Documento Sin Título
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El squire Trelawney, el doctor Livesey y algunos otros caballeros me han indicado que
ponga por escrito todo lo referente a la Isla del Tesoro, sin omitir detalle, aunque sin
mencionar la posición de la isla, ya que todavía en ella quedan riquezas enterradas; y por
ello tomo mi pluma en este año de gracia de 17... y mi memoria se remonta al tiempo en
que mi padre era dueño de la hostería «Almirante Benbow», y el viejo curtido navegante,
con su rostro cruzado por un sablazo, buscó cobijo para nuestro techo.
Lo recuerdo como si fuera ayer, meciéndose como un navío llegó a la puerta de la posada,
y tras él arrastraba, en una especie de angarillas, su cofre marino; era un viejo recio,
macizo, alto, con el color de bronce viejo que los océanos dejan en la piel; su coleta
embreada le caía sobre los hombros de una casaca que había sido azul; tenía las manos
agrietadas y llenas de cicatrices, con uñas negras y rotas; y el sablazo que cruzaba su
mejilla era como un costurón de siniestra blancura. Lo veo otra vez, mirando la ensenada y
masticando un silbido; de pronto empezó a cantar aquella antigua canción marinera que
después tan a menudo le escucharía:
con aquella voz cascada, que parecía afinada en las barras del cabrestante. Golpeó en la
puerta con un palo, una especie de astil de bichero en que se apoyaba, y, cuando acudió mi
padre, en un tono sin contemplaciones le pidió que le sirviera un vaso de ron. Cuando se lo
trajeron, lo bebió despacio, como hacen los catadores, chascando la lengua, y sin dejar de
mirar a su alrededor, hacia los acantilados, y fijándose en la muestra que se balanceaba
sobre la puerta de nuestra posada.
-Es una buena rada -dijo entonces-, y una taberna muy bien situada. ¿Viene mucha gente
por aquí, eh, compañero? Mi padre le respondió que no; pocos clientes, por desgracia. -
Bueno; pues entonces aquí me acomodaré. ¡Eh, tú, compadre! -le gritó al hombre que
arrastraba las angarillas-. Atraca aquí y echa una mano para subir el cofre. Voy a
hospedarme unos días -continuó-. Soy hombre llano; ron; tocino y huevos es todo lo que
quiero, y aquella roca de allá arriba, para ver pasar los barcos. ¿Que cuál es mi nombre?
Llamadme capitán. Y, ¡ah!, se me olvidaba, perdona, camarada... -y arrojó tres o cuatro
monedas de oro sobre el umbral-. Ya me avisaréis cuando me haya . comido ese dinero -
dijo con la misma voz con que podía mandar un barco.
No es necesario que diga cómo mis sueños se poblaron con las más terribles imágenes del
mutilado. En noches de borrasca, cuando el viento sacudía hasta las raíces de la casa y la
marejada rugía en la cala rompiendo contra los acantilados, se me aparecía con mil formas
distintas y las más diabólicas expresiones. Unas veces con su pierna cercenada por la
rodilla; otras, por la cadera; en ocasiones era un ser monstruoso de una única pierna que le
nacía del centro del tronco. Yo le veía, en la peor de mis pesadillas, correr y perseguirme
saltando estacadas y zanjas. Bien echadas las cuentas, qué caro pagué mis cuatro
peniques con tan espantosas visiones.
Pero, aun aterrado por la imagen de aquel marino con una sola pierna, yo era, de cuantos
trataban al capitán, quizá el que menos miedo le tuviera. En las noches en que bebía mas
ron de lo que su cabeza podía aguantar, cantaba sus viejas canciones marineras, impías y
salvajes, ajeno a cuantos lo rodeábamos; en ocasiones pedía una ronda para todos los
presentes y obligaba a la atemorizada clientela a escuchar, llenos de pánico, sus historias y
a corear sus cantos. Cuántas noches sentí estremecerse la casa con su «Ja, ja, ja! ¡Y una
botella de ron!», que todos los asistentes se apresuraban a acompañar a cuál más fuerte
por temor a despertar su ira. Porque en esos arrebatos era el contertulio de peor trato que
jamás se ha visto; daba puñetazos en la mesa para imponer silencio a todos y estallaba
enfurecido tanto si alguien lo interrumpía como si no, pues sospechaba que el corro no
seguía su relato con interés. Tampoco permitía que nadie abandonase la hostería hasta que
él, empapado de ron, se levantaba soñoliento, y dando tumbos se encaminaba hacia su
lecho.
Y aun con esto, lo que mas asustaba a la gente eran las historias que costaba. Terroríficos
relatos donde desfilaban ahorcados, condenados que «pasaban por la plancha»,
temporales de alta mar, leyendas de la Isla de la Tortuga y otros siniestros parajes de la
América Española. Según él mismo contaba, había pasado su vida entre la gente más
despiadada que Dios lanzó a los mares; y el vocabulario con que se refería a ellos en sus
relatos escandalizaba a nuestros sencillos vecinos tanto como los crímenes que describía.
Mi padre aseguraba que aquel hombre sería la ruina de nuestra posada, porque pronto la
gente se cansaría de venir para sufrir humillaciones y luego terminar la noche sobrecogida
de pavor; pero yo tengo para mí que su presencia nos fue de provecho. Porque los clientes,
que al principio se sentían atemorizados, luego, en el fondo, encontraban deleite: era una
fuente de emociones, que rompía la calmosa vida en aquella comarca; y había incluso
algunos, de entre los mozos, que hablaban de él con admiración diciendo que era «un
verdadero lobo de mar» y «un viejo tiburón» y otros apelativos por el estilo; y afirmaban que
hombres como aquél habían ganado para Inglaterra su reputación en el mar.
Hay que decir que, a pesar de todo, hizo cuanto pudo por arruinarnos; porque semana tras
semana, y después, mes tras mes, continuó bajo nuestro techo, aunque desde hacía mucho
ya su dinero se había gastado; y, cuando mi padre reunía el valor preciso para conminarle a
que nos diera más, el capitán soltaba un bufido que no parecía humano y clavaba los ojos
en mi padre tan fieramente, que el pobre, aterrado, salía a escape de la estancia. Cuántas
veces le he visto, después de una de estas desairadas escenas, retorcerse las manos de
desesperación, y estoy convencido de que el enojo y el miedo en que vivió ese tiempo
contribuyeron a acelerar su prematura y desdichada muerte.
En todo el tiempo que vivió con nosotros no mudó el capitán su indumentaria, salvo unas
medias que compró a un buhonero. Un ala de su sombrero se desprendió un día, y así
colgada quedó, a pesar de lo enojoso que debía resultar con el viento. Aún veo el
deplorable estado de su vieja casaca, que él mismo zurcía arriba en su cuarto, y que al final
ya no era sino puros remiendos. Nunca escribió carta alguna y tampoco recibía, ni jamás
habló con otra persona que alguno de nuestros vecinos y aun con éstos sólo cuando estaba
bastante borracho de ron. Nunca pudimos sorprender abierto su cofre de marino.
