Las Leyes de La Atraccion - Bret Easton Ellis

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Las leyes de la atracción, segunda novela del veinteañero Bret Easton Ellis,

después de la celebérrima Menos que cero, llegó a España precedida del


revuelo polémico que levantó, tanto en Estados Unidos como en Europa. Un
insólito documento, elegante, irónico y descarnado, de los universitarios de
New Hampshire en los ochenta. Una pandilla de niños ricos gira
frenéticamente en una ronda obsesiva de sexo, drogas y rock and roll,
promiscuos y compulsivos, atrapados en un torbellino frío y vertiginoso, en el
que no faltan momentos hilarantes. Es la historia burlona de A desea a B, B
desea a C, C desea a A; todos ignoran los sentimietnos de todos, se
entregan a sus perseguidores y, cerrando los ojos, sueñan con otros.
¿Cuáles son las leyes de la atracción a las que se someten estos jóvenes?
¿Es más intenso el deseo de un cuerpo que las ganas de comprar un traje
de Armani?
La caleidoscópica estructura narrativa, en forma de monólogos, es brillante y
brutal, su estilo resulta sorprendentemente eficaz. La apatía, la
desesperación y la angustia de vivir, la crítica a unos padres siempre
divorciados y ausentes, que se limitan a enviar dinero, la incapacidad de
comunicarse, excepto a través de la música que suena sin fin se camuflan
apenas en el humor episódico y el frenesí del consumo.

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Bret Easton Ellis

Las leyes de la atracción


ePUB r1.1
minicaja 18.06.13

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Título original: The Rules of Attraction
Bret Easton Ellis, 1987
Traducción: Mariano Antolín Rato
Ilustración: Cartel anunciador de la película Las reglas del juego, dirigida por Roger Avary.
Retoque de portada: minicaja

Editor digital: minicaja


♦ Aporte gracias a prpikachu
♦ (r1.0) Revisada por trips
♦ (r1.1) Correción de erratas por Castroponce
ePub base r1.0

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Para Phil Holmes

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Los hechos, incluso ensartados en una cadena, no seguían un auténtico
orden. Los acontecimientos no se sucedían. Los hechos, aunque
ocurrían, eran independientes y fortuitos y azarosos; episódicos, rotos,
sin transiciones uniformes, no parecía que los acontecimientos fueran
consecuencia de otros anteriores.

