Sesion 20 - SCHEPER-HUGHES - Cicatrices - Transplante - y - Trafico - Organos - N.Scheper-Hughes
Sesion 20 - SCHEPER-HUGHES - Cicatrices - Transplante - y - Trafico - Organos - N.Scheper-Hughes
Sesion 20 - SCHEPER-HUGHES - Cicatrices - Transplante - y - Trafico - Organos - N.Scheper-Hughes
Cicatrices: Recuerdos
personificados del trasplante de
órganos y del tráfico de órganos
Traducción de Fabián Chueca
y esclavo, habían generado ciertos acuerdos laborales nuevos entre los propietarios de las
plantaciones y sus trabajadores del azúcar, y entre las donas da casa adineradas y sus tra-
bajadoras domésticas: proporcionar a su patrón o patroa un riñón “de repuesto” en caso
necesario. Durante generaciones, los propietarios de las plantaciones de caña de azúcar
habían arrancado a lindos bebés de sus fértiles trabajadoras rurales, diciendo: «tú ya tienes
bastante, dame a tu hijita rubia para mí». Exigir, además, un riñón no era más que el siguien-
te paso lógico. Niños y riñones1 están vinculados en más de un sentido.
1 Aquí la autora hace un juego de palabras entre niños (kids, en inglés) y riñones (kidneys, en inglés). N. del T.
nes interno y personas pobres que anunciaban en la prensa local su disposición a vender
«cualquier órgano –de los que tengo dos– y cuya extirpación no me cause la muerte inme-
diata». Y, así, uno de los elementos del escándalo por tráfico de riñones de Netcare
Corporation partió del activismo de derechos humanos médicos. A los brasileños les gusta
decir: «Nadie es inocente», pero yo añadiría: «Pero algunos son muy ingenuos».
Del mismo modo que la servidumbre por deudas impulsó las redes internacionales de
adopción ilícita en Brasil (y en Europa oriental, donde el robo de niños y el de riñones están
igualmente entrelazados), la servidumbre por deudas impulsa los cárteles de venta de riño-
nes, que exigen un nuevo impuesto a los cuerpos de los pobres, un impuesto sobre los riño-
nes. Cuando Alberty Alfonso da Silva, de un barrio marginal cercano al aeropuerto interna-
cional de Recife, no pudo pagar la deuda contraída por la compra de un coche de segunda
mano y recibió amenazas físicas, vendió su riñón para saldar la deuda. Cuando Viorel fue
cazado por los intermediarios de su deuda en Chisinau, Moldavia, aquellos matones pusie-
ron una pistola en la mesa del bar. «Paga o tu cuerpo aparecerá flotando por ahí». A Viorel
le ofrecieron una salida: un viaje en autobús a Estambul para vender su riñón a un turista
internacional.
Deberíamos reflexionar sobre las palabras que empleamos para designar la recolección
de órganos y tejidos humanos, repletas de metáforas financieras y bancarias: stocks de
órganos; bancos de tejidos, órganos y esperma; escasez de órganos; déficit de riñones, u
oferta y demanda son dominantes. Estos términos van acompañados de la mercantilización
de los órganos con el lenguaje de las piezas de repuesto. Los intermediarios e, incluso, los
cirujanos (que saben de esto) describen siempre el riñón (que se vende) como un “riñón de
repuesto”, una «pieza de repuesto, una mercancía, extraíble del cuerpo, del banco de riño-
nes fiable de los propietarios». No es de extrañar que los asustados pobladores del Alto do
Cruzeiro me dijeran que «los ricos nos miran y no ven más que una cosa: un saco de piezas
de repuesto».
A su llegada desde sus respectivos países, los ancianos y enfermos pacientes israelíes,
algunos en silla de ruedas, se alojaban en grandes y cómodas suites con ventanas con vis-
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tas al océano, en el Holiday Inn del lujoso paseo marítimo de Durban. A su llegada, los meni-
nos do Brasil –los niños de Brasil– se alojaban en un piso oscuro y lúgubre con literas (una
“casa segura”) compartido con vendedores de riñones objeto de trata llegados desde las
zonas rurales de Moldavia y Rumanía. Los chicos brasileños se indignaron al enterarse de
que un puñado de vendedores israelíes se alojaban en el Holiday Inn con los turistas de
trasplantes israelíes y les pagaban 20.000 dólares mientras que los brasileños estaban en
un “hostal de riñones” y les pagaban solo 10.000 dólares y algunos, como Alberty da Silva,
no recibían más que 6.000 dólares, la misma cantidad que se pagaba a los rumanos. No tar-
daron en estallar peleas entre los vendedores de riñones.
