Contracultura. Silva, L.
Contracultura. Silva, L.
Contracultura. Silva, L.
CONTRACULTURA
Ludovico Silva
Como era de esperarse, esa definición de cultura la encontré dentro del marxismo; pero
no el marxismo de Marx, sino el marxismo de un economista africano ampliamente conocido; el
senegalés Samir Amin. Ya explicaré más adelante las implicaciones, que son graves y
profundas, de semejante definición de la cultura. Por ahora me limitaré a enunciarla. Como
∗
todos los pensamientos profundos, este de Samir Amin tiene el don de la brevedad y la
sencillez: “Para nosotros, la cultura es el modo de organización de la utilización de los valores
de uso”*. Para poder apreciar en su justa dimensión y profundidad esta definición es preciso
haberse leído, cuando menos le primer too de El Capital de Marx. Pues se trata de una
definición profundamente marxista. Yo no lo adopto por un presunto proselitismo marxista, del
cual, por fortuna, siempre he estado curado. Como lo explico en este libro, mi camino hacia
∗
“Pour nous, la culture est le mode d`organisation de l`utilisation des valeurs d`usage ». Cf. Samir Amin, Eloge
du socialisme, Editions Anthropos, Paris (sin fecha), p.8.
3
Marx siempre ha sido el de un pensador e interpretador libérrimo, jamás atado a iglesia alguna,
como también lo era el propio Marx. Mi alergia hacia los manuales de marxismo ya la expresé,
casi violentamente, en mi libro Anti-Manual , que con amplia difusión en los países de habla
∗∗
habla hispana puedan comprobar con sus propios ojos, con los textos en la mano, el verdadero
carácter de la teoría marxista de la ideología, que es muy distinto al carácter que lo imprimieron
Lenin y sus infinitos seguidores. Ello implica también una posición heterodoxa sobre el
problema dela cultura. De la definición antes citada de Samir Amin se desprende una grave
consecuencia que será basamento de este ensayo: el capitalismo, como tal, por ser una sistema
basado enteramente en los valores de cambio, no tiene propiamente una cultura, sino una
contracultura, que es algo muy distinto. Cultura propiamente tal había en la Grecia clásica,
entre los sumerios y babilonios, en el antiguo mundo judaico o en las civilizaciones inca y
azteca; pero en el capitalismo sólo hay contracultura, y lo único que se puede llamar “cultura
capitalista” no es otra cosa que ideología.
Cf. Ludovico Silva, Anti-Manual para uso de Marxistas, marxólogos y marxianos, ed. Monte Avila, Caracas,
∗∗
1975.
∗
Marx y Engels, Teoría de la ideología, ed. Del Ateneo de Caracas, Caracas, 1980. Véase también mis libros
La plusvalía ideológica EUBUC, Caracas, 1971; México, 1971; El estilo literario de Marx Siglo XXI, México
1971; y La alineación en el joven Marx, Nuestro Tiempo, México, 1980.
4
ideología lo trataré someramente, a fin de no repetir lo que he escrito en otros libros; en todo
caso, el lector podrá encontrar en mi ensayo Psiquiatría, humanismo y revolución, algunas
precisiones más detalladas sobre el tema.
***
sin faltar el lamentable “et-caetera” que oscurece varios pasajes de Marx y de Engels. Hay otro
importante dato que observar: la “superestructura”, “edificio” o como se la llame no es más que
una metáfora que inventó Marx par visualizar literariamente su concepción de la sociedad. De
ahí la importancia de examinar el vocabulario original. La base material de la sociedad viene
definida con un término científico de claro valor epistemológico: Struktur, estructura. El mismo
vocablo empleó Marx años más tarde, profusamente, en El Capital, donde continuamente opone
la Oesconomische Struktur o estructura económica a las Erschemungsformen o formas de
aparición, ideológicas, en que se manifiesta a la simple mirada de los hombres aquella
estructura. En cambio, cuando va a hablar de la superestructura, emplea una metáfora:
Ueberbau. El mundo de la ideología y de la cultura –ya se verá la diferencia entre estos
términos- se presenta como un edificio, como una fachada, que es lo que los hombres
generalmente alcanzan a ver: El Estado, los cuerpos jurídicos, la moral, el arte, la política, sin
darse cuenta de que todo ese edificio está sustentado por unos cimientos ocultos, pero
poderosos. Estos cimientos constituyen la estructura de la sociedad, “el talle oculto de la
Producción”, el aparato material productivo de la sociedad, la infraestructura tecnológica, las
relaciones de trabajo, la maquinaria. En este terreno oculto de la producción es donde el Capital
realiza sus grandes negocios fraudulentos con el Trabajo, es decir, donde se enfrentan el
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capitalista y el trabajador. Pero lo que la gran masa del pueblo ve es lo que se refleja en el
“edificio”, en la fachada social, es decir, los “legítimos” contratos entre obreros y patronos, las
“legítimas” ganancias del Capital invertido, los “progresos” de la tecnología, las mejoras y
“reivindicaciones” en las relaciones de trabajo y toda una interminable serie de monsergas
jurídicas –y a veces religiosas, morales o filosóficas- destinadas a encubrir, ideológicamente, la
explotación que tiene lugar en la estructura oculta d la sociedad. Por eso decía Engels, en sus
años postreros –que fueron de gran fecundidad en lo que respecta a la teoría marxista de la
ideología- que la ideología actúa inconscientemente en los sujetos de la sociedad; no se dan
cuenta de que la ideología jurídica lo que hace es encubrir las verdaderas y crueles relaciones
que existen entre capitalistas y obreros; toman al Estado por el supremo dictador de las leyes de
la sociedad y, burguesamente, se acomodan a él y a sus dictados. Es característico de la
mentalidad burguesa el vivir de acuerdo a las representaciones ideológicas que le ofrece la
sociedad; jamás está en su ánimo el profundizar, analíticamente, en las secretas y reales
relaciones de producción, en el origen de ese dinero que mágicamente aparece en los bancos, o
en las manos de los usureros, o en las cuentas bancarias de los capitalistas. El burgués no se
pregunta por el origen de esa riqueza. Cree mágicamente, de modo fetichista, en el poder auto
reproductivo del dinero. Y como se ve que su idea del mundo está consagrada en códigos
jurídicos, en leyes estatales, en parlamentos ad hoc, en una prensa y una televisión y una radio
que difunden la idea mercantil, del mundo, su conciencia está tranquila. Vive feliz en su Áurea
medio criítas, en su banalidad acomodada, en su falsa conciencia.
mi libro La plusvalía ideológica, el filósofo venezolano Juan Nuño cita como epígrafe una frase
memorable de Marcuse: Today the ideology is in the process of production it sef. “La ideología,
hoy, está dentro del proceso mismo de producción”. En efecto, la ideología no hay que ir a
buscarla en las altas esferas del pensamiento, en el arte o la ciencia puros, o en niveles situados
místicamente sobre la burda estructura material de la sociedad. No, la ideología, en su sentido
más estricto, hay que buscarla en el interior mismo del aparato productivo, en la infinita
casuística jurídica que justifica los contratos obrero-patronales declarándolos como “contratos
entre partes iguales”, que consagran como inalienable (¡) la propiedad privada, que es
precisamente un factor primordial de la alineación humana; la ideología hay que buscarla en el
interior de esos inmensos medios de comunicación modernos, que con sofisticadas técnicas de
“guerra subliminal" (the onbliminal warfare) se apoderan del preconsciente y el inconsciente de
la gran masa humana y la someten a sus caprichos, creándole “necesidades” artificiales y
formándoles una imagen del mundo que es en todos sus puntos leal al sistema de la
explotación, el sistema del Capital. La ideología hay que buscarla en el interior de los templos,
los barrios miserables, las aldeas y los caseríos a donde llega, insidiosamente, ese mensaje
religioso que pretende santificar la pobreza porque la verdadera riqueza “no es de este mundo”,
mientras ciertas organizaciones religiosas mantienen grandes negocios –en especial el de la
educación, del cual yo mismo fui víctima- en los que ganan gruesas sumas de dinero, se
recuestan en el brazo de los poderosos y no admiten en sus colegios selectos a los estudiantes
pobres; en definitiva, esos ministros de Dios a los que Cristo echaría a patadas del templo, tal
∗
Véase mi libro La plusvalía ideológica, ed. Cit., cap. V.
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como lo hizo con los mercaderes de su época. Esos pretendidos ministros de la corte celestial,
que desvirtúan la idea de Dios, que es la idea más importante de todas las que tiene el hombre,
comenzaron a actuar oficialmente, que o sepa, a partir del concilio de Nicea, que tuvo lugar
hacia el año 325 después de Cristo. Allí se constituyó, oficialmente, el dogma cristiano y, por
supuesto, aparecieron los primeros “herejes”. Hasta entonces, el pensamiento cristiano había
seguido con fidelidad las líneas del Nuevo Testamento y la palabra auténtica de Cristo. Uno d
los últimos en respetarla fue San Jerónimo, el inmortal creador de la Vulgata y, ciertamente, un
humanista clásico que se adelantó siglos al moderno humanismo. Y uno de los primeros fue el
gran San Agustín, quien basándose en su amplia experiencia mundana (lo mismo que, en
nuestros días, aquel genial e invalorable amigo, el montaje trapense y poeta Thomas Merton)
supo diseñar magistralmente, con espíritu libérrimo y nada eclesiástico, las verdaderas
relaciones entre lo humano y lo divino, la civitas dei o ciudad de Dios y la civitas hominis o
ciudad del hombre. Como decía Ortega, San Agustín era una “fiera de Dios”; una fiera
demasiado humana como para no caer en imperfecciones. Una de sus imperfecciones fue,
justamente, caer en algunas de sus obras, en el dogmatismo más rígido. Pero subsisten sus
grandes monumentos, de los cuales yo he estudiado detenidamente tres: Las Confesiones, donde
hay el primer anuncio de la individualidad moderna, que él extiende atrevidamente hasta el
propio Cristo: Ego sum qui sum; la Ciudad de Dios o De civitae Dei contra paganos, en cuyo
comienzo afirma su yo ardoroso: Ego exardescesz zelo domus Dei, "Yo enardecido del cielo de
la casa de Dios”; y el Tractus sobre el Evangelio de San Juan, donde hay una idea
revolucionaria acerca del concepto de “mundo”, tal como intenté mostrarlo en otra parte . San
∗
Agustín escribía libremente, y su doctrina no era todavía al servicio de los poderosos, sino al
servicio de los humildes, los desamparados, los desterrados de este mundo, tal como lo quería
Cristo. Con Agustín se terminó la chispa divina de Cristo. Después de él la doctrina cristiana s
convirtió en lo mismo que se ha convertido hoy la doctrina de Marx: en un amasijo de dogmas,
una ideología. En nuestro mundo contemporáneo han surgido diversos movimientos de
cristianos “heterodoxos”, apegados a la palabra original de Cristo, y francamente
revolucionarios. Muchos de ellos son sacerdotes y se proclaman “marxistas”. El padre Camilo
Torres, en Colombia, muerto en plena lucha guerrillera, o el padre Ernesto Cardenal, gran poeta
y gran hombre, al frente de la revolución de Nicaragua, son dos ejemplos latinoamericanos de
este nuevo cristianismo. En el libro de Cardenal El evangelio en Solentiname se respira un
aroma evangélico tan puro como el de San Juan o San Mateo. La pequeña isla de Solentiname,
situada en el Lago de Nicaragua, se convirtió así durante años en una comunidad sencilla y
humilde compuesta por agricultores, pescadores y poetas. Bajo la dirección espiritual de
Cardenal, se reunían periódicamente para hablar del Evangelio, pero no para glosarlo según los
consabidos dogmas, sino para recrearlo, para expresar cada cual su libre opinión. Esta es la
única forma que yo conozco en que el factor religioso, el mensaje religioso deja de ser
ideológico, para convertirse en un sistema de denuncia, de apertura de la conciencia hacia los
verdaderos problemas sociales. Y esto, naturalmente –con toda naturalidad histórica- tiene que
hacerse con la ayuda del marxismo. A estos cristianos revolucionarios les tiene sin cuidado el
ateísmo de Marx. Como ha escrito Otto Maduro, cristiano marxista venezolano, en su libro
Marxismo y Religión, la cuestión del ateísmo de Marx es de lo menos interesante que hay en
Marx, y carece de relevancia para los actuales planteamientos. Se puede creer en Dios –un Dios
de justicia, una idea suprema que sirva para luchar por los oprimidos, al revés de lo que hacen
los “ministros de Dios”, que se visten lujosamente y hacen viajes al Vaticano- y ser al mismo
tiempo marxista. Así me lo expresó mi amigo Ernesto Cardenal en una carta personal que me
envió a comienzos de la pasada década, a raíz de haberlo yo enviado una ejemplar de mi libro
El estilo literario de Marx, que acababa de ser publicado en México: “Querido Ludovico –me
∗
Véase mi libro De lo uno a lo otro, EBUC, Caracas, 1975, p. 190 y ss.
7
decía-: me agradó mucho recibir tu carta después de tanto tiempo de no recibir ninguna tuya, y
tu libro El estilo literario de Marx, que he leído con gran interés. Un libro muy maduro y sabio
y auténtica obra de poeta. Yo ahora soy marxista, por eso el libro tuyo me interesó
especialmente, y me ha ilustrado (...) Es necesario estar sano y productivo, en esta hora de
alumbramiento de América Latina. Me ha gustado lo que dices de mi libro En Cuba, que es tal
vez mi mejor poema, porque así quise que fuera, como un poema, un canto a la Revolución. En
ella nos encontramos todos, creyendo en Dios o no creyendo. Tu manera de sentir a Dios tal vez
no esté alejada de la que han tenido los míticos. El ‘creer’ en Dos no es cuestión cerebral ni
intelectual, es amar a los hombres: concretamente, luchar por los oprimidos. Así lo entiende la
Biblia”. Y finalizaba Cardenal su hermosa carta con esta frase: “La vida no muere”.
Pero, ¿es esto ya religión? Yo creo que sí, que es religión en el más alto sentido de la
palabra. Se suelen manejar dos etimologías distintas para definir la religión. Una la que
suministra el filósofo español Xavier Xubiri, según la cual viene de religare, estar el hombre
atado a Dios. Otra, la que suministra Ortega y Gasset, quien basándose en un texto de las
Noches Aticas de Aulio Gelio, nos dice que el verdadero sentido dela religión reside en el
adjetivo religiosus, que significa “escrupuloso, probo, meticuloso”. En este último sentido lo
empleaba, por ejemplo, muy frecuentemente el gran Don Ramón del Valle Inclán, cuando nos
hablaba del cuidado “religioso” conque escribía sus prosas de oro, o de la “silenciosidad
religiosa” que empleaba su Marqués de Bradmoín –“feo, católico y sentimental”- para seducir a
las más piadosas damas. Transformando un poco ambas ideas, creo que puede concebirse la
verdadera religión, la religión revolucionaria y no ideológica, como un sistema de pensamiento,
o mejor, una actitud vital que se aferra o ata a la instancia divina como suprema idea para
luchar, en este mundo y cuerpo a cuerpo, por la liberación d los oprimidos y la justicia social.
En este sentido, es comprensible que un número cada vez mayor de sacerdotes católicos –hablo
de América Latina- adopte el método marxista de lucha, en cuyo eje funciona la misma ética de
Cristo, colérico, expulsa a los mercaderes del templo, hace lo mismo que hacía Marx cuando
fustigaba a los economistas políticos acusándolos de ser esclavos de “las furias del interés
privado”, como dice en El Capital.