Tan sólo en una ocasión alguien se atrevió a hacerle frente, y ocurrió ya cerca de su final, y
cuando el de mi padre estaba también cercano, consumiéndose en la postración que acabó
con su vida. El doctor Livesey había llegado al atardecer para visitar a mi padre, y, después
de tomar un refrigerio que le ofreció mi padre, pasó a la sala a fumar una pipa mientras
aguardaba a que trajesen su caballo desde el caserío, pues en la vieja «Benbow» no
teníamos establo. Entré con él, y recuerdo cuánto me chocó el contraste que hacía el pulcro
y aseado doctor con su peluca empolvada y sus brillantes ojos negros y exquisitos modales,
con nuestros rústicos vecinos; pero sobre todo el que hacía con aquella especie de inmundo
y legañoso espantapájaros, que era lo que realmente parecía nuestro desvalijador, tirado
sobre la mesa y abotargado por el ron. Pero súbitamente el capitán levantó los ojos y
rompió a cantar:
Al principio yo había imaginado que el «cofre del muerto» debía ser aquel enorme baúl que
estaba arriba, en el cuarto frontero; y esa idea anduvo en mis pesadillas mezclada con las
imágenes del marino con una sola pierna. Pero a aquellas alturas de la historia no
reparábamos mucho en la canción y solamente era una novedad para el doctor Livesey, al
que por cierto no le causó un agradable efecto, ya que pude observar cómo levantaba por
un instante su mirada cargada de enojo, aunque continuó conversando con el viejo Taylor,
el jardinero, acerca de un nuevo remedio para el reúma. Pero el capitán, mientras tanto,
empezó a reanimarse bajo los efectos de su propia música y al fin golpeó fuertemente en la
mesa, señal que ya todos conocíamos y que quería imponer silencio. Todas las voces se
detuvieron, menos la del doctor Livesey, que continuó hablando sin inmutarse con su voz
clara y de amable tono, mientras daba de vez en cuando largas chupadas a su pipa.
El capitán fijó entonces una mirada furiosa en él, dio un nuevo manotazo en la mesa y con
el más bellaco de los vozarrones gritó:
-¡Silencio en cubierta!
-¿Os dirigís a mí, caballero? -preguntó el médico. Y cuando el rufián, mascullando otro
juramento, le respondió que así era, el doctor Livesey replicó-: Solamente he de deciros una
cosa: que, si continuáis bebiendo ron, el mundo se verá muy pronto a salvo de un
despreciable forajido.
La furia que estas palabras despertaron en el viejo marinero fue terrible. Se levantó de un
salto y sacó su navaja, se escuchó el ruido de sus muelles al abrirla y, balanceándola sobre
la palma de la mano, amenazó al doctor con clavarlo en la pared.
El doctor no se inmutó. Continuó sentado y le habló así al capitán, por encima del hombro,
elevando el tono de su voz para que todos pudieran escucharle, perfectamente tranquilo y
firme:
-Si no guardáis ahora esa navaja, os prometo, por mi honor, que en el próximo Tribunal del
Condado os haré ahorcar. Durante unos instantes los dos hombres se retaron con las
miradas, pero el capitán amainó, se guardó su arma y volvió a sentarse gruñendo como un
perro apaleado.
Al poco rato trajeron hasta nuestra puerta el caballo del doctor Livesey, y éste montó y se
fue; el capitán permaneció tranquilo aquella noche y he de decir que otras muchas a partir
de ésta.
Poco después de los sucesos que acabo de narrar tuvo lugar el primero de los misteriosos
acontecimientos que acabaron por librarnos del capitán, aunque no, como ya verá el lector,
de sus intrigas. Fue aquel invierno un invierno en que la tierra permaneció cubierta por las
heladas y azotada por los más furiosos vendavales. Nos dábamos cuenta de que mi pobre
padre no llegaría a ver la primavera; día a día empeoraba, y mi madre y yo teníamos que
repartirnos el peso de la hostería, lo que por otro lado nos mantuvo tan ocupados, que
difícilmente reparábamos ya en nuestro desagradable huésped.
Recuerdo que fue un helado amanecer de enero. La ensenada estaba cubierta por , la
blancura de la escarcha, la mar en calma rompía suavemente en las rocas de la playa y el
sol naciente iluminaba las cimas de las colinas resplandeciendo en la lejanía del océano. El
capitán había madrugado más que de costumbre, y se fue hacia la playa, con su andar
hamacado, oscilando su cuchillo bajo los faldones de su andrajosa casaca azul, el catalejo
de latón bajo el brazo y el sombrero echado hacia atrás. Su aliento, al caminar, iba dejando
como nubecillas blanquecinas. Al desaparecer tras un peñasco, profirió uno de aquellos
gruñidos que tan familiares ya me eran, como si en aquel instante hubiera recordado con
indignación al doctor Livesey.
Le pregunté en qué podía servirle, y dijo que quería beber ron; pero, cuando iba a traérselo,
se sentó sobre una mesa y me hizo una seña de que me acercara. Me quedé quieto donde
estaba con el paño de limpieza en las manos.
-¿Esa mesa que está ahí preparada no será para mi compadre Bill? -me preguntó con aire
burlón.
Le dije que no conocía a su compadre Bill; que aquella mesa estaba dispuesta para otro
huésped a quien llamábamos el capitán. -Bien -dijo-, eso le gusta a mi compadre Bill, que le
llamen capitán. Pero si el que dices tiene una cicatriz grande en un carrillo y da gusto ver lo
fino que es, sobre todo cuando está borracho, ése es mi compadre Bill. Además, vamos a
ver, si tu capitán tiene una cuchillada en la mejilla... ¿no será además en el lado derecho?
¡Ah, ya decía yo! Así que... ¿está aquí mi compadre Bill?
Le contesté que se encontraba fuera, dando uno de sus paseos. -¿Por dónde, hijo? ¿Por
dónde ha ido?
Le indiqué la playa y le dije por dónde podría regresar el capitán y lo que aún tardaría, y,
después que respondí a otras de sus preguntas, me dijo:
-Tengo yo un hijo -me contó- que se parece a ti como una gota de agua a otra y que es el
orgullo de mi corazón. Pero los muchachos necesitáis disciplina, hijo, disciplina. Si tú
hubieras navegado con mi compadre Bill, no necesitarías que te lo dijera dos veces para
entrar en casa, no... No eran esas las costumbres de Bill ni de los que navegaban con él.