Uno de los “meninos” presentó una denuncia ante la policía al regresar a Recife, alegan-
do que los intermediarios lo habían engañado: le habían hecho promesas que no habían
cumplido. Los habían tratado mal y los habían enviado de vuelta a su país sin haberse recu-
perado, con sus vendajes rezumando sangre y pus y, al dejarlos en el aeropuerto, les dijeron
que cerraran la boca porque lo que habían hecho era un delito por el que podían detenerlos
y mandarlos a la cárcel por muchos años. Gervasio planteó a la policía brasileña dos cues-
tiones: «¿no soy yo el dueño de mi propio cuerpo?», y «¿no tienen mi cuerpo, mis órganos,
el mismo valor que los de los demás?» No pasó mucho tiempo antes de que las policías bra-
sileña y sudafricana llevaran a cabo sendas acciones policiales –«Operación Bisturí», en
Brasil, y «Operación Vida», en Durban– que dieron lugar a detenciones y procesamientos
que continúan hasta la fecha. El doctor Williams, el cirujano que intervino a Adriano, había
contratado informalmente con el intermediario israelí, Gaddy Tauber, sobre quien publiqué
una serie de tres artículos en Anthropology Newsletter. El programa consistía en entregar a
los pacientes israelíes al Hospital Real, al que se suministrarían (a través de Gaddy Tauber)
jóvenes de poblados marginales vecinos que «pedían a gritos», o eso se decía, suministrar
riñones. Pero, poco antes de que el primer grupo de turistas de trasplantes israelíes llegase
al Hospital Real, la policía intervino contra el programa de trasplantes y procesó su caso
haciendo uso del Protocolo contra la trata de personas de la Convención de Palermo.
Amor al cuerpo
Mi artículo es el comienzo de una reflexión antropológica/etnográfica/etno-teológica sobre el
cuerpo como ensamblaje corpóreo “perfectamente hecho” que se desmantela, con un enor-
me coste. Mientras que hay órganos que se perciben universalmente como indispensables
para el sentido del yo/la condición de persona (el corazón, el rostro, las manos, las piernas,
el tronco, el cerebro, los pulmones, el estómago), otras partes y órganos corporales (el pán-
creas, el hígado, las válvulas cardiacas) invisibles, mudas y “ausentes” para el yo2 se dis-
frazan y se ocultan de los esquemas anatómicos o la imagen corporal del individuo. Los
miembros lesionados y los órganos enfermos se extirpan mediante amputación u otras ciru-
gías que salvan vidas, pero no se olvidan fácilmente.
El amor al cuerpo tiene una larga historia en el cristianismo primitivo, en la filosofía kan-
tiana de la indisociabilidad de las partes del cuerpo y en la moderna fenomenología. Durante
el sacramento católico que se administra a los moribundos, un rito medieval que en su ori-
gen se llamaba Extrema Unción (o bendición final), el sacerdote unge tiernamente con óleo
sagrado cada uno de los órganos sensoriales de la persona moribunda, los ojos, los oídos,
la nariz, los labios, las manos y los pies y (únicamente en el caso de los hombres) la zona
lumbar. Deteniéndose en cada lugar del cuerpo, el sacerdote recita la bendición: «por esta
2 M. Ledder, The Absent Body, The University of Chicago Press, Chicago, 1990.
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Santa Unción […] te perdone el Señor todos los pecados o faltas que has cometido con la
vista [o con el oído, el olfato, el gusto, el tacto, al andar, o por el exceso sexual o negligen-
cia]». El pecado, el placer y el amor carnal se unen en una indulgente despedida de la carne,
órgano a órgano. En el mundo cristiano medieval, el cuerpo herido era una imagen de la
divinidad. Ser vulnerable significaba ser abierto, abrazar y venerar las heridas sagradas, un
reflejo de la pasión de Cristo: los clavos en las manos y los pies, la corona de espinas en la
cabeza, la lanza (como un bisturí) en el costado.
La asociación simbólica entre riñones y niños ocupó un lugar destacado en las conver-
saciones que mantuve con una mujer a la que llamaré Ariel Dove, una buena samaritana
donante de riñón del norte de California, que donó de forma gratuita su riñón a un extraño
al que conoció a través de una petición en Internet: «te suplico el don de la vida». El receptor
fue descrito por dos de los «amigos» del solicitante, que se pusieron en contacto con Ariel,
como un joven treintañero, padre de dos hijos de corta edad, sano y trabajador, pero aque-
jado de una insuficiencia renal irreversible. «Me imaginé como un ángel misericordioso, res-
catando a una familia entera», dijo Ariel. Divorciada, desempleada, una mujer que se ocu-
paba de los gatos callejeros, Ariel dijo que había «fracasado» en todo: matrimonio, carrera
profesional, fertilidad y tratamientos de fertilidad (incluida la fertilización in vitro). La dona-
ción del riñón representaba un camino para la realización personal. Imaginó su donación de
riñón como una suerte de nacimiento virginal hasta que conoció, en la unidad de trasplantes
de la Universidad de Carolina del Sur, al anciano que iba a recibir su don de la vida. La habí-
an embaucado, había caído en manos de intermediarios de órganos en Internet. El receptor
no era el hombre que ella esperaba que se llevase a casa su niño/riñón. Atrapada por el
equipo encargado del trasplante, que la ensalzó como una heroína, Ariel se sometió al pro-
cedimiento pero, un año después, se había convertido en una inválida solitaria que vivía en
su casa en el campo, alimentado a sus gatos y su riñón ausente, convencida de que el dolor
y el picor que sentía en el lugar donde estuvo su herida solo podrían curarse con la restitu-
ción del órgano perdido, algo que yo le aseguré que era totalmente imposible.
