Tradiciones Peruanas
Tradiciones Peruanas
Tradiciones Peruanas
Rara era la semana por los años de 1796 en que su señoría ilustrísima no
hiciera por lo menos una visita al colegio, cuidando de que los catedráticos
cumpliesen con su deber, de la moralidad de los escolares y de los arreglos
económicos.
El señor obispo se propuso remediar la falta, reemplazando por ese día al profesor titular.
Los alumnos habían descuidado por completo aprender la lección. Nebrija y el Epítome habían sido olvidados
por completo.
Empezó el nuevo catedrático por hacer declinar a uno musa, musæ. El muchacho se equivocó en el acusativo
del plural, y el Sr. Chávez le dijo:
En esos tiempos regía por doctrina aquello de que la letra con sangre entra, y todos los colegios tenían un
empleado o bedel, cuya tarea se reducía a aplicar tres, seis y hasta doce azotes sobre las posaderas del
estudiante condenado a ir al rincón.
Pasó a otro. En el nominativo de quis vel quid ensartó un despropósito, y el maestro profirió la tremenda frase:
Y ya había más de una docena arrinconados, cuando le llegó su turno al más chiquitín y travieso de la clase,
uno de esos tipos que llamamos revejidos, porque a lo sumo representaba tener ocho años, cuando en
realidad doblaba el número.
El niño o conato de hombre alzó los ojos al techo (acción que involuntariamente practicamos para recordar
algo, como si las vigas del techo fueran un tónico para la memoria) y dejó pasar cinco segundos sin responder.
El obispo atribuyó el silencio a ignorancia, y lanzó el inapelable fallo:
El chicuelo obedeció, pero rezongando entre dientes algo que hubo de incomodar a su ilustrísima.
–Yo, nada, señor... nada –y seguía el muchacho gimoteando y pronunciando a la vez palabras entrecortadas
Tomó a capricho el obispo saber lo que el escolar murmuraba, y tanto le hurgó que, al fin, le dijo el niño:
–Lo que hablo entre dientes es que, si su señoría ilustrísima me permitiera, yo también le haría una preguntita,
y había de verse moro para contestármela de corrido.
Picole la curiosidad al buen obispo, y sonriéndose ligeramente, respondió:
–Pues con venia de su señoría, y si no es atrevimiento, yo quisiera que me dijese cuántos Dominus vobiscum
tiene la misa.
El Sr. Chávez de la Rosa, sin darse cuenta de la acción, levantó los ojos.
–¡Ah! –murmuró el niño, pero no tan bajo que no lo oyese el obispo–. También él mira al techo.
La verdad es que a su señoría ilustrísima no se le había ocurrido hasta ese instante averiguar cuántos Dominus
vobiscum tiene la misa.
Encantolo, y esto era natural, la agudeza de aquel arrapiezo, que desde ese día le cortó, como se dice, el
ombligo.
El obispo se constituyó en padre y protector del niño, que era de una familia pobrísima de bienes, si bien rica
en virtudes, y le confirió una de las becas del seminario.
Cuando el Sr. Chávez de la Rosa, no queriendo transigir con abusos y fastidiado de luchar sin fruto con su
Cabildo y hasta con las monjas, renunció en 1804 el obispado, llevó entre los familiares que lo acompañaron a
España al cleriguito del Dominus vobiscum, como cariñosamente llamaba a su protegido.
Andando los tiempos, aquel niño fue uno de los prohombres de la independencia, uno de los más prestigiosos
oradores en nuestras Asambleas, escritor galano y robusto, habilísimo político y orgullo del clero peruano.
¿Su nombre?
En la bóveda de la catedral hay una tumba que guarda los restos del que fue Francisco Javier de Luna-Pizarro,
vigésimo arzobispo de Lima, nacido en Arequipa en diciembre de 1780 y muerto el 9 de febrero de 1855.
ACTIVIDAD:
Responde las siguientes preguntas: