Autobiografía Y Testimonio de La GUERRA CIVIL ESPAÑOLA (1975-2000)

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Universidad de Córdoba

Facultad de Filosofía y Letras

Departamento de Ciencias del Lenguaje

Programa de doctorado “Literaturas Hispánicas: estudio e investigación”

AUTOBIOGRAFÍA Y TESTIMONIO DE LA

GUERRA CIVIL ESPAÑOLA (1975-2000)

Tesis doctoral presentada por

Manuela Sánchez García

Bajo la dirección de

Celia Fernández Prieto


TITULO: Autobiografía y testimonio de la Guerra Civil Española (1975-2000)

AUTOR: Manuela Sánchez García

© Edita: UCOPress. 2017


Campus de Rabanales
Ctra. Nacional IV, Km. 396 A
14071 Córdoba

www.uco.es/publicaciones
publicaciones@uco.es
2
AGRADECIMIENTOS

Esta tesis, supongo que como todas, tiene detrás a cuatro personas sin las cuales

nunca habría llegado a su término. La primera es Celia Fernández Prieto, cuyo carácter,

sentido común e ideas han hecho que la elaboración de la misma haya sido la tarea

intelectual más grata a la que me he enfrentado nunca. Las pocas o muchas aportaciones

que contenga esta investigación son suyas. La segunda es Lorenzo, al que agradezco su

paciencia, sus ánimos y la cantidad de horas que ha dedicado a los quehaceres

domésticos y familiares. Los últimos son mis padres, que están hechos de dos palabras:

sacrificio y entrega a sus hijos.

También quiero extender el agradecimiento a todos los críticos que iniciaron y

profundizaron en la investigación del para mí apasionante género autobiográfico. En

concreto, a Lejeune y Loureiro, cuyas teorías autobiográficas han constituido la base de

este trabajo y a Anna Caballé, Celia Fernández Prieto, Pozuelo Yvancos y Romera

Castillo, entre otros, por sus esfuerzos para situar el género en España en la categoría

literaria e intelectual que le corresponde.

Por último, ni este ni ningún estudio sobre autobiografías sería posible sin que

algunas personas hayan decidido poner su vida por escrito. A todos los autobiógrafos

les agradezco las muchas horas de placer estético e intelectual y de emociones que me

han regalado. Especialmente, a los cuatro que escribieron las obras que he investigado:

Pedro Laín Entralgo, José Manuel Caballero Bonald, Carlos Castilla del Pino y Jaime de

Armiñán.

3
Cuando la memoria de una serie de acontecimientos ya no se

apoye en un grupo (…), cuando se dispersa en varias mentes

individuales, perdidas en sociedades nuevas a las que ya no

interesan estos hechos porque les resultan totalmente ajenos, el

único medio de salvarlos es fijarlos por escrito en una narración

continuada ya que, mientras que las palabras y los pensamientos

mueren, los escritos permanecen.

Maurice Halbwachs, La memoria colectiva.

Nada debe impedir la recuperación de la memoria (…) Cuando

los acontecimientos vividos por el individuo o por el grupo son de

naturaleza excepcional o trágica, tal derecho se convierte en un

deber: el de acordarse, el de testimoniar.

Tzvetan Todorov, Los abusos de la memoria.

4
ÍNDICE

CAPÍTULO 1. OBJETIVOS Y BASES TEÓRICO-

METODOLÓGICAS………………………………………………………………8

1. CUESTIONES TEÓRICAS Y METODOLÓGICAS…………………………9

1.1 LA AUTOBIOGRAFÍA: DEL BIOS AL AUTOS…………………….......9

1.2 RETÓRICA DE LA AUTOBIOGRAFÍA (LA GRAFÉ)…………………13

1.3 EL PACTO AUTOBIOGRÁFICO………………………………………..15

1.4 LA DIMENSIÓN ÉTICA DE LA AUTOBIOGRAFÍA…………………18

2. JUSTIFICACIÓN DEL CORPUS Y OBJETIVOS DEL ESTUDIO………..22

CAPÍTULO 2. MEMORIA Y TESTIMONIO……………………….......29

1. CONCEPTOS DE MEMORIA………………………………………….......29

1.1 MEMORIA AUTOBIOGRÁFICA………………………………………30

1.2 MEMORIA COLECTIVA, MEMORIA CULTURAL………………….40

1.3 MEMORIA E HISTORIA. USO Y ABUSO DE LA MEMORIA….......43

2. LA MEMORIA CULTURAL EN ESPAÑA……………………………….50

3. TESTIMONIO Y AUTOBIOGRAFÍA……………………………………..56

3.1 CONCEPTO DE TESTIMONIO………………………………………....56

3.2 TESTIMONIO AUTOBIOGRÁFICO……………………………….......63

5
3.3 LA AUTOBIOGRAFÍA TESTIMONIAL EN ESPAÑA EN EL ÚLTIMO

CUARTO DEL SIGLO XX………………………………………………67

4. CONCLUSIONES……………………………………………………………70

CAPÍTULO 3. PEDRO LAÍN ENTRALGO: ¿DESCARGO DE

CONCIENCIA O LIMPIEZA DEL PASADO?.................................75

1. ¿DESCARGO DE CONCIENCIA? LAS RAZONES DE UNA

ESCRITURA………………………………………………………………….79

2. CONFESIÓN (AUTO)JUSTIFICATIVA………………………………….89

3. TESTIMONIO INTELECTUAL, HISTÓRICO Y POLÍTICO…………..103

3.1 TESTIMONIO INTELECTUAL…………………………………………103

3.2 TESTIMONIO HISTÓRICO-POLÍTICO………………………………..111

4. LAS EPICRISIS COMO DRAMATIZACIONES JUDICIALES………..116

4.1 IMPLICACIONES RETÓRICO-PRAGMÁTICAS……………………..121

4.2 REACCIONES DE LOS LECTORES…………………………………...129

5. CONCLUSIONES...…………………………………………………………139

CAPÍTULO 4. TIEMPO DE GUERRAS PERDIDAS: UN

TESTIMONIO LITERARIO………………………………………………..143

1. POÉTICA AUTOBIOGRÁFICA DE CABALLERO BONALD………145

1.1 UN AUTOBIÓGRAFO DE MEMORIA DUDOSA…………………...151

1.2 ESCRIBIR LA VIDA ES UN ARTE…………………………………...159

6
2. NIÑO DE LA GUERRA…………………………………………………….166

3. RELACIÓN YO NARRADOR-YO PERSONAJE………………………..175

4. ESPACIOS E IDENTIDAD………………………………………………....183

5. CONCLUSIONES…………………………………………………………....193

CAPÍTULO 5. LA CONSTRUCCIÓN DE UN TESTIGO FIABLE:

PRETÉRITO IMPERFECTO DE CARLOS CASTILLA DEL

PINO………………………………………………………………………………..197

1. POÉTICA AUTOBIOGRÁFICA DE CASTILLA DEL PINO…………199

2. UN TESTIGO PRIVILEGIADO………………………………………......203

2.1 AUTORIDAD ENUNCIATIVA……………………………………......203

2.2 COMPROMISO MORAL Y PACTO AUTOBIOGRÁFICO………......217

3. RETÓRICA DE LA VERACIDAD…………………………………….....227

3.1 DISTRIBUCIÓN EXTERNA…………………………………………...227

3.2 ESTILO…………………………………………………………………..229

3.2.1 Objetividad /emoción………………………………………….....229

3.2.2 Detallismo y precisión……………………………………………233

3.3 ORDEN LINEAL DE LA HISTORIA………………………………….237

3.4 RELACIÓN ENTRE LAS INSTANCIAS NARRATIVAS

(PASADO Y PRESENTE)………………………………………………243

4. IDENTIFICACIÓN CON OBJETOS Y ESPACIOS…………………...247

5. CONCLUSIONES………………………………………………………......253

7
CAPÍTULO 6. LA DULCE ESPAÑA: LA MEMORIA FAMILIAR DE

JAIME DE ARMIÑÁN……………………………………………………..257

1. RELATO DE INFANCIA Y HOMENAJE A LA MADRE…………...258

2. AUTOBIOGRAFÍA INDIVIDUAL Y FAMILIAR…………………...266

2.1 LA MIRADA CONCILIADORA DEL NIÑO PAUPICO………….270

2.2 LOS CUADERNOS DE LUIS DE ARMIÑAN: DECENCIA Y

DECEPCIÓN POLÍTICAS…………………………………………...275

2.3 LOS ESCRITOS DE CARMITA OLIVER: FRUSTRACIÓN Y

AÑORANZA………………………………………………………….284

2.4 DOCUMENTOS GRÁFICOS………………………………………...287

3. ESTRUCTURA DEL RELATO………………………………………...291

3.1 DISTRIBUCIÓN DEL CONTENIDO……………………………......291

3.2 NARRADOR ADULTO-NIÑO……………………………………....292

3.3 TIEMPO Y ESPACIO………………………………………………....305

4. CONCLUSIONES………………………………………………………..309

CAPÍTULO 7. CONCLUSIONES………………………………………313

BIBLIOGRAFÍA……………………………………………………………..321

1. BIBLIOGRAFÍA PRIMARIA…………………………………………...321

2. BIBLIOGRAFÍA SECUNDARIA……………………………………….325

8
CAPÍTULO 1. OBJETIVOS Y BASES TEÓRICO-

METODOLÓGICAS

Puesto a preparar esta nueva edición de Recuerdos y olvidos en sólo un

volumen y con algunas adiciones, se me ocurre reflexionar de nuevo acerca de la

índole del género a que pertenecen las memorias, donde el contenido quiere ser de

rigurosa verdad (…) pero cuya forma procura elaborar esa verdad literariamente, es

decir, confeccionarla de una manera creativa que algo añade, que algo modifica.

(Francisco Ayala 2006:15)

Esta reflexión de Francisco Ayala con la que comienza el prólogo a la edición de

sus memorias (1988) ilustra perfectamente la dualidad a la que se enfrenta la crítica al

abordar el estudio de los textos autobiográficos: por un lado, su dimensión referencial

(el contenido quiere ser de rigurosa verdad) y por otro, la elaboración literaria de esa

dimensión (que algo añade, que algo modifica). En la primera parte de este capítulo se

hace un breve repaso del estado de las teorías autobiográficas que han intentado

conjugar ese carácter dual, con el propósito de enfocar los aspectos que creemos más

adecuados para realizar el análisis crítico y hermenéutico de las autobiografías

9
testimoniales objeto de esta investigación. En la segunda se fijan los objetivos del

estudio y se justifica el corpus elegido.

1. CUESTIONES TEÓRICAS Y METODOLÓGICAS

1.1 LA AUTOBIOGRAFÍA: DEL BIOS AL AUTOS

A pesar de la dificultad de establecer una definición genérica de la autobiografía, la

de Lejeune1 puede servir de base para presentar los problemas teóricos de este tipo de

discurso: “relato retrospectivo en prosa que una persona real hace de su propia

existencia, poniendo énfasis en su vida individual y, en particular, en la historia de su

personalidad” (1994:50). Lejeune valora como marca distintiva de la autobiografía la

identidad de nombre entre el autor, el narrador y el personaje de quien se habla

(1994:61).

Desde que en los años cincuenta del siglo pasado Gusdorf (1991:9) planteó las

condiciones y los límites de la autobiografía, los estudios críticos sobre ella se han

desarrollado en tres etapas, que se corresponden con el énfasis de las investigaciones en

el bios, en el autos y en la grafé respectivamente, los tres lexemas que componen la

palabra autobiografía y que aparecen reflejados en la definición anterior: “relato

retrospectivo en prosa” (-grafía), “vida individual” (-bio-) y “que una persona real

hace de su propia existencia” (auto-).

En un primer momento, los críticos hicieron hincapié sobre el aspecto de

reconstrucción de una vida que lleva implícita la obra autobiográfica, de manera que el

bios concentró las indagaciones de los estudiosos, interesados en el aspecto histórico del

1
Esta definición apareció en Le pacte autobiographique, publicado en 1975.

10
género y en su fidelidad a los hechos. Así, según Weintraub (1991:21), al reunir los

elementos discontinuos de una vida, el autobiógrafo se propone dotarla de coherencia,

de modo que los hechos quedan restablecidos como una unidad y adquieren un sentido

que probablemente no tenían en el momento de suceder, pues la organización de la vida

pasada se hace en función del sentido que desde el momento de la escritura se cree que

tiene. Esto ocurre porque el pasado adquiere significado en el presente, lo que, por otro

lado, sucede en cualquier comprensión histórica.

Por otra parte, la importancia del género nació en paralelo a la concepción del yo

como individualidad (un yo que se sabe diferente de todos los demás, de ahí que sea

Rousseau el primer autobiógrafo moderno)2. Sin embargo, para Weintraub (1991:33), es

Goethe el primero en escribir su propia vida presentada en armonía con la historia del

mundo, de forma que Poesía y verdad se convirtió tanto en el relato de una

individualidad como en la historia de su época.

Posteriormente, el valor referencial del género ha sido confirmado por su utilización

en la reivindicación de la pluralidad y diversidad de razas en EEUU y por su valor

testimonial en determinados acontecimientos históricos de América Latina (las

dictaduras chilena y argentina, la revolución cubana o el libro Me llamo Rigoberta

Menchú sobre la Premio Nobel de la Paz guatemalteca).

En tanto en cuanto en la escritura autobiográfica se procede a la interpretación de lo

vivido, el género se convierte en uno de los métodos de conocimiento del yo. De esta

manera el enfoque de la crítica se deslizó del bios al autos (elemento que ya había

introducido Gusdorf), por lo que la relación entre el texto y la historia dejó paso a la

que se establece entre el texto y el sujeto. Como es este último el que elabora los hechos

del pasado en el presente de la escritura, el valor histórico de las obras se rebaja al

2
“No soy como ninguno de cuantos he visto; me atrevo a creer que no soy como ninguno de cuantos
existen. Si no soy mejor, al menos soy distinto.” (Rousseau 1980:27)

11
convertirse el escritor no en un testigo fiel de los hechos sino en un ser en busca de una

identidad inasible, indecible, que se le escapa de las manos. Para Gusdorf (1991:15) hay

que “renunciar al prejuicio de la objetividad” pues “una autobiografía no podría ser,

pura y simplemente, un proceso verbal de la existencia, un libro de cuentas y un diario

de campaña”. La significación de la autobiografía hay que buscarla más allá de la

verdad o falsedad de los hechos narrados, porque el relato, además de un documento

sobre una vida, adquiere una significación antropológica al convertirse en uno de los

medios de conocimiento de uno mismo desde el momento en que el escritor quiere

acercarse un poco más al sentido de su propia vida. Tras el examen de conciencia

realizado en la escritura, el autobiógrafo no es el mismo y, desde luego, su imagen no es

la de una vida personal acabada, pues el ser humano se hace de continuo. Además, el

texto resultante es una obra de arte y, por tanto, la función poética es tan importante en

él como la referencia histórica u objetiva.

Como la autobiografía está indisolublemente unida a la concepción del yo (como ya

se ha dicho, el desarrollo del género vino de la mano del giro histórico hacia la

individualidad), debe tenerse en cuenta que el concepto de sujeto y el de sujeto

autobiográfico son interdependientes. Sabiendo que es la introspección la que ha sacado

a la luz, desde Montaigne y la Rochefoucauld hasta Nietzsche y Freud, nuevos puntos

de vista sobre el sujeto (Peter Bürger 2001:152), no es extraño que un considerable

número de estudios relacionados con la autobiografía provengan del ámbito filosófico,

como los de Gusdorf o Derrida. Christa y Peter Bürger (2001), en el libro La

desaparición del sujeto. Una historia de la subjetividad desde Montaigne a Blanchot,

han rastreado la concepción del sujeto y su evolución a través de las principales

autobiografías publicadas en Europa desde el siglo XVI hasta el XX. Y así, en los

Essais (1580) de Montaigne, a pesar de los cambios y fluctuaciones del yo en los que se

12
insiste continuamente, el lector no tiene la impresión de encontrarse ante una

personalidad diluida, sino más bien al contrario, ante un yo perfectamente perfilado. A

pesar de la mutabilidad y de la contradictoriedad, se puede pensar en los Essais en algo

así como la identidad. Además, al centrarse en la especificidad de su persona,

Montaigne tiene también presente algo universal, porque parte del hecho de que cada

individuo lleva en sí la esencia entera del hombre.

El sujeto de la Modernidad vive por tanto la tensión entre especificidad individual y

universalidad, tensión que resuelve Montaigne centrando sus esfuerzos intelectuales en

la especificidad, mientras que Descartes lo hace indagando en la universalidad. Este

sujeto moderno, a través de su especificidad individual, se experimenta como

representante de lo universal, pero se sabe diferente de todos los demás. Ya se ha visto

que la certeza de la irrepetibilidad del yo aparece desde las primeras líneas de las

Confesiones (1782) de Rousseau y por eso el filósofo francés ocupa un lugar preminente

en la historia de la subjetividad.

Con el análisis de las obras autobiográficas de Sartre, Blanchot y Roland Barthes,

Peter Bürger (2001:295) destaca que en ellas se percibe la experiencia de un yo

radicalmente solo, inefable y que hace un esfuerzo ímprobo por expresar la soledad 3.

Ese yo se va desplazando infinitamente en el acto de la escritura y el hecho de que no se

pueda alcanzar nunca provoca que la conciencia del individuo permanezca escindida

entre el yo que escribe y el descrito. Además, yendo y viniendo entre esos dos yoes, el

escritor se encuentra en cierto modo fuera de sí: moviéndose hacia el que era se aleja a

la vez del que es. De esta forma, del yo sufriente se escinde otro que observa y coloca

el sufrimiento a distancia (Bürger 2001:322,323). Asimismo, concretamente Barthes, en

Roland Barthes par Roland Barthes (1975), niega la convención autobiográfica según la

3
En este sentido son elocuentes los títulos de los capítulos dedicados a Barthes y a Blanchot: “De la
dificultad de decir yo: Roland Barthes” y “La aniquilación del yo en el acto de escritura: Maurice
Blanchot”.

13
cual el yo del texto tiene un referente en la realidad. El autor francés parece seguir la

máxima de que “dans le champ du sujet, il n’y a pas de référent”, de manera que en

lugar del referente aparece la “escenificación de un imaginario” (Bürger 2001:299). En

el capítulo dedicado a Blanchot, Bürger (2001:291) va más allá en la

evolución/desaparición del yo con esta afirmación: “Entre los términos claves de la

posmodernidad es tal vez el de la muerte del sujeto el más inquietante, pues parece

poner en tela de juicio eso de lo que más dependemos, la identidad de nuestro yo.”

1.2 RETÓRICA DE LA AUTOBIOGRAFÍA (LA GRAFÉ)

La estructura retórica del lenguaje, el desdoblamiento del yo en narrador y personaje

y la multiplicidad de este último a lo largo de la narración autobiográfica la convierten

en un artificio retórico que, lejos de reproducir una vida, lo que hace es desfigurarla.

Con estas ideas, argumentadas por Paul de Man en el artículo “La autobiografía como

desfiguración” (1979), arranca la tercera etapa de la teoría autobiográfica, centrada en la

grafé. Los problemas de carácter lingüístico en esta etapa vienen marcados por la

consideración del lenguaje no como instrumento de representación de la realidad sino

como mediador entre el sujeto y el texto. El lenguaje le sirve al autor para poder narrar

su vida pero no para reproducirla porque

En la medida en que el lenguaje es figura (o metáfora o prosopopeya), el lenguaje

no es la cosa en sí sino la representación, el cuadro de la cosa, y como tal está

callado, tan mudo como los cuadros. El lenguaje, en tanto que tropo, es siempre

privación. (De Man 2005:471)

14
El lenguaje es despojador, porque, al mismo tiempo que da al autobiógrafo el poder

para “narrar” su vida, se lo quita pues adquiere una vida independiente de la voluntad

del sujeto. A través del tropo de la prosopopeya 4, la autobiografía produce la ilusión de

referencialidad, pero “priva y desfigura en la misma medida que restaura. La

autobiografía vela una desfiguración de la mente de la que ella misma es la causa” y de

esta manera se produce la deconstrucción del yo autobiográfico, que queda convertido

en un ser de ficción.

Posteriormente, Paul John Eakin, en el artículo “Autoinvención en la autobiografía: el

momento del lenguaje” (1985), plantea que la controversia entre si fue antes el lenguaje

que el yo o viceversa no tiene sentido ya que parece que el yo y el lenguaje están

mutuamente implicados en un sistema de comportamiento simbólico: “Si el yo está en

sus orígenes tan profundamente implicado en la aparición del lenguaje, entonces

deberíamos estar preparados para considerar la verosimilitud de la recreación del yo en

el lenguaje del discurso autobiográfico” (Eakin 1991:87). Y añade que se puede

contemplar el acto autobiográfico como la fase culminante de una historia de

autoconciencia que se origina con la adquisición del lenguaje.

Por otra parte, el componente retórico aparece ligado a la perspectiva pragmática,

como señala Pozuelo Yvancos (2006:64) cuando afirma que “la retórica es también una

apelación”, pues en todo hecho retórico hay un tú que fundamenta la forma persuasiva

que existe en prácticamente todo discurso autobiográfico. Son varios los críticos que

sostienen que la construcción de la identidad (de la singularidad del sujeto como

persona) se hace siempre por y para los otros. En este sentido, no basta considerar la

4
De Man (1991:116) se refiere a esta figura como “la ficción de un apóstrofe a una entidad ausente,
muerta o sin voz, por la cual se le confiere el poder de la palabra y se establece la posibilidad de que esta
entidad pueda replicar. La voz asume una boca, y un ojo, y finalmente una cara, en una cadena que queda
de manifiesto en la etimología del nombre del tropo, prosopon poien: conferir una máscara o un rostro
(prosopon).

15
relación del sujeto con el texto, sino que hay que abordar el nivel pragmático de este

último, implícito en su carácter apelativo.

1.3 EL PACTO AUTOBIOGRÁFICO

El aspecto pragmático de la autobiografía apareció en la evolución del bios al autos,

cuando la autoridad de la autobiografía como texto histórico disminuyó al centrarse no

en los “hechos” del pasado sino en la “elaboración” de los mismos que hace el escritor.

En ese cambio, el lector pasa de mero comprobador de la veracidad de los hechos

narrados a depositario de la interpretación que el autobiógrafo hace de la vida. En esta

línea pragmática se sitúan los trabajos de Lejeune (1973, 1975, 1982 y 2004) y de

Bruss (1974 y 1976); esta última utiliza la clasificación de los actos de habla de Austin

(1962) y Searle (1969) y subraya la dimensión ilocucionaria de la autobiografía.

Explica Bruss (1991:64) que un acto ilocucionario es “una asociación entre un

fragmento del lenguaje y ciertos contextos, condiciones o intenciones; una pregunta, por

ejemplo, es considerada como un intento (por parte del hablante) de obtener

información de un receptor”. Para que un texto pueda considerarse autobiográfico,

Bruss (1991:67) estableció tres reglas. que sustentan su fuerza ilocucionaria, porque

además de centrarse en las responsabilidades del autor, establecen también los derechos

de los lectores. Las tres reglas, resumidas, son las siguientes: 1ª. El autobiógrafo asume

un doble papel: él está en el origen de la temática y en el origen de la estructura que el

texto presenta: a) asume la responsabilidad personal de la creación y organización de su

texto; b) el individuo que aparece en la organización del texto se supone ser idéntico al

individuo al que se hace referencia a través del asunto del texto; c) se admite que la

existencia de este individuo está abierta a un procedimiento de verificación pública. 2ª.

16
Se considera que la información y los hechos relatados son, han sido o deben ser

verdaderos: a) se exige que sea tenido por verdadero lo que la autobiografía comunica;

b) se espera que la audiencia acepte estos relatos como verdaderos, y es libre de

“comprobarlos” o intentar desacreditarlos. 3ª. Se espera que el autobiógrafo crea en lo

que afirma. (Bruss, 1991:67)

Philippe Lejeune comenzó a publicar sus trabajos sobre la autobiografía a principios

de los años setenta del siglo pasado, aunque es su propuesta en “El pacto

autobiográfico” (1975) la que aporta dos elementos claves en esta investigación. El

primero es la referencialidad de los textos autobiográficos, por oposición a las formas de

ficción. Al ser textos referenciales, al igual que los discursos científicos o históricos,

pretenden aportar una información sobre una “realidad” exterior al texto, y se

someten, por lo tanto, a una prueba de verificación. Su fin no es la mera

verosimilitud sino el parecido a lo real; no el “efecto de realidad” sino la imagen de

lo real. (Lejeune 1994:76)

La razón de la importancia del carácter referencial es que en las autobiografías

testimoniales es más marcado que en otro tipo de autobiografías. Más adelante nos

ocuparemos de demostrar que incluso dentro de las obras estudiadas hay unas que

resisten mejor que otras la prueba de verificación de la que habla Lejeune.

El segundo elemento de la teoría de Lejeune indispensable en este trabajo es su

conocido pacto autobiográfico, con el que enfoca pragmáticamente el estudio de la

autobiografía. Este pacto va unido al referencial (Lejeune 1994:76) y apela a una prueba

de honestidad cuya fórmula es “Yo juro decir la verdad, toda la verdad y nada más que

la verdad posible”, es decir, dejando márgenes para los olvidos, errores, deformaciones

involuntarias, etc. Eso sí, es indispensable que sea establecido y mantenido, aunque el

17
resultado no sea del orden del parecido estricto. El pacto, que puede adoptar distintas

formas, es la afirmación en el texto de la identidad de nombre entre autor, narrador y

personaje porque es precisamente ese contrato de identidad lo que define la

autobiografía para el lector (Lejeune 1994:72). En “El pacto autobiográfico (bis)”

(1994:133) añade que el autobiógrafo incita al lector real a entrar en el juego, con lo que

parece que el acuerdo ha sido firmado por las dos partes. Posteriormente, el crítico

francés, a tenor de las críticas a la supuesta reciprocidad del pacto, matizó algunas de

estas afirmaciones y reconoce que, como en cualquier otro contrato de lectura, en el

pacto autobiográfico “hay una simple proposición que sólo compromete al autor: el

lector queda libre de leer o no, y sobre todo de leer como le apetezca.” (Lejeune

2004:162) Ahora bien, si lee, debe tener en cuenta esa propuesta para aceptarla,

rechazarla o cuestionarla porque

El lector ha entrado en un campo magnético con líneas de fuerza que orientarán su

reacción. Cuando leemos una autobiografía, no nos quedamos desconectados

(debrayés), como en el caso de un contrato de ficción, (no leemos la autobiografía

como un relato de ficción) o de una lectura simplemente informativa, sino

conectados (embrayés): alguien solicita ser amado y ser juzgado, y es a nosotros a

quien nos toca hacerlo. (Lejeune 2004:162)

Este enfoque también ha sido abordado por Derrida (1982), quien afirma que la

autobiografía no es en realidad firmada por el autor sino por el destinatario, porque la

rúbrica no ocurre en el momento de la escritura sino en el momento en que otro

escucha; esto es, la oreja del otro firma por el autobiógrafo (Loureiro 1991b:7).

18
La referencialidad de la autobiografía, el pacto de veracidad y la teoría de Loureiro

presentada en el siguiente epígrafe son, como se explicará más adelante, las bases

metodológicas de este trabajo.

1.4 LA DIMENSIÓN ÉTICA DE LA AUTOBIOGRAFÍA

La teoría literaria del género se movía entre dos corrientes críticas perfectamente

explicadas por Pozuelo Yvancos (2006:24). La primera, con base en Nietzsche y

desarrollada por los teóricos de la deconstrucción (De Man, Derrida y Roland Barthes),

se coloca en la perspectiva retórica desde la que se sostiene la ficcionalidad del sujeto

autobiográfico que se construye en el momento de la escritura, ya que la autobiografía

crea una identidad que no es previa al discurso. La segunda, que respaldan Lejeune y

Bruss entre otros, entiende que, si bien la autobiografía, como cualquier narración, lleva

a cabo una elaboración de lo vivido, lo que la caracteriza es su promesa de veracidad, de

manera que la identificación mediante el pacto de lectura del yo textual inmanente con

el yo que escribe compromete al autobiógrafo con la veracidad de los hechos que narra

y se admite que estos puedan ser sometidos a una prueba de verificación histórica.

Para el profesor Pozuelo Yvancos (2006:43) las dos posturas, aparentemente

contrapuestas, no lo son pues lo que hacen es enfrentarse a los textos autobiográficos

desde distinto orden epistemológico. De ahí que abogue por el carácter híbrido de la

autobiografía, es decir, considerarla como discurso ficcional desde el punto de vista

semántico y ontológico y como un discurso de verdad desde el enfoque pragmático

(Pozuelo Yvancos 2006:45). Este debate teórico penetró en los propios textos, como se

observa en el de Ayala citado al comienzo del capítulo o en Roland Barthes par Roland

Barthes (1975), L’écriture ou la vie (1994) de Jorge Semprún, Corre, Rocker (2000) de

19
Sabino Méndez, La costumbre de vivir (2001) y, en menor medida, Tiempo de guerras

perdidas (1995) de Caballero Bonald.

Ángel G. Loureiro publicó en el año 2000 un libro indispensable para este trabajo

(The Ethics of Autobiography. Replacing the subject in Modern Spain) en el que se

ocupó de un elemento esencial de la autobiografía, el componente ético, hasta entonces

apenas atendido. Señala Loureiro (2000:ix) que las críticas que había hecho De Man a

las ilusiones cognoscitivas del género parecían prácticamente insuperables; sin

embargo, el descubrimiento de la filosofía de Levinas le llevó a enfocar el análisis del

género desde el punto de vista ético, perspectiva que permitía salir del atolladero en el

que se encontraban las discusiones entre las dos corrientes teóricas señaladas.

Afirma Loureiro (2000:xi) que, para Levinas, la ética es el dominio del otro y

antecede, por tanto, a la ontología y a la política, pues el yo no es una entidad autónoma

sino que se origina como respuesta a y como una responsabilidad hacia el otro. Al

proponer que el otro antecede al sujeto, este queda desplazado de su posición central,

aunque este deslizamiento no supone una disminución de sus obligaciones o

capacidades, pues sigue siendo una singularidad al no poder nadie responder por él. El

subtítulo del libro de Loureiro, “Replacing the subject”, alude precisamente al nuevo

lugar que asume tanto el sujeto de la autobiografía (el narrador) como el sujeto en la

autobiografía (el personaje).

La responsabilidad ética tiene según Levinas dos significados básicos (Loureiro

2000:xii,xiii). En primer lugar, supone que el sujeto se constituye como una respuesta a

la llamada del otro, aunque en la escritura autobiográfica esa respuesta no puede ser

medida en términos de verdad o de restauración mimética porque como gesto ético

queda fuera del dominio de la epistemología. En segundo lugar, esa responsabilidad

implica que uno no puede permanecer indiferente ante la petición del otro: la

20
compasión, la solidaridad, la generosidad y el sacrificio serían algunas de las

manifestaciones de la ineludible necesidad de responder al sufrimiento de los otros. Esta

responsabilidad no se origina en ningún pacto pragmático o social sino que es anterior a

cualquier acuerdo legal o moral y obliga al sujeto más allá de esos convenios. La

autobiografía, plantea Loureiro (2000:24), como dicho (“as said”) se ocupa del pasado,

pero como decir (“as saying”) no solo se centra en el presente sino que también mira

hacia el futuro, convirtiéndose en un acto ético, una respuesta y legado al otro5. Al

firmar un texto autobiográfico un autor lleva a cabo una compleja operación que parece

cognitiva pero que, en realidad, es un gesto ético-político que implica una doble

responsabilidad. Por un lado, firmando, el yo responde ante el otro; y por otro, el texto

es un legado al otro, que no lo recibe simplemente, sino que lo tiene que co-firmar (“to

cosign”) y así “take responsability for it”6. El giro desde la consideración cognitiva del

género a una concepción que lo valore como una respuesta ética a los otros resuelve las

dificultades planteadas por De Man, ya que los aspectos epistemológicos quedarían

ahora englobados bajo los éticos, de ahí que, aunque la autobiografía fracase como

representación de la verdad, siempre triunfará como acto performativo, ético, dirigido a

los demás:

if autobiography always fails as cognitive entreprise, it is bailed out by its

consideration as a performative, otherdirected, ethical act: although autobiography

5
Loureiro enlaza de este modo con la consideración derridiana de la autobiografía como “estructura
testamentaria” pues es “la oreja del otro” la que firma por el autobiógrafo. Solo cuando el otro lea lo que
se ha escrito para él, tendrá lugar la firma del autor. También Celia Fernández Prieto (2005:49) considera
que “Hay algo de epitafio en el texto autobiográfico, de despedida, de últimas palabras. (…) En este
sentido puede hablarse del carácter testamentario de algunas autobiografías.”
6
Celia Fernández Prieto (2004b:417) lo expresa de este modo: “narrar e interpretar la propia vida tiene
una fuerza ilocutiva y por tanto implica un destinatario al que persuadir, ante el que desplegar la
autorrepresentación y al que se le pide una respuesta activa y comprometida.”

21
will never achieve a representation of truth, it will nevertheless always present the

self’s will to know. (Loureiro 2000:30)

Las bases metodológicas de esta investigación se asientan, como ya se ha dicho, por

un lado en los dos elementos claves de la teoría de Lejeune y por otro en la

consideración de la autobiografía como un acto ético. El valor referencial es

fundamental pues las autobiografías testimoniales presentan unos hechos cuya

“realidad” es testificada por los autores, de modo que en un funcionamiento pragmático

semejante al de los textos jurídicos, científicos o históricos pueden someterse a una

prueba de verificación y algunas pueden ser tomadas incluso como documentos. En este

tipo de autobiografías el valor referencial es mayor que en otras cuya finalidad

dominante sea diferente de la de testimoniar. El pacto de veracidad, establecido en la

identidad autor-narrador-personaje, es también esencial, porque en primer lugar

introduce una diferencia primordial entre la autobiografía y los géneros de ficción y en

segundo constituye una prueba de verdad de los hechos narrados. Si no defendemos la

existencia de ese pacto difícilmente tendrán los textos el valor testimonial que los

autores les dan y que nosotros como lectores les encontramos.

A estos fundamentos se añade la imprescindible tesis de Loureiro (2000:xi), que

plantea que las dimensiones discursiva, retórica y ética de la autobiografía están tan

inextricablemente unidas que para acercarnos a ella de manera global, sin las

limitaciones de las aproximaciones referenciales o epistemológico-cognitivas, hay que

complementar estas con lo ético, que se manifiesta en una variedad de actos

performativos y de formas de discurso inherentes al género. En otras palabras:

comprenderemos mejor la autobiografía si la consideramos “not as re-production of a

22
life but as an act that is at once discursive, intertextual, rhetorical, ethical and political”

(Loureiro 2000:4). Este es exactamente el enfoque que pretende este trabajo.

2. JUSTIFICACIÓN DEL CORPUS Y OBJETIVOS DEL ESTUDIO

Sobre este marco teórico nos proponemos trabajar con cuatro autobiografías que se

analizarán crítica y hermenéuticamente: Descargo de conciencia (1976) de Pedro Laín

Entralgo (1908-2001), Tiempo de guerras perdidas (1995) de José Manuel Caballero

Bonald (1926), Pretérito imperfecto (1997) de Carlos Castilla del Pino (1922-2009) y

La dulce España (2000) de Jaime de Armiñán (1927).

Las cuatro obras ofrecen un testimonio del acontecimiento histórico, político y social

más importante en la historia de España del siglo XX y que marcó de manera indeleble

a las generaciones que lo vivieron y a sus descendientes: la Guerra Civil (1936-1939).

Tres de los autores (Castilla del Pino, Caballero Bonald y Jaime de Armiñán) eran niños

en 1936; Laín Entralgo, sin embargo, era un adulto que participó activamente en uno de

los bandos. Hay que matizar que Caballero Bonald y Castilla del Pino dividieron su

proyecto autobiográfico en dos volúmenes. Aunque se han leído y estudiado en ambos

casos también los segundos, La costumbre de vivir (2001) y Casa del olivo (2004)

respectivamente, en este trabajo solo se han analizado los primeros pues en ellos están

narrados los recuerdos de la guerra civil.

A pesar de que, como más adelante se verá, hay más obras que responden al reto

testimonial sobre la Guerra Civil, la selección del corpus se justifica porque las cuatro

responden a modelos absolutamente dispares de elaboración del testimonio y por las

originalidades que cada una presenta, que las convierten en autobiografías singulares.

23
Asimismo se ha delimitado el periodo de publicación de las autobiografías entre dos

fechas, 1975 y 2000. La primera obedece a razones históricas: con la muerte de Franco

y el fin de su dictadura empiezan a aparecer obras que no hubieran podido ver antes la

luz a causa de la censura, entre ellas las de los perdedores de la guerra, las víctimas que

fueron silenciadas durante cuarenta años y que comienzan a verbalizar su testimonio.

Por otra parte, a partir del cambio de milenio surge de nuevo una eclosión de la

memoria, esta vez protagonizada no por los testigos directos de la contienda civil sino

por una tercera generación, la de los nietos de la guerra, que, sin apenas recuerdos

personales sobre la dictadura, ya no comparten el miedo, la culpabilidad ni el silencio

que caracterizaron la relación de las generaciones anteriores con la guerra y el

franquismo. Este brote se manifiesta no solo en obras autobiográficas, sino en novelas,

autoficciones, películas o documentales e inicia un nuevo periodo en la construcción de

la memoria cultural cuyo análisis sobrepasa el objeto de este estudio.

Durante el periodo estudiado, otros escritores e intelectuales plasmaron sus recuerdos

de la guerra civil en sendas autobiografías o memorias, que, por supuesto, han sido

estudiadas y tenidas en cuenta al abordar el corpus seleccionado. Hablamos, por orden

cronológico de publicación, de Años de penitencia (1975) de Carlos Barral, Casi unas

memorias (1976) de Dionisio Ridruejo, Los hijos de los vencidos (1979) de Lidia

Falcón, Recuerdos y olvidos (1982) de Francisco Ayala, Una vida presente. V. 1 (1989)

de Julián Marías, El tiempo amarillo (1990) de Fernando Fernán Gómez, El niño

republicano (1996) de Eduardo Haro Tecglen, El hombre indigno (2000) de Antonio

Rabinad y Un armario lleno de sombra (2009) de Antonio Gamoneda7.

Asimismo, aunque no se correspondan ni con el periodo acotado ni con el hecho

histórico testimoniado, no pueden quedar obviadas en un estudio como este las

7
Esta última se sale del periodo acotado pero también ha sido analizada. Además, habría que añadir
Homage to Catalonia (1938) de George Orwell, de un enorme valor testimonial.

24
siguientes autobiografías, referencias indiscutibles en este campo de trabajo: Si esto es

un hombre (1947) y Los hundidos y los salvados (1986) de Primo Levi, La escritura o

la vida (1994) y El largo viaje (2004) de Jorge Semprún o Sin destino (1975) de Imre

Kertész.

El objetivo de la investigación es demostrar que existe una flexibilidad y una

movilidad en la frontera de la que habla Pozuelo Yvancos (1993:179), que abre la

posibilidad para las autobiografías de acercarse o alejarse a las categorías de verdad y

ficción en una gradación o modulación. No es cuestión de todo o nada 8. Sin hablar en

sentido estricto de modelos, de figuras o de estilos (ya lo han hecho en sendos trabajos

Anna Caballé (2004a), Celia Fernández Prieto (2004b) y José María Pozuelo Yvancos

(2006)), cabe establecer una línea continua en uno de cuyos extremos se sitúan las obras

en las que prima el componente testimonial, en las que el autobiógrafo pretende dar

cuenta lo más fielmente posible de los hechos históricos que ha vivido. Estaríamos ante

un modelo en el que el texto quiere valer como documento (testifical, histórico, etc.).

En el otro extremo se situarían las obras en las que lo relevante es el proceso de

creación literaria de una identidad, de la construcción del yo. En este caso, el texto es no

tanto una relación de un yo con un tú (destinatario) y con el objeto referencial (los

hechos narrados), lo que ocurre en las autobiografías del primer modelo, sino una

relación entre el yo y el mismo texto. De ahí que en estas obras aparezca con frecuencia

el componente metaautobiográfico o autorreflexivo. Entre los dos extremos de esta línea

imaginaria se sitúan y se deslizan los textos concretos que requieren análisis

particularizados pues ninguno puede concebirse como "ilustración" de un modelo

8
En cierto modo, Anna Caballé (1995:115), ya lo había apuntado, pues, una vez que deja clara la tensión
que se establece en todo texto autobiográfico entre dos extremos (por un lado, la tendencia a la verdad y,
por otro, la búsqueda estética) distribuye las autobiografías por su posición ante estos extremos. Y así
establece que “partiendo de un hipotético centro de equilibrio todos tienden, con mayor o menor
intensidad hacia uno de dichos extremos: al arduo repaso de los datos que cabe esperar de un “curriculum
vitae” o bien la autobiografía tiende al lirismo, la experimentación y la fábula.”

25
teórico previamente trazado. En esta progresión pasaríamos por obras en las que el

compromiso testimonial se alza como el vector dominante y organizador de la escritura

para llegar a otras en las que difícilmente un juez encontraría fuerza probatoria, pues en

ellas el propio autor duda continuamente de la fiabilidad de su memoria y de su versión.

En este trabajo nos ha interesado uno de los extremos de esa línea, el de los

autobiógrafos que pretenden ofrecer un testimonio verídico y fiable de los

acontecimientos, aunque en los libros seleccionados también pueden establecerse

gradaciones: no se sitúan en el mismo punto lineal obras como Pretérito imperfecto

(con un máximo valor documental) o Tiempo de guerras perdidas que se colocaría en

un punto de la línea testimonial cercano al extremo en el que la autobiografía supone la

creación literaria de un yo, extremo en el que se colocan obras como Roland Barthes

par Roland Barthes (1975) o El niño republicano (1996) de Eduardo Haro Tecglen9.

Aunque las obras seleccionadas tienen otros planos interpretativos, la aportación de

este trabajo reside en la relevancia dada al testimonial, aspecto apenas abordado por la

crítica. Como toda autobiografía contiene, en mayor o menor medida, un testimonio, el

término ha sido acotado en su sentido jurídico y autobiográfico para justificar la

presencia en la investigación de estas obras y no otras. Se puede adelantar que uno de

los elementos clave para calificar estas obras de testimoniales ha sido el que los autores

hayan querido contar sus recuerdos para que los demás conozcan los hechos que

vivieron. Por eso son fundamentales el componente ético, la referencialidad y el pacto

de veracidad, menos relevantes en autobiografías de otro tipo.

Además, se va a demostrar que el proyecto testimonial se conjuga en los textos del

corpus con otras intenciones: la autojustificación en Laín Entralgo, la creación de un

9
En las otras autobiografías testimoniales sobre la guerra civil mencionadas también se observa una
gradación que va desde las obras que se sustentan precisamente en el carácter testimonial (Homenaje a
Cataluña o Los hijos de los vencidos) hasta las que consideran el texto como un ejercicio retórico en el
que el componente testimonial queda diluido (Años de penitencia).

26
texto literario en Caballero Bonald, la construcción de un testigo fiable en Castilla del

Pino y el homenaje en el de Jaime de Armiñán. Estas manifestaciones performativas

implican opciones retóricas diferentes, de ahí la imposibilidad de abordar las cuatro

obras con un esquema de trabajo parecido. En cada una se estudiarán, por tanto, los

aspectos que las hacen distintas y originales: las epicrisis de Descargo de conciencia, la

voluntad literaria de Caballero Bonald, el colosal empeño de Castilla del Pino en

consolidar la veracidad de su relato y la inclusión de los escritos paternos en La dulce

España.

De acuerdo con estos objetivos hemos organizado el trabajo en siete capítulos. El

primero corresponde a esta introducción, en la que se han expuesto las bases teórico-

metodológicas y los propósitos del estudio. El segundo, “Memoria y Testimonio”, está

dedicado, por un lado, a presentar los conceptos y las clases de memoria que van a ser

utilizados (la autobiográfica, colectiva y cultural), la relación de la memoria con la

historia y las particularidades de esta relación en España. Por otro lado, se acotará el

concepto de testimonio, que se desliza desde el ámbito jurídico hasta el autobiográfico,

pasando por el histórico. Este deslizamiento implica unas variaciones semánticas y

pragmáticas que serán analizadas. En este parte se explicarán los rasgos que han sido

considerados para calificar como testimoniales las obras del corpus.

Los siguientes cuatro capítulos están dedicados al análisis e interpretación de las

obras elegidas, ordenadas por fecha de publicación. En cada caso se seleccionan los

elementos que las caracterizan y las opciones retóricas que ha empleado cada narrador

para conseguir la finalidad correspondiente porque, como ya se ha señalado, cada autor

resuelve el desafío autobiográfico de manera distinta. Esto demuestra la flexibilidad

formal del género, su riqueza y diversidad y justifica que no se utilicen los mismos

criterios de estudio en todas las obras.

27
En el capítulo tercero, dedicado a Descargo de conciencia, se estudiarán con especial

detenimiento las epicrisis, la dramatización judicial a la que Laín Entralgo somete a sus

diferentes yoes para ofrecer al lector un pasado presentable que le permita seguir siendo

una figura intelectual de primer orden en la Transición. En el análisis de Tiempo de

guerras perdidas, al que se dedica el capítulo cuarto, se examinará el componente

testimonial en un proyecto autobiográfico que Caballero Bonald ha abordado, según él,

con los mismos mecanismos con los que se enfrenta a la ficción literaria. En el capítulo

dedicado a Pretérito imperfecto, el quinto, se profundizará en las tensiones que se

vislumbran en una obra cuyo autor ha utilizado todos los recursos a su alcance para

probar la fiabilidad de su testimonio. Y en el sexto, se analizará el relato de infancia La

dulce España, en el que Jaime de Armiñán, apoyado en los diarios de sus padres,

elabora un interesante testimonio familiar que le sirve a la vez de homenaje a toda la

familia y en especial a su madre, Carmita Oliver.

Las conclusiones finales, en el séptimo, recogerán las semejanzas y diferencias que

se han observado en el estudio de estos cuatro testimonios.

28
29
CAPÍTULO 2. MEMORIA Y TESTIMONIO

1. CONCEPTOS DE MEMORIA

El proceso de construcción del testimonio pone en juego dos facultades igualmente

importantes. La primera de ellas es la memoria, la facultad mental que nos permite

recordar los hechos que hemos vivido o nos han contado. La segunda es la capacidad de

narrar lo recordado, la elaboración verbal de aquella.

Si definimos la memoria como la capacidad que tienen los animales para adquirir,

retener y utilizar conocimiento y habilidades (Ruiz-Vargas 2004a:186), se sabe desde

hace tiempo que consiste en un conjunto de distintos sistemas que se manifiestan en los

dominios conductual, cognitivo y cerebral. Las clasificaciones de la memoria son

múltiples, pero Ruiz-Vargas (2004a:186) considera afortunada la que realizan Schacter

y Tulving (1994), que distinguen entre un sistema a corto plazo (memoria operativa) y

cuatro sistemas a largo plazo: el procedimental, el de representación perceptiva, el de la

memoria semántica (encargado de la adquisición, retención y utilización de hechos y

conceptos sin información relativa al contexto espacio-temporal en el que se ha

producido la adquisición) y el de la memoria episódica (encargado de la información

relativa a los sucesos personales y a los acontecimientos de nuestro pasado ocurridos en

un lugar y tiempo determinados).

30
1.1 MEMORIA AUTOBIOGRÁFICA

Señala Ruiz-Vargas (2004a:190-191), siguiendo a Tulving, que la función de la

memoria episódica es “la recuperación consciente del pasado personal” y, por tanto, esta

y la memoria autobiográfica serían términos equivalentes. Sin embargo, otros

investigadores consideran que la memoria autobiográfica es una parte del contenido del

sistema de memoria episódica, aunque Ruiz-Vargas prefiere utilizar el término

recuerdos autobiográficos porque “hablar de memoria autobiográfica es hablar de los

recuerdos que una persona tiene de su vida o, más exactamente, de las experiencias de

su vida”.

Una de las características más importante de estos recuerdos es su estructura

narrativa, que se manifiesta al recuperarlos y verbalizarlos y que sirve para establecer

relaciones causa-efecto y para crear cierta coherencia en la historia, con lo que, en cierto

modo, esta misma estructura ayuda a fijar en la memoria los episodios.

Asimismo hay que destacar su naturaleza constructiva (Ruiz-Vargas 2004a:208-

209), pues son reconstrucciones de acontecimientos vividos, fuertemente influenciadas

por estructuras preexistentes de conocimiento o esquemas, de manera que lo que se

retiene en nuestra memoria es una versión esquematizada de la experiencia vivida,

versión que se utilizará en el momento de la evocación para reconstruirla. Al no

registrar representaciones literales de los sucesos vividos, sino solamente esos

esquemas, se puede afirmar que los recuerdos autobiográficos no son exactos. En otras

palabras, se guardan imágenes de los acontecimientos y no copias de los mismos.

Además, la memoria no tiene una representación única ni isomórfica de la experiencia

original, sino que cada reconstrucción autobiográfica está determinada tanto por el

31
presente como por el futuro, en la imagen que cada uno quiera dejar de sí mismo; por lo

tanto, los contenidos de la memoria nunca son una copia literal de lo vivido sino el

resultado de una interpretación modificada con el paso del tiempo10.

Así lo manifiesta Primo Levi:

La memoria humana es un instrumento maravilloso, pero falaz. Es una verdad

sabida, y no sólo por los psicólogos sino por cualquiera que haya dedicado alguna

atención al comportamiento de los que lo rodean, o a su propio comportamiento.

Los recuerdos que en nosotros yacen no están grabados sobre piedra; no sólo

tienden a borrarse con los años, sino que, con frecuencia, se modifican o incluso

aumentan literalmente, incorporando facetas extrañas. Lo saben muy bien los

magistrados: casi nunca ocurre que dos testigos presenciales de un hecho lo

describan del mismo modo y con las mismas palabras, aunque un suceso sea

reciente y ninguno de los dos tenga interés en deformarlo. Esta escasa fiabilidad de

los recuerdos… (1995b:21)

De todo lo anterior se deduce que la precisión y exactitud de la memoria es un

desiderátum prácticamente inalcanzable. Ahora bien, aunque los recuerdos sean

inexactos en cuanto a los detalles, pueden ser muy precisos o fidedignos en cuanto a la

esencia de lo ocurrido, como corroboran tanto filósofos como autobiógrafos. Ricoeur

(2003:80) confirma que

10
En un sentido muy parecido se manifiesta Anna Caballé (1995:114,115):”La memoria no es una
estructura mental inerte y repetitiva que devuelva, inmaculadas, las impresiones recibidas. Hay mucho de
inventivo, de creativo en su constitución” y “Los recuerdos crecen con los años (aunque el olvido
también), cambian de color y sufren severas desfiguraciones.”
También Halbwachs (2004:71) lo expresa de este modo: “el recuerdo es, en gran medida, una
reconstrucción del pasado con la ayuda de datos tomados del presente, y preparada de hecho con otras
reconstrucciones realizadas en épocas anteriores, por las que la imagen del pasado se ha visto ya muy
alterada.”

32
A pesar de las trampas que el imaginario tiende a la memoria, se puede afirmar

que una exigencia específica de verdad está implicada en el objetivo de la “cosa”

pasada, del qué anteriormente visto, oído, experimentado, aprendido. Esta

exigencia de verdad especifica la memoria como magnitud cognitiva. Más

precisamente, es en el momento del reconocimiento, con el que concluye el

esfuerzo de la rememoración, cuando se declara esta exigencia de verdad.

A esta exigencia de verdad, el filósofo francés (2003:80) la denomina fidelidad. De

forma parecida, Antonio Gamoneda (2009:235), avisa de “la posible transformación

que la subjetividad y la distancia temporal puedan poner en la superficie de algunos

acontecimientos”, aunque añade que “esta transformación no se habrá dado más que en

detalles secundarios y no en la realidad principal de los hechos ni en el valor o el

sentido de los hechos.” (Las cursivas son mías)

Cabría preguntarse si es necesaria la exactitud de los recuerdos a la hora de escribir

o de leer una autobiografía. El pacto autobiográfico no lleva incluida la exigencia de la

exactitud. Según Lejeune (1994:76), el autor no jura decir la verdad y nada más que la

verdad en una fórmula total, sino restringida, como signo de honestidad, a “lo posible”:

promete decir la verdad tal como la recuerda, “dejando margen para los inevitables

olvidos, errores o deformaciones involuntarias.” Basta, por tanto, un compromiso de

sinceridad; los errores o las inexactitudes en un relato autobiográfico no le restan

veracidad al mismo.

Parece que la capacidad de memoria del ser humano es prácticamente ilimitada, pero

hay que disponer de “unas claves de recuperación” adecuadas que garanticen el rescate

eficaz de los contenidos, de ahí que el olvido o el recuerdo incompleto de episodios

autobiográficos no signifique realmente pérdida de información ya que esta puede ser

recobrada mediante las claves correspondientes (Ruiz-Vargas 2004a:206-207). De

33
nuevo Antonio Gamoneda (2009:236) explica de manera eficaz esta recuperación: “A

mi memoria y a estas memorias han venido recuerdos que no tenía; mejor dicho, que no

sabía que tenía. Han surgido engarzados con los que sí conservaba conscientemente.”

Escribiendo sus recuerdos, el poeta leonés ha dado con las claves de recuperación de

algunas experiencias que creía olvidadas. También Francisco Ayala (2006:197) y

Dionisio Ridruejo (2007:88) comentan que, en el proceso de la escritura, unos recuerdos

han tirado de otros, utilizando los dos, curiosamente, la misma metáfora de las cerezas

entrelazadas de un cesto11. Con un sentido idéntico utiliza Castilla del Pino (1997:12) la

metáfora de los objetos “tiradores” de la memoria: el encuentro fortuito con alguno de

ellos puede activar procesos neuronales y conseguir que “recuperemos” la experiencia

ligada a él (es el caso de la famosa magdalena proustiana, en la que el resorte o el

tirador no es la magdalena sino su sabor). Pero también se puede conservar cierto objeto

(una manta de falso tigre en el caso de Jaime de Armiñán (2000:173), un billete de

transporte público, una entrada a un espectáculo…) como depositario de recuerdos, de

forma que, como ocurre en el caso de Castilla del Pino (1997:10), el “tirador” active la

memoria voluntaria, la búsqueda de los recuerdos, pues como él mismo dice: “No me he

sumergido en mi memoria; he traído los recuerdos a mí.” En todo caso, la escritura

autobiográfica supone ella misma un “tirador”, un activador de la memoria.

El acto de recuperación de recuerdos que realiza el autobiógrafo es, a la vez, un acto

de selección pues es imposible contarlo todo, selección que lleva implícita una

manipulación y posibles silencios12. En ocasiones, el autobiógrafo reflexiona en el

11
“La memoria es canasta de cerezas. Se tira de un recuerdo y salen cinco a la rastra.” (Dionisio Ridruejo
2007: 88) y “…en la memoria surgen desordenadamente: unos tiran de otros, como las cerezas”
(Francisco Ayala 2006: 197)
12
Sobre el proceso de selección de la memoria afirma Todorov (2000:16): “la memoria, como tal, es
forzosamente una selección: algunos rasgos del suceso serán conservados, otros inmediata o
progresivamente marginados, y luego olvidados. Por ello resulta profundamente desconcertante cuando se
oye llamar “memoria” a la capacidad que tienen los ordenadores para conservar la información: a esta
última operación le falta un rasgo constitutivo de la memoria, esto es, la selección.”

34
mismo texto sobre lo que va o no a contar, sobre los aspectos de su biografía que le

interesa narrar y los que le interesa que permanezcan ocultos, o los que recuerda y los

que no, como por ejemplo Francisco Ayala (2006:27-29) en la Introducción a la primera

parte de sus Recuerdos y olvidos (1906-2006). En otros casos, como en el de Antonio

Gamoneda (2009:56), el comentario es acerca de las ganas o no de contar ciertos

recuerdos: “Estas que he llamado señales, con otras de las que aún no he dicho nada y

no sé si lo voy a decir, llegaron insistentemente a mi percepción primaria.” Incluso en

alguna autobiografía, en concreto, en La costumbre de vivir, el autor, a tenor de unas

declaraciones hechas por una persona con la que había tenido una relación sentimental,

se siente obligado a contar ese episodio autobiográfico que no tenía intención de sacar a

la luz pública. Hay una decisión por parte del autor a la hora de narrar o no un

recuerdo.

Las omisiones son elocuentes en las autobiografías testimoniales y necesitarían una

explicación. Algunas veces se deben a causas externas al propio autor, (como las

posibles cuestiones jurídicas que puede plantear el derecho al honor y a la intimidad de

terceros) y otras a condicionantes de la intimidad del escritor, como por ejemplo, el

pudor: así lo ha manifestado Francisco Ayala (2006:30). En otros casos, como se verá

en el capítulo 5 al analizar Pretérito imperfecto, las ocultaciones obedecen a la intención

de mostrar al lector una versión más favorable del yo autobiográfico.

Un caso bien distinto es el de Jorge Semprún, quizá “el olvido voluntario” (expresión

que él mismo utiliza) más interesante de la autobiografía testimonial contemporánea.

Este “olvido” funciona como un mecanismo de defensa porque el recuerdo de su

experiencia en el campo de Buchenwald reaviva el dolor con tanta fuerza que lo

mantiene atado al pasado sin posibilidad de recuperación. No se trata tanto de "olvidar"

35
(porque no parece posible), cuanto de dejarlo estar, de apartar el recuerdo del presente,

huir de una escritura que le obligaría a volver a él, que le supondría la muerte; de ahí la

disyuntiva del título de su interesantísima obra metaautobiográfica: La escritura o la

vida. Él eligió la vida y solo muchos años después, decidió dar su testimonio sobre el

campo de concentración, aunque escenas de aquel tiempo habían aparecido dispersas en

obras anteriores como en El largo viaje, publicada como una novela en 1963:

Tomé la decisión de no hablar más de aquel viaje. Por una parte, ya sabía que

eso no iba a ser posible para siempre. Pero, al menos, la única manera de salvarse

era guardar un largo periodo del silencio, Dios mío, años de silencio sobre aquel

viaje. Quizá más adelante, cuando ya nadie hable de estos viajes, quizás entonces

tendré algo que decir. (2004:106-107)

Hay que decir que, a lo largo de los años, algunos recuerdos me han asaltado en

ocasiones con perfecta precisión, surgiendo del olvido voluntario de este viaje, con

la pulida perfección de los diamantes que nada puede empañar. (2004:128) (Las

cursivas son mías)

A pesar de estas intenciones, el narrador confiesa que se ha dado cuenta de que por

deber ético tiene que contar su experiencia y la de los que la compartieron con él.

Está bien, ya lo había olvidado, ya lo había olvidado todo, a partir de ahora ya

puedo recordarlo todo. Ya puedo contar la historia de los niños judíos de Polonia,

no como una historia que me haya sucedido a mí particularmente, sino que les

sucedió ante todo a aquellos niños…Es decir, que ahora, tras estos largos años de

olvido voluntario, no sólo puedo ya contar la historia, sino que debo contarla.

Debo hablar en nombre de lo que sucedió, no en mi nombre personal. La historia

36
de los niños judíos en nombre de los niños judíos. La historia de su muerte (…) en

nombre de esta misma muerte. (2004:165) (Las cursivas son mías)

En La escritura o la vida, precisamente en el capítulo titulado “El día de la muerte

de Primo Levi”, explica el porqué de la “elección” del olvido:

En Ascona, pues, bajo un sol de invierno, decidí optar por el silencio rumoroso

de la vida en contra del lenguaje asesino de la escritura. Lo convertí en la elección

radical, no cabía otra forma de proceder. Escogí el olvido, dispuse, sin demasiada

complacencia para con mi propia identidad, fundamentada esencialmente en el

horror- y sin duda, el valor-de la experiencia del campo, todas las estratagemas, la

estrategia de la amnesia voluntaria, cruelmente sistemática. (1997:244)

Excepto en este caso de “amnesia voluntaria”, está claro que, como dice Anna

Caballé (1995:117), el mecanismo del olvido no suele deberse a una decisión personal;

otra cosa distinta es la ocultación, que sí corresponde a la determinación del autor. Por

otro lado, los olvidos no pueden ser comprobados. Sin embargo, el silencio y la

ocultación sí cuando hablamos de autobiografías de hechos públicos y relevantes.

Ahora bien, frente a las omisiones u ocultaciones, ¿es posible el reproche por parte

del lector? Pozuelo Yvancos (2006:44) equipara ciertos silencios a “un acto mendaz”,

pues el autor calla algo que debería decir. Hay que reconocer en el ejercicio

autobiográfico un acto de valentía que no todos los autores están dispuestos a llevar a

sus últimas consecuencias. Verter o no en un libro algunos aspectos de la intimidad o

contar o no episodios que no dejan en buen lugar (sea en el aspecto ético, político o

social) al protagonista de los mismos es una elección personal del autor. Éticamente, no

se puede reprochar un silencio en un libro autobiográfico, pero sí podemos afirmar,

37
como lectores del género, que admiramos a los autores que se arriesgan, que no se

olvidan deliberadamente de ciertos aspectos de su biografía. Nadie está obligado a

escribir su autobiografía; si lo hace, el lector queda legitimado para comprobar la

información que allí aparece y para juzgarla según crea conveniente. El ser humano es

una compleja amalgama de actos acertados y errados, de sentimientos de toda índole,

que se comprende mejor a sí mismo cuando descubre, también en los libros, que los

demás seres humanos son parecidos a él13. Una autobiografía sin fisuras no parece, no

ya veraz o verídica, ni siquiera verosímil. Por otra parte, hablar de los olvidos o

silencios en una narración autobiográfica redunda en la referencialidad del género pues

no tiene ningún sentido hablar de ellos en una obra de ficción.

Por último, en un estudio de estas características hay que añadir algunas

consideraciones sobre lo que se denominan memorias traumáticas, que se definen,

según Manzanero (2010:152), como “recuerdos sobre hechos con una valencia negativa

y alto impacto emocional” y se caracterizan por ser más exactas en lo central que en los

detalles porque

La disminución de recursos cognitivos fruto de la ansiedad que se genera durante la

ocurrencia de los hechos generaría huellas de memoria débiles respecto a los

detalles periféricos, pero fuertes con respecto a los detalles centrales. Se produce

un estrechamiento del foco atencional y mucha información pasará desapercibida,

de modo que nunca llegará a procesarse. Sin embargo, la reconstrucción posterior

de los recuerdos para dotarlos de coherencia rellena de forma no consciente los

huecos que quedaron. (Manzanero 2010:151)

13
En una entrevista en la revista Mercurio (Nº 122, junio-julio 2010), Anna Caballé afirmaba que “A
todos nos interesa la vida de los otros porque es la única manera de tener un parámetro de referencia sobre
la propia.”

38
Sin embargo, algunos trabajos demuestran que los recuerdos traumáticos se

presentan fragmentados, asociados a sensaciones intensas (olorosas, auditivas,

táctiles…) y muy visuales, aunque suelen resultar difíciles de expresar de forma

narrativa. Otros expertos, en cambio, aun encontrando diferencias entre las memorias

traumáticas y las no-traumáticas, afirman que las primeras no son tan “especiales”

(Manzanero 2010: 157)

En el lado opuesto, se han relacionado las memorias traumáticas con la amnesia por

estrés post-traumático, de modo que algunos investigadores, fundamentalmente desde

posiciones clínicas, afirman que parte de las víctimas de un suceso traumático pueden

no recordar nada de este durante un periodo de tiempo. En todo caso, concluye

Manzanero (2010:152), parece más probable que las memorias traumáticas den lugar a

memorias vívidas y no a memorias reprimidas, de manera que los sucesos impactantes

por la repercusión individual y/o social que implican, son recordados como si acabaran

de ocurrir, aparentando ser inmunes al deterioro producido por el paso del tiempo. Las

memorias vívidas no son más exactas que las memorias autobiográficas cotidianas a lo

largo del tiempo, pero sí presentan características diferentes, como la mayor confianza

en la exactitud de las vívidas o que la perspectiva de recuperación se mantiene, lo que

no ocurre con las memorias cotidianas. Ruiz-Vargas (2004a:198) resume la cuestión de

esta manera:

Las experiencias traumáticas parecen ir asociadas a evocaciones dolorosamente

vívidas que han demostrado ser muy exactas e inmunes al olvido en muchos de los

casos estudiados (especialmente, en casos de secuestro y de supervivencia en

campos de concentración). En suma, los datos disponibles sugieren de forma

abrumadora que las emociones generalmente ejercen un efecto fortalecedor sobre

los recuerdos.

39
En todo caso, el impacto que los hechos traumáticos tiene sobre las personas

depende de múltiples factores, existiendo importantes diferencias individuales, por lo

que, a largo plazo, los efectos dependerán no tanto de la gravedad de los hechos como

de las estrategias de afrontamiento, los apoyos sociales recibidos por las víctimas, su

vulnerabilidad y la vivencia de otras experiencias traumáticas (Manzanero 2010:152).

La escritura autobiográfica puede servir como método de superación del estrés

postraumático, pues uno de los objetivos en su tratamiento terapéutico es que el

paciente se enfrente a sus recuerdos de lo sucedido e intente verbalizarlos, organizarlos

de manera coherente y exteriorizarlos para que dejen de angustiarle u obsesionarle.

Claro que no siempre esta terapia resulta tan eficaz como se podría esperar, como

confirma Castilla del Pino (2004b:26):

A veces se escriben (las autobiografías) –es mi caso- con la pretensión de

liquidar de una vez por todas etapas dolorosas de mi propia existencia (la guerra

civil, la posguerra). La escritura, pensaba yo, me serviría de (auto)terapia. No ha

sido así. Muchos problemas que pensaba que quedarían resueltos se erigen una vez

más, por desgracia, ante mí mismo para advertirme, de pasada, que siguen ahí, tal

vez con mayor distanciamiento, pero nada más. Con la autobiografía pasa como

con las terapias en general: no existe la que creíamos la buena, la definitiva. Existe,

sin embargo, la mejor, que no es otra que la menos mala de todas. (Las cursivas

son mías)

Todas estas observaciones se tendrán en cuenta a la hora de analizar los

testimonios concretos en las obras estudiadas.

40
1.2 MEMORIA COLECTIVA, MEMORIA CULTURAL

Como señaló el sociólogo francés Maurice Halbwachs (2004:53), que en 1925

introdujo el término memoria colectiva, la memoria individual no existe totalmente

aislada pues, muchas veces, al evocar su pasado, el hombre necesita recurrir a los

recuerdos de los otros, remitiéndose, por tanto, a puntos de referencia exteriores a él,

fijados por la sociedad. Además, la memoria autobiográfica se dirige a sucesos

ocurridos en un espacio y un tiempo específicos, sobre cuyas segmentaciones nos

ponemos de acuerdo con los demás. Otras veces, conocemos ciertos acontecimientos

por los periódicos, por las lecturas o por los testimonios de quienes estuvieron

directamente implicados en ellos, con lo que, cuando los evocamos, tenemos que tener

en cuenta también la memoria de los demás. Esta experiencia aparece expuesta por

Lidia Falcón (1979:12) de este modo:

De la contienda supe por lo que mis familiares me fueron contando poco a poco,

a medida que mi edad permitía la comprensión del relato. Ningún recuerdo

importante guardo de ella, y las vivencias personales sobre el terror de los

bombardeos, las huidas en las dos direcciones que permitían los frentes, a rastras

de mi madre y de mi abuela, han quedado en el substrato más hondo de mi

subconsciente. Hoy no puedo diferenciar la experiencia propia de la narración de

mis allegados.14 (Las cursivas son mías)

14
Castilla del Pino (1997:69) lo explica así: “Recuerdo una de estas representaciones con cierto detalle,
aunque es posible que con contaminaciones oídas a otros, mayores que yo, que también la presenciaron,
y que luego incorporé a mi memoria como vividos por mí.”
También Jaime de Armiñán (2000:44) se refiere a la misma experiencia: “No es que recuerde todos estos
detalles –lo cual sería casi imposible- sino que he oído contar tal historia en muchas ocasiones, unas
veces por María Luisa Arche y otras por Carmita Oliver.”

41
No hace falta haber asistido a unos hechos pues, según Halbwachs (2004:54) todos

llevamos “un bagaje de recuerdos históricos” de una memoria que no es la nuestra, que

podemos aumentar leyendo o conversando con los demás, por lo que en los recuerdos

autobiográficos es esencial el contexto social para compartir tanto las experiencias

como los recuerdos que guardamos de ellas (Ruiz-Vargas 2004a:193), pues una parte

de nosotros está implicada en el grupo, de modo que nada de lo que le sucedió o lo

transformó nos es ajeno y si quisiéramos reconstruir un acontecimiento fundamental

para su historia, tendríamos que juntar todos los recuerdos parciales de sus miembros.

Así, continúa Halbwachs (2004:55), podemos suponer que los recuerdos tienen dos

formas de organizarse: la primera en torno a una persona determinada, que los ve desde

su punto de vista (memoria individual o autobiográfica) y la segunda, repartidos dentro

de una sociedad mayor o menor, de la que son imágenes parciales (memoria colectiva).

La memoria colectiva envuelve las individuales pero no se confunde con ellas.

Hay una versión “fuerte” del concepto de memoria colectiva que, según Wertsch,

mencionado por Hans Lauge Hansen y Juan Carlos Cruz Suárez (2012:28), presupone la

existencia de una entidad colectiva parecida al sujeto individual que puede recordar y,

puede, por ejemplo, sufrir un trauma.

No obstante, hay historiadores que cuestionan la existencia de esa noción de

memoria colectiva puesto que con ese término nos referimos a la memoria de la gente

que no presenció un hecho, sino que le fue transmitido por crónicas familiares, la

educación pública o las ceremonias conmemorativas; sin embargo, “no se puede

conjugar el verbo recordar en plural a menos que nos refiramos a los que presenciaron

lo recordado, pues recordamos en cuanto individuos, no como colectividades” (David

Rieff 2012:60).

42
Evidentemente las colectividades no “recuerdan” en sentido literal, no tienen

memoria, pero la reconstrucción de un pasado compartido tiene muchas semejanzas con

el funcionamiento de la memoria individual, por ejemplo, en la selección de los

recuerdos y en la creación de versiones del pasado según las necesidades y

conocimientos del presente, de manera que los grupos sociales retienen en la memoria

colectiva aquellos aspectos del pasado que consideran relevantes para su identidad y/o

útiles en el presente, mientras que tienden a “olvidar”, silenciar o ignorar aquellos

aspectos que han dejado de tener resonancia o podrían resultar de algún modo

perjudiciales para la comunidad o su autoimagen.

Mercedes Yusta (2008), para aclarar el sentido de memoria histórica, aun

reconociendo que sus contornos son problemáticos y polémicos, dota al sintagma de un

elemento reivindicativo que no había tenido antes y la define como “memoria de un

grupo con toda legitimidad para expresarse en el espacio público y para reclamar sus

derechos a la reparación, a la justicia y al restablecimiento de su dignidad en el espacio

político” (Mercedes Yusta 2008:117). Esta memoria histórica debe ser protegida,

fomentada y explicada, “sin que por ello sea considerada como el único relato válido

acerca del pasado” (Mercedes Yusta 2008:117).

Por último, Hans Lauge Hansen y Juan Carlos Cruz Suárez (2012:27), siguiendo a

José Colmeiro, utilizan como sinónimos los términos memoria colectiva y cultural para

hablar de un concepto más amplio que el de memoria histórica, porque además de esta,

la colectiva o cultural comprende las tradiciones, creencias, rituales y mitos de un

grupo, de manera que se puede adoptar un punto de vista equidistante, como ha hecho

Wertsch (Hans Lauge Hansen y Juan Carlos Cruz Suárez 2012:28), quien considera la

memoria colectiva no como el producto de la memoria de un sujeto colectivo sino como

efecto de un proceso social de comunicación, ya que, aunque no exista un sujeto

43
colectivo con la facultad de recordar, sí sabemos, como defiende Halbwachs, que la

mayoría de los individuos afianza sus recuerdos en grupo y los transmiten unos a otros

dando lugar al surgimiento de otro tipo de memoria que logra que ciertas experiencias

perduren en un ámbito y en un tiempo más allá de la vida de los individuos concretos.

Teniendo en cuenta estas diferencias terminológicas y conceptuales que los

historiadores establecen para el concepto de memoria, en este trabajo se utilizará

predominantemente el término memoria cultural (algunas veces memoria colectiva

como sinónimo) para referirnos, con un contenido más amplio que el de memoria

histórica, al conjunto de versiones de un pasado compartido que en un determinado

momento existen en una comunidad, versiones que se representan y circulan a través de

los medios sociales de comunicación como la literatura, el cine, los textos

historiográficos, etc. La memoria cultural forma la base de las identidades colectivas

pero no se trata de algo estable, sino que está en constante proceso de selección, de

construcción y de debate en el que participan tanto agentes individuales (escritores,

cineastas, editores…) como colectivos (los medios de comunicación de masas) e

instituciones como el Estado, mediante lo que pueden denominarse “políticas públicas

de la memoria”. Las autobiografías testimoniales sobre la guerra civil contribuyen, por

tanto, a crear esta memoria cultural.

1.3 MEMORIA E HISTORIA. USO Y ABUSO DE LA MEMORIA

Aleida Assmann (2006:261) comienza su artículo “History, Memory and the Genre

of Testimony” señalando que en las dos últimas décadas nuestra aproximación al

pasado se ha vuelto más compleja y controvertida, entre otras razones por el continuo

impacto del Holocausto, “an event, both in history and in memory”. Después de repasar

44
la evolución en las relaciones entre memoria e historia15, Assmann (2006:264) llega a la

conclusión de que estas no deben ser consideradas rivales sino formas complementarias

de reconstruir y narrar el pasado porque “while memory is indispensable, as a view

from the inside, to evaluating the events of the past and to creating an ethical stance,

history is needed, as a view from the outside, to scrutinize and verify the remembered

events.”

Por su parte, Pierre Nora en Les lieux de mémoire (1984: XIX) había expuesto que

memoria e historia, lejos de ser sinónimas, presentan muchos elementos de oposición

porque, aunque la historia nace de la memoria, esta es afectiva, en evolución

permanente, abierta a la dialéctica del recuerdo y de la amnesia, inconsciente de sus

deformaciones sucesivas, vulnerable a todas las utilizaciones y manipulaciones, y, por

último, susceptible de largas latencias y de repentinas revitalizaciones. En cambio, la

historia es la reconstrucción siempre problemática e incompleta de lo que ha dejado de

existir pero dejó rastros. A partir de estos rastros entrecruzados y comparados, el

historiador trata de reconstruir lo que pudo haber sucedido y sobre todo, trata de integrar

los hechos en un conjunto explicativo. La memoria, que va demasiado rápido, solo

acepta las informaciones que le convienen, mientras que la historia, que permanece, es

una operación intelectual que exige un análisis y un discurso críticos. A estas

diferencias habría que añadir que la Historia se ha convertido en una disciplina y la

memoria es un fenómeno puramente privado (Nora 1984:XXIII) 16.

15
Assmann (2006:263) señala que antes de los años 80 del siglo pasado la memoria había tenido poco
prestigio entre los historiadores, al no ser considerada una fuente fidedigna. Fue a partir de 1989,
momento de la fundación por Saul Friedländer y Dan Diner de la revista académica History and Memory,
cuando se inició un productivo intercambio e incluso cierta fusión entre estas dos formas de
reconstrucción del pasado.
16
Maurice Halbwachs (2004:81-85) había establecido diferencias entre la memoria colectiva y la
historia, después de aclarar que la expresión “memoria histórica” no es muy afortunada, ya que asocia dos
términos que se oponen en más de un aspecto. La primera diferencia radica en que la memoria colectiva,
que tiene como soporte un grupo limitado en el espacio y en el tiempo, solo retiene del pasado lo que
queda vivo de él en la conciencia del grupo, de forma que esta memoria, en un desarrollo continuo en el
que no hay líneas de separación claramente trazadas, no va más allá de los límites de ese grupo. La

45
Quizás para apoyar la interrelación entre memoria e historia, Pierre Nora ha creado el

término “les lieux de mémoire”, cuyo estudio se encuentra en la encrucijada de dos

movimientos (Nora 1984:XXIII): uno puramente historiográfico, el momento de un

regreso reflexivo de la historia sobre ella misma, y otro propiamente histórico como es

el fin de una tradición de memoria. Estos dos movimientos se combinan para enviarnos

a la vez y con el mismo impulso a los instrumentos de base del trabajo histórico y a los

objetos más simbólicos de nuestra memoria. Los lugares de memoria nacen y viven del

sentimiento de que no hay memoria espontánea, de que hay que crear archivos,

mantener aniversarios, organizar celebraciones, pronunciar elogios fúnebres porque

estas operaciones no son naturales (Nora 1984:XXIV). Podrían definirse como

cualquier entidad significativa, de naturaleza material o inmaterial, que por la voluntad

humana o por el paso del tiempo se haya convertido en un elemento simbólico del

patrimonio memorial de cualquier comunidad. La palabra “lugar” se refiere tanto a

emplazamiento como conceptos, palabras, acontecimientos, símbolos… A medida que

desaparece la memoria tradicional se acumulan vestigios, testimonios, documentos,

imágenes, discursos, signos visibles de algo que existió, como si este dossier cada vez

más grande se fuera a convertir en una prueba para utilizar en un tribunal de la historia.

