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Blondel - La Vida Afectiva

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Capítulo tercero

LA V ID A A F E C T I V A

La vida afectiva y sus manifestaciones parecen, ser


enteramente personales. Se señalan por su espontanei­
dad; no necesitan ni reflexión ni estudio; se viven más
que se piensan. Las modificaciones orgánicas que las
preceden, las acompañan o las siguen, y que constitu­
yen, si no su ser, al menos su apariencia, las hacen in­
dividuales como el cuerpo, ajustándolas a nuestra ce-
nestesia, único dominio sensitivo que nos es exclusiva­
mente propio, pues percibimos todos en común los mis­
mos objetos exteriores, mas quedamos siempre inexora­
blemente solos para sentir en el interior el juego de
nuestros órganos. Todo conocimiento se origina en un
objeto virtualmente accesible a todos y, en tal sentido,
exterior al conocimiento mismo. Toda acción se desarro­
lla al exterior. Por el contrario, son los sentimientos
los que no tienen traducción al exterior y toman consis­
tencia, por así decirlo, con su objeto íntim o: tales las
oscilaciones fugaces de nuestro humor, en las que, a só­
lo consultar nuestra conciencia, parece que tristeza y
alegría se engendran a sí mismas. La vida afectiva se­

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ría, pues, lo que hay de más necesaria e inexorablemen­
te subjetivo en nosotros. Todo esfuerzo para hacer en
ella un objeto asimilable a los otros, para plegarla a las
distinciones, abstracciones, generalizaciones y clasifica­
ciones indispensables a una ciencia natural, alteraría
sin remedio el carácter único e incomparable de las ma­
nifestaciones que son exclusivamente nuestras y que no
son jamás dos veces. De ahí las declaraciones de filóso­
fos tales como Rauh, Renouvier y sobre todo Bergson,
para los cuales la novela nos es presentada como el
procedimiento privilegiado para desentrañar la vida
afectiva y penetrar sus resortes, ya que la novela se
aplica a darnos a conocer individuos, y el gran novelista
sobresale en describirnos, en el seno de las conciencias
individuales, ese hervor mental animador de los senti­
mientos y de las pasiones, en el cual se agitan en cada
instante, en la infinita multiplicidad de sus matices per­
sonales, el pasado, el presente y el porvenir de una exis­
tencia.
Sin embargo, para explicar la vida afectiva, autores
como Georges Dumas no vacilan en inspirarse no sola­
mente en la fisiología, sino también en la sociología, ne­
gándole, por consiguiente, toda su inexpugnable indivi­
dualidad. En efecto, si consideramos loe estados afecti­
vos concretos tales como los vivimos en realidad, antes
de que los refinamientos de los psicólogos los aíslen en
nosotros, olvidando que se producen ante todo en el me­
dio humano y a propósito de los hombres, es posible de­
mostrar que las influencias colectivas se ejercitan con­
siderablemente sobre ellos insinuándoles una buena par­
te de los caracteres que su examen presenta.
Para establecer nuestra demostración vamos a to­
mar precisamente como punto de partida una penetran­
te observación de Bergson. “No se gustaría lo cómico,

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nos dice, si lo sintiésemos aislado. Pai-ece que la risa
tenga necesidad de un eco. Escuchad: el eco no es un
son articulado, neto, preciso; es cualquier cosa que que­
rría prolongarse y repercutir cada vez más cerca, cual­
quier cosa que comienza por un estallido para continuar
en un redoble, tal como el trueno en las montañas. Esta
repercusión no,debe perderse en el infinito. Puede cami­
nar en un círculo tan amplio como se quiere; el círculo
no quedará por eso menos cerrado. Nuestra risa es siem­
pre la risa de un grupo.
La cuestión está ahora en saber si esta observación,
tan justa y precisa en relación con la risa, no sería cier­
ta igualmente para toda la vida afectiva; si un medio
social no es el medio normal de los estados afectivos y
una de las condiciones de su desenvolvimiento. A fuer­
za de insistir sobre el carácter individual de estos esta­
dos, se cae en el riesgo de olvidar otro carácter, sin em­
bargo bien esencial: saber que son eminentemente co­
municables y que no sólo se comunican, sino que para
desarrollarse, e incluso para ser, tienen necesidad de co­
municarse. Se sabe que las emociones son más contagio­
sas que las ideas. Tal vez no se sabe tan bien que se
propagan menos, que se extinguen mucho más velozmen­
te cuando su potencia de contagio no se puede ejercitar.
Los estados afectivos poderosos son, en efecto, rara
vez el hecho de individuos aislados. La soledad empo­
brece, en general, no solamente la expresión exterior de
nuestras emociones, nuestras lágrimas, nuestras risas,
nuestros gritos y toda nuestra mímica, sino el juego de
las representaciones y de los sentimientos que las ani­
man. Si nuestras emociones se desarrollan lejos de la
presencia del prójimo es porque sufrimos incesantemen­
te el espejismo de la vida en común que nos es tan na­

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tural; es que nuestra imaginación se encuentra pobla­
da por entero de espectadores y auditores imaginarios
ante los cuales desplegamos nuestras emociones; es que,
merced a una suerte de desdoblamiento al cual nos
tiene acostumbrado el juego de la conciencia reflexiva,
convirtiéndonos en nuestros propios aliados y enemi­
gos, nos querellamos de nosotros mismos, nos indigna­
mos o regocijamos con nosotros mismos, nos arrebata­
mos contra una especie de adversario interior, nos pro­
curamos a nosotros mismos la visión patética de nues­
tros llantos y la aflicción de nuestros gritos.
Normalmente, los estados afectivos se viven en el
seno de grupos más o menos bien delimitados, en el in­
terior de los cuales ejercen una acción contagiosa más
o menos intensa. Todo estado afectivo un poco acusado
tiende a resonar sobre el grupo y a beneficiarse por
reacción de esta resonancia. Cuanto más socialmente
adaptado es el medio en que nos encontramos, más es
su participación en él, neta y franca, y más fuerza ad­
quiere nuestra emoción. En defecto de este medio y de
esta participación, la emoción no realiza todas sus vir­
tualidades mentales y motrices. Es así gomo, por regla
general, nuestras emociones nacen, crecen y se agostan
en un medio humano que no podría ser cualquiera, y
que las nutre, en cierto modo, con la conmoción que de
ellas recibe. Familiares, nuestras alegrías y nuestras pe­
nas se muestran a nuestros íntimos, se reprimen ante
nuestras relaciones, se inhiben ante los extraños; na­
cionales, nos hacen, en nuestro país, empeñarnos en ani­
madas conversaciones en la calle y, en el extranjero,
adoptar una máscara de reserva y de dignidad. Nues­
tras cóleras se alimentan del furor o de la indiferen­
cia de nuestros adversarios, de la participación de nues-

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tros amigos, y se extinguen faltas de resistencia o de
concurso. Nuestros miedos se disimulan y se amortiguan
si lo que nos rodea no los comparte; pero se exaltan en
pánicos si este contorno los hace suyos. Es, pues, cier­
to que para que los estados afectivos se desarrollen ne­
cesitan naturalmente un medio social adecuado a ellos
y que son en nosotros no solamente lo que son por nos­
otros, sino por lo que son en los otros y por la acogida
que de ellos reciben.
Esta participación del grupo en nuestras emociones
constituye, ante todo*, para nosotros una especie de ne­
cesidad. La soledad moral nos aterroriza aún más que
la soledad material. Nuestros estados afectivos quieren
que se les apruebe, que se les comparta. Ni los senti­
mientos de hostilidad escapan a esta regla. Nuestras
cóleras, nuestros odios, principalmente, están llenos de
proselitism o; no se hallan satisfechos sino cuando son
confirmados por el juicio ajeno; no dejamos de demos­
trarlos, es decir, de intentar insinuárselos a nuestros
oyentes. Mas esta necesidad de comunión afectiva con
los demás en ningún caso es tan magnífica como cuando
se trata de sentimientos superiores, morales, sociales,
estéticos o religiosos. Entonces sentimos vivamente que
no son enteramente nuestros, que son ciertos, es decir,
válidos, para todos y de todos exigibles: la resistencia
ajena a este respecto nos lastima como una culpa o nos
inquieta como un aviso. Si el conflicto se muestra irre­
ductible, si el conjunto de nuestro medio se obstina en
no sentir como nosotros lo bueno, lo justo, lo bello o lo
divino, acontece a menudo que nos refugiamos en una
especie de grupo ideal, entre cuyos miembros reina este
acuerdo necesario que la realidad nos niega y que ima­
ginamos ser la moral, la sociedad, el arte o la religión
del porvenir, siendo lo más corriente que el veto que se

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les opone acabe a la larga con nuestras preferencias y
nuestros alientos.
Es propio, pues, de los estados afectivos el difundir­
se y propagarse en el interior de un grupo humano más
o menos exactamente circunscrito, y lo que la realidad
plantea aquí a nuestro estudio no son en modo alguno
los estados aislados, cercados, cerrados en el individuo,
sino más bien la atmósfera afectiva de la cual el indi­
viduo constituye el centro. Si intentáramos considerar
la vida afectiva independientemente de toda teoría, no
nos encontraríamos con ella en presencia de remolinos
interiores que se opondrían, en lo más profundo de las
conciencias individuales, a la vida en común y a sus in­
fluencias, sino, por el contrario, de movimientos menta­
les cuya naturaleza propia consiste en dilatarse en un
medio humano, penetrando de un corazón a otro, para
retornar después de los otros a él. En estas condiciones,
la vida afectiva no está, en realidad, desgajada de la vi­
da colectiva. Antes al contrario, parece estar, por na­
turaleza, lista para sufrir la acción de los grupos en el
seno de los cuales se desarrolla.
Desde este punto de vista vamos a considerar ahora
los estados afectivos, primero en su intimidad y des­
pués en su expresión.

