Blondel - La Vida Afectiva
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Blondel - La Vida Afectiva
LA V ID A A F E C T I V A
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ría, pues, lo que hay de más necesaria e inexorablemen
te subjetivo en nosotros. Todo esfuerzo para hacer en
ella un objeto asimilable a los otros, para plegarla a las
distinciones, abstracciones, generalizaciones y clasifica
ciones indispensables a una ciencia natural, alteraría
sin remedio el carácter único e incomparable de las ma
nifestaciones que son exclusivamente nuestras y que no
son jamás dos veces. De ahí las declaraciones de filóso
fos tales como Rauh, Renouvier y sobre todo Bergson,
para los cuales la novela nos es presentada como el
procedimiento privilegiado para desentrañar la vida
afectiva y penetrar sus resortes, ya que la novela se
aplica a darnos a conocer individuos, y el gran novelista
sobresale en describirnos, en el seno de las conciencias
individuales, ese hervor mental animador de los senti
mientos y de las pasiones, en el cual se agitan en cada
instante, en la infinita multiplicidad de sus matices per
sonales, el pasado, el presente y el porvenir de una exis
tencia.
Sin embargo, para explicar la vida afectiva, autores
como Georges Dumas no vacilan en inspirarse no sola
mente en la fisiología, sino también en la sociología, ne
gándole, por consiguiente, toda su inexpugnable indivi
dualidad. En efecto, si consideramos loe estados afecti
vos concretos tales como los vivimos en realidad, antes
de que los refinamientos de los psicólogos los aíslen en
nosotros, olvidando que se producen ante todo en el me
dio humano y a propósito de los hombres, es posible de
mostrar que las influencias colectivas se ejercitan con
siderablemente sobre ellos insinuándoles una buena par
te de los caracteres que su examen presenta.
Para establecer nuestra demostración vamos a to
mar precisamente como punto de partida una penetran
te observación de Bergson. “No se gustaría lo cómico,
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nos dice, si lo sintiésemos aislado. Pai-ece que la risa
tenga necesidad de un eco. Escuchad: el eco no es un
son articulado, neto, preciso; es cualquier cosa que que
rría prolongarse y repercutir cada vez más cerca, cual
quier cosa que comienza por un estallido para continuar
en un redoble, tal como el trueno en las montañas. Esta
repercusión no,debe perderse en el infinito. Puede cami
nar en un círculo tan amplio como se quiere; el círculo
no quedará por eso menos cerrado. Nuestra risa es siem
pre la risa de un grupo.
La cuestión está ahora en saber si esta observación,
tan justa y precisa en relación con la risa, no sería cier
ta igualmente para toda la vida afectiva; si un medio
social no es el medio normal de los estados afectivos y
una de las condiciones de su desenvolvimiento. A fuer
za de insistir sobre el carácter individual de estos esta
dos, se cae en el riesgo de olvidar otro carácter, sin em
bargo bien esencial: saber que son eminentemente co
municables y que no sólo se comunican, sino que para
desarrollarse, e incluso para ser, tienen necesidad de co
municarse. Se sabe que las emociones son más contagio
sas que las ideas. Tal vez no se sabe tan bien que se
propagan menos, que se extinguen mucho más velozmen
te cuando su potencia de contagio no se puede ejercitar.
Los estados afectivos poderosos son, en efecto, rara
vez el hecho de individuos aislados. La soledad empo
brece, en general, no solamente la expresión exterior de
nuestras emociones, nuestras lágrimas, nuestras risas,
nuestros gritos y toda nuestra mímica, sino el juego de
las representaciones y de los sentimientos que las ani
man. Si nuestras emociones se desarrollan lejos de la
presencia del prójimo es porque sufrimos incesantemen
te el espejismo de la vida en común que nos es tan na
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tural; es que nuestra imaginación se encuentra pobla
da por entero de espectadores y auditores imaginarios
ante los cuales desplegamos nuestras emociones; es que,
merced a una suerte de desdoblamiento al cual nos
tiene acostumbrado el juego de la conciencia reflexiva,
convirtiéndonos en nuestros propios aliados y enemi
gos, nos querellamos de nosotros mismos, nos indigna
mos o regocijamos con nosotros mismos, nos arrebata
mos contra una especie de adversario interior, nos pro
curamos a nosotros mismos la visión patética de nues
tros llantos y la aflicción de nuestros gritos.
Normalmente, los estados afectivos se viven en el
seno de grupos más o menos bien delimitados, en el in
terior de los cuales ejercen una acción contagiosa más
o menos intensa. Todo estado afectivo un poco acusado
tiende a resonar sobre el grupo y a beneficiarse por
reacción de esta resonancia. Cuanto más socialmente
adaptado es el medio en que nos encontramos, más es
su participación en él, neta y franca, y más fuerza ad
quiere nuestra emoción. En defecto de este medio y de
esta participación, la emoción no realiza todas sus vir
tualidades mentales y motrices. Es así gomo, por regla
general, nuestras emociones nacen, crecen y se agostan
en un medio humano que no podría ser cualquiera, y
que las nutre, en cierto modo, con la conmoción que de
ellas recibe. Familiares, nuestras alegrías y nuestras pe
nas se muestran a nuestros íntimos, se reprimen ante
nuestras relaciones, se inhiben ante los extraños; na
cionales, nos hacen, en nuestro país, empeñarnos en ani
madas conversaciones en la calle y, en el extranjero,
adoptar una máscara de reserva y de dignidad. Nues
tras cóleras se alimentan del furor o de la indiferen
cia de nuestros adversarios, de la participación de nues-
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tros amigos, y se extinguen faltas de resistencia o de
concurso. Nuestros miedos se disimulan y se amortiguan
si lo que nos rodea no los comparte; pero se exaltan en
pánicos si este contorno los hace suyos. Es, pues, cier
to que para que los estados afectivos se desarrollen ne
cesitan naturalmente un medio social adecuado a ellos
y que son en nosotros no solamente lo que son por nos
otros, sino por lo que son en los otros y por la acogida
que de ellos reciben.
Esta participación del grupo en nuestras emociones
constituye, ante todo*, para nosotros una especie de ne
cesidad. La soledad moral nos aterroriza aún más que
la soledad material. Nuestros estados afectivos quieren
que se les apruebe, que se les comparta. Ni los senti
mientos de hostilidad escapan a esta regla. Nuestras
cóleras, nuestros odios, principalmente, están llenos de
proselitism o; no se hallan satisfechos sino cuando son
confirmados por el juicio ajeno; no dejamos de demos
trarlos, es decir, de intentar insinuárselos a nuestros
oyentes. Mas esta necesidad de comunión afectiva con
los demás en ningún caso es tan magnífica como cuando
se trata de sentimientos superiores, morales, sociales,
estéticos o religiosos. Entonces sentimos vivamente que
no son enteramente nuestros, que son ciertos, es decir,
válidos, para todos y de todos exigibles: la resistencia
ajena a este respecto nos lastima como una culpa o nos
inquieta como un aviso. Si el conflicto se muestra irre
ductible, si el conjunto de nuestro medio se obstina en
no sentir como nosotros lo bueno, lo justo, lo bello o lo
divino, acontece a menudo que nos refugiamos en una
especie de grupo ideal, entre cuyos miembros reina este
acuerdo necesario que la realidad nos niega y que ima
ginamos ser la moral, la sociedad, el arte o la religión
del porvenir, siendo lo más corriente que el veto que se
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les opone acabe a la larga con nuestras preferencias y
nuestros alientos.
Es propio, pues, de los estados afectivos el difundir
se y propagarse en el interior de un grupo humano más
o menos exactamente circunscrito, y lo que la realidad
plantea aquí a nuestro estudio no son en modo alguno
los estados aislados, cercados, cerrados en el individuo,
sino más bien la atmósfera afectiva de la cual el indi
viduo constituye el centro. Si intentáramos considerar
la vida afectiva independientemente de toda teoría, no
nos encontraríamos con ella en presencia de remolinos
interiores que se opondrían, en lo más profundo de las
conciencias individuales, a la vida en común y a sus in
fluencias, sino, por el contrario, de movimientos menta
les cuya naturaleza propia consiste en dilatarse en un
medio humano, penetrando de un corazón a otro, para
retornar después de los otros a él. En estas condiciones,
la vida afectiva no está, en realidad, desgajada de la vi
da colectiva. Antes al contrario, parece estar, por na
turaleza, lista para sufrir la acción de los grupos en el
seno de los cuales se desarrolla.