De ahí la inhibición de destruir, la tendencia a guardarlo todo, lo que Nora

(1984:XXVII) denomina “el hinchamiento hipertrófico de la función de memoria.”

Los lugares de la memoria formarían parte de una memoria cultural que, por otro

lado, puede sufrir manipulaciones por parte del poder y ser forzada e inculcada por

medio del adoctrinamiento y la propaganda como ocurre en las dictaduras, por ejemplo

la de Stalin en la URSS o la de Franco en España. Pero no solo en esos periodos

dictatoriales podemos hablar de una política de la memoria. Actualmente, en algunos

historia, sin embargo, se sitúa fuera de los grupos y por encima de ellos y no duda en introducir en el
curso de los hechos divisiones que, asegura Halbwachs, se fijan de una vez para siempre.

46
países de Europa occidental (en cada uno de ellos por razones distintas), la necesidad de

ocuparse del pasado, de decidir dónde están las culpas y repararlas, ha dado lugar a que

la memoria haya pasado al primer plano. Esa expansión de la memoria ha sido, desde

los años 80 y especialmente desde la caída del muro de Berlín, tan avasalladora que

muchos historiadores y filósofos de la historia han llamado la atención sobre los riesgos

de su abuso y han protestado (sobre todo en Francia) contra la aprobación de las leyes

de memoria. Pierre Nora (Romrée de Vichenet 2009:236) declara a este respecto que se

opuso a la ley Gayssot, que en Francia prohíbe el negacionismo del Holocausto, porque

en una democracia, la historia no puede ser dictada por los legisladores ya que eso es lo

que precisamente ocurre en las dictaduras. Para Nora, si un hecho histórico se vuelve

intocable porque ha sido declarado genocidio o crimen contra la humanidad, se condena

a muerte la investigación histórica. Se ha pasado, añade el historiador francés, “de una

memoria modesta de una cantidad de víctimas que querían que sus penas y sufrimientos

fueran tenidos en cuenta, a una memoria que se pretende dueña de la verdad histórica y

que está dispuesta incluso a querer cerrarles la boca a los mismos historiadores”

(Romrée de Vichenet 2009:233). De hecho, en el país vecino se ha creado un comité de

vigilancia contra los usos públicos de la historia porque, aseguran los historiadores, no

se puede defender una postura política determinada a costa de empobrecer la visión

histórica. Pierre Nora comenta que, desde los años noventa del siglo pasado a la

actualidad, se ha pasado de una defensa del derecho de la memoria a la defensa del

derecho de la historia.

Asimismo en los últimos años han sido publicados distintos artículos y obras de

historiadores de reconocido prestigio en los que se defiende un buen uso de la memoria.

Reconocen que el recuerdo de ciertos acontecimientos históricos, sobre todo los

traumáticos, es necesario, ética y políticamente hablando. Sin embargo, el exceso de

47
rememoración o el abuso de la memoria pueden, en algunos casos, evitar que miremos

hacia el futuro y mantenernos anclados en el pasado. Defienden esta postura

historiadores como Todorov (2000), Santos Juliá (2005) o David Rieff (2012). Ricoeur

(2003:110) señala que de los tipos de abusos de la memoria (y del olvido 17) los más

peligrosos son los que se derivan de su manipulación concertada por quienes tienen el

poder. David Rieff publicó un libro en 2012 titulado elocuentemente Contra la

memoria, en el que analiza los perjuicios de la memoria colectiva18. Se pregunta Rieff si

la recurrencia continua a los recuerdos del horror y la violencia es buena para salir

adelante o si, por el contrario, esta reiteración de lo monstruoso paraliza el avance social

y no da lugar más que a odios y conflictos que no acaban de enterrarse. Para este

historiador norteamericano la excesiva rememoración de algunos hechos ha llevado

más veces a la guerra que a la reconciliación y aboga por una negociación en la

reparación de la memoria de las víctimas pero también por un “imperativo moral del

olvido” para que la paz deje de ser una quimera.

Unos años antes, Todorov (2000:16) defendía que memoria y olvido no son

antónimos sino que los términos contrapuestos son supresión (el olvido) y conservación

y que la memoria es en todo momento y necesariamente una interacción entre ambos.

Distinguía además dos procesos en relación con la memoria: el de la recuperación del

pasado y su utilización posterior. Por lo que se refiere a la recuperación, nada debe

impedirla. Es más, si los acontecimientos vividos por un individuo o grupo son de

naturaleza excepcional o trágica, el derecho se convierte en el deber de acordarse y de

testimoniar (“el deber de memoria”19). Sin embargo, la utilización de la memoria y, por

17
Santos Juliá (2005:351) también expone que la posibilidad de recordar remite al otro lado de la
memoria, al olvido, con lo que, por la misma razón que es posible una política de la memoria, lo es
también una política del olvido.
18
David Rieff utiliza en este libro como sinónimos los términos memoria histórica y memoria colectiva.
19
“Fue justamente Auschwitz lo que dio origen a la expresión “deber de memoria””. (Pierre Nora en
Romrée de Vichenet 2004:234).

48
tanto, el papel que el pasado debe desempeñar en el presente es un asunto complejo

(Todorov 2000:17,18). El culto a la memoria por la memoria es inútil, sacralizarla es un

modo de hacerla estéril. Por eso, una vez recuperado el pasado, a lo que todos tienen

derecho, hay que plantearse para qué puede servir y con qué fin.

A tenor de todas las consideraciones anteriores podemos concluir que el uso (o el

abuso) de la memoria colectiva en el terreno historiográfico plantea controversias,

aunque las posturas no están tan encontradas como a simple vista parecen. Cuando

Todorov (2000:18) habla del “deber de acordarse, de testimoniar” en relación con

algunos acontecimientos especialmente dolorosos en la Historia de la Humanidad y

David Rieff (2012:116) del “imperativo moral del olvido”, aunque parezca una

contradicción, están hablando de algo parecido. Ninguno de los dos niega la importancia

de la memoria para la historia y, a la vez, los dos reconocen los peligros de su

utilización. Todorov (2000:30) aboga por su uso ejemplar, que permite extraer una

lección de los hechos pasados para utilizarla en los presentes y futuros, frente al uso

literal que tendría efectos paralizantes sobre el presente20. David Rieff (2010:96)

reconoce que una sociedad no puede estar desprovista de memoria y que “no rendir

memoria a los propios muertos sería un empobrecimiento moral y psicológico de

proporciones trágicas”, al mismo tiempo que denuncia los efectos devastadores de la

memoria histórica e insiste en que la paz duradera es imposible sin el olvido.

Yerushalmi (Santos Juliá 2010b) sostiene que tan patológico es no tener memoria como

perder capacidad de olvidar y que el culto a la memoria sin más finalidad que la

20
Todorov (2000:30-33) distingue entre dos formas de reminiscencia, de forma que el acontecimiento
recuperado puede ser leído de manera literal y o de manera ejemplar. La primera supone que el suceso
(alguno doloroso del pasado de una persona o del grupo a que pertenece) es preservado en su literalidad,
permaneciendo intransitivo y no conduciendo más allá de sí mismo. La segunda, la ejemplar, consiste en,
sin negar la singularidad del suceso, considerarlo como una manifestación de una categoría más general, y
servirse de él como de un modelo para comprender situaciones nuevas. Al abrir el recuerdo a la analogía
y a la generalización, se construye un exemplum y se extrae una lección. La diferencia en una primera
aproximación es que el uso literal, que convierte en insuperable el acontecimiento, desemboca en el
sometimiento del presente al pasado mientras que el uso ejemplar permite usar el pasado con vistas al
presente.

49
autocompasión es estéril. También Paul Ricoeur (2003:650) abunda en esta idea cuando

afirma que hay un privilegio que no se puede negar a la historia, que es

no sólo el de extender la memoria colectiva más allá de todo recuerdo afectivo,

sino también el de corregir, criticar, incluso desmentir la memoria de una

comunidad determinada, cuando se repliega y se encierra en sus sufrimientos

propios hasta el punto de volverse ciega y sorda a los sufrimientos de las otras

comunidades.

Para finalizar, Ricoeur (2003:591) plantea que si queremos que se preserve la

frontera entre amnistía y amnesia (más adelante se hablará de ello), tenemos que apelar

al trabajo de la memoria y a una forma legítima de defender el olvido que no es la de

ocultar el mal, sino la de expresarlo de forma sosegada, sin cólera. Por otro lado, el

deber de memoria es el de hacer justicia, mediante el recuerdo, a los otros y, en especial,

a las víctimas. Y en numerosas ocasiones, no tenemos nada mejor que el testimonio

para asegurarnos de que algo, en muchos casos espantoso, les sucedió. Hay que

reivindicar, por tanto, aunque sea difícil y complicado, una “política de la justa
21
memoria” de la que habla Ricoeur (2003:13) , o lo que es lo mismo: que tanto la

memoria como el olvido se pongan al servicio de la justicia (Todorov 2000:59).

21
La cita completa de Paul Ricoeur es la siguiente : “Preocupación pública: me quedo perplejo por el
inquietante espectáculo que dan el exceso de memoria aquí, el exceso de olvido allá, por no hablar de la
influencia de las conmemoraciones y de los abusos de la memoria –y de olvido-. En este sentido, la idea
de una política de la justa memoria es uno de mis temas cívicos reconocidos.”

50
2. LA MEMORIA CULTURAL EN ESPAÑA

En el caso de España, el conflicto entre historia y memoria tiene unas características

propias porque, a diferencia de las guerras de otros países europeos, la nuestra fue un

enfrentamiento civil22, a lo que hay que añadir una dictadura y una transición pactada,

que dejó deudas pendientes que reconocer y satisfacer. Señala Todorov (2000:15) que el

aprecio por la memoria y la consiguiente recriminación del olvido se han extendido más

allá del contexto en el que nacieron (la lucha contra la supresión de la memoria que han

utilizado siempre los regímenes totalitarios) y han llevado a algunas sociedades de

Europa Occidental y de América a reprochar a los gobiernos democráticos “su

contribución al deterioro de la memoria, al reinado del olvido”. Esto es precisamente lo

que viene sucediendo en España desde los últimos años del siglo pasado cuando de un

consenso prácticamente general con respecto a la amnistía del 77 se pasó al debate sobre

la necesidad o no de recordar lo sucedido en la Guerra Civil y en el régimen franquista.

Para comprender este cambio hay que hacer un repaso a los diferentes periodos por los

que, desde la muerte de Franco hasta la actualidad, han pasado las complejas relaciones

entre historia y memoria en España.

Se puede rastrear en los comienzos de la Transición un primer momento de acuerdo

tácito en la vida pública y política sobre la oportunidad de silenciar lo ocurrido en la

guerra y la dictadura, actitud que posteriormente fue denominada de manera crítica

como “pacto de olvido o de silencio”. Este primer periodo iría desde la muerte de

Franco hasta los años 90 y en él predominó la teoría de Yerushalmi (Santos Juliá 2010b)

de que la memoria se expresa también por la capacidad de olvido. Según Santos Juliá

22
Antonio Rabinad (2000:386) comenta: “Todas las guerras son injustas, salvajes y estúpidas, pero las
guerras civiles, es decir aquellas en que media población se dedica a asesinar a la otra media, son las más
crueles, las más estúpidas e injustas de todas.”

51
(2010b), esta etapa fue aprovechada por los historiadores para investigar sobre nuestro

pasado atendiendo a la complejidad de todos los elementos, sin ocultar nada, estudiando

archivos, documentos, periódicos… Esta mirada histórica dio curso a una pluralidad de

visiones que se debatieron en encuentros, conferencias, ciclos, publicaciones… Fuera de

la disciplina histórica, el pacto se reflejó en un silencio promovido desde las

instituciones públicas, principalmente partidos políticos, por el que se hacía una especie

de “borrón y cuenta nueva” sobre lo que había ocurrido durante la guerra y la dictadura.

La amnistía de 1977 sería un ejemplo de este pacto, aunque esta figura jurídica plantee

también polémica como sostiene Ricoeur (2003:587-588), que habla de ella como de un

“olvido impuesto o institucional”, útil para poner fin a graves desórdenes políticos que

afectan a la paz social, entre ellos guerras civiles, episodios revolucionarios o cambios

(violentos) de regímenes políticos, pero que “equivale a borrar la memoria en su

expresión testificativa y a decir que nada pasó.” Por tanto, se pregunta Ricoeur

(2003:590) si no es un fallo borrar de la memoria oficial los ejemplos de crímenes que

pueden ayudar a prevenir en el futuro los errores del pasado y condenar a las memorias

de las víctimas a una oculta vida malsana; la amnistía es un recurso que sirve de terapia

social de urgencia, bajo el signo de la utilidad, pero no de la verdad (Ricoeur 2003:591).

En el caso español, lo que se cuestiona no es la amnistía sino la amnesia. Sin

embargo, Santos Juliá sostiene que ninguno de los partidos políticos de la Transición

española había olvidado nada de lo ocurrido en la Guerra Civil y en la Dictadura

franquista, pero aprobaron la Ley de amnistía porque no querían utilizar el pasado como

arma arrojadiza y acordaron “echar al olvido” para avanzar en un camino hacia la

democracia: “todos lo habían echado al olvido precisamente porque todos lo recordaban

perfectamente” (Santos Juliá 2005:357)23. Esta actitud es éticamente defendible según

23
En 2003 Santos Juliá ya había publicado “Echar al olvido: memoria y amnistía en la transición” en
Claves de razón práctica, n º 129, 2003, pp. 14-24.

52
el historiador pues “sabían lo que hacían e hicieron lo que debían”. También Aguilar

Fernández (2008:281-283) señala que, durante la Transición, entre las fuerzas políticas

existía un acuerdo tácito de no pedir cuentas por el pasado ni instrumentalizarlo puesto

que todos consideraban la guerra civil como una tragedia colectiva en la que ambos

bandos cometieron atrocidades injustificables. Además, durante estos primeros años el

silencio fue muy relativo; no hay más que tirar de hemerotecas y de bibliotecas para

comprobar que hubo entonces numerosas voces que, en libros, memorias,

documentales, vídeos, exposiciones y conferencias sí recordaron los hechos de la

Guerra Civil y la dictadura, aunque la evocación tuvo siempre un sentido aleccionador,

con el objetivo de no debía repetirse jamás (Juliá 2005:354); es decir, se plasmó el uso

ejemplar de la memoria del que habla Todorov.

Se consideró modélica nuestra Transición precisamente por haber sido capaz de

superar las diferencias, incluso los odios, por no haberse echado en cara el pasado unos

a otros, por no perseguir un ajuste de cuentas con el franquismo y por haber buscado

afanosamente el afianzamiento de la democracia, en unos momentos, hay que

recordarlo, muy complejos y difíciles, como lo prueba el intento de golpe de estado de

1981.

Sin embargo, cuando el PP se convierte en alternativa de gobierno (en 1993 y 1996),

el pasado empieza a formar parte del debate político como instrumento en las campañas

electorales, con las acusaciones de pasado franquista que el PSOE hacía al PP.

A partir de las primeras elecciones ganadas por el PP en 1996 se suceden desde la

oposición proposiciones de ley y no de ley para restablecer la dignidad de los vencidos

en la Guerra Civil, boicoteadas continuamente por el partido en el poder, que, además,

gobernaba con mayoría absoluta desde el año 2000. El PSOE consiguió que en 2002 el

Parlamento condenara el golpe de Estado de 1936 y, de manera genérica, todo recurso a

53
la violencia para cambiar el sistema político. También se propone una reparación y

reconocimiento a todas las víctimas. Este fue el último acuerdo institucional entre los

partidos políticos pues, desde entonces, el conflicto sobre el pasado continúa en la vida

política española.

Por último, en el cambio de milenio el debate traspasa el ámbito político y surgen

movimientos civiles que reivindican la memoria de los vencidos, como la Asociación

para la Recuperación de la Memoria Histórica, nacida en 2000 o el Foro por la

Memoria, nacido en 2003. Al llegar al poder en 2004, el PSOE apoyó estas iniciativas

que intentaban conocer la verdad de lo que pasó y promover lo que Aguilar Fernández

(2008) ha denominado “políticas de la memoria”. Y así se aprobó en 2007 la Ley de

Memoria Histórica24 que ha permitido, por ejemplo, exhumar algunos cadáveres de las

fosas comunes. También entre los intelectuales hay un cuestionamiento del modo de

hacer la Transición, como lo demuestran las siguientes palabras de Caballero Bonald en

2009 con las que justifica que los recuerdos de La costumbre de vivir acaben

precisamente cuando comienza ese periodo histórico:

Esa transición se hizo de manera incompleta y apresurada; a lo mejor no había otro

remedio por razones de prudencia o de pacificación del país, pero yo creo que hizo

falta un tribunal que juzgara los crímenes del franquismo, y eso no se hizo. (…) Y

la verdad es que me cuesta mucho trabajo revisar, plantear todo eso en ese tercer

tomo posible de las memorias, más que nada porque sería muy complicado volver a

analizar los pros y los contras de aquellos terribles cinco o seis años, del paso tan

accidentado de la dictadura a la democracia… (Pedrós-Gascón 2011: 350)

24
A este propósito es preciso recordar las opiniones, recogidas en el epígrafe anterior, de algunos
historiadores sobre las leyes de memoria histórica en Francia y la de Pierre Nora sobre la legislación de
la historia.

54
Aunque en ningún momento haya desaparecido el interés por la Guerra Civil, es

cierto que ha rebrotado en los primeros años del siglo XXI, por la aparición, como ya se

explicó en la Introducción, de una tercera generación, la de los nietos de la guerra, que

se enfrenta a la historia española reciente sin los miedos de sus antepasados y con el

deseo de saber qué ocurrió verdaderamente y cómo se puede reparar el daño ocasionado

a las víctimas. En este rebrote de la memoria cultural, el poder judicial no ha

permanecido ajeno a la polémica como lo demuestran los procesos abiertos por el juez

Garzón y las posteriores querellas que contra él presentaron, entre otros, el Colectivo

Manos Limpias.

Hans Lauge Hansen y Juan Carlos Cruz Suárez (2012:35) consideran que el interés

por el pasado reciente y por la memoria cultural de la guerra civil es el equivalente

español al interés internacional por el Holocausto, que de alguna manera ha fomentado

la atención a las experiencias traumáticas de las historias de otros países europeos. No

se trata, por tanto, de un fenómeno local, sino que se inserta en un movimiento

revisionista más amplio que afecta por ejemplo al Holocausto en Alemania o al

gobierno de Vichy en Francia.

Por otra parte, quizá este afán por la recuperación de la memoria colectiva, tanto o

más que a razones específicamente internas, se deba a los cambios en las condiciones de

vida en las sociedades tardomodernas, pues, al erradicarse las bases sociales de las

sociedades tradicionales (la familia, la aldea y la comunidad local) y al desmantelarse

las estructuras del modernismo industrial (la fábrica, el sindicato…), el individuo tiene

que cimentar una identidad propia a través de la construcción narrativa del pasado

(Hans Lauge Hansen y Juan Carlos Cruz Suárez 2012:33-35).

55
El contexto que se acaba de trazar explica la eclosión de la autobiografía testimonial

sobre la guerra civil a partir de los años 9025, a la que me referiré más adelante. Los

autobiógrafos encuentran en esos años un auditorio formado por los nietos de la guerra

que cuestionan el mal llamado pacto de olvido y que están sensibilizados para escuchar

y leer versiones distintas a las que les habían contado. De esta manera, el emisor, que

anteriormente no había percibido demasiado interés en su testimonio, halla por fin a un

receptor dispuesto a escucharlo y responde con su autobiografía a esa disposición.

Además, la fascinación por el pasado reciente de nuestro país ha cristalizado en la

publicación de novelas o autoficciones, como Soldados de Salamina (2000) de Javier

Cercas o La voz dormida (2002) de Dulce Chacón26, (posteriormente convertidas en

películas) que han tenido una amplia repercusión mediática, lo que demuestra que en la

sociedad española todavía no están completamente cerradas las heridas de la guerra y

del franquismo27.

25
A las tres autobiografías de ese periodo que se investigarán se unen Una vida presente. V. 1 (1989) de
Julián Marías, El tiempo amarillo (1990) de Fernando Fernán Gómez, El niño republicano (1996) de
Eduardo Haro Tecglen, El hombre indigno (2000) de Antonio Rabinad y Un armario lleno de sombra
(2009) de Antonio Gamoneda.
26
A estas dos obras se pueden añadir: La mula (2003) de Juan Eslava Galán, Los girasoles ciegos (2004)
de Alberto Méndez, El vano ayer (2004) y ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! (2007) de Isaac
Rosa, La noche de los tiempos (2009) de Antonio Muñoz Molina, Mañana no será lo que Dios quiera
(2009) de Luis García Montero, Ayer no más (2012) de Andrés Trapiello, las tres novelas de Almudena
Grandes que forman parte de “Episodios de una guerra interminable”: Inés y la alegría (2010), El lector
de Julio Verne (2012) y Las tres bodas de Manolita (2014) …
27
Hay algunos estudios sobre la utilización de “lieux de mémoire” en alguna de las novelas o
autoficciones sobre la guerra civil. Por ejemplo, Gero Arnscheidt (2006:39-40) ha analizado los usos e
invenciones de los lugares de memoria en la narrativa de Antonio Muñoz Molina, en cuyas obras
aparecen lugares materiales ampliamente reconocidos o al menos fácilmente reconocibles por la mayoría
de los lectores (por ejemplo, el edificio de la Dirección General de Seguridad de la Puerta del Sol). Por
otro lado, Amscheidt menciona también la “construcción” de enclaves que adquieren el “aura
symbolique” necesaria para convertirse en lugares de memoria de toda la sociedad, como la localidad de
Mágina o su Plaza, que coincide con la imagen generalizada de cualquier pueblo de la España profunda,
que el lector puede reconocer sin esfuerzo.

56
3. TESTIMONIO Y AUTOBIOGRAFÍA

3.1 CONCEPTO DE TESTIMONIO

Como se dijo en la introducción, el concepto de testimonio se desliza por los ámbitos

jurídico, histórico y autobiográfico con un vínculo entre ellos, pero a la vez con unas

variaciones semánticas y pragmáticas que serán analizadas. En primer lugar, se

estudiará el concepto en su sentido jurídico e histórico.

En el ámbito jurídico, la palabra testimonio designa una de las formas que acreditan

la existencia y veracidad de los hechos que se presentan en un proceso, siempre con el

fin de convencer al juez de su verdad o falsedad. Hay en este concepto tres elementos

claves en su aplicación autobiográfica: la existencia y veracidad de los hechos, la

acreditación o credibilidad del testigo y su capacidad de persuasión.

Las pruebas judiciales que sirven para comprobar la verdad, pueden ser de dos tipos,

atendiendo al medio que se utiliza para lograr la convicción del juez: personales (la

prueba de testigos o testifical) y reales (un documento, por ejemplo). El testigo es la

persona física que sin ser parte en un proceso comparece ante el órgano jurisdiccional a

prestar declaración contestando a las preguntas que el Juez le formule sobre hechos de

trascendencia. El testigo declara exponiendo sus conocimientos, adquiridos por

percepción directa o por referencias de otras personas, sobre la existencia o las

circunstancias de los hechos delictivos sometidos a investigación y acerca de los

causantes o intervinientes en los mismos. Es sustancial la aclaración “sin ser parte en un

proceso” porque establece algunas diferencias (de las que se hablará en el capítulo

dedicado a Descargo de conciencia) en cuanto al valor del testimonio autobiográfico.

Por ejemplo, el valor probatorio de las obras de Dionisio Ridruejo o de Laín Entralgo no

57
sería el mismo que el de otros autores, pues aquellos fueron parte de los hechos que

relatan. En sentido estrictamente jurídico estas obras no podrían denominarse

testimoniales sino confesionales, ya que la confesión sí es el medio de prueba en el que

una de las partes declara ante el Juez. En sentido literario también podría aplicarse el

adjetivo confesional a la obra de Laín Entralgo, como se verá en el capítulo dedicado a

ella. La obra autobiográfica de Dionisio Ridruejo, Casi unas memorias (1996), plantea

tantos problemas editoriales que se convierte en tarea imposible dilucidar cuál fue su

propósito final28.

En cuanto a la valoración de la prueba testifical, la Ley de Enjuiciamiento Civil, en

su artículo 376, mantiene que

Los tribunales valorarán la fuerza probatoria de las declaraciones de los

testigos conforme a las reglas de la sana crítica, tomando en consideración la

razón de ciencia que hubieran dado, las circunstancias que en ellos concurran y, en

su caso, las tachas formuladas y los resultados de la prueba que sobre éstas se

hubiere practicado.

Este artículo es válido para el ámbito del derecho civil. En el derecho penal, el

principio que rige es el de la libre valoración de la prueba por parte del juzgador como

28
Aunque ya había firmado un contrato con la editorial Planeta para publicarla, Ridruejo murió sin
terminar de preparar su obra autobiográfica. Para la primera edición (octubre de 1976), un antiguo
colaborador suyo se encargó de ordenar cronológicamente todos los escritos (artículos, cartas, diarios,
entrevistas…) que pudieran ofrecer una imagen del autor lo más exhaustiva posible. En 2007, Jordi Amat
prepara para Península una nueva edición (la manejada en este trabajo) en la que reordena los materiales e
incluye un relato de infancia que abrió su libro de ensayo Escrito en España, sesenta y ocho de los
artículos que publicó en Destino en los primeros años setenta y un apéndice documental. El título es, por
tanto, muy acertado.
El propio Ridruejo (2007:160) comenta con gran honestidad estos avatares: “Algunos amigos me
animan a continuar la escritura de mis recuerdos, aconsejándome que me incline hacia el lado más
político de mi vida y de mis relaciones. Sin embargo, ellos saben tan bien como yo que, en ese aspecto,
mis rememoraciones tendrían que ser, por ahora, incompletas y, por lo tanto, aunque veraces, no
suficientemente equilibradas. Procuraré, como hasta ahora he venido haciendo, esquivar el riesgo
enunciado en un viejo apólogo, de permitir que la media verdad pueda traducirse en mentira, lo que
exigirá que esta avanzadilla de mis memorias siga siendo relato a saltos y no historia continua. Y dicho
esto al lector, sigo adelante.”

58
se recoge en el artículo 741 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal (LECrim), que no

alude específicamente a la prueba de testigos, sino a las pruebas, en general, practicadas

en el juicio: “El Tribunal, apreciando según su conciencia las pruebas practicadas en el

juicio, las razones expuestas por la acusación y la defensa y lo manifestado por los

mismos procesados, dictará sentencia dentro del término fijado en esta Ley”. Este

principio no significa que el juez no tenga limitaciones sino que debe apreciar las

declaraciones testificales “según las reglas del criterio racional”29, como dicta el artículo

717 de LECrim. Es decir, las reglas de la lógica, “la sana crítica” de la que habla el

Código Civil.

En La verdad y las formas jurídicas, Foucault explica cuáles han sido las formas

históricas de la prueba de la verdad y para ello hace un recorrido por las aportaciones de

los griegos al procedimiento de investigación, entre ellas el arte de convencer a las

personas de la verdad de lo que se dice (Retórica) o el desarrollo de un nuevo tipo de

conocimiento: el realizado por testimonio, recuerdos o indagación (Foucault 1995:65).

La indagación como método de conocimiento queda oculta después de la caída del

Imperio Romano durante varios siglos pero resurge en la Baja Edad Media, en una

institución ineludible para entender la importancia de la credibilidad del autobiógrafo

testimonial, la inquisitio, un método de la época carolingia que se utilizaba cuando los

representantes del rey tenían que solucionar un problema relacionado con el derecho,

con el poder, con los impuestos o con las costumbres. Para investigar sobre la verdad

del caso, el representante del poder

llamaba a personas consideradas capaces de conocer las costumbres, el derecho o

los títulos de propiedad, las reunía, hacía que jurasen decir la verdad, les

29
El artículo 717 dice lo siguiente: “Las declaraciones de las Autoridades y funcionarios de policía
judicial tendrán el valor de declaraciones testificales, apreciables como éstas según las reglas del criterio
racional.”

59
preguntaba qué conocían, qué habían visto o qué sabían de oídas, y seguidamente

las dejaba a solas para que deliberasen. En este sistema, para determinar la verdad

el poder se dirige a los notables, personas que considera capaces de saber debido a

su situación, edad, riqueza, notoriedad, etc… (Foucault 1995:79)

Una práctica parecida, llamada visitatio, fue utilizada por la Iglesia medieval, aunque,

a diferencia de la institución carolingia, la Iglesia la usó, por lo menos al principio, para

asuntos espirituales, aunque, posteriormente fuera adquiriendo funciones

administrativas y económicas (Foucault: 1995:80).

A partir del Renacimiento, la indagación pasa a ser un procedimiento por el que se

procuraba averiguar lo que había ocurrido “a través de los testimonios de personas que,

por una razón u otra –por su sabiduría o por el hecho de haber presenciado el

acontecimiento- se consideraba que eran capaces de saber.” (Foucault 1995:99); se

convierte, por tanto, en una manera de autentificar la verdad.

Así pues, el testimonio era dado por personas dotadas de algún tipo de autoridad. En

la actualidad una de las acepciones que incluye el DRAE del término autoridad es la de

“prestigio y crédito que se reconoce a una persona o institución por su legitimidad o por

su calidad y competencia en alguna materia”. Los testigos que eran utilizados en la

inquisitio carolingia, tenían autoridad por su situación, edad, riqueza, notoriedad… La

de los autobiógrafos actuales viene dada por distintas razones, entre las que destacan su

prestigio intelectual (Carlos Castilla del Pino, Laín Entralgo, Francisco Ayala, Julián

Marías …), su relevancia en el campo literario (Caballero Bonald, Antonio Gamoneda,

Carlos Barral, Antonio Rabinad, George Orwell, Juan Goytisolo, Ramón Gómez de la

Serna…) o su actividad política o reivindicativa (Jorge Semprún, Dionisio Ridruejo,

Lidia Falcón…) Alguno de los autores anteriores son autoridades por varias razones a

la vez (George Orwell o Semprún). Hay, también, otro motivo esencial en el caso

60
concreto de las autobiografías testimoniales: la autoridad moral de los supervivientes de

experiencias históricas atroces (Primo Levi, Kerstec, Jorge Semprún…) que, una vez

superadas las situaciones límites que vivieron, optaron por asumir voluntariamente un

compromiso moral que, entre otras razones, les llevó a escribir sobre sus experiencias.

En cuanto al concepto de testimonio en el ámbito historiográfico, Paul Ricoeur

(2003:191-241) realiza un completísimo estudio sobre esta figura en el que no falta la

pregunta sobre la fiabilidad del mismo, ya que es evidente que la sospecha aparece en

cada una de las operaciones que conforman la testificación: la percepción de la escena

vivida, la retención del recuerdo y la fase narrativa de la restitución de los hechos. El

historiador francés utiliza, citando a Dulong, la siguiente definición de testimonio: “un

relato autobiográficamente certificado de un acontecimiento pasado: se realice este

relato en circunstancias informales o formales” (Ricoeur 2003:213) y explica cuáles son

los pasos que llevan al nacimiento de un archivo de testimonios y cómo con la

inscripción de estos, los recuerdos de alguien pasan de la oralidad a la escritura, con lo

que este proceso conlleva de inmutabilidad y de permanencia.

En el acto de testimoniar se distinguen dos vertientes (Ricoeur 2003:213): la aserción

de la realidad del acontecimiento narrado y la certificación o autenticación de la

declaración por la experiencia de su autor (por su fiabilidad). La credibilidad del testigo

se apoya en las estrategias que este use para erigirse en autoridad. Una vez establecida

esta, la especificidad del testimonio consiste en que la aserción de la realidad es

inseparable de su acoplamiento con la autodesignación del sujeto que atestigua. De este

acoplamiento procede la fórmula tipo del testimonio, “yo estaba allí”, con la que se

testifica a la vez la realidad de la cosa pasada y la presencia del narrador en los lugares

del hecho (Ricoeur 2003:213-232)30. El testigo, además, se coloca en posición de

30
Pierre Nora, en la entrevista de Romrée de Vichenet (2009:232) explica que la figura del testigo
empieza a ser valorada a raíz de las palabras de Goethe sobre la batalla de Valmy en el libro Campaña

61
tercero frente a los protagonistas de la acción, con lo que esta estructura dialogal resalta

el aspecto fiduciario de la figura: el testigo pide ser creído. Asimismo, hay una

dimensión suplementaria de orden moral destinada a reforzar la fiabilidad del

testimonio: la disponibilidad para reiterarlo, de manera que un testigo fiable es el que

mantiene en el tiempo su testimonio, el que es capaz de responder de sus afirmaciones

ante cualquiera que le pida cuenta de ellas. En este sentido, la escritura autobiográfica es

la mejor forma de hacer perdurar el testimonio en el tiempo.

Ricoeur (2003:41) considera el testimonio como la estructura fundamental de

transición entre la memoria y la historia y así lo utiliza Jorge Martínez Reverte, como

método historiográfico, en el libro Hijos de la guerra: testimonios y recuerdos (2001),

que recopila testimonios orales de hombres y mujeres nacidos en la década de los años

20, que vivieron la guerra civil en su infancia y adolescencia y la durísima posguerra en

su juventud31.

También menciona Ricoeur (2003:231-232) la “crisis del testimonio” en el caso de

las experiencias límite, de lo que se ha denominado memorias traumáticas, ya que en

estas lo que hay que transmitir “es la experiencia de la inhumanidad sin punto de

comparación con la experiencia del hombre ordinario.” Según Ricoeur, “para acoger un

testimonio, éste debe ser apropiado, es decir, despojado, en la medida de lo posible, de

la extrañeza absoluta que engendra el horror”, lo que evidentemente no ocurre en el

caso de supervivientes de campos de exterminio. Es muy interesante al respecto la

siguiente reflexión de Jorge Semprún (1997:103):

de Francia. Cerco de Maguncia: “Usted podrá decir “Yo estuve”, o lo que es lo mismo, “no crea usted
que está viviendo un hecho anodino; está viviendo una batalla de gran importancia histórica”. A partir de
entonces, continua Nora, el testigo se transformó en alguien que conserva la memoria viva para hablar de
los acontecimientos históricos, aunque el valor de esta figura no sea decisivo.
31
Sus obras posteriores como La batalla del Ebro (2003), La batalla de Madrid (2004) y La caída de
Cataluña (2006) también han sido documentadas con diarios, cuadernos de notas, memorias y testimonios
orales que el autor ha ido reuniendo a lo largo de los años.

62
Cabría pasarse horas testimoniando acerca del horror cotidiano sin llegar a rozar lo

esencial de la experiencia del campo. Incluso si se hubiera testimoniado con una

precisión absoluta, con una objetividad omnipresente –por definición vedada al

testigo individual-, incluso en ese caso podría no acertar en lo esencial. (Las

cursivas son mías)

Estamos ante el problema de la “decibilidad” de las experiencias traumáticas. A pesar

de la cita lapidaria de Adorno sobre la imposibilidad de escribir poesía después de

Auschwitz, los textos de Primo Levi, de Semprún, Kertész y tantos otros demuestran

que, de una manera u otra, estas experiencias se comunican. No importa que, como

afirma Semprún, no se acierte en lo esencial; lo que interesa es que la escritura

autobiográfica testimonial obedece a una pulsión superior al reto filosófico o estético: la

de contar el horror y que los demás lo conozcan. El cómo contarlo forma parte del

desafío autobiográfico. Un texto ya utilizado de Primo Levi ilustra esta necesidad:

Por ello, este libro mío, por lo que se refiere a detalles atroces, no añade nada a lo

ya sabido por los lectores de todo el mundo sobre el inquietante asunto de los

campos de destrucción. No lo he escrito con intención de formular nuevos cargos;

sino más bien proporcionar documentación para un estudio sereno de los aspectos

del alma humana. (…) La necesidad de hablar a “los demás”, de hacer que “los

demás” supiesen, había asumido entre nosotros, antes de nuestra liberación y

después de ella, el carácter de un impulso inmediato y violento, hasta el punto de

que rivalizaba con nuestras demás necesidades más elementales; este libro lo

escribí para satisfacer esta necesidad. (Primo Levi, 1995b: 9 y 10)

El hecho de haber sobrevivido y de haber vuelto indemne, se debe en mi opinión

a que tuve suerte. (…) Quizás también me haya ayudado mi interés, que nunca

flaqueó, por el ánimo humano y la voluntad no sólo de sobrevivir (común a todos)

63
sino de sobrevivir con el fin preciso de relatar las cosas a las que habíamos

asistido y que habíamos soportado. (Primo Levi, 1995b: 211) (Las cursivas son

mías en los dos textos)

3.2 TESTIMONIO AUTOBIOGRÁFICO

Esta reflexión de Primo Levi sirve para introducir el concepto de testimonio en las

autobiografías. Si en casi todas existe un propósito de preservar o transmitir unas

experiencias de las que los autores se consideran, por distintas razones, protagonistas o

testigos privilegiados32, no todas se proponen como finalidad dominante de la escritura

dejar testimonio de los acontecimientos históricos o públicos que el autor vio y vivió en

primera persona, que no solo le afectaron a él sino a toda la sociedad. A esta pulsión

responden las obras que relatan las vivencias traumáticas que han experimentado los

supervivientes de los campos de concentración y exterminio nazis como lo prueba el

hecho de que en ellas la palabra “testimonio” o alguna de su familia léxica aparece

frecuentemente utilizada, tanto en el mismo relato autobiográfico como en los

elementos paratextuales33. Sin embargo, consideramos, como sostiene Anna Caballé

32
En palabras de Anna Caballé (2004b:11): “La autobiografía viene alimentada, en su origen, por esa
fuerza testimonial de quien quiere comunicar a otros la singularidad de una experiencia tan propia como
expresable (…), por más que historiadores o teóricos de la literatura hayan hecho de la desconfianza ante
el género una especie de carta magna.”
33
Basten estos dos ejemplos: “Por otra parte, el transcurso del tiempo está provocando otros efectos
históricamente negativos. La mayor parte de los testigos, de la defensa y de la acusación, han
desaparecido ya. Los que quedan y todavía están dispuestos a dar testimonio (superando sus
remordimientos o sus heridas), tienen recuerdos cada vez más borrosos y distorsionados.” (Primo Levi
1995b:18)
“Cabría pasarse horas testimoniando acerca del horror cotidiano sin llegar a rozar lo esencial de la
experiencia del campo. Incluso si se hubiera testimoniado con una precisión absoluta, con una objetividad
omnipresente –por definición vedada al testigo individual-, incluso en ese caso podría no acertar en lo
esencial.” (Jorge Semprún 1997:103)

64
(2004b:11), que la especificación testimonial puede ser aplicada a otras autobiografías

distintas a estos relatos:

A mí sigue pareciéndome insostenible conceptualmente que se acepte el

compromiso moral en los relatos del holocausto judío y que se rechace este

compromiso en todos los demás casos (…). Es decir, que no pueda hablarse (sin

pecar de ingenuidad) del valor testimonial que ofrecen textos como Amor y exilio

de Isaac Bashevis Singer, Linterna mágica de Ingmar Bergman o Pretérito

imperfecto de Carlos Castilla del Pino. Son relatos radicalmente distintos entre sí

que, sin embargo, guardan en común la voluntad de transmitir la experiencia de

una vida. (Las cursivas son mías)

A este fin esencial cada autobiógrafo añade otros: que no se repita lo que él vivió, que

no se olviden los hechos pues el paso del tiempo hace mella en la memoria colectiva,

que sirvan de lección histórica para las generaciones posteriores… El testimonio

adquiere, además, una resonancia pública, porque el autobiógrafo no habla solo por él,

sino por la colectividad que sufrió los mismos hechos o parecidos (es importante el uso

de la primera del plural en los verbos de las dos últimas líneas del texto de Primo Levi

utilizado para terminar el epígrafe anterior). Por tanto, a través del testimonio individual

se puede reconstruir una experiencia colectiva.

Ahora bien, el testimonio solo es eficaz si logra ser creído, si genera confianza en la

palabra. Para conseguirlo, las autobiografías testimoniales se apoyan en cuatro rasgos:

a. la capacidad cognitiva e intelectual del narrador que, antes de relatar sus

vivencias, tiene que comprenderlas.

b. la calidad de la memoria del testigo, que da a lugar a retóricas autobiográficas

distintas, que irán desde las que manifiestan una seguridad indudable en la

65
capacidad memorística del autobiógrafo hasta las que advierten sobre olvidos,

descuidos, etc.

c. un compromiso moral no solo de sinceridad sino además de veracidad, que se

asienta en la retórica textual y en los elementos paratextuales que se añaden (que

adquieren el valor de pruebas): documentos, fotografías, recortes de prensa…;

en definitiva, todo lo que contribuya a corroborar la veracidad de lo que se narra.

d. un compromiso ético-político de apelación a los otros, con el fin de que

conozcan los sucesos de los que ha sido testigo, no se olviden y no vuelvan a

repetirse.

El propósito moral es primordial en las autobiografías testimoniales pues, como

señala Assmann (2006:269), al hablar de los testimonios del Holocausto, hay que

distinguir entre los testigos que sufrieron directamente la persecución, a los que Avishai

Margalit llamó “moral witness”, de los que escuchan ese testimonio con empatía y

ayudan a conservarlo y a transmitirlo, que podrían considerarse “secondary witness”.

Añade Assmann (2006:269) que “The Holocaust witness (…) depends on these

secondary witness who understand the historic significance of the testimony and make it

public.” En este caso hay una apelación a la humanidad en general, que se constituye

ella misma en una comunidad moral porque, concluye Assmann (2006:271), “testimony

acquires the quality of testament: an intergenerational memory is transformed into a

transgenerational memory”; de este modo trasciende el compromiso ético-político

arriba señalado.

Por otro lado, la autoridad intelectual y el componente moral están indudablemente

unidos al testimonio autobiográfico de determinados hechos históricos como lo

demuestran las razones del éxito de la impostura de Enric Marco que expone Javier

Cercas (2014:42):

66
Porque lo cierto es que es difícil resistirse a pensar que determinadas flaquezas

colectivas habilitaron el triunfo de la farsa de Marco. Éste, de entrada, fue el fruto

de dos prestigios paralelos e imbatibles: el prestigio de la víctima y el prestigio del

testigo; nadie se atreve a poner en duda la autoridad de la víctima, nadie se atreve

a poner en duda la autoridad del testigo: la cesión pusilánime a este doble soborno

–el primero de orden moral y el segundo de orden intelectual- engrasó el embeleco


34
de Marco . (Las cursivas son mías)

En las autobiografías testimoniales, el lector puede ser equiparado al Juez en un

proceso civil o penal, ya que es quien debe aplicar las reglas de la "sana crítica" para

apreciar la fuerza probatoria del relato. Este tipo de autobiografía se sitúa por tanto

cercana a uno de los extremos de la línea de escritura a la que nos referimos en el

segundo apartado de la introducción, pues el autobiógrafo pretende dar cuenta lo más

fielmente posible de los hechos históricos que protagonizó o presenció y subraya el

valor histórico o referencial de esos acontecimientos. En esa medida el lector está

legitimado para comprobarlos35. Asimismo, en el caso de una apelación o una

justificación, el lector puede actuar como un juez y admitir o no (o solo en parte) las

razones ofrecidas para justificar tal o cual comportamiento. Por lo tanto, el pacto

autobiográfico se activa de modo mucho más marcado que en otra clase de

autobiografías en las que la verdad fáctica ocupa menos espacio. Nada de esto se opone

al carácter literario de la escritura, más marcado en el caso de autobiógrafos escritores

34
Enric Marco fingió durante casi treinta años haber sobrevivido a un campo de concentración nazi,
pronunció centenares de conferencias sobre su “experiencia” del nazismo, recibió condecoraciones y
honores y presidió la Amical Mauthausen, asociación que reúne a los antiguos deportados españoles en
los campos de concentración. Incluso pocos meses antes del descubrimiento de su farsa había conmovido
a todo el mundo con un discurso en el Parlamento español. A la biografía “real” de esta figura dedica
Javier Cercas su última obra: El impostor.
35
Una consecuencia de la consideración de las autobiografías como textos referenciales es lo que Castilla
del Pino llamó el “eco autobiográfico”, del que se hablará más adelante.

67
como Carlos Barral, Caballero Bonald, Antonio Rabinad o Gamoneda36. Los lectores no

somos ingenuos y conocemos los límites de la memoria y sus trampas, la reelaboración

de los hechos que se hacen según pasa el tiempo. Como afirma Loureiro (2000:29), “la

limitación discursiva resulta no solo del aplazamiento temporal entre el pasado de una

vida y el momento de la escritura, sino también de la necesidad imperativa de la

memoria de ser imperfecta”. Asimismo, admitimos el carácter figurativo y tropológico,

con el correspondiente componente retórico, de cualquier discurso, aunque todo ello es

compatible con la responsabilidad del autor ante el lector y con la intención ética de

contar lo que se ha visto y oído, de narrar las experiencias con una exigencia de verdad.

3.3 LA AUTOBIOGRAFÍA TESTIMONIAL EN ESPAÑA EN EL ÚLTIMO

CUARTO DEL SIGLO XX

De la misma manera que la Guerra de la Independencia fue, en palabras de Anna

Caballé (1995:146), el “epicentro evocador” de la producción memorialística del siglo

XIX, podemos afirmar que la guerra civil ha sido el motivo fundamental de las obras

más importantes que ha dado la escritura autobiográfica en los últimos años del siglo

XX y en los comienzos de este siglo XXI.

Mencionan Hans Lauge Hansen y Juan Carlos Cruz Suárez (2012:32) a Rothberg

como creador de un término (disparadores) para indicar ciertos hechos que originan un

36
Alguno de ellos reconocen en sus autobiografías que han utilizado sus vivencias en sus obras literarias:
“Estas que he llamado señales, con otras de las que aún no he dicho nada y no sé si lo voy a decir,
llegaron insistentemente a mi percepción primaria. De parte de ellas he dado cuenta en otros libros.”
Antonio Gamoneda (2009:56)
También Carlos Barral (1990:43) se expresa del mismo modo: “…montado en un gran perro de peluche
con ruedas, como cuentas en un poema que sigues convencido que se basa en un recuerdo verdadero.”
Antonio Rabinad (2000) en el título del capítulo “Antecedentes” de El hombre indigno, ha añadido “o lo
que no conté en El niño asombrado”
El mismo tipo de comentarios hace Caballero Bonald y se estudiarán en el capítulo dedicado a Tiempo de
guerras perdidas.

68
cambio en la cultura de la memoria. El disparador que sirve como punto de partida a la

limitación cronológica de este trabajo es la muerte de Franco, suceso que abrió el

proceso hacia la democracia y que supuso una lectura distinta de la guerra y la

posguerra. Los textos autobiográficos más madrugadores, por razones distintas en cada

caso, fueron Carlos Barral (1975), Laín Entralgo (1976) y Dionisio Ridruejo (1976).

Posteriormente, aparecieron los de Juan Gil-Albert (1977), María Teresa León (1977)37,

Lidia Falcón (1979), César González-Ruano (1979), Rosa Chacel (1981), Francisco

Ayala (1982), Francisco Umbral (1982)38, Juan Goytisolo (1985), Salvador Pániker

(1985), Rafael Alberti (1987), Julián Marías (1988-1989), María Zambrano (1989),

Fernando Fernán Gómez (1990), Terenci Moix (1990), Eduardo Haro Tecglen (1996),

Antonio Rabinad (2000) y Antonio Gamoneda (2009) entre otros39.

Entre las causas de este auge autobiográfico, podemos hablar, en primer lugar, de la

necesidad, por parte de los perdedores, de verbalizar el sufrimiento que durante tantos

años tuvieron que soportar en silencio. A diferencia de los supervivientes del genocidio

nazi, que, como ya hemos señalado en el caso de Primo Levi, utilizaron la escritura

terapéutica tras el retorno de los campos de concentración, las víctimas republicanas de

la guerra y de la represión franquista tuvieron que callar durante casi cuarenta años para

sobrevivir. El profesor Ruiz-Vargas (2006) ha analizado la manera en que los vencidos

de esta guerra sufrieron la humillación y el olvido, y no pudieron ni siquiera hacer el

más pequeño ejercicio de recuperación del trauma vivido, a diferencia de los

vencedores, que incluso abusaron de su derecho a llorar y a honrar a sus “caídos”. Los

37
María Teresa León había publicado sus Memorias de la melancolía en 1970 en Buenos Aires, en la
editorial Losada. En España fueron apareciendo ediciones a partir del año 1977.
38
Umbral publicó libros de memorias desde 1972 (Memorias de un niño de derechas) hasta 1982 (El hijo
de Greta Garbo) y algunos títulos de novelas en los que aparece la palabra memorias: 1940. Memorias de
un joven fascista (1993) y Los cuerpos gloriosos: memorias y semblanzas (1996).
39
En esta relación, son de obligada referencia los trabajos del profesor Romera Castillo (1991,1993 y
2006) en los que ofrece cumplidos repertorios de los textos autobiográficos (memorias, diarios,
autobiografías…) publicados en España en el último cuarto del siglo XX.

69
vencidos tuvieron que ocultar su dolor y sus ideas y autoimponerse el más férreo de los

silencios, de manera que ahogaron la propia memoria y la posibilidad de elaboración del

duelo y de la superación de los horrores que vivieron. Basten para atestiguarlo estos dos

textos de Lidia Falcón (1979:14 y 20) cuyas palabras expresan con verdadera angustia y

maestría los sentimientos de los vencidos:

Nuestros apellidos eran execrables, nuestros hombres debían ser repudiados y

odiados por su criminal conducta. No teníamos pasado, debíamos ocultarnos de un

presente peligroso, no podíamos esperar nada del futuro. (14)

Y también (era) cotidiano el silencio en público, la clandestinidad de nuestras

escuchas casi imposibles de radio Moscú, (…) las carreras desesperadas por el

pasillo de la casa para acudir a tiempo a apagar la radio antes de que los acordes

del himno nacional nos acuchillaran el estómago, la preocupación diaria por el

miedo a que “supieran” nuestro pasado, (…) el pánico a que encontraran el original

del libro en que mi tía relataba su experiencia en la cárcel de África, que finalmente

hubo de ser destruido…(20)

Para la explicación a la eclosión de la literatura memorialística en los últimos años

del siglo XX y principios de XXI, Hans Lauge Hansen y Juan Carlos Cruz Suárez

(2012:30,31), mencionan también una reacción al “pacto de olvido” o “pacto de

silencio” de los primeros años de la transición. Después de este tácito acuerdo, y cuando

la democracia se entendió consolidada, sobre todo a partir de la adhesión de España a la

Comunidad Económica Europea (1986), hay un proceso inverso al del silencio y afloran

los testimonios que han permanecido callados.

Asimismo, se podría justificar la eclosión de autobiografías testimoniales porque,

como afirma Santos Juliá (2010a:15), “son los problemas o los intereses del presente los

70
que determinan qué recordamos y cómo lo recordamos y son las gentes con poder

político y social (…) las que deciden qué se recuerda y desde qué lugares.” Como ya se

ha señalado, alrededor del cambio de siglo comienza la reivindicación social y política

de la llamada “memoria histórica”; estaríamos, por tanto, ante una de las “políticas de la

memoria” ya mencionadas.

Para concluir, el tiempo juega en contra de los testigos directos que pudieran quedar

de los hechos ocurridos durante la guerra civil por lo que la escritura autobiográfica

testimonial sobre este suceso histórico tiene fecha de caducidad muy próxima.

4. CONCLUSIONES

En este capítulo se han examinado en primer lugar dos conceptos de memoria

relevantes en el estudio de las autobiografías testimoniales: la memoria autobiográfica y

la memoria cultural. La primera engloba los recuerdos que una persona tiene de su vida

o, más exactamente, de las experiencias de su vida. Tanto los especialistas como los

autobiógrafos coinciden en señalar que no tiene una representación única ni isomórfica

de la experiencia original porque al no guardar copias exactas de los acontecimientos

sino imágenes o experiencias, cada reconstrucción autobiográfica posterior está

determinada también por el presente y, por tanto, sus contenidos son el resultado de una

interpretación que se va modificando con el paso del tiempo.

Por otro lado, los recuerdos personales están profundamente imbricados con los de la

comunidad a la que pertenecemos, de manera que en la memoria autobiográfica es

esencial el contexto social, por lo que se han analizado los conceptos de memoria

colectiva, cultural e histórica, utilizados por historiadores y sociólogos con contenidos

y matices diversos. Desde que Halbwachs creó el término memoria colectiva hasta los

71
trabajos más recientes que hablan de memoria cultural pasando por les lieux de

memoire de Pierre Nora, se defiende la existencia de una memoria supraindividual que

se forma con los recuerdos transmitidos de unos a otros y que logra que estos perduren

en un ámbito y en un tiempo más allá de la vida de las personas concretas. Hemos

utilizado el término memoria cultural para referirnos a un proceso de comunicación

social que estaría formado por el conjunto de versiones de un pasado compartido que en

un determinado momento existen en una comunidad, versiones que se representan,

circulan y se enfrentan a través de los medios sociales de comunicación como la

literatura, el cine, los textos historiográficos, etc.

Al igual que ocurre con la memoria autobiográfica, la cultural no es estable y está en

un constante proceso de selección y construcción en el que participan tanto las

memorias individuales como agentes colectivos (artistas en general, los medios de

comunicación de masas…) e instituciones como el Estado, a través de las políticas de la

memoria.

Tampoco la memoria cultural está libre de manipulaciones y de olvidos, lo que ha

suscitado controversias sobre su uso y abuso, como las que plantean Todorov en El

abuso de la memoria (1995) o David Rieff en Contra la memoria (2012). Los debates

se suscitan en torno a la relación de la memoria con la historia pues el abuso de aquella

puede suponer un incómodo lastre que, al estar continuamente removiendo el pasado,

no permita el olvido necesario para que una comunidad alcance una paz duradera. Nadie

defiende el olvido de las víctimas sino el uso ético de la memoria y del olvido; es decir,

una “política de la justa memoria”.

Para contextualizar las autobiografías testimoniales analizadas, se ha hecho un

recorrido por la evolución de la memoria cultural de la guerra civil, desde la muerte de

Franco hasta la actualidad. En un primer momento, se produjo lo que posteriormente se

72
denominó “pacto de olvido o de silencio”, ético y necesario, como defiende Santos

Juliá, para conseguir un afianzamiento de la democracia en España. A partir de cierto

momento, alrededor del cambio de milenio y debido, entre otras causas, a la crispación

entre los dos principales partidos políticos (PP y PSOE), este “pacto” dejó paso a una

reivindicación pública de las víctimas tanto de la guerra como del franquismo. Esta

nueva eclosión de la memoria cultural ha sido apoyada desde el Estado con políticas de

memoria, como lo demuestra la aprobación en 2007 de la Ley de Memoria Histórica.

Como las autobiografías objeto de este estudio son testimoniales, en la segunda parte

del capítulo se ha rastreado el concepto de testimonio en los ámbitos jurídico e histórico

y se ha analizado el deslizamiento de esta figura de un terreno a otro hasta llegar al

autobiográfico, desplazamiento que implica variaciones semánticas y pragmáticas.

El testimonio judicial acredita la existencia y veracidad de los hechos que se

presentan en un proceso, con el fin de convencer al juez de la verdad o falsedad de los

hechos alegados. Se trata de un testimonio vinculado a la prueba de la verdad y a la

autoridad del testigo, que, como ha demostrado Foucault (1995) se utiliza desde la

inquisitio carolingia en la que en un caso determinado se consultaba a un grupo de

personas a las que se consideraba capaces de saber por distintos motivos: su situación,

edad, riqueza o notoriedad… Posteriormente, mediante la indagación (Foucault

1995:99) se procuraba saber lo que había ocurrido a través de los testimonios de

personas que por su sabiduría o por haber presenciado el acontecimiento se consideraba

que eran capaces de saber. En la actualidad, en la tercera acepción del diccionario de la

RAE, autoridad designa el prestigio o crédito que tiene alguien para hablar de alguna

materia.

La figura del testimonio en la historiografía ha sido ampliamente tratada por Ricoeur

(2003), quien destaca que su especificidad consiste en que la aserción de la realidad va

73
unida a la autodesignación del sujeto que atestigua, acoplamiento que da lugar a la

fórmula tipo del testimonio, “yo estaba allí”, con lo que se testifica a la vez la realidad

de la cosa pasada y la presencia del narrador en el lugar de los hechos. Por otra parte, el

testimonio es la estructura fundamental de transición entre la memoria y la historia.

Asimismo, Ricoeur plantea el problema de la “decibilidad” de experiencias traumáticas,

problema que queda atenuado con los numerosos ejemplos de memorias autobiográficas

en las que la pulsión a que los demás supieran ha superado el problema de la fiabilidad

del testimonio.

A través de esta necesidad de contar a los demás, llegamos al testimonio

autobiográfico, que incorpora tres elementos del concepto jurídico (la existencia y

veracidad de los hechos, la acreditación del testigo y su capacidad de persuasión) y la

fórmula “yo estaba allí” del concepto historiográfico. Ahora bien, el testimonio

autobiográfico añade una dimensión ética, de forma que las autobiografías testimoniales

presentan cuatro rasgos específicos: la capacidad cognitiva e intelectual del narrador, la

calidad de la memoria del testigo (que da lugar a retóricas autobiográficas diferentes), el

compromiso moral de sinceridad y de veracidad que se asienta en la retórica y en los

elementos paratextuales (que se consideran pruebas de verdad) y el compromiso ético-

político de apelación a los otros, para que conozcan, no se olviden y no vuelvan a

repetirse los hechos de los que el autobiógrafo ha sido testigo. Este último componente

justifica la importancia de la teoría de Loureiro en la investigación.

En esta clase de autobiografías, el lector puede ser equiparado al Juez en un proceso

civil o penal, ya que es quien debe aplicar las reglas de la "sana crítica" para apreciar la

fuerza probatoria del relato. El testimonio autobiográfico, por tanto, solo es eficaz si

logra ser creído, si genera confianza en la palabra. Para conseguirlo, el autor subraya el

valor histórico o referencial de los acontecimientos que protagonizó o presenció y de

74
esta forma estos relatos se sitúan en uno de los extremos de la línea imaginaria que

trazamos en la introducción, pues el autobiógrafo pretende dar cuenta lo más fielmente

posible de los hechos históricos que ha vivido y el lector queda legitimado para

comprobarlos.

En conclusión: aun admitiendo que la memoria es un instrumento falaz, sometido a

alteraciones, voluntarias o involuntarias, por parte del autobiógrafo, este puede

presentar sus recuerdos como veraces si se compromete a decir la verdad con la

fidelidad y la exactitud posibles y a reconstruir honestamente su pasado, asumiendo

también los errores y las dudas; es decir, a dirigirse a los otros, a apelarlos para que

conozcan los hechos que protagonizaron o presenciaron. Pero también los lectores

tienen una respuesta activa y comprometida, aceptando o rechazando las pruebas de

veracidad del texto. Con la escritura de sus recuerdos, los autobiógrafos testimoniales

exhiben en su grado máximo el componente ético del que habla Loureiro.

75
CAPÍTULO 3. PEDRO LAÍN ENTRALGO: ¿DESCARGO

DE CONCIENCIA O LIMPIEZA DEL PASADO?

Pedro Laín Entralgo nació en Urrea de Gaén (Teruel) en 1908. Se licenció en

Ciencias Químicas y se doctoró en Medicina. Fue catedrático de Historia de la Medicina

(1942-1978), rector de la Universidad de Madrid (1952-1956) y director de la Real

Academia Española (1982-1988). Figura destacada de la intelectualidad española

durante los años del franquismo y de la transición, su labor como científico e historiador

de la medicina aparece reflejada en una amplia bibliografía: Medicina e historia (1941),

La relación médico-enfermo: Historia y teoría (1964), Historia de la medicina (1978),

etc. Como pensador y analista de la cultura fue también autor de numerosas obras entre

las que destacan La generación del 98 (1945), España como problema (1956) y A qué

llamamos España (1971), o las que dedica a la fe y a la religión, Creer, esperar, amar

(1993), Esperanza en tiempos de crisis (1993), Idea del hombre (1996) o El problema

de ser cristiano (1997). Gran amante del teatro, realizó las críticas semanales de La

gaceta ilustrada y publicó varios libros de ensayos sobre este género: Teatro del mundo

(1986) y Teatro y vida: Doce calas teatrales en la vida del siglo XX (1995). Asimismo

escribió seis obras dramáticas: Cuando se espera, Entre nosotros, Las voces y las

máscaras, Judit 44, A la luz de Marte y El empecinado. Las dos primeras fueron

representadas en Barcelona y Madrid en los años 1966 y 1967 respectivamente. Las

76
restantes fueron compuestas entre los años 1966 y 1968 (Diego Gracia 2010, 497),

nunca han sido representadas y fueron publicadas en 1992 en un volumen titulado Tan

sólo hombres.

Laín Entralgo aprovecha un contexto histórico de gran incertidumbre (acaba de morir

Franco y la incipiente transición, con la monarquía ya instaurada, avanza hacia la

democracia) para publicar Descargo de conciencia40, que apareció en abril de 1976. En

la contraportada a la primera edición del libro en Barral editores (Series de respuesta

138, Breve biblioteca de respuesta 49) se dice que la obra está “a caballo entre las

memorias y la autobiografía reflexiva” al ser, por un lado, la historia de una vida y de

una aventura intelectual y por otro un panorama de un sector –científico y político- de la

vida española desde los años 20 a los 70 del siglo pasado. A pesar de esta afirmación, es

incuestionable que estamos ante una autobiografía si nos atenemos a las diferencias que

establecen entre esta y las memorias tanto Anna Caballé como Celia Fernández Prieto.

La primera señala que

si el eje histórico, los recuerdos, el relato de los acontecimientos vividos vertebra la

literatura memorialista, en la autobiografía, por el contrario, los recuerdos están

sometidos a la tentativa del individuo de interpretarse a sí mismo. La

recapitulación implica una ordenación del pasado llevada a cabo por el yo

reflexivo: se trata de clarificar oscuridades, unificar contradicciones, reagrupar

los hechos, deseos y creencias en una simultaneidad plenaria. (Anna Caballé

1995:44) (Las cursivas son mías)

40
En este trabajo se ha manejado la edición que publicó en 2003 Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores
dentro de la Bilbioteca Pedro Laín Entralgo

77
También Celia Fernández Prieto (2004b:425) considera característica de la

autobiografía “la autorreflexión del yo autobiográfico, que no sólo se propone contar lo

que vio o lo que vivió, sino indagar en la huella que esas experiencias han impreso en

el proceso de su formación como sujeto, autoanalizarse, exponerse a la mirada y al

juicio de los otros.” (Las cursivas son mías)

A la muerte de Laín, el 5 de junio de 2001, se publicaron numerosas necrológicas,

entre ellas las que El País recogió bajo el título “Muere un testigo del siglo XX”.

Importantes personalidades de distintos ámbitos escribieron sobre su figura: Amelia

Valcárcel, José Manuel Sánchez Ron, Juan Cruz, Federico Mayor Zaragoza, José

Ortega Spottorno, Ignacio Sotelo, Javier Tusell… Algunas hacen referencias a su

autobiografía41, pero nos interesa destacar dos por sus dispares perspectivas: las de

Castilla del Pino y Reyes Mate. La del primero es un artículo de circunstancias, con un

profético título (“Una polémica para el futuro”), que no le impide enjuiciar tanto a Laín,

del que dice que es difícil encontrar en España una figura intelectual más polémica,

como Descargo de conciencia, del que realiza un análisis para concluir que su

testimonio ni satisfizo ni satisfará a nadie42. Por el contrario, Reyes Mate, que titula

elocuentemente su artículo “Nostra culpa”, califica el libro de “conmovedor” y afirma

que no solo sirvió para tranquilizar la conciencia del autor sino para “legitimar su nueva

posición”. Habla de la “dolorosa tensión” a la que se sometió el autor, alaba su valentía

al ajustar cuentas con su pasado y la lección de civismo que nos dejó. Termina

41
Javier Tusell en su artículo “Un intelectual y una época” comenta que de Descargo de conciencia
“llama la atención un exceso de compunción cuando, como le he oído a Marías, siempre la vida colectiva
española fue un poco mejor gracias a la presencia y la actividad de Laín. Ojalá siempre todos los
'descargos de conciencia' fueran tan leves como el suyo.”
José F. de la Sota habla de una “autobiografía moral sin precedentes, brillante y ejemplar.”
Amelia Valcárcel la califica como “una interesante obra autobiográfica”.
42
En Casa del Olivo Castilla del Pino (2004a:385) califica Descargo de conciencia como “uno de los
libros más mendaces, retóricos y cursis que se han escrito en nuestro país.”

78
manifestando que el lector “no tiene ningún derecho a juzgar a Laín porque no sabe qué

hubiera hecho él en las mismas circunstancias”43.

En ABC, en cuya portada apareció el titular “Muere Laín Entralgo, uno de los

intelectuales más controvertidos de las últimas décadas”, escribieron sobre él, entre

otros, Víctor García de la Concha, Francisco Rodríguez Adrados, Fernando Chueca

Goitia, Manuel Jiménez de Parga, Gregorio Salvador, Eduardo García de Enterría y

Julián Marías que publicó dos artículos: “El español Pedro Laín” y “Laín Entralgo: su

magnitud real”. En el primero, Marías, dolorido por la muerte del amigo, aun

reconociendo ciertos desacuerdos con las actitudes de Laín motivadas frecuentemente

por su excesiva tolerancia y benevolencia, lo considera “el reconciliador por

excelencia”, pues intentó desde el final de la guerra tender puentes entre los dos bandos.

Descargo de conciencia le parece un libro “valioso” y “sincero” (por haberse

adelantado a los demás en revisar rigurosamente los errores de su biografía), acogido de

manera “mezquina”, lo que atribuye a “una extraña floración de hipocresías e

injusticias”. En el segundo artículo, Marías ensalzó la trayectoria intelectual de Laín.

Esta cantidad considerable de necrológicas demuestran la importancia política e

intelectual de Laín durante todo el siglo XX.

En todas las ediciones de Descargo de conciencia, junto al título aparecen entre

paréntesis dos fechas (1930-1960) que abarcan los casi treinta años que transcurren

entre la llegada del autor a Madrid para encauzar su carrera profesional en el mundo de

la Medicina y su destitución como rector de la Universidad de esa misma ciudad en

1956. A estos años están dedicados los siete capítulos en los que se divide el libro: I.

Madrid cambiante; II. No sólo psiquiatra; III. Guerra civil: de Santander a Pamplona;

IV. Guerra civil: Navarra y otras tierras; V. Guerra civil: de Burgos a Madrid; VI. Otro

43
Con ese razonamiento se entiende que algunos lectores sí pueden juzgarlo: los que vivieron las mismas
circunstancias y se comportaron de forma diferente a Laín.

79
Madrid, otros caminos; VII. Rector, ma non troppo. Este núcleo central va precedido de

una “Introducción” en la que narra brevemente los primeros treinta años de su biografía

y seguido de un “Epílogo” en el que cuenta lo que ha sido su vida desde la salida del

Rectorado hasta el momento de la escritura (1975). Tanto una como otro sintetizan un

tiempo irrelevante para el fin esencial de la obra. Los siete capítulos, la Introducción y

el Epílogo terminan con unos juicios razonados a los que Laín denomina epicrisis. Hay

una “inicial” y una “final” que corresponden a la “Introducción” y al “Epílogo”

respectivamente y siete intermedias en cada uno de los capítulos nucleares.

1. DESCARGO DE CONCIENCIA. LAS RAZONES DE UNA

ESCRITURA

A diferencia del resto de autores del estudio, ya vimos en el capítulo anterior que

Laín no puede ser considerado un testigo en el estricto sentido jurídico del término pues

fue parte de los hechos que narra. En el sentido literario la obra conjuga el testimonio

con la intención confesional, poniéndose aquel al servicio de esta. Mientras los demás

autores estudiados (Caballero Bonald, Castilla del Pino y Jaime de Armiñán) son niños

durante la guerra, por lo tanto meros testigos, y en su juventud y madurez declarados

antifranquistas, Laín Entralgo participa activamente en uno de los bandos de la

contienda y ejerce como figura intelectual destacada del régimen dictatorial, por tanto,

en la revisión de su vida, quiere explicar esa participación y connivencia, utilizando

para ello el descargo de conciencia.

Todas las palabras del prólogo a la primera edición son fundamentales para entender

el propósito de Laín al escribir su autobiografía. En las primeras líneas declara dos

intenciones: la primera, “una exploración memorativa de mi propia realidad” y la

80
segunda, “un testimonio crítico de lo que durante los treinta años más centrales de mi

vida han sido ante mí y dentro de mí la historia y la sociedad de España.” Más adelante

sustituye la exploración memorativa por la exploración intelectiva y el testimonio

crítico por un reflexivo testimonio y añade una interrogación clave en la intención final

de la obra: “¿Ajuste de cuentas conmigo mismo?” Con esta pregunta y su respuesta

(“Tal vez”), Laín Entralgo deja clara por primera vez la finalidad principal de la obra

que él intenta diluir en lo que denomina “otros fines”: 1. Una defensa del ejercicio de la

palinodia 2. La narración de la experiencia de sí mismo y de su circunstancia como

persona inclinada a ver con claridad y entender con precisión lo que le sucede a él

mismo y a su entorno y 3. Un relato predominantemente intelectual de su vida en el que

se integre a la vez la reflexión antropológica.

Termina el prólogo con una fórmula clásica de captatio benevolentiae, recomendada

por Aristóteles (1971:214) para “retirar obstáculos”44, solicitando que el libro sea

juzgado a la vez como confesión y consejo “por quienes con buena voluntad lleguen a

leerlo”. De este modo, aparece el primer intento de desactivación de los posibles

prejuicios con los que él supone que el lector se enfrenta a su autobiografía. Laín ha

sido durante la época franquista una destacada figura política e intelectual y pretende

seguir siéndolo en la transición y en la democracia. Para ello se confiesa públicamente y

reclama benevolencia a los destinatarios pues sabe que algunos aspectos de su biografía

tienen difícil justificación.

Posteriormente, en el prólogo de 1989 a la segunda edición del libro no menciona

más intención que la de demostrar que la palinodia es compatible con la dignidad ética,

44
Aristóteles (1971:214) se expresa en estos términos tan adecuados a la autobiografía de Laín: “El que
se defiende tiene que atender lo primero a la odiosidad, para esto utiliza los prólogos, y el que acusa,
utiliza el epílogo. La razón no es oscura, porque el que se defiende, cuando va a presentarse a él mismo,
es preciso que retire los obstáculos, de manera que tiene que refutar primero la odiosidad; el que acusa
tiene que hacer al otro odioso en el epílogo (al final del discurso), para que se acuerden más.” (Las
cursivas son mías)

81
con lo que la retractación pública de lo que dijo o pensó se ha convertido en el único

objetivo de su autobiografía. A estas alturas, Laín ya había sacado fruto a su descargo

pues había realizado su transición particular al sistema democrático sin dejar de ocupar

altos cargos políticos e intelectuales.

Según cuenta Diego Gracia (2010:40), el título provisional del libro fue En busca de

sí mismo, que se sustituyó por Descargo de conciencia, bastante más acertado y

sugerente porque se ajusta mejor a su contenido e impresiona más al lector con la

connotación de mala conciencia que tiene todo descargo: ¿de qué tendrá que descargar

la conciencia Laín? Es inevitable, además, relacionarlo con el primer momento del

sacramento de la confesión, el examen de conciencia, aplicado a un hombre para el que

la religión constituye uno de sus pilares vitales. Sin embargo, el examen se ha

transformado en descargo. La sustitución es deliberada pues esta última palabra

presenta unas conexiones decisivas con la(s) finalidad(es) de esta autobiografía. Por un

lado, con su referencia jurídica, anticipa la dramatización judicial a la que es sometida la

confesión en las epicrisis finales de cada capítulo. Por otro, descargo implica

explicación, justificación e, incluso liberación o satisfacción45.

El mismo Laín explica en varias ocasiones cómo el título es primordial en el sentido

de la obra. La primera, en el capítulo VI, cuando recuerda que Dionisio Ridruejo, que

acababa de morir, había empezado a ser el historiador de lo que en verdad habían sido la

política y sociedad españolas bajo las grandilocuentes fórmulas rituales del franquismo,

a lo que añade: “Fiel a mi propósito, yo sólo me atendré a lo más destacado de mi

propia experiencia, y sólo desde el punto de vista que el título del libro concisa y

significativamente declara”46 (p.261). La segunda, en el “Epílogo”, al mencionar una

carta, escrita en 1963, que había pensado enviar a unas cuantas personas de distinta

45
La cuarta acepción de descargo en el diccionario de la RAE dice: “Satisfacción de las obligaciones de
justicia y de las que gravan la conciencia.”
46
Todas las cursivas de los fragmentos transcritos en este capítulo son mías.

82
relevancia, donde justificaba su firma en un escrito en el que se pedía al Gobierno que

aclarara unos rumores acerca de los malos tratos sufridos por algunos mineros

asturianos. Esa carta finalmente no fue enviada pero Laín transcribe algunas de sus

páginas y explica: “Desistí, pues; mas no desisto ahora de copiar unas páginas que me

salieron de lo hondo del alma y que en modo alguno son incongruentes con el designio

y el título de este libro” (p.420)47.

Pedro Laín Entralgo manifiesta en varias ocasiones que tuvo un problema de

conciencia (el segundo momento de la confesión católica: el dolor de los pecados o la

contrición), o lo que es lo mismo, un sentimiento de culpa: “pero más aún que calidad

en mi obra, lo que yo quiero en este momento, te lo juro, es mayor paz dentro de mi

conciencia” (p.151), “Seis, siete lustros más tarde, desde mi personal insignificancia,

desde el seno de mi mala conciencia por omisión…” (p.267). Bastante más rotundo se

muestra cuando expresa su pesadumbre por su adhesión al régimen nazi: “Aunque

todavía me queme el alma, y acaso precisamente porque todavía me la quema tanto, no

puedo echarte en cara tu ocasional afección a la Alemania nacionalsocialista. Con dolor

me arrepiento de ella” (p.351)48.

No obstante es en las últimas páginas del libro, al transcribir la carta antes

mencionada, escrita y no enviada en 1963, donde aparecen las declaraciones más

explícitas de su mala conciencia49, causada según él por no haber realizado un

reconocimiento público de las atrocidades cometidas por el bando nacional. Y para el

final, la confesión más desgarradora de su conflicto:

47
Sin utilizar expresamente el sintagma, vuelve a insistir en que la obra no es otra cosa que “una
indagación de mi propia conciencia, para liberarla de cargas pesadas y disponerla mejor hacia sus
singladuras finales…” (p.439). El libro termina así: “Confesando mi conciencia, la he descargado. Me
siento más humilde y más ligero. Humildemente, pues, diré ante el mañana incierto y transitable:
“Aún…Aún…” (p. 469)
48
Más expresiones que expresan el problema de conciencia: “mi conciencia en carne viva” (p.249), “el
recuerdo de ella todavía me quema la conciencia” (p.294), “ese indeleble dolor mío” (p.351).
49
“Un problema de conciencia que siempre mal resuelto llevo dentro de mí desde hace muchos años.”
(p.422), “tal es la raíz del personal problema de conciencia que malamente trató de resolver en mi alma
la firma de un documento…” (p.424)

83
Por todo ello, mi conciencia moral ha vivido íntimamente perturbada desde aquel

agosto de 1936 hasta hoy mismo. (p.425)

En este sentido cabe mencionar parte de un documento privado: una carta que

incluye Diego Gracia (2010:589-590) en su imponente biografía sobre Laín. La misiva

fue escrita por Laín en 1973 y está dirigida a Antonio Tovar, uno de los miembros del

famoso “gueto al revés” del que se hablará más adelante, a raíz de unas declaraciones en

las que Tovar cuestiona la calidad moral de los profesores que no abandonaron la

universidad (él sí lo hizo) después de las expulsiones de Aranguren, Tierno Galván y

García Calvo. Laín, que se siente aludido, confía a su amigo “su permanente malestar

moral”:

¿Soy, según esto, un profesor que ha elegido el partido de la indecencia, un

profesor indecente y, puesto que sólo con violento artificio son separables la

profesión y el hombre que la ejerce, un hombre indecente? Tal vez, y desde hace

tiempo. Pese a todo, (…) desde hace muchos años, más de treinta, desde luego,

vivo como español en permanente estado de mala conciencia, larvada en

ocasiones, quemante en otras, pero jamás extinguida; me la impusieron y me la

imponen el destino de mi propia familia, las depuraciones, la pertenencia a una

universidad en la que ya no estaban o de la que se fueron los maestros que yo más

admiraba (…) un Concordato que hería gravemente mi modo de sentir y entender

la decencia… (…) Permanente malestar moral, especialmente agravado cuando

Aranguren, Tierno y García Calvo fueron expulsados de sus cátedras. Y sobre tal

84
malestar, la punzada de un adjetivo –“indecente”- puesto sobre mí por uno de los

españoles a quienes intelectual y convivencialmente hoy más quiero 50.

