Cuento 2

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Apocalipsis zombi

Nadie se imaginó un apocalipsis así. ¿O sí? Sin embargo hoy


este país es caos, destrucción, muerte. Yo tan solo cuento
diecinueve inviernos; digo inviernos porque he pasado con
miedo y frío, con un miedo que da frío, que hace temblar.
Pero lo peor comenzó hace seis años, si bien hasta ahora soy
conciente de que nuestro estado actual es fruto de un proceso
largo. Sí, lo peor inició hace seis inviernos, los más crudos y
de metálico frío. Aún recuerdo que volvía de la secundaria
con el crepúsculo a la espalda y bromeando con mis amigos;
coqueteando con un par de compañeras, una de las cuales
provocaba en mi estómago un agradable nudo. El ambiente
era de lo más caluroso, hasta que sucedió: caminábamos por
una avenida concurrida y de pronto una camioneta -después
supe que la ciudad estaba repleta de otros vehículos
desarrollando la misma operación- se plantó delante de
nosotros y la demás muchedumbre; hombres y mujeres con
armas de alto calibre bajaron, y una potente y violenta voz
masculina emergió del fondo de un megáfono que coronaba
el vehículo.

-¡Atención! ¡Hoy es un gran día! ¡Hoy comienza un


nuevo reinado! Le solicitamos a la población que, a partir de
mañana, las calles estén desiertas antes de que el reloj
marque las siete de la noche. De lo contrario, es decir, si se
resisten, cosas terribles sucederán. Y ustedes, oh yo lo sé, no
quieren presenciar esos horribles sucesos.

El discurso culminó con una espeluznante carcajada,


para repetirse después por lo menos una docena de veces.
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Los oyentes estábamos desconcertados; yo, particularmente,
no entendía nada de lo que pasaba a mi alrededor. El
murmullo de los atónitos espectadores no tardó en emerger,
hasta que ocurrió lo insólito.

-¡No les tenemos miedo!

La voz salió de entre la multitud y pareció atorarse en


la mirada furibunda de uno de los sujetos armados.
Enseguida, un hombre de mediana edad, ojos verdes y
principios de alopecia, repetía la afirmación mientras
agregaba que de ninguna manera nos íbamos a someter.

-¿Qué harán, eh? ¿Matarnos a todos? Inténtenlo,


vamos -terminó.

El resto de los espectadores nos mirábamos y en


nuestros ojos se percibía el deseo de salir corriendo. Algunos
se retiraban discretamente por la parte trasera del
conglomerado humano, mientras los demás dábamos pasitos
preparando la huida. Mis compañeros y yo juntos, apretados
unos a otros con semblantes confundidos y miradas vidriosas.

El sujeto de la mirada furibunda dio dos pasos


adelante.

-Te enseñaré lo que haremos -dijo, y en una fracción


de segundo una bala había perforado el cráneo de mi secreta
enamorada, dejando un eco sordo y la estupefacción de una
multitud que pareció evaporarse en un instante. Mi amiga
solo tenía trece años.

También yo corrí. Ese día, a costa del calor, conocí el


verdadero frío. No recuerdo cómo llegué a casa; todo había
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sido confusión después del estruendo que siguió al disparo.
Tan solo se dibujan en mi memoria esbozos deformes de mis
padres angustiados y anhelantes por verme cruzar la puerta y
el recuerdo de mis ropas bañadas por un sudor terriblemente
helado.

-¡Hey, muchacho! -Escuché una voz a lo lejos -. ¡Muchacho!


-Repitió. Hablaba en voz baja, como quien no quiere ser
escuchado.

Fue entonces cuando salí del ensimismamiento.


Respondí con un gesto y una sonrisa de disculpa. Nos
correspondía la guardia nocturna en esa noche iluminada por
la luz gris y diáfana de la luna. Estábamos alojados en un
barrio de los suburbios, pero estaba prohibido confiarnos; en
medio del ambiente de crimen y sangre reinante, teníamos
principios bien definidos y la organización era enemiga de
las armas. A cambio, con el paso de los años habíamos
creado una red de escondites de alguna manera conectados
que propiciaban la discreción y facilitaban el escape en caso
de emergencia. Para esto último era que hacíamos guardia. A
veces, cuando la oscuridad de la noche llegaba, alguno de los
grupos criminales -amos y señores del apocalipsis- salían de
sus madrigueras y se dispersaban por las calles. También
trabajaban de día, pero de manera más silenciosa. De pronto
se les veía caminando; de pronto el entorno era un rugir de
motores de vehículos que viajaban gracias a gasolina hurtada.
En cualquier caso, nosotros casi siempre observábamos en
silencio. En una sola ocasión tuvimos que huir, porque a los
bastardos se les ocurrió inspeccionar viviendas, incluida la