Tim O’Brien
Going After Cacciato

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INVIERNO
1985

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y es una historia que te podría aburrir pero no tienes que escuchar, me dijo ella,
porque ella siempre supo que iba a ser así, y lo fue, cree ella, en su primer año o, en
realidad, fin de semana, de hecho un viernes, en septiembre, en Camden, y esto era
hace tres o cuatro años, y se emborrachó tanto que terminó en la cama, perdió la
virginidad (tarde, tenía dieciocho años) en el cuarto de Lorna Slavin, porque iba a
primero y tenía compañera de cuarto, que era Lorna que, recuerda, estudiaba último o
penúltimo curso y normalmente iba a casa de su novio, que no vivía en el campus, y
creyó que el tipo estudiaba cerámica pero en realidad era un chico de la Universidad
de Nueva York, estudiante de cine, y que fue hasta New Hampshire sólo a la Fiesta de
Disfraces para Follar; o fue uno de pueblo. De hecho, aquella noche le había echado
el ojo a otro: a Daniel Miller, de último curso, que estudiaba arte dramático, sólo que
era un poco gay, de pelo rubio, un cuerpo fabuloso y aquellos asombrosos ojos grises,
pero él se veía con esa chica francesa tan guapa de Ohio, e imprevistamente se
marchó a Europa y nunca se graduó. Conque este chico (ahora ni se acuerda de cómo
se llamaba: ¿Rudolph? ¿Bobo?) de la Universidad de Nueva York y ella hablaban,
eso sí lo recuerda, debajo de un poster de Reagan al que le habían dibujado bigote y
gafas de sol, y él le hablaba de todas esas películas, y ella no dejaba de decirle que las
había visto todas aunque no las había visto y estaba de acuerdo con él en las que le
gustaban y en las que no, todo el rato pensando en que podía no ser un Daniel Miller
(este chico tenía el pelo de punta, color negro azulado, corbata de lana con dibujos
chillones y, por desgracia, un comienzo de perilla), pero con todo era bastante guapo
y estaba segura de que ella pronunciaba mal los nombres de todos esos directores de
cine, confundiéndose con los actores, hablando de directores de fotografía
equivocados, pero le gustaba y notaba que el chico miraba mucho a Kathy Kotcheff,
y ésta le devolvía la mirada y ella estaba bebiendo de modo increíble y asentía sin
parar y él fue al barril a por un poco más de cerveza y Kathy Kotcheff, que llevaba un
sostén negro y unas bragas negras con liguero, se puso a hablar con él y ella estaba
desesperada. Iba a acercarse y soltar unos cuantos nombres, mencionar a Salle o
Longo, pero consideró que sería demasiado pretencioso, así que se le acercó por
detrás y se limitó a susurrarle que tenía algo de yerba en su cuarto —aunque no la
tenía esperaba que Lorna sí— y él sonrió y dijo que le parecía una buena idea.
Camino de la escalera gorroneó un pitillo que nunca iba a fumar y fueron al cuarto de
Lorna. Cerró la puerta con llave. Encendió la luz. Él la apagó. Cree que le dijo que no
tenía yerba. Él dijo bueno y sacó una botella de plata que había llenado de ponche
antes de que se hubiera terminado abajo y ella ya estaba muy borracha de eso y de
cerveza pero de todos modos bebió más y antes de darse cuenta estaban en la cama de
Lorna haciéndolo y se encontraba demasiado borracha para sentirse nerviosa. Dire
Straits o puede que fueran Talking Heads sonaban abajo y ella estaba borracha
perdida y aunque pensaba que aquello era una completa locura ya no podía parar ni

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hacer otra cosa. Quedó fuera de combate y cuando se recuperó, trató de quitarse el
sostén pero todavía estaba demasiado borracha y él ya había empezado a follársela
pero sin saber que era virgen y le hacía daño (no demasiado, sólo un agudo dolor
poco intenso, pero no tan fuerte como le habían dicho que sería, aunque tampoco
exactamente agradable) y es entonces cuando oyó otra voz en el cuarto, gimiendo, y
notó el peso en la cama y comprendió que aquella persona que tenía encima no era el
estudiante de cine de la Universidad de Nueva York, sino otra persona. La habitación
estaba completamente a oscuras y podía notar que había dos pares de rodillas a cada
uno de sus lados y ni siquiera se quería enterar de lo que estaba pasando. Lo único
que sabía, que sabía seguro, era que tenía náuseas y que se daba cabezazos contra la
pared. La puerta que pensó haber cerrado con llave se abrió y entraron sombras
diciendo que tenían que poner el barril en algún sitio y el barril rodaba por el suelo,
tropezó contra la cama y la puerta se cerró. Y pensaba que aquello podría haberle
pasado con Daniel Miller, que la habría cogido suavemente con sus fuertes brazos de
estudiante de arte dramático y la habría desnudado en silencio, con manos de experto,
quitándole el sostén con gracia y desenfado, besado intensa, tiernamente, y
probablemente no le habría hecho daño, pero no estaba con David Miller. Estaba allí
con un chico de Nueva York cuyo nombre no sabía y Dios sabe con quién más, y los
dos cuerpos que tenía encima seguían moviéndose y luego la que estaba encima era
ella y, aunque estaba demasiado borracha para seguir arriba, había otra persona que la
tenía agarrada, sosteniéndola, mientras otro le tocaba los pechos por encima del
sostén y seguía follándosela y oía a la pareja de la puerta de al lado discutir en voz
muy alta y luego se volvió a desmayar, luego despertó cuando uno de los chicos se
golpeó la cabeza contra la pared, cayendo de la cama y arrastrándola con él y los dos
se golpearon la cabeza contra el barril. Oyó a uno de los chicos vomitar en lo que
esperaba que fuese la papelera de Lorna. Volvió a desmayarse y cuando despertó,
puede que treinta segundos más tarde, puede que media hora, seguían follándosela,
seguía gimiendo de dolor (ellos a lo mejor pensaban que estaba muy excitada, lo que
no era el caso) y oyó que llamaban a la puerta.
—Mirad a ver quién es —dijo, o por lo menos es lo que ella cree que dijo.
Seguían llamando a la puerta cuando volvió a perder el sentido.
Despertó a la mañana siguiente, muy temprano, y el cuarto estaba frío y apestaba
a vómito; el barril medio vacío goteaba en el suelo. La cabeza le dolía, en parte
debido a la resaca y en parte porque había estado dándose cabezazos contra la pared
no sabía durante cuánto tiempo. El estudiante de cine de la Universidad de Nueva
York estaba tumbado junto a ella en la cama de Lorna, que durante la noche habían
trasladado al centro de la habitación, y le pareció más bajo y con el pelo más largo de
lo que recordaba, cortado a cepillo, menos en punta. Y a la luz que entraba por la
ventana vio al otro chico junto al que estudiaba cine —ya no era virgen, pensó para sí

