Parada - Los Orígenes de La Biblioteca Pública
Parada - Los Orígenes de La Biblioteca Pública
Parada - Los Orígenes de La Biblioteca Pública
AIRES
ANTECEDENTES, PRÁCTICAS,
GESTIÓN Y PENSAMIENTO
BIBLIOTECARIO DURANTE LA
REVOLUCIÓN DE MAYO (1810-1826)
ALEJANDRO E. PARADA
Con esta publicación el Instituto de Investigaciones
Bibliotecológicas adhiere a la conmemoración del bicentenario
de la Revolución de Mayo junto con la creación de la
Biblioteca Pública de Buenos Aires
Buenos Aires
Instituto de Investigaciones Bibliotecológicas - INIBI
Facultad de Filosofía y Letras
Universidad de Buenos Aires
2009
FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS
UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES
Decano
Hugo Trinchero
Vicedecana
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Secretaria Académica
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Secretaria de Supervisión Administrativa
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Secretaria de Extensión Universitaria y Bienestar Estudiantil
Silvana Campanini
Secretario General
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Secretario de Investigación y Posgrado
Claudio Guevara
Subsecretaria de Bibliotecas
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Subsecretario de Publicaciones
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Prosecretario de Publicaciones
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Coordinadora Editorial
Julia Zullo
Consejo Editor
Amanda Toubes
Lidia Nacuzzi
Susana Cella
Myriam Feldfeber
Silvia Delfino
Diego Villarroel
Germán Delgado
Sergio Gustavo Castello
Parada, Alejandro E.
Los orígenes de la Biblioteca Pública de Buenos Aires: antecedentes, prácticas, gestión y
pensamiento bibliotecario durante la Revolución de Mayo (1810-1826). Buenos Aires: Instituto de
Investigaciones Bibliotecológicas, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, 2009.
343 p.
Biblioteca Pública de Buenos Aires; Historia del Libro y de las Bibliotecas; Argentina
CDD 027.498 2
4
LAS CONSTRUCCIONES
SIMBÓLICAS EN BIBLIOTECOLOGÍA — 9
Susana Romanos de Tiratel
INTRODUCCIÓN — 17
I. PANORAMA DE LA HISTORIA
DE LA BIBLIOTECOLOGÍA, DEL LIBRO Y DE
LAS BIBLIOTECAS EN LA ARGENTINA ― 59
A L E J A N D R O E . PA R A D A 5
III. LOS UMBRALES
DE LA BIBLIOTECA PÚBLICA: LA BIBLIOTECA
DE FACUNDO DE PRIETO Y PULIDO ― 113
6
V.2.1 . . . Introducción ― 211
V.2.2 . . . Breve situación de la Biblioteca Pública de Buenos Aires
durante el período 1820-1826 ― 212
V.2.3 . . . Aproximación al concepto de “razón de gastos” ― 216
V.2.4 . . . La mirada cuantitativa: asignaciones, gastos y administración
general durante la gestión de Manuel Moreno ― 217
V.2.5 . . . La mirada cualitativa: una jornada en la Biblioteca Pública
de Buenos Aires (1812-1826) ― 234
Referencias bibliográficas, 247
7
VI.4.2 . . . Análisis cuantitativo del discurso ― 277
VI.5 . . . . . Libros y lecturas ― 279
VI.6 . . . . . Otros antecedentes sobre la fabricación del papel y el problema
de la conservación de los libros ― 283
Referencias bibliográficas ― 289
Apéndices ― 293
8
LAS CONSTRUCCIONES
SIMBÓLICAS EN BIBLIOTECOLOGÍA
Susana Romanos de Tiratel
A L E J A N D R O E . PA R A D A 9
detrás de cada una de sus decisiones y cambiarla o aceptarla con concien-
cia de lo que están haciendo. Preguntarse por qué hago lo que hago, y por
qué lo ejecuto de esta forma y no de otra, dar respuesta precisa a los más
o menos, a los aproximadamente. Tratar, cada día, de sustentar nuestras
afirmaciones con explicaciones lógicas y fundadas, establecer los hechos
del pasado con precisión y sin sesgos concientes e interesados, conside-
rar a quienes servimos como un objeto de estudio y aplicarle los métodos
y las técnicas de investigación más convenientes para conocerlos, asumir
que elegir es excluir aunque, por otra parte, la cruda situación financiera
nos haga reconocer que no se puede tenerlo todo, saber estudiar a partir
de la construcción de modelos, pautas y normas, sistemas y servicios de
información para evaluarlos y modificarlos, y muchas otras cuestiones
que, en un ir y venir dialéctico-recursivo, nos planteamos casi todos los
días, permaneciendo muchas como asignaturas pendientes que alguna
vez podremos resolver, se constituyen en la telaraña que, muchas veces
por desidia, otras por comodidad, tratamos de eludir justificados por el
tráfago de la cotidianidad.
No es difícil advertir cierta colisión entre ambos modelos pero, par-
tiendo de un afán generalizador, aun cuando esta descripción sea bina-
ria, lo cierto es que en la realidad percibida hay tantos matices como per-
sonas y existen unos pocos profesionales dispuestos a conciliar ambas
vertientes, en un contrapunto enriquecedor, según las actividades que
alternativamente desempeñen. Este es el caso de Alejandro E. Parada,
autor de este libro, profesional reconocido al frente de una importante
biblioteca de Humanidades e investigador constante que, a lo largo de
su vida laboral ha sabido conciliar intereses en contrapunto y resolver
una contradicción aparente donde otros solo hemos sabido optar entre la
vida académica o la vida profesional. Un estudioso que supo reemplazar
la disyunción por la conjunción y que, desde lo simbólico, al menos, per-
mite deconstruir esa antítesis que, en muchas ocasiones, opaca nuestra
actividad, alcanzando así una síntesis enriquecedora entre los dos planos
de su actividad.
Por otra parte, cuando se habla de la necesidad de que la Biblioteco-
logía se estudie en la universidad se suelen esgrimir una serie de razones
pragmáticas y otro conjunto de ventajas comparativas, lo que a veces se
olvida es la fuerza arrolladora que la cultura científica de estas institucio-
nes imprime en las disciplinas que cobija, de este modo, para no perder
el paso, ni las oportunidades, ni los subsidios, ni los incentivos, para
cumplir con los mandatos establecidos y, a esta altura, generalizados,
en distintos países, habrá que asumir que, también para la Biblioteco-
logía los niveles de postgrado como las carreras de especialización, las
maestrías y los doctorados serán, dentro de poco tiempo, un requisito
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de mayor nivel y más largo alcance. Lo que sí sé es que en la Facultad
de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, si bien desde
la década de 1960 existió la posibilidad de obtener el título de doctor en
Filosofía y Letras con especialización en Bibliotecología y Documenta-
ción, mi memoria institucional solo recupera siete casos de licenciados
que se inscribieron en el doctorado. Cuatro, por causas muy dispares, no
completaron el ciclo. Dos de esas inscripciones están en curso, una con
otorgamiento de prórroga y la otra efectiva desde noviembre de 2007.
Finalmente, en diciembre de ese último año, con la presentación primero
y la defensa después, una, la que ha quedado plasmada en el libro que
ahora el lector tiene en sus manos, culminó del mejor modo posible su
decurso académico, con la máxima calificación y con la recomendación
de publicación.
En la televisión y el cine se han hecho documentales sobre lo que su-
cede entre bastidores (backstage) cuando se filma o se graban programas,
mostrando una serie de aspectos ignorados por el común de las perso-
nas. En realidad, cualquier producto público es la punta de un iceberg
porque quienes acceden a él no perciben, a veces ni siquiera imaginan,
lo que hay debajo, esa masa sustentante de acciones y decisiones, de
avances y retrocesos. Así, en la trastienda de una tesis de doctorado, por
académica y estructurada que parezca, no deja de suceder exactamente
lo mismo.
Para entender la operatoria de las bambalinas es conveniente aclarar
que las tesis de doctorado de la Universidad de Buenos Aires se rigen
por un reglamento general1 para todas las unidades académicas que la
conforman y por reglamentos particulares donde cada facultad, respe-
tando la normativa general, especifica y establece condiciones propias.
Uno de los requisitos comunes es la constitución de las Comisiones de
Doctorado que, en la Facultad de Filosofía y Letras está integrada por 31
miembros con subcomisiones disciplinarias que entienden y atienden a
todas las cuestiones relacionadas con inscripciones, entrevistas, evalua-
ción de antecedentes, asignación de créditos a los candidatos, proyectos
iniciales, aprobación de seminarios, planes definitivos de tesis, nombra-
miento de evaluadores ad hoc y de integrantes de los tribunales para la
defensa. El número de miembros de cada subcomisión varía y está en rela-
ción directa con la cantidad probable de inscriptos en esa especialidad.
1
Todos los reglamentos están disponibles en la página de la Universidad de Buenos Aires
(www.uba.ar) o en la de la Facultad de Filosofía y Letras (www.filo.uba.ar).
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Parada, al que hay que darle la dimensión simbólica que encarna al
demostrar con su sola existencia que es posible trazarse un itinerario
profesional y académico, que en cualquier empresa humana habrá in-
convenientes pero que estos pueden superarse con la conjunción de vo-
luntades, con el trabajo colectivo, con la voluntad personal y la confianza
puesta en las instituciones que nos han cobijado y de cuya imagen so-
mos, en última instancia, responsables.
Este prólogo no pretende restarle importancia a la calidad de la in-
vestigación ni a la originalidad de los contenidos de esta tesis sino que,
entre otras cuestiones, desea subrayar que constituye un modelo en su
estructura y elaboración que, de común acuerdo con el autor, hemos
querido dejar tal cual se presentó, modificada tan solo con los agregados
sugeridos en la defensa por el tribunal de expertos. Es también un ejem-
plo de que es factible, para los egresados de nuestra disciplina, tanto en
nuestra Universidad como en otras de nuestro país, un logro semejante.
Por otra parte, en honor a la verdad y sin habérnoslo propuesto, el tema
abordado coincide, en su recorte cronológico, con las conmemoraciones
y festejos que se están organizando, en el mundo cultural argentino, en
torno de los doscientos años de la Revolución Emancipadora que se con-
cretó, en primera instancia, en mayo de 1810. Vaya pues este libro como
una contribución del INIBI a un aniversario tan cargado de significados
para nuestro país y para las bibliotecas argentinas.
En el último párrafo, como es de rigor y aunque sé que el autor no
se habrá privado de este privilegio, desde el derecho que me otorga la
satisfacción personal de haber estado asociada a este derrotero intelectual,
deseo agradecer a todos aquellos que han depositado su confianza en
mi persona, en primer término a mi amigo y dócil dirigido Alejandro
E. Parada, a los doctores de la subcomisión de Historia, Pablo Pozzi y
Alberto Lettieri que lo inscribieron sin asomo de duda en el doctorado
y, en razón de sus nutridos y relevantes antecedentes, lo eximieron de
cualquier requisito previo a la concreción de su tesis, a la plenaria de
la Comisión de Doctorado que no objetó sino que apoyó las decisiones
tomadas. También al jurado, ejemplo de impecable conducta académica,
de interés y de generosidad por reunirse en un muy ajetreado 21 de
diciembre y permitirle a Parada celebrar las fiestas tradicionales con un
agregado personal altamente gratificante. A los colegas que, enterados
del éxito de la empresa enviaron correos-e con palabras solidarias, llenas
de alegría y con esa identificación tan saludable que nos convierte en
partícipes de los avances y de la felicidad de otras personas. Al Consejo
Editor de la Facultad que avaló académicamente esta publicación, al
personal del INIBI que se compromete más allá de sus obligaciones
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INTRODUCCIÓN
A L E J A N D R O E . PA R A D A 17
de alfabetización a través de los registros de firmas, identificación de los
fondos de bibliotecas particulares, estadísticas de producción y edición
de libros, cantidad de permisos y autorizaciones para editar, etc. La
acumulación estadística intentó cuantificar la presencia del lector y de
las lecturas. Y, en esa instancia, dividió a los lectores según diversas
tipologías estancas, tales como lectores cultos o de elite, lectores de
estamentos bajos o de cultura popular, y muchas otras similares.
De este modo, se trataba de incorporar las estructuras cuantitativas
como elementos referenciales e ineludibles del libro y de la lectura,
acaso como si esta necesidad fuera una herencia del neopositivismo y
la Historia del Libro una reminiscencia próxima a las Ciencias Exactas.
Sin embargo, este intento, aun con sus grandes falencias, fue puerta
de entrada y fundamento para los nuevos estudios sobre la renovada
conceptualización y socialización de la lectura, pues, gracias a la
limitación de su metodología, se presentó una realidad inequívoca: la
necesidad de interpretar el fenómeno de las bibliotecas y de la lectura a
partir de nuevas dimensiones creativas y a través de documentos hasta el
momento no tomados en cuenta. Dentro de este panorama, los lingüistas
acotaron el fenómeno de lo impreso al análisis del texto, a la génesis
textual y a los estudios paratextuales, dejando de lado el hecho de que el
libro es, fundamentalmente, una máquina o un dispositivo para leer que
se recrea con los usos del lector.
La innovación surgió, entonces, de la necesidad de conocer las
prácticas y las representaciones de la escritura, de la lectura, y de
la manera de “ver” a las bibliotecas y a sus procesos de gestión. La
irrupción de los métodos cualitativos fue inevitable para acceder a una
primera interpretación social del libro y de la lectura. Es importante,
entonces, mencionar a algunos de los autores que llevaron a cabo
esta transformación en el plano internacional: Roger Chartier, Robert
Darnton, Armando Petrucci, Carlo Ginzburg, Peter Burke y Guglielmo
Cavallo, entre otros muchos.
Es así como los modos o usos para apropiarse de los textos por los
lectores en los distintos espacios donde se manifiestan los registros
culturales, entre ellos en el ámbito de la biblioteca, se han convertido en
uno de los temas centrales de la historia cultural moderna. No obstante,
y dentro de este marco teórico práctico, nos resta formular una pregunta:
¿cuál es la situación de la Argentina en esta clase de estudios y qué
documentos puede aportar para conocer las maneras que han tenido
sus habitantes, a lo largo de su historia, para apropiarse de la cultura
escrita?
La respuesta, como casi todo en la vida cultural, tiene un doble
rasgo: es a la vez negativa y positiva. Negativa, debido a que existen
1
A pesar de la ambigüedad y ambivalencia que implica la génesis del concepto
“orígenes” (puntualmente señalado por Marc Bloch, en su clásica Introducción a la His-
toria, como “el ídolo de los orígenes”), se ha optado por él en forma muy genérica y sin
simplificar su filiación con una explicación atemporal.
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La tesis y su contenido plantean varias hipótesis, ya esbozadas parcial-
mente y subordinadas a un eje central: la necesidad de estudiar la inau-
guración y desarrollo de la Biblioteca Pública de Buenos Aires a partir de
una mirada bibliotecológica, con el objetivo de analizar el desarrollo de
las ideas bibliotecarias en los orígenes de la Revolución de Mayo. Se tra-
ta, pues, de una conjetura de trabajo de gran importancia en los inicios
de nuestra historia cultural e institucional, ya que su establecimiento fue
una de las primeras políticas de creación social de la Primera Junta.
Otra hipótesis de real interés constituye demostrar la presencia de un
temprano y vigoroso pensamiento bibliotecario en el primer tercio del
siglo XIX, con marcadas influencias extranjeras (europea y estadouniden-
se) y, por otra parte, con una concepción nativa estrechamente relacio-
nada con el destino de la Revolución en América del Sur. De modo que
el pensamiento bibliotecario de la época y la ideología revolucionaria
estaban íntimamente vinculados.
Por otra parte, el estudio de la documentación primaria e inédita
existente en el Archivo General de la Nación ha permitido reconstruir,
con cierto detalle, un mundo desconocido hasta ahora: el desarrollo de la
vida cotidiana bibliotecaria en nuestra primera Biblioteca Pública.
Finalmente, hay que señalar que el establecimiento de la Biblioteca se
debió a un trabajo conjunto entre autoridades gubernamentales y partici-
pación popular. En cierto sentido, entre los años 1810 y 1812, la Biblioteca
fue una empresa ciudadana, una construcción de todos, en este aspecto
radica su más pura concepción revolucionaria. El proyecto ha tratado de
hacer especial hincapié en esta característica, para evitar así la simplifica-
ción histórica de atribuir la creación de la Biblioteca a un único fundador.
Luego de un apartado inicial titulado “Presentación del contexto”,
la investigación se divide en seis partes: I. Panorama de la Historia
de la Bibliotecología, del Libro y de las Bibliotecas en la Argentina; II.
Antecedentes de la Biblioteca Pública de Buenos Aires; III. Los umbrales
de la Biblioteca Pública: la biblioteca de Facundo de Prieto y Pulido;
IV. Orígenes de la Biblioteca Pública de Buenos Aires; V. Prácticas y
representaciones bibliotecarias en los orígenes de la Biblioteca Pública de
Buenos Aires (1810-1826); y VI. La construcción teórica del pensamiento
bibliotecario: la “Idea liberal económica sobre el fomento de la Biblioteca
de esta capital”, del Dr. Juan Luis de Aguirre y Tejeda (1812).
Esta estructura responde a un orden lógico y de comprensión expo-
sitiva. Para abordar los orígenes de la Biblioteca Pública de Buenos Ai-
res es necesario, pues, tener en cuenta varios aspectos. En primer lugar,
identificar el actual contexto historiográfico en el cual se desarrolla la
Historia de la Bibliotecología, del Libro y de las Bibliotecas en la Argen-
tina, pues el advenimiento de la Nueva Historia de la Cultura ha traído
A L E J A N D R O E . PA R A D A 21
Es complejo, por añadidura, seguir el origen teórico y epistemológico
de este tipo de contribuciones. Empero, no cabe duda de que la Nueva
Historia de la Cultura se encuentra influida por la Antropología, la Teoría
Literaria, la metodología de las Ciencias Sociales, la articulación de los
discursos, las representaciones colectivas y anónimas, la microhistoria,
la presencia de los sectores subalternos, y el cambio de la historia de
las ideas a la historia de la apropiación de los objetos y “los fragmentos
culturales”.
El desarrollo de la estructura capitular de la tesis, anteriormente
mencionado, requiere, teniendo en cuenta el presente encuadre, del
detalle expositivo de las unidades que lo conforman para conocer así la
articulación discursiva de la obra.
La función del apartado inicial consiste en determinar, específicamente,
el marco en el cual se abordó el tema de investigación. Esta presentación
contextual apela, en un principio, al modelo interpretativo que propone
la Historia de la Civilización Impresa y de la Lectura. A continuación,
se desarrolla el contexto político y social de la Revolución de Mayo,
con el objeto de identificar el ámbito coyuntural donde se desarrolló el
pensamiento bibliotecario de la época.
En el primer capítulo se plantea la influencia de los nuevos estudios
culturales sobre la Historia de la Bibliotecología, del Libro y de las
Bibliotecas en la Argentina. Estas disciplinas, hasta hace poco tiempo,
estaban pautadas por un sesgo tradicional, donde su concepción histórica
se centraba en una exposición fáctica de su evolución y desarrollo. Su
renovación historiográfica se inició con la New Cultural History, en un
libro ya clásico editado por Lynn Avery Hunt en 1989 y, posteriormente,
con el análisis de las representaciones y las prácticas de los lectores en sus
intentos de apoderarse de los distintos discursos manuscritos, impresos
y virtuales2.
La Bibliotecología en nuestro país se caracterizó por una evolución
acorde con el pensamiento bibliotecario internacional, especialmente
influenciado por el desarrollo de las bibliotecas en Estados Unidos y
Europa. Los estudios en este campo, luego de un inicio decimonónico
2
Indudablemente, este proceso de renovación que implicó el concepto de New Cultural
History no tiene sus comienzos con el libro de Hunt. Sus fuentes y ensayos previos son
muy numerosos y, sin duda, el mérito de esta obra responde a la asimilación y puesta
al día de una gran cantidad de investigaciones. Un antecedente de real importancia, tan
solo por citar un ejemplo entre muchos, es el trabajo precursor de Robert Mandrou, De
la culture populaire aux 17.e et 18.e siècles: la Bibliothèque Bleue de Troyes (Paris: Stock, 1964
[reed. 1975]).
A L E J A N D R O E . PA R A D A 23
tipos de bibliotecas existentes en Buenos Aires durante la época estudiada,
el segundo apartado, Antecedentes de la Biblioteca Pública de Buenos Aires,
intenta analizar “el contexto de las prácticas de circulación y préstamo
de libros” en la Argentina. Para ello, se considera de vital importancia
el estudio de los antecedentes de bibliotecas públicas en el antiguo
Virreinato del Río de Plata. Por otra parte, además de dicha circulación
de impresos entre distintas personas, se analiza el préstamo de obras que
realizaban las congregaciones religiosas a algunos particulares.
El capítulo se cierra con una reflexión titulada Sociedad, ciudadanía e
Historia de la Lectura, donde se discute el surgimiento de la Biblioteca
Pública en un contexto de participación ciudadana e inmersa en las
nuevas concepciones de la Historia de la Lectura, dado que se pretende
identificar y establecer puntualmente los precedentes de bibliotecas de
consulta pública y de préstamo de libros entre particulares, como los
antecedentes más significativos que posibilitaron el advenimiento de la
Biblioteca Pública de Buenos Aires.
En el capítulo titulado Los umbrales de la Biblioteca Pública se aborda
el largo y relevante proceso que llevó a Facundo de Prieto y Pulido a
donar su colección de libros para establecer en 1794 la primera Biblioteca
Pública de carácter conventual en el Convento de la Merced en Buenos
Aires. Lo importante de esta evolución se centra en el hecho de que la
inauguración de esa biblioteca se debió, en un primer momento, a la
iniciativa de Prieto y Pulido de registrar en un “cuaderno”, durante los
años 1779 y 1783, las obras que prestaba particularmente a una gran
cantidad de usuarios. Este documento, el “Cuaderno de libros que me
han llevado prestados”, testimonia y avala el dinamismo del proceso de
larga duración que se estableció entre circulación particular y circulación
pública.
Una vez sentadas las bases y la riqueza de los antecedentes del
movimiento bibliotecario en favor del establecimiento de una Biblioteca
Pública, en los capítulos cuarto y quinto, titulados genéricamente, Los
orígenes de la Biblioteca y las Prácticas y representaciones bibliotecarias, se
estudia su primera organización administrativa. En estos capítulos,
luego de detallar los prolegómenos que llevaron a su fundación
por intervención del primer gobierno revolucionario, se abordan
tres documentos, existentes en el Archivo General de la Nación: a) el
“Reglamento provisional para el régimen económico de la Biblioteca
Pública de la capital de las Provincias Unidas del Río de la Plata”; b) el
“Libro de cargo y data, o de cuenta corriente de los encargados de los
gastos de la Biblioteca Pública formado por el Director de ella Dr. Dn. Luis
José Chorroarín en el año 1812” [período 1810-1818]; y c) las “Razones de
gastos” de 1824 y 1826, de esa institución, redactadas por Manuel Moreno.
A L E J A N D R O E . PA R A D A 25
aventurado. En cierta medida, la elección de los documentos propuestos,
facilitaría una conclusión evolutiva algo apresurada. La realidad históri-
ca, y fundamentalmente la historia de la cultura, no puede ni debe inter-
pretarse bajo la mirada de fáciles reducciones, pues su complejidad, en
muchas ocasiones, escapa al pensamiento racional unilateral. La multi-
plicidad de las voces y la variedad huidiza de los ámbitos nos plantean
realidades de una complejidad extrema, pero no por ello carente de una
explicación preliminar.
No podemos afirmar taxativamente que la gestación de la Biblioteca
Pública de Buenos Aires se haya iniciado con el “cuaderno de préstamos”
de Facundo de Prieto y Pulido, o que su reglamento influyó implícitamente
en la reflexión bibliotecaria del Dr. Juan Luis de Aguirre y Tejeda. Sin
embargo, son instancias o “momentos” determinantes en la historia de
las bibliotecas argentinas. No hemos elegido la palabra “momentos”
de un modo arbitrario. El vocablo intenta señalar un hecho de especial
importancia, sin caer necesariamente en una causalidad predeterminada.
La intención busca puntualizar esas instancias para señalar una situación
coyuntural política y cultural de gran importancia: el hecho de que en la
ciudad de Buenos Aires, hacia fines del Setecientos y comienzos del siglo
XIX, existía una elite ilustrada (en un marcado proceso de laicización) que
anhelaba ciertos progresos, tanto materiales como espirituales.
La representación de la presencia de una Biblioteca Pública estaba
de acuerdo con esta evolución de la historia de las ideas. El contexto, la
realidad cotidiana y la necesidad ayudaron a madurar la imagen de esa
agencia social como un fenómeno público fuera del ambiente personal
y privado. La Biblioteca Pública de Buenos Aires, en cierta medida,
es hija de ese espacio de ilustración moderada de fines del siglo XVIII,
que encontró eco y amplificación política con el advenimiento de la
Revolución de Mayo.
La investigación se sustentó en varias metodologías de trabajo.
En primer término, se procedió a un relevamiento expositivo, crítico e
interpretativo de la documentación secundaria existente. La bibliografía sobre
la historia de la Biblioteca Pública de Buenos Aires se caracteriza por
su heterogeneidad y dispersión. Salvo algunas excepciones, la mayoría
de los documentos producidos son artículos de revistas, ponencias,
capítulos de libros, o pequeños pasajes insertos en una gran cantidad
de libros relacionados con la historia de las instituciones y la historia
cultural en la Argentina. A pesar de la dispersión de estos registros
secundarios, resultó de principal importancia su recopilación general
y exhaustiva, pues muchos de ellos contienen información de primera
mano aún no estudiada.
A L E J A N D R O E . PA R A D A 27
En un quinto momento, se procedió al análisis cualitativo de los datos
y documentos recopilados según las tendencias modernas establecidas,
haciéndose especial hincapié en las prácticas y representaciones culturales
y en la concepción general de los propósitos sociales y republicanos de la
Biblioteca Pública.
En una sexta instancia, se analizó, metodológicamente, la intervención
de los ciudadanos y del espacio público en la construcción del
paradigma moderno de la Biblioteca Pública. Finalmente, se estudió la
documentación recopilada como consecuencia de los usos de lectura de
los usuarios, tomándose a la Biblioteca como una entidad o un dispositivo
eminentemente social y cultural.
El lugar de trabajo de la tesis se circunscribió a dos ámbitos: el Instituto
de Investigaciones Bibliotecológicas (depositario de la documentación
secundaria) y el Archivo General de la Nación (rico en documentación
inédita sobre el establecimiento, la inauguración y la administración de
la Biblioteca Pública de Buenos Aires).
El plan de tesis, por otra parte, se estructuró para optimizar al máxi-
mo la transferencia de la información producida a medida que se desa-
rrolló la investigación. De este modo, con la aprobación de la Directora
del Trabajo de Investigación y Plan de Tesis, se difundieron, en forma
parcial, parte de los resultados obtenidos en distintas publicaciones y
congresos, tanto en forma de artículos como en informes de avance opor-
tunamente presentados3.
3
Para un detalle de los trabajos publicados con anterioridad, véase la Nota aclaratoria,
p. 341.
A ― Modelo interpretativo:
la Historia de la Civilización Impresa
y de la Lectura
A L E J A N D R O E . PA R A D A 29
(no todas) del modelo interpretativo que han pautado “el acontecer y el
quehacer” del hombre con sus íntimas relaciones textuales.
Empero, la Historia de la Civilización Impresa y de la Lectura, dentro
de las Humanidades y las Ciencias Sociales, es el área de estudio que
ha intentado absorber buena parte de estas mutaciones e, incluso, se ha
esforzado por implementar en la práctica varios de sus conceptos. De
modo tal que el análisis y la identificación de algunas de las orientacio-
nes de esta disciplina constituyen una excusa inmejorable para acceder
a un estudio provisional de ellas. La presente tesis aborda un aspecto de
este nuevo y apasionante campo de estudio, donde conviven los crea-
dores de la civilización escrita e impresa: autores, editores, impresores,
diseñadores gráficos, distribuidores, libreros, bibliotecarios y, por sobre
todo, lectores.
El objetivo del trabajo, tal como se ha planteado, consiste en una
aproximación a las prácticas bibliotecarias, tanto en sus antecedentes
como en su gestión cotidiana, durante los primeros años de la Biblioteca
Pública de Buenos Aires (1810-1826). Por añadidura, un punto aclaratorio:
el presente acercamiento se ceñirá al ámbito de la Bibliotecología y,
específicamente, a la mirada del bibliotecario, es decir, de aquel profesional
que incursiona como mediador social entre el texto y el lector.
Antes que nada, el entorno teórico fundacional: la escuela de los
Annales, esto es, la “nueva historia” que se agrupó en la publicación
Annales: Économies, Sociétés, Civilisations. Esta concepción historiográfica
que impulsó la denominada histoire totale constituyó, en última instancia,
una reacción al modelo de historia propuesto por Leopol von Ranke,
quien sostenía que los sucesos políticos eran el objeto de la Historia.
Por el contrario, la escuela de los Annales, en cierto sentido amplio,
extiende su campo histórico a todas las actividades que llevan a cabo los
hombres en una sociedad determinada, deja a un lado la narración de los
acontecimientos en aras del análisis de las estructuras, instala su mirada
en el acontecer de los “sectores populares” (“los de abajo”), cambia el
paradigma de los documentos originales en los cuales se basaba la historia
tradicional (por ejemplo, incorpora los testimonios orales y visuales),
duda de la prescindencia en la tarea del historiador cuestionando así el
principio de objetividad y, finalmente, centra su interés en el universo de
la investigación interdisciplinaria (Burke, 1993: 11-19).
Dentro de este proceso, es importante señalar que la Historia de la
Civilización Impresa y de la Lectura es un área de estudio muy reciente
que se encontraba incluida, parcialmente estudiada y sin configuración
metodológica alguna, en una disciplina de antigua data y prestigio: la
Historia del Libro y de las Bibliotecas. ¿En qué consistía, en consecuen-
cia, su campo de trabajo desde fines del siglo XIX hasta 1980? Su horizonte
A L E J A N D R O E . PA R A D A 31
problema de los usos de la civilización impresa y de las prácticas de
la lectura (Rípodas Ardanaz, 1977-78, 1989, 1994 y 1999; Parada, 1998a,
1998b, 2002, 2003a, 2003b, 2005, 2007 y 2008; Verón, 1999; Vera de Flachs,
2000; Di Stefano, 2001; Cucuzza, 2002; Caro Figueroa, 2002). Una prueba
fehaciente de esta tendencia en el Río de la Plata se analiza detallada-
mente en el apartado I.3, titulado La Nueva Historia del Libro y de las Bi-
bliotecas en la Argentina.
La cuestión debía resolverse, entonces, identificando las maneras con
las cuales los hombres, a lo largo de sus vidas y, específicamente, en la
“construcción” de una Biblioteca Pública, se relacionaban con la mate-
rialidad y la textualidad del libro para “aprehender” el discurso tipográ-
fico. De modo tal que los inventarios estadísticos de los acervos biblio-
gráficos particulares e institucionales, que poco o nada decían acerca de
las lecturas realmente realizadas, fueron reemplazados por otros tipos
de documentos donde la visibilidad de las improntas lectoras era mucho
más significativa y “casi palpable”.
Resulta fundamental, en aras de detectar los repositorios existentes
en la Argentina y así alentar futuras investigaciones, enumerar algunos
de los documentos originales a los que se podría recurrir o a los que ya
han apelado numerosos estudiosos extranjeros y nacionales. Una bre-
ve lista tentativa y provisional es la siguiente: los avisos publicitarios
de la prensa periódica (Parada, 1998b), los registros de los usuarios de
las bibliotecas (circulantes, públicas, populares, privadas, de préstamo,
de instituciones oficiales y particulares, etc.), las “marcas y señales”
(marginalia) y los comentarios de la lectura dejados en los libros por los anti-
guos propietarios (Jardine y Grafton, 1990; Stoddard, 1985; Jackson, 2001),
los archivos aún inéditos de las editoriales y de las imprentas (Darnton,
1982), el estudio de la lectura en el vasto universo de las imágenes (pintu-
ras, dibujos, grabados) (Chartier, 1991), el análisis de la “escritura expues-
ta” en las ciudades (escritura en monumentos, avisos, afiches, panfletos,
volantes, epitafios) (Petrucci, 1999 y 2003), los repositorios documenta-
les en los organismos públicos y particulares (academias, sociedades de
fomento, asociaciones barriales, entidades de difusión cultural) (Gutiérrez
y Romero, 1995), la evolución histórica de los hábitos de lectura en las
bibliotecas vinculadas con la enseñanza (primarias, secundarias, univer-
sitarias), el análisis de las ediciones destinadas a los sectores masivos
y de consumo (Sarlo, 1985; Prieto, 1988), tan solo por mencionar unos
pocos ejemplos, tanto autóctonos como internacionales.
En la investigación presente, por ejemplo, el libro de “cargo y data”
y las “razones de gastos”, es decir, los documentos administrativos de
la Biblioteca Pública de Buenos Aires donde se asentaron los primeros
procesos de gestión, constituyen una documentación original e inédita
A L E J A N D R O E . PA R A D A 33
se ha instalado desde hace mucho tiempo; en ella han confluido distintas
corrientes de pensamiento (New Criticism, Bibliografía Analítica, Sociolo-
gía de los Textos, Teoría de la Recepción), así como los aportes de Michel
Foucault, Roland Barthes, Pierre Bourdieu. Abordar este tópico consti-
tuye, sin duda, una tarea sin resolución definitiva. Para unos, el autor
no existe, y para otros, según las tendencias de la crítica imperante, se
convierte en un demiurgo con una genialidad casi exasperante.
Muchos de los aportes de la moderna Historia de la Cultura y de la
Bibliografía se han centrado en dos aspectos que redefinieron el con-
cepto de autor. Por un lado, el más conocido: la práctica de la lectura
sobre la escritura original completa o recrea, a veces en forma totalmente
novedosa, el discurso original. Por otro lado, un aspecto inesperado: la
modificación del texto y de la lectura a partir de los distintos soportes
del trazo escrito, ya sea manuscrito, impreso o virtual. Robert Escarpit
había señalado hace cuatro décadas el concepto siguiente: “... el libro es
una máquina para leer” (1968: 15). Esta frase, en ese entonces, sonaba
extraña y algo incomprensible, ya que el fenómeno de la lectura se cen-
traba, principalmente, en un universo abstracto. Las palabras de Escarpit
evocaban el aspecto utilitario del libro.
Un libro, pues, es una estructura material donde confluyen las
voluntades creadoras de muchos; por la tanto, una obra es una tarea
compartida entre el autor, la corporeidad física donde se “posiciona” el
texto, los universos interpretativos y las prácticas de los lectores, y aquellos
que “hacen” a la construcción y a la distribución de la cultura impresa
(tipógrafos, editores, libreros, bibliotecarios, etc.).
Esta característica inherente al libro que se identifica con su “corpo-
reidad” es fundamental y determinante en el momento de la organización
espacial y técnica de los distintos impresos en el ámbito gregario de la
Biblioteca Pública, tal como se presenta en el capítulo V.
En este contexto, entonces, transcurre una revolución inédita en
la historia de la paternidad de la producción de textos: el autor, sin
duda fundamental e irremplazable, deja de ser el centro exclusivo de
la atención de los historiadores de la cultura y, por lo tanto, el lector
surge como una figura paradigmática y huidiza, cuyo conocimiento, al
parecer, tiende a convertirse en el vórtice seductor de la Historia de la
Lectura. El lector, en suma, sube al Olimpo inaccesible del autor y ahora
pugna por una posición de privilegio como el “constructor final” del
texto. Los bibliotecarios, pues, dentro de esta “nueva edificación” del
circuito impreso, toman un papel activo en el momento de organizar una
colección de uso comunitario como fue, desde sus inicios, el primitivo
patrimonio bibliográfico de la Biblioteca Pública de Buenos Aires.
