Laberinto Del Mal

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Por James Luceno

La Serie Reobotech (como Jack Kinney, with Brian Daley)


The Black Hole Travel Agency Series. (como Jack Kinney, with
Brian Daley)
A Fearful Simmetry
Illegal Alien
The Big Empty
Kaduna Memories
The Young Indiana Jones Chronicles: The Mata Hari Affair
The Shadow
The Mask of Zorro
Rio Pasion
Rainchaser
Rock Bottom
Star Wars: Cloak of Deception
Star Wars: Darth Maul, Saboteur (e-book)
Star Wars: The New Jedi Order: Agents of Chaos 1: Hero´s Trial
Star Wars: The New Jedi Order: Agents of Chaos 1: Jedi Eclipse
Star Wars: The New Jedi Order: The Unifying Force
Star Wars: Labyrinth of Evil

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ner más información, por favor llame al 0-800-411-2197.
james luceno

BALLANTINE BOOKS • NEW YORK • LIMA


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Star Wars: Labyrinth of Evil, es una obra de ficción. Los nombres, los lugares, y los inci-
dentes son productos de la imaginación del escritor o son usados ficcionalmente.

A Del Rey® Book Publicado por Ramdon House Publishing Group y Imperial Alliance
World, subsidiaria de RochBast Media Group © 2005 por Lucasfilm Ltd. & ™.
Todos los Derechos Reservados. Usado Bajo Autorización.

Todos los Derechos Reservados bajo la International y Pan-American Copyright Conven-


tions. Publicado en los Estados Unidos por The Ballantine Publishing Group, una division
de Random House, Inc., New York, y simultáneamente en Canadá por Random House de
Canada Limited, Toronto.

Del Rey es una marca registrada y the Del Rey colophon es una marca registrada por
Random House, Inc.

e- ISBN 0-225-44107-9

Impreso en el Perú por Imperial Alliance World, Lima, La Molina – Los Frutales 1479 –
Separadora Industrial / Callao – Santa Marina Sur E24 202

www.starwars.com
www.randomhouse.com/delrey/
www.imperialallianceworld.com

El Catálogo de la Información de la Publicación de este libro esta disponible en la Libre-


ría del
Congreso.

Manufacturado en la República del Perú


Primera Edición: Abril del 2005

opm 10 9 8 7 6 5 4 3 2 1

Libro diseñado y editado por Diaz de Vivar - Brenahmann


Para mis queridos tíos
Rosemary y Joe Savoca.
Y para mis primeros mentores,
Pat Mathison, que siempre me animaba
a contarle historias;
y Richard Thomas, que me enseñó
lo que era la ciencia ficción,
Ian Fleming y Thomas Pynchon
AGRADECIMIENTOS

Gracias de todo corazón a Shelly Shapiro, Sue Rostoni y


Howard Roffman, por permanecer en mi rincón a lo largo
de todo este proyecto; a George Lucas, por responder a mis
muchas preguntas; a Matt Stover, por proporcionar material
adicional e inspiración creativa; a Dan Wallace, por enviarme
una primera versión de su cronología de la Era de la Precuela;
a Haden Blackman, por cederme gentilmente algunos de los
Grandes Momentos; al personal del Hotel Casona, en Flores,
Guatemala, por encargarse de que nunca faltara el café; y a
Karen-Ann y Jake, por darme el tiempo y el espaciopara so-
ñar despierto.
OLD REPUBLIC 22–19 AÑOS ANTES STAR WARS: A New Hope

5000 – 33 AÑOS ANTES The Clone Wars


STAR WARS: A New Hope The Clone Wars: Wild Space
Lost Tribe of the Sith* The Clone Wars: No Prisoners
Precipice Clone Wars Gambit
Skyborn Stealth
Paragon Siege
Savior Republic Commando
Purgatory Hard Contact
Sentinel** Triple Zero
3650 AÑOS ANTES STAR WARS: A New Hope True Colors
The Old Republic Order 66
Deceived Shatterpoint
Fatal Alliance ? The Cestus Deception
Red Harvest** The Hive*
MedStar I: Battle Surgeons
Lost Tribe of the Sith* MedStar II: Jedi Healer
? ?
Pantheon** Jedi Trial
Secrets** Yoda: Dark Rendezvous
Labyrinth of Evil
1032 AÑOS ANTES STAR WARS: A New Hope

Knight Errant** 19 AÑOS ANTES STAR WARS: A New Hope


Darth Bane: Path of Destruction STAR WARS: EPISODIO II
Darth Bane: Rule of Two EL ATAQUE DE LOS CLONES
Darth Bane: Dynasty of Evil
Dark Lord: The Rise of Darth Vader
RISE OF THE EMPIRE Coruscant Nights
33 – 0 AÑOS ANTES Jedi Twilight
STAR WARS: A New Hope Street of Shadows
Darth Maul: Saboteur* Patterns of Force
Cloak of Deception Imperial Commando
Darth Maul: Shadow Hunter 501st
The Han Solo Trilogy
32 AÑOS ANTES STAR WARS: A New Hope
The Paradise Snare
STAR WARS: EPISODIO I The Hutt Gambit
LA AMENAZA FANTASMA Rebel Dawn
Rogue Planet The Adventures of Lando Calrissian
Outbound Flight The Han Solo Adventures
The Approaching Storm The Force Unleashed
22 AÑOS ANTES STAR WARS: A New Hope The Force Unleashed II
Death Troopers
STAR WARS: EPISODIO II
EL ATAQUE DE LOS CLONES
*Una novela eBook
**Por editarse
REBELLION NEW REPUBLIC
0 – 5 AÑOS ANTES 5–25 AÑOS ANTES
STAR WARS: A New Hope STAR WARS: A New Hope

0 X-Wing
STAR WARS: EPISODIO IV Rogue Squadron
UNA NUEVA ESPERANZA Wedge’s Gamble
The Krytos Trap
Tales from the Mos Eisley Cantina The Bacta War
Allegiance Wraith Squadron
Galaxies: The Ruins of Dantooine Iron Fist
Splinter of the Mind’s Eye Solo Command
3 AÑOS ANTES STAR WARS: A New Hope The Courtship of Princess Leia
A Forest Apart*
STAR WARS: EPISODIO V
Tatooine Ghost
EL IMPERIO CONTRA ATACA
The Thrawn Trilogy
Tales of the Bounty Hunters Heir to the Empire
Shadows of the Empire Dark Force Rising
4 AÑOS ANTES STAR WARS: A New Hope
The Last Command
X-Wing: Isard’s Revenge
STAR WARS: EPISODIO VI The Jedi Academy Trilogy
EL REGRESO DEL JEDI Jedi Search
Tales from Jabba’s Palace Dark Apprentice
Tales from the Empire Champions of the Force
Tales from the New Republic I, Jedi
The Bounty Hunter Wars Children of the Jedi
The Mandalorian Armor Darksaber
Slave Ship Planet of Twilight
Hard Merchandise X-Wing: Starfighters of Adumar
The Truce at Bakura The Crystal Star
Luke Skywalker and the Shadows of Mindor The Black Fleet Crisis Trilogy
Before the Storm
Shield of Lies
Tyrant’s Test
The New Rebellion
The Corellian Trilogy
Ambush at Corellia
Assault at Selonia
Showdown at Centerpoint
The Hand of Thrawn Duology
Specter of the Past
Vision of the Futur e
Fool’s Bargain*
Survivor’s Quest

*Una novela eBook


**Por editarse
NEW JEDI ORDER LEGACY
25-40 AÑOS ANTES 40 a + AÑOS ANTES
STAR WARS: A New Hope STAR WARS: A New Hope

Boba Fett: A Practical Man* Legacy of the Force


The New Jedi Order Betrayal
Vector Prime Bloodlines
Dark Tide I: Onslaught Tempest
Dark Tide II: Ruin Exile
Agents of Chaos I: Hero’s Trial Sacrifice
Agents of Chaos II: Jedi Eclipse Inferno
Balance Point Fury
Recovery* Revelation
Edge of Victory I: Conquest Invincible
Edge of Victory II: Rebirth Crosscurrent
Star by Star Millennium Falcon
Dark Journey
45 AÑOS ANTES STAR WARS: A New Hope
Enemy Lines I: Rebel Dream
Enemy Lines II: Rebel Stand Fate of the Jedi
Traitor Outcast
Destiny’s Way Omen
Ylesia* Abyss
Force Heretic I: Remnant Backlash
Force Heretic II: Refugee Allies
Force Heretic III: Reunion Vortex
The Final Prophecy Conviction**
The Unifying Force Ascension**
35 AÑOS ANTES STAR WARS: A New Hope Apocalypse**

The Dark Nest Trilogy


The Joiner King
The Unseen Queen
The Swarm War

*Una novela eBook


**Por editarse
a oscuridad invadía el hemisferio occidental de Cato Neimoidia, aunque la inminen-
te noche era constantemente rasgada por reite¬rados intercambios de luz en la atmósfera del
sitiado mundo. Bajo el cielo fracturado, compañías de soldados clon y droides de combate se
mataban entre sí con fría precisión, en medio del huerto de árboles manax que tachonaba los
baluartes del majestuoso recinto del virrey Gunray.
Un relampagueante abanico de energía azul iluminó los troncos de un macizo de árboles: el
sable láser de Obi-Wan Kenobi.
Acosado por dos droides, Obi-Wan resistió el ataque a pie firme, movien¬do su hoja a dere-
cha e izquierda para bloquear y devolver los rayos láser contra sus enemigos. Ambos droides,
alcanzados en el tronco por sus pro¬pios disparos, se hicieron pedazos con un estrépito de
miembros metálicos.
Obi-Wan siguió avanzando.
Dio una voltereta que le hizo pasar por debajo del segmentado tórax de un escarabajo reco-
lector neimoidiano, se puso en pie y corrió hacia delan¬te. Explosiones de luz en el escudo
deflector de la ciudadela iluminaban el terreno arcilloso entre los árboles, creando sombras
alargadas de sus tron¬cos retorcidos. Ajenas al caos que las rodeaba, columnas de escarabajos
recolectores de cinco metros de largo seguían su infatigable marcha hacia la colina sobre la
que se alzaba la fortaleza, portando cargas de follaje en sus mandíbulas afiladas o en sus ele-
vados lomos. Los sonidos agobiantes de su incesante masticación formaban una cadencia es-
calofriante frente al retumbar de las detonaciones y el siseo y el silbido de las descargas láser.
Desde la izquierda de Obi-Wan llegó un repentino chasquido de servomecanismos; desde su
derecha, un ahogado grito de advertencia.
—¡Al suelo, Maestro!
El Jedi se dejó caer al suelo antes incluso de que los labios de Anakin formasen la última pa-
labra, con el sable láser apuntando al suelo para no empalar a su expadawan, que llegaba a la
carrera. Un borrón de energía azul siseó en el aire húmedo, seguido del olor acre a circuitos
quemados y del picante del ozono. Un rifle disparó contra el terreno. La acechante y alargada
12 JAMES LUCENO

cabeza de un droide de combate cayó chisporroteando a apenas un metro de distancia de los


pies de Obi-Wan, antes de rebotar y rodar hasta perderse de vista entre la maleza, mientras
repetía: “Recibido, recibido... Recibido, recibido...”
Obi-Wan pivotó sobre el pie derecho a tiempo de ver cómo se derrumbaba el larguirucho
cuerpo del droide. Que Anakin le hubiera salvado la vida no era ninguna novedad, pero la hoja
láser del joven Jedi había pasado demasiado cerca para estar tranquilo. Se puso en pie, con
ojos muy abiertos por la sorpresa.
—Casi me cortas la cabeza.
Anakin mantuvo la hoja de su sable láser desviada hacia un lado. Bajo las luces estroboscópi-
cas de la batalla, sus ojos azules brillaban con una retorcida diversión.
—Perdona, Maestro, pero tu cabeza estaba prácticamente en la trayectoria de mi sable láser.
Maestro.
Anakin utilizó el cargo honorífico no como un aprendiz dirigiéndose a su profesor, sino como
lo hacía un Caballero Jedi a un miembro del Consejo Jedi. Tras su audaz actuación en Prae-
sitlyn se había cortado ritualmente la trenza que simbolizaba su relación anterior. Su túnica,
sus botas altas hasta la rodilla y sus pantalones ajustados eran tan negros como la noche. Su
rostro estaba marcado por una cicatriz desde su enfrentamiento con Asajj Ventress, la asesina
entrenada por el Conde Dooku, y mantenía la mano derecha mecánica oculta en un guante que
le llegaba hasta el codo. En los últimos meses se había dejado crecer el pelo, que ahora le caía
sobre los hombros, pero mantenía la cara bien afeitada, a diferencia de Obi-Wan, cuya fuerte
mandíbula estaba delineada por una corta barba.
—Supongo que debería agradecerte que tu sable láser estuviera “prác¬ticamente” en la tra-
yectoria necesaria, y no “exactamente” en ella. La mueca de Anakin se convirtió en una franca
sonrisa.
—La última vez que me molesté en comprobarlo, los dos estábamos en el mismo bando,
Maestro.
—Aun así, si llego a ser un poco más lento...
Anakin dio una patada al rifle del droide de combate, apartándolo a un lado.
—Tus temores sólo están en tu mente.
Obi-Wan frunció el ceño.
—Sin cabeza, no me quedaría mucha mente, ¿verdad? —hizo un movi¬miento florido con el
sable láser, señalando una abertura en la muralla de árboles manax—. Después de ti.
Reanudaron su avance, moviéndose con la gracia y la velocidad sobrenaturales que Ies pro-
porcionaba la Fuerza, y con la capa marrón de Obi-Wan arremolinándose detrás de él. Las
víctimas del bombardeo inicial, montones de droides de combate, yacían desparramadas por
el terreno. Otros colgaban de las ramas de los árboles sobre las que se habían visto arrojados
como si fueran marionetas rotas.
Muchas zonas del frondoso bosque que cubría el paisaje estaban en llamas.
Dos droides chamuscados, reducidos a poco más que brazo y torso, alzaron sus armas cuando
los Jedi se acercaron a ellos, pero Anakin movió su mano izquierda, enviando un empujón de
Fuerza que los derribó de espaldas.
Se apartaron del camino dando volteretas bajo los anchos cuerpos de dos escarabajos recolec-
tores, y esquivaron un macizo de maleza llena de púas que había conseguido echar raíces en
el, por otra parte, meticulosamente cuidado huerto. Surgieron de entre los árboles para encon-
trarse en la orilla de un amplio canal de irrigación alimentado por un lago que deli¬mitaba la
ciudadela neimoidiana por tres de sus lados.
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 13

En el Oeste, un trío de cruceros de asalto clase Venator flotaba entre las veloces nubes. Por
el Norte y el Este, el cielo se veía constantemente surcado por el rastro de cañones de iones,
rayos de turboláseres y trazos de luz escarlata que ascendían hacia el cielo desde los emplaza-
mientos de las armas defensivas de la ciudadela, situados al otro lado del escudo de energía.
Alzándose desde la falda de las colinas, y hasta el extremo de la península, la silueta de la
fortaleza recordaba las torres de mando de las naves de la Federación de Comercio, que, de
hecho, habían sido su inspiración.
La élite de la Federación de Comercio se encontraba allí, en alguna parte de su interior, sitiada
por las fuerzas de la República.
Con su planeta natal amenazado, y con los mundos administrativos de Deko y Koru Neimoi-
dia arrasados, al virrey Gunray más le habría valido retirarse al Borde Exterior, como habían
hecho otros miembros del Consejo Separatista. Pero el pensamiento racional nunca fue el
punto fuerte de los neimoidianos; y menos cuando el virrey parecía no poder vivir sin sus
posesiones en Cato Neimoidia. Había conseguido escabullirse hasta ese mundo, respaldado
por unas cuantas naves de guerra de la Federación, en un intento de recuperar cuanto pudiera
de la ciudadela antes de que cayese en manos de la República. Pero las fuerzas republicanas
le esperaban allí, ansiosas por capturarlo vivo y llevarlo ante la justicia... con trece años de
retraso, en opinión de muchos.
Cato Neimoidia estaba tan lejos de Coruscant que Obi-Wan y Anakin habían tardado casi cua-
tro meses estándar en llegar, y en cuanto terminaran de liberar los últimos puntos de resisten-
cia que los separatistas aún controlaban en el Núcleo Galáctico y en las colonias, esperaban
poder volver pronto a la lucha en el Borde Exterior.
Obi-Wan oyó movimiento al otro lado del canal de irrigación.
Un instante después, cuatro soldados clon surgieron de los árboles en la orilla opuesta, adop-
tando posiciones de tiro entre las rocas redondeadas por el agua que delimitaban el foso. Tras
ellos, muy lejos, ardía una fraga¬ta derribada. La cola embotada del TABA (Transporte de
Asalto de Baja Altitud) destacaba sobre el dosel de árboles, decorada con las ocho líneas que
representaban la insignia estándar de la República Galáctica.
Un bote entró en su campo de visión procedente de río abajo y manio¬bró hasta donde espe-
raban los Jedi. En la proa, un comandante clon lla¬mado Cody hizo señales con la mano a los
soldados del bote y a los de la orilla opuesta, que de inmediato se dispersaron en abanico para
crear un perímetro de seguridad.
Los soldados podían comunicarse entre sí gracias a los enlaces de sus cascos con visores en
forma de “T”, pero los Comandos de Reconocimiento habían creado un sistema detallado de
gestos destinado a frustrar cualquier esfuerzo enemigo por espiar sus comunicaciones elec-
trónicas.
Unos cuantos saltos ágiles, y Cody quedó frente a Obi-Wan y Anakin. —Señores, traigo las
últimas novedades del Mando Aéreo. —Muéstranoslas —dijo Anakin.
Cody hincó una rodilla en tierra y, utilizando la mano derecha, activó un dispositivo injertado
en su guantelete de la izquierda. Un cono de luz azul emanó del dispositivo, y apareció un
holograma de Dodonna, el co¬mandante de la fuerza de asalto.
—Generales Kenobi y Skywalker, según los informes de la unidad de reconocimiento, el vi-
rrey Gunray y su séquito se dirigen hacia la parte norte de la fortaleza. Nuestras fuerzas han
estado martilleando el escudo desde el aire y la orilla del lago, pero el generador del escudo se
encuentra en un lugar protegido y difícil de alcanzar. Nuestros cañones ya soportan el fuego
constante de los turboláseres de la muralla baja. Si su equipo sigue dispuesto a capturar vivo
14 JAMES LUCENO

a Gunray, tendrá que bordear esas defensas y buscar una forma alternativa de entrar en el
palacio. En este momento no podemos enviarles ayuda, repito, no podemos enviarles ayuda.
Cuando el holograma desapareció, Obi-Wan miró a Cody.
—¿Sugerencias, comandante?
Cody realizó un ajuste en su proyector de muñeca, y un mapa tridi¬mensional esquemático
del reducto se formó en el aire.
—Suponiendo que la fortaleza de ese Gunray sea similar a las que encontramos en Deko y
Koru, los niveles subterráneos contendrán gran¬jas de hongos y zonas de procesamiento y
embarque. Las zonas de embar¬que han de tener acceso a los criaderos de los niveles medios;
y desde esos criaderos podremos infiltrarnos hasta los niveles superiores.
Cody llevaba el rifle DC-15 de corto alcance, la armadura blanca y el casco que se habían
convertido en símbolos del Gran Ejército de la República, y había nacido, crecido y entrenado
en el remoto mundo de Kamino, tres años antes. Pero ahora la armadura sólo era blanca en
aque¬llos lugares libres de manchas de barro o sangre seca, agujeros, quemadu¬ras o parches
carbonizados. El escalafón de Cody estaba definido por las marcas anaranjadas del casco y los
galones del hombro. En la manga de su brazo derecho llevaba insignias representativas de las
campañas en las que había participado: Aagonar, Praesitlyn, Paracelo Menor, Antar 4, Tibrin,
Skor II y docenas de otros mundos del Núcleo y del Borde Exterior.
Durante los años pasados en los campos de batalla, Obi-Wan había tra¬bado amistad con
varios Comandos Avanzados de Reconocimiento: Alpha, con el que había sido encarcelado
en Rattatak, y Jangotat, en Ord Cestus. Las primeras generaciones de CAR habían sido entre-
nadas por el propio
Jango Fett, el mandaloriano que sirvió de base genética para la donación. Aunque los kami-
noanos habían logrado eliminar parte de los rasgos per¬sonales de Fett en los clones norma-
les, con los CAR fueron más selectivos y, en consecuencia, éstos desplegaban más iniciativa
individual y más habi¬lidades para el liderazgo. Resumiendo, se parecían más al difunto
cazarre¬compensas, lo que venía a significar que eran más humanos. Aunque Cody no era un
Comando Avanzado de Reconocimiento por genética, había reci¬bido entrenamiento de CAR
y compartía muchos de sus atributos.
En las fases iniciales de la guerra, los seres humanos trataban a los soldados clon igual que a
las máquinas de guerra que controlaban, o a las armas que disparaban. Para muchos, tenían
más en común con los droides de combate, que surgían por decenas de miles de los talleres
baktoides de los mundos separatistas, que con ellos. Pero, a medida que más y más soldados
clon morían en combate, su actitud empezó a cambiar. La total dedi¬cación de los clones a
la República y a los Jedi evidenció que podían ser verdaderos camaradas de armas, y que se
merecían todo el respeto y com¬pasión de que disponían en este momento. Habían sido los
mismos Jedi, junto a otros oficiales de la República con ideas progresistas, quienes insis¬-
tieron en que la segunda y la tercera generación de soldados clon recibie¬ran nombres y no
números, para así fomentar un creciente compañerismo.
—Estoy de acuerdo en que probablemente podemos llegar hasta los niveles superiores, co-
mandante —dijo por fin Obi-Wan—. Pero, para empezar, ¿cómo propone que lleguemos a las
granjas de hongos?
Cody se irguió todo lo que pudo y señaló los huertos.
—Entraremos con los recolectores.
Obi-Wan miró inseguro a Anakin y se lo llevó a un lado para hablar con él.
—Sólo somos dos. ¿Qué opinas?
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 15

—Creo que te preocupas demasiado, Maestro.


Obi-Wan cruzó los brazos sobre el pecho.
—¿Quién va a preocuparse por ti si no lo hago yo?
—Ya lo hará alguien —respondió Anakin, sonriendo abiertamente.
—Sólo tienes a C-3P0. Y para eso tuviste que construirlo.
—Piensa lo que quieras.
Obi-Wan entrecerró los ojos.
—Oh, ya veo. Había supuesto que la senadora Amidala te interesaria más que el Canciller
Supremo Palpatine —antes de que Anakin pudiera responder, añadió—: A pesar de que ella
también es una política.
—No creo haber hecho nada para atraer su interés, Maestro.
Obi-Wan contempló a Anakin un momento, pensativo.
—Es más, si el Canciller Palpatine sintiera una sincera preocupación
por tu bienestar, te habría mantenido más cerca de Coruscant.
Anakin puso su mano artificial sobre el hombro izquierdo de Obi-Wan.
—Quizá, Maestro. Pero entonces, ¿quién se preocuparía por ti?
os recolectores eran criaturas de anchos cuerpos, poco inteligen¬tes y, pese a los dos
pares de poderosas patas y las pinzas en forma de sierra que se extendían desde sus mandíbu-
las inferiores, complacientes mientras no se les amenazara de forma directa. De sus chatas ca-
bezas crecían antenas curvas que no sólo servían como sensores para explorar el ambiente que
los rodeaba, sino como órganos de comunicación gracias a la emisión de potentes feromonas.
Cada escarabajo era capaz de transportar hasta cinco veces su conside¬rable peso en follaje y
ramas. Tal y como sucedía con los neimoidianos que los domesticaban, tenían una sociedad
jerárquica que incluía trabajadores, recolectores, soldados y criadores; todos sirviendo a una
reina distante que recompensaba sus esfuerzos con comida.
Obi-Wan, Anakin y los comandos que formaban el Séptimo Escuadrón tuvieron que correr
para mantener el ritmo de los escarabajos, mientras éstos transportaban su carga recién re-
colectada desde los huertos hasta la entrada natural de la cueva que se abría en la base de la
colina sobre la que se levantaba la fortaleza. El gran caparazón de los escarabajos los ocultaba
a las portillas de vigilancia controladas por patrullas de droides de combate PAU. Pero lo más
importante era que los recolectores conocían rutas seguras a través de los campos minados
que separaban los árboles de la for¬taleza en sí.
La frecuente costumbre de los escarabajos de bajar las cabezas para intercambiar información
con los compañeros de colmena que se movían en dirección opuesta, obligaba a los Jedi y a
los soldados clon a mantenerse entre las patas traseras de los recolectores. Obi-Wan corría
encorvado, con el sable láser en la mano, pero desactivado. Cuando por fin tuvieron a la vista
la protegida residencia real, cierta inquietud que interfería en el orden natural de sus columnas
pareció apoderarse de las criaturas. Obi-Wan sospechó que los escarabajos captaban el peligro
potencial que supo¬nía para el nido el tenaz bombardeo republicano. Como respondiendo a
esa crisis, escarabajos-soldado se unieron a la procesión, pastoreando a los más nerviosos y
urgiéndolos para que volvieran a las filas.
La mayor estatura de Anakin le obligaba a permanecer más atrás, casi directamente bajo la
cola del escarabajo. A la derecha de Obi-Wan corría Cody, seguido y flanqueado por sus com-
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 17

pañeros de equipo.
Pero, a pesar de los escarabajos-soldado, la disciplina del grupo empe¬zó a romperse.
Un recolector que cubría a uno de los comandos se separó de la colum¬na y empezó a alejarse
antes de que pudieran devolverlo a su sitio. En lugar de refugiarse bajo otro escarabajo, el
comando siguió al fugitivo y, de repente, se encontró en campo abierto. Obi-Wan sintió una
ondulación en la Fuerza un segundo antes de que la pata delantera derecha del recolector tro-
pezase con una mina terrestre. Pero ya era demasiado tarde.
Una potente explosión sacudió el rocoso terreno, arrancando la mitad de la pata delantera de
la criatura. El comando saltó hacia un lado y rodó hasta quedar bajo un trío de martilleantes
patas. Tuvo que arrastrarse y esquivarlas, mientras el recolector daba frenéticas vueltas sobre
sí mismo, aparentemente dispuesto a pisotear al comando que se encontraba bajo él. Un golpe
de la pata trasera izquierda del escarabajo hizo que el comando perdiera el equilibrio. Des-
concertado, el recolector bajó su cabeza y cargó una y otra vez contra el objeto blanco y duro
que se interponía en su cami¬no, hasta abollar por completo su armadura.
La angustia del recolector empezó a contagiar al resto de los esca¬rabajos.
Mientras la mayoría cerraba filas para permanecer juntos, otros echaban a correr repentina-
mente, saliéndose de la columna principal y desper¬tando la alarma de los escarabajos-sol-
dado. Un segundo recolector pisó dos minas en rápida sucesión, y las explosiones resultantes
lo arrojaron por los aires. La columna se disolvió en completo desorden, con recolectores y
sol-dados corriendo cada uno a su antojo, y los comandos y los Jedi hicieron todo lo posible
para protegerse.
—¡Manteneos cerca de los que todavía se dirigen hacia el nido! —gritó Anakin.
Obi-Wan se disponía a seguir la sugerencia, cuando vio que el coman-do pisoteado se ponía
en pie y se acercaba tambaleándose, dándose golpe¬citos en el casco con la enguantada palma
de su mano y evidentemente ajeno al terreno que pisaba. Un recolector surgió de la caverna
y se dirigió directo hacia el comando. Cerró las pinzas en torno a su cintura y lo levantó del
suelo. El comando se retorció a un lado y a otro con las pocas fuerzas que le quedaban, pero
fue incapaz de liberarse.
Anakin se despreocupó de pronto del recolector tras el que se protegía.
Con el sable láser firmemente sujeto en su enguantada mano, saltó por el desnudo paisaje en
dirección al comando cautivo, con la Fuerza guián¬dolo para no pisar las desperdigadas mi-
nas. Los recolectores lo habrían tomado por un demente, de no estar demasiado ocupados por
salvaguardar su carga y llegar a la seguridad del nido.
El último salto de Anakin lo colocó directamente frente al recolector que sujetaba al comando.
Cortó las pinzas del escarabajo con un movi¬miento ascendente del sable láser, y liberó al
comando, pero también hizo que los escarabajos-soldado se agitasen frenéticos. Obi-Wan casi
podía oler la descarga de feromonas y descifrar la información que emitían: “¡La zona está
infestada de depredadores!”
De la multitud surgió un chillido en una frecuencia tan alta que ape¬nas era audible, y se for-
mó una estampida. Las minas empezaron a deto¬nar por todas partes, y de entre la ondulante
humareda surgieron más de cien PAU (Plataforma Aérea Unipersonal).
Cada una de ellas, versión neimoidiana del veloz vehículo aéreo de observación utilizado a lo
largo de toda la galaxia, estaba provista de armas gemelas con una potencia de fuego superior
a la de los modelos de tambor utilizados por los droides de infantería.
El enjambre de naves hizo llover desde las alturas rayos de energía con¬tra todo lo que tenían
a la vista, matando recolectores a docenas y convir¬tiendo el pedregoso terreno en un gran
18 JAMES LUCENO

cementerio. Enormes explosiones brotaron entre las desechas columnas, a medida que las
minas detonaban. Anakin esquivaba rayos mientras corría, sujetando al comando con el brazo
izquierdo. El resto del Séptimo Escuadrón buscó protección sin dejar de disparar, derribando
PAU con una cortina de fuego continuo.
Cody guió al pelotón hasta una trinchera de irrigación poco profunda. Cuando Obi-Wan llegó
a ella, los soldados clon se desplegaron en círculo y siguieron disparando hacia el cielo. Un
segundo después, Anakin se zam¬bullía en la trinchera y depositaba suavemente al comando
en la pendien¬te llena de barro. El especialista médico del Séptimo Escuadrón se arrastró
hasta el herido, quitándole el cinturón y el casco semidestrozado.
Obi-Wan contempló fijamente el rostro del clon herido.
Un rostro que nunca olvidaría; un rostro que no podía olvidar aunque quisiera.
Pese a los muchos años transcurridos, seguía recordando la breve con¬versación con Jango
Fett en Kamino. Miró a Cody y al resto. “Un ejército de un solo hombre... Pero el hombre
adecuado para el trabajo.”
El grito de guerra de los clones.
Liberaron rápidamente de la armadura al comando herido y le inyecta-ron calmantes para que
no sufriera convulsiones mientras le retiraban la placa pectoral y cortaban con una vibrodaga
su prenda interior negra. Las pinzas del recolector habían aplastado la armadura sobre el ab-
domen del comando; su piel estaba intacta, pero los cardenales eran importantes.
Sólo quedaba en condiciones de combatir la mitad del ejército original de un millón doscien-
tos mil clones, por lo que la vida de todos y cada uno de ellos era vital. Podían reemplazar
fácilmente sangre y órganos —”los repuestos”, según ellos mismos—, pero la guerra estaba
en pleno crescen¬do, las bajas en el campo de batalla eran cada vez mayores y su supervi¬-
vencia era prioridad máxima.
—Aquí no podemos hacer mucho por él —dijo el médico a Anakin—. Si pudiéramos conse-
guir un FX-Siete...
—No necesitamos ningún droide —interrumpió Anakin.
Se arrodilló, apretó las manos contra el abdomen del comando herido y utilizó una técnica de
curación Jedi para impedir que el clon cayera en una conmoción profunda.
Un repentino ruido atrajo la atención de todos.
Muchos objetos del tamaño de un peñasco surgían de unas aberturas en las murallas más bajas
de la fortaleza. Cody miró hacia ellos con un par de macrobinoculares.
—No es un alud —dijo, pasándole los binoculares a Obi-Wan. Este alzó el aparato y esperó a
que la lente se autoenfocase.
Algunas de las armas más temibles del arsenal de la infantería separatista se acercaba a unos
buenos ochenta kilómetros por hora, rodando hacia la trinchera en la que se encontraban.
Droidekas.
l droideka, también conocido por el temible nombre de “droide des¬tructor”, era
una máquina asesina de despliegue rápido creada por una especie alienígena que disfrutaba
sembrando el caos ala menor oportunidad. Era una combinación de velocidad pura y micro-
rrepulsores secuenciados, encajados en un droide de bronzio blindado capaz de rodar como
una pelota y desplegarse en un abrir y cerrar de ojos, convirtiéndose en un asesino de tres
patas, escudado por deflectores individuales y armado con un par de ametralladoras de tambor
gemelas y de disparo rápido.
Dado que su escudo era lo bastante potente como para resistir los sables láser, el fuego de los
rifles y hasta los impactos directos de la arti¬llería ligera, la única estrategia factible contra un
droideka era, sencillamente, huir y escapar.
Sobre todo porque rendirse nunca era una opción.
Pero Anakin tenía otra idea.
—Pide fuego de apoyo a la artillería —ordenó a Cody, gritando para hacerse oír por encima
del fuego de los PAU y los DC-15—. Que disparen ya.
Cody estaba más que dispuesto a cumplir la orden. Al fin y al cabo, procedía directamente de
El Héroe Sin Miedo, como algunas veces se llamaba a Anakin. El Guerrero del Infinito. Sin
embargo, no podía saltarse la cade¬na de mando, así que miró a Obi-Wan, pidiendo confir-
mación.
Obi-Wan asintió con la cabeza.
—Haz lo que dice.
El comando llamó a un especialista en comunicaciones que chapoteó por el agua poco pro-
funda hasta reunirse con Cody. Cuando éste le dio las coor¬denadas necesarias, Cody abrió la
frecuencia de la base y habló rápidamente.
—Base, aquí el Séptimo Escuadrón. Estamos bajo fuego enemigo conti¬nuado de PAU en el
sector Jenth-Bacta-Ion, y un grupo de droides destruc¬tores desplegados desde la fortaleza
pretenden enterrarnos. Solicitamos apoyo inmediato de la artillería en las coordenadas que
acompañan esta transmisión. Recomendamos una descarga táctica electromagnética, seguida
20 JAMES LUCENO

por una batería de APM-T (Artillería Pesada Móvil-Turboláser).


—Las armas de pulso no discriminan, comandante —señaló Obi-Wan.
—Es la única manera, señor —respondió Cody, encogiéndose de hombros.
—Dígales que tenemos un soldado herido para el UQMR —añadió Anakin. Era el término
abreviado de Unidad Quirúrgica Móvil de la República.
Cody transmitió el mensaje.
—Advierta al piloto de la nave de evacuación que tendrá que volar sobre una zona caliente.
Marcaremos con humo un área de aterrizaje segu¬ra y dejaremos atrás dos hombres para
ayudarlos.
El ayudante del jefe de pelotón movió la mano derecha en una serie de gestos predetermina-
dos. Cuando los gestos fueron repetidos por toda la línea del frente, los comandos se quitaron
los cascos y empezaron a desco¬nectar los sistemas electrónicos de sus armaduras.
A un gesto del clon, se sumergieron en el agua fétida.
Un aullido llegó desde el Sur.
Y después, una bengala de luz blanca, brillante como una nova, segui¬da, dos segundos más
tarde, por un rugido que casi destrozó los tímpanos de Obi-Wan. La onda de choque se ex-
pandió desde las murallas, barriendo el terreno despejado al pie de la colina y los huertos ya
llameantes. Por encima de la trinchera, la mitad de los droidekas se habían desplegado pre¬-
maturamente de su estado esférico, y cayeron por la cuesta dando voltere¬tas en un amasijo
de miembros y armas. Tras la trinchera, los PAU caye¬ron como piedras desde el cielo, sobre
los árboles ardientes.
Los recolectores que seguían con vida corrieron aturdidos en círculos, abandonando sus pre-
ciosas cargas.
Procedente del Sur, el lamento infernal de los APM-T masacró a los droidekas que habían
sobrevivido al pulso electromagnético. Privados de escudo y sin poder devolver el fuego, los
droides asesinos se fundieron como la cera bajo los chorros de energía radiante.
Todavía sin el casco, Cody se puso en pie, señalando con ambas manos. Obi-Wan interpretó
los gestos: “Primero, contar hasta sesenta; y des¬pués, correr hacia la entrada al nido.”
Se preparó mientras intentaba calmarse.

Pese a toda su confianza en los droides, a todos sus caprichos de alta tecnología y a su cobar-
día innata, su avaricia y su astucia, los neimoidianos sentían debilidad por sus hijos... Siete
años de formación como larvas en las colmenas comunales, luchando entre sí por un sumi-
nistro limitado de comida y descubriendo a edad tan temprana los beneficios de la autocon-
servación y la duplicidad. Los hongos que comían durante esos primeros años también eran
muy apreciados por los adultos. Nada extraño, ya que esos mismos hongos eran consumidos
por todas las especies de la gala¬xia. Gracias a ellos, los neimoidianos habían evolucionado
hasta conver¬tirse en una sociedad rica, con suficientes naves espaciales como para atra¬er
la atención de la famosa Federación de Comercio y, finalmente, con sufi¬cientes droides para
crear un ejército.
Habría sido natural asumir que los hongos, apreciados tanto por sus virtudes medicinales como
por su valor nutricional, estaban relacionados de algún modo con el follaje de los manax que
recogían los recolectores, pero la verdad es que las ramas y las hojas sólo eran un medio más
para su crecimiento. Las enzimas producidas por los escarabajos, junto a las húme¬das condi-
ciones de las madrigueras y las grutas del nido, eran lo que pro¬vocaba el rápido crecimiento
de un producto que sólo necesitaba una pizca de manipulación y refinado para ser sabroso.
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 21

Aunque Obi-Wan no había visitado las granjas de hongos durante los sitios de Deko y Koru
Neimoidia, en cuanto Anakin y él atravesaron el umbral de la cueva que daba directamente al
nido, todas las reuniones informativas a las que había asistido más de diez años estándar antes
volvieron a su memoria como un fogonazo.
El lugar estaba atestado de hojas de manax parcialmente masticadas y colocadas cuidado-
samente en capas, de ramas y de otras impurezas, así como de escarabajos-obrero, super-
visores droides, cintas transportadoras y demás artilugios similares dedicados a ordenar y
transportar los materia-les... No había ningún neimoidiano a la vista, algo lógico, ya que su
doctri¬na consideraba anatema realizar cualquier clase de ejercicio. En los profundos nichos
de la colina, ocultos de la luz del sol, los hongos, una especie de champiñones blancuzcos de
consistencia blanda y enfermiza, recibían un tratamiento a base de agentes naturales y sinté-
ticos que aceleraban su crecimiento. Aún más arriba, en lo que constituían los cimientos de
la ciu¬dadela, el producto final, ya maduro, debía de estar siendo consumido por las larvas, o
bien siendo empaquetado y preparado para su exportación.
Cody ordenó al escuadrón que asegurase la zona. Los más retrasados todavía sufrían el acoso
del fuego esporádico de los PAU, pero los pilotos droides no podían acercarse más a la entra-
da debido a los cadáveres de los escarabajos muertos amontonados en la entrada.
El médico del Séptimo Escuadrón corrió hasta alcanzar a Obi-Wan y a Anakin.
—Señores, les recomiendo que mantengan sus respiradores a mano. Es muy posible que no
tengamos que adentramos más en el nido, pero existe la posibilidad de que en otras zonas nos
topemos con esporas flotando libremente.
Obi-Wan enarcó las cejas.
—¿Tóxicas, sargento?
—No, señor, pero sabemos que las esporas tienen un efecto adverso en los humanos.
—¿Qué efecto? —preguntó Anakin.
—Se describe muy a menudo como “trastorno embriagador”, señor. Obi-Wan miró a Anakin.
—Entonces, sugiero que le hagamos caso.
Los dedos de su mano izquierda palpaban el pequeño respirador equi¬pado con dos peque-
ños cilindros de oxígeno que llevaba en uno de los bol¬sillos del cinturón. En ese momento,
varias descargas láser surcaron la gruta. Dos de los comandos se desplomaron en el acto,
alcanzados en la parte superior del pecho.
La fuente del súbito ataque se encontraba en la desembocadura de un estrecho túnel lateral
que se sellaba mediante una puerta que se deslizaba hacia arriba. Anakin corrió hacia el túnel,
empuñando el sable láser con ambas manos y desviando la mayoría de los disparos que le
hacían desde la entrada.
Obi-Wan saltó a un lado, moviendo la hoja de su propio sable para dete¬ner un par de láseres
que habían sobrepasado a Anakin. Devolvió el pri¬mero hacia su origen y desvió el segundo
en un deliberado ángulo descen¬dente. El rayo golpeó el duro suelo de la gruta, rebotó contra
una de las paredes, después contra al techo y contra otra pared, y terminó impactan¬do en el
panel de control que controlaba la puerta del túnel.
Se produjo un diluvio de chispas y el dispositivo se cortocircuito”. Una puerta de pesado me-
tal cayó de su agujero en el muro, sellando el túnel con un ruido sordo.
Anakin apagó el sable láser, lanzando una mirada de agradecimiento por encima del hombro.
—Bien hecho, Maestro.
—La belleza de la Forma III —dijo Obi-Wan con una indiferencia tea¬tral—. Deberías inten-
tarlo algún día.
22 JAMES LUCENO

—Siempre has sido mejor que yo en tácticas evasivas —aceptó irónica-mente Anakin—. Yo
las prefiero más directas.
Obi-Wan puso los ojos en blanco.
—Maestro de la moderación.
—General Kenobi —llamó el especialista en comunicaciones desde el extremo opuesto de la
gruta—. Los informes de reconocimiento indican que el virrey Gunray y su séquito se dirigen
a los hangares de lanzamien¬to. Están protegidos por superdroides de combate, un grupo de
los cuales converge hacia nuestra posición.
Anakin se giró hacia Obi-Wan.
—Uno de nosotros tiene que atraer la atención de esos droides. —Uno de nosotros —repitió
Obi-Wan—. ¿No te da la impresión de que ya hemos vivido antes una situación similar?
—La belleza de nuestra relación, Maestro. Tú atraes a los guardaespal¬das y yo capturo a
Gunray. Nunca nos ha fallado, ¿verdad?
Obi-Wan apretó los labios.
—Depende del punto de vista, Anakin.
Éste frunció el ceño.
—Bien. Entonces, esta vez haré yo de cebo.
—Eso no tiene sentido —protestó rápidamente Obi-Wan, agitando la cabeza—. Cada uno
tiene habilidades propias.
Anakin no pudo contener una sonrisa.
—Sabía que atenderías a razones, Maestro —señaló a cuatro comandos—. Vosotros vendréis
conmigo.
—¡Sí, señor! —respondieron los cuatro al unísono.
Obi-Wan, Cody y el resto del Séptimo Escuadrón se dirigieron a los tur¬boascensores. Obi-
Wan no había recorrido ni cinco metros cuando se detu¬vo y dio media vuelta.
—Anakin, sé que tenemos cuentas pendientes con Gunray, pero no conviertas esto en un
asunto personal. ¡Lo necesitamos vivo!
h, pero resulta que sí es personal, se dijo Anakin, mientras contemplaba cómo Obi-
Wan, Cody y los cuatro soldados desapare¬cían en el turboascensor. Era personal por lo que
Mute Gunray había hecho en Naboo, trece años antes.
Era personal porque tres años antes Gunray había contratado a Jango Fett para que asesinara
a Padmé. Primero, colocando una bomba en su nave; después, con un par de kouhuns que un
multiforme logró meter en las habitaciones senatoriales de Padmé, en Coruscant.
La mujer que Anakin amaba por encima de todo lo demás. Su esposa. El más profundo y
luminoso de sus secretos. Ni siquiera Obi-Wan lo conocía, ya que causaría problemas entre
ellos.
Y, por último, era personal por todo lo que había sucedido en Geonosis: la parodia de juicio,
la sentencia, las ejecuciones en el circo...
Y en el supuesto de que pudiera dejar todo eso de lado, como Obi-Wan quería que hiciera, era
personal porque Gunray se había unido a Dooku y a los separatistas y planeado una guerra
desde el principio. Una guerra que había supuesto la ruina de miles de mundos.
La muerte de los líderes separatistas era la única solución. Siempre había sido la única solu-
ción, pese a las objeciones de ciertos miembros del Consejo Jedi, que todavía creían en las
soluciones pacíficas; pese a los esfuerzos del Senado para atar las manos al Canciller Supremo
Palpatine con la intención de que los políticos corruptos pudieran seguir aprove¬chándose,
llenando los bolsillos interiores de sus elegantes capas con las comisiones de las corpora-
ciones inmorales que alimentaban la maquinaria de guerra proporcionando a ambos bandos
armas, naves y todo lo necesa¬rio para mantener y extender el conflicto.
Aquello hacía hervir la sangre de Anakin.
Sí tal como Yoda había captado después de que Qui-Gon Jinn y Obi-Wan comprasen su li-
bertad en Tatooine y lo llevaran al Templo Jedi, aún conservaba mucha rabia en su interior.
Pero lo que Yoda no llegó a com¬prender era que esa rabia podía ser una especie de estímulo.
En tiempos de paz, Anakin habría sido capaz de controlar esa rabia, pero ahora le servía para
seguir adelante, para transformarse en la persona que necesitaba ser.
24 JAMES LUCENO

Córtale la cabeza.
Podía haber matado a Dooku en dos ocasiones, y en las dos lo había fre¬nado Obi-Wan. Pero
no había discutido con su antiguo Maestro. Pese a su capacidad, Anakin seguía buscando el
consejo y la guía de Obi-Wan.
En ocasiones.
Mientras los cuatro comandos clon y él salían de la gruta, la punta de su bota golpeó un objeto
que rebotó por el suelo. Utilizó la Fuerza para atraerlo hasta su mano izquierda y se dio cuenta
que era el respirador de Obi-Wan. Se le habría caído del cinturón durante el breve intercam-
bio de disparos con los droides de combate. No importaba; probablemente Obi-Wan ya se
encon¬traba en los niveles más bajos de la fortaleza, y allí no lo necesitaría.
Anakin abrió uno de los bolsillos de su cinturón y guardó el respira¬dor en él.
Urgió a los soldados para que lo siguieran, y ellos procuraron no dis¬tanciarse del Jedi.
Avanzaron siempre hacia arriba. Siguiendo las madrigueras, rampas y conductos de venti-
lación que sólo utilizaban los droides, cruzando las zonas de procesamiento y embarque y
los criaderos llenos de larvas chillo¬nas. Siempre hacia arriba. Hasta los brillantes niveles
medios de la ciuda¬dela, atravesando enormes salones que las naves estelares habían llenado
desde el suelo al techo con... “cosas”. Una ilimitada colección de basura, de regalos rituales,
de compras compulsivas. Miles de dispositivos nunca uti¬lizados, pero demasiado valiosos
para ser tirados, donados, regalados o destruidos. Más tecnología de la que existía en mundos
enteros, acumulada, apilada, amontonada y ocupando hasta el último rincón disponible.
Anakin sólo podía agitar su cabeza, maravillado. En Mos Espa, en Tatooine, su madre y él
habrían vivido con aquello como reyes, sin nece¬sitar nunca nada más.
Su sonrisa burlona fue efímera.
La rabia y la desesperación le hicieron rechinar los dientes.
Siempre hacia arriba. Hasta que llegaron a la sección semicircular de los hangares de embar-
que, en un saliente situado sobre el lago circundante y sobre un risco de montañas arboladas.
Anakin indicó a su equipo que se detuviera. Uno de los comandos alzó una mano con la pal-
ma hacia fuera, luego se tocó un lado del casco para indicar que recibía una transmisión. El
comando escuchó, antes de hablar con Anakin mediante signos:
“El séquito de Gunray está cerca.”
—Están sondeando distintas trayectorias de huida para el trasborda¬dor, bajando el escudo
defensivo y lanzando señuelos —anunció el comando en voz baja—. El fuego de los turbolá-
seres ha permitido que varios de los señuelos pasen nuestro bloqueo y lleguen hasta la órbita
de las naves centrales.
Los músculos de la mandíbula de Anakin se tensaron.
—Entonces tenemos que actuar con rapidez.
Nadie discutió cuando Anakin se puso al frente de la partida. Los comandos aceptaban sin
discusión que sus armaduras y sus sistemas de visión eran primitivos comparados con el po-
der de la Fuerza. Avanzaron, alerta, por un laberinto de elegantes pasillos abandonados a toda
prisa, sembrados de pertenencias descartadas en la huida.
Al acercarse a un cruce, Anakin hizo un gesto de alto con la mano izquierda.
Escuchó un segundo. Desde la esquina más próxima le llegó el ruido de unas fuertes pisa-
das que sólo podían pertenecer a los superdroides de com¬bate. El comando situado a su
izquierda cabeceó afirmativamente, confir¬mando su sospecha. Anakin extendió una delgada
holocámara hasta sobrepasar la esquina y activó el holoproyector de su guante. Las ruidosas
imágenes de Nute Gunray y su séquito de funcionarios de élite se formaron en el aire. Huían
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 25

corriendo por el pasillo, con sus altos tocados osci-lando a un lado y a otro, sus ricos ropajes
revoloteando y protegidos por una vanguardia y una retaguardia de fornidos droides de com-
bate.
Anakin hizo señas para que permanecieran en silencio. Estaba a punto de correr hacia el pa-
sillo, cuando un plateado droide de protocolo apareció en el vestíbulo, alzando las manos en
una encantadora sorpresa.
—¡Bienvenidos, señores! —exclamó en voz alta—. ¡Me siento encan¬tado de encontrar invi-
tados en palacio! Soy TC-16 y estoy a su disposición. Casi todo el mundo se ha marchado... a
causa de la invasión, por supues¬to, pero estoy seguro que podré hacer que se sientan cómo-
dos, y el virrey Gunray se sentirá encantado de...
Una mano tapó el pequeño rectángulo del altavoz del TC-16, y un comando tiró de él hacia
un lado, pero ya era demasiado tarde. Anakin dobló la esquina a tiempo de ver huir a los nei-
moidianos, y de ver los ojos rojos y la nariz chata de Gunray lanzando una nerviosa mirada
por enci¬ma de su hombro.
Los superdroides de combate giraron y avanzaron hacia Anakin sobre sus rígidas patas. En
cuanto descubrieron al Jedi, sus brazos armados se elevaron y giraron, situándose en posición
de tiro.
Y el pasillo se llenó de rayos láser.
ui-Gon Jinn nunca creyó en el truco del cebo, pensó Obi-Wan mientras los coman-
dos y él viajaban en el turboascensor hasta los nive¬les bajos de la fortaleza. Utilizar un cebo
implicaba cierta planifi¬cación por adelantado, y Qui-Gon no tenía paciencia para eso. Reac-
cionaba ante las situaciones tal como se presentaban, cuadrando los hombros y lan¬zándose
con audacia hasta el origen de los problemas, confiando en que tanto su instinto como su sable
láser se encargarían de todo. Debió de ser difícil para él servir bajo las órdenes de un Maestro
Jedi tan metódico como Dooku, un consumado planificador, un consumado duelista.
Y ahora un Sith.
En cierto modo, tenía sentido.
El deseo de dominar y controlar.
Durante cierto tiempo, la relación de Obi-Wan y Anakin había pasado por los mismos pro-
blemas. Anakin era claramente tan poderoso en la Fuerza como cualquier Jedi que se hubiera
sentado alguna vez en el Consejo, pero, como Obi-Wan le decía una y otra vez, la esencia de
un Jedi no consistía en el dominio de la Fuerza, sino en el dominio de uno mismo. Si Anakin
llegaba a aceptar eso algún día, entonces sería verdaderamente invencible. Hacía más de una
década que Qui-Gon había tenido la visión necesaria para descubrirlo, y que Obi-Wan sintió
que su deber hacia su antiguo Maestro le dictaba ayudar a Anakin a cumplir con su destino.
Su fe en Anakin había aumentado tanto, que él se había convertido en su más firme defensor
ante los miembros del Consejo, quienes sentían una progresiva aprensión ante los progresos
del joven y mucha incomodidad por su relación particular, casi familiar, con el Canciller Su-
premo Palpatine. Si Anakin solía decir que Obi-Wan era el padre que nunca tuvo, Palpatine
resultaba ser su tío inteligente, su consejero, su mentor en todos los aspectos de la vida ajenos
al Templo.
Obi-Wan comprendía que Anakin le tuviera cierta envidia, ya que él había sido elegido miem-
bro del Consejo. ¿Cómo podía no sentirla, si fue nombrado el Elegido, respaldado continua-
mente por los elogios de Palpatine e impulsado a demostrar a su anterior Maestro que podía
ser el perfecto Caballero Jedi?
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 27

En innumerables ocasiones, los intrépidos actos de Anakin les habían permitido derrotar a
unos enemigos aparentemente imposibles. Pero tam¬bién eran incontables las veces en que la
prudencia de Obi-Wan los había salvado en el último instante. Obi-Wan no sabía si la previ-
sión era algo innato en él o resultado de su continua fascinación ante la gran visión de la Fuer-
za unificadora. Sólo podía asegurar que había aprendido a confiar en los instintos de Anakin.
En ocasiones.
Si no, no habría aceptado seguir actuando como cebo.
—La próxima parada es la nuestra, general —anunció Cody tras él. Obi-Wan se giró y vio
cómo el clon metía un nuevo cargador en su DC 15, antes de oír el familiar chasquido del me-
canismo de recarga del arma. El Jedi situó el pulgar sobre el botón activador de su sable láser.
—¿Cómo quiere que actuemos, señor?
—Usted es el experto, comandante. Lo seguiré.
Cody asintió con la cabeza, quizá sonriendo bajo su casco.
—Bien, señor, nuestras órdenes son simples: matar a tantos enemigos como sea posible.
Obi-Wan recordó la conversación que él mismo mantuvo en Ord Cestus con un soldado clon
llamado Nate sobre las similitudes entre los Jedi y los clones. Los primeros habían nacido
con midiclorianos para servir a la Fuerza; los segundos estaban programados para servir a la
República.
Pero las similitudes terminaban ahí, porque los soldados clon nunca pensaban en las posibles
repercusiones de sus actos. Se les encomendaba una misión y ejecutaban las órdenes en la
medida de sus posibilidades, mientras que hasta los Jedi más poderosos tenían sus momentos
de duda. Qui-Gon siempre había criticado al Consejo por ser demasiado autoritario y pro-
mover métodos de enseñanza inflexibles. Consideraba al Templo como un lugar donde los
candidatos eran “programados” para convertirse en Jedi en vez de un lugar donde crecer hasta
convertirse en Jedi. Qui-Gon no era ajeno a lo que los Jedi llamaban “negociaciones agresi-
vas”, y que habitualmente tenía más que ver con los sables láser que con la diploma¬cia, pero
Obi-Wan se preguntaba lo que habría opinado su antiguo Maestro sobre la guerra. Recordó,
como si fuera ayer, la pulla de Dooku en Geonosis: el Conde le aseguró que Qui-Gon habría
terminado uniéndose a él y convirtiéndose en un abanderando de la causa separatista.
En cuanto el turboascensor se detuvo, dos comandos lanzaron granadas de impacto al pasillo
que se abría ante ellos, y los droides de combate que les esperaban a derecha e izquierda se
vieron arrojados contra las paredes y el techo. Obi-Wan lo supo porque el pasillo se convirtió
rápidamen¬te en un torrente de rayos láser. Cody y los demás se lanzaron al suelo, y sus armas
rugieron. Los secos staccatos no tardaron en acabar con los droi¬des, pero ya llegaban nuevos
refuerzos.
Mientras el equipo de Obi-Wan se abría paso por el pasillo en dirección a las salas de empa-
quetado y embarque de la ciudadela, dos de los comandos cayeron bajo el fuego enemigo.
Pero a medio camino se toparon con el contingente de superdroides de combate que los nei-
moidianos habían enviado contra los infiltrados.
Comparar a un alto y delgado droide de infantería con un superdroide de combate negro era
como comparar a un muun con un campeón de bolachoque. Una decapitación rápida era im-
posible porque la cabeza de los superdroides estaba encajada y fusionada con su ancho torso.
Un fuerte blindaje protegía sus largos brazos y sus largas piernas. Sus manos sólo ser¬vían
para sujetar y disparar los rifles de concentrada energía.
—¡Parece que se han tragado el cebo, general! —gritó Cody mientras Obi-Wan, dos coman-
dos más y él intentaban entrar en una sala lateral.
28 JAMES LUCENO

—¡Otra acción coronada por el éxito! ¡Ya sólo nos queda sobrevivir!
Cody señaló la entrada a una segunda sala, en la pared opuesta de aque¬lla en la que encon-
traban.
—Por allí —gritó—. Al otro lado hay un segundo grupo de turboas¬censores —tocó el hom-
bro de Obi-Wan para reclamar su atención—. Usted primero, nosotros lo cubriremos. ¡Ade-
lante!
Obi-Wan entró en el cuarto, desviando rayos láser y mutilando a dos su¬perdroides de com-
bate que le impedían el paso. La sala estaba atiborrada de contenedores de embarque en forma
de ataúd fabricados con alguna alea¬ción ligera. Varios droides obreros trasladaban los con-
tenedores a una zona adyacente de empaquetado. Un droide de combate apareció sin previo
aviso en la entrada. Obi-Wan estudió el mecanismo empotrado en la pared que accionaba las
puertas correderas, adoptó una posición defensiva e hizo lo mismo que en la gruta: devolver
el primer disparo láser del droide contra 61 y enviar el segundo a través de la sala, contra el
mecanismo de las puertas.
El plan habría funcionado si un droide obrero no hubiera entrado en la sala en un momento
inoportuno, guiando un contenedor flotante tras él. Tras rebotar contra el suelo, el láser des-
viado atravesó el recipiente antes de alcanzar el mecanismo de la puerta. Las hojas intentaron
cerrarse, pero el contenedor ya había caído entre ambas, y volvieron a abrirse. Intentaban
cerrarse y se abrían, intentaban cerrarse y se abrían...
Y cada vez que se abrían, un droide de combate se deslizaba dentro de la sala disparando y
obligando a Obi-Wan a retroceder hacia la puerta por la que había entrado originalmente,
donde los comandos y los superdroi¬des de combate todavía intercambiaban un fuego brutal.
Mientras sucedía todo esto, una brumosa sustancia blanca empezaba a emanar del contenedor
de embarque agujereado.
Obi-Wan comprendió instantáneamente qué sustancia era.
Empuñó el sable láser con una mano y con la otra buscó el respirador en su cinturón. Pero no
pudo encontrarlo.
—El fin de las estrellas —maldijo, más desilusionado que furioso. Ya empezaba a sentirse
mareado.
eñores, esto es un terrible error! —logró decir TC-16 en una breve pausa de la
batalla.
—Que se calle —cortó Anakin, dirigiéndose al comando clon más cercano al droide.
—Pero, señores...
Un segundo comando miró a Anakin y le hizo señas, señalando el pasi¬llo que se encontraba
tras ellos—. Llegan seis droides de infantería. Nos van a coger entre dos fuegos.
—¡No!, seguidme... —respondió Anakin— ...y traed al droide. Una sorda exclamación de
desaliento escapó del sistema parlante del TC-16.
La furia nubló los ojos de Anakin. Giró en el cruce de pasillos, soste¬niendo en alto el sable
láser, que empuñaba con la mano derecha. No necesitaba utilizar la Fuerza porque, como
solían decir tantos Jedi, estu¬viera donde estuviera, siempre se encontraba inmerso en ella.
En cambio, recurrió a su rabia, evocando imágenes que la alimentasen. No le resultó difícil,
tenía muchas donde elegir: imágenes de un campamento tusken en Tatooine, de Yavin 4, de la
derrota en Jabiim, de Praesitlyn...
Con la hoja azul relampagueando, trazó un arco a través de los superdroides de combate,
abriendo sus bruñidos caparazones con tajos diagona¬les, cortando sus brazos armados y des-
estabilizándolos al desviar los dis¬paros hacia sus rodillas herméticamente selladas. Sin dejar
que un solo tiro pasara su guardia para que los comandos que lo seguían pudieran concen¬trar
el fuego en los superdroides que Anakin sólo averiaba.
Sus enemigos caían a ambos lados, casi como si se rindieran.
Concentrado en la ruta que habían tomado Gunray y sus lacayos. Anakin corrió por pasillos,
dobló esquinas sin reducir la marcha y aceleró a toda velocidad por el hangar de despegue
situado al final del último pasi¬llo. Enfrentado a una compuerta en iris, clavó la resplande-
ciente hoja láser en el metal como si fuera carne. Con los labios abiertos y dejando entrever
los dientes, intentó que su sable describiera un círculo en la puerta. Hizo acopio de toda su
voluntad para acelerar la tarea, pero el sable láser no podía fundir el metal más deprisa de lo
que ya lo hacía, por mucho que lo empuñara un poderoso Jedi.
30 JAMES LUCENO

Retiró la hoja y retrocedió un paso. Entonces movió las manos, invocando a la Fuerza y de-
seando que el iris se abriera. La puerta se estreme¬ció, pero siguió cerrada. Volvió a intentar-
lo, gritando a través de dientes apretados.
Cuando los comandos llegaron por fin hasta él, se giró hacia ellos.
—¡Voladla!
Un comando colocó rápidamente dos cargas magnéticas en la puerta metálica. Anakin se situó
detrás y esperó. Otro comando tuvo que tirar de él para arrastrarlo hasta una distancia segura.
Las cargas explotaron y la puerta cedió. Anakin cargó a través del iris, antes incluso de que
estuviera completamente abierto.
El hangar de despegue estaba sembrado de contenedores, ropas y toda clase de objetos que los
neimoidianos habían abandonado por falta de tiempo o espacio.
El trasbordador había despegado.
Volutas de vapor se arremolinaban en el hangar, y el aire olía débilmente a combustible. Ana-
kin corrió hasta el borde de la plataforma de despegue, buscando algún rastro de la nave en el
cielo nocturno de Cato Nei¬moidia. El escudo defensivo del palacio había sido desactivado.
Espesos paquetes de luz carmesí brotaban de las baterías láser situadas bajo él, en la falda de
la colina.
Los compañeros de Anakin se reunieron con él en el borde de la plataforma. Uno de ellos
retenía al TC-16, sujetándolo por el brazo izquierdo.
—¿Qué tipo de nave es? —preguntó Anakin al droide.
El TC-16 inclinó su cabeza a un lado.
—¿Nave, señor?
—El trasbordador... El trasbordador de Gunray. ¿Qué modelo es?
—Creo que es de clase Sheathipeda, señor.
—Un trasbordador Haor Chall de clase Sheatipeda, señor —explicó uno de los comandos—.
Su diseño está basado en los escarabajos-soldado. Popa alta, rampa baja, tren de aterrizaje en
forma de garra. Gunray lo llama Cortador de Lapislázuli.
Un segundo comando intervino, señalando su casco, dando a entender que estaba recibiendo
un mensaje.
—General, es el buque insignia del comandante Dodonna. Dice que más de sesenta trasborda-
dores y naves de desembarco han despegado de esta fortaleza. Han destruido trece de ellas y
capturado dieciocho. Un número desconocido ha conseguido llegar hasta las naves centrales
de la Federación de Comercio y las Naves de Control de Droides clase Lucrehulk. Siguen
intentando localizar otros trasbordadores.
Anakin dio media vuelta, aferrando con crispación el sable láser con su mano enguantada, y
con la otra convertida en un puño. Una tubería cer¬cana sirvió para descargar su frustración.
Despedazada por la hoja de su sable, cayó hecha añicos sobre el suelo de la plataforma de
despegue. Anakin volvió a caminar, pero se detuvo y sujetó a uno de los comandos por el
hombro.
—Orden para comunicaciones. Quiero aquí mi nave y un droide médi¬co, inmediatamente.
Uno de los setenta pilotos CAR-Uno puede manejarla. El comando asintió, envió el mensaje
y añadió:
—El FCC cumplirá, señor. Traerá su caza estelar lo antes posible. Anakin volvió al extremo
de la plataforma, lanzando su aliento a la noche. La batalla parecía estar apaciguándose, ex-
cepto en su interior. Y no se calmaría mientras Gunray no cayera en sus manos...
—General Skywalker —dijo un comando tras él—. Mensaje urgente del comandante Cody. El
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 31

general Kenobi y 61 están atrapados en el Nivel Uno. Anakin le lanzó una mirada inquisitiva.
—¿Droides?
—Muchos, según parece.
Anakin contempló por un momento el cielo resplandeciente. Después se volvió hacia el co-
mando que le había comunicado el mensaje de Cody.
—General, el Alto Mando informa que su caza estelar está en camino —advirtió otro coman-
do.
Anakin volvió a contemplar el cielo, antes de decir:
—¿Dónde has dicho que se encuentran Obi-Wan y Cody?
—Nivel Uno, señor. En la zona de envíos.
Anakin apretó los labios.
—Está bien. Vamos a rescatarlos.
n la sala de embarque, las puertas corredizas seguían intentando cerrarse..., cho-
cando contra el contenedor que lo impedía, abriéndose de nuevo e intentando cerrarse una
vez más. Cada vez que las puertas volvían a abrirse, los droides de combate aprovechaban el
momen¬to para entrar, y las esporas continuaban flotando en el aire.
La situación había cambiado poco, exceptuando a Obi-Wan, que se sen¬tía como si se hubiera
bebido tres botellas de Reserva Whyren. Con los ojos nublados, pero lúcido; achispado, pero
sin perder el equilibrio; cansado, pero atento, Obi-Wan parecía la suma de todos los contras-
tes.
Más o menos clavado en el sitio, oscilaba y se tambaleaba, vacilaba y se inclinaba, esquivan-
do o desviando una corriente incesante de rayos láser. Su capa chamuscada y ennegrecida
mostraba huellas de todos los disparos cercanos, pero el suelo —atestado de droides enteros
o en pedazos, cuer¬pos chispeantes y miembros retorcidos— era mudo testigo de la puntería
con que desviaba los tiros.
Unas veces se sentía como si se limitara a sostener el sable láser, y el arma hiciera todo el
trabajo sola. Daba lo mismo que lo empuñara con una mano o con las dos. Otras, era cons-
ciente de haber podido prever la tra¬yectoria de los láseres y de haberse apartado en el último
momento, per¬mitiendo que las paredes y el techo se encargasen de hacerlos rebotar.
En ocasiones, incluso se tomaba un momento de respiro para felicitarse a sí mismo por la
habilidad de sus desvíos.
Se hallaba en simbiosis con la Fuerza, y, por tanto, estaba seguro, pero también estaba en
algún otro lugar, mareado de asombro, mientras el mundo se movía a cámara lenta a su alre-
dedor.

Alertado por los comandos de que el aire estaba saturado de esporas, Anakin mantuvo su
respirador en la boca mientras se aproximaba a la sala en la que Obi-Wan se había enfrentado
a cincuenta droides, ahora espar¬cidos por el suelo. Cuando entró en ella, un oscilante y con-
fuso Obi-Wan acababa con el último.
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 33

Cuando cayó ese último droide, Obi-Wan dirigió inconscientemente la punta de su sable láser
hacia el suelo y se quedó quieto, tambaleándose en su sitio y respirando con dificultad, pero
sonriendo ampliamente.
—Anakin —saludó alegre—. ¿Cómo estás?
Cuando Anakin se acercó a él. Obi-Wan se derrumbó en sus brazos.
Anakin desactivó el sable láser de Obi-Wan y le colocó un respirador en la boca, el mismo que
había encontrado en el suelo de la gruta. Después lo sacó del cuarto, hasta donde esperaban
Cody y varios comandos más, algunos con el casco ya quitado.
—¿Qué estilo de lucha con sable estabas utilizando ahí dentro, Maestro? —preguntó Anakin
cuando Obi-Wan logró recuperarse y ya no necesitaba el respirador.
—¿Estilo?
—Más bien la ausencia de alguno —rió Anakin brevemente—. ;Ojalá te hubieran visto Mace.
Kit o Shaak Ti...!
Obi-Wan pestañeó confuso y contempló la carnicería de droides en la zona de envío.
—¿Nosotros hemos hecho eso?
—Tú te encargaste de la mayoría, general.
Obi-Wan miró confuso a Anakin.
—Ya te lo explicaré después —le prometió el joven.
Obi-Wan se pasó la mano por el pelo. Entonces, como si se acordase de repente, exclamó:
—¡Gunray! ¿Lo has cogido?
Los hombros de Anakin cayeron.
—Ha escapado del palacio con todo su séquito.
Obi-Wan tardó un momento en asimilarlo.
—¿Por qué no lo perseguiste?
Anakin se encogió de hombros.
—¿Y abandonarte? —hizo una pausa, antes de añadir—: De haber sabido que ibas a conver-
tirte en Maestro de un nuevo estilo de lucha con sable láser...
Los ojos de Obi-Wan se iluminaron.
—Todavía estarán en órbita.
—Es posible.
—En caso contrario habrá otras oportunidades. Anakin. Volveremos a verlo.
Anakin asintió.
—Lo sé, Maestro.
Obi-Wan estaba a punto de añadir algo, cuando un comando con el casco todavía puesto sur-
gió de un turboascensor cercano y se acercó hasta ellos.
—General Kenobi, general Skywalker, hemos encontrado algo intere¬sante entre el equipaje
que han abandonado los neimoidianos.
l hecho de que el trasbordador clase Sheathipeda hubiera consegui¬do abrirse cami-
no entre una tormenta de turboláseres y llegar hasta el hangar de la torre de mando de la nave
central de la Federación de Comercio no era garantía de seguridad. De hecho, la nave central
era atacada por los navíos de guerra de la República mientras Nute Gunray y su séquito des-
cendían por la rampa en forma de lengua del trasbordador.
En cuanto puso el pie en cubierta, el virrey Nute Gunray, ataviado con su túnica de color rojo
sangre y luciendo un sombrero alto, semejante a una mitra, pidió un informe de situación a
uno de los técnicos de ojos saltones que lo esperaban en el hangar.
—En este mismo momento estamos calculando las coordenadas para saltar a velocidad luz,
virrey —dijo el más cercano—. Unos segundos más y estaremos muy lejos de Cato Neimoi-
dia. Sus aliados del Consejo Separa¬tista nos esperan en el Borde Exterior.
—Eso espero —contestó Gunray, mientras la nave se veía sacudida por una tremenda explo-
sión.
Tras Gunray se encontraba el oficial Rune Haako, con un bonete en forma de cresta; y, detrás
de Haako, varios funcionarios financieros, legales y diplomáticos, cada uno con su sombrero
distintivo. Los droides empe¬zaban a descargar sus posesiones, los tesoros por los que Gun-
ray se había arriesgado tanto.
Llamó a Haako a su lado, mientras los demás salían del estéril hangar.
—¿Crees que tendremos alguna oportunidad de volver y recuperar lo que hemos dejado atrás?
—Ni la más remota —respondió Haako con rotundidad—. Nuestros mundos pertenecen aho-
ra a la República. Nuestra única esperanza es encontrar refugio en el Borde Exterior. Por otra
parte, esta nave tendrá que convenirse en nuestro hogar... ¡y quizás en nuestra última morada!
La tristeza asomó a los ojos rojos de Gunray.
—Pero mis colecciones, mis recuerdos...
—Sus posesiones más preciadas lo acompañan —arguyó Haako, señalando los contenedores
ya apilados junto ala rampa de desembarco—. Lo más importante es que hemos conseguido
escapar con vida. Un poco más y hubiéramos caído en manos de los Jedi.
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 35

Gunray se permitió asentir con la cabeza.


—Me lo advertiste.
—Sí.
—Cuando ganemos la guerra, el Conde Dooku nos ayudará a encontrar nuevos mundos en los
que establecernos.
—Si ganamos la guerra, querrás decir. La República parece decidida a expulsarnos de la ga-
laxia.
Gunray hizo un gesto despectivo con sus dedos gordezuelos.
—Contratiempos temporales. La República todavía no ha visto el ros¬tro de su verdadero
enemigo.
Haako se encogió ligeramente de hombros ante la referencia. —Pero... ¿bastará con él, vi-
rrey? —preguntó tranquilamente.
Gunray no dijo nada, aunque las últimas semanas se había estado haciendo la misma pregunta.
Una cosa estaba clara: los días de gloria de la Federación de Comercio habían terminado.
Irónicamente, el individuo responsable de ese periodo de esplendor, y del ascenso del propio
Nute Gunray, era el mismo que lo había traicionado repetidamente, y al que Gunray y los
demás separatistas se veían forzados a suplicar que los salvara.
Darth Sidious, el Señor Sith.
En Dorvalla y Eriadu, manipulando los acontecimientos para aumen¬tar cl poder y la influen-
cia de los neimoidianos; en Naboo, ordenando el bloqueo del planeta, el asesinato de dos Jedi
y la muerte de la Reina... Un desastre para la Federación de Comercio. Desde entonces, la
República había dedicado años de esfuerzo a intentar declarar culpable a Gunray y sus prin-
cipales funcionarios, y a romper el dominio de la Federación de Comercio sobre el transporte
galáctico. Pero durante todo ese tiempo de humillación pública. Gunray no había mencionado
ni una sola vez el papel jugado por Sidious.
¿Por miedo?
Ciertamente.
Pero también porque se había dado cuenta de que Sidious nunca lo abandonaba completamen-
te. Más aún, de alguna manera, el Señor Oscuro se había encargado de que los juicios nunca
llegasen a celebrarse, de que no se dictara ningún veredicto o de que no se cumplieran los
castigos. A medi¬da que el movimiento separatista ganaba poder y amenazaba la seguridad
de naves y cargamentos en los sectores más lejanos de la galaxia, la Federación de Comercio
conseguía incrementar su ejército de droides de combate tratando directamente con mundos
como Geonosis e Hypori, donde se fabricaban. Gracias, sobre todo, a la súbita inestabilidad
de la República, habían podido cerrarse tratos muy lucrativos entre la Federación de Comer-
cio y la Alianza Corporativa, el Clan Bancario Intergaláctico, la TecnoUnión, el Gremio de
Comercio y otras entidades corporativas.
Durante el último intento de juzgar a la Federación de Comercio, el Conde Dooku se acercó
a Gunray y le prometió que todo terminaría bien para ellos. En un momento de debilidad,
Gunray se había sincerado con él, contándole toda la verdad, incluida su relación con Darth
Sidious. Dooku lo escuchó atentamente y le prometió que, aunque él había abandonado la
Orden hacía ya algunos años, llevaría el tema al Consejo Jedi. Gunray tenía sentimientos
encontrados acerca de la intención de Dooku de crear un movimiento separatista, sobre todo
porque la corrupción del Senado de la República a menudo redundaba en beneficio de la
Federación de Comercio. Pero si la Confederación de Sistemas Independientes de Dooku
podía eliminar parte de los sobornos y comisiones que eran moneda corriente en el comercio
36 JAMES LUCENO

galáctico, mejor.
Pronto quedaron al descubierto los verdaderos objetivos de Dooku: estaba menos interesado
en ofrecer una alternativa a la República que en ponerla de rodillas... incluso por la fuerza,
de ser necesario. Si la Federa¬ción de Comercio se las había arreglado para reunir un ejército
ante las mismas narices del Canciller Supremo Finis Valorum, Dooku había hecho que los
talleres baktoides suministrasen armas a toda corporación dis¬puesta a aliarse a él.
No obstante, Gunray se había resistido a ofrecer su apoyo incondicio¬nal a los separatistas...
Al menos mientras existiera la oportunidad de seguir obteniendo beneficios en los innumera-
bles sistemas estelares de la República. Imponiendo su propio criterio, había logrado imponer
a Dooku una condición previa a la aceptación de un acuerdo exclusivo: la muerte de la an-
terior Reina de Naboo, Padmé Amidala, que había desbaratado los planes de Gunray en dos
ocasiones y que era la voz acusadora que más se había hecho oír durante sus juicios.
Para organizar el atentado, Dooku contrató a un cazarrecompensas que intentó dos veces ase-
sinar a la senadora Amidala, pero fracasó. Entonces llegó Geonosis.
Pero cuando Gunray tuvo por fin a Amidala en sus garras, y nada menos que acusada de es-
pionaje, Dooku se equivocó negándose a matar a la mujer y alzando la mano contra los Jedi,
provocando que doscientos de ellos apa¬recieran con un ejército clon que la República había
creado en secreto.
Ese día, Gunray vivió la primera de una larga serie de ajustadas huidas. Gunray y Haako
consiguieron escapar a duras penas de la batalla que se libraba en la superficie del planeta, y
reunieron las naves nodriza y los transportes de droides que les quedaban.
En aquel momento ya era tarde para distanciarse de la Confederación de Dooku.
La guerra estalló, y a Dooku le llegó el turno de hacer unas cuantas revelaciones: ¡El también
era un Sith, y su Maestro era nada más y nada menos que Sidious! Nute Gunray no se preocu-
pó de averiguar si el Conde era el sustituto del temible Darth Maul o si era Sith desde sus años
de for¬mación en la Orden Jedi; lo único que le importaba era que volvía a encon¬trarse en
la misma posición que tantos años atrás: al servicio de fuerzas que de ninguna manera podía
controlar.
Mientras la guerra le había ido bien a sus intereses, no le había impor¬tado a quién servía. Los
negocios habían continuado adelante, y la Federa¬ción de Comercio consiguió consolidar su
hegemonía. Por un tiempo, incluso dio la impresión de que podía hacerse realidad el sueño
de Sidious y Dooku de aniquilar a la República, pero encontraron un digno antago¬nista en
la persona del Canciller Supremo Palpatine, también procedente de Naboo. Este nunca había
impresionado a Gunray, pero no sólo había conseguido permanecer en el poder más años de
los que le correspondían por su cargo, gracias a una combinación de encanto e ingenio, sino
que se las había arreglado para cambiar el curso de la guerra junto a los Jedi. Poco a poco,
la rueda empezó a girar en sentido contrario, la República empezó a recuperar un mundo se-
paratista tras otro, y ahora hasta el propio virrey Nute Gunray se veía expulsado del Núcleo.
Era una tragedia para la Federación de Comercio; y se temía que una tragedia para toda la
especie neimoidiana.
Contempló las escasas posesiones que había sido capaz de reunir: sus costosas túnicas y mi-
tras, las resplandecientes joyas, las inestimables obras de arte...
Un repentino escalofrío recorrió su espina dorsal. La protuberancia de su frente y la mandíbu-
la inferior temblaron temerosas. Sus ojos se desor¬bitaron en su rostro gris jaspeado al girarse
hacia Rune Haako.
—¡La silla! ¿Dónde está la silla?
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 37

Haako lo contempló, desconcertado.