No solamente sentimos en el fondo de nuestras con­


ciencias los estados afectivos, sino que adquirimos al
mismo tiempo una especie de conocimiento de ellos, ya
que, en general, Ies imponemos, en seguida y sin vaci­
lar, nombres. Y nombrar es ya conocer, puesto que es

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reconocer, es decir, identificar nuestra experiencia pre­
sente con ciertas de nuestras experiencias anteriores y
situarla bajo una de las denominaciones en las cuales
se resumen estas últimas, tanto para los demás como
para nosotros. El hecho de que podamos dar nombres a
nuestros estados afectivos con cuya ayuda poder adap­
tarlos oportunamente a nuestros comportamientos re­
cíprocos, el acuerdo que se establece a través del nom­
bre sobre el esquema de la s circunstancias, de los senti­
mientos y de las reacciones que lo definen, basta para
testim oniar que no solamente en el individuo aislado, si­
no también de individuo a individuo, los estados afec­
tivos son susceptibles de ser clasificados con arreglo a
caracteres comunes. Lo menos que puede decirse es que
la originalidad absoluta, la intangible personalidad que
se les atribuye, no dejan a pesar de todo de estar mane­
jadas por las necesidades de la vida en común, y que es
preciso que nuestra nomenclatura de los estados afecti­
vos responda a lo que en la práctica es tan ventajosa­
mente utilizable.
Sólo que esta distribución verbal de los estados afec­
tivos que los hace desbordar del círculo estrecho de las
conciencias individuales no es válida en ningún sitio pa­
ra la especie entera, para un hombre en general que sería
idéntico a él mismo a través de los tiempos y de los lu­
gares. Varía, en efecto, de idioma a idioma y, por consi­
guiente, de pueblo a pueblo y de civilización a civiliza­
ción. Su vocabulario afectivo es quizá lo que el idioma
presenta para el extranjero de más difícil de compren­
der y de traducir: responde a una división de los senti­
mientos y de las emociones solamente inteligible para
el seno del grupo que la ha concebido y que mal se deja
penetrar por las influencias de afuera. E l lenguaje no
expresa en esto la estricta intim idad de las conciencias

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individuales, puesto que revela exclusivamente lo que
ellas tienen entre sí de comunicable, y por lo tanto de
común; pero no señala tampoco los rasgos inmutables
de la especie, puesto que la imagen que nos ofrece no es
siempre y por doquiera semejante a ella misma. En cam­
bio, consagra expresamente la experiencia que el grupo
que le habla ha adquirido de la vida afectiva.
De este modo se constituyen para nosotros, en fun­
ción de la experiencia colectiva, tipos normales de es­
tados afectivos. Es particularmente reveladora, a este
respecto, la definición de la emoción mórbida dada por
Féré y repetida por Ribot. Según estos autores, una
emoción es mórbida cuando se produce sin causa sufi­
ciente; cuando, de manera señalada, las concomitancias
fisiológicas pecan en ella por exceso o por defecto;
cuando, en fin, los efectos se prolongan en ella desmedi­
damente. Mas para poder juzgar de esa manera, como
en realidad hacemos constantemente, afirmando que una
emoción es anormal por su causa, sus reacciones y su
duración, necesitamos poseer un patrón de emoción nor­
mal al cual podernos referir. No tenemos este patrón
de la ciencia. Psiquiatría, psicología y fisiología no han
llegado aún a e so ; prueba de ello son las discusiones que
acaban de reemprenderse sobre el crimen pasional y el
límite que conviene trazar entre lo patológico y lo nor­
mal. El patrón que nosotros utilizamos no es, tampoco,
fruto de iniciativas individuales, caprichosas o reflexi-
T as, ya que, en general, la masa humana, que por otra
parte apenas si reflexiona ni tiene caprichos, está táci­
tamente de acuerdo a este respecto. Es nuestro grupo
quien nos impone el patrón. Estableciendo su nomencla­
tura de los estados afectivos, el grupo está al mismo
tiempo llamado a definirlos, a circunscribir las circuns­
tancias en las cuales se producen, las reacciones que

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comportan, la intensidad y duración que les pertenecen.
Toda emoción y todo sentimiento, una vez denominados
y definidos, vienen a ser otros tantos tipos normales de
estados afectivos y constituyen los patrones con los cua­
les confrontamos las agitaciones de nuestra conciencia
o las de la de nuestro vecino.
Mas estos patrones son al mismo tiempo modelos.
Todo heclio humano es, en efecto, juzgado y apreciado
por el grupo. Los estados afectivos no escapan a esta
regla. E l grupo los juzga, los aprecia y los clasifica mo­
ralmente, según estén o no conformes con las necesida­
des y las convenciones sociales, con los modos y con las
conveniencias mundanas. Se establece así entre los es­
tados afectivos una escala de valor, una jerarquía so­
cial y moral. E sta escala, esta jerarquía, no son sólo
teóricas, sino que tienen una aplicación práctica. La
colectividad exige que las tengamos en cuenta. Las tra­
duce para nosotros en un conjunto de mandamientos, de
imperativos, que vienen a regular nuestra conducta afec­
tiva. Según su rango en esta jerarquía, en tales circuns­
tancias socialmente definidas, tales emociones nos son
impuestas, recomendadas, permitidas, toleradas o pro­
hibidas. La sociedad es más estricta a este respecto que
al de las ideas, pues los estados afectivos están más
próximos a la acción. Podemos, por ejemplo, criticar la
piedad, como Spinoza; pero el mundo protestaría du­
ramente si, por lo menos, no hablásemos su lenguaje
cuando él estima que la piedad se impone. E l conformis­
mo afectivo que la sociedad exige de nosotros hace que
nuestros sentimientos y nuestras emociones nazcan y
se desarrollen bajo la presión permanente de imperati­
vos colectivos.
En la vida real, en el hombre llamado de la calle,

186
1
•i
tan pronto como se presentan ciertas circunstancias
que lo impelen al esbozo de un sentimiento, el modo se­
gún el cual el grupo ha decidido sea o no conveniente
emocionarse influye sobre su estado afectivo hasta el
punto de transformar ese sentimiento e incluso, frecuen­
temente, hasta de llegar a producirlo. En ciertas cir­
cunstancias, o en todas, el miedo, por ejemplo, o la
alegría o el odio, son prohibidos, reprobados, desaconse­
jados. Cuando a pesar de todo esos sentimientos se im ­
ponen a nosotros, desplegamos un esfuerzo de casuística
afectiva para disculparnos, para justificarlos desfigu­
rándolos, para dotarlos de derecho de ciudadanía moral
en la conciencia. Nuestros sentimientos se desnaturali­
zan para obtener así su naturalización y su consagra­
ción’, por decirlo así, oficiales.
Otros estados afectivos nos son, por el contrario,
impuestos o recomendados por la colectividad. Es de
necesidad moral para ella que ciertas circunstancias en­
trañen determinadas emociones. Una vez dadas las cir­
cunstancias, el sentimiento de tal necesidad nos impone
esas emociones, o cuando menos crea en nosotros su es­
pejismo. “Despiertos, dice Goblot, regulamos no sola­
mente la expresión de nuestros sentim ientos, sino nues­
tros sentimientos mismos. Hay mucho de artificial y
de convencional en los de la vida social. Creemos expe­
rimentarlos desde que creemos deberlos experimentar,
y nos parecen profundos desde el instante en que los
hemos consentido”. Mas no son solamente los sentimien­
tos propiamente sociales, es todo el conjunto de senti­
mientos superiores, morales, estéticos y religiosos, los
que presentan muy particularmente este carácter de
obligación. Experimentamos los que son convenientes, ya
que si queremos ser hombres dignos de este nombre es
preciso que los experimentemos, puesto que son el pri­