¡Pero, mira! ¡Ahí viene! Con su catalejo bajo el brazo. Es mi compadre Bill. ¡Bendito sea! Tú
y yo vamos a meternos dentro, hijo, y nos esconderemos tras la puerta; vamos a darle a Bill
una buena sorpresa. ¡Dios lo bendiga!
Y diciendo esto, entró conmigo en la hostería y me ocultó tras él, junto a la puerta. Yo
estaba, como es de suponer, inquieto y alarmado, y el miedo que sentía aumentaba al ver
que el forastero también daba muestras de temor. Acarició la empuñadura de su machete y
empezó a sacarlo de su vaina, y todo el tiempo que estuvimos aguardando no dejó de
tragar saliva, como si tuviera, como suele decirse, un nudo en la garganta.
Por fin entró el capitán, cerró la puerta de golpe y, sin desviar su mirada, se dirigió a
grandes zancadas hacia su mesa.
-¡Bill! -llamó el forastero, con una voz que pretendía ser firme y resuelta.
El capitán giró sobre sus talones y se nos quedó mirando; el color había desaparecido de su
rostro y hasta su nariz se tornó lívida; tenía el aspecto del que ve a un aparecido o al mismo
diablo o incluso algo peor, si es que existe; tanto me sobrecogió verlo así, porque fue como
si en un instante envejeciera cien años.
-¡«Perronegro»!
-¿Y quién si no? -contestó el otro, ya más tranquilo-. El mismo «Perronegro» de siempre,
que viene a saludar a su antiguo camarada Bill a la posada del «Almirante Benbow». Ah,
Bill, Bill.. ¡Las cosas que hemos visto los dos desde que yo perdí estos garfios! -y levantó su
mano mutilada.
-Está bien -dijo el capitán-, al fin me has pillado, ya me tienes; bien, echa fuera lo que
tengas que decir. ¿Qué quieres? -Siempre el mismo, ¿eh, Bill? -respondió «Perronegro»-.
Tienes toda la razón. Ahora este buen mozalbete nos va a traer un trago de ron y vamos a
sentarnos, ¿quieres?, y vamos a charlar mano a mano, como viejos camaradas.
Cuando yo regresé con el ron, estaban los dos sentados en la mesa del capitán, uno frente
al otro. «Perronegro» se había situado cerca de la puerta y con la silla algo separada de la
mesa, como para poder al mismo tiempo vigilar a su antiguo compinche y, supongo, tener
pronta la huida.
Me mandó que me retirase y que dejara la puerta abierta de par en par, y añadió:
-No se te ocurra espiar por el ojo de la cerradura, hijo-. Así que, dejándolos solos, me retiré.
Durante largo rato, y aunque me esforcé por escuchar, no pude entender más que
apagados susurros; pero después empecé a oír sus voces, cada vez más altas, y entonces
pesqué alguna palabra, principalmente juramentos del capitán:
-¡No, no, no, no! ¡Y basta! -gritaba-. ¡Si hay que acabar colgados, a la horca todos! -chilló.
Y de repente estalló en juramentos horribles y escuché ruido de golpes; la mesa y las sillas
rodaban por el suelo con gran estrépito; oí chocar de aceros y un instante después vi a
«Perronegro» huir despavorido y al capitán corriendo tras él, los dos con los machetes en la
mano, y vi que el hombro de «Perronegro» manaba sangre. Ya en la puerta el capitán
descargó sobre el fugitivo un tajo tan tremendo, que, de haberlo alcanzado, lo hubiera
abierto en canal, pero gracias a que el cuchillo chocó con la muestra de la hostería que
colgaba en el portal. Todavía puede verse la muesca en el lado inferior del marco.
Aquel golpe fue el último de la pelea. Cuando pudo llegar a la carretera, «Perronegro», a
pesar de su herida, demostró saber correr y desapareció tras la colina en medio minuto. El
capitán, por su parte, miró la muestra como aturdido. Se pasó varias veces la mano por sus
ojos, y después volvió a entrar en la casa.
Corrí a traérselo, pero estaba tan impresionado por todo lo que había visto, que rompí un
vaso y averié el grifo, y, mientras trataba de calmarme, oí el golpe de un cuerpo al caer al
suelo; corrí entonces hacia la habitación donde había dejado al capitán y allí me lo encontré
tirado cuan largo era. En ese instante mi madre, alarmada por los gritos y la pelea, acudió
presurosa en mi ayuda. Entre los dos tratamos de levantar al capitán, que resollaba fuerte y
estertóreamente; tenía los ojos cerrados y en su rostro el color de la muerte.
-¡Pobre de mí! -gritaba mi madre-. ¡La desgracia se ceba en esta casa! ¡Y con tu pobre
padre tan enfermo!
No teníamos ni idea de qué hacer para auxiliar al capitán, lo único que se nos ocurría es
que había sido herido de muerte en la pelea con el forastero. Traje, por si acaso, el ron y
traté de hacérselo beber, pero tenía los dientes apretados y la boca encajada, como si fuera
de hierro. En ese instante, y con gran alivio por nuestra parte, se abrió la puerta y vimos
entrar al doctor Livesey, que venía a visitar a mi padre.
-¿Muerto? -dijo el doctor-. No más que uno de nosotros. Este hombre no tiene sino un
ataque, que por cierto ya le advertí. Y ahora, señora Hawkins, vuelva usted al lado de su
esposo, y, si es posible, que no se entere de nada de esto. Yo, como es mi obligación,
trataré de salvar la despreciable vida de este tunante. Jim -me indicó-, haz el favor de
traerme una jofaina.
Cuando volví con lo que me había pedido, el doctor había cortado de arriba hasta abajo una
manga del capitán, dejando al descubierto su enorme brazo nervudo, sobre el que se veían
varios tatuajes; en el antebrazo, con gran claridad, leímos: «Mía es la suerte», y «Viento en
las velas», y «Billy Bones es libre», y más arriba, junto al hombro, veíase una horca con un
hombre colgado; el dibujo estaba trazado con cierta gracia.
-Bueno, pues entonces -me dijo- sostén la jofaina. Y diciendo esto, cogió la lanceta y abrió
una vena. Abundante sangre manó antes de que el capitán abriese los párpados y nos
mirara con turbios ojos. Primero reconoció al doctor, y frunció su ceño; luego me vio a mí, y
eso pareció tranquilizarlo. Pero de pronto su rostro palideció y trató de incorporarse,
gritando:
-Aquí no hay ningún «Perronegro» -dijo el doctor-, excepto el que lleváis en el pellejo.
Habéis seguido bebiendo y os ha dado un ataque, tal como anuncié; y en este instante
acabo, muy contra mi gusto, de sacaros por las orejas de la sepultura. Y ahora, señor
Bones...