A L E J A N D R O E . PA R A D A 35
(manuscrita, impresa y virtual) para incursionar en la lectura, la comple-
jidad de las maneras (la mano, la máquina de escribir, el teclado) para
elaborar textos, las relaciones del poder con la escritura y la lectura (el
manejo político del universo tipográfico y textual) como elemento de
dominación de otros sectores sociales, los aspectos morales y de exclu-
sión para acceder al mundo del libro (cfr. “Reglamento provisional”, cap.
IV.2), la distribución del texto en el espacio manuscrito y gráfico, las di-
versas tipologías de la tipografía y sus “juegos” en la imposición de la
página, la dialéctica proporcional de “lo negro y lo blanco” en la com-
posición impresa (Torné, 2001), la complejidad ambigua del uso de los
“vocablos” relacionados con los discursos textuales sobre las funciones
de la biblioteca, tal como lo sostiene Juan Luis de Aguirre y Tejeda (cfr.
cap. VI), y cientos de otros temas que permitirían conocer, aunque sea
muy someramente, parte de nuestra cultura escrita.
Empero, la Historia de la Lectura es una disciplina “en palpitante
construcción”; su campo de estudio, indefinido; su terminología, cam-
biante; sus fronteras, móviles; y sus inagotables traslados, diagonales e
interdisciplinarios, la definen desde el marco de una riqueza escurridiza,
de complejo asedio. No obstante, su vasto universo permite nuevas re-
flexiones, pues es un tópico que hace a la esencia misma del hombre, esto
es, a las diversas formas en las que los individuos “capturan” los textos
(cfr. cap. IV), inmersos en el rigor dubitativo de una civilización signada
por el imperio de la textualidad.
En esta última circunstancia se presentan varias interrogantes cuyas
repuestas se posicionan en el ámbito de una “obra abierta”, sin cerrojos
únicos ni definitivos. Entonces el inventario preliminar de preguntas
sería el siguiente: ¿acaso no es insuficiente hablar de una sola Historia
de la Lectura?, ¿cuál ha sido su evolución?, ¿el estudio de su proceso
histórico no consiste en un análisis del poder político?, ¿qué relación
existe entre la materialidad del texto y la subjetividad del acto de leer?,
¿qué papel desempeña el relativismo cultural en este tópico?, ¿qué
significa una filosofía o, tal vez, una Historia de la Sensibilidad de esta
disciplina?, ¿quizás este campo no desembocará en una Historia General
de los Lectores?, ¿existe una fenomenología o una axiología social de
la Historia de la Lectura?, entre otras muchas dudas casi sin resolución
inmediata.
Acaso uno de los temas más apasionantes de la civilización escrita
y lectora sea la historia de su evolución. En este punto, en las últimas
décadas aconteció un cambio trascendental, pues la Historia de la Lectura
ha despertado tanto interés que ha desplazado a la Historia del Libro y de
las Bibliotecas. Muchos investigadores sostienen que su desarrollo posee
tal magnitud que ya supera a esas disciplinas tradicionales. Recientemente
A L E J A N D R O E . PA R A D A 37
prácticas, gestión y pensamiento bibliotecario durante la Revolución de
Mayo (1810-1826), constituye el contexto para desarrollar varias de las
características de dicho paradigma (también dentro de este tópico, en el
capítulo II.2, se abordan otros elementos relacionados con la Historia de
la Lectura).
Entre varios aspectos de ese modelo se ha hecho especial hincapié
en los siguientes: la identificación, desde el siglo XVIII hasta la fecha de
creación de la Biblioteca Pública (1810), de los distintos antecedentes y
modos de uso público de los libros (cfr. cap. II.1); el seguimiento de las
prácticas de lectura de una comunidad de lectores mediante el análisis de
una parte de la biblioteca particular de Facundo de Prieto y Pulido (cfr.
cap. III), quien posteriormente legara la totalidad de su colección para
establecer la primera Biblioteca Pública que se inauguró en la capital
del Virreinato (Convento de la Merced, 1794) y cuyas “manipulaciones
impresas” influyeron, sin duda, en la Biblioteca Pública de Buenos
Aires; la interpretación cualitativa del primer Reglamento Provisional
de la institución, elaborado por Chorroarín, para determinar las
representaciones de la lectura y la imagen del “funcionamiento material
y textual” de una agencia social de esas peculiaridades (cfr. cap. IV); el
análisis de las prácticas y de las complejas apropiaciones bibliotecarias
para elaborar el universo técnico y de acceso a la información por
intermedio de las “memorias” institucionales (cfr. cap. V); el examen
del “discurso bibliotecario” de la época para construir los vínculos
entre los vocablos políticos y las funciones sociales y de “fomento de
la instrucción” que se esperaba de estas instituciones (cfr. cap. VI),
representan, indudablemente, la estrecha relación de los nuevos estudios
sobre la Historia de la Cultura Impresa con el desarrollo de esta tesis.
Un modelo, en definitiva, que intenta reconstruir el ámbito de los
primeros años de la Biblioteca Pública de Buenos Aires desde la historia
de los registros impresos como apropiaciones y representaciones de los
bienes culturales.
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española. Por otra parte, los artículos extranjeros, menos costosos que los
producidos en España, terminaron por socavar la industria ibérica y por
invadir los mercados americanos. Los grandes comerciantes peninsulares,
de hecho, se convirtieron en intermediarios de los productos foráneos.
Esta situación ocasionó dos acontecimientos de gran importancia para
la realidad económica de América: la presencia vital del contrabando
y, fundamentalmente, el desarrollo de una incipiente industria
artesanal interna que permitió la supervivencia de la economía de los
diversos “pueblos” (ciudades) americanos. Es en este contexto, entre
otros aspectos, donde los criollos toman conciencia de su situación.
Inmersos en infinitos territorios despoblados, pautados por una
enorme diversidad de culturas y realidades que involucraban a esa
mixtura entre aborígenes, esclavos y blancos en un amplio proceso de
mestizaje, aislados en su existencia cotidiana de una metrópoli incapaz
de satisfacer sus demandas elementales, los americanos se agruparon,
con fuertes lazos autónomos y suficientes, alrededor de las ciudades que
trataron, muchas veces con éxito, de desarrollar sus economías con cierta
independencia de los lazos tutelares de la Corona. El resultado fue un
espíritu de autoidentidad y libre curso que se explayó a lo largo de los
siglos XVI y XVII. Las reformas borbónicas, ante esa realidad, fueron un
último intento por corregir y controlar la situación. La respuesta a esta
limitada autarquía de las ciudades americanas, ya tardía y fuera de los
nuevos aires internacionales, fue la gestión de un férreo centralismo y,
por consiguiente, la concentración del poder real, tanto en España como
en América. Una reacción que en los prolegómenos del siglo XIX estaba,
sin duda, destinada al fracaso.
En este marco, ¿cuál fue el contexto en el cual se desencadenó la
Revolución de Mayo? Una pregunta con numerosas aristas y con abordajes
de complejidad creciente. Entre 1750 y 1810, aunque la periodización
del proceso histórico del Río de la Plata ha sido motivo de numerosos
debates (Rock, 1989), aconteció un lento pero sostenido cambio del
pensamiento político y de las estructuras sociales y económicas hasta
entonces imperantes (Socolow, 1987 y 1991). Las formas de interacciones
urbanas e individuales desembocaron en la implementación gradual de un
conjunto de modalidades y prácticas ciudadanas que fomentaron la caída
del Antiguo Régimen (Guerra y Lempérière, et al. 1998; Mallo, 2000).
La Revolución de Mayo se impuso legitimar un nuevo poder políti-
co sustentado, especialmente, en la aparición y en el rápido desarrollo
de una elite criolla que se había conformado en el rico litoral platen-
se, donde la ciudad de Buenos Aires, a la par de las reformas borbó-
nicas, tuvo una participación decisiva en los nuevos procesos de cons-
trucción de soberanía que inauguró el desmembramiento del imperio
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Numerosos historiadores, durante los últimos cincuenta años, han
señalado las características de las ciudades del interior y de las litoraleñas
en el actual territorio argentino desde el siglo XVI hasta los inicios del
siglo XIX, identificando además sus semejanzas y diferencias con el
ámbito rural y con otras urbes y poblados americanos (Gelman, 1998a
y 1998b; Barsky y Gelman, 2005), así como el importante desarrollo y
la posterior supremacía de Buenos Aires y su puerto en el último tercio
de la dominación hispánica (Assadourian, Beato y Chiaramonte, 1986;
Chiaramonte, 2004 y 2007; Garavaglia, 1999; Goldman, 1998; Hoberman
y Socolow, 1993; Kossok, 1972; Lynch, 1962 y 2000; Mariluz Urquijo, 1987;
Rock, 1989; Romero, 1976; Romero y Romero, 2000; Sabato y Lettieri,
2003; Socolow, 1987 y 1991; Tjarks, 1962).
Tulio Halperin Donghi, en amplios rasgos, ha identificado el contexto
del Río de la Plata en los principios del siglo XIX: su estabilidad interior,
el paulatino y sostenido “ascenso del litoral”, el auge mercantil de la
ciudad de Buenos Aires, y la renovada economía frente a una sociedad
aún ceñida por la tradición del pasado hispánico (1961a, 1961b, 1971
y 1972). Durante los primeros dos siglos de colonización, a lo largo
de toda América, los españoles apelaron a una misma metodología de
asentamiento imperial: la superposición de una sociedad señorial y rural
sobre las poblaciones originarias (agricultores sedentarios), según una
marcada concepción europea de conquista y posterior asentamiento de
dependencia mercantil con la metrópoli. La colonización se desarrolló,
en un primer impulso, en las zonas menos hostiles climáticamente y con
una expansión económica que propició la expropiación del oro y la plata.
Por ello, dentro de esta estructura colonial, dos zonas del extremo sur
americano cumplían con esos paradigmas: su complejo y vasto interior,
conectado con Perú, y las tierras guaraníes que comprendían el Paraguay
y el Alto Paraná. En estas dos zonas surgieron centros y poblados con un
importante grado de mestizaje y con elementos que las diferenciaban.
Entre estos grandes bloques geográficos se extendía la llanura chaqueña
y la pampeana, “el litoral”, poblado por tribus aborígenes y con un
escaso control por parte de las autoridades (el necesario y elemental para
comunicar a las otras zonas).
De modo que durante los siglos XVI y XVII, con un litoral casi ausente y
despoblado, tanto el interior como Buenos Aires y las Misiones comienzan
a desarrollar sus pequeñas economías de espaldas al Océano Atlántico,
pues su supervivencia dependía del comercio con el norte, es decir, con el
Perú, fundamentalmente, con las necesidades que demandaba la enorme
ciudad de Potosí. En cierto sentido, la vida y el lento desarrollo de esta
zona americana, en estas primeras dos centurias, se concretó en una
economía marcada por su dependencia del Potosí. Estas grandes zonas
A L E J A N D R O E . PA R A D A 43
periférica”, resultaron en la presencia de grupos humanos distintos a los
del Noroeste, Cuyo y el Centro. En ambos casos, no obstante, nos hallamos
ante una sociedad colonial con grandes prejuicios, basada muchas
veces en la denigración, las relaciones ilegales con las autoridades, la
corrupción y la marcada diferenciación entre los estamentos de “abajo”
con los españoles y los criollos (Mallo, 2000).
No obstante, esta situación de predominio de las antiguas regiones
coloniales del futuro territorio argentino se vieron postergadas a partir de
1750, tal como hemos observado, por el vertiginoso “ascenso del Litoral”,
ahora impulsado por la coyuntura internacional que se proyectaba hacia
la modernidad.
Luego de dos siglos de postergación, ante la incapacidad de las
ciudades del Interior para adaptarse a la nueva realidad económica
mundial debido a su acentuada dependencia altoperuana, cuando su
producción ya daba signos inequívocos de un atraso técnico y artesanal
significativo, Buenos Aires aprovechó su hora de casco urbano próspero,
rico y con una importante explosión demográfica, sustentado por su
puerto ahora abierto hacia el mundo atlántico.
La creación del Virreinato del Río de la Plata en el último tercio del
siglo XVIII no hizo más que impulsar y alentar este inevitable desarrollo
(Lynch, 1962 y 2000; Tjarks, 1962; Kossok, 1972; Academia Nacional de la
Historia, 1977; Mariluz Urquijo, 1987). La preponderancia de la salida al
océano Pacífico fue rápidamente suplantada por ese ubérrimo y belicoso
universo atlántico, identificado por la prosperidad del intercambio
mercantil y las batallas navales. Buenos Aires no solo comenzó a
constituirse en el puerto de salida de los metales preciosos que, aunque
su producción había decaído, en esos últimos años de la dominación
hispánica experimentaron una importante recuperación.
Además, a consecuencia de las guerras en Europa (el enfrentamiento
de España con Francia y luego con Inglaterra), la pujante ciudad se
favoreció con la nueva liberalidad de la Corona para importar esclavos
mediante buques de mercaderes porteños (1791), por el permiso para el
intercambio con las colonias extranjeras (1795), por la autorización a los
buques rioplatenses para comerciar con la Península (1796), y por el libre
comercio con las naciones neutrales (1797) (Halperin Donghi, 1961a). De
manera que, en pocos años, un modesto y casi perdido villorrio colonial
como Buenos Aires, gracias a la favorable situación internacional y al
Reglamento de Comercio Libre, se encontró con un poder mercantil y
marítimo impensable tan solo una década atrás. El pujante comercio
porteño estableció, entonces, una marcada diferencia con las antiguas
ciudades del Interior colonial.
A L E J A N D R O E . PA R A D A 45
la identidad de la ciudad de Montevideo como rival de Buenos Aires
delimitará, a la larga, las zonas de conflicto y enfrentamiento entre
las provincias que disputaron la autoridad a la antigua capital del
Virreinato. Entre Ríos, Santa Fe, Corrientes, parte de Córdoba y la Banda
Oriental clamarán por sus derechos para elegir sus formas de gobierno
e identidad. De modo, pues, que la futura construcción de un Estado
moderno, que recién se planteará en esos términos a partir de 1850,
estuvo fuertemente condicionada por el ejercicio del poder y del dominio
de este espacio geográfico heredado por los conflictos coloniales entre
España y Portugal.
Por otra parte, el extrañamiento de la Compañía de Jesús constituyó un
duro golpe a la economía interregional que, en definitiva, acusó con este
hecho sus diferencias con la emergente ciudad de Buenos Aires (Mörner,
1986 [1968]). No obstante, la totalidad del futuro Virreinato sufrió por este
forzoso exilio. La Corona española, con la expulsión jesuítica, dirimía un
viejo conflicto entre el poder real y el poder de la Compañía, cuyos miem-
bros se volcaron en defensa de la autoridad papal contra las nuevas ten-
dencias borbónicas sustentadas en un regalismo que defendía los intereses
de la monarquía frente a la Iglesia (Chiaramonte, 1979 y 1989). Es funda-
mental no olvidar, además, que los jesuitas eran los únicos que habían
logrado instalar, en estos territorios marginales, una economía autosufi-
ciente de la metrópoli. Una estructura que, por añadidura, tenía lazos y
vínculos comerciales con todas las provincias y generaba, de esta manera,
un amplio empleo entre los habitantes del Interior. Su expulsión, entonces,
profundizó la crisis interregional y el desarrollo de sus principales ciuda-
des. Otro elemento a tener en cuenta fue la solidez intelectual de muchos
de los emprendimientos que llevaron a cabo –tal el caso de sus importan-
tes bibliotecas– y el valor científico de sus miembros que, indudablemente,
al partir de estas orillas, dejaron un vacío muy difícil de subsanar.
De modo tal que, al entrar las tropas napoleónicas en la Península
Ibérica, y decretar el comienzo del desmoronamiento final de la monar-
quía española, la situación en el Río de la Plata ya se encontraba en un
franco proceso de confianza en un destino propio que dejara a un lado el
pasado colonial caracterizado hasta entonces por una medrosa autosu-
ficiencia económica interregional. Esta realidad, ya inserta de hecho en
el imaginario colectivo, presagiaba un futuro ascendente iniciado, por lo
pronto, en los últimos años. No era indispensable tomar estos aconteci-
mientos de cambio en forma forzosa y perentoria, pero sí conveniente
su adopción, aunque con titubeos e incoherencias de todo tipo, pues las
nuevas e inevitables realidades y coyunturas políticas, en lo sucesivo,
condicionarán la geografía del Río de la Plata (Halperin Donghi, 1972).
A L E J A N D R O E . PA R A D A 47
realidad americana y rioplatense que formará parte del pensamiento de
la elite criolla que llevó a cabo la Revolución de Mayo. La historiografía
tradicional, por otra parte, en muchas ocasiones plantea la existencia, ya
en esa época y en la Revolución misma, del concepto del nacionalismo
rioplatense. Un concepto que implica, de hecho, un contrasentido
histórico, ya que los cambios culturales de los últimos años del Virreinato
no pueden verse como la implementación de la noción de Independencia.
La primera década revolucionaria tiene mucho todavía de la cultura
tradicional colonial.
La idea que designa a la expresión Estado-nación es un pensamiento
posterior a 1830. En este punto los conceptos siguientes son elocuentes:
“A fines del período colonial, los habitantes del Río de la Plata comparten
diversos sentimientos de pertenencia: el correspondiente a la nación
española –en parte, ya disminuido– el español americano, y el regional...”.
La característica de identificación regional se encuentra íntimamente
involucrada al “núcleo urbano”, es decir, la pertenencia a una ciudad
o pueblo determinado. Esta estructura de configuración se mantendrá
vigente durante los primeros años de la Revolución, y mutará a medida
que se gesten las soberanías independientes (Chiaramonte, 2007: 75).
Dentro de este panorama, al estallar la Revolución de Mayo, tal como
había acontecido en la prensa periódica colonial porteña, se presentan
varios vocablos o expresiones discursivas que plantean “la conflictiva
emergencia de la identidad política en el Río de la Plata a principios
del siglo XIX” (Goldman, 1998: 39). La revisión de estos conceptos
para identificar y delimitar la variedad de esas “formas de identidad
colectiva” fue planteada por José Carlos Chiaramonte. De modo tal que
es necesario el estudio contextual y coyuntural de los términos de esa
época, tales como “español americano”, “patria”, “ciudad”, “pueblos”,
“argentino”, “nación” (Goldman y Souto, 1997), “Estado”, entre otros. Lo
fundamental es que el empleo de estas palabras no significa la presencia
de un perfil de nacionalidad determinado y específico.
El término “argentino”, por ejemplo, señalaba al habitante de Buenos
Aires y de sus zonas periféricas. Además, se podía ser “español americano”
ante el “español peninsular”; o rioplatense frente al catamarqueño o
peruano. La noción, entonces, de “nación argentina” fue extraña en los
inicios del movimiento revolucionario. La “nación” (como sinónimo de
“Estado”) definía al territorio y a la reunión de sus elementos (pueblos,
intendencias, etc.), sin ninguna connotación con el nacionalismo, pues
este último término se desarrollará con el Romanticismo durante la
década de 1830 (Chiaramonte, 2004 y 2007). Por lo tanto, existía una
marcada ambigüedad para definir las identidades colectivas en el ex
Virreinato del Río de la Plata.
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orígenes filosóficos de Mayo posee distintas vertientes encontradas.
Por una lado, aquella que sostiene su inspiración escolástica y de
fundamentos neoescolásticos inspirados en la figura de Francisco Suárez,
en el Derecho Indiano representado por Juan de Solórzano Pereira y
Victorián de Villava (Levene, 1949), y en la autonomía de las poblaciones
americanas heredada de la jurisprudencia española. Y la que afirma la
acusada influencia de las ideas iluministas propagadas por la Revolución
Francesa y, especialmente, por la obra de Rousseau (Lewin, 1980; Imagen
y recepción, 1990).
Sin embargo, la realidad de esta identidad es mucho más compleja.
Pues la elite criolla que llevó a cabo las jornadas de 1810 no posee una
fuente inspiradora unívoca. En esta encrucijada se plantea una rica y
compleja ambigüedad de fuentes que, inequívocamente, parten de las
concepciones escolásticas, pasan por el Derecho Natural y el iusnatura-
lismo, y toman además los conceptos de soberanía popular desarrollados
por Rousseau. No existen, entonces, fuentes intelectuales revolucionaras
claras, definidas y fácilmente identificables. En realidad, se cuenta
con un conjunto de diferentes tradiciones y conceptos discursivos,
ilustrados o de vieja data colonial que, sin duda, surgieron bajo diversas
representaciones y apropiaciones durante la Revolución de Mayo. A todo
esto debe añadirse el hecho de que en el Río de la Plata también afloró
un conjunto de religiosos ilustrados que, de hecho, establecieron fuertes
vínculos entre la cultura eclesiástica y los elementos característicos de la
Ilustración. De ahí también la importancia de la Iglesia y de varios de sus
hombres en los primeros años de la Revolución (Di Stefano y Zanatta,
2000; Di Stefano 2001 y 2004).
Un hecho externo a la realidad política rioplatense, y en parte inespe-
rado, fueron las Invasiones Inglesas de 1806 y 1807. En este punto, no se
registró otro acontecimiento bélico de tal magnitud en América del Sur
contra una colonia española. El hecho, aunque súbito y con cierta dosis
de improvisación por parte de las autoridades británicas, ya manifestaba
la guerra total a nivel internacional por la posesión de las colonias y la
difusión de nuevos mercados para el imperialismo liberal inglés. A pe-
sar de la creciente militarización y centralización del poder real a partir
de las reformas de los Borbones (Alori, 2001), la toma de Montevideo y
Buenos Aires patentizó el fracaso militar de las autoridades hispánicas
en el Río de la Plata. Y sin duda, constituyó una de las causas de mayor
descrédito entre la elite criolla. Pero el fracaso castrense español tuvo su
contrapartida, ya que, pocos años después, sería vital para las jornadas
de Mayo: la autodeterminación militar de esos criollos fieles a la Corona
(Marfany 1958 y 1961) y la posesión de las armas por la plebe urbana.
La configuración de un ejército de españoles americanos, con una fuerte
A L E J A N D R O E . PA R A D A 51
multiplicidad y disparidad de orígenes, la apertura de una biblioteca de
uso público para la ciudadanía responde a esa dualidad de fundamentos
y de orígenes, cuyas raíces se remontan a la tradición hispánica colonial
ibérica y americana, hasta la influencia de las bibliotecas societarias de
Nueva Inglaterra y las europeas de acceso abierto (cfr. caps. II, III y IV).
Así pues, en el contexto de los nuevos estudios culturales, la organiza-
ción y gestión de la Biblioteca Pública de Buenos Aires surge fuertemen-
te imbricada con el pensamiento de la época, pautado por su búsqueda
de identidad en un momento de dispersión creativa y revolucionaria.
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La Historia de la Bibliotecología, del Libro y de las Bibliotecas ha
cambiado radicalmente en los últimos años, así como ha sucedido en
el conjunto de las Ciencias Sociales (Braudel, 1984). Esta paulatina pero
sostenida mutación, en cierto sentido amplio, se centró en el abandono
de la historia tradicional del mundo de lo impreso, pautada por una
concepción fáctica del relato histórico, por otra inmersa en la historia de
las prácticas y representaciones culturales.
Este lento proceso es de capital importancia en la compresión de los
antecedentes y orígenes de la Biblioteca Pública de Buenos Aires durante
la Revolución de Mayo, ya que constituye un itinerario de larga duración
que permite acceder a esta agencia social, creada por el poder político y
las iniciativas de los ciudadanos, en un nuevo contexto histórico signado
por las articulaciones de los registros culturales del universo de las
apropiaciones impresas.
Por otra parte, también influyeron otros cambios que hicieron a la
construcción de esta institución dentro de la moderna Historia de las
Bibliotecas, tales como el actual giro lingüístico que identifica la estrecha
relación entre Lenguaje e Historia, o el desarrollo de la microhistoria
para comprender la cotidianidad de las tareas bibliotecarias, o el estudio
de los grupos subalternos y su acceso a la escritura y la lectura (Levi,
1990 y 1993; Sharpe, 1993; Garavaglia, 1999; Guha, 2002).
El análisis del estado de una disciplina, en este caso la Bibliotecología,
dentro de este entorno, permite conocer los orígenes, el desarrollo, la
periodización, y las nuevas tendencias nacionales e internacionales que
la identifican y la caracterizan en el campo de las Humanidades y las
Ciencias Sociales.
Período hispánico
Esta etapa, ceñida a los orígenes de nuestra prebibliotecología, se
desarrolló a partir de las órdenes religiosas. Se destaca, en primer término,
el catálogo de la biblioteca de los jesuitas de la ciudad de Córdoba,
titulado Index librorum Bibliothecae Collegii Maximi Cordubensis Societati
Iesus (1757) [2005], en el cual ya se adoptaban variadas normas para el uso
de los fondos bibliográficos. En diversas geografías de la época colonial,
en el ámbito jesuítico también, se presentaron casos similares, como el
Catálogo de los libros de este pueblo de San Francisco Javier (1760) [Furlong,
1925; Furlong, 1969]. Otros elementos a tener en cuenta, aunque se
desconoce el alcance de su ordenación, fueron la existencia de importantes
bibliotecas particulares, tales como las de Juan Baltasar Maziel, la de
Manuel de Azamor, y la de Facundo de Prieto y Pulido (quien, al donar sus
libros al Convento de la Merced, en 1794, estableció unas reglamentaciones
mínimas acerca de su empleo), cuyos acervos bibliográficos debieron de
tener un grado mínimo de “organización bibliotecaria” por parte de sus
propietarios (Furlong, 1944; Torre Revello, 1965; Sabor Riera, 1974; Rípodas
Ardanaz, 1982, 1989, 1994, 1999; Parada, 2002).
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período independiente (cfr. cap. IV.2). A esta regulación institucional
de una biblioteca destinada para ser usada por el pueblo debe agregase
un notable trabajo que, sin duda, es el primer antecedente de literatura
bibliotecológica de la Argentina, la Idea liberal económica sobre el fomento de
la Biblioteca de esta capital (1812) del Dr. Juan Luis de Aguirre y Tejeda (cfr.
cap. VI). La importancia de esta contribución se funda en que constituye la
primera reflexión sobre el papel social y económico que debía desarrollar
la Biblioteca Pública y, principalmente, en su concepción avanzada de la
gestión bibliotecaria.
Período preprofesional
A medida que se incursiona en el siglo xx los problemas de una
periodización clara y definida se hacen más complejos. No solo se deben
seleccionar algunos aportes significativos en detrimento de otros de igual
valor, sino que también las “zonas” de fractura y de aparición de nuevas
concepciones bibliotecológicas son de difícil discernimiento.
El primer trabajo de índole claramente profesional en la Argentina
fue el Catálogo metódico de la Biblioteca Nacional (1893), a cargo de Paul
Groussac, quien fuera su director desde 1885 hasta 1929, y en el que se
manifiesta una influencia europea en la clasificación (Sistema de Brunet)
y en el diseño de la obra. A partir de este momento, se produce un in-
cremento en los estudios sobre la organización de las bibliotecas, gracias
a las actividades de un conjunto de personalidades que se abocaron a
instrumentar, con cierto rigor técnico, los estudios bibliográficos y bi-
bliotecológicos. Sin embargo, muchos de estos esfuerzos fueron aislados
y no sistemáticos. Mencionaremos, entre otros, los aportes de Luis Ricar-
do Fors, Federico Birabén, Pablo A. Pizzurno, Juan Túmburus, Pedro B.
Franco, Santiago M. Amaral, Enrique Sparn, Francisco Scibona, Ernes-
to Nelson, Alfredo Cónsole, Ángel M. Giménez, Raúl Carlos Cisneros
Malbrán, Hanny S. de Simons y otros (Finó y Hourcade, 1952; Barber,
Tripaldi y Pisano, 2003). Bibliotecarios que trabajaron y expusieron sus
ideas desde 1904 hasta 1934 y que se basaron, en casi todos los casos, en
la práctica cotidiana que desplegaron en sus bibliotecas. Fue un período
signado (fundamentalmente entre los años 1890 y 1930) por el positivis-
mo filosófico, el empirismo profesional y, en particular, por la imagen
del bibliotecario culto y erudito, aislado en su gestión administrativa.
Sin embargo, además de estas destacadas figuras de nuestra historia
bibliotecaria, es fundamental señalar algunos nombres y acontecimientos
que por su envergadura trascendieron las características insulares de
nuestra Bibliotecología. Algunos de estos hechos fueron los siguientes:
el intento de organizar una Escuela de Bibliotecarios y Archiveros en la
A L E J A N D R O E . PA R A D A 65
Período de consolidación profesional
En 1943 el Curso del Museo Social fue sustituido por la Escuela de
Bibliotecología, a cargo de Carlos Víctor Penna. Este nuevo período señala
el comienzo de un profundo cambio en la Bibliotecología moderna de
la Argentina, pues su enseñanza, aunque con influencias aún complejas
y diversas, se adhiere a la escuela bibliotecaria angloamericana (Finó y
Hourcade, 1952). La nueva Escuela contó con un elenco de destacados
docentes y su prestigio se extendió por América Latina. Por otra parte,
en 1949, Augusto Raúl Cortazar diseñó un renovado plan de estudios
que actualizó la Carrera de Bibliotecarios en la Facultad de Filosofía
y Letras (UBA) (Fernández, 1996). Poco tiempo después, se inauguró
la Escuela Nacional de Bibliotecarios en la Biblioteca Nacional (1956).
En 1969, aunque ya había existido un importante antecedente en 1949,
comenzó la Carrera de Bibliotecarios en La Plata. Paulatinamente fueron
surgiendo, con distintos grados de especialización y formación, otras
escuelas de bibliotecarios en el interior del país. Hacia 1990 la Argentina
contaba con varias Escuelas de Bibliotecología, tanto nacionales como
provinciales y privadas.
En 1953 se constituyó la Asociación de Bibliotecarios Graduados de
la República Argentina (ABGRA). Entre sus numerosos objetivos profe-
sionales la Asociación se encargó de la organización de las Reuniones
Nacionales de Bibliotecarios. El movimiento bibliotecario se extendió al
interior del país donde se instituyeron otras asociaciones (Córdoba, Cha-
co, Jujuy, Entre Ríos, entre otras provincias).
La literatura bibliotecológica, escasa y dispersa, se incrementó con
obras importantes, tales como el Manual de Bibliotecología para bibliote-
cas populares (1951), obra redactada por varios de profesores de la Es-
cuela de Bibliotecología del Museo Social; Catalogación y clasificación de
libros (1945, 1949, 1964, 1967), de Carlos Víctor Penna; Diccionario de Bi-
bliotecología (1952, 1963, 1976), de Domingo Buonocore; y, fundamental-
mente, el Manual de fuentes de información (1957, 1967, 1978) de Josefa
E. Sabor; muchos de los cuales fueron utilizados en el mundo de habla
hispana. A estos títulos deben agregarse otras obras, algunas de ellas
anteriores, que en su momento brindaron valiosos aportes: Elementos
de Bibliología (1940) de J. Frédéric Finó, Elementos de Bibliotecología (1942,
1948, 1953) de Buonocore, y Tratado de Bibliología (1954) de Finó y Luis
A. Hourcade. Una referencia especial merecen dos contribuciones sobre
el desarrollo de los estudios histórico-bibliotecológicos: Evolución de la
Bibliotecología en la Argentina (1952) de Finó y Hourcade, y Contribución
al estudio histórico del desarrollo de los servicios bibliotecarios de la argen-
tina en el siglo XIX (1974-1975) de María Ángeles Sabor Riera. También
se publicaron revistas profesionales de significativa envergadura; dos
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la aparición de varias Escuelas de Bibliotecología en el interior de la Re-
pública (Misiones, San Juan, Córdoba, Santa Fe, Entre Ríos, entre otras
provincias); la publicación de nuevas revistas profesionales: GREBYD/No-
ticias (1989), Referencias (1994), Boletín de la Sociedad de Estudios Bibliográ-
ficos Argentinos (1996), Libraria (1997), Revista Argentina de Bibliotecología
(1998), la ya citada Información, Cultura y Sociedad (1999), Infodiversidad
(1999), Umbral (2000), a las que deben agregarse el Boletín de la Asociación
de Bibliotecarios de Rosario y A.B.C. Informa (Asociación de Bibliotecarios
de Córdoba); la fundación de entidades no estatales relacionadas con los
estudios bibliotecológicos, como el Centro de Estudios y Desarrollo Pro-
fesional en Bibliotecología y Documentación, y las actividades desplega-
das por la Sociedad Argentina de Información, entre otras instituciones
que promueven y alientan los estudios bibliotecarios.
A L E J A N D R O E . PA R A D A 69
Los acervos bibliográficos, además, tuvieron una significativa
capacidad de adaptación a las diferentes situaciones políticas que
se presentaron a largo de su historia. Es así como, por citar solo un
ejemplo, las obras del Colegio Grande o de San Ignacio de Buenos Aires,
por intermedio de la Junta de Temporalidades, sirvieron de base para
formar la biblioteca del Real Colegio Convictorio de San Carlos de dicha
ciudad, dando lugar, en este caso, a otro subtipo de elenco bibliográfico:
bibliotecas originadas por la expulsión de los jesuitas (lo mismo sucedió
con los primeros fondos de la Biblioteca Pública de Buenos Aires). Un
acontecimiento nada extraño, pues a partir de la dispersión de las obras
de esta orden se enriqueció, notablemente, tanto el patrimonio de las
bibliotecas de otras congregaciones como el de las privadas (e incluso
los ejemplares con que se formó la modesta biblioteca pública de Santa
Fe). Empero, lo realmente interesante de estos acervos, que cubrían
los préstamos dentro de cada institución, fue que a mediados del siglo
XVIII comenzaron a satisfacer los requerimientos de muchos lectores
particulares, convirtiéndose, en varias ocasiones, en bibliotecas “cuasi
públicas” (Rípodas Ardanaz, 1999, 3: 249). De este modo, sus obras
trascendieron la esfera religiosa para llegar a otras manos, aunque fueran
las de un grupo pautado por una elite letrada.
Es reconocida, por otra parte, la presencia de uno de los más conocidos
tipos de “librerías” de la época estudiada: las bibliotecas particulares o
privadas. Estas colecciones constituyen un universo aún no abordado
sistemáticamente y cuya presencia se acrecienta año tras año gracias al
hallazgo de nuevos inventarios en los archivos. A esto debe agregarse que
muchos listados de libros identificados en los testamentos y que fueron
motivo, en el momento de su publicación, de análisis cuantitativos, en
la actualidad, se interpretan cualitativamente tomando en cuenta las
posibles prácticas de lectura de sus antiguos propietarios.