Papa en 1800 y que ya en 1801 había firmado un concordato con Francia para estar bien con el
“poder temporal”, en 1804 tuvo que trasladarse a París para consagrar a Napoleón como
emperador. Es triste la historia de este Papa. En 1808, Napoleón se apoderó de todos los estados
de la Iglesia y declaró a Roma ciudad imperial y libre. Pío VII se vio en la situación forzada de
excomulgar al Emperador, y éste, ni corto ni perezoso, lo hizo destituir y lo trasladó a Génova,
donde quedó custodiado como prisionero. El sombrío rostro de aquel Papa, cuyo retrato se ha
conservado, esbozó un rictus de amargura y maldijo la hora en que coronó y consagró la cabeza
del Poder Temporal en Napoleón Bonaparte. Igualmente o parecidas historias han ocurrido a lo
largo de los siglos, después del concilio de Nicea; el papado, con toda su corte de poderosos
cardenales repartidos por toda Europa, siempre ha querido asociare al poder Temporal, y para
ello se ha ofrecido a sí mismo para consolidar sus imperios y reinados. El caso del
Protestantismo es paradigmático. Desde un principio estuvo asociado eso que Adam Smith
llamaba “la riqueza de las naciones”. Con los siglos, se transformó en la religión oficial del
sistema capitalista. Max Weber, en su desmedido afán de contrarrestar a su gran enemigo:
Marx, inventó la peregrina idea de que no son las fuerzas materiales económicas las que dirigen
la historia, sino las ideas religiosas. Su gran ejemplo fue el protestantismo, dice, es la religión
que consagra el trabajo, por eso los países de mayoría protestante son más trabajadores y
pueden adueñarse el mundo. Para Max Weber parece no existir la acumulación originaria del
capital, ni la formación del proletariado al disolverse el sistema gremial de la Edad Media, el
desmembramiento de los séquitos feudales, que inevitablemente iban a parar a las grandes
ciudades, al igual que una multitud de trabajadores del campo, expropiados por la decadencia
del feudo. Ni parece existirla formación de la clase burguesa, que en siglos como el XVIII
estaba mucho más atenta a las transformaciones económicas y políticas –el derrumbe final del
feudalismo bajo la cuchilla de Monsieur Guillotin- que a las evoluciones del pensamiento
religioso. Tampoco parece existir para Weber el hecho del traslado de toda la riqueza minera –
oro y plata- de América hacia Europa; metales preciosos que generalmente llegaban a España
ero que después iban a parar a las arcas inglesas. Fueron estas plata y este oro el verdadero
origen del capitalismo inglés, que en un principio fue capitalismo puramente mercantil. Nadie
niega las virtudes laborales del Protestantismo; pero eso no es mas que un aditamento
ideológico que no hace sino reforzar la rapiña del capital y el despojo del trabajo. Max Weber, a
pesar de su excelencia científica, procede como un ideólogo. Como lo escribió Marx en su
Miseria de la filosofía: los ideólogos creen que son las ideas las que hacen a la historia, y no la
historia a las ideas. Esa ideología werberiana ha tenido y tiene gran éxito entre las naciones
capitalistas, particularmente en los Estados Unidos (país al cual ya Marx, en 1858, llamaba en
francés le capitalisme a l’état pur.) En los Estados Unidos, que son, como decía Rubén Darío,
“potentes y grandes”, existe una edificación o mitificación del trabajo; pero lo que no advierte
el trabajador en ese país es que su misión no tiene ningún contenido humanístico; su misión
consiste, simple y llanamente, en la producción incesante de valores de cambio, y los psicólogos
y psiquiatras del sistema –los famosos “analistas motivacionales, que mezclan al conductismo
con el análisis profundo de Freud- se encargan de averiguar, mediante el sistema de las
“entrevistas profundas” –que van más allá de la conciencia y exploran toda la zona psíquica no
consciente- cuáles son las “reales” necesidades de la gente, no sólo para adaptar la producción
mercantil a esas necesidades, sino para engendrar nuevas necesidades en el psiquismo dela
gente. De modo, pues, que todo ese trabajo santificado religiosamente no es sino un vulgar
instrumento al servicio de l capital, y los “trabajadores intelectuales” del sistema no hacen otra
cosa que engendrar necesidades, no para satisfacer al hombre, sino para satisfacer al mercado,
que es el verdadero Dios de esa sociedad. Nada de extraño tiene pues, que el arte y la ciencia
auténticos, cuando se logran desideologizar, sean en esos países un anti-arte y una anti-ciencia,
es decir, una contracultura. La sociedad capitalista expresa su alineación a través de una
profunda deshumanización de las relaciones sociales, todas ellas basadas en el dinero. Sólo su
9
***
sí misma como una denuncia y como un mensaje para redimir a la humanidad de su sufrimiento.
Si saltaran hoy los huesos de Marx de su tumba londinense, se aterraría de ver cómo su ciencia
ha sido transformada en una ideología al servicio de una forma odiosa de terrorismo
imperialista. Vemos, pues, cómo pueden ínter penetrarse en la ciencia las regiones de la
ideología y de la cultura. Lo mismo ocurre con el arte, que por definición pertenece a la región
de la cultura. El arte, en su esencia, es cultural y anti-ideológico, puesto que su misión es
descubrir las verdaderas relaciones que existen entre los hombres, y no ocultarlas ni
disimularlas. Un artista como Stendhal, por ejemplo, se dedicó a la delicada y peligrosa tarea de
desentrañar el mundo psicológico de sus contemporáneos, poner al desnudo la trama espiritual
de aquella sociedad burguesa ascendente. Su denuncia, y el repudio que recibió, fueron tales
que hoy podemos hablar con propiedad de su obra netamente contracultural, en abierta
oposición al sistema. No en vano escribió el autor de Le rouge et le noir su frase profética: Je
serai compris vers 1900. Y esta profecía, en efecto, resultó verdadera, y se cumplió al pie de la
letra, porque a finales del siglo XIX, que había ignorado totalmente a Stendhal, un investigador
descubrió una biblioteca de Grenoble, ciudad natal de Stendhal, un conjunto de polvorientos
manuscritos que, afortunadamente, dio a la publicación; inmediatamente la fama de Stendhal se
propagó por toda Europa, y escritores como Proust pudieron inspirarse en sus incomparables
análisis psicológicos de la sociedad moderna. En vida de Stendhal, sólo dos espíritus egregios
supieron comprender su genio. Uno de ellos fue Goethe, pero Stendhal no se enteró nunca de
este hecho, ya que Goethe lo vertió casi todo en sus conversaciones con Eckermann. El otro fue
Balzac, quien en un hermosísimo artículo saludó al autor de La chartreuse de Parme como a un
escritor genial, cosa que sorprendió mucho al propio Stendhal, acostumbrado a tomar la
literatura, no como una vocación afiebrada –como era el caso del mismo Balzac- sino como una
diversión, un ejercicio elegante que le podía servir para conquistar e esas damas de salón de
Madame Recamier, que tanto le huían por su fealdad física, pero que al cabo quedaban
encantadas por su chispeante conversación y el brillo de sus ojillos astutos y sensuales.
sirve para ejemplificar lo que hemos llamado la dinámica de las relaciones entre le nivel
ideológico y el nivel cultural. Como ideólogo, Balzac es bien poca cosa: se limita a ser una
especie de monárquico trasnochado, soñando vanamente en títulos de una nobleza que le estaba
negada a él, plebeyo que se vio rechazado por las mujeres aristócratas de su época; siempre
soñó con casarse con una viuda rica, para solucionar sus siempre angustiosos problemas de
dinero; pero esa viuda tenía que ser una condesa o una duquesa. Finalmente, y a modo de
trágica ironía, la vida le concedió a una viuda rica, a la que venía cortejando desde hacía
muchos años: la duquesa ucraniana de Hanska; pero ésta se casó con él casi por lástima, porque
lo veía enfermo y prácticamente moribundo. Se casó Balzac, y no pudo disfrutar ni un instante
de la riqueza de Madame Hanska, pues a las pocas semanas, después de un agonizante viaje
desde Ucrania a París, Balzac murió, pobre y endeudado, como había vivido toda su vida. En
Balzac se transparentan, de modo dramático, esas relaciones dinámicas que existen entre
ideología y cultura. Ideológicamente reaccionario era, y por eso, o mismo que un niño grande,
trataba de exhibir en los salones parisinos un regio bastón adornado con una gran turquesa, o
unos chalecos dorados que trataban de disimular vanamente su gran panza de burgués plebeyo;
o se hacía pasar, mediante pseudónimos, por un extraño noble venido de lejanos países, a fin de
asombrar a las mujeres, quienes siempre, indefectiblemente, le adivinaban su origen humilde,
ya fuera por ciertas expresiones de su habla, ya fuera porque se metía el cuchillo a la boca en
los banquetes. Sin embargo, este reaccionario con ínfulas de grandeza nobiliaria, fue un
auténtico revolucionario con su arte novelístico. Durante muchos años, trabajó diariamente
desde las doce e la noche hasta las cinco de la mañana, a fin de crear ese monumental ciclo de
novelas que posteriormente, en un célebre prólogo a sus Obras, tituló La comédie humaine, que
es el retrato y la vivisección del siglo XIX, y que aún tiene plena vigencia, pues vivimos
inmersos en la misma sociedad en que vivía inmerso Balzac. Tan sólo nos hemos transformado
tecnológicamente; pero, el fetichismo capitalista sigue planteado en los mismo términos en que
lo caracterizó Marx. Por cierto que Marx, llevado de su admiración por Balzac, quiso una vez
escribir –así lo cuenta Mehring- una monografía del autor de Les paysans; pero sus trabajos
económicos se lo impidieron. Balzac escribió al pie de un retrato de Napoleón que lo que éste
no había logrado terminar con su espada, lo terminaría él con su pluma. Y en efecto, Balzac
domina magistralmente todo el siglo XIX. Entre sus treinta y sus cincuenta años, es decir, en
veinte años, Balzac escribió casi ochenta novelas, unidas todas por un cordón umbilical: la
vivisección de su siglo. El dinero era para él obsesionante, y uno no sabe cómo aprendió a
descubrir con tan perfecta minuciosidad el terrible y sombrío mundo de la bolsa, los
prestamistas, etc. He aquí un caso en que el mundo de la cultura, de la denuncia, vence
plenamente al mundo de la ideología, que es el encubrimiento y la falsía. Podríamos
ejemplificar con muchos otros casos esta interpenetración dialéctica de la cultura y la ideología,
pero lo dejaremos para más adelante, cuando nos enfrentaremos al concepto de contracultura.
Pero todavía recordaré otro caso célebre: el de Dante Alighieri. Dante era un hombre
profundamente político, un militante activo, y en su Florencia natal actuó decisivamente en
política. Era, pues, un ser politizado, ideologizado, lleno de consignas partidistas. Su mundo
cultural era apenas un barniz que le servía para granjearse las simpatías de los poderosos.
Escribía bellos sonetos en dolce stil novo, escribía tratados latinos. Pero a Dante, por sus ideas
políticas, le llegó la hora de la amargura: fue desterrado. Si no hubiera sido por este destierro
forzoso, Dante no hubiera pasado probablemente de ser un político y un escritor elegante, un
prerenacentista más. Pero el destierro lo encerró en sí mismo, lo obligó a auscultar su corazón,
los más íntimos latidos de su concepción del mundo. Descubrió así su propio mundo cultural,
contrapuesto a su mundo ideológico. Y escribió su Divina Comedia. Su politización era tan
profunda que llegó a hundir en su Infierno a sus enemigos políticos personales; pero esta
politización, esta ideología, estaba ya transfigurada en pura cultura, en la grandiosa obra
arquitectónica que el destino le había encomendado.
12
***
Con estos ejemplos, creo, basta para caracterizar de un modo dinámico y accesible, no
meramente conceptual, las relaciones entre cultura e ideología. Nos toca ahora dos tareas
difíciles y delicadas: definir la ideología y definir la contracultura y su relación con el
humanismo.
Yo creo que no se puede constituir una teoría de la ideología sin acudir a Marx y Engels.
Es cierto que la palabra nació unos cincuenta años antes de que ellos la utilizasen, pero no es
menos cierto que el uso inicial de ese vocablo estuvo teñido de ambigüedad, hasta el punto de
convertirse en una vaga science des idées, en manos de Destutt de Tracy, el mismo escritor que
años más tarde, en El Capital, Marx describiría como le crétinisme bourgeois dans toute sa
béatitude, así dicho en francés, que es el idioma que empleaba Marx cuando quería zaherir a
alguien, tal como lo hizo con Proudhon. Se formó, pues, en Francia, el grupo de los llamados
“ideólogos”, que inicialmente apoyaron a Napoleón, porque creían que aquel joven general les
iba a restituir los valores perdidos de la resolución. Pero no ocurrió así: Napoleón se convirtió
en un autócrata, en emperador, y los ideólogos se hicieron sus enemigos. Entonces, en una
ocasión, ante el Consejo de Estado, en el año estelar de 1812, napoleón esgrimió como un sable
su tremendo dicterio: “La ideología, esa tenebrosa metafísica”. Con esta frase Napoleón
quedaba claramente cerrado el ciclo primario de la teoría de la ideología, y ya se pasaba a
caracterizar a ésta como doctrina sin sentido histórico, más allá del mundo material. Vale la
pena citar completas las palabras de Napoleón, porque ellas constituyen el más claro anticipo de
la teoría de Marx: C’est idéologie, a cette tenebreuse metaphysique, qui en cherchant avec
subtilité les causes premières veut sur ces bases fonder la législation des peuples, au lieu
de’appropier les lois a la connaissance du cœur humain et aux leçons de l’histoire, qu’il faut
attribuer tous les malheurs de notre France.
Con esta frase el emperador cortaba genialmente, de un sablazo, toda esa ambigua
arqueología del concepto de ideología, y ligaba por primera vez este concepto ala falta de
sentido histórico, eso que luego Engels, hegelianamente, llamaría la "falsa conciencia”. Salvo
una que otra mención aislada que no vale la pena recordar, el vocablo ideología permaneció en
la oscuridad, hasta que a Marx y Engels se les ocurrió escribir el voluminosos manuscrito que se
conoce como La ideología alemana, que desgraciadamente no dieron a la publicación, y que
sólo se vino a conocer íntegramente en 1932, en la edición MEGA. Muy distinto hubiera sido el
pensamiento de Lenin, o de Karl Mannheim, si hubieran podido conocer a tiempo ese enorme
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manuscrito. Pero hay que acentuar un dato: no sólo en La ideología alemana se puede buscar el
pensamiento marxista sobre la ideología; también en El Capital, en las cartas de la vejez de
Engels, y en infinidad de pasajes. Yo me he tomado el trabajo de reunir todos esos pasajes, que
suman unas trescientas páginas, en mi antología titulada Teoría de la ideología. En esa
antología, hay un 10% de textos ambiguos, en los que pareciera que Marx habla de ideología en
sentido lato, como si la ideología fuese, ella, toda la superestructura de la sociedad; pero en el
90% restante, que por desgracia es el menos conocido, elabora una teoría rigurosa, que le da a
la ideología un sitio preciso, limitado, dentro de la superestructura social. De acuerdo a esos
textos, y poniendo algo de mi parte –porque el marxismo nos invita a ser creadores- yo he
elaborado una definición de la ideología que contrasta abiertamente con todas las existentes,
que son muchas.
los medios de comunicación –como antes lo estaba en los libros y en el Parlamento- y su lugar
individual reside en lo que Freud llamaba el Preconsciente de la psique humana, lugar que
Lacan describe como “estructurado como un lenguaje”. En los niños que han nacido con la
televisión, las representaciones ideológicas, esencialmente comerciales, pueden asumir el
carácter de la represión inconsciente; pero en la mayoría de los caos, se trata de un
condicionamiento d la Preconciencia, que a través de los mensajes comerciales y
pseudoculturales se convierte en la más leal defensora inconsciente del sistema de la
explotación. Ello engendra en el psiquismo humano eso que Marx llamaba “fetichismo” y que
yo prefiero llamar “producción de plusvalía ideológica”, que consiste en todo el excedente de
energía psíquica que se pone al servicio del capital, transformada en verdadero “capital
ideológico” del sistema, puesto al servicio del capital material.