En los archivos de Organs Watch hay muchos relatos de recolección y reparto de riño-
nes como trabajo reproductivo, como hombres que dieran a luz; algo que, en cierto modo,
así es, aunque el compartir el riñón sea mediante coacción o se base en el fraude y el enga-
ño. No he conocido a ningún vendedor de riñón que desee el mal al comprador anónimo, ni
al comprador reconocido y conocido. Podrían desearle el mal a ese «cirujano carnicero» o
al «cabrón» del intermediario, pero en lo que respecta a la otra persona, que ahora lleva su
riñón dentro del cuerpo, lo que hay es preocupación por el comprador y por el riñón que
todavía “pertenece” al vendedor. «Lleva mi riñón dentro de él. Espero por Dios que viva bien
con él, que lo cuide, que coma bien y evite el alcohol. Mi riñón se merece todo esto y más.
Ese tipo es un héroe y quiero que sobreviva».
Parentesco de riñón
En el pantanoso barrio marginal de Banong Lupa, en Manila, un lugar donde florece la venta
de riñones, encontré un fenómeno inquietante: obligaciones familiares y presiones domésti-
cas normales que, gradualmente, convertían todos los cuerpos adultos de la familia en un
banco de riñones viviente. Al principio, la obligación de vender un riñón para complementar
unos salarios bajos y satisfacer las necesidades básicas de la familia recaía en los cabezas
de familia varones. Con el tiempo, la venta de riñones se convirtió en rutina y pasó a ser per-
cibida generalmente como un acto de autosacrificio meritorio, que demostraba hasta dónde
podía llegar un buen esposo y padre para proteger a su familia. En una segunda visita de
seguimiento sobre el terreno a Manila, en 2003, formando parte del equipo de filmación de
un documental, observé muchos más cuerpos con cicatrices entre hombres jóvenes y niños,
incluso adolescentes menores de edad que habían mentido sobre su edad para que los
aceptaran como donantes de riñón remunerados tanto en hospitales públicos como privados
de Manila.
Faustino, de dieciséis años, fue reclutado por su tío materno, Ray Arcela, ex vendedor
de riñón. «Ahora te toca a ti», le dijo Ray al chico, recordándole que el padre de Faustino y
sus dos hermanos mayores habían vendido ya un riñón. Los dos mil dólares percibidos por
cada riñón nunca sacaron de apuros a estas familias numerosas. De igual modo, Andreas
tenía diecisiete años cuando su madre le suplicó que vendiera un riñón para poder comprar
las cajas de cerveza, Coca-cola y licor de alta graduación que vendía a la puerta de su cha-
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bola. Andreas, un buen hijo, no pudo negarse a lo que su madre le pedía. La venta de un
riñón se había convertido en un rito de paso entre los adolescentes, y la acentuada cicatriz
del riñón que cruzaba el torso de los adolescentes de Banong Lupa era tan habitual como
un tatuaje decorativo. Del mismo modo que los tatuajes denotaban la pertenencia a una sub-
cultura juvenil, la larga cicatriz con forma de sable que cruzaba el torso de los jóvenes sim-
bolizaba machismo, valor, y lealtad a la familia, e indicaba el intento del chico de apoyar a
sus padres. Leonardo de Castro, especialista en bioética de la Universidad Jesuita de
Manila, defendió al principio la venta de riñones en los barrios marginales de Manila por con-
siderar que brindaba una oportunidad de penitencia. Hacía referencia a las prácticas de la
iglesia católica romana de autoflagelación durante la Semana Santa, habituales entre los
pobres en Filipinas:
«La autoflagelación [es] una manera culturalmente prescrita de compensar los errores del pasado
[mostrando que] se está dispuesto a llegar al límite para manifestar la propia sinceridad. La dona-
ción de órganos (incluso mediante venta) encaja en este modo penitencial del catolicismo.
Deberíamos reservar la libertad del individuo para tomar decisiones en relación con su cuerpo o
partes, reconociendo al mismo tiempo que incluso los actos radicales de automortificación están
firmemente anclados en tradiciones religiosas y culturales».
En las ciudades donde prolifera la venta de riñones del sur de Asia (tal como las describe
Lawrence Cohen) y de Oriente Medio (los Estados del golfo Pérsico e Israel) que yo he docu-
mentado, la posibilidad de comprar un riñón libera a los miembros de la familia de la obliga-
ción de donar. El paciente renal no necesita ya pedir un órgano a un familiar, sino que puede
concertar el pago a un tercero para que localice a un vendedor. También es un gran alivio
para los pacientes de trasplantes que afirman, a menudo sin el menor rodeo, su preferencia
por un donante de pago para poder ser un receptor libre de culpa. Milech, una mujer israelí
que viajó a Durban, donde le trasplantaron el riñón de un campesino rumano, que me dijo:
«Pedírselo a alguien de la familia es demasiado difícil. Es como si le debieras la vida, por lo que
siempre es un gran problema, siempre pendiendo como un peso sobre ti. Si tuviera que ver a mi
donante cada día, tendría que estar dándole las gracias todo el tiempo, y eso sería terrible. No
quise ver la cara de quien vendía el riñón, para no tener que volver a pensar nunca en él. Lo
pagué. Él lo aceptó. Ya está, se acabó. Su riñón dentro de mí me pertenece ahora, lo mismo que
si fuera el riñón de un cadáver».