Las razones de los diferentes remordimientos que empujan a Laín a la confesión son

también expuestas en Descargo de conciencia. En varias ocasiones se lamenta de

errores concretos, por ejemplo, de algo de lo que escribió en Escorial (p.271), pero se

exculpa de dos hechos graves, la publicación del “librito” Los valores morales del

Nacionalsindicalismo y su adhesión a la Alemania y la Italia fascistas. En el primer caso

se extiende en una reflexión sobre las clases de arrepentimientos (por vergüenza, por

error y por deficiencia) para llegar a la conclusión de que los suyos corresponden

solamente a los dos últimos; por cierto, los menos culposos, porque no trasgreden los

principios éticos (p.265). Del segundo hecho afirma: “error grave, sí, y hoy para mí bien

ingrato, pero –así me atrevo a creerlo- no culposo” (p.295). También lleva sobre su

conciencia todas las cuestiones que se plantea en la nota 6 del capítulo VI, alguna de

ellas tan importante como la obligación de la Iglesia de preguntarse por las causas de la

violencia contra ella por parte del pueblo o la incapacidad de la derecha española de

hacer públicas las atrocidades cometidas durante la guerra (p.267). Sin embargo, es su

silencio ante los crímenes cometidos por el franquismo lo que le causa mayor

pesadumbre y así lo reconoce al hablar, ya en el epílogo, del pecado histórico51: “Éste,

éste es precisamente el nervio de mi problema de conciencia” (p.426).

50
Esta carta aparece en El valor de la disidencia: Epistolario inédito de Dionisio Ridruejo. 1933-1975.
pp. 388-390, editada por Jordi Gracia. Diego Gracia (2010:589) explica que Laín Entralgo había enviado
a Dionisio Ridruejo una copia de esta carta que escribió a Antonio Tovar.
51
Según Laín, este pecado histórico consiste en la falta de reconocimiento público por parte del bando
nacional, sobre todo por los que han ocupado puestos ejecutivos o rectores en la vida pública, de los
crímenes perpetrados durante la guerra y la posterior represión,.

85
El problema moral del autor queda franca y públicamente expuesto en Descargo de

conciencia y así el libro pertenece al género de la autobiografía confesional52, de larga

tradición desde que San Agustín escribiera las suyas. Loureiro (2000:xiii), al hacer

referencia al primer significado de la responsabilidad ética según Levinas (el sujeto se

constituye como una respuesta a la llamada del otro), comenta que el cristianismo tuvo

la sagacidad de institucionalizar con el sacramento de la confesión esta inevitable

responsabilidad y por tanto no es casualidad que dos de los más importantes ejemplos

de autobiografía se titulen precisamente “confesiones”. Algunas de las claves para

entender el género fueron propuestas hace muchos años por María Zambrano en su

pequeño ensayo La confesión: género literario, en el que llega a conclusiones

visiblemente aplicables al libro de Laín. Así, por ejemplo, considera que la confesión es

el género literario que en nuestros tiempos se ha atrevido a llenar el hueco, el

abismo ya terrible abierto por la enemistad entre la razón y la vida. La confesión,

en este sentido, sería un género de crisis que no se hace necesaria cuando la vida y

la verdad han estado acordadas. (Zambrano 2001:24)

Diego Gracia (2010:577-579), que fue discípulo y colaborador de Laín (dato

relevante pues tuvo con él un trato muy cercano), encuadra Descargo de conciencia en

las Retractaciones o Rectificaciones (sic), género que él sitúa entre las Memorias puras

y las Confesiones ya que en estas últimas se hace un público examen de conciencia,

seguido de un acto de contrición y del propósito de enmienda. Según Diego Gracia,

aunque en el libro aparezca algún sentimiento de culpa, no fue escrito para confesarla ni

para disculparse pues Laín Entralgo no tuvo conciencia de culpa, porque se equivocó
52
Ya se ha visto que Laín hace referencia al término en el prólogo a la primera edición y lo usa repetidas
veces: “esta paulatina confesión de mi vida” (p.192); “Quede constante la explícita confesión de este
grave error mío” (p.295); “En esta hora confesional, debo decir…” (p.334); “Sin la confesión que abierta
y amistosamente hago ahora…” (p.422)

86
con la mejor de las intenciones. Para Diego Gracia, la diferencia entre culpa y mala

conciencia es la que hay entre algo que se debe hacer (culpa) y algo que se debería

hacer (mala conciencia), de manera que lo primero es más exigente que lo segundo y así

Laín lo que sintió fue cargo de conciencia, o, dicho de otro modo, mala conciencia ya

que había cosas que debería haber hecho y no hizo y otras que debería no haber hecho e

hizo.

Castilla del Pino (1973:57), sin embargo, sostiene que la mala conciencia forma

parte de la “vivencia de la culpa”, expresión que debe sustituir a la de “sentimiento de

culpa”, que es incompleta porque se refiere a un solo sector de la persona, el de los

sentimientos. En cambio, en la “vivencia de la culpa” aparecen otros elementos como la

mala conciencia o el ánimo culposo, siendo su rasgo esencial el sentimiento de

pesadumbre. Para el psiquiatra gaditano (1973:151), no hay otro camino para la

liberación de ese pesar que la confesión, o crítica (autocrítica) purgadora.

Para poner algo de claridad en este embrollo nocional también se puede considerar

la diferenciación que hace Paul Ricoeur (2003:609-620), siguiendo a Karl Jaspers, entre

tres tipos de culpabilidad: la criminal, la política y la moral. Mientras que la primera

está sujeta a los tribunales, la segunda se deriva de la pertenencia de los ciudadanos al

cuerpo político en cuyo nombre se cometieron los crímenes. Por último, la culpabilidad

moral es definida por el “conjunto de los actos individuales, pequeños o grandes, que

contribuyeron, por su aquiescencia tácita o expresa, a la culpabilidad criminal de los

políticos y a la culpabilidad política de los miembros del cuerpo político.”

Independientemente de sus vivencias o sentimientos, Laín fue, de acuerdo con la

distinción de Jaspers y de Ricoeur, culpable político53 y moral, porque, como sostiene

Hannah Arendt (2007:62),

53
Esta culpabilidad será tratada más adelante, al hablar de la culpa colectiva.

87
Todo aquel que participe de algún modo en la vida pública, independientemente de

si pertenece o no al partido o a las formaciones de élite del régimen, está

comprometido de un modo u otro en las actuaciones del régimen como un todo.

(…) Pues la pura verdad del asunto es que sólo quienes se retiraron por completo

de la vida pública, que rechazaron cualquier clase de responsabilidad política,

pudieron evitar implicarse en crímenes, es decir, pudieron eludir la responsabilidad

legal y moral.

Tuviera sentimiento de culpa, mala conciencia o las dos cosas a la vez, la contrición

de Laín Entralgo podría haber dado lugar a una confesión privada. ¿Por qué la hace

pública? En primer lugar, porque el “leal ejercicio de la palinodia”, del que él se declara

un seguidor54, requiere esa publicidad. En segundo, porque como el propio Laín

(1990:22) argumenta, la revisión de una vida tiene que ser pública si la actividad

personal puede influir en las opiniones o decisiones de los otros, como ocurre con los

políticos o los intelectuales, de manera que el cambio de las ideas o de las creencias

exige la explicación pública de las razones de ese cambio55. En Descargo de conciencia,

al hablar de “pecado histórico”, sostiene que ante un pecado de estas características lo

que debe hacerse es “denunciarlo públicamente, pronunciar desde la propia conciencia

personal un nostra culpa hondo y sincero” (p.426), pues los pecados personales exigen

54
Son múltiples las ocasiones que en Descargo de conciencia aprovecha para decirlo: “yo pertenezco a
una rara variedad de sus habitantes, la de los virtuosos de la palinodia” (p.139, nota 8); “virtuoso de la
palinodia” (…) me he llamado con frecuencia” (p.192); “aunque uno se llame a sí mismo virtuoso de la
palinodia” (p.350); “soy, ya lo he dicho, un virtuoso de la palinodia, más aún, un predicador de ella”
(p.416).
55
En este libro, Hacia la recta final (Revisión de una vida intelectual), Laín expone la idea de la revisión
como elemento cardinal de la vejez. “El recuerdo de lo que uno hizo, y por tanto la revisión aquiescente
o denegatoria de eso que uno hizo, es condición necesaria para que la ineludible osadía de lanzarse hacia
el futuro no sea un salto en el vacío.” (p.16)
“De un modo o de otro, el paso de los años impone la revisión de uno mismo, de lo que uno sabe y
recuerda de sí mismo. ¿Para qué? Después de lo dicho, pronto vendrán a la mente las dos principales
respuestas a esa ineludible interrogación. Una dice: “Para ganar libertad”. Dice la otra: “Para ganar
actualidad”. (p.22)

88
confesión privada y los históricos confesión pública. En resumen, como afirma Diego

Gracia (2010:580), al equivocarse públicamente era necesario rectificar de la misma

manera.

Sin embargo, al lector avisado se le ocurren otros propósitos para publicar esta

palinodia, sobre todo, en el contexto socio-político en el que apareció. En Descargo de

conciencia Laín confiesa que su perturbación moral nació en agosto de 1936, por lo que

tarda cuarenta años en revelar esta zozobra 56. Él mismo sabe que es uno de los

reproches que pueden hacérsele y en la epicrisis del capítulo VI pone en palabras del

juez la objeción de “no haber hecho antes el descargo de conciencia que ahora haces”.

La respuesta de Laín, en forma de interrogación retórica (“¿Por qué había de

apresurarme en la confección de confesiones públicas (…) si yo no me sentía

moralmente culpable?”(p.350)) avala la tesis de Diego Gracia de que Laín tuvo mala

conciencia pero no sentimiento de culpa.

Es probable que Laín esperara a publicar su libro a la muerte de Franco para evitar

posibles problemas con la censura y porque, al fin y al cabo, él nunca rompió de forma

abierta sus relaciones con el régimen franquista como sí hicieron algunos de sus amigos.

Pero también se puede pensar, si nos atenemos a la información de Diego Gracia

(2010:554), que Laín, cuando en 1971 publica A qué llamamos España, ya ve

aproximarse cambios políticos y administrativos a los que quiere adaptarse haciendo

presentable su pasado, pues desea jugar también un papel importante en la transición a

la democracia. De esta forma, limpiando lo que hay de reprochable en su biografía,

puede continuar siendo una figura política e intelectual de primer orden en la transición

que se avecina. Diego Gracia (2010:529) lo explica de esta manera: “Esta es la función

de su “descargo de conciencia”, no por azar aparecido el año 1976: revisar y hacer

56
Andrés Trapiello (2006) afirma de forma tajante que “Pocos escritores de la España fascista se
arrepintieron, desde luego.” Y añade esta pregunta retórica: “¿Vale lo mismo un arrepentimiento de 1944
que otro de 1974 o de 1980?”

89
confesión pública de su postura anterior, en un momento en que los españoles necesitan

aligerar sus conciencias.” La década de los años 70 fue un periodo de crisis en la vida

de Laín, igual que en la del país, pues los cambios que se acercaban le exigen en ese

momento transformaciones personales radicales. El autor necesita dar la explicación de

estas transformaciones y utiliza Descargo de conciencia para hacerlo57.

2. CONFESIÓN (AUTO)JUSTIFICATIVA

La palabra clave para entender la finalidad última de Descargo de conciencia no es

confesión ni palinodia sino un término que utiliza el propio Laín (1990:20): “la

actividad de recordar tiene sirtes y riesgos: la sirte y el riesgo de exagerar la

complacencia y el dolor recordados o, por el lado contrario, de quitar hierro, con un

subyacente propósito de autojustificación, a lo que suscita el arrepentimiento o el

remordimiento”. Voluntaria o involuntariamente, Laín Entralgo ha caído en Descargo

de conciencia en el riesgo que él mismo expone en la actividad de recordar, porque ni el

examen de conciencia, ni la contrición, ni la confesión, sean públicos o privados,

necesitan tantas (auto)justificaciones como las que él hace en su autobiografía, de

manera que estas se convierten en vertebradoras del sentido de la misma. En la epicrisis

del capítulo II reconoce esta voluntad con las siguientes palabras: “…mi yo actual,

sobre el que simultánea y secretamente están operando una voluntad de

autojustificación, porque humana es la pretensión de salvarse a sí mismo, y una

exigencia de autocensura…” (p.149). Aunque Laín Entralgo utilice el prefijo “auto”, la

obra está construida bajo la forma de excusatio hacia los demás (los lectores). El autor

57
Las justificaciones de Descargo de conciencia también le serán útiles años después, por ejemplo,
cuando en 1982 en un artículo publicado en El País el 30 de octubre (“14 de abril y 28 de octubre”)
declare públicamente haber votado al partido socialista.

90
llevaba años dándose íntimamente las, ahora sí, autojustificaciones que en Descargo de

conciencia hace públicas. Prueba de ello es la carta transcrita en la obra, en la que

aparece la confirmación de su mala conciencia para seguidamente, como hace en el

resto del libro, proceder a la justificación. Asimismo, si el fin último de la obra no fuera

este ¿qué sentido tendrían las dramatizaciones de las epicrisis finales de cada capítulo

en las que aparecen reiteradas las excusas más importantes?

Castilla del Pino (1973:155) plantea que una culpa no resuelta se complica,

agrandándose más y más, de forma que el sujeto se convierte en culpable de no dejar de

serlo por no poner en juego, mediante la confesión, su reparación. El psiquiatra explica

perfectamente en el siguiente párrafo el mecanismo de defensa utilizado por Laín ante

su posible vivencia de culpa:

Las más de las veces, la elusión del objeto de la culpa se hace mediante otras

formas de defensa del yo que se denominan “racionalizaciones” en psicología

dinámica. En la racionalización el individuo elabora un sistema de aparentes

razones, mediante las cuales se explica a sí mismo la determinación del acto, antes

visto por él como culpable, como responsable, de manera que ahora aparece,

gracias a ella, ante sí mismo, desresponsabilizado. Lo que con ello consigue es

calmar en cierta forma la pesadumbre que la culpa entraña, sin por ello pasar por

el requisito de su dolorosa reparación. Es una solución de compromiso que a sí

mismo se inventa, de forma que la situación generadora de la vivencia de culpa

pueda sumirse en el pasado, como cualquier otro problema resuelto, y así seguir

con la atención en el presente que la realidad de ahora requiere. (Castilla del Pino

1973:157)

91
Estas “racionalizaciones”, explica Castilla del Pino (1973:159), obligan a la

disociación del sujeto: por un lado ha de vivir para todo aquello que nada tiene que ver

con la culpa y actuar esforzándose para que sus efectos no interfieran con el resto de

actividades vitales. Laín lo expresa de esta manera en el epílogo: “La real existencia de

este problema ético dentro de mi alma no me ha impedido ir haciendo día a día mi vida,

ni gozar o sufrir, al margen de mi recuerdo de nuestra guerra civil, lo que esa vida me ha

ido trayendo” (p.425).

Para cada acción reprobable que recuerda (las hay en toda biografía), Laín imagina un

reproche del lector, normalmente en forma de pregunta retórica, con cuya respuesta, en

forma de “racionalización”, pretende, por un lado desactivar los prejuicios con los que

aquel se aproxima a su obra y por otro explicar los motivos de su actitud (es decir,

justificarla). En general, las razones por las que explica la determinación del acto

concreto son poco convincentes y admiten claras objeciones, como por ejemplo cuando,

por dignidad o por ética, tendría que haber denunciado la situación del Instituto

Psiquiátrico Provincial valenciano, que no reunía las condiciones mínimas para que se

desarrollara allí una labor médica digna. Como no denunció aquello, inmediatamente

aparece la endeble excusa: “Pero frente a una Diputación gobernada por el chabacano

caciquismo del partido blasquista, ¿qué hubiera supuesto por aquellos meses la voz de

los tres únicos médicos verdaderamente dispuestos a levantarla en pro de tal causa,

López Ibor, Marco Merenciano y yo?” (p.134). Poco convincente es también la

justificación que hace a su asistencia al acto “religioso-teatral” de ingreso en la Falange

de Eugenio D’Ors, que atribuye a su temperamento, incapaz de resistir el impulso al

juego o a la broma (p.217). Es tan poco satisfactoria que inmediatamente después el

propio actor de la epicrisis la considera una “cómoda evasiva”. La “racionalización”

para no haber renunciado a la cátedra (como hicieron sus amigos José María Valverde y

92
Antonio Tovar) a raíz de las expulsiones de Aranguren, Tierno y García Calvo, es tan

peregrina, incluso para él mismo, que antes de darla añade “Créaseme o no se me

crea…” (p.430)58.

Sin embargo, las explicaciones que los lectores quieren encontrar se relacionan con

los aspectos más polémicos de la trayectoria política y pública de Laín Entralgo: sus

escritos de ideología falangista, la defensa del nazismo, su pasividad ante las durísimas

represiones del régimen franquista y su connivencia con él. Y para estos “errores”

también ha encontrado “racionalizaciones" que fundamenta principalmente en tres

pilares: el desconocimiento de lo que sucedía, su ingenuidad o bonhomía y el recurso a

la culpa colectiva.

Por lo que se refiere a la ignorancia de lo que estaba ocurriendo, es uno de los

descargos que utiliza para razonar su adhesión a las potencias del Eje 59, adhesión

“ocasional”, según la califica el juez en la epicrisis donde se justifica (p.351),

suponemos que para restar importancia a su actitud, aunque es meridiano que su apoyo

no fue ocasional: duró exactamente lo mismo que el régimen nazi. Laín expone que

hasta 1945 no supo nada del exterminio judío ni de la existencia de los campos de

concentración, aunque visitó Alemania varias veces y conversó con amigos antinazis.

Como no puede dejar de reconocer que habría que estar ciego y sordo para no ver el

antisemitismo nazi, habla de “íntima repugnancia”60ante las actitudes intolerantes,

presumiendo de haber ayudado a un anciano judío a cruzar la calle ante la mirada

58
La misma justificación (“la consideración de los amigos y compañeros que entonces hubieran querido
dejar la universidad y no podían hacerlo, porque fuera de ella no disponían de los recursos a mi alcance
para ganar el pan de cada día”) junto a otras, aparece en la carta anteriormente citada de 1973 a Antonio
Tovar. (Diego Gracia 2010:590)
Esta justificación es considerada por su amigo López Aranguren (1976) como “argumento subjetivamente
válido”, en un clarísimo ejemplo de las diferentes lecturas a las que puede dar lugar la misma confesión.
59
Hay que añadir aquí la debilidad de otra de las razones que esgrime para explicar ese “grave error”: la
de su formación intelectual preponderantemente alemana. (p.295)
60
Como se verá más adelante, Gregorio Morán (2014:594) explica que este es el modelo autobiográfico
que inauguró Laín y que tuvo luego gran predicamento en los recuerdos de los padres de la transición:
“aunque yo estaba presente, en el fondo me repugnaba. ¡Qué otra cosa podría hacer que resignarme ante
aquellos espectáculos que me desagradaban!”

93
atónita de los arios y de no haber publicado su libro Medicina e historia en alemán por

negarse a suprimir los nombres de los judíos Bergson y Scheler. Como en tantas

ocasiones, lanza una pregunta retórica que se viene haciendo, según él, desde 1945:

“¿Cómo he podido estar al lado de un régimen político que, aun sin yo saberlo, estaba

cometiendo tan atroces delitos?” (p.298).

El que parece su dolor más íntimo, el de su pasividad ante las atrocidades e injusticas

de los nacionales durante la guerra y la posguerra, también es justificado por la

ignorancia: “Por aquellos días, bajo palabra de honor puedo asegurar que sólo una

vaga y deformadora noticia tuvimos –tuve yo, para ser enteramente preciso- acerca de

los sucesos que dieron lugar a la destitución de don Miguel de Unamuno como rector

de la Universidad de Salamanca.” (p.190); “Pero en mi defensa quiero decirte esto: yo,

te lo juro, no sabía entonces que la represión de que me hablas hubiese sido tan cruel

como realmente fue” (p.220). Sin embargo, unas páginas antes ha contado

detalladamente su viaje a Sevilla para enterarse del asesinato de su suegro por los

nacionales61 y también ha narrado un episodio ocurrido pocos días después de su

inscripción en Falange (agosto o septiembre de 1936): se trata de su presencia en el

fusilamiento de un condenado a muerte por delito de rebelión, lo que le causa una

conmoción tan intensa que después corre a una iglesia y cae en una profunda y

acongojada meditación religiosa (p.183). En estas reflexiones sobre el fusilamiento

vuelve a cuestionarse su adhesión a una causa que mataba sin piedad a indefensos y

justifica: “aún no sabía yo cómo y hasta qué punto” (p.184)… y eso que acababa de

presenciar una ejecución.

Tal ignorancia no se sostiene cuando presta este juramento que intenta resolver la

cuadratura del círculo: “Porque al lado de los criminales que en la retaguardia “roja” o

61
Allí se hace la misma pregunta retórica “¿Dónde y con quién estaba yo?” (p.186)

94
en la retaguardia “nacional” hicieron lo que hicieron, por mi honor puedo jurar que

nunca estuve, como no fuese por modo topográfico, aun cuando políticamente yo

perteneciera a uno de los bandos de la contienda” (p.298). ¿No estuvo al lado de los

criminales, aunque pertenecía políticamente a uno de sus bandos? Anteriormente había

expuesto una contradicción parecida: después de enterarse en Sevilla del asesinato de su

suegro reconoce que esto le puso ante “el problema de mi ya efectiva y activa adhesión

a la causa en que militaba: el “Movimiento Nacional” (p.186). Cuando regresa a

Pamplona, expresa consternado que “más y más obligado a pensar que sólo externa y

ocasionalmente –aunque tal ocasión fuera, ahí es nada, una guerra civil a muerte- podía

estar al lado de muchos junto a los cuales yo, mirado desde fuera, bélica y políticamente

estaba” (p.187). ¿Qué significa este galimatías? ¿Qué quiere decir que una persona que

pertenece bélica y políticamente a un bando sólo está al lado de los asesinos externa y

ocasionalmente? ¿Y cómo se conjuga la adhesión efectiva y activa con la externa y

ocasional?

La segunda de las justificaciones es más sutil: la insistencia en su ingenuidad, sobre

todo con respecto a la utopía de la continuamente citada “asunción unitaria y

superadora” o “voluntad asuntiva y superadora”. Los sintagmas aparecen definidos

como “la decisión de integrar a todos los españoles de buena voluntad en una España

fiel a sí misma y al nivel de nuestro tiempo” (p.194) o “la incorporación leal de los

vencidos, de aquellos vencidos en quienes la buena voluntad era cosa cierta o probable,

a la España subsiguiente a la victoria” (p.266). En los primeros capítulos habla de un

“sueño” y “una ilusión adolescentes” (pp.193 y 252); incluso después de tener que

explicarle a su mujer lo que le habían hecho a su padre, repite que vivía con dolor ese

cúmulo de desgracias y que soñaba “con adolescente y redoblada ingenuidad” con que

95
en la historia de España aún era posible la síntesis asuntiva y superadora62. Sin

embargo, a partir de 1939, aparece el desengaño pues la España oficial de Franco había

acabado con su esperanza en la patria que la Falange originaria prometió. De esta

manera habla de “fracaso” (p.266) y de “quiebra de mis sucesivas esperanzas como

falangista “asuntivo y superador” y “pluralista por representación” (p.321). Esta

desilusión le sirve como justificación para no denunciar públicamente lo que pasa y para

refugiarse en su trabajo intelectual. Al ver que su aventura política no conduce a


63
ninguna parte, cae en la apática “procrastinación” (p.301). Mientras tanto, continúa

ocupando cargos relevantes en ese régimen que, al parecer, tanto le desilusiona. De

nuevo, la debilidad del argumento para defender su opción por el silencio queda patente.

Cierta candidez también se observa en otra de las justificaciones que utiliza en su

descargo en la adhesión al nazismo: pensaba que la victoria del Eje ayudaría al triunfo

en España del falangismo puro del que era ferviente admirador (p.296).

Con los abundantes descargos y los reducidos cargos, Laín Entralgo utiliza su relato

para crear un personaje con buenas intenciones64, utópico, ingenuo, con una gran

“vocación de amigo”, defensor de las causas justas, incluso cuando eran las del bando

enemigo. En definitiva, con este personaje intenta convencer al lector de que su

bonhomía ha sido la rectora de todos sus actos.

Por lo que se refiere a la tercera “racionalización”, la culpa colectiva, Laín reitera

que él está realizando una palinodia que tendría que ser colectiva, como colectivo fue el

pecado que está confesando. En este sentido, tanto Hannah Arendt (2007) como Paul

62
En la epicrisis del capítulo IV le dice el juez al autor: “Diré en tu cargo que soñaste con tanta ambición
como ingenuidad, porque la situación en que existías, la realidad misma, no permitía convertir esos
ensueños en proyectos. Añadiré en tu descargo que el simple hecho de soñar para todos un determinado
bien, (…) alguna nobleza otorga al soñador.” (p.220)
63
La palabra aparece definida en el diccionario de la RAE como “acción de diferir, de aplazar”. Se trata
de una de los tantos vocablos de uso arcaizante y ampuloso que confieren al texto un estilo excesivamente
grave y envarado del que se hablará más adelante. Otros ejemplos: potísima (p.98), responsiva (p. 111),
roborante (p. 142), oblativa (p. 180), arrequives (p.226), elpídica (p.443), agapética (p. 444)…
64
Diego Gracia (2010:82) califica a Laín de “alma grande”.

96
Ricoeur (2003) han abordado el concepto de culpa o responsabilidad colectiva. Ya se

definió la culpa política como la que se deriva de la pertenencia de los ciudadanos al

cuerpo político en cuyo nombre se cometieron los crímenes. Ricoeur (2003:616) añade

que “se puede llamar colectiva siempre que no se la criminalice”, pues debe rechazarse

expresamente la idea de un pueblo criminal. Por su parte, Hanna Arendt (2007:151 y

156) prefiere el sintagma responsabilidad colectiva, porque “la culpa, a diferencia de la

responsabilidad, siempre selecciona; es estrictamente personal” y la define como la

responsabilidad “por la que un miembro de una comunidad es considerado responsable

de cosas en las que él no ha participado pero que se hicieron en su nombre”. Ricoeur

(2003:616) considera igualmente que

…este tipo de criminalidad compromete a los miembros de la comunidad política

independientemente de sus actos individuales o de su grado de asentimiento a la

política de Estado. Quién se benefició de los favores del orden público debe

responder, de una u otra forma, de los males creados por el Estado del que forma

parte.

Parece este el sentido del lainiano nostra culpa que subyace en toda la obra y que

utiliza expresamente en el epílogo, pues pide responsabilidades no sólo a los que

pertenecieron al bando nacional, a los que hace continuos reproches por no haber

denunciado lo que tampoco denunció él65, sino también a la institución eclesiástica e

incluso al pueblo alemán66, a los que insinúa que tendrían que haber hecho confesiones

65
He aquí alguno de ellos: “la incapacidad de nuestra derecha para la denuncia de cualquier fechoría
cometida en aras del que ella considera “su orden” (p.187); “Sí, pero entre los otros siempre hubo alguna
voz denunciadora. La voz que ni durante la guerra civil, ni después de ella, ha sonado públicamente en las
filas “nacionales”.” (p.187. Nota 2); “¿por qué esta dura, cerrada resistencia de la derecha española al
examen crítico de su conducta colectiva, sea ésta la de hoy o la de ayer?” (p.269)
66
Del que comenta, a propósito de la tortura y matanza de judíos, que, salvo raras excepciones, “tal vez
no haya hecho suficiente confesión catártica” (p.298).

97
públicas. Laín utiliza esta clase de culpa para, por una parte, ajustar cuentas, además de

consigo mismo, con algunos más y, por otra, para extender su culpa a sus compañeros,

de forma que al hacerlos a todos culpables, él lo es menos, porque, como Hannah

Arendt (2007:151) señala, “el grito “Todos somos culpables”, que de entrada sonaba

muy noble y tentador, en realidad solo ha servido para exculpar en gran medida a los

que realmente son culpables. Donde todos son culpables nadie lo es”67. Con estas

intenciones se comprende mejor el comentario ante su reconocimiento del pecado por

omisión: “Más que yo hicieron algunos; menos que yo, muchos” (p.269). Ahora bien, a

los lectores de una autobiografía que él publica voluntariamente les interesa lo que hizo

(o no hizo) él, no lo que hicieron (o no hicieron) los otros68.

Después de afirmar que no es quién para juzgar la conducta personal de nadie y que

se limita a denunciar un pecado colectivo que le concierne, declara orgullosamente que

tampoco está “dispuesto a tolerar que ningún español de uno u otro bando se arrogue

ante mí (…) el papel del “justo” o del “puro”, me juzgue olímpicamente desde esa

socorrida ficción de “justicia” o “pureza” y me declare luego aceptable o réprobo.

(p.427)”

En otras ocasiones las justificaciones no lo son en sentido estricto sino “aliviadores

expedientes” que enumera para ofrecer un pasado moralmente presentable:

Nunca he tenido y nunca he aceptado especiales sinecuras o ventajas. Cuando me

ha sido posible, he procurado ayudar al perseguido y protestar contra la

persecución69. En mi cátedra y fuera de ella he ido componiendo una modesta, pero

67
En una conferencia anterior, Arendt (2007:52) había hablado de la “falacia del concepto de culpa
colectiva”.
68
Manuel Alberca (2004:14) comenta a este respecto: “El autobiógrafo que decide escribir su vida sabe o
debe saber que ese acto le va a poner a prueba frente al pasado, frente a los demás y frente a sí mismo.”
69
Una persona tan poco sospechosa de adulación como es Carlos Castilla del Pino, declara en las páginas
que dedica a Laín en Casa del olivo (2004a:382): “Laín, cuando fue rector, hizo lo que pudo (muy poco)

98
decorosa obra intelectual. Ante la tan contrastada historia de España y en el seno de

la sociedad española, me he esforzado por reconocer y destacar todo cuanto en

ellas, viniese de un lado o de otro, ha sido obra positiva o muestra de buena

voluntad. (…) En todo instante me he opuesto con vehemencia al macabro deporte

(…) de lanzar los muertos propios contra el rostro del adversario. No pocos escritos

míos, públicos unas veces y privados otras, han expresado ante personas

responsables buena parte de mi sentir íntimo acerca de nuestra guerra civil y sus

consecuencias70. He clamado siempre, oportuna o inoportunamente, contra el

maniqueísmo de la política y en la cultura. (p.425)

Sin embargo, si hemos de creer al autor, estos (auto)descargos son para él

insuficientes ante el enorme problema de conciencia que le ha provocado su silencio.

Para el lector no son insuficientes sino inapropiados porque ninguno le eximió del

deber moral de denunciar públicamente lo que consideraba éticamente indecente en el

régimen del que era alto preboste. Ninguno de esos “expedientes aliviadores” se puede

convertir en excusa de lo que no hizo.

La justificación más elocuente para llegar a entender las motivaciones del descargo

de Laín aparece en la epicrisis del capítulo VI (la más importante porque recoge todos

los arrepentimientos y disculpas que ha ido diseminando a lo largo de los capítulos

anteriores), cuando el juez comenta al autor que quizás solo tenga dos objeciones que

hacerle71: no haber realizado antes el descargo de conciencia y haberse entregado a su

por reparar algunas de las indecencias que el régimen llevó a cabo en la universidad, con relación a la
reposición de algún catedrático.”
70
En este aspecto concreto, en descargo de Laín se pueden utilizar las palabras de Dionisio Ridruejo
(2007:272): “Aunque algunos nos embriagábamos de esperanza mesiánica, el costado trágico de la
guerra, su filo más penetrante (…) lo sentíamos todos. Pero creo que el más sensible para ese aspecto de
nuestra realidad era el propio Laín, como yo se lo recordaría en verso, desde Madison, muchos años
después. Aquel dolorido sentir suyo creo que despertó la conciencia de algunos de nosotros y avivó la de
todos, para contemplar nuestra situación de una manera más responsable y exigente; lo que se traduciría
luego en actitudes impensables por el momento.”
71
En este caso, el juez puede equiparse al lector, que se plantea al hilo del relato las mismas cuestiones,
sobre todo la primera: ¿Por qué no hizo antes el descargo?

99
trabajo intelectual no solamente por vocación sino por evasión. El autor tiene una

explicación para las dos, de nuevo en forma de pregunta retórica; para la segunda:

“Quien como poeta o como bioquímico sirve a su propia vocación, ¿no se está

evadiendo de su mundo, aunque sobre su mundo revierta lo que vocacionalmente

hace?”. Mucho más interesante y relevante es el anteriormente mencionado descargo

para la primera: “¿Por qué había de apresurarme en la confección de confesiones

públicas, tarea nunca grata, (…) si yo no me sentía moralmente culpable?”(p.350). Aquí

aparece la contradicción más clara de la obra: si no se sentía moralmente culpable, ¿por

qué habla de doloroso arrepentimiento al referirse a su afección a la Alemania nazi

(p.351) o por qué escribió esa carta en 1963 que le salió “de lo hondo del alma” y en la

que expresa que su “conciencia moral ha vivido íntimamente perturbada desde aquel

agosto de 1936 hasta hoy mismo?” (p.425). ¿A qué Laín hemos de creer, al que dice que

no hizo el descargo de conciencia porque no se sentía moralmente culpable o al que

confiesa con desgarro un remordimiento íntimo que ha durado cuarenta años? En este

sentido son muy clarificadoras las afirmaciones que al respecto hace Castilla del Pino:

Cualquiera que tras la culpa se debata en la ineficaz consulta masoquista, en el

simple remordimiento, en la falsa dialéctica del pasado irrecuperable, nos está

dando una prueba objetiva de su inauténtica exculpación. (…) Hay que dudar

siempre de la autenticidad del deseo del cambio que, tras la conciencia de culpa, se

agota en el mero y exclusivo lamento, en la simple expresión de arrepentimiento.

(1973:178)

Laín, siempre según su versión, vivió con la conciencia atormentada durante muchos

años pero no dio el paso de la confesión pública que le hubiera servido para superar la

pesadumbre porque, como él mismo responde al juez, no tuvo un auténtico sentimiento

100
de culpa ni, por tanto, de arrepentimiento. Las siguientes palabras de Castilla del Pino

(1973: 258) corroboran esta conclusión:

…hemos de dudar siempre de la autenticidad del arrepentimiento que se prolonga,

porque cabe la sospecha fundada de que el sujeto quiera liberarse de la culpa

exclusivamente mediante la expresión de cuánto y cuán prolongadamente sufre. En

realidad, si quiere dejar de sufrir, puesto que sufre por ser culpable, solo hay una

fórmula: dejar de serlo a través de la acción reparadora. (…) El mero

arrepentimiento es la última trampa que el sujeto culpable se tiende y nos tiende

para que se le perdone, sin que tenga que hacer de otra manera a como hizo.

En la confesión justificativa que Laín elabora los ejemplos de autocrítica son escasos

y alguno de ellos irrelevantes, como los que se refieren a alguno de sus escritos, por

ejemplo, el publicado en la revista Jerarquía, del que critica su estilo y alguna parte

“derechista” y “fascista”, aunque suscribe lo esencial del artículo (nota 13 de la página

206) o el que escribió sobre Joan Estelrich del que habla en otra nota a pie de página 72.

También confiesa que no incluiría su libro Historia de la medicina moderna y

contemporánea en un hipotético testamento intelectual pues, en su redacción, incurrió

en el defecto de decirlo todo, llenándolo de hechos y nombres innecesarios para un

manual con finalidad escolar. Ahora bien, cuando lo compara con los publicados hasta

entonces sobre el mismo tema encuentra en él “no pocos progresos” (con litotes

incluida), comentario que él mismo juzga jactancioso (pp.393 y 394). Sí admite

explícitamente su equivocación al volver a las cortes después de abandonarlas por haber

sido obligados (él y Antonio Tovar) a retirar una enmienda a la Ley de Ordenación

Universitaria. Siempre con su pequeño descargo (vuelve por la insistencia de sus

72
“Hoy no escribiría ese artículo tal y como entonces lo escribí. Mea culpa.” (p.193)

101
amigos), reconoce que no tendrían que haber vuelto y que no tuvieron la valentía de

Dionisio Ridruejo73. Asimismo realiza una autocrítica cuando expone que, para

compensar la cobardía de no romper definitivamente con la Falange, lo que hicieron él

y otros fue reírse (en privado, se entiende) de “las copiosas excrecencias enfáticas y

grotescas del Régimen”, aunque luego se corrija para adelantarse a los supuestos

reproches del lector: “Pero reírse de una realidad que uno considera social o

nacionalmente vejatoria, ¿justifica éticamente a quien se ríe? ¿Puede eximirle de

cumplir otros deberes más graves, como la acción reformadora o la pública y seria

denuncia?” (p.303).

Quizás lo más sorprendente de Descargo de conciencia no son las justificaciones

porque, a la postre, el autor está en todo su derecho de presentarlas para el fin que él

considere oportuno (y el lector de juzgarlas como crea procedente), sino ciertos

implacables enjuiciamientos sobre algunas personas, como la inculpación de dos amigos

de su suegro por su fusilamiento. Laín fue a Sevilla para conocer cuál había sido el

destino de los padres de su mujer y allí se enteró del asesinato de su suegro por los

Nacionales. Ante el “no nos fue posible hacer nada” que le contestaron unos amigos de

aquel, de filiación derechista, reacciona acusándolos de no haber tenido el valor

requerido para salvarle, ya que, siempre según él, cualquiera de ellos habría podido

impedir el crimen (p.186). Llama la atención este duro reproche cuando él, en dos

ocasiones en concreto, confiesa que no pudo hacer nada por ayudar a los denunciados.

La primera, refiriéndose al catedrático de Historia del instituto de Pamplona, don

Enrique Pons, al que destituyen de su cátedra y la segunda, a su maestro valenciano

Juan Peset74. Una vez más, al lector se le plantea una cuestión: él no pudo hacer nada en

73
“Mal hecho. (…) Lo repetiré: mal hecho.” (p.280)
74
Sobre el primero de ellos dice: “en vano traté yo de ayudarle; uno más entre mis fracasos ante la
encampanada cerrazón derechista de 1939“(p.45). Más adelante en una nota a pie de página declara a
propósito del destino de su maestro Juan Peset: “Cuanto pude hice por él, personalmente o acompañando

102
algunos casos, como él mismo reconoce, pero acusa a los amigos de su suegro de no

haber hecho nada por este.

De igual modo censura en la Iglesia católica la misma actitud que él mantuvo a lo

largo de cuarenta años: su renuencia a la pública confesión por las gravísimas tropelías

que cometieron los del bando nacional (p.427) o la tímida actitud crítica frente a las

privaciones materiales de la posguerra (p.277). En uno de los episodios de los que fue

testigo en la República arremete contra la pasividad de los fieles que asistían sin

perturbarse a la quema de iglesias y contra la apatía de la iglesia:

Pensé, en fin, que socialmente no podía esperarse gran cosa de una Iglesia cuyos

fieles, yo entre ellos, no eran capaces de defender con pública firmeza y a tan poca

costa lo que en la ciudad más propio les era; los lugares de su culto; y, por otra

parte, que acaso para esa misma Iglesia fuese oportuno un serio y amplio examen

de conciencia ante la conducta religiosa de “su” pueblo, el pueblo que durante

siglos ella había educado… (p.107)

Es evidente, con los ejemplos anteriores, que Laín utiliza dos raseros para medir las

mismas actitudes: el que le sirve para justificarse y el que utiliza para acusar a los

demás.

En resumen: la compulsión justificativa de Laín se explica porque él sabía que, una

vez acabado el franquismo, muchos españoles iban a pedirle cuentas de su actitud

durante la guerra y de su connivencia con el régimen, de ahí que se apresurara a hacer la

confesión pública en la que en algunas ocasiones se percibe remordimiento y dolor, pero

la actitud que prevalece es la defensiva, en algunos casos soberbia, con escasa

autocrítica. El arrepentimiento del que habla es mínimo comparado con el afán de

a su mujer. Todo se estrelló contra un muro, la terca negativa del general Varela a solicitar el indulto.
(p.269)”

103
justificación y depuración de su pasado, por eso solo se confesó públicamente cuando

tuvo otros motivos que el mero descargo para hacerlo.

3. TESTIMONIO INTELECTUAL, POLÍTICO E HISTÓRICO

3.1. TESTIMONIO INTELECTUAL

Laín Entralgo expone en el prólogo a la primera edición que la obra quiere ser una

“exploración intelectiva de mi propia realidad” y un “reflexivo testimonio” de su vida.

El tono reflexivo impregna el relato de su vida y en concreto, su problema de

conciencia. El análisis de ambos es manifiestamente especulativo como lo demuestran

las numerosas interrogaciones que va planteando a lo largo de su exposición, utilizadas

para razonar muchas de sus decisiones, lanzar hipótesis sobre su comportamiento y

como ya se ha comentado, adelantarse a los posibles reproches del lector sobre su

comportamiento y evolución. Así ocurre en el balance de su estancia en Viena

¿Qué hubiera sido mejor para mí: hacer lo que efectivamente hice o, como entre

españoles era práctica general, pedir a Pötzl a poco de llegar un tema de trabajo,

aplicarme a él e intentar luego que sus resultados fuesen la base de una tesis

doctoral? (…) Pero el imperativo que preside esta exploración memorativa de mí

mismo, ejercitar una autovisión honesta, sincera y penetrante de mi conducta

pretérita, me obliga a preguntar: en la determinación de esa conducta mía, ¿no

tendría algún influjo, junto a la ingénita tendencia de mi alma a la mera

información y a la comprensión teórica de lo visto o leído, mi mala, mi

radicalmente mala educación médica; mi ignorante perplejidad ante el espectáculo

de un fondo de ojo o ante el ruido de un corazón enfermo, mi escasa afición a

104
dialogar pacientemente con un enfermo acerca de los entresijos de su enfermedad?

(p.121)

O cuando, al comienzo de la guerra, relata su asistencia al fusilamiento de un

condenado: “La fortuna me había evitado hasta mi participación en el acto de disparar.

¿Qué hubiera hecho yo, de no haber sido así? ¿Me habría negado a cumplir la orden de

fuego, como en conciencia era mi deber? Muchas veces me lo he preguntado” (p.184) 75.

El recurso retórico de la partición, que se estudiará más adelante, es ejemplo de que el

afán analítico del autor va unido al didáctico.

Además, Laín aprovecha la autobiografía para hacer un repaso de su trayectoria

intelectual, sobre todo en los dos últimos capítulos del libro, cuando el autor ya ha

aligerado su conciencia. Antes de esto, se detiene en la descripción, pormenorizada en

algunos casos, de sus profesores, tanto los de los institutos en los que estudió como los

de las Universidades de Zaragoza, Valencia y Madrid, sin escatimar a veces la crítica:

Patología general. Nos la explicó un buen hombre con aspecto externo de

menestral de Arniches, a quien –mídase según esto su calidad científica y su

prestigio académico- solían llamar “El choricero”. Terapéutica. Jubilado ya el

anciano y sabio don Vicente Peset, ocupó la cátedra y desde ella nos dio aburridas

lecciones don Perfecto Amor, cuyo máximo mérito vital (…) acaso consistiese en

75
Otros ejemplos de estas interrogaciones, en este caso formuladas por un hipotético lector: ¿Es posible
que este hombre, al parecer inteligente y crítico, con tan boba ingenuidad adolescente haya creído en los
tópicos ideológicos y políticos que por entonces circulaban? (…) ¿Cómo puede y debe explicarse –se
preguntarán- el hecho de que un hombre al parecer inteligente y honesto haya pasado de aquella actitud
suya a la que hoy vemos en él? ¿Qué ha acontecido dentro de su alma y en torno a su persona para que en
él se haya producido tan mutación? (p.192);
“Y vosotros, los componentes del gueto al revés de Burgos, ¿qué hicisteis? ¿Qué hiciste tú mismo, qué
hizo el hombre que ha escrito lo que acabo de leer?” (p.268) “¿Por qué Laín habrá firmado ese escrito?
(…) ¿Qué es en rigor este hombre: un ingenuo rayano en la necedad, un veleidoso poco responsable o un
sediento de notoriedad a toda costa?” (p.421)

105
ser hijo de un padre que con su apellido había tenido el galaico tupé de llamar

Perfecto, Constante y Casto a sus tres vástagos varones. (…) ¿Para qué seguir?

(p.73)

De la misma forma expresa ciertas reservas ante la sobreactuación de sabiduría

médica por parte de Jiménez Díaz, aunque reconoce su enorme admiración por él:

Luego he pensado –y entonces comencé a pensar- que, juzgado según los cánones

a que una lección de cátedra debe atenerse, aquel alarde era manifiestamente

excesivo. Aparte admiración o pasmo, ¿qué sacaban en su cabeza, cuando salían

del aula, el noventa o el noventa y cinco por ciento de los alumnos y los jóvenes

médicos a quienes se había mostrado tan abrumador panorama? (…) Pero a través

de todas estas reservas, mi admiración por Jiménez Díaz (…) fue desde entonces

enorme. (p.91)

Castilla del Pino (1997:386-389) también dedica a Jiménez Díaz unas páginas en las

coincide en considerar sus lecciones en San Carlos como un espectáculo tanto por la

cantidad de estudiantes que llenaban la sala como por la exhibición de conocimientos.

Aunque fue modelo de lo que debe ser un catedrático de universidad por su rigor

expositivo y por su capacidad para hacer razonar y analizar al estudiante, Castilla del

Pino no deja de comentar que es “la persona con mayor ambición de saber, y de saber

más que nadie, que he conocido en mi vida.”

Laín no muestra, a diferencia de Carlos Castilla del Pino (como se verá en el capítulo

dedicado a este), un claro proyecto profesional, pues su carrera médica comienza de

manera accidental, al proponérsela su padre cuando estaba a punto de matricularse en

Físicas. Luego parece primero encaminado a especializarse en Psiquiatría y no es hasta

106
1936 cuando descubre lo que él denomina su vocación: la antropología filosófica y

médica. Tras el paréntesis de la guerra civil, se incorpora a la docencia en la cátedra de

Historia de la Medicina a la que quiere innovar con su proyecto intelectual más

personal: la elaboración de una historia de la medicina al servicio de la antropología

médica76. A lo largo de la obra va explicando esta evolución pero es sobre todo en el

“Epílogo” en el que se detiene a exponer con mayor detenimiento “la segunda etapa de

mi vida intelectual” (a partir de 1951) y sus cinco líneas de trabajo: antropología

general, antropología médica, la historia de la medicina, el tema de España y el

ensayismo lato sensu (p.441).

Merecen una atención especial, por la importancia del testimonio que ofrece, las

alusiones al grupo de amigos que él denomina el “gueto al revés” (Dionisio Ridruejo,

Antonio Tovar, Gonzalo Torrente Ballester, Luis Rosales, Luis Felipe Vivanco…), es

decir, los falangistas que se reunieron en Burgos a partir de la primavera de 1938 para

formar parte del Servicio Nacional de Propaganda y posteriormente de la revista

Escorial77. Formaron un grupo intelectual clave durante todo el franquismo y quizás

Laín fuera, por su relevancia política y pública, su cabeza más visible. La imagen

político-ideológica del gueto presentada por Laín se resume en su proyecto de una

“España inteligente, justa, integrada y bastante más libre, por supuesto, que la que por

doquier empezaba a ser –otra vez- macizamente real” (p.227) y claro está, una “España

asuntiva y superadora”.

De esta élite de la intelectualidad franquista ha hablado Santos Juliá (2004:138), en

un artículo titulado elocuentemente “La “falange liberal”, o de cómo la memoria inventa


76
Diego Gracia (2010:53), que lo conoció muy bien, explica perfectamente esta evolución intelectual:
“Su vocación científica se transforma paulatinamente en vocación filosófica. El intermedio es la
medicina, y dentro de ésta, la psiquiatría.”
77
Precisamente a dos de ellos dedica Descargo de conciencia: “En memoria de Dionisio, Luis Felipe y
José Luis.” José Luis fue el yerno de Laín Entralgo que murió, al igual que Dionisio Ridruejo y Luis
Felipe Vivanco, en 1975, según Laín Entralgo contó en la presentación de su libro en Madrid. (ABC, 21
de mayo de 1976). Esta dedicatoria no aparece en la edición de 2003 de Galaxia Gutemberg/Círculo de
lectores., Biblioteca Pedro Laín Entralgo manejada en este trabajo.

107
el pasado” en el que sostiene que Escorial no solo no fue liberal sino que fue una

“revista beligerante contra el liberalismo”. Para Santos Juliá, cuando Laín, Torrente o

Ridruejo recuerdan aquel período lo reinterpretan como liberal porque en el momento

de recordar lo que habían sido, sí habían llegado a ser liberales y hasta demócratas, pero

el proyecto de Burgos de 1939 fue fascista y totalitario, no liberal, lo mismo que

Escorial, uno de los instrumentos en que el proyecto se plasmó.

Mucho más extensa y profundamente trata Jordi Gracia en La resistencia silenciosa

(2004) el papel que jugó el grupo en la cultura fascista española. Si es cierto que en la

posguerra no fueron liberales y el desengaño de alguno de ellos fue más por su fascismo

que por su liberalismo, también lo es que este círculo cumplió, por necesidad y por

voluntad, una función continuista liberal, aunque su propósito fuera la ruptura con ese

liberalismo y la construcción de unas bases culturales fascistas. Con Escorial intentaron

moderar la “tenebrosa ignorancia del franquismo granítico” (Jordi Gracia 2004:224).

Según el crítico catalán, sus miembros sufren una esquizofrenia en la que hay que

distinguir una primera voz del actor fiel al libreto y al director de escena y una segunda

que representa a la persona que está detrás de ese actor, cuando habla fuera de escena o

entre bambalinas (Jordi Gracia 2004:240). Laín coloca a la persona por delante del actor

en los años 50, cuando publica España como problema y es nombrado rector de la

Universidad de Madrid, comenzando así su camino hacia el abandono definitivo del

disfraz de actor con un coraje “titubeante y sinuoso, interesadamente cauto y

convenientemente cerebral”, según certeras palabras de Gracia (2004:242). Todos, a

excepción de Ridruejo, contaron muy mal cómo dejaron de ser fascistas porque

desfiguraron y depuraron sus biografías políticas. A pesar de esto, a Jordi Gracia le

molesta la cicatería con la que se les ha juzgado, rebajando su aportación intelectual

pues consiguieron “hacer universitarios con otras cabezas, lectores de novelas vivas,

108
seguidores de articulistas que pautaban un pensamiento más abierto” (Jordi Gracia

2004:260) 78.

De entre ellos, la figura de Dionisio Ridruejo alcanza en Descargo de conciencia la

consideración casi de héroe79 ya que se erige como modelo de un comportamiento que

ni Laín ni los demás tuvieron el valor de seguir: “Pese a nuestra estrecha amistad y a

nuestra entera solidaridad con Dionisio Ridruejo, no tuvimos su gallardía, cuando en

1942 regresó de la División Azul” (p.280). Su muerte, que ocurre en el momento de la

escritura de Descargo de conciencia80, deja al país, según Laín, sin un óptimo

historiador de la posguerra (p.261). Como se ha dicho, Ridruejo falleció sin haber

finalizado su proyecto autobiográfico, pero su actitud frente al pasado presenta un

contraste evidente con la de Laín: ofrece un testimonio reconociendo explícitamente sus

culpas, sin justificación alguna81: “Que la Falange vallisoletana era bronca, dura,

violenta lo he dicho ya más de una vez. No hablaré de ello como juez. Los jueces que no

se han puesto a tiempo la toga no son idóneos para el juicio final. Consigno, pues, sin

juzgar y sin señalar.” (Ridruejo 2007:172); “Cuando revivo aquella época me parece

entrar en una atmósfera alucinada pero, naturalmente, no debo proyectar hacia el

pasado mis conclusiones tardías, pues entonces mi testimonio dejaría de serlo para

78
La relevancia de este grupo en la cultura franquista fue tal que en 1965 apareció un panfleto anónimo
difundido por el Ministerio de Información y Turismo, regido a la sazón por Manuel Fraga, en el que se
recordaba el pasado falangista y fascista de este grupo. El libelo se titulaba: “Los nuevos liberales.
Florilegio de un ideario político.”
79
Parece que el cariño y respeto entre los dos fue mutuo, a juzgar por las palabras que Dionisio Ridruejo
(2007:272) dedica a Laín en Casi unas memorias: “Laín, por otra parte, se manifestó pronto como la
figura de mayor peso y autoridad intelectual del equipo o, al menos de su parte más homogénea. Aunque
todavía era muy joven, su espíritu era ya muy maduro y su formación intelectual mucho más amplia y
rigurosa que la de cualquiera de nosotros. Para mí –ignorante intuitivo- empezó a ser –y nunca ha dejado
de serlo- el primero y mejor de mis maestros, y a nadie debo tanto como a él, ya se trate de algunos
saberes concretos (sin sus explicaciones, por ejemplo, nunca me habría asomado a los secretos de la física
o de la biología modernas), ya se tratase de indicaciones para ordenar lo que ya sabía de modo disperso y
lo que luego iría a buscar orientada y deliberadamente. Dicho de otro modo: él remedió, hasta donde me
era posible, mi falta absoluta de disciplina universitaria y me puso ante los ojos el mapa general de la
cultura. Y todo lo fue haciendo con sencillez y delicadeza extremas…”
80
En una nota a pie de página, Laín hace un doloroso comentario sobre su pérdida: “Recordándole yo
ahora, otra vez siento avivarse el desgarro que el abrazo a su cadáver, caliente aún, produjo en mi alma.”
(p.228)
81
En varias ocasiones utiliza la expresión “no escondo la mano” (pp.166,242)

109
convertirse en juicio, cosa que eludo tanto como me es posible en estos recuerdos”

(Ridruejo 2007:254) 82.

La importancia en la vida de Laín de estas y de otras amistades 83 (presume de haber

transformado la sentencia platónica “Soy amigo de mis amigos pero más amigo de la

verdad” en “Soy amigo de mis amigos tanto como de la verdad” ) se refleja en las

reiteradas menciones a otras figuras de prestigio intelectual en el franquismo y que no

podían quedar fuera de su proyecto autobiográfico: Marco Merenciano, López-Ibor,

Eugenio D’ Ors84, Marañón, Ortega, López Aranguren y especialmente Xavier Zubiri 85

(pp.287, 333 y 339) al que conoce poco después de terminada la guerra civil y con el

que comienza una relación amistosa que para Laín iba a ser “rigurosamente decisiva” en

dos aspectos de su vida, el intelectual y el afectivo (p.287).

El carácter intelectual y de confesión pública de Descargo de conciencia explica las

escasas alusiones a la vida familiar o sentimental del autor. Ni siquiera en la

“Introducción”, utilizada para contar sus primeros veintidós años de vida, se refiere a su

entorno familiar o afectivo, más allá de dos breves comentarios sobre sus padres (“Mi

padre, vehemente y generoso, era un liberal republicano, con toques de socialista a lo

Pablo Iglesias; (…) Mi madre, mujer dulce y bondadosa, fue católica sincera y como tal

pudo conducirse en la vida local hasta el día mismo de su muerte.” (p.33)) y su

82
Otras citas en Casi unas memorias al respecto: “Muchos españoles (…) éramos intervencionistas. Hoy
sería tan estúpido disimularlo como hacer de ello un alarde satisfecho. Los errores de perspectiva no se
deben callar ni deben tratarse según la vieja ley del “sostenella y no enmendalla”. Se confiesan y basta.”
(p.388); “Pero todo hay que contarlo –lo que produce satisfacción y lo que produce embarazo-, porque
estos recuerdos no se escriben para un proceso de canonización.” (p.390)
83
Asimismo comenta: “Cuando ya esté tranquilo (sic), pasado mañana, tal vez, reuniré bajo el título de
Vocación de amigo todas las páginas sueltas que acerca de españoles para mí contemporáneos (…)
amistosamente he escrito a lo largo de mi vida.” (p.331)
84
Según Diego Gracia (2010:167): “En el grupo de Pamplona, jóvenes intelectuales de mentalidad más o
menos tradicionalista, todos confesos católicos y con inquietudes literarias y estéticas, el mensaje de
D’Ors prendió como la pólvora. De él aprenden lo que cabe llamar la religión de la “catolicidad”, de la
jerarquía…”
85
También según Diego Gracia (2010:169), fue Zubiri el gran maestro de Laín porque D’Ors no fue su
maestro en el orden intelectual., aunque Laín lo trató con alguna amistad, lo leyó y lo admiró, Por otro
lado, frente al agnosticismo orteguiano, la reflexión de Zubiri siempre estuvo si no en la religión sí en el
ámbito de la trascendencia, con lo que Laín se sentía más cercano a este último que a Ortega.

110
educación católica (“Mis dos hermanos y yo, educados según las normas habituales en

el lugar, íbamos a misa y en la iglesia aprendimos el catecismo” (p.33)) De sus

recuerdos infantiles, tres pinceladas, aparte de las estrictamente académicas: cuando su

padre se quitó la barba, el espanto que producían en las mujeres del pueblo los nombres

de Larache, África y Melilla y la dulzura con la que su madre calmaba los arrebatos

temperamentales de su padre. Por otra parte, como el libro se centra en ciertos

comportamientos del Laín adulto y público, apenas alude a sus relaciones afectivas,

salvo a las ya mencionadas de amistad, una alusión de pasada a su encuentro en los

cursos de doctorado con la que iba a ser su mujer o al nacimiento de sus dos hijos.

Sí es algo más explícito en la narración de algunos graves episodios como el del

destino de su suegro en Sevilla (pp.185 y 186), el de su padre (p.195), el de su hermano,

que sale al exilio ruso, y el del cuñado (pp.250-251), al que tuvieron que sacar de

España su mujer y su hermana con la ayuda de un contrabandista del Pirineo. Hay un

gran silencio sobre la tensión que debió de existir en las relaciones con los miembros de

su familia castigados de manera tan cruel por los suyos, los nacionales. Es significativa

para el lector la ocultación mediante preguntas retóricas de la información sobre un

momento tan doloroso como el de comunicarle a su mujer el asesinato de su padre en

Sevilla:

¿Olvidaré alguna vez su desconsuelo, su abatida confusión, y el llanto súbito de

nuestra hija ante una escena de lágrimas (…)? ¿Era evitable, por otra parte, que en

la masa del dolor filial de mi mujer se insinuase algo distinto de él: la amargura de

pensar que “aquellos”, el grupo humano de que era parte su propio marido,

habían sido los autores de una acción tan terrible e hiriente para su persona?

111
Porque mi mujer sentía especial ternura por su padre, y éste la sentía por su hija…”

(p.195)86.

El propósito de trazar una trayectoria intelectual explica asimismo la escrupulosa

linealidad en la estructura temporal. Solamente en dos ocasiones utiliza la analepsis,

para hablar en la primera de una visita a Zaragoza anterior a la de sus estudios en 1921

(p.42) y la segunda para relatar los vagos recuerdos que guardaba de una visita a

Santander en 1912 cuando la narración principal se desarrolla en julio de 1936. En

cuanto a las prolepsis, también son dos y de escaso valor, una para contar la aplicación

años después de las enseñanzas de don Juan Madinaveitia (p.92) y otra para anticipar en

dos años el entierro y posterior homenaje de Ortega y Gasset (p.381).

3.2. TESTIMONIO HISTÓRICO-POLÍTICO

En Descargo de conciencia el testimonio tiene valor de argumento para justificar las

conductas del autor porque sirve para que el lector se ponga en el lugar de Laín y se

haga cargo de las dificultades que sufrieron los que vivieron la guerra y la posguerra en

el bando de los vencedores sin estar del todo con ellos.

Como testigo y protagonista de treinta años en la historia del siglo XX español (1930-

1960), Laín informa con detalle sobre algunos de los episodios históricos más

relevantes: la sublevación militar de Jaca, la revuelta de San Carlos y el posterior cierre

de la Universidad, entre enero y abril de 1931, y la proclamación de la República, a la

que dedica cuatro páginas (pp.102-106) en las que narra con detalle su deambular por el

86
Anteriormente había expresado su preocupación por la reacción de su mujer cuando le diera la terrible
noticia: “Una constante y dolorosa comezón: ¿cómo, cuando llegase, diría a mi mujer lo sucedido? Frente
a la insospechable noticia del asesinato de su padre, precisamente por obra de aquellos a cuya “zona” se
acogía, era inevitable que ella lo pensase así, ¿cuál podría ser su reacción?” (p.187)

112
Madrid de los días anteriores al 14 de abril, el solitario y último relevo de la guardia del

Palacio Real y la declaración espontánea e informal de una “pequeña y enardecida

multitud” en el Café de María Cristina en la noche del 13 al 14, a la que asistió junto a

su hermano, y en las que reflexiona sobre las causas de la caída de la monarquía. Relata

la quema de iglesias del 11 de mayo de 1931, en concreto del convento de los jesuitas

de la calle de la Flor, y denuncia la pasividad de los agentes del orden público, de los

católicos allí presentes y de Ramiro Ledesma Ramos que, mirando el espectáculo desde

un ventanal, comentó que a ellos ni les iba ni les venía el asunto y “que se defiendan

ellos”. Muestra su consternación ante la sublevación catalana contra el gobierno

radicalcedista y la proclamación del Estado catalán el seis de octubre de 1934 pues

deseaba el afianzamiento de la República a pesar de no ser republicano (p.144).

Sin embargo, como no podía ser de otro modo, sus vicisitudes y comportamientos

durante la guerra civil ocupan los capítulos centrales del libro. Desde el levantamiento

del 18 de julio, que él vivió en Santander a donde había acudido para impartir unos

cursos de verano de la Junta Central de Acción Católica, seguimos su paso a la zona

nacional (Navarra) a través de Francia, su ingreso en la FE de las JONS, su actividad en

el diario Arriba España, el viaje a Salamanca en los días de la Unificación, su estancia

en Burgos como jefe de las ediciones del Servicio Nacional de Propaganda, la

ocupación de Barcelona, sus dos viajes a Alemania y el Desfile de la Victoria en

Madrid.

En numerosas ocasiones, para reforzar la credibilidad de su testimonio, insiste en la

ya citada fórmula “yo estaba allí”, el tópico que Mortara Garavelli (1988:100)

denomina del testimonio ocular: “Yo vi la alegría del 14 de abril recorriendo a pie la

ciudad y, poco más tarde, mirando el río de sus gentes desde un balcón de la calle del

Príncipe” (p.105), “Yo diré lo que vi, lo que no vi, lo que sentí, lo que pensé. (…) Algo

113
más vi y oí esa mañana” (p.107), “Yo me limitaré a decir lo que entonces vi.” (p.156) o

“Yo diré tan sólo algo de lo que por mí mismo vi” (p.243)…

La información detallada sobre estos momentos dramáticos y el reflexivo testimonio,

están puestos al servicio de la justificación, de manera que los elementos ideológicos

son evidentes desde la expresión de sus dudas en las elecciones del 12 de abril de 1931

cuando, como “joven de derechas” y “joven católico”, no podía estar con la conjunción

republicano-socialista ni con la coalición monárquica por considerarla caduca (p.102).

También se observan en el relato de la proclamación del Estado Catalán en octubre de

1934 (“En el sentido que la palabra “republicano” tenía entonces, yo no era republicano.

Tampoco era cedista. p.144) y en la descripción de los primeros días del alzamiento en

Santander:

Leyendo, oyendo y criticando lo leído y lo oído, cuando Barcia y yo salimos de

Santander teníamos una idea aproximada, sólo aproximada, acerca de la situación

bélico-política de España y sabíamos, por consiguiente, cómo por entonces se

habían configurado los distintos frentes de batalla; confiábamos de modo absoluto

en un triunfo rápido del alzamiento militar; (…) sólo dábamos por cierto, en lo

tocante a las ciudades ya “nacionales” (…) aquello que se compadecía bien con la

índole pacífica y conciliadora de nuestro carácter y con nuestra ideal y

transfiguradora concepción de lo que ese alzamiento tenía que ser… (…) ¿cómo

no dar por buenas las cristianopatrióticas perspectivas que brindaba el resonante

discurso con que Pemán saludó el retorno de la bandera bicolor? (p.161)

La utilización de los adjetivos pacífica, conciliadora, ideal, transfiguradora y

cristianopatrióticas confirman la bonhomía e ingenuidad de su carácter y su adhesión y

confianza en la ideología del bando nacional. Para demostrar su naturaleza conciliadora

114
relata pormenorizadamente sus dificultosos encuentros con altos cargos del bando

nacional (Hedilla, Serrano Suñer) para interceder, por ejemplo, en favor de Jiménez

Díaz, que vivía escondido en Pamplona.

No faltan las críticas a la izquierda (“el sordo resentimiento cultural de la derecha

española, tras tanto tiempo de inferioridad intelectual y literaria respecto de una

izquierda con frecuencia excesivamente agresiva y jactanciosa” (p.275)) ni la

constatación de su temprana discordancia con alguno de los protagonistas y de los

ideales del alzamiento, como se observa en la narración de su primer encuentro con

Millán Astray, cuando este, después de un patético discurso, entona en solitario el

himno de la Legión ante el cadáver de un oficial:

Mientras viva recordaré el estupor y el escalofrío que me invadieron el alma. Lo

que entonces estaba viendo y oyendo, ¿qué otra cosa era sino el trasunto de una

página de Valle-Inclán en cuyo contenido el ingrediente trágico dominase sobre el

grotesco? Y para que de su misma entraña brotase una escena como la que yo

estaba contemplando, ¿qué era en su entera realidad mi patria, tan desconocida

para mí si me limitaba a mirarla desde lo que mi pequeño mundo personal hasta

entonces me había enseñado? (p.180)

Al regresar a Madrid en 1939 se describe como

un falangista sin vocación y sin aptitudes para la gestión política, al que la naciente

España oficial, a la vez que le había dado un puesto en su administración (…),

ciertos honores (…) y algunas franquías (…) había herido gravemente su esperanza

en la patria superadora y asuntiva que la Falange originaria prometió… (p.259)

115
Al autor le interesa dejar constancia de que él también fue víctima “de los suyos”,

pues personalmente tuvo problemas con el régimen franquista (“Como tantos otros

falangistas de procedencia “dudosa” fui sometido a la depuración de los cuadros del

Movimiento que ordenó el purísimo y purificador José Luis de Arrese” (p.284)) y

porque su casa familiar sufrió el saqueo nacional:

Cerrada cuando mi padre la dejó, camino de Sueca, fue metódica y

minuciosamente saqueada por los “nacionales” del pueblo tan pronto como el

avance del ejército franquista hacia el Mediterráneo puso la localidad entera en sus

manos. Ni un retrato, ni un libro, ni un objeto entrañable de nuestro mundo

familiar, para qué hablar de muebles o de cuadros, hemos podido conservar mis

hermanos y yo. (p. 285)

La opción política de Laín en los años de la Guerra Civil tuvo sus raíces en sus

creencias religiosas y por eso deja testimonio de la importancia de la religión en su vida

exponiendo las sucesivas etapas por las que atraviesa su relación con la fe. Tras una

crisis religiosa adolescente, cuyas causas analiza detenidamente 87 y durante la cual dejó

de ir a misa y se hizo indiferente en materia de religión, explica a lo largo de cuatro

páginas (pp.64-68) su conversio fidei, que tuvo lugar en el colegio Mayor del Beato

Juan de Ribera donde pasó “seis años rigurosamente decisivos”. Diego Gracia (2010:73

y 74) explica que esta conversión transformó a Laín en un “personalista cristiano” que

consideraba que no es posible fundar un concepto adecuado de persona sin el

cristianismo, de manera que “no se entiende nada de la obra posterior de Laín sin este

acontecimiento de su vida”. También en Valencia descubrió la religiosidad intrínseca

87
“Una educación religiosa externa e inconsistente, tan torpe o tan zafiamente alejada de las vigencias
intelectuales, sociales y estéticas de la época (…); una vida católica en cuya apariencia mundana (…)
dominaban la rutina, el mal gusto, el fariseísmo y la tácita o expresa alianza entre el cura, el rico y el cabo
de la guardia civil…” (pp.48-49)

116
que le permitió ser más crítico con la extrínseca, que rechazaba casi instintivamente y

que fue una de las causas de su crisis adolescente. Lo anterior permite a Laín censurar la

religiosidad externa del catolicismo franquista, reprobar el sometimiento del Estado a la

Iglesia (p.277) y calificar el Concordato de 1953 como “insostenible” (p.278).

4. LAS EPICRISIS COMO DRAMATIZACIONES JUDICIALES

La introducción, el epílogo y cada capítulo de Descargo de conciencia se cierran con

unos juicios razonados a los que Laín ha denominado “epicrisis”, quizás la originalidad

más notoria de la obra, pues la utilización del género para la justificación y explicación

públicas aparece, como ya se vio, desde sus inicios con las Confesiones de San Agustín

y las de Rousseau. Para comprender la finalidad de estas epicrisis hay que volver a la

introducción de su libro Hacia la recta final: revisión de una vida intelectual donde se

expone que cada capítulo está dividido en dos momentos, que coinciden con el del

“recuerdo” y el de la “revisión”, los dos pilares en los que asienta el autor la libertad de

la vejez. Para explicar el segundo momento, comenta:

A continuación, y a la vista del texto impreso, trataré de ser juez de mí mismo, del

yo que yo era entonces. Esto es: procuraré juzgar lo que hice –su posible valor,

sus posibles errores, sus posibles deficiencias- no según lo que ante el tema en

cuestión yo haría en mi situación actual, sino respecto de lo que entonces pude

hacer y no hice.” (Laín Entralgo 1990:24)

Esta manera de enfrentarse a su proyecto intelectual es la misma que utiliza en la

revisión política e ideológica de su pasado, plasmada en Descargo de conciencia. El

117
juicio en este libro se realiza en las epicrisis, donde, en una interesante dramatización

judicial, el autor se confiesa y justifica.

En una nota al pie Laín explica el sentido y el uso del término “epicrisis”. La palabra,

proveniente del griego, se aplica “al juicio razonado que el médico establece acerca de

lo que en su realidad ha sido la dolencia de un enfermo, bien cuando ésta ya ha pasado,

bien cuando ha transcurrido una etapa importante de ella” (p.80). Consecuente con esta

definición, utiliza las suyas para ofrecer un juicio razonado de lo que fue y lo que hizo

en los periodos que relata en los capítulos que las preceden.

Sin embargo, la de la introducción, la del capítulo “Rector, ma non troppo” y la del

epílogo siguen un esquema distinto a las demás, pues en ellas, monologalmente, el yo

del momento de la escritura se limita a mirar de manera analítica al yo objeto del

enunciado. En la epicrisis inicial, después de describir los seis tipos de “entes

biográficos”, se incluye entre los que “tratando de realizarse a sí mismos según líneas

vitales que el azar va sucesivamente interrumpiendo, como buscándose de continuo a sí

mismos se ven obligados a existir” (p.83). Efectivamente, a lo largo del libro, no deja

de repetir que su mayor afán fue buscarse a sí mismo88. Ya en el prólogo a la primera

edición escribe: “años en los cuales, ahora lo veo, en el constante empeño de buscarme

a mí mismo tuvo mi existencia una de sus claves más secretas” (p.25) 89. E insiste en la

epicrisis final: “Dentro de mí, la conciencia y el problema de haberme encontrado a mí

mismo” (p.468)90. ¿En qué consiste “buscarse a sí mismo”? Parece, por sus palabras,

que Laín lo consiguió tras salir del Rectorado en 1956, al sentirse liberado de

obligaciones impuestas. Esa conquista consistió en llegar a ser (“llega a ser quien eres”),

88
Ya se ha comentado que el primer título que barajó para la obra fue En busca de sí mismo.
89
Más adelante insiste en esta idea varias veces: “Pero de lo que yo trato ahora no es de escribir un
fragmento de nuestra historia, sino de relatar dentro de ella mi paulatino empeño de buscarme a mí
mismo.” (p.106); “Haré lo que yo –ilusionadamente- en conciencia creo que debo hacer. ¿Para, acaso sin
saberlo, seguir buscándome a mí mismo?” (p.175)
90
Gisèlle Mathie-Castellani (1996:47) señala que el relato autobiografíco persigue una búsqueda de
identidad y de identificación.

118
en la consideración del hombre como un faciendus, algo que tiene que irse haciendo. En

esto consiste una vida: en el proceso de hacer realidad el propio destino; el intento de

llegar a ser aquello que se es. El propio Laín lo expone en la epicrisis final:

Sé lo que soy: un estudioso que a lo largo de su ya declinante vida ha hecho unas

cuantas cosas, aunque no las que él quisiera; un español que quiere de su país

mucho de lo que su país le ofrece (…); un hombre que siendo lo que es, (…)

querría existir en un mundo donde, a través de tormentas y de bonanzas, el saber, la

libertad y la justicia fuesen de la mano.(…) Mi identidad, que por lo pronto

consiste en tener invariablemente lo que tengo, esto es, lo que yo he ido haciendo

con todo aquello –talentos, libertades, recursos- que en mi existencia me encontré,

por necesidad me exige considerar lo que no tengo –lo que hubiera querido, lo que

aún querría hacer y tener-…(p.468)

En las epicrisis de los capítulos I al VI, Laín utiliza una escenificación judicial que

describe en la que cierra el capítulo primero. Al evocar su pasado, el autor escinde el yo

en tres personajes: el que antaño hizo lo que hizo (el actor de una pieza teatral), el que

también antaño, desde el interior, decidía, contemplaba e interpretaba su propia

conducta (el autor de la pieza) y el que, desde el presente, mira y juzga a los dos

anteriores (el juez). Entre estos tres yoes se establece una dramatización que reúne las

culpas, los arrepentimientos, los reproches y las justificaciones que Laín quiere

presentar al lector, de modo que todo lo que ha ido diseminando en los capítulos se

expone de manera reflexionada y organizada en las epicrisis; de ahí que estas sean

redundantes en muchas ocasiones.

Para analizar esta puesta en escena, hay que considerar, en primer lugar, el

desdoblamiento que siempre se produce en la escritura autobiográfica entre el sujeto y

119
el objeto de la enunciación, entre el yo del momento de la escritura y los distintos yoes

que este fue en otros tiempos. De esta escisión deriva el diálogo interior que se

establece en toda enunciación autobiográfica y en la confesión, como afirma María

Zambrano (2001:37):

La confesión es salida de sí en huida. Y el que sale de sí lo hace por no aceptar lo

que es, la vida tal y como se le ha dado, el que se ha encontrado que es y que no

acepta. Amarga dualidad entre algo que en nosotros mira y decide, y otro, otro que

llevando nuestro nombre, es sentido extraño y enemigo.

El modelo judicial tiene la ventaja de dar cuenta de la multiplicidad de voces que

hablan en la autobiografía (en este caso el yo del presente interpela, reprocha y acusa al

yo del pasado) y permite un juego de papeles que muestra de manera más clara las

disonancias íntimas del yo. Así lo explica Gisèle Mathieu-Castellani en La scéne

judiciaire de l’autobiographie, (1996:220):

Le modèle judiciaire, implicite ici, lá explicite, a l’avantage de rendre compte de la

multiplicité des voix qui parlent dans l’autobiographie, et de leurs intimes

dissonances; d’ illuminer cette scène sur laquelle se jouent la cérémonie des aveux

et le rite de la confession publique. Bref, de manifester le caractère théâtral du

procès, ainsi que le jeu de rôles qu’il permet.