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nuestra en turno. Gracias a Dios nuestro maestro era un tipo
inteligente y cada noche, antes de dormir, se aseguraba de
desechar o esconder los indicios que delataban la reciente
estancia de personas en el lugar. Oh sí, esa noche fue intensa.
La organización contaba con doce adultos y diecisiete
menores. En la vivienda había un ropero enorme que
ocultaba un agujero que conducía al patio de la casa
colindante; en el patio, una pileta en cuyo fondo habíamos
cavado un pasaje -perceptible solo de cerca- a una casa con
salida hacia la otra calle. En cuestión de dos minutos todos
estábamos en el tercer nivel de la guarida, siempre
asegurándonos de volver a cubrir la apertura en la pared con
el ropero. Escuchábamos las voces, las risas y alguna que
otra queja de sujetos molestos porque el sitio ya estaba
saqueado. Por suerte, revisaban apenas una o dos estancias y
después se marchaban. Ellos también tenían miedo.

-Tengo dos minutos hablándote. ¿En dónde está tu


cabeza esta noche? Te necesito atento. ¿Te imaginas si a los
malditos se le ocurre pasear hoy por aquí?

-Felipe -dije-, es que yo confío plenamente en ti.

-Exacto, confías demasiado. Hace dos minutos que


me desperté. ¿Qué dices a eso, eh?

Soltó una risilla a manera de broma.

-Bueno, eso sí que es terrible -contesté, y los dos nos


desplomamos en una silenciosa carcajada de complicidad.

Felipe era de los mayores del grupo, a sus cuarenta y


siete años de edad; prácticamente, la mano derecha del

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maestro. Una mañana lluviosa, cuando las avenidas y
callejones aún estaban llenas de cuerpos humanos y pintadas
del rojo de la sangre, el maestro lo encontró tumbado en una
banqueta, inconsciente y morado de frío: era, en aquel
entonces, un mendigo, y fue la mendicidad lo que le salvó la
vida, pues nadie lo consideró una amenaza, nadie sintió
necesidad de matarlo. Dos meses después fundaban la
organización secreta a favor de la paz y de los niños, como
gustaba el maestro de llamar al grupo. Luego Felipe se
convirtió en mi mejor amigo. Cuando el hambre ya me
estrujaba las tripas, fue él quien me salvó.

-Felipe, ¿te has dado cuenta? Hace cuatro meses que


no encontramos niños. Eso me preocupa.

-Es verdad. No quiero pensar que esos cretinos los


estén reclutando antes que nosotros. También la comida es
cada día más difícil de conseguir. Parece que estamos
destinados a ya no encontrar sino esqueletos humanos por las
calles, y de vez en cuando un cadáver nuevo.

En efecto, cuando el maestro encontró a Felipe las


calles estaban infestadas de cadáveres y sangre; después,
huesos, esqueletos y más esqueletos. Una infinidad de
personas cuyos restos nadie pudo nunca reclamar, algunos,
quizá, porque todos los suyos ya habían muerto; otros,
porque no tenían a nadie: la vida en la mafia que habían
elegido -si es que en realidad tuvieron opción- los dejó solos,
solos y sin otro sentido que destruir vidas humanas -incluida
la propia- y ganar un dinero que jamás podrían gastar, al
menos no con libertad.

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-Mejor no hablemos más, la luna está maravillosa y
no deseo apagar su brillo para mí con la oscuridad de nuestra
realidad. Dejemos eso para mañana, Dios nos ayude y nos
permita salir adelante -apunté, y después siguió un silencio
que duró el resto de la noche, tan solo interrumpido por el
esporádico y lejano ruido de motores a lo lejos, llantas
levantando polvo y los casi mudos carraspeos de nuestra
parte.

II

Dormíamos un poco para aguantar el resto del día después de


la velada de guardia. Por una razón que Felipe y yo
desconocíamos, el maestro no se levantó aquella mañana
para recibir al sol, situación inverosímil que nos inquietó.
Ignorar yo la causa de semejante suceso era normal, pero
Felipe me confesó, antes de ceder al sueño, que tampoco él
se explicaba que no despertara aún. Algo andaba mal, podía
olerlo.

-¡Felipe, Mateo, arriba!