∗
Véase mi libro La alineación en el joven Marx, ed. Nuestro Tiempo, México, 1980.
14
De modo, pues, que la ideología es un sistema. Ese sistema conforma una región
específica de la superestructura social que está en íntima comunicación con el resto de la
superestructura: la cultura. Todos los elementos de la cultura pasan por la ideología, de modo
dinámico. Todos, en cierto momento, pueden ideologizarse. Pero el mundo de la cultura, en sí
mismo, es el mundo del pensamiento verdadero, el de la conciencia cierta de sí misma, el
mundo del arte y de la ciencia.
***
Nos toca ahora enfrentarnos al soldado más difícil y peligros de esta batalla intelectual:
el problema de la cultura. Yo parto de la definición de Samir Amin que antes mencioné: “La
cultura es el modo de organización de la utilización de los valores de uso”. Pero esta es una
definición que, a pesar de su sencilla apariencia, implica todo un aparataje conceptual que sólo
podrá aparecer cuando hablemos, al final de este ensayo, sobre el concepto de contracultura. Por
el momento, debemos contentarnos con la idea de que la cultura es aquella región de la
superestructura social que se opone a la ideología. Pero hay que insistir enérgicamente, una
vez más, en que las relaciones entre ambas regiones no son de modo alguno estáticas, sino
plenamente dinámicas, lo mismo que ocurre con las regiones psiquismo descritas por Freud. Es
sumamente importante tener en cuenta esta relación dinámica entre ideología y cultura. La
cultura siempre ha sido un fenómeno profundamente ideologizado, hasta el punto de que la
cultura ha sido siempre un asunto de la clase dominante, sometida a sus valores y creencias; y la
ideología siempre se ha disfrazado de cultura para disimular sus reales intereses.
La Palabra latina “cultura”, tiene, como es sabido su origen en el verbo colo, de donde
proviene el adjetivo cultus, que pervive en palabra tales como agricultor, que es el cultivador o
cultor del capo o el agro. La agricultura es el cultivo del campo o agro. El origen real es otra
cosa. La cultura siempre ha sido un asunto de las clases dominantes. El “cultivo” de los
espíritus siempre fue un patrimonio de las clases económicamente poderosas.
En el mundo antiguo, de donde proviene nuestra noción actual de cultura, las cosas
estaban planteadas muy claramente desde el punto de vista socioeconómico. La sociedad estaba
dividida en clases rígidamente contrapuestas. No existían híbridos tales como los que existen en
nuestra sociedad moderna, donde hay “obreros burgueses”, o “burgueses obreros”, y donde los
grandes ejecutivos se disputan, a veces, el sueldo con sus empleados y obreros. En la Grecia
primitiva, la anterior a la creación de la polis, la clase dominante estaba centrada en el palacio
real. Era allí, en ese reducido recinto, donde se “cultivaban” los hombres. Allí había escribas,
16
vestigios materiales sino muy escasos. En todo caso, nos es difícil comprender el paso de
aquellas hordas primitivas “pregriegas”, durante largos siglos, hasta llegar al esplendor
mecénico. Los neos, genéticos, de la lengua y cultura eran muy complicados, o al menos así se
nos ofrecen a quienes estudiamos el nacimiento del espíritu griego.
Después de ese esplendor micénico, que duró aproximadamente dos siglos, y del cual
quedan testimonios culturales principalmente en cosas de alfarería, sobrevino lo que los
historiadores han convenido, muy artificialmente, en llamar la “Edad Oscura”. Esta advino a
raíz de la invasión de los dorios, y duró aproximadamente cuatrocientos años. Se ha comparado
esta edad a la Edad Media cristiana, por su carácter “tenebroso”. Pero esto es una falacia. El
hecho de que no tengamos vestigios materiales no nos obliga a inferir que en esa época no hubo
manifestaciones guerreras, especialmente en el Asia Menor. Es posible que mucho del espíritu
de esos dorios invasores haya persistido en las grandes creaciones intelectuales que tuvieron
lugar en Asia Menor, en tiempos posteriores. Nietzsche apunta, por ejemplo, que la palabra
griega drama proviene de la partícula doria dra, que no denota precisamente dinamismo y
acción argumental, sino hieratismo, que es precisamente la principal característica del primer
teatro griego. En todo caso, había una cultura y aunque se ha sostenido que esa Edad Oscura era
analfabeta, está el hecho irrefutable de que a su término surgieron nada menos que los dos
grandes poemas que fundan la lengua y el espíritu griegos: la Ilíada y la Odisea homéricas. Así,
pues, la Edad Oscura no es tan oscura. Aunque en ella no se fraguó el idioma griego (pues el
alfabeto fenicio no arribó sino hasta el año 800 a.d.C.) sin duda se crearon en esa edad los
innumerables mitos y leyendas de que se nutrió Homero. Constituían, pues, una cultura en
sentido estricto; una cultura, es cierto, al servicio de las clases dominantes –aristócratas y
guerreros- y por tanto una cultura ideologizada, en el sentido en que les hemos venido dando a
estos términos en este ensayo. La civilización doria, no podeos negarlo, fue muy pobre (por lo
que podemos conocer) en comparación con la época micénica. Los centros de poder se habían
dispersado y menudeaban las guerras tribales. Sin embargo, hay un hecho importantísimo que
tuvo lugar en esa época: el paso a la Edad de Hierro. Por otra parte, la disolución de los centros
reales, los palacios, puso la condición histórica para que posteriormente surgiera en el horizonte
griego la idea de la polis. En la Edad doria se formó el mundo griego, con todas sus
características económicas, sociales y culturales. El viejo mundo micénico, que se negaba a
agonizar, seguía hablando griego, y mantenía relaciones, como dice Finley, con estados
fuertemente burocratizados y centralizados como los del norte de Siria y Mesopotamia. Los
dorios conservaron lo fundamental de las técnicas agrícolas de los micénicos y las trasplantaron
a Asia Menor, donde corriendo el tiempo, surgirían espíritus como Tales de Mileto,
profundamente imbuidos de las técnicas del cercano oriente y de los mitos asiáticos. En todo
caso, la lengua griega sobrevivió a la transformación social. Y con ello sobrevivió y se
consolidó una cultura. Algo muy graves, algo muy profundo tiene que haber ocurrido en ese
mundo dorio, para que en él se gestasen los poemas homéricos. La lengua fenicia, o mejor su
alfabeto, se introdujeron en Grecia hacia el año 800 a.d.C. Pero estos hechos no ocurrieron así,
mecánicamente. Tiene que haberse tratado de una lenta asimilación. De otro modo, ¿cómo
explicamos que de la noche a la mañana, apareciese un poema escrito en tan perfecto griego
como la Ilíada? Por otra parte, debe tenerse en cuenta que ese poema está compuesto de muchas
tradiciones orales, de fórmulas rituales dirigidas a los dioses y a los héroes, y es de suponer que
esas fórmulas venían de un pasado no tan remoto. Lo cierto es que, al finalizar la Edad Oscura,
nos encontramos con una cosa que se llama la “Hélade”. No se trataba, desde luego, de una
nación, en el sentido en que hoy hablamos de Francia o España, pero era un conjunto cultural
homogéneo, que obligaba a sus moradores a hablar como en el diálogo platónico: “Nosotros, los
helenos”. Era un conjunto como lo fue la Cristiandad en el mundo medieval, o como lo es el
mundo árabe. Esta Hélade se extendió por un área bastante grande. Hacia el este, la Italia del
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Sur y la mayor parte de Sicilia, continuándose luego por las dos riberas del Mediterráneo hasta
Cirene, en Libia, y hasta Marsella y algunos sitios de España. Esta civilización se formó
siempre a orillas del mar, y no tierra adentro. Lo importante d esto, para nuestro asunto, es que
sólo en las ciudades portuarias, cuyo paradigma llegó a ser Atenas, se desarrollaba la cultura.
En las ciudades o villorrios del campo tan sólo existía la fuerza del trabajo: el campesino o el
esclavo. Esto nos indica que, en la cultura antigua, tenía tanta importancia el orden geográfico
como el social y político. Esto sigue teniendo importancia en los tiempos modernos, como lo
señalara Marx en La ideología alemana, y como lo sabemos de sobra en los países
subdesarrollados en los que el campo está en franca minusvalía. Roma recompuso un poco esa
hegemonía del mar, esa talasocracia, y procuró dar auge a las ciudades del interior de Italia, a
través del cultivo. No obstante, los principales problemas se dirimieron siempre en el
Mediterráneo. Y ello ocurrió desde los comienzos de Roma, tal como lo canta Virgilio en su
Eneida.
En todo caso, al final de la Edad Oscura, puede hablarse con propiedad de una cultura
griega. Aunque no constituidos en nación, los griegos de todas partes se sentían unidos por un
vínculo común, representado sobre todo por el lenguaje. Las variedades dialectales –así como
las variedades de culto- no tenían demasiada importancia. Por ejemplo, Píndaro decía areta y
Heráclito decía arete, para nombrar la “virtud”. Como escribe Finley, “un griego de cualquier
parte era mejor entendido, en otra cualquiera, que un napolitano o un siciliano inculto lo es hoy
en Venecia”. Ya todos usaban el mismo alfabeto, un sistema en que los signos representaban,
∗
más que sílabas, los sonidos más simples del lenguaje, con lo que se tenía un instrumento de
comunicación no sólo distinto, sino superior y más sutil que el antiguo Lineal-B. Los que no
hablaban griego eran llamados “bárbaros” (oi barbaroi) debido al bar- bar- bar- que los griegos
les oían. Estos extranjeros bárbaros eran sometidos a esclavitud y, por no pertenecer a la
comunidad griega, se les consideraba de naturaleza inferior. Esto pensaban los griegos por igual
de los egipcios, los persas, los escitas o los tracios.
Los historiadores clasifican al llamado período “arcaico” entre el año 800 y el 500
a.d.C., en números redondos. Fue la época de los poemas homéricos y de la maravillosa
estatuaria griega primitiva, con sus vírgenes erectas y sus delicadas figurillas de animales en los
vasos funerarios. También es la época de Hesíodo y de los primitivos poetas líricos griegos. Es
curioso comprobar cómo Arquíloco reaccionaba violentamente contra las costumbres culturales
establecidas, y en vez de hablar el “nosotros” mayestático de la poesía religiosa, afirmaba de
indudable carácter revolucionario. Así, por ejemplo, en el fragmento 58 de la edición de Bergk,
Poetae Lyrici graeci, se leen estos versos de Arquíloco:
¡N o quiero un g e n e r a l c o r p u l e n t o, n i u n o
que separe mucho las piernas
o p r e s u m a d e b u c l e s y r i z o s, o s e r a s u r e
l i n d a m e n t e l a b a r b a!
Tal vez por versos como éstos, que para la época eran irreverentes, posteriormente
Heráclito, en un famoso fragmento, decía que “molería a palos” a Arquíloco.
∗
M.I. Finley, The ancient Greeks, Chatto and Windus, Cap. I
19
Al período arcaico sigue el llamado período “clásico que abarca aproximadamente los
siglos V y IV. Es el gran período de resplandor cultural de Grecia. Desde el punto de vista socio
político, la distintiva principal de este período fue la organización social en las poleis o
Ciudades-Estado. No en todos los sitios se dio con igual florecimiento este tipo de organización
que cambió por completo la ida cultural griega. Así, la región del Ática logró vencer la
dispersión primitiva y concentrar a sus pobladores en una sola ciudad-estado; pero este intento
fracasó, por ejemplo, en Tebas; en Beocia subsistieron doce ciudades-estado separadas. Y en
general en toda Grecia, salvo en los lugares estratégicos, hubo una dispersión de Ciudades-
estado. Cuando la dispersión griega por Oriente y occidente llegó a su culminación, se calcula
en mil quinientas las ciudades-estado existentes. Aristóteles llegó a reunir casi todas las
constituciones de esas poleis, pero hasta nosotros ha llegado tan sólo la correspondiente a
Atenas. En esta constitución se habla, no tan sólo de los seres humanos “esclavos por
naturaleza” (physei) sino también de las depredaciones que los ricos terratenientes ejercían
sobre los campesinos pobres. Así se constituyó la ciudad-estado: en base a las contribuciones de
campesinos y esclavos. Las ciudades-estado no eran lo que hoy llamaríamos nosotros un “punto
geográfico” en el mapa; eran más bien las comunidades. Los atenienses eran simplemente los
“atenienses” y no los moradores de Atenas; e igual puede decirse de los beocios. Píndaro habla
en nombre de “los beocios”. La gran innovación de la polis fue la desaparición de los reyes
absolutos de la Edad Oscura. Las comunidades se organizaron en ciudades fortificadas,
amuralladas, apenas circundas por las tierras labrantías y los campamentos militares. En el
orden cultural, hubo innovaciones importantes. El antiguo sacerdote, que en griego se llamaba
hiereus, y que tenía poderes omnímodos en el palacio real, ahora pasó a ser lo que nosotros
llamamos un laico, es decir, un funcionario como los demás. Podemos decir por ello que este
sacerdote dejó de ser el transmisor y conservador de la cultura, para transformarse en un
ideólogo al servicio de los gobernantes. Las cuestiones propiamente religiosas las decidían a
menudo los propios gobernantes a persona. Los tiranos griegos no construyeron –a diferencia de
los egipcios- demasiados templos para glorificarse a sí mismos. Sin embargo, hay ejemplos
como el de Pisístrato, quien vivió durante algún tiempo en la Acrópolis, pero luego ordenó
construir el monumental templo de Atenea Pártenos en su memoria; templo que fue destruido
por los persas en el año 480 y que fue sustituido después por el Partenón.
No voy a enumerar aquí todas las características culturales de este período de esplendor
de la historia griega. Son muy conocidos los logros de la dramaturgia, los concursos dramáticos
que tuvieron su origen remoto en los festivales dionisiacos; son muy conocidos los logros de la
estatuaria y la arquitectónica, de las cuales hay todavía hoy numerosos vestigios; y es muy
conocido el origen del pensamiento filosófico griego en Asia Menor, con pensadores como
Tales, Heráclito, Anaximandro, Anaxímenes o Jenófanes. Tan sólo mencionaré dos hechos que
tienen singular importancia para nuestro estudio: la aparición del ágora y la parición de la
moneda. Según Toynbee, la primera moneda fue acuñada en Lidia hacia el 650 a.d.C. Este
hecho, aparentemente sin importancia, introdujo grandes innovaciones en la vida cultural
griega. Se introdujo la moneda como valor universal de cambo, con lo cual se trastornó toda la
anterior economía, o en la que el tráfico de mercancías se realizaba a través del trueque de
valores. Ya existía un equivalente universal. Nada de extraño tiene que un olfato tan fino como
el de Heráclito presintiese el valor universal de ese invento: el oro como equivalente universal,
en el mismo sentido en que lo utiliza Marx en El Capital. Plutarco (en De apud Delphos, 388 e),
nos trasmite esta enigmática y profundísima sentencia de Heráclito. “Todas las cosas son
equivalentes del fuego, y el fuego lo es de todas las cosas, lo mismo que las mercancías
(Chrémata) lo son del oro, y el oro de las mercancías”. (Diles, 90; Marcovich, 54.) El hecho de
haber incorporado el oro y las mercancías a su sistema universal como equivalentes del fuego,
20
nos indica la importancia que a este invento atribuyó Heráclito. En general, en el mundo griego
no se le dio la debida importancia a este fenómeno, aunque como nos lo recuerda Ortega y
Gasset, a finales del mundo antiguo era un grito frecuente el de Chrémata aner, chrémata aner!,
“Su dinero es el hombre”. Tan sólo Aristóteles en su Ética a Nicómaco entrevió los gérmenes
de una economía política, cuando distinguió primitivamente entre el valor d uso y el valor de
cambio, por ser la suya una sociedad basada en el valor de uso. El análisis del valor de cambio
en toda su universal dimensión, que compromete toda la existencia humana –y por supuesto al
mundo de la cultura- sólo podía hacerse en una sociedad como la capitalista, que es la primer en
la historia en estar fundada enteramente en el valor de cambio.
liceos sólo podían asistir los representantes de las clases económicamente poderosas. Cicerón
debió su excepcional instrucción a su distinguida clase. Sólo en muy contados casos algún
esclavo liberto –como es el caso de Plauto- podía tener acceso a la instrucción.