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misma—; el chico tumbado junto al chico de la Universidad de Nueva York abrió los
ojos y todavía estaba borracho y nunca le había visto antes. Probablemente era de
pueblo. Se había acostado con uno de pueblo. Ya no soy virgen, volvió a pensar. El de
pueblo le guiñó un ojo, sin molestarse en presentarse, y luego le contó un chiste que
había oído la noche anterior sobre un elefante que andaba por la selva y que se
clavaba una espina en la pata y le dolía muchísimo, y el elefante no se la podía
arrancar así que le decía a una rata que pasaba:
—Por favor, arráncame la espina de la pata.
—Sólo si me dejas que te folle —le pedía la rata.
El elefante decía que de acuerdo sin dudarlo y la rata arrancaba enseguida la
espina del pie del elefante y luego montaba sobre el elefante y se ponía a follárselo.
Pasó un cazador y disparó al elefante, que se puso a gemir de dolor. La rata, que
ignoraba que el elefante estuviera herido, le decía:
—Sufre, cariño, sufre. —Y seguía follando.
El de pueblo se echó a reír y era un chiste que a ella le gustaría olvidar, pero
desde entonces sigue recordándolo. Empezaba a amanecer y ella no sabía cuál de los
dos le había quitado la virginidad (técnicamente) aunque le apetecía más que hubiera
sido el estudiante de cine de la Universidad de Nueva York que el de pueblo, aunque
por algún motivo el asunto parecía de poco interés aquella mañana posvirginal. Era
vagamente consciente de que estaba sangrando, pero sólo un poco. El chico de la
Universidad de Nueva York eructó en sueños. Habían vomitado (¿cuál de los dos?) en
el cubo de basura de Lorna. El de pueblo seguía riéndose, se partía de risa desnudo.
Ella seguía con el sostén puesto. Y no le dijo a nadie, aunque hubiera querido
decírselo a Daniel Miller:
—Siempre supe que iba a ser así.