Escuché una voz tenue pero impetuosa, demasiado


familiar después de años de guerrilla en los que hablar fuerte
estaba prohibido. Estaba envuelto con una cobija y cansado,
así que mi primer impulso fue cubrirme por completo. Pero
la voz fue insistente y captó mi atención cuando percibí que
era la del maestro.

-¿Qué sucede, Roberto? -Escuché balbucear a Felipe,


al tiempo que me iba incorporando, desconcertado.

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-¡Vamos, de prisa! No pude pegar el ojo esta
madrugada. La situación es cada vez más difícil e, incluso,
escuché sin querer la conversación de ustedes hace rato; pero
ayer tuve un encuentro casual con dos sujetos cuando salía
del centro comercial. No encontré nada. Ya no queda más
comida en esos sitios. Los tipos -armados hasta los codos,
por cierto, por lo que al solo verlos supe que corría peligro-
charlaban en voz baja y no me vieron, de modo que pude
esconderme atrás de unos arbustos para escuchar lo que
decían.

Guardó silencio como buscando interés en nosotros.


Entornaba sus grandes ojos café oscuro que tanto resaltaban
con su cabello blanco. Solo Felipe sabía su edad, los años
que aquel rostro moreno encima de un enjuto cuerpo no
demostraba. Como no proseguía, Felipe preguntó qué había
escuchado.

-Hablaban de una comunidad en el cerro. No un


grupo delictivo, sino refugiados, sobrevivientes. ¿Se dan
cuenta? ¡Una comunidad! -En ese punto levantó la voz, para
bajarla de nuevo al instante, inquieto, evidentemente
sigiloso-. Nuestra comida escasea, entonces yo, preocupado,
me he pasado la noche tratando de encontrar solución,
opciones y, ¡boom!, a las cuatro de la mañana, con el
insomnio en apogeo, la reminiscencia se lució: ¡La
comunidad!, me asaltó el pensamiento.

Debió notar nuestra confusión, porque nos miró de


uno en uno como averiguando si en realidad no
comprendíamos su intención al relatarnos el hallazgo. Hasta
que por fin preguntó:

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-¿Pero es que no se les ha ocurrido?

Felipe y yo nos miramos de reojo y negamos.

-Somos cuarenta y tres, veintiséis menores y


diecisiete adultos, siendo más exacto. No lo sé. La cosa cada
vez es más compleja. Ha sido un verdadero milagro que
hayamos pasado desapercibidos durante estos casi cinco años,
¿no lo creen? Hemos saqueado centros comerciales y hasta
negocios pequeños abandonados a los que la providencia nos
condujo, además de tantos hogares como nos lo han
permitido las circunstancias. Hemos cultivado vegetales en
sitios ocultos incluso a la lente de un vehículo aéreo. Pero
ahora la comida se acaba. Cultivar no será suficiente porque
no podemos hacerlo libremente. Necesitamos actuar pronto.
Debemos localizar a esa comunidad y pedirles que cuiden a
los niños. También podrían quedarse ahí los adultos que
deseen, en tanto seamos recibidos, claro.

-Hay tantas cosas que nunca he comprendido -dijo


Felipe, con aspecto afligido, clavando los ojos en el piso-. No
entiendo, por ejemplo, por qué se empeñan estos tipos en
seguir con esta guerra; nadie gana, pues aun ellos no tienen
ahora a quién asesinar por dinero vendiéndole sus malditas
drogas, ni a quién extorsionar. No hay nada. De verdad
parece el fin. -Después agregó, dirigiéndose al maestro-:
Roberto, ¿por qué nosotros no pensamos nunca en ir al monte?
Bueno, no importa, ahora también es buen momento para
hacerlo, y más si sabemos que ya hay gente acomodada allá.
Estoy de acuerdo.

Felipe no esperaba repuesta a sus interrogantes. Yo


podría responder a la segunda de ellas, diciéndole que al
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principio los grupos criminales se escondían en los cerros y
en consecuencia buscar hogar allá era arriesgado. Sin
embargo, cuando busqué reflexionar sobre este apocalipsis
me embargó una tristeza de muerte: yo tampoco comprendía
por qué se empeñaban en seguir, a costa del bien de todos.
Quién sabe, pensé al final, tal vez es ya cuestión de puro
orgullo, o de locura; pero locura de la mala, porque estaba
convencido de que había locos buenos, locos como el
maestro que arriesgó su vida para rescatar a personas que ni
siquiera conocía, personas locas de amor dispuestas a morir
por el bien de otros.

