los pájaros y el sencillo cántico que entona la feliz pastora a la
Estrella de la Mañana.”
He aquí, en resumen, lo que es el MES DE MARÍA, una fiesta en que la naturaleza, la
poesía y el arte se unen a la piedad y al amor de los devotos de María, para dar desusado
esplendor al culto atribuido a la Reina del Cielo, durante treinta días. Por su parte, la
soberana dispensadora de las munificencias divinas se complace en derramar copiosas
bendiciones sobre los hijos que la honran durante este Mes, otorgándoles, en cambio de sus
homenajes, gracias abundantes para la santificación de sus almas.
IV
Hagamos ahora algunas indicaciones prácticas acerca de la manera de hacerlo con mayor
provecho espiritual.
Como lo dejamos indicado, la estación de las flores es la más adecuada para los ejercicios
de este Mes. Por eso, en el viejo continente de ha elegido el mes de mayo. Entre nosotros,
la costumbre lo ha fijado en el mes de noviembre, en que la primavera está en todo su vigor
y lozanía, viniendo a ser como la corona del año y como una digna preparación, para
celebrar con fruto, la festividad de la Inmaculada Concepción, ese dogma cuya declaración
solemne ha cabido en suerte a nuestro siglo – hermosa piedra colocada en la brillante
diadema de María, por las manos del inmortal Pontífice Pío IX.
Por consiguiente, para que el Mes de María termine con esa festividad, que la Iglesia
celebra el 8 de diciembre, conviene hacer su apertura el 7 de noviembre. En este día, se
aderezará, en el sitio de la casa más apropiado para el recogimiento, un pequeño altar,
adornado con flores del tiempo y con algunas luces. Nadie ignora que este aparato exterior
es muy propio para inspirar devoción y avivar la piedad. En torno de ese altar, la madre de
familia reunirá cada día, a sus hijos y domésticos, para hacer en común los santos ejercicios
de este Mes de bendición.
Sin embargo, siempre que las atenciones y obligaciones de la propia condición lo permitan,
conviene que se asista al templo, lugar más conveniente para la solemnidad de esos
ejercicios. Algunas piadosas acostumbran hacerlos en el hogar y en el templo, para que los
que no puedan concurrir a este último, no se queden defraudados del beneficio de esta
devoción.
Entre las prácticas que forman el Mes de María, una de las más útiles es la consideración de
las prerrogativas y virtudes de la Reina del Cielo. Por eso, conviene que las consideraciones
de cada día se lean con atención y con espíritu de piedad, pudiendo servir de materia, para
la meditación diaria. De esta manera, se inflamará el alma en amor a María, crecerá la
devoción y la confianza que debemos temer en Ella y nos alentaremos a imitar sus
perfecciones y virtudes.
Si, durante este Mes bendito, se cogen de los jardines, las más bellas flores, para llevarlas
en ramilletes y guirnaldas, a los pies de la Imagen de María, es preciso que esas flores sean
el símbolo de otras más hermosas y perfumadas, que el hálito de la tarde no marchita: las
flores del alma. Por esto, cada día es preciso ofrecer a la Virgen Inmaculada, un obsequio
espiritual, haciendo una obra meritoria, que tenga por fin su gloria o la santificación del
alma.
Para conseguirlo, se escribirán diversas prácticas en cédulas separadas, si el Mes se reza en
familia o entre un número poco considerable de personas y cada uno de los asistentes
sorteará una cédula y ejecutará fielmente, al día siguiente, la práctica que ella contenga.
En los templos, anunciará el director cinco prácticas, cada día. Antes de publicarlas, cada
uno de los asistentes elegirá mentalmente, cualquiera de los números que contienen las
cinco prácticas y la que corresponda al número de antemano elegido, será la que practique
al día siguiente.
Para la mayor perfección de este importante ejercicio, conviene que se lleve un diario, en el
que señalará cada día, con signos arbitrarios, si se ha cumplido o no con la práctica que ha
cabido en suerte. Así, podrá conocerse, al terminar cada semana del Mes, si ha habido o no
exactitud y piadoso celo en honrar a la Santísima Virgen, llevándole en homenaje, junto
con las flores del tiempo, las flores inmarcesibles del alma. Al concluir el Mes, puede
presentarse ese hermoso ramillete a los pies de María, como la más preciosa ofrenda,
pidiéndole, en retorno, su maternal bendición.
Además de esta ofrenda diaria, conviene también elegir a la suerte una práctica que se
cumplirá durante todo el Mes, la cual podrá sortearse el día de la apertura.
El Mes de María deberá coronarse con una solemne y perpetua consagración de sí mismo, a
la Reina de los Cielos.
ACTOS DE VIRTUD QUE SE ELEGIRÁN A LA SUERTE, EL DÍA DE APERTURA, PARA
PRACTICARLOS DURANTE TODO EL MES:

1.- Practicar la caridad, dando limosna a los pobres, algunas veces, durante el Mes.
2.- Ejercitar, cada día, la mortificación, privándose de alguna satisfacción lícita, como de
comer un manjar, oler una flor, mirar algún objeto curioso, etc.
3.- Abstenerse, por amor a María, de la lectura de libros profanos, que no sean de
instrucción y leer cada día, algunas páginas de algún libro piadoso.
4.- Practicar la obediencia, ejecutando sin replicar y con muestras de agrado, cuanto
ordenaren los superiores.
5.- Sufrirlo todo, de todos, sin incomodarse ni quejarse, ofreciéndolo en homenaje a los
dolores de María.
6.- Procurar evitar, durante el Mes, todo pecado venial deliberado.
7.- Huir de la murmuración, guardándose de criticar aún los defectos o faltas ligeras que se
noten en los demás.
8.- Ejercitarse frecuentemente en la humildad, ora rebajándose en sus propios méritos, ora
confesando con ingenuidad algún defecto propio, ora ejecutando acciones humillantes.
9.- Aprovechar cada ocasión que se presente, de mortificar el amor propio.
10.- Ser exactos en el ejercicio de las prácticas acostumbradas de piedad, haciéndolas en la
hora señalada, en el lugar adecuado y del modo conveniente.
EJERCICIOS PIADOSOS

DEL MES DE MARÍA


DÍA DE APERTURA

ORACIÓN
Al comenzar el bello mes que lleva vuestro nombre, ¡oh, María!, laten nuestros corazones a
impulsos del más puro regocijo, porque podremos venir diariamente a este piadoso
santuario, a deponer a vuestros pies, junto con las más bellas flores de nuestros jardines, el
homenaje de nuestro amor filial. Al ver levantarse el sol sobre nuestro horizonte, y al
declinar nuestras risueñas tardes, nos reuniremos aquí, en torno de vuestra imagen querida,
para cantar vuestras alabanzas, escuchar la historia de vuestras grandezas y recoger vuestras
maternales bendiciones. Al ver abrirse esta serie de santos y felices días, experimentamos el
contento del hijo que, tras larga ausencia, vuelve a arrojarse lleno de amorosa ternura, en el
regazo de la Madre. Cuando hemos visto despertar la naturaleza y cubrirse de flores
nuestros jardines y de verduras nuestros campos, el primer pensamiento que ha venido a
halagar nuestro corazón, ha sido el de venir a festejaros, ¡oh dulce Madre!, durante este
tiempo de bendición y de salud; porque nos parece que en este Mes os encontramos más
tierna, más bella y amorosa y que vuestras manos están más cargadas que nunca de
bendiciones y de gracias.
¡Ah!, nosotros abrigamos la dulce esperanza de que no transcurrirá ninguno de estos alegres
días, sin que recojamos algún beneficio de vuestras manos, sin que fijéis sobre nosotros,
una mirada propicia, o sin que veamos dibujarse en vuestros labios, una sonrisa amorosa,
símbolo de vuestra predilección de Madre. Jamás nos separaremos de vuestro lado, sin
haber recibido alguna de vuestras santas inspiraciones y sin llevar en nuestro corazón, la
inefable seguridad de que seremos salvados por vuestra mediación. Durante treinta días
vendremos aquí, donde nuestras manos os han elevado un trono de flores, a contaros
nuestras penas, a depositar en vuestro seno, nuestras lágrimas, a pediros luz en nuestras
dudas, resignación en nuestras desgracias y fuerza en nuestras tentaciones.
¡Oh, Mes dichoso de María!, ¡con cuánta satisfacción vemos llegar el primero de vuestros
días! ¡Cuántas delicias hay ocultas, para el corazón cristiano, en el transcurso de tus dulces
horas! Como desciende en abundancia el rocío sobre las flores que engalanan las praderas,
así, lluvias de gracias y de bendiciones descienden sobre las almas. ¡Cuán plácida es la
aurora de tus días y cuán llenas de atractivos tus hermosas tardes! Nosotros te saludamos,
¡oh Mes dichoso! Y, penetrados de dulce confianza, esperamos que serás, para nosotros,
escuela de perfección, fuente de merecimientos para el Cielo y prenda segura de la
protección de María.
CONSIDERACIÓN
La devoción a la Santísima Virgen María ha sido siempre el patrimonio de todo corazón
cristiano y el distintivo de los pueblos católicos. Desde que Nuestro Señor Jesucristo,
colgado, cuando niño, del cuello de Su Madre, nos enseñó a amarla y desde el momento
solemne en que, enclavado en la Cruz, nos la legó por Madre, el orbe cristiano no ha cesado
jamás de prodigarle las más tiernas manifestaciones de amor filial. Ella fue el sostén y el
consuelo de los Apóstoles, en los días primeros de la Iglesia y en todos los tiempos, ha sido
una verdadera madre, para los hijos de la fe. Por eso, su culto ha atravesado las edades y
tiene altares en todas las comarcas del globo y en todas partes se oye pronunciar su nombre,
con efusiones de entrañable amor. El mundo sabe, por experiencia, que Ella tiene remedio
para todas las dolencias, consuelo para todas las aflicciones, esperanza para todos los
pecadores y gracias para todos los justos. En cambio, el amor de los fieles para con Ella, no
tiene límites. Nada hay que no hagan por honrarla. El más hermoso de los meses del año ha
recibido Su nombre y ha sido dedicado a Su culto. Ese Mes, lleno de encantos, ofrece a los
amantes de María, un hermosísimo campo donde ejercitar su devoción y los multiplicados
homenajes que llevan a las plantas de la Reina del Cielo, atraen, con amorosa violencia,
sobre los hombres, Sus miradas compasivas y Su especial protección. ¡Felices las almas
que, animadas de un santo celo, se dedican a honrarla durante este Mes de bendiciones!
Veamos cuáles son los medios más adecuados para sacar de este Mes, copiosos frutos
espirituales.
En primer lugar, nuestras almas deben estar purificadas de toda mancha que pudiera
hacerlas abominables a los ojos de Jesús y de María. Si así no fuera, nuestros homenajes no
serían aceptables, ni nuestras plegarias subirían al Cielo, envueltas en el humo del incienso
que diariamente se quema al pie del altar de María. Que las flores y las coronas que nos
complacemos en presentarle, sean el símbolo de nuestra pureza; ellas se marchitarían bien
pronto, si la mano que las deja al pie del altar, fuera la misma que acaricia el vicio y ha sido
manchada por el pecado. Para cumplir esta condición, conviene frecuentar, durante este
Mes, los santos sacramentos de la Confesión y la Comunión.
En segundo lugar, la mejor manera de honrar a María es la de procurar imitarla. Esta es la
expresión más significativa del verdadero amor. El que ama, por un instinto invencible,
trata de identificarse con el objeto amado y de arreglar su conducta del modo más
apropiado para agradarle. Y si esta cualidad se descubre hasta en el amor profano, en ese
amor, producto muchas veces de la concupiscencia o del egoísmo, ¡con cuánta mayor razón
debe adornar el amor que se profesa a la Madre del amor hermoso y de la santa esperanza!
Formemos, pues, al comenzar este Mes, la resolución de adquirir la virtud que más
necesitemos o de extirpar el defecto que más nos domine.
En tercer lugar, es preciso llevar nuestros obsequios a María con un espíritu ajeno a toda
afición terrenal y a toda conveniencia mezquina. Que solo el amor y el celo por honrarla,
nos impulsen a llevar a sus pies, nuestras ofrendas. Cada flor añadida a su corona, vaya
acompañada de un suspiro suplicante y de una mirada amorosa. De otra manera, nuestros
obsequios serían muertos, porque los actos externos sacan su valor del espíritu que los
anima y de la intención con que se ejecutan.
Finalmente, no olvidemos que si María está siempre pronta a acudir a la voz del hijo que la
llama y a interpretar a favor suyo su poderoso influjo, nunca está más dispuesta que en
estos días de bendición. Pidamos por nuestras necesidades espirituales y temporales, por la
conversión de los pecadores y por el triunfo de la Santa Iglesia.
PROPÓSITO
Practicar todos los ejercicios de este Mes, con el mayor fervor y exactitud, no dejando pasar
un solo día sin honrar a la Madre de Dios, con especiales obsequios.
OFRECIMIENTO DEL MES, A MARÍA INMACULADA
Postrados a vuestros pies y en presencia de Jesús, vuestro Hijo Santísimo, venimos a
ofreceros, ¡oh, Virgen pura!, los homenajes de amor que traeremos a vuestras plantas,
durante el Mes que hoy comenzamos en vuestro nombre. Pobres serán nuestras ofrendas e
indignos de Vos nuestros obsequios; pero no miréis su pequeñez, para fijaros solo en la
voluntad con que os los presentamos. Junto con ellos, os dejamos nuestros corazones,
animados de amorosa ternura. Sois Madre y lo único que una madre anhela, es el amor de
sus hijos. Esas flores y esas coronas con que decoramos vuestra imagen querida; esas luces
con que iluminamos vuestro santuario, los dulces himnos con que cantamos vuestras
alabanzas, símbolo son de nuestro amor filial. Acoged, pues, benignamente, nuestros votos,
escuchad nuestros suspiros y despachad favorablemente nuestras súplicas. Obtenednos las
gracias que necesitamos, para terminar este Mes con el mismo fervor con que lo
comenzamos, a fin de que, cosechando copiosos frutos para nuestra santificación, podamos
un día cantar vuestras alabanzas en el Cielo. Amén.
PRÁCTICAS ESPIRITUALES
1.- Oír una Misa en honra de la Santísima Trinidad, en acción de gracias por los favores
otorgados a María.
2.- Saludar a María, con el Ángelus, por la mañana, a mediodía y en la tarde.
3.- Sufrir, con paciencia, por amor a María, todo trabajo, aflicción o contrariedad.

DÍA PRIMERO
8 de noviembre

CONSAGRADO A HONRAR LA PREDESTINACIÓN DE MARÍA

Oración para todos los días del Mes


¡Oh María!, durante el bello mes que os está consagrado, todo resuena con vuestro nombre
y alabanzas. Vuestro santuario resplandece con nuevo brillo y nuestras manos os han
elevado un trono de gracia y de amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis
nuestras oraciones y votos. Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y
adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas, ¡oh María!, no os dais por
satisfecha con estos homenajes: hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas
que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos, porque el más
hermoso adorno de una madre, es la piedad de sus hijos y la más bella corona que pueden
deponer a sus pies, es la de sus virtudes. Sí; los lirios que Vos nos pedís, son la inocencia de
nuestros corazones; nos esforzaremos pues, durante el curso de este Mes, consagrado a
vuestra gloria, ¡oh, Virgen Santa!, en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en
separar de nuestros pensamientos y miradas, aún la sombra misma del mal. La rosa cuyo
brillo agrada a vuestros ojos, es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos: nos
amaremos, pues, los unos a los otros, como hijos de una misma familia, cuya madre sois,
viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este Mes bendito, procuraremos
cultivar en nuestros corazones, la humildad, modesta flor que os es tan querida y, con
vuestro auxilio, llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados. ¡Oh
María!, haced producir en el fondo de nuestros corazones, todas estas amables virtudes; que
ellas broten, florezcan y den al fin, frutos de gracia, para poder ser dignos hijos de la más
santa y de la mejor de las madres. Amén.
CONSIDERACIÓN
La Encarnación del Verbo fue el medio inefable que escogió la Bondad divina, para reparar
la catástrofe del primer pecado. Pero, para llevar a efecto esta obra, más grande que la
creación de todos los mundos visibles, necesitaba del concurso de una mujer, en cuyo seno
tomase carne el Verbo humanado. Pero, ¿dónde encontrar una mujer bastante digna de dar
su carne y su sangre al Hijo del Altísimo? – Dios pasea Su mirada por toda la extensión de
la tierra; hace desfilar en Su presencia, a todas las generaciones; ve pasar delante de Sus
ojos, a poderosas reinas, ceñidas de riquísimas diademas, a heroínas aclamadas por los
pueblos, a millares de vírgenes y mártires agitando palmas inmortales, pero en ninguna de
ellas fija Su mirada, porque todas parecen pequeñas a Sus ojos.
Era necesario predestinar una mujer que, ataviada con todas las perfecciones de la
naturaleza y de la gracia, fuera digno tabernáculo del Redentor del mundo. Y, desde el
instante en que los altísimos consejos de la sabiduría increada se dispuso la redención, Dios
fijó Sus miradas en María y comenzó a preparar su advenimiento, para que fuera anillo de
oro que uniera al Verbo eterno, con la naturaleza humana. Y, desde entonces, dejó caer
sobre Ella, a manera de copiosa lluvia, todos los dones de la gracia. Porque Dios, que es
soberanamente inteligente, proporciona siempre los medios al fin a que destina a Sus
creaturas, concediéndoles una dotación de gracias, proporcional a la excelencia y magnitud
del fin. María habitaba en la mente divina, desde la eternidad, con el carácter de Madre de
Dios. Aún no existían los abismos, dice la escritura y María había sido ya concebida; no
habían brotado aún las fuentes de las aguas, ni se habían sentado los montes en su base de
granito y ella había sido dada a luz, en los decretos eternos.
Cuando nuestros primeros padres buscaban temblorosos, las sombras del Paraíso, para
sustraerse a la vista de Dios irritado, el anuncio del advenimiento de María, fue el primer
rayo de esperanza que iluminó su frente. Desde entonces, el espíritu profético siguió
anunciando su venida, de generación en generación y de ella puede decirse lo que se ha
dicho de Jesucristo: “que al nacer, encontró cuarenta siglos arrodillados en Su presencia”.
Desde entonces, preparó Dios el camino que había de tener por término el nacimiento de la
corredentora del linaje humano. El cetro y la corona, la espada y la cítara, la poesía, la
ciencia y, más que todo, la santidad, brillan entre sus ascendientes y disponen los preciosos
jugos que debían alimentar esa planta cuyo fruto había de ser el Hombre-Dios. Dios la
eligió desde el principio, y, al elegirla por Madre del Verbo Encarnado, la adornó con todos
los tesoros de la perfección humana y de la munificencia divina.
Toda criatura es predestinada por Dios a un doble fin: a un fin general, que es Su gloria y a
un fin particular, que consiste en el cumplimiento de la misión especial que se sirve
encomendarle. Nuestra salvación depende de lleno de ese doble fin.- Dios nos ha creado
para Él; Él es nuestro principio y es también nuestro fin. Por lo tanto, todo lo que de
nosotros depende, debe referirse a Dios; Él es dueño de nuestra existencia y debe serlo
también de nuestras acciones, palabras y pensamientos, como el que planta un huerto es
dueño de todos sus frutos. Agradar a Dios debe ser, por consiguiente, el fin primario de
todas nuestras obras y la norma invariable de nuestra conducta. Y quien así no lo hiciere,
quien al obrar se buscase a sí mismo o a las criaturas, usurparía sacrílegamente lo que solo
a Dios pertenece, se separaría de su fin y tomaría un camino de perdición. Busquemos en
todo a Dios, como lo buscó María, que le consagró, desde su nacimiento, sus pensamientos,
sus afectos, sus palabras y las obras todas de sus manos. Cumplamos religiosamente todos
los deberes de nuestro estado, contando, para ello, con una dotación de gracias proporcional
a la excelencia de nuestra misión. Y en la perfección de esas obras, encontramos nuestra
santificación.
EJEMPLO
Saludables efectos de la devoción a maría
El templo de Nuestra Señora de las Victorias, erigido en París, por el Rey Luis XIII, en
acción de gracias por las muchas victorias que había alcanzado sobre sus enemigos era, a
principios de este siglo, poco menos que inútil para la piedad. Colocado en el centro del
comercio y de los negocios, rodeado de teatros y lugares de disipación mundanal, era bien
escaso el número de fieles que concurría a él, aún en las más grandes solemnidades de la
Iglesia.
En 1832, fue nombrado cura de esta parroquia, el abate Carlos Desgenettes, santo varón,
animado de un celo ardiente por la salvación de las almas. Durante cuatro años se esforzó
inútilmente por vencer la indiferencia glacial de los feligreses, llamándolos por diversos
medios al cumplimiento de sus deberes religiosos.
En el estado de aflicción en que se hallaba el buen párroco, al ver la absoluta esterilidad de
sus afanes, se le ocurrió un día, durante el Sacrificio de la Misa, el pensamiento de
consagrar su parroquia al Inmaculado Corazón de María, para obtener, por su mediación, la
conversión de los pecadores y el renacimiento del fervor religioso. Tal fue la persistencia
con que golpeaba a su mente este pensamiento, que lo obligó a redactar sin tardanza, los
estatutos de la asociación que hoy es la Archicofradía del Inmaculado Corazón de María.
Aprobadas las bases, por el señor Arzobispo de París, designó el párroco el domingo 11 de
diciembre de 1836, para su solemne instalación e invitó a los pocos cristianos que acudían a
oír sus predicaciones.
Grande y muy grata fue la sorpresa del venerable cura al ver que, a la hora indicada, el
templo era estrecho para contener la multitud que acudía a su llamado, siendo lo más
extraño que una gran parte de la concurrencia era compuesta de hombres. La distribución
piadosa dio principio por las Vísperas de la Santísima Virgen y continuó con la plática, que
fue oída con atención y recogimiento; pero donde el fervor llegó a su colmo, fue durante el
canto de las Letanías y, sobre todo, al llegar al Refugium peccatorum, Ora pro nobis,
palabras que, por un movimiento espontáneo e imprevisto, fueron repetidas tres veces
consecutivas, como el grito de angustia que sale espontáneamente de todos los labios, en
presencia de un peligro común.
Al ver este efecto maravilloso y con el corazón lleno de las más dulces emociones, el
venerable cura, que se hallaba postrado al pie del altar, exclamó, animado por la más tierna
confianza en medio de un torrente de lágrimas: “Vos salvaréis, Madre mía, a estos pobres
pecadores que os aclaman su refugio. Adoptad esta piadosa devoción y, en testimonio de
que la aceptáis, concededme la gracia de la conversión de M… a quien mañana visitaré en
nombre vuestro.”
La conversión que acababa de pedir, en un momento tan solemne, era la del último ministro
del Rey mártir, Luis XVI, que había vivido en el seno de la impiedad y que, según todas las
apariencias, moriría lejos de la religión. El cura visitó, en efecto, al día siguiente, a este
hombre y lo halló tan profundamente cambiado, que no pudo ya dudar de que la obra que
acababa de fundar era inspirada por la Madre de Dios. Si no hubiera tenido, en este hecho,
una prueba tan clara de la protección de María, habría bastado para convencerse de ello, los
copiosísimos frutos recogidos de esta admirable obra. Las costumbres se transformaron
como por encanto y donde reinaba el hielo de la indiferencia, floreció el fervor religioso, el
cual fue creciendo hasta el punto que tres años después, comulgaban en la Pascua,
diecinueve mil cuatrocientas personas.
Esto nos demuestra que la devoción a la Santísima Virgen tiene el poder de transformar a
los individuos y de atraer pueblos enteros a la fe.
JACULATORIA
Madre de Dios, Madre mía,
Sed mi refugio en la muerte
Y mi esperanza en la vida.
ORACIÓN
¡Oh, Virgen Purísima!, Vos, que fuisteis elegida, desde la eternidad, entre todos los hijos de
Adán, para ser la Madre del Verbo Encarnado; Vos, que recibisteis una dotación de gracias
tan abundante como jamás la recibiera humana criatura; Vos, que supisteis corresponder
con tanta fidelidad a los designios de Dios, dignaos alcanzarnos de Vuestro Santísimo Hijo,
la gracia de conseguir el fin para que hemos sido creados, correspondiendo dignamente a la
gracia y llenando cumplidamente los deberes de nuestra misión en la tierra. Vos sabéis,
Señora nuestra, cuántos son los peligros de que está sembrado el camino de la vida, cuántas
las tentaciones que el mundo, el demonio y las pasiones suscitan, para separarnos de
nuestro fin, alejándonos de Dios, por medio del pecado. Pero Vos, que sois fuerte y
poderosa, como un ejército ordenado en batalla, alargadnos vuestra mano protectora,
cobijadnos bajo vuestro manto maternal e inspirad a nuestras almas, valor y energía
incontrastables, para salir victoriosos de la formidable lucha empeñada contra tan insidiosos
enemigos. Cuando la hora del combate se acerque, cuando nos sintáis desfallecer y lleguen
a vuestros oídos nuestras voces suplicantes, venid, dulce Madre, en nuestro auxilio y
vuestra sola presencia bastará para poner en fuga los enemigos de nuestra salvación.
Dadnos, en fin, santas inspiraciones, para cumplir con entera fidelidad, los designios de
Dios sobre nosotros, a fin de que, haciendo en todo Su voluntad en la tierra, merezcamos un
día poseerlo en el Cielo. Amén.
Oración final para todos los días
¡Oh María, Madre de Jesús, nuestro Salvador y nuestra buena Madre! Nosotros venimos a
ofreceros, con estos obsequios que traemos a vuestros pies, nuestros corazones deseosos de
seros agradables y a solicitar de vuestra bondad, un nuevo ardor en vuestro santo servicio.
Dignaos presentarnos a vuestro divino Hijo; que en vista de Sus méritos y a nombre de Su
Santa Madre, dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud; que haga lucir con nuevo
esplendor, la luz de la fe, sobre los infortunados pueblos, que gimen por tanto tiempo en las
tinieblas del error; que vuelvan hacia Él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya
penitencia regocijará Su Corazón y el Vuestro; que confunda a los enemigos de Su Iglesia y
que, en fin, encienda, por todas partes, el fuego de Su ardiente caridad, que nos colme de
alegrías, en medio de las tribulaciones de esta vida y de esperanzas para el porvenir. Amén.
PRÁCTICAS ESPIRITUALES
1.- Rezar siete Avemarías, en honra de la pureza virginal de la Santísima Virgen, rogándole
que nos conceda la pureza de alma y cuerpo.
2.- Examinar atentamente nuestros afectos e inclinaciones y si halláramos alguno que
ofrezca peligros a nuestra inocencia, corregirlo con generosidad.
3.- Rezar una tercera parte del Rosario, para alcanzar de María, la conversión de los
pecadores.

DÍA SEGUNDO
9 de noviembre

CONSAGRADO A HONRAR LA CONCEPCIÓN INMACULADA DE MARÍA

CONSIDERACIÓN
Si Dios escogió a María por Madre, desde la eternidad, convenía a su divina grandeza que
fuese preservada del pecado que condenaba a muerte a toda la raza de Adán. Repugna a la
razón y a la bondad divina, que el Hijo de Dios, que venía a destruir el pecado, hubiera
querido revestirse de una carne manchada en su origen. La pureza y la santidad por
excelencia, no podía habitar ni un solo instante, en un tabernáculo, en que el pecado
hubiese dejado sus inmundas huellas y donde Satanás hubiere tenido su asiento y ejercido
su imperio. Y, ¿cómo podría ocupar, la Reina del Cielo, el primer puesto, entre todas las
criaturas, después de Jesucristo, si habiendo estado sujeta a la desgracia común, era igual a
todas ellas, por el pecado y compañera de todas ellas, en la participación de tan triste
herencia? ¿Cómo los espíritus angélicos, criados y confirmados por Dios, en gracia y
justicia original, habrían podido reconocer y aclamar por reina, a la que había sido esclava
de Satanás, de ese osado enemigo de la gloria de Dios, que ellos habían arrojado del Cielo?
Y si los ángeles y nuestros primeros padres fueron criados en gracia, ¿cómo podía ser
concebida en pecado, aquella que estaba destinada a ser la Madre de Dios?
¡Oh triunfo incomparable de la gracia! Dios necesitaba, para Su Hijo, de una madre digna y
hela aquí, ataviada con todos los dones de la munificencia divina. Ella sola está de pie,
mientras que todos caímos heridos por la maldición primitiva. Apoyada al árbol de la vida,
jamás probaron sus labios el fruto del árbol de la muerte. Jamás soplo alguno de esos que
empañan el alma, robándole la inocencia, mancilló ni un instante su virginal pureza. Ella
fue el arca misteriosa que sobrenadó sobre las aguas cenagosas del pecado; la fuente sellada
cuyas corrientes fueron siempre límpidas y puras; el jardín cerrado que jamás dio entrada a
la antigua serpiente, cuya cabeza quebrantó.
Si María fue preservada de toda culpa y si jamás el pecado entró en su corazón, nosotros
debemos imitarla, preservándonos de toda culpa.
Nada hay más bello en el mundo que un alma en gracia y nada más abominable a los ojos
de Dios, que un alma en pecado.
Un alma pura es la amiga predilecta de Dios; en su seno reside, como en su más rico
santuario, derramando sobre ella, Sus bendiciones, regalándola con inefables consuelos e
inspirándole las más santas resoluciones. Dios es su esposo y, como tal, la hace saborear
todas las delicias de Su amor y toda la dulzura de Sus castísimos abrazos. Mora en ese
alma, esa paz dulcísima, hija tan solo de la conciencia pura y que en vano se busca en los
mentidos placeres que brinda el mundo a sus adoradores. Los contratiempos de la vida, si le
arrancan lágrimas, no alcanzan a turbar el sosiego del alma en gracia, que busca en Dios el
consuelo en la adversidad. Ella ve en Él, a un padre amoroso y esa dulce persuasión,
derrama gotas de dulzura en el cáliz que la desgracia acerca a sus labios; y humilde y
resignada, bendice la mano que la hiere.
En estado de gracia, el hombre está íntimamente unido a Dios y seguro de que, si su vida
mortal terminase en ese feliz estado, esa unión se consumaría en el Cielo. La muerte es,
para el justo, un tránsito de la tierra a la bienaventuranza. Era un peregrino de estos valles
regados con sus lágrimas y, con la muerte, termina su penosa jornada; era un desterrado y la
muerte le abre las puertas de su patria; era un navegante que surcaba un mar sembrado de
escollos y la muerte es el momento venturoso en que arriba al puerto donde encuentra
eterno abrigo contra las tempestades.
Todas las obras buenas, ejecutadas en el estado de gracia son, para el justo, otros tantos
merecimientos que le hacen acreedor a mayores grados de gracia y a mayores grados de
gloria. Sus acciones, palabras y pensamientos, referidos a Dios, son preciosas monedas que
van aumentando el caudal con que pueden comprar el Cielo.
¡Felices las almas que pueden decir: Dios está conmigo y yo, con Él; mi amado es para mí
y yo soy para mi amado! Cuando no hay una espina que torture la conciencia, nuestros días
transcurren serenos, es tranquilo nuestro sueño y sin mezcla de amargura nuestros goces.
¡Horas afortunadas de gracia y de inocencia, no os alejéis jamás!...
EJEMPLO
La Conversión de una pecadora
En los Anales de la Archicofradía del Corazón de María, se lee la siguiente carta, dirigida al
abate Desgenettes, por una distinguida señora de París:
“Educada en los sanos principios de la religión católica, tuve la dicha de practicarla, hasta
que una pasión ciega me precipitó en el abismo del vicio. Desde entonces, me empeñé por
arrojarla de mi corazón y hasta de mis recuerdos, porque la voz austera de sus enseñanzas
me importunaba con el aguijón del remordimiento. Devorada por la inextinguible sed de las
pasiones, deseaba carecer de alma racional, para entregarme sin temores, como los
animales, al exceso de mis desórdenes. A fuerza de trabajo, logré extinguir en mí, la idea de
la inmortalidad del alma, mirando esta eterna verdad como una invención de los curas y me
felicitaba de haber triunfado de lo que yo llamaba mis antiguas preocupaciones.
“Sin embargo, de vez en cuando, los estímulos de mi conciencia me hacían oír un grito
aterrador y sentía miedo de mí misma. Pero, en estos momentos lúcidos de mi pasión, la
desesperación destruía la obra del remordimiento, pues la salvación me parecía una cosa
imposible; y entonces, animándome a mí misma, me decía: si he de condenarme
forzosamente, gozaré cuanto pueda, en el plazo que me dure la vida. En medio de está
lóbrega noche de mi alma, solía cruzar, como un rayo fugitivo, una lejana confianza en
María, que parecía aliviarme del peso enorme del temor y del remordimiento.
“Siete años pasaron de profunda degradación, de locos devaneos, de entero olvido de Dios;
siete años de tortura del alma, de indefinible tristeza, de hastío incurable. Un día, una mano
desconocida hizo llegar hasta mí, el primer cuaderno de los Anales de la Archicofradía, de
la cual no tenía antecedente alguno.
Abrí el libro por curiosidad, leí algunas páginas y sentí que mi corazón daba cabida a una
dulce, si bien lejana esperanza.
“La conversión de Ratisbonne me conmovió profundamente y tal vez hubiera cedido a este
primer toque de la gracia, si no hubiese dejado el libro, para disipar las saludables
impresiones, pues comprendí que podía obrar un cambio en una vida que me parecía dulce,
a pesar de sus amarguras. Sin embargo, pocos días después, hube de ceder a las instancias
de una persona piadosa, para asistir a la distribución de la Archicofradía y me dirigí a la
iglesia, no con el ánimo de convertirme, sino para ver si por este medio, lograba la paz
interior, sin cambiar de vida. ¡Insensata! Pretendía un imposible…
“En medio de las súplicas, el sacerdote leyó una carta de una joven de mi edad, pecadora,
como yo, que se encomendaba a las oraciones de la Archicofradía y añadió: ‘La pobre alma
que, en su aflicción, os dirige la presente carta, no se halla ahora en este templo; pero,
talvez algunos de los que me escuchan, podrán hallar en lo que ella ha sido un retrato fiel
de sus desórdenes y se han de persuadir de que Dios los llama a penitencia, por mis labios.’
“Al oír estas palabras, que me parecían dirigidas a mí, sentí un estremecimiento que no
pude evitar y mi corazón se agitaba con violencia; las lágrimas inundaron mi rostro; la
gracia obraba en mi alma, suave y eficazmente, haciéndome comprender toda la
profundidad del abismo en que me hallaba: pero, en mi insensatez, temía ser oída con
exceso; temía verme convertida… Sin embargo, la gracia pudo más que mi obstinación y
mi espíritu, tanto tiempo encorvado hacia la tierra, se elevó a Dios y la voz de la
inmortalidad, como recogida hasta entonces, en los pliegues secretos de mi corazón, hizo
llegar sus ecos hasta los más recónditos senos de mi alma. Postreme entonces, a los pies de
la Santísima Virgen y esta fue la primera vez que oré, después de siete años de vida
criminal. Aquel fue el momento dichoso en que sentí desatarse, romperse y desaparecer las
cadenas que, hasta entonces, habían tenido amarrado mi corazón al poste de las pasiones
criminales. La incredulidad cedió el lugar a las esplendorosas luces de la fe: ya no solo
creía en todo, sino que me parecía ver, con mis propios ojos, las verdades más sublimes de
la religión. De tal suerte me penetró esta luz divina, que por unos instantes dudé que si era
yo la misma, porque todo había cambiado, pensamientos, deseos e inclinaciones.
“¡La confesión debía poner el sello a esta transformación; y no es mi pluma capaz de
traducir cuánta fue entonces mi felicidad y cuán suave es el bálsamo que vierten sobre el
corazón herido, las lágrimas penitentes! ¡Gloria a Vos!, ¡oh María, mi dulce y soberana
Libertadora!”
Hasta aquí la carta. Lo que María hizo a favor de esta pobre alma, que iba en camino de
perdición, está dispuesta a hacerlo a favor de todos los pecadores, si la invocan con
confianza. No en vano ha recibido, de la Iglesia, el título de Refugio de los Pecadores.
JACULATORIA
Libradme, ¡oh Virgen bendita!
Del pecado que a mi alma
Hará de Dios enemiga.
ORACIÓN
¡Oh María! ¡Virgen purísima e inmaculada!, cuán dulce es mirar en Vos a la mujer bendita,
única entre todos los hijos de Adán, a quien respetó el torrente del pecado, que a todos nos
envolvió en sus ondas emponzoñadas. ¡Cuán dulce es a vuestros hijos amantes
contemplaros; oh Madre querida! Más bella que el primer rayo del alba, sin que jamás
soplo alguno haya empañado el purísimo cristal de vuestra alma. Jamás un hijo puede ser
indiferente a la gloria y grandeza de su madre; por eso nosotros, vuestros hijos, os
enviamos hoy nuestras ardientes felicitaciones, por el singular privilegio de haber sido
preservada de la culpa original. Porque fuisteis pura, el Padre os adoptó por hija, el Verbo
os escogió por Madre y el Espíritu Santo puso en vuestro dedo, el anillo de esposa. Por
eso, los ángeles deponen a vuestros pies, sus coronas; los profetas predicen vuestras
grandezas y los apóstoles publican vuestra gloria. Por eso, los peregrinos de la vida os
invocamos con filial confianza, desde nuestro destierro y por eso, todas las generaciones y
todos los pueblos os llaman bienaventurada. Permitid, ¡oh Madre del amor hermoso y de la
santa esperanza!, que en este día, en que recordamos la más excelente de vuestras
prerrogativas, elevemos a Vos nuestras plegarias suplicantes, pidiéndoos nos alcancéis la
gracia de vivir y morir en la inocencia y pureza de nuestras almas. Bien sabéis Vos, que
soplan en el mundo, vientos que pasan sobre las almas, arrancándoles la inocencia y bien
conocéis la debilidad de nuestra naturaleza viciada en su origen, por el pecado. Pero Vos,
que amáis tanto la pureza, simbolizada en el blanco lirio que llevamos en homenaje a
vuestras plantas, apartad de nosotros el soplo corruptor del mundo y preservad a nuestra
alma, de dolorosas caídas, a fin de que, siendo siempre amigos de Dios, en la tierra,
cantemos un día vuestras alabanzas en el Cielo. Amén.
PRÁCTICAS ESPIRITUALES
1.- Rezar siete Salves en honra de la Concepción Inmaculada de María.
2.- Abstenerse, por amor a María, de todo acto de impaciencia o de ira.
3.- Hacer una piadosa visita a la Santísima Virgen, en algún santuario en que se la venere o
delante de una imagen suya, pidiéndole que interceda por el triunfo de la Iglesia, sobre sus
perseguidores.

DÍA TERCERO
10 de noviembre

CONSAGRADO A HONRAR LA NATIVIDAD DE MARÍA

CONSIDERACIÓN
En una modesta estancia de la ciudad de Nazaret, vivían olvidados del mundo, dos ancianos
esposos: Joaquín, descendiente de la familia de David y Ana, Vástago ilustre de la familia
de Aarón. Ambos eran justos en la presencia de Dios y observaban Su ley, con un corazón
puro. Sin embargo, faltaba a su vida una gran bendición: eran ancianos ya y el Cielo les
había negado el consuelo de la paternidad. Ningún hijo, que endulzase las amarguras de la
decrepitud, crecía en su solitario hogar. Esto turbaba la paz de sus tranquilos días y les
arrancaba copiosas lágrimas, porque la esterilidad era un oprobio en Israel. Para obtener la
gracia de la fecundidad, ellos se habían obligado en voto a consagrar a Dios el primer fruto
de su unión, si se dignaba a bendecirla.
Después de veinte años de fervorosas plegarias, preséntase un ángel a Joaquín y le dice:
“Tus oblaciones han sido agradables al Señor y tus oraciones y las de tu esposa han sido
oídas. Ana dará a luz a una hija, a la cual pondrás el nombre de M ARÍA, ella pertenecerá al
Señor, desde su infancia y será perpetuamente virgen”.
Eran los primeros días del sexto mes del año 734 de la fundación de Roma. Mil
demostraciones de alegría dejábanse notar dentro de la antes silenciosa casa de Joaquín.
Ana acababa de dar a luz a una hija más hermosa que la azucena del valle y más pura que
las primeras luces del alba.
Solo algunos parientes y amigos rodeaban su cuna, uniéndose al gozo de los felices padres.
En torno suyo, no se veía ni real magnificencia, ni se escuchaban alegres sinfonías, ni se
aderezaban suntuosos festines. El mundo no estaba allí, solo se ostenta el dulce gozo de la
familia, que bendecía la mano bienhechora, que hacía nacer la felicidad en un hogar tanto
tiempo habitado por el dolor.
Pero si este acontecimiento se realiza ignorado del mundo, en cambio los ángeles lo
celebran en el Cielo, con cánticos de júbilo y el infierno se estremece, presintiendo su
próxima derrota. Acababa de nacer la Reina de los Ángeles y la mujer destinada a
quebrantar la cabeza de la serpiente. Se levantaba sobre el oscuro horizonte del mundo, la
bella aurora que anunciaba la Venida del Sol de Justicia. Pero, aquella que, en el teatro
mismo de la muerte y del pecado, se levantó como una promesa de vida y de salvación,
apareció en el mundo, cercada de pobres y humildes apariencias. El techo de una modesta
estancia cobija su cuna. Unos cuantos vecinos y parientes, pobres como ella, forman su
corte.
María se regocijaba de este olvido y se gozaba en su oscuridad. Nacida para Dios, nada le
importaba la estimación del mundo. Deseosa solo de dar gloria a Dios, despreciaba la
efímera gloria y los vanos honores de los hombres.
¡Qué elocuente lección para nosotros, que tan prendados vivimos de los falsos honores y
pasajera gloria del mundo! Riquezas, honores, renombre, estimación, he aquí lo que
ansiosamente buscamos, sin parar un momento la atención en la nada y vanidad que
envuelven. Las arcas repletas de oro, si nos prestan comodidades temporales, están muy
lejos de darnos la verdadera felicidad, que consiste en la paz del alma y en la tranquilidad
de la conciencia; antes bien, su posesión no nos satisface, el cuidado de conservarlas nos
turba, su adquisición nos impone duros sacrificios y su pérdida nos desespera. Muchas
veces, el rico, que sobrenada en riquezas, es más desgraciado que el pobre labriego que
vive bajo un techo de paja, que come un pan escaso y reposa de sus fatigas en desabrigado
lecho. Si Dios se digna concedernos las riquezas, no encerremos nuestro corazón en las
arcas que las guardan, y no busquemos en su posesión, el bien supremo de la vida. Si no
somos pobres en el efecto, seámoslo en el afecto.
Los honores y la gloria son el barniz de la vida, inestables, como el carmín de las flores,
vanos como el perfume que el viento desvanece y erizados de espinas, como el tallo de las
rosas. Sin embargo, tras esos bienes vanos e inestables, corre el mundo desalado.
El nacimiento de María nos enseña a no fundar en esas frivolidades, un título de orgullo,
despreciando a los que están colocados en esfera inferior a la nuestra. ¿Qué son esos bienes,
comparables con los de la eternidad? Polvo y paja. ¿De qué sirven al rico, sus tesoros y el
más grande de los honores, si su morada eterna es el infierno? ¿Y qué puede importar al
pobre su miseria, al humilde sus abatimientos, si al fin encuentra en el Cielo, riquezas que
no se agotan y honores que no se desvanecen jamás? Busquemos, ante todo, el Reino de
Dios, que lo demás se nos dará por añadidura.
EJEMPLO
María, consoladora de los afligidos
Uno de los más insignes devotos de María, de los que en el seno de la Iglesia se han
distinguido más, por su fervor en honrarla, ha sido San Francisco de Sales, honra y
lumbrera del episcopado católico. Cuando este ilustre santo era todavía estudiante en París,
quiso Dios aquilatar su virtud, permitiendo que fuera tentado en orden a su predestinación.
El espíritu de las tinieblas le sugirió la idea de que era inútil cuanto hacía por adelantar en
los caminos de la santificación, porque estaba irremisiblemente condenado.
Compréndase cuán horribles serían las angustias del santo joven, estando en la persuasión
de que él, que tanto amaba a Dios, se hallaría en la necesidad de odiarlo, maldecirlo y
blasfemarlo, por toda una eternidad, en el infierno. Esta consideración, que para cualquier
alma que tiene fe, bastaría para convertir la vida en un infierno anticipado, era para
Francisco, un martirio más cruel que las torturas de los mártires. Aquella idea, clavada día y
noche en su mente, alejaba el sueño de sus ojos y le hacía olvidar el alimento y el reposo,
no permitiéndole hacer otra cosa que llorar. Pálido, triste, agitado, se arrastraba como un
espectro, por las calles de París, sin rumbo fijo y abismado en profunda meditación.
Agobiado bajo el peso de esta enorme montaña y buscando en todas partes un consuelo que
no hallaba en ninguna parte, penetró un día en el templo de San Esteban, para ir a postrarse
a los pies de la Santísima Virgen, su protectora, su refugio y su Madre. Allí, deshecho en un
río de lágrimas, levantó hacia ella sus ojos cansados de llorar y, con todo el amor que ardía
en su corazón, le dijo: “Si es tanta mi desdicha, que he de condenarme y estar eternamente
en la desgracia de Dios, después de mi muerte, a lo menos concédeme el consuelo de
poderlo amar durante toda mi vida”. Y, tomando en su mano, una tablilla que estaba
colgada al lado del altar y en la cual se hallaba escrita la bella oración de San Bernardo,
acordaos, oh piadosísima Virgen María, la rezó con un fervor que conmovió, sin duda, las
entrañas maternales de la que, con tanta razón, es llamada Consoladora de los afligidos. Y,
a fin de interesar más y más su protección, hizo allí voto de perpetua virginidad y la
promesa de rezarle todos los días de su vida, una tercera parte del Rosario.
Tan tierno, tan puro y tan probado amor merecía ciertamente una recompensa digna de
tanta fidelidad, tornando en dulcísima paz, los tormentos que martirizaban aquel corazón
tan desinteresado en amar, como constante en sufrir. Como el navegante que, tras larga y
tormentosa noche, ve amanecer un día sereno, en un mar en calma, así sintió Francisco que,
tras dos meses de crueles padecimientos, renacía el sosiego del alma y se disipaban al soplo
del cielo, aquellos negros temores que, a no estar sostenido por la gracia, lo habrían
precipitado en el abismo de la desesperación. El que momentos antes creía que su destino
habría sido el odiar a Dios eternamente, en el infierno, tuvo la dulce certidumbre de que lo
amaría y bendeciría eternamente en el Cielo. Cierto que esta gracia la había alcanzado por
la intercesión de María, a quien acababa de invocar en el extremo de su aflicción, redobló
su amor y su confianza hacia tan bondadosa Madre y, fiel a sus promesas, la amó y honró
toda su vida, con la ternura del hijo más amante.
En medio de las aflicciones y adversidades que siembran el camino de la vida, busquemos,
en el regazo de María, siempre abierto para los desgraciados, consuelo y amparo.
JACULATORIA
¡Oh amable Reina del Cielo!
Sé en la desgracia mi aliento
Y en la aflicción mi consuelo.
ORACIÓN
Llenos nuestros corazones del más puro regocijo, venimos, ¡oh tierna y hermosa Niña!, a
presentarte nuestros homenajes de amor, al pie de la pobre cuna en que dulcemente te
adormecías, durante las bellas horas de tu infancia. Si el mundo te desconoció y si los
hombres no vieron en Ti, sino a una pobre hija de Adán, porque no eran de púrpura tus
pañales, ni fue tu cuna recamada de oro, nosotros te saludamos como a la aurora de
bendición, que anuncia la salida del sol de justicia. Entre las modestas apariencias que te
cercan, vemos en Ti a la corredentora del linaje humano y a la Madre del Salvador del
mundo. Tú viniste a la tierra, para ser la consoladora de los afligidos, el amparo de los
débiles y el sagrado asilo de los desventurados. Tú naciste para ser un puerto de salvación,
para los infelices náufragos de la vida, un escudo de protección, contra las asechanzas del
infierno y una estrella, cuya luz apacible guía los pasos de los peregrinos, en este valle
oscuro y desolado; por eso, tu nacimiento es, para nosotros, un motivo del más ardiente
júbilo. Él ha glorificado a la trinidad, ha regocijado a los ángeles y ha hecho temblar al
infierno. Dígnate, ¡oh María!, nacer nuevamente, en nuestras almas, los sentimientos que
abrigaba la tuya, cuando naciste al mundo. Inspíranos un santo desprecio por los honores y
riquezas y vanos placeres de la tierra, para que, ardiendo solo en las llamas del amor divino,
no busquemos ni amemos otros bienes ni tesoros, que los del Cielo. Amén.
PRÁCTICAS ESPIRITUALES
1.- Desprenderse de algún objeto que sea ocasión de vanidad o a lo menos, dejar de usarlo,
en este día.
2.- Rezar devotamente las Letanías de la Santísima Virgen, para honrarla en su gloriosa
Natividad.
3.- Dar una limosna a los pobres.