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vilegio de la humanidad y una de sus manifestaciones
más esenciales. En cierto grado de la escala social, to­
dos sabemos lo que deben ser nuestros sentimientos co­
mo consecuencia de una hazaña o de un crimen, ante un
Tiziano o un Eodin, en la audición de una sinfonía de
Beethoven, en una visita a Notre-Dame, en el cumpli­
miento de los deberes religiosos, ante la noticia de la
victoria o la derrota de nuestros ejércitos. Estos senti­
mientos tienen su vocabulario y su sintaxis propios,
aprendidos por nosotros de nuestro mundo circundan­
te, de nuestras conversaciones y de nuestras lecturas.
Vibren o no nuestros corazones a su unísono, nos sen­
timos obligados a experimentarlos y debemos experimen­
tarlos siempre respetando su sintaxis y su vocabulario:
va en ello nuestra dignidad de hombres. Mas saber que
un sentimiento debe tomar cuerpo, utilizar la expresión
que comporta, es hacerlo presente a nuestra conciencia
e introducirlo en ella desde fuera. Por una emoción de
este orden, que sube del corazón a los labios, ¡cuántas
hay que, inversamente, descienden de los labios al cora­
zón! Entre lo que sentimos espontáneamente y lo que
sentimos por deber y, acaso, por fuerza la frontera es
difícil de trazar. El modo como tales sentimientos son
en nosotros se encuentra siempre más o menos recu­
bierto por el modo como deben ser. Si deseáis pruebas
escritas de ello, abrid los tratados de psicología y bus­
cad los capítulos referentes al sentimiento moral, al
sentimiento estético o al sentimiento religioso. Encon­
traréis en general la descripción de su forma ideal y
de su realización la más aproximada, tal como ella ha
sido en los grandes hombres de bien, los grandes artis­
tas, los grandes m ísticos; pero no aprenderéis nada
acerca de lo que ellos son, por ejemplo, en la concien­
cia republicana del guardia Jules Lemaitre, que de-

188
claraba que la Ifigenia de Hacine es muy bella, pero muy
aburrida. Sin embargo, lo que interesa, lo que debiera in­
teresar al psicólogo en los sentimientos superiores es,
no lo que conviene que sean, sino lo que en efecto son en
la mayoría de los hombres, verdaderamente más próxi­
mos a nuestro municipal que a de Vinci o a Santa Te­
resa. De nada serviría pretender aquí que un sentimien­
to no llega a ser, por ejemplo, auténticamente estético
si la obra que le suscita no es auténticamente artística
y si el sentimiento en cuestión se encuentra limpio de
toda alianza con otras especies afectivas. Tal actitud es
de estético, no de psicólogo. Y o he oído antaño a un pú­
blico popular cubrir de aplausos entusiastas, que hubie­
ra aido imprudente ridiculizar, tan justos le parecían,
le he oído hacer repetir la.inim itable parodia de los ro­
mances de “ dos sous” (de anteguerra) dada por Cour-
teline en Música, señor H onorato, en la cu a l:

En una cuna de fina muselina


Un tierno niño de unos cuantos meses,
Bajo la mirada de su despierta madre,
Dormía tal como hacía alguna vez,

acaba por gritar:

¡Veinte años hace que ellos mataron a mi padre!


¡Veinte años hace ya que yo soy huérfano!

Este público popular se había reunido para gozar de


un espectáculo y de una música, igual que lo hacen los
aficionados de Bayreuth. Su regocijo, ese regocijo, de­
be ser estudiado por el psicólogo, cualquiera que sea el
sitio donde se manifieste. Al oponer dos masas huma­
nas y sus reacciones, tan diferentes, este ejemplo nos

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permite, por añadidura, comprobar que en la mayor
parte de los casos el gusto, es decir, la capacidad que
bemos adquirido de proporcionarnos ilusión, a nosotros
mismos y al prójimo, sobre la cualidad y potencia de
nuestras impresiones estéticas, no es ni virtud especí­
fica ni don individual, sino que procede, para los que
en ella se engolfan, de la cultura que han recibido y,
por consiguiente, del grupo social del cual forman parte.
Los prejuicios colectivos, o lo que es más exacto, las
prevenciones, las anticipaciones que la vida social nos
impone a propósito de nuestros sentimientos y de nues­
tras emociones, no contribuyen solamente a transformar­
los, sino a producirlos. N os proporcionan, incluso, la
clave. Cuando emprendemos el análisis de uno de nues­
tros estados de alma y abrimos en él cada vez más hon­
do el taladro, para apuntalar el vacío interior no dis­
ponemos de otro medio que no sea solidificar en pala­
bras sus flúidos escapes. De esta manera, en el hombre
que, como yo, no tiene genio, la reflexión sobre sus pro­
pios sentimientos viene a ser el alimento, no de su ínti­
ma substancia, sino de lo que el lenguaje le dispone, le
invita, le obliga a descubrir en ellos y en torno a ellos.
Es siempre posible, por ejemplo, traducir un sentimien­
to en otro por medio de un artificio verbal que modifica
para nosotros su aspecto. Un mismo temor es capaz de
convertirse en disgusto, odio, inquietud y dolor de la
eventualidad temida, o por el contrario, en deseo, amor,
esperanza, e incluso alegría de lo que podría desmentir­
la. Nuestro sentimiento se enriquece, pues, con todas las
expresiones de que disponemos para interpretarlo, de
todos los puntos de vista que ellas nos ofrecen sobre él
y de las afecciones que ellas traducen. Este efecto de las
palabras es tan innegable que se produce incluso cuando

190
!

no tenemos ninguna experiencia de lo que le correspon­


de. ‘'Gracias a la vida social, nos dice Vil ley, las im á­
genes visuales, que nada tienen que ver con los otros
sentidos, no están, desde el punto de vista afectivo, to ­
talm ente perdidas para el c ie g o ..., algo de su emoción
puede transmitirse, por las palabras que las designan,
a quien jamás las conocerá”. A mayor abundamiento,
esta acción de las palabras se ejerce cuando la expe­
riencia de los estados que ellas expresan no nos hace
ninguna falta. E l caso más típico de estas transposicio­
nes verbales y de sus consecuencias mentales nos es,
quizá, proporcionado por la iglesia psicoanalítica y su
dogma de la libido. E l neófito de Freud no ha olvidado
naturalmente que amaba a su madre cuando era peque­
ño, y uno de los artículos de su nueva fe le impone que
el amor filial a esta edad sea siempre más o menos in ­
cestuoso. Seguro de este mandamiento, redesciende en
su pasado y descubre en la fuente de su amor por su
madre algo de la atracción que hoy conoce por, atracción
del sexo. El niño que él ha sido se revela, pues, un Edipo
por persuasión. Pero este Edipo por persuasión llega a
ser en realidad un Edipo; la virtud del análisis ha sido
suficiente. Los incrédulos pueden preguntarse si, en
efecto, el amor inspirado al neófito por su madre cuan­
do él era pequeño tenía un acento sexual; pero el hecho
es que el adulto, por el beneficio de su psicoanálisis, no
puede ya asomarse a su infancia sin sentir en ella la
presencia de su libido. ¿Ha hecho realmente el análisis
este descubrimiento? Es una pregunta. Mas lo cierto es
que para muchos es así. Desde este punto de vista, el
psicoanálisis es singularmente instructivo, apareciéndo-
senos como una manera de hablar común a un grupo y
plenamente válida para el seno del grupo, que nos ilus­
tra sobre el modo en que pueden, en efecto, constituirse

191
en un grupo una jerarquía, patrones, un vocabulario
afectivos que le sean propios, y promulgarse una regla­
mentación que decrete los sentimientos y las emociones
inevitables en el curso de la vida: ¿qué psicoanalista
consentiría no haber sido a su hora homosexual?
Nuestra vida interior tiene, en sus afecciones, algo
de convencional. Lo convencional preside los modos de
sentir como los de vestir. Las pasiones se llevan a la
Lelia como el peinado a la Ninón. Cada época posee su
código de conveniencias sentimentales, variables visi­
blemente de una a otra, que decide su ideal afectivo. En
Francia, por ejemplo, se han sucedido, desde el siglo
X V I I a nuestros días, unas cuantas escuelas de sen­
timiento. En poder de una reflexión, que de un solo
golpe se libera y encuentra en sí, con Descartes, la sal
de las tradiciones morales y religiosas, el Gran Siglo
quiere emociones y sentimientos aprobados y compen­
diados por la razón. El siglo X V I I I pone los sentidos y
a la vez el corazón en el orden del día y forja de su con­
fusión su inquieta e inquietante sensibilidad. El X IX
comienza en huracán para acabar en un escepticismo en
el que las pasiones, por las cuales se deja llevar, tienen
una especie de pudor que se exalta en el sentimiento
agudo de su inconsistencia y de su fragilidad. El siglo
X X se levanta sobre las ruinas de las reglas morales y
erige el querer-vivir de los deseos elementales. Así es
como el amor, que es de todas las pasiones la más ca­
racterística, ha encontrado sucesivamente su expresión
según el momento y la convención prevaleciente: en la
Princesa de Cléves en la Nueva Eloísa, en A n ton y, en
Am antes, en la M ujer desnuda. No son éstas las copias
estrictas de lo que los contemporáneos experimentaban,
puesto que amaban, sobre ellos mismos. Son más bien
los modelos que les han revelado, en una forma concre­