Desde este punto de vista vamos a considerar ahora
los estados afectivos, primero en su intimidad y des
pués en su expresión.
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reconocer, es decir, identificar nuestra experiencia pre
sente con ciertas de nuestras experiencias anteriores y
situarla bajo una de las denominaciones en las cuales
se resumen estas últimas, tanto para los demás como
para nosotros. El hecho de que podamos dar nombres a
nuestros estados afectivos con cuya ayuda poder adap
tarlos oportunamente a nuestros comportamientos re
cíprocos, el acuerdo que se establece a través del nom
bre sobre el esquema de la s circunstancias, de los senti
mientos y de las reacciones que lo definen, basta para
testim oniar que no solamente en el individuo aislado, si
no también de individuo a individuo, los estados afec
tivos son susceptibles de ser clasificados con arreglo a
caracteres comunes. Lo menos que puede decirse es que
la originalidad absoluta, la intangible personalidad que
se les atribuye, no dejan a pesar de todo de estar mane
jadas por las necesidades de la vida en común, y que es
preciso que nuestra nomenclatura de los estados afecti
vos responda a lo que en la práctica es tan ventajosa
mente utilizable.
Sólo que esta distribución verbal de los estados afec
tivos que los hace desbordar del círculo estrecho de las
conciencias individuales no es válida en ningún sitio pa
ra la especie entera, para un hombre en general que sería
idéntico a él mismo a través de los tiempos y de los lu
gares. Varía, en efecto, de idioma a idioma y, por consi
guiente, de pueblo a pueblo y de civilización a civiliza
ción. Su vocabulario afectivo es quizá lo que el idioma
presenta para el extranjero de más difícil de compren
der y de traducir: responde a una división de los senti
mientos y de las emociones solamente inteligible para
el seno del grupo que la ha concebido y que mal se deja
penetrar por las influencias de afuera. E l lenguaje no
expresa en esto la estricta intim idad de las conciencias
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individuales, puesto que revela exclusivamente lo que
ellas tienen entre sí de comunicable, y por lo tanto de
común; pero no señala tampoco los rasgos inmutables
de la especie, puesto que la imagen que nos ofrece no es
siempre y por doquiera semejante a ella misma. En cam
bio, consagra expresamente la experiencia que el grupo
que le habla ha adquirido de la vida afectiva.
De este modo se constituyen para nosotros, en fun
ción de la experiencia colectiva, tipos normales de es
tados afectivos. Es particularmente reveladora, a este
respecto, la definición de la emoción mórbida dada por
Féré y repetida por Ribot. Según estos autores, una
emoción es mórbida cuando se produce sin causa sufi
ciente; cuando, de manera señalada, las concomitancias
fisiológicas pecan en ella por exceso o por defecto;
cuando, en fin, los efectos se prolongan en ella desmedi
damente. Mas para poder juzgar de esa manera, como
en realidad hacemos constantemente, afirmando que una
emoción es anormal por su causa, sus reacciones y su
duración, necesitamos poseer un patrón de emoción nor
mal al cual podernos referir. No tenemos este patrón
de la ciencia. Psiquiatría, psicología y fisiología no han
llegado aún a e so ; prueba de ello son las discusiones que
acaban de reemprenderse sobre el crimen pasional y el
límite que conviene trazar entre lo patológico y lo nor
mal. El patrón que nosotros utilizamos no es, tampoco,
fruto de iniciativas individuales, caprichosas o reflexi-
T as, ya que, en general, la masa humana, que por otra
parte apenas si reflexiona ni tiene caprichos, está táci
tamente de acuerdo a este respecto. Es nuestro grupo
quien nos impone el patrón. Estableciendo su nomencla
tura de los estados afectivos, el grupo está al mismo
tiempo llamado a definirlos, a circunscribir las circuns
tancias en las cuales se producen, las reacciones que
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comportan, la intensidad y duración que les pertenecen.
Toda emoción y todo sentimiento, una vez denominados
y definidos, vienen a ser otros tantos tipos normales de
estados afectivos y constituyen los patrones con los cua
les confrontamos las agitaciones de nuestra conciencia
o las de la de nuestro vecino.
Mas estos patrones son al mismo tiempo modelos.
Todo heclio humano es, en efecto, juzgado y apreciado
por el grupo. Los estados afectivos no escapan a esta
regla. E l grupo los juzga, los aprecia y los clasifica mo
ralmente, según estén o no conformes con las necesida
des y las convenciones sociales, con los modos y con las
conveniencias mundanas. Se establece así entre los es
tados afectivos una escala de valor, una jerarquía so
cial y moral. E sta escala, esta jerarquía, no son sólo
teóricas, sino que tienen una aplicación práctica. La
colectividad exige que las tengamos en cuenta. Las tra
duce para nosotros en un conjunto de mandamientos, de
imperativos, que vienen a regular nuestra conducta afec
tiva. Según su rango en esta jerarquía, en tales circuns
tancias socialmente definidas, tales emociones nos son
impuestas, recomendadas, permitidas, toleradas o pro
hibidas. La sociedad es más estricta a este respecto que
al de las ideas, pues los estados afectivos están más
próximos a la acción. Podemos, por ejemplo, criticar la
piedad, como Spinoza; pero el mundo protestaría du
ramente si, por lo menos, no hablásemos su lenguaje
cuando él estima que la piedad se impone. E l conformis
mo afectivo que la sociedad exige de nosotros hace que
nuestros sentimientos y nuestras emociones nazcan y
se desarrollen bajo la presión permanente de imperati
vos colectivos.
En la vida real, en el hombre llamado de la calle,
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1
•i
tan pronto como se presentan ciertas circunstancias
que lo impelen al esbozo de un sentimiento, el modo se
gún el cual el grupo ha decidido sea o no conveniente
emocionarse influye sobre su estado afectivo hasta el
punto de transformar ese sentimiento e incluso, frecuen
temente, hasta de llegar a producirlo. En ciertas cir
cunstancias, o en todas, el miedo, por ejemplo, o la
alegría o el odio, son prohibidos, reprobados, desaconse
jados. Cuando a pesar de todo esos sentimientos se im
ponen a nosotros, desplegamos un esfuerzo de casuística
afectiva para disculparnos, para justificarlos desfigu
rándolos, para dotarlos de derecho de ciudadanía moral
en la conciencia. Nuestros sentimientos se desnaturali
zan para obtener así su naturalización y su consagra
ción’, por decirlo así, oficiales.
Otros estados afectivos nos son, por el contrario,
impuestos o recomendados por la colectividad. Es de
necesidad moral para ella que ciertas circunstancias en
trañen determinadas emociones. Una vez dadas las cir
cunstancias, el sentimiento de tal necesidad nos impone
esas emociones, o cuando menos crea en nosotros su es
pejismo. “Despiertos, dice Goblot, regulamos no sola
mente la expresión de nuestros sentim ientos, sino nues
tros sentimientos mismos. Hay mucho de artificial y
de convencional en los de la vida social. Creemos expe
rimentarlos desde que creemos deberlos experimentar,
y nos parecen profundos desde el instante en que los
hemos consentido”. Mas no son solamente los sentimien
tos propiamente sociales, es todo el conjunto de senti
mientos superiores, morales, estéticos y religiosos, los
que presentan muy particularmente este carácter de
obligación. Experimentamos los que son convenientes, ya
que si queremos ser hombres dignos de este nombre es
preciso que los experimentemos, puesto que son el pri
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vilegio de la humanidad y una de sus manifestaciones
más esenciales. En cierto grado de la escala social, to
dos sabemos lo que deben ser nuestros sentimientos co
mo consecuencia de una hazaña o de un crimen, ante un
Tiziano o un Eodin, en la audición de una sinfonía de
Beethoven, en una visita a Notre-Dame, en el cumpli
miento de los deberes religiosos, ante la noticia de la
victoria o la derrota de nuestros ejércitos. Estos senti
mientos tienen su vocabulario y su sintaxis propios,
aprendidos por nosotros de nuestro mundo circundan
te, de nuestras conversaciones y de nuestras lecturas.