DÍA CUARTO
11 de noviembre

DEDICADO A HONRAR EL DULCE NOMBRE DE MARÍA

CONSIDERACIÓN
Objeto de grande interés es ordinariamente, para los padres, el nombre que han de poner al
hijo recién nacido, porque parece que el nombre guardará íntima relación con el destino del
hombre, siendo una especie de presagio de lo que ha de ser más tarde.
Pero Joaquín y Ana no tuvieron que inquietarse en buscar un nombre adecuado, a la
hermosa niña que acababan de dar a luz, en la tarde avanzada de su vida. Ese nombre bajó
del Cielo y le fue comunicado por el ministerio de un ángel: era el de María
Algunos días después de su nacimiento, la hija de Ana recibió ese nombre, que tan dulce
había de ser para los oídos de los que la aman, que es miel para los labios, esperanza, para
los tímidos, consuelo para los tristes y júbilo para el corazón cristiano. Muchos siglos ha,
que los peregrinos de la tierra lo pronuncian de rodillas y con sentimiento de profunda
veneración, en homenaje de respetuoso acatamiento, hacia la persona que lo lleva. Millones
de almas lo repiten, con filial amor y lo llevan esculpido en lo más secreto del corazón.
Manan de él, raudales de dulzura y lleva, en sí mismo, el sello de su origen celestial,
comunicando, a los que lo pronuncian con amor, una virtud celestial, que hace brotar santos
afectos y pensamientos purísimos, en el alma.
Por eso, ese nombre está grabado con caracteres de oro, en cada una de las páginas de la
historia del mundo, en los anales de todos los pueblos cristianos y en todos los monumentos
de la piedad de los fieles.
Todos los que lloran y padecen, encuentran, al repetirlo, alivio y descanso en sus
tribulaciones. Por eso, el náufrago lo pronuncia, en medio de la tempestad, el caminante al
borde de los precipicios, el enfermo, en medio de sus dolencias, el moribundo, en el estertor
de su agonía, el guerrero, en lo reñido del combate, el menesteroso, en las horas de su
angustiosa miseria, el sacerdote, en medio de las difíciles tareas de su ministerio, el alma
atribulada, cuando la tentación arrecia, el desgraciado, cuando el infortunio lo hiere y el
pecador arrepentido, al invocar la divina clemencia.
Ese nombre se oye también pronunciar en los momentos más solemnes de la vida, porque
todos saben que el nombre de María no solo es consuelo en los grandes dolores de la vida y
escudo de protección, en todos los peligros, sino también preciosa garantía que asegura un
éxito favorable, en todas las empresas.
No es extraño, entonces, que los santos hayan profesado tan ardiente devoción por el
nombre de María. Cuando San Hernán lo pronunciaba, postrábase de rodillas y permanecía
allí, por largo tiempo. Un amigo suyo, que lo notó, preguntóle que hacía en aquella postura,
a lo que él contestó: Estoy cogiendo dulces frutos del nombre de María, pues me parece que
todas las flores de la tierra y los aromas más delicados, se han reunido en él, para deleite
mío: yo siento que una virtud desconocida se exhala de este augusto nombre, cuando lo
pronuncio, bañándome en celestiales delicias y consuelos y quisiera permanecer siempre de
rodillas, para seguir gustando tan exquisita suavidad.
Si tales son los efectos de ese amor bendito, necios seremos si no lo repetimos con
frecuencia, si no buscamos en él, nuestro descanso, nuestro consuelo, nuestra fuerza. Hay
días malos en la vida, en que nuestro corazón no siente atractivo alguno por el bien y en
que está como embargado por el hielo de la indiferencia; entonces alcemos al Cielo
nuestros ojos y digamos: ¡María! Hay horas en que, fatigados de nuestra penosa marcha,
nos sentimos desfallecer, sin tener ánimos y valor para el combate; entonces volvamos
nuestras miradas a la que es fuerte, como un ejército ordenado en batalla y repitamos:
¡María! Hay momentos en que la desgracia parece anegarnos en sus aguas amargas y en
que la desesperación nos hace perder toda esperanza; entonces, dirigiendo nuestras
plegarias a la Consoladora de los afligidos, digamos: ¡María! Hay, sobre todo, un instante
supremo: aquel en que daremos un adiós eterno a cuanto hemos amado en la vida, instante
de dolorosa ansiedad, de tristes desengaños, de eterna separación, instante en que se
decidirá nuestra eterna suerte; entonces, volvamos nuestros ojos al Cielo y repitamos:
¡María! Que el nombre de María sea, en todas las circunstancias de nuestra vida, la
expresión de nuestros sentimientos: en los momentos de gozo, sea nuestro cántico de
reconocimiento: en el combate, nuestro signo de victoria; en la desolación, nuestro grito de
socorro y en la hora de la muerte, nuestra corona y nuestra recompensa.
EJEMPLO
María, socorro de los que la invocan
Era el año de 1755. Un espantoso terremoto, que parecía querer reducir a escombros la
Europa entera, produjo en el mar, tan grandes levantamientos, que sus olas turbulentas
invadían las playas y se extendían por los campos vecinos, devastándolo todo a su paso. La
hermosa ciudad de Cádiz, situada en las riberas españolas, se vio casi sepultada en las
aguas. Las olas azotaban con furias sus murallas y penetraban en sus calles, como
implacables enemigos.
La situación de la ciudad era verdaderamente desesperada: pocos momentos debían bastarle
al mar enfurecido, para esparcir sus ruinas por el fondo del abismo. Todo era llanto,
lamentos y gemidos desesperados, pues ningún auxilio podía salvarla de la potente ira del
ciego elemento. El momento era supremo; la desolación y espanto, universales: perdida ya
toda esperanza, los gaditanos solo pensaron en prolongar, por algunos instantes, la triste
vida, refugiándose en sitios elevados. Pero los corazones afligidos se levantan
instintivamente al Cielo, para buscar en él, el remedio y el consuelo. Acordáronse de su
celestial Protectora y acudieron en gran número, al templo de Nuestra Señora de la Palma
y, cayendo a sus plantas benditas, imploraron su protección, con lágrimas y súplicas. Era el
último recurso que les quedaba, pero era el más poderoso, porque nunca deja de acudir
María, en socorro de los que la invocan, en la aflicción y el peligro.
Un venerable sacerdote, que se hallaba en aquel momento en el templo, advirtiendo el
universal desconsuelo de los que entraban en tropel, a postrarse a los pies de la imagen de
María, los exhortó a confiar en su protección, con palabras llenas de santa unción. Y,
tomando en sus manos el estandarte de María, les dijo, con una fe y un ardor sin límites:
“Seguidme y, si tenéis fe, veréis cómo la Madre de Dios os va a librar de la inundación…
No, Virgen Santísima, continuó, dirigiéndose a María, Vos no podéis permitir que perezca
un pueblo que os ama y confía en vuestra bondad.”
Seguido de una inmensa multitud, que invocaba con lágrimas a su excelsa Patrona, avanzó
el sacerdote por las calles, con el estandarte en lo alto.
Llegaron bien pronto al lugar en que las aguas invadían con temible furia. La emoción era
general: millares de personas tenían fijos los ojos y clavadas las almas en la sagrada enseña.
El sacerdote, lleno de confianza y con voz suplicante, exclamó: “¡Oh María! Vos, que todo
lo podéis, haced que no pasen de aquí, las aguas”. Y, diciendo esto, clavó en tierra el
sagrado estandarte, como si quisiera poner un dique insalvable a las olas irritadas y ¡oh,
prodigio!, las olas, para las cuales los altos muros no habían sido obstáculos que les
impidieran inundar la población, detuviéronse de improviso, delante de la imagen de María,
y comenzaron a retroceder, como si la misma omnipotente mano que, en un principio les
puso por vallado, una cinta de deleznable arena, hubiese, en aquel instante, renovado su
mandato.
En presencia de aquel estupendo prodigio, el pueblo cayó de rodillas, bendiciendo la mano
de su celestial Protectora, y exclamando, entre sollozos de gratitud: Milagro, milagro… Y,
en efecto, sesenta y dos pies había subido el mar, en aquel día memorable, sobre el nivel
ordinario y, si hubiese continuado el ascenso, Cádiz habría irremisiblemente desaparecido.
JACULATORIA
Concededme, ¡dulce Madre!
Que en la vida y en la muerte
Lleve tu nombre, en mis labios.
ORACIÓN
¡Oh Madre de gracia y de misericordia! No pueden, nuestros labios, pronunciar vuestro
dulce nombre, sin que el corazón se inflame en purísima llamas de amor por Vos. Hay en
vuestro nombre, tan inefables delicias, que es imposible repetirlo, sin experimentar
consuelos y dulzuras que no son de esta tierra, sino gotas desprendidas de la felicidad del
Cielo. Si es grato el aroma de las flores, si la miel es dulce y sabrosa, para los labios, si las
acordes vibraciones del arpa, llegan deleitables al oído, en la mitad de la callada noche,
mucho más grato, dulce y deleitable es vuestro nombre, ¡oh María!, para el corazón de los
que os aman. Tesoros de amor se encierran, para el hijo, en el nombre de su Madre; en el
vuestro ¡oh tierna Madre!, se ocultan tesoros de bendiciones para nosotros, vuestros
infortunados hijos. Haced, Señora nuestra que, cuando la tribulación nos visite, que cuando
la tentación nos asedie, que cuando el desaliento nos rinda, podamos acudir a Vos,
llamándoos por vuestro nombre. No os mostréis entonces, sorda a nuestro llamamiento y a
nuestros clamores, como la madre corre, presurosa, al oír el grito de angustia de sus hijos,
venid en nuestro socorro, Vos, que sois la más amorosa de las madres. Si el mundo nos
abandona, si los hombres ensordecen a nuestros lamentos, si nos dejan solos en nuestro
dolor, sed Vos la compañera de nuestras desgracias, la consoladora de nuestras penas, el
asilo de nuestra orfandad, la fuerza de nuestra debilidad, la luz en nuestras tinieblas, el guía
de nuestro camino y el abrigo seguro contra las tempestades del mundo. Permitid, en fin,
que sean, el vuestro y el de Jesús, los últimos nombres que modulen nuestros labios,
embargados por el hielo de la muerte, para obtener la gracia de morir santamente y volar al
Cielo, a cantar eternamente vuestras alabanzas. Amén.
PRÁCTICAS ESPIRITUALES
1.- Invocar frecuentemente el nombre de María, pidiéndole su protección.
2.- Hacer un cuarto de hora de meditación, sobre alguna de las virtudes de María, con el
propósito de imitarla.
3.- Contribuir, con alguna limosna, al culto público de la Santísima Virgen.

DÍA QUINTO
12 de noviembre

CONSAGRADO A HONRAR LA PRESENTACIÓN DE MARÍA, EN EL TEMPLO

CONSIDERACIÓN
Tres años habían pasado desde el día del nacimiento de María, cuando el prematuro
desarrollo de su razón advirtió a sus ancianos padres que había llegado la hora de la
separación, dando cumplimiento al voto que habían hecho, de consagrar a Dios el primer
fruto de su matrimonio.
Con el corazón partido de dolor, los dos ancianos esposos toman el camino de Jerusalén,
para depositar en el templo, el tesoro más caro de sus corazones, el consuelo de su senectud
y el único embeleso de su hogar, tanto tiempo solitario. Entre tanto, María deja alegre y
contenta, aquel hogar querido, porque, si amaba tiernamente a sus padres, suspiraba por
vivir en la amable soledad del santuario, para consagrarse enteramente a Dios. Largos
parecíanle los caminos que veía serpentear, al través de las montañas y llanuras y, cuando,
desde el fondo del valle, vio levantarse las altas cúpulas que protegían la santa casa del
Señor, su tierno corazón se derretía en santos afectos y palpitaba de la más dulce alegría.
¿A dónde vas, tierna niña, cuando apenas despunta en ti la alborada de la vida? ¿Por qué
tan presto abandonas el techo de tu hogar y el regazo y las caricias de tu madre? ¿Por qué te
desprendes de sus brazos amorosos, para entregarte en manos de personas desconocidas, en
las cuales no hallarás la ternura maternal? “El pájaro encuentra abrigo, responde, y la
tórtola, su nido y yo, tímida paloma, voy a buscar mi nido en los altares del Señor.” Oigo
una voz que me habla al corazón y me dice: “Yo voy en seguimiento de mi Amado, porque
Él es todo para mí y yo soy toda para Él.”
Colocada la hermosa niña a la sombra del santuario del Dios de Israel, solo se ocupó en
prepararse para desempeñar la más augusta misión que se haya jamás confiado a humana
criatura. Puesta en manos del Sumo Sacerdote, subió, en compañía de los ángeles, los
escalones del santuario y se incorporó entre las vírgenes de Sión. Tierna planta, que crecerá
al abrigo del mundo, fecundada por el calor de la caridad divina y regada por mano de los
ángeles.
Así es como, en la edad más tierna, María consuma su sacrificio, buscando en el santuario,
un asilo, para su inocencia. Allí, desprendida de todos los afectos del mundo y
profundamente recogida dentro de sí misma, se absorbe en la contemplación de las
verdades eternas y se embriaga en los purísimos goces del amor divino. Desde el principio
del mundo, jamás se había hecho al Cielo, una oblación más pura, dice San Andrés de
Creta; ninguna criatura había ejecutado, hasta entonces, un acto de religión más agradable a
Dios. El Sumo Sacerdote acepta, en nombre de Yavé, esta oblación de inestimable valor,
coloca a la sombra del tabernáculo, ese precioso depósito y concluye bendiciendo a los dos
ancianos y felices esposos. Hay en el mundo, ciertas almas privilegiadas a quienes Dios
llama al retiro y a la amable soledad del claustro. Con mano amorosa, las escoge entre la
multitud, las segrega del mundo y las conduce al silencio de su templo y de su casa, para
hacerlas sus esposas.
Esas almas comienzan a sentir entonces, que no pueden llenar los más dulces placeres y los
más agradables pasatiempos de la vida. Atraídas por un encanto irresistible, suspiran por la
soledad y buscan en su seno la paz y el gozo que les niega el mundo y, como tímidas
palomas, atraídas por el perfume del incienso, forman su nido en las grietas del santuario.
Allí, Dios les habla al corazón y, al escuchar esa voz dulcísima, cortan todos los lazos que
las ligan al mundo y se entregan enteramente a su servicio.
¡Almas afortunadas! Vosotras sois verdaderamente las hijas predilectas del mejor de los
padres. Si Él os llama, es porque quiere regalaros con todos los tesoros de Su bondad,
porque quiere vivir con vosotras, en toda la dulce intimidad en que viven los esposos.
Considerad que esta gracia, de inestimable precio, no la otorga a todas y, ya que vosotras
habéis tenido la suerte de fijar la elección divina, sin merecimiento alguno de vuestra parte,
no tardéis un instante en acudir a Su llamado. ¡Qué ingratas seríais si, despreciando la
vocación de Dios, rehusaseis enrolaros entre las santas vírgenes que viven a la sombra del
santuario! A ejemplo de María, id presto a donde os llama el esposo de las almas. María no
tarda, no delibera, no deja para después su resolución; oye y marcha.
Dios quiere víctimas sin mancha y no los restos despreciables, sino las primicias del
corazón. No querer pertenecer a Dios, desde temprano, es exponerse a no pertenecerle
nunca, porque esa dilación voluntaria y culpable lo aleja de las almas y acaso para no
volver a tocar la puerta que no se abrió a sus primeros toques.
EJEMPLO
María, Virgen Clemente
Santa María Egipcíaca, célebre penitente, que hace recordar en sus extravíos y penitencia, a
la pecadora del Evangelio, debió a María su maravillosa conversión. Diecisiete años hacía
que esta joven disoluta llevaba, en Alejandría, una vida de escándalos, cuando se embarcó,
un día, para Jerusalén, entre muchos cristianos que iban a celebrar la fiesta de la Exaltación
de la Santa Cruz. Allí continuó en sus desórdenes, sin tener consideración que se hallaba en
el teatro mismo en que se operó la redención del mundo. Pero un día, en que los fieles
penetraban en el templo, para adorar la Santa Cruz, quiso ella seguirlos, pero sin intención
de ejecutar un acto de cristiana piedad. Era allí donde la divina misericordia la aguardaba,
para torcer el rumbo de esta barca rota, que fluctuaba en medio de la tempestad mundana.
Cuando intentó penetrar en la iglesia, sintió que una mano invisible la detenía; y cuanto
mayores eran sus esfuerzos, tanto más poderosa era la fuerza que la repelía.
Este prodigio abrió los ojos de la pecadora y comprendió que sus enormes delitos la hacían
indigna de ver y adorar el sagrado madero en que Jesús obró nuestra redención. Una luz
interior iluminó todo su pasado y presentáronse a su mente, todas sus culpas, como un
escuadrón de espectros infernales. Confusa, avergonzada de sí misma y deshecha en
lágrimas, alzó la vista al cielo y vio una imagen de María, que coronaba la fachada del
templo. Se acordó entonces de que, en los años de su inocencia, había oído decir que María
era Madre de misericordia y exclamó, en medio de sus sollozos: “¡Tened compasión de esta
infeliz criatura, oh, Vos que sois refugio de pecadores!, pues, siendo yo la mayor de todas,
tengo particular derecho a vuestra protección. No merezco que Dios derrame sobre mí las
gracias que derrama hoy sobre tantas almas fieles, que se aprovechan de la sangre de
Jesucristo; pero, a lo menos, no me niegues el consuelo de ver y adorar, en este día, el
sacrosanto madero en que mi dulce Redentor obró la salvación de mi alma. Yo os prometo,
Señora que, después de este favor, me iré a un desierto, a llorar mis pecados, por el resto de
mi vida y a perder, en la soledad, hasta la infeliz memoria del mundo a quien he servido.”
Animada, entonces, de una dulce confianza, entra en la iglesia sin resistencia y, postrada de
nuevo a los pies de la Santísima Virgen, le pide que sea su conductora en el camino de la
salvación. No bien había terminado su oración, cuando oye, como de lejos, una voz que le
dice: “Pasa el Jordán y hallarás descanso.”
Salió entonces de la ciudad, llevando tres panes por toda provisión. Llegó al anochecer a las
orillas del Jordán y pasó toda la noche orando en una iglesia dedicada a San Juan Bautista.
A la mañana siguiente, purificó su alma en las aguas de la penitencia, recibió la sagrada
Eucaristía y pasó el río en una embarcación que halló en la ribera. El desierto la recibió en
sus impenetrables soledades y la ocultó durante cuarenta y siete años, a las miradas del
mundo. Allí no tuvo más sustento que raíces silvestres, ni más compañía que las aves del
cielo. La oración y la penitencia eran sus ocupaciones y su delicia, las lágrimas su pan de
cada día y los recuerdos del mundo y las sugestiones de la concupiscencia, sus implacables
enemigos.
Dios permitió que, al morir, recibiese la visita de San Zósimo, primera y única persona a
quien vio durante los años que vivió en el desierto. De su mano recibió el viático de los
moribundos, después de haberle revelado los secretos de su conversión y de su vida
penitente, para edificación del mundo y eterno testimonio de la misericordia de María.
JACULATORIA
Ven a mi amparo, Señora,
Que un pecador os implora.
ORACIÓN
¡Oh, María!, al considerar vuestra pronta, entera e irrevocable consagración a Dios, en los
más tiernos años de vuestra vida, al veros, como la paloma, ir a construir vuestro nido en el
silencio de la casa del Señor y lejos de la Babilonia del mundo, venimos a suplicaros os
dignéis despertar, en nosotros, el deseo de imitaros en vuestra entera consagración al
servicio de Dios, esposo y padre de nuestras almas. Los años de nuestra vida han
transcurrido, Señora, en la disipación y en la tibieza, dividiendo nuestro corazón entre Dios
y el mundo y acaso dando a este la mejor parte. ¡Cuántas veces hemos desoído los
llamamientos divinos y seguido las inspiraciones de nuestro amor propio y las sugestiones
del demonio! ¡Cuántas veces Jesús ha venido a tocar a la puerta de nuestro corazón, en
solicitud de un recibimiento amoroso y lo ha encontrado sordo a sus clamores y ocupado en
afectos terrenos y miserables! ¡Ah, Señora nuestra, Vos, que sois nuestro guía y maestra,
nuestro modelo y protectora, dignaos inspirarnos un amor ardiente a Dios, para
consagrarnos, desde hoy, a Su servicio, ahogando todo afecto que no lo tenga a Él por
principal objeto. No más afecciones puramente terrenas, no más horas perdidas en vanos
intereses, no más pensamientos pecaminosos, no más entretenimientos inútiles, no más
amor por las riquezas, honores y deleznables placeres del mundo. Yo quiero seguiros, dulce
María y penetrar con Vos, en el santuario del Dios de las virtudes y buscar allí mi reposo y
mi morada, para no pensar ya en otros intereses que en los de mi santificación. Y, ya que no
me es dable morar con Vos, en la soledad y apartamiento del mundo, permitidme, al menos,
hacer de mi corazón, un santuario de virtudes y de mi alma, una morada del Dios vivo, para
disfrutar allí de las dulzuras que están reservadas a los fieles moradores de la soledad y a
los fieles servidores del Señor. Amén.
PRÁCTICAS ESPIRITUALES
1.- Hacer una fervorosa comunión espiritual, pidiendo a Jesús, por la intercesión de María,
que nos conceda un intenso amor a Dios.
2.- Abstenerse, por amor a María, de toda palabra de murmuración o de crítica.
3.- Hacer un cuarto de hora de lectura espiritual.

DÍA SEXTO
13 de noviembre

CONSAGRADO A HONRAR LA VIDA DE MARÍA EN EL TEMPLO

CONSIDERACIÓN
María entró en el templo de Jerusalén, como una víctima destinada al sacrificio. Pero esa
víctima no sería consumida por las llamas del altar, sino por las llamas del amor. Era el
amor a Dios el que la impulsaba en todas sus obras: el amor divino la arrancó de los brazos
de su madre y la llevó a la soledad del santuario; el amor la hizo consagrar a Dios, para
siempre, la flor de su virginidad, flor que no había encontrado, hasta entonces en el mundo,
ni terreno en el que nacer, ni atmósfera en que vivir. Antes que María se abrasase con ella,
voluntariamente, y no con lágrimas, como la hija de Jefté, la virginidad era una hermosa
desterrada que tocaba en vano a la puerta de los corazones, en solicitud de hospitalario
albergue. Fue María la que dio a conocer a los hombres, su precio y la que les enseñó que
esa virtud busca, para vivir, el apartamiento y el retiro de la Casa del Señor.
Dice San Jerónimo, que María, en el templo, distribuía sus ejercicios en la siguiente forma:
desde la aurora hasta promediada la mañana, entregábase a la oración; hasta el mediodía se
ocupaba en obras de mano; instruíase después, en la ley y los profetas y luego, entregábase
de nuevo a la oración, que duraba hasta la entrada de la noche. Esto constituía sus delicias y
su paz cotidianas, creciendo cada día, en amor a Dios y en la perfección de las virtudes.
Ella era la primera en las vigilias, la más fiel en cumplir la ley divina, la más asidua en la
oración, la más constante en el trabajo, la más profunda en la humildad, la más exacta en la
obediencia y la más puntual en sus deberes.
Ásperas eran sus penitencias, prolongados sus ayunos, brevísimo su sueño, frugal su
alimento, sencillo su vestido y escasas sus palabras. La oración era su vida y su alimento y,
durante esas horas felices, en que el Cielo se entreabría a sus miradas, su alma se derretía
en adoraciones y ternísimos y encendidos afectos, ante el amado de su corazón. En esos
momentos, el mundo desaparecía ante sus ojos y ningún pensamiento humano ocupaba su
mente. Embriagada en celestiales delicias y enajenada en sublimes arrobamientos, su alma
se desprendía en la cárcel de su cuerpo y se transportaba a las moradas del gozo eterno.
“Nadie, dice San Ambrosio, estuvo nunca dotado de un don más sublime de contemplación;
su espíritu, siempre acorde con su corazón, no perdía jamás de vista a Aquel a quien amaba
con más ardor, que todos los serafines juntos; toda su vida no fue otra cosa que un ejercicio
continuo del amor más puro a Dios; y cuando el sueño venía a cerrar sus párpados, su
corazón volaba y oraba todavía.”
A fuerza de candor y de modestia, ella procuraba ocultar sus altas perfecciones, pero es
imposible que el diamante se oculte por mucho tiempo, aunque se oculte bajo una corteza
de barro. Los ancianos encanecidos por los trabajos del templo, la veían llenos de
admiración y la consideraban como el más estupendo prodigio de santidad, que hubiera
aparecido en Israel. Enteramente entregada a sus deberes y a sus ocupaciones, jamás
desperdiciaba el tiempo y siempre estaba pronta, para ejecutar todas las obras que podían
dar alguna gloria a Dios. A Dios buscaba en todo: Él era el blanco de sus aspiraciones, el
término de sus deseos, el objeto de sus pensamientos y el único móvil de sus acciones.
Agradar a Dios, he ahí la sola palabra que resume toda la vida de María, en la Casa del
Señor.
Esta es también la lección más provechosa que nos enseña María, durante su vida solitaria:
huir del mundo, para dedicarnos al servicio de Dios. Es imposible seguir a un mismo
tiempo las máximas de Jesucristo y las máximas del mundo; unas y otras se rechazan, como
la luz y las tinieblas, como el vicio y la virtud. Quien milite bajo las banderas de uno, no
puede aspirar a ser discípulo del otro; es una ilusión pérfida, pretender vivir en sociedad
con los mundanos y llamarse discípulo de Jesucristo, que se abrazó con la cruz y que hizo
del sacrificio su ley y su consigna. Para servir fielmente a Dios y santificarse, es
indispensable alejarse del bullicio disipador, que amortigua la piedad e impide oír las
inspiraciones divinas.
Pero, para conseguirlo, no es necesario ir a buscar el silencio de los claustros. El retiro y
apartamiento del mundo, puede encontrarse también entre las paredes del propio hogar, con
solo cerrar las puertas al bullicio y pasatiempos mundanos. No es necesario huir de la
sociedad, para encontrar a Dios, porque no es posible vivir sin el concurso de los demás;
basta que evitemos la compañía de los malos y de los que no siguen la doctrina, ni practican
la ley de Jesucristo. Es preciso apartarse de la vida disipada, ociosa y holgazana, que solo
se emplea en proporcionarse satisfacciones, en halagar la vanidad y condescender con las
inclinaciones de la carne. Esa vida lleva directamente al pecado, engendra la indiferencia y
aleja de Dios; esa vida enciende las pasiones, activa la sensualidad y concluye con todo
deseo de la propia santificación. La ley cristiana es ley de abnegación y sacrificio; ella
impone el constante vencimiento de las pasiones, la mortificación de la carne, la guarda de
los sentidos, la muerte del amor propio y la huida de la ociosidad. Y, para alcanzar tan
grandes y preciosos bienes, es preciso vacar diariamente algunos momentos a la oración,
frecuentar los Sacramentos y practicar la piedad. Son estas las fuentes puras, donde el alma
encuentra gracias en abundancia: es ahí donde se retemplan las fuerzas, para el combate y
se hallan el consuelo y la esperanza, que hacen soportables las desgracias de la vida. Si
queremos santificarnos, no vayamos a buscar la santidad en otra parte; si deseamos la paz
de nuestras almas, no vayamos a pedirla al mundo, que vive en turbación perpetua; si
anhelamos consuelos, no los pidamos al mundo, que solo puede darnos amarguras y
desengaños.
EJEMPLO
María, Virgen fidelísima
San Vicente Ferrer, comúnmente llamado el Ángel del Apocalipsis, por la unción celestial
de su palabra, profesaba una entrañable devoción a la Santísima Virgen, desde los albores
de su infancia. Él fue quien introdujo la piadosa y laudable de saludar a María, después del
exordio de los sermones, costumbre que se ha conservado hasta el presente. El amor que
sentía por esta bondadosa Madre, lo comunicaba a todas las almas que convertía,
asegurando, por este medio, su perseverancia en el bien. Al pie de una imagen, que
veneraba, en su celda, buscaba las luces necesarias para el ejercicio del ministerio de la
predicación y este era el resorte del éxito admirable de su palabra.
Irritado el espíritu del mal, por las innumerables almas que arrebataba a su imperio, empleó
todos sus recursos infernales, para hacerle perder la vida de la gracia. Empezó por tentarlo,
de un modo violento y terrible, contra la angelical virtud de la pureza, que Vicenta amaba
con sin igual ardor y cuidaba con indecible esmero. Un día, en que se ocupaba en preparar
un discurso sobre esta misma virtud, rogó encarecidamente, a la Santísima Virgen, que se la
conservara por toda la vida. Mas, no bien hubo formulado este deseo, cuando oyó una voz
que le decía: “Vicente, no puedo concederte lo que me pides, porque muy luego perderás la
virtud que tanto estimas.”
Trémulo, confuso y abismado en amarguras, quedó el glorioso Apóstol, al oír aquella
respuesta, que creía de los labios de la dulce Madre a quien había invocado. Y, postrándose
con el alma atribulada y los ojos anegados en lágrimas, a los pies de su querida imagen, le
decía: “¿Cómo es posible, Madre mía, que consientas que este hijo, que tanto te ama,
manche su cuerpo y su espíritu, con un pecado que me hará indigno de presentarme ante tus
ojos virginales? Todo lo temo de mi miseria, pero también todo lo he esperado siempre de
tu protección; ¿y ahora me abandonas a mi miseria, negándome tu amparo?”
Compadecida, la bondadosa madre de las angustias de Vicente, le hizo oír estas palabras:
“No te aflijas, querido hijo mío, porque la voz que te ha puesto en tanta congoja, es la voz
de Satanás, que quería inducirte a la desesperación: consuélate, pues has de saber que,
mientras tú me seas fiel, yo lo seré también contigo, intercediendo por ti, ante Mi Divino
Hijo.”
Estas consoladoras palabras devolvieron la paz al corazón de Vicente y tornaron en
suavísima alegría, su pasada tristeza. Teniendo por defensora a la que es fuerte, como un
ejército ordenado en batalla, no temió ya los asaltos del infierno. Esta asistencia maternal
de María, se hizo sentir especialmente en la última hora de su siervo fiel, anticipándole, con
su presencia, las delicias del Cielo y arrojando de su lecho de muerte, al espíritu maligno,
que intentaba dar el último asalto a aquella alma privilegiada.
La Santísima Virgen es fiel hasta la muerte, con los devotos suyos, que imploran su
asistencia en el peligro y le sirven con fidelidad en la vida.
JACULATORIA
En tu regazo, ¡oh María!
Desde hoy dejo el alma mía.

ORACIÓN
¡Oh María!, Madre de Dios y madre nuestra, nosotros venimos hoy a vuestros pies, en
solicitud de nuevas gracias y de nuevos favores, porque sabemos que jamás se agota
vuestra piedad y amor, para con vuestros hijos necesitados. Vos sabéis que vivimos en un
mundo que tiende a todas horas, lazos a nuestra inocencia. Pero nosotros, que os hemos
escogido por Madre y prometido despreciar las pompas y vanidades del mundo, venimos a
protestaros que, con el auxilio de la gracia, jamás nos separaremos de la senda que nos
habéis trazado, con vuestros ejemplos y virtudes. No, Señora nuestra, el mundo no tendrá
encantos bastante poderosos para inducirnos a olvidar por un momento, las dulzuras de
vuestro amor, ni cadenas bastante fuertes que nos retengan lejos de vuestro lado. ¡Ah, qué
sería de nosotros, sin Vos! ¡a dónde iríamos a buscar el consuelo en nuestras penas y el
alivio, en nuestras dolencias; en qué fuente iríamos a beber esos goces purísimos con que
sabéis recompensar el amor de los que os buscan; a dónde iríamos a buscar luz en nuestras
dudas, dirección en nuestros negocios, consejo en nuestras vacilaciones! ¿Quién se
compadecería de nuestra miseria, quién tomaría a cargo los intereses de nuestra salvación,
quién intercedería por nosotros, delante de Dios, nuestro Juez? ¡Ah! ¡Quién si no Vos,
dulce María, que no desoís jamás los clamores de vuestros hijos y que tenéis siempre pronta
vuestra diestra, para arrancar de los brazos de la misma muerte, a los que iban a perecer!
Con Vos, todo lo tenemos, gracia, consuelo, salvación. Ayudadnos y seremos siempre
vuestros fieles hijos y vuestros rendidos siervos. Amén.
PRÁCTICAS ESPIRITUALES
1.- Ofrecer al Sagrado Corazón de Jesús, por medio del Corazón Inmaculado de María,
todos nuestros pensamientos, palabras, obras, trabajos y sufrimientos, en satisfacción de
nuestros pecados.
2.- Rezar devotamente el Acordaos, por la conversión de los pecadores.
3.- Hacer un acto de mortificación interior o exterior, en honra de los dolores de María.

DÍA SÉPTIMO
14 de noviembre

CONSAGRADO A HONRAR LA ANUNCIACIÓN DE MARÍA

CONSIDERACIÓN
María se vio precisada a dejar la amable soledad del templo, para dar su mano de esposa a
un varón santo y justo, a quien la divina Providencia confiaba el tesoro de su virginidad.
Pero ella, al alejarse de la casa del Señor, donde había visto transcurrir los más bellos años
de su vida, había dejado allí su corazón. Había entrado en el mundo, pero había hecho de su
hogar, un asilo solitario, donde no llegaba el ruido del mundo. El trabajo y la oración
seguían ocupando todas las horas del día y el perfume de sus virtudes se conservaba
siempre intacto, bajo el techo de su silenciosa morada de Nazaret.
Así discurrían, felices y tranquilos, los días de la hija de Ana, cuando sonó, en el reloj de
los tiempos, la hora afortunada en que la lluvia celestial, debía dar el Justo a la tierra. Esa
virgen humilde y desconocida del mundo, era el objeto de las más dulces complacencias del
Señor y la mujer destinada a dar a luz al Redentor. Pero Dios, que ha dado al hombre la
libertad, la respeta; el gran misterio de la Encarnación del Verbo no se realizaría mientras
que esa mujer incomparable no diese su consentimiento en orden a su maternidad divina.
Para solicitarlo, despréndese el Arcángel Gabriel de la celeste turba que rodea el trono del
Altísimo y desciende más veloz que una saeta, a la humilde estancia de María. Ella hacía,
en ese momento, la oración de la tarde y acaso pediría al Cielo, que enviase pronto al
Libertador de su pueblo. La presencia del mensajero del Cielo, que había penetrado a su
retiro, sin abrir las puertas, llena de turbación a María; pero su turbación se redobla, al
escuchar de labios del ángel, la extraña salutación que le dirige: “Dios te salve, María, llena
eres de gracia; el Señor es contigo y bendita eres entre todas las mujeres.” La adorable
Trinidad le había reservado ese género desconocido de salutación, para dar a conocer, a los
siglos, la excelsa dignidad de María; pero su humildad no le permite reconocerse en ese
inaudito elogio, porque ella ignora los tesoros de gracias que encierra dentro de sí misma.
María nada responde, porque la más grande turbación la agita: y no sabiendo ni qué decir,
guarda silencio y piensa cuál será el significado de tan extraña embajada. El ángel, que
conoció su turbación, le dijo con dulzura: “No temas, María, porque has hallado gracia
delante de Dios; concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás el nombre de
Jesús; Él será grande y será llamado el Hijo del Altísimo; Dios le dará el trono de su padre,
David; reinará eternamente sobre la casa de Jacob y su reino no tendrá fin.” Al escuchar
este inesperado anuncio, la turbación de María crece. Ella recuerda entonces, que su
virginidad ha sido sellada con un voto solemne y perpetuo y vacila, entre ser Madre de Dios
y renunciar a esa cualidad tan querida de su corazón. Y, en medio de esta cruel vacilación,
pregunta “al casto amador de las almas púdicas.” ¿Cómo podría ser esto, cuando yo soy
virgen y he prometido serlo siempre?
¡Oh María!, ¿por qué vaciláis? ¿No veis tantos siglos inclinados en vuestra presencia, que
aguardan su libertad, colgados de vuestros labios? Olvidad los honores inmensos a que
vuestra humildad resiste y considerad solamente el porvenir del mundo, la salvación del
linaje humano y la gloria de Dios. Pero la vacilación de María persevera, hasta que el ángel
le manifiesta la manera inefable como se obrará el misterio: “El Espíritu Santo sobrevendrá
sobre ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra.” La virginidad queda salvada y
solo se le exige el sacrificio de su humildad; pero la humildad de corazón no está reñida
con la grandeza y María exclama: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí, según tu
palabra.” El ángel se retira entonces, para dar lugar a la realización del augusto misterio.
¡Oh, virtud preciosa de la humildad! Porque María, enamorada de ti, te había escogido para
ser la joya más preciada de su corazón, Dios escogió su seno, para tomar en él la naturaleza
humana. Sí, el Dios que abate a los soberbios y engrandece a los humildes, no podía llegar
a la tierra, sino en alas de la humildad. La soberbia se había enseñoreado del mundo, desde
que nuestros primeros padres cedieron a sus engañosas sugestiones y, desde entonces, ella
había dominado todos los corazones y causado todas las grandes desdichas de la
humanidad. Convenía que el gran restaurador comenzase por abatirla, poniendo a la
humildad por base de toda sólida e imperecedera grandeza. La soberbia arrebata a Dios la
gloria que solo a Él pertenece, haciendo que los hombres se atribuyan a sí mismos, los
bienes que solo deben a la bondad divina y que se engrían neciamente de los dones que
Dios les ha dado en préstamo, creyéndose independientes de su soberano bienhechor y
negándole la gratitud que su generosidad reclama.
La humildad devuelve a Dios, la gloria que la soberbia le usurpa y se complace en
reconocerlo a Él, como digno de honor y de alabanza, sin dejar a los hombres más que el
derecho de bendecir la mano generosa que les provee de numerosos dones, sin haberlos
merecido. Ella despierta la gratitud más ardiente, en el corazón humano, hacia el dador de
todo bien, no permitiéndole que, poseído de una falsa suficiencia, se crea desligado de todo
deber para con Dios. Mientras el humilde todo lo atribuye a Dios, el soberbio se lo atribuye
todo a sí mismo; mientras el uno lo bendice y lo ama, el otro lo olvida y lo desconoce. Por
eso, la humidad es tan querida de Dios; por eso, la regala con sus más grandes recompensas
y, por eso, la exalta, la engrandece y la hace depositaria de sus más ricos dones.
En el corazón humilde, mora la paz, como en su trono, porque no siente el aguijón de las
grandezas, de los honores y del fausto y se contenta con lo que el Señor le da. No
creyéndose acreedor a nada, se satisface con poco y aún de ese poco se juzga indigno,
dando por ello, a Dios, gracias infinitas y perpetuas alabanzas. Seamos humildes, si
queremos que Dios nos ame: hagámonos humildes, para ser verdaderamente grandes.
EJEMPLO
María, trono de la Sabiduría
Conocido es, en los anales de la ciencia, el insigne doctor de la Iglesia, San Alberto Magno,
religioso de la Orden de predicadores. Este esclarecido varón, que ha ilustrado, con su
sabiduría, las ciencias teológicas y filosóficas, recién tomó el hábito de Santo Domingo,
cuando estuvo a punto de abandonar su vocación, a causa de su poca capacidad para el
estudio. Confuso, al ver que sus condiscípulos de filosofía, lo dejaban muy atrás en el
aprovechamiento en esa difícil ciencia, a pesar de su empeñosa diligencia, llegó a creer que
debía adoptar otro género de vida. Pero, su devoción a la Santísima Virgen, a quien había
fervorosamente invocado, en solicitud de luces para su mente, lo salvó.
Una noche, mientras dormía, le pareció que colocaba una escalera en los muros del
convento, para fugarse y que, al tiempo de trepar a ella, vio en lo alto de la muralla, cuatro
señoras venerables, entre las cuales, una aventaja a las demás, en hermosura y majestad. Le
pareció que estas le impedían subir y que, en vano intentó hacerlo por tres veces, hasta que
una de ellas le preguntó cuál era el motivo que lo inducía a tomar aquella resolución, a lo
que Alberto contestó: “Porque veo que mis compañeros hacen grandes progresos en la
filosofía, al paso que yo me aplico inútilmente”. Entonces, la señora que le hizo la
pregunta, le dijo: “He aquí a la Reina del Cielo, Trono de la Sabiduría; dirígete a Ella y
conseguirás lo que deseas”.
Alberto, dirigiéndose a la Señora, le suplicó que le diese entendimiento, para progresar en
el aprendizaje de las ciencias. María oyó benignamente su súplica y le aseguró que
conseguiría lo que deseaba, añadiéndole: “Pero, para que sepas que obtendrás esta gracia,
por mi intercesión, llegará un día en que, mientras estés enseñando públicamente, olvidarás
repentinamente todo lo que sepas”.
Los resultados demostraron que aquella visión no había sido un sueño fantástico; porque,
desde aquel día, hizo Alberto tan rápidos prodigios en las ciencias, que maravillaba a todos,
por su talento y su sabiduría. Resolvía con admirable claridad, las cuestiones más difíciles
de la Teología y la Filosofía; y bien pronto llegó a ser insigne maestro de estas ciencias y
lumbrera de su siglo. Y, para que nada faltase al cumplimiento de la predicción hecha, por
su soberana protectora, tres años antes de su muerte, estando enseñando en Colonia, perdió,
en un momento, la memoria, de tal suerte que no conservó ni rastros del inmenso caudal de
ciencia con que había asombrado al mundo.
Entonces, lleno de emoción, refirió a sus discípulos, lo que le sucedió en otro tiempo,
manifestándoles que toda esa ciencia, que le mereció el título de Magno, era una dádiva
generosa de la que es justamente llamada Trono de la Sabiduría.
Este prodigio nos señala a todos el camino por donde debemos buscar la verdadera
sabiduría, que consiste en el temor de Dios, en el conocimiento de nuestros deberes y en la
práctica de la virtud. Acudamos a María, en nuestras dudas, en los negocios importantes, en
las grandes resoluciones de la vida, para que Ella nos ilumine y nos guíe.
JACULATORIA
Por tu Anunciación gloriosa
Otórganos, Virgen pura,
Tu protección generosa.
ORACIÓN
Bendita seáis, una y mil veces, María, porque en Vos reside la plenitud de la gracia, de la
santidad y la justicia. Bendita seáis, una y mil veces, porque el Dios altísimo se dignó
morar en vuestro seno, como en un santuario de inestimable precio. Bendita seáis, María,
porque el Espíritu Santo se dignó escogeros por esposa y regalaros con la abundancia de
sus dones. Bendita seáis, entre todas las mujeres, porque fuisteis elegida, entre todas las
hijas de Eva, para ser corredentora del linaje humano y la celestial dispensadora de todas
las gracias alcanzadas, al precio de la Sangre de vuestro Hijo, nosotros nos gozamos, dulce
Madre de vuestros gozos y nos complacemos de vuestra gloria y celebramos ardientemente
vuestro poder incomparable, porque los gozos, la gloria y el poder de una Madre, son
prendas queridas para los hijos. ¡Cuán grato nos es contemplaros tan amada y favorecida de
Dios, ensalzada por el mensajero del Cielo y saludada en nombre del Verbo, con
salutaciones que jamás escuchó humana criatura! Después de haber sido objeto de tan
honrosas manifestaciones, ¿qué podremos decir nosotros, qué alabanzas dignas de vuestra
gloria, podrán articular nuestros torpes labios, sino repetir, una y mil veces, las palabras con
que el ángel ensalzó vuestra dignidad? Y al considerar, ¡oh María! Que el principio de tanta
grandeza fue la humildad profunda, bajo cuyo velo procurasteis ocultar vuestras virtudes,
no podemos menos que suplicaros que os dignéis enseñarnos a practicar esa virtud tan
amada de Dios. A vuestra imitación, no queremos otras grandezas que las de la virtud, ni
otra gloria, que la gloria de Dios, ni otros honores que los del Cielo, para que, sirviéndoos
en la tierra, humildemente, logremos un día ser grandes y felices en el Cielo. Amén.
PRÁCTICAS ESPIRITUALES
1.- Ejercitarse en la virtud de la humildad, ejecutando actos que purifiquen nuestro amor
propio.
2.- Saludar tres veces, en el día, con cinco Avemarías, a la Santísima Virgen, felicitándola
por haber sido escogida para Madre del Verbo Encarnado.
3.- Por amor a María, no comer ni beber fuera de las horas acostumbradas.