192
ta, las aspiraciones confusamente esparcidas en el am­
biente y sobre las cuales han calcado después ellos sus
propias emociones. Eu testimonio de ello citamos el
precioso libro de Maigron sobre E l Romanticismo y las
costumbres (1910) en el que vemos estudiantes, ama­
nuenses de notarios, horteras y pequeñas burguesas ju ­
gar a los Hernani y a las Doña Sol. ¡Infierno y Matri­
monio! Fué preciso Didier para que se sintieran mar­
cados con el sello de la fatalidad, Indiana para que
comprendieran cómo eran incomprendidas.
A distancia, el carácter convencional de los temas
afectivos según los cuales nuestros predecesores han
concebido sus emociones y sus pasiones, nos salta de
golpe a los ojos. Si nuestras propias convenciones sen­
timentales permanecen ignoradas para nosotros mis­
mos, ello no constituye una prueba de que no existen,
de que no sufrimos su apremio, de que nuestros movi­
mientos afectivos, por un excepcional privilegio, no nos
ponen en el seno de nuestras conciencias en contacto
con la humanidad. El hecho de que por doquiera que en­
contremos hombres reunidos en sociedad comprobemos
tales convenciones hace verosímil, por el contrario, que
no poseamos a nuestra vez las propias. Ellas forman
parte de nosotros por naturaleza, ya que nuestras so­
ciedades y sus reglas están en la naturaleza y constitu­
yen para nosotros la naturaleza misma. Por otra parte,
en el dominio que nos ocupa estas reglas tienen algo par­
ticularmente móvil, y su presencia se pone de manifiesto
por el divorcio que se produce insensiblemente entre las
costumbres sentimentales contraídas bajo el régimen de
la convención hasta entonces predominante y las exi­
gencias crecientes de la convención nueva que les dis­
puta su supremacía. El hombre acostumbrado a amar

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al ritmo lento de los valses, pierde después el aliento
en la trepidación de los sones del jazz-band. Proclama
la quiebra del amor porque su manera de amar era para
él el amor mismo. Haría mejor en admitir, tomándose
como propio ejemplo, que el amor es eterno, pero que sus
modas y modos pasan y cambian. Jamás para el hombre
en sociedad, el único que conocemos, la vida afectiva es­
capa a la convención para recobrar un natural del cual
esta convención no sería parte integrante.
Ya se trate de nuestros predecesores, ya de nosotros
mismos, en ningún modo conviene hablar aquí de insin­
ceridad. La plasticidad de nuestra vida afectiva se plie­
ga en nosotros a modos de expresión y a convenciones
colectivas que nos llevan, no a fingir, sino a experimen­
tar, en efecto, los sentim ientos que ellas expresan o exi­
gen, ya que su insinuación en nosotros parte precisa­
mente del hecho de que ellas los exijan o los expresen.
La sociedad en que vivimos sabe cómo está hecha la vi­
da afectiva y la quiere hecha a su manera. Guiada por
esta voluntad y esta ciencia colectivas, la conciencia que
tenemos de nuestros sentim ientos y de nuestras emocio­
nes ejerce sobre ellos un poder creador: lo que ella en­
cuentra en ellos comienza a existir desde el momento en
que lo ha encontrado. Así, no diremos nosotros con Va-
ll é s : “Alegrías, dolores, amores, venganzas, nuestros sus­
piros, nuestras risas, las pasiones, los crímenes, todo es
copiado, todo. N i una sola de nuestras emociones es fran­
ca”, sino más bien con Gide, ampliando, quizás, su
pensam iento: “E l análisis psicológico ha perdido para
mí todo interés desde el día en que he comprendido que
el hombre experimenta lo que imagina experimentar. De
ahí a pensar que él se imagina experimentar lo que ex­

194
perimenta.. entre amar, por ejemplo, e imaginar que
se ama, “¿quién encontraría diferencia? En el dominio
de los sentimientos, lo real no se distingue de lo imagi­
nario”.
Solamente que —queremos subrayar la evidencia—
lo imaginario es, en verdad, lo real, y lo hipotético real
es, en cambio, precisamente lo imaginario. Un estado
afectivo que se sustrajera a toda comunión humana;
que ninguna palabra fuera capaz de definir ni de solidi­
ficar, no solamente fuera, sino en el interior de nuestras
conciencias; que escapara en su magnífica intimidad a
toda influencia exógena: he ahí lo imaginario, lo ilu ­
sorio, lo inasible. Estados afectivos, por el contrario,
vividos y generalizados entre los hombres, atribuidos al
prójimo y a nosotros mismos por los que los sienten en
un lenguaje común; contenidos desde su nacimiento en
los moldes sentimentales que la colectividad ha inventa­
do sucesivamente para su uso; estados afectivos, en una
palabra, completamente socializados: he aquí lo que,
en todo tiempo y lugar, se impone a nuestra considera­
ción, y si, por ser real, no es inútil su existencia, he
aquí la realidad misma. Para conocer tales estados se­
ría en vano escrutar las conciencias individuales antes
de haber interrogado al medio que ha permitido en él su
pleno desarrollo. Considerad un grupo con su idioma,
sus reglas, sus convenciones y sus modos afectivos: po­
dréis prever por anticipado cómo serán, grosso m odo, los
sentimientos y las emociones de sus miembros. Consi­
derad, por el contrario, esas emociones y esos sentimien­
tos sin conocer nada del grupo en el cual intervienen:
jamás llegaréis a saber su especial manera de ser, eso
que su naturaleza tiene de más ostensible e inm ediata­
mente comprensible.

195
II

La expresión de las emociones supone todo un con­


junto de manifestaciones fisiológicas y motrices muy ri­
cas y diversas. Las unas, tales como los gestos y los jue­
gos de fisonomía, susceptibles de ser más o menos feliz­
mente reproducidas de intento. Las otras, tales como las
modificaciones respiratorias, circulatorias, vaso-niotri-
ces y secretorias, resultado de reflejos que escapan a la
acción directa de la voluntad. Si para hacer saliva no
nos sirve de nada el querer simplemente, nos basta, en
cambio, pensar en un plato de nuestro gusto para que se
nos haga la boca a g u a : como nos está permitido pensar
en lo que queremos, podemos, pues, hacer saliva a vo­
luntad. El estudio reciente de los reflejos condiciona­
dos ha mostrado ampliamente, el enorme papel que des­
empeñan tales mecanismos en la determinación del com­
portamiento humano, tanto como del comportamiento
animal. Pero en tanto que en el animal estos mecanismos
están, por así decirlo, por encima de él, eü el hombre
están por debajo, porque la conciencia reflexiva del hom­
bre tiene a su disposición no sólo la experiencia pre­
sente y, entre las situaciones anteriores, las que se refie­
ren exclusivamente a esta experiencia, sino el conjunto
de su pasado, o, si os gustan las metáforas anatómico-
fisiológicas, porque su cerebro excepcionalmente permea­
ble abre todos sus caminos a la excitación que lo pene­
tra, en lugar de imponerle estrictamente el trayecto que
las excitaciones semejantes recorrieron con anterioridad.
Obrando así, el hombre ignora teóricamente todo el me­
canismo que ha puesto en juego. Pero ha sido preciso
que el que ha aprendido a llorar a voluntad haya co­
menzado, la primera vez que haya creído necesario llo­
rar sin motivo, por evocar mentalmente las cireunstan-

196
fcias en las cuales recordaba haber llorado espontánea­
mente, hasta el día en que la seguridad del reflejo así
establecido ha hecho inútil el lento esfuerzo de la con­
ciencia, y en presencia de una situación en que las lá­
grimas son oportunas, la idea de ellas mismas ha sido
suficiente para hacerlas correr. En todo caso, la exis­
tencia del reflejo condicionado, la práctica ciega que de
él hacíamos, demuestran que no hay manifestación, por
más fisiológica que sea, de la emoción, que no sea, en
fin de cuentas, más o menos realizable o modificable a
voluntad.
En estas condiciones, las manifestaciones cuya am­
plitud y localización las hacen exteriormente visibles,
que constituyen la mímica en la que vemos el lenguaje
natural de los sentimientos, porque la experiencia nos
ha instruido sobre las afecciones que ellas significan,
son naturales, en efecto, en el sentido de reacciones au­
tomáticas y autónomas, como ha demostrado Wallon,
del sistema tónico y postural y de los centros mesoen-
cefálicos sustraídos al control directo de la corteza, pues
fuera de eso no han sido, en modo alguno, convenidas
por nosotros y nos son impuestas, por el contrario, por
la fisiología de la especie. Pero aunque no seamos capa­
ces de crearlas, el mecanismo de los reflejos condiciona­
dos nos permite, según acabamos de ver, disponer de ellas
en cierta medida, y en esa medida, plegarlas a las con­
venciones promulgadas por la colectividad. Toda una par­
te de nuestro adiestramiento social consiste en apren­
der al detalle las circunstancias en las cuales es necesa­
rio que nuestra mímica sea la de la tristeza, la de la ale­
gría, la de la cólera, la de la emoción religiosa, estéti­
ca o patriótica, la del honor satisfecho o la del honor
ofendido, y nuestra educación sería perfecta si, en to­
das y cada una de las circunstancias, nuestra mímica se