—¡La mecano-silla! —exclamó Gunray—. ¡No está aquí!
Los ojos de Haako se llenaron de aprensión.
—No hemos podido olvidarla.
Gunray asintió preocupado, intentando recordar cuándo y dónde la había visto por última vez.
—Estoy seguro que la llevamos hasta el hangar de lanzamiento. ¡Sí, sí, recuerdo haberla visto
allí! Pero, con las prisas por despegar...
—Pero la programaste para autodestruirse, ¿no? —gimió Haako—. ¡Dime que la programas-
te!
Gunray lo miró fijamente.
—Creí que la habías programado tú.
Haako gesticuló, descontrolado.
—¿Yo? ¡Ni siquiera conozco la secuencia de códigos!
Gunray se quedó callado un momento.
—Haako, ¿y si decidieran trastear con ella?
La boca de Haako se retorció de preocupación.
—Sin los códigos, ¿qué ganarían?
—Tienes razón. Por supuesto, tienes razón.
Gunray intentó convencerse a sí mismo. Al fin y al cabo sólo era una mecano-silla; exquisita-
mente tallada, si, pero una simple silla ambulante. Una silla ambulante equipada con un trans-
misor de hiperonda. Un transmisor de hiperonda que le había entregado catorce años antes...
—¿Y si descubre que la hemos dejado atrás? —gimió Gunray.
—¿Sidious? —dijo suavemente Haako.
—¡Sidious no!
—¿Se refiere al Conde Dooku...?
—¿Es que estás clínicamente muerto? —chilló Gunray—. ¡Grievous! ¿Y si lo descubre Grie-
vous?
El comandante supremo de los ejércitos droide, el general Grievous, había sido el regalo de
San Hill a Dooku. Antes, un bárbaro; ahora, una monstruosidad cibernética consagrada a la
muerte y a la destrucción. El carnicero de poblaciones enteras, el devastador de incontables
mundos...
—No es demasiado tarde —dijo de repente Haako—. Podemos comu¬nicarnos con la silla
desde aquí.
—¿Podemos ordenarle que se autodestruya?
Haako agitó su cabeza negativamente.
—Pero podemos darle instrucciones para qua programe su propia autodestrucción.
Un técnico los interceptó mientras corrían hacia una consola de comu¬nicaciones.
—Virrey, estamos preparados para saltar a velocidad luz.
—¡Ni se te ocurra hacerlo! —gritó Gunray—. ¡No hasta que yo dé la orden!
—Pero, virrey, la nave no podrá resistir el bombardeo...
—¡El bombardeo es la menor de nuestras preocupaciones!
—¡Deprisa! —insistió Haako—. ¡No tenemos mucho tiempo! Gunray se apresuró para unirse
a él frente a una consola.
—No le cuentes esto a nadie —le advirtió.
e patas delgadas, líneas curvas y decorada con intrincados dibu¬jos, la mecano-si-
lla se encontraba en el hangar de la recién tomada fortaleza, en medio de un montón de obje-
tos igualmente exqui¬sitos abandonados por los neimoidianos fugitivos.
Obi-Wan describió un circulo en torno a ella, acariciándose la barba con la mano derecha.
—Creo que he visto antes esta silla.
Anakin estaba frente a él, en cuclillas, y le miró de reojo.
—¿Dónde?
Obi-Wan se detuvo.
—En Naboo. Poco después de que se llevaran al virrey Gunray y a sus seguidores bajo cus-
todia a Theed.
Anakin agitó la cabeza.
—Pues yo no la recuerdo.
Obi-Wan resopló exasperado.
—Supongo que estabas demasiado entusiasmado por haber volado la Nave de Control de
Droides para fijarte en nada. Es más, sólo la vi un momento, pero recuerdo que el diseño de la
placa del holoproyector me sorprendió. Nunca había visto ninguno parecido a éste... Ni lo he
vuelto a ver desde entonces, ya puestos.
En el extremo opuesto del espacioso hangar se encontraba el caza estelar amarillo de Anakin.
R2-D2 permanecía cerca de él, comunicándose con el TC-16. El comandante Cody y el resto
del Séptimo Escuadrón estaban en otro lugar del palacio. “De limpieza”, como solían decir
los clones.
Anakin examinó el holoproyector de la silla, pero sin tocarlo. Era un óvalo metálico equipado
con un par de tomas dorsales capaces de aceptar células de datos de alguna clase.
—Esto es muy extraño. Sabes que esas células podrían almacenar men¬sajes valiosos, ¿ver-
dad, Maestro?
—Razón de más para no tocarlas hasta que alguien de Inteligencia les eche un vistazo.
Anakin frunció el entrecejo.
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 39

—La espera podría ser eterna.


Obi-Wan se cruzó de brazos, contemplándolo fijamente.
—¿Tienes prisa, Anakin?
Por lo que sabemos, las células podrían estar programadas para borrarse.
—¿Tienes alguna prueba de eso?
—No, pero...
—Entonces será mejor esperar a que efectúen una evaluación. Anakin hizo una mueca.
—¿Qué sabes sobre las evaluaciones, Maestro?
—No soy exactamente un experto en la materia. Iba con frecuencia a los ciberlaboratorios del
Templo, Anakin.
—Ya lo sé, pero R2 puede efectuar esa evaluación.
Llamó al droide para conectarlo a la mecano-silla.
—Anakin... —empezó a decir Obi-Wan.
—Señores, debo protestar —interrumpió TC-16, corriendo tras R2-D2—. Estos artículos si-
guen perteneciendo al virrey Gunray y a otros miembros de su séquito.
—No tienes autoridad en este asunto —cortó Anakin.
R2-D2 trinó y gritó al droide de protocolo. Los llevaban ya un rato dis¬cutiendo, desde que
había llegado R2-D2.
—Soy plenamente consciente de que mis circuitos están corroyéndo¬se —le respondió TC-
16—. En cuanto a mi postura, poco puedo hacer hasta que me cambien la juntura pélvica.
Los astromecánicos tenéis demasiada buena opinión de vosotros mismos sólo porque podéis
pilotar cazas estelares.
—No te metas con R2-D2, Tecé —advirtió Anakin—. Es que otro droi¬de de protocolo le ha
estado haciendo la vida imposible, ¿verdad, R2?
R2 trinó una respuesta, extendió el brazo que le servia como interfaz de ordenador e insertó
la punta magnética en una toma de salida de la silla.
—¡Anakin! —gritó Obi-Wan.
Anakin se irguió y se unió a Obi-Wan en la plataforma de lanzamien¬to. Este señalaba una luz
parpadeante que aumentaba de tamaño en el cielo nocturno a cada segundo.
—¿Ves eso? Probablemente es la nave que estamos esperando. Y a los de Inteligencia no les
va a gustar que metamos la nariz en sus asuntos. —Señores... —llamó TC-16 tras ellos.
—Ahora, no —cortó Obi-Wan.
R2-D2 empezó a soltar una larga serie de silbidos, gorjeos y trinos.
—Cuando nos den permiso, si lo hacen —siguió Obi-Wan—, podrás desmontar toda la silla
si te apetece. Entretanto...
—Ese no es mi objetivo. Maestro.
—Qui-Gon debió dejarte en la tienda de basura de Watto.
—No hablas en serio, Maestro.
—Claro que no, pero sé lo mucho que te gusta trastear en esas cosas. —Señores...
—Cállate, Tecé —repitió Anakin.
R2-D2 trompeteó y pitó, aunque desde cierta distancia.
—Y tú también, R2.
Obi-Wan echó un vistazo por encima del hombro y su boca se abrió de par en par.
—¿Dónde está la mecano-silla?
Anakin dio media vuelta y examinó el hangar.
—¿Y dónde está R2?
40 JAMES LUCENO

—Es lo que intentaba decirles, señores —apuntó TC-16, señalando hacia la destrozada com-
puerta en iris del hangar de lanzamiento—. La silla se ha ido caminando... ¡y se ha llevado a
su pequeño droide con ella!
Obi-Wan contempló fijamente a Anakin, desconcertado.
—Bueno, Maestro, si se ha ido andando no ha podido llegar muy lejos.
Corrieron hasta el pasillo y lo encontraron desierto en ambas direccio¬nes. Empezaron a
buscar en las salas contiguas a la bodega. Un prolongado chillido electrónico los devolvió al
pasillo principal.
—Es R2 —dijo Anakin.
—O es él, o Tecé ha desarrollado cierto talento para la imitación.
Con el droide de protocolo pisándoles los talones, se dirigieron a una sala de datos. Allí vieron
a R2-D2 con su interfaz todavía conectada a la silla y la mordaza de su brazo mecánico sujeta
al tirador de un armario. Tirante al máximo, un cable de ordenador conectaba la mecano-silla
a una especie de consola de mando. Las patas de la silla, similares a garras, intentaban afian-
zarse en el suelo liso, en un esfuerzo por acercarse a la consola.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Obi-Wan.
Anakin agitó la cabeza, desconcertado.
—¿Intenta recargarse?
—Nunca había visto una mecano-silla tan tenaz.
R2-D2 silbó y pitó.
—¿Qué dice R2? —preguntó Obi-Wan a TC-16.
—¡Dice que la mecano-silla está intentando autodestruirse! Anakin arremetió contra la con-
sola.
—¡R2, desenchúfate! —aulló Obi-Wan—. ¡Anakin, aléjate de esa cosa! Los dedos de Anakin
ya estaban ocupados, intentando desprender el holoproyector de la silla.
—No puedo. Maestro. Pero ahora sabemos que hay algo guardado en esta silla que nadie
quiere que veamos.
Obi-Wan contempló con angustia a R2-D2.
—¿Cuánto tiempo, R2?
TC-16 tradujo la respuesta del robot astromecánico.
—¡Segundos, señor!
Obi-Wan corrió junto a Anakin.
—No hay tiempo, Anakin. Además, si trasteas ahí podrías acelerar su detonación...
—Ya casi estoy. Maestro...
—¡Conseguirás desactivamos a nosotros en el proceso!
Obi-Wan sintió una perturbación en la Fuerza.
Sin pensar, empujó a Anakin contra el suelo un instante antes de que la silla disparase un cho-
rro de vapor blanco hacia el lugar que había ocu¬pado el joven Jedi.
Obi-Wan se tapó la boca y la nariz con la ancha manga de su túnica, tosiendo.
—¡Gas venenoso! ¡Seguro que el mismo que Gunray intentó utilizar contra Qui-Gon y contra
mí en Naboo!
—Gracias, Maestro —dijo Anakin—. ¿Cómo vamos?, ¿veinticinco a treinta y siete?
—Treinta y seis... si quieres ser exacto.
Anakin estudió un momento la silla.
—Tenemos que arriesgamos.
Antes de que Obi-Wan pudiera intentar siquiera detenerlo, Anakin se inclinó hacia delante y
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 41

arrancó el cable de la interfaz de la consola del mando.


R2-D2 aulló y TC-16 gimió de dolor.
Una telaraña de energía azul brilló alrededor de la silla y de la consola, y lanzó a Anakin de
espaldas.
En ese momento, un holograma azul de alta resolución surgió del holo¬proyector de la silla.
R2-D2 lloriqueó alarmado.
Y oyeron cómo la voz del virrey Nute Gunray hablaba con una figura de un metro de altura
ataviada con una capa con capucha: “Sí, sí, por supues¬to. Confío en que podamos vemos
personalmente, mi Señor Sidious.”
n aquellos tiempos, una cita con el Canciller Supremo Palpatine no era algo que
pudiera tomarse a la ligera... Ni siquiera para un miembro del llamado Comité Legitimista.
¿Una cita?
Más bien una audiencia.
Bail Organa acababa de llegar a Coruscant, y aún vestía la capa azul oscuro. la túnica con
volantes y las botas negras hasta la rodilla que su esposa había elegido para el viaje desde
Alderaan. Sólo había pasado un mes estándar lejos de la capital galáctica y apenas podía creer
los pertur¬badores cambios que habían ocurrido durante su corta ausencia.
Alderaan seguía pareciendo un paraíso, un santuario. Sólo pensar en la belleza azul y blanca
de su mundo natal le hacía anhelar estar allí, volver a encontrarse en compañía de su amada
esposa.
—Necesito ver otra identificación —dijo el soldado clon de Seguridad a cargo de la platafor-
ma de desembarco.
Bail señaló el identichip que ya estaba colocado en el escáner.
—Está todo ahí, sargento. Soy miembro del Senado de la República. El soldado contempló la
pantalla del identificador, luego volvió a mirar a Bail.
—Eso parece. Pero sigo necesitando otra identificación.
Bail suspiró exasperado y metió la mano en el bolsillo del pecho de su túnica brocada para
buscar su tarjeta de crédito.
El nuevo Coruscant. pensó.
Soldados sin rostro empuñando rifles láser en la plataforma del trasbordador, en las plazas,
frente a los bancos, los hoteles y los teatros, don¬dequiera que un grupo de personas pudiera
reunirse o mezclarse. Exami¬naban las multitudes y detenían a cualquiera que encajase en
el posible perfil de un terrorista. Registraban individuos, cosas, residencias. No por antojo,
porque los soldados clon no actuaban así. Sólo respondían a su entrenamiento, y sus deberes
eran en bien de la República.
Se oían rumores de protestas antibélicas disueltas por la fuerza, de desapariciones y de apro-
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 43

piaciones de propiedades privadas. Las pruebas de ese tipo de abusos de poder raramente
salían a la superficie y, de hacerlo, eran rápidamente desacreditadas.
La omnipresencia de los soldados parecía molestar a Bail más que a los pocos amigos que
tenía en Coruscant, o que a sus compañeros del Senado. Había intentado atribuir su agitación
al hecho de que procedía del pacífi¬co Alderaan, pero eso sólo lo explicaba en parte. Lo que
más le molestaba era la facilidad con que la mayoría de los habitantes de Coruscant se había
aclimatado a los cambios. Estaban predispuestos, casi con entusiasmo, a renunciar a las li-
bertades personales en nombre de la seguridad. Y, ade¬más, era una seguridad falsa. Porque,
aunque Coruscant parecía lejos de la guerra, también era el centro de ella.
Y ahora, tras tres años de un conflicto que podía terminar tan bruscamente como había em-
pezado, cada nueva medida de seguridad se acepta¬ba con demasiada calma. Excepto, natu-
ralmente, por los miembros de aquellas especies más estrechamente asociadas con los planes
separatistas —geonosianos, muuns, neimoidianos, gossamos y el resto—, muchos de los cua-
les habían sido condenados al ostracismo o se habían visto obligados a huir de la capital. Tras
vivir tanto tiempo entre el miedo y la igno¬rancia, pocos habitantes de Coruscant se detenían
a preguntarse qué esta¬ba sucediendo de verdad. Y menos aún el Senado, demasiado ocupado
en modificar una Constitución que ya no cumplía con su papel de equilibrar el creciente poder
del Gobierno.
Antes de la guerra, una corrupción extendida había ahogado el proceso legislativo. Los pro-
yectos de ley languidecían, las medidas necesarias se retrasaban años sin ser puestas en prác-
tica, las votaciones eran cuestionadas y los recuentos de votos se repetían interminablemen-
te... Pero uno de los efectos de la guerra había sido sustituir la corrupción y la inercia por el
abandono del deber. Los discursos razonados y los debates se habían vuelto tan raros como
arcaicos. En un clima político donde los represen¬tantes tenían miedo a decir lo que pensaban
resultaba más fácil, y más seguro, ceder el poder a quienes, al menos, parecían disponer de
algún atis¬bo de verdad.
—Es libre de marcharse —dijo el soldado por fin, aparentemente convencido de que Bail
fuera realmente quien sus credenciales decían que era. Bail se rió por dentro.
¿Libre de marcharme adónde?, se preguntó.
En las alturas de Coruscant no se podía ser un peatón. Caminar era una actividad reservada
a los que ocupaban los niveles inferiores del planeta. Bail detuvo un aerotaxi y pidió al cho-
fer-droide que lo llevase al edificio del Senado.
Fuera del paisaje normal, por encima de la miríada de desfiladeros abi¬sales que hendían el
panorama urbano, lejos de las patrullas de seguridad o los ojos fisgones de los espías de la
República, Coruscant se parecía mucho al planeta que Bail había conocido. El tráfico era tan
denso como siempre, con naves llegando de forma perpetua e ininterrumpida desde todos
los puntos de la galaxia. Se habían abierto nuevos restaurantes y se había creado más arte.
Paradójicamente, en el aire parecía flotar más jovialidad y oportunidades que nunca para caer
en toda clase de vicios. Incluso con el comercio del Borde Exterior interrumpido, muchos
habi¬tantes de Coruscant llevaban una buena vida, y muchos senadores seguían gozando de
los ilimitados privilegios que disfrutaban desde los años previos a la guerra.
Desde allí arriba, uno tenía que fijarse mucho para descubrir los cambios.
En el ovalado aerotaxi, por ejemplo.
La delgada cinta que recorría la pantalla situada ante los asientos de los pasajeros era un anun-
cio que exaltaba las virtudes de COMPOR, la Comi¬sión para la Protección de la República.
NO APLICABLE NECESARIAMENTE A LOS NO HUMANOS.
44 JAMES LUCENO

Y allí, destellando sobre la fachada de un rascacielos de oficinas, una de las últimas noticias
de la HoloRed detallaba la victoria republicana en Cato Neimoidia. Últimamente sólo emitían
una victoria tras otra, con alabanzas para el Gran Ejército de la República y gloria para los
soldados clon.
Raramente se mencionaba a los Jedi, salvo cuando uno de ellos era condecorado por Palpatine
en la Gran Plaza del Senado, ya fuera el joven Anakin Skywalker o algún otro. Apenas se veía
a un Jedi adulto en Coruscant. Diseminados por de toda la galaxia. lideraban a las compañías
de soldados en la batalla. A las holonoticias les encantaba utilizar la frase “pacificación agre-
siva” para describir sus actos. Pese a lo difícil que era forjar una amistad con los Jedi, Bail
había llegado a conocer a algunos: los Maestros Obi-Wan Kenobi, Yoda. Mace Windu, Saesee
Tiin..., los pocos privilegiados que también habían podido entrevistarse personalmente con
Palpatine.
Bail se removió en su asiento.
Ni los críticos más despiadados e Palpatine en el Senado, o en los dis¬tintos medios de co-
municación, podían evitar valorar positivamente aque¬llo en lo que Coruscant se había con-
vertido. Aunque Palpatine no era tan inocente como pretendía. no se le podía culpar de todo
aquello. Para empe¬zar, su talento para ser sincero y exigente a la vez le había hecho ganar su
elección. AI menos según Bail Antilles, predecesor de Bail en el Senado.
“Baca trece años, el Senado sólo estaba interesado en librarse de Finis Valorum”, le había di-
cho una vez Antilles. El pobre Valorum, que había creído sinceramente que podría aportar ho-
nestidad al Senado. Incluso en aquellos días, Palpatine tenía su porción de amigos influyentes.
Aun así, Bail no podía evitar preguntarse quién habría sucedido a Palpatine como Canciller
Supremo si las crisis separatistas de Raxus Prime y Amar 4 no hubieran ocurrido en un mo-
mento tan oportuno, justo cuando estaba a punto de expirar el mandato de Palpatine. Recordó
los argu¬mentos esgrimidos para aprobar el Acta de Poderes de Emergencia. En resumen, que
era peligroso “cambiar de caballo en medio del río”. Por entonces, muchos senadores creían
que la República debía esperar el momento propicio y permitir que el movimiento del Conde
Dooku alcan¬zase su pleno desarrollo.
Pero todo cambió cuando la magnitud de la amenaza separatista se hizo patente.
Todo cambió cuando seis mil mundos se separaron de la República, atraídos por la promesa
de un comercio libre y sin restricciones. Todo cam¬bió cuando corporaciones fuertemen-
te armadas, como el Gremio de Comercio y la TecnoUnión, se alinearon con Dooku. Todo
cambió cuando el Borde Exterior y la Ruta de Comercio de Rimma fue inaccesible para los
cargamentos de la República.
En consecuencia, el Senado votó una enmienda a la Constitución, aprobada por mayoría abru-
madora, y prorrogó el mandato de Palpatine por tiempo indefinido, dando por supuesto que
dimitiría voluntariamente de su cargo cuando la crisis terminase. No obstante, la probabilidad
de una resolución rápida de la crisis se evaporó muy pronto. De repente, el antes cortés y mo-
desto Palpatine se convirtió en el campeón de la democracia, jurando que jamás abandonaría
a una República dividida.
Empezaron a circular rumores sobre la necesidad de un Acta de Reclutamiento Militar, pero
el propio Palpatine se negó a crear un ejército republicano. Eso se lo dejó a otros, sobre todo
a Sand Panthers. Finalmente, hasta intentó negociar un tratado de paz, pero el Conde Dooku
se negó a escucharlo.
Por eso se declaró la guerra.
Bail recordaba con claridad el día en que había comparecido en un hal¬cón del Edificio Ad-
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 45

ministrativo del Senado junto a Palpatine, Mas Amedda, los senadores malastarianos y varios
otros. Ese día presenció cómo miles de soldados clon embarcaban en enormes naves que
llevarían la guerra a los separatistas. Podía recordar con claridad su absoluto desconsuelo. La
gue¬rra y el mal habían regresado tras más de mil años de paz.
Mejor dicho, se les había permitido regresar.
No obstante, Bail dejó a un lado sus sentimientos y cumplió con su papel, elaborando leyes
que antes hubiera denunciado públicamente, apo¬yando “la eficaz modernización de una en-
gorrosa burocracia” de Palpatine. Y durante la Enmienda Reflex, catorce meses atrás, sus
temores resurgie¬ron y se intensificaron. La repentina desaparición del senador Seti Ashgad,
a raíz de oponerse a la instalación de cámaras de vigilancia en el edificio del Senado: la sospe-
chosa explosión de una fragata estelar en la que Finis Valorum viajaba como pasajero; la apro-
bación de una ley de seguridad que concedía a Palpatine máximos poderes en Coruscant...
La conducta del mismo Canciller Supremo, con frecuencia aislado por su cohorte de conseje-
ros y sus ilegales guardias personales ataviados de rojo, o su inflexible disposición a continuar
luchando hasta ganarla gue¬rra... El humilde y modesto Palpatine había desaparecido. Y con
él, el dócil Bail Organa. Bail juró exponer abiertamente sus preocupaciones y empezó a culti-
var la amistad de senadores que compartían sus mismas preocupaciones.
Cuando el aerotaxi descendió, algunos de ellos lo esperaban en la amplia plaza que se exten-
día frente al edificio con forma de bongo del Senado: Padmé Amidala, de Naboo; Mon Moth-
ma, de Chandrila; los senadores humanos Terr Taneel, Bana Breemu y Fang Zar; y el senador
alienígena Chi Eekway.
Delgada y con el pelo corto, Mon Mothma corrió para abrazar a Bail cuando éste se acercó.
—Una ocasión importante. Bail —le susurró a su oído izquierdo—. Tenemos una audiencia
con Palpatine.
Bail sonrió para sus adentros. Pensaban lo mismo.
Padmé también lo abrazó, pero parecía incómoda. Su aspecto, en cam¬bio, era radiante. Aun-
que con el rostro un poco más redondo de lo que Bail recordaba, gracias a sus túnicas ele-
gantes y su elaborado peinado era el vivo ejemplo de una belleza clásica. Un droide dorado
de protocolo se encontraba de pie tras ella. Padmé explicó a Bail que acababa de pasar una
semana maravillosa en Naboo. visitando a su familia.
—Naboo es un mundo extraordinario —dijo Bail—. Nunca entenderé cómo ha ofrecido a
alguien un terco como nuestro Canciller Supremo. Padmé lo riñó, frunciendo el ceño.
—No es terco, Bail. Lo que ocurre es que no lo conoce tanto como yo. En su corazón com-
parte nuestras preocupaciones.
—Eso espero, por el bien de todos —apuntó Chi Eekway con el dis¬gusto arrugando su cara
azulada.
—Infravalora la agudeza de Palpatine —respondió Padmé—. Además, aprecia que se le hable
con franqueza.
—No hemos sido otra cosa que francos, senadora —dijo Fang Zar—. Con un éxito más bien
escaso.
Padmé los miró a todos.
—Seguro que cuando nos vea a todos unidos...
—Representar a una décima parte del Senado quizá no sea suficiente —confesó Bana, vestido
de pies a cabeza con ropajes de seda brillante—, pero es importante que no renunciemos a
nuestras convicciones. Eekway asintió gravemente con la cabeza.
—Esperémoslo..., aunque no contemos con ello —sentenció Fang Zar.
46 JAMES LUCENO

La conversación derivó hacia asuntos personales mientras entraban en el inmenso edificio.


Fue un grupo animado el que llegó al despacho situa¬do directamente bajo la Gran Plaza,
donde la secretaria humana encargada de las citas de Palpatine les pidió que esperaran en la
zona de recepción.
Tras una hora de espera, su ánimo empezó a decaer. Entonces, la puer¬ta del despacho de Pal-
patine se abrió y en el umbral apareció Sate Pestage, uno de los consejeros-jefe de Palpatine.
—¡Senadores, qué agradable sorpresa!
Bail se levantó y habló por todos.
—No debería serlo. La cita fue confirmada hace más de tres semanas. Pestage se giró hacia la
secretaria encargada de las citas.
—¿De verdad? No estaba informado.
—Debería estarlo —intervino Padmé—, ya que la cita se tramitó a tra¬vés de su oficina.
—Algunos de nosotros hemos arriesgado mucho y hemos viajado grandes distancias —aña-
dió Eekway.
Pestage extendió sus manos en gesto conciliador.
—Estos tiempos requieren sacrificios, senador. ¿O acaso cree arriesgarse más que el propio
Canciller Supremo?
—Nadie sugiere que el Canciller Supremo se haya mostrado menos que incansable... en su
tarea —dijo Bail—, pero el hecho es que aceptó recibirnos, y no nos marcharemos hasta que
nos honre con su presencia.
—No le pedimos mucho tiempo —añadió Terr Taneel en un tono más apaciguador.
—Quizá no, pero tienen que comprender que está muy ocupado. Cada día se producen nue-
vos acontecimientos que requieren su atención —Pestage miró a Bail—. Creo que muchos de
ustedes son amigos del Consejo Jedi. ¿Por qué no lo visitan mientras intento buscar un hueco
en su agenda?
La furia moteó el rostro barbado de Bail.
—No nos marcharemos hasta que nos reciba, Sate.
Pestage forzó una sonrisa.
—Es su prerrogativa, senador.
el trasbordador cuyas luces de aterrizaje habían atraído la atención de Obi-Wan
en Cato Neimoidia desembarcaron algo más que analistas y técnicos de Inteligencia. A bordo
iba Yoda. ansioso por ver con sus propios ojos lo que Obi-Wan y Anakin habían descubierto.
Los técnicos habían conseguido que el holoproyector de la mecano-silla repitiera la imagen
de Lord Sidious, y los criptógrafos de la República tra¬bajaban codo a codo con los Jedi,
confiando en que el dispositivo, tina vez transportado a Coruscant y examinado concienzuda-
mente, revelaría secre¬tos aún mayores.
Negándose a perder de vista la mecano-silla. Anakin solicitó supervi¬sar su traslado al tras-
bordador que la esperaba. Sintiéndose innecesarios, Obi-Wan y Yoda decidieron dar un paseo
por los pasillos del palacio del virrey Gunray. El venerable Maestro Jedi parecía pensativo
mientras cami¬naban, y el silencio sólo era roto por el retumbar de las distantes baterías y el
sonido del bastón de Yoda al golpear el pulido suelo.
Yoda era inescrutable.
Obi-Wan no estaba seguro de si el anciano Jedi reflexionaba sobre la imagen de Sidious o
sobre los dos Jedi muertos en los combates de Cato Neimoidia. Cada día morían más y más
Jedi, y gran parte de ellos caían bajo el fuego enemigo, como los soldados clon. Heridos, cie-
gos, quemados, privados de brazos o piernas..., remendados por la bota y los tanques de bacta.
Más de mil padawan habían perdido a sus Maestros, y más de mil Maestros habían perdido a
sus padawan. Ya hacia tiempo que, cuando los Jedi se reunían, no hablaban de la Fuerza, sino
de sus campañas militares. Se habían construido nuevos sables láser, pero no en un ejercicio
de crea¬ción y meditación, sino para enfrentarse a los rigores del combate cuerpo a cuerpo.
Cuando llegaron al extremo de un largo pasillo, Obi-Wan y Yoda dieron media vuelta y em-
prendieron el camino de vuelta.
—Algo importante vosotros habéis encontrado. Obi-Wan —dijo Yoda sin apartar los ojos del
suelo—. El Conde Dooku aliado con alguien está, una prueba de ello esto es. En esta guerra,
los Sith mayor papel del que nosotros comprendemos tienen.
48 JAMES LUCENO

El nombre “Sidious” sólo había surgido una vez desde que se declaró la guerra: en Geonosis,
cuando Dooku dijo a un encarcelado Obi-Wan que un Señor Sith llamado así controlaba a
centenares de senadores republicanos. En aquel momento, Obi-Wan creyó que Dooku mentía
para intentar convencerle de que seguía siendo amigo de los Jedi y que sólo intentaba ven¬-
cer los poderes del Lado Oscuro con sus propios métodos. Aun así. inclu¬so después de que
Dooku revelase haber recibido entrenamiento Sith. Yoda y otros miembros del Consejo se-
guían creyendo que mentía acerca de Sidious. Dos de esos miembros estaban convencidos de
que Dooku era el mismo Señor Oscuro y que. de algún modo, se había tutelado a sí mismo —
quizá mediante un holocrón Sith— en el aprendizaje y el uso de los poderes del Lado Oscuro.
Ahora, ese Sidious parecía ser real, y Obi-Wan no sabía qué pensar.
Habían organizado una caza de los aliados Sith de Dooku casi desde el principio de la guerra.
Era sabido que Dooku entrenó a diversos Jedi en las artes oscuras; Caballeros Jedi que per-
dieron la fe en los ideales de la República, padawan fascinados por el poder del Lado Oscuro
y novicios mal informados, como Asajj Ventress, cuyo mentor había sido un Jedi. Pero la
pregunta seguía en pie: ¿Quién había podido ser el Maestro de Dooku?
Trece años antes, cuando Obi-Wan luchó contra un Sith en Naboo y lo mató, ¿había matado
a un Maestro o a un aprendiz? La pregunta se fun¬damentaba en la creencia de que los Sith,
habiéndose derrotado a sí mismos un milenio antes, aprendieron que un ejército de Sith nunca
tendría continuidad, y que en cada momento dado sólo podían existir dos, Maestro y aprendiz,
pues, de haber más de un aprendiz, éstos siempre conspira¬rían para combinar sus fuerzas y
eliminar a su Maestro.
Era más doctrina que regla; pero una doctrina que había conseguido mantener vivos a los Sith,
aunque ocultos, durante mil años.
Pero el Sith tatuado y con pequeños cuernos que Obi-Wan había matado en Naboo no pudo
ser entrenado por Dooku, porque, por aquel entonces, el Conde aún era miembro de la Orden
Jedi. Por mucho que el Lado Oscuro distorsionan la visión de algunos hechos. era imposible
que Dooku hubiera llevado una doble vida dentro de los mismísimos muros del Templo.
—Maestro Yoda —dijo Obi-Wan—, ¿es posible que Dooku no mintiera al decir que Sidious
tenía al Senado bajo control?
Yoda sacudió levemente la cabeza sin dejar de caminar.
—Al Senado nosotros investigamos. Y mucho arriesgamos haciendo lo que hicimos, cues-
tionar secretamente a aquellos que servimos. Pero nin¬guna prueba encontramos. —Miró a
Obi-Wan—. Si el control del Senado Sidious tuviera, ¿a la República no habría derrotado ya?
¿El Núcleo y el Borde Interior en manos de la Confederación no estarían?
Yoda hizo una pausa.
—Quizá que Dooku se revelase en Geonosis un accidente fue. O quizá no, y que buscásemos
a Sidious quería. dejándole a él las manos libres para la guerra dirigir. ¿Qué opinas, Obi-Wan?
¿Mmmm?
Obi-Wan se cruzó de brazos.
—He pensado mucho en aquel día, y durante mucho tiempo, Maestro, y creo que Dooku no
pudo evitar descubrirse a sí mismo..., aunque después se arrepintiese. Cuando huía hacia su
nave, casi tuve la impresión de que permitió que lo viéramos. Como si quisiera colocarnos en
una disyuntiva. Mi primera idea fue que intentaba asegurar la huida de Gunray y el resto de
los líderes separatistas, pero mi instinto me dice que ansiaba desespera¬damente demostrar-
nos lo poderoso que se había vuelto. Creo que realmen¬te se vio sorprendido por los aconte-
cimientos. Pero, en lugar de matarnos a Anakin o a mí, nos perdonó la vida para mandar un
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 49

mensaje a los Jedi.


—Razón tienes, Obi-Wan, el orgullo lo traicionó. A mostrarnos su ver¬dadero rostro le obli-
gó.
—¿Pudo ser entrenado por ese tal... Sidious?
—La razón así lo dicta. Aceptado por Sidious fue, tras la muerte del que tú mataste.
Obi-Wan pensó en ello.
—He oído rumores acerca de la temprana fascinación de Dooku por el Lado Oscuro. ¿No se
produjo ningún incidente en el Templo que implicase el robo de un holocrón Sith?
Yoda cerró los ojos y asintió con la cabeza.
—Verdadero ese rumor es. Pero comprende, Obi-Wan, que Dooku un Jedi fue, y durante mu-
chos, muchos años. La decisión de abandonar la Orden difícil es. Influido por muchas cosas
fue. La muerte de tu antiguo Maestro una de ellas es..., aunque vengado por ti Qui-Gon fuera.
Yoda miró a Obi-Wan.
—Complicado esto es. No simplemente por lo que sabemos, sino por lo que no sabemos; por
lo que tenemos que suponer.
Yoda se interrumpió y señaló un banco tallado.
—Sentémonos un rato. Iluminarte quizá pueda.
Obi-Wan se sentó, aunque su corazón latía desbocado.
—Para Qui-Gon y para otros un valiente Maestro Jedi Dooku fue —ex¬plicó Yoda—. Pode-
roso era. Tan hábil como desdeñoso. Y lo más importante, convencido del poder del Lado Os-
curo estaba. Por todas partes señales había, mucho tiempo antes de que al Templo tú vinieras:
Incluso mucho antes de que Qui-Gon llegase. Grandes injusticias, favoritismos, corrupción...
Cada vez más a menudo, a los Jedi recurrían para que la paz mantuvieran. Cada vez más
muertes había. Cada vez más fuera de control los acontecimientos estaban.
—¿Presintió el Consejo que los Sith habían vuelto?
—Nunca ausentes ellos estuvieron, Obi-Wan. Pero más poderosos de repente se volvieron. A
la superficie más se acercaron. Mucho de la profe¬cía Dooku habló.
—¿La profecía del Elegido?
—Una profecía mayor: que los tiempos oscuros en la Fuerza regresaban. Nacido en esos mo-
mentos, el equilibrio a la Fuerza el Elegido devolvería.
—Anakin —susurró Obi-Wan.
Yoda lo miró un largo momento.
—Difícil de decir es —dijo rápidamente—. Quizá sí. quizá no. El manto que sobre todos tien-
de el Lado Oscuro más importante es. Muchas, muchas discusiones Dooku tenía. Conmigo y
con otros miembros del Consejo. Especialmente con el Maestro Sifo-Dyas.
Obi-Wan esperó.
—Buenos amigos ellos eran. Por la Fuerza unificadora unidos. Pero Sifo-Dyas angustiado por
el Maestro Dooku estaba, angustiado por su desencanto hacia la República y por el ensimis-
mamiento entre los Jedi. Sifo-Dyas vio cómo la muerte de Qui-Gon en Dooku repercutía. Y
esa repercusión el resurgimiento de los Sith fue. —Yoda agitó la cabeza con tristeza—. De
la partida inminente de Dooku el Maestro Sifo-Dyas se ente¬ró. Y hasta el nacimiento del
Movimiento Separatista quizá sintió.
—Y, aun así, el Consejo se lamentó de la marcha de Dooku como si fuera un idealista —apun-
tó Obi-Wan.
Yoda siguió mirando fijamente al suelo.
—Aquello en lo que Dooku se había convertido con sus propios ojos vio, y a creerlo se negó.
50 JAMES LUCENO

Yo sí lo creí.
—Pero, ¿cómo pudo Dooku contactar con Sidious? ¿O fue al revés?
—Imposible de saber es, pero a Sidious como mentor aceptó. —¿Pudo Sifo-Dyas haber pre-
visto también eso?
—También imposible de saber es. Creemos que así pudo ser, que a Sidious Dooku buscaría.
No para unirse a él, sino para destruirlo.
—¿Pudo esa idea motivar a Dooku para abandonar la Orden?
—Quizá, pero el poder del Lado Oscuro hasta el corazón más firme puede seducir.
Obi-Wan se giró para mirar a Yoda.
—Maestro, ¿ordenó Sifo-Dyas la creación de un ejército clon? Yoda asintió con la cabeza.
—Al menos, con los kaminoanos contactó.
—¿Sin conocimiento del Consejo?
—Así es, pero de su contacto inicial un registro existe.
Obi-Wan dio rienda suelta a parte de su frustración.
—Debí interrogar más a fondo a Lama Su.
—Interrogados los kaminoanos fueron. Mucha información ellos nos ofrecieron.
—¿Seguro? —preguntó Obi-Wan. sorprendido—. ¿Cuándo?
—Reservados fueron la primera vez que a Kamino fui. Que ellos conti¬go ya habían hablado
dijeron. Que Sifo-Dyas la orden había dado, que Tyranus el modelo para los clones había
ofrecido y que para la República los clones eran. Ni a Sifo-Dyas ni a Tyranus los kaminoanos
en persona llegaron a ver. Pero después, tras el ataque a Kamino, más cosas descubrí de Taun
We y Ko Sai. Más cosas sobre la forma de pago de ese ejército.
—¿El pago por parte de Sifo-Dyas?
—De Tyranus.
—¿No pudo ser Tyranus un alias de Sifo-Dyas? Quizás adoptó ese nombre para poder negar
la implicación de los Jedi, en caso de que el ejér¬cito clon fuera descubierto.
—Eso mismo yo deseé. Pero antes de que a Kamino Jango Fett llegase, Sifo-Dyas asesinado
fue.
—¿Asesinado?
Yoda apretó sus finos labios.
—Sin resolver el crimen sigue..., pero si, asesinado.
—Alguien descubrió su encargo —dijo Obi-Wan, más para sí mismo que para el Maestro
Jedi—. ¿Quizá Dooku? —preguntó a Yoda.
—Una teoría yo tengo... Nada más. Un asesinato Dooku cometió. Después, de los archivos
Jedi todo rastro de Kamino borró. De esa mani¬pulación el Maestro Jocasta Nu pruebas en-
contró... Pruebas de los actos de Dooku, aunque bien ocultas estaban.
Obi-Wan recordó su visita a los archivos para intentar averiguar la localización de Kamino,
pero Jocasta Nu le dijo que aquel sistema plane¬tario no existía. ¿Por qué razón aquel día,
hacía ya tres años, se quedó mirando tan intensamente el busto de bronzio del Conde Dooku
que había en la biblioteca?
—No obstante, el ejército clon siguió siendo financiado y creado —dijo por fin—. ¿Puede que
Sifo-Dyas y Tyranus fueran socios?
—De nuestra ignorancia otro ejemplo éste es, pero con ambos bandos Jango Fett claramente
jugaba. Para los que estaban al lado de la República. a Bogg Cuatro fue a servir de modelo
para los clones. Pero como asesino a sueldo a Dooku también servía. De intermediario hizo
con el multiforme que intentó asesinar a Amidala.
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 51

Obi-Wan recordó haber visto a Fett en el circo de Geonosis, junto a Dooku, en un palco re-
servado a los dignatarios.
—Él conocía la existencia de ambos ejércitos. ¿Pudo haber matado a Sifo-Dyas?
—Quizá.
—¿No se pudo rastrear el origen de los pagos... más allá de Tyranus, quiero decir?
—De Bogg Cuatro a un laberinto de engaños ellos me condujeron. —¿No informaron los
kaminoanos de si alguien había intentado per¬suadirlos para no crear el ejército?
—Interceder nadie intentó. De haberlo hecho, nuestros enemigos demasiado pronto se ha-
brían descubierto.
—Así que Dooku no tuvo más elección que crear un ejército paralelo de droides antes de que
los clones estuvieran entrenados y preparados.
—Parece que así fue.
Obi-Wan calló un instante.
—Cuando estuve prisionero en Geonosis, Dooku me dijo que durante el bloqueo de Naboo
la Federación de Comercio era aliada de Sidious, pero que después éste la había traicionado.
Dooku me aseguró que Gunray le pidió ayuda, y que intentó informar al Consejo. Pero que.
tras varios avi¬sos, el Consejo se negó a creerlo. ¿Es cierto, Maestro?
—Más mentiras —respondió Yoda—. Dooku intentaba conseguir que a su causa te unieras.
“¡Debes unirte a mí, Obi-Wan!”, le había dicho Dooku. “¡Juntos podremos destruir a los
Sith!”
—¡Si Gunray no hubiera estado tan ansioso por asesinar a Padmé Amidala...! —susurró Obi-
Wan—. ¡Si yo hubiera fracasado al rastrear el dardo que mató al multiforme...!
—Ignorantes de la existencia del ejército clon habríamos permanecido.
—Seguro que los kaminoanos habrían contactado con nosotros, Maestro.
—En algún momento. Pero, entretanto, el ejército separatista en número hubiera crecido. En-
tonces, invencible hubiera sido.
Obi-Wan entrecerró los ojos.
—El mío no fue un caso de suerte ciega.
Yoda agitó la cabeza.
—A descubrir la existencia de ese ejército clon estábamos destinados. A luchar en esta guerra
estábamos destinados.
—Y justo a tiempo. El Consejo no podía concebir que Dooku no fuera un idealista. Quizás
Dooku nunca creyó que los Jedi fuéramos capaces de convertirnos en generales.
—Tonterías ésas son —gruñó Yoda—. Guerreros siempre hemos sido.
—Pero ¿ayudamos a recuperar el equilibrio en la Fuerza, o nuestros actos sólo contribuyen al
fortalecimiento del Lado Oscuro?
Yoda hizo una mueca.
—Impaciente este tipo de charla me vuelve. Críptico este conflicto es... por la forma en que
empezó y por la forma en que se desarrolla. Pero por los ideales de la República luchamos.
Vencer y restaurar la paz nuestras prioridades deben seguir siendo. Después, al oscuro cora-
zón de este asun¬to nos dedicaremos. Exponer la verdad es lo que queremos.
Yoda tiene razón, se dijo Obi-Wan. Si los Jedi no hubieran descubierto la existencia del ejér-
cito clon, los separatistas de Dooku habrían aparecido de repente en escena con decenas de
millones de droides de combate y con flotas enteras de naves de guerra. y se habrían escindido
de la República sin tener necesidad siquiera de presentar batalla. Pero una coexistencia pacífi-
ca con la Confederación era imposible; los separatistas habrían sangrado a la República hasta
52 JAMES LUCENO

dejarla seca. La guerra hubiera sido inevitable, y los Jedi se habrían visto atrapados en medio
del conflicto... como lo esta¬ban ahora.
Pero ¿por qué Yoda no le había hablado antes de Sifo-Dyas?
¿O es que pretendía darle otra lección, como se la dio al encargarle la localización de Kami-
no? Era la manera que tenía Yoda de decirle que para buscar algo que parecía no existir tenía
que analizar los efectos que pro¬vocaba en el mundo que le rodeaba. “La diferencia entre
conocimiento y sabiduría”, había dicho Dex, el amigo de Obi-Wan, mientras intentaba identi-
ficar la fuente del dardo que mató a Zam Wessel, cuando ni siquiera el análisis de los droides
del Templo había podido descubrirlo.
Cuando levantó la vista, se dio cuenta de que Yoda lo observaba.
—Tus pensamientos te descubren, Obi-Wan. Creo que mucho antes hablar contigo debí.
—Tuya es la sabiduría de siglos, Maestro.
—Los años no importan. Muy ocupado librando una guerra has estado. A tu tozudo padawan
enseñando. A Dooku y sus lacayos persiguien¬do... Más oscuros los acontecimientos se vol-
verán. Dooku y Sidious inten¬tan que a sus intereses esta guerra sirva.
—Pronto capturaremos a Dooku.
—Hasta tu éxito en Naboo, el velo del Lado Oscuro no se alzó. De las manos de Dooku esta
guerra ha escapado. Ante la justicia los dos deben ser llevados. Y ante la justicia deben ser
llevados también todos aquellos a quienes Sidious al Lado Oscuro ha atraído —Yoda lanzó
una mirada seria a Obi-Wan—. Descubrir el rastro de Sidious debes. Una oportunidad para
acabar con esta guerra Anakin y tú tenéis.

12
n el hangar de lanzamiento, Anakin no apartaba la vista de la mecano-silla, y R2-D2
y TC-16 mantenían los fotorreceptores fijos en el joven Jedi. Ahora que los analistas de Inte-
ligencia habían terminado con su examen de rutina, los técnicos se disponían a empaquetar el
dispositivo y embarcarlo en una nave rumbo a Coruscant.
Tal como había previsto Obi-Wan, se habían quejado de que Anakin hubiera trasteado con la
silla, pese a que, de no haberlo hecho. el aparato habría volado en mil pedazos, destruyendo
al mismo tiempo la holoimagen de Sidious y cualquier otra grabación que pudiera contener.
Quizá Qui-Gon debió dejarte en la tienda de basura de Watto.
Era una broma recurrente de Obi-Wan. Pero, por alguna razón, aque¬llas palabras le habían
herido. Probablemente debido a lo que el propio Anakin pensaba acerca de lo que habría ocu-
rrido si el Jedi no se hubiera visto obligado a aterrizar en Tatooine y buscar recambios para la
nave de Padmé. No le resultaba difícil imaginarse atrapado en Mos Espa. Con su madre, con
C-3P0 sin la brillante envoltura actual...
No.
A los nueve años ya era experto en carreras de vainas; así que a los veintiuno podría haber
sido campeón galáctico. Incluso sin la ayuda de Qui-Gon o de Watto, tarde o temprano hu-
biera ganado la carrera de la Víspera de Boonta y se habría labrado una reputación. Habría
podido com¬prar su libertad, la de su madre y la de todos los esclavos de Mos Espa. Hubiera
ganado las grandes carreras de Malastare y habría sido recibido triunfalmente en los casinos
del juego de Ord Mantell y de Coruscant. No se hubiera convertido en Jedi —demasiado vie-
jo para acceder al entrenamiento—, ni aprendido a manejar un sable láser, pero habría sido
capaz de competir con los mejores pilotos Jedi. incluido Saesee Tiio.
Y también habría sido más poderoso en la Fuerza que cualquiera de ellos. Pero puede que
nunca hubiera conocido a Padmé...
La primera vez que la vio creyó que un ángel había llegado a Tatooine desde las lunas de
Viago. Fue una broma por su parte, pero no tan inocente como parecía. Incluso así. para ella
fue simplemente un niño raro. Padmé no sabía que su precocidad no se limitaba a su innata
54 JAMES LUCENO

habilidad para cons¬truir y arreglar cosas. Poseía un sentido misterioso gracias al cual sabía
lo que iba a pasar; y tenía la certeza de que se convertiría en alguien famoso. Era diferente...
era un “elegido” mucho antes de que la Orden Jedi empe¬zara a llamarlo así. Hasta él habían
llegado unos seres míticos —ángeles y Jedi—. y logró salir airoso de competiciones en las
cuales los humanos ni siquiera deberían participar. Aun así, pese a tener a un ángel y a un Jedi
como invitados en casa, no pudo adivinar su súbita partida de Tatooine, el entrenamiento Jedi,
su matrimonio...
Ya no era un niño raro, pero Padmé seguía siendo su ángel... La imagen de Amidala lo sacó
de su ensueño.
Algo... Algo había cambiado. Su corazón se llenó de añoranza por ella. Ni siquiera recurrien-
do a la Fuerza podía aclarar lo que sentía. Sólo sabía que debía estar con ella, a su lado, para
protegerla...
Flexionó la mano artificial.
Permanece en la Fuerza, se dijo a sí mismo. Un Jedi no se ancla en el pasado. Un Jedi no se ata
a las personas y las cosas que encuentra a lo largo de su vida. Un Jedi no fantasea ni piensa:
“¿qué hubiera ocurrido si...?”.
Taladró con la mirada a los tres técnicos humanos que metían la mecano-silla en un arnés de
seguridad hecho de espuma. Uno de ellos parecía tener demasiada prisa, y casi le dio un golpe
a la silla.
Anakin se puso en pie y se lanzó en tromba a través del hangar.
—¡Ten cuidado con eso! —gritó.
El más viejo de los tres le echó un vistazo despectivo.
—Relájate, chico, conocemos nuestro trabajo.
Chico.
Movió su mano, invocando a la Fuerza para impedir las oscilaciones de la mecano-silla. Los
tres técnicos se esforzaron para moverla, hasta que se dieron cuenta de lo que Anakin hacía.
Entonces, el más viejo se detuvo y lo miró fijamente.
—Está bien, suéltala.
—Cuando esté seguro de que realmente sabéis lo que hacéis.
—Mira, chico...
Anakin enarcó las cejas y avanzó un paso. Los técnicos retrocedieron, alejándose de la silla.
Me tienen miedo. Han oído hablar de mí.
Por un instante, el miedo lo hizo poderoso; después, sintió vergüenza y apartó la mirada.
El técnico levantó las manos, reclamando tranquilidad.
—Calma, Jedi. No pretendíamos ofenderte.
—Empaquétala tú mismo si quieres —añadió otro.
Anakin tragó saliva con dificultad.
—Es importante, eso es todo. No quiero que le ocurra nada. Hizo que la mecano-silla descen-
diera suavemente hasta el suelo.
—Esta vez, tened más cuidado —advirtió el más viejo de los técnicos, apartando la vista de
Anakin.
—¡General Skywalker! —gritó un soldado clon tras él.
Anakin se giró y vio al soldado señalando el trasbordador.
—Un mensaje de hiperonda para usted... Es del despacho del propio Canciller Supremo.
Los tres técnicos volvieron a mirarlo... de una forma distinta.
Así tendrían que hacerlo siempre
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 55

Sin una palabra, Anakin giró sobre sus talones y ascendió por la rampa del trasbordador. En
la sala de comunicaciones de la nave, sobre la placa de un holoproyector, aparecía la imagen
parpadeante del Canciller Supre¬mo Palpatine. Cuando Anakin se situó ante la parrilla de
transmisión, Palpatine sonrió.
—Felicidades por tu victoria en Cato Neimoidia. Anakin.
—Gracias, señor, pero lamento comunicarle que el virrey Gunray ha conseguido escapar y
que la batalla continúa en las ciudades mineras. La sonrisa de Palpatine vaciló.
—Sí, va estaba informado.
No era la primera vez que Anakin recibía una comunicación de Palpatine en el mismo campo
de batalla. En Jabiim, Palpatine le ordenó quo se retirara antes de que el planeta cayera en ma-
nos de los separatistas; en Praesitlyn, le había rogado que salvara la situación. Sus mensajes
eran tan incómodos como aduladores.
—¿Qué sucede, muchacho? —preguntó Palpatine—. Tengo la impre¬sión de que estás preo-
cupado por algo. Si se trata de Gunray, te doy mi palabra de que no podrá esconderse siempre
de nosotros. Nadie puede. Algún día tendrás la oportunidad de conseguir una completa vic-
toria.
Anakin se humedeció los labios.
—No es por Gunray. señor. Un pequeño incidente me ha puesto furioso.
—¿Qué incidente?
Anakin se sintió tentado de contarle los detalles del descubrimiento llevado a cabo por Obi-
Wan y por él, pero Yoda le había pedido que no le hablara a nadie de la mecano-silla.
—Nada importante —dijo—. Pero cuando me enfado, siempre me siento culpable.
—Eso es un error —le reprendió Palpatine con suavidad—. Enfadarse es algo natural, Ana-
kin. Creí que ya habíamos tratado ese tema... a raíz de lo ocurrido en Tatooine.
—Obi-Wan no muestra nunca su rabia..., salvo ante mí, claro. E inclu¬so entonces. parece
más bien... simple irritación.
—Anakin, eres un joven apasionado. Es lo que te diferencia de tus camaradas Jedi. A dife-
rencia de Obi-Wan y los demás, no te criaste en el Templo, donde enseñan a los jóvenes a
dominar su enfado y superarlo. Tú disfrutaste de una niñez natural. Puedes soñar, tienes ima-
ginación y visión. No eres una máquina descerebrada, un pedazo de tecnología sin corazón...
y con eso no sugiero que los Jedi lo sean —añadió Palpatine rápidamente—. Cualquier ame-
naza contra algo o contra alguien impor¬tante para ti te provoca una respuesta emocional. Te
ocurrió con tu madre, y volverá a pasarte. Pero no debes reprimir esas respuestas Aprender de
ellas sí, pero no combatirlas.
Anakin contuvo el impulso de revelarle su matrimonio con Padmé.
—¿Crees que yo soy inmune a la cólera? —dijo Palpatine tras un corto silencio.
—Nunca lo he visto enfadado.
—Bueno, quizá me he acostumbrado a mostrar mi rabia únicamente en privado, pero, ante
las frustraciones que recibo en el Senado o ante la per¬sistencia de esta guerra... cada vez me
cuesta más. ¡Oh!, sé que los Jedi y tú hacéis todo lo que podéis para acabar con ella. pero el
Consejo Jedi y yo no siempre estamos de acuerdo en la forma con la cual debe afrontarse la
guerra. Sabes que mi amor por la República no tiene límites, por eso me esfuerzo tanto en
impedir que todo se desmorone.
Anakin forzó una respiración burlona.
—El Senado debería seguir su liderazgo. En cambio, sólo intentan blo¬quearlo, atarle las
manos. Es como si envidiasen el poder que ellos mismos le otorgaron.
56 JAMES LUCENO

—Sí. muchacho, muchos lo hacen. Pero también cuento con muchos apoyos. Y lo más impor-
tante, debemos cumplir las leyes y las reglas que nos impone la Constitución o no seremos
mejores que los que intentan coartar nuestra libertad.
—Algunos deberían estar por encima de las leyes —protestó Anakin.
—Un tema que merece la pena discutirse. Y tú serías uno de ellos. Anakin. Pero tienes que
saber cuándo actuar y cuándo no.
Anakin asintió.
—Lo comprendo —e hizo una pausa antes de añadir—: ¿Cómo está Coruscant, señor? La
echo de menos.
—Coruscant está como siempre: es un brillante ejemplo de cómo debería ser la vida en todas
partes. Pero estoy demasiado ocupado para disfru¬tar de sus múltiples placeres.
Anakin buscó alguna forma de plantear la pregunta que necesitaba hacer.
—Supongo que ve con frecuencia al Comité Legitimista.
—La verdad es que sí. Un valioso grupo de senadores que valora tanto los logros de la Repú-
blica como tú y como yo. —Palpatine sonrió—. La senadora Amidala, por ejemplo, tan llena
de compasión y de vigor... Las mismas cualidades que ya demostró como Reina de Naboo.
Allí donde va. provoca admiración. —Miró directamente a Anakin—. Me alegra que ella y tú
os hayáis hecho tan buenos amigos.
Anakin tragó saliva, nervioso.
—¿Le dirá..., le transmitirá mis saludos?
—Por supuesto.
El silencio se prolongó quizá demasiado.
—Anakin, me encargaré de que vuelvas pronto del Borde Exterior —prometió Palpatine—,
pero no podemos descansar hasta que los responsables de esta guerra paguen por sus crímenes
y dejen de representar una ame¬naza para la paz. ¿Me comprendes?
—Haré todo cuanto pueda para que así sea, señor.
—Sí, muchacho. Sé que lo harás.
ail Organa paseaba inquieto por la zona de recepción del comple¬to del Senado.
Estaba a punto de dar rienda suelta a su exasperación contra la encargada de las citas del Can-
ciller Supremo, cuando la puerta del despacho de Palpatine volvió a abrirse, y sus consejeros
empezaron a desfilar entre los temibles guardias con capucha roja que flanqueaban la entrada.
Los consejeros Sim Aloo y Janus Greejatus: Armand Isard, el director de Inteligencia; Jannie
Ha’Nook, de Glithnos, responsable del Consejo de Seguridad e Inteligencia: Mas Amedda,
portavoz chagriano del Senado; y Sly Moore, alto y etéreo, envuelto en su capa umbarana y
ayudante perso¬nal del Canciller. El último en salir fue Pestage.
—Veo que siguen aquí. senadores.
—No tenemos nada, excepto paciencia —dijo Bail.
—Es bueno saberlo. ya que el Canciller Supremo todavía tiene mucho trabajo pendiente que
atender.
Entonces apareció el propio Palpatine. Miró primero a Bail y a los demás; después, a Pestage.
—Senador Organa, senadora Amidala..., amigos todos. Es una delicia encontraros aquí.
—Canciller Supremo —dijo Bail—, tenemos la impresión de que te¬níamos una cita con
usted.
Palpatine alzó una ceja.
—¿De verdad? ¿Por qué no se me ha informado? —preguntó a Pestage.
—Su horario es tan apretado... No quise sobrecargarlo.
Palpatine frunció el ceño.
—Nunca estoy tan ocupado como para no poder hablar con los miem¬bros del Comité Legi-
timista. Déjanos, Sate. y no permitas que nos inte¬rrumpan. Ya te llamaré cuando te necesite.
Se hizo a un lado e indicó con un gesto a Bail y a los demás que entra¬sen en el despacho
redondo. C-3P0 fue el último en cruzar el umbral, girando la cabeza para echar un vistazo a
los guardias inmóviles.
Bail tomó asiento directamente ante la silla de respaldo alto de Palpatine, de la cual se decía
que albergaba el generador de un escudo de energía tan necesario para su protección como
58 JAMES LUCENO

los guardias, por insólito que hubiera parecido tres años antes. El despacho alfombrado y
sin venta¬nas estaba saturado de rojo y contenía varias estatuas singulares, al igual que las
habitaciones privadas de Palpatine, en el Edificio Administrativo del Senado, y en su suite
del República Quinientos. Aunque se rumoreaba que era capaz de trabajar durante días sin
dormir, Palpatine parecía aler¬ta. curioso y un poco impaciente.
—¿Qué asuntos les traen por aquí en esta gloriosa urde de Coruscant? —dijo desde su silla—.
No quisiera apremiarles, pero tengo cierta prisa...
—Iremos directamente al grano. Canciller Supremo —respondió Bail—. Ahora que la Con-
federación ha sido expulsada del Núcleo y del Borde Interior, quisiéramos discutir la deroga-
ción de algunas medidas promulgadas en nombre de la seguridad pública.
Palpatine contempló fijamente a Bail por encima de sus entrelazados dedos.
—¿Tan seguros os sentís gracias a nuestras recientes victorias? —Sí, Canciller Supremo —
reconoció Padmé.
—En particular, el Acta de Refuerzo y Cumplimiento de la Seguridad —siguió Bail—. Y,
concretamente, las medidas que permiten el uso ilimi¬tado de droides de vigilancia, y las in-
vestigaciones y arrestos sin necesidad de garantías judiciales o sin seguir los procedimientos
debidos.
—Ya veo —dijo lentamente Palpatine—. Por desgracia. lo cierto es que aún estamos lejos de
haber ganado la guerra. y a mí, para empezar. no me satisface que los traidores y los terroristas
sigan suponiendo una amenaza para la seguridad pública. ¡Oh!, comprendo que nuestras vic-
torias den la impresión de que la guerra terminará rápidamente, pero esta misma maña¬na me
han informado de que los separatistas siguen controlando muchos mundos claves del Borde
Exterior, y que puede que nuestros bloqueos deban prolongarse indefinidamente.
—¿Indefinidamente? —preguntó Eekway.
—¿Por qué no les cedemos algunos de esos mundos? —sugirió Fang Zar—. El comercio con
el Núcleo y el Borde Interior casi ha alcanzado los niveles de preguerra.
Palpatine agitó la cabeza.
—Algunos de esos mundos del Borde Exterior pertenecían a la Repú¬blica y nos fueron
arrebatados por la fuerza. Me temo que si permitimos que la Confederación los retenga, nos
arriesgamos a sentar un precedente muy peligroso. Además, creo que éste es el momento de
presionar, de seguir atacando hasta que los separatistas dejen de representar una ame¬naza
para nuestro estilo de vida.
—¿La única solución es continuar con esta guerra? —preguntó Bail—. Seguro que ahora
podríamos persuadir a Dooku para que atendiera a razones.
—Juzga muy mal su determinación, senador, pero. supongamos que yo estoy equivocado y
que decidimos cederle algunos mundos en gesto conci¬liador. ¿Quién elegirá esos mundos?
¿Yo? ¿Usted? ¿Debemos someter el asunto al Senado y celebrar una votación? ¿Y cómo
responderán a nues¬tro gesto los habitantes de esos mundos cedidos? ¿Cómo se sentirían las
buenas gentes de Alderaan si les dijéramos que ahora pertenecen para siempre a la Confede-
ración? ¿Tan poco se valora la lealtad para con la República? Les recuerdo que una decisión
similar fue la que motivó que muchos mundos se aliaran con el Conde Dooku.
—Pero ¿podremos triunfar en el Borde Exterior? —se interesó Eek¬way—. ¿Con un ejército
tan reducido? ¿Con tantos Jedi dispersos? ¿No daría la impresión de que los Jedi están perpe-
tuando esta guerra delibera¬damente?
Palpatine se puso en pie y se alejó de su enorme silla, dando la espalda a todos.
—Es una situación muy lamentable... Algo que hemos intentado corre¬gir, con éxito limita-
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 59

do —dio media vuelta para encararse con sus invitados—. Hay que pensar en cómo ven los
demás esta guerra. Un ex Jedi diri¬ge el movimiento separatista, y el ejército clon de la Repú-
blica es comandado por Jedi... Muchos mundos lejanos ven esta guerra como un intento por
parte de los Jedi de dominar la galaxia. Antes de la guerra. ya creían que no se podía confiar en
ellos... En parte, debido a las agresivas nego-ciaciones que tuvieron que llevar a cabo durante
los mandatos de mis pre¬decesores. Esos mismos mundos creen que fueron los Jedi quienes
inva¬dieron Geonosis porque sentenciaron a muerte a dos de ellos acusados de espionaje.
Nosotros conocemos la verdad, por supuesto, pero, ¿cómo evitar las malas interpretaciones?
Consciente de que habían permitido que el motivo principal de la discusión se les escapara de
las manos. Bail intentó reconducirla.
—Volviendo a la derogación del Acta de Seguridad...
—Sirvo a la República, senador Organa —cortó Palpatine—. Si presen¬ta una moción en el
Senado, aceptaré el resultado que salga de la votación.
—¿Y usted se mostrará imparcial durante los debates?
—Tiene mi palabra.
—Y esas enmiendas a la Constitución... —apuntó Mon Mothma.
—Contemplo la Constitución como un documento “vivo” —volvió a interrumpir Palpati-
ne—. Como tal, se le debe permitir que se expanda o contraiga según las circunstancias. Si
no, sería un documento “muerto”.
—Si pudiéramos estar seguros de cierto... apoyo por parte del poder —dijo Bana Breemu.
Palpatine sonrió abiertamente.
—Por supuesto.
—Entonces, tenemos un principio de acuerdo —exclamo Padmé—. Sabía que lo consegui-
ríamos.
Palpatine le sonrió.
—Senadora Amidala, ¿no es ése el droide que construyó el Jedi Skywalker?
Padmé se giró hacia C-3P0.
—Lo es.
Por un momento dio la impresión de que C-3P0 se había quedado mudo..., pero sólo fue un
momento.
—Me honra que se acuerde de mí, majestad.
Palpatine estalló en una carcajada.
—Ese título corresponde más bien a un rey o a un emperador —miró a Padmé—. De hecho.
alteza, acabo de hablar con él.
—¿Con Anakin? —se sorprendió Padmé.
Palpatine sostuvo su mirada.
—¡Vaya, senadora Amidala, diría que se ha ruborizado!
uando Obi-Wan volvió al hangar acompañado de Yoda. observó que Anakin y
Yoda intercambiaban la más breve de las miradas, pero su significado se le escapó. Ninguno
de los dos Jedi parecie¬ron preocupados tras el silencioso intercambio, y Yoda se alejó sin
decir palabra para hablar con los analistas de Inteligencia agrupados cerca de la rampa del
trasbordador.
—¿Asuntos del Consejo Jedi? —preguntó Anakin cuando Obi-Wan se le acercó.
—Nada de eso. Yoda cree que la mecano-silla puede ocultar alguna pista sobre el paradero de
Darth Sidious. Quiere que nosotros nos encar¬guemos de investigarlo.
Anakin no respondió inmediatamente.
—Maestro, ¿no estamos obligados a informar de nuestro hallazgo al Canciller Supremo?
—Lo estamos, Anakin, y lo haremos.
—Cuando el Consejo lo decida, quieres decir.
—No. Cuando hayan discutido el tema.
—Pero, imagina que uno o dos de los miembros del Consejo discrepase de la mayoría...
—Las decisiones no son siempre unánimes. Cuando la opinión está realmente dividida, pedi-
mos el consejo de Yoda.
—Entonces, a veces la Fuerza puede ser más poderosa en uno que en once.
Obi-Wan intentó deducir qué pretendía Anakin.
—Ni siquiera Yoda es infalible, si eso es lo que te preocupa.
—Los Jedi deberían serlo —Anakin miró de reojo a Obi-Wan—. Nosotros podríamos serlo.
—Te escucho.
—Yendo más lejos con la Fuerza de lo que actualmente nos permitimos ir. Cabalgando en su
cresta.
—El Maestro Sora Bulq y algunos otros estarían de acuerdo contigo, Anakin, pero pocos Jedi
tienen el estómago suficiente para algo así. No todos tenemos el dominio de sí mismos que
tienen Yoda o Mace Windu.
—Pero quizá nos equivocamos aferrándonos exclusivamente a la Fuerza y despreciando la
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 61

vida tal como la conocen y la viven la mayoría de los seres. Una vida que incluye emociones
como el deseo, el amor y muchas otras que nos están prohibidas. La devoción a una causa
superior es correcta y es buena, Maestro, pero no debemos ignorar lo que tenemos ante nues-
tros propios ojos. Tú mismo has dicho que no somos infalibles. Dooku comprendió eso, se
enfrentó a esa situación cara a cara y decidió hacer algo al respecto.
—Dooku es un Sith, Anakin. Puede que tuviera buenas razones para dejar la Orden, pero
ahora sólo es un maestro del engaño. Sidious y él se aprovechan de aquellos cuya voluntad es
más débil. Se engañan a sí mismos creyéndose infalibles.
—Pero he visto casos en los que los Jedi se mienten unos a otros. El Maestro Kolar mintió
sobre el viaje al Lado Oscuro de Quinlan Vos. Nosotros mismos mentimos ahora al no com-
partir con el Canciller Palpatine lo que sabemos de Sidious. ¿Qué dirían Sidious o Dooku
sobre nuestras mentiras?
—No nos compares con ellos —dijo Obi-Wan con más severidad de la que sentía—. Los Jedi
no somos un culto, Anakin. No adoramos el lide¬razgo de las elites. Animamos a cada uno
para que encuentre su camino, para que ratifique mediante la experiencia personal el valor de
lo que se les enseña. No ofrecemos justificaciones fáciles para exterminar a los que conside-
ramos enemigos. Nos guiamos por la compasión y la creencia en que la Fuerza es mayor que
la suma de los que se abren a ella.
—Sólo preguntaba. Maestro —concluyó Anakin.
Obi-Wan respiró profundamente para tranquilizarse. “Demasiado seguros de sí mismos los
Jedi se han vuelto”, le había dicho Yoda una vez. “Incluso los más viejos. los más experimen-
tados...”
Se preguntó cómo habría reaccionado Anakin bajo la tutela de Qui-Gon. El sólo era el mentor
adoptivo de Anakin. y un mentor fallido en muchos aspectos. Se sentía tan ansioso por ensal-
zar el recuerdo de Qui-Gon, que continuamente pasaba por alto los esfuerzos de Anakin por
estar a su altura.
—Sobre tus hombros el peso de toda la galaxia llevas, Obi-Wan —le dijo Yoda mientras se
acercaba con uno de los analistas de Inteligencia—. Tus preocupaciones esta noticia puede
calmar —añadió antes de que Obi-Wan pudiera responderle.
El capitán Dyne. el robusto analista de pelo oscuro, se sentó en el borde de un contenedor de
embarque.
—Aunque todavía no sabemos si dejaron la mecano-silla aquí de forma deliberada, como una
especie de trampa, la imagen de Sidious es auténti¬ca. Parece ser que recibieron la transmi-
sión hace dos días, tiempo local, pero tendremos problemas para rastrearla hasta su fuente
porque fue enviada a través de un sistema de transmisores de hiperonda utilizado habitual-
mente por la Confederación como sustituto de nuestra HoloRed. y además la codificaron con
un código desarrollado por el Clan Bancario Intergaláctico. Hace tiempo que trabajamos para
descifrar ese código. Cuando lo consigamos podremos usar el receptor de hiperonda de la silla
para espiar todas las comunicaciones enemigas.
—¿Mejor te sientes ya? ¿Mmmm? —preguntó Yoda a Obi-Wan mientras jugueteaba con su
bastón.
—La silla lleva la marca de algunos fabricantes afiliados a Dooku —siguió informando
Dyne—. El receptor de hiperonda está equipado con un chip y una antena muy similares a
otros que descubrimos en un camaleónico droide sembrador de minas que el Maestro Yoda
nos trajo de Ilum.
—Una imagen de Dooku el droide contenía.
62 JAMES LUCENO

—Ahora actuamos en la presunción de que Dooku, o Sidious, para el caso no importa. podría
haber desarrollado los chips y haberlos instalado en receptores que entregó a Gunray y a otros
miembros importantes del Consejo Separatista.
—La mecano-silla ¿es la misma que vi en Naboo? —preguntó Obi-Wan.
—Creemos que sí —confirmó Dyne—, pero desde entonces le han introducido algunas modi-
ficaciones. El mecanismo autodestructor, por ejemplo, o el gas autodefensivo —miró a Obi-
Wan—. Su corazonada fue acertada; es el mismo gas que usan los neimoidianos desde hace
años. Al parecer fue creado por un investigador separatista llamado Zan Arbor.
—¡Zan Arbor! —repitió Anakin furioso—. Es el gas que utilizaron contra los gunganos en
Ohma-D’un —desvió la mirada hacia Obi-Wan—. ¡No me extraña que fueras capaz de pre-
sentirlo!
Dyne paseó la vista de Anakin a Obi-Wan.
—El mecanismo emisor del gas es idéntico al que se encuentra en algu¬nos de los droides
asesinos E-Cinco-Veinte de la TecnoUnión.
Obi-Wan se acarició pensativo la barbilla.
—Si Gunray ha tenido esa silla durante catorce años, quizá pudo utili¬zarla para contactar
con Sidious durante la crisis de Naboo. Si pudiéramos descubrir quién fabricó la silla...
Yoda se rió.
—Por delante de Obi-Wan los expertos van —dijo a Anakin.
—Sabemos quién es el responsable de los grabadas de la silla —explicó Dyne—. Un xi cha-
rriano cuyo nombre ni siquiera voy a intentar pronunciar.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Anakin.
El analista sonrió abiertamente.
—Porque firmó su trabajo.

Padmé se separó de Bail y de los demás en la Plaza del Senado.