Eran muchos los pensamientos que se alojaban en mi


ser, pero todos ellos se desvanecieron poco a poco cuando
una duda me sacó de la enajenación: cómo lo haríamos.

-Maestro -intervine-, ¿cómo lo haremos? ¿Cómo


sabremos dónde están esas comunidades?

El tipo sonrió como quien ya tiene todo planeado y


además está seguro de que la cosa va a funcionar
infaliblemente. No pude evitar devolverle la sonrisa al
tiempo que una especie de seguridad se esparcía por todo mi
cuerpo, pero sobre todo por mi corazón y mi mente.

-Es que todavía no termino la historia -dijo


manteniendo la sonrisa canina-; falta lo más interesante.

Estaba escondido, pues, detrás de un arbusto, mientras los


dos hombres mataban el tiempo en una acalorada
conversación.

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-¡Arturo, por favor! ¿Cuántos años llevas metido en
esto? -Preguntó el más alto y delgado, joven, de máximo
veinticinco años, y sin esperar respuesta agregó: ¿Y qué has
ganado? Nada. Por el contrario, perdiste desde hace mucho
todo lo que tenías: familia, amigos, vida.

Enfrente tenía a un hombre robusto, de baja estatura y


voz grave. Parecía fastidiado por el muchacho. Arrugaba la
cara tras cada palabra del joven. "No es muy viejo", pensé,
"pero se mira demacrado".

-Muchacho, hablas a la ligera. ¿Crees que es fácil


salir de esto? No; aunque te confieso que a veces preferiría la
muerte a este infierno. Pero soy cobarde.

Terminó las últimas palabras al borde del llanto.


Hasta yo sentí pena por él. Después continuó.

-Todos están locos; también yo lo estoy. Quizá tú eres


el más cuerdo, te mantiene cuerdo la esperanza de una vida
futura mejor. Sé que no elegiste esta forma de vivir, y por eso
anhelas algo más. Me arrepiento de haberte recogido aquel
día, no tenía derecho.

Hubo un silencio de casi diez minutos. Se me hicieron


eternos, y no tenía idea de qué estaban haciendo ellos allí,
sentados como si nada, platicando de sus penas. Fue el joven
quien reanudó la conversación.

-Arturo, ¿y si huimos?

Sus ojos estaban llenos de vida. Por los pequeños


orificios del arbusto pude ver claramente su rostro. No lo

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olvidaré. Había fuego en su mirada: las ganas de algo más, el
hastío por la lacerante realidad, deseo de cambio.

-¿De qué estás hablando, muchacho? ¿Adónde


iríamos?

-Te contaré algo que no he dicho a nadie. Hace dos


semanas, el la presa, vi a una mujer y la seguí. Llevaba un
garrafón de agua a la espalda. La seguí un buen trecho, un
kilómetro tal vez, hasta que percibí que había gente vigilando
los alrededores. Sé que no pudieron hacerme nada porque no
querían llamar la atención.

El otro lo escuchaba con atención, serio.

-Sin embargo, Arturo, escuché algo: oí el rumor de


niños jugando. ¿Te das cuenta? Ahí tiene que haber una
comunidad de refugiados, de sobrevivientes que no quieren
esta mierda.

De pronto se les unió una mujer, armada también,


vestida con unos shorts de licra y una blusa negra lindamente
escotada. Tenía años sin ver una mujer tan excitante. Al
parecer la esperaban.

-¿Ya te sientes mejor? -Preguntó el más viejo.

-Pues no mucho, pero ya nos demoramos aquí, y sin


conseguir nada, que es lo peor. ¿De qué platicaban, ah? Hasta
el baño se oía el rumor.

-¡Oh, de nada importante! Ya conoces a Arturo, se le


mete una idea en la cabeza y es imposible razonar con él. Le
decía yo que si volvemos subiendo por Galeana y nos
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desviamos a la izquierda por Múgica acortamos mucho
camino. Pero él se empeña en regresar a la bodega por Juárez.

La mujer los miraba atónita, como buscando una


manera de dar crédito a lo que acababa de escuchar. Luego se
dirigió a Arturo y le dijo que estaba bien volver por Galeana
y Múgica.