197
conformase automáticamente a estas exigencias, a esas
conveniencias más o menos imperiosas. E stas convenien­
cias, estas exigencias no son nuestras ni del hombre en
general, sino de nuestro medio. El conformismo social
que hemos visto regular nuestras afecciones, se dobla
en otro nuevo conformismo, de igual naturaleza, que
rige su expresión exterior.
En su nebuloso origen, nuestras manifestaciones mí­
micas están hechas de reflejos absolutos, in condiciona­
dos y son, por consecuencia, naturales. Pero la colecti­
vidad decide las circunstancias en las cuales se imponen
o son, por el contrario, prohibidas, y por el juego del re­
flejo condicionado, nuestra voluntad, mejor dicho, la
solicitud imperiosa del grupo, las conforma en nosotros
a voluntad suya. La adaptación y flexibilidad de nues­
tra mímica deben mucho al ejemplo de nuestro contor­
no; pero no son únicamente el resultado de esta im ita­
ción absolutamente fisiológica, automática, mecánica, de
la que La Mettrie decía tan acertadamente: “Se adop­
tan los gestos, los acentos, etc., de aquellos con quienes
se vive, de la misma manera que se bajan los párpados
ante la amenaza del golpe sobre el cual se está preveni­
do, o por la misma razón que el cuerpo del espectador
im ita maquinalmente, y a pesar de él, todos los movi­
mientos de un buen pantomímico”. La imitación, en este
caso, no se efectúa solamente por la presencia y la fas­
cinación materiales del modelo, sino por toda una ga­
ma de esos sentimientos de amor, de respeto o de miedo
a los cuales las representaciones colectivas deben pre­
cisamente su poder: es el resultado, no de las necesida­
des fisiológicas, sino de apremios morales. Es frecuen­
te que el modelo propuesto esté en contradicción con
las reacciones a las cuales nos sentimos arrastrados por
nosotros mismos. Los padres, por ejemplo, cuando un

198
hijo suyo se cae sin hacerse gran daño, afectan un aire
de indiferencia y le dicen, cuando llora, que no vale la
pena, que es vergonzoso llorar por tan poca cosa. En
las primeras ocasiones, el niño no se allana a compartir
la indiferencia de sus padres, la cual no sería aquí de
ningún efecto por sí misma, sino gracias al esfuerzo en
el que la autoridad familiar, la costumbre de obedecer,
el temor a ser castigado o ridiculizado, el deseo de com­
placer a los padres constituyen otras tantas solicita­
ciones del grupo, de las cuales hablábamos antes, y que
hacen en él oficio de voluntad. Más tarde, el niño mis­
mo no querrá ya llorar. Hasta que llegue un día en que
caerá, haciéndose en realidad bastante daño, y se levan­
tará riendo y diciendo que no fué nada, por medio de
una mímica inmediata en la que toda violencia exterior,
todo esfuerzo, hayan desaparecido. La convención en él
habrá llegado a ser así tan espontánea como natural.
Buen número de razones nos invitan, pues, desde el
principio, como propone Dumas, a propósito de la risa y
de las lágrimas, a “ reconsiderar la psicología entera de
la expresión haciendo en ella el lugar que le corresponde
a la utilización voluntaria o semivoluntaria de nuestros
sentimientos automáticos o reflejos, de nuestras secre­
ciones y de todo lo que en nuestra vida biológica ha sido
susceptible de llegar a constituir un signo. Sería preci­
so subrayar, ante todo, que si la expresión ha obtenido
en general su sentido de su raíz biológica, la colectivi­
dad ha extendido este sentido, lo ha generalizado, lo
ha modificado y que, en muchos casos; ella misma ha
creado por el juego de sus propias fuerzas (religiones,
costumbres, instituciones) gestos que expresan senti­
mientos (apretones de manos, oraciones, saludos, etc.)
en los que la biología tiene bien poco que ver” .
También vamos a intentar ahora mostrar por una

199
serie de ejemplos concretos la conveniencia de tomar en
consideración las técnicas emocionales entre esas “téc­
nicas del cuerpo” debidas al adiestramiento social, a pro­
pósito de las cuales Mauss ha puesto de relieve “la par­
te de la educación y de las representaciones colectivas
en los actos comúnmente considerados como puramente
orgánicos o, por el contrario, enteramente voluntarios
y conscientes”, por medio de ejemplos deducidos de las
prácticas sexuales, de la marcha y de los deportes (na­
tación, danza, etc.)
Cuanto más nos trasladamos al pasado, cuanto más
nos alejamos en el espacio, más nos encontramos en la
regulación colectiva de la expresión de las emociones
pruebas elocuentes y fácilm ente comprensibles. Sin ha­
blar de la famosa sonrisa, de la cual, según Kipling, se­
rán capaces los japoneses hasta en el día del Juicio F i­
nal, Lods nos cuenta, por ejemplo, que en la antigüedad
judía “el duelo comportaba dos manifestaciones ruido­
sas . . . , el grito fúnebre y el treno ( “poesía cantada en
ínelopea por la plañidera, a menudo acompañada de
flauta o de sistro” ). Ocioso es decir que ni el uno ni el
otro eran la explosión espontánea, irreflexiva, del do­
lor de los sobrevivientes. Pues entre los israelitas, como
entre las m ultitudes de los pueblos no civilizados, las la ­
mentaciones fúnebres estaban estrictam ente reguladas
por la costumbre: eran proferidas por determinadas per­
sonas, repartidas por sexo y por clan, con palabras im­
puestas por la tradición, durante un número de días de­
terminados y probablemente a horas fijas, como entre los
fiirios modernos”. Granet nos aporta igualmente sobre
el lenguaje del dolor en la China clásica precisiones muy
Interesantes para nosotros. Regulado por rituales, el len­
guaje del dolor constituye en China una “simbólica y mi­
nuciosa ordenanza”, que define con una precisión impla­

200
cable, de una parte, la manera como los parientes del
muerto organizan su existencia durante el luto; de otra,
la forma como deben, en momentos determinados, poner
de manifiesto su pesar. Las modificaciones en la vida ma­
terial y moral de los parientes del muerto expresan su
participación en el duelo. Una cuarentena se esta­
blece en torno a ellos. Aislados en cabañas individuales
instaladas alrededor de la casa del difunto, no reciben
visitas ni siquiera tienen relaciones entre ellos mismos.
Reducidos al silencio y a la inmovilidad, no ejercen fun­
ciones públicas, se prohiben la música, se someten a to­
do un sistema de restricciones alimenticias, se abstienen
de todo cuidado de su propiedad, viven en un estado de
embrutecimiento del cual los autoriza la colectividad
a salir por una gradual serie de etapas, igualmente re­
glamentadas, en las que las cinco categorías de hábi­
tos de luto que van a vestir sucesivamente, constituyen
otros tantos signos exteriores. P or su parte, las ceremo­
nias del duelo y las manifestaciones afectivas que las
acompañan, formando parte de ellas, suponen obligacio­
nes también estrictas. Los parientes se consideran como
parte del fallecimiento y esperan las condolencias, los
intervalos entre las cuales no significan otra cosa que
una tregua a la expresión de su aflicción. Pero sobre to­
do en el momento de los funerales, ante los asistentes
autorizados a invitarlos por incorrecciones voluntarias
a rectificar las incorrecciones que puedan cometer in­
voluntariamente, en torno al cadáver, los parientes están
obligados a expresar su dolor por medio de un conjun­
to de gestos, ritualmente concertados, cuya complejidad
sobrepasa con mucho la de los reflejos psicofisiológicos:
contactos, saltos, golpes en el pecho, lamentaciones, ma­
nifestaciones todas cuyos detalles, modo, número, mo­
mento y lugar donde han de ser ejecutados están exac-

201
tamente previstos. E l carácter social de estos ritos se
m anifiesta además por el empleo simbólico que tienen
con ocasión de fiestas, recolecciones o eclipses de sol y
de luna, en caso de incendio de un templo o de pérdida
de territorio o derrota militar. Los chinos estiman que
es preciso ser salvajes para dejar libre juego en la ex­
presión de las emociones a la espontaneidad de los re­
flejos. Un civilizado debe saber contenerlos, pues la ex-
teriorización permite a los sentimientos no tener nada
que ver con ellos. Nadie tiene derecho en este caso a
probar su personalidad si no es por la energía que ponga
en la realización, por el acierto con que matice las ma­
nifestaciones exigidas y consagradas por la colectividad.
E l contraste, al menos exterior, que estos rasgos to­
mados al pasado y al lejano Oriente, tienen con nuestras
propias costumbres, sirve para que el carácter colectivo
de esas manifestaciones mímicas se acuse en todo su re­
lieve y evidencia. Pero nuestro tiempo y nuestro medio
tampoco dejan de proporcionarnos elocuentes pruebas.
Ante todo, áún pueden comprobarse hechos total­
mente análogos, por su singularidad y su carácter de
rito colectivo, a los que acabamos de referir. Por ejem­
plo, Pierre Mille nos cuenta que un pueblecito situado
entre la Auvernia y el Limosín, al final de los entie­
rros, “mientras que las mujeres de la f a mi l i a . . . , envuel­
tas en grandes mantos negros, gritan y se lamentan an­
te la fosa, todas las otras mujeres del pueblo, en pie
ante la tumba de sus respectivos muertos, les responden
en alta voz, llaman a los difuntos, los evocan, levantan
los brazos, esbozan el gesto de desgarrarse el rostro con
sus uñas”, y yo he sabido hace poco de buena tinta que
en ciertos puehlecillos del Oeste es regla de los entie­
rros el que, en el momento en que se empieza a tapar la
l'osa, toda la familia del difunto, incluso sus parientes