Vio que el capitán Typho la esperaba en la plataforma de desembarco y apresuró el paso para
llegar hasta su deslizador. Las altísimas estatuas que adornaban la plaza parecían clavar en
ella sus fríos ojos; y el edificio nunca le había parecido tan enorme.
La breve reunión con Palpatine la había dejado aturdida.... pero por razones personales. Aun-
que nunca dejaba de pensar en Anakin, había decidido apartarlo de su mente durante el tiempo
que durase la reunión, y así concentrarse en lo que se esperaba de ella como preocupada ciu-
dadana de la República y política al servicio del público. Pero, pese a sus buenas intenciones.
Palpatine había sacado a primer plano al joven Jedi.
¿Se lo habría contado Anakin?, se preguntó. ¿Conocía el Canciller Supremo, ya fuera por
Anakin o por cualquier otro, la ceremonia secreta celebrada en Naboo?
Una sensación de forzada alegría la obligó a frenar el paso. El calor de la tarde. La intensa luz.
La enormidad de los recientes acontecimientos...
Podía sentir a Anakin en la distancia. Estaba pensando en ella, de eso estaba segura. Imágenes
del joven cruzaron su mente. Una de ellas le arrancó una sonrisa: su primera cena juntos en
Tatooine. Con Qui-Gon riñendo a Jar Jar Binks por su conducta grosera, con Anakin sentado
a su lado, con Shmi... ¿Estaba sentada enfrente? ¿No tenía la mirada de Shmi fija en ella cuan-
do, refiriéndose a Anakin. dijo: “Él te ayudará”?
La verdad no importaba.
Lo importante era cómo lo recordaba ella.
rotegido por dos escuadrones de cazas buitre de la Federación de Comercio, el tras-
bordador con forma orgánica de Nute Gunray trazaba un rumbo llameante a través del vacío
del espacio profun¬do, seguido por las descargas de plasma de una docena de Ala-V de la Re-
pública. Los cazas buitre imitaban las maniobras y giros de las naves enemigas, más rápidas
que ellos, y sus cañones, profundamente enterrados en las hendiduras de sus estrechas alas,
escupían un fuego ininterrumpido de cobertura.
El general Grievous observaba la enloquecida danza desde el puente del crucero de la Fede-
ración de Comercio, Mano Invisible, nave insignia de la flota confederada.
Cualquier otro espectador habría pensado que el virrey corría el riesgo de perder el barbado
cuello, pero Grievous sabía que no era así. Gunray llegaba tarde a su cita porque se había des-
viado hasta Cato Neimoidia, y estaba realizando una representación de cara al general, tratan-
do de dar la impresión de que venían persiguiéndolo desde el Borde Exterior, cuando lo cierto
era que el desvío había permitido que las fuerzas de la República pudieran seguir su ruta en
el hiperespacio. El sentido común dictaba que la nave nodriza desde la que se había lanzado
el trasbordador debía emplear rutas secretas trazadas por los miembros de la Federación del
Comer¬cio y sólo conocidas por ellos, pero la realidad era que recorría una ruta estándar a la
que había accedido desde los sistemas interiores.
Y además, la nave de Gunray no se hallaba en peligro real. Los que realmente arriesgaban el
cuello eran los pilotos de la República al enfrentarse a una fuerza superior en proporción de
dos a uno, mientras volaban direc¬tos hacia la vanguardia de la flota confederada. En otro
momento, Grievous habría aplaudido su valentía permitiéndoles escapar con vida, pero los
transparentes esfuerzos de Gunray por disimular su desvío ha¬bían expuesto a toda la flota, y
los pilotos republicanos debían morir.
Pero no inmediatamente.
Primero. Gunray debía recibir un castigo por su error, una muestra de lo que le esperaba la
próxima vez que desobedeciera una orden.
Grievous desvió la atención de las pantallas delanteras del crucero a las estaciones le comba-
64 JAMES LUCENO

te, donde un par de droides observaban la perse¬cución.


—Artilleros, los cazas estelares de la República no deben escapar (le este sector. Apuntad a
sus anillos de hiperimpulso y destruidlos. Después apuntad a uno de los escuadrones de cavas
buitre que sirven de escolta al trasbordador y destruidlo también.
—Centrando blancos —dijo uno de los droides.
—Disparando —dijo el otro.
Grievous volvió a contemplar las pantallas, a tiempo de ver cómo la media docena de anillos
de hiperimpulso se hacía pedazos en medio de efímeras explosiones. Un instante después,
nubes de ondulante fuego hicieron erupción desde ambos lados del crucero de Grievous, y
doce cazas droide desaparecieron de la vista. Las inesperadas explosiones sembraron el caos
en el resto de la escolta, dejando al trasbordador vulnerable ante las acometidas de los cazas
estelares enemigos. Con la formación hecha jiro¬nes, los buitres se ciñeron al protocolo de
programación e intentaron rea¬gruparse, pero al hacerlo quedaron expuestos a las precisas
descargas de los cazas estelares.
Era consecuencia de la negativa de los neimoidianos a aumentar la inteligencia de los droides
que pilotaban los cazas, pensó Grievous. Pero, aun así, funcionaban mejor que cinco años
antes.
Otros tres cazas buitre volaron en pedazos bajo el fuego republicano.
Los pilotos neimoidianos del trasbordador no sabían qué hacer. Todos los intentos de realizar
una acción evasiva eran abortados por los esfuer¬zos de las naves droides para mantener el
trasbordador en el centro de su formación y así protegerlo.
Los láseres enemigos seguían encontrando blancos.
La destrucción de los anillos de hiperimpulso había alertado a los pilotos republicanos de que
se encontraban al alcance de las armas del crucero, y de que debían acabar rápidamente con su
objetivo si pretendían esca¬pan Redoblaron sus ataques contra el trasbordador, maniobrando
y dando bandazos entre los restos de la escolta droide.
Por un segundo. Grievous se preguntó si alguno de los pilotos podía ser un Jedi, ya que en
ese caso optaría por capturarlo en lugar de matarlo. Estudió atentamente las maniobras hasta
asegurarse de que los pilotos eran clones. Aunque habilidosos, como lo fue su molde manda-
loriano, no mostraban ninguna de las percepciones sobrenaturales de que dispondría un Jedi
gracias a la Fuerza.
Aun así, el trasbordador de Gunray estaba recibiendo un intenso casti¬go. Uno de sus apén-
dices de aterrizaje había sido cercenado, y un chorro de vapor surgía de su cola chata. Los
primitivos escudos antiláser y anti¬partículas todavía resistían, pero se debilitaban con cada
impacto directo. Unas cuantas descargas más de plasma los sobrecargarían. Entonces, sin
escudos que la protegieran, un torpedo de protones bien colocado bastaría para destrozar o
volatilizar completamente la nave.
Grievous se imaginó a Gunray, Haako y los demás atados en sus lujo¬sos divanes antiace-
leración, estremeciéndose de miedo y, quizá, lamentando el breve desvío a Cato Neimoidia.
Preguntándose cómo era posible que un puñado de pilotos republicanos hubiera diezmado tan
fácilmente sus escuadrones, y pidiendo refuerzos a la nave nodriza.
Por la mente del general pasó la idea de recompensar a los pilotos de la República dejándoles
destrozar el trasbordador, al fin y al cabo. Gunray y él habían chocado frecuentemente en los
últimos tres años. Los neimoi¬dianos eran una de las primeras especies en crear un ejército
droide, y se habían expandido acostumbrados a pensar que sus soldados y sus obreros eran
completamente prescindibles. Su extraordinaria riqueza les permitía reemplazar cualquier
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 65

pérdida, así que nunca habían desarrollado un míni¬mo respeto hacia las máquinas que los
talleres baktoides, los xi charrianos, los colicoides o cualquier otro construía para ellos.
En su primer encuentro. Gunray cometió el error de tratar a Grievous como si fuera otro droi-
de más..., aunque le advirtieron que no era así.
Puede que Gunray lo considerara otra estúpida entidad más, como el recuperado gen’dai, Dur-
ge; la mal mulada aprendiza de Dooku, Asajj Ventress; o el cazarrecompensas humano, Aurra
Sing. Los tres estaban motivados por un odio personal hacia los Jedi, pero habían demostrado
ser indignos, meras distracciones, mientras que Grievous era el verdadero motor de la guerra.
Sin embargo, la actitud de los neimoidianos había cambiado muy rápi¬damente. Primero por-
que ya habían sido testigos de la capacidad de Grievous, pero sobre todo por lo ocurrido en
Geonosis. De no ser por Grievous. Gunray y los demás habrían sufrido el mismo destino que
Sun Fag, el lugarteniente de Poggle El Menor. Aquel día, sólo la actuación de Grievous en las
catacumbas había logrado que Gunray escapase con vida del planeta, mientras los geonosia-
nos se retiraban a miles de la arena, perseguidos por compañías de comandos clon.
A veces, el general se preguntaba cuántos clones había matado o heri¬do aquel día.
Y cuántos Jedi, por supuesto, aunque ninguno sobreviviera para decírselo.
Los cadáveres de los Jedi que fueron recuperados indicaban que en aquellos oscuros pasajes
subterráneos había ocurrido algo atroz. Puede que los Jedi creyeran que un rancor o un reek se
había ensañado con los cadáveres de sus camaradas, o que aquello era el resultado de disparar
las armas sónicas geonosianos a máxima potencia.
Fuera como fuera, sí debieron de preguntarse qué había ocurrido con los sables láser de las
víctimas.
Grievous lamentaba no haber estado presente para ver sus reacciones, pero también él se ha-
bía visto obligado a huir del planeta antes de que Geonosis cayera en manos de la República.
La revelación pública de su existencia se hizo esperar hasta que un puñado de pobres Jedi
llegaron al mundo-fundición de Hypori. En ese momento, Grievous ya había reunido una
considerable colección de sables láser, pero en Hypori pudo agregar unos cuantos más, dos de
los cuales lle¬vaba ocultos bajo su capa en ese mismo momento.
Para él tenían mucho más valor como trofeos que las pieles de las pre¬sas que otros cazarre-
compensas tanto gustaban de coleccionar. Admiraba la precisión y el mimo con que habían
sido construidos; más todavía, los sables láser parecían retener una débil impronta de su por-
tador. Como antiguo espadachín, era capaz de apreciar que todos y cada uno de ellos habían
sido fabricados a mano, y no en una cadena de montaje, como el resto de las armas láser.
Debido a eso, incluso podría respetar a un Jedi como individuo, pero seguía sintiendo el odio
más visceral por el conjunto de la Orden.
Su especie, los kaleeshi, había tenido una relación más bien escasa con los Jedi debido a la
remota ubicación de su mundo natal. Pero entonces estalló la guerra entre los kaleeshi y sus
vecinos planetarios, una salvaje especie insectoide conocida como los huk. Grievous se hizo
famoso en el largo conflicto conquistando mundos, derrotando a grandes ejércitos, exter¬-
minando colonias enteras de huk... Pero en lugar de rendirse, que hubiera sido una solución
honorable, los huk pidieron a la República que intervi-niera. Y los Jedi llegaron a Kalee.
Durante lo que llamaron negociaciones, realizadas por cincuenta Caballeros y Maestros Jedi
dispuestos a desenvai¬nar sus sables láser y cargar contra Grievous y su ejército, los kalees-
hi aca¬baron quedando como los agresores. La razón era muy simple: si Kalee tenía poco
comercio que ofrecer, los mundos huk eran ricos en minerales y otros recursos deseados por
la Federación de Comercio. Castigados por la República, los kaleeshi se hundieron. No sólo
66 JAMES LUCENO

recibieron sanciones y tuvie¬ron que pagar indemnizaciones, sino que los comerciantes em-
pezaron a evitar el planeta. El pueblo de Grievous pasó hambre y las muertes se con¬taron
por centenares de miles.
Finalmente, fue el Clan Bancario Intergaláctico quien acudió en su ayuda, proporcionando
fondos, reanudando el comercio y dando a Grievous una nueva motivación.
Años después, los muuns volverían de nuevo al planeta...
Los ojos de Grievous siguieron el curso del trasbordador en peligro.
El Conde Dooku y su Maestro Sith nunca le perdonarían que le suce¬diera algo a Gunray.
Los neimoidianos eran inteligentes. Su conocimiento de rutas hiperespaciales secretas era in-
comparable, y su inmenso ejército droide de infantería y sus superdroides de combate estaban
atestados de dis¬positivos que respondían sobre todo a las órdenes de Gunray y su élite. Si los
jefes neimoidianos morían, la Confederación perdería un poderoso aliado.
Había llegado el momento de salvar a Gunray de la trampa en la que él mismo se había me-
tido.
—Lanzad tri-cazas para ayudar al trasbordador —ordenó Grievous a los artilleros—. Que
persigan y destruyan los cazas estelares de la República.
Una escuadrilla de los nuevos cazas droide de ojos rojos se desplegó desde el crucero, y pron-
to fue visible a través de las pantallas del puente.
Alertados por la presencia de los tri-cazas, los pilotos republicanos tuvieron el sentido común
de comprender que se encontraban en inferio¬ridad numérica. Ignorando al último de los ca-
zas buitre, giraron en redon¬do para dirigirse hacia el espacio libre o los planetas habitables
más cer¬canos, a cualquier lugar seguro donde pudieran llevarlos sus motores sublumínicos
de iones, dado que los anillos que les permitían alcanzar velocidades mayores que la de la luz
habían sido destruidos.
Dos de los cazas fueron demasiado lentos. Grievous pidió que aumentasen la resolución de
las pantallas para poder contemplar mejor la perse¬cución del trasbordador, y vio que los re-
zagados eran CAR-170, naves con piloto y copiloto, equipadas con poderosos cañones láser
en la punta de sus extendidas alas y múltiples lanzadores de torpedos. Estaba ansioso por ver
de qué eran capaces.
—Ordenad que tres escuadrones de tri-cazas protejan al trasbordador y lo escolten hasta nues-
tro hangar. Que el resto aniquile al enemigo, excep¬to a los CAR-170. Tienen que entablar
combate con ellos, pero sin desin¬tegrarlos..., aunque eso signifique que los tri-cazas sean
derribados por el fuego enemigo.
Grievous agudizó su mirada.
Los tri-cazas se dividieron en dos grupos. El más numeroso rodeó al trasbordador dañado de
Gunray y se encargó de protegerlo contra los Ala-V mientras el resto del escuadrón hostigaba
a los CAR-170.
Lo que más impresionó a Grievous fue lo rápidamente que los pilotos acudían en ayuda de sus
compañeros. La camaradería en combate no era una de las características innatas de los clones
kaminoanos, ni algo que hubieran aprendido de los Jedi, sino herencia directa del cazarrecom-
pen¬sas mandaloriano. Fett lo habría negado, por supuesto, y habría insistido en que él sólo se
preocupaba de sí mismo, pero ésa no era la forma de pen¬sar de un verdadero guerrero, como
no lo era ahora de los pilotos clon. Parecían apreciar exageradamente el valor de cada vida,
como si los clones fueran humanos, no artificiales.
¿Tan corta de efectivos estaba la República que no podía permitirse el lujo de afrontar sus
pérdidas?
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 67

Era algo que valía la pena meditar. Algo que, en algún momento, podría explotar en su bene-
ficio.
Sin mirar siquiera a los artilleros del puente, Grievous dio una última orden.
—Acabad con ellos.
Entonces, volviéndose hacia un droide de comunicaciones, agregó:
—Que los neimoidianos sean llevados directamente a la sala de reu¬niones. Informa a los
demás que me dirijo hacia allí.

Todavía agitado por el accidentado traslado de la nave nodriza al Mano Invisible, Nute Gun-
ray intentó tranquilizarse en la sala a la que Haako y él habían sido conducidos inmediatamen-
te después de desembarcar. Contaba con que algunos cazas estelares de la República persi-
guieran a la nave nodri¬za desde Cato Neimoidia..., como contaba con que perseguirían a las
naves de la Federación de Comercio que partieran de otros sistemas estelares a una distancia
similar del Borde Exterior. Por lo tanto, esperaba que, gracias a la persecución de esos cazas,
diera la impresión de que lo perseguían desde un mundo neimoidiano. Pero no todo había sali-
do como él esperaba. Lo que debió haber sido una travesía rápida y cómoda, había terminado
convir¬tiéndose en una persecución a vida o muerte, con el trasbordador gravemente dañado
y más de un escuadrón de cazas buitre destruido.
Aquello le pareció absolutamente inexplicable, hasta que el piloto del trasbordador le con-
firmó que la mayoría de los cazas buitre habían sido atomizados por el fuego de las baterías
turboláser del crucero.
¡Grievous!
Lo había castigado por llegar urde.
A Gunray le habría encantado informar a Dooku de los actos del gene¬ral, pero temió que el
Sith acabase apoyando a Grievous.
Runa Haako se sentó muy agitado junto a Gunray, frente a la brillante mesa del camarote.
Otros miembros del Consejo Separatista ocuparon el resto de los asientos: San Hill, presiden-
te muun del Clan Bancario Interga¬láctico, y cuya delgadez le hacía parecer casi bidimensio-
nal; Wat Tambor, el presidente skakoano de la TecnoUnión, enclaustrado en su voluminoso
traje de presión que le suministraba metano; el geonosiano Poggle El Menor, archiduque de
la Colmena Stalgasin; Shu Mai, el presidente gossamo del Gremio de Comercio, con su largo
cuello en forma de tallo; Passel Argente, el magistrado de la Alianza Corporativa; y el aqua-
lish Po Nudo y el quarren Tikkes, antiguos senadores de la República.
Conversaban entre ellos cuando oyeron un retumbar metálico de pisadas en el largo pasillo
que conducía a la sala de reuniones. De repente, todos callaron y. Un momento después, el
general Grievous aparecía en el umbral con la redondeada coronilla que remataba su larga
máscara rozando el din¬tel de la puerta, y el cuello de su armadura de cerámica recordando
los colla¬rines que habitualmente se utilizaban para inmovilizar las vértebras frac¬turadas.
Embutidos en metal más apropiado para un caza estelar que para un ser vivo, sus esqueléticos
miembros superiores estaban extendidos a los lados, y sus manos de duranio, semejantes a
garras, se apoyaban en el marco de la compuerta. Sus dos pies, también en forma de garra,
eran capaces de aumentar su altura varios centímetros. Mientras que los huesos de las piernas,
hechos de metal, parecían capaces de impulsarlo hasta cual¬quier órbita. Grievous se echó
hacia atrás la capa de campaña, sujeta a ambos hombros y tan larga que llegaba hasta el suelo,
dejando expuestas a la vista las dos placas pectorales de su armadura y las costillas invertidas,
que surgían de su cintura y se extendían hacia arriba, hasta su blindado esternón. Bajo todo
68 JAMES LUCENO

aquel metal, encajados en una especie de saco lleno de un fluido color verde bosque, se en-
contraban los órganos que nutrían la escasa parte de su cuerpo que todavía podía considerarse
viva.
Tras los agujeros del casco, que daban a su rostro un aspecto fúnebre y temible a la vez, sus
ojos de reptil se clavaron fijamente en Gunray. Una voz sintetizada, profunda y áspera a la
vez, dijo:
—Bienvenido a bordo, virrey. Por un momento temimos que no fuera capaz de unirse a no-
sotros.
Gunray sintió las miradas de todos los presentes fijas en él. Su descon¬fianza hacia el ciborg
no era ningún secreto... Ni la enemistad que Grievous sentía hacia él.
—Sólo puedo suponer que se sentía muy preocupado ante esa perspec¬tiva, general.
—Usted sabe lo importante que es para nuestra causa.
—Lo sé, general. Aunque confieso que me pregunto si usted también lo sabe.
—Soy su guardián, virrey. Su protector.
Grievous entró en el camarote y rodeó la mesa hasta detenerse justo detrás de Gunray, empe-
queñeciéndolo con su estatura. Gunray vio cómo Haako se hundía más profundamente en su
silla, negándose a mirar al general o a él y frotándose nerviosamente las manos.
—No tengo ningún favorito entre ustedes —habló por fin el general—. Todos son igualmente
importantes para mí. Por eso los he convocado aquí, para asegurar su protección.
Nadie dijo una sola palabra.
—La República se engaña creyendo que todos ustedes están huyendo, cuando, de hecho, Lord
Sidious y Darth Tyranus planearon esta reunión por razones que pronto se aclararán. Todo
funciona según el plan previs¬to. Sin embargo, con sus mundos natales en poder de la Repú-
blica, con sus bienes y sus mundos coloniales amenazados por toda la galaxia, ahora se les
ordena que, por el momento, permanezcan juntos. Me han pedido que encuentre un refugio
seguro para ustedes aquí, en el Borde Exterior.
—¿Qué mundo nos aceptará ahora? —preguntó San Hill, desconsola¬do y exhibiendo una
mueca en su cara equina.
—Si ninguno se ofrece, presidente, nos apoderaremos de uno. Grievous se dirigió a la com-
puerta con sus garras rechinando sobre la cubierta.
—Por ahora, vuelvan a sus naves. Una vez seleccionemos un mundo, contactaré con cada uno
de ustedes según el método tradicional y les daré las coordenadas de la cita.
Cuidando no traicionar su repentino recelo, Gunray intercambió una mirada con Haako.
El “método tradicional de comunicación” significaba la mecano-silla que habían abandonado
inadvertidamente en Cato Neimoidia.
harros IV un mosaico de rojo deslucido y castaño pálido, llenaba las pantallas de-
lanteras del crucero de la República. La nave ya era una reliquia veinte años atrás, pero sus
motores e impul¬sores sublumínicos eran fiables, y Obi-Wan y Anakin no tuvieron elec¬ción,
pues las demás naves estaban diseminadas en diferentes frentes. El antiguo y emblemático
color rojo del crucero quedaba oculto por capas recientes de pintura blanca. Y, a causa de la
guerra, habían sido instalados cañones láser a popa, bajo los radiadores de las alas, y delante,
bajo la cabina del piloto, en el espacio que antes servía como salón para los pasajeros.
Obi-Wan planeó los tres saltos necesarios para llegar a Xi Char desde el Borde Interior, pero
el encargado de pilotar la nave había sido Anakin.
—Recibiendo coordenadas de aterrizaje —anunció Anakin con los ojos fijos en una pantalla
del tablero de instrumentos.
Obi-Wan estaba agradablemente sorprendido.
—Eso me enseñará a no ser escéptico. En el pasado, cuando nos infor¬maban de que Inteli-
gencia había hecho su trabajo, siempre acababa descu¬briendo que faltaba mucho por hacer.
Anakin lo miró y se rió.
—¿He dicho algo divertido?
—Sólo estaba pensando: “otra vez en danza”.
Obi-Wan se recostó en su silla y esperó a que su compañero terminase de hablar.
—Sólo quería decir que, para alguien que se ha ganado la fama de odiar los viajes espaciales,
has tomado parte en más misiones exóticas de las que te correspondían: Kamino, Geonosis,
Ord Cestus...
Obi-Wan se tironeó de la barba.
—Digamos que la guerra me ha hecho tener una visión más amplia de las cosas.
—El Maestro Qui-Gon se habría sentido orgulloso de ti.
—No estés tan seguro...
Obi-Wan había discutido la conveniencia de ir a Charros IV. Estaba seguro de que Dexter Je-
ttster, su amigo besalisko de Coruscant, hubiera proporcionado a los analistas de Inteligencia
70 JAMES LUCENO

todos los datos necesarios sobre la mecano-silla del virrey Gunray, pero Yoda insistió en que
Obi-Wan y Anakin intentasen hablar personalmente con el xi charriano cuya firma habían
descubierto en la silla ambulante.
Ahora, Obi-Wan se preguntaba por qué había estado tan en contra del viaje. Esta misión pa-
recía una especie de permiso comparada con todo lo ocurrido en los últimos meses. Anakin
tenía razón, Obi-Wan había reali¬zado más misiones y más viajes de los que le correspondían,
pero eran muchos los Jedi que habían actuado como agentes de 1nteligencia en el transcurso
de la guerra. Aayla Secura y el Jedi caamasi Ylenic lt’kla lle¬varon en custodia a un desertor
de la TecnoUnión hasta Corellia, y Quinlan Vos se infiltró en el círculo de aprendices del Lado
Oscuro de Dooku...
Y el Canciller Supremo Palpatine nunca fue informado, ni lo había sido nunca, de ninguna
de esas operaciones secretas. No porque el Consejo Jedi hubiera dejado de confiar en él, sino
porque ya no confiaba en nadie.
—¿Crees que los xi charrianos hablarán con nosotros? —preguntó Anakin.
Obi-Wan hizo girar su sillón para mirarle a la cara.
—Tienen todas las razones del mundo para mostrarse amables. Des¬pués de la batalla de
Naboo, la República se negó a hacer negocios con ellos por haber fabricado armas prohibidas
para los neimoidianos. Desde enton¬ces se han mostrado muy ansiosos por reparar ese error,
sobre todo ahora que los baktoides y otros proveedores de la Confederación aprovechan sus
diseños para fabricar en serie armas más baratas.
La principal contribución de los xi charrianos al arsenal de los neimoi¬dianos había sido el
caza estelar llamado Droide de Combate Autopropul¬sado de Geometría Variable, una nave
de combustible sólido meticulosamente diseñada, capaz de adoptar tres configuraciones dis-
tintas.
Anakin adoptó una expresión cautelosa.
—Espero que no nos echen en cara haber destruido tantos de sus cazas. A Obi-Wan se le es-
capó una carcajada.
—Sí, esperemos que tu fama no haya llegado al Borde Exterior. Pero, en el fondo, nuestro
éxito depende de que TC-16 hable xi charriano tan fluidamente como presume.
—Maestro Kenobi, le aseguro que puedo hablar esa lengua casi tan bien como un aborigen xi
charriano —protestó el droide de protocolo desde uno de los asientos traseros de la cabina—.
Mi servicio al virrey Gunray exigía estar familiarizado con los idiomas comerciales utilizados
por todas las especies colmena, incluidos el xi charriano, el geonosiano, el colicoide y muchos
otros. Mi dominio de su idioma nos asegurará una completa cooperación por parte de los xi
charrianos..., aunque espero que no se sientan demasiado repelidos por mi apariencia física.
—¿Por qué ibas a repelerlos? —se interesó Anakin.
—Las creencias religiosas de los xi charrianos tienen como base una completa devoción a la
precisión tecnológica. Para ellos es un artículo de fe que el trabajo meticuloso no se diferencia
de la oración; es más, sus talleres son más parecidos a un templo que a una fábrica. Cuando
un xi cha¬rriano es herido, él mismo se autodestierra para que los demás no tengan que ver
sus imperfecciones o sus deformidades. Un adagio xi charriano dice que “la divinidad está en
los detalles”
—Exhibe tus defectos con orgullo, Tecé —dijo Anakin, alzando y cerrando su mano dere-
cha—. Yo exhibo los míos.
El crucero estaba descendiendo en la atmósfera helada y cubierta de nubes de Charros IV.
Inclinándose sobre las pantallas, Chi-Watt vio un mundo árido, casi sin árboles. Los xi cha-
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 71

rrianos vivían en mesetas altas, rodeadas de montañas cubiertas de nieve. Lagos de agua negra
salpicaban el paisaje aquí y allí.
—Un planeta yermo —comentó Obi-Wan.
Anakin hizo algunos ajustes para compensar el fuerte viento que sacu¬día la nave.
—Cualquier día acabaremos en Tatooine.
Obi-Wan se encogió de hombros.
—Conozco lugares peores que Tatooine para vivir.
No tardaron en descubrir la plataforma de aterrizaje que les habían indicado. De forma ovala-
da y perfectamente ajustada al tamaño del crucero, parecía recién estrenada.
—Seguro que la han construido especialmente para nosotros —dijo TC-16—. Por eso nos
solicitaron las medidas exactas del crucero. Anakin miró a Obi-Wan.
—Quizá sea un buen momento para que la República utilice a los xi charrianos.
Depositó el crucero sobre los amplios discos de su tren de aterrizaje y extendió la rampa de
descenso. Antes de pisarla siquiera, Obi-Wan se levantó la capucha de la capa. Un viento gé-
lido aullaba, descendiendo por las laderas de las montañas. Ante él, una brillante pasarela me-
tálica los lle¬vaba desde el borde de la plataforma de aterrizaje hasta una estructura semejante
a una catedral que se levantaba a medio kilómetro de distancia. A ambos lados de la pasarela
se concentraban centenares de excitados xi charrianos.
—Supongo que no reciben muchas visitas —comentó Anakin, mien¬tras Obi-Wan, TC-16 y
él descendían por la rampa.
Como solía suceder con casi todas las razas, los diseños tecnológicos xi charrianos refleja-
ban la anatomía y la fisiología de sus creadores. Con cuerpos menudos y quitinosos, patas
puntiagudas, pies hendidos con los dedos formando tijera y cabezas en forma de lágrima,
podían ser versiones vivientes de los droides de combate que fabricaban para la Federación
de Comercio... Al menos, en su versión de infantería. El salvaje alarido de cientos de bienve-
nidas gritadas a la vez era tan fuerte, que Anakin tuvo que levantar la voz para hacerse oír por
encima del estruendo.
—¡Nos están dando el tratamiento de celebridades! ¡Creo que voy a disfrutar aquí!
—Manténte cerca de mí, Anakin.
—Lo intentaré, Maestro.
Cuanto más se acercaban los Jedi y el droide de protocolo al borde de la plataforma de aterri-
zaje, más ruidosos eran los alaridos. Obi-Wan no supo qué hacer ante la emocionada ansiedad
que desprendían los aliení¬genas. Era como si estuvieran a punto de comenzar una especie de
carre¬ra. Muy a menudo, un xi charriano llevado por el entusiasmo saltaba sobre la pasarela,
pero era rápidamente sujetado por los demás y reintegrado a la multitud.
—¿Normalmente son tan entusiastas, Tecé? —preguntó Obi-Wan.
—Sí, Maestro Kenobi, pero su entusiasmo no tiene nada que ver con nosotros. ¡Es por la
nave!
El significado del comentario quedó claro en el momento en que tres de ellos pisaron al mis-
mo tiempo la plataforma de aterrizaje. En cuestión de segundos, los xi charrianos se abalan-
zaron sobre el crucero. recubrién¬dolo desde su proa achatada hasta los impulsores de popa.
Obi-Wan y Anakin contemplaron temerosos cómo desaparecían los parches de carbo¬no, se
alisaban las abolladuras, se reconfiguraban las piezas de la superes¬tructura y se pulían las
portillas de visión de transpariacero.
—Cuando nos vayamos, recuérdame que les dé una propina —dijo Anakin.
De vez en cuando, un xi charriano saltaba sobre TC-16 o tiraba de uno de sus miembros, pero
72 JAMES LUCENO

el droide siempre lograba quitárselos de encima.


—¡En su afán por mejorarme, temo que sean capaces de borrarme la memoria! —protestó el
droide.
—Tampoco sería tan malo —dijo Anakin—, visto lo mucho que te que¬jas de tus experien-
cias.
—¿Cómo puede esperarse que aprenda de mis errores si ya no puedo ni recordarlos?
Se encontraban a mitad de camino de la pasarela, cuando un par de xi charrianos de mayor
tamaño salieron de la catedral y se acercaron a ellos para presentarse. TC-16 intercambió
chasquidos y cliqueos con ellos antes de traducir el saludo.
—Estos dos nos llevarán ante el Prelado.
—No llevan armas —comentó Anakin en voz baja—. Es buena señal.
—Los xi charrianos son una especie pacífica —explicó el droide—. Sólo se preocupan de
diseñar tecnología, no del uso que se le da. Por eso se sienten injustamente acusados y equi-
vocadamente juzgados por la República. No se consideran culpables del papel que jugaron
sus droides de combate en la batalla de Naboo.
El enorme edificio, que según TC-16 era un taller, tenía doscientos metros de altura y estaba
coronado por rejas y torres en espiral que emi¬tían retazos de una música extraña cuando el
viento pasaba entre ellas. Hileras de altas claraboyas iluminaban el inmenso espacio interior
donde se esforzaban miles de xi charrianos. Arcadas y columnas exquisitamente talladas sus-
tentaban un techo abovedado lleno de puntales, entre los que dormían miles de xi charrianos
más, suspendidos de sus pies en forma de tijera y zumbando de satisfacción.
—¿El turno de noche? —se preguntó Anakin en voz alta.
Su pareja de escoltas los llevó hasta una especie de cancillería, cuyas altas puertas se abrían
a una sala inmaculada que bien hubiera podido ser el camarote del capitán de un yate de lujo.
En el centro de la sala, sentado en una silla semejante a un trono, se hallaba el xi charriano
más grande que habían visto hasta entonces, atendido por una docena de congéneres más
pequeños que él. Más allá, diversos grupos de xi charrianos empuña¬ban herramientas y revi-
saban cada milímetro cuadrado de la cámara, fre-gando, limpiando, puliendo.
Sin ceremonia, TC-16 se acercó al Prelado y ofreció un saludo. El droi¬de había manipulado
su codificador vocal para que Obi-Wan y Anakin escuchasen una traducción simultánea de
sus palabras.
—¿Puedo presentarle al Jedi Obi-Wan Kenobi y al Jedi Anakin Sky¬walker? —empezó di-
ciendo.
Indicando con un movimiento de su mano a su séquito que se alejase, el Prelado giró su larga
cabeza para mirar a Obi-Wan.
—Tecé —dijo Obi-Wan—, dile que sentimos haber interrumpido sus abluciones.
—No está interrumpiendo nada, señor. El Prelado es asistido de esta forma todas las horas del
día.
El Prelado cloqueó.
—Excelencia, hablo su idioma gracias a mi empleo anterior en la corte del virrey Nute Gun-
ray —el droide escuchó la respuesta del Prelado y aña¬dió—: Sí, comprendo que eso no me
granjea precisamente sus simpatías, pero en mi defensa puedo argumentar que mi estancia
entre los neimoi¬dianos fue el periodo más difícil de mi existencia..., como puede atestiguar
mi apariencia física, motivo de gran vergüenza para mí.
Claramente apaciguado, el Prelado volvió a cloquear.
—Estos Jedi comparecen ante usted y solicitan su permiso para hacer unas cuantas preguntas
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 73

a uno de sus devotos del Taller Xcan..., un tal T’laalaks’lalak-t’th’ak.


TC-16 hizo las paradas glotales y los cliqueos necesarios para pronun¬ciar correctamente el
nombre.
—Un grabador virtuoso, excelencia, estoy seguro. El interés de los Jedi por él se debe a que
una obra de arte a la que él se consagró, podría pro¬porcionar una pista sobre el paradero ac-
tual de un importante líder sepa¬ratista —el droide escuchó la respuesta y agregó—: Y puedo
añadir que todo aquello que proporcione satisfacción a los xi charrianos, también contentará
a la República.
La mirada del Prelado volvió a cruzarse con la de los Jedi.
—Los sables láser no son armas, excelencia —explicó TC-16 tras un breve intercambio de
cliqueos—, pero si el permiso para hablar con T’laalaks’laalak-t’th’ak depende de que le en-
treguemos los sables láser, estoy seguro de que puede contar con ello.
Obi-Wan empezó a quitarse su sable, pero Anakin dudó.
—Dijiste que me harías caso.
Anakin abrió su capa.
—Dije que lo intentaría, Maestro.
Entregaron sus sables a TC-16, que los presentó al Prelado para que los inspeccionara.
—No me sorprende su opinión de que pueden mejorarse, excelencia —dijo el droide tras un
momento—. ¿Qué dispositivo mecánico no se beneficiaría de la habilidad de un xi charria-
no? —escuchó atentamente y añadió—: Estoy seguro que los Jedi saben que usted honrará su
promesa dejando sus imperfecciones intactas.

—Ha ido mejor de lo que esperaba —reconoció Obi-Wan mientras Anakin, TC-16 y él eran
escoltados al corazón del Taller Xcan. Anakin no estaba convencido.
—Eres demasiado confiado, Maestro. Yo he captado mucha sospecha.
—Podemos dar las gracias a Raith Sienar por eso.
Hacía casi dos décadas que el rico e influyente propietario y presidente de Sistemas de Diseño
Sienar, principal proveedor de cazas estelares de la República, había convivido cieno tiempo
con los xi charrianos, estu¬diando las técnicas de ultraprecisión que luego incorporaría a sus
propios diseños. Tachado de “no creyente”, Sienar fue desterrado de Charros IV y se convirtió
en objetivo de muchos cazarrecompensas, cuatro de los cuales fueron arrojados por el propio
Sienar a un agujero negro sólo conocido por él y por un puñado de exploradores hiperespa-
ciales. Sienar había llevado a cabo actos similares de espionaje dentro de la Federación de
Comercio, las fábricas baktoides, los ingenieros corellianos y otras corporaciones de Incom,
pero los xi charrianos tenían mucha memoria para lo que ellos con¬sideraban un sacrilegio.
Seis años antes de la batalla de Naboo, un segundo intento de asesinar a Raith había terminado
con la vida de su padre. Narro, en Dantooine. No obstante, el hereje había escapado una vez
más.
Diez años atrás, Obi-Wan y Anakin habían tenido su propio enfrentamiento con Sienar, en el
mundo viviente conocido como Zonama Sekot. Como Sienar era parcialmente responsable
de la “desaparición” de Zona¬ma Sekot, también fue la razón por la que los xi charrianos no
volvieron a admitir aprendices humanos entre ellos.
El Taller Xcan era una maravilla.
Artesanos xi charrianos trabajaban individualmente, o en grupos de tres a trescientos, en pro-
ductos que iban desde electrodomésticos de tec¬nología punta a cazas estelares, agregando
mejoras o adornos, retocándo¬los, personalizándolos o adaptándolos de mil formas diferen-
74 JAMES LUCENO

tes. De aquí procedían todos los inapreciables tesoros que Obi-Wan y Anakin habían encon-
trado almacenados en las salas de la ciudadela de Gunray, en Cato
Neimoidia. El ambiente era la antítesis del frenesí ensordecedor que caracterizaba una fun-
dición baktoide, como la que la República expropió en Geonosis. Los xi charrianos rara vez
conversaban entre ellos mientras tra¬bajaban, ya que preferían concentrarse en la repetición
en tono muy agudo de mantras análogos a los cánticos. Los pocos que repararon en los tres
visitantes mostraron más interés en TC-16 que en los Jedi.
Aun así, pese al excelente trabajo que se llevaba a cabo en el Taller Xcan, para muchos xi
charrianos la catedral-fábrica suponía poco más que un trampolín, ya que su mayor aspiración
era trabajar en el conglomerado Haor Chall de Ingeniería, que había abandonado Charros IV
para instalarse en otros mundos del Borde Exterior.
El mismo par de alienígenas que había escoltado a Obi-Wan y a Anakin hasta la cancillería
del Prelado los guiaron hasta el altar de T’laalaks’lalak¬fth’ak, situado en la columnata oc-
cidental del Taller, cuyo pilar estaba decorado con mosaicos de azulejos grabados. Muy por
encima de sus cabezas, los xi charrianos descansaban colgando boca abajo de las grandes
vigas curvas que sostenían el tejado, como lo hacían los droides de combate configurables en
las bodegas de los transportes de la Federación de Comercio.
Obi-Wan se dio cuenta de que el sonido de su constante zumbar podía resultar ligeramente
enervante.
T’laalak-s’lalak-t’th’ak estaba ocupado grabando un logotipo corporati¬vo en la consola de
un caza estelar. A un lado, docenas de piezas inacaba¬das formaban una muralla, y al otro,
tenía otras tantas ya completadas. Al oír su nombre, levantó la vista de su trabajo.
Los escoltas cliquearon brevemente, antes de que TC-16 tomara el relevo.
—T’laalak-s’lalak-t’th’ak, en primer lugar permítame decirle que su trabajo es de calidad tan
excepcional que hasta los mismos dioses deben sentirse envidiosos.
El xi charriano aceptó el cumplido con humildad y cliqueó una respuesta.
—Apreciamos la oferta de poder contemplar su trabajo. Pero, de hecho, algunas de sus mejo-
res piezas no nos resultan desconocidas. Hemos viajado hasta tan lejos por una de esas piezas
en particular y para poder hablar con usted. Un ejemplo de su indudable maestría que recien-
temente vio la luz en Cato Neimoidia.
El xi charriano se tomó un largo momento para responder.
—Una mecano-silla que usted grabó para Nute Gunray, el virrey de la Federación de Comer-
cio, hace unos catorce años estándar —TC-16 escuchó antes de añadir—: Naturalmente que
era obra suya. La parte interna de la pata trasera tenía su símbolo —volvió a escuchar—. ¿Una
falsificación baktoide? ¿Está sugiriendo que su trabajo puede imitarse tan fácilmente?
Anakin tocó con el codo a Obi-Wan, los xi charrianos que trabajaban más cerca de ellos em-
pezaban a mostrar cieno interés por la conversación.
—Comprendemos su repugnancia en discutir estos asuntos —decía tranquilamente TC-16—.
¡Vaya, el hecho de que estampara su firma en ese trabajo podría ser interpretado por el Prelado
como una demostración de orgullo!
El enfado de T’laalak-s’lalak-t’th’ak era patente.
—Por supuesto que puede sentirse orgulloso. Pero ¿debemos informar al Prelado de que esa
obra de arte ha estado todos estos años en poder de un personaje como el virrey Gunray...?
Sin otro cliqueo, el xi charriano soltó sus herramientas y saltó desde su banqueta, no hacia
TC-16 ni hacia los Jedi, sino hacia la telaraña de vigas que pendía sobre él. Empezó a saltar de
una viga a otra, ignorando los chi¬llidos indignados de los xi charrianos a los que despertaba
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 75

bruscamente, e intentando llegar hasta una de las claraboyas que sembraban el tejado.
Obi-Wan lo observó un instante, antes de girarse hacia Anakin.
—Creo que ya no quiere seguir hablando con nosotros.
Anakin no apartó su mirada de T’laalak-s’lalak-t’th’ak.
—Bueno, pues, quiera o no, tendrá que hacerlo.
Y saltó hacia arriba, dispuesto a perseguirlo.
—¡Anakin, espera! —gritó Obi-Wan. Y añadió para sí mismo—: ¡Oh, qué diablos!
Y también saltó hacia el techo.
Impulsándose de un puntal a otro, como un artista circense, Anakin llegó rápidamente al
intrincado trazado que rodeaba la ventana semiabierta a través de la cual intentaba escapar
T’laalak-s’lalak-t’th’ak. El xi cha¬rriano ya había conseguido sacar las patas delanteras fuera
de la ventana, cuando Anakin saltó de nuevo y se aferró a él intentando devolverlo al suelo.
Pero el alienígena era más fuerte de lo que parecía y, cliqueando alo¬cadamente, saltó hasta
una ventana superior, arrastrando a Anakin con él.
Diez metros más abajo, Obi-Wan recorría en paralelo la misma trayec¬toria del xi charriano.
Anakin seguía intentando arrastrar a su presa hacia abajo, pero su peso era insuficiente. Te-
miendo que Anakin recurriese con demasiado énfasis a la Fuerza —¡Obi-Wan tuvo visiones
del Taller derrumbándose a su alre¬dedor en mil pedazos!—, se propulsó hacia ellos y logró
asirse a las patas traseras de T’laalak-s’lalak-t’th’ak.
Todos cayeron.
Los tres. Entrelazados y arrastrando con ellos a más de treinta xi cha¬rrianos que colgaban
cabeza abajo. Mientras caían, Obi-Wan y Anakin perdieron su asidero sobre T’laalak-s’la-
lak-t’th’ak, y, de repente, no supie¬ron distinguir a un xi charriano de otro. En todo caso,
perder de vista a T’laalak-s’lalak-t’th’ak dejó de ser una preocupación inmediata, pues todos
los xi charrianos del Taller corrieron en ayuda de sus congéneres, aquellos que los Jedi habían
arrancado del techo. Algunos intentaban inmovilizar a los Jedi blandiendo soldadores y herra-
mientas de grabado, mientras otros se ocupaban de construir una cúpula de plastiacero bajo la
que contener aquel estallido de violencia.
—¡Nada de muertes! —gritó Obi-Wan.
Anakin lo miró con ojos desorbitados, bajo un montón de xi charria¬nos encolerizados de tres
metros de alto.
—¿A quién se lo dices exactamente?
Obi-Wan recorrió el Taller con la mirada.
—¡Busca algo, rápido! ¡Antes de que completen la cúpula!
Moviendo su mano libre, Obi-Wan volcó una pequeña mesa situada a veinte metros de dis-
tancia, lanzando por los aires varios montones de comunicadores recientemente grabados y
controles remotos de droides. Cliqueando de pánico, la mitad de los xi charrianos que los
mantenían sujetos contra el suelo, y la mayoría de los que corrían hacia ellos, se diri¬gió pre-
cipitadamente a recoger los dispositivos dañados.
—¡Deprisa, Anakin!
Aunque tenía las manos debajo del cuerpo. Anakin consiguió elevar una plataforma de elec-
trodomésticos de cocina y lanzarla contra una colección de juguetes cuidadosamente alinea-
da. Después arrancó de la pared más de media docena de candelabros.
Más xi charrianos corrieron, cliqueando de desconsuelo.
—¡Deja de actuar como si esto fuera divertido! —gritó Obi-Wan.
Cuando clavaba la mirada en un contenedor lleno de instrumentos musi¬cales y estaba a pun-
76 JAMES LUCENO

to de librarse de los pocos atormentadores que quedaban sobre él, una ráfaga de láser asaeteó
el Taller. En medio de la multitud de xi charrianos enfurecidos apareció el Prelado, empuñan-
do un arma en cada pata y sentado en una litera que llevaban a hombros seis porteadores.
Veinte xi charrianos se tiraron al suelo mientras el Prelado apuntaba con sus rifles a Obi-Wan
y a Anakin.
Antes de que pudiera disparar. TC-16 surgió de una galería lateral con su cuerpo reconstruido
y pulido hasta despedir un brillo deslumbrante.
—¡Miren lo que me han hecho!
El tono de voz del droide era de angustia y maravilla al mismo tiempo, pero el cambio era tan
inesperado y espectacular que el Prelado y sus por¬teadores se quedaron con la boca abierta,
como si estuvieran contemplando un milagro. El Prelado lanzó una batería de cliqueos antes
de volver a apuntar a Obi-Wan y a Anakin con sus armas.
—¡Pero, excelencia, los Jedi no pretendían hacer ningún daño! —inter¬vino rápidamente
el droide—. ¡T’laalak-s’lalak-t’th’ak huyó para no tener que responder a sus preguntas! ¡El
Maestro Obi-Wan y el Jedi Skywalker sólo intentaban que atendiera a razones!
La mirada del Prelado se clavó en T’laalak-s’lalak-t’th’ak.
TC-16 tradujo.
—Maestro Kenobi, el Prelado le aconseja que haga sus preguntas y que abandone Charros IV
antes de que cambie de idea.
Obi-Wan miró un instante a T’laalak-s’lalak-t’th’ak, y después a TC-16.
—Pregúntale si recuerda la silla.
El droide transmitió la pregunta.
—Sí, ahora la recuerda.
—¿La grabaron aquí?
—Su respuesta es “sí, señor”.
—¿Quién trajo la silla a Charros IV? ¿El neimoidiano o algún otro?
—Dice que fue “otro”.
Obi-Wan y Anakin intercambiaron una mirada.
—¿Ya tenía instalado el transmisor de hiperonda? —preguntó Anakin. TC-16 escuchó.
—Ambos estaban ya instalados en la silla: el transmisor y el holopro¬yector. Dice que él se
limitó a mejorar su sistema de movimiento y a gra¬bar las patas de la silla —bajando su voz,
agregó—: Yo diría que el tono de T’laalak-s’lalak-t’th’ak es... dubitativo. Sospecho que es-
conde algo.
—Tiene miedo —confirmó Anakin—. Y no de Nute Gunray.
Obi-Wan se dirigió a TC-16.
—Pregúntale quién instaló el transmisor. Pregúntale desde dónde lo enviaron aquí.
Los cliqueos de T’laalak-s’lalak-t’th’ak parecían arrepentidos.
—La unidad del transmisor llegó de una instalación llamada Escarte. Cree que el fabricante
del dispositivo todavía sigue allí.
—¿Escarte? —se extrañó Anakin.
—Una instalación minera en un asteroide —explicó TC-16—. Pertenece al Gremio de Co-
mercio.
ace diez años esto habría tenido todos los requisitos necesarios para convertirse en
un conflicto diplomático —explicaba el oficial de Inteligencia Dyne a Yoda y a Mace Windu
en la sala de datos del Templo Jedi.
Llena de ordenadores, mesas de holoproyectores y aparatos de comu¬nicaciones, la sala sin
ventanas también contenía un emisor de emergen¬cia que transmitía en una frecuencia úni-
camente conocida por los Jedi, lo que permitía que el Templo enviara y recibiera mensajes
codificados sin tener que recurrir a la HoloRed publica.
—¿Desde cuándo muestran tanta comprensión los xi charrianos? —pre¬guntó Mace. Vestido
con túnica marrón, cinturón y pantalones crema, estaba sentado en el borde de un escritorio,
apoyando uno de sus pies en el suelo.
—Desde que se han visto obligados a sobrevivir subcontratando trabajo—respondió Dyne—.
Quieren volver a entrar en el juego y conseguir un buen contrato de la República para fabricar
cazas estelares o droides de com¬bate. Saben que Sienar se está haciendo cada vez más rico
empleando técni¬cas que básicamente les robó a ellos. Eso debe de tenerlas muy irritados.
Mace miró a Yoda, que permanecía de pie, a un lado, con ambas manos apoyadas en la em-
puñadura de su bastón.
—Entonces, no es probable que el Prelado xi charriano envíe un infor¬me del incidente al
Senado.
Dyne negó con la cabeza.
—No lo hará. Al fin y al cabo, no se produjo ningún daño real.
—A oídos del Canciller Supremo no llegará —dijo Yoda—. Pero sorprendido por el informe
de Obi-Wan estoy. Perdiendo parte de su buen jui¬cio Obi-Wan está.
—Ambos sabemos el motivo —apuntó Mace—. Se ha convertido en el defensor de Anakin.
—Si el Elegido Skywalker es, cien incidentes diplomáticos como éste sin preocuparnos po-
dremos sufrir —Yoda cerró los ojos un momento, antes de fijarlos en el analista de Inteligen-
cia—. Pero a contarnos estas cosas no ha venido, capitán Dyne.
Dyne sonrió abiertamente.
78 JAMES LUCENO

—Hemos logrado descifrar el código que Dooku, y suponemos que Sidious, ha estado utili-
zando para comunicarse con el Consejo Separatista. Gracias a ese código pudimos interceptar
un mensaje enviado al virrey Gunray a través de la mecano-silla.
—Hace años que intentamos descifrar ese código —dijo Mace ponién¬dose en pie, repenti-
namente interesado.
—El transmisor de hiperonda de la silla nos dio nuestra primera pista sólida. En seguida nos
dimos cuenta de que el código de la memoria del transmisor era una variante del utilizado
por el Clan Bancario lntergalác¬tico. Así que decidimos ofrecer un trato a un muun que en-
carcelamos tras la batalla de Muunilinst. Se resistió un poco, pero terminó confirmándo¬nos
que el código de la Confederación es muy parecido al usado en Aargau para el movimiento
de fondos bancarios y cosas así —Dyne hizo una pausa antes de proseguir—. ¿Recuerda los
créditos perdidos que sirvieron de base para la acusación contra el Canciller Valorum?
Yoda asintió con la cabeza.
—El incidente recordamos, sí.
—Los créditos que supuestamente se embolsaron los miembros de la familia Valorum en
Eriadu fueron enviados a través de Aargau. —Interesante es.
Dyne abrió un maletín metálico y extrajo una célula de datos. La llevó hasta una de las mesas
holoproyectoras y la insertó en una toma. Una holoimagen de un metro de alto apareció en el
cono de luz azul de la mesa.
—El general Grievous —reconoció Yoda, entrecerrando los ojos.
—Le gustará saber que ya he escogido un mundo para nosotros, virrey —decía Grievous—.
Belderone será nuestro hogar temporal —el ciborg se detuvo un instante—. ¿Virrey...? ¡Vi-
rrey! —girándose hacia alguien que permanecía fuera de cámara, ladró—: Corta la transmi-
sión.
Dyne apretó el botón de pausa antes de que la imagen de Grievous desapareciera.
—Es una imagen de alta resolución como jamás había visto —comen¬tó—. Es una tecnolo-
gía distinta a la que estamos acostumbrados a utili¬zar... incluso en la Confederación.
—De su imagen Sidious cuida, ¿mmm?
—¿Cuál es el origen de la transmisión? —preguntó Mace.
—Las profundidades del Borde Exterior —aclaró Dyne—. Tras la bata¬lla de Cato Neimoi-
dia, seis pilotos clones persiguieron a una nave nodriza que saltó al hiperespacio. No regresó
ninguno.
—Una cita con la Flota de la Confederación es —apuntó Yoda.
—Y su próximo destino es Belderone —remarcó Mace—. ¿Alguna novedad sobre el origen
de la transmisión original de Sidious?
Dyne negó con la cabeza.
—Todavía estamos trabajando en ella.
Mace se alejó de la mesa.
—Belderone no es un mundo muy poblado, pero es aliado de la República. Grievous matará
a millones de sus habitantes sólo para dar un golpe de efecto —miró a Yoda—. No podemos
permitírselo.
Dyne paseó su mirada de Mace a Yoda.
—Si Grievous se encuentra con que las fuerzas republicanas lo esperan allí, los separatistas
sabrán que podemos interceptar sus transmisiones. Yoda se llevó los dedos a los labios en
actitud pensativa.
—Actuar debemos. Esperando las fuerzas de la República estarán. Dyne asintió.
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 79

—Tiene razón, por supuesto. Si no actuásemos y que Inteligencia esta¬ba al tanto de esa
transmisión llegara a filtrarse... —contempló a Yoda—. ¿Al Canciller Supremo informamos?
Las orejas de Yoda se retorcieron inconscientemente.
—Difícil esa decisión es.
—Esta información quedará entre nosotros —dijo Mace con firmeza.
—De acuerdo estoy —suspiró Yoda—. La señal de esta sala debe usarse para una flota reunir.
—Obi-Wan y Anakin no están lejos de Belderone —apuntó Mace—, pero andan siguiendo
otra pista sobre el paradero de Sidious.
—Esperar esa pista puede. Ahora. Obi-Wan y Anakin necesarios son
—Yoda se giró hacia la imagen inmóvil del general Grievous—. Preparar cuidadosamente
esta batalla debemos.
rievous recordó su vida en sueños.
Su vida mortal.
En Kalee, y en las postrimerías de la Guerra Huk.
Tantas llamadas al combate en los mundos de su propio sistema o en los mundos huk, sem-
brando la destrucción, exterminando tantos enemi¬gos como le era posible... Tantas vueltas
a casa herido, ensangrentado, rodeado de sus esposas e hijos, confiando en que su apoyo le
permitiría volver a disfrutar de la vida... Tantos enfrentamientos con la muerte... para acabar
mortalmente herido en el accidente de un trasbordador.
La injusticia, la indignidad de la situación, le provocaron más dolor que las propias lesiones.
¡Se le negaba la muerte de un guerrero!
Flotó suspendido en un tanque bacta, cruelmente consciente de que ningún fluido curativo ni
ningún instrumento quirúrgico gamma manejado por ser viviente o droide podría reparar su
cuerpo. En sus momentos de consciencia veía a sus esposas e hijos contemplando fijamente
su cuer¬po desde el otro lado del permeovidrio, oía sus palabras de ánimo, sus ora¬ciones
para que recuperase la salud.
Muchas veces se había preguntado a sí mismo si llegaría a conformarse con ser una mente en
un cuerpo insensible. Más todavía, ¿podría abandonar una vida de guerrero por otra donde la
única lucha que libraría sería contra sí mismo? La lucha por la supervivencia, por ver nacer
un nuevo día...
No. Eso no iba con él.
Por aquel entonces ya había terminado la Guerra Huk —más exactamente, la habían termina-
do los Jedi—, y los kaleeshi seguían sufriendo las consecuencias. Su mundo estaba en ruinas,
y sus llamadas a la justicia y a un trato justo eran ignoradas por la República.
Siempre atentos a cualquier oportunidad de inversión, los miembros del Clan Bancario Inter-
galáctico les ofrecieron un dudoso rescate. Apoyarían financieramente al planeta, asumiendo
su deuda, si Grievous accedía servir al clan como matón. El embargo de armas a los clientes
morosos era eficiente como “recuerdo de pago”, y sus droides asesinos de la serie IG se en-
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 81

cargaban del trabajo sudo. Pero los embargos tenían que ser programados, los 1G eran peli-
grosamente imprevisibles, y el asesinato era malo para el negocio.
El clan quería a alguien con cierto talento para la intimidación.
Grievous aceptó la oferta para salvar su mundo y al mismo tiempo recuperar un atisbo de la
vida que había conocido como guerrero, estrate¬ga y comandante de ejércitos. San Hill, pre-
sidente del CBI, supervisó en persona los detalles del acuerdo. Aun así, Grievous no se sentía
muy orgu¬lloso de su decisión. Cobrar una deuda no era ni remotamente parecido a convocar
un ejército para batallar. Era un circo para seres sin principios; seres tan ligados a sus pose-
siones que temían a la muerte. Pero Ralee se benefició de su trabajo para el CBI. Y la anterior
fama de Grievous era tal que no se eclipsaría fácilmente.
Entonces se produjo la caída del trasbordador. El accidente. El infortunio.
Él dijo a sus supuestos sanadores que lo sacaran del tanque bacta porque prefería morir en la
atmósfera, o en el vacío del espacio, y no sumer¬gido en líquido. Pasó el tiempo a la sombra
de árboles frondosos que podrían acabar alimentando su pira funeraria, perdiendo y recupe-
rando bre¬vemente la consciencia.
Entonces, San Hill le hizo una segunda visita. Y traía un mensaje impor¬tante, obvio incluso
para alguien que apenas podía ver con sus propios ojos.
—Podemos mantenerte con vida —susurró el delgado San Hill en las intactas orejas de Grie-
vous.
No era el primero que le hacía una promesa así. Se imaginó aparatos respiratorios, platafor-
mas flotantes, susurros constantes de las máquinas que le mantendrían con vida.
—Nada de eso —le había dicho San Hill—. Caminará, hablará, reten¬drá sus recuerdos... su
mente.
—Ya tengo una mente —respondió Grievous—. Lo que me falta es un cuerpo.
—La mayoría de sus órganos internos está demasiado dañada, ni siquiera los mejores ciruja-
nos pueden repararlos. Tendrá que rendirse más de lo que ya lo ha hecho. Nunca más sabo-
reará los placeres de la carne.
—La carne es débil. Sólo tiene que mirarme para darse cuenta.
Animado por el comentario, Hill le contó maravillas de los geonosianos, que habían converti-
do la tecnología cibernética en tina forma de arte, y que el futuro estaba en la mezcla de seres
vivos y máquinas.
—Piense en los droides de combate de la Federación del Comercio —ha¬bía dicho Hill—.
Responden a un cerebro que también es de droide. Los droides de protocolo, los astromecá-
nicos, incluso los droides asesinos... Todos requieren una programación y un mantenimiento
constante.
Tres palabras captaron la atención de Grievous: “droides de combate”.
—Se está gestando una guerra que exigirá enviar muchos droides al frente —explicó Hill con
una voz que era apenas un susurro—. No estoy autorizado a decirle cuándo empezará, pero
cuando ese día llegue, se extenderá por toda la galaxia.
Captado su interés, Grievous respondió:
—¿Quién declarará esa guerra? ¿El Clan Bancario? ¿La Federación de Comercio?
—Alguien más poderoso.
—¿Quién?
—Lo conocerá a su debido tiempo. Y se sentirá impresionado.
—Entonces, ¿para qué me necesita?
—En toda guerra hay líderes y comandantes.
82 JAMES LUCENO

—Comandantes de droides.
—Más exactamente, un comandante viviente de droides.
Así que permitió que los geonosianos trabajaran en él, construyéndole una carcasa de duranio
y cerámica que contuviese el escaso físico que le quedaba. La recuperación fue larga y difí-
cil. La adaptación a su nuevo yo, en muchos aspectos mejorado, fue todavía más larga. Sólo
entonces se pre-sentó ante el Conde Dooku, y sólo entonces empezó su verdadero entre¬na-
miento. Gracias a los geonosianos y a los miembros de la TecnoUnión entendía el funciona-
miento interno de los droides. Pero de Dooku, de Lord Tyranus, aprendió el funcionamiento
interno de los Sith.
El propio Tyranus lo entrenó en la técnica del sable láser, y en pocas semanas superó a todos
los estudiantes del Conde. Por supuesto, ayudó tener el cuerpo indestructible de un droide de
guerra Kan, estatura sufi¬ciente como para sobresalir por encima de la mayoría de los seres
inteli¬gentes, circuitos de cristal, cuatro extremidades rematadas en garras...
Grievous recordaba su vida en sueños.
No exactamente en sueños. Porque los sueños acuden a ti cuando duermes, y el general Grie-
vous no dormía. Sólo disfrutaba de breves periodos de reposo en una cámara construida es-
pecialmente para él por los creadores de su cuerpo. Allí, dentro de aquella cámara, podía
evocar a veces lo que sentía estando vivo. Y allí, dentro de aquella cámara, no permitía que lo
molestasen... A no ser que se dieran circunstancias adversas excepcionales.
La cámara estaba equipada con pantallas enlazadas con los sistemas que controlaban el estado
del Mano Invisible. Pero Grievous era conscien¬te de los problemas incluso antes de que las
pantallas se los mostrasen.
Cuando salió de la cámara y se dirigió corriendo hacia el puente del crucero, un droide se unió
a él vomitando una avalancha de datos.
La flota separatista había sido atacada apenas surgió del hiperespacio, cerca de Belderone...,
pero no por las fuerzas defensivas planetarias del propio Belderone, sino por una flota de la
República.
—Escuadrillas de cazas estelares convergen hacia nuestra flota —infor¬mó el droide—. Cru-
ceros de combate, destructores y acorazados han adop¬tado una formación de pantalla sobre
el hemisferio nocturno de Belderone.
Las sirenas atronaban en los pasillos, y los droides artilleros y los nei¬moidianos corrían apre-
surados hacia sus estaciones de combate.
—Ordenad a nuestras naves que levanten los escudos y formen detrás de nosotros. Que la
vanguardia se retire y forme un escudo para proteger las naves nodriza.
—Afirmativo, general.
—Haced girar nuestra nave para que ofrezca el mínimo perfil y reo¬rientad los escudos de-
flectores. Desplegad todas las escuadrillas de tri¬cazas droide y preparad todas las baterías
para que disparen a discreción.
Grievous se sujetó a un mamparo, cuando el crucero se vio sacudido por una explosión.
—Fuego graneado de los destructores de la República —informó un droi¬de—. No hemos
sufrido daños. Los escudos funcionan al noventa por ciento. Grievous aceleró el paso.
En el puente, un holograma de la batalla en tiempo real titilaba sobre la consola táctica. Grie-
vous sólo tardó un segundo en estudiar el desplie¬gue de las naves republicanas y sus escua-
drones de cazas. Aunque habían reunido más de sesenta naves, la armada enemiga no bastaba
para abru¬mar con su número a la flota separatista, pero sí tenía suficiente potencia de fuego
combinada para defender Belderone.
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 83

En el hemisferio opuesto del planeta de color pardo, una caravana de transportes se dirigía
hacia la más pequeña de las dos lunas deshabitadas de Belderone. Cazas y corbetas lo escol-
taban.
—Están evacuando el planeta, general —comentó uno de los droides.
Grievous se sorprendió. Una evacuación organizada sólo podía signifi¬car una cosa: ¡no sabía
cómo, pero la República había descubierto que su objetivo era Belderone! ¿Cómo era posible,
si sólo se había informado a los líderes separatistas?
Se acercó a las pantallas para observar el espectáculo estroboscópico de la batalla.
Ya descubriría más tarde lo que había ocurrido. Ahora, la preocupación más urgente era so-
brevivir.
l caza estelar de Anakin, con sus alas achaparradas y su bulbosa cabina de pilotaje,
era más parecido al Delta-7 Aethersprite con el que había volado desde el principio de la
guerra, que a los Ala-V de las nuevas generaciones y a los CAR-170 tripulados por pilotos
clones. Pero la forma del Delta-7 era triangular, mientras que el caza amarillo y plata parecía
un arco achatado, compuesto por dos fuselajes distintos, cada uno de ellos equipado con un
lanzamisiles. Los cañones láser estaban encajados en muescas de las alas. Como en el Del-
ta-7, el puesto reservado al astromecáni¬co se encontraba a un lado de la joroba que formaba
la cabina del piloto.
Además, Anakin había hecho sus propias modificaciones.
La nave era veterana de batallas como la de Xagobah, y daba la impre¬sión de que llevaba
más de diez años en activo, pero era más manejable que el Torpil modificado con el que había
volado en Praesitlyn. Y, además, era más rápida.
Tras despegar del Integridad. Anakin aumentó la velocidad intentando alcanzar los CAR y los
Ala-V, los primeros en desplegarse desde el enorme hangar central del crucero de combate.
Una pantalla del tablero de instru¬mentos le indicó que el motor de iones del caza funcionaba
a nivel óptimo.
—R2 —dijo a través del enlace de comunicaciones—, analiza el impul¬sor de estribor.
La consola del caza estelar tradujo la contestación del droide a caracte¬res en Básico.
—Eso pensaba. Bien, adelante, realiza los ajustes necesarios. No queremos ser los últimos en
llegar, ¿verdad?
El lastimero lloriqueo de R2 no necesitó ninguna traducción. El gráfico de las lecturas pulsó
y subió, y el caza aceleró.
—Eso es, compañero. ¡Ahora sí que nos movemos!
Recostándose en el asiento, el Jedi flexionó sus enguantadas manos y resopló profundamente.
Basta ya de tanto espionaje, se dijo a sí mismo. No estaba más cerca de Coruscant que antes,
pero al menos había vuelto al lugar que le correspondía, a los mandos de un caza estelar, dis-
puesto a demostrarle al enemigo un par de cosas sobre cómo se debe combatir en el espacio.
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 85

Ante él tenía cientos de naves enemigas, divididas en formaciones en punta y protegiendo las
naves nodriza. Algunas de ellas eran cazas buitre, con trece años a cuestas y alas dobles que
les daban el aspecto de semillas; otras eran los compactos tri-cazas droide; y no faltaban los
cazas Nantex geonosianos, con capacidad espacial y doble mono picudo.
En aquel momento, los CAR-170 estaban entablando su duelo particu¬lar mano a mano con-
tra los cazas droide, y los brillantes rayos de energía de unos y otros convertían el espacio en
una telaraña de devastación.
Desde Praesitlyn no se veía inmerso en un escenario tan rico en blan¬cos enemigos.
Sólo debes elegir el blanco que prefieras, pensó, permitiéndose una sonrisa.
Movió la mano derecha para activar los escáneres de larga distancia. La pantalla mostró el
despliegue de las principales naves separatistas: Naves de Control de Droides clase Lucre-
hulk, de la Federación de Comercio; trans¬portes clase Hardcell, de la TecnoUnión, con sus
impulsores distribuidos por columnas y sus fuselajes en forma de huevo; Cruceros Diamante,
del Gremio de Comercio; Fantails, de la Alianza Corporativa; y fragatas, caño¬neras y naves
de comunicaciones. con sus enormes trasmisores circulares...
Todo un desfile separatista.
Cambiando su enlace de comunicaciones a la red de combate, Anakin llamó a su compañero
de escuadrilla.
—Propongo que dejemos las menudencias para los demás y vayamos directamente a por los
que de verdad importan.
Acostumbrado al escaso formulismo militar de Anakin, Obi-Wan contestó de igual manera.
—Anakin, hay aproximadamente quinientos cazas droide entre Grievous y nosotros. Y lo más
importante, los escudos de las naves nodri¬za son demasiado potentes para nuestro armamen-
to.
—Sólo sigue mi estela, Maestro.
Obi-Wan suspiró por el micrófono de la red.
—Lo intentaré. Maestro.
Anakin examinó la pantalla, intentando memorizar las trayectorias de aproximación de los
cazas enemigos más cercanos. Entonces volvió al canal de R2-D2.
—¡Velocidad de combate, R2!
El caza estelar se lanzó de nuevo hacia delante, y los indicadores de la consola alcanzaron la
marca roja de peligro. A punto de entrar en la refrie¬ga, cuando sintió que las naves droides
convergían hacia él, empujó los mandos a fondo y maniobró con todas sus armas vomitando
fuego.
Los droides refulgieron y ardieron a su alrededor.
Atravesó las nubes de fuego, soltando el gatillo de los cañones láser, y realizó una segunda
pasada a través de las líneas enemigas, destruyendo otra docena más de cazas en un abrir y
cerrar de ojos. Ahora tenía encima los tri-cazas, ansiosos por vengarse. Un diluvio de rayos
escarlata chamus¬caron la capota de la cabina, y un caza apareció a estribor. Un instante
des¬pués, una segunda descarga llovía desde una posición por encima de su cabeza. R2-D2
lanzó una serie de urgentes trinos y silbidos mientras los escudos del caza estelar se ponían a
prueba.
Relámpagos azules crepitaron sobre la consola, y cazas droide apare¬cieron a babor y estri-
bor. Más láseres impactaron en el fuselaje, aplastando a Anakin contra su arnés de seguridad.
—Justo lo que necesitaba —masculló en voz baja.
Desviándose a estribor, alcanzó a la nave más cercana con una ráfaga lateral. El segundo caza
86 JAMES LUCENO

se apartó tan rápidamente como pudo para esqui¬var la nube de fragmentos que se interponían
en su rumbo. Anakin apro¬vechó la maniobra para situarse en su cola y activar los láseres.
El droide revoloteó huera de control, convertido en una bola de fuego y cruzándose en el rum-
bo de un tri-caza. Ambos explotaron al unísono.
Anakin desvió la vista hacia la pantalla para asegurarse de que Obi-Wan todavía seguía con él.
—¿Estás bien?
—Un poco chamuscado, pero resisto.
—Quédate conmigo.
—¿Acaso tengo otra opción?
—Siempre, Maestro.
En el corazón de la batalla, los CAR-170, los Ala-V y los cazas droide formaban un inmenso
trébol, persiguiéndose unos a otros, chocando entre sí y apartándose de la refriega con los mo-
tores escupiendo humo o las alas destrozadas. La puntería mecánica de los droides era mejor,
pero tardaban más en recuperarse y era fácil confundirlos mediante maniobras realizadas al
azar. A veces resultaba muy fácil derribarlos, pero había tantos...
Anakin vio que el líder enemigo se apartaba de la confusión de naves y empezaba a acribillar-
lo con sus láseres. Adoptando la misma táctica, Obi-Wan retrocedió, hizo saltar su caza hasta
situarse en una posición venta¬josa y abrió fuego.
—¡Buen tiro! —gritó Anakin cuando el jefe enemigo desapareció de la pantalla.
—¡Buena maniobra!
Haciendo señas a Obi-Wan para que lo siguiera, Anakin ascendió hasta la tangente de la con-
tienda principal y se lanzó hacia la más cerca¬na de las naves separatistas de morro puntiagu-
do. Lanzó dos misiles para atraer la atención de sus artilleros y se situó a babor, sin dejar de
casti¬garla con los láseres.
—¡Acércate al casco! ¡Intenta dar al generador del escudo!
—¡Si me acerco más terminaré dentro de esa cosa!
—¡Esa es la idea!
Obi-Wan disparó todos sus cañones a la vez.
Ahora se encontraban en pleno corazón de la batalla, allí donde el fuego de los cruceros de
la República rivalizaba con los rayos de partículas y los escudos de sus blancos. Las luces
pulsaban cegadoras en el exterior de las tintadas capotas. La nave contra la que Anakin había
lanzado los misiles se hallaba sometida a un bombardeo feroz. Estaba seguro de que un torpe-
do bien colocado quebraría su resistencia, así que maniobró para lanzarlo.
El torpedo surgió de entre los fuselajes gemelos del caza estelar y se abrió camino hacia su
objetivo.
El escudo de la nave falló por un instante, y en ese momento los enor¬mes turboláseres cum-
plieron su misión. Alcanzada en el costado, la nave estalló como una fruta demasiado madura,
expulsando largos churros incandescentes, lanzando luz y entrañas al espacio.
Anakin se alejó de la explosión antes de volver a conectar las comuni¬caciones.
—¡Tenemos a Grievous a tiro! —gritó a Obi-Wan.
El crucero del general, con su proa afilada y sus largas aletas, parecía un rascacielos de la
época clásica de Coruscant puesto de lado.
—No me parece el momento más adecuado para intentar derribarlo, Anakin. ¿Le has echado
un vistazo a esas defensas?
—¿Cuándo aprenderás a confiar en mí?
—¡Confío en ti, pero mi nave no puede mantener tu ritmo!
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 87

—Bien. Entonces, espérame. Vuelvo en seguida.


Anakin forzó su caza estelar hasta el límite, descargando plasma y misi¬les que explotaron
inofensivos contra el escudo deflector de la enorme nave. Se apartó de las ondas explosivas
para volver a atacar con todos los láseres, dirigiéndose hacia su larga torre cónica de doscien-
tos metros de altura.
Las baterías de corto alcance del crucero cobraron vida repentinamen¬te, vomitando enormes
gotas de plasma contra el molesto insecto que no dejaba de asediarlo. Sin dejar de disparar,
Anakin hizo girar su caza estelar a babor, hasta quedar panza arriba, e intentó alcanzar de
nuevo el invulnerable puente con sus láseres. Y. de nuevo, las baterías de la colosal nave in-
tentaron borrarlo del espacio sin conseguirlo.
Anakin se imaginó a Grievous contemplándolo tras las portillas de transpariacero.
—Esto es una muestra de lo que te espera cuando nos encontremos personalmente —gruñó a
la nada.

Los ojos reptilescos de Grievous siguieron las audaces maniobras del caza estelar amarillo y
plata que intentaba destrozar el puente. Disparaba con precisión, anticipándose a la respuesta
de las baterías delanteras y arriesgándose con unas maniobras que ningún clon se atrevería a
reali¬zar... El piloto sólo podía ser un Jedi.
Pero un Jedi sin miedo de recurrir a su rabia.
Grievous podía deducirlo por la determinación del piloto, por su aban¬dono. Podía sentirlo,
incluso a través de los escudos y el transpariacero del Mano Invisible. ¡Oh, cómo le gustaría
tener en su cinturón el sable láser de ese piloto!
Anakin Skywalker.
Seguro que era él. Y el otro caza estelar, el que protegía la popa de Anakin, estaba pilotado
por Obi-Wan Kenobi.
Espinas clavadas en el costado de los separatistas.
En otras partes del amplio frente de combate, las fuerzas de la República demostraban un en-
tusiasmo similar atomizando los cazas droide y castigando las naves grandes con los cañones
de largo alcance. Grievous estaba seguro de que si presionaba lo suficiente podría invertir
el curso de la batalla, pero ésas no eran sus órdenes. Sus Maestros Sith le habían ordenado
proteger las vidas de los miembros del Consejo..., aunque la verdad era que la Confederación
sólo necesitaba a Lord Sidious y a Tyranus.
Dio media vuelta para estudiar la simulación que se proyectaba sobre la consola táctica. En-
tonces volvió la vista hacia las pantallas, recordando a los pilotos de los CAR-170 que habían
perseguido al trasbordador de Gunray apenas unos días atrás. Llamó la atención de uno de los
droides.
—Alerta a nuestras naves de mando. Que se preparen para recibir nue¬vas órdenes.
—Sí, general —respondió el droide con voz monótona.
—Retirad la nave. Preparaos para disparar todos los cañones en cuan¬to dé la orden.

La muerte no existe, sólo existe la Fuerza.


Obi-Wan se preguntó si alguna vez había visto una demostración más palpable del axioma
Jedi que el ataque de Anakin contra la nave de Grievous, confiando en la Fuerza y desafiando
a la muerte. Su caza estelar apenas era una manchita contra la mole del gigantesco crucero,
mientras dejaba a Obi-Wan la labor de encargarse de los vengativos cazas droide que él igno-
raba o despreciaba deliberadamente.
88 JAMES LUCENO

—Esto me va a matar —masculló Obi-Wan.