DÍA OCTAVO
15 de noviembre

DESTINADO A HONRAR LA VISITACIÓN DE MARÍA A ISABEL

CONSIDERACIÓN
Acababa de realizarse, en María, el gran misterio de la Encarnación del Verbo. Dios había
tomado ya posesión de su castísimo seno y habitaba en él, comunicándole todos los tesoros
de su amor y caridad. La Santísima Virgen se abrasaba en vivísimas llamas de celo por la
gloria de Dios y por el bien de los hombres. Fruto de ese celo, fue la visita de María, a su
prima, Santa Isabel, para ir a derramar la gracia, la salvación y la vida, en la casa de
Zacarías y sacar el alma de Juan Bautista, de las sombras del pecado y de la muerte.
La larga distancia que separaba a Nazaret de la morada de Isabel, un camino erizado de
montañas, cortado por torrentes y despeñaderos y cruzado por extensos desiertos; la
delicadeza de su edad, el hábito de una vida silenciosa y retirada, nada es bastante para
detener el celo de María. Va a salvar un alma y a acrecentar la dicha de la estéril esposa de
Zacarías, que había concebido en el invierno de la ancianidad, un tardío pero precioso fruto.
Al ver a María, Isabel experimenta una emoción desacostumbrada. Su rostro se anima, sus
ojos de encienden, brilla en su frente, un rayo de inspiración profética y, en medio de los
transportes de su admiración, exclama: Tú eres bendita, entre todas las mujeres y bendito
es el fruto de tu vientre. María, en un rapto de celestial arrobamiento, al contemplar las
maravillas del Señor, prorrumpe en un cántico de gratitud: Mi alma glorifica al Señor y mi
espíritu se transporta de gozo en Dios, mi Salvador.
Así es como la Madre de Dios abre la senda del apostolado y da, a los obreros del
Evangelio, la primera lección de celo, por la salvación de las almas. Ella interrumpe el
éxtasis dulcísimo en que se embebecía en la contemplación del amado de su alma, que
habita en su seno, para ir a derramar el caudal de la gracia, que emanaba de la fuente que,
en sus entrañas, llevaba.
Su caridad la hacía olvidarse de sí misma, para comunicar a otros, sus celestiales incendios.
Para ello, tiene que soportar grandes sacrificios y someterse a humillaciones profundas. No
importa: comprende, mejor que nadie, el mérito del sacrificio y el precio de la humillación
voluntaria; sabe que el Dios humanado, que lleva en su seno, ha venido al mundo, a
sacrificarse en aras del amor y a envilecerse, para dar muerte a la soberbia. El amor de Dios
y el amor del prójimo la conducen hasta la lejana morada, donde el Precursor de su Hijo va
a ser dado a luz; ella se apresura a santificarle, para que sea un digno heraldo del Redentor
y un apóstol que atraiga a los hombres a la penitencia, con sus palabras y el ejemplo de la
santidad.
Así busca María la gloria de Dios y así se emplea su caridad, en beneficio de sus hermanos.
¡Qué hermosas y fecundas enseñanzas para nosotros que, con tan fría indiferencia miramos
la salvación de las almas! Vemos a millares que se pierden, porque no hay una mano
compasiva que les arranque del vicio, del error y de la muerte. Nos parece que esa tarea de
caridad está solo reservada a los ministros del Evangelio, sin pensar que cada uno tiene el
deber de dar gloria a Dios y de atraer a los que se separan del camino del bien y de la
salvación. Cada hombre tiene un campo, más o menos vasto en que emplear su celo. Todos
tienen medios de influir sobre los suyos, a fin de preservarlos de la perdición y enderezarlos
por el buen camino. No es mies la que escasea, sino operarios celosos que la sieguen. Dios
quiere que, por amor suyo, cada uno de nosotros se haga un obrero de su viña. El que ama
verdaderamente a Dios, no puede dejar de interesarse por la salud de las almas que son
hijas de sus sacrificios y frutos de su sangre. Si comprendiéramos el precio de las
humillaciones y de los dolores de Jesucristo, entonces nos esmeraríamos en dilatar el Reino
de Dios y atraer ovejas a su rebaño. Entonces antepondríamos, con gusto, a todas las
ambiciones mundanas, la gloria de asociarnos a la obra de la redención, derramando, si no
nuestra sangre, al menos nuestros sudores, a fin de salvar una sola alma. Porque salvar un
alma es una gloria más grande que todas las obras del genio, que todos los prodigios del
arte, que todo el honor de los conquistadores y que la posesión del mundo entero. Porque la
salvación de un alma, da más gloria a Dios que cuanto los hombres pueden darle,
consagrando todo lo que forma el orden material. Y bien, ¿dónde están las obras de nuestro
celo? ¿Qué hemos hecho, para dilatar el Reino de Dios, conquistando almas para el Cielo?
¿Cuáles son las que nos servirán de corona, en el día de las supremas recompensas?
Dejemos nuestras casas y olvidémonos un momento de nosotros mismos, como María, para
ir en busca de almas que santificar, de corazones que encender en amor divino y de
inteligencias que iluminar con la luz de la fe. Acudamos en auxilio del apostolado católico,
que apenas basta, para las numerosas necesidades que reclaman su atención. Consideremos
que existen muchos pequeñuelos que piden pan y que no hay quién se lo distribuya.
EJEMPLO
El castigo de un sacrilegio
El célebre escritor católico, Luis Veuillot, refiere en una de sus obras el hecho siguiente,
que demuestra cómo castiga Dios a los profanadores de las imágenes de Su Santa Madre.
Es sabido que en el año 1793, Francia fue teatro de escenas que la historia recuerda con
horror. La impiedad triunfante convirtió a ese país en un lago de sangre y lágrimas, en cuyo
abismo cayeron el trono y los altares. Los sacerdotes fueron perseguidos de muerte, los
templos prostituidos y las santas imágenes derribadas.
En ese tiempo, un ejército francés se dirigió a los Pirineos, para contener al ejército
español, que invadía el territorio, con motivo del asesinato del Rey Luis XVI. Tres jóvenes
franceses, que se encaminaban a incorporarse en las huestes de la Convención, se
detuvieron al frente de un templo católico, en cuyo frontispicio se veía una estatua colosal
de la Santísima Virgen.
A la vista de esta imagen, se le ocurrió a uno de ellos, hacerla blanco de sus tiros, para
ejercitarse en el manejo de las armas. Otro de los compañeros aceptó, entre burlas impías,
el sacrílego proyecto; el tercer, menos descreído, intentó en vano disuadirlos de tal
propósito.
En efecto, los tres cargaron sus fusiles: apuntó el primero y la bala fue a clavarse en la
frente de la sagrada imagen; apuntó el segundo y el proyectil dio en el pecho de la efigie de
María. Vacilaba el tercero y bien hubiera querido excusarse de cometer tal atentado
sacrílego pero, temeroso de las burlas de sus compañeros, apuntó temblando y con los ojos
cerrados, y la bala fue a estrellarse en la rodilla de la venerada estatua. El pueblo estaba
horrorizado, pero en aquellos tiempos de terror nadie se atrevía a manifestar sus
sentimientos; sin embargo, una anciana, sin poder contener su indignación, les dijo, como
inspirada por una luz profética; “Vais a la guerra, pero sabed que la nefanda acción que
acabáis de cometer, os acarreará grandes desdichas.”
Efectivamente, desde su salida de la población, comenzaron a experimentar muchos y muy
graves contratiempos, antes de reunirse con el ejército francés. A poco de su llegada,
trabose una acción entre los ejércitos. Nuestros tres camaradas concurrieron a ella y
pelearon con denuedo; pero, de lo alto de una roca salió un tiro y una bala fue a clavarse en
la frente del primero de ellos, precisamente en el mismo lugar en que había herido la
sagrada imagen de María. Al verle caer, mortalmente herido y al observar el lugar en que
tenía la herida, los dos compañeros se estremecieron de espanto y volvieron a resonar en
sus oídos, las fatídicas palabras de la anciana.
A la mañana siguiente, el ejército español, vencido en la jornada anterior, volvió con
nuevos bríos, a presentar batalla a los franceses y los dos compañeros, silenciosos y
cabizbajos, ocuparon sus puestos, diciendo uno de ellos: ¡Hoy me toca a mí…! Y, en
efecto, cuando el ejército francés retrocedía, perseguido por el español, del fondo de un
precipicio salió un tiro, disparado por un soldado herido y la bala fue a atravesar de parte a
parte, el pecho de aquel que había herido en el pecho, la imagen de María. El infeliz
sacrílego, revolviéndose en un charco de sangre, pedía a grandes voces, un sacerdote, pero
los convencionales le dejaron morir abandonado en el camino, sin auxilio espiritual ni
temporal.
El único que quedaba, aquel que se había opuesto al sacrílego atentado, se llenó de tan
grande horror, al ver la triste suerte de sus compañeros que, temiendo morir, como ellos,
prometió a Dios confesarse, tan pronto como le fuera posible. Pero, viendo que el Señor se
mostraba clemente, llegó a olvidarse de su promesa y, dirigiéndose, algún tiempo después,
a España, enrolado en el ejército de Napoleón, al pasar a inmediaciones del lugar del
sacrilegio, disparósele el fusil a un soldado francés y la bala fue a clavarse en la rodilla del
infeliz sacrílego, esto es, en el mismo lugar en que él había herido la sagrada imagen.
La Santísima Virgen tuvo misericordia de este desgraciado, alcanzándole la gracia del más
sincero arrepentimiento y, con él, la salud del alma; pero la herida se mostró, durante veinte
años, rebelde a todos los recursos de la ciencia. Este hecho manifiesta que Dios tiene
reservados tremendos castigos para aquellos que ofenden o insultan a Su Madre.
JACULATORIA
Refugio del pecador,
del afligido, consuelo.
Ampárame desde el Cielo,
al escuchar mi clamor.
ORACIÓN
¡Oh, Virgen Inmaculada!, ¡cuán dulce consuelo experimenta mi alma, al contemplaros en
este día, tomar la penosa ruta a la pobre morada de Isabel! Vos sois conducida, en alas de la
más ardiente caridad, para ir a sacar a un alma querida, de la oscuridad del pecado y
santificarla en el vientre de su madre. Este rasgo de generoso celo, alienta en mí la
esperanza que siempre he fundado en vuestra maternal protección. Acudid, ¡oh, Madre
mía!, en auxilio de mi debilidad, para librarme de las sombras del pecado, que sin cesar me
cercan. Vos sois el refugio de los pecadores y vuestra mano está siempre pronta a
libertarlos del peligro y sacarlos del precipicio. Dirigid vuestra vista, ¡oh, María!, por toda
la extensión de la tierra y en todas partes se presentará a vuestros ojos, el doloroso
espectáculo que ofrecen tantos desventurados náufragos que se pierden en los mares del
mundo. ¡Cuántos pecadores viven contentos, atados a las cadenas de los vicios! ¡Cuántos
infieles, sentados a la sombra de la muerte, no conocen aún el precio de la redención!
¡Cuántos herejes, ramas tronchadas del árbol de la fe, perecen privados de la savia que solo
se encuentra en el catolicismo! Apiadaos, Señora mía, de todos esos infelices que siguen un
camino de perdición eterna. Haced que todos ellos reconozcan sus yerros y detesten sus
extravíos, para que formando una sola familia, unidos a nosotros por los vínculos de una
misma creencia y un mismo amor, os reconozcamos por Madre, hasta que esa unión,
comenzada en la tierra, se consume y estreche eternamente en el Cielo. Amén.
PRÁCTICAS ESPIRITUALES
1.- Rezar una tercera parte del Rosario, pidiendo a María por la conversión de los infieles,
herejes y pecadores.
2.- Esmerarse en cumplir, con exactitud, todas las prácticas ordinarias de piedad.
3.- Aprovechar santamente el tiempo, no desperdiciándolo en frivolidades o pasatiempos
inútiles.

DÍA NOVENO
16 de noviembre

CONSAGRADO A HONRAR EL GOZO DE MARÍA, EN EL NACIMIENTO DE JESÚS

CONSIDERACIÓN
En una mañana de invierno, nebulosa y triste, dos viajeros, un hombre de edad provecta y
una mujer joven y hermosa, dejaban Nazaret y tomaban el camino a Belén. Eran José y
María que, obedeciendo las órdenes imperiales, iban a inscribir sus oscuros nombres, en la
ciudad de sus antepasados. El viaje era largo y penoso: María se hallaba en el último mes
de su preñez, pero soportaba con humilde resignación, las asperezas del camino. Multitud
de alegres y presurosos viajeros, subían a la ciudad de David, para buscar albergue, bajo el
techo de las posadas. José fue a golpear también a sus puertas, en demanda de un aposento,
para pasar la noche, que dejaba ya caer sus sombras sobre el mundo. Pero no hubo ni un
rincón para ellos, que no podían ofrecer a los hospederos, una moneda de oro, como precio
de la hospitalidad. Llegaba la noche y los dos esposos habían reclamado, en vano, un pobre
techo, bajo el cual guarecerse, ninguna puerta se abriría para darles hospitalario asilo.
Tristes, pero resignados, salieron de Belén, sin saber a dónde dirigirse. No lejos de la
ciudad, descubrieron, a la luz de los postreros resplandores del crepúsculo, una caverna
horadada en una enorme roca, que daba asilo a algunos animales. Ambos viajeros
bendijeron a la Providencia, que les preparaba aquella agreste morada, en que pasar la
noche. Y allí, reclinada en una dura roca, María dio a luz al Redentor del mundo, en la
mitad de una noche fría y tenebrosa.
Así es como nace al mundo, el soberano dueño de todas las riquezas. Busca un pesebre por
palacio, una roca por cuna y unas toscas pajas por lecho. Pero, como dice San Bernardo,
esos pañales son nuestras riquezas y son más preciosos que la púrpura; ese pesebre es más
glorioso que los tronos de los reyes. Pero María, olvidándose de tan tristes apariencias, abre
su corazón al gozo más puro. Acaba de dar a luz al Verbo Encarnado. Y, si todo le falta, si
el mundo le niega hasta un oscuro asilo, en cambio ella se entrega a los transportes del
amor maternal y ese amor la indemniza de todos sus sufrimientos. Ella lo adora como a
Dios y lo acaricia como a hijo e, inclinándose amorosamente sobre él, exclama, dice San
Basilio: “¿Cómo os deberé llamar? ¿Un mortal? Pero yo os he concebido por operación
divina… ¿Un Dios? Pero vos tenéis cuerpo de hombre… ¿Debo yo acercarme a vos, con el
incienso u ofreceros mi leche? ¿Es preciso que yo prodigue los cuidados de madre o que os
sirva como vuestra esclava, con la frente en el polvo?”
¡Oh, sublimes anonadamientos de Jesús y de María! ¡Bajo qué humilde techo se hallan
asilados el Creador del Cielo y la Reina de los Ángeles! ¡María da a luz al Salvador del
mundo y no tiene otro lecho que darle, que unas humildes pajas! ¡Digna Madre de aquel
que no tendrá dónde reposar su cabeza, que vivirá trabajando durante su vida, hasta darla
por el hombre, en la cruz!
Estaban velando, en aquellos oscuros contornos, unos pastores y haciendo centinela, de
noche, sobre su rebaño, cuando, de repente, un ángel del Señor apareció junto a ellos y los
inundó con su resplandor, una luz divina, la cual los llenó de sumo temor. Díjoles entonces,
el ángel: “No temáis, pues vengo a daros una nueva de grandísimo gozo para todo el pueblo
y es que os ha nacido, en la ciudad de David, el Salvador, que es el Cristo, Señor Nuestro.
Sírvaos de señal que hallaréis al niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre.” Al
mismo tiempo, se dejó ver, con el ángel, un coro numeroso de la milicia celestial, que
alababa a Dios, cantando: “Gloria a Dios en los cielos y paz, en la tierra, a los hombres de
buena voluntad.”
Cuidemos mucho no suceda lo que ocurrió en Belén, donde Jesucristo no encontró lugar
para nacer en las hospederías. Procuremos lo encuentre en nuestros corazones, donde desea
siempre permanecer, con su divina gracia.
EJEMPLO
Las primeras lágrimas de un pecador
Un sacerdote salía de una de las cárceles de París.
Señor Cura (le dice un carcelero): tenemos aquí un hombre, condenado a muerte; muchos
de la clase de Ud. han ensayado hablarle de religión, pero él se ha negado a escucharles;
está furioso; quiere romper su cabeza contra las paredes y ha sido menester encerrarle en un
calabozo… ¿Quiere Ud. verle?
-Vamos allá, respondió el sacerdote.
El carcelero le condujo por un corredor sombrío y subterráneo. Abriose una puerta y vio a
un desgraciado, tendido sobre una cama de hierro y cubierto con una camisa de fuerza. A la
vista de una sotana, sus ojos de inflamaron y gritó furioso:
-¿A qué venís? ¿No he dicho ya que no quería confesarme? ¡Salid!... ¡Salid!
-Pero, amigo mío, (repuso el ministro del Señor) yo no vengo a confesaros: vos estáis solo;
os debéis fastidiaros mucho y vengo a daros algún consuelo.
-Enhorabuena (le contestó). Tiene Ud. cara de buen hombre. Siéntese aquí.
Y le señaló una gruesa piedra, que había en un rincón del calabozo.
El sacerdote no se lo hizo repetir y aceptó el asiento. El preso le contó su historia. Era un
joven de veintinueve años, de honrada familia, si bien su educación religiosa había sido
completamente descuidada. Hacía algunos años, llevaba una vida criminal, hasta el punto
de ser cogido y sentenciado a la última pena. Cuando hubo terminado su historia, el
sacerdote ensayó hacérsela de nuevo, en forma de confesión. Comprendiolo el preso y
prorrumpió en horrorosas blasfemias. El sacerdote solo pudo obtener de él, la promesa de
rezar, todos los días, el Acordaos, piadosísima Virgen…
Muchas veces repitió el sacerdote sus visitas, pero todas eran estériles. El desgraciado preso
estaba convencido de que sus crímenes eran demasiado enormes y que no había
misericordia para él.
Sin embargo, un día en que el infeliz contaba de nuevo su historia, el sacerdote, convertido
en su mejor amigo, le interrogó, como se hace a cualquiera que se confiesa. Advirtiolo el
preso, pero no se opuso a ello y, cuando hubo concluido, el sacerdote le dijo:
-Amigo mío, acabáis de confesaros y no os falta más que un verdadero arrepentimiento.
Entonces, cogiéndole las manos, con ternura, le indujo a arrodillarse sobre la cama; invocó
sobre su cabeza, las bendiciones de Dios y, con toda la simpatía y la caridad de un apóstol,
conjurole a detestar sus culpas, hasta que, por fin, oyó escapársele del pecho, un profundo
suspiro, seguido de estas palabras:
-¡Ah! Sí me arrepiento. ¡Cuán bueno es usted! ¡Me ha levantado un peso enorme, que
oprimía mi corazón!
Luego, enjugando dos lágrimas, que brotaban de sus ojos, exclamó:
-¡Esto sí que tiene gracia!... Parece que lloro, ¡yo… que no había llorado nunca! ¡Yo, que
he visto morir a mi pobre madre, a quien amaba y de cuya muerte fui, sin duda, causa!... ¡y
no lloré! ¡Yo que, sin llorar, oí la lectura de mi sentencia de mi muerte! Todas las mañanas,
cuando veía aparecer el sol, por entre las rejas, decía, dentro de mí: ¡Quién sabe si será por
última vez!, ¡y no lloraba!... ¡y hoy lloro!... ¡Cuán bueno sois, Dios mío! ¡Cuán bella y
consoladora es la Religión! ¡Cuánto me pesa no haberos conocido antes! No me vería en
tan triste estado.
Y, dejándose caer de rodillas y cogiéndose de la sotana del sacerdote, le dijo:
-Padre mío, acérquese más, no se aparte de mi lado y oremos juntos, pues, si rezo solo,
Dios no me escuchará.
Arrodillose el sacerdote y mezcló sus lágrimas, con las del criminal arrepentido. Algunos
días después, el desgraciado joven, lleno de resignación cristiana, llevaba su cabeza a la
guillotina, asistido, hasta el último momento, por su fiel amigo, que había obrado en su
espíritu, tan maravillosa transformación.
María no se deja vencer jamás, en generosidad: los más pequeños sacrificios, hechos en su
obsequio, los retribuye con la munificencia de una reina y con la bondad inagotable de una
madre.
El mismo fin podemos alcanzar, para muchos infelices pecadores, si por ellos rogamos con
fervor a la Madre de Dios, refugio de pecadores.
JACULATORIA
Esperanza del que llora,
refugio de pecadores,
ven a mi amparo, Señora.
ORACIÓN
Cuando nuestra conciencia gime, sintiendo la espina del pecado, cuando nuestro corazón
está oprimido por el dolor, cuando negros temores nos asaltan, en orden a nuestra
salvación, nuestro único consuelo y nuestra única esperanza, es poder levantar nuestros ojos
llorosos, hacia Vos ¡oh, Madre de Dios y Reina Omnipotente del Cielo! – Henos aquí, ¡oh,
Virgen santa!, ¡oh, Estrella del Mar y consoladora de los que padecen!, henos aquí,
prosternados a vuestros pies, para saludaros y bendeciros, en nombre de todos los
pecadores penitentes, de todas las almas atribuladas y de todos los peregrinos de la vida,
por la inconmensurable gloria de que disfrutáis en el Cielo. Descended también, a nosotros,
¡oh, espíritus angélicos!, a celebrar, con nosotros, la gloria de nuestra Soberana, fuente de
todos los bienes y santuario de todas las virtudes. ¡Oh, amiga querida!, desde el solio de
vuestra grandeza, lanzad hacia nosotros, una mirada compasiva; ved las llagas de nuestras
almas, ved la inconstancia de nuestras resoluciones, ved las malas inclinaciones que se
abrigan en nuestro corazón. Sed nuestra mediadora, delante de vuestro Hijo y
reconciliadnos con nuestro Supremo Juez. Recordadle vuestros dolores y alegrías del
pesebre, en aquella triste noche de angustia y desamparo, pero también de indecible gozo,
para Vos. No olvidéis ¡oh, Madre!, que a nosotros, infortunados pecadores, debéis la
diadema inmortal que ciñe vuestra frente. Sin nuestros pecados, no habríais sido Madre de
Dios, sin nuestra miseria, no habríais sido llamada Madre de Misericordia y de Gracia;
nuestra pobreza os ha enriquecido y nuestros vicios, enaltecido. Recibidnos, pues, bajo
vuestra protección y no ceséis de ser, para nosotros, madre compasiva y generosa, a fin de
que, sostenidos por Vos, en la vida, podamos alabaros eternamente, en el Cielo.
PRÁCTICAS ESPIRITUALES
1.- Hacer tres actos de vencimiento de la propia voluntad, privándonos de la que más nos
agrade.
2.- Sufrir con paciencia, las molestias y contrariedades ocasionadas por las personas, con
quienes vivimos o tratamos.
3.- Dar una limosna, para el culto de la Santísima Virgen, en alguna iglesia pública.

DÍA DÉCIMO
17 de noviembre

CONSAGRADO A HONRAR EL MISTERIO DE LA PURIFICACIÓN DE MARÍA

CONSIDERACIÓN
La ley de Moisés obligaba a las madres a presentar sus hijos al templo, cuarenta días
después de su nacimiento y a purificarse, ofreciendo a Dios una ofrenda. Por ningún título
estaba obligada María a sujetarse a esta prescripción, porque ella era la pureza misma y
porque el Hijo que iba a presentar, no pertenecía al número de los pecadores, para los
cuales había sido dictada la ley. Pero el Hijo y la Madre quisieron ocultar la grandeza de
sus destinos y de su dignidad, para dar ejemplo de obediencia a las prescripciones religiosas
que regían para los hijos y las madres de Israel. Como todas las mujeres del pueblo, ella se
presenta al templo de Jerusalén, acompañada de su esposo y llevando en sus brazos al hijo
que había dado a luz por operación del Espíritu Santo. Y como pertenecía a la clase de los
pobres, fue modesta en su ofrenda y pequeña su oblación.
Pero un fin más alto la conducía al santuario del Señor. Iba a dar gracias a Dios, por el
incomparable beneficio de su fecundidad gloriosa. Si toda paternidad viene de Dios, la
maternidad de María era la obra primorosa de su amor y de su misericordia, el principio de
la felicidad del mundo y el testimonio más elocuente de la predilección que tenía por la que
eligió por Madre del Verbo Encarnado. Por lo mismo, ella debía a Dios, beneficios más
excelsos que todas las madres juntas y acciones más ardientes de gracias, que las que le han
enviado, en todos los siglos, todas las que han sido favorecidas con el don de la fecundidad.
¡Ah!, ¡cuáles serían, en ese momento, los ardores de la gratitud de María, que conocía en
toda su magnitud, la gracia de que había sido depositaria! Su corazón, abrasado en las
llamas del amor y del reconocimiento, levantaría hasta el Cielo, a manera de purísimo
incienso, los más encendidos afectos que jamás escaparan del corazón humano. Ella, que
amó a Dios desde el primer momento de su existencia, ¿cómo estaría su corazón cuando, no
solo amaba a Dios, como simple creatura y lo bendecía no solamente por los dones
comunes que le había otorgado, sino que lo amaba como madre y lo bendecía, por las
excepcionales prerrogativas de que la acababa de colmar? No es la inteligencia humana
capaz de comprender la intensidad de los afectos de amor y gratitud que brotarían en ese
momento, del pecho amante y agradecido de María. Ellos excederían, sin duda, a los de los
más ardientes serafines.
He aquí lo que nos enseña María, en el misterio que meditamos. Cumple a todos los
hombres, el deber ineludible, de dar a Dios acciones de gracias, por todos los beneficios, así
generales como particulares, con que han sido favorecidos. Quien se muestre ingrato y
olvidadizo, con el Bienhechor soberano, se hace indigno de sus favores. El primero de los
deberes del beneficiado, es el de la gratitud para con su benefactor. La naturaleza misma
impone esta obligación y quien rehúse cumplirla, contraría los sentimientos más naturales
que abriga el corazón. La gratitud, como todos los sentimientos del alma, se manifiesta por
medio de repetidos actos y, así como el amor se deja conocer por actos de amor, el
agradecimiento debe mostrarse con acciones de gracias.
¡Ah!, ¿quién será aquel que, en cada uno de los días de su vida, no tenga un nuevo
beneficio que agradecer a Dios? La conservación de la vida, el alimento que nos mantiene,
el vestido que nos cubre, el techo que nos guarece, el sol que nos caliente, el aire que
respiramos… todo es obra de su mano generosa. Las inspiraciones secretas, las mociones
de la voluntad, los pensamientos saludables, los propósitos santos, en orden a la reforma y
perfeccionamiento de la vida, las advertencias caritativas, los buenos consejos y hasta lo
que llamamos desgracias y contratiempos, son otros tantos beneficios que recibimos de su
infinita liberalidad. Y si sus favores no cesan, ¿cómo podrían cesar nuestras acciones de
gracias? ¿Cómo podremos, sin ser desconocidos, pasar un solo día sin que levantemos a
Dios, un acento de ardiente gratitud? ¡Ah! Y si consideramos los beneficios generales, que
ha dispensado Dios al mundo, en la creación, conservación, redención, institución de la
Iglesia y llamamiento a la fe, el deber de gratitud aparece todavía más estricto e
imprescindible. Imitemos a María, cuya vida fue una continuada acción de gracias y cuyo
corazón fue un incensario vivo, que estuvo siempre perfumando el trono de Dios, con los
aromas del amor más puro y de la gratitud más ardiente.
EJEMPLO
María, Vaso de insigne devoción.
San Bernardino de Siena, uno de los astros más resplandecientes de la orden de San
Francisco y de los más bellos ornamentos de su siglo, se distinguió, desde la más tierna
infancia, por su acendrado amor a la Madre de Dios. Nacido el 8 de septiembre de 1380, día
de la Natividad de la Santísima Virgen, todos los grandes actos de su vida se verificaron en
este mismo día: su toma de hábito, su profesión religiosa y su primera Misa, augurio cierto
de la predilección de esta bondadosa madre.
Conociendo, sus superiores, los grandes talentos de este insigne hijo de María, no quisieron
que esta antorcha quedara oculta, entre las sombras del claustro y lo enviaron a predicar a
Milán y demás estados de Italia, en un tiempo en que la corrupción de las costumbres se
extendía como una lepra gangrenosa, en el cuerpo social. La Santísima Virgen le concedió
la gracia de que su lengua, que era tarda, por defecto natural, adquiriera una expedición tan
admirable, que no hubo en su época, alguien que le aventajase en elocuencia. Innumerables
fueron las conversiones que hacía su predicación: los pueblos cambiaban de faz, personas
inveteradas en el vicio, se volvían a Dios y multitudes incontables, eran arrastradas por la
irresistible unción de su palabra. La devoción a María palpitaba en sus discursos y se
comunicaba a sus oyentes, como el calor de una llama. Decía que no predicaba con gusto,
cuando no le era posible hablar de María, en sus sermones. Admirables son los que se
conservan sobre la Santísima Virgen y, en especial, sobre su Inmaculada Concepción, pues
no podía tolerar que se pusiese en duda, que la madre de Dios había sido concebida en
gracia y exenta de toda mancha.
María pagó con retribución generosa, el encendido amor de su fidelísimo hijo, pues ella
sabe corresponder a los obsequios de que es objeto, con inagotable generosidad.
Un día, quiso dar un testimonio público de su amor por Bernardino, haciendo aparecer una
estrella brillantísima sobre su cabeza, en el momento en que predicaba en Aquila, sobre las
doce estrellas que coronan la frente de la Reina de los Ángeles, este prodigio, que fue
presenciado por un gran número de personas, aumentó la veneración que a todos inspiraba
la santidad de Bernardino. En la hora de su muerte, tuvo la dicha de ver a María, junto a su
lecho mortuorio y expirar entre los brazos maternales de aquella por cuya gloria había
trabajado con tanto afán. Ella recibió, en su regazo, el espíritu de su siervo y remontose con
él al Cielo, para que recibiera el premio que había merecido, por su amor a Jesús y María.
Así es como la Santísima Virgen recompensa el amor de sus fieles hijos y el celo de los que
se consagran a extender su gloria y dilatar su culto.
JACULATORIA
¡Astro resplandeciente del día!
Pues que eres de gracia llena,
no me olvides, Madre mía.
ORACIÓN
Al contemplaros ¡oh, María!, de rodillas y con el corazón inflamado de amor, al pie de los
altares de la casa del Señor, dando gracias por todos los beneficios que Dios ha otorgado al
mundo, por la mediación de Jesús, nosotros no podemos menos de avergonzarnos, de ser
tan desconocidos e ingratos para con Dios. Caen sobre nosotros, lluvias de bendiciones y no
se arranca de nuestro corazón, ni un suspiro de amor y gratitud, para con el Soberano
Bienhechor. Transcurren, unos tras otros, los días de nuestra vida, llenos de favores divinos,
pero parece que nosotros lo ignoramos, porque la frialdad y la indiferencia son la respuesta
que damos a la liberalidad inagotable de la Providencia. Enseñadnos ¡oh, María!, a ser
gratos a los favores celestiales, Vos, que no hicisteis en la tierra, otra cosa que enviar al
Cielo, los perfumes de vuestros amorosos y agradecidos afectos. Dad Vos, por nosotros,
rendidas gracias a la Bondad divina y suplid, con vuestros homenajes de gratitud, lo que no
puede hacer nuestra indolencia. Recibid, Vos también, la expresión de nuestro
agradecimiento, en los filiales obsequios que venimos diariamente a deponer a vuestras
plantas. Que esas flores y esas guirnaldas, con que decoramos vuestra imagen querida,
lleven, en sus aromas, el perfume de nuestra gratitud. Recibid, con nuestros homenajes, el
afecto con que los traemos a vuestros pies y sirvan ellos de emblema de amor y prenda de
nuestra correspondencia a vuestras maternales finezas. Haced que todos los que nos
reunimos aquí, para cantar vuestras alabanzas, merezcamos los favores que Dios concede a
las almas amantes y reconocidas, para que, comenzando en la tierra, el himno de nuestra
gratitud, podamos, en el Cielo, unir nuestra voz a la de los coros angélicos, que repiten sin
cesar: ¡Gloria a Dios en las alturas y paz a los hombres de buena voluntad! Amén.
PRÁCTICAS ESPIRITUALES
1.- Rezar el Trisagio, en homenaje de agradecimiento, por los beneficios que hemos
recibido de Dios.
2.- Ofrecer una Comunión o, si esto no fuere posible, oír una Misa, en sufragio del alma
más devota de María.
3.- Hacer una visita al Santísimo Sacramento, para desagraviarlo de todas las injurias, los
desprecios y olvidos de que es víctima, en el adorable Sacramento del altar.

DÍA UNDÉCIMO
18 de noviembre

DESTINADO A HONRAR EL DOLOR DE MARÍA, EN LA PROFECÍA DE SIMEÓN

CONSIDERACIÓN
Cuando José y María penetraban, llenos de júbilo, en el sagrado recinto, llevando las
palomas del sacrificio, un santo anciano, llamado Simeón, se sintió iluminado por una
inspiración divina. Bajo los pobres pañales del hijo del pueblo, reconoció al Mesías
prometido y, tomándolo de los brazos de su Madre, lo levantó en alto, inundadas sus
rugosas mejillas, por lágrimas de gozo. Dirigiéndose en seguida a María, y después de un
largo y triste silencio, le dijo, con voz profética: “Tu alma será traspasada con una espada
de dolor”, porque este niño será el blanco de las persecuciones de los hombres.
A la luz de esta siniestra profecía, vio la dolorida Madre, el cuadro sombrío de la pasión de
su Hijo. Ella inclinó suavemente la cabeza, como una caña se dobla al soplo de la
tempestad y sintió que una espada de doble filo se introducía en sus entrañas de madre.
Desde ese momento, toda felicidad concluyó para ella y, aceptando sin quejarse la
disposición divina, acercó sus labios al cáliz que bebería, durante su vida entera. Cuando
estrechaba a su Hijo amorosamente, entre sus brazos y lo colmaba de maternales caricias,
las palabras de Simeón venían a derramar gotas de hiel, en la copa de sus goces de madre.
No le fue concedido, a María, lo que es dado a todas las madres: gozar en paz del amor de
sus hijos e indemnizarse de los rigores de la suerte, con una sonrisa amorosa de sus labios,
entreabiertos por la inocencia. Ella veía, a todas horas, escrita en la frente de Jesús, la
sentencia de muerte que los hombres habrían de fulminar contra Él, en recompensa de sus
beneficios. Esa idea lúgubre la sorprendía en el sueño, la molestaba en las vigilias, la
perseguía durante el trabajo y la perturbaba durante las escasas horas del descanso. ¡Ah!, ¡la
túnica de Jesús, tejida por sus propias manos, antes de ser teñida con la sangre del Hijo, fue
empapada en las lágrimas de la Madre!...
Los tormentos de los mártires, los rigores de los penitentes, las penas interiores de las almas
atribuladas, nada tienen de comparable con este dolor. Los mártires sufrieron por un
momento, pero María sufrió durante su vida entera. Sin embargo, a esos presagios
siniestros, a esas imágenes sombrías y desgarradoras, ella opone una fe generosa y una
resignación heroica. Adora de antemano los designios de Dios y saluda con efusión, la hora
de la salvación del linaje humano, efectuada por los padecimientos del Hijo de sus entrañas.
Hija ilustre de Abraham, ella se prepara a trepar la montaña del sacrificio, a aderezar el
altar y a poner fuego al holocausto. Todo esto era preciso, para la salud del mundo y
exigido por la gloria de Dios y no trepida un momento en sacrificarse, con tal de dar cima a
tan gloriosas empresas.
En su largo y prolongado martirio, soportado con tan heroica resignación, María nos enseña
a sufrir y a sobrellevar con alegría, la cruz de los pesares de la vida. La verdadera gloria y
el verdadero mérito se fundan principalmente en el sufrimiento y en la cruz. El sacrificio es
la corona y el perfume del amor y, quien ama a Dios, no puede menos que resignarse a los
trabajos y penalidades a que somete la virtud de sus siervos y prueba los quilates del amor
que le profesan. Quien ama a Dios, anhela sufrir por Él, para darle la prueba de la firmeza
de su amor. Servir a Dios, en medio de los consuelos, es servirlo por interés y amarlo sin
merecimientos. Por eso, las almas amadas de Dios, son las que arrastran una cruz más
penosa, porque Él se complace en habitar cerca de los que padecen. Se engaña quien crea
alcanzar el Cielo sin sufrir. Después que Jesucristo y después que María alcanzaron el
triunfo, a fuerza de padecer, ningún elegido podrá conquistar la victoria, sino padeciendo.
Si queremos ser los discípulos de Jesús, es preciso que tomemos su cruz y marchemos
sobre sus huellas ensangrentadas, pues no sería justo que el discípulo fuera de mejor
condición que el Maestro.
El sacrificio es necesario, porque, sin él, la santificación es imposible. El hombre que no se
somete a esa ley imperiosa, renuncia a su felicidad, que no puede obtenerse sino a costa del
sufrimiento. Por más que trabajemos, la desgracia y los pesares nos seguirán a todas partes,
como nuestra propia sombra. El rey, en su trono; el rico en sus palacios; el labriego, en su
rústica morada; el menesteroso, bajo su techo de paja, están asediados de penalidades. Dios
lo ha dispuesto así, para que no nos hagamos la ilusión de que la tierra es el paraíso y de
que aquí está el término de la jornada. Y bien, si nadie está exento de padecer, ¿cómo es
que no hacemos provechoso el sufrimiento, aceptándolo con resignación y con espíritu de
penitencia? ¿Cómo es que el dolor nos arranca injustas quejas y nos sumerge en la
desesperación? No nos quejemos y desesperemos, cuando sobrevengan sobre nosotros, las
olas de la tribulación; levantemos al Cielo nuestros ojos llorosos, en busca de consuelo, de
resignación y de fuerza pero, al mismo tiempo, bendigamos a Dios, que nos concede los
medios para alcanzar la posesión de la felicidad y que nos permite, de esa manera,
asemejarnos a Jesús y a María.
EJEMPLO
María, Arca de paz y alianza eterna
Uno de los testimonios más espléndidos de predilección a favor de sus devotos, dados por
María, en la serie de los siglos, es la institución del Santo Escapulario del Monte Carmelo.
Cuando los solitarios, que vivían, desde la más remota antigüedad, en la célebre montaña
del Carmelo, se vieron obligados a trasladarse a Europa, a causa de las hostilidades de los
sarracenos, ingresó en su piadoso instituto, un varón ilustre, llamado Simón Stock, que bien
pronto llegó a ser el mayor ornamento de la Orden.
Deseoso, desde muy niño, de la perfección evangélica, fue transportado, por el Espíritu de
Dios, a la soledad de un desierto, a la edad de doce años, donde tuvo por celda y santuario,
la concavidad de un añoso tronco, carcomido por el tiempo.
Treinta y tres años hacía que moraba, desconocido de los hombres, en aquella apartada
soledad, cuando una revelación de la Santísima Virgen, de quien era enamorado devoto, le
hizo saber el arribo de los ermitaños del Carmelo, a las playas de Inglaterra y el deseo que
ella abrigaba de que ingresase en esta orden, tan grata a sus maternales ojos.
Admitido entre los solitarios del Carmelo, creció su entusiasmo por María y su celo por
dilatar su culto y hacerlo amar de los hombres. Elevado más tarde al rango de Superior
General de la Orden, suplicó durante muchos años a María, que atestiguase su predilección
por sus hijos del Carmelo, con alguna gracia, que atrajese a su regazo, mayor número de
devotos. Al fin accedió María, a las instancias de su siervo y un día, que oraba
fervorosamente al pie de su venerada imagen, vio abrirse el Cielo y descender a su celda, a
la Reina de los Ángeles, resplandeciente de luz y de belleza.
Traía en sus manos, un escapulario y, poniéndolo en las de Simón, le dijo, con amorosa
sonrisa: “Recibe, amado hijo, este escapulario, para ti y para tu Orden, en prenda de mi
especial benevolencia y protección. Por esta librea, se han de reconocer mis hijos y mis
siervos; en él, te entrego una señal de predestinación y una escritura de paz y alianza
eternas, con tal que la inocencia de vida corresponda a la santidad del hábito. El que tuviere
la dicha de morir con esta especial divisa de mi amor, no padecerá el fuego eterno y, por
singular misericordia de mi Divino Hijo, gozará de la bienaventuranza.”
Basta considerar estas palabras, para comprender que la Santísima Virgen distingue a los
hijos del Carmelo, con una especial predilección, entre los redimidos con la sangre de su
Hijo. Ella ha firmado una escritura de paz y alianza eterna, es decir, una promesa de
protección, que se extiende hasta las regiones de la eternidad, con tal que, por su parte,
procuren evitar el pecado, los que visten el Escapulario.
Y como si esto no bastase, todavía añadió una nueva promesa, a favor de los carmelitas,
hecha al Papa Juan XXII. Este insigne devoto de María y decidido protector de la orden
carmelitana, fue favorecido con una aparición de la Santísima Virgen, en la que le dirigió
estas palabras: “Yo, que soy la Madre de misericordia, descenderé al Purgatorio, el primer
sábado después de la muerte de mis cófrades, los carmelitas y libraré de sus llamas, a los
estén allí y los conduciré al monte santo de la vida eterna.
¿Quién será el hijo de María que, sabedor de los insignes privilegios de que está revestido
el santo Escapulario, deje de revestir con él, su pecho, como con un escudo de protección?
JACULATORIA
Fuente de todo consuelo,
Envíame, desde el Cielo
Tu maternal bendición.
ORACIÓN
¡Oh, María!, la más atribulada de las madres, permitid que nos unamos en este día, a los
dolores que experimentó vuestro corazón, desde el momento en que os fue anunciada la
amarga suerte de vuestro Hijo. Vos sois bella y amable, desde vuestra aurora, ya sea que
llevéis en vuestros brazos, a este divino niño, cuyas gracias os embellecen, ya sea que seáis
glorificada en el Cielo, entre los resplandores de la gloria; pero nada más bella y más
amable aparecéis a nuestros ojos, cuando os contemplamos sumergida en un mar de
angustias y pesares y cuando vemos que dolorosas lágrimas inundan vuestros ojos. ¡Es tan
dulce, para el que sufre, encontrar en el objeto de su amor y de su culto, los mismos dolores
y las mismas penas! Virgen afligida, nosotros tenemos, en Vos, una madre que ha
compartido sus lágrimas con nosotros y que ha acercado a sus labios, una copa más amarga
que la nuestra. Vos habéis sido víctima del dolor, por eso sois tan misericordiosa y como
sabéis, por experiencia, lo que es el sufrimiento, sabéis compadeceros de los que sufren,
ofreciéndoles vuestros consuelos. ¡Oh, María!, alcanzadnos, de vuestro Hijo, la gracia de la
resignación, para soportar, con santa alegría, las aflicciones, los pesares, las miserias y las
desgracias de la vida, a fin de unirnos a Vos y mezclar, con los vuestros, nuestros dolores y
merecimientos y para que, llorando en vuestra compañía, podamos alcanzar también las
recompensas que están reservadas a los que padecen con verdadero espíritu de penitencia.
Amén.
PRÁCTICAS ESPIRITUALES
1.- Rezar siete Salves en honra de los dolores de María, pidiéndole que nos enseñe a sufrir
con fruto.
2.- Hacer un acto de mortificación de los sentidos, uniéndose a los dolores de María.
3.- Sufrirlo todo, de todos, sin incomodarse ni quejarse.