Otro turista de trasplantes lo dijo con menos rodeos: «es mejor comprar a un extraño que
perjudicar a alguien de la familia». Pero esto no siempre es así. Dado que “compartir órga-
nos” entre los vivos es un intercambio tan íntimo, aunque los órganos se compartan entre
extraños de lugares distantes y por dinero, compradores y vendedores de riñones sí se
hacen reivindicaciones unos a otros. Los compradores (consumidores) de riñones temen
que puedan “rechazar” un riñón que se compró a un vendedor enfadado o resentido que, a
su vez, podría desear que enfermaran después del trasplante. A menudo intentan reunirse
con los vendedores, incluso brevemente en el hospital, después del trasplante, para darles
las gracias por su precioso regalo. Sin embargo, esto crea la expectativa más habitual de la
correspondencia en el regalo, incluso en el contexto de una venta manifiesta.
¿Qué es un riñón?
«¿Qué es un riñón?», le pregunté a Dov Rosen, un vendedor de componentes electrónicos al por
mayor mientras trajinaba en su pequeña y abarrotada tienda en un centro comercial de clase tra-
bajadora en el centro de Jerusalén en octubre de 2003. Dov había regresado poco antes de
Rumanía (en realidad, de la Transilvania rural) donde, con la ayuda de un intermediario local,
había adquirido un riñón a un “pobre diablo”, un campesino, un hombre de una familia de tan baja
condición, tan destrozada, dijo Dov, que la esposa del vendedor había vendido uno de sus riño-
nes y su hermano había vendido a dos de sus seis hijos, dos niñas de corta edad, a una red inter-
nacional de adopción. «Esta gente no se detiene ante nada», dijo Rosen con tristeza, negando
con la cabeza. Obligado por las circunstancias –demasiado viejo para un donante de órganos
fallecido y demasiado pobre para pasar por las firmas de intermediación en el trasplante de órga-
nos establecidas en Israel–, Dov tuvo que ser su propio abogado, su propio «coordinador inter-
nacional de trasplantes».
«Me hicieron un trasplante “hágalo usted mismo”. Estaba varado en una lista de espera de cinco
años. Eso es absurdo. Aquí vivimos en un país en el que casi todos los días explota una bomba,
hay accidentes de tráfico, la gente se cae muerta en la calle, pero nadie quiere ceder un órgano.
La gente se preocupa más de los muertos que de los vivos»
Dov organizó un viaje a la Rumanía rural, el país del que salió cuando apenas tenía die-
cisiete años, y donde seguía teniendo lazos familiares. Allí encontró a un vendedor de riñón
de treinta y seis años, miembro de una minoría étnica, y un trasplante en una clínica rural
de Oradia, un hospital tan «primitivo», dijo, que temió estar jugando una partida de ruleta
rusa: «¡la misma enfermera que había ayudado en mi operación quirúrgica limpiaba mi habi-
tación del hospital!»
¿Y qué es un riñón?
¿Qué clase de pregunta es esa?
— Hay gente que dice que no se puede poner una etiqueta con el precio al órgano de
una persona viva. Hay gente que cree que el cuerpo es especial, sagrado. Un rabino me dijo
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Especial
que hay oraciones que se recitan para cada parte del cuerpo, cada órgano y cada orificio.
Incluso hay una oración para dar las gracias por hacer pis. Es una de las que él recita a pri-
mera hora de cada mañana.
— Yo no soy una persona religiosa. ¿Qué es un riñón? ¿Qué es un pollo? ¿Por qué la
gente puede matar un pollo y comérselo? ¿No es también un pollo una vida? A nadie le impor-
ta. Se lo comen sin más, lo declaran kosher y pueden comérselo. Tomar un riñón de alguien
no acaba con la vida de esa persona. Hasta puede mejorar su vida, por lo que sabemos.
— Su donante podría estar muerto ahora, ¿y cómo lo sabría?
— ¿Por qué me lo pregunta si no me está juzgando? Puedo vivir bastante bien con un
solo riñón, así que ¿por no va a poder él también, el que me lo vendió? Estamos en paz.
Mitad y mitad. Fue su elección, su consideración. Yo soy tendero, no filósofo. Cuando era
más joven, vendía coches, Fiat. Buenos coches, unos nuevos, otros de segunda mano.
Gané mucho dinero en aquellos tiempos. Era así: yo quiero vender, él quiere comprar. Lo
hablamos, hacemos un trato. Ahora yo quiero comprar. Y él quiere vender. Lo hablamos, él
dice más, yo digo menos y, al final, nos ponemos de acuerdo. ¿Dónde está, entonces, el
problema?
— Entonces un riñón es como cualquier cosa que se puede comprar y vender de un
estante o de un negocio de coches de segunda mano. ¿Se pude comprar sin más el riñón
que un tipo tiene bajo su piel?
— Mire, Nancy, los fuertes siempre se van a comer a los débiles. Así son las cosas.
Además, la gente de la que hablamos (los vendedores) son de los peldaños más bajos de
la sociedad. Son la gente más baja, primitiva: vagabundos, maltratadores, ladrones, borra-
chos, gente endeudada, gitanos, vendedores de bebés. No me voy a preocupar por su dig-
nidad. Solo espero que mi vendedor se aleje de los bares y de la bebida a los que estaba
acostumbrado porque el alcohol puede llevarse su segundo riñón. Ahora tiene que actuar de
manera responsable.