Pero era indiferente a su propio destino. Sólo podía preguntarse: “¿Y si mataban a Anakin?”
¿Acaso podía morir?
Si era el Elegido, ¿estaba destinado a honrar su título, a cumplir la profecía? ¿Era inmune a
cualquier daño físico o, como alguien nacido para restaurar el equilibrio de la Fuerza, nece-
sitaba defensores que lo guiaran hasta su destino? ¿Era el deber de Obi-Wan —mejor aún, el
deber de cual¬quier Jedi— hacer todo lo necesario para que él sobreviviera, costase lo que
costase?
¿Era eso lo que Qui-Gon intuyó tantos años atrás, en Tatooine, y lo que le impulsó a atacar tan
decididamente al Sith que pareció surgir de la nada?
Aunque el escudo del crucero repelía los láseres de Anakin como haría con los aguijones de
un insecto, el joven no dejaba de perseverar. Ni siquiera los repetidos intentos de Obi-Wan
por penetrar aquella telaraña habían tenido efecto. Pero, ahora, la enorme nave empezaba a
elevarse y a reorientarse.
Por un segundo, Obi-Wan pensó que Grievous estaba dispuesto a dis¬parar todas sus baterías
delanteras contra Anakin, pero el crucero siguió elevándose hasta quedar muy por encima del
plano de la eclíptica, con la proa ligeramente angulada hacia el planeta.
Entonces disparó.
No contra la flota de la República, ni contra el propio Belderone, sino contra la caravana de
evacuación y las naves que lo escoltaban.
Obi-Wan sintió una gran perturbación en la Fuerza, mientras nave tras nave era desintegrada
o estallaba en llamas. Miles de voces aullaron, y las redes de comunicaciones de combate y
de mando se llenaron con gritos de horror y desesperación.
Obi-Wan esperó la siguiente andanada, pero nunca llegó.
Los tri-cazas y los droides buitre regresaron velozmente a las naves de las que habían parti-
do, al tiempo que la flota separatista daba media vuel¬ta. Grievous sabía que aquel acto de
barbarie cogería a los republicanos por sorpresa, pero su único pensamiento era saltar al hipe-
respacio y escapar. Obviamente, el general había decidido que Belderone no valía la pena el
riesgo que estaban corriendo. No, habiendo tantos mundos indefensos en el Borde Exterior,
listos para ser invadidos.
—¡Anakin, los evacuados necesitan nuestra ayuda! —dijo Obi-Wan.
—Estoy en camino, Maestro.
Obi-Wan vio cómo el caza de Anakin abandonaba la inútil persecución del crucero. Tras él,
las naves separatistas desaparecían al saltar a veloci¬dad luz.

—Las naves de la flota principal se encuentran a salvo —informó un droide a Grievous en


cuanto el crucero entró en el hiperespacio—. Llegada programada al punto de reunión alter-
nativo: diez horas estándar.
—¿Las pérdidas en Belderone? —preguntó Grievous.
—Aceptables.
Más allá de las pantallas delanteras sólo se veían vórtices humeantes de luz.
Grievous arañó con sus ganas el mamparo más cercano.
—Ordena a mis guardias de élite que se reúnan conmigo en el hangar del trasbordador hipe-
respacial de emergencia —dijo a ninguno de los droi¬des en particular—. Cuando todas las
naves estén en el punto de reunión, advenid al virrey Gunray que espere mi visita.
or Dooku el general Grievous bien entrenado fue —reconoció Yoda. Mace Windu
y él se encontraban en las habitaciones que éste tenía en el Templo Jedi, cada uno sobre una
tarima de medi-tación—. Viéndose atrapado, al más débil atacó. A escoger entre salvar vidas
o continuar la batalla nos obligaron.
Yoda recordó su duelo con Dooku en el hangar de Geonosis. El Conde estaba denotado. sin
más alternativa para poder huir que distraer su atención...
—Representantes de Belderone han expresado su gratitud al Senado —dijo Mace—. Pese a
las pérdidas.
Yoda agitó la cabeza con tristeza.
—Más de diez mil muertos. Y veintisiete Jedi.
Mace tensó los músculos de la mandíbula.
—En esta guerra han muerto miles de millones. Belderone se ha salvado, y, lo más impor-
tante, hemos sido capaces de hacer huir a Grievous. —Hacia dónde saltó descubrir debemos.
—Si es necesario, lo perseguiremos hasta los confines del espacio conocido.
Yoda calló un momento, antes de proseguir:
—Hablar con el Canciller Supremo debemos. Sin disculpamos —añadió Mace bruscamen-
te—. Nuestra deferencia hacia él tiene que acabar.
—Con el fin de la guerra acabará —Yoda ladeó ligeramente la cabeza para mirar a Mace—.
Una advertencia terrible Belderone es: “Cada vez mayor el poder del Lado Oscuro es.” Si-
dious descubierto debe de ser.
Mace asintió seriamente con la cabeza.
—Descubierto y eliminado.
l general Grievous acaba de salir del hangar —comunicó por cir¬cuito interno un
teniente de la Federación de Comercio a Gunray, instalado en sus lujosos camarotes del centro
de la torre de mando de la nave.
—¿Qué hangar? —preguntó Gunray al audio del enlace de comunica¬ciones—. ¿El de abajo
o el de la torre?
—El trasbordador del general ha pedido atracar en el anillo de la torre, virrey.
Gunray dio media vuelta y se colocó frente a Rune Haako.
—¡Eso significa que estará aquí en cualquier momento!
Miró la enorme pantalla redonda que mostraba en tiempo real la antecámara que precedía a
sus aposentos. Los guardias neimoidianos apostados en ella también habían sido avisados de
la llegada de Grievous. Armados con rifles láser más altos que ellos mismos, los cuatro eran
volumino¬sos y llevaban armaduras mínimas y cascos en forma de cubo que sólo dejaban ver
sus ojos rojos y sus rostros verdes.
—Tiene que ser por la metano-silla —dijo Gunray, paseando nervio¬samente por delante de
la pantalla.
—¿Qué le dijiste? —se interesó Haako.
Gunray se detuvo en seco.
—Inmediatamente después de que Shu Mai nos informase de la cita en Belderone, contacté
con Grievous y le hice saber lo furioso que me sentía por no haber sido informado personal-
mente. Lo acusé de apartarme inten¬cionadamente de la cadena de mando.
Haako se horrorizó.
—¿Le dijiste eso?
Gunray asintió con la cabeza.
—Insistió en que había intentado comunicarse conmigo a través del transmisor de hiperonda
de la mecano-silla, pero le respondí que no había recibido ninguna transmisión.
—¡Ya está aquí! —avisó Haako, apuntando con un dedo tembloroso hacia la pantalla.
Gunray vio que Grievous llegaba acompañado por cuatro de sus MagnoGuardias de élite,
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 91

temibles droides bípedos de combate construidos según unas especificaciones muy concretas
y exigentes. Eran tan altos como el general e iban armados con picas de combate provistas
de generadores electromagnéticos de pulso. Sus capas caían diagonalmente sobre sus cuerpos
de anchos hombros, tapando la parte inferior de sus caras y envol¬viendo la parte superior de
sus cabezas. Al beneficiarse de la misma pro¬gramación que Grievous, así como de la misma
instrucción que el general recibiera de Dooku, los guardias de élite eran especialistas en las
artes Jedi y podían rivalizar con la mayoría de los Maestros.
Los cuatro neimoidianos se mantuvieron firmes en sus puestos, cru¬zando los rifles ante sus
pechos en un gesto de advertencia.

Los guardias de Grievous ni siquiera frenaron el paso. Imitando a los neimoidianos, alzaron
sus electropicas y las hicieron girar hacia delante con tal velocidad y precisión que los centi-
nelas de Gunray fueron literalmente barridos, como si fueran niños.
Grievous miró a la lente de la holocámara montada sobre la compuerta.
—Déjenos entrar, virrey. ¿O debo ordenar a mis guardias que destro¬cen todo lo que se inter-
ponga entre usted y yo?
Haako dio media vuelta sobre sus talones y se apresuró hacia la escoti¬lla trasera de la suite.
—¿Adónde vas? —preguntó Gunray—. ¡Huir sólo nos haría parecer culpables!
—¡Somos culpables! —reconoció Haako por encima del hombro.
—Pero él no lo sabe.
—¡Virrey! —tronó Grievous.
—Lo sabrá —exclamó Haako antes de desaparecer por la compuerta.
Gunray se detuvo un momento retorciéndose las manos. Después, tras arreglarse la túnica y
la mitra y echar los hombros hacia atrás, apretó el botón de apertura de la puerta con su dedo
regordete.

El general entró en la suite seguido por los cuatro MagnoGuardias, que se desplegaron a am-
bos lados cubriendo todos los rincones del camarote.
—¿Qué significa esta intrusión? —protestó Gunray desde el centro de la sala principal—.
¡Tus amos no tolerarán que me trates así!
Grievous lo miró, frunciendo el ceño.
—Lo harán... en cuanto descubran lo que usted ha hecho.
—¿De qué estás hablando..., abominación? Cuando Lord Sidious sepa que nos prometiste un
mundo que no pudiste entregamos...
Uno de los MagnoGuardias dio un paso adelante y colocó la punta de su electropica a un mi-
límetro de la cara de Gunray.
—Eres el títere metálico de Lord Sidious —balbuceó Gunray con voz temblorosa—. De no
ser por la Federación de Comercio, no tendrías nin¬gún ejército que mandar.
Grievous alzó la garra derecha y señaló con ella a Gunray.
—La mecano-silla. Quiero verla.
Gunray tragó saliva.
—En un momento de enfado la destrocé y la tiré al vacío.
—Está mintiendo. No hubo ningún problema con la transmisión que le envié. La silla entregó
mi mensaje.
—¿Qué estás insinuando?
—Que ya no tiene la silla. Que, no sé cómo, ha caído en manos del enemigo. Y que, gracias a
92 JAMES LUCENO

eso, la República descubrió mi plan para atacar Belderone.


—Estás loco.
Grievous sujetó a Gunray por el cuello y lo levantó un metro del suelo.
—Antes de marcharme me habrá dicho todo lo que quiero saber.
obre Gunray, pensó Dooku. Qué criatura más patética...
Pero se merecía todo lo que le había hecho Grievous por haber abandonado la mecano-silla
en Cato Neimoidia.
Recluido en su castillo de Kaon, Dooku había hablado con el general y meditado sobre la
mejor forma de afrontar la situación. Aunque el inci¬dente de Belderone no era una prueba
concluyente de que la República hubiera logrado descifrar el código separatista e interceptado
la transmi¬sión de Grievous, la prudencia aconsejaba actuar como si ése fuera el caso. Por
tanto, Dooku ordenó al general que, de momento, se abstuviera de uti¬lizar ese código. Pero
la cuestión del transmisor de hiperonda era motivo de una preocupación mayor. El hecho que
la República ayudase a Belde¬rone, revelando así el éxito de su espionaje, implicaba que la
mecano-silla podía terminar descubriendo todos sus misterios, proporcionando hasta pistas de
secretos que asombrarían incluso a Grievous.
El general no estaba acostumbrado a perder batallas. Había sufrido muy pocas derrotas, inclu-
so cuando era un general al mando de las tro¬pas de su misma especie. Había sido eso lo que
atrajo la atención de Sidious. Cuando el Señor Sith expresó al Conde su interés por Grievous,
Dooku comunicó ese interés a San Hill, presidente del Clan Bancario Intergaláctico.
Pobre Grievous, pensó Dooku. Qué criatura más patética...
Grievous había sobrevivido a numerosos atentados contra su vida, tanto durante la Guerra
Huk, como después de ella, cuando ya trabajaba para el CBI, así que se descartó otro acci-
dente. Fue el propio Hill quien propuso la idea de un accidente de trasbordador, aunque eso
presentase algunos riesgos.
¿Y si Grievous moría en el accidente?
Entonces los separatistas tendrían que buscarse un nuevo comandante en alguna otra parte,
dijo Dooku a Hill. Pero Grievous sobrevivió... y bas¬tante bien. De hecho, la mayoría de las
heridas graves que acabaron poniendo en peligro su vida se le habían infligido después de ser
rescatado de los llameantes restos del trasbordador. Y de forma muy calculada.
Cuando por fin accedió a ser reconstruido, tuvieron que prometerle que no modificarían su
94 JAMES LUCENO

mente. Pero los geonosianos tenían formas de alte¬rar la mente sin que el paciente fuese
consciente de ello. Grievous estaba convencido de que siempre había sido el conquistador de
sangre fría que era ahora, pero la verdad era que gran parte de su crueldad y de su capa¬cidad
eran consecuencia de su reconstrucción.
Sidious y Dooku no pudieron quedar más satisfechos con el resultado. Sobre todo Dooku,
dado que no tenía el menor interés en dirigir un ejér¬cito de droides y ya estaba bastante
ocupado intentando controlar a gente como Nute Gunray, Shu Mai y los representantes de las
razas-colmena que acabarían formando el Consejo Separatista.
Además, el entrenamiento de Grievous fue delicioso. No necesitaba manipularlo para que die-
ra rienda suelta a su furia o a su rabia, como Dooku tuvo que hacer durante el entrenamiento
de sus supuestos discípulos Jedi Oscuros. Los geonosianos habían operado a Grievous para
que sólo fuera furia y rabia. Y en cuanto a sus habilidades bélicas, pocos Jedi serían capaces
de derrotarlo... Si es que alguno podía hacerlo. Durante las largas sesiones de combate, hubo
momentos en que el mismo Dooku tuvo que emplearse a fondo para superar al ciborg.
Pero Dooku se había guardado algunos secretos.
Por si acaso.
La clase de manipulación sufrida por Grievous durante su transforma¬ción se encontraba en
el mismo corazón de lo que significaba ser un Sith... Si es que las palabras “corazón” y “Sith”
podían combinarse en la misma frase. La esencia del Lado Oscuro implicaba utilizar todos los
medios posi¬bles para conseguir el fin deseado... Lo que, en el caso de Lord Sidious, implica-
ba a toda una galaxia dominada por una sola mente, la más capaz, la más inteligente.
La guerra actual era resultado de mil años de cuidadosa planificación Sith, de generaciones
transmitiendo de mentor a aprendiz todo el legado del conocimiento sobre el Lado Oscuro.
Desde Darth Bane en adelante, y pocas veces más de dos por generación. Amo y aprendiz se
consagraban a dominar y encauzar la fuerza que fluía del Lado Oscuro, aprovechando cual-
quier oportunidad para conseguir que la oscuridad prosperase. Esti¬mulando la guerra, el
asesinato, la corrupción, la injusticia y la avaricia, cuando y dondequiera que fuera posible.
Una tarea análoga a introducir una maldad oculta en el cuerpo político de la República y di-
rigir su contaminación de un órgano a otro, hasta que la masa critica alcanzara un tamaño tal
que empezase a destrozar sus sistemas vitales...
A causa de sus propias luchas internas, los Sith aprendieron que cuando el poder se convertía
en la única razón de ser, los sistemas políticos terminaban autodestruyéndose. Cuanto mayor
fuera la amenaza contra ese poder, con más dureza reaccionarían los amenazados.
Así había ocurrido con la Orden Jedi.
Durante los doscientos años anteriores a la llegada de Darth Sidious, el poder del Lado Oscuro
había ido ganando fuerza, pero los Jedi apenas hicieron nada por evitarlo. Los Sith estuvieron
encantados de que los Jedi también se volvieran poderosos: al fin y al cabo, el sentimiento de
su pro¬pia importancia los cegaría ante lo que ocurría.
Así pues, dejemos que los pongan en un pedestal. Dejemos que crezcan y se vuelvan blandos.
Dejemos que se olviden de que el bien y el mal coe¬xisten inevitablemente. Dejemos que
no vean más allá de su precioso Templo. Mientras contemplasen ese árbol, no podrían ver el
proverbial bosque. Y. lo que es más importante, dejemos que se confíen con el poder que han
acumulado, así serán mucho más fáciles de derrotar.
No la totalidad de los Jedi era ciega ante todos esos hechos, por supues¬to. Muchos eran
conscientes de los cambios, del lento declinar hacia la oscuridad. Y el que más, quizás, el
anciano Yoda. Pero los Maestros que constituían el Consejo Jedi creían que esa tendencia era
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 95

inevitable. En lugar de extirpar el mal desde su raíz, se contentaban haciendo todo lo posible
por contenerlo. Esperaban el nacimiento del Elegido, creyendo, equivocadamente, que sólo
él, o ella, podría restaurar el equilibrio.
Era el peligro de creer en las profecías.
Dooku nació en esos tiempos, y, gracias a su fuerte conexión con la Fuerza, fue admitido en
una Orden que había crecido sintiéndose satisfe¬cha de sí misma, arrogante a causa del poder
que ejercían en nombre de la República, ciega ante las injusticias que la República tenía poco
interés en eliminar, debido a los provechosos tratos que beneficiaban a todos los que maneja-
ban las riendas del poder.
Aunque los midiclorianos determinasen, hasta cierto punto, la habili¬dad de un Jedi para
utilizar la Fuerza, seguía habiendo otras características que también jugaban su papel..., pese
a los esfuerzos del Templo por erradicarlas. Al provenir de la nobleza y ser muy rico, Dooku
ansiaba conseguir prestigio. Ya de joven se obsesionó por aprender todo lo posible sobre los
Sith y el Lado Oscuro de la Fuerza. Estudió con detalle el linaje Jedi y se convirtió en el mejor
espadachín e instructor del Templo. Pero la semilla de su posterior transformación estuvo en
él desde el principio. Sin que los Jedi se dieran cuenta siquiera, Dooku fue tan perjudicial para
la Orden como acabaría siéndolo un niño que creció como esclavo en Tatooine.
El descontento de Dooku había crecido, exacerbándose por la frustra¬ción que le provocaba
la actuación del Senado de la República, la del ine¬ficaz Canciller Supremo Valorum y la
miopía de los miembros del Consejo Jedi. El bloqueo de la Federación de Comercio a Naboo,
los rumores de que habían encontrado al Elegido en un mundo desértico, la muerte de Qui-
Gon Jinn a manos de un Sith... ¿Cómo era posible que los miembros del Consejo no vieran
lo que estaba ocurriendo? ¿Cómo podían seguir negan¬do que el Lado Oscuro era cada vez
más influyente?
Dooku se lo decía a todo aquel que quisiera escucharlo. Exhibía su descontento como un
estandarte. Aunque Yoda y él nunca disfrutaron de una buena relación estudiante-maestro,
hablaron abiertamente de todos aque¬llos augurios. Pero Yoda era la prueba viviente del con-
servadurismo que conlleva una larga vida. El verdadero confidente de Dooku fue el Maestro
Sifo-Dyas quien, aunque demasiado débil para actuar, también se preocu¬paba por lo que
estaba sucediendo.
La Batalla de Naboo había revelado que los Sith ya no se ocultaban, y que un Señor Sith mo-
vía los hilos desde alguna parte.
El Señor Sith. Nacido con el poder suficiente para dar el paso adelante definitivo.
Dooku pensó en buscarlo, quizás incluso en matarlo. Pero, aunque su fe en la profecía era
escasa, bastaba para hacerle dudar de que la muerte de un Sith detuviera el avance del Lado
Oscuro.
Seguro que llegaría otro, y otro más.
Al final no necesitó buscar a Sidious, fue Sidious quien contactó con él. Al principio, el atrevi-
miento del Señor Oscuro lo sorprendió; pero Dooku no tardó en sentirse fascinado por el Sith.
En lugar de batirse a muerte con sables láser, se limitaron a discutir mucho, y, poco a poco,
fue comprendiendo que sus diferentes visiones sobre cómo se podía rescatar a la galaxia de la
depravación en la que había caído no eran tan distintas.
Pero comprender a un Sith no te convierte en uno.
El poder del Lado Oscuro, al igual que las artes Jedi, debía aprenderse. Y así empezó un largo
aprendizaje. Los Jedi advenían que la furia era el camino más rápido hacia el Lado Oscuro,
pero la furia sólo era una emo¬ción. Para conocer de verdad el lado Oscuro hay que trascen-
96 JAMES LUCENO

der toda moralidad, dejar a un lado el amor y la compasión y hacer todo lo necesa¬rio para
convertir en realidad la visión de un mundo bajo control..., aunque eso cueste algunas vidas.
Dooku era un buen estudiante, y Sidious lo tuteló de cerca. No quiso que le ocurriera lo mis-
mo que le sucedió con otros sustitutos potenciales que admitió como aprendices: el salvaje
Darth Maul, que sólo había sido un lacayo, Asajj Ventress o el general Grievous. Sidious
había descubierto en Dooku a un verdadero cómplice, un igual ya entrenado en las artes Jedi,
un duelista maestro y un visionario político. Sólo le quedaba calibrar la profundidad del com-
promiso de Dooku.
“Uno de tus antiguos confidentes en el Templo Jedi ha percibido el inminente cambio”, le dijo
Sidious. “Ha contactado con un grupo de clo¬nadores y les ha encargado la creación de un
ejército para la República. No es necesario anular ese encargo, ya que algún día podríamos
utilizar ese ejército en nuestro provecho. Pero el Maestro Sifo-Dyas no puede seguir viviendo
porque los Jedi no pueden conocer la existencia de ese ejército hasta que estemos preparados.”
El asesinato de Sifo-Dyas había significado el abrazo definitivo de Dooku al Lado Oscuro,
y Sidious le había recompensado con el título de Darth Tyranus. Su última misión, antes de
abandonar para siempre la Orden Jedi, fue borrar de los archivos Jedi toda mención a Kamino.
Fue entonces, siendo ya Tyranus, cuando se encontró con Jango Fett en Bogg 4 y ordenó al
mandaloriano que se presentase en Kamino. Luego se ocupó de que los pagos para los dona-
dores se efectuaran a través de tortuosos caminos...
Pasaron diez años.
La República logró recuperarse ligeramente gracias al mandato de un nuevo Canciller Supre-
mo, pero también se hizo más corrupta y asediada con más problemas que antes. Sidious y
Tyranus contribuyeron todo lo que pudieron a esa situación.
Sidious tenía la habilidad de prever el futuro, pero siempre había que contar con lo inespera-
do. Sin embargo, gracias al poder del Lado Oscuro, su visión ganó en flexibilidad.
Tras seguir el rastro de Fett hasta Kamino, Obi-Wan Kenobi llegó a Geonosis. De pronto,
Dooku se encontraba ante el padawan de Qui-Gon Jinn. Cuando informó a Sidious de la
presencia de Obi-Wan, el Señor Oscuro le dijo: “No intervengas, Darth Tyranus, deja que los
aconteci¬mientos sigan su curso. Nuestros planes se desarrollan exactamente según lo previs-
to. La Fuerza nos acompaña.”
Ahora se enfrentaba a un nuevo problema: a consecuencia del error de Nute Gunray en Cato
Neimoidia, la República y los Jedi habían encontra¬do una posible forma de rastrear el para-
dero de Sidious y exponerlo a la luz pública.
El transmisor de la mecano-silla, y otros similares, habían sido fabricados para Sidious por
multitud de seres, algunos de los cuales seguían vivos. Y si los agentes de la República —o
los Jedi. daba igual— eran lo bastante inteligentes y persistentes, podían descubrir más cosas
sobre Sidious de las que a él le gustaría que se descubrieran...
Tengo que informarle, pensó Dooku.
¿O no?
Por un instante dudó, imaginándose el poder que su silencio haría recaer en sus manos.
Después se dirigió directamente al transmisor de hiperonda que Sidious le había entregado y
empezó a transmitir.
ace Windu no podía recordar ninguna visita a las habitaciones del Canciller Su-
premo, en el Edificio Administrativo del Senado, en la que su atención no se hubiera visto
atraída por la curiosa y en cierto modo inquietante colección de estatuas cuasi-religiosas de
Palpatine.
En una ocasión, al darse cuenta del interés de Mace, Palpatine le dio largas y entusiastas
explicaciones de cuándo y cómo había conseguido algunas de las piezas. Fue tras muchos
años y mucho dinero; algunas en una subasta celebrada en Colmen«, otras de un marchante
corelliano de antigüedades o de un templo antiguo recién descubierto en una luna del gigante
gaseoso de Yavin, otra como regalo del Consejo de Naboo, otra como regalo de los gungan...
En aquel momento, Mace contemplaba una pequeña estatua de bronce que Palpatine había
identificado una vez como Wapoe, el mítico semidiós del engaño.
—Me alegra que haya llamado, Maestro Jedi —decía el Canciller Supremo a Yoda desde el
lado opuesto de su mesa de escritorio—. Estaba a punto de llamarlo yo a usted por un asunto
de poca importancia.
—Entonces de su asunto primero hablemos —dijo Yoda.
Se removió en su asiento, una silla acolchada que le hacía parecer aún más pequeño de lo que
era. Mace se sentaba a su izquierda, con sus largas piernas flexionadas y los codos apoyados
en las rodillas.
Palpatine se tocó el labio inferior con sus afilados dedos, aspiró profundamente y se echó
hacia atrás en su trono.
—Es curioso, Maestro Yoda, pero sospecho que el asunto que tengo en mente es el mismo que
ha traído al Maestro Windu y a usted hasta aquí. Y me refiero a Belderone.
Yoda apretó los labios.
—Una vez más, su intuición no ha fallado. Sobre Belderone mucho que decir tenemos.
Palpatine sonrió sin mostrar los dientes.
—Bien, entonces, supongamos que empiezo diciendo que me siento feliz por nuestra reciente
victoria. Sólo desearía que me hubieran infor¬mado de sus planes antes de llevarlos a cabo.
98 JAMES LUCENO

—No teníamos tiempo para comprobar los informes que nos envió Inteligencia —dijo Mace
sin vacilar—. Pensamos que sería mejor trasladar unas cuantas naves de la República, naves
que no nos eran imprescindi¬bles. Fue una operación Jedi.
—Una operación Jedi —repitió Palpatine lentamente—. Y, en resu¬midas cuentas, ustedes...,
es decir, los Jedi, lograron derrotar a las fuerzas del general Grievous.
—Una derrota no fue —aclaró Yoda—. Al hiperespacio Grievous huyó. Protegiendo a los
líderes separatistas estaba.
—Ya veo. ¿Y ahora?
Mace se inclinó hacia delante.
—Esperaremos a que aparezca de nuevo y volveremos a luchar contra él.
—¿Podrían informarme la próxima vez de los hallazgos descubier¬tos por nuestro Servi-
cio de Inteligencia...? ¿No tuvimos esta misma discusión cuando creíamos que el Maestro
Yoda había sido asesinado en lthor? —y antes de que Mace pudiera responder, continuó—:
El problema son las apariencias, ¿saben? Por muy de acuerdo que pueda estar, que lo estoy,
con la necesidad de que las investigaciones de Inteligencia sean confidenciales, hay muchos
miembros del Senado que no opinan lo mismo. Respecto a lo ocurrido en Belderone, el que
haya significado una victoria para la República me ha permitido aplacar los temores de ciertos
senadores que opinan que los Jedi están haciendo la guerra por su cuenta y que ya no podemos
hacernos responsables de sus actos.
Los ventanas de la nariz de Mace se dilataron.
—No podemos permitir que el Senado dicte el curso de la guerra. Yoda asintió.
—Algunas de las decisiones del Senado a los Jedi en la incertidumbre nos dejan —dijo, mi-
rando de soslayo a Palpatine—. Un problema de apa¬riencias es, efectivamente.
—No somos unos corruptos —enfatizó Mace.
Palpatine alzó las manos, pidiendo tranquilidad.
—Por supuesto que no. Nada más lejos de la verdad. Pero, como iba diciendo..., el Senado ne-
cesita, al menos, creer que está informado... Sobre todo ante los poderes extraordinarios que
ha concedido a este des¬pacho —se incorporó un poco en su silla—. No pasa un día en que
no me acosen con sospechas, acusaciones o sugerencias de que albergo segundas intenciones.
Y debo confesar que esas sospechas no se detienen aquí, en mi despacho, sino que también
recaen sobre el papel que tienen los Jedi en la guerra. Maestros, bajo ninguna circunstancia
debemos dar la impresión de que estamos confabulados.
—Confabulados debemos estar si la victoria queremos conseguir —protestó Yoda, frunciendo
el ceño.
Palpatine sonrió, tolerante.
—Maestro Yoda, está lejos de mi intención dar lecciones de política a alguien de su inmensa
experiencia, pero la verdad es que ahora, con la guerra desterrada al Borde Exterior, debemos
mostrarnos sensatos con las campañas que se emprendan y con los objetivos que se asignen
a nuestras fuerzas. Todos y cada uno de nuestros actos deben realizarse con suma delicadeza
si queremos obtener una paz duradera cuando concluya esta locura —agitó la cabeza—. Las
circunstancias nos han obligado a sacrificar muchos mundos fieles a la República, y puede
que haya otros que en su momento se unieron a los separatistas y que ahora deseen volver con
nosotros... En fin, son cuestiones con las que no deseo abrumar a los Jedi, pero que pertenecen
al ámbito de este despa¬cho. Comprendan que para mí también son prioritarias.
—No hemos olvidado completamente las lecciones aprendidas en mil años de servicio a la
República —dijo Mace con firmeza—. El Consejo Jedi es totalmente consciente de ese tipo
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 99

de cosas.
Palpatine hizo caso omiso del reproche.
—Excelente. Entonces, podemos pasar a otros asuntos.
Mace y Yoda esperaron.
—¿Puedo preguntar cómo supieron los Jedi que Grievous planeaba atacar Belderone?
—Gracias a un transmisor de hiperonda que perteneció al virrey Gunray y que conseguimos
en Cato Neimoidia —explicó Mace—. Su dispositivo permitió que Inteligencia descifrase el
código separatista y que captásemos un mensaje enviado por el general Grievous al virrey
Gunray, en el que se mencionaba Belderone. Por eso actuamos.
Palpatine lo contemplaba fijamente, lleno de escepticismo.
—¿Tenemos la posibilidad de escuchar las transmisiones de los sepa¬ratistas?
—Después de Belderone improbable es —admitió Yoda.
Palpatine meditó un instante, antes de fruncir el ceño.
—Así que, para salvar Belderone, hemos descubierto nuestra capaci¬dad de interceptar los
mensajes separatistas... —aspiró profundamente y dejó escapar el aire poco a poco—. Si hu-
biera dependido de mí reco¬nozco que habría hecho lo mismo, pero tengo que añadir que me
siento muy disgustado por haber sido marginado. ¿Por qué no me lo dijeron? ¿Debo deducir
por este incidente que ya no confían en mí?
—No —casi gritó Yoda—, pero de este despacho muchos entran y salen. También a nuestro
propio Consejo Jedi al margen mantuvimos. La cara de Palpatine enrojeció de repente.
—¿Y todavía se atreve a decir que confía en los que le rodean? ¿Se imagina lo que dirían
algunos sabiendo que muchos integrantes de su Orden se han mantenido deliberadamente al
margen de la guerra, y que otros incluso se han sumado al bando separatista?
—Una década hace que esos reproches oímos, Canciller Supremo.
—Me temo que se engaña a sí mismo si cree que el paso del tiempo resta validez a esos “re-
proches”. Maestro Yoda.
Esto se nos está escapando de las manos, pensó Mace. Intentó calmarse antes de hablar.
—Hay una razón más importante para no haberle informado del transmisor.
Ahora fue Palpatine el que esperó.
—Contenía un mensaje almacenado... Un mensaje de Darth Sidious para el virrey Gunray.
La ancha frente de Palpatine se llenó de arrugas.
—Sidious. Conozco ese nombre...
—El Maestro Sith de Dooku es. En Geonosis el Maestro Kenobi de su propia boca lo oyó.
Nos elude, pero pruebas de su existencia tenemos. —Ahora recuerdo —reconoció Palpati-
ne—. Le dijo a Obi-Wan que ese
Sidious estaba infiltrado en el Senado.
—Eso lo hemos descartado, pero Dooku sobre Sidious no mentía. Palpatine hizo girar su silla
hasta quedar frente a la inmensa ventana curvada del cuarto y el vasto panorama de Coruscant.
—Otro Sith —y, volviéndose hacia Yoda, añadió—: Perdone, pero... ¿por qué les preocupa
tanto eso?
—Cuidadosamente equilibrada esta guerra ha estado. Victorias repu¬blicanas, victorias sepa-
ratistas... Prolongarla puede que parte del plan Sith sea.
Palpatine hizo de nuevo una pausa para meditar detenidamente las palabras de Yoda.
—Creo que empiezo a comprender sus razones para actuar con tanto secreto. Los Jedi inten-
tan descubrir a Sidious.
—Siguiendo pistas estamos.
100 JAMES LUCENO

—¿La captura de Sidious pondría fin a la guerra?


—Cuando menos, aceleraría su final —dijo Mace.
Palpatine asintió satisfecho.
—Entonces, confío en que acepten mis disculpas. Hagan lo que deban hacer para descubrir a
ese Sidious.
uando los xi charrianos hablaron de una explotación minera en los asteroides, no
imaginaba que se refirieran a un asteroide de verdad —comentó Obi-Wan desde el asiento del
copiloto del cru¬cero de la República.
—Fue TC-16 quien nos lo dijo —rectificó Anakin—. Quizá se perdió algo en la traducción.
El droide de protocolo había sido enviado a Coruscant para entrevis¬tarse con los técnicos
de Inteligencia de la República, y R2-D2 se encon¬traba en Belderone, donde los técnicos
intentaban reparar los daños que el pequeño astromecánico había sufrido en la batalla. Obi-
Wan y Anakin tenían la nave para ellos solos, y habían cambiado las túnicas Jedi por ropas
más apropiadas para unos viajeros itinerantes.
Tomando el nombre del cinturón de asteroides que utilizaba como base, la instalación del
Gremio de Comercio de Escarte orbitaba entre enormes gigantes de gas rodeados de lunas, en
un sistema estelar deshabitado a dos saltos hiperespaciales de Belderone, en el límite exterior
de la ruta de comercio Perlemiana. Cuando comenzaron las explotaciones mineras, vein¬te
años antes, Escarte era de forma oblonga. Ahora, era un hemisferio cón¬cavo lleno de crá-
teres debido a las fuerzas de la naturaleza y a los gigantes¬cos obreros droides del Gremio
de Comercio, que, satisfecho ante todo el mineral extraído de Escarte, convirtió las cameras,
los túneles y los con¬ductos de ventilación del asteroide en centros de procesamiento y ofi-
cinas. La innovación tecnológica que suponía el rayo tractor había permitido que el Gremio
capturase pequeños asteroides y los atrajera directamente hasta las instalaciones, en vez de
tener que utilizar remolcadores o realizar el tra¬bajo in situ. En muchos aspectos, Escarte era
el equivalente minero de los extractores de gas tibanna que flotaban en la densa atmósfera de
Bespin, muy lejos, en las estrellas.
Considerado como propiedad privada, el cinturón estaba defendido por corbetas del Gremio
de Comercio y patrulleras modeladas a imagen y semejanza de los cazas estelares geonosia-
nos. No obstante, los Servicios de Inteligencia de la República habían conseguido introducir
a uno de sus agentes en Escarte. Obi-Wan y Anakin no sabían cómo o cuándo podrían con-
tactar con ese agente, pero poco antes de abandonar Belderone fueron informados de que
102 JAMES LUCENO

Thal K’sar, el artesano bith que supuestamente había diseñado el transmisor de hiperonda y
el holoproyector de la mecano-silla de Gunray, había sido arrestado, aunque no sabían bajo
qué acusación.
Un carillón de alerta surgió de la consola de navegación del crucero.
—Escarte —anunció Anakin— exige que nos identifiquemos y expli¬quemos el motivo de
nuestra presencia aquí.
—Diles que somos comerciantes independientes en busca de trabajo —le recordó Obi-Wan.
Anakin activó las comunicaciones y habló por el micrófono.
—Crucero corelliano, permiso de aterrizaje denegado —respondió una voz áspera—. Escarce
no tiene ningún trabajo que ofrecer, pruebe en Ansion o en Ord Mantell.
Obi-Wan miró por una de las portillas a tiempo de ver una corbeta que se acercaba por estri-
bor.
—Trayectoria de intercepción —dijo Anakin—. ¿Alguna instrucción de último minuto, Maes-
tro?
—Sí, cíñete al plan. Nuestra mejor opción de encontrarnos con K’sar es que nos arresten.
Anakin sonrió abiertamente.
—Eso no debería de ser un problema. Prepárate.
Obi-Wan ya estaba preparado, así que fue capaz de mantenerse más o menos erguido en su
sillón cuando Anakin conectó los impulsores e hizo que el crucero diese un giro brusco... no
para alejarse de la corbeta, sino para dirigirse directamente hacia ella.
En la consola sonó de nuevo la alarma.
—Quieren que nos alejemos, Anakin.
Anakin no cambió de rumbo.
—Unas cuantas maniobras rápidas. Nuestra forma de decirles que no nos gusta que nos re-
chacen.
—Nada de láseres.
—Prometido. Sólo haremos que les zumben un poco los oídos. Obi-Wan vio que la corbeta se
hacía más y más grande. La consola continuó emitiendo tañidos, cada vez con más fuerza. Un
segundo después, dos disparos de turboláser pasaron frente a la proa del crucero. Obi-Wan se
aferró a los brazos del sillón.
—No parecen tener sentido del humor.
—Tendremos que esforzarnos más.
Inclinando el morro del crucero, Anakin aumentó la velocidad. Daba la impresión de querer
pasar bajo la corbeta; pero, en el último momento, tiró de los mandos hacia atrás haciendo que
el crucero ascendiera casi ver¬ticalmente y en espiral. La andanada de las baterías delanteras
de la cor¬beta casi rebanó la cola de la nave.
—Ya me parece bastante plausible —comentó Obi-Wan—. Nivela y hazles señas de que nos
rendimos.
—Maestro, no te tomas en serio nuestra misión. Sospecharán que ocul¬tamos algo si se lo
ponemos demasiado fácil.
Obi-Wan vio cómo dos patrulleras se unían a la persecución. Rodeado de los relámpagos
escarlatas de los láseres. Anakin aceleró el crucero a tra¬vés de un promontorio dentado y se
metió en pleno cinturón de asteroides.
—¡Sólo hay algo peor que ser tu compañero de escuadrilla, y es ser tu pasajero!
Anakin inclinaba la nave para que volase de lado y pudiera pasar entre un cúmulo de rocas,
cuando un láser impactó contra el asteroide más cer¬cano. Las esquirlas desprendidas por la
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 103

explosión azotaron los escudos del crucero, pero el tablero de mandos confirmó a Obi-Wan
que la carlinga no había sufrido el menor daño.
El joven Jedi sujetó los mandos y tiró de ellos con fuerza, haciendo que el crucero girase en
redondo. Una de las patrulleras los adelantó, rozando el flanco del crucero, pero Anakin siguió
realizando giros cada vez más cerrados, hasta hacer desistir a los cazas. La nave tan pronto
aceleraba, empujando a Obi-Wan y a Anakin contra sus asientos, como frenaba brus¬camente
un segundo después, lanzándolos contra el panel de instrumentos.
Anakin extendió una mano sobre su cabeza para realizar algunos ajus¬tes, y el crucero volvió
a lanzarse hacia delante, y luego se detuvo bruscamente y tembló de forma incontrolada.
Obi-Wan examinó las pantallas.
—¿Nos han dado?
—No.
—¿Un asteroide?
—Tampoco.
—¡No me digas que has recuperado la cordura y has decidido rendirte! Anakin le dirigió una
mirada de profundo y fingido sufrimiento.
—Un rayo tractor.
—¿De Escarte...? Imposible. Estamos demasiado lejos.
—Eso pensaba yo.
Las manos de Anakin volaron sobre el panel de control, desconectando algunos sistemas y
activando otros.
—No intentes resistir, Anakin. La nave no aguantará.
Un profundo temblor en las entrañas del crucero corroboró sus palabras. Anakin encajó la
mandíbula y dejó caer las manos a los costados.
—Míralo de esta forma —dijo Obi-Wan mientras el crucero era arrastrado hacia la distante
instalación—. Al menos se lo has puesto difícil.

El rayo tractor depositó suavemente el crucero en uno de los cráteres del Gremio, ahora recon-
vertido en hangar. Obi-Wan y Anakin habían reci¬bido la orden de salir de la nave y ahora se
encontraban en la rampa con las manos sobre las cabezas. Neimoidianos y gossamos unifor-
mados ro¬deaban el crucero, y un equipo de seguridad que incluía humanos, geono¬sianos y
droides de combate, avanzó hacia ellos.
—Esto no tiene nada que ver con la calurosa bienvenida que nos dieron en Charros IV —co-
mentó Obi-Wan.
—Hacen que casi sienta nostalgia de los xi charrianos —abundó Anakin.
—¡Mantened las manos donde podamos verlas! —gritó el jefe humano del equipo de segu-
ridad mientras se dirigía a la plataforma de desembar¬co—. ¡No quiero ningún movimiento
extraño!
—Qué melodramático —dijo Anakin.
—No utilices ningún truco mental —advirtió Obi-Wan.
—Aguafiestas.
El oficial de seguridad era tan alto y tan rubio como Anakin, pero más ancho de hombros. Una
insignia del Gremio de Comercio pegada al cuello de su uniforme gris lo identificaba como
capitán de la Guardia de Escarte. Hizo que su pelotón se detuviera a tres metros de la rampa
de acceso a la nave. A su señal, los geonosianos se desplegaron a ambos lados, blandien¬do
rifles sónicos.
104 JAMES LUCENO

El capitán miró a los dos Jedi de arriba abajo y dio una vuelta en torno a ellos con las manos
entrelazadas a su espalda.
—Hacía tiempo que no veía una de éstas —dijo tras echarle una ojeada a la nave—. Pero, a
juzgar por esos cañones, me parece que no sois pre¬cisamente embajadores de buena volun-
tad.
—Digamos que hay que adaptarse a los tiempos —respondió Obi-Wan. El capitán frunció el
ceño.
—¿Qué os trae por este sector?
—Esperábamos encontrar trabajo —aseguró Anakin.
—Fuisteis informados de que eso era imposible. ¿Por qué creasteis pro¬blemas enfrentán-
doos a una de nuestras corbetas?
—Creímos que se habían comportado de una forma muy poco cortés..., cuando sólo quería-
mos presentarnos.
El capitán casi se rió.
—Entonces ¿todo ha sido un malentendido?
—Exactamente —confirmó Obi-Wan.
El capitán agitó su cabeza, divertido.
—En ese caso nos alegrará mostraros nuestras instalaciones... ¡empe¬zando por el nivel de
detención! —se giró hacia los otros dos humanos del pelotón—. Esposad a estos chistosos y
registradlos, podrían llevar armas ocultas.
—¿No podemos pagar simplemente una multa y marcharnos? —pre¬guntó Obi-Wan mien-
tras le colocaban unas esposas magnéticas en las muñecas.
—Pregúntaselo al juez.
Terminado el registro, los dos humanos se apartaron de los Jedi.
—Están limpios.
El capitán asintió con la cabeza.
—Un punto a su favor. Registre la nave y confisque todo lo que haya de valor. Y avise a
Detención que les llevamos dos prisioneros —extrajo una pistola láser de la cartuchera que
colgaba junto a su cadera e hizo señas a Obi-Wan y a Anakin para que se dirigieran hacia los
turboas¬censores.
En el cráter reconvertido desembocaban varios pasillos de acceso; esta¬ba claro que algunos
no habían sufrido ningún cambio desde los días en que sirvieron como túneles mineros, pero
otros habían sido reforzados con vigas de plastiacero y tapizados con paneles de ferrocemen-
to. También resultaba evidente que algunos de los turboascensores eran antiguos pozos de
ventilación.
El capitán indicó un ascensor desocupado y entró después de Obi-Wan y Anakin. Cuando dos
gossamos intentaron acompañarlos en el mismo ascensor, les hizo una señal con la mano para
que se detuvieran. En cuan¬to se cerró la puerta, bajó su arma y habló con rapidez.
—Tenemos que damos prisa.
—Usted es Travale —dijo Obi-Wan, utilizando el nombre clave que le habían dado.
—Las cosas con el bith serán un poco más complicadas de lo que pen¬sábamos. Van a eje-
cutarlo.
Las cejas de Anakin formaron una uva.
—¿Qué ha hecho? ¿Ha asesinado a alguien?
—Dicen que cometió un error contable.
—La ejecución me parece un castigo demasiado exagerado —exclamó Obi-Wan.
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 105

—La Magistratura de Escarie quiere que sirva de ejemplo, pero está claro que la urden viene
de arriba —Travale hizo una pausa—. Quizá tenga algo que ver con el motivo que os ha traído
hasta aquí.
Travale no pidió más explicaciones, pero Obi-Wan asintió con la cabeza.
—Si cree que va a morir, quizá se sienta más inclinado a hablar con nosotros.
—Estoy de acuerdo —dijo Travale—. Pero quizá puedan liberado...
—¿Podría arreglarlo? —preguntó Anakin.
—Puedo intentarlo.
El turboascensor se detuvo y las puertas se abrieron.
—Bienvenidos al nivel de detención —informó Travale, recuperando su actitud anterior y
empujando a Obi-Wan hasta la antesala frente a la que se habían detenido.
Tras un semicírculo de consolas se encontraban cinco hoscos no huma¬nos —quara aqualish,
calvos y colmilludos— con gastados uniformes del Gremio de Comercio y armamento pesa-
do.
—Mostrad a nuestros dos invitados la celda cuatro-ocho-uno-seis —ordenó Travale al sar-
gento de guardia.
—Está ocupada por K’sar, el bith.
—A los desgraciados les encanta la compañía —contestó Travale. Y, dando media vuelta,
volvió al turboascensor. Un aqualish de cuatro ojos salió de la media luna de pantallas de vigi-
lancia y llevó a Obi-Wan y a Anakin hasta un estrecho pasillo con celdas a cada lado. Treinta
metros más adelante se detuvo para marcar un código en un teclado numérico empotrado en la
pared, y la puerta de la celda 4816, en la que se veían evi¬dentes manchas de sangre, se abrió.
Era cuadrada y minúscula, y no tenía camas ni lavabo.
El hedor era casi abrumador.
—Os lo advierto —dijo el aqualish en Básico—, la calidad de la cocina sólo es superada por
la limpieza de los alojamientos.
—Entonces espero que nos suelten antes del almuerzo —respondió Obi-Wan.
Thal K’sar estaba tirado en una esquina, con sus manos de largos dedos esposadas delante
de él. Delgado, incluso para un bith, iba bien vestido y parecía no haber sufrido malos tratos.
Obi-Wan recordó que lo habían arrestado hacía apenas un día.
K’sar se quedó mirando a Obi-Wan, pero no le devolvió su inclinación de cabeza a modo de
saludo.
—Menudo lío —comentó Anakin en voz alta cuando la puerta de la celda se cerró tras él—.
Te felicito por tu trabajo.
Obi-Wan le siguió el juego.
—No ayudó en nada que tú tumbaras a ese guardia de seguridad.
—Ah, se lo había buscado.
Anakin se acercó a K’sar.
—¿Qué has hecho para acabar aquí? —le preguntó.
Aunque sorprendido al oír su idioma natal en boca de un humano. K’sar guardó silencio.
Cuando Anakin hizo un segundo intento, el bith respondió en Básico:
—No es asunto tuyo. Déjame en paz, por favor.
Anakin se encogió de hombros y se unió a Obi-Wan en la esquina opuesta de la celda.
—Paciencia —sugirió Obi-Wan en voz baja.
Ambos se pusieron en cuclillas, con las espaldas apoyadas en la sucia pared.
106 JAMES LUCENO

Había pasado menos de una hora estándar cuando oyeron voces en el pasillo. La puerta en-
rejada se abrió, revelando a Travale y a dos aqualish de seguridad. Sin una sola palabra, los
alienígenas sujetaron a Travale por los brazos y lo empujaron al interior de la celda.
Obi-Wan pudo cogerlo antes de que se estrellara contra el suelo.
—¿Otro acontecimiento inesperado?
Travale estaba esposado y desconcertado.
—Han descubierto mi tapadera —dijo tranquilamente—. No sé cómo ni quién.
Anakin miró a Obi-Wan.
—No es una coincidencia.
—Alguien nos ha traicionado.
—¿Y ahora qué?
—¿Ha podido preparar algo? —preguntó Obi-Wan a Travale. Él asintió.
—Un fallo de energía. Corto, pero más que suficiente para que puedan salir de aquí.
—Podamos salir de aquí —corrigió Anakin—. Vendrá con nosotros.
—Gracias —frunció el ceño, inseguro—. Espero no haberme equivocado al suponer que son
capaces de abrir la puerta... Manualmente, quiero decir.
—Podemos hacerlo —le aseguró Obi-Wan.
—¿Cuánto falta para que falle la energía? —preguntó Anakin. —Una hora —Travale señaló
a K’sar—. ¿Y él?
Anakin cruzó la celda.
—Sé que no estás interesado en intercambiar saludos, pero creemos que existe una forma de
escapar. ¿Te interesa?
Los ojos negros y sin párpados del bith se abrieron desmesuradamente.
—Sí... ¡Sí, gracias!
—Pues prepárate.
—Una vez en la sala de guardia tomen el túnel de la izquierda —esta¬ba diciendo Travale
a Obi-Wan cuando Anakin regresó junto a ellos—. Siempre a la izquierda hasta llegar a una
escalera. Suban y sigan hasta el nivel del hangar.
—¿Es que no vendrá con nosotros? —se extrañó Anakin.
—Alguien tendrá que desactivar el rayo tractor o su nave no despega¬rá. Dos niveles por
debajo de éste hay una estación de energía. Sé lo bas¬tante como para desactivarla temporal-
mente.
—No irá solo —dijo Obi-Wan.
Anakin sonrió abiertamente.
—Creo que es tu turno...
Obi-Wan no discutió.
—Eso significa que K’sar irá contigo. No lo pierdas de vista, Anakin. Travale señaló el pasillo
del bloque de celdas.
—Tendremos que encargamos de los guardias.
—No se preocupe por ellos —aseguró Anakin.
Extendiendo las manos, hizo saltar las esposas de sus muñecas. Obi-Wan lo imitó, y después
abrió las de Travale.
Este sonrió ampliamente.
—Me encantan los buenos planes.

Cuando la luz de la celda vaciló y se apagó, Anakin y Obi-Wan se encontraban junto a la puer-
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 107

ta. El segundo movió las manos en el aire y la puerta cedió con un chasquido.
Travale agitó la cabeza, maravillado.
—Nunca dejo de asombrarme.
Anakin se giró hacia K’sar.
—¡Ahora! ¡Deprisa!
Los cuatro corrieron hacia el oscuro vestíbulo.
—El generador de emergencia se conectará en seguida —advirtió Travale.
Delante de ellos podían oír a los cinco guardias manipulando los inte¬rruptores de la conso-
la y hablando con voz excitada. Anakin apenas había llegado a la mitad del estrecho pasillo
cuando uno de los guardias apareció al otro extremo. Los enormes ojos del aqualish le permi-
tían ver en la oscu¬ridad, pero no tanto como los del bith ni como los del Jedi. Antes de que el
guardia comprendiera lo que pasaba, su rifle ya volaba por el pasillo hacia la mano de Anakin.
Un empujón de Fuerza por parte de Obi-Wan envió al aqualish volando hacia la antesala, ha-
ciéndole chocar contra la puerta del turboascensor.
El resto de los guardias se apresuraron a abandonar su puesto tras la consola para contraatacar.
Pero, para entonces, Obi-Wan y Anakin ya esta¬ban sobre ellos, dando puñetazos, patadas
laterales y empujones de Fuer¬za. Los cuerpos volaron por la antesala, chocando unos contra
otros, y que¬daron aplastados contra las pantallas de la consola. Un aqualish consiguió dis-
parar su arma, pero el láser rebotó enloquecidamente contra las paredes antes de perderse por
el pasillo.
La pelea casi había terminado antes de empezar.
K’sar miró desconcertado a su alrededor, bajo la rojiza luz de emergencia
—¡Son Jedi!
—Dos de tres —corrigió Travale.
—Pero... ¿qué hacen aquí, en Escarte?
Anakin colocó su dedo índice sobre los labios del bith.
—Asuntos de la República —y dejó en manos de K’sar el rifle que le había quitado al guardia.
K’sar miró fijamente el arma.
—Pero...
—Yo no la necesito.
—Ahora tenemos que dividimos —dijo Travale a Anakin—. Recuerde: siempre a la izquierda
hasta llegar a la escalera.
—¿Adónde nos envía? —preguntó K’sar.
—Al hangar treinta y seis.
El bith asintió.
—Conozco el camino.
Travale rió entre dientes.
—Esto se pone cada vez mejor —se giró hacia Anakin—. K’sar tam¬bién conoce el camino
hasta el hangar cuarenta, los estaremos esperando allí. El Control de Escarte no podrá reacti-
var el rayo tractor inmediatamente y, a juzgar por la forma en que pilotan, no tendrán muchos
proble¬mas para despistar a las patrullas. De todas formas, buena suerte.
—Gracias, pero eso no existe.
Mientras Travale y Obi-Wan empezaban a correr, Anakin se dio cuen¬ta que uno de los tur-
boascensores estaba descendiendo.
—Los de seguridad vienen a ver cómo les va a los guardias —dijo K’sar. Anakin señaló hacia
el pasillo oscuro que se suponía debían tomar.
108 JAMES LUCENO

—¡Vete!
Las largas piernas de K’sar lo impulsaron a gran velocidad. Pero al lle¬gar a la primera inter-
sección, en vez de girar ala izquierda, como había dicho Travale, lo hizo a la derecha.
Anakin lo sujetó por el hombro y le hizo dar media vuelta.
—Ese no es el camino que nos han indicado.
—El capitán es casi un recién llegado a Escarte —explicó el bith, casi sin resuello—. Hace
más de quince años que vivo aquí, conozco muy bien toda esta roca.
Anakin pensó en silencio.
—Confía en mí, Jedi. No tengo nada que ganar mintiéndote y quedán¬dome aquí.
Anakin lo siguió por los pasillos. Tras varios minutos de carrera llegaron a una raquítica es-
calera que K’sar empezó a subir.
—Me gustaría saber qué hiciste para terminar en esa celda —preguntó Anakin.
—Y a mí también —respondió K’sar—. Mi superior, un gossamo, dijo que había cometido un
error contable que le podía costar al Gremio de Comercio una pequeña fortuna.
—¿Siempre has sido un ejecutivo?
—Empecé como técnico: diseños, instalaciones y todo eso... Fui ascen¬diendo poco a poco.
—Ascendiendo, quizá, pero estás en el bando equivocado de esta guerra. Toda tu especie lo
está.
K’sar se detuvo un instante para recuperar el aliento.
—Clak’Dor Siete no tuvo elección —dijo—. Los separatistas nos ofre¬cieron acceso ilimi-
tado a las rutas hiperespaciales, mejores tratos comer¬ciales y ninguna interferencia... En
cuanto a mí, cuando todo eso ocurrió ya estaba trabajando para el Gremio. Un día teníamos
un trato comercial normal con ellos, y al siguiente, tras lo que ocurrió en Geonosis, el Gremio
estaba en guerra con la República —alzó su mirada—. Cuando subamos las escaleras tenemos
que girar a la izquierda.
Anakin captó una nota de indecisión en su voz.
—No pareces tan seguro como decías.
—Hace mucho tiempo que no ando por esta zona, pero estoy seguro de que llegaremos al
nivel del hangar.
Las paredes de piedra del pasillo por el que corrían mostraban las cica¬trices de los gigantes-
cos taladros que habían agujereado Escarte. La luz y oxígeno eran escasos, y el suelo resba-
ladizo. Anakin pasó su brazo derecho por la estrecha cintura del bith para ayudarlo a avanzar.
—¡Espere, espere! —dijo K’sar de repente.
—¿Qué ocurre?
Los ojos de K’sar estaban llenos de miedo.
—¡He cometido un error! ¡No teníamos que haber venido por aquí!
—Demasiado tarde para retroceder.—¡Tenemos que hacerlo! No lo entiende...
Las palabras de K’sar fueron ahogadas por el ruido de servomotores e ingenios hidráulicos.
De la curva del oscuro túnel surgió un droide araña enano, meciendo uno de sus cañones láser
a un lado y a otro, buscando blancos contra los que disparar.
lguien viene —advirtió Obi-Wan a Travale.
Se encontraban en un pórtico estrecho por el que se accedía al panel de control de la estación
número tres del rayo tractor. La torre, de unos seis metros de altura, se alzaba en una platafor-
ma circular proyectada desde la pared y suspendida sobre un profundo pozo de ventilación.
Al principio, Travale cometió algunos errores, pero logró superar su confusión y consiguieron
llegar hasta allí. Antes de intentar desactivar el rayo tractor, tenían que esperar a que se resta-
bleciera la energía de la zona.
Obi-Wan se asomó por la esquina de la torre, en dirección a las voces que había oído. Tres
guardias de seguridad geonosianos se acercaban a la estación por un pasillo del lado opuesto
del pozo.
—Nunca encuentras un sable láser cuando lo necesitas —susurró Travale—. ¿Puedes dis-
traerlos de algún modo?
Obi-Wan consideró las opciones e hizo un movimiento con los dedos de su mano derecha.
Un sonido inidentificable resonó en lo más profundo del pasillo en el que se encontraban los
guardias. Los tres geonosianos dieron media vuelta y corrieron hacia allí para investigar.
Travale movió la cabeza con gesto apreciativo ante la habilidad de Obi-Wan.
—Me extraña que la guerra aún no se haya terminado.
—Somos demasiado pocos.
Travale estudió a Obi-Wan un momento.
—¿Seguro que ésa es la razón?
Obi-Wan tocó a Travale en el brazo y le hizo señas con la barbilla hacia la torre.
—No hay tiempo que perder.
El Jedi vigiló por encima del hombro de Travale, mientras éste desco¬nectaba la energía del
rayo tractor.
Estas cosas son el futuro —comentó Travale—. Llena una nave con suficientes antenas direc-
cionales para que puedas apuntar un rayo tractor en la dirección que desees y podrás impedir
que una nave enemiga salte al hiperespacio.
110 JAMES LUCENO

—No hay nave lo bastante grande para soportar eso.


—La habrá —aseguró Travale—. Aunque sólo sea para estar seguros de que no estallará otra
guerra.

Pilar básico de las explotaciones mineras del Gremio de Comercio, la araña enana droide era
una cazadora-asesina no mucho más alta que un droide de combate de la Federación de Co-
mercio, pero sí más ágil y equi¬pada con dos poderosos cañones láser. Su cuerpo semiesféri-
co, sostenido por cuatro patas extensibles, estaba rematado por dos enormes fotorrecep¬tores
redondos que parecían estar clavados en Anakin y K’sar mientras se acercaba a ellos.
La araña disparó en el mismo instante en que Anakin empujaba a K’sar hacia un lado y rodaba
por el suelo. Dos potentes láseres abrieron un profundo surco en el suelo del túnel, y el sonido
del cañón levantó un ceo ensordecedor en las paredes. La cabeza pivotó sobre su eje y los
fotorre¬ceptores buscaron a Anakin. El arma disparó de nuevo.
Anakin voló, apartándose de su alcance. Recurrió a la Fuerza, agitando sus manos frente a él
para no ser engullido por el intenso calor. Rodó una vez más e intentó colarse bajo las patas
de la araña, pero ésta se anticipó, retrocedió unos cuantos pasos y soltó otra descarga.
Anakin saltó por los aires.
Propulsado al mismo tiempo por la Fuerza y por la onda de choque de la explosión, el joven
Jedi chocó contra el techo arqueado y se desplomó en el duro suelo. Perdió la consciencia
un instante y, al despertar, descubrió que el droide cargaba contra él, haciendo girar el más
pequeño de sus caño¬nes para apuntarle. El Jedi se catapultó hacia delante con los pies para
pasar por debajo del cuerpo del droide, hasta donde se encontraban las células energéticas y
arrancárselas. La araña frenó en seco y empezó a recular para apartarse de su atacante. El salto
de Anakin quedó corto, pero rodó hacia delante aprovechando el impulso.
La araña continuó retirándose.
Anakin fingió una finta lateral y se lanzó bajo el droide, pero tampoco esta vez pudo alcanzar
su objetivo. Oyó el zumbido del domo de la araña al girar, seguido del producido por el cañón
al chocar contra la escabrosa pared. Al darse cuenta de que habían entrado en una sección del
túnel demasiado estrecha para permitir el giro del cañón, el droide agitó sus patas con frustra-
ción y se movió hacia la parte más ancha.
Sin un plan definido en mente, Anakin reptó tras él y oyó cómo el domo giraba una vez más.
En ese momento escuchó él el rugido de un rifle láser con el disparador colocado en automá-
tico.
Diez metros más allá. K’sar estaba firmemente plantado sobre sus pies, con el arma sujeta
con ambas manos y disparando directamente contra las células energéticas y los rojizos foto-
rreceptores de la araña. Desconcertado, el droide intentó girar desesperadamente en sentido
contrario, pero seguía sin tener espacio. Piedras de distintos tamaños se desprendieron de las
paredes cuando los rayos láser chocaron contra ellas, pero el bith mantuvo apretado el gatillo
hasta agotar la célula energética de su arma. Un desga¬rrador chillido electrónico surgió de
alguna parte del interior de la araña, y las chispas brotaron como un géiser de su domo agu-
jereado. Las cuatro patas se agitaron rabiosas por un largo momento y después se detuvieron.
El túnel empezó a llenarse de humo. Por fin, el droide se derrumbó y el extremo de su cañón
más largo se clavó en el suelo frente a los pies de K’sar.
Anakin rodeó la humeante máquina y arrancó suavemente el rifle de las temblorosas manos
del bith. El domo del droide tintineó mientras se enfriaba y un susurró se escapó de la cámara
de gas del disparador.
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 111

—¿Cuánto falta? —preguntó Anakin un segundo después.


—Ya estamos cerca —respondió K’sar, saliendo de su ensimismamien¬to—. Medio kilóme-
tro o así, una vez pasada la curva.
—¿Podrá llegar?
K’sar asintió con la cabeza, y ambos se apresuraron por el estrecho pasillo, hasta emerger
desde un túnel que se abría a la parte trasera del hangar. Cien metros más allá, el crucero se
encontraba allí donde el rayo tractor lo había dejado. Se veían pocos guardias, y la mayoría
eran droides de combate.
Anakin se tomó un momento para estudiar la disposición de los droi¬des antes de girarse ha-
cia K’sar, que parecía haberse recuperado de la bata¬lla librada en el túnel.
—No importa lo que yo haga o lo que me pase, quiero que corras direc¬tamente hacia la ram-
pa de descenso. No te detengas hasta que estés den¬tro de la nave, ¿entendido?
K’sar asintió.
Anakin salió del pasillo, atrayendo deliberadamente la atención de los droides para impedir
que disparasen contra K’sar. Esquivó los láseres, sal¬tando y rodando por el suelo en una
combinación perfectamente calculada que lo acercó lo suficiente a los guardias como para
poder manipularlos mediante la Fuerza. Chocaron unos contra otros como empujados por
un fuerte viento. Arrancó el rifle de las manos de uno de los droides. atra¬yéndolo hasta las
suyas, y derribó a los que aún se mantenían en pie.
Siguiendo a K’sar por la rampa de descenso, corrió hasta la cabina del piloto y empezó a
conectar los sistemas defensivos del crucero. Los dispa¬ros de los droides rebotaron inofen-
sivamente en el fuselaje y las placas de transpariacero del crucero. Anakin activó los cañones
de proa y popa, y disparó con ellos, enterrando a los droides bajo enormes bloques de ferro-
cemento arrancado de las paredes y el techo.
Cuando los sistemas de vuelo estuvieron preparados, salió de la cabina de pilotaje y buscó a
K’sar. Lo encontró sentado en el suelo de la sala prin¬cipal, jadeante y todavía asustado.
—¿Por qué no despegamos ya? —preguntó el bith—. Seguro que las corbetas del Gremio ya
están en camino.
Anakin se acercó más a él, con expresión grave.
—Primero tenemos que hablar. Si no respondes a mis preguntas te echaré de la nave y dejaré
que los gossamos hagan contigo lo que quieran. Los ojos del bith se abrieron de par en par.
—¿Hablar? ¿Hablar de que?
—De un transmisor de hiperonda que diseñaste hace catorce años.
—¿Catorce años? Pero si apenas me acuerdo de lo que hice la semana pasada...
Anakin lo contempló fijamente, frunciendo el ceño.
—Piénsalo mejor.
—¿Por qué me hace esto? ¡Le he salvado la vida!
—Recuérdame que te lo agradezca después. Ahora vas a hablarme de ese transmisor. Fue un
encargo especial y más secreto de lo que suele ser habi¬tual. Seguro que te pagaron muy bien.
Lo instalaste en una mecano-silla.
K’sar se sorprendió. Su boca dibujó una mueca y miró aterrorizado a Anakin.
—Ahora lo entiendo todo... ¡El arresto, la prisión y la pena de muerte! El transmisor... Eso es
lo que os ha traído hasta aquí.
—¿Quién hizo el pedido?
—Sospecho que ya conoce la respuesta.
—¿Cómo contactó contigo?
112 JAMES LUCENO

—A través de mi comunicador personal. Necesitaba a alguien muy habilidoso que siguiera


sus instrucciones sin hacer preguntas. Los diseños que me envió no se parecían a nada que yo
hubiera visto antes. El resul¬tado final fue casi... artístico.
—¿Por qué te permitió vivir... después de la entrega?
—Nunca llegué a estar seguro de sus motivos. Supuse que yo le había resultado útil y que qui-
zás, en el futuro, podría necesitar dispositivos adi¬cionales, pero nunca recibí noticias de él.
—Si tienes razón sobre los motivos de tu arresto, significa que nunca ha dejado de vigilarte.
Cuéntame el resto y quizá podamos mantenerte lejos de su alcance.
—¡Eso es todo!
—Estás ocultando algo —aseguró Anakin en un tono amenazante—. Puedo captarlo.
K’sar tragó saliva y se frotó el cuello nerviosamente.
—¡Construí dos de esas cosas!
—¿Quién recibió el segundo? ¿Uno de los líderes separatistas?
—¡No, fue Sienar! —respondió K’sar, tragando con dificultad. Anakin pestañeó de sorpresa.
—¿Raith Sienar?
—Sí, de Proyectos Avanzados Sienar. Me dijeron que lo habían diseñado para una especie de
nave estelar experimental que estaban construyendo.
—¿Para qué querían utilizar esa nave?
—No lo sé... Se lo juro, Jedi, no lo sé —K’sar hizo una pausa y agregó—: pero conocía a la
piloto que Sienar contrató para que le entregase la nave. ¿La conocías?
—No sé si sigue viva. Pero sé por dónde puede empezar a buscar.

Obi-Wan y Travale cruzaron la ataguía que unía la esclusa de aire de Escarte al anillo de abor-
daje situado frente a la cola del crucero en forma de abanico.
Al entrar en la sala principal, Travale lanzó un grito de alegría. —¡Qué bien sienta estar vivo!
Obi-Wan contempló a Thal K’sar, convencido de que el bith sentiría lo mismo. K’sar, en cam-
bio, estaba hecho un tembloroso ovillo en la hamaca de aceleración. Obi-Wan se dirigió a la
cabina de pilotaje y se sentó en el asiento del copiloto.
—¿Problemas para llegar hasta la nave?
—Los habituales —contestó Anakin con evasivas—. Obviamente, habéis logrado desactivar
el rayo tractor.
—No es algo que me gustaría tener que repetir, pero sí. Gracias a Travale.
Anakin se concentró en el tablero de mandos, esperando la luz verde. Entonces conectó los
impulsores para sacar al crucero de Escarte. Ya fuera del hangar, Obi-Wan vio dos corbetas
del Gremio flotando como muertas en el espacio.
—Y yo tan seguro de que no iba a ser fácil...
Anakin se encogió de hombros.
—Es un anticlímax.
Obi-Wan lo miró fijamente un segundo.
—K’sar parecía... ausente. ¿Pudiste interrogarlo?
—Brevemente.
—¿Y?
—Tenemos una nueva pista —antes de que Obi-Wan pudiera replicar, Anakin añadió—: Pro-
gramando coordenadas hiperespaciales. Dando un amplio giro, el crucero dejó atrás Escarie
y su luz mortecina.
xisten ciertos lugares en Coruscant a los que nunca conseguirás convencer a un ae-
rotaxi droide para que te lleve, ni siquiera prometiéndole un año de baños lubricantes gratis
en El Autómata Industrial.
El laberinto de oscuros callejones de Corusca Circus.
El Camino Arriesgado, donde se cruza Vos Gesal con el Uscru superior. El Túnel Aéreo de
Hazad, en el Manarai Elevado.
Y casi cualquier zona del sector conocido familiarmente como Los Talleres.
Situado cerca del Distrito del Senado, con sus espirales, sus domos de estilo Nueva Arqui-
tectura y sus delgados obeliscos, que parecen enormes velas bañadas de brillante metal, Los
Talleres fue una zona industrial en auge hasta que la escalada de costes hizo que la fabricación
de los distin¬tos elementos de las naves espaciales, los droides de trabajo y los materiales de
construcción se trasladasen al espacio exterior.

Kilómetro tras kilómetro de fábricas tristes con techos planos y cade¬nas de montaje: enormes
grúas y caballetes más grandes todavía; infinitos almacenes vacíos que podrían estar sembra-
dos de maleza, si en Coruscant creciera la maleza; racimos de vacíos rascacielos corporati-
vos con sus con¬trafuertes semejantes a aletas de cohetes... Durante muchos siglos estándar,
aquel sector fue el destino de miles de millones de trabajadores inmigrantes del Borde Interior
y las Colonias que buscaban empleo y una nueva vida en el Núcleo. Ahora, Los Talleres era
el destino de fugitivos de Nar Shaddaa, necesitados de un agujero en el que esconderse. Un
habi¬tante de Coruscant podría arriesgarse a visitar Los Talleres si acababa de ser despedido
del Banco de Aargau y buscaba a alguien para desintegrar a su ex jefe. O si las barras letales
ya no le satisfacían y ansiaba una cápsula de Crudo...

El humo espeso y tóxico que todavía emanaba de las chimeneas de esos cientos de fábricas
abandonadas desde hacía generaciones hacía que los atardeceres de Coruscant fueran es-
plendorosamente carmesíes y dorados cuando eran contemplados con la boca abierta por los
114 JAMES LUCENO

asiduos clientes del restaurante Skysitter, en el Distrito del Senado.


De saber con certeza quiénes eran los propietarios de aquellos edifi¬cios, todo el sector habría
sido demolido. Los rumores insistían en que los asesinos a sueldo y los sindicatos del crimen
habían enterrado tantos cuer¬pos en Los Talleres que el barrio debería ser considerado un
cementerio. Aun así, Dooku adoraba aquellos lugares.
Antítesis de su nativo Serenno, Los Talleres eran lo más parecido a un hogar lejos del hogar
para el humano que se había ganado el título de Darth Tyranus.
En el oscuro centro de Los Talleres, como una estaca clavada en su corazón, se erguía una
estructura concreta, llena de columnas y con su techo redondo sostenido por contrafuertes
angulares. Gracias a Darth Sidious, el edificio resonaba con la malevolencia del Lado Oscuro,
y sus muros no sólo habían sido testigos del aprendizaje de Dooku, sino que antes sirvieron
también como centro de entrenamiento para Darth Maul y para quién sabe cuántos otros dis-
cípulos Sith antes de Maul.

El Conde Dooku de Serenno había pasado largos periodos de tiempo en Los Talleres durante
los diez años que precedieron al estallido de la gue¬rra, cuando intentaba convencer a los
abandonados mundos de los Bordes Medio y Exterior de la ventaja de unirse los separatistas,
yendo y vinien¬do a voluntad o a petición de Darth Sidious. Incluso en los tres años trans¬-
curridos desde entonces, podía visitar Coruscant sin miedo a ser descu¬bierto, gracias a las
excepcionales contramedidas para evitar ser detectado que los geonosianos habían instalado
en su balandro interestelar.

La nave clase Punworcca 116 modificada se encontraba en el inmenso aparcamiento del edifi-
cio, descansando sobre su ligero tren de aterrizaje. El balandro, con su proa en forma de aguja
y su esférica cabina de pilotaje, era de diseño típicamente geonosiano, pero, gracias a la ayuda
de Sidious, sus motores procedían de un marchante de antigüedades prerrepublicanas del En-
clave Cree. Embutidos ahora en la sección ventral, raramente utilizada ya, fueron construidos
por una antigua raza espacial que se llevó a la tumba sus secretos de propulsión interestelar.
Dooku había pedido al piloto droide del FA-4 que permaneciera en la cabina, y ahora ca-
minaba para estirar las piernas y librarse del entumeci¬miento de un viaje tan largo. Vestía
pantalones negros, enfundados en botas igualmente negras, y llevaba su también negra túnica
ceñida por un ancho cinturón de carísimo cuero. La típica capa de Sereno, echada hacia atrás
por encima de los hombros, brillaba débilmente tras él. En sus viajes a Coruscant no hacía
ningún esfuerzo por disfrazarse. El pelo plateado, el bigote, la barba y las pobladas cejas que
le daban el aspecto de un mago cir¬cense estaban tan meticulosamente cuidados como tenía
por costumbre.
Normalmente comedido, el paso de Dooku era ahora apresurado y algo errático..., indicio,
para cualquiera que lo conociera, de que el Conde esta¬ba preocupado. Incluso lo habría ad-
mitido, de preguntárselo alguien. Pese a ello, y al margen de los motivos de su visita, explo-
raba el hangar con cier¬ta nostalgia, evocando los años que pasó allí bajo la tutela de Sidious,
aprendiendo el camino de los Sith, practicando las artes oscuras y perfec¬cionándose a sí
mismo.

“El mal aprendiendo a manipular”, habría dicho Yoda.


El problema era en parte semántico, porque la Orden Jedi veía el Lado Oscuro de la Fuerza
como una encarnación del mal. Pero, ¿eran las som¬bras más malignas que la cruda luz del
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 115

sol? Si los Jedi reconocían que el Lado Oscuro estaba en alza y eran consecuentes con su
servicio a la Fuerza, deberían abrazarlo, aliarse a él. Al fin y al cabo, todo era cuestión de
equilibrio; y si preservar ese equilibrio exigía que el Lado Oscuro alcan¬zara su cumbre, que
así fuera.
Sidious no tuvo que malgastar horas preciosas con Dooku. enseñándo¬le la técnica de lucha
con el sable láser o liberándolo de costumbres perni¬ciosas adquiridas en toda una vida en el
Templo Jedi, pues ya hacía mucho tiempo que el Conde se había librado de ellas. En lugar de
eso. Sidious pudo concentrarse en la enseñanza del camino que lo llevaría inevitablemente a
colisionar contra el poder del Lado Oscuro... y una simple mues¬tra de aquel poder le había
resultado embriagadora. Lo bastante como para convencer a Dooku de que no le quedaba otra
solución que abandonar la Orden, y de que toda su vida sólo había sido una preparación para
ser el aprendiz de Sidious.

Por fin había encontrado un verdadero mentor.


El Sith, por su parte, descubrió que ya no necesitaba buscar únicamente discípulos jóvenes,
aunque lo hiciera muy a menudo. A veces, el entrenamiento era más fácil con discípulos que
habían vivido lo suficien¬te como para sentirse desilusionados, furiosos o vengativos. Los
Jedi, por el contrario, se veían atados por la compasión. Su propensión a mostrar piedad, a
perdonar y a tener en cuenta el dictado de la conciencia les impe¬día entregarse al Lado Os-
curo y considerarse a sí mismos como una fuer¬za de la naturaleza, paranormalmente fuerte
y rápida, capaz de conjurar el relámpago Sith o exteriorizar rabia sin necesidad de esos pases
mágicos a los que tan aficionados eran los Jedi.
El Sith comprendía que sólo se podría acabar con el elitismo y el gans¬terismo de la Repúbli-
ca uniendo a las diversas razas de la galaxia bajo un mando unificado. La galaxia sólo podía
ser salvada de sí misma mediante la imposición de un orden.
Qué estúpidos eran los Jedi al no darse cuenta de ello. Se habían vuelto ciegos ante su propia
caída en desgracia, ante la llegada de su propio final. ¡Qué estúpidos...!
El susurro de unos pasos suaves hizo que Dooku diera media vuelta.
Una figura se aproximaba desde un lado del hangar, semioculta bajo una capa con capucha co-
lor borgoña prendida en el cuello por un broche distintivo, tan suave y voluminosa que cubría
todo el cuerpo excepto la mandíbula inferior y sus manos. La capucha raramente se apartaba,
lo que permitía a su portador pasar desapercibido por las plazas y las aveni¬das del submundo
de Coruscant, como lo haría cualquier otro iniciado u religioso que llegase al Núcleo proce-
dente de algún mundo más allá de lo imaginable.
Poco había contado Sidious de su juventud durante los últimos trece años; y menos aún de su
Maestro, Darth Plagueis.