Vibren o no nuestros corazones a su unísono, nos sen
timos obligados a experimentarlos y debemos experimen
tarlos siempre respetando su sintaxis y su vocabulario:
va en ello nuestra dignidad de hombres. Mas saber que
un sentimiento debe tomar cuerpo, utilizar la expresión
que comporta, es hacerlo presente a nuestra conciencia
e introducirlo en ella desde fuera. Por una emoción de
este orden, que sube del corazón a los labios, ¡cuántas
hay que, inversamente, descienden de los labios al cora
zón! Entre lo que sentimos espontáneamente y lo que
sentimos por deber y, acaso, por fuerza la frontera es
difícil de trazar. El modo como tales sentimientos son
en nosotros se encuentra siempre más o menos recu
bierto por el modo como deben ser. Si deseáis pruebas
escritas de ello, abrid los tratados de psicología y bus
cad los capítulos referentes al sentimiento moral, al
sentimiento estético o al sentimiento religioso. Encon
traréis en general la descripción de su forma ideal y
de su realización la más aproximada, tal como ella ha
sido en los grandes hombres de bien, los grandes artis
tas, los grandes m ísticos; pero no aprenderéis nada
acerca de lo que ellos son, por ejemplo, en la concien
cia republicana del guardia Jules Lemaitre, que de-
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claraba que la Ifigenia de Hacine es muy bella, pero muy
aburrida. Sin embargo, lo que interesa, lo que debiera in
teresar al psicólogo en los sentimientos superiores es,
no lo que conviene que sean, sino lo que en efecto son en
la mayoría de los hombres, verdaderamente más próxi
mos a nuestro municipal que a de Vinci o a Santa Te
resa. De nada serviría pretender aquí que un sentimien
to no llega a ser, por ejemplo, auténticamente estético
si la obra que le suscita no es auténticamente artística
y si el sentimiento en cuestión se encuentra limpio de
toda alianza con otras especies afectivas. Tal actitud es
de estético, no de psicólogo. Y o he oído antaño a un pú
blico popular cubrir de aplausos entusiastas, que hubie
ra aido imprudente ridiculizar, tan justos le parecían,
le he oído hacer repetir la.inim itable parodia de los ro
mances de “ dos sous” (de anteguerra) dada por Cour-
teline en Música, señor H onorato, en la cu a l:
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permite, por añadidura, comprobar que en la mayor
parte de los casos el gusto, es decir, la capacidad que
bemos adquirido de proporcionarnos ilusión, a nosotros
mismos y al prójimo, sobre la cualidad y potencia de
nuestras impresiones estéticas, no es ni virtud especí
fica ni don individual, sino que procede, para los que
en ella se engolfan, de la cultura que han recibido y,
por consiguiente, del grupo social del cual forman parte.
Los prejuicios colectivos, o lo que es más exacto, las
prevenciones, las anticipaciones que la vida social nos
impone a propósito de nuestros sentimientos y de nues
tras emociones, no contribuyen solamente a transformar
los, sino a producirlos. N os proporcionan, incluso, la
clave. Cuando emprendemos el análisis de uno de nues
tros estados de alma y abrimos en él cada vez más hon
do el taladro, para apuntalar el vacío interior no dis
ponemos de otro medio que no sea solidificar en pala
bras sus flúidos escapes. De esta manera, en el hombre
que, como yo, no tiene genio, la reflexión sobre sus pro
pios sentimientos viene a ser el alimento, no de su ínti
ma substancia, sino de lo que el lenguaje le dispone, le
invita, le obliga a descubrir en ellos y en torno a ellos.
Es siempre posible, por ejemplo, traducir un sentimien
to en otro por medio de un artificio verbal que modifica
para nosotros su aspecto. Un mismo temor es capaz de
convertirse en disgusto, odio, inquietud y dolor de la
eventualidad temida, o por el contrario, en deseo, amor,
esperanza, e incluso alegría de lo que podría desmentir
la. Nuestro sentimiento se enriquece, pues, con todas las
expresiones de que disponemos para interpretarlo, de
todos los puntos de vista que ellas nos ofrecen sobre él
y de las afecciones que ellas traducen. Este efecto de las
palabras es tan innegable que se produce incluso cuando
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en un grupo una jerarquía, patrones, un vocabulario
afectivos que le sean propios, y promulgarse una regla
mentación que decrete los sentimientos y las emociones
inevitables en el curso de la vida: ¿qué psicoanalista
consentiría no haber sido a su hora homosexual?
Nuestra vida interior tiene, en sus afecciones, algo
de convencional. Lo convencional preside los modos de
sentir como los de vestir. Las pasiones se llevan a la
Lelia como el peinado a la Ninón. Cada época posee su
código de conveniencias sentimentales, variables visi
blemente de una a otra, que decide su ideal afectivo. En
Francia, por ejemplo, se han sucedido, desde el siglo
X V I I a nuestros días, unas cuantas escuelas de sen
timiento. En poder de una reflexión, que de un solo
golpe se libera y encuentra en sí, con Descartes, la sal
de las tradiciones morales y religiosas, el Gran Siglo
quiere emociones y sentimientos aprobados y compen
diados por la razón. El siglo X V I I I pone los sentidos y
a la vez el corazón en el orden del día y forja de su con
fusión su inquieta e inquietante sensibilidad. El X IX
comienza en huracán para acabar en un escepticismo en
el que las pasiones, por las cuales se deja llevar, tienen
una especie de pudor que se exalta en el sentimiento
agudo de su inconsistencia y de su fragilidad. El siglo
X X se levanta sobre las ruinas de las reglas morales y
erige el querer-vivir de los deseos elementales. Así es
como el amor, que es de todas las pasiones la más ca
racterística, ha encontrado sucesivamente su expresión
según el momento y la convención prevaleciente: en la
Princesa de Cléves en la Nueva Eloísa, en A n ton y, en
Am antes, en la M ujer desnuda. No son éstas las copias
estrictas de lo que los contemporáneos experimentaban,
puesto que amaban, sobre ellos mismos. Son más bien
los modelos que les han revelado, en una forma concre
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ta, las aspiraciones confusamente esparcidas en el am
biente y sobre las cuales han calcado después ellos sus
propias emociones. Eu testimonio de ello citamos el
precioso libro de Maigron sobre E l Romanticismo y las
costumbres (1910) en el que vemos estudiantes, ama
nuenses de notarios, horteras y pequeñas burguesas ju
gar a los Hernani y a las Doña Sol. ¡Infierno y Matri
monio! Fué preciso Didier para que se sintieran mar
cados con el sello de la fatalidad, Indiana para que
comprendieran cómo eran incomprendidas.
A distancia, el carácter convencional de los temas
afectivos según los cuales nuestros predecesores han
concebido sus emociones y sus pasiones, nos salta de
golpe a los ojos. Si nuestras propias convenciones sen
timentales permanecen ignoradas para nosotros mis
mos, ello no constituye una prueba de que no existen,
de que no sufrimos su apremio, de que nuestros movi
mientos afectivos, por un excepcional privilegio, no nos
ponen en el seno de nuestras conciencias en contacto
con la humanidad. El hecho de que por doquiera que en
contremos hombres reunidos en sociedad comprobemos
tales convenciones hace verosímil, por el contrario, que
no poseamos a nuestra vez las propias. Ellas forman
parte de nosotros por naturaleza, ya que nuestras so
ciedades y sus reglas están en la naturaleza y constitu
yen para nosotros la naturaleza misma. Por otra parte,
en el dominio que nos ocupa estas reglas tienen algo par
ticularmente móvil, y su presencia se pone de manifiesto
por el divorcio que se produce insensiblemente entre las
costumbres sentimentales contraídas bajo el régimen de
la convención hasta entonces predominante y las exi
gencias crecientes de la convención nueva que les dis
puta su supremacía. El hombre acostumbrado a amar
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al ritmo lento de los valses, pierde después el aliento
en la trepidación de los sones del jazz-band. Proclama
la quiebra del amor porque su manera de amar era para
él el amor mismo. Haría mejor en admitir, tomándose
como propio ejemplo, que el amor es eterno, pero que sus
modas y modos pasan y cambian. Jamás para el hombre
en sociedad, el único que conocemos, la vida afectiva es
capa a la convención para recobrar un natural del cual
esta convención no sería parte integrante.