Entonces, ¿el riñón no es nada?
— Yo no he dicho eso. Para mí, un riñón es la vida. Y un hombre –si es digno de ese
nombre– hará lo que haga falta para salvar su vida. El riñón que he comprado me ha dado
alas. Hoy puedo ir y venir como me plazca. Si quiero llegar a mi tienda a las diez de la maña-
na y salir a las 4 de la tarde, puedo hacerlo. Si quiero ir en coche a la playa de Tel Aviv con
mi esposa, puedo hacerlo. Si quiero ir a Jerusalén a ver a mi nieto, puedo hacerlo. Mi nuevo
riñón es como un pájaro, es como la libertad misma.
“pariente de riñón” tienen derecho a pedirle ayuda, lo que a menudo se expresa con la frase
«una vida por una vida», un «rim por rim», «un riñón por un riñón», como dijo Alberty da
Silva, vigilante nocturno de treinta y ocho años de Recife, Brasil. Alberty me pidió ayuda para
localizar a Luanne Higgs, la mujer de mediana edad de Brooklyn, Nueva York, que había
adquirido su riñón en una transferencia de trasplantes que llevó a ambos al otro lado del
Atlántico, a Durban, Sudáfrica, conde la extracción y el trasplante renal tuvieron lugar en un
hospital privado, antes católico: el de San Agustín.
Cuando conocí a Alberty defendió su honor diciendo que aunque le pagaron algo (3.000
dólares por su riñón), seguía siendo un precio de “regalo”. «¿No vale una vida humana
mucho más que unos miles de dólares?», preguntó. Luanne, por su parte, envió a Alberty
una tarjeta de Navidad en la que explicaba que ella también era una pobre mujer enferma y
que no podía corresponderle por su precioso regalo de vida:
«Querido Alberty: ¿Cómo te encuentras? Espero y rezo para que todo os vaya bien a ti y a tu
familia. Mi esposo y yo estamos bien y confiamos en nuestra fe en Dios para que nos mantenga
bien. Espero no te hayas olvidado de mí, porque yo nunca me olvidaré de ti por devolverme la
vida. Estuve a punto de morir y tú me diste tu riñón. Me gustaría poder enviarte un pequeño regalo
por Navidad pero ni siquiera estoy segura de que tu dirección sea correcta. Que Dios te bendiga,
Luanne».
Luanne había escrito la carta en inglés y yo se la traduje a Alberty, que entonces vivía
en una casa de barro detrás de la casa de su tía en Recife. Alberty me dictó la siguiente res-
puesta, que entregué a Luanne y a su esposo en Brooklyn, Nueva York:
«Querida Luanne: Espero se encuentre feliz y segura junto a su familia. Yo estoy aquí disfrutando
por su felicidad. Estoy bien y mi vida es normal a pesar de los trastornos causados por la donación
del riñón. Estoy intentando resolver mis dificultades actuales de la mejor forma posible. Mi mayor feli-
cidad es saber que usted está bien. Espero que un día nos veamos de nuevo, ahora que somos uno.
La echo de menos y cuando la vuelva a ver iremos a comer juntos. Nunca olvidaré el breve tiempo
que pasamos juntos. Si tuviera que hacerlo todo otra vez, lo haría. Creo que por la gracia de Dios me
reuniré con usted. Apagaremos la antorcha de la Estatua de la Libertad juntos. Caminaremos de la
mano por el bosque de Central Park como dos niños sin preocupaciones en el mundo. Que Dios esté
con usted y que usted y su marido tengan salud y paz.
Contésteme a esta dirección:
Alberty José da Silva
Rua da Cacamba, 42
Areias, Recife
Pernambuco, Brasil
CEP 50781-370»
Especial 115
Especial
Aunque nunca volvió a tener noticias de Luanne, Alberty se lo tomaba con filosofía.
«Aquella mujer estaba muy enferma», confió. El vendedor del riñón nunca, según mi expe-
riencia, nunca desea el mal al receptor, ni siquiera a un receptor al que no conocen, cuando
la transacción estuvo envuelta en secreto. En cambio, como en el caso de Alberty (ver arri-
ba), lo superan y les desean salud y felicidad. Le di vueltas a esto durante un tiempo, hasta
que otro vendedor de riñón objeto de tráfico, Niculae, de una aldea devastada de Moldavia,
me lo confirmó. Le pregunté por qué, teniendo en cuenta su decepción y su sufrimiento des-
pués de la venta de su riñón, seguía hablando bien del receptor de esa parte de su cuerpo.
Niculae respondió: «Mi riñón le salvó la vida. ¡Ahora quiero que él y mi riñón tengan una
larga vida!».
La muerte del riñón del que uno se ha desprendido con cariño es, en cierto sentido, la
muerte de uno mismo.
Cicatrices
Casi veinte años después de iniciarse el proyecto de observatorio de órganos, no hay res-
puestas fáciles a las preguntas básicas: ¿cómo ven su postura los vendedores de riñones,
objeto de tráfico o de autotráfico, en los trasplantes ilícitos? ¿Como víctimas? ¿Como super-
vivientes? ¿Como héroes? En las aldeas, los barrios marginales y las barriadas de infravi-
viendas económicamente desmanteladas del “Tercer Mundo” que suministran al mundo más
pudiente riñones excedentes, el significado de la compra y la venta de un órgano es siem-
pre, naturalmente, específico del contexto. Un riñón nunca es únicamente un riñón. Además,
las grandes cicatrices desfiguradoras en forma de sable que cruzan los torsos de los ven-
dedores de riñones en todo el mundo –de algunos que se alinean para hacerse fotografías,
o las de quienes se niegan a exhibirlas– pueden ser un signo de debilidad o de fuerza, de
holgazanería o de duro trabajo, de codicia o de generosidad. Puede significar un hijo pródigo
o una buena hija, una mala mujer o la esposa abnegada, o una persona insensata, boba,
explotada, despreciable, o atrevida y emprendedora. Los vendedores de Mingir, Moldavia,
siguen sufriendo las consecuencias de su biodisponibilidad: son estigmatizados y avergon-
zados, excluidos del matrimonio, y proclives a trastornos psicológicos y médicos.
Los meninos brasileños que fueron reclutados por el sindicato internacional de tráfico
de órganos se defendieron ante la jueza Amanda en el tribunal federal de Recife en 2004,
diciendo que si habían sido objeto de tráfico, ellos habían «elegido traficarse». Los “niños
de Brasil” eran machos, y no querían ser tratados como si fueran trabajadores del sexo víc-
timas de trata, que eran en su mayoría mujeres. Querían que los vieran fuertes, competen-
tes y atrevidos, que es lo que eran. En cuanto a si había sido «estafado», engañado o
explotado, João Cavalcanti, al igual que su círculo de vendedores de riñones del poblado
marginal Jardim São Paulo, se defendió diciendo que era muy libre de hacer lo que quisie-
ra, y dono de seu corpo, dueño de su cuerpo, ante los tribunales y ante la comisión del
Congreso brasileño que investigaba el programa de tráfico. Admitieron que los habían
reclutado, que los habían engañado respecto a la legalidad de lo que hacían, que habían
sido mal informados acerca de las exigencias médicas y los posibles riesgos de la inter-
vención quirúrgica a la que se someterían, transportados con visados y billetes de avión
comprados por los intermediarios, que les habían ordenado que guardaran silencio y que
firmaran cualquier documento que se les presentara en el hospital, y que habían estado
presos en la práctica en un piso franco de Durban, que los intermediarios locales les habían
confiscado los pasaportes. Todo eso era verdad, dijeron, pero negaron la etiqueta. La jueza
intentó convencerlos diciendo que si habían sido objeto de trata por los intermediarios y
engañados, no serían culpables, no tendrían que ir a la cárcel. Pero los hombres persistie-
ron en su autoevaluación.
«Sí, señoría», contesté a la pregunta que me había formulado el Dr. Raimundo Pimentel, depu-
tado estatal (senador) de la Comisión Parlamentaria. «Sí, los hombres de Jardim São Paulo fue-
ron víctimas clásicas de trata de seres humanos». Pedro manifestó su desacuerdo:
«¡De ninguna manera! No importa lo que esa mujer, Dona Nanci, tenga que decir, fui yo, la deci-
sión fue mía. ¡Yo, Pedro Gervasio, yo me hice la trata! Para mí trata significa que alguien con una
máscara te secuestra, te pone una capucha sobre la cabeza, te mete en la parte trasera de un
coche y te lleva a un lugar secreto donde te rajan y te sacan el riñón o el hígado sin tu consenti-
miento. Nadie me puso un cuchillo en la garganta, nadie me obligó a subir a aquel avión. Lo hice
libremente y lo volvería a hacer aunque tuviera que pasar el resto de mi vida en la cárcel, porque
ahora puedo descansar tranquilo sabiendo que con mi riñón pude comprar esta casita para que
mi esposa y mis hijos puedan tener un poco de seguridad. Moriré satisfecho, sin importar lo que
me ocurra ahora. Se me brindó una oportunidad y la aproveché».
Unos años después regresé a Recife para comprobar la situación de los meninos:
Geremias, Pedro, Paulo, Alberty, João, Gerson, Hernani y una docena más de vendedores
de riñones que se habían visto atrapados en el mismo programa transatlántico de trata de
seres humanos y que ahora intentaban lidiar con algunas de las consecuencias. Culpaban
de sus problemas económicos a la actuación policial, la «Operación Bisturí» (Operação
Bisturi). Hablaban de organizar una organización no gubernamental (ONG), una Asociación
de Donantes de Órganos Desilusionados (o Desencantados), la Associaçao de Doadores
Disilusionados (o Disencantados). El nombre era objeto de debate. En su primera reunión,
los vendedores desencantados expresaron sus quejas: pérdida de trabajo, pérdida de ingre-
sos, pérdida de fuerza y, lo peor de todo, la pérdida de honor, de posición social. Informaron
de dolor crónico, debilidad, ansiedad, depresión, discordia en la familia, y rechazo personal,
además de problemas médicos, atribuidos (por ellos) a la falta del riñón.