202
lejanos, estallen en sollozos; jamás, al parecer, se ha
faltado a esta costumbre, observada generalmente con
una unanimidad y una disciplina notables.
Pero también en nuestra vida cotidiana abundan las
circunstancias en las que nuestra mímica se encuentra
en la obligación de conformarse a un código cuya re­
lativa flexibilidad no excluye la complejidad y la per­
manente vigilancia. Basta haber asistido a una boda o
a un entierro para saber cómo en la sacristía, a algu­
nos metros de la fam ilia en duelo o en júbilo, las acti­
tudes y los rostros, hasta entonces vagamente adapta­
dos a la situación o simplemente correctos, se rectifican
y se com ponen: las miradas se apagan, los rasgos caen
y se aflojan a la proximidad de los velos del luto, o bien
se ilum inan, se reaniman y se ensanchan ante las flores
de azahar. Un instante después, la actitud, la mirada,
ia fisonomía de cada circunstante son las del hombre
que piensa y va a sus asuntos. Pero durante la ceremo­
nia, los interesados en ella no se autorizan la sinceri­
dad de sus sentimientos ni hacen uso de la libertad de
expresarlos a su manera. El público espera de ellos ac­
titudes y reacciones cuya ausencia o exageración le pa­
recerían igualmente chocantes, y, por intenso que sea
su dolor o su alegría, tienen confusamente conciencia de
que están dados en espectáculo y de que deben ofrecer
precisamente el espectáculo que de ellos se espera. La
expresión de sus sentimientos hace el sordo esfuerzo
para responder a la pública atención. Incluso sucede que
se les vea examinarse entre sí y corregirse los unos a
los otros.
Cuando no nos cuidamos de caer o de impedir que
caigan los nuestros bajo el golpe de la reprobación, se
lastim an al mismo tiempo las conveniencias. San Fran­

203
cisco de Sales nos proporciona a este respecto una prue­
ba, tan decisiva como pintoresca, cuando se esfuerza en
justificar a David por haber danzado delante del arca,
explicando la incongruencia de su acto por la enormi­
dad de su alegría: si David delante del arca “saltó un
poco más de lo que el ordinario decoro requería”, e o s
dice, no es “que quisiera hacer el loco” ; es que sus mo­
vimientos estaban en armonía con “la extraordinaria y
desmesurada alegría que sentía en su corazón”. Sucede
con nosotros como con el rey David. Si dejamos por aca­
so que nuestra reflectividad y nuestra espontaneidad pro­
pia tomen una parte demasiado activa en la expresión de
nuestras emociones, nuestro contorno se sorprenderá irre­
mediablemente, y, según sea su disposición mala o buena
para con nosotros, nos imputará el error o buscará en las
circunstancias una excusa ocasional. Pero si recaemos
sistem áticam ente en la misma falta, corremos el riesgo
de acabar con su paciencia y de pasar ante su opinión
“por un bohemio, un mal educado, un indiferente o un
exaltado, cuando no por un excéntrico o un loco”.
Por otra parte, no es la sola observación de nuestras
costumbres y de nuestros usos la que nos revela la exis­
tencia de reglas colectivas ordenando la expresión mí­
mica de nuestras emociones. Sin duda que no existe,
propiamente hablando, un código afectivo semejante al
código civil, donde esas reglas estén expresamente formu­
ladas, recopiladas y ordenadas. Sin embargo, no dejan
por eso de estar escritas en parte, pues, sin referirse ex­
clusivamente a su redacción, los T ra ta d o s de U rban i­
da d , cuyo dominio es el de la apariencia social, no li­
mitan sus descripciones a la postura de una casa, un
almuerzo ofrecido o una recepción organizada, ni a la
manera como debe uno conducirse en su casa, en la ca-

204
lie, en la mesa o en un salón, sino que las amplían hasta
la exteriorización de los sentimientos, ya que esta ex­
teriorización form a parte de las apariencias sociales y
se encuentra presa con ellas en las redes del buen pare­
cer.
A sí es como las Reglas para saber conducirse en la
sociedad moderna de la baronesa Staffe, que quiso ser
por largo tiempo el breviario mundano de la burguesía
francesa, enuncian, a propósito del duelo, esta ley gene­
ral : “ La etiqueta y el traje, que no abdican sus derechos
en ninguna circunstancia, regulan la manera como debe­
mos portarnos o, cuando menos, manifestar nuestro do­
lor” . Este principio vale, en realidad, por todas nues­
tras emociones. Si hemos dado preferencia al dolor es
poique entre todas nuestras emociones es él en donde
la sinceridad nos llega más al corazón y en el cual, por
consiguiente, sentimos más repugnancia en reconocer un
carácter convencional; pero la posibilidad misma de los
Tratados de Urbanidad está en este punto subordinada
a la verdad y a la generalidad de este principio. Claro
estíi que es en toda su ingenuidad, sin consecuencias de
ninguna clase, sin saber nada de su rango psicológico,
sin sospechar siquiera las nuevas perspectivas que nos
abre sobre la expresión de las emociones y sobre su na­
turaleza, por pura precaución oratoria, por lo que la ba­
ronesa Staffe lo formula. Para ella es sólo el enunciado
de un hecho cuyas consecuencias sociales son lo único
que le interesa; pero este simple enunciado, precisa­
mente por no ser más que\un enunciado, ilustra maravi­
llosamente nuestra tesis y aporta al psicólogo una sin­
gular enseñanza. Los técnicos del bien parecer han in­
terpretado de golpe mejor que él uno de los caracteres
más esenciales de nuestra mímica, obligados como esta-

205
bau por el objeto de su estudio a relacionar al hombre
con el hombre, como constantemente es en realidad, en
lugar de relacionarlo con el animal, lo que no ha sido, o
jamás ha sido plenamente, en efecto, sino en sus más
nebulosos orígenes. E l principio del conformismo social
y del imperativo colectivo que ellos han aplicado sin for­
mularlo expresamente, parece en verdad tan real en sus
datos, tan rico en sus aplicaciones como el principio,
por ejemplo, de las costumbres útiles, del cual, gracias a
Dumas, la vanidad romántica no se hace ahora ilusiones.
Después de haber sentado el principio, la baronesa
Staffe nos informa al detalle de su aplicación. Nos ense­
ña que estamos obligados a guardar luto tantos meses
o tantas semanas, según el grado de nuestro parentes­
co con el difunto, y que los grandes íutos nos obligan a
110 recibir visitas durante seis semanas y a no hacerlas
durante tres meses: después de lo que sabemos por Gra-
net de la China clásica, verdaderamente estas son, en
un sentido nuevo, otras tantas “chinadas” (1) Natural­
mente es ocioso advertir que durante esos lapsos regla­
mentarios nuestra mímica no debe ponerse en escan­
daloso desacuerdo con el color de nuestros vestidos. Pe­
ro es el caso que siempre, en los textos a los cuales aca­
bamos de hacer alusión, esta obligación de conformar a
las circunstancias la expresión de nuestros sentimien­
tos no pasa de estar sobreentendida. Por el contrario,
es bien explícita para otras diversas situaciones. Quien­
quiera que haga una visita de pésame, “está obligado a
una cierta gravedad, a una gran simplicidad de colo­
res y de adornos. No habla del muerto el primero, sino

(1) El autor emplea el término “ ehinoiserie” , de doble sen­


tido, pues significa tanto cosa u objeto chino o semejante a los
de China como singularidad o extravagancia.— N. del T.