Ya se trate de nuestros predecesores, ya de nosotros
mismos, en ningún modo conviene hablar aquí de insin
ceridad. La plasticidad de nuestra vida afectiva se plie
ga en nosotros a modos de expresión y a convenciones
colectivas que nos llevan, no a fingir, sino a experimen
tar, en efecto, los sentim ientos que ellas expresan o exi
gen, ya que su insinuación en nosotros parte precisa
mente del hecho de que ellas los exijan o los expresen.
La sociedad en que vivimos sabe cómo está hecha la vi
da afectiva y la quiere hecha a su manera. Guiada por
esta voluntad y esta ciencia colectivas, la conciencia que
tenemos de nuestros sentim ientos y de nuestras emocio
nes ejerce sobre ellos un poder creador: lo que ella en
cuentra en ellos comienza a existir desde el momento en
que lo ha encontrado. Así, no diremos nosotros con Va-
ll é s : “Alegrías, dolores, amores, venganzas, nuestros sus
piros, nuestras risas, las pasiones, los crímenes, todo es
copiado, todo. N i una sola de nuestras emociones es fran
ca”, sino más bien con Gide, ampliando, quizás, su
pensam iento: “E l análisis psicológico ha perdido para
mí todo interés desde el día en que he comprendido que
el hombre experimenta lo que imagina experimentar. De
ahí a pensar que él se imagina experimentar lo que ex
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perimenta.. entre amar, por ejemplo, e imaginar que
se ama, “¿quién encontraría diferencia? En el dominio
de los sentimientos, lo real no se distingue de lo imagi
nario”.
Solamente que —queremos subrayar la evidencia—
lo imaginario es, en verdad, lo real, y lo hipotético real
es, en cambio, precisamente lo imaginario. Un estado
afectivo que se sustrajera a toda comunión humana;
que ninguna palabra fuera capaz de definir ni de solidi
ficar, no solamente fuera, sino en el interior de nuestras
conciencias; que escapara en su magnífica intimidad a
toda influencia exógena: he ahí lo imaginario, lo ilu
sorio, lo inasible. Estados afectivos, por el contrario,
vividos y generalizados entre los hombres, atribuidos al
prójimo y a nosotros mismos por los que los sienten en
un lenguaje común; contenidos desde su nacimiento en
los moldes sentimentales que la colectividad ha inventa
do sucesivamente para su uso; estados afectivos, en una
palabra, completamente socializados: he aquí lo que,
en todo tiempo y lugar, se impone a nuestra considera
ción, y si, por ser real, no es inútil su existencia, he
aquí la realidad misma. Para conocer tales estados se
ría en vano escrutar las conciencias individuales antes
de haber interrogado al medio que ha permitido en él su
pleno desarrollo. Considerad un grupo con su idioma,
sus reglas, sus convenciones y sus modos afectivos: po
dréis prever por anticipado cómo serán, grosso m odo, los
sentimientos y las emociones de sus miembros. Consi
derad, por el contrario, esas emociones y esos sentimien
tos sin conocer nada del grupo en el cual intervienen:
jamás llegaréis a saber su especial manera de ser, eso
que su naturaleza tiene de más ostensible e inm ediata
mente comprensible.
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II
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fcias en las cuales recordaba haber llorado espontánea
mente, hasta el día en que la seguridad del reflejo así
establecido ha hecho inútil el lento esfuerzo de la con
ciencia, y en presencia de una situación en que las lá
grimas son oportunas, la idea de ellas mismas ha sido
suficiente para hacerlas correr. En todo caso, la exis
tencia del reflejo condicionado, la práctica ciega que de
él hacíamos, demuestran que no hay manifestación, por
más fisiológica que sea, de la emoción, que no sea, en
fin de cuentas, más o menos realizable o modificable a
voluntad.
En estas condiciones, las manifestaciones cuya am
plitud y localización las hacen exteriormente visibles,
que constituyen la mímica en la que vemos el lenguaje
natural de los sentimientos, porque la experiencia nos
ha instruido sobre las afecciones que ellas significan,
son naturales, en efecto, en el sentido de reacciones au
tomáticas y autónomas, como ha demostrado Wallon,
del sistema tónico y postural y de los centros mesoen-
cefálicos sustraídos al control directo de la corteza, pues
fuera de eso no han sido, en modo alguno, convenidas
por nosotros y nos son impuestas, por el contrario, por
la fisiología de la especie. Pero aunque no seamos capa
ces de crearlas, el mecanismo de los reflejos condiciona
dos nos permite, según acabamos de ver, disponer de ellas
en cierta medida, y en esa medida, plegarlas a las con
venciones promulgadas por la colectividad. Toda una par
te de nuestro adiestramiento social consiste en apren
der al detalle las circunstancias en las cuales es necesa
rio que nuestra mímica sea la de la tristeza, la de la ale
gría, la de la cólera, la de la emoción religiosa, estéti
ca o patriótica, la del honor satisfecho o la del honor
ofendido, y nuestra educación sería perfecta si, en to
das y cada una de las circunstancias, nuestra mímica se
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conformase automáticamente a estas exigencias, a esas
conveniencias más o menos imperiosas. E stas convenien
cias, estas exigencias no son nuestras ni del hombre en
general, sino de nuestro medio. El conformismo social
que hemos visto regular nuestras afecciones, se dobla
en otro nuevo conformismo, de igual naturaleza, que
rige su expresión exterior.
En su nebuloso origen, nuestras manifestaciones mí
micas están hechas de reflejos absolutos, in condiciona
dos y son, por consecuencia, naturales. Pero la colecti
vidad decide las circunstancias en las cuales se imponen
o son, por el contrario, prohibidas, y por el juego del re
flejo condicionado, nuestra voluntad, mejor dicho, la
solicitud imperiosa del grupo, las conforma en nosotros
a voluntad suya. La adaptación y flexibilidad de nues
tra mímica deben mucho al ejemplo de nuestro contor
no; pero no son únicamente el resultado de esta im ita
ción absolutamente fisiológica, automática, mecánica, de
la que La Mettrie decía tan acertadamente: “Se adop
tan los gestos, los acentos, etc., de aquellos con quienes
se vive, de la misma manera que se bajan los párpados
ante la amenaza del golpe sobre el cual se está preveni
do, o por la misma razón que el cuerpo del espectador
im ita maquinalmente, y a pesar de él, todos los movi
mientos de un buen pantomímico”. La imitación, en este
caso, no se efectúa solamente por la presencia y la fas
cinación materiales del modelo, sino por toda una ga
ma de esos sentimientos de amor, de respeto o de miedo
a los cuales las representaciones colectivas deben pre
cisamente su poder: es el resultado, no de las necesida
des fisiológicas, sino de apremios morales. Es frecuen
te que el modelo propuesto esté en contradicción con
las reacciones a las cuales nos sentimos arrastrados por
nosotros mismos. Los padres, por ejemplo, cuando un
198
hijo suyo se cae sin hacerse gran daño, afectan un aire
de indiferencia y le dicen, cuando llora, que no vale la
pena, que es vergonzoso llorar por tan poca cosa. En
las primeras ocasiones, el niño no se allana a compartir
la indiferencia de sus padres, la cual no sería aquí de
ningún efecto por sí misma, sino gracias al esfuerzo en
el que la autoridad familiar, la costumbre de obedecer,
el temor a ser castigado o ridiculizado, el deseo de com
placer a los padres constituyen otras tantas solicita
ciones del grupo, de las cuales hablábamos antes, y que
hacen en él oficio de voluntad. Más tarde, el niño mis
mo no querrá ya llorar. Hasta que llegue un día en que
caerá, haciéndose en realidad bastante daño, y se levan
tará riendo y diciendo que no fué nada, por medio de
una mímica inmediata en la que toda violencia exterior,
todo esfuerzo, hayan desaparecido. La convención en él
habrá llegado a ser así tan espontánea como natural.