Pero no se encontró una manera adecuada de trasladar al latín esa denominación, así
como tampoco fructificaron las diversas formas que autores como Quintiliano forjaron para este
concepto. Habría que esperar hasta bastante tarde para que apareciese la palabra classicus que,
como se ve, está ligada a la noción de clase social. Surge en una sola ocasión: en las Noches
Áticas (XIX, viii, 15) de Aulo Gelio. Este era un erudito coleccionista de la época de los
antoninos, y con ocasión de discutir ciertos usos lingüísticos, dice que el mejor criterio es acudir
a los autores modélicos. Ahora bien, a la hora de señalar a estos autores modélicos que hay que
seguir, dice algo sorprendente: se trata, dice, de “cualquiera de entre los oradores o poetas, al
menos de los más antiguos, esto es, algún escritor de la clase superior contribuyente, no un
proletario” (id est classicus asiduusque aliquis scriptor, non proletarius.) Revela así la palabra
clásico, tanto filológica como históricamente, su origen clasista. Esto no es tan sencillo y
arbitrario como parece a primera vista. Si echamos una mirada a la cultura antigua, veremos que
sólo tenían acceso a la instrucción superior los que poseían carta de ciudadanía: los politai en
Grecia y, en Roma, el cives romanus. Dentro de los ciudadanos, sólo tenían ese acceso los más
adinerados. Era, pues, lógico, ir a buscar a los autores modélicos o “clásicos” entre los de la
“clase” contribuyente. Curtius aporta una explicación adicional. La constitución de Servio había
dividido a los ciudadanos en cinco clases, de acuerdo a sus bienes de fortuna; y con el tiempo,
los ciudadanos de primera clase terminaron llamándose classici. En cambio, el proletarius de
que nos habla Aulo Gelio recorrió los siglos y nunca murió del todo, como los demuestra
palmariamente la definición que en 1850 dio el crítico Sait Beuve (Causeries du lundi, III) de lo
que es un clásico. Dice el célebre crítico, en plena época de Marx, que el clásico “es un escritor
de valor y de marca, un escritor que cuenta, que tiene bienes de fortuna bajo el sol y que no se
confunde entre la turba de los proletarios”. Curtius comenta irónicamente: “¡Qué golosina para
una sociología marxista de la literatura!”.
Lo cual, por supuesto, no impide que, a la hora de hacer crítica o historia de la literatura o de las
artes plásticas, no debamos examinar cuidadosamente la base histórica, económica y social que
fundamenta a las producciones del espíritu. ¿Cómo podríamos explicarnos la llamada “cultura
clásica” si no es por los motivos económicos señalados?
La cultura occidental, en sus líneas generales, siempre ha seguido las líneas generales
trazadas por la cultura antigua. En la Edad Media, pese a que la cultura se remitió a los
conventos y a los feudos, siguió presente el modelo de la antigüedad. Por lo menos hasta el
Concilio de Nicea (325 a.d.C.) el cristianismo –la patrística- siguió conociendo toda la cultura
pagana; se hablaba griego, se escribía en latín clásico –como en el caso de San Agustín- y se
tenía en general conocimiento de lo acontecido en el mundo antiguo. Además, el Imperio
Romano no había desaparecido, de modo que la nueva cultura cristiana debía desarrollarse
dentro de los límites políticos del Imperio. Sólo después del Concilio de Nicea puede decirse
que comenzó la Edad Media “oscura”. Si hacemos gloriosas excepciones, como la de San
Jerónimo, el creador de la Vulgata, la Iglesia estableció un verdadero rito “contra paganos”,
para decirlo con las palabras de Agustín de Hipona. La cultura griega fue preterida, y tan sólo
conservada en algunos centros como Bizancio. Los grandes teólogos medievales desconocían el
griego, y fue sólo debido a la influencia árabe como pudieron tener conocimiento de los valores
de la antigüedad. Filósofos como Averroes trasmitieron el mensaje de Aristóteles. El Aristóteles
de Santo Tomás, que éste llamaba a secas “el philosophus”, era en verdad de segunda mano.
Los filósofos que sabían griego, que eran muy pocos, lo ocultaban cual si se tratare de un
pecado. En cambio, se desarrolló el llamado latín “macarrónico”; el latín de Santo Tomás
hubiera sido ilegible para Cicerón. Hubo que esperar hasta el Renacimiento para que se
perfeccionara el latín como lengua común entre los sabios y eruditos. Sin embargo, hacia el
siglo XII, en la Escuela de Chartres, hombres como Bernardo Silvestre y Juan de Salisbury
lograron restaurar tempranamente un poco el espíritu de la antigüedad, de modo que se puede
hablar de ellos como “prerrenacentistas”.
En el Renacimiento denlos siglos XIV y XV, y una parte del siglo XVI, la cultura
occidental se reencontró consigo misma. Desde el centro irradiante de Florencia, o desde
universidades como la de Bolonia, surgió un despertar inigualable. Nunca, si exceptuamos la
época de Pericles en la Grecia Antigua, se había dado una conjunción tan íntima entre la
filosofía de los gobernantes y la filosofía de los hombres de cultura. La frontera que hemos
señalado entre cultura e ideología e borró casi totalmente. La ideología misma era cultura; la
superestructura social presentaba una apariencia homogénea. Los Médicis eran banqueros,
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probablemente los primeros banqueros modernos, pero su capital no se erigía como un alienum
frente a los creadores de cultura. Por el contrario, se transformó en su aliado. En un ambiente
así, no podía el arte manifestarse como contracultura, tal como se manifiesta en el capitalismo,
sino como cultura al servicio de un Estado constituido por príncipes amantes del arte y de la
literatura, que le conferían igual importancia a la creación de una pintura de Boticelli que a una
guerra contra el papado, por ejemplo. El primer Renacimiento, que ya había sido anunciado por
poetas como Dante o el Petrarca, o por pintores como Cimabue y Gioto, tuvo un florecimiento
inigualable. El Dante que, siguiendo una tradición, compuso tratados en latín como el Convivio
o De vulgari eloquentia, ya en estos tratados manifestó su preocupación por la creación de una
lengua italiana “vulgar” que pudiese expresar los más altos sentimientos. Ya lo dice el
comienzo de su Vita Nuova: In quella parte del libro de la mia memoria dinani a la quale poco
si potrebbe leggere, si trova una rubrica l quale dice: “Incipit vita nuova”. Sotto la quale
rubrica io trovo scritte le parole le cuali è mio intendimiento de’assemplare in cuesto libello; se
non tutte, almeno la loro sentencia (Vita Nouva, I) Esta “vida nueva” del Dante significa, o
debe significar, para nosotros, hombres modernos, el verdadero comienzo de la modernidad.
Aunque con su latinazo al frente, Dante se decide a escribir en italiano, en ese toscano
incipiente de su niñez. Y cargó sobre sus espaldas la inmensa tarea de construir sobre bases
sólidas la lengua italiana. Hoy en día sus tratados latinos –aunque algunos, como De vulgari
elocuentia sigan teniendo profundo interés- están olvidados, en tanto que todos los pueblos del
mundo siguen reverenciando la Divina Commedia. Igual cosa ocurrió con Petrarca, y esto lo
reconocieron sus propios contemporáneos, quienes coronaron a este poeta, no por su largo
poema latino Africa, sino por su Canzoniere, que reunía lo mejor del alma italiana y que tanta
repercusión tuvo en la lírica posterior, particularmente en la española de la Edad de oro, en
poetas como Gracilazo. La llamada “tríada canónica” –Dante, Petrarca, Bocaccio- se ocupó de
fundar la lengua italiana. Y por su arte, la corte de los Médicis en Florencia se ocupó de que los
artistas y poetas estuviesen al servicio de la ciudad, pero no por un imperativo ideológico –
podían pensar como quisiesen- sino por un imperativo netamente cultural. Sólo posteriormente
la atmósfera del Renacimiento se vio viciada de ideología. La causa: las disputas religiosas.
Figuras como Erasmo, Lutero, Calvino, Giordano Bruno, Miguel Servet, se vieron envueltas en
las disputas de orden religioso. Y entonces se separaron violentamente ideología y cultura. Es
decir, la cultura, la fabulosa cultura clásica de aquellos hombres, se puso al servicio de una
ideología religiosa. Sólo algunos espíritus preclaros, entre los que cabría situar a Erasmo de
Rótterdam, a Tomás Moro o a Juan Luis Vives supieron conservar la calma ante los arrebatos
diabólicos de un Lutero o un Calvino. Giordano Bruno ardió en la hoguera inquisitorial, y a
Miguel Servet lo ordenó asesinar Calvino, mientras el fanático Lutero clavaba sus tesis
heterodoxas en las puertas de una catedral. Erasmo ejercía una especie de patriarcado espiritual
en Europa, y si bien Lutero se le acercó al principio tímidamente, modestamente, luego
descargó contra él toda su furia. Este animal de Dios no le perdonaba a Erasmo su cordura y su
sabia ironía, ni soportaba su primacía universal en el pensamiento europeo, y hasta tal vez no le
perdonaba la perfección clásica de su latín. El teutón furioso se irritaba con escritos tales como
el Laus stultitiae o el “Elogio de la locura”, donde Erasmo ponía a la locura a razonar más
cuerdamente que todos los litigantes religiosos de su época.
Por supuesto, la cultura clásica, la cultura renacentistas, se vio afectada por estas
disputas. Pronto advinieron las guerras religiosas. ¿No murió María Estuardo, de Escocia,
decapitada por motivos religiosos, ante el temor de la Inquisición? ¿No tuvo que pasar cuatro
años de inmuda cárcel el excelso Fray Luis de león, en España, por el solo pecado de haber
traducido fielmente el Cantar de los Cantares?
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De todos modos, pese a esas disputas religiosas –que, como es natural, tenían su
trasfondo político- en el Renacimiento puede halarse de una identidad entre ideología y cultura,
aunque no en sentido estricto. Digo que no en sentido estricto, porque, el lado de la
manifestación cultural, había toda una ideología justificadora de un orden social de desigualdad
y explotación. Ya hacía tiempo que se habían disuelto los séquitos feudales y que el
campesinado había invadido las ciudades. Es decir, ya se había formado el proletariado
moderno, alejado de la vida de los gremios y artesanías medievales. Se había iniciado lo que
Marx llama en El Capital “el taller de cooperación”, que es la fase previa al auge de la
manufactura, que tuvo lugar en el siglo XVIII. En el taller inicial se ocupaban del
procesamiento del oro y la plata que venía de América. Este oro y esta plata fueron los
verdaderos creadores del capitalismo, aunque no hay que descontar lo que Marx llamaba
“acumulación originaria” de capital. El oro y la plata americana iban a España, pero de España
se iba a Inglaterra, gran potencia emergente. Nada de raro tiene que, con el auge del imperio
español, se desarrollase allí una literatura y un arte que merecen el nombre de Edad de oro; y
nada de raro tiene que, con el resplandor inicial del imperio inglés, surgiese toda la literatura
isabelina; Isabel, aquella mujer inflexible que pudo vencer a la Católica María Estuardo, se
rodeó de poetas y artistas, y de historiadores y aventureros ilustres. Poco importaba si al final de
sus vidas iban a terminar en la célebre Tower o Torre de Londres, muertos de inanición o
decapitados; lo importante era que, durante sus vidas, le sirviesen a la reina para sus propósitos.
De modo, pues, que estos poetas servían al mismo tiempo como hombres de cultura y como
ideólogos. Salvo casos aislados, como el de Shakespeare, todos los hombres de cultura cayeron
en la ideologización. El caso de Shakespeare es paradigmático para nuestro asunto, porque el
autor del Hamlet supo ironizar a la realeza incomparablemente; y supo también, como lo
recuerda a menudo Marx, cómo criticar la obsesión por el dinero que invadió a la Inglaterra
isabelina, en los albores del capitalismo. Marx cita versos de Shakespeare donde éste da la
mejor definición del dinero. Hay en Coroliano una imagen grandiosa, según la cual las ciudades
caían sobre el imperio “como monedas de plata”. Al mismo tiempo, en España, Quevedo,
espíritu agudísimo de los nuevos tiempos, compone su romance:
Poderoso caballero
es Don Dinero
Y Cervantes, en el Quijote, ¿no nos habla a menudo de las desgracias que traen los
bienes de fortuna? Él que vivió miserablemente, lo sabía muy bien. Sin embargo, estos hombres
de cultura, por no vivir aún en una sociedad fundada en los valores de cambio, sostenían
cordiales relaciones con los hombres dueños del capital. Por eso Cervantes dedicó
humildemente su libro al Conde de Lemos, y por eso Quevedo, a pesar de sus ironías, le hacía
caratoñas al rey Felipe IV. En 1600 Quevedo sigue a la corte a Valladolid. También dedica una
obra al Conde de Lemos. Al duque de Osuna le dedica el Anacreón Castellano. Se entrevista
con el papa Paulo V en 1617. recibe la Orden de Santiago que le impone el duque de Uceda.
Cuando está en prisión, aboga por él María Henríquez, dama de Isabel de Borbón. De nuevo en
Libertad, acompaña al rey a su viaje a Andalucía. El rey le dio el título honorario de secretario.