DÍA DUODÉCIMO
19 de noviembre

CONSAGRADO A HONRAR EL DOLOR DE MARÍA, EN LA HUIDA A EGIPTO

CONSIDERACIÓN
Era la mitad de una apacible noche. José y María, rendidos por la fatiga del trabajo,
dormían el dulce sueño de la inocencia y del deber cumplido. Repentinamente, José
despierta sobresaltado y se levanta de prisa: era que un ángel le acababa de dar la orden de
emprender un viaje a Egipto, para poner a salvo la vida del recién nacido, amenazada por la
saña de Herodes. María, sin despegar los labios, para proferir una queja, corre a la cuna de
su Hijo, que dormía tranquilamente el sueño de los ángeles, fija sobre Él una mirada de
angustia, lo envuelve cuidadosamente en sus pañales, lo carga amorosamente en sus brazos,
lo cubre con un pobre manto y se aleja, con paso presuroso, de la tierra de sus antepasados,
para encaminarse al país del destierro.
Un silencio sepulcral dominaba en las calles: todos reposaban en el sosiego de sus
abrigados albergues y nadie transitaba a lo largo de los solitarios caminos que conducían a
Jerusalén. Entretanto, una tierna doncella y un triste anciano marchaban en silencio,
temerosos hasta del ruido de sus propios pasos, a la luz de los suaves rayos de la luna, que
brillaba en un cielo sin nubes. “Érase todavía en la estación de invierno, dice San
Buenaventura y, al atravesar la Palestina, la santa familia debió escoger los caminos más
ásperos y solitarios. ¿Dónde se habrá alojado, durante las noches?, ¿qué lugar habrá podido
escoger, durante el día, para reponerse un poco, de las fatigas del viaje?, ¿dónde habrá
tomado la frugal comida, que debía sostener sus fuerzas?”
Caminos solitarios, senderos quebrados y peñascosos, colinas empinadas, bosques espesos,
arenales abrasados, desfiladeros peligrosos, sinuosidades, en que los bandoleros espiaban al
viajero, cavernas oscuras, que servían de guarida a los malhechores: he aquí lo que debían
atravesar los desvalidos peregrinos y tristes desterrados de Israel. Pero no solo era la
naturaleza, con sus desiertos sin sombra, sin agua y sin ruido, con sus altas montañas y
tupidos bosques y solitarias hondonadas, lo que hacía en extremo penosa la marcha de los
viajeros; eran el miedo, el frío, el hambre y la sed. Ellos debían ocultarse a las pesquisas de
los espías de Herodes y alejarse de las poblaciones y seguir los senderos menos
frecuentados. El frío entumecía sus miembros, que no tenían ni un techo que los guareciera
de las brisas húmedas de la noche, ni más lecho que las hierbas empapadas por el rocío, ni
más abrigo que sus sencillos mantos. Sus provisiones eran escasas y el hambre se dejó
sentir más de una vez, sin que encontrasen, para satisfacerla, ni una fruta silvestre, ni un
tallo de hierba. Al través de aquellos páramos abrasados por el sol, ni una fuente de agua
les ofrecía sus corrientes cristalinas, para humedecer sus fauces, secas por el cansancio, el
calor y la fatiga y ni un soplo de fresca brisa venía a templar el ardor de aquella temperatura
de fuego.
Por fin, después de un viaje largo y penoso, llegaron a Egipto, la tierra de la proscripción,
donde no encontraron ni un pariente, ni un amigo, ni una mano generosa, que les prestase
amparo. Era un país de idólatras y donde se miraba con desdén e indiferencia al extranjero.
En su patria, los santos Esposos habían llevado una vida humilde y laboriosa, pero jamás
faltó el pan en su mesa. Mas, ¡ay!, en el país del destierro, sus privaciones eran continuas y
un trabajo asiduo durante el día y una parte de las noches, no era bastante para proveerles
de lo necesario. “¡Con frecuencia, dice un escritor, el Niño Jesús, acosado por el hambre,
pidió pan a su Madre, que no podía darle otra cosa que sus lágrimas!...”
No dejemos perder ninguna de las saludables enseñanzas encerradas en este misterio de
suprema angustia y de maravillosa resignación a la voluntad divina. La prudencia humana
hubiera podido alegar mil especiosas excusas y exponer el decreto del ángel, numerosos
inconvenientes. Era de noche; convendría la claridad de la aurora, los caminos estaban
poblados de bandidos; carecían de todo recurso para emprender un largo viaje; iban a un
país extraño, dejando patria, hogar, parientes y amigos. ¿No habría otro medio, que
ofreciera menos dificultades, para salvar al Niño? ¿Por qué se les exige tan penoso
sacrificio?
He aquí lo que hubiera dictado la prudencia humana. Pero los santos Esposos ni siquiera
preguntan al ángel, si el Cielo se encargaría de protegerles, durante tan larga jornada.
Bástales saber que tales son los designios de Dios, para inclinarse sumisos y adorar su
voluntad, abandonándose sin reservas, en los brazos de Su Providencia. Si María nos
ofrece, en el curso de su vida, maravillosos ejemplos de perfecta sumisión a la voluntad de
Dios, nunca brilló con luz más viva, esa virtud, que en la huida a Egipto. ¿A dónde os
encamináis, ¡oh, Doncella desvalida!, con vuestro pequeño Niño, en medio de una noche
fría y solitaria? Yo voy a Egipto, el país lejano del destierro. Pero, ¿quién os obliga a
encaminaros al lugar del destierro y abandonar el suelo que os vio nacer, el techo que os
guarece, los amigos, los parientes y cuanto ama vuestro corazón? La voluntad de Dios. –
Pero, ¿vuestra ausencia se prolongará mucho tiempo? – Tanto como Dios quiera. - ¿Cuándo
tornaréis a vuestros lares abandonados y volveréis a aspirar los aires de la patria? – Cuando
Dios lo ordene; yo no tengo otra patria, ni otro gusto, ni otro deseo, que el cumplimiento de
la voluntad de Dios.
¡Ah!, y cuanto acusa nuestra conducta, la resignación de María. Ella se abandonaba en los
brazos de la Providencia, porque sabía que Dios se encarga de proveer a nuestras
necesidades y de darnos los medios para cumplir sus designios. Nosotros, al contrario,
pretendemos conformar la voluntad de Dios a nuestros propios gustos y la contrariamos
audazmente, toda vez que así nos lo aconsejan las conveniencias terrenales. Dios no anhela
otra cosa que nuestro bien y, cuando permite que seamos atribulados, es porque así
conviene a los intereses de nuestra santificación. Sírvanos, la conducta de María, de
saludable lección, para que sepamos adorar, en todo tiempo, la voluntad divina.
EJEMPLO
La confianza filial recompensada
En el Seminario de Tolosa, había un niño de muy felices disposiciones para la virtud y,
entre otras prendas que lo adornaban, se distinguía por una confianza ilimitada en la
protección de María.
Una noche, al pasar el superior, la visita de inspección acostumbrada, para asegurarse que
todos los alumnos estaban recogidos, lo encontró arrodillado en su cama. - ¿por qué no se
ha acostado usted, mi querido amigo?, le dijo el superior. – Porque he dado mi Escapulario
al portero, para que me lo remiende, con el cargo de que me lo devolviese antes de
acostarme y, como no me lo ha traído todavía, no me atrevo a recogerme sin él. - ¿Y por
qué no podría usted pasar una noche sin su Escapulario?, repuso el sacerdote. – Porque
temo morirme esta misma noche y no quisiera que me sobreviniera este trance, sin tener en
mi poder, este escudo de protección: pues la Santísima Virgen ha prometido que el que
muera con esta especial divisa de su amor, no padecerá el fuego eterno. – No tenga usted
temor, le dijo el superior, pues nada nos induce a creer que esté tan próximo su fin: mañana,
a primera hora, yo haré que se le devuelva su Escapulario y, entretanto, acuéstese y duerma
tranquilo. – Padre mío, replicó el joven, yo no puedo acostarme sin mi santo Escapulario;
no tendría tranquilidad ni vendría el sueño a mis ojos, de temor de morirme sin él.
El buen sacerdote, profundamente compadecido de la aflicción del santo joven y no menos
edificado de aquella confianza verdaderamente filial, en la protección de María, bajó al
aposento del portero, recogió el Escapulario y lo entregó al niño, quien, después de besarlo
tiernamente, lo colgó alegremente de su cuello, diciendo: Ahora sí que dormiré tranquilo y
se durmió, invocando tiernamente el nombre de María.
Al día siguiente, el mismo superior, al pasar la revista ordinaria, para ver si sus alumnos se
habían levantado a la hora señalada, entró al cuarto del devoto niño y lo halló todavía en la
cama, lo que no le sorprendió, creyendo que estaría reparando la pérdida de sueño de la
noche anterior, a causa de la falta de su Escapulario. Se acercó a él, lo llamó dos o tres
veces y, viendo que no respondía, le removió suavemente, para despertarlo y nada… aplicó
su mano en la boca, para percibir su aliento y pudo cerciorarse, con indecible sorpresa, que
el piadoso niño había pasado del sueño de la vida, al sueño de la muerte. Había expirado
teniendo fuertemente estrechado al corazón, el santo Escapulario que, con tan vivas
instancias, había reclamado.
María había querido recompensar la filial confianza de su joven devoto, no permitiendo que
muriese sin el precioso documento por el cual sus devotos quedan libres de las penas
eternas. Este hecho nos demuestra la benevolencia con que mira la Madre de Dios, a los
que se revisten de su santo hábito.
JACULATORIA
Danos, ¡oh, dulce María!
tu maternal protección,
acepta, desde este día,
mi vida y mi corazón.
ORACIÓN
¡Corazón de María, Madre de Dios y Madre nuestra! ¡Corazón amabilísimo, objeto de las
eternas complacencias de la Santísima Trinidad y digno de la veneración de los ángeles y
de los hombres!, disipad el hielo de nuestros corazones, encended en ellos, el fuego del
amor divino y comunicadnos un santo entusiasmo por la imitación de vuestras virtudes.
Sobre todo, haced que os imitemos en esa heroica conformidad con los designios de Dios y
en esa perfecta sumisión a su adorable voluntad. Bien sabéis, ¡oh corazón humilde y
resignado!, que nuestros corazones son rebeldes a los decretos divinos, resistiendo muchas
veces a ellos, para seguir nuestras inclinaciones. Haced que jamás hagamos otra cosa que lo
que sea del agrado de Dios y bien de nuestras almas y que, en nada nos busquemos a
nosotros mismos, ni demos satisfacción a nuestros gustos.
¡Oh, santos Esposos de Nazaret!, vosotros, que protegisteis, durante el largo y penoso
destierro, al divino Fundador de la Iglesia, dignaos velar sobre esa sociedad de salvación y
de vida; protegedla y ser, para ella, torre inexpugnable, que resista heroicamente los ataques
de sus enemigos.
Sed nuestro camino, para llegar a Dios, nuestro socorro en las pruebas, nuestro consuelo en
las penas, nuestra fuerza en la tentación, nuestro refugio en la persecución. Asistidnos,
especialmente en el momento de nuestra muerte, haciéndonos experimentar, en esa hora,
decisiva de nuestra suerte, los efectos de vuestro poder, dándonos un asilo en la
misericordia divina, a fin de que podamos bendecir al Señor eternamente, en el Cielo, en
vuestra compañía. Amén.
PRÁCTICAS ESPIRITUALES
1.- Repetir, varias veces en el día, la tercera petición del Padrenuestro, “Hágase tu voluntad,
así en la tierra, como en el Cielo”; prometiendo a María, imitarla en su perfecta
conformidad con la voluntad de Dios.
2.- Rogar a Dios, por la persona o personas que nos hacen mal, perdonándolas de corazón.
3.- Rezar las Letanías de la Santísima Virgen, pidiéndole por las necesidades actuales de la
Iglesia Católica.

DÍA DÉCIMO TERCERO


20 de noviembre

DEDICADO A HONRAR EL DOLOR DE MARÍA, POR LA PÉRDIDA DE JESÚS

CONSIDERACIÓN
Un incidente doloroso acibaró el corazón de María, después de la feliz cesación de su
destierro y de la vuelta a su patria y a su hogar. Fieles observadores de la ley, los dos santos
Esposos se dirigieron un día, a Jerusalén, en la época del tiempo pascual. Confundidos,
entre la multitud de piadosos peregrinos, que iban a visitar el templo, partieron de Nazaret,
llevando a Jesús en su compañía, cuando frisaba los doce años de edad. Después de cumplir
los deberes religiosos, dejaron la Ciudad Santa, formando parte de grupos diferentes, según
era costumbre: José en el grupo de los hombres y María en el grupo de las mujeres; pero los
niños podían indiferentemente agregarse a cualquiera de los grupos. Las sombras de la
noche habían caído ya sobre la tierra, cuando José y María se reunieron, en el lugar de la
primera jornada. Al reunirse, la primera pregunta de uno y otro fue la misma: ¿Dónde está
Jesús? Ni uno ni otro pudieron contestarla. Jesús había desaparecido y la más amarga
desolación se apoderó del corazón de los afligidos Esposos. Si la tierra hubiera temblado,
anunciando su completo desquiciamiento y las trompetas del juicio hubieran señalado el
momento de la última hora, el corazón de María no habría sufrido la conmoción que
experimentó, al notar la pérdida de su Hijo. Interrogaron a sus parientes y amigos,
desolados, penetraron entre la multitud, con la esperanza de que el Niño los hubiera perdido
de vista. ¡Vanos esfuerzos! De todos los labios se desprendían respuestas negativas; nadie
daba razón de Jesús. La noche era tenebrosa, como la pena que embargaba a los dos
desesperados corazones. Muchos dolores se ocultarían bajo las sombras de la noche, pero
no habría ninguno como el de María.
Tomaron entonces, solos y silenciosos, el camino de Jerusalén, sin que los arredrase ni el
cansancio ni los peligros. Las lágrimas de la afligida Madre iban señalando la solitaria ruta
y, de trecho en trecho, se dejaba oír su voz dolorida que llamaba a Jesús, con la esperanza
de que respondiese a sus clamores. Así llegaron a la Ciudad y, desde las primeras luces de
la aurora, recorrieron diligentemente sus calles, preguntando a los transeúntes, por si acaso
habían visto al amado de su corazón; pero, ilusorias esperanzas, vagas probabilidades era
todo el resultado de sus investigaciones.
Cada momento que pasaba, hacía más agudo el dolor de María; había perdido su tesoro, la
luz de su vida, el solo embeleso de su corazón; en una palabra, era una madre que había
perdido al único hijo de sus entrañas. Todo le era soportable con Jesús, todo le era amargo
sin Él. ¿Dónde estaría? ¿Habrá caído en manos de sus enemigos? ¿Se habría hecho indigna
de su amor y de su compañía? Mil dolorosos pensamientos cruzaban por su mente,
despedazando su alma. Por tres veces vio venir la noche y nacer el día; y el día y la noche
transcurrían, dejándola sumergida en su dolor; hasta que, dirigiéndose otra vez al templo,
para derramar allí sus lágrimas, vio a Jesús que, rodeado de los doctores de la ley, los
maravillaba con la sabiduría que a raudales brotaba de sus labios. - ¿Quién es este
prodigioso niño?, exclamaban algunos, a pocos pasos de la Madre. – Es Jesús, mi Hijo, dijo
María, en los transportes de su inmenso gozo y, acercándose al Mesías, le dice, con una
dulzura que revelaba aún los últimos dejos de su pesar: “Hijo mío, ¿por qué has obrado así,
con nosotros? Tu padre y yo te buscábamos, llenos de aflicción…”
¡Ah!, ¡y con cuánta facilidad perdemos nosotros Jesús, por medio del pecado! Por un
placer momentáneo, por la satisfacción de una pasión mezquina, por seguir las máximas del
mundo, por el respeto humano, por un interés sórdido, perdemos su gracia y su amistad
bienhechora, sin pensar por un momento que, perdiendo a Jesús, todo lo perdemos. ¿Qué
importan entonces, todos los bienes de la tierra, todos los honores del mundo, todos los
goces de la vida? “¿Qué importa al hombre ganar un mundo, si pierde su alma?” – Pero, lo
que es más triste, es ver la indiferencia con que se mira la pérdida de Dios. Si se pierde la
fortuna, cuántas lágrimas y sacrificios, para recuperarla; si se pierde la salud, cuántos
afanes por recobrarla; si se pierde la estimación de los hombres, cuánta solicitud por
encontrarla de nuevo. Pero, si se pierde a Dios, que es el sumo bien, se ríe y se duerme sin
cuidado, sin que se derrame una lágrima y sin que se haga diligencia alguna por volver a su
amistad. Veamos, en este dolor de María, cuánto debe ser nuestro empeño por encontrar a
Jesús, cuando tengamos la desgracia de perderlo, por el pecado.
EJEMPLO
Desgraciado del que olvida a María.
Hubo, en una ciudad de Francia, un joven, como tantos otros que, olvidando los principios
de la religión, se entregó con avidez, a la lectura de libros impíos y licenciosos.
Como siempre acontece, la fe y la inocencia naufragaron en ese mar de errores y máximas
funestas, que llenan las páginas de esas infames producciones del infierno.
Perdida la fe, comenzó a resbalar por la pendiente del vicio y acabó por precipitarse en el
abismo del crimen, cometiendo uno que comprometió gravemente su honor.
Devorado por los remordimientos y asustado de su propia obra, se echó en los brazos de la
desesperación, en vez de buscar los del arrepentimiento y llegó a concebir la realización de
un crimen mayor que el que causaba su desesperación: el suicidio. En el paroxismo de su
desesperación, no comprendía que el suicidio, en vez de salvar su honor, lo enlodaba más,
añadiendo un crimen, a otro crimen.
Agitado por este sombrío pensamiento y sin dar lugar a la reflexión, se precipitó un día,
desde lo más alto de la ribera, al fondo de un caudaloso río, creyendo que su mala acción
permanecería secreta. Pero, por un prodigio inexplicable, su cuerpo flotaba sano y salvo,
sobre las corrientes del río, a pesar de los esfuerzos que hacía por sumergirse. Un pescador,
que arreglaba sus redes, en la ribera, al ver que un hombre era conducido por la corriente,
se apresuró a prestarle socorro, creyendo que habría sido víctima de algún accidente
involuntario. Mas, cuando el generoso pescador estaba a punto de salvarlo, el demonio, sin
duda, sugirió al infeliz, la idea de que la causa que le impedía sumergirse, era un
Escapulario, que llevaba al cuello, último y único resto de las santas creencias de su
infancia. Acto continuo, el desgraciado joven se lo arranca del cuello y lo arroja a la
corriente y, en el mismo instante, se sumerge en el fondo de las aguas, sin que el pescador
pudiera impedirlo.
Este hecho nos manifiesta que la Santísima Virgen no olvida ni a sus hijos más ingratos, si
se visten con la sagrada insignia de su Escapulario y que está dispuesta a procurarles, hasta
el último momento, medios de salvación.
JACULATORIA
Sálvanos, Madre piadosa
De una vida disipada
Y una muerte desastrosa.
ORACIÓN
¡Oh, María!, por la dolorosa angustia que experimentó tu corazón de madre, al verte
separada, por tres días, de tu idolatrado Hijo, dígnate alcanzarnos la gracia de llorar
siempre, con amargas lágrimas, nuestros pecados, que han sido la causa de haber, tantas
veces, perdido la amistad divina. ¡Oh, mil veces desventurados los que pierden a Jesús, sin
deplorar su ausencia y sin echar de menos su dulce y amable compañía! No permitas jamás
¡oh, Madre nuestra!, que, insensibles a tan dolorosa pérdida, disfrutemos tranquilos de los
pérfidos goces del mundo, sin pensar que, lejos de Dios, existe, abierto a nuestros pies, un
profundísimo abismo. ¡Ah!, perdiendo a Jesús, te perdemos también a ti, que eres nuestra
más dulce esperanza, nuestro consuelo más puro y nuestra más segura tabla de salvación.
¡Qué haríamos sin ti ¡oh, Estrella de los Mares!, en medio de las tormentas que agitan la
vida, llenándola de peligros! ¡Qué haríamos sin ti, ¡oh, consoladora de los afligidos!, en
medio de las desgracias y contratiempos que siembran de pesares el camino de la vida!
¡Qué haríamos sin ti, ¡oh, inexpugnable fortaleza!, en medio de las tentaciones que
suscitan, para perdernos, los enemigos de nuestra salvación! ¡Oh, María!, somos tus hijos,
no nos desampares, somos tus siervos, no nos olvides; somos tus vasallos, no nos
desconozcas. Llena de piedad y de misericordia, alárganos tu mano protectora, en la hora
del peligro y, si por desgracia, sucumbiéramos, no tardes en venir en nuestro auxilio y en
ponernos a salvo, hasta dejarnos en posesión de la tierra feliz, donde disfrutaremos
eternamente de tu amabilísima compañía. Amén.
PRÁCTICAS ESPIRITUALES
1.- Hacer un acto de contrición, detestando de corazón, todo pecado.
2.- Practicar la virtud de la humildad, ejecutando un acto humillante o hablando bajamente
de nosotros mismos.
3.- Hacer una confesión con todo esmero, para recobrar la amistad divina, si la hubiésemos
perdido por el pecado o para afianzarla, con el aumento de gracias que se nos ha
comunicado por medio de los Sacramentos.

DÍA DÉCIMO CUARTO


21 de noviembre

CONSAGRADO A HONRAR LA VIDA OCULTA DE MARÍA, EN NAZARET

CONSIDERACIÓN
Desde su vuelta del destierro, la santa familia volvió a habitar la solitaria estancia de
Nazaret, en el más absoluto apartamiento del mundo, oculta y desconocida de los hombres.
Esta época fue, sin embargo, la más venturosa de la vida de María, porque no es la más
feliz, la vida que “pasa con estruendo, como un arroyo de invierno, sino cuando se asemeja
a una corriente de agua que se desliza por entre la hierba de las praderas”. Pobre y humilde
era su condición, continuo su trabajo y escaso su alimento pero, en cambio, poseía el
tesoro más preciado de la tierra, vivía al lado de su Hijo, se embebecía en su
contemplación, escuchaba atenta sus palabras, recogía sus sonrisas, velaba su sueño y eso la
hacía más feliz que los príncipes y reyes, en medio de los esplendores de la grandeza.
Enteramente dedicada a su servicio, todo lo dejaba y lo olvidaba por Él y hasta las
privaciones y contratiempos le parecían placenteros, porque Jesús todo lo endulzaba con su
ternura de hijo. La oración y el trabajo compartían sus días y sus noches y solo eran
interrumpidos, para recibir las lecciones de santidad y perfección que recibía de labios de
su Hijo y de su Dios. María fue la primera y más aprovechada discípula del Maestro divino.
En la escuela de Nazaret, se ejercitó en la práctica de las más heroicas virtudes y penetró
hondamente en el conocimiento de los grandes misterios de la bondad y de la sabiduría
divinas. Jamás hubo en el mundo, criatura más honrada. Pobre y humilde, en la apariencia,
tenía, sin embargo, bajo su dominio, al Creador del Cielo y de la tierra, el cual, como hijo y
sumiso, la obedecía con amor y con respeto. Al considerar este espectáculo, no se sabe qué
admirar más, si la humildad del Hijo o la grandeza y dignidad de la Madre. Si ser esclavo
de Dios es un honor incomparable, ¿cuánto más debería serlo el tenerle por súbdito y ser
obedecido por Él? – así transcurrieron los años silenciosos, pero fecundos en lecciones y
enseñanzas de la vida oculta de María. Treinta años de felicidad y de sosiego, ocupados en
el servicio de Dios y en la práctica de las más heroicas virtudes.
Grandes son las ventajas de la vida oculta y apartada del mundo. Nada hay que turbe tanto
el espíritu, como el tumulto atronador de los pasatiempos y diversiones de mundo. La paz
huye lejos del alma que vive en medio del ir y venir de los negocios humanos y de los
intereses materiales. No hay descanso ni reposo en la Babilonia, donde se agitan los
mundanos, en busca de una felicidad, que no es más que una sombra fugitiva. La paz y el
reposo solo moran en la Jerusalén silenciosa, cuyos moradores hallan la felicidad dentro de
sí mismos, en el testimonio de una conciencia pura y del deber cumplido. Sin esta
condición, la felicidad es una palabra vana. Dios no hace oír su voz sino en el recogimiento
y el silencio del alma que se aparta del bullicio del mundo. Solo esas almas silenciosas y
recogidas tendrán la dicha de recibir sus inspiraciones y gustar de sus consolaciones. Los
ricos perfumes solo se conservan en frascos bien cerrados, del mismo modo, la gracia
divina solo fructifica en almas cerradas para las disipaciones mundanales. Es imposible
servir fielmente a Dios y hacer el negocio de la propia santificación, cuando se ocupa la
mayor parte del tiempo en satisfacer las multiplicadas exigencias del mundo. Es imposible
no olvidar a Dios y cumplir los deberes del propio estado, cualquiera que sea, cuando se
está pendiente de las caprichosas exigencias de la vanidad, que no conoce límites en sus
aspiraciones. El mundo es un tirano cruel, cuyos antojos son leyes imprescriptibles y cuyas
veleidades no dejan tiempo para ocupaciones más serias. Quien quiera servirlo, necesita
consagrarle la vida entera, descuidando, por necesidad, el cumplimiento de los deberes que
tiene para con Dios, el prójimo y su propia santificación. De todos esos peligros se aleja el
que, como María, vive sin estrépito ni disipaciones, en el apartamiento del mundo.
EJEMPLO
María, Estrella del Mar
Por los años de 1541, el Obispo de Panamá se embarcó en viaje, para España, reclamado
por asuntos de su ministerio, en una flota que llevaba el mismo rumbo. Un cielo sin nubes,
brisas bonancibles y un mar sereno presagiaban un viaje felicísimo, en los primeros días.
Pero estos signos de bonanza no duraron mucho tiempo; señales evidentes de tormenta
aparecieron en el cielo y no tardó en desencadenarse una terrible tempestad, que puso en
inminente riesgo a los antes alegres navegantes. Espantados pasajeros y tripulantes,
llegaron a perder toda esperanza humana de salvación. Conociendo el venerable Prelado la
gravedad de la situación, revistiose de sus ornamentos pontificales y subiose sobre cubierta,
para exhortar a todos los que allí estaban, para que implorasen la protección de la Estrella
de los mares y se arrepintiesen de sus culpas. Todos entonaron, de rodillas las Letanías
Lauretanas, con el fervor que inspira la inminencia del peligro y confundíanse los ecos de la
flébil plegaria y los sollozos de los afligidos navegantes, con los bramidos de las agitadas
olas, que se precipitaban sobre los navíos, como fieras enfurecidas.
Terminada la invocación, divisaron, con espanto, una gigantesca ola, que crecía a medida
que se aproximaba y, al verla llegar, un solo grito de ¡María! ¡Sálvanos, que perecemos!, se
arrancó de todos los labios. Y ¡oh, prodigio!, aquel monte de agua, que amenazaba con
concluir con el navío, convirtiose repentinamente, en una mansa ola, que vomitó, de entre
su nevada espuma, un bulto como de una caja de madera, que iba golpeando el costado
derecho del bastimento. Bien pronto aparecieron, en el cielo, señales de bonanza,
disipáronse las nubes y el sol brilló en el cielo límpido y sobre un mar sereno.
Atraídos por la curiosidad, recogieron los marineros el bulto que flotaba al lado del navío ¡y
cuál no sería su sorpresa al ver que aquella contenía una preciosa imagen de María con su
Hijo Santísimo en los brazos!... Aquellos felices navegantes no hallaban expresiones de
gratitud que correspondiesen a sus sentimientos, considerando que la Virgen Santísima no
solamente los había salvado de una muerte segura, sino que, además, les daba un nuevo
signo de su amor, enviándoles, de una manera tan prodigiosa, una imagen suya, haciendo
mensajeras de este don, a las mismas olas que, momentos antes, los amenazaban con el
naufragio y la muerte.
Esta imagen fue trasladada, con gran veneración, a Panamá, por el afortunado Obispo,
donde se le venera bajo el nombre de Nuestra Señora del Rosario de Medina de Rioseco.
María jamás desoye las súplicas de los hijos que la invocan en el peligro.
JACULATORIA
Gloriosa Reina del Cielo,
sé, en la aflicción, mi consuelo.
ORACIÓN
¡Oh, María!, Vos, que durante treinta años no os separasteis ni un solo momento de Jesús,
vuestro Hijo, viviendo íntimamente unida a Él y enteramente consagrada a su servicio, en el
albergue apartado de Nazaret, otorgadme la gracia de comprender las dulzuras divinas de
la unión con Dios. Que Jesús viva conmigo, bajo los velos de la fe, como vivió con Vos,
bajo las sombras de la vida oculta y retirada del mundo; que viva en mí, por la unión
amorosa de mi corazón con el suyo, como vivió en Vos, no formando sino un solo corazón
y una sola alma; que yo no sepa, en adelante, amar, ni desear, ni gustar nada fuera de Dios;
que Él sea siempre mi vida, mi fuerza, el corazón de mi corazón y el alma de mi alma, de
modo que pueda exclamar, con el apóstol; “Yo vivo, pero no soy yo quien vivo, es Cristo el
que vive en mí.” Señora mía, que muera en mí el amor desordenado a las criaturas y que,
desocupado de todo afecto a los honores, riquezas y pasatiempos del mundo, pueda
consagrar a Dios, el dueño legítimo de mi alma, todos los instantes de mi vida, en el
apartamiento de la vida oculta, sin que desee ni aspire a otra cosa que a servirlo, agradarlo y
gozarlo en esta vida, para embriagarme después en el Cielo, en las inefables delicias de la
eterna bienaventuranza. Amén.
PRÁCTICAS ESPIRITUALES
1.- Rezar el Oficio parvo de la Santísima Virgen, uniéndose a las alabanzas con que los
ángeles la glorifican, en el Cielo.
2.- Saludar a María con el Ángelus, por la mañana, al mediodía y por la tarde.
3.- Abstenerse, por amor a María, de toda palabra de murmuración o de crítica.

DÍA DÉCIMO QUINTO

22 de noviembre

DESTINADO A HONRAR EL CUARTO DOLOR DE MARÍA

CONSIDERACIÓN
Había llegado la hora fatal, anunciada por el anciano Simeón, en el que el corazón de María
sería despedazado por una espada de dos filos. Jesús había caído en poder de sus enemigos,
quienes espiaban, desde largo tiempo, el momento oportuno, para hacerlo la víctima
sangrienta de sus venganzas. Arrastrado de tribunal en tribunal, como un homicida o
incendiario sorprendido en el acto de perpetrar su crimen, fue, en todas partes, el blanco de
las injurias, de los baldones y de los más crueles e inhumanos tratamientos.
Descargaron, sobre sus espaldas, una lluvia de rudos azotes, ciñeron su cabeza con una
corona de punzadoras espinas y cargaron, sobre sus hombros, chorreantes de sangre, una
pesada cruz, instrumento de su cercano suplicio. Así, cargado con aquel enorme peso, lo
obligaron a recorrer el largo y áspero sendero que mediaba entre el Pretorio y el Calvario,
apresurando a fuerza de golpes, su marcha lenta y fatigosa. De esta manera, se arrastraba
penosamente, aquella figura de hombre, dejando marcadas sus huellas con un reguero de
sangre, mientras que, a lo largo del camino, se agrupaba multitud de espectadores, que
demostraban, en sus rostros, o la satisfacción del odio o una estéril compasión.
Una mujer llorosa, sumergida en un dolor inexplicable, penetró por medio de la multitud,
para salir al encuentro del divino ajusticiado y, desafiando las iras de los verdugos, se
acerca a Él y clava, en su rostro ensangrentado, los ojos anegados en lágrimas. Es María,
que va en busca de su Hijo. En la víspera de ese día funesto, lo había dejado sano y lleno de
vida; pero apenas habían transcurrido unas cuantas horas, lo ve convertido en una pura
llaga. ¡Cuál sería su dolor y su sorpresa! Jesús levanta sus ojos, para verla, su mirada se
encuentra con la de su Madre y, aunque sus labios nada hablan, sus ojos y su corazón le
dicen: “¡Oh, Madre desolada!, ¿cómo habéis venido hasta aquí, sin temer las iras de mis
verdugos? Apartaos, que tu vista redobla mis tormentos; dejadme morir en paz, por la
salvación de los pecadores y pagar, con exceso de amor, el exceso de su ingratitud”. – Y
María, con sus ojos, más bien que no con sus labios, le diría: “¡Oh, Hijo muy amado!,
¿quién os ha reducido a tal extremo de sufrimiento y de dolor? ¿Qué habéis hecho, ¡oh,
inocentísimo cordero!, para ser tratado de este modo? Porque resucitabais los muertos, ¿os
conducen al suplicio?, porque sanabais a los enfermos, ¿os han azotado cruelmente?,
porque dabais la vista a los ciegos, oído a los sordos, movimiento a los paralíticos, ¿os han
coronado de espinas y cargado con esa cruz? ¿Ah!, permitidme padecer con Vos, en ese
madero. Yo no quiero vivir ya; la vida, sin Vos, me es aborrecible y la muerte será mi único
consuelo…”
El dolor de María no solo es grande, por su intensidad, sino sublime, por el heroísmo con
que sabe soportarlo. Ella, lejos de rehusar el sufrimiento, le sale al encuentro y, con paso
resuelto, va a buscarlo a su misma fuente. María no pudo evitar, huyendo a la soledad, la
vista de ese espectáculo sangriento. Pero no, ella vuela en alas del amor, que todo lo vence
y que todo lo soporta; se abraza con la cruz y, olvidándose de sí misma, para no pensar más
que en el amado de su corazón, desafía los peligros, para ir a ofrecer algún alivio a su Hijo
perseguido.
¡Ah, cuánto acusa este heroísmo a nuestra cobardía, no ya para buscar, sino para aceptar el
sufrimiento y el sacrificio! Muy distantes de amar la cruz, la rechazamos con repugnancia
y, si la aceptamos, es porque no está en nuestra mano rechazarla. Y, sin embargo, la cruz es
la llave del Cielo y, cargados con ella, hemos de atravesar el camino de la vida, si queremos
recibir recompensas inmortales. Y ¡qué tesoro de paz se oculta en el sufrimiento
voluntariamente aceptado! No hay dulzura comparable con la que saborea el alma amante
de Jesús, cuando carga sus hombros con la cruz que Él arrastró, a lo largo del camino del
Calvario. Gozar, cuando el amado sufre, no es gozo, es amargura, sufrir, cuando el amado
padece, es dulcísimo gozo. Unamos nuestros pesares, trabajos y desgracias, a los de María
y hallaremos fuerza, aliento, valor y hasta alegría, en medio de las espinas de que está
sembrado el camino de la vida.
EJEMPLO
La medalla milagrosa
Conocida es, en todo el mundo, la medalla que, por los portentos que se operaron con ella,
ha recibido el nombre de milagrosa. Su forma fue revelada en 1830, por la misma
Santísima Virgen, a una Hermana de la Caridad, de París. Representa, en el anverso, a
María, de pie y con los brazos extendidos, haciendo brotar, de sus manos, un haz de rayos,
símbolo de las gracias que María derrama sobre los hombres. Alrededor se lee esta
inscripción, dictada por los labios de la bondadosa madre, ¡Oh María, concebida sin
pecado, rogad por nosotros, que recurrimos a Vos!
Llenos están los anales de la piedad cristiana, con los prodigios de todo género, obrados por
esta medalla, que parece ser como un talismán que encierra el secreto de la más decidida
protección de María. Entre otros innumerables hechos, que atestiguan esta verdad,
referimos una conversión, verificada en la isla de Chipre, en 1864.
Vivía allí, un hombre acaudalado que, a causa de la pérdida de una hija muy amada, había
abandonado toda práctica de religión y había caído en la más completa indiferencia
religiosa. Este caballero enfermó gravemente, hasta el punto que fueron inútiles todos los
esfuerzos por restituirle la salud. Uno de los sacerdotes de la isla lo visitaba
frecuentemente, con la esperanza de que aceptase los auxilios de la religión. Pero el
corazón del buen sacerdote se llenaba de amargura, al ver que todas sus exhortaciones
obtenían la misma respuesta dilatoria: “Ya tendremos tiempo; lo veremos dentro de algunos
días; por ahora, no tengo disposiciones; espero mejorarme”.
Mientras tanto, los síntomas de la muerte se hacían cada vez más próximos. Ya la
respiración era fatigosa y el hielo mortal comenzaba a hacerse sentir en las extremidades.
Y, sin embargo, el endurecimiento de aquel corazón continuaba y siempre la misma
respuesta: Después… por ahora, no… Los labios lívidos apenas tenían fuerzas para
articular una palabra y las pupilas negábanse ya a recibir la luz del día y, en pocas horas se
cerrarían para siempre y, sin embargo, la obstinación continuaba.
En esos momentos angustiosos, tuvo el buen sacerdote, la inspiración de acudir a la medalla
milagrosa. Sentado estaba, junto al moribundo, sin atreverse a hablarle de aquella medalla,
porque pocos momentos antes, le había dicho terminantemente, que no quería oír hablar de
religión ni de Sacramentos. No sabiendo qué hacer, encomendó fervorosamente a la
Santísima Virgen, la suerte de aquel pecador obstinado y colocó disimuladamente la
medalla, sobre la almohada. ¡Oh, maravillosa clemencia de María!, pocos momentos
después, el enfermo se vuelve y le dice: “¿Y bien, ¿cuándo comenzamos?”
“¿Qué es lo que desea comenzar?”, le preguntó el sacerdote, temiendo que el enfermo se
refiriese a otra cosa. – Mi confesión, pues que si se va a hacer, convendría hacerla pronto.
La confesión comenzó desde aquel mismo instante, pareciendo que aquella vida, que tocaba
a su término, hubiese recobrado toda su fuerza. Terminada la confesión, el sacerdote le
presentó la medalla, diciéndole que a esa prenda de la protección de María, debía el cambio
operado en su corazón. El moribundo la cogió en sus manos trémulas y la llevó a sus labios,
cubriéndola de ósculos de ternura y de lágrimas de arrepentimiento. En esa actitud,
escapose suavemente de su pecho, el último suspiro.
Si esta medalla lleva consigo tan admirables tesoros de gracias, procuremos llevarla
siempre, sobre el pecho y repetir con frecuencia, la jaculatoria que lleva al pie, para
asegurar, en nuestro favor, la protección de María.
JACULATORIA
Yo quiero también, María,
llevar la cruz en mis hombros
y ayudarte en tu agonía.
ORACIÓN
¡Oh, dolorida Madre de Jesús!, qué triste es, para mí, contemplaros en la calle de la
amargura, sumergida en el más acerbo desconsuelo, al ver tratado a vuestro Hijo, como un
malhechor y arrastrado ignominiosamente a la muerte. Pero, más que vuestros dolores, me
asombra el heroísmo, con que desafiasteis los peligros y salisteis valerosamente al
encuentro de Jesús. Alcanzadme, os ruego, por los méritos de la pasión de Jesús y de
vuestros Dolores, la gracia de sobreponerme con santo valor, a todas las aflicciones,
disgustos, enfermedades, miserias y dolores de la vida. Hacedme sentir, ¡oh, Virgen Santa!,
en medio de los pesares, la paz y consuelos celestiales, que gustan las almas que saben
sufrir por Dios; que yo mire esta tierra como un doloroso destierro y que no tenga otro
amor ni deseo que unirme a Jesús y a Vos, en el padecimiento, aceptando con satisfacción,
la cruz que Dios se digne cargar sobre mis hombros. Aceptad, ¡oh, afligida Madre!, las
lágrimas de compasión que vierto, que es dulce para la madre, ver que sus hijos participan
de sus dolores y unen sus lágrimas con las suyas. En recompensa de este signo de filial
amor, dadme fuerzas, para arrastrar mi cruz y no desfallecer, hasta dejarla en el Calvario,
donde, muriendo con Jesús, tendré la dicha de resucitar con Él, para gozar eternamente, en
el Cielo. Amén.
PRÁCTICAS ESPIRITUALES
1.- Hacer el santo ejercicio del Via Crucis, uniéndose a los dolores de Jesús y María, en el
camino del Calvario.
2.- Hacer un cuarto de hora de meditación sobre la pasión de Nuestro Señor Jesucristo.
3.- Imponerse alguna mortificación corporal, en honra de los padecimientos del Hijo y de la
Madre.

DÍA DÉCIMO SEXTO


23 de noviembre

MARÍA, AL PIE DE LA CRUZ

CONSIDERACIÓN
La víctima destinada al sacrificio había ya trepado, trabajosamente, el áspero recuesto del
Calvario. Llegado a la cumbre, descargó de sus hombros, el pesado madero y recibió la
orden de tenderse en él. Jesús miró con amor, al instrumento del suplicio y se reclinó en él,
como en el tálamo nupcial, donde había de engendrarse la salvación de la humanidad.
Extendió sus brazos sobre la cruz; rudos golpes de martillo cayeron sobre los clavos que
horadaron sus manos y pies, ligándolos fuertemente al duro madero. Momentos después, la
cruz se elevaba en los aires, como se despliega un estandarte de victoria, sobre los restos
hacinados de un ejército vencido.
Jamás se presentó a la vista de los hombres, un espectáculo más horroroso que el que
ofrecía el cuerpo despedazado del Redentor. Gruesos hilos de sangre manaban de sus pies y
de sus manos; su cabeza, coronada de espinas, caía lánguida y sin fuerzas, sobre el pecho;
sus ojos derramaban lágrimas enrojecidas de sangre; sus labios entreabiertos parecían
aguardar que, por momentos, se escapase el último suspiro.
Entretanto, la naturaleza comienza a gemir y una oscuridad lúgubre empieza a empañar los
resplandores del día. Los más animosos de los espectadores se sobrecogen de espanto y
abandonan apresuradamente aquel teatro de sangre. Sólo una mujer, inmóvil, como una
estatua, permanece de pie, junto a la cruz. Indiferente a cuanto acontecía en torno suyo,
tiene clavados sus ojos en el ensangrentado madero y, despidiendo ríos de lágrimas, parece
contar, una a una, las heridas del divino ajusticiado. Dibújase en su frente, un dolor que la
lengua humana jamás podrá explicar, cruzan su rostro sombras de tan terrible angustia, que
conmovía a los mismos verdugos.
Es una Madre que presencia el horrible espectáculo de la muerte de su único Hijo. Es
María, que ve morir a Jesús. ¡Ah!, ¿quién podrá expresar la intensidad del dolor que
experimenta una madre, al ver morir a un hijo, tranquilamente entre sus brazos, aunque le
sea permitido prodigarle todos los amorosos cuidados que dicta el amor? Vedla desolada y
llorosa herir el aire con sus lamentos, estrechar entre sus brazos, al hijo moribundo, cual si
quisiera comunicar a sus miembros fríos, el calor de sus entrañas. ¡Madres!, vosotras lo
sabéis…
Pero, a esa Madre desconsolada no le es dado lo que a todas vosotras, el consuelo de
prodigar a su Hijo que expira, sus maternales cuidados y, con ellos, hacerle más soportables
sus últimos instantes. Lo ve cubierto de llagas y ninguna puede curarle; quisiera estrecharle
contra su pecho, para recibir, en su seno, sus últimos suspiros; levanta sus brazos, con la
esperanza de alcanzarle, pero bien pronto los deja caer dolorosamente y los cruza sobre el
pecho, en ademán amoroso.
Jesús es el Hijo único de María; es un Hijo que vale inmensamente más que todos los hijos
de todas las madres juntas y, por tanto, le ama mil veces más que lo que todas las madres
pueden amar a sus hijos. Era todo para ella y, perdiéndole, lo pierde todo: padre, esposo,
hijos. Ella le ve morir; sus ojos son testigos de la crueldad con que se le maltrata; escucha
sus últimas palabras y recoge su postrer aliento. Sin embargo, vedla: para ella, no habría
mayor dicha que la muerte, porque la vida es odiosa cuando se está separado de lo que más
se ama; no obstante, soportando con resignación heroica su dolor, permanece de pie, junto a
la cruz, como el sacerdote en el altar, para ofrecer al Eterno Padre, el sacrificio de su propio
Hijo, por la salud del mundo. El ejemplo de María nos enseña a sufrir. Cuando la espada
del sufrimiento atraviese nuestro corazón, fijemos nuestros ojos en María al pie de la cruz,
anegada en un mar de angustias y dolores y digámonos: si ella sufrió tanto, siendo pura e
inocente, ¿qué extraño que suframos nosotros, algo, siendo, como somos, pecadores, dignos
de eternos castigos? – Ella busca su consuelo en la cruz y su valentía, para presenciar la
muerte de su Hijo, es la mejor prueba de su amor y una fuente de incalculables
merecimientos. Busquemos también, nosotros, nuestro consuelo en la cruz, porque las
llagas que ella abre, en el corazón atribulado, atraen sobre él, el bálsamo de la divina
misericordia y son fuentes de gracias y de merecimientos, para los que sufren. “La cruz
reanuda, admirablemente, en la región de la gracia, los lazos que ella ha roto, en el orden de
la naturaleza”. – En los momentos de prueba, lejos de entregarnos a la desesperación, que
hace perder el mérito del sufrimiento, sin aliviarlo, digamos con amor: “Dios mío, yo
acepto de vuestra mano, la desgracia, como he recibido los beneficios; este es un medio de
agradaros y de probaros mi amor y os lo ofrezco, como un débil tributo de mi
reconocimiento”.
EJEMPLO
María no abandona a los que en ella confían.
Había en los Países Bajos, una familia de judíos, de la cual nació una niña llamada Raquel,
dotada de las más admirables disposiciones para la virtud.
Era costumbre, en esa época y en ese país, que los pobres implorasen la caridad pública,
entonando, a la puerta de las casas de familias acaudaladas, canciones religiosas, muchas de
ella en honra de María. La niña, por un movimiento interior de la gracia, sentía una
complacencia inexplicable al oír esas devotas canciones y, en especial, cuando llegaba a sus
oídos el nombre de María. Las prácticas de piedad cristiana la embelesaban y, siempre que
le era posible eludir la vigilancia de sus padres, se asociaba con niños cristianos, para
aprender las oraciones de la Iglesia. A pesar de la ternura de sus años y de no conocer los
rudimentos de la fe, invocaba fervorosamente a la Reina del Cielo, a quien llamaba su
Madre.
Sorprendiéronla sus padres en estas inclinaciones a la religión católica y trataron, por
distintos medios, de apartarla de lo que ellos llamaban el veneno de las malas doctrinas.
Viendo que los halagos, amenazas y castigos no hacían más que enardecer el amor que su
hija sentía por la religión, resolvieron llevarla lejos del país y hacerla instruir y educar en
un lugar en que no pudiese tener comunicación alguna con los cristianos. Sabedora Raquel
del proyecto de sus padres, invocó con el alma afligida, a la Santísima Virgen, pidiéndole
durante la noche, que viniera prontamente a su socorro. La Madre bondadosa se le apareció
en sueño y le dijo que huyera de la casa de sus padres, si quería salvarse. Obedeció la niña
inmediatamente y salió de su casa, sin ser sentida, a las primeras luces de la alborada.
Una vez fuera de la casa, no sabía a dónde dirigirse, pero la mano maternal que la guiaba
desde el Cielo, le inspiró el pensamiento de ir a tocar a la puerta de un convento de
religiosas Benedictinas, que había en la ciudad. Luego que los padres advirtieron la fuga de
su hija, comenzaron a practicar las más prolijas diligencias, para descubrir su paradero.
Luego que supieron dónde estaba, la reclamaron, con la autoridad de padres. Las religiosas
hicieron presente que ellas le habían dado asilo a instancias de la niña y que, si ella
consentía en volverse con sus padres, no tenían dificultad, para entregarla. Pero Raquel, que
había hallado en el convento, todo lo que ansiaba su corazón, dijo que no saldría de allí,
porque el derecho que tenía a salvarse, en la única religión verdadera, era superior al
derecho que, sobre ella, tenían sus obcecados padres. Estos llevaron la cuestión ante el
Tribunal de Lieja y, sabiendo la niña que debía fallarse su causa ante ese tribunal, pidió a la
Superiora le permitiese ir a defenderse por sí misma.
No pudo la Superiora negarse a esta solicitud, pues comprendía que aquella admirable niña
era manifiestamente guiada por el Cielo.
En efecto, el día señalado para conocer este asunto ruidoso, Raquel se presentó sola a
abogar por su propia causa, contra los defensores de sus padres. Estos hicieron presente al
Tribunal que la poca edad y falta de discernimiento de la niña, la imposibilitaban para obrar
en tan grave materia, sin el consentimiento de sus padres.
Terminado el alegato de sus adversarios, la niña, visiblemente asistida por el Cielo,
desvaneció los argumentos de sus contrarios, con tanta destreza y elocuencia, que no
parecía hablar una niña de pocos años, sino un ángel. Los que refieren este hecho, aseguran
que jueces y espectadores no acertaban a darse cuenta de aquel prodigio, ni contener las
lágrimas de admiración y ternura.
El tribunal sentenció a su favor y, en consecuencia, fue restituida al convento, donde fue
bautizada con el nombre de Catalina; allí vivió y murió santamente, mereciendo, por sus
heroicas y excelsas virtudes, ser colocada en los altares, siendo conocida y venerada con el
nombre de Santa Catalina de Judea.
¡Felices los que escogen a María, por conductora en los caminos del Cielo!
JACULATORIA
Junto a la cruz consolarte
y en tu llanto, acompañarte,
quiero, Madre dolorida.
ORACIÓN
¡Quién me diera, ¡oh, Madre atribulada!, torrentes de lágrimas, para llorar con Vos, al pie
de la cruz y acompañaros en vuestra amarga desolación! Jamás mujer ni criatura alguna fue
víctima de más terribles sufrimientos: parece que Dios se hubiera complacido en inventar
tesoros de dolores, para atormentaros. Yo veo vuestra alma sumergida en un océano
insondable de amarguras, mil agudas espadas despedazan vuestro corazón de madre; ríos de
lágrimas derrámanse de vuestros ojos y se arrancan de vuestro pecho, ayes tan lastimeros,
que conmueven a los mismos feroces verdugos de Jesús. ¿Quién ha sufrido más que Vos?
¿Quién ha experimentado más que Vos, dolores más intensos? ¡Oh, corazón virginal,
corazón llagado por el amor, corazón abrevado de hiel y coronado de espinas!, yo os adoro,
os amo con todas las efusiones del amor de un hijo amante y agradecido: Vos sufristeis por
mí; por mi amor y, por mi salvación, entregasteis a la muerte a vuestro adorado Hijo; por
salvar al hijo culpable, sacrificasteis al Hijo inocente. ¡Oh, sacerdotisa del Calvario y
corredentora de los hijos de Adán!, recibid hoy el homenaje de nuestro amor reconocido, en
las lágrimas que nuestros ojos vierten al contemplaros tan atribulada, al pie de la cruz. Yo,
en adelante, quiero compartir con Vos, vuestros dolores y no olvidaré jamás la sangrienta
tragedia que desgarró vuestro corazón maternal. Concededme la gracia de vivir y morir
abrazado con la cruz del sacrificio, como un débil reflejo de la heroica abnegación con que
Vos presenciasteis las agonías y los padecimientos de Jesús, a fin de que, sufriendo
valerosamente por Dios, merezca algún día, la recompensa decretada para los mártires del
sufrimiento y los dignos discípulos de la cruz. Amén.
PRÁCTICAS ESPIRITUALES
1.- Hacer una visita a Jesús Sacramentado, en acción de gracias por el inmenso beneficio de
la redención.
2.- Rezar siete Salves, en honra de los dolores de María, al pie de la cruz.
3.- Dar una limosna a los pobres, en obsequio de la generosidad con que María se asoció a
los misterios de nuestra Redención.