206
que escucha con complacencia cuanto sobre él se le quie­
ra decir. En cambio, la persona que recibe, contiene su
disgusto y su tristeza”. El joven que acaba de obtener
la mano de su prometida debe hacer una visita a sus
futuros padres políticos: “Agradece con cierto calor,
pero sin exageración —primero a los padres, después a
la joven—, la buena acogida que ha tenido su demanda.
La frialdad sería inconveniente; pero la expresión ríe la
felicidad debe ser contenida”. La madre del futuro, cuan­
do presente la novia de su hijo, dirá: “La señori ta. . . ,
mi futura nuera”, y acompañará sus palabras “de una
sonrisa afectuosa”. Finalmente, después de la ceremo­
nia en la alcaldía, cuando la joven, después de haber
firmado, pasa la pluma a su marido, este último “la
saluda y le dice con expresión de dicha y sonriendo:
Gracias, señora”.
Como todo el mundo, como todos aquellos, por lo me­
nos, cuyo oficio consiste en reflexionar o simplemente en
pensar con la cabeza, y que habrán errado a menudo
concediendo gran mérito a una m alicia, a una fineza,
a una sensibilidad, que no son en ellos dones de la na­
turaleza sino por el beneficio de la costumbre, encuen­
tro esas citas un tanto divertidas y no exentas de comi­
cidad. Sin embargo, yo aconsejaría al lector que no vea
en ellas simples pretextos para bromear, que busque en
su pasado todas las ocasiones en que se ha satisfecho
con semejantes clichés afectivos, y mucho me equivoco
si no se encuentra al fin un poco confuso por lo elevado
de su número. Mas, sobre todo, el espíritu del libro del
cual han sido tomadas esas citas no es en modo alguno
el de una novela realista o el de un trozo de vida. El
autor puede reírse también en secreto de lo que dice.
El no presenta menos lo que se hace que lo que se debe

207
hacer; no deja tampoco de atribuir a los hechos a que
se refiere un carácter imperativo. El éxito obtenido ates­
tigua que ese era, en todo caso, el sentimiento, incon­
testablemente profundo esta vez, de la multitud de lec­
tores que, sin bromas de ningún género, le han pregun­
tado cómo debían conducirse en el mundo y, particular­
mente, comportarse atinadamente en sus penas y en sus
alegrías. En estos textos que nos hacen sonreír, esos lec­
tores han reconocido los modelos sobre los cuales ha­
bían de regular su emulación admirativa, y la fórmula
de las exigencias colectivas a las cuales se sentían obli­
gados de corazón.
Desde este punto de vista, las manifestaciones exte­
riores de nuestras afecciones se nos aparecen como de­
beres impuestos por el grupo, del mismo modo que an­
tes las afecciones misitaas. Para innumerables circuns­
tancias de la vida diaria, la colectividad nos fija a la
vez los sentimientos que debemos tener y la manera como
los debemos expresar.
Por otra parte, socialización del sentimiento y so­
cialización de su expresión parece que deben de ir a la
par. Cualquiera que sea el valor que se conceda a la teo­
ría fisiológica que James y Lange han propuesto de las
emociones, es evidente que sus manifestaciones forman
ud todo con las emociones mismas. Una acción ejercida

sobre las unas no dejaría de influir sobre las otras y


sería bien difícil para una mímica, en parte regulada por
la colectividad, engendrar, acompañar o traducir una
emoción que no se hallase en parte socializada, lo mis­
ino que una emoción en parte socializada se acomodaría
mal a una mímica que la colectividad no hubiese para­
lelamente disciplinado.
Verdad es que la mímica no es natural, propiamente

208
^hablando, y que no se podría oponer al lenguaje articu­
la d o como la naturaleza a lo convencional. Aprendemos
i mimar nuestras emociones como aprendemos a hablar,
por efecto de la misma necesidad. Necesidad insensi­
b le en sí misma y solamente reconocible en sus resul­
tados, pues la atmósfera social necesaria a nuestro des­
envolvimiento no pesa más sobre nuestros espíritus que
el aire sobre nuestras espaldas. El modo de adquisición
en los dos casos es idéntico. Los ejercicios vocales en
los que se complace el niño ponen a su disposición una
masa de articulaciones, de sonidos, de una flexibilidad
y de una variedad sorprendentes, que constituyen, por
así decirlo, el material fisiológico del lenguaje. A partir
de esta primera dotación, sobre la cual el contorno ejer­
ce un mínimo de influencia, el progreso para el niño con­
siste en guiarse, por el contrario, sobre este contorno,
para no retener de entre los sonidos sino aquellos utili­
zados por la lengua que se habla en torno a él, para com­
ponerlos en conjuntos que darán ulteriormente las fra­
ses y las palabras, y para adaptar estos conjuntos con
una seguridad y una prontitud crecientes, con una
exactitud totalmente refleja, a las personas, los obje­
tos, las situaciones y los comportamientos. Cuando to­
do comportamiento, toda situación, todo objeto, toda
persona susciten prácticamente, sin demora y sin error,
la reacción verbal adecuada, es decir, la reacción sus­
ceptible de provocar en los demás las modificaciones de
sentimiento, de pensamiento o de conducta apropiadas,
o dicho, en fin, de otra manera, la reacción consagrada
por el uso colectivo, la adquisición propiamente dicha de
la lengua es cosa cumplida. Igual para la mímica. De
su organización fisiológica, de su sistema tónico-postu-
ral, el niño tiene un sistema de reflejos, risas, lágrimas,
gritos, gesticulaciones, que sus afecciones ponen en mar-

209
cha espontáneamente, La educación consistirá aquí en
un condicionamiento de los reflejos, que los inhiba, los
estabilice o los trasponga; en disponer de esta espon­
taneidad y poder conformarla a las reacciones consa­
gradas por las exigencias colectivas, hasta el día en que
la mímica del interesado, llegada a ser tan inmediata,
tan correcta como su lenguaje, tenga para el contorno
(a elocuencia que es necesaria. A sí se justifica, por la
comunidad de su origen y de su desarrollo, el lazo es­
trecho observado constantem ente entre el lenguaje y la
mímica, la última de las cuales constituye para el pri­
mero el acompañamiento normal y a menudo indispen­
sable. ¿No sería asombroso que, por el contrario, pudie­
sen fundirse el lenguaje articulado, tan perfectamente
socializado, y un modo de expresión sobre el cual las in­
fluencias colectivas permaneciesen prácticamente sin in­
fluencia?
E ste parentesco entre la mímica y el lenguaje ha si­
do frecuentemente notado e ilustrado por los lingüistas.
B ally, por ejemplo, a propósito de la expresión: “¡ B oni­
to está usted!”, que nos acontece emplear a la vista de
una persona cuyo vestido está todo cubierto de barro,
hace notar que, considerada en ella misma, la expresión
no tiene el sentido que los que la escuchan acuerdan con
nosotros concederle. E ste sentido es ante todo resultado
de la situación y de nuestra mímica. También se debe,
y sobre todo, a otro factor: “la inflexión expresiva de
la voz, la entonación. En el caso que nos ocupa, la ento­
nación, fijada por el uso (como todo en el lenguaje or­
ganizado), es tan expresiva que podría hacer, sin ayuda
de la situación, lo que el contexto no podría: dar a bo­
n ito el sentido de sucio” . Si B ally declara, que la entona­
ción puede prescindir de la situación sin añadir que tam ­

210
bién puede prescindir de la mímica, es por una razón de
todo punto interesante: él considera, en efecto, qué la
entonación forma parte de la mímica, que no es más que
una forma particular de ella, que es una “ mímica ver­
bal” .
Esta mímica verbal tiene, según él, sus leyes: “ En
cada casó, la inflexión de la voz estará determinada por
reglas de uso semejantes a las demás reglas del lenguaje,
aunque sean más difíciles de comprender y de formu­
lar” . Pero aun cuando nos sintam os'felices por su des­
cubrimiento, no podemos menos que ser impresionados
por la rigidez con la cual se aplican. Así es como en fran­
cés, por ejemplo, todo adjetivo de tonalidad afectiva to­
ma el acento sobre la primera sílaba, o sobre la segunda,
si la primera comienza por una vocal o por una h : es
“ colosal” , es “ merveilleux” ; una extensión “ form i da­
ble” ; un vino “ exceZlent” , “ délicieux” , “ execrable” ; un
tiempo “magnifique” , “ abominable” , “épowvantable” .
Por otra parte, los observadores han señalado que el
lenguaje y las entonaciones afectivas sec. aprenden en
cierto modo de vacío, antes incluso que las circunstan­
cias hayan dado lugar a emplearlos con entero conoci­
miento. “ E . . . , de 26 meses, se complace, nos dioe, por
ejemplo, J. Perés, en pronunciar fríamente exclamacio­
nes correspondientes a emociones que le son totalmente
extrañas: ¡ Qué desgracia! ¡ Es una desgracia! ¡ E . . . tie­
ne miedo! ¡ E . . . es desventurado! ¡E sto es terrible!.
Aprendizaje del lenguaje y de las actitudes de la emo­
ción antes que de la emoción misma. Repite estas locu­
ciones desde luego fuera de propósito, pero poco a poco
las adaptará a él” .
Por consiguiente, la entonación, que es una forma del
lenguaje y se encuentra, por tanto, sometida a reglas es­

211
trictas, es también una forma de la mímica, y su prác­
tica verbal se adquiere antes que se ofrezcan a la expe­
riencia infantil las ocasiones a propósito para ser ejer­
citada. La conexión del lenguaje y de la mímica es. pues,
más acusada de lo que decíamos antes, y al ser así nos
invita a admitir que lo que es cierto para la mímica
verbal, es cierto también, en general, para toda otra mí­
mica. Por una parte, la mímica en su conjunto esta­
ría sujeta a reglas tan rígidas como lo está su forma
verbal; pero más difíciles de comprender y de formu­
lar, pues nuestros suspiros, nuestros gritos, nuestros
gestos, no poseen evidentemente la uniformidad y la es­
tabilidad de las palabras. Por otra parte, lejos de pro­
ceder siempre de la emoción, la mímica la precedería,
por el contrario, con frecuencia, y se encontraría así
lista de antemano para las situaciones en las cuales
ha de intervenir: ¿acaso no aprenden nuestros jóvenes
cómo se hace una declaración, cómo se proclama el
honor ofendido o satisfecho, mucho tiempo antes de
haberse declarado ellos mismo o de estar en condicio­
nes de mostrarse satisfechos u ofendidos en su honor?
Tal es la mímica lenguaje, que llega a suplir, anu­
lar y desmentir a la palabra. No solamente, como quiere
Balli, “ el papel de las palabras, en el enunciado del pen­
samiento, decrece en razón del predominio del sentimien­
to ”, y si la entonación, la mímica en general, son así, ca­
paces de expresar, por ellas mismas y casi por ellas so­
las, los sentimientos que en gran parte deben la finura
y la sutileza de sus matices a la civilización, es preciso
que la civilización haya por su parte suavizado, afina­
do y sutilizado a tales fines esa entonación y esa mímica.
No sólo, a creer a Bernstein, “ es una verdad que todos
los autores dramáticos reconocen: los espectadores es-