Y hasta tuvo buenas relaciones con la Inquisición. De modo, pues, en el de Cervantes, de
hombre de cultura que estuvieran en abierta pugna con los poderosos de su tiempo. Lope de
Vega o Ben Johnson estaban en la misma situación. Sin embargo, ya se presentía en ellos la
crítica al nuevo sistema político social que estaba fundándose. Lo mismo que en la tardía
antigüedad griega ya empezaba a gritarse: “¡Su dinero es el hombre!”. En El buscón, Quevedo
satiriza a los buscadores de fortuna, y les opone al pobre desgraciado que tiene que habérselas
con su ingenio para conseguir unas monedas. No podía cerrar sus ojos ante la avalancha de
compatriotas suyos que se iban a tierras americanas a procurarse oro y plata y a esclavizar
25
indígenas. Probablemente oyó en Salamanca el formidable alegato del padre Vitoria titulado De
indis, donde por vez primera se establecía que los indios americanos eran seres como los demás,
dotados de alma y espíritu, y a quienes había que respetar en sus legítimos fueros. A pesar de
sus relaciones con duques, condes y reyes, Quevedo fue probablemente, junto con Shakespeare
y Cervantes, el primer representante de lo que llamamos “contracultura”. Todos sus
contratiempos lo mantuvieron amargado, hasta el punto de que no supo reconocer el genio de
un Góngora o un Ruiz de Alarcón; pero sintió en carne viva el advenimiento de los nuevos
tiempos. Lo mismo que Descartes en Francia –o en su apartado retiro de holanda- Quevedo, y
con él Cervantes, sintió el empuje de la nueva sociedad. En cierto sentido, este es el mensaje del
Quijote cervantino: el acabamiento de una época, la época feudal. Había de ser loco, como don
Quijote, para al mismo tiempo, vivir mentalmente en la Edad media, y hacer llamados al nuevo
orden social. El gobierno de Sancho panza en la Ínsula Baratoria es lo más parecido que hay al
socialismo auténtico. Por eso digo que estos grandes autores, que formaban parte de la cultura
de su tiempo, se adelantaban a ella, y se adelantaban a toda esa inmensa carga ideológica que en
los siglos siguientes habría de sobrevenir bajo el nombre de capitalismo: mercantil,
manufacturero, industrial o superindustrial. La tristeza que acompaña a Quevedo en sus
momentos postreros es muy significativa; es la requisitoria final de un hombre que había vivido
en contradicción con su tiempo:
Pues bien, ¿qué nos dice San Juan de la Cruz acerca de estos versos? No nos da ninguna
lección de teología tomista, sino una lección de poética. Nos dice (Cántico Espiritual, Canción
XII, 3) que “llama cristalina a la fe por dos cosas: la primera, porque es de Cristo su esposo; y
la segunda, porque tiene las propiedades del cristal en ser pura en las verdades y fuerte y clara y
limpia de errores y formas naturales”. ¡El alma y la fe son cristalinas porque son de Cristo! Esta
explicación no tiene nada de teológica, ni de ese indigesto tomismo que el Santo trataba de
insinuar a sus carmelitanas; se trata de una pura explicación poética, una aliteración pura. Como
lo supo ver Paúl Valery, quien leyó a San Juan en español y en la maravillosa traducción
francesa de Cyprien de la Nativité de la Vierge, San Juan es en cierto modo el padre de la
poesía moderna, aun antes que Góngora. Mais CECI chante tout seúl! exclamaba Valéry
entusiasmado.
San Juan de la Cruz vivía ausente de los avatares del mundo moderno; vivía recluido en
su celdilla conmovedora que yo tuve oportunidad de visitar, compuesta de una cama estrecha,
un crucifijo en la pared y un reducido escritorio. La celda está hoy tal cual la dejó el Santo
después de su muerte. Allí comprendí yo la vanidad del mundo, y las tonterías por las que nos
esforzamos los mortales. Aquel pequeño monje, en su celda, en las cercanías d la Fuencisla –
donde mana el agua más pura del mundo- construyó todo el espíritu de la poesía moderna. Con
unos cuantos poemas que apenas formarían un librito, hizo lo mismo que Mallarmé: fundó una
poesía, un estilo poético. Y San Juan de la Cruz se atrevió a lo mismo que se atrevió Fray Luis
de León: tomar el Cantar de los Cantares salomónico como fuente de inspiración. Sacó así el
pensamiento místico de sus tinieblas medievales y, lo mismo que el maestro Eckart, supo
elevarlo a las alturas de la modernidad. Así como Eckart hablaba del “indecible sollozo de
Dios” y de la scintilla animae de la fe, San Juan nos habla de la “respiración de Dios”. En
contra de los que sostenía Ortega y Gasset, a mí me parece ésta una manera mucho más legítima
de sentir a Dios; mucho más legítima que las complicadas y casuísticas formas de la teología
racional. San Juan era, pues, un mundo cultural autónomo, y su religiosidad nunca asumió el
odioso carácter de una ideología al servicio de los intereses dominantes. Con su sistema
metafórico, anunció el mundo moderno. Y en este sentido, se adelantó a Lope de Vega y al
mismo Góngora. Muchos versos de Góngora y de Lope aparecen hoy en toda su magnífica
magnitud poética. Sanjuán es probablemente el poeta más puro que haya producido la lírica
española. Trabajó sus versos como un orfebre, y por eso sirvió de modelo a otros poetas, como
Mallarmé, quien también compuso pocas poesías, pero con un sentido superior del lirismo. San
Juan sirvió, pues, a la cultura de su época, como un elemento extraño, un poeta místico alejado
de cortes y ducados: n monjecillo encerrado en su celda de Segovia –el lugar más impresionante
que yo he visto en el mundo- dedicado a la humilde tarea de componer unas canciones con sus
comentarios para las monjas carmelitanas. ¿Había orgullo de poeta en este cantor? Seguramente
que sí, porque hasta ahora no se ha conocido a ningún verdadero creador que no esté orgulloso
de sus creaciones. Pero San Juan lo supo ocultar muy bien. Su fe mística lo obligaba a ello, y
todo lo ponía al servicio de su Dios. Como decía su verso: “Y todo mi caudal en su servicio”.
Hoy podemos decir, después de cientos de años de su muerte, que su poesía es un verdadero
patrimonio cultural de occidente. Su sistema metafórico ha inspirado a poetas de varios países
27
Otro caso de poeta español que supo entrever y anunciar con claridad el espíritu de los
nuevos tiempos, fue Don Luis de Góngora y Argote. Don Luis de Góngora era un monje más o
menos bohemio que andaba por las calles de Sevilla componiendo unas letrillas ciertamente
picantes, como aquella famosa de:
Ándeme yo caliente
Y ríase la gente
Pero este monje era en realidad, en el fondo de su alma, un ser adusto. Su verdadero
rostro, pintado genialmente por Velásquez (está en el Museo del Prado), nos revela una
riquísima vida interior, un élan especial que es el propio de los grandes artistas. Al lado de sus
letrillas populares y escandalosas, Góngora iba componiendo pacientemente unos grandes
poemas del todo distintos a las letrillas. Eran poemas en los que él se inventó un lenguaje,
inspirado en la estructura del latín clásico –pero no puramente en ella, como se ha creído
falsamente- y dotado de n sistema metafórico de rara complejidad, donde todos los substantivos
y los adjetivos adquieren una danza loca, pero primorosamente calculada. Frente a estos
poemas, los del Caballero Marino, en Italia, se ven empalidecidos. Góngora fue muy atacado e
incomprendido; incluso un genio como Quevedo, que tantos puntos tenía en contacto con
Góngora, manifestó repetidas veces desprecio por la “latiniparla” del creador de Las soledades
y Polifemo y Galatea. Como ha escrito el gran poeta Jorge Guillén en su bello libro Lenguaje y
poesía, la palabra en Góngora se comporta como “un objeto rigurosamente enigmático”. Por
eso, después de muchos años de olvido y menosprecio, Góngora floró nuevamente, en el siglo
pasado y en el presente, a la gloria pública. Los grandes poetas franceses de la pléyade del siglo
pasado –Baudelaire, Mallarmé, Verlaine, Rimbaud- supieron reconocer claramente el genio de
Góngora. Como ha escrito Hugo Friedrich en su Estructura de la lírica moderna, el sistema
metafórico de Mallarmé se comprende mejor si se estudia el de Góngora. Verlaine solía gritar,
en medio de sus fanfarrias llenas de ajenjo, el verso de Góngora:
De todos modos, no fue el conocimiento directo de las obras de Góngora lo que causó
esta influencia, sino más bien lo que pudiéramos llamar su teoría poética, su actitud ejemplar
frente al lenguaje poético. Más profunda fue todavía su resurrección hacia 1927, cuando se
cumplieron y se festejaron sus trescientos años. La generación española del 27 le rindió n cálido
homenaje, en el que participaron todos los grandes poetas de esa nueva Edad de Oro de la
poesía española, brutalmente cercenada por la guerra civil y por Francisco Franco, bajo cuyo
dominio despótico los poetas hubieron de dispersarse o apagarse. De aquel homenaje del 27
queda como una muestra especial el magistral estudio de Dámaso Alonso sobre Góngora, donde
además de explicar su sistema poético, intentó una aventura arriesgadísima: verter en prosa
clara el contenido de los grandes poemas de Góngora. Con ello no pretendió Dámaso Alonso
decir que la poesía, la verdadera poesía, pueda verterse en prosa; como lo dic Valery, lo que se
dice en poesía es imposible de decirlo en prosa, a menos que se trate de poesía discursiva,
antipoesía. Después de este homenaje, Góngora se ha convertido en objeto de estudio muy
frecuentemente en universidades alemanas, francesas, inglesas o italiana. También se estudia
mucho, particularmente en Alemania, a poetas como Calderón y Rubén Darío.
28
El otro origen de la manufactura tiene un sentido inverso. “Un gran número de obreros –
dice Marx- cada uno de los cuales fabrica el mismo objeto, por ejemplo papel, tipos de
imprenta, agujas, etc., pueda estar ocupados en forma simultánea por el mismo capital. Es la
cooperación en su aspecto más simple (...) Entonces el trabajo se divide. En lugar de hacer
ejecutar las distintas operaciones por el mismo obrero, unas tras las otras, se las separa, se las
aísla, y luego se confía cada una de ellas a un obrero especial, y los trabajadores que cooperan
las ejecutan a la vez, juntos, uno al lado del otro. Esta división, establecida una vez por
29
accidente, s repite, muestra sus ventajas y se osifica poco a poco en una división sistemática del
trabajo. De producto individual de un obrero independiente que hace una multitud de cosas, la
mercancía se convierte en el producto social de una reunión de obreros, cada uno de los cuales
ejecuta constantemente la misma operación de detalle. Las operaciones que en el caso de la
fábrica de papel de un gremio de oficio alemán se engranaban entre sí como trabajos sucesivos,
se convierten, en la manufactura holandesa de papel, en operaciones de detalle ejecutadas
paralelamente por los distintos miembros de un grupo cooperativo. El fabricante de agujas de
Nuremberg es el elemento fundamental de la manufactura de agujas inglesa” (El Capital,
ibídem.)
Y Marx resume así su teoría: “El origen de la manufactura, su derivación del oficio,
presenta, pues, un doble rostro. Por un lado tiene como punto de partida la combinación de
distintos oficios, independientes entre sí, a los cuales se hace dependientes y se simplifica hasta
el punto en que ya no son otra cosa que operaciones parciales y complementarias unas de otras
en la producción de una misma y única mercancía. Por el otro lado se adueña de la cooperación
de artesanos del mismo tipo, descompone el mismo oficio en sus diversas operaciones, la aísla e
independiza hasta el punto en que cada una se convierte en la función exclusiva de un
trabajador parcelario. Por lo tanto, la manufactura introduce la división del trabajo en un oficio,
o la desarrolla; o bien combina oficios distintos y separados. Pero sea cual fuere su punto de
partida, su forma definitiva es la misma: un organismo de producción cuyos miembros son
hombres” (El Capital, ibídem.)
Esta base manufacturera creó las condiciones para el surgimiento de la gran industria y
el florecimiento del maquinismo, que tuvo lugar en Inglaterra, verdadera patria del capitalismo
moderno. En sus Principles of Political Economy había dicho John Stuart Mill que era dudoso
que las invenciones mecánicas hayan aliviado hasta hoy el día de trabajo de ser humano alguno.
Frente a esta aseveración, Marx (El Capital, XV, 1) dice lo siguiente: “Mill habría debido
agregar: ‘que no viva del trabajo ajeno’, pues no cabe duda de que las máquinas aumentaron en
gran medida la cantidad de ociosos a quienes se denominaban gente acomodada”. Esta
observación de Marx tiene gran importancia para nuestro mundo del agonizante siglo XX, en el
que subsiste una gran cantidad de ociosos que dejan que las máquinas trabajen para ellos.
Incluso los artistas han caído en esta serie multiplicadora, y hoy es frecuente ver a artistas,
incluso a grandes artistas contemporáneos, que hacen sus planos en un papel y dejan todo lo
demás a la obra de obreros y máquinas.
que Marx llamó la alineación del trabajo en sus escritos juveniles, es decir, la separación del
producto de sus instrumentos de producción. Los obreros empleaban herramientas, es cierto.
Pero como advierte Marx: “la mayoría de estas herramientas se distinguen por su origen mismo
de la máquina de la cual son órganos de operación. En general, todavía hoy (años 60 del siglo
pasado, LS) las produce la artesanía o la manufactura, en tanto que la máquina a la cual se las
incorpora luego proviene de la fábrica maquinizada”. Más adelante advierte Marx: “Se ha
producido una revolución, inclusive aunque el hombre siga siendo el motor”. ¿Qué no diría
Marx de nuestras fábricas modernas, donde el “motor” es otra máquina, generalmente
computarizada? Pero algo presintió, cuando escribió: “El telar de medidas teje con varios
millones de agujas. La cantidad de herramientas que una misma máquina de trabajo pone en
juego al mismo tiempo se emancipó, pues, desde el principio, de las limitaciones orgánicas que
no podía superar la herramienta manual”. “La máquina, punto de partida de la revolución
industrial, reemplaza, pues, al trabajador que maneja una herramienta por un mecanismo que
opera a su vez con varias herramientas semejantes, y que recibe su impulso de una fuerza única,
sea cual fuera su forma”. Y Marx cita una frase de Babbage particularmente simple y lúcida:
“La unión de todos estos elementos simples, puestos en movimiento por un solo motor, forma
una máquina”.
Grandes cabezas, como Galileo, Descartes o Newton habían anunciado genialmente los
nuevos tiempos. Pero su tarea se limitó, en lo fundamental, a acabar con el orden ideológico
medieval. La idea de Dio que hay en un Descartes, por ejemplo, es por completo distinta a la de
la teología racional del Medioevo. Igual ocurre con la idea de Dios de una San Juan de la Cruz.
Pero faltaba aún lo esencial para integrar la cultura moderna: una teoría de la ideología
enfrentada a una teoría de la cultura. Esta teoría no podía aún surgir en la época de la
manufactura o de la cooperación. Sin embargo, hubo precursores que convienen mencionar.
Así, por ejemplo, Juan Jacobo Rousseau, quien en su Contrato Social alcanzó a concebir un
nuevo tipo de sociedad; nada de raro tiene la inmensa influencia que alcanzó este singular
pensador entre las gentes de su época, y aún posteriormente, en las ideas de la independencia de
América. Los primeros socialistas, que después influirían en Marx, se inspiraron en Rousseau.
Por otra parte, Voltaire, con su prosa demoledora e irónica, se encargó de ahuyentar para
siempre una serie de fantasmas medievales, y sólo bastaría mencionar su Dictionnaire
Philosophique para constatar el modo cómo este pensador, que llegó a ser famosísimo en su
tiempo, acabó para siempre con el medievalismo mental que reinaba todavía en la corte francesa
y en las cortes europeas. Otros pensadores del siglo XVIII, como Helvetius y Holbach, se
adelantaron revolucionariamente al considerar como hecho de primera importancia la
determinación social y material de los productos del espíritu. Helvetius fue un materialista
avant la letre, y en su frase: “Los prejuicios de los grandes son las leyes de los pequeños” se
anticipó claramente a la teoría de la ideología dominante que expresaría Marx en 1845. luego
está la indudable influencia de los enciclopedistas, especialmente Diderot. En la Enciclopedia
hay un artículo, “Prejué” donde está claramente anticipada la ya mencionada teoría de la
ideología. Genialmente, recurre el autor del artículo a Francis Bacon y su teoría de los ídolos,
que es una teoría de la ideología medieval, o mejor dicho, contra ella y sus prejuicios. Y así
como Bacon proclamó el método inductivo y experimental como el nuevo método científico (el
“Novum Organum”), también los enciclopedistas anunciaron la necesidad de elaborar una teoría
de los prejuicios medievales que todavía pervivían en las cortes europeas y en la nobleza
dominante: de ahí que sus ideas tuviesen tan decisiva importancia en el estallido de la
Revolución Francesa.