Más de una vez se le había ocurrido a Dooku que Sidious y Yoda compartían ciertas cuali-
dades. Siendo la más notoria que ninguno de los dos era lo que parecía ser...: alguien frágil
debido a la edad o a la intensidad necesaria para dominar las artes Sith o Jedi.
En Geonosis, le había sorprendido la facilidad con que Yoda bloqueó los golpes de su sable
láser y, más aún, la facilidad con la que había “mane¬jado” el rayo Sith que Dooku le lan-
zó. Aquello le hizo preguntarse si en el transcurso de sus ochocientos años de vida. Yoda, el
Maestro Jedi, no habría profundizado en las artes oscuras, aunque sólo fuera para familiari-
zarse con los métodos del enemigo. Y sólo hacía unos meses que el pro¬pio Yoda le admitió
algo parecido en Vjun: “Yoda con una oscuridad carga”, había dicho. Probablemente, Yoda
116 JAMES LUCENO

creía haber derrotado a Dooku en Geonosis, pero la verdad era que el Conde sólo huyó para
salvaguardar los planos que llevaba encima. los planos técnicos de lo que algún día se con-
vertiría en el arma definitiva...
—Bienvenido, Darth Tyranus —saludó Sidious cuando estuvo más cerca.
—Mi Señor Sidious —respondió Dooku, doblando ligeramente la cin¬tura—. No he perdido
tiempo en abandonar Kaon.
—Lo que ha sido muy arriesgado, aprendiz —de forma natural o por efecto de algún disposi-
tivo mecánico, la voz de Sidious sonaba suave, si¬bilante.
—Un riesgo calculado, mi señor.
—¿Temes que la República se haya vuelto tan adepta a escuchar detrás de las puertas que
hasta pueda captar nuestras transmisiones privadas?
—No, mi señor. Como os dije, la República probablemente ha descifrado el código que he-
mos estado usando para comunicarnos con nuestros... socios, por decirlo así. Pero estoy se-
guro que su Servicio de Inteligencia no sabe nada de nuestros planes para eliminar al bith en
Escarte.
—Entonces, ¿mis instrucciones se han llevado a cabo?
—Sí, señor.
—Y, no obstante, has creído conveniente viajar hasta aquí —añadió Sidious.
—Hay asuntos que es mejor discutir en persona.
Sidious asintió con la cabeza.
—Entonces, discutámoslos en persona.
Caminaron en silencio hasta una balconada que dominaba el desolado paisaje de Los Talleres.
En la distancia, las torres vítreas del Distrito del Senado desaparecían entre las nubes. Una
de las anteriores visitas de Dooku había ocurrido poco después de la muerte de un senador
traidor a manos del Caballero Jedi Quinlan Vos. Aunque Dooku lo engañó en diver¬sas oca-
siones, Vos consiguió seguir su rastro hasta Los Talleres, pero parecía que no llegó a percibir
lo profundamente enraizado que estaba allí el Lado Oscuro.
—Sospecho que la planeada desaparición de Thal K’sar no ha ido según el plan —dijo Si-
dious finalmente.
—Lamentablemente es así, mi señor. Fue arrestado, pero los hombres de nuestro Gremio
en Escarte no actuaron lo bastante deprisa. Cuando falta¬ban pocas horas para la ejecución,
K’sar fue rescatado y sacado de la insta¬lación por un agente de Inteligencia de la República
ayudado por dos Jedi.
Dooku podía contar con una mano las veces que había visto furioso a Sidious.
Ahora, necesitaría las dos.
—Prosigue, Lord Tyranus —dijo Sidious con deliberada lentitud.
—Desde entonces, he averiguado más cosas. Que esos mismos dos Jedi, por ejemplo, han
visitado el mundo xi char de Charros IV.
Adelantándose a Dooku, Sidious susurró:
—El grabador de la mecano-silla...
—El mismo.
Sidious meditó un instante.
—Del virrey Gunray al grabador xi char, y de él al bith que utilizó mis planos para construir
el transmisor de hiperonda y el holoproyector...
—Los Jedi quieren descubrir vuestra identidad, mi señor.
—¿Qué importa que lo consigan? —cortó Sidious—. ¿Crees que eso detendría todas las rue-
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 117

das que he puesto en movimiento?


—No, mi señor, pero es algo inesperado.
Sidious miró a Dooku desde debajo de la capucha.
—Sí. Como dices, es algo inesperado —volvió a mirar las torres leja¬nas—. Algún día me
daré a conocer a toda la galaxia, pero no ahora. Esta guerra debe continuar por más tiempo.
Hay mundos y personas que necesitamos atraer a nuestro lado.
—Entiendo.
—Dime, ¿quién está a cargo de esta... búsqueda?
Dooku soltó un bufido.
—Skywalker y Kenobi.
Sidious tardo un segundo en responder.
—El llamado Elegido y un Jedi con bastante fortuna como para que uno casi crea en la suerte
—sin apartar la vista del paisaje, agregó—: Me siento disgustado por este giro de los aconte-
cimientos. Lord Tyranus. Muy disgustado.
Una vez Maestro y padawan, Kenobi y Skywalker se habían convertido en el azote de Dooku.
En Geonosis había permitido que lo siguieran, tal como Sidious había ordenado. Siguiendo
esas mismas órdenes dejó que Kenobi se enterase de la existencia de Darth Sidious, a fin de
confundir a la Orden Jedi diciéndoles la verdad. En el hangar de su balandro demostró su
maestría a Kenobi y a Skywalker..., aunque éste no fue derrotado tan fácilmente la segunda
vez que se batieron en duelo. Rabioso, el joven Jedi demostró ser un poderoso antagonista, y
Dooku sospechaba que se había hecho más y más poderoso desde Geonosis.
“Mucho tiempo he estudiado al joven Skywalker”, había admitido una vez Sidious.
Y mucho más últimamente.
—Mi señor, los Jedi pueden buscar a otros que contribuyeron a mejorar los dispositivos de
comunicaciones que se entregaron a Gunray y a otros, yo incluido. También está el problema
de la derrota de Grievous en Belderone.

Sidious hizo un gesto despectivo para restar importancia a esa derrota.


—No te preocupes por Belderone. Puede que incluso nos sirva para hacer creer a la República
que nos han alejado de su precioso Núcleo. En cuanto a tu preocupación por ocultar mi para-
dero, tranquilo, ya he tomado medidas al respecto. Y también he hallado la forma de que esto
juegue a nuestro favor —hizo una pausa para pensar algo, y después añadió—: Sí, empiezo a
vislumbrar las piedras que Skywalker y Kenobi pueden encon¬trar en su camino.
Sidious se giró hacia Dooku, sonriendo malévolamente.
—Su misma insistencia hará que caigan en nuestro poder, Lord Tyranus. Les prepararemos
una trampa en Naos 111.
A Dooku no le importó mostrar su escepticismo.
—No creo que les resulte fácil encontrar un mundo tan remoto en el espacio conocido, mi
señor.
—No obstante, Kenobi y Skywalker se abrirán camino hasta él. Dooku decidió aceptarlo
como un artículo de fe.
—¿Qué quiere que haga?
—Unos cuantos arreglos... Busca a alguien que se encargue de todo. Se te necesita en otra
parte.
—Délo por hecho.
—Una cosa más. Procura que Obi-Wan Kenobi deje de ser una irritante molestia —dijo Si-
118 JAMES LUCENO

dious, acentuando el tono de desprecio al nombrar al Jedi.


—¿Es una amenaza tan importante para nuestros planes?
Sidious negó con la cabeza.
—Pero Skywalker sí lo es. Y Kenobi... Kenobi ha sido como un padre para él. Consigue que
Skywalker se sienta huérfano una vez más, y cambiará.
—¿Cambiará?
—Entrará en el Lado Oscuro.
—¿Como aprendiz?
Sidious lo miró fijamente.
—Todo a su debido tiempo. Lord Tyranus. Todo a su debido tiempo.
ras sufrir las cuatro horas del discurso de Palpatine al Senado sobre el Estado de la
República y las docenas de interrupciones debidas a los aplausos, tradición arcaica que no se
practicaba desde la época del Canciller Supremo Valorum Eixes, Bail Organa miró desde el
asiento trasero del aerotaxi cómo un trío de cruceros de combate se elevaba en el llameante
ciclo naranja de Coruscant, lanzando sus sombras en forma de cuña sobre el tejado en espiral
del Templo Jedi.
El destino de Bail.
Había dado instrucciones al piloto droide para que descendiera en la plataforma nordeste del
Templo, donde lo esperaban dos jóvenes Jedi. Ni siquiera se fijó en la opulencia de los anchos
pasillos del Templo mientras seguía a su escolta hasta la sala que la Orden utilizaba para sus
reuniones públicas, en vez de la cámara circular reservada para los cónclaves privados, situa-
da en la cumbre de la torre del Consejo.
Cuando se le permitió la entrada, en el centro de la sala se proyectaba una holograbación del
discurso de Palpatine. Alrededor de la mesa del holoproyector se sentaban los miembros del
Consejo: Yoda, Mace Windu, Saesee Tiin, Ki-Adi-Mundi, Shaak Ti, Stass Allie, Plo Koon, y
Kit Fisto.
—Y, con pesar en mi corazón, me veo obligado a mandar doscientos mil soldados más al
Borde Exterior —repetía la holoimagen del Canciller Supremo—, pero tengo la completa
confianza de que el final de este brutal conflicto está ahora cerca. La Confederación se ha visto
erradicada del Núcleo, expulsada del Borde Interior y de las colonias, acosada en el Borde
Medio y muy pronto exiliada a los brazos de la espiral. Y pagará un justo precio por el caos y
la destrucción que ha provocado en nuestros hogares.
Hizo una pausa para disfrutar de los aplausos, aunque duraron dema¬siado tiempo.
Las cámaras droides zumbaban alrededor de la Gran Rotonda para resaltar las amistosas y
más que conocidas facciones de Palpatine, rematando el círculo al centrarse en el podio de
treinta metros de alto sobre el que se encontraba, y recreándose en las dos docenas de oficiales
humanos de marina que estaban en pie bajo él, aplaudiendo de forma entusiasta.
120 JAMES LUCENO

—Una demostración de fuerza es —comentó Yoda.


Palpatine continuó hablando, vestido con ropas de color magenta y verde bosque.
—Algunos de vosotros os preguntaréis por qué sufre mi corazón cuando os traigo noticias
de nuestro tan esperado y deseado contraataque. La decisión pesa sobre mí porque hubiera
preferido decir: “Ya basta, dejemos que la Confederación y los separatistas se marchiten y
mueran solitarios en el Borde Exterior, mantengamos nuestro hogar en orden y en paz, no de-
rramemos más sangre en otros mundos, no sacrifiquemos más soldados valientes y confiemos
en nuestros Caballeros Jedi.”
Yoda se agitó inquieto en su asiento.
—Sin embargo, y lo digo con tristeza, no puedo seguir los dictados de mi corazón porque no
podemos permitir que los enemigos de la democracia obtengan una tregua, descansen y se
recuperen. Debemos aniquilar a nues¬tros enemigos como se haría con un cáncer cuyo cre-
cimiento pusiera en peligro de muerte todo el cuerpo, o con una enfermedad contagiosa. En
caso contrario, la generación de nuestros hijos y las generaciones venideras vivirán bajo la
amenaza de quienes han traído el caos a la galaxia y que, a buen seguro, encontrarían fuerzas
para reagruparse y atacar de nuevo.
—Pausa para los aplausos —apuntó Bail. Había estado allí.
Los Maestros Jedi se removieron en sus sillas de respaldo alto, pero no dijeron nada.
—Para que mis palabras no den la impresión de que ya se han acabado las decisiones difíciles,
permitidme añadir que aún queda mucho por hacer. ¡Hay tanto que reconstruir, tanto que re-
organizar! En vosotros, en todos vosotros, buscaré guía para determinar qué mundos deberán
recibir la bienvenida a la República y cuáles, si es que alguno se lo merece, deben mantenerse
alejados de nosotros o ser rechazados por las heridas que nos ha inflingido. Del mismo modo,
buscaré vuestra guía para reformar nues¬tra Constitución y adaptarla a las necesidades de una
nueva época.
—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Mace Windu.
—Finalmente, quiero que vosotros, todos vosotros, contribuyáis a que el nuevo espíritu de
Coruscant, el nuevo espíritu del Núcleo, se extienda por todos los sistemas estelares a fin de
que la luz de la democracia continúe brillando y podamos disfrutar de mil años más de paz,
y mil más después, y así sucesivamente, hasta que la guerra sea poco más que un recuerdo.
—¡Ya basta! —gritó Stass Allie mientras el Senado irrumpía en un aplauso atronador.
Alta, delgada y de complexión oscura, portaba un tocado de Tholoth con un diseño similar al
de su inmediata predecesora en el Consejo, Adi Gallia. Como nadie puso ninguna objeción,
desconectó el holoproyector.
Yoda se volvió hacia Bail.
—Su visita apreciamos, senador Organa.
—Quería hacerles saber que no todos estábamos de acuerdo, pese a lo que puedan hacerles
creer las noticias de la HoloRed.
—Conscientes de eso somos.
Bail hizo un gesto amplio hacia las ventanas triangulares de la sala y movió la cabeza con
pesar.
—Coruscant celebra la victoria muy pronto. Prácticamente se palpa en el ambiente.
—Prematura cualquier celebración es, sí —reconoció Yoda con tristeza. Mace se inclinó ha-
cia delante en su silla.
—¿En qué piensa Palpatine? ¿Cómo puede comprometer la mitad de las fuerzas defensivas
de Coruscant enviándolas al Borde Exterior? —Por lo conseguido en Belderone Palpatine
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 121

animado está.
—El Canciller Supremo lo centra todo en Mygeeto, Saleucami y Felucia —dijo Plo Koon
bajo la máscara que le suministraba los gases que necesi¬taba para respirar.
La larga cabeza de Ki-Adi-Mundi hizo una inclinación sutil.
—Los ha bautizado como La Tríada del Mal.
—Bastiones separatistas son —reconoció Yoda—, pero tan remotos, tan insignificantes...
—Un peligro para el cuerpo de la República —recordó Bail. Mace ridiculizó esa idea.
—Cuando el cuerpo sufre algún daño hay que evaluar las prioridades. Cuando se tiene el
pecho agujereado por un láser no tiene sentido enviar nuestras defensas a encargarse del pro-
ducido por un alfilerazo.
Bail paseó la mirada por toda la sala.
—A algunos nos preocupa que hayan persuadido al Canciller Supremo para que sitie a esos
mundos como una manera de anexionarlos por la fuerza. El Senado ha promulgado leyes que
le conceden autoridad para pasar por encima de los gobiernos locales.
Yoda apretó los labios, indignado.
—En un laberinto del mal esta guerra se ha convertido, pero protegernos debemos. Así como
las tradiciones que los Jedi durante mil generacio¬nes han conseguido salvaguardar.
Mace se pasó la mano por su afeitada cabeza.
—Esperemos que Obi-Wan y Anakin encuentren el origen de esta gue¬rra antes de que sea
demasiado tarde.
a pierna derecha de Anakin se hundió hasta casi la rodilla y con un sonido gorgo-
teante en la capa de barro que pasaba por la calle prin¬cipal de Naos III. Otro sonido igual-
mente onomatopéyico acompañó la recuperación de su pierna, y un torrente de improperios
brotó de sus labios mientras se dirigía a terreno firme, saltando a la pata coja sobre su pie
izquierdo. Cruzó la pierna derecha sobre la izquierda e intentó limpiar parte de la suciedad de
la bota antes de señalar algo rosado que se negaba a desprenderse.
—¿Qué es eso? —preguntó alarmado. Nubes de vapor surgían de su boca, puntuando cada
una de sus palabras.
Obi-Wan se inclinó para echarle un vistazo, pero sin acercarse demasiado.
—Podría ser algo vivo, o algo que alguna vez estuvo vivo, o algo desprendido de algo vivo.
—Bueno, pues, sea lo que sea, va a tener que pasear pegado a otra persona.
Obi-Wan se irguió y metió las manos en lo más profundo de las man¬gas de su túnica.
—Te advertí que había lugares peores que Tatooine.
Ambos lados de la calle estaban delimitados por grandes edificios pre¬fabricados, con sus
tejados metálicos cubiertos de nieve cristalina y espe¬sos carámbanos que les daban un aire
barbado. Pedazos de un derrumbado monorraíl aéreo habían sido apartados a un lado de la
calle, dejando que se pudrieran en un lodazal muy parecido a aquel en el que Anakin se había
hundido inadvertidamente, causado por las zonas que todavía irradiaban calor bajo el pavi-
mento destrozado de ceramicocemento.
Anakin empezó a golpear la bota contra el hielo. Aquella cosa rosa, pegajosa e inidentificable,
decidió que ya había tenido bastantes emociones por un día y se perdió en la ventisca de nieve.
—Lugares peores que Tatooine —masculló—. Y, claro, tú te has empeñado en visitarlos todos
y cada uno de ellos. ¿Cuándo podremos volver a Coruscant?
—Culpa a Thal K’sar. Él fue quien sugirió que debíamos empezar a buscar aquí.
Anakin miró fijamente a su alrededor.
—No puedo dejar de pensar que el próximo planeta que visitemos será todavía peor.
Tras unos segundos de silencio, ambos exclamaron a la vez:
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 123

—Casi echo de menos Escarte.


Anakin hizo una mueca.
—Cuando pasa algo así, sabes que ha llegado el momento de romper una relación. La verdad,
creo que Yoda y tú formaríais un equipo estu¬pendo. Compartís la misma afición por la cau-
tela y los consejos.
—Sí, el viejo Yoda y yo somos tal para cual.
Siguieron caminando hacia lo que parecía ser el centro del lugar.
Durante la mayor parte de su corto año, la luna conocida como Naos 111 era un pequeño orbe
congelado cuyos días se hacían interminables. Sus aborígenes, tanto los herbívoros como los
carnívoros, habían sido cazados hasta casi la extinción por los colonos de Rodia y Ryloth,
atraídos por la esperanza de descubrir vetas de especia ryll en las cuevas volcánicas de Naos
111. En la actualidad, las criaturas más abundantes eran unos bovi¬nos rycrits y unos banthas
más lanudos de lo habitual.
Si la luna continuaba habitada se debía, sobre todo, a un delicado pez de carne rosa que se
pescaba en los ríos cubiertos de hielo que descendían turbulentos y rugientes hasta la llanura,
tras nacer en las escarpadas montañas. Aquellos peces, llamados “dientes afilados”, sólo des-
ovaban en los meses más fríos, se exportaban congelados y se vendían a precios exorbi¬tantes
en restaurantes desde Mon Calamari a Corellia. Aun así, pocos de los habitantes de Naos III
conseguían reunir los créditos suficientes para poder comprar un pasaje que los sacara de
allí, y preferían gastarse las magras ganancias en La Mercantil de Naos III, que supervisaba
el proceso industrial de los dientes afilados y era propietaria de casi todos los bares, tiendas,
hoteles y salones de juego.
Los desalentados humanoides que colonizaron aquella luna nunca se habían molestado en
dar un nombre a su principal centro de población, así que también era conocido como Naos
MI. Los visitantes que esperaban un espaciopuerto típico se encontraban con un conjunto
de colinas fortificadas, conectadas mediante puentes, que se extendían por un amplio delta
lleno de canales. En justa correspondencia a un lugar tan escasamente creativo, la luna había
atraído a nómadas y viajeros espaciales de dudosa catadura, ansiosos por perderse en ella o
emprender una nueva vida. Aunque la mayoría eran rodianos y twi’lekos lethanos, había una
buena representación de humanos y otros seres humanoides. Cada año llegaban unos cuantos
pescadores ricos, deseosos de poner a prueba sus habilidades frente a los dientes afilados, pero
Naos III estaba tan alejado de las rutas habituales y tan desprovisto de infraestructura que no
podía sostener un turismo importante.
Aunque la luna parecía el lugar ideal para que se escondiera un twi’le¬ko de color rojizo. Obi-
Wan dudaba que pudieran encontrar a Fa ‘ale Leh. Para empezar, era prácticamente seguro
que habría cambiado de nombre, incluso de color de piel. Y, lo más importante, Naos 111 no
ofrecía muchas oportunidades de trabajo para una ex transportista de especia..., a menos que
Leh estuviera entre los pocos que se atrevían a desafiar la muerte transportando cargamentos
de clientes afilados congelados a Tion o al Núcleo, pasando por Perlemian.
Según K’sar, cuando Sienar la contrató para que entregase la nave espa¬cial experimental en
la que el bith instaló un transmisor idéntico al de la mecano-silla de Gunray, Leh ya llevaba
un tiempo transportando especia de Ryloth a los mundos del Espacio Hutt.
Para Obi-Wan, aquella nave en cuestión sólo podía ser el correo estelar modificado del Sith
que mató en Naboo, y que la República confiscó des¬pués de la batalla. Cuando los agentes
de Inteligencia de la República intentaron entrar en la nave, los sistemas de vuelo, armamento
y comunicacio¬nes se autodestruyeron; pero, aunque muchos no lo sabían, la calcinada carca-
124 JAMES LUCENO

sa seguía en un hangar clandestino de Theed. Habían dado por hecho que las modificaciones
eran obra del zabrak Sith, pero la información proporcionada por K’sar sugería que el Labo-
ratorio de Proyectos Avanzados de Raith Sienar no sólo fue el responsable de la construcción
de la nave, sino también de las mejoras realizadas en los diseños de Darth Sidious.
Obi-Wan y Anakin podían haber ido directamente hasta la fuente, Raith Sienar, pero temían
que el Canciller Supremo Palpatine vetase la idea. Sienar era demasiado importante.
Se sabía que el otro gran proveedor de armas de la República. Astilleros Kuat, suministraba
material a ambos bandos. A través de su subsidiaria. Ingeniería Pesada Rothana, que construía
las naves de asalto clase Acclamator y los BT-TT (Blindados Tácticos Todo Terreno), Astille-
ros Kuat también había proporcionado a la Confederación su Flota de la Tormenta, que había
sido “el terror de los perlemianos” hasta que fue retirada del servicio activo gracias a la ayuda
de Obi-Wan y Anakin.
La nieve seguía cayendo con fuerza en Naos 111 cuando los dos Jedi se detuvieron. Obi-Wan
señaló hacia un bar cercano.
—Ese que hemos pasado debe de ser el decimoquinto.
—Sólo en esta calle —añadió Anakin—. Si entramos en todos para pre¬guntar y nos toma-
mos una copa en cada uno, acabaremos borrachos antes de llegar al puente.
—Con suerte. Aun así, siguen siendo la mejor fuente de información.
—Ya que buscar su nombre en el directorio local de comunicaciones no nos ha servido de
nada.
—Además, es mucho más divertido.
Anakin sonrió abiertamente.
—Por mí, de acuerdo. ¿Por cuál quieres empezar?
Obi-Wan completó un círculo y señaló el bar que se encontraba frente a ellos: El Piloto Des-
esperado.

Cuatro horas más tarde, medio borrachos y casi congelados, entraron en el último bar anterior
al puente. Tras sacudirse la nieve de los hombros de sus capas y bajarse las capuchas, exami-
naron a los clientes que se api–aban en la barra y ocupaban casi todas las mesas.
—O pescas o no tienes mucho que hacer en Naos III —comentó Anakin.
—Tengo la impresión de que la mayoría bebe incluso mientras trabaja. Dos rodianos se aleja-
ron de la barra y ellos ocuparon su lugar. Pidieron sus bebidas.
Anakin dio un sorbo a su vaso.
—Diez bares, otras tantas hembras lethanas, y todas y cada una de ellas asegura haber nacido
en este mundo. Yo diría que pasaremos aquí mucho, mucho tiempo.
—¿No te dio K’sar ningún dato más personal: cicatrices, lekku tatuado, lo que sea?
Anakin meneó la cabeza.
—Nada. —Cuando Obi-Wan le hizo señas al camarero humano para que se acercara, agre-
gó—: Pide otro aperitivo twi’leko y te juro que te corto el brazo.
Obi-Wan rió.
—Pues el moho izzy del último bar estaba delicioso.
Anakin probó otro sorbo.
—Hablando de brazos...
—¿Hablábamos de brazos?
—Hablábamos de brazos. Al menos creo que hablábamos de brazos. De todas formas, ¿te
acuerdas del Club Outlander, cuando me dejaste para pedir las bebidas? ¿Supiste que Zam
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 125

Wessel te seguiría?
—Al contrario. Sabía que te seguiría a ti.
—¿Implicas que las multiformes sienten una atracción especial por mí?
—¿Qué hembra podría evitarlo, con la forma en que te pavoneas al andar? “Asuntos de los
Jedi” —añadió, imitando la voz de Anakin.
—Entonces... admites que me has estado utilizando de cebo.
—Algún privilegio tengo que tener por ser un Maestro. En todo caso, siempre puedes pagar-
me con mi misma moneda.
Anakin levantó su vaso.
—Brindo por eso.
Viendo que el camarero se acercaba, Obi-Wan dejó una moneda debajo de su vaso vacío y lo
empujó hacia delante—. Otra ronda. Y quédate el cambio.
Atlético, con un pelo rojizo que casi le llegaba hasta la cintura, el cama¬rero miró la moneda.
—Mucha remuneración para una libación tan escasa. Quizá me permita ofrecerle algo un
poco menos insípido.
—En realidad preferiría un poco de información.
—¿Por qué lo suponía?
—Estamos buscando a una hembra lethana —dijo Anakin.
—¿Y quién no?
Obi-Wan agitó la cabeza.
—Sólo negocios.
—Sí, suele ser habitual. Les sugiero que prueben en el hotel Palacio. —No lo entiende.
—Oh, creo que sí.
—Mire, la hembra que buscamos seguramente no es... bueno, ma¬sajista.
—Ni bailarina —agregó rápidamente Obi-Wan.
—Entonces, ¿qué hace aquí, en Naos 111?
—Era piloto... con cierta preferencia por las especias.
Obi-Wan miró al camarero fijamente.
—Quizás haya llegado a Naos 111 en los últimos diez años.
Los ojos del camarero se entrecerraron.
—¿Por qué no empezaron por ahí? Están hablando de Genne. —Nosotros la conocemos como
Fa’ale Leh.
—Amigos míos, en Naos III un nombre es una simple convención.
—Pero ¿la conoces? —dijo Obi-Wan.
—Sí.
—¿Y sabes dónde podemos encontrarla?
El camarero levantó un pulgar.
—Arriba, habitación siete. Dijo que podían subir.
Anakin y Obi-Wan intercambiaron una mirada desconcertada.
—¿Está esperándonos? —preguntó Obi-Wan.
El camarero encogió sus macizos hombros.
—No me dijo a quién esperaba. Simplemente que si alguien pregunta¬ba por ella lo enviase
arriba.

Anularon su petición de bebidas y se dirigieron hacia un largo tramo de escaleras.


—¿Has hecho algún truco Jedi? —se interesó Anakin.
126 JAMES LUCENO

—Si lo he hecho, no ha sido conscientemente.


—Diez tragos despiertan mucha inconsciencia.
—Sí, o quizás ha sido el hongo twi’leko. Pero me parece infinitamente más probable que nos
estemos metiendo en una trampa.
—Así que deberíamos estar en guardia.
—Sí, Anakin, deberíamos estar en guardia.
Obi-Wan subió las escaleras y golpeó con los nudillos en la puerta de plastoide verde de la
habitación número siete.
—Está abierto —dijo una voz en Básico desde el interior.
Se aseguraron de que sus sables láser estuvieran a mano, pero los dejaron en sus cinturones,
bien ocultos bajo la capa. Obi-Wan abrió la puerta de un puntapié y se metió dentro del frío
cuarto, tras Anakin.
Genne, quizá Fa’ale Leh, estaba tumbada en una cama estrecha, con la espalda y el lekku
apoyados en la cabecera. Vestía unos pantalones desgastados, botas y una chaqueta aislante.
Extendió las largas piernas y las cruzó a la altura del tobillo. Junto a ella, en una pequeña me-
sita, había una botella medio vacía de lo que Obi-Wan supuso era el combustible de cohe¬tes
que pasaba por licor casero local.
Cogió dos vasos ostensiblemente sucios y preguntó:
—¿Una copa?
—Ya estamos en el límite legal —respondió Anakin.
El comentario la hizo sonreír.
—Naos III no tiene límite legal, chico —dio un largo trago de su propio vaso, sin dejar de
mirarlos por encima del borde—. No sois lo que esperaba.
—¿Es una sorpresa o una desilusión? —preguntó Anakin.
—¿A quién esperaba? —le interrumpió Obi-Wan.
—Los clásicos tipos duros, lacayos de Sol Negro, cazarrecompensas... No sé. Vosotros tenéis
el aspecto de dos Jedi perdidos —hizo una pausa—. Quizá sois eso. Los Jedi son conocidos
por ser peores que los asesinos.
—Sólo si es necesario —dijo Anakin.
Ella se encogió de hombros.
—¿Queréis hacerlo ya o tengo derecho a una última cena?
—¿Hacer qué? —se extrañó Obi-Wan.
—Matarme, claro.
Anakin dio un paso adelante.
—Siempre tenemos esa posibilidad.
Ella paseó la mirada de él a Obi-Wan.
—Jedi malo-Jedi bueno, el viejo truco.
—Sólo queremos hablar contigo de un correo estelar que entregaste en Proyectos Avanzados
Sienar.
—Claro. Primero, una ronda de preguntas y respuestas; y después, un rayo láser... No, un sa-
ble láser que me corta el cuello.
—Entonces, eres Fa’ale Leh.
—¿Quién os dijo dónde encontrarme? Ha tenido que ser Thal K’sar, ¿verdad? Es el único que
sigue con vida. Ese pequeño bith traidor...
—Háblanos de tu entrega —la interrumpió Anakin.
La mujer sonrió al recordar.
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 127

—Una nave extraordinaria, el trabajo de un genio. Pero supe al instante que aquél sería un
trabajo que me perseguiría toda la vida. Y así ha sido. Obi-Wan echó una mirada general a
todo el cuarto.
—¿Te has escondido aquí durante más de diez años?
—No, vine a disfrutar de las playas —hizo un gesto despectivo—. ¿Sabéis? Mataron a los
ingenieros, a los mecánicos, a casi todo el mundo que trabajó en esa nave. Y yo lo sabía. Hice
la entrega, cobré lo que me debían y me largué. Aunque parece que no lo bastante lejos. Me
encontra¬ron en Ryloth, en Nar Shaddaa y en los mundos perdidos del Brazo de Tingel. Es-
capé por los pelos, puedo mostraros las cicatrices.
—No es necesario —dijo Obi-Wan mientras Fa’ale le pasaba la punta de su cola por encima
del hombro.
Ella volvió a vaciar el vaso.
—Bien, ¿quién os envía...? ¿Sienar? ¿O el hombre para el que se cons¬truyó la nave?
—¿Para quién se construyó? —dijo Anakin.
La mujer lo contempló un segundo antes de responder.
—Eso es lo divertido. Sienar, el propio Raith Sienar, me dijo que era para un Jedi, pero el tipo
al que se lo entregué... no era un Jedi. ¡Oh!, llevaba un sable láser y todo eso, pero... No sé,
tenía algo extraño. Obi-Wan asintió con la cabeza.
—Hemos tenido tratos con él.
—¿Dónde lo entregaste? —presionó Anakin.
—En Coruscant, claro.
Obi-Wan miró hacia el techo.
Un instante después, el techo explotaba hacia dentro y llovieron vigas de plastoide, paneles
cubiertos de hielo, azulejos... y dos trandoshanos armados hasta los dientes. Pero el Jedi ya
había llegado hasta la cama, la había volcado y había tirado a Fa’ale Leh al frío suelo, junto a
los colcho¬nes de espuma y la colcha.
El sable láser de Anakin, empuñado y activado, ya era un borrón de luz azul que desviaba
rayos láser y paraba los golpes de una vibrohacha manejada por las carnosas manos de un
falleen de piel roja que acababa de entrar por la puerta. Detrás del falleen irrumpieron dos
humanos que, en su ansiedad por entrar en el cuarto, terminaron encajados en el marco de la
entrada.
Girando sobre sí mismo, Obi-Wan sacó el sable láser de su cinturón y se lanzó hacia la puerta.
La hoja del sable rebanó las dos manos de uno de los humanos. Un agónico aullido rasgó el
aire helado mientras el hombre caía de rodillas. Ya libre, el segundo cayó hacia delante, direc-
tamente sobre la hoja de Obi-Wan. El olor a carne quemada inundó el cuarto, mezclán¬dose
con el humo del explosivo que había arrancado tres metros cuadrados de tejado. Enormes
copos de nieve caían a través de la abertura.
A la izquierda de Obi-Wan, en el centro del cuarto, Anakin resistía contra los dos alienígenas
reptilescos y el portador de la vibrohacha. Los láseres desviados atravesaban las delgadas
paredes, despertando gritos entre los vecinos de Fa’ale. Se abrieron y cerraron puertas, y en el
pasillo resonó un retumbar de pisadas apresuradas.
Pivotando sobre el pie izquierdo, el falleen intentó enterrar la vibrohacha en la cabeza de Obi-
Wan. Este esquivó el arma agachándose y hundió la hoja del sable en su muslo izquierdo.
El golpe sólo consiguió alimentar la rabia del humanoide. El falleen se abalanzó hacia delan-
te, alzando el hacha por encima de su cabeza, inten¬tando partir a Obi-Wan por la mitad. El
Jedi dio un paso lateral, apartán¬dose del camino del arma, pero la mesita de Fa’ale no tuvo
128 JAMES LUCENO

tanta suerte y se partió en dos, lanzando la botella de la twi’leko por los aires hasta que termi-
nó estrellándose contra la cara del más grande de los dos trandoshanos. Gritando de rabia, el
alienígena se llevó una garra hasta su sangrante ceja, mientras con la otra seguía disparando
su pistola contra Anakin. Este, mientras desviaba los rayos con el sable láser, levantó la mano
izquierda y envió un empujón de la Fuerza contra el trandoshano, hacién¬dolo volar hacia
atrás, a través del cuarto, hasta impactar contra la única ventana de la habitación.
El segundo reptiloide se arriesgó a atacar, intentando aprovechar que Anakin estaba centrado
en su compañero.
Obi-Wan siguió el vuelo de la cabeza del alienígena por toda la habita¬ción, el hueco de la
puerta y el pasillo hasta caer en el vestíbulo, donde alguien dejó escapar un chillido espeluz-
nante. El falleen, al encontrarse solo frente a los dos Jedi, extendió la vibrohacha frente a él y
empezó a girar sobre sí mismo para tratar de impedir que alguien se le acercara.
Anakin retrocedió hasta quedar fuera del círculo que trazaba la vibrohacha y se zambulló
hacia delante, deslizándose sobre su estómago por el húmedo suelo. Su sable láser amputó
las dos piernas del falleen a la altura de las rodillas. Medio metro más pequeño, pero no me-
nos furioso, el humanoide lanzó su arma directamente contra Obi-Wan, extrajo una pis¬tola
enorme de la funda que colgaba junto a su cadera y empezó a dispa¬rar indiscriminadamente.
Mientras la vibrante hoja volaba hacia Obi-Wan, Anakin cortó de cuajo la pistola y la mano
del falleen, antes de clavarle el sable en el pecho. La armadura pectoral que llevaba el huma-
noide logró detener por un instante la hoja de energía, pero el calor que desprendía el sable
láser hizo que la bandolera del falleen estallara en llamas. Y la llevaba cargada de explosivos.
El falleen retrocedió sobre los muñones cauterizados de sus piernas, intentando apagar las
llamas a manotazos y con pánico creciente. Cuando vio que sus esfuerzos eran inútiles, dio
media vuelta, saltó por la ventana... y estalló en mil pedazos antes de llegar al montón de nie-
ve que era su destino.
El cuarto quedó repentinamente en silencio, exceptuando el suave sil¬bido de los copos de
nieve evaporándose al entrar en contacto con el sable láser.
—¡Sácala de aquí! —gritó Obi-Wan.
Anakin desactivó la hoja y tiró de las muñecas de Fa’ale para sacarla de debajo de los colcho-
nes y de la ropa de cama.
Una vez en pie, aunque tambaleante y algo ebria, la mujer contempló el cuarto destrozado.
—Vosotros dos parecéis tíos decentes... incluso para ser Jedi. Siento que os hayáis visto mez-
clados en esto.
Al ver que su botella de licor había sobrevivido misteriosamente a la violencia desatada en
la habitación, la mujer intentó abalanzarse hacia ella. Cuando Anakin se lo impidió, ella le
golpeó furiosa en el pecho y en los brazos.
—¡Deja de intentar ser un héroe, chico! Estoy harta de huir. Se acabó... para todos.
—No hasta que nosotros lo decidamos —dijo Anakin.
—Ese es el problema. Para empezar, por eso estamos en guerra.
Anakin empezó a arrastrarla hacia la puerta.
—Justo a tiempo —dijo Obi-Wan desde la ventana—. Veo a seis más, como mínimo.
Un láser destrozó lo que quedaba de la ventana.
Anakin atrajo a Fa’ale hasta que sus caras quedaron a pocos centíme¬tros la una de la otra.
—Has burlado a los asesinos durante diez años, seguro que debes tener una ruta de escape —
la sacudió enérgicamente—. ¿Dónde está?
Ella permaneció un momento callada. Luego cerró los ojos y asintió.
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 129

Obi-Wan y Anakin la siguieron por el pasillo hasta un armario de obje¬tos de limpieza situado
en uno de sus extremos. Dos barras descendían hasta perderse en la oscuridad, ocultas tras una
pared trasera falsa. Fa’ale se sujetó a una de ellas, se dejó caer y desapareció. Anakin la siguió.
Obi-Wan pudo escuchar a través de la puerta cerrada cómo una multitud de seres pasaba por
delante del armario en dirección al cuarto de la twi’leko. Agarrándose a la segunda barra con
manos y pies, dejó que la gravedad lo arrastrara.
El descenso fue más largo de lo esperado. En lugar de terminar en el sótano del bar, las barras
atravesaban la colina sobre la que se había cons¬truido esa parte de Naos 111 y llegaban hasta
el río. El final de las barras quedaba enterrado bajo la espesa capa de hielo. En la penumbra,
Obi-Wan descubrió que se encontraban en una caverna creada por la propia corrien¬te del
río. Cerca de las barras había tres trineos de flotación del tipo que los locales utilizaban para
pescar en el hielo, equipados con motores pode¬rosos y un par de largos esquíes.
—Estoy demasiado borracha para conducir —decía Fa’ale.
—Déjame a mí —dijo Anakin, que ya se había sentado en el estrecho asiento del vehículo y
estudiaba los controles.
Conectó un interruptor, y el motor del trineo tosió, cobrando vida. Empezó a ronronear ruido-
samente en el amplio agujero de la cueva.
Fa’ale se colocó detrás de Anakin, y Obi-Wan montó en el segundo trineo.
—Ese, y después ese otro —indicó Anakin a su Maestro, señalando el interruptor de encendi-
do y el calentador—. Los motores y el control de potencia, y se maneja así.
Obi-Wan estaba confuso.
—¿Así?
—¡Así, así! —repitió Anakin con énfasis, haciéndole una demostración e indicándole otro
conjunto de interruptores del panel de control de la máquina—. Estos son los repulsores, pero
utilízalos estrictamente para los pequeños montículos de hielo, los escombros helados y ese
tipo de cosas. No son trineos de flotación convencionales... Ni siquiera son barredores.
—¿Recuerdas dónde aparcamos el crucero?
—Ni siquiera recuerdo el aterrizaje, pero no puede estar muy lejos.
—Río abajo —dijo Fa’ale—. Gira hacia el Sur y rodea la montaña, pasa por debajo del puente
y entonces al Oeste, hasta la próxima colina. Cruza dos puentes más, un pequeño eslalon de
nuevo hacia el Sur, y habremos llegado. Obi-Wan se quedó contemplándola, desconcertado.
—Esto... Os seguiré.
Surgieron rugiendo de la entrada de la caverna y se dirigieron hacia el río helado.
Los rayos láser empezaron a chamuscar el hielo a su alrededor antes de llegar siquiera al pri-
mer puente. Mirando por encima del hombro, Obi-Wan vio que los seguían tres trineos.
Sobre el puente, dos seres enfundados en ropa protectora contra el frío les apuntaban con una
ametralladora láser montada sobre un pequeño trípode.
a estrella que una vez calentó Naos III era ahora un borrón blanco casi hundido en
el horizonte. Ominosas nubes oscurecían las montañas situadas a la derecha de Obi-Wan. La
nevada se había intensificado más todavía.
Viajando tan rápido como le era posible al trineo, sintió como si se hubiera metido de lleno en
una ventisca. De no ser por la Fuerza, los ado¬rables y cristalinos copos habrían sido como
bolas de nieve lanzadas con¬tra su cara y sus manos. Aun así, apenas podía ver, y el hielo
gris, blanco y a veces azul no era tan liso como creyó que sería. Una veces se encon¬traba
con protuberancias allí donde el agua se había congelado y descon¬gelado incontables veces,
otras con montículos formados por los escom¬bros atrapados durante la helada, otras más con
agujeros abiertos para pes¬car que se alternaban con los montoncitos extraídos precisamente
de esos agujeros...
Y no ayudaba en nada a la navegación el hecho de que le estuvieran disparando.
Las descargas de la ametralladora del puente le obligaba a zigzaguear por todo el río y. ade-
más, a esquivar los obstáculos de hielo más grandes y a saltar por encima de los pequeños.
Los repulsores le habrían permitido elevarse sobre ellos, como hacía Anakin río abajo, pero
no sabía controlarlos. Más bien necesitaba las dos manos para utilizar los repulsores, y no
tenía ninguna libre. Con la izquierda manejaba la barra de dirección/impulsión del aparato, y
con la derecha empuñaba el sable láser, intentando des¬viar los láseres que le llovían desde
arriba y desde atrás.
Por un momento se creyó de nuevo en Muunilinst, celebrando un duelo con los extraños lan-
ceros droides de Durge.
De no ser por la nieve.
Un rugido vacilante en su oído derecho le indicó que uno de los trineos que lo perseguían ya
le había dado prácticamente alcance. Con el rabillo del ojo, Obi-Wan vio al piloto humano
agacharse bajo la barra de control para proporcionar a su compañero rodiano el ángulo que
necesitaba para disparar un láser contra la cabeza del Jedi. Obi-Wan frenó y consiguió que
el trineo enemigo se acercase a él más rápidamente de lo que el rodiano había supues¬to. El
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 131

primer disparo pasó ante los ojos del Jedi, pero consiguió desviar ligeramente el segundo,
haciendo que impactase en el motor de su propio trineo.
El vehículo explotó al instante, lanzando a sus dos ocupantes en direc¬ciones opuestas.
No obstante, un segundo trineo se acercaba rápidamente.
Este sólo llevaba al piloto, pero era más hábil que el primero. Girando el impulsor, lanzó el
trineo contra Obi-Wan, chocando de costado contra él, intentando hacerle perder el control o.
mejor aún, que chocase con un enorme tronco de árbol que emergía del espeso hielo. El Jedi
basculó su peso hacia un lado, levantando el esquí contrario del suelo y esquivando el tronco
por muy poco. Intentó corregir el rumbo, pero su trineo empezó a girar sobre sí mismo y no
consiguió dominarlo hasta que hubo realizado media docena de rotaciones. Para entonces, su
perseguidor estaba en situación de volver a embestirlo, pero esta vez Obi-Wan estaba prepara-
do. Girando en seco, se dirigió directamente hacia su perseguidor, y no sólo consiguió mante-
nerse firme durante la colisión, sino que lanzó un empujón de Fuerza contra el piloto enemigo.
El trineo salió disparado hacia delante como si el motor sufriera una sobrecarga, con el piloto
intentando controlarlo por todos los medios. Sin dejar de acelerar, ascendió por la rampa de
un pequeño montecillo, des¬cribió una parábola por los aires y cayó casi a plomo sobre la
delgada capa de hielo que ocultaba un agujero para pescar. La máquina y su piloto desa¬pa-
recieron bajo el sólido hielo.
El impacto hizo saltar un chorro de agua por los aires que empapó a Obi-Wan cuando lo atra-
vesó como una exhalación. El tercer trineo perse¬guidor seguía pegado a su cola, y los láse-
res zumbaban al pasar junto a sus orejas. Más adelante, vio que el trineo de Anakin y Fa’ale
realizaba un giro cerrado hacia el Sur y pasaba entre dos de las muchas colinas de Naos III.
Letales rayos de luz surgían del puente que unía las dos colinas, pero nin¬guno les acertó.
Incapaz de reproducir los ágiles cambios de rumbo de Anakin, Obi-Wan iba quedándose cada
vez más rezagado y era blanco fácil para los asesinos del puente. Sin ninguna posibilidad de
negociar un alto el fuego, maniobró su trineo para describir un amplio semicírculo que lo
alejase del puente, pero en cuanto terminó de trazar el arco se encontró en rumbo de colisión
contra el último de los trineos que lo perseguían.
La imposibilidad de evitar el choque no le dejaba más elección que abandonar su vehículo y
prepararse para lo que sería una larga y peligro¬sa marcha sobre el hielo. Pero, instantes antes
de saltar de la máquina, uno de los disparos que barrían el río desde el puente alcanzó fortui-
tamente en el pecho al piloto del trineo perseguidor, lanzándolo por los aires.
Girando el impulsor, Obi-Wan esquivó fácilmente el trineo, ahora sin piloto que lo gobernase,
y aceleró río arriba hasta quedar fuera del alcan¬ce de la ametralladora del puente.
Un clamor se extendió por encima de la colina que tenía a su derecha, y la sombra de algo
grande y veloz cayó sobre él. Un rifle láser disparó repetidamente, quebrando el hielo justo
frente a él y abriendo una amplia brecha de agua agitada.
Dudando que pudiera salvar la brecha aunque lo intentase, Obi-Wan frenó en seco.
El trineo se encontraba a unos diez metros de la fisura del hielo, cuando una garra metálica
cayó sobre él, cerrándose y arrancándolo del asien¬to. El tirón arrancó el sable láser de sus
manos, haciendo que se le cayera al hielo. El trineo desapareció en las espumeantes aguas.
—El fin de las estrellas —murmuró Obi-Wan.
Suspendida de un oscilante cable, la garra empezó a ascender hacia el vientre abierto de un
desgarbado esquife de nieve.

Con sus manos rojas aferrando la cintura de Anakin, Fa’ale gritaba y aullaba, disfrutando de
132 JAMES LUCENO

la situación a pesar del exceso de alcohol... o, más probablemente, a causa de él.


—Te has equivocado de oficio, Jedi —gritó junto a la oreja derecha de Anakin para hacerse
oír por encima del rugido del motor—. ¡Podrías ser un campeón de carreras de vainas!
—Ya lo he sido —respondió Anakin por encima del hombro.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que Obi-Wan estaba siendo sepa¬rado de su trineo.
Combinando frenos e impulsores, Anakin hizo que el trineo diera un rápido giro de 180 gra-
dos y volvió río abajo hasta quedar bajo el puente que habían dejado atrás, eludiendo el fuego
de la ametralladora láser.
—Una nave transporte de dientes afilados —explicó Fa’ale al ver el esquife de nieve—. Así,
los pescadores no necesitan llevar su carga hasta la ciudad. Es lo que suelo hacer aquí... Mi
trabajo, quiero decir.
La garra que aprisionaba a Obi-Wan ya estaba a mitad de su ascensión hacia el esquife.
—No veo forma de alcanzarlo a tiempo —confesó Fa’ale.
—¡Prepárate para sujetar la barra de control! —advirtió Anakin. Las manos de Fa’ale se en-
garfiaron en su túnica.
—¿Dónde piensas que vas?
—Hacia arriba.
Acelerando a toda velocidad, Anakin dirigió el trineo hacia la falda de la colina donde se asen-
taba una mitad del puente. Cuando estaba a punto de rebasar la cumbre, conectó los repulso-
res. Entonces, saltando del trineo convertido en cohete, recurrió a la Fuerza para propulsarse
todavía más hacia la oscilante jaula.
Los hombres del esquife lo vieron venir e intentaron virar a estribor, pero no fueron lo bastan-
te rápidos como para impedir que Anakin pudie¬ra asirse a la gana. El copiloto, un rodiano,
abrió la puerta de la cabina y empezó a disparar contra el blanco móvil.
—Tenía el presentimiento de que aparecerías —dijo Obi-Wan desde el interior de la garra.
Un disparo alcanzó la jaula y rebotó.
—¡Aguanta, Maestro! Esto no va a ser agradable.
Obi-Wan oyó el chasquido-siseo del sable láser de Anakin. Asomándose entre los dedos me-
tálicos de la garra, vio lo que les esperaba.
—Anakin, espera...
Pero el joven Jedi no esperó.
Cuando la garra estaba a punto de entrar en la bodega de carga, Anakin blandió su sable láser
y rebanó el suelo de la cabina del piloto del esquife. Chispas y humo empezaron a surgir del
desgarrón, y la nave se escoró a estribor casi de inmediato. Pasó a menos de un metro de una
de las torres del puente y giró hacia la ladera de la colina.
Un instante antes del impacto, Anakin cortó el cable de la garra y ésta cayó sobre la resbaladi-
za pendiente, deslizándose hacia el río helado. Llegó hasta él y giró sin control sobre sí mis-
ma, con Obi-Wan rebotando en su interior y Anakin recurriendo a la Fuerza para mantenerse
agarrado al exterior. El esquife se estrelló contra la ladera. Cuando la garra perdió su impulso
y quedó inmóvil al otro lado del río, los dos Jedi estaban tan cubiertos de nieve y hielo que
parecían wampas.
El sable láser de Anakin no tardó en cortar los dedos de la garra. Obi-Wan salió, escupiendo
nieve y temblando como un perro.
—Ya van cuarenta...
—Basta, me doy por vencido —dijo Obi-Wan. Hizo una pausa para vaciar de nieve las man-
gas y la capucha—. ¿Dónde está Fa’ale?
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 133

Anakin estudió la colina. Los asesinos del puente habían huido lleván¬dose su arma. Final-
mente, señaló hacia la ribera opuesta del río, donde podía verse un trineo encajado entre dos
montículos de hielo.
Cuando llegaron hasta ella. Fa’ale yacía boca abajo, a unos metros del vehículo lleno de agu-
jeros de láser. Al darle la vuelta. Anakin vio uno de los disparas había amputado a la twi’leko
el lekku derecho. Sus ojos pes¬tañearon y se abrieron, enfocándolo, mientras la acunaba en
sus brazos.
—No me lo digas —balbuceó débilmente—. Me recuperaré, ¿verdad?
—Lamentaría ser portador de malas noticias.
—Una semana en un tanque bacta y estarás como nueva —dijo Obi-Wan.
Fa’ale suspiró.
—No pienso discutir. Habéis hecho todo lo posible para que me maten —miró a su alrede-
dor—. ¿No tendríamos que estar buscando cobertura?
—Se han ido —informó Anakin.
Fa’ale agitó la cabeza.
—Después de tantos años, por fin han conseguido...
—No creo —interrumpió Obi-Wan—. Alguien más importante que Raith Sienar no quiere
que descubramos muchas cosas sobre esa nave estelar.
—Entonces será mejor que os cuente el resto de la historia... Lo que ocurrió en Coruscant,
quiero decir.
Anakin le levantó la cabeza.
—¿Dónde entregaste la nave?
—En un viejo edificio del barrio industrial, al oeste del Senado. En una zona llamada Los
Talleres.
ace estudió el distante edificio con los macrobinoculares, pa¬seando la mirada
de arriba abajo por las ventanas rotas, los ana¬queles agrietados, los balcones inclinados...
Eje central de un complejo formado por media docena de estructuras, el edificio tenía tres
siglos de antigüedad y parecía una ruina. Un pilar liso, sin adornos, rematado por una cúspide
redondeada, formaba los dos ter¬cios inferiores de su enorme altura. El soporte de la estruc-
tura superior estaba compuesto por una base circular reforzada por macizos contrafuer¬tes.
Allí donde los contrafuertes se unían con la estructura superior, se abría todo un círculo de
ventanas y de viejas entradas a los hangares con formas dentadas. Muchos de los paneles de
permeovidrio y muchas de las claraboyas parecían intactas, pero el tiempo y la corrosión se
habían cebado en las compuertas verticales de los hangares.
Se estaba investigando quién había construido el edificio y quién era el propietario actual...,
aunque, a juzgar por su situación en Los Talleres, parecía que sirvió como sede corporativa de
las fábricas y plantas de ensamblaje que lo rodeaban.

Mace y su equipo de Jedi, comandos clon y analistas de Inteligencia se encontraban al este de


la estructura, aproximadamente a un kilómetro de distancia, en una zona de fundiciones con
el tejado en forma de cresta que dominaba el panorama de chimeneas de permeocemento, al-
gunas de las cuales todavía escupían humo a la atmósfera. Sería difícil encontrar un lugar más
deprimente a este lado de Eriadu o de Korriban, se dijo Mace. Cinco horas aquí podían con-
sumir cinco años de la vida de cualquiera. Creía sentir el efecto nocivo en cada bocanada de
aire que aspiraba, en cada superficie mugrienta que tocaba, en cada nube de humo envenenado
que llegaba hasta él. Los ácidos que impregnaban el aire terminarían corroyéndolo todo, pero
no lo bastante deprisa para algunos. Empresarios ambi¬ciosos y planificadores de urbanismo
habían introducido ácaros que devo¬raban piedra, babosas que horadaban el durocemento y
gusanos que poten¬ciaban el efecto de la lluvia ácida, sin importarles el riesgo que pudieran
suponer para los cercanos rascacielos del Distrito del Senado.
En resumidas cuentas, el ambiente perfecto para un Señor Sith.
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 135

—Sondas a control remoto desplegadas, general Windu —informó un CAR.


Mace enfocó los macrobinoculares sobre la multitud de droides esféri¬cos de un metro de
diámetro que se dirigían hacia el edificio.
El Comité de Inteligencia del Senado había intentado prohibir el uso de comandos y sondas
robot. Para la mentalidad de los miembros del comité, la idea de que en Coruscant pudiera
existir un enclave separatista era simplemente absurda. Afortunadamente —incluso podría
decirse que inesperadamente—, el Canciller Supremo Palpatine había desestimado las su-
ge¬rencias del comité y permitido que Mace reuniera un equipo de ensueño que no sólo
incluía al comandante Valiant de los CAR y al capitán Dyne del Servicio de Inteligencia de
la República, sino también a la Maestra Jedi Shaak Ti y a varios padawan muy capacitados.
—No hay ninguna indicación de que las sondas estén siendo atacadas —dijo el CAR.
Mace contempló cómo las flotantes esferas negras se colaban en el edi¬ficio por las ventanas
rotas y por las zonas de la estructura superior, donde la fachada se había desintegrado y se
veían los huesos del esqueleto de plastiacero del edificio.
Es el momento de la verdad, pensó.

La piloto lothana que Obi-Wan y Anakin habían rescatado de Naos III no fue capaz de darles
más que una somera descripción del edificio donde había entregado el correo estelar. La nave,
producto de laboratorio de Proyectos Avanzados Sienar había sido modificada por el Sith que
había matado a Qui-Gon Jinn, quizá sin que lo supiera el propio Sienar. A la pilo¬to le dieron
unas coordenadas de aterrizaje en Coruscant, pero la verdad era que el propio vehículo se ha-
bía dirigido automáticamente a ellas. Tras ser pagada por sus servicios, la twi’leko se trasladó
en taxi hasta Westport, y poco después partió hacia Ryloth. La descripción física del destino
de la nave no le sirvió de mucho a los Jedi. Aunque más horizontal que la mayoría de las zo-
nas del Coruscant ecuatorial. Los Talleres se extendían a lo largo de centenares de kilómetros
cuadrados y contenía miles de edificios que podían encajar en la descripción.
No pudieron avanzar en la investigación hasta que el Maestro Jedi Tholme recordó un detalle
de cierta reunión con Quinlan Vos, su antiguo padawan. Tras infiltrarse en el círculo interno
de aprendices de Dooku, al Jedi se le encargó el asesinato de un senador traidor llamado Vien-
to. Tras la muerte del senador, y de un duelo brutal con el Maestro K’Kruhk, Vos se entrevistó
brevemente con Dooku en Los Talleres. Allí, el Conde informó a su supuesto protegido de que
se había equivocado al suponer que Viento era un Sith, y volvió a negar que él respondiera
ante ningún Maestro.

En aquel momento nadie prestó mucha atención al informe de Vos porque el Jedi parecía
haber sido seducido por el lado Oscuro de la Fuerza, y la Orden lo daba por perdido. Consi-
deraron que la cita era simplemente eso, un encuentro en algún lugar apartado. Para los Jedi
y para el Departamento de Inteligencia era más importante el hecho de que Dooku hubiera
podido entrar y salir de Coruscant sin ser detectado.
—Llegan holoimágenes del interior —advirtió Valiant.
Mace dejó los macrobinoculares y desvió su mirada hacia el holopro¬yector de campo. Las
imágenes en tres dimensiones surcadas por líneas diagonales de estática mostraban cuartos
abandonados, pasillos oscuros e inmensos espacios vacíos.
—El edificio parece completamente abandonado, general. No hay ras¬tro de droides o seres
vivientes... sin contar los lógicos en este tipo de barrios industriales.
—Abandonado, quizá, pero no olvidado —corrigió el capitán Dyne, situado detrás de Va-
136 JAMES LUCENO

liant—. El edificio está “vivo”. Tiene energía y está iluminado.


—Eso no significa mucho —dijo Mace—. Muchos edificios de esta zona tienen generadores
propios, a veces alimentados por combustibles tan peligrosos como inestables —hizo un ges-
to amplio, abarcando todo el panorama que tenían frente a ellos—. Fíjense en las chimeneas
que todavía sueltan humo.
Dyne asintió con la cabeza.
—Pero éste muestra un uso reciente y periódico de energía. Mace se volvió hacia Valiant.
—De acuerdo, comandante. En marcha.
Varios TABA se elevaron desde ambos lados del puesto de observación hacia el cielo lleno
de humo, con los artilleros preparando sus ametralladoras láser y los comandos listos para
desplegarse desde la bodega de carga del helicóptero. En otra parte, BT-TT y otros vehículos
de artillería móvil avanzaron en dirección al objetivo por el paisaje urbano lleno de cascotes.
Valiant se giró hacia los soldados que formaban el Equipo Aurek.
—El edificio es zona de guerra. Cualquiera que se encuentre dentro será considerado como
hostil —metió una célula de energía en su rifle láser—. ¡Soldados! ¡Buscad, encontrad y eli-
minad!
No importaba lo a menudo que la oyera, la respuesta firme, gutural y unánime de los CAR se-
guía perturbando a Mace. Aunque, probablemente, los soldados clon sentían lo mismo cuando
los Jedi se decían: “Que la Fuerza te acompañe.”
Dio media vuelta e hizo una señal a Shaak Ti.
—Iré con el Equipo Aurek. Tú ve con el Bacta.
Tan hermosa como una flor, tan letal como una víbora, Shaak Ti era la Maestra Jedi que uno
quisiera tener a su lado en circunstancias caóticas. Dotada de habilidad para moverse con
rapidez en medio de muchedumbres o por lugares angostos, solía ser la primera en lanzarse
a una lucha cuerpo a cuerpo, y su sable láser azul encontraba rápido su objetivo. Ya había
demostrado su eficiencia en la defensa de Kamino y Brentaal IV, y Mace se alegraba de poder
contar con ella.

Cuando Mace subió al transpone del Equipo Aurek, ya estaba atestado de comandos y pa-
dawan. Elevándose lentamente, el TABA se dirigió hacia la cumbre del edificio. La estrategia
era registrarlo de arriba a abajo, con la esperanza de que cualquier ser hostil se viera presio-
nado y descendiera hasta los niveles más bajos, donde la infantería y la artillería ya habían
tomado posiciones en tomo a los cimientos de la base. Toda la zona esta¬ba horadada por
túneles que en sus buenos tiempos se utilizaban para transportar obreros, droides y materiales.
Como era imposible controlar todas las entradas y salidas, muchos de los túneles principales
abiertos en los subsótanos del edificio fueron sembrados con sensores capaces de detectar
droides o seres de carne y hueso.
No habían descubierto ningún hangar válido que pudiera albergar a un helicóptero. Los co-
mandos votaron por abrir un agujero con explosivos en un costado de la estructura superior,
pero los ingenieros temieron que una explosión de la potencia necesaria para crear una aber-
tura de tales dimensiones pudiera causar el derrumbamiento de toda la estructura. Así que el
TABA llevaría al equipo hasta la ventana de mayor tamaño bajo la cumbre y flotaría junto a
ella mientras todo el mundo entraba.
Mace saltó del vehículo hasta la ventana, activó su sable láser e indicó a los padawan que lo
siguieran.
Con las armas preparadas a la altura del pecho, los comandos se desplegaron por escuadrones
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 137

y exploraron el edificio, revisando todos y cada uno de los cuartos y las salas antes de dar el
nivel por asegurado. La hoja láser de Mace refulgía en la oscuridad con un brillo amatista.
Recurriendo a la Fuerza, pudo sentir la presencia del Lado Oscuro. La única explicación de
que Quinlan Vos no lo captase era que él también se había convertido.
Yoda había advertido a Mace que el Lado Oscuro podría nublar su mente a la existencia de
ciertos cuartos y pasillos, lugares que los Señores Sith no querrían que fueran descubiertos,
pero se sentía alerta en todos los sentidos. Además, por si acaso, para eso estaban los coman-
dos.
Siguieron abriéndose camino, cada vez más abajo, sin encontrar resis¬tencia. Ni siquiera algo
de interés.
—Tranquilo como una tumba, general —dijo Valiant cuando ya ha¬bían revisado los diez
niveles superiores.
Mace estudió el mapa tridimensional que se proyectaba desde el guan¬te del CAR, a la altura
de su muñeca.
—Informe al Equipo Bacta que nos reuniremos con ellos en el Sector Tres.
Valiant estaba a punto de hablar por su comunicador, cuando éste emi¬tió un tono de aviso.
—Comandante, aquí el equipo Bacta —dijo una voz—. Tenemos un hangar en el nivel seis
que muestra rastros de uso reciente. Y, señor. espe¬re a ver la zona de aterrizaje.

El espacio que había servido como zona de aterrizaje apenas era lo bas¬tante grande para un
helicóptero, pero brillaba como si esforzados droides lo fregaran y lo pulieran diariamente.
Paralelas a los largos lados del rectángulo, se veían hileras de delgados señalizadores azules.
—Que todos se queden exactamente donde están —ordenó el capitán Dyne cuando Mace y el
resto del Equipo Aurek aparecieron en el umbral de un pasillo que desembocaba en el hangar.
Desplegados en formación circular, Shaak Ti y los padawan que entraron con el Equipo Bacta
se arracimaban en medio del recinto.

Treinta metros a la derecha de Mace, Dyne y dos oficiales de Inteligen¬cia estudiaban los
datos que les enviaban varias sondas robot que serpen¬teaban por toda la sala, algunas de
ellas pulverizando sobre el suelo una sustancia muy volátil. Las puertas del hangar, verticales
y bien lubricadas, estaban abiertas revelando un óvalo de cielo negro.
—Un balandro Huppla Pasa Tisc ocupó este hangar hace menos de dos semanas estándar —
dijo Dyne en voz alta, para que todo el mundo pudie¬ra oírlo—. La disposición de la platafor-
ma de aterrizaje y la rampa de desembarco coinciden con las de la nave clase Punworcca 116
que despe¬gó de Geonosis durante la batalla.
—La nave de Dooku —susurró Mace.
—Una suposición razonable, Maestro Windu —admitió Dyne. Tras varios segundos de estu-
diar las pantallas de los monitores de su equipo y hablar con sus socios, agregó—: El suelo
revela rastros de dos seres que estuvieron aquí al mismo tiempo que el balandro.
La luz verde de uno de los droides iluminó los paneles metálicos del suelo. Dyne dirigió al
droide para que se concentrase en ciertas zonas, y volvió a estudiar los datos.
—El primer ser salió del balandro y caminó hasta este punto —indicó una zona cercana a la
puerta abierta—. Tomando en consideración la impresión de las pisadas y la longitud de su
paso, me arriesgaría a decir que mide unos ciento noventa y cinco centímetros de altura y que
lleva botas con suelas algo desgastadas.
¡Sí, era Dooku!, pensó Mace.
138 JAMES LUCENO

Las sondas robot enfocaron sus luces en otra zona, y Dyne prosiguió.
—Aquí, el ser número uno se encontró con el ser número dos, de menos peso y estatura y
que llevaba... —Dyne consultó lo que Mace supu¬so sería una especie de banco de datos—
...lo que sólo puedo describir como un calzado de suela muy suave, incluso puede que fueran
zapatillas. Este segundo ser desconocido llegó procedente de los turboascensores situados en
la parte este del edificio, y acompañó a... Dooku, según parece, hasta una balconada situada
sobre la puerta del hangar. Volvieron aquí siguiendo la misma ruta y se separaron: Dooku
embarcó en su nave, y nuestro desconocido regresó a los turboascensores.

Dyne ordenó a las sondas robot que rastrearan las huellas del segundo ser y las siguió, no sin
antes hacer señas a Mace, a Shaak Ti y a los comandos para que avanzasen tras él.
—En fila india —advirtió Dyne—. Y que nadie se salga de la fila.
Mace y Shaak Ti se pusieron al frente del grupo, seguidos por los pada¬wan y los comandos
clon. Cuando los Maestros Jedi alcanzaron a Dyne y sus sondas, el analista de Inteligencia ya
se encontraba frente a la puerta de un viejo turboascensor.
—Comprobado —exclamó Dyne, sonriendo de satisfacción—. El ser número dos utilizó este
turboascensor.
Girándose hacia la pared, apretó el botón de llamada con su enguanta¬da mano derecha.
Cuando el ascensor apareció, pasó un escáner por los mandos del interior.
—Según la memoria del vehículo, ha llegado procedente del subsótano dos. Si no descubri-
mos allí el rastro de nuestro desconocido, tendremos que ir retrocediendo nivel a nivel hasta
que lo recuperemos.
El turboascensor era lo bastante espacioso como para que cupieran Dyne, sus compañeros,
Mace, Shaak Ti, los dos comandantes de equipo y las dos sondas robot. Valiant estableció
comunicación con los soldados que se hallaban en el exterior del edificio y les ordenó que se
dirigieran al subsótano dos, pero les advirtió que no se acercasen a los turboascensores del
lado este ni a cualquier pasillo o túnel cercano.
En cuanto el vehículo se detuvo, los primeros en salir fueron las sondas robot, nebulizando
el pasillo en ambas direcciones. Una de ellas no había recorrido ni cinco metros cuando se
detuvo en pleno vuelo y dirigió sus focos detectores hacia el suelo.
—Huellas —anunció Dyne con entusiasmo—. Seguimos en la partida.
Salió del ascensor y siguió a las sondas robot hasta la entrada de un ancho túnel. Después de
que las sondas se internasen unos metros en él y regresaran, Dyne se giró hacia Mace, que
esperaba con todos los demás junto al turboascensor.
—Las huellas terminan aquí. A partir de este punto, el desconocido utilizó un vehículo...
Seguramente algún modelo de repulsor, aunque los droides no detectan ninguna emisión fan-
tasma.
Mace y Shaak Ti se unieron con Dyne y sus compañeros de equipo frente a la entrada del
túnel. La Jedi intentó penetrar la oscuridad con su mirada.
—¿Adónde lleva el túnel?
Dyne consultó un holomapa.
—Si podemos confiar en un mapa que es más viejo que cualquiera de nosotros, conecta con
otros túneles de Los Talleres que llegan a los edifi¬cios contiguos, a las fundiciones, a un an-
tiguo campo de aterrizaje... Debe de tener más de cien ramales.
—Olvídese de los ramales —dijo Mace—. ¿Qué hay al final de ese túnel?
El oficial de Inteligencia navegó por toda una serie de mapas y los estu¬dió en silencio.
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 139

—El túnel principal llega hasta el extremo oeste del Distrito del Senado.
Mace se internó un par de metros en la oscuridad y pasó la mano por los mosaicos de la pared
del túnel.
“Cientos de senadores están bajo la influencia de un Señor Sith llamado Darth Sidious”, había
dicho Dooku a Obi-Wan en Geonosis. Volviendo con Shaak Ti y los comandantes clon, Mace
dijo:
—Vamos a necesitar más tropas.
n las cámaras que el Canciller Supremo tenía en el Edificio Administrativo del Se-
nado, Yoda contemplaba a Palpatine al otro lado de su escritorio, silueteado contra el amplio
ventanal a través del cual se veía todo el Coruscant occidental. ¿Con cuántos Cancilleres Su-
premos se había sentado en esta misma oficina?, se preguntó. Con medio centenar. Entonces
¿por qué con éste cualquier discusión bordeaba peligrosamente el límite del enfrentamiento...
Sobre todo cuando el tema era la Fuerza? Por poco eficiente que fuera como líder, Finis Valo-
rum siempre se comportó como si la Fuerza estuviera por encima de todo. Con Palpatine, la
Fuerza ni siquiera estaba por debajo. Simplemente, no la tenía en cuenta.
—Comprendo sus preocupaciones, Maestro Yoda —estaba diciendo Palpatine—. Y lo que es
más, simpatizo con ellas. Pero el asedio a esos mundos del Borde Exterior debe continuar.
Pese a lo que piense, y pese a los poderes extraordinarios que el Senado me ha otorgado estos
últimos cinco años, sólo soy una voz que muchas veces clama en el desierto. Por fin, el Se-
nado ha decidido actuar para terminar con este conflicto destruc¬tivo y no permitirá que me
interponga en su camino.
—Exhortarme no necesita, Canciller Supremo —dijo Yoda. Palpatine sonrió secamente.
—Me disculpo si ha parecido que pretendía darle un sermón.
—Si el Senado actuar ha decidido, por su discurso sobre el Estado de la República ha sido.
—Mi discurso sólo fue un reflejo del espíritu de estos tiempos, Maestro Yoda. Es más, hablé
con el corazón.
—Dudas de ello no tengo. Pero demasiado pronto su discurso pronun¬ció. Coruscant una
inminente victoria ya celebra, cuando la guerra lejos de acabar está.
El ceño de Palpatine contenía un atisbo de advertencia, de malicia. —Coruscant merece un
poco de alivio tras tres años de miedo.
—De acuerdo con usted estoy. Pero ¿de la conquista de los mundos del Borde Exterior ese
alivio llegará? Demasiados frentes nuevos el Senado nos insta a abrir. Demasiado dispersos
los Jedi están para a la República eficazmente servir. Una estrategia razonable nos falta.
—A mis consejeros militares no les gustaría escuchar que usted cata¬loga su estrategia de
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 141

irracional.
—Oírlo necesitan. A ellos yo mismo se lo diré, si necesario es. Palpatine hizo una pausa para
pensar en las palabras del Jedi. Enton¬ces, su mirada se endureció.
—Perdone mi franqueza, Maestro Yoda, pero si los Jedi están demasiado dispersos como para
coordinar los asedios, la carga tendrá que recaer sobre mis comandantes clon.
Yoda apretó los labios y agitó la cabeza.
—Nuestros soldados al mando de los Jedi responden. Una alianza con ellos hemos forjado.
Forjada en combate su fidelidad ha sido.
Palpatine se irguió repentinamente en su asiento, como si reaccionara ante un golpe impre-
visto.
—Estoy seguro de interpretar equivocadamente sus palabras, pero parece insinuar que nues-
tro ejército fue creado para los Jedi.
—Cierto no es —cortó Yoda—. Para la República y nadie más. Palpatine pareció tranquili-
zarse.
—Entonces, quizá pueda entrenarse a los clones para que respondan a las órdenes de otros
como ahora responden a las de los Jedi.
Yoda dejó entrever su malhumor.
—Entrenados los soldados pueden ser, pero equivocada la estrategia sigue siendo.
—¿Puedo preguntarle qué opina de Geonosis? ¿No está de acuerdo en que nos equivocamos
al no perseguir a los separatistas?
—Preparados no estábamos. Nuevo el ejército era.
—Lo admito, pero ahora sí estamos preparados. La Confederación huye de los Sistemas Inte-
riores y no podemos permitirnos repetir el error cometido en Geonosis.
—No, un error distinto ahora cometemos.
Palpatine entrecruzó los dedos.
—¿Es la opinión del Consejo?
—Lo es.
—Entonces, ¿desafiarán los Jedi la decisión del Senado?
Yoda agitó la cabeza.
—Ligados por nuestro juramento estamos.
—No puedo decir que eso me inspire confianza, Maestro Yoda. Si sólo es un juramento y no
una convicción, siempre pueden reconsiderarlo.
—Reconsiderarlo hemos hecho, Canciller Supremo.
—Confío en que sus palabras no impliquen ninguna amenaza.
—Amenaza ninguna es.
Palpatine soltó un bufido de cansancio.
—Como le he dicho en muchas ocasiones, no tengo el lujo de ver este mundo a través de la
Fuerza. Sólo veo el mundo real.
—Si sólo “el mundo real” existiera, ningún problema habría.
—Desgraciadamente, los que no estamos conectados con la Fuerza sólo tenemos la palabra
de los Jedi.
—Para con esta guerra terminar, mucho más que derrotar a Grievous y su ejército de máqui-
nas de guerra será necesario. Mucho más que de mun¬dos remotos apoderarnos.
—Por ejemplo, erradicar a esos Sith de los que tanto habla —Palpatine calló unos segundos,
pensativo—. Cuando el Maestro Windu creyó que usted había muerto en Ithor, me contó mu-
chas cosas.
142 JAMES LUCENO

—¿Más receptivo a sus preocupaciones que a las mías fue?