Fue en ese momento cuando me asaltó la idea, y me


dije a mí mismo: Roberto, tú sabes que hay al menos tres
presas en la zona, no puedes perder la pista de esa comunidad.
De manera que tomé una decisión: tenía que arriesgar, correr
y llegar a la esquina entre Galeana y Múgica antes que ellos,
y a partir de ahí seguirlos sin ser descubierto; después,
sabiendo dónde estaban instalados, ya veríamos la manera de
contactar con el muchacho y ayudarnos mutuamente. Así que
esperé un minuto o dos hasta que pude salir de mi escondite
sin ser visto. Y corrí. A mi edad, corrí, entre autos
destartalados y jardines abandonados, entre patios y huesos,
siempre con la sensación de que sería visto de un momento a
otro. Pero no sucedió. Llegué a la ansiada esquina y al cabo
de diecisiete minutos ellos llegaron también. Caminaban
como quien está seguro, algo extraño en nuestro tiempo;
parecían saber que nadie de alguno de los bandos enemigos
podía aparecer por ahí, y se deslizaban por la mitad de la
calle. Yo estaba escondido en el interior de una camioneta
con un par de sobrevivientes vidrios polarizados. Los vi pasar
de largo y girar a la izquierda por Múgica, nervioso, sudando.
Treinta segundos después salí del vehículo para seguirlos por
casi media hora; hasta que los vi saludar a alguien que yo no
podía ver. "Somos nosotros", alcancé a escuchar a lo lejos, y
supe que tenía que volver: en adelante, el perímetro estaba
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vigilado y sería un suicidio avanzar más. Primero sentí
tristeza; pero después reconocí que había llegado lejos y la
bodega en que estaban instalados estaría ya cerca de allí.

-En fin, que regresé. Luego pasé la noche despierto y se me


ocurrió que podemos... No, no que podemos; que debemos
buscar esa comunidad.

Guardó silencio y nos vio a los ojos fijamente, con


determinación.

-Vigilaremos esa zona el tiempo necesario hasta


poder contactar con ese muchacho. Nosotros tres y Fernando.
Estoy seguro de que ese muchacho no está contento con su
vida actual y busca lo mismo que nosotros: libertad. No
eligió el camino del mal; el mal lo recogió y ahora él quiere
salir del infierno a como dé lugar.

III

Tardamos tres días con sus noches escondidos en un edificio,


entre escombros y polvo, a veces cobijados por un manto de
nubes que se veía por un agujero del techo, a veces por una
cuchilla de luna que entraba por el mismo hoyo. Hicimos
guardia en turnos, con la esperanza de ver al muchacho. Pero
no llegaba. Y la comida ya era poca. Por la calle pasaron
hombres y mujeres de la mafia, y el maestro los vio a todos
con unos gemelos; mas el anhelado muchacho no fue
ninguno. De todos modos persistimos. No fue en vano.

-¡Hey, hey! -Dijo una voz queda-. Alguien viene.

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Era Felipe. Y era de noche.

-Roberto, trae los gemelos. Son dos, uno parece un


tipo joven.

El maestro se desplazó con instinto felino y en dos


segundos estaba recortado contra la ventana con los ojos
clavados en los binoculares.

-Es él, por fin, y viene con el mismo hombre con


quien tuvo la conversación afuera del Wal-Mart. Bien, eso
nos da mayor oportunidad; el viejo tampoco parecía a gusto
con su presente. Bajemos. Mateo, ya sabes qué hacer.
¡Vamos!

En efecto, yo lo sabía. Antes de salir de la guarida en


turno el maestro nos detalló un plan que, si bien no era
sencillo, significaba nuestra única posibilidad. Yo solo tenía
que salir y hacerme el moribundo; después de todo, mi
juventud sería para ellos tentación de nuevo recluta o, por
qué no, de una excelente fuente de información acerca del
enemigo. Cuando el maestro me recordó mi papel en el plan,
me puse nervioso: definitivamente podía morir. Me armé de
valor, respiré profundo tres veces escaleras abajo y sin
pensarlo más me decidí y salí. Me tumbé en la banqueta,
bocabajo, y simulé una respiración entrecortada. El sudor
llegó solo, por el miedo, y además vestía de acuerdo a mi
actuación: un cambio de ropa andrajosa no era difícil de
conseguir en aquellos tiempos. Me aseguré de ser alcanzado
por la amarillenta luz de una farola. Lo tipos se acercaban.
Por fin pasaron junto a mí y, para mi sorpresa, no tuve mejor
suerte que el samaritano del evangelio: los malditos, a pesar
de mis quejidos, pasaron de largo. No tuve opción, tenía que
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detenerlos y dar la oportunidad al maestro y los demás -
escondidos ya en un oscuro patio en la acera de enfrente- de
sorprenderlos por atrás e iniciar una interesante conversación.