-Tanto me da -replicó el doctor-. Es el nombre de un pirata del que he oído hablar; y así os
llamo para abreviar. De cualquier forma lo que tenía que deciros es tan sólo esto: un vaso
de ron no acabará con vuestra vida, pero a ése seguirá otro, y después otro, y apuesto mi
peluca a que, de no dejarlo, no tardaréis en morir, ¿está claro?, moriréis y así iréis al lugar
que os corresponde, como está en la Biblia. Ahora , vamos, haced un esfuerzo y os
ayudaré, por esta vez, a ir a la cama.
Entre el doctor y yo, con gran trabajo, conseguimos hacerlo subir la escalera y dejarlo en el
lecho, donde su cabeza cayó sobre la almohada igual que si aún permaneciera desmayado.
-Y ahora, pensadlo -dijo el doctor-. Yo declino mi responsabilidad. Sólo el nombre del ron ya
significa vuestra muerte. Y tomándome por el brazo, salimos de aquel cuarto para ir a ver a
mi padre.
-No hay que temer -me dijo el doctor tan pronto cerramos la puerta-. Le he extraído
suficiente sangre como para que descanse tranquilo una temporada; tendrá que quedarse
aquí una semana, es lo mejor para todos; pero, sin duda, otro ataque puede acabar con él.
Jim -me dijo-, tú eres la única persona en quien puedo confiar aquí; y bien sabes que
siempre me porté bien contigo. Ni un mes he dejado de darte tus cuatro peniques de plata.
Ahora ya
me ves, compañero, da grima verme, no tengo ánimos y estoy solo. Escucha, Jim, tráeme
un cortadillo de ron... Vamos, camarada, ¿me lo traerás?
Pero él rompió en juramentos y maldiciones contra el doctor con una voz que, aún apagada,
no había perdido su vieja energía. -Los médicos son todos unos farsantes -voceó-, y ese
vuestro, ése, ¿qué sabe de hombres de mar? Con estos ojos he visto tierras que abrasaban
como la pez hirviendo, y a mis compañeros caer muertos como moscas con el vómito
negro, y he visto la tierra moverse como la mar sacudida por terremotos... ¿Qué sabe el
médico? Y te digo una cosa: fue el ron el que me hizo vivir. El ha sido mi comida y mi agua,
somos como marido y mujer. Y si me lo quitáis ahora, seré como un barco del que ya no
queda más que un madero, que las olas entregan a la playa. Mi maldición caerá sobre ti,
Jim, y sobre ese médico charlatán -y de nuevo prorrumpió en una sarta de juramentos-.
Fíjate, Jím, en el temblor de mis dedos -continuó ya con un tono de súplica-. No se están
quietos. No he bebido una gota en todo el santo día. Te digo que ese médico es un
farsante. Si no echo un trago de ron, Jim, empezaré a tener visiones. Ya casi las tengo.
Estoy viendo al viejo Flint allí en el rincón, detrás tuyo; y si empiezo a tener visiones, con la
mala vida que he llevado, se me va a aparecer hasta Caín. El médico dijo que un vaso no
me haría daño. Te daré una guinea de oro, si me traes un cortadillo, Jim.
Iba excitándose cada vez más y yo me alarmé a causa de mi padre, que había empeorado y
necesitaba toda la quietud posible; además, las instrucciones del doctor habían sido
terminantes, y también me sentía ofendido en cierta forma por el soborno que me proponía.
-No quiero vuestro dinero -le dije-, sino el que debéis a mi padre. Os traeré un vaso, sólo
uno.
-Ah -suspiró-. Ya me siento mejor, no cabe duda. Y ahora, muchacho, ¿cuánto tiempo dijo
el doctor que debía estar en esta condenada litera?
-¡Truenos! -exclamó-. ¡Una semana! Eso no puede ser. Para entonces ya me habrían
pillado y me marcarían con «la Negra». Ahora mismo deben andar ya por ahí esos canallas
husmeando mis huellas; gentuza que no han sabido guardar lo suyo y quieren poner sus
garras en lo que es de otro. ¿Tú crees que eso es de hombres de mar? Yo he sido un
espíritu precavido, nunca gasté mis buenos dineros ni los he perdido por ahí. Pero voy a
estar más avizor que un timonel en su guardia. No les tengo miedo. Largaré velas y volveré
a escapar.
Pero antes de que pudiera ayudarlo se desplomó sobre el lecho permaneciendo un rato en
silencio.
-¿«Perronegro»? -pregunté.
-Ah... «Perronegro» -dijo él-. Es un tipo de cuidado, pero aún son peores los que lo
enviaron. Escucha, si yo no puedo escapar, si ésos consiguen marcarme con «la Negra»,
acuérdate de que lo que andan buscando es mi viejo cofre. Coge un caballo. ¿Sabes
montar, no? Bien, pues, entonces, monta, y corre... ;sí, hazlo!, avisa a ese maldito médico
tuyo, y dile que junte a todos, que venga con un juez y con agentes... Dile que puede
atraparlos a todos, aquí, a bordo de la «Almirante Benbow »... , toda la tripulación del viejo
Flint, todos... lo que queda de ella. Yo era el segundo de a bordo, el primero después de
Flint, y soy el único que conoce dónde está lo que buscan. Me lo confió en Savannah,
cuando se estaba muriendo, lo mismo que hago yo ahora contigo. Pero tú no abrirás el pico.
Solamente si consiguieran pescarme, si me marcan con «la Negra», o si vieras otra vez a
«Perronegro», o a un marino con una sola pierna, Jim... Ese sobre todo.
No sé qué hubiera hecho yo de resolverse bien todos los acontecimientos; quizá le habría
contado al doctor aquella historia, porque sentía miedo de que, si el capitán se recobraba,
pudiera olvidar su promesa y tratara de liberarse de mí. Mas sucedió que aquella misma
noche mi padre murió repentinamente, lo que hizo que dejaran de tener importancia las
demás preocupaciones. El dolor que nos embargaba, las visitas de nuestros vecinos, la
preparación del funeral y atender al mismo tiempo a todos los quehaceres de la hostería me
mantuvieron tan ocupado, que apenas tuve pensamientos para el capitán y aún menos para
sus intrigas.
Así siguieron las cosas hasta un día después del funeral, cuando a eso de las tres de una
tarde cerrada por la más helada niebla, al asomarse a la puerta, vi lejos en el camino a
alguien que se acercaba despacio. Sin duda se trataba de un ciego, porque iba tanteando el
suelo con un palo y llevaba un gran parche verde, que le tapaba los ojos y la nariz;
caminaba encorvado como por la edad o el cansancio y se cubría con un enorme capote de
marino, viejo y desastrado, con una capucha que le daba un aspecto deforme. En mi vida
había visto yo una figura más siniestra. Cuando llegó ante la hostería, se detuvo y, alzando
una voz que parecía salir de un muerto, habló como dirigiéndose a la niebla que lo envolvía:
-¿No habrá un alma piadosa que le diga a este pobre ciego que ha perdido la preciosa luz
de sus ojos en defensa de Inglaterra, y que Dios bendiga al rey George!, en qué lugar de su
patria se encuentra?