Resulta imposible, desde todo punto de vista, tan solo enumerar
una breve nómina de los poseedores de “librerías” particulares. Entre
los más conocidos citaremos a Bernardo Monteagudo (Fregeiro, 1879),
Agustín de Leiza (Rojas, 1918 y 1948), Manuel Estévez Cordero (Cano,
1926), Francisco de Ortega (Caillet-Bois, 1929), Santiago Liniers (Grenón,
1929), Manuel Belgrano (Belgrano, 1932; Gutiérrez, 2004), Benito
González Rivadavia (Palcos, 1936), Gregorio Funes (Furlong, 1939), Juan
Baltasar Maziel (Probst, 1940), Nicolás Videla del Pino (Biedma, 1944-
45), Francisco Bernardo Xijón (Molina, 1948), Pedro Antonio Arias de
Velázquez Saravia (Romero Sosa, 1949), José de San Martín (Zuretti, 1950
y Otero, 1961), Facundo de Prieto y Pulido (Levene, 1950; Parada, 2002),
Juan de Vergara (Molina, 1950-51), Hernando de Horta (Cutolo, 1955),
Fray Pedro Carranza (Cutolo, 1955 y Avellá Cháfer, 1990), Francisco
A L E J A N D R O E . PA R A D A 71
Otro tipo de colección de libros, de acceso libre, se encuentra
representado por la biblioteca pública catedralicia. El principal ejemplo
de su “deseado” establecimiento fue la última voluntad de Manuel de
Azamor y Ramírez, obispo de Buenos Aires entre 1788 y 1796, quien
dispuso que sus libros fueran entregados a la Catedral de la ciudad “para
que (...) con ellos (...) se forme y haga una librería pública” (Rípodas
Ardanaz, 1982:117). Debido a diversos avatares, lamentablemente, esta
biblioteca catedralicia no pudo inaugurarse y, pocos años después, sus
volúmenes pasaron a engrosar los estantes de la Biblioteca Pública de
Buenos Aires. En cuanto a las disposiciones de su manejo, aunque estaba
destinada para el público lector, la finalidad última del obispo era muy
sugestiva y definida: la colección de libros debía servir para “la utilidad y
decoro” de la Iglesia, esto es, para engrandecer el prestigio de la Catedral
(Rípodas Ardanaz, 1982: 117 y 122).
El anhelo bibliotecario del obispo Azamor y Ramírez ya se había
materializado por ese entonces, pero de otra forma, a partir de la
donación en 1794 de la librería particular de Facundo de Prieto y Pulido
al Convento de la Merced (San Ramón) de la orden de los padres
mercedarios en Buenos Aires, dando así lugar a un nuevo tipo de
establecimiento: la biblioteca pública conventual. El acceso público a
este importante legado, que aparentemente funcionó hasta por lo menos
el año 1807 (Rípodas Ardanaz, 1982: 120-121, nota 273), fue autorizado
por el virrey Arredondo. Se trata del principal antecedente de lectura
pública en la ciudad de Buenos Aires y, sin duda, su existencia influyó en
la creación, poco tiempo después, de una entidad gubernamental similar.
Aunque las intenciones del matrimonio Prieto y Pulido, pues su esposa
también aparece como donante, estuvieron en cierto sentido menos
vinculadas al ámbito religioso, ambos reconocieron, implícitamente, que
los más capacitados y confiables para administrar su legado, en cuanto
al modo de emplear los libros, eran los hombres vinculados con la Iglesia
Católica. De modo que el manejo y la manipulación de las obras debían
responder aún a pautas heredadas del orden hispánico imperante hasta
entonces, donde, nuevamente, la Iglesia constituía una garantía para la
preservación y diseminación del conocimiento.
También son muy significativos los antecedentes sobre la presencia
de acervos bibliográficos (con acceso libre) impulsados desde la esfera de
la administración de la Corona. Prueba de ello fue la apertura al público,
en 1712, de la Biblioteca Real en España y, en el último tercio del siglo
XVIII, la inauguración de las bibliotecas públicas de Santa Fe de Bogotá
(1777) y de Quito (1792). Entretanto, en el Río de la Plata, el gobernador
Bucareli señaló la necesidad de crear “bibliotecas francas” con los ejem-
plares que habían pertenecido a los planteles jesuíticos. (Bravo, 1872;
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social del momento, fue uno los mayores problemas que debieron enfren-
tar los sucesivos gobiernos patrios. Entre las nuevas instituciones que se
crearon, cuyos patrimonios contaban con modestas bibliotecas, merecen
mencionarse la Academia de Matemáticas y Arte Militar (1816), cuyo ar-
chivo y plantel de libros estuvo a cargo del profesor Avelino Díaz; y el
Colegio de la Unión del Sud (1818), creado por Juan Martín de Pueyrre-
dón (denominado, en 1823, Colegio de Ciencias Morales). Una variante
de este tipo de entidades estuvo representada por la Sociedad Filantró-
pica de Buenos Aires (1815), cuyo animador principal fue, entre otros, el
padre Francisco de Paula Castañeda. La Sociedad desempeñó sus tareas
en el Consulado y contó con “una mesa de lectura y biblioteca, enrique-
cida con donaciones” (Sabor Riera, 1974, 1: 52-54). Poco después, las re-
formas educativas de Bernardino Rivadavia, que propiciaron el arribo al
país de ilustres personalidades y de una interesante inmigración france-
sa y anglosajona, alentaron la apertura de algunos colegios secundarios
de vida efímera que contaban con pequeñas bibliotecas en sus respecti-
vos establecimientos. Un ejemplo ilustrativo de este caso fue la biblioteca
que se formó en la Academia Argentina, dirigida por el escocés Gilbert
Ramsay y por el inglés John David Hull (La Gaceta Mercantil, no. 1196, 15
nov. 1827; Cutolo, 1983, 6: 58). Las representaciones tipográficas, en esta
clase de modestas librerías, se relacionaban con las prácticas de lectura
en el ámbito pedagógico, donde los parámetros de apropiación estaban
dados por la íntima relación con la enseñanza y el aprendizaje.
Hacia mediados de la segunda década del siglo xix apareció otro
tipo de biblioteca cuyo acceso era rentado: la biblioteca circulante. Uno
de los primeros en introducir esta agencia comercial, anterior a la de
Marcos Sastre, fue Henry Hervé. Su conocida “biblioteca” (denominada
English Circulating Library) funcionó desde 1826 hasta 1828, en la
calle Chacabuco no. 61. Una de sus principales actividades, además de
la circulación de ejemplares, fue la venta de libros, ya que todos estos
establecimientos florecieron por el comercio librero. Los usuarios, en
su mayor parte de ascendencia anglosajona, podían llevarse los libros
a su hogar abonando una pequeña cifra por año (Parada, 1998: 34-36).
Una variante de esta clase de “librerías circulantes” fueron los gabinetes
de lectura, cuyas existencias bibliográficas también dependieron de las
iniciativas particulares de un librero. Ya en 1829 Buenos Aires contaba
con una casa de estas características: el gabinete de lectura de los
hermanos Duportail. Formaba parte de la librería de estos comerciantes.
Un catálogo con 508 títulos divulgó, entre los habitantes de la ciudad, la
importante riqueza de sus anaqueles (Parada, 2005). Resulta complejo
identificar a los lectores de estas bibliotecas, aunque, en líneas generales,
A L E J A N D R O E . PA R A D A 75
La complejidad y la ambivalencia fueron las características principales
de los distintos tipos de bibliotecas en la Argentina de ese entonces. Sin
embargo, dentro los límites semánticos de toda clasificación, es posible
esbozar el cuadro de la página siguiente que representa, provisionalmente,
dicha taxonomía.
Este cuadro de “Tipología de las bibliotecas argentinas” necesita de
varias y puntuales aclaraciones. Solo mencionaremos, en esta oportuni-
dad, la que se considera más importante y que ya ha sido mencionada
al comienzo: todo intento de “enmarcar” (en este caso, de realizar un
esquema clasificatorio) la variedad casi infinita de las diversas prácticas
ante el universo de la cultura impresa constituye, inequívocamente, una
falacia o, al menos, un intento más cercano a un orden deseado (la ne-
cesidad de incluir racionalidad concreta en la polivalencia social de los
fenómenos históricos) que a una instancia real. El orden y la memoria
tipológica, en este caso, solo persiguen dos finalidades. En primer tér-
mino, realizar una síntesis panorámica provisional y perfectible de los
distintos tipos de bibliotecas existentes en la Argentina desde el período
hispánico hasta 1830. Luego, en un segundo momento no menos signi-
ficativo, presentar el resultado de dicho resumen a quienes se inician en
esta clase de estudios.
Sin embargo, en muchas ocasiones, las finalidades no deben ser un
obstáculo para señalar las limitaciones que muchas veces encubren. Pues
este aparente e inofensivo esquema, que es una especie de “ficción con-
trolada”, encubre, entre otros muchos puntos, los aspectos siguientes:
desconoce la riqueza de recursos de los lectores para obtener los libros
deseados más allá de los tipos de bibliotecas, tales como las redes infor-
males de préstamos y la multitud de recursos recomendables (y de “los
otros”) para obtener las obras (contrabando, préstamo, legado, herencia,
hurto, copia manuscrita del ejemplar prestado); no toma en cuenta que
las distintas clases de bibliotecas siempre tuvieron, con mayor o menor
intensidad, “fugas o filtraciones” de textos hacia lectores a los cuales no
estaban destinados, en primera instancia, esos impresos (son muy cono-
cidos los casos de circulación de libros fuera de las instituciones religio-
sas, ya sea por influencias políticas o propias de la burocracia adminis-
trativa, ya por relaciones de amistad, ya por tratarse de grupos de elite
a los que no se les negaba un ejemplar por su lugar preponderante en la
sociedad); por otra parte, también deja de lado un hecho determinante:
la imposibilidad de conocer, por falta de estudios y de fuentes documen-
tales adecuadas, el uso de la colección y el tipo de lectura que hicieron
las personas de los contenidos textuales que cayeron en sus manos, pues
la riqueza de las representaciones culturales y de las prácticas lectoras
son, de hecho, un mundo casi inaprensible, cuyo estudio se encuentra
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de que los fondos bibliográficos cumplieran con su misión de utilidad
social para los usuarios. De este modo, el paradigma del buen director
de una biblioteca se resumía en el bibliotecario culto y erudito.
Por otra parte, dentro de esta etapa inaugural, es pertinente destacar
un aporte anterior ya citado: el libro Las bibliotecas europeas y algunas de la
América Latina (1877) de Vicente G. Quesada. Aunque no se trata de una
obra de historia bibliotecaria, pues se aboca a aquel presente, muchos de
sus capítulos esbozan los orígenes y el desarrollo de varias bibliotecas
europeas desde la mirada de un intelectual argentino inaugurando, además,
los antecedentes de los estudios comparados en nuestra profesión.
2. La década de 1940 fue una de las etapas más importantes de los
estudios históricos sobre bibliotecas en la Argentina. Es un período
netamente fundacional, pues aparecen tres obras que constituyen un hito
en el ámbito de América Latina: Bibliotecas argentinas durante la dominación
hispánica (1944), Orígenes del arte tipográfico en América (1947), ambas de
Guillermo Furlong y, principalmente, El libro, la imprenta y el periodismo
en América durante la dominación española (1940), de José Torre Revello.
Esta última considerada hoy día como un clásico, a la par, por ejemplo,
de Los libros del Conquistador, de Irving A. Leonard (1949). Es importante
destacar algunos aspectos de dichas obras. En primer lugar, el estudio de
los inventarios de las bibliotecas particulares e institucionales y, junto con
ellos, el análisis de las listas de embarque de libros con destino a América.
En un segundo momento, la intencionalidad historiográfica de estas
contribuciones, dado que tenían por objeto demostrar que los impresos,
a pesar de las normas que restringían su uso, circulaban ampliamente en
las colonias españolas. El objetivo último se centraba, pues, en combatir
la “leyenda negra” que atribuía a España la responsabilidad del atraso
cultural de sus posesiones ultramarinas.
3. Paralelamente, entre 1910 y 1980, se publicó una serie de trabajos
que aportaron una significativa información fáctica sobre el desarrollo
histórico de nuestras bibliotecas. Algunas de las contribuciones más
importantes de este período fueron las siguientes: Nuestras bibliotecas
desde 1810 (1910), de Amador L. Lucero; Historia del libro y de las bibliotecas
argentinas (1930), de Nicanor Sarmiento; La imprenta argentina: sus orígenes
y desarrollo (1929), de Félix de Ugarteche; Libros y bibliotecas (1939), de
Juan Pablo Echagüe; Libros de derecho en bibliotecas particulares cordobesas:
1573-1810 (1945), de Carlos A. Luque Colombres; Bibliotecas privadas de
Salta en la época colonial (1946), de Atilio Cornejo; La biblioteca de los jesuitas
de Mendoza durante la época colonial (1949), de Juan Draghi Lucero; Historia
y bibliografía de las primeras imprentas rioplatenses (1953), de Guillermo
Furlong; Bibliotecas jurídicas en el Buenos Aires del siglo XVII (1955), de
Vicente Osvaldo Cutolo; Las bibliotecas en Catamarca en los siglos XVII, XVIII y
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Religión y cultura: libros, bibliotecas y lecturas del clero secular rioplatense
(2001), de Roberto Di Stefano; Para una historia de la enseñanza de la lectura
y la escritura en Argentina (2002), contribución dirigida por Héctor Rubén
Cucuzza; El mundo del libro y la lectura durante la época de Rivadavia (1998),
De la biblioteca particular a la biblioteca pública (2002), El orden y la memoria
en la Librería de Duportail Hermanos (2005), Cuando los lectores nos susurran
(2007), Los libros en la época del Salón Literario (2008), de Alejandro E.
Parada; Infancia y cultura visual: los periódicos ilustrados para niños (1880-
1910) [2007], de Sandra M. Szir; etcétera.
A este listado se deben agregar varias contribuciones de innegable
interés en la temática. Por un lado, el ensayo literario centrado en el acto
de leer, representado por La dorada garra de la lectura: lectoras y lectores de
la novela en América (2002), de Susana Zanetti; La mujer romántica: lectoras,
autoras y escritores en la Argentina: 1830-1870, de Graciela Batticuore
(2005); y por El último lector (2005), de Ricardo Piglia; por otro lado, la
presencia de varios títulos consagrados a la Historia de la Enseñanza
de la Lengua y la Literatura, tales como Los arrabales de la literatura: la
historia de la enseñanza literaria en la escuela secundaria argentina (2004),
de Gustavo Bombini, e Historia de la enseñanza de la lengua y la literatura:
continuidades y rupturas (2006), de Valeria Sardi. E incluso un aporte
desde la Historia de las Imágenes: Aplicaciones del paradigma indiciario al
retrato de Lucía Carranza de Rodríguez Orey (2006), de José Emilio Burucúa.
Sin dejar de lado el importante aporte de un argentino radicado en el
exterior: Una historia de la lectura (1999), de Alberto Manguel. La Historia
de las Bibliotecas, en este marco, se revitalizó con el aporte de la Historia
de la Cultura, ampliando su área de investigación a temáticas que en el
pasado no se habían tenido en cuenta.
Así pues, la Historia de las Bibliotecas en la Argentina, si bien aún
modesta, siempre ha sido un campo prolífico y en consonancia con la
historiografía internacional. A lo largo de su transcurrir, muchas etapas
fueron superadas con relevantes éxitos y aportes. En primera instancia,
las pioneras contribuciones de José Torre Revello, quien tuvo la tarea de
inaugurar estos estudios cuando muchos historiadores los dejaban de
lado. Y en un segundo momento, es significativo destacar la capacidad de
muchos bibliotecarios e historiadores argentinos para asumir el desafío
de las nuevas ideas presentadas por autores como Roger Chartier, Peter
Burke, Robert Darnton, Carlo Ginzburg y Armando Petrucci, cuyas
concepciones desembocaron en la moderna Historia de la Lectura.
Si bien todavía resta mucho por hacer, tal es el caso de una “Historia
general de las bibliotecas y de las prácticas de la lectura en la Argentina”,
actualmente se están dando los pasos imprescindibles para realizar este
propósito en un futuro no muy lejano.
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A L E J A N D R O E . PA R A D A 95
II.1 ― Contexto bibliotecario
A L E J A N D R O E . PA R A D A 97
es decir, el traslado de obras desde una congregación hasta una filial o
dependencia menor, tal es el caso de la “Memoria de los libros y otras
cosas que el Colegio de Buenos Aires tiene prestados en la residencia de
Montevideo”, donde se detallan las obras que los jesuitas trasladaron
en préstamo a la reciente ciudad vecina fundada por Bruno Mauricio de
Zabala. De modo que, ya en ciernes, las instituciones vinculadas con la
Iglesia Católica practicaron y alentaron, en formas diversas, el empleo,
más o menos libre, de la cultura impresa.
Otra situación propicia para la consulta pública de los libros fue la
expulsión, en 1763, de los jesuitas del Virreinato del Río de la Plata. Los
ingentes bienes impresos de esta congregación, en la mayoría de los
casos, pasaron a ser fiscalizados por distintas órdenes religiosas. Pero
en ocasiones este proceso fue lento y sumamente complejo, en grado tal
que las autoridades temían por el estado de preservación de los bienes
de los expulsados.
Dentro de este contexto, en 1767, el gobernador de Buenos Aires,
Francisco Bucareli y Ursúa, planteó al conde de Aranda la posibilidad
de mantener los fondos que fueran de los jesuitas bajo la custodia de
los dominicos como “bibliotecas francas” (Bravo, 1872: 89; Torre Revello,
1965: 81-82; Furlong, 1969: 56; Rípodas Ardanaz, 1999: 249).
Un dato curioso y no menos interesante lo constituye el primer
antecedente de crear una “biblioteca especializada” en temas económicos,
tal es el caso de la que solicitó en 1801, para su creación y uso en el
Consulado, el síndico Ventura Marcó del Pont (Furlong, 1969: 56).
Tampoco se debe olvidar otro intento de consulta pública: las
gestiones que se habían llevado a cabo en el año 1806 para instalar una
biblioteca pública, a instancias del erario del Cabildo de Buenos Aires
que, lamentablemente, se malogró cuando las fuerzas inglesas entraron
en la ciudad comandadas por Sir Carr Beresford (Levene, 1938: 73 y 80;
Torre Revello, 1965: 85).
A esto debe agregarse el importantísimo e insoslayable intercambio
personal de los libros prestados por las bibliotecas privadas a todo tipo de
personas; un itinerario signado por una práctica de lectura casi invisible
y de difícil asedio, cuyo exponente máximo, entre otros muchos durante
el período hispánico, fue la “biblioteca circulante particular” de Facundo
de Prieto y Pulido, minuciosamente detallada en su “Cuaderno de libros
que me han llevado prestados” entre los años 1779 y 1783, tal como se
estudia en el punto III. 2.
Por lo tanto, la compleja presencia de esta clase de inquietudes de
préstamo a favor de la apropiación pública en vísperas de la Revolución
de Mayo, ya sea de circulación restringida (uso interno dentro de una
congregación), ya sea de características más amplias (acceso externo),
A L E J A N D R O E . PA R A D A 99
debieron apelar a otras estrategias lectoras para apoderarse de los textos
impresos. En ese contexto, entonces, es necesario reparar en esta práctica
de “manipulación semipública tipográfica” que alentó y promovió, a la
larga, la instalación de la primera Biblioteca Pública.
No obstante, existen otros acontecimientos preliminares en los cuales
no se ha reparado con el detalle que merecen. Nos referimos a los casos
norteamericano y europeo. Antes de que la biblioteca pública fuera un
fenómeno social y, en cierto sentido, arrollador, como sucedió a fines del
siglo XIX y comienzos del XX en los Estados Unidos, proliferó en Europa
un conjunto de instituciones que prepararon definitivamente el floreci-
miento de estas agencias sociales. El siglo XVIII europeo señala el comien-
zo de esta etapa, que se extenderá, con altibajos y retrocesos parciales,
hasta principios del siglo XX.
Ya en el París de 1784 existían, al menos, dieciocho bibliotecas públicas,
que si bien abrían sus puertas con limitaciones y horarios restringidos,
comenzaban a perfilarse como entidades con un desempeño social
propio y comunitario (Chartier, 1993: 148).
En esa época proliferaron en Inglaterra y sus colonias americanas, así
como en Francia, un conjunto abigarrado y heterogéneo de corporaciones
relacionadas con la lectura masiva y el intercambio de ideas. Un listado
preliminar de ellas es el siguiente: gabinetes de lectura, sociedades
literarias, bibliotecas circulantes, cámaras de lectura, book-clubs, etc.
Todos ellos de difícil clasificación e identificación, pero con objetivos
similares: la movilidad del libro y de la lectura hacia sectores sociales
más amplios.
Este movimiento en favor de la lectura pública también se había
iniciado en el siglo XVII en Nueva Inglaterra; luego de un principio
modesto tomó la forma de un movimiento significativo en la centuria
siguiente. En 1731, a instancias de Benjamin Franklin, se fundó la Library
Company of Philadelphia, la primera biblioteca de carácter asociativo
(Shera, 1965: 31). Rápidamente, pues, proliferaron en los Estados Unidos
las bibliotecas parroquiales, sociales y de circulación.
A estas iniciativas se refirió en 1812 Manuel Moreno cuando redactó la
biografía de su hermano, ya que comparó la labor realizada por Mariano
Moreno en la Biblioteca Pública con la llevada a cabo por Franklin
(Moreno, 1812: 263 y 267); afirmación que demuestra el conocimiento
que se tenía de la biblioteca societaria y pública fundada por el prócer
estadounidense. Benjamin Franklin fue, pues, una figura ejemplar en el
momento de establecer una biblioteca en Buenos Aires.
España también contó desde 1712 con una entidad similar durante
el reinado de Felipe V, representada por la apertura al público de la
Biblioteca Real (Escolar, 1985: 336; Rípodas Ardanaz, 1989).
A L E J A N D R O E . PA R A D A 101
II.2 ― Sociedad, ciudadanía e Historia
de la Lectura
A L E J A N D R O E . PA R A D A 103
organismo capaz de amplificar y robustecer la Revolución misma. Así
lo confirma la “Idea liberal económica sobre el fomento de la Biblioteca
de esta capital” de Aguirre y Tejeda, tal como se estudia en el capítulo
VI, pues su creación consolidó y acompañó el proceso revolucionario
iniciado en mayo de 1810.
Puede tomarse, entonces, la decisión de inaugurar la Biblioteca
Pública como una decisión política que no podía postergarse. El Primer
Triunvirato, ya en 1812, agobiado por un conjunto de problemas, llevó a
cabo un acto de afirmación política y de compromiso con los habitantes
de Buenos Aires que habían cooperado, mediante el legado de libros y de
fondos pecuniarios, para su definitivo establecimiento. De este modo se
produjo una significativa construcción del consenso y de su visibilidad
entre el poder político y la sociedad civil.
Así, y dentro de las limitaciones ya señaladas, la presencia de la Bi-
blioteca Pública en la Argentina tiene sus orígenes en fuentes diversas y
heterogéneas respondiendo, en muchas ocasiones, a múltiples circuns-
tancias e intereses. En resumen, como hemos observado, sus fuentes más
lejanas se remontan al origen de la biblioteca pública en Europa (Francia
y España) y Estados Unidos; pasan luego por las iniciativas de particu-
lares o de congregaciones religiosas, tanto en su interés de benefactores
públicos como por influencia del contexto de la Ilustración en la cual
abrevaron varias de sus lecturas; o bien evolucionando posteriormente
hacia una donación de los acervos privados, bajo la administración de
órdenes conventuales o por una tutela catedralicia; y, finalmente, como
una agencia gubernamental que debía ser institucionalizada y patroci-
nada por la Junta.
Esta “evolución” de la Biblioteca Pública de Buenos Aires como entidad
gubernativa también debe encuadrase dentro de otro contexto de real
importancia. Por una parte, se relaciona con la laicización o amplificación
del fenómeno de la lectura como acontecimiento público y urbano; es
decir, el Gobierno provisional comienza a interesarse por una paulatina
democratización del libro y su acceso, pues es necesario, tal como lo afirma
Aguirre y Tejeda, que las bibliotecas y las imprentas se extiendan por las
provincias y por el continente americano (cfr. cap. VI).
La concepción pragmática del universo del libro se encuentra imbri-
cada con dos aspectos caros a la Revolución: la formación cultural del
ciudadano y la necesidad de promover los oficios y las industrias. En un
sentido amplio, los orígenes de la Biblioteca Pública de Buenos Aires, lejos
de responder a necesidades altruistas o de beneficio desinteresado hacia
la población, estuvieron pautados por necesidades políticas y económi-
cas, precipitadas, en más de una ocasión, por acontecimientos coyuntu-
rales de ese momento histórico crucial que comenzó con la Revolución
A L E J A N D R O E . PA R A D A 105
vínculo donde la sociedad civil pretendía, y de hecho lo hacía, compartir
el poder político (Sabato y Lettieri, 2003: 11).
Esta situación marca un punto de inflexión y de agrupamiento de
intereses tras una causa específica. Por un lado, la decisión gubernamental
de fundar una biblioteca de lectura pública; por otro, el aliento de un
amplio sector de la ciudadanía para lograr su concreción. Esto marca
un nuevo cuadro de situación. En las postrimerías del siglo XVIII las
iniciativas particulares habían sido vitales en la posible instalación de
una biblioteca pública, tales los casos del matrimonio Prieto y Pulido
y los postreros deseos del obispo Azamor y Ramírez. Ahora, cuando el
empuje venía del propio gobierno, reaparece la iniciativa particular para
apoyar su gestación.
Empero, no se trata de una iniciativa particular como lo fueron las
anteriores, pues la diferencia se observa en que se parece más a un
movimiento social que a una suma de individualidades.
No obstante, años después, en 1812, cuando Luis José Chorroarín
y Bernardino Rivadavia definieron los temas que debería abordar el
reglamento de la institución, tal como se plantea en el punto IV.2, este
entusiasmo de la comunidad había decaído y ya no tenía la trascendencia
de la primera época.
El movimiento social, de índole política, cultural y económica que
había agrupado a gobernantes y ciudadanos en una misma línea de
acción, languidecía en 1812 debido a la postergación en el inicio de sus
actividades. Es por ello que Rivadavia, en su carácter de secretario del
Primer Triunvirato, decide su pronta apertura. Reconocía así la deuda de
las autoridades para con el esfuerzo de los ciudadanos y, lo que es más,
retomaba la intencionalidad de política cultural que había tenido en sus
comienzos la creación de la Biblioteca Pública de Buenos Aires.
Es oportuno señalar, sin embargo, que la gestación de este
establecimiento con el apoyo de los ciudadanos y del poder político,
constituyó una fórmula exitosa que se repitió en varias ocasiones a lo
largo de la historia de nuestras bibliotecas. Son dos ejemplos de ello,
la proliferación de las bibliotecas populares impulsadas por Domingo
Faustino Sarmiento durante la década de 1870 y, posteriormente, su
afianzamiento en el primer tercio del siglo XX y, en otra instancia, el notable
desarrollo que alcanzaron las bibliotecas de sociedades de fomento en la
década de 1930 (Gutiérrez y Romero, 1995). Estos dos casos, pues, tienen
sus antecedentes lejanos en la Biblioteca Pública de Buenos Aires, donde
los intereses del gobierno confluyeron con los proyectos e iniciativas de
los particulares.
Es por ello que la fundación de esta primera institución de consulta
pública debe verse como un fenómeno social cuya repercusión no fue
A L E J A N D R O E . PA R A D A 107
meticulosa de los temas abordados han tomado tal magnitud que ya
algunos historiadores preconizan que se ha caído en un peligroso
relativismo cultural. Sin embargo, esta “nueva historia” permite ver el
universo de la lectura más allá de la “historia de la lectura”.
Poco a poco se impone un tema ineludible: tarde o temprano se
estudiará con mayor ahínco y determinación la “historia de los lectores”.
Ya no solo será suficiente saber quiénes, qué, cómo, cuándo y dónde
leían los lectores, porque se nos impondrán temas tales como la filosofía,
la teoría de los valores, la epistemología, la estética (culta y popular) y la
ideología de los lectores, por citar algunos de ellos.
Existen también otros tópicos cercados por lagunas que no se sabe
a ciencia cierta si en alguna ocasión se podrán colmar. Algunos son
los siguientes: ¿la lectura influye en los acontecimientos políticos y
revolucionarios o quizá se ha hecho de ella una exagerada valoración
y no es tan importante en la historia política de las sociedades?; ¿y, si
ocasiona cambios, estos podrían ser duraderos y trastocarían, positiva
o negativamente, la historia de una nación?; ¿o acaso no hemos dado
demasiada importancia al descubrimiento de la imprenta y la difusión
del libro en menoscabo de la importancia determinante que tuvieron la
urbanización y los procesos de secularización cultural en Occidente?;
¿no descubriremos, al final de camino, que el pleno ejercicio de la lectura
es más rico y comprometido en los segmentos populares que en los
intelectuales?
Sin mencionar un tópico que constituye el fenómeno más precioso
e inaccesible del lector: el mundo concreto, probablemente más real en
muchos aspectos que la realidad misma, de la vida imaginaria (¿o real?)
de la lectura. Sería significativo, además, el desarrollo de otros temas
relacionados con la historia de los lectores que ya han sido esbozados
por varios autores, tales como la historia del cuerpo y de los gestos en el
acto de leer, o la historia de los ambientes físicos y arquitectónicos de la
lectura (públicos o íntimos), o la idea del libro y de las bibliotecas en la
historia de las imágenes, o la representación de la lectura en la historia
oral. Necesitamos, entonces, desarrollar en el futuro una historia global y
panorámica de la socialización de la lectura y de los lectores en el ámbito de la
Biblioteca Pública de Buenos Aires.
A todo esto se agrega una incógnita aún más escurridiza y cuya
complejidad se torna inequívoca: la imperiosa necesidad de estudiar el
papel de los orígenes de la Biblioteca Pública a la luz polifacética y plural
de estas preguntas casi sin resolución.
Entretanto, dejando ahora de lado estas limitaciones, es factible tratar
de comprender la estrecha y rica relación que existe entre la Historia
del Libro y de las Bibliotecas con las lecturas de aquellos individuos
A L E J A N D R O E . PA R A D A 109
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A L E J A N D R O E . PA R A D A 113
de las Nieves Justa de Aguirre, quienes en 1794 donaron la totalidad de
su librería al Convento de la Merced (Levene, 1950).
La novedad del hecho radicaba, inequívocamente, en el uso y último
destino de los libros donados, pues el interés de los cónyuges se centraba
en que la Biblioteca “hade ser (franqueada) al publico para que pueda
ocurrir el que quiera á aprobecharse dela lectura que le convenga”
(Levene, 1950: 33). Nos encontramos, pues, ante uno de los primeros
antecedentes del origen de la biblioteca pública en la Argentina, es decir,
propiamente en sus umbrales.
Asimismo, varios investigadores se han referido tanto a la trayectoria
de Facundo de Prieto y Pulido como a los aspectos vinculados con la
donación de sus libros (Abad de Santillán, 1960, 6: 525; Cutolo, 1970: 14-
15; Cutolo, 1968-1986, 5: 599-60; Furlong, 1969: 56; Gammalsson, 1974:
331-339; Levene, 1946: 441-443; Rípodas Ardanaz, 1982: 120; Rípodas
Ardanaz, 1989: 469; Rípodas Ardanaz, 1999: 249 y 266; Udaondo, 1945:
727-728). No obstante, el trabajo de Levene es el más rico y completo
en cuanto a la difusión de documentos originales relacionados con la
donación de Prieto y Pulido y su esposa.
Dicha contribución, luego de una breve reseña biográfica del donan-
te, reproduce los seis documentos siguientes: 1) el acta notarial con las
condiciones y requisitos legales del legado de la biblioteca particular a
la institución religiosa [p. 33]; 2) la carta del comendador de la orden,
Francisco de Paula Gorostizu, en la cual solicita el “Superior permiso”
del virrey Arredondo para autorizar su apertura; y poco después, el 5 de
abril de 1794, el aval de este último donde concede la licencia de su inau-
guración para “beneficio y provecho del Publico” [p. 34]; 3) el original
que reproduce el “Aviso al Publico” donde se informa la apertura de la
biblioteca, al parecer en el mes de mayo de 1794 [p. 34] (Rípodas Arda-
naz, 1982: 90, n. 236); 4) el inventario de la “Donación de la librería para
el público, colocada en el Convento de la Merced” [p. 33-45]; 5) la “Razón
de los libros que tengo” [p. 45-48]; y 6) el “Quaderno delos libros que me
an llevado prestados” [p. 48-51] (Levene, 1950).
Dos de estos documentos son de vital importancia: el cuaderno de
préstamos y el inventario de los libros legados al Convento. Los originales,
inéditos hasta 1950, demuestran la estrecha vinculación que existió entre
biblioteca particular y biblioteca pública en las postrimerías del régimen
colonial, tal como se lo señaló en el parágrafo II.1. Ya que la biblioteca
de uso público, bajo la tutela de los padres mercedarios, tuvo su inicio,
inequívocamente, en el dinámico préstamo de su librería particular por
parte de Prieto y Pulido durante el período 1779-1783, cuyo registro fuera
asentado en el “Cuaderno de libros que me han llevado prestados”.
A L E J A N D R O E . PA R A D A 115
de Lugo, en tierras de Castilla la Vieja, siendo sus progenitores José de
Prieto y Pulido y Manuela de Palomares. Antes de 1762 se trasladó a
Buenos Aires (sabemos que desde el 4 octubre de 1761 ya figuraba entre
los benefactores del Convento de la Merced), pues en esa fecha y plaza
adquirió el titulo de procurador de causas. Poco después, ya instalado en
La Plata, estudió en el Colegio de San Juan Bautista para obtener el título
de bachiller en cánones y leyes, grado que finalmente le fue otorgado
por la Universidad de San Francisco Javier el 5 de noviembre de 1766.
Fue en ese año, el 16 de noviembre, cuando presentó un escrito donde
solicitaba el permiso para realizar su práctica en un estudio jurídico de
Buenos Aires, el cual fue concedido por la Audiencia de Charcas con la
condición de que luego debería completarlo con seis meses de ejercicio
en esta última ciudad. Estas circunstancias relacionadas con la obtención
y postergación formal de su título, a la larga, le traerían un conjunto de
sinsabores y problemas profesionales.
Una vez en Buenos Aires comenzó sus prácticas en el estudio de José
Luis Cabral, y poco tiempo después, ya con la experiencia de varias
causas, intervino como fiscal en varios pleitos. Su mejor biógrafo, Hialmar
Edmundo Gammalsson, cita un caso en 1772 de real trascendencia en ese
entonces. Se trata del intento de asesinato y abuso sexual de un niño de
doce años por parte de Mariano de los Santos Toledo, el cual, después de
la brillante exposición de Prieto y Pulido como fiscal de la querella, y no
obstante la meritoria defensa de Juan José Lezica, fue hallado culpable y
ajusticiado en la Plaza Mayor de la ciudad. A partir de esa fecha su carrera
profesional ganó en prestigio y su trabajo se incrementó notablemente.
En 1771 solicitó permiso para regresar a La Plata y completar su prác-
tica pendiente y obtener así el título de abogado. No obstante su solici-
tud, los alcaldes ordinarios y oficiales reales informaron al gobernador
que la misma era inviable. Esta negativa se debía a la escasez de letrados
en Buenos Aires y, como consecuencia de ello, a las múltiples tareas que
desempeñaba Prieto y Pulido (entre otras, su trabajo como promotor fis-
cal), situación que hacía imposible su ausencia del ámbito jurídico por-
teño. Y aunque Prieto y Pulido fue notificado por el Consejo de Indias
de que estaba libre para cumplir con su residencia en La Plata, optó por
no hacerlo y, poco después, solicitó las licencias legales para ejercer la
abogacía sin concurrir a dicha ciudad.
En mayo de 1778, finalmente, para abreviar este cúmulo de dificultades
burocráticas, el virrey Pedro de Cevallos le autorizó la licencia para ejercer
como abogado, previo examen de idoneidad profesional ante un tribunal
de facultativos formado por los doctores José Luis de Cabral, Benito
González de Rivadavia y Pedro Antonio Zernadas y Bermúdez. Para esa
época no solo era reconocido por su formación profesional y cultural,
A L E J A N D R O E . PA R A D A 117
III.2 La “biblioteca particular circulante”
de Facundo de Prieto y Pulido
A L E J A N D R O E . PA R A D A 119
un punto de partida importante y acertado para conocer los hábitos de
lectura de las personas que los demandaron.