DÍA DÉCIMO SÉPTIMO


24 de noviembre

CONSAGRADO A HONRAR EL SEXTO DOLOR DE MARÍA

CONSIDERACIÓN
La muerte había puesto término a los dolores de Jesús, pero no así a los de María. Los
judíos querían que el sagrado cuerpo del Salvador fuese bajado de la cruz, para que el
sangriento espectáculo del Calvario no turbase la solemnidad del siguiente día, que era el
de Pascua. Con este fin, poco después de haber expirado, preséntase allí un grupo de
soldados, que empuñaban aceradas lanzas. A la vista de aquella soldadesca indisciplinada,
María, que tenía aún fijos sus ojos en el ensangrentado cadáver de Jesús, se siente
estremecer, sospechando la ejecución de alguna nueva barbarie. ¿Qué vais a hacer,
despiadados verdugos? Ese hombre ha muerto ya; respetad al menos, sus mortales
despojos, dejad siquiera ese mezquino consuelo a su pobre Madre. – Esto les diría la
desconsolada Señora, cuando un soldado, levantando en alto su lanza, la enristra contra el
desnudo costado del Salvador. Con la violencia de tan rudo golpe, estremécese la cruz,
tiembla el exánime cadáver y gruesas gotas de sangre y agua, desprendidas del corazón de
Jesús, caen a tierra. Eran las postreras gotas que quedaban en el sagrado cuerpo, era su
corazón, la única parte que había conservado sana.
María lanza un grito de angustia; pero la punta de la lanza había penetrado ya en el corazón
divino y lo había dividido en dos partes. Esta fue, dice San Bernardo, la espada que le
profetizó Simeón, no de acero, sino de dolor. Porque, en los demás dolores, tenía, al menos,
a su Hijo, que se compadecía de sus penas y que templaba su amargura, con el amor que le
demostraba. Pero ahora no ve ya en su presencia, sino un cadáver yerto, ya no escucha su
voz, ni mira fijarse en ella, sus divinos ojos. Sola y desamparada, no ve torno suyo, sino
crueles verdugos, que se ensañan todavía, no ya en un enemigo indefenso, sino en un
cadáver despedazado. Sus ojos buscan en vano una mano compasiva, que pueda impedir
aquellas indignas profanaciones. ¡Nadie responde a sus clamores, nadie se compadece de su
dolor!
Un docto escritor afirma que, según los principios de la ciencia, era imposible que pudiese
existir sangre y agua, en el corazón de Jesús. Por manera que el haber derramado esas dos
sustancias, es un claro prodigio de la omnipotencia divina, que ha querido indicar, con tan
apropiados símbolos, los efectos de la pasión. Con la sangre, aplacó la divina indignación y,
con el agua, purificó la tierra de los crímenes que la afeaban, haciéndola digna de ser
presentada a Dios, como una ofrenda. Quiso Jesús que la última herida que lacerase su
cuerpo, fuese la de su corazón, para poder así saborear todas las amarguras de una agonía
lenta y trabajosa; pues, si su corazón hubiera sido herido antes, de esta manera, eso habría
bastado para hacerlo expirar instantáneamente. Ese corazón amante rebosaba de amor por
los hombres, aún después de haber dejado de latir. No le había bastado morir de amor,
quiso todavía ser lanceado, después de muerto, para hacernos comprender que su amor
sobrevive a la misma muerte. ¡Ah!, ¿y quién no amará a ese corazón, que tanto sufrió por
amor a los hombres? ¿Cómo ser insensible a tan espléndidas manifestaciones de caridad?
Para nosotros fueron todos los latidos de ese corazón llagado, mientras vivió; para nosotros
fue también la honda herida abierta en él, después de muerto. Quiso dejarnos, en esa llaga,
un refugio en las adversidades de la vida, un puerto en medio de las tempestades y un
blando nido en que pudiéramos reposar nosotros, aves fugitivas del tiempo, fatigadas de
volar en busca de los bienes inestables y de los falsos goces del mundo.
EJEMPLO
María es inagotable en sus misericordias
No hace muchos años que un caballero, residente en París, después de haber manifestado,
en su infancia, disposiciones para la virtud, abandonó a los dieciocho años, las prácticas
religiosas y se dejó arrebatar por los tempestuosos halagos de las pasiones, en cuya triste
vida se agitó, como una barca sin timón, durante veinte años. En el largo transcurso de ese
tiempo, no entró jamás en un templo ni levantó hacia Dios, un latido de su corazón. No
obstante esto, llevaba siempre consigo una medalla milagrosa que conservaba más como un
recuerdo de su madre que como objeto de piedad. Algunas veces, tomándola en sus manos,
había repetido la jaculatoria que lleva al pie: ¡Oh María!, concebida sin pecado, rogad por
nosotros… A menudo, la conversión de grandes pecadores es debida a algún resto de
devoción a María.
Este caballero tenía una hermana religiosa carmelita, que no cesaba de rogar a la Santísima
Virgen, por su conversión. Esta Madre de misericordia, que tiene la llave del arca santa de
las gracias divinas, oyó propicia las oraciones de la buena religiosa y resolvió llamar a la
puerta del corazón del pecador. Una noche que salía de la casa de uno de sus amigos de
impiedad, oyó una voz clara y distinta, que le decía: - “Augusto, Augusto, la misericordia
de Dios te espera.” El caballero miró a su alrededor, para ver quién le hablaba y no vio a
nadie… la calle estaba solitaria y el silencio era absoluto. -¡Esta voz, decía él, narrando
después lo que le había acontecido, esta voz era, positivamente, la de mi hermana religiosa.
En ese instante vino a mi mente el recuerdo de Dios y el horror de mi vida. Pareciome que
mis pecados llenaban el platillo de la balanza divina y que no faltaba más que un grano de
arena, para colmar la medida y atraer sobre mí, las venganzas del Cielo…”
Este nuevo Saulo, sorprendido por la voz de la gracia, en el camino de la perdición, llegó a
su casa profundamente preocupado de lo que acababa de sucederle. “Esto no es natural,
decíase, para sí, aquí se oculta, necesariamente, un misterio.” Por espacio de ocho días, la
gracia luchó con este corazón obstinado. El domingo siguiente por la tarde, más que nunca
agitado por los contrarios pensamientos que batallaban en su alma; Dios y el mundo le
solicitaban en opuestas direcciones. Así caminaba, cuando acertó a pasar por un templo, en
que se rezaba el Santo Rosario, ofreciendo cada decena, por distintas clases de pecadores.
El que llevaba el coro dijo, al comenzar una decena: “Recemos esta decena por el pecador
más próximo a su conversión.”
El caballero, al oír esto, exclamó: - “Este pecador soy yo…”, cayendo de rodillas y
derramando lágrimas de arrepentimiento, prometió a Dios volver al seno de su amistad.
Al día siguiente, se dirigía a un convento de trapenses, para hacer allí, al amparo del
silencio y del retiro, una prolija y fervorosa confesión.
Después de ocho días, dejó, con pesar, aquellos claustros silenciosos, asilo de la penitencia
y santa morada de la paz. Volvió al mundo, pero el recuerdo de la Trapa y de aquellos días
venturosos no le abandonaba un momento. – Dios me llama a la soledad, decía para sí…
Este pensamiento, lejos de amedrentarlo, calmaba las agitaciones de su espíritu y
derramaba bálsamo dulce y suave en las heridas de su corazón. Un mes después, tomaba
nuevamente el camino de la Trapa; pero esta vez no iba ya a buscar la purificación en las
aguas de la penitencia, sino la santificación en las austeridades de la vida cenobítica. Allí
vivió, con la vida de los ángeles y murió con la muerte de los predestinados.
Si anhelamos la conversión de algún pecador, cuyos extravíos nos sean particularmente
dolorosos, pongamos su causa en manos de la que es fuente inagotable de misericordias y
seguro refugio de pecadores.
JACULATORIA
¡Oh, corazón sin mancilla!
Sé nuestro amparo en la muerte
y nuestro asilo en la vida.
ORACIÓN
¡Oh María!, ¡Oh, Madre dolorida!, recoge en tu seno amoroso, esas gotas de purísima
sangre, que destilan del corazón de tu Hijo, al golpe de la lanza, para que no caigan sobre la
tierra. Pero no, Señora mía, deja que empapen esta tierra maldita, regada con las lágrimas
de tantas generaciones desgraciadas y manchada con los crímenes de tantas generaciones
culpables. Esa sangre clamará al Cielo, como la del inocente Abel, pero no para pedir
venganza contra los delincuentes, sino para alcanzar paz y bendiciones sobre el mundo.
Deja, ¡oh María!, que el hierro aleve abra honda herida en el corazón de Jesús, porque esa
llaga preciosa será el refugio del desvalido y el puerto contra las tempestades de la vida;
allí irá el pobre, en busca de la riqueza que jamás se agota; allí iremos todos, a beber el
agua que purifica y conforta. Concédenos, por el dolor que sufriste, al ver lanceado a tu
Hijo, un amor ardiente y generoso al corazón de Jesús, que tanto sufrió por nosotros; que
jamás olvidemos sus beneficios y paguemos con la ingratitud o la indiferencia, sus
admirables finezas; que nuestro corazón, herido de amor por Él, se desprenda de los lazos
que lo atan al mundo y lo hacen esclavo de las criaturas. Danos alas, como de paloma, para
volar hacia él y construir en esa cavidad amorosa, nuestro nido, donde descansaremos de
las persecuciones de nuestros enemigos y disfrutaremos de esa unión dulcísima, que
comienza en la tierra por el amor y se consuma en el Cielo, por el eterno desposorio del
alma, con su Dios. Amén.
PRÁCTICAS ESPIRITUALES
1.- Ingresar en alguna cofradía o congregación, que tenga por objeto honrar al Sagrado
Corazón de Jesús o, si esto ya se hubiere hecho, renovar su consagración a este, su divino
Corazón.
2.- Hacer una comunión espiritual, en agradecimiento del amor que nos profesa el Sagrado
Corazón de Jesús y de sus inmensos beneficios.
3.- Hacer un acto de reparación y desagravio, por las injurias de que es objeto, en el
Sacramento del Altar.

DÍA DÉCIMO OCTAVO


25 de noviembre

CONSAGRADO A HONRAR EL SÉPTIMO DOLOR DE MARÍA

CONSIDERACIÓN
Temerosos, los discípulos, de que el sagrado cuerpo del Salvador sufriera nuevos ultrajes, si
permanecía por más tiempo en la cruz, solicitaron a Pilatos, autorización para bajarlo del
suplicio y darle honrosa sepultura. Pilatos consintió sin dificultad en ello; Jesús fue
desclavado de la cruz, por manos de sus discípulos.
En este instante, redóblanse las penas de María. El mundo iba a devolver, a sus brazos
maternales, los fríos despojos de su adorado Hijo, pero ¡ay!, ¡en qué estado le devuelven los
hombres, a aquel que, con tanto gozo, concibiera en sus entrañas!, afeado, denegrido,
ensangrentado. Era el más hermoso entre los hijos de los hombres; mas ahora, apenas
conserva la figura de hombre. ¡Recibe, oh Madre, el triste presente que te da el mundo, en
pago de los beneficios que ha recibido de tu mano…!
María alza ansiosamente sus brazos, para recibir al Hijo que hacía tanto tiempo que
anhelaba estrechar contra su pecho. Toma, en sus manos, los clavos ensangrentados, los
mira, los besa y los deja silenciosamente al pie de la cruz. Coloca sobre sus rodillas, el
cuerpo despedazado de Jesús; lo estrecha amorosamente en sus brazos; le quita las espinas
de su cabeza, como si quisiera, de este modo, aliviar los pasados dolores de su Hijo, ya
difunto; contempla, llena de espanto, las profundas heridas que las espinas, los clavos y la
lanza, habían abierto en su frente, manos y costado. Mézclanse sus rubios cabellos, con los
ensangrentados de Jesús; empapa, con sus lágrimas, el exánime cadáver e imprime en él,
ósculos llenos de amor y de ternura. “Hijo mío, exclama, ¿qué ola ha sido esta, que te ha
arrebatado violentamente del seno de tu Madre? ¿Qué mal has hecho a los hombres, que te
han puesto en tan lamentable estado? – Responde, Hijo mío, responde, por piedad. – pero
¡ay!, muda está esa lengua que habló tantas maravillas, cárdenos esos labios que
pronunciaron tantas palabras de vida, de amor y consuelo; oscurecidos los ojos que, con
una sola mirada, calmaban las tempestades; heridas las manos que dieron vista a los ciegos,
oído a los sordos y vida a los muertos. ¿Qué haré yo, sin ti? ¿Quién tendrá piedad de una
madre desamparada? ¡Oh, Belén!, ¡oh, Nazaret!, apartaos de mi memoria, los goces que, en
esos días lejanos disfruté en vuestro seno, se han convertido en espinas punzadoras…”
De esta suerte se lamentaría la dolorida Madre, teniendo en sus brazos, el cuerpo de Jesús.
¡Pobre Madre!, aún le quedaba que apurar otro no menos amargo trago. Los discípulos
arrancan de los brazos de María, el cuerpo de su Hijo, para conducirlo al sepulcro; y ella
tiene el dolor de seguir, hasta la tumba, esos restos tan queridos y, después de acariciarlos
por última vez, ve colocar sobre ellos, una pesada losa. No hay nada más cruel, para el
corazón de una madre, que ver entregar a la tierra, el fruto de sus entrañas. ¡Oh, cuánto
hubiera dado María, por tener el consuelo de ser sepultada con Jesús, en el sepulcro…!
En el corazón atribulado de María, se levantaba un pensamiento que hacía aun más penoso
su martirio. Ella veía, a través de los siglos venideros, que los padecimientos y la muerte de
Jesús, habían de ser ineficaces para un gran número y que, a pesar de los azotes, las espinas
y la cruz, multitud de pecadores se había de condenar. Veía que la pasión de su Hijo no
estaba aún terminada y que, en la serie de los siglos, sus heridas habían de ser mil y mil
veces nuevamente abiertas. – No contristemos con nuestra ingratitud y con nuestros
pecados, el lacerado corazón de María, que bastante ha padecido ya, por nosotros. Ella nos
dice amorosamente, desde el Cielo: “Pecadores, volved al corazón herido de mi Jesús. –
Venid, contemplad las llagas que, en él, han abierto vuestros pecados; no renovéis esas
llagas, mirad que renováis también mis dolores y que así demostráis sentimientos más
crueles que los de los verdugos. Ellos no le conocían; pero vosotros sabéis que es vuestro
Dios, vuestro Redentor. Ellos obedecían las órdenes de jueces inocuos, vosotros obedecéis
a vuestras pasiones y a vuestros desordenados deseos. Ellos, en fin, no habían recibido
ningún beneficio de Jesús, pero vosotros habéis sido rescatados con su sangre.
EJEMPLO
María, salud de los enfermos
En 1872 había, en una comunidad de Nuestra Señora de los Dolores, de la ciudad de
Cholón, una religiosa que padecía, desde siete años, una parálisis que la colocó al borde del
sepulcro. Rebelde a todos los recursos de la ciencia, los médicos habían declarado que no
les quedaba nada por hacer. La enferma era muy devota de María y a Ella clamó, en el
extremo de su aflicción. Una noche, se le apareció en sueños, la superiora del convento, que
había muerto hacía pocos meses y le dijo que quedaría curada de su enfermedad, si hacía
una peregrinación al santuario de Nuestra Señora de l’Epine, situado a una jornada del
convento.
La enferma pidió, con vivas instancias, que se la condujera a este santuario, animada de la
más segura esperanza de que allí obtendría su curación. Pero el mal, que cada día tomaba
mayores creces, hacía poco menos que imposible la traslación a un lugar tan distante, pues
tenía todo un lado del cuerpo sin acción ni movimiento. Pero fue preciso acceder a los
reiterados ruegos de la paciente y transportarla, con indecible trabajo, en un vehículo,
acompañada y sostenida por varias personas. Durante el trayecto, su estado se agravó
considerablemente, hasta el punto de inspirar muy serios temores por su vida. Pero, al fin,
venciendo innumerables dificultades, llegó al santuario y fue acomodada como mejor se
pudo, en la capilla de la Santísima Virgen.
El capellán de la comunidad subió al altar, para celebrar el santo sacrificio de la misa,
después de haber rezado, con los circunstantes, una parte del Rosario y cantado el Salve
Regina. Poco antes de terminar la Misa, sintió la enferma, una conmoción violenta, en toda
la parte enferma de su cuerpo y, poniéndose de rodillas, por sí sola, exhaló un grito de
júbilo, diciendo: “¡Estoy sana!” Enseguida se levantó, sin ningún auxilio extraño y fue a
arrodillarse a la tarima del altar, para dar gracias a su soberana bienhechora. Al verla, todos
los circunstantes quedaron estupefactos y, derramando lágrimas de ternura y admiración,
exclamaban; ¡Milagro! ¡Milagro!... El cura, testigo presencial de aquel prodigio, entonó el
Te Deum y levantó un acta, que firmaron todos los que lo habían presenciado.
La que acababa de tener la dicha de ser objeto de un favor tan especial de la Santísima
Virgen, fue sacada en triunfo de la iglesia. Nadie se cansaba de mirarla, como si no
pudiesen dar crédito a sus propios ojos. No fue menos patética la escena, al llegar al
monasterio. Todos irrumpieron en entusiastas aclamaciones, cuando vieron bajar del
carruaje, con la firmeza y precipitación de la que nunca ha estado enferma a la que, pocas
horas antes, habían visto arrastrarse trabajosamente, como un cuerpo a quien la vida
abandona de prisa. Se dirige enseguida, a casa del médico, que pocos días antes la había
abandonado, desesperando de su curación. Jamás hombre alguno se halló más perplejo y,
rindiéndose a la evidencia, declaró que aquella curación instantánea y completa, no era
natural.
¡Con cuánta razón, la Iglesia saluda a María, con el título de Salud de los enfermos! Ella,
que tiene siempre remedios divinos, para curar las dolencias del alma, los tiene también,
para poner término a los males del cuerpo, cuando la invocan con confianza filial.
JACULATORIA
Haz que en mi alma estén de fijo
para que siempre llore,
las llagas del Crucifijo.
ORACIÓN
¡Oh, María!, permíteme que yo pueda acompañarte siempre, en tu amarga soledad; yo no
quiero dejarte sola, quiero unir mis lágrimas a las tuyas, para llorar la muerte de mi
Redentor. ¡Ah!, Madre atribulada, tú no lloras solo por la muerte de tu Hijo, lloras también
por mí; porque yo he muerto muchas veces, por el pecado y muchas veces he contristado tu
corazón de madre, con mis ofensas; mil veces he renovado los tormentos de la pasión, con
mis ingratitudes y he pisoteado la sangre vertida por mí, en la cruz. Pero tú, que eres
misericordiosa y compasiva, tú, que perdonaste a los verdugos que crucificaron a Jesús, tú,
que amas a los pecadores con entrañas de madre, alcánzame la gracia de ser, en adelante, el
compañero de tus dolores y de tu soledad, por mi fidelidad y amor a Jesús y por la
compasión de sus padecimientos. Haz nacer en mi corazón, un horror sincero al pecado,
que fue la causa de tus dolores y de los de Jesús; que viva siempre arrepentido de todas las
culpas con que he manchado mi vida pasada, para que, llorándolas amargamente en la
tierra, merezca gozar un día, de la eterna bienaventuranza. Amén.
PRÁCTICAS ESPIRITUALES
1.- Hacer una lectura espiritual, que nos recuerde los padecimientos de Jesús y los dolores
de María.
2.- Rezar una tercera parte del Rosario, para honrar esos mismos padecimientos y dolores.
3.- Mortificar el sentido del gusto, privándose de comer cosas, de puro apetito.

DÍA DÉCIMO NOVENO


26 de noviembre

CONSAGRADO A HONRAR EL GOZO DE MARÍA, POR LA RESURRECCIÓN DE JESÚS

CONSIDERACIÓN
Después de la tempestad, el día brilla más sereno y el sol se levanta en un cielo sin nubes.
Pasada la tempestad que sumergió el corazón de María, en las alas de la más amarga
tribulación, brilló el día feliz, en que le fue permitido contemplar a Jesús vivo y triunfante,
de la muerte y del infierno. Al clarear el alba del tercer día, Jesús rompe la losa de su
sepulcro, derriba en tierra a los guardias que custodiaban el sepulcro y un ángel, con
radiante frente y blancas vestiduras, se sienta allí, para anunciar a las santas mujeres, la
fausta noticia de la Resurrección.
Entretanto, María, retirada en la soledad, suspiraba por el momento dichoso de ver a su
Hijo resucitado, como lo había predicho. “Mientras que oraba y derramaba dulces lágrimas,
dice San Buenaventura, el Señor Jesús se le presenta, repentinamente, vestido de blanco,
con la frente serena, hermoso, radiante de gozo y de gloria y le dice: “Dios te salve, Madre
mía.” . Ella, volviendo apresuradamente la vista y mirando a Jesús a su lado, exclama, en
los transportes de su alegría: “¿Sois Vos, Hijo mío? ¡Ah! ¡Cuánto tiempo que te aguardaba
desolada, contando, una a una, las horas que retardaban este momento dichoso! Yo soy,
replicó Jesús, heme aquí resucitado y otra vez en tu compañía. – Después de adorarlo, como
a su Dios, María se levanta y anegada en lágrimas de gozo, lo estrecha amorosamente y
reposa sobre su corazón. Imaginándose, talvez, que podía ser víctima de alguna ilusión,
mira una y otra vez sus llagas, para convencerse de que ya todo dolor y todo padecimiento
se había alejado de Él.”
La lengua humana es impotente para explicar el gozo de María, al ver a su Hijo resucitado.
Ese gozo solo puede medirse por la intensidad de su dolor, al verlo padecer. Imaginad, si
podéis, cuál sería el júbilo de una madre, al encontrar al hijo que había perdido, al ver
volver a la vida, a aquel que había llorado muerto, al mirar sano, al que había visto herido y
despedazado. Es, sin duda, el mayor de los gozos que puede caber en el corazón de mujer,
como el dolor de perder a un hijo es el mayor dolor que puede soportar el corazón de
madre.
El gozo que experimentó María, en la resurrección de Jesús, nos manifiesta que, en el
mundo moral, hay días de tribulación y días de gozo, horas sombrías y horas serenas. La
tempestad, por ruda que sea, pasa al fin y la más dulce calma le sucede y el gozo y el
contento son tanto más intensos, cuanto fueron más acerbos, el dolor y el sufrimiento. Esos
dos licores de la copa de la vida, la tribulación y el contento, se suceden sin cesar.
Esta verdad, que nos enseña la experiencia, debe alentarnos para sufrir, porque sabemos
que, después del dolor soportado con resignación, Dios nos dará a probar una gota de esos
celestiales consuelos, en cuya comparación son humo y paja, los goces de la vida. Pero,
aunque no nos fuere permitido, aquí en la tierra, disfrutar de momentos de calma y de horas
de alegría, podemos estar seguros de que, en el Cielo, sobrenadaremos en gozo y anegados
en dulcísima paz, descansaremos para siempre a la sombra del árbol de la vida.
EJEMPLO
Cuéntase, en la Vida de Sor Catalina de San Agustín, que en la misma población en que
residía esta sierva de Dios, vivía una mujer, llamada María, que desde su juventud, había
sido, por sus desórdenes, el escándalo de la ciudad. La edad no había hecho más que
envejecerla en el vicio; por lo mismo, su corrección se hacía cada día más difícil. Al fin,
abandonada de Dios y de los hombres, murió la infeliz de una enfermedad espantosa,
privada de Sacramentos y de todo socorro humano, de tal manera que se la juzgó indigna de
ser sepultada en tierra bendita.
Tenía, Sor Catalina, la piadosa costumbre de encomendar particularmente a Dios, las
personas conocidas que morían; pero, respecto de la pecadora de nuestra referencia, ni
siquiera pensó en hacerlo, pues, participando de la opinión general, la suponía condenada.
Hacía ya cuatro años que aquella mujer había muerto cuando, hallándose en oración la
sierva de Dios, se le apareció un alma del Purgatorio, que le dijo estas palabras: - Sor
Catalina, ¡qué desgracia es la mía!, ¡ruegas por todos los que mueren y solo de mi pobre
alma no has tenido compasión!... - ¿Y quién eres tú?, le preguntó la santa religiosa. – Yo
soy aquella pobre mujer llamada María, que murió hace cuatro años, abandonada en una
gruta. - ¡Pues, qué!, ¿te has salvado?, preguntó admirada, Sor Catalina.
-Sí, me he salvado, contestó el alma, por la inagotable misericordia de la Santísima Virgen.
-En mis últimos momentos, viéndome abandonada de todos y culpable de tantos y tan
enormes crímenes, me dirigí a la Madre de Dios y le dije, desde el fondo de mi corazón
arrepentido: ¡Oh, Vos, que sois refugio de pecadores, tened compasión de mí; en el extremo
de mi aflicción y desamparo, acudid a mi socorro!...
-No fue vana mi súplica pues, por la intercesión de María, que me alcanzó la gracia de un
verdadero arrepentimiento, pude librarme del infierno. La clementísima Madre de Dios me
ha alcanzado, además, la gracia de que mi pena sea abreviada, disponiendo la Divina
Justicia, que sufra en intensidad, lo que debía sufrir en duración. No me faltan más que
algunas Misas, para verme libertada del Purgatorio: cuida tú de que me las apliquen y te
prometo, que, una vez en el Cielo, no dejaré de rogar por ti, a Dios y a su Santísima Madre.
Sor Catalina hizo aplicar las Misas y, algún tiempo después, aquella alma se le apareció de
nuevo, brillante como el sol y le dijo: - El Cielo se me ha abierto ya, donde voy a celebrar
eternamente las misericordias del Señor; pagaré con oraciones, la merced que me has
hecho.
Invoquemos nosotros a María, durante nuestra vida, para que Ella, que es la Puerta del
Cielo, nos asista en la hora de la muerte y nos introduzca en la mansión del gozo eterno.
JACULATORIA
Por tu Hijo resucitado,
aléjanos, dulce Madre,
de la muerte y del pecado.
ORACIÓN
¡Oh, dulcísima Virgen María, después de haber contemplado tus dolores y de haberte
acompañado en tus horas de desolación, permíteme que te acompañe también, en tus horas
de alegría. Nada hay más grato al corazón de un hijo amante, que asociarse a los dolores y
gozos de su tierna madre, porque jamás puede ser un hijo indiferente a la suerte de la que lo
engendró a la vida. Por eso, yo me gozo, ¡oh, María!, de la gloria de Jesús y de la alegría
que inundó su alma, al verle resucitado; yo me gozo del triunfo que alcanzó sobre la muerte
y el pecado, porque el triunfo de tu Hijo, es mi propio triunfo, la causa de mi alegría y la
prenda de mi dulce esperanza. Alcánzame, Señora mía, la gracia de abrigar siempre, en mi
alma, un odio intensísimo al pecado, que fue la causa de los padecimientos de Jesús y un
santo horror, por todo lo que pueda acibarar tu corazón de madre. No más infidelidad y
olvido de mis deberes, no más desprecio de las santas inspiraciones con que Dios me ha
favorecido, no más ingratitud por sus beneficios y deslealtad en el servicio de mi Redentor.
Llore yo siempre, las manchas que afean la triste historia de mi vida y la negligencia con
que he correspondido a los divinos llamamientos, para que, alejando todo motivo de
sufrimiento, para Jesús y para tu corazón maternal, no sea, en adelante, sino causa de tu
alegría y de tus gozos. Amén.
PRÁCTICAS ESPIRITUALES
1.- Hacer una visita a la Santísima Virgen, felicitándola por el gozo que tuvo, al ver a su
Santísimo Hijo resucitado.
2.- Abstenerse cuidadosamente de toda falta venial deliberada.
3.- Rezar siete Avemarías, en honra de los gozos del Corazón de María.

DÍA VIGÉSIMO
27 de noviembre

MARÍA, EN LA ASCENSIÓN DE JESÚS

CONSIDERACIÓN
Jesús había ya terminado su misión sobre la tierra, había llegado la hora en que los decretos
eternos le llamaban al Cielo, a recibir las coronas y palmas del glorioso triunfador.
Cuarenta días habían transcurrido desde su resurrección cuando, en compañía de su Madre
y de sus apóstoles y discípulos, se encaminó Jesús, al monte Olivete. El teatro primero de
sus padecimientos debía ser también el último testigo de su gloria y la tierra que recibió las
primeras gotas de sangre, conservó la última huella marcada por sus pies, durante su
peregrinación terrestre.
Allí, después de haber fijado sus amorosas miradas en María, como si le dijera: ¡Hasta
luego! y, después de haber bendecido a sus discípulos, se levanta majestuosamente en los
aires y vuela por los espacios, llevado en las plumas de los vientos, entre los acordes ecos
de las arpas angélicas y mientras las nubes, abriéndose a su paso, iban agrupándose a sus
pies, para formar digna peana al libertador del linaje humano. Estas mismas diáfanas y
blanquísimas nubes, agrupadas en torno suyo, lo arrebataron a las miradas absortas de los
discípulos, hasta que un ángel, desprendido de la celeste turba, vino a sacarles de su
arrobamiento, para decirles: “Varones de Galilea, ¿por qué os entretenéis mirando el cielo?,
el mismo a quien habéis visto subir, volverá un día, rodeado de gloria y majestad.”
Los discípulos bajaron los ojos, asombrados a la vista de tan estupendo prodigio, pero
María vería, sin duda, penetrar a su Hijo en la mansión del gozo eterno, cuyas puertas
acababa de abrir, con su muerte, para dar entrada, en ella, a los desventurados hijos de
Adán. Ella lo vería tomar posesión del trono que le estaba aparejado, como vencedor de la
muerte y del pecado, vería la corona inmortal, con que fue ceñida su frente, por mano del
Eterno Padre. La que había bebido, en toda su amargura, el cáliz de la pasión, era
conveniente que bebiese, también, en el cáliz de eterno gozo, que Jesús acercaba, en ese
momento, a sus labios. La que iba a quedar todavía, en la tierra, como una enredadera
privada de su arrimo, era justo que, para consolarse en su orfandad, contemplase
anticipadamente la gloria que coronaba a su Hijo.
Penetremos también nosotros, como María, en esa morada feliz, término dichoso de nuestra
amarga peregrinación. Fijemos en ella nuestra vista, para avivar nuestros deseos de
alcanzarla, por el mérito de nuestras buenas obras y no separemos jamás de allí, nuestro
pensamiento. ¡Patria querida!, ¡quién pudiera respirar tus brisas perfumadas, descansar a la
sombra de tus árboles de vida y beber en tus fuentes de dicha inmortal! ¡Ah!, qué necios
somos al poner nuestro corazón en la tierra, al cifrar nuestra felicidad, en los vanos gozos
del mundo y al fijar nuestros ojos en este valle de miserias, donde la desgracia es nuestra
herencia, el llanto, nuestro pan de cada día y la vaciedad, el resultado de nuestros locos
afanes. En el Cielo, todo es bienaventuranza: allí no hay hambres que atormenten, ni fríos
que entumezcan, ni ardores que abrasen, ni dolencias que martiricen. Allí no hay más que
una sola edad, - la primavera; un día sin noche, un cielo sin nubes… Allí, el alma siente
saciados todos sus deseos; la inteligencia, contemplando a Dios, conoce toda verdad; el
corazón, amando a Dios, se embriaga en océano de amor. Y todos esos goces serán eternos,
como el mismo Dios; allí no habrá jamás, ni cambios ni mudanzas, ni temores; lo que se
poseyó desde el principio, será eternamente poseído.
EJEMPLO
Nuestra Señora de La Salette
Una de las últimas apariciones con que la Santísima Virgen ha demostrado su inagotable
amor por los hombres, es la que tuvo lugar el 19 de septiembre de 1846, en la montaña de
La Salette, en Francia. Los favorecidos con esta maravillosa aparición, fueron dos
pastorcitos de aquellos contornos, llamados Melania Mattthieu y Maximino Girant,
hallados dignos, por su angelical candor, de ser ecos de la voz misericordiosa de María, que
llama al mundo, a penitencia.
Cuando el sol había disipado las brumas que, en la mañana, coronan las alturas de la
montaña, los dos pastores treparon por sus laderas, guiando las ovejas confiadas a su
cuidado. Cuando llegó la hora de hacer sestear al ganado, los dos niños bajaron a una
hondonada, donde brotaba un manantial de purísimas corrientes. Hallábanse en aquel sitio
agreste y silencioso, cuando vieron, cerca de ellos, a una esbelta y hermosísima Señora,
cercada de una luz suave, como la de la luna, que tenía los codos apoyados en las rodillas y
el rostro oculto entre las manos, en la actitud del que padece un gran dolor. Sorprendidos,
los inocentes niños, con esta aparición, en aquellos parajes solitarios y absortos, tuvieron
miedo y se preparaban a huir, cuando la Señora, poniéndose de pie, les dice, con una voz
dulcísima, que serenó sus corazones: “No temáis, hijos míos, acercaos, que quiero
anunciaros una importante nueva.”
Estas dulces palabras infundieron valor en el pecho de los tímidos pastores y acercáronse a
la Señora y se colocaron, el uno a su diestra y el otro, a su siniestra. En esta disposición,
con el acento de una persona oprimida por el dolor, les habló más o menos en estos
términos: “Hijos míos, vengo a deciros que mi divino Hijo está irritado con los que, por su
culpa, no observan la ley y va a castigarlos pronto. Si no lo ha hecho antes, es porque yo
detengo su brazo vengador; pero ya pesa tanto, que no bastan mis fuerzas para contenerlo,
si mi pueblo no se enmienda. Nadie en el mundo es capaz de comprender las penas que
sufro por los hombres, cuyos crímenes provocan la justa indignación de mi Hijo. Solo a mi
intercesión debéis la dilación del castigo, porque las súplicas de cualquier otro mediador no
son ya bastantes y, por eso, las mías son continuas…”
“Mi Hijo dio a los hombres, seis días para trabajar y se reservó el séptimo, pero los
hombres se lo niegan, no absteniéndose de trabajar los domingos… Las blasfemias son otro
crimen con que irritan a Dios, en gran manera; viendo que se profana indignamente su
santo nombre, mezclándolo con palabras obscenas e injuriosas, por el más leve motivo…
Innumerables cristianos desprecian la observancia del ayuno y la abstinencia y se arrojan,
como perros voraces, a la comida, sin hacer distinción de días, ni de manjares prohibidos.”
Después de estas quejas y amenazas, la celestial Señora comunicó, separadamente, a los
dos pastores, ciertos secretos, que debían reservar por algún tiempo, pero que, al fin, fueron
comunicados al Papa Pío IX, de inmortal memoria, el año 1851. Se supo entonces que los
secretos confiados a Melania, consistían en el anuncio de grandes castigos, si los hombres y
los pueblos continuaban en el mal camino, de los cuales más de uno ha tenido ya cabal
cumplimiento y los secretos de Maximino anunciaban la misericordia y rehabilitación de
todos.
Terminada la entrevista con los pastorcillos, la Reina del Cielo les añadió: “Os encargo que
participéis a mi pueblo, todo lo que os he dicho…” Luego comenzó a alejarse y a elevarse
en los aires, llena de majestad, hasta que, vuelto el peregrino rostro hacia el oriente, fue
desapareciendo, como una visión fantástica, ante los ojos atónitos de los pastores, que la
seguían con ávidas miradas, quedando iluminado el espacio, con una claridad
deslumbradora.
Hoy corona aquellos agrestes y memorables sitios, una suntuosa basílica, en honra de la
Bienaventurada Virgen María, para eterna memoria de esta dulce aparición, cuya verdad ha
sido confirmada, por la voz de los milagros y la aprobación de la Iglesia.
Acudamos a María, para que continúe siendo nuestra abogada e intercesora, delante de la
Divina Justicia, justamente irritada por nuestras culpas.
JACULATORIA
Jamás perece, ¡oh, María!
quien a tu seno se acoge
y en tu protección confía.
ORACIÓN
¡Oh, amorosísima María!, ¡qué dulce es, para los desgraciados, levantar hacia ti sus miradas
suplicantes e invocar tu protección, en medio de las aflicciones de la vida! Hay, en tu seno
de madre, consuelos que en vano se buscan en la tierra y bálsamo tan celestial, que cura por
completo las llagas más hondas que el pesar abre en el alma. No en vano, todos los que
padecen, te invocan, como a la soberana consoladora de todos los males, como el remedio
de todas las dolencias, como el refugio en todas las necesidades, públicas y privadas.
Felices los que en ti confían, felices los que te llaman y, más felices aún, los que te aman
como madre y te veneran como reina. Por el gozo que experimentaste, al ver subir al Cielo
a tu Hijo, para recibir las coronas del triunfo, te ruego que no me dejes jamás desamparado,
en medio de las tinieblas, de los peligros y de las desgracias que siembran el camino de la
vida. No me desampares, Señora, hasta dejarme en posesión de la patria celestial; templa,
con tu mano cariñosa, las amarguras de mi vida y, si fuere del agrado de Dios que yo
padezca, dígnate sostenerme en las horas de la prueba, para que no desfallezca, antes de
tocar el término de mi jornada, a fin de que, sufriendo con Jesús, merezca gozar también, de
las eternas recompensas. Amén.
PRÁCTICAS ESPIRITUALES
1.- Hacer un cuarto de hora de meditación, sobre la felicidad del Cielo, a fin de avivar, en
nuestro corazón, el deseo de alcanzarla, con nuestras buenas obras.
2.- Oír una Misa, en sufragio del alma más devota de María.
3.- Sufrir con paciencia, las contrariedades ocasionadas por las personas con quienes
vivimos y tratamos.