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De su “safari de riñón” regresaron más débiles, pero más sabios. Habían aprendido
algunas cosas sobre el mundo. Descubrieron que las personas negras de Sudáfrica eran
diferentes de los afrobrasileños como la mayoría de ellos mismos. Los negros de Sudáfrica
eran más grandes y más fuertes porque estaban más cerca de sus raíces. «Nunca habían
sido esclavos», dijo Alberty Alfonso, que abrió un diálogo acerca de cómo habían sido mani-
pulados casi como esclavos, esclavos por deudas. «A ninguno se nos dijo lo duro que sería
para nosotros», dijo Cícero. Paulo asintió: «el dolor era tan intenso que durante tres días en
el hospital recé para ser el siguiente en morir». Geremias dijo que los habían tratado bien
hasta que los doctores obtuvieron lo que querían y después los tiraron como si fueran lixo,
basura, y los metieron de nuevo en un avión, con el dinero escondido debajo de los venda-
jes, y Roddy, el intermediario de Durban, les advirtió que no manifestaran que tenían dolores
porque el personal de aduanas o de inmigración podía sospechar.
La muerte del riñón del que uno se ha desprendido con cariño es,
en cierto sentido, la muerte de uno mismo
«La salud es el bien que Dios nos ha dado. Algunos de nuestros hermanos han vendido su cuerpo
y han cometido un pecado muy grave. Al vender su cuerpo, también venden su alma, porque con
esta acción están ignorando la existencia de Dios y se han vuelto hacia el mal. Muchos de nues-
tros jóvenes en este pueblo han vendido un riñón. ¿Piensan alguna vez en el futuro y en el sufri-
miento que tendrán que afrontar? Esperaban hacerse ricos, pero ahora son más pobres porque
han perdido su salud. Al perder su salud han perdido también su redención porque piensan que
ya no pueden rezar. No los juzgo ni los condeno porque intentaban mantener a sus familias y a
sus hijos. Pero ¿qué pensarán sus hijos cuando tengan que cuidar de un padre enfermo que es
todavía joven? La gente que compra riñones está motivada por hacer daño al cristianismo y a los
cristianos [en referencia a los cirujanos, que eran musulmanes turcos]. Rezo por aquellos que han
cometido este pecado en la ignorancia y el error. ¡Que Dios os proteja! ¡Que Dios nos proteja a
todos y nos dé fuerza para luchar contra este mal! ¡Que Dios proteja a nuestros hijos para que
ningún otro caiga en la misma trampa! En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén».
Después de la misa hablé con el padre Antoine (nombre ficticio). Me dijo que comprendía
que los hombres quisieran encontrar trabajo en el extranjero y que algunos ni siquiera sabí-
an qué trabajo harían. Cuándo le pregunté de quién era el cuerpo, el padre Antoine respon-
dió que el cuerpo pertenecía a Dios, y solo a Dios. Desea que los hombres acudan a la igle-
sia y se les perdone, pero no han acudido. Se esconden. Temía que alguno pudiera suici-
darse, porque no están habituados al aislamiento en el que ahora se ven obligados a vivir.
Los brasileños objeto de trata eran católicos romanos por educación, y algunos de ellos
se habían convertido al evangelismo protestante. Pero tanto si se identificaban como cató-
licos o como cristianos evangélicos, la doctrina religiosa se detenía en el cuerpo. A su juicio,
su cuerpo era suyo para hacer y disponer de él como considerasen oportuno. Pedro, Paulo
y João emplearon un modismo brasileño familiar para afirmar su relación sujeto/objeto con
su cuerpo como: «¡yo soy el dueño, el amo de mi cuerpo!» No obstante, Paulo se reprendió
mucho después de la nefrectomía por haber vendido su riñón. No sabía lo apegado que
estaba a su «cosita» (coisinha) hasta que se quedó sin ella y comenzó a notar su ausencia
en forma de un picor constante en el lugar donde estuvo su herida, incluso tres años des-
pués. «He aprendido una cosa», dijo. «Aunque tengo dos, nunca venderé una de mis
manos».
Alberty perdió su trabajo en el mercado al aire libre de Jardim São Paulo y aceptó un
empleo inferior como vigilante nocturno. El trabajo en el mercado exigía levantar demasia-
dos objetos pesados, y no podía ya hacerlo. El trabajo de vigilante nocturno le dejaba mucho
tiempo para pensar y para preocuparse. «Mi salud se ha deteriorado», me dijo. «¿Y si aque-
llos doctores de Durban se quedaron con algo más que mi riñón?» Este temor era habitual
entre los vendedores de riñones en todos los lugares que visité. Alberty me dio la lata tanto
que fuimos juntos a un hospital público local y esperamos haciendo colas todo el día para
que pudieran hacerle una placa de rayos X, para determinar si el “resto de él” por dentro
estaba intacto. El técnico de rayos X le dijo que le parecía que todo estaba en orden, pero
que tenía que volver la semana siguiente para recibir el diagnóstico del doctor. Alberty se
sintió aliviado durante unos días, hasta que regresamos a la clínica para recoger los resul-
Especial 119
Especial
tados y descubrió, después de varias horas de espera, que su historial médico se había per-
dido. De regreso a su chabola en Jardim São Paulo, Alberty planteó una nueva preocupa-
ción: si su riñón huérfano, ahora que tenía que hacer el trabajo de dos riñones, podía afectar
a su potencia sexual y su fertilidad. Le recordé que tenía dos “esposas” y varios hijos que
necesitaban todo su apoyo. «¿Y no es por eso por lo que vendí mi riñón?» «Alberty, me dijis-
te que habías vendido el riñón para pagar una deuda de un coche». «Bueno, eso es verdad,
pero las madres de mis hijos llegaron antes y no me quedó nada excepto lo suficiente para
comprar una bicicleta de segunda mano».
que según los relatos contados por la propia persona moribunda, o por sus familiares o médi-
cos o por un dignatario eclesiástico de aldea, las muertes fueron consecuencia de la venta
del riñón. Entre los que siguen vivos hay muchos que tienen miedo a morir, a los que se ha
diagnosticado hipertensión u otras enfermedades que pueden afectar a su único riñón.