-¡Esperen! -Dije con voz herida, más por el miedo


que por mis cualidades para la actuación-. Tengo algo que
decirles, por favor.

Se volvieron hacia mí apuntándome con sendas armas


sin vacilar. Yo levanté las manos al tiempo que la cara en
señal de paz y entonces se acercaron con cautela. Miraban a
su alrededor, desconfiados, como buscando a mis posibles
cómplices.

-Y tú -habló el más viejo-, ¿quién demonios eres y


qué haces aquí? Julio, cuídame la retaguardia, yo vigilo el
interior del edificio este. Y tú, ¡contesta!

Estuve a punto de entrar en pánico, los gritos del


viejo podían atraer a más individuos y con el muchacho
cuidando la retaguardia nuestro plan parecía destinado al
fracaso. Pero me calmé. Luego respiré y, sin dilación, tuve
que improvisar un segundo plan inexistente hasta ese
momento. Qué más daba, necesitábamos dialogar sobre la
supuesta comunidad y el tiempo se agotaba.

-Julio -dije dirigiéndome al muchacho, muy a pesar


de la molestia del viejo-, necesito decirte algo.

El maldito viejo estaba próximo a convidarme una


patada épica, pero Julio lo detuvo con su voz reflexiva y
queda.

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-Espera, Arturo, esto empieza a ser extraño. ¿Por qué
no lo dejamos hablar y después decidimos qué hacer con él?
Además, tengo la sensación de que no está solo; aunque no
entiendo por qué no habrán salido sus compinches. Anda, di
lo que tengas que decir.

-No tenemos armas, por eso mis camaradas siguen


escondidos y, si lo que he de decir no resulta del interés de
ustedes; entonces preferiré morir antes que delatar a los míos
–dije, sacando valor de quién sabe dónde. Se me cortaba la
respiración y gruesas y heladas gotas de sudor seguían
surcándome la cara.

-Habla –dijo Julio-, y ruega a Dios, si es que este


malnacido mundo todavía te permite creer en él, para que tus
razones nos sean valiosas.

-Julio –empecé–, yo sé que tú esperas de la vida algo


más que esto –y volteé alrededor observando el paisaje de
ruinas, huesos y maleza surgida de asfalto y tabiques–. ¿No
es así?

-Mira, rata, déjate de rodeos de una buena vez…

-¡Bien! –lo interrumpí–. De acuerdo. Hace casi un


mes seguiste a una mujer en el monte, cerca de una presa. La
seguiste tal vez un kilómetro o dos, hasta escuchar voces y
risas de niños. Tú crees que un poco más allá hay una
comunidad que, por ser todavía incógnita, vive, si no libre, si
tantito lejos de toda esta mierda. Sé que te gustaría ir ahí…

Callé de súbito cuando a través de la penumbra vi un


par de ojos incrédulos clavados con rabia en la espalda del

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viejo. Supuse que no había contado nada a nadie más que al
viejo aquel día en el Wal-Mart y por lo tanto mis palabras lo
azotaban como golpes de traición.

-Arturo, ¿cómo sabe él todo eso?

El viejo permaneció mudo por seis o siete segundos


eternos. Si existe una eternidad para los condenados, eso que
algunos llaman infierno, tiene que ser parecida a ese breve
pero infinito espacio de tiempo. Pasó por mi mente un desfile
de desenlaces funestos para aquella hora; me torturaron, me
fulminaron con un disparo en la frente, y más. Agradezco a
Dios que Julio hablara de nuevo.

-¡Contesta, Arturo, maldita sea!

-La verdad es que no lo sé, Julio, no conozco a este


tipo.

-Yo les explicaré –intervine–. Un camarada mío los


escuchó platicar en las puertas del Wal-Mart –dije, y después
tomé una decisión, no había alternativa, la situación
implicaba riesgo y apuesta, ganar o morir–. Julio, confiaré en
tu buen juicio y, viejo, también en el de usted. Cuidamos a un
número considerable de niños y cada vez es más difícil
conseguir comida, sobre todo. Necesitamos ir ahí. No usamos
armas. Odiamos esta guerra, este desgraciado y peculiar
apocalipsis. Hemos pasado tres días escondidos cerca de aquí,
esperándolos. Solo tú, Julio, sabes dónde está esa comunidad,
la cual, para nosotros, se llama salvación y esperanza. De
ustedes dos, porque dadas las cosas a estas alturas los dos
están suficientemente inmiscuidos, dependemos ahora.
Queremos pedirles que nos lleven a ese lugar.
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Callé. Julio y el viejo se miraron, después me miraron
a mí. Yo trataba de adivinar las miradas del maestro, Felipe y
Fernando en la penumbra del patio de enfrente, ansiaba saber
si estarían deseosos de regalarme una golpiza o si, tal vez,
pensaban que me había desenvuelto bien. Pero Julio rompió
el silencio y con él mis pensamientos.