DÍA VIGÉSIMO PRIMERO


28 de noviembre

MARÍA EN EL CENÁCULO

CONSIDERACIÓN
Jesús no subió a los cielos, sin dejar a sus apóstoles una promesa consoladora, que
endulzara las lágrimas que les ocasionaba su ausencia: la promesa de enviarles el Espíritu
Santo. Los discípulos, como ovejas sin pastor, después de recibir la bendición postrera de
su divino Maestro, se dirigieron al cenáculo, para aguardar allí, en la oración y el retiro, la
venida del Espíritu Consolador. María estaba en medio de ellos, porque, en la ausencia de
Jesús, era la compañera inseparable de los desconsolados huérfanos y la columna de la
naciente Iglesia.
Diez días habían pasado a la expectativa de la promesa de Jesús cuando, en la mañana del
décimo, todos los congregados en el cenáculo, sintieron un ruido, a manera de viento
impetuoso, que sacudió la casa desde sus cimientos. Era el Espíritu Santo, que descendía
sobre los apóstoles, en forma de lenguas ondulantes de fuego, que ardían sobre la cabeza de
cada uno de ellos, como una ancha cinta batida por el viento.
Desde ese momento, se operó, en los discípulos, una completa transformación. Los que
antes eran tímidos y cobardes, que habían huido en presencia de los enemigos de su
Maestro, dejándole abandonado en sus manos, preséntanse con la frente en alto y el corazón
animoso, delante de los tribunales de la nación, que les intimaban la orden de callar, para
decirles, con acento varonil y resuelto: “Antes que a los hombres, obedeceremos a Dios.” –
Podéis, si lo tenéis a bien, mandarnos al patíbulo, pero callar… non possumus, - no
podemos. Los que eran pobres e ignorantes pescadores, se transformaron en sapientísimos
doctores de las cosas divinas y en inspirados maestros de las verdades de la fe y se esparcen
por todo el mundo conocido, para predicar el Evangelio. Tanto fue el entusiasmo de que se
sintieron poseídos, tanto el amor que ardía en sus corazones, que las gentes que les veían,
les creyeron tomados del vino. ¡Cuál sería el gozo de María, al contemplar estos estupendos
prodigios! –Ella, tan interesada como el mismo Jesús, en la prosperidad de la gran obra
fundada, al precio de su sangre, debió sentir inmenso júbilo, al ver esa falange de
denodados atletas, que iban a extender por el mundo, el fruto de la pasión de su Hijo,
arrancando a los infieles, de las sombras de la muerte.
La oración de María, en el cenáculo fue, sin duda, la más poderosa, para apresurar el
advenimiento del Espíritu Santo. Por su mediación, debemos nosotros alcanzar también, los
dones y gracias de este mismo Espíritu. Aquel que puso, en el dedo de María, el anillo de
esposa y que cubrió su seno con la sombra de su poder, para obrar el prodigio de la
Encarnación del Verbo, no puede olvidar la efusión de sus dones, a favor de aquellos por
quienes se interesa. ¡Y cuánta necesidad tenemos de esos dones y gracias! – Cobardes, no
nos atrevemos, muchas veces, a confesar, con la frente erguida y el corazón entero, la fe de
Jesucristo, delante del mundo que la desprecia y la insulta. Ignorantes de las cosas divinas,
y de las vías de la santificación, necesitamos del espíritu de luz, que alumbre nuestras
inteligencias, que nos haga conocer nuestros únicos y verdaderos intereses, que son los de
la propia salvación y que nos señale la ruta que a ellos conduce. Tibios y pusilánimes para
las cosas de Dios, tenemos menester del espíritu de amor, que inflame nuestro corazón en
las llamas de la caridad divina y que, llenándolo de Dios, destierre de él, todo afecto
desordenado a las criaturas. Siempre desidiosos en el servicio de Dios y en lo que concierne
a la santificación de nuestras almas, necesitamos del espíritu de piedad, que nos haga
solícitos en el cumplimiento de aquellos ejercicios de piedad y de devoción, que son para el
alma, como el rocío y el riego, para las plantas, sin los cuales no podrá producir frutos de
santidad. Invoquemos a María, siempre que tengamos necesidad de algunos o de todos esos
dones, seguros de que su intercesión poderosa, nos los alcanzará, con abundante profusión.
EJEMPLO
María, Luz de los ciegos
Hay, en Turín, consagrado a María Auxiliadora, un templo venerado y eminentemente
popular. Cuando, en 1865, el San Vicente de Italia, Don Bosco, fundador de la Pía
Sociedad de San Francisco de Sales, echó los cimientos de esa iglesia, apenas tenía 40
céntimos en caja. Concluidos los trabajos, en 1868, el valor alcanzaba a más de un millón
de liras. Y tamaña empresa se había realizado sin correr una sola suscripción. ¿Quién
proporcionó los recursos? – María; sí, porque los fieles que incesantemente llegaban a Don
Bosco con una piadosa ofrenda, señalaban, al mismo tiempo, que era solo el pago de una
deuda contraída con la Madre de Dios, de quien habían alcanzado un señalado favor. Cada
piedra de ese santuario, cada uno de los exvotos sin número que relucen en sus muros,
atestigua una gracia de María Auxiliadora. Sin que sea posible mencionar tantos hechos
extraordinarios, baste la relación del siguiente:
Vivía en Vinovo, aldea cercana a Turín, una joven llamada María Stardero, la que tuvo la
desgracia de perder totalmente la vista. Ansiosa de recobrarla, concibió el pensamiento de
hacer una peregrinación a la iglesia de María Auxiliadora y, un sábado del mes que le está
consagrado, acompañada de su tía, se presentó en el templo. Después de breve oración ante
la imagen de Nuestra Señora, fue conducida a la presencia de Don Bosco, en la sacristía y
allí tuvo con él, esta conversación:
-¿Cuánto tiempo hace que estáis enferma?
-Ya mucho tiempo, pero hace como un año que nada veo.
-¿Habéis consultado a los médicos? ¿Qué dicen? ¿No os han medicinado?
-Hemos usado toda clase de remedios, sin resultado alguno, respondió la tía. Los médicos
no dan la menor esperanza… - y se echó a llorar.
-¿Distinguís los objetos grandes de los pequeños?
-No señor, no distingo nada absolutamente.
-¿Veis la luz de esa ventana?
-No señor, nada veo.
-¿Queréis ver?
-Señor, soy pobre, necesito la vista para buscar la subsistencia, ¿no he de quererlo?
-¿Os serviréis de los ojos para bien de vuestra alma y no para ofender a Dios?
-Lo prometo con todo mi corazón.
-Confiad en la Santísima Virgen; ella os sanará.
-Lo espero mas, entretanto, estoy ciega.
-Veréis.
-¡Ver yo!
Entonces, don Bosco, con tono y ademán solemnes, exclamó:
-A gloria de Dios y de la Bienaventurada Virgen María, decid, ¿Qué tengo en la mano?
La joven abrió los ojos, los fijó en el objeto que Don Bosco le presentaba y gritó:
-Veo… una medalla… y de la Santísima Virgen.
-Y en este otro lado de la medalla, pregunta Don Bosco, mostrándoselo, ¿qué hay?
-Un anciano, con una vara florida: es San José.
Renunciamos a describir lo que entonces pasó; solo añadiremos que, habiendo María
extendido la mano, para coger la medalla, cayó esta al suelo, yendo a parar a un rincón de
la sacristía y la misma María, por orden de Don Bosco, la buscó y la encontró, con lo que
dejó a todos perfectamente convencidos de la realidad de la curación, la cual fue tan
completa como prodigiosa, porque María Stardero no ha vuelto a padecer de los ojos.
JACULATORIA
Madre de Dios, Madre mía,
mi vida, mi cuerpo y mi alma
te ofrezco desde este día.
ORACIÓN
¡Augusta Esposa del Espíritu Santo!, fuente inagotable de gracias y de bendiciones, dignaos
alcanzarnos, de vuestro divino Esposo, los dones que tan profusamente otorgó a los
apóstoles reunidos en el cenáculo: el don de sabiduría, que disipa los errores de nuestra
inteligencia, haciéndonos comprender la vanidad de los falsos bienes de la tierra y la
excelencia de los bienes del Cielo; el don de entendimiento, que nos instruya acerca de
nuestros deberes y de todo lo que concierne a los intereses de nuestra santificación; el don
de fortaleza, que nos comunique entereza bastante, para desafiar las burlas y desprecios del
mundo, hollando sus máximas, con santa energía; el don de ciencia, que nos esclarezca
acerca de las verdades eternas; el don de piedad, que nos haga amar el servicio de Dios y,
en fin, el don de temor, que nos inspire un santo respeto mezclado de amor por Dios. Bien
sabéis, ¡Virgen bendita!, que nuestras pasadas resistencias a las inspiraciones del Espíritu
Santo, nos hacen indignos de sus beneficios; pero, ayudados de vuestras oraciones,
obtendremos del autor de todo don perfecto, las gracias necesarias para vivir santamente en
la tierra y llegar un día, a la eterna felicidad. Amén.
PRÁCTICAS ESPIRITUALES
1.- Invocar al Espíritu Santo, en solicitud de sus dones, rezando devotamente el himno Ven
a nuestras almas.
2.- Rezar cinco Salves, en honor de la pureza inmaculada de María.
3.- Hacer una comunión espiritual, pidiendo a Jesús, por intercesión de María, que encienda
nuestra alma en el fuego del divino amor.

DÍA VIGÉSIMO SEGUNDO


29 de noviembre

CONSAGRADO A HONRAR LA FELICÍSIMA MUERTE DE MARÍA

CONSIDERACIÓN
El Sol de Justicia no derramaba ya sobre el mundo, la luz de sus enseñanzas y de sus
ejemplos; pero la Estrella de los Mares alumbraba aún, con sus suaves resplandores, el
campo inculto y dilatado en que los obreros del Evangelio sembraban semillas divinas.
Jesús había subido al Cielo y María vegetaba aún en la tierra, como una enredadera
separada del olmo que la sostiene. Lejos estaba su tesoro y allí estaba su corazón. La tierra
era, para ella, un doloroso destierro y, en medio de los rigores de su ostracismo, se
consolaba tan solo tornando al Cielo sus miradas y respirando, de lejos, los aires puros de la
patria. Peregrina aún sobre la tierra, daba aliento a los sembradores de la palabra divina,
que a sus pies iban a deponer las primeras espigas cosechadas en la heredad que había
hecho fecunda, la sangre de su Hijo.
Cuando la Iglesia, fortalecida por la persecución, había afianzado sus cimientos, su
presencia era menos necesaria y “como una segadora fatigada, que busca el descanso en
medio del día, quiere reposar a la sombra del árbol de la vida, que crece cerca del trono del
Señor.” Un ángel, desprendido de la celestial milicia, vino a anunciarle que sus deseos
serían pronto realizados.
Retirose María al lugar santificado por la venida del Espíritu Santo, para aguardar allí su
última hora. Los apóstoles y discípulos, congregados en gran número, fueron a rendir, a la
Madre de Dios, los postreros homenajes de su amor filial. Reclinada sobre su humilde
lecho, los recibió a todos, con la afabilidad encantadora que le era característica.
Era la noche: la luz pálida de una bujía alumbraba aquella multitud silenciosa y conmovida
que, deshaciéndose en torrentes de lágrimas, rodeaba el lecho de la mujer bendita. Ella,
entretanto, con rostro sereno, pero en el cual se dibujaba un tinte melancólico, que realzaba
admirablemente su belleza, más que humana, fijó en todos sus hijos adoptivos, su mirada
cariñosa. Su voz dulcísima, resonando en el recinto fúnebre, los consolaba, prometiéndoles
que no los olvidaría jamás; que, en medio de las celestiales delicias, siempre abrigaría por
ellos y por todos los redimidos con la sangre de su Hijo, un amor verdaderamente maternal.
Clavó, después, sus ojos en el Cielo; una sonrisa suave, como el último rayo de la tarde, se
dibujó en sus labios; un color más encendido que el de la rosa de Jericó, se pintó en su
rostro, embellecido con celestial belleza. Acababa de ver que el Cielo se abría en su
presencia y que su Hijo bajaba, sentado en nube resplandeciente, para recibirla entre las
purísimas efusiones del amor filial. Veía a legiones innumerables de espíritus angélicos,
que venían a su encuentro, agitando palmas triunfales y trayendo coronas inmarcesibles,
para coronarla como Reina del Empíreo. Arrebatada en inefable arrobamiento, su alma
desprendiose dulcemente de su cuerpo, a la manera que el lirio de los valles despide, al
marchitarse, un último perfume. El ángel de la muerte, a quien ningún poder humano
detiene en su carrera, revoloteaba en torno de esa humilde hija de David, sin atreverse a
herirla; pero, si el Hijo pagó tributo voluntario a la muerte, la Madre hubo de someterse
también a su imperio.
Al punto, una luz misteriosa bañó, con resplandores celestiales, la estancia de María y
cánticos, que no ha escuchado jamás oído humano, turbaron el silencio de la callada noche,
cuyos ecos repitieron los sepulcros de los reyes y las ruinas de sus palacios. María había
dejado de existir; pero la muerte se había despojado en su presencia, de todos sus horrores:
ella no fue más que un dulce y apacible sueño. Las brisas de la noche, robando sus aromas a
las flores del valle, soplaban, perfumadas, en la fúnebre estancia y el brillo melancólico de
las estrellas, penetraba por entre sus rejas silenciosas.
La muerte es, ordinariamente, el reflejo de la vida. María, cuya existencia fue enteramente
consagrada a Dios, no podía dejar de tener un fin adecuado a lo que fue su vida. María
murió a impulsos del deseo de unirse al amado de su corazón. Su vida fue un largo y
prolongado suspiro de amor; su muerte fue el instante en que ese suspiro se escapó de su
pecho, para ir a clavarse, como una saeta, en el corazón de Jesús y no separarse jamás de
ahí.
Por mucho que amase María a su castísimo cuerpo, su separación le era grata porque,
mediante esa separación, iba a unirse con Dios. Si tanto anhelaba ese momento el Apóstol
San Pablo, ¿cuánto lo anhelaría aquella que no hizo otra cosa que amar? No hay un deseo
más vehemente, en el corazón del que verdaderamente ama, que el de unirse con el objeto
amado; por eso, María, si vivía en la tierra, separada de Jesús, era solamente porque
cumplía la voluntad de Dios pero, para ella, la vida era un tormento y uno de los muchos
sacrificios que le fueron impuestos. Jamás recibió María, noticia más fausta que la de su
muerte y jamás un alma humana se desprendió más fácilmente de un cuerpo humano. El
fruto bien maduro se desprende del árbol, con la más leve sacudida. Así como la paloma,
libre de los lazos que la tenían cautiva, emprende, sin violencia, el vuelo a las alturas, así
María, libre de su cuerpo, voló a las regiones del gozo eterno.
¡Qué muerte más admirable! – De todas las ventajas del amor divino, es esta la más
preciosa y la más apetecible. ¡Qué dulce es la muerte, para las almas que aman!
EJEMPLO
María, Auxilio de los cristianos
La bondadosísima Madre de Dios no solamente se complace en acudir en auxilio de las
necesidades particulares de sus devotos, sino que ostenta su misericordia y poder, en las
calamidades públicas que afligen a los pueblos. Testimonio fehaciente de esta verdad, es la
célebre victoria conseguida en las aguas de Lepanto, por las armas cristianas, contra los
musulmanes, que amenazaban con una formidable flota, a Italia y a Europa entera.
Para conjurar este peligro, el gran Pontífice San Pío V convocó a los príncipes cristianos,
para resistir unidos, al poderoso enemigo de la Cristiandad y de los pueblos. Respondieron
a su llamamiento, Italia, España y Venecia y, con su auxilio, se reunió una flota de
doscientas galeras, tripuladas con más de veinte mil combatientes, bajo las órdenes del
denodado guerrero español, Don Juan de Austria.
Aunque la armada cristiana era una de las más poderosas que había surcado los mares de
Europa, era inferior a la flota otomana, en número y calidad. Pero los cristianos, más que
del poder de sus armas, esperaban la protección divina, alcanzada por la intercesión de
María que, por disposición del Papa, era invocada en toda la Cristiandad, por medio del
Santísimo Rosario. Animosos marcharon al combate los cristianos, bajo tan poderoso
patrocinio, mientras que el turco, ensoberbecido con su poder, se regocijaba de antemano
de su triunfo.
Avistáronse las dos formidables flotas, en las aguas del mar Jónico y entraron en lucha el 7
de octubre de 1571. Al tiempo de entrar en batalla, Don Juan de Austria izó, en el palo
mayor de la nave capitana, una bandera con la imagen de Jesús crucificado, que inflamó el
valor de los guerreros cristianos y el estandarte de María se desplegó al viento, en cada una
de las principales naves. A la sombra de estas gloriosas enseñas, se peleó con un arrojo
invencible, hasta que, tomada por Don Juan de Austria, la nave capitana de los turcos y
muerto su jefe, entró la confusión en la flota otomana y un grito de victoria salió ardiente y
sonoro de los labios de los soldados cristianos.
Entretanto, el Papa, como un nuevo Moisés, oraba fervorosamente, en el fondo de su
palacio y una visión celestial le dio a saber el triunfo de los cristianos, en el momento en
que la batalla se decidía a su favor. La conmemoración de este fausto acontecimiento es el
objeto de la Fiesta del Rosario, que celebra la Iglesia, el primer domingo de octubre.
Un siglo después, el poder de la Media Luna se presentó de nuevo amenazante, con un
ejército de doscientos mil hombres. Una cruzada de los príncipes cristianos, inspirada por el
Papa Inocencio XI y mandada por Juan Sobieski, Rey de Polonia, reprodujo el drama
libertador de Lepanto. El día en que debía librarse la gran batalla, asistió Sobieski a Misa,
con todos sus generales y se mantuvo durante toda ella, con los brazos extendidos en cruz.
Terminado el sacrificio, se levantó exclamando: “Vamos al encuentro del enemigo, bajo la
protección del Cielo y la asistencia de María.” – Pocos días después, volvía al mismo
templo, a depositar a los pies de su celestial protectora, las banderas tomadas al enemigo.
JACULATORIA
Salud, ¡oh, Madre admirable!
Lirio hermoso de los valles
Y pura flor de los campos.
ORACIÓN
DE SAN LIGORIO*, PARA PEDIR UNA BUENA MUERTE

¡Oh, María!, ¿cuál será mi muerte? Cuando yo considero mis pecados y pienso en ese
momento decisivo de mi salvación o condenación eterna, me siento sobrecogido de espanto
y de temor. ¡Oh, Madre llena de bondad!, el único sostén de mis esperanzas es la sangre de
Jesucristo y vuestra poderosa intercesión. ¡Oh, consoladora de los afligidos!, no me
abandonéis en esa hora y no rehuséis consolarme en esa extrema aflicción. Si hoy me siento
atormentado por el remordimiento de mis pecados, por la incertidumbre del perdón, por el
peligro de volver a caer en él, por el rigor de la Justicia Divina, ¿qué será entonces? Si Vos
no venís en mi auxilio, yo seré perdido para siempre. ¡Oh, María!, antes del momento de mi
muerte, obtenedme un vivo dolor de mis pecados, un verdadero arrepentimiento y una
entera fidelidad a Dios, por todo el tiempo que me queda de vida. Esperanza mía,
ayudadme es esas terribles angustias de la postrera agonía; alentadme, para que no
desespere a la vista de mis faltas, que el demonio procurará poner delante de mis ojos;
obtenedme la gracia de poder invocaros fervorosamente en esa hora, a fin de que expire
pronunciando vuestro santo nombre y el de vuestro Divino Hijo. Vos, que habéis otorgado
esta gracia a tantos de vuestros siervos, no me la rehuséis a mí. ¡Oh, María!, yo espero aún
el que me consoléis, con vuestra amable presencia y con vuestra maternal asistencia; mas,
si yo fuera indigno de tan inestimable favor, asistidme, al menos, desde el Cielo, a fin de
que salga de esta vida, amando a Dios, para continuar amándolo eternamente. Amén.
*Se trata de San Alfonso María de Ligorio.
PRÁCTICAS ESPIRITUALES
1.- Hacer un cuarto de hora de meditación, sobre la muerte de María, a fin de estimularnos
a vivir santamente, para obtener una muerte dichosa.
2.- Examinar atentamente la conciencia, para descubrir nuestra pasión dominante y
aplicarnos a corregirla.
3.- Rezar las Letanías de la buena muerte, para alcanzar, de Jesús, por mediación de María,
la gracia de tenerla feliz.

DÍA VIGÉSIMO TERCERO


30 de noviembre
CONSAGRADO A HONRAR LA ASUNCIÓN DE MARÍA

CONSIDERACIÓN
Los apóstoles, tristes y abatidos, preparaban el entierro de la Madre de Dios. Los bálsamos
más preciosos y las telas más finas fueron traídos, con inmensa profusión, para honrar los
restos queridos que, depositados en un lecho portátil, condujeron los apóstoles, en sus
propios hombros. En el fondo del Getsemaní, las piadosas mujeres habían preparado una
cuna de flores, que tal parecía la fosa cineraria. Una piedra empapada en lágrimas de los
fieles, cubrió el santo cuerpo. Allí velaron durante tres días, alternando con los ángeles,
cantares dulcísimos, que parecían arrullar el sueño de María.
Tomás, el que había puesto su mano en las llagas de Jesús resucitado, no habiendo estado
presente a los últimos instantes de la divina Madre, no pudo resignarse a no ver sus restos
helados, para tener la satisfacción de dejar en ellos, el tributo de sus lágrimas. Fue preciso
ceder a sus instancias, todos los apóstoles y discípulos se congregaron, para levantar la losa
del sepulcro y cuál no fue su sorpresa, al ver que el sagrado cuerpo había desaparecido del
sarcófago, no quedando, en su lugar, sino las flores, frescas y lozanas todavía, que le habían
servido de lecho, más el sudario, de finísimo lino, que despedía perfume celestial.
Los ángeles lo habían arrebatado al sepulcro y lo habían conducido, en sus alas, a la
mansión del gozo eterno. Porque el cuerpo, en cuya formación había intervenido el Cielo y
había sido el tabernáculo de la divinidad, no podía ser pasto de gusanos.
Era necesario escribir sobre su tumba, las mismas palabras que los ángeles pronunciaron
sobre el sepulcro de Jesús: “Ha resucitado, no está aquí.” Ved el lecho en que lo habéis
colocado, vedlo vacío, porque su cuerpo no está ya en la tierra, sino en el Cielo, en un trono
de inmensa gloria.
Sí; María, exenta de las miserias de la naturaleza caída, no podía pagar a la muerte, sino un
corto tributo. Por eso, alzándose majestuosa, en cuerpo y alma, sobre las plumas de los
vientos, fue a tocar a las puertas del empíreo, donde su santísimo Hijo le tenía aparejado un
trono de gloria solo inferior al suyo y donde debía ser coronada por el Eterno Padre, como
Reina de los Ángeles y de los hombres.
Los ángeles, al verla llegar, con tan brillante cortejo, exclamarían, asombrados: “¿Quién es
esta, que avanza como la aurora, que es más bella que la luna, elegida entre millares, como
el sol y fuerte, como un ejército ordenado en batalla?” – Y los serafines responderían: “Es
la Virgen María, que sube al tálamo celeste, en el cual el Rey de los reyes se sienta en solio
de estrellas.” Y la humilde doncella de Nazaret exclamaría: “Mi alma glorifica al Señor,
porque se ha dignado mirar la humildad de su sierva y he aquí que todas las generaciones
me llamarán bienaventurada.”
El triunfo de María, en su gloriosa Asunción, abre nuestro corazón a la más dulce
esperanza. Este triunfo nos enseña que las dolorosas pruebas de la vida, son breves y que
los sacrificios que hacemos por Dios, o que soportamos con santa resignación, serán
resarcidos en el Cielo, por una gloria que la lengua humana no puede explicar. “Las
lágrimas, esa sangre del alma, triste privilegio del hombre, tributo fatal de una maldición
hereditaria, expresión común de todos los sufrimientos y que forman el principal lote de la
virtud”, serán enjugadas, en el Cielo, por la mano de Dios mismo, para tornarlas en otros
tantos motivos de felicidad y de consuelo. Esa mano, que sostiene el mundo y que pesa, con
terrible pesadumbre sobre el infierno, se cambiará entonces, en mano llena de misericordia
y de bondad. No habrá una sola lágrima, por oculta y silenciosa que haya sido, que no sea
recogida por Dios y recompensada en el Cielo.
He aquí lo que está reservado a las almas que siguen las huellas de María, estampadas en el
camino de la cruz. ¿Quién no querrá derramarlas con abundancia, si tan grandes son los
premios que le están reservados? – “Por largo que sea el camino, marchad, viajeros de la
vida, porque, en verdad os digo, las visiones de la patria valen de sobra las penas que os
impone la trabajosa jornada del tiempo.”
EJEMPLO
María, Reina del Santísimo Rosario
No hay, talvez, devoción más grata a los maternales oídos de María, que la del Santísimo
Rosario, práctica que ella misma se dignó inspirar a Santo Domingo de Guzmán y con la
cual convirtió innumerables herejes y obstinados pecadores. El que practica esta santa
devoción, puede tener la seguridad de merecer una protección especial de la Madre de
Dios. Entre mil casos que pudiéramos citar, prueba esta consoladora verdad el hecho
siguiente.
El célebre artista Gluk, tan fervoroso cristiano como hábil músico, dio los primeros pasos
en la senda del arte cantando, cuando niño, bajo las suntuosas bóvedas de una basílica
católica. Dios lo había dotado de una voz tan maravillosa, que era inmenso el número de
fieles que concurría al templo, cuando se anunciaba que él cantaría algún cántico sagrado.
Nada hay que contribuya más poderosamente a desenvolver el sentimiento religioso en las
almas bien dispuestas, que la práctica del arte musical en el santuario. Por eso, el joven
artista sentía que su fe y piedad se acrecentaban a medida que, haciendo el oficio de los
ángeles, cantaba las alabanzas del Señor, en el templo católico.
Salía un día del coro, después de haber cantado admirablemente una plegaria a María,
cuando se acercó un religioso, con los ojos húmedos en lágrimas, para felicitarlo por su
talento artístico. – “Quisiera tener, le dijo, algo digno de tu mérito, para expresarte la
complacencia que siento, al ver que empleas tus admirables talentos, al honrar al soberano
Señor que te los ha dado. Pero soy pobre, lo único que puedo ofrecerte es este rosario, que
pongo en tus manos, con la súplica de que los reces todas las tardes, en honra y gloria de la
Madre de Dios: si así lo hicieres, te pronostico que el Cielo bendecirá tus esfuerzos y
llegarás a ser grande entre los hombres.”
Sorprendido y a la vez complacido de lo que acababa de oír, Gluk tomó respetuosamente el
rosario que le ofrecía aquella mano escuálida por las austeridades, prometiendo rezar el
rosario todos los días de su vida.
No tardó la Santísima Virgen en premiar el obsequio del joven artista. Sus padres,
comprendiendo las felices disposiciones de su hijo, resolvieron enviarlo a Roma, para que
se perfeccionase en el arte. Pero eran pobres, carecían de los recursos necesarios para
educar al niño y costear su permanencia en país extranjero. Una tarde, en que Gluk acababa
de terminar su rosario, llamaron reciamente a la puerta de su humilde morada. Era el
Maestro de Capilla de la Catedral de Viena que, encargado de ir a Italia, para formar la
colección de obras de Palestrina, llegaba por encargo del Arzobispo, a proponer a los
padres de Gluk, el cargo de secretario, para su hijo. Sus deseos estaban cumplidos: Gluk
iría a Roma, sin sacrificio alguno y bajo el patrocinio de un sabio profesor. Gluk dejaba, a
los quince años, la casa paterna, para ocupar un puesto que envidiarían muchos hombres,
después de una larga carrera. Su fama llegó a los palacios de los reyes, quienes lo colmaron
de honores. Fue el favorito de dos reinas, María Teresa y María Antonieta de Austria y el
preferido de la corte de Versalles. Pero, en medio de los honores, de la gloria y de las
riquezas, no olvidó ni un solo día la promesa que había hecho al monje, al salir del templo
de su pueblo. Interrumpía los banquetes y los saraos, para rezar el rosario, con el fervor de
los primeros días. Durante los años de su larga y brillante carrera, resistió, con admirable
entereza, a las seducciones del mundo y a la voz insidiosa de las pasiones. Cruzó por entre
las perversiones de la sociedad de su época, sin contaminarse, como la paloma vuela por
encima de los pantanos, sin manchar sus blancas alas.
JACULATORIA
Ruega por mí, ¡oh, Madre mía!
Para que sufra contigo
Y contigo goce un día.
ORACIÓN
¡Qué grato es, para nosotros, oh Madre bienaventurada, verte en el Cielo, al lado de tu
divino Hijo, en un océano de inefables delicias, después de la furiosa tormenta que se
descargó sobre Ti! Hijos de vuestros dolores, queremos manifestarte hoy, con nuestros
himnos de júbilo, que compartimos también, contigo, la alegría de que disfrutas en la
mansión del perenne gozo. Jamás un hijo puede ser indiferente así, a las lágrimas como a la
felicidad de su adorada Madre; por eso, nosotros, que hemos llorado contigo, al pie de la
cruz, nos gozamos también contigo de la gloria de que gozas, al pie del árbol de la vida.
Peregrinos en este valle de lágrimas, tenemos también mucho que padecer. Permítenos,
dulce Madre, descansar en tu regazo, en las horas de la tribulación, para no desfallecer en la
prueba y perder el mérito del padecimiento. ¡Oh María, ten piedad de los que llevamos a
cuestas, la cruz del sacrificio; pero que no se haga, no, nuestra voluntad, sino la de Dios!
Queremos seguir en tu compañía, a Jesús, hasta la muerte, para decir, con él y como él:
“Todo está consumado, ya no hay más que sufrir, vengan ahora, las eternas coronas y las
palmas inmarcesibles.” Hasta que ese momento llegue, dígnate sostenernos en nuestra
debilidad; permítenos tomar algún reposo en tus brazos y, en medio de la tribulación, habla
a nuestro corazón, palabras de aliento y esperanza, a fin de que, cesando un día, para
siempre, nuestras lágrimas, den lugar a los eternos gozos del Cielo. Amén.
PRÁCTICAS ESPIRITUALES
1.- Hacer una visita a la Santísima Virgen, en alguno de sus santuarios, para felicitarla por
la gloria de que disfruta en el Cielo.
2.- Rezar devotamente el Acordaos, por la conversión de los pecadores.
3.- Dar una limosna, para contribuir a los gastos que demanda la celebración del Mes de
María, en los templos en que se practican estos santos ejercicios.

DÍA VIGÉSIMO CUARTO


1 de diciembre

DESTINADO A HONRAR LA CORONACIÓN DE MARÍA, EN EL CIELO

CONSIDERACIÓN
Después del triunfo de Jesús, jamás presenciaron los ángeles, triunfo más espléndido que el
de María, al hacer su entrada en el Paraíso. Los príncipes de la corte celestial, le salen al
encuentro, batiendo palmas triunfales y entonando dulcísimos cantares, al compás de sus
cítaras de oro. Un trono hermosísimo, aparejado a la diestra de Jesús, es el lugar destinado
para aquella a quien los ángeles proclaman reina y soberana y, en medio del júbilo
universal, ocupa ese trono, que habían visto, hasta ese momento, vacío. Los más
encumbrados serafines ciñen la frente de María, con una corona más rica y gloriosa que las
de todos los reyes de la tierra. Forman esa corona, doce relucientes estrellas, como habla el
Apocalipsis, que representan a los apóstoles, de los cuales es proclamada reina, como fue
en la tierra, su Madre, su apoyo y su consuelo. Además de esas estrellas de primera
magnitud, que hermosean la corona de María, brillan muchas otras, que representan a los
nuevos coros de los ángeles, quienes ven en ella, a la mujer bendita que quebrantó la cabeza
de la serpiente. Estas estrellas representan a los patriarcas y profetas de la antigua ley, que
prepararon la descendencia de esa mujer incomparable y anunciaron su venida; a los
doctores de la Iglesia, que se reconocen deudores a María, de la luz que, por su medio, les
fue comunicada y en la cual bebieron la doctrina con que resplandecieron; a los mártires,
que aprendieron, de María, la invencible fortaleza con que desafiaron las iras de los tiranos
y dieron contentos su vida, por la fe de Jesucristo; a las vírgenes, a quienes enseñó María a
abrazarse con la bellísima flor de la virginidad, que era, hasta entonces, desconocida en el
mundo y que hoy perfuma con sus aromas, el Cielo. Todos los bienaventurados la miran
con el más profundo acatamiento, por cuanto fue la Madre del Redentor y a impulsos de su
gratitud y de su admiración, le rinden sus coronas, confesando que ella es verdaderamente
su reina y la de todo el universo.
La Iglesia militante no cede en entusiasmo a la triunfante, en reconocer a María por
soberana. Los peregrinos de la tierra la invocan, en medio de los contratiempos de la vida,
con la confianza que inspira su poder, porque nada le podrá ser rehusado, después del
triunfo que alcanzó, en su entrada al Paraíso. ¡Qué gloria y qué dicha, para nosotros, tener
una Reina tan poderosa y clemente! ¡Qué inestimable felicidad la nuestra, al saber que ella
se honra, con ejercer su amoroso imperio, en los desvalidos, para socorrerlos, en los
menesterosos, para enriquecerlos, en los atribulados, para consolarlos, en los pecadores,
para llamarlos a penitencia, en los justos, para sostenerlos en sus combates y en los
desgraciados, para comunicarles la resignación y el aliento, en sus trabajos. ¡Ah!, nosotros
debiéramos tener a mayor honra, ser el último de sus vasallos, que empuñar el primer cetro
del mundo. En su protección, tendremos cuanto podemos necesitar en nuestro destierro;
luz, fuerzas, consuelos, esperanza, una prenda segura de salvación. Sirvámosla, como fieles
y rendidos vasallos; hagamos nuestros, los intereses de su gloria; alegrémonos de verla, tan
colmada de grandezas y extasíense nuestros apasionados corazones, en la gloria de que
Dios la colma, en el Cielo. ¡Felices los que la honran y la sirven!...
EJEMPLO
Magnificencia de María, en el Cielo
Había, en el Monasterio de la Visitación, de Turín, una religiosa doméstica que, por su
santidad, era la edificación de sus hermanos en religión. Distinguíase especialmente, por
una devoción ternísima a la Santísima Virgen. En 1647, Nuestro Señor favoreció a su
sierva, con una enfermedad que, al parecer, debía terminar con la muerte. Los médicos
declararon que no la entendían y los remedios que le propinaban, en vez de aliviarla,
redoblaban sus padecimientos.
Un día, en que sus dolencias llegaron a un extremo de rigor insoportable, se sintió de
improviso, poseída del espíritu de Dios y en un estado de completa enajenación de sus
facultades y sentidos. Dios quiso premiarla, haciéndole gozar, por un momento, de la visión
del Cielo y en especial, de la gloria de que allí disfruta la Santísima Virgen.
“¿Quién podrá referir, decía la venerable religiosa, los portentos de la hermosura y
grandeza incomparables de esta Reina del Empíreo? Para dar una idea de tanta grandeza,
necesitaría la lengua de los ángeles y hablar un idioma que no fuese humano. Esa
hermosura y grandeza son tales, que jamás se ha dicho, en el mundo, nada que se aproxime,
ni de lejos, a la realidad. Después de haber visto lo que me ha sido dado ver, no
experimento ya la satisfacción que antes sentía, al oír publicar las alabanzas de María, pues
la expresión humana me parece baja y grosera. Incapaz de declarar convenientemente lo
que he visto, solo diré, respecto de la grandeza de María, lo que decía del Cielo, el Apóstol
San Pablo, esto es, que el entendimiento del hombre no puede comprender lo que Dios nos
prepara de placer y felicidad, con solo ver a la Santísima Virgen, en la plenitud de su gloria.
Yo la vi sentada en un trono, brillante como el sol, sostenida por millares y millones de
ángeles. En rededor de ese trono, vi un infinito número de santos, que le rendían y
tributaban mil alabanzas. Esto me hizo pensar que aquellas almas bienaventuradas eran
como otras tantas reinas de Saba, alabando en la celestial Jerusalén, a la Madre del inmortal
Salomón.”
“Tan dulces eran sus miradas, tan suaves y deliciosas sus sonrisas, tan llenos de gracia y
majestad sus movimientos, que habría estado toda una eternidad, contemplándola, sin
cansarme. Su rostro, de hermosura incomparable, despedía una luz tan viva, que llegaba
hasta mí, envolviéndome en sus resplandores. Una corona de relucientes estrellas formaba
un cerco, en torno de su frente. Me parecía ver que, con una respetuosa y amorosa
Majestad, ella adoraba un objeto que se escondía a mis miradas: era, sin duda, la Divinidad,
que se ocultaba en medio de una luminosa oscuridad, a donde mis ojos no podían llegar. Yo
vi que la soberana Reina del Cielo, revestida de una gracia arrobadora, pidió a Dios, no solo
mi salud, sino también, la prolongación de mi vida y una dulcísima sonrisa, que se dibujó
en sus labios purísimos, me dio a entender que la Divinidad accedía a su súplica. En efecto,
el día de la gloriosa Asunción, me encontré completamente curada y en disposición de dejar
la cama y ejercer mis oficios.”
“Esta visión me inspiró un desprecio tan grande, por todo lo creado, que desde entonces no
he visto ni hallado nada que me cause ni el más ligero placer: me hallo enteramente
insensible para todo lo de este mundo. Esta visión me ha inspirado, además, una confianza
sin límites en el poder y bondad de esta Madre de amor, pues he podido comprender cuán
grande es la eficacia de su intercesión, por la prontitud con que fue atendida la súplica que,
por mí, se dignó presentar, de manera que habría podido decirse que, en vez de suplicar,
había ordenado.”
“Fáltame aún decir que he comprendido que la incomprensible grandeza de María es debida
al abismo de su humildad. Sí, la humildad la ha hecho Madre de Dios, la humildad la ha
elevado sobre todos los ángeles y santos…”
He aquí un pálido reflejo de la gloria de María, en el Cielo, revelada a la tierra, por un
alma, que mereció el insigne favor de contemplarla, por un instante. Acreciente esta
revelación, el amor y la confianza hacia ella, en nuestros corazones, para que, invocándola
en nuestras necesidades, logremos un día, la dicha inefable de gozar de su compañía.
JACULATORIA
Salud, ¡oh, Reina del Cielo!
Salud, ¡oh, Madre querida!
Fuente de paz y consuelo,
Sé nuestro amparo en la vida.
ORACIÓN
¡Oh, poderosa Reina del Cielo y de la tierra, postrados a vuestros pies, venimos, en este día,
consagrado a recordar las coronas que ciñeron vuestra frente, a unir nuestras voces de
júbilo, a los himnos que entonaron los ángeles y los bienaventurados, el día de vuestra
gloriosa coronación!
¡Cuán dulce es, para nosotros, que nos complacemos en llamaros nuestra Madre, veros
levantada a tan excelsa gloria y revestida de tan alto poder! Sabemos, dulce Madre, que
todo lo podéis en el Cielo y que jamás será desgraciado el que merezca vuestra decidida
protección; sabemos también que a Vos, como madre, nada os será tan grato como alargar a
vuestros hijos, una mano compasiva, para auxiliarlos y protegerlos. Por eso, nos es
permitido depositar en Vos, nuestra más dulce confianza; por eso, acudimos a Vos, con la
seguridad de no ser jamás desoídos; por eso, experimentamos tan dulce complacencia, al
invocar vuestro nombre, al llamaros en nuestro socorro. Tierna Madre nuestra, nosotros
necesitamos en toda hora, de vuestra maternal solicitud; no nos abandonéis en medio de las
borrascas del camino. Vasallos rendidos, os imploramos, como a Reina que dispone de un
omnímodo poder, para emplearlo en provecho de sus fieles súbditos; no permitáis, Señora,
que abandonemos, alguna vez, nuestra gloriosa cualidad de vasallos humildes y rendidos,
para hacernos esclavos de las pasiones, del mundo y del demonio. Alcanzadnos la gracia de
vivir y morir a la sombra de vuestro manto de Madre y vuestro cetro de Reina, a fin de
haceros un día, eterna compañía, en el Cielo. Amén.
PRÁCTICAS ESPIRITUALES
1.- Rezar una tercera parte del Rosario, en homenaje a la gloria de María, en su coronación
en el Cielo.
2.- Hacer tres actos de vencimiento de la propia voluntad, pidiendo a María el espíritu de
sacrificio.
3.- Repetir, nueve veces, el Gloria Patri, en honra de la Santísima Trinidad, en
agradecimiento de los favores otorgados a María.

DÍA VIGÉSIMO QUINTO


2 de diciembre

MARÍA, CONSIDERADA COMO MADRE DE LOS HOMBRES

CONSIDERACIÓN
Cuando el hombre levanta al Cielo sus ojos llorosos, por grande que sea el abismo de
iniquidad o de desgracia en que haya caído, encuentra allí, la imagen amorosa de un Padre,
que le inspira valor y confianza. Pero Dios, que se complace en que nuestros labios le
invoquen, diciéndole: Padre nuestro, que estás en los cielos, nos señala también, a su lado,
la imagen de una madre, que sonríe llena de amor: esa imagen es la de María.
Así convenía que sucediese, porque la paternidad va siempre unida a la maternidad. Donde
hay un padre, hay también una madre. La gran familia de los hijos de Dios no podía carecer
de un bien que es común a la familia terrestre: el amor de una madre. Nada hay en el
mundo que pueda reemplazar dignamente el amor maternal; su ausencia deja, en el corazón
de los hijos, un vacío que ningún otro amor puede llenar. Es cierto que el amor de Dios
satisface cumplidamente las aspiraciones del corazón; pero el amor de María es un afecto,
que hace brotar, en el alma, la más grata ternura y la más dulce confianza y, alejando todo
temor, abre el corazón de los hombres, a la más halagüeña esperanza.
He aquí por qué Dios ha querido que tuviéramos no solamente una madre, en el mundo,
sino también una madre en el Cielo. Próximo a expirar, en la cruz, quiso Jesús darnos una
última y suprema manifestación de su amor. Pero, ¿qué podría darnos, en el estado a que la
perfidia de los hombres le había reducido? Desnudo de todo bien terreno, sin poseer
siquiera la túnica que había vestido durante su vida, lo único que le quedaba era su Madre,
que lloraba afligida, al pie de la cruz de su sacrificio. Y, después de habernos dado toda su
sangre, después de haberse dado a sí mismo, en el Sacramento de nuestros altares, Jesús
moribundo, lanzando sobre el mundo una última mirada de amor y de misericordia, nos
lega a María por Madre, en la persona de su amado discípulo, diciéndole: He ahí a tu
Madre, después de haber dicho a María: He ahí a tu hijo, señalando al discípulo. ¡Oh!,
mujer afligida, le dice, a quien un amor infortunado os hace experimentar tan rudos
sufrimientos, esa misma ternura de que estáis llena, por mí, tenedla por todos los redimidos
con mi sangre, representados en la persona de Juan; amadlos, como me habéis amado a mí.
Después de estas palabras, Jesús inclina su cabeza sobre el pecho y muere. Parece que
faltaba el último sello de la salvación del mundo, que consistía en hacer, a los hombres, el
precioso legado del corazón de su Madre. ¡Ah!, si los últimos encargos de un hijo
moribundo son tan sagrados, para una madre, ¿cómo dudar que María nos aceptase por sus
hijos, después de la tierna recomendación de Jesús agonizante? Sí, nuestra adopción, como
hijos, es tanto más amada para ella, cuanto más cara le ha costado. Ella sacrifica, por
salvarnos, a su Hijo único y prefiere verle expirar en un mar de tormentos, a vernos a
nosotros, perdidos. Dos hijos tuvo María, el uno inocente y el otro, culpable; pero, con tal
de salvar al culpable, consiente en entregar a la muerte, al inocente. ¿Puede concebirse un
amor más tierno y desinteresado? ¿Puede exigírsele una prueba más elocuente, de su amor
por los hombres? Como si esta fineza no bastara para convencernos de su amor, no cesa de
añadir nuevos y brillantes testimonios de su maternal afecto. No hay miseria que no esté
pronta a remediar, no hay necesidad que no satisfaga, no hay lágrimas que no enjugue ni
dolor que no temple. María está sentada en un trono de misericordia, dispuesta siempre a
escuchar el grito de nuestras necesidades; ella dispone a los pies de su Hijo, la ofrenda de
nuestras lágrimas y para hacer de ellas un holocausto más valioso, las mezcla con algunas
de las que ella derramó al pie de la cruz.
¡Ah!, ¿quién no amará a tan tierna Madre? Su amor es el consuelo más dulce de la vida; ese
amor hace gustar, en medio de los trabajos y amarguras del destierro, las primicias de la
felicidad eterna. “¡Qué consuelo, exclama Tomás de Kempis, no debéis encontrar, en medio
de las penas de la vida, en las entraña de aquella en quien se ha encontrado la misericordia
y a quien el Salvador ha colocado a su diestra, para hacer de ella, la dispensadora de todas
las gracias!”
EJEMPLO
La vuelta de un pródigo.
En un hermoso día de primavera, acababa de pasearse la imagen de María, por entre sendas
de flores y arcos triunfales, en un pueblo situado al sur de Francia. Terminada la fiesta
religiosa, el párroco se había retirado a su casa, para terminar, en el silencio de la oración,
un día lleno de dulces y santas emociones; ponía fin al rezo divino, con el Salve Regina,
cuando oyó que llamaban a su puerta. En el umbral de esta puerta, que nunca se cierra,
apareció un joven sombrío y taciturno que, con acento tembloroso, dijo al sacerdote: - No
tengo el honor de conoceros; pero sé que sois el padre de todos y en especial, de los
desgraciados. Este título me da derecho para importunaros, viniendo en solicitud del auxilio
de vuestro sagrado ministerio. – Decid lo que queráis, hijo mío, le dice con bondad paternal
el sacerdote; que las horas más felices del párroco son aquellas en que le es dado endulzar
las amarguras de la desgracia. Dios nos hace a menudo, testigos de resurrecciones
inesperadas. Ministro de Aquel que llamó a Lázaro de la podredumbre del sepulcro,
estamos siempre dispuestos a sacar almas del cieno de la culpa y restituirlas a la vida de la
gracia.
Al oír estas palabras, el joven pareció reanimarse y un rayo de alegría surcó su frente
pálida.
-Yo, dijo enseguida, soy uno de esos desgraciados que naufragan, desde temprano, en la
corriente de las pasiones, olvidando las enseñanzas de una madre cristiana y el respeto que
se debe a un nombre ilustre. Llegado a esa edad en que las pasiones alborotan el corazón,
me dejé arrastrar de pérfidos consejos y pronto hube de reconocer que un abismo llama a
otro abismo. Irritado por las reconvenciones saludables de mi virtuosa madre, resolví
alejarme y dar libre curso a mis ilusiones juveniles. Mi padre puso en mis manos, una
considerable cantidad de dinero, para que viajase por los Estados Unidos de América, de
los que tan lisonjeras alabanzas había oído a mis compañeros de placer y de desórdenes. Mi
madre lamentó profundamente esta resolución; porque Dios ha concedido al amor de las
madres, cierta luz e intuición profética, sobre el porvenir de sus hijos. Ella me siguió, con
sus oraciones derramadas sin cesar, a los pies de María y con sus cartas, llenas de
conmovedoras exhortaciones.
No necesito deciros que esta libertad me fue funesta y, amaestrado ahora, por dolorosa
experiencia, yo diría a todas las madres, que no permitiesen viajar solos a sus hijos, en la
edad de las ilusiones. Me establecí, por algún tiempo, en Washington, donde mi vida
transcurrió entre partidas de placer y disolución.
Un día, arriesgué, en el juego, todo el dinero que me quedaba y, de improviso, me vi
sumido en la mayor miseria, en tierra extraña y sin recursos para volver a mi patria. En esta
situación, fui a ver al capitán de un buque francés, para que me recibiera en su nave, sin
pagar flete, lo que no me fue concedido, sino a condición de que fuese en la tripulación,
como criado.
Aunque esto era para mí en extremo humillante, hube de aceptarlo y, vistiendo el traje de
marinero, comencé a trabajar como los demás.
Pero no era esta ni la única ni la mayor desgracia que me acarrearon mis locos devaneos.
En nuestro viaje de regreso, nos asaltó una furiosa tempestad, a las alturas de las islas
Azores. Gruesas nubes se amontonaron sobre nuestras cabezas y el mar levantaba montañas
de agua. Un huracán deshecho rompió nuestro palo mayor y la nave, falta de timón, fue a
estrellarse contra enormes rocas. En aquel angustioso momento, imploré, postrado de
rodillas sobre cubierta, a Aquella que es llamada Estrella de la Mañana, prometiéndole
que, si libraba de aquel peligro, pondría fin a mis desórdenes. Entonces me lancé al mar,
asido de una tabla y, por espacio de veinticuatro horas, floté a merced de los vientos y las
olas.
Quiso mi buena protectora, que pasase cerca de mí, un barco americano, que iba en
dirección a Marsella y me recogiese a bordo.
Vengo, pues, a cumplir mi promesa, postrándome a vuestros pies, para confiaros los
secretos de mi conciencia. Dignaos abrirme las puertas del Cielo y derramar, sobre mi
alma, con la santa absolución, una gota de esa dulce paz, que hace quince años que no he
gustado…
La bondad maternal de María devolvía a un nuevo pródigo, al doble regazo de la religión y
la familia.
JACULATORIA
Madre de Dios, madre mía,
un hijo amante te invoca,
ven en mi auxilio, ¡oh, María!
ORACIÓN
DE SAN FRANCISCO DE SALES, A LA SANTÍSIMA VIRGEN,
CONSIDERADA COMO MADRE

Yo os saludo, dulcísima Virgen María, Madre de Dios y os escojo por madre querida. Os
suplico me aceptéis por hijo y servidor vuestro, porque yo no quiero tener otra madre, sino
a Vos. No olvidéis, ¡oh, mi buena, graciosa y dulce Madre!, que soy vuestro hijo y una
criatura vil y miserable. Dirigidme en todas mis acciones, porque soy un pobre mendigo,
que tengo extrema necesidad de vuestro socorro y protección. Santísima Virgen, mi dulce
Madre, hacedme participante de vuestros bienes y vuestras virtudes, principalmente de
vuestra santa humildad, de vuestra virginal pureza y de vuestra encendida caridad. No me
digáis, ¡oh María!, que no podéis hacerlo, porque vuestro amado Hijo os ha dado todo
poder, en el Cielo y en la tierra. No me digáis tampoco, que no debéis hacerlo, porque Vos
sois la madre común de todos los pobres hijos de Adán y especialmente, la mía. Y si sois
Madre y Reina poderosa, ¿qué os podría excusar de prestarme vuestra asistencia? Acceded,
pues, a mis súplicas, escuchad mis gemidos y concededme todos los bienes y gracias que
sean del agrado de la Santísima Trinidad, objeto de mi amor, en el tiempo y en la eternidad.
Amén.
PRÁCTICAS ESPIRITUALES
1.- Incorporar en alguna cofradía, que tenga por objeto honrar a María, bajo alguna de sus
consoladoras advocaciones.
2.- Abstener de todo acto de impaciencia y de ira.
3.- Rezar el oficio parvo de la Santísima Virgen, pidiéndole que nos conceda su protección,
durante la vida y, en especial, en la hora de la muerte.