De este modo, para delimitar una primera aproximación a las lec-
turas y lectores a los cuales les prestó libros Prieto y Pulido, es posible
considerar algunas variables fácilmente mensurables. Las variables estu-
diadas son las siguientes: lectores y uso de la colección, sexo y profesión,
procedencia de los lectores, tipos de lectura, características de los mate-
riales bibliográficos, lectores y préstamos, títulos solicitados con mayor
frecuencia, lengua de las obras prestadas y principales divisiones temá-
ticas. Estas variables representan aspectos de significativa importancia
para una evaluación de las inclinaciones lectoras de un determinado
grupo de individuos en el Buenos Aires finicolonial.
La cantidad de lectores o usuarios que se llevaron libros en préstamo
de la biblioteca personal de Prieto y Pulido fue de 43 individuos; estos
lectores, todos ellos mencionados en el “Cuaderno de libros que me han
llevado prestados”, totalizaron 108 préstamos de obras (179 volúmenes);
deben agregarse, además, 14 préstamos correspondientes a libros cuyos
usuarios no fueron consignados por el propietario, siendo, pues, la suma
total de 122 obras prestadas (194 volúmenes), en las que se incluyen
ejemplares que fueron solicitados en más de una oportunidad.
Estos datos permiten conocer, en líneas generales, el uso real de la
colección de un fondo privado por parte de una pequeña comunidad
lectora en el último tercio del siglo XVIII. El monto total de libros donados
al Convento de la Merced por Prieto y Pulido y su esposa fue de 336
obras. Y si bien, de los 122 libros prestados, 30 fueron requeridos en más
de una ocasión, es posible sostener que el 25% del acervo de su librería
fue consultado y leído durante el período 1779-1783; es decir, la cuarta
parte de la biblioteca salió de su ámbito personal y circuló, al menos, en-
tre 43 personas. Es importante destacar, entonces, que se trata de libros
realmente leídos, pues para tal fin fueron solicitados.
Ante esta demanda de obras pedidas para su lectura se presenta un
primer interrogante: ¿quiénes eran los lectores de la biblioteca personal
de Prieto y Pulido? Esta pregunta admite varias respuestas. En primer
término, una abrumadora totalidad era de sexo masculino (42), solo se
registra un caso de presencia femenina relacionado con el ámbito fami-
liar, ya que se trataba de Juana Francisca, hija del dueño del elenco bi-
bliográfico. Aunque este dato se corresponde con la realidad social de
la mujer de ese entonces, más adelante se observará que la presencia
femenina en este acervo no fue tan limitada como aparenta en un pri-
mer momento. Otro dato de interés consiste en el hecho de que la edad
promedio de los lectores osciló entre los 40 y 45 años, lo que implica,
al menos, un conjunto de lectores maduros y, por ende, con hábitos de
A L E J A N D R O E . PA R A D A 121
un segundo término, se encuentran los lectores que solicitaron dos prés-
tamos: Esteban de Avellaneda, José Vicente Carrancio, José Pablo Conti,
Martín Gari, Benito González Rivadavia, Agustín Lezcano, Eusebio An-
tonio Mayada, Parejas, Fray José Pesoa, Juana Francisca Prieto y Aguirre,
José Antonio Rojas, Antonio Sarratea, y Manuel Antonio Warnes.
De estos datos se pueden extraer varias conclusiones preliminares de
importancia. En primera instancia, solo 7 personas (el 16% de los soli-
citantes) sacaron 59 préstamos, es decir, casi el 55% de la totalidad. En
cuanto a los individuos que demandaron dos obras, estos ascendieron a
13 personas (el 30%), sumando 26 préstamos, o sea el 24% de los libros
pedidos. Por último, 23 lectores (el 53,5%) usufructuaron exclusivamente
de un préstamo, esto es, el 21,3% del elenco bibliográfico. No obstante, es
importante señalar que el préstamo que se presentó con mayor frecuen-
cia fue el de una sola obra, seguido por el de dos obras; por otra parte, el
préstamo promedio fue de 2,5 títulos. Vale decir que el mayor requeri-
miento de libros (el 55%) se concentró en pocos lectores, y el resto tendió
a dispersarse en muchas manos.
El conocimiento de las obras que fueron pedidas con mayor frecuencia,
tomando como referencia su solicitud en tres o más oportunidades,
permite aproximarse a los autores y títulos que gozaron de una mayor
predilección. El listado de ellos, pues, sirve como base preliminar para
conocer las inclinaciones lectoras del grupo de usuarios a los cuales
abastecía la biblioteca particular de Prieto y Pulido.
En primera instancia la Colección general de las ordenanzas militares,
sus innovaciones y aditamentos, dispuesta en diez tomos, de José Antonio
Portugués (solicitada en 5 ocasiones, por Borraz, Haedo, Sarratea, Sotoca
y Torrente). En segundo término, tres obras requeridas 4 veces: Librería
de jueces, de Manuel Silvestre Martínez (Carrancio, Ortega y Espinosa,
Quillado, y un lector sin identificar); Las siete partidas del sabio Rey D.
Alfonso X, glosadas por Antonio López de Tovar (Cabral, Lorente, Mayada,
Sarratea); y Recreación filosófica, de Teodoro de Almeida (Borraz y Vega,
este último en tres ocasiones). Finalmente, los títulos demandados en tres
oportunidades: Causes célèbres et intéressantes, avec les jugements que les ont
décidés, de François Gayot de Pitaval (Don Ceferino, Lorente, Parejas);
La Argentina, de Ruy Díaz de Guzmán (Muñoz, Saá y Faría, Warnes); y
Moeurs des israélites, de Claude Fleury (Maziel, en dos oportunidades, y
un individuo sin identificar).
A continuación, y en estrecha vinculación con los títulos anteriores,
se encuentra un conjunto de 11 obras que fueron pedidas en dos
oportunidades. Aunque su circulación fue más restringida que la de las
anteriores, su repetición manifiesta un interés recurrente en materia de
hábitos de lectura. El listado es el siguiente: Compendio del orden judicial y
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Divisiones temáticas Préstamos Porcentaje
Derecho 68 55,7
Historia/Política 11 9
Filosofía 9 7,4
Lingüística (Diccionarios) 8 6,5
Religión 7 5,7
Literatura 5 4
Geografía 5 4
Arte y Ciencia Militar 5 4
Medicina 2 1,6
Física 1 0,8
Cs. Aplicadas (Relojería) 1 0,8
A L E J A N D R O E . PA R A D A 125
de todas materias y facultades” al Convento de “Nuestra Señora de las
Mercedes” (Levene, 1950: 33). Por lo tanto, tal como se desprende del
acta notarial, la biblioteca legada era patrimonio del matrimonio. Si bien
es indudable que Facundo de Prieto y Pulido fue el que llevó el papel
protagónico en la adquisición e incremento de la colección, no es menos
cierto que su esposa, pudo tener cierta participación en su formación.
Esta participación, aunque haya sido menor brinda, además, un dato
revelador: María de la Nieves Justa de Aguirre era una mujer lectora. Y
su calidad de lectora colonial, al parecer, no era pasiva ni secundaria, sino
dinámica en su carácter de copropietaria de una importante biblioteca
porteña del período hispánico. Cabe la posibilidad, entonces, de que hasta
el momento haya imperado “una mirada masculina” sobre este legado,
que no ha hecho más que relegar y difuminar el origen compartido de la
donación, tal como lo confirman los registros notariales.
Pero también se presenta la alternativa de una lectura distinta. Existe
la posibilidad de que la esposa de Prieto y Pulido haya figurado en
la donación de la librería a la Merced debido a una necesidad legal, y
no a consecuencia de una activa presencia femenina. Por lo tanto, su
participación pudo ser menos activa de lo que el documento trasluce.
Dentro de ambas conjeturas, pues, se encuentra una encrucijada de
compleja resolución que escapa a una posible identificación de su papel
en la donación de la librería.
Lamentablemente, no nos han quedado registros de las lecturas de
María de las Nieves. Solo sabemos que el matrimonio decidió donar su
librería para favorecer una lectura pública de sus fondos. Las lecturas
potenciales que ella y su esposo hicieron del elenco de libros que
atesoraron solo pueden deducirse indirectamente a través de la frialdad
del inventario de obras donadas. Empero, otro elemento coadyuva a
sostener el ámbito femenino del discurso lector en el hogar. Pues gracias
al “Cuaderno de libros que me han llevado prestados” que celosamente
llevara Prieto y Pulido, es posible tener una breve pero sustanciosa
referencia al ambiente lector familiar. Tal es el caso de algunas de las
lecturas de su hija, Juana Francisca.
A comienzos de 1780 don Facundo apuntó en su cuaderno la mención
siguiente: “Llave de la lengua francesa=Juana fca. y 1 t. de solis historia.
de Megico”. Por este escueto dato es posible determinar las preferencias
y uso de la biblioteca por parte de una joven porteña de 20 años, cuyo
padre pertenecía a la elite dirigente y burócrata colonial. Paradójicamente
la información presenta dos tipos de lecturas diferentes. Por un parte,
una lectura instrumental y operativa para aprender y perfeccionar una
lengua, tal como la obra de Antonio Galmace, titulada Llave nueva y
universal para aprender con brevedad y perfección la lengua francesa sin auxilio
A L E J A N D R O E . PA R A D A 127
Otro aspecto de características inusuales que presenta el cuaderno de
préstamos de Prieto y Pulido, fue su interés por las lecturas de sus usua-
rios. Don Facundo no se limitaba exclusivamente a brindar con amplia
generosidad gran parte de sus libros. Muchas anotaciones y comentarios
consignados en su registro personal, no obstante su parquedad e índole
recordatoria, nos permiten conocer su inquietud por las lecturas de sus
amigos o conocidos. Una inquietud que incursionaba en el estado y grado
de la lectura en un momento determinado. Al respecto, el cuaderno posee
dos menciones que ilustran el caso. Ellas son las siguientes: “dn. Ceferi-
no valeiendo las causas celeb.s” y don “Josef Borras: el It. dela historia
Romana-continua leiendola- la acabo y siguela moderna”. Se trataba, en
el primer caso, de un préstamo a un individuo, Don Ceferino, de las fa-
mosas Causes célèbres et intéressantes, avec les jugements que les ont décides,
de François Gayot de Pitaval; y en el segundo caso la obra llevada por el
Ayudante Mayor de la Plaza de Buenos Aires, el militar José de Borraz (o
Borras), era otro éxito editorial de la época, tanto en Europa como en Amé-
rica, la célebre Histoire romaine, despuis de la fondation de Rome jusqu’à la ba-
taille d’Actium (continuada por Jean Bautiste Crévier), de Charles Rollin.
Estos datos son reveladores en más de un sentido. Prieto y Pulido
hacía un “seguimiento de las lecturas” de su círculo íntimo y, en estos
casos en particular, se nos presenta, además, la instancia de que había
un comentario previo, rico y dinámico, sobre el estado de estas. Cabe
la posibilidad, aunque no es seguro, ante estos “seguimientos”, de que
algunas lecturas hayan sido motivo de ciertos comentarios compartidos,
tanto en su biblioteca como en otros lugares sociales de encuentro. Se
trataba de una actitud activa y participativa ante la lectura de los otros. Por
otra parte, es necesario destacar que acaso este interés tuviera una base no
tan filantrópica; vale decir, que don Facundo “fiscalizaba” sus préstamos
para asegurar su pronta devolución. De todos modos, sea cual fuere su
última intencionalidad, es importante señalar el criterio de modernidad
en cuanto a las prácticas lectoras. Todo hace suponer que existía entre ellos
la posibilidad de un intercambio de lecturas, probablemente variado y
heterogéneo, donde se manifestaba el comentario y el estado de las mismas,
así como una curiosidad por aquello que se leía, rasgos y elementos que
señalaban la presencia de una sutil y compleja relación con el universo del
libro y de la cultura impresa en el Buenos Aires de la época.
A esta trama sutil de implicancias, gustos estéticos, solicitudes de li-
bros deseados, hábitos de lectura complejos y necesidades lectoras tanto
en el nivel profesional e instrumental como en el recreativo, debe su-
marse otra característica poco conocida hasta entonces: la gran cantidad
de “intermediarios” (personas que llevaban una obra solicitada a otro
individuo) en los préstamos realizados por Prieto y Pulido.
A L E J A N D R O E . PA R A D A 129
La dinámica de los préstamos de Facundo de Prieto y Pulido abarcó
un contexto y amplitud que no solo se limitó a sus amigos, conocidos
o funcionarios relacionados con sus actividades profesionales. Sus
inquietudes, en el vasto mundo impreso, también se extendieron a la
esfera vecinal. Así pues, varios de los libros ofrecidos durante el período
1779-1783 fueron llevados por vecinos muy cercanos a su vivienda. A
modo de ejemplo ilustrativo, se mencionan los préstamos que Prieto y
Pulido hiciera a tres de ellos: Francisco Haedo, Alfonso Sotoca y José de
Borraz; quienes residían en la misma cuadra, la “Calle Nueva de Norte a
Sur, cera que mira al Leste” (Documentos, 1919).
De este modo, a Francisco Haedo (acaso se refiera, aunque es menos
probable, al dragón José Aedo), que vivía casa de por medio, le prestó
el décimo volumen de la Colección general de ordenanzas militares, de José
Antonio Portugués; a Alfonso Sotoca, funcionario y militar, de más de
cincuenta años y casado con Melchora Durán, quien, por disposición del
virrey Vértiz y Salcedo fuera nombrado en 1789 administrador de la Real
Imprenta de Niños Expósitos, le hizo llegar otro tomo de la misma obra;
y al Ayudante Mayor de la Plaza de Buenos Aires, don José de Borraz, un
activo lector, le prestó varias obras que este le solicitara, tales como Jui-
cio imparcial sobre las letras (...), de Pedro Rodríguez de Campomanes, La
rhétorique, de François Lamy, Recreación filosófica, de Teodoro de Almeida,
Histoire romaine, de Charles Rollin, etc.
Todo lo cual permite conjeturar que la política de préstamo de Prieto
y Pulido no solo era muy amplia y extendida, sino que implicaba un
modo de relacionarse con sus vecinos a través de los intereses lectores
de estos; sus vecinos, pues, conocían y explotaban la generosidad del
propietario de esta activa biblioteca circulante privada.
Un aspecto habitual, que demuestra la riqueza y variedad de las
prácticas de lectura, fue la presencia de los “préstamos de préstamos”.
Es decir, algunos libros o manuscritos que existían en la biblioteca
particular de Prieto y Pulido y que, aparentemente, no eran propiedad
de él o de su esposa, pues eran materiales provenientes de otros acervos
privados y que estaban en su biblioteca en calidad de préstamo. Tal es el
caso de un tomo “de Poesias” que se llevó en préstamo el canónigo Juan
Baltasar Maziel y cuyo dueño era el abogado José Vicente Carrancio.
A esto debe agregarse que la casa de este último lindaba con la de un
amigo íntimo de Prieto y Pulido, el jurisconsulto José Luis Cabral, ambos
domiciliados en la calle de la Merced, en la acera norte que bajaba hacia
el río. Nuevamente, tal como lo manifiesta este caso, la amistad y la
vecindad fueron dos aspectos ricos y dinámicos en el complejo vínculo
de libros pedidos y brindados.
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custodio”. Se trata, probablemente, del manuscrito de La Argentina de
Ruy Díaz de Guzmán. (Existe la posibilidad, aunque poco probable, de
que la cita se refiera al libro homónimo de Martín del Barco Centenera,
pues existía de este último una reciente impresión realizada en Madrid
en 1749, a cargo de Andrés González Barcia). En ese entonces, el ma-
nuscrito de La Argentina de Díaz de Guzman circulaba entre el grupo de
conocidos de Prieto y Pulido. Su amigo, el jurisconsulto Julián de Leiva,
poseía la copia que consultó Pedro de Angelis para la edición príncipe
que apareció en su monumental Colección de obras y documentos relativos a
la historia antigua y moderna de las provincias del Río de la Plata (de Angelis,
1836-37). También el ilustre chileno José Antonio Rojas, quien a princi-
pios de 1779 recaló en Buenos Aires y consultó la librería de Prieto y
Pulido, al menos en dos ocasiones, poseía otro manuscrito. A propósito
de la existencia de varias copias, el historiador Ricardo Donoso afirma
que no era difícil obtener ejemplares de la obra en el mercado español de
la época (Donoso, 1963, 2: 637). Sin embargo, lo realmente interesante es
el grado y la dinámica de circulación que tuvo este manuscrito entre los
allegados a Prieto y Pulido. No sabemos, a ciencia cierta, si la copia era o
no propiedad de este último, aunque por estar asentada en su cuaderno
es muy probable que le perteneciera. El hecho, indudablemente signi-
ficativo, es la demanda de circulación que tuvo la obra, pues pasó de
manos de Prieto y Pulido al funcionario y comerciante Manuel Antonio
Warnes, luego la retiró Bartolomé Doroteo Muñoz quien, finalmente, se
la prestó al brigadier José Custodio de Sáa y Faría. Lo que demuestra,
además, el vivo y latente interés por los orígenes históricos del Río de la
Plata por parte de los lectores que consultaban la biblioteca de Prieto y
Pulido.
Pero el proceso de circulación de las obras que pertenecieran a
la biblioteca de Prieto y Pulido, fue, realmente, mucho más sutil y
complejo. Detrás de los prolijos asientos consignados por su propietario
en el cuaderno de obras brindadas, se oculta un rico entramado de idas y
venidas de libros. Así los préstamos, en muchas oportunidades, volvían
a los estantes de su dueño cuando eran devueltos por los lectores que
los habían demandado; no obstante, este periplo de regreso a su librería
original no siempre se cumplió, pues, frecuentemente, muchas obras
quedaron en manos ajenas o no fueron devueltas por diversos motivos.
Un caso de particular interés, dentro de esta temática, fue la relación
de préstamo que tuvo su propietario con Juan Baltasar Maziel. Dicha
relación, al parecer fundada en una antigua amistad, se remonta a la
donación que hizo Maziel a Prieto y Pulido de un terreno que aquel
tenía en litigio en 1770, y por el cual se sabe que este tenía un poder
amplio de Maziel otorgado en el año 1764 (Probst, 1946: 79-80) que
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obras en total; seguida, a una distancia considerable, por otras librerías,
tales como las de Francisco Pombo de Otero (200), Claudio Rospigliosi
(166), Manuel Gallego (159), José Cabeza Enríquez (131), Juan Manuel de
Lavardén (126) y Mariano Izquierdo (110) (Rípodas Ardanaz, 1982: 89-
92). No obstante, si bien la biblioteca de Prieto y Pulido es significativa,
se encuentra a una distancia considerable de la de Azamor y Ramírez,
aunque este, en su mayor parte, la trajo consigo desde España cuando
asumió el obispado de Buenos Aires. Dentro de esta óptica, o sea, de
gestación de su librería “desde América”, es donde reside la importancia
de la colección de Prieto y Pulido.
En cuanto al modo de cómo y cuándo adquirió la totalidad de sus
obras, es una información compleja de determinar; y si bien algunos as-
pectos son solo conjeturas, otros se pueden deducir con cierto margen de
objetividad. No sabemos cuántos títulos pudo traer de la Península hacia
1760, pero dada su juventud y el grado de modesta formación intelec-
tual, varios testimonios sostienen la hipótesis de que una gran parte de
ellos los adquirió en La Plata y en Buenos Aires. Confirman esta suposi-
ción la vinculación, y en cierta medida la posible amistad, que tuvo con
los dos libreros porteños de mayor actividad en esa época: el portugués
José de Silva y Aguiar, que a partir de 1780 fuera concesionario de la Im-
prenta de Niños Expósitos, y el español Ramón de la Casa. Del primero,
Silva y Aguiar, quien se autodenominaba librero del Rey y bibliotecario
del Colegio de San Carlos, y que “tuvo su tienda en la calle San Miguel,
hoy Suipacha, de donde pasó a un local de la calle San José, hoy Florida”
(Buonocore, 1974: 12; Sabor Riera, 1974-75, 1: 21), sabemos que Prieto
y Pulido estuvo vinculado a su librería, pues requirió sus servicios, en
varias ocasiones, para encuadernar “cinco tomos de papeles varios de
a folio [...] y el Calepino de Ambrosio”, en fechas tales como el 21 de
mayo de 1781 y el 14 y 16 de julio del mismo año. En cuanto al librero
Ramón de la Casa, cuya tienda estaba “en la calle de la Piedad, próxima
a San Martín” (Buonocore, 1974: 12), su vinculación fue aún mucho más
estrecha, ya que Prieto y Pulido incluso le prestó al librero español un
tomo de la obra de Diego Covarrubias de Leyva, lo cual demuestra la
confianza existente entre ellos. Por otra parte, en una ocasión, Prieto y
Pulido consigna la compra de un libro; se trata de la Opera omnia canoni-
ca, civilia et criminalia, de Nicolás Rodríguez Hermosino, en 10 tomos, de
la cual dice “que compré en 40 ps”. Estos datos, pues, aunque escuetos
y muy parciales, nos permiten suponer que tenía relaciones comerciales
con dichos libreros, es decir, con José de Silva y Aguiar y con Ramón de
la Casa, quienes, al parecer, entre otros medios de obtención, tales como
el encargo a viajeros con destino a Europa, lo proveyeron de libros y
otros servicios.
A L E J A N D R O E . PA R A D A 137
apoyo sino que afirmó que “concedesé [...] la Licencia q.e solicita p.a abrir
la Biblioteca q.e expresa á beneficio y provecho del Publico” (Levene,
1950: 34). La biblioteca se instaló, al parecer, “en una pieza a proposito
de dicho Convento para su conserbacion y uso comodo” (Levene, 1950:
33), pues el Padre Comendador, en dicha solicitud al virrey, informó
que la librería “se halla arreglada, y en estado de que pueda principiar
á disfrutar los efectos de tan recomendable establecimiento” (Levene,
1950: 34), separándola, de este modo, de la biblioteca principal de la
orden. Los bibliotecarios encargados de esta última durante el período
1791-1803, fueron los siguientes: fray José Vera (1791-?), fray Manuel
Cuitiño (1795-1801) y fray Domingo Rama (1803-?) (Brunet, 1973: 79),
quienes posiblemente, uno o varios de los citados, secundados por
otros miembros de la congregación, se encargaron de su organización
y puesta en funcionamiento. Finalmente, al parecer en mayo de ese año,
la biblioteca comenzó “a estar franca [...] para que sirba en beneficio” de
los habitantes de Buenos Aires, notificándose este acontecimiento por
medio de un “Aviso al Publico”.
El horario era “todos los dias que no sean fiestas delos dos preceptos
porla mañana desde las 8 alas 11, y por las tardes desde las 3 asta las 5,
excepto enlos 4 meses de Diz.e En.o y feb.o y M.zo que sera desde las 4 h.ta
las 6 dela tarde” (Levene, 1950: 34). El detalle del horario es de interés,
pues su amplitud contrasta con la menor atención que brindara a sus
lectores, pocos años después, la Biblioteca Pública de Buenos Aires (1812)
y que fuera motivo de una tensa polémica entre Luis José Chorroarín y
Bernardino Rivadavia, discusión que incluso puso en riesgo el pronto
establecimiento de dicha institución (cfr. IV.2). Y no debería descartarse,
dentro de este contexto, que Rivadavia se hubiese inspirado en el horario
de la biblioteca de la Merced (Zuretti, 1960).
Por otra parte, el problema del horario de apertura posee una
trascendencia bibliotecaria de primera magnitud, pues la amplitud
horaria de la atención al público es correlativa y funcional al progreso del
concepto de biblioteca pública. Asimismo, el mayor servicio social de
esta institución hacia fines del siglo xix siempre coincidió con una amplia
extensión de sus horarios.
Antes de adentrarnos en el estudio de los libros donados por Prieto
y Pulido, es necesario analizar algunos aspectos de la donación para
comprender la importancia de este hecho esencial de los orígenes de
la biblioteca pública en la Argentina. Tal como hemos visto, además
del acta notarial del legado al Convento, Prieto y Pulido incorpora dos
listas de real interés: “Razon de los libros que tengo” y “Cuaderno de
los libros que me han llevado prestados”. En primera instancia, pues, la
donación estipulada no es completa y posee algunas restricciones; no se
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cual estaba vinculado el donante, ofrecía una notable ventaja espiritual:
a los esposos Prieto y Pulido se los recordaría, con sendas misas, los días
de su natalicio.
Es por ello que en la donación figura en primer término el uso de la
biblioteca por los frailes de la orden, anteponiéndose así al usufructo
público que aparece en segundo término. Tal como se observa, claramente,
en el segundo punto de la donación que dice: “Que ademas de aber
servir [los libros] para el Estudio delos Religiosos de dicho Convento
hade ser (franqueada) al publico, para que pueda ocurrir el que quiera
á aprobecharse dela lectura que le convenga, en los dias y oras q.e el
Prelado designe” (Levene, 1950: 33).
No obstante este motivo de la donación, al que hemos denominado
“formal”, existe, además, la posibilidad de otro móvil oculto o inconfesa-
do, el cual se desprende del “Cuaderno de los libros que me han llevado
prestado”. Dicho motivo, acaso más mundano, pero no por ello irreal, se
refiere, pues, al hecho innegable de que una gran cantidad de los libros
prestados por Prieto y Pulido jamás le fueron devueltos y, si al menos
no cayeron en la categoría de hurtados, sí en la de “escamoteados” con
cierta elegancia. Esto significa que existe la posibilidad de que Prieto y
Pulido, cansado de prestar y reclamar sus queridos libros, fastidiado y
superado por la situación, haya decidido “pasar” el manejo de su biblio-
teca a los religiosos de la orden de la Merced. Esta segunda hipótesis
presenta un aspecto no tan simpático ni idealista del legado: el objeto de
la donación no sería un fin altruista puro, sino un donativo apurado por
la necesidad. De este modo, como en la mayoría de los asuntos huma-
nos, es probable que en la donación de la biblioteca al Convento de los
padres mercedarios hayan operado, entremezclados, los móviles nobles
y píos conjuntamente con los pragmáticos y operativos. Lo que resulta
importante, en definitiva, es la presencia, a partir de mayo de 1794, de
una biblioteca de libre acceso para los habitantes de Buenos Aires.
Restan por determinar, finalmente, dos aspectos de importancia en
cuanto a este legado público: su duración en el tiempo y cuándo cesó de
operar. En cuanto al lapso de su funcionamiento, las noticias son escuetas
y casi inexistentes (Torre Revello, 1965: 85). No obstante, se sabe que aún
estaba abierta en el año 1807, pues un íntimo amigo y colega de Prieto
y Pulido, al cual estuvo vinculado, además, por labores profesionales y
préstamos de libros, el inquieto y culto abogado español José Vicente
Carrancio, donó sus libros al Convento de la Merced en su testamento
del 27 de junio de ese año, “para que con ellos se aumenten su biblioteca
pública” (Rípodas Ardanaz, 1982: 120-121). Lo que permite suponer, con
cierto grado de certeza, que la biblioteca funcionó, al menos, durante
trece años; por otra parte, hay un acontecimiento innegable: el hecho de
A L E J A N D R O E . PA R A D A 141
y Pulido había establecido, durante años, una red sutil y compleja de
préstamos de libros a un grupo de personas allegadas. Esto significa que
su acervo bibliográfico, de hecho, funcionaba –aun antes de la donación–
como una biblioteca personal o privada circulante. Así pues, al brindar su
colección de obras al Convento no hacía más que legalizar e instituciona-
lizar una situación que se arrastraba desde hacía mucho tiempo, aunque
es necesario puntualizar que los mercedarios no prestaban los libros a
domicilio. De este modo, la situación puede presentarse como el pasa-
je intermedio de una librería circulante de administración doméstica y
limitada a un círculo reducido de individuos, hacia un nuevo grado de
amplitud de miras y objetivos, pautado por una administración religiosa
institucionalizada y con una mayor llegada social.
Este fenómeno no se daba, al parecer, en un contexto aislado. La con-
ciencia de la necesidad de una Biblioteca Pública se encontraba presente
en los sectores cultos de la sociedad porteña de fines del Setecientos.
No obstante, lo realmente interesante es determinar algunos aspectos
fundamentales de la aparición de esa institución que fuera establecida
por la Junta de Mayo en 1810 e inaugurada por el Primer Triunvirato en
1812. En este caso el “cuaderno de préstamos” (1779-1783) juega un pa-
pel preponderante, pues constituye, sin duda alguna, un elemento promo-
tor y fundacional del primer antecedente de una biblioteca de uso público
en Buenos Aires, ya que ese humilde cuaderno, cualquiera haya sido el
móvil que lo motivó, fue el origen de la donación de la librería de Prieto
y Pulido al Convento de la Merced en 1794.
La pregunta que se presenta a continuación es la siguiente: ¿cuál fue
el papel, entonces, que desempeñó el plantel de libros de Prieto y Pulido
en la gestación y evolución de la biblioteca pública en esa época? A pesar
de incursionar en el terreno de las suposiciones, es posible hallar cierto
derrotero probable en dicha evolución.
La librería de Prieto y Pulido, como todo acervo de la esfera indivi-
dual, comenzó siendo un elenco de obras de uso exclusivamente perso-
nal y doméstico. En una segunda instancia, esta apropiación de los mate-
riales impresos pasa de una práctica privada a un ámbito gregario, pues
su propietario comienza a prestarlos a un grupo selecto de amigos y co-
nocidos; es decir, evoluciona de una práctica de lectura íntima a otra de
índole más colectiva. Esta situación se materializa en los registros de per-
sonas y obras que lleva detalladamente en su “cuaderno de préstamos”.
Luego, ignoramos por qué motivos, ese estado de cosas le es insuficiente
a su propietario o, al menos, inviable y de complicada prosecución. La
magnitud y el control de los préstamos, al parecer, se hizo insostenible,
sin contar los libros brindados que no regresaban a los estantes y que
marcaban, pues, su ausencia. O bien, descartando esta conjetura, decidió
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Referencias bibliográficas
A L E J A N D R O E . PA R A D A 145
Rípodas Ardanaz, Daisy. 1999. Libros, bibliotecas y lecturas. En Academia
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español (1600-1810). Buenos Aires: Planeta. p. 247-279.
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presbítero Chorroarín. En Archivum. T. 4, no. 1, 87-89.
IV.1 — Introducción
A L E J A N D R O E . PA R A D A 147
Las otras dos fuentes imprescindibles para este tema son las
contribuciones de José Torre Revello (1943) y de María Ángeles Sabor
Riera (1974-1975). El trabajo del primero, titulado Biblioteca Nacional
de la República Argentina, aporta una gran variedad de datos y de
registros originales que permiten aclarar y completar el trabajo inicial
de Groussac.
Empero, la historia mejor documentada de las primeras décadas de
este establecimiento, es el capítulo “La Biblioteca Pública de Buenos Ai-
res”, redactado por Sabor Riera en su ya mencionado libro Contribución
al estudio histórico del desarrollo de los servicios bibliotecarios de la Argentina
en el siglo XIX. Este texto, no obstante su breve extensión e intencionalidad
de revisión y puesta al día de la bibliografía existente, supera en claridad
a todos los restantes; incluso a los trabajos posteriores que, sin duda, se
basan en sus conceptos.
Es importante, además, mencionar a una serie de historiadores que
han trabajado en esta materia y que, en muchos casos, recuperaron
hechos y acontecimientos relevantes, tales como los libros y monografías
de Trelles (1879), Lucero (1910), Piaggio (1912), Sarmiento (1930), Palcos
(1936), Rojas (1938), Actis (s.f.), Furlong (1944), Rottjer (1960), Manzo
(1961), Acevedo (1992 y 1995), Merlo (1993-1994), Salas (1997), Trenti
Rocamora (1997 y 1998), entre otros.
Por consiguiente, resulta redundante volver a enumerar los hechos que
estructuraron la Historia de la Biblioteca Pública de Buenos Aires, ya que,
tal como arriba se ha señalado, han sido profusamente investigados.
En cambio, en el Archivo General de la Nación, existe una gran
cantidad de legajos sobre esta “agencia cultural” (Black, 1996; Augst
y Wiegand, 2001), que han sido parcialmente consultados en algunas
ocasiones, o bien aún permanecen en su condición de inéditos.
El propósito de la tesis, tal como se lo puntualizó en la Introducción,
se centra en aquellos aspectos de la Biblioteca que hacen a su gestión
administrativa y a sus usos bibliotecarios en la vida cotidiana del
establecimiento; aspectos, ámbitos y prácticas, por lo tanto, que no han
sido tenidos en cuenta, hasta el presente, en la abundante bibliografía
citada sobre este tópico. Se trata, entonces, de una aproximación desde
la mirada bibliotecológica.
En consecuencia, la intención de este capítulo consiste en reconstruir
los orígenes de la Biblioteca en los meses anteriores a su apertura. Pues
esta especie de “protohistoria bibliotecaria” no solo nos manifiesta
las circunstancias fácticas que dieron forma a los “quehaceres” de
su inauguración, sino que también presenta, por intermedio de las
actividades preliminares de índole bibliotecaria, la imagen arquetípica
que tenían sus organizadores de la idea de lo que debía ser una biblioteca
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emerge un conjunto de tópicos en los cuales no se había reparado hasta
fecha (las vicisitudes que postergaron su inauguración, la necesidad
de reglas para su funcionamiento, la estructura del “reglamento”,
las dificultades con el horario al público, la redacción de normativas
desde el enfoque bibliotecológico). El “reglamento” entonces redime
las voces y los murmullos de los individuos (y los quehaceres diarios
de la arqueología de su funcionamiento) que realmente trabajaron
e hicieron de la Biblioteca una realidad cotidiana. Por otra parte, es
importante señalar que en esa época de gran efervescencia política los
“reglamentos”, así como otras herramientas gubernamentales, fueron
vitales para instrumentar tempranamente muchos aspectos sociales
y administrativos que requerían de un marco legal, pautado por un
movimiento revolucionario con aspectos de gobierno provisionales
y con una sostenida liberalización de la expresión del pensamiento
(Chiaramonte, 2007: 111-112).
No obstante, antes de desarrollar este capítulo centrado en dichos
orígenes, es oportuno consignar algunos hechos puntuales que sirven
como marco de orientación histórica.
Existen tres discusiones o divergencias, casi de carácter bizantino, en
relación con los orígenes de la Biblioteca Pública: el día de su fundación
como acto gubernamental, la falta de un documento legal o decreto
jurídico que avale su creación, y la disputa –acaso el disentimiento más
estéril– sobre la personalidad responsable de su fundación. En esencia, en
cierto sentido, una serie de disensos y polémicas de poca trascendencia.
Estos acontecimientos, sin embargo, requieren de una aproximación
aclaratoria. Para la mayoría de los autores, debe tomarse el 7 de septiembre
de 1810 como la fecha de su creación, aunque, tal como lo sostiene Ricardo
Levene, el documento fundacional original, bajo el título de “Educación”,
cuya autoría muy probablemente se deba a Mariano Moreno, se publicó
en la Gazeta de Buenos Aires el 13 de septiembre, “pues el periódico fue por
algún tiempo a modo de Registro Oficial” (Levene, 1938: 21).
Esta carta del 7 de septiembre dirigida al Obispo de Buenos Aires,
redactada por Mariano Moreno aunque en su papel de vocero y
representante de la Junta, y que para Ricardo Levene (1938: 21) debe
considerarse “el escrito de creación de la Biblioteca Pública”, merece
reproducirse en integridad:
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y el 13 su legalización pública como “edicto” en la prensa, la carta del
22 de agosto ya manifiesta que existía una decisión tomada en el seno de
la Junta. Por otra parte, se carece hasta ahora de la fecha de un decreto
formal, salvo el “Indice de los decretos...” donde se asienta, bajo la letra
E. de “Educación”, unas breves líneas sobre su institución (Levene, 1938:
21, nota 1). Por otra parte, tal como lo hemos señalado a lo largo del ca-
pítulo II, los antecedentes de su fundación poseen una larga datación y
participación colectiva. Acaso atribuir a una persona su fundación, como
también lo puntualiza Sabor Riera, sea excesivo e injusto, pues es la Jun-
ta, haciéndose eco de los precedentes y anhelos de todos, quien asumió
la responsabilidad de su instalación final.