-Estáis en la posada del «Almirante Benbow», junto a la bahía del Cerro Negro, buen
hombre -le dije.
-Oigo una voz -dijo él-, la voz de un mozo. ¿Quieres darme tu mano, mi generoso amigo, y
llevarme adentro?
Le tendí mi mano, y aquel ser horrible, blando como la niebla y sin ojos, la asió de pronto,
apretándome como una tenaza. Yo me asusté tanto, que intenté soltarme, pero el ciego,
dando un tirón, me arrastró tras él.
Y al decirlo, me retorció con tal violencia, que grité de dolor. -Señor -le dije-, es por vuestro
bien. El capitán ya no es el que era. Tiene siempre su cuchillo delante. Otro caballero... -¡No
repliques! ¡Vamos! -dijo interrumpiéndome; y jamás he oído una voz tan cruel, fría y
estremecedora como la de aquel ciego. Esto me atemorizó aún más que el propio dolor, y
no tuve más remedio que obedecerlo al instante. Lo conduje directamente hasta la puerta
de la sala, donde nuestro viejo y enfermo bucanero estaba sentado adormecido por el ron.
El ciego seguía pegado a mí, sujetándome con una mano de hierro y apoyando todo su
peso sobre mis hombros.
-Llévame derecho a su lado y, cuando lleguemos, grita: «Aquí está su amigo, Bill». Si no
obedeces... -y volvió a retorcerme el brazo con tal fuerza, que creí desmayarme.
Todo esto hizo que el miedo al ciego fuera mayor que el que sentía por el capitán, así que
abrí la puerta de la sala, entré y dije con voz trémula lo que se me había ordenado.
El capitán levantó los ojos y una sola mirada bastó para disipar los efectos del ron y para
que recobrase su lucidez. Se quedó atónito. La expresión de su cara no era tanto de terror
como de un mortal abatimiento. Intentó levantarse, pero no creo que le quedaran suficientes
fuerzas ya en su cuerpo.
-Quédate donde estás, Bill -dijo el mendigo-. No puedo ver, pero mi oído siente un solo
dedo que se mueva. Vamos al negocio. Alarga la mano izquierda. Muchacho -me llamó-,
sujétale la mano por la muñeca y acércamela, ponla en la mía.
Lo obedecí al pie de la letra, y vi que el ciego pasaba algo del hueco de la mano en que
tenía el palo a la palma de la del capitán, que inmediatamente apretó aquello que le habían
entregado.
-Y ahora ya está hecho -dijo el ciego. Y diciéndolo, me soltó de pronto y con una increíble
seguridad y ligereza salió de la habitación y ganó la carretera, donde, y antes siquiera de
que yo pudiera reaccionar, ya escuché el toc toc toc de su báculo en la lejanía.
Pasó algún tiempo antes de que el capitán y yo volviésemos de nuestro estupor; entonces,
y casi al mismo tiempo, solté yo su muñeca, que aún tenía sujeta, y él acercó la mano a sus
ojos y contempló lo que en su palma aferraba.
-¡A las diez! -gritó-. ¡Faltan seis horas! ¡Aún podemos salvarnos!
Y en ese mismo instante, de golpe, vaciló, se llevó la mano a la garganta, permaneció unos
segundos como un barco escorándose y después, con un extraño gemido, cayó al suelo
cuan largo era.
Me precipité a socorrerlo, mientras llamaba a voces a mi madre. Pero todo fue inútil. El
capitán había muerto atacado por una apoplejía fulminante. Y quizá sea difícil de entender,
pero, aunque jamás me había gustado aquel hombre, a pesar de que al final hubiera
comenzado a inspirarme lástima, verlo allí tendido, muerto, hizo que las lágrimas inundaran
mis ojos. Era la segunda muerte que veía, y el dolor de la primera estaba aún fresco en mi
corazón.
Capítulo 4 - El cofre
No perdí ya entonces más tiempo en decirle a mi madre todo lo que sabía y que sin duda
hubiera debido poner mucho antes en su conocimiento. Inmediatamente nos dimos cuenta
de lo difícil y peligroso de nuestra situación. Parte del dinero que aquel hombre pudiera
esconder -si es que algo guardaba- nos pertenecía con toda justicia, pero no era probable
que los compañeros de nuestro capitán, sobre todo los dos ejemplares que yo había visto,
«Perronegro» y el mendigo ciego, estuvieran dispuestos a perder una parte del botín, y para
saldar las cuentas del difunto. Tampoco podía yo cumplir el encargo del capitán de cabalgar
en busca del doctor Livesey, dejando a mi madre sola y sin protección. Ni siquiera nos
parecía posible a ninguno de los dos seguir por más tiempo en la hostería. El chisporroteo
de los leños en el fogón, el tic-tac del reloj, todo nos llenaba de espanto. Por todas partes
nos parecía oír pasos sigilosos que se acercaban. El cuerpo muerto del capitán seguía
tendido en el suelo de la habitación. Yo no paraba de pensar en el siniestro ciego, al que
suponía rondando la casa y pronto a aparecer. El miedo me ponía la carne de gallina. Había
que tomar una decisión inmediatamente; y se me ocurrió como única salida que nos
marchásemos de la hostería para buscar auxilio en el cercano caserío. Y dicho y hecho. Tal
como estábamos, sin siquiera cubrirnos, mi madre y yo echamos a correr en la oscuridad,
cada vez más densa, de aquel helado atardecer.
El caserío sólo distaba unos cientos de yardas y teníamos la ventaja de que, en cuanto
traspusiéramos la ensenada, ya no se nos vería; también me tranquilizaba que se hallara en
dirección opuesta a aquella por donde había venido el ciego y por la que probablemente se
había marchado. Recorrimos el camino en pocos minutos, y eso contando que nos
detuvimos alguna vez para escuchar. Pero no se oía ruido alguno desacostumbrado, sólo el
suave batir de las olas en la playa y el graznar de los cuervos en el bosque.
Cuando llegamos al caserío, ya se encendían las primeras luces, y nunca olvidaré el alivio
que sentí al ver aquellos resplandores amarillentos que se filtraban por puertas y ventanas.