Buen número de razones nos invitan, pues, desde el
principio, como propone Dumas, a propósito de la risa y
de las lágrimas, a “ reconsiderar la psicología entera de
la expresión haciendo en ella el lugar que le corresponde
a la utilización voluntaria o semivoluntaria de nuestros
sentimientos automáticos o reflejos, de nuestras secre
ciones y de todo lo que en nuestra vida biológica ha sido
susceptible de llegar a constituir un signo. Sería preci
so subrayar, ante todo, que si la expresión ha obtenido
en general su sentido de su raíz biológica, la colectivi
dad ha extendido este sentido, lo ha generalizado, lo
ha modificado y que, en muchos casos; ella misma ha
creado por el juego de sus propias fuerzas (religiones,
costumbres, instituciones) gestos que expresan senti
mientos (apretones de manos, oraciones, saludos, etc.)
en los que la biología tiene bien poco que ver” .
También vamos a intentar ahora mostrar por una
199
serie de ejemplos concretos la conveniencia de tomar en
consideración las técnicas emocionales entre esas “téc
nicas del cuerpo” debidas al adiestramiento social, a pro
pósito de las cuales Mauss ha puesto de relieve “la par
te de la educación y de las representaciones colectivas
en los actos comúnmente considerados como puramente
orgánicos o, por el contrario, enteramente voluntarios
y conscientes”, por medio de ejemplos deducidos de las
prácticas sexuales, de la marcha y de los deportes (na
tación, danza, etc.)
Cuanto más nos trasladamos al pasado, cuanto más
nos alejamos en el espacio, más nos encontramos en la
regulación colectiva de la expresión de las emociones
pruebas elocuentes y fácilm ente comprensibles. Sin ha
blar de la famosa sonrisa, de la cual, según Kipling, se
rán capaces los japoneses hasta en el día del Juicio F i
nal, Lods nos cuenta, por ejemplo, que en la antigüedad
judía “el duelo comportaba dos manifestaciones ruido
sas . . . , el grito fúnebre y el treno ( “poesía cantada en
ínelopea por la plañidera, a menudo acompañada de
flauta o de sistro” ). Ocioso es decir que ni el uno ni el
otro eran la explosión espontánea, irreflexiva, del do
lor de los sobrevivientes. Pues entre los israelitas, como
entre las m ultitudes de los pueblos no civilizados, las la
mentaciones fúnebres estaban estrictam ente reguladas
por la costumbre: eran proferidas por determinadas per
sonas, repartidas por sexo y por clan, con palabras im
puestas por la tradición, durante un número de días de
terminados y probablemente a horas fijas, como entre los
fiirios modernos”. Granet nos aporta igualmente sobre
el lenguaje del dolor en la China clásica precisiones muy
Interesantes para nosotros. Regulado por rituales, el len
guaje del dolor constituye en China una “simbólica y mi
nuciosa ordenanza”, que define con una precisión impla
200
cable, de una parte, la manera como los parientes del
muerto organizan su existencia durante el luto; de otra,
la forma como deben, en momentos determinados, poner
de manifiesto su pesar. Las modificaciones en la vida ma
terial y moral de los parientes del muerto expresan su
participación en el duelo. Una cuarentena se esta
blece en torno a ellos. Aislados en cabañas individuales
instaladas alrededor de la casa del difunto, no reciben
visitas ni siquiera tienen relaciones entre ellos mismos.
Reducidos al silencio y a la inmovilidad, no ejercen fun
ciones públicas, se prohiben la música, se someten a to
do un sistema de restricciones alimenticias, se abstienen
de todo cuidado de su propiedad, viven en un estado de
embrutecimiento del cual los autoriza la colectividad
a salir por una gradual serie de etapas, igualmente re
glamentadas, en las que las cinco categorías de hábi
tos de luto que van a vestir sucesivamente, constituyen
otros tantos signos exteriores. P or su parte, las ceremo
nias del duelo y las manifestaciones afectivas que las
acompañan, formando parte de ellas, suponen obligacio
nes también estrictas. Los parientes se consideran como
parte del fallecimiento y esperan las condolencias, los
intervalos entre las cuales no significan otra cosa que
una tregua a la expresión de su aflicción. Pero sobre to
do en el momento de los funerales, ante los asistentes
autorizados a invitarlos por incorrecciones voluntarias
a rectificar las incorrecciones que puedan cometer in
voluntariamente, en torno al cadáver, los parientes están
obligados a expresar su dolor por medio de un conjun
to de gestos, ritualmente concertados, cuya complejidad
sobrepasa con mucho la de los reflejos psicofisiológicos:
contactos, saltos, golpes en el pecho, lamentaciones, ma
nifestaciones todas cuyos detalles, modo, número, mo
mento y lugar donde han de ser ejecutados están exac-
201
tamente previstos. E l carácter social de estos ritos se
m anifiesta además por el empleo simbólico que tienen
con ocasión de fiestas, recolecciones o eclipses de sol y
de luna, en caso de incendio de un templo o de pérdida
de territorio o derrota militar. Los chinos estiman que
es preciso ser salvajes para dejar libre juego en la ex
presión de las emociones a la espontaneidad de los re
flejos. Un civilizado debe saber contenerlos, pues la ex-
teriorización permite a los sentimientos no tener nada
que ver con ellos. Nadie tiene derecho en este caso a
probar su personalidad si no es por la energía que ponga
en la realización, por el acierto con que matice las ma
nifestaciones exigidas y consagradas por la colectividad.
E l contraste, al menos exterior, que estos rasgos to
mados al pasado y al lejano Oriente, tienen con nuestras
propias costumbres, sirve para que el carácter colectivo
de esas manifestaciones mímicas se acuse en todo su re
lieve y evidencia. Pero nuestro tiempo y nuestro medio
tampoco dejan de proporcionarnos elocuentes pruebas.
Ante todo, áún pueden comprobarse hechos total
mente análogos, por su singularidad y su carácter de
rito colectivo, a los que acabamos de referir. Por ejem
plo, Pierre Mille nos cuenta que un pueblecito situado
entre la Auvernia y el Limosín, al final de los entie
rros, “mientras que las mujeres de la f a mi l i a . . . , envuel
tas en grandes mantos negros, gritan y se lamentan an
te la fosa, todas las otras mujeres del pueblo, en pie
ante la tumba de sus respectivos muertos, les responden
en alta voz, llaman a los difuntos, los evocan, levantan
los brazos, esbozan el gesto de desgarrarse el rostro con
sus uñas”, y yo he sabido hace poco de buena tinta que
en ciertos puehlecillos del Oeste es regla de los entie
rros el que, en el momento en que se empieza a tapar la
l'osa, toda la familia del difunto, incluso sus parientes
202
lejanos, estallen en sollozos; jamás, al parecer, se ha
faltado a esta costumbre, observada generalmente con
una unanimidad y una disciplina notables.
Pero también en nuestra vida cotidiana abundan las
circunstancias en las que nuestra mímica se encuentra
en la obligación de conformarse a un código cuya re
lativa flexibilidad no excluye la complejidad y la per
manente vigilancia. Basta haber asistido a una boda o
a un entierro para saber cómo en la sacristía, a algu
nos metros de la fam ilia en duelo o en júbilo, las acti
tudes y los rostros, hasta entonces vagamente adapta
dos a la situación o simplemente correctos, se rectifican
y se com ponen: las miradas se apagan, los rasgos caen
y se aflojan a la proximidad de los velos del luto, o bien
se ilum inan, se reaniman y se ensanchan ante las flores
de azahar. Un instante después, la actitud, la mirada,
ia fisonomía de cada circunstante son las del hombre
que piensa y va a sus asuntos. Pero durante la ceremo
nia, los interesados en ella no se autorizan la sinceri
dad de sus sentimientos ni hacen uso de la libertad de
expresarlos a su manera. El público espera de ellos ac
titudes y reacciones cuya ausencia o exageración le pa
recerían igualmente chocantes, y, por intenso que sea
su dolor o su alegría, tienen confusamente conciencia de
que están dados en espectáculo y de que deben ofrecer
precisamente el espectáculo que de ellos se espera. La
expresión de sus sentimientos hace el sordo esfuerzo
para responder a la pública atención. Incluso sucede que
se les vea examinarse entre sí y corregirse los unos a
los otros.
