Coruscant Nights - Jedi Twilight
Coruscant Nights - Jedi Twilight
Coruscant Nights - Jedi Twilight
STAR WARS:
Anthologias
SHADOWS OVER BAKER STREET (co-editado con John Pelan)
BALLANTINE BOOKS • NEW YORK • LIMA
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Star Wars: Labyrinth of Evil, es una obra de ficción. Los nombres, los lugares, y los inciden-
tes son productos de la imaginación del escritor o son usados ficcionalmente.
A Del Rey® Book Publicado por Ramdon House Publishing Group y Imperial Alliance
World, subsidiaria de RochBast Media Group © 2005 por Lucasfilm Ltd. & ™.
Todos los Derechos Reservados. Usado Bajo Autorización.
Del Rey es una marca registrada y the Del Rey colophon es una marca registrada por Ran-
dom House, Inc.
ISBN 978-0-345-47750-7
Impreso en el Perú por Imperial Alliance World, Lima, La Molina – Los Frutales 1479 – Se-
paradora Industrial / Callao – Santa Marina Sur E24 202
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OPM 9 8 7 6 5 4 3 2 1
Todavía llevaba su sable láser oculto en el bolsillo interior de su chaqueta. Resistió el deseo
de sostener el arma. Su fría empuñadura se sentiría más reconfortante en su mano ahora mis-
mo.
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Pero todavía no era el momento, aunque por todas las indicaciones el momento llegaría muy
pronto. La batalla final —sin duda sería poco menos que eso— no podía tener lugar donde los
inocentes pudiesen quedar atrapados en el fuego cruzado. Los agentes del Emperador no se
preocupaban por el daño colateral pero los Jedi no podían ser tan arrogantes.
Esa era razón suficiente para escapar en vez de luchar. Pero también había otra razón: la bús-
queda en la que estaba inmerso. No era meramente su propia vida lo que arriesgaba enfren-
tándose a sus perseguidores. Por el bien de las vidas de muchos otros, tenía que retrasar lo
inevitable tanto como fuera posible.
La guarida se abría a través de una entrada medio oculta en una habitación cavernosa débil-
mente iluminada, que hace mucho tiempo había sido un casino. Era enorme, con un alto techo
abovedado que se alzaba fácilmente tres pisos. Even se dirigió hacia el tubo de un turboas-
censor pasando junto a mobiliario y mesas de apuestas tan antiguas que algunas de ellas se
hicieron polvo cuando las rozó al pasar a su lado. ¿Cuántos lugares abandonados y desolados
como éste habría en los subniveles? Millones, sin duda, escondidos y silenciosos en las bases
de las frescas y brillantes torres, como una caries creciendo silenciosamente en un diente. La
capital de la galaxia se había originado a partir de una vasta necrópolis como flores brotando
de la tierra funeraria...
Even Piell sacudió la cabeza para aclarar sus pensamientos. Definitivamente ahora no era el
momento de pensar en el pasado. Necesitaba concentración total si debía sobrevivir esa no-
che.
Como para confirmar sus pensamientos escuchó, muy débilmente, las voces crujientes de
sus perseguidores en el exterior del edificio. Llegó al ascensor —un tubo de transpariacero
claro— y entró. No pasó nada; no había esperado que ocurriese nada. La carga de las placas
repulsoras se había agotado con el paso de los siglos. Afortunadamente, él no dependía de la
tecnología para hacer funcionar el turboascensor.
Todo el mundo experimentaba la Fuerza de diferentes maneras, se decía. Para algunos era
como una tormenta en la cual eran el centro seguros en su ojo de calma mientras dominaban
sus tempestades. Para otros era una bruma, una niebla, zarcillos vaporosos que podían ser
manipulados o incandescencia con la cual iluminar o inflamar. Ésas eran aproximaciones in-
adecuadas, débiles intentos para describir en términos de los cinco sentidos comunes aquello
que era indescriptible. Incluso la completa sinestesia de una de las formas más alucinógenas
de especia era una experiencia leve y descolorida comparada con ser uno con la Fuerza.
Para Even lo más cercano con lo que podía comparar invocar la Fuerza era sumergirse en agua
caliente. Le apaciguaba, le calmaba, del mismo modo que prestaba energía a sus músculos
cansados y agudizaba sus sentidos.
Hizo un gesto leve de elevación. La Fuerza se convirtió en un géiser, elevándole a través del
tubo.
Antes de que alcanzase el techo a través del cual salía el tubo oyó el sonido de la puerta que
acababa atravesar al ser abierta de una patada. Cinco soldados de asalto con la armadura com-
pleta aparecieron. Llevaban desintegradores y lanzaproyectiles. Uno de ellos apuntó hacia
Even. — ¡Allí! —gritó—. ¡En el tubo!
Los demás siguieron su mirada. Uno —un sargento, a juzgar por las marcas verdes de su ar-
madura— alzó su desintegrador. Era un BlasTech SF-14, una pistola que empaquetaba el haz
de energía altamente concentrado de un rifle de energía en un arma cuyo tamaño era la mitad.
Even sabía que el tubo de cristacero no podía detener la explosión de partículas subatómicas
cargadas. Aceleró su ascenso. Justo antes de que alcanzase el techo el soldado al mando dis-
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paró —pero no a Even.
Por encima de él.
Demasiado tarde, Even se dio cuenta de la táctica del otro. La explosión golpeó el tubo en la
juntura entre el techo y el elevador derritiéndolos y fusionándolos en una masa infranqueable.
Even consiguió a duras penas detener su ascenso a tiempo. Un segundo después el soldado
disparó otra vez, esta vez convirtiendo la base del tubo por debajo de los pies del Jedi en cha-
tarra derretida.
No podía moverse ni arriba ni abajo, se dio cuenta Even. Estaba atrapado como un insecto en
una botella. Pero este insecto podía morder.
Even Piell metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó su sable láser. Antes de que el
soldado de asalto que estaba apuntando cuidadosamente pudiese disparar otra vez, activó la
hoja.
Con un fiero gruñido electrónico la barra de energía surgió hacia adelante como si estuviera
ansiosa de ser libre después de todo ese tiempo. Even balanceó la hoja una vez, entonces
revirtió el golpe cortando y derritiendo un agujero en el tubo. Dejó que la Fuerza le sacase a
través de él, una cascada invisible que le sacó del ascensor en un largo arco hasta el suelo. Los
cinco soldados dispararon repetidamente, haces de chispeante energía roja que Even, guiado
por la Fuerza, desvió con su arma. Ninguno se aproximó.
A pesar de su victoria momentánea sabía que esa batalla estaba lejos de estar ganada. Los
soldados de asalto bloqueaban la salida. Normalmente incluso las probabilidades de cinco
contra uno plantearían un reto pequeño para un Maestro Jedi sumergido en la Fuerza. Pero
Even había estado huyendo durante semanas; había tenido poco descanso e incluso menos
comida. A pesar de los efectos energizantes de la Fuerza todavía se encontraba muy lejos de
estar en plena forma para el combate. No tenía reparos en correr si era posible; las enseñanzas
Jedi enfatizaban el pragmatismo sobre la valentía. Pero escapar en la oscuridad de la antigua
habitación en su condición sería inútil. Los soldados le derribarían como a un tallo maduro de
yahi’i si les daba la espalda. No, sólo había una forma de salir: a través de ellos.
Los soldados de asalto estaban casi sobre él. Even Piell adoptó una posición de ataque, alzó
su sable láser y se entregó completamente a la Fuerza.
Nick Rostu estaba viviendo un tiempo prestado.
Él lo sabía; lo había sabido durante casi tres años estándar, desde aquella noche en el búnquer
de mando en Haruun Kal, cuando el vibroescudo de Iolu le había abierto como si fuera un pas-
tel de carne balawai recocido. Había mantenido sus vísceras dentro, sus dedos entrelazados
eran la única barrera que evitaba que se desparramaran sobre el suelo de duracreto mientras
yacía como un ovillo arrugado, débilmente consciente de la batalla final que tenía lugar a un
par de metros entre Mace Windu y Kar Vastor. Entonces incluso esa débil chispa de conscien-
cia se había desvanecido; Nick había sentido el planeta abriéndose debajo de él, había caído
a través de él y se había dirigido hacia las estrellas.
Realmente no le había importado. Como korunnai, todo lo que había conocido era la guerra,
tan atrás como podía recordar. Estaba más que listo para algo de paz.
Pero la paz no estaba en las cartas todavía.
Nick se había despertado dos días después a bordo de una fragata médica con dirección a los
Mundos del Núcleo. Le dijeron que únicamente su conexión con la Fuerza le había mantenido
vivo el tiempo suficiente para responder al tratamiento médico. Había pedido que no revisaran
la cicatriz que le cruzaba el abdomen —quería un recordatorio de lo que significaba bajar la
guardia, incluso durante un sólo segundo.
Había completado su convalecencia en Coruscant Medical, bajo el mejor cuidado disponible:
el Consejo Jedi se había encargado de eso. Y Mace había ido a visitarle; A menudo al princi-
pio, pero según fueron pasando los días y las Guerras Clon se incrementaron el Maestro Jedi
apareció cada vez menos. Nick entendía por qué, por supuesto. Las cosas estaban calentán-
dose realmente. Las últimas veces que había visto a Mace, la cara del guerrero había estado
surcada por arrugas de preocupación.
Mace le había recomendado para recibir la Medalla de Plata del Valor, el segundo premio más
alto concedido a la prominente valentía en combate. La ceremonia tuvo lugar después de que
Nick saliese del centro médico. Su rango de sargento honorario en el Grandioso Ejército de la
República también fue confirmado, y durante los dos años siguientes el Sargento Nick Rostu
dirigió la División 44, una unidad compuesta por soldados clon y varias otras especies tam-
bién conocidos como los Renegados de Rostu. La 44 vio acción en Bassadro, Ando, Atraken,
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y muchos otros planetas, distinguiéndose en el frente de cada mundo. Al menos, así es cómo
los comunicados de prensa de la HoloRed lo retrataban. Después de todo los lealistas de la
galaxia querían asegurar que la guerra ciertamente iba bien para la República. Necesitaban a
todos los héroes que podían reunir así que los Renegados de Rostu fueron presentados como
guerreros capaces, llenos de clan y brío, acabando a penas una campaña antes de saltar ansio-
samente de vuelta al combate candente.
Nick lo recordaba de forma algo diferente; recordaba los días y las noches de caos estridente
repetidas veces cuando sólo la intervención de más tropas o la ciega suerte les había sacado
las castañas del fuego en el último momento. Pero entonces esa era una definición tan buena
de guerrear como cualquiera que pudiese encontrar. Y habían realizado el mismo servicio para
otras divisiones, así que todo ello parecía nivelarse.
Aun así, incluso a pesar de la privación, la adversidad, las condiciones extremas, y el miedo
generalizado que era la guerra Nick se consideraba afortunado. Había sido uno de los oficiales
más jóvenes de la República, y sabía que si sobrevivía a los diversos conflictos podría esperar
una carrera de servicio militar en tiempo de paz seguida, muy probablemente por un conforta-
ble subsidio de vejez, una familia y una casa, quizá en el distrito Dunas de Arak o un lugar de
nivel similar, y finalmente nietos rollizos que saltaran sobre sus rodillas. Estaba conforme con
eso. Tal vez no fuese la vida más ilustre o distintiva de la galaxia pero era años luz mejor que
lo que habría conseguido en Haruun Kal, en donde si hubiese tenido suerte, habría obtenido
una tumba con su nombre en lugar de un montículo anónimo de polvo.
Pero esa no era la forma en la que habían sucedido las cosas. En lugar de eso casi tres años
después de que Iolu le hubiese mostrado el color de sus entrañas, Nick Rostu se encontraba
siendo miembro de un grupo emergente de revolucionarios dedicados a resistir el nuevo ré-
gimen.
En Haruun Kal, la gente del ghosh de Nick tenía un dicho: No interfieras con el perro akk.
Era un buen consejo especialmente en esos tiempos conflictivos. Había estado en el mundo
capital cuando ocurrió el golpe de estado, y en una noche, parecía que todo había cambiado
—incluso el nombre del planeta de Coruscant a Centro Imperial; aunque nadie que Nick co-
nociese lo llamaba así. De repente había una nueva oligarquía en la ciudad con Palpatine en
la cúspide. De repente el Ejército de la República era el Ejército del Imperio, y era obvio que
se lo pondrían difícil a cualquiera que no supiese hacia dónde saludar. De repente al Sargento
Rostu le ofrecieron dos opciones: jurar lealtad al nuevo régimen o hacer frente a un pelotón
de fusilamiento.
Le propusieron este ultimátum el mismo día que se enteró del destino de Mace Windu. Supues-
tamente el Maestro Jedi —su consejero, su benefactor, su amigo— había intentado asesinar al
Canciller y había muerto durante la traicionera acción. Nick no podía creerlo. Conociendo a
Mace como le conocía y a juzgar por la cruel matanza de Jedi por parte del Emperador Palpa-
tine, Nick estaba bastante seguro que no había sido nada traicionera al menos según lo había
visto Mace.
Le gustaba pensar que habría tomado la decisión correcta de todas formas. No iba a negar, sin
embargo, que las noticias de la muerte de Mace hicieron la decisión considerablemente más
fácil. Había mirado al representante del Imperio flanqueado por dos soldados de asalto arma-
dos con desintegradores, y le había dicho —respetuosamente, por supuesto, el
hombre había sido un oficial superior bajo el régimen previo, después de todo— que se fuese
a paseo. Entonces había cogido uno de los desintegradores, había disparado a ambos soldados
y al representante, había abierto un agujero en la enorme ventana de transpariacero de la sala
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de conferencias y había saltado por él mientras el resto de los soldados de la habitación des-
cargaba una andanada en su dirección.
Fallaron —probablemente porque quedaron momentáneamente inmovilizados ante el aturdi-
miento de ver a un hombre saltar voluntariamente por una ventana de 2l0 pisos de altura. A
Nick tampoco le entusiasmaba la idea pero no vio muchas alternativas, aparte de quedar frito
como un picatoste. Afortunadamente tenía un as en la manga.
Podía tocar la Fuerza.
Eso era algo que tenía en común con todos los habitantes de Haruun Kal. Por qué, nadie es-
taba seguro; una teoría decía que los korunnai eran todos descendientes de la tripulación Jedi
de una nave espacial que se había estrellado allí, milenios atrás. Fuera cual fuera la razón, a
veces era útil, como cuando le había dicho a Nick que un camión estelar cargado con peludas
pieles de nerf estaba pasando a sólo diez metros por debajo de la ventana.
Finalmente había llegado al nivel del suelo, bajo la omnipresente inversión térmica y entró
en el oscuro mundo de tinieblas que eran las calles de la superficie. Casi había sido asesinado
su primera noche allí por una pandilla con el dudoso nombre de los Zombis Púrpura, había
gastado la mayoría de los únicos créditos que tenía en un jergón rebosante de pulgas enloque-
cidas y había cenado al fresco al día siguiente en la rata blindada a la parrilla de un vendedor
ambulante.
Hablando de tu movilidad descendente...
Seis semanas más tarde, con tres kilos menos, y mucho más miserable, había salvado la vida
de una comerciante kitonak. Para lograrlo había tenido que enfrentarse uno contra uno con
un trandoshano rompe antenas que había sido enviado para recaudar créditos mediante ex-
torsión para un gánster local. En retrospectiva, esa acción resultó ser casi tan brillante como
un tragasables de circo actualizando su actuación con un sable láser pero en ese momento a
Nick le había parecido una buena idea. El apodo del trandoshano era Triturador —o tal vez
Torturador; su acento era demasiado cerrado para que Nick lo distinguiese con seguridad.
De cualquier manera, parecía encajarle perfectamente. El matón escamoso, molesto por la
petición de Nick de que dejara en paz al pequeño y rechoncho comerciante humanoide, había
lanzado a Nick al otro lado de la estrecha calle y casi a través de un agujero en la pared que
rodeaba uno de los gigantescos y repulsivos pozos de basura que cubrían los barrios bajos de
Coruscant y las áreas industriales.
Triturador (o Torturador) no era alto, pero era corpulento —al menos 150 kilos tal vez más.
Todos los cuales iban a la carga directamente hacia Nick, lanzando un grito de guerra en una
voz estrangulada por la flema. Nick tuvo el tiempo y los reflejos justos para esquivarlo y dejar
que el gran zoquete idiota pasase a su lado y cayese gritando en el maloliente pozo. Su largo
gemido fue cortado abruptamente, y, a juzgar por el húmedo ¡chof! que siguió rápidamente
Nick asumió que triturador/torturador se había convertido en un bocado delicioso para un
dianoga, uno de los enormes gusanos constrictivos de la basura que infestaban los pozos. Se
alegraba de no saberlo con seguridad.
La kitonak resultó ser miembro de un movimiento subversivo recién formado llamado Lati-
gazo. Ella había cantado a voz en grito sus alabanzas y hablado sobre su valentía a sus com-
pañeros de armas, y entonces le habían pedido que se uniese a ellos en su lucha en contra el
nuevo régimen. Nada de paga, poco descanso, y mucho peligro —Nick no podía ver mucha
diferencia entre este movimiento y el movimiento de resistencia de Haruun Kal.
Pero había estado de acuerdo. Era un desertor militar y un asesino, después de todo, le dispa-
rarían si le encontraban, y había seguridad —o al menos una sensación ficticia de ella— en el
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número. ¿Qué otra elección tenía? Era un soldado; era todo lo que conocía, todo lo que algu-
na vez había conocido. Llámese Frente de Liberación Mesetario o Ejército de la República,
realmente no había ninguna diferencia. Los uniformes eran diferentes, pero el trabajo era el
mismo.
No era que disfrutase librando esta guerra, o cualquier guerra —no le habían dado menos de
lo debido en la categoría de miedo, como habían hecho con todos los clones. Y gracias le fue-
ran dadas a quienquiera que estuviese al mando para eso. Nick había visto una vez una falange
de clones en Muunilinst atacar sin miedo una colina contra el fuego láser de un numero de
droidekas tres veces superior. Ninguno de los clones había vacilado a pesar de que los láseres
de los droidekas, los rayos de plasma y los haces de partículas habían desgarrado a la mayoría
de ellos como si hubieran sido muñecas recortadas de plastipapel. Tres cuartos de la falange
habían sido hechos trizas en esa carga.
Pero habían tomado la colina.
Aun así a pesar de los peligros de guerra, hubo una cierta seguridad extraña, casi comodidad,
en las normas y reglamentos de la vida militar. Nick no era de ninguna manera uno de esos
oficiales con poca o ninguna experiencia de campo, con solamente el tiempo pasado en si-
mulaciones holográficas y entrenadores de cabeza alta. Incluso cuando era comandante de su
propia unidad había tenido que seguir las estúpidas órdenes de algunos generales de escritorio
y casi había conseguido que le volaran la cabeza más de una vez como consecuencia. Una
proporción más bien alta de esos guerreros novatos planchados y pulidos tendía a no regresar
de su primera o segunda misión en buenas condiciones, si es que regresaban.
Él había esperado con ansia, como muchos otros, una paz duradera después de que se encar-
garon apropiadamente de Dooku, Grievous y los demás. Un tiempo en el que poder por fin
bajar los brazos y relajarse un poco. Un tiempo para curarse.
En lugar de eso allí estaba, agachado detrás del oxidado guardabarros de una oruga de cons-
trucción abandonada, junto con otros seis, esperando tensamente mientras un quinteto de
soldados de asalto pasaba rápidamente por su lado. De los pedazos de conversación que Nick
escuchó mientras pasaban, hasta una araña cerebral de Tatooine entendería que estaban persi-
guiendo a un Jedi. No estaba claro si era un Padawan, un Caballero Jedi o un Maestro.
Durante su servicio, y por su relación con Mace Windu, Nick había llegado a conocer bastan-
te bien a un número de Jedi, incluyendo a algunos miembros del Consejo —todo los cuales,
hasta donde él sabía, estaban muertos. O como los propios Jedi solían decirlo, “regresado a la
Fuerza”. Como sea. Nick tenía poca paciencia con las teorías y las filosofías que incluían es-
peculación sobre una vida después de la muerte. La vida que estaba viviendo ahora era trabajo
más que suficiente; pensar en hacer todo ello otra vez le producía cansancio.
Volvió la mirada hacia su grupo señalando con un movimiento de cabeza que iban a seguir al
grupo. No hubo vacilación entre su gente cuando se colocaron detrás de él.
Manteniendo a los soldados a la vista, Nick se movió sigilosamente a través de las calles
desiertas. Nunca había mucho tráfico peatonal allí abajo a esa hora, y lo poco que había se
reubicó prudentemente cuando aparecieron los soldados armados marchando calle abajo. No
habían recorrido mucho cuando se detuvieron delante de un panel a medio abrir en un edificio
largo tiempo abandonado. Nick apenas podía oírles discutiendo si su presa se había escondi-
do allí. La decisión de investigar se alcanzó rápidamente cuando uno de los soldados señaló
que el panel había sido abierto muy recientemente, a juzgar por el polvo y la suciedad remo-
vida. Una única patada de otro soldado fue suficiente para abrir el panel por completo. Los
soldados de asalto desaparecieron en el interior con las armas preparadas.
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—Vamos —susurró Nick—. Podría ser que tuvieran un Jedi atrapado allí dentro.
—Podríamos encontrarnos en el mismo apuro, si no hacemos algún reconocimiento antes de
entrar rápidamente —señaló Kars Korthos. Era un hombre pequeño, compacto, lleno de ner-
viosa energía que siempre parecía estar al borde de explotar como una llamarada solar, y sus
instintos rara vez se equivocaban.
Nick lo consideró. Kars tenía razón; deberían examinar al menos el edificio por si había otras
posibles vías de entrada o de salida antes de que ellos—
De las profundidades del imponente interior llegó el sonido de un desintegrador al ser dispa-
rado.
—Entramos —dijo Nick, desenfundando su desintegrador y entrando rápidamente.
—Eso parece —estuvo de acuerdo Kars mientras él y el resto le seguían.
La Fuerza era una catarata invisible que transportaba a Even Piell en su agarre, cargándole tan
ligera y fácilmente como una semilla de jekka en agua espumosa. Se rindió a ella como había
aprendido a hacer hacía tanto tiempo, dejando que le guiara y le dirigiese, dejando que le mo-
viese en acciones ofensivas y defensivas mucho más rápido y de forma más precisa de lo que
posiblemente podría haberlas ejecutado su mente consciente. El fuego láser de los soldados
de asalto rebotó en su sable láser convirtiéndose en destellos cegadores, los haces de energía
se disiparon de forma inofensiva.
Había una posibilidad de sobrevivir, se percató: si pudiese realizar un salto de Fuerza por
encima de los soldados podría tener una posibilidad de alcanzar la puerta. Tendría que ser eje-
cutado perfectamente, y el peligro era que sus adversarios estarían familiarizados con la ma-
niobra. Mientras estos pensamientos cruzaban su mente, sin embargo, él iba corriendo hacia
los cinco soldados armados, cada uno de los cuales le doblaba fácilmente en tamaño y peso.
La inesperada maniobra funcionó a su favor; evidentemente los soldados de asalto no habían
experimentado antes esta acción en particular. Even saltó, dejó que la Fuerza le llevara, dejó
que modificara su peso y contorsionara sus músculos haciéndole girar para que cuando aterri-
zase estuviera frente a sus enemigos.
Su técnica fue perfecta; encendió, perfectamente equilibrado sobre el antiguo suelo de parqué,
su sable láser listo para usarlo. Los soldados cogidos por sorpresa se giraron y comenzaron
a disparar salvajemente en su dirección. Even sintió que la esperanza surgía en su interior
mientras desviaba los rayos y retrocedía. La entrada se encontraba a sólo cinco metros más o
menos detrás de él. Si pudiese alcanzarla..
Uno de los soldados de asalto sacó un objeto redondo de su cinturón, lo sostuvo en alto como
si se preparase para lanzarlo. Una granada, se dio cuenta Even.
Deben estar desesperados, pensó. Seguramente son conscientes de que, si puedo desviar ha-
ces de energía, no tendré ningún problema desviando una..
Captó la estrategia del soldado demasiado tarde. El objeto que sostenía era una granada luma,
y el hombre no tenía intención de tirarla. En lugar de eso simplemente la activó y dejó que
cayera a sus pies. Antes de que Even pudiera escudarse o incluso cerrar su ojo, la esfera se
disolvió en una explosión cegadora de luz actínica que hizo desaparecer el mundo.
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Los soldados de asalto llevaban lentes polarizadas como parte de su equipo. La luz no les
deslumbró en absoluto. Podían ver a Even, y él no podía ver nada más que el resplandor de
su abrasada retina.
Aun así, eran tontos si pensaban que eso supondría alguna diferencia. Un Jedi podía “ver” a
través de la Fuerza con mejor visión que cualquier clase de ojos. Even retrocedió moviendo el
sable láser en un patrón protector que bloqueó la andanada de haces de energía que le habían
lanzado, mientras se extendía con la Fuerza y le dejaba que ella hiciera lo que su conmociona-
da vista no podía. Pero incluso mientras se admiraba por su inocencia, otro objeto fue lanzado
contra él. El patrón de ondas que provocó en la Fuerza le dijo que era otro objeto pequeño,
redondo, muy probablemente otra granada —y ésta, sintió, era sensible al impacto. Si la blo-
queaba con su sable láser, probablemente detonaría. Even alzó su mano para desviar la esfera
con un empujón de Fuerza
Y uno de los soldados de asalto disparó otro rayo láser, pero no a él. El pulso de energía im-
pactó en la granada que se dirigía hacia él, y la detonó.
Le habían engañado, se dio cuenta Even. La luma había tenido la intención de distraerle,
para permitirles entrar en su defensa con su auténtico ataque. La onda expansiva le golpeó
con fuerza alzándole y arrojándole hacia atrás. Chocó contra una columna de soporte con un
terrible impacto. La Fuerza le había protegido de la vaporización inmediata, pero el pilar ha-
bía sido una sorpresa. Sintió que los huesos se le rompían y sus órganos explotaban cuando
golpeó el inclemente fibroplast.
No fue consciente de su grito.
Débilmente, como si estuviera a gran distancia, sintió que la Fuerza se removía con un revue-
lo repentino como un plácido estanque golpeado por una piedra. Podía oír los gritos de sor-
presa de sus enemigos, podía oír otros desintegradores, el restallido de sus descargas sonando
ligeramente diferente de los que llevaban los soldados de asalto. Con su última y mortecina
chispa de conciencia Even Piell se dio cuenta de que había llegado la ayuda.
Demasiado tarde.
Nick escuchó el grito mientras él y sus camaradas irrumpían en lo que parecía un antiguo
casino. Vio, quizá a media docena de metros, una pequeña forma arrugada en la base de un
pilar. Cerca cinco soldados de asalto ya estaban disparando a los recién llegados. Los prime-
ros haces erraron el blanco, pero se sobrepondrían de la sorpresa en un momento y entonces
cocinarían a Nick y a su equipo en donde estaban.
— ¡Cogedles! —gritó Nick mientras se lanzaba hacia adelante sacando su desintegrador y
atrayendo el fuego de los soldados. Golpeó el suelo, rodando bajo una salva de rayos y se
incorporó sobre una rodilla con el arma extendida. Un disparo del arma del soldado de asalto
más cercano chamuscó las baldosas en las que había estado, pero Nick apretó los dientes y
lo ignoró. Disparó y uno de los soldados fue lanzado hacia atrás. Su armadura le protegía de
cualquier cosa excepto de un disparo a quemarropa a máxima potencia, pero el impacto le
dejaría aturdido por un tiempo.
De fondo, Nick podía oír el fuego láser entre lo soldados restantes y sus hombres, pero toda
su atención estaba centrada en esa pequeña forma que yacía completamente inmóvil sobre el
suelo. Nick le reconoció.
Even Piell.
Nick fue corriendo hasta el Jedi, pero vio inmediatamente que no había nada que pudiese ha-
cer. Era obvio que el Maestro Piell tenía lesiones internas masivas y, a juzgar por los ángulos
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antinaturales de sus extremidades, también muchos huesos rotos. Y como si las cosas no fue-
sen lo suficientemente malas, por la forma en la que su espalda y su pelvis estaban retorcidas
Nick supuso que probablemente su columna vertebral se había partido.
Él había visto un buen número de atrocidades en diversos campos de batalla planetarios —
soldados con extremidades amputadas, o perforadas por metralla o parcialmente inmoladas—
era una lista larga, y una que definitivamente no quería inventariar en ese momento. Pero rara
vez había visto tal caos producido en un solo ser viviente. La mayoría de los seres comunes
habrían muerto por la pérdida de sangre y el shock hacía mucho tiempo. La Fuerza era lo
único que mantenía al Maestro Piell de una pieza, pero estaba desapareciendo rápido: Nick
podía sentirlo.
No había conocido bien al lannik pero sabía bastante sobre él para respetarle enormemente.
Que permaneciese con vida incluso momentáneamente, después de haber estado tan cerca de
una explosión, era un testimonio asombroso de su coraje y de la eficacia del entrenamiento
Jedi.
—No hay muerte, sólo la Fuerza —murmuró Nick. Era el mantra final del Código Jedi. No
podía pensar en nada más que decir.
El párpado del Maestro Piell se alzó. Centró su mirada en la cara de Nick. — ¿Rostu?
—graznó—. ¿Eres tú?
Nick parpadeó asombrado; no había esperado que el otro viviera más de un minuto o dos
mucho menos que volviese a la conciencia. —Sí Maestro Piell. No hable; tiene que conservar
sus fuerzas. Llamaré a un médico y le ayudarán..
—Oh, no seas idiota —dijo el Maestro Piell débilmente—. Muéveme y me desharé como un
holopuzzle. Estoy acabado ambos lo sabemos. Alguien debe continuar con mi misión —tosió;
le recordó a Nick un vaso haciéndose pedazos. Después de un momento, el Jedi continuó—.
Ahora presta atención...
Nick se reunió con sus camaradas, quienes le estaban esperando en la puerta. Miró a su alre-
dedor. — ¿Los soldados de asalto?
—Se han largado —dijo Kars—. Se llevaron al herido con ellos. —No dijo nada más. Otro
miembro del grupo un nautolano llamado Lex Rogger estaba tratando una herida de quema-
dura en el brazo de Kars, así que Nick pensó que insistir en el asunto en ese momento no
serviría de nada. — ¿Qué pasa con el Jedi? —preguntó Kars.
Nick suspiró y se frotó la cara con la palma de una mano. —Muerto. Pero —continuó él,
mirándolos—, me habló de algunos asuntos pendientes.
—Los cuales vamos a terminar —dijo Lex.
—En realidad, no. Nosotros no. Pero conozco a alguien que lo hará.
El hutt estaba en buena forma. Había erigido su masa en toda su altura, elevándose sobre Jax
.La masa deshuesada de su sección superior estaba aplanada ligeramente para aparentar ma-
yor tamaño. Jax sabía que era una acción ancestral, una respuesta inconsciente ante el peligro
de eras pasadas cuándo los hutts habían sido tanto depredadores como presas. Sin embargo
ese conocimiento no lo hacía menos impresionante. Rokko parecía bloquear la anchura del
arqueado puente peatonal en el que estaban los cuatro —no es que tuviese importancia, ya
que acababa un poco más allá en un enredo destrozado y dentado de barras de ferrocreto y
duranio. En alguna ocasión en el pasado un vehículo de carga o algo similar se había descon-
trolado y se había estrellado contra el puente, muy probablemente. Nunca se había reparado,
lo que no era inusual en absoluto en los niveles inferiores. Nada por debajo de la neblina exis-
tía hasta donde les preocupaba a aquellos de los niveles superiores, así que ¿por qué gastar
créditos en reparaciones?
El hutt había pedido este lugar algo precario como punto de encuentro. No había venido
solo; flanqueándole estaban sus dos matones, un klatooiniano y un nikto rojo, ambos tenían
un aspecto apropiadamente amenazante. Rokko el Hutt era un ser poderoso, al menos en los
Arrabales Pozo Negro, y alquilaba a los mejores matones disponibles. Jax nunca antes había
tratado con él y estaba empezando a parecer que no volvería a hacerlo nunca. O con cualquier
otro, si estaba interpretando a la gran babosa con precisión.
Rokko le dedicó una mirada bilioso. —Debería haber sabido que era mejor no confiar en un
humano. —Su voz sonaba como grava deslizándose por una tolva de alumabronce—. Pero
venías altamente recomendado por Braze. Parece que me equivoqué al confiar en él —y en ti.
—Me pediste que te entregara a Toh Revo Chryyx, un timador cereano —contestó
Jax—. Eso hice. El hecho de que se suicidase antes de que pudieses interrogarle no es culpa
mía. —La forma exacta en la que el humanoide había detenido su corazón era todavía un
misterio para el hutt y para Jax, aunque Jax había oído rumorear que algunos cereanos habían
conseguido a través de mucha meditación y mucha conciencia interior el control sobre sus
sistemas nerviosos autónomos. Sin embargo eso no tenía importancia realmente. Todo lo que
importaba era que el hutt le debía a Jax quince mil créditos y obviamente estaba buscando una
forma de echarse atrás.
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— ¿Crees que soy tonto? —rugió el hutt—. Nuestro contrato manifiesta claramente que de-
bías entregarle ante mi presencia vivo. Eso no es lo que sucedió.
—Él estaba vivo. —Jax mantuvo su voz tranquila, pero era una lucha—. Se apagó en el mo-
mento que puso los ojos en ti. —Y quien podría culparle, añadió silenciosamente. Rokko era
notorio por ser uno de los gánsteres más vengativos del submundo. Su invención y disfrute de
diversas formas de tortura eran los temas de las pesadillas de un buen número de estafadores.
Los dos matones de hutt se apartaron un poco para flanquearle mejor. Jax los ignoró, mante-
niendo su atención centrada en Rokko. Las hebras como hilos de telarañas que habían estado
reuniéndose alrededor del hutt desde que había llegado se estaban volviendo constantemente
más gruesas y más oscuras; ahora la babosa sobredesarrollada parecía casi enredada en un
capullo de gruesa brilloseda negra. Algunas de ellas se habían enrollado alrededor de sus
matones. Jax podía “ver” hebras que se extendían también desde el gasterópodo gigante, ex-
tendiéndose a lo largo de dimensiones más elevadas donde el tiempo y la distancia carecían
de sentido, reverberando con sus conexiones con aún más seres, en este mundo y en otros:
seres que habían pasado a través del área de influencia del hutt. Algunos estaban vivos; mu-
chos estaban muertos. Jax no tenía muchas ganas de seguir cualquiera de los hilos para ver los
destinos de aquellos atrapados por la red del hutt. Rokko era cruel y exhaustivo y Jax dudaba
que pudiese encontrar muchos cabos sueltos.
Lo que le irritaba era que había hecho negocios con un criminal a sabiendas. Rokko era un
traficante de mercancía robada, un pirata de hoy en día al que no le importaba bajo qué cir-
cunstancias se producía y obtenía el contrabando, y que no estaba definitivamente por encima
diseñando tales circunstancias si lo estimaba necesario. Era refinado y vengativo, y muchos
seres habían muerto para que él pudiese seguir fumando la más fina mezcla de especias en su
narguile y saboreando delicadezas como cho-nor-hoola y suculento nuna vivo.
Y Jax Pavan, que una vez había sido un Caballero Jedi, estaba facilitando eso.
El hutt hizo un gesto abrupto de despido y se giró para reptar de vuelta al edificio. —Hemos
terminado —dijo sobre su inexistente hombro—. El contrato no fue cumplido, por lo tanto no
se realizará el pago.
—Esto es inaceptable —contestó Jax—. La transacción fue realizada de buena fe.
—Si no estás satisfecho —dijo Rokko mientras desaparecía de la vista—, por favor siéntete
libre de discutir el asunto con mis socios comerciales.
Jax se volvió para mirar al klatooiniano y al nikto. El primero sonrió, una mano correosa
descendió hacia el desintegrador de talle bajo que llevaba en un costado. El nikto agitó las
protuberancias de la boca, lo cual era el equivalente de una sonrisa, y agarró también su arma.
Se movieron juntos hacia adelante.
Jax estaba en una postura relajada, sus manos a los lados. No llevaba ningún arma detectable
excepto un vibrocuchillo en una funda del cinturón, el cual no intentó desenfundar.
El klatooiniano le dio un codazo al nikto. —Justo como un humano —dijo él—. Trae un vi-
brocuchillo a una pelea de desintegradores.
Jax sabía que sólo había una forma de salir vivo de allí. Todo ocurriría demasiado rápido para
que les hiciese olvidar su presencia, y no estaba seguro de si podría, de todas formas —su de-
seo de matar era alto, sus mentes primitivas estaban centradas con la excitación de la matanza
potencial. Tendría que usar la Fuerza, y no había tiempo de ser sutil.
Los “socios comerciales” del hutt desabrocharon sus cartucheras casi simultáneamente sin
duda anticipando una matanza fácil. Pero su confianza desapareció un momento más tarde,
junto con sus armas, cuando Jax hizo dos pequeños gestos, casi imperceptibles. Los desin-
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tegradores saltaron de las manos de los matones y volaron dos metros hasta impactar sólida-
mente contra sus manos. Su expresión estaba tranquila.
—Justo como un par de cabezas de especia demasiado musculosos —dijo él—. Usando des-
integradores contra la Fuerza.
Los dos matones clavaron los ojos en los desintegradores que les apuntaban, después en Jax,
después el uno al otro. Entonces se escaparon en la misma dirección que había tomado Rokko,
a punto de resbalarse y caer en el rastro de lodo que había dejado el hutt. Jax tuvo que moverse
rápidamente para apartarse del camino de su asustada huida.
Mientras los rápidos ecos de sus botas se desvanecían, miró los dos desintegradores de sus
manos. Debería haberlos matado, pensó. Ahora Rokko sabría, probablemente en los próximos
minutos, que Jax Pavan, con quien había estado haciendo negocios durante los dos últimos
meses, era mucho más que sólo un cazarrecompensas.
Debería haberlos matado.
Pero sabía que no podría haberlo hecho. Una cosa era matar en el calor de la batalla y otra
muy diferente hacerlo a sangre fría. Sin embargo, dejarles ir era una acción casi tan suicida
como lo había sido la del cereano. Por supuesto, ahora tenía dos desintegradores que no había
tenido antes, pero las armas no eran tan difíciles de conseguir, particularmente en su ocupa-
ción actual.
Las metió en los bolsillos de su gabardina, pasó por encima de la barandilla y miró hacia
abajo. Una brisa fría le golpeó, y subió el cuello de su abrigo. Sólo estaba a veinticinco pisos
por encima del pavimento, todavía muy por debajo del sucio cinturón de polución marrón gri-
sáceo que escudaba a los habitantes más ricos de ese sector de desagradables visiones de las
escuálidas profundidades. Había estado en ese lugar durante algo más de tres meses estándar.
Hoy la niebla no era demasiado mala, pero todo seguía envuelto en una oscuridad penetrante
por las sombras de los edificios, gruesos como los troncos de los árboles en un bosque de Kas-
hyyyk. Había poco tráfico aéreo por debajo de cincuenta pisos en ese sector así que la visión
era relativamente clara. En la calle los deslizadores terrestres pasaban zumbando a menos de
un metro por encima del pavimento. Transportes monoplaza llamados tejedores hacían honor
a su nombre mientras sus conductores los pilotaban hábilmente únicamente mediante equili-
brios; droides porteadores llevando a otros droides. Pero la mayor parte de los habitantes del
arrabal caminaban, o reptaban, o se arrastraban, o se movían de otra manera mediante su pro-
pia energía. Las calles estaban abarrotadas de vendedores, mendigos, vagabundos y bandole-
ros... era como mirar a través de alguna clase de portal mágico para ver un planeta marginado
del Borde Exterior. Era difícil creer que todavía estaba en Coruscant, joya de la corona de los
Mundos del Núcleo.
Había tenido que ir a los niveles inferiores un par de veces mientras todavía era un Padawan,
ambas veces con su Maestro. Ambas veces habían sido recados relativamente menores y las
dos veces había quedado consternado ante la pobreza y la porquería. Había estado muy con-
tento y aliviado de regresar al santuario del Templo. Se sintió culpable por albergar tal actitud
pero no podía negarlo. Recordó preguntarse cómo las personas podían sobrevivir en un am-
biente tan desesperado.
Ahora lo sabía: No fácilmente, no bien, y no durante mucho tiempo.
Jax Pavan había recibido su promoción a Caballero tres meses antes de la caída de los Jedi.
La Orden Jedi ya había sido reducida considerablemente por la matanza en Geonosis y las
subsiguientes Guerras Clon. La Orden Sesenta y Seis casi había terminado el trabajo. No más
de un puñado de Jedi y aquellos asociados con ellos seguían todavía vivos y eran considera-
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dos pequeña o ninguna amenaza por el autoproclamado Emperador Palpatine. No se estaba
llevando a cabo ningún esfuerzo sistemático para acabar con ellos; sin embargo, guarniciones
de tropas de asalto patrullaban las calles para mantener el orden, y si se encontraban con un
Jedi, ese Jedi moría. Parecía que era sólo cuestión de tiempo antes de que el faro de la Orden
fuese verdaderamente extinguido en la galaxia.
Jax apenas había conseguido experimentar el orgullo de ser Caballero antes de que todo eso
se hiciese pedazos, como las luminosas torres del propio Templo. Al igual que muchos de sus
compañeros se había desvanecido en la noche carmesí, borrando cualquier rastro que lo co-
nectara con los Jedi. Sobreviviendo a duras penas en las calles, reducido al uso subrepticio de
la manipulación mental y de la materia simplemente para seguir vivo, Jax se había convertido
finalmente en algo que había considerado previamente como lo más bajo de lo más bajo. Para
permanecer vivo había entrado en una profesión situada apenas una muesca por encima de los
gánsteres y otros miserables con los que estaba obligado a relacionarse.
Se había convertido en un cazarrecompensas.
Al principio, había parecido tener sentido. Un hombre tenía que comer después de todo —e
incluso los Jedi no eran inmunes al miedo y a la desesperación. Continuó usando la Fuerza
para ayudar a su supervivencia de forma sutil, desde ganar créditos manipulando partidas de
sabacc hasta “sugerir” que los vendedores locales y los propietarios de restaurantes le abas-
tecieran de comida. Pero su Maestro le había advertido, antes de que se separaran por el caos
de aquella feroz y desafortunada noche, que se abstuviese de cualquier uso en público de la
Fuerza a menos que fuese una situación de vida o muerte. Siempre había una posibilidad,
remota pero posible, de ser visto por soldados de asalto, droides, u otros agentes del Imperio.
O podría ser algún ciudadano, ansioso de ganarse el favor del nuevo régimen, quién podría
denunciarle. Imposible saberlo con seguridad hasta que fuera demasiado tarde.
A primera vista tal preocupación parecía absurdamente paranoica. El último censo planeta-
rio estimaba la población de Coruscant en más de un trillón –y esos eran sólo los residentes
registrados a tiempo completo. El censo no incluía empleados de los ganchos orbitales, Hes-
peridium, ni otras comunidades extraplanetarias. Ni incluía a los cientos de miles de soldados
de asalto estacionados en el planeta. Y con toda seguridad no contaba —no podía— con las
hormigueantes multitudes que vivían fuera del registro, en las profundidades de los arrabales
urbanos. Las estimaciones que incluían esos grupos conducían a algunos estadísticos a deter-
minar que la población real era casi tres veces la cifra oficial. Dicho esto, parecía que un ser
podría existir teóricamente en Coruscant durante toda la vida de una estrella principal, y aun
así permanecer virtualmente anónimo con un mínimo esfuerzo. Desafortunadamente para un
Jedi como Jax Pavan, ese esfuerzo incluía no usar la Fuerza.
Había sido tan discreto como le fue posible. Su pelo marrón oscuro, que se había estado de-
jando crecer al estilo de un Caballero Jedi humano, se lo cortó inmediatamente otra vez y lo
tiñó de negro. También había llevado su barba permanentemente afeitada. Había desechado
la austera capa con capucha y la túnica de su Orden inmediatamente, por supuesto. Ahora lle-
vaba un chaleco poco distinguible de cuero negro de bantha, pantalones grises raídos, y botas
negras que le llegaban hasta el tobillo, todo ello bajo una gabardina color bronce. Su cuello
alto ayudaba a ocultar su cara. Ya no llevaba su sable láser enganchado al cinturón con orgu-
llo; ahora estaba escondido dentro de un bolsillo interior de la gabardina. Tenía aspecto de
espaciante sin suerte, lo cual era precisamente la imagen que quería transmitir. La única arma
visible que llevaba era el vibrocuchillo aunque también guardaba un pequeño desintegrador
oculto en su manga derecha, así como un puñal de duracris en una funda entre sus omoplatos.
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El último no aparecía en los escáneres rutinarios. Una pequeña unidad aturdidora, guardada
en el mismo bolsillo que su sable láser, evitaba que éste fuese detectado igualmente.
Había conseguido apañárselas por sí mismo durante un tiempo, racionalizando que sólo esta-
ba cazando criminales. Pero eso era sofismo —particularmente si los cazaba para otros crimi-
nales, como Rokko. Y ahora, mientras miraba fijamente hacia la calle que corría por debajo
de él, Jax admitió para sí mismo que había caído una distancia aun más grande que la que
había entre donde él se encontraba y el mugriento pavimento. Para sobrevivir en las oscuras
entrañas de Coruscant, se había convertido en lo que una vez había perseguido: un cazador de
seres cuyas cabezas tenían un precio.
Había sido una tortura resistirse a usar la Fuerza –equivalente a la auto-amputación de un
miembro. Todavía podía utilizarla de formas sutiles, como engañar a los débiles de mente o
sentir el peligro a través de ella. Pero los despliegues de poder que sólo un Jedi podría conse-
guir —incluso los menores, como la hazaña que acababa de realizar, con los desintegradores
de los matones— eran peligrosos en extremo. Aun así, no era como si hubiese tenido otra
opción.
—Creo que es hora de largarse —murmuró.
Lo había retrasado bastante tiempo. Se había quedado en Coruscant, aceptando el pago de
criminales por facilitar sus vendettas, y manchando su psique durante el proceso, mientras
intentaba callar su conciencia ayudando a otros a escapar del planeta. Pero esto había durado
suficiente. Ahora era su turno.
El movimiento de resistencia conocido como Latigazo tenía menos de dos meses, pero ya
había conseguido algunos logros impresionantes, incluyendo golpes quirúrgicos en rutas de
abastecimiento y transportes de tropas. También había establecido unas series de rutas se-
cretas, casas refugio, y grupos de partidarios trabajando juntos para facilitar el escape de
indeseables políticos y otros declarados “enemigos del estado”. Esto incluía a los trabajado-
res del Templo, ayudantes de campo, sensibles a la Fuerza, e incluso, se rumoreaba, algunos
Padawans y Caballeros Jedi. Los fugitivos salían de contrabando por medio de vehículos de
carga, túneles de servicio, y otros diversos medios clandestinos repartidos por toda la ciu-
dad-planeta, a lo largo de rutas conocidas colectivamente como el Mag-Lev Subterráneo. Fi-
nalmente eran introducidos en cargueros, transportes, yates de recreo —cualquier nave cuyo
capitán simpatizara con la causa, o fuese lo suficientemente mercenario como para ser con-
vencido mediante créditos— y así eran sacados a salvo del planeta. Mientras Palpatine había
manifestado públicamente que los Jedi y sus asistentes ya no eran considerados una amenaza,
Jax sospechaba que encontrar y detener el MLS estaba en el orden del día Imperial aunque
sólo fuese por el valor propagandístico. Las tropas imperiales habían localizado y cerrado
algunas rutas, pero otras habían tomado rápidamente sus lugares.
Como Caballero Jedi, Jax Pavan tenía garantizada una litera en uno de los transportes, car-
gueros, u otros vehículos que participaran en la acción subversiva. Pero había rechazado
marcharse consistentemente, optando en su lugar por quedarse en Coruscant y ayudar a otros
a escapar.
Ahora no tenía mucho dónde escoger. Tenía que soltar los jirones de su antigua vida y encon-
trar otro mundo, preferentemente a muchos parsecs de distancia. Porque una vez que Rokko
supiese que era un Jedi, sería sólo cuestión de tiempo antes de que la policía del sector lo
supiera. No había una gran recompensa por un Jedi proscrito, pero Rokko delataría a su nana
sin dudar si con ello obtenía créditos.
Jax le dio la espalda al abismo y entró en el edificio. Una vez dentro, encontró un conveniente
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turboascensor, y en menos de un minuto estaba de vuelta en la calle.
Se dio cuenta que ni siquiera había pensado en el dinero que le debía el Hutt, aunque quince
mil créditos eran mucho para perderlo, especialmente todo de una vez. Tal golpe de fortuna
le habría ayudado considerablemente a reubicarse en un nuevo mundo y en una nueva vida.
Pero sabía que las probabilidades de obtenerlo de Rokko eran nulas.
Aun así, a pesar de todas las razones en contra, Jax realmente se sentía animado. Era tiempo
de un cambio. Se preguntó si tal vez, había revelado inconscientemente su identidad Jedi para
forzarse a asumir algún nuevo paradigma. En cualquier caso, lo hecho, hecho estaba.
Estaba haciendo más frío. A diferencia de los favorecidos niveles superiores, donde el cli-
ma estaba tan regulado como todo lo demás, en los niveles inferiores el clima local y real
era todavía algo con lo que había que pelear. La casi perpetua capa de inversión climática,
combinada con las nada reguladas liberaciones de calor y vapor de agua, a menudo causaban
localizados frentes cálidos y fríos en desarrollo. Mientras Jax caminaba por la angosta calle,
moviéndose rápidamente para esquivar los frecuentes carros automatizados cargados de ba-
sura y escombros que pasaban lanzados, fue azotado por un pequeño remolino repentino de
lluvia fría. Momentos después la temperatura empezó a aumentar otra vez, y una niebla de
suelo ocultó el pavimento. El tráfico callejero y peatonal se había atenuado afortunadamente,
aunque estuvo a punto de caer en el camino de un coche de superficie cuando un shistavenen
borracho salió dando bandazos de una taberna y chocó con él, y pocos minutos después fue
acosado por un insistente joven toydariano revendiendo entradas para un concierto de heavy
isótopo, antes de que llegase finalmente a su destino.
El micro-apartamento al que llamaba casa —o lo había hecho, hasta hace una hora— hacía
honor a su nombre. Era apenas una ampolla en el búnker cúbico de ferrocarbon que un letrero
exterior parpadeante proclamaba LAS ARMAS DE CORUSCANT. Regresar a él reforzó su
creencia de que cualquier nueva vida que pudiese forjarse en algún mundo distante apenas
podría ser peor que eso.
Dentro, Jax sacó una maleta de viaje de piel de anguila fleek muy desgastada del diminuto
armario y la abrió sobre la cama plegable. Afortunadamente, había aprendido a viajar lige-
ro: un solo cambio de ropa, artículos de baño y algunas posesiones personales que se había
permitido conservar de sus días en el Templo. Estos incluían un pequeño holocrón del sabio
Yoda, disertando sobre diversos aspectos del Código Jedi; Un cristal de las cavernas de Dan-
tooine con el cual podía “afilar” la hoja de energía de su sable láser; y un relicario de durita del
tamaño de un pulgar. Abrió este último, revelando un pedacito de metal negro con forma de
lágrima. Cuando el resplandor anodino de los fluorescentes de la habitación incidió sobre él,
comenzó a resplandecer: primero en rojo, después naranja, amarillo, verde, azul, índigo, vio-
leta, y finalmente en un refulgente blanco suave. Jax lo miró fijamente un momento, entonces
cerró el relicario y lo deslizó dentro de un bolsillo interior cerrado con cremallera.
Mientras hacía el equipaje, pensó en el caos de los últimos meses, en las muertes de sus co-
legas, sus mentores y sus amigos. En particular, se preguntó cuál habría sido el destino de
Anakin Skywalker.
Anakin siempre había sido un enigma para Jax y los otros Padawan. Tenía casi la misma edad
de Jax, y habían estudiado juntos y se habían batido en duelo a menudo. Aunque era cierto
que nadie podía acercarse realmente a Anakin —siempre había mantenido un distanciamien-
to, una reserva, que nadie podía penetrar— Jax se había contado a sí mismo como uno de los
pocos confidentes del preocupado joven Jedi. Anakin incluso le había mencionado una vez a
Jax su creencia de que Obi-Wan Kenobi, su Maestro, estaba tratando de impedirle alcanzar
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su auténtico destino. Había habido un perturbador destello en los ojos azules de su amigo
mientras hablaba de eso, una mirada de absoluta certeza. Aun más perturbadora había sido la
reacción dentro de la Fuerza. Por un breve momento Jax había visto hebras de la noche más
negra retorciéndose e irradiando hacia afuera en todas las direcciones desde Anakin —más
de las que había visto nunca en nadie. Había sido como si el joven Skywalker fuese el locus
de una vasta y complicada red de furia y desesperación que reverberara a través del espacio
y el tiempo. Pero sólo había sido un instante. Entonces la conexión había desaparecido, tan
rápidamente que Jax ni siquiera estuvo seguro de haberla visto, y Anakin había vuelto a ser el
chico sonriente una vez más. Nunca había vuelto a hablar del tema, y Jax acabó olvidándolo,
hasta la Purga.
A menudo se preguntaba, esos días, si debería haber hablado con el Maestro Kenobi, o con
el Maestro Piell, o con cualquier otro miembro del Consejo, acerca de la perturbadora visión.
¿Pero le habrían creído siquiera? Después de todo, los más augustos miembros del Consejo,
aquellos más cercanos y mejor informados por la Fuerza, no vieron nada adverso en el aura de
Anakin; todo lo contrario, de hecho. Incluso había rumores de que algunos de ellos pensaban
que era el Elegido. ¿Cómo podría un mero Padawan como Jax perforar un velo que ellos no?
Sacudió la cabeza. Anakin ya estaba casi ciertamente muerto; si no, Jax estaba seguro que de-
bía de haber huido de Coruscant a cualquiera de los centenares de miles de mundos conocidos
de la galaxia. Nadie sabría nunca realmente si hubiese sido el destinado a traer el equilibrio a
la Fuerza.
Aunque quizá, en una extraña manera, lo había sido. Pues ciertamente, después de siglos de
tolerancia e iluminación, ahora el lado oscuro tenía el control de la galaxia. Habían cambiado
las tornas. Cuánto tiempo permanecerían las cosas en este nuevo equilibrio, Jax no lo sabía;
ni sabía qué tenía que ver, si es que así era, Anakin con ello. Todo lo que sabía era que ahora
los Jedi eran la presa. Y dada la repentina y abrasadora sensación de pérdida que Jax había
sentido reverberar la noche anterior a través de la Fuerza, la cacería aún no había acabado.
—Otro refrigerante —le dijo Den Dhur al camarero—. Que no paren de llegar.
El camarero, un bith, contempló a Den con enormes y lustroso ojos negros. Esos ojos tenían
una agudeza visual asombrosa, capaz de enfocar hasta una resolución de 0.07 en la Escala de
Gandok. Den lo sabía. Era un reportero. Sabía un montón de cosas.
Informó al Bith de este fascinante hecho. —Eso quiere decir que puedes ver realmente bien
—explicó.
—Lo suficientemente bien para decir que has tenido suficiente —dijo el bith.
Den meneó un dedo desaprobador hacia él. —No te preocupes, mi buen amigo —no sabes
que es prácticamente imposible emborrachar a un sullustano?
—Felicidades, entonces. Has conseguido lo imposible —retiró la jarra de Den—. Te reco-
mendaría que cogieses un aerotaxi hasta casa. Adiós.
Den se concentró en salir andando del bar sin demasiados tambaleos apreciables. Una vez
fuera, los hedores y pestilencias de basura dispersa, surtidas formas de vida que no se habían
bañado hacía demasiado tiempo, emisiones de hidrocarburo de anticuados vehículos prohibi-
das hacía siglos en los niveles superiores, y otras muchas fuentes rancias le desembriagaron
de alguna forma. La escena ante él todavía tenía una tendencia a dividirse en dos o tres mun-
dos alternos —así es cómo se veía, de cualquier manera— pero al menos ahora la gravedad
permanecía medianamente constante.
Den encontró un lugar relativamente limpio en un banco callejero y se sentó. El aire fétido,
junto con la cacofonía de docenas de lenguajes siendo hablados, silbados, estridulados, o pro-
ducidos de otra manera, y la pura sobrecarga de la multitud, eran recuerdos de que las cosas
no habían ido tan bien como había esperado después de que él y el droide I-Cinco habían
llegado finalmente hacía casi un año a Coruscant. Los créditos que habían escondido estaban
casi agotados, y pronto deberían el alquiler de su “lujoso” agujero. Den había estado llevando
a duras penas una vida miserable escribiendo como periodista independiente para diversos
holozines y periódicos sensacionalistas pero incluso eso comenzaba a secarse.
Ésa no era la manera que se había imaginado, ni por un año luz del país. Den Dhur era, des-
pués de todo, un nombre que vendía noticias —o lo había sido una vez hace mucho tiempo.
Pero eso fue antes de las Guerras Clon y de la Batalla de Drongar. Den hubo cubierto ese
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frente y allí había escrito una puesta en evidencia del campeón bunduki de teräs käsi, Phow Ji.
Ji había sido un maestro de artes marciales y, en la opinión de Den, un psicópata al que le gus-
taba matar y que usaba la guerra como excusa para hacerlo. Finalmente Ji se había enfrentado
sin ayuda contra varios mercenarios salissianos y un batallón entero de soldados separatistas,
destruyéndolos a ellos y a su transporte, muriendo en el proceso.
Hubo algunos que vieron esa acción como heroica. Den lo había sentido de forma diferente,
junto con algunos otros de la Unidad Quirúrgica Móvil de la República número Siete —in-
cluyendo a Barriss Offee, la curandera Jedi asignada al Uquemer. Como representante de su
Orden había sido un blanco particular del abuso tanto verbal como físico de Ji. Hasta donde
les concernía a Barriss y a los demás, las motivaciones de Ji habían sido de todo menos pa-
trióticas. Sentían que era un maleante brutal que habría estado igual de contento aniquilando
tropas republicanas como separatistas.
Esa era la inclinación que Den había tomado con su historia. Desafortunadamente, su editor,
considerando que el público necesitaba héroes en aquel entonces, había reescrito una versión
que pintaba a Phow Ji como un mártir en vez de un asesino. Incluso más desafortunadamente,
uno de los últimos actos públicos del Canciller Palpatine antes de su ascensión había sido
dedicar una estatua a Ji en la Plaza de los Monumentos de Coruscant.
Den le había quitado su nombre al artículo reescrito, pero la mayoría de editores y publicistas
del distrito editorial Jardines del Columnista sabían cuál había sido su visión inicial de Phow
Ji. Eso unido al hecho de que Palpatine era ahora Emperador y que el Emperador miraba con
ira a cualquier medio de comunicación que sugiriese que la guerra había sido cualquier cosa
menos un episodio glorioso de la historia galáctica, había dado como resultado una reacción
negativa de la industria que dejó a Den sin posibilidades de ser contratado.
Había intentado durante un tiempo escribir una novela, basándose en la teoría más bien tam-
baleante de que los puntos de vista impopulares podían disfrazarse más fácilmente en la
ficción. Pero ahí no yacían sus talentos. Él era un ave de presa de las noticias, maldición, y
que de repente el comunicador dejase de zumbar no sólo era financieramente estresante sino
también desmoralizante. Y así, amargado y aun más desilusionado de lo normal, había co-
menzado a frecuentar las tabernas y los bares de los alrededores cada vez más.
Durante el último par de semanas había estado pensando seriamente en dejarlo todo e inten-
tar regresar a Sullust de alguna forma. Quizá allí podría volver otra vez con Eyar Marath, la
atractiva bailarina de la compañía de teatro que había conocido durante la gira de Noticias y
Entretenimiento de la HoloRed en Drongar. Ella le había ofrecido una posición honrada como
marido principal de su madriguera. Al principio él no había estado seguro, porque todavía
no era lo suficientemente viejo para retirarse, sin importar lo que la industria parecía pensar.
Pero últimamente todo el asunto del patriarcado tenía cada vez mejor aspecto. Ser agasajado y
adorado en una confortable caverna en el planeta natal ciertamente vencía a esta empobrecida
existencia.
Había, de hecho, una única cosa que había mantenido a Den en esa confusión general de plas-
tiacero y permacreto todo ese tiempo: I-5YQ. Excepto que Den nunca pensaba en el droide
por su código serial. Para él la unidad de protocolo era simplemente I-Cinco. De hecho, ya
apenas pensaba en él como un droide. I-Cinco era su amigo —uno de los muy pocos seres de
ese planeta o de cualquier otro en los que Den Dhur confiara completamente.
Junto con casi todos los demás de la galaxia, Den había creído que los droides no eran nada
más que máquinas. Cierto, eran máquinas que podían procesar enormes cantidades de datos
y algunos de los más humanoides podían imitar comportamiento sensible hasta un grado
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sorprendente. Pero eso era porque estaban programados para ello. Dada su capacidad de me-
moria, y la velocidad de sus redes neurales o los procesadores de la red sináptica, podían ser
equipados con respuestas y reacciones básicas y desde allí extrapolar heurísticamente el com-
portamiento de los humanos, o de los falleen, o de los geonosianos, o cualquier especie que
uno deseara. Pero sólo podían llegar hasta ahí. Los reguladores de creatividad, los circuitos
y el software inhibidor del comportamiento, y otras limitaciones incorporadas evitaban que
los droides alcanzaran auténtica conciencia de sí mismos. Así, tenían el mismo estatus en la
sociedad galáctica que una electrollave. Incluso los esclavos de los mundos envueltos en la
oscuridad del Borde Exterior eran tratados mejor.
Había sido una teoría reconfortante. Pues la mayoría de la gente había aplicado lo mismo, en
menor grado, a los clones que componían la mayor parte del ejército de la República. Eran
descartados simplemente como “droides de carne” por seres de derecho, poco mejores que
bestias con capacidad de hablar, porque habían sido genética y psicológicamente modificados
para aceptar la batalla y no temer a la muerte.
Una teoría reconfortante, ciertamente. El único problema era que había excepciones. I-Cinco
era una excepción. Oh sí, amigo, como decían los ugnaughts. Vaya si lo era. El sarcástico
droide y el cínico reportero se habían convertido en compañeros del alma durante su estancia
en el invernadero que era Drongar, donde los dos ejércitos habían luchado por conseguir la
posesión de la milagrosa planta bota hasta que una mutación del cultivo la había vuelto inser-
vible, y a la lucha sin sentido.
Después, Den había acompañado a I-Cinco de vuelta a Coruscant para ayudarle en una mi-
sión que había sido el equivalente droide de un juramento de sangre. Les había costado varios
meses y muchas paradas en diversos mundos —después de todo, había una guerra en cur-
so— llegar al planeta capital y durante el tiempo que habían estado allí I-Cinco había hecho
pocos, si alguno, progresos en su búsqueda, que era encontrar al hijo de Lorn Pavan, su anti-
guo socio. Él había llegado a la reluctante conclusión de que Lorn estaba muerto, aunque no
pudo encontrar mucha documentación sobre los detalles; parecía que los hechos habían sido
sepultados profundamente, en tumbas desconocidas. El chico, sin embargo, se había criado
como un Jedi, y por tanto no debería haber sido tan difícil de encontrar —excepto que, inme-
diatamente después de que llegaran a Coruscant, lo que había sido una República se convirtió
repentinamente en un Imperio, y debido a la batalla y a la huída y a todas las otras diversas
cosas desagradables, Den e I-Cinco se habían visto apurados simplemente para permanecer
vivos. Finalmente, cuando el humo se hubo despejado —tanto como lo hacía en los niveles
inferiores— habían descubierto, para su consternación, que los Jedi habían sido masacrados
casi completamente.
Se rumoreaba que unos cuantos habían escapado. También se rumoreaba que algunos de ellos
estaban escondidos allí mismo, en Coruscant, y eso era lo que mantenía a I-Cinco allí y bus-
cando.
¿Pero tenía algún sentido seguir buscando? Den pensó en ello, algo laboriosamente, una neu-
rona andando ciegamente a través de la niebla alcohólica para conectar con otra. Aunque
odiaba decirlo, odiaba incluso pensarlo, no podía evitar llegar a la misma conclusión una y
otra vez: No. No lo tenía. El hijo de Lorn Pavan estaba fuera del planeta o era comida para pe-
rro akk a estas alturas. De cualquier manera, no había mucho que se pudiese hacer al respecto.