Mathieu-Castellani (1996:9) expone alguna de las claves para comprender la

teatralización judicial en Descargo de conciencia:

120
Avant même d’être le narrateur de sa propre histoire, l’explorateur de son âme,

(…) celui qui écrit le discours de sa vie et de ses actions, selon la formule de

Montaigne, se situe en position de coupable et d’accusateur, d’accusé et d’avocat,

de juge-pénitent, (…) glissant insensiblement d’un rôle à l’autre. (…) Le modéle

du discours de défense, accompagné d’une revendication et de la mise en cause du

juge et du jugement, semble fixé, d’une certaine manière, par les plaintes de Job, se

présentant devant le Tribunal en accusé accusant, oscillant de la protestation d’

innocence à l’aveu oblique de la culpabilité.

Laín ilustra perfectamente todo lo anterior: se sitúa en posición de culpable y de

inocente, de acusador y de acusado, de abogado y de juez y se va deslizando de un

papel a otro, fluctuando entre la declaración de inocencia y la confesión de culpabilidad.

Así, la escritura autobiográfica imita la situación judicial: un tribunal imaginario ante el

cual se descarga el inculpado para que, después, dicte sentencia. Desde las de San

Agustín, la confesión encuentra en el discurso judicial el molde perfecto para el

reconocimiento de la culpa y la defensa.

Los roles pueden ser, como señala Mathieu-Castellani (1996:38), “métamorphosés et

métamorphiques”. Son metamorfoseados porque, aunque los términos del contrato y las

respectivas posiciones de los actores aparecían con claridad y sin demasiados cambios

en las primeras autobiografías (San Agustín, Rousseau y Montaigne), en las modernas

se disfruta subvirtiéndolos; asimismo, son metamórficos porque el emisor se desliza de

un papel a otro, de manera que el tribunal imaginario permite lo que uno real prohibiría,

por ejemplo que el juez se convierta en acusador o fiscal como ocurre en Descargo de

conciencia, donde el que tendría que dictar sentencia (el juez) se dedica a incriminar al

actor y al autor de inacción, de dejarse llevar “como pavesa o vilano”, de no tomar

decisiones para liberarse de responsabilidad, de no haber descargado antes su

121
conciencia… Además, los acusados (tanto el actor como el autor) se convierten en sus

propios abogados defensores pues con sus palabras refutan las acusaciones que les lanza

el juez: se escudan en la irresolución o en la debilidad de carácter para disculpar su

pasividad, en el desconocimiento para explicar distintas acusaciones, en la continua

búsqueda de sí mismo, en su ingenua creencia en la “España asuntiva y superadora”…

La puesta en escena judicial implica el empleo frecuente de vocablos del campo

semántico jurídico: “juzgando”, “juzga”, “juez”, “sentencia”, “sentenciar” (pp.109, 110

y 218), “descargo” (pp.217 y 220), “cargo” (p.220), “reo” (p.218), “defensa” (p.220),

“condena” (p.252), el actor y el autor “comparecen” (pp.111, 172 y 217) ante el juez

que “dicta así su sentencia” (p.111), “juzgador de quien yo fui, de nuevo tengo que

hundirme judicativamente en mis recuerdos” (p.150), “No te condeno, pero tampoco te

absuelvo (…) Admito, por supuesto, la verdad de lo que en tu favor alegas”, “total

absolución” (p.253), “error culposo”; “arbitrio-coartada”; “crímenes de lesa

humanidad” (p.350), “denuncia moral” (p.352), “como juez y como parte” (p.406)…

4.1. IMPLICACIONES RETÓRICO-PRAGMÁTICAS

Gran conocedor de la retórica clásica, Laín manejó varios de sus recursos, con fines

esencialmente persuasivos. Como afirma su amigo López Aranguren (1976) todo en el

libro, tanto en las epicrisis como en los capítulos, “ha sido premeditado y aparece

preciso, organizado ante el lector”91.

Según Mortara Garavelli (1988:18) los fundadores de la retórica fueron los griegos

Córax y Tisias, cuya preceptiva se apoyaba en el siguiente principio: lo que parece

verdad cuenta mucho más que lo que es verdad. A raíz de este principio, Platón

91
En este artículo, López Aranguren afirma que el descenso al fondo de la conciencia es escenificado por
Laín “a modo de secularizado auto sacramental”.

122
estableció la diferencia entre la retórica, entendida como un ejercicio meramente formal

de persuasión y dedicada a “distraer” a la multitud mediante la seducción y la dialéctica

como arte de la discusión, destinada al análisis de los argumentos, a su descomposición

en elementos fundamentales y a su reordenación en categorías esenciales. Más adelante,

Aristóteles, para quien la retórica es la facultad de considerar lo que es necesario en

cada caso para persuadir, realizó su primera sistematización. Tras Cicerón, Quintiliano

en el siglo I d. C. compendia y confronta con precisión y sistematicidad todas las

doctrinas precedentes y las reelabora pedagógicamente, de manera que su tratado se

convierte en modelo prestigioso que determinará lo que se conoce como “retórica

clásica”, reducida a la “ciencia del hablar bien”. Después de un periodo de decadencia

durante el Romanticismo, hubo un renacimiento de la disciplina a mediados del siglo

XX con la publicación del Traité de l’argumentation de Perelman y Olbrechts-Tyteca

que sostienen, como Aristóteles, que el centro es el auditorio, cuyo conocimiento (lo

más realista y preciso posible, y basado, sobre todo, en nociones de psicología social) es

condición preliminar para el éxito de la argumentación.

De los tres géneros de discursos de los que habla Aristóteles, Descargo de conciencia

pertenece al judicial pues el lector se erige en juez que, una vez oídas las dos partes, la

acusación y la defensa, dictaminará acerca de los hechos que presenta el autor. Y dado

que la retórica existe para persuadir, no solo es necesario atender a que el discurso sea

probatorio y convincente sino también a presentarse uno mismo de una manera

determinada y colocar al juez en una disposición especial. Por lo que se refiere al

orador son tres las cualidades que le otorgan credibilidad: la prudencia, la virtud y la

benevolencia92 (Aristóteles 1971:95). Laín Entralgo pone en pie un personaje con los

92
Sobre el uso de la benevolencia como coartada para múltiples justificaciones ya se ha hablado en el
segundo epígrafe.

123
atributos anteriores con el fin de anular los prejuicios con los que el lector se acerca a la

obra, vincularlo por vías emocionales y colocarlo en la disposición de absolverlo.

Para preparar al auditorio, Laín se ayuda de un discurso probatorio y convincente

intentando refutar los argumentos contrarios, generalmente expresados, como ya se ha

comentado, en forma de pregunta retórica. Quizás sea este el recurso más efectivo: el de

hacerse él mismo las recriminaciones que supone que le haría el lector, refutarlas y

evitar así que este juzgue sin criterio.

Cuando expone tanto los argumentos como las refutaciones usa en muchas ocasiones

uno de los recursos de la retórica clásica: el de la partición, que según Mortara Garavelli

(1988:81), consiste en enumerar los puntos que han de tratarse. Como los ejemplos son

muy numerosos, bastarán con dos de los que aparecen en las epicrisis93. En el primero

numera y describe los seis tipos de entes biográficos: 1. Los que van siendo de hecho lo

que en el mundo tenían que ser; 2. Quienes son en su vida lo que se sienten llamados a

ser, y sólo eso; 3. Aquellos cuyo motor constante es su propia veleidad, su voluntad

antojadiza; 4. Los que en su vida cambian y cambian porque saben beneficiarse de los

golpes de su fortuna; 5. Los que se ven forzados a ser lo que de ningún modo quisieran

ser; 6. Aquellos en quienes late una vocación real pero excesivamente genérica, opera

una voluntad no demasiado firme y por azar van hallándose en situaciones que sólo de

un modo parcial les permiten cumplir alguna de las determinaciones específicas de la

vocación (pp.82 y 83). En la epicrisis del capítulo VI (p.352), el juez declara: “Por mi

93
En los capítulos el recurso es utilizado frecuentemente. Un ejemplo muy curioso es el de la ordenación
mediante las letras del alfabeto de lo que hicieron Barcia Goyanes y él en el mes que permanecieron en
Santander de julio a agosto de 1936: “a) recoger noticias, para luego comentarlas críticamente, de lo que
estaba sucediendo en España; b) conjeturar, a la vista de ellas, lo que de nuestras respectivas familias
estaría siendo; c) visitar diariamente a nuestros compañeros de infortunio…” y así hasta la letra g. (p.160)
También numera las conclusiones a las que llegó tras la revisión de sus convicciones políticas al terminar
la segunda guerra mundial (p.299)
Otros ejemplos: “La materia es tanta (…) que por fuerza debo encorsetarla dentro del esquema a que dan
nombre y figura los cuatro siguientes epígrafes: vida política; vida intelectual y universitaria; vida
familiar y amistosa; resto misceláneo.” (260); “Y para ello examinaré la no sé si unitaria diversidad de mi
obra escrita o profesada distinguiendo en ella cinco líneas principales: la antropología general, la
antropología médica, la historia de la medicina, el tema de España y el ensayismo latu sensu.” (442)

124
parte, yo entiendo que cuando en materia tocante a la vida pública uno ha errado de tan

grave modo, la integridad de su deber ante esa vida comprende hasta cuatro puntos:

palinodia, abstención, denuncia moral y trabajo vocacional. Más explícitamente...”, y

continua la recriminación matizando cada una de ellas.

Por su importancia reproducimos la utilización del recurso para la exposición analítica

de sus justificaciones al fundamentar su adhesión al régimen nazi:

Tres razones distintas contribuyeron a hacer favorable esa actitud: la condición

preponderantemente germánica de mi anterior formación intelectual; la idea de que

la historia de la humanidad, tras el capitalismo y el comunismo, entraba en una fase

nacional-proletaria (…); mi convicción de que el advenimiento de la nueva era

tenía como condición previa el triunfo del Eje en la Segunda Guerra Mundial.

(p.295)

El uso reiterado de este recurso produce un efecto de envaramiento, rigidez y

pedantería en el estilo, cerrado a cualquier fórmula de improvisación, a diferencia de

Caballero Bonald, por ejemplo, que intercala en el texto expresiones como “a lo que

iba”, “decía que…” que le proporcionan naturalidad y espontaneidad94.

En la disposición de las explicaciones, la dispositio en la retórica clásica, Laín sigue

un orden creciente, dejando para las epicrisis los argumentos más sólidos 95, a fin de

conseguir que perdure en la memoria del lector la última impresión. También inserta en

94
Aunque la partición ayuda, sin duda, a la claridad expositiva, Quintiliano defiende, según Mortara
Garvaelli (1988:81) que no siempre es recomendable su uso en la elocuencia forense “porque
generalmente son más placenteras las cosas que producen la impresión de que han sido improvisadas y de
que no han sido preparadas en casa, sino que han nacido a medida que avanzaba el discurso; por eso son
bien recibidas figuras como “he estado a punto de pasar por alto” y “se me había ocurrido” y “justamente
esto me recuerda…”
95
En las epicrisis aparece la expresión más dolorida de su mala conciencia (p.351), argumenta con la
ingenuidad el desconocimiento de la represión franquista (p.220) o muestra las posibles refutaciones del
lector, como el no haber hecho antes el descargo de conciencia (p.350).

125
el epílogo la carta ya mencionada en la que habla de confesión, de problema de

conciencia, del nostra culpa y del pecado histórico, con lo que se convierte en una

especie de recapitulación de todo lo que ido exponiendo a lo largo del libro.

Las modalidades de enunciación en las epicrisis vienen también condicionadas por la

elocuencia judicial, y así es frecuente la utilización de la modalidad interrogativa sobre

todo por parte del juez tanto al autor y como al actor: “Pero responsable (…) ¿puedes

decirme que lo fueras?” (p.111); “El modesto contemplador crítico y perplejo que tú

entonces fuiste, ¿lo hizo así?” (p.112); “Pero esto, que sin duda es verdad, ¿constituye

toda vuestra verdad?” (p.173); “Pero el cuidado de tu mujer y de tu hija, ¿no era

también, y bien hondo, un deber tuyo?” (p.174); “¿puedes decirme con seriedad,

entiéndeme, con seriedad, que en ti haya verdaderos proyectos?” (p.175) 96.

En algunas ocasiones, son el autor y el actor quienes interpelan al juez: “¿Qué es lo

que en el fondo estás pidiendo de mí?” (p.151); En justicia, mi juez, mi hijo-padre,

¿puedes acaso condenarme?” (p.253); “¿Qué puedes objetarme, si en verdad quieres

tener en cuenta lo que con verdad te digo?” (p.350); “Entonces, ¿quién es el que debe

estar agradecido, yo a ti o tú a mí?”(p.352).

Igualmente, el escenario judicial justifica el uso de la modalidad imperativa en las

intervenciones del juez-acusador: “No habléis. Muy bien sé lo que vais a decirme.”

(p.172); “Sé sutil, amigo, frente a ti mismo; sé contigo mismo sincero.” (p.173); “Callad

los dos y oídme.” (p.218); “Por favor, no respondas hasta que haya terminado.” (p.253)

“Ahora, amigo, respóndeme con lealtad y dime si siendo entonces tú…” (p.255)

Asimismo esta modalidad oracional es utilizada en una ocasión por el autor al dirigirse

al juez: “Déjame que te interrumpa. (…) Sigue ahora tú.” (p.351)

96
Más ejemplos: “¿Llamas acaso vida nueva y más alta a tu participación en el acto religioso-teatral de la
iglesia de San Agustín?” (p.217); “¿No es cierto, amigo, que tú debiste ver todo esto? Y si tu información
era deficiente, ¿acaso no tenías sobrados indicios para cultivar en ti el deseo de ampliarla? ¿No había en
tu alma, piénsalo, una verdad que había de dolerte?” (p.219); “¿Qué puedes responder tú a estas preguntas
mías?” (p.254); “¿Por qué te quedaste donde te quedaste?” (p.255)…

126
En la dialéctica o enfrentamiento entre los tres yoes lainianos destaca el uso de la

prosopopeya, que, como describía Quintiliano (Loureiro 2000:22), sirve para mostrar

los pensamientos de los adversarios como si estuvieran hablándose a sí mismos o para

presentar conversaciones en las que podemos poner palabras de consejo, reproche,

queja, alabanza o compasión en las bocas de las personas apropiadas. Este aspecto de la

prosopopeya da forma a la estructura conflictiva y dialógica del yo, en este caso de la

conciencia del autor. El actor, el autor y el juez de las epicrisis dan voz a los distintos

yoes de Laín, dramatizan un juicio en el que los dos primeros presentan sus descargos y

en el que el juez se adelanta a las posibles recriminaciones del lector97 para finalmente

sentenciar el juicio. Baste este ejemplo en el que el yo del presente (el juez) interpela al

yo del pasado (el autor, el tú al que se dirige el juez):

Sí: respondiste contemplando, contemplaste sin comprometerte, disfrazaste de

crítica tu laxitud, acaso tu inacción, y al fin, aún tan joven, comenzaste a hacer un

hábito –a la postre, cómodo- de tu propia perplejidad. Y el mero espectador, el que

ante el mundo en torno no sabe o no quiere responder sino contemplando, ¿qué es

en el fondo, amigo autor, sino un evadido, un perezoso o un cobarde? (p.111) 98

La prosopopeya suele ir acompañada del apóstrofe pues ambas figuras, según

Loureiro (2000:23), se dan unidas con frecuencia en el contexto judicial. La apelación

explícita de los destinatarios aparecía tanto en las Confesiones de San Agustín (Dios y

97
En la presentación del libro en Madrid, Lázaro Carreter lo comenta: “Laín se ha adelantado a cualquier
reproche que pudiera plantearle el lector.” (ABC, 21 de mayo de 1976, p. 43)
98
Otros más: “tu catolicismo de entonces, ¿no fue por esta razón más derechista de lo que tú mismo
pensabas y querías?” (p.150) En este ejemplo el yo pasado se justifica ante el actual: “Pero en mi
defensa quiero decirte esto: yo, te lo juro, no sabía entonces que la represión de que me hablas hubiese
sido tan cruel como realmente fue.” (p.220) Y este último en el que hay una confesión: “Es verdad, algo
más pude hacer; y por eso que entonces no hice, deja que a través de ti (…) diga ahora mea culpa. Por
omisión pequé, lo reconozco sin reservas.” (p.255)

127
los lectores)99 como en las de Rousseau (el lector)100. Laín Entralgo, sin utilizar

directamente el apóstrofe, menciona al lector al principio y al final de la obra y

siguiendo el modelo de Rousseau, le traspasa la responsabilidad de la interpretación de

su vida101: “Que según ese doble designio (confesión-consejo y consejo-confesión) sea

juzgado mi libro por quienes con buena voluntad lleguen a leerlo.” (p.26) y

“Moralmente, de algo me sirve a mí el hecho de publicar, aunque con tanto retraso, este

viejo descargo de conciencia. ¿Les servirá también a quienes ahora lo lean?” (p.429).

El apóstrofe dirigido, no al lector, sino al tú de los distintos desdoblamientos del yo

es frecuente en las intervenciones del juez: “Soy, amigo autor, el yo que con el paso del

tiempo tú (…) has venido a dar” (p.111); “Tú, actor, te limitaste a ejecutar como mejor

pudiste el papel que para ti fue inventando tu autor. Tú, autor, no pasaste de

responder…” (p.172); “No como juez sino como persona voy a hablaros; muy en primer
102
término, a ti, autor.” (p.218) . También el actor y el autor las utilizan en sus

respuestas: “Ante ti, mi autor, tengo que dar cuenta de mi manera de representar el

papel que entonces me entregaste. Ante ti, mi juez, debo soportar que desde tu olímpica

altura vital -¡cuarenta años más que yo, no lo olvides!- censures lo que entonces yo

hice.” (p.252)

99
“Conocedor mío, que yo te conozca, que te conozca como tú me conoces. (…) Tú amaste la verdad,
pues quien la opera viene a la luz. Yo quiero también obrarla en mi corazón ante ti, en mi confesión. Pero,
ante muchos testigos más, mediante este escrito.” (San Agustín 2007:378,379)
100
“Quien quiera que seas tú, a quien mi destino o mi confianza te han hecho árbitro de la suerte de este
cuaderno, te ruego encarecidamente por mis desdichas, por tus entrañas y en nombre de todo el género
humano, que no destruyas una obra única y útil que puede servir de primera pieza de comparación para el
estudio de los hombres (…) ni que arrebates al honor de mi memoria del único monumento de mi carácter
que no haya sido desfigurado por mis enemigos implacables. Por último, si fueses tú mismo uno de esos
enemigos implacables, cesa de serlo de mis cenizas y no lleves tu cruel injusticia hasta el tiempo en que
ni tú ni yo viviremos…” (Rousseau 1980:26)
101
“Rousseau not only writes his life as an answer to the others, but he also passes the responsability of
its interpretation to the reader” (Loureiro 2000:25).
102
Otras citas más: “Con todo, te acepto” (p.149); “Amigo mío, la verdad de la verdad es para el hombre
no dormido…” (p.174); “Mientras tú, actor, hacías real ese papel…” (p.217); “Con dureza y ternura te he
hablado, padre e hijo de mí mismo.” (p.220); “Bravo, joven actor” (p.252); “Pues bien, amigo:” (p.253);
“No te condeno, pero tampoco te absuelvo; y mucho menos puedo aplaudirte, como parece ser tu deseo.”
(p.253); “Ya ves, amigo autor, cómo tu error de antaño…” (p.352).

128
La teatralización de las epicrisis no es original de Pedro Laín Entralgo. Como señala

Loureiro (2000:25), Rousseau, ante el fracaso de las Confesiones como texto

apologético, escribió un nuevo texto autobiográfico (Rousseau juge de Jean-Jacques) en

el que intentó mostrar una objetividad perfecta. Esta obra presenta un diálogo tripolar

entre un francés (emblema de sus enemigos), Rousseau (el juez imparcial) y Jean-

Jacques (el Rousseau auténtico). Lo que sí es original en Laín es la escisión en tres

yoes, dos en el pasado y uno en el presente, cuando lo normal es el enfrentamiento entre

dos: el pretérito y el actual. ¿Por qué dos Laínes en el pasado, el actor y el autor, el que

hace y el que “decide, contempla e interpreta” lo que el otro hace? Parece que ya en el

pasado tuvo Laín problemas de conciencia, de desajuste. El autor le sirve a Laín para

demostrar que el actor no actuaba como él en el fondo quería; es decir, no era el que

quería ser.

No sabemos si Laín conocía la obra de Rousseau, pero es evidente que sus epicrisis

tienen el mismo fin: convencer a los lectores de su inocencia. En realidad, la

escenificación está construida para interpelar al lector y que este acepte el veredicto.

Cuando el actor y el autor se dirigen al juez apuntan también a alguien más, el que en

verdad les importa: el lector. Por tanto, el juez es el elemento de relación entre lo que

ocurre en el escenario (el diálogo íntimo de la conciencia de Laín) y el lector, al que el

juez representa en dos facetas: por un lado es un personaje que, al igual que haría el

lector, recrimina al autor sus culpas y, por otro, es el que absuelve a la vista de la

defensa. El lector de Descargo de conciencia no es apelado como simple espectador, ni

como testigo (como en Pretérito imperfecto) ni cómplice literario (como en Tiempo de

guerras perdidas), sino que, con la escisión no en dos sino en tres yoes y la estrategia de

adelantarse a las desaprobaciones y censuras que se le pudieran hacer y sus posteriores

justificaciones, explicaciones y confesiones, el autor lo interpela como confidente de la

129
confesión, buscando su comprensión, indulgencia y por último su absolución, ya que,

por un lado, la confesión es inútil si no es recibida por lectores benevolentes y por otro,

en el fondo de toda confesión hay un deseo de ser absuelto. También Castilla del Pino

(1973:161 y 162) sostiene que la tristeza que la culpa ocasiona se expresa a los otros

para suscitar su compasión103. Y añade:

¿Qué espera el sujeto apesadumbrado de esos otros a los cuales expresa su

sentimiento de culpa? Compasión. Pero aquí la compasión no tiene el exclusivo fin

de hacernos consolar. No es que el culpable no lo precise. Pero lo que

verdaderamente le urge no es tanto que se le consuele cuanto que se le perdone.

Así, la teatralización de las epicrisis enlaza con las dimensiones éticas de la escritura

autobiográfica de las que habla Loureiro (2000) 104.

4.2. REACCIONES DE LOS LECTORES

La obra suscitó un enorme interés pues a los seis meses de su publicación hubo de

reimprimirse y estuvo en las listas de los diez libros de ensayo más vendidos. Laín

apelaba al juicio de “quienes con buena voluntad lleguen a leerlo”, pero en el prólogo a

103
Con el significado que le da Aristóteles (1971:16) de “pena por un mal que aparece grave y penoso en
quien no lo merece”. Con este fin se explican las expresiones de Laín “con dolor me arrepiento de ella” o
“mi conciencia moral ha vivido íntimamente perturbada desde aquel agosto de 1936 hasta hoy mismo”.
104
En el mismo sentido habla Lejeune (2004:162) en un texto ya utilizado en la Introducción a este
trabajo: “Sin embargo en el pacto autobiográfico, como en cualquier otro “contrato de lectura” ( …)el
lector queda libre de leer o no, y sobre todo de leer como le apetezca. Esto es cierto. Pero si lee, (…) ha
entrado en un campo magnético con líneas de fuerza que orientarán su reacción. Cuando leemos una
autobiografía, no nos quedamos desconectados (debrayés), como en el caso de un contrato de ficción,
(…) o de una lectura simplemente informativa, sino conectados (embrayés): alguien solicita ser amado y
ser juzgado, y es a nosotros a quien nos toca hacerlo.”

130
la edición de 1989, a la vista de las reacciones e interpretaciones de la obra 105, aclara

que no todos los lectores son “de alma limpia”.

Los periódicos de la época (el recién estrenado El País, ABC y La Vanguardia)

recogen la noticia de la presentación del libro en Madrid, en forma de coloquio, que

debió de ser muy polémica a juzgar por los comentarios de los periodistas, de algunos

asistentes y del propio Laín. Así, en ABC, el 29 de mayo en una sección titulada

“República de las letras”, Jacinto López Gorgé, comenta que “resultó uno de los actos

políticos-literarios más importantes de las últimas semanas” por “las descarnadas cosas

que allí se dijeron”. En El País (20/5/1976) el periodista José F. Beaumont da cuenta de

que durante dos horas “fue sometido Pedro Laín a las preguntas -la mayoría de ellas

acusaciones- que sobre su evolución ideológica y política le formularon el doctor

Francisco Vega, Raúl Morodo, Fernando Lázaro106, Antonio Buero Vallejo107 y Juan

Pedro Quiñonero”. En La Vanguardia (06/06/1976), Carmen Castro habla de “sesión

inquisitorial” 108. Y, en fin, el propio Laín, en una carta al director de ABC el 27 de

mayo se refiere a la presentación como un acontecimiento “tan poco dulce para mí”.

A partir de la publicación del libro, los artículos y reseñas se multiplican. El 6 de

junio, Carmen Castro en una reseña en La Vanguardia califica el libro de “incómodo”,

por íntimo y personalísimo y afirma que es la transformación en Literatura (“excelentes

páginas de prosa castellana”) de un conflicto íntimo, que, al verbalizarlo, convierte al

autor en cronista de sí mismo; el 26 de junio, en ABC, Miguel Ángel Molinero elogia

tanto la forma como el contenido de Descargo de conciencia, pondera al “prosista

105
Algunas de ellas erróneas, según Diego Gracia (2010:578), pues no vieron el libro como lo que era: un
público descargo de mala conciencia: “No haber visto el libro así, dio lugar, al poco de su aparición, a
muchas interpretaciones erróneas.”
106
Lázaro Carreter comentó: “Es un libro dolorido y doloroso.” (ABC,21 de mayo de 1976, p. 43)
107
“El libro de Pedro es impagable, como lo es una confesión sincera. Que quede claro que ahora admiro
aún más a Laín, por este denegado gesto, nunca tardío, de confesar.” (ABC, 21 de mayo de 1976, p. 43)
108
El doctor Francisco Vega (1987:127) comenta que la sesión duró más de cuatro horas y que las
respuestas de Laín a los allí presentes fueron “piezas magistrales de argumentación convincente, más
elocuentes que el mismo libro por la naturalidad con que se expresaron.”

131
consistente de siempre, preocupado a la vez por la claridad y el rigor” y habla del

esfuerzo de Laín por explicarse y explicarnos su talante, “un esfuerzo que exige

capacidad de autocrítica y honestidad, caminos que muchos evitan recorrer”; el 30 de

junio, José Luis López Aranguren publica en La Vanguardia una reseña, ya citada, en la

que se pregunta de qué y por qué tendría que descargar públicamente Laín cuando desde

su época de falangista liberal “ha hecho cuanto en sus manos estaba por la cultura” y su

trayectoria pública ha sido enteramente coherente. Añade que políticamente sólo tiene

que acusarse, a lo sumo, de “pecados históricos” y juzga desacertadas, sin añadir

argumentos, expresiones del libro como “paria oficial”, “guetto al revés” o “virtuoso de

la palinodia”. Para Aranguren, el libro no es un descargo de conciencia “en la acepción

más usual de la locución” ni tampoco unas memorias; es la “composición” de una serie

de recuerdos; el 18 de julio, Ramón Pedrós en ABC y Miguel Masriera el 27 de julio en

La vanguardia, escribieron reseñas favorables y encomiásticas109. Este último vaticina

que

no faltarán los suspicaces de siempre que lo achacarán a ganas de justificarse o, lo

que sería peor, de rectificar ideologías con vistas a una colocación ventajosa en el

futuro. ¡Qué equivocado sería tan insidioso pensamiento! Porque Laín no renegó ni

reniega de ninguna de sus convicciones ni de ninguno de sus principios básicos;

quién cambió no fue él, fueron las instituciones políticas las desviadas de sus

primitivas directrices.

109
Ramón Pedrós se refiere al libro en los siguientes términos: “No nos puede una larga y rotunda
admiración por el Laín hombre y ensayista (…) cuando afirmamos que este libro estremecedor constituye
una de las piezas básicas de la reciente historia de España.” Y añade: “Descargo de conciencia es además
de una cala histórica fundamental y un documento insustituible, una pieza literaria singular en los
recuentos confesionales de nuestra cultura.” (ABC 18 de julio de 1976)
Por su parte, Miguel Masriera habla de la escritura del libro como “un acto de probidad moral y entereza
que nunca los españoles le agradeceremos bastante.” Y de la “lección de cordura, sensatez y honestidad
que tanta falta nos hace en estos momentos.” (La vanguardia, 27 de julio de 1976)

132
Para Masriera “todos tendríamos, por patriotismo, que seguir su ejemplo y hacer

nuestro público examen de conciencia de nuestro comportamiento durante la guerra”.

Lo significativo de esta reseña es que Miguel Masriera declara que su posición al inicio

de la Guerra Civil fue radicalmente contraria a la de Laín, casi “su negativo

fotográfico”, por los antecedentes políticos y religiosos de su familia y de su entorno;

sin embargo ha llegado a una conclusión parecida a la de Laín: cuando se asesina a

mansalva, “las ideologías pasan a segundo término y lo que cuenta es el dictado de la

propia conciencia”.

Julián Marías escribió dos artículos. En el primero (“La confesión histórica”, El País,

22 de junio de 1976), después de relatar cómo conoció a Laín y dos casos en los que fue

ayudado por él, duda del acierto de la publicación de Descargo de conciencia, que

podría haber sido un excelente libro de memorias si su autor no hubiera cedido a la

obsesión por buscar “culpabilidad”. Sostiene que Laín ha sido un juez muy severo de sí

mismo y que ha sido un desacierto “haber asociado a otros a esa función de jueces”. En

el segundo (“Los supuestos”, El País, 29 de junio de 1976), rechaza el supuesto de que

“se es culpable simplemente por haber estado al lado de los vencedores”, se pregunta

quién es nadie para pedirle cuentas a Laín por eso y sostiene que renunciar a la parte de

razón que se tiene es como negar la parte de razón del otro: una injusticia110.

Esta recepción de la obra en la línea pretendida por Laín, estos es, con mirada

benevolente, contrasta con la posición ideológica diferente del Discurso de Onofre, de

Carlos Castilla del Pino, publicado en 1977, donde se arremete contra Laín Entralgo y

su “descargo”. Castilla del Pino utiliza el tópico del manuscrito encontrado para editar

unos papeles que un supuesto psiquiatra, Onofre Gil, dejó tras su suicidio, y que

110
Marías también utiliza terminología jurídica (“jueces”, “tribunal”, “injusticia”, “culpable”…) lo que
revela la influencia del modelo judicial que Laín ha manejado en su autobiografía.

133
casualmente acaban en sus manos111. En el discurso, Onofre habla de “los que por

afortunado azar fueron educados entre hijos de san ignacio, en el burjasot college”

(p.28), es decir, de López Ibor, Marco Merenciano y Laín Entralgo. Y añade: “Y qué

bien mataron o dejaron matar o lo incitaron, sin que les enturbiase el ánimo opuesta

instancia capaz de sumirles en torturantes escrúpulos que hacen la tragedia de humanos

tridimensionales” (p.29). En una alusión evidente a Laín Entralgo aparece la

reprobación:

Hay incluso algunos que en reiterada palinodia se autolamentan de aquellas

aplicaciones de otros tiempos, no sé bien si por excesivamente tímidas o por

ineficaces. Se trata de gente en extremo dubitativa, sin duda fruto de la senectud,

porque es claro que por aquellos tiempos no dudaron. (…) Pasado el tiempo, (…)

viene la hora de la conciencia descargable e intentan dolorosamente un descargo

imposible, y por tanto incompleto, que les convierte en concertistas virtuosos de

contumaz palinodia. Sí, pero no así, que fue demasiado, reza la fórmula y viene el

strido: arrepentido me he, ¡mea culpa! (pp. 37-38)

En esta misma línea, en 1978, se publicó la novela de Juan Marsé La muchacha de

las bragas de oro, premio Planeta de aquel año, en la que un escritor falangista, Luys

Forest, redacta unas memorias que revisa una y otra vez, usando la mentira y rehaciendo

interesadamente la verdad. La cita de Henry James que encabeza el libro (“Sus viejos

padres no podían hacer gran cosa con el porvenir y han hecho lo que han podido con el

pasado”), las dos primeras líneas de la novela (“Hay cosas que uno debe apresurarse a

contar antes de que nadie le pregunte”) y el evidente parecido entre algunos episodios

111
Celia Fernández Prieto (1987) ha analizado el recurso del autor-editor y las coincidencias
autobiográficas entre Onofre Gil y Castilla del Pino, para llegar a la conclusión de que el personaje es un
“alter ego de su autor, quien parece proponer al lector una forma indirecta de “pacto autobiográfico”.

134
biográficos de Luys Forest con los de Laín Entralgo (convalece en un hospital de

Pamplona, pasa en Burgos la guerra, en Barcelona organiza los servicios de

Propaganda, dirige la colección “Crónicas” de Ediciones Jerarquía 112) confirman la

inspiración que a Marsé le supuso la lectura de Descargo de conciencia. Carlos Barral

lo corrobora en un artículo titulado “Cadáver exquisito”, recogido en Ronda Marsé

(Rodríguez Fischer 2008: 309), donde revela que el protagonista de la novela tiene

rasgos de algunos personajes públicos (el mismo Barral, Luys Santamarina, Eugenio

D’Ors…), pero sobre todo de Laín Entralgo.

Además, el narrador utiliza varias expresiones que, al igual que ocurría con Discurso

de Onofre, aluden claramente a la autobiografía de Laín: “Luys Forest se adentró sin

remedio en el juego de buscarse a sí mismo en el otro recuerdo sin fechas” (p.24) o

“había evocado los primeros contactos con los camaradas plumíferos de la zona

nacional, unidos en la esperanza de una patria asuntiva y superadora” (p.49). Su

sobrina Mariana, que se encarga de mecanografiarle las memorias le pregunta

irónicamente: “¿Terminaste por hoy con tu melindroso descargo de conciencia, arriba

en tu guarida?” (p.132).

Por último, la interpretación que hizo Marsé de Descargo de conciencia es evidente

cuando Luys Forest comenta la justificación como móvil secreto del libro113 y en el

irónico texto que imagina para la contraportada de sus memorias:

Basándose en la idea wildeana según la cual arrepentirse de algo es modificar el

pasado, el autor confiesa en esta autobiografía un ayer imperecedero. (…) Nunca

quiso Luys Forest narrar escuetamente los hechos por temor a verlos desmentidos:

112
Jerarquía es el título de la revista que publicaron en Pamplona en la guerra civil, entre otros, Pedro
Laín y Fermín Yzurdiaga, con el subtítulo: “Revista Negra de la Falange.”
113
“Alto ahí, no te embales, se dijo: sería una buena pifia, desde el estricto punto de vista narrativo, no
concentrar la atención del lector en lo que ha sido y es el móvil secreto: justificarme.” (p. 176)

135
inventó, porque la invención sobrevive siempre a la dudosa realidad que dictan los

políticos. El hombre que durante tantos años escamoteó, saqueó y falsificó (él

mismo no ha tenido reparo en confesarlo públicamente) las luchas del pasado en la

memoria popular, el patrimonio común de la verdad, reivindica en su último libro

la forma, el tono y los gestos de la tradición oral, desdeñando la engañosa

autoridad del documento. (…) Su caso no es, como el de muchos de hoy, un sprint

oportunista hacia la titulación democrática. Al contrario que sus antiguos

camaradas de plata fúnebre, que él llama vergonzantes lotófagos –comedores de la

flor del olvido- el autor pretende en esta obra magistral registrar los inundados

sótanos de la memoria y al mismo tiempo… (pp. 192 y 193)

Hubo, por tanto, dos lecturas de la obra en el momento de su publicación, que se

explican por las diferentes posiciones ideológicas de los receptores: la benevolente de

los amigos de Laín, influenciada por el espíritu de conciliación que imperaba entonces y

la molesta de desafectos al régimen franquista, como Castilla del Pino y Juan Marsé,

que mostraron su irritación ante el descargo lainiano.

Pasados los años, cuando alrededor del cambio de milenio comienza a cuestionarse la

Transición como etapa modélica, resurgen las interpretaciones críticas, como se puede

constatar en la polémica que se suscitó en 2006, treinta años después de la aparición de

Descargo de conciencia, en el suplemento cultural Babelia de 14 de octubre, dedicado a

“la responsabilidad de los intelectuales”. La controversia se inició con un artículo de

Santos Juliá (2006) y sobre todo con uno de Isaac Rosa (2006a). El primero reiteraba la

necesidad durante la Transición de “echar al olvido” las cuentas del pasado para, en el

caso concreto español, reconstruir puentes y caminar juntos hacia la democracia. Sin

embargo, añade Juliá, hay que conocer el pasado tal como fue y para ello no hay que

fiarse de las memorias de los interesados, por ejemplo, de Descargo de conciencia del

136
que dice que es “un libro fundamental para conocer quién era su autor cuando lo publicó

en 1976 pero engañoso para tener una idea aproximada de lo que había sido treinta años

antes”. Para conocer lo que realmente fueron no hay peor manera que tomarlos por lo

que dicen de sí mismos o acercarse a sus biografías “para exigirles cuentas, juzgarlos y

condenarlos”, es decir, no vale ni “el recuerdo reprimido del presunto culpable” ni “el

látigo del juez inquisidor”.

Por su parte, Isaac Rosa114 acusaba a Laín de haber ocupado la cátedra de un

depurado del régimen franquista. A esta acusación respondió José Lázaro (2006)

aportando, entre otros documentos, lo que Laín cuenta al respecto en Descargo de

conciencia y defendiendo su trayectoria intelectual, aunque fuera difícil objetivar la

“polémica” sobre sus posturas políticas. En su respuesta a José Lázaro, Isaac Rosa

(2006b) utiliza también las palabras de Laín pero no se limita, como hace Lázaro, al

asunto de su acceso a la cátedra, sino que desacredita con sarcasmo la obra:

Supongo que muchos lectores del Descargo -no así Lázaro- tendrán cautela a la

hora de dar crédito al relato que de su vida hace Laín. Su trayectoria en guerra y

posguerra está narrado (sic) con remilgos y piruetas para disculpar su destacado

papel en el falangismo triunfante. Se autorretrata como un cándido joven,

"falangista sin vocación" víctima del "sarampión del momento" y de una

"adolescente ilusión"; un "utopista de la Guerra Civil" que toma las decisiones y

asume los compromisos casi por casualidad, desde la "ingenuidad y el

desconocimiento", que está en el sitio adecuado y a la hora precisa sin intención.

Un Forrest Gump de la guerra española, inocente, bienintencionado, que acude al

congreso del partido nazi en Alemania en actitud más turística que militante.

114
Isaac Rosa, nacido en Sevilla en 1974, colabora en prensa y radio y es autor de la novela El vano ayer
(2004), galardonada con el Premio Rómulo Gallegos, el Premio Ojo Crítico y el Premio Andalucía de la
crítica. También ha publicado ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! (2007) y El país del miedo
(2008). En las elecciones de 2011 manifestó su apoyo a la candidatura de Izquierda Unida.

137
Días más tarde, Vidal Beneyto (2006) se sumó a la polémica con una “carta al

director” de El País en defensa de la figura de Laín Entralgo con el argumento de que

fueron los integrantes del grupo Escorial los que, a partir de 1957, se convirtieron en los

más seguros valedores en la tarea de defascistizar la sociedad española. Vidal Beneyto

resalta la importancia de ciertas creaciones de Laín (Cursos de Sociología, Ceisa, la

Escuela Crítica de Ciencias Sociales y la Fundación Cultural Española) como

“avanzadilla del saber crítico y de la intelligentsia democrática de los años sesenta”,

añadiendo que Laín ayudó a que los integrantes de esos grupos resistieran las agresiones

del gobierno y de la policía.

Esta controversia deja ver el contraste entre las diferentes lecturas del mismo texto.

Por un lado, la que realizan los que, de una manera u otra, tuvieron relación próxima

con el autor, que se han convertido en sus más auténticos valedores y la de aquellos que

glosaron el libro en el momento de su aparición y que consideraron oportuno, en aras de

la convivencia pacífica, no polemizar en torno a la figura de Laín y sus cambios

ideológicos. Por otro, la lectura de una nueva generación que ha leído el libro en un

momento de reivindicación de la memoria histórica y que ven en el autor (ya sin

implicaciones afectivas) un ejemplo de oportunismo y de autoindulgencia.

Por último, en 2014, Gregorio Morán, en un libro controvertido como todos los

suyos, El cura y los mandarines, ataca con dureza la figura y la autobiografía de Laín

Entralgo (pp.586-594):

Si había un hombre que representaba casi todos los aspectos más deleznables del

franquismo, como intelectual y como persona, ése era Pedro Laín Entralgo. Por

supuesto que había personajes del viejo Régimen cuya categoría moral y

trayectoria dejaban en un lugar discreto a don Pedro, pero en lo que no es fácil que

138
alguien le superara era en el difícil espectáculo de la desvergüenza. (…) Si hay un

símbolo de la cobardía moral de los intelectuales del franquismo, que siendo

conscientes de su papel, callaron ominosamente, ése es Laín Entralgo 115. (pp. 586-

587)

Sobre Descargo de conciencia explica detalladamente la polémica que se produjo en

su presentación en Madrid (“era una generación, una responsabilidad y un periodo

histórico el que iba a clausurarse en aquel acto”), la posterior aclaración de Laín

Entralgo en las “Cartas al director” de El País y termina manifestando que “No creo que

haya libro tan importante por lo que no hay en él como Descargo de conciencia. Porque

lo que quedará, lo trascendental, no será tanto lo que narra y evoca, como lo que oculta

y ningunea” (p.590)116. Como ya se adelantó, sostiene que sentó las bases de una

manera de mirar hacia el pasado, manipulándolo mediante la siguiente fórmula: “aunque

yo estaba presente, en el fondo me repugnaba. ¡Qué otra cosa podría hacer que

resignarme ante aquellos espectáculos que me desagradaban!” (p.594). Esta forma de

limpiar el pasado, se convertirá en modelo para buena parte de los padres de la

Transición.

La autobiografía de Laín ha quedado como testimonio de una manera de ser y de

estar en el pasado y el análisis de sus múltiples lecturas se justifica por las implicaciones

115
En unas páginas anteriores, Gregorio Morán ofrece una semblanza demoledora de Laín Entralgo: “uno
de los mediocres más ilustres del mandarinato cultural de posguerra, el émulo de Gregorio Marañón, que
evidentemente, límites aparte, no admiten comparaciones. Don Pedro Laín Entralgo, futuro director de la
Real Academia de la Lengua en la Transición democrática, en la que ejercía como mueble o consola, e
intelectual de modesto talento, causa ésta que suele provocar vanidades absolutas y orgullos sarracenos.
Su obra, como su vida, fue siempre un engaño ante los espejos de su trayectoria; ni sabía alemán como
para un párrafo entero, leído o hablado; ni sabía pensar; ni tuvo otros amigos que aquellos que traicionó
acoquinado, dejándoles en la estacada; Ridruejo y Aranguren, sin ir más lejos. Su inanidad intelectual era
tan llamativa que sin la Guerra Civil y la victoria de los suyos, y el interesado apoyo que dispensó a
Xavier Zubiri (…) no hubiera pasado de funcionario de la Enseñanza, sección frustrados…” (Gregorio
Morán 2014:448-449)
116
De manera parecida considera Castilla del Pino (2004a:385) que Descargo de conciencia es “un libro
en el que no se sabe si es más lo que calla que lo que enmascara”.

139
pragmáticas de una obra de este tipo, derivadas de la posición ideológica del lector y del

momento socio-político en el que la recepción ha tenido lugar.

5. CONCLUSIONES

Laín Entralgo publicó Descargo de conciencia seis meses después de la muerte de

Franco y aprovechó la obra para dejar testimonio de su experiencia de la Guerra Civil.

Se trata de una autobiografía que conjuga testimonio y confesión, poniéndose aquel al

servicio de esta.

Como confesión, a tenor de su contenido, la intencionalidad final de Laín Entralgo

fue la de justificar su pasado, limpiarlo y hacerlo presentable para seguir siendo una

figura intelectual y política en la transición a la democracia que comenzaba en el

momento de la publicación de la autobiografía. Si no es con este fin no se entienden las

continuas justificaciones que recorren toda la obra y que se constituyen en vertebradoras

de la misma. Estas, que fundamentalmente son tres (el desconocimiento de lo que estaba

sucediendo a su alrededor, su bonhomía e ingenuidad y el recurso a la culpa colectiva),

son presentadas ante el lector como las racionalizaciones que Laín ha elaborado para

calmar su presunto sentimiento de culpa sin tener que pasar por la confesión pública de

su mala conciencia. El autor solo se confesó públicamente cuando tuvo otras razones

que el mero descargo para hacerlo.

Para conseguir las finalidades buscadas, Laín, gran conocedor de la retórica clásica,

utilizó una serie de estrategias que dejan todo organizado ante el lector. Entre ellas, las

epicrisis, una especie de juicios razonados con los que se cierra cada capítulo y donde el

autor se desdobla en tres yoes que van reprochándose, justificándose e incluso

juzgándose unos a otros. Aunque sean repetitivas, pues recogen las racionalizaciones

140
que Laín ha ido diseminando a lo largo del texto, tienen la ventaja de presentar una

teatralización en un espacio judicial con una separación entre los yoes del pasado (el

actor y el autor) y un yo del presente (el juez) que representa al lector en sus posibles

recriminaciones y refutaciones y que termina absolviendo a los yoes del pasado. En

realidad, la escenificación está construida para interpelar al lector y que este emita el

veredicto.

Como testimonio, su valor radica en que su autor fue un personaje activo del bando

vencedor, a diferencia de los otros autobiógrafos estudiados, que fueron meros testigos

pues eran niños cuando se declaró la guerra. Laín constituyó la cabeza pública más

visible del grupo de amigos (el “gueto al revés”) que se unió al bando nacional en

Burgos al comenzar la guerra y que se configuró como el grupo intelectual más notorio

de la dictadura franquista. A sus miembros, ideas y vicisitudes dedica Laín muchas

páginas de Descargo de conciencia.

Esta autobiografía es, además, un documento histórico de primer orden sobre los

treinta años más importantes de la historia española del siglo XX pues es mucha la

información que presenta el autor sobre la proclamación de la República, sus problemas

de gobernabilidad, la quema de iglesias y conventos en el Madrid republicano, el golpe

de Estado de julio de 1936 y el desarrollo de la contienda ya desde su perspectiva de

.integrante del bando nacional. Los datos que presenta le sirven a Laín para explicar su

adscripción al Movimiento y su posterior desilusión; es en este sentido en el que se

puede afirmar que el autor se vale del testimonio para conseguir que el lector

comprenda la dificultad de pertenecer a la España oficial sin estar completamente de

acuerdo con su ideología.

Al lado de expresiones verdaderamente dolorosas (“mi conciencia moral ha vivido

íntimamente perturbada desde aquel agosto de 1936 hasta hoy mismo”), Laín muestra

141
en otras una cierta arrogancia que hace difícil la percepción de la contrición (“Más que

yo hicieron algunos; menos que yo, muchos” o “Pero tampoco estoy dispuesto a tolerar

que ningún español de uno u otro bando se arrogue ante mí (…) el papel del “justo” o

del “puro”, me juzgue olímpicamente desde esa socorrida ficción de “justicia” o

“pureza” y me declare luego aceptable o réprobo”). Además, a pesar la íntima

perturbación, tarda cuarenta años en hacer público su descargo, porque no se “sentía

moralmente culpable”. Esta y otras contradicciones (por ejemplo, culpabiliza a otros de

errores que él mismo cometió) convierten en ambiguas la figura del autor y su

autobiografía, ambigüedad que, unida a posiciones ideológicas dispares, explica las

diferentes lecturas que ha tenido la obra desde su publicación. Una primera, indulgente,

que encomia el esfuerzo hecho por el autor para confesarse y justificarse, realizada

generalmente por sus amigos y por los que en la Transición respaldaron el espíritu de

conciliación (Antonio Buero Vallejo, José Luis López Aranguren, Julián Marías…).

Una segunda, menos comprensiva y más implacable, que ya hicieron en el momento de

la publicación Carlos Castilla del Pino en Discurso de Onofre (1977) y Juan Marsé en

La muchacha de las bragas de oro (1978) y que hacen desde el cambio de milenio hasta

la actualidad algunos críticos (Santos Juliá y Gregorio Morán) y los llamados nietos de

la guerra (Isaac Rosa entre otros), que ven en Descargo de conciencia un ejemplo de

impostura de quien tiene que justificar su pasado para seguir siendo una importante

figura intelectual y política en la democracia.

142
143
CAPÍTULO 4. TIEMPO DE GUERRAS PERDIDAS: UN

TESTIMONIO LITERARIO

José Manuel Caballero Bonald nació en Jerez de la Frontera en 1926. Sus comienzos

literarios fueron tempranos pues publicó el primer libro de poesías (Adivinaciones) en

1952. A este poemario han seguido once a lo largo de más de 60 años ya que el último

apareció en 2015. Se han editado también varias antologías poéticas, entre las que

destaca Somos el tiempo que nos queda (2011). Se le considera miembro del grupo

poético del 50 del que formaron parte Jaime Gil de Biedma, Alfredo Costafreda, Carlos

Barral, José Agustín Goytisolo, Ángel González, José Ángel Valente, Ángel Crespo,

Francisco Brines y Claudio Rodríguez entre otros117.

Ha publicado cinco novelas. La primera, Dos días de setiembre (1962), Premio

Biblioteca Breve, sirvió para situar al autor en la corriente del realismo social de los

años 50 junto a autores como Sánchez Ferlosio, Ignacio Aldecoa, Alfonso Grosso o

Jesús Fernández Santos118. En las siguientes, Ágata ojo de gato (1974) (Premio de la

117
Sobre este grupo, el mismo Caballero Bonald (2000:18) ha señalado que tuvo dos factores de
cohesión, la estrategia política y el beneficio corporativo, aunque “las afinidades literarias resultaban más
bien exiguas”. Muchos años antes, en 1971, había declarado: “Yo nunca me he sentido, como tal escritor,
integrado en ningún grupo profesional. Otra cosa es que me considere unido, en razón de unas distintas
afinidades particulares o editoriales, a determinados escritores.” (Pedrós-Gascón 2011:108)
118
A este respecto Caballero Bonald ha aclarado: “Lo que nos unía era una misma actitud moral y, como
dato aparte, una misma vía de propagación editorial: Seix Barral. Yo no me considero ligado al grupo del
realismo social más que por esas razones morales y, en otra medida, editoriales.” (Pedrós-Gascón
2011:92) En relación con la novela social añade: “Para mí –y para tantos otros- la novela debe cumplir,

144
Crítica), Toda la noche oyeron pasar pájaros (1981) (Premio Ateneo de Sevilla), En la

casa del padre (1988) y Campo de Agramante (1992), la acción se desarrolla en un

espacio mítico, Argónida, que se corresponde con Doñana y la desembocadura del

Guadalquivir. En todo caso, Caballero Bonald no se considera “en puridad un narrador”

sino “un poeta que hizo algunas incursiones novelísticas” (Rodríguez Marcos 2012)119.

Asimismo ha escrito numerosos artículos y ensayos sobre los temas más diversos,

entre los que destacan los dedicados a la literatura y a sus escritores preferidos

(recogidos en Copias del natural (1999) y Oficio de lector (2013)) donde demuestra ser

un finísimo lector y un perspicaz crítico literario. Sus influencias literarias confesadas

son, entre otras, los poetas barrocos (Góngora, Carrillo y Sotomayor o Soto de Rojas),

Bécquer, los simbolistas franceses, Juan Ramón Jiménez, Aleixandre o Cernuda.

En 1995, a punto de cumplir los setenta años, publicó Tiempo de guerras perdidas,

su primer volumen de memorias. El segundo, La costumbre de vivir, apareció en 2001

y se cierra en 1975. En 2010 Seix Barral editó las dos partes en un solo volumen, bajo el

título La novela de la memoria.

En 2012 publicó Entreguerras, “un libro testamentario en el que narro episodios de

mi biografía” (Rodríguez Marcos 2015). Se trata de un extenso poema de 3000

versículos, sin signos de puntuación, salvo interrogaciones y exclamaciones, porque “lo

pedía el carácter fluvial del poema, el propio flujo y reflujo de la memoria” y del que

dijo que sería su última obra (Rodríguez Marcos 2012). Sin embargo, en 2015 apareció

Desaprendizajes de la que el autor ha comentado que “es como un apéndice, la coda,

un añadido necesario del testamento” (Rodríguez Marcos 2015).

con independencia de sus valores puramente literarios, con una insoslayable función social.” (Pedrós-
Gascón 2011:64)
119
De hecho, confiesa que de sus novelas solo salvaría Campo de Agramante y sobre todo Ágata ojo de
gato, “que en el fondo responde a una formulación poética.” (Rodríguez Marcos 2012)

145
Ha sido galardonado con importantes premios como el Nacional de las Letras en

2005, el Nacional de Poesía en 2006 o el Cervantes en 2012.

1. POÉTICA AUTOBIOGRÁFICA DE CABALLERO BONALD

Tiempo de guerras perdidas es la autobiografía de un escritor que se propone la

creación de una obra literaria, de ahí que comience hablando de “la ambigüedad

selectiva con que se coteja el pasado”, de “una simple coartada de la imaginación” o del

“desorden retrospectivo de los veranos”, para terminar confesando que lo único que

pretende es “compulsar la verosimilitud120 de ciertas memorias que han sobrevivido a su

natural decrepitud” (p.7). Este aviso para navegantes que alude a la verosimilitud y no a

la veracidad de lo narrado revela la tensión de la que hablaba Francisco Ayala en el

texto que encabezaba la introducción del trabajo entre la transparencia referencial y la

búsqueda estética (Anna Caballé 1995:115). Como ya se explicó entonces, dentro de la

línea imaginaria de la que allí se hablaba, esta autobiografía ilustra un modelo más

cercano a lo literario que al valor documental del texto. Para Caballero Bonald la

exactitud no es un valor pertinente puesto que la memoria no puede dar cuenta fidedigna

de lo vivido y desfigura inevitablemente el pasado, de manera que su proyecto

memorialístico se convierte en una empresa literaria que no pierde, sin embargo, su

valor testimonial pues el autor se implica en el compromiso moral de veracidad: “Lo

que no hago en ningún caso es mentir, que eso sí me parece moralmente inaceptable,

pero tiendo a condimentar la verdad –o las “sospechas de verdad”- con la fantasía.”

(Caballero Bonald 2004:52)

120
Todas las cursivas en los fragmentos de este capítulo son mías.

146
Pozuelo Yvancos (2006:178) se extiende en explicar la diferencia entre los conceptos

de mentira y de ficción, que se mueven en dos órdenes epistemológicos diferentes: la

mentira implica una actitud manipuladora y éticamente reprochable distinta

completamente a la del narrador que cuenta hechos construidos en parte sobre sucesos

reales pero condimentados con la imaginación. La ficción no es mentira y en este

contexto cobran sentido tanto las declaraciones anteriores de Caballero Bonald como el

uso de términos como posibilidad o verosimilitud en los episodios que evoca. El

compromiso moral de no mentir (que no deja de ser una especie de pacto

autobiográfico) es la demostración de que Caballero Bonald ha escrito una autobiografía

y no una novela, por mucho que él la subtitule de esa manera.

La poética autobiográfica de Caballero Bonald aparece ampliamente reflejada tanto

en artículos, entrevistas o conferencias como en las digresiones autorreflexivas de sus

dos volúmenes autobiográficos. Sirvan como ejemplo las ideas que expuso en la

conferencia “Autobiografía y ficción” (Caballero Bonald 1999a), pronunciada cuando

ya había publicado Tiempo de guerras perdidas, pues el autor ha permanecido siempre

fiel a ellas:

1. “El germen de toda literatura procede de la memoria”, foco de donde irradian las

experiencias de que se vale cualquier escritor, aunque estas pueden ser verídicas

o falsas, según convenga al entramado narrativo. De hecho, confiesa que en las

cinco novelas que ha escrito ha aprovechado los contenidos de la experiencia

vivida con todas las alteraciones que ha considerado oportunas121.

2. Como consecuencia, la frontera entre la autobiografía y la ficción se vuelve

“incierta”, pues esta última no es más que la realidad que el novelista

121
“Por mi obra anda pululando todo lo que he vivido o lo que me imaginé que vivía.” (Pedrós-Gascón
2011:193) Una declaración parecida hace Francisco Ayala (2006:28): “La biografía de una escritor son
sus escritos mismos.”

147
reconstruye a su manera, aprovechando “los escombros de la memoria”. Las

memorias son, por tanto, un género de ficción122.

3. A lo que más puede aspirar un autobiógrafo es a poner un poco de orden en el

caos de su memoria porque “nunca es posible reproducir sin error los supuestos

materiales autobiográficos”.

4. La redacción de Tiempo de guerras perdidas, un libro “fundamentalmente

autobiográfico”, responde a los mismos resortes, materiales y narrativos, que

cualquiera de sus novelas, de manera que su propia biografía equivale a una

novela de la memoria.

5. Caballero Bonald se describe como un protagonista “bastante dudoso”, que

“estaba tratando de inventarse un autorretrato” 123.

Estas reflexiones son también una constante en las distintas entrevistas que se le han

realizado. Basten como ejemplo las siguientes declaraciones en las que resume su teoría

autobiográfica:

Cuando escribo, lo que quiero hacer es un texto literario antes que nada. Empecé

a escribir estas memorias porque tenía recuerdos de la infancia, y se conoce que

con la vejez esos recuerdos se agudizan, se intensifican. Entonces empecé a contar.

Pero un sondeo en la memoria puede ser agotador, muy agobiante, porque

realmente es imposible, inviable, que uno pueda recuperar en su totalidad el

retrato fidedigno del niño, del adolescente, que fue. De modo que he escrito este

libro como si fuera una novela –La novela de la memoria- en la que yo soy el

122
En una entrevista en 2002 insistía en estas ideas: “Pienso que las memorias son también un género de
ficción, porque es imposible que uno recuerde exactamente lo que vivió tal como lo vivió. Todo el que
recuerda se equivoca. Entonces los espacios vacíos, las zonas opacas, las he llenado con la ficción. De
modo que a lo que más se parece es a una novela en la que yo soy el protagonista. Aunque los personajes
que pululan por ella sean reales, hay muchos episodios ficticios.” (Pedrós-Gascón 2011:285-286)
123
Con escasísimas variaciones, las ideas expresadas en esta conferencia son las mismas que había
expuesto en el artículo “El paisaje como argumento de la memoria” incluido en Copias del natural
(1999b:358) y las de la ponencia de Autobiografía en España: un balance (2004:pp. 45-52).

148
protagonista. Muchas cosas que cuento a lo mejor no son verdad, pero son

posibles. Ese niño que fui de ninguna manera está ahí representado en toda su

amplitud humana, sino que solamente es una aproximación, una trampa a través del

tiempo. Cuando yo ya soy un adulto, un viejo, intento redescubrir a ese niño, a ese

adolescente, y eso es siempre imposible. Decía Castilla del Pino que toda

autobiografía es un autoengaño, a lo que yo añado que todo el que recuerda,

miente124. (Anna Vilà y Anna Pi 1995:32)

Con estos mimbres ideológicos Caballero Bonald se enfrentó a la escritura de los

volúmenes de su autobiografía: Tiempo de guerras perdidas y La costumbre de vivir,

que subtituló La novela de la memoria I y II, respectivamente. En los dos volúmenes,

pero sobre todo en el segundo, a diferencia de las demás autobiografías de este trabajo,

abundan las reflexiones metaautobiográficas en las que insiste en las ideas anteriores:

1. La incapacidad de la memoria para dar cuenta fidedigna de lo vivido

Es fácil malformar al cabo de los años lo que verdaderamente se sintió ante esa

inicial comparecencia de impresiones desconocidas. (…) Es cosa admitida que el

presente hace su propia selección de los hechos vividos, o de sus referentes

sentimentales, con lo que se tiende a incurrir en una serie de desvíos, o de

alteraciones deductivas, cuyo grado de verosimilitud apenas tiene otro sentido que

el suministrado por la propia credulidad. (Tiempo de guerras perdidas, 17)

124
Unas declaraciones prácticamente idénticas le hace a Juan Ángel Juristo: “En realidad, el libro no está
concebido como el de unas memorias en sentido estricto. Son episodios fragmentados y elaborados como
una novela. Recuperar el recuerdo me costó mucho, me supuso mucho, hasta el extremo de que este libro
está elaborado unas cinco veces. El esfuerzo mayor se produjo cuando tenía que tratar al personaje
principal, que en este caso soy yo mismo. Mira, todo el que recuerda miente. En este libro hay cosas
ciertas pero otras inventadas pero verosímiles porque es muy difícil ponerse en la situación de un niño o
de un adolescente con cincuenta o sesenta años más a tus espaldas.” (Pedrós-Gascón 2011:262)
El verso final del poema “Soliloquio” (Diario de Argónida 1997:49) expresa la misma idea: “Evocar lo
vivido equivale a inventarlo.”

149
…a la hora de restablecer los suministros biográficos que se han quedado atrás, el

único procedimiento obviamente disponible, si no se cuenta con algún archivo

idóneo, es el que quiera facilitar la memoria. Y hasta es muy posible que, llegado

el caso, yo prefiera no recurrir a ninguna consulta o cotejo previo acerca de toda

esa amalgama de conjeturas sobre lo que ocurrió o pudo haber ocurrido o ni lo

uno ni lo otro. (…) Nunca se puede ser objetivo o mínimamente ecuánime a este

respecto. Ni falta que hace, claro. Lo que importa es el método que se utilice en esa

labor de expurgo, aun sabiendo –lo he reiterado más de una vez- que todo el que

pretende reconstruir su pasado se engaña sin proponérselo, fracasa de una u otra

forma. La evocación, por muy apetecible que sea, siempre se ve interceptada por

los trabajos presurosos de la arbitrariedad, de los desgastes vitales, de la

negligencia selectiva. (La costumbre de vivir, 528)

2. La equiparación entre la redacción de unas memorias y la elaboración de una

novela porque en ambas los recuerdos pueden ser aderezados con la ficción

Soy consciente de que ahora, mientras rastreo todo ese anecdótico río revuelto, lo

que hago es reiterar con otros fines no pocas historias vividas por mí y

aprovechadas como injertos ocasionales en mi obra novelística. (…)A fin de

cuentas, el hecho de redactar unas memorias también equivale a montar una

novela a partir de la memoria. (Tiempo de guerras perdidas, p. 245)

Quiero decir que los elementos que se usan para la composición de un texto

literario como éste pueden ser ciertos o presuntos según convenga al entramado

narrativo. (La costumbre de vivir, p. 391)

3. La construcción de un personaje

150
Por un mecanismo biológico nada impredecible, me veo sumergido en el magma

de aquellos años medioseculares como si yo fuese un personaje al que no me

seduce rescatar de modo riguroso... (La costumbre de vivir, 67)

4. Y la finalidad literaria del relato de sus recuerdos

Lo que ahora escribo en absoluto pretende parecerse a una autobiografía –que es

género desplazado de mis gustos- sino a un texto literario en el que se consignen,

por un azaroso método selectivo, una serie de hechos provistos de su real o

verosímil conexión con ciertos pasajes novelados de mi historia personal. (La

costumbre de vivir, 67)

El relato de lo que he vivido, (…) sólo tendrá validez si se ocupan los intersticios

de dudas o de olvidos con los materiales de lo verosímil, es decir, con las

suposiciones que mejor se acomoden a unos objetivos estrictamente literarios. (La

costumbre de vivir, p. 391)

En una reflexión metaautobiográfica en La costumbre de vivir justifica que su relato

acabe en 1975: a partir de esta fecha los recuerdos son más claros y no hay tanta

posibilidad de invención, lo que resta atractivo a la tarea narrativa:

A medida que se acorta la distancia entre el pasado y el presente, los recuerdos se

van volviendo naturalmente menos dudosos, menos afectados por los menoscabos

y tachaduras de la memoria. Y eso (…) es probablemente lo más decepcionante.

(…)El rastreo en los espacios oscuros o penumbrosos del recuerdo pierde ya en

parte su potencia seductora. (…) Es como si su excesiva nitidez, la imposibilidad

151
de incurrir en el juego literario de los tanteos, supusiera un estorbo difícil de

salvar desde un punto de vista narrativo. Todo se filtra ya por los cedazos

inconfundibles de la realidad. (…) La exploración de un terreno demasiado fácil

de recorrer, demasiado reconocible, escamotea de modo irreparable sus

presuntas incitaciones meramente literarias, sobre todo en lo que se refiere a la

juiciosa competencia de la ficción. (La costumbre de vivir, pp. 390 y 391)

Las reflexiones metaautobiográficas le sirven para justificar el modelo de

autobiografía que está escribiendo, distinto a la consideración referencial del género.

Como la memoria es una facultad imaginativa, al autor no le interesa presentar un

documento histórico, sino crear una obra literaria125, por lo tanto, no duda en inventar si

es preciso y recordarnos a cada instante que la ficción tiene sus propias leyes que él,

como escritor, utiliza. Para corroborarlo, Julio Neira (2014:13) identifica en sus novelas

varios fragmentos que luego aparecen en sus memorias como verídicos, por ejemplo el

episodio del incendio del alambique en la azotea o su iniciación sexual en el viejo

automóvil en la bodega del tío Rafael. Claro que Julio Neira se plantea la posibilidad de

que pudiera suceder al revés, es decir, “que incorporase episodios fabulados de sus

novelas como auténticos a sus memorias”.

Precisamente lo más atractivo de esta obra autobiográfica es la tensión que el autor

mantiene entre el componente testimonial que subyace en ella y la finalidad literaria que

el autor se obstina en otorgarle. Parece como si Caballero Bonald planteara una

oposición que en realidad no existe entre literatura y autobiografía testimonial. Ya en el

título y el subtítulo del primer volumen se presenta este conflicto, porque el sintagma

Tiempo de guerras perdidas remite indiscutiblemente a la época de la guerra civil de la

que Caballero Bonald fue testigo y, por otro lado, el subtítulo Novela de la memoria

125
“¿A quién iba a importarle lo que me ha ocurrido o dejado de ocurrir en mis años mozos si no lo
contase con un mínimo cuidado estilístico?” (Caballero Bonald 1999a:129)

152
supone una declaración de intenciones para hacer constar que no le interesa construir

una autoridad epistemológica sino literaria, reconociendo expresamente la elaboración

ficcional realizada en el texto.

1.1. UN AUTOBIÓGRAFO DE MEMORIA DUDOSA

A pesar de la “rebelde terquedad que le impide abandonarse a las concesiones del

género autobiográfico” (Pozuelo Yvancos 2006:171), Caballero Bonald ha escrito una

autobiografía y, además, ha jugado con una ambigüedad premeditada con respecto al

género. Sus referentes memorialísticos son, como él mismo ha confirmado, el de Juan

Benet de Otoño en Madrid hacia 1950 y, sobre todo, Carlos Barral126. Este último, en el

prólogo a Años de penitencia (1975), expuso que su proyecto autobiográfico tiene un

elemento principal: el curso natural del recuerdo. Para materializarlo, el relato responde

a “una metódica inexactitud”, que comporta una datación imprecisa y una buscada

ambigüedad en los recuerdos para los que no se ha molestado en acudir a documentos o

testimonios que hubieran podido contrastarlos o corroborarlos. La duda y las

imprecisiones se convierten así en “una característica tonal” del relato, que “quisiera

alcanzar la dignidad de obra de ficción” (Barral 1990:69).

Aunque Barral pretendió “describir del modo menos personal posible el panorama

urbano y el medio burgués” en el que pasó su infancia y su adolescencia y “dar

testimonio de una humillación colectiva”, su deformación profesional ha hecho que “el

alma del testigo, minuciosamente educada para la poesía lírica, haya ido invadiendo
126
Pregunta de Juan Ángel Juristo: ¿Ha tenido algún referente en la tradición memorialística española a
la hora de escribir este libro (Tiempo de guerras perdidas)?
Respuesta: La memorialística es importante en el siglo XIX, sobre todo la autobiografía. (…) A partir del
libro de Julio Caro sobre los Baroja existen los libros que a mí me resultan ejemplares imprescindibles,
las memorias de Carlos Barral y Otoño en Madrid hacia 1950 de Juan Benet. Son espléndidos. (…) Estos
son los libros que más me han afectado y creo que tiene, respecto a ellos, similitud de intenciones.
(Pedrós-Gascón 2011: 264)

153
inexcusablemente el relato, embrollando las digresiones, particularizando la anécdota, y,

en definitiva, velando con un aliento subjetivo el propósito original” (Barral 1990:68).

Siguiendo este modelo, Tiempo de guerras perdidas se aparta de algunas de las

convenciones de la autobiografía como género histórico o verídico, pero se acoge a

otras que implican la presencia del pacto autobiográfico y que responden a una práctica

textual que el lector identifica con lo que es habitual en la literatura del yo, como la

fotografía de la portada, las múltiples referencias a la exactitud o imprecisión de la

memoria y la frecuencia de digresiones al hilo de lo narrado.

El paratexto de la fotografía en la portada muestra a Caballero Bonald en un retrato

de 1953, el último año evocado en el relato, que confirma la identificación de autor,

narrador y personaje. La instantánea se corresponde con el protagonista del relato pues

vemos a un joven, apoyado y algo escondido a la vez, tras lo que parece una pared o una

columna de un caserón solariego, con la mirada dirigida a su izquierda en un gesto de

introversión, evasivo y quizás huidizo, más preocupado por lo que hay dentro de él que

por lo exterior.

154
En segundo lugar, si Caballero Bonald hubiera escrito una novela, como él quiere

hacernos ver, no tendrían sentido los abundantes comentarios referidos a la precisión o a

la imprecisión de sus recuerdos127. Son numerosísimos las referencias a episodios que

se le grabaron indeleblemente y que todavía recuerda con nitidez: “Se me quedaron muy

grabadas en la memoria las marcas de los reptiles y las aves sobre la arena… (p.21),

“Todavía lo estoy viendo” (p.46), “Lo recuerdo con absoluta precisión” (p.86), “Es uno

de los episodios callejeros de mi infancia que recuerdo con mayor nitidez” (p.94), “No

he olvidado todavía a aquel cojo repulsivo” (p.101)…128

127
A partir de ahora, salvo que se indique lo contrario, todas pertenecen a Tiempo de guerras perdidas ya
que es este el volumen analizado en este trabajo por ser en el que Caballero Bonald relata sus recuerdos
de la guerra civil.
128
Más ejemplos: “De eso sí que me acuerdo como si acabara de ocurrir.” (p. 117), “Yo fui a verla
repetidas veces a su casucha (…) y guardo un recuerdo imborrable de su manera de cantar, de su modo de
vivir.” (p. 164), “Me acuerdo nítidamente del viaje en tren desde Sevilla hasta El Puerto y luego, en el
vapor, desde El Puerto hasta Cádiz” (p. 252), “Ignoro por qué abigarradas fijaciones sentimentales, me

155
Algunas de estas certidumbres se refieren a la recuperación de recuerdos sensoriales,

predominantemente olfativos, a través de los que intenta recuperar la infancia: “Aquel

mismo verano, (…) murió abuelo y lo único que recuerdo de ese trance es la

persistencia conmovedora del olor de su cuarto” (p.96), “Todavía puedo seleccionar

entre los olores que permanecen recluidos en mi memoria, el de la tinta y el papel de mi

primer libro” (p.299) o esta última cita más larga:

Mi madre solía esparcir sobre las brasas, con metódica frecuencia, un buen puñado

de alhucema, con lo que toda la casa se impregnaba de un efluvio aromático de

monte que todavía hoy forma parte, con la emanación de las sábanas húmedas y del

cuero recién curtido, de las emociones sensitivas que aún me siguen acompañando.

(p.108)

Estas certezas memorísticas aparecen mezcladas con las contrarias, es decir, las que

dudan de la fiabilidad de sus evocaciones o las que aluden al carácter difuso, turbio,

borroso, incierto, dudoso de los sedimentos de la memoria: “Es ése un tramo de mi

primera memoria muy borroso, apenas esbozado a través de emergencias fragmentarias

en las que no acierto a reconocerme sino con mucha dificultad.” (p.17), “…pero dudo

que las cosas sucedieran como ahora pienso” (p.20), “Hay como un espacio vacío en la

memoria lineal de aquellos dudosos años infantiles o de la prehistoria efectiva de la

adolescencia” (p.30)129.

acuerdo muy bien de un hecho aparentemente anodino” (p. 260), “Uno de los recuerdos que conservo más
vivo de aquellas primeras jornadas madrileñas es el de la indefensión…” (p. 265), “Recuerdo con todo
detalle el momento en que leí ese comunicado no por presumible menos deplorable” (p. 331).
129
Se pueden añadir muchas más citas: “Un antojo que coincidió con un hecho luctuoso del que sólo
puedo recordar unos pocos segmentos desunidos.” (p.67), “También solía referirse a otras inciertas
andanzas (…) que ya no consigo extraer de los escombros de la memoria.” (p.129), “No puedo
acordarme bien. Las imágenes se ensamblan y se desarticulan a la vez (…) ¿Fue una evocación
simultánea a la presencia del cadáver del guerrillero muerto o me imagino ahora que así fue?” (p.141),
“Todos estos episodios, sin embargo, tienen ya algo de intermitencias volitivas dentro de la barahúnda
general de mi memoria. Ahora los veo como muy borrosos, como muy deslavazados entre la ventolera de

156
Caballero Bonald hace constar la diferencia entre los recuerdos nítidos y los difusos,

porque no quiere mostrar como realidades las posibles figuraciones que la memoria

hace de lo vivido. De esta forma, el lector se siente identificado con alguien que no

comprende por qué de algunos episodios vitales no guarda ningún recuerdo, de otros no

tiene más que barruntos y de unos pocos guarda detalles muy precisos. Asimismo,

como afirma Fernández Romero (2007:34), en los relatos de infancia, la mejor

ejemplificación del saber relativo, indirecto y parcial del autobiógrafo es “la tópica

apelación a las limitaciones de la memoria que sirven para sujetar e incluso estructurar

el discurso. Se garantiza de este modo ante el lector el esfuerzo por no deslizarse hacia

la tentadora ficción.”

Interesa destacar que la reflexión sobre el tiempo, la memoria y el olvido es una

constante en toda su obra literaria, con lo que es importante la tropología que utiliza

para estas introspecciones: los escombros de la memoria, la barahúnda general de mi

memoria, una cortina que intercepta los acontecimientos, un turbio recipiente del

recuerdo, difuso rastro, reflujos anecdóticos, la fragmentación topográfica de la

memoria…También en La costumbre de vivir reitera la isotopía mencionada: espacios

oscuros y tenebrosos del recuerdo, los intersticios de dudas o de olvidos, mosaico de la

memoria… Esta metaforización de la memoria intensifica el efecto de tótum revolútum,

de vaguedad, de opacidad de los recuerdos en un autor que se mueve continuamente por

los bordes de la duda, de la presunción.

En su obra poética también el término memoria y su campo semántico (recuerdo,

olvido…) aparecen frecuentemente (ya hay un poema titulado “Aguas de la memoria”

la edad.” (p.164), “Hay como una cortina que intercepta en mi memoria la mayoría de los
acontecimientos de aquella noche: son recuerdos más bien sensitivos de los que se han desalojado
curiosamente los elementos visuales.” (p.186), “De mis oficios amatorios de aquellos años sólo conservo
una memoria informe, como si todas las muchachas que traté, que tampoco fueron muchas, estuviesen
alojadas en un turbio recipiente del recuerdo.” (p.223), “Mi llegada a la estación de Atocha, (…) se
reduce en mi recuerdo a un difuso rastro de ansiedad y prevención.” (p.264), “Sólo logro espigar unos
pocos reflujos anecdóticos distribuidos sin orden ni concierto por la memoria” (p.327).

157
en Adivinaciones y su siguiente libro se tituló Memorias de poco tiempo (1954), cuya

primera parte, “Mi propia profecía es mi memoria”, insiste en esta constante) y las

imágenes utilizadas tienen el mismo sentido que en sus libros autobiográficos: los

simulacros, el difuso estupor, la maraña visceral de la memoria y las trampas de los

recuerdos… Basten como ejemplo estos dos poemas:

“Falso testigo”

Pero el cercano ayer, la memorable

soledad azarosa, aquel postrero

reducto del amor, van restañando

todavía, como la boca maternal la sangre,

esa nocturna furia en que consiste

la extensión del recuerdo, y cada olvido

genera en la distancia el mismo círculo

que traza mi memoria, porque soy

mi propia perdición y quien me salvo.

Las horas muertas (1959)

“Plaza Mayor”

No sé por qué me acuerdo

desde tan lejos como estoy,

precisamente ahora

cuando ya no podría

dar otro testimonio

más cierto de mí mismo

158
que el difuso estupor de mi memoria.