No obstante, la lectura detenida del artículo “Educación” posee, en
su discurso textual, una marcada impronta morenista. Y la propia Junta,
en ese texto, nombra a Mariano Moreno como protector de la Biblioteca
“confiriéndole todas las facultades para presidir a dicho establecimiento,
y entender en todos los incidentes que ofreciese” (Moreno, 1896: 293).
Estos conceptos que, en última medida, trasuntan el pensar de la Junta
en su totalidad, constituyen un reconocimiento –más o menos implícito
y velado– a quien llevó el liderazgo en el debate por su concreción. Esta
suposición o conjetura formal no es, por lo tanto, infundada o temeraria,
ya que se aproxima a la realidad ubicua de la gestación final de la
Biblioteca inmersa en un proceso de larga continuidad.
Hechas estas aclaraciones sumarias, y dejando a un lado las suposi-
ciones inevitables de un asunto irresoluble por ahora, lo único verdadero
es que la Junta de Mayo no dudó en plasmar aquello que consideraba una
larga e inmerecida postergación, dada la abundancia de antecedentes,
para los habitantes de estas provincias: la fundación de una Biblioteca
Pública como instrumento social y cultural de política revolucionaria.
Este acontecer delimitado por matices de incertidumbre en torno al
establecimiento de la Biblioteca Pública de Buenos Aires se esclarece en
el momento de identificar el origen de los libros que formaron su primer
acervo bibliográfico, aunque a posteriori también se plantea, nueva-
mente, alguna confusión sobre la participación y la designación de sus
directores y bibliotecarios.
El acervo del establecimiento, como no podía ser de otro modo, dada
la rapidez de su instalación y el cariz dramático de los tiempos revolucio-
narios, se formó por vertientes bibliográficas múltiples y heterogéneas.
La Junta, en ese entorno complejo y beligerante, debió recurrir a la incau-
tación perentoria y coercitiva, como así también a la aceptación de todo
tipo de bienes, tanto pecuniarios como impresos; lo que ocasionó, ya en
los comienzos de su organización, cierta confusión e improvisación, tales
como los problemas crónicos que arrastró la Biblioteca por la falta de un
A L E J A N D R O E . PA R A D A 153
menos real, los donativos espontáneos de libros fueron notables, tanto
por su cantidad como por su variedad. Y por añadidura, el estudio de
las donaciones de obras por los particulares a la nueva Biblioteca, brinda
una ocasión inmejorable para abordar la historia de las prácticas de lec-
tura en las postrimerías de la dominación hispánica.
La finalidad de este trabajo excede el estudio detallado de esos legados
impresos por parte de los ciudadanos. Sin embargo, resulta de gran
importancia llevar a cabo, en líneas generales, una selección de estos.
Gracias a las donaciones de libros efectuadas entre 1810 y 1822, se
puede inferir deductivamente qué obras circulaban en ese período. Las
páginas de la Gazeta de Buenos Aires y el libro de Registro de Donaciones
de dicha institución dan prueba de ello. Los nombres de los primeros
donantes hasta 1822 superan holgadamente el centenar. A título
informativo, señalaremos los particulares que ofrecieron más de cinco
libros: el presbítero Luis José Chorroarín; Manuel Belgrano; Pedro
Fernández, preceptor de latinidad de los “públicos Estudios”; fray Julián
Perdriel; Julián Segundo de Agüero, cura del Sagrario de la Catedral;
Juan María Almagro, ex asesor del Virreinato; el comerciante don Tomás
Balanzategui; el médico Miguel Gorman; Martín José Altolaguirre,
ex ministro de la Real Hacienda; Antonio Ortiz, librero; José Sánchez
Alonso; José Isasi, comerciante; doña Martina de Labardén y Arce;
Benito María de Moxo y de Francoli, arzobispo de Charcas; Santiago
Wilde, administrador de la Lotería Nacional; Saturnino Segurola, primer
bibliotecario; José Martínez de Hoz, comerciante; José Gregorio Gómez,
cura de San José, en la Banda Oriental; fray Cipriano Gil Negrete,
maestro; Vicente Echevarría, conjuez de la Real Audiencia; José Roland,
comerciante portugués; Santiago Mauricio, comerciante; Domingo
Belgrano, canónigo de la Iglesia Catedral; fray Juan de la Madre de
Dios Salcedo, presidente del Convento de Betlemitas; José Miguel Díaz
Vélez, hacendado; Antonio Dorna; Miguel de Azcuénaga, gobernador
intendente; el doctor don Valentín Gómez; Antonio José de Escalada;
Bartolomé Muñoz, vicario general castrense del Ejército de la Banda
Oriental; y el religioso y bibliotecario don Dámaso Antonio Larrañaga.
Cabe destacar, entre estas personalidades, a aquellos que realizaron
las donaciones de mayor volumen. Tales son los casos de Luis José
Chorroarín, quien donó, en varias ocasiones, alrededor de 200 títulos;
Manuel Belgrano, que ofreció la totalidad de su librería formada por
más de 80 títulos en castellano, francés, inglés, latín, griego e italiano,
donde se destacan obras sobre Historia, Política, Literatura y Ciencias
Aplicadas; Juan María Almagro, quien entregó 23 títulos de temática
jurídica; Miguel Gorman, con 21 obras, en su mayoría sobre Medicina;
Martina de Labardén y Arce, con 24 títulos en varias lenguas, donde
A L E J A N D R O E . PA R A D A 157
IV.2 — La gestión inicial: una lectura a través de
“El reglamento provisional para el régimen económico
de la Biblioteca Pública de la capital de las Provincias
Unidas del Río de la Plata” (1812)
Y poco tiempo después le informaba al vocal Juan José Paso “la ab-
soluta necesidad de retardar la apertura de la biblioteca siquiera un mes
mas, trasladándola del 1.° de febrero prefixado al 1.° de Marzo”, lo cual
fue aceptado por dicho vocal (Levene: 1938: 105).
Este pequeño conflicto no pasó a mayores, pues el Triunvirato reco-
nocía la infatigable y tesonera labor de Chorroarín. Los intereses, en de-
finitiva, eran disímiles: el Gobierno veía la apertura de la biblioteca como
un hecho cultural y político ya impostergable; en cambio, su director,
con amplia y responsable visión organizadora, consideraba que el esta-
blecimiento debía cumplir con todos los requisitos formales y técnicos
de una institución de esta importancia. Finalmente, y con la anuencia de
todos, la Biblioteca Pública de Buenos Aires se inauguró el lunes 16 de
marzo de 1812, con una significativa ceremonia a la cual concurrieron
las principales autoridades políticas, eclesiásticas y militares (véase el
Apéndice 3).
Por otra parte, la correspondencia entre Chorroarín y el Gobierno,
presenta, muy someramente, la enorme y solitaria tarea que llevó a feliz
término su director, ya que se abocó en tal grado a su trabajo que resulta
difícil detallar su gestión. Elaboró los índices metódicos y las correspon-
dientes signaturas de los libros, donó la totalidad de sus obras a la fla-
mante institución, dirigió y participó celosamente en la colocación de los
estantes y la ampliación del local, y mantuvo con su sueldo de director
y con el del segundo bibliotecario los gastos de limpieza, tinta, plumas,
arreglo de libros y manutención de un criado, entre otras innumerables
tareas. Todo esto en tal grado que, en cierto momento, comentó si en
A L E J A N D R O E . PA R A D A 159
realidad no se había convertido en “un verdadero dependiente, en quien
se reunan los trabajos q.e debe dirigir en otros” (Levene: 1938: 107).
Una nota de Chorroarín al secretario Nicolás de Herrera es sumamente
ilustrativa de su quehacer bibliotecario:
A L E J A N D R O E . PA R A D A 163
mal formados apuntes” o borradores del reglamento u ordenanzas1.
Estos apuntes los entregó, posteriormente, al vocal Juan José Paso para
que este se los diera, probablemente, al presidente del Triunvirato, a la
sazón Manuel de Sarratea.
En estos primeros “mal formados apuntes” el Director de la Biblioteca
había propuesto, además del horario de la mañana, el turno de la tarde
para la atención del público lector. Pero pronto, acuciado por las innume-
rables y diversas tareas que le demandó la organización de la institución,
cayó en la cuenta de que el horario de la tarde era imposible de cumplir
con los medios y personal asignados. Y sostuvo, con sinceridad aleccio-
nadora, que “aun no habia pulsado las dificultades” que le demandaría
el establecimiento de la Biblioteca. En un breve lapso, posiblemente en
1
El principal antecedente de un reglamento para una biblioteca se remonta al año
1757, fecha en la cual los jesuitas de la ciudad de Córdoba elaboraron el catálogo de
su importante Biblioteca y las normas adoptadas para su uso, bajo el título de Index
Librorum Bibliotheca Collegii Maximi Cordubensis Societates Iesu. Dichas normas, en líneas
generales, eran las siguientes:
Reglamento para los bibliotecarios. – 1) La Biblioteca tendrá el índice de los libros
prohibidos, para que procure que no haya ninguno de los suyos entre los prohibidos o
entre aquellos cuyo uso no debe ser común. 2) La Biblioteca estará cerrada, y las llaves
las tendrá el bibliotecario, que las entregará a los que deben guardarlas a juicio del
Superior. 3) Todos los libros serán colocados en la Biblioteca con orden tal que todas las
facultades tengan un lugar propio con la inscripción correspondiente. 4) Cada libro será
consignado con todos sus títulos para que pueda fácilmente distinguirse. 5) De todos los
libros que hay en la Casa, tendrá un catálogo de las diversas facultades con los autores
en orden alfabético, distribuidos según las materias. 6) En otro catálogo, dividiendo
también las facultades por materia, se registrarán los libros que se hayan prestado fuera
de la Biblioteca: los que se sacan para ser devueltos dentro de los ocho días se anotarán
en una tablilla colgada de la pared a ese efecto: una vez devueltos, serán borrados. 7)
El bibliotecario no entregará a nadie un libro de la Biblioteca sin una licencia especial o
general del Superior, y cuide de que nadie reciba un libro sin que él lo sepa. 8) Procurará
el bibliotecario que la Biblioteca esté limpia y en orden, que se barra dos veces por semana
y que se sacuda el polvo de los libros una vez por semana. Debe también procurar que los
libros no se deterioren por humedad u otra cosa. 9) Si se prestaran algunos libros fuera de
la Casa, procurará el bibliotecario que sean recuperados a su tiempo y entre tanto anotará
en algún registro, cuáles son esos libros y a quiénes los ha prestado. (Echenique, Juan B.
1943. Córdoba y las librerías de los jesuitas. En Catálogo de la librería jesuítica. Córdoba:
Universidad Nacional de Córdoba, Biblioteca Mayor. p. xviii-xix.; véase también la reciente
e importante obra, Index librorum Bibliothecae Collegii Maximi Cordubensis Societatis
Jesu: Anno 1757. Edición crítica, filológica y bibliográfica. 2005. Estudio crítico: Alfredo
Fraschini. Córdoba: Universidad Nacional de Córdoba. 782 p., especialmente las páginas
135 y 136).
Otro antecedente de importancia es el esbozo de reglamento que se elaboró para la
habilitación de la Biblioteca Pública que funcionó en el Convento de la Merced de
Buenos Aires en el año 1794, gracias a la donación de la librería particular de Facundo
de Prieto y Pulido (cfr. Levene, Ricardo. 1950. Op. cit., p. 33-34).
A L E J A N D R O E . PA R A D A 167
En 1939, la dirección de la Biblioteca Nacional encargó a Armando
P. Tonelli la búsqueda y ordenación de las diferentes ordenanzas por
las cuales se había reglado la institución; producto de este trabajo fue el
folleto titulado Reglamentos de la Biblioteca Nacional: algunos antecedentes.
En este trabajo su autor aclara el concepto siguiente:
A L E J A N D R O E . PA R A D A 169
se comunicaba que el horario de atención al público sería de “8 á las 12
y media del dia hasta fin de abril en que se variará” (El Censor, 1812). A
continuación, el 17 de octubre de 1815, por medio de un “articulo comu-
nicado” aparecido en La Prensa Argentina, un ciudadano reclamó exten-
sión horaria para la Biblioteca, con el objeto de “que puedan oficiales y
demas ciudadanos participar de este beneficio, pues para ello se han he-
cho desembolsos ingentes” (La Prensa Argentina, 1815). Posteriormente,
el 4 de junio de 1819, otro ciudadano, ahora en el periódico El Americano,
solicitaba que “por lo menos púdieran distribuirse proporcionalmente
entre la mañana, tarde, y noche las horas que por el régimen actual se
mantiene abierto el establecimiento en la sola mañana” (El Americano,
1819). Luego le llegó el turno a El Argos de Buenos Ayres, en cuya edición
del sábado 21 de agosto de 1821 dos empleados se quejaron amargamente
del escaso horario de atención de la institución, e incluso no dudaron en
afirmar que, debido a que permanecía cerrada por la tarde, muchas per-
sonas se entregaban “á pasatiempos perniciosos y perjudiciales”, solici-
tando, además, indirectamente, la intervención del ministro Rivadavia
(El Argos, 1821).
Indudablemente, todos estos reclamos de la ciudadanía hicieron
que Bernardino Rivadavia, cuando era ministro del gobernador Martín
Rodríguez, retomara nuevamente el asunto en favor de la atención
vespertina. En efecto, el 21 de septiembre de 1821 se decretó que la
Biblioteca debía abrir sus puertas, además de su turno matutino, “desde
las seis de la tarde hasta las nueve de la noche”; fundamentándose en esa
oportunidad que “las horas designadas para los estudios [las horas de
la mañana], ni son las bastantes, ni las más propias para aquellos, cuyos
negocios reclaman toda su atención en el día” ([de Angelis], 1836: 196;
Tonelli, 1939: 12). No obstante, al parecer, la presente disposición no se
cumplió o se abandonó rápidamente volviéndose así al horario exclusivo
de la mañana (Groussac, 1967 [1893]: 20; Torre Revello, 1943: 13).
Finalmente, en agosto de 1827, en un suelto aparecido en La Gaceta
Mercantil firmado por Unos hijos de Buenos Aires, si bien en forma no ex-
plícita (aunque indudablemente también se refería al horario), se afirma-
ba que la Biblioteca Pública se encontraba “en un lamentable abandono”
y que era necesario tomar las medidas pertinentes para evitar su deca-
dencia (Parada, 1998: 36-38). Sin embargo, y a pesar de estos reclamos y
de mediar un decreto, la atención al público fue diurna, desde las 9.00
hasta las 14.00. Y el alcance de esta disposición horaria fue de tal mag-
nitud que, aun luego de la caída de Rosas, la Biblioteca continuó aten-
diendo solo por la mañana, tal como lo confirma el reglamento firmado
en 1850 por Felipe Elortondo y Palacios (Levene, 1938: 171-173; Tonelli,
1939: 13-15).
2
Un testimonio de interés para conocer la evolución de las ideas bibliotecarias en el Río
de la Plata fue el discurso de inauguración de la Biblioteca Pública de Buenos Aires,
pronunciado por el sacerdote y jurisconsulto José Joaquín Ruiz el día 16 de marzo de
1812, lamentablemente, no hallado hasta la fecha. Por otra parte, para un caso similar
se conoce la Oración Inaugural del P. Dámaso Antonio Larrañaga en la apertura de la
Biblioteca Pública de Montevideo, en las Fiestas Mayas de 1816. [Véase: Anastasia, Luis
Víctor. 1989. Larrañaga: su Oración Inaugural de la Biblioteca Pública: visión y proyecto
de la historia y de la cultura para la formación humana. Montevideo: Fundación
Prudencio Vázquez y Vega. 39 p. (Serie Educación-Sociedad-Economía)].
A L E J A N D R O E . PA R A D A 171
los ámbitos propios de cada período, y sus concepciones particulares y
dinámicas se encuentran indisolublemente vinculadas a la sociedad en
la cual se desarrolla.
En un primer acercamiento global y según su reglamento provisional
de 1812, la Biblioteca Pública de Buenos Aires se gestó a partir del modelo
de las bibliotecas de la Ilustración europea. Su principal finalidad, tanto
en el uso del libro como en las modalidades de la lectura, consistió en un
empleo pragmático de los recursos bibliográficos.
En este sentido, aún era una biblioteca pública en ciernes, pues
no existía la posibilidad de retirar los libros fuera del ámbito de la
biblioteca. Según sus ordenanzas, la lectura que dominó fue aquella
que buscó utilizar el texto como modo de apropiación de lo escrito.
Era una biblioteca en la que aún no predominaba la lectura recreativa,
ya que esta se encontraba en una posición subalterna con respecto a la
lectura de estudio y aprendizaje. Varios elementos coadyuvan a reforzar
esta aproximación de apropiación utilitaria: la tinta, los señaladores, la
arenilla, el papel, las plumas. Todos ellos, elementos que hicieron fuerte
hincapié en la necesidad de abordar el texto metódicamente.
En vísperas, pues, de la inauguración del establecimiento, el libro
y su lectura poseían todavía una marcada connotación sacralizada. El
acercamiento al libro debía llevarse a cabo en un contexto de respeto
casi sagrado, pues era la puerta indiscutible para acceder al saber de
mayor prestigio social. El libro como objeto trascendente dejaba estrecho
margen a la lectura de esparcimiento. Esto no significó la ausencia de
este tipo de lectura, sino que existió una diferencia de grado a favor de
la lectura de estudio.
La flamante Biblioteca Pública surgirá, entonces, bajo estos principios,
para ir evolucionando luego, lentamente, hacia otras orientaciones.
Esta tendencia propia de la Ilustración permanecerá durante buena
parte del siglo XIX, hasta el advenimiento de la administración de Paul
Groussac. En ese momento, y ya entrado el siglo XX, aparecerá una nueva
concepción filosófica que influirá en el futuro desarrollo del pensamiento
bibliotecológico argentino: el positivismo.
Pero en 1812, ¿cuál era la principal función a la que estaba destinada
la Biblioteca? No era solo el estudio y el aprendizaje a través de una
lectura posesiva. Además de esta función había otra más importante: la
conservación. Los libros debían leerse, pero tal como lo afirmaban una
y otra vez las ordenanzas, la función primordial de los bibliotecarios y
dependientes consistía en velar, bajo cualquier circunstancia, por el buen
cuidado y aseo de los materiales bibliográficos.
Los libros –nuevamente su imagen sacralizada– debían ser motivo
de innumerables cuidados para su conservación. Bibliotecarios,
A L E J A N D R O E . PA R A D A 175
la apropiación del texto en forma pública, puesto que se llevaba a cabo
en un ámbito gregario y concurrido por otros individuos; incluso, dadas
ciertas diferencias, era posible extender ese ámbito hacia la polémica y el
debate, tornándose así, por momentos, también en lectura oral.
Sin embargo, y desde un punto de vista más contundente, se trata-
ba de una lectura fuertemente íntima y silenciosa, de lenta y trabajosa
apropiación individual. Es así como, gracias al reglamento, es posible
observar la presencia, aunque con distinta intensidad, de estos dos tipos
de lectura, donde cohabitaban elementos de ambas con múltiples rela-
ciones convergentes.
Se presentaba además como una lectura de características no aristo-
cráticas, ya que su quehacer era de índole “democrática”. Dentro de las
paredes de la biblioteca, el ejercicio republicano era tal que aun las auto-
ridades de mayor peso institucional debían rendir su homenaje “iguali-
tario” a la lectura y al lector. No obstante, esta igualdad solo se brindaba
a los que socialmente eran posibles lectores. Los criados y esclavos, la
mayoría de ellos sin la capacidad de la lectura, permanecían excluidos.
Pero esto no era tan alarmante, pues es necesario no olvidar que se trata-
ba de una biblioteca con profundas raíces en el siglo XVIII. Poco después
esta diferenciación será superada por la obligación que tendrá la biblio-
teca pública de albergar a todos los sectores sociales.
Esta prohibición, además, abre el debate sobre los diversos matices de
la exclusión. Una variación próxima a este tópico se centra en la “cues-
tión de la representación”, es decir, en el legado del poder que se hace a
unos individuos para que gobiernen en nombre de otros (Roldán, 2003).
El reglamento, en cierta medida, posee un discurso solapado, ya que es
una forma de representar las prácticas de la lectura según la mirada de
los bibliotecarios, y no necesariamente, según los usos de los lectores
para apoderarse de los textos impresos.
En conclusión, el reglamento no solo nos brinda la posibilidad de ac-
ceder a la génesis de la Biblioteca Pública de Buenos Aires, también cons-
tituye, por la riqueza de su contenido, el primer documento bibliotecario
del período independiente y, muy probablemente, la primera normativa
sobre la evolución de las ideas en el campo de la Bibliotecología anterior
a la Idea liberal económica sobre el fomento de la Biblioteca de esta capital del
Dr. Juan Luis de Aguirre y Tejeda (cfr. cap. VI).
A L E J A N D R O E . PA R A D A 177
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Copia del reglamento original firmada por Bernardino Rivadavia el 2 de marzo de 1812
[Nota aclaratoria: El texto en cursiva-versalita indica agregados posteriores a la redacción
original; y el texto subrayado señala supresiones –indicadas por tachaduras- al texto
definitivo]
La Biblioteca se franqueara al publico todos los dias del año POR LA MAÑANA,
exceptuando los dias festivos y semifestivos, y los de alguna solemne funcion por
qualquier suceso extraordinario.
En los meses de Noviembre, Diciembre, Enero y Febrero, se abrira á las siete hasta
las doce y por la tarde desde las quatro hasta las seis y media: en Marzo, Abril,
Septbre, y Octubre desde las ocho hasta las doce y media y por la tarde desde las tres
y media hasta las cinco y media y en mayo, Junio, Julio, y Agosto, desde las ocho y
media hasta la una, y por la tarde desde las tres hasta las cinco.
No saldra fuera de la Biblioteca libro alguno por ningun pretesto ni motivo. Igual
orden se guardara respecto á qualquier impreso ó manuscripto q.e se hallase
colocado en ella, aun cuando lo solicite alguna persona de la mayor representacion
y elevado carácter, imponiendose el Gov.no mismo la obligacion de ser el prim.o y
mas puntual observador de esta orden, resolviendose a no conceder licencia alguna
particular, y á castigar qualquiera transgrecion en este punto.
La Biblioteca ministrara tinta y arenilla [,] plumas, y los art.os expresados en el art.o
anterior á los q.e quieran hacer algunos extractos ó apuntes; pero no papel, pues
debera traerlo el q.e tenga necesidad de el.
Habran dos Bibliotecarios, uno prim.o con el nombre de Director, y otro segundo
con el de Subdirector: el primero llevara la voz y el gob.no de la casa, y el principal
cuidado de los libros, muebles y utensilios, y cuidara del cabal desempeño de las
respectivas obligaciones, avisando al Sup.or Gob.no quanto estime conveniente á este
fin y al de los aumentos de la Biblioteca. El segundo auxiliara en todo al primero:
ambos ciudaran de la observancia del buen orden dentro de la Biblioteca, y de que
no haya algun extravio de libros, y dirigiran á los dependientes demodo q.e sirvan
bien á los concurrentes.
A L E J A N D R O E . PA R A D A 181
Qualquier oficio ó representacion respectiva á toda clase de ocurrencia de la misma
biblioteca, de que sea necesario dar cuenta á la Superioridad, se firmara solo por el
Director, exepto en el caso de ausencias ó enfermedades de este, q.e entonces sera
por el Subdirector que llenará en todo las funciones del 1º.
Ambos deberan concurrir á la biblioteca en los dias y horas señalados para asistir
puntualmente al publico.
De los mil pesos que ha destinado el Exmo Cabildo para la dotacion de los
Bibliotecarios, disfrutara 600 el Director y 400 el suddirector por disposicion del
Gobierno.
Se prohibe rigurosamente á los Bibliotecarios que por amistad ó respectos por altos
que sean, privilegiar á unos y los distingan exibiendoles algunas obras selectas ó
anteponiendolas á otros que con antelacion hayan pedido la lectura de la misma
obra, debiendo merecerles igual concideracion todos los ciudadanos q.e concurran.
Cuidarán por su parte del aseo de los estantes y de los libros y de q.e estos sean bien
tratados, y de su debida colocacion en sus respectivos lugares quando vuelban á
colocarlos en los nichos de donde los hubiesen extraido.
El que hace de portero cuidará especialmente del aseo exterior del edificio y
practicará las diligencias q.e le encarg.e el Director en las horas en que este cerrada la
Biblioteca.
Ninguno de los concurrentes podra por si mismo tomar libro alguno de los
estantes para leer, sino q.e precisam.te debe pedir el libro ó libros q.e necesite á los
bibliotecarios ó dependientes q.e asisten al interior de la biblioteca, y recivirlos de
sus manos; ni tampoco podrá alguno retirarse concluida q.e sea la lectura ó estudio,
dexando el libro o libros sobre la mesa ó atril, sino que deberá entregarlos en propia
mano al que se los dio p.a q.e este mismo lo buelva á colocar en su lugar.
Ninguno podra traher consigo libro alguno impreso ó manuscripto p.a leer
dentro de la biblioteca. Si alguno por casualidad lo tragese deberá antes de entrar
entregarlo al portero p.a q.e se lo tenga hasta su salida.
Si alguno necesitando hacer algun cotexo, ó verificar citas tragese algun libro,
deberá a su entrada manifestarlo al bibliotecario para q.e este lo inspecione y lo
mismo deberá practicar al retirarse; y todo el q.e de otra suerte introduzca libros en
la biblioteca no podrá sacarlos y habrán de quedar precisam.te en ella, si el gobierno
no manda lo contrario.
Si alguno quisiese saber los libros que hay acerca de alguna facultad, se le
franqueara el Indice para q.e lo examine á su entera satisfaccion.
Ninguno de los concurrentes podra señalar en los libros el lugar donde halla
concluido su lectura, doblando las hojas de el, sino solam.te con la sinta ú otra señal
q.e no maltrate lo interior del libro.
Qualquiera pregunta ó brebe dificultad q.e ocurra se hara en voz vaja y demodo
q.e no perturbe la atencion de los q.e estubiesen leyendo, y si algunos quisieren
conferenciar ó contravertir sobre algun punto lo podran hacer ó en los corredores ó
en alguna pieza fuera de la Biblioteca que les señale el Director.
A L E J A N D R O E . PA R A D A 183
p.r de mui elevado carácter q.e sea podra agraviarse, ni reputar desacato la falta de
estos actos de urbanidad y atencion, q.e no son tales, ni deben admitirse quando se
oponen al publico bien á que se ordena este establecimiento.
Y para q.e este reglam.to llegue á noticia de todos se pasará una copia autorizada
por el Secretario de Gob.no al primer director de la Biblioteca, y se fixara en su
puerta principal quedando una archivada en Secretaria de Gobierno.
Es copia
[firma] Rivadavia
Art.o 1.o La Biblioteca se franqueará al publico todos los dias del año pr la mañana,
exceptuando los dias festivos y semi festivos, y los de alguna solemne funcion pr
cualquier suceso extraordinario.
4.o Los dependientes de la Biblioteca ejerceran sus funciones con esmero y exactitud
bajo las ordenes del Director; tratando a los concurrentes con toda urbanidad,
comedimiento y agrado.
5.o Cuidaran pr su parte del aseo de los estantes y de los libros, de que sean estos
bien tratados y de su debida colocacion en sus respectivos lugares; cual vuelvan a
colocarlos en los nichos de donde los huvieren extraido.
6.o El que hace de portero cuidara especialmente del aseo exterior del edificio y
practicara las diligencias que le encargue el Director en las horas en que este cerrada
la Biblioteca.
Art.o 1.o Ninguno de los concurrentes podra por si mismo tomar libro alguno de los
estantes pa leer, sino que precisamente debe pedirlo a los dependientes que asisten
al interior de la Biblioteca y recibirlo de sus manos, ni tampoco podra alguno
r[e]tirarse, concluida q.e sea la lectura, dejando el libro sobre la mesa, sino que
debera entregarlo en propia mano al que se lo dio, para que los coloque en su lugar.
2.o Ninguno podra traer libro alguno para leer en la Biblioteca; y si lo hiciere,
deberá antes de entrar, entregarlo al portero para que se lo tenga hasta su salida.
3.o Si necesitando hacer algun cotejo o verificar citas trajese alguno; deberá a su
entrada manifestarlo al dependiente mas inmediato para que este lo inspeccione; e
igual acto se egecutará al retirarse. [sic] y Todo el q.e de otra suerte introduzca libros
en la Biblioteca, no podrá sacarlos; y habran de quedarse en ella precisamente, si el
gobierno no manda lo contrario.
A L E J A N D R O E . PA R A D A 185
4.o Si alguno de los concurrentes ocultase algun libro, o le extrajese furtivamente;
sera considerado como un ladron de los bienes del publico y castigado como
tal; sufriendo las penas q.e el Gobierno tenga a bien imponerle con arreglo a las
circunstancias.
5.o Ninguno de los concurrentes podrá señalar en los libros donde haya concluido
la lectura, doblando las fojas de él; sino solamte con la cinta u otra cosa q.e no
maltrate su interior.
7.o Cualquiera pregunta o dificultad que ocurriere, se hará en voz baja y de modo
q.e no perturbe la atencion de los que estuvieren leyendo; y si algunos quisieren
conferenciar o controvertir sobre algun punto; lo podrán hacer o en los corredores o
en alga pieza fuera de la Biblioteca qe les señale el Director.
8.o Nadie podrá absolutamte pasar bajo ningun pretesto, de la sala de lectura a las
interiores de la Biblioteca; y si algo quisiese visitarlas, lo hará en compañia del a1go
de los dependientes.
9.o Nadie podrá entrar a la Biblioteca sin imponerse antes de todos los articulos
de este reglamento; y si alguno no lo verificase, sera advertido con urbanidad pr el
dependiente qe lo notare.
10.o Y para qe este reglamento llegue a noticias de todos se dirigira una copia
autorizada pr el Ministro Secretario de Gobierno al Director de la Biblioteca; quien
cuidara de colocarla a la puerta principal de ella; y de su exacto cumplimiento.
Es copia.
Diciembre 9 de 1850
A L E J A N D R O E . PA R A D A 187
V. PRÁCTICAS Y REPRESENTACIONES
BIBLIOTECARIAS EN LOS ORÍGENES
DE LA BIBLIOTECA PÚBLICA DE
BUENOS AIRES (1810-1826)
A L E J A N D R O E . PA R A D A 189
y representaciones bibliotecarias en el momento de organizar y de
administrar la institución. Para ello se estudiarán dos documentos
prácticamente inéditos: el Libro de cargo y data o de cuenta corriente de los
encargados de los gastos de la Biblioteca Pública (1810-1818) y las Razones de
gastos (1824 y 1826).
1
Para la cronología detallada de los primeros directores de la Biblioteca, véase: Torre
Revello, José. 1943. Biblioteca Nacional de la República Argentina. En Revista de la Aso-
ciación Cultural de Bibliotécnicos. Año 2, no. 5, 15-17.
2
Archivo General de la Nación (Argentina). Sala III, 37-3-23. Las citas no especificadas, en
lo sucesivo, se refieren al presente documento.
3
Para una bibliografía detallada sobre la historia de la Biblioteca Pública de Buenos Aires
en sus primeros años de vida, véase la sección de “Referencias bibliográficas” en el
capítulo IV.
A L E J A N D R O E . PA R A D A 193
9. Asientos del libro de cargo y data, redactados por Saturnino Segurola (1810)
10. Asientos del libro de cargo y data, redactados por Saturnino Segurola (1810)
aceite de linaza, aguardiente para barniz, [y] postura de vidrios” y, dos
años después, también debió ocuparse de “poner dos vidrios en una
puerta y ventana”.
Poco después, en el segundo semestre de 1813, el prelado oriental Dá-
maso Antonio Larrañaga, dio instrucciones para poner “un tablero para
una ventana” que carecía de él. Finalmente, en este tópico de bibliotecario
vidriero, le tocó el turno a Domingo Antonio Zapiola, quien en 1815 y
1816 contrató al “maestro hojalatero Prudencio Gil”[,] para la colocación
“de tres vidrios que puso en una puerta” y cuatro cristales, “dos gran-
des, y dos chicos”. El problema de los vidrios, que se planteaba con cierta
recurrencia, no era ocioso, pues el frío, la humedad y el viento hacían de
la Biblioteca un lugar inhóspito y poco agradable, un sitio inapropiado
para los lectores.
Otro de los temas recurrentes en las necesidades de la institución fue
el problema de la reparación y la protección de las obras. Las pautas que
definen la encuadernación se encuentran identificadas por dos aspectos
aparentemente contradictorios: la necesidad de preservar los libros y su
inevitable destrucción por el uso habitual.
Los escuetos datos que brinda un encuadernador, al asentar la obra
en la cual ha trabajado, a menudo presentan esta duda sin resolución.
Puesto que una encuadernación bien puede manifestar el gusto
característico del bibliófilo pero, también, en muchas ocasiones, señala al
libro que se encuentra deteriorado por su lectura frecuente. Este aspecto
es muy importante, ya que dicha artesanía, a veces denigrada, puede
indicar una práctica de la lectura. Las representaciones culturales de la
encuadernación, entonces, no solo se limitan al cuidado tipográfico de
carácter estético; en varias oportunidades, además, presentan al impreso
como una corporeidad devastada por su constante manipulación.
En este contexto es difícil suponer en qué momento se protegieron
las obras deterioradas de la Biblioteca Pública de Buenos Aires. No
obstante, los requerimientos de una persona que “sepa forrar” fueron
frecuentes. A lo largo del tiempo, desde 1810 hasta 1817, estas tareas
de “cuidado y uso” estuvieron presentes en toda gestión bibliotecaria.
Algunos ejemplos ilustran esta actividad. Por ejemplo, en 1810, don José
Toribio Martínez, que acababa de donar “el Atlas de Bleau” (1648-1672),
dio “tres onzas de oro” para su “compostura”.
También la urgencia por encuadernar varios libros llevó a Chorroarín
a comprar una importante cantidad “de pieles para forros de libros” por
un importe de casi 130 pesos; una suma, sin duda, considerable para
la época. Poco después, el propio Chorroarín justifica esa inversión con
las “composturas y encuadernaciones” de diversas obras en un monto
de alrededor de 310 pesos. Empero, el arreglo de los libros tenía sus
A L E J A N D R O E . PA R A D A 199
De igual modo sucede con la indumentaria personal, con los muebles
destinados para la Biblioteca, y con las posiciones corporales que se
adoptan frente a un impreso: son elementos íntimos o formales (muchas
veces institucionales) que acompañan a las distintas formas de apropiarse
de la cultura tipográfica.
La construcción o la elección de “una casa de lectura”, pues una bi-
blioteca esencialmente no es otra cosa, constituye una decisión que forma
parte del acto de leer. Asimismo, su moblaje y la disposición de las salas,
tanto como su acceso y ubicación en un centro urbano, son elementos
que se forjan “adheridos” a la lectura; una acción intelectiva que no es
pura abstracción en su totalidad, sino la confluencia dinámica de nume-
rosas y complejas instancias: distribución espacial, presencia o ausencia
de luminosidad, plasticidad ergonómica, sentido y peso arquitectónico,
ceñimiento u holgura de la indumentaria, acomodamiento y “la impos-
tura” del cuerpo en los muebles, etcétera.
Ante este conjunto de variables, ¿cómo se construyó, entonces, esta
“morada de la lectura” denominada Biblioteca Pública de Buenos Aires?