—Es usted un conversador experimentado.
—Cuando necesario es, Canciller Supremo.
—Nunca nos contó detalladamente lo que ocurrió en Vjun entre usted y el Conde Dooku. ¿No
mostró la menor predisposición a volver con la Orden... a volver con la República?
Yoda dejó que su tristeza se mostrara.
—Del Lado Oscuro regreso no hay. Para siempre la dirección de tu vida domina.
—Eso puede complicar la rehabilitación de Dooku.
Yoda lo miró directamente a los ojos.
—Capturado nunca será. Luchando morirá.
—¿Ese tal Darth Sidious... también debe ser localizado y eliminado como Dooku?
Los ojos de Yoda se movieron inquietos.
—Difícil de decir es. Privado de su aprendiz, quizás Sidious se retire... para a los Sith preser-
var.
—¿Sólo se necesita una persona para preservar las tradiciones Sith? —Tradiciones no son. El
Lado Oscuro es.
—¿Y si encontramos primero a Sidious y lo matamos? ¿Eso aumentaría el poder de Dooku?
—Sólo su determinación. Diferente sería, porque en el último Sith se convertiría —Yoda
agitó la cabeza—. Difícil de saber si Dooku un verda¬dero Sith es, o sólo del poder del Lado
Oscuro se sirve.
—¿Y el general Grievous?
Yoda hizo un gesto displicente.
—Más máquina que ser vivo Grievous es..., aunque en más peligroso eso lo convierte, pero
sin el liderazgo de Dooku o Sidious, los separatistas se derrumbarán. Por los Sith unidos es-
tán. Por el Lado Oscuro de la Fuerza unidos.
Palpatine se echó hacia delante interesado.
—Entonces, ¿el Consejo opina que debemos acabar con ese liderazgo..., que esta guerra es
más una batalla interna de la Fuerza?
—Unidos en ese tema estamos.
—Es muy persuasivo, Maestro Yoda. Le doy mi palabra de que tendré muy presente esta con-
versación cuando me reúna con el Senado para dis¬cutir nuestras campañas.
—Aliviado me siento, Canciller Supremo.
Palpatine se reclinó en su silla.
—Y dígame, ¿cómo va la búsqueda de Darth Sidious?
—A él acercándonos estamos —aseguró Yoda con énfasis.
n el compartimento de carga de la nave insignia de Grievous, Dooku observaba
el duelo del general con su élite de MagnoGuardias. El ciborg empuñaba constantemente
tres de sus trofeos, tres sables láser con los que paraba los ataques de las electropicas de los
guardias, lan¬zando estocadas que cortaban el aire y pasaban a un ápice de los inexpresi¬vos
rostros de sus antagonistas, incapacitando los servos de brazos y piernas siempre que podía.
Grievous era una fuerza a tener en cuenta, de eso esta¬ba seguro, pero Dooku deploraba su
costumbre de coleccionar sables láser. Apenas le había molestado que la adoptaran Ventress y
otros combatientes menores, como la cazadora de recompensas Aurra Sing, pero en Grievous
le parecía la peor de las profanaciones. Pese a eso, no hacía nada por impedirlo. Cuantos más
Jedi pudiera eliminar, mucho mejor.
El único aspecto de la técnica de Grievous que le molestaba era su propensión a utilizar cua-
tro sables a la vez. Dos ya era bastante malo.... como los utilizó Darth Maul o como intentó
utilizarlos Anakin Skywalker en Geonosis.
Pero, ¿tres?
¿Qué había pasado con la elegancia y el estilo, si un duelista no tenía bastante con una sola
arma?
Bueno, ¿qué había pasado con la elegancia y el estilo, y punto?
Grievous era rápido, como también lo eran sus IG de la serie 100. Ellos tenían la ventaja del
tamaño y de la fuerza bruta. Ejecutaban sus movimientos casi más rápidamente de lo que el
ojo humano podía seguirlos. Sus mandobles y estocadas demostraban una singular falta de
vacilación. Una vez empezada una finta, nunca vacilaban. Nunca se detenían a medio ataque
para reevaluar sus actos. Sus armas llegaban exactamente al lugar donde querían que llega-
sen. Y siempre apuntaban a un punto más allá de sus contrincantes, para después imprimir un
movimiento lateral a la hoja y rebanar a su víctima.
Dooku había enseñado bien a Grievous, y Grievous había enseñado bien a su élite. Duplicando
el adiestramiento de Dooku, les programó las siete formas clásicas del duelo con sable láser,
según las artes Jedi, y eso los convertía en antagonistas letales. Pero no eran invencibles, ni
144 JAMES LUCENO

tampoco lo era Grievous, ya que podían ser confundidos por lo imprevisto y no comprendían
lo que era la sutileza. Un jugador de dejarik podía memorizar todas las aperturas clásicas y
los contraataques posibles, y, aun así, no podía considerarse un maestro del juego. A menudo,
la derrota llegaba a manos de jugadores que, por ser menos experimentados, no conocían las
estrategias tradicionales. Un espadachín profesional, un artista del duelo, podía ser derrotado
por un matón de taberna que no supiera nada sobre las formas pero lo supiera todo sobre cómo
terminar una pelea rápidamente, sin pensar en una victoria airosa o elegante.
La esclavitud hacia las formas te dejaba expuesto a una derrota ante lo imprevisto.
Esto provocaba a menudo la caída de los duelistas experimentados, y provocaría la caída de
la Orden Jedi.
Dado que la elegancia, el encanto y el estilo habían desaparecido de la galaxia, los días de la
Orden estaban contados; el fuego que representaban los Jedi estaba agotado y moribundo. La
hora de la Orden había llegado, como también la de la corrupta República. Los nobles Jedi
ligados a la Fuerza, garantes de la paz y la justicia, rara vez eran vistos ya como hé¬roes o
salvadores, sólo como matones o gánsteres.
Aun así, era triste que la misión de hacerlos desaparecer hubiera recaído en Dooku.
Esos días, la conversación que sostuvo con Yoda en Vjun no se apartaba de su mente. Pese a
toda su destreza con las palabras y todo su poder per¬sonal extraído de la Fuerza. Yoda sólo
era un anciano que se negaba a acep¬tar lo nuevo, que no quería seguir ningún camino salvo
el propio. Qué terri¬ble seria desaparecer, no simple y llanamente, sino expirar sabiendo que
la galaxia se inclinaba de forma inexorable y completa hacia el Lado Oscuro, hacia los Sith,
que gobernarían tanto tiempo como lo habían hecho los Jedi.
Lo imprevisto...
Grievous y sus guardias estaban bailando, repitiendo sus movimientos programados: un ata-
que ataro contestado por un shii-cho, un soresu res¬pondido con un lus-ma...
Dooku no pudo aguantar ni un segundo más.
—No, no, deteneos, basta —gritó, poniéndose en pie y entrando en el círculo de entrenamien-
to con los brazos abiertos. Cuando se aseguró de haber captado su atención, se giró hacia
Grievous—. Esos movimientos te fueron útiles en Hypori contra Jedi como Daakman Barrek
y Tarr Seir, pero te compadezco si tienes que enfrentarte contra cualquiera de los Maestros del
Consejo. —Empuñó su elegante sable láser de empuñadura curva y dibujó una X en el aire,
un florido makashi—. ¿Necesito demostrarte qué respuesta puedes esperar de Cin Drallig u
Obi-Wan Kenobi? ¿De Mace Windu o. que las estrellas te ayuden, de Yoda?
Movió rápidamente la hoja, desarmando a dos de los guardias, y situó la resplandeciente pun-
ta a un milímetro de la placa que cubría el rostro de Grievous.
—Sutileza. Astucia. Economía. Si no es así, amigo mío, me temo que terminarás más allá de
cualquier posible reparación, incluso aunque sea geonosiana. ¿Entiendes lo que quiero decir?
Las pupilas verticales de los ojos de Grievous parecían insondables. Asintió con la cabeza.
—Lo entiendo, mi señor.
Dooku desactivó su sable.
—Entonces, vuelve a empezar. Con un poco más de refinamiento, si no es pedir demasiado.
Dooku se sentó y los vio repetir el duelo desde el principio.
Es inútil, pensó.
Pero sabía que, en parte, era culpa suya. Con Grievous había cometido el mismo error que
con Ventress, permitiéndole acumular odio, como si el odio fuera un buen sustituto de la falta
de pasión. Hasta los que más odian pueden ser derrotados. Hasta los que más se enfadan. No
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debería existir emoción en el acto de matar, sólo en el acto en sí. Debió ayudar a Ventress para
que se librara de su ego, pero permitió que su pasión creciera. Una vez, Sidious le confesó que
había cometido un error semejante al entrenar a Darth Maul. A Ventress y Maul les motivaba
el ardiente deseo de ser mejores, de ser el mejor, en lugar de contentarse con ser un puro ins-
tru¬mento del Lado Oscuro.
El Jedi sabía una cosa acerca de la Fuerza: que hasta el mejor de todos ellos era únicamente
un instrumento.
La preocupación de Dooku aumentó.
¿Estaría pensando Sidious lo mismo de él? Pensaría: Fallé con el pobre Dooku. Patética cria-
tura...
Era muy posible, considerando lo mal que salió todo en Naos III. Pocos días estándar antes,
Dooku había enviado a Sidious una transmisión codificada que era a la vez una explicación y
una disculpa, y todavía no tenía respuesta.
Vio cómo Grievous desarmaba a dos MagnoGuardias.
De hecho, todo Grievous era un instrumento.
¿Y Dooku? ¿Qué era el Conde Dooku de Serenno?
Desvió la mirada hacia la mesa del holoproyector un momento antes de que una holoimagen
azul de Sidious apareciera sobre ella.
Ha llegado mi hora, se dijo, mientras se centraba orgullosamente en la parrilla de transmisión.
Grievous se situó tras él con una rodilla hincada en tierra y la cabeza agachada.
—Mi señor —saludó, haciendo una ligera reverencia—. Le estaba espe¬rando.
—Ciertos asuntos requieren mi atención inmediata, Lord Tyranus.
—A causa, sin duda, de mi fracaso en Naos III. Mis enviados tuvieron mil oportunidades para
matar a Kenobi, Skywalker y la piloto twi’leko. En cambio, intentaron capturarlos para chan-
tajearme con ellos, así como para aumentar su reputación.
Sidious hizo un gesto displicente.
—Ese es el estilo de los cazadores de recompensas. Debí haberlo previsto. Dooku pestañeó.
¿Sidious estaba admitiendo que hasta él podía fracasar? ¿Estaba retorciéndose el labio supe-
rior de Sidious o sólo era una distorsión de la imagen por culpa de la estática de la transmi-
sión?
—La Fuerza es grande en Skywalker —añadió Sidious.
—Sí, mi señor. Muy fuerte. La próxima vez me encargaré personalmente del Jedi.
—Ese momento se acerca, Lord Tyranus. Pero, primero, necesitamos proporcionar a los Jedi
algo que distraiga su atención de mi persona.
El labio superior de Sidious se retorcía. Definitivamente. ¿De preocu¬pación? ¿Estaba preo-
cupado aquel que siempre aseguraba que todo se desarrollaba tal y como lo había planeado?
—¿Qué ha sucedido, mi señor?
—La información de la twi’leko los ha llevado hasta el lugar de nues¬tras citas en Coruscant
—confesó Sidious con tono tenso.
Dooku quedó aturdido.
—¿Estáis en peligro?
—Creen haber encontrado el olor de mi rastro, Lord Tyranus... Y quizá lo tengan.
—¿Puede abandonar Coruscant, mi señor?
Sidious lo miró fijamente, pese a los pársecs que los separaban.
—¿Abandonar Coruscant?
—Por un tiempo, mi señor. Seguro que podemos encontrar alguna forma de...
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—Quizá. Lord Tyranus. Quizá.


—Si no puede, yo acudiré a su lado.
Sidious agitó la cabeza.
—No será necesario. Te dije que su investigación nos beneficiaría antes de que pasara mucho
tiempo. Y gracias a ti, estoy empezando a ver cómo.
—¿Cuáles son vuestras órdenes, Maestro? —preguntó Grievous detrás de Dooku.
Sidious se volvió ligeramente hacia Grievous, pero siguió hablando con Dooku.
—Los Jedi han dividido sus fuerzas, y nosotros debemos hacer lo mismo. Yo me encargaré de
los que se queden aquí, en Coruscant. Necesito que tú te encargues del resto.
—Mi flota está preparada, Maestro —dijo Grievous, sin levantar su mirada de la parrilla.
—¿Sigue la República controlando tus transmisiones? —preguntó Sidious al general.
—Sí, Maestro.
—¿Y puedes dividir la flota... de forma juiciosa?
—Puedo. Maestro.
—Bien, bien. Entonces llévate las naves necesarias para aplastar y ocu¬par Tythe.
Dooku se sintió aturdido de nuevo. Grievous también.
—¿Es un movimiento inteligente después de lo que pasó en Belderone, Maestro? —preguntó
el general con todo el tacto de que era capaz. Sidious hizo una ligera mueca.
—Más que inteligente, general. Inspirado.
—Pero, mi señor, Tythe... —insistió Dooku con el mismo tacto—. No es un mundo, es un
cadáver.
—Tiene cierto valor estratégico, ¿verdad, general?
—Es un punto de salto. Maestro. Pero un premio dudoso, habiendo presas mejores.
—Puede que nos salga muy caro, mi señor. La República lo arrasará —añadió Dooku.
—No si los Jedi están convencidos de que deben recuperarlo en vez de destruirlo.
La confusión arrugó la frente de Dooku.
—¿Y cómo los convenceremos?
—No tendremos que hacerlo, Lord Tyranus. Su propia investigación los llevará inevitable-
mente a esa conclusión. Es más, Kenobi y Skywalker dirigirán el contraataque.
—¿Está seguro, mi señor?
—No querrán desaprovechar una oportunidad de capturar al Conde Dooku.
Dooku vio que la cabeza de plastiarmadura de Grievous se alzaba por la sorpresa.
—¿Qué le hace creer que, a estas alturas, la República no preferirá simplemente borrarme del
mapa?
—Los Jedi son predecibles, Lord Tyranus, no necesito recordártelo. Fíjate en lo mucho que se
arriesgaron en Cato Neimoidia para capturar al virrey Gunray. Están obsesionados con llevar
a sus enemigos ante la justi¬cia, en vez de administrar la justicia con sus propias manos.
—Es su forma de hacer las cosas.
—Entonces, ¿no te importa servir de cebo para atraerlos?
Dooku hizo una inclinación de cabeza.
—Estoy a su disposición, mi señor. Como siempre.
Sidious sonrió abiertamente una vez más.
—Retén a Kenobi y a Skywalker, Lord Tyranus. Entreténlos. Juega con sus debilidades. De-
muéstrales tu maestría, como ya has hecho en otras ocasiones.
Grievous hizo un sonido significativo.
—Haré lo mismo con sus naves de guerra, Maestro.
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—No, general —cortó Sidious—. Tengo otra cosa en mente para el resto de la flota y para
ti. Dime, ¿puedes librarte de tus... “invitados” y dejarlos en lugar seguro durante un tiempo?
—Estoy pensando en el planeta Utapau, Lord Sidious.
—Lo dejo en tus manos.
—¿Y cuando lo haya hecho, Maestro?
—General, estoy seguro de que recordarás los planes que discutimos hace tiempo respecto al
momento final de esta guerra.
—¿Y respecto a Coruscant?
—Y respecto a Coruscant, sí —Sidious hizo una pausa, y añadió—: Debemos acelerar esos
planes. Prepárate, general, tu mejor momento está a punto de llegar.
a’ale está recuperándose —anunció Anakin mientras se acercaba a Obi-Wan—. Dos
días más en el tanque bacta y caminará por su propio pie. Aunque dice estar harta de Naos
111. Puede que hasta se quede aquí, en Belderone.
Obi-Wan lo miró de soslayo.
—Tu relación con las hembras es muy interesante. Cuanto más en peli¬gro se encuentran,
más te preocupas por ellas. Y cuanto más te preocupas por ellas, más se preocupan ellas por ti.
—¿En qué basas exactamente todo eso? —preguntó Anakin fruncien¬do el ceño.
Obi-Wan miró a lo lejos.
—Chismes de la HoloRed.
Anakin se colocó deliberadamente frente a Obi-Wan para atraer su atención.
—Algo va mal. ¿Qué es?
—No volvemos a Coruscant —respondió Obi-Wan con un suspiro.

Estaban en la sala de visitas de la MedStar más grande de las muchas que orbitaban en tor-
no a Belderone. Llevaban cuatro días estándar espe¬rando instrucciones del Consejo Jedi,
aprovechado el tiempo para seguir los progresos de Fa’ale. Y la tensión de tanta inactividad
empezaba a pasarles factura.
Anakin miró fijamente a Obi-Wan.

—Escúchame antes de que alcances la masa crítica. Mace y Shaak Ti han podido localizar
el edificio de Los Talleres. No te extrañes; resulta que es el mismo en el que Quinlan Vos se
entrevistó el año pasado con Dooku. Una vez dentro, el equipo de Mace descubrió más de lo
que esperábamos... El rastro de una reciente visita de Dooku y de la persona que fue a ver a
Coruscant.
—¿Sidious?
—Probablemente. Aunque no lo sea, es muy posible que Dooku tenga otros aliados en Co-
ruscant. Y si los descubrimos a ellos, podremos termi¬nar descubriendo a Sidious. Además,
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 149

ha surgido a la luz otra prueba. Inteligencia ha averiguado que el edificio perteneció a una
corporación lla¬mada LiMerge Power, que se cree estuvo involucrada en la fabricación y dis-
tribución de armas prohibidas durante el mandato de Finis Valorum como Canciller Supremo.
En aquel momento se rumoreó que LiMerge era responsable de actos de piratería contra las
naves de la Federación de Comercio en el Borde Exterior. Y fue gracias a esos actos de pira-
tería que la Federación de Comercio consiguió permiso para defender sus naves con droides
de combate.
—¿Estás diciendo que LiMerge pudo estar aliada con los Sith desde el principio?
—¿Por qué no? En Naboo, la Federación de Comercio estaba aliada con Sidious. La Confe-
deración entera está ahora aliada con él.

Anakin se encogió de hombros con impaciencia.


—Sigo sin entender por qué nos impide todo eso volver a Coruscant.
—Acaban de informarme que los separatistas han atacado una guarnición de la República con
base en Tythe, y después han ocupado el planeta.
—¿A quién le importa...? Quiero decir, lo siento por los soldados que podamos haber perdido,
pero Tythe es un erial.
—Exactamente —corroboró Obi-Wan—. Pero antes de que se convir¬tiera en un erial era la
sede principal de LiMerge Power.
Anakin meditó un momento en aquella información.
—¿Otro intento de Sidious por borrar el rastro que hemos estado siguiendo?
Obi-Wan se frotó la barbilla.

—El Consejo ha conseguido convencer a Palpatine de la necesidad de recuperar Tythe y ha


autorizado el desvío de un escuadrón entero de com¬bate. Parece que el Canciller está dis-
puesto a seguir el consejo del Maestro Yoda y quiere que nos concentremos en desmantelar la
mente rectora de la Confederación.
—¿Y Grievous está en Tythe?
Obi-Wan sonrió ampliamente.
—Mejor todavía, Dooku está allí.
Anakin le dio la espalda a Obi-Wan. Su rostro estaba rojo cuando giró sobre sí mismo para
continuar la conversación.
—No me basta.
—¿Qué no te basta?
—Nosotros comenzamos la búsqueda de Sidious. Nosotros descubrimos las primeras pistas.
Si ahora creen que está en Coruscant, somos noso¬tros los que deberíamos ir hasta allí para
capturarlo.
—Mace y Shaak Ti son más que capaces... suponiendo que Sidious siga en Coruscant.
Anakin agitó la cabeza.
—No es tan fácil como... Nosotros podríamos hacerlo. ¡Sidious es un Señor Sith!
Obi-Wan hizo una pausa para tomar aliento antes de responder.
—Si no recuerdo mal, no nos fue tan bien contra Dooku.
—¡Pero todo ha cambiado desde entonces! —exclamó Anakin, enfa¬dándose cada vez más—
. Soy más fuerte de lo que era. Tú eres más fuerte. Juntos podremos derrotar a cualquier Sith.
—Anakin, ¿esto es realmente por la captura de Sidious?
—Claro que sí. Nos merecemos ese honor.
150 JAMES LUCENO

—¿Honor? Para empezar, ¿desde cuándo esta guerra se ha convenido en un concurso de ho-
nores? Si estás pensando que la captura de Sidious te hará ganar un lugar en el Consejo...
—¡No me importa el Consejo! Te estoy diciendo que necesitamos volver a Coruscant. La
gente cuenta con nosotros.
—¿Qué gente?
—La... bueno, la gente de Coruscant.
Obi-Wan aspiró lentamente.
—¿Por qué no me lo creo?
—No lo sé, Maestro. ¿Por qué no me lo explicas tú?
Obi-Wan entrecerró los ojos.
—No conviertas esto en un juego dialéctico. Me estás ocultando algo. ¿No habrás tenido al-
guna visión que yo debería conocer?
Anakin iba a contestar, pero fuera cual fuese su respuesta, pareció arre¬pentirse y volvió a
empezar.
—La verdad es que... quiero volver a casa. Hemos estado lejos más tiempo que cualquiera,
sea soldado o Jedi.
—Suele pasar cuando eres tan bueno en tu trabajo —replicó Obi-Wan, intentando animar a
su amigo.

—Estoy cansado, Maestro. Quiero volver a casa.


Obi-Wan lo estudió detenidamente.
—¿Tanto añoras el Templo? ¿La comida? ¿Las luces de Coruscant?
—Sí.
—¿Sí a qué?
—A todo.
—Entonces, tus protestas no tienen nada que ver con capturar a Sidious.
—No. Ellos se encargarán de eso.
—¿De qué se trata, pues? ¿De Coruscant o de Sidious?
—¿Por qué no pueden ser ambas cosas?
Obi-Wan calló, súbitamente, asaltado por una sospecha.
—Anakin, ¿es por Padmé?
Anakin puso los ojos en blanco.
—Ya estás otra vez con lo mismo.
—Bien, ¿es por ella?
Anakin apretó los labios tozudamente, pero terminó por responder.
—No te mentiré diciendo que no la echo de menos.
—No puedes permitirte el lujo de echarla de menos de esa forma.
—¿Y por qué exactamente, Maestro?
—Porque no puedes casarte con ambos, con la Orden y con ella.
—¿Quién ha hablado de matrimonio? Es una amiga. ¡Y la echo de menos como amiga!
—¿Olvidarías tu destino por Padmé?
Los labios de Anakin temblaron de rabia.
—Yo nunca dije que yo fuera el Elegido, lo dijo Qui-Gon. No lo creyó ni el Consejo, ¿por qué
lo crees tú?
—Porque pienso que tú sí lo crees —dijo Obi-Wan con calma—. Pienso que, en el fondo de
tu corazón, crees estar predestinado para algo extraor¬dinario.
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 151

—¿Y tú, Maestro? ¿Para qué estás predestinado según tu corazón?


—Para una tristeza infinita —dijo Obi-Wan, aunque sonreía. —Si crees en el destino. todo lo
que hacemos se vuelve parte de ese destino... vayamos a Tythe o volvamos a Coruscant.
—Puede que tengas razón. No sé la respuesta, ojalá la supiera.
—Entonces, ¿qué debemos hacer?
Obi-Wan puso las manos sobre los hombros de Anakin.
—Habla con Palpatine. Quizá sea capaz de ver algo que a mí se me escapa.
incuenta metros por delante de Mace, en el túnel, Shaak Ti levan¬tó la mano ha-
ciéndole señas para que se detuviera. Con la hoja púrpura de su sable láser apuntando al suelo,
Mace se giró y repitió la señal a los comandos que iban detrás de él.
El susurro de Shaak Ti le llegó a través de la Fuerza: Algo se muere ahí delante.
Señaló la abertura de un túnel que desembocaba un poco más allá de su posición. Su perfil
estaba iluminado por el fulgor azul del sable láser. Una luz tenue surgía de la apertura, como
si alguien con una luna portá¬til se aproximase a pie.
Mace hizo otra seña al comandante Valiant, cuyo equipo avanzó furti¬vamente, pegado a las
paredes. El visor en forma de “T” de sus cascos les permitía ver en la oscuridad.
Normalmente las sondas robot iban en vanguardia, explorando con sus luces y sus sensores
el suelo polvoriento y las paredes de mosaicos, y enviando un flujo ininterrumpido de datos
a Dyne y su equipo de analis¬tas; Mace y Shaak Ti seguían a los agentes montados en sus
respectivos deslizadores, entremezclándose con los comandos. Pero de vez en cuando, en
respuesta a cualquier anomalía detectada por las sondas, los Jedi se ade¬lantaban un par de
kilómetros a los demás. La ventilación de los túneles era cortesía de viejos aparatos que ha-
cían poco más que verter dentro el hollín del exterior; y la única iluminación disponible era la
que cl equipo había traído consigo.
Se encontraban en una zona situada bajo Los Talleres, llamada el Bloque de Grungeon. Abar-
caba unos veinte kilómetros cuadrados, y originalmente había sido un centro de producción
de Serv-O-Droides, Huvicko y Manu¬facturas Nebulosa, pero los tiempos difíciles llegaran
cuando sus tres clien¬tes más importantes se declararon en quiebra. Incapaces de conseguir
nue¬vos clientes, los propietarios del Grungeon permitieron que los stratts y toda clase de
alimañas se apoderasen de las instalaciones y las cerraron.
El equipo de Mace había investigado casi cada rincón y cada grieta de la confusión de túneles
y conductos de ventilación que minaban el Grun¬geon y las zonas adyacentes. Una vez reco-
rridos diez kilómetros por el túnel que conducía hasta el subsótano de LiMerge, uno de esos
conductos los llevó hasta un túnel más viejo y más profundo que también discurría hacia el
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 153

Este, pero bajo el Distrito del Senado. En apariencia, ambos túne¬les paralelos eran simila-
res, salvo que el suelo del más antiguo tenía un viejo rail de flotación magnética. Las sondas
robot descubrieron que, en algunos puntos, la acumulación de décadas de polvo y escombros
del rail había sido barrida por la rápida circulación de un vehículo repulsar de alguna clase.
Sin otras pistas mejores que seguir, el equipo había centrado su investigación en aquel túnel.
A pesar de todo, Mace estaba seguro de que seguían la pista correcta.
Una búsqueda intensiva en el edificio de LiMerge reveló restos de varios droides Elite Due-
lista de Robótica Trang cortados en pedazos por un sable láser. Sólo Sidious, Dooku o los
aprendices de Sidious podían haber realizado aquellas amputaciones.
Y todavía había más.
Poco antes de que Dooku abandonase la Orden Jedi para volver a su Serenno nativo, periodo
durante el cual adoptó el título de “Conde” e hizo público su descontento por la República, ha-
bía frecuentado un bar llamado El Puño Dorado, local con una clientela habitual de senadores,
repre¬sentantes de toda clase de lobbys y ayudantes de todo tipo. Los analistas del Templo
estaban estudiando los últimos trece años de holoimágenes tomadas por las cámaras de segu-
ridad, esperando encontrar en ellas a Dooku y a cualquiera con el que se hubiera relacionado
más de una vez.
De momento, Dooku no aparecía en las grabaciones que habían sobrevivido al paso del tiem-
po. Aunque dispusieran de imágenes de los compa¬ñeros de bar de Dooku, los Jedi no tenían
medios de identificar a cualquiera de ellos como Darth Sidious, pero al menos servirían de
punto de partida para nuevas investigaciones.
Ahora, Mace podía oír delante de él movimiento y unas voces suaves.
No sería una buena táctica para cualquier elemento hostil prepararles una emboscada allí aba-
jo, pero nunca se sabía. Agudizó sus sentidos, bus¬cando pistas que le pudieran haber pasado
por alto... oscurecidas por el Lado Oscuro o a causa de su propia negligencia.
Cerca de él, Valiant miraba a Mace, esperando alguna señal. Cuando Mace asintió con la ca-
beza, Valiant gritó:
—¡Luces!
Los comandos corrieron a toda velocidad hacia la intersección de ambos túneles, con las ar-
mas preparadas y las granadas de gas y de fragmentación dispuestas para ser lanzadas, apun-
tando a la oscuridad con sus rifles.
Mace oyó que Valiant gritaba:
—¡Todos al suelo! ¡Que nadie se mueva! ¡He dicho que nadie se mueva!
Rayos láser empezaron a surcar el aire.
—¡Quietos! ¡Manos arriba! ¡Las cuatro! —gritaron varias voces de dis¬tintos comandos.
¿Las cuatro?, pensó Mace.
Abriéndose paso entre los hombres llegó al lado de Valiant, cuyo BlasTech apuntaba a una
muchedumbre agachada formada por unos treinta alienígenas insectoides de cuatro brazos
que balbuceaban en un idioma que no era Básico o que lo hablaban con un acento tan marcado
que resul-taba casi ininteligible.
—Bajad las armas —ordenó Mace a los comandos—. ¡Y que alguien traiga a ese droide in-
térprete!
La orden de Mace fue transmitida a lo largo de toda la cadena de soldados y, pocos segundos
después, un reluciente droide plateado de proto¬colo apareció en el túnel, murmurando para
sí mismo.
—No entiendo cómo he pasado de servir a los separatistas a servir a la República. ¿Me han
154 JAMES LUCENO

hecho un borrado parcial de memoria?


—Considérate afortunado —dijo uno de los comandos—. Ahora estás con los buenos.
—Los buenos, los malos... ¿cómo saber cuál es cada uno? Es más, no diría eso si alguien le
obligase a cambiar su lealtad en un momento dado.
—¡Droide! —gritó Mace.
—Tengo un nombre, señor.
Mace miró desconcertado a Valiant.
—Tecé y no sé qué más —respondió el CAR a la muda pregunta.
—Está bien —aceptó Mace, sujetando a TC-16 por el brazo y señalando en dirección a los
aterrorizados alienígenas—. Intenta encontrar algún sentido a toda esa cháchara.
El droide escuchó los balbuceos y. antes de girarse hacia Mace. respon¬dió en el mismo idio-
ma.
—Son unets, general. Hablan en su lengua materna, el une. Mace miró el grupo acobardado
y estremecido.
—¿Qué hacen aquí abajo?
TC-16 escuchó lo que debía de ser una explicación y la tradujo:
—Dicen que no tienen ni la más ligera idea de dónde se encuentran, general. Llegaron a
Coruscant en un contenedor que soltaron en una decrépita plataforma de desembarco a unos
veinte kilómetros de aquí. La persona que tenía que llevarlos hasta el Sector Uscru les robó
todos los cré¬ditos y los abandonó en Los Talleres.
—Refugiados indocumentados —comentó Valiant.
Mace frunció el ceño. Los túneles bajo el Bloque Grungeon guardaban innumerables sorpre-
sas.
—Casi consiguen que los matemos.
—Al parecer, eso no es nada nuevo para ellos —dijo TC-16—. Su pla¬neta cayó en manos
separatistas y la nave en la que viajaban fue atacada por piratas. Algunos de ellos...
—Ya basta —cortó Mace—. Aseguraos de que no sufran ningún daño y llevadlos a un cam-
pamento de refugiados —hizo una seña a Valiant, que transmitió las órdenes a dos de sus
hombres.
—No paran de hablar de los fantasmas del túnel —comentó Dyne al ver aproximarse a Mace.
—Okupas, yonquis de palitos de la muerte, droides perdidos, ahora refugiados sin documen-
tación...
—Sólo nos faltan ethones —dijo Dyne, refiriéndose a los humanoides caníbales que muchos
habitantes de Coruscant estaban convencidos que habitaban el mundo subterráneo.
Shaak Ti se unió a ellos.
—Estos pasillos son verdaderas autopistas para quienes pretenden entrar ilegalmente en Co-
ruscant.
Dyne suspiró apesadumbrado.
—Nuestras posibilidades de detectar el rastro de Sidious disminuyen con cada ser que transita
por aquí.
—¿Estamos muy lejos del Distrito del Senado? —preguntó Shaak Ti.
—A un par de kilómetros —respondió Dyne—. Podríamos ir directamente a los edificios que
LiMerge Power tenía en el centro de la ciudad y ver si es posible acceder desde allí a Los
Talleres.
Mace consideró la idea, pero negó con la cabeza.
—Todavía no.
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 155

Ordenó al grupo que volviera a ponerse en marcha, pero hizo un apar¬te con Shaak Ti.
—Esto es como cazar gundarks salvajes.
Ella asintió.
—Pero sólo porque nuestra presa es consciente de que cenamos el cerco a su alrededor. No
consiguió silenciar a los que encontraron Obi-Wan y Anakin, y sabe que hemos descubierto
su guarida y la de Dooku. Es improbable que se quede quieto y espere a que lo sorprendamos.
—Cierto, pero el mero hecho de identificarlo ya es bastante importante para nosotros. Si lle-
gamos a un callejón sin salida, quizá Obi-Wan y Anakin descubran algo en Tythe.
—Suponiendo que quede algo después que Dooku esterilice el planeta. Por lo que sabemos.
Sidious y Dooku no cometen muchos errores.
Caminaron largo rato en silencio. Se habían acercado un kilómetro a la zona periférica del
Distrito del Senado, cuando Dyne reclamó su atención.
Mace vio que los analistas de Inteligencia y los comandos estaban reu¬nidos veinte metros
más allá. Shaak Ti y él estaban tan concentrados en sus pensamientos que ninguno de los dos
se dio cuenta que las sondas robot se habían detenido a investigar algo. Cuando llegaron junto
al grupo, los Jedi vieron que las sondas flotaban frente a un nicho grande en la pared del túnel.
El sensor portátil de Dyne sólo necesitó un segundo para detectar un pequeño panel que
controlaba la puerta corrediza del nicho. Una vez abier¬ta, vieron que daba paso a un pasillo
estrecho y tenuemente iluminado.
Y, sobre todo, vieron una motojet a repulsores de diseño semicircular, con un asiento en forma
de arco concéntrico y un único manillar direccional.
Mace y Shaak Ti intercambiaron una mirada de sorpresa.
—¿Cómo es posible que hayamos pasado por alto una cosa así? —pre¬guntó ella.
Mace frunció el ceño, preocupado.
—La respuesta está en la pregunta.
a holoimagen a tamaño natural de Palpatine hablaba desde la mesa proyectora de
tina sala privada de comunicaciones a bordo de la MedStar. Mientras R2-D2 permanecía a un
lado de la parrilla de transmisión, Anakin no se perdía ni una sola de las palabras del Canciller
Supremo.
—Por supuesto, el Consejo no lo entiende —decía Palpatine—. Seguro que no te sorprende.
—Rechazan todas mis sugerencias... y estoy empezando a pensar que lo hacen por principio.
—Es obvio que estés disgustado, Anakin, pero debes tener paciencia. Ya llegará tu hora.
—¿Cuándo, señor?
Palpatine sonrió ligeramente.
—No puedo ver el futuro, muchacho.
—¿Y si le dijera que yo sí puedo?
—Te creería —dijo Palpatine sin dudarlo—. Dime lo que ves.
—Coruscant.
—¿Estamos en peligro?
—No estoy seguro. Sólo siento que tengo que estar allí.
Palpatine desvió la mirada de la holocámara.
—Supongo que podría inventarme algún pretexto, pero... ¿sería inteli¬gente hacerlo?
—No soy el más indicado para responder. Pregúnteselo a cual¬quier otro.
—¿Qué dice el Maestro Kenobi?
—Él me sugirió que hablase con usted —respondió Anakin.
—¿De verdad? Pero ¿qué cree que deberías hacer?
Anakin soltó un bufido.
—Obi-Wan está convencido de que no puedo cambiar mi destino... haga lo que haga.
—Tu antiguo Maestro es más inteligente de lo que crees, Anakin.
—Si, sí, ya lo sé. Y es el único Jedi que ha matado aun Sith desde hace mil años.
Palpatine hizo un gesto amplio con sus manos.
—Sólo eso ya cuenta para algo. Aunque no estoy seguro de para qué exactamente.
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 157

—Obi-Wan es inteligente, señor, pero no tiene corazón. Lo ve todo en términos de su relación


con la Fuerza.
—Si quieres consejo sobre la Fuerza tendrás que dirigirte a él, porque en ese aspecto no puedo
ayudarte.
—Eso es exactamente lo que no quiero hacer. Vivo en la Fuerza, pero también en el mundo
real. Vengo de..., de un mundo real. Tal como usted dijo, tengo la ventaja de haber vivido una
infancia normal. Bueno, algo parecido.
Palpatine esperó hasta que estuvo seguro de que Anakin había terminado.
—Muchacho, no sé si es saludable vivir entre mundos distintos. Puede que pronto tengas que
elegir uno de los dos.
Anakin asintió con la cabeza.
—Estoy preparado para hacerlo.
Palpatine sonrió de nuevo.
—Pero volviendo al asunto que nos ocupa... Creo que si recuperamos Tythe habremos dado
un paso muy importante para acabar con esta gue¬rra. Y reconozco que no comprendo todas
las implicaciones. El Consejo Jedi no me cuenta todos sus secretos.
Anakin luchó contra la tentación de contárselo todo acerca de la bús¬queda de Darth Sidious.
Miró a R2-D2, como buscando su complicidad, pero el astromecánico sólo hizo girar su ca-
beza con el indicador del proce¬sador pasando del azul al rojo.
Finalmente, Anakin prefirió guardar silencio.
—No sé qué hacer, señor.
Palpatine adoptó una expresión de simpatía.
—Está decidido. Haré caso omiso del Consejo y te ordenaré que vuel¬vas al Núcleo. Nadie
necesita más pruebas de tu valentía o de tu dedica¬ción para derrotar a nuestros enemigos.
“A su debido tiempo aprenderás a confiar en tus sentimientos. Enton¬ces, serás invencible”,
le había dicho Palpatine tres años antes.
—No —protestó Anakin impulsivamente—. No. Gracias, señor, pero... Me necesitan en
Tythe. Dooku está allí.
Lo siento, Padmé, lo siento mucho. Te echo tanto de menos...
—Sí —estaba diciendo Palpatine—, ahora mismo Dooku es la clave de todo. Pese a todas
nuestras victorias en los sistemas interiores... ¿Crees que el general Grievous y él pueden te-
ner algún plan secreto?
—Aunque lo tengan, Obi-Wan y yo los derrotaremos antes de que pue¬dan ponerlo en prác-
tica.
—La República cuenta con ello.
—Proteja Coruscant, señor. Proteja a todos los que viven allí.
—Lo haré, muchacho. Y te aseguro que si te necesito, te llamaré.

Obi-Wan estaba en el hangar de la MedStar, esperando el trasbordador que iba a llevarlo al


crucero Integridad. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho, y su pequeña mochila estaba a
su lado.
—¿Has llegado hasta él? —preguntó mientras Anakin y R2-D2 se acercaban.
—Bueno, hemos hablado.
—A eso me refería. ¿Y?
Anakin apartó la mirada.
—Hemos decidido que mi lugar es éste, Maestro. —Parecía a punto de llorar.
158 JAMES LUCENO

Por un momento creí que ibas a dejar que recuperase Tythe yo solo. Anakin lo miró sin pes-
tañear.
—Sí, claro, estoy seguro.
—¿No me crees capaz? —preguntó Obi-Wan, haciendo una mueca.
—Sé que te matarías intentándolo.
—Las cosas no se intentan...
—Sí, lo sé. Se hacen o no se hacen —cortó Anakin—. Y tú eres la prue¬ba viviente de eso.
Obi-Wan sonrió antes de mirar por la transparente portilla del hangar.
—Ya llega el trasbordador.
Los ojos de Anakin buscaron el punto de luz que se aproximaba.
—Nunca podré estar más preparado que ahora —seguía sin sonreír. Obi-Wan dio una palma-
da amistosa a Anakin en el brazo.
—Vayamos a por Dooku y terminemos con esto de una vez. Anakin tragó saliva y asintió con
la cabeza.
—Ojalá sea verdad, Maestro.
on la ayuda de las sondas robot, lograron abrir y conectar los descoloridos paneles
del extremo del pasillo. Mace cargó a través de la puerta, con su túnica marrón agitándose tras
él y el sable láser en la mano. Shaak Ti y los comandos le pisaban los talones. Los soldados
se desplegaron con rapidez y eficiencia, pero también innecesariamente.
—Sorpresa —exclamó Shaak Ti—. Otro pasillo.
—Bueno, un pasillo más cerca del final —matizó Mace, decidido a buscar la parte positiva.
El túnel que el equipo siguió desde el nicho oculto los condujo a través de un laberinto de
giros. bifurcaciones, ascensos empinados y descensos repentinos. Unas veces, el oscuro pa-
sillo era lo bastante amplio como para permitir el paso de un deslizador: otras, se volvía tan
estrecho que todo el mundo tenía que caminar de lado. Durante un par de kilómetros, las pa-
redes, el techo y el suelo estuvieron empapados en la humedad que se filtraba de los niveles
superiores de Coruscant.
Allí desaparecían las huellas de su presa, pero las sondas robot siempre conseguían localizar-
las más ade¬lante. Algunas de las huellas eran tan recientes y tan visibles, que Dyne había
sido capaz de calcular el tamaño del calzado de su propietario.
Y era humano.

Los droides ya lo habían deducido por las huellas digitales encontradas en el manillar y el
asiento acolchado de la motojet. El vehículo también proporcionó a los droides fibras, pelos
y otros desechos. Poco a poco iban completando un retrato del desconocido aliado de Dooku.
Con los ojos fijos en la pantalla de su procesador de datos, el capitán Dyne se acercó a Mace
y Shaak Ti.

—Maestro Jedi, nuestra búsqueda está a punto de llegar a un nuevo nivel.


Mace recorrió el túnel con la mirada, buscando un turboascensor disi¬mulado o una escalera.
—¿Hacia arriba o hacia abajo? —preguntó Shaak Ti, igualmente desconcertada.
Dyne la contempló, parpadeando perplejo.
160 JAMES LUCENO

—No quería decir “un nuevo nivel” en sentido literal —señaló a las flotantes sondas robot,
que parecían ansiosas esperando que el equipo los siguiera en dirección Este—. Si las huellas
siguen un puco más, terminaremos en el subsótano del República Quinientos.

Mace siguió a los droides cuando se internaron en el pasillo.


República Quinientos: la dirección donde vivían miles de los habitantes más ricos de Corus-
cant: senadores, famosos, magnates de negocios y propietarios de medios de comunicación.
Y, muy posiblemente, uno de ellos era un Señor Sith.
oco daño más podían añadir tanto la Confederación como la República al que ya
había infligido LiMerge Power a Tythe durante generaciones. Desde el espacio, su superficie,
apenas vislumbrada a través de una mortaja de nubes color gris ceniza, parecía estar cal¬ci-
nada por las llamas de su propio sol o haber recibido el impacto de un enorme meteoro. Pero
las cicatrices de Tythe no se debían a eso. El plane¬ta habría resistido a todo eso, pero no
pudo con la LiMerge, cuyos intentos por explotar sus abundantes depósitos de plasma natural
provocaron un cataclismo de proporciones globales.
Los restos de lo que fueron tres cruceros de la República podían haber sido consecuencia del
cataclismo, pero sólo eran bajas sufridas en el ataque separatista, rápido y sin cuartel. Velados
por la nube de aire que el vacío había extraído de su interior y que ahora flotaba a su alrede-
dor, el calcinado trío vagaba a la deriva entre las flotas de combate enemigas, separatista y
republicana, que ahora se encontraban frente a frente.
—Me gustaría pagar a Dooku y a Grievous en especies —masculló Anakin por la red táctica
de comunicaciones, mientras el Escuadrón Rojo se dejaba caer del vientre del Integridad para
descender hacia Tythe.
—El que no lo hagamos es lo que nos mantiene centrados en la Fuerza —replicó Obi-Wan.
Anakin gruñó ante la observación.
—Llegará un momento en que tendrán que responder personalmente ante nosotros, y enton-
ces será la Fuerza la que guíe nuestros sables láser.
Los dos cazas estelares volaban juntos, con las alas casi tocándose, y con los droides astrome-
cánicos R2-D2 y R4-P17 en sus respectivos cubí¬culos. Tenían el sol de Tythe a sus espaldas,
y las naves que formaban la flotilla separatista permanecían suspendidas amenazadoramente
sobre el hemisferio norte del planeta.
Con el racimo de lunas de Tythe formando un arco de doscientos gra¬dos, los separatistas ha-
bían actuado rápidamente, sembrando minas en varios puntos de salto hiperespacial y dejando
a las naves de la Repúbli¬ca con una estrecha ventana por la que reintegrarse al espacio real.
Las naves nodriza de la Federación de Comercio, la TecnoUnión y el Gremio de Comercio
162 JAMES LUCENO

ocupaban los vértices de esa ventana, abierta sobre el lado iluminado de Tythe, del Polo Norte
al ecuador, con escuadrillas enteras de cazas droide salpicando el espacio frente a la forma-
ción de las demás naves.
Para minimizar su perfil, las naves de la República habían adoptado una formación que se
asemejaba a un banco de peces, con sus proas trian¬gulares apuntando hacia el planeta. Va-
rios escuadrones, el Rojo entre ellos, volaban directamente hacia la flota enemiga y estaban a
punto de llegar a la altura de la vanguardia, compuesta por cazas buitre y tri-cazas.
—Preparaos para un viraje cerrado a estribor —avisó Anakin por la red a todo el escuadrón—.
Seguid la cuenta atrás en vuestras pantallas. Cuando llegue a diez, efectuad la maniobra.
Obi-Wan mantuvo la mirada fija en el contador situado en la parte infe¬rior de la pantalla del
tablero de instrumentos. Cuando llegó a cero, tiró de los mandos hacia un lado y su caza giró
en dirección al espacio abierto.
Tras las escuadrillas de Ala-V, de Jedi y de cazas CAR-170, la flota de combate de la Repú-
blica viró a babor, vomitando contra los separatistas toda su potencia de fuego en furiosas
andanadas. Cegadoras cargas de plas¬ma surcaron el espacio y detonaron contra los escudos
de las naves enemigas, atomizando a todos los cazas droide lo bastante desafortunados como
para verse atrapados en las explosiones.
Las naves nodriza separatistas absorbieron los primeros impactos sin parpadear, pero las más
débiles y que habían sufrido daños retrocedieron hasta la retaguardia. Entonces, todas ellas
respondieron con una potencia igualmente feroz. Con sus turboláseres silenciados, las naves
de la Repúbli¬ca ya habían roto la formación. Pequeños soles estallaron y expandieron su
energía azulada sobre el blindaje de los cascos. En cuanto terminó el letal diluvio, las escua-
drillas de cazas estelares se reagruparon y aceleraron, intentando alcanzar el mayor número
de naves enemigas antes de que sus cañones o sus escudos se recargaran.
Los cazas droide aceleraron para salir a su encuentro y ambas fuerzas se encontraron a mitad
de camino. Las compactas formaciones de ambos bandos se disolvieron en docenas de esca-
ramuzas individuales. Aquellos cazas republicanos que conseguían atravesar el caos volvían
a reagruparse y reanudar su feroz ataque; el resto quedó atrapado entre una serie de rápi¬dos
ataques y otra de maniobras evasivas. El espacio se convirtió en un entramado de láseres es-
carlata y espirales blancas, punteado por constantes explosiones. Las naves de ambos bandos
estallaban en pedazos o daban volteretas incontroladas cuando se quedaban sin alas o eran
consumidas por las llamas.
—Los están barriendo —comentó Rojo Siete por la red de comunica¬ciones.
—Conocen su trabajo —respondió secamente Anakin.
Su trabajo era ganar tiempo para que el Escuadrón Rojo bordean el escenario de la batalla y
descendiera sobre Tythe.
Una transmisión de los supervivientes del ataque separatista a la pequeña base de la Repúbli-
ca había confirmado la presencia de Dooku en la superficie. Pero ante la posibilidad de que
Tythe sólo fuera una calculada maniobra de diversión, el Estado Mayor naval de Palpatine
acordó enviar un solo destacamento de combate de la Ilota del Borde Exterior. Los mismos
comandantes creían que invadir el planeta era una insensatez, pero que un ataque a la base
Delta Cero estaba justificado. Al final deci-dieron que un bombardeo masivo, seguido de una
batalla aérea limitada, obligaría a Dooku a huir y sería compatible con la estrategia republi-
cana de obligar a los Separatistas a retirarse hasta lo más profundo de los bra¬zos espirales
de la galaxia.
No obstante, los Jedi habían insistido en que Dooku tenía que ser cap¬turado vivo.
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 163

No necesitaron recordar a Obi-Wan y Anakin lo que había pasado semanas antes en Cato
Neimoidia, cuando intentaron apresar al virrey Gunray, pero no querían dejar pasar la oportu-
nidad de que el Señor Sith cayera en sus manos.
El punto de inserción del Escuadrón Rojo estaba situado a veinte gra¬dos sur del Polo Norte
de Tythe, donde el frente de los separatistas era más disperso. A pesar de que los cazas droide
seguían despegando desde los brazos curvos de las Naves de Control de Droides de la Fe-
deración de Comercio y de que los cañones de las naves del Gremio de Comercio lle¬naban
el espacio con tormentas de energía desencadenada, Anakin guió su escuadrilla a través del
corazón de la flota enemiga.
—No hay ni rastro del crucero de Grievous —dijo a Obi-Wan—. Ninguna de las naves insig-
nia separatistas está aquí.
Obi-Wan estudió la imagen que le mostraba su pantalla táctica.
—Mayor razón para creer que Dooku fue enviado aquí por Sidious.
—Entonces, ¿dónde están todos los demás?
A Obi-Wan le preocupaba aquella situación, pero no quiso admitirlo.
—Dooku lo sabrá... —estaba diciendo, cuando los escáneres de proxi¬midad de su caza lan-
zaron una advertencia—. Ese crucero de la Tecno-Unión está virando para interceptamos.
—Los cazas droide están lejos y reagrupándose —agregó Rojo Tres. Obi-Wan asintió.
—Escudos en ángulo. Podemos superarlos.
—Pero nos desviaremos demasiado de nuestro curso —advirtió Anakin.
—Casi hemos llegado al punto de inserción —respondió Obi-Wan.
—El crucero estelar no podrá seguirnos. Formad detrás de mí. Les demostraremos lo bien que
sabemos improvisar.
No había tiempo para discutir. Girando a babor. Obi-Wan se situó detrás de Anakin y conectó
los impulsores. Tras ellos, el resto del Escuadrón Rojo aceleró y se dirigió hacia la nave.
—Preparad los torpedos de protones —ordenó Anakin—. Apuntad por encima de las células
de combustible.
Los turboláseres defensivos buscaron a los cazas estelares mientras caían sobre la nave, asae-
teando el espacio con un despliegue de energía. La espiral de los proyectiles se tragó a Rojo
Diez y Rojo Doce, y ambos desa¬parecieron en medio de furiosos estallidos de fuego. Dándo-
se cuenta de su repentina vulnerabilidad, la enorme nave lanzó al espacio más cazas droi¬de.
Pero el Escuadrón Rojo atacó en el instante en que bajaba los escudos para desviar energía a
los motores sublumínicos.
Sin despegarse de la estela de Anakin, los diez cazas restantes apuntaron a la parte central de
la nave, un poco más allá del racimo de células cilíndricas de combustible. Soltando su carga
a menos de cien metros del casco enemigo, Anakin maniobró la nave hasta casi rozarlo y tra-
zó un curso que haría describir al Escuadrón Rojo un cerrado círculo alrededor del extremo
delantero de las células de energía.
—¡Torpedos fuera! —gritó cuando ya habían descrito la mitad del círculo.
Obi-Wan apretó el gatillo de los lanzadores y vio cómo sus dos torpedos se dirigían hacia el
blanco. Tras él, el resto del Escuadrón Rojo hizo lo mismo. Los sucesivos impactos hicieron
aflorar chorros de fuego y gas de las brechas abiertas en el oscuro casco de la nave.
Completada la maniobra, Anakin aceleró hacia Tythe.
—¡Está acabada!
El Escuadrón Rojo lo siguió en fila india.
En ese momento, el crucero explotó, proyectando una oleada de fuego hacia los cazas fugiti-
164 JAMES LUCENO

vos. Rojo Nueve desapareció, tragado por las llamas de la detonación, y Rojo Siete empezó a
girar sobre sí mismo en el vacío, con ambas alas destrozadas.
Obi-Wan recuperó el control de su caza y volvió a colocarse junto a Anakin.
—Punto de inserción en quince segundos —informó Anakin—. Com¬pensadores de inercia
al máximo. Toda la energía a los escudos ablativos. Desaceleración a mi señal...
Obi-Wan sujetó con ambas manos el timón, que temblaba violentamente, mientras el Escua-
drón Rojo se sumergía en la atmósfera de Tythe. Creyó que los dientes saltarían de sus man-
díbulas y caerían en su regazo, que los ojos y las orejas implotarían a causa de la presión, que
las costillas le aplastarían el corazón...
Una luz parpadeó detrás de él y un láser casi rozó la cabina del piloto. Media docena de cazas
droide estaban persiguiéndolos.
Al no tener que preocuparse por el peligro que correría un ocupante vivo, los cazas buitre
podían descender más rápidamente y con más preci¬sión que los cazas estelares. El calor ge-
nerado por la entrada en la atmós¬fera hizo aumentar rápidamente la temperatura del interior
de las naves, y los mecanismos de supervivencia lanzaron pitidos de protesta, obligando a los
pilotos de los cazas a ajustar el ángulo de sus descensos. Pero para alguno de los droides ya
era demasiado tarde. Los rastros de vapor que dejaban a su paso se convirtieron en duchas de
partículas a medida que la gravedad hacía presa en los destrozados cazas, arrastrándolos hacia
su per¬dición.
El caza de Obi-Wan entró en barrena, atravesando el manto de nubes a una velocidad suicida.
Rodando como una noria ante sus ojos. Tythe era un caleidoscopio blanco y marrón con oca-
sionales manchas azul verdosas.
La voz de Anakin resonó en sus oídos.
—¡Levanta el morro! ¡Levanta el morro!
Con mucho esfuerzo, Obi-Wan logró salir de su picado con el estóma¬go en la garganta.
Poco después conectó los sensores topográficos del caza. La nave caía hacia unos témpanos
de hielo. Muy abajo pudo ver varias penínsulas formadas por islas rocosas, las enormes olas
de un muerto océano gris y la llanura desnuda de un continente, una tierra yerma surcada por
sinuosos y secos cauces de lo que antes fueron ríos y por colinas amarronadas cubiertas de
tocones de árboles talados.
Un mundo devastado.
—Recuento —dijo una voz por el auricular de su casco.
Respondieron cinco voces. Habían perdido a Rojo Ocho y a Rojo Once.
—Programando coordenadas del objetivo —dijo Anakin.
El Escuadrón Rojo voló sobre los contornos de una tierra cuya vegeta¬ción había sido tan
frondosa como la que rodeaba a Theed, en Naboo. Ahora sólo era un desierto, exceptuando
algún punto en el que especies exóticas de vegetación crecían en lagos de agua castaño-rojiza,
con sus dentadas costas teñidas de amarillo y negro.
Al igual que había ocurrido en Naboo, en Tythe se extrajo plasma en cantidad suficiente como
para proceder a su exportación. Pero la codicia había impulsado a LiMerge Power a experi-
mentar con métodos peligrosos en el almacenamiento de gas ionizado a temperatura adecua-
da. Una reac¬ción en cadena provocada por combustibles nucleares destruyó instalacio¬nes
por todo el hemisferio Norte de Tythe y dejó al planeta inhabitable durante una generación.
—El objetivo se encuentra a diez kilómetros al Oeste —informó Anakin—. No tardaremos en
tener noticias de la artillería.
Los seis cazas surgieron del borde de una meseta y se dejaron caer hacia un ancho valle, in-
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 165

cómodamente parecido a los de Geonosis, lleno de anclajes para naves estelares y cubierto de
máquinas de guerra.
Las defensas droides los saludaron con descargas de misiles tierra-aire. Turboláseres de las
naves de desembarco de la Federación de Comercio surcaron el aire grisáceo-amarillento. Va-
rios STAPs se elevaron hacia el cielo, y escuadrones de droides de infantería corrieron hacia
las platafor¬mas volantes.
Sin el equipamiento necesario para defenderse contra todo lo que se le venía encima, el Es-
cuadrón Rojo viró hacia el Norte, evadiendo los rayos de plasma y las explosiones de los
misiles detectores de calor. Anakin y Obi-Wan lanzaron sus últimos torpedos de protones en
un fútil intento de salvar a los Rojos Tres, Cuatro y Cinco. Sus cañones láser derribaron dos
deslizadores enemigos c incontables droides de combate, haciéndoles rodar sobre el conta-
minado terreno. R4-P17 aulló mientras Obi-Wan dirigía el caza entre explosiones y nubes de
ondulante humo sobrecalentado.
Rojo Seis desapareció.
Cuando dejaron atrás lo peor del ataque, Anakin acercó su nave a la de Obi-Wan.
Sólo quedaban ellos dos.
—Punto Tres —dijo Anakin—. En la plataforma de desembarco.
Obi-Wan desvió la mirada hacia el costado derecho de su cabina, y más allá vio lo que en
tiempos fuera una enorme instalación generadora de plasma. Los agrietados domos de conten-
ción y las estructuras adyacentes sin techo dejaban al descubierto conductos de ventilación,
activadores destrozados y pasarelas caídas. En el centro del complejo se erguía un cua¬drado
de ferrocemento corroído, sobre el que podía verse una nave enemi¬ga de diseño inconfundi-
ble, con una cola geonosiana en forma de abanico.
—El balandro de Dooku.
Apenas había pronunciado Obi-Wan aquellas palabras, cuando un batallón de cazas droide
surgió de la instalación y se situó sobre la plataforma de desembarco. Los láseres de sus rifles
asaetearon a la pareja de cazas estelares.
—Creo que no podremos entrar por la puerta principal —bromeó Obi-Wan.
—Hay otra manera —aseguró Anakin mientras tomaban altura—. Lo haremos por el Domo
Norte.
Obi-Wan miró por encima de su hombro izquierdo hacia el hemisferio parcialmente derruido.
Hacía mucho tiempo que había desaparecido la cubierta que tapaba la estructura de conten-
ción, y el agujero resultante era lo bastante grande como para permitir el paso de un caza
estelar.
No obstante, Obi-Wan tenía una duda.
—¿Qué me dices de la radiación residual del interior del domo?
—¿La radiación? ¿Te preocupas por la radiación? —rió Anakin—. ¡Seguramente la maniobra
nos matará!
on cincuenta y tres hangares para naves espaciales, centenares de turboascensores
privados, completos sistemas de seguridad y atrios elevados, el edificio República Quinientos
era un mundo en sí mismo. Con más tecnología que muchos planetas del Borde Exterior y
más residentes que algunos de ellos, la estructura, que casi llegaba al mis¬mísimo cielo, era
la joya de la corona del Distrito del Senado, y el blanco de todas las miradas del prestigioso
Sector Diplomático del distrito.

Lo que empezó como un majestuoso edificio de estilo clásico se había convertido con el deve-
nir de los siglos en una verdadera montaña de pisos Y edificaciones adyacentes; algunas con
tejados planos, otras tan suavemente redondeadas como hombros, y otras más tan compactas
como cual¬quier otro edificio del distrito. Ascendían más y más, unas sobre otras, de forma
profusa, orgánica, como si compitieran entre sí por la luz del sol de Coruscant, y culminaban
en una elegante corona rodeada de áticos y cubierta por una espiral elástica. Dorado por el sol,
con la cabeza oculta entre las nubes y apuntalado por torres que también aceptaban inquilinos,
el República Quinientos era una ventana desde la cual unos cuantos pri¬vilegiados podían
mirar hacia abajo y contemplar todo Coruscant.

Por todo eso, cuando se hablaba del elitismo y de la desproporcionada riqueza de Coruscant,
el edificio era el punto de referencia de una galaxia que sufría muchas privaciones. Porque,
para muchos, el República Qui¬nientos era el emblema del pomposo y autoindulgente Sena-
do, mucho más que el propio edificio oficial del Senado, con su forma de champiñón.
Cuando el equipo entró en el primer nivel del subsótano del República Quinientos, Mace pudo
sentir el opresivo peso de la estructura sobre su cabeza: kilómetros y kilómetros cuadrados de
ferrocemento y duracero, atestados de máquinas quejumbrosas y chirriantes que mantenían la
torre estable, segura, climatizada y con toda el agua y la energía que necesitaba. Por profundo
que estuviera el subsótano, que lo estaba, se encontraba a cien metros por encima del verda-
dero subsuelo de Coruscant, y al doble de la superficie original del planeta.
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 167

El equipo tuvo que esperar horas hasta que Seguridad les concedió permiso para entrar y
continuar con su investigación. Durante cierto tiem¬po. Mace hasta pensó en pedir permiso
directamente a Palpatine, dado que el Canciller Supremo tenía una suite en el nivel más alto
del edificio.

Las sondas robot encontraron centenares de droides de mantenimien¬to, pero el rastro de Si-
dious se había enfriado, perdido entre las innume¬rables huellas que cubrían el suelo.
—A menos que encontremos algo que nos diga lo contrario, no tene¬mos ninguna garantía
de que nuestra presa llegase hasta este subsótano desde la entrada del República Quinientos
—dijo Dyne, dejando su proce¬sador manual en espera—. Puede que llegase por los túneles
que conectan los hangares del Este y del Oeste.
—En otras palabras, que llegó hasta aquí como podría haber llegado a cualquier otro edificio
de Coruscant —añadió Shaak Ti.
—Probablemente.
Mace contempló el túnel por el que habían llegado.
—¿Es posible que se nos haya pasado algo por alto en el camino?
—A nosotros sí; a las sondas no.
Mace señaló el manchado suelo de ferrocemento.
—¿Por qué las huellas terminan aquí de repente?
Dyne se mordió el labio sin dejar de mover la cabeza.
—Quizás alguien lo esperaba aquí con un vehículo. A menos que esté sugiriendo que es capaz
de levitar —quedó pensativo unos instantes—.
—Está bien, no despreciemos ninguna posibilidad: digamos que aquí “levitó”.
—Habrá huellas en su punto de partida —sugirió Mace.
Dyne escaneó el subsótano, se pellizcó el labio y soltó un bufido.
—Vamos a necesitar muchas más sondas robot.
—¿Cuántas más? —se interesó Mace.
—Muchas más.
—¿Cuánto tardaríamos en traerlas hasta aquí e investigar todo este nivel?
—Con toda esta maquinaria, los túneles de acceso a los hangares, los turboascensores de
suministros y desperdicios... ni siquiera puedo calcu¬larlo. Es más, necesitaremos otra auto-
rización de Seguridad para investi¬gar esos túneles.
—Tendrá la autorización que necesita —prometió Shaak Ti.
Mace miró a su alrededor.
—Tendrá que escanear los muros exteriores y los de separación.
—Eso puede llevarnos varias semanas —dijo Dyne con cautela.
—Cuanto antes empecemos, mejor.
Dyne sacó un comunicador del cinturón, y estaba a punto de activarlo, cuando el suelo tembló.
—¿Un terremoto? —preguntó Mace a Shaak Ti.
Ella negó con la cabeza.
—No estoy segura...
Un segundo traqueteo agitó el subsótano. Fue lo bastante fuerte como para que una lluvia de
polvo procedente del ferrocemento suelto del techo cayera sobre el equipo.
—Parece que algo ha chocado contra el edificio —comentó Dyne.
No será la primera vez que un conductor borracho o exhausto se desvíe de una de las rutas
aéreas de tránsito libre y caiga sobre un edificio, se dijo Mace a sí mismo. Aun así..
168 JAMES LUCENO

El siguiente temblor vino acompañado del distante sonido de una po¬tente explosión. Las
luces del subsótano se apagaron un instante para volver a encenderse de inmediato, haciendo
que los droides de mantenimien¬to se movieran frenéticamente.

También oyeron el lejano aullido de sirenas y bocinas.


—Mi comunicador no funciona —comentó Dyne, pulsando el control de búsqueda de fre-
cuencias con su dedo índice.
—Tenemos demasiados pisos encima de nosotros —explicó Shaak Ti.
—Eso no debería importar. No aquí.
Explorando con la Fuerza, Mace sintió peligro, frenesí, dolor y muerte.
—¿Dónde está la salida más cercana?
Dyne señaló a su izquierda.
—El túnel al hangar estelar del Este.
La mente de Mace era un torbellino. Se volvió hacia Valiant.
—Comandante, Shaak Ti y yo necesitaremos la mitad de su pelotón. Los demás que se queden
ayudando al capitán Dyne en la investigación. Manténganme informado de sus progresos.
—¿Y yo, señor?
Mace contempló a TC-16. y después a Dyne.
—El droide se queda con usted.
Flanqueados por los comandos, Mace y Shaak Ti se alejaron corriendo. El túnel que conducía
al hangar oriental vibró mientras intentaban abrirse paso a través de una muchedumbre de
aterrorizados peatones de diver¬sas especies que intentaba alejarse del República Quinientos.
Ante ellos vieron un cuadrado de tenue luz solar, de una cualidad casi acuática, típi¬ca de los
niveles inferiores de los cañones urbanos de Coruscant.

En el enorme hangar cuadrangular, humanos, humanoides y alieníge¬nas se escondían bajo


limusinas, taxis y vehículos privados, o corrían hacia la entrada de una plataforma que los
transportase hasta los niveles superiores. Los gritos puntuaban el zumbido del tráfico más
arriba. Aero¬taxis y transportes de todo tipo se desviaban en todas direcciones, cho¬cando
unos contra otros y contra las paredes del edificio, mientras inten¬taban aterrizar en los teja-
dos y en la plaza.

Más arriba, otro vehículo, una nave de carga envuelta en llamas que lle¬vaba una trayectoria
horizontal automática colisionó violentamente con una vaina de transporte público y terminó
por zambullirse hacia el fondo del cañón artificial.
Mace siguió el vuelo de la nave unos segundos, antes de alzar la mirada y pasarse la mano por
la frente. Los edificios lejanos titilaban débilmente, como si los estuviera viendo a través de
una capa de aire recalentado.

¡Han levantado el escudo defensivo del distrito!


Algo estaba ocurriendo en el cielo. Tras las nubes se veían luces y una especie de trueno re-
verberó en las cumbres de los edificios más altos.
Lejos, al sur, el azul pálido de Coruscant estaba sembrado de triángulos y líneas de láseres
blancos.
Los ojos de Shaak Ti parecían desorbitados cuando miró a Mace.
—Un ataque —susurró llena de aturdido escepticismo.
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 169

Con su comunicador ya en la mano, Mace activó la frecuencia del Templo Jedi y se lo llevó
a la oreja.
—Nada.
—Es por el escudo deflector —dijo Shaak Ti—. O quizás están interfi¬riendo las comunica-
ciones.
Las ventanas de la nariz de Mace se dilataron cuando aspiró profun¬damente.
—¡Control de masas! —gritó a los comandos. Se giró hacia Shaak Ti y añadió—: Busca a
Palpatine y ponlo a salvo. Te mandaré refuerzos.
n la destrozada sala de archivos situada en la instalación de LiMerge Power, el
Conde Dooku esperaba tranquilamente que llegasen Kenobi y Skywalker. La sala era enorme
comparada con cualquier otra: treinta metros de altura y tres veces más de circunferencia.
Dooku podía imaginársela zumbando de vida y actividad, antes de la catás¬trofe. Aun así, lo
que quedaba en pie era un testamento a sus constructo¬res. Y con sus curvas paredes llenas
de hololibros y discos de almacenamiento de datos, irradiados más allá de toda salvación, era
aceptable que alguien pudiera creer que allí se guardaban los más siniestros secretos.
Como los Jedi Kenobi y Skywalker, que querían creerlo.
Pese a su credulidad, eran tenaces y, ¿se atrevería a admitirlo?, excep¬cionales.
Por los riesgos que aceptaban correr.
Por lo engañados que estaban... en tantas cosas.
Por su celo imperturbable en capturarlo, ya que habían conducido sus cazas estelares a través
del tejado del mayor de los domos de contención. Y habían sobrevivido. Tales hazañas sobre-
humanas casi bastaban para convencer a Dooku de que seguían teniendo la Fuerza con ellos.
Lástima que frieran tan ingenuos y tan fácilmente manipulables.
Una vez más. Darth Sidious había adivinado lo que iban a hacer mucho antes de que ellos
lo hubieran decidido siquiera. El talento tenía menos que ver con la capacidad de atisbar el
futuro que con tener acceso a sus múltiples posibilidades. Sidious no era infalible. Podía ser
sorprendido o cogido con la guardia baja, como había ocurrido en Geonosis, o con la meca-
no-silla de Gunray; pero no por mucho tiempo. Su dominio del Lado Oscuro de la Fuerza lo
dotaba con poder para descifrar las corrientes que formaban el futuro para comprender que,
por numerosas que fueran esas corrientes, no eran ilimitadas.
Tal maestría era una de las habilidades que distinguían a Sidious de Yoda. Este creía que el
futuro era tan impredecible que no podía leerse con claridad, sobre todo en tiempos donde
el Lado Oscuro era predominante. ¿Cómo podía esperar Yoda ver todo el cuadro con un ojo
cenado?
Deliberadamente cenado.
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 171

Para el Jedi era cuestión de fe que abrazar el Lado Oscuro significaba cortar toda relación con
la luz, cuando, de hecho, el Lado Oscuro te abría plenamente a la Fuerza.
Después de todo, sólo existía una Fuerza.
Desgraciadamente, los Jedi creían que sólo ellos podían usar y honrar a la Fuerza. Ese sentido
de posesión era evidente en la forma en que Kenobi y Skywalker recurrían a la Fuerza cuando
se enfrentaban con él: abrían puertas con un movimiento de las manos, apartaban obstáculos
de su camino con un gesto similar, se movían con lo que parecían una velo¬cidad y una agi-
lidad extraordinarias, haciendo refulgir sus sables láser azu¬les como si fueran un reflejo de
la misma Fuerza...
Pero, al mismo tiempo, eran inconscientes de sus posibilidades.
Dooku se tomó un momento para colocar en su lugar el compacto dis¬positivo de bienvenida.
Cuando terminó, cruzó toda una serie de cámaras de descontaminación para llegar a la sala
de control, situada encima de la parte trasera del archivo y del inmenso espacio ocupado por
el propio domo de contención. Allí activó un pequeño holoproyector y se situó fren¬te a la
holocámara. Debido a las interferencias, las imágenes que recibía de la sala no eran tan nítidas
como habría deseado, y el audio era todavía peor. Aunque era más importante que Kenobi y
Skywalker pudieran verlo a él, que el hecho de que él los viera a ellos.
Por fin, los dos Jedi entraron precipitadamente en la sala de archivos y se detuvieron ante la
holoimagen a tamaño natural que emitía el holopro¬yector que Dooku dejara tras él.
—¡Dooku! —gritó el joven Skywalker, como si su tono de voz basura para provocar escalo-
fríos en la columna vertebral de su antagonista—. ¡Muéstrate en persona!
A varias salas de distancia, Dooku simplemente alzó la mano a modo de saludo y dirigió sus
palabras al micrófono del holoproyector.
—No pareces sorprendido, joven Jedi. ¿No fue así como pudiste vis¬lumbrar por primera vez
a Lord Sidious?
En lugar de contestar, Kenobi tocó a Skywalker en el brazo, y ambos examinaron atentamente
todo el vestíbulo, sin duda intentando localizarlo a través de la Fuerza.
—No me encontraréis, Jedi...
—Sabemos que estás aquí, Dooku —exclamó de repente Kenobi..., aunque sus palabras lle-
garon distorsionadas por la estática—. Podemos sentirte.
Dooku suspiró desilusionado, no estaban escuchándolo. Peor todavía, las imágenes del holo-
vídeo estaban corrompidas más allá de toda esperan¬za de recuperación. A través de la Fuer-
za. más que a través de las holocá¬maras, los vio acercarse a la misma puerta que él había
cruzado para llegar hasta la sala de control.
Excepcionales, pensó.
¡Lo habían localizado pese a su dominio de la técnica quey’tek para ocultarse a sí mismo en
la Fuerza! Ah, bien, era el momento de entrete¬nerlos, tal como deseaba Sidious.
Dooku sacó el comunicador del cinturón, y su pulgar derecho apretó una tecla del pequeño
aparato.
A través de dos puertas situadas una enfrente de la otra y perpendicu¬lares a la que habían uti-
lizado los Jedi, cincuenta droides de infantería irrumpieron en la sala de archivos precedidos
por el estrépito de unas pisadas metálicas.
— ... empezando a... las cosas casi tanto como... odio la arena —estaba diciendo Skywalker a
su antiguo mentor mientras alzaba el sable láser por encima de su hombro.
Kenobi extendió las piernas y situó la hoja del suyo directamente fren¬te a él.
—Entonces... los barreremos.
172 JAMES LUCENO

Emocionado por tanta camaradería, Dooku sonrió. Si Darth Sidious pretendía arrastrar a
Skywalker hasta el Lado Oscuro, iba a tener mucho trabajo.
Pulsó una nueva tecla del comunicador
Los droides apuntaron con sus rifles láser a los Jedi y abrieron fuego.

Yoda se dejó arrastrar por la corriente de la Fuerza. Unas veces, cuando la corriente era rápida
y constante, podía ver a través de los ojos de sus compañeros Jedi casi como si utilizara los
sensores remotos del Templo; otras, cuando la corriente era especialmente potente, cuando
parecía caer de una gran altura, podía oír la voz de Qui-Gon Jinn tan claramente como si to-
davía estuviera vivo.
Maestro Yoda, podía decir, todavía nos queda mucho por aprender. La Fuerza es un código
sólo parcialmente descifrado, pero hemos encontrado una nuera clave para conseguirlo. Sere-
mos más fuertes de lo que jamás lo hemos sido...
Hoy no era uno de esos días. Hoy la corriente se veía interrumpida por remolinos y torbe-
llinos, trampas hidráulicas cuyo rugido se superponía a las voces que Yoda quería oír. Hoy
la corriente no era diáfana, sino que estaba enturbiada por una tierra rojiza erosionada y de
orillas distantes, corrompida, plagada de obstáculos traicioneros.
Aunque apenas era consciente de ello, sus párpados se tensaron y su globos oculares se mo-
vieron bajo ellos como si fueran incapaces de enfocarse en algo. Tenía una imagen de sí
mismo apartando un velo que obstruía la visión para encontrarse con otro, y otro después del
primero, y otro más...
El Lado Oscuro frustraba todos sus esfuerzos por ver con claridad.
Aquella experiencia era algo nuevo para él.
Aunque había tenido siglos para acostumbrarse a los presentimientos, había vivido muchos
más años sin ellos. El Lado Oscuro nunca había desa¬parecido por completo —siempre ras-
caba la superficie, como un insecto sobre un panel de transpariacero—, y podía sentir cómo
incrementaba su poder cada vez que los Jedi se equivocaban o cuando se equivocaba la Repú-
blica, hasta que ambos no tardaron en estar igualados.
Arrastrados por los errores de la República los Jedi han sido. Pero a sabien¬das, y a veces
con su total complicidad. Los Jedi permitimos que el Lado Oscuro sus raíces hundiera. La
arrogancia la Orden infectó. Prioritario con¬servar el poder se volvió. En fanfarrones a causa
de sus conquistas los Jedi se convirtieron.
Algún Jedi podía creer que Yoda no era consciente de todo aquello, o que nunca hizo lo bas-
tante para detener la marea del Lado Oscuro. Algunos creían que el Consejo no había actuado
adecuadamente o, peor todavía, que lo había hecho de forma inepta. No comprendían que,
una vez enraizado el Lado Oscuro, su crecimiento y su expansión eran inexorables, y que el
equilibrio sólo sería restaurado por el Elegido.
Y ese Elegido no era Yoda.
Anciano, experimentado, diplomático, locuaz, hábil con un sable láser... Sí, era todo eso. Y
conocía el poder del Lado Oscuro. Por esa razón sabía lo peligroso que era este nuevo Señor
Sith, aunque no tuvo esa sen¬sación de peligro hasta que se enfrentó con Dooku en Geonosis.
Entonces lo comprendió todo.
Autoexiliados durante mil años, los Sith no sólo esperaron el momen¬to adecuado para regre-
sar y vengarse, sino también al nacimiento de alguien lo bastante poderoso como para abrazar
totalmente el Lado Oscuro y convertirse en su instrumento. Así era Sidious: lo bastante pode-
roso como para ocultarse a plena luz. Lo bastante poderoso como para instruir a su aprendiz,
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 173

Dooku, y exponerlo a la vista de todos, pero manteniéndo¬se él a su vez oculto para los Jedi...,
los arrogantes Jedi. Convencidos de que sólo existía un camino. El suyo.
¿Detectó el nacimiento de Skywalker?
Seguramente sí. ¿Qué mejor manera de asegurarse una victoria total que matando o corrom-
piendo al Elegido? Y aunque Anakin no fuera el Elegido, alguien con tantos midiclorianos
bien podría... “Alguien nacido de la propia Fuerza”, hubiera dicho Qui-Gon, sin dudar de las
palabras de la madre del joven.
El muchacho no tenía padre.
Nadie que quiera recordar. Nadie que honrar con ese título.
Los Sith eran conscientes de la existencia de Skywalker. ¿Cómo reac¬cionaría cuando por fin
intentaran alistarlo en sus filas?
Los ojos de Yoda se abrieron de repente. Una perturbación en la Fuerza... de tal magnitud que
lo había expulsado de la corriente.
En respuesta a su orden mental, las ventanas de sus habitaciones se abrieron, y miró todo
Coruscant por encima de la llanura de Los Talleres y más allá. Algo ocurría en el cielo. Las
nubes se habían vuelto rojas y doradas a causa del humo. Una tormenta eléctrica. Luz pulsan-
te, más luminosa que los rayos solares de Coruscant. También percibió movi¬miento fuera de
la atmósfera del planeta, no lo veía pero lo sentía.
Un ataque.
¿La respuesta del Señor Sith a su persecución? ¿Era posible?
Percibió a Mace corriendo por los pasillos del Templo y se giró hacia la puerta a tiempo de
ver cómo el Jedi irrumpía en la estancia. En ese mismo momento, una nave republicana en
llamas pasó rozando las espirales del Templo y se estrelló violentamente en el mismo corazón
de Los Talleres.
—Tiin, Koon, Ki-Adi-Mundi y algunos más ya están en camino —informó Mace—. Y he
enviado a Stass Allie para que ayude a Shaak Ti a pro¬teger al Canciller Palpatine.
Yoda asintió juiciosamente.
—Bien entrenados los Túnicas Rojas del Canciller Supremo están. Pero mostrar preocupa-
ción por su seguridad los Jedi deben.
—Los informes de la comandancia naval son confusos —dijo Mace—. Está claro que el ata-
que ha cogido a la flota por sorpresa. Grupos de naves separatistas han conseguido penetrar
en la atmósfera antes de que nues¬tras defensas pudieran impedirlo. Ahora, por lo menos,
mantienen el fren¬te de batalla.
La expresión de Yoda era una mezcla de enfado y contrariedad.
—¿Los puntos de salto hiperespaciales nuestros comandantes no con¬trolaban?
Los ojos de Mace se entrecerraran.
—La flota separatista saltó desde el Núcleo Profundo.
—Secretas esas rutas eran. Sólo por nosotros y por pocos más conoci¬das —Yoda miró a
Mace—. Acceso a nuestros archivos Dooku tenía. Acceso suficiente como para todas las men-
ciones a Kamino borrar. Acceso suficiente para nuestra exploración del Núcleo Profundo
descubrir.
Mace fue hasta las ventanas y contempló el cielo.
—Dooku no lidera este ataque. Obi-Wan ha confirmado que se encon¬traba en Tythe.
—Revelada la importancia de Tythe ha sido. Para atraer hasta el Borde Exterior más Jedi ha
servido.
—La próxima vez, quizá Palpatine haga caso de las advertencias del Consejo.
174 JAMES LUCENO

—Improbable es, pero, como tú dices, quizás.