Pero ésa fue toda la ayuda que de allí recibimos, porque -aunque parezca mentira- nadie
estaba dispuesto a regresar con nosotros a
La curiosidad fue más fuerte que mis temores y abandoné mi escondrijo; me arrastré hasta
la cima del talud, y desde allí, ocultándome tras un matorral de retama, pude observar a
todo lo largo de la carretera hasta la puerta de nuestra casa. No tuve que aguardar mucho,
pues de inmediato empezaron a llegar mis enemigos, al menos siete u ocho; corrían hacia
la casa y el ruido de sus pasos resonaba en la noche. Uno llevaba una linterna y marchaba
delante; otros tres corrían juntos, cogidos por las manos; y, a pesar de la niebla, vi que el
que iba en medio del trío era el mendigo ciego. Un instante después escuché su voz.
-¡Registradlo! ¡Gandules! ¡Y los demás que suban a por el cofre! -volvió a gritar.
Hasta mí llegaba el estruendo de sus carreras por nuestra vieja escalera; la casa parecía
temblar con sus pisadas. Después escuché nuevas voces de sorpresa, la ventana del
cuarto del capitán se abrió de golpe, con gran estrépito de vidrios rotos, y un hombre asomó
iluminado por la claridad de la luna y llamó al que estaba abajo en la carretera.
-¡Pew! -gritó-, nos han tomado la delantera. Alguien ha limpiado ya el cofre; todo está patas
arriba.
-Hay dinero.
El ciego maldijo el dinero.
Salió entonces a la puerta uno de los que se habían quedado abajo para registrar al
capitán.
-¡Ha sido la gente de la posada! ¡Ha sido ese chico! ¡Ojalá le hubiera sacado los ojos! -
exclamó Pew-. No hace ni un minuto que aún estaban ahí dentro; el cerrojo estaba echado
cuando yo intenté abrir la puerta. ¡Vamos! ¡Registradlo todo! ¡Buscadlo!
-No pueden andar lejos -gritó el que asomaba por la ventana-, aquí hay una vela que
todavía está encendida.
-¡Buscadlos! ¡Hay quedar con ellos! -aullaba Pew, mientras golpeaba furiosamente con su
báculo contra la carretera.
Entonces comenzó un gran desconcierto en nuestra vieja hostería; carreras y ruidos por
todas partes, muebles que se volcaban, puertas abiertas a patadas; el estruendo parecía
resonar en las cercanas montañas. Luego empezaron a salir los asaltantes, uno a uno, y
aseguraron que sin duda ya no nos encontrábamos allí. En ese momento, el mismo silbido
que antes nos alarmara a mi madre y a mí, cuando estábamos contando el dinero del
capitán, se escuchó de nuevo, claro y agudo, en la quietud de la noche. Ahora sonó dos
veces. Al principio creí que se trataba del ciego, que de esta forma llamaba a su tripulación
al abordaje; pero reparé en que el sonido venía desde la cuesta que conducía al caserío, y
al ver el efecto que tuvo sobre aquellos bucaneros, comprendí que se trataba de un aviso
de peligro.
-Es Dirk -llamó uno de los maleantes-. ¡Dos toques! Tenemos que largarnos, compañeros.
-¡Lárgate tú, inútil! -clamó Pew-. Dirk siempre ha sido un miserable cobarde... ¡No le hagáis
caso! ¡Buscad al chico y a su madre, no pueden estar lejos! ¡Dispersaos y buscadlos,
perros! ¡Maldita sea mi alma! -juró-. ¡Si yo tuviera vista!
Esta arenga produjo su efecto, sin duda, porque dos o tres empezaron a buscar aquí y allá
en la leñera, aunque desde luego sin excesivo entusiasmo, ya que les preocupaba más su
propio peligro, los demás permanecían indecisos en la carretera.
-Tenéis una fortuna en vuestras manos, imbéciles, y os asustáis de vuestra sombra. Podéis
ser tan ricos como reyes, si logramos encontrar ese papel. Sabemos que está aquí y aún os
hacéis los remolones. Cuando ninguno de vosotros se atrevía a encararse con Bill, yo lo
hice... ¡yo, un ciego! ¡No voy a perder mi parte por vuestra culpa! ¿Es que voy a reventar
como un miserable pordiosero arrastrándome mendigando un poco de ron, cuando podría ir
en carroza? ¡Si tuvierais las agallas de una pulga, los atraparíais!
-Que se vayan al infierno, Pew. Ya tenemos los doblones -refunfuñó uno de ellos.
-Habrán escondido el escrito -dijo otro-. Coge estas guineas, Pew, y deja de aullar.
Aullidos era verdaderamente la palabra más exacta, y a tal punto llegó la cólera de Pew al
oír a su compañero, que su ira estalló v empezó a dar golpes de ciego con su bastón a
diestro y siniestro, y en las costillas de más de uno los oí resonar. Se enzarzaron todos
amenazándose con horribles maldiciones y tratando en vano de arrancar el palo de las
manos del ciego.
Su pendencia fue nuestra salvación, porque, mientras ellos reñían, otro ruido llegó hasta
nosotros desde lo alto de la cuesta del caserío: el rumor de cascos de caballos al galope.
Casi al mismo tiempo el resplandor y la detonación de un pistoletazo sacudieron al fondo
del camino. Debía ser ésa la última señal de peligro, porque los bucaneros, al escucharla,
dieron vuelta y echaron a correr, dispersándose en todas direcciones, lo mismo hacia el
mar, a lo largo de la bahía, como a través del cerro, de suerte que en medio minuto no
quedó de la pandilla sino Pew. Lo habían abandonado o por cobardía o en venganza por
sus injurias y golpes; y allí estaba él solo y golpeando con el palo en la carretera,
frenéticamente, tanteando el aire y llamando a sus camaradas. De pronto avanzó hacia
donde yo estaba, corría; pasó ante mí, gritando:
- Johnny! ¡«Perronegro»! ¡Dirk! -y otros nombres-. ¡No abandonéis al viejo Pew, camaradas!
¡No abandonéis al viejo Pew!
El atronador galopar de los caballos sobrepasó la cima de la cuesta, y cuatro o cinco jinetes
se dibujaron a la luz de la luna y se lanzaron cuesta abajo a galope tendido.
Y entonces vi que Pew cayó en la cuenta de su error; intentó dar la vuelta y echó a correr
hacia la cuneta, donde se precipitó dando tumbos. Se levantó inmediatamente y siguió
corriendo, pero ya estaba perdido, y vi cómo cala bajo las patas del primer caballo. El jinete
trató de esquivarlo, pero fue en vano. Pew cayó dando un grito, que resonó en el frío de la
noche. Los cascos del animal lo pisotearon, revolcándolo contra el polvo, y pasaron dé
largo. Allí quedó Pew, tendido sobre su costado; después se estremeció, casi dulcemente, y
quedó inmóvil.