La elección del edificio fue, en un principio, azarosa. La urgencia de la
Primera Junta, que veía a esta agencia como una realización cultural de
la Revolución, la llevó a tomar el edificio que “ocupaba Da. Francisco
Fermosel y Ballester”, tal como lo informó el administrador interino de
Temporalidades. Empero, estos ambientes no fueron suficientes; poco
después, la flamante institución se extendió a “la pieza que hace esquina
en los altos de ese Temporal de Cuentas para darle indispensable
extensión a la Biblioteca Pública que se ha situado contigua” (Revista de
la Biblioteca Pública, 1879).
Las salas de estos edificios “capturados” para la lectura se fueron
llenando, sucesivamente, de estanterías y de libros, todo ello pautado por
el impulso de las numerosas donaciones populares. Si bien la necesidad
de una Biblioteca Pública ya conocía numerosos antecedentes en Buenos
Aires y su progresiva maduración venía de larga data (cfr. cap. II.1),
su concreción e inauguración, en el bienio 1810-1812, fue vertiginosa y
planificada según las circunstancias y los avatares del momento.
En cierto sentido fue una Biblioteca signada por ese exclusivo y
frenético presente, destinada a morar y a hacerse en las urgencias de
la falta de tiempo. Su arquitectura, los estantes, las salas, las mesas de
lectura, sus muebles, los beneficios y las restricciones de su reglamento,
las sillas, el personal, los libros y sus lectores, respondieron a esta súbita
demanda de construir un espacio de cultura ciudadana y democrática.
No obstante, su historia inaugural es apasionante y su conocimien-
to detallado un legado bibliotecario. Así pues, luego del edificio y del
acervo bibliográfico se imponían, al menos, tres rubros fundamentales:
A L E J A N D R O E . PA R A D A 201
como “el importe de seis sillas inglesas sobrantes, vendidas a Rafael
Saavedra”, a ochos pesos cada una. La importancia de la carpintería, tal
como se ha observado, estaba a la par de la adquisición de materiales
bibliográficos. Una prueba de ello fue la extraordinaria cifra de más
de 2.000 pesos que tuvo que desembolsar Chorroarín solo en “pagos
de carpintería”. En este punto la contratación de la mano de obra era
fundamental, puesto que en 1811 Julián de Gregorio Espinosa donó “una
onza de oro” ($19,2 reales) con el fin de concretar “la oferta que tenía
hecha de costear el trabajo de un oficial carpintero por quince días”.
El ámbito de la carpintería y de los anaqueles constituye un universo
relacionado con los libros y, a veces, poco o nada tenido en cuenta.
Una obra solo existe en tanto su facultad de ser usada. La capacidad
de manipulación, la mano como un elemento entrañable de la lectura,
forma parte del mundo tipográfico.
Las obras, en una biblioteca en construcción, dependen, en última
instancia, de su ubicación física sobre la madera de un estante. La
carpintería y el “topos” de los anaqueles, en sentido lato, construyen al
lector y le dan sentido existencial. La Biblioteca Pública de Buenos Aires
construyó su edificio en torno al libro y a su necesidad de estanterías.
Le dio forma de madera a la manipulación práctica del acto de tomar
una obra desde el soporte de una tabla o tirante. Circunscribir la sala
que albergaba a los impresos por un coto rectangular de anaqueles era,
inequívocamente, una forma de forjar el amparo que genera el acto de leer.
El Libro de cargo y data, en apariencia un mero registro contable, nos
recuerda y patentiza el hecho de que toda Biblioteca conlleva un mundo de
corporeidades, una danza de objetos que se presentan como estanterías,
sillas, mesas y, al parecer, como edificios inspirados o conquistados para
ejercer la lectura.
Otro ejemplo de real interés lo constituye el “adorno” del edificio.
La Biblioteca como morada de la lectura no solo se instala a “modo de
texto” para ser leído y apropiado por los lectores, sino que también debe
seducir a sus usuarios y participar del protocolo oficial. En este tópico
es necesario recordar que la creación de la Biblioteca fue uno de los
primeros actos de la Revolución de Mayo; es decir, un hecho de política
cultural revolucionaria y, como tal, en los años sucesivos (aunque luego
la institución declinó) constituyó un lugar donde se ejercía y mostraba la
dignidad de su existencia como casa de la cultura.
El bibliotecario Dámaso Antonio Larrañaga, consciente de esta situa-
ción, durante el año 1814 puso especial cuidado en adornar la casa “en
los días de iluminación”, esto es, en aquellas jornadas tanto civiles y
militares o acaso en otras instancias, en las cuales se conmemoraba una
fiesta patria. Es así como no dudó en erogar las siguientes cantidades de
A L E J A N D R O E . PA R A D A 205
al finalizar la jornada, pues se le abonaron dos pesos “por dos llaves
que mandó hacer para la casa, y las dejó al mudarse de ella”. Dentro de
este pequeño muestreo de la Biblioteca en su cotidianidad, se presenta
el instrumento que pautaba el curso horario: el reloj. En 1815, a poco
de inaugurada la Biblioteca, dejó de funcionar y se debió apelar a los
auxilios del relojero Carlos Saules para su urgente “compostura”, arreglo
que demandó una erogación de 17 pesos.
El Libro de cargo y data es especialmente rico tanto en la compra como
en la venta de libros. El contexto en el cual se gestó la Biblioteca, en el
lapso que media entre 1810 y 1812, fue tumultuoso y heterogéneo desde
el punto de vista bibliográfico. El 16 de marzo de 1812, fecha de su inau-
guración, la institución contaba con numerosos duplicados. La presencia
de ejemplares repetidos señalaba, en un primer momento, la gran canti-
dad de títulos que se recibieron en forma indiscriminada; y en segunda
instancia, el desorden de las adquisiciones. Este tema no es un tópico
menor. Los sucesivos bibliotecarios debieron enfrentarse a dos proble-
mas muy serios: a) la ausencia de títulos importantes, b) la abundancia
de libros duplicados. La solución parcial fue incorporar el producto de
la venta de los libros repetidos al exiguo presupuesto, como modo de
paliar la falta de ciertos títulos.
Aunque el Gobierno libró significativos montos para adquirir obras
en el extranjero, tanto en Londres como en Río de Janeiro, la venta de
títulos repetidos constituyó uno de los avales más importantes para
mantener los gastos generales de la casa y, eventualmente, como medio
para obtener nuevos libros. De modo que una de las políticas principales
de la Biblioteca para colmar ciertas lagunas de la colección fue, sin duda,
la organización de la venta de sus recursos impresos.
En el marco del presente capítulo solo se seleccionarán unos pocos
aspectos de la compra de materiales bibliográficos. Algunos de los pro-
veedores, intermediarios y particulares de los libros adquiridos por la
Biblioteca, muchos de ellos libreros, fueron: Ventura Marcó, José de
Aguirre, Antonio Cándido Ferreyra, Sebastián Lezica, Ramón Vieytes,
Juan Fernández, Santiago Mauricio, Saturnino Segurola, Melchor Olive-
ra, Manuel Mota, Antonio Barros, Miguel O’Gorman, Diego Barros, An-
tonio Paderne, Manuel Carranza, Felipe Arana, Pedro Capdevila, Fray
José Mariano del Castillo, Pablo Ortiz, Agustín Real de Azúa, R. Staples,
etcétera. Lo cual demuestra, no obstante la poca disponibilidad de recur-
sos, la inversión, en varios miles de pesos, que tuvieron a su disposición,
sobre todo entre 1810 y 1812, los distintos directores y bibliotecarios de
la Biblioteca Pública para la adquisición de libros.
A L E J A N D R O E . PA R A D A 209
1810 -- $ 2424, 1¾ reales
1811 -- $ 4829, 1
1812 -- $ 6377, 1½
1813 -- $ 3057, 4
1814 -- $ 2793, 2½
1815 -- $ 3849, 5½
1816 -- $ 2326, 1½
1817 -- $ 2831
1818 -- $ 859 (hasta abril)
V.2.1 — Introducción
5
Archivo General de la Nación (Argentina). Sala X, 42-8-2.
A L E J A N D R O E . PA R A D A 211
Luego de un primer acercamiento cuantitativo se intentará ir más allá
de esta mirada, aunque toda aproximación interpretativa necesita ba-
sarse en datos y guarismos de diversa índole, con el objetivo de abordar
la variedad y complejidad de tareas, tanto importantes como menores,
que implicaba una gestión bibliotecaria en esa época de grandes turbu-
lencias políticas en la Argentina. El ámbito de dirigir y organizar una
Biblioteca Pública a comienzos del siglo XIX requería, sin duda, de una
administración que contemplara, al menos, un servicio digno y adapta-
ble a las necesidades de los usuarios y, sobre todo, a sus usos y prácticas
de lectura.
6
Una breve reseña bibliográfica sobre los documentos contemporáneos (fundamental-
mente publicados en la prensa porteña de entonces) que tratan de los primeros años de
vida de la Biblioteca Pública de Buenos Aires, se enlista a continuación: Gaceta de Buenos
Aires, 15 (jueves 13 de septiembre de 1810), 234-236; Gaceta de Buenos Aires, 28 (viernes
13 de marzo de 1812), 112; El Censor, 11 (martes 17 de marzo de 1812), 41, en Senado de
la Nación. Biblioteca de Mayo. Buenos Aires: Senado, 1960. v. 7, 5845; El Grito del Sud,
1, 7 (martes 25 de agosto de 1812), 54-56; El Grito del Sud, 1, 8 (martes 1 de septiembre
de 1812), 57-61; El Grito del Sud, 1, 9 (martes 8 de septiembre de 1812), 65-68; El Grito del
Sud, 1, 10 (martes 15 de septiembre de 1812), 73-76; La Prensa Argentina: semanario político
y económico, 6 (martes 17 de octubre de 1815), 4-5, en Senado de la Nación. Biblioteca de
Mayo. Buenos Aires: Senado, 1960. v. 7, 5946-5947); El Americano, 10 (viernes 4 de junio
de 1819), p. 4-5; El Argos de Buenos Ayres, 21 (sábado 25 de agosto de 1821), en El Argos
de Buenos Ayres: 1821. Buenos Aires: Junta de Historia y Numismática Americana, 1937,
129; El Argos de Buenos Ayres, 34 (sábado 24 de noviembre de 1821), en El Argos de Buenos
Ayres: 1821. Buenos Aires: Junta de Historia y Numismática Americana, 1937, 332; El
Argos de Buenos Ayres, 19 (sábado 23 de marzo de 1822), en El Argos de Buenos Ayres: 1822.
Buenos Aires: Junta de Historia y Numismática Americana, 1937, [77]; El Centinela, 34
(domingo 30 de marzo de 1823), 187-188, en Senado de la Nación. Biblioteca de Mayo.
A L E J A N D R O E . PA R A D A 213
Una de las primeras tareas de Manuel Moreno, en marzo de 1822,
fue encarar la refacción de la casa primitiva, pues la misma estaba
prácticamente derruida. Durante los arreglos se le otorgó una tercera
locación: “la parte contigua de la casa alta, la primera de las del Estado,
viniendo de la Imprenta de Expósitos”, y se distinguía por su “escalera
doble”. Es así como, “refaccionadas las salas primitivas, allí quedó
instalada... [con] sus estantes abiertos y su mesa maciza” (El Argos, 1822;
Groussac, 1893: XXVII-XXVIII; Torre Revello, 1943: 13-14; Sabor Riera, 1974,
vol. 1: 45).
Con motivo del decreto oficial del 13 de noviembre de 1821 ([de
Angelis], 1836: I, 230-231), en el cual se demandaba realizar el inventario
de la Biblioteca al asumir un nuevo director, el Dr. Moreno informó,
en el Registro estadístico de 1823, que el establecimiento poseía “17.229
volúmenes de impresos, fuera de 1.500 duplicados y destinados a
la venta”. El registro de la institución, también para 1823, sumó 3284
lectores, aunque el número de estos debía de ser superior, pues solo se
consignaban los usuarios que solicitaban libros para leer en sala y no las
consultas de información o referencia.
La mayoría de los concurrentes eran oriundos de la ciudad de Buenos
Aires (2174); los restantes, tanto de las provincias del interior (677) como
extranjeros (426) (Groussac, 1893: XXIX). El personal de la Biblioteca
estaba formado por el director, un subdirector (cargo que fue suprimido
en septiembre de 1821), dos dependientes, y el portero, es decir, un
plantel de cuatro personas. En líneas generales, la Biblioteca comprendía
físicamente la sala de lectura y los ambientes en que se distribuían las
obras procesadas: las Salas de Ciencias, Historia, Letras Sagradas, Moral,
Bellas Artes y Política (Acevedo, 1992: 8).
Ingresos y gastos
El Gobierno, como a toda dependencia pública, asignaba una partida
para los gastos anuales de la Biblioteca. La responsabilidad del director
consistía en llevar el detalle de las erogaciones realizadas. Tal como se ha
observado, la “razón de gastos” era una especie de memoria pecuniaria,
donde muchos hechos de la institución no eran relatados, justamente,
porque no implicaban una salida. Además de administrar y dirigir
técnicamente al establecimiento, también era responsabilidad del director
elevar a la Contaduría General el resumen de las erogaciones efectuadas.
Dos facultativos de esta Contaduría –Victorino Fuentes (1824) y José del
Rebollar (1826)– fueron los que aprobaron, prácticamente sin objeción
alguna, las “razones de gastos” de Manuel Moreno para esos años.
Durante los años 1824 y 1826 el presupuesto varió considerablemente.
En 1824 el monto asignado (denominado “cargo” por Moreno) fue de
$1488 (más 10 pesos a favor de la gestión de 1823), es decir, una razón
de $124 por mes; y los gastos (“data”) para ese mismo período fueron
A L E J A N D R O E . PA R A D A 217
15. Ingresos de la Biblioteca Pública en el año 1824
de $1365,1 real, restando $132,7 rs. (los que permanecieron pendientes
para abonar varios encargos de libros que se hicieron a Europa). En 1826
la partida sufre un incremento de $858, ya que totaliza $2346, 3½ rs., a
razón, en líneas generales, de $195 por mes; y los gastos de dicho año
totalizaron $2186 con 4½ rs., restando en esta oportunidad, $159 con
7½ rs. (“destinado a compra pendiente de libros”).
A primera vista parece un presupuesto adecuado; sin embargo, al
estudiar las liquidaciones que elevara Manuel Moreno, se manifiesta la
crítica insuficiencia de estos fondos, pues el Director debía afrontar con
esta cantidad la totalidad de las necesidades de la institución, donde la
compra de libros era, lamentablemente, una erogación menor7.
Personal
El análisis de los sueldos del personal demuestra esta dramática
situación. No obstante, antes de abordar este tópico, es necesario detenerse
en los empleados con que contaba la institución en ese entonces. El núme-
ro de personas contratadas era sumamente exiguo, ya que en dicha época
la Biblioteca contaba con solo cuatro personas (incluido el director) para
administrar más de 18000 volúmenes distribuidos en varias salas y
en un edificio de altos. Las tareas por ellos realizadas se detallan más
adelante; empero, es justo y pertinente rescatar sus nombres, funciones
y honorarios. En 1824 los “dependientes” eran Mariano Moreno (hijo del
secretario de la Primera Junta y sobrino del director) y Vicente Robles
(posteriormente, en marzo, debido a su retiro, fue reemplazado por Juan
Miguel Costa). A ellos debe sumarse el portero de la casa: José Santos.
Para el ejercicio de 1826 los dependientes eran, a principios de año, el
ya mencionado Costa y Francisco Castelli (se había retirado Mariano
Moreno, hijo); poco después, hacia mediados del ejercicio, Castelli es
sustituido por Ángel Padilla, quien, en un primer momento, estuvo
asignado a mantener los catálogos; en cuanto a Santos, este continuó en
sus labores de portero.
7
Los presupuestos de la Biblioteca fueron significativamente superiores en otros ejercicios
anuales. Tal como lo ha documentado José Luis Trenti Rocamora, en 1811 el monto total
ascendió a 4829 pesos; en 1812, a 6377 pesos; y en 1813, a 2142 pesos (los ingresos de
1826 fueron levemente superiores). Estas cifras incluyen, por otra parte, los sustancio-
sos ingresos obtenidos al transformar la institución “en un centro de venta de libros”.
(Trenti Rocamora, José Luis. 1998b. Primeros libros comprados..., 58-59 y 63). También es
importante destacar que estos montos se incrementaron gracias a los salarios donados,
en parte o totalmente, por Chorroarín y por el subdirector P. Saturnino Segurola. (Cfr.
además: Levene, Ricardo. 1938. El fundador de la Biblioteca Pública de Buenos Aires:
estudio histórico sobre la fundación y formación de la Biblioteca Pública en 1810 hasta
su apertura en marzo de 1812. Buenos Aires: Ministerio de Justicia e Instrucción Pública
[Documento No. 37], 152-161).
A L E J A N D R O E . PA R A D A 219
16. Liquidación del sueldo de Juan Miguel Costa
Pero los sueldos, en cierto sentido, se transformaron, de hecho, en
la sangría inevitable de la Biblioteca. Para evitar un detalle fatigoso de
guarismos se tomará la media de ellos y se confrontará con el total de
las asignaciones anuales. El director ganaba, tomando por ejemplo el
año 1826, aproximadamente $67 por mes (lo que implicaba un monto
anual de alrededor de 800 pesos); los dependientes sumaban entre 30 y
31 pesos (alrededor de $372 cada uno por ejercicio); y el portero recibía
14 pesos mensuales ($168 al año). Vale decir que, al sumar la totalidad de
los sueldos anuales, el resultado arroja una erogación salarial de $1377.
Si el presupuesto para el período 1826 era de $2346, el gasto en sueldos
implicaba casi el 60% (exactamente el 58,6%).
De este modo, Manuel Moreno solo contaba con el 40% ($969) del
presupuesto asignado para hacer frente y solventar sus gastos, tales como
el mantenimiento del edificio, los materiales de escritura de los lectores,
la calefacción de las salas, las erogaciones eventuales e inesperadas,
los gastos menores que surgían en el momento menos pensado y, por
último, la adquisición de libros. Realmente, un presupuesto que exigía
imaginación y malabarismos administrativos.
8
El anuncio comenzaba del modo siguiente: “La Biblioteca tiene una colección numerosa
para venta, que puede verse en ella. De entre ella se elige la presente LISTA DE LIBROS...”.
Dicho listado estaba formado por 29 títulos y, tal como se colige del aviso, solo se trataba
de una selección del total de los ejemplares disponibles para su venta a particulares [Cfr.
El Argos de Buenos Ayres, 19 (sábado 23 de marzo de 1822), 77].
A L E J A N D R O E . PA R A D A 221
pudo obrar como medio para incorporar nuevos libros, aunque el
trabajo de ese taller distaba, en mucho, de producir una gran variedad
de títulos.
¿Cuál fue, entonces, la estrategia seguida para las modestas adquisi-
ciones bibliográficas de ese período? Se apeló a lo que ya se había hecho en
varias ocasiones desde la inauguración de la Biblioteca, esto es, a la venta
de duplicados y ejemplares deteriorados. El dinero que obtuvo Moreno
fue prácticamente insignificante. Empero, en varias instancias ayudó
a redondear un presupuesto mezquino y, lo que es más importante, a
alentar la compra de algunos títulos, aunque siempre en una escala muy
reducida.
El año 1826 es rico en esta clase de iniciativas. Veamos algunos ejemplos
de ello. En mayo se liquidó en 4 pesos una obra de Benedicto xiv; en junio
el cónsul inglés Mr. Parish adquirió en 12 pesos “tres tomos de gazetas,
a saber, el Censor 2 vol., la Prensa Argentina 1 vol. en perg”; en agosto
se consiguieron $5,4 rs. “por libros viejos vendidos al Dr. Agrelo, a saber,
Faria aditiones Ad Covarrubias 2 vol. perg. fo.... y Faria Covarrubias
ementeatus [sic] 1 vol. perg. fo.”; en septiembre ingresaron 3 pesos “por
4 tomos de Febrero truncos, vendidos a Castro”; y en noviembre se
vendió en 12 pesos “la obra de Domínguez (Dn. José Migl.) Ilustración
y continuación de Curia Filipica 3 vol. f.”. Existía además un conjunto
de obras que no se podían vender por falta de interesados, debido a su
avanzado estado de deterioro físico; prueba de ello son los seis pesos
que ingresaron por la venta de “seis libros viejos –lamentablemente se
ignoran sus títulos– vendidos como papel viejo a Martínez”.
Esas ventas plantean, inequívocamente, una duda de difícil resolución.
¿Cuáles eran los criterios de selección para “liquidar” ciertos ejemplares?
Todo descarte, sin duda, representa una opción entre muchas. Una
elección que se encuentra pautada, tal como acontece en este caso,
por la necesidad económica. No cabe duda de que individuos con una
sólida formación, el Dr. Pedro José Agrelo y el cónsul Woodbine Parish,
vieron una inmejorable oportunidad para obtener obras de su interés
a un precio muy accesible. Pero esto se enmarca en otra historia en el
acontecer de toda biblioteca: la dialéctica entre la necesidad de recursos
y la decisión de obtenerlos a través de la venta de sus duplicados o
ejemplares truncos. No obstante, queda claro que no existía una “política
explícita de descarte”, pues todo estaba pautado por las necesidades y
las urgencias económicas del momento.
En este tópico también es necesario puntualizar sobre un aspecto,
al parecer oculto, pero siempre presente en los modos de relacionarse
las profesiones (en este caso los bibliotecarios) con los objetos, sean
culturales o materiales. La venta de libros y su descarte era una práctica
Adquisición de libros
A pesar de las limitaciones presupuestarias con las cuales debió
enfrentarse durante su gestión, Manuel Moreno logró comprar algunos
libros para acrecentar el acervo bibliográfico de la Biblioteca Pública de
Buenos Aires.
El año 1824 fue, holgadamente, mucho más fructífero en este aspecto,
pues pudo destinar casi 250 pesos a la compra de libros; es decir, el 16,7%
de la partida destinada a los gastos totales de la institución. Por el contrario,
el ejercicio 1826 se caracterizó por la ausencia de fondos destinados a la
adquisición de obras, ya que solo se invirtieron 10 pesos9.
La Dirección de la Biblioteca durante sus primeras décadas de vida
estuvo signada por esta pobreza de medios para obtener libros y sus-
cribirse a publicaciones periódicas. Si bien en muchos períodos de su
historia las donaciones fueron escasas, siempre constituyeron una de las
principales fuentes de ingresos. Pero es necesario señalar que las dona-
ciones no siempre favorecieron el desarrollo de la colección pues, en va-
rias oportunidades, se trataba de ejemplares duplicados o de obras que
no correspondían a las necesidades bibliográficas de la época.
Gracias a las “razones de gastos” de los años 1824 y 1826, es posible
determinar las compras de libros realizadas por la Biblioteca y, por ende,
identificar aquellos títulos que se consideraban indispensables para
enriquecer el patrimonio de la institución.
Mariano Lozano fue el principal librero al cual recurrió la Biblioteca en
1824. El monto total que desembolsó Moreno en su librería ascendió a 159
pesos y 4 reales; sin duda, una cifra importante, dentro de la modestia de
9
Durante la gestión de Chorroarín, las partidas destinadas para la compra de libros, tanto
en Buenos Aires como en el exterior, fueron infinitamente superiores. Las cifras siguien-
tes son elocuentes en este punto: en 1811, se destinaron 473 pesos con 7½ reales; en 1812,
además de 534 pesos y 5 reales, se asignaron 4605 pesos a Manuel Hermenegildo de
Aguirre para la adquisición de obras en Londres; y en 1813, se superaron los 1600 pesos
($500 consignados a Aguirre, $600 entregados a Antonio Cándido Ferreyra para la com-
pra de impresos en Río de Janeiro, $200 retirados por Sebastián Lezica, y $366,3½ reales
en adquisiciones locales). [Levene, Ricardo. 1938. El fundador de la Biblioteca Pública...,
154, 156-158. Para un detalle de los títulos y los recibos, véase: Trenti Rocamora, José
Luis. 1998b. Primeros libros comprados..., 57-64].
A L E J A N D R O E . PA R A D A 223
los recursos con que se contaba. La librería de Mariano Lozano, ubicada
en la Calle Paz No. 2, de una ingente y aún no reconocida labor durante
muchos años en el comercio librero de Buenos Aires, no era realmente
una librería: se trataba de una tienda que vendía todo tipo mercaderías
(Blondel, 1825: 124).
Esta situación no es extraña. Además de los conocidos libreros de
la época (Jaime Marcet, Juan Manuel Ezeiza, Rafael Minvielle, Michel
Riesco, los hermanos Duportail, Luis Laty, y la Librería de la Indepen-
dencia, de la familia Larrea) también hubo una gran cantidad de “lu-
gares de venta” informales de libros, donde se mercaban todo tipo de
enseres junto con una gran cantidad de impresos. Incluso la mayoría de
las librerías citadas eran, al mismo tiempo, mercerías o tiendas. Es por
ello que no llama la atención que Manuel Moreno haya recurrido a la
tienda de Lozano para adquirir muchos de los libros que ingresaron a
la Biblioteca, pues su comercio fue el cuarto en importancia durante el
período 1823-1828 (Parada, 1998: 23).
Un listado sumario –sin incluir dos títulos no identificados– de las
obras adquiridas en la tienda de Mariano Lozano es el siguiente: Nosogra-
phie et thérapeutique chirurgicales (Paris, 1821, 4 v.), de Balthasar-Anthelme
Richerand; Séméiotique, ou traité des signes des maladies (Paris, 1818), de
Agustin-Jacob Landré-Beauvais; Tratado de los medios de desinfeccionar el
aire, precaver el contagio y detener sus progresos (Madrid, 1803), de Louis-
Bernard Guyton de Marveau; Nosographie philosophique, ou la méthode de
l’analyse appliquée á la médicine (Paris, 1807, 3 v.; ibídem, 1818), Traité médi-
co-philosophique sur l’aliénation mentale ou la manie (Paris, 1800 y 1809), La
médicine clinique rendue plus précise et plus exacte par l’application de l’analyse,
ou Recueil et résultat d’observations sur les maladies aigües, faites à la Sal-
pêtrière (Paris, 1804 y 1815), de Philippe Pinel; Traité de chimie élémentaire,
théorique et pratique (Paris, 1821, 4 v.), de Louis-Jacques Thénard; Cours
théorique et pratique d’accouchements (Paris, 1823), de Joseph Capuron;
Medicina legal y forense (Madrid, 1825, 5 v), y Lecciones de curso, de
Mathieu-Joseph-Bonaventure Orfila; Histoire de la médicine depuis son ori-
gine jusqu’au dix-neuvième siècle (Paris, 1815-1820, 9 v.), de Kurt Sprengel;
Traité de l’art de fabriquer la poudre à canon. Précédé d’un exposé historique
sur l’établissement du service des poudres et salpêtres en France. Accompagné
d’un recueil de 40 planches [Atlas] au trait (Paris, 1811, 2 v.), de Jean-Joseph-
Auguste Bottée de Toulmon y Jean-Réné-Denis Riffault des Hêtres; Histo-
ria crítica de la Inquisición en España (Madrid, 1822, 10 v.), de Juan Antonio
Llorente; Dictionnaire de chimie (Paris, 1810-1811, 4v.), de Martin Henry
Klaproth y F. Wolff; y el Código de comercio de Francia.
Pero, además de Mariano Lozano, el librero francés Mr. G. Lacour,
poco conocido hasta la fecha, proveyó una importante cantidad de libros
10
Entre los libreros que tuvieron una participación activa en la venta de materiales a la
Biblioteca, entre otros, debe destacarse la actuación de Antonio Ortiz (Trenti Rocamora,
José Luis. 1998b. Primeros libros comprados..., 63).
11
Si bien en 1824 y 1826 las donaciones fueron casi nulas, en otras instancias de la gestión
de Moreno los legados fueron muy importantes, tales como el ingreso de una notable
colección de monedas y medallas griegas y romanas (adquiridas a Dufresne Saint Léon)
y un valioso elenco de obras clásicas griegas y latinas, donadas por José Antonio Miralla:
“impresos y encuadernados en los talleres de Bodoni, en Parma: magníficos volúmenes
en folio que incluían obras de Homero, Horacio, Tibulo, Ovidio, Lucrecio, Juvenal, Tácito
y Cornelio Nepote, entre los clásicos, y Tasso, entre los modernos”. A esta donación se
agregaban, además, ediciones impecables y valiosas de Racine, Fenelon, Boileau y La
Fontaine (Acevedo, Hugo. 1992. Reseña histórica de la Biblioteca Nacional..., 8).
12
El Dr. Manuel Moreno durante su gestión en la Biblioteca (1822-1828) desempeñó, entre
otras tareas y nombramientos, las actividades siguientes: profesor de Química (1822),
diputado por la Provincia Oriental (1826), designación como ministro plenipotenciario
en los Estados Unidos (1826), nombramiento como ministro de Gobierno de la Provincia
de Buenos Aires (1827), comisionado del Gobierno ante la Convención Nacional (1828), y
ministro plenipotenciario (luego encargado de negocios) ante su Majestad Británica; sin
contar sus innumerables actividades científicas y académicas, tales como presidente de
la Academia de Medicina de Buenos Aires (1822-1824), miembro de la Sociedad Literaria,
investigador y redactor de trabajos eruditos y científicos, etc. (Quiroga, Marcial I. 1972.
Manuel Moreno..., 243).
Por otra parte, el estudioso José Luis Trenti Rocamora señala otros aspectos de la
compleja y polifacética personalidad de Manuel Moreno. En esta oportunidad se relata
la poco clara y no muy altruista venta de libros (que fueran propiedad de su hermano
Mariano Moreno, primer protector del establecimiento) por parte de Manuel, en 1813, a
la Biblioteca (Cfr. Trenti Rocamora, José Luis. 1998b. Primeros libros comprados por la
Biblioteca...., 59).
A L E J A N D R O E . PA R A D A 229
Si bien pueden tildarse estas acciones como actos osados y onerosos
(ambas participaciones costaron en total 38 pesos), con los cuales pudieron
haberse adquirido algunos libros, el intento de Moreno no hace más que
trasuntar la situación delicada en que se hallaba la institución; pobreza
que, en los lustros venideros, se volvería aún más aguda y dramática.
Otra de las tareas relacionadas con las prácticas bibliotecarias de uso
diario, ya identificada durante la primera década de la Biblioteca, es la
encuadernación de los materiales deteriorados. En el período estudia-
do solo se mandaron dos obras a encuadernar: la Nouvelle architecture
hydraulique, de Gaspard-Clair-François-Marie Riche de Prony, y el Catá-
logo de la Sala de Ciencias en la Imprenta del Estado. Se ignoran los móviles
de la encuadernación del libro de Prony (había sido comprado pocos
meses antes por la Biblioteca y fue dado al encuadernador Francisco Rue
[sic]). Es posible que haya sido protegida ante la posibilidad de un trato
frecuente por parte de los lectores.
Sin embargo, el dato de mayor interés lo aporta la encuadernación
mencionada en segunda instancia, pues esta información confirma,
nuevamente, la existencia de más de un catálogo o “índice” en el estable-
cimiento, iniciado en principio por Chorroarín (al parecer manuscrito y
en forma de cuaderno o libro), en este caso en la Sala de Ciencias y, por
ende, de la posibilidad de que cada sala contara con su catálogo (cfr.
cap. IV.1).
El hecho brinda, además, otros aspectos de interés. En primer térmi-
no, la confirmación de la marcada “orientación científica” que tuvo la
Biblioteca durante la gestión de Manuel Moreno; en segundo término, y
el caso es aún mucho más factible que con el libro de Prony, dicha encua-
dernación subraya el uso y la manipulación que se esperaba por parte de
los lectores (lo que no implica, necesariamente, que haya sucedido)13.
Este hecho marca otra característica a resaltar de la administración
de Moreno y, en cierto sentido, una continuidad de las preocupaciones
bibliotecarias de Luis José Chorroarín: el interés por los procesos técnicos.
Sabemos, gracias a las razones de gastos, que Moreno contrató a Ángel
Padilla (luego dependiente de la casa) en el período marzo-julio de 1826,
para “copiar el inventario” y para trabajar “en el catálogo”. De este modo,
13
El infatigable Chorroarín, durante el período 1811-1813, invirtió 442 pesos en “compos-
turas y encuadernaciones de libros” (Levene, Ricardo. 1938. El fundador de la Biblioteca
Pública..., 154, 156, 158).
14
Con respecto a la primitiva organización técnica de la Biblioteca, llevada a cabo, en
su conjunto, por Luis José Chorroarín, véase el capítulo IV: “Orígenes de la Biblioteca
Pública de Buenos Aires”.
15
Los gastos menores, también denominados “menudos, constantes o diarios”, fueron en
1811, 198 pesos con 3 reales; en 1812, 155 pesos con 7¾ reales; y en 1813, hasta fines de
agosto, 68 pesos (Levene, Ricardo. 1938. El fundador de la Biblioteca Pública..., 154, 156 y
158).
16
Los juicios de Paul Groussac (historiador y director de la Biblioteca entre 1885 y 1929),
tanto de la gestión del Dr. Manuel Moreno como de las administraciones posteriores has-
ta 1853, son muy ilustrativos y significativos: “Durante la dirección de Manuel Moreno,
puede decirse que la Biblioteca completó su primera organización, la cual sin más cam-
bios notables que los debidos al natural desarrollo del establecimiento, se prolongó hasta
el año de 1877, en que la iniciativa del doctor Quesada preparó la transformación actual”.
No obstante, dicho autor, en el mismo trabajo, comenta sobre la delicada situación del
establecimiento en la década de 1820: “Durante la dirección del canónigo [José María]
Terrero (1833-1837), informó acerca del estado de la Biblioteca una comisión compuesta
de los señores Valentín Alsina, León Banegas y Octavio Mossotti. Comprobaba dicho in-
forme el estado decadente de la institución, desde la dirección de don Manuel Moreno: se
calculaba en más de dos mil el número de volúmenes desaparecidos desde 1823 [...], por
otra parte, la ausencia de índices imposibilitaba todo cómputo exacto, al par que reducía
notablemente los servicios... (Groussac, Paul. 1893. Prefacio..., xxvii y xxxvii).
En esta temática, delicada y compleja, la prensa periódica porteña aporta datos de gran
interés. En agosto de 1827, cuando el gobernador Manuel Dorrego designó a Ignacio
A L E J A N D R O E . PA R A D A 231
Hay dos hechos inequívocos en la labor llevada a cabo por Moreno.
En primera instancia, mantuvo el funcionamiento del establecimiento en
un momento de crisis presupuestaria; crisis, por otra parte, que siempre
había sido un mal endémico en la institución, con mayores o menores
vaivenes burocráticos. En un segundo momento, su dirección fue, indu-
dablemente, una administración de “mantenimiento” ante la ingente ta-
rea creadora y de notable desarrollo que realizó su ilustre antecesor: Luis
José Chorroarín. La comparación, frente a una brillante administración
anterior, siempre se torna inevitable y, en ocasiones, justificada.
Muchos, no obstante, fueron los factores que hicieron de su gestión
una dirección de “mantenimiento”. El Dr. Manuel Moreno no era un
bibliotecario de vocación, sino un intelectual con activa participación
ciudadana y política que, en esos momentos, correspondía al ideal del
hombre instruido y profesional a cargo de una institución cultural gu-
bernamental. A esta característica personal deben agregarse los cargos
simultáneos que desempeñó: una pluralidad de intereses difíciles de lle-
var en forma pareja, continua y sostenida. Sus múltiples anhelos e incli-
naciones no lo impulsaron a sentir la Biblioteca como su propia y única
morada, ni a donar, desinteresadamente, gran parte de sus honorarios
para solventar las carencias bibliográficas, tal como lo hicieron, en su
momento, Segurola y Chorroarín. No tuvo, como este último, una vo-
cación de fe o una inclinación casi “misionera” hacia el establecimien-
to. Eran, pues, otros tiempos y otros hombres. Hay personalidades que
hacen y elevan a una institución, y otras que tratan de mantener, aun
retrocediendo, lo alcanzado: a estas últimas corresponde la dirección del
Dr. Manuel Moreno.