Pliegos de cordel (1973)

En tercer lugar, la inserción de digresiones y de reflexiones hechas desde el presente

de la narración acerca Tiempo de guerras perdidas al carácter autobiográfico o

memorialístico. Se trata casi siempre de opiniones acerca de sus gustos o manías, como

su aversión a los dibujos animados y a Walt Disney (p.53) o a madrugar (pp.172-173),

su preferencia por la conservación de las ruinas antes que la restauración artificiosa de

los edificios (p.77) o su dificultad para valorar la ópera o el teatro contemporáneo

(p.348). También su irritación ante costumbres actuales, por ejemplo, cuando hablando

de su primera comunión, comenta: “A diferencia de lo que ahora ocurre –todo ese

ridículo elenco de banquetes y majaderías anexas- la celebración se reducía entonces

discretamente a un privado acto devoto y a un desayuno en el ámbito familiar” (p.14).

En otros momentos, los juicios son más extensos y se refieren, por ejemplo, a los

peligros medioambientales a los que se enfrenta Doñana (p.26), a las ciudades de Cádiz

(pp.149-152), Sevilla (pp.205-207), Arcos de la Frontera (p.241), al entramado social

jerezano (pp.247-250) o la larga exposición sobre la vida en el desierto, aprovechando

la emoción que le produjo el primer contacto con este paisaje (pp.178-181).

De todas las digresiones vuelve al relato principal con expresiones propias de una

narración oral: “Decía que de ese primer verano en Sanlúcar…” (p.17), “Pues bien, una

tarde…” (p.34), “A lo que iba.” (pp.53 y 106), “Bien. Supongo que…” (pp.143 y 211),

“Pues bien, uno de aquellos lunes…” (p.173), “Pero todas estas divagaciones quedaban

aún muy lejos de mis apegos culturales cuando me asomé por primera vez al Sáhara,

que es lo que andaba rememorando al hilo de mis experiencias en las Milicias Navales.”

(p.181), “Decía que me fui a ver a Ory…” (p.268), “Decía que en Segovia traté…”

159
(p.327) “Bien. Entre las nubes y claros…” (p.337) Este tono oral es una manera de

acercamiento al lector, de transmitir una impresión de espontaneidad y de familiaridad

en un narrador tan barroco como es Caballero Bonald.

1.2. ESCRIBIR LA VIDA ES UN ARTE

El proyecto autobiográfico de Caballero Bonald se vincula a su hacer literario

mediante el idioma, que, junto a la memoria y al espacio físico, constituyen los

elementos básicos de su obra. Esto se manifiesta en un registro estilístico 130 que se

caracteriza por la riqueza y variedad del léxico (especialmente de la adjetivación) y el

frecuente uso de la litotes, ambos evidentes en cada una de las páginas del libro, de tal

manera que para Julio Neira (2014:15) estas memorias constituyen “una de las cimas de

su arte narrativo”131. Por estos rasgos se le ha calificado de escritor barroco y él mismo

explica por qué se siente tan identificado con este estilo que “elude la realidad, es cierto,

pero la suplanta por una nueva imagen del mundo” (Campbell, 1994: 275):

Supongo que soy barroco, por naturaleza, por contagio del paisaje físico que más

me atrae. Para mí el barroquismo nunca ha sido una complicación sintáctica o

léxica ni una acumulación de bellos términos para llenar un vacío, sino una

aproximación a la realidad a través de palabras nunca usadas para definir esa

130
En “Nota del autor” del Diario de Argónida Caballero Bonald declara lo siguiente: “Siempre me ha
parecido que, a efectos literarios, nadie es capaz de evocar lo que ha vivido sin incurrir en alguna
desviación engañosa o consecuentemente equívoca. Incluso se tiende a otorgarle al estilo mayor poder
argumental que al testimonio.” (Caballero Bonald 1997:155)
131
Cualquier fragmento del libro es ejemplo de ello: “Al manantial se accedía a través de un jardín de
corte romántico, una avenida central escoltada de eucaliptos gigantescos y una glorieta de la que
arrancaban dos pérgolas semicirculares que se reunían a media altura por encima de la fuente. Se oía
desde allí con una cóncava sonoridad el parloteo vespertino de las ranas que vivían en los tojos vecinos.
También había algunos airosos bancos de fundición pintados de verde y el suelo de albero parecía
siempre como recién regado. Todo tenía un aire primoroso y finisecular de balneario y los viandantes se
demoraban en aquel frescor ameno hasta que caía la noche.” (pp.27-28)

160
realidad. Eso es el barroco. (... ) Me interesa esa búsqueda del enigma que hay

detrás de la realidad132. (Rodríguez Marcos, 2012)

Tiempo de guerras perdidas es la autobiografía de un escritor y esta identidad se

percibe también en la cantidad de páginas dedicadas a mostrar su formación literaria. Al

autor le interesa contar qué, cómo y con quién leyó y aprovecha algunas de las

digresiones para opinar sobre distintos autores al hilo de sus lecturas poéticas, como por

ejemplo, las que realiza en la casa de Pedro Pérez Clotet en Villaluenga del Rosario:

No sabría reconstruir, al cabo de tanto tiempo, mi impresión sobre todas esas

lecturas, pero la persistencia de algunas predilecciones me hace sospechar que ahí

tuvieron más o menos su arranque. Los franceses -incluidos Lamartine y Víctor

Hugo- me resultaron más bien abrumadores y sólo tal vez Alfred de Vigny me

atrajo por su delicadeza en la tramitación alegórica de la realidad. Entre los

alemanes recuerdo sobre todo a Hölderlin, acaso porque creí percibir (…) ciertas

resonancias clásicas latinas que me eran muy queridas. Pero fueron los ingleses, sin

duda, los que me resultaron absolutamente deslumbrantes y supongo que mi

sensibilidad aún sigue un poco condicionada por aquellos primeros

descubrimientos. En puridad, todos esos poetas –Blake, Coleridge, Wordsworth,

Shelley, Keats, Byron- me condujeron a una habitación para mí desconocida de la

mística romántica. (p.139)

132
“A mí lo que me preocupa cada vez más es la palabra, el cargamento de seducción de las palabras, la
búsqueda de su capacidad mitológica para crear o inventar esa otra realidad artística subyacente bajo la
realidad cotidiana. Reconozco que me han enseñado mucho en este sentido los poetas y preceptistas
barrocos españoles.” (Campbell, 1994:275)

161
También se extiende en las obras leídas durante su convalecencia de la tuberculosis133

o en los descubrimientos de la poesía barroca134, de Cernuda (pp.221-222), de Rimbaud

y Baudelaire (pp.252-253), de los surrealistas (pp.356-358)…

Algunas disquisiciones sirven para ir elaborando un auténtico tratado de poética

personal:

No sé si ya me he referido antes a estas cuestiones, pero creo que aún no había

asimilado la idea de que la poesía es esencialmente un “acto de lenguaje” (…) Ya

debía de andar yo convenciéndome, sin embargo, que la información artística se

genera a partir de unas palabras que no han estado nunca juntas, con lo que la

poesía ocupa obviamente más espacio que el texto. Me sigue agradando en este

sentido la voluntad léxica con que tramito ciertas impresiones de la vida cotidiana,

pero me cuesta identificarme con la solemnidad, el acorde sentencioso que tiende a

absorber todo el flujo narrativo de algunos de esos poemas. (p.227)

Suponiendo que sea posible volver a enjuiciar ahora todo eso con la óptica de

entonces, me inclino a pensar que ya establecí una tajante disyunción entre las

prestaciones de la pirotecnia verbal, los galimatías analógicos, y el feraz papel del

irracionalismo en cuanto estrategia generadora de la poesía entendida como un

“hecho lingüístico”. (p. 358)

La transferencia entre vida y literatura se realiza en los dos sentidos: algunos

episodios biográficos son fuente de inspiración literaria y, al contrario, la literatura es un

133
“Fue éste (Todo más claro de Pedro Salinas) un libro muy relevante en el curso evolutivo de mi
purgatio poética y no sé si sentimental. Todavía recuerdo algunos poemas (…) que casi me aprendí de
memoria y cuya elocución me sigue pareciendo de una modernidad imperturbable. Pero fueron los
interludios metapoéticos que fluctúan en Todo más claro los que me infundieron un más apasionado
interés por esa suerte de tributo endogámico a la propia función creadora.” (p.197)
134
“Los poetas barrocos hicieron las veces de drenaje por el que se evacuaron, o se decantaron, algunos
de mis anteriores presupuestos clasicistas, concretados más que nada en el efectismo utilitario del
lenguaje y en las fastuosas normativas de la fonética...” (pp.199-200).

162
modelo de vida135. Del primer sentido hay numerosas muestras: “Parte de esa historia la

metí de rondón en mi novela En la casa del padre.” (p.11), “Algún remanente de ese

episodio quedó reconstruido años después en un poema” (p.35), “Al cabo del tiempo

emergió de improviso la imagen de ese hombre parco y menesteroso y la traspasé a uno

de los primeros poemas que escribí intuyendo que no iba a menospreciarlo del todo con

el paso de los años” (p.86)136. Por último, su conocimiento del entramado social

jerezano le lleva a comentar: “Ciertas tribus sociales de Jerez siguen siendo para mí un

punto de referencia ocasionalmente atractivo, que creo conocer bastante bien y que

suelo usar con estrictos fines literarios” (p.248).

En algunos casos las referencias no son tan concretas y se limita a comentar: “Ya lo
137
he contado en algún sitio” (p.69), “Algo de eso he contado por ahí alguna vez”

(p.138).

En el sentido contrario, el protagonista encuentra en la literatura modelos vitales: sus

aventuras infantiles basadas en los libros leídos (como la primera excursión a Doñana

con insolación incluida en la que “era el explorador que descubriría el escondite del

tesoro, el pionero de una estirpe de insurrectos en medio de aquel territorio sagrado”),

su aspiración a emular la vida de Espronceda tras leer una biografía suya o los

vagabundeos por Sevilla siguiendo los pasos del Cernuda de Ocnos. Incluso las

penalidades sufridas en Madrid son filtradas por el tamiz literario:

135
“Yo siempre he sido muy literario, una ingenuidad como otra cualquiera, eso forma parte de las
propias clandestinidades de cada uno como hombre y como escritor.” (Pedrós-Gascón 2011:187)
136
Más ejemplos: “Poco después, intentaría reproducir algunos de esos vacilantes soliloquios en un
poema de elegíaca narratividad que no es de los que peor han resistido el paso del tiempo” (p.202), “En
todo caso, quedé tan encandilado con las especialidades y pasiones de la Mojarrita que, al cabo de
muchos años, aún pude traspasar su figura desde los desagües de la memoria a un tramo de mi novela
Toda la noche oyeron pasar pájaros” (p.343).
137
También Antonio Gamoneda en su autobiografía Un armario lleno de sombra declara algo parecido:
“Estas que he llamado señales, con otras de las que aún no he dicho nada y no sé si lo voy a decir,
llegaron insistentemente a mi percepción primaria. De parte de ellas he dado cuenta en otros libros.”
(p.56)

163
Sin embargo, y por muy novelero que pueda parecer, fue aquella una experiencia

despiadada pero absolutamente remuneradora, como si esas privaciones también

albergaran una derivación ilusoria de la libertad, un cierto valor de remedo de

algunos infortunados fetiches literarios por más de un motivo provechoso. (p.315)

Asimismo, algunos de los episodios o los personajes que rememora tienen tono

novelesco como ocurre con el incendio del alambique en la azotea de su casa (p.11)

(este episodio fue narrado en su novela En la casa del padre), la confusión, entre

surrealista y esperpéntica, junto a Carlos Edmundo de Ory, de un velatorio con un

burdel (p.329) o la vida bohemia del personaje de Pedro Ardoy que terminó viviendo en

un barco en el Sena (pp.153-155). En este sentido, la confesión a Anna Caballé de que el

primer capítulo que redactó de Tiempo de guerras perdidas fue el dedicado a los

acostados de su familia por ser el más libresco o novelero138 explica su tendencia a

contaminar la realidad con la literatura.

Da la impresión de que el personaje deambula por la vida relacionando lo que le

ocurre con sus lecturas o autores favoritos e intentando impregnarse de estímulos o

experiencias que pueda luego usar literariamente, como cuando de unas estancias en una

pensión de Arcos de la Frontera comenta: “Seguro que no era para tanto, pero yo

suponía que todo ese escarceo me situaba en el núcleo de una vida intensísima donde

habría de encontrar muy sustanciosos acicates literarios” (p.243) o la visita a una

extravagante amiga de su madre, doña Rosita Terán, que le “deparó, como preví, un
138
Las declaraciones que hace al respecto forman parte de la respuesta a la siguiente pregunta de Anna
Caballé (2006:12):
- ¿Qué te llevó a escribir tus memorias?
- Quién sabe, tal vez mi falta de imaginación. Recuerdo que, después de escribir Campo de Agramante, a
principios de los 90, pensé que lo que había hecho era ordenar un poco mis experiencias vividas,
canalizando literariamente una nueva versión de los hechos. Así que seguí haciéndolo, sólo que con
mayor acopio de datos provenientes de memoria. Tiempo de guerras perdidas es una consecuencia de
todo eso: una especie de novela en la que yo soy el protagonista. Y lo primero que redacté fue lo más
novelero, o lo más libresco: esos miembros de mi familia, todos Bonald de primer apellido, cinco
exactamente, que eligieron la cama como lugar más idóneo para pasar la vida a partir de los 40 o 45
años. No está mal como tema literario.

164
buen suministro de instigaciones literarias” (p.354). Incluso sus relaciones amorosas

aparecen intoxicadas por el virus literario: “…y pensando que al fin había encontrado el

móvil que me permitiría ser el más precoz e inspirado poeta de la provincia. (…) Me

refiero a la oferta carnal de Luisa, aunque sólo fuese en función de su aprovechamiento

como fuente de incandescencias poéticas.” (p.142) o “Todo eso me llevó también a

magnificar mis relaciones con Fermina, a quién llegué a declarar una inclinación

amorosa acaso más acusada por lo que tenía de literario fingimiento” (p.183).Se trata,

suma, de un protagonista intoxicado de literatura.

Igualmente, los títulos de los capítulos son versos o títulos de poemas del autor:

“Serias dificultades para mirar de lejos”, “Nada es ya subalterno” y “Contribución a la

perplejidad” pertenecen a su libro Laberinto de fortuna (1984); “Composición de

lugar” y “Duelo a primera sangre” son poemas de Descrédito del héroe (1977) y “Solo

es verdad lo que aún no conozco” es un verso del poema “Cloto” de Las horas muertas

(1959). El último capítulo, “Somos el tiempo que nos queda”, es el título de un poema

de Memorias de poco tiempo (1954), utilizado, como ya se ha dicho, para la antología

de su obra poética publicada en 2007. Es destacable la utilización de términos que

insisten en su poética autobiográfica (“Serias dificultades para mirar de lejos”,

“Contribución a la perplejidad”, “De las fronteras indecisas). Además, las

intertextualidades, que imitan el modelo de Carlos Barral 139, refuerzan el proyecto

literario que para Caballero Bonald supone la escritura de sus memorias y el carácter

autobiográfico del resto de su obra.

Estos rasgos, unidos a un excesivo pudor a la hora de hablar de lo íntimo o

sentimental, pueden resultar decepcionantes a algunos lectores, que entienden que a

139
El título del primero tomo autobiográfico de Carlos Barral, Años de penitencia, era un verso de su
poema “Prosa para un fin de capítulo” del libro Usuras (1965). También los títulos de ese primer
volumen de memorias de Barral responden a una intención literaria: “La calle redimida”, “Las
humedades del sueño”, “Moradas breves”, “Un lagarto en cada encina” o “Vigilia en armas”.

165
Caballero Bonald le ha faltado un compromiso sólido con el género autobiográfico, tal

como lo ha visto Manuel Alberca (2004:16):

El autor se refrena en sus arranques confesionales, convocando una supuesta

pudicia o ineptitud introspectivas, que no consiguen disimular medrosidad o

tendencia al autoengaño. Cuando esto ocurre ya no es posible apelar a la tendencia

a ficcionalizar o a la fragilidad de la memoria, es preciso reconocer que no se ha

querido contestar al desafío autobiográfico.

Sin embargo, las reticencias a mostrar sus intimidades se pueden justificar a tenor de

la reflexión realizada en La costumbre de vivir: “El relato de lo que he vivido, que a

nadie debe importar, o de mi vida interpolada con otras muchas en un tiempo histórico,

que a lo mejor puede interesar a alguien,…” (p.390). El poeta jerezano considera que

sus vivencias personales o íntimas no son “importantes” para el lector, solamente cierto

testimonio de las épocas históricas que ha vivido “puede interesar a alguien”. Quizás

esta idea explique que solamente en dos ocasiones y más por barruntos que por certezas

lingüísticas, el lector vislumbre una especie de remordimiento por el alejamiento en la

última etapa de su vida del que fue su amigo en la adolescencia y juventud, Juan

Valencia140 y por la manera como terminó el noviazgo con Carmen, su primera

experiencia de amante “en todas las acepciones prescriptibles del término” (p.200). Con

respecto a los poetas de la Asociación Cultural Iberoamericana habla de “perseverante

relación afectuosa” y poco más. No expresa sus sentimientos ni siquiera en el ámbito

familiar, del que solamente comenta la indulgencia (p.12) y tolerancia (p.34) de su

madre y el carácter depresivo del padre (p.57) sin revelar en ningún caso el vínculo

afectivo que mantenía con ellos o con sus hermanos. Ese pudor podría también tener su
140
“Me enteré de su muerte cuando ya hacía más de un mes que lo habían enterrado, con lo que se me
recrudeció penosamente una ya aletargada sensación de contrito.” (p.121)

166
justificación en un rasgo del carácter del autor que él mismo explica a propósito de una

de sus travesuras infantiles: “Lo que sí me quedó fue como un remanente de

conformidad conmigo mismo por no haberle contado a nadie lo que me pasaba, un

hábito que conservé durante muchos años, pues pocas veces he compartido con los

demás mis quebraderos de cabeza.” (p.16) En este sentido, Manuel Alberca (2004:16)

también critica la carencia de riesgo introspectivo de Tiempo de guerras perdidas o la

evitación de los aspectos más problemáticos o más íntimos del autor, señalando que “el

balance más sincero de esas “guerras perdidas” es lo que se echa en falta.”

141
2. NIÑO DE LA GUERRA

A pesar de todo, Caballero Bonald no renuncia al testimonio de la Guerra Civil y de

sus consecuencias en la generación de la que forma parte y así lo confiesa en una

entrevista que concedió a Juan Ángel Juristo (1995) para la revista Lateral:

En realidad, en todo el libro hay un recordatorio implícito de muchos escritores de

mi edad, no solo de mi persona. Es una experiencia colectiva, es un homenaje a la

generación del 50, a García Hortelano, a Juan Benet, a Alfonso Costafreda, a Gil de

Biedma… (Pedrós-Gascón 2011:263)

Anteriormente, en 1980, reconocía la impronta de la Guerra Civil en su generación:

141
La expresión “niños de la guerra” es usada por Josefina Aldecoa en 1983 en un libro titulado
precisamente Los niños de la guerra: “La mía es la generación de los niños de la guerra, de nuestra guerra
civil. Niños que habíamos nacido entre 1925 y 1928 o poco más y que al estallar la guerra teníamos 8,
9,10, 11 años; la edad de la infancia consciente.” En este libro, la autora leonesa hace una selección de
textos de algunos autores de la generación del 50, entre ellos del propio Caballero Bonald.

167
Lo que entonces era un aprendizaje de no reconocible significación, adquirió con

los años su exacto valor como punto de referencia moral. Son experiencias más o

menos comunes a los escritores de mi edad, es decir, a los nacidos

aproximadamente entre 1926 y 1932. No cabe duda de que la Guerra Civil –y la

inmediata postguerra- ha supuesto para todos nosotros un trascendental foco de

motivaciones y condicionamientos no solo humanos sino también literarios.

(Pedrós-Gascón 2011:153-154)

Pozuelo Yvancos (2006:174) ha señalado que “tampoco la guerra civil es narrada con

pormenor, sino a través de unos reflejos muy fragmentarios, acoplados esta vez a lo que

podría saber un niño de la burguesía jerezana.” No podía ser de otro modo porque

Caballero Bonald tenía solamente nueve años en 1936 con lo que estamos ante un

recuerdo más afectivo que testimonial142, como él mismo explica en una entrevista de

1982:

Pero mi infancia no fue desdichada, yo la recuerdo bastante divertida. Los

recuerdos que tengo de la guerra son muy nebulosos. Tengo vagas memorias de

hechos dramáticos: descargas de fusilamientos, un muerto en la calle u observar

desde el balcón de mi casa un tiroteo. Pero todo ello son cosas muy nebulosas que

no influyeron prácticamente nada en mi forma de ser y en mi educación y

formación de aquellos años.” (Pedrós-Gascón 2011: 172-173)

A este respecto en Tiempo de guerras perdidas confiesa:

142
“Todavía era muy pronto para que yo pudiese testificar ni por aproximación el grado de miseria que
se expandía, al mismo compás que los despotismos doctrinarios, por todos los atajos populares de la
ciudad.” (Tiempo de guerras perdidas p.42).

168
Hay como un espacio vacío en la memoria lineal de aquellos dudosos años

infantiles o de la prehistoria efectiva de la adolescencia. Si bien el caudal de los

recuerdos de entonces se me aparece bastante turbio y con seguras alteraciones

cronológicas, puedo evocar todavía sin demasiada precisión dos efemérides: la

elección de Azaña como presidente de gobierno y el golpe militar que daría paso a

la guerra civil. (p.30)

Todavía era muy pronto para que yo pudiese testificar ni por aproximación el grado

de miseria que se expandía, al mismo compás que los despotismos doctrinarios, por

todos los atajos populares de la ciudad. (p.42).

No obstante, la narración pormenorizada de alguno de los recuerdos sobre la

contienda denota su relevancia en la biografía íntima del autor, como él confirma:

“Tengo fijados en la memoria otros despiadados y más generales rudimentos de

aquellos días de la guerra –y de la inmediata posguerra- que han ido emergiendo en

buena parte de mi obra literaria con un tenaz apremio persecutorio” (p.42) 143.

Al comenzar el capítulo segundo reconoce que “la guerra civil, en su correlato

jerezano, se me aparece como proyectada sobre un fondo de exaltaciones y desdichas.

Hay una serie de datos precisos que jalonan todo el itinerario de esa evocación” (p.33).

Así ocurre con el momento en que se enteró de la sublevación militar de julio de 1936:

“Y fue en una de esas visitas cuando me enteré de la manera más imprevisible de la

sublevación del general Franco y de la vecindad inexorable de la guerra. Todo ocurrió

de una manera un poco anómala. Intentaré reconstruirlo desde el principio” (p.30). Y

comienza un relato plagado de detalles (recuerda incluso la conversación que mantuvo

con quién le dijo que estaban en guerra) que finaliza con este comentario: “Es curioso

143
En una entrevista en el año 2002 todavía declaraba: “Yo no puedo evitar que la Guerra Civil aparezca
en mis escritos.” (Pedrós-Gascón 2011:283)

169
que recuerde todo eso con tan detallada veracidad –aun contando con que me

equivoque en la coordinación de los hechos- porque a partir de ahí se abre una laguna

que sólo consigo salvar a través de barruntos muy poco fiables” (pp. 32-33). ¿Por qué

aquí esa detallada veracidad? Por la vinculación emocional, como ocurre con el

“episodio inolvidable” del registro del despacho de su padre por parte de unos

falangistas:

Pues bien, una tarde, cuando volvíamos mi hermano y yo del colegio, vimos dos

coches parados delante de la casa, con el asiento del conductor ocupado por un

hombre de uniforme, mientras otro permanecía apostado en la puerta. Enseguida

percibí como un disturbio tácito en las resonancias habituales del zaguán, pero no

pensé ni por asomo en la insólita escena que iba a presenciar cuando entré en casa.

Dos falangistas procedían a registrar el escritorio de mi padre, que en aquel

momento no estaba allí. Mi hermano y yo, simétricamente despavoridos, los

mirábamos hacer desde la habitación de al lado, hasta que mi madre se acercó

como conteniéndose y nos llevó al otro extremo de la casa. Su angustia me

contagió de otra desconocida angustia…(p. 35)

Admite seguidamente que reconstruyó este episodio en un poema años después 144 y

reconoce que “ese registro fue como el punto de partida de una crisis o de una fijación

de contradicciones de la que tardé años en desembarazarme” (p.35).

A Caballero Bonald le interesa dejar el testimonio de la guerra tal como él la vivió,

guardando absoluta lealtad al punto de vista del niño, de ahí que cuente los hechos que

le impresionan. Las implicaciones emocionales están relacionadas con la angustia o el

144
Se trata del poema “El registro” publicado en Pliegos de cordel (1963).

170
miedo, como se observa en el anterior episodio del registro o en el del regreso

precipitado a Jerez desde Villamartín a causa de la detención del socio de su padre:

Pero los acontecimientos habrían de precipitarse a raíz de un suceso

verdaderamente desdichado que afectó de modo alarmante a toda la familia y que

también me sacudió a mí con inusitada violencia. Era la víspera de Reyes, me

acuerdo muy bien.

Recuerdo ese otro frío supletorio del infortunio que se unió al clima gélido de la

casa. (…) viví la primera desoladora constancia de un miedo distinto a todos los

miedos que con anterioridad había sentido, algo similar a una deficiencia de la

respiración, a un émbolo materialmente activado por dentro del pecho una y otra

vez, arriba y abajo, hasta convertirse en un estorbo que incluso me impedía

pensar.(…) Solo conservo una imagen distorsionada, unos pocos fragmentos de

realidad mal encajados, una desarticulación general del penoso trayecto hasta el

borde de la carretera cargando con las maletas, del vacío hostil de las calles entre

dos luces, de la subida al autobús de línea que venía de Algodonales y llegaba hasta

Jerez, con paradas en Bornos y en Arcos. Hay una pareja de la guardia civil

pidiendo las cédulas, hay unos rostros amoratados por el frío, hay una acrimonia de

olores de redil como saliendo todavía de las hondonadas del sueño. Asomado a la

ventanilla, con la cara medio tapada por una bufanda tejida con los desechos de un

viejo jersey, miraba el turbio confín de los campos desiertos, la geometría

blanquecina de los olivares, los matorrales de las lomas requemados por la

escarcha. (pp. 61-63)

La narración de este suceso adquiere un marcado ritmo poético debido al uso de la

anáfora, el paralelismo y del asíndeton, además de la exacta adjetivación propia del

autor, con los que este intenta recuperar la plasticidad de la escena. Asimismo, la

171
utilización del tiempo presente (“Hay una pareja de la guardia civil (…), hay unos

rostros amoratados por el frío, hay una acrimonia de olores…”) informa sobre la

importancia del acontecimiento en la biografía y en el presente del autor, tanta que

finaliza el relato confesando: “Crecí en un solo día más de lo que había crecido desde

que comenzó la guerra” (p.63).

El desconcierto es también una emoción ligada a los recuerdos sobre la Guerra Civil,

como queda reflejado en el relato de sus visitas al cuartel de la Falange (“el recuerdo de

aquellas experiencias fugaces ha permanecido como atascado en una inhóspita

sensación general de desconcierto” (p.37)) o en el de los fusilamientos del médico de

cabecera familiar y de un enólogo amigo de la familia:

Ignoro cómo reaccionó mi padre ante esa atrocidad, pero sí me acuerdo de las

preguntas sin respuestas que yo le hice a mi madre y de la farragosa tramitación

de mi desconcierto. Un desconcierto que se acentuaría poco después a raíz de una

nueva ejecución para todos inconcebible: la de un enólogo llamado Luciano

Torrent… ” (p.40).

El hambre y la desolación quedan reflejadas en recuerdos aislados de “gentes

desesperadas y famélicas que llamaban a cualquier hora a la puerta de casa” o en unas

dudosas imágenes145 de unos niños harapientos que cazaban un gato, una anciana que

masticaba gramíneas silvestres, un mendigo arropado en una andrajosa manta

cuartelera, unos críos con las cabezas rapadas a trasquilones y visibles estigmas del

piojo verde en Villamartín y, sobre todo, el frío, “un frío alevoso e inconsolable que se

metía por el cuerpo con la saña de una enfermedad” 146.

145
Con sus sempiternas dudas: “¿Vi todo eso realmente o me imagino ahora que lo vi? Es igual.” (p.43)
146
Algunos de estos recuerdos están narrados en presente y con el ritmo poético que se ha apreciado en el
relato de su huida de Villamartín, aunque en este caso se ha utilizado el polisíndeton: “Veo como a través

172
La fidelidad a la perspectiva infantil se manifiesta en los comentarios acerca del final

de la guerra, del que no guarda memoria porque no fue un acontecimiento que le

afectara:

El término de la guerra civil no es una efeméride consignada de ninguna expresa

manera en los inciertos almanaques de mi memoria. Casi estoy por creer que esa

noticia de la victoria final del general Franco me fue sustraída por alguna razón que

ignoro del módico suministro de informaciones a que yo tenía acceso en aquellos

años. (…) No me veo incorporado en absoluto a ninguna celebración municipal o

militar, a pesar de la mucha pompa y regocijo de que harían gala los más adictos

sectores sociales jerezanos. (p. 76)

El carácter testimonial a veces va unido a una buena dosis de ironía y sarcasmo, que

proviene de la perspectiva ideológica del narrador, como se puede observar en las

últimas líneas del fragmento anterior o en el comentario que realiza a propósito de los

cambios en las adhesiones de los señoritos jerezanos durante y después del Alzamiento

y que termina de este modo:

Esa tropa de señoritos, a algunos de los cuales recuerdo luciendo, impasible el

ademán, la camisa azul, despareció bien pronto del mapa patriótico jerezano.

Ninguno de sus vástagos se alistó a las organizaciones juveniles falangistas sino a

las del requeté. (…) Me imagino que eso debió de durar hasta que el Caudillo

promulgó el decreto de unificación de falangistas y tradicionalistas y ya todos se

de un cristal esmerilado a las gentes que esperaban en una esquina de la plaza la llegada sigilosa de unas
mujerucas que vendían pan de maíz, y veo pasar por la calle a las recolectoras de cardos borriqueros y
tagarninas del monte, y veo como un desfile vespertino de niños medio harapientos (…) Y siento sobre
todo el frío, el frío…” (p.59)

173
hicieron adictos a Franco de por vida. Qué menos. Fue una alternancia de

banderías muy vistosa. (p.39)

Que la infancia y la adolescencia de Caballero Bonald quedaron marcadas por la

Guerra Civil queda reflejado, además, en el título Tiempo de guerras perdidas.

Suponemos que la guerra más importante a la que se refiere es la Civil y la calificación

de “perdida” merece una consideración. El adjetivo “perdida” nos acerca al momento de

la escritura y deja constancia de la filiación republicana del autor, no en el momento de

la contienda ni en la posguerra147, sino a posteriori, en los años 60, en los que se

identificó claramente con el bando perdedor y se vinculó a la lucha antifranquista.

Durante la Guerra se sintió más ligado al catolicismo y conservadurismo maternos,

sobre todo a raíz de la angustia por el registro del despacho paterno: “…creo que en

aquel mismo instante me sobrevino la obstinada decisión de compartir todo lo que yo

imaginaba que ella defendía frente a lo que supuestamente propugnaba mi padre,

causante directo de aquel desaguisado” (p.35). Las diferencias ideológicas entre sus

padres aparecen explicadas un poco antes:

Mi padre se debió de afiliar al partido republicano reformista al mismo tiempo que

Azaña (…) pues recuerdo unas cartas de don Melquíades Álvarez, fechadas en

1918 y dirigidas a mi padre, que se referían a no sé qué cuestiones organizativas

del partido en la provincia de Cádiz. Las cartas andaban por casa y fueron

destruidas, junto con otros papeles comprometedores y ante el temor de un registro,

en aquellos inicios de la guerra civil (…) Todo esto me lo contaría tiempo después

mi madre, cuyo proverbial catolicismo y cuyos fervorosos arraigos educativos en

147
Él mismo reconoce que, cuando a los veintidós años se marchó a estudiar a Sevilla, “andaba aún muy
poco enterado, por no decir desentendido, de las maniobras del régimen franquista” (p.203). Antes, en la
Milicia Naval Universitaria tuvo su primer conato de rebeldía, pero también admite que “aún estaba muy
lejos de plantearme ni siquiera por descuido ningún atisbo de confrontación ideológica” (p. 174)

174
la tradición, no le impidieron nunca ser muy indulgente y comprensiva con los

demás, sin que en ningún momento se permitiera recusar las ideas republicanas y

agnósticas del marido. (p.34)

Además, el uso del sustantivo “guerra” en plural remite al significado metafórico

aplicado a todos los proyectos que quedaron “perdidos” a causa de la Guerra Civil y de

la posguerra. Estas “guerras perdidas” son las ilusiones que se frustraron por el camino

de los que vivieron la infancia y la adolescencia durante el conflicto y así parece usarse

al final del libro, cuando, licenciado definitivamente de las Milicias Universitarias

regresa a Jerez sin saber qué rumbo dar a su vida: “Me convertí un poco en el

convaleciente que, sin confiar demasiado en su completa recuperación, se empeña en

hacer balance de las guerras perdidas…” (p.363). Este alcance metafórico es

corroborado por las siguientes declaraciones del autor:

Porque el título es una metáfora, un veredicto frente a un tiempo en que aprendí a

ser lo que luego fui, unas guerras perdidas en la niñez, todo eso de las frustraciones

y la Guerra Civil. (…) yo he intentado tratar la guerra huyendo de ese aspecto

dramático y lo he tratado con los ojos de un niño que no tenía criterio para discernir

pero que acaba dándose cuenta de que aquella experiencia es también una guerra

perdida. (Pedrós-Gascón 2011:263)

Asimismo, los títulos de los dos capítulos dedicados a la Guerra son también

elocuentes: “Regiones devastadas” y “Nada es ya subalterno”. De nuevo el uso figurado

del lenguaje, pues una de las regiones devastada será la de la infancia, además de la

devastación real y física que supusieron la contienda y la posguerra en el entorno del

autor. La maduración obligada a raíz de la huida de Villamartín, que cierra la narración

175
de los recuerdos de la guerra y el capítulo “Nada es ya subalterno”, supone para el autor

el aprendizaje forzoso de que la guerra ha transformado su vida.

3. RELACIÓN YO NARRADOR-YO PERSONAJE

Ya ha señalado Pozuelo Yvancos (2006:169) que la técnica de Caballero Bonald al

enfrentarse a su yo pasado es hacerlo siempre desde el momento de la escritura, como se

aprecia ya en las primeras líneas del libro, una autorreflexión en la que utiliza los verbos

en presente para hablar de su infancia: “Las fronteras de la infancia suelen coincidir con

las del verano. (…) Las otras imágenes infantiles, por muy copiosas que sean,

perseveran en la evocación dentro de un relieve mucho más desvaído y una tonalidad

mucho menos acusada, (…) Incluso tiendo instintivamente a desplazarlas de ese núcleo

de sensaciones imborrables que determinan la densidad del recuerdo.”(p.7)

Al focalizar al personaje desde el momento de la escritura, la relación entre el

narrador y aquel es de distanciamiento, de manera que apenas se siente identificado con

él (“yo no fui ese o, al menos, no me reconozco en aquel que fui”) 148, al contrario de lo

que ocurre, como se verá más adelante, con Castilla del Pino.

En los recuerdos siempre hay un sustituto del que uno fue que trata de engañarlo.

No sé si a mí me engaña por sistema, pero tengo mis dudas a la hora de

identificarme con ese sujeto que anda estacionado o dando bandazos en mi

memoria y que no se parece sino a ratos perdidos al que ahora creo que fui. 149

(p.291)

148
En palabras de Pozuelo Yvancos (2006:167), “quien escribe en el presente no es quien era en el
pasado.”
149
Este extrañamiento hacia los yoes del pasado también aparece en el prólogo que el propio Caballero
Bonald hace a la obra de Pedrós-Gascón (2011:9): “A veces tengo la sospecha de que algunas de las

176
Este distanciamiento marca la evocación del yo pasado en diversos momentos. Por

ejemplo, al mencionar el poema que años después dedicó al registro del escritorio de su

padre, recalca la distancia que ya por entonces mediaba entre el niño que vivió el suceso

y el autor que lo plasmó en un poema: “El autor del poema no pensaba ya lo mismo que

el niño que lo protagonizó y, en consecuencia, podía llegar a ser muy arbitrario en la

instrumentalización de la historia vivida” (p.35). Del primer poemario que publica, Las

adivinaciones, comenta que cuando ha realizado alguna antología, ha seleccionado

solamente media docena de sus composiciones, porque “no es ni mucho menos que

repudie las demás, es que me parecen escritas por alguien que mantiene serias disputas

con quien yo creo que fui” (p.300). Vuelve el extrañamiento al leer unas notas tomadas

en los primeros años cincuenta: “Resulta curioso ese cotejo de fragmentos escritos en el

pasado con la mentalidad de quien ahora los relee. Qué extraño y monocorde sujeto,

apenas traspasable al que finalmente creo ser” (p.332). Tiempo de guerras perdidas

acaba con una reflexión que incluye tanto el distanciamiento al que somete el narrador

al personaje como la desconfianza hacia la memoria y el tiempo por lo que ambos

tienen de engaño:

La concordancia del recuerdo está plagada de anacolutos. Y yo no soy ya el que

consecutivamente fui cuando acaecieron todas estas historias abreviadas, así que –

una vez más- sólo puedo dejar fluir la memoria sin más arbitrio que el de su

coactiva progresión. Un sistema posiblemente tan engañoso como el del propio

transcurso del tiempo. (p.363)

respuestas que aquí aparecen como mías son más bien de alguien que me ha suplantado sin ningún
miramiento. Tampoco es que descarte esa posibilidad.”

177
Este desapego permite al narrador enjuiciar irónicamente los sentimientos o

pensamientos del personaje: “No es que yo asociara entonces todo eso a mi escueta

receptividad de contemplador…” (p.20) o “Dudo, sin embargo, que yo estuviese

entonces en condiciones de acometer esos sondeos teóricos” (p.207).

Cuando no hay un reconocimiento del niño por parte del adulto se puede buscar la

causa en un distanciamiento que en este caso podría ser ideológico-moral: el Caballero

Bonald adulto (narrador) se siente muy alejado del mundo ideológico del niño y

adolescente (personaje). Encontramos un dato que corrobora esta hipótesis en la

biografía de Julio Neira (2014:86-87) en la que este da minuciosa cuenta de numerosos

poemas y composiciones religiosas (semanasanteras) escritas por un joven Caballero

Bonald para revistas y periódicos de Jerez, Sanlúcar y Sevilla. Basten como ejemplo

alguno de estos títulos: “Esperanza”, “Caridad”, “Claridad y alegría en la Mañana de los

Ramos”, “La primera amargura de la Pasión”, “Sonetos de Natividad”… Sobre estos

comienzos religioso-literarios hay un silencio elocuente en Tiempo de guerras

perdidas150. Solo se menciona su primer texto publicado, un reportaje sobre el circo en

colaboración con su primo Rafael Bonald, en el periódico local Ayer, diario en el que

aparecieron varios de los títulos arriba señalados y del que dice:

…después de esmerarnos en su redacción por espacio de dos largos días, pensamos

que su calidad era incluso muy superior a la de las colaboraciones habituales de

Ayer, mayormente referidas a temas marianos o de exaltación de los valores de la

patria en general y de la chica en particular. (p.111)

150
Julio Neira (2014:98) también comenta este olvido: “Las cartas archivadas en la Fundación Caballero
Bonald nos ofrecen algunas pistas muy valiosas para conocer episodios de aquellos inicios literarios que
él ha silenciado en sus memorias”

178
Julio Neira (2014:80) añade que quince días después de este reportaje apareció el

primer artículo en solitario de Caballero Bonald, que trataba sobre la feria de Jerez. De

él no hay ninguna noticia en Tiempo de guerras perdidas y la razón de este silencio la

podemos encontrar en el comentario que hace Julio Neira: “El texto cumple los

preceptos del “género”, ante todo la alabanza a las virtudes locales: vinos y bodegas,

caballos y albero, belleza de las mujeres, embrujo de la guitarra, pureza de una copla,

etc.” Es decir, es un canto a todos los resabios folklóricos de los que el autor renegaría

años después y de los que se siente completamente alejado en el momento de la

escritura151.

La palabra clave en la poética autobiográfica del escritor con respecto a su pasado es

dudoso, adjetivo que permite colocar al protagonista/personaje152 entre las difusas lindes

de la ficción y la realidad y que, como ya se ha visto, ha utilizado el propio Caballero

Bonald en algunas ocasiones. El adjetivo es usado en una doble acepción del término.

En primer lugar, es dudoso en el sentido de “presunto”, en la acepción jurídica de

persona a quien se considera posible autor de un delito antes de ser juzgado; en este

caso, posible autor y protagonista de los sucesos que se narran. De este modo, la

incertidumbre sobre la veracidad de los hechos alcanza también a su personaje: dada la

imagen poliédrica del yo, este se presenta de una manera determinada aunque podría

haber sido presentado de otra completamente diferente. El autor jerezano (2004:52) lo

expresa de este modo:

151
Este evidente distanciamiento ideológico-moral entre el narrador de las memorias y el joven Caballero
Bonald se observa también en las siguientes declaraciones que el joven jerezano hizo a un periódico (La
voz del Sur) y que Julio Neira (2014:102) incorpora a su biografía, en las que se observa un concepto de
la inspiración poética radicalmente diferente al que sostendría después: “La dedicación total a la poesía
tiene su génesis en un llamamiento celeste. Sentirse así señalado, es llegar a Dios por la belleza. Y es casi
imposible situar el momento en que se tuvo conciencia de esa voz, de esa luz. No obstante, estimo que en
mí fue cuando sólo contaba 13 o 14 años. Entonces empecé a descifrarla, no a comprender su
significación todavía.”
152
Pozuelo Yvancos (2006:165) ha titulado el capítulo que dedica a la obra autobiográfica de Caballero
Bonald “José Manuel Caballero Bonald: cuando el yo es personaje.”

179
Decía la profesora Celia Fernández Prieto que la palabra “presunto” forma parte de

mi repertorio predilecto de adjetivos. (…) Por algo será. De modo que termino con

una sibilina aclaración: el sujeto que aparece en mis memorias también puede tener

algo de presunto. No estoy muy seguro de que ese sujeto –ese personaje- sea igual

que yo, ni que todo lo que cuenta coincida con la verdad, suponiendo que la

verdad tenga algo que ver con la literatura.153

En una segunda acepción, el calificativo de “dudoso” podría entenderse como el

sujeto que duda, inseguro, con tendencia a dejarse llevar y poco dotado para la

reflexión: “Mis hábitos reflexivos aún permanecían muy lastrados de interferencias

abúlicas. Incluso pienso que todavía lo están” (p.212) o “casi nunca he podido eludir la

abulia, (…) sobre todo cuando he tenido que enfrentarme a experiencias que

demandaban alguna sustancial introspección. Reconozco que se trata de una forma de

inepcia analítica.” (p.291)

En un acto más o menos voluntario por parte del narrador, se nos presenta a un

personaje desubicado, empujado por el azar, con “una reiterada carencia de proyectos

vitales” (p.265), que destaca más por su fragilidad que por su capacidad de decisión.

Sus intereses son tan numerosos como efímeros (la investigación científica, la

biblioteconomía…) y al terminar el bachillerato reconoce que “no tenía la menor idea

de lo que quería hacer”. Prepara el ingreso a la Escuela Náutica de Cádiz porque piensa

que de esa forma emularía las aventuras narradas por sus admirados Conrad, London o

Stevenson y además, lo decide en un día. A su madre esa carrera “se le antojaba, y con

razón, una consecuencia más de las fantasiosas inclinaciones de mi carácter” (p.148).

Más tarde, cuando decide, tras su postración tuberculosa, abandonar los estudios de

153
Las siguientes declaraciones confirman la misma idea: “Ese niño que fui de ninguna manera está ahí
representado en toda su amplitud humana, sino que solamente es una aproximación, una trampa a través
del tiempo.” (Anna Vilà y Anna Pi, 1995: p.32)

180
Náutica e iniciar los de Filosofía y Letras, confiesa que se equivocó de nuevo con esta

última elección (p.199).

La imagen que se desprende de todo lo anterior es la de un ser confuso, errático y

como desvalido ante una realidad diferente a la de sus lecturas; en definitiva, un

personaje cuyo único asidero vital es la literatura.

A pesar de las consideraciones anteriores, la historia se ajusta en líneas generales a un

orden frecuente en las memorias y autobiografías: los primeros recuerdos, los orígenes

familiares, los escenarios infantiles (viviendas, colegio y parques), primeras lecturas, los

estudios y los sucesivos intentos por lograr una autonomía personal, aunque la

ordenación obedece más bien a resortes de carácter literario que de otro tipo: hay que

recordar que confesaba a Anna Caballé (2006:12) que el primer capítulo que redactó fue

el que él considera más novelesco, el de los acostados, que, sin embargo, en la edición

final es el sexto. El libro comienza con sus recuerdos veraniegos y con los de la guerra

civil y no es hasta el capítulo cuarto cuando habla de sus familias paterna y materna,

aunque a los “acostados” los deja para un capítulo exclusivo, anticipado en el cuarto:

“Ni siquiera sabía mucho de esa rama de los Bonald el tío Rafael, que era el único de la

familia que se preocupó de semejantes cuestiones, antes desde luego de que decidiera

acostarse, como ya contaré” (p.65).

Al principio, la ordenación de los episodios obedece a un criterio asociativo, sobre

todo en los siete primeros capítulos, los que corresponden con la etapa infantil. Así,

aprovecha que ya no podrá ir a los parques de la Alameda Vieja y del Tempul, tras la

mudanza a una nueva casa, para hablar de ellos o cuando en el capítulo séptimo se vale

de su indecisión al terminar el bachillerato para relatar sus recuerdos colegiales. A raíz

de su ingreso en la Escuela Náutica de Cádiz, el orden discursivo obedece más a

razones espaciales y temporales: Cádiz, Galicia, Sevilla, Jerez, Madrid…

181
Para valorar la temporalidad de Tiempo de guerras perdidas hay que tener en cuenta

las aportaciones de Anna Caballé (1999:27-28) para quien la discontinuidad discursiva

en un relato autobiográfico puede parecer, en un primer momento, contraria a la

dinámica autobiográfica pues el orden cronológico responde a la idea de la vida como

trayecto temporal. Sin embargo, en un análisis más detenido, la discontinuidad puede

“favorecer una determinada puesta en escena del personaje” (en el caso de Caballero

Bonald, la del personaje “dudoso”) o ayudar a la credibilidad del texto pues, al no poder

ordenar cronológicamente los acontecimientos, se opta por relatar las secuencias cuyo

recuerdo es más nítido, prescindiendo de las demás. La discontinuidad, por tanto,

tendría una doble lectura, válida en ambos casos para Tiempo de guerras perdidas.

El tiempo de la historia carece de importancia para Caballero Bonald, a quien no le

interesa precisar las fechas de los sucesos ni se ha molestado en verificarlas 154 como

explica en La costumbre de vivir (p.67): “Ni siquiera me ha importado cotejar o

comprobar la exactitud de tiempos y lugares para situarlos debidamente donde en

verdad les corresponde” 155. Prefiere la “metódica inexactitud” de Barral156: “Por esas

fechas o algo después…” (p.48), “Fue por entonces más o menos…” (p.56), “Ese

mismo año, o tal vez el siguiente…” (p.57), “Recién terminada la guerra, o algo

después…” (p.76), “Por esas fechas más o menos…” (p.161), “Pero el último curso, o el

penúltimo, no sé, me decidí…” (p.169), “Más o menos por entonces…” (p.186). Nada

154
En dos momentos de Tiempos de guerras perdidas hace alusión a que anota en una libreta algunos
datos: “Las pocas notas que tomé entonces sólo me proporcionan pistas muy inciertas o muy poco
aprovechables.” (p.292) y “He logrado desempolvar una libreta donde anoté la nutrida concurrencia de
adversidades entonces vividas.” (p.332)
155
Otra cita de la misma índole en La costumbre de vivir: “…a la hora de restablecer los suministros
biográficos que se han quedado atrás, el único procedimiento obviamente disponible, si no se cuenta con
algún archivo idóneo, es el que quiera facilitar la memoria. Y hasta es muy posible que, llegado el caso,
yo prefiera no recurrir a ninguna consulta o cotejo previo acerca de toda esa amalgama de conjeturas
sobre lo que ocurrió o pudo haber ocurrido o ni lo uno ni lo otro.” (p. 528)
156
Carlos Barral (1990:69) lo comenta de esta manera: “Poco me hubiera costado desenterrar cartas,
anotaciones, documentos administrativos con fechas selladas, o ajustar mi memoria a la de otras personas
que veo con frecuencia. Pero me parecía una traición al elemento principal del proyecto: el curso natural
del recuerdo.”

182
tiene que ver esta imprecisión con las exactas referencias temporales de Castilla del

Pino, cuyo modelo, como veremos, responde a pautas absolutamente distintas.

La precisión cronológica se utiliza exclusivamente para hitos significativos en la

biografía del autor: la decisión de presentarse a los exámenes de ingreso en la Escuela

Náutica de Cádiz en febrero de 1944 (p.148), la “experiencia infernal” de la explosión

del polvorín de la Marina en Cádiz en el verano de 1947 (p.185), la estancia en la casita

de campo para recuperarse de la tuberculosis, “desde octubre de 1947 hasta mayo de

1948” (p.193), su llegada a Madrid el 29 de septiembre de 1951 (p.264), dos referencias

en esta primera estancia en Madrid: la del despido de las oficinas de la Bienal, “abril o

mayo del 52” (p.308) y septiembre de 1952 cuando regresa a Jerez para cumplir los seis

meses de servicio pendientes en la Milicia Naval Universitaria y por último, “el quince

de febrero del 53” (p.360), fecha de la licencia definitiva de las Milicias. Pero ni

siquiera estas referencias han sido verificadas, pues Julio Neira (2014:565 Nota 36), que

ha consultado todos los documentos que han puesto a su disposición el autor y su

esposa, aclara que son erróneas las fechas de la estancia en el campo para recuperarse de

la tuberculosis, pues “está bien documentado que el último verano de milicias fue el de

1948 y la enfermedad se le declaró después”.

Por otro lado, son frecuentes las anacronías, sobre todo las prolepsis. En

contraposición con su escasez en las demás autobiografías estudiadas, Tiempo de

guerras perdidas abunda en anticipaciones temporales pues estas responden a la

necesidad de dar rienda suelta a los recuerdos sin importar su secuenciación lineal (lo

que Barral llama “el curso natural del recuerdo”). Muchas de ellas están relacionadas

con personajes de los que se está hablando como en el caso del encuentro del autor con

su antepasado Jean de Bonald (p.66), de anécdotas sobre Fernando Quiñones (p.156),

Alberti y José Bergamín (p.258) o Gil de Biedma (p.297).

183
Las analepsis, más escasas, le sirven para rememorar episodios como el

descubrimiento del infierno en el Tempul (p.87), que relata después de la mudanza a la

nueva casa o la visión de su primer muerto en la Guerra Civil (p.140), narrada cuando

vuelve a ver otro muerto en Villaluenga del Rosario, en un impreciso y feliz verano de

posguerra.

Por otro lado, el ritmo del tiempo discursivo se ve remansado por la abundancia de

digresiones, comentarios e interrupciones del relato primario, tan frecuentes, como ya se

ha visto, a lo largo de toda la obra.

4. ESPACIOS E IDENTIDAD

El recorrido por el pasado necesita un lugar por el que desplazarse ya que los

espacios, como ya señaló Bajtín (1989) penetran en el movimiento del tiempo. El crítico

ruso creó el término cronotopo que sirve para unir los elementos espaciales y

temporales en un todo inteligible y concreto, de manera que los dos se convierten por un

lado en centros organizadores de los acontecimientos narrados y por otro adquieren una

importancia figurativa porque determinan la visión del mundo y la identidad del autor.

En el caso de Caballero Bonald, la imbricación entre los periodos estivales y los

espacios simbólicos de su infancia (azotea, Sanlúcar y Doñana) se establece en el primer

capítulo. Asimismo algunos de esos espacios, en concreto la azotea y los territorios del

Bajo Guadalquivir, se convierten, metonímicamente, “en compendio simbólico del

mundo” 157.

157
El autor utiliza la misma expresión “compendio simbólico del mundo” para referirse en Tiempo de
guerras perdidas a la azotea de su vivienda (p.8) y en la conferencia “El paisaje como argumento de la
memoria” (2004:46) para aludir al territorio del bajo Guadalquivir.

184
En las referencias espaciales de Tiempo de guerras perdidas hay siempre un doble

plano: las referencias mimético-realistas, que sirven de marco y anclaje a los

movimientos del protagonista, a las que inmediatamente se añade un segundo plano, el

de la valoración sentimental, el de las correspondencias míticas de esos lugares.

Y así, al principio del libro, hay una descripción de la azotea de su casa y todo lo que

desde allí se dominaba: “un deslumbrante paisaje de techumbres, plataformas y

torretas”, paisaje que enseguida adquiere una relevancia imaginativa que lo lleva a

constituirse en “eje ideográfico de mi primera memoria” (p.8). Es en esta azotea donde

el niño descubre un territorio fabuloso que fue, con metáfora del autor, “el reino

primario donde aún están almacenadas muchas de las provisiones infantiles de mi

experiencia”. Desde allí explora (con “mapa del tesoro” incluido) las vecindades y la

ciudad solar que se presentaba ante sus ojos e inaugura una de sus costumbres adultas

más persistente: la de flâneur. Incluso comenta que en el olor de uno de los cuartos de la

azotea “estaba ya incluido el fundamento de la vida” (p.10). Fernández Romero

(2007:112) ha tratado la importancia de estos espacios, que se corresponden con

distintas partes de la casa familiar (buhardillas, desvanes, ventanas, balcones, huecos de

escaleras, largos pasillos…) y de donde proceden algunos de los mejores recuerdos de la

niñez. En ellos “el niño se refugia y retrasa su incorporación al mundo de los adultos; en

esos rincones de la casa el niño puede manifestarse como tal, crearse un mundo propio y

vivirlo”. En el caso de Caballero Bonald este refugio es la azotea; en Castilla del Pino,

ya lo veremos, será el dormitorio-biblioteca-laboratorio que consigue cuando a los diez

años se traslade a una nueva vivienda.

También en el primer capítulo aparece el gran espacio mítico de la vida del autor,

Doñana, que se constituirá en el cronotopo, la unidad indisoluble espacio-tiempo, de

gran parte de su obra narrativa. De nuevo, los elementos realistas del coto, “esa sucesión

185
de dunas reverberando bajo el sol, retenidas entre una opulenta masa de pinares y sobre

voladas de pájaros nunca vistos”, se proyectan en el plano mítico, “esa sensación de

estar en un mundo antiguo y deshabitado y de seguir una ruta que a lo mejor solo habían

hollado gentes de otro siglo” (p.21).

Caballero Bonald (2004:45 y 49) ha insistido en numerosas ocasiones sobre la

importancia de este territorio en su vida: “Mi patria es exactamente el paisaje que

observo desde donde escribo. Y como normalmente escribo frente el coto de Doñana –

un lugar para mí muy querido-, pues esa es mi patria”, “Desde que yo era niño y andaba

por allí en funciones de buscador de tesoros, Doñana fue siempre para mí lo más

parecido que había al paraíso. Cada uno tiene su propia noción del edén y, en mi caso,

ese edén era –es- Doñana.” El Bajo Guadalquivir o la Baja Andalucía (o lo que es lo

mismo, los territorios de Jerez, Sanlúcar y el Coto de Doñana) son “el rincón del mundo

que creo conocer mejor y me proporciona más compensaciones humanas y literarias” 158.

La relevancia de este espacio se refleja en la incorporación en el primer capítulo de

una descripción pormenorizada de su primera excursión al coto, aventura exploratoria e

insolación incluidas (pp.21-26), y en la declaración de que es el rincón de la naturaleza

que sigue prefiriendo a cualquier otro del mundo (p.22). Pasado el tiempo, en el último

verano antes de su primer viaje a Madrid, pasa varias veces a Doñana desde Sanlúcar y

explica la importancia del Coto en su vida:

Doñana me proponía entonces, una vez más, una tregua tan armónica, una tan

sensible sinopsis de reencuentros conmigo mismo, que siempre barrunté que todo

eso tenía que depender de algún pacto improbable entre mi voluntad filial y la de la

mater terrae. Una idea que muy rara vez ha dejado de asediarme humana y

158
Y añade que, a pesar de vivir tres años en Colombia y muchísimos más en Madrid, no ha podido
almacenar de estos lugares “el suficiente acopio de estímulos como para poder escribir una novela de
ambiente colombiano o madrileño” (Caballero Bonald 2004:47).

186
literariamente, hasta el punto de creer, en términos de mitólogo ocasional, que yo

no elegí Doñana como centro gravitatorio de mis predilecciones sino que fue

Doñana quien me eligió a mí. Lo cual también suponía un proceso de idealización

sumamente novelero 159. (p.263)

En este fragmento aparece la identificación mítica de la imagen de la madre con la

naturaleza, simbolizada en el coto de Doñana, que se convirtió (con el nombre de

Argónida) en personaje principal de su novela Ágata, ojo de gato. Además, el mito de la

madre tierra, imposible de degradar y la consideración edénica del Coto, espacio

simbólico de la aventura y de la libertad, justifican la digresión sobre los peligros que lo

amenazan: los pesticidas, las nuevas explotaciones agrarias, el aprovechamiento

indiscriminado de los acuíferos, la nefasta invasión urbanística… (p.26).

La idealización de los lugares de la infancia se extiende, como ocurre en otras

autobiografías, a la casa en la que vivió hasta los diecisiete años cuya significación se

subraya en una digresión sobre la transformación urbanística de Jerez casi al final de la

obra. Después de hablar del extrañamiento que le produce recorrer en el presente su

ciudad natal., Caballero Bonald confiesa: “Aún puedo andar a ciegas por esa casa en

que viví hace medio siglo: todas sus habitaciones coinciden con las de mi memoria”

(p.250)160. Esta casa, derribada y convertida en un banco, se convierte en guardiana

privilegiada de la memoria y en un espacio asociado a su identidad.

159
Aunque la identidad del autor esté indisolublemente ligada a este territorio, no puede evitar ironizar
sobre ello.
160
A esta casa le dedica el poema “Acerca de un derribo” en Diario de Argónida:
Aquella casa en que mi corazón
tuvo su sitio, tramitó
sus dispendios, sus fiebres, sus cansancios,

aquella casa donde todo estaba


temperado, juntado, disponible,
donde de pronto un día descubrí
el mundo y ya fue ése para siempre
el compendio simbólico del mundo,

187
La repentina mudanza a una nueva casa161, más pequeña y alejada del centro de Jerez,

produce en el autor y su familia (sobre todo en su madre) un descalabro emocional, por

ser un síntoma de la decadencia económica y social de la familia y coincide con el paso

a la adolescencia del poeta. Según Halbwachs (2004:131), Augusto Comte observaba

que el equilibrio mental resulta en buena medida de que los objetos materiales con los

estamos en contacto día a día no cambien o cambien poco, y nos ofrezcan una imagen

de permanencia. Cuando algún acontecimiento nos obliga a trasladarnos a un nuevo

entorno material, antes de adaptarnos a él, “atravesamos un periodo de incertidumbre,

como si hubiésemos dejado atrás toda nuestra personalidad”. Esta es la sensación sobre

la que reflexiona Caballero Bonald desde el presente de la narración: “Al cabo de tantos

años, tengo la sensación de que también se modificó con ese brusco cambio de

domicilio el tramo de mi adolescencia que mayores fijaciones emotivas me ha

proporcionado” (p.84).

Con el traslado desaparecen también otros referentes como los lugares de juego: la

Alameda Vieja y el Tempul que se convierten en el texto en metáforas de la aventura;

sobre todo el Tempul, con el depósito de agua del mismo nombre, por una de cuyas

ventanas el niño Caballero Bonald se asomó un día al infierno (p.87). En la nueva

vivienda fue el paseo de Capuchinos el “escenario iniciático” de la pubertad. En él había

un convento donde el autor imaginaba liberar a las muchachas descarriadas que habían

aquella casa
de inconmensurable pasado,
es ya una innoble máquina de hormigón
y aluminio, una cruenta falacia municipal
que contra mi decoro
ha tramitado un sustituto del dios de los ejércitos.

Las mellas de los años serán mi represalia.


161
Castilla del Pino también se muda a una nueva casa, pero en este caso con unas repercusiones
completamente diferentes. Como se verá en el capítulo correspondiente, esta mudanza supuso una
liberación para el psiquiatra porque abandonó para siempre la casa lóbrega y oscura donde pasó sus
primeros diez años de vida y que tanto le recordaba a su padre viejo y enfermo.

188
sido retenidas contra su voluntad (p.89)162. También en la adolescencia, la bodega del

tío Rafael fue “escenario ritual” de escarceos erótico-amatorios (p.98).

Al quedar asociados a su identidad, la desaparición, la transformación o la ruina de

estos lugares le provocan desarraigo y desbarajustes en la memoria:

No me siento ya arraigado a ese espacio ajeno al de mi experiencia y por el que ya

casi no sé orientarme, si no es que me extravío sin remedio. (…) Apenas reconozco

los lugares y, lo que es peor, ya no me reconozco insertado en ellos. (…) Pero el

edificio (el de su primera vivienda) fue derribado hace ya mucho y en su lugar hay

un banco, y la farmacia tiene otro dueño y no se parece en nada a la que se detuvo

en mi evocación. (…) El colegio de los Marianistas donde estudié la primera

enseñanza y el bachillerato es ahora un caserón ruinoso. (…) Los sitios donde

jugaba de niño –la Alameda Vieja, Capuchinos, el Tempul- se han convertido en

zonas urbanizables o en periferias olvidadas. Mis antiguos oficios de paseante

solitario conducen ahora a distritos imposibles, agobiados de vulgaridades

urbanísticas y edificaciones pretenciosas. Es lo que suele ocurrir, pero ese trastorno

general, inevitablemente encadenado al normal paso de los años, también ha

supuesto otro descalabro en los archivos de mi memoria. (p.251)163

Mención aparte merecen las cuatro ciudades de la infancia, adolescencia y juventud

del autor: Jerez, Cádiz, Sevilla y Madrid. Si los espacios de la infancia señalados

anteriormente han quedado asimilados a su identidad, las ciudades son tratadas desde

162
Hay una analogía entre esta fantasía y algunas de Castilla del Pino en las que también se convertía en
héroe que ayudaba a damas y niños en castillos asediados.
163
Esa sensación de decepción es común en las memorias de infancia, como afirma Celia Fernández
Prieto (1997a:540), cuando el adulto advierte el contraste entre las imágenes guardadas y el estado actual
de los espacios de su infancia. También Ricardo Fernández Romero (2007:70) menciona estas
sensaciones, esta vez relacionadas con el modelo vital del exiliado: “La vuelta al espacio de los años del
pasado suele ser en muchos casos decepcionante, pues la situación de destiempo ha congelado el pasado,
convirtiendo en imposible la aceptación de que el tiempo que se dejó allí interrumpido (…) haya podido
continuar su carrera independientemente del exiliado (…) El regreso, por tanto, puede convertirse en
fracaso o en asunción definitiva de la pérdida.”

189
una perspectiva multidisciplinar que aglutina elementos sociales, culturales, emotivos e

ideológicos. Las digresiones que utiliza para describirlas obedecen a la perspectiva

ideológico-política del autor, de manera que, por ejemplo, sus aspectos sociales se tratan

con más detenimiento que su fisonomía física o estética.

La perspectiva ideológica aparece unida a la sentimental en el capítulo dedicado a

Cádiz: “Con Cádiz he mantenido desde siempre unas relaciones de convivencia

irreprochables. Es como si se tratase de una ciudad especialmente diseñada para

satisfacer mis gustos en materia urbanística y aun las exigencias de mi sensibilidad”

(p.149). Al final del libro se sirve de una metáfora para resaltar la importancia de esta

ciudad en su vida: “Cádiz fue –no me importa repetirlo- la habitación emocionante de

un trecho primordial de mi primera juventud y la residencia del conjunto de gentes más

liberales, más divertidas y respetuosas que he conocido” (p.362)164.

Esta relación afectiva se apoya en el ajuste ideológico de su personalidad con el

carácter liberal gaditano en lo “que viene a consistir en una mezcla desigualmente

dosificada de cachondeo por libre, estricta civilización y arenas movedizas” (p.151). La

querencia del autor hacia la ciudad aparece reflejada en los términos de connotación

positiva utilizados para su descripción física y humana: tradición liberal, gente muy

dadivosa, desenvuelta y comunicativa, gracejo, carácter refinado y ocurrente, ejercicio

de agudeza mental, juego bastante vistoso (p.151). La ciudad le abre las puertas a los

ambientes etílico-literarios en los que rápidamente encaja. Cuando regresa a ella, al

cabo de los años, para finalizar las Milicias Universitarias, Cádiz adquiere tintes

164
Las siguientes declaraciones del autor, hechas a Sol Alameda (2002:12) después de la publicación de
La costumbre de vivir, facilitan la comprensión de la metáfora utilizada para expresar su relación con
Cádiz: “Lo que pasa es que me parece que el pasado es como una casa con muchas habitaciones y que
uno tiene que meterse ahí cuando quiere sondear en el pasado, lo que suele ser agotador… En esa casa
donde empiezas a buscar, te encuentras con unas habitaciones que están muy amuebladas, otras casi
vacías. De pronto descubres rincones imprevistos, y tienes que ir modificando todo eso, porque también
es verdad que el presente modifica el curso del pasado. O sea, que estoy manipulando el pasado siempre
que me conviene. Eso hago en el libro.”

190
depresivos y sus paseos se convierten en alegorías del desarreglo de sus sensaciones, de

su frustración por el atasco de sus proyectos vitales (p.336).

Es interesante comentar que en su libro Copias del natural (1999) se recoge un

artículo (“Paseo a bordo de Cádiz”), que había sido publicado en la revista “Viajar” en

1978, del que se reutilizan aquí párrafos casi exactos. Se confirma por tanto que

Caballero Bonald ha empleado materiales de otros escritos para redactar su obra

autobiográfica porque, como afirma Julio Neira (2014:11), “los episodios de su vida y la

elaboración del resultado de su experiencia del mundo han sido el núcleo germinal de su

escritura, no importa qué forma literaria adoptara”.

Una impresión muy distinta le produce la ciudad de Sevilla: “No me resultó fácil

integrarme en Sevilla, familiarizarme con los profusos matices de la personalidad de los

sevillanos” (p.205). A diferencia de la gente gaditana, “muy bien dotada para limar toda

clase de asperezas” (p.151), cierta manera de ser sevillana le incomodaba y le

provocaba “algún intermitente rechazo, que venía a ser como una consecuencia de lo

rechazado por la ciudad que yo me sentía” (p.207).

Sevilla choca con su carácter discreto y reservado ya que en ella predominan el

exceso y la ostentación: “nunca o casi nunca ha prevalecido la moderación o la

discreción a la hora de autoadjudicarse adjetivos superlativos”. Los que utiliza

Caballero Bonald subrayan la imagen de “ciudad de ostentosas alianzas con la fama”:

excesiva, artificiosa, postiza, edulcorada, ostentosas, superlativos, ridículas,

empalagosa, estereotipada, convencional, decorativa, narcisistas, engañosos. En

concreto, reprocha a los sevillanos “la exacerbación popularista de los tópicos” (p.206),

aunque reconoce que seguramente entonces no estaba “en condiciones de acometer esos

sondeos teóricos” (p.207).

191
Jerez, su ciudad natal, es descrita a través de sus paseos por los barrios que mejor se

avienen a su carácter indómito e independiente. Un verano sofocante se une a una banda

de chicos “muy poco recomendables” para pasar las tardes en unos salones de billar, en

“los arrabales de la sociedad jerezana”. En la infancia y adolescencia hubo una unión

afectiva e ideológica que contrasta con el desapego en el momento de la escritura. Antes

ya había atacado a Jerez, “otra buena cantera de andaluces de oficio ocupados en

elaborar sus propias jactancias localistas” (p. 205) y a su burguesía industrial,

desentendida de la cultura y “constreñida entre los menosprecios a la razón y las

alabanzas de púlpito" (p.198), pero en una larga digresión (pp.247-251) a propósito de

la creación de una academia de artes y letras, se despacha sin miramientos con ciertas

tribus sociales de Jerez, “que creo conocer bastante bien y que suelo usar con estrictos

fines literarios” (p.248). A la mayoría de estos industriales del vino 165 les reprocha “la

ridícula acrobacia del narcisismo y un buen surtido de necedades hereditarias y

fruslerías reverenciales a propósito de sus propios estatutos jerárquicos”, aunque admite

que las cualidades que definieron al consabido señorito de Jerez han languidecido

(p.250). Caballero Bonald considera la vida social de la ciudad como una copia

ampliada de un modelo repetido en otras zonas de Andalucía, modelo que se remonta a

las alianzas de la aristocracia con los burgueses propietarios de la industria vinícola

mantenidas mediante sucesivos pactos endogámicos y al que atribuye muchas de las

lacras sociales y culturales de la región. En todo caso reconoce cierto ajuste de cuentas

con su ciudad natal con la que mantuvo amores no correspondidos (p.248) y termina

confesando el distanciamiento: “entre las enérgicas pulsaciones y los atascos históricos

de mi zona nativa, queda simplemente mi esporádica actitud de testigo. O mi escueto

interés de narrador” (p.248). Esta actitud está ligada a la figura del flâneur (al estilo de

165
Puntualiza que “era posible encontrar a personas de innegable refinamiento, bastante ecuánimes y
medianamente ilustradas. Pero eran más bien mirlos blancos” (p.248)

192
Baudelaire) que escruta las costumbres y vidas urbanas manteniéndose a una prudente

distancia de ellas. Incluso en algún caso, los espacios que no le son propios, como le

ocurrió en Sevilla, le producen una sensación de tedio o spleen: “Se trataba en todo caso

del regusto inicial de unos paseos propios del curioso sin posibles, y creo que en general

me aburrían bastante y que incluso me inoculaban como un desánimo un poco

reticente.” (p.206)

Algo parecido le ocurre con Madrid, cuyo primer contacto no es demasiado

prometedor. En las primeras líneas del capítulo decimosegundo abunda la adjetivación

negativamente connotada (incómodo y agotador viaje, mugrienta bóveda, escenario

desapacible, andén maloliente, viajeros presurosos, ciudad taciturna y extrañamente

desierta, edificio bastante tenebroso), incluida la sinestesia frío herrumbroso. Tampoco

convence al autor el aspecto urbanístico de la capital, asunto de gran importancia para

Caballero Bonald por sus prácticas de paseante solitario:

Pasear por esas calles del centro de Madrid era una experiencia que no coincidía

con mis precedentes aficiones y que tampoco tendrían ningún parecido con otros

posteriores hábitos de errabundo. Uno de los recuerdos que conservo más vivo de

aquellas primeras jornadas madrileñas es el de la indefensión, el retraimiento frente

a una ciudad que no acababa de encajar en la medida de mis prefiguraciones. A

pesar de sus ribetes de poblachón manchego, como solía decirse, a mí aquellos

laberintos urbanos me resultaban correlativamente ajenos e inabarcables. (pp.265 y

266)

A partir de estas primeras consideraciones, los recuerdos sobre la capital están

siempre relacionados con los círculos artísticos (escritores y pintores) en los que se

movía y, una vez más, los aprovecha para sospechar de la memoria (o de la

193
imaginación, que ya sabemos que para el autor es prácticamente lo mismo): “Los sitios,

las secuencias de la realidad adosadas a esos sitios, pertenecen siempre a lo que

sospecha la imaginación. Y la imaginación, a mi edad, anda ya demasiado metida en

sospechas.” (p.292)

Para finalizar habría que añadir la especial atención que presta al desierto y a Galicia,

lugares que descubrió en sus travesías marítimas con las Milicias Navales y a los que

volvió varias veces por las efusiones que le proporcionaban. Después de la digresión

sobre el desierto y sus oasis (pp.177-181), Caballero Bonald se explaya en el

descubrimiento de Galicia, el país de Rosalía de Castro y el “que más he llegado a amar

después del que bordea la desembocadura del Guadalquivir” (p.181). Como le ocurre

con Jerez y con Cádiz, cuando vuelve al cabo de los años, le invade una sensación de

extrañamiento en unas tierras que ya no reconoce a causa de los desafueros urbanísticos,

que han modificado sustancialmente la arquitectura y los materiales que tan bien

armonizaban con el verde de la vegetación: “Volví por allí al cabo de muchos años y

tuve la prevista sensación de que yo había cambiado casi tanto como aquel paisaje de la

ría poco a poco acosado por los desatinos urbanísticos” (p.184). La constante crítica del

narrador a las inadecuadas e irremediables transformaciones urbanísticas o paisajísticas

(ya se han comentado las de Doñana y Jerez) es una muestra de la perspectiva

ideológica con la que son tratados los espacios.

5. CONCLUSIONES

José Manuel Caballero Bonald plantea, tanto en conferencias como en las

autorreflexiones de sus memorias, un compromiso autobiográfico alejado del modelo

historicista o referencial. Su paradigma es Carlos Barral, para quien la precisión no tiene

194
ningún valor y la escritura, cualquiera que sea su forma, tiene siempre una finalidad

estética. Caballero Bonald ha seguido estas premisas pero también ha adoptado alguna

de las formalidades del pacto autobiográfico como la fotografía propia en las portadas

de sus dos volúmenes, las continuas digresiones para opinar, aclarar o añadir algo a

propósito de lo narrado, las expresiones con las que no deja duda de la exactitud de sus

recuerdos (“Todavía lo estoy viendo” o “Lo recuerdo con absoluta precisión”) y el

carácter testimonial que logra el relato como ejemplo de las vivencias de una generación

de españoles que vieron su infancia y su adolescencia truncadas por la Guerra Civil.

Por otro lado, a fuerza de insistir en la fragilidad de los recuerdos y en la imaginación

de la memoria, ha presentado ante el lector un proyecto autobiográfico menos sólido

que el del resto de los autores estudiados y un protagonista de identidad dudosa que

deambula por el libro sin otro anclaje vital que el de la Literatura. Hay en el personaje

una constante interacción entre literatura y vida, de ahí que se narren algunos episodios

utilizados anteriormente como material literario tanto en sus novelas como en sus

poemas y otros con los que ha podido suceder lo contrario, es decir, que sucesos

fabulados hayan sido incorporados a sus memorias, según afirma su biógrafo Julio

Neira (2014:13). Asimismo, el autor, que se sabe frágil y vulnerable fuera de su mundo

literario, se defiende con la ironía y el distanciamiento respecto al personaje, en el que

apenas se reconoce.

En todo caso, la honestidad testimonial de Caballero Bonald queda fuera de toda

duda pues los sucesos recordados sobre la Guerra Civil son los que le afectaron desde su

perspectiva infantil.

Otra actitud diferente adopta en el tratamiento de los espacios, que aborda desde dos

perspectivas, la sentimental y la ideológica. Los espacios de su infancia se presentan en

sus aspectos referenciales y metafóricos. Sin embargo, las ciudades en las que pasó su

195
infancia, adolescencia y primera juventud (Jerez, Cádiz, Sevilla y Madrid) se muestran

desde la posición ideológica del momento de la escritura con lo que no faltan

comentarios a propósito del carácter gaditano y sevillano, sobre ciertos componentes y

características de la burguesía jerezana o sobre los desafueros urbanísticos que se han

cometido en los lugares con los que tiene vinculación emocional.

Para Caballero Bonald la escritura de una novela y la de sus memorias obedecen a los

mismos estímulos, entre los que destaca el de la calidad artística (“¿A quién iba a

importarle lo que me ha ocurrido o dejado de ocurrir en mis años mozos si no lo contase

con un mínimo cuidado estilístico?”) lograda en Tiempo de guerras perdidas mediante

las marcas distintivas del estilo del autor: riqueza y variedad léxicas, la sintaxis barroca,

la abundante y rigurosa adjetivación, el frecuente uso de la lítotes y la tendencia a la

ironía.

196
197
CAPÍTULO 5: LA CONSTRUCCIÓN DE UN TESTIGO

FIABLE: PRETÉRITO IMPERFECTO DE CARLOS

CASTILLA DEL PINO

Carlos Castilla del Pino nació en San Roque (Cádiz) en 1922. De temprana vocación

científica, realiza sus primeros estudios en el colegio de los Salesianos de Ronda,

aunque en su formación influyó de modo decisivo el magisterio de Don Federico Ruiz

Castilla, un epígono de la Institución Libre de Enseñanza, que puso en sus manos

Recuerdos de mi vida de Santiago Ramón y Cajal. Este libro, junto a la lectura de las

obras de Freud, conformó el proyecto científico, profesional e intelectual que

vertebraría toda su vida. Se licenció y doctoró en la Facultad de Medicina de San Carlos

de Madrid.

Su formación psiquiátrica se inició con José Luis López Ibor en el Departamento de

Psiquiatría del Hospital General de Madrid y en el sanatorio psiquiátrico del doctor

Esquerdo. En 1949 ganó la plaza de director del dispensario de psiquiatría de Córdoba,

en el que trabajó durante treinta y siete años, aunque su objetivo siempre fue la

obtención de una cátedra universitaria. Por eso el injusto resultado de las oposiciones a

la cátedra de Salamanca en 1959, otorgada por presiones políticas y religiosas a otro

candidato, desencadena su ruptura con López Ibor y, en consecuencia, su marginación

198
de la psiquiatría oficial española de la época. A pesar del aislamiento académico, se

mantiene atento a las nuevas orientaciones de la psiquiatría europea y americana. A

partir del curso 1977-1978 fue profesor en la Facultad de Medicina de la Universidad de

Córdoba, de la que fue también catedrático desde 1983 hasta su jubilación en 1987.

Psiquiatra de raíces marxistas y freudianas, comunista militante (se le conocía como

“el psiquiatra rojo”) e intelectual antifranquista mucho más allá del ámbito estricto de la

psiquiatría (participó en el homenaje a Antonio Machado en Baeza en febrero de 1966),

fue considerado maestro por una nueva generación de universitarios que confirió a su

palabra un poder político y liberador. Sus conferencias, siempre multitudinarias,

equivalían a actos de disidencia ideológica y cultural contra la dictadura.

Publicó numerosos trabajos psiquiátricos, algunos de los cuales alcanzaron mucha

repercusión y han sido reeditados en varias ocasiones como Un estudio sobre la

depresión (1966), La culpa (1968), Cuatro ensayos sobre la mujer (1968), La

incomunicación (1968), Introducción a la psiquiatría (1978), o Teoría de los

sentimientos (2000).

Asimismo publicó dos novelas, El discurso de Onofre (1977) y Una alacena tapiada

(1991), y una obra autobiográfica en dos volúmenes, Pretérito imperfecto (1997), que

termina en 1949, año en que llega a Córdoba y Casa del Olivo (2004) que comprende

desde ese año hasta el 2004.

En 2003 fue elegido miembro de la Real Academia Española. Murió en Castro del

Río el 15 de mayo de 2009.

A su muerte, El País publicó un conjunto de necrológicas bajo el título “El adiós de

un gran intelectual de la izquierda” entre las cuales, la de Emilio Lledó y Anna Caballé

se refirieron a su obra autobiográfica como “uno de los documentos personales más

199
importantes de nuestra memoria histórica” y como “una obra de referencia en la cultura

occidental del siglo XX” respectivamente.

1. POÉTICA AUTOBIOGRÁFICA DE CARLOS CASTILLA

DEL PINO

Cada autobiografía (ya se ha comprobado en Descargo de conciencia y en Tiempo de

guerras perdidas) contiene explícita o implícitamente una teoría sobre el género

expresada en el paratexto (prólogos, notas preliminares), en reflexiones

metaautobiográficas y también en las declaraciones de los autores en artículos y

revistas. Pretérito imperfecto no es una excepción y, además, Castilla del Pino dejó

publicadas varias opiniones sobre el género, en cierto sentido contradictorias.

Las primeras, cronológicamente hablando, fueron plasmadas en un artículo titulado

“Autobiografías” (1989:146-149), publicado diez años antes que Pretérito imperfecto.

En ellas el autor considera tres intenciones en la escritura autobiográfica: la de “ponerse

en orden uno mismo”, la de reivindicación de la propia imagen y la de “que el autor sea

objeto para otros”, siendo ese objeto la identidad que el autobiógrafo se construye en la

escritura gracias a la selección de sus actuaciones. Todas estas pretensiones –añade-

son ilusorias pues pocas veces el lector concede el crédito que el autor busca, ya que la

autobiografía es autoengaño porque es autocensura y se escribe para la exhibición del

autor, con lo que para los lectores es “mentira o, todo lo más, una media verdad”. Por

ello, habla de “la gran frustración del autobiógrafo” (Castilla del Pino 1989:148).

Esta concepción del género se matiza en una conferencia pronunciada en 2002, en la

que defiende el pacto de veracidad de Lejeune, cuyo buen funcionamiento se

comprueba en lo que el psiquiatra denomina “el eco autobiográfico” (2004b:21), que

200
permite a los lectores puntualizar, añadir o corregir algunos de los episodios narrados;

de lo que se deduce que los han leído como verdad. Igualmente, en unas conversaciones

con Anna Caballé, (2005:115,116) insiste en la misma línea:

Yo creo que una autobiografía tiene que estar bien escrita, eso por supuesto, pero

entendiendo que “bien escrita” significa en este contexto que todo debe estar

supeditado al objetivo autobiográfico: el dar cuenta de la vida de uno con

veracidad y precisión. En ello se asemeja al buen periodista. En el momento en que

la preocupación por la forma domina a la veracidad y precisión entramos en el

reino no de la ficción sino de la convención, y ya la autobiografía no puede creerse

del todo (…) Lo fundamental en las memorias es el pacto de veracidad, que no es

sólo un problema factual sino ante todo moral.166

Lo que ocurrió es que entre estas dos opiniones contradictorias había publicado los

dos volúmenes de su autobiografía, con lo que pasó de teorizar sobre el género a

ponerlo en práctica y en este tránsito se observa un claro cambio de perspectiva: en

Pretérito imperfecto presume de la “exactitud” de lo que narra; su obra aparece como

una excepción a la primera tesis de que las autobiografías son una “mentira o todo lo

más, una media verdad”. Enfrentado a la escritura autobiográfica, Castilla del Pino

asume un planteamiento radicalmente opuesto al que había defendido como teórico

diez años antes: su autobiografía sí es veraz y, en este sentido, excepcional.

En “Una nota preliminar” de Pretérito imperfecto figura un encabezamiento con un

guiño irónico, pues el supuesto autor, Máximo Temple, es un nombre inventado que el

autor utilizó en el verano de 1942 para salir airoso de algunas desobediencias en sus

166
En las citas de este capítulo las cursivas son mías, salvo que se señale lo contrario.

201
primeras Milicias Universitarias167. En esta cita, se advierte de la invención tanto de la

realidad como de la memoria, a la que define como reinvención168. No obstante, si se

analiza esa nota preliminar, se comprueba que Castilla del Pino expone unas ideas muy

cercanas al pacto de veracidad del que hablaba con Anna Caballé. Aunque sospeche de

la buena memoria pues es selectiva169, confiesa su “compulsión a recordar todo” (en

cursiva en el original) y antes de finalizar este aviso a navegantes, afirma: “Para mis

recuerdos me he bastado a mí mismo, y apenas si he tenido necesidad de contrastarlos”

(p.13). Además, cuando los ha contrastado, se ha dado cuenta de que cada uno había

vivido la experiencia de forma distinta.

Castilla del Pino quiere escribir una autobiografía testimonial y demostrar que lo que

el texto dice que ocurrió es lo que efectivamente ocurrió; por tanto, se vale de datos

concretos, fácilmente comprobables, enumera las fuentes que ha utilizado, “papeles,

cartas, documentos oficiales, fotografías, agendas, diarios ., etcétera” (algunos añadidos

en los apéndices de las dos obras), y termina diciendo: “Estos datos –no la experiencia-

me han ayudado a recordar y rubrican para mí mismo la exactitud de lo que

narro.”(p.13) De hecho, la primera cita que encabeza Casa del olivo reza: “Il vero è nel

fatto”.

Sin embargo, para avivar la contradicción entre sus ideas de 1987 y las posteriores, el

psiquiatra gaditano, en las Actas del Congreso- homenaje a Caballero Bonald en sus

ochenta años (2008: 202-206), argumenta que la autobiografía es imposible al serlo

167
Lo cuenta en las páginas 322 y 323.
168
La cita es la siguiente:
-La realidad, convénzase, es un invento.
-¿Un invento? ¿De quién?
-¿De quién va a ser? Del sujeto.
-Pero, entonces, ¿qué me dice de la memoria?
-¡Hombre!, ahí sí que no hay duda: la memoria es reinvención.

Máximo Temple, Diario


169
“La buena memoria es sospechosa. Olvidar es una forma, económicamente necesaria, de disolver
aquella parte de nosotros que, por diversas razones (…) no toleramos” (p.11)

202
también la comunicación de la intimidad, tanto por el pudor como por la utilización de

un lenguaje común, incapaz de trasmitir la singularidad de lo individual. A esto añade la

necesidad de seleccionar las actuaciones privadas y públicas y “el problema de la

fiabilidad de la memoria”:

Todo esto que he dicho antes tiene como objeto hacerles ver que las autobiografías

que ofrecemos los que las escribimos son las que queremos ofrecer y que tienen tan

serias limitaciones como para poder afirmar, como hice al principio, que una

Autobiografía en sentido estricto es imposible. Con otras palabras: que los autores

de Autobiografías hacemos con ellas lo que podemos y, de entre lo que podemos,

lo que queremos. Y los lectores hacen lo de siempre: o las toman o las dejan.

(2008:206)

Una figura de la talla intelectual de Castilla del Pino sabe que la realidad es

aprehendida de forma diferente por cada individuo; que, además, cuando uno se dispone

a contar su vida realiza una selección que implica automáticamente una manipulación y

que, al quedar conformados retóricamente, en los relatos de cualquier tipo hay tanto de

poiesis como de mimesis. Sin embargo, su compromiso moral con la verdad le lleva a

contraer con el lector el pacto de veracidad y a constituirse, por tanto, en un testigo

fiable y exacto de lo vivido 170.

A la finalidad testimonial se une la catártica o terapéutica, como ya se explicó en el

capítulo 2 al hablar de las memorias traumáticas, donde se utilizó un texto de Castilla

del Pino (ver página 40).

170
En conclusión, como afirma Celia Fernández Prieto (2001:163), “escribir una autobiografía supone
siempre un trabajo de invención verbal y literaria –de autoinvención- enmarcado en un compromiso de
veracidad”.

203
En todo caso, si hay un autor que ha aplicado concienzuda y escrupulosamente los

rasgos que se han considerado esenciales en las autobiografías testimoniales es Carlos

Castilla del Pino. A continuación se analizarán, aplicados a Pretérito imperfecto, los

cuatro soportes básicos para la elaboración de un testigo privilegiado: capacidad

cognitiva o intelectual, buena memoria, promesa de veracidad y compromiso ético-

político de contar los hechos de los fue testigo para que no se olviden y para no que no

se vuelvan a repetir.

Aunque la obra autobiográfica de Castilla del Pino está dividida en dos volúmenes, el

presente estudio se centrará, como ya se ha indicado, en el primero (Pretérito

imperfecto) pues en él narra sus recuerdos de la Guerra Civil. Cuando se considere

necesario se harán referencias a Casa del olivo.

2. UN TESTIGO PRIVILEGIADO

2.1. AUTORIDAD ENUNCIATIVA

Hay un afán en Carlos Castilla del Pino por erigirse desde el comienzo de la obra en

un sujeto intelectual, moralmente íntegro, que puede garantizar la autenticidad del

testimonio y que utiliza todos los recursos retóricos y narrativos a su alcance para

conseguirlo.

Su capacidad cognitiva se apoya en una aptitud intelectual y crítica que le permite

narrar los recuerdos de manera objetiva y en una memoria excepcional.

Ya desde la infancia, el niño muestra unas capacidades intelectuales claramente

superiores a las de los chicos de su edad. Incluso su familia es consciente de esta

superioridad: por ejemplo, cuando sus tías se encuentran en un paseo al que después

204
sería su mentor, don Federico Ruiz Castilla, le comentan “mi afición a la lectura y mi

apartamiento del tipo de juegos que caracterizaban a los demás niños de mi edad”

(p.133). También su madre se siente orgullosa de él, cuando a los once años, presencia

la primera autopsia de su vida (p.156) y su prima Elena le creía “superinteligente”, tanto

que enseñaba orgullosa los cuadernillos que el adolescente Castilla del Pino redactaba

(p.267). Su talento es reconocido en el círculo de amigos, entre quienes destaca, no por

las destrezas físicas sino por sus habilidades narrativas. Entonces ya aprendió que los

detalles precisos añaden verosimilitud a la narración:

Narrar, narrar. Me hice un maestro frente a aquellos oyentes que apenas sabían

contar. Podía mantener en vilo a todo el grupo con mis historias, que yo vivía como

reales y que las hacía vivir así a los demás, recurriendo –ahora lo sé- a detalles

precisos, aparentemente minúsculos. (p. 25)

Más tarde, la reputación entre sus amigos fue debida a que era el único que estudiaba

Bachillerato fuera de San Roque, en Ronda (p.104). La estimación de sí mismo, la idea

que los otros tienen de él y la necesidad de reconocimiento por parte de los demás van

intensificándose a lo largo de su vida 171, de ahí que reitere el prestigio que adquiere en

los ambientes a los que se va incorporando en sus sucesivas etapas académicas o

profesionales. Así, en los últimos años de Bachillerato

171
Son muy significativas en este sentido las fantasías a las que se entregaba de niño: “Habituado en mi
casa a vivir solo muchas horas al día, con mis juegos tan varios de ensoñación, tardando algunos minutos
en conciliar el sueño, los suficientes para imaginarme siendo alguien a quien se admirase, por su valor y
su prestancia…” (pág. 125). Tras la muerte de su padre en el colegio salesiano de Ronda: “…lo pasaba
bien imaginándome protagonista de algunas novelas en las que el huérfano, después de inmensos
sacrificios y una voluntad de hierro, sacaba adelante a toda su familia y se convertía en acreedor de
admiraciones.” (p.128) Quizás esta necesidad de reconocimiento público explique su frustración al no
obtener la tan ansiada cátedra universitaria, situación que narra en Casa del olivo.

205
…pese a que no era un estudiante regularmente bueno, tenía prestigio basado en

que, si bien ignoraba mucho de lo que debía conocer, sabía algo de lo que

ignoraban los demás, gracias a las lecturas que años antes había realizado bajo la

orientación de mi mentor. (p. 275).

Cuando aprueba el examen de reválida sin estudiar apenas (a muchos les costaba años

de preparación) reconoce que

mi prestigio ante ella y su entorno subió mucho: eso de llegar allí poco menos que

como César en las Galias (…) cuando días antes había estado leyendo el libro de

Axel Munthe, se comentó como la gesta de un cerebro privilegiado. (…) Me

dejaba admirar y gustaba las mieles del éxito” (p. 277).

Igualmente al comenzar su carrera profesional como ayudante de López Ibor

confiesa que “mi prestigio de “promesa” ante los mayores, y desde luego, ante los algo

más jóvenes o de la misma edad que yo, me llenaba de satisfacción” (p. 425). Incluso al

llegar al Ferrol “ser el único médico y venir de Madrid ya como psiquiatra me otorgó

desde el principio una aureola de prestigio” (p.462).

Pero quizás sea en el capítulo doce cuando mejor se observa ese afán de auto-

afirmación frente a los demás. Se trata del episodio del 27 de julio de 1936 en el que se

escapa de la casa familiar para ir a ver a su tío herido (pp. 190-194). A su regreso, se

siente un héroe:

Salvo los momentos en que lloré al ver a mi tío Pepe minutos antes de morir, todo

ese día y el siguiente fueron un formidable espectáculo y una sucesión de actos de

afirmación de mí mismo. Yo era el héroe, ese día fui héroe, porque, aunque me

206
reprendieran a mi llegada por la imprudencia de mi escapada, que la motivara el

ansia de ver a mi tío, que me atreviera a salir en medio del tiroteo y de muertos por

la calle elevó mi imagen hasta alturas imprevisibles. Era un héroe para los demás y

los demás lo decían (…) y yo me encontraba muy a gusto por ello. (p.192)

Esta imagen de héroe dentro de la familia se confirmó cuando, un mes después, sus

tías le encargan que desde Gibraltar le llevara un mensaje a don Servando Casas a la

Línea. Con estos actos, a la reputación intelectual se añade un carácter valeroso del que

dará muestra cuando, junto a dos de sus primos, se “escapa” de Gibraltar y se alista en

el requeté. Su actuación en la toma de Jimena y, en concreto, en la confusión con el

requeté de Algeciras, causó asombro: “se hablaba de mi sangre fría con gran

admiración” (p. 220). Esa necesidad de reconocimiento público era tal que él mismo

confiesa que una de sus fantasías en el corto exilio gibraltareño consistía en imaginarse

como un héroe defensor de un castillo sitiado cuyo valor “era reconocido públicamente,

especialmente, y eso era lo que más me importaba, por aquellas mujeres (todas de

excepcional belleza y espiritualidad) que me debían su honor y su vida” (p. 199).

Por otra parte, la identidad intelectual y científica se fragua a través del magisterio de

don Federico Ruiz Castilla, que le da a conocer las obras de Santiago Ramón y Cajal.

El científico aragonés es el verdadero modelo (intelectual, literario y moral) de Castilla

del Pino:

Cajal es una figura fundamental en mi vida. Es mi “sujeto ideal” (en el sentido del

“yo ideal” de Freud). Todo lo de él me resultaba sugestivo: su modo de estar en

aquella España de ¡hace 120 años!, su teoría del patriotismo, su idea del magisterio,

su naturalidad para enfrentarse sólo a lo racional (…) La figura de Cajal está

presente en mí desde mis diez años hasta ahora mismo. (Justo Serna 2003:71)

207
La vocación médica del niño se afianzó con la lectura de las memorias de Cajal, que

fue el primer libro que le prestó su maestro, y con la de Reglas y consejos para la

investigación científica (p.138). De hecho, las memorias de Cajal, Mi infancia y

juventud, representan el modelo para Castilla del Pino, pues son, como se verá más

adelante, un ejemplo de relato de estructura progresiva que presenta un tipo de

personalidad denominado de formación del artista, caracterizado por el énfasis en la

continuidad entre el personaje del pasado y el ser actual, de forma que del ser del

pasado deviene naturalmente el ser del presente que escribe (Fernández Romero

2007:175).

La curiosidad por prácticamente todos los campos del saber (la música, el arte, las

ciencias, la literatura, la filosofía, la historia…) aparece reflejada desde los primeras

páginas, en las se dibuja a un niño con muchas horas de soledad para observar, aprender

e ir elaborando, con sus múltiples lecturas, un pensamiento crítico: con diez u once años

organiza “la biblioteca” en su habitación (p.152); con quince, en la convalecencia de su

pleuresía, redacta un libro de unas cincuenta cuartillas, El yoísmo y el ente yoísta172, y

cuando llega a Madrid, lo primero que hace es conocer las librerías de viejo y comprar

ejemplares, que devoraba en unas horas. Lo mismo podría decirse de la música: de

pequeño uno de sus juegos favoritos era “hacer de director de banda de música” (p.22);

a los cinco años recibe clases de solfeo a petición propia y disfruta en el concierto del

172
Según el autor, este libro contiene un esbozo del proyecto vital e intelectual del Castilla del Pino de
entonces: “antes que la soledad llegue porque los demás te abandonen, búscala tú y entrégate a tu yo.
Vive sólo para tu yo. Pero frente al egoísmo interesado que rige las actuaciones de los humanos, el ente
yoísta era alguien vuelto hacia sí mismo, entregado a la soledad para el cultivo de su propio huerto, es
decir, para la tarea a la que se sentía llamado (en mí, la investigación científica, el leer y escribir.) El
triunfo del ente yoísta se alcanzaría a través de un gesto soberbio: aquel sujeto, hosco y excéntrico,
entrega al fin a los demás el resultado de su trabajo en soledad (el gran descubrimiento, la obra admirable,
el libro imprescindible).” (pp. 263 y 264)
Esta explicación (de influencia claramente nietzscheana pues reconoce que es el autor que más le influyó
en esa época de soledad y lecturas) da sentido a la fantasía desarrollada en las aburridas horas de estudio
del internado salesiano de Ronda: la creación de un dibujo en el que mostraba su ideal de vida, aislado e
incomunicado en su sótano, rodeado de libros, leyendo y escribiendo (p. 166).

208
domingo de la banda de exploradores aunque solo se encarga de llevar las partituras; en

Madrid, uno de sus propósitos fue incorporarse al mundo musical y asistió siempre que

pudo y con entrada de claque a los conciertos del Monumental y de El Español y a la

ópera en el teatro de la Zarzuela o el Calderón.

Las virtudes anteriores sobresalen por encima de los sentimientos. Llama la atención

las pocas veces que el autor menciona su mundo afectivo, tan importante en la

educación sentimental de un niño y de un adolescente173. Castilla del Pino quiere

presentar una personalidad ante todo intelectual y científica, por lo que en las numerosas

páginas de sus dos volúmenes autobiográficos son escasísimas las confesiones

sentimentales, que no pasan en Pretérito imperfecto de un “enamoramiento” infantil de

un compañero de Ronda174, dos o tres enamoramientos de mujeres, alguna humillación

por parte de unos niños de San Roque, algunos comentarios sobre unas hermanas con

las que no tenía ninguna complicidad175, sobre algunos familiares de los que guarda

emotivos recuerdos176 y tres o cuatro confidencias sobre sus padres, escasas pero muy

elocuentes, que merecen una atención especial por ser ellos las dos figuras de referencia

afectiva en la infancia.

173
Esta extrañeza adquiere sentido si se tienen en cuenta las afirmaciones de Celia Fernández Prieto
(2001:169) sobre la importancia de las revelaciones de la vida privada de un autobiógrafo que, según
ella, “estimulan la introspección y aportan información esencial sobre la estructura sentimental y
axiológica del sujeto que se evoca, se narra y se juzga; por ello resultan muy relevantes para la
construcción de la identidad, para la imagen que el yo quiere ofrecer de sí mismo.”
174
“Pasé un curso torturado en mi compulsión por hacerme querer por Carlos sin conseguirlo (…) Si
alguien me hubiera dicho que lo que me ocurría era que estaba enamorado de Carlos Ramírez, no lo
habría aceptado.” (pp. 163 y 164).
175
“Yo utilizo la planta baja para mis juegos solitarios, aparte por completo de mis hermanas, que,
mayores que yo, hacen su vida con la que no tengo nada que ver, ni me interesa” (pp. 21 y 22); “Mis
hermanas hacían una vida completamente aparte de la mía. (..) Apenas regresé del colegio mi distancia
de ellas era cada vez mayor. No hablemos en la adolescencia…”(p. 64)
176
Sobre su tutor: “Mi tío Pepe, soltero, mi tutor a la muerte de mi padre, era un hombre callado,
prudente y educado, de muy buena planta, y al que yo tuve siempre un gran respeto y cariño.” (p.52) y su
prima Elena: “De todas las personas de mi familia, Elena ha sido la persona a quien más he querido y, en
muchos aspectos, admirado.” (p.267)

209
La relación con su padre está basada en la autoridad (y el miedo177) que este impone a

toda la familia Castilla, en la que, como jefe del clan, presidía la mesa familiar en un

sillón que le estaba reservado. Era “el gran padre de todos, aquel a quien se reconocía

como el patriarca temible pero justo” (p.54) 178. A su muerte, este puesto quedó vacío y

“el clan se cuarteó”. El hijo dice de él: “me imponía respeto y miedo. Al lado de él me

imaginaba más pequeño de lo que en realidad era, necesitado de su protección, pero no

podría decir que le quisiera tanto como le temía” (p.47). Su padre representó “un peso

insoportable en mi existencia, con todo lo que al mismo tiempo conlleva de beneficioso:

la protección.” (p.28)

Además, la figura paterna se vincula a la enfermedad, a la tristeza: “Siempre lo vi

enfermo y, desde mi perspectiva de niño, anciano: no puedo describirlo de otro modo”

(p.46) o “Lo recuerdo serio, entristecido por sus dolencias” (p.47). Su muerte le supuso

una liberación en muchos sentidos:

La muerte de mi padre me supuso, de entrada, un sentimiento de desprotección.

Imaginaba que nos sumiríamos en la miseria, que nadie podría dirigir nuestro

destino (…) No fue así. Meses después, cuando regresé del colegio (…) y me

encontré con la nueva casa (…), sin necesidad de cortarme el pelo al cero, con la

posibilidad de aspirar a ser médico sin que nadie me lo estorbara, viví la ausencia

de mi padre como una liberación.

Tengo muy pocos recuerdos alegres de la relación con mi padre (p.57)

Y es muy significativo que en una nota a pie de página (reveladora la localización)

reconozca que todas las cartas que su padre le enviaba al internado de Ronda

177
“El ambiente en casa de los Castilla, para los de dentro, era opresivo, sobre todo para aquellos de los
miembros que aún no habían compartido la complicidad del secreto.” (p.54)
178
Hay otra anécdota que ilustra esa autoridad: encolerizado por no poder atrapar a su hijo, le lanza un
bastón que se estrella contra la pared. (p.47)

210
…eran destruidas por mí a medida que las recibía en el colegio. Algo que he

lamentado. Se trata de una actuación que me resulta ininteligible 179 y que se opone

a mi tendencia a conservar todo lo posible. Tras su muerte, el sentimiento de culpa

por lo hecho fue muy doloroso: él había muerto y yo había intencionadamente

perdido algo de él dirigido exclusivamente a mí. (p.56)

La relación con la madre presenta otro cariz, en este caso ligado al desapego. Su

imagen, que podría haber representado el contrapunto a la del padre y haber sido

referente de protección y de ternura, es la de una mujer áspera, hacia la que el niño

experimentaba rechazo: “Era una persona de mal carácter, desabrida, a la que yo había

de querer a pesar de ella misma. Su preocupación por la limpieza y el orden hacía

incómoda la permanencia en la casa.” (p.62) En las dos revelaciones sobre sus

sentimientos hacia ella aparece enmascarado un sentimiento de culpa por no haber sido

capaz de demostrarle cariño:

Lejos de mi madre (en el colegio y luego en la universidad), sentía por ella una

mezcla de ternura y gratitud. Al regreso del internado, luego también después de

cada curso en Madrid, me hacía el propósito de corresponder a mi madre en su

desvelo hacia mí, me imponía ser atento con ella, dejarla que se entregase a la

expresión material de su cariño. Me era imposible. He lamentado mucho que haya

sido así, pero ni siquiera pude tener éxito con unos minutos de fingimiento. (p. 62)

179
Resulta extraño para el lector que un psiquiatra no pueda explicar esta actuación. Parece que el no
poder es, en este caso, un no querer, como él mismo reconoce en otra de las escasas concesiones
confesionales que hace en Casa del olivo (2004a:149), en este caso en relación a su no deseada
paternidad.

211
Había vuelto a casa con el propósito de acariciar a mi madre, consciente de su

cariño y de su sacrificio, del orgullo pueril que sentía por mí ante sus amistades, de

la satisfacción que le procuraría. Y me volvía irritado conmigo mismo, con una

amargura que surgiría en cuanto me alejara unos metros de casa sin haberlo

conseguido. (p. 308)

Falta, por tanto, en la esfera familiar, la figura que proporcione al niño la educación

afectiva, lo que explica la quiebra en su arquitectura sentimental que él mismo

reconoce:

El que ni siquiera de adulto haya resuelto este conflicto con mi madre me ha

demostrado mi incapacidad para madurar afectiva y emocionalmente en mi

relación, real e imaginaria, con ella (y con algunas otras figuras de mi familia, en

las que el hecho de saberlas ligadas forzosamente a mí y, al mismo tiempo, no

desearlo daba paso a una agresividad visible o soterrada sobre las mismas). (p. 63)

Cuando vuelve a San Roque después del primer invierno en Madrid ratifica: “Pasé en

San Roque la Navidad, días tristes, como siempre lo han sido para mí, porque se asocian

a días cortos (…), a la tensión e irritación que emergen cuando uno se siente obligado a

hablar de lo que sea con la familia, con la que poco o nada tiene en común.” (p.308)

Hay en esta última cita un uso impersonal de los pronombres “uno” y “se” que han

sustituido a la primera persona autobiográfica, escondida bajo estos términos que

diluyen el sentimiento culposo y la intención confesional.

212
La carencia de vínculos afectivos es compensada con la imaginación, por eso inventa

historias ante sus amigos y fantasea heroicidades en la intimidad 180. Según Castilla del

Pino (1996:28-29), el espacio íntimo se construye, se desarrolla más o menos y se

modifica a lo largo de la vida del sujeto, de forma que se hace más extenso cuanto

menos lo son los escenarios privados y/o públicos; por ello, “el hombre intimista y

perpetuamente ensimismado es un solitario”. El niño utilizó la intimidad como reducto

defensivo, como espacio de aislamiento en el que soñar e inventar, de ahí la importancia

del sentimiento de soledad, al que dedica dos de las escasas digresiones de la obra; la

primera, al principio del capítulo 2: “La soledad ha representado mucho en mi vida y he

tenido hacia ella una actitud contradictoria” (p.22). La segunda, al final del capítulo 3:

La soledad, la retirada del mundo. He jugado siempre, desde niño hasta ahora

mismo, de adulto, a la soledad. (…) he tenido hacia la soledad una actitud plural y

hasta ambivalente: me gusta, me ensoberbece, me confiere autosuficiencia; la vivo

también como una retirada activa ante la inhóspita compañía de muchos; pero

también me pesa si se prolonga durante días. Ya en mi mundo de infancia solitaria,

lejos de mis hermanas, hecho y construido por mí, mi soledad era un recurso

inevitable, un refugio, mi salvación, pero me era notoria la necesidad de los demás.

(p.40).

Por defecto o por exceso, la soledad está presente en su infancia, en el colegio de

Ronda181, en la convalecencia de la pleuresía182, a su llegada a Madrid…183

180
El propio Castilla del Pino en “Teoría de la intimidad” (1996) ha precisado la diferencia entre lo
público, lo privado y lo íntimo, señalando que es el escenario en el que se realizan las actuaciones el que
establece su carácter público (en el que son observables), privado (en el que se protegen de la observación
de los extraños) o íntimo (que tienen lugar en un espacio virtual, nuestra mente, y, por tanto, son
inobservables o solo observables para el sujeto).
181
En el internado tuvo que adaptarse a la imposibilidad de estar solo porque el solitario era visto como
alguien sospechoso: “Aprendí a sobrevivir en aquel ambiente inhóspito, en el que era imposible un solo
momento el refugio en la intimidad, en la fantasía. Entrar en el colegio significaba aceptar la dolorosa y

213
En todo caso, parece como si al autor le resultara doloroso transitar por los caminos

emocionales de la memoria, que quedan solamente anotados, debido, quizá, al

sentimiento de culpa que se intuye en alguna de sus confesiones o a que la incapacidad

de tolerancia o de adaptación todavía genera conflictos en el presente de la escritura. El

tratamiento descriptivo de estos desajustes se convierte en una estrategia retórica que le

permite soslayar hábilmente los aspectos que menoscaben la figura intelectual que

pretende mostrar, de ahí que se escondan, se orillen las tensiones del autor en el terreno

emocional. Por otra parte, en contraposición con la complejidad y seguridad que exhibe

en el campo intelectual, sorprende que sea incapaz de explicar ciertas actitudes o de

profundizar en conflictos que afectan de una manera tan importante a su estructura

sentimental. Esa “incapacidad” de análisis parece más bien expresión de la voluntad de

silenciar su intimidad o sus aspectos más privados184. Cuando el desvelamiento se

produce es porque el autor no tiene más remedio que hacerlo (hablar de las relaciones

con su familia más cercana o de la muerte de sus hijos en Casa del olivo). No obstante,

se aprecian en el texto ciertas fisuras íntimas sin resolver: su escasa vinculación afectiva

forzada privación de algunas horas de soledad. Habituado en mi casa a vivir solo muchas horas al día (…)
aquí me era imposible estar solo.” (p. 125) En el regreso al colegio tras la muerte de su padre: “Cuando se
marchó (su madre) experimenté un sentimiento de soledad y desvalimiento como pocas veces sentí en mi
vida.” (p. 127)
Ya se habló en la nota 169 del dibujo, ideado en el internado, que expresaba su ideal de vida: entregado al
trabajo en completa soledad, aislado e incomunicado.
182
“La atmósfera, no de nihilismo, sino de escepticismo respecto de los hombres (…) en que me creía
envuelto, se acrecentó cuando salí y me encontré persistentemente solo. Mis amigos habían comenzado
sus estudios. En la Alameda no quedaba ni uno. Paseaba solo (…) La escritura venía a ser una defensa
frente a la “solitariedad”, es decir, a la soledad forzada en que me veía.” (p.264)
183
“Me encontraba solo. A los de la pensión los veía a las horas de almorzar y cenar, sin nada en común
con ellos. Por las tardes de las primeras semanas paseaba solo…” (p.288)
184
En Casa del olivo (p.444) afirma a propósito de la muerte de su hija María: “Siempre sostuve la tesis
de que había que construir un compartimento estanco para la intimidad: una cosa era lo que yo sentía, y
cómo evolucionaba mi duelo; otra, las tareas a las que me debía, y que no podía, ni debía interrumpir.
Recordaba la lección de mi prima Elena a la muerte de su único hijo, tan querido por ella y por todos:
“Nadie tiene que saber acerca de mis sentimientos. Éstos quedan para mí sola.” Y más adelante, para
explicar cómo se enfrentó a la muerte de sus hijos: “Aprendí a vivir la “disociación” entre sentir y
expresar lo que se siente. Aprendí a guardar dentro de mí la angustia y el sobrecogimiento que me
atenazaban, y nadie se atrevió, a la vista de mi actitud, a romper la barrera de silencio que establecí en
torno a ese ámbito de mi vida privada…” (p.451)

214
con los miembros más cercanos de su familia, la incapacidad para demostrar ternura a la

madre, los consiguientes sentimientos de culpa…

Bien es verdad que el pudor o el retraimiento a la hora de hablar de las relaciones

paterno-filiales o amorosas y sexuales es nota común en todos los autobiógrafos

españoles (con raras excepciones) como bien han señalado Anna Caballé (1995:68,69) y

Celia Fernández Prieto (2001:169). Las razones van desde la implicación de terceras

personas que pueden sentirse traicionadas en su privacidad hasta el pudor que alega, por

ejemplo, Francisco Ayala185. No hay que olvidar tampoco que la mayor parte de estos

autores “pudorosos” crecieron y maduraron en una cultura en la que la expresión de

emociones por parte de los varones no estaba bien vista, como lo demuestra la expresión

“los hombres no lloran”186.

De todos modos, estamos ante una autobiografía arriesgada y valiente, rasgos que no

se perciben ni en Descargo de conciencia ni en Tiempo de guerras perdidas, por lo que

se aproximaría, en este aspecto, a la tradición autobiográfica introspectiva 187, de fuerte

raigambre inglesa pero de menor seguimiento en España, que tiene a su primer

representante en Blanco White188 y ya en el siglo XX a autores como Juan Goytisolo 189,

Terenci Moix190 o Jesús Pardo191.

185
“En cuanto a estas ocultaciones (…) Pueden obedecer a motivos más dignos que el trivial respeto de
las convenciones sociales; antes que nada, al pudor que defiende la más delicada intimidad, hurtándola al
manoseo curioso –sin que tampoco hayan de achacarse siempre al olvido las reticencias y omisiones, por
más que el hoy bien conocido mecanismo de la supresión inconsciente sea tan activo y tan eficaz-.”
(Ayala, 2006: 30)
186
Como se verá más adelante, lo que aterró a Jaime de Armiñán al conocer, con diez años, la noticia de
la muerte de su tío Alel, fue ver llorar a su abuelo, porque “era la primera vez que veía llorar a un
hombre” (La dulce España, p.186).
187
En el extremo opuesto destacan las memorias de Ayala: “Las memorias de Francisco Ayala,
Recuerdos y olvidos (1988), son un ejemplo extremo de hasta dónde se pueden escamotear los contenidos
más personales.” (Manuel Alberca 2002:13).
188
The life of the Rev. Joseph Blanco White, written by himself; with portions of his correspondence.
(Londres, 1845).
189
Coto vedado (1985) y En los reinos de taifa (1986).
190
El peso de la paja, trilogía compuesta por El cine de los sábados (1990), El beso de Peter Pan (1993)
y Extraño en el paraíso (1998).
191
Autorretrato sin retoques (1996).

215
La capacidad intelectual de Castilla del Pino se asienta, al contrario de lo que ocurre

con Caballero Bonald, en una memoria excepcional que le permite narrar con una

exactitud y una profusión de detalles espacio-temporales tales que realzan la autoridad

del narrador y con ella su fiabilidad. El psiquiatra gaditano, como afirma Manuel

Alberca (2004:17), ha hecho “una apuesta de confianza en la memoria” y ha conseguido

“quizá el ejercicio memorialístico más exhaustivo de la década”.

Ya hemos visto que en la nota preliminar, el autor reconoce su “compulsión a

recordar todo.” Esto le lleva a guardar prácticamente todo lo relacionado con su pasado:

objetos, diarios192, dietarios, papeles, cartas, documentos, agendas, cuadernos de viajes,

“algunos conservados por mí desde la época a que se hace referencia” (p.13), y que

explican la precisión con que evoca.

Gracias a mi cuaderno de viaje, en donde anotaba kilómetros recorridos, gasolina

gastada, lugares en donde comía, facturas de hospedajes, lista de utensilios que

debía llevar en la cesta para la comida (…) y muchos más detalles, me es posible

evocar estos episodios con bastante precisión. (Casa del olivo, 198)

La compulsión a recordarlo todo y la utilización de documentos y objetos para “tirar

de la memoria” ayudan al autor en la narración y “rubrican para mí mismo la exactitud

de lo que narro” (p.13). A lo largo del libro, esta seguridad se manifiesta en

aseveraciones del tipo: “Mi padre me respondió (lo recuerdo perfectamente, así como el

lugar de la casa en el que provoqué ese diálogo, con mis hermanas escuchando en la

habitación de al lado)…” (p.49), “Cualquier recuerdo situado en el marco de esta casa,

o, fuera de ella, en la calle Colón, sé que procede de mis primeros diez años. Luego, lo
192
Sabemos por la primera nota a pie de página de Casa del olivo que empezó a escribir un diario
(Tagebuch) durante su estancia en el sanatorio Esquerdo Aunque en esa nota aparezca la fecha de 1956,
esa estancia terminó en 1949, año en que se traslada a Córdoba; por lo tanto la fecha podría ser la de
1946.

216
reajusto con otro u otros y obtengo más precisión, y hasta logro situarlo en un año o en

un mes concreto” (p.27), “Conservo muy estructurados los recuerdos que se refieren a

la proclamación de la República” (p.86), “Evoco este episodio como si lo viviera ahora

mismo” (p.151), aunque tiene once años en el momento en que sucedió. De igual modo,

realiza comentarios sobre acontecimientos que le han impresionado sobremanera y que

no ha podido olvidar: “Al fondo, sentado en la cama, estaba mi tío, mi tutor, al que sólo

pude ver sus ojos tristísimos. Los tengo aún en mi memoria” (p.191) “Me ha

perseguido este recuerdo durante toda mi vida” (nota 35. pág. 228).

Esta seguridad se tambalea solamente en dos ocasiones anecdóticas: “Recuerdo una

de esas interpretaciones con cierto detalle, aunque es posible que con contaminaciones

oídas a otros, mayores que yo, que también la presenciaron, y que incorporé luego a mi
193
memoria como vividos por mí.” (p.69) . En el segundo caso el ejemplo es menos

evidente pues habla de apreciaciones o sensaciones que tuvo de niño, una vez

proclamada la Segunda República, cuando notó en sus compañeros de juego o de clase

un rechazo hacia él: “Por otra parte, tampoco aseguro que las cosas fueran ni como

imaginaba ni como las cuento ahora” (p.88)194.

La autoridad enunciativa, en fin, se afirma como una de las técnicas de producción

de realidad y está sustentada, por un lado, en la buena memoria con que se precisan

detalles espaciales y cronológicos y, por otro, en la aportación de toda clase de

documentos que prueban la veracidad de los hechos evocados (cartas, fotografías,

recortes de prensa, textos ajenos, etc…) (Celia Fernández 2004:425).

193
En este sentido exclama Halbwachs (2004:73): “¡Cuántos recuerdos que creemos fielmente
conservados, cuya identidad nos parece dudosa, se han forjado casi por completo a partir de
reconocimientos falsos, sobre la base de relatos y testimonios!”
194
Es interesante observar que en otros libros autobiográficos aparece la misma apreciación: un desprecio
manifiesto hacia el burgués por parte de la clase obrera en la época de la República. Lo comentan Julián
Marías en Una vida presente y Moreno Villa en Vida en claro, como señala Manuel Alberca (2002:17 y
18), con lo que podemos pensar que las cosas sí fueron como el pequeño Castilla del Pino las imaginaba.

217
2.2. COMPROMISO MORAL Y PACTO AUTOBIOGRÁFICO

Castilla del Pino une a la autoridad cognitiva su compromiso moral con la verdad:

“lo fundamental en las memorias es el pacto de veracidad, que no es sólo un problema

factual sino ante todo moral” (Anna Caballé, 2005:116).

Este compromiso le marca desde su infancia, de ahí que el autor exprese un

sentimiento de “degradación, de desestima profunda” ante la doblez de ciertos

comportamientos suyos (p.176), como la ocultación ante su maestro, don Federico Ruiz

Castilla, de su afición a los toros:

Sin embargo, la idealización de la figura de don Federico provocó en mí ciertos

efectos que aún ahora me desagradan. Me refiero a la ocultación de aquellos

aspectos de mi vida que pudieran suscitarle desestima hacia mí. Por ejemplo mi

afición por las corridas de toros (…) Aprendí de esta forma a mostrar una

homogeneidad que no poseía, a presentar ante él sólo aquellas facetas que podían

depararme la gratificación de su aprecio; en suma, a mentir. (pp.139 y 140)

Lo mismo le ocurre al recordar su primera experiencia en la masturbación porque

este comportamiento le revelaba a sí mismo su mentira:

¿Qué sería de mí si esas niñas, de las que yo anhelaba ser objeto de atención y

estimación intelectual y de posible correspondencia afectiva, se enterasen de esa

cosa horrible que yo hacía y que, además se me antojaba profundamente

antiestética? ¿En qué quedaría la imagen de intelectual, de serio, que se tenía de

mí? (…) Tener que convivir con mis dos maneras de actuar me causó una dolorosa

y humillante experiencia: la del hipócrita y mendaz que, de cara a los demás, daba

218
una imagen lo más excelsa posible, y la del que en su intimidad era un verdadero
195
bochorno y de una vulgaridad absoluta. (pp. 176 y 177)

A continuación aparece una reflexión muy elocuente sobre esa “doble vida”, hecha

en el momento de la escritura:

Desde mi perspectiva actual, estoy convencido de que esa experiencia fue decisiva

en la adquisición de mi intimidad, como espacio absolutamente propio, inaccesible

a los demás, en el que podría, en adelante, esconder lo que nadie debería saber de

mí (…) Por esta razón, entendí la función del secreto y la ocultación, por una parte;

y, por otra, la de la hipocresía como representación social de otro yo. (p.177)

Estas confidencias son muy interesantes para calibrar las tensiones de la identidad

autobiográfica de Castilla del Pino. En su caso, el deseo de exhibir en sus

representaciones públicas una imagen homogénea, sin defectos, de perfecto intelectual,

tenía un coste emocional tan alto que eran sus actuaciones íntimas las que le permitían

respirar y ser él mismo; de ahí la significación de las fantasías, los sueños y la soledad,

que supusieron un refugio, infranqueable a los otros, en el que ocultar los aspectos de sí

mismo que nadie debería conocer:

El sujeto dispone así de un ámbito de libertad que usa para actuaciones sin testigo.

De aquí el celo con que se guarda y protege la intimidad, tanto de la injerencia de

los demás como de la posibilidad de que algo del contenido de ella se escape y

descubra lo que se quiere mantener invisible. A veces, incluso el sujeto rechaza un

195
Por otra parte, el relato de sus primeras experiencias en la masturbación, lo que aquello supuso de
descalabro psicológico y sus reflexiones sobre la intimidad, demuestran que, además de usar la
autobiografía para contar su parcela pública o retratar a los demás, la ha usado para, como dice Anna
Caballé (1995:120), “bucear en el laberinto del espacio interior”.

219
yo que actúa en la intimidad de manera perversa o innoble. (…) La privacidad y la

intimidad son precisas, como manera de experimentar los yos más libres de

controles externos, y compensar así el enorme dispendio energético que supone la

defensa narcisística que requiere toda actuación pública 196. (Castilla del Pino,

1996:24-26)

Además, el compromiso moral con la verdad puede ser analizado desde el

funcionamiento pragmático de las autobiografías, pues el lector las lee como un texto

referencial, que, al igual que los científicos o históricos, puede ser sometido a una

prueba de verificación197. Aunque los recuerdos estén narrados literariamente (todos lo

están, incluso en las memorias más testimoniales), el pacto de lectura de las obras

autobiográficas implica que los hechos se presenten por parte del narrador-testigo como

realmente ocurridos198.

Esta dimensión histórica del género se manifiesta en lo que podemos denominar

instrucciones referenciales: fotografías, cartas, documentos, apéndices… Todo un

aparato paratextual que certifica la verdad de lo que se está diciendo e incita a su

comprobación. A este propósito hay que dejar claras las contraposiciones verdad/

mentira y verdad/ error. La verdad tiene un sentido moral en el que equivale a

sinceridad y se opone a la mentira, y un sentido epistemológico en el que el opuesto

sería el error. Así lo señaló Castilla del Pino en una entrevista a Justo Serna (2003:70):

el pacto de veracidad se cumple aunque haya errores, porque el sujeto está equivocado

pero es veraz y se incumple en la mentira, que no es un error sino algo activo, un “faltar
196
Este concepto del espacio íntimo justifica también, como ya se ha visto en la nota 184, alguna de sus
actuaciones de adulto.
197
Hay que recordar que la segunda regla del acto autobiográfico de Elizabeth Bruss (1991:67) defiende
la misma idea. Asimismo Lejeune (1994:76) y Pozuelo Yvancos (2006:28) inciden sobre este aspecto del
género.
198
En este sentido Anna Caballe (1995:36) apunta esta reflexión a propósito de las autobiografías: “la
condición ética de la sinceridad es, en mi opinión, una exigencia ineludible a la obra autobiográfica, y, tal
vez, su mayor atractivo puesto que en ella todavía es tolerable la distinción entre falso y verdadero,
impostura y rigor.”

220
a la verdad” o “no decir la verdad a sabiendas”199. En el capítulo dedicado a Caballero

Bonald ya se ha hablado de la diferencia entre mentira y ficción y del compromiso

moral del jerezano de no mentir, aunque tienda a “condimentar la verdad con la

fantasía”. Castilla del Pino ha optado, sin embargo, por la exactitud en los sucesos

públicos, reforzando, de esa manera, la verdad de lo no comprobable (es decir, los

sucesos privados e íntimos).

Para subrayar el carácter de documento, se incluyen en Pretérito imperfecto cuatro

apéndices con dos entrevistas realizadas en 1976 y 1977, un listado de los fallecidos en

San Roque los primeros días de la guerra y bandos y escritos de esa época relacionados

con los hechos de los que fue testigo el autor. Igualmente aparecen cuarenta

fotografías200, proporcionalmente repartidas entre las diez en las que figuran miembros

de su familia, las once en las que aparece el autor (solo o acompañado) y las once que

reproducen los lugares fundamentales en su infancia (la casa de la calle Colón, San

Roque y Ronda). Incluye una de su mentor don Federico Ruiz Castilla y, entre las

restantes, destacan por su valor simbólico (ejemplo de su temprana vocación científica)

las páginas de sus trabajos en el laboratorio casero que habilitó en San Roque y de los

resúmenes que hizo después de la lectura de los diecisiete volúmenes de las obras

completas de Freud.

199
Lejeune (1994:77) lo expresa de la siguiente manera: “El estudio biográfico permite fácilmente reunir
información adicional y determinar el grado de exactitud de la narración. La diferencia no radica en eso
sino en el hecho, muy paradójico, de que esta exactitud no tiene una importancia capital. En la
autobiografía resulta indispensable que el pacto referencial sea establecido y sea mantenido: pero no es
necesario que el resultado sea del orden del parecido estricto.”
200
Susan Sontag (1981:15) asegura: “Las fotografías suministran evidencia. Algo que conocemos de
oídas pero de lo cual dudamos parece irrefutable cuando nos lo muestran en una fotografía.”

221
Casa de la calle Colón, 18

En cuanto a las fotografías propias, la mayoría está vinculada a los aspectos

biográficos fundamentales: dos en su laboratorio casero (una de ellas es la utilizada para

el montaje de la portada), dos durante la guerra civil (añade, además, la Ordenanza del

Requeté) y tres en contextos psiquiátricos posteriores al año en que termina la narración

de Pretérito imperfecto. De las tres fotos de niño, en dos de ellas aparece solo (a los dos

y seis años) y en la otra acompañado de una de las hermanas. Es elocuente esta

selección porque coincide con los afectos familiares reflejados en el relato: no hay

ninguna foto del autor con sus padres, ninguna del matrimonio, ninguna de familia.

Solo aparecen juntas sus tres hermanas, que ya sabemos que formaban un mundo aparte

del suyo; y una de él con su hermana Victoria, la mediana, la más querida por él y la

que le cuidó durante su pleuresía.

222
El autor con su hermana Victoria

Sus tres hermanas antes de nacer él

Castilla del Pino, a la izquierda,

vestido de requeté, en octubre de

1936

223
Para la portada del libro se ha elegido un montaje con dos retratos del autor en dos

etapas de su vida201. Los dos muestran al Castilla del Pino investigador y científico (de

nuevo el modelo de Ramón y Cajal), vestido en ambas con una bata blanca (uniforme

del investigador) y rodeado de instrumentos que simbolizan la identidad intelectual con

la que el autor quiere ser recordado: en la adolescencia (cuando soñaba con convertirse

en científico), los materiales de su laboratorio casero y su incipiente biblioteca; en la

madurez, en el momento de la publicación de la obra, la biblioteca y lo que parece el

despacho de un profesional. Es habitual que en las portadas de las autobiografías

aparezcan fotografías del autor; aquí el montaje reproduce fielmente al personaje que el

autor ha querido crear: el del científico obsesionado por desarrollar un proyecto vital

ligado a la investigación y a la adquisición de una vasta cultura. Además, el que el

Castilla del Pino adulto encare la cámara supone para el lector una información

adicional de sinceridad y de fiabilidad ya que, según Susan Sontag (1981:48), “en la

retórica normal del retrato fotográfico, enfrentar la cámara significa solemnidad,

sinceridad, la revelación de la esencia del sujeto.”

201
Este montaje fue idea de la editora Beatriz de Moura, con el beneplácito del autor.

224
Dentro de los elementos paratextuales, destacamos el acierto del título, que el propio

autor ha explicado:

Es claro que no he escrito una monografía sobre el pretérito imperfecto (de

indicativo o del subjuntivo). “Imperfecto”, como titulo mis memorias (…), es ante

todo un juicio de valor sobre un pasado, que si atendiera solo al personal, al mío,

hubiera titulado Imperfecto pretérito. Como sin ninguna duda tiene también

carácter multigeneracional, y, por tanto, histórico, lo titulé como lo hice: Pretérito

imperfecto también de todos... Pero no; no he querido señalar algo así como la

imperfección ontológica/psicoanalítica de toda clase de vida iniciada tras la salida

del claustro materno. El título alude, sobre todo, a algo más singular: mi pretérito

es el imperfecto. Que, además, sea el de muchos, como lo ha sido, es una dramática

coincidencia. (Justo Serna, 2003:68-69)

Por otro lado, la idea de que el pasado gravita todavía en el presente del autor se

manifiesta en el uso gramatical del “pretérito imperfecto” que posee, según la Nueva

gramática de la lengua española (2009:1743), un rasgo temporal (pasado) y otro

aspectual (imperfectivo):

En mi caso, el proyecto inicial de Pretérito fue no tanto poner en orden mis “cosas”

– ya lo tenía a este respecto en mi cabeza – cuanto liquidarlas, dejar que el pasado

gravitara tan pesadamente en mi vida actual. Claro es que no toda mi vida pasada

gravitaba por igual. Lo que quería liquidar de una vez por todas era la experiencia

de la guerra civil y, en menor medida, la de todo el franquismo 202. (Justo Serna,

2003:70)

202
A la influencia del pasado sobre el presente del autor y a su deseo de acabar con aquella ya se ha
hecho mención más arriba al hablar de la finalidad terapéutica o catártica de la escritura autobiográfica:

225
El libro, en fin, consiguió lo que se proponía: ser leído como testimonio verdadero, de

ahí el “eco autobiográfico”, es decir, la recepción de cartas, fotografías y documentos de

lectores que han matizado, corregido o completado ciertos datos de la obra 203. No se ha

cumplido, por tanto, aquel primer vaticinio de que la autobiografía es para los lectores

“sencilla y llanamente, mentira, o, todo lo más, una media verdad.” (Castilla del Pino

1987:148); al contrario, aquellos comprenden que los recuerdos pueden ser confusos,

reelaborados o equivocados pero si fueran leídos como ficción, a ningún lector se le

ocurriría puntualizar, añadir o rectificar datos; de manera que la estrategia de

credibilidad ha dado su fruto y los receptores han proporcionado “una gran

satisfacción: la de hacer saber al autor que se le reconoce veraz” (Castilla del Pino

2004:25).

La autoridad de una autobiografía testimonial como esta queda cimentada además en

la fuerza moral que permite a los supervivientes de experiencias históricas atroces

asumir un compromiso ético que los lleva a escribir sobre ellas, una vez superadas las

situaciones límites que vivieron. Como afirma Pozuelo Yvancos (2005:139), para

Castilla del Pino, “la de intelectual es una condición ética”. Y, en efecto, el mismo

narrador confiesa que fue una cuestión estética y ética la que le lleva a distanciarse del

régimen franquista ya antes de terminar la Guerra Civil204. Aunque sus familiares fueran

asesinados por los republicanos y se alistara en el requeté con catorce años, desde muy

pronto le horrorizaron la vulgaridad, la gazmoñería y la mediocridad intelectual que

dominaban el bando nacional, por no hablar de su lenguaje retórico y huero.

“A veces se escriben (las autobiografías) –es mi caso- con la pretensión de liquidar de una vez por todas
etapas dolorosas de mi propia existencia (la guerra civil, la posguerra)” (2004b:26)
203
De la importancia de esta repercusión también habla Castilla del Pino en “Una nota preliminar” de
Casa del olivo.
204
“Muchas veces me he preguntado cómo fue posible que me distanciara tan precozmente del régimen
franquista, aún en plena guerra. (…) Aunque no usara de estos términos, se trató de una cuestión estética
e intelectual, no política.” (Pretérito imperfecto, p. 269)

226
Además, Castilla del Pino pretendió desde muy joven que los hechos de “aquella

guerra espantosa” no cayeran en el olvido 205 y, en este sentido, su obra autobiográfica

entronca con los textos testimoniales más importantes de los campos de concentración

(Primo Levi, Jorge Semprún, Kertész…). Esta preocupación se demuestra en las dos

entrevistas que añade a los apéndices de Pretérito imperfecto, realizadas en 1976 y 1977

a testigos de primera mano de lo que les ocurrió a sus familiares en julio de 1936 o en el

hecho de que en cuanto empezó a trabajar en el Dispensario psiquiátrico de Córdoba, en

1949, quisiera indagar en las experiencias de la guerra civil de sus pacientes:

Mi curiosidad por los acontecimientos de la guerra civil seguía siendo enorme (y

sigue siéndolo aún hoy). Me angustiaba el hecho de que quienes vivieron aquellos

episodios de terror y sufrimiento inconcebibles dejasen este mundo y con ellos se

perdiera el testimonio de la magnitud de lo que realmente había sucedido. (Casa

del olivo, p. 125)

En la fijación del testimonio hay implícito un deseo de hacer justicia a las víctimas y

de que no se repitan aquellos hechos. No hace falta entrar aquí en la polémica, ya

tratada al hablar de la memoria y la historia, sobre la necesidad del recuerdo o, como

algunos historiadores defienden, sobre el deber del olvido, para evitar que la

rememoración continuada abra viejas heridas históricas. La postura de Castilla del Pino

puede resumirse en esta cita de Manuel Alberca (2004:17): “Pretérito imperfecto

ejemplifica además la dimensión ética de la memoria: es una llamada a no olvidar como

única manera de escapar del marasmo.”

205
“La idea de redactar mi autobiografía viene de la adolescencia, de la necesidad de contar los dramas
que viví, la caída de la monarquía, la República, aquella guerra espantosa…” (Miguel Mora, 2004)

227
3. RETÓRICA DE LA VERACIDAD

Castilla del Pino ha utilizado una serie de recursos retóricos para construir un testigo

fiable, recursos que se estudian en los apartados siguientes: la distribución externa, el

estilo sustentado en la objetividad por un lado y en la emoción por otro, en la precisión

y prolijidad, el orden lineal de la historia y la relación de continuidad entre el yo del

pasado y el del presente. Todo ello contribuye a lo que Celia Fernández Prieto

(1994:127) ha denominado “el estilo como marca de veracidad, como retórica de la

verdad autobiográfica”.

3.1. DISTRIBUCIÓN EXTERNA

Como señala Verónica Tozzi en la introducción al libro El texto histórico como

artefacto literario de Hayden White (2003:41), “la manera de comunicar nuestra

experiencia acerca del pasado es interesada y emotiva” y así, aunque un vistazo

superficial a la estructura externa de Pretérito imperfecto nos ofrezca un libro dividido

en veinticuatro capítulos integrados en cinco partes, el análisis de su distribución,

duración y contenido nos permite comprobar la forma “interesada” y “emotiva” con que

el autor narra su pasado. La estructura narrativa responde a un esquema con un capítulo

nuclear (el doce), el más extenso e importante de la obra (sesenta y tres páginas, frente a

las treinta y cinco del segundo más extenso), dedicado a narrar los acontecimientos que

ocurrieron en San Roque durante los días posteriores al levantamiento del 18 de julio de

1936, de los que fue testigo y que le marcaron para el resto de su vida. Este capítulo

pertenece a la tercera parte del libro, que es también la central de las cinco en las que se

divide.

228
En los once primeros capítulos (primera y segunda parte), traza un fresco de los

espacios de su infancia (casa de la calle Colón y los lugares en los que jugaba con sus

amigos, el pueblo de San Roque y su tejido social), retrata a las familias paterna y

materna y a la suya propia, pormenoriza sobre la escuela (compañeros, maestros,

estudios musicales…), la proclamación de la II República y su estancia en el colegio

salesiano de Ronda.

Después del primer año de guerra civil (capítulo 12), termina la tercera parte con el

relato del internado en los Escolapios de Sevilla (capítulo 13) y su preparación para el

examen de reválida (capítulo 14), hechos que tienen lugar durante la contienda.

Utiliza la cuarta parte para contar sus estudios de Medicina en la Facultad de San

Carlos en Madrid y su incorporación al mundo de la psiquiatría y, por último, una

quinta parte formada por un único capítulo de tres páginas, en el que describe su

llegada a Córdoba, que perfectamente podría servir de obertura a Casa del olivo (el

segundo tomo de su autobiografía.)

Solamente dos capítulos tienen título: el primero, “Un día”, y el número veintidós

titulado “Intermedio galaico” en el que cuenta los seis meses que tuvo que pasar en El

Ferrol para hacer las prácticas que le licenciarían del servicio militar. Las que sí tienen

títulos son las cinco partes, que señalan hitos (espaciales o temporales) fundamentales

en la infancia y juventud del autor: “Colón, 18”, “De Ronda al 36”, “17 de julio y

siguientes”, “De Madrid a psiquiatra” y “Córdoba, la elegida”, todos con cierto aire

literario.

229
3.2. ESTILO

3.2.1. Objetividad / emoción

Como ha observado Celia Fernández Prieto (2005), el narrador de Pretérito

imperfecto

…precavido ante las asechanzas de la ficción, somete el discurso a una estricta

disciplina, intentando eliminar todo cuanto pudiera enturbiar la ilusión de la

transparencia. Lograr el grado cero de la escritura. El máximo de legibilidad. Sin

literatura. Prosa quirúrgica, anatómica, denominativa, topográfica, llena de

instrucciones referenciales.

Y así es, en efecto, pues la intención de escribir una autobiografía fundamentalmente

intelectual y testimonial se manifiesta en un estilo asertivo, objetivo y descriptivo. Este

no-estilo (Celia Fernández 2004b:425) ofrece al lector una impresión de veracidad y su

uso es una manera de “crear verdad”, de forma que si la autoridad intelectual es fuerte,

si el estilo es sobrio y categórico, la capacidad del autobiógrafo para analizar y juzgar

los hechos se ve reforzada.

Su opción retórica ha sido la de producir un efecto de transparencia, de falta de

artificio, para dar la impresión de que las palabras llevan a los hechos. Abundan los

adjetivos especificativos, algunas veces valorativos, en las prosopografías, etopeyas o

retratos: “Bartolito, (…) estaba postrado en cama, somnoliento, pálido y cianótico,

como colapsado” (p.81), “Apareció una mujer pequeñita, con moño, muy vivaz,

enérgica y simpática: era doña Eufemia” (p.284), “López Ibor era (lo fue siempre) un

ser huidizo, tímido, con arranques temibles cuando se cuestionaba su identidad

230
intelectual. (…) De mediana estatura, canoso, la cabeza gruesa, gordezuelo, de manos

con dedos amorcillados” (p.358), “Era bajo, fuerte, de un tórax enorme, brazos que le

llegaban por debajo de las rodillas, algo encorvado hacia delante, y un mentón que

emergía con un fuerte prognatismo… Parecía un gorila.” (p.408), “Una era la hermana

Isabel, una muchacha joven, muy agraciada de rostro, bajita, con ojos muy vivos (…)

Tenía manos finas, de dedos largos y delgados, con las uñas, desgraciadamente,

descuidadas." (p.435) Este rápido trazo de caracteres, con pinceladas breves y precisas,

recuerdan al estilo barojiano206, uno de sus autores favoritos207.

Se observa, además, cierta deformación profesional en la tendencia a la objetividad

característica de los textos científicos, especialmente en las prosopografías de los

pacientes que trató en el Esquerdo: “Recuerdo a un epiléptico crónico, muy avanzada

su demenciación. Pequeño de estatura, muy fuerte y ágil, pecho, hombros, espalda y

brazos cubiertos de vello negro.” (p.440), “Era una mujer de unos sesenta años, flaca,

con nariz de búho, y con unas gafas metálicas de cristal verde oscuro.” (p.445) o en las

topografías: “Desde Gaucín el tren iba en paralelo al río Gaudiaro, caudaloso, de aguas

limpias, que corría muy al fondo de por donde marchaba el tren.” (p.100), “Ronda,

entonces, era una ciudad en franca decadencia: muy mal iluminada, con las piedras de

sus calles, en la denominada “ciudad” (la parte vieja), sueltas, los palacios de (…)

cerrados a cal y canto, muchas de las antiguas casas señoriales en ruina o deshabitadas”

(p.103)…

206
Un ejemplo de descripción barojiana en El árbol de la ciencia (1982:157-158): “La patrona era una
mujer morena, de tez blanca, de cara casi perfecta; tenía un tipo de Dolorosa; ojos negrísimos y pelo
brillante como el azabache. El marido, Pepinito, era un hombre estúpido, con facha de degenerado, cara
juanetuda, las orejas muy separadas de la cabeza y el labio colgante.”
207
La admiración que sentía por Baroja queda manifestada en el relato del encuentro con él en Madrid en
1940. (Pretérito imperfecto, pp.291-293)

231
No obstante, a pesar de ese deseo de objetividad, la narración de un hecho implica

una reelaboración del mismo. Ya Pozuelo Yvancos (2005:154) ha hablado de la

voluntad “literaturizadora” de los capítulos de obertura y cierre en Pretérito imperfecto.

El preludio de la obra, “Un día”, posiblemente no existiera nunca tal como lo relata el

autor, pero representa una sinécdoque de su niñez, ya que condensa y focaliza en poco

más de tres páginas el mapa físico y emocional de una infancia infeliz208. La primera

escena reproduce imaginariamente un diálogo sobre la muerte209:

- Cuenta hasta cien, pensando bien en lo que haces. Te dormirás enseguida.

Me ha oído llorar, y me pregunta qué me pasa.

- Es que estoy pensando que me tengo que morir.

Mi padre y yo dormimos en la misma habitación, el uno frente al otro, separados

por la puerta que comunica con el cuarto de estar (p.17).

Después de la lectura del fúnebre poema de Bécquer, su padre añade: “Para mí, morir

es descansar para siempre. ¡Qué cansado estoy!” (p.19). La muerte se simboliza

asimismo en las coronas mortuorias que cuelgan en la pared de la anteazotea de la casa

y se explicita en las palabras del padre: “Morir es descansar”. Además, el niño habla de

otros miedos infantiles, que más adelante concreta: el crujido de la escalera de subida a

la azotea, el reiterado sueño en el que se cae en el pozo que mandó construir su padre

sin que nadie oyera sus gritos de auxilio o la “tenebrosa pesadilla” del colchón de

208
Aunque por otras escenas deduzcamos esa niñez desdichada, el autor la confirma en estas líneas:
“Realmente la Hedionda era un lugar paradisíaco. Yo recuerdo mi estancia allí –junto con las varias que
pasé en Diente- como uno de los escasos períodos de felicidad de aquellos años, lejos de la sombría y
aterradora casa de Colón 18.” (p. 59)
209
Celia Fernández Prieto (2005) ha realizado un interesante análisis de este capítulo, con el que
ejemplifica la muerte como pulsión en algunos autobiógrafos.

232
matrimonio de la cama de sus padres que, gigantesco, avanzaba hacia él para

aplastarlo210.

Otra imagen es la enfermedad del padre. Ya se ha comentado el recuerdo de

enfermedad y vejez que su hijo guarda de él. Aquí nos lo presenta tosiendo

interminablemente, “con una tos que parece provenir de las profundidades”, sufriendo

para subir los escalones que lo llevan a casa, sentándose, para recuperarse, en un sillón

“al lado mismo de la puerta de entrada” o recostándose dificultosamente, con la ayuda

de sus hijas o su mujer, en unas almohadas que le permitían dormir lo más incorporado

posible.

En todo el capítulo se filtra la sensación de soledad y de tristeza del niño. Sentados

alrededor de la gran mesa camilla, la familia lee (no charla) y él, en concreto, siente

predilección por un cuento de un castor que se pierde y que le “hace casi llorar”.

Después de la lectura de la rima, el padre intenta “intercalar algo que disuelva el

silencio melancólico que se ha producido en todos. No lo consigue.” A este ambiente

lúgubre contribuye también la casa, descrita como húmeda y oscura.

“Un día” está narrado en presente, cuyo uso es muy habitual en el relato de infancia

para, de esa forma, eliminar el pasado como pasado e intentar recuperarlo como se hace

en las obras de ficción, colocándose primero el autor y luego el lector en un plano de

simultaneidad con el pretérito (Fernández Romero 2007:34). Como se verá más

adelante, hay en esta autobiografía una actualidad del pasado en el yo del momento de

la escritura que justifica este uso del tiempo presente.

Con una habilidad y una retórica emocional excepcionales, Castilla del Pino se gana

al lector con esta imagen de su infancia: la melancolía, la soledad, la presencia de la

muerte, el desapego hacia sus padres y hermanas…

210
Resulta curioso para el lector que, siendo psiquiatra, no haga una interpretación de estos sueños.

233
3.2.2. Detallismo y precisión

Todo en Pretérito imperfecto está contado o descrito con un acopio de detalles en

algunos casos abrumador: las casas, calles y ciudades donde vive, las personas que se

cruzan en la vida del autor (los amigos con los que jugaba en las calles de San Roque,

los compañeros de escuela y los del internado de Ronda, sus maestros, los profesores de

la Universidad, los huéspedes de las pensiones de Madrid, los pacientes del sanatorio

Esquerdo…) y los acontecimientos trascendentales en su biografía (la proclamación de

la República, su estancia en el internado de Ronda, la primera autopsia que presencia

con doce años, los acontecimientos del 27 de julio, los dos consejos de guerra a los que

asiste, de los que no olvida “detalle ninguno”, su estancia en Galicia…)

La opción estilística de Castilla del Pino, siempre en aras de la fiabilidad del

testimonio, ha sido narrar con tal profusión de detalles que la demostración de la

veracidad se asienta precisamente en ese “exceso”:

El autobiógrafo comprometido con esa verdad a que me refiero siente a su vez la

compulsión de hacérsela “visible” al lector. Por eso yo doy mucha importancia al

detalle, que posee un valor testimonial extraordinario y es un instrumento

imprescindible para hacerse fiable. (Castilla del Pino 2004b:25)

Como ya se comentó, su experiencia como narrador infantil le sirvió para darse

cuenta de que el empleo de datos precisos reforzaba la veracidad. En este sentido Celia

Fernández Prieto (2001:168) alude a su función de “marcas de realidad”: “Los nombres

propios de personas allegadas, las fechas y episodios concretos de la vida familiar, las

234
descripciones detalladas de lugares, personas, casas, objetos, etc. sugieren la impresión

de realidad y veracidad.”

Ya se comentó que Ruiz-Vargas (2004a:214) corrobora que “la función de los

detalles extra (…) es aumentar la confianza del propio sujeto que recuerda, así como la

del interlocutor, en la historia que cuenta; esto es, aumentar la fidelidad de su recuerdo.”

Hay abundante evidencia de que los recuerdos excesivamente detallados (le détail

inutile) son especialmente fiables, como han comprobado dos expertos en memoria de

testigos (Bell y Loftus), al estudiar cómo los miembros de los jurados utilizan la

presencia de datos irrelevantes en las intervenciones de los testigos como prueba de la

fiabilidad de la memoria de estos.

Como muestra de esta característica de estilo, basten estos tres fragmentos de

Pretérito imperfecto:

A mitad de la calle Colón hay una hermosa casa que se conoce con el nombre de

casa de Regina. Ahora viven varios vecinos, pero debió de ser una casa de gente de

cierto rango, con una balconada muy bonita. El barandal largo, estrecho, se

ensancha en el centro, como un vientre panzudo. Conserva sus hierros fijados a la

pared que debieron de servir para colocar grandes esteras de esparto. Me atrae

mucho esa casa, tan espaciosa que, apenas atravesado el portón, da paso a un patio

hermosísimo con columnas y, a los lados y bajo ellas, las habitaciones de la planta

baja. (p.37)

Dos de mis vecinos de banco, mayores que yo, se llamaban Diego Vivas y José

María Villalta. Diego era un niño muy lacio, con un catarro nasal crónico y el

pañuelo siempre empapado de una mucosidad purulenta de olor pestilente. (…) El

otro, José María, se apodaba “el Perro” porque tenía una boca enorme, la voz

235
bronca, el rostro con oquedades de viruela, una lengua ancha y agrietada, los ojos

como de perro pachón, con el párpado inferior caído, dejando ver una conjuntiva

enrojecida. (p. 79)

Comenzó la autopsia: Antonio cogió una sierra cromada y comenzó a serrar el

cráneo del anciano, después de hacer una incisión de casi todo el cuero cabelludo.

Me dijo: “Ponte la bata y sujétame la cara de este hombre.”

Venciendo una mezcla de terror y repugnancia (no usábamos guantes) hice lo

que me pedía para que él pudiera serrar más fácilmente. El frío singular del

cadáver, el contacto directo con la piel del rostro, los crecidos y pinchosos pelos de

la barba, así como el líquido que rezumaba de sus fosas nasales me produjeron

unas sensaciones extrañas que se traducían en algo como escalofríos, sensaciones

hasta entonces no experimentadas. Sujeté fuertemente con mis dos manos la cara

del anciano por el mentón y la mejilla. Cuando sólo quedaba sin serrar una parte

del occipital, cogió el martillo. El extremo del mango se curvaba hasta hacer un

gancho, que introdujo en la frente ya serrada, apoyó el pie sobre la mesa y tiró de la

tapa del cráneo, mientras Cecilio sujetaba por los pies el cadáver. Sonó un

chasquido, el hueso se rompió y quedó al descubierto la masa encefálica. (…)

Extrajo el cerebro y cerebelo cortando con una tijera la intersección de la

duramadre en la base del cráneo. Lo colocó sobre la mesa y abrió los hemisferios…

(p. 155)

La precisión también se observa en el relato de los acontecimientos históricos de los

que fue testigo y así en el capítulo siete hace una narración pormenorizada de lo que

supuso para él la proclamación de la República. El mismo día de la proclamación (“El

día 14 de abril de 1931, hacia las seis de la tarde, aparece en mi memoria muy

vivamente” (p.86)) su padre les hace entrar en casa cuando estaban observando la

236
manifestación con la bandera tricolor a la cabeza. Al día siguiente, al salir a jugar a la

calle por la mañana (fue festivo), se siente rechazado por los amigos con los que había

jugado hasta el día antes y, como a escondidas, se mete en su casa:

Me encontré realmente solo, porque para mis amigos de la Alameda (…) Azaña,

Prieto y Alcalá Zamora eran figuras positivamente valoradas, de las que se hablaba

en términos elogiosos en sus casas y que, luego, dejaban traslucir en sus

conversaciones. Además, tuve que escuchar los denuestos más infames contra

Alfonso XIII, a los que no podía replicar por falta de argumentos. Se vivía una

exaltación de la fe republicana. (pp. 87 y 88)

A pesar de tener solo ocho años, el niño, sin comprenderlo, se ve entre dos frentes:

por un lado, el de sus amigos (casi todos hijos de seguidores de la República), que

estaban muy politizados pues sus padres sí hablaban de política en casa, y por otro, el

de su familia (monárquica) para la que “la República iba ligada (…) a una cierta falta de

clase, a una tendencia a la populachería” y “la política quedaba reservada a los varones

adultos”.

Al paso de los meses se van produciendo los desórdenes antirreligiosos, que en San

Roque no prosperan, porque, aunque algunos obreros merodearon alrededor de la

iglesia, esta estaba protegida por soldados de infantería y las actitudes violentas cesaron

rápidamente. Estos disturbios obligan a la familia a recoger a su hija Sara que está

interna en un colegio de monjas en Málaga, donde sí hubo quema de iglesias y de

conventos. El relato avanza siempre desde la perspectiva infantil del narrador

Nosotros, los pocos niños de familias monárquicas, los Vélez Vázquez y yo, entre

otros, contemplábamos con admiración al héroe que se atrevía a oponerse al grupo

237
del populacho. (…) llegó el mes de junio y aparecieron por San Roque, para pasar

el verano, los dos hermanos Vélez Vázquez, cuyo padre, militar, se decía que era

criptomonárquico. Los hijos, a los que conocía de otros veranos anteriores,

vinieron en una actitud monárquica exacerbada, y los tres formamos una especie de

grupo marginado y secreto. (…) Guardábamos en un secreto relativo nuestra

posición, y usábamos como talismán la palabra “verde” con cualquier pretexto.

(…) “Verde” era algo así como el acrónimo de “Viva El Rey De España”… Nos

sentíamos héroes (pp. 91 y 92)

Los recuerdos de la República, aunque “muy estructurados”, son principalmente

anécdotas que le llamaron la atención desde su posición infantil: la visita al cuartel de

infantería, las que él consideraba heroicidades de algún joven monárquico (no quitarse

el sombrero ante la bandera tricolor o grabar en un árbol el escudo de la España

monárquica) o el descubrimiento de la placa para renombrar la plaza de Alfonso XIII

como de los Mártires de Jaca.

Los sucesos de la Guerra Civil están relatados con mayor minuciosidad

principalmente por dos razones: por la importancia y gravedad de los mismos y por la

edad del testigo, trece años frente a los ocho que tenía al proclamarse la República. El

capítulo doce será analizado como ejemplo de precisión cronológica en el siguiente

apartado.

3.3. ORDEN LINEAL DE LA HISTORIA

En su ya clásica definición de la autobiografía, Lejeune incluyó el sintagma “relato

retrospectivo en prosa”. Lógicamente, el relato tiene que ser retrospectivo pues los

hechos narrados ocurrieron en un momento anterior al presente de la escritura y esta

238
retrospección condiciona las técnicas narrativas de la elaboración del testimonio,

porque, como señala Paul Ricoeur (2003:212-213), “la actividad de testimoniar (…)

revela entonces la misma amplitud y el mismo alcance que la de narrar en virtud del

claro parentesco entre las dos actividades.”211

Asimismo Pozuelo Yvancos (2006:84) ha analizado la temporalidad en la escritura

autobiográfica que, en su finalidad testimonial, establece “una relación hombre-voz, en

su dimensión de presencia actualizada constantemente.” Para conseguir en el lector la

sensación de estas presencias, instaura “una nueva temporalidad” porque la memoria

autobiográfica es pasado presente y su escritura convoca la presencia del pasado. Hay

una constante unión entre los tiempos sucesivos de los hechos narrados y el tiempo de la

lectura, pues aunque aquellos ocurrieran en el pasado, y el narrador utilice tiempos

verbales pretéritos, el acto de escritura camina en el presente pues lo que vivió, vio y

escuchó el emisor es lo que ahora lee, ve y escucha el lector. En este sentido afirma

Castilla del Pino (1997:10): “No me he sumergido en mi memoria; he traído los

recuerdos a mí (este pronombre está en cursiva en el original), es decir, al Yo de este

momento…”212

Las posibilidades de reflejar la temporalidad de los recuerdos son las mismas que

ofrece cualquier narración de hechos pasados. El autobiógrafo los puede organizar

cronológicamente de distintas maneras: de forma lineal, a saltos en el tiempo

retrospectivo, agrupando sus recuerdos de manera temática (su familia, sus casas, los

211
En cuanto a la organización de los recuerdos, también Paul Ricoeur (2000:190) habla del carácter
temporal de la experiencia humana cuando trata la relación entre tiempo y narración: “Todo lo que se
cuenta sucede en el tiempo, arraiga en el mismo, se desarrolla temporalmente; y lo que se desarrolla en el
tiempo puede narrarse. Incluso cabe la posibilidad de que todo proceso temporal sólo se reconozca como
tal en la medida en que puede narrarse de un modo o de otro. (…) Esta supuesta reciprocidad constituye
el tema de Tiempo y relato.”
212
En un comentario metaautobiográfico de Antonio Gamoneda (2009:236) también aparecen en cierto
modo las ideas anteriores: “penetrar en el olvido y hacer intelectual y sentimentalmente presente lo que
parecía no estar ya en mí ni en nadie;(…) ha resultado ser, mucho más que un ejercicio literario, un hecho
vivido, duro, desconcertante en muchas ocasiones”.

239
colegios…), engarzando unos recuerdos con otros213, dejándose llevar por asociaciones

emocionales, limitándose a narrar de manera inconexa escenas o sensaciones sueltas…

La elección de una u otra depende de muchos factores, entre ellos, la motivación final

del proyecto autobiográfico. Así los autobiógrafos para los que la credibilidad es lo más

importante (Castilla del Pino, Laín Entralgo o George Orwell) prefieren el orden

cronológico en el relato de los recuerdos, mientras que los memorialistas que anteponen

la recreación artística al testimonio (Caballero Bonald, Carlos Barral, Gamoneda o

Rabinad) ensayan otras posibilidades.

La fuerza mimética de un relato, tanto histórico como literario, se asienta en el orden

cronológico, de ahí que el testigo fiable en el que se erige Carlos Castilla del Pino

utilice este tipo de narración. Solamente leyendo los títulos de las partes en las que se

divide Pretérito imperfecto nos damos cuenta de que han sido razones temporales y

espaciales las que han determinado la estructura del libro. Excepto la primera parte,

“Colón, 18”, en la que narra los recuerdos infantiles, todas las demás utilizan una

escrupulosa disposición cronológica.

La escasez de referencias temporales en la primera parte del libro es debida a la

imposibilidad de ordenar cronológicamente los recuerdos de la infancia, pues la

memoria de esta etapa está llena de escenas fragmentarias que no se pueden concretar

temporalmente, como bien explica el autor en la única reflexión metaautobiográfica de

Pretérito imperfecto:

Los recuerdos que poseo de los primeros años de mi vida son aislados,

discontinuos; aparecen en un contexto estanco, ni unido a otro ulterior ni precedido

213
Como ya se comentó en el capítulo 2, tanto Dionisio Ridruejo (2007:88) como Francisco Ayala
(2006:197) comentan que, en el proceso de la escritura, unos recuerdos han tirado de otros, utilizando los
dos la misma metáfora de las cerezas entrelazadas de un cesto.

240
por alguno. Emergen como islotes. Me he preguntado reiteradas veces cómo y

sobre todo por qué he retenido unos y no otros, y, más aún, cómo al cabo de los

años los evoco si, en apariencia, tienen escasa o nula relevancia. Pero pienso que

este raciocinio del que me valgo ahora no es válido para este tipo de cuestiones…

(p.31)

Para la narración de esta parte, el autor se apoya en núcleos temáticos codificados que

se repiten en todas las memorias de la infancia: su casa y el resto de la calle Colón, los

amigos, los recuerdos aislados (narrados en presente), la familia materna y paterna, el

colegio… Celia Fernández Prieto (2001:173) hace un certero análisis del tratamiento

lineal del tiempo en la autobiografía, aplicable por entero a Pretérito imperfecto:

Generalmente las autobiografías empiezan con la historia familiar seguida de la

evocación de la infancia. Se opta así por un orden cronológico más o menos lineal,

que posee una función de autentificación para el lector al subrayar el carácter

histórico-narrativo de la vida contada. La articulación de la experiencia en etapas

cronológicas sucesivas constituye la forma habitual del relato histórico y del relato

realista, de ahí su fuerza mimética.

La precisión cronológica es una constante a lo largo de todo el libro: “A primeros de

octubre de 1940 estaba en Madrid.” (p.281), “Iba muchas veces a doña Pepita (…) sobre

todo a partir del segundo trimestre de 1941” (p.297), “Llegué a Madrid en los primeros

días de julio” (p.319), “Creo que debió de ser por febrero o marzo de 1943 cuando tuvo

lugar el primer enfrentamiento serio en la facultad” (p.347), “En noviembre de 1943

decidí pasar a psiquiatría” (p.355), “Me parece que fue en los primeros meses de 1944,

cuando, a mi llegada, me dijo la monja que hacia las seis de la mañana había ingresado

241
un joven…” (p.367), “A mediados de 1945 se incorporaron al departamento varios

psiquiatras” (p.407), “En la madrugada del día 12 de octubre de 1949 (…) llegué por

primera vez en mi vida a Córdoba.” (p.511)…

A partir del capítulo siete de la primera parte, en el que cuenta la proclamación de la

II República, los marcadores temporales son abundantísimos: “El día 14 de abril, hacia

las seis de la tarde, aparece en mi memoria muy vivamente”(p.86), “Mi madre, mi

hermana Victoria y yo fuimos a Ronda en julio de 1932” (p.99), “En octubre, mi madre

y yo fuimos de nuevo a Ronda” (p.105), “El 11 de marzo de 1933, apenas terminado el

aseo, el curilla vigilante me dijo que me vistiera deprisa porque el director me llamaba a

sus aposentos” (p.125), “Ese verano de 1933 se produjo un encuentro trascendente para

mi formación en todos los órdenes de mi existencia” (p.133), “Cuando llegué al colegio

en octubre de 1933 para iniciar el primer curso de Bachillerato…” (p.140), “Hacia el 7

de octubre de 1934 volví al colegio…” (p.162), “Ese verano de 1934 di un salto

decisivo e interesante en mi proyecto de ser médico” (p.153)…

En el capítulo central (el doce) estas referencias se vuelven prácticamente diarias y en

algunos momentos, los del 27 de julio cuando asesinaron a sus familiares, casi

horarias214: “A las siete de la mañana”, “Debían de ser las nueve de la mañana”, “Hacia

las doce de la mañana…”, “Hacia las siete de la tarde…” Esto se explica porque el

dramatismo es tal que hay una concentración angustiada de los sucesos. Según va

avanzando la jornada, lo que ocurría era cada vez más grave. También confirma la

importancia biográfica de los hechos que se narran: “La experiencia de lo que viví con

motivo de la guerra civil fue decisiva –y me ha marcado para toda la vida-: la gente,

214
La explicación a la morosidad del capítulo también la podemos encontrar en las siguientes palabras de
Celia Fernández Prieto (2001:173) a propósito de la cronología autobiográfica: “la autobiografía
representa una cronología íntima, ampliando o reduciendo la amplitud de las anacronías y dibujando un
ritmo narrativo en el que las elipsis o resúmenes de aquello que se ha olvidado o de aquello que no
interesa detallar (…) permiten detenerse en momentos privilegiado, que se describen con morosidad…”

242
guiada por intereses en los que a veces le va literalmente la vida, coloca su propio yo en

el centro del mundo.” (Pretérito imperfecto, 263)

En este capítulo central, el pasado se vuelve presente y, como ha señalado Pozuelo

Yvancos (2006:147), es la perspectiva infantil la que domina el relato, lo que provoca

en el lector la sensación de asistir a los hechos tal y como el niño los vivió, como si se

hicieran presentes en ese momento. Además de ser acontecimientos vitales para el autor,

estamos ante hechos históricos que quieren ser narrados con la mayor exactitud posible,

ya que precisamente ahí radica el valor testimonial de la obra.

La linealidad del relato se asocia a la concepción también lineal del destino. En la

infancia -donde reconoce que se constituyen todos los núcleos que dan soporte a su

personalidad- Castilla del Pino crea un proyecto vital del que no se aparta en ningún

momento215. Las primeras etapas preparan emocional e intelectualmente al adulto que

va subiendo los peldaños necesarios para cumplir ese proyecto y, por tanto, su destino.

De esta manera el pasado prepara el futuro y este explica el pasado: “Mi vida me

aparece como una formación singular en la que las etapas anteriores de mi existencia

son peldaños que conducen al que ahora soy.” (p.11)

Por último, en Pretérito imperfecto son muy escasas las anacronías. No hay analepsis

y entre las reducidas prolepsis que aparecen, algunas están situadas en notas a pie de

página que no rompen por tanto la linealidad del texto principal216 y seis aparecen entre

paréntesis (pp. 84, 116, 150, 205, 389 y 393), la más larga de las cuales (p.389) habla de

sus relaciones con Jiménez Díaz una vez concluidos los estudios de Medicina en San

Carlos. Las que utiliza para hablar de Sarró y de López Ibor ya han sido analizadas por

215
Es interesante recordar en este punto las declaraciones a Miguel Mora (2004) :“Siempre he sido una
persona con ideas fijas sobre mi proyecto de vida y ese proyecto de vida no se ha torcido apenas.”
216
Estas notas sirven para narrar acontecimientos posteriores relacionados con personajes de los que
habla en el texto , por ejemplo, de su niñera en la nota 3 de la página 31 o una muy larga, en la página
111, en la que cuenta en qué circunstancias volvió a ver, pasados los años, a alguno de los más crueles
salesianos de Ronda.

243
Pozuelo Yvancos (2006:145) y explicadas por la importancia de estos dos personajes en

la quiebra de su proyecto intelectual. Para hablar de Antonio Rosado, un médico que se

incorpora al grupo de formación de López Ibor, utiliza la prolepsis más extensa del libro

(pp.374-378), quizás porque el suicidio de Rosado afectó de una manera especial al

autor: “He seguido todos estos años interesado por saber de él y averiguar las

circunstancias de su muerte. Mis indagaciones últimas, las más precisas, extensas y

fiables, obtenidas cuarenta y cinco años después…” (p.377) Añade, además, en una

nota a pie de página que el tener datos contradictorios e imprecisos sobre la muerte de

su amigo le “sumían en una ansiosa incertidumbre” y reconoce que Antonio Rosado le

inspiró algunos aspectos del protagonista de su novela Discurso de Onofre, de la que ya

se ha hablado en el capítulo dedicado a Descargo de conciencia.

3.4. RELACIÓN ENTRE LAS INSTANCIAS NARRATIVAS (PASADO Y

PRESENTE)

“En la comunicación autobiográfica intervienen diversas instancias que mantienen

relaciones complejas y se sitúan en diferentes niveles enunciativos.” (Celia Fernández

Prieto 2004b:418). Entre esas relaciones son particularmente interesantes las que

establece el autor con los distintos yoes que se van sucediendo a lo largo del relato y

que obedecen a diferentes modelos narrativos entre los que el autor selecciona alguno

dependiendo de la imagen que quiera presentar, ya que, frente a los yoes del pasado, el

actual puede mostrar extrañeza, rechazo, alejamiento, reconocimiento o identificación,

impresiones debidas en gran parte a la multiplicidad del sujeto. Ya se ha visto la

extrañeza que el protagonista de Tiempo de guerras perdidas suscita en el narrador

Caballero Bonald. En el caso de Castilla del Pino, hay una relación de continuidad pues

244
el narrador se reconoce en sus yoes anteriores: “Mi vida me aparece como una

formación singular en que las etapas anteriores de mi existencia son peldaños que me

conducen al que ahora soy.”(p.11) y “Al ganar libertad, entreví al que, sin serlo todavía

ni por asomo, fantaseaba que ya era. Me reconozco en alguna de aquellas sombras”

(p.28).

La narración de la infancia de Pretérito imperfecto se corresponde con el modelo que

Ricardo Fernández Romero (2007:50) ha denominado “relato progresivo”. En él, el

desdoblamiento espacial y temporal se resuelve en favor del adulto, ya que se considera

que el niño explica al adulto porque los valores de este último son el resultado de la

perfección de los valores contenidos en aquel; por tanto, el adulto no conserva ya su

infancia, sino la transformación de la misma. La niñez se presenta como la base de la

identidad definitiva y por tanto, en este modelo domina, por tanto, la continuidad, que

va explicando el estado al que el escritor ha llegado, de forma que se escribe desde la

perspectiva de una personalidad ya totalmente asentada, con los objetivos perseguidos

ya alcanzados y, en cierto modo, con la constatación del triunfo ante los demás

(Fernández Romero 2007:53 y 58). Castilla del Pino lo explica claramente en la nota

preliminar a Casa del Olivo:

en Pretérito se hallan las bases de mi personalidad. Allí se construyeron los

núcleos morales, estéticos, sentimentales y hasta profesionales que dan soporte a

mi identidad. Luego he intentado poner en práctica aquel proyecto de ser en las

circunstancias en las que me tocó vivir217. (Casa del Olivo, pp.14-15)

217
En este sentido se manifiesta Pozuelo Yvancos (2006:172) al constatar que “el primer volumen de
toda autobiografía tiene mucho de Bildungsroman o fijación narrativa de un aprendizaje. Y resulta
posible calibrar en las opciones de lo que se narra o se elude cualquier determinación del propio
proyecto.” También Fernández Romero (2007:58) señala que en el modelo progresivo de relato de
infancia “el autor consigue el efecto de ofrecer el relato de una porción de la vida como la base de una
identidad definitiva.”

245
Para demostrar esta continuidad, el autor propone un discurso que fluya sin

interferencias en la linealidad y, por tanto, en muy pocas ocasiones, se permite

analizar, juzgar o reflexionar sobre sus actuaciones pasadas, de modo que la secuencia

del relato se ve escasamente interrumpida por el yo enunciador, que solamente abre

cuatro o cinco paréntesis en la narración de los recuerdos para hablar de lo que ha

significado y significa para él la soledad (pp. 22 y 40), el amor (p. 252) , analizar sus

tendencias políticas (p.269) o la naturaleza de los recuerdos infantiles (p.31), la única

digresión metaautobiográfica, como ya se comentó.

Las distancias entre el yo enunciador y los yoes del enunciado quedan neutralizadas

porque la intensidad con la que se representan los recuerdos subraya la continuidad de

los yoes y la actualidad del pasado en el presente íntimo del narrador (Celia Fernández

Prieto 2004:425). Ya se comentó la intensa presencia del pasado en el capítulo doce de

la obra, pues, aunque los hechos estén narrados desde la perspectiva infantil (cómo

conoce la noticia del levantamiento, su miedo inicial a una nueva invasión de los árabes,

los lugares que él busca en la casa para ver lo que ocurre en la calle 218, el

descubrimiento del sabor de la leche condensada219, las heroicidades que se le

ocurren…) todavía permanecen vivos en la memoria del adulto. Además, al desplazarse

al momento evocado220, el autor evita que el juicio actual perturbe la vivencia de

entonces. Este capítulo es el que mejor refleja la identificación del adulto con el niño.

218
“Asomado a la ventana de mi laboratorio-biblioteca vi entrar, desplegados en la plaza, a los primeros
moros…(p.184); “Yo abandoné el cuarto de estar y me fui al dormitorio que ocupaban mi tía Juana y su
marido, que daba a la calle. Me tendí en el suelo y me asomé al balcón, entreabiertas las persianas.” (p.
185); “Se marcharon, en efecto, y se llevaron consigo a mis tíos Pepe y Juan y a mi primo Augusto. Me
volví al balcón y, tirado en el suelo, los vi partir.” (p.187)
219
“En una de las baldas descubrí un gran bote de leche condensada. El Bebé Holandés. Estaba
entreabierto. No había tomado nunca leche condensada, porque, con mis escrúpulos, me daba cierto asco
al verla tan espesa y cremosa. Pero, sin pensarlo más, me fui al comedor, cogí una cuchara del aparador y
volví a la despensa para tomar alguna cucharada. Mi sorpresa fue enorme: la leche condensada era
maravillosa (…) El enorme bote, mediado, quedó vacío en menos de quince minutos.” (p.192)
220
Pozuelo Yvancos (2006: 168) ha señalado que el psiquiatra gaditano procura paliar las trampas del
recuerdo “por el procedimiento de desplazarse al momento de lo evocado”. El propio Castilla del Pino lo
expresa así en “Una nota preliminar”: “Esto vale también para las personas: mi opinión sobre ellas es la
que me formé en el momento a que me refiero en el texto.” (p.13)

246
La actualidad del pasado en el yo del momento de la escritura se aprecia igualmente

en el uso del tiempo presente en la redacción de los recuerdos más tempranos: “En estos

juegos paso mis horas de la tarde, desde que regreso de la escuela a las cinco y

meriendo pan con chocolate y un vaso de leche. Posteriormente, me dejan salir a la

calle, donde me reúno con niños de la vecindad… (p.22); “Yo soy casi siempre –ya lo

he dicho- el narrador. Todos están absortos en lo que cuento” (p.24). El presente tiene

también en estos ejemplos un uso habitual que se justifica por la reiteración de las

acciones.

Sin embargo, en otros momentos del relato, la perspectiva adulta contamina la

narración de unos hechos que se suponen realizados por un niño, como ocurre en los

paseos por Ronda a su llegada al internado salesiano, que, al igual que el primero que da

por Córdoba, son sinécdoques de otros posteriores realizados ya por el adulto,

reconstrucciones proyectadas en los yoes del pasado que hicieron esos recorridos por

primera vez. Celia Fernández Prieto (1997b:78) da una explicación a este recurso:

El narrador tiene que construir sus yoes pasados como personajes de la historia

narrada y esta reconstrucción se topa con una dificultad básica: es factible evocar

narrativamente acontecimientos y episodios del pasado, pero es mucho más

complicado hacer vivir al personaje en ellos, recuperar sus pensamientos y sus

deseos, devolverle la perspectiva de entonces. Y aquí entran la conjetura y las

hipótesis del narrador actual sobre las que fueron o serían sus pasadas actitudes.

Es inverosímil que un niño de nueve años sea capaz de recordar los nombres de casas,

palacios, calles y de ver las diferentes Rondas en sus paseos por la ciudad y que el joven

que se interna en Córdoba, la noche de su llegada, conozca el nombre de tantas calles,

plazas y zonas. La descripción de estos recorridos iniciales por Ronda y Córdoba está

247
contaminada por los paseos e impresiones posteriores del adulto, subyugado por el

carácter silencioso, ensimismado, impenetrable y recatado de ambas ciudades,

semejante al suyo.

4. IDENTIFICACIÓN CON OBJETOS Y ESPACIOS

Ya se comentó en el capítulo segundo el valor de los objetos como depositarios de

recuerdos. En el caso de Castilla del Pino, además, los objetos, como los espacios,

constituyen una metonimia de su biografía, como él aclara en “Una nota preliminar” al

hablar del calzador como el objeto que “me remite a mi vida entera”. También le sirven

como “tiradores” de la memoria y le ayudan a construir el relato de su vida. Así ocurre

con el pito de latón y la camisa de explorador (de su grata etapa infantil de explorador

en la que tuvo una forma recreativa de educación musical, p.84), el libro de arte de

Salomón Reinach que le regaló su padre cuando estaba empeñado en dirigirlo hacia la

arquitectura y que le fue confiscado por los salesianos en el colegio de Ronda, los dos

libros que estaba leyendo su padre a su muerte, el atlas anatómico que compró la tarde

del 17 de julio de 1936 en La Línea y que conservaba intacto, un lápiz que dejó su tutor

a su muerte, la pluma que este le regaló y cuya pérdida relata en el segundo tomo de sus

memorias, la moneda que llegó a él arrojada por el mar en la playa de Valdoviños… 221

Por lo que a los espacios se refiere, en los recuerdos de la infancia adquieren más

importancia que el tiempo pues este aparece desdibujado en una conciencia atemporal

propia de esa etapa en la que los lugares se convierten en referencias imprescindibles y,

con el paso del tiempo, en metáforas o mitología (como se ha confirmado en Tiempo de

221
De esta última dice: “Constituye un objeto que se hinca en mi memoria, penetra en ella y tira de lo
que encuentra, es decir, de estos recuerdos míos, a los que otorga absoluta perennidad. Le hice, años
después, un orificio, la engarcé en mi llavero, y en todo momento (…) está conmigo.” (p.474)

248
guerras perdidas). Mientras que los adultos se mueven en su memoria por series

cronológicas (periodos vitales, acontecimientos generales o concretos), los niños lo

hacen mediante metáforas o metonimias espaciales, de ahí que, como ha señalado

Pozuelo Yvancos (2006:112), los espacios se conviertan en “vehículos configuradores

de la memoria autobiográfica infantil”. También Celia Fernández (1997:540) apunta

que, “como no puede contarse con marcas cronológicas fiables, la reconstrucción de la

infancia se apoya en la descripción de los espacios”. La construcción del imaginario de

la infancia da unidad a la espacialidad (sobre todo las casas y los colegios) y explica la

profunda vinculación afectiva posterior con los paisajes de infancia. De esos lugares, los

narradores no presentan solamente una descripción física sino que añaden todas las

emociones y sentimientos que van unidos a ellos.

Castilla del Pino mantiene un vínculo muy especial con los espacios, de manera que

podría decirse que constituyen metonimias de su biografía. Su primera vivienda lo es de

su infancia, sombría e infeliz hasta la muerte de su padre: “La casa número 18 de la

calle Colón de San Roque (…) donde nací y en la que viví hasta la muerte de mi padre,

a mis diez años, es una de las más lúgubres que he conocido en mi vida” (p.21). Cuando

fallece su padre, la casa a la que se muda es metonimia de la libertad para conseguir lo

que deseaba ser: “Además, mi madre había alquilado una nueva casa en el sitio más

céntrico de San Roque (…) Una casa alegre e interesante en la que yo podía mantener,

perfecta y eficazmente, mi independencia.” (pp.128-129) En esta casa, montó una

habitación exclusivamente para él con una mesa de despacho y una pequeña biblioteca

(p.129) y más tarde el pequeño laboratorio casero (p.152) que le permitió desligarse

definitivamente del mundo de sus hermanas y de su madre y comenzar a trazar el

camino de su proyecto vital222. También las ciudades de Ronda223 y Córdoba224 se

222
Como se ha señalado en el capítulo de Caballero Bonald, a la importancia de estos espacios privados
en la vida del niño se ha referido Ricardo Fernández Romero (2007:112) pues “en ellos el niño se refugia

249
convierten en metonimias del narrador, espejos de su persona, proyecciones de sí

mismo.

Algunos espacios de su infancia aparecen, como ocurre a menudo en las memorias de

infancia, rodeados de misterio y de secreto, como las casas abandonadas de la calle del

Tesoro o el palacio de Salvatierra225 en Ronda, que le permiten ubicar sus ensoñaciones

de figura valerosa y apuesta que consigue reconocimiento público. También en su

estancia en Gibraltar, en el palacio del gobernador, donde vive unos meses tras los

terribles sucesos de julio de 1936, el autor fantasea con ser un héroe que defiende en un

castillo a mujeres jóvenes y niños del asedio de unos piratas (p.199).

La infancia constituye, además, un universo cerrado en el que se configuran todos

los rasgos que marcarán al personaje adulto, que servirán para conformar el proyecto al

que está predestinado. Y así, la curiosidad, las relaciones familiares y personales, el

amor al saber y a la lectura, el carácter crítico y solitario aparecen enmarañados en los

espacios de su infancia y adolescencia, que devienen proyecciones de su propia

personalidad: las casas y colegios de San Roque, los internados de Ronda y Sevilla, los

paisajes de sus paseos solitarios en su pueblo natal… y más tarde, en su juventud, las

pensiones de Madrid en las que (mal)vive, el sanatorio Esquerdo, Córdoba…

En el relato de su vida, que siempre realiza en una localización precisa, Castilla del

Pino va trazando, como un topógrafo, los terrenos de su biografía, orientando a los

lectores en los espacios concretos y estableciendo su alcance y su escala, de modo que

ciertos lugares aparecen focalizados con una especie de zoom y representados en una

y retrasa su incorporación al mundo de los adultos; en esos rincones de la casa el niño puede manifestarse
como tal, crearse un mundo propio y vivirlo.”
223
“Ronda me fascinó, porque parecía remontarme a algunas ciudades misteriosas descritas en novelas
que había leído” (p.103)
224
“Córdoba silenciosa; Córdoba, impenetrable…Una ciudad, sí, ensimismada, y también ensimismante.”
(pp. 511 y 512)
225
Este palacio (“mi castillo”) sería otro de los espacios metonímicos pues fue el escenario de sus
ensoñaciones heroicas en el sórdido y triste internado de Ronda. Él mismo reconoce en una nota a pie de
página que este palacio fue un lugar mítico para él (p.125).

250
pequeña escala que permite al autor dibujar con detalle el ámbito que describe. Esto

ocurre con los que le sirven para titular cuatro de las cinco partes de la obra: “Colón,

18”, “De Ronda al 36”, “De Madrid a psiquiatra” y “Córdoba, la elegida”226. Con esta

distribución, Castilla del Pino ha utilizado la estructura externa del libro a modo de

mapa en el que ha colocado su cartografía personal, que comienza con la casa de la calle

Colón:

La casa tiene dos plantas y azotea con anteazotea. La planta baja de la casa no se

habitaba. Desde el zaguán se podía pasar a la “sala”, completamente vacía, donde

en ocasiones, entraban algunos amigos de la vecindad; (…) Inmediata a la sala hay

otra habitación, también vacía, que da al patio, y desde éste se llega a la cocina, sin

uso, con un aljibe debajo, del que se puede sacar agua mediante una bomba de

mano instalada en la pared. Al fondo del patio, la cuadra, con un largo pesebre

dividido en tres sectores. Desde el mismo zaguán, mediante una especie de túnel,

también se accede al patio, un recinto sombrío, estrecho, de paredes tan altas como

la casa, y donde el sol nunca aparece. (p.21),

La planta en que vivimos es la segunda de la casa. Se entra a un corredor desde el

cual puede pasarse, primero a un salón de visitas (…) Luego viene el cuarto de

estar, donde pasamos las noches de invierno, después de la cena, hasta irnos a la

cama. Desde éste se entra, primero al dormitorio de mi padre y mío, luego al de mi

madre, finalmente al de mis hermanas. Siguiendo por el corredor se alcanza el

comedor y la despensa adjunta, luego la cocina, y desde ésta, la habitación de

Joaquina. Inmediata a la cocina se da paso a una escalera de madera que sube a la

azotea. (pp. 26 y 27)

226
El título restante es el de la parte central, la tercera, en la que, por razones obvias, la referencia
temporal adquiere mayor relevancia, “17 de julio y siguientes”.

251
De su ciudad natal, de Ronda, de Madrid y de Córdoba ofrece detalladas

descripciones que podrían servir de callejeros para pasear por ellas:

La plaza de la Iglesia y la de Armas forman el centro geométrico del pueblo, del

que parten calles que descienden, como radios, mientras otras las cortan y, como

circunferencias cada vez mayores, constituyen las únicas calles no en cuesta. (…)

Las calles que descienden en cuesta son la de Algeciras, San Felipe, (llamada así

por la ermita de San Felipe situada a mitad de la calle), la de los Escaloncitos,

Reyes, San José y Colón, Cruz, San Nicolás, Plata y Picón (Conde de Lomas). Y

las que las cortan son las de Málaga (General Lacy), Nueva, Larga, Herrería,

etcétera. (p. 67)227

Ronda:

…los palacios de la duquesa de Parcent, de Salvatierra, de Mondragón, cerrados a

cal y canto, muchas de las antiguas casas señoriales en ruina o deshabitadas. El

dédalo de callejuelas, el colegio de Santa Teresa, antiguo palacio de los marqueses

de Moctezuma, la plaza (el Campillo) desde la que se desciende al fondo del Tajo,

pasando por los restos de murallas y puertas árabes, los conventos de clarisas

franciscanas, de clausura, con sus muros elevados, y sobre todo el silencio, el

recato, me sedujeron. (pp.103 y 104)

Subimos la pequeña pendiente que sirve de entrada a la plaza de la iglesia de Santa

María la Mayor, recatada, silenciosa, con cipreses. En la misma pendiente, a la

derecha, la cárcel del siglo XVIII (hoy ya no existe); a la izquierda, un ruinoso

227
Aprovecha el cambio de domicilio para hacer otras descripciones de San Roque en las páginas 129 y
130.

252
edificio, también del siglo XVIII (hoy el Ayuntamiento). En la plaza misma,

enfrente, el convento de clarisas con su muro lateral y elevadísimo adosado al

colegio. Entramos en el recinto del colegio por el amplio paseo entre verjas que

separa los dos patios de recreo, el de menores y mayores, respectivamente. (p.

104)228

Madrid229:

Era cómodo vivir en Puebla. Con sólo recorrer la calle del Pez estaba en San

Bernardo, en ese hermoso edificio del Noviciado, el instituto Cardenal Cisneros en

su esquina, el Conservatorio de Música y Declamación enfrente (antiguo palacio

Bauer), más abajo el ministerio de Justicia. Además, los barrios colindantes eran

típicos del Madrid antiguo, con nombres como el de Malasaña, plaza de Daoíz y

Valverde, el convento de las benedictinas de San Pablo, la iglesia de Montserrat, el

convento de las Comendadoras… (p. 285)

Por la tarde, de acuerdo con mi plan de vida, estudiaba hasta las ocho. A esa hora

bajaba por Reina, Barquillo, Almirante o Prim hasta Recoletos y luego a Serrano,

esquina Goya. (…) Regresaba subiendo por Génova hasta la Glorieta de Bilbao,

bajando por Corredera Baja de San Pablo, Barco y Puebla. (p. 294)230

Y, por último, la Córdoba nocturna, irreal y silenciosa:

228
Hay más pasajes con descripciones de Ronda en las páginas 61 y 124.
229
Pozuelo Yvancos (2006:148) ha contrastado los tres modelos diferentes de autobiografía que se
observan precisamente en la descripción que Alberti, Caballero Bonald y Castilla del Pino hacen de su
llegada a Atocha. De Castilla del Pino dice que “el registro es topográfico, minucioso hasta llegar a (…)
su destino.”
230
Además del primer paseo desde Atocha a la pensión de doña Eufemia (pp. 283 y ss.), hay otras
descripciones de los cafés de la capital en las páginas 302-306.

253
Dejé toda aquella impedimenta en consigna y me interné en la ciudad. Estaba tan

inusitadamente deshabitada que me sobrecogió. Y además, el silencio. Córdoba

silenciosa; Córdoba, impenetrable (…)

Acera de Guerrita, Torre de la Malmuerta, Puerta del Colodro, Santa Marina,

Conde de Priego, Conde de San Calixto, Adarve, Moriscos. (…)

Concedo a mi memoria libertad para evocar. Me recuerdo oyendo mis propios

pasos por el silencio atravesado por ellos, caminando aquella noche por Realejo,

Plazuela de Orive, Aceituno, la Corredera, Mucho Trigo. De pronto, el río. Y en su

ribera, ante la masa ocre de la Mezquita, el Seminario y el Palacio Episcopal. (…)

Sigo por Cabezas, Jerónimo Paéz, Bataneros, Horno de Cristo, Cuesta de Pera

Mato. Y luego por Carbonell y Morán a Cardenal Toledo, Capuchinos, Doblas.

Esa noche paseé Córdoba. Me detuve ante sus casas, cerradas, también

impenetrables, como el mismo silencio de sus calles. (p.511 y 512)

Las tres últimas páginas de Pretérito imperfecto describen (mediante metáforas,

personificaciones, asíndeton…) ese primer paseo y sus impresiones sobre la ciudad, de forma

que este cierre tan literario enlaza con la obertura, “Un día”, por el tono y por la emoción que

ambos transmiten.

5. CONCLUSIONES

El análisis de Pretérito imperfecto demuestra que, al enfrentarse a la escritura de su

vida, el psiquiatra gaditano se erigió en un testigo absolutamente fiable de los

acontecimientos históricos que le tocó vivir, selló un pacto de veracidad con el lector y

contrajo un compromiso ético-social para que aquellos hechos no se olvidaran ni se

repitieran.

254
Para ello, construyó un personaje con una gran formación científica, con una vasta

cultura y con unas dotes intelectuales que sobresalen sobre las emotivas, como lo

demuestra el evidente desequilibrio entre las páginas dedicadas a sustentar su autoridad

cognitiva y las destinadas a su mundo afectivo. Las quiebras que se intuyen en la

arquitectura sentimental del autor (ausencia de una figura de referencia afectiva en su

infancia, la imposibilidad de mostrar cariño a su madre o un sentimiento de culpa que se

vislumbra no resuelto en el momento de la escritura) son tratadas de soslayo, mediante

una estrategia retórica perfectamente manejada para resaltar los aspectos del carácter

que le interesa hacer prevalecer. A pesar de esto, en algunas páginas, como en el primer

capítulo de la obra, aflora una infancia solitaria e infeliz, con un padre mayor y siempre

enfermo, una madre poco cariñosa y unas hermanas con las que no tenía nada en

común. No es de extrañar que uno de los rasgos de su carácter fuera la necesidad de

obtener reconocimiento público, de lograr prestigio.

Este sujeto eminentemente intelectual sostiene su autoridad testimonial con una

impresionante memoria y con el uso de recursos retóricos y narrativos que apoyan la

credibilidad, como la elaboración de un relato de cronología lineal (con escasísimas

anacronías y aún menos digresiones o reflexiones del yo enunciador), la continuidad del

yo del pasado en el del presente y la abundancia de detalles en las descripciones, en la

narración de hechos y en las referencias espacio-temporales. En este exceso y en la

pretendida asepsia literaria se asienta precisamente la compulsión del autor a hacer

“visible” la verdad de los hechos y conseguir que su testimonio se convierta en una

prueba objetiva, en un documento que supere la prueba de verificación de los textos

referenciales. Por eso incluyó paratextos (fotografías, documentos sobre la guerra civil y

dos entrevistas que mantuvo el autor con testigos directos de lo que les ocurrió a sus

familiares en julio de 1936) que apuntalan la certeza de lo narrado.

255
Y estas estrategias dieron su fruto en “el eco autobiográfico”, es decir, en la respuesta

de los lectores que se dirigieron al autor para matizar, ampliar o contradecir alguno de

los datos narrados. De esta forma, el pacto autobiográfico (de veracidad) se cumplió: los

lectores habían leído el libro como verdad.

256
257
CAPÍTULO 6: LA DULCE ESPAÑA: LA MEMORIA

FAMILIAR DE JAIME DE ARMIÑÁN

Jaime de Armiñán, dramaturgo, guionista de televisión, cineasta y novelista, nació en

Madrid el 9 de marzo de 1927. Fue hijo de la actriz de teatro Carmen Oliver (hija a su

vez de la también actriz Carmen Cobeña) y de Luis de Armiñán, periodista, gobernador

civil en varias provincias durante la República y cronista de guerra en el Frente

Nacional. Después de licenciarse en Derecho en 1951 y trabajar muy poco tiempo en la

Diputación de Madrid, publicó Biografía del circo (1958) y comenzó a dirigir grupos

de teatro, a escribir y a estrenar obras dramáticas. Así, después de una primera pieza no

estrenada, Álvaro no tiene voluntad, obtuvo el premio “Calderón de la Barca” de 1953

con Eva sin manzana y, tras montar Sinfonía acabada, su segundo estreno, volvió a

resultar galardonado con Nuestro fantasma, premio “Lope de Vega” de 1956. También

fue durante muchos años guionista de Televisión Española, de series como Érase una

vez (1959), Cuentos para mayores (1959), Galería de maridos (1959), Galería de

esposas (1960), Mujeres solas (1961), Confidencias (1963-1965), Tiempo y hora (1965-

1966), Las doce caras de Juan (1967), Historias de la frivolidad (1968), Ramón y

Cajal: historia de una voluntad (1982), Juncal (1988)….

258
Además trabajó como guionista en películas de José María Forqué, hasta que en 1969

debutó como director de cine en Carola de día, Carola de noche. A esta película

siguieron La Lola... dicen que no vive sola (1970), Mi querida señorita (1972), Un casto

varón español (1973), El amor del capitán Brando (1974), El nido (1980), La hora

bruja (1985), Mi general (1987), El palomo cojo (1995)... hasta un total de quince.

A partir de 1989 abandona su labor de cineasta y comienza a publicar novelas como

Juncal, Diario en blanco y negro (1994), Los amantes encuadernados (1997), Siete

pesadillas (1998) y La isla de los pájaros (1999). Asimismo en la década de los noventa

escribió una columna en ABC con el título del “Cine de la Flor” en la que demostró su

vasto conocimiento sobre los entresijos del cine, el teatro o la literatura.

Se puede decir que es un contador de historias que ha utilizado los libros, el teatro, la

televisión y el cine como medios de expresión.

En el año 2000 publica La dulce España. Memorias de un niño partido en dos, unas

memorias de infancia en las que Jaime de Armiñán trata de reflejar los mundos en los

que creció: el del teatro, el del periodismo y el de la política. La dulce España es un

homenaje a sus padres y, en especial, a Carmita Oliver.

1. RELATO DE INFANCIA Y HOMENAJE A LA MADRE

La dulce España pertenece a las denominadas memorias de infancia (“récit

d’enfance” según Lejeune), que engloban la escritura del recuerdo desde los primeros

años de vida hasta el alcance de una primera madurez. Este último límite es variable y

puede ir desde los iniciales signos de la pubertad hasta la terminación de un ciclo de

estudios o la producción de los primeros textos. En el resto de obras estudiadas, este

relato formaba parte de un proyecto autobiográfico más amplio pues todos los autores

259
continúan la narración hasta bien entrada la madurez o la vejez: Caballero Bonald

finaliza su proyecto en el año 1975, cuando tenía cincuenta años, Laín Entralgo con casi

setenta y Castilla del Pino con ochenta. Sin embargo, Jaime de Armiñán cierra su relato

en 1945, recién cumplidos los dieciocho años.

En esta modalidad no hay distinción entre los que son escritores profesionales y los

que no lo son ya que se siguen casi siempre unos modelos similares (Fernández Romero

2007:35). La denominación con la que se refieren los editores o los autores a esta clase

de relatos vacila entre los términos “recuerdos”, “memorias”, “autobiografía de

infancia”… Afirma Fernández Romero que en el caso de “recuerdos” se alude al

carácter fragmentario del género, tanto por la naturaleza del material rescatado de la

memoria como por su arquitectura, que bascula entre la indecisión y la experimentación.

La dulce España se publicó con el subtítulo Memorias de un niño partido en dos y en la

nota de la contraportada se las califica de “ejemplares”. Por su parte, Jaime de Armiñán

en una entrevista en El País (Torres 2000) precisó que no eran, en sentido estricto, unas

memorias personales pues el libro abarca setenta años de historia española, desde 1880

(él nació en 1927) hasta 1946, y porque en su redacción no solo había tenido en cuenta

los recuerdos de su niñez sino que había utilizado, además, los de sus familiares.

Fernández Romero (2007:61) propone dos modelos básicos de personalidad en todos

los relatos de infancia analizados. El primero se caracteriza porque contempla la

infancia y/o la juventud como el tiempo de formación del hombre. En este modelo, que

denomina de “formación del artista”, podríamos incluir el relato de infancia que realiza

Castilla del Pino en Pretérito imperfecto. El segundo, el del “exiliado”, considera la

infancia como un espacio y un tiempo perdidos y ansiados, con la consiguiente

sensación de exilio o desplazamiento. Frente al primer tipo, que se caracteriza por la

continuidad entre el ser del pasado y el adulto actual y entre los espacios sociales que

260
atraviesa para cumplir su vocación, en el segundo modelo, la palabra clave es ruptura,

escisión de tiempos y espacios, entre dos partes interrumpidas por una catástrofe que

desprende al escritor de su discurrir vital anterior. Se puede decir que la obra de

Armiñán mezcla características de los dos modelos: por un lado la infancia, en la que en

cierto modo hay una ruptura, es considerada como un paraíso perdido y por otro se

observa una continuidad (en este caso, una identificación) entre el niño y el adulto que

escribe.

Para Jaime de Armiñán la infancia es el paraíso perdido, “la dulce España” que

aparece en el título. La ruptura se explicita en el subtítulo: Memorias de un niño partido

en dos. Para su explicación, Armiñán se sirve de una alegoría en un breve texto

introductorio donde narra cómo un niño se deleita frente al escaparate de una confitería

(La Dulce España) que le tienta con todos los dulces imaginables y típicos de este país

(churros, buñuelos, piononos, yemas de Santa Teresa, ensaimadas, polvorones…) e

incluso con una botella de anís Machaquito. En medio de esa dicha “una piedra hace

añicos el escaparate de La Dulce España” y la imagen del niño, reflejada en el cristal,

“se parte en pedazos”. La ruptura, es, sin lugar a dudas, la guerra civil, la piedra lanzada

por los sublevados en julio de 1936, y lo que se hace añicos, además de La Dulce

España (el país), es, de rebote, la infancia del autor. En “Las primeras imágenes”,

Armiñán (2004:55) explica que la escena “es una imagen inventada, claro está, una

imagen donde se mezcla el sabor del azúcar y el de la sangre”; el azúcar es la felicidad

al lado de su madre y la sangre, la guerra civil que unió la amargura al dulzor. Hay, por

tanto, un antes y un después de la guerra civil en la infancia del autor, aunque, como se

verá más adelante, su niñez no termine realmente hasta la muerte de su madre. El

paraíso (la Dulce España, la infancia del autor) aparece inmediatamente en relación

dialéctica con su opuesto, la pérdida; el eje que permite esa relación es la posibilidad de

261
recuperación del paraíso mediante la función redentora de la memoria (Fernández

Romero 2007:72, 73), como lo demuestra el hecho de que, al morir su madre, Jaime de

Armiñán decida escribir este relato.

No hay, sin embargo, en La dulce España la dualidad entre un presente angustioso y

un pasado feliz que se da en otros ejemplos de memorias de “exiliados” como podría ser

La arboleda perdida de Alberti, donde, como ha analizado Pozuelo Yvancos (2005),

hay un contraposición entre el momento de la escritura (guerra civil, exilio y guerra

europea) y el pasado plenamente dichoso de la infancia. Aquí esta contraposición no

aparece marcada, pues su exilio no es real, sino metafórico y la dualidad se establece

entre una infancia feliz y protegida por las figuras familiares, especialmente por su

madre, y un presente de orfandad.

Tampoco hay en el relato de Jaime de Armiñán el desgarramiento que se observa, por

ejemplo, en las memorias de infancia de Antonio Rabinad, El hombre indigno231,

publicadas el mismo año que La dulce España. A pesar de ser contemporáneos (los dos

autores nacieron en 1927), el relato de sus recuerdos de la guerra ha dado lugar a dos

libros radicalmente distintos, tanto en el planteamiento del proyecto autobiográfico

(esencialmente literario en el caso de Rabinad, más testimonial en el de Armiñán) como

en el tono (dramático en El hombre indigno, sentimental en La dulce España), reflejo de

las emociones con las que los dos autobiógrafos se enfrentan al recuerdo. Rabinad tiene

una experiencia de la guerra civil bastante más trágica que la de Armiñán pues su padre

fue asesinado al comienzo de la misma y su familia no tenía ni tuvo más recursos

económicos que los derivados del trabajo de su madre y hermanas, de ahí que, aunque

en algunos aspectos la visión de la contienda sea parecida en los dos, el libro de

Rabinad presente una tensión dramática ausente en La dulce España. El “hecho

231
Rabinad extiende su relato hasta el año 1957, cuando tenía treinta años.

262
cataclísmico” es relatado por Rabinad con estas dos oraciones que destilan en su

sencillez toda la tragedia familiar: “Lo asesinan el 20 de agosto. Lo que deba pasar, ha

pasado ya” (En cursiva en el original) (p.59). A partir de este momento, un largo rosario

de mujeres plañideras acudían a su casa, en sustitución de sus maridos, los amigos del

padre que, mientras este vivía, lo visitaban continuamente y que, al morir, no

aparecieron por el piso del Clot, que “con su amputada y alelada familia dentro, parecía

un lugar de montaña aislado por la nieve y nosotros, condenados a morir allí de

inanición” (p.64). Esas mujeres añaden más negrura al panorama pues, enlutadas y con

el ritual imprescindible del llanto (“gemidos, hipos y sollozos en crescendo”), dejaban

extenuados a la viuda y al pequeño Rabinad, tanto que este un día se atrevió, delante de

una visita, a gritarle a su madre que no iba a consentir que llorara más. En

contraposición, el contacto más cercano que tiene Jaime de Armiñán con la muerte no

puede ser más distinto: cuando a la casa de Salamanca llega el telegrama que anuncia la

muerte del tio Alel, lo que aterra al niño Paupico es ver llorar al abuelo, porque nunca

había visto llorar a ningún hombre. Asimismo, las escenas de hambre y miseria de las

que es testigo Rabinad232, tampoco aparecen en La dulce España. Para el autor catalán,

la guerra sí supuso el exilio de la infancia y con él, los sentimientos de desgarro, derrota

y desolación que metafóricamente refleja en el siguiente fragmento de El hombre

indigno:

La guerra ha terminado. También, mi infancia.

…así empezó y así acabó. La llama que vi desde el terrado al inicio de la guerra

ardió durante tres años y, al apagarse, cayó sobre nosotros la ceniza. Todos los

232
“En estos meses finales de la guerra el hambre el frío y la miseria causan estragos. Esqueléticos
hombres harapientos queman muebles, puertas y ventanas de las casas y talan árboles en Horta, en el
Carmelo y en la montaña bien llamada Pelada, que acarrean troceados a su hogar sin que nadie diga
nada.” (p.80)

263
niños –una generación sacrificada aunque no hubiera perecido bajo las bombas

(Erich María Remarque)- andaríamos pisando esa ceniza durante tres interminables

décadas. Comíamos ceniza y respirábamos ceniza, la sentíamos caer sobre nosotros

al acostarnos y nos levantábamos con la boca llena de ceniza, todo estaba cubierto

de ceniza, un tristísimo polvo que seguía cayendo día tras día, año tras año, y

España entera era un sepulcro blanqueado, el vasto campo de maniobras de la

muerte. (p.87)

¡Qué alegorías tan distintas las de los dos autores! Armiñán rompiendo el cristal de la

infancia llena de dulces y Rabinad expresando la pesadumbre de un país muerto,

cubierto de ceniza. Incluso en la consideración sobre la guerra civil, la contundencia con

la que se expresa el autor catalán no aparece en ninguno de los comentarios de La dulce

España:

Fue un acto de asesinato colectivo llevado a cabo con toda impudicia y en la más

completa impunidad ante los ojos atónitos de los niños. Normalmente los hombres

se esconden en habitaciones cerradas para entregarse a sus más bajos instintos.

Pero en la guerra todo se hace a ojos vistas. Y no hay peor obscenidad que la de la

muerte violenta, aquella que reduce en un segundo un ser humano en un pelele

sangriento. Los niños de la guerra233 (…) tuvimos muchas ocasiones de contemplar

esos peleles. (p.386)

El dramatismo de la posguerra que vivió Rabinad (nunca recibieron ayuda de nadie, a

pesar de que su padre fue asesinado por los republicanos) se expresa en las siguientes

reflexiones: “El Poder es el Mal; lo tenga quien lo tenga, adopta siempre una postura

negativa. (…) Pero el Poder solo negocia con la muerte. El Poder es el Mal. A más

233
Ya se aludió a esta expresión en la nota 141, en el capítulo dedicado a Caballero Bonald.

264
Poder, más Putrefacción, mayor cantidad de Mal” (p.88)234. Esta diferencia de tonos

entre El hombre indigno y La dulce España se puede explicar tanto por la disparidad de

experiencias de la guerra y posguerra como por la distinta actitud, ideología e incluso

carácter de los autores.

En el relato de Armiñán, el tono emocional gira alrededor de tres ejes vertebradores:

el duelo, la culpa y el homenaje, este último revestido de testimonio histórico.

Según Fernández Romero (2007:84), el relato de infancia, contemplado como acto

literario, es un elemento que el escritor usa dentro de un proceso de crisis o tránsito

hacia una nueva etapa vital, por lo que “considerar el valor performativo de este relato

supone reconocer que en tanto que acto autobiográfico reúne dos zonas distintas: la

extratextual (la realidad donde tiene lugar el acto autobiográfico) y la textual.” Por

tanto, las circunstancias que rodean la producción del relato de infancia son aspectos

inseparables del mismo, de modo que el proceso autobiográfico adquiere pleno sentido

como elucidación del presente, que aparece explícitamente mediante las referencias a

las condiciones y motivaciones de la escritura que, en el caso de La dulce España, se

hallan explicadas en el paratexto (prólogo y epílogo). La muerte del padre, con la que

comienza el prólogo235 y años después, en 1991, la de la madre, con la que finaliza el

epílogo, enmarcan la orfandad generadora del relato y la pérdida ahora definitiva de la

infancia:

En aquel larguísimo minuto me hice mayor, porque todos somos pequeños

mientras vive mamá, pero cuando muere se nos vienen los años encima y nos

234
También aparece el mismo tono en la siguiente afirmación: “Tras el aluvión salvaje de la guerra, a los
que entonces éramos unos niños sólo nos quedó una opción para definir la vida: Brutalidad y/o
contrasentido.” (p.374)
235
“Mi padre murió al amanecer del día 31 de julio de 1987 en el hospital Puerta de Hierro de Madrid.”
(p.15)

265
hacemos viejos de repente. Carmita Oliver, con los ojos abiertos, no me dejaba

cumplir catorce, al cerrarlos me llegaron a traición los sesenta y cuatro. (p.404)

Lo que no logró la guerra lo consigue la muerte de la madre. Exiliado sin remedio de

su infancia, Jaime de Armiñán necesita orientarse a través del relato de su niñez, con lo

que la orfandad y el duelo posterior es la situación de crisis236 que genera la escritura.

Se cumple en La dulce España lo que llama Fernández Romero “una doble iniciación”

(2007:86): por un lado la del niño que accede a un primer estadio de madurez y por otro,

la del escritor que al volver sobre ese acceso a la edad adulta, usa el acto de escritura

para introducirse simbólicamente en una nueva fase de su vida.

Junto a este duelo, late en el epílogo un autorreproche, un sentimiento de culpa, por

haber dejado sola a su madre muchas veces y no haberle dedicado la atención que

merecía: “Desde entonces me lo he reprochado día tras día, pero ya no tiene remedio.”

(p.404)

La dulce España es, de manera póstuma, un reconocimiento a los familiares a los que

dedica in memóriam la obra: sus padres, sus abuelos y sus tíos José Manuel de Armiñan

y Pepe Oliver; y especialmente a la figura de Carmita Oliver, que sacrificó su carrera

artística por ser madre y esposa, veló a su manera por la salud de su hijo en épocas de

grandes privaciones, le dio todo el cariño posible y probablemente no recibió la atención

que esperaba de él. Con este homenaje, Jaime de Armiñán alivia en cierta manera su

sentimiento de culpa y “repara” el daño que hizo a su madre.

Estamos, por tanto, ante las memorias más sentimentales de las que se han analizado.

En ellas no hay ningún tono intelectual, porque la intencionalidad emotiva domina sobre

todas las demás posibles. A diferencia de otras obras estudiadas, como las de Castilla

del Pino o las de Laín Entralgo en las que los autores hacen constar que su infancia

236
Con la acepción de “Mutación importante en el desarrollo de otros procesos”. (RAE)

266
anunciaba su adultez, apenas aparecen en La dulce España referencias a la formación

académica del niño Paupico, más allá de las tópicas menciones a los colegios por los

que pasa sin demasiada brillantez. Tampoco la infancia de Jaime de Armiñán puede ser

considerada como la de “formación del artista”, pues, aunque al final se dedicó a

trabajos relacionados con el mundo del espectáculo, no era esa la intención de su familia

que, basándose en su propia experiencia errática, lo animó a estudiar Derecho y luego a

hacer unas oposiciones para “garantizar el puchero de cada día”. Lo que

verdaderamente motivó a Armiñán para bucear en los recuerdos de esa infancia en la

que se sintió protegido y feliz fue superar el duelo de la pérdida de su madre, paliar de

algún modo su sentimiento de culpa, homenajear a su familia, en especial a Carmita

Oliver, y conseguir que los escritos de sus padres quedaran como testimonios de la

época que les tocó vivir.

2. AUTOBIOGRAFÍA INDIVIDUAL Y FAMILIAR

Según afirma Fernández Romero (2007:37) hay un tipo de escritura autobiográfica

que “desde una voluntad memorialística hace de la infancia y la juventud no el ensayo

de una escritura de la intimidad, sino el tiempo desde el que testimoniar sobre la

Historia, decididamente con mayúsculas.” Este es el caso de Jaime de Armiñán, pues en

La dulce España el homenaje sentimental se reviste de testimonio histórico, como

explica en el prólogo el propio autor: “Tal vez a nadie le importen estas páginas, pero

bien pueden servir de testimonio de un tiempo confuso donde todos acabamos

perdiendo” (Las cursivas son mías) (p.20). De ese tiempo, que él vivió visitando a su

padre en las provincias de las que fue gobernador civil y luego acompañándolo en sus

desplazamientos como cronista en el frente nacional, no queda prácticamente nada, pero

267
el autor deja constancia de él a través de sus recuerdos y de los escritos y diarios de sus

padres que intercala en el texto, convirtiendo de esta forma su libro en una autobiografía

que tiene mucho de memoria familiar:

Me gustaría poder unir aquí a mis padres, Luis de Armiñán y Carmita Oliver. (…)

Yo soy el niño que las escribe y que tiene la suerte, la enorme suerte, de contar con

los testimonios de sus padres –de él y de ella- que fueron llenando cuartillas,

cuadernos y diarios, de los que ahora este niño viejo se va a servir. (Las cursivas

son mías) (pp. 15 y 20).

Al lado de la voz principal de la narración y sin mezclarse con ella, aparecen las de

sus padres (y en algún momento determinado la de su abuelo paterno) a través de los

cuadernos que dejaron y que se diferencian tipográficamente por el uso de la letra

cursiva. Algunas veces se utilizan fórmulas de introducción como: “Mi padre nos

empujó hacia el puente, y a él le dejo contarlo” (p.139) o “Luis de Armiñán tiene algo

que decir en este singular capítulo…” (p.182), “A él quiero dejar la explicación de aquel

milagro económico” (p.208), “Luis de Armiñán lo cuenta así” (p.228) o “Dice Luis de

Armiñán” (pp.238 y 273), “Mi padre dejó escrito el testimonio de su entrevista con el

general Mola” (p.191), “Se lo he oído contar en algunas ocasiones y aquí lo tengo junto

a mí, escrito en sus cuadernos”(p.215), “Luis de Armiñán (…) escribió setenta años

después estas líneas” (p.304)… 237

237
Otros ejemplos: “Cuenta mi padre” (p.352), “Escribe Luis de Armiñán” (p.359), “Escribió entonces mi
padre” (p.396), “En las notas de mi padre encuentro una última referencia a tan curioso personaje”
(p.386), “En sus cuadernos, después de disculparse por sus faltas gramaticales –que no eran tantas- lo
cuenta” (p.77). En el último caso se trata de un texto de Carmita Oliver.

268
Estos relatos muestran una perspectiva de los acontecimientos mucho menos amable

que la del niño, como sucede con la penosa experiencia de los últimos días de su padre

como gobernador de Cádiz:

Tengo ante mí los folios que escribió Luis de Armiñán (…) primero revisados por

él y releídos cuidadosamente, luego añadiendo algunas correcciones con el pulso y

la letra de Carmita Oliver. Forman la otra cara de la luna, la sombra, lo que yo no

veía en Madrid, desde mi inconsciente niñez, y lo que nunca pude imaginar: (Las

cursivas son mías) (p.112)

Igualmente, al comienzo de la guerra, el narrador, inconsciente y feliz porque va a

veranear en San Sebastián, comenta:

La versión de Luis de Armiñán (…) era mucho más dramática:

Yo me sentía vigilado desde algún lugar, y entonces mi hermano José Manuel,

que estaba de Interventor de la Delegación de Hacienda, en San Sebastián, me

escribió diciéndome: Ven con tu mujer y tu hijo. (…) En Madrid te van a dar un

disgusto cualquier día. (…) San Sebastián está más tranquilo. El norte es otra

cosa238. (En cursiva en el original) (p.122)

En general, el autobiógrafo deja que sean sus padres los que narren los hechos de los

que fueron los verdaderos protagonistas. Y así es Carmita Oliver la que cuenta el parto

de su hijo (p.38), sus inicios en el teatro (pp.310-312) o los difíciles comienzos de su

relación con Luis de Armiñán (pp.301-303). De la misma manera, es este el encargado

de testimoniar sobre sus vivencias como gobernador civil (pp. 63, 68, 71-73…), su

238
A partir de ahora, las citas correspondientes a los escritos de Luis de Armiñán y de Carmita Oliver irán
en cursiva, porque así aparecen en el texto original.

269
incorporación al bando nacional (pp.146-148), sus entrevistas con el embajador alemán

(p.179) y con el general Mola (p.191), y sus experiencias en la guerra civil al lado del

general Aranda, de forma que, una vez terminada la parte dedicada a la contienda civil,

los escritos del padre disminuyen considerablemente y pierden relevancia

testimonialmente hablando.

Como homenaje a su abuelo Luis de Armiñán, que “en esta historia de infancia, no es

protagonista pero sí actor invitado” (p.142), se incorporan unas líneas de unas cuartillas

escritas por él en 1936 (p.144), otras, muy emotivas, que sirven para introducir el relato

de cómo conocen la muerte de su tío Alel (p.185) y fragmentos de un libro suyo

publicado póstumamente (El duelo en mi tiempo) que narran, quizás demasiado

profusamente, el duelo entre Blasco Ibáñez y el teniente Alestuey del que el abuelo Luis

fue testigo por ser padrino del escritor valenciano (pp.348-351). La relevancia de los

abuelos fue tratada por Halbwachs (2004:65 y 66), al considerar que en la infancia el

contacto con ellos ayuda al niño a remontarse a un pasado todavía más remoto que el de

los padres. Los abuelos y los niños se sienten unidos porque, entre otros motivos, ambos

se desinteresan de los hechos contemporáneos que agobian a los padres. De esta

manera, el niño, al traspasar la casa de los abuelos, siente que entra en una región

distinta pero que no le resulta extraña porque coincide con el rostro y el carácter de las

personas de más edad de su familia. De los relatos que los mayores cuentan, no solo se

fijan en la memoria de los niños los hechos, sino las formas de ser y de pensar de la

época de sus abuelos, de modo que se entra en contacto directo con periodos que solo se

pueden conocer desde fuera, por la historia, el arte o la literatura. Esto explica la

tendencia del niño Paupico y del joven Armiñán a la compañía de los mayores y, en

especial, a la de su abuelo Luis: “Me gustaban los viejos, charlaba con ellos o

270
permanecía en silencio, también me gustaba escuchar lo que decían, aunque no seguía

sus prudentes consejos” (p.343):

Yo iba a su tertulia y le escuchaba hablar –tenía embobada a la reunión- contando

sucedidos de su juventud, cosas de la política y de los políticos, asuntos de faldas,

de duelos, de la guerra de Marruecos, mezclando anécdotas y opiniones (…) Fue

entonces cuando mi abuelo Luis se hizo amigo mío, e incluso escribimos un guión

de cine (…) Cuando agonizaba estuve con él mucho rato –casi una larga

madrugada en el Paseo de Recoletos-; me dijo cosas que nunca olvidaré y le vi

morir. (p.143)

La inserción de los escritos de sus mayores convierte estas memorias familiares en un

interesantísimo testimonio de distintos aspectos de la vida española del siglo XX.

2.1 LA MIRADA CONCILIADORA DEL NIÑO PAUPICO

El prolijo relato del periplo familiar durante la guerra civil ilustra el afán testimonial

de La dulce España: los primeros días que pasa en San Sebastián son narrados casi a

diario (la mañana del catorce de julio, la del 16 y la noche del 17 cuando una bala entró

en su habitación239) y la visita a un Irún completamente destruido, que impresiona

vivamente al niño, sus estancias en Biarritz, Burgos, Salamanca, Vitoria y de nuevo en

San Sebastián son minuciosamente relatadas.

La información abunda en detalles porque en algunos casos se ha ayudado de los

escritos de su padre, como él mismo reconoce, para señalar, por ejemplo, fechas

239
“A las cinco de la mañana del día 13 de julio de 1936 salimos para San Sebastián…” (p.122); “La
mañana del 14 de julio…” (p.124); “La mañana del santo de mi madre -16 de julio, Virgen del Carmen-
fuimos a San Juan de Luz…” (p.124); “La noche del 17 de julio nos acostamos…” (p.125).

271
exactas: “Era el día 28 de septiembre de 1936 y no se me olvida la fecha, porque mi

padre la tenía anotada en una Historia de la ciudad de Burgos…” (p.151). En otros, la

fecha resulta inolvidable por los hechos de los que fue testigo, como el viaje desde

Salamanca a Vitoria cuando vio caer el avión del general Mola (p.194) o cuando salen

de vacaciones para San Sebastián, “A las cinco de la mañana del día 13 de julio de 1936

salimos para San Sebastián…” (p.122)240

Es especialmente significativo el testimonio sobre el ambiente de politización y de

crispación que se vivía en el Madrid prebélico. Al comenzar la República, su abuelo

Federico le enseñó a ponerse de pie al escuchar el Himno de Riego ya que, como

irónicamente comenta el narrador, “había llegado el 14 de abril y todos éramos

republicanos” (p.40) y era tanto el fervor republicano en la familia que los Reyes Magos

dejaron paso a las Monitas Republicanas (p.48). Sin embargo, conforme avanzaba la

República, la decepción se adueñó de todos ellos e incluso volvieron los Reyes Magos

(p.97). Comenta que la Puerta del Sol, a donde le encantaba ir, estaba empapelada de

propaganda electoral tanto de la izquierda como de la derecha. Los niños, a imitación de

los adultos, hacían la suya, repartiendo escritos a todo el que se cruzaba con ellos, por lo

que recibían algunas veces dinero y otras improperios según el partido del que fuera

simpatizante el ciudadano al que se los entregaban (p.103). También imitaron la

violencia de la calle preparando un “atentado” contra un vecino al que llamaban “Papá

Peluquín” (p.104). Ejemplo del ambiente de crispación es la inocente broma que al niño

Paupico se le ocurrió gastarle al abuelo Federico y que acabó en un buen disgusto:

colocó una pegatina de propaganda de la CEDA en la que ponía “votad a España”, lema

que el abuelo Federico detestaba, debajo de la servilleta que este iba a usar para comer.

Cuando el abuelo vio aquello, se encolerizó como nunca antes lo había hecho. La

240
Otra fecha precisa: “El 11 de septiembre de 1936 –tal vez fuera el mismo 12- el tío Alel vino a
buscarnos.” (p.138)

272
anécdota termina con este comentario con cierto sentido del humor, pero con mucha

seriedad en el fondo:

El aire estaba envenenado y podía reventar por culpa de un niño gracioso, de un

tropezón en la alfombra, de un plato roto, de una palabra mal entendida, de una

sonrisa equivocada: el mal venía de un siglo atrás, y estaba en carne viva desde

octubre de 1934, ya al borde del abismo… (p.106)

La infancia de Jaime de Armiñán estuvo marcada, antes, durante y después de la

guerra civil, por los ambientes artísticos e intelectuales que rodeaban a sus familias

materna y paterna. El teatro y los cómicos ocupan muchas páginas de la obra pues fue

al teatro desde muy pequeño, asiduamente poco antes de comenzar la guerra y en la

Barcelona del estraperlo, del gasógeno y de la miseria de la posguerra; asombra la

cantidad de nombres de actores, autores, directores y títulos de obras de teatro que

menciona el autor. Por lo que se refiere a su descubrimiento del cine, ocurrió durante la

guerra civil, en San Sebastián, donde vio películas para adultos pues todavía no se

había prohibido a los niños la entrada y en las que aprendió, además de a enamorarse de

mujeres hermosas, mucha historia, geografía, arte o literatura, materias que cuando las

estudiaba en el colegio se le olvidaban. Jaime de Armiñán relata este curioso testimonio:

una vez invadida Checoslovaquia por Hitler, cuando proyectaban los noticiarios de

Múnich en los cines de San Sebastián, la gente se ponía de pie y aplaudía

fervorosamente. (p.238)

También alude a ciertos aspectos que regulaban los comportamientos sociales como

las normas de moralidad y decencia que había que guardar en las playas o el carácter tan

especial que tenía la Semana Santa en la posguerra, cuando se cerraban todos los

espectáculos (teatros, cabarets, salas de fiesta…) y las radios no emitían más que música

273
religiosa hasta que llegaba el sábado de Gloria (p.355). El narrador adulto adopta una

actitud crítica ante estas regulaciones pues comenta que las normas playeras (traje de

baño completo, incluso los niños, obligación del uso del albornoz, la prohibición de

tomar el sol y la de tumbarse en la arena) “bordeaban peligrosamente el ridículo”

(p.233).

El niño Paupico creció en un ambiente de respeto y tolerancia como lo demuestra,

por ejemplo, el que su abuelo, que en las tertulias utilizaba abundantes tacos, nunca

dijera ninguno delante de su mujer o de sus hijas o que, al finalizar la guerra, su padre

lo llevara al pueblo de Nules para que conociera de primera mano las consecuencias de

una actitud intolerante y fanática: “Mi padre me observaba con curiosidad. Yo creo que

quiso detenerse en Nules para enseñarme el horror que significa la guerra” (Las

cursivas son mías) (p.267). Quizás por todo esto la perspectiva comprensiva y

conciliadora impregna toda la narración, en la que no hay juicios de valor sobre los

contendientes de la guerra, ni los de un bando ni los de otro. A diferencia de Caballero

Bonald, Castilla del Pino o Laín Entralgo, Armiñán no muestra su adhesión a alguno de

los bandos, aun cuando su padre y su tío pertenecieron al nacional. Solo hay sitio en su

memoria para quienes actuaron de manera compasiva y humanitaria, como la familia

Frutos que los acogió en Salamanca241 o los gudaris de San Sebastián, que salvaron la

vida a su familia y a todos los que huían o se escondían ante la llegada de los requetés:

Los gudaris arropaban a aquella multitud fugitiva (…), se movían entre aquella

gente confusa, ayudaban y vigilaban. Muchos de ellos sacrificaron sus vidas por

salvar a su ciudad, y muchos fueron fusilados por los requetés, los falangistas y los

241
“Muchas veces he recordado aquella casa y a sus habitantes, siempre con cariño y con cierta
nostalgia” (p.168)

274
legionarios. (…) Gracias a aquellos soldados de Euskadi seguimos nosotros

viviendo, para bien o para mal. (Las cursivas son mías) (pp.139 y140)

El carácter apacible del niño Paupico se observa en el efecto que le producen las

escasas escenas de violencia que presencia. Cuando le gasta la ya mencionada broma

“política” al abuelo Federico y este y la abuela Carmen Cobeña se pelean, al niño le

"impresionó muchísimo la bronca, porque mis abuelos discutían todos los días, pero

nunca con saña, con aquella rabia que yo había provocado” (p.106). Asimismo, en

Salamanca asiste a un pequeño altercado entre su madre y la dueña del piso en el que

vivían a causa de un mapa en el que él iba marcando con banderitas nacionales y

republicanas clavadas en alfileres el desarrollo de la guerra. Su madre lo consideró de

mal gusto, porque según ella no había necesidad de andar dividiendo España con

banderitas de papel (“bastante teníamos con las de verdad”) y aunque la anfitriona

insistió en que a ella no le molestaba, “Carmita Oliver –en una de sus raras muestras de

mal carácter- lo arrancó de un tirón”. Esta escena con “el mapa de la dulce España

dividido en dos partes” le impresionó de tal manera que nunca la olvidó, “tanto que

ahora la veo repetida, una y otra vez, como en un sinfín” (Las cursivas son mías)

(p.171) 242.

En La dulce España no hay acritud hacia nada ni nadie243 y la actitud indulgente y

esperanzada del autor aparece en el deseo expresado en las últimas palabras del libro:

242
También en el relato del momento en que unos milicianos registran la casa e interrogan a su madre
sobre el paradero de su padre, hace una observación parecida: “Si cierro los ojos estoy viendo a los tres
milicianos que entraron, un poco cohibidos, en la casa de Iparraguirre. Iban con mono azul y pañuelos
negros y rojos al cuello, uno llevaba boina y fusil, todos cartucheras de cuero y grandes pistolones al
cinto.” (Las cursivas son mías) (p.137) A este respecto afirma Ruiz-Vargas (2004a:194) que esta
propiedad de “ver” el pasado apoya, ante uno mismo y los demás, la credibilidad y veracidad de los
recuerdos.
243
Hay una excepción cuando recuerda al hombre que en el tranvía 51 le “agarró de la picha”: “A través
del tiempo me cago en sus muertos.” (319)

275
El mundo sigue dando vueltas y en los escaparates ya no caben los piononos, las

yemitas de Santa Teresa, las almendras de Alcalá ni los mazapanes de Toledo. De

todos nosotros depende que no vuelvan a amargar, que no amarguen nunca más.

(Las cursivas son mías) (p.405)

2.2 LOS CUADERNOS DE LUIS DE ARMIÑÁN: DECENCIA Y DECEPCIÓN

POLÍTICAS

Ya se ha dicho que Jaime de Armiñán cede la palabra a su padre cuando llega la hora

de narrar los hechos de los que este fue protagonista. De los testimonios materno y

paterno, este último es el que más páginas ocupa y es relevante por los acontecimientos

históricos de los que trata. Luis de Armiñán había nacido en 1899 y murió con ochenta

y ocho años. Su vida no fue nada fácil, como se comprueba en los diarios que recoge su

hijo; durante la República, cuando ya había publicado un par de libros, uno de ellos

contra el dictador Primo de Rivera, fue gobernador civil en Lugo, Córdoba y Cádiz. En

la guerra civil se puso a disposición del bando franquista y se ganó la vida como

cronista, recorriendo el frente a las órdenes del general Aranda. Al terminar la

contienda, fue corresponsal de ABC en París y siguió escribiendo para ese y otros

periódicos hasta su jubilación.

Luis de Armiñán fue muy consciente de la importancia histórica de los momentos que

le tocó vivir y por eso escribió diarios sobre muchos de ellos, quizás con la esperanza de

que fueran publicados algún día. En esos documentos, Luis de Armiñán, afiliado al

Partido Radical, justifica y defiende a Lerroux, refleja la agitada y corrompida vida

política durante la República y revela alguno de los entresijos de un bando nacional con

notables discrepancias entre sus generales.

276
Sobre Lerroux, importantes historiadores coinciden en señalar que la fama de

corrupción en el Partido Republicano Radical venía de largo y estaba justificada. Julián

Casanova (2007:20) comenta a propósito del nombramiento de Lerroux como Ministro

de Estado en 1936:

El gobierno lo presidía Alcalá Zamora (…) Más al centro estaba Alejandro

Lerroux, (…) líder del principal partido republicano, el Radical, y que sin embargo

ocupó un ministerio de segunda fila, el de Estado, apartado de las decisiones

importantes por algunos de sus propios compañeros, enemigos más bien, si se

atiende a los diversos testimonios que han dejado, que desconfiaban de él y de su

partido por tener a sus espaldas una larga historia de corruptelas.

Mucho más tajante en la (des)calificación de Lerroux es Paul Preston (2012a:53 y 54)

que, después de comentar que en la composición del Gobierno provisional republicano

había “un centro formado por los radicales de Alejandro Lerroux, muchos de los cuales

eran corruptos y simplemente querían beneficiarse del acceso a los resortes del poder”,

añade: “El venal líder del partido republicano radical Alejandro Lerroux fue ministro

de Estado y su segundo, Diego Martínez Barrio, hombre más recto y honrado, ministro

de Comunicaciones.”244 (Las cursivas son mías)

Sin embargo, Luis de Armiñán considera a Lerroux inocente de todas las acusaciones,

incluso en los casos de corrupción que acabaron con su carrera política. En el caso

estraperlo, señala como culpable a un sobrino de Lerroux, del que se había hecho cargo

244
Javier Tusell (1997:122) también se refiere a este asunto con estas palabras: “El verdadero comienzo
del naufragio de la coalición radical-cedista se produjo con la aparición pública de las inmoralidades
administrativas de los radicales. Sospechas acerca de ellas siempre habían estado presentes en las
mentes de sus compañeros de Gobierno; eran alimentadas por la bohemia de muchos de sus dirigentes y,
sobre todo, por la tolerancia senil que el propio Lerroux tenía acerca de sus colaboradores más
sospechosos. El primer escándalo fue el estraperlo, del que no se llegó a comprobar más que el soborno
con dos relojes de oro. Sin embargo, el asunto incidía sobre un partido que tenía merecida fama de
corrupto y uno de cuyos dirigentes, Emiliano Iglesias, había sido culpable de un caso de cohecho durante
el primer bienio republicano.” (Las cursivas son mías)

277
al morir su hermano y que le salió rana: “niño mimado, a quien le gustaban los

automóviles caros, diputado a Cortes por simple frivolidad (…) y mire usted por dónde

el gris, el mediocre Aurelio, el sinvergonzón, caprichoso, mujeriego y gastador fue uno

de los que se cargaron la República” (En cursiva en el original) (p.93). Es verdad que

Aurelio, hijo adoptivo de Lerroux, fue uno de los sobornados por Strauss y Pearl245,

pero la versión de Julián Casanova (2007:148-149) sobre la inocencia de Lerroux es

distinta:

A comienzos de septiembre de 1935, Strauss mandó a Alcalá Zamora un dossier

completo con toda la trama de entrevistas, promesas y corruptelas, con nombres y

apellidos de los implicados. El presidente de la República se lo presentó a Lerroux

justo antes de la crisis de septiembre, pero el viejo líder radical no le dio

importancia y le contestó que sería muy difícil probar sus contactos con Strauss.

De todas formas sí es cierto, como afirma Luis de Armiñán, que todos, especialmente

Alcalá Zamora, estaban interesados en acabar con Lerroux: “Todos, desde la izquierda a

la derecha, pasando por Alcalá Zamora, que tenía mucho interés en ocupar el centro de

Lerroux, explotaron el escándalo” (Julián Casanova 2007:149).

No se alude al segundo caso de corrupción246 ni a la implicación que tuvo el dirigente

del Partido Radical en la “sanjurjada” de 1932. La referencia al golpe de estado de

Sanjurjo la hace Jaime de Armiñán, refiriéndose a él como “un acontecimiento político

que conmovió a toda España y, por supuesto, a la familia Armiñán”, porque el general

245
Como señalan Tusell (1997:122) y Casanova (2007:148).
246
El caso Nombela, que saltó solamente un mes después del estraperlo. Se trató de un asunto de
corrupción administrativa en el que un funcionario denunció a un miembro del Partido Radical porque
había librado una orden de pago como indemnización a una compañía naviera sin que se hubiera
aprobado previamente por el Consejo de ministros. (Tusell 1997:124)

278
era íntimo amigo del abuelo Luis. Nada sobre Lerroux, aunque su implicación quedó

demostrada en un juicio:

La duda estaba en si Alejandro Lerroux había participado o no en el

pronunciamiento. Azaña sabía que Lerroux y Sanjurjo se habían visto y hablado,

Alcalá Zamora también creía que el jefe del Partido Radical estaba al menos

enterado y la reciente investigación de Nigel Townson aporta numerosos detalles

sobre las idas y venidas del viejo político con algunos conspiradores. Lerroux se

reunió varias veces con Sanjurjo antes de la República y dos al menos en los meses

antes del golpe de agosto de 1932 y conocía todos los planes de los subversivos y

las propuestas que algunos le hacían de presidir el gobierno que saliera de la

sublevación. (…) Según observó el juez del proceso de Sanjurjo, el trato entre

Sanjurjo y el político radical era que “si triunfaba el movimiento, Lerroux llegaría

al poder; y si fracasaba, adquiriría el compromiso de conseguir la amnistía. (Julián

Casanova 2007:91-92)

Y efectivamente así ocurrió, pues Sanjurjo fue amnistiado por el gobierno que

presidía Lerroux en abril de 1934, estableció su residencia en Portugal y desde allí

encabezó en 1936 otro golpe de estado contra la República, esta vez sí, de fatales

consecuencias247. La omisión de esta grave conducta de Lerroux puede estar justificada

por respeto a la relación de amistad de la familia Armiñán tanto con el dirigente del

partido radical como con el general golpista y por el tono conciliador que preside estas

memorias.