-Arturo, quiero hacer esto –había determinación en


su voz, en sus ojos–. Será más sencillo si te unes o si por lo
menos evitas interferir. Fuera de todo, eres mi único amigo y
me dolería que las cosas aquí terminen mal. Si en tu pecho
guardas también algo de aprecio por mí, no me impidas
seguir el impulso de mi corazón.

-Iré con ustedes, estúpido. ¿Crees que me dejarían


seguir viviendo si regreso sin ti? Desconfiarían de mí y más
pronto que tarde estaría muerto.

Sonreí.

-Supongo que mis amigos pueden salir ahora.

-Está bien –dijo Arturo–. Y nos vamos ya; sin


embargo, entenderán que no podemos dejar las armas ahora.
Ya saben, en este tiempo no se puede confiar en nadie.
Todavía no acabo por comprender cómo nos fiamos de ti así
nomás.

-Seguiremos el camino que gusten hasta Jacarandas.


Si se descubren amenazados, pueden matarnos –era la voz
del maestro, nacida de la penumbra del fondo de un patio
oscuro–. Ese será nuestro riesgo, y lo aceptamos.

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Volvimos el absoluto silencio y a media noche
cenamos, bien guardados en el refugio de turno. Aquella
noche ganamos. No sabíamos aún lo caro que tendríamos que
pagar el bienestar de los pequeños. De todos modos, la
bendición estaba de nuestro lado, así lo pensamos y
dormimos bien por una vez.

IV

Teníamos que andar con cautela. Una semana, quizá más,


estuvieron alborotadas las cosas, los días, las noches. Julio y
Arturo estaban con nosotros, y seguramente eran buscados,
tachados de traidores y hasta vengados. Las horas estuvieron
llenas de enfrentamientos, entre truenos y balas destruyendo
muros ya de por sí derruidos. Nosotros lo escuchábamos todo
desde adentro, siempre temiendo la intrusión de algún
visitante indeseado, y en consecuencia nuestra ineludible
muerte.

Pero se llegó el día, o mejor dicho la noche, pues


esperamos la llegada de una velada de luna llena para
avanzar discretos, pero no a ciegas. La luna era lámpara
perfecta y amiga; nos observaba y nos alumbraba, reflejando
para nosotros los rayos del sol, haciendo de nuestra noche un
poco de día. Fuimos cuatro: Julio, el maestro, Felipe y yo; y
fuimos sin armas. Caminamos cerca de hora y media hasta
llegar a la presa. Aquella noche presentaba un paisaje
hermoso, con su orilla bordeada de sauces y confundiéndose
con otro cielo y otra luna. Nos ocultamos a la sombra de un
numeroso grupo de sauces que impedían el paso de la luz
lunar.

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-Aquí es donde las cosas se pondrán difíciles –dijo
Julio suavemente–. Conforme avancemos, el perímetro estará
vigilado, es un hecho. Maestro, tenemos que elegir desde
ahora quién se prestará como rehén, ¿no es así?

-¿No tienen la sensación de que alguien nos ha


seguido? –la preocupación en la palabras de Felipe era
evidente–. No lo sé, desde hace un par de minutos lo
presiento, y me pareció ver por lo menos dos siluetas allá
enfrente, antes de que se perdieran en la sombra de aquellos
sauces. Tengo frío, y un mal presentimiento.

Nos volvimos hacia donde apuntó el dedo de Felipe y


tratamos de escrutar la oscuridad de otro grupo de sauces,
enraizados y enredados a unos ciento veinte metros de
nosotros.

-Si es así, tenemos un problema –dijo el maestro–.


Tal vez son de un grupo criminal y por nada del mundo
podemos atraerlos adonde vamos.

Algo de movió entre las sombras. Dos hombres


salieron avanzando en dirección nuestra, despacio,
confundiéndose de vez en vez con el tronco de un sauce o
con el perfil de una sombra; sus fusiles, con una rama seca.

-¡Demonios, demonios! –exclamó el maestro–. Esto


no me gusta nada.