Pero lo esbozado hasta el momento solo es una parte muy minúscula
del universo fáctico de la Biblioteca Pública de Buenos Aires: falta
el desarrollo de su vida cotidiana, es decir, la aproximación, vívida y
palpitante, al quehacer cualitativo.
Grela como director suplente o sustituto de Manuel Moreno, se presentó una agria y te-
naz disputa sobre el estado de la Biblioteca. Bajo el seudónimo de “Unos hijos de Buenos
Aires”, en una nota editada por La Gaceta Mercantil, se sostenía que el establecimiento
estaba en “un lamentable abandono”, y que se presentaban numerosos inconvenientes
para localizar los materiales pedidos, “ya por la mala inteligencia de los bibliotecarios, ya
por el desorden de los índices”. Más tarde, a comienzos de 1828, el periódico citado pu-
blicó otro suelto del mismo tenor, firmado por “Un amante del bien general”, donde se
decía que la institución solo acumulaba libros y que estos carecían de “arreglo y régimen
conveniente” (Parada, Alejandro E. 1998. El mundo del libro y de la lectura..., 36-38).
A L E J A N D R O E . PA R A D A 235
Sin embargo, no se ha hecho el suficiente hincapié en el rico horizonte
de los efectos sociales de la escritura (Petrucci, 1999). La Biblioteca Públi-
ca de Buenos Aires suministraba a sus usuarios, tal como se ha señalado
en el principio de este capítulo, tinta, plumas, arenilla, atriles, tinteros,
reglas y estuches matemáticos para que estos elementos obraran como
aspectos vitales y complementarios de todo ejercicio lector. Así, la escri-
tura se transformaba en la “otra voz” solidaria de los usos de la lectura.
Este punto es fundamental: no se puede hablar, por lo menos en una
biblioteca pública, de modos de lectura sin apelar a los usos y maneras
de la escritura. Los hombres que llevaron a cabo la realización de la
Biblioteca Pública de Buenos Aires eran conscientes (¿acaso en forma
inconsciente?) de esa relación íntima y dialéctica: no hay lectura sin
escritura, y no hay escritura sin lectura (Cucuzza, 2002: 18).
El “concurrente” solicitaba el libro a un “dependiente” (el término
bibliotecario se reservaba para el director y el subdirector, cuando este
último estaba designado) que se lo entregaba en la sala de lectura. Es
necesario, en cuanto al servicio de préstamo, destacar un aspecto de im-
portancia: si bien nos encontramos en una Biblioteca Pública, los libros
solo se prestaban en sala y bajo ninguna circunstancia podían salir fuera
del establecimiento. En este rubro el reglamento era elocuente:
A L E J A N D R O E . PA R A D A 237
El dependiente debía controlar que los usuarios, al interrumpir una
lectura, no doblaran o marcaran las páginas de un libro. En estos casos
estaban facultados para proveer de “una cinta u otra señal” que no
deteriorase el interior del ejemplar.
Las funciones de policía eran muy significativas; es posible que en
algunas oportunidades la relación entre los usuarios y los dependientes
se haya tornado un vínculo tenso y distante, pues los empleados eran
responsables (y al parecer debían responder con su patrimonio) por
la pérdida de una obra o por la desaparición de otros utensilios de
trabajo. Existía también, para ciertas circunstancias, una pena máxima:
si el personal se atrevía “a hacer alguna extracción clandestina”, estaba
condenado a ser despedido y castigado por el Gobierno.
Tutelar, cuidar, reprimir con contención, sacralizar y entronizar al li-
bro como objeto, afanarse por su limpieza y conservación, atender con
decoro, cuidar por las buenas costumbres, airear el ambiente del estable-
cimiento, proveer los materiales propios para el ejercicio de la escritura,
dar los ejemplares solicitados con pulcra diligencia, permitir el acceso a
“los índices” o catálogos de la institución cuando los usuarios lo solicita-
ran, colocar debidamente las obras en los anaqueles en un orden “memo-
rizador” (cuerpo-estante-lugar), obedecer las instrucciones del director,
asentar en los “índices” las obras que entraban al establecimiento (para
perpetuar el “registro colectivo” que se tenía entonces de la cultura im-
presa), en fin, estas y otras tareas de diversa índole, constituyeron la jor-
nada de cada día de los dependientes en la Biblioteca Pública de Buenos
Aires durante la época estudiada. En cierto sentido, eran los encargados
de objetivar el libro y, por extensión, de dar vida a la multiplicidad de
usos y hábitos; a ellos les tocaba el papel de “cosificar la lectura”, de
“asentarse” en la materialidad de los impresos como si estos empleados
estuvieran exiliados (aunque no lo estaban en modo alguno) de la comu-
nidad lectora.
¿Cuál era, por otra parte, el papel del director o de un eventual
subdirector? Si los empleados se desvivían en numerosos quehaceres,
las autoridades se trasformaban en una especie de “hombres orquesta”,
pues debían encarar todo tipo de responsabilidades, tanto de primer
nivel por su significativa importancia como los detalles más nimios que
hacían al mantenimiento de una institución de este tipo. Gracias a la
correspondencia de Luis José Chorroarín sabemos que prácticamente
dejó su salud en las ingentes y variadas funciones que ejerció en la
Biblioteca. Todo lo hizo: desde colocar los ejemplares en los estantes
hasta confeccionar los índices del catálogo institucional.
¿Pero cuáles fueron las tareas que desplegó Manuel Moreno entre
1822 y 1826, en su cargo de director de la Biblioteca Pública de Buenos
A L E J A N D R O E . PA R A D A 239
canon del bibliotecario de ese entonces, aun en países con una larga
tradición en la organización de bibliotecas, estaba dado por la erudición
empírica, cuando no francamente vinculada a los espacios de poder del
clero y de los hombres de letras con influencias.
En esta instancia histórica de fratricidas guerras civiles entre unitarios
y federales, Manuel Moreno ejerció una importante participación pública,
señalada por un perfil ideológico propio de un polemista aguerrido
y combativo. No obstante, también poseía otro aspecto no menos
interesante: fue médico y profesor de Química, y mostró un marcado
interés por las Ciencias. Aparentemente, nada hacía presumir una posible
inclinación para ejercer el cargo de director de la Biblioteca Pública
de Buenos Aires. Estaba lejos del perfil laborioso y de intelectualidad
recoleta que había tenido el presbítero Luis José Chorroarín, salvo que
era hermano de quien se consideraba el fundador del establecimiento.
En este punto se impone un interrogante: ¿por qué Manuel Moreno
llegó a ser director de la Biblioteca el 5 de febrero de 1822? La respuesta
es inequívoca: el Gobierno estaba necesitado de hombres públicos con
una sólida formación profesional para ocupar los cargos administrativos
y burocráticos. El perfil del religioso erudito, que había ejercido una
notable influencia en las grandes bibliotecas de las corporaciones vincu-
ladas a la Iglesia Católica, ya era algo vetusto y no se correspondía con las
nuevas ideas revolucionarias que se habían originado durante el Siglo de
las Luces. El director de la Biblioteca debía ser un laico con una rigurosa
formación cultural; este, pues, y no otros, era el requisito necesario para
llenar el cargo de director de nuestra primera Biblioteca Pública.
Se trataba de un funcionario cuya autoridad no estaba ceñida al ámbito
de las bibliotecas. Era un hombre cuyo “fuerte” estaba dado por el uso y la
manipulación de los libros en el desarrollo de su formación. Un individuo
familiarizado con la retórica intertextual del libro e involucrado con el centro
y la periferia del campo impreso. Este aspecto no es menos paradigmático.
Pues para abordar los modos de lectura de los hombres y las mujeres de
esa época no alcanza con estudiar únicamente las representaciones de los
lectores, ya que las formas de relacionarse con la cultura escrita e impresa
abarcan sectores mucho más polifacéticos y complejos.
Reconstruir e identificar esas áreas constituye una labor inevitable,
pues hay campos donde casi no se ha estudiado el universo de las acti-
tudes ante el libro, tales como la influencia de las prácticas de lectura en
el orden topográfico de los libros en las bibliotecas y en las librerías, o las
entradas temáticas (o por autor, o por título, o por primer nombre) en los
distintos tipos de catálogos. Usos y modos que en el fondo responden al
imaginario de la objetividad material de las prácticas de lectura. O como en el
caso de Manuel Moreno: un profesional-bibliotecario como producto de
A L E J A N D R O E . PA R A D A 241
Además de esta diversidad de tipos de lectura muchos usuarios
concurrían a la Biblioteca no precisamente para leer libros, ya que su
interés se inclinaba por la prensa periódica de la época. Esta es una
temática, si bien conocida, poco abordada por la Historia de la Cultura en
la Argentina. Una multitud de factores, que escapan al presente estudio,
han determinado la importancia vital que tuvo la prensa periódica en el
siglo XIX. En el Buenos Aires de ese período, como en la mayoría de las
ciudades del Nuevo y Viejo Mundo, el acceso de los lectores a este tipo
de impresos fue realmente muy significativo. Su precio módico (mucho
más accesible que el libro), su notable facultad para ser transportado y
leído en cualquier lugar, su capacidad para incorporar todo tipo de temas
(desde venales hasta literarios y de feroz debate ideológico), hicieron que
los periódicos fueran una de las prácticas de lectura más común, tanto en
el ámbito individual e íntimo como público.
A través de los diarios, muchos lectores cultivaron usos y manipu-
laciones que luego trasladarían a los libros. El diario surgió como centro
de creación y de ejercicio de nuevas prácticas, tales como subrayar y
cortar los textos de interés (pues la hoja impresa estaba signada por lo
efímero y no por la sacralidad que imponía el libro), doblar y manipular
(hasta el extremo) la versatilidad de un formato “que se dejaba moldear”
al gusto de su usuario y, sobre todo, alentar la lectura pública entre varios
individuos al comentar una noticia y permitir entonces el acceso a la
lectura de amplios sectores no alfabetizados.
Además de otras reglamentaciones ya conocidas o lógicas, como el
castigo por el Gobierno ante un hurto (designando, a quien incurriera
en ello, “ladrón de los bienes del público”) o un daño físico a los bienes
inmuebles y culturales, o la prohibición de señalar los impresos, o las
normas elementales de comportamiento correcto y la necesidad de evitar
altercados y situaciones bochornosas, los lectores tenían el derecho a
introducir el debate y la discusión pública dentro de la Biblioteca17.
Este matiz merece un breve análisis, pues presenta algunos aspectos
inherentes a la evolución de las bibliotecas públicas durante el siglo XIX.
La configuración de esta agencia estuvo signada por el aporte (y a veces
por la competencia) de otros establecimientos similares de la época,
tales como las bibliotecas circulantes, los gabinetes y cámaras de lectura,
las sociedades literarias y otros dispositivos similares que surgieron en
17
En este sentido el Reglamento es inequívoco: “... si algunos [concurrentes] quisieren
conferenciar o contravertir [sic] sobre algún punto lo podrán hacer o en los corredores o
en alguna pieza fuera de la Biblioteca que les señale el Director” (cfr. cap. IV.2,
Apéndice 1).
A L E J A N D R O E . PA R A D A 243
movilidad social. En muchas ocasiones, como en tantas estructuras
burocráticas administrativas, el portero se transformaba en una fuente
de poder informal, si bien su papel no era determinante en la dinámica
de la institución, sus auspicios y el de los dependientes no debieron de
desdeñarse ante ciertos requerimientos para acceder a algunos impresos,
tal vez, en forma furtiva.
La cotidianidad, pues, en la Biblioteca Pública de Buenos Aires
durante el período 1812-1826, estaba signada por una multiplicidad de
costumbres relacionadas con los usos y las prácticas de la cultura escrita
e impresa. Los modos de vincularse con esa cultura, actualmente, están
lejos de ser identificados en detalle; es más, estos “empleos” objetivos
(físicos) y subjetivos (propios de la creación de cada individuo) son de
una complejidad cuyo asedio se torna imposible.
El método cuantitativo posee a su favor el estudio fáctico de la
realidad a través de un cúmulo de datos que se estudian a partir
de presupuestos previos. En cambio, el método cualitativo parte de
evidencias (no de hechos mensurables) y elabora sus propios conceptos
a partir de la interpretación (Wilson, 2003). Pero en esto último radica su
aspecto innovador: no busca ser una ciencia neopositiva en el fragor de
la interminable creación de prácticas ante el fenómeno de la civilización
impresa. Los datos nos aportan una aparente solidez que bien puede no
corresponderse con la realidad. Por otra parte, la evidencia cualitativa nos
brinda la posibilidad de una aproximación interpretativa de la historia
y, ante todo, la instancia de reflexionar sobre cómo se relacionaron los
individuos con el universo escrito y con el de la lectura.
En un sentido amplio, aunque se corra el riesgo de caer en un peligroso
relativismo cultural, todo es uno y lo mismo: la mirada cuantitativa y la
cualitativa. Empero, la vida de los hombres y de las mujeres en su acontecer
diario escapa a la frialdad de las estadísticas. En cierta medida, los hechos
pueden rastrearse y caer bajo la presión unilateral de los guarismos; sin
embargo, los vínculos y las voces cualitativas, signadas por los usos y
las prácticas, son de difícil abordaje: necesitan de las pasiones, de las
manipulaciones físicas de los individuos, y de los polifacéticos modos
con los que nos involucramos y adherimos a los objetos (sin descontar,
por supuesto, nuestra propia imaginación como vehículo creador de
una segunda realidad que acaso sea más contundente que la realidad
misma). El objeto físico libro (su materialidad y corporeidad) también se
construye a través de nuestro propio imaginario de lo que significa un
“cuerpo” para sostener y transportar el texto escrito e impreso.
A L E J A N D R O E . PA R A D A 245
listas de desiderata para adquirir obras deseadas, los recibos de compra
de diversos materiales bibliográficos, las políticas de preservación y
conservación, la mirada del bibliotecario ante el mundo del lector, y
la de este para construir la imagen de la biblioteca por el bibliotecario,
entre muchos temas a investigar, serían un “umbral de partida” para
recuperar las representaciones impresas de los lectores que, en cierta
medida, han quedado atrapadas –pero no definitivamente cautivas– en
sus expediciones de captura de la cultura escrita y tipográfica.
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VI.1 — Introducción
A L E J A N D R O E . PA R A D A 251
reflexivo sobre el acontecer tanto axiológico como ontológico, de aque-
llo que se esperaba de una biblioteca pública? Es más: ¿es posible plan-
tearse una construcción teórica de esta agencia social durante el período
estudiado?
La historia del pensamiento bibliotecario en la Argentina constituye
una encrucijada de difícil resolución. Poco o nada sabemos acerca de
su evolución, pues es una asignatura pendiente para la mayoría de los
bibliotecarios argentinos actuales. En general, entre nosotros, este tópico
se ha caracterizado por su fragilidad y debilidad estructural.
Muchas de las falencias actuales de la profesión deben buscarse en
la ausencia de una memoria histórica colectiva. Comprender y tratar
de explicar cómo fue que llegamos a ser lo que hoy somos en nuestras
bibliotecas y no otra cosa, constituye, sin lugar a duda, la instancia
fundamental para intentar una explicación probable del futuro de la
Bibliotecología argentina. Así pues, dentro de este contexto, es necesario
rastrear nuestros primeros (y aún muy modestos) pasos bibliotecarios
en el siglo XIX.
Por otra parte, son escasos los antecedentes conocidos sobre literatura
bibliotecológica anteriores a 1812. Algunos de ellos se mencionan a conti-
nuación: el Reglamento para los bibliotecarios del Index Librorum Bibliotheca
Collegii Maximi Cordubensis Societates Iesu, del año 1757 (Catálogo, 1943:
xviii-xix; Index Librorum, 2005); el famoso artículo fundacional de nuestras
bibliotecas, Educación, atribuido a Mariano Moreno (13 de septiembre de
1810) (Junta de Historia y Numismática Americana, 1910: 384-386) ; y el
Reglamento provisional para el régimen económico de la Biblioteca Pública de
la capital de las Provincias Unidas del Río de la Plata (1812), realizado por
el presbítero Luis José Chorroarín con algunos aportes de Bernardino
Rivadavia (cfr. cap. IV.2 Apéndice 1).
Sin embargo, la respuesta a nuestra pregunta sobre la posible existencia
documental de una introspección bibliotecaria, aunque parcialmente
inesperada, es afirmativa. Pues a pocos meses de la inauguración de la
Biblioteca Pública, apareció publicado en el periódico El Grito del Sud
(1812) un artículo que, desde nuestra óptica actual, puede estudiarse
como el primer antecedente de literatura profesional en la Argentina. Se
trata de la Idea liberal económica sobre el fomento de la biblioteca de esta capital,
cuyo autor fue el doctor Juan Luis de Aguirre y Tejeda (o Texeda, pues la
grafía suele variar). Dicha contribución, un escrito de largo aliento para
la época, se publicó en varias entregas durante agosto y septiembre de
1812 (Aguirre y Tejeda, 1812).
Se trata de un texto, en general, poco conocido; su mayor difusión se
debe a la edición facsimilar de El Grito del Sud que realizó la Academia
Nacional de la Historia (1961). Sin embargo, previamente, se conocían
A L E J A N D R O E . PA R A D A 255
VI.2 — Semblanza biográfica del Dr. Juan Luis
de Aguirre y Tejeda
A L E J A N D R O E . PA R A D A 259
habla a favor de dicho Gobierno. Los revolucionarios no solo se han
ocupado de la manutención de los ejércitos, sino que la apertura de
esta institución debe verse, tal como lo destaca el autor, como un apoyo
ineludible al “fomento de las letras y la ilustración pública”.
No obstante, para el Dr. Aguirre esta situación puede ser aleatoria;
y si bien no carece de grandes méritos, se inclina por una idea osada y
humanista dentro de ese contexto beligerante. La ilustración pública, “la
influencia de las luces del ingenio y de las ciencias, es de algún modo mas
fuerte, que las armas”. Vale decir, dentro de una concepción progresista,
que sostiene que el mundo del libro es más coherente y racional que
el escenario de los enfrentamientos armados, aunque estos últimos se
justifiquen plenamente en el contexto de una revolución.
Así pues, el establecimiento de la Biblioteca constituye para el autor
un acto de mayor trascendencia revolucionaria que la propia Revolución.
Inmerso en este contexto teórico, no duda en comparar dicho acto con
los momentos culminantes de la cultura latina. De este modo, debido a
su formación erudita y clásica, compara el universo de lo impreso con la
pax romana del reinado de Augusto. Pero esta concepción filosófica de la
idea de biblioteca convive con otras vertientes más realistas y prácticas.
El pensamiento de la Biblioteca como paradigma próximo al clasicismo,
en último término, es una manifestación de los ideales humanistas del
autor. Sin embargo, el Dr. Aguirre apunta más allá de estos ideales, ya
que los emplea como base teórica para plantear el problema de fondo: la
imperiosa necesidad de la “ilustración pública”. Se necesita, pues, una
dosis de organización pragmática y utilitaria de la Biblioteca y de todos los
elementos que coadyuvan a su amparo y desarrollo, para transformarla
en una entidad determinante en el desarrollo de los pueblos. Esta idea
central de su exposición la expresa en una frase, en la cual el elemento
teórico y humanista cede ante la realidad:
VI.3.2 — La Biblioteca
y sus “mejores auxilios” [§ 2-4]
¿Cuáles son “los mejores auxilios” para que una biblioteca sea lo que
debe ser y no otra cosa?
En este punto, el autor también posee una visión adelantada a su
época: la biblioteca constituye una entidad eminentemente social. Es
una institución moldeada por el acontecer de la sociedad y, sin esta, su
contexto gregario no tendría razón de ser. El sentido humano de toda
biblioteca es el reflejo de cómo cada generación se relaciona con el libro y
la lectura. En cierto sentido metafórico amplio, biblioteca y sociedad son
dos fenómenos cuyas correspondencias reproducen los mismos anhelos,
necesidades y objetivos.
A L E J A N D R O E . PA R A D A 261
En estos párrafos el Dr. Aguirre reflexiona sobre el problema del
aislamiento de una entidad de este tipo en los complejos y dramáticos
momentos que vive el antiguo Virreinato del Río de la Plata. Aislamiento,
por otra parte, que no había sido tomado en cuenta por la Primera Junta
cuando decidió fundar una Biblioteca Pública en Buenos Aires.
El pensamiento del autor, en este punto, se resume en la expresión
siguiente: ninguna biblioteca puede sobrevivir en forma aislada de
su contexto social y económico. Si no existe una industria del libro
ampliamente desarrollada, cuya primera y última misión sea apoyar
y alentar el “fomento” de las bibliotecas, ninguna entidad de este tipo
podrá mantenerse en América del Sur. Es por ello que el autor no duda
en afirmar:
A L E J A N D R O E . PA R A D A 263
VI.3.3 — La “abundancia de papel” y
la “preservación de los libros”: el éxito
del desarrollo de las bibliotecas [§ 5-7]
A L E J A N D R O E . PA R A D A 265
La Guerra de la Independencia, las vicisitudes políticas, los enfrenta-
mientos internos demostraron que la realización de semejante proyecto,
de hecho, era una utopía de compleja y difícil resolución. No obstante, es
importante señalar una frase de notable vigencia para los bibliotecarios
de hoy; frase, en cierta medida, fundadora de nuestra Bibliotecología en
su dimensión social:
Por otra parte, es posible inferir, si bien el texto es poco claro en este
punto, que, para el Dr. Aguirre, el desarrollo de la industria del libro no
solo se limita al florecimiento de dicha actividad fuera del ámbito de la
Biblioteca. En la inquieta y creadora mirada del autor, al parecer, esta
institución debe tener la capacidad suficiente para producir sus propios
libros con sus propias imprentas.
A L E J A N D R O E . PA R A D A 267
Es en este punto donde se manifiesta la lucha interior del autor
con el momento de ruptura que ocasionó la Revolución de Mayo. En
él cohabitan, en forma dispar aunque solidarias entre sí, la necesidad
del progreso proclamado por la Ilustración y la concepción, pletórica
de escrúpulo y de viejas tradiciones, de la biblioteca como elemento de
oposición a la anarquía social y como garantía para “asegurar el imperio
de la religión y de la virtud”.
El Dr. Aguirre es un hombre de dos mundos y constituye un fiel
exponente del momento de transición que vive el antiguo Virreinato del
Río de la Plata: en él moran, en un ámbito de sutil inflexión, la tradición
y el cambio revolucionario.
VI.3.6 — Antecedentes
de una Historia del Libro [§ 9-11]
A L E J A N D R O E . PA R A D A 269
Sin embargo, todas estas propiedades son insuficientes si se carece de
la capacidad técnica de dominio; se necesita, entonces, un conocimiento
especializado, un ámbito que señala el ingreso en la modernidad. La
habilidad artesanal que selecciona el Dr. Aguirre es la fabricación del
papel, ya que la narración detallada de su elaboración constituye, sin
duda alguna, lo primero que deben aprender los ciudadanos.
Asistimos, en este encuadre, a un nuevo recurso retórico: la aparición
del discurso técnico-profesional, aunque, indudablemente, modesto y
limitado al ámbito histórico y artesanal de su contexto. No obstante,
es necesario reflexionar sobre un aspecto especial. El esfuerzo técnico-
profesional posee un marcado fin pedagógico, de indudable tonalidad
didáctica.
En este punto es posible observar cómo el autor retorna, una y otra vez,
a pesar de su desorden discursivo, a las propiedades y características del
siglo XVIII; esto es, al enciclopedismo, a la ilustración técnica de los indi-
viduos mediante los oficios y a la necesidad utilitaria del conocimiento.
Del punto de vista bibliotecario, el desarrollo de estos párrafos nos
depara otro hallazgo. El Dr. Aguirre es el primer intelectual que inaugura
la historia de los materiales de escritura en el Río de la Plata. Su trabajo
constituye el primer antecedente conocido de una historia del libro en la
Argentina.
Con que venimos á inferir que poco ó nada se avanzaria con el noble
establecimiento literario de bibliotecas en esas capitales con la copia de
buenas imprentas, con las fabricas de papel, y con su conocida utilidad,
sino se adoptasen medidas económicas dirigidas á precaver del papel
y de los libros su progresiva corrupcion, defendiendolas de la injuria
del tiempo, y de la polilla. El gobierno pues deba imperiosamente
interesarse en un objeto de esta importancia (...) [§12].
A L E J A N D R O E . PA R A D A 271
Su taxativa demanda para que el Gobierno apoye el rápido incremento
de la industria del libro, implica, de hecho, la incertidumbre —acaso
también la certeza— de que las autoridades hagan algo en esa materia.
Es posible que el autor intuya, aunque sea parcialmente, que una vez
finalizado el período revolucionario las urgencias de los gobiernos se
trasladen hacia otros ámbitos e intereses.
Es por ello que el Dr. Aguirre (a pesar de la coyuntura desfavorable
para el desenvolvimiento de la lectura y del universo impreso), presenta
ahora —y no en otro momento— su proyecto; pues sospecha, ocultándolo
en los pliegues del texto, que, de no llevarse a cabo en esos instantes
de euforia creadora de la Revolución, se postergará ante la urgencia de
otras necesidades.
Los acontecimientos posteriores corroboraron su temerosa convicción.
Las vertiginosas demandas de los hechos políticos y militares, el arrollador
cambio de la realidad interna y externa, los enfrentamientos fratricidas,
la lucha por la emancipación americana, los complejos problemas de los
primeros gobiernos independientes, todo, en un amplio y caótico cuadro
coyuntural, influyó negativamente en el desarrollo de la Biblioteca
Pública de Buenos Aires.
El gran impulso que esa entidad había alcanzado durante el período
1810-1812, a partir de su creación por la Primera Junta, pasando después
por la conmovedora donación de libros y dinero a instancia de los ciu-
dadanos, para luego finalizar con su inauguración formal por el Primer
Triunvirato, lamentablemente, fue una etapa superada e irrepetible. A
partir de entonces, luego del último acto de apertura, el establecimiento
comenzó un agónico letargo que se extendería hasta la caída de Rosas.
Por otra parte, se presentó una limitación que excedía los buenos deseos
del Gobierno: la orientación económica de la nueva burguesía criolla.
Esta nueva fuerza social, que había comenzado a gestarse principalmente
en Buenos Aires durante el siglo xviii, se inclinó, en general, hacia el
intercambio comercial y la ganadería de corte latifundista. De este modo,
los capitales se orientaron hacia esas dos grandes vertientes, llegando,
muy ocasionalmente, a invertirse en la industria.
La burguesía criolla, íntimamente relacionada con el puerto de
la ciudad, no apoyó, en este primer momento, el establecimiento de
importantes factorías y, por ende, la aparición de fábricas o talleres de
elaboración de papel u otras industrias relacionadas con el libro.
A L E J A N D R O E . PA R A D A 273
VI.4 — Filología y discurso
A L E J A N D R O E . PA R A D A 275
No es suficiente, por consiguiente, la fuerza equilibrada de la palabra
“administrar”; es por ello que el autor no vacila en utilizar —en lo
sucesivo y ya redondeando el título de su trabajo— un verbo caro a la
Ilustración: “fomentar”. Una palabra, en definitiva, que le sirve para
afirmar la dramática intensidad del desarrollo integral y coordinado de la
Biblioteca con los medios de producción, por más artesanales que sean.
La edición de 1771 del famoso Dictionnaire de Trévoux sostiene sobre
‘fomentar’: “término de Medicina. Aplicar una fomentación sobre una
parte enferma”; luego, en la entrada correspondiente a ‘fomentación’, la
define como “remedio líquido que se aplica sobre alguna parte enferma”
(Dictionnaire universel, 1771, 4: 223). En cuanto al repertorio de Terreros
y Pando, este autor agrega un matiz de interés, pues incorpora a la
voz ‘fomentar’ las nociones de “acalorar, mantener, aumentar, llevar
adelante” (Terreros y Pando, 1787, 2: 175). Finalmente, el Diccionario de
la Real Academia precisa, entre otras cosas, que dicho término significa
“excitar, promover, ó proteger alguna cosa” (Real Academia Española,
1803: 410).
Además, es interesante observar, aunque sea en forma colateral ya
que escapa a la temática de esta investigación, el hecho de que acaso
el vocablo “capital” (término que también se encuentra utilizado en el
“reglamento provisional” de la Biblioteca) constituya una referencia
léxica de carácter centralista por parte de Buenos Aires en detrimento
de la identidad de los “pueblos” —ciudades— del Interior, esto es, la
presencia y el uso de un centralismo lingüístico.
En líneas generales, y a modo de conclusión provisional, es posible
ensayar una explicación de las palabras que forman parte del título
elegido por el Dr. Aguirre. Así pues, en esta primera aproximación
a la Idea liberal económica sobre el fomento de la biblioteca de esta capital,
podemos conjeturar, según los repertorios más importantes del siglo
XVIII y comienzos del XIX, que el autor intenta presentar un plan para el
desarrollo integral de la Biblioteca Pública de Buenos Aires.
Pero dicha planificación consiste en un amplio y ambicioso proyecto,
cuyo último fin es el bienestar cultural de todos los habitantes de
“estas provincias”; un plan ideal pero expeditivo en su realidad y
coherencia interna; un designio que va más allá de una simple y correcta
administración de fondos bibliográficos y posibles presupuestos; en fin,
una idea revolucionaria, pues concibe la Biblioteca como una entidad
íntimamente vinculada con el pleno desarrollo económico y social de
estas regiones.
papel/s = 51
Biblioteca /establecimiento = 28
polilla/insectos = 20
libro/s = 19
imprenta/reimpresión = 15
preservar = 12
corrupción (papel/libros) = 11
fomento/fomentar = 7
ilustración = 5
A L E J A N D R O E . PA R A D A 277
“biblioteca”, transcurre, a lo largo de la exposición, por las distintas
etapas de lo que él entiende por desarrollo bibliotecario. Luego de aclarar
esta situación, se centra en la imperiosa necesidad de la preservación de
los materiales bibliográficos.
Las actuales investigaciones referidas a los discursos políticos durante
la Revolución de Mayo, plantean la posibilidad de un entendimiento
más rico y profundo de la Idea liberal económica; análisis, por otra parte,
que excede las posibilidades del presente estudio.
Sin embargo, es en dicho tópico donde los futuros aportes serán más
necesarios. Es así como el estudio del discurso de Mariano Moreno, Juan
José Castelli y Bernardo Monteagudo, entre otros, en relación con el
empleo de ciertas palabras, tales como patria y pueblo/s, puede compararse
con el uso de esos términos (u otros afines) en el caso del Dr. Aguirre. Así
se podrá determinar en el texto de este último, aunque aún en el ámbito
de posibles conjeturas, la red semántica de oposiciones entre los diversos
vocablos y las relaciones de estos en distintas circunstancias del texto
—atributos, equivalencias, vínculos, asociaciones, jerarquías, etcétera
(Goldman, 1988 y 1992).
Entretanto, es importante observar el llamado que hace la Primera
Junta en la Gaceta de Buenos Aires, el 13 de septiembre de 1810, en el
conocido artículo —atribuido a Moreno— titulado Educación. Allí, el
secretario de la Junta, solicita el auxilio de los “hombres sabios y patriotas”
para llevar a cabo la fundación de la Biblioteca (Goldman, 1988: 140;
Junta de Historia, 1910: 384). Y en este contexto, probablemente, la Idea
liberal económica del Dr. Aguirre posee otra lectura, pues el proyecto para
fomentar la Biblioteca no sería otra cosa que la respuesta que demandaba
Moreno de parte de los hombres “ilustrados”; esto es, el compromiso de
los más instruidos con la suerte de la Revolución.
La creación de la Biblioteca Pública por la Primera Junta revolucionaria
constituye un acto de política cultural. Lo novedoso no es su inauguración,
pues la idea de esta entidad pública ya estaba en la sociedad porteña
desde mucho tiempo atrás; lo realmente novedoso es el uso político que se hace
de este establecimiento cultural para afirmar los principios de la Revolución.
Desde esta óptica, el discurso del Dr. Aguirre es coherente con la idea
coordinada e integral que él posee de aquello que debe ser una Biblioteca:
un lugar revolucionario en cuanto a su capacidad para instruir a los
ciudadanos.
En un futuro, no obstante, el presente análisis cuantitativo deberá
completarse con una interpretación cualitativa de los discursos existentes
entre el poder político y la sociedad civil, entre la construcción de consen-
so y el disciplinamiento de la opinión pública, entre la ciudadanía y su
participación política (Goldman y Souto, 1997; Goldman, 1998; Sabato y
1
En más de una ocasión el Dr. Aguirre consultó la Historia natural de Plinio para la
redacción de su trabajo. No solo lo hizo cuando describió los distintos materiales de
escritura, sino que también menciona al autor latino, como fuente de primera mano en
la fabricación del papiro, al afirmar: “Plinio describe circunstanciadamente las diferentes
qualidades[,] formas y metodo del papel, el modo de prepararlo y colarlo, las distintas
materias de que se hacia, y las alteraciones que ha padecido un articulo tan necesario”
[§11].(Cfr. Pline L’Ancien. 1956. Histoire naturelle; texte établi, traduit et commenté par A.
Ernout. Paris: Les Belles Lettres. Livre XIII, § xxi-xxvi, p. 40-45).
No obstante, la constante presencia del naturalista romano en la exposición del Dr. Agui-
rre aún nos depara otra sorpresa. Al comentar el jurista cordobés la facultad preservativa
de las hojas de los cítricos, menciona al autor Decandez (probablemente Candolle) como
la fuente bibliográfica de la información. Dicho autor, inequívocamente, se basó también
en un pasaje de Plinio, que sostiene en su Historia natural: “Et libros citratos fuisse; prop-
terea arbitrarier tineas non tetigisse” [Los libros envueltos en las hojas de los cítricos no
son atacados por las polillas] (ibídem, Livre XIII, §xxvii(13), p. 46).
A L E J A N D R O E . PA R A D A 279
En segundo término se destacan, en un pie de igualdad con el tópico
precedente, un conjunto de autores y editores provenientes del área
técnica o profesional, divididos en dos grupos distintos. Los relacionados
con la conservación del papel, tales como Christoph Ernst Prediger
(1701-1768)2, Lemonte (probablemente se refiera a Mr. Le Moine)3 y
Decandez (al parecer se trata de Augustin Pyrame de Candolle, 1778-
1841)4; a estos últimos debe agregarse un nombre no identificado: Mr.
Reybellon. Y aquellos autores, finalmente, vinculados con la imprenta o
que hacen referencia a ella: el geógrafo Edme Mentelle5 (1730-1815), John
Baskerville (1706-1775), Benito Monfort y Besades (1715-1785), Joaquín
Ibarra y Marín (1725-1785), etc., sumando ambos grupos 10 menciones
(el 33,3%).
2
El título de la obra de Christoph Ernst Prediger (citado en dos ocasiones por el Dr.
Aguirre como Mr. Perdiger [§ 13 y 14]), es el siguiente: Der in aller heut zu Tag üeblichen
Arbeit wohl anweisende accurate Buchbinder und Futteralmacher... Anspach: Poschische Ho-
fbuchhandlung, 1751-1772, 4 vol. Se trata de la obra más importante en lengua alemana
sobre “encuadernación y forros (o cubiertas) de libros” del siglo xviii, editada en varias
oportunidades. Fue una obra cuyo prestigio se extendió hasta comienzos del siglo xx,
pues aparece en la bibliografía consultada por C. Houlbert en Les insectes ennemis des
livres: leurs moeurs – moyens de les détruire (Paris: Alphonse Picard, 1903, Index biblio-
graphique, p. xxvii, 1); este último libro figura, además, entre las obras que fueran del
general Bartolomé Mitre (Museo Mitre. 1907. Catálogo de la Biblioteca. Buenos Aires:
Ministerio de Justicia e Instrucción Pública. p. 265, Sig. actual: 13.4.13). Por otra parte, en
Alemania (1976 y 1978) se han realizado ediciones, estudios o antologías de este impor-
tante libro de Prediger.