Algunos son alcohólicos, algunos han perdido a sus familias, pero pocos han acabado como
delincuentes, excepto el vendedor de riñón moldavo que fue apaleado por robar gallinas.
Al repasar las fichas policiales de los brasileños que fueron identificados por la policía
sudafricana, ninguno de los vendedores de un riñón tenía antecedentes policiales en Brasil,
lo cual es sorprendente si se tienen en cuenta los poblados marginales violentos y asolados
por las drogas de los que procedían. El capitán Louis Helberg dijo:
«He sido detective de la policía durante toda mi vida laboral, y nunca había intervenido en un caso
como este en el que los hombres que fueron objeto de trata por los dos intermediarios, el capitán
Ivan y el capitán Gaddy Tauber, fueran simplemente gente corriente pobre. Algunos de los ven-
dedores fueron rechazados por la clínica de Netcare porque dieron positivo en las pruebas de VIH
o tenían rastros de drogas en la sangre. Pero ninguno era un delincuente. Cinco de los treinta y
ocho tenían menos de dieciocho años. El acta de acusación señalaba cinco cargos de tráfico de
menores. A uno de los treinta y ocho vendedores le funcionaba un solo riñón, que le fue extirpado
y trasplantado al cuerpo de un turista de trasplantes de pago. El pliego de cargos de la policía de
Durban incluía un delito de homicidio culposo cometido por el cirujano sudafricano que extirpó el
riñón de último recurso del vendedor».
El tráfico de riñones arroja luz sobre el oscuro flanco débil de la globalización neoliberal,
sobre las voraces demandas que genera y las exigencias depredadoras que establece
sobre los cuerpos de los “biodesechables”,3 pero también sobre los sueños que genera en
relación con una vida mejor y una existencia móvil, al ser la movilidad la metáfora funda-
mental de la venta organizada de riñones a través del turismo de trasplantes. Para los
pacientes significa una liberación de la sepultura corporal de las máquinas de diálisis. Para
quienes venden el riñón significa una liberación de los globos rojos4 del barrio marginal, la
favela, el poblado de chabolas y la oportunidad de ver mundo, o al menos, la oportunidad
de visitar el centro comercial con un fajo de billetes en el bolsillo.
Me desplacé, finalmente, hasta el lejano suburbio rural de Janga en julio de 2006 para
visitar la nueva vivienda de Geremias y conocer a su familia. Aunque la casa no estaba ni
3 Me preguntaba si el término “biodesechable” (biodisposable) tenía alguna relevancia fuera de los círculos de la antropología
médica. En una búsqueda en Google encontré estas tres referencia principales: «Forro biodesechable de tipo bolsa para
calientacamas y similares»; «vajilla china biodesechable», y «tazas de plástico biodesechables».
4 Referencia al mediometraje (34 minutos) fantástico titulado El globo rojo (Le Ballon rouge, 1956), dirigido por el cineasta fran-
cés Albert Lamorisse.
Especial 121
Especial
mucho menos tan bien como la mansión que imaginaban los compañeros a los que había
dejado en los poblados de chabolas cerca del aeropuerto de Boa Viagem y solo eran blo-
ques de hormigón con cuatro desvanes a modo de habitaciones con suelos de cemento sin
acabar y un patio embarrado en la parte trasera, Geremias estaba con todo orgulloso de ella
y exhibió una amplia sonrisa mientras me franqueaba la entrada y tranquilizaba al flaco
cachorro que me ladraba en los tobillos. Geremias enderezó sus 164 centímetros de altura
mientras me hacía una seña para que me sentara en una dura silla de cocina: «Bemvinda!»,
dijo. «Bienvenida al interior de mi riñón».
«¿Y tus cicatrices, Geremias?» me atreví a preguntar, puesto que el joven estaba tan preocupado
por la herida y decía que a su esposa su cuerpo le parecía menos atractivo por culpa de ella.
«Tengo la solución», dijo. «Voy a encargar a un artista del tatuaje que entrelace una hermosa ser-
piente amazónica a su alrededor para que esto [señalando un extremo] sea la cabeza, y esto
[señalando el otro extremo] sea la cola. Será un tatuaje caro, multicolor, pero valdrá la pena, nao
eh? Al fin y al cabo, Eu sou meu corpo!».
La atribución de un valor absoluto a una sola vida humana salvada, perfeccionada o pro-
longada a toda costa borra toda posibilidad de ética social, y nos lleva a esa ética imposible
y zona gris moral que Primo Levi describió.
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