Los demás Jedi se habían dispersado a los cuatro vientos solares —una maniobra prudente,
en opinión de Den— e incluso si Jax Pavan estaba todavía en alguna parte de Coruscant, las
probabilidades de tropezar con él en una esquina no eran demasiado buenas en una ciudad del
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tamaño de un planeta con trillones de habitantes.
La lealtad de I-Cinco hacia su antiguo socio, y su determinación por honrar la última petición
de Lorn de velar por su hijo, era encomiable. Pero también era un sin sentido. —Incluso su
gran cerebro positrónico tiene que ser capaz de verlo —masculló Den.
Se puso de pie, todavía tambaleándose ligeramente, se giró, y tropezó de pronto con un grupo
de tres ladrones armados. Uno de ellos, en un despliegue de consideración y reflexión común
en los de su clase, golpeó a Den, derribándolo y lanzándolo a la cuneta llena de basura. Otro
ladrón sacó un vibrocuchillo y se inclinó sobre él. El variopinto gentío se apartó como si los
ladrones y Den estuvieran encajonados en un recinto invisible, fluyendo a su alrededor y sin
prestar atención al aprieto del sullustano.
Den intentó ponerse en pie, pero el tercer ladrón presionó una bota contra su pecho, inmovili-
zándole. —Supongo que es demasiado tarde para decir que lo siento —dijo Den sin aliento.
El ladrón con el vibrocuchillo activó la hoja. Un zumbido agudo emanó de él cuando la hoja
comenzó a vibrar, su borde monomolecular se volvió borroso haciéndose invisible. Las caras
ocultas tras los cascos de los otros dos no mostraron ninguna expresión mientras el tercero
agarraba uno de los lóbulos colgantes del sullustano —y entonces una mano mecánica de
color estaño surgió por encima del hombro del ladrón y agarró la empuñadura de la hoja
palpitante, arrancándola de la mano de su sorprendido dueño, y dejándola caer al pavimento,
donde se hundió en el duracreto hasta la guarda.
—Vamos, vamos —comportaos —les regañó una voz agradable—. Después de todo se ha
disculpado.
Los ladrones se dieron la vuelta y vieron un droide de protocolo detrás de ellos, con el dedo
índice alzado, como si les reprendiera. La punta del dedo resplandecía en un rojo brillante. El
droide dijo, —Probablemente estáis pensando, Todo el mundo sabe que un droide de protoco-
lo tiene inhibidores de conducta que no le permitirán dañar a seres orgánicos. Den podía ver
el delgado rayo rojo del láser moviéndose hacia abajo mientras el dedo de duracero apuntaba
a la frente del primer ladrón, justo por encima de y entre donde estaban sus ojos debajo del
casco.
—Bien —continuó el droide—, en este caso, todo el mundo está equivocado.
Los ladrones se miraron unos a otros. Entonces, como si estuvieran de acuerdo en alguna deci-
sión tácita, los tres se dieron la vuelta y desaparecieron entre la despreocupada muchedumbre.
El droide ayudó a Den a ponerse en pie. El sullustano se sacudió la basura de sus ropas. —La
próxima vez no esperes tanto —gruñó.
— ¿Qué quieres decir? —los fotorreceptores proyectaron una cándida inocencia—. Calculé
que tenía dos punto siete segundos enteros antes de que el vibrocuchillo hubiese..
Den alzó ambas manos para detener la respuesta de droide. — ¡De acuerdo, de acuerdo! Real-
mente no necesito oír los detalles escabrosos. Gracias de todas formas.
La inmóvil cara metálica logró en cierta forma parecer ligeramente divertida. —Vivo para
servir —dijo I-Cinco.
Kaird de los Nediji caminaba de arriba abajo a lo largo de su lujosa suite y contemplaba la
opción del asesinato.
En sí misma, ésta no era una gran ocasión. Kaird había considerado muchas veces antes el
tomar una vida y también lo había llevado a cabo más de una vez. No había dilema moral im-
plicado; la única decisión era una de sentido práctico. ¿Beneficiaría la eliminación de esa en-
tidad particular del Gran Nido a su propósito, o simplemente satisfaría un anhelo de venganza,
alisando algunas plumas temporalmente erizadas? Si era lo último, entonces no tenía sentido.
Como decía el dicho Aqualish, La venganza es una corriente fría en la que nadar. Había que
actuar contra los insultos y desaires sólo si el hacerlo facilitaba tus objetivos. El honor era un
lujo que los seres prácticos no podían permitirse.
Aun así, en este caso particular, la tentación era difícil de resistir. Y así mientras acechaba de
acá para allá, se abandonó a imaginativas fantasías sobre la mejor manera de deshacerse de
sus enemigos.
De uno en particular...
Kaird había ascendido rápidamente en la jerarquía del Sol Negro. Hace poco más de un año
estándar había sido un mero asesino, si bien uno muy bueno. Desde entonces se había conver-
tido en un maestro excelente de la fuga dentro de la organización, escogiendo a sus aliados
con cuidado. Ahora, después de un año de trabajo, se había colocado en una posición envidia-
ble: estaba a punto de convertirse en Vigo.
A punto, se recordó a sí mismo, pero no allí. Sólo había espacio para un nuevo miembro en el
círculo interior de Dal Perhi, el Underlord actual del Sol Negro. Y su rival para el puesto, el
Príncipe Xizor de los Falleen, era un adversario muy formidable.
Como especie, los fallen eran reservados e insulares; poco conocían de ellos el resto de la ga-
laxia ya que tendían a quedarse en su propio sistema. En sus negociaciones con otras especies,
eran normalmente de voz suave y elocuentes. No eran untuosos y engatusadores, como los
hipócritas neimoidianos y eran mucho más listos e indirectos que los francos dressellianos.
Los falleen también eran físicamente imponentes, midiendo de media metro y medio de altu-
ra, y poseyendo en la mayoría de los casos, un diseño corporal liso y mesomórfico. Con sus
características clásicamente simétricas, la pigmentación de la piel que iba desde verdosa hasta
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rojo-anaranjada, dependiendo del estado de ánimo del individuo, y el pelo lustroso, no eran
poco atractivos como lo eran los bípedos carentes de plumas, supuso Kaird. La atracción era
realzada, por supuesto, por la gran variedad de feromonas que podían producir. Este último
hecho no era bien conocido generalmente ya que raras veces uno se encontraba con un falleen,
y no tenían la costumbre de señalar su ventaja a los demás. Pero Kaird había conocido a una
falleen llamada Thula en el pasado reciente. Sabía que los catalizadores aéreos, segregados
por glándulas apocrinas especializadas tanto para falleen masculinos y femeninos, podían
causar diversas reacciones intensas, románticas y de otra naturaleza, en otros de su propia
especie. Además de las feromonas, también podían producir transmisores aleloquímicos que
evocaban diversas emociones, como el miedo, el deseo, la ira, la duda, y la confusión, entre la
mayoría de especies con una química corporal similar. Los falleen eran realmente avezados en
manipular a los otros por medio de estos métodos subliminales, y Xizor, Príncipe de la Casa
Sizhran, una de las monarquías falleen más antiguas, era un experto entre expertos.
Aun sin esta ventaja bioquímica los falleen se sentían en su medio naturales en los intrincados
juegos de la política. Xizor también era un brillante ejemplo de esto: un jugador que creía ab-
solutamente en las palabras del gran estratega, el General Grievous: “Uno debería tener cerca
a los aliados, pero incluso más cerca a los enemigos”.
Kaird compartía la misma filosofía, por supuesto. Le divertía tanto como asumía que divertía
a su enemigo, fingir, adular los logros del otro mientras exageraba sutilmente sus problemas
inherentes. —La eliminación del Hermandad Jaloriana por parte del Príncipe Xizor fue in-
geniosa e impresionante. El fallo al recobrar el cargamento de esmeraldas de fuego antes de
que fuese tragado por la Singularidad Khadaji no reduce su logro de ninguna manera. O, —El
embrollo causado por el intento de asesinato del embajador khommite es desafortunado, pero
debemos recordar que los khommites son clones. Confundir uno con otro era de esperar...
dada la calidad de la información de inteligencia proporcionada.
Xizor nunca se alteraba ante tales púas disimuladas, y él daba tan bien como recibía. —Quizá,
no fue la calidad de la información la que tuvo la culpa —había dicho en respuesta a la última
insinuación de Kaird—, sino la interpretación de los datos. Yo no elegí el equipo de asesinato;
meramente suministré información vital —mucha de la cual parece haber sido ignorada.
Por supuesto, había sido Kaird quien había escogido a los seres y el que les había dado las
órdenes de ataque. Y así se desarrollaba, de acá para allá, la interminable y sutil maniobra para
conseguir posición, cada uno con la misma meta: el favor del Underlord Perhi.
Kaird sabía cuál era el deseo del falleen: poder y seguridad dentro de la organización, con
un último disparo al título de Underlord. Lo mismo, en otras palabras, que el objetivo de to-
dos los demás. La única forma de obtenerlo era clavar las garras en lo más alto posible de la
cadena alimenticia, y ser un Vigo era casi lo más alto a lo que uno podía llegar. Había otros
ocho que eran los iguales del Vigo, pero sólo uno que era superior: el propio Underlord. Xizor
deseaba ardientemente ese poder y esa autoridad. No carecía de fondos; incluso si no hubie-
se sido un príncipe falleen, su negocio principal, Sistemas de Transporte Xizor, le reportaba
millones de créditos anualmente sin que tuviera que alzar un dedo. Tampoco carecía de com-
pañía femenina; incluso descontando su riqueza y su buena apariencia física, esas nubes in-
visibles de feromonas que podía derramar a voluntad le garantizaban mujeres en abundancia.
No. Xizor quería una cosa y sólo una sola: puro poder en bruto, el poder que podría otorgarle
ser el Underlord del Sol Negro. Estaba tan cerca que casi podía saborearlo; Kaird podía verlo
en sus velados ojos lavanda.
Kaird tenía ojos violetas. Eran capaces de una visión excelente; después de todo, sus antepa-
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sados aviarios habían evolucionado en los altos picos nevados de Nedij, un mundo alejado del
núcleo en el borde este de la espiral. Habían ocupado su tiempo, entre otras cosas, en cazar
criaturas humanoides no muy diferentes a los falleen. Su clase ya no poseía el poder del vuelo
y aunque todavía era más fuerte y más rápido que la mayoría de seres, sabía que la condición
física del príncipe, junto con su destreza en las artes marciales, podía deletrear el destino
Kaird en letras grandes y fáciles de leer. Él no tenía intención de dejar que eso ocurriera —no
cuando estaba tan cerca de su meta.
Se preguntó qué diría Xizor, el Underlord Perhi y la mayoría de los demás si supiesen cuál era
el auténtico objetivo de Kaird. No era el poder en sí; no era la emoción de tener la atención
del Underlord, o siquiera ser el mismo Underlord —no era nada de eso.
Kaird sólo quería irse a casa.
Volver a Nedij. Volver a los altos peñascos y promontorios iluminados por el sol de su mundo.
Volver a su Bandada; probablemente ya le aceptarían, pues la transgresión por la que había
sido proscrito había pasado hacia tiempo. Y si no le aceptaban, iría de todas formas, incluso
si tenía que anidar en solitario. Solo en Nedij era mejor que allí en Coruscant en compañía de
sinvergüenzas.
Allí en Coruscant no era muy preciso porque no estaban en el propio planeta. El Sol Negro
tenía santuarios establecidos a lo largo de la galaxia y este en particular estaba en un gancho
celestial, una estación espacial en órbita geosincrónica, unido al planeta por un eje de dura-
cable de 37.730 kilómetros de largo. Para los pocos Coruscanti lo suficientemente ricos o
importantes como para estar en órbita en primer lugar, Sinharan T’sau era meramente otro
centro vacacional privado; en este caso, un oasis en forma de cúpula de tachylyte tallado y
rocas de obsidiana, punteados aquí y allá con aulaga naranja, cycadas púrpura y otros espe-
címenes exóticos. Bajo la lustrosa superficie negra, sin embargo, se encontraba el santuario
conocido como Hall de Media Noche. Muchos de los negocios del Sol Negro se trataban en
esas cámaras y corredores oscuros y laberínticos. Y allí había pasado Kaird la mayor parte del
año pasado.
Lo odiaba. Si hubiesen diseñado un infierno específico con él en mente, no podrían haber he-
cho un trabajo mejor. Cierto, estaba brillantemente iluminado, y bien ventilado, pero aun así,
Kaird podía sentir la masa de toda esa piedra pesada presionándole hacia abajo, amenazando
con romper sus huesos vacíos y aplastarle hasta convertirlo en una pasta. Él sabía que eso no
podía ocurrir pero el conocimiento y la fobia tenían poco que ver entre sí.
Su plan pedía otros dos años, tres a lo sumo. Primero consolidaría su posición como Vigo,
entonces usaría ese poder para descubrir subrepticiamente todos los pequeños secretos esca-
brosos, tumbas sin nombre y cosas así que pudiese averiguar. Porque sólo sosteniendo una
espada lo bastante grande sobre las cabezas de sus observadores —y quizá incluso sobre su
único superior— podría retirarse con la cabeza todavía sobre los hombros.
Para muchos Sol Negro era un compromiso vitalicio —una vez que estabas dentro, estabas
dentro de por vida, y esa vida podía ser cortísima si intentabas marcharte. Oh, podías salir,
incluso podías pensar que estabas a salvo, que lo habías conseguido, que habías hecho lo que
tantos antes que tu no habían podido. Incluso podías encontrar un bonito planeta en alguna
parte, lejos de las principales rutas espaciales, un lugar donde un extranjero con suficientes
créditos sería bienvenido con los brazos abiertos y ninguna pregunta. Pero tarde o temprano
llegaría la llamada en tu puerta, y sólo tendrías el tiempo justo para lamentar el haber abierto
antes de ser desintegrado en el olvido.
Kaird lo sabía. Lo sabía porque había estado al otro lado de esa puerta, con su desintegrador
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apuntando y listo muchas veces. A él no le pasaría eso.
Casi se había marchado una vez en el pasado, poco después del cese de hostilidades en Dron-
gar. Él y su dos esbirros, la falleen Thula y un umbarano llamado Squa Tront, se habían hecho
con uno de los últimos cargamentos viables de bota. Kaird había esperado que, dándole su
parte al Sol Negro, podría engendrar suficiente buena voluntad entre los Vigos para que le per-
mitieran seguir su propio camino —eso, sumado al hecho de que él ya sabía dónde estaba en-
terrada una gran cantidad de cuerpos. Pero nunca tuvo la oportunidad de descubrirlo. Los dos
estafadores le habían traicionado, habían escapado con todo el cargamento de bota, y habían
dejado a Kaird flotando en el espacio en una bomba, lo cual había descubierto justo a tiempo.
La gola de plumas alrededor de su cuello se encrespó al recordarlo. La pérdida del bota había
significado dejar de lado sus sueños de Nedij hasta un futuro indefinido, porque sin eso su
posición no era lo suficientemente fuerte para que le dejaran ir. Él todavía creía firmemente
que la venganza era para aficionados, pero si ese par de rufianes volvían a cruzarse alguna vez
en su camino, simplemente haría una excepción.
Su crono sonó suavemente. Casi era hora de su reunión con el Underlord. No estaría solo,
tristemente; tenía que compartirlo con dos de los Vigos elegidos. Una pena. Había tanto que
podría conseguir hacia su propósito, si simplemente pudiese tener algo de tiempo ininterrum-
pido con el Underlord Perhi...
Suspiró. Sólo podía hacerlo lo mejor posible, y esperar un firme viento de cola que te impulsa-
ra más rápido hacia tu destino. Hasta entonces, jugabas al juego, mantenías la lengua cortés,
y hablabas favorablemente de tus enemigos cuando ellos o sus espías podían oírte.
Aun así, no podían leer sus pensamientos. Y así no hacía ningún mal, y ciertamente mejoraba
su estado de ánimo mientras Kaird caminaba hacia su reunión pensar en más formas diferen-
tes e imaginativas de matar al Príncipe Xizor.
En una parte de Coruscant donde simplemente vislumbrar el sol podía ser una ocasión sobre
la que hablar a los nietos, parecía raro que la auténtica oscuridad nunca llegara del todo. Pero
tal era el caso; el pulso de los arrabales de los niveles inferiores de la ciudad-planeta no cono-
cía el día o la noche. Con pocas excepciones, aquellos bajo, en o cerca de la superficie vivían
en un perpetuo crepúsculo de electroluminiscencia. Los carteles cromáticos de neón, argón y
otros gases ionizados iluminaban las calles de los Arrabales Pozo Negro a todas horas, y muy
pocos seres eran conscientes de los horarios del mundo superior. Muchos negocios podían
encontrarse abiertos en cualquier momento del ciclo de veinticuatro horas, y la mayoría de las
especies seguían sus propios ritmos circadianos, por muy esotéricos que pudieran ser.
Como resultado —para Nick Rostu, al menos— el mundo de los niveles inferiores siempre
parecía ligeramente irreal. Había una cualidad fantasmagórica que a veces encontraba fasci-
nante, y a veces frustrante. Algunas veces se sentía como si llevara un dermaparche de especia
de sueños, o algún otro psicodélico suave todo el tiempo.
La sensación era particularmente fuerte ahora mientras pilotaba su deslizador terrestre por
una calle angosta. Su crono le decía que eran las 0342, pero esa era la hora de los niveles
superiores, donde la noche y el día significaban algo. Allí abajo, en el crepúsculo eléctrico
interminable, el tiempo tenía un significado diferente por completo. No era algo para ser pro-
gramado, algo para ser cuantificado en términos de segundos, minutos u horas. Era medido
de forma mucho más simple: o tenías suficiente, o no tenías suficiente. Y esos días, a Nick le
parecía que nunca había suficiente.
El Maestro Piell, con su último aliento, le había explicado la urgencia de su misión, y también
le había dicho a quien tenía que confiársela: a su antiguo Padawan, Jax Pavan, quien se había
graduado como Caballero Jedi sólo algunos meses antes del final de la guerra. Era Pavan a
quien había estado buscando el Maestro Piell y era Pavan a quien ahora Nick tenía que en-
contrar.
A primera vista, parecía completamente imposible. ¿Cómo encontrar a un hombre en una ciu-
dad del tamaño de un planeta? Afortunadamente, Nick había conocido a Pavan ligeramente
antes de la dispersión de la Orden, y una de las bases de datos que estaba creando Latigazo
estaba diseñada para seguir la pista de los pocos Jedi que quedaban todavía en Coruscant. No
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tenían una posición específica para Pavan, pero Nick había podido averiguar que estaba en el
Sector de Yaam, también conocido como Sector 1Y4F, cuyas regiones más bajas eran cono-
cidas como los Arrabales Pozonegro, en alguna parte a lo largo de una calle llamada Avenida
Amtor.
El Sector de Yaam estaba casi cinco mil kilómetros al este, a lo largo del cinturón ecuatorial,
y cerca de cuatrocientos klicks al norte. Nick había cogido un hiper-tren durante la primera
parte del viaje, uno de los grandes mag-levs que se movían a través de un tubo sellado a dos
mil kilómetros por hora. Los compensadores de inercia protegían a los pasajeros de las altas
fuerzas-g y de la fuerza de torsión, y el cuasi-vacío del tubo reducía la fricción hasta casi cero.
El resultado era un viaje confortable en poco más de dos horas y media, eso le había llevado
casi un octavo del camino alrededor del planeta, incluso permitiendo un desvío para pasar un
gran cráter.
El desvío había reducido la velocidad del hiper-tren el tiempo suficiente para que los pasaje-
ros tuvieran una buena vista de la devastación. El cráter tenía siete kilómetros de ancho, sus
paredes y su suelo estaban fundidos en cristal negro. Los restos de las estructuras se alzaban
aquí y allá alrededor de los bordes, como velas derretidas. Nick sabía que había una gran
cantidad de cráteres marcando la superficie urbana: prueba espantosa del bombardeo de Co-
ruscant por parte de los Separatistas en los días finales de la guerra.
Él había cambiado en la Estación Ts’chai, cogiendo un monorraíl convencional para el resto
del viaje. Cuando llegó al Depósito Yaam, un miembro de la resistencia tenía un deslizador
esperándole, y se había zambullido en los Arrabales.
Era perturbador, pero fascinante, observar la descomposición y la decrepitud aumentando
lentamente mientras pilotaba el deslizador en un ángulo pronunciado. No era nada que no hu-
biese visto antes, pero nunca antes le había parecido tan condensado. Alrededor del nivel 115,
el aire se volvió brumoso, haciendo que le picaran los ojos, y el olor se volvió nocivo, hasta
tal punto que consideró cerrar la carlinga. Sabía que ese era el efecto de los hidrocarburos y
el ozono, causado por una capa de inversión climática, y que era producido por los moradores
al quemar petróleo, madera, estiércol animal y cosas por el estilo para mantenerse calientes
y obtener energía. En el mundo iluminado por el sol de las alturas, limpiadores de aire auto-
matizados patrullaban la atmósfera superior, manteniéndola razonablemente limpia y fresca.
Pero tales beneficios no estaban disponibles allí abajo.
Bajo el cinturón de arenoso aire marrón, era otro mundo —un mundo que Nick Rostu había
llegado a conocer demasiado bien.
El tráfico aéreo era mucho menos abundante allí abajo que allá arriba, lo cual era bueno, por-
que los conductores eran mucho menos competentes. Nick estuvo a punto de ser aplastado por
un deslizador que estaba virando a la derecha tan consistentemente que sospechó que la veleta
del repulsor de estribor funcionaba mal. El piloto, un ortolano flemático, reconoció el encuen-
tro casi fatal con una única contracción de su tronco azul, y después se perdió en la neblina.
Aunque los edificios del Sector de Yaam eran, en la mayoría de los casos, sólo cortanubes —
muchos de ellos de no más de setecientos u ochocientos metros de alto, que palidecían junto
a las impresionantes torres celestiales de dos mil metros del cinturón ecuatorial— estaban
colocados extremadamente juntos. El Sector de Yaam era uno de los más viejos de Coruscant;
no tan viejo como el Cuadrante Petrax, pero lo suficientemente viejo. Una gran cantidad de
edificios habían sido construidos antes de que la mayoría de los océanos desaparecieran y las
calles eran más estrechas y sinuosas, posiblemente porque los grandes vehículos de transporte
terrestre no se habían usado tan extensamente en aquel entonces. Nick no sabía o realmente
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no le importaban las razones —sólo sabía que las constreñidas y vermiculares rutas de esa
parte de la superficie estaban volviéndole intensamente claustrofóbico. Además, muchas de
las calles —más bien callejones glorificados, en su opinión— tenían una tendencia inquietan-
te a provocar una parada abrupta porque algunos espíritus libres habían decidido, siglos atrás,
erigir una estructura de algún tipo a través de ellas. Algunas veces estas tenían rutas laberín-
ticas a través de las que podía navegar cautelosamente; más a menudo eran simplemente ca-
llejones sin salida, y tenía que desandar el camino y encontrar una ruta diferente. No ayudaba
nada que el sensor localizador de ese deslizador funcionara mal.
Finalmente, después de mucho volver a trazar su ruta, llegó a la calle que estaba buscando.
Avenida Amtor era un nombre demasiado grandioso para una tira constreñida de pavimento
limitada a cada lado por almacenes industriales ennegrecidos, conductos enlechados lo sufi-
cientemente grandes como para meter un bantha, bahías de atraque y otras estructuras gigan-
tes extendiéndose en ambas direcciones hacia la intermitente oscuridad. Algunos bloques más
allá podía ver un reptador de muros ascendiendo lentamente por sus guías verticales, trans-
portando contenedores de carga hacia los niveles superiores. Más allá todavía, gigavatios de
azules descargas eléctricas parpadeaban y chisporroteaban entre enormes terminales en una
planta generadora.
Otras luces más cercanas también titilaban, todas sobre él. Incluso allí abajo, en ese distrito
predominantemente manufacturero, uno no podía escapar de la andanada sensorial de anun-
cio-esferas flotantes y holo-carteles. Imágenes puntiagudas, y caleidoscópicas pulsaban en
los bordes de la visión de Nick mientras navegaba calle abajo, imágenes tridimensionales de
venta personalizada, sitios de mala fama de la HoloRed, incluso diversas sustancias tóxicas
ilegales.
No tendría que aguantarlos por mucho más tiempo, se dijo a sí mismo. Ahora era meramente
una cuestión de encontrar el edificio correcto. Detuvo el vehículo con el piloto automático
encendido, lo suficientemente alto para evitar que cualquier ladrón de deslizadores tuviese
ideas impulsivas, y se concentró.
Un Jedi, incluso un simple Padawan, no tendría problemas en pilotar el deslizador, y proba-
blemente mantener una conversación al mismo tiempo, mientras usaba la Fuerza para buscar
a otro ser sensible a la Fuerza. Pero Nick no era un Jedi; ni mucho menos. La habilidad para
tocar la Fuerza podía estar codificada en sus células, pero aun si había Jedi entre sus antepasa-
dos, lo que fuera que había heredado que accionaba la Fuerza evidentemente estaba bastante
anémico comparado con el de sus antepasados. Rara vez había usado la habilidad, en Haruun
Kal, para nada más que controlar perros akk. Multitarea estaba fuera de consideración. Había
miembros de su ghosh que tenían mucho más poder que él pero el único Korunnai que él
había conocido que realmente había sido bueno en ello había sido Kar Vastor. Y había sido
atraído por el lado oscuro.
Uno pensaría que no debería ser tan difícil; después de todo, ¿cuántos seres sensibles a la
Fuerza podría haber en cualquier calle dada en una pocilga como esta, particularmente des-
pués del derrocamiento de la Orden? Pero Nick sabía que normalmente los Jedi eran capaces
de ocultar su conexión con la Fuerza, y asumió que los pocos todavía vivos serían más asiduos
que nunca de hacerlo. Eso haría aún más difícil encontrar a Pavan.
Todo lo que podía hacer era intentarlo.
El deslizador avanzó lentamente hacia adelante. Nick se sentó erguido, su cara arrugada por
la concentración.
Nada.
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Nick suspiró y fue al Plan B, que consistía en preguntar a los pocos locales que pudiera arrin-
conar momentáneamente si recordaban haber visto a un varón humano, de veintitantos años,
pelo oscuro, etcétera, por los alrededores. Al principio, parecía que eso no iba a tener más
éxito que pescar en la Fuerza. Pero entonces tuvo suerte: encontró un droide de protocolo,
uno de la línea 3PO, que obviamente había estado en los niveles inferiores durante mucho
tiempo, a juzgar por la pátina de hollín y mugre que revestía su armadura que una vez fue de
alabastro. El droide pertenecía a un gánster hutt local llamado Rokko, y, aunque inicialmente
reluctante, finalmente revisó sus exhaustivos bancos de memoria y produjo una lista de diez
humanos con probabilidades coincidentes con la descripción que Nick había hecho de Pavan.
El primero vivía en un resicubo a la vuelta de la esquina, un bloque de treinta metros de fe-
rrocreto gris oscuro. Había una puerta, pesadamente atrancada, y ninguna ventana. El cartel
parpadeante sobre la puerta llamaba a esa atractiva pieza inmueble Las Armas de Coruscant.
Nick detuvo el deslizador al otro lado de la calle. Si allí era donde Pavan tenía el campamento
el aprieto de la Orden Jedi era peor de lo que había pensado.
Salió del vehículo y piso algo suave y maloliente apelmazado en la acera. No podía distin-
guir, bajo la luz tenue, lo que era, lo cual probablemente era mejor. Un narcotraficante kubaz
intentó venderle algo de Somaprin-3, pero lo reconsideró precipitadamente cuándo Nick le
dijo —Usa esos pies antes de que te los desintegre, nariz de insecto.
Sin lugar a dudas, pensó Nick, llevo una vida encantadora.
Había poco tráfico; esperó a que pasara un transporte de tropas para poder cruzar la calle. Pero
en lugar de pasar, el transporte se detuvo, levitando justo delante de la entrada. Un momento
después cinco soldados de asalto se bajaron y entraron en el hotel. Todos llevaban rifles Blas-
Tech E-11. Un momento después el transporte se marchó.
Nick parpadeó de incredulidad, dándose cuenta de que ésta muy bien podría ser la segunda
noche que había descubierto el músculo imperial a punto de machacar a un Jedi. — ¿Cuántas
son las probabilidades? —murmuró. Por supuesto, las tropas podían estar allí por un asunto
completamente diferente, pero en el fondo él lo dudaba.
Suspiró, desenfundó el desintegrador que llevaba en la cadera, y empezó a cruzar la calle. Sin
agallas no hay gloria, después de todo. No es que tuviese nada que probar. Nick sabía que
tenía agallas. Las había visto.
N. del T.: En ingles, agallas y entrañas se escriben “guts”, aquí utiliza un juego de palabras para decir
que había visto sus agallas, porque cuando le hirieron en Haruun Kal casi se le salen las entrañas.
Cuando llegó la llamada, Haninum Tyk Rhinann había estado esperándola. Sabía que el co-
municador de seguridad sonaría tarde o temprano. Sabía que cuando eso ocurriera sería con-
vocado ante su amo. Pero ese conocimiento no hacía que la propia tarea fuese menos que una
experiencia muy dura. Uno no se aventuraba, después de todo, en la guarida del nexu casual-
mente —no si uno esperaba salir con todas las extremidades en su sitio.
—Sí, sí, por supuesto —le dijo al droide que había hecho la llamada—. Diez minutos. Allí
estaré —No era bueno hacerle esperar, después de todo. Si había una cosa que Rhinann com-
prendía, era el valor de la puntualidad. Aun así, se detuvo un momento ante el holoreflector,
rotando su imagen 360 grados mientras se aseguraba de que cada pliegue de su túnica estu-
viese perfecto y que su corbata colgase justo a la distancia correcta de sus zarcillos del cuello.
Entonces colocó la imagen en un ángulo de cuarenta y cinco grados para asegurarse de que el
pelo de sus orejas estaba peinado. Tras lo cual se obligó a salir, deseando que hubiese tenido
tiempo de pulir sus cuernos. Mientras salía se fijó en que uno de los ornamentos de la pared
estaba colgando un pelo fuera de la auténtica vertical, pero logró salir sin tomarse un tiempo
para ajustarlo.
Como la mayoría de elomin, la inclinación de Rhinann por la limpieza y el orden rayaba en
lo fanático. Eso era lo que le convertía en la elección perfecta como ayudante de campo, y
ciertamente Rhinann se tomaba sus responsabilidades muy en serio. Era muy consciente de
que era una forma de vida extremadamente afortunada; la mayor parte de su especie había
sido esclavizada después de que el Emperador había subido al poder y había sido condenada
a trabajar en pozos de terror como las asquerosas fábricas y campos de trabajo de las áreas
industriales de Coruscant. El propio Rhinann había estado abocado a tal destino, pero afor-
tunadamente había sido liberado en el último momento. Todavía se consideraba rodeado de
locura y discordia —sólo regresar a Elom podría remediar eso— pero sabía que podía haber
sido mucho peor. Y todavía podía serlo, si no realizaba su función a la perfección.
Siguió un corredor ligeramente curvado hacia el turboascensor. Había muchísimas gente por
allí, incluso a esa hora; predominantemente humanos, aunque vio a un ortolano y a un par de
zabrak. Casi todos ellos evitaron sus ojos mientras pasaban por su lado apresuradamente.
Tomó un elevador expreso hasta el piso noventa y cinco. Esa sección del Palacio estaba esca-
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samente decorada —mayormente paredes blancas, con algún grupo ocasional de columnas o
una entrada adintelada para acentuar la severidad. Rhinann aprobaba ese estilo arquitectóni-
co. Cuanta menos floritura, menos probabilidad de ser indecoroso.
Si uno deseaba obtener un rápido entendimiento sobre una especie, Rhinann sentía que una
de las formas más fáciles y rápidas de hacerlo era considerar sus estilos arquitectónicos.
Tomemos Coruscant. En su mayor parte diseñado por humanos, todas las áreas más lujosas
se caracterizaban por ahí líneas rectas descendiendo en picado, combinadas con estructuras
antiguas, como pirámides y minaretes, con temas tecnológicos y mecánicos más modernos.
Mostraba una conciencia de, e incluso reverencia por el pasado, junto con una mirada hacia
adelante. Esto era bueno hasta donde ocurría; sin embargo, la ciudad como un todo tenía poca
coherencia. Había pocos patrones perceptibles de cuadrícula u otras señales de regularidad;
cualquier ostentación arquitectónica hecha era amorfa y disonante en el mejor de los casos
—en el peor, anárquica. Justo como sus creadores.
Rhinann despreciaba a los humanos. No eran propensos al orden; de hecho, fueran donde fue-
ran, dejaban caos y locura esparcida en su estela. Eran una llaga propagándose a través de las
estrellas. Cierto, también lo eran otras especies, incluso los bárbaros eloms cavernícolas de su
mundo, pero los humanos eran lo peor, aunque sólo fuera porque había tantísimos. Rhinann
creía, como casi toda su gente, que en realidad los elomin eran la única especie civilizada de
la galaxia.
Aun así, reflexionó mientras avanzaba deprisa, ya que los humanos eran ubicuos a lo largo de
toda la galaxia, la especie sensible más abundante de todas con diferencia, no tenía sentido
oponerse a ellos —especialmente cuando la mayoría de las veces contraatacaban. Como aho-
ra. Después de todo, no había duda de que estaba mejor allí, haciendo eso, que en cualquier
otro sitio, haciendo cualquier otra cosa. Incluso dejando a un lado los atavíos y los accesorios,
el sueldo, y el apartamento de lujo, Rhinann habría cogido el puesto por una razón: le permitía
ahondar en los misterios de la Fuerza.
La Fuerza le fascinaba. Sin tener ninguna sensibilidad a ella, a veces se sentía como un ciego
escuchando a alguien describir las maravillas de la visión. En la superficie, la Fuerza parecía
ser el instrumento definitivo del caos, especialmente cuando se usaba al servicio del lado os-
curo. Pero si miraba con atención, había una serenidad debajo de la agitada superficie, un or-
den subyacente, tal como las olas tempestuosas podían esconder las plácidas profundidades.
Ciertamente los Jedi parecían haber obtenido cierta paz, así como cierta osadía considerable.
Hasta ahora no había escuchado de uno solo que no hubiese muerto noblemente. Había veces
—como ahora, cuando estaba tan molesto por la perspectiva de esa reunión que incluso su
cuarto estómago estaba agarrotado— que Rhinann envidiaba a los Jedi por su habilidad de
usar la Fuerza como un bálsamo.
Pero ese no era el momento de una reunión para arreglarse el pelaje. Tenía que mantener el
control de cuerpo y mente. La indecisión y la vacilación no serían vistas favorablemente.
Demasiado pronto se encontró delante de la puerta.
Estaba hiperventilando, se percató Rhinann. Respirar tan fuerte hacía que sus colmillos nasa-
les vibraran. Con un gran esfuerzo, logró calmarse lo suficiente como para mostrar al menos
una compostura ficticia.
Entró. La antecámara no era bastante grande en su opinión —pero ni siquiera el Gran Salón
de Audiencias dejaría distancia suficiente entre Rhinann y su superior en la reunión que es-
taba a punto de comenzar. Se distrajo momentáneamente admirando el diseño: el techo era
abovedado, y las líneas de las paredes acanaladas fluían en un patrón tranquilizador hacia él,
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atrayendo la mirada. De ninguna forma estaba sobre-amueblado; Algunas sillas, un pequeño
sofá, y una mesa fue todo lo que vio. Los colores estaban atenuados, la iluminación era suave
y sin ninguna fuente visible. Con todo sería una habitación agradable y relajante —de no ser
por el ser que entraba por la puerta más alejada. El ser que le había rescatado de una vida de
esclavitud. El ser que le había dado una posición renombrada y que se había ocupado de que
fuese pagado adecuadamente por ello. El ser al que se lo debía todo.
El ser al que Haninum Tyk Rhinann temía más que a cualquier otro de la galaxia.
—Siéntate, Rhinann —dijo Darth Vader.
—Creo que es hora de que afrontemos la realidad, I-Cinco —dijo Den.
— ¿Alguna realidad en particular? El número de posibles mundos paralelos es literalmente
astronómico.
Den consideró asestar al droide un buen golpe, pero ya que no tenía nada con lo que pegarle
salvo sus manos desnudas, se resistió. No tenía sentido lastimarse la mano y sabía por expe-
riencia que ese sería el caso. Aunque I-Cinco era un modelo fuera de lo común, su carcasa de
duracero seguía siendo muy robusta.
El droide y el sullustano estaban caminando por una avenida conocida localmente como Calle
Slan, dirigiéndose de vuelta al agujero literal en la pared que compartían. Sólo pensar en el lu-
gar, con su baño goteante y las cucarachas—arañas suficientemente grandes como para tirarte
de la cama- hizo que Den estuviese aun más decidido de persuadir a I-Cinco para largarse de
esa superpoblada y excesivamente cara bola de basura.
Afortunadamente, la calle Slan estaba razonablemente bien iluminada y era marginalmente
más segura que muchas de las otras vías públicas del Corredor Carmesí; además, los crimi-
nales locales había aprendido a apartarse de I-Cinco gracias a su puntería con los láseres que
tenía en cada dedo índice. Den ya se había espabilado; como le había dicho al camarero, cier-
tamente era difícil emborrachar a un sullustano y correspondientemente fácil para él eliminar
los efectos del alcohol sin una resaca. Con la sobriedad había llegado la comprensión de que
había sido un tonto por ir de bar en bar en un barrio como ese por la noche. Era bueno que
I-Cinco hubiese ido a buscarle.
Aun así, Den sentía que tenía el deber de intentar hacer que su amigo entrase en razón. —He-
mos usado nuestro mejor cartucho con esto —dijo mientras pasaban junto a un porche lleno
de holocabinas de mala fama, sus parpadeantes anuncios 3-D detallaban las concupiscentes
maravillas que prometían en el interior—. Pero creo que tienes que admitir que hemos agotado
todas las avenidas de la indagación. Creo que hemos agotado incluso los callejones traseros
de la indagación a estas alturas. Si Jax Pavan está vivo y en Coruscant, tratar de encontrarle
es como buscar una aguja en un pajar.
El droide no contestó. Den le miró. La cara de I-Cinco estaba, por supuesto, inamovible e
inexpresiva, estando hecha de metal. Pero con los años el droide había desarrollado formas de
simular expresiones faciales que eran sorprendentemente efectivas. Haciendo cambios sutiles
en el ángulo y la intensidad de sus fotorreceptores, unido al lenguaje corporal, I-Cinco era
capaz de emular la conducta humana con exactitud asombrosa. Era el motivo principal por el
que la mayoría de la gente, incluyendo a Den, pensaban en el droide como él en lugar de eso.
Mientras realizaba su trabajo —cuando había tenido un trabajo— Den había estado muy fa-
miliarizado, por supuesto, con los aspectos de las expresiones faciales humanas y el lenguaje
corporal. Y podía decir que, en ese momento, I-Cinco parecía complacido.
— ¿Qué?
—Le he encontrado.
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— ¿En serio? —el tono de Den era escéptico. También habían recorrido esa vía espacial con
anterioridad —varias veces, de hecho—. ¿Y dónde está esta vez?
—Soy consciente de que las pistas falsas que me han dado en el pasado nos han causado al-
gunas dificultades..
—Interesante manera de decirlo. Ahora, yo, llamaría a acabar con mis brazos arrancados por
un vagabundo abyssino colocado de especia o quedar atrapados en mitad de una guerra de
bandas entre los Raptores y los Zombis Púrpura un completo desastre, pero supongo que po-
dría estar sobre-dramatizando.
—Sigues vivo y entero.
—Físicamente, sí. Mi mente, sin embargo, es sólo una sombra de lo que era. Me temo que mi
dulce risa contagiosa no regresará nunca.
I-Cinco le ignoró. —Según mi fuente, Jax está en el Sector de Yaam.
—Bien, eso lo reduce a aproximadamente ochenta kilómetros cuadrados. Sabes que llaman a
ese área “niveles inferiores”, ¿verdad?
—Es mejor que buscar en el planeta entero. Y sí, lo sé. Es conocido como los Arrabales Po-
zonegro.
—Cierto. Y ese es un mal nombre. Normalmente los malos nombres quieren decir malos lu-
gares, y los malos lugares no son lugares donde no queremos estar.
Antes de que Den pudiese continuar, casi tropezó inesperadamente con un snivvian que yacía
a la sombra de un portal entremetido, inconsciente o muerto. Al mismo tiempo, un altercado
cercano entre un klatooiniano y un ishi tib estaba incrementándose rápidamente hasta con-
vertirse en una pelea. Los dos sacaron vibroespadas y se rodearon el uno al otro con cuidado,
buscando aberturas. Entonces, abruptamente, ambas armas resplandecieron en rojo y los dos
combatientes las dejaron caer con gritos de dolor. Desaparecieron en la oscuridad en direc-
ciones diferentes.
Den miró a I-Cinco y vio que el droide tenía ambos dedos índices extendidos, sus manos per-
manecían junto a su cintura. Los disparos gemelos fuego láser habían pasado desapercibidos
entre los caleidoscópicos destellos generales de diversos carteles e imágenes en las entradas
de las tiendas, y las armas ahora inservibles se perdieron entre la basura general y las chatarra
esparcida por todas partes.
—Por muy malos que sean —dijo I-Cinco—, los Arrabales no pueden ser peor que esto.
Den suspiró. —No puedo discutir eso. Sólo contésteme a una pregunta.
— ¿Sí?
— ¿Por qué ninguna de estas pistas nos conduce ninguna vez a algún lugar agradable?
—Porque estamos buscando a un Jedi proscrito, no a un famoso actor de holovideos. Bueno,
he calculado el gasto del viaje. Tenemos justo el dinero suficiente para comprar dos billetes
de ida al Sector de Yaam vía autobús deslizador.
—Oh, bien —dijo Den mientras comenzaban a andar otra vez—. Porque por un minuto me
preocupaba que no pudiésemos llegar en uno de los trastos más miserables de esta galaxia
completamente desposeída”.
Con su pequeña bolsa llena con todas sus mundanas posesiones —y aun así medio vacía—
Jax se volvió para abrir la puerta. Ya estaba arrepintiéndose de los pocos momentos que había
pasado pensando en el pasado. El tiempo era primordial si quería salir de allí antes de...
Se detuvo, clavando los ojos en el pomo de la puerta. Oscuras hebras como hilos de araña,
estaban entrelazándose rápidamente a su alrededor. Hebras que parecían atravesar la puerta,
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recorrer el pasillo, y enroscarse alrededor de..
Jax retrocedió de la puerta, pensando rápidamente. Estaba completamente atrapado —la cel-
da que había estado llamando hogar apenas tenía tres metros por dos, y ninguna ventana. La
pared exterior eran diez centímetros de ferrocreto sólido —ni siquiera su sable láser podría
atravesarlo a tiempo.
Según los hilos de Fuerza reverberando en su mente, había al menos cinco soldados de asal-
to yendo a por él —posiblemente más. En pocos minutos atravesarían la puerta y él estaría
muerto.
¿De dónde habían venido? En cuanto surgió la pregunta, Jax supo la respuesta. Evidentemen-
te Rokko no había perdido el tiempo actuando con la información que sus matones le habían
dado. Sin duda había contactado con la guarnición local y había denunciado a Jax por ser un
Jedi.
Jax sacudió la cabeza asombrado por la corrupción de un régimen que tomaría la palabra de
un criminal conocido para atrapar a un Jedi fugitivo.
No era algo sobre lo que tuviese tiempo de pensar en ese momento. No con cinco soldados
yendo a por él.
Deja que vengan.
La voz diciendo esas palabras era muy clara: su propia voz interior, pero no menos clara por
eso. Era como si alguien estuviese justo detrás él, susurrándole al oído. Casi se dio la vuelta
para ver si, de hecho, había alguien allí.
Deje que vengan, dijo la voz otra vez. Deja que te maten. ¿Por qué no? ¿De qué forma es la
vida que llevas ahora mejor que la muerte? Tu Orden, tu gente, tu misión, ya ha sido destruida.
Nada puede cambiar eso. Lo único inteligente es unirse a ellos.
Deja que vengan. Deja que te maten. Será rápido. Será indoloro.
Jax sacudió la cabeza ferozmente. —No —gruñó, como si la seductora voz fuese una entidad
real tentándole. No sabía de dónde había surgido ese repentino deseo existencial, pero no se
rendiría a él.
No hay emoción; Hay paz.
Era el primer principio del Código Jedi. Jax se lo susurró a sí mismo. No importaba lo oscura
que pareciese la hora, él no cedería a la desesperación. Volvió a mirar hacia la puerta..
Y se quedó con los ojos clavados en ella de incredulidad.
Los hilos de Fuerza que era su forma única de conectar con ella se habían ido. Sólo por un
instante, su conexión con la Fuerza pareció fluctuar. Entonces estuvo de vuelta y sintió la di-
fusión familiar cubriéndole y empapándole. La vacilación había desaparecido; había ocurrido
tan rápidamente que no estaba seguro de haber experimentado nada fuera de lo normal.
Jax metió la mano en el bolsillo interior de su abrigo y sacó su sabe láser. Lo encendió y
observó la barra de pura energía azul saliendo de la empuñadura. Adoptó una posición de
combate, piernas plantadas firmemente, flexionadas y separadas, con el sable láser sujeto por
ambas manos y preparado. Sí, pensó. Dejaré que vengan. Y alguien morirá esta noche.
Darth Vader dio un paso adelante en mitad de la sala. Sus botas producían sonidos suaves so-
bre la alfombra; su manto susurraba ligeramente mientras fluía a su alrededor. Aparte de eso,
el único sonido en la habitación era el susurro regular de su máscara de respiración. Fue un
sonido que Rhinann solía escuchar en sus pesadillas. La armadura parecía absorber la luz, en
cierta forma; filtrando el color y la claridad de la sala. Era un color más allá del negro. Lord
Vader inspeccionó a Rhinann, los lisos orbes insectiles de su casco veían indudablemente
mucho más de lo que podrían hacerlo unos ojos normales. Rhinann sintió que sus nodos ge-
nerativos se arrugaban en una respuesta de miedo.
—Tu informe, Rhinann, por favor.
La voz era rica, profunda, meliflua; las palabras infaliblemente educadas, como siempre. Pa-
recería que no había nada abiertamente amenazador en ellas; todavía. Rhinann saltó como si
le hubiesen picado avispas de fuego. —Sí, sí, por supuesto, Lord Vader. Ah… se ha confir-
mado que el Maestro Jedi Even Piell fue... él fue...
—Eliminado. Eso me ha dicho la Fuerza —Vader hizo un gesto despectivo—. Los Jedi restan-
tes no me preocupan. Su eliminación final es inevitable. ¿No estás de acuerdo?
El elomin asintió con sacudidas. —Oh, sí... por supuesto. Lord Vader, no hay duda de..
—Con una excepción —continuó la voz sedosa y amenazadora de Vader inmediatamente
aplastando cualquier opinión que Rhinann podría haberse atrevido a ofrecer—. Un Jedi lla-
mado Jax Pavan —Vader pareció detenerse un momento, como si lo considerara, aunque el
ciclo del respirador no cambió—. Está en el Sector de Yaam —continuó el Señor Oscuro—.
No puedo determinar su posición más específicamente sin la posibilidad de alertarle de mi
interés. Por consiguiente, encontrarás a este Jedi y dispondrás que sea traído ante mí, Rhinann
—los dulces tonos se volvieron contemplativos, casi introspectivos—. Él y yo tenemos...
asuntos.
—S-sí, mi señor. Pero, con su permiso... el Sector de Yaam es todavía un área enorme en la
que buscar. Más especificidad sería muy..
Rhinann lamentó la frase casi inmediatamente, pero no había forma volver atrás. Vader no
contestó de inmediato; simplemente miró a su ayudante, y el efecto fue como el de la mirada
de una serpiente de cristal en su presa. El elomin no podía moverse. Vader alzó su mano dere-
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cha en un pequeño gesto y Rhinann sintió una leve presión alrededor de su garganta. El efecto
inmovilizante de la mirada de Vader desapareció al mismo tiempo pero ya no había necesidad
de él; Rhinann se había puesto rígido de miedo. Parecía que podía oír el triple golpeteo de su
corazón de seis cámaras al latir, cada vez más fuerte... pero entonces el sonido y la sensación
asfixiante desaparecieron, casi tan pronto como habían comenzado; apenas podía tener la se-
guridad de haberlos experimentado.
Vader bajó su mano. — ¿Confío en que tus deberes están claros?
—Sí, Lord Vader. Absolutamente. Lo que mi señor desea, así se hará.
—Excelente. Hemos terminado, Rhinann. Cuando volvamos a encontramos, espero oír bue-
nas noticias. No me decepciones.
La puerta cercana a Rhinann se abrió inmediatamente. Lord Vader dio media vuelta y el elo-
min salió, un poco más rápido de lo que permitía la dignidad.
Una vez fuera de la oficina y caminando hacia el turboascensor analizó la situación temblo-
rosamente. No había ido mal. Vader había admitido la eliminación de Piell, por muy poco
ceremonioso que fuese, y le había asignado una nueva misión: encontrar al Jedi Jax Pavan.
No, nada mal. Nada mal en absoluto… ese agarre fantasma que había sentido por un instante
en su garganta —nada más que su imaginación. Nada por lo que preocuparse, se dijo Rhinann
a sí mismo mientras entraba en el turboascensor. Nada por lo que preocuparse en absoluto.
A menos, por supuesto, que no encontrase a Jax Pavan inmediatamente, si no antes...
Jax esperaba en tensión el ataque, que la puerta endeble fuese destrozada o echada abajo. No
importaba cuántos fuesen, él, como mínimo, se vendería caro. Y era posible que saliese vivo
de allí. Sólo podrían ir a por él uno o dos cada vez a través de la puerta. Y, lo más importante,
él era un Jedi. No importaba cuántos hubiese, no eran rival para la Fuerza.
Se sentía tan bien sumergido en ella otra vez, casi valía la pena la pelea. Los hilos parecieron
tensarse, arrastrando a los soldados por el pasillo y hacia la puerta...
Entonces, para su sorpresa, los atacantes se convirtieron en atacados.
Jax sintió la reverberación a lo largo de las hebras de Fuerza cuando los soldados de asalto
reaccionaron con confusión y sorpresa. Alguien había subido detrás de ellos y había disparado
un desintegrador, derribando al soldado que cubría la retaguardia. El siguiente soldado de la
fila se dio la vuelta, sólo para ser golpeado por otra explosión de partículas cargadas.
Quienquiera que fuese ese nuevo jugador, estaba salvando la vida de Jax, ya fuera inconscien-
temente o no. Y en ese momento, no tenía importancia.
Jax atravesó el mecanismo del cerrojo con su sable láser, abrió la puerta de juna parada y salió
de un salto. Antes de que el hombre en cabeza pudiera disparar, la espada de Jax atravesó la
parte superior de su torso. El soldado cayó y el hombre que estaba detrás de él disparó a Jax.
Como siempre, la Fuerza estuvo al menos tres segundos por delante del momento, advirtiendo
a Jax que hiciese girar su hoja de energía justo a tiempo. Los haces de energía impactaron en
el sable láser y rebotaron.
No le llevó más de unos segundos: claramente el escuadrón no había esperado un ataque por
la espalda. Casi tan pronto como empezó, había acabado. El pasillo estaba lleno de polvo y
humo; algunos de los haces habían chamuscado las paredes y el suelo. Estaba oscuro también,
porque al menos dos lámparas habían sido acribilladas.
Jax entrecerró los ojos cuando la silueta de su rescatador fue hacia él a través de la humeante
oscuridad. Todavía tenía su sable láser encendido y listo. Había algo en ese hombre —algo
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además de su tenue conexión con la Fuerza— que era familiar.
—Apaga tu vara luminosa, Pavan —dijo una voz que era también tentadoramente familiar— y
vámonos —Jax escuchó el distintivo sonido de un desintegrador deslizándose en su pistolera.
Desactivó su sable láser pero permaneció preparado para usarlo. — ¿Ir dónde?
— ¿Qué importa? —una bota desgastada golpeó a uno de los soldados muertos—. Estos tipos
han caído, pero pronto vendrán más; puedes apostar créditos frente a migas de pan a que sí.
Por eso les llaman clones.
Mientras terminaba de hablar, salió de las sombras y el humo y se colocó delante de Jax, quien
le miró fijamente sorprendido.
— ¿Rostu? —dijo con incredulidad—. ¿Nick Rostu?
—No les pasa nada a tus ojos, pero tus orejas deben estar llenas de cera. Dije vámonos —Pasó
rozando a Jax, dirigiéndose hacia el extremo más alejado del corredor. Jax le siguió, todavía
sorprendido al ver una cara familiar si bien una con la que no se había encontrado en un año.
Pasaron varias puertas más, todas las cuales permanecían cerradas. De hecho, ninguna de
ellas se había abierto en ningún momento durante la lucha, lo cual sólo era sentido común por
parte de los ocupantes. Estaba seguro de que ese no era el primer altercado que había visto
el edificio aunque muy posiblemente era el único en el que estaban involucrados un Jedi y
soldados de asalto.
Rostu pasó la última puerta. —No hay salida en ese extremo —dijo Jax alzando la voz, enton-
ces se encogió ante la repentina explosión.
—Ahora la hay —gritó Rostu sobre su hombro. Saltó a través del hueco que acababa de abrir
en la pared.
Jax cruzó el último metro de suelo y saltó, esperando que Rostu hubiese recordado que estaban
en el tercer piso. Usó la Fuerza para levitar parcialmente, reduciendo su caída a un aterrizaje
suave, y miró a su alrededor. Estaba en el callejón que había detrás del edificio. Era estrecho
y lleno de partes obsoletas de equipo, como los restos de alguna bestia mecánica gigantesca.
Un colchón de espuma fundida, que sin duda había formado parte del equipo de aterrizaje de
Rostu, yacía a un lado. Carcasas destrozadas y desechadas de droides astromecánicos, escá-
neres portátiles estropeados, incluso una mochila propulsora Z-6 —obviamente inutilizable,
lo cual era una lástima— eran sólo algunas de las cosas que vio. Y el lugar apestaba, tan mal
como si todo el detritus hubiese sido orgánico en lugar de mecánico.
Rostu no se veía por ninguna parte.
Entonces, abruptamente, oyó un siseo y un “¡Aquí abajo!” susurrado desde el extremo más
alejado del callejón. Recobró la compostura y saltó otra vez, navegando sobre los escombros.
No tenía sentido intentar ser sigiloso: obviamente su localización había sido descubierta. De
otra forma no habrían enviado un equipo de asesinato. La velocidad era la clave; se figuró
que ya podía oír acercarse a los CPAs atraídos hasta la escena de la batalla y la explosión. No
arriesgaban las vidas de auténticos oficiales allí abajo, pero los droides que pilotaban el cru-
cero policial de apoyo eran, como los soldados de asalto, infinitamente prescindibles.
Aterrizó al lado de Rostu, quien se dio la vuelta y se dirigió hacia la boca del callejón —Man-
tengámonos en movimiento —dijo él.
Mientras bajaban por la avenida, Jax miró detenidamente al hombre que estaba a su lado. Di-
fícil de creer que éste fuese ciertamente Nick Rostu, el korunnai que el Maestro Windu había
traído, gravemente herido, de Haruun Kal; el héroe que había ayudado a capturar al notorio
Kar Vastor y dado la vuelta a la Guerra del Verano.
—Has cambiado —dijo. Era cierto. Rostu siempre había tenido un aire de confianza, una
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actitud de no-te-metas-conmigo, lo cual no era sorprendente, dada su educación en las altipla-
nicies de su mundo selvático. Jax sólo le había visto algunas veces, todas ellas después de la
comisión de Rostu. Ciertamente su estancia en el ejército no le había suavizado pero ahora...
Los hilos de Fuerza que le rodeaba eran de un gris sombrío como el duracero. Sus ojos eran
como metal forjado. Rostu no podría haber sido llamado nunca, por ningún estándar, ni si-
quiera levemente pesado pero los últimos meses parecían haber eliminado cada gramo de
grasa de su cuerpo. Era tan delgado como un Incursor Tusken justo después de una larga ca-
minata. Este hombre podía ser peligroso, Jax lo sabía —pero no aquí, y no ahora.
—Bonita cicatriz —dijo él, más para llenar el repentino silencio que por cualquier otra cosa.
Rostu sonrió y se tocó el pómulo izquierdo. — ¿Verdad? —dijo—. Recuerdo de la vibroespa-
da de un mangler. No te preocupes; la suya es bastante peor.
Los manglers eran señores del Submundo Sur y tenían reputación de ser una de las bandas
más rudas del planeta; supuestamente incluso la Guardia Roja se lo pensaría dos veces antes
de enfrentarse con ellos. Si Rostu decía la verdad —y Jax no vio ninguna indicación en la
Fuerza de que no fuera así— era una prueba más de que era alguien a quien tener en cuenta.
También estaba en posición de ayudar a Jax. Nick Rostu era uno de los partidarios que po-
drían disponer que Jax estuviera en el siguiente transporte fuera del planeta. Y Jax estaba más
que listo para irse.
—Tenemos que hablar —dijo Rostu cuando alcanzaron su deslizador.
—Conozco un lugar —contestó Jax.
Gort’s era un oscuro y caprichoso restaurante mon calamari en el quincuagésimo nivel. Mú-
sica quarren, en su mayor parte interpretaciones atonales de quetarra, emitidas suavemente
desde altavoces escondidos. La clientela era variada: un verpine estaba sentado en la barra de
sulyet, como un par de humanos, un toydariano y un sakiyano. Jax y Rostu también estaban
sentados en la barra, donde podían ver tanto la entrada delantera como la trasera. Habían to-
mado una ruta indirecta y Jax se sentía razonablemente seguro de que no les habían seguido.
Era evidente que Rostu no había probado nunca la cocina quarren. Miraba con considerable
desconfianza la sabrosa disposición de sulyet en la bandeja que el chef acababa de poner de-
lante de ellos —Todavía se mueve.
—Eso quiere decir que está fresco —Jax cogió una pequeña barra oblonga de semillas de ti-
kit. Tenía una diminuta porción de gusano coralino púrpura encima, la cual se contorsionaba
lentamente. Se lo metió en la boca y masticó, paladeando el fuerte sabor dulce y salado.
Rostu recogió cautelosamente una bola de semillas con una nudirama incrustada en ella. Un
diminuto ojo en un tallo se abrió y le miró fijamente y él lo dejó en la bandeja precipitadamen-
te. —Y yo que pensaba que las raciones de batalla eran difíciles de tragar.
—No tan alto —dijo Jax—. Insultarás al chef.
— ¿Y qué hará? ¿Alimentarme a la fuerza con más de ese aderezo púrpura de gusanos?
—No pero podría cometer un ligero error preparando ese pez nexu en el que está trabajando.
El pez nexu es un veneno mortífero si no se sirve exactamente de la forma adecuada.
— ¿Alguna razón particular por la que escogiste un restaurante donde el marisco es un arma
mortífera o simplemente eres misantrópico en general?
En el otro extremo de la barra, el sakiyano aceptó un gran pedido de sulyet de pez nexu del
chef y comenzó a devorarlo. Jax llenó una taza con vino de semillas de la garrafa.
—Entonces —dijo él—, ¿a qué debo el placer de este rescate?
La expresión de Rostu se volvió sombría. —Me temo que tengo algunas malas noticias para
ti —dijo él—. Even Piell era tu mentor ¿verdad?
Jax sintió un escalofrío por su piel — ¿Cómo ocurrió?
Nick asintió. —Ya lo sentiste, ¿no?
—Sí —suspiró Jax—. No sabía con seguridad si era él pero no quedan muchos entre los que
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elegir.
—Las noticias viajan rápido a través de la Fuerza —Nick vaciló, entonces le contó como
Even Piell había encontrado su destino.
Jax miró fijamente la taza de cerámica. Más que cualquier otro, el Maestro Piell había sido
su guía a lo largo del camino Jedi. El lannik había sido pequeño en estatura física pero para
Jax había sido un gigante —tanto un padre como un maestro. Bajo la instrucción del Maestro
Piell había hecho sus primeras y tímidas incursiones en los misterios de la Fuerza, había mo-
delado su sable láser, había aprendido las complejidades del combate. Gracias a la cuidadosa
y exhaustiva instrucción del Maestro Jedi, Jax había pasado sus pruebas triunfalmente. Todo
lo Jedi que era —todo lo hombre que era— todo eso y mucho más se lo debía al Maestro Even
Piell.
El Emperador y su perro faldero Vader tenían mucho por lo que responder.
—Hay más —dijo Rostu.
Jax alzó la mirada, y una pequeña y alejada parte de él se dio cuenta de que ciertamente su
expresión debía de ser oscura, porque incluso los ojos de Rostu se abrieron ligeramente al ver
su cara. —Sí —dijo él—. De otra forma él no te habría enviado a mí.
— ¿Has oído hablar de Latigazo?
Jax asintió. —Por supuesto.
—Hay un droide que tienes que encontrar —Rostu echó un vistazo a su alrededor, y bajó la
voz—. Es uno de la serie Te-O, número de clasificación Diez-Cuatro. Su apodo es Ojos de In-
secto. Parece que su parámetro operativo está de alguna forma desbaratado y está pedido para
cualquier propósito. Lleva datos vitales para el movimiento de resistencia –qué exactamente,
no lo sé —metió un de los pedazos menos receptivos de sulyet en su boca, masticó, y tragó—.
No está mal —dijo, en un tono de sorpresa leve.
—Supongo que no importa cuáles son los datos —continuó—. Lo que importa es que el Em-
perador lo quiere. Hay una frase de mando que te dará el control sobre él: Zu woohama —se
encogió de hombros—. Me han dicho que es una frase descortés en wookiee. De cualquier
manera, el Maestro Piell estaba intentando que el droide subiese a una nave y saliese de Co-
ruscant cuando las tropas le atraparon.
—Y quiere que yo continúe con la búsqueda.
Rostu asintió. —Fue su último deseo.
—Aun si no lo fuera —dijo Jax—, cuenta conmigo.
—Bueno —dijo I-Cinco, mientras él y Den salían de la terminal del autobuses deslizado-
res—, podría ser peor.
El droide y el sullustano estaban parados en un balcón tres pisos sobre una de las calles princi-
pales de los Arrabales Pozonegro. Incluso a esa altura el hedor de los desechos orgánicos, los
contaminantes industriales, y —siendo la hora de la cena— la mezcolanza de varias especies
cocinando al aire libre era notorio. El constante ocaso crepuscular parecía mantener todo en
un tiempo suspendido, como si estuviesen atrapados en alguna dimensión infernal. Podían oír
bocinas, imprecaciones, gritos de miedo, fragmentos de música, pedazos de conversaciones
en una plétora de lenguas, el zumbido doppler de repulsores mal ajustados mientras lo vehí-
culos pasaban como una exhalación, todo unido en una mezcla de hostilidad y desesperación.
Mirase donde mirase Den, veía parpadeantes carteles de fósforo anunciando lúbricas emocio-
nes. Los productos químicos del aire le irritaban los ojos. Se alegró de haberse deshabituado
al uso de colirios reductores de luz, pues habrían exacerbado la irritación. De todas formas,
casi nunca los necesitaba en los niveles inferiores.
Sintió la repentina presión de una mano en su hombro. O más bien un pie, se percató, cuando
se dio la vuelta para ver a un dug a su lado.
— ¿Píldoras letales? —graznó el caminante manual—. ¿Polvo de sueños? ¿Brillestim? Cual-
quier cosa que quieras, la tengo —dio un tirón a los bolsillos de su chaleco con sus diestras
falanges—. Máxima calidad asegurada, ningún aditivo— Saltó hacia atrás con un grito de
miedo cuando un rápido rayo láser del índice izquierdo de I-Cinco impactó en el empedrado
frente a él, entonces se dio la vuelta y se alejó mitad corriendo, mitad brincando.
Den miró a I-Cinco. — ¿Cómo podría ser esto posiblemente peor?
—Podría haber estado infectado de costra putrefacta —dijo el droide, refiriéndose a una en-
fermedad altamente contagiosa que afectaba principalmente a dugs, ithorianos y sullustanos.
Den decidió no dignificar eso con una respuesta, aunque tenía que admitir que era una po-
sibilidad inquietante. No tan remota, tampoco; después de todo, era bien sabido que las en-
fermedades que habían sido erradicadas hacía mucho tiempo entre las clases más adineradas
todavía podrían afectar en los niveles inferiores. Y ¿no sería irónico escapar con su salud in-
tacta de Drongar, uno de los planetas más nocivos de la galaxia, sólo para caer presa de algún
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bicho en Coruscant?