Cuando Napoleón Bonaparte era aún un joven aspirante a general, se asoció con un
movimiento que se llamó a sí mismo de los “ideólogos”. “Ideología” es vocablo inventado por
31
Destutt de Tracy, no para designar lo que Marx designaría después, sino una vaga science des
idées, una especie de “psicología científica” que pretendía estudiar las ideas en el cerebro a la
manera como se estudian las células con el microscopio. Todo esto está explicado en su libro
Elementos de ideología, publicado en 1802. Los “ideólogos” tenían sus ideas políticas
revolucionarias; tenían también ideas pedagógicas e ideas económicas (que por cierto Marx
critica con ejemplar dureza en El Capital, donde l hablar de Destutt lo llama en francés le
crétinisme burgeois dans toute sa béatitude.) Los ideólogos pusieron sus esperanzas en el joven
Napoleón, pero sufrieron una amarga decepción. Napoleón, que había sido miembro del Institut
National de los “ideólogos” y firmaba así sus primeras cartas, bien pronto abrigó ambiciones
que chocaron contra las de los “ideólogos”, los cuales le declararon la guerra a muerte. Pero la
muerte, la muerte histórica, se las infringió Napoleón, cuando en 1812, ante el Consejo de
Estado habló de la “tenebrosa metafísica” de los ideólogos, con lo cual dio el primer paso para
unir la ideología con la falta de sentido histórico, que Marx recogería después. Diversos
espíritus europeos vieron en la Revolución Francesa el hecho político-social más importante de
los tiempos modernos. Goethe así lo vislumbró, aunque prefirió quedarse dentro de su viejo
humanismo, sin participar realmente en los nuevos tiempos, como o fuera literariamente, a
través del romanticismo. Goethe, celoso de su Yo y de su patrimonio individual, rehuyó
inmiscuirse en las cuestiones políticas de su tiempo. En cambio, Hegel, en su Fenomenología
del Espíritu, su obra juvenil, hizo un complicado cuadro filosófico de la Revolución. Es curioso
ver escenas como las del Terror vistas con lente metafísico y en un lenguaje de muy difícil
comprensión, donde penas se vislumbran frases como que la Revolución era “la reconciliación
de lo divino con el mundo”.
∗
E. J. Hobsbawm, Las revoluciones burguesas, Guadarrama, Barcelona (España), 1978, Tomo I, p. 59.
32
la lucha contra el imperio universal de los valores de cambio, en tanto la ideología es la lucha
por mantener idealmente el statu quo de la sociedad basada en los valores de cambio.
Sólo hasta 1840 se empieza a producir la gran corriente de literatura oficial y no oficial
sobre los efectos sociales de la revolución industrial. Los grandes Bluebooks o “Libro azules”,
las investigaciones estadísticas en Inglaterra (que tanto sirvieron a Marx), el Tableau d l’état
phisique et moral des ouvriers, de Villarmé, u obras más conocidas, como la Situación de la
clase obrera en Inglaterra, de Engels. Algunos pocos pintores –entre los que destaca el inglés
Turner- se ocuparon del fenómeno. Turner tiene una pintura muy significativa en la que u
remolcador moderno (revolución industrial) arrastra hacia un muelle a un viejo y glorioso barco
de guerra inglés (el esplendor imperial antiguo.) Además, Turner, si no me equivoco, fue el
primer pintor que pintó una locomotora, ese signo tan importante de los nuevos tiempos. Turner
murió con la revolución industrial, y fue s anunciador, su artista. La cultura de la revolución
industrial es una cultura agitada y afiebrada, marcada por el signo de las revoluciones sociales.
En Francia, los pensadores socialistas se encargaban de agitar el ambiente con sus
anunciaciones de una sociedad comunista. España vivía un poco apartada del mundo europeo,
hasta el punto de que la noticia de la toa de la Bastilla sólo llegó a Madrid trece días después.
Sólo la invasión napoleónica la hizo despertar, lo cual está maravillosamente pintado por uno de
los grandes pintores de todos los tiempos don Francisco de Goya. Tan sólo en Alemania,
industrialmente atrasada y semifeudal, las cosas parecían marchar tranquilamente, con sus
universidades humanísticas, sus grandes helenistas como Zeller, sus filósofos como Kant,
Fichte y Hegel, y su dios olímpico, Goethe, en la apacible Weimar, donde fungía de gran
Consejero, una especia de Ministro de Estado. La explosión cultural romántica, aunque tuvo
lugar en la época de la revolución cultural, poco tuvo que ver con ella directamente, los poetas
románticos, como Keats, Shelley, Hölderlin, Espronceda o el propio Goethe, prefirieron
orientarse hacia regiones inusitadas, que casi siempre coincidían con la vaga aspiración a la vida
griega de los tiempos clásicos. Tal vez el que más se acercó a su época fue el extravagante Lord
Byron, con sus poemas llenos de corsarios, poetas, figuras como Don Juan o Manfredo. Aunque
sólo fuera como un rechazo más o menos cínico Byron no estuvo ausente de su época. Participó
en diversas luchas políticas –como en Italia o en Grecia, donde fue a morir por la independencia
de ese país, en Missolonghi-. Goethe vivía al tanto de lo que ocurría en los mundos culturales de
Italia, Francia e Inglaterra; pero nunca emitió juicios de política cultural, sino muy contadas
veces, como cuando descubrió –atisbo genial- a Stendhal, el gran novelista que apenas fue
reconocido por Goethe y por Balzac. Goethe supo ver en Stendhal un espíritu raro, extraño para
su época y para su gusto. Y no le faltaba razón, porque el mismo Stendhal estaba consciente de
ello, y no en vano escribió su famosa frase: Le serai compris vers 1900. También supo
comprender Goethe el espíritu revolucionario de Lord Byron, cuya muerte cantó en unos
maravillosos versos . ∗
∗
Ach, zum Erdeneglück geboren
Hoher ahnenm grosser Krafft.
Leider! Früh dier selbst verloren
Jügendblüte uegererafft.
(“Nacido para gozar de la dicha eterna, dotado de altos anhelos y de una gran fuerza espiritual;
Desgraciadamente, a causa de tu joven sangre arrebatada, pronto te perdiste a ti mismo”) (Fausto, II).
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Pero, por fortuna o por desgracia para el mundo moderno, no eran necesarios muchos
refinamientos intelectuales para construir la revolución industrial. A este respecto, hay unas
palabras muy ilustrativas de W. Wachsmuth: “Por una parte, es satisfactorio ver cómo los
ingleses adquieren u rico tesoro para su vida política dl estudio de los autores, aunque éste lo
realicen pedantescamente. Hasta el punto de que con frecuencia los oradores parlamentarios
citan a todo pasto a esos autores, práctica aceptada favorablemente por la Asamblea en la que
esas citas no dejan de surtir efecto. Por otra parte, no puede por menos de sorprendernos que en
un país en que predominan las tendencias manufactureras, por lo que es evidente la necesidad
de familiarizar el pueblo con las ciencias y las artes que las favorecen, se advierta la ausencia de
tales temas en los planes de educción juvenil. Es igualmente asombroso lo mucho que se ha
realizado por hombres carentes de una educación formal para su profesión” . ∗∗
∗∗
W. Wachs uth, Europeiesche Sittengeschischte, Leipzg, 1839, p. 736
34
La agricultura inglesa estaba preparada para cumplir sus tres tareas fundamentales en la
era de la industrialización: en primer lugar, aumentar la producción y la productividad para
alimentar a una población no agria en vasto crecimiento; en segundo lugar, proporcionar una
gran ascendente de reclutas para las ciudades y las industrias (la vieja lucha de la ciudad y el
campo, de que habló extensamente Marx en La ideología alemana); y en tercer lugar, aumenta
un mecanismo para la acumulación de capital utilizable por los sectores más modernos de la
economía. Pero la política estaba ya engranada con los hombres de negocios. Los industriales
de la agricultura iban a alcanzar su última barrera entre 1815 y 1856. pero, como dice
gráficamente Hobsbawm, “en conjunto se aceptaba que el dinero no sólo hablaba sino que
gobernaba”. El imperativo básico de la revolución industrial era comprar en el mercado más
barato para vender en el más caro. Se trataba de decisiones entrecruzadas ente empresarios
privados e inversionistas. Y en esto intervenía ya activamente la ideología en el sentido estricto
que dio Marx a esta palabra. Cuenta Bertrand Russell en su libro El impacto de la ciencia un
hecho curioso. Dado el prodigioso crecimiento de la producción de algodón, sobre todo en
Lancashire, había que exportarlo. Había mercados: Norteamérica, Alemania, España y Francia.
Pero había un mercado mucho mayor, donde se podía vender el producto a precio de oro, dicho
sea literalmente. Este mercado es el que ya había creado el gran capitalismo; el de los países
que hoy eufemísticamente llamamos “subdesarrollados”. Uno de estos países lo representaban
las numerosas colonias africanas. Pero en Africa la gente andaba prácticamente desnuda, y por
lo tanto no necesitaba de tela de algodón para vestirse, y aquí interviene el factor ideológico.
Los ingleses enviaron al Africa a curas, sacerdotes evangelizadores, quienes se encargaron,
entre otras cosas, de convencer a los nativos de que era un “pecado” andar desnudos, y de que
había que vestirse con algodón, y este algodón tenía que ser... ¡inglés! En todo caso, Inglaterra,
pese a su atraso en otras materias, estaba admirablemente equipada para acaudillar la revolución
industrial en las circunstancias capitalistas, y una coyuntura económica y especial se lo
permitía: la industrial algodonera y la expansión colonial. Todo esto cuenta Marx en La
ideología alemana, porque allí están las bases para una teoría moderna del subdesarrollo. El
subdesarrollo no se explica sin la expansión mercantilista inicial, sin la cooperación, sin la
manufactura y, sobre todo, sin la revolución industrial. La anécdota que acabo de contar,
tomada del libro de Russell, tiene su explicación. El comercio colonial había creado la industrial
del algodón y continuaban nutriéndola; ya en el siglo XVIII se desarrolló en el “hinterland” de
los mayores puertos coloniales, tales como Bristol, Glasgow y especialmente Liverpool, gran
centro de comercio de esclavos. Fue la época del llamado “take off”, término que por cierto
emplean hoy las potencias imperialistas para referirse al potencial “desarrollo” de los países
subdesarrollados. Hasta poco antes del “take off” inglés, el volumen principal de exportaciones
de Lancashire iba a los mercados de Africa y América, como ya lo hemos referido . ∗
∗
A. P. Wadswoth y J. De L. Mann: The Cotton trade and Industries Lancashire, 1931, cap. VII.
35
de América, y cuando toda clase de aventureros zarpaban hacia rumbos desconocidos. Pero
ahora el genio económico inglés había creado un nuevo hombre: el hombre de negocios, el
agente de bolsa, el negociante, el hombre de capital dinerario. Ya en 1814, poco antes de la
caída de Napoleón, Inglaterra exportaba cuatro yardas de algodón por cada tres consumidas en
ella; y en 1850, trece por cada ocho . ∗
Sin embargo, pese a hechos como éstos, puede afirmarse que es cierto que el comercio
de algodón es el primero y más importante paso de la revolución industrial inglesa. Las palabras
“industria” y “fábrica”, en su sentido moderno, son una creación exclusiva de las manufacturas
de algodoneras del Reino unido. Las manufacturas de algodón representaron entre el 40 y el
50% de todas las exportaciones inglesas entre 1816 y 1848. la situación moral y económica de
los obreros de estas fábricas fue una de las causas que llevaron a Marx y Engels redactar el
Manifiesto Comunista, cuyo principal destinatario era el proletariado inglés. Para esa época,
Marx ya había comprendido en toda su dimensión el fenómeno de la revolución industrial
inglesa. Por eso pasó de la crítica filosófica y anti-ideológica a los ideólogos alemanes, a la
crítica económica y social. El Manifiesto, pese a ciertos pasajes, no es un libelo filosófico, sino
económico-político. Y su mejor modelo –que lo siguió siendo durante toda su vida- fue el
modelo de crecimiento capitalita inglés. De ahí su célebre y discutido artículo sobre “La
dominación británica en la India”, escrito en los años 50. Marx no veía con inquietud la
dominación capitalista en el mundo. Por el contrario, le parecía la precondición necesaria para
el advenimiento del socialismo. Esto ha sido muy mal comprendido por los intérpretes de Marx
en un célebre texto de 1859: “Ninguna formación social desaparece antes de que se desarrollen
todas las fuerzas productivas que caben dentro de ella, y jamás aparecen nuevas y más altas
relaciones de producción antes de que las condiciones materiales para su existencia hayan
madurado en el seno de la sociedad antigua” (Vorwort, Zur Kritik der politischen Oekonomie.)
Marx sabía que el capitalismo todavía había de durar mucho más. No sólo tenía el ejemplo de
Inglaterra y Francia, sino sobre todo el de los Estados Unidos, país en el que, según sus palabras
en los Grundisse, se daba el capitalismo a l’état pur. Y Marx tenía razón: el mundo sigue hoy
girando en la órbita capitalista. Aun los países que se autodenominan “socialistas” tiene que
sufrir los riesgos de una economía mercantil y monetaria, y el proletariado, dominado
brutamente por la burocracia, sigue sujeto a la “ley de bronce” del salario. En cuanto a los
intelectuales y artistas, éstos han tenido que hacer –pero con menos libertad, hay que decirlo-
una contracultura opuesta a la ideología dominante. De modo, pues que en el mundo no se han
producido todavía las “condiciones objetivas” de que hablaba Marx para el nacimiento de una
nueva sociedad. El capitalismo no ha agotado sus fuerzas productivas, y siempre encuentra –
aunque sea a través de la guerra- nuevas formas de sobrevivir. Pero este modo de producción no
es eterno. Como los otros modos de producción, tendrá que llegar a su fin, que mucho me temo
será difícil y doloroso, por no decir catastrófico.
∗
F. Crouzet, Le blocus continental et l’économie britannique 1958, p. 63.
36
Volviendo a nuestro tema, hay que recordar un hecho de gran importancia histórica, y es
que la producción algodonera, que según una mirada superficial iba “viento en popa” distaba
mucho de no sufrir contratiempos. En la década de 1830-1840 sufrió graves desasosiegos, y se
inició así la larga serie de lo que Marx llamaba las “crisis periódicas” del capitalismo. En
Inglaterra, esta primera crisis se manifestó en una marcada lentitud en el crecimiento y quizá
incluso en una disminución de la renta nacional británica, como afirma Hobsbawm. Pero hay
que advertir, como ya lo advirtió Marx, que esta primera crisis capitalista no fue un fenómeno
puramente inglés. El capitalismo, como el socialismo, es un sistema mundial por definición. El
grito de Marx: “Proletarios de todos los países, ¡Unios!” Tenía su razón de ser, porque los
burgueses de todos los países estaban unidos a través del mercado y las operaciones financieras.
Y si Marx llegó a halar de un a dictadura del proletariado, fue porque advirtió la existencia de
una dictadura de la burguesía.
Es evidente que la explotación del trabajo por parte de una minoría de capitalistas ricos
empobrecía cada vez más al trabajador y enriquecía cada vez más unos pocos, los dueños del
capital. Este ha sido siempre el destino del capitalismo en sus más variadas formas. La ley de la
plusvalía absoluta y relativa sigue teniendo la misma vigencia que en los tiempos de Marx,
aunque algunos marxistas de nuestro siglo hayan querido transformarla en la ley del “excedente
económico”, como es el caso de Baran y Sweezy en su obra El capital monopolista. Sin
embargo, esa explotación de la época revolucionaria industrial también disgustaba a los
pequeños empresarios. Como escribe Hobsbawm, “Los grandes empresarios, la estrecha
comunidad de los rentistas nacionales y extranjeros, que percibían lo que todos los demás
pagaban de impuestos –alrededor de n 8% de toda la renta nacional- eran quizás más
importantes todavía entre los pequeños negociantes, granjeros y demás que entre los braceros,
pues aquellos sabían de sobra lo que era el dinero y el crédito para no sentir una rabia personal
por sus prejuicios”.