Silencio, miedo, desesperación fue lo que acompañó a


aquel momento. El maestro apretando los puños. Y los
hombres se acercaban, aunque con sigilo. Silencio aún.

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Puños más apretados. Ahora también los míos, efecto
mimesis.

-Mateo, Julio, ustedes sigan en dirección a la


comunidad discretos, entre las sombras; en el camino decidan
quién de los dos se ofrecerá como rehén a fin de ganar la
confianza de las personas que ahí vivan. ¡Pero váyanse ya! –
exclamó con vehemencia; luego pasó el brazo por los
hombros de Felipe, diciendo–: Hermano mío, tal vez se ha
llegado nuestra hora, por el bien de aquellos que han
merecido nuestro sacrificio y desvelos.

-Por su bien, entonces sea –dijo Felipe.

Fue la última vez que lo escuché. Julio se escurrió


entre los sauces y yo lo seguí. Volteé una vez, y pude ver
cómo el maestro y mi mejor amigo caminaban en dirección
opuesta y cómo los sujetos armados los seguían. Por un
instante, uno de ellos amagó con venir en dirección nuestra;
supongo que al no ver a nadie se arrepintió: más valía
asegurar al menos a los otros dos. Lágrimas resbalaron por
mis mejillas; lágrimas que la oscuridad tragaba, invisibles y
secretas hasta hoy que escribo y las revelo. Caminamos
veinte minutos, tal vez más, no lo sé. Mi único recuerdo hasta
el momento en que los vigías de la comunidad nos salieron al
paso a punta de fusil, era el recuerdo de la espalda de Julio, el
crujir de pasos a nuestra espalda, y de lágrimas y dolor; algo
así como un sentimiento profundo de soledad y un nuevo
riesgo.

Nos llegaron por la espalda. Nosotros ya lo sabíamos,


pues el crujir de hojas y ramas los había delatado con
anticipación.
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-¡Quietos!

Nos detuvimos en seco levantando sendas manos.


Sentí el frío cañón en la espalda.

-No tenemos armas –se apresuró a decir Julio.

Nos esculcaron y nos taparon la cara con capuchas de


no sé qué para luego escoltarnos hasta la comunidad. No nos
permitieron hablar hasta llegar allá. Se oyó rechinar una
puerta y cerrarse después a nuestra espalda.

-Muy bien –dijo una voz grave–, ¿qué putas están


buscando acá, ustedes?

Y zas, patada en la cara, sabor a sangre en la boca.

Les conté la historia tal cual sucedió, sin ocultar


siquiera el sacrificio del maestro y Felipe, cuya sola mención
me implicó un esfuerzo sobrehumano y más lágrimas. Les
dije, también, que uno de nosotros estaba dispuesto a
ofrecerse como rehén mientras el otro los guiaba al escondite
donde estaban los niños y algunos cuántos adultos. Luego
nos amarraron y nos dejaron solos. Por más que lo intenté no
pude pegar el ojo; el maestro y Felipe estaban delante de mí
así cerrara o abriera los ojos. A avanzada hora de la
madrugada se escucharon dos disparos. Cada que pienso en
ello, me invade la terrible certeza de que fueron esos dos
disparos los que callaron para siempre a mis camaradas.

Llegó gente al alba y se llevaron a Julio diciéndole


que él sería el guía. Me quitaron la capucha cuando ya era de
día. Me dieron de almorzar. Afuera del cuarto se escuchaban
voces femeninas y risas de niños. De pronto podía entrever
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pares de ojos curiosos a través de las tablas, susurros, pies
corriendo cuando se acercaba un adulto. Me acercaron
nuevos alimentos a la hora de comer. No los probé. Julio no
llegaba y la maldita ansiedad me había robado el apetito.

Por la tarde, cuando ya se vislumbraba el ocaso,


volvieron por fin. Y además traían cinco creaturas con ellos.
Los demás llegaron después, en números pequeños en el
lapso de dos días. También Arturo llegó. Estábamos salvados.

***

Hoy, casi dos años después, las cosas no han


cambiado mucho y la comunidad ha tenido que reubicarse
dos veces. Yo sigo sin entender bien cuál es el afán por el
que las mafias continúan con esta guerrilla. Me pregunto qué
tienen en la cabeza esas personas. Bueno… pensándolo bien,
es probable que no tengan nada; después de todo, me parece
que esta solo es una versión real y nueva de un apocalipsis
zombi.

Agosto 2020

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