De un salto me puse en pie y llamé a los jinetes. Habían frenado sus monturas, horrorizados
por el accidente, y los reconocí. Uno de ellos, que cabalgaba rezagado, era el muchacho
que habían enviado los del caserío a casa del doctor Livesey, y los demás eran agentes de
Aduana a los que encontrara a medio camino y con los cuales había tenido la buena idea de
regresar rápidamente. El superintendente Dance había sido informado sobre el lugre
fondeado en la Cala de Kitt y por eso precisamente venían aquella noche hacia nuestra
casa. Esas circunstancias nos habían librado a mi madre y a mí de una muerte segura.
Pew estaba tan muerto como una piedra. En cuanto a mi madre, la llevamos a la aldea y un
poco de agua fresca y unas sales bastaron para hacerle volver en sí, sin más
consecuencias que el susto, aunque no dejó de lamentarse por haber perdido lo que faltaba
para liquidar la cuenta del capitán. El superintendente y los suyos continuaron
inmediatamente hacia la Cala de Kitt, pero tenían que descender una abrupta barranca, y
sin luces, por lo que, entre que debían tantear la senda y desmontar de sus cabalgaduras,
además de las precauciones por el caso de que les hubieran tendido una emboscada, para
cuando llegaron a la Cala, el lugre ya había zarpado. Se encontraba todavía, sin embargo,
tan cerca de la costa, que el superintendente intentó detenerlo ordenándoles que se
entregasen. Pero una voz respondió desde el mar conminándole a apartarse de donde
estaba si no quería llevarse un poco de plomo en el cuerpo, lo que no era difícil ya que
estaba iluminado por la claridad de la luna, y al mismo tiempo sonó un disparo y una bala
silbó junto a su brazo. El lugre ya doblaba el cabo y desapareció. El señor Dance se quedó,
como él mismo dijo, «como pez fuera del agua», y todo lo que pudo hacer fue enviar a uno
de sus aduaneros a Bristol para dar aviso al cúter que servía de guardacostas.
-Es igual que nada -dijo-. Nos la han jugado. De lo único que me alegro es de haber
acabado con ese canalla de Pew -del cual ya sabía la historia por habérsela yo contado.
-¿No me dijiste que querían robar el dinero? Pues entonces, dime, Hawkins, ¿por qué lo
han destrozado todo? ¿Buscarían más dinero?
-No, señor -le contesté-, creo que no era dinero. Se me figura que buscaban algo que tengo
yo en el bolsillo, y, para decir verdad, quisiera ponerlo a buen recaudo.
-Muy bien, muchacho -dijo él-, tienes razón. Si quieres yo puedo guardarlo.
Le di las gracias por su ofrecimiento y nos dirigimos caminando hasta el caserío donde
estaban los caballos. Casi antes de poder despedirme de mi madre, vi que ya estaban todos
montados.
-Dogger -dijo el señor Dance-, tú que tienes un buen caballo monta contigo a este joven.
Monté y me aferré al cinto de Dogger. Entonces el superintendente dio la señal y partimos al
galope hacia la casa del doctor Livesey.
Cabalgamos sin descanso hasta que llegamos a la puerta del doctor Livesey. La fachada de
la casa estaba a oscuras.
El señor Dance me indicó que desmontase y llamara, y Dogger me cedió su estribo para
hacerlo. Una criada nos abrió la puerta.
Me respondió que el doctor había estado durante toda la tarde, pero que en aquel momento
se encontraba en la mansión del squire, porque estaba invitado a cenar y pasar la velada
con él.
-Bien, pues vamos allá, muchachos -dijo el señor Dance. Como esta vez la distancia era
más corta, ni siquiera monté, sino que fui corriendo asido al estribo de Dogger hasta las
puertas del parque, y después, por la larga avenida de árboles, cubierta entonces de hojas y
que la luz de la luna iluminaba, al final de la cual se perfilaba la blanca línea de
edificaciones que componían la mansión, rodeada por inmensos jardines de centenarios
árboles. El señor Dance desmontó y sin dilación fuimos admitidos en la casa. Un criado nos
condujo por una galería alfombrada hasta un amplio salón cuyas paredes estaban todas
cubiertas por estanterías con libros rematadas por esculturas. Allí se encontraban el squire
y el doctor Livesey, sentados ante un maravilloso fuego de chimenea y fumando sus pipas.
Yo nunca había visto tan de cerca al squire. Era un hombre muy alto, de más de seis pies, y
bien proporcionado; su rostro era enormemente expresivo, y su piel, curtida y algo
enrojecida, supongo que por sus largos viales; las cejas eran muy negras y espesas y, al
moverlas, le daban un aire de cierta fiereza.
-Pase usted, señor Dance -dijo con mucha ceremonia y no sin condescendencia.
-Buenas noches, Dance -añadió el doctor con una inclinación de cabeza-. Buenas noches,
Jim. ¿Qué buen viento os trae por aquí?
El superintendente, muy envarado, contó lo ocurrido como quien recita una lección; y era
digno de ver cómo los dos caballeros lo escuchaban con la máxima atención,
intercambiándose miradas, tanto que hasta se olvidaron de fumar, absortos y asombrados
por el relato. Cuando supieron cómo mi madre se había atrevido a regresar a la hostería, el
doctor Livesey no pudo reprimir una exclamación:
-¡Bravo! -dijo con un gesto tan impulsivo, que quebró su larga pipa contra la parrilla de la
chimenea.
Antes de que terminase el superintendente su narración, el señor Trelawney -pues ése,
como se recordará, era el nombre del squire- se levantó de su butaca y empezó a recorrer
el salón a grandes zancadas, mientras el doctor, como para oír mejor, se había despojado
de la empolvada peluca; y por cierto que resultaba sorprendente verlo con su auténtico pelo,
negrísimo y cortado al rape.
-¿Así, Jim -dijo el doctor-, que tú tienes lo que esos pillos andaban buscando?
El doctor lo miró por todos lados, temblándole los dedos por la impaciencia de abrirlo; pero,
en vez de hacerlo, se lo guardó tranquilamente en el bolsillo de su casaca.
-Señor Trelawney -dijo-, no debemos distraer al señor Dance por más tiempo de sus
obligaciones; el servicio de Su Majestad no descansa. Pero sugeriría que Jim Hawkins se
quedara a dormir en mi casa, y, con vuestro permiso, propongo, bien se lo ha ganado, que
traigan el pastel de fiambre y que reponga fuerzas.
-Como gustéis, Livesey-dijo el squire-, pero Hawkins bien merece algo mejor que ese
pastel.
Trajeron un enorme pastel de pichones, que dispusieron en una mesita junto a mí, y cené
copiosamente, pues tenía un hambre de lobo. Mientras tanto el señor Dance fue
nuevamente felicitado y finalmente despedido.
-Cada cosa a su tiempo -dijo riéndose el doctor-, cada cosa a su tiempo. Habréis oído
hablar de ese Flint, ¿no es así?