Suspiró. —No importa, estamos aquí, vivos y sanos —por el momento. Ahora encontremos
algunos créditos y un refugio, pronto. Este es un barrio en el que no quiero estar después del
anochecer —El Sector de Yaam estaba en una zona horaria anterior a la del Sector Zi-Kree, y
por tanto el sol aún no se había puesto —no es que uno pudiese distinguirlo fácilmente. Sin
embargo, había más luces encendiéndose, cuando más bienes y mercancías de dudoso sabor,
e incluso más dudosa higiene, comenzaron a ser anunciados por los dueños de las tiendas y
los mercaderes callejeros. Se estaba volviendo más claro en lugar de más oscuro mientras se
acercaba la noche, pero hasta donde le importaba a Den, esa era una ironía mejor apreciada
de puertas para adentro.
I-Cinco se dirigió hacia un tubo de descenso.
—Hey —dijo Den, corriendo detrás de él y agarrando su brazo—. Ese te bajará a la calle.
—Lo sé —contestó el droide, soltándose del agarre de su amigo y continuando hacia el tubo.
Den le miró fijamente. —Entonces por qué vas—
—Me gusta la vida nocturna —contestó I-Cinco mientras entraba en el tubo. El campo repul-
sor le hizo descender rápidamente.
Den gimió. Un humano que estaba cerca le miró. Den le analizó rápidamente con el rabillo
del ojo —su visión periférica era mejor que la visión frontal de muchas especies. El pelo del
humano estaba teñido de un magenta oscuro y electrostáticamente cargado, elevándose unos
buenos diez centímetros por encima de su cráneo y sus brazos musculosos estaban decora-
dos con ratas resplandecientes. Una anuncio-esfera flotante emitiendo intermitentemente las
palabras MIEMBRO de una BANDA en letras rojas, con una flecha señalándole, habría sido
más sutil.
Para Den, ese era el tipo de ser que quitaba la vida de “vida nocturna”, normalmente con gran
regocijo y experiencia. El sullustano comenzó a andar hacia el tubo de descenso por el que se
había ido I-Cinco.
El humano no le siguió, para su alivio. El campo bajó a Den con delicadeza pero rápidamente
hacia la calle.
Humanos, pensó. Vayas donde vayas, humanos. Y humanoides. Era interesante que la selec-
ción natural hubiese favorecido la forma erguida, bípeda en la cual empaquetar inteligencia en
tantos mundos diferentes. El propio Den era un ejemplo de eso. Una de las cosas que a más le
desagradaban sobre los humanos era que todos ellos parecían atribuirse satisfechos el mérito
de eso, como si hubiesen sido pioneros en todo el asunto.
Salió del tubo de duracero, momentáneamente absorto en sus divagaciones sobre los huma-
nos, y estuvo a punto de ser arrollado por un kubaz montado en un patinete. El pequeño trans-
porte monoplaza hacía honor a su nombre mientras su conductor de nariz larga lo maniobraba
a través de la multitud. Den esperaba sinceramente que el come insectos diera con un charco
de aceite que los sensores giroscópicos del patín no podrían compensar lo suficientemente
rápido.
Buscó a I-Cinco, y se dio cuenta de que tenía un problema. Mientras los sullustanos no eran
tan pequeños como los jawas o los chadrafan, tampoco eran exactamente capaces de escupirle
a un wookiee en un ojo. Den sólo les llegaba a la cintura a la mayoría de especies conocidas,
lo que significaba que sus probabilidades de divisar a I-Cinco ciertamente eran escasas.
No podía creer que el droide le hubiese dejado atrás. Justo cuando pensaba eso, un brazo
metálico se extendió entre un quara y un duros y agarró su cuello, sacándolo de la multitud y
colocándole al lado de un edificio.
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— ¿Me echabas de menos? —preguntó el droide.
—Dame un desintegrador y no lo haré la próxima vez. ¿Qué—?
—Estamos esperando a alguien.
—Alguien en especial, ¿o simplemente nos sentimos solos?
—Yo sí —murmuró I-Cinco, justo lo suficientemente fuerte para que Den lo escuchase. El
reportero sonrió. No estaba seguro de qué combinación peculiar de circuitos había dado como
resultado el aspecto sarcástico de la personalidad de I-Cinco, pero nunca dejaba de divertirle.
—Se bueno conmigo —le advirtió al droide—. ¿Quién es tu amo?
I-Cinco le dedicó una mirada que hizo que Den agradeciese que los láseres del droide estu-
viesen en sus dedos en lugar de en sus fotorreceptores. Un recordatorio burlón del supuesto
estatus de propiedad de I-Cinco siempre era un modo seguro de hacer que se comportara.
Lorn Pavan le había considerado un igual, no un pedazo de equipo que podía hablar. Según
el droide, Lorn había rescatado a I-Cinco de a las atenciones no tan tiernas de una familia de
niños ricos y mimados a los que les gustaba ordenar a sus “juguetes” que saltaran desde el
tejado y apuestas cuáles acabarían siendo desechos de metal. Deben haber tenido una buena
cantidad de droides de esa forma, pensó el sullustano. Durante su estancia en Coruscant el
droide y el corelliano habían sido un equipo, ayudando e incitando el flujo de información
del mercado negro y gris a través de diversos canales del submundo. Habían llevado una vida
decente, según I-Cinco, hasta que habían adquirido cierto Holocrón neimoidiano y se habían
percatado demasiado tarde de que las apuestas se habían vuelto repentinamente mucho más
altas de lo que ellos estaban acostumbrados.
I-Cinco nunca había continuado mucho más allá de ese punto, pero Den había reunido bas-
tante información —tanto de cosas que el droide había dicho sin querer durante sus conversa-
ciones, y de usar su nariz de reportero para olfatear trocitos aquí y allá en la HoloRed— para
saber que habían sido el objetivo de un experto asesino; una amenaza oscura que se había
correspondido con una figura de gobierno situada en una posición extremadamente alta. Den
se había preguntado a menudo qué datos contenía el Holocrón. Debían de haber sido jugosos
pedacitos de información, ciertamente, para garantizar el camino sangriento que el asesino
había dejado a través de las angostas calles en su búsqueda. Aparentemente el Corredor Car-
mesí nunca había merecido más su nombre.
Uno de los interminables viandantes pasajeros se detuvo delante de ellos. Era un bothan,
se percató Den con una pequeña punzada de cautela. Había oído decir que un bothan podía
descubrir más salidas de cualquier situación dada que un ordenador de navegación sobreali-
mentado. Eran maestros de la ambigüedad y la política, siempre trabajando desde todos los
ángulos.
Este no dijo nada; meramente pasó un pequeño chip de datos desde su oscura mano peluda a
la brillante y pulida de I-Cinco.
— ¿El pago? —preguntó el bothan en voz baja.
—Ha sido depositado en tu cuenta —contestó I-Cinco.
El bothan le dedicó una leve inclinación y se fundió de nuevo con la multitud pasajera.
Den miró al droide. — ¿Qué ha sido depositado en su cuenta?
—Fue un arreglo realizado hace meses —los fondos se guardaban con este propósito en ex-
clusiva.
Den le miró un momento con ira, pero decidió dejar pasar el tema. Lo hecho, hecho estaba;
sabía lo importante que era para I-Cinco encontrar al hijo de Lorn.
Estaba de puntillas, intentando ver el chip en la palma metálica del droide. — ¿Entiendo
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que esto va a decirnos donde se esconde el viejo Jax?
I-Cinco cerró su mano. —No directamente —contestó—. Pero hará lo segundo mejor.
— ¿Y eso sería—?
—Me permitirá rastrearle a través de su uso de la Fuerza.
Den parecía escéptico. —Según lo he oído siempre, no puedes medir, detectar, o calcular la
Fuerza, más de lo que puedes coger un arco iris o enseñar modales en la mesa a un wookiee.
—Estás en lo cierto —la Fuerza, aunque evidentemente es penetrante, es no obstante impo-
sible de cuantificar. Los midiclorianos pueden medirse, pero la propia Fuerza no puede ser
evaluada en términos de culombios, julios o gauss. No es ni onda ni partícula; es única.
—Eres un banco de datos andante, ¿lo sabes? Ve al punto importante.
—Ningún instrumento conocido puede sentir o rastrear el uso de la Fuerza —dijo I-Cinco,
con el indicio más leve de molestia en su voz—. Pero se ha demostrado que un ser sensible
usándola exhibe un patrón bien definido de ondas cerebrales. Y las ondas cerebrales pueden
ser sentidas. Y rastreadas, dentro de una distancia limitada.
—Ajá. ¿Cómo de limitada?
I-Cinco parecía algo desconcertado. —Veinte metros o menos.
Habían estado andando por la vía pública mientras hablaban; en ese momento Den se detuvo
tan abruptamente que un ho’din que iba detrás tuvo que dar un paso a un lado del sullustano
para evitar tropezar. Den ni siquiera se dio cuenta; sólo miraba fijamente al droide.
— ¿Veinte metros o menos?
—O algo más, en algunos casos…
—Veinte metros o menos —repitió Den—. Y tiene que estar usando la Fuerza antes de poder
estar en ese estado de ondas mentales. ¿Me equivoco?
—No como tal, no, pero..
Den comenzó a reírse. No podía evitarlo. Se sentó en el paseo con las piernas cruzadas y se
rió hasta que las lágrimas llenaron sus enormes ojos. La muchedumbre pasajera no le prestó
la menor atención, salvo por algunos benefactores de diversas especies que dejaron caer cen-
ticreditos en su regazo.
Finalmente pudo controlarse a sí mismo. Se puso en pie y miró a I-Cinco, quien había perma-
necido inmóvil y en silencio todo el tiempo. —Está bien —dijo—. Suficiente —extendió la
mano—. Dámelo.
El droide dejó caer el chip en la mano de Den con una mansedumbre poco característica. Den
lo dejó caer al pavimento y lo aplastó bajo el talón de su bota. Los fotorreceptores de I-Cinco
se volvieron más brillantes —el equivalente de una mirada de asombro humana— pero no
dijo nada.
—Vamos —dijo Den—. Voy a hacer lo que debería haber hecho en el momento que llegamos
aquí.
I-Cinco hizo su gesto equivalente de alzar una ceja; Den nunca estaba realmente seguro de
cómo lo conseguía, pero el escepticismo siempre salía alto y claro. — ¿Sí? —preguntó el
droide amablemente—. ¿Y qué es?
—Encontrar a Jax Pavan —dijo Den—. A mi manera.
Kaird había oído decir que toda política era política local, y lo creía firmemente. Había muy
poca diferencia entre dirigir un gobierno a escala galáctica y dirigir un pequeño pueblo, con
una sola fábrica en algún mundo pre-tecnológico tan alejado del Alcance que tuviesen que im-
portar la luz de las estrellas. Al final del día, todo se reducía a alianzas y traiciones, conflictos
y decisiones… parpadear y no parpadear.
Era como un juego de dejarik; una comparación cliché, quizá, pero Kaird sabía que la razón
por la que los clichés eran clichés era porque había mucha verdad en ellos. Tu pensabas por
delante, planificabas tus movimientos por adelantado, y te preparabas, como mejor podías,
para cualquier eventualidad.
Usando otra metáfora, el mundo del Sol Negro era un mundo selvático, no menos que Mim-
ban o Yavin 4. La supervivencia requería más que sentidos agudos y reflejos rápidos; también
requería el coraje para acechar al enemigo, incluso mientras él te acechaba a ti. Colocabas tus
redes y tus trampas; entonces, habiendo camuflado tu trampa mortal tan bien como podías,
esperabas con la esperanza de que cualquier bestia astuta en la que hubieses centrado tu mira
cayese en ella.
Pero tu adversario también colocaba trampas. La supervivencia dependía de saber eso, de
esperar eso.
Esa clase de retorcimiento no había sido algo natural en Kaird. Sus antepasados habían sido
aves de presa, maestros de los ataques rápidos y quirúrgicos. El veneno en el vino, la daga
en la espalda… esos tipos de intriga no le eran propios. Pero los había aprendido durante sus
años en la organización, los había aprendido bien.
Por esa razón estaba en Los Talleres, una de las peores áreas de los niveles más bajos de Co-
ruscant; no tan peligroso como el Corredor o los Arrabales, pero todavía debajo del estrato de
humo y niebla. Había ido allí para ver a Endrigorn, un perista rakririano que traficaba princi-
palmente con esculturas ligeras robadas, holo-arte, gemas preciosas y cosas por el estilo. Era
de esperar, por supuesto, que el insectoide fuese interrogado después y entregase a Kaird —lo
cual Kaird sabía que Endrigorn haría en un picosegundo si era amenazado. Por lo que llevaba
un disfraz de piel adaptable; para Endrigorn y cualquier otro que pudiera estar observando,
era un besalisk, elegantemente vestido con un traje del sintotela, con un pequeño capelet
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brocado, quien entraba en la tienda. Los servos del traje lo movían fácil y silenciosamente, el
diseño osmótico proveía una fácil circulación de aire, e incluso tenía un dispositivo de infor-
mación retroactiva algorítmica que extrapolaba los movimientos para los brazos inferiores,
basándose en cómo movía Kaird los superiores.
Era difícil de leer la expresión facial del insectoide. Estando cubierto de quitina, tenía casi
tanta expresión como una máscara —la máscara que llevaba Kaird, de hecho, mostraba más
movilidad. Eso (Endrigorn era un zángano, un “facilitador” entre los rakririanos masculinos
y femeninos) estaba perfecta e inusualmente inmóvil, salvo por el lento abrir y cerrar de sus
mandíbulas. A Kaird le había dicho que el movimiento podía significar que estaba en un esta-
do de ánimo receptivo. O que podía estar preparado para defenderse. Difícil de distinguir con
los rakririanos; tendría que esperar lo mejor.
—Tengo una proposición que podría resultar en nuestro mutuo beneficio —le dijo a Endri-
gorn—. ¿Está interesado?
El insectoide alzó su cuerpo segmentado, dejando seis piernas en el suelo y cuatro en el aire;
las últimas realizaron unas complejas, y aparentemente rituales, series de gestos antes de ha-
blar. —Proccceede —dijo en un zumbante y apenas comprensible Básico.
—Recientemente he adquirido una hipergema casi perfecta —dijo él. Las antenas de Endri-
gorn se movieron nerviosamente y sus piernas delanteras realizaron más genuflexiones. Kaird
tuvo la impresión de que estaba entusiasmado, como debía estarlo. Las hipergemas eran in-
creíblemente raras, y aun más valiosas. Formadas por las inimaginables fuerzas gravitaciona-
les en los corazones de estrellas de neutrones, eran diamantoides aperiódicos con cristalinas
redes planares extendiéndose en dimensiones más altas. El efecto de intentar contemplar una
cuadrícula multidimensional con un cerebro acostumbrado a sólo tres dimensiones espacia-
les y una dimensión temporal causaba que alguna especie se volviese loca inmediatamente,
mientras otros lo encontraban una cosa de inefable belleza, tan fascinante que podían morirse
literalmente de hambre quedándose sentados y contemplándola, perdidos en el interior de sus
interminables profundidades replegadas. Los falleen eran una de las pocas especies inmunes
a los aspectos más mortíferos de las hipergemas; aun así, era duro incluso para ellos resistir
su atractivo psicocrónico. Había oído que Xizor se sentaba en frente de una periódicamente,
mirando fijamente sus distorsionadas visiones de realidad, simplemente para probar su fuerza
de voluntad apartándose de ella.
Por supuesto, nadie más a parte de Kaird sabía que esta hipergema en particular era la precia-
da propiedad de un chagrian llamado Gogh Pleetik, uno de los jefes del Sector Corporativo
en el apestoso mundo industrial del Núcleo, Metellos. Kaird había pagado una cantidad con-
siderable para que la robaran, y sabía que Pleetik se enfadaría. Después de todo, viviendo en
Metellos, probablemente usaba cualquier forma que pudiera para escapar de la realidad.
— ¿Le interesa? —le preguntó Kaird a Endrigorn.
El insectoide hizo vibrar sus segmentos quitinosos, produciendo un zumbido que Kaird inter-
pretó como excitación. —Esss posssessionnn dessseada —dijo—. ¿Cuánnnto?
Kaird dijo una cifra que no era demasiado escandalosamente alta. No podía aparentar que
estaba demasiado ansioso por venderla, después de todo. El comprador respondió con más
movimientos arcanos, esta vez añadiendo otro juego de piernas. —Nno esss ssaatisssfaccc-
toriiiio.
El zumbido estaba dándole a Kaird dolor de cabeza, pero no dio muestras de ello. Discutir
el precio era necesario o el rakririano sospecharía de motivos ocultos. Los cuales Kaird, por
supuesto, tenía. —Dígame qué tiene en mente —urgió al insectoide.
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Endrigorn dijo una cifra tan baja que Kaird tuvo problemas para no reírse en voz alta. Lanzó
una contraoferta, y así continuaron. Después de algunos intercambios más de cifras, ambos
consideraron que estaban siendo igualmente robados, y el trato fue cerrado.
Kaird tomó la lanzadera de conexión de regreso hasta el Hall de Media Noche, sintiéndose
muy complacido por esa particular trampa mortal que había colocado. Sabía que Endrigorn y
Xizor habían tenido negocios recientemente, así que tenía sentido que el rakririano contactase
con el rival de Kaird, sabiendo que los falleen consideraban las hipergemas preciosas más allá
de las palabras. Xizor no podría resistirse a comprarla. Entonces llegaría a los oídos del Jefe
Pleetik, por medio de un rumor cuidadosamente colocado, que un miembro de la élite del Sol
Negro estaba en posesión de su propiedad.
Mientras cualquier ser lo suficientemente listo como para lanzar una roca sabía lo suficiente
como para no lanzársela al Sol Negro, los traga-fango de Metellos eran posiblemente los úni-
cos seres lo suficientemente duros y perpetuamente enfadados para no preocuparse. Además,
una gran cantidad del material del mercado negro encontraba su camino desde Metellos hasta
el Sol Negro, y viceversa. El nuevo Underlord no podía permitirse una crisis diplomática al
poco tiempo de tomar el poder. Investigaría, y descubriría quién tenía la hipergema.
Kaird miró por la portilla hacia la brillante curvatura del planeta y sonrió. Con todo, había
sido un día de trabajo muy satisfactorio.
***
Jax había escuchado expresar el sentimiento a menudo, tan atrás como podía recordar. La
frase podría ser ligeramente diferente, dependiendo de quién hiciese la Declaración, pero el
sentimiento era siempre el mismo:
Sin los Jedi, no soy nada.
Sabía que era verdad. No había tenido otra vida más que la del Templo, y había estado con-
forme con eso. Llevado a la Orden siendo apenas capaz de andar, Jax Pavan no recordaba
ni a su madre ni a su padre, y no había sentido que faltara algo en su vida, porque aquellos
dentro de la Orden habían sido ambos para él y más. Los vastos vestíbulos y habitaciones de
techos altos, las rutinas de meditación, de gimnasia, de prácticas con el sable láser... todo eso
había sido su vida, y había sido una vida rica. Pero ahora había desaparecido, todo ello, para
nunca más volver, o al menos no en lo que le quedaba de vida. Su Maestro, y la mayoría, si
no todos, de los miembros del Consejo, estaban muertos. El Templo estaba destruido y vacío.
Y él estaba solo.
Solo entre trillones de personas. En peligro a cada hora que pasaba. Cada vez más, no podía
evitar preguntarse: ¿Cuándo tendría más sentido detenerse? ¿Abandonar, rendirse, y buscar la
unidad con la Fuerza?
Durante mucho tiempo había sido un principio de las creencias Jedi que cuando un Jedi mo-
ría, él o ella o ello entregaba su yo a la Fuerza y se convertía en uno con ella. Podía ser la
muerte de la identidad, del individuo, pero era también una transformación, una trasmigra-
ción, una trasfiguración. Una ascensión hacia un plano más elevado en el que la esencia de
cada uno se fusionaba con la de incontables otros, construyendo un gestalt que escapaba a
los grilletes del espacio-tiempo, creándose, alimentándose y manteniéndose a sí mismo. Jax
nunca había comprendido realmente el beneficio de todo esto. Incluso si uno podía, a través
de la meditación y la estricta adherencia al Código Jedi, lograr tal metempsicosis en el propio
lecho de muerte, ¿por qué era esta elevación a la unidad diferente del mero cese de la con-
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ciencia? Sí, sería parte de un todo mayor, pero no sería consciente de ello. No podía imaginar
cómo un cambio tan profundo podría ser más deseable que detenerse simplemente, rendirse a
la oscuridad eterna. Él había estado dispuesto a aceptar que era así por fe, pero nunca lo había
comprendido completamente.
Pero, después de todo, ¿era la vida eterna realmente tan deseada? La eternidad era mucho
tiempo. ¿Era la Fuerza eterna? Algunos científicos, sabía Jax, creían que en la extensión más
extrema del futuro, la entropía triunfaría completamente. Que los agujeros negros se tragarían
todo el calor y la luz y, finalmente, también a sí mismos, y que el universo se convertiría en
un espacio infinitamente frío, yermo, y estéril en el cual no brillaría ninguna estrella, no flo-
recería ninguna flor y no reiría ningún niño. ¿Podría de alguna forma la Fuerza mantenerse a
sí misma contra tal destino? ¿Podría trascender la muerte del propio tiempo?
Jax había estado forcejeando con acertijos metafísicos como ese más de lo que le importaba
últimamente. Recordó la voz insistente y persuasiva que le había hablado cuando había estado
esperando para el ataque en las Armas de Coruscant, la voz que le había instado simplemente
a dejarles disparar, a dejarles que le atravesaran con fragmentos de átomos ionizados, a dejar-
les que le mataran.
Era una voz a la que casi había prestado atención.
Todavía no estaba realmente seguro de por qué no lo había hecho. ¿Era tan preciosa esa
vida actual, tan colmada de promesa, como para aportar alguna esperanza? Incluso si huía
de Coruscant, incluso si lograba construir una nueva vida en algún remoto mundo senil —
¿valdría la pena? ¿Sería una vida, o simplemente un simulacro de una? Jax temía que sería
lo último —al menos mientras el Emperador Palpatine y Darth Vader estuviesen vivos. La
Fuerza trascendía el tiempo y el espacio; como dos partículas subatómicas misteriosamente
unidas a pesar de las distancias cósmicas entre ellas, alguien lo suficientemente avezado y lo
suficientemente poderosos en la Fuerza podría detectar posiblemente la localización de otro,
aunque estuvieran separados por miles de parsecs. Y en ese caso, huir no tenía importancia;
bien podría estar allí en la Reina de los Mundos del Núcleo como sufriendo en silencio en el
planeta más lejano de los bordes congelados del Espacio Salvaje.
Por supuesto, había una forma bastante fácil de descubrirlo. Todo lo que tenía que hacer era
extenderse a través de la Fuerza e intentar sentir la presencia de Vader. El problema era que
esta era una conexión de doble vía —si podía sentir a Vader, Vader también podría sentirle.
Y entonces sabría, o al menos tendría una idea bastante aproximada, de dónde se escondía
Jax. Mientras era bien sabido que el Emperador y Vader consideraban que la Orden estaba tan
completamente quebrada que no merecía la pena preocuparse por ella, aun así no tenía sentido
correr riesgos. Si un Jedi apareciese en su radar, por así decirlo, probablemente las tropas de
asalto estarían echando el aliento sobre el cuello de ese Jedi en un breve plazo de tiempo.
Pero había otra razón para ser cauteloso. Como Rostu le había dicho antes de separarse, el
Maestro Piell parecía pensar que, además de buscar el droide, Vader también podría estar
buscando a Jax —no simplemente como parte del exterminio Jedi, sino por alguna otra razón.
El lannik había muerto antes de poder decir por qué —si es que había sabido la razón para
empezar.
Si ese era el caso, no parecía inteligente encomendarle a Jax esta misión de encontrar el droide
perdido. Pero Jax había sido el único en el que el diminuto Maestro Jedi confiaba lo suficiente
como para continuar la búsqueda.
Jax frunció el ceño. Sabía que habían puesto precio a su cabeza automáticamente simple-
mente por ser un Jedi. ¿Pero por qué tenía Darth Vader algún interés especial en él? Todo
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Jedi tenía enemigos, eso era cierto. Era parte del trabajo. Pero él no había sido Caballero Jedi
lo suficiente como para haber hecho enemigos —que él supiese, de cualquier manera. Y sus
misiones como Padawan no habían sido lo suficientemente importantes para acumular tal
enemistad, especialmente en un nivel tan alto.
Estaba de pie sobre una pasarela mecánica que le llevaba a él y a un número de peatones a lo
largo de un puente a cinco pisos por encima de la calle. Dio un paso hacia el borde; la anisó-
tropa superficie desaceleró para él y le permitió bajarse en un entresuelo externo.
Mientras tratase de no llamar la atención, restringiendo su uso de la Fuerza a seguir los hi-
los, e incluso eso hasta cierto punto; mientras permaneciese pasivo, dejando que la Fuerza le
guiase, o como mucho empujando un poquito —sentía que estaba razonablemente a salvo de
ser detectado. Incluso si Vader estaba buscándole en particular, seguirle la pista difícilmente
podría ser el primer punto en la lista de cosas por hacer del Señor Oscuro. Después de todo,
estaba ocupado con el gran esquema. Ser el instrumento del Emperador era un trabajo a jor-
nada completa. Era una galaxia grande; todavía había montones de mundos que conquistar y
dominar, todavía muchas especies que esclavizar o aniquilar... comparado con todo eso, un
Jedi como Jax Pavan posiblemente no podía ser una gran prioridad.
¿O sí?
Jax se mojó los labios secos y miró a su alrededor. Los revoloteos y las desnatadoras pasaban
en lo alto en una formación más o menos desastrosa a diez metros sobre su cabeza; el zumbido
de sus repulsores, junto con las incesantes conversaciones en curso, todo convertido en un
ruido blanco de fondo. El tráfico peatonal era la cabalgata heterogénea habitual: duros, toy-
darianos, mon calamari, twi’leks... y, por supuesto, humanos como él. Todos con un lugar al
que ir, apresurándose de acá para allá, abriéndose paso, esperando, sus ojos —los que tenían
ojos— brillando de desesperación.
Los habitantes del submundo.
Y, para bien o para mal, él era uno de ellos.
Jax olió el aroma especiado de la carne asada a la parrilla de un vendedor cercano, y se dio
cuenta de repente que tenía un hambre voraz. Compró una tira de carne en un palillo. A esa
altura sobre la calle, era bastante probable que fuese halcón-murciélago de verdad, como afir-
maba el vendedor, en lugar de rata blindada o algo aun menos apetecible. Era difícil saberlo
por el sabor, porque estaba considerablemente especiada.
No tenía importancia. Se lo comió, masticando su dureza cartilaginosa hasta que le dolió la
mandíbula.
Se preguntó por qué no había seguido el consejo del Maestro Piell y se había cambiado el
nombre. Después de todo, había tomado la precaución de hacer que un hacker informático
borrara sus registros de los bancos de datos, entonces ¿por qué no llegar hasta el final?
La razón más grande era que eso no tendría importancia para Darth Vader; conocería a un Jedi
por lo que era, sin importar qué alias hubiese asumido. Pero, mientras esto era cierto hasta
donde le concernía a Vader, un cambio de nombre podría ayudarle a quitarse de encima a
cualquier soldado que se acercase demasiado. De nuevo, Jax no podía ver que eso significase
alguna diferencia. Había millones de humanos con el mismo nombre que él, dispersos por
Coruscant; requeriría décadas investigarlos a todos. Y ya no había nada que relacionase a este
Jax Pavan en particular con los Jedi, más que a cualquiera de los otros.
Por muy válidas que pudieran ser todas esas razones, en el análisis final ninguna tenía sentido.
La cuestión realmente era muy simple. El Emperador y Vader le habían quitado todo lo de-
más: sus amigos, su hogar, su propio estilo de vida. Incluso había sido cohibido en el uso de
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la Fuerza. Su nombre era todo lo que le quedaba, y no iba a entregar eso también.
Jax volvió a la rampa mecánica y dejó que le llevase, sólo otra cara entre la multitud. Intentó
alejar los pensamientos de desesperanza, de desesperación —de suicidio— de su mente. Aho-
ra al menos tenía un propósito. Se le había encomendado cumplir la última petición del Maes-
tro Piell: encontrar el droide 10-4TO, también conocido como Ojos de Insecto. Nick Rostu se
había ofrecido a ir con él, pero Jax le había dicho que eso era algo que tenía que hacer solo.
Rostu lo entendió. La última petición de un Jedi era tan sagrada para su Orden como lo era un
juramento de sangre para un korunnai.
Cuadró sus hombros, sintiéndose rejuvenecido. Durante un tiempo, al menos, la vida tendría
significado, tendría un propósito otra vez. Realizaría su última tarea como Caballero Jedi, o
moriría en el intento.
Y en realidad no estaba seguro de qué resultado era el más apetecible.
Sin los Jedi, no soy nada...
Como siempre, él no la encontró a ella; ella le encontró a él.
Era un área medianamente desierta cerca de un grupo de enormes vaporadores que filtraban
la humedad del aire urbano. Jax estaba junto a la base de uno, escuchando el gruñido casi
subsónico de sus dínamos. De niño, otro estudiante le había dicho que el funcionamiento de
un vaporador era tan intenso y eficiente que, si eras lo suficientemente tonto para trepar hasta
las turbinas, quedarías atrapado, y el agua sería succionada a través de tus poros casi instan-
táneamente, dejándote convertido en una cascara seca y disecada. De adulto, supo que eso no
era cierto, pero su niño interior todavía se ponía nervioso estando tan cerca de uno.
Miró hacia arriba. El cielo, lo poco de él que podía ver, tenía un color rojo pernicioso. Centax
1, una de las lunas, sólo mostraba un trocito en el oeste. Y todo alrededor eran edificios, torres,
cortanubes, y rascacielos, todos ellos cerniéndose desde una altura imposible y demasiado
juntos entre sí. Se decía sobre los desafortunados recién llegados al nivel del suelo que, inclu-
so si lograban sobrevivir a los peligros de las calles, tenían un buen número de posibilidades
de volverse locos de pura claustrofobia, especialmente si venían de un mundo con grandes
espacios abiertos. Era suficientemente malo en los niveles superiores, pero allí abajo las ci-
clópeas estructuras parecían listas para perder el equilibrio en cualquier momento, enterrando
a uno debajo de megatones de escombros.
La detectó en el mismo momento que ella habló.
—Estás muerto, Pavan.
Jax se dio la vuelta, y allí estaba, de pie sobre uno de los vaporadores, silueteada contra el
resplandor parpadeante de un anuncio defectuoso de neón. Aun si no hubiese hablado, y aun
si la Fuerza no se lo hubiese dicho alto y claro, Jax la habría reconocido. Laranth Tarak no era
fácil de olvidar.
Bajó de un salto de la unidad y avanzó hacia él, apuntando su desintegrador hacia él con su
mano derecha. Su compañero permanecía en su pistolera, colgando bajo en su cadera izquier-
da. Laranth era una twi’lek de piel verde, esbelta y musculosa, con ojos que habían visto
demasiado. Un haz desintegrador había quemado diez centímetros más o menos de su lekku
izquierdo hacía dos meses; en lugar de mantenerlo envuelto detrás de su cabeza, ella lo dejaba
colgar libremente en una clase de orgullo perverso. Llevaba un chaleco negro de sintolana
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sobre un jersey gris, bombachos grises de micropiel, y botas de neocuero.
Ella se detuvo ante él, todavía sosteniendo el desintegrador; entonces lo guardó en su pistole-
ra. —Si hubiese sido un soldado de asalto, quieres decir.
—Tal vez —contestó él—. Pero no habría sido una muerte solitaria. Su mirada descendió
un momento. Ella miró y vio el desintegrador retráctil en su mano, al final de su extensión,
apuntándola al estomago.
Laranth asintió, muy ligeramente. —Veo que has estado practicando.
—No, siempre he sido así de bueno. Sólo que no quería hacerte sentir inadecuada —Jax dobló
el codo, y la extensión del diminuto arma se plegó rápidamente en su manga.
Ella no se rió; él nunca la había oído nada parecido a una carcajada, ni siquiera la había visto
sonreír. —No te había visto desde la Noche de las Llamas —dijo ella—. ¿Qué te trae aquí
abajo? Éste es un territorio peligroso, incluso para los Arrabales.
—Si es tan peligroso —contestó Jax—, ¿por qué estás aquí?
Su expresión se volvió aun más sombría, si eso era posible. —Ya conoces la respuesta, Jax.
Él conocía la respuesta, bastante bien; aun que sólo fuese por los hilos enroscándose alrededor
de ella. Laranth Tarak era un Paladin Gris, una rama de los Paladines de Teepo, un grupo mar-
ginado de la Orden Jedi. El Consejo había censurado a los Paladines de Teepo años atrás por
apoyar el uso de desintegradores y otras armas junto con los sables láser. En el mejor de los
casos, esto había sido visto como extremista; en el peor de los casos, Teepo y sus seguidores
habían sido aislados como potenciales adeptos del lado oscuro.
Los Paladines Grises sostenían puntos de vista más radicales incluso. Mientras que los Teepos
todavía buscaban la unidad con la Fuerza, algunos de ellos llegando hasta el punto de llevar
máscaras o accesorios que taparan sus ojos en combate para maximizar su conexión con ella,
el argumento de los Grises era que la Orden Jedi había acabado dependiendo demasiado de
ella en ciertos aspectos. Admitían que un Jedi no podía ser más independiente de la Fuerza
que del alimento o del aire; no obstante, habían desarrollado habilidades y técnicas que no
utilizaban sus aspectos “más vistosos”. Evitaban el uso del sable láser completamente, esco-
giendo en su lugar confiar en la destreza con desintegradores y otras formas de combate, tanto
armado como desarmado. Se convirtieron en expertos en diversas formas de artes marciales
como el teras kasi, así como en armamento exotérico como el lanzador de discos sallisiano
y los palillos giratorios, en vez de confiar en la velocidad y la gimnástica aumentadas por la
Fuerza. No estaban en contra del concepto de la Fuerza; simplemente sostenían que las habi-
lidades debían ser desarrolladas para poder utilizarlas con la mínima dependencia sobre ella.
La mayoría de los Jedi había considerado que esto era heterodoxo, así como un sin sentido.
Ya que la Fuerza envolvía a todas las criaturas, era imposible, argumentaban, que existiese
cualquier situación en la cual la habilidad de actuar independientemente de ella pudiera ser
necesaria. Aun así, irónicamente, esa misma situación se había hecho realidad, y los pocos
Jedi supervivientes que había propugnado la filosofía de los Paladines Grises tenían ventaja
en este nuevo mundo.
Los Grises eran también bastante más militaristas que los Teepos, o incluso que los Jedi tra-
dicionales. Habían luchado contra los soldados de asalto durante la Purga, pero los pocos que
sobrevivieron no se habían permitido volverse rotos y desmoralizados como habían hecho
tantos de la Orden. Sin embargo, según las estimaciones más generosas, no quedaban más de
un par de docenas, habían ayudado a organizar Latigazo y habían trabajado incansablemente
para resistir el yugo del Emperador, sin importar lo desesperada que parecía la lucha.
Laranth Tarak estuvo siempre en el frente de esas luchas. Jax la había conocido no mucho
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después de su propio escape por los pelos del Templo en llamas y de la matanza. Después de
su involuntaria participación en el horror de aquella noche, Jax no había oído hablar mucho de
Laranth. Asumió que había permanecido oculta mientras se curaban sus heridas. La estudió,
y pudo ver la luz fluctuante reflejándose en la lustrosa superficie de tejido cicatrizado en su
cuello y su mejilla izquierda. La cicatriz y la mutilación podía haber sido tratada si hubiese
tenido acceso a un tanque de bacta ... pero encontrar uno allí abajo era casi tan probable como
encontrar el camino al balneario privado del Emperador.
—Entonces —dijo ella—, ¿qué es lo que te tiene tan nervioso?
— ¿Es tan obvio? Demasiado para mi cara de sabacc.
Ella bufó. —Tienes la Fuerza a tu alrededor hirviendo como sopa de pletik.
Él le habló sobre la muerte del Maestro Piell, y sobre su última petición. Aunque el color y
el código escogido por Laranth era el de los Grises, los hilos que la envolvían eran muy raras
veces algo cercano a ese tranquilo y calmado matiz. Generalmente iban del naranja cálido al
rojo ardiente, y algunas veces, cuando era consumida por la cólera, parecía estar envuelta en
un blanco candente capullo de larva. Tal era la pasión con la que vivía Laranth, una pasión que
Jax envidiaba algunas veces. Aunque era incapaz de ver los hilos que le envolvían a sí mismo,
estaba seguro que no quemaban tanto como los de ella.
Mientras ella le escuchaba, Jax pudo ver sus hilos resplandeciendo, casi demasiado brillantes
para mirarlos directamente.
Le había dicho a Nick Rostu que esa tarea era sólo para él. Eso no era del todo cierto; Jax no
estaba lo suficientemente loco para pensar que podía cumplir la última petición del Maestro
Piell sin ayuda. Pero éste era un asunto Jedi, y, por muy blasfema que ella pudiera haber sido
considerada por algunos miembros de la Orden, Laranth Tarak era una Jedi. Jax confiaba en
ella como confiaba en otros pocos y ella era mejor en una pelea que otros cinco guerreros
cualesquiera que conociese.
Le informó rápidamente mientras salían del área industrializada, de vuelta a la mejor ilumina-
da y ligeramente más segura Avenida Amtor. Ella escuchó sin hacer preguntas hasta que hubo
terminado, entonces peguntó, — ¿Alguna idea de dónde empezar a buscar?
—No. Según Rostu, el droide desapareció poco después de la Purga, y todo lo que sabía el
Maestro Piell era que está en algún lugar del Sector de Yaam.
—Si todavía funciona. Pueden haberle borrado la memoria, o pude haber sido canibalizado
para conseguir piezas de recambio a estas alturas.
—Tenemos que operar asumiendo que todavía está de una pieza y funcional. Pero tienes ra-
zón —si está en algún lugar de los Arrabales, eso podría cambiar muy rápido. Necesitamos
información…necesitamos hablar con alguien que sepa qué está ocurriendo en cada esquina
oscura y agujero de mala muerte de este sector. Alguien para quien la privacidad y la propie-
dad carezcan de sentido. Alguien que comercia con la vida como si fuese mercancía.
—Ah —dijo Laranth—. Rokko el Hutt.
Rhinann realizó la búsqueda del Jedi Jax Pavan con el mismo meticuloso cuidado que un
Elomin ponía en cualquier proyecto. Encargó a los infodroides que se introdujesen en la da-
taesfera y registrasen de arriba abajo los casi ilimitados bancos de memoria virtuales de la
HoloRed buscando cualquier byte de información sobre su presa. Autorizó a hackers para que
revisaran la red de seguridad planetaria buscando registros de un humano correspondientes a
la descripción física de Pavan sacada de los registros del Templo. Añadió múltiples factores a
los parámetros de búsqueda: falta de empleo previo, registros de crédito, transacciones tanto
legales como ilegales, y tantos otros como pudo imaginar. Finalmente, envió operativos, tanto
encubiertos como al descubierto, así como droides de búsqueda en miniatura —básicamente
diminutas cámaras voladoras capaces de escanear docenas de kilómetros cuadrados en cues-
tión de horas— a ese área de la ecumenópolis en la cual Lord Vader había dicho que podía
encontrarse el Jedi: el Sector 1Y4F.
A pesar de lo exhaustivos que eran esos esfuerzos, él era muy consciente que apenas estaba
arañando la superficie. El número de lugares donde Pavan podía haberse escondido en Corus-
cant, incluso si se restringía a un sector, era prácticamente ilimitado —asumiendo que todavía
estuviera en el planeta.
Sólo tenía la seguridad de Vader como razón para creer que lo estaba, y todas las razones para
pensar que no.
Era obvio, sin embargo, que la confianza del Señor del Sith procedía de la Fuerza. Rhinann
había oído que era posible para un Jedi detectar a otro usuario de la Fuerza. Si uno tan experto
en la Fuerza decía que un Jedi podía encontrarse en cierto sitio, entonces era casi una certeza
que él o ella se encontraría allí. Rhinann sacudió sus zarcillos del cuello sorprendido por esto.
Si él mismo hubiese tenido el más mínimo presentimiento de que Darth Vader estaba intere-
sado en su localización, habría escapado de los sistemas del Núcleo lo suficientemente rápido
como para dejar tras de sí una estela de iones ardiendo. Su esperanza era que el sentido de
autoconservación de Pavan no estuviese tan altamente desarrollado como el de la mayoría de
seres. Éste era un rasgo que había percibido en muchos humanos: un estúpido coraje casi sui-
cida que a menudo les impelía a permanecer en situaciones de las cuales la mayoría de seres
racionales habrían salido corriendo y gritando hacía mucho tiempo.
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Los resultados iniciales de las indagaciones en la dataesfera no eran alentadores. Había mu-
chísimos humanos registrados con el nombre Jax Pavan, tanto varones como hembras. Las
hembras podían ser descartadas, obviamente —a menos que Pavan hubiese elegido realizarse
cirugía de cambio de género. Después de alguna reflexión, Rhinann decidió ignorar esa posi-
bilidad de momento. Pero no había ninguna conexión que pudiera encontrar entre el resto de
lista y el Jedi que buscaba.
Rhinann exhaló con fuerza suficiente para hacer vibrar sus colmillos nasales, produciendo
un gorjeo de profunda frustración. Con toda probabilidad Pavan había usado un hacker para
eliminar cualquier conexión entre él y la Orden. Clavó la mirada en el holoproyector. Había
aproximadamente 582,797,754 varones humanos llamados Jax Pavan en Coruscant en este
momento. Los números parpadearon al realizar un pequeño ajuste incluso mientras observa-
ba, reflejando muertes, nacimientos, llegadas, partidas, y otras variables estadísticas.
Malditos humanos, pensó. Ese era el problema. Si hubiese estado buscando un falleen o un
neimoidiano, o incluso uno de su propia raza, los datos no serían tan abrumadores. Pero
prácticamente en cualquier parte a la que fueras, parecía que los humanos sobrepasaban en
número a cada una de las otras especies por un margen ridículo.
Incluso cuando excluyó al resto de población y se centró solamente en el Sector de Yaam, los
resultados no fueron alentadores: 8,674 Jax Pavans. Era un nombre medianamente común
entre los corellianos.
Gruñó otra vez. De acuerdo, la tarea no era fácil. Había sabido que no lo sería. Se obligó a
calmarse. La salvación yacía en la metodología. Tenía que haber una forma de aventar la paja.
¿Pero cómo? Si Pavan había borrado su pasado y había construido uno falso, no había forma
de conectarle con los Jedi, y por consiguiente no había forma de encontrarle.
Si fuese capaz de rastrear a Pavan a través de la Fuerza... Pero eso, sabía Rhinann, era comple-
tamente imposible. ¿Qué hacer? Si Pavan no era llevado ante Lord Vader en un breve plazo,
Vader se encargaría —Rhinann se estremeció. Ni si quiera podía comenzar a especular sobre
las torturas que la mente del Lord Sith podría concebir.
Había una última cosa que podía intentar. Inmensas cantidades de datos, personales y de otro
tipo, habían sido confiscadas del Templo inmediatamente después de la Purga —incluso los
registros casi completos del genoma. Conteniendo el aliento, Rhinann programó una bús-
queda de las firmas de ADN. Parecía un esfuerzo fútil, porque ningún hacker que valiese un
decicredito olvidaría falsificar también esos registros. Pero a esas alturas estaba desesperado.
Cuando la búsqueda resultó negativa, como había sabido que sería, sintió un momento de
auténtica desesperación. Además del miedo ante cualquier represalia que Lord Vader pudiese
infligirle, su patrimonio, tanto cultural como biológico, exigía que tuviese éxito. Esta clase de
investigación meticulosa era exactamente el tipo de cosa en la que se suponía que él y los su
clase sobresalían. Pero parecía que todas las habilidades y trucos que tenía a su disposición
eran inútiles en este caso.
Desesperadamente, expandió los parámetros de búsqueda, buscando cualquier conexión que
pudiese resultar provechosa. Alguien que posiblemente podría haber estado asociado, o en
contacto, con un Jedi, no importa cuán tenue. Tal investigación indisciplinada envió oscila-
ciones de ansiedad ondeando a través de su médula espinal; no obstante, sintió que no tenía
otra opción.
Un suave pitido de la unidad indicó un descubrimiento. Rhinann desplegó la información y
estudió el informe.
Era un holo reciente de varios soldados de las tropas de asalto siendo emboscados por dos
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hombres en un pequeño resibloque en el Sector 1Y4F. Rhinann sintió un escalofrío de excita-
ción subiendo por su columna vertebral. La mayor parte del incidente había sido captado por
las cámaras de seguridad del edificio. Sólo habían captado un rápido flash de una cara, pero el
ordenador había establecido la identificación con una probabilidad del 74 por ciento.
El Mayor Nick Rostu, anteriormente del Ejército Imperial, ahora era un asesino buscado.
La identidad del otro hombre no estaba clara, pero puesto que aparecía en varias imágenes
esgrimiendo un sable láser, Rhinann se sintió medianamente seguro en asumir que era un Jedi.
Su acreditación de seguridad hizo que descubrir la identidad de los inquilinos del resibloque
fuese una tarea simple. Para su asombro, encontró que un Jax Pavan se encontraba entre ellos.
¿Quería el Jedi ser encontrado?
Claro que no, se percató Rhinann después de pensarlo un momento. Dado el número de Jax
Pavan sólo en ese área, y dado que el Jedi no tenía razón para creer que estuviera siendo bus-
cado en particular, obviamente no había visto razón para camuflar su identidad. Después de
todo, era Coruscant, con la población más densa de cualquier mundo de la galaxia conocida.
Notó, sin gran sorpresa, que Pavan se había marchado de su diminuto lugar de residencia.
Quizá se había escondido por el momento, creyendo confortablemente que sería indetectable,
un humano entre incontables otros. Y sin duda estaba seguro de que su conexión con la Fuerza
le alertaría de cualquier peligro inminente. Quizá lo haría —si Rhinann era lo suficientemente
tonto para lanzarse sobre él directamente.
Pero había otra forma.
Rhinann se reclinó satisfecho. Era un buen comienzo. Encontraría a Pavan, más pronto que
tarde.
Lord Vader estaría complacido.
Nick Rostu no había regresado inmediatamente a sus lugares de siempre en el Sector Zi-Kree.
Después de los acontecimientos de las pasadas cuarenta y ocho horas estándar, había sentido
que se le debía un poco de tiempo de relax, y había oído considerables alabanzas sobre Tangor
Square y los entretenimientos que encontrarían dentro. No estaba particularmente interesado
en las diversas actividades que tenían lugar detrás de la mayoría de las puertas cerradas, pero
el área tenía un salón de shronker.
El salón estaba medianamente animado; hubo cinco esferas, todas ellas en uso. Nick pidió una
jarra grande de cerveza de Alderaan y la bebió a sorbos mientras veía el juego más cercano.
Era entre un quarren y un yevetha. Esto era ligeramente sorprendente en sí mismo, ya que
los yevetha tendían a considerar a otras especies como escasamente dignas de su atención.
Quizá este era un poco más liberal. Por supuesto, el hecho que estuviera pateando el escamo-
so trasero del quarren en el juego probablemente le ayudaba a mantener un estado de ánimo
agradable.
No llevó mucho tiempo que el quarren fuese derrotado. El taciturno Cabeza de Calamar vol-
vió a la barra, y el yevetha miró a Nick. — ¿Quieres jugar? —graznó.
—Lo intenaré —Nick se aproximó al tablero de mandos que el Quarren acaba de dejar va-
cante.
— ¿Configuración? —preguntó el yevetha.
—Bespin Ardiente.
Las reglas del juego eran medianamente simples. Dentro de la holosfera había una imagen
estilizada de un sistema solar; al iniciar el juego, los jugadores podían escoger disposiciones
basadas en sistemas conocidos, o podían crear las suyas. Había cuatro tipos de mundos: gi-
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gantes gaseosos, mundos gemelos, planetas, y lunas. En el centro de la esfera estaba la estrella
primaria. Cada jugador controlaba un cometa, el cual era el único objeto en el juego que podía
cambiar de curso.
El juego comenzaba con los planetas en órbitas establecidas. Había varias configuraciones
diferentes, con el escenario “Bespin ardiente” considerado generalmente el más difícil. El ob-
jetivo del juego era utilizar el cometa para impactar en los diversos mundos, y ser el primero
en enviarlos girando hacia la estrella del sistema.
Nick entrelazó sus dedos y crujió sus nudillos. Se encogió de hombros, aflojando el cuello y
los músculos de los hombros, entonces se reacomodó en una posición relajada delante de la
palanca de control. El yevetha observaba, sus ojos negros tan inexpresivos como piedras.
Nick alineó su cometa y realizó su primer disparo. Golpeó a uno de los planetas, rebotando
hacia las regiones más exteriores mientras el planeta se salía del plano, adoptando una órbita
elíptica.
Cada uno de los mundos tenía propiedades diferentes. Los gigantes gaseosos eran volumino-
sos, y por tanto poseían mayor inercia; un impacto directo sólo los desviaría ligeramente. Un
Bespin ardiente orbitaba extremadamente cerca del sol primario, girando a su alrededor más
rápido que los demás, haciendo que fuese más difícil enviar a un mundo alejado del centro
rebotando hacia un fogoso final, mientras que un Bespin frío, orbitando en las regiones ex-
teriores del sistema, tendía a interceptar los cometas y a proteger los planetas interiores. Los
mundos binarios, orbitando alrededor de un baricentro, podían ser separados por un disparo
adecuadamente orientado, y cualquiera de los dos o ambos caían en el pozo de gravedad del
sol primario. Los planetas comunes no presentaban ningún reto en particular, mientras que
las lunas eran las más pequeñas y más difíciles de golpear; también tenían una tendencia a
ser capturadas por los otros planetas. Normalmente era una luna la última en ser incinerada,
dando el juego por finalizado.
Pronto quedó claro para Nick que su adversario era muy diestro en el shronker. Igual de claro
quedó para ambos que Nick era mejor.
El juego atrajo gradualmente la atención de los otros clientes, en parte debido al virtuoso
modo de jugar tanto de Nick como del yevetha, y en parte por la marcada diferencia en sus
actitudes. Nick tenía una actitud casual y estaba relajado; después de otra jarra de cerveza
estaba siendo casi locuaz. Elogió a su adversario por los disparos particularmente bien colo-
cados y desacreditó modestamente sus propias habilidades, aunque estaba claro para los que
observaban que él era el mejor jugador.
El yevetha no dijo nada durante todo el juego, pero su expresión se fue volviendo cada vez
más atenta —o eso asumió Nick; la fisonomía esquelética del alienígena estaba lo suficiente-
mente cerca de considerarse humanoide para tener un lenguaje corporal similar. Se decía que
los yevetha eran rápidos aprendices. Este ha debido quedarse en órbita cuando se repartió esa
habilidad en particular, meditó Nick. El juego del yevetha mejoró algo hacia el final, pero para
entonces era poco y demasiado tarde. El último orbe —un mundo verde y azul— fue dando
tumbos por la pronunciada pendiente del espacio-tiempo hacia el infierno de su centro.
El Yevetha permaneció inmóvil. La sala quedó en silencio. Y Nick estaba borracho, por lo
que rodeó la ya vacía holosfera, y extendió su mano derecha mientras decía —Oye, excelente
partida, casi has…
El yevetha se movió rápido; Nick apenas tuvo tiempo de apartar el brazo cuando la cadavérica
garra izquierda de la criatura salió disparada de su funda de piel. Nick tenía su desintegrador
en la mano y apuntado hacia el yevetha antes de que éste pudiese retraer su garra. —Tranquilo
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—dijo él, meneando el dedo índice de su mano libre hacia el otro.
—Lodo putrefacto —siseó el yevetha. Siguió asociando a Nick con otros objetos desagrada-
bles, siendo la ofensiva mínima el resultado de un improbable enlace romántico entre un hutt
y un wookiee.
—Generalmente no es una buena idea insultar al tipo que tiene el desintegrador —le dijo
Nick. Pero antes de que pudiese añadir nada más, sintió la sensación inconfundible del cañón
de un lazaproyectiles presionado en su espalda. Una voz detrás de él dijo —Y siempre es bue-
na idea mantener la espalda contra la pared en un sitio como este.
Nick pensó que la voz sonaba humana. Ese fue el último pensamiento que tuvo durante algún
tiempo.
—Fue un discurso conmovedor el que hiciste antes —le dijo I-Cinco a Den. Acababan de
entrar en un cubo, alquilado para pasar la noche, y pagado con los créditos obtenidos cuan-
do Den empeñó su microcámara. La habitación era una diminuta burbuja, de dos metros de
lado, en un sucio resicubo de ferrocreto. Estaba diseñado para acomodar a una forma de vida
humanoide; había un baño con una ducha de agua, un rincón de cocina con una unidad que
funcionaba tanto de conservador como de calentador, una extrusión silla/mesa, y una extru-
sión cama. Eso era todo. El único fluorescente del techo lanzaba una débil luz mortecina sobre
todo, y en cualquier momento que permanecían quietos podían oír a las arañas-cucaracha
corriendo por los respiraderos. No había ventanas; el cubo estaba formado por celdas y las
paredes alrededor de ésta tenían al menos quince metros de grosor. Si la ventilación fallaba,
se percató Den, muy probablemente se asfixiaría antes de llegar al turboascensor en el otro
extremo del edificio, dado que el corredor se llenaría de docenas de seres en estado de pánico,
todos intentando desesperadamente entrar en tropel en el mismo ascensor, y ninguno, muy
probablemente, dispuesto a dejarle ir primero.
En ese momento Den casi hubiese agradecido tal situación. Estaba forcejeando para sacar la
extrusión de la cama, la cual se había atascado a mitad de camino saliendo de la pared. El
orificio no era lo suficientemente grande para que pasase, y aunque pudiese, apenas tendría
espacio para tumbarse boca arriba. Den no era claustrofóbico —los sullustanos, viviendo en
cuevas, raras veces lo eran— pero incluso él tuvo que admitir que la perspectiva de pasar más
de una noche en ese pozo era deprimente en grado sumo, aun así, estaba cansado, y ese había
sido el único lugar que pudieron permitirse.
Bostezó, entonces se dio cuenta tardíamente que I-Cinco había hablado. — ¿Qué? —
gruñó, forcejeando todavía con la cama atascada.
—Dije, un discurso conmovedor. Pero ¿cómo, exactamente, vas a encontrar a Jax?
Den se sentó en el borde parcialmente protuberante, cediendo la victoria, por el momento, al
mecanismo defectuoso. —Oye, Cinco —soy un reportero —hizo una mueca—. Lo era, de
cualquier manera. Puedo rastrear un digimorfo a través de una tormenta de datos. Él no puede
esconderse de mis orejas.
—Nadie puede esconderse de tus orejas. Me sorprende que el encargado escaleras abajo no
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las contase como inquilinos aparte.
Den agarró firmemente su pecho fingiendo sentirse herido. —Me hieres —Entonces
se levantó de un salto y se giró repentinamente, como si tratara de pillar a la extrusión por
sorpresa. Sin embargo, en lugar de agarrar la cama propiamente dicha, agarró el colchón de
espuma y tiró bruscamente hacia él. — ¡Hah! —lo colocó en el suelo, cubriendo una porción
considerable de la superficie sucia—. Es bueno que no duermas —añadió para I-Cinco.
—Oh, sí. Que afortunado soy, experimentando cada microsegundo de nuestra estancia aquí.
Me aseguraré de gravarlo para la posteridad. Tal vez incluso..
El droide se detuvo. Den estaba mirándole fijamente, con expresión pensativa. —Posteridad
—murmuró el sullustano.
I-Cinco no dijo nada. Meramente observó, sus fotorreceptores brillando con lo que Den había
llegado a reconocer como interés —y esperanza.
—Tienes imágenes archivadas en tus bancos de memoria de Lorn Pavan, ¿verdad?
—Sí.
—Veámoslas.
El droide proyectó una serie de hologramas en el aire entre ellos. Den observó el ciclo de imá-
genes pasar: varios ángulos del antiguo socio y amigo de I-Cinco. Parecía un tipo majo, con
lo que otros humanos llamarían una “cara honesta”. Parte del trabajo de Den como reportero
había consistido en entrenarse para distinguir las diferencias en la apariencia dentro de diver-
sas especies. Era bastante obvio para toda la galaxia que todos los miembros de una especie
les parecían iguales para los miembros de otra. Den, sin embargo, se había adelantado a esto
en gran medida.
—De acuerdo —dijo él. I-Cinco detuvo la proyección, y el desfile de hologramas desapareció
con un parpadeo. Den miró a su alrededor—. ¿Hay un puerto de datos en este basurero?
El droide miró a su alrededor con desdén. —Si tenemos suerte, podría haber un módem de
estilo antiguo.
Sin embargo, para su sorpresa, había un puerto de datos. Aun más asombroso fue que estaba
activado, aunque I-Cinco hizo un trabajo notablemente bueno, dado su semblante inmutable,
de trasmitir la idea de una nariz arrugada por repugnancia. — ¿Quieres que interactúe
con eso? Sólo el Hacedor sabe qué ha estado conectado ahí recientemente..
—No seas tan bebé. Tu antivirus está actualizado, ¿no?
El droide suspiró. — ¿He mencionado últimamente cuánto disfruto de nuestra asociación? —
alzó su mano derecha, y uno de sus dedos se extendió, transformándose en un acoplamiento
de transceptor. Lo introdujo cautelosamente en el puerto—. ¿Y por qué estoy haciendo esto?
—Estás interactuando con la red principal de seguridad de este sector.
—Lo cual es altamente ilegal.
— ¿Y?
—Simplemente una observación casual. ¿Y estoy buscando..?
—Estás buscando imágenes de varones humanos tomadas en la última semana que tienen una
alta correlación con tus datos visuales de Lorn Pavan. En otras palabras..
—Un parecido familiar —el droide permaneció en silencio por un momento, entonces dijo—.
No puedo creer que nunca pensara en esto.
—Yo tampoco. Sospecho que ese montón de circuitos de tu cabeza todavía tiene que crear
algunas sinapsis. —Den intentó, aunque no mucho, evitar darle una nota de complacencia a
su voz—. Además, aún no sabemos si esto funcionará.
I-Cinco no contestó. El droide parecía estar concentrándose.
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— ¿Problemas? —preguntó Den.
—Han instalado un nuevo cortafuegos desde la última vez que me colé dentro.
—No me sorprende —dijo Den—. Han pasado, ¿qué? ¿Casi dos décadas?
—Silencio. Esto es complicado.
Den esperó, resistiendo la tentación de bailar nerviosamente sobre uno y otro pie. Si I-Cinco
activaba una protección de seguridad, podría provocar toda clase de resultados desagradables,
no siendo el menor que la red sináptica del droide se fundiese más rápido que un cometa en
una llamarada solar. Si eso ocurría, Den sabía que nunca se perdonaría haber sugerido eso.
No es que fuese a tener tanto tiempo para castigarse por ello, ya que lo más probable es que
hubiera una brigada de CPAs rodeando el edificio mucho antes de que pudiese salir.
—Estoy dentro —anunció I-Cinco—. Especificando parámetros del algoritmo... incitando
modalidad de búsqueda... descargando datos —el dedo de la interfaz se desconectó del puerto
de datos y retrocedió, recobrando su forma anterior.
— ¿Y bien? ¿Qué tienes?
I-Cinco activó su holoproyector otra vez. Cinco imágenes 3-D de un joven vestido con un
mono de vuelo poco llamativo se sucedieron destellando. Aunque las proyecciones no eran
muy claras, el parecido entre él y las imágenes de Lorn Pavan era inconfundible.
—Hola, Jax —murmuró Den.
I-Cinco guardó silencio. Sus fotorreceptores, sin embargo, estaban muy brillantes.
Una imagen era Jax Pavan cruzando una calle abarrotada; otra, él comprando algo en el pues-
to de un vendedor callejero. Las últimas tres eran tomas borrosas de él sobre una pasarela,
conferenciando o quizá discutiendo con un hutt, un klatooiniano y un nikto.
La última imagen parecía ser una toma del humano, el klatooiniano y el nikto, con dos objetos
borrosos volando entre el hombre y los otros dos. Den la miró fijamente, frunciendo el ceño.
— ¿Puedes aumentar la resolución de esa?
I-Cinco accedió. La holoproyección se volvió más definida y más grande.
Den parpadeó. —Eso parecen un par de desintegradores siendo arrancados de esos dos mato-
nes hacia él, de alguna manera..
Entonces se dio cuenta de lo que quería decir. —Está usando la Fuerza para desarmarlos.
I-Cinco dijo —Estas imágenes fueron tomadas por una cámara de seguridad automatizada. La
última estaba marcada para una investigación relacionada con posible actividad ilegal Jedi.
—Eso no es bueno. ¿Cuánto tiempo antes de que lo descubran?
—Es difícil de decir. La posición oficial del Imperio es que la Orden Jedi está destruida, y
que capturar al último de ellos no es una prioridad alta. Dependería del número de casos de
los oficiales locales de policía. Podrían ser semanas. O días. U horas. Tarde o temprano, sin
embargo, será investigado.
—Entonces hemos conseguido encontrarle primero. ¿Sabemos cuándo y dónde fueron toma-
das?
—Las tres últimas fueron tomadas hace cuarenta y seis horas y veintisiete minutos, en el
Mongoh Mezzanine, cerca de dos kilómetros al oeste de aquí.
—Podría estar en cualquier lugar en este momento. ¿Cómo podemos..?
—No hay problema —dijo el droide—. Ahora las cámaras han sido alertadas para hacer de
la toma de imágenes de Jax una prioridad más alta. Y, habiéndome introducido en la red de
seguridad una vez, puedo hacerlo de nuevo mucho más fácilmente.
— ¿Estás seguro?
— ¿Mentiría esta cara?
77
***
Kaird de los Nediji estaba sentado en una esquina de la mesa de conferencias en las habita-
ciones del Underlord. Estaba tanto alerta como relajado, su postura en la silla autoadaptable
era casual, pero no tanto como para sugerir despreocupación. Uno no quería estar demasiado
cómodo en presencia del Underlord Dal Perhi.
Al otro lado de la mesa, en el segundo punto del triángulo equilátero, se sentaba su némesis: el
Príncipe Xizor de la Casa Sizhran. Xizor proyectaba la misma actitud de calma y decisión. Sin
embargo, había un toque más arrogante en su lenguaje corporal, un sentido de orgullo que sin
duda sentía como propio de la realeza Falleen. Su largo pelo negro estaba sujeto apretadamen-
te en un moño tradicional y sus atractivas características parecían estar esculpidas en jade.
El Underlord Perhi estaba sentado en el tercer punto de la mesa, bajo el símbolo del Sol Ne-
gro en la pared. La mesa estaba diseñada para cambiar de forma dependiendo de cuántos se
reunieran con el Underlord; podía ser reconfigurada como cualquier cosa desde un simple
rectángulo estrecho para conversaciones de uno a uno hasta un decágono que acomodaba a
los nueve Vigos y al Underlord.
El Underlord Perhi era humano, cincuenta y ocho años estándar, y un metro y cuarto de altura,
lo cual no era terriblemente alto para ser un humano. Tenía el cabello rubio cortado a rape, y
parecía estar algo regordete; Kaird estimaba su masa en unos setenta y cinco kilos en un cam-
po de gravedad uno. Sin embargo, ninguno de ellos era de grasa. Kaird podía dar testimonio
de ello; había jugado a shockbol con el hombre, Perhi jugaba duro y jugaba para ganar.
Había empezado en el Sol Negro como lo habían hecho tantos otros, incluyendo a Kaird:
como un matón. En el caso de Perhi, había sido para un hutt llamado Yanth, el cual había
dirigido una casa de juego llamada El Oasis Tusken en el Corredor Carmesí. Un misterioso
asesino, cuya identidad nunca fue descubierta, había acabado con el jefe de Perhi. Ni si quiera
los Jedi, los cuales investigaron porque un par de los suyos podrían haber estado involucra-
dos, pudieron descubrir quién fue el responsable.
Se decía que uno de los Jedi que investigaron el asunto se había enredado con Perhi y había
salido mal parado. El Underlord nunca había confirmado eso, pero tampoco lo había negado.
Lo que le dio estatus de leyenda fue que el Jedi en cuestión había sido Obi-Wan Kenobi, más
tarde convertido en uno de los grandes héroes de las Guerras Clon. Fuera cierto o no que Perhi
había superado a Kenobi, la circulación del rumor a través de los corredores del Hall de Media
Noche no había impedido el rápido ascenso de rango del humano. Dos años después de la Ba-
talla de Naboo había sido un Vigo; un año después de eso se había convertido en Underlord.