247
También González Calleja (2012:142) explica el golpe de Estado de Sanjurjo de esta manera: “La
Sanjurjada fue el resultado de la convergencia entre la conspiración que la extrema derecha carlista y
alfonsina estaban tejiendo en el exilio francés, las maniobras de los antiguos constitucionalistas relegados
de la escena política tras el 14 de abril y los turbios manejos de los radicales lerrouxistas.” (Las cursivas
son mías)

279
Sin embargo, el testimonio de Luis de Armiñán sobre la agitada y corrompida política

republicana sí coincide con los comentarios de los historiadores al respecto. Así Julián

Casanova (2007:120 y 178) reseña que el Partido Radical, que ya era considerado por

muchos como el puro exponente del clientelismo, al subir al poder en 1934 se convirtió

en refugio de caciques y monárquicos, que, además de pedir puestos y cargos, acosaron

a republicanos y socialistas hasta que los echaron del poder. Paul Preston (2012b:75)

coincide con el análisis, aunque con un tono más crítico hacia el partido de Lerroux:

A cambio de que los radicales gozaran del tráfico de influencias gubernamental,

Lerroux colaboró con la imposición de una política social muy dura que

beneficiaba los intereses de los votantes más ricos de la CEDA. Una vez en el

poder, los radicales crearon una oficina para organizar la venta de monopolios,

concesiones de contratas, licencias, etc.

Luis de Armiñán corrobora ese estado de corrupción en el relato de sus experiencias

como gobernador de Córdoba, donde un diputado de su partido encarna todos los

defectos a los que los historiadores han hecho alusión:

Cada mañana me llamaba el diputado Eloy Vaquero preguntándome a cuántos

alcaldes había destituido, porque quería hacerse con todos los ayuntamientos de la

provincia, sin faltar ni uno. No le importaban que fueran socialistas, de Izquierda

Republicana, nicetistas, de Acción Popular, independientes o monárquicos: tenían

que pertenecer al Partido Radical, pero sobre todo habían de ser incondicionales

suyos, más que incondicionales: servidores. Yo le entretenía con pretextos, hasta

280
que pidió a Lerroux que me destituyera. El presidente me llamó: -¿No puede usted

complacer a Vaquero? (En cursiva en el original) (p.74) 248

La última evidencia sobre la corrupción de algunos miembros del Gobierno

republicano aparece en las elecciones de febrero de 1936, que él vive como gobernador

de Cádiz y donde asiste a la compra de la abstención de los obreros por parte de don

Ramón de Carranza y al posterior voto de aquellos al Frente Popular.

En este contexto, Jaime de Armiñán pone especial empeño en resaltar la integridad

moral de su padre. Su comportamiento se presenta como intachable desde las primeras

líneas, cuando su hijo declara que murió “tan dignamente como vivió”. Cuando tras la

victoria del Frente Popular abandona la provincia de Cádiz, de la que ha sido

gobernador, sin dinero para el viaje de vuelta a Madrid, se limita a confesar: “La

política es dura, feroz. Lloré. Sí, lloré. Creo que, desde los diez años, sólo he llorado

tres veces. Esta fue la primera” (En cursiva en el original) (p.116). Más adelante, vuelve

a demostrar su honestidad en una entrevista que mantuvo con el embajador alemán en

Madrid, Von Faupel, a raíz de un artículo en el que comentaba que la División Azul no

había sido bien tratada en Alemania. El embajador intenta que el periodista escriba en

otro tono a cambio de alguna condecoración o dinero, pero, naturalmente, no lo

consigue (pp.179-181). La última prueba de su valentía moral fue la entereza con la que

afrontó la muerte: “Nunca he sentido nada igual, ni he visto morir a nadie con tal

serenidad”, como le reconoció a su hijo el doctor que lo atendió (p.174).

En cuanto a su experiencia de la guerra civil, sus escritos más interesantes están

relacionados con la rivalidad entre los distintos generales y su fidelidad al general

Aranda. Al igual que ocurrió con Lerroux, la amistad y la admiración contaminan el

248
A continuación, en otro caso de ceguera y subjetividad, achaca esta actuación de Lerroux, a la sazón
presidente del Gobierno, a la edad y al cansancio.

281
retrato de este general que tuvo una relación muy distante con el generalísimo (al que

llamaba “Franquito” y al que criticó en público por mentir para conseguir la Cruz

Laureada de San Fernando), que lo degradó y lo pasó a la reserva. Luis de Armiñán dice

que “el mayor defecto de Antonio Aranda es hablar y decir todo lo que tiene dentro, sin

veladuras. Y un poco de vanidad que le hace pensar que el mundo está por debajo de su

inteligencia (…) Sabía mucho de su oficio, era muy inteligente y muy torpe” (En cursiva

en el original) (p.209).

Sin embargo, se silencia la actuación de Aranda en Asturias en el momento del golpe

de Estado, que según los historiadores no fue precisamente ejemplar. Paul Preston

(2006:114) comenta que los nacionales obtuvieron mediante el engaño algunas victorias

en poblaciones hostiles y pone el ejemplo del entonces coronel Aranda quien, en

Oviedo, simulando ser leal a la República, convenció a los líderes mineros para enviar a

sus hombres a ayudar a la defensa de Madrid y una vez que los trenes se hubieron

puesto en marcha, se declaró en favor del alzamiento249.

Acompañando al general Aranda en el frente nacional, Luis de Armiñán fue testigo

de un hecho que posiblemente conozcan pocos historiadores y del que deja un detallado

relato en su diario: la reunión que Franco tuvo con sus generales para preparar la

reconquista de Teruel. Cuando el generalísimo explicó sus propósitos, el general Aranda

se atrevió a decirle que no consideraba posible su plan de ataque sin grandes pérdidas de

249
Hugh Thomas (1976:261-262) expone exactamente lo mismo: “el coronel Antonio Aranda (…)
primero se hizo pasar por “la espada de la República” ante el gobernador civil y los sindicatos. Insistió en
que la situación no era tan grave como para requerir que se armara a los trabajadores. González Peña, que
había dirigido el levantamiento asturiano de 1934 y Belarmino Tomás, el otro dirigente socialista de la
provincia, se dejaron convencer por Aranda (…) Por lo tanto, dando por supuesto que Oviedo estaba
segura, cuatro mil mineros salieron en tren para Madrid. Y, entonces, a las cinco de la tarde, después de
hablar con Mola por teléfono, Aranda declaró que estaba con los rebeldes.”
La misma versión de esta actuación da Juan Carlos Losada (2012:201): “Tras engañar a las autoridades
sobre su fidelidad a la República, Aranda animó a los mineros a partir hacia Madrid en sendas columnas
para defender la capital. A tal efecto les dio unos pocos y viejos fusiles. Unos 3.500 mineros y obreros
partieron en tren y por carretera, el 19 de julio a primera hora. Una vez desembarazado de ellos, Aranda
proclamó su adhesión a la rebelión, ocupando Oviedo con cierta facilidad.”

282
hombres, de material y de tiempo y presentó una operación alternativa para la batalla

del Alfambra. Franco salió de la reunión con un “Haced lo que queráis” (p.220). Todo

se desarrolló como Aranda había previsto, pero el mérito de la reconquista de Teruel se

lo llevó, según Luis de Armiñán por decisión de Franco, el general Varela, cuando

Aranda había entrado en la ciudad a las seis de la mañana y Varela no llegó hasta las

once “con guantes blancos y cámaras de cine por delante” (En cursiva en el original)

(p.221). Javier Tusell (1997:304) corrobora la importancia de este ataque: la batalla de

Teruel no se decidió hasta que, a primeros de febrero de 1938, una maniobra de ataque

en el flanco izquierdo hasta el río Alfambra hizo desplomarse el frente republicano en

tan sólo tres días, lo que propició que en la segunda quincena de febrero Teruel, la única

capital de provincia tomada por el Ejército Popular, fuera reconquistada, hecho que

afectó muy gravemente a la moral de resistencia de los republicanos. Paul Preston

(2006:287) señala a Varela y Aranda como los responsables del contraataque nacional a

Teruel.

Asimismo, de su época como cronista de guerra recuerda una escena que no había

contado nunca porque pensaba que nadie iba a creerlo. Se trata de la entrevista con un

enigmático general Mola que les comentó, a él y a un fotógrafo que lo acompañaba, la

táctica que tenía pensada para entrar en Bilbao y una sorprendente declaración:

“Cuando tome Bilbao, pediré el retiro y me pondré a conspirar. (…) Sí… Me pondré a

conspirar para que los alemanes se vayan de España y no nos metan en su guerra. La

ayuda de Alemania era necesaria, pero no de hombres, y mucho menos de policía.” (En

cursiva en el original) (p.192) Como el general Mola murió poco después, no se puede

saber hasta qué punto hubiera cumplido lo que dijo.

Luis de Armiñán conoció los desacuerdos, enemistades y traiciones del bando

nacional por lo que, al terminar la guerra, en un nuevo gesto de moral irreprochable que

283
su hijo quiere resaltar, renuncia a un puesto en el cuerpo jurídico que le ofrece Alonso

Vega y decide dedicarse al periodismo. El cansancio, el desencanto y la decencia

aparecen reflejados en estas palabras:

Apenas lo dudé: yo era periodista y seguiría siéndolo. La guerra había acabado

con mi carrera política, porque estaba cansado y era incapaz de adular a nadie.

Yo fui gobernador de la República, de una República que quería moderada y

liberal, y nada tenía que hacer en una dictadura, que en sus albores había

combatido y que destruyó a mi padre: la guerra fue la guerra, había que sacar a

España del charco, pero que luego la secaran otros. Y, sobre todo, que otros se

aprovecharan de la toalla sucia. (En cursiva en el original) (p.279)

También como homenaje a su labor periodística, se incluyen dos de sus crónicas: una,

como “recuerdo de aquel periodismo de guerra” (p.176), escrita en la Nochevieja de

1936, en el frente de Madrid, en la que deseaba que “la Nochevieja de 1937 se

celebrara en una España renacida, en ciudades llenas de luz y de paz” (En cursiva en el

original) y otra, que su hijo guarda con amor, sobre los vecinos de la calle en la que

viven en París en 1945 (p.375).

Por último, todos los textos intercalados del padre, excepto uno250, aluden a su

actividad pública en una evidente contraposición con los de Carmita Oliver, que se

refieren a su vida privada o íntima; de esta forma, Jaime de Armiñán ha querido

contrastar el carácter público de la figura paterna con el carácter privado (más

emocional o sentimental) de la figura materna.

250
Cuatro líneas en las que habla, muy pudorosamente, de su familia y su boda: “Ni mis hermanas, ni
nadie, pusieron el menor interés en mi futuro hogar. Sólo me ayudó con dos mil pesetas mi madre y tuve
la certeza de que las había sacado empeñando la Cruz del Mérito Militar, que los malagueños regalaron
a mi padre por suscripción popular.” (En cursiva en el original) (p.37)

284
2.3 LOS ESCRITOS DE CARMITA OLIVER: FRUSTRACIÓN Y AÑORANZA

La madre de Jaime de Armiñán fue elaborando una especie de diario a partir de la

muerte de su marido que su hijo incorpora en La dulce España. El momento y la

finalidad de la escritura de Carmita Oliver son diferentes de los de Luis de Armiñán.

Mientras que este escribe desde muy joven y en la época en la que suceden los

acontecimientos, aquella redacta unas notas autobiográficas al quedarse sola a los

ochenta y dos años, mucho después de que los hechos ocurrieran, lo que explica su tono

nostálgico. Por otro lado, Luis de Armiñán es consciente de que sus diarios se pueden

convertir en testimonio de momentos importantes en la historia de España; sin embargo,

su mujer no tiene ninguna pretensión pública; su propósito es el desahogo, el consuelo y

por eso se centra en sus problemas íntimos y secretos.

Aunque las páginas de Carmita Oliver sean proporcionalmente muchas menos que las

de su marido, ella se convierte en la verdadera protagonista, entre otras cosas porque

“fue La Dulce España para el niño Paupico” (p.404) y porque ella orienta sus recuerdos

y la escritura:

Ahora mi mano la guía Carmita Oliver; mi mano no hubiera existido sin ella, y si

recuerdo –desde casi un fondo de cenizas, por donde vienen llegando mis

memorias infantiles- es porque ella las conduce. (p.20)

Mientras en el resto de autobiografías analizadas, las figuras femeninas aparecen de

soslayo y, en concreto, las madres no pasan de ser alguien con quien los autobiógrafos

tienen una relación más o menos problemática, en esta, Jaime de Armiñán, que se

confiesa admirador del mundo femenino, “apetitoso y seductor” (p.318), comprende

que, además de haberlo traído a él al mundo y ser una presencia imprescindible en su

285
infancia, su madre es una mujer, un ser humano con sus proyectos y frustraciones, cuyas

cualidades quedaron relegadas al ámbito doméstico por la época que le tocó vivir.

Como una auténtica protagonista, la madre aparece idealizada en la memoria del niño

Paupico, que durante un periodo de su infancia tuvo un temor casi obsesivo y enfermizo

a perderla. Desde las primeras líneas del prólogo (“Para Carmita Oliver (…) no existía

la palabra rencor, aún menos odio y no digamos venganza, porque estaba hecha de

ternura y lealtad”) hasta las últimas del epílogo, con la alusión a su muerte, toda la obra

trasluce admiración hacia su persona.

Carmita Oliver era una persona extraordinaria y yo tuve la suerte de nacer de ella.

Tenía sentido del humor, a veces extravagante, timidez y miedo a llamar a las cosas

por su nombre. Estaba dispuesta a reírse de sí misma (…) Era una mujer dulce y

sensible, dócil y maternal, dedicada a proteger a su niño, a evitarle malos ratos,

sinsabores, sobresaltos y competencia. (…) Si tenía que llorar lo hacía a solas,

porque no toleraba la piedad ni le gustaba exhibirse. (p.199)

Pero son los textos de la propia Carmita Oliver los que reflejan sus sentimientos, sus

dolores y sus frustraciones. Constituyen, como ya se ha dicho, el reverso emocional de

los de su marido y se convierten, además, en testimonio de la vida de una mujer que

recorrió casi todo el siglo XX y que renunció a su carrera profesional para dedicarse a

su familia. Esta renuncia le produce una insatisfacción vital que se resume en la

expresión “la cusca mandinga”, que, además de ser el título del prólogo, era utilizada

por ella para expresar que algo o alguien le habían hecho “la puñeta o algo más

rotundo” (p.17). Y así, pocos días después de la muerte de su marido, le confesó a su

286
hijo que entre aquel y su madre le habían hecho la cusca mandinga251 porque al casarse,

su marido la había obligado a abandonar el teatro con lo que desapareció la compañía de

sus padres, que la consideraban su sucesora natural. Aún muchos años después, Carmita

Oliver se siente retrospectivamente agraviada y descarga su frustración por no haberse

dedicado a la profesión que amaba. Jaime de Armiñán, que siente que se ha cometido

con su madre una injusticia que no se hubiera cometido con un hombre 252, la anima a

escribir todo lo que se le ocurra y, para compensar el agravio, inserta estas páginas en

su libro. Carmita Oliver es paradigma de la resignación con la que las mujeres de su

época renunciaban a su vocación y realización personal para entregarse a los demás. Al

llegar a la vejez, esa resignación deja paso a un sentimiento de fracaso y, por qué no, de

indignación: “¿Por qué tuve que dejar el teatro a los veinte años? (…) ¡Voto a bríos,

que ahora no hubiera ocurrido!” (En cursiva en el original) (p.32).

En los escritos de Carmita Oliver predomina el tono emotivo pero son especialmente

conmovedoras las dos notas que aparecen en el prólogo. La primera es una carta253,

dirigida a su marido ya muerto (“Luis mío de mi alma”), recordándole los malos

momentos de su matrimonio a causa de la enemistad entre las dos familias, pero sobre

todo los últimos años juntos, llenos de amor y de ternura, cuando ella se dedicó en

cuerpo y alma a cuidar de él, de su “hijo mayor”, mostrando una vez más la entrega y el

instinto maternal que ya había desplegado en la infancia de su hijo. La segunda es una

apelación a su madre llena de añoranza: “¿Te acuerdas, madre? ¿Te acuerdas de la

última vez que cayó el telón, cuando tú y yo nos fuimos juntas del teatro? Yo no puedo

251
“Cada uno tiraba de una mano y a mí me partieron el corazón, aunque ahora la frase pueda parecer
melodramática, es decir, teatral.” (p.32)
252
Comenta Jaime de Armiñán en el prólogo: “Claro que a los hombres es mucho más difícil hacerles la
cusca mandinga.” (18)
Hay una frase significativa del machismo de la época que la niña Carmita Oliver escucha decir a su padre
y que se le queda tan grabada que la repetirá varias veces a lo largo de la obra: “Bastante tiene la
pobrecita con haber nacido mujer.” (26)
253
Mutatis mutandis, esta carta recuerda a la obra de Miguel Delibes Cinco horas con Mario en algunos
aspectos como los reproches a su marido y la sensación de insatisfacción vital que desprenden ambas.

287
olvidarlo” (En cursiva en el original) (p.21). Es a este mundo al que le dedica los

comentarios más nostálgicos pues, como le confesó a su hijo, “vivió siempre añorando

el teatro” (p.42). Su paseo por los recuerdos la lleva a la primera vez que ensayó un

pequeño papel, a las recomendaciones inolvidables que le dio su padre y a la noche de

su primer estreno (pp.310-312). Las últimas palabras de Carmita Oliver se refieren a su

retirada definitiva del teatro en 1943: “Cuando hice la última comedia, cuando oí el

golpe del telón al chocar contra el suelo se cortó mi vida y, cuando mis cómicos y mis

padres me rodearon, sentí miedo. Miedo a lo desconocido, miedo a dejar de ser yo

misma. Miedo.” (En cursiva en el original) (p.338) Los textos en los que Carmita Oliver

habla del teatro y de sus padres, le sirven a Jaime de Armiñán para homenajear también

a sus abuelos Carmen Cobeña y Federico Oliver.

2.4 DOCUMENTOS GRÁFICOS

Jaime de Armiñán ha añadido a los testimonios verbales un conjunto de fotografías

en las páginas centrales254 (ya se ha hablado en el capítulo de Pretérito imperfecto del

valor de verdad que se les otorga), una especie de álbum familiar que abarca el periodo

de la historia narrada y que aparece ordenado por los personajes retratados. Este álbum

es revelador en un texto al que hemos calificado de memorias familiares, porque incide

en los rasgos ya destacados. Por ejemplo, los abuelos que figuran en las primeras siete

fotografías son los que verdaderamente reciben el homenaje en La dulce España:

Carmen Cobeña, Federico Oliver y Luis de Armiñán. Al igual que ocurre en el relato, en

la familia paterna las figuras masculinas (el abuelo Luis, su padre y su tío Alel) se

presentan significativamente más resaltadas que las femeninas, mientras que en la

254
Quizás por haber sido publicados en la misma editorial, Pretérito imperfecto y La dulce España tienen
en las páginas centrales el mismo número de páginas con fotografías: doce.

288
familia materna sucede exactamente lo contrario, son las mujeres las que aparecen

destacadas: la bisabuela Julia, la abuela Carmen Cobeña y Carmita Oliver .. Es elocuente

en este sentido la fotografía familiar en Cercedilla en 1934 en la que la única figura

masculina es el niño Paupico. Las cuatro restantes son mujeres, se supone que la

bisabuela Julia, Carmen Cobeña, Carmita Oliver y la tía Toya.

No obstante, el abuelo Federico no queda tan postergado como la abuela paterna ni en

el relato ni en el álbum, pero tanto Carmen Cobeña como Luis de Armiñán aparecen en

más fotografías y en dos exhiben sus respectivas ocupaciones: ella como actriz y él en

compañía del general Sanjurjo. Hay, por tanto, una contraposición entre el patriarcado

de la familia paterna y el matriarcado de la materna255.

Asimismo, el contraste entre la vida pública paterna y la vida privada materna se

refleja de manera palmaria en el testimonio gráfico pues las fotografías que

corresponden a Luis de Armiñán son dieciocho, de las cuales solo cuatro representan su

255
Con respecto a esta última familia, es muy significativa la imagen que recuerda el niño Paupico de su
regreso a la casa de Agustina de Aragón tras pasar la guerra alejado de ella: “Mi madre saltó del coche,
echó a correr, llorando, y abrió la verja del jardín, mientras venía la abuela Carmen, y al fondo -como dos
sombras – el abuelo Federico y el tío Pepe.” (p.275)

289
vida privada: dos con su mujer y otras dos del matrimonio con el hijo. No hay ninguna

solo con Jaime de Armiñán; sin embargo sí aparecen tres de Carmita Oliver y su hijo, de

modo que también la selección de fotos confirma la especial relación que unió al autor

con su madre. Las catorce restantes de su padre constituyen un documento testimonial

que certifica sus diarios y que representa su faceta pública, como gobernador, como

teniente jurídico o las más numerosas, como cronista al lado del general Aranda durante

la guerra civil, en las que encontramos a personajes tan importantes como Franco,

Serrano Súñer, Mola, Moscardó… Por el contrario, de las diez fotos en que aparece

Carmita Oliver, en dos está sola y las ocho restantes reflejan su mundo familiar o

privado, pues en ellas está con su marido, con su hijo o con ambos. Al igual que ocurría

con el número de textos intercalados, la cantidad de fotos de Carmita Oliver es menor

que la de Luis de Armiñán. La colocación, el estatismo y la falta de naturalidad en la

gestualidad en los retratos familiares son propios de la retórica visual de las fotos de

estudio, prácticamente la única forma de conseguir estos documentos en aquel tiempo.

Paupico con sus padres en 1932 Con su madre, en San Sebastián, en 1938

290
Luis de Armiñán, gobernador civil en Cádiz,

1934

Carmita Oliver en 1942

El resto de fotos representan algunos familiares o amigos con los que Jaime de

Armiñán tuvo desde su infancia una relación especial: su tío Alel, algunos miembros de

la familia Bienvenida y sus amigos de la calle Agustina de Aragón, Pirula y Curro

Arche. Por el valor testimonial que refuerza el relato, destacan la fotografía del

despacho del general Miaja en la capitanía de Valencia donde el niño Paupico jugó a

imitarlo y a que llamaba incluso a Largo Caballero (p.270) y la de la piscina en el Sena

en París por la diferencia abismal entre las costumbres españolas y las francesas en lo

que al traje de baño se refería (p.391).

291
3. ESTRUCTURA DEL RELATO

3.1 DISTRIBUCIÓN DEL CONTENIDO

Los contenidos se disponen siguiendo un orden espacial y temporal, al que

contribuyen los títulos de los capítulos de las tres primeras partes, que fijan los espacios:

los de la primera parte (“Las casas de Madrid”) están dedicados a la casa de su madre

(Calle del Prado), a la de su padre (Calle de Serrano) y a las dos de la infancia en

Núñez de Balboa y Agustina de Aragón; los de la segunda (“De gobierno en gobierno”)

se ordenan con la referencia a las ciudades en las que fue gobernador su padre durante la

República: Lugo, Córdoba y Cádiz; los de la tercera (“La guerra civil”) se sitúan en las

ciudades donde viven durante la contienda: Madrid, San Sebastián, Biarritz, Burgos,

Salamanca, Vitoria y de nuevo San Sebastián, “La ciudad alegre y confiada”256. Esta

parte, al igual que en Pretérito imperfecto, es la central y la que más número de páginas

ocupa, casi doscientas de las cuatrocientas que tiene el libro.

A partir de la cuarta parte, los títulos no reflejan referencias espaciales sino

biográficas: “Tiempos de estraperlo”, “Carmita Oliver vuelve al teatro”, “La herencia

del Instituto Escuela”. El penúltimo capítulo se titula “Futuro imperfecto” quizá en un

guiño a la obra de Castilla del Pino y el último título está en francés (“La guerre est

finie”). En este caso el guiño es cinematográfico pues se trata del título de una película

dirigida en 1966 por Alain Resnais, con guion de Jorge Semprún. A su vez, “La guerre

est finie” es una traducción de la oración con la que concluye el último parte oficial de

guerra, que firmó Franco el 1 de abril de 1939: “La guerra ha terminado”.

256
Este es el título de una obra de teatro de Jacinto Benavente, continuación de Los intereses creados y
estrenada en 1916; por tanto, un guiño teatral de Armiñán.

292
En tres de los títulos se ofrecen datos cronológicos fundamentales: el primer capítulo

de la parte dedicada a la guerra civil, titulado “Madrid, 1936”; el último de la cuarta

parte (“La posguerra”) que se titula “Verano del 43” en el que cuenta las visitas que

hizo a su madre a Bilbao, Sevilla y Barcelona cuando estaba de gira por provincias; y la

quinta, “París, 1945”, también reveladora porque cierra definitivamente la adolescencia

del autor.

Las cinco partes de la obra están encuadradas por un prólogo y un epílogo y el libro

presenta una estructura circular pues se inicia con la metáfora de La dulce España y

termina con el deseo de que los dulces del escaparate “no vuelvan a amargar, que no

amarguen nunca más”. Para conseguirlo, es decir, que aquel tiempo confuso del que

habla en el prólogo no se repita jamás, él colabora con su testimonio y el de sus padres.

3.2 NARRADOR ADULTO-NIÑO

En los textos autobiográficos se produce un desdoblamiento espacial y temporal del

yo. El espacial (especular) se deriva de todo ejercicio de introspección y es el resultado

de ponerse el yo frente a sí mismo para analizarse, mientras que el temporal se refiere al

carácter retrospectivo de la narración, de forma que el yo presente (el narrador) se

enfrenta al yo pasado (el protagonista). En los relatos de infancia, el escritor adulto es

más agudamente consciente de la distancia que lo separa de su niñez, al ver este periodo

de su vida como algo definitivamente acabado. La relación del narrador con la infancia

puede adoptar diferentes posturas (intelectuales, emocionales morales, etc.) que se

pueden resumir en dos posiciones básicas. La primera resuelve la dualidad del yo en

favor de la imagen del niño construida, de manera que el escritor integra en su vida

adulta al niño que fue. En esta solución, el adulto se ve como alguien que ha conservado

293
en sí la infancia de forma efectiva, generadora. Esto es lo que ocurre con Jaime de

Armiñán. En otros casos, como el de Castilla del Pino, se considera que el niño explica,

retrospectivamente, arqueológicamente, al adulto, porque los valores de este son el

resultado de la perfección de los valores contenidos en aquel. Así, el narrador se ve

como alguien que no conserva ya su infancia, sino la transformación de la misma,

aunque se reconozca en el niño que fue. La segunda postura supone un distanciamiento

o extrañamiento entre el narrador y el personaje, como ocurre en Tiempo de guerras

perdidas.

En La dulce España podemos decir que hay una identificación absoluta entre los dos

yoes (el del pasado y el del presente):

Tal vez a nadie le importen estas páginas (…) Yo soy el niño que las escribe y que

tiene la suerte, la enorme fortuna de contar con los testimonios de sus padres –de él

y de ella- que fueron llenando cuartillas, cuadernos y diarios, de los que ahora este

niño viejo se va a servir. (Las cursivas son mías) (p.21)

La infancia de Armiñán ha estado tan presente en su vida que ni siquiera de adulto ha

dejado de ser el niño que fue, como lo demuestra la identificación de las dos edades en

la autorreferencia “niño viejo”, la coincidencia entre el personaje (el niño Paupico) y el

narrador (el viejo Armiñán).

Esa infancia termina con la muerte de Carmita Oliver, y el sentimiento de orfandad se

convierte en origen de la escritura. El autor tiene entonces sesenta y cuatro años y

aunque hay más de cincuenta años de diferencia entre el niño protagonista y el Armiñán

adulto, el lector no percibe esa distancia porque la perspectiva es la del niño Paupico,

guiado por la mano de su madre; de ahí que se refiera a sí mismo como “el niño”, por

ejemplo cuando se pierde el miráscopo que Carmita Oliver lleva a la casa del Pardo: “el

294
niño Paupico se quedó sin saber si aquél era un invento de Julio Verne o un recuerdo de

infancia.” (p.53) o cuando al volver a San Sebastián al final de la guerra civil “el niño

vuelve a ser pequeño”.

La perspectiva infantil se revela con nitidez en la visión de la guerra como un juego o

aventura, en la ausencia de miedo y en la visión desdramatizada de la muerte.

Pero lo mejor de aquellos bombardeos era salir al balcón, desde el que se veía todo

el mar y, en la línea del horizonte, la silueta del barco de guerra (…) Parecía un

barquito de juguete257, gris y lejano, inofensivo. De pronto se iluminaba con un

relámpago y poco después venía percibiéndose el silbido amenazador del proyectil

(…) Lo que hacía es contar, desde el resplandor hasta el silbido cercano. Me parece

que pasaban cuatro segundos, o cinco, o puede que fueran quince. (Las cursivas

son mías) (p.132)

No era muy consciente de lo que significaba la guerra –a excepción de la muerte de

mi tío Alel- y tomaba aquella terrible circunstancia como una aventura de cuento.

Me divertían los desfiles y las manifestaciones; me gustaba levantar el brazo, como

hacían los italianos, escuchar la música militar y ver la propaganda, que invadía

San Sebastián y cuya sutileza se me escapaba casi siempre. (…) Una de las cosas

que más me divertían eran las manifestaciones patrióticas, que se celebraban

cuando los nacionales entraban en alguna ciudad importante (…) Se cantaban

muchos himnos, lucían banderas triunfales y los entusiastas levantaban el brazo

saludando a cada momento. (Las cursivas son mías) (pp. 212-213)

257
La misma imagen utiliza Rabinad (2000:53) cuando el 19 de julio de 1936 sube al terrado de su casa
desde donde observa la ciudad inundada de luz, de llamas y de columnas de humo: “Todo parece cosa de
juguete, o de película”

295
Otra emoción intensa fue la explosión en Vitoria del Parque de Artillería258, que

contempla desde la terraza de su edificio. Como existía la amenaza de que pudiera volar

la ciudad entera porque era agosto y cerca había un cobertizo y los subterráneos, donde

se guardaba una gran cantidad de dinamita, todos salen a la calle dispuestos a pasar la

noche en el campo:

Seguían las explosiones, y era de lo más emocionante, mucho más que cuando

bombardeaba el acorazado España, en San Sebastián, o los aviones rojos en

Salamanca. (…) Yo estaba junto a mi madre, bien agarrado a Chiki, disfrutando de

la insólita aventura… (Las cursivas son mías) (p.201)

También se filtra el enfoque infantil en la descripción de algunos de los carteles de

propaganda de las elecciones de 1936:

El cartel que más me gustaba era el que tenía una gran oreja –seguramente peluda-

con un texto que advertía: ¡SILENCIO, NO DIVULGUES NOTICIAS! ¡EL

ENEMIGO ACECHA! 259


(…) Precisamente los que se referían a España y a los

españoles eran los que más me desconcertaban, como uno que decía ¡HA

LLEGADO ESPAÑA! Y sobre todo el que recomendaba, o mandaba: SI ERES

ESPAÑOL, HABLA ESPAÑOL. Estos dos me producían un considerable barullo

mental y las consiguientes preguntas calladas: ¿De dónde viene España, cómo va a

258
Lo curioso de este episodio es que jamás salió en los periódicos ni en la radio, aunque se dijo que
había sido un sabotaje de los marxistas. Solo años más tarde, Armiñán averiguó que fue un hijo de “una
familia de derechas de siempre” quien prendió fuego al polvorín.
259
Javier Marías, en su novela Tu rostro mañana. 3. Veneno y sombre y adiós (pp. 580-581) incluye
carteles muy parecidos a los que tanto gustaban al niño Paupico (con la oreja gigante recomendando
cuidado al hablar) que constatan la veracidad de este recuerdo. Los personajes de la novela de Marías los
comparan con los que, más tarde, en la segunda guerra mundial, usaron los ingleses, llegando a la
conclusión de que en los españoles había más odio porque se demonizaba a los enemigos y se hacía
hincapié en su persecución y destrucción.

296
llegar España si estamos en España? ¿Qué vamos a hablar los españoles, si no es el

español? (p.212)

Su inconsciencia de niño lo protege de sentir miedo, incluso en situaciones tan graves

como cuando estalló la guerra: “en cuanto se descuidaban mis padres me iba a mirar por

la ventana, como si estuviera en el cine260, ajeno al peligro, sin sentir miedo alguno”

(Las cursivas son mías) (p.126). Ni siquiera se asusta con el registro de la casa de San

Sebastián por parte de dos milicianos261. En Salamanca, “por supuesto yo no tenía

ningún miedo a las bombas y los días sin aviones se me hacían eternos” (Las cursivas

son mías) (p.170). Bien es verdad que se había enamorado locamente de una niña, al

lado de la que deseaba sentarse cuando se refugiaban de las bombas. Allí una mañana en

la que paseaba con su tío Alel sonaron las sirenas y como ya no podían refugiarse en

ningún sitio estuvieron saltando y corriendo en la plaza porque, aunque el niño Paupico

no tenía miedo, su tío se reía y lo abrazaba para que no lo tuviera. Jaime de Armiñán no

olvidará ese momento porque nunca más volvió a ver a su tío y porque “quizá

representa para mí la imagen más clara de la guerra civil” (p.166). Hay que recordar que

en dos ocasiones corrió grave peligro su vida: cuando su padre lo sacó apresuradamente

de la cama en San Sebastián poco antes de que una bala entrara en su habitación y se

incrustara en la pared (p.125) y cuando en Salamanca es testigo de unos enfrentamientos

entre dos facciones falangistas y esta vez es su abuelo Luis el que lo saca del dormitorio

segundos antes de que las balas atravesaran los cristales de su alcoba262. También en

260
Se observa aquí la misma referencia al cine que había hecho Rabinad (nota 257) para expresar la
sensación de irrealidad y distancia de lo que están viviendo.
261
Las diferencias con una situación similar que vive Caballero Bonald (el registro del escritorio de su
padre por parte de dos falangistas) son considerables pues, en este último caso, el escritor gaditano
confiesa que “ese registro fue como el punto de partida de una crisis o de una fijación de contradicciones
de la que tardé años en desembarazarme.” (1995:35)
262
Jaime de Armiñán lo comenta así: “Por segunda vez, en menos de año y medio, se combatía a la puerta
de mi casa, y la guerra llegaba hasta los pies de mi cama: primero fueron los militares rebeldes y los
milicianos, y luego dos facciones de falange.” (p.190)

297
este aspecto, la experiencia de Antonio Rabinad (2000:75) es similar ya que durante los

bombardeos, mientras el resto de su familia acudía a los túneles a refugiarse, él se

quedaba en casa leyendo (“Nunca he leído tanto ni tan a gusto como entonces”) porque

era “incapaz de concebir un peligro que era patente para los mayores” y además “yo

sabía que no iba a pasarme nada.”

Así pues, el niño no fue consciente, mientras lo vivió, del horror de la guerra;

solamente tomó conciencia de ello mucho tiempo después, cuando ya adulto evoca

desde París aquellos sucesos:

De golpe se me vinieron encima los recuerdos de la guerra civil: las sirenas de San

Sebastián, Burgos y Salamanca, el campaneo de las iglesias, las carreras por la

calle y las bajadas a los sótanos. Yo, de pequeño, no tenía miedo, incluso me

divertía con los combates aéreos, porque aquello era –para un niño- como un

juego de guerra, pero ahora –de mocito, de jeune homme, como dicen los

franceses- sentía la garganta seca y me costaba trabajo respirar. (Las cursivas son

mías) (p.361)

Esta experiencia aparece explicada por Halbwachs (2004:63):

Cuando de niño uno vive un acontecimiento histórico es posible que pase algún

tiempo hasta que entendamos el sentido de este acontecimiento. Lo fundamental es

que el momento en que lo comprendamos llegue lo bastante pronto, es decir,

mientras el recuerdo aún esté vivo. Es entonces cuando vemos la importancia

histórica del recuerdo en sí y de su entorno. Por la actitud de los mayores ante el

hecho que nos ha sorprendido, sabíamos bien que merecía la pena que lo

recordásemos. Si lo recordamos es porque a nuestro alrededor sentíamos que había

preocupación. Más tarde, entenderemos mejor por qué.

298
La muerte aparece sin drama alguno, vivida de forma muy diferente a cómo se

percibe en las autobiografías de Castilla del Pino263 o de Antonio Rabinad. Para

Armiñán, incluso las primeras escenas de la guerra, “sin duda lo más terrible que he

visto en mi vida”, no tienen la consideración de desastre o catástrofe, sino que las

presencia como algo “natural, lo de todos los días”, porque, aunque su madre le había

inculcado el miedo a lastimarse físicamente y, sobre todo, a la enfermedad, él ignoraba

qué era la muerte (p.127). Al descubrir que por la noche fusilan a fascistas comenta:

“Era emocionante imaginarlo, me hubiera gustado ir a ver muertos de cerca, sobre todo

en compañía de Edurne, pero mis padres seguramente no me hubieran dejado…”

(p.129). Sin embargo, cuando la “muerte real”, como él la denomina, le toca

directamente en la persona del querido tío Alel, cambia su juicio sobre ella porque “ya

no eran los muertos abandonados en la calle, atisbados desde una ventana con más

curiosidad que dolor: era alguien a quien yo quería mucho, que había jugado conmigo y

que me trataba como a un hombrecito, no como a un niño” (p.161). La guerra que hasta

ese momento había sido un juego para él, presenta su cara más trágica y entonces

comprende que “la muerte no es un personaje de cuento de miedo, sino alguien real, que

podía llevarse a mis padres e incluso a mí mismo” (p.161). En uno de los pasajes más

emotivos de la obra, se relata, sin tragedia ni amargura, el momento en el que, con el

niño Paupico delante, el abuelo Luis es informado de la muerte de su hijo José Manuel

(el tío Alel):

El abuelo Luis recibió a los oficiales en el cuarto de estar y yo, medio escondido en

la oscuridad, no entendía una palabra. Muy terrible tenía que ser aquello, a juzgar

263
Recordemos la cita de Castilla del Pino (1997: 263) al respecto de lo que vivió en la guerra civil: “La
experiencia de lo que viví con motivo de la guerra civil fue decisiva –y me ha marcado para toda la vida-

299
por la actitud de mi abuelo y la rigidez de los visitantes. Luego los acompañó a lo

largo del pasillo, les dio la mano y por último los oficiales se cuadraron

militarmente. Mi abuelo, tras cerrar la puerta, se echó a llorar. Era la primera vez

que veía llorar a un hombre y tanto me aterró que corrí a mi cuarto y busqué

refugio sin saber dónde encontrarlo, como si la muerte fuera algo vergonzoso.

Porque era la muerte que revoloteaba en las habitaciones, que goteaba sangre por

los grifos cerrados, que se deslizaba por el suelo, que pasaba sobre los cristales de

las ventanas, dejándolos aún más fríos. (p.186)

El niño Paupico fue tímido y reservado264 debido, según él, a su condición de hijo

único: “Yo debía de ser, entonces, un niño raro, pero no toda la culpa era mía. No tenía

hermanos, ni con quien jugar…” (p.155), “Los hijos únicos viven en soledad, porque las

mamás, los abuelos (…) no pueden compensar tan injusto abandono. Sin advertirlo

están pidiendo compañía” (p.211), “Los hijos únicos tendemos a la soledad, y el vivir

aislados, sin niños parejos y rodeados de adultos, acaba marcando” (p.343). Estos

rasgos de carácter explican, por ejemplo, que un episodio común de todas las memorias

de infancia como es el de la iniciación al sexo haya quedado reducido en La dulce

España a menciones esporádicas a enamoramientos de niñas reales (pocas) y sobre todo

a sus pasiones platónicas hacia actrices de cine como Carole Lombard, Ginger Rogers,

La Jana, Jean Harlow o Veronica Lake. O que las problemáticas relaciones entre sus

padres y sus respectivas familias, aspecto que tuvo que ser importante en la infancia de

264
Son muchas las citas en este sentido: “No me hizo ninguna gracia, aunque, como de costumbre, me
callé la boca.” (p.69); “… porque cerraba la boca, y las impresiones me las guardaba para mí, las iba
archivando cuidadosamente.” (p.85); “Aquello de las banderas a mí me tenía un poco confuso, aunque
según costumbre establecida, pero no escrita, no me manifestara.” (p.152); “siguiendo mi natural
silencioso, no pregunté nada.” (p.153); “Yo iba atento a todo lo que me rodeaba, pero como de costumbre
sin abrir la boca y sin expresar emoción alguna.” (p.267); “…mi pobre bisabuela Julia, de la que no
habíamos hablado por timidez o pudor, territorio donde éramos maestros el tío Pepe y yo” (p.278);
“Como era de esperar estos retorcidos sentimientos no salieron de mi boca y jamás en la vida, ni cuando
fui mayor, se los confié a mi madre, y mucho menos a mi padre.” (p.314)

300
Armiñán porque es reiterado en el relato265, sean mencionadas de manera discreta y

pudorosa:

El matrimonio de mis padres estuvo en peligro desde sus primeros años de

andadura y yo creo que si consiguió llegar –en buenas condiciones- hasta las

llamadas bodas de oro, se debió al carácter conciliador de mi madre, al buen

carácter de mi padre, a la inteligencia de los dos y a mi presencia en el mundo,

porque romper una familia significaba poner en peligro la estabilidad psíquica de

los hijos. Nunca advertí tensiones en casa hasta que fui bastante mayor, tal vez a

los catorce o quince años. (p.301)

No obstante, el narrador introduce reflexiones o comentarios irónicos propios del

adulto, sobre la infancia (“Es mentira que los niños no se fijan en nada, porque muy al

contrario suelen estar muy atentos a todo lo que les rodea, y que raramente

comentan…” (p.66), “Los niños no deberían nunca olvidar que, al perder la inocencia, a

su vez los papás pierden la ilusión que da la fecha, y con las mismas se ahorran dinero”

(p.98), “Los niños son muy egoístas y están muy mal educados” (p.99)) 266, sobre los

cambios de nombres de los teatros en el Madrid republicano (“Digo yo que hubiera sido

más fácil darles un nombre completamente distinto, que andar con aquellos enjuagues”

(p.109)), o la que se refiere al nombramiento de Franco como Jefe de Estado en Burgos:


265
“Perdidos debían de estar mis cuatro abuelos” (p.37); “Nunca hablé con mis padres de sus problemas
familiares, ni de cómo –entre unos y otros- estuvieron a punto de cargarse su matrimonio.” (p.41); “La
historia de mi familia no fue fácil y la pareja que formaron Luis de Armiñán y Carmita Oliver estuvo a
punto de naufragar antes y después de 1936.” (p.173)
266
Otros ejemplos: “Los niños viven engañados desde que aprenden a hablar, sus padres, sus abuelos, sus
tíos (…) mienten sin el menor rebozo. Los niños vienen de París o los trae una cigüeña de puro milagro.
A cada pregunta se responde con una trampa, que algunas veces resulta ridícula, y lo curioso es que nadie
le da la menor importancia.” (p.47); “…yo un poco avergonzado, porque los niños son muy especiales
para esto de los rubores.” (p.56); “Los niños no pueden consentir, de ninguna manera, que sus madres
sean mujeres, ni que tengan sentimientos –mucho menos debilidades- que pongan en entredicho el tan
famoso cordón que les une de por vida” (p.208); “es cierto, los niños recuerdan, muchas veces con
absoluta nitidez.” (p.284); “los niños, en esto del espectáculo, suelen tener un criterio bastante válido,
aunque muy peligroso.” (p.334)

301
“El joven general Franco, desde la sombra y a buen recaudo, compró todos los billetes

de la rifa. Juega con un peón blanco y pone a su hermano Nicolás en el camino del

jaque mate. (…) Nadie se atrevió a abrir la boca en cuarenta años” (p.158)

También ironiza sobre la situación europea:

Todo estaba en el aire, hasta que Dadalier y el señor Chamberlain –los jefes de

gobierno de Francia y Gran Bretaña- se quitaron el sombrero y otras prendas más

íntimas ante el canciller Adolfo Hitler, que ganó la primera batalla de la guerra sin

desenfundar el sable. (p.238)

El primero de septiembre las tropas alemanas invadieron Polonia, sin declaración

previa de guerra, y Francia e Inglaterra respondieron a Hitler con idéntico

desparpajo, pero esta vez formalmente, como le correspondía a Míster

Chamberlain, que era del partido conservador y aún llevaba chistera. El temible

desparpajo fueron las armas y, el resultado final, la destrucción de Europa. Por seis

meses el doctor Negrín no se dio el gustazo de declarar la guerra a Alemania.

(p.284)

El comentario irónico, que se convierte en marca de la casa del narrador adulto, se

observa asimismo cuando las monas republicanas sucedieron a los reyes magos (“el

chico se aprovechaba del trance y aceptaba los regalos de la Monarquía de Oriente y de

las Monitas Republicanas” (p.48)), al hablar de las costumbres playeras durante la

guerra (“Sólo la chusma marxista y los sin Dios se tumbaban en la playa” (p.233)) o al

preguntarse si los académicos de la Lengua tendrían economato: “A juzgar por sus

nombres, me parece que sí: don Leopoldo Eijo y Garay, Patriarca de las Indias

Occidentales; don Gabriel Maura y Gamazo; don José María Pemán y Pemartín; don

302
Eugenio D’Ors; don Gregorio Marañón…Me huelen a economato.” (Las cursivas son

mías) (p.299)

En cierto modo, el sentido del humor va unido al tono comprensivo y benévolo del

que se habló en el apartado anterior, con lo que estamos ante una ironía amable que, en

ningún momento, llega al sarcasmo. Incluso a la hora de evocar las obsesiones de su

madre con su salud, lo hace con socarronería: “Si a un niño español le prohíben el

chorizo y el tocino, lo han deshonrado como hay Dios. Yo lo tenía todo prohibido, era

un individuo de tercera clase…” (p.45)267. Para que no se resfriara, a la salida de los

espectáculos su madre y su abuela le prohibían opinar sobre ellos:

Salí indignado del teatro y ni siquiera me animó que me convidaran a una limonada

en Negresco. Por cierto, (…) cuando estaba dispuesto a comentar

desfavorablemente aquel desafuero, mi abuela Carmen me ordenó:

-Niño, tápate con la bufanda y no hables, que vas a coger frío.

Donde lo pasé divinamente y me reí, sin miedo ni timidez, fue en una comedia

de Pedro Muñoz Seca (…) Al salir del teatro quise expresar mi entusiasmo, pero

mi abuela lo impidió: -Niño, tápate con la bufanda y no hables. (p. 110)

Y no digamos los baños en el mar que tuvo prohibidos hasta que fue muy mayor o el

reposeo que le obligaba a echarse una hora en la cama, sin dormirse, después de comer.

Ironiza incluso con el relato del matrimonio de sus padres:

La familia Armiñán andaba en tranco de decadencia, porque el abuelo Luis (…)

estaba injustamente fuera del juego político. (…) La familia Oliver tampoco salía

ganadora. La gran esperanza había sido Carmita Oliver, pero el amor, y las

267
Del viaje a Córdoba guarda un recuerdo imborrable porque por primera vez en su vida probó el
chorizo y la auténtica tortilla de patatas. (p.76)

303
conveniencias, desgajaron aquella rama prometedora, que tanto mimaban los

comediantes. Mal asunto cuando entre gentes de farándula y feria, se cruzan

señores –o señoras- hidalgos, y más aún si los hidalgos son pobres. (…) La

compañía de teatro Oliver-Cobeña tenía una perla, un as que se hubiera convertido

en manantial dorado (…) Pero se cruzó un chico de buena familia –que no tenía un

duro-y saltó la inocente chispa del amor. La familia bien –para hacer bodas- mandó

a los cómicos que vendieran sus carromatos, y lo que es más curioso: que

vendieran sus carromatos a cambio de nada. (p.41)

Para finalizar, parece que la palabra que rápidamente acude a la mente asociada con

las memorias de infancia es la de nostalgia. Sin embargo, La dulce España no es un

relato nostálgico porque, entre otras razones, el narrador adulto sigue siendo el niño que

fue. No se aprecia añoranza al hablar de los espectáculos a los que asistió de pequeño y

que ya no existen, como el teatro de variedades (p.292) o las sesiones de cine en las que

pasaban documentales, películas cortas, noticiarios y dibujos animados; sencillamente

constata que aquel mundo ha desaparecido, sustituido por otras formas de

entretenimiento:

Ya no existe ese tipo de cine, porque la televisión lo ha hecho imposible, pero era

verdaderamente útil, y me refiero a los mayores. Servía para matar una hora, entre

cita y cita, para guarecerse del frío o de la lluvia, para enterarse de lo bellísimas

que eran las islas Molucas o para reírse con el Gordo y el Flaco: todo por una

peseta o menos. (p.111)

304
Al hablar del circo, espectáculo por el que siente predilección268 y en concreto del

circo Price, lo que lamenta es que el edificio haya sido destruido y lo que le “produce

cierto rubor” es que Madrid sea la única capital de Europa sin circo estable (p.316).

Tampoco al referirse a los toros, a los que es un gran aficionado, aparece la melancolía,

ya que se limita a hablar de la familia Bienvenida, por la que sintió y siente mucho

afecto, o a hacer unas crónicas objetivas sobre las corridas a las que asistió.

Más que nostalgia, en la lectura de las memorias de Armiñán queda el regusto de la

ternura y la gratitud hacia sus familiares y, en general, hacia todas las personas con las

que tuvo que convivir de una manera u otra en su infancia: el guardia de asalto Navajas

que estuvo a su cuidado y disposición en Cádiz, Diego Martínez Veloz y las niñas

Frutos en Salamanca, los hermanos Bienvenida, la familia Arche en Madrid, incluso el

Club Alpino Español… La mirada optimista y confiada del niño Paupico se despliega

en la selección de los recuerdos; si hubo alguna mala experiencia queda oculta porque

los recuerdos destilan afecto y dulzura: los que dedica a su bisabuela Julia (“A mí –y

también a todos mis amigos – me encantaba la abuela Julia”, p.50), el relato de la última

vez que vio a su tío Alel en Salamanca, saltando y riendo al toque de las sirenas de los

bombardeos, (“Yo no he olvidado aquella sonrisa, ni las patatas fritas, ni el ruido de los

aviones, ni el sol que daba de plano en la plaza Mayor.” p.167), la relación con su tío

Pepe, tímido como él, y con el que compartió cuarto, colección de sellos y una íntima

amistad el verano del 39 en Las Navas del Marqués, el vínculo tardío pero lleno de

admiración y respeto hacia su abuelo Luis, etc.

268
Hay que recordar que el primer libro que publicó Jaime de Armiñán se tituló Biografía del circo.

305
3.3 TIEMPO Y ESPACIO

La fragmentación y discontinuidad propias de la primera memoria aparecen

destacadas en La dulce España por la utilización de espacios en blanco que permiten

que cada capítulo esté separado en, podríamos denominarlos, escenas o episodios. Estos

espacios no aparecen en los textos de los padres ni en los otros libros analizados, en los

que la narración de la época infantil se refleja de manera continua.

A pesar de que ese fragmentarismo, Jaime de Armiñán utiliza las memorias ajenas

para ser fiel a las fechas, de manera que ya se ha comentado la precisión cronológica en

los primeros momentos de la guerra civil al aprovechar los diarios de su padre. También

aparecen otras referencias temporales precisas, como las fechas de las muertes de sus

padres o abuelos o las de sus viajes a París: “Salí de Madrid el martes 27 de marzo de

1945 y volví el martes 3 de abril: ocho días justos” (p.355).

La dulce España se ajusta al modelo progresivo (Fernández Romero 2007:55) de

narración lineal con la intercalación de las tres narraciones autodiegéticas en un preciso

orden cronológico. Apenas hay anacronías. Alguna está dedicada a personajes de los

que se cuenta su vida, como el relato de Luis de Armiñán sobre el cubano Diego Martín

Veloz (p.163) o la referencia a la carta que Valle Inclán había dirigido a su abuelo

Federico Oliver (p.56). La más importante se produce casi al final del libro, en el

capítulo dedicado al regreso de Carmita Oliver al teatro: se trata de una analepsis

justificada por el homenaje que el autor quiere dedicar a su madre, mediante la que se

cuentan los tristes comienzos de su relación con Luis de Armiñán (pp.301-307) y su

primera actuación en el teatro (pp.310-312). Con la misma finalidad, se utiliza una

prolepsis para narrar la valentía de Luis de Armiñán a la hora de morir (p.174).

306
La linealidad no le impide al narrador mostrar su percepción infantil del tiempo y

señalar que se le hicieron eternos los primeros meses de guerra, impresión que justifica

la morosidad del relato en esa parte: “Han pasado mil años, pero en realidad sólo fueron

nueve meses” (p.205) o “Sin embargo por allí andaba yo, asomándome a la playa de La

Concha, mirando hacia el mar, como cuando llegué –hace más de un siglo- por primera

vez a San Sebastián” (Las cursivas son mías) (p. 233). En la primera cita llama la

atención la ruptura de la consecutio tempore, ruptura que refleja la enunciación del

narrador adulto-niño que se ha tratado en el apartado anterior. El pretérito perfecto

compuesto (han pasado) es el que usa el niño Paupico, mientras que el pretérito

perfecto simple (fueron) es el tiempo utilizado por el narrador adulto; de esta forma, la

temporalización infantil ha dilatado el tiempo y ha convertido nueve meses en mil años

por la cantidad de acontecimientos, sobresaltos, malas noticias y mudanzas que el niño

vivió. Halbwachs (2004:92) explica justamente esta sensación:

Hay horas bajas y días vacíos, mientras que en otros momentos, cuando los

acontecimientos se precipitan o nuestra reflexión se acelera, o nos encontramos en

un estado de exaltación o agitación afectiva, tenemos la impresión de haber vivido

años en tan solo unas horas o unos días. (Las cursivas son mías)

Por lo que respecta a los espacios, ya se comentó en el capítulo dedicado a Pretérito

imperfecto que la representación de la infancia aparece mucho más unida a los lugares

que al tiempo (Celia Fernández Prieto 1997a:540) ya que aquellos se convierten en

“vehículos configuradores de la memoria autobiográfica infantil” (Pozuelo Yvancos

2006:112). Esto es evidente en La dulce España, empezando por los títulos de los

capítulos, asociados casi todos a referencias espaciales, como ya se ha explicado.

307
Ahora bien, son tantas las residencias que tuvo la familia, sobre todo durante la

guerra civil, que la relación afectiva del niño con todas ellas se hace prácticamente

imposible. En este relato de infancia es la figura de la madre (de nuevo la madre) la que

se convierte en la referencia aglutinadora y estabilizante del niño Paupico. Como

Carmita Oliver viaja siempre con su hijo, este no necesita el vínculo emotivo con los

espacios, pues aquella se erige en símbolo de la seguridad y la protección con las que

habitualmente el niño los identifica. Excepto el hotelito de la calle Agustina de Aragón

de cuyos vecinos nos habla con frecuencia, el resto de viviendas adquieren la condición

de lugares de paso. De las ciudades le queda el recuerdo de lo que más le gusta: las

murallas y el río en Lugo, la Semana Santa de Córdoba, el puerto de Cádiz, las bodegas

de Jerez, el puente del Kursaal en San Sebastián, la Plaza Mayor y el Ayuntamiento de

Salamanca, un altar viajero en Ávila, el barrio de Santa Cruz y la calle Sierpes en

Sevilla…

Ya en la adolescencia, su primer viaje a París le descubre la libertad que en España

tardaría años en asomar por el horizonte, libertad para enseñorear banderas rojas con la

hoz y el martillo o para ver, medio escondido en una esquina, cómo las parejas se

besaban en público con toda naturalidad. En este sentido París es la metáfora de las

libertades que no existían en España y con cierta sensación de delincuente, tomó unas

fotografías de mujeres en bikini, prohibidos aquí, para hacer unos reportajes sobre la

ciudad de la luz.

Algunas evocaciones espaciales de La dulce España no se satisfacen con una simple

descripción de sus elementos materiales, sino que a esta se añaden la experiencia de las

emociones y sentimientos que sirven para diferenciar esos lugares de otros que se han

conocido a lo largo de la vida. Así ocurre con la imagen de la bahía de Cádiz desde el

balcón de su dormitorio la primera mañana que se despierta allí (“pocas veces en mi

308
vida he recibido una impresión semejante” p.84) o con su estancia en las Navas del

Marqués, en el verano de 1939, con el tío Pepe, mientras sus padres reformaban el

hotelito de Agustina de Aragón, cuyos pinares describe a modo de locus amoenus:

Los pinares eran gloriosos, se perdían de vista, la luz pasaba entre las ramas de los

pinos, formando dibujos, y al sol volaban los insectos que también se oían zumbar.

No había moscas, ni mosquitos, ni criaturas hostiles. De cuando en cuando corría

un conejo con todo descaro. Si íbamos al caer la tarde, el ruido de los pájaros era

ensordecedor. Cada uno de los pinos parecía una escultura sangrante. Los

chorreones de resina goteaban por la madera mermada a tajos, y algunos se

quedaban en el aire colgados, como si fueran estalactitas. (…) Con la ayuda del tío

Pepe yo trepaba a los pinos y arrancaba piñas maduras, las que estaban llenas de

piñones. (p.283)

El tópico del primer recuerdo aparece en La dulce España asociado a la luz y los

colores: “Mis primeras sensaciones están relacionadas con la luz y, por tanto, con los

colores. Me parece ver una ventana brillando al sol” (p.39). En una de sus

observaciones sobre la niñez, explica el autor: “Los niños mezclan muchas sensaciones,

pero suelen quedarse con un resumen para los restos, sobre todo en las imágenes, en los

olores y también en el sonido” (p.78)269. Jaime de Armiñán reconoce que tuvo desde

siempre muy desarrollado el sentido del olfato (p.101) lo que le permite recordar el olor

de la Casa de Fieras de Madrid a donde le llevaba la criada Nati, el olor a puerros de una

casa en la que vivió en Biarritz, el del cabello de una niña, el de los calamares fritos de

la posguerra o el de la crema Nivea de las chicas del Club Alpino. Incluso añade una

nota escatológica y humorística cuando recuerda un pedo que le turbó en una visita de

269
Celia Fernández (1997:542) hace una observación parecida: “la evocación de los espacios de la
infancia se une inextricablemente a sensaciones olfativas, visuales o táctiles”.

309
compromiso. A lo largo del libro menciona olores que recuerda de sus distintos viajes

como el del primer tren en el que montó, el de las procesiones de Córdoba, “a cera y a

flores”, el olor a mar en Cádiz, nuevo para él, el de los pinares de las Navas del

Marqués… Hay, en fin, dos olores relacionados con la guerra civil que corresponden a

dos ciudades que vio en ruinas, devastadas por la guerra. La primera fue Irún, al cruzar

la frontera de camino a Biarritz, que olía a madera quemada: “Recuerdo también,

porque hay sensaciones que nunca se olvidan, el olor a chamusquina: un olor que, al

cabo del tiempo, si estoy en la oscuridad, cierro los ojos y trato de evocarlo, me vuelve.”

(p.146) La segunda, al terminar la guerra fue Nules, que es posible que “oliera a cal,

orín y arena, pero no a madera quemada como Irún.” (p.146)

4. CONCLUSIONES

A diferencia del resto de autobiografías analizadas, esta es un relato de infancia pues

el periodo que abarca finaliza con la mayoría de edad del autor. Su escritura se debe al

duelo por la muerte de su madre, al sentimiento de orfandad que ha quedado en él, al de

culpa por no haber dedicado a Carmita Oliver el tiempo que debía, al homenaje que

quiere tributar a toda su familia y al deseo de dejar testimonio de “un tiempo confuso en

el que todos acabamos perdiendo”, con la esperanza de que no se vuelva a repetir y que

los pasteles del escaparate de “La Dulce España” no amarguen nunca más.

Para apuntalar el propósito testimonial el autor ha añadido un conjunto de fotografías

que confieren, como ocurre siempre con los documentos gráficos, un valor de verdad al

relato. Asimismo, esta finalidad se fortalece con los escritos de sus padres y abuelo que

el autor ha incorporado al relato. Esto convierte La dulce España en una autobiografía

310
con mucho de memoria familiar al dar cuenta de los hechos con tres enunciaciones

distintas:

1. la del niño Paupico, el “niño viejo”, que con tono conciliador y tolerante narra

una infancia de hijo único, mimado y protegido por toda su familia y,

especialmente por su madre. Para Jaime de Armiñán la niñez fue un paraíso (La

Dulce España) que ni siquiera perdió en los momentos más duros de la guerra,

de ahí la identificación niño-adulto (el adulto se siente el niño que fue, con el

que no existe separación emocional), que se convierte en el elemento clave del

relato. La perspectiva infantil explica, por una parte, la visión de la contienda

como un juego con el que el niño disfruta y por otra, la ausencia del horror y el

drama tan presentes en otros libros como Pretérito imperfecto o El hombre

indigno. Aunque el narrador tome en algunas ocasiones distancia irónica, la

identificación entre los yoes del pasado y del presente justifica que no sea la

nostalgia el sentimiento predominante, sino los de ternura y gratitud.

2. la del padre, Luis de Armiñán, político del Partido Radical y periodista, que

vivió acontecimientos muy importantes de la convulsa historia del siglo pasado,

de los que pretende dejar testimonio en sus cuadernos, cuyas páginas reflejan el

pesimismo y la desmoralización de una persona honrada, escarmentada de la

política.

3. la de Carmita Oliver, cuyos escritos muestran una mezcla de añoranza,

resignación, frustración e indignación, es un testimonio sobre la vida de muchas

mujeres en aquella época, que abandonaron sus proyectos intelectuales y

profesionales para dedicarse a sus maridos e hijos. Ella es la verdadera

protagonista del relato y destinataria principal del homenaje que Jaime de

311
Armiñán tributa a sus parientes, pues consiguieron entre todos que, a pesar de

los pesares, tuviera una infancia feliz.

312
313
CAPÍTULO 7. CONCLUSIONES

La aportación de este trabajo radica en la relación que se ha establecido entre

autobiografía y testimonio. Para ello, se han tenido en cuenta los dos elementos claves

de la teoría de Lejeune (el valor referencial del género autobiográfico y el pacto de

veracidad) y la tesis de Loureiro, que sostiene que la autobiografía es un acto a la vez

discursivo, intertextual, retórico, ético y político. Además, se ha reflexionado sobre la

noción de testimonio, que se desliza por los ámbitos jurídico e histórico hasta llegar al

autobiográfico. En este último se integran algunos elementos de los dos anteriores como

la existencia y veracidad de los hechos, la credibilidad del testigo y su importancia

como una estructura fundamental entre la memoria y la historia. Ahora bien, el

testimonio autobiográfico incorpora una pulsión explícitamente manifestada por Primo

Levi (1995b:211): “La necesidad de hablar a “los demás”, de hacer que “los demás”

supiesen, había asumido entre nosotros, antes de nuestra liberación y después de ella, el

carácter de un impulso inmediato y violento” (las cursivas son mías). A esta voluntad

responden los autobiógrafos que se proponen como finalidad dominante hablar de los

acontecimientos históricos que vivieron y que no solo les afectaron a ellos sino a toda la

sociedad. De esta forma, a través del testimonio individual se puede reconstruir una

experiencia colectiva; de ahí que este tipo de autobiografías contribuyan a crear lo que

hemos denominado memoria cultural, considerada como el conjunto de versiones del

314
pasado de una comunidad que circulan a través de los medios sociales de comunicación,

en este caso, a través de la literatura.

Para que estos testimonios sean eficaces, es decir, logren ser creídos, las

autobiografías se apoyan en cuatro rasgos: la capacidad cognitiva e intelectual del

narrador, la calidad de la memoria del autobiógrafo, un compromiso moral de sinceridad

y de veracidad y uno ético-político de apelación a los otros, los lectores, con el fin de

que los sucesos de los que ha sido testigo el autor no se olviden y no vuelvan a repetirse.

Este ha sido el marco teórico del estudio, pero, como decía Olney (1991:33), “la

práctica de la autobiografía es casi tan variada como el número de personas que la

llevan a cabo”. La finalidad de la investigación era demostrar que la versatilidad del

género permite que la narración de los recuerdos de la guerra civil (el hecho histórico

más importante en la memoria cultural española del siglo XX) se plasme en poéticas

diferentes, que plantean problemas retóricos y pragmáticos distintos. Para ello, se han

abordado los aspectos narratológicos, la perspectiva pragmática y el análisis

hermenéutico de cuatro autobiografías, aunque el estudio se ha ajustado a las

particularidades de cada una. La conclusión a la que se ha llegado es que la manera de

abordar la escritura de la vida es inseparable de la intención del autobiógrafo y del

efecto que quiere causar y que la perspectiva e ideología del autor condicionan su

retórica.

A pesar de que las cuatro obras giran en torno al eje temático de la guerra civil, Laín

Entralgo la aborda desde la ideología del bando vencedor, Caballero Bonald desde su

perspectiva de escritor, Castilla del Pino desde la del psiquiatra comprometido y Jaime

de Armiñán desde la del niño que cuenta cómo miraba e interpretaba los

acontecimientos.

315
Las intenciones explícitas y la fuerza ilocutiva de cada desafío autobiográfico

también son diferentes. Laín Entralgo envuelve el testimonio en la confesión, aunque lo

que verdaderamente pretende es limpiar su pasado y hacerlo presentable para continuar

siendo una figura intelectual y política de primer orden en la Transición. Por eso no

duda en maquillar los aspectos biográficos desfavorables (sobre todo su adhesión al

bando nacional, al régimen nazi y a la dictadura franquista) y justificárselos al lector en

una sugerente dramatización judicial. Caballero Bonald utiliza la forma literaria para la

expresión de su testimonio e identifica el reto autobiográfico con otros proyectos

literarios (poéticos o narrativos), de manera que su validez reside no tanto en la

exactitud del recuerdo como en su eficacia literaria. Castilla del Pino se plantea dos

objetivos al escribir su autobiografía: el primero, el testimonial, por la importancia

histórica de los hechos que vivió y el segundo, el catártico que toda escritura de

traumas debe traer consigo. Para conseguir la intención testimonial, equipara al

autobiógrafo con un buen periodista, que pretende dar cuenta de una vida de manera

objetiva y precisa. Así Pretérito imperfecto se convierte en un excelente documento

sobre la guerra civil y la posguerra. Por último, por las palabras del prólogo y del

epílogo de La Dulce España se deduce que el propósito de Jaime de Armiñán fue

homenajear póstumamente a sus familiares y, en especial, a su madre, y lo hace

intercalando en su narración los escritos y diarios de sus padres, que también testifican

sobre la época que les tocó vivir.

Aunque de maneras distintas, todos los autobiógrafos han establecido un contrato de

veracidad con el lector. En concreto, se observa una clara contraposición entre dos de

las obras analizadas pues Tiempo de guerras perdidas y Pretérito imperfecto se

convierten en paradigmas de los dos modelos extremos a los que puede dar lugar el

compromiso de verdad: la confianza/ desconfianza en la memoria para dar cuenta fiel de

316
lo vivido. O lo que es lo mismo: el que defiende que es factible la narración fiel a los

hechos y que, para ello, hay que probar la verdad con todos los recursos narrativos y

paratextuales posibles: abundancia de detalles, referencias cronológicas precisas,

fotografías, documentos…(Castilla del Pino) y el que está continuamente cuestionando

la veracidad de lo narrado y recordándonos que la memoria tiene sus trampas, que hace

una recreación del pasado y que, por tanto, no hay que fiarse demasiado de ella ni de los

autobiógrafos (Caballero Bonald). Este último incluye, además, varias digresiones

metaautobiográficas en sus autobiografías (mucho más numerosas en el segundo

volumen), tal vez porque es el único que se enfrenta al pacto de una manera

problemática, distanciándose de una concepción de la autobiografía como género

referencial y rebajando las expectativas más de veracidad que de sinceridad. No

obstante, recurre a varios de los lugares comunes autobiográficos como la utilización de

su fotografía en la portada, las interrupciones para opinar, aclarar o añadir algo a

propósito de lo narrado o las expresiones con las que no deja duda de la exactitud de sus

recuerdos (“Todavía lo estoy viendo” o “Lo recuerdo con absoluta precisión”). Castilla

del Pino, por el contrario, defiende a ultranza el contrato de veracidad y se esfuerza por

acercar su autobiografía al documento histórico, tanto en la retórica como en el

contenido.

Las diferencias anteriores comportan implicaciones retóricas, en las que se vuelve a

observar un claro contraste entre Caballero Bonald y Castilla del Pino. El primero no

duda en utilizar los recursos retóricos que caracterizan su prosa literaria: la riqueza y

variedad léxicas, la abundante y rigurosa adjetivación, la sintaxis barroca y el empleo de

la litotes; sin embargo, Castilla del Pino se empeña en intentar eliminar cualquier

elemento que pueda enturbiar la ilusión de la transparencia, por lo que opta por un estilo

directo, sobrio, objetivo y sin artificio, que ofrece al lector un efecto de veracidad. Por

317
su parte, Laín Entralgo exhibe mediante el uso de la prosopopeya y el apóstrofe, sobre

todo en las epicrisis, sus amplios conocimientos de oratoria y retórica clásicas, que le

sirven para captar la atención del auditorio, convencerlo con su despliegue argumental y

moverlo a la compasión con el fin, en último término, de conseguir su absolución. Todo

ello expresado en una prosa excesivamente grave y envarada, lastrada por el uso de

términos arcaizantes y ampulosos.

Asimismo se observan diferencias en los destinatarios implícitos, imprescindibles en

la dimensión ética de la autobiografía pues no solo se limitan a recibir el texto, sino que

asumen su parte de responsabilidad (“take responsibility for it”). Laín Entralgo, con la

escisión no en dos sino en tres yoes y la estrategia de adelantarse a los reproches y

censuras que se le pudieran hacer, lo interpela como receptor de la confesión, buscando

su comprensión, indulgencia y por último su absolución. Caballero Bonald apela al

lector como cómplice literario, es decir, alguien que no debe pedir exactitud sino

verosimilitud en lo narrado y al que se le presenta una memoria poco fiable pero

necesaria como herramienta creativa. Castilla del Pino busca la credibilidad y se dirige

al destinatario como fiduciario de los hechos espantosos que evoca. En la misma línea,

Jaime de Armiñán lo utiliza como depositario de los escritos de sus padres, que, de otra

manera, no habrían sido nunca editados. Las estrategias de veracidad de Castilla del

Pino funcionaron, como lo prueba “el eco autobiográfico”, es decir, la respuesta de los

lectores que se dirigieron al autor para puntualizar o completar algunos datos de la obra,

que fue leída, por tanto, como verdad. Sin embargo, algunos lectores de Laín Entralgo

(en el momento de la publicación de Descargo de conciencia, Castilla del Pino y Juan

Marsé y posteriormente, Santos Juliá, Isaac Rosa y Gregorio Morán, entre otros)

interpretaron su descargo no como una confesión sino como un acto de impostura.

318
Hay también una gradación en la relación entre el yo enunciador y los yoes

enunciados que va desde la identificación absoluta en Jaime de Armiñán (“Yo soy el

niño que las escribe”) al extrañamiento de Caballero Bonald, que ni se identifica ni se

reconoce en el protagonista de los recuerdos, al que califica de “dudoso” y “presunto”.

En Pretérito imperfecto se observa una continuidad entre el personaje del pasado y el

ser actual porque los valores de este último son el resultado de la perfección de los que

ya estaban en el niño. Aunque el título (Descargo de conciencia) y algunas confesiones

del texto lleven a pensar que Laín se enfrenta a sus yoes del pasado con sentimiento de

culpa y arrepentimiento, el análisis hermenéutico permite deducir que, en realidad, ha

elaborado las racionalizaciones oportunas para que esos sentimientos no le impidan

seguir gozando de los privilegios que le supuso pertenecer al bando vencedor.

El hecho histórico del que estas obras dejan testimonio explica el que todas tengan

otra característica en común: las escasas concesiones que los autores hacen a su

intimidad o privacidad. Parece como si tuvieran claro que los sucesos de los que

atestiguan corresponden al ámbito de lo público y, por tanto, lo privado o lo íntimo tiene

poca cabida en sus obras, en las que, no obstante se observan distintos grados en la

expresión de lo íntimo. La dulce España es la más intimista, pues Jaime de Armiñán es

el que sondea de manera más intensa y sincera en sus afectos, siempre desde la dulzura

y la comprensión. En el otro extremo se sitúan Laín Entralgo y Caballero Bonald. El

primero muestra una gran capacidad de análisis en todo lo relacionado con las

autojustificaciones que presenta, pero esquiva hábilmente la indagación en el resto de su

intimidad. Por su parte, Caballero Bonald se considera inepto para la introspección y

evita no solo las referencias a la intimidad, sino también a la privacidad. Castilla del

Pino deja entrever algunos aspectos que no acaba de confesar directamente, como la

319
conflictiva relación con su padre, ausente pero presente o el sentimiento de culpa por su

incapacidad para querer a su madre.

Tres de las autobiografías (Descargo de conciencia, Pretérito imperfecto y La dulce

España) presentan una estructura externa similar en la que predominan las referencias

espaciales para los títulos de las partes o de los capítulos: Madrid, Santander, Pamplona,

Navarra, Burgos y Madrid en Descargo de conciencia; la calle Colón, Ronda, Madrid y

Córdoba en Pretérito imperfecto; Lugo, Córdoba, Cádiz, Biarritz, Burgos, Salamanca,

Vitoria, San Sebastián en La Dulce España. Es llamativa la coincidencia de la misma

construcción sintáctica en el título de dos capítulos de las dos primeras: “De Ronda al

36” y “De Madrid a psiquiatra” en Pretérito imperfecto, “de Santander a Pamplona” y

“de Burgos a Madrid” en Descargo de conciencia. Además, Pretérito imperfecto y La

dulce España tienen una estructura externa prácticamente idéntica pues se dividen en

cinco partes, de las cuales, la tercera, la central y significativamente más larga, es la

dedicada a la guerra civil. Cada una de las partes tiene varios capítulos con un total de

veinticuatro en Pretérito imperfecto y de veintidós en La dulce España. Descargo de

conciencia está dividido en siete capítulos y el relato sobre los recuerdos de la guerra

civil también ocupa los tres centrales. Tiempo de guerras perdidas, sin embargo, consta

de catorce capítulos sin nota preliminar, prólogo o epílogo (que sí tienen las otras tres

obras), cuyos títulos son versos de anteriores poemas del autor.

En general, los autores que aceptan la concepción de la autobiografía como un género

referencial utilizan una temporalización lineal con escasas anacronías. Así ocurre en

Descargo de conciencia, Pretérito imperfecto y La dulce España. En cambio, Caballero

Bonald va dando rienda suelta a los recuerdos sin importarle su secuenciación lineal, de

ahí que sean más abundantes que en el resto de los relatos las analepsis y, sobre todo,

las prolepsis.

320
Hay disparidad en el vínculo de los autobiógrafos con sus espacios biográficos. Para

Caballero Bonald, Doñana constituye el compendio simbólico del mundo y es un lugar

esencial vital y narrativamente hablando. También Castilla del Pino establece lazos

emotivos especiales con dos ciudades, Ronda y Córdoba. Jaime de Armiñán no expresa,

con excepción quizás del hotelito de Agustina de Aragón, una vinculación afectiva por

los espacios debido a su infancia itinerante, pero sí los une a sensaciones olfativas o

visuales.

En definitiva, estas cuatro autobiografías confirman que la plasmación del testimonio

autobiográfico sobre el mismo hecho histórico puede presentar importantes diferencias

retórico-pragmáticas, debidas sobre todo a la intención del autobiógrafo y al efecto que

quiere causar en el lector, lo que, a su vez, demuestra la flexibilidad de los textos

autobiográficos situados en el extremo de la línea imaginaria en el que prima el

componente testimonial.

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