-¡Hablar! -exclamó el squire-. ¡Hablar, decís! Flint ha sido el más sanguinario pirata que
cruzó los mares. Barbanegra era un inocente niñito a su lado. Los españoles le tenían tanto
miedo, que a veces me he sentido orgulloso de que fuera inglés. Con estos ojos he visto
sus monterillas en el horizonte, a la altura de Trinidad, y el cobarde con quien yo navegaba
viró y le faltó tiempo para refugiarse en las tabernas de Puerto España.
-Que es lo que nosotros ahora podemos conocer -contestó el doctor-. Pero sois tan
exaltado, que me confundís y no he podido explicarme. Lo único que necesito saber es eso:
Si yo tuviera aquí, en mi bolsillo, alguna indicación acerca del lugar donde Flint enterró su
tesoro, ¿qué valor tendría para nosotros?
-¿Qué valor? -exclamó el squire-. Mirad: si tenemos esa indicación de que habláis, estoy
dispuesto a fletar y pertrechar un barco en Bristol y llevaros a vos y también a Hawkins, y
prometo hacerme con ese tesoro, aunque tenga que estar un año buscándolo.
-Magnífico -dijo el doctor-. Ahora, pues, si Jim está de acuerdo, abriremos el paquete.
El envoltorio estaba cosido y el doctor tuvo que sacar su instrumental y cortó las puntadas
con las tijeras de cirujano. Aparecieron entonces dos cosas: un cuaderno y un sobre
sellado.
Y me hizo señas para que me acercase y gozara del placer de la investigación. El squire y
yo mirábamos por encima de su cabeza mientras él lo abría. En la primera página sólo
encontramos algunas palabras sin ilación, como las que se escriben por mero capricho.
Alguna frase había, sin sentido, que repetía lo que yo había visto tatuado en el brazo del
capitán: «Billy Bones es libre»; después leímos: «Señor W. Bones, segundo de a bordo».
«Se acabó el ron». «A la altura de Cayo Palma recibió el golpe», y otros varios garabatos, la
mayor parte palabras sueltas e incomprensibles. No pude menos que imaginar quién sería
el que recibió «ese» golpe, y qué «golpe» sería... quizá el de un cuchillo, y por la espalda.
-No se saca mucho de aquí -dijo el doctor Livesey pasando las hojas.
En las diez o doce páginas siguientes había una curiosa serie de asientos. En los extremos
de cada renglón constaba una fecha, en uno y en el otro una cantidad de dinero, como
suelen figurar en los libros de contabilidad; pero, en lugar de anotaciones explicativas del
concepto, sólo había un número variable de cruces. Así, el 12 de junio de 1745, por
ejemplo, se indicaba haber asignado a alguien una suma de 70 libras esterlinas, pero sólo
seis cruces indicaban el motivo. En otros casos, es cierto, se añadía el nombre de algún
lugar, como «A la altura de Caracas», o una mera indicación del rumbo, como «62° 17' 20" ,
19° 2'40"».
La contabilidad abarcaba cerca de veinte años, y las cantidades que reflejaba cada asiento
iban haciéndose mayores con el paso del tiempo; al final se había sacado el total, tras cinco
o seis sumas equivocadas, y se le habían añadido las siguientes palabras: «Bones, lo
suyo».
-No saco nada en limpio de todo esto -dijo el doctor Livesey.
-Pues está tan claro como la luz del día -exclamó el squire-. Este libro registra las cuentas
de aquel perro desalmado. Las cruces representan los nombres de navíos hundidos o de
ciudades saqueadas. Las cantidades son la parte que a él le tocaba, y, cuando tenía alguna
duda, añadía para precisar: «A la altura de Caracas», lo que debe significar que en esa
situación algún malaventurado barco fue abordado. Dios tenga compasión de las pobres
almas que lo tripulaban... Se las habrá tragado el coral.
-¡Cierto! -dijo el doctor-. Se nota que habéis viajado mucho. ¡Cierto! Y así las cantidades
iban creciendo a medida que él ascendía de rango.
El resto del cuaderno decía ya bien poca cosa, a no ser unas referencias geográficas,
anotadas en las últimas páginas, y una tabla de equivalencias del valor entre monedas
francesas, inglesas y españolas.
El sobre estaba lacrado en varios puntos y sellado sirviéndose de un dedal, quizá el mismo
que yo había encontrado en el bolsillo del capitán. El doctor abrió los sellos con gran
cuidado y ante nosotros apareció el mapa de una isla, con precisa indicación de su latitud y
longitud, profundidades, nombres de sus colinas, bahías y estuarios, y todos los detalles
precisos para que una nave arribase a seguro fondeadero. Medía unas nueve millas de
largo por cinco de ancho, y semejaba, o así lo parecía, un grueso dragón rampante. Tenía
dos puertos bien abrigados, y en la parte central, un monte llamado «El Catalejo». Se veían
algunos añadidos realizados sobre el dibujo original; pero el que más nos interesó eran tres
cruces hechas con tinta roja: dos en el norte de la isla y una en el suroeste, y junto a esta
última, escritas con la misma tinta y con fina letra, muy distinta de la torpe escritura del
capitán, estas palabras: «Aquí está el tesoro».
«Árbol alto, lomo del Catalejo, demorando una cuarta al N. del N.N.E.
Isla del Esqueleto E.S.E. y una cuarta al E. Diez pies.
El lingote de plata está en escondite norte; se encontrará tomando por el montículo del este,
diez brazas al sur del peñasco negro con forma de cara.
Las armas se hallan fácilmente en la duna situada al N. punta del Cabo norte de la bahía,
rumbo E. y una cuarta N.
J. F.»
-Trelawney -dijo el doctor-, iré con vos, y salgo fiador del empeño, y también vendrá Jim, lo
que será una garantía para nuestra empresa. Pero he de deciros, a fuer de ser sincero, que
hay una persona a quien temo.
-Vos -replicó el doctor-, porque sé cuánto os cuesta sujetar la lengua. Pensad que no somos
los únicos que conocen la existencia de este documento. Esos sujetos que han atacado
esta noche la hostería -y que sin duda se trata de gente dispuesta a todo-, así como los que
les aguardaban en el lugre, y supongo que otros que no debían estar muy lejos, todos son
individuos decididos, cueste lo que cueste, a apoderarse de esas riquezas. Ninguno de
nosotros debe andar solo hasta que podamos hacernos a la mar. Vos debéis haceros
acompañar de Jo yce y de Hunter cuando vayáis a Bristol, y ninguno de nosotros ha de
dejar que se le escape una palabra de cuanto hemos descubierto.
-Livesey -contestó el squire-, siempre tenéis razón. Estaré callado como una tumba.