Cuando no nos cuidamos de caer o de impedir que
caigan los nuestros bajo el golpe de la reprobación, se
lastim an al mismo tiempo las conveniencias. San Fran
203
cisco de Sales nos proporciona a este respecto una prue
ba, tan decisiva como pintoresca, cuando se esfuerza en
justificar a David por haber danzado delante del arca,
explicando la incongruencia de su acto por la enormi
dad de su alegría: si David delante del arca “saltó un
poco más de lo que el ordinario decoro requería”, e o s
dice, no es “que quisiera hacer el loco” ; es que sus mo
vimientos estaban en armonía con “la extraordinaria y
desmesurada alegría que sentía en su corazón”. Sucede
con nosotros como con el rey David. Si dejamos por aca
so que nuestra reflectividad y nuestra espontaneidad pro
pia tomen una parte demasiado activa en la expresión de
nuestras emociones, nuestro contorno se sorprenderá irre
mediablemente, y, según sea su disposición mala o buena
para con nosotros, nos imputará el error o buscará en las
circunstancias una excusa ocasional. Pero si recaemos
sistem áticam ente en la misma falta, corremos el riesgo
de acabar con su paciencia y de pasar ante su opinión
“por un bohemio, un mal educado, un indiferente o un
exaltado, cuando no por un excéntrico o un loco”.
Por otra parte, no es la sola observación de nuestras
costumbres y de nuestros usos la que nos revela la exis
tencia de reglas colectivas ordenando la expresión mí
mica de nuestras emociones. Sin duda que no existe,
propiamente hablando, un código afectivo semejante al
código civil, donde esas reglas estén expresamente formu
ladas, recopiladas y ordenadas. Sin embargo, no dejan
por eso de estar escritas en parte, pues, sin referirse ex
clusivamente a su redacción, los T ra ta d o s de U rban i
da d , cuyo dominio es el de la apariencia social, no li
mitan sus descripciones a la postura de una casa, un
almuerzo ofrecido o una recepción organizada, ni a la
manera como debe uno conducirse en su casa, en la ca-
204
lie, en la mesa o en un salón, sino que las amplían hasta
la exteriorización de los sentimientos, ya que esta ex
teriorización form a parte de las apariencias sociales y
se encuentra presa con ellas en las redes del buen pare
cer.
A sí es como las Reglas para saber conducirse en la
sociedad moderna de la baronesa Staffe, que quiso ser
por largo tiempo el breviario mundano de la burguesía
francesa, enuncian, a propósito del duelo, esta ley gene
ral : “ La etiqueta y el traje, que no abdican sus derechos
en ninguna circunstancia, regulan la manera como debe
mos portarnos o, cuando menos, manifestar nuestro do
lor” . Este principio vale, en realidad, por todas nues
tras emociones. Si hemos dado preferencia al dolor es
poique entre todas nuestras emociones es él en donde
la sinceridad nos llega más al corazón y en el cual, por
consiguiente, sentimos más repugnancia en reconocer un
carácter convencional; pero la posibilidad misma de los
Tratados de Urbanidad está en este punto subordinada
a la verdad y a la generalidad de este principio. Claro
estíi que es en toda su ingenuidad, sin consecuencias de
ninguna clase, sin saber nada de su rango psicológico,
sin sospechar siquiera las nuevas perspectivas que nos
abre sobre la expresión de las emociones y sobre su na
turaleza, por pura precaución oratoria, por lo que la ba
ronesa Staffe lo formula. Para ella es sólo el enunciado
de un hecho cuyas consecuencias sociales son lo único
que le interesa; pero este simple enunciado, precisa
mente por no ser más que\un enunciado, ilustra maravi
llosamente nuestra tesis y aporta al psicólogo una sin
gular enseñanza. Los técnicos del bien parecer han in
terpretado de golpe mejor que él uno de los caracteres
más esenciales de nuestra mímica, obligados como esta-
205
bau por el objeto de su estudio a relacionar al hombre
con el hombre, como constantemente es en realidad, en
lugar de relacionarlo con el animal, lo que no ha sido, o
jamás ha sido plenamente, en efecto, sino en sus más
nebulosos orígenes. E l principio del conformismo social
y del imperativo colectivo que ellos han aplicado sin for
mularlo expresamente, parece en verdad tan real en sus
datos, tan rico en sus aplicaciones como el principio,
por ejemplo, de las costumbres útiles, del cual, gracias a
Dumas, la vanidad romántica no se hace ahora ilusiones.
Después de haber sentado el principio, la baronesa
Staffe nos informa al detalle de su aplicación. Nos ense
ña que estamos obligados a guardar luto tantos meses
o tantas semanas, según el grado de nuestro parentes
co con el difunto, y que los grandes íutos nos obligan a
110 recibir visitas durante seis semanas y a no hacerlas
durante tres meses: después de lo que sabemos por Gra-
net de la China clásica, verdaderamente estas son, en
un sentido nuevo, otras tantas “chinadas” (1) Natural
mente es ocioso advertir que durante esos lapsos regla
mentarios nuestra mímica no debe ponerse en escan
daloso desacuerdo con el color de nuestros vestidos. Pe
ro es el caso que siempre, en los textos a los cuales aca
bamos de hacer alusión, esta obligación de conformar a
las circunstancias la expresión de nuestros sentimien
tos no pasa de estar sobreentendida. Por el contrario,
es bien explícita para otras diversas situaciones. Quien
quiera que haga una visita de pésame, “está obligado a
una cierta gravedad, a una gran simplicidad de colo
res y de adornos. No habla del muerto el primero, sino
206
que escucha con complacencia cuanto sobre él se le quie
ra decir. En cambio, la persona que recibe, contiene su
disgusto y su tristeza”. El joven que acaba de obtener
la mano de su prometida debe hacer una visita a sus
futuros padres políticos: “Agradece con cierto calor,
pero sin exageración —primero a los padres, después a
la joven—, la buena acogida que ha tenido su demanda.
La frialdad sería inconveniente; pero la expresión ríe la
felicidad debe ser contenida”. La madre del futuro, cuan
do presente la novia de su hijo, dirá: “La señori ta. . . ,
mi futura nuera”, y acompañará sus palabras “de una
sonrisa afectuosa”. Finalmente, después de la ceremo
nia en la alcaldía, cuando la joven, después de haber
firmado, pasa la pluma a su marido, este último “la
saluda y le dice con expresión de dicha y sonriendo:
Gracias, señora”.
Como todo el mundo, como todos aquellos, por lo me
nos, cuyo oficio consiste en reflexionar o simplemente en
pensar con la cabeza, y que habrán errado a menudo
concediendo gran mérito a una m alicia, a una fineza,
a una sensibilidad, que no son en ellos dones de la na
turaleza sino por el beneficio de la costumbre, encuen
tro esas citas un tanto divertidas y no exentas de comi
cidad. Sin embargo, yo aconsejaría al lector que no vea
en ellas simples pretextos para bromear, que busque en
su pasado todas las ocasiones en que se ha satisfecho
con semejantes clichés afectivos, y mucho me equivoco
si no se encuentra al fin un poco confuso por lo elevado
de su número. Mas, sobre todo, el espíritu del libro del
cual han sido tomadas esas citas no es en modo alguno
el de una novela realista o el de un trozo de vida. El
autor puede reírse también en secreto de lo que dice.