Y tal era su poder y su personalidad que había mantenido la posición durante la mayor parte
de una década. Kaird admiraba al hombre tremendamente. Por supuesto, eso no le impediría
asesinarle en el latido de un Jawa si le beneficiaba hacerlo.
No estaba realmente seguro de por qué él y Xizor habían sido llamados a su presencia. Cier-
tamente Xizor no estaba dando ninguna pista; podría haber estado llevando una máscara de
muerte creada por sus propias facciones. Su pigmentación de piel tenía un matiz verde neu-
tral, y no estaba emitiendo feromonas. De esto último, Kaird estaba realmente seguro, porque
llevaba un sensor molecular miniaturizado programado para recoger cualquier producto quí-
mico del aire. Si el falleen trataba de influenciarle, o de dirigir sus emociones de una u otra
manera, aunque lo hiciera muy sutilmente, él lo sabría. Kaird no sabía si el Underlord Perhi
llevaba algo similar, pero sospechaba que no. En su caso no había necesidad; el conocimiento
de lo que le ocurriría al Príncipe Xizor si llegaba siquiera a pensar en tal ofensa era sin duda
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más que suficiente como para evitar que el falleen lo intentara. Xizor era muchas cosas desa-
gradables —altivo, arrogante y despiadado— pero no era estúpido.
El Underlord Perhi dijo —Acabo de recibir un comunicado de uno de los administradores del
sector en Metellos. Se queja de que se le ha robado un artículo muy valioso de su propiedad.
Asegura que fue un operativo del Sol Negro el que lo cogió. Un operativo de alto nivel.
Kaird sintió un diminuto zarcillo de desasosiego comenzando a desenrollarse en sus entrañas.
Xizor estaba bajo sospecha, lo cual estaba bien y era bueno, pero ¿por qué estaba él allí? ¿Le
había traicionado Endrigorn? ¿O había descubierto Xizor su complot? Sabía que la hipergema
había acabado en manos del príncipe; él había permanecido en sus lugares habituales, y había
mantenido asiduamente su distancia oficial.
No había sentido en la especulación infructífera. Sólo podía esperar y ver cómo se desarrolla-
ban las cosas desde ese momento.
Dal Perhi les observó a ambos. Su actitud era casual pero Kaird no se dejó engañar. Sabía que
ningún ancestro suyo rapaz en Nedij había observado nunca a una presa potencial con más
entusiasmo con el que el Underlord les observaba a ambos en ese momento.
Kaird fingió un interés que se correspondía con la seriedad del cargo, pero sin indicar cul-
pabilidad de ningún modo. —Ésta es una acusación de gravedad considerable —dijo él—.
¿Ofrece alguna prueba de este robo?
—Sus operativos rastrearon el artículo —una hipergema— desde su lugar de reposo inicial
en Metellos hasta el submundo de Coruscant, dónde fue vendido a un traficante rakririano
llamado Endrigorn.
¿Rastreado? ¿Cómo? Él había pagado una enorme cantidad de créditos para que se la llevaran
sin una traza de..
—Evidentemente —siguió Perhi—, quienquiera que la robó —o estuvo detrás del robo— ig-
noraba que las hipergemas dejan un rastro residual de partículas tachyonicas. Fácil de seguir,
con el equipo adecuado.
Si Kaird hubiera sido un mamífero, estaría sudando en ese momento, él lo sabía. Tanto Xizor
como Perhi estaban mirándole.
Perhi dijo —Ciertamente fue un operativo de alto nivel el que robó esto —y sacó de un bolsi-
llo interior la hipergema que Kaird le había vendido al traficante de arte. Lo sostuvo en alto,
admirando por un momento su brillo de otro mundo y entonces la bajó y miró a Kaird.
Y entonces, en un torrente de comprensión, Kaird lo entendió.
No había engañado a Xizor; Xizor le había engañado a él, desde el principio. Fue el falleen
el que había filtrado la información sobre la hipergema en primer lugar, sabiendo que eso in-
trigaría al nediji con sus posibilidades. Entonces, después de haberla vendido, Xizor la había
obtenido y había ido directamente al Underlord, acusando a Kaird del robo y entregando la
hipergema como prueba de su inocencia.
Era tan retorcido que casi era admirable.
Durante todo esto Xizor había permanecido sentado en silencio, sin decir nada. Ahora se
levantó, recogiendo los pliegues de su túnica brocada a su alrededor. —Si mi señor no tiene
objeción —dijo quedamente a Perhi—, me marcharé. —Su mirada se volvió hacia Kaird—.
Siempre es triste ver a un colega de confianza no alcanzar las propias expectativas.
—Ve, entonces, Príncipe Xizor —dijo el Underlord Perhi—. Tengo algunos asuntos que dis-
cutir con Kaird.
Xizor se inclinó. Su mirada permaneció fija en Kaird, aunque la reverencia era para Perhi. —
Con su permiso, entonces, Underlord. —Se dio la vuelta y salió de la cámara, las líneas de su
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lustrosa musculatura eran claramente visibles a través del traje de sintoseda de una sola pieza
que llevaba debajo de la túnica.
Las puertas dobles se cerraron con un siseo tras él. Kaird estaba solo con el dirigente del Sol
Negro, con su perfidia descubierta. Pensó tristemente en su mundo natal. Ya no había ninguna
forma de que lo viera, a menos que realmente hubiese una vida después de la muerte y pudiese
mirar hacia abajo desde el Gran Nido.
El Underlord Perhi le miró, juntó sus dedos y dijo —Hablemos.
La vida había sido amable con Rokko del clan Besadii. Relativamente joven para su especie
—sólo cuatrocientos años estándar, había escuchado Jax— el gran gastrópodo se las había
arreglado para labrarse un provechoso lugar en los niveles inferiores. Fuera del mercado ne-
gro, las principales fuentes de ingresos de Rokko eran las holosalas de ambiente virtual de
mala fama que se alineaban en la Plaza Tangor y en otras calles de los niveles bajos en los
Arrabales. Utilizando una combinación de imágenes holográficas, sutil estimulación olfa-
toria, hipersonidos, y manipulación táctil de presión/tracción, cualquier deseo, sin importar
cuán bizarro, podía ser satisfecho para cualquier forma de vida. Las salas disfrutaban de una
clientela constante y próspera y los créditos entraban a raudales, directamente a las arcas de
Rokko —tanto era así que, puesto que la mayor parte de su negocio era dirigido en los niveles
inferiores, el gánster había decidido mostrar un orgullo perverso en su posición del submun-
do. Por ello vivía en una espaciosa mansión bien situada, a cincuenta metros por debajo de la
superficie.
Jax y Laranth descendieron en un turboascensor. Sólo había un problema con acercarse al
hutt, le había dicho Jax a ella, explicándole cómo había tratado con los matones de Rokko.
Laranth había quedado impresionada, pero no exactamente de la manera en la que Jax podría
haber esperado.
— ¿Así que simplemente vamos a colarnos en su casa?
—Pensaba llamar primero. Los modales son importantes en una sociedad civilizada.
—Rokko es casi tan civilizado como un reek muerto de hambre —dijo Laranth mientras el
turboascensor les depositaba en el gran túnel de ferrocreto que era la entrada de la morada del
hutt.
—Confía en mí. ¿Alguna vez he hecho que te mataran?
La entrada a la vivienda de Rokko estaba protegida por un droide de combate Aegis—7. Éste
era un modelo posterior, humanoide, pero con placas repulsoras giratorias en lugar de piernas
que le proporcionaban velocidad y máxima maniobrabilidad. Se decía que un Aegis-7 podía
alcanzar a una moto deslizadora que fuese a toda velocidad. Y si no podía alcanzarla, podía
convertirla en astillas con un disparo del cañón de pulso, acribillarla a puñetazos o detenerla
de otras doce formas mortíferas.
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Jax no tenía duda de que Rokko había hecho numerosas modificaciones en el droide para vol-
verle aun más poderoso y versátil. Se detuvo, con las manos a los lados y claramente vacías.
Laranth se detuvo a su lado, manteniendo también sus manos bien lejos de sus desintegrado-
res.
El droide realizó un rápido escáner láser sobre ellos. — ¿Puedo ayudarles? —su vocalizador
estaba bien modulado y era cortés, pero Jax sabía que cualquier movimiento repentino en ese
momento resultaría en que tanto él como Laranth fuesen instantáneamente asesinados.
—Por favor anuncie al Jedi Jax Pavan y a la Paladin Laranth Tarak —dijo él. Aunque estaba
mirando directamente hacia adelante, pudo sentir la cautela de ella. Él tocó su mente sutil-
mente con la Fuerza, reconfortándola sin palabras.
La nerviosa marea de sus hilos de Fuerza se calmó un poco. Jax apreciaba el enorme esfuerzo
que estaba haciendo ella; él sabía que, desde la destrucción del Templo, Laranth encontraba
difícil confiar en alguien. Y ahora alguien a quien sólo había visto algunas veces acababa de
identificarla ante un gánster despiadado. Cierto, Jax era un Jedi: pero los Jedi habían sido co-
nocidos por volverse malos anteriormente.
Él contaba con que Rokko fuese consciente de ese hecho.
El droide no se movió, pero un diodo parpadeante en su placa pectoral indicaba que estaba
en contacto con sus superiores, posiblemente con el mismo Rokko. Después de un tenso mo-
mento, que duró lo suficiente como para que Jax se preguntase si había tomado la decisión
correcta, el droide habló de nuevo, esta vez con la voz gutural de Rokko.
—Jax —arrulló el hutt—. Has estado ocultándome secretos. Sin embargo no guardo rencor en
mi corazón. Por favor, entra, y trae a tu encantadora amiga.
El droide de combate confiscó sus desintegradores y vibrocuchillos mientras la voz de Rokko
continuaba hablando: —Tenemos una firme política de nada de armas aquí, por razones que
estoy seguro puedes entender. —Laranth lanzó un juramento en voz baja mientras se abría la
puerta.
La primera sala del domicilio de Rokko era grande y palaciega, de estilo huttés; las paredes
y el suelo eran de deprimentes tonos pardos y ocres, y las cabezas rugientes de animales fe-
roces —acklays, rancors, nexus— estaban colgadas alrededor de la gran cámara central. Los
glifos estaban grabados en bajorrelieve sobre pasajes acortinados, y las exóticas esculturas
cristalinas y los frisos parecían estar mirara donde mirara Jax. También había fuentes, lo cual
era desafortunado, porque en lugar de agua contenían una sustancia abyecta, cuyo hedor casi
dejaba inconsciente. Requería cierto esfuerzo no jadear, lo cual probablemente habría sido un
error fatal.
Quedó asombrado al ver ventanas en las paredes, puesto que estaban bajo el suelo, y más
sorprendido todavía cuando se dio cuenta de que a través de ellas se veía la superficie de Nal
Hutta, el planeta natal de los hutt. Nunca había estado allí, sólo había visto holos, pero su
apariencia era inconfundible; el dañado paisaje, con sus decadentes zonas urbanas y sus vías
fluviales llenas de cieno, sólo podía ser bello para un Hutt.
—Ah, estás admirando las vistas de mi planeta natal —Rokko estaba recostado en un diván, la
masa superior de su cuerpo sobresalía sobre el borde. El narguile inevitable burbujeaba que-
damente a su lado. Jax podía oler el aroma de la especia en el aire. El hutt estaba flanqueado
por dos gamorreanos que parecían lo suficientemente duros y estúpidos como para atravesar
una pared de duracero con la cabeza por delante.
—Son ventanas al pasado —continuó el hutt, con un tono extraño reptando en su voz, el cual
Jax reconoció con sorpresa como nostalgia—. Creados hace siglos por el gran artista hutt
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Gorgo, el cual, sobre el curso de las décadas, las expuso a diversas vistas escénicos de Nal
Hutta. Consisten en condensados sometidos a superenfriamiento de gas prothium; la densidad
óptica es tan extrema, que la luz tarda literalmente años en brillar a través de ellas.
—Gorgo murió antes de que yo naciese. Fui lo suficientemente afortunado para adquirir re-
cientemente estas últimas creaciones. Cuando las imágenes que sangran lentamente a través
de ellas hayan desaparecido, ya no habrá más.
Había auténtica tristeza en el tono de Rokko. Otra sorpresa más en un día lleno de ellas, pensó
Jax.
Rokko tomó un sorbo largo y lento del tubo. —Bueno, entonces ¿a qué debo este placer tan
inesperado?
—Creo que ambos sobrerreaccionamos un poco el otro día —dijo Jax—. Estoy dispuesto
a dejar pasar el, ah, malentendido sobre el Cereano y la subsiguiente visita a mi casa de las
tropas de asalto, si tu lo estás.
— ¿Y mi motivación al hacer esto sería...?
—Trabajar en nuestro mutuo beneficio.
Rokko dejó escapar el humo aromático de su boca. —Tienes mi atención. Por el momento,
de cualquier forma.
—Necesito tu ayuda para encontrar un droide perdido.
El hutt parpadeó sus ojos amarillos como platos. — ¿Y por qué debería hacerlo?
—Porque hay muchos créditos para ti si lo haces —dijo Jax—. Este droide lleva información
que, si cayese en manos de los rebeldes, podría ser dañina para el Imperio —Jax sabía que
aunque Rokko, como la mayoría de los tipos de los bajos fondos, tenía poco aprecio por Pal-
patine, era lo suficientemente listo para saber en qué lado de la tarta de hongos el cieno era
más grueso. Si pudiese hacer algunos créditos encontrando y entregando ese droide al Empe-
rador, el hutt no perdería el sueño por hacerlo.
— ¿Y cuál, exactamente, es la naturaleza de esa información?
—No lo sé. Todo lo que sé es que ambos lados están buscándolo, así que imagino que lleva
algo más que una receta para la Sorpresa de Trikaloo. Sea cual sea la rezón, ya hay varios
cazarrecompensas en su búsqueda —Nick había mencionado esto último sólo como un rumor,
pero Jax no tenía problema en inflar la urgencia de la situación.
—Así que vienes a mí —dijo Rokko—. ¿Por qué?
— ¿No es obvio? Incluso si encuentro ese droide primero, no puedo entregárselo al Empe-
rador o a Vader yo mismo. Olerían la Fuerza en mí, me reconocerían como un Jedi. Pero tu
puedes entregarlo y recoger la recompensa por nosotros.
—Podrías utilizar otros intermediarios.
—No quiero arriesgarme. Además, con tus recursos y nuestro uso de la Fuerza, podemos lo-
calizar fácilmente al droide primero.
Rokko guardó silencio. La tensión se extendió, y la mano de Jax comenzó a picarle pidiendo
la empuñadura de su sable láser.
— Yo podría simplemente entregaros a ambos a Vader —dijo Rokko—. Cobrar la recompen-
sa por vosotros como Jedi. No es mucho, pero tampoco lo es el esfuerzo.
Jax sintió una oleada de alivio. No estaba realmente seguro de cómo —quizá era a través de la
Fuerza, o simplemente de conocer al gánster tan bien como le conocía— pero fuera cual fuera
la razón, sabía que Rokko había tragado el anzuelo. Aun así, no podía dejar que ese último
reto implícito quedara sin respuesta.
—Creo que encontrarías que el esfuerzo requerido para doblegar a dos Jedi, incluso desarma-
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dos, es considerablemente más grande de lo que piensas.
Rokko agitó un pequeño y fofo brazo desestimando sin preocupación sus palabras. —Eniki,
eniki. No hay necesidad de adoptar esa actitud. Somos socios comerciales, al menos por ahora
—hizo otro gesto, y un Kubaz salió de uno de los pasajes acortinados. —Trae bebidas —or-
denó Rokko—. Lo habitual, y ese sudor aguado de ronto que llaman cerveza corelliana —el
Kubaz asintió y se escabulló.
Rokko sonrió abiertamente a los dos Jedi. Era una visión inquietante. Los hutts no tenían
dientes, pero sus labios cartilaginosos estaban aserrados, y, dada la elasticidad de su piel, el
resultado fue un rictus que por un momento le hizo parecer como si la parte superior de la
cabeza de Rokko estuviera aserrada.
—Sentaos —dijo el hutt, en una voz que probablemente pretendía ser amigable—. El tiempo
es la clave.
Jax miró a Laranth, y supo que ella estaba pensando lo mismo: Rokko usaría sus espaldas
como fundas de vibroespada tan pronto como fuese posible. Aun así, una alianza entre bandi-
dos era mejor que ninguna, al menos en lo que se refería a encontrar a Ojos de Insecto. Cómo
sacaría al droide de las garras del hutt y lo pondría a salvo era algo de lo que se preocuparía
después.
Si, como decía el dicho, había un después...
Nick se despertó. Esto le sorprendió, ya que no sabía que hubiese estado dormido.
Y de hecho, se percató algunos segundos más tarde, que no lo había estado, salvo por la de-
finición más liberal de la palabra, a juzgar por la magulladura enorme y muy dolorosa de su
nuca. Se movió cautelosamente, haciendo estallar fuegos artificiales celestiales que rebota-
ron y reverberaron dentro de su cráneo. Nebulosas púrpura, supernovas blanco-anaranjadas,
cometas plateados —era toda una galaxia de dolor dentro de su cabeza. Gimió y tomó nota
mental de no jugar nunca más al shronker con ningún miembro de cualquier especie sensible
que no fuera la suya —y también iba a ser muy particular con ellos.
De acuerdo. Pasemos al siguiente punto del orden del día — ¿Dónde estaba?
La respuesta inmediata fue que estaba en el suelo, mayormente sobre su estómago, un poco
sobre un costado. Era una cubierta; dondequiera que fuera, ciertamente no era el suelo del
pabellón de shronker en el que había estado. Aquél había sido de sintomadera, cubierto con
serrín y otras muchas cosas malsanas. Éste era metal frío, y vibraba muy ligeramente. Un
“todo menos zumbido subsónico” con el cual Nick estaba muy familiarizado.
Estaba en una nave. Y la nave iba a algún lado. Rápido.
Intentó reconstruir los últimos momentos de conciencia que recordaba. Recordó el cañón de
un lanzaproyectiles contra su columna vertebral. Incluso recordó el comentario de su asaltan-
te desconocido acerca de mantener la espalda contra la pared, y muchísimas gracias por ese
pedazo de consejo inútil... y entonces le habían golpeado, sin duda con la culata de la pistola,
aunque se había sentido más como un rascacielos desmoronándose.
Caído allí; despierto aquí. Bien — ¿dónde era “aquí”?
Todavía en Coruscant, eso parecía cierto. Nada era más estable que un campo de gravedad
artificial; si te asomabas a una portilla en el espacio, tendrías la impresión de que el universo
se movía en vez de estar moviéndote a través de él. Pero las naves rara vez mantenían en-
cendidos sus campos antigravitatorios mientras estaban en la atmósfera; Demasiado caro, en
primer lugar, y la masa del planeta interfería con los amortiguadores de inercia. Nick podía
sentir cambios en la velocidad y en el impulso, lo cual quería decir que todavía estaba en el
planeta. Tampoco era una nave terriblemente grande, a juzgar por la forma en la que su estó-
mago saltaba ocasionalmente.
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Decidió que era hora de hacer un poco de reconocimiento. Sus intestinos estaban casi tan
desenmarañados como iban a estarlo, y él estaba tan listo como podía para cualquier cosa que
estuviera esperando su regreso a la conciencia. Nick abrió los ojos.
Yacía sobre la cubierta del puente de una nave. Reajustó su posición lentamente y cautelosa-
mente para conseguir un mayor campo visual.
No parecía haber nadie alrededor. Nick se movió un poco más, y entonces fue cuando se dio
cuenta de que llevaba esposas aturdidoras en las muñecas y los tobillos. El movimiento envió
sensaciones de picazón recorriendo sus extremidades.
Miró a su alrededor. Yacía con los pies hacia la popa; levantando el cuello —una acción que
hizo estallar una granada de iones en su nuca— sólo podía ver el compartimiento del puente.
Era pequeño, con asientos para el piloto y el copiloto. Los asientos tenían respaldos altos, así
que no podía ver quién estaba sentado en ellos. De la forma en que las sillas se movían, sin
embargo, se notaba que ambas estaban ocupadas.
Se relajó, volviendo a tumbarse en la cubierta; incluso esa pequeña acción le había dejado
mareado y con náuseas. A juzgar por el tamaño y el trazado de los corredores que salían del
puente, Nick decidió que estaba a bordo de un carguero ligero o de una nave de transporte.
Definitivamente no era un vehículo militar —demasiado desordenado para eso. Los clones
habían sido programados para la limpieza desde el principio, y las fuerzas armadas, ya fueran
imperiales o republicanas, tenían una tradición largamente establecida de mantener las cu-
biertas lo suficientemente limpias como para comer en ellas.
Esa nave, si lo que podía ver era una indicación, estaba hecha un desastre. Los mamparos te-
nían marcas grasientas de dedos de varias especies diferentes, y el barro de diversos mundos
había sido esparcido alrededor y sin duda debajo de donde yacía. Además, el lugar olía raro.
No el hedor de demasiadas formas de vida sin lavar en una proximidad demasiado cercana
durante demasiado tiempo, sólo... raro.
Todo eso era interesante, pero no le estaba dando mucho a título de explicación. Decidió que,
puesto que no tenía forma de liberarse a sí mismo de las esposas, no importaba si sabían que
estaba despierto.
— ¡Hey! —gritó.
La silla del piloto giró un poco, y de ella se levantó una criatura de pesadilla. Medía casi dos
metros de alto y tenía la piel gris, parecida al cuero, así como también siete u ocho largas
trenzas de pelo colgando de una cabeza calva. Llevaba una túnica corta, de color castaño, con
botas del mismo tono. Parecía lo suficientemente perverso como para arrancarle un brazo a
Nick y golpearle con él hasta la muerte. De hecho, parecía lo suficientemente perverso como
para arrancarse su propio brazo y golpearle con él hasta la muerte.
Después de la conmoción inicial, su mente volvió a funcionar en condiciones y reconoció al
ser como un weequay. Nick no sabía mucho sobre ellos, excepto que eran feroces guerreros.
Habían servido como mercenarios para ambos bandos durante las Guerras Clon, y ahora
muchos de ellos se dedicaban a ocupaciones de moral dudosa tales como cazarrecompensas,
matones del Sol Negro, contrabandistas y cosas por el estilo.
En resumen, generalmente no eran una especie agradable por la que ser secuestrado.
El weequay se agachó a su lado. Su rugosa cara no mostraba ninguna expresión. Sus ojos
negros brillaban intensamente.
—Uh... ¿puedo tomar una bebida en este vuelo? —preguntó Nick.
El weequay no contestó; la charlatanería no parecía ser el sello de la especie. Agarró a Nick
y le puso de pie, provocando más explosiones en la cabeza del korunnai. Nick combatió el
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deseo de vomitar, entonces pensó, Hey, no es mi nave, y vomitó espectacularmente. En su
mayor parte cayó por la cubierta, pero las botas del weequay también recibieron su parte.
El weequay miró hacia abajo en estado shock. — ¡Mis... botas! —rugió, las palabras rechi-
naban con dificultad desde su garganta. Clavó la mirada en Nick, el cual sólo pudo ofrecer
una sonrisa enfermiza y un encogimiento de hombros como respuesta. El weequay cambió su
agarre a una mano sujetando el frontal de la camisa de Nick. Formó un puño con la otra mano
que parecía tan grande y duro como un asteroide, echó el brazo hacia atrás, y..
— ¡Mok! ¡Detente!
El asteroide homicida dirigido hacia la nariz de Nick vaciló.
—Suéltale —La voz era humana, se percató Nick. Entonces Mok le soltó; él se tambaleó ha-
cia atrás y mitad se sentó, mitad se derrumbó sobre las planchas de cubierta.
—Ve a limpiarte —dijo el humano—. Y envía un droide aquí arriba para encargarse de este
desastre —mientras hablaba, fue girando el asiento del astronavegador, dándole a Nick una
buena visión de su persona.
Nick ya había supuesto que estaba a bordo de la nave de un contrabandista, y la apariencia del
hombre que tenía a la vista parecía confirmar sus sospechas. Era bajo y regordete, con barba
de al menos una semana y una cicatriz no tratada a través de su mejilla izquierda que elevaba
su labio superior en una mueca constante. El rosado tejido cicatricial contrastaba vívidamente
con el tono de su bronceado natural. Llevaba unos pantalones, una camisa mal abrochada,
y un chaleco repleto de bolsillos. Un pequeño desintegrador E-9 colgaba de una pistolera
debajo de su brazo izquierdo. Podía haberse escapado del casting de un holovideo de piratas
espaciales.
—Debes disculpar a Mok —dijo en un tono sorprendentemente agradable—. Está bastante
orgulloso de esas botas.
Un droide MSE—6 salió a toda prisa de uno de los corredores por encima del puente y co-
menzó limpiar los restos de la última comida de Nick. El humano sonrió. —Bienvenido a
bordo del Ranger Lejano —dijo él.
Momentos después el weequay regresó, habiéndole devuelto a sus botas su antigua gloria.
Miró furiosamente a Nick. —Deberíamos espaciarle —dijo, emitiendo cada palabra laborio-
samente desde su laringe.
—Centrémonos en nuestro objetivo —contestó su socio humano—. Recuerda, hay una atrac-
tiva recompensa sobre el Mayor Rostu. Después de todo, es un desertor, y mató a un repre-
sentante de alto rango del Imperio.
El corazón de Nick se hundió. Había estado tanto tiempo en los niveles inferiores, habían
amenazado su vida y su libertad desde tantas direcciones diferentes, que casi se le había ol-
vidado que había una recompensa imperial por su cabeza. A través de la carlinga delantera
podía ver el paisaje urbano pasando por debajo de la nave. Se encaminaban al corazón de
Ciudad Imperial, el Palacio. Era poco antes del amanecer en esa zona horaria —más tarde
que la hora más oscura de la noche que había dejado atrás en los Arrabales. Estimó que había
estado inconsciente alrededor de dos horas.
—Casi hemos llegado a nuestro destino —dijo su captor—. Oh, disculpa mi falta de moda-
les —mi nombre es Drach Coven. No es que vaya a tener mucha importancia para ti a largo
plazo. Imagino que estarás muerto o en prisión antes de que acabe el día. Dicen que la justicia
se dispensa bastante rápido ahora que todo ese fastidioso proceso de litigación ha sido reem-
plazado por el decreto imperial.
Nick se preguntó brevemente quién era ese tipo; aunque parecía un pordiosero, hablaba como
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alguien de una clase más refinada. Pero realmente esa no era su mayor preocupación en ese
momento. Estaba mucho más preocupado sobre cómo iba a escapar estando frente a un mal-
dito escuadrón en un futuro muy cercano. Varios posibles escenarios pasaron rápidamente a
través de su cerebro —desafortunadamente, todos ellos comenzaban con él sin estar esposado
de pies y manos.
El droide ratón terminó de limpiar la cubierta y se fue a toda prisa. El weequay, con una mue-
ca final hacia Nick, se sentó de nuevo en el asiento del piloto.
Coven dijo cordialmente —Mok puede ser un poco malhumorado; un fallo de la especie, creo
entender. Sé que que parece un bruto, pero en verdad es muy brillante, y un piloto mucho
mejor que yo, el Discurso es un modo secundario de comunicación para su raza. Entre ellos
disertan mediante descargas de feromonas.
Eso explicaba el olor extraño, se percató Nick. Probablemente el equivalente olfatorio de
mascullar en voz baja para un weequay. Cuando no respondió a esa declaración, el contraban-
dista frunció el ceño. —Espero que no estés resentido sólo porque vamos a entregarte por la
recompensa. Obviamente, no es nada personal. Tengo gastos, después de todo. Esta nave no
funciona con pensamientos agradables.
—Supongo que funciona con combustible del mercado negro —dijo Nick.
Coven alzó una ceja. —Qué divertido —un asesino con moral elevada sobre el comercio.
Nick comenzó a contestar, entonces se encogió de hombros. ¿De qué serviría?
Coven se volvió hacia la consola y abrió un canal de comunicaciones. —Puerto de atraque
Uno-Cuatro-Cinco-Tres-S-G, aquí el carguero corelliano Ranger Lejano de la Liga Intereste-
lar de Comercio, pidiendo autorización de aterrizaje...
La nave descendió delicadamente sobre su cojín invisible de energía repulsora. Nick vio mo-
mentáneamente a un pequeño comité esperando; algunos soldados de asalto, un subalterno,
y un elomin vestido con túnicas caras. Una vez que el tren de aterrizaje de la nave reposó
firmemente en el muelle, Mok abrió la rampa.
Nick esperaba que le quitasen las esposas de las piernas para que pudiese salir de la nave. En
lugar de eso Mok le alzó y se lo colgó sobre el hombro, llevándole como Nick podría llevar
un saco de purnix maduro, por lo que no pudo ver nada aparte de la cubierta y los talones de
las botas del weequay.
Coven intercambió saludos con el elomin, quien se identificó a sí mismo como Haninum Tyk
Rhinann. Mok dejó a Nick en el suelo mientras Rhinann hacía un ademán a su subalterno, un
givin, que le entregó un paquete a Coven. Este último sonrió y lo guardó en su chaleco. Le dio
al elomin un saludo alegre. —Un placer hacer negocios con usted —dijo él.
El elomin hizo otro gesto. Dos soldados de asalto alzaron sus desintegradores. —Siguiendo
el procedimiento, se os ha pagado la recompensa por entregar a un enemigo del Imperio —le
dijo a Coven y a Mok—. Ahora estáis bajo arresto por contrabando y otros crímenes contra
el Gremio Mercantil. —El givin dio un paso adelante y cogió el dinero de la recompensa del
chaleco del desconcertado Coven. —Puesto que el Imperio no negocia con criminales
—continuó Rhinann—, vuestra recompensa es por tanto retirada y confiscada —así como
vuestra nave y todas las posesiones y accesorios que se encuentren en ella.
— ¡Está cometiendo un error! —protestó Coven—. Somos miembros autorizados de la LIC..
—Llévenselos. —Rhinann hizo un gesto de despido.
Coven estaba demasiado aturdido como para seguir protestando; Mok no. El weequay rugió
de furia y golpeó a uno de los soldados, lanzándole unos buenos cinco metros a través de la
cubierta. Mientras Mok se volvía hacia el otro soldado, fue golpeado en la espalda por un rayo
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aturdidor disparado por un tercero. Los anillos concéntricos de energía le recorrieron por todo
el cuerpo, haciéndole caer con un impacto que hizo vibrar el duracreto.
Rhinann observó desapasionadamente como se llevaban a los contrabandistas. —Encárgate
de que eso —hizo un gesto de menosprecio hacia el carguero— es confiscado —le dijo a su
asistente. Hizo otro gesto, y un soldado de asalto puso a Nick en pie. —Quítele las esposas
aturdidoras —dijo Rhinann. Nick tuvo tiempo de una breve oleada de esperanza antes de que
el elomin añadiese—, Lord Vader querrá verle inmediatamente.
¿Vader? pensó Nick. Darth Vader, ¿el lugarteniente del Emperador? ¿Qué, en nombre de to-
dos los antepasados de su ghosh, quería el Lord Sith de él?
Tenía un auténtico mal presentimiento sobre eso...
El Mercado Mongoh cerca de la medianoche no era un lugar que quisiera visitar a solas, re-
flexionó Den. Esencialmente era un mercado al aire libre, con puestos abarrotados atendidos
por diversas especies, todas vendiendo sus mercancías en una cacofonía de gritos, silbidos,
zumbidos, y rugidos. Den se había acostumbrado más o menos a la constante andanada de
decibelios que era parte de la vida en la gran ciudad-planeta, pero el ruido producido allí, a
pesar de que el lugar no estaba cerrado, era increíble. Deseó haber recordado sus amortigua-
dores sónicos.
Los clientes eran tan variados y pintorescos como los vendedores. I-Cinco parecía ser el único
droide que Den podía ver, aunque nadie se fijó particularmente en él mientras se deslizaba
hábilmente entre la multitud, evitando a un rodiano borracho con un educado “discúlpeme”,
deteniéndose para recoger, con increíble velocidad, una cesta de vainas verdes que había de-
jado caer una hembra snivvian y dándole indicaciones a un arcona que buscaba una estación
pública de comunicaciones. A todas luces era el perfecto droide de protocolo, educado y útil
hasta un punto que rozaba el servilismo. Nadie sospecharía que era una máquina con una
misión.
Den le siguió lo mejor que pudo, preguntándose cómo pensaba el droide que podría encontrar
a Jax entre ese gentío, incluso si el Jedi todavía seguía en algún lugar de la vecindad. También
se preguntaba, no por primera vez, si el compromiso de I-Cinco de localizar al hijo de su an-
tiguo socio estaba pasando de la obsesión a la más completa aberración. Es terriblemente leal
para ser un droide, pensó él. En realidad es un poco patético.
Después de algunos minutos más de lo que a Den le pareció búsqueda aleatoria, el droide se
detuvo junto a un pequeño puesto de plastiacero y sintomadera donde vendían máscaras de
ozono, parches antioxígeno, filtros nasales y otros bálsamos para los respiradores de oxígeno
más paranoicos.
El propietario, un humanoide de una especie que Den no reconoció —lo cual era sorprendente
en sí mismo, dado que había recorrido la galaxia de punta a punta en más de una ocasión—
hablaba en voz baja con I-Cinco. Para cuando Den logró atravesar el gentío y llegar lo sufi-
cientemente cerca del puesto, la conversación había acabado, e I-Cinco se alejaba rápidamen-
te. Den suspiró y cambió de rumbo para no quedarse atrás.
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Alcanzó al droide en el mismo instante en el que salían del mercado; la relativa quietud fue
una bendición y media. —De acuerdo, droide espía, ¿de qué iba eso?
—Aparentemente Jax tuvo un enfrentamiento con uno de los gángsteres locales hace un par
de días. Un hutt llamado Rokko.
—He oído hablar de él. Así que esa fue la escena de la pasarela.
—Exactamente. Y ahora ya sé la localización de la residencia de Rokko.
—Y simplemente vas a ir hasta él y vas a preguntarle por nuestro chico —el pequeño sullus-
tano estaba empezando a jadear —sus piernas cortas no podían igualar las largas zancadas
que daba I-Cinco.
—Algó así —contestó el droide.
Den se abalanzó y logró agarrar el brazo de I-Cinco, ralentizando al droide. —Si crees que
va a ser tan fácil —dijo él—, entonces tengo un campo de asteroides en el Alcance que me
gustaría venderte —permaneció agarrado, e I-Cinco se detuvo reluctantemente.
—Está bien —dijo él—. Dame una alternativa.
Den sabía que no tendría la atención del droide durante mucho tiempo. Habló rápidamente. —
Simplemente no podemos entrar de pronto y sin invitación como un par de soldados de asalto
colocados y empezar a hacer demandas. Necesitamos alguna clase de tapadera: una historia
que se crean.
—Y tu tienes una.
—La tendré, en un minuto —Den pensó furiosamente—. Necesitamos algo con lo que tentar-
le, algo que quiera ver... —sonrió—. Tu.
El droide parpadeó, un rápido destello de apagado y encendido de sus fotorreceptores. —
¿Yo?
—Más precisamente, tu habilidad jugando al sabacc. Rokko adora jugar a juegos de azar, por
lo que he oído. Estará fascinado por un droide que juega a las cartas.
I-Cinco proyectó escepticismo. —Cualquier droide de protocolo puede ser programado para..
—Para jugar a las cartas, seguro. Pero no se puede programar una aptitud para eso. No como
lo has sido tú.
—Asumiendo que estés en lo cierto..
—Confía en mí en esto —dijo Den—. Estoy en lo cierto. En Drongar te enfrentaste con Tolk,
Barriss y Klo —una lectora de expresiones corporales, una Jedi, y un mentalista, sin men-
cionarme a mí, que tengo cierta habilidad en el juego— y lograste reunir suficientes créditos
para traernos a Coruscant y mantenernos con vida todo este tiempo. Eso requiere algo más
que un buen chip calculador. Además, es como la frase sobre un noghri recitando poesía —lo
asombroso no es que lo haga bien, sino que lo haga.
—Muy bien —dijo el droide—. ¿Cuál es la estafa?
—Simple. Voy a venderte a Rokko.
***
El Elomin no era un tipo hablador. Nick nunca antes se había encontrado con un represen-
tante de esta especie en particular. Haninum Tyk Rhinann era alto y delgado, y sus zancadas
era difíciles de seguir. Cada vez que exhalaba, sus colmillos nasales chirriaban. Era molesto
en extremo. Nick había oído decir que eran criaturas temibles para algunos, con sus cabezas
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con cuernos y colmillos nasales, pero personalmente pensaba que Rhinann parecía algo ton-
to —como un caminante AT-ST vestido con ropas ostentosas, avanzando por el corredor del
Palacio.
Como si leyese los pensamientos de Nick —¿Son los Elomin telepáticos? se preguntó en un
momento de pánico— Rhinann volvió la cabeza hacia él y le traspasó con la mirada. —Con-
tinúa, humano. A Lord Vader no le gusta que le hagan esperar.
Buen punto. Si bien Nick no estaba exactamente deseoso de conocer al Señor Oscuro, llegar
a tiempo sería mejor que retrasarse.
— ¿Pero por qué quiere verme? —preguntó—. No soy tan importante —soy simplemente un
guerrillero. Yo..
—Anoche ayudaste a un Jedi. Le ayudaste a escapar de un pormenor enviado para él por las
autoridades locales.
Nick le miró fijamente. — ¿Cómo supiste...? —pero se dio cuenta de la respuesta antes de que
terminase la pregunta—. Las cámaras del pasillo. —Muchos hoteles y otros establecimientos
por el estilo en lugares como los Arrabales tenían videocámaras colocadas en los pasillos, y
probablemente también dentro de una buena cantidad de habitaciones. Sin duda una cámara
había captado los últimos minutos de la pelea en Las Armas de Coruscant. Y habría sido una
simple cuestión de comparar su holo identificador con el del antiguo mayor Nick Rostu.
—Sí. Lord Vader ha examinado las imágenes y ha identificado al Jedi como Jax Pavan. Poco
después, nuestras cámaras te descubrieron en Tangor Square. Enviamos al weequay y su com-
pañero a capturarte. Eran contrabandistas y cazarrecompensas. El resto ya lo sabes.
— ¿Eran contrabandistas y cazarrecompensas?
—Exactamente. Ahora son desperdicios, el Imperio ha adquirido un nuevo carguero sin coste
alguno y no se ha quebrantado ninguna ley. Muy eficiente.
Nick quedó sorprendió por la compasión que sintió para sus antiguos captores, y nada sor-
prendido por la cólera que sintió hacia Rhinann. Con un esfuerzo la apartó y dijo, —Nada de
esto explica qué quiere Vader de..
—Él no te quiere a ti —dijo Rhinann—. Quiere a Jax Pavan. Tú meramente eres los medios
para conseguir ese fin.
—Pensabas que le tenías, ¿verdad? —preguntó el Underlord.
No había sentido en disimular, Kaird lo sabía. A menudo había oído decir que cuando uno se
da cuenta de que todo está perdido, y la deshonra y la muerte son una garantía, cierta sere-
nidad acompaña al conocimiento. Una comodidad paradójica, o al menos un alivio, al mirar
finalmente a la muerte de frente. No más intentar seguir una docena de líneas temporales si-
multáneamente; no más intentar trazar un curso a través del brumoso laberinto del futuro. No
más planes. No más preocupaciones. Sólo aceptación.
Kaird sabía de la calma que acompaña al compromiso absoluto del guerrero, aunque él mismo
nunca había tenido que experimentarla. Generalmente esa no era la jurisdicción de un asesino,
el cual tiene la misión de terminar el trabajo mediante cualquier medio posible. El honor no
era sólo superfluo para alguien como Kaird, a veces era categóricamente peligroso. Los ase-
sinos no podían permitirse el lujo de tener honor.
Dado todo eso, estaba sorprendido de sentir esa sensación de serenidad de la que había oído
hablar. Pero ahí estaba. Sabía que no había forma de escapar de eso: sólo quedaba que el Un-
derlord pronunciara su sentencia. Había unos cuantos en la organización que se empujarían
para estar en primer lugar y apretar el gatillo y muchos más que no lo considerarían nada es-
pecial y a los que no les quitaría el sueño. Incluso los pocos que Kaird contaba como amigos
y aliados le enviarían al Gran Nido con poco más que una lágrima o dos. Después de todo,
como decía el dicho, no era personal. Simplemente eran negocios.
Y él no tenía ilusiones sobre la gravedad de sus acciones. Intercambiar insultos e insinuacio-
nes con Xizor durante el curso de las reuniones era una cosa; intentar tenderle una trampa para
incriminarle por el robo de una propiedad de valor casi incalculable de un poderoso jefe de
sector en Metellos era algo totalmente diferente. Como castigo por lo primero, el Underlord
Perhi probablemente se habría contentado con abrirle a Kaird una nueva cloaca; por lo último
Xizor exigiría nada menos que los restos congelados del nediji flotando a la deriva en órbita
sobre el planeta.
Si se hubiese salido con la suya, habría sido diferente. La casa Sizhran no habría estado muy
contenta con la expulsión de su hijo predilecto, pero como Vigo, Kaird habría estado en una
posición mucho mejor para tratar con sus reacciones.
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Pero no se había salido con la suya. Y Ahora...
—Fue más listo que yo —dijo Kaird. No había vergüenza en admitirlo.
—Cierto —contestó el Underlord—. Tendrás que ser más precavido la próxima vez.
¿La próxima vez?
Kaird observó la cara de Dal Perhi cuidadosamente. Era medianamente adepto leyendo las
expresiones humanas, pero el Underlord no estaba mostrando nada en ese momento. Los pen-
samientos surgieron en la mente del nediji, persiguiéndose unos a otros como plumas en una
corriente elevada. Sabía que Perhi no era dado a la crueldad innecesaria o excesiva; por otra
parte, la compasión tampoco era exactamente el núcleo de su reactor principal. El meollo del
asunto era que el Underlord del Sol Negro no era conocido por actos magnánimos.
Sólo por los prácticos.
Kaird inclinó la cabeza ligeramente. — ¿La próxima vez?
Perhi asintió, como si reconociera algo confirmado. Se reclinó hacia atrás.
—El príncipe Xizor es ambicioso —dijo él, y se encogió de hombros—. No es nada particu-
larmente asombroso; los falleen no presumen de tener una ascendencia linda y adorable.
—Tampoco los Nediji —dijo Kaird.
—Muy cierto. Pero hay una diferencia crucial entre Xizor y tú. Xizor sería Underlord. De
nuevo, no es algo terriblemente sorprendente —muchos miembros del Sol Negro ven el pues-
to de Vigo como penúltimo. Pero tú no, Kaird.
Kaird sintió erizarse las finas plumas que cubrían su piel; no podía controlar la antigua re-
acción ante el peligro repentino al igual que no podría haber detenido su corazón. Y aún así
—¿había realmente algún peligro al que reaccionar? Siempre había asumido que su deseo de
dejar la organización era equivalente a poner precio a su cabeza si alguien se enteraba de ello.
Pero el tono del Underlord no era acusatorio.
Dal Perhi se enderezó y extendió una mano hacia la pared. Una sección de la superficie de
cristacero se volvió transparente, revelando una magnífica vista: la brillante curva del mismo
planeta, frente al terciopelo del espacio. Puesto que Sinharan T’sau era un gancho celestial,
Coruscant parecía estar “sobre” ellos, refulgente contra la noche. Mientras Kaird observaba,
un Destructor Estelar de la clase Victoria salía lentamente de órbita. La nave en forma de
cuña de novecientos metros, erizada de turboláseres, dispositivos de lanzamiento de misiles
y demás armamento comenzó a elevarse lenta y silenciosamente hacia las estrellas, con su
conjunto de motores iónicos resplandeciendo. Apuntaba en dirección a la Nebulosa Massiff,
aunque Kaird sabía que esa no era indicación del destino final del Destructor.
—Xizor quiere todo de esto —dijo el Underlord, haciendo un gesto hacia la medialuna do-
rada que llenaba la mitad superior de la gran ventana—. Verdaderamente creo que, si me
reemplaza, no quedara satisfecho. Creo que intentará usar su posición para hablar al oído del
mismísimo Emperador.
Kaird estaba sorprendido. La actitud de la República hacia el Sol Negro había sido una de
intolerancia; las instituciones locales para la aplicación de la ley en diversos planetas habían
asaltado casas de apuestas, habían cerrado guaridas de especia y puntos de distribución cuándo
y dónde podían, y en general les habían hecho la vida sumamente complicada, especialmente
en los sistemas del Núcleo. Por supuesto, hacia el fin el Senado se había vuelto tan hinchado
e ineficaz que la amenaza era pequeña, si es que la había, pero el estigma había permanecido.
Con el Imperio, era diferente. El Emperador Palpatine había resultado ser un gobernante
mucho más pragmático que el Canciller Palpatine. Se oponía a cualquier reconocimiento
oficial del Sol Negro, por supuesto, pero era un secreto a voces que, mientras no se intentara
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nada demasiado descarado, las rutas de contrabando de especia, las guaridas de perdición y
el tráfico del mercado negro eran libres de operar. Esos días era muy probable que el personal
planetario del orden volviese su órgano sensorial hacia otro lado ante las diversas operaciones
lucrativas de la agrupación.
Naturalmente, hubo un precio —o mejor dicho, un montón de precios, tarifas, comisiones,
etc— por esto, pero para la mayor parte el Sol Negro lo pagaba gustosamente. Considerándo-
lo todo, verdaderamente era, como Palpatine había proclamado después de tomar las riendas
del gobierno, una Edad Dorada. Para los criminales de todas formas.
Perhi, sin embargo, no creía que la luna de miel durase para siempre, y no estaba convenci-
do de que fuese una bendición sin impurezas mientras lo hacía. El Underlord sentía que era
importante que el Sol Negro conservase su autonomía. No quería una guerra perpetua entre
el Sol Negro y el Imperio, pero consideraba que el detente debería proceder sólo hasta ahí.
El acuerdo completo conduciría final e inevitablemente a la complacencia, y de allí a la con-
formidad. Dado todo esto, Kaird podía ver cómo la amenaza percibida de Xizor tenía muy
preocupado al Underlord Perhi —y no sólo por su bien.
Todo esto pasó como un relámpago por la mente de Kaird. Antes de que pudiese hablar, sin
embargo, Perhi alzó una mano tranquilizadora.
—Ahora —dijo él—, estoy medianamente seguro de que he leído a nuestro príncipe falleen
correctamente. Dime si te he juzgado tan acertadamente.
—También tu aspiras a ser un Vigo, Kaird de los Nediji —dijo él—. Pero tu objetivo final no
es ser Underlord del Sol Negro. De hecho, tu meta yace en el extremo más alejado de uno de
los brazos de la espiral. —Gesticuló otra vez, y la vista panorámica cambió abruptamente,
mostrando el plano galáctico. Un momento después Kaird tuvo que suprimir un jadeo cuando
todo el gancho celestial pareció saltar hacia adelante, dirigiéndose con increíble velocidad
hacia el cegador Núcleo galáctico.
Por supuesto, se dijo a sí mismo, todo el viaje era simulado, generado en un ordenador central
en alguna parte del Hall de Media Noche. Aun así, el realismo era absoluto. Parecieron pasar
como un relámpago por el Núcleo en segundos, pasando silenciosamente entre las apiñadas
estrellas que estaban separadas, en algunos casos, por meros meses-luz. Durante un instante
se balancearon en el borde de la apabullante vorágine del centro, el hambriento agujero negro
que tragaba estrellas enteras en sus desconocidas profundidades…y entonces lo dejaron atrás,
acelerando otra vez a través de cegadoras capas de nebulosas, el abarrotado firmamento final-
mente comenzaba a diluirse.
Quedaron libres del Núcleo y continuaron el viaje, sin reducir la velocidad; si a caso, se dio
cuenta Kaird, aceleraron, cubriendo miles de años-luz en un segundo, haciendo que el viaje
hiperespacial más rápido pareciese el deambular de un viejo dewback. Entonces, por fin, la
simulación comenzó a reducir la velocidad. Entraron en un sistema, dejando atrás rápidamen-
te un gigante gaseoso anillado, uno no anillado más pequeño... y finalmente se detuvieron
ante un mundo blanco y azul, orbitando en el estrecho bocel entre los puntos de ebullición y
congelación del agua. Con una sacudida, Kaird lo reconoció.
Nedij. Su mundo.
Y detrás de él, suavemente, el Underlord dijo, —Tu sólo quieres ir a casa, ¿verdad, Kaird?
—No puedo decir que esté emocionado con esta idea —dijo I-Cinco.
—Claro que no. Nunca te emocionan mis ideas. Si hubiese sido tu idea venderte en esclavitud
a un gángster cruel sólo para conseguir información, averiarías los cables de tu colector de
energía para probarlo.
— ¿Lo haría?
—Claro que sí —le aseguró Den al droide mientras se aproximaban a la entrada subterránea
de la guarida de Rokko—. Porque eres más listo que el droide común, de lejos. Encontrarás
la manera de obtener la información que necesitamos, y después escapar. Cualquier cosa por
el bueno de Jax.
Los fotorreceptores de I-Cinco se volvieron hacia él, su ángulo, foco, e intensidad registraron
leve sorpresa. — ¿Detecto una nota de sarcasmo?
—Justo lo que necesito ahora mismo: un droide paranoico. —Detrás de su rápida respuesta,
sin embargo, Den se sintió incómodo. El comentario de I-Cinco había dado en el blanco más
de lo que a él le importaba admitir. Aunque había intentado negárselo a sí mismo, según se
había intensificado la búsqueda de I-Cinco de Jax Pavan, Den había empezado a encontrarse
cayendo víctima de una emoción muy inesperada y muy desagradable.
Estaba celoso.
Al principio había intentado negárselo a sí mismo, pero no había tardado en darse cuenta de
la futilidad de ese curso. Así que lo había admitido, silenciosamente, y trató de racionalizar
su salida, diciéndose a sí mismo que el hijo de Lorn no pondría en peligro de ningún modo
su amistad con I-Cinco, siempre y cuando lo encontraran. Eso tampoco ayudaba. Eso estaba
consiguiendo que cada vez que el droide mencionaba a Jax, Den se encontraba a si mismo
rechinando los dientes.
Esto es absurdo, se dijo a sí mismo. No puedes sentirte inseguro sobre lo que siente un droide
por ti. ¿Cómo de patético es eso?
No obstante, así era como se sentía.
Por lo que sabes, I-Cinco fue programado por Lorn para buscar a Jax con toda esta devoción
inquebrantable. Pero incluso mientras pensaba esto, sabía que ese no era el caso. De todos
los droides con los que Den se había encontrado alguna vez, I-Cinco era el único sensible.
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Parte de ello, sabía el reportero, estaba o preprogramado o era mímica heurística, tal como era
con todos los droides de protocolo. Los amortiguadores de creatividad y los inhibidores de
conducta incorporados, se decía, evitaban que las máquinas alcanzaran ese extraño nivel de
auténtica conciencia reservado para humanos y otros seres orgánicos. Pero I-Cinco se había
deshecho de su amortiguador de creatividad y de la mayor parte de su software de IC. Había
algunas subrutinas inalterables que estaban tan profundamente integradas que no podían ser
eliminadas sin dañar físicamente su procesador principal, por supuesto. Por ejemplo, podía
cometer asesinato tanto como podía volar agitando los brazos, aunque podía defenderse y a
aquellos bajo su protección. Pero además de las opciones ampliadas que le proporcionaban la
falta de hardware y software, Den no podía evitar sentir que I-Cinco tenía algo más en él, algo
indefinible, algo que le hacía ser más que la suma de sus partes electrónicas.
Todo ello se reducía a que el maldito hombre de metal tenía libre albedrío, hasta un nivel sin
precedente. No era su programación lo que le conducía tan implacablemente a encontrar al
hijo de su socio y amigo: era deseo. Buscaba por las peores calles de lo más bajo de Coruscant
porque quería encontrar a Jax Pavan.
Y Den no podía evitar preguntarse si, llegado el caso, I-Cinco mostraría ese mismo nivel de
amistad y devoción por él.
Se dio cuenta de que el droide había dicho algo. —Lo siento ¿qué?
—He dicho, ¿qué pasa si me colocan un perno de contención?
—Bueno...
—No has pensado en eso, ¿verdad? —Cuando Den no respondió, el droide continuó—. Afor-
tunadamente, una de las primeras cosas que hizo Lorn cuando me rescató de la guardería del
infierno fue instalar software de contrabando que desactiva pernos de contención y otros dis-
positivos inhibitorios externos.
—Ya sabía eso —dijo Den precipitadamente. El droide le dedicó una mirada escéptica mien-
tras doblaban la esquina y se encontraban abruptamente frente a un droide muy grande y muy
intimidante. Den no estaba familiarizado con el modelo, pero se notaba que no había sido
diseñado para ser portero. Parecía lo que era: una máquina aniquiladora.
— ¿Cómo puedo ayudarles, amigos? —le preguntó la voz electrónica a Den. El tono era cor-
tés, incluso solícito, pero Den no se dejó engañar; sabía que si el droide percibía cualquier
cosa remotamente como una amenaza, le cocinaría. No importaba que fuera un sullustano
desarmado, lo cual le hacía casi tan mortífero como un hugglepup con la barriga llena de raí-
ces de bliss; si no escogía su respuesta cuidadosamente enviarían sus restos de vuelta a Sullust
en una bolsita.
El droide esperó una respuesta. Ignoró a I-Cinco, lo cual no era sorprendente —un mero
droide de protocolo no era una amenaza.
—Tengo un artículo curioso que creo que el gran Rokko podría encontrar divertido —dijo
Den. Gesticuló hacia I-Cinco—. ¿Alguna vez has visto a un droide de protocolo jugar al sa-
bacc?
El guardia droide volvió sus fotorreceptores hacia I-Cinco. Era la voz de Rokko la que salía
ahora por el vocalizador; aunque Den nunca había oído hablar a ese Hutt en particular, estaba
muy familiarizado con la pronunciación del Básico que caracterizaba a la especie. —De he-
cho, sí. —El gánster sonaba aburrido.
— ¿Alguna vez ha visto a uno ganar nueve partidas de diez? —preguntó Den.
Hubo una pausa; aunque el guardia droide permaneció inmóvil, el reportero sabía que dentro
de su santuario, Rokko acababa de quedarse de una pieza. —No —dijo lentamente la voz
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raspante—. Eso no lo he visto.
***
Las cartas parecían ridículamente enormes en las regordetas manos del hutt. Las estudió un
momento, y entonces anunció, —Apuesto dos —metió dos créditos en el bote.
I-Cinco parecía completamente inmutable, incluso para Den, quien sabía cómo leer las expre-
siones del droide. —Subo dos —entraron dos créditos más.
Den resistió la urgencia de mover los pies. En esa partida se estaba jugando mucho más que
su reputación.
—Subo cinco. El hutt era un jugador impasible, un maestro de la máscara de sabacc —la cara
ilegible que no daba pistas o indicaciones de la clase de mano que sostenía el jugador. Sin
embargo, nadie podía ser más inexpresivo que un droide, y ningún jugador que Den hubiese
conocido era más avezado en leer el lenguaje corporal más sutil, sin importar la especie, que
I-Cinco. Ni siquiera los lorrdianos, con todos sus alabados talentos, eran tan buenos.
Rokko hizo rodar el dado hexagonal para el cambio. Fue uno dos; ningún cambio.
—Lo veo —dijo el droide serenamente.
Rokko parpadeó, entonces mostró sus cartas. I-Cinco hizo lo mismo. Den casi se quedó sin
aliento, y pudo oír las conversaciones excitadas y asombradas de los empleados, muchos de
los cuales se habían detenido a ver el juego. Los comentarios en voz baja eran justificados: el
droide tenía una mano perfecta, las cartas sumaban veintitrés. Era una victoria automática y
le había llevado al droide menos de diez minutos.
Durante un breve momento, el silencio en la sala fue la cosa más ruidosa que Den hubiese
oído nunca. Entonces Rokko se rió. Su masa invertebrada tembló mientras expresaba su hu-
mor, sus michelines, cada uno del tamaño de un gong de llamada, temblaban de regocijo.
— ¡Me gusta este droide! ¡Puedo hacer mucho dinero con este droide! Nadie creerá que un
droide puede jugar al sabacc así. E incluso después de que lo crean, seguirán viniendo para
verle jugar de nuevo —se volvió sopesadamente hacia Den—. Te daré quinientos créditos por
él —dijo en un tono magnánimo.
Den pudo ver a I-Cinco alzarse con indignación y lanzarle una mirada. El droide, recordando
que estaba haciendo el papel de una unidad pasiva de protocolo, se apaciguó, aunque Den
podía ver que todavía estaba ofendido. Quinientos créditos serían una ganga por un droide
en condiciones mucho peores. I-Cinco podía ser un modelo anticuado, pero todas sus partes
estaban en buen estado de funcionamiento.
Pero éste no era de ninguna manera un trato del tipo lo tomas o lo dejas. Den sabía que a los
hutts les gustaba regatear casi tanto como a los toydarian. —Ésta es una unidad única. Mil
quinientos no sería pedir demasiado... sin embargo, en reconocimiento a su elevada posición
como hombre de negocios en el Sector de Yaam, lo dejaré en dos mil.
Los enormes ojos acuosos del hutt se estrecharon. —¡Pfah! Sólo es un droide de protocolo
con alguna clase de mejora en el cálculo de probabilidades. Ochocientos.
Finalmente acordaron mil, que era lo que Den había imaginado. Mientras los créditos eran
contados sobre la mano de Den, Rokko le hizo un gesto al droide. — ¿Cuál es tu cla-
sificación?
—I-Cinco-Y-Q, señor —el tono fue correctamente servil, notó Den con alivio. Aparentemente
Rokko tampoco encontró nada objetable en él, porque dijo —Ve por el pasillo y trae a los dos
que están esperando en la última habitación —para Den añadió, mientras I-Cinco se marcha-
ba obedientemente por el pasillo—. Un par de Jedi pidiéndome ayuda. Te lo digo, la vida se
vuelve cada vez más extraña —se rió ahogadamente.
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¿Un par de Jedi? Den se volvió rápidamente, pero I-Cinco ya había desaparecido. Se encogió
de hombros. Después de todo, se dijo a sí mismo, ¿qué probabilidades hay?
—Hemos esperado lo suficiente —dijo Jax—. Vamos —se volvió hacia la puerta, y Laranth
le siguió.
—Tal vez tengas razón. Me sentiré mucho más cómoda cuando recupere mis desintegradores.
Jax no contestó. No estaba realmente seguro de por qué tenía de repente tanta prisa. En parte
era por la sensación renovada de propósito que había extraído del encargo del Maestro Pie-
ll —probablemente el último encargo que tendría como Jedi. Era bueno tener un propósito.
Por lo pronto, al menos, su vida volvía a tener significado; se sentía vivo y confiado. Estaba
listo para afrontar cualquier sorpresa, cualquier giro inesperado, que el futuro pudiera tenerle
reservado. Deja que vengan, se dijo para sí mismo. Se enfrentaría gustosamente cualquier
nuevo reto o complicación que se cruzase en su camino.
Abrió la puerta y vio a un droide de protocolo delante de él, con un brazo alzado para llamar.
El droide le miró y Jax tuvo la extraña sensación de que, si bien la cara del droide estaba in-
móvil, éste estaba en cierta forma sorprendido de verle. Más que sorprendido; conmocionado,
luchando con la incredulidad.
El droide dió un paso atrás, bajando el brazo. —Jax Pavan —dijo suavemente.
— ¿Sí? —Obviamente el droide había sido enviado por Rokko para recogerlos —pero eso
no explicaba por qué parecía tan conmocionado. Y ciertamente no explicaba cómo parecía tan
conmocionado.
El droide dio un paso adelante otra vez. Cuándo habló de nuevo, su voz era incluso más baja;
un tono conspirador. Dijo siete palabras, y entonces fue el turno de Jax de mirar con incredu-
lidad.
—Soy I-Cinco. Me envía tu padre.
De camino hacia la superficie de Coruscant, Kaird de los Nediji reflexionaba sobre los extra-
ños giros y vueltas que algunas veces podía dar la vida.
Había estado tan absolutamente seguro de que el Underlord iba a arrancarle las plumas de la
cola que había tardado algunos momentos en comprenderlo -primero, que había sido perdo-
nado, y segundo, por qué había sido perdonado. Si su boca hubiera estado compuesta por piel
suave, en lugar de queratina, probablemente su mandíbula habría caído formando una expre-
sión demasiado humana de asombro.
Y aun así, todo tenía sentido. También era simple, tan simple que Kaird se reprochó interior-
mente no haberlo visto venir.
Después de todo, era un asesino.
El Principe Xizor, le había explicado Perhi, tenía puesta su vista en el título de Underlord.
Cualquiera que supiese algo sobre la especie falleen sabía que, aun sin su fuerza excepcional
y su manipulación feromónica, eran enemigos a tener en cuenta. Se decía que hasta un nei-
moidiano envidiaría su malicia natural y su astucia. Combinar todo eso con un intelecto tan
agudo como un láser, ciertamente hacía de Xizor un enemigo formidable.
Por eso el Underlord había enviado a Kaird a matarle.
Era un plan simple y directo, y eso era lo que hacía posible que funcionara: el cerebro de
Xizor, acostumbrado a construir trampas elaboradas a partir de fugas, información errónea y
verdades a medias, no podría ver lo que estaba delante de él hasta que fuera demasiado tarde.
Al menos, eso era lo que esperaban tanto Perhi como Kaird.
Puesto que el encargo no podía llevarse a cabo en el Hall de Media Noche, por razones obvias,
había que encontrar una excusa para que el Príncipe Xizor dejara el gancho orbital y regresase
a Coruscant. Perhi había ideado una treta excelente. Una serie de comunicados interceptados
entre funcionarios imperiales habían hablado sobre un droide que llevaba datos valiosos para
la naciente rebelión surgida en las calles de Coruscant, y por tanto también para el Imperio.
Supuestamente se había ocultado en alguna parte de uno de los sectores más turbios de Co-
ruscant. Si eso era cierto, y si el Sol Negro podía encontrarlo primero, la organización tendría
una poderosa pieza de regateo en las futuras negociaciones con el Imperio.
Todo ello era razón suficiente para enviar a Xizor en una misión para encontrarlo y llevarlo
104
de vuelta al Hall de Media Noche. Perhi le había dicho a Xizor que le confiaba esa tarea a él y
sólo a él, porque el príncipe falleen era el más capacitado de todos los aspirantes Vigo. Si Xi-
zor tenía un defecto que podía ser aprovechado, ese era la arrogancia. Su orgullo le exigía que
tuviese éxito. Encontraría a ese droide 10-4TO, de eso no había duda en la mente de Xizor. O
en la de cualquier otro, por lo que a él respectaba. Y cuando lo trajera, sería ascendido a Vigo.
Pero Xizor no lo traería. Ese honor le pertenecería a Kaird.
El Underlord le había dejado muy claro a Kaird que la recuperación del droide sería consi-
derada como un extra. Cierto, podía ser una pluma en sus capas colectivas, pero Xizor era
el blanco principal. Cuando Kaird le mostrara a Perhi pruebas de la muerte de Xizor, el Un-
derlord tendría lo que quería: inmunidad frente a un seguidor peligrosamente ambicioso. Y
Kaird tendría lo que él quería: un montón de créditos y la promesa de pasaje seguro de vuelta
a Nedij. Todo el mundo gana, se dijo a sí mismo. Bueno, excepto Xizor.
Su nave -un transporte de asalto surroniano, lisa y estéticamente agradable así como aerodiná-
mica- llevaba un curso preprogramado de descenso hacia la pista de aterrizaje de Puertoeste.
Kaird no tenía nada que hacer excepto recostarse y relajarse mientras el ordenador de nave-
gación procesaba las indicaciones entrantes y ajustaba el vector de la nave y la velocidad en
consecuencia. Odiaba ceder el control del dinámico y lustroso transporte incluso durante los
escasos minutos que tardaba Tráfico del Espaciopuerto en guiar la entrada. Le había robado
el Aguijón al antiguo comandante de MedStar, el Almirante Bleyd. Quizá robado era una pa-
labra demasiado fuerte; después de todo, había matado a Bleyd antes de tomar su nave. ¿Era
posible robarle a un muerto?