SEAN La fiesta está a punto de terminar. Llego a Windham House justo cuando están
poniendo la espita al último barril. El trapicheo en la ciudad fue bien y tengo algo de
dinero, así que compro algo de yerba a ese de primero que vive en Booth y me coloco
antes de ir a la fiesta. Hay una partida de monedas en la sala de estar y Tony está
llenando una jarra de cerveza.
—¿Cómo va todo? —le pregunto.
—Oye, Sean. He perdido el carné de identidad. Se acabó El Pub —dice—. Brigid
está loca por ese chico de Los Angeles. ¿Quieres unirte?
—Está bien —digo—. ¿Dónde están los vasos?
—Ahí encima —dice, y vuelve a la mesa.
Me sirvo cerveza y me fijo en que esa chica de primero de mirada ardiente y pelo

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corto rubio, cuerpo estupendo, a la que me follé hace un par de semanas, está junto a
la chimenea. Iba a acercarme a ella para charlar, pero Mitchell Allen le está
encendiendo un pitillo y no quiero líos. Así que me quedo apoyado en la pared,
oyendo a REM, termino la cerveza, me sirvo más, sin quitarle ojo a la chica de
primero. Entonces otra chica, Deidre creo que se llama, pelo negro en punta, parece
que hace días que no se lo peina, labios pintados de negro, uñas pintadas de negro,
medias negras hasta la rodilla, zapatos negros, bonitas tetas, cuerpo estupendo, de
último curso, entra y lleva la espalda al aire, y eso que afuera hace frío, y está
borracha y tose como si estuviera tuberculosa, con un whisky en la mano. La he visto
robando a Dante en la librería.
—¿Nos conocemos de antes? —pregunta. Si está de broma, resulta sencillamente
estúpida.
—No —digo yo—. Hola.
—¿Cómo te llamas? —pregunta, tratando de mantenerse en pie—. ¿Peter?
¿Peter? No, no te llamas así.
—Pues sí. —Todavía le tengo el ojo echado a la de primero pero ella no quiere
mirar hacia aquí. Mitchell le lleva otra cerveza. Es demasiado tarde. Vuelvo a mirar a
Dede, o Dedire, o como se llame.
—¿Vas a último curso? —me pregunta.
—No —le digo—, a primero.
—¿De verdad? —De repente empieza a toser, luego echa un trago del whisky, de
hecho se lo termina, y dice, con voz rasposa—: Me pareció que eras mayor.
—Voy a primero —le digo, apurando mi cerveza—. Peter. Peter el de primero.
Mitchell susurra algo al oído de la chica. Ella ríe, y se aparta un poco. Mitchell
sigue susurrándole algo. La chica no se mueve. Claro. Quiere irse con él.
—Pues yo juraría que te llamas Brian —dice Deedum.
Considero las opciones. Puedo irme ahora mismo, o volver a mi cuarto, tocar la
guitarra, acostarme. O podría jugar a las monedas con Tony y Brigid y ese idiota de
Los Angeles. O largarme del campus con esta chica, ir a El Carrusel a tomar una
copa, y dejarla allí. O puedo llevármela a mi cuarto, espero que no esté El Rana,
colocarnos y follármela. Pero en realidad eso no me apetece. No me atrae mucho,
pero la de primero de mirada ardiente ya se ha marchado con Mitchell y mañana no
tengo clase y es tarde y parece que el barril se está terminando. Y ella me mira y
pregunta:
—¿Qué te pasa? —Y yo pienso: ¿Por qué no?
Así que termino yéndome con ella, está algo gorda, pero dura, es de Los Angeles,
su padre pertenece a la industria del disco pero ella no sabe quién es Lou Reed.
Vamos a su cuarto. Su compañera de cuarto está allí pero duerme.
—Haz como si no existiera —dice, encendiendo la luz—. Está loca.

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Me estoy desnudando cuando su compañera de cuarto se despierta y se pone
histérica al verme desnudo. Me meto en la cama de D, pero su compañera entonces se
pone a chillar y se levanta de la cama y D empieza a gritarle:
—Estás loca, duérmete enseguida, estás completamente loca. —Y su compañera
sale dando un portazo y sollozando.
Empezamos pero ella se ha olvidado del diafragma, así que trata de ponérselo,
manoseando la goma pero sin conseguir metérselo y está demasiado borracha para
saber cómo se lo tiene que poner. De todos modos trato de follármela pero ella no
deja de murmurar: «Peter, Peter». Así que me paro. Pienso en dejar la cosa, pero
fumo algo más de yerba y me largo. Allá penas. Rock’an’roll.