Mace dio media vuelta para quedar frente a Yoda.
—Es Grievous, seguro. Pero no puede haber planeado la ocupación de Coruscant, no hay
bastantes droides de combate en toda la galaxia para eso.
—Desesperado está —dijo Yoda, más para sí mismo que para su com¬pañero.
—Ese sentimiento no entra en su programación.
—Grievous no... Sidious.
Mace tardó un segundo en contestar.
—Si eso es verdad, resulta que estamos más cerca de encontrarlo de lo que nosotros mismos
pensamos. Aun así, no creo que piense que este ataque haga que dejemos de buscarlo.
—Desmoralizar a Coruscant, Grievous quiere. Hostigar a los que en las alturas viven, los que
el poder manejan. Que huyan de Coruscant el ataque pretende. Que la actuación del Senado
perturbada se vea.
—Esto sólo hará que Palpatine triplique los efectivos del ejército clon, que construya más y
más naves y cazas estelares, que ataque a más mun¬dos. Con el Senado desorganizado, nadie
podrá oponerse.
—Modular esta guerra debemos. Llamar a todo Jedi disponible debemos.
—La HoloRed está inutilizada —explicó Mace—. Las comunicaciones de superficie se ven
distorsionadas por los escudos defensivos.
—Nuestra propia señal usaremos.
ras la avalancha de mensajes desconcertados, la mayoría ininteli¬gibles, que lle-
garon hasta el República Quinientos acerca del sor¬prendente ataque separatista. Dyne se
convenció de que el subsó-tano era el lugar más seguro de todo Coruscant. Pero ahora que el
equipo había descubierto un posible final del largo rastro seguido desde Los Talleres, el in-
menso subsuelo del edificio empezaba a parecerle el lugar más peligroso en el que podía estar.

Con una batalla desarrollándose en pleno espacio, y pese a que Mace Windu hubiera orde-
nado lo contrario, Dyne sintió la tentación de suspender la búsqueda de Sidious e informar
a la Sección de Inteligencia, como él mismo ordenó que hicieran otros analistas. Pero tal
como señaló el comandante Valiant, de los CAR, el objetivo del equipo de búsqueda era tan
importante para el desarrollo de la guerra como las evoluciones de las naves que protegían el
espacio aéreo de Coruscant.

Mientras el equipo esperaba a que Inteligencia le entregara las sondas robot adicionales soli-
citadas, empezó una búsqueda por el subsótano... superficial y poco metódica, era consciente
de ello, pero sólo ante la apa¬rente imposibilidad de la tarea. Dyne y sus comandos, en co-
nexión con las sondas robot, estudiaron las imágenes de algunos de los muros interiores y
exteriores del edificio e investigaron los numerosos y oscuros huecos descubiertos entre ellos.
El sótano se había convertido en una especie de microcosmos representativo de la guerra en
sí, donde todo el mundo con¬tribuía con sus distintas habilidades.

Sólo el intérprete droide TC-16 parecía incapaz de ayudar. El República Quinientos no había
vuelto a temblar. Dyne descubrió que los traqueteos iniciales no se debieron al bombardeo,
sino a la caída de las naves destrui¬das en el límite de la atmósfera. Con miles de naves de
carga y de pasajeros llegando a Coruscant cada segundo, no podía ni imaginar el caos que
debía de reinar en la superficie. Los temblores secundarios que hicieron retumbar el enorme
edificio habían resultado ser consecuencia de los dis¬paros realizados por las defensas de
176 JAMES LUCENO

plasma ocultas bajo la corona que remataba el República Quinientos.


Tras varias horas de búsqueda superficial, a Dyne se le ocurrió la posi¬bilidad de que algún
habitante de Coruscant, quizá el mismo Señor Sith, podría estar ayudando a coordinar el ata-
que. Al estar las transmisiones por HoloRed bloqueadas y las comunicaciones de superficie
saboteadas por los escudos defensivos, ordenó que las sondas robot rastreasen los mensajes
enviados por canales y frecuencias no habituales.
Fue el primer sorprendido cuando las sondas robot guiaron al equipo hasta el lugar donde em-
pezó la búsqueda, hasta el lugar donde terminaban las huellas de su todavía-no-identificada
presa.

Resultó que la fuente de la extraña frecuencia detectada se encontraba justo bajo ellos. Las
sondas descubrieron que el panel de ferrocemento donde terminaba el rastro era, en realidad,
una plataforma móvil seme¬jante a un turboascensor, pero impulsada hidráulicamente y no
mediante repulsores antigravedad. Buscaron un panel de control oculto, tal como antes hicie-
ron en el nicho del túnel, pero no sirvió de nada. Al analizar nuevamente los sonidos, tanto
los que se encontraban dentro del espectro de audición humana como fuera, las sondas robot
consiguieron obtener una respuesta de la plataforma.
Tras lo que pareció un debate entre los artefactos electrónicos, las sondas robot chirriaron y
pitaron al panel por segunda vez. Tras un sonoro chasquido, éste descendió un par de centí-
metros antes de detenerse.

Dyne se acordaba de haberse preguntado hasta dónde podría llevarlos aquella plataforma.
Al contrario de muchos de los edificios más altos de Coruscant, el República Quinientos no
había anclado sus cimientos sobre estructuras más antiguas, sino que el edificio era sólido
hasta el lecho de roca. O al menos, eso pensaban. Bajo la civilizada corteza de Coruscant
existían zonas tan poco familiares como la superficie de algunos mundos distantes.
Dyne decidió llamar a Mace Windu al Templo Jedi para que le aconse¬jara sobre el modo
de proceder. Pero cuando sus repetidos esfuerzos para contactar con él fallaron, Valiant y él
decidieron seguir adelante sin él.

Los escáneres ya habían mostrado que el agujero del suelo tenía unos cincuenta metros de
profundidad. Gracias a sus cuatro metros de diáme¬tro, el panel era lo bastante grande como
para acomodar a todo el equipo, incluido el droide intérprete.
Definitivamente, éste es el lugar más peligroso donde se puede estar ahora mismo, pensó
Dyne cuando se hizo espacio entre los comandos.
Las sondas robot chirriaron las instrucciones al panel, y éste empezó a descender más lenta-
mente de lo que hubiera hecho un turboascensor.
Las paredes del conducto esférico eran de ceramicocemento antiguo, resquebrajado y man-
chado en algunos lugares.
—Si hay alguien aquí abajo —comentó Dyne a Valiant—, probablemente ya se habrá entera-
do de que vamos tras ellos.

Los comandos no necesitaban órdenes específicas. Cuando la platafor¬ma llegó al final de su


viaje, ya tenían las armas preparadas y se apresuraron a adoptar posiciones de tiro.
Adornado con canalizaciones y atestado de maquinaria antigua, el túnel en el que entraron
era parecido a cualquiera de los muchos que ya habían explorado desde que entraron en Los
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 177

Talleres. Pero éste, se dijo Dyne, era el sueño de un arqueólogo. Probablemente, un nódulo de
mantenimiento para los edificios construidos en el oscuro pasado de Coruscant.
Veinte metros más adelante, la fluctuante luz de las linternas iluminó el contorno de una puer-
ta de metal.

Dyne envió a las sondas para que investigasen, mientras él se concen¬traba en la pantalla de
datos de su procesador.
—Al otro lado de esa puerta hay alguien de carne y hueso —susurró a Valiant—. Las lecturas
también indican presencia de droides —miró con seriedad al CAR—. Su turno, comandante.
Valiant miró la puerta.
—Ya que hemos llegado hasta aquí, actuemos como si fuéramos los dueños de este lugar.
El corazón de Dyne empezó a latir alocadamente cuando escuchó las palabras mágicas:
—¡Buscad, localizad, eliminad!
artes y piezas sueltas de droides se amontonaron en lo que fue la sala de archivo de
la instalación de plasma de LiMerge Power, tan rápidamente y a tanta altura que Obi-Wan y
Anakin apenas podían ver el parpadeante holograma de Dooku tras ellas.

La tarea de destruir droides de infantería, porque el enfrentamiento había acabado siendo eso,
le estaba pasando factura a Obi-Wan. Las deca¬pitaciones y amputaciones ya no tenían la
precisión quirúrgica del primer momento en que Dooku lanzó a los droides contra ellos. Los
mandobles que partían en dos a sus contrincantes y las estocadas que agujereaban sus pechos
habían perdido parte de su precisión inicial.

Ni Anakin ni él utilizaban únicamente los sables láser. Llamaban a la Fuerza y lanzaban


contra los droides todo lo que pudieran mover del suelo o arrancar de las paredes. Derribó a
cuatro droides mediante un empujón de Fuerza y partió por la mitad a media docena más con
su hoja láser. Anakin saltó de su lado y aterrizó sobre la cabeza de un perplejo droide, antes de
correr hasta el extremo de la sala utilizando otras cabezas como postes en los que apoyarse.

Pero por cada droide destruido aparecían cinco más, creando una barrera impenetrable entre
ellos y la puerta por la que Dooku había desa¬parecido segundos antes de que llegaran.
—¡Dooku! —aulló Anakin a través de sus apretados dientes—. ¡Te mataré!
—Controla tu rabia, Anakin —logró decir Obi-Wan entre resoplidos—. No le des esa satis-
facción.
Anakin le dedicó una mueca aprensiva.
—Puede que ahora sea demasiado poderoso para que pueda controlarme, ¿no crees, Maestro?
Antes de que Obi-Wan pudiera contestar, veinte droides de combate entraron en la sala por la
puerta que se encontraba tras él. Girando en redondo, desvió los primeros disparos y se abrió
camino dando tajos a derecha e izquierda, hasta llegar junto a un montón de droides desmem-
brados donde se le unió Anakin.
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 179

Can la esperanza de que Dooku estuviera escuchando, gritó:


—¡Pase lo que pase aquí. Dooku, tu Confederación está acabada! ¡La República os obligará
a huir a todos... incluso a tu amo, Sidious!
Aparecieron más droides.

Para Dooku, esto sólo es un juego, se dijo Obi-Wan a sí mismo. Pero si lo que quería Dooku
era una demostración de su habilidad con la Fuerza, Anakin estaría encantado de dársela.
—¡Dooku! —aulló.
Con tal potencia y rabia, que el techo del inmenso vestíbulo empezó a derrumbarse.
ate prisa, Trespeó —gritó Padmé por encima de su hombro—. A menos que quie-
ras que el Senado se convierta en tu tumba. El droide de protocolo aceleró el paso.
—Le aseguro, señora, que me muevo todo lo deprisa que me lo permi¬ten mis miembros in-
feriores. ¡Oh, maldito sea mi cuerpo metálico! ¡Terminaré enterrado aquí!
Los anchos y decorados vestíbulos que llevaban hasta la Gran Rotonda estaban atestados de
senadores, ayudantes, miembros del personal y droi¬des, la mayoría con los brazos llenos de
documentos y discos de datos, y en algunos casos con caros regalos de agradecidos grupos
de presión. Los guardias del Senado, con su uniforme azul, y los clones, cubiertos con sus
cascos, hacían lo que podían para supervisar la evacuación, pero, por culpa de las sirenas y
los rumores, lo que sólo era una alarma por precaución estaba degenerando rápidamente hasta
convertirse en pánico.
—¿Cómo puede estar pasando esto? —decía un sullustano al gotal que se encontraba a su
lado—. ¿Cómo?
Padmé oía la misma pregunta por todas partes, entre los bith, los gran. los wookiees, los ro-
dianos...
¿Cómo era posible que Coruscant fuera invadido?
Ella también se lo preguntaba. Pero se preocupaba por algo más que Coruscant.
¿Dónde está Anakin?
Intentó llegar hasta él con su mente, con su corazón.
Te necesito. ¡Vuelve conmino, deprisa!
El ataque de Grievous había sido cronometrado de forma impecable. Muchos delegados que
habitualmente no estarían en Coruscant y que acu¬dieron para escuchar el discurso de Palpa-
tine sobre el Estado de la República, se habían quedado para asistir a las interminables fiestas
que siguieron a la reunión. En vista del ataque sorpresa, las convicciones de Palpatine pare-
cían ahora más tristemente prematuras que cuando las expresó. Y pese a que los comentarios
optimistas del Canciller Supremo encontraron mucho eco en toda la Gran Rotonda, Padmé no
dejó de notar que los senadores estaban rodeados por guardaespaldas o llevaban una coraza
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 181

más o menos deportiva, mochilas antigravedad u otros dispositivos para huir rápidamente en
caso de emergencia.
Las palabras de Palpatine no habían satisfecho a todo el mundo.
Trece años antes. Padmé podía manifestar que era una de las pocas dignatarias cuyos mundos
natales habían padecido una invasión y una ocupación. Objetivo de la Federación de Comer-
cio, Naboo cayó ante los neimoidianos, y sus padres y consejeros fueron arrestados y encar-
celados. Ahora, sólo era una más entre los miles de senadores cuyos mun¬dos habían sido
igualmente invadidos y saqueados. No obstante, se negaba a aceptar que Coruscant pudiera
caer ante la Confederación... incluso con su flota reducida a la mitad, incluso con sus efectivos
desplegados en amplios y lejanos frentes de batalla. Los rumores decían que los edificios del
Sector Diplomático estaban reducidos a escombros, que droides de combate aparecían sin ce-
sar en la plaza Loijin, que los rascacielos del nivel medio se veían inundados de geonosianos
y droi¬des... Aunque esos rumores fueran ciertos, Padmé estaba convencida de que Palpatine
encontraría la forma de expulsar a Grievous del Núcleo... otra vez.
Quizás hiciera regresar las unidades que participaban en los asedios a los mundos del Borde
Exterior.
Y eso significaba que haría regresar a Anakin.
Se reprendió a sí misma por ser egoísta. Pero, ¿acaso no tenía derecho? ¿Acaso no se había
ganado ese derecho?
¿Sólo por una vez?
De momento, el Senado parecía indemne. No obstante, Seguridad creía prudente evacuar a
todo el mundo hasta los refugios profundamente ente¬rrados bajo el hemisferio del edilicio
y la enorme plaza situada frente a él. Con la mayoría de las rutas autonavegables colapsadas,
nadie podía huir de Coruscant. Y siempre existía la posibilidad de que Grievous se cebase en
blancos civiles, tal como había hecho antes en innumerables ocasiones.
Empujada por la muchedumbre, Padmé chocó con un delegado de Gran que clavó sus tres
ojos en ella.
—¡Y tú te oponías al Acta de Reclutamiento Militar! —le escupió en plena cara—. ¿Qué dices
ahora?
No tenía respuesta. Además, llevaba recibiendo reproches similares desde el principio de la
guerra. Era típico de todos aquellos que no enten¬dían que ella se preocupaba por la Consti-
tución, no por el destino final de las rutas comerciales.
Oyó cómo alguien pronunciaba su nombre, y vio a Bail Organa y Mon Mothma acercándose
hasta donde C-3PO y ella se encontraban momentáneamente bloqueados. Los acompañaban
dos Jedi hembras..., las Maestras Shaak Ti y Stass Allie.
—¿Has visto al Canciller? —preguntó Bail.
Padmé negó con la cabeza.
—Probablemente está en su oficina de trabajo.
—Nosotros venimos de allí —explicó Shaak Ti—. Y la oficina está vacía. Incluso sus guar-
dias han desaparecido.
—Lo habrán escoltado hasta los refugios —sugirió Padmé. Bail miró por encima del hombro
y agitó la mano para llamar la aten¬ción sobre su persona.
—Es Mas Amedda —explicó en beneficio de Padmé—. Él sabrá dónde encontrar al Canciller.
El alto y grisáceo chagriano se abrió paso entre la multitud.
—El Canciller Supremo no tenía ninguna reunión programada hasta luego —dijo en respuesta
a la pregunta de Bail—. Supongo que estará en su residencia.
182 JAMES LUCENO

—El República Quinientos —susurró Shaak Ti llena de frustración—. Precisamente vengo


de allí.
Amedda la miró repentinamente preocupado.
—¿Y el Canciller no estaba?
—No lo sé, no estaba buscándolo —respondió la Jedi—. La Maestra Allie y yo revisaremos
su despacho en el Edificio Administrativo del Senado y de la República. —Miró a Padmé, a
Bail y a los demás—. ¿Dónde iréis vosotros?
—Donde pensábamos ir —dijo Bail.
—Los turboascensores no dan abasto a los refugios —informó Stass Allie—. Pasarán horas
ames de que se evacue todo el Senado. Mi flotador está en la plataforma de desembarco, al
noroeste de la plaza. Con él podréis ir directamente a los refugios.
—¿No lo necesitaréis Shaak y tú? —se interesó Padmé.
—Utilizaremos la motojet con la que he llegado hasta aquí. —Agradecemos vuestro gesto —
dijo Bail—, pero dicen que la plaza está acordonada.
—Os escoltaremos —aseguró Stass Allie.
Varios soldados destinados en el pasillo abrieron camino para el grupo, y poco después llega-
ron hasta las puertas que daban a la plaza principal. Allí, les cortó el paso un comando clon.
—No pueden salir por aquí —dijo el comando de forma tajante.
—Vienen con nosotros —aclaró Shaak Ti.
Haciendo señas a sus compañeros de armadura blanca, el comando se hizo a un lado y fran-
queó el paso al grupo de Padmé. El cielo sobre la plaza estaba atestado de helicópteros y
transportes de personal. Se estaban desplegando BT-TT y otras piezas de artillería móvil.
Las Jedi llevaron a Padmé, C-3PO, Bail y Mon Mothma hasta el flota¬dor de techo abierto.
La motojet estaba aparcada junto a él.
Shaak Ti pasó una pierna por encima del asiento y puso en marcha el motor. Stass Allie se
sentó tras ella.
—Buena suerte.
Los senadores y el droide miraron cómo las dos Jedi despegaban en dirección al Edificio Ad-
ministrativo del Senado. Entonces, con Bail pilo¬tando, abordaron el flotador ovalado y se
dejaron caer hacia el ancho cañón que se abría debajo de la plaza.
El tráfico también era denso allí, pero la habilidad de Bail hizo que encontrasen un hueco y
se dirigieron hacia la entrada de los refugios, situada bajo los hangares del Centro Médico del
Senado.
Sin advertencia previa, dos rayos de luz escarlata cayeron sobre ellos desde algún lugar por
encima del domo del Senado.
—¡Cazas buitre! —gritó Bail.
Padmé se aferró a C-3P0, mientras Bail hacía girar al vehículo inten¬tando escapar de los
disparos de plasma. El caza droide con las alas en forma de vaina que había disparado sólo
era uno de los varios que ame¬trallaban vehículos, plataformas de aterrizaje y edificios. Los
helicópteros de la República los perseguían de cerca, disparando los poderosos cañones de
sus alas.
La boca de Padmé estaba abierta de asombro. Aquello era algo que nunca hubiera esperado
ver en Coruscant.
Bail hacía todo lo posible para esquivar los rayos láser y de plasma, pero no era el único piloto
que lo intentaba y, rápidamente, las colisiones for¬maron parte de una carrera de obstáculos.
Dejando que el flotador des¬cendiera todavía más, Bail se dirigió hacia la entrada más cerca-
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 183

na a los refugios, haciendo caso omiso del fuego amigo y enemigo, que cada vez llo¬vía más
cerca de ellos.
Una intensa llamarada de luz cegó a Padmé. El flotador se ladeó osten¬siblemente, haciendo
que sus ocupantes casi cayeran al vacío. Empezó a salir humo de la turbina de estribor, y la
pequeña nave cayó prácticamen¬te a plomo.
—¡Sujetaos fuerte! —gritó Bail.
—¡Estamos perdidos! —aseguró C-3PO.
Padmé se dio cuenta de que Bail se desviaba hacia una plataforma de desembarco rematada
por un ancho puente. Las lágrimas brotaban de sus ojos a causa de una repentina náusea.
—¡Anakin! —gritó, apretándose el abdomen con una mano—. ¡Anakin!
l Mano Invisible, nave insignia de la flota separatista, kilométrico crucero del ge-
neral Grievous, mantenía una órbita estacionaria sobre el Distrito del Senado de Coruscant,
ahora iluminado com-pletamente por la luz del sol. Parecía un majestuoso bosque metálico,
alzándose incluso por encima de las nubes. Las holoimágenes ampliadas de los edificios se
proyectaban desde la mesa táctica situada en el puente del crucero. Grievous las estudió un
minuto, antes de volver a su lugar de costumbre, frente a las pantallas delanteras.

Las gigantescas naves en forma de cuña que, por buenas razones, eran el orgullo de la flota
republicana brillaban bajo la luz del día al situarse en posición para proteger la mayoría de los
centros importantes del planeta. En los primeros momentos del ataque, Grievous sorprendió
unas cuantas de esas naves con los escudos bajados, y ahora ardían corno antorchas sobre el
lado nocturno de Coruscant, con naves auxiliares bombero y de rescate siguiendo su estela y
recogiendo vainas de escape y botes salvavi¬das. Los cruceros supervivientes estaban man-
teniendo a raya las naves separatistas, pero eso apenas importaba, dado que ni el bombardeo
aéreo ni la invasión eran importantes para el plan.

Desde el punto de vista de los comandantes navales republicanos, a Grievous le faltaba un


plan. Opinaban que la desesperación producto de sus derrotas anteriores en los Bordes Medio
y Exterior le había obligado a reunir los restos de su flota y lanzarse a una batalla que no podía
ganar. Y la verdad es que Grievous estaba haciendo todo lo posible para no contradecirlos.
Las naves de guerra bajo su mando estaban diseminadas al azar y eran vulnerables a cual-
quier contraataque mientras concentraban su fuego en satélites de comunicaciones y espejos
orbitales, lanzando sólo ocasio¬nales descargas de plasma poco eficaces contra el mundo que
habían veni¬do a atacar.
Todo eso era crucial para el plan.
La táctica del terror era efectiva.
Columnas de naves de pasajeros y de carga surgían de centenares de zonas en los hemisferios
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 185

iluminado y nocturno de Coruscant, intentando alcanzar la seguridad del espacio profundo.


Más todavía, las naves que intentaban salir del planeta eran casi tan numerosas como las que
entra¬ban, viéndose muchas constreñidas a las rutas de navegación automática que las con-
vertían en presa fácil. En otras partes del espacio local, las naves que aparecían en los puntos
de salto hiperespaciales, lejos de la zona de combate, eran apartada de las trayectorias de
aproximación y estacio¬nadas a la espera, cerca de las pequeñas lunas de Coruscant, o des-
viadas hacia los mundos internos del sistema a velocidades sublumínicas.

El espacio entre ellas y el planeta estaba ocupado por cazas droide y cazas estelares pilotados
por clones que se destruían mutuamente con saña. Al principio de la batalla, puede que hasta
una escuadrilla de cazas buitre hubiera atravesado el frente de la República, pero muchos de
sus aparatos quedaron destruidos por los cañones de las plataformas orbitales, las patrullas aé-
reas o la artillería terrestre. Otras casi se autodestruyeron al chocar con los escudos defensivos
que proveían de seguridad adicional a los distritos políticos de Coruscant. Pero eso también
formaba parte del plan para inspirar pánico, dado que la visión de las descargas de plasma o
de las naves detonando contra los transparentes domos de energía podía resultar aterradora.
Las columnas de humo que se elevaban desde algunos de los cañones de ferrocemento más
profundos de la capital republicana decían a Grievous que algunos droides habían podido
evadir los escudos y el fuego antiaéreo.

Por el mismo motivo, algunas maniobras de las naves defensivas de Coruscant le indicaban lo
ansiosos que se sentían sus comandantes por romper las formaciones y atacarle directamente
a él. Pero tenían un mundo que proteger y, más importante todavía, eran demasiado escasas
como para estar seguras de que lograrían su objetivo. Sin duda esperaban que llegasen re-
fuerzos de sistemas lejanos. Grievous se había anticipado a dicha circunstancia, preparando
sorpresas a los destacamentos de la República más cercanos al Núcleo en forma de minas de
masa-sombra y de estaciones de combate apostadas en varios puntos de salto a lo largo de
las hiperrutas. Aunque eso no impediría la llegada de refuerzos, como míni¬mo la retrasaría.
Si todo iba según el plan, la flotilla separatista estaría lista para saltar a velocidad luz mucho
antes de que llegasen refuerzos suficientes para supo¬ner una seria amenaza.

Grievous se tomó un largo momento para absorber las posiciones de la silenciosa batalla que
tenía lugar más allá del grueso transpariacero de las ventanas del puente. Aborrecía estar tan
lejos del centro de la acción y del derramamiento de sangre. Pero sabía que debía seguir sien-
do paciente. Entonces, toda la espera y toda la frustración quedarían justificadas.
Un neimoidiano se dirigió a él desde una de las estaciones del puente.
—General, las transmisiones están volviendo a la normalidad en casi todos los sectores del
planeta. El enemigo parece haberse dado cuenta de que utilizamos el mismo sistema interfe-
ridor que empleamos en Praesitlyn.
—Era de esperar —respondió Grievous sin volver la vista—. Ordene a les comandantes del
Grupo Uno que sigan destruyendo espejos orbitales y satélites de comunicaciones. Sitúe a la
plataforma de bloqueo en el punto cero-uno-cero del plano de la elíptica e intensifique sus
escudos.
—Sí, general —el neimoidiano hizo una pausa y agregó—: Me siento impelido a informar
que todos nuestros destacamentos están sufriendo fuertes pérdidas.
Grievous miró la mesa táctica. Al Grupo Uno le faltaban dos transpor¬tes de la Federación de
186 JAMES LUCENO

Comercio. Los neimoidianos habían conseguido recuperar el centro esférico de uno de ellos,
pero el otro estaba partido por la mitad y podía darse por perdido. En el holocampo de batalla,
una miríada de diminutos puntos luminosos se desgajaba de las alas curvas del transpone:
eran cazas droide.
—Anule los programas de supervivencia de esos cazas droide —pidió Grievous—. Ordéneles
que aceleren y se dirijan directamente hacia Coruscant. Que se conviertan en kamikazes.
—¿Asigno algún objetivo específico?
—Los alrededores del Distrito del Senado.
—Algunos de nuestros cazas ya se han infiltrado en ese sector.
—Excelente. Ordéneles que ataquen las plataformas de desembarco, las pasarelas flotantes,
las plazas y los refugios. Siempre que les sea posible, deben dedicarse a destruir la defensa
civil de Coruscant.
—Afirmativo.
—¿Han llegado refuerzos para la República?
—Una fuerza de asalto compuesta por cuatro cruceros ligeros está sur¬giendo ahora del hi-
perespacio rumbo al hemisferio nocturno del planeta. —Ordene a nuestros comandantes que
los intercepten.
Más pronto de la que esperaba, pensó Grievous. Normalmente habría pensado en un plan de
contingencia, pero confiaba en que Sidious y Tyranus lo informarían de cualquier cambio. El
ataque no habría podido llevarse a cabo con éxito de no ser por las rutas hiperespaciales del
Núcleo Profundo utilizadas por su flotilla. Esas rutas, poco conocidas, les fueron dadas por
Sidious, menos preocupado por las tácticas de combate que por las estrategias a largo plazo.
Era un tipo de guerra que Grievous nunca practicaba. Una guerra en la que denotas aparentes
resultaban ser victo¬rias; en la que enemigos aparentes demostraban ser aliados. Una guerra
en la que los perdedores se quedaban sin nada, y los vencedores con todo.
Con toda la galaxia.

El neimoidiano a cargo de las comunicaciones calló mientras recibía una actualización de las
estaciones de combate. Ahora, tomó de nuevo la palabra.
—General, un grupo de cazas estelares Jedi ha surgido del pozo gravi¬tatorio de Coruscant.
—¿Muy numeroso?
—Veintidós naves.
—Desplegad tantos tri-cazas como sean necesarios.
—Sí, señor.
Grievous se volvió hacia las pantallas.
—¿Está preparada la patrulla de asalto?
El oficial de artillería tardó unos segundos en contestar.
—Su fragata está preparada, y su guardia de élite lo espera en el han¬gar de lanzamiento.
—¿Mis droides de combate también?
—Cincuenta, general.
—Con eso bastará —comentó Grievous, asintiendo con la cabeza. Miró las pantallas por úl-
tima vez y habló en voz alta para que lo escuchase toda la tripulación neimoidiana del puen-
te—. Seguid así. Considerad un objeti¬vo factible toda nave de la República.

—Lo siento, Maestro, pero nuestra señal no está siendo transmitida.


Yoda siguió recorriendo la sala de ordenadores del Templo. De repente se detuvo y apuntó con
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 187

la punta de su bastón a la Jedi que se sentaba fren¬te a la consola de mandos.


—Nada por lo que lamentarse es —la reprendió—. Culpa de los sepa¬ratistas sin duda. Las
transmisiones de este sector de Coruscant Grievous está bloqueando.
La Jedi, una hembra humana de pelo castaño llamada Lari Oll, apartó las manos de la consola
y agitó la cabeza confusa.
—¿Cómo puede Grievous...?
—Dooku —cortó Yoda—. Compartiendo nuestros secretos con sus confederados está.
—Si uno de nuestros cazas estelares pudiera atravesar el bloqueo separatista, podríamos en-
viar un mensaje a través de la HoloRed.
—El Maestro Tiin en eso ha pensado. Contactar con los Jedi de Belderone, Tythe y otros
mundos intentó.
—¿Podrán volver a tiempo?
—Mmmf. Del objetivo de Grievous depende. Alejarse de Coruscant puede, tras castigarlo
ligeramente. Esperar debemos hasta que su plan descubra —Yoda hizo una pausa para re-
flexionar acerca de sus propias pala¬bras: entonces se apoyó en la punta de su bastón y miró
a Lari Oll—. ¿Reestablecidas las comunicaciones están?
—Sólo de forma intermitente. Maestro Yoda.
—Pues al Maestro Windu llama.
Instantes después, la voz de Windu surgió por los altavoces de la consola.
—... Fisto y yo... edificio del Senado. Shaak... Allie... a las habitaciones del Canciller en Re-
pública Quinientos. Nosotros... con ellos...
—Levantados los escudos de defensa están. Entre sí los distritos incapaces de comunicarse
son —Yoda hizo una mueca—. Con el Maestro Ti prueba ahora.
Lari Oll probó varias frecuencias antes de rendirse.
—Lo sien... —se frenó antes de terminar la frase—. No contesta.
Yoda se alejó de la consola, dándole deliberadamente la espalda al conjunto de dispositivos,
pantallas y datos, como si los despreciara.
Cerró los ojos para aislarse de cuanto lo rodeaba y dejó fluir sus senti¬mientos, intentando lle-
gar hasta la mente de Mace y de Kit Fisto a través del turbulento cielo: Shaak Ti y Stass Allie
corrían hacia las habitaciones de Palpatine en el República Quinientos; Saesee Tiin, Agen Ko-
lar, Bultar Swan y otros Maestros y Caballeros Jedi intentaban llegar hasta Coruscant a bordo
de sus cazas estelares: el espacio local resplandecía debido a la energía de los rayos láser y las
explosiones globulares; naves demasiado numerosas para poder contarlas estaban enzarzadas
en una batalla monumental...

Grievous lanzaba sus máquinas de guerra contra objetivos militares, pero también contra ob-
jetivos civiles, disparando contra todo y contra todos los que se cruzaban en su camino. Había
ordenado a sus cazas droi¬de que se estrellaran contra los paraguas defensivos de Coruscant
o que atacasen las aeroautopistas de circulación para causar colisiones en cadena.
Y pese a todo el desconcierto, el caos v el terror que provocaba esa estrategia, poco tenía que
ver con la batalla real.
Porque, como la propia guerra, la batalla real se estaba librando en la Fuerza.
Yoda intentó ir más allá y se sumergió totalmente en la Fuerza... sólo para sentir que le faltaba
la respiración.
La corriente de la Fuerza se había vuelto helada.
Gélida.
188 JAMES LUCENO

Y, por primera vez, pudo sentir a Sidious. ¡Y lo sintió en el mismo Coruscant!

El capitán Dyne bajó con cautela de la plataforma que había llevado al equipo hasta las pro-
fundidades inexploradas del República Quinientos.
Aquí, en una intersección de espectrales pasillos hecha de permeocemento y tapizada con
paneles de plastiacero, no goteaba el agua, ni los insectos construían sus nidos, ni los gusanos
proliferaban en los conduc¬tos eléctricos. Extrañamente, sin embargo, en el aire se percibía
una brisa débil pero fresca.
Dyne respiró profundamente para calmar sus nervios. Estaba entrenado para el combate, pero
los años pasados en un trabajo rutinario en Inteligencia había entorpecido sus reflejos antes
agudos. Ordenó a las sondas robot que pasaran a modo de reposo y desactivó el procesador
portátil antes de engancharlo en su cinturón.

Extrayendo su pistola láser Merr-Sonn de la funda, la sopesó y movió con el pulgar el contro-
lador de disparo hasta la posición de “aturdir”.
Ante él, los comandos avanzaban, fantasmales bajo la tenue luz, con las armas preparadas y
pegados a las paredes, hacia la puerta situada al fondo de la sala. Valiant iba al frente, seguido
por expertos en explosivos y con los detonadores termales en la mano.
Dyne esquivó un par de sondas robot. TC-16 avanzó tras él.
No habían recorrido ni tres metros por el pasillo cuando un susurro de voces ahogadas llegó
hasta Dyne.
Sintió que TC-16 se detenía de improviso.
—Vaya, alguien está hablando en geonosiano —exclamó el droide de protocolo.
Dyne se giró y se encontró contemplando los anchos cañones de dos armas sónicas de aspecto
orgánico empuñadas por sendos soldados geono¬sianos apenas visibles entre las sombras,
con las alas orientadas hacia el mugriento suelo del pasillo.
Los instantes siguientes parecieron transcurrir a cámara lenta.
Dyne comprendió que no era su vida la que pasaba ante sus ojos, sino su muerte.
Vio que los comandos eran rechazados hacia atrás por un viento de fuerza inusitada. Vio cómo
Valiant y el especialista en explosivos se abalanzaban precipitadamente contra la puerta. Vio
una tormenta de sondas robot pasar por su lado.
Y se sintió alzado del suelo y arrojado contra la pared. Sus tripas pare¬cieron volverse espon-
josas.
Era posible que, en aquellos eternos momentos de silencio, los soldados hubieran reaccionado
con la velocidad suficiente para disparar sus armas láser, ya que cuando Dyne miró hacia su
derecha, en la dirección por la que habían llegado, no vio ningún rastro de los geonosianos.
Ni siquiera de TC-16.
Por lo que sabía, había permanecido sin sentido un tiempo indefinido. Era vagamente cons-
ciente de haber sido lanzado contra la pared en una posición nada natural para un ser humano.
Era como si todos los huesos de su cuerpo se hubieran vuelto flexibles.

La distante puerta se abrió hacia dentro silenciosamente, y la luz inun¬dó el pasillo. La luz o
era roja o estaba teñida por la sangre que empezaba a llenar sus globos oculares.
No sólo tenía la impresión de que el mundo seguía moviéndose a cáma¬ra lenta, sino que aho-
ra empezaba a tornarse borroso. Con la poca visión que le quedaba, distinguió una sala aba-
rrotada de equipo, unas pantallas llenas de cambiantes datos y una mesa de holoproyección
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 189

sobre la que flotaba un destructor de la Federación de Comercio partido en dos y envuel¬to


en llamas. Dos máquinas inteligentes surgieron de la sala; sus cuerpos delgados y tubulares
los identificaban como droides asesinos. Tras ellos, un humano fornido y de mediana estatura
pasó por encima del cuerpo gro-tescamente retorcido de Valiant.

A pesar de que su cerebro parecía estar licuándose. Dyne encontró un momento para sentirse
asombrado... porque reconoció instantáneamente a aquel hombre.
Increíble, pensó.
Tal como sospechaban los Jedi, los Sith se habían infiltrado hasta los niveles más altos del
Gobierno de la República.
El hecho de que aquel hombre no hiciera ningún esfuerzo por ocultar su identidad hizo que
Dyne comprendiera que iba a morir.
Y poco después de haberlo comprendido, murió.
ónde está el Canciller? —exigió saber Shaak Ti a los tres Túnicas Rojas plan-
tados ante la entrada de la suite de Palpatine en el República Quinientos.
Junto a ella, Stass Allie tenía una mano en la empuñadura de su sable láser. Tras ellas, cuatro
miembros del pequeño ejército de seguridad del edificio, que habían escoltado a las Jedi desde
el hangar del nivel medio hasta el ático.
Pese a haberles notificado su llegada, los imponentes Túnicas Rojas mantenían sus electropi-
cas en una postura defensiva e intimidante.
—¿Dónde? —insistió Stass Allie, dando a entender que iban a entrar. Por las buenas o por las
malas.
Shaak Ti levantó la mano para lanzar contra las puertas un empujón de Fuerza, cuando los
guardias bajaron sus armas y se hicieron a un lado. Uno de ellos tecleó un código en el panel
de la pared, y las bruñidas puer¬tas se abrieron.
—Por aquí —dijo el mismo guardia, moviendo su brazo en un amplio ademán para indicarle
que podía pasar.
Un amplio vestíbulo alineado con esculturas y holoimágenes artísticas dio paso a la suite
en sí, cuya decoración, como en las habitaciones de Palpatine en el Edificio Administrativo
del Senado, era predominantemente roja. No se sabía exactamente lo grande que era, pero la
pared exte¬rior de la inmensa sala seguía la curva de la corona del edificio y dejaba ver, bajo
ella, las típicas nubes que se congregaban al atardecer en torno a la inmensa estructura. Las
distantes rutas autonavegables, transversales y orbitales, estaban atascadas. Entre ellas y el
República Quinientos flotaban dos TABA y una pequeña bandada de flotadores patrulla.
Una particular perturbación en la cresta del paraguas defensivo del Distrito del Senado les
dio a entender que el continuo bombardeo de las fuerzas separatistas había conseguido que el
escudo fuera permeable. Más allá del superrecalentado límite del escudo, entre los bancos de
nubes gri¬ses, se veían parpadear luces.
Relámpago o plasma, se dijo Shaak Ti.
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 191

Palpatine paseaba por el cuarto sin reparar apenas en su presencia, como un animal enjaulado,
con las manos cruzadas en la espalda y arras¬trando la túnica senatorial por el suelo ricamente
alfombrado.
Más Túnicas Rojas y algunos consejeros de Palpatine lo contemplaban inmóviles: algunos
llevaban comunicadores colgando de sus orejas; otros, dispositivos que Shaak Ti supuso vita-
les para el buen funcionamiento del ejército de la República. Si algo le ocurría al Canciller, la
autoridad para dirigir las campañas militares y los códigos internos secretos pasarían tem¬po-
ralmente al portavoz del Senado, Mas Amedda. La Jedi sabía que éste ya se encontraba a
salvo, en un búnker de hormigón profundamente enterra¬do bajo la Gran Rotonda.
No pudo evitar darse cuenta de que Pestage e Isard, dos de los consejeros más importantes y
cercanos a Palpatine, parecían nerviosos.
—¿Por qué sigue todavía aquí? —preguntó Stass Allie a Isard. El consejero apenas despegó
los labios al responder:
—Pregúnteselo a él.
Shaak Ti tuvo que plantarse ante Palpatine para atraer su atención.
—Canciller Supremo, es necesario que lo escoltemos hasta el refugio. Se conocían. Palpatine
había alabado en privado sus méritos por su actuación en Geonosis, Kamino. Dagu, Brentaal
IV y Centares. Se detuvo brevemente para mirarla antes de dar media vuelta y reanudar su
nervioso paseo.
—Maestra Ti, aunque agradezco sus desvelos, no necesito ser rescatado. Como no he dejado
de repetir a mis consejeros y protectores, creo que mi lugar es éste, donde puedo comunicar-
me con nuestros comandantes. Y de trasladarme, sería a mi oficina de trabajo.
—Canciller, las comunicaciones serán mejores en el búnker —insistió Pestage.
—Todas esas simulaciones que usted tanto despreciaba, se hicieron por si se producía exacta-
mente esta situación —agregó Isard.
Palpatine le lanzó una mueca despectiva.
—Las simulaciones y la realidad son dos cosas completamente diferen¬tes. El Canciller Su-
premo del Senado Galáctico no se esconde de los ene¬migos de la República. Puedo decirlo
más alto, pero no más claro.
Era obvio que Palpatine estaba agitado, desconcertado y posiblemente asustado. Pero cuando
Shaak Ti intentó leerlo a través de la Fuerza. le resultó difícil captar lo que realmente sentía.
—Lo siento, Canciller —dijo suavemente Stass Allie—, pero los Jedi están obligados a tomar
esa decisión por usted.
—¡Creí que vosotros respondíais ante mí, no al revés!
Ella se mantuvo imperturbable.
—Nosotros respondemos primero ante la República, y protegerlo a usted es proteger a la
República.
Palpatine lanzó su típica mirada penetrante.
—¿Y qué hará si me sigo negando? ¿Usar la Fuerza para arrastrarme fuera de mis aposentos?
¿Desenvainar su sable láser y utilizarlo contra mis guardias, que también han jurado prote-
germe?
Shaak Ti intercambió miradas con uno de los guardias, deseando poder ver a través de la ca-
reta de su capucha roja. La situación estaba volvién¬dose peligrosa. Un escalofrío nacido en
la Fuerza le impulsó a mirar por la ventana.
—Canciller Supremo —estaba diciendo Pestage—, tiene que ser razo¬nable...
—¿Razonable? —cortó Palpatine. Apuntó con un dedo hacia la venta¬na—. ¿Ha visto nues-
192 JAMES LUCENO

tros cielos normalmente tranquilos? ¿Es razonable lo que está ocurriendo ahí fuera?
—Razón de más para que se traslade lo más rápidamente posible —inter¬vino Isard—. Así
podrá dirigir la defensa de Coruscant desde un lugar seguro.
Palpatine lo miró fijamente.
—En otras palabras, estás de acuerdo con la Jedi.
—Lo estamos, señor —confirmó Isard.
—¿Y vosotros? —preguntó Palpatine al capitán de sus guardias.
Este cabeceó sintiendo.
—Entonces todos estáis equivocados —Palpatine se acercó a la venta¬na—. Quizá necesitéis
echar un vistazo de cerca a...
Antes de que pudiera decir una palabra más, Shaak Ti y Stass Allie ya se estaban moviendo.
La primera empujó a Palpatine al suelo, y la segunda conectó la energía de su sable y lo colo-
có verticalmente delante de ella.
Sin previo aviso, los helicópteros más cercanos al República Quinientos fueron acribillados
por rayos de plasma. Estallaron en pleno aire y cayeron entre las nubes, dejando una estela de
fuego y espeso humo negro.
—¡Suéltame! —gritó Palpatine—. ¿Cómo te atreves?
Shaak Ti lo mantuvo en el suelo a la fuerza y desenvainó su sable láser.
Un sonido estridente se elevó por encima del provocado por la ventana mientras polarizaba
sus permeocristales, y una nave de asalto separatista ascendía de alguna parte por debajo de
la suite. Un pelotón de droides de combate se apiñaba en sus compuertas laterales, preparado
para desple¬garse. Cuando la nave maniobró para acercarse a la ventana, Shaak Ti boqueó de
incredulidad.
¡Grievous!
—¡Al suelo! —gritó Stass Allie un instante antes de que toda la venta¬na estallase hacia den-
tro, llenando el aire de esquirlas de permeocristal. Los droides saltaron a la sala a través del
marco de la destrozada ventana, disparando sus rifles láser.
Stass Allie se mantuvo inmóvil a pesar del viento, el ruido y los láse¬res. Seis Túnicas Rojas
corrieron para colocarse a su lado, con las electropicas activadas y zumbando al unísono con
el sable láser de la Jedi. Antes de poder dar dos pasos dentro del cuarto, los droides cayeron
indefensos, sin piernas y sin cabeza. Los láseres desviados por el sable azulado de Allie salie-
ron por la ventana destrozando a otros droides que esperaban para saltar de la nave al interior
del edificio.
Por un momento, Shaak Ti estuvo segura que Allie iba a saltar a bordo de la flotante fragata,
pero demasiados droides se lo impedían. Mante¬niendo a Palpatine agachado, lo sujetó por la
túnica y lo arrastró por el cuarto mientras desviaba con su sable láser los disparos que rebota-
ban en las paredes y el techo.
Los droides de combate frenaron su ataque. En el exterior, la fragata tenía que soportar el
fuego graneado de varios flotadores. Mientras Allie y los Túnicas Rojas se encargaban de los
pocos droides que quedaban en la sala, la nave separatista se dejó caer entre las nubes, perse-
guida por los láseres de los flotadores.
Tras dejar a Palpatine bajo la custodia de dos guardias, Shaak Ti corrió hacia la ventana y es-
crutó las nubes, buscando al enemigo. Pero había poco que ver, excepto furiosos intercambios
de luz azul y escarlata.
Se volvió hacia Isard.
—Alerta a Seguridad de que el general Grievous ha penetrado el perímetro.
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 193

En otra parte en el cuarto, Pestage ayudaba a Palpatine a ponerse en pie. —¿Nos acompañará
ahora, señor?
Palpatine lo miró con ojos desorbitados. Isard señaló hacia uno de los cuartos adyacentes.
—La suite tiene un turboascensor secreto que lleva hasta un hangar seguro del nivel medio.
Un helicóptero blindado espera para transportar al Canciller hasta un complejo de búnkeres
en el Distrito Sah’c.
—Negativo —cortó Shaak Ti, agitando su cabeza—. Grievous sabía lo bastante como para
atacar este ático. Debemos suponer que también conoce esa ruta de escape.
—No podemos llevarlo a un refugio público —protestó Isard.
—No —aceptó Shaak Ti—. Pero hay otras formas de llegar a ese complejo.
—¿Por qué no usar los turboascensores privados del República Quinientos? —preguntó tino
de los guardias de seguridad—. Podemos ir hasta la planta principal y desde allí acceder a
cualquier plataforma de ate¬rrizaje.
Stass Allie asintió con la cabeza, antes de girarse hacia Palpatine.
—Canciller Supremo, sus guardias van a rodearlo para protegerlo. No intente salir de ese
círculo bajo ninguna circunstancia. ¿Entendido?
—Haré lo que quieran.
Allie esperó a que los Túnicas Rojas se reunieron en tomo a Palpatine.
—¡Ahora...! ¡Rápido!
Cuando llegaron al vestíbulo. Shaak Ti utilizó su comunicador para llamar a Mace Windu.
—Mace, Grievous está en Coruscant —dijo en cuanto oyó su voz.
—Escucho —la respuesta le llegó en medio de la estática, pero inteligible.
—La ruta de huida del Canciller puede presentar riesgos —siguió ella—. Nos dirigimos hacia
los subsótanos del República Quinientos. ¿Puede reunirse con nosotros?
—Kit y yo estamos cerca.
Haciéndose sitio en el turboascensor junto a Stass Allie, los guardias de Palpatine, los con-
sejeros y el personal de seguridad de la República. Shaak Ti clavó los ojos en el contador
luminoso de los pisos.
Nadie habló hasta que el vehículo llegó al primer subnivel.
—Aquí no —ordenó Shaak Ti al encargado de seguridad más cercano al panel de control—.
Cuanto más abajo vayamos, mejor.
—¿Hasta el fondo? —preguntó el hombre.
—Hasta el fondo.
Otra vez.
El turboascensor los dejó cerca de donde la Jedi estuvo pocas horas antes, aunque en el lado
opuesto del túnel que llevaba al hangar oriental. Mientras corrían por el túnel, Shaak Ti se
tomó un momento para buscar con la mirada al equipo del capitán Dyne. Considerando todo
lo que había pasado desde que se separó de ellos, era probable que Dyne y el coman¬dante
Valiant hubieran pospuesto la búsqueda del escondite de Sidious. O quizás siguieran allí, en
algún rincón del subsótano. Justo antes de entrar en el túnel, creyó entrever un plateado droide
de protocolo, que bien podía ser TC-16. corriendo hacia la salida del hangar oriental.
El túnel estaba más oscuro de lo debido a aquella hora del día, y la parte baja de los desfila-
deros que formaban los edificios lo estaba todavía más.
—Esperen aquí —ordenó Shaak Ti a los Túnicas Rojas y a Palpatine. Stass Allie fue hasta el
centro de la plataforma y miró hacia arriba, hacia las fachadas de los edificios que los rodea-
ban por completo.
194 JAMES LUCENO

—Las fuerzas de Grievous deben de haber destruido el espejo orbital que alimenta este sector.
Shaak Ti estudió el poco cielo que podía verse desde aquellas profun¬didades.
—El escudo ha caído. También habrán destruido el generador.
—Buscaré un vehículo que confiscar —dijo Allie.
Shaak Ti apoyó una mano en su antebrazo.
—Demasiado arriesgado. Tenemos que permanecer tan cerca del suelo como podamos.
Allie indicó la escalera que llevaba hasta la plataforma del tren magnético.
—No nos llevará hasta la misma puerta del complejo de búnkeres, pero sí muy cerca.
Shaak Ti sonrió y volvió a activar el comunicador.
—Mace, otro cambio de planes...
ooku se arrastró por el suelo hasta salir de debajo de las vigas de plastiacero y
de los pedazos de ferrocemento. Se puso en pie, todavía tembloroso, y miró los restos de la
sala de control con sorprendido escepticismo. ¿Tan debilitado estaba el domo de contención
como para colapsarse por el impacto de rebote de unos cuantos láseres?, ¿o fue la rabia de
Skywalker la que hizo que el techo se viniera abajo?
Si Dooku no hubiera saltado en el último segundo, ahora estaría sepul¬tado como los dos
Jedi, bajo los cascotes que cubrían la sala de archivos. Estaba seguro de que seguían vivos,
pero al menos estaban atrapados... que es lo que habían planeado desde el principio.
Pero Skywalker... Suponiendo que se hubiera vuelto tan poderoso como para derribar el domo,
aquello era una prueba más de lo que podría llegar a ser algún día. ¿O no? Porque admitir
cualquier explicación alternativa significaba aceptar que Skywalker era en potencia una ame-
naza mucho mayor para los Sith de lo que ellos mismos podían suponer.
Inicialmente le alegró observar que Skywalker y Kenobi por fin habían aprendido a luchar
juntos, que su camaradería los había vuelto muy pode¬rosos. Complementaban sus fuerzas y
compensaban sus debilidades. Ke¬nobi utilizaba toda su innata capacidad de discreción para
equilibrar el descuidado abandono del joven Skywalker. Podría haber seguido contemplán-
dolos hasta que se hiciera de noche en Tythe. Y deseó que el general Grievous hubiera estado
allí para presenciar aquella demostración.
Ahora no estaba tan seguro.
¿Y si esto nos hubiera matado a todos?, pensó, sacudiéndose el polvo y dirigiéndose a la sali-
da de la destrozada instalación.
¿Y si Grievous se había excedido y destruido Coruscant? ¿Y si Sidious había sido derrotado
y encarcelado? ¿Y si, después de todo, los Jedi habían terminado triunfando?
¿Qué ocurriría entonces con su sueño de una galaxia controlada por su mano?
En Vjun, Yoda dejó implícito que el Templo Jedi siempre estaría abier¬to para un eventual re-
torno de Dooku... Pero no. No existía retorno del Lado Oscuro, y menos de las profundidades
en las que él se había sumer¬gido. ¿Qué le esperaba entonces al Conde Dooku de Serenno?
196 JAMES LUCENO

¿Una tran¬quila y vigilada jubilación en algún lugar perdido de la galaxia?


Dependía de lo que ocurriese en los próximos días estándar.
Dependía de si el plan de Sidious tenía éxito en todos los frentes..., incluso pese a los cambios
introducidos por culpa de la estupidez de Nute Gunray.
Fuera, bajo el cielo amarillo y gris de Tythe, su balandro lo esperaba. Y, junto a él, el droide
piloto.
—Un mensaje grabado —anunció el droide—. Del general Grievous.
—¡Pásamelo! —ordenó Dooku mientras se apresuraba por la rampa del balandro y la cubierta
principal llena de instrumentos.
Una holoimagen del ciborg flotaba en medio de un halo de luz azul.
Dooku se quitó la polvorienta capa, mientras el FA-4 activaba la gra¬bación.
—Lord Tyranus —dijo Grievous, moviéndose de repente y arrodillán¬dose—. El Canciller
Supremo Palpatine pronto será nuestro.
Dooku suspiró satisfecho.
—Ya era hora —murmuró.
Como si volviera a la vida, se situó ante la parrilla de transmisión y envió un simple mensaje
de contestación:
—General, enseguida me reuniré contigo.
os ojos de Padmé parpadearon hasta enfocar el rostro familiar y sonriente de Mon
Mothma.
—No está bien dormirse en el trabajo, senadora —oyó decir a Mon Mothma como si estuvie-
ran bajo el agua—. Tenemos que sacarla de aquí.
Padmé tomó conciencia de sí misma y comprendió que estaba reclinada en el asiento trasero
del flotador de Stass Allie. Su cabeza se apoyaba sobre el brazo izquierdo de Mon Mothma, y
tenía la impresión de que sus orejas estaban rellenas con algodón.
—¿Cuánto...?
—Sólo un momento —aclaró Mon Mothma con el mismo tono suba¬cuático—. No creo que
te golpearas la cabeza. Parecías estar bien después de la caída, pero de repente te desplomaste.
¿Puedes moverte?
Padmé se sentó y vio que los mecanismos de seguridad del flotador habían funcionado en el
último segundo. Un poco mareada, pero ilesa, se apartó el pelo de la cara.
—Apenas puedo oírte.
Mon Mothma la miró en silencio. Después extendió una mano para ayudarla a bajar de la
nave.
—Ten cuidado, Padmé. Vamos, deprisa.
—Estrellarme no entraba en mis planes.
Mon Mothma la ayudó a bajar del flotador. Bail y C-3PO ya estaban escondidos tras el pedes-
tal de una escultura moderna.
—La Maestra Allie no parece ser propensa a demandar por daños y perjuicios —decía el
droide.
Todavía mareada, Padmé descubrió que se habían estrellado en la plaza frente al centro co-
mercial Embassy, arrasando al mismo tiempo un enorme holoanuncio y tres paneles de no-
ticias. Aparentemente, la habilidad de Bail consiguió evitar que aplastasen a los peatones,
que también hicieron todo lo posible por apartarse de la nave en cuanto vieron que ésta se
les echaba encima. O quizá se apartaron ante la caída previa de una nave derribada por el
198 JAMES LUCENO

fuego separatista, un vehículo de la policía militar, similar a un deslizador de Naboo, ahora


incrustado contra la fachada del cen¬tro comercial y vomitando humo. En la plaza, cerca del
vehículo, podían verse los calcinados cadáveres de tres soldados clon.
La realidad se impuso sobre Padmé con ruido ensordecedor, luz cegado¬ra y olores acres.
Desde muy cerca le llegaron gemidos angustiados y gritos de terror, y en las gradas situadas
muy por encima de la plaza sonaban dis¬tantes descargas de artillería. Más arriba todavía,
los rayos de plasma sur¬caban el cielo. Los incendios proliferaban. las detonaciones retum-
baban...

Padmé vio una mancha de sangre en la mejilla de Bail.


—Está herido...
—No es nada —respondió él, quitándole importancia—. Además, tenemos cosas más impor-
tantes de qué preocupamos.
Ella siguió su mirada y comprendió de inmediato por qué los habitantes de Coruscant huían
del puente colgante que unía dos edificios, comunicando el centro comercial con las entradas
del nivel medio del Hospital Senatorial. Cinco cazas buitre habían aterrizado al otro lado del
puente y se reconfiguraban para adoptar su modo patrulla. Un instante después, unas gárgolas
de cuatro patas, con cabezas desplegadas en su parte delantera y sensores rojos como la sangre
arterial, avanzaban por la plaza del hospital sembrando la destrucción a su paso. Sus cuatro
cañones láser apuntaban hacia las profundidades, pero de los lanzacohetes encajados en su
fuselaje semicircular volaban torpedos dirigidos contra los aerotaxis y las naves que intenta-
ban aterrizar en las plataformas de emergencia del hospital y las entradas de los túneles que
conducían a los refugios del Senado...

Los TABA de la República descendían de la Plaza del Senado para atacar a los droides de tres
metros y medio de altura, pero ahora guardaban una distancia prudencial. Pilotos y artilleros
estaban claramente preocu¬pados, no querían añadir disparos de armas de energía o proyec-
tiles EMP al actual caos.

—Monstruosidades xi charrianas —apuntó Mon Mothma.


Padmé recordó haber contemplado desesperanzada. desde las altas ven¬tanas del palacio de
Theed, a los escuadrones de cazas buitre llenando el cielo de Naboo como criaturas liberadas
por la oscuridad y surgidas de alguna tenebrosa cueva...
Cogidos en el fuego cruzado, los peatones corrían por el puente col¬gante queriendo refugiar-
se en el centro comercial Embassy, nivel medio del edificio Memorial Contrarrevolucionario
Nicandra, pero éste había bajado las gruesas rejas de seguridad de las entradas, dejando que
las multitudes se las apañaran como pudieran.
Padmé volvió a sentir una terrible debilidad.

Las masas de aterrorizados ciudadanos estaban sufriendo lo mismo que habían sufrido en
sus carnes los últimos tres años los habitantes de Jabiim, Brentaal e innumerables mundos
más, atrapados en una guerra ideológica, casi siempre debido a las simples circunstancias o
a la situación estratégi¬ca de su planeta. Atrapados entre un ejército droide, liderado por un
autoproclamado revolucionario y un carnicero ciborg, y un ejército de soldados surgido de
un tanque de crianza, comandados por una orden monástica de Caballeros Jedi que una vez
fueron los pacificadores de la galaxia.
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 199

Atrapados, sin pertenecer a un bando o al otro.


Era trágico e insensato, y Padmé hubiera llorado por todo ello si sus actuales circunstancias
hubieran sido diferentes. Se sentía enferma y desesperada por el futuro de la vida inteligente.
—Palpatine nunca sobrevivirá políticamente a este desastre —estaba diciendo Mon Moth-
ma—. Enviar tantas naves y tropas para asediar los mundos del Borde Exterior... Es como si
esta guerra que tan empeñado estaba en ganar, nunca pudiera llegar hasta Coruscant.
Bail frunció el ceño.
—No sólo sobrevivirá, sino que esto lo reafirmará. El Senado será cul¬pabilizado por votar
una escalada de las hostilidades, y mientras nosotros nos enzarzamos en una batalla de acusa-
ciones y contraacusaciones. Palpatine aprovechará para adquirir más y más poder. Al lanzar
este ataque, y seguramente sin pretenderlo, los separatistas han jugado a su favor.
Padmé quería discutir con él, pero no tenía fuerzas.
—Todos están locos —seguía Bail—. Dooku, Grievous, Gunray. Palpatine...
Mon Mothma asintió con tristeza.
—Los Jedi pudieron detener esta guerra..., pero ahora sólo son peones de Palpatine.
Padmé cerró los ojos. Aunque pudiera reunir la energía suficiente, ¿qué podía decirles, si su
propio marido era uno de ellos, era... un general? ¿Qué le habían hecho los Jedi a Anakin
arrancándolo de Tatooine, de su niñez, de su madre? Ella misma había insistido en que Anakin
fuera un Jedi, en que aceptase la tutela de Obi-Wan. Mace y los demás, en que perpetuase la
mentira que era su vida privada como esposo y esposa.
Se abrazó a sí misma.
¿Qué le había hecho a Anakin? ¿Qué les había hecho a ellos dos?
La voz de Bail la sacó de su autocompasión.
—Vienen hacia aquí —apuntó un dedo al lado opuesto de la plaza—. Están cruzando el puen-
te.
En alguna parte de los cerebros electrónicos de los droides buitres había surgido una revela-
ción: no sólo los puentes colgantes ofrecían una mejor posición para disparar contra los edifi-
cios y las naves de ambos lados del cañón, sino que, más importante aún, los helicópteros de
la República no se atreverían a disparar contra ellos para no destruir el puen¬te y que cayese
sobre las atestadas aceras de más abajo. O sobre el tren mag¬nético que circulaba doscientos
pisos más abajo.
—Quizá si pidiéramos refugio a los propietarios del centro comercial, éstos levantarían la reja
de seguridad para nosotros... —sugirió C-3PO. Bail miró a Padmé y a Mon Mothma.
—Tenemos que mantener a esos droides en el lado contrario del puen¬te para que los heli-
cópteros puedan destruirlos.
Mon Mothma señaló el vehículo militar derribado.
—Creo que se me ocurre una manera.
El helicóptero se hallaba a cincuenta metros escasos de la base de la escultura. Sin intercam-
biar una sola palabra más, los tres corrieron hacia él.
—¿En qué estaba pensando yo? —gritó C-3PO, mientras los veía regis¬trar los restos en bus-
ca de armas—. ¡Nunca aceptan la salida fácil!
Los tres humanos volvieron cargados con tres rifles láser.
—Al mío no le queda mucha energía —dijo Bail mientras revisaba el que tenía entre las ma-
nos—. ¿Y el tuyo?
—Apenas tiene combustible —respondió Padmé.
Mon Mothma sacó la célula de energía del suyo.
200 JAMES LUCENO

—Vacío.
—Tendremos que apañárnoslas con lo que nos queda —dijo Bail, desa¬lentado.
Agachándose tras el pedestal, Padmé y él apuntaron cuidadosamente hacia el droide más
cercano.
Por entonces, tres de las gárgolas buitre ya se encontraban en medio del puente, disparando al
azar. Sus torpedos explotaban contra las fachadas de los edificios provocando avalanchas de
ferrocemento y duracero reforzado que caía contra plazas, plataformas de aterrizaje y balco-
nadas, enterrando bajo ellas a cientos de desgraciados habitantes de Coruscant.
—Disponte a correr en cuanto disparemos —ordenó Bail. Señaló hacia uno de los paneles de
noticias que habían sobrevivido a la caída de ambas naves—. Nos refugiaremos detrás de eso.
Padmé centró el droide en el punto de mira de su rifle y apretó el gati¬llo. Los primeros dis-
paros hicieron poco más que captar la atención de la máquina, pero los siguientes empezaron
a destrozar sus componentes vita¬les. Los droides se retiraron un par de pasos hacia la Plaza
del Hospital, sólo para lanzar un trío de torpedos hacia ellos.

Pero Padmé y los demás ya no estaban allí. Un torpedo impactó contra el pedestal, reduciendo
la escultura a pedazos. El segundo destrozó lo que quedaba del flotador de Stass Allie. Y el
tercero detonó contra la reja de seguridad del centro comercial, abriendo un boquete. Los pea-
tones que se encontraban a ambos lados del agujero se abalanzaron hacia él, luchando entre
sí para ser los primeros en refugiarse en el interior del edificio. Padmé creyó que alguno de
los buitres dispararía contra la multitud, pero los droides habían abierto su guardia al centrar
la atención en sus agreso¬res, y los helicópteros lo aprovecharon. Convergentes rayos láser
surgieron de las alas y las torretas de los TABA.
Dos droides explotaron.

Uno dio media vuelta para responder al ataque, pero ya era tarde. Los misiles de los helicóp-
teros le destrozaron primero la pata izquierda, des¬pués la cabeza y por último el resto, es-
parciendo pedazos por toda la plaza. Los dos buitres supervivientes regresaron al puente para
incrementar sus posibilidades de supervivencia.
Bail y Padmé dispararon contra ellos, pero los droides no se detuvieron.
—¡Y yo que pensaba que el Senado era un campo de batalla! —excla¬mó Mon Mothma.
La visión del humo que salía de los agujeros abiertos en el fuselaje del droide más cercano
hizo reaccionar al droide que tenía detrás. El droide pasó junto a su camarada herido y entró
en la plaza del centro comercial con sus sensores rojos brillando, buscando a Padmé y los de-
más, que ya corrían hacia un nuevo refugio que los protegiera de los torpedos de los buitres.
Un helicóptero hizo una pasada rápida, pero no encontró un ángulo de tiro adecuado.
—Mi rifle se ha quedado sin energía —dijo Bail, dejando caer su arma.
Padmé miró el indicador digital de su rifle.
—El mío también.
C-3P0 agitó la cabeza.
—¿Cómo voy a explicar todo esto a R2-D2?
Reemprendieron la carrera, intentando llegar hasta el agujero abierto en la reja de seguridad
del centro comercial, pero el droide se movió para interceptarlos. Entonces, con una especie
de deleite sádico, hizo retroceder a los cuatro hasta la pared del Edificio Nicandra.
La rabia, nacida de instintos tan viejos como la vida misma, empezó a crecer en Padmé. Esta-
ba a punto de lanzarse contra la enorme máquina para intentar destrozarle los sensores de su
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 201

cabeza en forma de lágrima, cuando el droide se inmovilizó, obviamente escuchando alguna


lejana comunicación. Retractó la cabeza, convirtió sus patas semejantes a tijeras en alas, y se
lanzó por el borde de la plaza hacia el desfiladero de abajo.
El droide que se encontraba en el puente hizo lo mismo, llevándose tras él a dos helicópteros
que no querían abandonar la persecución.

Padmé fue la primera en llegar hasta la barandilla del puente. Muy abajo, el tren magnético
del Distrito del Senado se dirigía hacia el Sur, a través del túnel aéreo que le haría cruzar el
Complejo Heorem, de un kiló¬metro de extensión, hasta llegar al rico distrito Sah’c.
Los dos droides buitre descendían para unirse a una fragata separatis¬ta que ya perseguía al
tren.
ómo había sabido Grievous que debía atacar el República Quinientos?, se
preguntó Mace mientras el tren de suspensión magnética viajaba a trescientos kilómetros por
hora hacia el túnel que lo conduciría hasta el Distrito del Senado.
Kit Fisto, Shaak Ti, Stass Allie y él habían subido al tren en la plataforma del República
Quinientos, y se encontraban en el vagón que los Túnicas Rojas del Canciller Supremo ha-
bían requisado a la fuerza, el segundo de un convoy de veinte. Mace tuvo un atisbo fugaz de
Palpatine a través de un hueco en el círculo protector que los guardias mantenían en torno a
él, con su cabeza de melena gris agachada, en una postura que tanto podía expresar angustia
como profunda concentración.
¿Cómo lo había sabido Grievous?, volvió a preguntarse Mace.
Muchos habitantes de Coruscant sabían que Palpatine tenía una suite en el República Qui-
nientos, pero su situación exacta era un secreto bien guar¬dado. Y lo que era más importante,
¿cómo sabía Grievous que Palpatine se encontraba allí y no en alguno de sus muchos despa-
chos?
No todo podía ser responsabilidad de Dooku.
Era concebible que Dooku le hubiera dado a Grievous los datos de las hiperrutas que bor-
deaban los límites exteriores del Núcleo Profundo, ya que el Conde pudo extraerlos de los
archivos Jedi antes de abandonar la Orden, probablemente mientras borraba de los bancos
de datos cualquier mención sobre Kamino. De la misma forma, Dooku pudo proporcionar
las coordenadas orbitales de los satélites de comunicaciones y de los espejos, y hasta la in-
formación táctica respecto a la localización de los generadores de escudo de superficie. Pero
Palpatine fue elegido Canciller Supremo des¬pués de que Dooku abandonase Coruscant para
regresar a Serenno, y, por entonces, unos trece años atrás, Palpatine aún vivía en una torre
cerca del Edificio del Senado.
Así que, ¿cómo sabía Grievous que tenía que ir al República Quinientos?
¿Sidious?
Si era verdad que cientos de senadores estaban bajo la influencia del Señor Sith, aunque fue-
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 203

ra durante un corto espacio de tiempo, éste pudo tener acceso a los niveles más elevados de
información confidencial. Tal como temía el Consejo Jedi, la red de agentes de Sidious podía
haberse infil¬trado hasta los mismos mandos militares de la República. ¡Y eso sugería que el
ataque a Coruscant podía haberse planeado desde muchos años antes!
Mace captó otra imagen de Palpatine, aislado por las flotantes túnicas rojas de sus guardias
personales. No era el mejor momento para interro¬garlo acerca de sus confidentes más ínti-
mos.

Pero Mace haría todo lo posible para encontrar tiempo.


Se preguntó por un momento qué habría sido del equipo del capitán Dyne. En el supuesto de
que éste hubiera cancelado la búsqueda de Sidious al poco de comenzar el ataque, Inteligencia
no habría enviado un segundo equipo de búsqueda para unirse a Dyne y Valiant, pero tam-
poco habían recibido noticias de ellos, ni siquiera al restablecerse las comunicaciones con el
Distrito del Senado.
Shaak Ti tampoco vio rastro de ellos mientras escoltaba a Palpatine por el subsótano del Re-
pública Quinientos.
¿Habrían sido Dyne y sus comandos víctimas del ataque de Grievous? ¿Estarían atrapados en
alguna parte, bajo una nave de transporte derribada o bajo toneladas de cascotes de ferroce-
mento?

Otra preocupación más acosaba a Mace.


Los demás vagones del tren estaban repletos de personas que intenta¬ban huir del Senado y
de los distritos financieros. De no ser por la inter¬vención de Palpatine, sus guardias habrían
requisado todo el convoy, pero el Canciller Supremo no les dejó hacer algo así. Shaak Ti ha-
bía contado a Mace y a Kit la inicial negativa del Canciller Supremo a abandonar su suite, y
Mace no sabía cómo tomárselo. Al menos ahora ya iban camino del búnker. La línea de tren
magnético no llegaba hasta el complejo, pero la primera parada en Sah’c quedaba cerca de un
sistema de puentes colgan¬tes y turboascensores que sí lo hacían.
La luz se filtraba en el vagón a través de las ventanas tintadas.

El tren estaba entrando en el túnel Heorem, una especie de madriguera que no sólo permitía el
paso del veloz tren, sino que también acomodaba dos líneas de autonavegación y tráfico libre
en cada dirección, atrave¬sando algunos de los edificios más grandes del Distrito del Senado.
Las líneas que se dirigían hacia el Sur, a la derecha del convoy, se alejaban del distrito y es-
taban atestadas de transportes públicos y aerotaxis. En contraste, las que se dirigían al Norte
iban casi vacías, ya que el tráfico era des-viado para que no llegase al Distrito del Senado.
Un borrón de luz pasó junto al costado izquierdo del vagón y atrajo la atención de Mace, que
se acercó a la ventana más próxima. Por el carril que se dirigía hacia el Norte, pero volando
en dirección contraria, hacia el Sur, dos droides buitre intentaban alcanzar el tren. Antes de
que Mace pudiera gritar una sola palabra de advertencia, el cañonazo de una de las naves ene-
migas abrió una serie de agujeros en la achatada nariz de un transporte que circulaba por el
carril autonavegable. El transporte explotó instantáneamente, enviando una lluvia de metralla
contra los vehículos que lo rodeaban y casi arrancando al tren magnético de su rail-guía.
Los gritos de los habitantes de Coruscant llegaron hasta el vagón de Palpatine.
—¡Cazas buitre! —gritó Mace a los Jedi y a los Túnicas Rojas.
Bajando la ventana, vio cómo uno de los droides se elevaba por encima del tren para descen-
204 JAMES LUCENO

der al lado opuesto, en medio de la ruta libre, dando origen a una sucesión de colisiones que
desparramó deslizadores, aerotaxis y aeroautobuses por todo el túnel. Dos vehículos chocaron
de costado con el tren y rebotaron hasta la calzada autonavegable, iniciando una segunda serie
de accidentes fatales.
El droide responsable de las colisiones ascendió repentinamente y desapareció de la vista. Un
segundo después, un penetrante sonido metálico llegaba hasta Mace procedente de alguna
parte detrás del tren. Miró por el cristal tintado y vio cómo llovían chispas por los costados
redon¬deados del vagón. Por las rejillas de ventilación empezó a entrar un olor a metal fun-
dido. Del vagón siguiente al de Palpatine les llegó un tumulto de lamentos aterrorizados y el
golpeteo de manos y pies contra la puerta que comunicaba ambos vagones.
Un weequay que formaba parte del personal de seguridad del tren y que viajaba en ese vagón
miró a Mace.
—¡No podremos contenerlos!
Mace se giró hacia Shaak Ti y Allie.
—¡Trasladad al Canciller al próximo vagón!
Shaak Ti lo contempló como si se hubiera vuelto loco.
—¡Está atestado de gente, Mace!
—Ya lo sé. ¡Busca una solución!
Hizo una seña a Kit Fisto y se dirigió con él al fuelle de seguridad que unía los vagones. Am-
bos activaron sus sables láser. Al ver los sables púr¬pura y azul, los pasajeros aglomerados
frente a la ventanilla de la puerta empezaron a retroceder, luchando contra los que seguían
empujando para acceder al vagón delantero.