El curso le llevó en un arco largo de descenso desde el sur, pasando por encima de las Alturas
Calocour, y finalmente, por el Palacio Imperial. Todavía había, notó, enormes cráteres pun-
tuando el paisaje urbano aquí y allá, aunque los nuevos droides gigantescos de construcción a
los que Palpatine había ordenado construir inmediatamente después del cese de las hostilida-
des ya habían hecho un trabajo notable borrando las cicatrices de la guerra. De cuarenta pisos
de alto, estas gigantescas máquinas estaban armadas con enormes brazos pala, trazadores
láser de una ringlera de ancho y destructivos rayos de partículas cargadas, arietes de derrum-
bamiento, y otro equipo que podría derruir y triturar cualquier tipo de estructura. Dentro de
la enorme construcción, billones de nanodroides se hacinaban como microbios en la barriga
de una enorme bestia, desensamblando el detritus, molécula a molécula, según era ingerido, y
reensamblándolo con increíble velocidad formando cualquier propósito que mejor se adaptara
al rediseño arquitectónico de la ciudad: una rampa de circulación, quizá, o un transparente
tubo mag-lev de cristacero, o una mónada de gran altura. Como enormes gusanos mecani-
zados, los droides de construcción avanzaban lentamente y sopesadamente a través de las
destrozadas calles, triturando vigas maestras de duracero, paredes plasticreto, y ventanas de
transpariacero con el mismo apetito mientras excretaban estructuras completamente nuevas y
vías públicas para ocupar sus lugares. Entra lo viejo y sale lo nuevo, pensó Kaird. Podía ver
uno de los titánicos droides, silueteado junto a un edificio derruido. Meció su bola de derribo
como algún gigante de la historia de un niño podría mecer una maza, e hizo pedazos la pared
que aun quedaba en pie.
Los muelles de Puertoeste alojaban toda clase de naves espaciales, desde las ubicuas lanzade-
ras Lambda hasta Destructores Estelares clase Victoria. La nave de Kaird pasó a través de va-
rios estratos de atraque de transportes más pequeños; su identidad falsificada como miembro
de alto rango del Gremio Mercantil le proporcionaba autorización prioritaria.
Había hecho los preparativos para tener transporte de alta velocidad esperándole, y en pocos
105
minutos estaría de nuevo en camino. Los considerables poderes de rastreo de datos del Sol
Negro habían sido utilizados para encontrar al droide, y podía decirse con bastante exactitud
que estaba en alguna parte del Sector de Yaam. Aun así era un área considerable en la que
buscar, y a una buena distancia de donde él se encontraba. Pero un rasgo que tenía que cultivar
un asesino era la paciencia. Tarde o temprano, encontraría a su presa. Sólo era cuestión de
tiempo; el tiempo de Xizor, en este caso, el cual se estaba agotando rápidamente.
Rhinann bajó a Nick Rostu a la bahía del hangar. Rostu estaba consciente, pero silencioso,
con la mirada perdida en la distancia. Rhinann se había familiarizado en cierta forma con las
expresiones faciales humanas y el lenguaje corporal, y podía ver que Rostu había visto u oído
algo tan impactante que casi le había dejado en un estado vegetativo. Rhinann se estremeció,
intentando no pensar en qué horrores le habría impartido Vader al humano. Cualesquiera que
hubiesen sido, le habían dejado tan aturdido que las esposas de fuerza que llevaba parecían
casi superfluas.
Mientras esta observación cruzaba la mente del elomin, Rostu cayó de rodillas en la alfombra
color ciruela. Rhinann titubeó, entonces extendió la mano vacilantemente y le ayudó a poner-
se en pie. Tuvo cuidado de tocar sólo los hombros de Rostu y la parte superior de sus brazos,
donde la piel estaba cubierta por su camiseta. Aun así, la propia piel de Rhinann se replegó
por haber tenido que establecer auténtico contacto físico con un humano.
—Por aquí, Mayor —dijo él—. Hora de irse.
Rostu no dijo nada. Él dio vuelta obedientemente y comenzó a caminar otra vez. Rhinann
entendió.
Humanos, pensó amargamente. Casi todo en la galaxia —cada mueble, cada medio de trans-
porte, cada herramienta, cada arma, incluso cada maldito utensilio de cocina— estaba, a me-
nos que hubiese sido creado o construido para una especie específica, orientado hacia el uso
humano. Si eras un respirador de metano nativo de Helix IX y encargabas un crucero estelar
personalizado, tenías que asegurarte de que hacía circular la mezcla correcta de gases para
mantenerte vivo. O si viajabas en un transporte multiespecies de casi cualquier tipo, a menos
que especificases otra cosa, la gravedad era siempre una g Coruscanti, la luz estaba siempre en
el estrecho rango de trescientos a setecientos nanómetros y la temperatura siempre alrededor
de veinticinco grados. Era el estado por defecto, la norma, el tan común denominador y que la
desgracia te aconteciera si te quejabas lo más mínimo del orden de las cosas.
Humanos. Dominaban la cultura, el comercio, el gobierno, el ejército —todo, en resumen.
Los amaras o los odiaras, no podías ignorarlos. Para bien o para mal, los humanos eran los
arquitectos del futuro de la galaxia. A Rhinann le parecía que sólo una especie tan ignorante,
agresiva, y arrogante podía haber creado un monstruo como Darth Vader.
Habían llegado a la estación del turboascensor. Varios funcionarios del palacio de diversas
especies estaban esperando el ascensor. Todos ellos retrocedieron un poco cuando Rhinann y
su prisionero se acercaron.
El ascensor se abrió, y Rhinann, todavía medio guiando a Rostu, entró. Fue hasta la parte
trasera y miró hacia atrás. Ninguno de los demás había subido al ascensor, aunque había
muchísimo espacio. Después de un momento, un ishi tib dijo —No pasa nada. Cogeremos el
siguiente.
Las puertas del turboascensor se cerraron. Rhinann suspiró ruidosamente a través de sus col-
millos.
Humanos.
Al principio Jax no estaba seguro de qué estaba tratando de decirle el droide. Se preguntó
si quizá lo había entendido mal, o si algún fallo en su procesador había sustituido la palabra
padre por anfitrión. Por el rabillo del ojo pudo ver la cara de sorpresa de Laranth. Entonces no
lo había entendido mal.
— ¿Qué? —preguntó.
El droide —¿cuál era su designación, I-Cinco?— parecía agitado. Jax no tenía ni idea de
cómo le producía esa impresión, puesto que el chasis del droide estaba tan inmóvil como su
cara. —He estado buscándote durante bastante tiempo —dijo en esa misma voz baja—. Tu
padre, Lorn Pavan, era mi amigo. Él...
¿Amigo? Esto se estaba volviendo demasiado surreal para que Jax pudiese manejarlo, al
menos de momento. —Lo que sea —dijo, dejando atrás a I-Cinco y abandonando la habita-
ción—. No tengo tiempo para esto. —Oyó al droide resoplar molesto, después dio un suspiro
exasperado, detrás de él mientras avanzaba por el..
Un momento.
Los droides no resoplan. Los droides no suspiran, porque los droides no respiran. Jax se dio la
vuelta y miró al droide, el cual se había girado para seguirle. De nuevo, no pudo evitar perci-
bir una sensación de urgencia y preocupación proyectada de alguna forma por él.
Dio un paso hacia él. —No perteneces a Rokko —dijo él.
El droide sacudió su cabeza —otra acción extrañamente humana. —No.
— ¿Y dices que mi padre te envió?
—Sí. Lorn Pavan. Él era..
—Mi padre está muerto —le interrumpió Jax—. Nunca le conocí. Y ahora definitivamente no
es momento para…
—Murió como un héroe, Jax. Murió vengando la muerte de un Jedi. Murió en un intento de
evitar que la República fuese derrocada. Murió en combate luchando contra uno de los asesi-
nos más peligrosos de la galaxia. Y —dijo I-Cinco, su voz llena de compasión y pena—, nadie
lo sabe excepto yo.
Jax miró fijamente al droide, completamente vacío de pensamientos o palabras. I-Cinco ex-
tendió un brazo y puso una mano amable en el hombro de Jax. —Es bastante fácil probar
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mi veracidad —dijo—. Usa la Fuerza. Examina tus sentimientos. Escucha a tu corazón, Jax.
Sabrás que es la verdad.
—Pero …eres un droide. No tienes… no hay nada que..
—Confía en lo que te dice la Fuerza, Jax. Si no confirma lo que digo —lo que sabes que es
cierto en tu corazón —el droide extendió sus manos en un gesto de derrota—. Entonces per-
tenezco a Rokko.
Jax sacudió la cabeza, confundido. El droide no podía saber de lo que hablaba. Aun así, sólo
se necesitaba un segundo para comprobarlo. Y la intensidad de su importunio era ligeramente
intrigante.
Abrió su visión mental a la Fuerza.
Los hilos que siempre formaban su conexión más completa con la Fuerza envolvieron y se in-
filtraron en I-Cinco. Al principio parecía no haber nada allí más allá de lo que había esperado:
el latido de los fluidos lubricantes, el zumbido de condensadores y acopladores cuánticos, la
impasibilidad de los superconductores. Más allá de eso, Jax podía sentir las incesantes inte-
racciones de partículas subatómicas que, uniéndose y dividiéndose y volviendo a unirse de
nuevo, le daban a I-Cinco una capacidad literalmente infinita para procesar, refinar y utilizar
información.
Jax nunca antes se había molestado en explorar un droide; ¿para qué? Incluso aquellos sin
amortiguadores de creatividad carecían de la chispa esencial. Uno podría buscar igualmente
una conexión significativa con un comunicador. Pero entonces, en ese droide de exterior poco
llamativo, sintió… algo. Algo que no era explicable en términos de ingeniería, sistema de
circuitos o mecanismos. Algo... más.
Retrocedió, y entonces contempló el droide envuelto en los hilos. Se extendían en todas las
direcciones, así como hacia el pasado y el futuro. A menudo podía estudiarlos y rastrear la
vida de una persona en conjunto, viendo no sólo la línea por la que él o ella viajaba a través
del continuo, sino también las innumerables conexiones establecidas con otros seres. Vibra-
ron esos hilos, y las ondas armónicas que produjeron dentro de la Fuerza conectaron todo lo
que era con todo lo que alguna vez había sido, o alguna vez sería.
Sintió la conexión de I-Cinco con un hombre que no lo había considerado como una propie-
dad, sino como una persona. Un compañero. Sintió el afecto del droide por ese hombre, ese
hombre con quien Jax estaba ahora conectado, a través los hilos de Fuerza alineados con los
patrones de energía en los bancos de memoria del droide.
Su padre.
Jax cortó la conexión, retrocediendo con tal rapidez que se tambaleó físicamente sobre sus
talones. Vio a Laranth observándole sobre el hombro del droide. La cara inmóvil de droide
también parecía preocupada en cierta forma.
— ¿Jax? —preguntó el droide—. ¿Estás...?
—Aléjate de mí —dijo Jax. Se dio la vuelta y avanzó por el pasillo.
Den estaba empezando a preguntarse qué le habría ocurrido a I-Cinco cuando un hombre
apareció por el pasillo y pasó a su lado, moviéndose rápidamente. Den sólo tuvo el tiempo
suficiente para registrar que ese era probablemente uno de los Jedi a por los que Rokko había
enviado a I-Cinco cuando una hembra twi’lek, que tenía pinta de poder enfrentarse a un co-
merrocas sullustano y salir intacta, fue rápidamente detrás de él.
Detrás de ambos llegó I-Cinco, proyectando lo que sólo podría ser descrito como angustia. —
¡Jax! —gritó el droide.
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Todos estaban lo suficientemente dentro de la cámara principal que su grito pudo ser oído por
todo el mundo. Rokko se giró, sorprendido.
— ¿Qué pasa, Pavan? ¿Quién es..?
Entoces el hutt se fijó en I-Cinco. Hizo un gesto, y dos corpulentos guardas gamorreanos blo-
quearon la salida antes de que Pavan pudiese alcanzarla.
Rokko miró primero a Pavan, después a Den y a I-Cinco. Sus ojos se estrecharon. Uh-oh,
pensó Den.
—Qué interesante —gruñó el hutt—. Un estafador sullustano me trae un droide con una incli-
nación inusual por el juego, y que resulta conocer al Jedi que vino a mí poco antes, ofreciendo
otro trato para ganar dinero. Difícilmente puede ser una coincidencia. Aquí hay algo que hue-
le a keebada podrido. —Hizo un gesto y un trandoshano cerca de una de las columnas apuntó
su desintegrador hacia ellos.
—Explicaciones —dijo Rokko—. Las plausibles podrían preservar vuestras vidas un poco
más.
El hombre que, según I-Cinco, era Jax Pavan dijo, —No tengo ni idea de quién es este droide,
Rokko. Nunca antes lo había visto. Y lo mismo digo del canijo. —hizo un gesto hacia Den.
—Vale —dijo Den—. Estás fuera de mi lista de holotarjetas festivas.
—Keel-ee calleya ku kah, Jedi —rugió el gángster—. Habría pensado que eras más listo que
eso —hizo un gesto al trandoshano—. Keepuna nanya —dijo.
El trandoshano alzó su desintegrador.
— ¡Espera! —dijo Pavan—. ¡Teníamos un trato!
—Teníamos. Tiempo pasado. Que es lo que todos vosotros seréis en el próximo segundo. —
El hutt se dio media vuelta, su masa deshuesada fluyendo sobre el suelo de losas.
Esto es todo, pensó Den, sintiéndose sorprendentemente tranquilo, teniendo en cuanta las
circustancias. Bueno, por lo menos estoy bajo tierra.
Un destello de luz roja proveniente de I-Cinco hizo que se volviera rápidamente. El droide
estaba apuntando un dedo índice, disparando el láser oculto en su interior. Pero no estaba
disparándole a Rokko, o al trandoshano. En lugar de eso, el rayo fue apuntado directamente a
uno de los cuadros —o ventanas; Den no estaba seguro de lo que eran realmente… que mos-
traban imágenes en tiempo real de Nal Hutta. La imagen parecía absorber el rayo de luz de
alta intensidad. Un tinte carmesí se extendió lentamente sobre ella.
Rokko se detuvo y se dio la vuelta con un ruido húmedo ondulante. Den no había pensado que
los hutts pudiesen moverse tan rápido. — ¿Qué estás haciendo? —gritó Rokko.
—Dile al trandoshano que baje el arma —dijo I-Cinco—. Y ya puestos, dile también a tus
otros secuaces que se desarmen. Y estoy seguro que a mis colegas les gustaría recuperar sus
armas.
— ¡Eniki! ¡Eniki! —gritó el hutt. Entonces, les dijo a sus hombres: — ¡Haced lo que dice!
¡Yatuka!
Rápidamente, trajeron varias armas y se las devolvieron a Pavan y a su compañera twi’lek,
mientras los guardaespaldas de Rokko se desarmaban. —Desactiva también tus droides de
ataque y mecanismos de defensa —instruyó I-Cinco al hutt—. Nada de subterfugios, por
favor. Ahora mismo mi láser está graduado en un factor de colimación de cinco punto tres.
Si lo pongo más alto comenzará a derretir el cristal de aleación condensada de densocris e
impervium.
Rokko palideció de verdad —el cuerpo entero del hutt se volvió de un tono blanco enfermizo
moteado. Den nunca había visto a uno de los grandes gusanos tan asustado.
109
Los cuatro retrocedieron por la cámara subterránea, I-Cinco manteniendo su láser apuntando
sobre la imagen hasta que un giro del corredor le obligó a apagarlo.
— ¿Ahora qué? —le preguntó Den.
—Ahora corremos.
Pero antes de que pudiesen alcanzar los turboascensores escucharon sonidos de persecución
tras ellos: el gemido de placas repulsoras. El gran droide guardián iba tras ellos.
Pavan se detuvo, se giró, y adoptó una posición de combate, activando su sable láser. —Se-
guid —dijo tensamente—. Yo los retendré.
— ¿Tu y qué legión de droidekas? —preguntó la twi’lek, cuyo nombre Den no sabía—. Ese
droide puede atravesar un búnker de ferrocreto como un neutrino un haz de plasma.
—Tienes que completar la misión —dijo Pavan—. Encuentra al droide y…
—Disculpadme —dijo I-Cinco. Se puso delante del Jedi y disparó ambos láseres a plena po-
tencia contra el techo justo sobre el último giro. También comenzó a usar su vocalizador para
emitir un chillido agudo; tan alto, de hecho, que probablemente Den era el único que podía
oírlo, y deseó no serlo.
Pavan y la twi’lek miraron al droide, después el uno al otro. Antes de que pudiesen decir nada,
sin embargo, Den vio y escuchó que aparecían grietas en el techo, radiando hacia afuera como
serpientes de cristal en un nido alterado. El droide guardián acababa de aparecer por la esqui-
na cuando el techo cedió, enterrándolo bajo toneladas de escombros.
El silencio fue repentino y completo, excepto por los últimos choques de las piedrecillas al
caer. Entonces la twi’lek le dijo a I-Cinco en un tono de asombro, —Ese techo era ceramia-
cero sólido. ¿Cómo has…?
El montón de escombros, que bloqueaba todo del pasadizo, tembló. Entonces tembló de nue-
vo, esta vez más fuerte.
—Sugiero que nos marchemos —dijo I-Cinco—. Parece que Industrias Arakyd fabrica muy
bien sus droides.
Mientras se elevaban hacia la superficie en el turboascensor, Den preguntó —Bueno,
¿cómo derrumbaste el techo de esa manera?
—Vibraciones ultrasónicas junto con el calor de mis láseres. Ni siquiera el ceramiacero puede
aguantar la combinación.
—Bien, eso fue un pensamiento rápido —admitió Den—. Pero esa cosa del cuadro en la pared
…eso era un, uh...
—Una imagen luminiscente desacelerada.
—Un superfluido —añadió la twi’lek—. Enfriado hasta casi el cero absoluto, desacelera la
luz que lo atraviesa hasta detenerla casi por completo.
—Corrección. Es sumamente denso. Se podría decir que, en cierto modo, cada pieza tiene
varios años luz de grosor. Una ventana al pasado.
— ¿Y qué habría ocurrido si hubieses perforado el cristal protector? —preguntó Den.
—Una pregunta interesante —contestó I-Cinco—. Confieso que mis datos sobre condensados
cuánticos superenfriados no son tan completos como me gustaría, pero, dado el coeficiente de
densidad y la probable velocidad de expansión... digamos simplemente que fue algo bueno
que Rokko accediese a mis demandas.
— ¿Estás diciéndome que podrías haber volado toda la guarida subterránea de Rokko?
—No —contestó I-Cinco, sin inmutarse—. Te estoy diciendo que habría podido volar varios
kilómetros cúbicos de bienes inmuebles del Sector de Yaam.
Den tragó saliva, sintiéndose de repente como si tuviera un trozo de condensado superenfria-
110
do alojado justo en su estómago.
Alcanzaron la superficie y salieron del tubo elevador a una estación de ascensores desierta y
levemente iluminada en una calle lateral de los Arrabales. Estaba llena de basura y mobiliario
destrozado, y olía muy mal.
—Por supuesto —añadió I-Cinco—, mi láser habría necesitado aproximadamente tres sema-
nas, incluso a máxima potencia, para atravesar el cristal. Afortunadamente, Rokko no lo sabía.
Mientras Den seguía todavía demasiado aturdido para contestar, I-Cinco se volvió hacia el
hijo de su antiguo amigo. —Jax —dijo él—, Me alegro tanto de que finalmente...
—No hay tiempo para esto —dijo Pavan. Pasó una mano por encima del hombro de I-Cinco y
pulsó el interruptor maestro de desactivación de la parte trasera del cuello del droide. I-Cinco
se congeló, la luz de sus fotorreceptores se apagó.
Den le miró ultrajado. Pavan se volvió hacia su compañera y dijo, —Ahora saben que vamos
tras la pista del droide. Tenemos que encontrarlo antes que ellos.
Laranth asintió, y los dos se alejaron de Den y de I-Cinco sin mirar atrás.
Den reactivó a su amigo. El procesador de I-Cinco se encendió de nuevo. Miró con incredu-
lidad hacia Pavan.
—Oh, sí —le dijo Den al atónito droide—. Definitivamente se está encariñando de ti.
El Ranger Lejano estaba en modo automático, siguiendo un curso previamente establecido
que alejaba a Nick del Palacio y le devolvía al Sector de Yaam. No le apetecía pilotar un cru-
cero para chiquillos en ese momento, así que simplemente estaba recostado en el asiento del
piloto y miraba pasar el interminable paisaje urbano que se encontraba por debajo.
Sentía como si le hubiesen llenado la mente de agujeros —agujeros que permitían que los
pensamientos conscientes se desvanecieran tan rápido como aparecían. O quizá sólo era que
los pensamientos eran demasiado horribles como para retenerlos mucho tiempo.
La elección que se le había dado era simple. Eso no era sorprendente; las grandes siempre lo
eran. Podía traicionar a Jax Pavan, guiarlo hacia una trampa, y entregárselo a Darth Vader…
O Vader destruiría su ghosh.
Nick no lo había creído al principio. El clan Rostu, su tribu, se movía por una de las mesetas
más grandes de la región montañosa de todo Haruun Kal, siguiendo a sus manadas de pasta-
dores, las grandes bestias que eran el alma de su gente. ¿Cómo podría Vader encontrar a una
tribu nómada?
La respuesta, por supuesto, era simple: no tenía que hacerlo. Le bastaba con arrasar la meseta
entera desde la órbita.
Cualquier Destructor Estelar podría generar el tipo de potencia de fuego concentrada requeri-
da para ello. Todo lo necesario para poner el proceso en marcha era una palabra del Señor Os-
curo. Y Vader le había dejado muy claro a Nick que no sentiría el más mínimo remordimiento
si tenía que dar esa palabra.
La vibración subsónica de los motores de iones sentaba bien; no había distorsiones en la ar-
monía. No era una mala nave, considerándolo todo. Sus anteriores dueños la habían cuidado
bien, al menos los sistemas mecánicos y electrónicos. Y un carguero era prácticamente invisi-
ble —no gracias a un dispositivo de camuflaje, sino porque había tantos, zumbando alrededor
del planeta como avispas de fuego alrededor de un árbol de vainadulce, que nadie notaría uno
más.
Sí, una buena nave. Y era toda suya. ¡Grandes aventuras en los confines salvajes del espacio!
Se acabó el escarbar en los abismos urbanos de Coruscant para él: ahora tenía una nave espa-
cial. Podía ir a cualquier lugar, hacer cualquier cosa, ser quien él quisiera. Podía adoptar una
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nueva identidad nueva, renombrar la nave, dirigirse hacia las Regiones Exteriores, forjarse
una nueva vida. Podía ser un contrabandista de especia en la Ruta de Kessel, quizá. O unirse
a la Guardia Solar del Cúmulo Corbeta. O ser un corredor de trineos impulsados por protones,
recorriendo los circuitos de tubos de algún sistema estelar apartado.
Las opciones eran ilimitadas. La galaxia entera —aquellas partes que todavía no estaban bajo
control directo del Imperio, de cualquier forma— era suya para explorarla.
Tan pronto como entregase a Jax Pavan a Darth Vader.
Su elección. Una vida salvaje y libre, vagando por las rutas espaciales... o el encarcelamiento
en la prisión planetaria de Despayre, forzado a vivir sabiendo que había sido responsable de
la muerte de miles de sus familiares y compatriotas.
Nick se inclinó hacia adelante y apoyó la cara en las manos. ¿Qué iba a hacer?
Mientras Jax dejaba la desierta estación de ascensores, empezó a sentir una confusa mezcla
de emociones extrañas y conflictivas.
No tenía nada en contra de los droides, ni ningún afecto particular por ellos. Simplemente
eran máquinas, para ser usadas a conveniencia. La verdad fuera dicha, no había tenido mucha
experiencia con ellos. Había pasado casi toda su vida enclaustrado en el Templo, y los droides
no eran tan ubicuos dentro de esas paredes como fuera de ellas. La mayor parte de los droides
de Templo eran unidades de protocolo, del tipo 3PO o del 3D-4X, y todos ellos eran tranqui-
los, eficientes, y subordinados, a menudo hasta el punto de la adulación. Podía entender que
alguien se encariñase con uno, de la misma forma que alguien podría preferir un viejo des-
lizador familiar a un transporte completamente nuevo. Suponía que incluso era posible que
alguien sintiera lo mismo por un droide que por una mascota -esperando y dependiendo de su
lealtad y devoción, a la vez que se le pagaba con el mismo cariño.
Pero hasta donde él sabía, la relación entre I-Cinco y su padre no había sido así. En su lugar,
a partir del breve vistazo que Jax había dado siguiendo los hilos, Lorn Pavan había pensado
en el droide como un igual. Como un amigo. Y, hacia los últimos días de su asociación, como
un hermano.
Había algo decididamente antinatural en ello; parecía casi perverso. La idea de que su padre
considerara que una conglomeración andante de circuitos y servos era digna del mismo esta-
tus que un ser orgánico era, para decirlo suavemente, perturbadora. Él no sabía nada sobre su
padre, por supuesto; su familia habían sido los Jedi que lo habían criado.
Y él no tenía quejas sobre el trabajo que habían hecho; nunca había carecido de amor, com-
pañerismo, o autoridad. Era cierto que, cuando había sido más joven, se había preguntado
cómo habrían sido sus padres, incluso fantaseado acerca de conocerlos. Pero esos habían sido
sueños de juventud, y él ya no era joven.
Pero ahora, cuando pensaba que hacía mucho tiempo que había hecho las paces con su au-
sencia, llegaba este droide a su vida, dejando caer casualmente esta bomba. Ahora sabía una
cosa, y sólo una, sobre su padre -y esa cosa parecía indicar que el hombre había tenido algún
trastorno mental.
Podría haber sido diferente si simplemente hubiese tomado la declaración de I-Cinco literal-
mente. Podría haber sido más fácil de descartarla, catalogándola como algún extraño error en
la red sináptica del droide, o como una subrutina programada como una broma estrafalaria.
Pero había mirado con la Fuerza. Había visto la conexión entre el hombre que él sabía que era
su padre y esta... máquina.
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Y, para ser brutalmente honesto, también había visto la más leve sugerencia de que realmente
podía haber algo más en I-Cinco.
Jax sacudió la cabeza. Eso era algo que con toda seguridad no necesitaba en ese momento.
Den miró a I-Cinco. Se le ocurrieron una docena de comentarios, desde sarcásticos a compa-
sivos pasando por enojados, pero no expresó ninguno de ellos. Las emociones que el droide
proyectaba eran excesivamente familiares para cualquier ser orgánico sensible: decepción y
dolor.
Finalmente dijo, —Realmente deberías hacer que ese interruptor de desactivación fuera, uh,
desactivado.
I-Cinco no contestó. No había necesidad real de hacerlo; Den sabía que el interruptor estaba
conectado a su procesador primario y no podía ser eliminado. Pero al menos la frase había
llenado el silencio momentáneamente.
— ¿Ahora qué? —preguntó.
—Le seguiré —dijo I-Cinco. Sus vocalizaciones sonaron vacías—. Mantendré la distancia
hasta que él... se acostumbre a mí, se sienta más cómodo conmigo a su alrededor.
Den caminó a su lado. Estaba andando por una cinta transportadora que ya no funcionaba. A
su alrededor sólo había algunos peatones, y poco tráfico aéreo o terrestre; estaba tan cerca de
estar deshabitada como Den había visto nunca cualquier área de Coruscant. Algunos plastipa-
peles y otros desperdicios ligeros eran aventados por el tráfico. Todo ello se combinaba con el
interminable crepúsculo para crear una ambiente de ciudad fantasma.
— ¿Y si no se acostumbra a ti?
—No lo sé —dijo I-Cinco, quedamente. Extendió las manos con las palmas hacia arriba; su
equivalente de un encogimiento de hombros humano—. No lo sé. No estoy... seguro de qué
hacer.
Den estaba asombrado. I-Cinco siempre conocía su propia mente; nunca antes había mostrado
ninguna vacilación al escoger un curso de acción. A diferencia de otros seres sensibles, no
tenía una mente inconsciente que pudiese tomar decisiones irracionales.
¿O sí? ¿Era un resultado inevitable de la auto—conciencia el desarrollar un sustrato subya-
cente de inconsciencia? ¿Para que I-Cinco fuese sensible, también tenía que ser, hasta cierto
punto, neurótico?
Den sacudió la cabeza. Ese era un cenagal filosófico más peligroso de explorar que un agujero
negro.
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—Bueno —dijo él—, siempre puedes retomar tu carrera como droide niñera.
El droide le dedicó una mirada desdeñosa. —Te sugería un empleo secundario si vas a intentar
ser humorista. Por no mencionar zapatos turboascensores si quieres que la gente te vea actuar.
Den sonrió abiertamente. Estaba encantado de ver un destello del viejo I-Cinco reafirmándose
a sí mismo. Últimamente su amigo y compañero había perdido el humor y se había vuelto
taciturno.
Su sonrisa se desvaneció al pensar en la rudeza de Pavan. Sólo podía imaginar cómo se había
sentido I-Cinco. El droide había tomado la última petición del viejo Pavan muy seriamente,
y ahora que finalmente la había cumplido, había sido rechazado, apagado tanto literal como
figuradamente.
Podría ser lo mejor, meditó Den. Tal vez I-Cinco dejaría de perseguir a Pavan y recordaría
quién era su auténtico amigo. Los celos que había sentido anteriormente estaban empezando
a llenar su fea cabeza de ojos verdes otra vez. La antipatía de Den por Jax Pavan, se percató
con sorpresa, estaba creciendo rápidamente hasta convertirse en auténtico odio.
Podrías delatarle.
Den parpadeó sorprendido, como si hubiese escuchado la idea susurrada para a él por alguna
voz desconocida, en lugar de originarse en su cabeza. Sin embargo era cierto. Lo único que
haría falta sería una llamada, y él sabía cómo disponerla fácilmente para que la traición nunca
pudiese ser rastreada hasta él. I-Cinco podría sospechar, pero no podría estar seguro.
El problema era que el propio Den sabría lo que había hecho. No había forma de que pudiese
justificar el entregar a alguien al Emperador sólo por haber sido grosero. Si bien era cierto
que, en menos de una hora que había conocido Pavan, el hombre le había alienado completa-
mente, tramar su traición era un poco extremo.
Aun así, la pequeña voz de su cabeza susurró, se supone que los Jedi no se comportan así. Si
es capaz de ser tan insensible con las pequeñas cosas, ¿puedes confiar realmente en que no
sacrificará a I-Cinco —o a ti— si la situación parece requerirlo?
Deseó que Barriss Offee estuviera allí. Ella había sido todo lo que su concepto de Jedi pedía:
valiente, compasiva, fuerte, y amable. Se preguntó qué le habría ocurrido. Esperaba que de
alguna manera hubiese logrado escapar de la masacre.
Sin embargo lo dudaba. Según todo lo que había oído, los Jedi habían sido exterminados. Y
si Jax Pavan era de hecho el último Jedi de la galaxia, era un pobre representante de la gloria
pasada de la Orden.
Y llamarme ‘Canijo’ tampoco te hace ganar puntos, amigo.
Rhinann estaba sentado en una postura de meditación en su cubículo, buscando paz interior.
O quizá esa era una meta demasiado optimista; sabía que tendría la suerte si lograba una para-
da temporal del terror interior en ese momento. Le bastaría con evitar desmayarse de miedo.
Expandió su red traqueal, sintiendo cómo el aire le llenaba y se difundía a través de él. En-
tonces comprimió los tubos, expeliéndolo. Un ciclo lento de inspiración y expiración. La
mayoría de respiradores de oxígeno eran capaces de estabilizar sus mecanismos internos de
esta forma, así como regular sus estados de ánimo. Sin embargo no parecía estar funcionando
tan bien para Rhinann.
La fuente de su miedo era tan simple como efectiva. Temía a su jefe. No importaba que en
realidad Lord Vader nunca le hubiese causado ningún daño físico, y le hubiese dado trabajo y
una vida ordenada, en lugar de una llena de adversidades, caos y trabajos pesados. El Señor
Sith no tenía que maltratarle físicamente para infundir miedo. Ni siquiera tenía que amenazar-
le. Todo lo que tenía que hacer era ser.
Era irónico. La paz interior y la estabilidad que Rhinann buscaba tan desesperadamente, Va-
der parecía haberla conseguido, en cierto modo. Confiaba soberanamente en su poder, tenía
una visión serena del mundo. Sí, también era inenarrablemente malo, pero una cosa que Rhi-
nann había aprendido, relacionándose con una amplia variedad de formas de vida a lo largo
de los años, era que muy pocos seres sensibles pensaban en sí mismos como malos. También
sabía que esto era porque la mayoría de ellos eran maestros de la negación y la racionaliza-
ción, pero eso no venía al caso. Vader creía realmente que su causa era la correcta, su más
sagrada misión.
Y no dejaba que nada se interpusiese en su cumplimiento.
Este último hecho era lo que le causaba a Rhinann tal nerviosismo y preocupación que perió-
dicamente le brotaban por todo el cuerpo sarpullidos de pápulas pruríticas. La picazón era tan
mala a veces que, incluso después de medicarse, todavía tenía que poner la ducha ultrasónica
al máximo y dormir allí toda la noche sólo para conseguir cierto alivio temporal. El baño era
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demasiado pequeño para sentir nada parecido a comodidad, pero a menudo no tenía alterna-
tiva.
Era el humano, Rostu, quien había sido la vara que quebraba la espalda del bantha. Después
de que Rhinann le hubiese montado en el carguero, el elomin había tenido tiempo para espe-
cular en lo que fuera que Vader le había hecho para causar tal estado de miedo y desesperación
a un endurecido combatiente de lo guerrilla. Y cuanto más pensaba en ello, más temía por
su propia seguridad. Rhinann siempre había temido a Darth Vader, pero nunca antes hasta
ese punto. No tenía absolutamente ningún problema en creer que algún día el Señor Oscuro
pondría fin a la vida de Rhinann, o mandaría hacerlo, como resultado de alguna pequeña in-
fracción por su parte. Ni siquiera existía una forma de escapar de lo que cada vez estaba más
seguro sería su inevitable destino. No con un amo y señor tan poderoso en la Fuerza.
La Fuerza... Rhinann suspiró. Cómo deseaba explorar sus misterios, experimentar de primera
mano su poder y serenidad. Pero sabía que eso nunca ocurriría. Nunca sabría cómo era.
Se puso de pie, sintiendo crujir las articulaciones de sus piernas a modo de protesta. Se estaba
haciendo viejo. Observó su domicilio, su meticulosa limpieza y precisión. Todo en orden.
Nada fuera de lugar; nada de caos.
Deseaba poder decir lo mismo de su mundo interior.
Su unidad comunicadora sonó. Rhinann sintió que sus cuatro estómagos se contraían simul-
táneamente. Aspiró profundamente y activó la conexión.
La imagen de un droide administrativo apareció en la pequeña pantalla. -Rhinann, Lord Vader
requiere su presencia inmediatamente.
El droide administrativo se desconectó, y la comunicación murió. Interesante frase, pensó. ¿Y
yo soy el siguiente? La posibilidad parecía cada vez más viable a cada momento que pasaba.
Cuando un comunicador o alguna otra forma de equipo moría, lo más fácil era reemplazarlo
por uno nuevo. Rhinann no estaba seguro de cuántas formas de vida había por allí afuera que
pudieran hacer su trabajo tan bién como él …o incluso (¡pensamiento horrendo!) mejor.. pero
sabía que no era el único.
Y sabía que Vader también lo sabía.
El Ranger Lejano era una nave dulce, eso no se podía negar. Nick había revisado los motores
durante el vuelo de dos horas, y había quedado impresionado con algunas de las modificacio-
nes realizadas por Coven y Mok. Lucía un conjunto extremadamente sofisticado de sensores,
así como sistemas deflectores y de defensa de un calibre más alto de lo que uno esperaría en
un carguero. Lo hipermotores y los subluz excedían los estándares, y los armónicos de ambos
habían sido exquisitamente afinados.
Mientras estaba en camino, exploró los armarios de la cabina. La mayoría de ellos estaban lle-
nos de la parafernalia habitual usada por las tripulaciones de vuelo: raciones de emergencia,
holomanuales de astronavegación, cajas de la tripulación, trajes de vacío, y cosas por el estilo,
así como algunas cosas innatas a la profesión de contrabandista: generadores de interferencias
portátiles y confusores, un alijo oculto de armas, y un montón más bien sustancial de créditos.
Nick también encontró algo que no había visto nunca antes.
Era un mango de energía con cierto parecido a la empuñadura de un sable láser. Nick lo exa-
minó, asegurándose de que lo que parecía ser el extremo importante estuviese apuntando lejos
de él. La abertura de emisión era más pequeña que la de un sable láser. Pensó brevemente
en encenderlo para ver lo que era, entonces se reprendió a sí mismo por haber considerado
si quiera tal opción. Aunque dudaba que esa cosa tuviese el poder necesario para perforar el
casco de una nave espacial, uno no experimentaba con armas extrañas mientras se encontraba
en vuelo.
Parecía interesante, sin embargo; sin duda era parte del saqueo de algún mundo distante. Nick
lo guardó en un bolsillo.
Estaba aproximándose a la Plataforma de Aterrizaje del Sector de Yaam 472, una plataforma
flotante capaz de albergar cinco cargueros de la clase YT. La voz del controlador de vuelo
droide le informó que se le había autorizado a aterrizar en el Muelle Cuatro.
Desembarcó, firmando los formularios de atraque y declaración requeridos en la base de la
rampa. El droide escolta le mostró un deslizador de alquiler, y en pocos minutos se dirigía a
la calle situada muy por debajo.
Vader le había dado una forma fácil y segura para guiar a Jax hasta una trampa: le había dicho
donde podía encontrar el droide perdido. Nick aun no había explorado completamente todas
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las ramificaciones que ello implicaba. Él y Jax habían pensado que Vader iba en busca del
droide, que la información que llevaba era, si no máxima prioridad, al menos una muy alta.
Pero si el Señor Oscuro sabía dónde estaba, y estaba dispuesto a dejar que sus información
fuese comprometida simplemente para atrapar a Jax... eso significaba que en realidad quería a
Jax. Y si Vader le quería tan desesperadamente, quizá el destino potencial de Jax sería incluso
peor que el de Nick.
No estaba seguro de lo que iba a hacer cuando encontrara a Jax —no se había permitido mirar
hacia tan adelante. Una docena de veces durante el vuelo suborbital desde el Sector Imperial
hasta allí, había agarrado los controles para cambiar de rumbo, para dirigir simplemente la
nave hacia las estrellas, dejar atrás el campo gravitatorio, y ver lo bien que estaban afinados
esos hipermotores en realidad. Pero no lo había hecho. El elomin que era el lacayo de Vader le
había dicho que le habían implantado un rastreador subcutáneo. Era demasiado pequeño para
ser detectado, especialmente a simple vista o por el tacto; tendría que desollarse vivo literal-
mente para librarse de él. Era capaz, había asegurado Rhinann, de rastrearle a través de toda
la galaxia. Nick dudaba seriamente de la veracidad de tal declaración. Aunque no lo dudaba
tanto como para arriesgar su vida por ello. No sabía mucho sobre Vader, pero por lo poco que
sabía estaba seguro que el Señor Oscuro habría trazado un plan por si intentaba escapar. Si
estaba siendo rastreado, la más leve desviación de su misión podría tener de hecho muy malas
consecuencias, tanto para él como para su pueblo.
Después de todo, si el Señor Oscuro estaba dispuesto a destruir todo un clan simplemente para
atrapar a un hombre...
¿Realmente lo está? se preguntó Nick. Viniendo de cualquier otro en la cadena imperial de
mando —bueno, excepto del mismo Emperador Palpatine, por supuesto— Nick habría duda-
do también de esa declaración. Pero en este caso, no sólo era su vida lo que estaba en juego.
Esta vez, la existencia continuada de su familia y sus amigos recaía sobre sus hombros, y la
yunta no podría ser más pesada aunque estuviera hecha de neutronio sólido.
Había soportado esa responsabilidad antes, en realidad, si bien en una escala más pequeña;
había sido su decisión de mando si Parakus, una luna pequeña pero estratégica en el sistema
Dantooine, debía ser devuelta a la edad de piedra mediante bombardeo. Pero allí sólo había
habido una pequeña guarnición. Ésta era varias magnitudes más grande.
¿A quién pretendo engañar? se preguntó. ¿Realmente tengo elección? Por eso Vader puso
las apuestas tan alto. Él no quiere tenerme agonizando en una elección. Quiere que no tenga
elección.
Nick ajustó el dial del control de intensidad del deslizador, situándolo en caída máxima. El
diminuto transporte se hundió como una piedra en unas profundidades turbias. Pero no impor-
taba lo rápido que cayese, no podría alcanzar a su estado de ánimo que caía en picado.
Pavan encendió su sable láser. Laranth desenfundó sus desintegradores. Las pocas personas
que todavía quedaban en la calle se dispersaron cuando el zumbido de los repulsores se hizo
audible.
— ¿Cómo nos han encontrado? —oyó mascullar a Laranth.
— ¿Qué importa? —contestó Jax—. Probablemente es cosa de Rokko.
—Fuiste identificado como Jedi por cámaras exploradoras cuando usaste la Fuerza —le dijo
I-Cinco—. Después de eso, era sólo cuestión de tiempo.
Den era agudamente consciente del hecho de que era el único del grupo que no tenía super
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reflejos, años de entrenamiento marcial, o un cuerpo de duracero. Se liberó del agarre de
I-Cinco y cayó al suelo; si acababan peleando, no tenía sentido bloquear las armas del droide.
— ¿Estamos seguros de que es una buena idea? —preguntó—. Esos CPAs pueden sobrevo-
larnos y tomarse el tiempo que quieran para dispararnos.
—Si pueden dispararnos, yo puedo dispararles a ellos —dijo Laranth torvamente. El gemido
de los repulsores se hizo más fuerte.
—Siento disentir —dijo I-Cinco—. Además de una variedad de otras armas, los CPAs tienen
desintegradores de repetición T—21 montados. Su alcance te supera por cien metros.
Pavan ajustó su posición, agarrando el sable láser con más firmeza. — ¿Alguien tiene alguna
idea mejor?
—Me viene a la mente huir —dijo Den—. Tiendo a estar de acuerdo. —El droide miró a su
alrededor. Estaban en un distrito de almacenes; a cualquier lado de la calle había edificios de
tres o cuatro pisos de alto. De repente I-Cinco cruzó la calle y, usando sus láseres de los dedos,
abrió una de las puertas de un disparo.
—He dispuesto un transporte —dijo sobre su hombro.
Den se apresuró a cruzar al otro lado de la calle tan rápido como sus piernas regordetas podían
llevarle. Después de un momento pudo oír que los dos Jedi le seguían. Parece que prefieren la
compañía de un droide a la de seis o más con armas, pensó. Al menos tenían algo de sentido
común.
En el oscuro almacén, los fotorreceptores de I-Cinco emitían la cantidad de luz suficiente
para que distinguieran las cosas. Algún día, tengo que preguntarle cómo puede seguir viendo
a través de esas cosas cuando las usa como faros, se dijo Den a sí mismo. Es sorprendente en
las cosas que uno piensa al encontrarse en el peligro.
Aparentemente, el droide no tenía problemas de visión. Se movía infaliblemente a través de
la oscuridad hasta que encontró lo que andaba buscando: una fila de tejedores de un modelo
anticuado.
—Estos, al menos, nos darán mejor maniobrabilidad —dijo él.
El sonido del acercamiento de los CPAs ya era fortísimo. — ¿Cómo sabías que estaban aquí?
—preguntó Laranth mientras entraba en un tejedor y lo activaba—. ¿Tienes visión de rayos
X o algo así?
—No —dijo I-Cinco—. Leí el cartel de la pared.
—Los tejedores sólo tienen espacio para dos —dijo Pavan mientras activaba otro—. Laranth,
coge a Dhur. Él puede pilotar mientras tu luchas. Droide, tu ven conmigo.
Den puso el pie en la plataforma. El tejedor estaba diseñado como medio de transporte uniper-
sonal, pero podía llevar dos en caso de emergencia. Y definitivamente éste es uno de esos mo-
mentos. Estudió el panel de control. El tejedor era simple en diseño: una plancha como suelo
de un metro de ancho, montada sobre un pequeño grupo de repulsores. Los controles, según
estaban, ocupaban un pequeño panel encima de una columna que se elevaba desde la plancha
inferior. También había un manillar con agarraderas gemelas. Una vez que la velocidad y los
vectores eran establecidos, el conductor permanecía en pie sobre la plataforma y maniobraba
en su mayor parte mediante cambios en la masa corporal. Él había montado en uno un par de
veces; eran sorprendentemente fáciles de manejar.
Afortunadamente, la altura de la columna de dirección era regulable. Den lo hizo girar apre-
suradamente y dirigió el tejedor hacia la entrada delantera, sólo para ver dos CPAs flotando
en el exterior, a tres metros en la calle.
—Rendíos en nombre del Emperador Palpatine —gritó la voz amplificada, carente de emo-
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ción de uno de los pilotos droide.
—Necesitamos una nueva salida —le dijo Pavan tranquilamente a I-Cinco. El droide alzó un
dedo y abrió un agujero en la pared trasera. El Jedi hizo salir al tejedor a través de él. Una an-
danada de fuego láser acribilló el suelo y las paredes alrededor de la ruta de escape, haciendo
saltar trozos de duracreto y serpentinas de plastiacero.
Den tragó saliva, sostuvo firmemente las agarraderas, y siguió al Jedi y al droide a través del
agujero, hacia la noche.
El tejedor estaba diseñado para el transporte interurbano rápido, con una rodada más pequeña
y más maniobrabilidad que un deslizador o un trineo. Tenía una velocidad máxima de sesenta
y cinco kilómetros por hora aproximadamente, y un pequeño campo repulsor “parabrisas”
para proteger al piloto. Normalmente las calles estaban demasiado abarrotadas para que un
tejedor fuera a toda velocidad, pero esa era un área industrial, y estaba desierta. Jax e I-Cinco
pasaron zumbando por una vía estrecha, el campo negativo de los repulsores dispersó restos
de papel y otras basuras.
Un momento después dos CPAs doblaron la esquina persiguiéndoles. Tenían forma de disco,
con una burbuja de transpariacero en medio que alojaba al piloto droide —normalmente,
como en este caso, un droide policía 501-Z. El ecuador del disco podía rotar rápidamente,
cambiando diversas armas en la parte delantera para disparar, incluido proyectores láser, ra-
yos de partículas, granadas aturdidoras y adhesivas, lanzaproyectiles, redes eléctricas, y otras
armas tanto letales como no letales. Tan pronto como doblaron la esquina, los CPAs comen-
zaron a disparar sus T-21s para tareas pesadas contra el tejedor.
Tanto Jax como I-Cinco se sorprendieron cuando los grandes haces de energía pasaron por su
lado, demasiado cerca como para sentirse cómodos. —Pensé que habías dicho que Vader te
quería vivo —dijo el droide.
—Dije probablemente —Jax cambió su peso de sitio, evitando por los pelos otra bola de ener-
gía que casi les acierta—. Tal vez estos tipos no leyeron la nota. —Oyó al droide murmurando
—Ahora mismo parece más un vivo o muerto.
Jax siguió esquivando y maniobrando. Incluso con la Fuerza para ayudarle a anticipar los
disparos, no era fácil evitar rayos de partículas cargadas. —Son mucho más rápidos que noso-
tros —dijo I-Cinco en voz alta por encima del viento que formaban a su paso—. No podemos
dejarlos atrás, pero tal vez podamos despistarlos.
— ¿Qué crees que estoy haciendo?
Otro rayo de partículas estuvo a punto de alcanzarles por escasos centímetros y abrió un agu-
jero en un tanque cercano. —Si la respuesta a esa pregunta es cualquier cosa aparte de Intentar
matarnos, entonces tal vez sería mejor que pilotara yo —dijo I-Cinco.
Jax sopesó los pros y los contras de tirar al droide del tejedor. —Si crees que puedes hacerlo
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mejor, entonces cambiamos de sitio. Si no es así, calla..
— ¿Tienes en mente alguna estrategia particular?
Jax dejó caer el tejedor varios centímetros mientras pasaban como un rayo por debajo de un
arco del ferrocreto. Sintió la áspera parte inferior rozar su pelo. — ¿Aparte de entregarte a
ellos?
—Asumiré que no, entonces. Rodearon los restos ennegrecidos de un carguero terrestre. Jax
se desvió bruscamente hacia la izquierda justo cuando un láser atravesaba el punto donde su
trayectoria les habría llevado, y después a la derecha de nuevo para evitar una colisión con
la estructura de soporte de un cortanubes. Las calles eran estrechas y sinuosas por allí, y las
gigantescas estructuras que soportaban los edificios a menudo ocupaban la calle, haciendo
que su vuelo a toda velocidad fuese aun más difícil de dirigir. Los cortanubes del Sector de
Yaam podían no ser tan altos como las torres celestiales de las regiones ecuatoriales, pero eran
lo suficientemente altos como para requerir cimientos macizos de ferrocreto, con gigantescas
anclas de duracero incrustadas centenares de metros en el lecho de roca. Jax sabía que era
sólo cuestión de tiempo antes de que chocaran contra un edificio o con algún otro obstáculo,
o fuesen acribillados por uno de los CPAs. Había dormido poco en los últimos tres días, y si
bien un Jedi podía echar mano de la Fuerza para obtener vigor y energía más allá de las capa-
cidades de la mayoría de seres, él no se encontraba en su mejor momento.
—Está bien, droide —gritó mientras un haz de energía procedente de la unidad más cercana
les pasaba rozando y destruía un anunciosfera flotante—. ¿Cuál es tu plan?
I-Cinco se lo explicó rápidamente mientras zigzagueaban por la serpenteante calle, que para
entonces se había convertido en poco más que un callejón. Los dos CPAs se habían colocado
a la fuerza en fila india, pero no habían abandonado la persecución.
El peso de las propias torres a menudo requería gigantescas abrazaderas estructurales de es-
tabilización, contrafuertes, y columnas de soporte. En los sectores planetarios más antiguos,
como el de Yaam, estos refuerzos a menudo habían sido añadidos siglos después de su cons-
trucción, y en algunos casos no había habido espacio para construir los elementos necesarios.
En esas situaciones, se empleaban campos tractores y de presión.
Los campos, según I-Cinco, eran demasiado difusos para afectar a los seres orgánicos o a las
unidades mecánicas más pequeñas, como los droides y tejedores. Los vehículos más grandes,
sin embargo, corrían el peligro de poner sus repulsores fuera de frecuencia, y por tanto evita-
ban esos sectores normalmente.
— ¿Cómo sabemos que los Zetas que pilotan esas unidades no saben de la resonancia de
frecuencia?
—No lo sabemos.
—Brillante. ¿Cómo sabemos que los CPAs son lo bastante grandes como para ser afectados?
—No lo sabemos. Sin embargo, el gasto energético de los repulsores de un CPA es aproxima-
damente de ochocientos julios por segundo, y el factor de tolerancia de un campo de presión
estándar es…
—Espera —dijo Jax mientras viraba bruscamente y se dirigía hacia un gran cortanubes. En
una pared, sucio con siglos de mugre y hollín pero todavía legible parcialmente, se encontraba
el rotulo de advertencia que significaba que había un campo de presión funcionando—. Esta-
mos a punto de probar tu teoría.
Jax dirigió el tejedor hacia la sombra del edificio, frenando hasta detenerse en la oscuridad de
lo que debía ser el medio del campo. Podía sentir un leve cosquilleo en la piel, y el pelo eriza-
do, en respuesta a una carga electrostática. Esperaba que el droide supiera de lo que hablaba.
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Como había esperado, el Zeta de la unidad delantera mordió el anzuelo y continuó la perse-
cución. Tan pronto como entró en el campo, comenzó a bambolearse. Jax podía ver al piloto
Zeta luchando con los controles, intentando compensar, pero no sirvió de nada. El disco vo-
lador perdió el control, se puso boca abajo, y chocó contra uno de los soportes de ferrocreto,
estallando en una esfera de llamas.
—Uno menos —dijo Jax—. Veamos si su colega es tan estúpido como él.
No lo fue. El segundo CPA frenó antes de entrar en el campo de presión, entonces hizo un giro
de noventa grados y desapareció en el oscuro laberinto de edificios, instalaciones de almace-
namiento, estaciones de procesado, y otras estructuras.
— ¡Rayos! ¿A dónde ha ido?
—No detecto ninguna salida de energía en el área local —dijo I-Cinco.
—Bien —Jax reactivó el tejedor—. Salgamos de aquí —alejó rápidamente el tejedor del cor-
tanubes y se internó en una calle lateral, sólo para encontrarla bloqueada por otro gigantesco
puntal de soporte. —Calle sin salida —dijo Jax. Hizo girar el tejedor…
Y vio que el segundo CPA les estaba esperando.
Den se encorvó sobre la columna de dirección del tejedor, girando la agarradera derecha del
manillar, que era el acelerador, tan fuerte como podía. El maldito aparato no podría dejar atrás
el triciclo de un niño humano, mucho menos un CPA. Definitivamente, esta no había sido una
de las mejores ideas de I-Cinco, se dijo a sí mismo.
Si hubiese tratado de escapar por su cuenta, hace tiempo que sería una masa ennegrecida.
Afortunadamente tenía un Jedi como copiloto. Laranth Tarak estaba detrás de él en el tejedor,
espalda con espalda, disparando serenamente mientras Den, su corazón, estómago, y otros
órganos peleando por hacerse un hueco en su garganta, les mantenía en marcha y recorriendo
calles al azar, sin importar que para entonces estuvieran completamente perdidos, sin importar
que estuvieran separados de Jax Pavan e I-Cinco, concentrándose sólo en una cosa: escapar
de las unidades policiales.
Desvió el tejedor, esquivando un pequeño cráter, entonces se desvió de nuevo para esquivar
un transporte de carga que cruzaba una intersección. Durante todo el tiempo no dejó de oír
rayos de partículas, láseres, lanzaproyectiles, y quién sabe qué más por detrás de él. Pero nada
podía sobrepasar a la Jedi twi’lek. La habilidad de Laranth con sus desintegradores gemelos
era increíble; si bien Den sabía que la Fuerza estaba ayudándola, lo que ella hacía parecía
completamente imposible. Estaba disparándole realmente a los proyectiles y a los rayos de
partículas en el aire, desviándolos en mitad del disparo. Le había visto hacerlo, tanto arries-
gando una mirada o dos sobre su hombro como en el reflejo de las ventanas mientras habían
pasado volando frente a algunas tiendas.
Al principio no podía creerlo. Ahora, después de algunos minutos, comenzaba a sentir que tal
vez podían tener una oportunidad. Increíble como era, ella no dejaba que se les acercara ni
una bala, rayo, o explosión. Den se dio cuenta de que, si ella era tan extraordinariamente bue-
na, acabaría consiguiendo un par de buenos disparos directos a los propios CPAs, y entonces
se librarían del problema.
—Tenemos problemas —gritó ella sobre su hombro—. Estoy quedándome sin gas en ambos
desintegradores. Será mejor que pienses en algo rápido.
¿Cuándo aprenderé que tener esperanzas es lo peor que se puede hacer en una situación de
vida o muerte? —¡Agarrate! —gritó y se inclinó hacia la derecha, obligando al tejedor a dar
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un giro brusco.
— ¿A dónde vamos?
— ¡Tu sigue disparando! —gritó él.
— ¡Tengo suficiente jugo para otros treinta segundos!
Perfecto, pensó él. Porque en otros diez seremos libres o estaremos muertos.
Él sabía que, como estaba mirando hacia atrás, Laranth no podría ver lo que planeaba hasta
que ya lo hubiera hecho. Lo cual es bueno, porque intentar pilotar un tejedor —o casi cual-
quier cosa, ya que estamos— a gran velocidad a través del primer piso de un edificio medio
derruido era casi tan suicida como intentar pilotar una nave espacial a través de un campo de
asteroides. Den la escuchó quedarse sin aliento de incredulidad cuando entraron en el arma-
zón esquelético. Tuvo sólo el tiempo suficiente de pensar, Un Jedi que puede bloquear rayos
láser con más rayos láser se sorprende por esto. Estamos perdidos, y entonces estuvo dema-
siado ocupado esquivando vigas, columnas, tubos de elevador, y cualquier otra cosa que uno
podría encontrar en las entrañas expuestas de un edificio —no tuvo tiempo de verlo, porque
todo estaba pasando demasiado rápido.
Desde detrás de él escuchó un choque y una explosión, y una luz anaranjada parpadeó por un
momento.
— ¡Uno menos! —gritó Laranth—. ¡Chocó contra una columna!
¿Sólo uno? se preguntó. Pero no había tiempo de preocuparse por el otro. Arriba, abajo, iz-
quierda, derecha, rápido, más rápido... eso era todo para lo que tenía tiempo. Entonces de
repente salió disparado por una abertura entre dos enormes bloques de ferrocreto y estuvieron
fuera del laberinto de vigas y columnas.
Frenó pero no se detuvo; si lo hubiese hecho habría explotado por sobrecarga de adrenalina
—así es como se sentía, al menos. Se encaminó calle abajo.
—Esa fue una conducción bastante increíble —le dijo ella—. Justo a tiempo, también —las
cámaras de gas están secas.
Den detuvo el tejedor y se giró para mirarla fijamente. — ¿Quieres decir que estamos desar-
mados? Estupendo. Qué hacemos si el otro CPA...
El segundo CPA salió de la nada, directamente detrás de ellos.
—aparece... —terminó Den débilmente.
Laranth echó una mano rápidamente detrás de su cabeza, debajo de su lekku truncado. De
debajo sacó un pequeño vibrocuchillo y lo arrojó, el movimiento fue demasiado rápido inclu-
so para los ojos de Den como para seguirlo. La daga voló directamente hasta en el cinturón
giratorio de armas de la unidad y desapareció. Den no podía ver lo que hizo allí dentro, pero
fuera lo que fuese, fue efectivo. El cinturón de armas comenzó a escupir chispas, y pudo oír
un gemido creciente. La unidad se estremeció, escorando hacia un lado, y Laranth empujó a
Den hacia los controles, gritando — ¡Sácanos de aquí!
Él lo hizo, por los pelos. Estaban aproximadamente a cien metros cuando el segundo CPA
explotó. Por un microsegundo todo se volvió blanco y negro, y surgió un sonido que él recor-
daba demasiado bien de las Guerras Clon: pedazos de metal caliente pasando rápidamente a
su lado.
Se agazapó, pero no era necesario; los pocos fragmentos que llegaron hasta ellos los desvió
fácilmente Laranth con un ondeo de su mano. Entonces bajó la mirada hacia Den.
—Yo nunca estoy desarmada —dijo ella.
El segundo CPA revoloteó delante de Jax e I-Cinco. —Parece —dijo el droide—, que mis
sensores necesitan un recalibrado.
—Maravilloso —Jax podía ver directamente al Zeta dentro de la cabina, ajustando el dispa-
ro, asegurándose de que no pudiera fallar. Jax trató de alcanzar la Fuerza, esperando tener la
fuerza necesaria para desviar el potente haz de energía que sería…
Su mente se congeló en estado de shock.
No había nada allí.
Donde normalmente esperaban las hebras de la Fuerza para envolverle, sólo había un vacío.
Él no sabía cómo, o por qué, pero no podía acceder a la Fuerza.
Deseó que su corazón repentinamente acelerado frenase. Esto ocurrió antes, se recordó a sí
mismo. En su cubículo. Y en aquel entonces había regresado. Ahora también regresaría. Re-
cuerda las enseñanzas: “La Fuerza estará siempre contigo”.
Solo que no lo estaba. Y el Zeta estaba listo para disparar.
Sólo había una diminuta oportunidad, se percató. Agarró a I-Cinco y empujó al droide hacia
los controles del tejedor. —Todo recto —dijo él—. ¡A toda velocidad!
En beneficio de droide, éste no vaciló. Giró el acelerador y el tejedor salió disparado, directa-
mente hacia la unidad flotante.
Como Jax había esperado, el movimiento aparentemente suicida pillo al piloto Zeta por sor-
presa. Antes de que el droide policía pudiese recalibrar, el tejedor pasó debajo de él. Mientras
pasaban por debajo del conjunto de repulsores, lo suficientemente desviados hacia un lado
para evitar ser aplastados por las ondas, Jax sacó y encendió su sable láser. Lo balanceó sobre
su cabeza tres veces, convirtiendo las aspas del proyector en chatarra derretida. Entonces sa-
lieron de debajo de su sombra.
I-Cinco frenó y giró el tejedor, y observaron como la unidad se inclinaba verticalmente, as-
cendía diez metros, y entonces se hundía directamente hacia abajo. Chocó contra el pavi-
mento con fuerza suficiente como para agrietar el duracreto, rodó un metro más o menos, y
entonces volcó sobre el área fundida que había sido su sistema de propulsión.
Hubo un silencio repentino, salvo por el siseo y el chisporroteo de los desbaratados repulsores
del CPA.
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Jax desactivó su sable láser, y estaba a punto de colgarlo en su cinturón cuando la cabina se
abrió. El 501-Z salió de ella y se dio la vuelta, escaneando el área con su sensor de movimien-
to. Jax suspiró, y estaba a punto de encender su arma de nuevo, cuando I-Cinco dijo, —Permí-
teme —El droide apuntó su dedo índice derecho hacia el Zeta. Un intenso rayo carmesí salió
del dedo y atravesó el sensor óptico del droide, llegando a su procesador primario. El droide
se estremeció un momento, agitando los brazos …entonces se colapsó.
Jax y el droide se miraron el uno al otro. —No esperes ninguna gratitud —dijo Jax.
—Ni se me ocurriría.
—Al ordenador de navegación de mi nave no le doy las gracias por llevarme a donde tengo
que ir.
—Quizá si lo hicieras —dijo I-Cinco—, podría llevarte hasta allí un poco más rápido.
Jax no contestó. Vacilantemente, se extendió, abrió su ser..
Y la Fuerza estaba allí. Nada era diferente.
Frustrado, Jax sacó su comunicador. —Laranth, ¿estás ahí?
Su voz crujió desde el comunicador. —Te recibo, Jax. Este pequeño sullustano es un piloto
bastante bueno.
Jax se dió la vuelta y habló en voz baja. —El droide tampoco lo hace mal en una emergencia.
—Lo he oído —dijo I-Cinco.
Kaird sabía que tenía que tomar una decisión. Si iba a encargarse del Príncipe Xizor, tendría
que hacerlo pronto. Cada instinto que tenía de asesino se lo decía. Cada oportunidad de de-
rribarle que ignoraba podría ser la última. El Underlord Perhi le había dejado claro que llevar
el droide con la información no era obligatorio. Lo más prudente sería acabar con el príncipe
falleen en ese momento, cosa que podía hacer tan fácilmente como señalar con el dedo. Ado-
sada al dorso de su mano derecha con un adhesivo de doble cara llevaba una pequeña caja
negra, poco más grande que un paquete de píldoras letales. Un tubo flexible iba de ella hasta
la punta de su dedo índice. Era un lanza-dardos, cargado con quince delgados aguijones, cada
uno recubierto con toxical, un veneno tan virulento que con diez dardos podías derribar a un
bantha adulto. Un dardo era más que suficiente para matar a un espécimen tan soberbio físi-
camente como Xizor. El toxical era también sumamente biocompatible. No importaba si le
disparabas a un nikto, a un falleen, a un humano, o a cualquier otra especie humanoide. Todos
morían ... normalmente antes de tocar el suelo.
En ese momento, Kaird se encontraba a doce metros de su blanco, bien a tiro. Estaban en un
complejo multiescalonado que, hace eras, probablemente había sido un centro comercial o un
edificio de oficinas, pero ahora se había convertido en un gueto barato para alienígenas ilega-
les. Los inquilinos eran en su mayor parte ugnaughts, con algunos kubaz y algunas familias
ishi tib. El disfraz kubaz de Kaird le permitía mezclarse bastante bien como para acechar a su
presa abiertamente, sin ser descubierto.
El nediji se decidió de pronto. Cumpliría la misión ahora. Después de todo, siempre podía en-
contrar el droide por sí mismo si era necesario. Y la verdad fuera dicha, ese traje en particular
se estaba volviendo un poco irritante.
Salió a un balcón saliente. Xizor pasaba a dos niveles por debajo de él, cruzando una galería
abierta. Las antiguas tiendas, o espacios de oficina, o lo que fuera que habían sido en la anti-
güedad, eran ahora morada para los pobres y los privados de derechos; paredes provisionales
de sintomadera y plastiacero habían reemplazado los escaparates, y el aire estaba saturado con
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los olores de vainas de hierbamuro hervidas, gartro a la parrilla, y rata de sangre. La música,
que a Kaird le sonaba en su mayor parte como el grito de un sleen en celo, se elevaba desde
el piso más bajo, donde las tiendas de campaña y los puestos de artículos de un mercado al
aire libre podían vislumbrarse a través del humo aromático de los fuegos de cocina. Este es
un lugar estúpido en el que vivir y morir, amigo, oh sí...