3
Es muy probable que la mención a Mr. Lemonte [§ 15] se refiera (pues los errores de
grafía son frecuentes en el artículo del Dr. Aguirre) a Mr. Le Moine, autor de un trabajo
titulado Sécret pour preserver les livres, les parchemins, les papiers de la moisissure, des mites &
des vers. (Cfr. Gazette Salutaire. Bouillon, 1766, No. 8).
4
Posiblemente, el apellido Decandez [§ 13] se refiera al botánico Augustin Pyrame de
Candolle, quien a comienzos del siglo xix editó una importante obra: Plantarum succulen-
tarum historia ou Histoire des plantes grasses (Paris: Garnery, 1799-1803, 4 vol).
5
El Dr. Aguirre, al parecer, se refiere a la obra de Edme Mentelle titulada Noveau voyage en
Espagne (¿Paris?, 1787, 3 vol.). Dicho autor alcanzó una significativa divulgación durante
el siglo xviii, tanto en Europa como en América; su libro más importante (acaso también
consultado por el Dr. Aguirre) fue la Géographie comparée, ou analyse de la géographie
ancienne et moderne des peuples de tous les pays et de tous les âges (Paris, 1778-1884, 7 vol.;
vols. 6 y 7: Espagne ancienne y Espagne moderne). No es de extrañar el conocimiento de
los libros de Mentelle por el Dr. Aguirre en el Río de la Plata. Francisco José de Caldas,
en el Virreinato de la Nueva Granada, lo había consultado con cierta frecuencia e influyó
en su formación como científico y naturalista; situación que demuestra la difusión de
los trabajos del geógrafo francés en los ámbitos científicos de la América española (Cfr.
Caldas, Francisco José. 1992. Un peregrino de las ciencias. Edición, introducción y notas
de Jeanne Chenu. Madrid: Historia 16. p. 97).
6
La obra de Kippis que alcanzó mayor divulgación en América fue: Historia de la vida y
viajes del Capitán Jaime Cook. Traducida por Cesáreo de Nava Palacio. Madrid: Imprenta
Real, 1795, 2 vol.
A L E J A N D R O E . PA R A D A 281
Era un hombre, entonces, cuya relación con la lectura implicaba,
entre otras cosas, un conjunto de prácticas y usos característicos de la
modernidad. Esta afición por las obras bien impresas, tanto en forma
como en contenido, demuestra su refinamiento estético en dicha materia;
estética, por otra parte, que fue compartida, ya en esos tiempos, por otro
ilustre hombre culto íntimamente vinculado a la Biblioteca Pública de
Buenos Aires, el presbítero Luis José Chorroarín, quien poseía entre los
libros que donara a esta nada menos que el famoso Manuel du libraire et
de l’amateur de livres de Jacques Charles Brunet (Parada, 1998a, 1: 360).
Nada escapa a la mirada erudita y enciclopédica del culto jurista
cordobés. Sus lecturas ponen en evidencia una amplia gama de intereses
y hábitos lectores, tales como la Historia Antigua y Moderna, la
fabricación del papel, la historia de la escritura y del libro, el estudio de
la cultura latina, el detalle curioso y didáctico por la geografía, el interés
por la imprenta y los bellos libros, etc.
Sin embargo, este bagaje de obras y lecturas orientadas hacia
bibliografías fragmentarias y de difícil identificación, posee una fuente
común, un sendero principal del cual se bifurcan otros, tanto o más
complejos: el amor por el libro y la fe didáctica en la Biblioteca7.
Es posible –aunque no es seguro– que el Dr. Aguirre haya leído otras fuentes de amplia
7
difusión en ese entonces en el Río de la Plata. Es así como para la invención del papel, el
estudio de los soportes de la escritura y el deterioro de los libros por los insectos, al pare-
cer, pudo haber consultado dos obras de gran divulgación: el Espectáculo de la naturaleza,
o conversaciones acerca de las particularidades de la historia natural, de Noël Antoine Pluche
(4a. ed. Madrid: Imprenta Real, 1785, Tomo 13, p. 181-196; Ibídem, Tomo 1, p. 60-62) y el
Teatro crítico universal, o Discursos varios en todo género de materias, para desengaño de errores
comunes, de Benito Jerónimo Feijoo y Montenegro (Nueva impr. Madrid: Imprenta de
Blas Román, 1778, Tomo 4, Discurso 12, XX, 54, p. 333-334; Ibídem, Suplemento de el
[sic] Theatro crítico o adiciones y correcciones. Madrid: Imprenta de los Herederos de
Francisco del Hierro, 1746, Tomo 9, p. 93-95).
Otra obra cuya posible incidencia debe tenerse en cuenta, si bien antigua y con mayor
improbabilidad en cuanto a su consulta por Aguirre, es la famosa Plaza universal de todas
ciencias y artes, del polígrafo español Cristóbal Suárez de Figueroa (cfr. Madrid, 1733,
Discurso IX, p. 582-586 y p. 591-592).
A todo esto deben agregarse los estudios realizados por el gran entomólogo francés René
Antoine Ferchault de Réaumur (1683-1757), en cuya obra capital Mémoires pour servir á
l’histoire des insectes (Paris: Imprimerie Royale, 1734-1742), fue el primero en tratar los
métodos para combatir la destrucción de los libros por las polillas; métodos, por otra
parte, que recogieron todos los autores que consultó el Dr. Aguirre.
A L E J A N D R O E . PA R A D A 283
dirigido por César Hipólito Bacle e ilustrado con numerosas láminas,
era continuación del primer periódico con litografías editado en Buenos
Aires: El Museo Americano o el Libro de Todo el Mundo, también fundado
por Bacle (González Garaño, 1933; Trostiné, 1953).
En el número 11 de El Recopilador de 1836, se publicó un artículo breve,
titulado Fabricación del papel. Y en esa instancia, nuevamente, se repetían
las etapas de su elaboración, tal como lo había hecho el Dr. Aguirre en
1812, aunque ahora con un lenguaje más directo y sencillo.
Así pues, apenas un cuarto de siglo después, la intencionalidad se-
guía siendo la misma: transmitir, en forma didáctica y utilitaria, los pro-
cedimientos para la fabricación del papel. Aunque el artículo era muy
modesto —acaso su finalidad última fuera brindar un conocimiento for-
mal y elemental— su presencia señalaba, en esta segunda ocasión, aquello
que también había sostenido el Dr. Aguirre: la urgente necesidad de impulsar
la fabricación del papel en el antiguo Virreinato del Río de la Plata.
Pero el principal interés que el Dr. Aguirre manifestaba en su artículo
era el problema de la conservación de los libros. Para él, dos agentes
ocasionaban el deterioro de los materiales bibliográficos: la humedad
(tópico que cita, pero que no desarrolla) y, fundamentalmente, la acción
de los insectos (polillas). Estos dos tópicos, al igual que la fabricación del
papel, tuvieron varios antecedentes en nuestro país durante el siglo XIX;
antecedentes, por otra parte, que subrayan la necesidad de estudiar el
origen y la evolución del discurso bibliotecológico de la época.
El Dr. Aguirre se anticipó a muchos de los inconvenientes que debió
afrontar la Biblioteca Pública de Buenos Aires; limitaciones, sin duda
alguna, que pudieron evitarse si se hubiera ejecutado su plan.
Un ejemplo de ello es la carta inédita que remitió el 13 de febre-
ro de 1841 quien era a la sazón el director de dicho establecimiento,
D. Felipe Elortondo y Palacio (Apéndice C). La esquela, dirigida en for-
ma dramática al “Señor Oficial Mayor del Ministerio de Gobierno”, re-
sumía el grado de deterioro y abandono en el que había caído la Biblio-
teca. En ella, preocupado por el deterioro de los libros, inequívocamente,
afirmaba:
A L E J A N D R O E . PA R A D A 285
en el año 18128 en el periódico porteño El Grito del Sud, constituye,
hasta la fecha, el primer antecedente de literatura bibliotecológica en la
Argentina, en cuanto a texto concebido como estructura independiente
para abordar discursivamente los problemas bibliotecarios.
Escrito a pocos meses de la inauguración de la Biblioteca Pública de
Buenos Aires, no solo es una temprana contribución a esa disciplina sino
que, ante todo, resulta un proyecto de desarrollo integral y coordinado del
libro y la biblioteca, similar, en este sentido y salvando las distancias, a lo
que hoy se denomina planificación bibliotecaria.
Su mayor curiosidad reside, acaso, en su carácter de creación
inesperada, aislada y extemporánea; un aporte original que, al parecer,
carece de un horizonte similar tanto en el pasado como en el futuro
inmediato, aunque se trate de un texto con varias voces intertextuales y
con constantes referencias a “otras” lecturas.
No obstante, dicho aislamiento se refiere a nuestra literatura biblio-
tecológica de la primera mitad del siglo xix, ya que su estructura y su
ámbito discursivo, señalan, inequívocamente, la apropiación de las ideas
filosóficas y económicas de la Ilustración. Por otra parte, su configura-
ción comparte varios elementos de la concepción estética neoclásica; de
allí la constante referencia a la cultura latina.
Las ideas bibliotecarias del Dr. Aguirre se encuentran íntimamente
vinculadas con el pensamiento político de la Revolución de Mayo.
Muchos de los elementos que caracterizan a este momento social del
Río de la Plata se hallan en el texto de la Idea liberal económica. En líneas
generales, es posible identificar algunos de estos aspectos.
El proceso revolucionario había heredado de la época colonial una
compleja tensión de identidades grupales disímiles. Esta situación fue
propicia para la existencia de múltiples soberanías, representadas por las
distintas ciudades (“pueblos”) y sus regiones de influencia (las futuras
provincias) en disputa con el poder centralista de Buenos Aires que
preconizaba una única soberanía. Por lo tanto, los discursos políticos de
la época reflejan, a través de una terminología cambiante, la ambigüedad
de este proceso. Vocablos como “pueblos”, “provincias”, “capital”,
“patria”, etcétera, manifiestan un momento donde las definiciones
político-sociales se identifican por su provisionalidad.
En este campo, el discurso lingüístico del Dr. Aguirre no es una
excepción. Su terminología, al igual que la que se empleaba en los
8
Es oportuno señalar que el tema del deterioro de los libros debido a la acción de los in-
sectos alcanzó cierta difusión popular cuando la revista PBT publicó en 1910 un artículo
–profusamente ilustrado– titulado “Los insectos que comen los libros” (PBT, Año 7, no.
311, 12 de noviembre de 1910).
A L E J A N D R O E . PA R A D A 287
Por momentos, por ejemplo, la exposición es confusa y desordenada; la
riqueza de ideas, en ocasiones, se torna contradictoria (tal el caso de la
concepción —en forma simultánea— de la biblioteca desde una mirada
idealista y utilitaria); y la tendencia a la estética del neoclasicismo, en
varios tramos del texto, conduce al autor al empleo de figuras retóricas
que desdibujan sus pensamientos. Su interés por exponer los problemas
que hacen a la conservación del papel y de los materiales bibliográficos,
divide el artículo en dos partes independientes y casi inconexas: el
“fomento” de las bibliotecas gracias al desarrollo de la industria del libro
(los párrafos más importantes), y las técnicas y procedimientos para
fabricar el papel y asegurar su conservación.
A pesar de estas limitaciones, más de forma que de contenido, el
artículo inaugura, sin duda alguna, nuestra literatura bibliotecológica
conjuntamente con la Revolución de Mayo. Asimismo, aunque con
una intensidad aún débil y dispersa, también esboza el inicio de una
constante bibliotecaria alrededor de la elaboración del papel y la
conservación de los libros durante el siglo XIX; tema que en la actualidad
goza de plena vigencia y que constituye un tópico de primera línea en la
Bibliotecología. En ese sentido el discurso del Dr. Aguirre posee algunos
elementos característicos de la modernidad.
Es necesario recordar que la Biblioteca Pública de Buenos Aires de-
bió su inauguración al legado decidido y desinteresado, tanto pecuniario
como de libros, de los habitantes, en su mayor parte, de la capital (exis-
tieron además fundamentales aportes desde Córdoba y otros lugares del
antiguo Virreinato). En ese entonces existía un amplio consenso sobre
la urgencia impostergable de dicha institución. El texto del Dr. Aguirre,
al leerlo hoy, trasmite ese anhelo político de la Biblioteca como entidad
eminentemente cultural y social. Sin embargo, cuando la Biblioteca dejó
de ser una prioridad ciudadana y comunitaria; cuando el Gobierno, de-
bido a otras emergencias mayores, no pudo destinarle recursos, el esta-
blecimiento, inevitablemente, decayó.
Lo sugestivo del artículo radica, sin duda, en la capacidad de
trasmitir el impulso civilizador y de libre circulación del universo
impreso que significó la inauguración de esa entidad en ese entonces,
ya que la Biblioteca Pública, tal como lo expresó Jesse H. Shera, “debió
su nacimiento a los deseos, a las necesidades y a las experiencias de la
gente” (Shera, 1965: 247).
De este modo, aun con su modestia y sus vacilaciones, nos hallamos
ante un documento inaugural de la Bibliotecología argentina, ante un
texto precursor de nuestra historia de las bibliotecas, ante un artículo
ineludible para comprender los inicios de nuestro pensamiento
bibliotecario.
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Neque enim satis est possidere velle, si collere conservare non possis. Columella
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[2] Los mejores auxilios á este fin son el aumento y prevision de buenas
imprentas, y de diestros artistas impresores, y enquadernadores, y la
abundancia, y baratós del papel, lo que se podria lograr con facilidad,
siempre que en estas provincias se estableciesen fábricas de imprenta y
papel, teniendo en ellas las bellisimas proporciones de minas abundantes
de plomo, y de las materias primas de algodón, pita, lino, cañamo, y
cortezas diferentes de árboles. Las relaciones comerciales al presente, con
Portugal, Inglaterra, y Bostón podrian proporcionar la compra de algunas
ediciones copiosas, y baratas, semejantes á la que poco há regaló la corte
del Brasil á la ciudad de Montevideo, las quales podrian por ahora suplir
nuestra vergonzosa escaséz: y mucho mas se remediaria ésta formandose
una expedici[o]n mercantil dirigida á la India, y á la Asia por Acapulco
con solo el objeto de comprar, y tratar buenas imprentas, muy baratas, y
A L E J A N D R O E . PA R A D A 293
los mas aventajados artifices, que estableciesen fabricas, y enseñasen en
estas provincias á formar los mejores caractéres de nuestro abundante y
riquisimo plomo. Entre todas las naciones ninguna aventaja á la India, y
á la China en la excelente calidad de sus imprentas, y en la abundancia y
baratós de su finisimo papel, que establecido nuestro fácil trafico á estas
regiones, podria formar un gran ramo de nuestro comercio como dice Ward
y Andres Kippis ¿y porque nuestra dexacion y falta de economia no ha de
redimir á la patria por un medio tan facil de las escaseses perniciosas de
papel, que con freqüencia sufre, como la actual, en que la carestia ha hecho
subir en varios pueblos interiores á treinta y mas pesos la resma de papel,
que surtido por medio de fabricas establecidas, jamas podria ascender á
mas de tres pesos con proporcion á sus costos?
[3] Esta capital gastará mucho tiempo y dinero para formar y enriquecer
su biblioteca, sino cuida de adoptar iguales providencias economicas para
el acopio y reimpresion de libros. Si me fuera permitido en la estrechez de
un periodico profundizar, y no hablar con demasiada precipitacion como
lo hago en esta materia fecunda, guardando rigurosa imparcialidad, sin
declinar entre el espiritu de rivalidad, que maldice, quanto se le presenta
y el entusiamo que todo lo exâlta, y aplaude diria francamente por los
rapidos progresos que hizo en estos ultimos tiempos nuestra España en
punto á edicciones; que nos bastaria surtirnos por medio de los ingleses
de las mejores edicciones de la peninsula, que tal vez juzgando las no muy
precisas en su afligida situacion presente nos las venderian acomodadas.
El arte que mejores progresos ha hecho en España, dice Mr. Mantelle en su
nuevo viage, ó geografia comparada, es la imprenta. Todos los aficionados
conocen, y han preferido á las obras de Baskerbille y Bar[??] el Quixote,
y Salustio traducido al castellano por el infante D. Gabriel, y otros libros
impresos por Ibarra en Madrid, y por Menforo en Valencia obras maestras
tipograficas, y que buscarán nuestros nietos, como buscamos nosotros las de
Elzebires. Poco ha se dió un paso favorable al progreso de nuestra biblioteca
con la llegada á Balpárayso y Chile de una imprenta preciosa y su impresor,
y buenos artistas de papel y loza, de que nos dió noticia la gazeta.
[5] No se puede dudar por un momento las grandes utilidades que acarrea
á las provincias unidas el noble establecimiento de nuestra biblioteca.
Pero no basta crear las cosas que contribuyen á la ilustracion del hombre,
sino se cuida del modo de conservarlas. La naturaleza próvida siempre en
suministrar los medios de reparar nuestras necesidades, vé muchas veces
con indiferencia el modo, como el hombre hace uso de ellas. Y quando
formó el papel, materia preciosa de los libros, no cuidó de adornar toda
su razon, para darle á conocer, si éste forma ó destruye las bibliotecas.
Solo una buena politica y ecónomica debe prevér las necesidades, y yá que
conspira á una ilustracion general debe facilitar los medios de conseguirla
y perpetuarla. No se habria malogrado el establecimiento costoso de la
biblioteca de Alexandría, si se hubiese previsto la gran dificultad de surtirse
del papel necesario. La enorme dificultad de conservar bibliotecas en la
America española, sin ser antes provista de fábricas de papel, siempre será
un obstáculo verdadero á la universal instrucción y cultivo de la[s] ciencias.
Se sabe muy bien que en una biblioteca se encuentran juntos regularmente
todos los medios de proporcionar la instruccion pública. En ella se halla una
série de ideas, de inquisiciones, y trabajos de los mas grandes hombres sobre
qualquier objeto, sirviendo todo esto de base á las nuevas observaciones
en que quiere uno ocuparse. En ellas se hallan reglas que prescriben las
sendas, que deben seguirse, y deben evitarse. Los errores que se adoptan,
extravian alguna vez, sirven, quando son conocidos para precavérse contra
las preocupaciones, para reprimir la presuncion, inspirar la prudencia,
inocular el hombre de ilusiones, y formarlo al fin circunspecto y sabio. Si se
hallan acaso en la biblioteca monumentos de orgullo, soberbia, ó de mentira;
de ordinario se hallan tambien lo que sirve á aclarar la verdad, y honrar el
espiritu racional. En ella se vé como se despliega la inteligencia humana, los
progresos cientificos de sus conocimientos, las épocas de perfeccion de sus
descubrimientos: y si alguna vez nos afligen las faltas que cometió, si nos
compadecemos de su vanidad, si desdeñamos las ilusiones á que se entrega,
no podemos menos de admirar su constante amor á la verdad, lo mucho
que trabaja en sondear las profundidades de la naturaleza, su aplicacion
en perfeccionar su razon, en arreglar sus acciones, establecer el orden, y
asegurar el imperio de la religion y de la virtud.
A L E J A N D R O E . PA R A D A 295
[6] Todas estas, y otras muchas ventajas nos presenta el establecimiento de
una biblioteca. Este establecimiento hace por si el elogio mas honorifico de
la presciencia y sabiduria de un gobierno, porque prepara el camino por
donde el espiritu humano, no pudiendo verlo, ni conocerlo todo, dá lugar á
contemplarse asi mismo, y reconocer la flaqueza de sus facultades. Si alguna
vez llega á ensoberbecerse, de lo que sabe, no hay duda que hace mal: ¿pero
ha de libertarse de este error, quando no tiene á la vista de una bibliotecca
el quadro mas exâcto de sus conocimientos que hubieran podido instruirle,
y preservarle de sus extravios? Si esto es cierto, no es por ventura de la
misma certidumbre, que jamas podrá sostenerse en un pais una biblioteca
sin tener abundancia de papel acomodado, para la reimpresion de sus
mejores libros y sin cuidar de preservar estos, y el papel de la delesnable
corrupcion, á que de ordinario los expone la humedad, y los insectos? Vé
hay uno de los grandes objetos de economia, que imperiosamente exîgia
especularse, y tratarse con alguna extencion en un discurso mas dilatado,
que el que permite un periodico, para que se lograse felizmente el fomento y
permanencia de la biblioteca de esta capital expuesta por su temperamento
demasiado humedo á la mas pronta caducidad: si me fuese permitido
cuidaré hablar de el en otra ocasión.
A L E J A N D R O E . PA R A D A 297
que por medio de unos cordele[s], o hilos de lana y algodon de diferentes
colores, que llamaban quippus anudados á ciertas distancias con simetria,
con que formaban diferentes combinaciones, y figuras, para expresar sus
conceptos, y estos guardados formaban sus registros, archivos, y bibliotecas
que contenian los anales é historia individual del imperio, el estado de los
tributos y rentas públicas, y las mas exâctas observaciones de su historia,
agricultura, y astronomia.
A L E J A N D R O E . PA R A D A 299
[13] Hasta aquí se han hecho en varias partes del mundo prolixas
especulaciones, para lograr este fin importante; pero las mas han sido
infructuosas, y otras pocas eficaces. La materia misma de que se forma el
papel, según el metodo comun como trae, quando se emplea un grado de
alteracion putrida, y es por su naturaleza feble y poco constante, pone ciertos
obstaculos para preservarlo de toda corrupcion. Este mismo estado de
alteracion putrida, que debe acopiar un tropel de semillas, y huevecillos de
insectos, le hace suceptible, y mas propenso á su corrupcion, y á proporcion
de este grado de alteracion, en los tiempos, y climas mas calidos, y humedos
debe necesariamente aumentarse la disposicion nociva, para instruir y
abrigar otros insectos, que le roan: la calidad, preparacion, y mayor eficacia
de la cola con que se baña el papel al tiempo de su formacion puede tal
vez influir á preservarlo de insectos. Debe en consequencia cuidarse, y
hacerse lo mas prolixos ensayos en la confeccion de estas colas, empleando
los ingredientes mas analogos y fuertes, como el binagre, el limon, yervas,
y substancias mas amargas y del modo, tiempo, y cantidad, con que se
emplean, para desterrar los insectos y su propagacion. Mr. Decandez dice
que los antiguos envolvian al papel fino en hojas de naranjo ó limon para
preservarlo dela polilla. No han faltado quienes con algun buen suceso
persuadan, que las sales minerales, como la alcaparrosa, alumbre, victriolo,
y las yerbas amargas, ó aromaticas, como el romero, tomillo, alucema, rosa,
ruda, yerbabuena, mansanilla &c. empleados en la putrefaccion de los
trapos, influyen poderosamente á hacer resistible el papel á su corrupcion:
pero ademas que la experiencia ha acreditado que no son suficientes como
dice Mr. Perdiger, la razon natural persuade, que estas substancias apenas
pueden producir un efecto momentaneo, porque es natural que su amargor
y olor fuerte se disipe con el tiempo, y que aun pierdan sus propiedades
contrarias a los insectos con la misma descomposicion expontanea que
experimentan al tiempo de su maceracion en los cubos.
[15] Algunos con Mr. Lemonte han observado la eficacia de varios olores
fuertes como el de la trementina, tabaco, y alcanfor, cuyo vapor es mas
congruente para preservar los libros de toda casta de insectos. Estos olores
mezclados con azufre se frotan con la escencia de trementina sobre la faz
del papel, y causan á lo menos preservativos momentaneos de la corrupcion
de los libros. Solo la atmosfera que de estos y otros olores se forma en las
boticas, es sin duda la causa de la preservacion de sus papeles de polilla,
é insectos, como la experiencia la ha mostrado; en todos los libros por ló
comun empieza la polilla por la pasta y por los lomos de los libros, que
reciben inmediatamente la humedad y acaso por esto convendria, que
los libros de que se vaya surtiendo nuestra biblioteca, fuesen mientras se
indagan mejores preservativos, enquadernados á la rustica con tapas de
papel doble azul bien teñido de añil que según el sentir de Mr. Reybellon
es un excelente preservativo de la polilla. Acaso por esta secreta causa se ha
dicho generalmente que el papel de Genova, y todos los azulados por muy
finos, y delgados que sean, son los suceptibles de la polilla, por que en su
fabricacion se confeccionan con algun aníl. En esta América donde es tan
abundante esta especie, y donde debe conservar este vegetal su mas activa
qualidad nos presenta un modo facil para desterrar la polilla de nuestra
biblioteca.
A L E J A N D R O E . PA R A D A 301
Apéndice B
VENTA DE UNA MÁQUINA PARA FABRICAR PAPEL (1827)
SE VENDE
Una máquina para hacer papel y cartón, con todos los útiles necesarios. El
motivo de la venta de esta máquina, es únicamente porque ella se halla en
un terreno que su dueño necesita para edificar. El comprador podría hacer
una contrata por dos o tres años con el oficial que entiende perfectamente
de este oficio.
Ocúrrase a D. Eduardo Loreilhe, calle de la Florida No. 28 y 30.
[La Gaceta Mercantil, Buenos Aires, no. 1055, sábado 19 de mayo de 1827]. (El
mismo aviso apareció también en los números 1056, 1057 y 1058)
A L E J A N D R O E . PA R A D A 303
VII. CONCLUSIONES
A L E J A N D R O E . PA R A D A 305
la corporeidad y materialidad de los registros, el análisis formal de la
Sociología de los Textos, la aparición en la escena histórica de las voces
de “los de abajo”, la trascendencia del minimalismo y la Historia de las
Imágenes, el uso creciente de “la mirada antropológica” para construir
la historia, etcétera. Comprender, pues, que las actividades, los gestos y
las producciones textuales bibliotecarias forman una parte insoslayable
de este proceso de reinterpretación de las representaciones culturales, es
un marco fundamental para abordar los orígenes de la Biblioteca Pública
de Buenos Aires.
No obstante, una vez definido el problema de estudio dentro de las
prácticas culturales modernas, se impone la inclusión y la individualiza-
ción de los distintos tipos de bibliotecas que existían en esa época. Es por
ello que es factible abordar la importancia de la Biblioteca como agencia
social ineludible a través de su taxonomía (cfr. cap. I.2), para así tener
una visión de conjunto de los distintos “fragmentos culturales” que ma-
nipularon y dieron forma a los registros impresos. La inauguración de
la Biblioteca no fue un invento de la Revolución de Mayo sino, por el
contrario, el resultado de un largo proceso cuyas raíces se encuentran
tanto en el período hispánico como en numerosas influencias extranje-
ras contemporáneas, tal como lo confirma la variedad de tipos de biblio-
tecas que existió hasta 1830, lo que permite articular una tipología de
estas entidades gregarias y, por añadidura, los numerosos antecedentes
bibliotecarios previos a su inauguración (cfr. cap. II).
La Biblioteca Pública constituyó, además, más que una evolución
continua, una necesidad social impostergable. La presencia de una
agencia de estas características estaba, sin duda, en “el ambiente” de la
sociedad de ese período y, por consiguiente, sería temerario considerarla
como la creación de un solo individuo. La novedad que instala la
Revolución de Mayo fue, en definitiva, la decisión de llevar a cabo una
empresa de política cultural desde el ámbito del Gobierno desplazando,
de este modo, la preeminencia que hasta el momento había tenido la
Iglesia en la organización de las bibliotecas.
No obstante, es necesario reparar que los hombres más idóneos
para materializar este “anhelo bibliotecario” provenían de las filas
religiosas, tales como fray Cayetano Rodríguez, Luis José Chorroarín,
Saturnino Segurola, y Dámaso Antonio Larrañaga. De ahí que el proceso
de gestión bibliotecaria deba estudiarse a la luz del pensamiento
tradicional hispánico en convivencia (a veces en pugna) con el cambio
revolucionario. No debe descartarse, entonces, en los primeros tiempos
de la Biblioteca, la existencia de dos mundos: el de la tradición y el del
cambio. A esto debe agregarse, como se lo ha citado, el marcado proceso
de laicización de la cultura rioplatense desde fines del siglo XVIII, donde
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la notable correspondencia de Luis José Chorroarín con las autoridades
de la Junta de Mayo. En este punto, tal como se ha observado, la riqueza
y variedad de “los orígenes bibliotecarios” del establecimiento son tan
trascendentales como los acontecimientos que hicieron a su desarrollo
durante las primeras décadas de su existencia. Además, el hallazgo de
una fuente de primera mano como el “reglamento”, cuya normativa
establece el marco legal-bibliotecario de su funcionamiento, permite
reconstruir, con cierto detalle, el “universo bibliotecológico” de la gestión
administrativa de la época. Los “reglamentos” —del mismo modo que lo
hacen las leyes— se encargan de pautar y registrar situaciones de hecho,
usos y costumbres previos, muchas veces aún difusos que, a través de la
fijación por la norma, se vuelven parte de la conciencia social colectiva.
Así se demuestra que, a pesar de la improvisación empírica y la celeridad
por la apertura de Biblioteca, se poseía una significativa conciencia de
la labor técnica bibliotecaria (servicio al público, elaboración de índices,
suministro de materiales para facilitar la escritura y la lectura, división
temática por salas, etcétera).
En un concepto amplio, pues, el análisis de este documento nos per-
mite identificar las articulaciones existentes entre el lenguaje biblioteca-
rio y los diversos ámbitos que daban vida a la Biblioteca, como el perfil
de urbanidad y moral que se demandaba a los “concurrentes”, las medi-
das que propiciaban la sacralización de los impresos, la gestualidad bi-
bliotecaria en el momento de la circulación interna de las obras, la feraz
convivencia entre lectura gregaria y lectura privada, las manipulaciones
y los modos de apropiarse de los discursos por parte de los lectores, las
medidas prohibitivas y disciplinarias, la necesidad de lecturas marcada-
mente instrumentales y utilitarias (aunque sin menoscabar la de entrete-
nimiento), la presencia de un lugar “para contravertir” en un marco de
lecturas compartidas (acaso en voz alta), etcétera.
En la instancia siguiente se rescata la real importancia del Libro de
cargo y data o de cuenta corriente de los encargados de los gastos de la Biblioteca
Pública (1810-1818) y de las razones de gastos (1824 y 1826), ya que estos
manuscritos originales permiten conocer en detalle la estructura cotidia-
na de una agencia cultural y política creada por la Junta de Mayo; bajo
sus escuetas y sobrias páginas contables, estrictamente burocráticas, se
encuentra el universo administrativo de la Biblioteca, tal como se desa-
rrolla en el capítulo V. Esta cotidianidad que establece el uso, la memoria
y el orden de los libros, también reivindica otras facetas veladas pero no
definitivamente perdidas: el mundo de las prácticas y representaciones
bibliotecarias en el quehacer del día a día.
Entonces, gracias a sus asientos, surge además una variedad de tópi-
cos inesperados de compleja pero apasionante identificación: la venta y
A L E J A N D R O E . PA R A D A 309
Entre todas las dudas emerge una pregunta de real interés: ¿en qué
medida estos precedentes, además de su intrínseco valor de hechos
precursores, fueron los promotores que dieron corporeidad y realidad
material al establecimiento y posterior desarrollo de la Biblioteca?
La mayoría de estos antecedentes, indudablemente, coadyuvaron
para hacer de la Biblioteca Pública de Buenos Aires no solo una
realidad donde se plasmó uno de los primeros actos de política cultural
revolucionaria, sino un lugar donde se dieron cita, en una compleja
urdimbre de articulaciones discursivas, las más diversas prácticas de la
cultura impresa.
Esta primera aproximación a sus orígenes desde el ámbito de la Nueva
Historia del Libro y las Bibliotecas, ubicada en la compleja y cambiante
taxonomía de las bibliotecas hasta 1830, inequívocamente, devela una
realidad poco conocida hasta la fecha. Entre otros aspectos, uno de vital
importancia: la existencia de un pensamiento bibliotecario íntimamente
vinculado con la Revolución de Mayo, tal como lo demuestra el análisis
del artículo de Aguirre y Tejeda. Pero este tópico aún presenta un aspecto
realmente novedoso para la época: la presencia de la construcción teórica
de ese pensamiento bibliotecario. Aunque estos conceptos tenían sus
raíces en Europa, Estados Unidos y la América española, en el Río de
la Plata lograron manifestarse con la suficiente capacidad de reflexión
como para diferenciarse y así configurar una concepción autóctona y
nativa.
No obstante, dado que la construcción de una biblioteca involucra
la organización del universo material de los libros, esto es, su orden
topográfico, su canon de elección o exclusión de las obras, su clasificación
y, ante todo, su circulación para la apropiación lectora, los bibliotecarios
que estuvieron a cargo del establecimiento implementaron y desarrollaron
un conjunto de representaciones y prácticas bibliotecarias acordes con
el desarrollo técnico de ese período, aunque modestas en razón de la
situación de emergencia revolucionaria. Por lo tanto, se instrumentaron
las técnicas básicas y necesarias que permitieron el acceso a los registros
impresos (índices o catálogos, trazado de la signatura topográfica,
ubicación temática por salas, etcétera).
A esto debe agregarse, tal como ya hemos señalado, un elemento
invalorable: el rescate de la “cotidianidad en la vida bibliotecaria
institucional” gracias al libro de cargo y data, y a las razones de gastos.
Un mundo donde se entrecruzaban dinámicamente las distintas
manipulaciones tipográficas de los libros, y donde los hombres decidían
si el último destino de los impresos era el estante o su apropiación por la
lectura y la escritura.
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BIBL IOGRAFÍA GENE RAL
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dedicada a Aguirre es “Elogio al infatigable celo de don Juan Luis de Aguirre,
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Nota aclaratoria
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como el de la Bibliotecología y la Ciencia de la Información a nivel nacional,
donde las tesis son prácticamente inexistentes, fue un procedimiento vital e
ineludible. Es más, una necesidad debido a la carencia de referentes similares en
nuestro campo curricular.
Para ilustrar lo precedente bastan dos ejemplos. En el primer caso, la apa-
rición de mi libro, De la biblioteca particular a la biblioteca pública: libros, lectores
y pensamiento bibliotecario en los orígenes de la Biblioteca Pública de Buenos Aires,
1779-1812 (2002), fue el primer intento de concretar un acercamiento, aún muy
panorámico, al plan de tesis final. Era necesario, a pesar de conservar en líneas
generales su texto, rearmarlo y acomodarlo a los planteos de la nueva historio-
grafía nacional e internacional y, por añadidura, corregir a fondo muchos de sus
pasajes. El resultado final de esta experiencia, en este contexto, se materializó en
una producción textual que puede considerarse como una nueva versión distinta
a la primera. Además, quisiera señalar como paradigmático el segundo ejemplo.
En la tesis se incluye un apartado que apareció en mi obra Cuando los lectores
nos susurran: “Tipología de las bibliotecas argentinas desde el período hispánico
hasta 1830”. En esta instancia, como en la mayoría de los trabajos publicados con
anterioridad, no solo se cambió parte del contenido, sino que su reelaboración
permitió, en otro apartado de la tesis (cap. II), realizar una tipología más detalla-
da y depurada que la primera.
Abordar la concreción de una tesis de doctorado, nunca es ocioso repetirlo,
constituye aprender (o intentar hacerlo) a llevar adelante y a escribir una inves-
tigación y, por supuesto, a identificar el punto de partida de nuevas líneas de
trabajo que pautarán el futuro de la vida académica. Es por ello que considero
fundamental trazar el derrotero de esta década de trabajo a través de las sucesi-
vas publicaciones que llevaron a la obra que hoy se presenta. No es otra cosa que
mostrar “la cocina” del tesista1.
1
Parte de los resultados obtenidos en la tesis presente se difundieron en las publicaciones
siguientes:
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