Los obreros y los pequeños burgueses se llegaron a sentir unidos frente al gran capital.
Sólo así se explican grandes movimientos de masas, como el “radicalismo”, la “democracia” o
el “republicanismo”, este último bajo las banderas del republicano Jackson, cuyos movimientos
estarían entre los más formidables de los años 1815 y 1848.
crisis eran un fenómeno periódico y regular, al menos en el mundo de las finanzas. Gracias a
estas crisis y a su aprovechamiento, hombres como Nathan Rothschild pudieron amasar grandes
fortunas.
También incidían en las crisis las variaciones del salario. El promedio semanal de jornal
de un trabajador algodonero en Bolt era, hacia 1795, de 33 chelines a la semana; pero en 1815
era de 14 chelines. Y hacia 1829-1834 bajó más aún. Pero había un límite fisiológico a tan
drásticas reducciones, si no se quería que los trabajadores murieran de hambre, como les ocurrió
a 500.000 tejedores manuales. Este es el panorama con que se encontró el joven Carlos Marx, y
nada e extraño tiene su temprana adhesión al comunismo, en 1843.
Estados Unidos (1827), en Francia (en 1828), en Alemania y Bélgica (en 1835) y en Rusia (en
1837) se adoptó el nuevo método de transporte. En Norteamérica, Walt Whitman será el gran
poeta de la nueva revolución, y, sin advertir los peligros del sistema, se lanza a su exaltación.
Más desgraciado fue su compatriota Poe, quien murió a causa de los manejos políticos de
quienes le compraban sus votos por una botella de licor. Whitman fue el poeta del optimismo
democrático; Poe fue el poeta del pesimismo. ¿Quién de los dos, al cabo del tiempo, ha venido
tener razón? Por mi parte, me quedo con Poe. Pues ya sabemos en qué se ha transformado la
democracia de Whitman: en el Welfare State, en el imperialismo más despiadado que haya
conocido la historia humana.
Otro factor que incidió en la revolución industrial de estos años fue el crecimiento de la
población urbana, que ocurrió en forma desmesurada. Una revolución industrial supone, al
menos en los tiempos modernos, una violenta baja en la producción agrícola y un aumento
paralelo de la población urbana. Ahora bien, a esta población urbana había que alimentarla, por
lo cual se dio el fenómeno paradójico de una “revolución agrícola”. Por otra parte, aunque
Inglaterra era importadora importante desde 1780, esa importación era insignificante con
relación a las necesidades del consumo. En todo caso, gracias a las evoluciones preparatorias de
los siglos XVI y XVII, Inglaterra sufrió un verdadero cambio en su status agrícola. Se logró una
transformación más social que técnica; pero la liquidación de los cultivos comunales con su
campo abierto y sus pastos comunes –lo que se llamaba el “movimiento de cercados”- acabaron
con la petulancia de la agricultura campesina, atada todavía a sus vínculos feudales, y abrió un
nuevo compás, una nueva actitud comercial hacia los problemas de la tierra. Las llamadas Corn
Laws, que desde 1815 trataron de imponer sus criterios sobre los intereses agrarios, a fin de
proteger la labranza a despecho de toda ortodoxia económica, fueron también en parte un
manifiesto contra la tendencia a tratar a la agricultura como una industria cualquiera y a juzgarla
tan sólo con fines de lucro. Pero no pasaron estas acciones de ser retaguardias contra la
penetración inexorable del capitalismo en el campo, en ese matrimonio monstruoso que Marx
calificaba en el libro III de El Capital como el de Monseaur Le Capital y Madame la Terre. En
términos de productividad social, esta situación fue engendradora de una gran riqueza para unos
pocos; pero, los más, el proletariado hambriento y depauperado, sufrió más que nunca entonces
los riesgos del “taller oculto de la producción”, podrá decirlo en los términos de Marx. La
depresión de 1815 redujo a la pobre población rural a la miseria más espantosa. Sin embargo, la
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Así en las fábricas, donde el problema laboral era más grande, no tardaron los ingleses
en emplear mujeres y niños, acosados por la pobreza. Marx cuenta esto minuciosamente en El
Capital. Las mujeres y los niños eran más “baratos” y también más “dúctiles”. En Inglaterra,
entre 1834 y 1847, una cuarta parte de los trabajadores eran varones adultos, más de la mitad
eran mujeres y el resto muchachos menores de 18 años, entre los cuales había muchos menores
de 13 años. En las novelas de Carlos Dickens aparecían magistralmente pintadas estas masas de
niños obreros. Un personaje como Oliver Twist, muchacho inocente, cae en manos de un
“usurero en sí” llamado Fagín, que maneja una banda de rapaces callejeros. Cuenta Marx en El
Capital (I, XIII, 5) que en aquella época la demanda de trabajo infantil ruinmente explotado se
convirtió en la más extraña forma de esclavismo: los propios padres de familia vendían a sus
mujeres e hijos, dada la desvalorización que el maquinismo había introducido en la fuerza de
trabajo del cabeza de familia; y el trabajo de los niños, según cuenta Mar, llegó a solicitarse
mediante avisos de prensa como el siguiente: “Se necesitan de doce a veinte muchachos no
demasiado jóvenes, que puedan pasar por chicos de trece años; jornal, cuatro chelines a la
semana”. Lo de que “puedan pasar por chicos de trece años” se explica por la ley fabril que
prohibía que los menores de catorce trabajasen más de seis horas. Por eso el dueño de la fábrica,
comenta irónicamente Marx, pedía cínicamente que “aparentasen tener trece años”.
Otro aspecto interesante de la revolución industrial inglesa fue su desdén por los
técnicos. L industrialización británica descansó sobre aquella inesperada aportación de los
grandes expertos, con los que no contaba el industrialismo continental. Pero estos expertos eran
simplemente hombres de negocios con genio financiero. Lo cual nos explica el sorprendente
desdén británico hacia la educación general y técnica, que habría de pagar caro mucho más
tarde. Es cierto que en las universidades tradicionales, como Oxford y Cambridge, se seguían
impartiendo cursos de litterae humaniores; pero en las mismas universidades se desdeñaba la
enseñanza técnica.
Dice Hobsbawm en su ya citado libro: “De esta manera casual, improvisada y empírica
se formó la primera gran economía industrial. Según los patrones modernos era pequeña y
arcaica, y su arcaísmo sigue imperando hoy en Inglaterra. Para los de 1858 era monumental,
aunque sorprendente y desagradable, pues sus nuevas cualidades eran más feas, su proletariado
menos feliz que el de otras partes (menos el proletariado externo de Latinoamérica, LS) y la
niebla y el humo que enviciaba la atmósfera respirada por aquellas pálidas muchedumbres
disgustaban a los visitantes extranjeros. Pero suponía la fuerza de un millón de caballos en sus
máquinas de vapor, se convertía en más de dos millones de yardas de tela de algodón por año,
en más de diecisiete millones de husos mecánicos, extraía casi cincuenta millones de toneladas
de carbón, importaba y exportaba productos por valor de ciento setenta millones de libras
esterlinas anuales”. (Hobsbawm, op. cít. p. 102.)
Inglaterra era, como se ha dicho, “el taller del mundo”. Entre los doscientos y trescientos
millones de capital británico invertido, una cuarta parte iba a los Estados Unidos y una quinta
parte para Latinoamérica, y en general le eran devueltos enormes intereses de todas partes del
mundo. Aquellos empresarios sabían mejor que los poetas. Pero los poetas fueron quienes
supieron captar su verdadero carácter inhumano y cantarlo en mágicos versos. Si le he prestado
tanta importancia al fenómeno de la revolución industrial es porque la considero como la
creadora, o el fermento, en que se produce eso que en este ensayo llamo contracultura. Hacia el
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final de la revolución industrial, o tal vez un poco antes, se producen las primeras
manifestaciones claramente contraculturales.
* * *
Tal vez sea Edgar Allan Poe –y la elección no es arbitraria- la primera víctima de la
revolución industrial, y el primer representante genuino de la contracultura. Definió a la
contracultura, provisoriamente, como el modo específico de ser cultural de la sociedad
capitalista y se caracteriza por su oposición implacable a los valores de cambio en que se basa
esta sociedad. Esta definición está emparentada, como ya dijimos al comienzo, con la de cultura
de Samir Amin, cuando afirma que la cultura “ es el modo de organización de utilización de los
valores de uso”. No teniendo la sociedad capitalista propiamente valores de uso –como no sea
para transformarlos en mercancías- mal puede tener una “cultura”. Lo único que puede tener es
una contracultura. Pondré algunos ejemplos modernos, pero no olvidaré incluir ejemplos
antiguos, de sociedades aún basadas en los valores de uso, como la sociedad griega antigua.
Ver a un poeta a través de otro poeta es siempre un privilegio que hay que aprovechar. A Poe,
por ejemplo, se le puede ver a través del prisma de Mallarmé, ambos insignes traductores de
Poe al francés. Mallarmé tenía un concepto ligeramente distinto del de Baudelaire, por cuanto
no le asignaba un papel especial a la arquitectura poética del autor de “El Cuervo”. Sin
embargo, escribía: ¡Quel gene pour etre un Poëte! Quelle foudre d’instinct renfermer,
simplement la viè, vierge, en sa synthèse et loin illuminant Tout. L’armature du poème se
dissimule et tient –lieu- dans du papier : significatif silence qu’il n’est pas moins beau de
composer, que les vers. » (C. Mallarmé, « Sux Poe. » Oeuvres, La Pléiade, 1945, París, p. 872.)
Pero, aunque Mallarmé fue un excelso traductor de Poe, ninguno ha sido tan cuidadoso
como Baudelaire. Tal vez Mallarmé lo fuera más en las poesías y Baudelaire en la prosa. Pero,
en conjunto, quien mejor conoció el alma de Poe fue Boudelaire. Boudelaire sabe captar el
momento histórico de Poe, cuando escribe: “Los profesores jurados no cayeron en la cuenta de
que en el movimiento de la vida puede surgir una complicación absolutamente inesperada para
su sabiduría escolástica. En tal caso, su lenguaje resulta inepto: así sucede –y es un fenómeno
que se multiplicará quizás con variantes- cuando una nación comienza por su decadencia, es
decir, por donde las demás finalizan”. Y añade Baudelaire: “Que se creen nuevas literaturas en
las inmensas colonias de nuestro siglo: con toda certeza, veremos manifestarse hechos
espirituales de índole desconcertante para el espíritu de escuela, Así, América –que es a la vez
joven y vieja- charla y cocea con una versatilidad sorprendente” En este sentido, “era Poe una
admirable protesta. Lo era y la formuló, a su modo, in bis own way”. O dicho de modo más
claro: “El autor que en Coloquios entre Monos y Una da rienda suelta, a torrentes, a su
desprecio y a su repugnancia hacia la democracia, el progreso y la civilización, es el mismo que
para obtener la credulidad y encantar la estúpida curiosidad de los suyos ha ensalzado más
enérgicamente la soberanía humana, urdiendo del modo más ingenioso los más halagadores
embustes para el hombre moderno. Visto a través de este prisma, me parece Poe un ilota
deseoso de abochornar a su amo. Finalmente, para perfilar mi opinión de un modo todavía más
claro, afirmaré que Poe fue grande siempre, no sólo en sus concepciones nobles, sino también
como bromista”. Y concluye Baudelaire con una exclamación: "¡Porque no se dejó engañar
jamás!" Poe era “un Byron extraviado en un mundo malo”. Y en efecto, el pobre Poe jamás
gustó de las delicias de la existencia de un Lord Byron. Toda su vida estuvo atormentada por
sus acreedores; las revistas, cuando aceptaban sus “extravagantes cuento” lo hacían de mala
gana y le pagaban una remuneración miserable que no le alcanzaba para vivir. En una ocasión
ganó un concurso literario, por el que le pagaron 100 dólares. Uno de los miembros del jurado,
interesado en conocerlo, le invitó a su casa. He aquí la respuesta de Poe: “Su invitación me ha
hecho sufrir mucho. No puedo aceptarla, por un motivo humillante: el estado de mis ropas.
Puede usted imaginar cuánto me mortifica hacerle esta confesión. Pero era necesaria”. Sin
embargo, ese jurado, de nombre Kennedy, deberá ser recordado como uno de los pocos
benefactores de Poe, pues siempre le fue fiel.
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Como dice Baudelaire, Poe vivió en una época infatuada de sí misma, y en una nación la
más infatuada de todas. Conoció la maldad humana hasta sus raíces. Poe “rechazó su propio
americanismo”. “Tampoco podía escapar de su perspicacia el progreso, esa gran herejía de la
decrepitud”, increpa Baudelaire, su hermano espiritual: “Este ambiente no está hecho para los
poetas: lo he dicho ya, y no puedo resistir el deseo de repetirlo aquí. Lo que un espíritu francés
–aunque supongamos el más democrático- entiende por Estado no sería comprendido por un
espíritu americano. Para cualquier mentalidad del Viejo Mundo, un Estado político posee un
centro motriz, que constituye su cerebro y su sol, recuerdos añejos y prestigiosos, interminables
anales poéticos y militares y una aristocracia, a la que sólo puede añadir un lujo paradójico la
presencia de la pobreza, hija de las revoluciones. En cambio, ¿llamar Estado a esa barahúnda de
vendedores y compradores, a ese ente innominado, a ese monstruo acéfalo, ese deportado de
ultramar!”
Poe no sólo fue grande como poeta y narrador, sino también como crítico, según queda
demostrado en su obra The poetic principle. A propósito de esto, escribe Baudelaire: “no debe
asombrarnos que los escritores americanos, reconociendo su singular capacidad como poeta y
como cuentista, hayan pretendido siempre menoscabar su valer como crítico. En un país donde
la idea de utilidad –la más adversa posible a la idea de belleza- sobresale y domina por encima
de todo lo demás, será el crítico más perfecto precisamente el más honorable: esto es, aquél
cuyas tendencias y deseos se asemejen más a las tendencias y deseos de su público”. Y es que
Poe actuaba según su imaginación, esa arma casi divina que en su tiempo y en su país se
gustaba íntegramente en la urgente tarea de ganar más y más dinero, o como diría Marx,
“maximizar los beneficios”, que es la ley suprema del capitalismo. Por esa misma razón un
hombre de tanta sensibilidad e imaginación como Thoreau tuvo que aislarse en una soledad casi
selvática: para poder soportar una sociedad marcada por el afán de lucro, la sed insaciable de
dinero, para lo cual no vacilaba en mantener una institución ya odiada en todas partes: la
esclavitud. A propósito de Poe –y ello es aplicable a Thoreau- Baudelaire escribe una frase
sibilina: “Los poetas no ven nunca la injusticia donde no existe, pero sí a menudo donde no la
ve la mirada no poética”.