Bueno, no era su vida, gracias al Huevo. Kaird alzó el lanza-dardos. Lo apuntó hacia su blan-
co, tomó aire, y..
Un niño ugnaught desnudo, que perseguía una girobola, tropezó y se estrelló contra Kaird por
detrás justo en el momento en que disparaba. Él se inclinó hacia adelante, y el disparo erró el
blanco. Vio como chocaba en la pared al lado de Xizor, vio la fría y atractiva cara del falleen
alzarse, escaneando la multitud, fijándose inmediatamente en el disfraz que Kaird llevaba
puesto. Sus serenos rasgos verdes se tornaron repentinamente en un ardiente rojo anaranjado
de rabia. Sacó su desintegrador y disparó.
Kaird no era un Jedi, capaz de esquivar haces de energía; de no haber estado ya en movi-
miento, tirándose al suelo, tan pronto como vio que su enemigo echaba mano de su arma,
le habrían frito en ese mismo lugar. En vez de eso, el disparo dejó un surco humeante por la
espalda del traje, a un centímetro de su piel.
Se puso de pie y se lanzó hacia la entrada del domicilio más próximo. El pandemónium se ha-
bía desatado tras el disparo de Xizor; niños y padres de varias especies corrían alocadamente
por todas partes, gritando y llorando de miedo. Muchos de los adultos tenían desintegradores
o lanzaproyectiles, y estaban respondiendo al fuego hacia la dirección donde había estado
Xizor.
Kaird se quitó rápidamente el traje de kubaz, que era inútil ahora que el rayo lo había estro-
peado. Se puso en pie. Estaba en un apartamento que una vez había sido una especie de ser-
vicio de ventas —de qué clase, no había forma de decirlo. Se alegró de que estuviera desierto
en ese momento.
Había echado a perder la oportunidad.
No podía creer lo que acababa de ocurrir. ¡Había fallado un encargo! Nunca antes había ocu-
rrido esto. Uno no se ponía a trabajar para el sindicato del crimen más grande y mortífero de
la galaxia sin ser bueno, y Kaird de Nedij era el mejor. Era increíble. Tendría que remediarlo,
o la única manera de volver a Nedij sería como polvo cósmico flotante.
Miró cuidadosamente a través de la entrada. Quitarse el traje tenía cosas buenas y malas. La
ventaja era que ya no estaba impedido por llevar puesta la maldita cosa; si bien estaba dise-
ñado para ser tan confortable y práctico como era posible, él era todavía más rápido y preciso
sin eso.
La desventaja, por supuesto, era que como nediji sobresaldría como una garra lastimada, y
Xizor le divisaría inmediatamente. Bueno, no había nada que hacer al respecto. Había perdido
el elemento sorpresa, y ahora no importaba lo que se lanzara sobre Xizor; el falleen lo filetea-
ría primero y preguntaría después. La única diferencia era que sería más entusiasta matando
a Kaird.
Entonces, mejor hacerlo ya.
Tendría que ser un ataque total —no había forma de poder emboscar a Xizor. Por supuesto,
Kaird podía escabullirse con las plumas de su cola entre las piernas. Incluso podría escapar
de la venganza de Xizor … por el momento. ¿Pero valía la pena ser un fugitivo el resto de su
vida, ya fuera en las húmedas entrañas de Coruscant o huyendo de planeta en planeta? Cierta-
mente nunca volvería a ver Nedij. Ese sería el primer lugar donde mirarían. Y sabía que Xizor
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era completamente capaz de bombardear su mundo natal si no podía vengarse personalmente
de Kaird.
Maldición, pensó. Tal vez es hora de ver cómo actúan los guerreros.
Kaird salió disparado de su escondite, corriendo a través de la ancha explanada. Además del
lanza dardos, el único otro arma que llevaba era un pequeño desintegrador de mano oculto en
su manga izquierda. Hizo que apareciese en su mano mientras corría.
Aunque estaba distanciado muchas generaciones de sus antepasados que cazaban en el viento,
su visión era todavía la de un ave rapaz: lo suficientemente aguda como para divisar un lagar-
to escurridizo camuflándose entre su entorno a cien metros de distancia. Su mirada encontró
a Xizor inmediatamente, aunque este último se encontraba dos niveles más abajo y en el lado
contrario.
Kaird sabía que Xizor también era descendiente de una especie depredadora. Como Kaird, su
visión examinaba tanto vertical como horizontalmente con igual facilidad. Divisó a Kaird casi
tan rápido como Kaird le había divisado a él. Disparó repetidamente, los haces golpeando la
parte inferior de la plataforma a lo largo de la cual corría el nediji.
Kaird se dio cuenta de la estrategia de su enemigo demasiado tarde; la superficie de plastiace-
ro se combó bajo sus pies, y entonces el tramo en el que se encontraba se partió y cayó abrup-
tamente. Los ugnaughts y kubaz gritaban mientras se arrastraban frenéticamente, intentando
ponerse a salvo, e inadvertidamente bloqueando los intentos de Kaird por hacer lo mismo.
Cayó. Tuvo tiempo para lamentar seriamente la decisión de los genes de sus antepasados,
hace milenios, de abandonar los cielos. Entonces consiguió agarrar un cable de energía que se
había soltado al derrumbarse la plataforma. Se aferró al cable aislado del grosor de una mu-
ñeca a escasos centímetros de los alambres desnudos que siseaban y escupían chispas azules
en su cara.
Consiguió convertir la caída en un balanceo, ajustando su trayectoria hacia un blanco especí-
fico. Vislumbró la cara asombrada de Xizor mientras se lanzaba hacia el falleen. Xizor alzó
su desintegrador, pero Kaird se dio cuenta con feroz satisfacción que era demasiado tarde.
Kaird sería electrocutado casi con toda seguridad en el próximo momento, pero se llevaría a
su enemigo con él.
Bastante bueno.
El mundo hizo erupción en un crepitante llama azul cuando impactó, con los pies por delante,
con el Príncipe Xizor. Sabía que no vería Nedij de nuevo, pero al menos había completado su
misión. Se contentó con eso. Se preguntó qué sería lo siguiente: el olvido, ¿o el Gran Nido?
No fue ninguno. Kaird abrió los ojos, dándose cuenta de que sólo había estado inconsciente
un segundo. Yacía sobre el entresuelo inferior, donde había estado Xizor. El shock eléctrico
había sido potente, pero no fatal. A un par de metros vio a Xizor, igualmente aturdido e inten-
tando levantarse.
Kaird sintió una gratitud salvaje en su pecho. No estaba muerto, y todavía había una posibi-
lidad de salir victorioso de esta lucha. Intentó abalanzarse hacia su enemigo, pero el shock
había dejado todos sus músculos contraídos; lo mejor que pudo conseguir fue un tambaleo
embarazoso. Vio que Xizor estaba en las mismas condiciones. Kaird casi se rió. Ésta sería una
pelea para la posteridad, ambos tambaleándose hacia el otro, intentando asestar un puñetazo.
Pero antes de que pudiesen acercarse el uno al otro, una llama azul hizo erupción otra vez
alrededor de los bordes de su visión, y el dolor le dejó sin aliento a medida que más espasmos
titánicos le recorrían. Por un momento pensó que el cable colgante de electricidad se había
mecido de vuelta y le había golpeado, pero entonces lo vio enganchado en una verja de hierro
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a unos buenos diez metros.
Perdió el conocimiento de nuevo. Cuando recuperó el sentido una vez más, vio a Xizor, a
menos de un metro de distancia, de pie con los brazos cruzados, sonriéndole abiertamente.
En el nombre del Huevo ¿qué estaba pasando?
Kaird alzó la mirada hacia Xizor. Sus ojos se encontraron, y él supo que el Falleen entendió la
pregunta no expresada. Dirigió la mirada hacia una tercera figura, situada cerca.
Kaird se centró en este nuevo ser. Ese era un nombre inapropiado, porque la figura era un
droide. Parecía algún tipo de unidad de protocolo... era bípedo y humanoide en su diseño. Su
carcasa era de un negro lustroso, excepto por los ojos; eran enormes e insectoides, extendién-
dose por la parte superior de su cara, y de color dorado. De sus sienes sobresalían dos antenas
segmentadas que ascendían diez centímetros por encima de su cabeza.
El aspecto de su apariencia en el que Kaird estaba más interesado, sin embargo, era el cañón
retractil de energía que acababa de aparecer en el antebrazo izquierdo del droide.
Ese tenía que ser el droide que todo el mundo perseguía. Ojos de Insecto, o 10-4TO. El droide
con los datos, el cual apuntaba ahora con el cañón de un enorme desintegrador desagradable
a Kaird.
—Otra vez —dijo Xizor.
Kaird parpadeó. Todavía no volaba a su nivel habitual. ¿Cómo podía Xizor estar dando órde-
nes a un droide que no había visto nunca?
Tuvo poco tiempo para considerarlo. Ojos de Insecto disparó otra vez. Un último destello azul
brotó de su arma, y se llevó a Kaird con él, hacia la noche.
Den y Laranth se encontraron con I-Cinco y Pavan en la intersección del bulevar Bellus y la
calle Zyra, a la sombra de la gigantesca mónada Magra. Según su publicidad, recordó Den,
el enorme hábitat tenía mil plantas de alto y era completamente autosuficiente, una arcología
urbana independiente de cualquier interacción con el resto de Coruscant, excepto de la gra-
vedad del planeta. Supuestamente algunos de los inquilinos más extremistas estaban a favor
incluso de generarla ellos mismos. Den se preguntó qué clase de acuerdos de uso terrestre ha-
brían tenido con la República, y ahora con el Imperio. Por alguna razón no podía imaginarse
a Palpatine aceptando que una enorme pieza de bienes inmuebles urbanos fuese ocupada por
una comunidad completamente autónoma, cuyos miembros se jactaban del hecho de que ge-
neraciones enteras habían vivido y habían muerto sin poner nunca un pie fuera de sus muros.
—Tendremos que seguir moviéndonos —le dijo Pavan a la twi’lek—. No podemos arriesgar-
nos a que nos encuentren más fuerzas locales o imperiales.
—Todavía no tenemos ni idea de dónde está el droide —señaló Laranth—. Y ahora va a ser
más difícil que nunca encontrarlo, si tenemos que mantener nuestras cabezas bajadas mientras
estamos buscando.
—Si puedo preguntar —dijo I-Cinco—, ¿Qué droide?
Pavan ignoró su pregunta, lo cual no sorprendió a Den. Fue Laranth la que respondió, expli-
cando la última petición del Maestro Even Piell de que encontraran a 10-4TO y los datos que
llevaba.
I-Cinco parecía pensativo. —Basándome en tus declaraciones anteriores, y mis propias obser-
vaciones —le dijo a Pavan—, asumo que hay una razón para que Darth Vader te busque, más
allá del propósito general de aniquilar a la Orden Jedi.
Den podía ver que el Jedi se molestaba un poco por la audacia de I-Cinco. Estaba seguro que
el droide también lo sintió. Aún así I-Cinco continuó preguntando. — ¿Estoy en lo
cierto?
—No es asun- —comenzó Pavan, pero Laranth le interrumpió. —Eso parece. No sabemos
cómo o por qué.
—Si es cierto —dijo I-Cinco—, y si Jax usa la Fuerza de cualquier forma ostentosa, posi-
blemente Vader podría sentirlo. Es difícil encontrar un droide a través de la Fuerza, de todas
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formas.
—Muy cierto. —Una nueva voz surgió de las sombras. Los dos Jedi reaccionaron con una ra-
pidez increíble: el desintegrador de Laranth y el sable láser de Pavan estuvieron en sus manos
y en condición de ser activados casi antes de que el recién llegado hubiese acabado de hablar.
El tiempo de reacción de I-Cinco fue igual de rápido: tenía ambos brazos nivelados desde los
codos y sus manos cerradas en puños, excepto por sus dedos índices extendidos, como un
niño naboo jugando a kaadu y aliens.
El dueño de la voz se mostró. Era tan delgado como un givin muerto de hambre, vestido con
lo que Den consideraba “la moda del camello”: un abrigo de cuero de fleek azul negruzco,
hasta la rodilla, mallas, y botas. La única concesión a la guerrilla urbana era la armadura del
pecho hecha de piel de babosa del duracreto y el desintegrador en su cadera.
—Entonces ¿qué tal si os llevo hasta él? —continuó. Den vio que Jax Pavan se relajaba lige-
ramente.
—Nick. Me alegro de verte otra vez. Presentó a Laranth y a Den al recién llegado, ignorando
deliberadamente a I-Cinco—. Éste es Nick Rostu. Fue un héroe durante las Guerras Clon...
—Y ahora es simplemente otro morador del submundo. Hay una lección en eso, en alguna
parte —Rostu se encogió de hombros—. ¿Tenéis algo de comer?
Den decidió que era tarea suya presentar a I-Cinco, ya que nadie más parecía dispuesto a ha-
cerlo. Lo hizo.
Rostu apenas dirigió una mirada al droide; estaba mucho más interesado en las tabletas de
palp que acababa de darle Laranth. — ¿Es tu droide? —le preguntó a Pavan, barboteando con
la boca llena. Realmente debe tener hambre, decidió Den. Las tabletas de palp sabían tan mal
como sonaba. Peor, de hecho. Nada podía desbancar a las raciones de emergencia en cuanto
a desabridez, pero las tabletas de palp se aproximaban.
—Para nada —dijo Pavan en respuesta a la pregunta de Rostu—. Es un..
—Un droide muy singular —dijo Laranth, para aparente sorpresa de Pavan—. Creo que que-
darás sorprendido con I-Cinco, Nick Rostu. Nosotros no dejamos de estarlo.
—Gracias —dijo I-Cinco quedamente.
Pavan hizo un gesto de fastidio. — ¿Te he oído bien, Nick? ¿Sabes dónde está el droide?
¿Cómo?
—Fácil —dijo Nick Rostu—. Bueno, tal vez no tan fácil... venid. Tengo un deslizador aéreo
aparcado en el otro extremo del bloque. Cabremos todos.
Mientras avanzaban calle abajo, Rostu explicó con mayor detalle sus aventuras después de
que hubiese visto a Pavan por última vez, culminando en su escapada del Palacio y robo de la
nave corelliana, justo a tiempo de evitar ser ejecutado por matar hacía unos meses a un oficial
imperial. Todo ello sonaba lo suficientemente cierto, decidió Den, si bien Rostu parecía un
poco ambiguo en alguno de los detalles.
—Eso no explica cómo sabes dónde está el droide —comentó Laranth mientras alcanzaban el
deslizador. Era uno de cuatro asientos, así que Den se sentó en el regazo de I-Cinco.
—Lo encontré —dijo Rostu mientras el vehículo despegaba—. Me dirigía de vuelta a mis vie-
jas dependencias destartaladas, pero entonces escuché que ya habían sido bastante destartala-
das por uno de los enormes droides de renovación urbana de Palpatine. Así que decidí ver si
podía encontrarlo, tal vez ayudarte un poco. —Esto último fue dirigido a Pavan, quien asintió.
Rostu pilotó el deslizador por una estrecha carretera abarrotada. —No fue tan difícil encon-
trarlo —continuó—. No es un modelo común.
—Buen trabajo, Nick —dijo Pavan. Estaba sentado atrás, junto a I-Cinco y Den. Den oyó al
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droide murmurarle a Pavan, —Eso es excesivamente conveniente. Tu amigo escapa de las
garras de los Guardias Imperiales —no ha especificado cómo— y encuentra fácilmente el
droide que la resistencia lleva semanas buscando en vano. Creo que hay más aquí de lo que
nos cuenta —su tono era lo suficientemente bajo para que Rostu no lo oyera; ciertamente, a
Den le costó mucho escucharle con el gemido de los repulsores y la estela, incluso con su
aguda audición.
Pavan recorrió al droide con una mirada dura. — ¿Asumo que tienes algunos datos para res-
paldar tus afirmaciones que no son completamente subjetivos?
Aunque I-Cinco no dio ninguna muestra exterior, Den sabía que el droide se había ofendi-
do por la pregunta sarcástica de Pavan. Tras un momento de silencio, I-Cinco dijo —Leo
fluctuaciones de conductividad galvánica de la piel consistentes con la coacción emocional
humana, así como un pulso elevado. Está mintiendo, Jax. Estoy seguro de ello.
Pavan miró fijamente a I-Cinco por un momento, entonces dijo —Nick Rostu es, hasta donde
yo sé, un soldado y un patriota. Ganó la Medalla de Plata al Valor y luchó en las Guerras Clon
en más frentes de los que puedo nombrar. Lo que dices es difícil de creer; después de todo, le
he conocido más tiempo de lo que te he conocido a ti. ¿Alguna posibilidad de que tus lecturas
sean erróneas?
—Ninguna.
— ¿Cómo sé que no estás mintiendo?
— ¿Por qué mentiría? ¿Especialmente a ti?
—Eres ingenuo, incluso para ser un droide. A pesar de tus declaraciones de afecto y amistad
hacia mi padre —un hombre sobre el que no conozco más de lo que conozco de ti— no estoy
dispuesto a tomar como cierto todo lo que digas. Un droide puede ser programado para men-
tir…
—No este droide.
Pavan parecía irritado. Entonces se dio la vuelta y contempló a Rostu fijamente durante un
momento. Aunque Pavan no mostró ninguna señal exterior, Den estaba convencido de que
estaba usando la Fuerza para sondear a Rostu.
El Jedi miró de nuevo a I-Cinco después de un momento. —No percibo nada de él que indique
cualquier duplicidad. Aparece limpio a través de la Fuerza.
I-Cinco “parpadeó”, obviamente desconcertado por esto. —Pero.. sus respuestas fisiológicas
son… El droide se detuvo confuso. Cuando volvió a hablar, su voz estaba atenuada—. Acabo
de tomar otra lectura; Sus reacciones autónomas se encuentran bastante más en los límites
normales que antes.
Pavan no dijo nada en respuesta. No tenía que hacerlo.
Bien, es sencillamente genial, pensó Den. I-Cinco le está perdiendo, entonces acabamos de
saltar del núcleo del reactor a la supernova.
El deslizador aéreo continuó volando a través de la noche de neón.
— ¿Cómo prosigue la búsqueda, Rhinann? —la voz de Lord Vader fue tan civilizada y edu-
cada como siempre, con una sutil amenaza entretejida en ella—. ¿Ha encontrado ya el Mayor
Rostu a Pavan?
—Así lo creo, mi Señor —dijo Rhinann. Su voz tembló ligeramente, a pesar de sus esfuerzos
por mantenerla firme—. Pero todavía tengo que recibir una señal definitiva.
—Una vez que la señal sea enviada —dijo el Señor Oscuro—, asegúrate de enviar suficientes
tropas para capturarlo con vida. No me decepciones, Rhinann.
Rhinann sintió que cada uno de sus cuatro estómagos se precipitaba por separado hacia el in-
finito. Se quedó sin habla literalmente; su lengua parecía congelada en su paladar. De alguna
forma, consiguió tartamudear una respuesta y dejar la presencia de Vader sin desplomarse de
miedo.
No me decepciones, Rhinann. Incluso ahora, de vuelta en la relativa seguridad de su oficina,
podía oír esas palabras reverberando. Casi podía verlas, luminosas en el aire delante de él,
latiendo amenazantemente. Si las palabras hubiesen venido de cualquier otro, podrían haber
sido interpretadas como una suave advertencia de posibles repercusiones. Viniendo de Darth
Vader, sin embargo, parecían equivalentes a una amenaza de muerte.
Tenía que hacer algo.
Rhinann sabía que no podría soportar mucho más esta clase de miedo y de presión. Sintió que
se encontraba al borde de una vascularidad sistémica completa. Era demasiado joven para ser
amenazado por tal condición; sólo tenía ochenta y nueve años estándar.
Este trabajo le estaba matando. Para ser más específico, el miedo de ser ejecutado por Darth
Vader estaba matándole. En cierta forma, de alguna manera, Rhinann sabía que tenía que
encontrar una ruta de escape, no sólo de su empleo en el Palacio, sino de Coruscant y de los
sistemas del Núcleo. La zona salvaje de la galaxia, llena de mundos de bárbaros aullantes y
anteriormente demasiado terrorífica para considerar siquiera escapar hacia allá, había asumi-
do finalmente la segunda posición en el panteón de maldad de dos columnas en el cual creía
firmemente. En primer lugar ahora estaba Darth Vader; en segundo lugar estaba todo el resto
de la creación.
¿Pero cómo escapar? se preguntó, rascándose en el sarpullido que acababa de brotar a lo
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largo de su cuello. Se necesitaban créditos para reservar pasaje interestelar —montones de
créditos, considerando que tendría que poner al menos la mitad de la galaxia entre él y Vader,
quizá ir incluso hasta el Cúmulo de Minos o el Sector Dalonbiano, antes de sentirse seguro.
Rhinann había acumulado algunos ahorros, pero no lo suficiente ni de cerca. Suspiró de frus-
tración, lo suficientemente fuerte como para hacer que sus colmillos nasales produjesen un
silbido agudo. ¿Cómo podría sentirse alguna vez a salvo, sin importar a dónde fuera? Vader
era la personificación de la maldad, aquello a lo que la propia oscuridad temía.
Rhinann estaba delante de una enorme pared de transpariacero que miraba hacia la intermina-
ble ciudad. Podía ver el Teatro de la Ópera, los Jardines Botánicos de las Cúpulas Celestiales,
y, a lo lejos, el aeródromo y las pistas de aterrizaje de Puerto Oeste. Mientras observaba, una
fragata de la clase Lancero ascendió lentamente en el cielo. Un momento después, desde otra
parte del enorme espaciopuerto, despegó un transporte civil de pasajeros. El elomin observó
cómo desaparecía en el cielo azul. ¿Cómo podría disponerlo todo para estar en una nave como
esa?
No lo sabía. Pero lo consiguiera como lo consiguiese, estaba seguro que tenía que encontrar
una forma, y pronto.
Jax Pavan estaba sentado en el deslizador aéreo que avanzaba a través de las estrechas calles
sombrías de los Arrabales Pozonegro, y consideraba su vida.
No era, tenía que admitir, una visión muy bonita.
Había sido un Caballero Jedi. Un miembro de una antigua Orden dedicada a mantener la paz,
a asegurar que los estándares de civilización eran mantenidos. A resolver crímenes, a luchar
contra la injusticia.
A vivir dentro de la Fuerza.
Lo último era la parte más dura. Siempre lo había sido, siempre lo sería. Lo había intentado,
pero tenía que admitir que vivir la vida de un Jedi no le había proporcionado la paz interior y
la quietud que había buscado desde que había sido lo suficientemente mayor para comprender
eso que andaba buscando.
Sentía que el fallo tenía que estar dentro de él. Los preceptos de la Orden habían funcionado
durante milenios, habían convertido a incontables seres vivos desde la infancia en Caballe-
ros y Maestros Jedi deseosos y preparados para sostener los altos estándares de la Orden de
verdad y justicia —para usar el poder de la Fuerza para extinguir la maldad dondequiera que
pudieran encontrarla. Si ese faro no ardía tan brillante en él como lo había hecho en sus cama-
radas, no era una carencia en las enseñanzas de la Orden. Era suya.
—Estás preocupado. ¿Por qué? —la voz del droide, enloquecedoramente en calma como
siempre, interrumpió sus recuerdos. Por una vez Jax casi estuvo agradecido.
— ¿Por qué? Mi gente y todo mi estilo de vida han sido destruidos, soy un fugitivo del nuevo
régimen, y el ser más peligroso de la galaxia me ha convertido por alguna razón en el objeto
de su vendetta personal —aparte de eso, por ninguna razón.
I-Cinco le miró; su cara de metal era inexpresiva, y aun así en cierta forma era expresiva. —
Veo que el gen del sarcasmo se ha transmitido intacto del padre al hijo.
—Si te diera una orden directa de saltar de este deslizador —preguntó Jax—, ¿qué ocurriría?
I-Cinco pareció considerarlo cuidadosamente. —No lo sé —dijo el droide por fin.
—Es tentador averiguarlo.
—Dudo que funcionase. Mi programación, como ya he dicho, es capaz de encontrar matices.
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No tengo amortiguadores de creatividad o software de inhibición.
— ¿Y de quién fue esa brillante idea?
—De tu padre —el tono de voz del droide fue sutilmente humorístico, lo que hizo que los
dientes de Jax rechinaran—. Quitó los amortiguadores y algunos componentes del software
—continuó I-Cinco—. Con el acceso incrementado al libre albedrío que ocasionó, fui capaz
de hacer el resto. Últimamente, con ayuda de Den, he realizado más modificaciones.
Jax cambió de posición ligeramente para poder ver mejor a I-Cinco. — ¿Estás diciendo que
eres consciente de ti mismo?
De nuevo I-Cinco quedó pensativo. —Es una pregunta que me he hecho a menudo. Debo
admitir que, a veces, era reluctante a seguir hasta su conclusión lógica. Pero finalmente, con
la ayuda de amigos —incluida la Jedi Offee, podría añadir— llegué a darme cuenta de que la
habilidad para considerar el tema indica una respuesta positiva en sí misma. En otras palabras:
Existo porque pienso.
—A ver si lo he entendido —dijo Nick, que evidentemente había oído la conversación—. Es-
tás diciendo que no estás sujeto a las restricciones de actuación de la programación habitual
de una unidad de protocolo. ¿Es eso?
—Precisamente. Me programo a mí mismo, hasta un punto. Mucho más de lo que son capaces
otros droides, ciertamente, aunque hay otros como yo en la galaxia, en mayor o menor grado.
Esa no fue una noticia bien recibida para Jax.
—Pareces muy seguro de eso —dijo Laranth—. ¿Te has encontrado con alguno?
—En una ocasión en nuestra odisea indirecta hacia Coruscant, Den se hizo pasar por un tra-
ficante de armas, conmigo como su sirviente, por supuesto. Un forzador de bloqueos nos dio
pasaje hasta el Núcleo Exterior. A bordo, nos encontramos con un droide de protocolo que
había sido emparejado con una unidad astromecánica. La unidad de protocolo parecía muy
consciente, y el droide astromecánico también tenía un sentido bien desarrollado de sí mismo;
mucho más que muchos orgánicos con los que me he cruzado. Ambos expresaron preocu-
pación por el bienestar de su dueño, el capitán de la nave, y por ellos mismos. De hecho, el
droide de protocolo era categóricamente llorón algunas veces.
Jax no se consideraba un individuo de mente cerrada. Como Jedi, se esperaba de él que tra-
tara por igual a todos los seres sensibles. Mientras era muy obvio que realmente no había un
auténtico estándar por el cual juzgar a todos los seres —inteligencia, moralidad,
habilidad, y una miríada de diversos factores variaban extremadamente dentro de una especie,
y aun más cuando esa especie se comparaba con otras— aun así, había sido un mandato que
la justicia era igual para todos. Durante los días de la República, en cualquier caso.
Pero simplemente no podía ver cómo se aplicaba eso a una compleja masa de circuitos que
resultaba ser ambulante.
Por supuesto, nada impedía que borraran su memoria y le reprogramaran, aunque tenía la
sensación de que I-Cinco podría resistirlo. Lo que era un pensamiento bastante turbador en sí.
Y tampoco lo vería bien el amigo del droide, el sullustano. De hecho, a juzgar por el interés
de Laranth y de Nick, el punto de vista de Jax —el único cuerdo— se estaba volviendo rápi-
damente impopular.
No estaba bien. De hecho, a Jax le parecía mucho más una perversión de la forma en la que
el universo debería funcionar. Si esa era una galaxia en la cual los droides podían pensar, y
sentir, y todo lo que eso conllevaba... bien, era totalmente aterrador. En el pasado, siempre que
se había sentido confundido y abrumado por tales acertijos, había podido establecer contacto
con la Fuerza. Dejando que le envolviera, calmándole y apaciguarle, concediéndole una cierta
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medida de tranquilidad. Pero ahora incluso eso le era negado pasado un cierto punto, pues
cuanto más profundo se dejara atrapar en su abrazo, más atraería la atención de Darth Vader.
Si es que aun podía tocar la Fuerza...
A menudo, los Jedi habían sido acusados de estar dormidos durante los últimos días de la
República, incapaces de sentir la presencia de Darth Sidious cuando el Lord Sith había estado
literalmente debajo de su propio techo. ¿Por qué no lo supieron? se preguntó Jax. Era cierto
que la Orden se había vuelto complaciente. Al leer las historias, los relatos épicos, de cómo
habían sido las cosas en el pasado, uno podía llegar a creerlo fácilmente. Héroes como Nomi
Sunrider, Gord Ves, Arca Jeth, y muchos otros habían colocado ciertamente el listón muy
alto. Pero a lo largo de los siglos, los Jedi habían perdido el contacto con la gente, con ellos
mismos, y con la Fuerza. Se habían vuelto progresivamente insulares y monásticos, más preo-
cupados con construir vastas bibliotecas y centros de aprendizaje que con proteger el bien co-
mún. Cierto, aun había individuos capaces de heroísmo, como Mace Windu y Qui-Gon Jinn.
Aún había grandes batallas que habían sido ganadas. Pero que los Jedi se hubiesen vuelto tan
ciegos y sordos a la Fuerza como para no reconocer un complot para derrocarlos por los Sith
hasta que fue demasiado tarde...
—Ya estamos aquí —dijo Nick. El deslizador se detuvo.
El área parecía lo que era: una zona de guerra. Unos cuantos de los explosivos más pequeños
con los que los separatistas habían sembrado la atmósfera había caído allí, y el pavimento
estaba agrietado y repleto de cráteres. El letrero de lo que una vez había sido un club nocturno
estaba ahora roto y apagado, salvo por las pulsaciones intermitentes de energía que causaban
que la holoproyección de una cantante de salón pa’lowick se encendiera y se apagara.
La atención de Jax estaba centrada en la estructura al otro lado de la calle. Aparentemente
una vez había sido un bloque de oficinas, pero ahora parecía ser el hogar de una colonia de
ugnaughts.
—Hey —dijo Laranth—. ¿Sientes eso?
Jax asintió. Algo estaba ocurriendo allí dentro, algo que estaba agitando la Fuerza como el
viento agita un mar tempestuoso. Era imposible saber si 10-4TO estaba implicado, por su-
puesto, pero fuera cual fuera la perturbación, tenía que ser investigada.
Él dijo todo eso. Predeciblemente, Den Dhur preguntó, — ¿Por qué?
—Porque somos Jedi —dijo Laranth.
Dhur no dijo nada, pero cuando el resto empezó a moverse, él les siguió. Jax no pudo resistir-
lo: —Tú no eres un Jedi —dijo él—. ¿Por qué vienes?
El sullustano suspiró. —Porque soy un reportero —dijo él—. Por mucho que a veces odie
recordarlo.
Kaird podía sentir la descarga del arma reverberando a través de él, aparentemente abrasan-
do cada nervio de su cuerpo. Le recordó a un tiempo muy distante cuándo, siendo un joven
polluelo, había tropezado con una colonia de abejas de jalea. Individualmente, los aguijones
de sus zarcillos colgantes no eran gran cosa, pero cada colmena podía contener hasta doce o
quince, y todas ellas le habían atacado. Recordó las hebras, alrededor de un centenar de ellas,
retorciéndose sobre su cuerpo, provocándole una sacudida dolorosa. Así era cómo se sentía en
ese momento: sacudidas agonizantes, cada una más dolorosa que la anterior.
Finalmente, después de eónes de tiempo subjetivo, las sacudidas cesaron. Kaird intentó levan-
tarse, hablar, gatear. No podía hacer ninguna de estas cosas. Era como si su cuerpo hubiese
sido desconectado, desconectado de su mente …salvo por los nervios que llevaban mensajes
de dolor. Esos estaban funcionando perfectamente.
Xizor se colocó frente a él y se sentó en cuclillas para que Kaird pudiera ver su cara. El falleen
ya no sonreía. Su cara estaba sombría, y volvía a tener su matiz jade habitual. Kaird ya había
visto esa mirada en la cara de Xizor, y había sentido lástima por quienquiera que la hubiese
recibido.
—Algunas descargas más son todo lo que se necesita para acabar contigo, creo —dijo Xi-
zor—. Así que deberías tomarlo en consideración al contestar mi pregunta. Es una simple.
¿Estás actuando por propia iniciativa, o el Underlord ordenó mi muerte?
Kaird no contestó. Su mente se revolvía como un pie sin apoyo en los resbaladizos picos de
las montañas más altas de Nedij, buscando frenéticamente alguna parte firme donde posarse,
y no encontraba nada.
Xizor abofeteó su cara —no fuerte, pero tampoco suavemente. —Sé que todavía puedes ha-
blar, nediji. Di la verdad, y puede que sobrevivas.
“Yosh” —dijo Kaird. No conocía mucho falleen, pero había oído que el insulto de una palabra
era como un tortazo.
Aparentemente había escuchado bien. Xizor le golpeó con el dorso de su mano, lo suficiente-
mente fuerte como para hacer que sus oídos pitaran.
— ¡Tonto! —gruñó el príncipe. Entonces, con un esfuerzo visible, se tranquilizó. Miró por
encima de su hombro al droide—. Otra vez —dijo mientras se levantaba y se apartaba del
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medio.
Y el mundo de Kaird fue arrasado otra vez por una chisporroteante y resplandeciente ola de
dolor.
—Sabes —le dijo Nick a Jax mientras se dirigían hacia los turboascensores, seguidos por La-
ranth, el sullustano, y el droide—, considerando que se suponía que esto iba a ser un proyecto
individual, pareces haber reunido un buen grupo.
—Te has fijado, ¿eh? —el tono del Jedi contenía algo de humor, pero en su mayor parte mo-
lestia.
—Entiendo el traer a Laranth para guardarte las espaldas. Nunca la había conocido, aunque
he oído historias. ¿Pero qué pasa con el sullustano y el droide?
Jax suspiró. —A decir verdad, no estoy realmente seguro de por qué son parte del grupo. El
droide nos ha salvado la vida un par de veces, y afirma que conoció a mi padre. Está con Dhur,
el sullustano.
—Quieres decir que le pertenece a Dhur.
Jax suspiró otra vez. —Créeme, ojalá fuera eso lo que quiero decir.
Esa conversación dejó a Nick más perplejo de lo que había estado cuando la conversación
empezó, pero ya habían llegado a los turboascensores. Los ascensores todavía estaban opera-
tivos, pero las placas repulsoras habían perdido una buena cantidad de su carga y parecían casi
reluctantes a cumplir con su trabajo. Nick intentó no pensar en lo que ocurriría si las placas
escogían detenerse completamente, dejándolos caer cuatro pisos. Aunque una parte de él casi
deseaba que lo hicieran; de esa forma evitaría tener que continuar con su traición.
Se había percatado, casi demasiado tarde, en su deslizador, que su nerviosismo y su ansiedad
acerca de lo que iba a hacer podían traicionarle fácilmente. Si Jax sintiera su desasosiego
y utilizara la Fuerza para sondear a Nick, sabría inmediatamente que algo no iba bien. No
podría saber precisamente el qué, pero ciertamente estaría lo suficientemente receloso para
indagar más allá.
Afortunadamente, aunque la afinidad de Nick con la Fuerza era tenue en el mejor de los casos
con otros, era un poco más fuerte cuando la dirigía hacia adentro. Siempre había sido bueno
controlando sus respuestas autonómicas; podía estar tranquilo y en calma en la mayoría de
emergencias. Que era lo que había hecho en este caso, calmar el latido de su corazón, desace-
lerar su respiración, reducir la temperatura de la piel. Por el rabillo del ojo había notado que
Jax le observaba, y había sentido el leve sondeo de la mente del Jedi. Un momento después se
había detenido, y Jax se había reclinado, aparentemente satisfecho, y había murmurado algo
a I-Cinco. Eso había estado cerca.
Llegaron al cuarto piso sin incidentes. Algunos ugnaughts e ishi tib observaron con atención
desde sus hábitats parecidos a cuevas mientras él y los demás pasaban. Nick no les culpaba de
estar nerviosos …ya había sido una noche bastante azarosa, a juzgar por el suelo destrozado
y las marcas de desintegrador, y ver a un grupo tan heterogéneo entrar en escena sólo podía
añadirse a su confusión.
El cuarto piso estaba a oscuras en su mayor parte, alumbrado sólo por el parpadeo de fluo-
rescentes. Mientras se aproximaban cautelosamente a una esquina, podía oírse una débil voz.
Nick fue incapaz de entender las palabras, pero la voz era masculina; suave y civilizada, pero
con un tono de amenaza. Le recordó, por alguna razón, a la voz de Vader, aunque era bastante
diferente de la de Vader en el tono.
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Mientras el Jedi y la Paladín se acercaban más, Nick sintió un repentino florecimiento de peli-
gro justo a la vuelta de la esquina. ¿Estaba sintiendo el peligro a través de la Fuerza, o simple-
mente a través de algún miedo subconsciente? A veces era enloquecedor tener una conexión
tan tenue con ella. En cierta forma, dudaba que un Jedi hubiese tenido alguna vez esas dudas.
Afortunadamente, en este caso no importaba. Él no tenía que guiar, sólo seguir. Y lo dos a los
que seguía eran Jedi expertos y adiestrados. No iban a conducir a nadie a una trampa.
Ese, desafortunadamente, sería el trabajo de Nick.
Tanto Laranth como Jax se tensaron, deteniéndose un momento en su lento acercamiento.
Nick se preguntó qué estarían sintiendo. Lo que él captaba era un débil pero insistente sensa-
ción de... resolución. Inclemencia. Lo sentía como una mancha oscura contra su cerebro. En
cierta forma lo sentía sucio.
Vio a Jax sacar su sable láser, aunque no lo encendió. Laranth desenfundó sus desintegrado-
res. Nick sintió su propia mano cosquilleándole por el desintegrador de su cinturón.
Esto no era bueno. Si Jax terminaba resultando muerto en esta misión, Vader sería un Señor
Oscuro muy infeliz. Aunque una parte del cerebro de Nick todavía intentaba desesperada-
mente encontrar una salida de este embrollo sin traicionar a su amigo, otra parte mucho más
grande le recordaba que fallarle a Darth Vader era tan inteligente como entrar en la guarida
del nexu llevando un traje de carne.
Jax activó su sable láser. Él y Laranth doblaron la esquina.
Y recibieron un saludo de fuego láser.
Mientras Jax doblaba la esquina, estaba completamente preparado para tratar con quienquiera
o con lo que fuera que estuviese allí. En mitad del salto había tratado de convocar la Fuerza,
seguro en su conocimiento que a través de ella le serían concedidos algunos segundos de
presciencia... los suficientes para desviar fácilmente lo que le echaran.
Pero una vez más, la Fuerza simplemente no estaba allí.
Antes de que pudiese recobrarse del aturdimiento de la traición de sus sentidos, una salva de
descargas de energía le hizo caer de rodillas. El dolor abrasador de las explosiones le llenó,
prendiendo fuego a cada nervio, cada célula, de su cuerpo. Pero a pesar de la gravedad de la
situación, fue eclipsada por el dolor de haber intentado alcanzarla y, otra vez, encontrando
sólo un vacío en lugar de la conexión familiar que era parte de él.
Débilmente, se dio cuenta de que la andanada de haces de energía había cesado. Estaba mo-
mentáneamente confuso, porque todavía podía oír el staccato de las descargas de fuego láser.
Abrió los ojos y alzó la mirada.
Vio a Laranth delante de a él, disparando tranquilamente ambas armas con bastante puntería
para bloquear el fuego inminente.
Laranth terminó la lucha —que seguramente no había durado más de un par de segundos—
disparando directamente al cañón del brazo del droide, desactivándolo temporalmente. —No
os mováis —dijo ella, con sus propios desintegradores todavía apuntados—. Ninguno de los
dos.
Jax logró ponerse de pie. A mitad de camino sintió las fuertes y frías manos de I-Cinco, ayu-
dándole a sostenerse. Se las quitó de encima con enfado.
Jax vio el otro droide a varios metros de distancia. Ese, sin duda, era 10-4TO. Podía ver por
qué su apodo era Ojos de Insecto. Había esperado ver al droide, así que su presencia no fue
una sorpresa. Sin embargo, no esperaba ver a un falleen situado ligeramente detrás de él, u
otro ser yaciendo en el suelo entre ellos.
Éste último era de una especie que Jax no había visto nunca. Era bípedo, aproximadamente
de un metro y medio de alto; las partes visibles de su cuerpo estaban cubiertas de un delica-
do azul pálido que le hizo pensar en plumas. La forma del cráneo también era extrañamente
aviaria.
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¿De dónde era esta criatura? ¿Qué estaba haciendo allí? Jax se sintió confuso repentinamente,
inseguro, hasta un grado que le mareó realmente. Notó que el color de piel del falleen había
cambiado de verde a naranja rojizo, y por el rabillo del ojo vio que Laranth también parecía
confusa en cierta forma.
Tuvo el tiempo suficiente para hacer la conexión antes de que el falleen desenfundara un des-
integrador de su pistolera y les disparase.
Jax trató de alcanzar la Fuerza otra vez. Irónicamente, fue la confusión causada por las des-
cargas químicas del reptiloide lo que le salvó esta vez; su estado mental estaba tan revuelto
que no tuvo tiempo de dudar sobre su habilidad para conectar. Y esta vez, la Fuerza estaba allí
para él. Desvió los haces con su sable láser, entonces recorrió de un salto la distancia que les
separaba —quizás diez metros— ayudado por la Fuerza. Pero su sistema nervioso maltratado
hizo que una pierna se doblara debajo de él cuando aterrizó, desestabilizándole.
Aprovechándose de eso, el falleen se movió rápidamente. Levantó en brazos al bípedo supino
y se lo echó sobre el hombro. — ¡Vamos! —le gritó a Ojos de Insecto, y corrió. El droide le
siguió, y ambos desaparecieron en las sombras. Un momento después Laranth pasó corriendo
a su lado persiguiéndolos.
Todo el episodio había durado menos de un minuto, aunque había parecido eterno. Los otros
—Nick, Dhur, y el droide— ya habían doblado la esquina y se habían unido a ellos.
— ¡”Zu woohama”! —gritó Nick, y Jax recordó tardíamente la frase de control. Ahora era
demasiado tarde; el droide había desaparecido. Sacudió la cabeza disgustado.
— ¿Estáis todos bien? —preguntó I-Cinco. Otra vez su conducta perturbadoramente humana
molestó a Jax, al igual que su propia tendencia a pensar sobre el droide como un él en lugar
de un eso. Sin embargo, no lo mostró esta vez; su voz sonó estable y neutral cuando contestó
—Estoy bien.
Se giró para no tener que ver la mirada de alivio proyectada en la cara de metal del droide, que
sabía estaría allí, tan seguramente como la mirada de preocupación que había estado antes.
—No te machaques por haber olvidado la frase de control —le dijo Nick—. Es un poco difícil
recordar cosas como esa cuando estás siendo acribillado por un desintegrador.
Laranth emergió de las sombras, sola, con apariencia disgustada. —Los perdí —dijo ella—
, es un laberinto allá dentro —frunció el ceño—. Debería haber podido rastrearlos a través de
la Fuerza, pero… me confundí. —Obviamente fue duro para ella admitir eso.
Jax se preguntó brevemente si Laranth, por alguna razón, estaba encontrando la misma di-
ficultad en acceder a la Fuerza como él. Cuándo miró sus hilos, sin embargo, parecían tan
fuertes como siempre.
—Tengo una idea —dijo I-Cinco—. Podemos usar la propia defensa del falleen en su contra.
Seguidme...si no os importa —añadió, mirando a Jax. Entonces se dio la vuelta y avanzó en
la dirección que habían tomado el falleen y el otro droide.
A Jax sí que le importaba, pero también era lo suficientemente listo para percatarse de que
las habilidades de rastreo de I-Cinco eran probablemente lo único que les ayudaría en ese
momento. —Vamos —les dijo a los demás—. Todavía podría haber una oportunidad de en-
contrarlos.
Se apresuraron, rápidamente pero con cautela, a través del oscuro edificio, bajando tramos
de escaleras y a través de habitaciones llenas de escombros. Los inquilinos del edificio les
observaban ocasionalmente desde detrás de puertas acortinadas y grietas en las paredes, pero
ninguno de ellos dijo nada o hizo ningún movimiento.
Era justo después del amanecer cuando emergieron; Jax sabía eso sólo por la lectura de su
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crono. Afuera, salvo por el intermitente resplandor de la ciudad, todavía parecía media noche.
—Parece que se ha llevado tu deslizador —le informó I-Cinco a Nick.
Afortunadamente había algunos modelos de deslizador más antiguos estacionados cerca, y
uno de ellos no requería código de activación. Jax no estaba particularmente preocupado por
las ambigüedades morales de robar el vehículo; las reglas de los Jedi eran flexibles, y podían
ser moldeadas la servicio de un bien mayor. Además, era bastante seguro que le estaban ha-
ciendo un favor al dueño. El vehículo era un deslizador terrestre SoroSuub G—17 que había
visto mejores días, y esos días no habían sido recientes. Al menos una tobera del repulsor
estaba desalineada, haciendo que el vehículo se tambaleara ante la más leve irregularidad del
pavimento, al cual se agarraba a una docena de centímetros, y era tan rápido como un ithoria-
no dispéptico.
—Yo podría caminar más rápido que esto… —dijo Den Dhur mientras el G—17 daba banda-
zos calle abajo—. Borracho —añadió.
I-Cinco les mantuvo en el rastro, muy literalmente —los sensores artificiales del droide eran
extremadamente sensitivos. Los variopintos aromas, hedores y olores en los niveles inferiores
eran tan omnipresentes que Jax había dejado de notarlos hacía tiempo a un nivel consciente,
pero pensar en la habilidad de rastreo de I-Cinco llamó su atención sobre ellos de nuevo. Era
difícil de creer que el olor de una especie individual cualquiera pudiera ser aislado de los acres
hedores de variedad de seres de media galaxia, incluso por un laboratorio químico tan preciso
como el que I-Cinco llevaba tras el sistema sensorial olfatorio de su pecho. No obstante, el
droide afirmó que no sólo era posible, sino fácil.
—Hay muy pocos falleen a esta profundidad en los niveles inferiores —justificó él—. Tien-
den a ser una especie más cosmopolita. De modo interesante, también detecto el residuo de
marcas de aceites y jabones asociados con los sumamente ricos en su piel.
— ¿Quién es él, de todas formas? —preguntó Laranth—. Me resulta familiar.
—Debería —dijo el sullustano—. Es el Principe Xizor de la Casa Sizhran. Los rumores dicen
que es un alto cargo del Sol Negro. Los falleen raras veces dejan su mundo natal; él es una de
las pocas excepciones.
El silencio reinó durante algunos minutos. Si el Sol Negro estaba implicado, entonces las co-
sas ciertamente habían tomado un giro inesperado…y potencialmente desagradable.
—Está aproximadamente medio kilómetro por delante —dijo I-Cinco—. Y está contactando
con el puerto local para que preparen su nave.
—Impresionante —dijo Nick—. Tu recepción de video y audio debe ser tan buena como tu
detector olfativo.
—En realidad es mucho más simple: radar y receptor de transmisiones de todas las bandas.
—Creo que es ilegal que un droide de protocolo posea eso último —comentó Jax.
—Creo que tienes razón.
—Si despega, ¿cómo vamos a seguirle? —preguntó Dhur—. Ni siquiera tu nariz puede ras-
trear un olor en el vacío.
—No te preocupes —dijo Nick—. Tengo una nave. Estaremos justo detrás de él.
Jax no dijo nada más. Todo ese asunto parecía estar escapando de su control. Él se había em-
barcado en una misión en solitario para redimir el honor de su Maestro y completar su última
petición, y ahora tenía un grupo de ataque muy inverosímil ayudándole. Un grupo de ataque
que ya no parecía estar dirigiendo; esa posición había sido usurpada de alguna manera. Por
un droide.
No estaba seguro de qué hacer al respecto. Peor, no estaba seguro siquiera de deber hacer algo
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al respecto. La misión era lo importante, después de todo.
Pero recordarlo se estaba volviendo cada vez más difícil.
Kaird había estado consciente durante los acontecimientos de los últimos minutos; conscien-
te, pero incapaz de moverse. Las descargas aturdidoras le habían acribillado completamente,
y no fue hasta que llegaron a la plataforma de despegue cuando comenzó a sentir el cosquilleo
de la circulación que retornaba.
Xizor estaba sobre él, tranquilo y en calma, y dijo —Cogeremos tu nave. Bajé en una lanza-
dera, pero siempre me ha fascinado esa nave tuya. Unas líneas muy bonitas.
Kaird le miró fijamente, pataleando de rabia y furia, pero todavía incapaz de tanto como con-
traer un músculo. Por encima de todas las otras indignidades que se había visto obligado a
sufrir en la última hora, ¿ahora el hombre reptil iba a robarle el Aguijón? ¡Eso era escandalo-
so! La nave de asalto modificada Conquistador Surroniano tenía un conjunto motores iónicos
subluz de primerísima calidad y un hipermotor Clase Uno, por no mencionar dos cañones
conectados de fuego iónico. Era una de sus posesiones más preciadas. No dejaría que Xizor
se la robara. Después de todo, él la había robado primero.
El Principe Xizor transmitió el código correcto de atraque a la torre; cómo lo había consegui-
do, Kaird no tenía ni idea, aunque sospechaba que colarse en bases de datos personales podría
haber tenido algo que ver con ello. Se trasladaron del deslizador a la nave lisa y estuvieron en
el aire diez minutos después, para lo cual Xizor había reclamado privilegio real para saltarse
la cola de despegue.
Para entonces, las incómodas sensaciones de parestesia ocupaban a Kaird. Atado en su asien-
to, no trató de retorcerse de incomodidad mientras la parálisis nerviosa causada por las des-
cargas aturdidoras iba desapareciendo. En el plazo de algunos minutos, el Aguijón alcanzó
una órbita planetaria baja.
Xizor, en el asiento del piloto, pasó sus manos sobre el panel de control. Desde donde estaba
sentado, Kaird podía escuchar el silencioso zumbido de los monitores y los indicadores de
altitud, y ver los pulsantes colores de los gráficos de barras, los medidores UV, y las luces de
estado LED. —Vaya nave —dijo Xizor con tono satisfecho—. Tienes buen gusto, Kaird.
El nediji no contestó. En el asiento que estaba a su lado, iba sentado el droide 10-4TO. Más
allá, a través de la ventanilla de babor de la nave, Kaird podía ver las inmutables estrellas y
el arco creciente del planeta en la parte inferior. Se quedó mirando fijamente al infinito. En
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alguna parte allí afuera estaba su planeta natal. ¿Era eso lo más cerca que llegaría a estar de él?
Pasó casi una hora. La circulación de Kaird había vuelto a la normalidad hacía mucho tiempo.
Comprobó de nuevo sus ataduras, si bien sabía que era fútil. Se dio por vencido; quizás ten-
dría una oportunidad de escapar una vez que Xizor llegase a su destino...
Pensando en ello, ¿cuál era el destino del falleen?
Kaird había asumido que Xizor volvería al Sinharan T’sau y el laberinto oculto del Hall de
Media Noche. Pero ahora que lo pensaba, eso no tenía sentido. Xizor debía haber descubierto
por qué Kaird le había estado acechando, y sus preguntas anteriores probaban que la posibili-
dad de que este fuera un encargo oficial ya se le había ocurrido. Después de todo, el nediji no
intentaría una maniobra tan atrevida como asesinar a un príncipe falleen sin que lo aprobara
el Underlord. Sabiendo eso, que Xizor se pusiera de nuevo deliberadamente en peligro sería
estúpido, por decir lo menor. Obviamente, entonces, tenía otro destino.
¿Pero dónde?
Mientras se preguntaba esto, Kaird escuchó el leve cambio en el ronroneo de los motores, y
vio como cambiaba el paisaje estelar exterior en respuesta. Dejaban la órbita. Estiró el cuello,
vio la brillante curvatura de dorada y centelleante luz que era Coruscant, y la línea del termi-
nador aproximándose. Se adentraban en la noche.
Minutos más tarde, se dio cuenta del destino de Xizor: las Antípodas. El área del globo dia-
metralmente opuesta a Ciudad Imperial.
El área conocida como el Distrito de las Fábricas.
Un escalofrío erizó el vello de sus brazos y su cuello. El Distrito de las Fábricas era, de acuer-
do con todas las fuentes, uno de los lugares más peligrosos de todo el planeta. Hacía siglos,
había sido un próspero centro industrial que se extendía sobre la mayor parte de la cuadrisfera
noreste, cerca del ecuador. Pero los altibajos económicos y la modernización de las técnicas
de producción en Metellos, Brentaal, Duro, y otros mundos del Núcleo, junto con el levan-
tamiento de las sanciones comerciales y el cabildeo político en el Senado Galáctico, habían
provocado que la mayor parte de los contratos de manufactura e ingeniería fuesen trasladados
fuera del planeta. Como consecuencia, excepto por las áreas aisladas donde todavía tenía lu-
gar una mínima producción automatizada de algunos bienes, miles de kilómetros cuadrados
habían quedado olvidados, y finalmente desconectados de servicios públicos, suministros, y
comunicaciones. Ahora el área era un yermo, más falto de ley y más peligroso incluso que
las áreas como el Submundo del Sur o el Sector Invisible. Durante el día, tribus primitivas de
humanos y otras especies vagaban por las estructuras dilapidadas; de noche las ruinas eran
frecuentadas por cthons, stratts, y, según afirmaban algunos, por horrores sin nombre desco-
nocidos en cualquier otro mundo.
Kaird había oído los relatos, y había asumido que, en la mayoría de los casos, contenían como
mucho un 1 por ciento de verdad frente a un 99 porciento de excrementos de bantha. Pero
mientras la trayectoria del Aguijón les conducía cada vez más abajo, y podía ver el arruinado
paisaje, comenzó a reconsiderarlo.
El Distrito de las Fábricas no se parecía absolutamente nada al submundo de la metropolitana
Coruscant. Dos de las lunas más pequeñas ya estaban en el cielo, bañando toda la escena con
un resplandor frío plateado y brillante como las lágrimas de un hutt. Era una escena de dete-
rioro y decadencia urbana, extendiéndose interminablemente en todas las direcciones.
Muy pocos edificios se alzaban más de cincuenta pisos, estimó, ni siquiera alcanzando el
estatus de cortanubes. En su mayor parte se extendían horizontalmente, vastos y anchos. Vio
fábricas, almacenes, pistas de aterrizaje, rampas de transporte y rejillas... todo ello desolado
150
y desmoronándose. Los esqueléticos marcos estructurales se elevaban ciegamente hacia las
estrellas. Los restos destrozados de enormes tubos de transporte de transpariacero, los cuales
se habían arqueado y retorcido sobre y alrededor de los edificios como fantásticas formacio-
nes de hielo, terminaban abruptamente, o yacían en pedazos por el suelo. Mientras se apro-
ximaban, Kaird pudo ver que se habían intentado realizar algunas reparaciones, con diversos
grados de éxito: puentes colgantes hechos de cable y chapas de metal, burdos elevadores
manuales sin carcasa, y cosas por el estilo. Las calles estaban salpicadas de chabolas, cober-
tizos, y otras viviendas, construidas con materiales de desecho. Kaird se preguntó qué clase
de especies eran lo suficientemente duras y/o desesperadas como para llamar hogar al Distrito
de las Fábricas.
Xizor posó el Aguijón en un área al descubierto, relativamente despejada de escombros, cerca
de uno de los edificios más grandes. El zumbido de los repulsores murió, y el silencio le siguió
—un silencio tan profundo que podían haber estado perfectamente en la superficie sin aire de
uno de los satélites del planeta. Fue 10-4TO el que finalmente lo rompió.
—Ésta no es la localización de Latigazo —la voz del droide era desapasionada, lo cual no era
una gran sorpresa, pero había algo en su tono no obstante que sugería sospecha. Se inclinó
hacia adelante ligeramente.
Xizor se puso en pie, dio la espalda al panel de control y se acercó a él. Dijo dos palabras que
Kaird no había escuchado nunca antes: “Zu woohama”. Sonaba como un lenguaje distinto del
Básico, pero Kaird no sabía cuál.
Sin embargo caló en el droide. DiezCuatro-Te O se recostó. — ¿Qué quiere que haga?
—Acompáñame —dijo Xizor—. Te enseñaré dónde descargar tus datos.
—Por supuesto.
Kaird recordó entonces el significado de la frase secreta. Según Perhi, era una frase en clave
que daba control sobre el droide; el Sol Negro la había descubierto a través de sus contactos
del Palacio. Se la habían entregado a Xizor como parte de su misión falsa.
Obviamente, había sido un error.
Antes de que desembarcaran, Xizor deslizó cuidadosamente una mordaza sobre la abultada
boca de Kaird en forma de pico. —Por si acaso sientes un deseo repentino de probar la frase
de control en nuestro amigo metálico —entonces dejó atrás a Kaird en su camino hacia la es-
cotilla posterior. El droide le siguió, un autómata tan manso como Kaird no había visto nunca.
Parecía no tener otra opción, así que Kaird se levantó y siguió al droide.
Ya había pasado el crepúsculo allí, adentrándose en plena noche. Mientras Kaird dejaba la
escotilla y se posaba sobre el negro suelo alquitranado, fue golpeado por el absoluto silencio
del lugar. Ninguna brisa agitándose; no era audible ningún insecto ni ningún otro sonido noc-
turno. Pero había una tensión en el aire de la noche, como si alguna criatura enorme y oculta
contuviese el aliento mientras los inspeccionaba. Sin malevolencia, o impaciencia, o incluso
curiosidad; más bien con un desapego clínico, lo cual era aun más aterrador por su indiferen-
cia.
Kaird se estremeció. Tenía la peor de las sensaciones sobre ese lugar.
Por lo que Den sabía, todos los demás en ese pequeño grupo habían perdido la cabeza. Incluso
I-Cinco. Especialmente I-Cinco.
Estaba utilizando todo su autocontrol para evitar gritarle al droide, ¿Estás loco? No contento
con encontrar al Jedi Pavan, ahora él —y, por extensión, Den— estaban embarcados en una
búsqueda sin sentido de otro droide. Era de locos; y evidentemente I-Cinco aún no tenía in-
tención de dejar a Pavan, si bien el Jedi había demostrado repetidamente que no estaba inte-
resado en la ayuda del droide.
Den ya había tenido suficiente. Había intentado ser un buen amigo. Había intentado ser so-
lidario con la búsqueda de I-Cinco, si bien en privado había considerado que rayaba en la
obsesión. Había intentado no estar celoso por la devoción del droide hacia el hijo de Lorn
Pavan, si bien consideraba que le habían dejado de lado, habían ignorado sus sentimientos y
desatendido sus advertencias. Había intentado tener una mente abierta sobre Jax Pavan, había
intentado creer que había una persona decente enterrada en alguna parte debajo de todo ese
mopak de formalismo Jedi.
¿Y dónde le había llevado el tratar de ser amable? A una maltrecha nave corelliana de contra-
bandistas, camino de quién sabe dónde... y, lo que es más, persiguiendo una nave que parecía
poder hacer que comieran polvo cósmico sin ni siquiera encender el hipermotor. Afrontémos-
lo, se dijo Den a sí mismo, este cubo no va a ganar ningún trofeo de velocidad interestelar en
próximas fechas. De hecho, dudaba que pudiese llegar en tercer lugar en un carrera de Vainas
de Tatooine.
Con todo, era difícil ver cómo las cosas podrían ponerse peor.
—Se dirige al Distrito de las Fábricas —anunció Nick Rostu.
Es peor, pensó Den.
El Distrito de las Fábricas, localizado en el lado opuesto a Ciudad Imperial, tenía la reputación
de ser el lugar más peligroso de Coruscant: un escenario de pesadilla de estructuras derruidas,
frecuentadas día y noche por miembros involucionados de diversas especies, subterráneos
retrasados caníbales usando tecnología casi primitiva, bestias que cazaban en manadas, y …
posiblemente lo peor de todo, si incluso una fracción de las historias que había oído era cierta:
droides ferales.
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—No podemos ir allí —dijo él.
Nadie contestó. El Ranger Lejano comenzó a descender, dejando atrás el cielo nocturno.
Sería diferente si estuviera siguiendo una historia. Si hubiera estado siguiendo el rastro de
una buena pista, sin duda habría estado guiando al grupo —o al menos en algún punto inter-
medio. Pero había aprendido años atrás que era una insensatez arriesgar su pellejo favorito si
las apuestas no estaban a su favor. Y seguir a un droide, el cual tal vez llevaba información
valiosa que podría ser de ayuda para una rebelión que ni siquiera se había formado completa-
mente todavía, le parecía la más arriesgada de las apuestas arriesgadas. No podría vender esa
historia.
—Escuchadme —dijo Den—. Si a alguien le siguen funcionando las funciones cerebrales
superiores, pensad en ello. ¿Por qué estamos haciendo esto?
El silencio continuó. Entonces: —Tengo que cumplir la última petición de mi Maestro —dijo
Pavan—. No os he pedido que vengáis. Excepto a Laranth.
—Bien, no recuerdo haberme ofrecido voluntario —dijo Den—. Y especialmente no recuerdo
querer ir a una parte de Coruscant que dejaría blancos de miedo a la Guardia Roja.
—No puede ser tan malo —dijo Jax Pavan.
Den le miró. — ¿Sabes cómo se llamaría si una tribu de noghri se mudara allí? Aburguesa-
miento.
—Estoy de acuerdo con Den —dijo Laranth—. Comprendo tu juramento de vengar a Even
Piell, Jax. Pero si él estuviera aquí, sería el primero en decirte que no arriesgaras tu vida.
—Entonces es una suerte que no esté aquí.
Nadie contestó a eso. Den se quedó mirando melancólicamente a través de la ventanilla, ob-
servando cómo la nave iba aproximándose a la desolación. —Encima de todo lo demás, están
los droides salvajes —dijo él—. ¿Alguien ha pensado en ellos?
Laranth contestó. —Pueden ser apócrifos…
—Esperemos —masculló Den. Supuestamente los droides, que eran en su mayor parte unida-
des de construcción y de demolición, habían quedado atrás cuando el área fue abandonada. La
historia era que habían acabado mal; nadie estaba seguro de cómo. La teoría más popular era
una especie de gusano o virus que había alterado su programación central y había convertido
los droides en asesinos.
Rostu alzó un brazo y pulsó algunos interruptores. Den sintió que su estómago se activaba en
respuesta, junto con el tren de aterrizaje de la nave. Un momento después el Ranger Lejano
aterrizó, y Rostu apagó los motores secundarios. —Esperemos no descubrir por nosotros mis-
mos cuánta verdad hay en las historias —dijo él. Miró través de la mampara de la cabina—.
Ahí está su nave —¿pero dónde están ellos?
—Una pregunta mejor, ¿por qué están aquí para empezar? —dijo Jax.
— Y una pregunta todavía mejor, ¿por qué lo estamos nosotros? —añadió Den.
Rostu hizo descender la rampa. La bajaron cautelosamente, los dos Jedi primero, después
Rostu e I-Cinco flanqueando a Den, el cual era el único desarmado. Por supuesto.
Los edificios estaban a oscuras, formas geométricas cúbicas bajo la luz leprosa de las lunas.
Centax 2 se alzaría pronto, y su brillo combinado haría que el paisaje fuese casi tan brillante
como el día. Después de todo, pensó Den, ¿no querríamos que los diversos monstruos tuvie-
sen algún problema en encontrarnos, ¿verdad?
—He vuelto a captar el olor del falleen —dijo I-Cinco—. Por aquí —se dirigió hacia una en-
trada abierta en uno de los edificios que era tan negro como el corazón de Rokko.
—A propósito —añadió—, no deberíamos quedarnos demasiado. Según mis sensores, todo
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este lugar está alimentado por uno de los viejos reactores de ion-neutrino. Detecto alguna fuga
de radiación de bajo nivel.
Den sacudió la cabeza. Esto sigue mejorando.
Kaird estaba entre Xizor y 10-4TO mientras avanzaban a través del interior oscuro de lo
que una vez había sido una planta de manufactura de droides. Xizor aparentemente conocía
el camino de memoria, porque les guió a través de un laberinto de corredores, escaleras, y
habitaciones antes de detenerse finalmente. Estaban en una habitación pequeña, fríamente
iluminadas por la luz de la luna a través de un mugriento conjunto de ventanas. Kaird no vio
ningún movimiento en las sombras, y se sintió ligeramente aliviado. Su sensibilidad a la luz
hacía la habitación más visible para él que para cualquiera de sus acompañantes. No parecía
haber una amenaza inmediata, aunque se sentiría bastante mejor si sus manos no estuvieran
esposadas y su boca amordazada.