DÍA VIGÉSIMO SEXTO


3 de diciembre

LA MATERNIDAD DE MARÍA DEBE INSPIRARNOS LA MÁS GRANDE CONFIANZA

CONSIDERACIÓN
Si María es madre de los hombres, nada hay, después de Dios, que pueda inspirarnos más
dulce confianza, porque nada hay, en el mundo, comparable con el amor maternal. En todos
los peligros y circunstancias adversas de la vida, un hijo se arroja, lleno de seguridad y de
confianza, en los brazos de su madre, porque sabe, por instinto, que el amor de una madre
vela siempre, solícito, por sus hijos y que jamás ese amor padece olvidos e indiferencias.
Ese afecto santo, transportado a la religión y aplicado a María, se reviste de un carácter de
dulzura, de suavidad, de confianza familiar, que tempera la majestad del Dios que, si es
nuestro Padre, es también nuestro Juez. Viendo a María, se aleja del alma, todo
pensamiento terrible, para dar cabida a los pensamientos consoladores de la bondad y
misericordia de su Hijo divino. Sin María, nosotros seríamos, sin duda, hijos de Dios; pero
seríamos hijos sin madre, en presencia de un Dios justamente irritado por nuestras
infidelidades. ¿Qué esperanza de doblegar, con nuestras súplicas, el rigor de la justicia
incorruptible, si no tuviésemos, en María, una madre que no rehúsa jamás valorar nuestras
súplicas, con sus méritos, para alcanzar nuestro perdón? - Cuando consideramos que María
fue, como nosotros, una peregrina en la tierra, una hija de Eva, que sufrió y lloró, como
nosotros, no podemos menos que sentir una confianza que disipa todo temor. Ella conoce lo
que son las miserias de la vida, lo que cuesta la práctica de la virtud, las dificultades que se
oponen a la santificación, la fuerza de las pasiones, la astucia de nuestros enemigos y, por
lo mismo, sabe compadecerse de nuestra flaqueza y está pronta a remediar nuestras
desgracias. Por eso, en este valle anegado con nuestras lágrimas, María se nos presenta
siempre inclinada hacia nosotros, estrechando, con una mano, la diestra de su Hijo, en
ademán suplicante y curando, con la otra, las llagas de nuestras almas.
“Vosotros podéis, ahora, dice San Bernardo, acercaros a Dios con confianza, porque tenéis
una madre que se presenta delante de su Hijo y un Hijo que se presenta delante de su Padre.
María muestra a su Hijo, el seno que lo engendró y el regazo en que descansó; Jesucristo
muestra a su Padre, su costado abierto y sus manos y pies llagados. Los méritos del Hijo,
todo lo obtienen del Padre y los méritos de la Madre, todo lo obtienen del Hijo. Es
imposible, agrega, que Dios rehúse conceder una gracia que le es pedida, con tan tiernas
muestras de amor. No, Él no puede rehusar lo que se le pide, con un lenguaje tan elocuente.
“El dulce nombre de madre encierra toda ternura, despierta los más tiernos recuerdos y
hace nacer las más caras esperanzas. Es el símbolo de la bondad, de la paz, de la
misericordia. Pero el corazón de María, siendo la obra maestra de la gracia, sobrepasa a
todas las madres en bondad, amor y misericordia, para con sus hijos. Como suele acontecer
a todas las madres de la tierra, María demuestra un predilección tanto más solícita, cuanto
más desgraciados son sus hijos. ¡Qué motivos tan poderosos, de consuelo, para los que
sufren y lloran! ¡Qué motivos de dulce confianza, para los pecadores! María les ofrece toda
la ternura, la piedad, la solicitud de una madre que nada anhela tanto, como verles felices.
Pobre huérfano, que habéis visto arrebatar a vuestro amor a una madre tiernamente amada,
consolaos, que es falso que el hombre no tenga más que una madre. La tierra nos da una,
esa suele desaparecer, entre las lágrimas y llantos de sus hijos; pero el Cielo nos da otra,
que no muere y que siempre está prodigándonos sus divinas caricias.”
EJEMPLO
María, Rosa mística
El venerable Nicolás Celestino, de la Orden de San Francisco, ardía en vivos deseos de
procurar a María, la mayor honra y gloria posibles. Antes que la Inmaculada Concepción
fuera un dogma de fe, no faltaban en la Iglesia, quienes pusiesen en duda la verdad de este
maravilloso privilegio. Nicolás no comprendía que María hubiese estado alguna vez,
enemistada con Dios, ni un solo instante y, por lo mismo, era un defensor ardiente de esta
verdad. Aunque la orden a que pertenecía, celebraba anualmente la fiesta de la Inmaculada
Concepción, el siervo de Dios no se contentaba con esto, sino que deseaba, además, que
como las grandes solemnidades de la Iglesia, se celebrase con octava.
No tardó mucho el venerable religioso, en ser elegido superior; entonces, aunque venciendo
grandes dificultades, pudo ver realizado su piadoso deseo. Mas, como oyese que algunos
religiosos criticaban la nueva solemnidad, se afanó por discurrir un medio que convenciese
a todos sus hermanos, de que el obsequio era agradable a los ojos de la Santísima Virgen.
Un día, llamó a los religiosos y les dijo: - Sé que algunos de vosotros dudáis de que sea del
agrado de la Santísima Virgen, que celebremos con toda solemnidad, su Concepción
Inmaculada. Pues bien, yo, con la ayuda de Dios, voy a demostraros, de una manera
irrefutable, que ella se complace de este obsequio.
Dicho esto, se encaminó, con todos sus monjes, al jardín del convento, donde lucían
muchas esbeltas rosas, que perfumaban el ambiente. – Coged, les dijo, la rosa que os
parezca mejor, de todas las que tenéis a la vista: la que escojáis, será colocada en un vaso,
sin agua, ante el altar de María Inmaculada. Si esta rosa, como es natural, se marchitase al
tercer día, tendrán razón los que critican lo que nuestra Orden ha dispuesto hacer, en honra
de María; pero, si, por espacio de un año, permanece milagrosamente fresca y lozana, como
en el momento de desprenderla de su tallo, entonces deberemos confesar, no solamente que
María fue concebida sin pecado, sino que es la voluntad del Cielo, que celebremos con todo
esplendor, así su fiesta, como su octava.
Todos aceptaron la propuesta: se cogió una rosa blanca y, depositada en un vaso sin agua,
se colocó en el altar de la Purísima Concepción. Pasaron los días, unos en pos de otros, y la
rosa conservaba intacta su lozanía y fragancia hasta que, terminado el año, dejó caer sus
hojas marchitas.
En vista de aquel prodigio, los religiosos celebraron con gran entusiasmo, la fiesta que, de
tal manera, justificaba y aplaudía el Cielo.
Por este medio, fue glorificada María, premiada la fe del venerable Nicolás Celestino y
confirmada la verdad del excelso privilegio que, declarado dogma de fe, es hoy una piedra
preciosa, que abrillanta la corona de gloria de la Madre de Dios.
JACULATORIA
¡Qué dulce y grata es la vida
si la perfumas y alientas
con tu amor, Madre querida!
ORACIÓN
Cuando considero, ¡oh, María!, tierna y dulce Madre de los hombres, que vuestras entrañas
están siempre llenas de amor, para con nosotros, yo siento que la más firme confianza
renace en mi corazón y que se disipan todos los negros temores que me afligen, en orden a
mi salvación. ¡Sois tan buena, tan amable, tan misericordiosa! ¡Ah!, si Vos no fuerais mi
Madre, ¿quién me consolaría en mis sufrimientos, quién me sostendría en mi debilidad,
quién calmaría las inquietudes que turban mi corazón? Vos sois la salvaguarda del pobre y
del desvalido; Vos sois el gozo y la esperanza de los que padecen; Vos la estrella que jamás
se oscurece, en medio de las tempestades de la vida. Vos sois la mediadora entre Dios y
nosotros, Vos desarmáis, con vuestros ruegos, la mano irritada del Señor, Vos nos abrís un
corazón de madre, para que depositemos en él, nuestras tristes confidencias. Vos sois mi
Madre, ¡oh, qué felicidad!... Yo lo diré a todas las criaturas: María es mi Madre; yo lo
repetiré sin cesar, en todas las horas de mi vida, en el gozo, como en el dolor, de mis labios
moribundos, caerá esa última palabra: ¡Vos sois mi Madre! Teniéndoos a Vos por Madre,
nuestra felicidad es mayor que la de los ángeles, porque ellos solo os tienen por Reina.
Escuchad, ¡oh, María!, con especialidad, las plegarias de todas las madres, que colocan a
sus hijos bajo vuestra maternal protección, a fin de que, madres e hijos, en la tierra y en el
Cielo, seamos recibidos en los brazos de vuestra divina maternidad. Amén.
PRÁCTICAS ESPIRITUALES
1.- Hacer un acto de entera y perpetua consagración a la Santísima Virgen, como una
prueba de que la reconocemos por Madre.
2.- Saludar a la Santísima Virgen, con un Avemaría, toda vez que veamos alguna imagen
suya.
3.- Oír una Misa, en sufragio del alma más devota de María.

DÍA VIGÉSIMO SÉPTIMO


4 de diciembre

AMOR QUE DEBEMOS PROFESAR A MARÍA

CONSIDERACIÓN
Si la bondad maternal de María no fuera bastante motivo para decidirnos a amarla, la
consideración de sus perfecciones no podrá menos que hacer brotar, en nuestros corazones,
el más ardiente y generoso amor, por la que reúne en sí todo lo que hay de grande y
perfecto en el orden de la naturaleza y de la gracia.
La belleza física y la belleza moral, la hermosura del cuerpo y del alma, arrebatan
espontáneamente el amor a nuestros corazones, porque, como dice un sabio de la
antigüedad, cualquiera que tenga ojos para verla, no puede menos que tener corazón para
amarla.
Ahora bien, ninguna criatura, después de Jesucristo, ha poseído en grado más excelso, la
hermosura del cuerpo y del alma. María fue la obra predilecta del poder del Altísimo y en
ella tuvo sus complacencias, desde la eternidad. Su cuerpo, destinado a ser el santuario de
la divinidad, debió de poseer toda la perfección de que es capaz la naturaleza y toda la
hermosura que convenía a la que debía ser el tabernáculo vivo y animado de la belleza
infinita. Por eso, los Libros Santos, profetizando esa belleza incomparable, han podido
exclamar: “Toda hermosa eres, amiga mía, toda hermosa eres”, lo que vale tanto como
decir que, en su persona, se encierra una belleza sin medida.
La belleza por excelencia es Dios y esa hermosura se comunica a las criaturas, en el mismo
grado en que se unen a Dios, como la pureza de las aguas es tanto mayor, cuanto más cerca
están de las fuentes. Y, ¿con cuál criatura se ha unido más estrechamente la infinita belleza,
que con María? ¿No la amó y la prefirió a todas, eligiéndola por Madre del Verbo
Encarnado? – Esta consideración hacía exclamar a San Epifanio: “Sois, ¡oh María!, la
primera belleza, después de Dios y, en comparación de la vuestra, no tienen sobra de
hermosura los serafines, ni los querubines, ni todos los nueve coros de los ángeles. Los
considero, en vuestra presencia, como a las estrellas del cielo, que pierden toda su luz,
cuando el sol aparece”. Pero, sin necesidad de acudir a tales conjeturas, para conocer la
belleza física de María, no necesitamos sino oír el testimonio de los que tuvieron la dicha
incomparable de verla, cuando aún era peregrina en la tierra. San Dionisio Areopagita,
después de haberla visto, decía que si la fe no le enseñara que no podía existir más que un
Dios, habría adorado a la Santísima Virgen, como a Dios. La belleza cautiva, sin violencia,
los corazones y aun esas bellezas frágiles e imperfectas, que el mundo admira, han tenido
poder para trastornar a pueblos enteros. Arrebate, pues, nuestro amor, la hermosura
incomparable de María y encienda en nuestro pecho, un incendio voraz.
Pero, si tanto puede la hermosura del cuerpo, ¿cuánto más deberá seducirnos la belleza del
alma, que excede a la primera, como el alma excede en excelencia al cuerpo? – Decía Santa
Catalina de Siena, que si pudiésemos ver, con los ojos del cuerpo, la belleza de un alma sin
pecado, y con solo el primer grado de gracia, quedaríamos tan sorprendidos al reconocer
cuánto sobrepujaba a todas las bellezas de la naturaleza corpórea, que no habría quién no
desease morir, si fuera preciso, por conservar beldad tan hechicera. Ahora bien, si la última
de las almas, en el orden de la gracia, encierra en sí tanta belleza y, si remontado el vuelo,
contemplásemos a las almas que han subido a otros grados de gracia, más elevados, hasta
llegar a la más perfecta, ¿cuánta no sería nuestra admiración, en presencia de su hermosura?
Pues bien, la más elevada de esas almas, no es más que una sombra, comparada con María,
porque ella posee más gracias y, por consiguiente, más belleza que todos los Santos y
bienaventurados juntos. Todas esas celestiales bellezas, son siervos y vasallos de María.
Ella sola es la Madre del Creador de todos ellos; ella, después de Dios, es quien tiene
extasiados de amor y de dicha, a los moradores de la celestial Jerusalén.
¡Ah!, ¡si todos los que se deleitan en las efímeras bellezas del mundo, hubiesen
contemplado, por un instante, la beldad de María, todo otro afecto moriría al punto, en sus
corazones! Mas, si no nos es dado contemplar, con los ojos del cuerpo, la hermosura de su
alma, adornada con todas las piedras preciosas de las virtudes, a lo menos procuremos verla
siempre, con los ojos del alma, para extasiarnos en su belleza y embriagarnos en las delicias
de su amor.
EJEMPLO
El Papa de la Inmaculada Concepción
Pío Nono, cuya santa memoria está unida con lazo de oro a las glorias de María, debió a la
protección de esta Madre bondadosa, un señalado favor, al comenzar su carrera sacerdotal.
Mientras el joven Juan María Mastai era estudiante, le acometió una grave enfermedad, que
lo inhabilitaba para seguir las inclinaciones que lo arrastraban al estado eclesiástico. Esta
enfermedad era la epilepsia, que comúnmente es incurable. Los médicos confesaron su
impotencia, para contener el mal y presagiaban en poco tiempo, un final lamentable.
Cuando comenzó a estudiar teología, los ataques eran menos frecuentes y pudo recibir las
órdenes menores.
En esa época, pasaron por Sinigaglia, pueblo natal de Pío IX, varios misioneros, a quienes
prestó el joven Juan María, con celo ferviente, los humildes servicios de Catequista. Esto le
valió la dispensa de la Santa Sede, del impedimento para su ordenación, con la condición
de celebrar el santo sacrificio, acompañado de otro sacerdote. La enfermedad no había
desaparecido y todo inducía a creer que llegaría, con el tiempo, a imposibilitarlo para el
ejercicio del ministerio sacerdotal, no obstante la bondad y condescendencia paternales que
había usado para con él, el Papa Pío VII. El joven sacerdote había aprendido a amar a
María, en las rodillas de su piadosa madre y, desconfiando de los recursos humanos, puso
toda su confianza en la protección de la Santísima Virgen. Con el fin de interesarla más en
su favor, emprendió una peregrinación al célebre santuario de Nuestra Señora de Loreto,
donde pidió, con fervoroso ahínco, la salud, para dedicarse todo entero a la salvación de las
almas. La Reina del Cielo acogió benignamente la súplica de aquel humilde sacerdote, que
tanto había de glorificarla y, desde ese momento, la epilepsia desapareció, para siempre.
Reconocido a tan insigne favor, se consagró con mayor esmero, a servir y ensalzar a su
protectora celestial; y a ese amor hacia María, acrecentado por esta curación milagrosa,
debe la Cristiandad la declaración dogmática de la Inmaculada Concepción, que tanto ha
contribuido a encender, en las almas, el amor y la confianza en la Madre de Dios.
Elevado, más tarde, a la más alta dignidad de la tierra y después de haber ornado las sienes
de María, con la corona de la Inmaculada Concepción, volvió Pío IX al santuario de Loreto,
para cumplir un segundo voto. Allí puso, a los pies de su soberana protectora, un cáliz de
oro, de exquisito valor artístico y rogó por la Iglesia y el mundo, en aquella Casa donde
comenzó la obra de la redención del mundo. No estaban lejanos los días tempestuosos en
que la ola de la impiedad arrebató sus dominios temporales y derribó el trono secular en
que se sentaba el Papa-Rey.
La misma generosa mano que libertó al sacerdote de una enfermedad incurable, infundió
valor indomable, en el pecho del Pontífice, para resistir a los enemigos de la Iglesia y
sostener la dignidad del Pontificado Romano, que nunca ha sido más grande, que en las
horas de su martirio.
María, que ha sido, en todos los tiempos, la celestial protectora de la Iglesia, lo ha sido muy
en especial del ilustre Pontífice que pasará a la historia, con el nombre del Papa de la
inmaculada Concepción.
JACULATORIA
Dulce Madre, pues me amas,
haz que siempre el alma mía
tanto te ame, que algún día
pueda al fin, morir por ti.
ORACIÓN
¡Oh, la más pura y hermosa de las criaturas!, dulcísima Madre mía, ¿qué otra cosa podré
deciros yo, vuestro hijo y vuestro siervo, al considerar la perfección y belleza, tanto de
vuestro cuerpo, santuario del Verbo Encarnado, como de vuestra alma, precioso relicario de
las más excelsas virtudes, sino protestaros que os amo, con toda la ternura del más amante
de los hijos? Yo os amo, María, porque en Vos se encierra toda perfección y belleza. Yo os
amo, María, porque sois más pura que la luz del sol, más galana que la flor del campo, más
bella que la aurora, cuando sonríe a los prados, más amable que todo lo que arrebata en la
tierra, nuestro amor. Yo os amo, María, porque sois tan buena, tan misericordiosa, tan
compasiva con vuestros pobres hijos, porque sois Madre generosa, que olvidáis las
ingratitudes, para no atender sino a nuestra gran miseria. Yo os amo, María, porque sois la
Reina de los Ángeles, la soberana de los mártires y de las vírgenes, a quienes sobrepasáis
en santidad y perfecciones, como el sol sobrepuja en esplendor a los demás astros del
firmamento. Yo os amo, María, porque sois la consoladora de los afligidos, el refugio de
los pecadores, el sostén de los justos, el baluarte de los débiles y la dispensadora de todas
las gracias. Concededme, Señora mía, la gracia de amaros siempre, con la misma ternura,
de serviros siempre, con ardiente solicitud y de acompañaros un día, en el Cielo, para
unirme eternamente a Vos. Amén.
PRÁCTICAS ESPIRITUALES
1.- Adoptar la práctica de llevar al cuello, un escapulario, medalla u otro objeto que tenga la
imagen de María, e invocarla, en la hora de la tentación y del peligro.
2.- Rogar a María, delante de alguna imagen suya, por las necesidades de la Iglesia y en
especial, la de Chile.
3.- Privarse en algún día, por amor a María, de comer cosas de gula y apetito.

DÍA VIGÉSIMO OCTAVO


5 de diciembre

CONSAGRADO A HONRAR EL CORAZÓN INMACULADO DE MARÍA

CONSIDERACIÓN
María es, entre las puras criaturas, la que ha subido a más sublime altura, en la escala de las
perfecciones naturales y sobrenaturales. Sin embargo, si se busca, en ella, algún signo
exterior de su incomparable grandeza, apenas será dado encontrarlo. Es una doncella
modesta y pobre, que ha ligado su suerte a la de un humilde obrero, que vive de su trabajo y
habita bajo un pobre techo. Es porque toda la gloria de la hija querida del Rey del Cielo,
está oculta en su corazón, en el cual se encierran perfecciones más que humanas y más que
angélicas. Preservado de la corrupción universal, que anegó, a manera de impetuoso
torrente, a todos los hijos de Adán, el corazón de María fue concebido en la inocencia,
nacido en la santidad y enriquecido con todos los dones del Cielo. Dios ve reaparecer, en él,
toda la belleza y la pureza que el pecado desfiguró en el corazón del primer hombre, que
halla en él, sin mancha alguna que lo desfigure, ni germen alguno de pasión que lo turbe, ni
la más ligera falta que lo haga menos digno de su amor.
Es un corazón cuyas inclinaciones son enteramente santas y cuyos afectos todos, son
celestiales. En él, se contempla la divinidad como en un espejo, donde descubre su propia
imagen y se complace en sus perfecciones, como en la obra maestra de sus manos, más
primorosa que la creación de todos los mundos visibles. El Padre, adoptándola por hija
predilecta, preservó a María del pecado; la colmó de sus favores y la adornó con sus más
preciados dones. Desde que nace a la vida, Dios la recibe en sus brazos y la separa del
mundo, para que no conozca ni ame a otro padre que a Él. Cautiva voluntaria del amor,
apenas salida de la cuna, va a ofrecer su corazón en holocausto, al pie de los altares de su
Dios. Jamás se extinguió, en su corazón, el fuego sagrado del amor, que ardía como un leño
seco, sin consumirse jamás.
En ese corazón virginal, se celebraron las nupcias de una criatura humana, con el Santo de
los Santos, el Espíritu vivificador. La más rica variedad de las virtudes, forma los atavíos de
la feliz esposa y tanta era la belleza y la excelencia de la divina desposada, que Dios la
recibe en el seno íntimo de su amistad y le regala todas las delicias de su amor. Si ese
mismo Espíritu, descendiendo sobre los apóstoles, los transformó en hombres nuevos, ¿qué
maravillosos efectos no produciría en ese corazón, al cual no descendió como lengua de
fuego, sino como un torrente de llamas, para consumir todo lo que hubiera en él, de
humano y hacerlo digno tabernáculo de la divinidad? ¡Ah!, ¡qué perfecciones no
comunicaría a un corazón con el cual quería unirse, con nudos tan estrechos de amor! – El
entendimiento humano es demasiado limitado para sondear tan hondos misterios y la
lengua humana, impotente, para narrar tan grandes maravillas.
Pero lo que da, al corazón de María, una excelencia más augusta, es su calidad de Madre de
Dios. Es esta una dignidad incomparable, que abisma y confunde. Si Dios, cuando está
unido a una criatura, por la caridad, le comunica tantas perfecciones y gracias, ¿qué torrente
de gracias y qué cúmulo de perfecciones no comunicará a su Madre, durante los nueve
meses que habitó en su seno? ¡Qué emociones tan puras y tan santas harían latir el corazón
de María, cuando llevaba en sus brazos y estrechaba contra su pecho, al divino Infante!
¡Qué santidad comunicaría a su Madre, durante los treinta años que vivió con ella, bajo el
techo de un mismo hogar, en un comercio tan íntimo y en mutuas y diarias
comunicaciones!
Honremos, pues, con un culto digno y homenajes de amor y de alabanzas, al corazón
inmaculado de María, santuario de la divinidad, relicario de virtudes y dechado de las más
sublimes perfecciones. Amemos con amor ardiente y agradecido, a ese corazón, que ardió,
por nosotros, en tan vivas llamas de amor: es el corazón de una Madre, que se sacrifica por
sus hijos; es el corazón de una Reina, lleno de piedad y de misericordia, para con sus
pobres vasallos; es el corazón de la buena y amable Pastora, que buscaba a la oveja
descarriada, que la carga amorosamente sobre sus hombros y la conduce al abrigado
aprisco.
EJEMPLO
María, Salud de los que la invocan
Uno de los muchos peregrinos a quienes el amor a la Reina del Cielo conduce a la gruta de
Lourdes, escribía, en 1873, lo siguiente:
“Llegado a Lourdes, en la mañana del día de la Asunción, me dirigí inmediatamente a la
gruta milagrosa y vi que un gran número de personas se acercaba a la reja, con un
apresuramiento y emoción que me indicaron que algo extraordinario acababa de suceder.
Pregunté la causa del movimiento y se me respondió: Es un milagro que acaba de
verificarse y el sacerdote a quien la Santísima Virgen ha sanado milagrosamente, está
firmando cédulas, para todos aquellos que deseen un testimonio el milagro. Yo me acerqué
y pude obtener una cédula, que llevaba al pie, la firma del abate de Musy, de la diócesis de
Autún.”
“Todos deseábamos conocer los pormenores del prodigio; entonces, un sacerdote se acercó
a la reja y, lleno de emoción, dijo lo siguiente a la numerosa concurrencia de peregrinos que
allí estaba: Deseáis saber lo que acaba de suceder y voy a complaceros, para alentar vuestra
confianza en la protección de María. Un sacerdote padecía desde hace veinte años, una
enfermedad dolorosa, que la ciencia no ha podido aliviar. De once años a esta parte, no
podía celebrar el santo sacrificio y desde hace tres meses, estaba enclavado en una silla
rodante, sin poder hacer ni el más ligero movimiento… Esta mañana, fue llevado
trabajosamente, para oír una Misa que se iba a aplicar por su salud. En el momento de la
elevación, ese sacerdote inválido se sintió con fuerzas, para ponerse de pie, sin auxilio
ajeno; poco después, pudo ponerse de rodillas y terminar la Misa en esa posición.
Terminada la Misa, pudo bajar por sí solo, de la cripta a la gruta, sin fatiga ni cansancio; y
ya lo veis en pie, sin rastro de enfermedad, como cualquiera de vosotros; porque sabed que
ese feliz sacerdote, tan bondadosamente curado por María, es el mismo que os habla, en
este instante.”
“Ayudadme a dar gracias a mi celestial bienhechora, por el extraordinario prodigio de que
acabo de ser objeto, a pesar de mi indignidad y pedidle, conmigo, que complete su obra,
obteniéndome la gracia de emplear lo que me queda de vida, en ganar muchas almas, al
amor de su divino Hijo.”
Mientras esto decía, el sacerdote derramaba abundantes lágrimas y lloraban con él, todos
los presentes… “He aquí, decían unos, la tierra de los prodigios… Que venga la
incredulidad, decían otros, a explicar naturalmente las cosas que aquí se ven… María,
exclamaban los de más allá, es la gran bienhechora del mundo…”
Así es, en verdad; ¿quién podrá reducir a guarismo sus beneficios? ¿Quién podrá contar el
número de los que han hallado, a sus pies, el consuelo, la salud, la gracia y la vida? Más
fácil sería contar las estrellas del cielo y las arenas del mar.
JACULATORIA
Tu corazón, ¡oh, María!
será mi asilo y refugio
en las penas de la vida.
ORACIÓN
¡Oh, corazón amabilísimo de María!, santuario augusto de la beatísima Trinidad, dechado
perfectísimo de todas las virtudes, yo os amo y bendigo, con todas las efusiones del amor
más ardiente que puede caber en el corazón de un hijo amante. En vuestro corazón, ¡oh
María!, buscaré yo un asilo, en todas las desgracias de la vida; en vuestro corazón buscaré
el consuelo, en medio de las penas que aflijan mi existencia, en vuestro corazón buscaré la
paz, la seguridad y el aliento, en medio de los combates que debo librar contra los enemigos
de mi salvación. Vos seréis, ¡oh, corazón maternal!, el nido donde, ave fugitiva del mundo,
iré a buscar el reposo que tanto anhela mi corazón. Ved cuán triste y despedazado lo tienen
las aflicciones, las contrariedades y las pasiones que lo turban; ved cómo gimo bajo el peso
de mis pasadas infidelidades y de mis numerosos delitos. ¡Oh, corazón adorable de María!,
corazón traspasado por siete agudos puñales de dolor; corazón el más puro, santo y
perfecto, despréndanse de vuestras llagas, raudales de bendiciones que robustezcan mis
postradas fuerzas, que alienten mi debilidad y me consuelen, en mis penas y sinsabores. A
Vos acude un hijo lloroso, que no tiene, después de Dios, otra esperanza que Vos, ni otro
amparo ni otra tabla de salvación, en medio de las tempestades de la vida. Pero ya siento,
¡oh, corazón querido!, que renace, en mi alma, la paz turbada y la esperanza perdida,
porque es imposible que sea desoído quien, como yo, os llama y quien, como este afligido y
desamparado hijo, os implora. Protegedme y seré salvo, por vuestra piedad nunca
desmentida. Amén.
PRÁCTICAS ESPIRITUALES
1.- Besar amorosamente, alguna imagen de María, para avivar en nuestro corazón, el amor
hacia ella.
2.- Rezar siete Salves, en honra del Corazón Inmaculado de María, pidiéndole que nos
conceda la pureza de alma y cuerpo.
3.- Hacer el propósito de honrar, de una manera especial, a la Santísima Virgen, todos los
sábados del año.

DÍA VIGÉSIMO NOVENO


6 de diciembre

MARÍA, MODELO DE TODAS LAS VIRTUDES

CONSIDERACIÓN
El corazón de María es como un vaso lleno de las más exquisitas esencias que, por su
mezcla, forman el más delicioso de los perfumes. Esos perfumes son la suave exhalación de
las virtudes que brotaron en él, como plantas aromáticas en un vergel cerrado, que crecen
resguardadas de los ardores del estío y de los hielos del invierno.
María fue pura, como el lirio de los valles: jamás mancha alguna empeñó su inocencia. Y,
sin embargo, ¡cuántas precauciones, para conservar un tesoro que no podía perder! Desde
sus más tiernos años, huye del aliento pestífero del mundo; va a colocar su inocencia al
abrigo de la soledad. Su pudor se turba aún a la vista de un ángel y tanto amaba la
virginidad, que no solo la prefiere a los goces y grandezas de la tierra, sino aun al insigne
honor de ser la Madre de Dios, si, para serlo, hubiera sido preciso perderla.
La humildad más profunda, se unía con amorosa lanzada, a la pureza más angelical. Ella
contaba, entre sus ascendientes, una falange de gloriosos monarcas pero, humilde y
modesta, se condena a la más triste oscuridad y, da su mano de esposa, no al poderoso y al
grande, sino a un pobre artesano, para aceptar juntamente con su mano, las humillaciones
inseparables de la pobreza. Favorecida con la plenitud de las gracias, jamás se gloría de los
favores de que es objeto.
María desprecia, desde su infancia, el fausto y las riquezas, para someterse a los rigores y
las privaciones de la indigencia. Habita en una pobre aldea y en una morada estrecha y
desmantelada, aquella que había de sentarse, un día, sobre los coros de los ángeles.
Groseros y pobres vestidos cubren la desnudez de aquella que había de tener al sol por
manto y a las estrellas, por corona. Ella no tiene, para su Dios y para su Hijo, otra cuna que
una roca, ni otro lecho que un puñado de tosca paja. ¡Digna Madre del Dios que no tuvo
dónde reposar su cabeza, que vivió de su trabajo y que murió desnudo! María comprendió
cuántos tesoros se encerraban en aquella máxima divina, que lleva el consuelo al corazón
del menesteroso: Bienaventurados los pobres.
Y ¿quién no admira su paciencia invencible, en medio de los trabajos y sufrimientos, su
inalterable dulzura, aún en presencia de los más implacables enemigos de su Hijo, su
tranquilidad jamás turbada, aun en medio de los mayores peligros; su generosidad, superior
a todos los sacrificios y, en fin, su obediencia ciega y muda, que no investiga, ni sufre
tardanzas, ni expone excusas.
Contemplemos, pues, llenos de admiración, ese digno objeto de nuestra religiosa
veneración; pero no nos limitemos a honores estériles y a una manifestación puramente
exterior de nuestra admiración, lo que hay de más esencial, en el culto que le debemos, es la
imitación de esas excelentes y preciosas virtudes, que son su más rica corona. Esta es la
expresión más positiva y elocuente del verdadero amor: el que ama con sinceridad, es
arrastrado, por un impulso irresistible, a copiar en sí mismo, la imagen del objeto amado,
conformándose a él, en todo lo que le permite su condición. El pequeño niño, que tiene
todo su amor concentrado en su madre, trata de imitarla, hasta en sus defectos.
Uno de los designios más altos que Dios se propuso, en la creación de ese tipo maravilloso
de perfección, fue el de presentar, a los hombres, una criatura humana, ataviada con todas
las virtudes, para que la tuviesen sin cesar a la vista y la imitasen en la medida de las
fuerzas de cada uno. Dios quiere que imitemos a María, haciendo de cada uno de nosotros,
otras tantas copias de ese divino original. Ella no aceptaría con gusto nuestros obsequios, si
no fueran acompañados del deseo de imitarla. Nos abre su corazón, a fin de que dibujemos
en el nuestro, todos los preciosos delineamientos del suyo.
EJEMPLO
Un rasgo de amor a María
En un pueblo de Francia, había una capilla dedicada a Santa Bárbara, en que se veneraba
una hermosa estatua de María Inmaculada, que era objeto de tierna devoción para los
habitantes de la ciudad y de sus contornos. Sucedió que esta capilla fue destruida, para
sustituirla por una iglesia de mayores dimensiones, pero los recursos de que se disponía
para la obra, no alcanzaron sino para lo indispensable, por lo cual la venerada estatua de
María se encontraba como relegada a un rincón del nuevo templo, en tanto que fuese
posible reunir los fondos necesarios para destinarle un santuario especial.
A pesar del aparente abandono en que se la tenía, el pueblo no cesaba de venerarla,
pudiéndose ver, cada día, a muchas personas de rodillas, ante el pedestal en el que estaba
provisionalmente colocada. Entre sus más asiduos admiradores, se señalaba a una pobre
obrera, que vivía escasamente de su trabajo. Su corazón amante se sentía lastimado de ver
que la sagrada imagen no se hallara dignamente honrada y no cesaba de discurrir la manera
de remediar este involuntario abandono, ocasionado por la falta de recursos.
Un día, después de una fervorosa oración, se dirigió resueltamente a la portería del
convento de Capuchinos, encargados del servicio de la iglesia e hizo llamar al Guardián.
Este, creyendo que la pobre obrera iba en solicitud de alguna limosna, comenzó a
informarse, con benevolencia, acerca de su posición. No fue pequeña su sorpresa al oír que
la obrera le preguntó, con ademán humilde, pero resuelto, cuál sería la cantidad que se
necesitaba para construir un altar a la imagen de María inmaculada.
No se necesitan menos de mil quinientos francos, le respondió el Padre Guardián. - ¿Esta
suma bastaría, replicó la obrera, para hacer un altar elegante y hermoso? – Eso sería
suficiente, agregó el religioso: pero, a pesar de nuestros buenos deseos, no hemos podido
reunir esa cantidad, nos hemos resignado a esperar que la Providencia nos la proporcione.
Seis meses después, la misma obrera volvía a tocar la puerta del convento y a llamar al
Padre Guardián. Al verle, la dijo con aire de satisfacción: la Divina Providencia os envía,
por mi mano, la cantidad necesaria para construir el altar de María. - ¿Cómo, hija mía, le
dijo el religioso, sois vos la que erogáis esta suma?
No os asombréis, padre mío, pues aunque soy pobre, durante seis meses, trabajando más y
gastando menos, he podido reunirla, para el objeto indicado. – Pero, vos tendréis familia,
padres o hermanos… - Yo soy sola en el mundo: mis padres, mi familia y mi todo es la
Santísima Virgen María. – Pero, a lo menos, replicó el padre, este dinero es vuestro
porvenir y puede ser vuestro recurso, en las enfermedades o en la vejez. – Tengo buena
salud, respondió la obrera y aún puedo, con mi trabajo, formar algún pequeño peculio, para
más tarde. En cuanto al dinero que pongo en vuestras manos, lo he reunido para María y a
ella sola pertenece.
El buen religioso recibió, maravillado y enternecido, aquella suma, ganada con el sudor de
un pobre, a costa de penosas privaciones y se alejó de la obrera, bendiciéndola por este acto
de generosidad, que hallaría su recompensa en el Cielo.
En poco tiempo, la estatua de María Inmaculada se levantaba en un hermosísimo altar, sin
que nadie supiera cuál había sido la mano que lo había costeado. Con esto, la devoción a
María se acrecentó en el pueblo y la generosa obrera, llena de contento, iba cada día, a
recoger, a los pies de Madre, bendiciones que la santificaron.
JACULATORIA
De virtudes, relicario,
dechado de perfección,
haced de mi alma un santuario
que sea digno de Dios.
ORACIÓN
¡Oh María!, cuán grato me es contemplaros, ataviada de las más preciosas virtudes, para ser
el modelo y dechado de toda santidad. La perfección de una madre es siempre un motivo de
mayor ternura y de más decidido amor para los hijos, que no solo ven en ella, a la autora de
su existencia, sino también un modelo que imitar. Al veros tan santa, tan perfecta y tan
favorecida de Dios, no puedo menos que amaros más y más, como el tipo que Dios quiere
que me proponga copiar en mí mismo, para agradarlo y conseguir la eterna salvación. Daos
a conocer, ¡oh María!, para que yo, penetrando en el conocimiento de vuestras sublimes
perfecciones, pueda hacerme semejante a Vos. Abrid vuestro corazón, para que mis ojos
puedan extasiarse en las heroicas virtudes que lo adornan. Ayudadme, ¡oh, Madre de
gracia!, a practicar la virtud y a adquirir los conocimientos que pueden asegurarme la
posesión del reino eterno. Que la humildad, la caridad, la angelical pureza, el desasimiento
de todos los bienes de la tierra, la obediencia y la entera sumisión a la divina voluntad, sean
¡oh María!, las piedras preciosas de mi corona. Yo quiero que, en adelante, el más valioso
homenaje que deje a vuestros pies, sea el propósito de imitaros, porque ese es un obsequio
que Vos estimáis en más, que las coronas y las flores con que vengo diariamente, a
embellecer vuestra imagen querida. La mejor prueba del verdadero amor, es el deseo de
asemejarse al objeto amado y, como yo os amo, con todo el amor de un hijo, me propongo
copiar en mí, en cuanto me sea permitido, la bella imagen de vuestro corazón, a fin de que,
imitándoos en la tierra, alcance, en el Cielo, la bienaventuranza que está prometida a todos
los que os imiten. Amén.
PRÁCTICAS ESPIRITUALES
1.- Ejercitarse frecuentemente en la humildad, aceptando en silencio, las humillaciones y
haciendo actos que nos rebajen en concepto de los demás.
2.- Adoptar, desde hoy, la saludable resolución de honrar a María, rezando todos los días, el
santo Rosario, por ser la devoción que le es más grata.
3.- Rogar, a María, por la persona o personas que nos hubiesen ofendido o que nos inspiren
más aversión y desprecio.

DÍA TRIGÉSIMO
7 de diciembre

LA DEVOCIÓN A MARÍA

CONSIDERACIÓN
La devoción a María es tan antigua como el mundo y tan prolongada como la historia.
Nació el mismo día en que, en medio de la catástrofe del Paraíso, fue anunciada al mundo,
como la corredentora del linaje humano. El mismo Jesús, mientras estuvo en la tierra, fue el
maestro de esa devoción consoladora, que tantas horas felices y tantos consuelos inefables
depara a los desgraciados peregrinos de la tierra. La devoción no es más que la expresión
de un amor interno. Y ¿quién dio manifestaciones más tiernas y elocuentes de amor hacia
María, que su divino Hijo? Cuando, pendiente del cuello de María, imprimía en su mejilla,
ternísimos ósculos de amor; cuando corría a refugiarse en el regazo de su Madre, para
dormir allí el sueño de los ángeles; cuando la acompañaba en sus veladas y compartía, con
ella, el fruto del trabajo; cuando, en fin, próximo a expirar en la cruz, la recomendó a la
solicitud del más amado de sus discípulos, ¿qué otra cosa hacía Jesús, sino enseñarnos a
amar a María?
Jesucristo quiso dejar establecida, en el mundo, la devoción a su Madre, juntamente con la
Iglesia. Por eso, los apóstoles, herederos del espíritu de su maestro, propagaron la devoción
a María, al mismo tiempo que llevaban a todas partes, la luz del Evangelio. La Iglesia, por
su parte, la ha conservado, propagado y defendido, con el celo que requieren los grandes
intereses de las almas. Por eso, todos los hijos de la Iglesia emulan, con entusiasmo, el culto
de la Madre de Dios. ¡Desventurado de aquel cuyo corazón está negado a los dulcísimos
consuelos que esa devoción produce en el alma! Como es triste y amarga la condición de un
pobre huérfano, que jamás conoció las ternuras de un amor maternal, así es triste y digna de
compasión la condición del hombre que no ha probado las delicias que se encierran en el
amor a María.
Y nada hay más justo que esa devoción. Ella es el Refugio de los pecadores, que se
compadece de su miseria y procura su salvación, con más amorosa solicitud, que la que
tiene una madre, por la felicidad de sus hijos. Ella es la amable Consoladora de los
afligidos, que guarda en su corazón de madre, consuelo para las almas atribuladas, remedio
para todas las dolencias, bálsamo celestial, para todas las heridas. Ella ha sido tan generosa
para con nosotros, que no ha omitido sacrificio, con tal de socorrernos y salvarnos. Si se
sometió al dolor de ver morir a su Hijo, fue únicamente porque sabía que ese sangriento
sacrificio era necesario para salvarnos. Pero, ¿quién podrá fijar los límites de su amor? –
Más fácil sería medir la extensión de los mares, la inmensidad del espacio y la profundidad
de los abismos.
Para que la devoción a María sea verdadera, es preciso que viva y se manifieste dentro y
fuera del hombre; que viva en el corazón y que se manifieste en las obras. Si de alguna de
estas dos condiciones careciese, sería, o un cuerpo sin alma o un alma sin cuerpo.
Nuestra devoción debe consistir en honrarla, amarla y servirla. Debemos honrarla, porque
ha sido sublimada a la más excelsa grandeza. Toda dignidad merece ser honrada y ¿quién
puede sobrepujar en dignidad a la que ha sido la Madre de Dios? – A ella, pues, debemos
tributarle un culto solo inferior al de Dios, pero superior al de los ángeles y de los santos,
porque a todos ellos sobrepasa en dignidad, grandeza y excelencia.
Debemos amarla, porque, si la grandeza merece respeto, la bondad despierta amor y
confianza. ¿Quién más amable y bondadosa que María?
Pero nuestro amor sería estéril, si no se manifestase por medio de nuestras obras: por eso,
debemos servirla, como un hijo sirve a su madre y un súbdito a su señor. Solo con estas
condiciones, nuestra devoción será verdadera y atraerá sobre nosotros, las bendiciones de
María.
EJEMPLO
La perseverancia en la devoción a María, recompensada
El sabio Obispo de Orleans escribe el hecho que pasamos a referir:
“Hay algunas veces, en la vida del sacerdote, circunstancias en que un rayo de gracia eterna
penetra en el alma y proyecta resplandores celestiales, que no permiten olvidarlas jamás.
Yo tuve, un día, una revelación clara y manifiesta del poder que encierra el Avemaría, en la
escena conmovedora que tuve ocasión de presenciar, junto a un lecho de muerte, al recoger
y bendecir el último suspiro de una joven que había asistido unos años antes, a la
preparación que yo hacía a los niños de Primera Comunión.
“Yo tenía la costumbre de recomendar a los niños, que siempre fuesen fieles a la recitación
diaria del Avemaría, como un medio de perseverancia en los buenos propósitos, hechos al
pie de los altares. La joven moribunda, que frisaba apenas en los veinte años de edad y que
hacía un año se había desposado, había sido siempre fiel a mis consejos.
“Hija de uno de los viejos mariscales del Imperio, adorada de un padre, de una madre y de
un esposo, rica, joven y feliz, con toda la felicidad que puede apetecerse en el mundo, en
medio de todas esa dichas del presente y acariciada por los más hermosos sueños del
porvenir, fue herida en la primavera de su vida, por la guadaña de la muerte, que no
perdona ni edades ni condiciones. Era necesario morir, porque hay enfermedades ante las
cuales, la ciencia y el poder de los hombres son vanos. Yo fui encargado de comunicar a la
joven enferma, tan terrible nueva. Lleno de dolor, pero con frente serena, entré en la alcoba
de la enferma. Su madre estaba desolada, su padre, anonadado, su marido, desesperado.
Pero cuál no fue mi sorpresa, al ver dibujarse, en sus labios, una dulce sonrisa. ¡Esa joven,
que iba a ser arrebatada súbitamente a las esperanzas más halagüeñas, a las más legítimas
felicidades, a los afectos más tiernos, más ardientes y más puros, sonreía dulcemente…! La
muerte se acercaba con pasos apresurados: ella lo sabía, lo sentía y lo adivinaba y, sin
embargo, sonreía con cierta tristeza dulce y con una serenidad heroica. Al verla, yo no pude
reprimir las emociones de mi corazón y mis labios se abrieron involuntariamente, para
exclamar: ‘Hija mía, ¡qué desgracia!’ Y ella, con un acento cuyo eco suave resuena todavía
en mi oído, me dijo: ‘¿Acaso no creéis que yo vaya al Cielo?’ – Hija mía, repliqué, yo
abrigo esa dulce esperanza. – Yo estoy segura, repuso la joven, sin vacilación. Y, ¿qué os
da esa certeza, hija mía?, le dije. – Un consejo que vos me disteis en otro tiempo. Cuando
tuve la dicha de hacer mi Primera Comunión, me recomendasteis que recitase todos los días
el Avemaría, con filial amor. Yo he sido, desde entonces, fiel a esa práctica y de cuatro
años ha, no he dejado ni un solo día de recitar mi Rosario. Esto es lo que me concede la
dulce seguridad de irme al Cielo, porque yo no puedo creer que, habiendo dicho tantas
veces: Santa María, Madre de Dios, ruega por mí, pobre pecadora, ahora y en la hora de
mi muerte, la Virgen me desampare en este momento, en que voy a expirar.
“Así habló la piadosa joven, con un acento que me arrancó lágrimas de admiración y de
ternura. Yo presencié el espectáculo de una muerte enteramente celestial. Yo vi a una
criatura arrebatada en flor, a todo lo que puede amarse en el mundo, dejar a un padre, a una
madre, a un esposo y a un pequeño hijo, sin lágrimas en los ojos y con una serenidad
imperturbable en el corazón. En medio de todos esos lazos que se cortaban y que, en vano,
se empeñaban en retenerla, no viendo más que el Cielo, escápase de su pecho, su último
suspiro, como el último perfume que despide la flor, al inclinar su corola marchita, por el
viento helado de la tarde.”
JACULATORIA
En tu regazo, ¡oh María!
mi vida, mi alma y mi cuerpo
yo pondré desde este día.
ORACIÓN
Solo al pensar, ¡oh María!, en que pueda alguna vez olvidar tus favores y abandonar tu
amor, siento mi alma desgarrada por la más amarga pena. ¡Ser ingrato a tus beneficios, ser
desconocido a tus finezas, ser indiferente a tu amor, ¡oh qué terrible desgracia! Vivir
privado de los consuelos que se encierran en tu regazo maternal, vivir sin probar las
dulzuras de tu amor, vivir sin ser acariciado por tu mano de madre, es, Señora mía, vivir
muriendo. ¡Ah!, no lo permitas, bondadosa Madre, no me prives, por piedad, de la felicidad
de amarte, no me niegues jamás la dicha de ser siempre tu hijo y de poder llamarte siempre
mi Madre. ¡Qué sería de mí, si tú no me consolaras con tus amorosas palabras y no me
regalaras con tus bendiciones, si no me alentaras en las desgracias de la vida, si no vinieras
a enjugar mis lágrimas y a sostener en mi debilidad!... No, mil veces no; yo seré siempre
fiel a tus inspiraciones, recordaré siempre, con ardiente gratitud, tus beneficios, estimaré
siempre, más que mi propia vida, la conservación de tu amor. No me importa vivir privado
de todos los goces de la vida, con tal de verte siempre a mi lado y sentir, en mi corazón, el
perfume de tu aliento y, en mi frente, el contacto de tu mano. Ámame, ¡oh María y vengan,
después, sobre mí, todas las tribulaciones, que nada temo, si me es permitido tener la
seguridad de que me amas. Ámame, ¡oh María!, nada me importará que el mundo me
olvide y me desprecie. Con tu amor, todo lo tengo, con tu amor, todo lo espero, con tu
amor, seré feliz en la vida y tendré la inefable seguridad de gozar contigo, en el Cielo, de la
eterna bienaventuranza. Amén.
PRÁCTICA ESPIRITUAL
Coronar los ejercicios de este Mes, con una comunión fervorosa.