Poe era un pensador y un poeta riguroso, y por eso chocó tanto la vida que le tocó llevar
con la que hubiera podido llevar si las circunstancias le hubieran sido más favorables. Su
precisión literaria era, como él decía, de carácter matemático. Así lo declaró una vez: “Creo
poderme alabar de que ningún punto de mi composición ha sido dejado al azar y de que la obra
entera ha avanzado, paso a paso, hacia su finalidad con la precisión y la lógica rigurosas propias
de un problema matemático”. Y esto fue escrito casi un siglo antes de Paúl Valery. Y esto es lo
que fascinó a espíritus tan precisos como Baudelaire y Mallarmé. Al uno por su odio al burgués
y por su estética aristocrática, y al otro la precisión mágica de sus adjetivos. Poe fue un
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Uno de estos casos fue Honorato de Balzac, el inmortal autor de la incompleta Comédie
humaine. Hasta los treinta años (1829) Balzac no fue sino un aprendiz de novelista, que firmaba
con pseudónimos producciones folletinescas, destinadas al mercado y al dinero. Fundó incluso
una especie de tipografía, una elemental imprenta donde publicaba toda clase de cosas. De ese
negocio saló con una deuda de cien mil pesos que pesaría sobre él toda su vida. Pero, a partir de
los treinta años de su edad, Balzac comenzó su gran producción, la que andando el tiempo y con
ocasión de reeditar sus obras completas, llamó “La comedia humana”, en homenaje a la divina
del Dante. Desde entonces se propuso Balzac muy claramente sus designios. Debajo de un
retrato de Napoleón, escribió: Ce qu’il nà pu achever par l’epée, je l’accompliari por la plume.
Y, en efecto, durante veinte años de su vida (que habría de acabar en 1850) Balzac escribió
cerca de ochenta novelas, que son las que componen ese gran fresco histórico que es la
Comedia humana, verdadero retrato de su siglo y verdadero retrato de la revolución industrial
que analizamos páginas antes.
Balzac fue aparentemente un hombre de ideas políticas monárquicas, y hasta redactó dos
o tres panfletos sobre estas ideas. Sin embargo, como lo han notado espíritus tan disímiles como
Ernst Robert Curtius y Carlos Marx, Balzac realizó la visección de su época, que era, como la
nuestra, la época capitalista o época del dinero. Curtius resaltó todo lo que había de rescatable
de la obra de Balzac, que es mucho. Y por su parte, Marx se refirió un par de veces a él en El
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Capital con gran respeto y admiración. De modo, pues, que esa leyenda del “Balzac
reaccionario” está ya en desuso, aunque las hayan puesto en boga maliciosamente los
representantes del mal llamado “nouveau roman”.
También en El Capital (III, I) afirma Marx: “En el seno de una sociedad dominada por
la producción capitalista, el productor no capitalista está en sí mismo bajo la égida de las
concepciones capitalistas. En su última novela, Les Paysans, Balzac, siempre importante por su
conocimiento profundo de la realidad, describe de manera cómo el pequeño cultivador, para
conservar la benevolencia de su usurero, le presta a éste toda clase de servicios gratuitos,
persuadido de que, si él no le hace ningún regalo, ello se debe a que su propio trabajo no le
cuesta nada en moneda contante y sonante”. La admiración por Marx hacia Balzac no tenía
límites. De ello es testimonio una carta a Engels fechada el 14 de Diciembre de 1868. Por
Mehring sabemos, además, que entre sus proyectos no realizados estaba un estudio sobre Balzac
y su manera de enfrentar a la sociedad capitalista. ¡Lástima grande que no se haya escrito este
estudio! En él seguramente habría surgido un concepto como el de contracultura, que en este
ensayo manejo yo torpemente.
Balzac vivió siempre acosado por sus dificultades financieras. Siempre aspiró a casarse
con “una viuda rica”, ero esto no lo pudo conseguir sino hasta el final, a punto ya de morir. La
ucraniana duquesa de Hanska, sólo al final, accedió a casarse con este “plebeyo” que tenía la
virtud de ser un gran escritor. Víctor Hugo narra los momentos últimos de la muerte de Balzac,
escritor a quien él admiraba mucho. Dice que su rostro se fue poniendo cerúleo y sus manos,
oscuras, como si aquella sangre que había creado tantas y tan difíciles situaciones humanas se
agolpase de pronto en las manos de quien supo vencer a Europa con su pluma. Pues Balzac
llegó a ser una gloria europea. Lo mismo en Italia que en Rusia los recibían como al gran
escritor de su época. En Italia era el “signore de Balzac” con ese “de” postizo que él adoptó a
los treinta años, cuando decidió ser un gran novelista.
Pero Balzac reaccionó en sus obras contra todas esas inquietudes de que fue objeto en
vida, reaccionó con sus novelas y con algunos de sus libelos. Particularmente con sus novelas,
produjo un retrato solemne, un gran histórico de la sociedad capitalista, que con razón tenía que
llamar la atención de analistas como Marx. En sus novelas aparecen, en todas sus minuciosas
relaciones, los usureros, los rentistas pequeños y grandes, los pequeños y grandes cultivadores,
los propietarios de inmuebles, los notarios, los banqueros, los editores, los directores de
revistas, etc. De todos ellos se venga ácidamente Balzac, porque todos ellos le hicieron sufrir.
Contra esa cultura capitalista creo Balzac su contracultura, su fresco histórico anticapitalista. De
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ahí el error de quienes o califican de “reaccionario” por sus ideas monárquicas. En un libro he
sostenido que toda belleza es, en sí misma, revolucionaria. Por eso mismo, por el hecho de ser
bella, la belleza es revolucionaria.
Balzac tomaba ingentes cantidades de café en sus largas noches creadoras –de once a
ocho- y parece que esto fue su causa mortis. Pero en realidad su causa mortis fue esa sociedad
capitalista a la que nunca se cansó de fustigar. Tal fue su contracultura.
Otro creador típico de contracultura fue Charles Baudelaire. El mismo decía que escribía
para disgustar “la blandenguería de las personas honradas” y por “el aristocrático placer de
desagradar”, como confiesa en sus Fusées. (En adelante citaré por la edición de sus Oeuvres
Completes, La Pléiade, París, 1975.) Estas personas blandengues a quienes había que
desagradar eran los miembros de la sociedad burguesa. Cuando Baudelaire comenzó a escribir,
ya se encontró con una sociedad burguesa perfectamente constituida y por una revolución
industrial perfectamente acabada. Coincide su vida, como la de Marx, con el auge de la
sociedad capitalista y con el nacimiento del gran maquinismo. Je sais que l’amant passionné du
beau style s’expose à la haine multitudes, escribía en uno de sus varios intentos de prefacio para
Les Fleurs du mal. (p. 182) Ce monde a acquis épaisseur de vulgarité qui donne au me pris de
l’homme spirituel la violence d’une passion, escribe en el mismo lugar. Y luego añadía
sibilinamente: Ces qui savent me dévinet. En el segundo ensayo de prefacio para su obra magna,
se transparenta su problema religioso. Él solía decir que había que ser “un santo para sí mismo”,
y en este prefacio declara: Il est plus difficile d’aimer Dieu que de croire en lui. Y más adelante
personificaba a la sociedad moderna en la figura de su Satán, esa especie de Dios invertido –el
anverso de Dios, para Boudelaire- con el cual escandalizó a sus contemporáneos. No era
precisamente un creyente en la democracia, que le parecía una ordure. Eso es al menos lo que
se desprende de muchos de sus textos, como el siguiente: Car moi-même, malgré les plus
efforts, je n’ai su résister au désir de plaire à mes contemporains, comme l’attestent en
quelques endroits, apposées comme un fard, certaines basses flatteries adressées à me faire
pardonner la tristesse de mon sujet.
Su lucha era también contra la sociedad : les nations n’ont de grands hommes que
malgré leur volonté –comme les familles. Elles font tous leurs efforts pour n’en avoir. Et ainsi,
le grand homme a besoin pour exister, de posséder une force d’attaque plus grande que la force
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de résistance développée par des millions d’individus. (p. 654.) Y tenía razón Baudelaire: con
su poesía, tenía que luchar contra la “fuerza de ataque” de millones de individuos, los cuales,
por cierto, se concretaron en los jueces que juzgaron su libro principal como inmoral.
La relación de Baudelaire con las mujeres es también muy sintomática. La femme est
naturelle, cest-a-dire abominable, dice en Mon cœur mis à nu (p. 677.) Baudelaire amaba la
froide majesté de la femme stérile, como dice uno de sus poemas.
Le gustaba la mujer desnuda, pero recubierta de joyas, de oro, plata y diamantes. En este
sentido era un hijo de su siglo: no le gustaba lo natural, sino lo artificioso. Por eso decía: Si un
poète demandait à l’Etat le droit d’avoir quelque bourgeois dan son écurie, on serait fort tonné,
tandis que si un bourgeois demandait du poète rôti, on le trouverait tout naturel.
Nouvel exemple et nouvelles victimes des inexorables lois morales, nous périrons par où
nous avons cru vivre. La mécanique nous aura tellement américanisés, le progrès aura si bien
atrophié à nous tous la partie spirituelle, que viens parni les rêveries sanguinaires, sacrilèges
ou anti-naturelles des utopistes ne pourra être comparée à ces résultats positifs. (pp. 665-666).
Esa sociedad, decía el poeta, era la sociedad gobernada por el dios de lo útil. Por eso,
être un Home utile m’a paru toujours quelque chose de bien hideux.
Como poeta, Baudelaire también se sentía acosado por la sociedad. Este sentido, hay
poemas terribles en Les fleurs du mal. Desde el comienzo, se entiende el resentimiento del poeta
hacia la sociedad:
La sottise, l’erreur le pêché, la lésine
occupent nos esprits et travaillent nos corps
et nous alimentons nos aimables remords
comme les mendiant nourrissante leur
vermine
No es difícil adivinar aquí un resentimiento del poeta hacia su propia madre, aquella
mujer que cometió el –para él- nefando pecado de volverse a casar, esta vez con un militar. Sin
embargo, el análisis debe ir más lejos, porque no se trata exclusivamente de un problema
materno-filial, sino de mucho m´s: de la relación del poeta con su sociedad. Si algún poeta
merece el calificativo de “maldito”, esa es Baudelaire. Él se sentía maldito por su sociedad; le
daba asco el mundo burgués, con sus notarios, sus corredores de bolsa, sus propietarios
inmobiliarios, sus usureros, y los malditos acreedores a los que no podía atender Baudelaire,
dada su pobreza de recursos económicos. La poesía de Baudelaire es un juicio al siglo XIX y a
la sociedad capitalista en su conjunto, como lo es la obra de Balzac. Esta situación espiritual
está magistralmente descrita por Baudelaire en su celebrado poema L’albatros, donde compara
al poeta con un pobre pájaro al que, en tierra, “sus alas de gigante le impiden caminar.”Vale la
pena citarlo completo:
Baudelaire es uno de los casos conspicuos de la nueva situación del artista en la sociedad
postindustrial. Por eso se lo puede calificar como el poeta de la modernidad. Y en verdad, como
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El cristianismo primitivo de Baudelaire tiene mucho que ver con el de Arthur Rimbaud.
Rimbaud llamaba a Baudelaire ce roi des poètes. Hay dos factores que son decisivos a la hora
de juzgar el papel de Rimbaud en este juego moderno de la contracultura. En primer lugar, está
su vida. A mí no me bastan las explicaciones fisiológicas de que Rimbaud “cambió de cerebro”
cuando decidió abandonar la literatura. Esas explicaciones fisiológicas no sirven de nada. La
única explicación válida es la psicología, teniendo en cuenta, por supuesto, que la psique
humana no es sólo producto de determinaciones individuales, sino también sociales. Estas
determinaciones sociales fueron decisivas en el caso de Rimbaud. Lo que Rimbaud mató, al
matar a sí mismo la poesía, fue a la sociedad capitalista. Fue una expiación, en el sentido de
Cristo. Rimbaud se sacrificó para que nosotros pudiéramos conocer mejor el carácter de la
sociedad en que vivía. Esta explicación podrá parecer muy mística, pero es terriblemente cierta.
Cuando Verlaine, en un acceso de furia, le dio, un pistoletazo a Rimbaud en la mano derecha,
estaba matando, sin quererlo, a toda la poesía moderna, que tenía en Rimbaud, a su mejor ángel,
el “ángel en exilio”, como lo describió el propio Verlaine. El cambio de Rimbaud, que se
convirtió de la noche a la mañana en comerciante, no es un cambio para ser mirado a la ligera.
Es la “descerebración” conciente de un hombre altamente dotado para la poesía, pero que había
llegado a tener asco de ésta. Cuando, en su exilio, alguien le hizo llegar unos poemas recientes
de Verlaine, los tiró al cesto de la basura. Su ruptura fue total. En vano uno buscará alguna
expresión poética en sus cartas; lo más, hay problemas monetarios y problemas de viajes. Ya
Rimbaud había sido profundamente contracultural en sus prosas y en sus versos de infernal
belleza; pero ahora lo era más que nunca. Él lo había presentido desde su niñez, cuando, en una
composición de colegio, escribió: Je serai rentier. Tenía una facilidad increíble para aprender
idiomas, y desde temprano dominaba el griego y el latín. Después se añadieron otros idiomas: el
inglés, el alemán, el holandés, el árabe, el griego moderno, etc. Pero todo este dominio no lo
adquirió para hacerse una cultura literaria multidimensional, sino para todo lo contrario: para
comerciar. Él debía de estar consciente de ello y ha debido sufrir mucho, después de haber
alimentado los más altos destinos poéticos de la humanidad. Pero quiso matarse, o mejor dicho,
quiso matar en él a una sociedad que lo había defraudado. Porque cuando Rimbaud era apenas
un muchacho, escribía cartas entusiasmadas a sus colegas amigos de París. Después vino el
desengaño. El desengaño de la sociedad. Si la sociedad es capitalista, ¡vamos a ser capitalistas,
a ganar oro a manos llenas! Este parece ser el mensaje de Rimbaud. Por eso hablo de una
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expiación. Porque su conciencia de poeta no podía abandonarlo jamás. Debió ser para él una
terrible prueba. Pero era tanto su asco por la sociedad capitalista, y por la vulgaridad de los
salones literarios, que pudo más. Él, el poeta que había soñado con incroyables Florides (en las
que adivinó, por cierto, el futuro de los viajes espaciales), se encontró de pronto enfrentado a la
bohemia literaria de Verlaine; él que quería ser puro, se vio arrastrado a la más baja bohemia.
Es cierto, como me lo ha señalado Arturo Uslar Pietri, que buena parte de la contracultura del
siglo pasado tiene lugar en la vida bohemia. Pero no es menos cierto que los verdaderos
representantes de la contracultura francesa del siglo pasado fueron individuos, sino castos, por
lo menos púdicos; sino sobrios, por lo menos dueños de su mente. Así fue Baudelaire, así fue
Rimbaud y así fue Mallarmé. Verlaine no lo pudo ser, por su dipsomanía que lo llevó
continuamente a mes hospitaux. Pero sí lo pudo ser luego un Paúl Valery. Es una falsedad
atribuir la “inspiraciónç2 de los “poetas malditos” al opio o a la marihuana, o al alcohol.
Baudelaire bebía poco, y si en ocasiones tomaba láudano u opio era para calmar los dolores de
su sífilis. Rimbaud jamás bebió más de lo normal. Verlaine sí bebió en demasía, pero supo
sostenerse en su creatividad hasta el final. Mallarmé era un asceta, y lo mismo puede decirse de
su discípulo, Valery. Los surrealistas del siglo XX también creían en el poder creativo de las
drogas, pero sus mejores poemas fueron escritos en total sobriedad, incluso los Alcoholes de
Apollinaire.
***
Ha llegado la hora de concluir este ensayo. De sobra sé que se podría abundar en detalles
sobre el arte y la literatura de nuestro siglo XX. Pero no quiero rebasar los límites que me he
propuesto. Yo sé que se podría hablar del cubismo analítico como una descomposición de la
figura humana que a existía en la realidad. Sé muy bien cómo se podría hablar de Proust y de su
disección de la sociedad aristocrática de su tiempo, cosa que llevo a cabo como un verdadero
Balzac. Sé igualmente cómo se podría hablar del horror de las oficinas que describe Kafka,
quien es el verdadero autor contracultural de nuestro tiempo. También se podría hablar de los
surrealistas, alucinados por los descubrimientos de Freud. Y también podría hablarse de la
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