212
cuchan ante todo con sus ojos. Hemos comprobado que
un comediante puede, por lapsus, decir éxactamente lo
contrario del texto, sin que el público lo advierta, pren­
dido en la lectura de nuestros pensamientos por los mo­
vimientos y el rostro del intérprete”. Hay más. Por re­
gla general nuestro lenguaje y nuestra mímica concuer-
dan espontáneamente. Pero puede suceder que se pro­
duzcan fallas, imperfecciones o insuficiencias momen­
táneas de nuestro automatismo: una entonación falsa,
un gesto inadecuado, una mirada inoportuna, que no
responden en nosotros a ninguna intención consciente
ni inconsciente, se nos escapan, sorprendiéndonos los
prim eros: los surcos de nuestro cerebro no tienen más
sentido psíquico que los de un automóvil. Acontece tam­
bién que nuestra mímica, desmintiendo nuestras pala­
bras, traiciona involuntariamente nuestro pensamiento
secreto, prueba, ésta, incontestable de que dominamos
menos nuestra fisonomía que nuestra lengua y de que la
mímica es, en este sentido, más natural que la palabra.
Pero también sucede con frecuencia que utilicemos a
voluntad la duplicidad de medios de expresión de que
disponemos, dando a entender, de intento, por nuestra
actitud, otra cosa distinta de la que decimos, siendo así
que existe toda una mímica descortés de las fórmulas
de cortesía: prueba irrefutable esta vez de que la mími­
ca, es como todo lenguaje, un instrumento de expresión
del que estamos muy lejos de poseer el dominio.
Desde este punto de vista, lo propio de la mímica
no es el ser natural, sino el descubrir lo' natural a tra­
vés de las convenciones que lo encierran y en función
de ellas. Sucede con la mímica como con el lenguaje, del
cual es compañera inseparable. Nuestras lenguas civiliza­
das prenden en una m alla sutil matices de vocabulario y

213
de sintaxis que nos son impuestos de fuera. Sin embargo,
estamos inclinados a considerarlos naturales y no afec­
tados en nuestro lenguaje. Del mismo modo importa que,
formada por la colectividad de acuerdo con sus exigen­
cias, con su necesidad de conveniencias y de expresión,
nuestra mímica no descuide el mostrarse natural. El
ejemplo del teatro puede servirnos para aclarar esta pa­
radoja. El arte teatral está siempre formado de conven­
ciones y si, no obstante eso, los grandes actores logran
proporcionarnos la ilusión de la verdad y de la vida, ello
es merced a la soltura, a la naturalidad, a la perspica­
cia con que se mueven en el interior de estas mismas
convenciones. Nuestra mímica, por su parte, cuando po­
ne en juego nuestros sentimientos, no puede deber su
naturalidad sino a la espontaneidad, la finura y la in­
teligencia con las cuales se pone al servicio de las conve­
niencias y de las reglas colectivas que la rigen, pues no
podría tomarse con estas últim as libertades que no se­
rían comprendidas ni toleradas. No es sorprendente que
la baronesa Staffe no haya puesto la cosa completamen­
te en claro; pero se ha dado cuenta de e llo : “Una perso­
na acostumbrada a gobernarse, dice, sabe contener sus
emociones. Pero el reflejo de una mirada, una lágrima
humedeciendo los, ojos, el movimiento de la mano, del
busto, de la cabeza, nada tienen que motive una prohi­
bición, siempre que sean naturales, siempre que armo­
nicen con el discurso, con el incidente, con el aconteci­
miento”. Mas no se armonizan con las circunstancias si­
no cuando se conforman con las prescripciones decreta­
das al respecto por la colectividad, y lo natural de nues­
tra mímica florece, pues, en el seno de las convenciones
que la rigen, de la convicción inmediata que ponemos
en observarlas.

214
E l francés de la baronesa es primo hermano del chi­
no de Granet. Cualquiera que sea la civilización a que
pertenezca el individuo, su parte en la expresión de las
emociones es siempre la misma: el ritual afectivo que
se impone a todos con un exacto rigor no se dejaría in­
fringir impunemente; pero, aunque respetándole y si­
guiéndole al pie de la letra, la espontaneidad del inte­
resado, su inteligencia de las situaciones, su poder de
expresión, su sentimiento de los matices, pueden impri­
mirle un sello, en el que el mundo circundante recono­
cería el natural mismo.
Si consideramos, pues, el conjunto de la vida afectiva
concreta en su intimidad y en sus manifestaciones, nos
ponemos ante tres evidencias, la segunda de las cuales
requiere especialmente nuestra atención.
En primer lugar, la vida afectiva tiene sus condicio­
nes fisiológicas. Desde este punto de vista es, según
podemos juzgar desde fuera, común al hombre y al ani­
mal. Indudablemente que es más rica, más completa en
el hombre, ya que el cerebro humano es el más diferen­
ciado de todos los cerebros; pero en su origen es del mis­
mo orden, tanto en eí animal como en el hombre. Tam­
bién desde este punto de vista, común a todos los hom­
bres como lo es su organización anatómico-fisiológica,
atañendo, por consiguiente, a la especie y no al individuo
y sus diversas agrupaciones, la vida afectiva presenta un
carácter específico. Pero si la vida afectiva tiene, en sus
condiciones específicas, un fundamento 'indispensable,
falta del cual nada sería, no es menos cierto que los ca­
racteres específicos de la vida afectiva no nos son prác­
ticamente accesibles en su estado puro, pues jamás ob­
servamos afecciones humanas sino en un medio social
que las ha marcado con su sello.

215
E s también evidente, y es precisamente esta eviden­
cia la que acabamos de subrayar, que los estados afecti­
vos concretos y sus expresiones concretas se regulan por
todo un conjunto de representaciones y de imperativos
colectivos que varían con los tiempos y los lugares, se­
gún la morfología de las sociedades y su grado de civi­
lización, según las particularidades de los grupos en los
cuales se subdividen esas sociedades y el refinamiento
de su psicología, de su moral y de su cultura. Todo es­
tado afectivo sólo se ofrece prácticamente a nosotros bajo
una forma socializada, recubiertos los caracteres de la
especie por los de la colectividad.
Finalm ente, en el seno de un mismo grupo social, si
el campo de sus variaciones es normalmente muy lim ita­
do, los estados afectivos y su expresión mímica uo son,
sin embargo, idénticos en todos los individuos. Estas evi­
dentes diferencias individuales se deben a la combina­
ción o a la interferencia de las particularidades fisioló­
gicas del interesado con las particularidades de su vida
social. Una vez más, lo individual se injerta aquí a la vez
en lo específico y en lo colectivo.
En estas condiciones, por una parte, la psicología
general de la vida afectiva, tal como habitualmente se
considera, es, en realidad y en su mayor parte, del do­
minio de la psicología colectiva, pues, como nos dice
Ribot, “separar” la vida afectiva “de las instituciones
sociales, morales, religiosas, de los cambios estéticos e
intelectuales que la traducen y la' encarnan, es reducirla
a una abstracción vacía y muerta”.
Por otra parte, no sólo el estudio de los caracteres
que la colectividad imprime a la vida afectiva debe pre­
ceder al de las variaciones experimentadas en los indivi­
duos y, por consiguiente, la psicología colectiva debe pre­

216
ceder a la psicología diferencial, sino que, en vista de las
condiciones que presenta la investigación, no podremos
llegar a la especificidad fisiológica de la vida afectiva,
sino después que la delimitación de las diversas formas
que adopta según los tiempos y lugares nos haya permi­
tido asegurarnos sin duda alguna sobre lo que le es co­
mún bajo todas esas formas, y retornar, por consiguiente,
no a los grupos de los cuales forma el hombre parte, sino
más bien al hombre en general y a su organización fisio­
lógica.

Creemos ocioso advertir que estos tres últimos capí­


tulos no pretenden en modo alguno presentar la psicolo­
gía colectiva de la percepción, de la memoria y de la vida
a fectiva : el conseguirlo exigiría un esfuerzo mayor. Su
única finalidad consiste en m ostrar por medio de algu­
nos ejemplos por qué es indispensable emprender sistemá­
ticamente el estudio de la vida mental desde el punto de
vista colectivo y cuál es el lugar que conviene hacerle,
desde este punto de vista, en el conjunto de la disciplina
psicológica.

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