El no presenta menos lo que se hace que lo que se debe
207
hacer; no deja tampoco de atribuir a los hechos a que
se refiere un carácter imperativo. El éxito obtenido ates
tigua que ese era, en todo caso, el sentimiento, incon
testablemente profundo esta vez, de la multitud de lec
tores que, sin bromas de ningún género, le han pregun
tado cómo debían conducirse en el mundo y, particular
mente, comportarse atinadamente en sus penas y en sus
alegrías. En estos textos que nos hacen sonreír, esos lec
tores han reconocido los modelos sobre los cuales ha
bían de regular su emulación admirativa, y la fórmula
de las exigencias colectivas a las cuales se sentían obli
gados de corazón.
Desde este punto de vista, las manifestaciones exte
riores de nuestras afecciones se nos aparecen como de
beres impuestos por el grupo, del mismo modo que an
tes las afecciones misitaas. Para innumerables circuns
tancias de la vida diaria, la colectividad nos fija a la
vez los sentimientos que debemos tener y la manera como
los debemos expresar.
Por otra parte, socialización del sentimiento y so
cialización de su expresión parece que deben de ir a la
par. Cualquiera que sea el valor que se conceda a la teo
ría fisiológica que James y Lange han propuesto de las
emociones, es evidente que sus manifestaciones forman
ud todo con las emociones mismas. Una acción ejercida
208
^hablando, y que no se podría oponer al lenguaje articu
la d o como la naturaleza a lo convencional. Aprendemos
i mimar nuestras emociones como aprendemos a hablar,
por efecto de la misma necesidad. Necesidad insensi
b le en sí misma y solamente reconocible en sus resul
tados, pues la atmósfera social necesaria a nuestro des
envolvimiento no pesa más sobre nuestros espíritus que
el aire sobre nuestras espaldas. El modo de adquisición
en los dos casos es idéntico. Los ejercicios vocales en
los que se complace el niño ponen a su disposición una
masa de articulaciones, de sonidos, de una flexibilidad
y de una variedad sorprendentes, que constituyen, por
así decirlo, el material fisiológico del lenguaje. A partir
de esta primera dotación, sobre la cual el contorno ejer
ce un mínimo de influencia, el progreso para el niño con
siste en guiarse, por el contrario, sobre este contorno,
para no retener de entre los sonidos sino aquellos utili
zados por la lengua que se habla en torno a él, para com
ponerlos en conjuntos que darán ulteriormente las fra
ses y las palabras, y para adaptar estos conjuntos con
una seguridad y una prontitud crecientes, con una
exactitud totalmente refleja, a las personas, los obje
tos, las situaciones y los comportamientos. Cuando to
do comportamiento, toda situación, todo objeto, toda
persona susciten prácticamente, sin demora y sin error,
la reacción verbal adecuada, es decir, la reacción sus
ceptible de provocar en los demás las modificaciones de
sentimiento, de pensamiento o de conducta apropiadas,
o dicho, en fin, de otra manera, la reacción consagrada
por el uso colectivo, la adquisición propiamente dicha de
la lengua es cosa cumplida. Igual para la mímica. De
su organización fisiológica, de su sistema tónico-postu-
ral, el niño tiene un sistema de reflejos, risas, lágrimas,
gritos, gesticulaciones, que sus afecciones ponen en mar-
209
cha espontáneamente, La educación consistirá aquí en
un condicionamiento de los reflejos, que los inhiba, los
estabilice o los trasponga; en disponer de esta espon
taneidad y poder conformarla a las reacciones consa
gradas por las exigencias colectivas, hasta el día en que
la mímica del interesado, llegada a ser tan inmediata,
tan correcta como su lenguaje, tenga para el contorno
(a elocuencia que es necesaria. A sí se justifica, por la
comunidad de su origen y de su desarrollo, el lazo es
trecho observado constantem ente entre el lenguaje y la
mímica, la última de las cuales constituye para el pri
mero el acompañamiento normal y a menudo indispen
sable. ¿No sería asombroso que, por el contrario, pudie
sen fundirse el lenguaje articulado, tan perfectamente
socializado, y un modo de expresión sobre el cual las in
fluencias colectivas permaneciesen prácticamente sin in
fluencia?
E ste parentesco entre la mímica y el lenguaje ha si
do frecuentemente notado e ilustrado por los lingüistas.
B ally, por ejemplo, a propósito de la expresión: “¡ B oni
to está usted!”, que nos acontece emplear a la vista de
una persona cuyo vestido está todo cubierto de barro,
hace notar que, considerada en ella misma, la expresión
no tiene el sentido que los que la escuchan acuerdan con
nosotros concederle. E ste sentido es ante todo resultado
de la situación y de nuestra mímica. También se debe,
y sobre todo, a otro factor: “la inflexión expresiva de
la voz, la entonación. En el caso que nos ocupa, la ento
nación, fijada por el uso (como todo en el lenguaje or
ganizado), es tan expresiva que podría hacer, sin ayuda
de la situación, lo que el contexto no podría: dar a bo
n ito el sentido de sucio” . Si B ally declara, que la entona
ción puede prescindir de la situación sin añadir que tam
210
bién puede prescindir de la mímica, es por una razón de
todo punto interesante: él considera, en efecto, qué la
entonación forma parte de la mímica, que no es más que
una forma particular de ella, que es una “ mímica ver
bal” .
Esta mímica verbal tiene, según él, sus leyes: “ En
cada casó, la inflexión de la voz estará determinada por
reglas de uso semejantes a las demás reglas del lenguaje,
aunque sean más difíciles de comprender y de formu
lar” . Pero aun cuando nos sintam os'felices por su des
cubrimiento, no podemos menos que ser impresionados
por la rigidez con la cual se aplican. Así es como en fran
cés, por ejemplo, todo adjetivo de tonalidad afectiva to
ma el acento sobre la primera sílaba, o sobre la segunda,
si la primera comienza por una vocal o por una h : es
“ colosal” , es “ merveilleux” ; una extensión “ form i da
ble” ; un vino “ exceZlent” , “ délicieux” , “ execrable” ; un
tiempo “magnifique” , “ abominable” , “épowvantable” .
Por otra parte, los observadores han señalado que el
lenguaje y las entonaciones afectivas sec. aprenden en
cierto modo de vacío, antes incluso que las circunstan
cias hayan dado lugar a emplearlos con entero conoci
miento. “ E . . . , de 26 meses, se complace, nos dioe, por
ejemplo, J. Perés, en pronunciar fríamente exclamacio
nes correspondientes a emociones que le son totalmente
extrañas: ¡ Qué desgracia! ¡ Es una desgracia! ¡ E . . . tie
ne miedo! ¡ E . . . es desventurado! ¡E sto es terrible!.
Aprendizaje del lenguaje y de las actitudes de la emo
ción antes que de la emoción misma. Repite estas locu
ciones desde luego fuera de propósito, pero poco a poco
las adaptará a él” .
Por consiguiente, la entonación, que es una forma del
lenguaje y se encuentra, por tanto, sometida a reglas es
211
trictas, es también una forma de la mímica, y su prác
tica verbal se adquiere antes que se ofrezcan a la expe
riencia infantil las ocasiones a propósito para ser ejer
citada. La conexión del lenguaje y de la mímica es. pues,
más acusada de lo que decíamos antes, y al ser así nos
invita a admitir que lo que es cierto para la mímica
verbal, es cierto también, en general, para toda otra mí
mica. Por una parte, la mímica en su conjunto esta
ría sujeta a reglas tan rígidas como lo está su forma
verbal; pero más difíciles de comprender y de formu
lar, pues nuestros suspiros, nuestros gritos, nuestros
gestos, no poseen evidentemente la uniformidad y la es
tabilidad de las palabras. Por otra parte, lejos de pro
ceder siempre de la emoción, la mímica la precedería,
por el contrario, con frecuencia, y se encontraría así
lista de antemano para las situaciones en las cuales
ha de intervenir: ¿acaso no aprenden nuestros jóvenes
cómo se hace una declaración, cómo se proclama el
honor ofendido o satisfecho, mucho tiempo antes de
haberse declarado ellos mismo o de estar en condicio
nes de mostrarse satisfechos u ofendidos en su honor?