El falleen dijo —Imagino que sientes curiosidad sobre por qué he recorrido medio planeta
para traerte a este lugar abandonado, Kaird. Es simple: quería que conocieses a alguien —
colocó un candelabro portátil en un estante y lo encendió. Kaird miró a Xizor; el príncipe
sonreía, y por una larga experiencia el nediji había llegado a saber que esa no era nunca una
buena señal.
El príncipe se volvió hacia 10-4TO y dijo, —Desactívate durante diez minutos.
Los fotorreceptores del droide se apagaron, y su cuerpo se destensó ligeramente. Xizor esperó
un momento para asegurarse de que Ojos de Insecto estaba inerte, y entonces le quitó la mor-
daza a Kaird. Hizo un gesto detrás del nediji.
—Estoy seguro de que las presentaciones no son necesarias —dijo.
Kaird, con un sentido creciente de temor, se volvió. Detrás de él, cerca de una pared y ante-
riormente oculto en una sombra espesa, había un hombre. Un hombre que Kaird reconoció
inmediatamente, a pesar de la imposibilidad absoluta de que estuviera allí. Se quedó mirán-
dolo fijamente en estado de shock.
Era el Underlord Dal Perhi.
Nick mantuvo la mano en su desintegrador enfundado mientras él, Laranth, Den Dhur, I-Cin-
co, y Jax avanzaban hacia la entrada oscura. Jax y Laranth iban en cabeza, y Nick cubría la
retaguardia.
No iba a ser difícil encontrarlos —al menos no mientras los sensores olfativos de I-Cinco
funcionaran. Los fotorreceptores del droide brillaban a máxima potencia, así que la falta de
iluminación tampoco era un problema. La conexión rudimentaria de Nick con la Fuerza no
indicaba ningún peligro inmediato, aunque en los alrededores lejanos de su conciencia estaba
bastante seguro de que allí acechaban monstruos.
Y al menos uno acecha mucho más cerca, pensó. Ese sería yo.
El tiempo se estaba acabando. Nick sabía que tenía que tomar una decisión. Lo había estado
retrasando, esperando contra toda esperanza que ocurriera algo que le librase de esa terrible
tarea.
Había una docena de formas diferentes en las que podía justificar entregar a Jax a Darth Va-
der. No era como si el Jedi fuera un amigo íntimo o un pariente. Y no sabía qué destino había
planeado Vader para él —aunque, Vader siendo Vader, Nick podía apostar a que no querría a
Jax en Ciudad Imperial para tomar té de especia y pastelitos.
Por otra parte, sabía demasiado bien lo que pasaría si le fallaba a Vader: la meseta de la selva
que era el hogar de su tribu sería reducida a chatarra incandescente.
¿Podría ordenarlo Vader? Después de todo, Haruun Kal no era simplemente otra bola de
fango en el borde más alejado. A pesar de sus innumerables enfermedades y pestilencias y
otras formas de desagrado, era la única fuente en la galaxia conocida para necesidades como
madera de lammas, corteza de thyssel, hoja de portaak, y otros milagros botánicos. Eliminar
incluso una diminuta parte del brazo de una industria de alcance galáctico en lo que equivalía
a un arrebato de rencor, bien... parecía ridículo a primera vista.
Por otra parte...
No, no había forma de escapar de aquello. Simplemente no podía correr el riesgo de que Vader
pudiese llevar a cabo incluso una parte de su amenaza. Era un caso obvio de las necesidades
de muchos teniendo más peso que las necesidades de unos pocos —o, en este caso, de uno.
Nick se preguntó si estaba tratando de encontrar consuelo y justificación en las estadísticas.
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Sacudió la cabeza con enfado. No necesitaba justificación. Podía ver lo que había que hacer,
por el bien mayor. No era su culpa. Culpa al hombre alto y siniestro con la máscara negra.
Y, después de todo, no era como si Nick no hubiese combatido en buenas batallas. Había
combatido en un montón de buenas batallas, y también en muchas malas, en más mundos
destruidos por la guerra de los que era capaz de recordad. ¿Cuándo era el momento de parar?
¿Cuándo conseguiría un poco de tranquilidad, un poco de paz? Había aceptado el hecho de
que el apartamento de lujo, la esposa y los niños, la cómoda jubilación, todo eso no sería
parte de su futuro. Pero ser encerrado en un mundo como Despayre, sabiendo que había sido
responsable de la destrucción de cientos de personas, tampoco había sido exactamente parte
de la descripción del trabajo.
Notó a Jax observándole, y se dio cuenta de que había olvidado reducir de nuevo la reacción
de su sistema nervioso ante su dilema; probablemente estaría emitiendo su desasosiego por
todo el ancho de banda de la Fuerza, por así decirlo. Precipitadamente alzó sus defensas, es-
perando que el Jedi no decidiera sondear su mente directamente. Aunque el poder de Jax en
la Fuerza, por lo que Nick había sentido desde que conoció al Jedi, no era tan intenso como el
de Vader, sabía que Jax podría apartar fácilmente cualquier defensa mental que Nick pudiese
erigir.
Afortunadamente, Jax no intentó un sondeo directo. En lugar de eso se rezagó a la posición de
retaguardia de Nick. — ¿Estás bien? —preguntó en voz baja.
—Sí. Solamente —intentando mantener las cosas en calma. He sondeado demasiado lejos allí
afuera y parece que algo está sondeándome en respuesta.
— ¿Sientes a algún usuario de la Fuerza? ¿Aquí? —Jax parecía sorprendido y escéptico.
—No, no es eso. Pero hay algo allí afuera en los alrededores.
Jax frunció el ceño. Por un momento casi pareció triste, pensó Nick. Y entonces, repentina y
aparentemente de la nada, tuvo un flash a través de la Fuerza sobre Jax. Una revelación que
hizo que se quedara mirando al Jedi con asombro. No podría haber estado más sorprendido si
de repente Jax hubiese revelado que era un clawdite cambiante.
Jax Pavan estaba perdiendo su conexión con la Fuerza.
No tenía ni idea de por qué su menos que óptima conexión le había concedido repentinamente
esta sorprendente revelación. Ocurría a veces; no había reglas inflexibles, ni leyes discerni-
bles, por las que funcionara la Fuerza, aunque los más metafísicamente inclinados entre los
Jedi creían que todos los acontecimientos eran forjados y moldeados por sus revelaciones.
Hacia qué fin no era dado para la vida sensitiva orgánica comprenderlo. Nick no tenía ni idea
de si esta creencia era cierta o absoluto mopak de herbívoro; todo lo que sabía era que este
dato particular era una certeza.
El vínculo de Jax con la Fuerza estaba chisporroteando.
Antes de que pudiera dejar de mirarle fijamente, Jax le miró a él, y fue obvio que sabía lo que
pasaba por la mente de Nick; evidentemente su conexión titubeante no era tan mala. —Sí —
dijo él en voz baja—. Es cierto.
Nick no tenía ni idea de cómo responder a eso. Incluso su relación con la Fuerza, tenue como
era, estaba siempre ahí. Podría no emitir una luz muy lejana sobre el oscurecido plano de exis-
tencia, pero siempre ardía a velocidad constante. Nunca había oído que tal cosa le ocurriera a
alguien lo suficientemente afortunado como para experimentar la conexión en primer lugar.
—Es…intermitente —continuó Jax—. No ha ocurrido a menudo, pero cuando pasa…siento
como si hubiese saltado por una escotilla sin traje de vacío.
Apuesto a que sí, pensó Nick. Se le ocurrió que aquello podría jugar a su favor; sería más fácil
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mantener su agenda oculta si Jax no funcionaba al máximo todo el tiempo. Inmediatamente
después de tener el pensamiento, sintió un estallido de auto aborrecimiento, el cual aparente-
mente Jax no notó.
— ¿Se lo has dicho al Paladín? —Nick no podía pensar en otra cosa que decir.
—No…pero sé que sospecha. Tendré que decírselo, por la misma razón que te lo estoy di-
ciendo a ti. Si mi conexión falla en el peor momento, tu y ella tendréis que tomar el mando y
completar la misión. ¿Entendido?
—Completamente —dijo Nick, las palabras sabían como ceniza en su boca—. Te cubriremos
la espalda.
Después de un viaje laberíntico a través de oscuros corredores y cámaras, entraron, a través
de una puerta destrozada, en lo que parecía haber sido una vez una sala de control —había
consolas, pantallas en las paredes, muros de paneles eléctricos, y varias piezas de equipo.
Una pared era un gran panel de transpariacero que daba a lo que parecía ser una vasta línea
de montaje de producción en masa. Todo tenía una apariencia vagamente anticuada. La única
luz procedía de lámparas atenuadas; lanzaban un frío brillo cobalto sobre todo y sobre todos.
La habitación había sido destrozada. Los paneles habían sido arrancados, exponiendo entra-
ñas electrónicas; los monitores habían sido hechos pedazos; las piezas de equipo habían sido
aplastadas contra el suelo y las paredes. Hubo una grieta radiando desde el centro del panel
de transpariacero.
La evidencia de la destrucción daba testimonio de su salvajismo. Quienquiera o lo que fuera
que hubiera hecho esto lo había hecho con pasión y odio, y se había necesitado una fuerza
enorme para agrietar el grueso transpariacero. Jax observó a Den Dhur coger un panel del sue-
lo y examinarlo. Entonces, silenciosamente, se lo dio a I-Cinco. Jax vio al droide extender el
brazo para agarrarlo. Sus dedos metálicos se cerraron en un extremo, encajando exactamente
en la huella de cuatro dedos de duracero que lo habían desgarrado de su anclaje.
Laranth miró la placa que sostenía el droide. —Droides salvajes —murmuró ella.
Nick estaba a un metro de los demás, quienes discutían acaloradamente la posible existencia
de los así llamados droides salvajes. Jax, se fijó, todavía parecía resistirse a cualquier opinión
o concepto expuesto por I-Cinco. Nick no podía evitar pensar que Jax estaba siendo demasia-
do cerrado en este tema en particular. ¿Por qué estaba tan nervioso por un droide? Era verdad
que, si I-Cinco alegaba autoconciencia y verdadera sensibilidad, ciertamente estremecería
algunas creencias confortables sobre inteligencia mecánica. Pero Nick no creía que eso sacu-
diera su mundo más de la cuenta. Había momentos en los que pensaba que un reek con daño
cerebral tenía más sensibilidad que la mayoría de los así llamados seres pensantes.
Observó a Jax, todavía esforzándose por creer que su conexión con la Fuerza estuviera ero-
sionándose lentamente. Ciertamente añadía una marca adicional a su encargo traicionero.
Entregándole Jax a Vader con el primero a la altura de sus poderes ya sería suficientemente
malo; ofrecerle al Señor Oscuro de esta manera era poco mejor que atravesarle con una sable
láser ahora mismo. De hecho, pensando en ello, el sable láser era probablemente la solución
más humana.
Estaba en el punto de tomar la decisión, él lo sabía -pasado el punto, de hecho. Debería haber
llamado a Vader cuando habían encontrado a Ojos de Insecto en el arrabal ugnaught, pero las
cosas habían ocurrido demasiado deprisa. Sin embargo, Nick sabía que ya no podía demorarlo
más; si realmente llevaba un rastreador en alguna parte debajo de su piel, entonces ahora mis-
mo estaba transmitiendo el hecho de que se encontraba a medio planeta de donde se suponía
que debía estar. Por supuesto, el droide Ojos de Insecto también estaba allí; no obstante, Nick
no quería arriesgar su ghosh con la esperanza de que Vader no pensara que estaba escapando
del trabajo.
Tenía que afrontarlo: o entregaba a Jax a Darth Vader ahora…o aceptaba y vivía con las con-
secuencias del genocidio.
El Señor Oscuro le había dicho que no debía intentar capturar al Jedi a solas. Le había dado
un comunicador que emitía una señal especial; todo lo que Nick tenía que hacer era activarlo,
y Vader sería alertado instantáneamente. El dispositivo era un pedazo de tela elegante tejido
en sus ropas, indetectable por cualquier dispositivo de escáner habitual. Estaba diseñado para
reconocer su ADN; un leve apretón del material entre pulgar e índice era todo lo que hacía
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falta. Vader sabría que Nick había encontrado a Jax Pavan, y el rastreador subcutáneo le guia-
ría infaliblemente hasta allí.
Nick manoseó ligeramente la sección de tela. Entonces se dio la vuelta y, mientras todos los
demás estaban centrados en la discusión, se deslizó sigilosamente en las sombras y atravesó
una puerta.
Una vez fuera de su vista, comenzó a andar rápidamente. No estaba seguro de a dónde iba,
pero no sería lejos. Sólo necesitaba apartarse del entorno inmediato de Jax, para reducir la
posibilidad de que Jax sintiese problemas, y porque sabía que no podría traicionar a su amigo
estando en el mismo cuarto que él. No iría lejos. Era consciente de que podía haber varios
peligros con dientes acechando en las sombras, pero, si bien sólo tenía un leve contacto con
la Fuerza, todavía confiaba en ella, y en sus habilidades y reflejos ganados duramente en la
batalla, para protegerle lo suficiente para hacer lo que tenía que hacer. Y si estaba equivocado
—si algo lo suficientemente grande y rápido como para convertirlo en un almuerzo caliente
antes de que pudiese reaccionar salía de la oscuridad... bien, en ese momento era difícil ver la
parte negativa de esa situación.
Kaird miraba fijamente con incredulidad. El Underlord de Sol Negro era la última persona
que había esperado ver en una planta abandonada de manufactura de droides en el Distrito de
las Fábricas. Pero era él, no había duda de ello. Kaird estaba a menos de dos metros, y estaba
bastante familiarizado con disfraces, trajes corporales, y cosas por el estilo. Podría descubrir
a alguien tan camuflado mucho más fácilmente que la mayoría.
—Underlord Perhi —dijo, agradecido de no tartamudear, al menos—. ¿Por qué está aquí?
Perhi frunció el ceño. — ¿No es obvio? Estoy aquí para limpiar el desastre que tú has causado.
El Principe Xizor me informó de la situación, y vine inmediatamente.
¿Situación? ¿Qué situación? Kaird estaba completamente confundido. Estaba a punto de dar
una respuesta cuando notó algo muy extraño.
Kaird podía ver más profundo tanto cerca de la luz infrarroja como de la ultravioleta que la
mayoría de las especies. Podía ver las olas de calor que emanaban del cuerpo de Perhi, y se
dio cuenta abruptamente de que variaban continuamente a grados extremos entre el frío y el
calor. Eso era inexplicable. Perhi estaba de pie, y obviamente no había realizado ningun ejer-
cicio o actividad extenuante recientemente; su respiración era normal para un humano, y no
sudaba. Pero la temperatura de su piel subía y descendía rítmicamente, en el intervalo de una
sola respiración. Kaird estimó la variación en quince grados.
Se acercó a Perhi y agarró la parte superior del brazo del humano para asegurarse, teniendo
que extender ambas manos esposadas para hacerlo. No, no era su imaginación: podía sentir la
temperatura de la piel subiendo y bajando. Eso simplemente no era posible. No había manera
de que Perhi pudiera estar allí, conversando con él, si su termostato interno fluctuaba entra
tales picos y valles…
Kaird lo entendió de repente.
“Perhi” retiró su brazo del agarre de Kaird con indignación. — ¿Qué estás haciendo? Haré
que te…
La cosa que imitaba al Underlord dejó de hablar repentinamente. Tembló, entonces abrupta-
mente echó la cabeza hacia atrás, tensándose en un arco de agonía. Kaird observó horrorizado
mientras el simulacro se derretía —su carne se ennegreció y se encogió, entonces se transfor-
mó en una podredumbre repugnante. Los ojos y los dientes, y un armazón de huesos metá-
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licos, brillaron un momento en la apestosa oscuridad antes de disolverse también, mudando
de piel sobre órganos que parecían en parte vísceras y en parte componentes electrónicos. Un
momento después, todo lo que quedaba de la cosa que se había parecido al Underlord Dal Per-
hi era un charco de cieno negro, en el cual las últimas chispas desvanecientes de los circuitos
chisporrotearon y murieron.
Kaird retrocedió horrorizado. Clavó los ojos en Xizor. — ¿Eso…eso era…una especie de
droide?
—Un droide réplica humana —dijo Xizor. Parecía tranquilo e indiferente ante el horror que
ambos acababan de presenciar—. El primer progreso real en la manufactura de droides en una
docena de siglos. Tejido orgánico clonado mezclado con un núcleo cibernético y un exoes-
queleto de duracero.
Kaird sacudio la cabeza, perplejo. —No lo entiendo. ¿Por qué manufacturar un …un clon
droide? ¿Por qué no usar simplemente biotecnología kaminoana para crear a uno real?
—Porque se necesitan un mínimo de diez años para transformar un blastocito en un individuo
funcional. Un droide réplica puede ser producido de forma mucho más barata, y en menos
de tres meses estándar. Y la programación individual es más fácil, más rápida de conseguir, y
más comprensible, en una red neural artificial.
La mente de Kaird giraba sin control. — ¿Me estás diciendo que has financiado un proyecto
en el otro lado del planeta, en una de las áreas más peligrosas de Coruscant, para reemplazar
al Underlord con una especie de medio droide, medio clon? Pensé que tu… —se detuvo, pero
pudo ver que Xizor sabía a dónde conducía su pensamiento.
El falleen dijo, —Tu —y Perhi también, a menos que esté muy equivocado— pensabais que
mi objetivo era hacerme con la posición de Underlord para mí mismo. Y estáis en lo cierto.
Ese es mi plan —pero el Sol Negro no es una panda de trandoshanos, ascendiendo de rango
únicamente mediante la violencia. No puedo entrar simplemente en sus habitaciones y cargár-
melo. Se requiere cierta sutileza.
Kaird recorrió con la mirada el apestoso charco a sus pies. —Esto no me parece terriblemente
sutil.
Xizor suspiró. —Parece que todavía hay problemas con la tecnología. Estas fluctuaciones
aleatorias en la temperatura presagian un problema enraizado. El cerebro del droide parece
contaminarse en cierta forma con el genoma del clon. Se desarrolla un extraño virus híbrido
—en parte ARN del tejido clonado, y en parte un algoritmo mimético de hardware del sustrato
del sistema operativo. El droide es atrapado entre dos modalidades de ser; los circuitos senso-
riales se sobrecargan, y.. —se encogió de hombros—. Ya ves el resultado.
— ¿Por qué me enseñas esto?
—Dos razones —dijo el Principe—. Primero, tenía curiosidad por ver si el DRH era lo su-
ficientemente creíble como para engañar a alguien que está familiarizado con el Underlord
—Xizor se colocó delante del nediji y sonrió, de forma desagradable—. En segundo lugar,
decidí que, ya que ha caído en mis manos un asesino adiestrado, sería estúpido y un desper-
dicio no utilizarte. Mis científicos sólo son superados por los del Emperador en las técnicas
del lavado de cerebro. Matar a Dal Perhi no será tan efectivo, a largo plazo, como lo sería
remplazarle con una marioneta…pero será mejor que nada. Especialmente cuando la eviden-
cia establezca que actuaste por tu cuenta con un deseo de sucederle —miró a Ojos de Insecto,
como para asegurarse de que el droide seguía desactivado—. Regresaré triunfante al Hall de
Media Noche, habiendo encontrado al droide que porta los preciados datos. Tú, por otra parte,
habrás fallado, y tu vergüenza te conducirá hacia un ataque suicida al Underlord.
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Kaird estaba pensando furiosamente, su mente analizando todas las direcciones en busca de
una salida. No tenía buena pinta.
— ¿Alguna objeción? ¿No? Bien —Xizor echó un vistazo a su crono de muñeca, después al
droide desactivado—. Creo que ya hemos charlado suficiente, ¿no crees? —volvió a colocar
la mordaza en la boca de Kaird. Un momento después, Kaird escuchó el sonido casi sublimi-
nal del droide al encenderse.
Xizor gesticuló con su desintegrador. —Vamos a conocer a mi gente. Van a darte una nueva
razón por la que vivir…y por la que morir.
Rhinann dejó su apartamento. Caminó por una corta distancia por el pasillo y llamó un tur-
boascensor. Bajó setenta y tres pisos, caminó quizá un cuarto de kilómetro por otro corredor,
giró a la derecha, y se detuvo delante de la quinta puerta a la izquierda.
Todo el viaje había durado ocho minutos y tres segundos. Le confortaba poder seguir la pista
a tales cosas.
Dentro, la habitación estaba llena de armarios; era básicamente una sala multiusos, cuya últi-
ma función era la de almacén. Rhinann se detuvo en el centro de la habitación y dijo, —Bús-
queda en Catálogo Diecinueve de Holocrón no identificado.
El Catálogo Diecinueve era un listado heterogéneo de diversos artículos esotéricos que habían
acabado en posesión del Imperio después de las Guerras Clon. En los armarios, Rhinann sa-
bía, había pedazos de esoterismo como Gemas Ardientes de Tatooine, una esfera de orichalco
puro, un envase de solarbenite sumamente raro, y muchas otras cosas.
Una holoproyección de varios cubos diferentes de almacenamiento de datos apareció en el
aire. Pidió el más antiguo, y todos se desvanecieron menos uno. Debajo de él el código del
catálogo parpadeó: SD41263.I: HOLOCRÓN ANTIGUO. Sólo había hecho una inspección
superficial del inventario una vez, meses antes. Abrió el armario que se correspondía con el
listado, sacando una de las bandejas. Y allí, seguramente colocado en una copa moldeada de
pastiespuma, entre icono tótem nikto y una geoda geonosiana, había un cubo, aproximada-
mente de cuatro centímetros de lado, con esquinas redondeadas. Resplandecía con un rojo
apagado. Iluminadas en las superficies del cubo por el resplandor rosado desde el interior
había marcas cuneiformes antiguas…marcas que Rhinann reconoció inmediatamente de sus
estudios como lenguaje Sith.
Cautelosamente, el Elomin lo cogió, sosteniéndolo entre el pulgar y el dedo corazón, y lo alzó
para examinarlo. Todo lo que tenía que hacer era reemplazarlo con otro objeto, cambiar el
manifiesto en consecuencia, y sería como si el Holocrón no hubiera existido nunca. Rhinann
deslizó el artefacto de valor incalculable en su chaleco, cerró el armario, y lo devolvió a su
nicho. Apagó el despliegue del manifiesto. Entonces, antes de que los nervios pudieran fallar-
le, dejó el almacén y caminó a grandes pasos, con las piernas tensas, hacia su apartamento.
Antes de que llegara, su comunicador sonó. Lo activó con un sentimiento de temor.
La voz de Lord Vader dijo, —Ven, Rhinann. Tenemos que hacer un viaje.
Después de que Laranth expresó en voz alta lo que todos pensaban, se produjo un largo silen-
cio. Fue roto por Den, que dijo, —¿Podemos marcharnos ahora?
Jax Pavan sacudió la cabeza obstinadamente. —Tengo que completar la última misión...
—Del Maestro Piell, lo sabemos —Den alzó sus brazos en un gesto de exasperación y dis-
gusto entremezclados—. Tu, amigo mío, eres un Jedi loco. Por no decir suicida. Yo soy sólo
un reportero, pero creo que todo el mundo en las cercanías estaría mucho mejor si alguien te
quitara el sable láser, y de paso cualquier otra cosa afilada y punzante..
—Basta, Den.
Den se detuvo asombrado. Porque no fue Laranth o Pavan quien había hablado. Fue I-Cinco.
Acababa de ser reprendido. Por su amigo, que nunca antes, hasta donde Den podía recordar,
le había levantado la voz enfadado a nadie, ni siquiera a grandes y poco amistosas formas
de vida dispuestos a hacerles a ambos auténtico daño. Seguramente no en presencia de Den,
de cualquier forma, y con toda seguridad no a Den. Sintió una cascada de emociones: daño,
vergüenza, y…tenía que admitirlo: enfado.
Enfado e indignación por ser censurado, por un droide.
Sangre caliente coloreó su cara, hasta la punta de sus orejas. Miró fijamente a I-Cinco, el cual
se había vuelto a Pavan.
—En ese caso —dijo él—, será mejor que nos pongamos a ello. Si hay droides salvajes —y
parece haber evidencias que lo avalan —añadió, observando la carnicería electrónica esparci-
da alrededor—, éste parece un lugar al que podrían regresar.
Pavan asintió. —I-Cinco, tu y Laranth en la retaguardia, mientras Nick y yo… —miró a su
alrededor, desconcertado—. ¿Dónde está Nick?
Todo el mundo miró a su alrededor. I-Cinco puso sus fotorreceptores a máxima potencia, son-
deando las sombras. Nick Rostu no estaba por ninguna parte.
—Algo le ha cogido —dijo Den.
Tanto Laranth como Pavan sacudieron la cabeza. —No —dijo este último—. Laranth o yo lo
habríamos sentido.
—Jax está en lo cierto —dijo Laranth—. Se fue por su propia voluntad.
— ¿Sí? ¿Para ir a dónde? —Den tembló y, a despecho de su ambivalencia, se acercó más a
163
I-Cinco.
—Buena pregunta —dijo Laranth—. ¿Para ir a dónde —y hacer qué?
—No importa lo que esté planeando —dijo Den—. Va a terminar en el menú de los habitantes
locales…si no lo ha hecho ya.
—No lo ha hecho…aún. Así que encontrémosle antes de que lo hagan ellos —Pavan cerró
los ojos un momento—. Le siento —dijo—. Por aquí.
Señaló a una de las oscuras entradas. I-Cinco se volvió hacia allí, con los fotorreceptores al
máximo. Aun así, sólo iluminaban la oscuridad un breve trecho.
Laranth le hizo un gesto a Den —Yo cubriré la retaguardia. Estarás más seguro en el centro.
Es bonito saber que alguien se preocupa, pensó Den mientras seguía a Pavan y a I-Cinco.
La parte negativa de un droide consciente de sí mismo, estaba empezando a darse cuenta Den,
era que la autoconciencia presuponía— demandaba— fallos de los que uno debía ser cons-
ciente. Un ser perfecto no tenía necesidad de conocerse a sí mismo. Sólo en la imperfección
había espacio para crecer.
Las personas cometen errores. I-Cinco comete errores. Por tanto...
Den resopló. Silogismos.
Kaird estaba pensando a marchas forzadas. Había caído en un nido espinoso, no se podía ne-
gar. El fallen tenía un desintegrador apuntando hacia él. En sí mismo, esto no era causa de pre-
ocupación…salvo por esas malditas esposas de energía. En el pasado, Kaird había encontrado
maneras de vencer a adversarios tan cautelosos y experimentados como Xizor. Pero no había
ninguna oportunidad de ello con sus muñecas atadas, especialmente desde que tenía también
que tener en cuenta al droide. Kaird no sabía cuánto control sobre 10-4TO le daba a Xizor esa
frase críptica, pero no estaba ansioso por averiguarlo. Tendría que aguardar a que sus manos
estuvieran libres, y esperar que para entonces no fuera demasiado tarde para hacer algo.
Xizor les hizo moverse con paso estable. No pasó mucho tiempo antes de que doblaran una
esquina y se encontraran con un grupo de puertas dobles. Xizor alzó una mano ante un panel
identificador. Las puertas se abrieron, revelando el interior. Xizor retrocedió, su piel se tornó
naranja profundo por la conmoción y la rabia.
El gran laboratorio estaba destrozado. El equipo —electrónico, médico, y químico— había
sido destruido con abandono salvaje y había sido esparcido por la cámara. Kaird vio vasos y
tubos de ensayo rotos, tanques de bacta hechos añicos, aparatos de diagnóstico volcados, y
otra destrucción dondequiera que mirase.
Pero eso no era lo peor. También había habido destrucción orgánica. El equipo de doctores
y científicos de Xizor había recibido el mismo tratamiento. Las paredes habían sido pintadas
con la sangre de varias especies, incluyendo el rojo de la hemoglobina humana y el verde—
azulado de la hemocianina aqualish. Kaird bajó la mirada hacia la cabeza más intacta de un
drall. Su cara peluda conservaba una mirada de horror.
Era bastante obvio que hoy no habría lavado de cerebro…a menos que el término incluyese
limpiar la sustancia gris salpicada de las paredes y el suelo.
Xizor estaba claramente furioso. —Los droides —le escuchó Kaird barbotear—. Los maldi-
tos droides salvajes. Los salissianos me dijeron que todos ellos habían sido...
—Alguien se acerca —dijo 10-4TO.
Xizor se tensó ligeramente y dejó caer la mano hacia su desintegrador enfundado.
Las pisadas se hicieron audibles, acercándose. Un momento después un varón humano apa-
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reció al doblar la esquina. Kaird le evaluó: delgado, vestido como un piloto, pero con el aura
inconfundible de las fuerzas armadas. Se detuvo cuando les vio, y, tras un momento de sorpre-
sa, sonrió gratamente, como si todos ellos se hubieran encontrado durante un paseo sin prisa.
—Bien —dijo él—. El Príncipe Xizor —miró al droide—. Y el famoso 10-4TO, también co-
nocido como Ojos de Insecto. Vaya, vaya, vaya... ¿quién lo iba a decir?
Aunque no era exactamente un gran shock encontrarse con el Príncipe Xizor y el droide —y el
hombre pájaro, que había estado inconsciente la última vez que Nick le había visto— seguía
siendo una sorpresa, y no una particularmente agradable. Nick mantuvo sus ojos y la Fuerza
centrados en Xizor. El droide no haría nada a menos que se lo dijera, se imaginó, y el hombre
pájaro era una incógnita —aunque, dado que estaba esposado y amordazado, probablemente
no era una amenaza. El falleen era, con mucho, el más peligroso de lo tres. Se rumoreaba que
estaba afiliado con el Sol Negro. Más en relación con la situación actual, sostenía un desin-
tegrador en su mano, y también era, por lo que Nick había oído, un maestro de varias formas
de combate sin armas. No sólo eso, sino que controlaba al droide —eso había sido obvio en
el nido ugnaught. Considerándolo todo, el Príncipe Xizor era definitivamente alguien a quien
tratar con tiento.
Por supuesto, Nick sabía la frase de control que pondría a Ojos de Insecto de su lado, pero
también sabía que par cuando la hubiese ladrado y añadido alguna clase de instrucción como
“¡Desármale!” Xizor podría haberle sacado su intestino grueso y haberle estrangulado con él.
Mejor, con diferencia, ir con calma.
— ¿Quién eres? —gruñó Xizor—. ¿Cómo sabes quién soy? Este lugar está desierto —cómo
has…?
—No soy de aquí...al igual que tu —dijo Nick, asumiendo lo que él esperaba que fuese un aire
de despreocupación mientras su cerebro se agitaba frenéticamente dentro de su cráneo, inten-
tando descubrir una manera de seguir con vida el tiempo suficiente para que se le ocurriera
un plan. Aún no había activado el faro que llamaría a Vader. ¿Podría usar a Xizor de alguna
forma como aliado contra el Señor Oscuro? ¿Una forma de salvar la vida de Jax— y la suya—
distrayendo a Vader? Improbable; e incluso si era posible, si eso no terminaba con la muerte
de Vader, todavía quedaba el peligro de parte de Haruun Kal siendo diezmada.
Nick supuso que tenía aproximadamente diez segundos antes de que Xizor perdiera la pa-
ciencia y le disparase. Abrió la boca sin tener idea de lo que iba a decir…sólo que tenía que
decir algo. Lo que salió fue: —Estoy aquí para advertirte. Lord Vader ha enviado a una fuerza
armada detrás de ti. Te están rastreando, y te encontrarán muy pronto.
El Príncipe Xizor parecía alerta. — ¿Te refieres a esos idiotas que se metieron de cabeza en mi
fusilamiento droide? No creí que pudieran continuar, mucho menos perseguirme por medio
mundo.
—No los subestimes —dijo Nick—. Dos de ellos son Jedi renegados, y están usando la Fuer-
za para rastrearte.
—De nuevo…¿por qué? ¿Qué quiere Darth Vader de...—Xizor miró a 10-4TO y se quedó
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callado.
—Sí —dijo Nick—. Quiere los datos que lleva el droide.
—Y tú has venido a advertirme —el tono del falleen era escéptico, por no decir más—. ¿Qué
ganas con ello?
Nick no necesitaba que la Fuerza le dijera que Xizor no se lo estaba tragando. Aun así, no
había forma de que pudiera dar marcha atrás. —Me envió el Sol Negro —sonaba absurdo,
incluso en sus propios oídos, pero era todo lo que se le ocurrió.
—Ah —dijo Xizor, su voz casi un ronroneo—. Entonces, sin duda, podrás decirme la frase
de reconocimiento.
Nick sintió que varias partes de su anatomía se enfriaban y encogían. Si existía tal frase, él no
tenía forma de adivinarla. Ahora sólo había una posibilidad muy pequeña —puso todo lo que
tenía en un sondeo de Fuerza, intentando leer el estado emocional de Xizor y extrapolar desde
allí. No era fácil; el príncipe mantenía sus sentimientos y reacciones bien protegidas. Aun así,
Nick pudo sentir lo suficiente de su estado de ánimo para estar razonablemente seguro de su
respuesta. — ¿Frase? ¿Qué frase? —se produjo un largo momento de silencio; entonces, para
su inmensurable alivio, Nick sintió que la sospecha se reducía levemente por parte de Xizor.
—Muy bien —dijo Xizor—. Entiendes por qué debo estar en guardia.
—Por supuesto.
— ¿Dónde están esos Jedi renegados? Si están planeando una emboscada, entonces obvia-
mente queremos estar allí primero.
—Te llevaré hasta ellos —dijo Nick, sintiéndose aliviado.
Echaron a andar por el oscuro pasillo, con Nick a la cabeza, Xizor justo detrás de él. Nick no
necesitaba mirar para saber que el desintegrador de Xizor estaba apuntando a su espalda.
Hasta ahora, pensó Nick, las cosas no estaban saliendo mal del todo, considerando que estaba
tocando completamente de oído. Sin embargo estaba empezando a perfilarse un plan. Si po-
día encontrar el camino de vuelta hasta Jax y los demás, y alertar a Jax a través de la Fuerza
de que se aproximaba un peligro, tal vez serían capaces de vencer a Xizor. Conseguirían el
droide y sus datos, al menos, y Jax habría completado su obligación con el Maestro Piell. En-
tonces, él sintió, podría decirle a Jax cómo Vader le había reclutado con la amenaza de destruir
su planeta natal. Trabajando juntos, podrían idear una forma de escapar de todo eso...
Pero mientras caminaba por el oscuro pasillo, Nick empezó a encontrar la idea de volverse
contra Xizor menos apetecible. En su lugar, se encontró pensando que quizá tenía más sentido
para ellos encontrar la manera de aliarse con Xizor. Después de todo, el príncipe falleen po-
dría ser un poderoso aliado…y después de todo, se trataba de hacer las alianzas más fuertes,
¿verdad?
Cuanto más pensaba en ello, más asombrado estaba Nick, y en cierta forma más molesto, de
no haber pensado antes en ello. Tenía todo el sentido. Su mejor opción era llevar a Xizor hasta
los otros —pero no para que pudieran doblegar a Xizor. El príncipe podría protegerle tanto a
él como a su ghosh de Vader: hasta un Gungan con insolación podría verlo. Y sin duda tam-
bién podría ayudar a Jax a esconderse de Vader.
Nick sintió una oleada de alivio cuando estas revelaciones desfilaron a través de su mente.
Menos mal que había pensado en ello a tiempo de evitar cometer un terrible error. Volvió la
mirada hacia el Príncipe Xizor. Sería un aliado bueno y poderoso, no había duda al respecto.
Sólo pensar en ello le hizo sentirse más seguro. Mientras el sentimiento surgía a través de él,
Nick se fijó que la piel del falleen, previamente tan verde como cobre ardiente, había cambia-
do a un tono muy agradable de rosa.
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Tres droides obreros, de un diseño con el que Jax no estaba familiarizado, entraron en la sala
de control. Tenían aproximadamente dos metros de alto, eran anchos y pesados, con brazos
extensibles estándar terminados en tenazas de tres puntas.
—Be-Equis-Ele-Noventa y nueve —murmuró I-Cinco. No sonó emocionado.
Los droides avanzaron. Todos ellos emitían sonidos, y silbidos en binario. Jax no tenía ni idea
de lo que decían, pero de alguna manera sonaba incorrecto.
Había otra cosa extraña en ellos: aunque eran el mismo modelo, los tres droides no parecían
iguales. En primer lugar, parecían estar cubiertos de parches de óxido. Entonces, mientras se
acercaban, Jax vio que habían sido modificados de formas extrañas. Uno tenía tubos de plas-
ticeno culebreando a través de su placa pectoral, a través de los cuales circulaban fluidos de
varios colores. Otro tenía luces parpadeantes que le recorrían los brazos en patrones erráticos.
El tercero lucía dos largas y delgadas antenas en su cabeza, con descargas eléctricas de alto
voltaje ascendiendo entre ellas. Los tres tenían diversas piezas arcaicas de equipo electrónico,
como paneles de circuitos y tubos de vacío, soldados a sus cabezas y torsos, aparentemente
al azar.
Todo esto se registró en espacio de algunos segundos. Entonces Jax dio un salto de Fuerza,
los hilos le sujetaron en un arnés invisible, manipulándole como una marioneta, para que eje-
cutara un giro en el aire y aterrizara detrás del droide con las antenas de descarga. Antes de
que pudiera comenzar a girarse, Jax balanceó su arma hacia la juntura entre su cabeza y los
hombros.
Pero en lugar de descabezarlo, la hoja de energía se volvió muy brillante por un momento,
escupió un sonido como cien dínamos gigantes sobrecargándose, y se apagó, dejando sólo
la empuñadura muerta y un hedor a ozono. Jax miró fijamente en estado de shock a su arma
desactivada, percatándose demasiado tarde que el droide con los patrones luminosos trataba
de alcanzarle…
Dos descargas gemelas de partículas y rayos láseres, perfectamente apuntados, impactaron en
el droide de las antenas y en el droide de las luces en sus acoplamientos de enlace de circui-
tos, desconectando los cuerpos robóticos de sus CPUs. Los dos droides quedaron paralizados
de forma efectiva. Jax reactivó su sable láser y lo incrustó directamente a través del subpro-
cesador torácico del droide de los tubos. En un aguacero de chispas el último BXL-99 fue
desactivado.
Mientras sacaba el sable láser de la sección torácica del droide, Jax miró de cerca la carcasa.
Lo que vio le hizo estremecerse.
Los parches que había pensado que era óxido no eran óxido. Eran sangre.
Hubo un momento de silencio, roto por el impacto de algo muy caliente y muy rápido contra
la ventana de trasnpariacero. La grieta central se agrandó.
Laranth dio un paso cautelosamente hacia donde podía ver por la ventana, con sus desintegra-
dores preparados. Cuando habló, su voz fue más sombría de lo habitual.
—Hay media docena de droides allí abajo, en el suelo de línea de montaje, tal vez más —dijo
ella—. No dejan de moverse así que es difícil contarlos. Pero —añadió—, definitivamente nos
superan en número.
Otra bola de luz anaranjada golpeó la enorme ventana, haciendo que retrocediera.
—Y —añadió—, uno tiene un cañón de plasma.
—Fantástico —dijo Dhur.
Jax agarró su sable láser y trató de alcanzar otra vez las familiares líneas de la Fuerza. Otra
descarga de plasma destruiría el panel del transpariacero, y entonces necesitarían toda la ayu-
da que pudieran conseguir para derrotar a los…
No, pensó él. Otra vez no.
Como había ocurrido antes, llegó a él lo que parecía una vacilación, un tartamudeo, en lo que
normalmente era una conexión suave y casi sin ningún esfuerzo. Una incertidumbre, un vacío
donde normalmente surgían una oleada familiar de Fuerza, la sensación de poder y confianza
que siempre le había llenado.
— ¡No está ahí!
Jax combatió el pánico. Era absurdo, esa oscilación, esa conexión ahora sí, ahora no. Había
usado la Fuerza para saltar sobre un droide obrero hacía cinto minutos, y en ese momento
había funcionado bien.
Bien, ahora no está funcionando.
Otra descarga de plasma impactó en el panel, el cual estalló en fragmentos medio derretidos
que bañaron la sala. Laranth los desvió, pero la metralla era la menor de sus preocupaciones.
Jax miró hacia la ventana a tiempo de ver a otro droide, obviamente tan enloquecido como los
anteriores, trepando por el borde.
Era un operador de fundición 8D8, un droide humanoide larguirucho diseñado para resistir
el calor abrasador de altos hornos y los pozos de fundición. Su exoesqueleto estaba hecho de
una aleación de duracero que podía resistir una larga exposición a temperaturas sumamente
altas. Normalmente el modelo iba desarmado, pero en el caso de éste, habían montado un
desintegrador pesado en su hombro izquierdo. Y por alguna razón conocida sólo por su pro-
pio procesador psicótico, había sujetado una tira de metal alrededor de su cabeza como una
mordaza, cubriendo su vocalizador.
El desintegrador comenzó a disparar, barriendo la habitación, tan pronto como la parte supe-
rior del 8D8 pasó por el borde. Jax sabía que sólo disponía de unos segundos para actuar. No
podía confiar en su habilidad para anticipar y bloquear las descargas, así que se lanzó por el
suelo, deslizándose a través de fragmentos de transpariacero afilados como cuchillas, con el
sable láser extendido ante él. Antes de que el enloquecido 8D8 pudiera ajustarse, Jax estuvo
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frente a él. Meció la hoja de energía en un arco corto, desenganchando pulcramente el desinte-
grador de su montura. La hoja fluctuó en el cuello del droide, pero sólo un momento; la barra
carente de fricción no tuvo que atravesar la columna de duracero para cortarla.
Por su mala postura, Jax no pudo poner su fuerza y velocidad habitual en el golpe. Como
resultado, en lugar de cortar la cabeza limpiamente, la hoja incandescente reselló parte de
los conductos interiores según los atravesaba, mientras el impacto hizo girar parcialmente
la CPU. La cabeza del 8D8 permaneció soldada a su cuello, sólo que mirando más o menos
hacia atrás.
El droide perdió el equilibrio, derribando a otros dos mientras caía. Sin embargo, había otros
dos subiendo: un centinela Roche J9 y un droide ASP. Jax se puso de pie, parte de su mente
comentaba irónicamente la extraña pareja que hacían esos dos; el J9 era listo en extremo, si
bien algo hosco e intratable, mientras que el ASP era poco más que una calculadora andante.
Sin embargo, ambos parecían unidos en su propósito. Ambos tenían microchips, pernos de
contención desactivados, y otra impedimenta distribuida por todo su cuerpo. Ambos parlotea-
ban en el mismo balbuceo Binario continuo que habían usado los tres primeros. Sólo el 8D8
“amordazado” había guardado silencio.
Jax retrocedió cautelosamente, su sable láser alzado ante él. El sudor goteaba en sus ojos; al
menos, él pensaba que era sudor. Cuando parpadeó se percató por su viscosidad que era san-
gre. Los fragmentos afilados del panel de la ventana le habían dejado una veintena de cortes
en la cara y en las manos. La sangre de sus manos laceradas también le hacía difícil agarrar la
empuñadura de su arma.
No lo sueltes, se ordenó a sí mismo furiosamente. Eres un Jedi; estas personas están a tu car-
go. ¡No puede fallarles!
¿Pero cómo podía salvarles? Sin una conexión con la Fuerza, estaba ciego, sordo, y lisiado.
Sus habilidades de lucha estaban debilitadas, sus reflejos mitigados... sin la Fuerza, no era…
“Incluso sin la Fuerza, sigues siendo un Jedi”.
El recuerdo le impactó casi como un golpe físico. Era algo que el Maestro Piell le había dicho
meses antes, cuando todavía había sido un Padawan. El corazón de Jax se saltó una pulsación.
En medio del caos que se desarrollaba a su alrededor —Laranth disparando serenamente sus
desintegradores, I-Cinco usando sus láseres igual de tranquilo— era difícil creer que una voz
tan sosegada y pequeña en su cabeza pudiera oírse, mucho menos llegar tan claramente como
ocurría. Pero allí estaba. Recordó la conversación, la cual había tenido lugar en la sala de en-
trenamiento del Templo, vívidamente:
—La Fuerza ayuda al poder del Jedi —le había dicho el Maestro Piell—. Completa el entre-
namiento del Jedi. Pero la Fuerza por sí sola no hace a un Jedi. Eso viene de un lugar más
profundo.
—Pero la Fuerza nos caracteriza, nos hace únicos —había balbuceado él—. Sin ella, ¿en qué
se diferencian los Jedi?
La respuesta del lannik había sido típicamente acerba: —Vaya, ¿estoy hablando sólo? ¡Presta
atención! La Fuerza te ayuda. No te define. Antes de que te reclamara, ya eras quien eres aho-
ra; de otra manera, no te habría elegido como su recipiente. ¿Comprendes?
Una sombra cayó sobre Jax desde atrás; se giró y vio a otro droide surgiendo amenazado-
ramente. Ni siquiera estaba seguro de qué tipo era ese; captó una impresión de mole mecá-
nica, bandas de tracción, manos de tenaza de dos puntas —calaveras sonrientes de diversas
especies cubriéndolo por todas partes. Esquivó su primer golpe, entonces se dio un giro y lo
incapacitó con su hoja. Con los servomotores detenidos y crujiendo, fue dando tumbos hacia
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la ventana y cayó por ella, llevándose con él al J9 y al ASP.
Sin pensar, simplemente reaccionando, Jax se giró de nuevo y alzó su sable láser. Las dos mi-
tades de un droide de mantenimiento, sus células interiores de energía chispeando y echando
humo, cayeron a sus pies. Sintió un momento de triunfo, de júbilo —y entonces fue apresado
por un poderoso agarre desde detrás y levantado. Otro brazo articulado y extensible sujetó
su brazo derecho, inmovilizando su sable láser. El agarre alrededor de su cuello comenzó a
apretar…
Un rayo láser agujereó el tórax del droide salvaje. Éste se congeló, y los agarres en el cuello
y el brazo de Jax se relajaron.
Cayó y se giró para ver a I-Cinco a un metro, con el dedo índice extendido.
En el resonante silencio repentino Jax se masajeó el cuello.
—Bajo ciertas circunstancias —dijo—, podría darle las gracias a mi ordenador de navegación.
I-Cinco asintió. —Puede hacer el viaje más seguro.
Jax miró a su alrededor. El suelo estaba cubierto de droides todavía humeantes y sus compo-
nentes. Laranth y Den estaban juntos. El Paladín enfundó sus desintegradores, y el sullustano
desactivó cuidadosamente el vibrocuchillo que evidentemente había estado usando con efecto
considerable.
— ¿Qué estaban diciendo? —le preguntó Jax a I-Cinco.
El droide sacudió la cabeza. —Sólo disparates incoherentes. Ensalada de palabras.
— ¿Creeis que esto es todo? —preguntó Dhur.
—Por ahora —contestó Laranth con cansancio. Entonces se puso tensa de repente alarmada.
Trató de desenfundar de nuevo sus armas, pero antes de que pudiera hacerlo, un frío fuego
azul los envolvió.
Kaird había sabido lo que iba a ocurrir tan pronto como el humano había abierto esa boca
suave y carnosa y había escupido ese barboteo sobre proceder del Sol Negro para advertir a
Xizor. Incluso si Xizor no hubiera sabido que el Underlord Perhi, quien había enviado a Kaird
a matar al príncipe, no estaría excesivamente preocupado por el su bienestar, el humano no
encajaba. Era duro, sí, no había duda, pero no tenía la crueldad, el tipo de blindaje emocional,
que caracterizaba a los miembros de la élite criminal. Uno no necesitaba una conexión con la
Fuerza, o ni siquiera ser marginalmente empático, para ver eso. Este humano no era alguien
que disfrutaba matando, como la mayor parte de los ejecutores, particularmente los humanos.
Había excepciones, por supuesto…a Kaird le gustaba pensar que él era una. Pero claro, él no
era humano.
Y todo se había desarrollado tal como Kaird hubiera esperado: Xizor había fingido creerle, y,
mientras el humano les llevaba de vuelta con los demás, sutilmente, oh tan sutilmente, había
comenzado a usar su arsenal endocrino para influenciarle. Aunque Kaird andaba detrás de Xi-
zor, podía ver la piel del falleen cambiando de matiz mientras emitía feromonas. Y el humano
no tardó mucho en caer bajo el hechizo; su cambio en el lenguaje corporal era obvio, incluso
para un no-humano.
Kaird permaneció inafectado por la niebla molecular alteradora de mentes. El nediji no sabía
si su fisiología era lo suficientemente diferente en este caso para protegerle, o si el Príncipe
Xizor simplemente no le había elegido como objetivo. Pensando en ello, ¿por qué simple-
mente no le había mesmerizado Xizor en el arrabal ugnaught en lugar de hacer que el droide
le disparase? Quizá Xizor prefería la relativa facilidad de usar esposas de fuerza a tener que
emitir constantemente feromonas para mantener bajo control a Kaird. Pero Kaird pensó que
la razón era mucho más simple: a Xizor le había gustado verle sufrir, y había querido al ave
con su mente despierta para que lo apreciara completamente.
El Príncipe Xizor tenía ahora dos peones —o al menos, un autómata y alguien favorablemente
dispuesto hacia él— y Kaird no tenía nada. Las probabilidades no pintaban bien.
No le llevó mucho tiempo al humano llevarles de vuelta con el resto de su grupo. Antes de que
estuvieran a la vista, Xizor les hizo detenerse.
Se volvió hacia el droide y dijo, en una voz baja que Kaird sabía que la débil audición del
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humano no detectaría, —Ve delante. Cuándo estén a tu alcance, aturde a tantos como puedas.
No los mates.
Kaird podía ver la lógica detrás de esto. Los Jedi, con toda probabilidad, no podrían sentir el
acercamiento subrepticio del droide hasta que fuera demasiado tarde.
Mientras el 10-4TO tomaba la curva del corredor, el humano dijo, —¿Por qué enviar al droide
delante? —su tono era de interés desconcertado y educado, pero nada más. El sudor hipnótico
de Xizor había hecho bien su trabajo.
Por mucho que Kaird odiara al falleen, tenía que admirar a Xizor en un nivel, al menos. El
príncipe siempre estaba pensando, siempre barajaba posibilidades. Incluso sin esa química
corporal controladora, era un adversario formidable.
Como pronto descubrirían los Jedi.
El droide desapareció por el corredor. Le sucedieron algunos momentos de silencio, seguidos
por el sonido de su arma montada en el brazo al ser disparada.
El humano parpadeó al oírlo, y Kaird pudo ver que la razón regresaba a su expresión. —¡Hey!
—gritó—. ¡Qué demonios…! —se dio la vuelta para ir tras el droide, pero no llegó muy le-
jos, debido a la descarga aturdidora del arma de Xizor que le golpeó directamente entre los
omoplatos.
El ataque había sido repentino y devastador. Den había oído el gemido de un desintegrador,
o algo bastante parecido, y entonces una agonía del color del crepúsculo había golpeado cada
célula de su cuerpo. No estaba seguro cuánto tiempo había estado inconsciente, pero había
sido algo más que unos minutos, considerando lo concienzudamente que le habían atado.
Quienquiera que lo hubiera hecho debió pensar que los sullustanos eran tan fuertes como los
wookiees. Laranth yacía a dos metros, también con esposas de fuerza y todavía inconsciente.
Den podía oír voces. Miró a su alrededor, localizó la fuente…y sintió que sus entrañas se
deslizaban en caída libre. Al otro lado de la sala, tal vez a seis metros, estaba el Principe Xi-
zor, junto con el hombre pájaro, que seguía esposado. También estaba presente el droide que
acababa de acribillarlos tan concienzudamente —eso es lo que Den había imaginado, de cual-
quier manera— y Nick Rostu. El droide —y a juzgar por el tamaño de sus fotorreceptores,
tenía que ser Ojos de Insecto— sujetaba a Nick firmemente por los brazos.
Esto no era nada bueno, pero la preocupación inmediata de Den era Jax, quien estaba de pie,
con las manos también esposadas, delante de Xizor. Den suprimió un jadeo cuando el Jedi
alzó su cabeza en respuesta a una de las preguntas de Xizor, dando a Den una buena vista de
su cara. Estaba llena de cortes, algunos de los cuales todavía sangraban, de los pedazos de
transpariacero entre los que se había deslizado durante la batalla con los droides salvajes.
Xizor sostenía el sable láser de Jax. Mientras Den observaba, el falleen lo activó. La reverbe-
rante hoja azul se extendió. Den tuvo la sensación de que Jax iba a encontrarse con el extremo
equivocado de la hoja muy pronto.
¿Por qué no usa la Fuerza? Den sólo podía asumir que todo el mopak por el que Jax había
pasado en las últimas horas le había agotado. Fuera cual fuera la razón, era obvio que al Jedi
no le quedaba mojo.
Él podía salvarle.
O, más exactamente, I-Cinco. Durante su búsqueda de Xizor, I-Cinco se había referido a
“otras modificaciones” que había realizado, con ayuda de Den. Una de ellas había sido un
cambio de la programación en el módulo de desconexión. En la mayoría de las unidades de
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protocolo, el interruptor de activación estaba en la parte trasera del cuello del droide, hacien-
do que fuera fácil para cualquiera más alto que él encender o apagar la unidad. En el caso de
I-Cinco y de otros modelos de su línea, el interruptor no podía se desmontado completamente:
estaba conectado con su CPU como un mecanismo de seguridad. Pero habían podido dar un
rodeo a los circuitos y añadir una contraseña que podría reactivarlo oralmente. Tenía que ser
dicha con la voz de Den; una vez que los audiorreceptores de I-Cinco la registraran, su CPU
se reavivaría a sí misma.
Si decía la contraseña en ese momento, I-Cinco se despertaría a tiempo de detener no cual-
quier destino que Xizor tuviera en mente para Jax. Si alguien podía hacerlo, ese era el droide,
Den lo sabía. No era algo seguro, pero era, sin lugar a dudas, la mejor apuesta.
Aun así…si esperara, sólo unos segundos más, habría una posibilidad aun mejor de que Jax
Pavan desapareciera para siempre. I-Cinco estaría afligido, pero la aflicción se acaba tarde o
temprano. Y Den recuperaría a su amigo.
No vaciló. Se inclinó hacia el droide y susurró —Bota.
Los fotorreceptores de I-Cinco se iluminaron ligeramente. Estaba mirando a Xizor, quien
estaba de espaldas. El príncipe alzó el sable láser sobre su cabeza…
I-Cinco se puso en pie. Den se dio cuenta de lo que el droide iba a hacer, y tuvo el tiempo
suficiente para comprender que no podría insertar sus dedos atados en sus oídos.
Esto va a doler, pensó.
Así fue.
De pie junto a Xizor y a Jax, con Ojos de Insecto sujetándole en su agarre irrompible, Nick
Rostu se dio cuenta de que había sido manipulado magistralmente. Había oído hablar de la
influencia que los falleen podían ejercer sobre otras especies, cómo podían influir en las emo-
ciones, manipular sentimientos, pero lo había olvidado por un momento. Comprensible, dado
todo lo que había ocurrido en los últimos días, y Xizor se había aprovechado de su inatención.
Pero no tenía sentido maldecir el nombre de Xizor en ese momento; lo importante era que los
desencadenantes químicos hipnóticos habían desaparecido, sin duda debido a la concentra-
ción de Xizor en Jax.
—No hay nada personal, lo entiendes —le decía Xizor a Jax—. Pero he estado buscando una
forma de establecer una alianza con Lord Vader. La información en este droide parece ser la
clave, y tengo que asegurarme de que no hay enredos que imposibiliten mi plan. Tu amigo
asintió— con la cabeza hacia Nick— fue muy amable al conducirnos hasta ti.
Nick vio a Jax alzar la mirada y contemplarle, y la mirada le hirió en lo más hondo: no era
cólera, ni siquiera desprecio; simplemente abatimiento.
Tenía que hacer algo. ¿Pero qué? Nick era un soldado adiestrado, y no tenía dudas de su habi-
lidad para acabar con uno, o incluso dos o tres oponentes. Pero Xizor era un falleen, adiestra-
do en las artes marciales y, por el momento, armado con un sable láser. Sin mencionar todo el
asunto de las feromonas, así como Ojos de Insecto, armado y listo para disparar a cualquiera
que se moviera de su sitio. Nick aun tenía su desintegrador enfundado en la cadera, pero con
el droide sujetando sus brazos, no iba a servirle de nada. De hecho, aunque pudiese liberarse
del agarre del droide, parecía que la única ventaja que Nick posiblemente podría conseguir
sería que Xizor se quedara momentáneamente paralizado teniendo que escoger, entre tantas
opciones, con qué método acababa con él.
El zumbido del sable láser le sonó a Nick como el rasgueo de un cable vibratorio muy tenso.
El príncipe alzó la hoja reluciente sobre la cabeza de Jax. —No es nada personal —dijo él de
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nuevo—. Son sólo negocios.
No podía esperar un milagro por más tiempo, y los milagros no eran exactamente sucesos
regulares en la vida de Nick de cualquier forma. Se puso en tensión. Le quedaba una carta que
jugar, un poquito de conocimiento que Xizor no sabía que tenía, y una oportunidad razonable
de implementarlo antes de que el fallen pudiese, muy literalmente, conseguir su cabeza. Si
podía desconcertar a Xizor simplemente un segundo, podría ser capaz de retrasar al príncipe
lo suficiente para que funcionase el resto de su plan. Dudaba que consiguiese mucho más
tiempo que eso; los falleen eran mucho más fuertes que los humanos, y sus reflejos muchos
más rápidos.
Bien, nadie dijo que fuera fácil.
—Zu woohama —dijo quedamente al droide que le sujetaba. Y entonces: —Suéltame.
La presión del agarre de 10-4TO en los brazos de Nick se desvaneció. Aunque había hablado
en bajo, era obvio que el príncipe le había oído, incluso por encima del siseo y el crujido del
sable láser. Nick no vaciló; saltó hacia el atónito falleen, su objetivo era la mano alzada que
sostenía el sable láser. Mientras lo hacía, le gritó a Ojos de Insecto — !Libera al Jedi!
No sabía lo cerca que había estado de agarrar la empuñadura del arma, pero no fue lo sufi-
cientemente cerca. Aun cogido por sorpresa, Xizor fue capaz de rechazar a Nick, lanzándole a
través de la sala y contra la pared más alejada. Sintió un dolor abrasador en el pecho mientras
caía…
Y entonces, para su asombro, sucedió un milagro.
Desafortunadamente, también, fue muy doloroso.
Kaird no estaba seguro de por qué seguía vivo. Había considerado una expectativa de vida de
tal vez diez minutos después de que Xizor había descubierto que su laboratorio y su personal
habían sido destruidos —por quién o qué, Kaird no lo sabía, y no quería saberlo. Xizor ha-
bía mascullado algo sobre droides, pero ¿cómo podían ser los droides responsables de tales
atrocidades? Incluso los droides de combate estaban programados para matanzas veloces y
limpias —no tanto por motivos humanitarios sino por simple conveniencia. Cualquier cosa
que hubiese matado a esos científicos y a sus asistentes se había tomado su tiempo; lo habían
disfrutado.
Se estremeció. Si lo que quiera que hubiese hecho eso todavía acechaba cerca, entonces la
única dirección segura para ellos era hacia arriba. Pero a Xizor no parecía importarle. Toda su
atención estaba centrada en el Jedi.
—No es nada personal, lo entiendes —le decía Xizor al Jedi mientras alzaba el sable láser de
éste último. El desintegrador del príncipe seguía en su pistolera; evidentemente Xizor prefería
la propia arma del Jedi para su ejecución. Pero claro, Xizor siempre había sido aficionado a
los gestos dramáticos.
No es nada personal. Kaird casi sonrió. Cuando tomabas la vida de otro ser, siempre era per-
sonal. Había mirado directamente a los ojos de demasiados seres sensibles a cuyas existencias
él había puesto fin al servicio de los “negocios” de otro para no saberlo.
Sus cavilaciones fueron interrumpidas por algo sorprendente: dos palabras, dichas en voz baja
por el humano que había intentado fingir ser un operativo del Sol Negro. Dos palabras que él
había escuchado por primera vez hacía poco, dichas por el Príncipe Xizor a 10-T40.
“Zu woohama”. La frase en código para controlar al droide, seguida por una orden rápida y
serena: —Suéltame.
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Obviamente la influencia de Xizor sobre el humano se había desvanecido. Por supuesto no
tenía ninguna posibilidad de éxito, pero, posiblemente, la distracción podría darle una opor-
tunidad a Kaird. Sus piernas no estaban atadas; podría correr, perderse en el laberinto de
corredores...
Y sin duda quedar perdido. ¿Y entonces qué? ¿Vagabundear con los brazos todavía esposados
hasta que lo que fuera que había destrozado ese laboratorio como un rancor una sintoraíz le
encontrara? sus muñecas estaban esposadas; no estaban atadas con algo como cuerda o plas-
ticuerda que podría ser capaz de cortar en un trozo de metal afilado. Lo único que las abriría
sería la llave, y la tenía Xizor.
Kaird apretó los dientes. No tenía alternativa; a menos que ocurriera un milagro, su mejor
opción era aguardar, y esperar que Xizor bajara la guardia una vez que le quitara las esposas
de fuerza. Y él sabía por su larga experiencia que no existían los milagros.
En vista de eso, estuvo encantado de que le demostraran que se equivocaba —incluso con
el dolor que acompañó al milagro.
—Son sólo negocios —dijo Xizor mientras alzaba el sable láser. Y entonces Nick Rostu dijo
la frase secreta que controlaba a Ojos de Insecto, ordenándole —!Libera al Jedi! mientras
saltaba hacia Xizor. El príncipe, aun pillado por sorpresa, fue lo suficientemente rápido para
bloquear el ataque de Nick y aplastarle como un insecto molesto. Al mismo tiempo I-Cinco,
quien Jax había pensado que había sido desactivado por Xizor, se puso en pie y produjo por su
vocalizador un chillido ensordecedor que cogió a todo el mundo completamente por sorpresa.
Era increíblemente doloroso; Jax no sabía cuán fuerte era, pero definitivamente se encontraba
muy por encima del umbral del dolor de la mayoría de orgánicos sensibles.
Por supuesto, no tuvo efecto en el otro droide. Ojos de Insecto llegó rápidamente al lado de
Jax, intentando llevar a cabo la orden de Nick de liberarle, pero antes de que pudiera hacerlo,
Xizor gritó, — !Zu woohama!
Diez-Cuatro-Te-O se detuvo en el sitio. Xizor, obviamente con tanto dolor como los demás,
se las arregló de todas formas para señalar a I-Cinco. El significado estaba claro, incluso para
un droide: ¡Detenle!
Ojos de Insecto se giró, apuntando su cañón del brazo hacia I-Cinco. Disparó, pero I-Cinco,
todavía chillando, apuntó su dedo índice derecho hacia el otro, con una puntería tan precisa
como sólo un droide podría. El rayo de luz de alta intensidad chocó con el rayo de partículas
en el aire.
Aunque los estados cuánticos de los dos rayos eran algo diferentes, hubo una considerable
cantidad de superposición. Las intensas energías lucharon un momento, llenando la cámara
de cegadoras chispas pirotécnicas.
Jax se tambaleó hacia atrás, cegado momentáneamente. A través de puntos resplandecientes
vio a Xizor, todavía sufriendo dolor por el chillido de droide. El falleen se tapó los oídos con
ambas manos, dejando caer el sable láser mientras lo hacía, y se hincó de rodillas. Eviden-
temente había bloqueado el control al encenderlo, porque la hoja no desapareció cuando la
empuñadura dejó su mano. El arma rebotó una vez, cortó la esquina de un armario de metal,
y se detuvo con la empuñadura apoyada contra otro pedazo de escombros. La hoja apuntaba
hacia arriba en un ángulo de cuarenta y cinco grados, su zumbido era incesante.
Justo entonces el rayo de partículas más potente atravesó el rayo de luz coherente y golpeó a
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I-Cinco en la placa pectoral. El droide salió despedido hacia atrás, lo suficientemente fuerte
como para chocar contra la pared. El chillido de su vocalizador se detuvo cuando cayó al
suelo.
— ¡Cinco! —gritó el sullustano, luchando con sus ataduras, las cuales no tenía ninguna po-
sibilidad de romper. Jax apenas podía oír el grito. El aire de la habitación parecía reverberar
todavía ondas acústicas. Se preguntó si sus oídos estarían sangrando. Se tambaleó hacia su
sable láser y se agachó delante de él, dándole la espalda a la hoja. Cautelosamente, concen-
trando toda su voluntad en mantener el equilibrio, extendió sus brazos detrás de él, separando
las muñecas todo lo que podía. El sable láser podía cortar el enlace de energía que ataba sus
muñecas. O podría resonar con las esposas y freírle más rápido que un rayo. La única forma
de averiguarlo era…
Hubo un siseo casi tan potente como el chillido del droide, una descarga estática que hizo que
se le erizara todo el vello de su cuerpo, y fue lanzado lejos del sable láser, aterrizando a un
par de metros.
Sus manos estaban libres.
Como mejor pudo, dado el dolor reverberante de su cabeza, evaluó la situación. I-Cinco
estaba empezando a ponerse en pie. Laranth y Den seguían atados y yacían contra la pared
opuesta, aunque sólo Den estaba despierto. Entonces vio a 10-4TO girándose hacia él, prepa-
rándose para disparar.
Jax se puso en pie y movió hacia adelante ambas manos, deseando desesperadamente que la
Fuerza estuviera allí.
No estaba.
Se lanzó al suelo, rodó, y se puso en pie detrás de un pedazo grande de equipo mientras el rayo
de energía abrasaba el suelo donde había estado.
El droide se dio la vuelta para disparar otra vez. Jax estaba a salvo momentáneamente detrás
del trozo de metal y circuitos, pero ¿por cuánto tiempo?
Una vez más suplicó la Fuerza, y una vez más le fue denegada. El droide avanzó hacia delan-
te. Agarró y lanzó a un lado el destrozado banco de control detrás del cual se escondía Jax…
Y Jax se abalanzó hacia delante, con una mano extendida debajo del cañón del brazo exten-
dido del droide. Clavó la pequeña daga que había sacado de la funda escondida entre sus
omoplatos en el hueco entre las placas torácica y ventral.
Ojos de Insecto se tambaleó hacia atrás. Jax atisbó algunas chispas crepitando en el revoltijo
de cables y circuitos que constituían sus entrañas. Un pie golpeó un pedazo de escombro, y
el droide cayó contra la ventana de transpariacero. El material, ya destrozado y debilitado,
cedió y 10-4TO cayó a través de él, desapareciendo de la vista. Un instante después, resonó
un choque desde abajo.
Jax se puso de pie y se dio la vuelta, con la intención de volver y recoger la empuñadura de
su sable láser; la hoja se había extinguido, junto con las esposas. Pero la empuñadura ya no
estaba en el suelo. Desesperadamente, Jax la buscó por la zona.
— ¿Buscas esto? —la voz sedosa del falleen le llegó desde atrás. Jax se dio la vuelta, y vio
que el sable láser estaba en la mano de Xizor. Mientras Jax observaba, la hoja se generó de
nuevo, con un zumbido ominoso. Xizor, sonriendo abiertamente, avanzó hacia el Jedi desar-
mado. Su piel resplandecía en la cúspide entre el verde y el naranja. Evidentemente se había
recobrado de los efectos de la andanada sónica mucho más rápido que Jax.
Jax movió su mano derecha hacia adelante, esperando arrojar una onda de Fuerza hacia Xizor.
Pero sólo hubo un vacío abismal cuando la Fuerza le rechazó otra vez.
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Xizor se detuvo con cautela cuando Jax intentó el golpe; entonces sonrió y continuó su avan-
ce. Antes de que hubiese dado un par de pasos más, sin embargo, un rayo láser impactó cerca
de sus pies, y otro le pasó por encima de su cabeza. Se dio la vuelta con un grito de sorpresa,
buscando la fuente del nuevo ataque.
I-Cinco estaba cerca, apuntando ambos dedos al príncipe. —Por favor apague el sable láser,
Alteza —dijo el droide—. Y tire también esos desintegradores.
Xizor gruñó, su piel llameando con cólera. Los dedos de I-Cinco no se movieron. —Estoy se-
guro de que es realmente rápido, Príncipe Xizor, pero no tan rápido como la luz —se encogió
de hombros—. Ley universal y todo eso.
El falleen vaciló, entonces desactivó el arma de energía y se deshizo de ambos desintegrado-
res. Jax dio un paso hacia adelante, con la intención de reclamar su sable láser —pero enton-
ces vio a Nick Rostu, tumbado boca arriba cerca de una pared, con un pedazo ensangrentado
de transpariacero saliendo de su pecho.
Nick yacía donde le había lanzado el golpe de Xizor, su cabeza reposaba sobre escombros. Él
podía ver el fragmento de metal transparente que sobresalía justo debajo de su caja torácica,
y casi sonrió, porque debajo de su camisa sabía que el fragmento había dividido en dos la
vieja cicatriz que había obtenido en Haruun Kal. La herida fresca dividiendo en dos la ante-
rior había marcado sin duda una X a través de su diafragma —no es que necesitara una señal
tan obvia que le dijera que estaba acabado. Se maravilló de no sentir ningún dolor. Hay que
agradecérselo al shock.
Se dio cuenta de que alguien se inclinaba sobre él. Era Jax.
Nick intentó decirle que lo sentía, que no había sido él, que Vader le había chantajeado y que
Xizor le había manipulado. No estaba seguro si había logrado decir todo eso, o, ciertamente,
algo de ello, pero parecía que Jax lo entendía.
Había una cosa más... ¿qué era? Era difícil recordar, era como si su mente estuviera escapando
con su sangre. De repente parecía terriblemente importante que le dijese algo a Jax. De nuevo,
no estaba seguro de haberlo hecho, pero Jax asintió, sonriendo a través de la sangre reseca de
su cara. También dijo algo, pero el oído de Nick era casi tan inútil como sus piernas después
de ese solo vocal de I-Cinco. Podía ver a Jax revisando los bolsillos de su abrigo, buscando
lo que Nick le había dicho que había allí, pero tampoco podía sentir nada. Esperaba que no
hubiera sangre en su uniforme. Un soldado —particularmente un oficial— debería intentar al
menos estar presentable.
Aun así, Nick se sentía satisfecho; había logrado llegar al final de su interrogatorio. Muy
importante; había una guerra en curso, y él había hecho su parte. Ahora, finalmente, podría
descansar, lo cual era bueno, porque estaba demasiado cansado para intentar hablar más. Y
de todas formas, el tipo de allí —¿quién había sido? Era difícil ver su cara, debido a toda esa
luz— se había alejado para encararse con otra silueta. Entonces los dos empezaron a bailar
uno alrededor del otro a cámara lenta, y hubo luces brillantes y lejanos sonidos zumbantes.
¿Era Mace Windu uno de ellos?
Nick no lo sabía. Realmente ya no tenía importancia. Era hora de que se marchara. Su nueva
nave le estaba esperando, su hipermotor a punto, listo para dejar atrás este mundo. Despegaría
en un minuto más o menos. Tan pronto como recuperase el aliento. Sólo un momento, para
descansar. Se había ganado eso, al menos. La guerra había terminado finalmente. Era hora de
retirarse.
Las luces lastimaban los ojos de Nick, así que los cerró.
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Jax se levantó y se alejó del cuerpo de Nick. Xizor estaba a un par de metros, sujetando toda-
vía la empuñadura del sable láser. Jax también sujetaba una empuñadura; uno de las últimas
cosas que Nick le había dicho, en un susurro apenas audible, había sido sobre el enigmático
dispositivo que el korunnai había encontrado en el Ranger Lejano. Obviamente era un arma;
el único problema era que Jax no tenía ni idea de qué clase.
Parecía ser algo semejante a un sable láser, pero más ligero, y construido para una mano.
Nick no había tenido oportunidad de probarlo, y Jax ni siquiera sabía si funcionaría. No le
importaba.
No le importaba que Xizor tuviera su sable láser, o que el príncipe falleen fuera un maestro
de teras kasi, un arte marcial diseñado hacía siglos y refinado a través de los tiempos para ser
particularmente efectivo contra los Jedi. No le importaba que, por alguna razón que no enten-
día, su conexión con la Fuerza se hubiese vuelto esporádica. Nada de eso importaba en ese
momento. Era el pasado. El futuro tampoco le preocupaba. Lo que importaba era el presente.
Lo que importaba era el ahora.
Jax miró a los demás. El aviano y Laranth seguían esposados, al igual que Den Dhur. Laranth
estaba o muerta o inconsciente, pero el hecho que estuviera esposada argumentaba a favor
de esto último. El único libre era I-Cinco, quien todavía estaba un poco apartado, formando
el tercer vértice de un triángulo formado por él mismo, Jax y Xizor. El droide todavía tenía
cubierto a Xizor.
—No va en contra de mi programación central incapacitar severamente al enemigo de mi
amigo —le dijo a Jax—. Si quieres que lo haga, me refiero.
—Lo que quiero —dijo Jax—, es que compruebes qué le ha ocurrido al otro droide. Todavía
tiene almacenados en su interior los datos vitales.
—Pero…
—Nada de peros. El Príncipe Xizor y yo arreglaremos esto entre nosotros.
I-Cinco vaciló, proyectando preocupación, entonces asintió. Cruzó la sala hasta la ventana de
transpariacero, brincó con destreza a través de ella, y desapareció de vista.
Durante el intercambio con I-Cinco, Jax había mantenido un ojo en Xizor. Con una sonrisa
abierta, el falleen alzó su mano libre, con la palma hacia arriba, e hizo un gesto. —Veamos lo
que tienes —dijo.
Jax apretó el interruptor.
De la empuñadura del arma salió una delgada pieza de metal combado, seguida inmedia-
tamente por la proscrita onda inversa de un campo de energía, con la longitud de un cable
metálico flexible.
Era un látigo. Un látigo de energía. Jax dejó que se desenrollara en toda su brillante longitud
verde, entonces giró su muñeca. La punta del látigo láser chamuscó un círculo más grande en
el suelo en respuesta. Lo sacudió experimentalmente, enviando una onda a lo largo de su lon-
gitud. La punta produjo un satisfactorio ¡crack!, más fuerte que su zumbido vacilante, cuando
rompió la barrera del sonido. Jax ni siquiera podía comenzar a imaginarse la complejidad de
los circuitos de modulación dentro de la empuñadura.
Como parte de su entrenamiento, había practicado con látigos láser, pero no tan a menudo
como había usado un sable láser. No era tan hábil con un látigo como con una hoja. Y no iba
a habituarse a él bajo la mejor de las condiciones.
—Muy impresionante —dijo Xizor—. Pero creo que la espada gana al látigo. En cualquier
caso, estoy seguro de que me perdonarás si no soy lo suficientemente caballeroso para dejarte
practicar un poco.
Dicho eso, Xizor sacudió el sable láser hacia abajo delante de sí mismo, colocó su otra mano
sobre la empuñadura, y apuntó la punta de la hoja hacia el ojo izquierdo de Jax mientras ata-
caba.
Jax retrocedió, intentando ganar todo el tiempo posible para familiarizarse con ese nuevo
arma. No era tan elegante como una espada de energía, o tan poderoso, o capaz de cortar
tanto. Sin embargo, tenía la ventaja de la longitud —fácilmente dos veces la de la hoja de su
sable láser en toda su extensión. La longitud del núcleo metálico era también elástica, se dio
cuenta, hasta cierto punto.
El falleen movió la hoja alrededor y hacia abajo en un intento de cortar la muñeca del Jedi,
pero Jax la bloqueó con la parte gruesa de la correa, cerca de la empuñadura. Xizor se recu-
peró, haciendo girar el sable láser alrededor de su muñeca.
Jax sacudió de nuevo el látigo láser, enviando una onda por toda su longitud, restallando la
punta con otro ¡crack! supersónico que aconsejaba a Xizor guardar la distancia.
No importaba lo bien versado que pudiera estar el falleen en el manejo de un sable láser, se
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dijo a sí mismo. Ningún humanoide ordinario podía batirse con un Jedi en un uno a uno y
esperar ganar. Incluso un verdadero experto teras kasi, implementando su energía interior y
echando mano de décadas de habilidad afilada, podía esperar, en el mejor de los casos, un
empate, y no había más que un puñado de esos en toda la galaxia.
El príncipe se avanzó poco a poco, girando hacia la derecha, manteniendo el sable láser de-
lante de él. Jax se giró levemente, tratando de alcanzar la Fuerza...
Y, de nuevo, no encontró nada.
Mantuvo su expresión neutral, pero podía asegurar por la fiereza de la sonrisa de Xizor que
de alguna forma el príncipe había sentido su preocupación; olido su miedo a través del sudor,
más probablemente. Y en ese instante, Jax se dio cuenta de lo que era al menos parte del pro-
blema. Todos esos meses de esconderse, de constante vigilancia para evitar conectar con la
Fuerza de forma activa, para evitar la posibilidad de alertar a Vader de su presencia, se había
convertido en una segunda naturaleza. Y ahora, en su hora de necesidad más extrema, descu-
bría que no podía conectar.
Durante meses había llegado a considerar a los siervos del Emperador, especialmente a Vader,
como pájaros carroñeros, volando en círculos sobre su cabeza constantemente, su vista aguda
y fría captando el más leve movimiento debajo. Si invocaba la Fuerza, uno de ellos lo sabría,
descendería volando rápidamente y arrancaría a Jax de entre las multitudes como a un fleek
sacado de una vasta bandada. Incluso si estaba equivocado, incluso si Vader y sus mirmidones
no estaban vigilando constantemente, el efecto era el mismo.
Fuera cual fuera la razón, no podía dejar que su incapacidad le derrotase ahora. Jax deslizó su
pie izquierdo hacia atrás y se giró casi noventa grados oblicuamente a Xizor. Alzó su brazo y
giró su muñeca, haciendo girar el látigo láser por encima de su cabeza en un patrón circular.
Xizor asintió, como si reconociese la maniobra. Se volvió un poco hacia su izquierda y co-
menzó a girar el sable láser alrededor de su muñeca, intercambiando manos con destreza a
intervalos irregulares mientras se movía hacia adelante. Jax se tensó, esperando el inevitable
momento en el que su adversario vacilaría, en el que podría lanzar la correa de energía hacia
adelante y quitarle la espada a…
De repente Xizor detuvo el movimiento casi hipnótico de la hoja y saltó por encima de él,
encogiéndose y dando un salto mortal mientras acuchillaba hacia abajo.
Jax jamás habría pensado que alguien aparte de un Jedi podría realizar una hazaña como esa.
Frenéticamente atacó hacia arriba, enrollando el látigo de energía alrededor del sable láser.
Ondas inversas azules y verdes chispearon y cantaron al encontrarse, chamuscando los áto-
mos del aire a su alrededor, llenando sus orificios nasales con el olor penetrante del ozono.
Pero antes de que pudiera continuar con el movimiento y arrancar el sable láser de la mano
de Xizor, el príncipe apagó la hoja. El látigo láser cayó hacia abajo, y Jax tuvo que esquivarlo
para evitar la correa mortal.
Xizor aterrizó y reactivó la hoja. Desde su posición agachada, Jax meció su brazo hacia atrás
trazando un arco bajo, entonces otra vez hacia arriba y sobre su hombro. El látigo láser cantó
por el aire y volvió a enrollarse en la hoja. Antes de que Xizor pudiera desactivar el sable láser
otra vez, Jax tiró tan fuerte como pudo, desequilibrando a Xizor.
El tirón repentino fue suficiente para desacelerar a Xizor, pero no lo suficiente como para
romper su agarre de una mano. Se abalanzó hacia Jax mientras el látigo láser liberaba al sable
láser, soltando más chispas. Jax se agachó, dejando que la hoja luminosa pasara silbando por
encima de su cabeza, entonces se lanzó al suelo y rodó cuando Xizor atacó de nuevo, fallando
por la anchura de un dedo. Se puso en pie, en mitad de un giro, y, mientras se movía, movió
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su mano hacia Xizor. El reluciente látigo lanceó al falleen, casi como si fuera una lanza arro-
jadiza.
Xizor se agachó y dio un giro de 360 grados, dejando caer la hoja hasta el nivel del pecho
mientras se movía, tratando de partir a en dos a Jax. Pero el Jedi fue demasiado rápido —ya
estaba retrocediendo a toda velocidad, agitando el látigo para cubrir su retirada. Xizor tuvo
que esquivar el azotador cable de energía para evitar que la punta le seccionase un brazo.
De nuevo Jax trató de alcanzar la Fuerza, y de nuevo sólo encontró un frío vacío. Evidente-
mente, comprender el problema no era lo mismo que arreglarlo. Y esa era la peor situación
posible en la que intentar una reconexión: en medio de la batalla, fatigado y preocupado.
No debería haber sido tan temerario de desafiar al Príncipe Xizor. Simplemente debería haber
hecho que I-Cinco se encargase de él; el falleen era más fuerte que Jax, pero no era rival para
un droide repleto de láseres. Ahora estaba empezando a parecer que su postura de macho
podría haberlos condenado a todos. I-Cinco estaba ocupado con 10-4TO, y Laranth todavía
estaba fuera del juego.
Oyó un ruido extraño detrás de él, pero no podía permitirse el lujo de apartar la vista de Xizor,
quien caminaba simplemente de acá para allá fuera del alcance de látigo láser. El ruido se hizo
más fuerte; Un sonido desgarrador, como un estallido, que Jax reconoció demasiado tarde
como el desgarre de los cierres reforzados de plastiacero en el otro grupo de puertas. Se giró a
tiempo de ver un droide de mantenimiento sobre ruedas dirigiéndose hacia él, con pedazos de
desechos de metal dentado soldados a su pecho, proyectándose como cuchillos. Balbuceaba
en Binario, una cacofonía incesante de clics, gorjeos, silbidos, y trinos, mientras se abalanza-
ba directamente sobre él. Jax se apartó de su camino y alzó el látigo láser sobre su cabeza y
hacia afuera. La trenza de energía golpeó a través del domo redondeado de la CPU del droide
y la calcinó. Sus frenos se activaron, y Jax pudo percibir el olor de silicona quemada mientras
las ruedas se bloqueaban y patinaban sobre el suelo, los giroscopios gemían intentando man-
tenerlo derecho, pero demasiado poco, demasiado tarde. La trenza brillante atravesó de lado
a lado la cabeza y el cuerpo del droide en ángulo, y, con una descarga de chispas eléctricas y
un chisporroteo, el droide se derrumbó, cayendo en dos pedazos.
Jax se dejó caer en el mugriento suelo, y no fue ni un latido demasiado pronto —la hoja de
energía zumbó a través del lugar donde había estado. Rodó sobre su espalda y se puso en pie,
con el látigo láser describiendo un rápido círculo en frente de él.
La desventaja del látigo láser era que necesitaba más tiempo para recobrarse de un golpe. Jax
tenía que ser precavido para que Xizor no le descubriera dejando una abertura. Inspiró pro-
fundamente, dejó escapar la mitad del aire. Sin duda una conexión con la Fuerza vendría bien
en estos momentos...
— ¡Jax! ¡Cuidado! —gritó Den.
Se dio media vuelta, intentó agacharse, pero demasiado tarde. Un trozo de escombros, arroja-
do por otro droide feral que entraba por la puerta destrozada, le golpeó en la cabeza. Momen-
táneamente atontado, dejó caer el látigo láser, el cual se apagó tan pronto como dejó su mano.
Se tambaleó hacia atrás y vio al droide: un astromecánico, con un aparato a modo de catapulta
asegurado en su cúpula que arrojaba trozos de metal y duracreto del tamaño de un puño.
Jax era hombre muerto. Xizor le tenía; Jax lo sabía, y el príncipe sabía que él lo sabía.
El látigo láser estaba fuera de su alcance, y Xizor se cirnió sobre él, su piel resplandecía en
carmesí con la anticipación de la matanza. Jax aceptó el hecho. Ahora se uniría a la Fuerza, y
quizá todas esas preguntas sin respuesta serían…
Como si fuese manejado por un titiritero desconocido, su mano derecha salió disparada, con
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la palma hacia adelante. Xizor fue lanzado hacia atrás como si hubiera sido golpeado por un
rayo repulsor, chocando contra la pared a tres metros.
Jax sintió que la Fuerza se enroscaba a su alrededor, sintió los hilos familiares uniéndose a él
una vez más. Dejó que le movieran y le manipularan. Se puso en pie como si levitara. Otro
gesto, y el astromecánico lanza—rocas salió volando, chocando también contra la pared, tan
fuerte como para agrietar su carcasa. Volaron chispas y se derramó el aceite. Su ecolalia bina-
ria se volvía un distorsión baja mientras se descomponía.
Xizor se puso de pie, el aturdimiento de su cara se transformó en cólera. Jax extendió su
mano, y el sable láser voló hasta él desde donde Xizor lo había dejado caer. Mientras lo acti-
vaba, llamó al látigo láser con su mano izquierda.
Detrás de él, oyó a Den Dhur decir, —Eso es lo que yo llamo un regreso.
Jax comprendió lo que había sucedido. Al aceptar su muerte inminente, había regresado al
nivel de serenidad necesaria para ser uno con la Fuerza. No había sido una cuestión de estar
perdiendo su conexión con la Fuerza; había sido cuestión de la Fuerza eligiéndolo de nuevo
como recipiente.
La piel de Xizor comenzó a cambiar, de vuelta a un tono cálido de naranja, y Jax supuso que
el falleen estaba activando sus feromonas. Jax hizo un gesto, sintió que los hilos de Fuerza a
su alrededor se expandían, conduciendo las corrientes de aire hacia Xizor. La expresión del
príncipe cambió a una de sorpresa.
—Ríndete —dijo Jax. Xizor no tenía alternativa; Jax tenía ambas armas, y la Fuerza.
Xizor se rió.
Saltó, cubriendo la distancia entre ellos fácilmente. El movimiento fue rápido, muy rápido.
Voló hacia Jax con el pie por delante, cogiéndole casi completamente por sorpresa. Incluso
con su conexión con la Fuerza recuperada, era difícil adivinar el propósito de Xizor. La mente
del príncipe era poderosa, capaz de ocultar sus intenciones hasta el último segundo antes de
actuar. Sus reflejos eran mucho más rápidos que los de un humano, y sus músculos lo suficien-
temente fuertes como para propulsarle casi tan lejos como la Fuerza podría propulsar a Jax. El
Jedi le esquivo, entonces se giró rápidamente, con el látigo y la espada preparados para matar
en caso necesario.
Xizor está loco, pensó. Ya no tiene posibilidad de victoria, él…
El falleen aterrizó con destreza sobre ambos pies, y Jax se dio cuenta de lo que pretendía —
demasiado tarde. Descansando sobre el suelo cerca del cuerpo de Nick Rostu —y, al alcance
de Xizor, el desintegrador del mayor. Xizor lo recogió, se volvió, y disparó a Jax, todo ello en
un movimiento suave.
Jax bloqueó el disparo con su sable láser. El resplandor de los dos campos de energía colisio-
nando se desvaneció casi instantáneamente, pero en ese instante el retoño de la Casa Sizhran
había desaparecido en la oscuridad del corredor.
Jax no sintió deseos de seguirle. El Principe Xizor quedaba fuera del juego; ahora tenía que
encontrar a 10-4TO y asegurarse de que los datos estaban intactos. Se dio la vuelta y se dirigió
hacia la ventana destrozada por la que había caído el droide.
Abruptamente experimentó un cosquilleo repentino que hacía vibrado en las líneas de la Fuer-
za…un latido resonante diciéndole que se aproximaba un nuevo jugador al desolado paisaje
del Distrito de las Fábricas. Alguien sumamente poderoso en la Fuerza…más poderoso de lo
que alguna vez se había encontrado. Sólo podía significar una cosa:
Llegaba Darth Vader.
Jax sintió que se quedaba helado de miedo. Sintió otro pequeño temblor en la Fuerza, uno
amigable y afectuoso, y se percató, incluso antes de mirar para confirmarlo, que Laranth es-
taba despierta. Vio por su expresión que ella también había sentido la vibración en la Fuerza.
Podría no ser capaz de identificarla tan rápidamente o tan seguramente como él, pero ella
sabía que eran malas noticias.
—Levantaos —les dijo a Den y a Laranth, llegando hasta ellos. Realizó un corte rápido y
corto con su sable láser, seccionando las esposas de fuerza que sujetaban a Laranth. Esta vez
estaba listo para el contragolpe de energía que desactivaría tanto las esposas como la hoja,
y por tanto sólo le hizo retroceder algunos pasos en lugar de lanzarle al suelo. Sin embargo,
seguía siendo un golpe considerable. Laranth se tambaleó hacia atrás, entonces se recuperó,
frotándose los brazos.
—Au —dijo ella.
—Lo siento —contestó Jax—. Xizor tenía la única llave, y no creo que pueda ser persuadido
para entregarla, aun si pudiéramos encontrarle.
Encendido de nuevo su sable láser se volvió hacia Den. —Tu turno.
—Oye, espera un momento —dijo el sullustano—. No nos apresuremos. Estoy seguro de que
hay otra manera de… ¡hey!
El choque de los dos campos hizo que Den cayera de espaldas. Se levantó lentamente, miran-
do fijamente a Jax. —Si alguna vez consigo volver a publicar, tu, amigo mio, vas a vértelas
con unas serias difamaciones.
Jax se dió media vuelta, enganchando la empuñadura del arma en su cinturón.
—Oye —dijo el aviar—. ¿Qué pasa conmigo?
—Tú puedes seguir esposado —contestó Jax—, hasta que te conozcamos un poco mejor.
El aviar parecía a punto de protestar, entonces cerró su boca con forma de pico con un ruido
molesto.
—Una función bastante asombrosa —dijo Den, frotándose la espalda—. Aunque no puedo
decir que estuviese tan contento de estar en este lado del cuadrilátero...
Antes de que alguien pudiera decir nada, Jax, alertado por la visión periférica, miró hacia el
transpariacero destrozado. I-Cinco estaba subiendo.
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—Buenas y malas noticias —dijo él, antes de que alguien pudiera hablar—. La caída inmovi-
lizó evidentemente a 10-4TO, el cual fue atacado entonces: asumo que por droides salvajes.
Fue despojado de sus apéndices y de su CPU.
Jax se quedó helado. —Pero eso quiere decir que los datos…
—Ya no están en posesión de 10-4TO, me temo.
Se hizo el silencio por un momento. Entonces Den preguntó, — ¿Y las buenas noticias?
—Esas son las buenas noticias. Las malas noticias son que mis sensores indican que el nivel
de radiación está más alta. Vosotros los orgánicos tenéis que marcharos, y yo no voy a que-
darme aquí.
—Aun mejor —dijo Jax—. Vader está llegando. Puede que ya esté aquí.
Hubo un momento de silencio conmocionado, y entonces el aviar dijo, — Ahora ¿alguien por
favor me quita estas malditas esposas?
Jax desenganchó la empuñadura del sable láser otra vez. Tendrían que confiar en el hombre
pájaro: necesitarían toda su velocidad y sus habilidades, y los hilos de Fuerza que emanaban
de él, si bien eran duros y crueles, no tenían hebras de posible traición entretejida.
Sintió que una oleada de cansancio le inundaba. Incluso si escapaban, no había garantía de
que Vader se rendiría. Por lo que Jax sabía, el Lord Sith le perseguía a través de la galaxia.
Él ya había recorrido medio planeta. Aunque Jax no tenía ni idea de por qué Vader le quería,
pareció bastante claro que no pararía hasta tener a Jax o la prueba de su muerte.
Jax liberó al aviar —su nombre, dijo él, era Kaird— y volvió a encender su arma. Miró la hoja
encendida, asintió para sí mismo, entonces se volvió a I-Cinco. —Necesitamos algo
grande para cubrir nuestra huida —dijo él—. Y creo que sé dónde conseguirlo. —Rápidamen-
te le explicó su plan al droide.
I-Cinco proyectó sorpresa. — ¿Estás dispuesto a entregar tu arma para hacer esto?
—No me agrada la idea, pero no veo otra elección —contestó Jax—. Las únicas lecturas de
formas de vida que captaron los escáneres del carguero en un radio de quinientos kilómetros
fueron las de Xizor y las de Kaird. No me importa enviar a un montón de droides salvajes al
montón de chatarra, y tal vez también a Vader. ¿Están listos tus sensores?
—No hay problema —la firma de la radiación es bastante detectable.
Jax asintió, vaciló, entonces le dio su sable láser a I-Cinco. El droide lo cogió y comenzó a ca-
minar lentamente alrededor de la cámara repleta de escombros. Parecía estar buscando algo.
Den y el aviar se unieron a Jax y a Laranth. Observaron al droide con cierta perplejidad. —
¿Qué estás haciendo, Cinco? —preguntó Den—. Tenemos que salir de aquí.
—Estoy de acuerdo —contestó el droide—. Pero como ha señalado Jax, marcharnos no apar-
tará a Vader de nuestro rastro. Necesitamos una distracción…una distracción enorme. A me-
nos que Vader quede convencido de que Jax está muerto, nunca dejará de cazarle.
—Ah. Es aquí —I-Cinco estaba de pie cerca de los restos de uno de los droides salvajes des-
truidos. Fijó el interruptor del sable láser y lo sujetó a la distancia de su brazo, entre dos dedos,
con la hoja de energía señalando hacia abajo. Entonces lo dejó caer.
Golpeó el suelo, con la punta por delante. La hoja carente de fricción, lo suficientemente
caliente como para derretir una puerta blindada de veinte centímetros, apenas redujo la velo-
cidad cuando entró en contacto con el duracreto. El sonido que hizo cayó en un registro lige-
ramente más bajo, pero eso fue todo. En pocos segundos había desaparecido por el agujero
que derretía.
I-Cinco se volvió y caminó rápidamente hasta los demás. —Vamos —dijo él.
Den Dhur le miró fijamente. — ¿Te has quitado el chip? ¿De qué iba todo eso?
187
—Iba de crear una distracción enorme, como dijo él —contestó Jax—. No culpes a I-Cinco;
fue idea mía.
—Fue una buena. Estaré encantado de ayudarte a encontrar un nuevo sable láser…si salimos
de aquí con vida.
— ¿Qué hay del cuerpo de Rostu? —preguntó Den.
Jax se volvió y miró hacia la forma inmóvil de Nick. Sintió una punzada de pena; Nick Rostu
había muerto valientemente, intentando salvar a sus amigos y la misión del Maestro Piell. Al
menos merecía un entierro decente. —I-Cinco, ¿puedes traerlo? —preguntó quedamen-
te—. Podemos soltarle en órbita…creo que le habría gustado eso.
I-Cinco se inclinó sobre Nick, empezando alzarle —entonces se detuvo. Permaneció inmóvil
un momento; entonces dijo: Todavía está vivo.
— ¿Qué? —dijeron Jax, Laranth, y Den simultáneamente. Sólo Kaird guardó silencio, aunque
parecía tan sorprendido como ellos.
—El pedazo de transpariacero le atravesó la cavidad abdominal —mientras I-Cinco hablaba,
usó su dedo láser para quemar el fragmento cerca de donde entraba en la espalda de Nick—.
Esquivó la columna vertebral y los riñones. Detecto algún sangrado interno y comienzos de
peritonitis e infección sistémica —pero creo que es reversible si se le trata en un plazo de
veinticuatro horas.
Jax sintió una oleada de alivio. —Debería haber un medpac en el carguero. ¡Rápido! —vio
que el droide alzaba cuidadosamente a Nick, entonces se dio la vuelta y se dirigió hacia el
corredor, seguido por los demás.
—Todavía tenemos que pasar delante del transporte de Vader para llegar al nuestro —señaló
Kaird—. ¿Alguna idea sobre cómo lograrlo?
—Una o dos —contestó Jax—. Preocupémonos primero por salir de aquí.
— ¿Me va a decir alguien de lo que estamos corriendo? —preguntó Den mientras se apresu-
raba para mantener el paso de los demás.
—A diez metros bajo nuestros pies, más o menos, se encuentra la unidad de contención del
reactor —dijo I-Cinco—. Antes mencioné que era inestable —de hecho, puede que la exposi-
ción prolongada a la fuga de la radiación sea lo que vuelve locos a los droides. En cualquier
caso, estimo que tenemos menos de veinticinco minutos antes de que el sable láser se abra
camino a través de la protección de impervium y…
—Entiendo —dijo Den. Duplicó su velocidad, dejando atrás a los demás.
Podría funcionar, se dijo Jax a sí mismo. La explosión ciertamente sería suficiente para elimi-
nar a Darth Vader como un problema de su vida de forma permanente. Incluso si Vader sobre-
vivía de alguna manera, probablemente quedaría convencido de que Jax no lo habría conse-
guido. De cualquier forma, esa era una buena oportunidad para librarse de la ominosa sombra
del Señor del Sith…si no para siempre, entonces al menos por un tiempo considerable.
Pasaron rápidamente a través de corredores oscuros, I-Cinco llevaba a Nick Rostu e ilumina-
ba el camino. Parecía que tenía un droide, meditó Jax; no como propiedad, sino como amigo.
Un concepto extraño…pero uno al que se estaba acostumbrando.
Era bueno tener un amigo.
Lord Vader observaba el monitor del puente, el cual estaba enfocado hacia la entrada. Rhi-
nann observaba también, intentando adivinar los inescrutables pensamientos que tenían lugar
detrás del casco y, como siempre, fallando.
Incluyendo el transporte de Vader, ahora había tres naves posadas delante de los decadentes
edificios. Una era el carguero corelliano que le habían dado a Rostu. La otra era una nave de
asalto, graciosa y pulida. Rhinann aprobó la apariencia. Se preguntó a quién pertenecería.
Vader habló con el Capitán Tanna. —Cuando salgan, capturen a Pavan con vida. Maten a
quienquiera que esté con él. No corra riesgos; la Fuerza es poderosa en él.
—Sí, mi señor —saludó el Capitán Tanna—. Pero ¿qué pasa con el droide? ¿No era esa la
razón de este viaje?
Vader agitó una mano despectiva. —No se preocupe por el droide. Pavan es más importante.
—Entendido —dijo el Capitán Tanna. Echó un vistazo al monitor y reaccionó con sorpresa—.
Mi señor…creo que querrá ver esto.
El Señor Oscuro se movió para mirar el monitor delantero. El movimiento le dio a Rhinann
una vista momentánea de lo que el capitán y Vader estaban mirando: una figura solitaria ca-
minando rápidamente desde la entrada de la planta hacia la cercana nave de asalto. Rhinann
reconoció inmediatamente la identidad del ser, y la sorpresa que sintió fue casi suficiente para
hacerle olvidar, por un instante, su miedo. Porque ciertamente una de las últimas personas que
habría esperado ver en ese lugar desolado era el Príncipe Xizor de la Casa Sizhran.
La cámara exterior siguió al príncipe mientras este cruzaba el paisaje cubierto de escombros
hacia la nave de asalto cercana. — ¿Le detengo, mi señor?
—No, Capitán Tanna —contestó Vader—. Como miembro de la realeza falleen, el Príncipe
Xizor goza de inmunidad diplomática —sonaba ligeramente divertido—. Sin duda compren-
deremos mejor su presencia aquí después de que hayamos interrogado a Pavan.
Rhinann observó al Príncipe Xizor entrar en la nave de asalto. El príncipe apenas dedicó una
mirada a la gran lanzadera de la clase Lambda, aunque no podía no haber visto el blasón del
Imperio en su casco. Después de algunos momentos los repulsores se encendieron y la pulida
nave despegó del suelo, alzándose rápidamente hasta que se perdió de vista entre las estrellas.
Un joven teniente, de cara muy pálida alzó la vista de su puesto. —Lord Vader —Capitán
189
Tanna— los sensores detectan una acumulación de radioactividad y calor intenso justo debajo
de la planta de droides. Sólo hay una explicación posible…
—El núcleo del reactor se está sobrecargando —dijo Vader, serenamente. Dio un paso hacia
el panel de la consola y calibró algunos instrumentos, entonces examinó las lecturas resultan-
tes—. Catorce minutos hasta la detonación. De sobra para atrapar a Pavan con vida. Una pena
que no haya posibilidad de una segunda oportunidad —se volvió hacia el Capitán Tanna—.
Elévenos, Capitán. Cuando estemos a salvo, destruya ese carguero.
—Mi señor, el Jedi Pavan ha salido del edificio, junto con el droide y algunos otros.
—Excelente. —Vader centró de nuevo su atención en el monitor—. Debemos golpear rápi-
damente, mientras tengamos el elemento sorpresa. Algunos disparos de advertencia deberían
mantenerles ocupados hasta que nuestras tropas los cojan —miró más de cerca—. Prepare a
ocho soldados, Capitán —eso debería ser suficiente.
El Capitán Tanna parecía preocupado. —Mi señor —farfulló—, ¿ha olvidado el reactor?
Vader volvió su faz inexpresiva hacia Tanna. Rhinann tembló; sabía lo que se sentía al mirar
directamente a esas esferas negras. —No olvido nada, Capitán —incluida la insubordinación.
¿Queda claro?
El Capitán Tanna tragó audiblemente y asintió.
Kaird se sentía considerablemente más optimista. ¿Y por qué no? Después de todo, sus ex-
pectativas de futuro habían mejorado inconmensurablemente justo en las últimas dos horas.
Había pasado de ser un prisionero a la libertad, y aparentemente había caído en un grupo de
disidentes que, si no se mostraban exactamente amistosos hacia él, al menos no estaban par-
ticularmente dispuestos a dejarle morir. Lo cual era bueno para Kaird; no tenían que ser her-
manos de nido. Todo lo que pedía era que le dejaran acompañarles hasta llegar a algún puesto
avanzado de civilización; él podría encontrar su propio camino desde allí, muchas gracias.
Sin embargo, no tenía intención de volver al Hall de Medianoche. Había acabado con el Sol
Negro. Nunca tendría una mejor oportunidad de desaparecer de sus miras que la de ahora
—asumiendo, por supuesto, que él y su compañía actual pudieran librarse de la inminente
explosión termonuclear. Incluso si Xizor también sobrevivía de alguna manera, no tendría
ninguna razón para perseguir a Kaird, puesto que no querría que se filtrara ningún comentario
sobre su plan de reemplazar al Underlord Perhi con una réplica droide.
Todo eso, sin embargo, era el futuro, que era un lugar aun más peligroso en el que anidar que
el pasado. Kaird sabía que, si no quería quemarse las plumas de la cola en un fuego realmente
caliente, debía centrarse en su situación presente.
Rodearon una esquina y, para gran alivio de Kaird, vieron la entrada enfrente de ellos. —
¿Cuánto tiempo queda? —le preguntó al droide.
—Doce minutos, catorce segundos.
—No suenas contento —dijo el sullustano jadeando, corriendo duramente para mantener el
paso.
—El tiempo de preparación para el despegue de la nave es de al menos cinco minutos, e inclu-
so a toda velocidad atmosférica, nos llevará otros cuatro o cinco minutos alcanzar la distancia
mínima de seguridad —dijo I-Cinco—. Estamos apurando al máximo.
Tal vez demasiado, pensó Kaird torvamente. Pero allí estaba la salida, finalmente. Salieron
de la fábrica…y Kaird se encontró mirando fijamente a la punta de un cañón desintegrador,
montado en la parte inferior de una lanzadera de la clase Lambda a menos de veinte metros.
190
Jax vio la enorme lanzadera gravitando sobre ellos, vio que uno de los cañones desintegra-
dores giraba hacia ellos. Sin duda Vader pensaba que había ganado; no sabía que en pocos
minutos todos serían polvo incandescente, o habría escapado para entonces.
— ¡Laranth! ¡I-Cinco! ¡Dadnos algo de tiempo! —gritó él. I-Cinco entregó el cuerpo de
Nick al aviar, e inmediatamente sus láseres y los desintegradores del Paladín comenzaron a
disparar al sistema de tiro. Jax sabía que eso sólo les daría algunos segundos antes de que los
ordenadores implementaran diferentes vectores. Esperaba que fuera suficiente.
Saltó, dejando que la Fuerza le tomase, dejando que le llevara a través del espacio interventor
entre la entrada de la planta y la lanzadera. Aterrizó debajo del fuselaje delantero, y mientras
sus pies tocaban el suelo tuvo el látigo láser en la mano. Lo lanzó hacia arriba, extendiendo la
trenza de energía en toda su longitud y cortó las turbinas repulsoras delanteras.
Uno de los cañones láser delanteros y se centró en él, pero un rayo de partículas del desinte-
grador de Laranth fundió el cañón convirtiéndolo en chatarra derretida.
— ¡Corred al carguero! —les gritó a los demás. No necesitaban que se lo dijera; ya estaban
corriendo a toda velocidad. Laranth e I-Cinco continuaron dando fuego de cobertura mientras
corrían. Jax empezó a girarse…y se encontró cara a cara con una figura alta y oscura con una
capa negra.
¡Vader…!
El Capitán Tanna gritó: — ¡Ha desactivado las turbinas delanteras! ¡No podemos elevarnos!
Hora de marcharse, decidió Rhinann. Esa lanzadera estaba condenada, y la otra nave re-
presentaba su única oportunidad posible de supervivencia. No tenía ni idea de qué destino
le podría esperar si desertaba de lanzadera por el carguero. Ni siquiera sabía si Pavan y sus
compinches lograrían llegar al carguero, o si le dejarían embarcar. Pero una vez más estaba
haciendo una cosa muy poco característica: guiarse por su instinto. Entonces, mientras Vader
y el capitán estaban ocupados con la repentina emergencia, el elomin salió rápidamente del
puente y bajó por los corredores hasta la rampa.
Tardaría demasiado en descender la rampa, él lo sabía. Afortunadamente también había cuatro
cápsulas de escape de emergencia a cada lado. Tiró de la palanca roja liberadora y entró en
la cápsula más próxima.
La caída sólo era de diez metros; el aterrizaje, debido al cojín repulsor, apenas lo suficiente-
mente fuerte como para notarlo. Rhinann salió afuera. Sólo tenía una opción para sobrevivir,
lo sabía, y eso era convencer a Jax Pavan de que no era un enemigo. Se recogió las ropas,
preparándose para correr hacia la otra nave…y, para su sorpresa, se encontró delante de la
persona que estaba buscando.
No era Vader, se percató Jax, tras el shock inicial. No estaba seguro de quién era; reconoció a
la especie como elomin, pero eso fue todo.
—Escúchame —dijo el Elomin urgentemente—. ¡Debes llevarme contigo! Tengo algo..
—Cuéntamelo después —dijo Jax. Agarró el brazo del otro y corrió hacia el carguero, arras-
trando al elomin sorprendido con él.
Alcanzaron la nave y subieron la rampa rápidamente. Arriba se encontraba la escotilla prin-
cipal de despresurización. Jax alzó la rampa, observándola elevarse con lentitud agonizante.
Finalmente se cerró; golpeó el interruptor del comunicador y gritó, — ¡Despega!
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Escuchó el latido amortiguado de los motores repulsores, y sintió que una fuerza g que casi
le hace caer de rodillas antes de que la gravedad de la nave se pusiera en marcha. Recorrió
rápidamente los corredores que conducían a la cabina, sin mirar si el elomin le seguía.
La cabina estaba abarrotada. I-Cinco pilotaba, con el Paladín en el asiento del copiloto. Den
estaba detrás de ellos, observando tensamente. El aviar y Nick Rostu no se veían por ninguna
parte. Fuera de la cabina se veía el cielo nocturno, con una de las lunas más pequeñas a la
vista. Jax miró sobre el hombro del droide.
— ¿Tiempo? —preguntó.
—Estimando un minuto, cuarenta y ocho segundos hasta la distancia mínima de seguridad
—respondió I-Cinco—. Aproximadamente dos minutos para la detonación.
Jax agarró el respaldo del asiento del droide. Todavía podían lograrlo…
La nave ascendió en un ángulo pronunciado. Jax estudió el monitor retrovisor, el cual mos-
traba una vista amplificada del Distrito de las Fábricas. La lanzadera Lambda todavía flotaba
mientras el capitán y la tripulación intentaban frenéticamente hacer un bypass a las turbinas
dañadas. Pero ya era demasiado tarde. Echó un vistazo al crono al lado del monitor.
Cinco... cuatro... tres... dos... uno...
El monitor se volvió blanco. Después de un instante los filtros de polarización se activaron, y
la luminosidad se redujo. Debajo de ellos había una nube en forma de hongo, expandiéndose
y desplegándose a través de colores verde, púrpura y naranja.
Un momento después la onda expansiva les golpeó. El Ranger Lejano se zarandeó, la visión
de la bola de fuego osciló locamente durante un momento. El campo de gravedad-A mantuvo
estable el medio interno, y ya estaban demasiado alto para que el carguero fuera desviado de
su curso.
I-Cinco comprobó las lecturas. —La potencia de la explosión fue aproximadamente de doce
kilotones. No hay signos de daño en el casco; niveles de radiación mínima; los escudos aguan-
tan.
—Lo conseguimos —dijo Laranth—. Con unos diez segundos enteros de sobra.
— ¿Siempre tienes que apurar tanto, Cinco? —comentó Den.
— ¿No tienes sentido del drama?
Kaird entró. —Vuestro amigo está en las habitaciones de la tripulación —le dijo a Jax—. To-
davía respira, todavía está inconsciente.
I-Cinco se levantó. —Haré lo que pueda para estabilizarle. Si alguno de vosotros conoce a
alguien con acceso a un tanque de bacta, este sería un buen momento para pedir un favor
cuando lleguemos a dondequiera que nos dirijamos.
Jax se deslizó en el asiento del piloto que I-Cinco acababa de dejar vacío. —Espero que
conozca bastantes procedimientos médicos para ayudar a Nick.
—Así es —dijo Den—. Pasó seis meses en un Uquemer, y es un aprendiz rápido, como pro-
bablemente has comprobado.
—También ha tocado un punto importante —dijo Jax—. ¿Dónde vamos? ¿Niveles inferiores?
¿Superiores? ¿O fuera del planeta?
Hubo un momento de silencio mientras los demás digerían esto. Era cierto; no había ninguna
razón para regresar al Sector de Yaam. Había fallado en la misión del Maestro Piell: no había
recuperado los datos que había llevado 10-4TO.
Laranth estaba mirando una lectura de los sensores. —La explosión ha dejado un cráter de
ochenta metros de diametro —dijo ella—. Creo que podemos asumir que Vader está muerto.
Jax sacudió la cabeza. —No —dijo él—. No lo está.
Finalmente decidieron dirigirse hacia un refugio seguro que conocía el hombre pájaro: un lu-
gar utilizado ocasionalmente por el Sol Negro para esconder a seres hacia quienes otros seres
albergaban malas intenciones. El vuelo duraba varias horas, debido a la decisión de evitar una
trayectoria suborbital en favor de volar bajo y camuflados. Den no se quejaba; agradecía la
oportunidad de descansar. Las pasadas veinticuatro horas habían sido realmente ajetreadas:
tan intensas como cualquier cosa que hubiese experimentado en las Guerras Clon.
Habían adquirido dos nuevos pasajeros: Kaird el nediji y Haninum Tyk Rhinann, un elomin.
Este último hablaba poco, prefiriendo acurrucarse algo alejado de los demás. Ni Jax ni Laran-
th podían sentir ningún motivo oculto en él, y tampoco había ninguna razón para no creer su
historia de que había desertado de la nave de Vader en el último momento posible para escapar
de la explosión del reactor.
Ah, sí: Vader. Al principio, nadie había creído en la convicción de Jax de que el Señor del
Sith vivía; la explosión del núcleo del reactor había reducido una cantidad considerable del
Distrito de las Fábricas a escombros radiactivos. Pero Jax había reproducido las imágenes de
los últimos momentos antes de la explosión, grabadas por la cámara trasera de la nave. Justo
cuando el Ranger Lejano había levantado el vuelo, era posible ver la imagen borrosa de una
cápsula de escape saliendo despedida de la parte trasera de la lanzadera, dirigiéndose en di-
rección opuesta al carguero.
—Está vivo —dijo Jax—. Estoy seguro.
Den había lamentado oír eso. Pero la gran pregunta, por lo que a él respectaba, no era tanto
¿Qué hacemos con Darth Vader? como ¿Cuándo nos largamos? Porque el único curso que
tenía algún sentido para él era amontonar tantos parsecs entre ellos y los Mundos del Núcleo
como fuera posible.
El hombre pájaro, Kaird, comprendía eso. Su argumento, con el que Den estaba de acuerdo,
era que ni siquiera deberían perder el tiempo con el refugio; deberían tirar hacia atrás de la
palanca de mando ahora mismo y elevarse. Den estaba dispuesto a esperar lo suficiente para
asegurarse de que Rostu viviría, pero después de eso su voto era para la misma acción, aunque
I-Cinco señalara que tales planes de vuelo no autorizados tenderían a desestabilizar el tráfico
aéreo y espacial, lo que a su vez tendería a atraer a las policía del sistema, y normalmente no
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con el mejor humor.
El elomin también estaba ansioso por dejar Coruscant. Esperaba que Jax pudiera ayudarle de
alguna forma a conseguirlo. Por ese motivo, le había dado al Jedi algo que pensaba podría ser
útil en cierta forma, si realmente Vader había escapado de la explosión del reactor. Se lo había
presentado a Jax unos momentos antes...
Jax miró el holocrón en su mano, que Rhinann acababa de darle. Reconoció de inmediato los
patrones que lo marcaban: un Holocrón Sith. Muy antiguo y valioso.
—Y, quizá, muy útil para ti, si Vader vive —dijo Rhinann.
I-Cinco lo tomó y lo examinó. Sus fotorreceptores se iluminaron de sorpresa. —Aunque
no sirva para otra cosa —dijo—, puede servir como recuerdo.
Jax le miró. — ¿Recuerdo?
—Es el mismo holocrón que intentó comprar tu padre a Zippa el toydariano —dijo I-Cin-
co—. Lo reconozco.
—Venga ya —dijo Den escépticamente—. Han pasado veinte años, año arriba, año…
I-Cinco simplemente le miró. Den hizo un gesto de derrota. —Cierto, eres un droide.
El droide continuó, —Supuestamente, contiene muchos secretos perdidos de los Sith. No
tuvimos forma de comprobarlo, por supuesto, ya que sólo puede ser abierto por alguien que
pueda usar la Fuerza.
Jax lo miró más de cerca, le dio vueltas, pero no hizo ningún intento de abrirlo. Miró a Rhi-
nann. — ¿Y por qué me lo das?
El elomin vaciló. —Porque —dijo al fin—, Se que Vader, no importa lo que diga públicamen-
te acerca de que los Jedi ya no son un problema, te quiere. Dijo que tenía “asuntos” contigo.
No sé nada más acerca de ello. La oportunidad, sin embargo, siempre favorece a los prepara-
dos. Como has dicho, sólo uno que pueda tocar la Fuerza puede abrirlo. Eso me excluye —el
elomin sonó sorprendentemente melancólico.
—No pongas esa cara —le dijo Den a Jax—. Tu estás vivo, y muy probablemente Vader pien-
sa que estás muerto. Eso me suena como un bonito final feliz.
—Podría ser…salvo por el hecho de que fracasé en llevar a cabo la última petición del Maes-
tro Piell —dijo Jax—. No conseguí los datos de Diez-Cuatro-Te-O.
—No había datos —dijo Rhinann.
Jax se volvió lentamente y miró al elomin. — ¿Qué?
—No sé todo sobre el plan de Vader —dijo Rhinann—. Sólo me dijo lo necesario. Pero sé
que los datos que supuestamente eran tan vitales, en realidad no tenían valor. El droide era
meramente un señuelo.
—El Maestro Piell dijo...
—El lannik te dijo lo que creía que era verdad. Todo eso había sido diseñado por Vader hacia
un propósito.
— ¿Deshacerse de mí? No puedes hablar en serio.
—Vader sabía que te enterarías finalmente de la muerte del Maestro Piell a través de Latigazo.
Que tu amigo Rostu estuviera allí cuando murió y te diera la noticia fue pura casualidad.
Al principio le pareció absurdo; y aun así, cuanto más pensaba Jax en ello, más encajaban
todas las piezas. La intervención del Príncipe Xizor y el aviar Kaird sin duda tampoco había
sido prevista, y evidentemente le había causado a Vader un momento de preocupación. Así
que había sobornado a alguien que ya formaba parte del juego: Nick Rostu. Parte de la confe-
sión que Nick le había susurrado a Jax había sido sobre la espada que Vader había sostenido
sobre él: la amenaza de destrucción del hogar de su pueblo en Haruun Kal.
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—Bien —dijo Den—, si yo fuera tu, no querría estar dentro de diez dimensiones junto con
cualquier cosa relacionada con los Sith. Tal vez puedas venderlo una vez salgamos del pla-
neta.
Jax cerró la mano alrededor del holocrón y lo deslizó en un bolsillo. Quizá necesitaría los
datos algún día. Esperaba no tener que comprobarlo nunca, porque esperaba no volver a en-
contrarse con Darth Vader.
Sólo poco más de dos días antes, había estado completamente listo para partir —para ocu-
par su litera en el Mag-Lev Subterráneo y despedirse de Coruscant. Nadie le miraría de reojo,
porque se lo había ganado. Había arriesgado su vida una veintena de veces, había salvado
personas por un pelo, había conseguido meterlas en cargueros, transportes, y otros vehículos,
con el tiempo justo para decirle adiós al brillante centro de la galaxia, a menudo marchándose
con poco más que las ropas que llevaban puestas.
Pero ahora, en cierta forma, era diferente.
Alzó la mirada. —Lo siento, Den —dijo él—. No me voy.
—Ja ja ja —dijo Den nerviosamente—. Qué bromista, ¿eh? —codeó a Rhinann en las costi-
llas —o lo intentó. Terminó golpeando la rodilla del elomin.
I-Cinco miró a Jax. — ¿Por qué?
Jax se tomó su tiempo para contestar. —Soy un Jedi —dijo al fin—. He jurado ayudar a quien
lo necesite, y seguir el Código Jedi. El Imperio ha diezmado mi Orden…pero no han ganado,
y no ganarán, mientras quede un Jedi. Me expulsaron del Templo, pero no van a expulsarme
del planeta. Si Vader cree que estoy muerto, tanto mejor. Ciertamente no voy a esforzarme
por atraer su atención. Pero si no lo cree, y está dispuesto a emplear todo ese tiempo y energía
en encontrarme…entonces en cierta forma, de alguna manera, soy una amenaza para él. Y
no voy a descubrir cómo o por qué lo soy, o cómo usarlo contra él, escondiéndome en algún
lugar del Borde.
—Si planeas quedarte aquí —dijo I-Cinco—, yo también me quedo —el droide miró a Den,
puso una mano en su hombro—. Pero aunque quiera quedarme, sólo lo haré si Den también
se queda. Él y yo hemos pasado por muchas cosas como para abandonarle ahora.
—No —dijo Den. Se agarró la cabeza con ambas manos—. ¡No, no, no, esto no está ocurrien-
do! —miró a los demás—. Sé que lo he preguntado tantas veces que apenas puede conside-
rarse como retórico, pero —¿Os habéis vuelto todos locos? Quiero decir, tenemos una nave,
gente —no parece gran cosa, pero tiene un hipermotor y eso es todo lo que… —les miró fija-
mente, entonces suspiró y extendió los brazos en un gesto de derrota—. Me rindo —dijo—.
De acuerdo, Cinco —si estás lo suficientemente loco como para quedarte, supongo que tendré
que estar lo suficientemente loco como para quedarme contigo —sacudió la cabeza—. Pero a
partir de ahora vamos a comer rata de sangre y hierbajos, porque ya no tengo nada que vender.
—En cuanto a eso —dijo Kaird—, yo podría ayudar. No estoy sin fondos —la mayor parte de
ellos ganados de malas maneras, pero aun así... sólo necesito lo suficiente para comprarme un
billete de vuelta a Nedij.
— ¿Harías eso? —preguntó I-Cinco—. Podrías necesitarlos, algún día...
—El dinero del Imperio es inútil en mi mundo. Es vuestro si lo queréis. Me llevará un par
de días blanquear los fondos, pero.. —el aviar se encogió de hombros—. He esperado hasta
ahora; uno o dos días más no supondrán una gran diferencia.
Den se encogió. —No digas cosas así. Estás buscándote problemas.
Jax se sentó en la silla del piloto y observó el oscuro paisaje urbano pasar rápidamente bajo
el Ranger Lejano. I-Cinco estaba junto a él. Dejaron atrás la gigantesca forma de caja de una
195
mónada, su miles de luces centelleantes, cada uno una ventana, brillaban contra de la superfi-
cie oscura de la estructura. —Tantos seres —murmuró Jax—. ¿Estoy haciendo lo correc-
to quedándome aquí? ¿O simplemente me estoy engañando, pensando que puedo hacer algo?
—El filósofo twi’lek Gar Gratius dijo, “Incluso el más humilde de los seres contiene en su in-
terior un universo de infinita diversidad y admiración. Por consiguiente, cuando prestas ayuda
y comodidad a un sólo ser, eres, en ese momento, la deidad de todo un cosmos”.
Jax miró a I-Cinco. El droide estaba mirando fijamente a través del blindaje de cristacero de
la cabina. Sus fotorreceptores estaban brillantes, casi refulgentes.
Pensó en la sensación de realización y orgullo que sintió cuando recibió el título de Caballe-
ro Jedi, cuando creó y afinó su primer sable láser, cuando salió solo por primera vez en un
misión, durante los últimos días de las Guerras Clon. También había sido su última misión;
algunas semanas después el Templo había sido atacado y los Jedi restantes, incluido él mismo,
derrotados.
Cambió de posición, y algo en uno de los bolsillos de su abrigo se le clavó en un lateral. Sacó
el relicario, lo abrió, y miró la joya que había en su interior. Expuesta a la luz una vez más,
comenzó a relucir, pasando del negro por todo el espectro hasta el blanco más puro.
Kaird notó la efulgencia y miró por encima del hombro de Jax. —Pyronium. Nunca antes
había visto una muestra tan grande y sin defecto. ¿Dónde lo consiguiste?
—Un regalo —dijo Jax—. Hace tiempo atrás, de un compañero Padawan. Anakin Skywalker.
Clavó los ojos en el brillante elemento, entonces cerró el envase y lo devolvió a su bolsillo.
Anakin, junto con casi todos lo demás Jedi, había desaparecido. La Orden de los Caballeros
Jedi, una vez un faro de esperanza y justicia, habían sido extinguida, excepto por algunas
chispas desvanecientes. Pero al menos una de esas chispas todavía podía ser alimentada.
Había intentado con todas sus fuerzas adherirse a estos principios, hacerlos los indicadores de
su vida. Ser el mejor Jedi que podía. Por ello, había desaprobado cualquier deseo de conocer
cualquier cosa sobre sus orígenes o sus padres. Habían renunciado a él, después de todo; le
habían entregado a los Jedi. Él, a su vez, había sofocado dentro de sí mismo cualquier deseo
de descubrir quiénes habían sido, qué habían sido.
Pero negar sus recuerdos era negarse a sí mismo. Ahora Jax podía verlo claramente. Aunque
los Jedi le habían formado y forjado, la materia prima había sido provista por Lorn y Siena
Pavan.
Bajo ellos, la interminable masa de la ciudad planetaria cobraba vida. Los estratos de tráfico
comenzaban a formarse; Las torres, cortanubes, y torres celestiales relucían con luz, y millo-
nes de millones de seres, todos y cada uno su propio cosmos privado, empezaban sus rutinas
diarias. La inmensa mayoría de aquellos seres eran honestos y respetables. Pero en lo más
profundo, en las oscuras fisuras y fallas, aquellos que no lo eran también comenzaban sus
vidas.
Alguien tenía que ayudar a los que sufrían. Alguien tenía que encontrar a los que se perdían.
Alguien tenía que plantar cara, por aquellos que no podían defenderse a sí mismos.
¿Alguna vez podría estar más claro el trabajo de un Jedi?
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Jax alzó la mirada. Un brillo dorado surgía en el horizonte; el Ranger Lejano corría hacia el
amanecer.
I-Cinco dijo, —Tu padre no creía ser un gran hombre. Pero cuando la situación lo requería,
el estaba a la altura. Desearía poder decirte que tuvo éxito. Fue un destino cruel e insensible
que dejó en ridículo su misión. Pero lo intentó. Eso es todo, realmente, en el análisis final, lo
que importa.
Jax miró fijamente hacia el inminente amanecer. —Háblame de mi padre —dijo.
Michael Reaves recibió un premio Emmy por su trabajo en la serie ani-
mada de televisión Batman. Ha trabajado para DreamWorks, entre otros
estudios, y ha escrito novelas de fantasía y thrillers sobrenaturales. Re-
aves es el best seller del New York Times de Star Wars: las novelas de
Coruscant Nights Jedi Twilight y Street of Shadows, y Star Wars: Darth
Maul: Shadow Hunter, así como el coguionista (con Steve Perry) de Star
Wars: Death Star y dos Star Wars: novelas de MedStar: Battle Surgeons y
Jedi Healer. Él vive en el área de Los Ángeles.
STAR WARS—el Universo Expandido
Viste las películas. Usted vio la serie de dibujos animados, o tal vez jugó
algunos de los videojuegos. Pero sabías ...
En The Empire Strikes Back, la princesa Leia Organa le dijo a Han Solo,
“Te amo”. Han dijo: “Lo sé”. Pero, ¿sabías que ellos realmente ¿casarse?
Y tenía tres hijos Jedi: los gemelos, Jacen y Jaina, y un hijo menor, Ana-
kin?
Luke Skywalker fue entrenado como Jedi por Obi-Wan Kenobi y Yoda.
¿Pero sabías que, años más tarde, pasó a revivir la Orden Jedi? y su com-
promiso de defender a la galaxia del mal y la injusticia? Obi-Wan le dijo a
Luke: “Durante más de mil generaciones, los Jedi, Los Caballeros fueron
los guardianes de la paz y la justicia en la Antigua República.
Antes de los tiempos oscuros. Antes del Imperio. “¿Sabías que se acabó?
aquellos milenios, los legendarios Jedi y los infames señores Sith estaban
agregando sus nombres a los anales de la historia de la República?
Yoda explicó que los temidos Sith tienden a aparecer en parejas: “Siempre
dos, hay. Ni mas ni menos. Un maestro y un aprendiz “. Pero ¿Sabías que
los Sith no siempre existen en parejas? Que a la una tiempo en la antigua
República había tantos Sith como Jedi, hasta que El Lord Sith llamado
Darth Bane fue el único superviviente de una gran guerra Sith y creó la
“Regla de dos”?
Todo esto y mucho, mucho más cobra vida en las muchas novelas y có-
mics del universo expandido de Star Wars. Has visto las películas y miró
la caricatura. Ahora aventúrate en los mundos más amplios de Star Wars!
Pase la página o salte a la línea de tiempo de las novelas de Star Wars para
aprender
Más.
LEGACY OF THE FORCE
Lee cada libro de la serie
Libro: 1 Libro: 3
Traicion Tempestad
por Aaron Allston por Troy Denning
Tapadura : En venta 05/30/06 Tapadura : En venta 11/28/06
Libro de Bolsillo: En venta 05/01/07
Libro: 2
Linaje
por Karen Traviss
Libro: 4 Tapadura : En venta 08/29/06 Libro: 6
Exile Infierno
por Aaron Allston por Troy Denning
Tapadura : En venta 02/27/07 Tapadura : En venta 08/28/07
Libro: 5
Sacrificio
por Karen Traviss
Tapadura : En venta 05/29/07
Libro: 7 Libro: 8
Furia Revelacion
por Aaron Allston por Karen Traviss
Tapadura : En venta 11/27/07 Tapadura : En venta 03/04/08
Libro: 9
Invicible
por Troy Denning
Tapadura : En venta 06/03/08
www.legacyoftheforce.com
Con la Orden Jedi en el ocaso producto de
la ejecución de la Orden 66, el poder del
Imperio parece haberse desenfrenado.
el
ultimo jedi
Imperial Alliance World tiene como principios orientadores de su actividad intelectual
contribuir a la difusión de la cultura y la mejora de la educación. Este aspecto de nuestra
misión reviste distintas concreciones en cada momento: unas permanentes, y otras cir-
cunscritas a un periodo o momento determinado. Estamos realizando un considerable
esfuerzo apoyando a la promoción de la cultura y a la mejora de la educación, actos
culturales y las exposiciones, actividades relacionadas con la educación.
Imperial Alliance World editorial fundada en 2006. Pertenece al grupo multimedia Ro-
chBast Media Group con sede en Lima que opera en los sectores editorial, audiovisual
y de comunicación. Tiene su origen en la Agencia Dogma Central, fundada en el 2000
y que sigue siendo el buque insignia del grupo. El Grupo aglutina a 10 empresas de
siete diferentes áreas, de las que destacan las editoriales de prensa digital y canales de
tv digital streaming. Además del área editorial, el grupo actúa en las áreas de coleccio-
nables, formación, venta directa, enseñanza a distancia, audiovisual y medios de comu-
nicación, ademas de cine y television.