DÍA DE CLAUSURA
8 de diciembre
(Se comenzará por rezar la oración de todos los días y, terminada que sea, se hará con el mayor fervor posible,
la siguiente)

CONSAGRACIÓN
ENTERA Y PERPETUA A LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA

Al terminar, ¡oh María!, el bello Mes que, llenos de amor y de alegría, hemos consagrado a
vuestro culto, no podemos menos de venir a vuestras plantas, a rendiros el último y más
valioso homenaje de nuestro amor filial, consagrándonos, entera y perpetuamente a vuestro
servicio. Bien escaso valor tendrían, ante vuestros ojos, ¡oh María!, los obsequios con que
hemos procurado honraros, si ellos no fueran la expresión del deseo de serviros, de amaros
y de honraros, mientras tanto nos dure la vida. Permitid, pues, que antes de separarnos de
vuestro santuario querido, antes que se despeje vuestro altar, de las flores que lo
embellecen, antes que cesen de subir al Cielo, las nubes de incienso con que hemos
perfumado vuestra imagen, os hagamos, en presencia del Cielo y de la tierra, una
consagración pública y solemne de cuanto somos y tenemos, en correspondencia a vuestras
amorosas finezas. Os consagramos, ¡oh, Madre querida!, nuestra alma, con sus potencias,
nuestro cuerpo, con sus sentidos, nuestro corazón, con sus afectos y nuestra vida, con sus
goces. Sois, ¡oh María!, nuestra tierna Madre y los hijos todo lo deben a aquellas de
quienes recibieron el ser. Pobres son las ofrendas y humildes los obsequios que, llenos de
complacencia, os consagramos, en este día, el último de esta hermosa serie en que hemos
sido tan favorecidos por vuestra maternal bondad. Pero, si esos obsequios son pobres,
atended, ¡oh, María!, a que ellos son todo lo que tenemos y a que es grande la voluntad con
que os los ofrecemos.
Queremos, en adelante, perteneceros, como un hijo pertenece a su madre, como un siervo
pertenece a su señor, como un súbdito a su reina. Nada habrá en nosotros de que Vos no
podáis disponer: si queréis nuestro corazón, aquí lo tenéis dispuesto a consagraros sus más
puros y encendidos afectos. Ya las criaturas y los falsos bienes de la tierra, que por tanto
tiempo nos han seducido, no debilitarán el amor que os debemos; ya la tibieza con que
hasta hoy os hemos servido, se convertirá en solicitud asidua y ardiente, por vuestra gloria
y vuestro culto; ya, en fin, los votos de nuestro agradecimiento os harán olvidar nuestra
pasada ingratitud.
Acoged benigna esta consagración, que hoy os hacemos, con el corazón lleno de amor y de
alegría; dignaos bendecirla y hacerla fecunda en gracias y mercedes; haced que
perseveremos siempre en esta resolución y que el último aliento de nuestra vida sea
también el postrer suspiro de amor que, hacia Vos, exhale nuestro corazón. Esta es, ¡oh
Madre!, la gracia que con más fervor os pedimos, al terminar este Mes de bendición y esta
resolución que hacemos, en presencia de los ángeles y bienaventurados, será también la flor
más preciosa que coronará el ramillete místico que hemos procurado formar, con nuestros
actos de virtud. Levantad, ¡oh María!, vuestra mano y bendecidnos y haced que esta
bendición sea, para vuestros hijos, prenda de eterna felicidad en el Cielo. Amén.
Aquí se hará una breve pausa, para pedir a la Santísima Virgen, la gracia que se desea
conseguir y después se terminará con la siguiente:
ORACIÓN
PARA TERMINAR LOS EJERCICIOS DEL MES

¡Oh, María!, se acerca el fin de este bello Mes que nuestro amor os ha consagrado y ya
vemos concluir el último de sus días; pero jamás nos abandonará el recuerdo de los goces
que, en él, hemos experimentado; guardaremos con sumo cuidado las bendiciones que
habéis derramado sobre nosotros, permaneciendo fieles a los santos juramentos que tantas
veces hemos renovado, al pie de este altar. Ya no nos reuniremos diariamente, en este
piadoso santuario, para cantar vuestras alabanzas y expresar los votos de nuestros
corazones; pero volveremos aquí, a repetiros que os amamos y que queremos amaros
siempre. No veremos ya este trono de flores, que nuestras manos os han preparado y desde
donde os dejáis ver, con vuestros brazos abiertos, inspirando la más tierna confianza. Muy
luego van a desaparecer y a marchitarse las bellas flores que os adornan; pero sabemos que
hay otras que jamás se secan y cuya belleza puede saciar vuestras miradas y su perfume
subir hasta Vos: estas son las que os prometemos conservar en nuestros corazones.
Sí, el fervor, la piedad, la inocencia, la caridad, la dulzura, son los lirios y rosas que os
agradan; nos reputaríamos felices si siempre os los pudiéramos ofrecer. ¡Oh, María!, en este
último momento, recibid los postreros votos de vuestros hijos; prosternados a vuestros pies,
al concluir este día, bendicen por última vez, vuestras misericordias y se consagran a Vos,
de nuevo y para siempre; ponen en Vos toda su confianza, ya en el tiempo, como en la
eternidad que jamás concluye: ¡no permitáis que os seamos infieles! Que, mediante vuestro
socorro, se concluya este año en el fervor y en el más exacto cumplimiento de nuestros
deberes. Cuando se acerque la hora del peligro, cuando el mundo nos presente sus falsos
placeres, recordadnos los goces de estos días felices y las promesas que tantas veces os
hemos repetido y que entonces os invoquemos, triunfantes.
¡Adiós, Mes dichoso de María!, ¡adiós bellos días, que nos habéis deparado tan dulces
goces! ¿Por qué, decidnos, habéis transcurrido tan pronto? – Tan dulce como nos era
celebrar a nuestra Madre y presentarle diariamente el tributo de nuestras oraciones y de
nuestro amor. ¡Bellos días!, ¡felicísimos días!, ¡no deberías haber concluido!... ¡Ah!, ¡no
veremos ya levantarse vuestra aurora, sobre nuestro horizonte!
¡Santuario querido, donde se elevaban nuestras oraciones, con el perfume de las flores,
hacia el trono de María!, no resonaréis con nuestros cantos de alegría. Bien pronto habrá
desaparecido toda esta piadosa magnificencia, con que nuestra mano había embellecido el
altar de la Reina de los Cielos; no veremos ya esas guirnaldas suspendidas en torno de su
imagen querida. No podremos venir a sus pies, al fin de cada día, a cantar sus alabanzas y a
escuchar la voz amiga que nos cuenta sus grandezas y bondades. ¡Oh, amables reuniones de
la tarde, cuántas veces habéis enternecido nuestros corazones! Ángeles y Santos, sin duda
que entonces bajaríais de los Cielos, a participar de nuestra dicha y alegría y a honrar a
nuestra Reina y a nuestra Madre.
¡Adiós, pues, y, por última vez, adiós!, ¡oh, hermosos días! ¡Adiós, feliz Mes de María!
¡Adiós, delicias puras, que aquí gustaban nuestros corazones! ¡Horas afortunadas, días de
paz y de inocencia, adiós! - ¡Bien pronto no seréis para nosotros, más que un dulce y lejano
recuerdo!
LAS ROMERÍAS
Las peregrinaciones responden a un sentimiento natural del corazón humano. Hijos alejados
de la cuna de nuestra raza, marchamos de camino hacia una patria que no está aquí. La vida
es una jornada más o menos larga, cuyo término buscamos con incansable anhelo.
Por eso, el hombre es arrastrado por un impulso poderoso a ir a buscar, en lugares
apartados, los favores del Cielo, visitando los sitios santificados por la presencia de Dios y
de María y que han sido teatro de los prodigios del poder y de la munificencia divina.
Dios se ha complacido siempre, en predestinar ciertos lugares, para grabar en ellos, la
memoria de sus más grandes beneficios, haciéndolos fecundos en gracia y bendiciones,
para los que los visitan. La presencia de un lugar santo no puede menos que despertar la fe
y nutrir la devoción. ¿Quién podrá dejar de experimentar un sentimiento de amor y una
emoción santa y saludable, a la vista de Nazaret, de Belén o de Jerusalén? El recuerdo que
está adherido a esos lugares santificados por la presencia de Jesús y d María, como se
adhiere el musgo a las piedras del camino, hace subir, del corazón a los ojos, raudales de
dulces lágrimas. Si la vista de la antigua y ruinosa morada, donde jugueteó en mejores días
nuestra infancia y donde habitaron seres queridos que ya no existen, ejerce en el alma tan
poderosa influencia, ¿cuán dulce y tierna emoción no despertará la vista de los sitios
elegidos por Dios, para la manifestación de su amor y su poder?
¡No es extraño, entonces, que el amor a la Reina de los Cielos, arrastre hoy a multitud
innumerable de peregrinos, que van a visitar los santuarios que ella ha escogido, como
teatros privilegiados de su bondad maternal! ¡Con qué alegría marchan pueblos enteros, por
esos senderos desiertos, que conducen a un lejano santuario! El peregrino, apoyado en su
bordón de viajero y sin más provisiones que las indispensables para el viaje, deja contento
su hogar, su patria y los seres más queridos de su corazón, para ir a implorar la clemencia
de la Madre de Dios. Ora atraviese las espesuras de los bosques, llanuras fértiles o valles
solitarios e incultos, ora costee las orillas de los mares o las riberas de los ríos, el peregrino,
con su Rosario en la mano, va bendiciendo las bondades de Dios, las misericordias de
María y ensordeciendo los aires, con sus cánticos de alabanzas, que se prolongan en los
valles, encuentra eco en las montañas y son acompasados por el rumor de los torrentes y
cascadas del camino.
María no puede ser indiferente a tan sinceras manifestaciones del filial amor. Es indudable
que esos piadosos peregrinos recogerán, a manos llenas, los favores de la bondadosa
Madre, que jamás deja de corresponder generosamente a los obsequios de los que la aman y
veneran. Millares de hechos elocuentes nos prueban de sobra, esta verdad. ¡Cuántos
enfermos recobran su salud, cuántos desgraciados encuentran el alivio en sus desgracias y
cuántos que fueron pobres de gracia, tornan de sus romerías, ricos en merecimientos y en
gracias espirituales!
Y, ya que no nos es permitido enrolarnos en las filas de los felices peregrinos que visitan
los más venerados santuarios del mundo cristiano, al menos unámonos a ellos en espíritu o
visitemos, si nuestra condición lo permite, algunos de los santuarios de María, que estén
situados a corta distancia de nuestras habitaciones. De esta manera, lograremos las gracias
con que María favorece a los que dejan sus habitaciones, para ir a visitarla en sus
santuarios. Esta piadosa práctica podrá ejecutarse en los cuatro domingos del Mes, ya sea
en la iglesia o ya en las casas particulares, donde se hayan seguido los ejercicios del Mes.
Para los que se sientan con el deseo de agregar este precioso obsequio, a los que tributan a
María, durante este tiempo de bendición, pondremos aquí, la manera práctica de hacerlo,
asegurando a los piadosos hijos de María, en nombre de nuestra buena Madre, copiosos
frutos de salud y de gracias.
ROMERÍA
AL SANTUARIO DE NUESTRA SEÑORA DE LORETO,
QUE SE HARÁ EL PRIMER DOMINGO DEL MES

NOTICIA HISTÓRICA DEL SANTUARIO


Después del Santo Sepulcro y de San Pedro, en Roma, no existe en el mundo cristiano, una
romería más célebre que la de la Santa Casa de Loreto. La pequeña y humilde habitación
en que Jesús y María pasaron la mayor parte de sus vidas, es, para todo corazón cristiano,
un objeto de la más tierna veneración. Esa pobre casa, que cobijó, durante treinta años, bajo
su techo, al Salvador del mundo y a su divina Madre, fue venerada aún por los Apóstoles,
que veían en ella, un recuerdo siempre vivo de la permanencia en la tierra, de Jesús y
María. Santa Elena, impulsada por su fervoroso celo, la encerró en un suntuoso templo, que
recibió el nombre de Santa María.
Bajo la dominación de los califas árabes, multitud de peregrinos iban a ese santuario, a
llevar sus obsequios a la Madre de Dios; pero, cuando los turcos seléucidas subyugaron a
sus antiguos dueños, no fue permitido a los cristianos llevar sus ofrendas a ese querido
recinto, porque eran víctimas de los más duros tratamientos.
Pero Dios no permitió que los piadosos deseos de los devotos de María fuesen, de esa
manera, contrariados, ni que quedase tan preciosa reliquia a merced del furor impío y
fanático de los mahometanos y, por ministerio de los ángeles, la Santa Casa de Nazaret fue
transportada a la Esclavina y, de allí, a Ancona, en medio de un bosque que pertenecía a
una noble y virtuosa viuda, llamada Laureta.
Fácil es comprender que un suceso tan prodigioso no podía menos que atraer la atención
del mundo cristiano. En efecto, la generosidad de los fieles suministró bien pronto, recursos
sobrados para levantar en aquel sitio, una de las más hermosas basílicas de Italia, que ha
sido magníficamente enriquecida por los Papas y recibe continuamente la visita de un
inmenso número de peregrinos, que rivalizan en celo por obsequiar a María.
Se dará principio a la Romería, con el canto BENEDICTUS, cántico de peregrinos y que
copiamos a continuación.

IN VIAM PACIS EN LA VÍA DE LA PAZ

Benedictus Dominus, Deus Israël: quia Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque
visitavit, et fecit redemptionis plebis suae. ha visitado y rescatado a su pueblo.
Et erexit cornu salutis nobis, in domo David Y porque suscitó un Salvador poderoso, a la
pueri sui. casa de su siervo, David.
Sicut locutus est per os sanctorum; quia Según lo ha prometido, por boca de sus
saeculo sunt, Prophetarum eius. santos Profetas, que ha habido en todos los
siglos pasados.
Salutem ex inimicis nostris, et de manu Líbranos de nuestros enemigos y de las
omnium, qui oderunt nos. manos de todos los que nos aborrecen.
Ad faciendam misericordiam cum patribus Para ejercer su misericordia con nuestros
nostris: et memorari testamenti sui sancti. padres y acordarse de su alanza santa.
Jusjurandum quod juravit ad Abraham Según el juramento, por el cual prometió a
patrem nostrum, daturum se nobis. Abraham, nuestro padre, que nos haría esta
gracia.
Ut sine timore, de manu inimicorum Para que, siendo librados de las manos de
nostrorum liberati, serviamus illi. nuestros enemigos, le sirvamos sin temor.
In sanctitate et justitia coram ipso, omnibus Conservándonos en la santidad y en la
diebus nostris. justicia, estaremos en su presencia, todos
los días de nuestra vida.
Et tu, puer, Propheta Altissimi vocaberis: Y tú, ¡oh niño! seréis llamado el Profeta del
praeibis enim ante faciem Domina parare Altísimo, porque marcharéis delante del
vias eius. Señor, para prepararle sus caminos.
Ad dandam scientiam salutis plebi eius: in Para dar a su pueblo, el conocimiento de ls
remissionem peccatorum eorum: salvación, a fin de que obtenga la remisión
de sus pecados.
Per viscera misericordiae Dei nostri: in Por las entrañas de la misericordia de
quibus visitavit nos Oriens ex alto: nuestro Dios, ha venido a visitarnos de lo
alto, ese Sol naciente.
Iluminari his, qui in tenebris, et in umbra Para iluminar a los que están envueltos en
mortis sedent: ad dirigendos pedes nostros las tinieblas de la muerte y para conducirnos
in viam pacis, etc. por el camino de la paz.

Gloria Patri, etc. Gloria al Padre, etc.

ANTIPHONA. In viam pacis et prosperitatis ANTÍFONA.- El Señor omnipotente y


dirigat nos omnipotens y misericors misericordioso nos dirija por el camino de
Dominus et Angelus Raphaël comitetur la paz y de la prosperidad y el Ángel Rafael
nobiscum in via, ut cum pace, salute, et nos acompañe en el camino, para que
gaudio revertamur ad propia. volvamos a nuestra casa, en paz y llenos de
salud y gozo.

V: Dominus vobiscum. V: El Señor sea con vosotros.


R: Et cum spiritu tuo. R: Y con tu espíritu.

OREMUS ORACIÓN

Deus, qui filios Israël, per maris medium ¡Oh, Dios!, que hiciste caminar a los hijos
sicco vestigio ire fecisti, quique tribus de Israel a pie enjuto, por medio del mar y
Magis ad te, stella duce, pandisti, tribue que a los tres Magos, dándoles por guía una
nobis, quaesemus, iter prosperum, estrella, los hiciste llegar hasta Ti, te
tempusque tranquillum; ut Angelo tuo rogamos nos concedas un camino próspero
sancto comite, ad eum quo perginus, locum y un tiempo tranquilo, para que,
ac demum ad aeternae salutis portum acompañados de tu ángel, lleguemos
pervenire feliciter valeamus. – Per felizmente al lugar de nuestro destino y al
Dominum nostrum… Amén puerto de nuestra eterna salvación. – Por
Nuestro Señor… Amén.

En seguida, todos los presentes se trasladarán con la imaginación, al santuario a que la


peregrinación se dirige, uniéndose, en espíritu, a los peregrinos que tienen la felicidad de
visitarlo y, humildemente postrados al pie de María, rezarán la siguiente
ORACIÓN
Peregrinos venimos, ¡oh María!, a visitaros en este venerado santuario, donde os habéis
complacido en ostentar los prodigios de vuestra bondad y vuestra maternal clemencia.
Hemos dejado atrás nuestros hogares y suspendido, por algunos momentos, las atenciones
de nuestra vida, para venir a deciros, más con nuestro corazón que con nuestros labios, que
os amamos con toda la ternura de los más amantes hijos. Venimos de lejos, tras el olor de
vuestros suavísimos perfumes, a honraros en esta, vuestra casa predilecta y, bajo las
bóvedas de este santuario que habéis escogido como una morada de predilección y como un
teatro de vuestras misericordias. Nosotros hemos oído decir que os complacéis en llenar de
gracias y bendiciones a los que vienen a implorar en este lugar, santificado con vuestra
presencia, vuestros favores y vuestra protección; por eso venimos hoy, a postrarnos a las
plantas de esta vuestra imagen querida, cargados con los obsequios de nuestro amor, sin
repara en los inconvenientes que trae consigo, una larga y penosa jornada.
En cambio, abrigamos, ¡oh María!, la esperanza de que habéis de concedernos audiencia,
para exponeros, con toda la franqueza de un hijo, las dolencias que afligen nuestra alma y
las necesidades privadas y públicas, cuya satisfacción humildemente reclamamos de
vuestra bondad. Ved, ¡oh, dulce Madre!, cuántas llagas ha abierto, en nosotros, el pecado y
las disipaciones de nuestra vida pasada; ved cuánto peligra nuestra salvación, con la tibieza
y debilidad propias de nuestra condición; ved, en fin, la red de peligrosos lazos que el
mundo tiende a nuestros pies y que amenazan destruir nuestras más firmes resoluciones.
Para todos estos males, os pedimos remedio; para todas estas necesidades, os pedimos
auxilio.
Mirad también los males que afligen a la Iglesia, sin cesar combatida por el furor de
poderosos y encarnizados enemigos: su Pontífice yace cautivo, disperso el rebaño,
oprimidos los pastores, perseguidas las vírgenes, despreciado y vejado el sacerdocio. Vos,
que fuisteis la columna poderosa, que disteis consistencia al edificio, cuando su divino
Fundador zanjó sus cimientos indestructibles, alargadle una mano protectora y desquiciad
el poder de sus enemigos. No nos olvidaremos, Señora, de pediros clemencia, a favor de los
pecadores, de los herejes, de los infieles, todos los cuales marchan por el camino que
conduce a la eterna ruina. Dad, al mundo católico, paz y bendiciones, a nuestra patria,
prosperidad y progreso, en la religión y en la justicia; a nuestras familias, piedad, fe y
bienestar temporal y espiritual.
Antes de separarnos de vuestro santuario, antes de volver a nuestros hogares, levantad
vuestra mano misericordiosa y bendecid a los peregrinos que han venido a golpear a las
puertas de vuestra morada; y que esa bendición sea prenda de nuestra eterna salvación.
Amén.
Se terminará la romería con el siguiente cántico:

Ave, Maris stella, Salve, del mar Estrella,


Déi mater alma, Salve, Madre sagrada
Atque semper Virgo De Dios y siempre Virgen,
Félix caeli porta Feliz puerta del Cielo.
Sumens illud Ave Tomando de Gabriel
Gabriélis ore, El Ave, Virgen alma,
Funda nos in pace, Mudando el nombre de Eva,
Mutans Evae nomen. Paces divinas trata.
Solve vincula reis, La vista restituye,
Profer lumen caecis, Las cadenas desata,
Mala nostra pelle, Todos los males quita,
Bona cuncta posce. Todos los bienes causa.
Monstra te esse matrem, Muéstrate Madre, y llegue
Sumat per te preces Por Ti nuestra esperanza
Qui pro nobis natus, A quien, por darnos vida,
tulit esse tuus. Nació de tus entrañas.
Virgo singulāris Entre todas piadosa,
Inter omnes mitis, Virgen, en nuestras almas,
Nos culpis solutos Libres de culpa, infunde
Mites fac et castos. Virtud humilde y casta.
Vitam praesta puram, Vida nos presta pura,
iter para tutum: Camino firme allana;
ut vidéntes lesum Que quien a Jesús llega,
semper collaetémur. Eterno gozo alcanza.
Sit laus Deo Patri, Al Padre, al Hijo, al Santo
summo Christo decus, Espíritu alabanzas;
Spiritui Sancto, Una a los tres le demos,
tribus honor unus. Amen. Y siempre eternas gracias.

ROMERÍA
AL SANTUARIO DE MONTSERRATE,
QUE SE HARÁ EL SEGUNDO DOMINGO DEL MES

NOTICIA HISTÓRICA
En las faldas ásperas y escarpadas de una inmensa montaña, formada por una reunión de
pirámides cilíndricas, que se levantan hasta las nubes, sobre una enorme base de rocas
aisladas, se encuentra situado el famoso santuario de Nuestra Señora de Montserrate, en
España.
He aquí cómo se refiere el origen misterioso de este venerado santuario: - “En el año 880,
bajo el gobierno del Conde de Barcelona, Vifredo el Velloso, habiendo tres jóvenes
pastores observado una noche, que bajaba del cielo un gran resplandor y oído, en los aires,
una música melodiosa, avisaron de ello a sus padres. El alcalde y el Obispo de Manresa,
que se dirigieron también, con todas aquellas personas, al lugar señalado, observaron
igualmente el resplandor celestial y, después de algunas indagaciones, descubrieron la
imagen de la Virgen y quisieron transportarla a Manresa; pero, habiendo llegado al sitio en
que se halla actualmente el monasterio, no pudieron pasar adelante. Este prodigio indujo al
alcalde y al obispo, a hacer construir una capilla en el mismo lugar, ocupado, ahora, por el
altar mayor de la iglesia.” – “Príncipes y Reyes de España y muchas otras personas, de las
más elevadas clases, subieron a pie, con frecuencia, por el sendero escabroso que conduce
al altar de María; un sinnúmero de cautivos fueron allí, a colgar los grillos y cadenas, que
habían arrastrado entre los moros, siendo innumerables los prodigios realizados por la
bondad y poder de María.
Todo lo demás se hará como en la primera romería.
ROMERÍA
AL SANTUARIO DE NUESTRA SEÑORA DE LAS VICTORIAS,
QUE SE HARÁ EL TERCER DOMINGO DEL MES

NOTICIA HISTÓRICA
Una de las últimas y más espléndidas manifestaciones con que la Santísima Virgen ha
querido atestiguar su amor por los hombres, ha sido su maravillosa aparición en las rocas de
Massabielles, en Lourdes, pequeña aldea de la diócesis de Tarbes, en Francia.
Una joven e inocente pastora de las cercanías de Lourdes, llamada Bernardita Soubirous,
cogía, una tarde, trozos de leña, en las márgenes del río Gabes, para llevar a la pobre choza
de sus padres. María, que se complace en comunicarse con las almas sencillas y en
derramar sus bendiciones en los corazones inocentes, eligió a esa humilde pastora, para
hacerla depositaria de sus maternales secretos e instrumento de las más grandes maravillas
de su amor maternal.
En una gruta abandonada y solitaria, formada en las concavidades de las rocas de
Massabielles, apareció la Madre de Dios a Bernardita, dieciocho veces y le reveló la
voluntad que tenía de que allí se construyese un santuario, en su honor. Los más estupendos
prodigios confirmaron la verdad de la declaración de la humilde pastora. Una fuente de
agua pura y cristalina, brotó allí, milagrosamente, en cuyas corrientes han encontrado la
salud del cuerpo y del alma, millares de enfermos y de desvalidos.
Estos prodigios encendieron, en los pueblos, un ferviente y ardoroso entusiasmo y
multitudes innumerables de peregrinos visitan en romerías, esas poco antes abandonadas y
solitarias rocas, habitadas tan solo por las aves del cielo, que iban a buscar, en sus grietas,
un lugar abrigado para sus nidos. Hoy, esas mismas rocas están coronadas por una suntuosa
basílica, lujosamente decorada y de cuyos muros penden millares de ex votos, que
significan otras tantas gracias obtenidas por la protección de María.
Todo lo demás, como en la primera romería.
FIN DEL MES DE MARÍA
CÁNTICOS
EN HONOR DE

MARÍA SANTÍSIMA
PARA

El mes que se dedica a su culto

Venid y vamos todos También te presentamos


con flores a porfía, Como más gratos dones,
con flores a María rendidos corazones;
que Madre nuestra es. Que tú ya los posees.

De nuevo aquí nos tienes, No nos dejes un punto


purísima Doncella, Que el alma, pobrecilla,
más que la luna bella, cual frágil navecilla
postrados a tus pies. sin Ti diera al través.

Venimos a ofrecerte las Tu poderosa mano


flores de este suelo, defiéndanos, Señora
con cuánto amor y anhelo, y siempre desde ahora
Señora, Tú lo ves. a nuestro lado estés.

Por ellas te rogamos,


si cándidas te placen,
las que en la gloria nacen
en cambio Tú nos des.
II
Coro: Dulcísima Virgen, Mostrad ahora,
Del cielo delicia juntas, mayor lozanía,
La flor que te ofrezco que va a recibiros
Recibe propicia. la Virgen María.
Y el alma y vosotras,
Del céfiro blando yo pobre aunque soy,
mecidas las flores con todas mis ansias
matizan y brotan rendido le doy.
con varios colores.
Mi afecto sencillo
Los prados semejan recibe, Señora;
amenos jardines mi frente en el polvo,
sembrados de rosas te ensalza y adora.
y suaves jazmines.
Piadoso tu oído,
Y apenas se abren mis voces atienda,
y el cáliz asoma, y admita, amoroso,
regala el ambiente tu seno, mi ofrenda.
balsámico aroma.
Tu rostro divino
Así, en su manera, mi vista descubra
brotando en el suelo, y en tanto ¡oh feliz!
al Dueño bendicen, tu manto me cubra
que habita en el cielo.

¡Oh cándidas flores


de troncos lozanos,
de ofrenda servidme,
venid a mis manos.
III

Coro: De místicas flores, La gloria del Líbano,


tejed a porfía, del cielo esplendente
guirnalda a María, la lumbre en tu frente
que es linda sin par. vencidas están.

En alas del céfiro Su talla, a la palma,


el tiempo ha venido, gentil desafía,
de viola ceñido, en soberanía
clavel y azahar. y airoso ademán.

Tributo a María, Tus labios son púrpura,


llevó de su mano tu tersa mejilla,
y al pie soberano por sí sola humilla
postrose a rezar. jazmín y coral.

Belleza tan mágica Tu boca es más pura


dejole hechizado: que cáliz de rosa,
en monte y en prado tu risa graciosa
la intenta copiar. de miel es raudal.

En vano, que copia Tu voz es un bálsamo


fiel de este modelo al ánimo herido,
ni aún en el cielo destierra el gemido
se puede encontrar. tu tierno mirar.

Por vegas y páramos, Más gracias y dones


benéfico gira, tu pecho atesora,
doquier se respira que perlas la aurora,
placer, suavidad. que arenas el mar.

Mas, si te presentas,
¡oh, bella Señora!
al prado desdora
tu gracia y beldad.
IV

Coro: No cesará mi lengua, fieles hijos son tuyos,


cantando noche y día, son de tu amor, despojos.
de celebrar tus glorias,
¡oh, dulce Madre mía! Claveles y alelíes,
de la estación hermosa,
Alma feliz, escucha: arrojan a tus plantas,
¿Qué plácido alborozo con ansia fervorosa.
el templo de Dios vivo
inunda en puro gozo? ¡Oh!, si un jardín florido
en cada pecho vieras,
Los ámbitos, con voces un jardín de virtudes,
de bendición resuenan, ¡cuánto placer tuvieras!
y de júbilo y gloria,
las bóvedas se llenan. Aliéntanos, que somos
débiles y mortales,
Descórrese la gasa y de tu seno venga
de transparente velo, la gracia en mil raudales.
y entre antorchas lucientes,
los ojos ven un cielo. Hazlo así, tierna Madre,
hazlo así, Virgen pura,
¡Oh, celestial hechizo!, que de tu pecho
¡oh graciosa María! corre un río de dulzura.
Bendícela mil veces,
bendícela, alma mía Bajo tu dulce amparo,
vivir es suma gloria;
Postrados mira en tierra llorar, regalo y dicha,
sus hijos a millares, morir, palma y victoria.
acordes entonando
suavísimos cantares. Algún día, contigo
al cielo volaremos
¡Cuánto amor tus favores, y flores sempiternas
oh Virgen les inspiran! allí te ofreceremos.
Tu amor les enardece,
tu dulce amor respiran. Protégenos, Señora,
protégenos en tanto,
Una mirada piden, bajo el seguro abrigo
de tus benignos ojos: de tu piadoso manto.
IV

Coro: No cesará mi lengua, Postrados mira en tierra Aliéntanos, que somos


cantando noche y día, sus hijos a millares, débiles y mortales,
de celebrar tus glorias, acordes entonando y de tu seno venga
¡oh, dulce Madre mía! suavísimos cantares. la gracia en mil raudales.

Alma feliz, escucha: ¡Cuánto amor tus favores, Hazlo así, tierna Madre,
¿Qué plácido alborozo oh Virgen les inspiran! hazlo así, Virgen pura,
el templo de Dios vivo Tu amor les enardece, que de tu pecho
inunda en puro gozo? tu dulce amor respiran. corre un río de dulzura.

Los ámbitos, con voces Una mirada piden, Bajo tu dulce amparo,
de bendición resuenan, de tus benignos ojos: vivir es suma gloria;
y de júbilo y gloria, fieles hijos son tuyos, llorar, regalo y dicha,
las bóvedas se llenan. son de tu amor, despojos. morir, palma y victoria.

Descórrese la gasa Claveles y alelíes, Algún día, contigo


de transparente velo, de la estación hermosa, al cielo volaremos
y entre antorchas lucientes, arrojan a tus plantas, y flores sempiternas
los ojos ven un cielo. con ansia fervorosa. allí te ofreceremos.

¡Oh, celestial hechizo!, ¡Oh!, si un jardín florido Protégenos, Señora,


¡oh graciosa María! en cada pecho vieras, protégenos en tanto,
Bendícela mil veces, un jardín de virtudes, bajo el seguro abrigo
bendícela, alma mía ¡cuánto placer tuvieras! de tu piadoso manto.
V

Coro: De júbilo llena, Modelo es divino, Volemos, volemos,


mi lengua este día tu hermosa cabeza, al cielo, alma mía,
ensalce a María, de augusta grandeza, buscando a María y
más bella que el sol. de gracia y beldad. ansiándola ver.

Tu encanto, Señora, Si Dios, en su enojo, Allí, de sus hijos


tu gracia y dulzura, graciosa te mira, es premio y victoria
tu honesta hermosura al punto su ira y júbilo y gloria
y amable candor. se trueca en piedad. y eterno placer.

El alma aprisionan, Las trenzas de oro Y tanta de dones,


la vista embebecen, que forma el cabello riqueza atesora,
y el pecho enardecen, y enlazan del cuello que a Dios enamora,
con plácido ardor. el nítido albor. con gozo inmortal.

Descuellas enseguida, Son gala preciosa, La mira el Eterno,


cual palma frondosa, del pecho florido, con suma caricia,
vence, grandiosa, y en él, adormido, inmensa delicia y
la cumbre d’Hermón. reposa el amor. amor sin igual.

¡Cuán dulces tus ojos, Apenas descubres Nosotros, mortales,


benignos, afables, la frente serena, cuitados, ¿qué hacemos?,
piadosos, amables, el orbe se llena dejemos, dejemos,
y cándidos son! de dulce solaz. la tierra infeliz.

Con ellos conviertes, Más dulce te diera ¡Oh, hechizo del cielo,
si miras propicia, al mundo anegado, por ti suspiramos,
en grata delicia, en brillo variado, a verte subamos,
la mustia aridez. del iris de paz. gloriosa y feliz.

Y calman del hombre,


los tristes pesares,
si tú le mirares,
tan solo una vez.
VI

Coro: ¡Oh, Virgen sacrosanta!, ¡Oh!, estrella refulgente,


la más pura y hermosa, ¡Oh!, precioso ornamento,
tu concepción dichosa del alto firmamento,
mi voz ensalzará. mis ojos alzo a ti.

¡Oh, cándida azucena, ¡Oh!, espejo sin mancilla,


suavísima, fragante de celestial pureza,
y en el primer instante, conozco mi vileza,
única pura flor. mirando tu beldad.

¡Oh!, mística purpúrea, De los celestes dones,


bella, divina Rosa, que tu pecho atesora,
qué intacta, qué graciosa, da parte, da, Señora,
no la vio el mundo igual. a un mísero infeliz.

¡Oh!, bellísima aurora, Cual luna clara, hermosa,


siempre al orbe delicia, fanal de navegantes,
del Sol de la Justicia, mis pasos vacilantes,
vestida en suma luz. guía seguros tú.

¡Oh!, sol entronizado, Condúceme, benigna,


en la mitad del día, de tu piadosa mano,
dulcísima alegría, al gozo soberano,
de la Ciudad de Dios. a la mansión feliz.

¡Oh!, luz esplendorosa,


solaz de los mortales,
remedio de los males,
del afligido Adán.
VII

Coro: Con dulces acentos, Te invocan mis labios, La ensalzan querubes,


feliz lengua mía, y siento una llama, en fúlgido coro,
ensalza a María, que el pecho me inflama las arpas de oro,
más bella que el sol. y aviva el ardor. modulan el son.

Eleva, alma mía, Y brota del alma, La mira el Eterno,


cuan alto es el cielo, copiosa alegría, con suma caricia,
con súbito vuelo, ¡oh, cuánto daría, inmensa delicia
ansioso anhelar. por verte una vez! y amor divinal.

Y en nube celeste, Tus ojos convierten, Pues si eres tan bella,


subido en un punto, si miras propicia, que Dios se embriaga,
al Ángel me junto en gloria y delicia, ¿Qué quieres que haga,
y empiezo a cantar. la triste aridez. un débil mortal?

¡Oh, dulce María!, Volemos, volemos, ¿Qué hará, Madre mía?,


el Ángel y el hombre al cielo, alma mía, de amor derretirse,
bendigan tu nombre, buscando a María, de amor consumirse,
mil veces y mil. que allí se ha de ver. morirse de amor.

Tu nombre, a mi boca, Allí está inundando Volar a los cielos,


miel regalada, de gozo, la gloria en ti, embelesarse,
con flores labrada, y es premio, victoria gozar y saciarse
del próspero abril. y eterno placer. de plácido amor.

Hechiza, embebece, Y dicha inefable


tu amable dulzura, y gozo exquisito
divina hermosura, y bien infinito,
sonrisa y candor. de la alma Sión.
VIII

Coro: Cantemos, devotos, El Hijo increado


con dulce armonía, del Padre ab-eterno,
que viva María del seno materno
y el que la creó. no se desdeñó.

Las potencias todas, Del amor divino


toda el alma mía, ardiendo ella, al fuego,
loor a María de Dios, desde luego,
y al que la creó. la gracia llenó.

Antes que naciera, Y agradole tanto


a su Hijo, por Madre, su Madre tan bella,
el Eterno Padre, que alegre por ella
María destinó. del cielo bajó.

Entre las doncellas, La estancia dichosa,


ella es la más pura, Por un tal portento,
la mancha impura las alas dio al viento
de Adán no afeó. y a Italia voló.

Morena y hermosa, Distante te adoro,


fue desde la cuna, ¡oh casa en que el Verbo,
del sol y la luna, la forma de siervo
la gala vistió. hecho hombre tomó!

De Dios Madre el Ángel De tal Madre el Hijo


la llama contento: Todopoderoso,
dio el consentimiento del vástago hermoso,
y a Dios concibió. cual flor despuntó.
IX

Coro: Cantad, ¡oh, mancebos!, Asido le lleva Miradnos, miradnos,


su nombre resuena, su mano piadosa, gimiendo en el suelo,
y el orbe la llene cuidando amorosa, las manos al cielo,
de gloria y honor. no llegue a caer. Señora, elevar.
Y en Él siempre fijos El vicio hace gente,
Vos sois mi esperanza, sus ojos amables, bandera tremola,
Vos sois mi alegría, le miran afable, y nadie, Vos sola,
Vos sois Madre mía, con sumo placer. nos puedes librar.
mi dicha y mi amor.
¡Cantad, oh mancebos!, Pues, ea, seremos ¿No veis cada día,
su nombre de Vos, desde ahora: las fauces dilata
y el orbe la llene miradnos Señora, y mil arrebata
de gloria y honor. con ojos de amor. el fiero dragón.
De Vos, dulce Madre, ¿Quién puede, sin llanto,
Es Madre amorosa, ser hijos queremos: mirar tanta ruina?
que a todos nos ama y corremos, corremos ¡Oh, Virgen divina,
afable nos llama, a vuestro clamor. tened compasión.
con plácida voz.
dulce reclamo El mundo de vicios Su triunfo nosotros,
los pechos enciende, cubierto se mira; con gozo cantemos,
¡oh joven!, pecado y mentira su dicha ensalcemos,
atiende y acude veloz. triunfantes están. de la Madre de Dios.
Y al cándido infante, Nosotros, sus huellas,
Extiende su manto, doquiera asechado, sin nunca olvidarla,
y en él acogido, en vaso dorado sin nunca dejarla,
cual hijo querido, veneno le dan. sigamos en pos.
te puede tener.
No temas, que es ella, Opón, ¡oh gran Reina!, Cantad, ¡oh mancebos!,
la misma dulzura, tu brazo potente, su nombre resuene,
¡ay!, tanta ventura te implora, ferviente, y el orbe la llene
no quieras perder. la edad infantil. de gloria y honor.
Sus débiles años
Mil veces dichoso, les da tal derecho,
el niño inocente, del hondo del pecho,
que sabe, prudente, te claman así.
tal dicha lograr.
Su suerte envidiable,
¿qué lengua pudiera,
si angélica fuera,
bastante, ensalzar?
X

Coro: Tu gloria, tu gloria, Tu voz poderosa,


gozosa, este día, que al bárbaro aterra,
¡oh, dulce María!, la mísera tierra
publica mi voz. de gozo inundó.
De tierna doncella,
¡Oh, Virgen!, ¡oh, Madre!, vencido se humilla,
¡oh, cándida Estrella!, Luzbel que, a la Silla
cuán pura, cuán bella Suprema anheló.
la aurora te vio:
Mil veces felices,
Tu oriente dichoso, mil veces, Señora,
¡oh, hermosa María!, mil veces la hora,
de paz y alegría, en que el mundo te vio:
al hombre llenó. bendito mi pecho,
Tu mano potente, celebre tu gloria,
después de mil penas, ¡victoria, victoria!,
sus duras cadenas ¡María triunfó!
tu mano rompió.

La erguida cabeza,
pisó valeroso,
tu pie victorioso,
del fiero dragón.
Tú salvas al mundo,
tú aplacas al cielo,
tú juntas el suelo,
al alto Sión.

HYMNUS

SANCTI CASIMIRI MARIAE SANCTISSIMAE

Omni die, dic Mariae mea laudes anima: eius festa, eius gesta, cole devotissima.

Ipsam cole, ut de mole criminum te liberet.


O Beata, per quam data nova mundo gaudia, et aperte fide certa regna sunt coelestia.

Quod recuiro, quod suspiro, mea sana vulnera et da menti te poscentigratiarum munera.

Ut sim castus, et modestus, dulcis, blandus, sobrius pius, retus, circunspectus, simultatis
nescius.

Corde prudens, ore studens veritatem dicere, malum nolens, Deum colens, pio semper
opere.

Commendare me dignare Christo tuo Filio: ut non cadam sed evadam de mundi naufragio.

O María! Virgo pia, Mater admirabilis! Per te, Deus meus mihi, sit placabilis!
O, benigna, vere digna plurimis cultoribus!

JACULATORIA

Bendita sea tu pureza


y eternamente lo sea,
pues todo un Dios se recrea,
en tan amable belleza.
A Ti, celestial Princesa,
Virgen sagrada María,
yo te ofrezco, en este día,
alma, vida y corazón:
mírame con compasión,
no me dejes, Madre mía.

Tiene concedida esta Jaculatoria, doscientos días de indulgencia, por cada letra, por la
Santidad del Papa Pío VII.- (Glorias de María, por SAN LIGORIO)

También podría gustarte