Tal es la mímica lenguaje, que llega a suplir, anu
lar y desmentir a la palabra. No solamente, como quiere
Balli, “ el papel de las palabras, en el enunciado del pen
samiento, decrece en razón del predominio del sentimien
to ”, y si la entonación, la mímica en general, son así, ca
paces de expresar, por ellas mismas y casi por ellas so
las, los sentimientos que en gran parte deben la finura
y la sutileza de sus matices a la civilización, es preciso
que la civilización haya por su parte suavizado, afina
do y sutilizado a tales fines esa entonación y esa mímica.
No sólo, a creer a Bernstein, “ es una verdad que todos
los autores dramáticos reconocen: los espectadores es-
212
cuchan ante todo con sus ojos. Hemos comprobado que
un comediante puede, por lapsus, decir éxactamente lo
contrario del texto, sin que el público lo advierta, pren
dido en la lectura de nuestros pensamientos por los mo
vimientos y el rostro del intérprete”. Hay más. Por re
gla general nuestro lenguaje y nuestra mímica concuer-
dan espontáneamente. Pero puede suceder que se pro
duzcan fallas, imperfecciones o insuficiencias momen
táneas de nuestro automatismo: una entonación falsa,
un gesto inadecuado, una mirada inoportuna, que no
responden en nosotros a ninguna intención consciente
ni inconsciente, se nos escapan, sorprendiéndonos los
prim eros: los surcos de nuestro cerebro no tienen más
sentido psíquico que los de un automóvil. Acontece tam
bién que nuestra mímica, desmintiendo nuestras pala
bras, traiciona involuntariamente nuestro pensamiento
secreto, prueba, ésta, incontestable de que dominamos
menos nuestra fisonomía que nuestra lengua y de que la
mímica es, en este sentido, más natural que la palabra.
Pero también sucede con frecuencia que utilicemos a
voluntad la duplicidad de medios de expresión de que
disponemos, dando a entender, de intento, por nuestra
actitud, otra cosa distinta de la que decimos, siendo así
que existe toda una mímica descortés de las fórmulas
de cortesía: prueba irrefutable esta vez de que la mími
ca, es como todo lenguaje, un instrumento de expresión
del que estamos muy lejos de poseer el dominio.
Desde este punto de vista, lo propio de la mímica
no es el ser natural, sino el descubrir lo' natural a tra
vés de las convenciones que lo encierran y en función
de ellas. Sucede con la mímica como con el lenguaje, del
cual es compañera inseparable. Nuestras lenguas civiliza
das prenden en una m alla sutil matices de vocabulario y
213
de sintaxis que nos son impuestos de fuera. Sin embargo,
estamos inclinados a considerarlos naturales y no afec
tados en nuestro lenguaje. Del mismo modo importa que,
formada por la colectividad de acuerdo con sus exigen
cias, con su necesidad de conveniencias y de expresión,
nuestra mímica no descuide el mostrarse natural. El
ejemplo del teatro puede servirnos para aclarar esta pa
radoja. El arte teatral está siempre formado de conven
ciones y si, no obstante eso, los grandes actores logran
proporcionarnos la ilusión de la verdad y de la vida, ello
es merced a la soltura, a la naturalidad, a la perspica
cia con que se mueven en el interior de estas mismas
convenciones. Nuestra mímica, por su parte, cuando po
ne en juego nuestros sentimientos, no puede deber su
naturalidad sino a la espontaneidad, la finura y la in
teligencia con las cuales se pone al servicio de las conve
niencias y de las reglas colectivas que la rigen, pues no
podría tomarse con estas últim as libertades que no se
rían comprendidas ni toleradas. No es sorprendente que
la baronesa Staffe no haya puesto la cosa completamen
te en claro; pero se ha dado cuenta de e llo : “Una perso
na acostumbrada a gobernarse, dice, sabe contener sus
emociones. Pero el reflejo de una mirada, una lágrima
humedeciendo los, ojos, el movimiento de la mano, del
busto, de la cabeza, nada tienen que motive una prohi
bición, siempre que sean naturales, siempre que armo
nicen con el discurso, con el incidente, con el aconteci
miento”. Mas no se armonizan con las circunstancias si
no cuando se conforman con las prescripciones decreta
das al respecto por la colectividad, y lo natural de nues
tra mímica florece, pues, en el seno de las convenciones
que la rigen, de la convicción inmediata que ponemos
en observarlas.
214
E l francés de la baronesa es primo hermano del chi
no de Granet. Cualquiera que sea la civilización a que
pertenezca el individuo, su parte en la expresión de las
emociones es siempre la misma: el ritual afectivo que
se impone a todos con un exacto rigor no se dejaría in
fringir impunemente; pero, aunque respetándole y si
guiéndole al pie de la letra, la espontaneidad del inte
resado, su inteligencia de las situaciones, su poder de
expresión, su sentimiento de los matices, pueden impri
mirle un sello, en el que el mundo circundante recono
cería el natural mismo.
Si consideramos, pues, el conjunto de la vida afectiva
concreta en su intimidad y en sus manifestaciones, nos
ponemos ante tres evidencias, la segunda de las cuales
requiere especialmente nuestra atención.
En primer lugar, la vida afectiva tiene sus condicio
nes fisiológicas. Desde este punto de vista es, según
podemos juzgar desde fuera, común al hombre y al ani
mal. Indudablemente que es más rica, más completa en
el hombre, ya que el cerebro humano es el más diferen
ciado de todos los cerebros; pero en su origen es del mis
mo orden, tanto en eí animal como en el hombre. Tam
bién desde este punto de vista, común a todos los hom
bres como lo es su organización anatómico-fisiológica,
atañendo, por consiguiente, a la especie y no al individuo
y sus diversas agrupaciones, la vida afectiva presenta un
carácter específico. Pero si la vida afectiva tiene, en sus
condiciones específicas, un fundamento 'indispensable,
falta del cual nada sería, no es menos cierto que los ca
racteres específicos de la vida afectiva no nos son prác
ticamente accesibles en su estado puro, pues jamás ob
servamos afecciones humanas sino en un medio social
que las ha marcado con su sello.
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E s también evidente, y es precisamente esta eviden
cia la que acabamos de subrayar, que los estados afecti
vos concretos y sus expresiones concretas se regulan por
todo un conjunto de representaciones y de imperativos
colectivos que varían con los tiempos y los lugares, se
gún la morfología de las sociedades y su grado de civi
lización, según las particularidades de los grupos en los
cuales se subdividen esas sociedades y el refinamiento
de su psicología, de su moral y de su cultura. Todo es
tado afectivo sólo se ofrece prácticamente a nosotros bajo
una forma socializada, recubiertos los caracteres de la
especie por los de la colectividad.
Finalm ente, en el seno de un mismo grupo social, si
el campo de sus variaciones es normalmente muy lim ita
do, los estados afectivos y su expresión mímica uo son,
sin embargo, idénticos en todos los individuos. Estas evi
dentes diferencias individuales se deben a la combina
ción o a la interferencia de las particularidades fisioló
gicas del interesado con las particularidades de su vida
social. Una vez más, lo individual se injerta aquí a la vez
en lo específico y en lo colectivo.
En estas condiciones, por una parte, la psicología
general de la vida afectiva, tal como habitualmente se
considera, es, en realidad y en su mayor parte, del do
minio de la psicología colectiva, pues, como nos dice
Ribot, “separar” la vida afectiva “de las instituciones
sociales, morales, religiosas, de los cambios estéticos e
intelectuales que la traducen y la' encarnan, es reducirla
a una abstracción vacía y muerta”.
Por otra parte, no sólo el estudio de los caracteres
que la colectividad imprime a la vida afectiva debe pre
ceder al de las variaciones experimentadas en los indivi
duos y, por consiguiente, la psicología colectiva debe pre
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ceder a la psicología diferencial, sino que, en vista de las
condiciones que presenta la investigación, no podremos
llegar a la especificidad fisiológica de la vida afectiva,
sino después que la delimitación de las diversas formas
que adopta según los tiempos y lugares nos haya permi
tido asegurarnos sin duda alguna sobre lo que le es co
mún bajo todas esas formas, y retornar, por consiguiente,
no a los grupos de los cuales forma el hombre parte, sino
más bien al hombre en general y a su organización fisio
lógica.