Cuando despejaron los alrededores de la puerta que comunicaba los vagones, Mace dijo al
weequay que la abriera. Sin vacilar, Kit y él atrave¬saron el fuelle y entraron en el vagón,
donde pasajeros de distintas espe¬cies se apiñaban en los asientos a ambos lados del ancho
pasillo. El vien¬to aullaba en todo el vagón a causa de un dentado boquete abierto en el techo,
a través del cual se habían dejado caer media docena de droides de infantería.
Mace se permitió un instante de perplejidad. Los droides de combate no podían provenir de
los cazas que había visto, y eso significaba que una tercera nave separatista volaba cerca del
tren.
Los droides abrieron fuego.
A los pasajeros pegados a las ventanas la situación debía de parecerles desesperada. No por-
que los dos Jedi no pudieran desviar la lluvia de láse¬res dirigidos contra ellos, sino porque
no podrían desviarlos sin que algu¬no rebotase contra los ocupantes del vagón. Pero los pasa-
jeros no sabían que uno de los Jedi era Mace Windu, del que se rumoreaba había destrui¬do
en combate personal un tanque sísmico en Dantooine, y que el otro era Kit Fisto, el héroe
nautolano de la Batalla de Mon Calamari.

Juntos, devolvieron algunos láseres contra los mismos droides que los habían disparado.
Otros los enviaron siseando a través de la abertura del tejado, logrando además alcanzar en el
vientre a uno de los cazas buitre, enviándolo a su muerte en algún lugar bajo la vía magnética.
Chispas y humo revoloteaban por todo el vagón, brazos y piernas metálicos volaron incontro-
lablemente, pero Mace y Kit recurrieron a la Fuerza para contro¬larlos. Algunos habitantes de
Coruscant recibieron el impacto de miem¬bros descontrolados, pero el Jedi se ocupó contra
viento y marea de que ninguno recibiera una herida grave.
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 205

En cuanto cayó el último droide, Mace saltó hacia arriba, a través del agujero del techo, y
aterrizó agachado en el tejado, con el viento azotando su túnica y su cráneo afeitado. Sólo la
Fuerza impidió que saliera despedido. Con todos sus sentidos alerta, vio una nave separatista
ocultarse tras el último vagón del convoy. Más lejos, pero acercándose rápidamente, iban dos
helicópteros de la República.
Miró instintivamente a la derecha, y un segundo droide buitre entró en su campo de visión.
Al verlo, el droide roció el tejado del vagón con sus láseres. Mace se volvió de cara al viento
y centró toda su atención en saltar por encima del agujero del techo del vagón. El caza buitre
viró, situándose directamente sobre el desgarrón abierto por su compañero y reorien¬tando
sus cañones.

En lo que seguramente hubiera sido un gesto fútil, Mace levantó su sable láser.
Pero el droide nunca llegó a disparar. Con las alas agujereadas y los repulsares dañados por
los proyectiles disparados desde los helicópteros que lo perseguían, el caza buitre se desplo-
mó sobre el techo del tren, rodó, rebotó y se perdió de vista.
Desactivando sus sables. Mace se dejó caer por el agujero del techo y corrió con Kit hacia el
segundo vagón, ahora lleno con los consejeros de Palpatine y los pasajeros que las Maestras
Jedi y los Túnicas Rojas habían trasladado del primer vagón del tren. Mace y Kit lo cruzaron
y llegaron hasta el actual vagón del Canciller Supremo, al mismo tiempo que el convoy salía
del túnel. Estaba anocheciendo y los altos edificios del Oeste lan¬zaban sus enormes sombras
sobre los cañones de la ciudad y las atestadas vías públicas bajo la línea del tren magnético.

Palpatine estaba de pie en el centro del cordón protector que los Túnicas Rojas seguían for-
mando a su alrededor. Shaak Ti y Stass Allie miraban hacia la parte trasera del convoy por una
ventana que habían roto deliberadamente.
—Esos cazas podrían habernos hecho descarrilar fácilmente con un torpedo —dijo Shaak Ti
a Mace y a Kit mientras se acercaban. Mace se apoyó en el marco de la ventana.
—Y los droides de combate no caen del cielo. Hay una tercera nave. Los ojos negros de Kit
señalaron a Palpatine.
—Lo quieren vivo.
Acababa de decir aquellas palabras cuando algo golpeó el tren con fuerza suficiente como para
que todos los ocupantes se vieran zarandeados de un lado a otro del vagón. Los Túnicas Rojas
apenas habían recu¬perado el equilibrio cuando el techo empezó a resonar con la cadencia
de unos pasos pesados y metálicos que avanzaban hacia ellos desde la parte trasera del tren.
—Grievous —gruñó Mace.
Kit guiñó uno de sus ojos.
—Volvemos al baile.
Dirigiéndose rápidamente al vagón agujereado, volvieron a saltar al techo. Tres vagones más
atrás se encontraban el general Grievous y dos de sus droides de élite, con las capas resta-
llando tras ellos a causa del viento y sus electropicas cruzadas en ángulo sobre sus amplios
pechos.

Más atrás todavía, anclado al techo del tren gracias a su tren de aterri¬zaje en forma de garras,
se encontraba la fragata de la que había desem¬barcado aquel espantoso trío.
Sin detener su avance. Grievous sacó dos sables láser del interior de su ondulante capa. Cuan-
do los conectó. Mace ya estaba encima de él, inten¬tando mantener a raya las dos hojas, ro-
206 JAMES LUCENO

dando bajo las piernas artificiales del general y atacando su máscara con aspecto de esqueleto.
Los sables láser vibraron y sisearon al chocar entre ellos, entre estalli¬dos de luz cegadora.
En un rincón de su mente, Mace se preguntó a qué Jedi habrían pertenecido los sables de
Grievous. Así como la Fuerza impedía que el viento arrastrase a Mace del techo del vagón,
alguna especie de magnetismo mantenía al general anclado sobre el metal. No obstante, aquel
anclaje ayudaba al ciborg, pero también lo limitaba en sus movi¬mientos, y Mace nunca per-
manecía mucho tiempo en el mismo lugar. Las tres hojas chocaron una y otra vez, atacando
y bloqueando.

Como Mace ya sabía por Ki-Adi-Mundi y Shaak Ti, Grievous era un experto en las artes Jedi.
Pudo reconocer la mano de Dooku en el entrenamiento y la técnica del general. Sus golpes
eran tan poderosos como los que podía asestar Mace, y su velocidad era cegadora.
Pero Grievous no conocía el vaapad, la técnica de la finta oscura que Mace dominaba.
En la parte trasera del convoy, la pareja de MagnoGuardias de Grievous cometieron el error
de enfrentarse a Kit Fisto. El sable del nautolano era un ciclón de llameante luz azulada. Re-
sistentes a las descargas de energía del sable láser, las electropicas eran armas potentes, pero,
como sucede con cualquier arma, necesitaban impactar contra un blanco para ser eficaces, y
Kit no estaba dispuesto a permitirlo. Con movimientos que envidiaría un bailarín de twi’leko,
daba vueltas en torno a los guardias, apuntando a una extremidad distinta en cada rotación:
pierna izquierda, brazo derecho, pierna derecha...

La velocidad del tren hizo el resto, empujando finalmente a los droides hacia el cañón como
si estuviera arrancando insectos del parabrisas de una motojet.
La pérdida de sus guardias fue registrada por el ordenador al que pudie¬ra estar conectado el
cerebro orgánico de Grievous, pero eso no lo distrajo ni lo frenó. Su única preocupación era
el ataque. Ese mismo ordenador había analizado la técnica de Mace y sugirió a Grievous que
cambiase su actitud v su postura, además del ángulo de sus paradas, respuestas y estocadas.
El resultado no era vaapad, pero se acercaba bastante, y Mace no esta¬ba interesado en pro-
longar aquel combate más de lo necesario.
Agachándose, anguló el sable en posición descendente y abrió el techo del vagón perpendicu-
larmente al avance de Grievous. Por la sorprendida mirada de los ojos reptilescos del ciborg,
Mace vio que, pese a toda su fuer¬za, destreza y decisión, su parte viva no siempre estaba
en perfecta sincronización con sus servos metálicos. El antiguo Grievous, el valiente coman-
dante de tropas de carne y hueso, comprendió lo que Mace había hecho y quiso esquivar la
trampa, pero el actual general Grievous, comandante de droides y otras máquinas de guerra,
sólo quería empalar a Mace con sus dos hojas.

La garra izquierda de Grievous resbaló en el agujero hecho por el sable de Mace, perdió su
asidero magnético en el techo e hizo que el general vaci¬lase. Mace se irguió, dispuesto a
hundir su sable en las entrañas de Grievous, pero una rápida y última conexión de las cibersi-
napsis del gene¬ral hizo girar el torso del ciborg para que sus brazos armados con los sables
describieran un arco paralelo al suelo que, de conseguir su propósito, habría cortado la cabeza
de Mace mandándola a las profundidades del cañón por el que discurría el tren. En cambio,
Mace saltó hacia atrás, quedando fuera del alcance de las hojas, y envió un empujón de Fuerza
con¬tra Grievous en el instante en que el impulso de su fallido golpe lo dejaba desequilibrado.
El general se deslizó por el costado del vagón, girando y retorciéndose. Mace intentó seguir
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 207

la caída del general, pero lo perdió de vista.


¿Había caído al cañón? ¿Había conseguido clavar sus garras de duranio en el costado del va-
gón o incluso aferrarse al propio rail del tren magnético?

Mace no tuvo tiempo de resolver el rompecabezas. A cien metros de distancia, la fragata reco-
gía el tren de aterrizaje y se alzaba del techo del tren empleando sus repulsores. Los disparos
de uno de los helicópteros perseguidores obligaron a la nave separatista a virar y descender.

Mace y Kit vieron cómo ambas naves revoloteaban en torno al tren, intercambiando fuego
constante. Acercándose al morro del tren, dentro del cual se encontraban los controles mag-
néticos, la fragata empezó a girar hacia el Oeste para desviarse al Este en el último momento.
Lo malo es que el helicóptero perseguidor ya había disparado sus armas contra él.
Taladrado por un enjambre de luces letales, el sistema de control mag¬nético estalló en mil
pedazos y el tren entero empezó a caer.
n la oscuridad, enterrado vivo, Anakin buscó con sus senti¬mientos. Mentalmente
vio a Padmé asediada por una criatura enorme, oscu¬ra, con cabeza mecánica, al borde de
un profundo abismo y con su mundo vuelto del revés. Un ataque por sorpresa. Enemigos
entablando combate. La tierra y el cielo devorados por el fuego. Humo ondeando en el aire,
ennegreciéndolo todo.
Muerte, destrucción, engaño... Un laberinto de mentiras. Su mundo vuelto del revés.
Sintió escalofríos, como si se hubiera zambullido en gas líquido. Un ligero contacto lo rom-
pería en un millón de fragmentos.
Su miedo por Padmé se extendió hasta que no pudo ver nada más. La voz de Yoda en su oído:
“El Miedo lleva a la cólera, la cólera al odio, y el odio al Lado Oscuro...”
Temía tanto perderla como retenerla a su lado, y el dolor de esa con¬tradicción le hizo desear
no haber nacido nunca. No encontraba alivio ni en la Fuerza. Como le había dicho Qui-Gon,
necesitaba centrarse en la rea¬lidad. Pero, ¿cómo?
¿Cómo?
Qui-Gon, que había muerto..., aunque, para su joven mente, los Jedi no podían...
Junto a él, Obi-Wan se movió y tosió.
—Te has vuelto terriblemente bueno destruyendo cosas —dijo—. En Vjun necesitaste una
granada para causar tanto destrozo como aquí. Anakin expulsó las visiones de su mente.
—Ya te dije que ahora era más poderoso.
—Entonces haznos un favor y sácanos de aquí debajo.
Tuvieron que utilizar la Fuerza, las manos y las espaldas para liberarse. Una vez en pie se mi-
raron mutuamente, estaban llenos de polvo de la cabeza a los pies a causa de los escombros.
—Adelante —dijo Anakin—. Si no lo dices tú, lo diré yo.
—Si insistes... —Obi-Wan resopló para expulsar el polvo de su nariz—. Esto hace que casi
sienta nostalgia de Naos III.
—Repítelo con más sentimiento.
—En otro momento. Lo primero es Dooku.
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 209

Tras abrirse camino entre los restos del domo, los pedazos de droides, las sepultadas piezas
de mobiliario y las volcadas estanterías de holodocumentos, corrieron hacia la plataforma de
desembarco a tiempo de ver cómo el balandro de Dooku se perdía en el espacio, como uno
más entre las doce¬nas de naves separatistas que se alejaban.
—¡Está huyendo, es un cobarde1 —escupió Obi-Wan.
Anakin contempló el balandro durante unos segundos, antes de volverse hacia su compañero.
—Esa no es la razón, Maestro. Nos han engañado. Tythe nunca fue el objetivo... El objetivo
éramos nosotros.
erdiendo velocidad y elevación, el tren magnético cayó sobre el rail guía que se pro-
yectaba desde el borde de la línea de rascacielos de Sah’c Canyon. Dos docenas de vagones,
dos de ellos con el techo agujereado, emitieron chirridos y crujidos metálicos en contrapunto
a los sollozos y gemidos de los pasajeros.
Mace y Kit mantuvieron el equilibrio sobre sus pies, se guardaron el sable láser en el cinturón
y se dejaron caer en el interior de uno de los vagones tan suavemente como se lo permitió la
Fuerza. El tren basculó perezosamente de lado a lado, como azotado por las corrientes tér-
micas. Pero el aire en los niveles medios debía ser sereno con el tráfico detenido en ambas
direcciones.
Un rápido vistazo al costado derecho del vagón dio a Mace la expli¬cación.
Los viejos puentes voladizos fijados en las fachadas de los edificios empezaban a doblarse por
el peso del tren.
En la distancia se oían las sirenas, a medida que los vehículos de emergencia se apresuraban
a sus destinos. A la izquierda del herido tren mag¬nético, dos enormes plataformas repulsaras
se acercaban precavidamente.
Mace y Kit permanecían inmóviles como estatuas, esperando que el convoy se apaciguara.
Cuando el movimiento oscilante se redujo, presionaron el mecanismo de apertura de la puerta
y entraron en el primer vagón.
El tren continuó protestando con un peculiar surtido de sonidos pro¬ducidos por la tensión del
metal, pero los pilares de sostén resistieron.
Unos cuantos segundos más.
Entonces, los soportes del rail situados bajo el centro del tren se desprendieron del borde del
cañón con un ruido explosivo, llevándose consi¬go parte del rail. El tren empezó a caer por el
hueco, y se habría desplomado completamente, de no haber muchos vagones de la parte de-
lantera y trasera que aún permanecían sujetos al rail y que soportaron el peso de los que ahora
formaban un triángulo invertido en el hueco de los pilares caídos. Aun así, los ciudadanos de
la parte trasera del convoy se vieron lan¬zados hacia delante, mientras los ocupantes de los
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 211

vagones delanteros sintieron que tiraban de ellos hacia atrás.


Al entrar en el vagón de Palpatine. Mace y Kit llamaron a la Fuerza para impedir que todos
sus ocupantes rodasen hacia la puerta del vagón. En el extremo opuesto, Shaak Ti y Stass
Allie mantenían al Canciller Supremo en pie.
Sonidos estridentes surgieron del rail guía. Otros dos vagones del tren magnético resbalaron
y se colaron por el hueco, alargando la “V” formada por los vagones colgantes. Los ocupan-
tes del convoy gritaron aterrorizados, sujetándose lo mejor que podían o abrazándose unos a
otros para apo¬yarse mutuamente.
Mace se sumió en la Fuerza y canalizó toda su energía para que los Túnicas Rojas y los de-
más no se movieran de su sitio. Se preguntó si Kit, Shaak Ti, Allie y él, actuando al unísono,
podrían soportar todo el tren, pero rechazó la idea de inmediato.
Para eso necesitarían a Veda.
Quizás a cinco Yodas.
Inesperadamente, una sensación de alivio fluyó a través de él.
—Los repulsores de emergencia —dijo Kit.
El tren se tambaleó una vez más, pero esta vez debido al efecto de los repulsores en los vago-
nes hundidos en el agujero que empezaran a nivelarse.
Por entonces, también el par de plataformas habían llegado hasta el lado izquierdo del tren,
y las naves de emergencia se acercaban desde todas partes. Mace pudo sentir una creciente
sensación de desesperación en los vagones, a medida que los pasajeros se abalanzaban frené-
ticos hacia la sali¬da, y supo que aquello empeoraría, ya que no se permitiría salir a ninguno
mientras Palpatine no fuera puesto a salvo.
Kit y él hicieron todo lo posible para acelerar su rescate. En segundos, llevaron a todos los
ocupantes del primer vagón hasta una de las plataformas. Apenas podía verse a Palpatine,
apretujado entre sus Túnicas Rojas. La plataforma se separó del tren magnético para alejarse
antes de que uno solo de los pasajeros, incluidos los consejeros de Palpatine, pudiera subir a
la plataforma gemela.
El aire estaba lleno de naves de escolta y de helicópteros, dos de las cua¬les aterrizaron so-
bre la plataforma mientras se acercaba al margen orien¬tal del desfiladero formado por los
edificios. Dos pelotones de comandos bajaron de ellas y asumieron posiciones defensivas en
todo el perímetro de la plataforma. Tras ellos, cuatro Caballeros Jedi se apresuraron a unirse
a Shaak Ti y Stass Allie para proteger a Palpatine.
Mace reconoció el más chamuscado de las fragatas: era la que había perseguido a la nave de
Grievous. Se acercó a él e indicó por señas al pilo¬to que levantase la capota de la cabina.
Haciendo pantalla con las manos, gritó:
—¿Qué ha pasado con la fragata?
—Mi compañero está persiguiéndola, general —respondió el piloto—. Estoy esperando no-
ticias suyas.
—¿Se cayó Grievous del tren magnético?
—Yo estaba demasiado lejos para ver mucho, señor, pero no le vi ni caerse ni volver al tren.
Mace repasó mentalmente lo sucedido. Se vio empujando a Grievous del techo del vagón
gracias a la Fuerza; vio a Grievous cayendo por el borde hasta salir de su campo de visión,
hacia el raíl o el desfiladero que los rodeaba. La fragata del ciborg se desprendió del tren, des-
cendiendo por el cañón antes de que el segundo helicóptero empezase su carrera en espi¬ral
alrededor del tren...
Mace cerró los puños y se giró hacia Kit.
212 JAMES LUCENO

—La fragata pudo recogerlo... No sé cómo —volvió a mirar al piloto—. ¿Nada todavía?
—Estoy recibiendo una transmisión, señor... Sector H-Cincuenta-Dos. Mi compañero está
persiguiéndola ahora mismo. Será mejor que vaya con él.
—El general Fisto y yo iremos con usted.
Mace se giró hacia Shaak Ti, Allie y los cuatro Caballeros Jedi recién llegados. Shaak asintió
con la cabeza antes de que dijera una sola palabra.
—Tranquilo, nosotros nos encargaremos de escoltar al Canciller el resto del camino hasta el
búnker.

Shaak Ti fue la última en abordar el helicóptero que llevaría a Palpatine al refugio situado
en lo más profundo de los estrechos cañones que fracturaban el exclusivo barrio de Sah’c
Palpatine permanecía de pie, rodeado por el contingente de Túnicas Rojas, silencioso, en la
parte trase¬ra de la bodega de carga. Parecía pálido y débil entre sus llamativos pro¬tecto-
res, despeinado y con la túnica arrugada. Stass Allie y los cuatro Caballeros Jedi que Yoda
había enviado desde el Templo permanecieron cerca de la puerta, hombro con hombro, junto
a los comandos y los agen¬tes del Gobierno. Shaak Ti conocía de vista al Jedi humano y a la
hembra twi’leko, pero no lograba recordar si había coincidido con los otros dos..., un talz y
un ithoriano. Los cuatro parecían bastante capaces, pero espera¬ba no encontrarse en alguna
circunstancia en la que tuvieran que demos¬trar sus habilidades.
Momentos antes, el helicóptero que llevaba a Mace y a Kit se había diri¬gido hacia el Norte,
de vuelta al Distrito del Senado, para continuar la per¬secución de la fragata de Grievous. El
helicóptero de Palpatine volaba hacia el Sur, y ya empezaba a descender. El crepúsculo había
caído en los bordes del desfiladero de edificios. Los cielos de Coruscant, rotos por los acon-
tecimientos de aquel día, eran un torbellino de colores rojo sangre, naranja y lavanda. Bajo
ellos, los edificios y vías públicas estaban iluminados.
Otro helicóptero se unió al del Canciller Supremo a medio camino del suelo del desfiladero,
escoltándolo desde estribor y ligeramente a popa, a través de las numerosas revueltas y giros
que acabaron llevándolos hasta la estructura en forma de montaña que servía como complejo
de búnkeres.
Un giro final al Norte llevó a los dos helicópteros hasta la boca de una estrecha quebrada
urbana sobre la que flotaron unos momentos, los necesa¬rios para que desconectasen el es-
cudo de partículas que protegía los refugios, los centros de comunicaciones tácticas, las pla-
taformas de aterrizaje y la red de túneles que comunicaban a unos con otros. Podía llegarse
hasta el complejo por medios alternativos, y, en circunstancias normales, Palpatine habría
sido conducido por un repulsor a través de los profundos túneles que llegaban del República
Quinientos, de la Gran Rotonda y del Edificio Administrativo del Senado, pero la quebrada
era el mejor camino para entrar cuando se llegaba desde el oeste de los Distritos Financieros
u Senatoriales.
Shaak Ti no se relajó hasta que los helicópteros atravesaron la brillante pantalla protectora y
recibieron las trayectorias de aproximación para el aterrizaje.
Su suspiro de alivio pareció eterno.
El helicóptero de escolta se había adelantado y ya se había posado en tierra cuando Shaak Ti y
el resto llegaron unos momentos después. Apenas tocó suelo la nave que llevaba al Canciller
Supremo, la puerta lateral se abrió hacia fuera y hacia atrás, y los Túnicas Rojas condujeron
a toda prisa a Palpatine hasta un deslizador a la espera. Los comandos que lo habían acompa-
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 213

ñado se quedaron para reforzar el contingente de soldados del búnker.


Shaak Ti ordenó a los cuatro Caballeros Jedi que acompañasen a los Túnicas Rojas, prome-
tiendo que más tarde Stass Allie y ella se reunirían con ellos, en cuanto informasen al Templo
de su llegada.
Las dos mujeres Jedi vieron cómo el deslizador se metía en el ancho túnel de acceso al búnker.
Allie empuñó su comunicador y apretó el botón de “LLAMADA”. Tras varios intentos falli-
dos de hablar con el Templo, miró a Shaak Ti.
—Demasiadas interferencias. Alejémonos un poco de la nave.
Esas interferencias las salvaron de la explosión que envolvió y consu¬mió el helicóptero. La
onda expansiva prendió en sus túnicas y las lanzó diez metros por los aires. Shaak Ti logró
mantener la consciencia y apro¬vechó la inercia para rodar por el suelo hasta el borde de la
plataforma del desembarco. Stass Allie yacía inmóvil en el suelo, boca abajo. El proyectil que
había destruido el helicóptero había sido lanzado por la nave que se les había unido como es-
colta. La misma nave que ahora disparaba sus caño¬nes para destruir el resto de helicópteros
y aniquilar a los soldados.
Shaak Ti vio que varios soldados saltaban de las puertas del helicópte¬ro y corrían a una velo-
cidad asombrosa hasta la boca del túnel de acceso. Hincó una rodilla en tierra para levantarse
y se acercó a Stass Allie, inten¬tando apagar las llamas que habían prendido en su capa.
Allie se agitó y se levantó apoyándose en las palmas de las manos.
—No te muevas —le advirtió Shaak Ti.
Mientras el helicóptero alzaba el vuelo, buscando una mejor posición sobre la plataforma de
desembarco, tropas adicionales aparecieron de algún lugar situado bajo la propia plataforma.
Granadas cohete se elevaron hacia la nave, y algunas penetrando por las barquillas de los
motores repul¬sores. La detonación resonó por toda la quebrada y lanzó ardientes trozos de
metal en todas direcciones.
Shaak Ti se dobló sobre sí misma y hundió la cabeza en el pecho para intentar protegerse.
Una oleada de intenso calor bañó a Allie y a ella, y a su alrededor resonó el golpeteo de una
granizada de fragmentos.
Uno de los últimos en caer, apenas a dos metros de su cara, fue la cabe¬za carbonizada de un
droide de combate.
ace y Kit permanecían de pie junto a la puerta abierta del helicóptero republica-
no, que volaba entre las mónadas y los rascacielos del Distrito del Senado. Tenían delante la
fragata de Grievous, que daba bruscos giros a derecha e izquierda mientras dispara¬ba conti-
nuamente contra su perseguidor.
Mace retrocedió un paso dentro del helicóptero y vio pasar los láseres cerca de la abertura,
casi rozando el ala izquierda. Le corroía por dentro el que les hubiera costado tan poco ras-
trear y alcanzar la nave separatista. Ni Kit ni él podían evitar la sensación de que la fragata
prácticamente los había esperado sobre el edificio del Senado, y que sólo entonces intentó
huir. Pero, ¿cómo pudo eludir al helicóptero original que lo había perse¬guido a través del
túnel de Sah’c?
Mace se apoyó en la escotilla del artillero y gritó para que lo oyera:
—¿Dónde está tu compañero de escuadrilla?
—Perdido, señor. Ni siquiera aparece en la pantalla táctica.
—Puede que lo hayan derribado —sugirió Kit.
—No creo —respondió Mace, frunciendo el ceño—. Aquí hay algo que no encaja.
Por encima de ellos, los proyectiles rugían al ser lanzados, y una explo¬sión levantó ecos en
los edificios que los rodeaban. Humo negro y escombros cayeron más allá de la puerta, y el
artillero lanzó un aullido de alegría.
—¡Lo tenemos, señor! ¡Está en llamas y cae hacia la superficie!
Mace y Kit se asomaron a tiempo de ver cómo la fragata se inclinaba hacia un lado y después
descendía rápidamente en espiral.
—¡Piloto, no lo pierda! —gritó Mace.
Esquivando un abismo en la parte este del Senado, la nave chocó con¬tra la esquina de un
hangar y empezó a desintegrarse. El piloto del heli¬cóptero logró esquivar los cascotes que
caían del edificio y siguió el descenso de la nave condenada. La colisión con el hangar había
frenado su giro, y ahora caía como una piedra, directamente hacia el Bulevar Uscru brillan-
temente iluminado y que, afortunadamente, estaba libre de tráfico. Chocó de morro contra el
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 215

pavimento y estalló en llamas, abriendo un agujero en la calle y destrozando las ventanas de


los edificios contiguos.
Manteniendo una distancia de seguridad, el piloto del helicóptero conectó los repulsores y
descendió flotando suavemente hasta aterrizar en el borde del cráter. Mace. Kit y una docena
de comandos saltaron a tierra para asegurar la zona. Casi de inmediato se congregó una mul-
titud de sorprendidos espectadores, y en la distancia se dejaron oír las sirenas de los vehículos
de emergencia.

Con los sables láser conectados, los dos Jedi estudiaron el lugar del impacto, atentos al menor
movimiento. La nave estrellada se había abier¬to desde su popa hasta un costado, y podía ver-
se claramente el interior. No había ni rastro de Grievous ni de ninguno de sus guardias de élite.
Sólo droides de combate: entremezclados y fundidos, retorcidos en formas peculiares.
—Puedo aceptar que Grievous cayera del tren magnético —afirmó Mace—, pero no que sólo
incluyera dos de sus droides de élite en una misión como ésta.
Kit contempló el cielo nocturno.
—Puede que exista una segunda nave de asalto.
—¡Piloto! —gritó Mace—. Comuníquese con el búnker del Canciller Supremo, y que se pre-
paren para abrir el escudo y recibirnos.

Grievous y seis MagnoGuardias abrieron un sangriento camino a tra¬vés de los anchos pasi-
llos que llevaban hasta al santuario de Palpatine. Soldados republicanos, clones y no clones,
caían ante los sables láser de Grievous y las letales electropicas de su élite. Tras ellos, el nido
de la refriega en la plataforma de desembarco aumentaba con rapidez. Al menos la escaramu-
za serviría para matara dos Jedi y unas cuantas docenas de soldados, se dijo Grievous.
De momento, todo iba bien..., aunque hubieran tenido que cambiar el plan.

En el apartamento de Palpatine, Grievous había conseguido engañarlos a todos dejando que


vieran su fragata y trasladándose después, junto con sus droides de combate, al helicóptero
de la República que Lord Tyranus le prometió que estaría esperándolos. Había tenido que
improvisar cuando los protectores de Palpatine optaron por seguir una ruta alternativa hasta
el búnker, y había disfrutado persiguiendo al tren magnético... Por no hablar del breve duelo
sostenido en el techo del convoy.

Tyranus le había advertido sobre la destreza de Mace Windu con el sable, y ahora lo enten-
día. Su literal “paso en falso” lo había avergonzado, y se sentía agradecido de que los dos
MagnoGuardias que había llevado con él no sobrevivieran para presenciarlo. De no haberse
sujetado en el último momento al rail del tren magnético para ser rescatado más tarde por el
helicóptero prestado, no habrían servido para nada todos los esfuer¬zos del Clan Bancario
empleados en su reconstrucción.
Pero como todo había salido bien, ahora recompensaría a los separatis¬tas con algo más va-
lioso que sus créditos. Quizás con un medio para pro¬clamarse vencedores de aquella guerra.
Grievous y sus cinco droides supervivientes llegaron al búnker, deflectando el fuego de los
tres soldados que guardaban la entrada, y luego los decapitaron. La férrea puerta de forma
hexagonal era inmune a los rayos láser, las radiaciones o los pulsos electromagnéticos. Grie-
vous era cons¬ciente de que sus sables láser abrirían un agujero en la puerta, pero, aunque eso
habría aumentado el dramatismo de su entrada, optó por la segunda mejor opción.
216 JAMES LUCENO

Utilizó el código que Tyranus le había proporcionado.


—No hagáis daño al Canciller bajo ninguna circunstancia —ordenó a sus droides mientras se
abrían las distintas capas de la compuerta.
El asombro que vio en el rostro de Palpatine y de su cuarteto de Caballeros Jedi asegura-
ron a Grievous que no podía haber hecho una entrada más dramática. Un enorme escritorio
dominaba la redonda estancia, cuya circunferencia estaba formada por bancos de consolas
de comunica¬ciones. En el centro de la pared curva opuesta a la entrada había una segunda
puerta. Enmarcado en la apertura poligonal, Grievous concedió un momento a sus oponentes
para que activasen sus sables láser, electropicas y otras armas. Con sus manos en forma de
garra y sin ningún problema, des¬vió la descarga inicial de disparos láser antes de empuñar
dos de sus sables.
Su descaro hizo que los Jedi lo atacaran al unísono, pero desde los pri¬meros momentos
del combate supo que no tenía de qué preocuparse. Comparados con Mace Windu, aquellos
cuatro eran simples novicios, cuyas técnicas estaban entre las primeras que Grievous había
dominado.

Tras él, sus droides de élite sólo tenían un propósito en sus mentes electrónicas: destrozar a
los guardias y soldados que formaban un semicír¬culo protector delante de Palpatine. Altos,
elegantes, imponentes con sus túnicas rojas y sus máscaras, los protectores del Canciller Su-
premo esta¬ban bien entrenados y luchaban con pasión. Sus puños y sus pies eran rápidos y
potentes, y sus picas pinchaban y cortaban a través de las armaduras casi impenetrables de
los droides. Pero no eran rivales para las máquinas de guerra programadas para matar con
todos los medios posi¬bles. Quizá si Palpatine hubiera sido lo bastante inteligente como para
rodearse con Jedi de verdad, Jedi del calibre de Windu y Pisto Kit, el resul¬tado habría sido
diferente.
Mientras intercambiaba golpes con sus cuatro adversarios, al fin y al cabo para eso habían
ido allí, Grievous vio que seis soldados y tres Túnicas Rojas caían bajo las electropicas de
sus MagnoGuardias. Uno de sus droides también había caído, pero seguía peleando desde el
suelo, pese a estar ciego y verse salvajemente acuchillado por las armas de los Túnicas Rojas.
Y aque¬llos que seguían en pie cambiaban sus estrategias de combate y sus movimientos para
adaptarlos a las posiciones defensivas de sus contrincantes.
Grievous disfrutaba enfrentándose simultáneamente a tantos Jedi. Habría prolongado el duelo
de no ser el tiempo tan importante. Fintó con el sable de la mano derecha y cortó la cabeza
de un Jedi con el de la izquier¬da. Distraído al pisar sin querer con su pie derecho la cabeza
rodante de su camarada, el ithoriano bajó su guardia una fracción de segundo y recibió como
castigo una estocada en el corazón que lo hizo caer de rodillas, antes de derrumbarse de bru-
ces.
Retrocediendo dos pasos para asimilar lo que había pasado, los dos Jedi restantes volvieron a
atacar a Grievous, girando y brincando a su alrede¬dor como si realizaran una demostración
de artes marciales. Grievous sacó dos sables más de su cinturón, empuñándolos con los pies,
mientras los repulsores antigravedad de sus piernas lo alzaban del suelo, consiguiendo así ser
un poco más ágil, tal como la Fuerza hacía con los Jedi.
Eran sus cuatro sables contra los dos de los Jedi. El duelo había cerrado el círculo.
Girando, le cortó al talz la mano con la que empuñaba el arma, luego uno de sus pies y final-
mente acabó con su vida. Una neblina sanguinolen¬ta flotó en el aire hasta que fue aspirada
por los acondicionadores de aire.
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 217

Intimidó a la cuarta Jedi haciendo girar sus cuatro sables a la vez, trans¬formándose en una
verdadera picadora de carne. El miedo floreció en los oscuros ojos de la twi’leko cuando ésta
retrocedía. Sabía que ya estaba muerta, pobrecita cosa. Pero Grievous la recompensó con
cierta dignidad, permitiendo que le diera algunas estocadas en sus antebrazos y hombros.
Las quemaduras del sable láser apenas hicieron algo más que agregar un nuevo olor a la sala.
Animada, reanudó su ataque, pero estaba agotándose rápidamente, intentando amputar uno de
sus miembros..., herirlo de alguna forma.

¿Y todo ello para qué?, se preguntó Grievous. ¿Por un tímido anciano que ahora estaba pega-
do a la pared trasera del búnker? ¿Un supuesto cam¬peón de la democracia que había lanzado
su ejército de clones contra los comerciantes, constructores y transportistas que se opusieron
a su Gobier¬no..., a su República?
Lo mejor que puedo hacer por la Jedi es librarla de su desgracia, pensó Grievous. Y lo hizo de
una sola estocada en el corazón... Cualquier otra forma hubiera sido cruel.
Un poco más allá, sus tres droides supervivientes resistían bien contra cinco Túnicas Rojas.
Con el tiempo en contra, no dudó en intervenir en la pelea. Al darse cuenta, uno de los guar-
dias amagó un giro a la izquierda y pivotó hacia la derecha, con su electropica levantada a la
altura de la cara. Un movimiento que Grievous apreció en lo que valía, aunque ya no esta¬ba
en el lugar que el guardia esperaba encontrarlo. Utilizando dos sables a la vez, le separó la
cabeza del tronco. Al próximo le atravesó por detrás ambos riñones. Abrió la parte posterior
de los muslos de un tercero y destripó a un cuarto.

Cuando intentó localizar al último guardia, resultó que ya estaba muerto.


Con un gesto, Grievous ordenó a su élite que vigilase la puerta hexago¬nal del búnker. Enton-
ces, desactivando los sables láser, se volvió hacia Palpatine.
—Ahora, Canciller, vendrá con nosotros —anunció.
Palpatine ni siquiera protestó.
—Será una verdadera pérdida para las fuerzas que representa. El comentario tomó a Grievous
por sorpresa.
—¿Me está elogiando?
—Cuatro Caballeros Jedi, todos esos soldados y guardias... —respondió Palpatine, gesticu-
lando ampliamente—. ¿Por qué no espera a que lleguen Shaak Ti y Stass Allie? —inclinó la
cabeza a un lado—. Creo que ya las oigo venir. Después de todo son Maestras Jedi.
Grievous no respondió inmediatamente. ¿Intentaba engañarlo Pal¬patine?
—Tendrá que ser en otra ocasión —dijo por fin—. Una nave nos espe¬ra para sacarlo de Co-
ruscant... y de su querida República.
Palpatine se burló con una sonrisa de desprecio.
—¿De verdad cree que ese plan tendrá éxito?
Grievous le devolvió la mirada.
—Es usted más arrogante de lo que esperaba, Canciller. Pero sí, el plan tendrá éxito... para su
desgracia. Matarlo sería un placer para mí, pero tengo mis órdenes.
—Así que usted recibe órdenes —dijo Palpatine, moviéndose con una deliberada lentitud—.
Entonces, ¿cuál de nosotros es el lacayo? —Antes de que Grievous pudiera contestar, agre-
gó—: Mi muerte no hará que la guerra termine, general.
Grievous se había preguntado al respecto. Estaba claro que Lord Sidious tenía un plan, pero...
¿creía realmente que la muerte de Palpatine incitaría a los Jedi a rendir sus sables láser? ¿Pe-
218 JAMES LUCENO

diría el Senado que los Jedi dimitieran y se retirasen, atormentado por la muerte del Canciller?
¿Capitularía la República de repente tras tantos años de guerra?
El sonido de pisadas hizo que despertase y señaló la puerta trasera del búnker.
—Muévase —ordenó a Palpatine.

Los MagnoGuardias dieron un paso hacia Palpatine para asegurarse de que éste obedecía.
Grievous se apresuró hacia la consola de comunicaciones del búnker. El interruptor y el ta-
blero de control de la señal de emergencia estaban precisamente donde Tyranus le dijo que
estarían. Tras teclear el código que Tyranus le había proporcionado, Grievous presionó el
interruptor con su mano metálica.
Palpatine lo miró desde la puerta.
—Esto hará que todos los Jedi vayan a por usted, general... y lamentará haber convocado a
algunos de ellos.
Grievous le devolvió la mirada.
—Sólo si no me desafían.
as noticias del combate en la plataforma de desembarco del búnker llegaron hasta
Mace y Kit cuando volvían a Sah’c en el helicóptero. No tardaron mucho en reunir todas las
piezas del rompecabezas: los separatistas habían secuestrado un helicóptero republicano y
pasado el escudo del complejo de búnkeres cronometrando su llegada para coincidir con la
nave que transportaba a Palpatine, Shaak Ti y los demás. Un comandante CAR certificó que el
helicóptero secuestrado iba pilotado por droi¬des, pero no podía confirmar ni desmentir que
Grievous estuviera a bordo de la nave destruida.
Lo cual, de por sí, ya era motivo de preocupación.
Mace y Kit creían saber lo que había pasado, y esperaban equivocarse. Bajo la intensa luz
blanca de los focos, el helicóptero derribado por los RPG era una ruina llameante en el límite
de la plataforma de aterrizaje. Menos quedaba de la nave que había llevado a Palpatine hasta
el complejo. Las bajas provocadas por el ataque sorpresa, que ya sólo era una sorpresa más
entre muchas, habían sido retiradas de la escena, pero la plataforma seguía atestada por toda
una compañía de refuerzo, así como por dos AT-ST llevados hasta allí por los transportes
TABA.
Esta vez, Mace y Kit no esperaron a que el helicóptero tomase tierra. Saltando desde cinco
metros de altura, corrieron por la plataforma brillantemente iluminada directos al túnel de
acceso. Una vez dentro, sus temores se confirmaron al ver tres soldados arrastrando los restos
de un MagnoGuardia agujereado por más láseres de los que se hubieran necesi¬tado para
derribar un flotador de la policía.
El helicóptero secuestrado rescató a Grievous tras caer del tren magné¬tico, se dijo Mace.
Pero, ¿su caída había sido premeditada, parte de un plan intrincadamente elaborado, o Grie-
vous tenía previsto desde el principio raptar a Palpatine en el tren?
Fuera como fuese, ¿cómo pudo el general ciborg saber todo el personal que necesitaría para
llevar a cabo un plan tan atrevido?
A menos, claro está, que supiera anticipadamente cuántos Túnicas Rojas acompañaban a Pal-
patine y cuántos soldados y otros combatientes se encontraban en el complejo del búnker.
220 JAMES LUCENO

Cada metro del túnel les daba nuevas pruebas de la feroz lucha que había ocurrido en la forma
de comandos y demás seres muertos, desmem¬brados, decapitados, reventados a causa de las
armas EMP...
Cuando llegó a cuarenta. Mace dejó de contar.
La pesada puerta hexagonal donde terminaba el ensangrentado túnel estaba abierta. Si la lucha
hasta aquella puerta había sido feroz, lo del interior del búnker había sido salvaje. Stass Allie,
con la cara y las manos llenas de ampollas y la túnica chamuscada estaba arrodillada junto
a los cuerpos de los cuatro Caballeros Jedi con los que Mace había conversado brevemente
durante la evacuación del tren magnético. Sólo Grievous podía ser responsable de lo que les
había ocurrido. Y lo mismo podía decirse de los Túnicas Rojas, cuyos cadáveres habían sido
destripados por sables láser.
Grievous se había llevado los sables de los Jedi con los que había combatido.
También vio las carcasas de dos MagnoGuardias más.
Pero no había rastro de Palpatine.
—Señor, el Canciller Supremo ya no estaba cuando llegamos —explicó un comando—. Sus
captores huyeron del complejo por los túneles del Sur.
Mace y Kit desviaron su mirada hacia la puerta que llevaba a esos túne¬les. Después se vol-
vieron hacia Shaak Ti, que permanecía con la mirada perdida ante la mesa del holoproyector
del búnker. Cuando Mace se acer¬có a ella, prácticamente se derrumbó en sus brazos.
—Luché contra Grievous en Hypori —dijo débilmente—. Sabía de lo que era capaz, pero
esto... Y se ha llevado a Palpatine...
Mace la consoló.
—No nos chantajearán. El Canciller Supremo no lo permitirá.
—Puede que el Senado no esté de acuerdo contigo, Mace —Shaak Ti intentó recuperarse y
miró a su alrededor—. Grievous ha contado con ayuda. Ayuda de alguien muy cercano a la
cima.
Kit asintió con la cabeza.
—Descubriremos quién ha sido, pero nuestra prioridad es rescatar al Canciller Supremo.
—¿Cómo escaparon del complejo? —preguntó Mace al comando.
—Puedo enseñártelo —intervino Shaak Ti. Se dio media vuelta y activó una grabación de
seguridad donde se veía a Grievous y a varios de sus guardias humanoides arrastrando a
Palpatine hasta la plataforma Sur, matando a su paso al pelotón de soldados allí destinados,
abordando un trasbordador de tres alas, ascendiendo hacia las nubes del ocaso...
—¿Cómo han podido atravesar el escudo? —se extrañó Mace.
—De la misma manera que en el búnker, general.
A Mace ni siquiera se le había ocurrido preguntarlo. Suponía que lo habían hecho a la fuerza...
—Tenían los códigos de entrada al búnker, señor, así como los códigos establecidos hoy mis-
mo para anular la pantalla.
Mace y Kit se miraron desconcertados.
—¿Cuál es la actual situación del trasbordador? —interrogó Kit. El comando proyectó una
imagen en tres dimensiones del holoproyector.
—Sector I-Treinta-Tres, señor. Canal de autonavegación P-Diecisiete.
Varios helicópteros lo están persiguiendo.
Los ojos de Mace se abrieron alarmados.
—¿Saben los artilleros que el Canciller Supremo va en esa nave? ¿Saben que no pueden dis-
parar contra el trasbordador?
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 221

—Tienen órdenes de desactivarlo... si es posible. En todo caso, el trasbordador lleva escudo


y está blindado.
—¿Quién más está enterado del secuestro? —se interesó Kit—. ¿Se ha filtrado a los medios
de comunicación?
—Sí, señor. Hace unos momentos.
—¿Por orden de quién? —ladró Mace.
—De los principales consejeros del Canciller Supremo.
Shaak Ti soltó un bufido.
—El pánico se extenderá por todo Coruscant.
Mace cuadró los hombros.
—Comandante, reúna todos los cazas estelares disponibles. No podemos permitir que esa
nave llegue hasta la flota separatista.
ooku no había huido solo. Las únicas pruebas de la invasión de Tythe eran los res-
tos de las naves de guerra separatistas y repu¬blicanas que flotaban indolentemente a la luz
de las estrellas.
—Empezábamos a preguntamos si volverían alguna vez —dijo un jefe de escuadrilla humano
a Obi-Wan y Anakin a modo de bienvenida, apenas se encontraron en el hangar central del
crucero.
Obi-Wan descendió por la escalerilla de mano acoplada a la cabina del piloto.
—¿Hace mucho que los separatistas saltaron al hiperespacio? —Menos de una hora, tiempo
local. Supongo que se cansaron del vapu¬leo que les estábamos dando.
Saltando a la cubierta. Anakin soltó una carcajada ofensiva.
—Crea lo que quiera.
El jefe de cuadrilla alzó una ceja, desconcertado.
—¿Sabemos hacia dónde se dirigen? —preguntó Obi-Wan rápidamente.
El jefe de escuadrilla se volvió hacia él.
—La mayoría de las naves grandes saltó hacia el Borde Exterior, pero unas cuantas parecían
dirigirse hacia el sistema Nelvaan..., a unos trece pársecs de distancia.
—¿Cuáles son nuestras órdenes?
—Seguimos esperándolas. La verdad es que desde que entablamos combate no hemos podido
comunicarnos con Coruscant.
Anakin mostró un repentino interés por las palabras del otro.
—Quizás haya interferencias locales —apuntó Obi-Wan.
El jefe de escuadrilla pareció dudar.
—Otros escuadrones en otros sistemas nos han informado de que tampoco han podido comu-
nicarse con Coruscant.
Anakin lanzó a Obi-Wan una mirada amargada y empezó a alejarse.
—Anakin, por favor —rogó Obi-Wan, siguiéndolo.
—Nos equivocamos viniendo aquí, Maestro. Yo me equivoqué vinien¬do aquí. Era una tram-
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 223

pa y caímos en ella. Sólo querían alejarnos de Coruscant, puedo sentirlo.


Obi-Wan cruzó sus brazos sobre el pecho.
—Si hubiéramos capturado a Dooku, no dirías eso.
—Pero no lo conseguimos. Maestro. Eso es lo que importa. ¿Y ahora no podemos comunicar-
nos con Coruscant? ¿Es que no lo ves?
Obi-Wan reflexionó en sus palabras.
—¿Ver qué, Anakin?
Anakin abrió la boca, pero se arrepintió de lo que iba a decir y empezó de nuevo.
—Tendrías que mantenerme luchando. No tendrías que darme tiempo para pensar.
Obi-Wan puso las manos en sus hombros.
—Cálmate.
Anakin movió los hombros para librarse de él, con el fuego ardiendo en sus ojos.
—Eres mi mejor amigo. Sólo dime lo que debo hacer. ¡Olvídate por un momento que llevas
una túnica Jedi y dime lo que debo hacer!

Preocupado por la gravedad que desprendía la voz de Anakin. Obi-Wan se calló un instante.
—La Fuerza es nuestra aliada. Anakin. Cuando estamos en contacto con ella, todos nuestros
actos están de acuerdo con su voluntad. Tythe no fue una elección equivocada. Simplemente
ignorábamos que formaba parte de un plan más amplio.
Anakin agachó la cabeza con tristeza.

—Tienes razón, Maestro. Mi mente no es tan rápida como mi sable láser —contempló su
mano artificial—. Mi corazón no es tan inmune al dolor como mi mano derecha.
Obi-Wan sintió como si alguien hiciera un nudo con sus entrañas.
Había fallado a su aprendiz, a su mejor amigo. Anakin sufría, y el único bálsamo que podía
ofrecerle eran “tópicos” Jedi. Reprimió un estremecimiento. Abrió la boca para hablar, pero
el jefe de escuadrilla lo interrumpió.

—General Skywalker, algo tiene a su astromecánico muy agitado. Obi-Wan y Anakin se gira-
ron hacia el caza estelar de Anakin.
—¿R2? —dijo Anakin en tono interesado.
El astromecánico emitió pitidos, silbidos v chirridos.
—¿Comprende lo que dice el droide? —preguntó el jefe de cuadrilla a Obi-Wan mientras
Anakin se acercaba a su nave.
—A ese droide sí —explicó el Jedi.
Anakin empezó a subir por la escalerilla de mano.
—¿Qué ocurre, R2? ¿Algo va mal?
El droide silbó y piafó.

Metiéndose en la cabina abierta, Anakin conectó varios interruptores. Obi-Wan había llegado
hasta la base de la escalerilla, cuando oyó la voz de Palpatine surgir de los altavoces de la
nave: ‘Anakin. si recibes este men¬saje, es que necesito urgentemente tu ayuda...”
El comunicador del jefe de escuadrilla emitió una señal de alarma. Obi-Wan paseó la mirada
del jefe de escuadrilla a Anakin, y nuevamente al otro.
—¿Qué..., qué pasa? —preguntó ansioso.
—Un comunicado de Coruscant vía rayo denso —dijo el miembro de la tripulación. Escuchó
224 JAMES LUCENO

otro momento y agregó lleno de escepticismo—: ¡Señor, los separatistas han invadido el pla-
neta!
Obi-Wan lo contempló boquiabierto.
Sobre él, Anakin levantó la cara hacia el techo y emitió un largo gruñido.
—¿Por qué el destino siempre se ceba en las personas que son impor¬tantes para mí?
—Yo...
—¡Jefe de escuadrilla! —cortó Anakin—. ¡Recargue y rearme de inmediato nuestros cazas
estelares!
rievous les llevaba una buena ventaja.
Sentado en el sillón del copiloto de un crucero de la República, Mace asumió que no podrían
interceptar al trasbordador antes de que abandonase la atmósfera de Coruscant. Y puede que
tampoco antes de que se encontrara dentro del abrazo protector de la flota separatista.
No obstante, los cazas estelares convocados a toda prisa harían todo lo posible por que no
fuera así.
Teniendo acceso a los códigos de alta seguridad, Grievous podía haber trazado una ruta par-
ticular de lanzamiento para el trasbordador. Pero, al hacerlo, corría el riesgo de ser detenido
por una simple desactivación de la ruta, o mediante un rayo tractor. Por ello, había preferido
acogerse a la pro¬tección que le proporcionaba el tráfico estelar de una de las rutas públicas
autonavegables.
La policía, el Gobierno y los vehículos de emergencia podían utilizar las líneas de viaje libre
que corrían paralelas a las rutas autonavegables, pero, pese a esa ventaja, Mace y el crucero
de Kit todavía estaban a varios kilómetros de distancia del trasbordador. Bajo ellos, inmensas
zonas de oscuridad manchaban la perfección del circuito lumínico normal del lado nocturno
de Coruscant.
Al trasbordador le beneficiaba que las naves que lo rodeaban fueron obligadas por los siste-
mas de antenas direccionales de los rayos tractores orbitales a adquirir una velocidad estándar
de lanzamiento. Y la nave de tres alas se beneficiaba aún más de que Grievous fuera tan hábil
pilotando manualmente una nave como manejando los sables láser. Cada vez que los cazas es-
telares intentaban rodearla. Grievous metía al trasbordador entre otras naves, obligándolos a
realizar espirales a través del intenso tráfico, provocando colisiones o recurriendo a las armas
ligeras del vehículo si le parecía imprescindible.
Recién llegados a Coruscant, Agen Kolar, Saesee Tiin y Pablo-Jill habían estado a punto de
incapacitar al trasbordador dos veces, pero Grievous logró evadirlos utilizando los cañones
láser de su nave para destruir sendos trans¬pones y esparcir la carga tras ellos. Y el escudo y el
blindaje del trasborda-dor absorbía el impacto de las explosiones incluso cuando los tres Jedi
226 JAMES LUCENO

logra¬ban acercarse lo bastante para lanzarle descargas que pudieran desactivarlo.


A medida que la persecución llegaba al limite del campo gravitatorio, los pilotos Jedi ejecu-
taban maniobras que no se habrían atrevido a inten¬tar en las capas bajas de la atmósfera.
Los cazas serpenteaban entre las naves, disparando contra el trasbordador en cuanto tenían
oportunidad, chamuscándole alas y cola, intentando sobrecargar el generador del escu¬do.
Grievous era incapaz de igualar su maniobrabilidad, pero su respuesta a los ataques era dispa-
rar contra cualquier vehículo inocente que tuviera a la vista, obligando a los Jedi a retroceder
una vez más.
Cuando atravesaba la cubierta gaseosa de Coruscant, la ruta autonavegable se ramificaba
como la copa de un árbol. Los impulsores llamearon cuando las naves civiles en peligro to-
maron nuevas rutas para distanciarse de la refriega. Pero con el espacio entrecruzado por los
rastros de plas¬ma y las brillantes explosiones, la huida apenas era una opción. Aun así, mu-
chas naves intentaban seguir la curva gravitatoria hacia el hemisferio iluminado de Coruscant,
otras buscaban la seguridad de sus lunas, y otras más se dirigían hacia los puntos de salto más
cercanos.
Salvo el trasbordador, que aceleró directamente hacia el buque insignia de Grievous.
Lanzado a toda potencia hacia el crucero. Kit Fisto se unió a los tres cazas Jedi en su carrera
en pos del trasbordador. Por entonces, varias fra¬gatas y corbetas republicanas se desviaban
ya de la batalla principal para ayudar a interceptarlo.
Pese a sus malos presentimientos anteriores, Mace creyó por un ins¬tante que podrían con-
seguirlo.
Entonces vio con desaliento cómo quinientos cazas droide procedentes de los enormes brazos
curvos de un acorazado de la Federación de Comercio llegaban para proteger al trasbordador
en su vuelo hacia la libertad.

Padmé, Bail y Mon Mothma seguían las últimas noticias por el monitor de la HoloRed del
centro comercial de Embassy, en medio de una mul¬titud de varios centenares de seres con-
gregada en la plaza Nicandra. Al confirmarse los primeros rumores acerca del secuestro del
Canciller Supremo Palpatine, la pregunta que se hacían todos los presentes era: “¿Cómo he-
mos podido llegar a esto en sólo tres años?”
Los ejércitos del caos estaban en la órbita estacionaria de Coruscant, y su prisionero era el
amado líder de la República Galáctica. Para muchos, lo que antes sólo había sido una abs-
tracción pasaba a ser tina cruda realidad contemplada en directo por todo Coruscant y por la
mitad de la galaxia.
No obstante, a medida que el tiempo pasaba, Padmé empezó a notar un cambio en la muche-
dumbre. Aunque se estaba celebrando una batalla decisiva, y bastaba ver los fuegos artificia-
les en su propio cielo nocturno para comprobarlo, la mayoría de los habitantes de Coruscant
prefería mirar las imágenes en tiempo real. De esa forma era casi como mirar un excitante
drama de la HoloRed.
¿Serían capaces los cazas estelares de alcanzar al trasbordador donde Palpatine era prisionero
del monstruoso ciborg? ¿Podría explotar el trasbordador o el buque insignia que era su desti-
no? ¿Qué le ocurriría a la República si moría el Canciller Supremo o Coruscant era ocupado
por decenas de miles de droides de combate? ¿Acudirían al rescate los Jedi y su ejército de
clones?
Cuando Padmé no pudo seguir aguantando las imágenes tridimensio¬nales y los comentarios
del público, se abrió paso, intentando llegar hasta el perímetro de la multitud. Cuando lo con-
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 227

siguió, se apoyó en una baran¬da al borde de la plaza y alzó sus ojos al cielo.
Anakin, se dijo a sí misma, como si pudieran comunicarse mentalmente.
Anakin.
Las lágrimas corrieron por sus mejillas, y se las enjugó con el dorso de la mano. Ahora, su
tristeza era personal, no por Palpatine, aunque su secuestro la siguiera afectando. Lloraba por
el futuro que habrían podido compartir los dos. Por la familia que podrían haber formado.
Deseó, más que nunca, no haber jugado un papel destacado en los acontecimientos que dieron
origen a la guerra, sino haber sido simplemente un espectador más.
Vuelve a casa antes de que sea demasiado tarde.
Vio a C-3PO en compañía de un droide plateado de protocolo, que poco después desapareció
entre la muchedumbre.
—¿De qué hablabais, Trespeó? —preguntó, cuando éste se le acercó. —Un encuentro de lo
más curioso, señora —respondió C-3PO—. Creo que ese droide tan brillante se considera una
especie de vidente. Padmé lo miró extrañada.
—¿En qué sentido?
—Me ha dicho que huya mientras pueda, que llegan tiempos oscuros y que la línea que separa
el bien del mal se hará borrosa. Que lo que parece bueno demostrará ser malo, y que lo que
parece malo, demostrará ser bueno.
Sintiendo que no había terminado. Padmé esperó. Los fotorreceptores de C-3PO se enfocaron
en ella.
—Me ha dicho que, si me ofrecen un borrado de memoria, debería aceptarlo. Porque la única
alternativa sería vivir el resto de mis días en el miedo y la confusión.
l trasbordador de tres alas se arrastró, acosado por los disparos láser, hacia el hangar
del Mano Invisible. Grievous había manteni¬do el rumbo mientras se formaba un plan de
contingencia en su mente. Escuadrillas de cazas droide de la Federación de Comercio habían
abierto camino al trasbordador a través de las zonas de intenso combate, pero la pequeña y
vulnerable nave seguía sin estar a salvo. Muchos de los apasionados perseguidores de Grie-
vous se encontraban tan ocupados defendiéndose, que ya no representaban ninguna amenaza,
pero tres cazas habían conseguido mantenerse cerca del trasbordador y lo acosaban con¬ti-
nuamente con disparos controlados.
La persecución en el campo de gravedad y el retorcido vuelo hasta el crucero había castigado
a la nave. El motor sublumínico gemía, protestando, el escudo estaba peligrosamente debilita-
do y las armas sin munición. Al no saber en qué lugar de la nave se encontraba Palpatine, los
pilotos del trío de cazas tenían mucho cuidado al disparar sus láseres, pero cada impacto da-
ñaba un poco más a los estabilizadores y al generador del escu¬do. El plasma de las defensas
del Mano Invisible sólo los había incitado a acercarse aún más al trasbordador para utilizarlo
de la misma manera que Grievous utilizaba a Palpatine...: como escudo protector.
La voz mecánica de un droide de control se escuchó en los altavoces de la cabina del trasbor-
dador.
—General, ¿desea que despleguemos tri-cazas contra sus perseguidores?
—Negativo —respondió Grievous—. Reservadlos para cuando sean realmente necesarios.
Seguid con los cañones.
—General, nuestros ordenadores sugieren que, al estar tan cerca, el fuego de nuestros cañones
podría afectar al trasbordador.
Grievous no lo dudó. El casco temblaba bajo cada andanada del crucero.
—Preparad el rayo tractor —ordenó, tras pensárselo un momento—. Enfocadlo sobre noso-
tros cuatro. Una vez nos hayáis atrapado, llevadnos hasta el hangar..., aunque arrastréis tam-
bién a los cazas. Que nos esperen los droides de combate, por si fueran necesarios.
—Sí, general.
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 229

Grievous giró su asiento hacia Palpatine, atado en un sillón de acelera¬ción entre dos Mag-
noGuardias. El Canciller Supremo había sido inesperadamente dócil desde que dejaron el
búnker, aunque a veces recriminase a Grievous sus menos-que-perfectas habilidades como
piloto.
—¡Estúpido, vas a matarnos a los dos! —le había gritado repetidamente.
¿Qué creía Palpatine que le esperaba a bordo del Mano Invisible?, se había preguntado Grie-
vous. ¿Se engañaba creyendo que Lord Sidious y Lord Tyranus buscaban únicamente cobrar
un rescate? ¿Creería qué escaparía de alguna manara y conseguiría volver a Coruscant?
Una vez más, Grievous se cuestionó la innecesaria complejidad de los planes del Señor Sith.
¿Por qué no matar a Palpatine cuanto antes? Si no tuviera sus órdenes...
—¿Así que recibe órdenes? —se había burlado Palpatine.
¿Cuál de ellos era el lacayo?
—Sujétese, Canciller —dijo Grievous, volviendo a la realidad—. Esto puede ser duro.
Palpatine sonrió con desprecio.
—Con usted a los mandos, estoy seguro.
En cuanto Grievous volvió a mirar por la ventanilla, vio que los cañones delanteros del Mano
Invisible escupían gotas de fuego. Dos de los pilotos de los cazas debían haber presentido
algo, porque prácticamente se pegaron al trasbordador. Sacudida por las explosiones, la nave
dejó partes de sí misma flotando en el espacio, y todos los sistemas fallaron. Uno de los cazas
voló en pedazos, pero los otros dos perdieron poco más que sus alas.
El rayo tractor hizo presa en el trasbordador.
Y en los dos cazas estelares supervivientes.
Grievous pensó ordenar que vaciaran de aire el hangar. En alguna parte del trasbordador en-
contrarían un traje extravehicular para Palpatine. Pero el Canciller Supremo ya tenía bastantes
problemas con el fallo de los sistemas vitales.
Grievous tendría que encargarse de los pilotos de los cazas en cuanto las naves quedasen li-
bres del rayo tractor.
Apenas habían cruzado las tres naves el campo de contención del han¬gar, cuando cargas ex-
plosivas volaron las capotas de los cazas, y dos Caballeros, Jedi saltaron a cubierta empuñan-
do sus sables y desviando los láseres disparados por los droides de combate mientras corrían
hacia el trasbordador. Antes de que éste tocara tierra, uno de los Jedi ya había cla¬vado su
resplandeciente hoja azul en la compuerta de estribor.
Grievous corrió hacia popa a través del espeso humo, pero no se le pasó por alto la expresión
burlona de Palpatine.
—Sorpresa, sorpresa, general.
El ciborg sólo se detuvo un instante para replicar:
—Veremos quién es el sorprendido.
Vio cómo la hoja del sable láser se retiraba. Pero cuando cargó contra la compuerta y cayó
sobre cubierta, los Jedi ya se habían trasladado al lado opuesto de la nave. Y plantaron cara
contra los dos sables láser que Grievous sacó del interior de su capa, incluso mientras seguían
desviando los disparos de los droides.
El duelo se entabló a través de todo el hangar. Los droides de combate bajaron sus armas por
miedo a herir a Grievous. Estos Jedi eran más hábi¬les que los del búnker, pero no lo bastante
como para vencerlo. Los cuatro sables sisearon en el aire reciclado, bañando los bruñidos
mamparos con luz cruda y grandes sombras.
Un Jedi lo flanqueó y atacó.
230 JAMES LUCENO

Grievous esperó hasta el último momento para ordenar a sus piernas que lo alzasen unos
cuantos centímetros. Entonces, extendió sus sables láser hacia los lados, ligeramente orienta-
dos hacia abajo. Desviando las estocadas de sus adversarios, las hojas de Grievous agujerea-
ron los pechos de ambos. Retrocedieron trastabillando y con la cara demudada por la sorpresa.
La clase de sorpresa que sólo proporciona la muerte.
Algunos droides de combate se acercaron, casi atropellándose por la avidez.
—Arrojad los cadáveres al espacio —ordenó Grievous—. Elegid una ruta donde la República
puede echarles un buen vistazo.
Palpatine esperaba junto a la rampa de abordaje del trasbordador, diminuto entre dos Magno-
Guardias.
—Lleváoslo —dijo Grievous secamente.
Levantando a Palpatine por los sobacos, los droides siguieron a Grievous por el crucero y
por un pórtico ovalado opalescente hasta un camarote grande en el que podía verse una mesa
rodeada de sillas. El ciborg ordenó a los guardias que colocasen al Canciller Supremo en tina
silla gira¬toria situada en la cabecera de la mesa y que le esposasen las manos.
—Bienvenido a las Habitaciones del General —exclamó mientras tecle¬aba en una consola
acoplada a la mesa. El mamparo tras la silla giratoria se convirtió en una pantalla holográfica
que mostró la batalla de Corus¬cant. Un último interruptor hizo que una holocámara con for-
ma de globo ocular se situase encima de la mesa.
—Está a punto de hacer una aparición no programada en la HoloRed, Canciller —anunció
Grievous—. Me disculpo por no proporcionarle espe¬jo, peine y cosméticos para que pueda
disimular su miedo.
Cuando habló, la voz de Palpatine era siniestra.
—Puede transmitir mi imagen, pero no hablaré.
Grievous asintió con la cabeza ante lo que parecía una decisión firme.
—Transmitiré su imagen, pero no hablará. ¿Entendido?
—Hablará usted.
—Correcto. Hablaré yo.
—Muy bien.
Sin razón aparente, Grievous se sintió inseguro.
—Lord Tyranus llegará muy pronto para encargarse de usted. Palpatine sonrió sin mostrar los
dientes.
—Entonces, estoy seguro de que nos divertiremos.

Desde su crucero, el general Grievous se dirigió a un público hipnoti¬zado de trillones de


seres. Su rostro aterrador apareció en todas las fre¬cuencias de la HoloRed y dio un mensaje
de oscuridad y condena, anun¬ciando el fin del reinado de Palpatine y la caída de la corrom-
pida Repúbli¬ca, prometiendo un nuevo futuro para todos los mundos y todas las espe¬cies
esclavizadas por ella...
Casi aplastado entre la multitud repentinamente silenciosa de la plaza Nicandra, Bail tocó el
brazo de Mon Mothma en un gesto que prometía su pronto retorno, y empezó a abrirse paso
entre los allí congregados. Buscó a su alrededor hasta descubrir a Padmé y C-3PO, que la
abrazaba, con el rostro alzado hacia el cielo iluminado.
La llamó por su nombre, y ella se dio la vuelta con las lágrimas derramándose sobre su túnica.
—Padmé, escúchame —le rogó, acariciándole el pelo—. Los separatis¬tas no ganarán nada
matando a Palpatine. No le pasará nada.
STAR WARS: LABERINTO DE MALDAD 231

—¿Y si te equivocas, Bail? ¿Y si lo matan, y el poder cae en manos de Mas Amedda y del
resto de su banda? ¿No te preocupa eso? ¿Y si Alderaan es el siguiente mundo en la lista de
Grievous?
—Claro que me preocupa. Temo por Alderaan, pero tengo fe en que eso no pasará. Este ata-
que pondrá fin a los asedios del Borde Exterior. Los Jedi volverán al lugar que les correspon-
de, aquí en el Núcleo. Y en cuanto a Mas Amedda, no durará ni una semana. Hay miles de
senadores que pien¬san como nosotros, Padmé. Los reuniremos y formaremos una alianza
con la que tendrán que contar. Volveremos a poner en marcha la República, aunque tengamos
que pelear con uñas y dientes contra todos los que se nos opongan —le cogió la barbilla y la
obligó a levantar la cara—. Sobrevivire¬mos a esto, pase lo que pase.
Ella se sorbió las lágrimas y sonrió ligeramente.
—Si tan sólo pudiera concentrar mis preocupaciones en el futuro de la República...
Bail sostuvo su mirada y asintió, comprendiendo a qué se refería. —Padmé, si te sirve de
consuelo, sabes que mi esposa y yo haremos lo que sea para protegerte a ti y a aquellos que
te son queridos.
—Gracias, Bail —respondió ella—. De todo corazón, gracias.

En Utapau, un mundo del Borde Exterior con inmensos cráteres y lagartos, el virrey Nute
Gunray miraba una granulosa imagen de la HoloRed en la que se veía al general Grievous
soltando su discurso.
¿Se habría equivocado al infravalorar al ciborg? ¿Realmente terminaría la guerra con la Re-
pública vencida? Era casi demasiada felicidad: comercio sin restricciones del Núcleo al Borde
Exterior, riqueza inimaginable, pose¬siones ilimitadas...
Gunray miró a Shu Mai, Passel Argente, San Hill y al resto, abrazán¬dose, palmeándose las
espaldas, expresando de repente una camaradería desenfrenada. Sonriendo ampliamente por
primera vez en varios años, él se unió a la celebración.

En el Templo. Yoda contemplaba una imagen de la HoloRed que mostraba los cuerpos sin
vida de dos Jedi flotando en el espacio, cerca del buque insignia de la flota separatista. En las
comisuras de su boca se formó un rictus de tristeza, antes de acercarse al comunicador.
—Verlos ahora puedo.
La voz de Mace retumbó a través del altavoz.
—Si podemos atravesar sus pantallas, arrasaremos el crucero.
—Matar al Canciller Supremo Grievous quiere.
—No creo. Ha tenido muchas oportunidades de hacerlo.
—Entonces, las exigencias separatistas debemos oír.
—El Senado regalará Coruscant para conseguir la devolución de Palpatine.
—Si el Canciller Supremo muere, peor la situación será. La caída de la República significará.
Mace guardó silencio por un momento. Yoda lo vio en la cabina del cru¬cero que Kit y él
estaban pilotado en el espacio de Coruscant.
—¿Qué podemos hacer?
—En la Fuerza buscar guía. Aceptar lo que el destino nos depare. Por ahora, impedir que al
hiperespacio la flota de Grievous escape. A muchos Jedi se ha llamado. El signo de la batalla
cambiará cuando ellos lleguen.
—Maestro Yoda, estábamos muy cerca de capturar a Sidious. Pude sentirlo.
—Que esto es obra de Sidious sabido es. Escondido está.
232 JAMES LUCENO

Pero ya no en Coruscant, pensó Yoda.


—Aniquilaremos a Grievous aquí, como la alimaña que es.
Mace desconectó la transmisión, y Yoda se tambaleó hacia las venta¬nas. El Oeste de Corus-
cant estaba envuelto en la oscuridad, con el cielo surcado de haces de rabiosa luz. Hizo que su
sable láser volase hasta su mano, lo conectó y lo batió en el aire.
—Peligroso el futuro será. Causa de preocupación será.
Pero la batalla en el espacio local no había terminado.
¡El último acto apenas acababa de empezar!
ooku había ordenado al piloto droide del balandro que, en cuanto se acercaran al
planeta Nelvaan, abandonase el hiperespacio por un corto periodo de tiempo. De esa forma,
si las naves republica¬nas habían trazado su ruta desde Tythe, creerían que su destino era
Nelvaan. La tecnología geonosiana del balandro ocultaría el hecho de que había saltado hasta
Coruscant casi de inmediato, para unirse a Grievous y participar en el último acto del drama
escrito por Sidious.

El secuestro de Palpatine no sólo había abreviado su búsqueda, sino que había permitido que
Sidious escapase de Coruscant sin ser detectado. Pero aquellos acontecimientos no eran más
que menudencias. Sidious nunca habría consentido ser descubierto por los Jedi. Y Palpatine
apenas era el gran premio que parecía ser.
El premio gordo, le había confesado Sidious a Dooku en su comunicación más reciente, era
Anakin Skywalker.

—Lo ha observado durante mucho tiempo —comentó Dooku, repi¬tiendo casi las mismas
palabras del propio Sidious.
—Mucho más de lo que supones. Lord Tyranus, mucho más de lo que supones. Y ha llegado
el momento de ponerlo a prueba.
—¿Sus habilidades, mi señor?
—La profundidad de su odio. Su predisposición para ir más allá de la Fuerza, tal como la
conocen los Jedi e invocar el poder del Lado Oscuro. El general Grievous activará una señal
especial que hará que Skywalker y Kenobi vuelvan a Coruscant, al escenario que les hemos
preparado.
Pero no para capturarlos.
—Te batirás en duelo con ellos —dijo Sidious—. Mata a Kenobi. Su único propósito es morir
y así inflamar el miedo y el odio del joven Skywalker. Si derrotas fácilmente a Skywalker,
sabremos que no estaba preparado para servirnos. Quizá no lo esté nunca. Pero, si resulta ser
234 JAMES LUCENO

mejor que ni, me encar¬garé de ahorrarte la vergüenza innecesaria y ganaremos un poderoso


aliado. Lo más importante es que el duelo tiene que parecer real, Lord Tyranus.
—Lucharé con él como si mi coronación dependiera de ello —prometió Dooku.
El hiperespacio esperaba.
—A Coruscant —ordenó a FA-4 desde su cómoda silla en la cubierta principal del balandro.
Y la nave saltó.
os dos cazas estelares se encontraban ala con ala en el hangar de lanzamiento, se-
parados únicamente por unos metros, calentando motores, con los droides instalados en sus
puestos y las cubiertas de la carlinga levantadas.
Ninguno de los dos pilotos llevaba casco, para que Anakin pudiera oír a Obi-Wan quejarse y
gritar:
—Pese a todos los aprietos en que me has metido contra mi voluntad, sabes que no hay otro
con quien más me apetezca volar.
Anakin sonrió.
—Ya era hora de que lo admitieras. ¿Puedo interpretar eso como que me seguirás sin hacer
preguntas?
—Al límite de mis posibilidades —contestó Obi-Wan—. No siempre soy capaz de estar a tu
altura, pero no me dejarás atrás y siempre te pro¬tegeré las espaldas.
—Cuando te pida ayuda, acude a rescatarme.
—El día que pidas ayuda, sabré que los dos tenemos problemas graves. Anakin se puso serio.
—Obi-Wan, no sabes las veces que ya me has rescatado.
El Jedi intentó tragarse el nudo que se había formado en su garganta.
—Entonces, sea lo que sea lo que nos espera, no será un problema para nosotros.
—¿Quién devolverá la paz a la galaxia si no lo hacemos nosotros? —rió Anakin suavemente.
Obi-Wan asintió caballerosamente con la cabeza.
—Al menos has dicho “nosotros”.
Bajaron las capotas de los cazas y conectaron los repulsores, se elevaron un poco, rotaron 180
grados y atravesaron fácilmente el transparente campo de contención del hangar.
Volando en formación, recurrieron a sus impulsores y se alejaron de la enorme nave. Acele-
raron en una columna de brillante energía azul, viraron ligeramente a babor, ligeramente a
estribor, acoplaron sus anillos de hiperimpulso y desaparecieron en la larga noche.

CONTINUARÁ...
Imperial Alliance World tiene como principios orientadores de su actividad intelectual
contribuir a la difusión de la cultura y la mejora de la educación. Este aspecto de nuestra
misión reviste distintas concreciones en cada momento: unas permanentes, y otras cir-
cunscritas a un periodo o momento determinado. Estamos realizando un considerable
esfuerzo apoyando a la promoción de la cultura y a la mejora de la educación, actos
culturales y las exposiciones, actividades relacionadas con la educación.

Intelectura un evento que reúne en el mes de Julio a destacadas personalidades del


mundo de la cultura, escritores, críticos literarios, profesores, traductores y periodistas
en una discusión abierta sobre la escritura de los autores.
Entre las actividades relacionadas con la educación destacan los fórum y las exposi-
ciones cortas para salas pequeñas distribuidas por edades o intereses dependiendo del
genero, bajo el lema, Lee, Aprende y Crea, con notable eco entre educadores y respon-
sables de la política educativa.

Imperial Alliance World editorial fundada en 2006. Pertenece al grupo multimedia Ro-
chBast Media Group con sede en Lima que opera en los sectores editorial, audiovisual
y de comunicación. Tiene su origen en la Agencia Dogma Central, fundada en el 2000
y que sigue siendo el buque insignia del grupo. El Grupo aglutina a 10 empresas de
siete diferentes áreas, de las que destacan las editoriales de prensa digital y canales de
tv digital streaming. Además del área editorial, el grupo actúa en las áreas de coleccio-
nables, formación, venta directa, enseñanza a distancia, audiovisual y medios de comu-
nicación, ademas de cine y television.

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