PAUL Ya estábamos muy pasados cuando fuimos a la fiesta y la noche todavía era
joven y la chica sueca de pelo claro de Connecticut, muy alta y con pinta de chico, se
me acercó, y yo no hice nada. Borracho, sí, pero todavía me entero perfectamente de
dónde me meto, así que no hago nada. He intentado hablar con Mitchell pero a él le
interesaba mucho esa calientapollas, feísima a más no poder, de segundo que se llama
Candice, Candy para abreviar. Estaba bastante descolocado, pero ¿qué podía hacer?
Me puse a hablar con Katrina y la encontré muy atractiva con su impermeable negro
del Ejército de Salvación y el gorro de marinero con unos rizos rubios asomando, los
ojos grandes y azules hasta en la penumbra del cuarto de estar de Windham House.
Total, que estábamos borrachos y Mitch seguía hablando con Candice y en la
fiesta estaba esa chica a la que no me apetecía ver y estaba lo suficientemente
borracho como para irme con Katrina. Supongo que podía quedarme, esperar a
Mitchell, o irme con ese chico de Los Angeles que, a pesar de estar demasiado
moreno, tenía buenos músculos y parecía lo suficiente descolocado como para probar
con él. Pero seguía con las gafas de sol puestas y jugando a las monedas y, de todos
modos, hay rumores de que se ha acostado con Brigid McCauley, conque cuando
Katrina me preguntó: «¿Qué te pasa?», yo encendí un pitillo y contesté: «Vámonos».
Ahora estábamos más borrachos todavía pues nos habíamos bebido una botella de
vino tinto que encontramos en la cocina, y una vez salimos al aire fresco de octubre,
éste nos provocó una especie de sobresalto, pero no nos puso sobrios y no parábamos
de reír. Luego ella me besó y dijo:
—Vamos a mi cuarto a ducharnos.
Todavía estábamos atravesando el prado del Área Común cuando dijo eso, sus
manos con mitones metidas en el abrigo negro, reía, daba vueltas, pegaba patadas a
las hojas, todavía se oía la música de Windham House. Yo quería alargar este
momento, así que sugerí que consiguiéramos algo de comer. Dejamos de andar y nos

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quedamos allí, y aunque su voz sonó algo más que decepcionada, estuvo de acuerdo,
y fuimos de casa en casa, vaciando furtivamente las neveras aunque lo único que
conseguimos fue unos cuantos cacahuetes, una bolsa medio vacía de patatas fritas y
una Heineken negra.
Total, que terminamos en su habitación, borrachos de verdad, y empezamos. Ella
interrumpió la cosa un momento y se dirigió al cuarto de baño del vestíbulo de abajo.
Encendí la luz y eché una ojeada por el cuarto, mirando la cama vacía de su
compañera y el poster de un unicornio de la pared; ejemplares de Town and Country
y de The Weekly World News («Tuve un hijo con Piesgrandes», «Dicen los científicos
que los OVNIS provocan el SIDA») estaban esparcidos alrededor de un osito de
peluche gigante que estaba sentado en un rincón y pensé para mí que aquella chica
era demasiado joven. Volvió y encendió un canuto y apagó la luz. A punto de perder
el sentido me preguntó:
—No vamos a hacer el amor, ¿verdad?
Paul Young sonaba en el estéreo y yo estaba encima de ella. Sonreí y dije,
pensando en la chica que dejé en septiembre:
—No, me parece que no.
—¿Y por qué no? —preguntó ella, y la verdad es que ya no me parecía nada
guapa, allí tumbada en la semioscuridad de su cuarto, la única luz era la de la punta
del porro que sostenía en la mano.
—No lo sé —dije, y luego sonreí tristemente—. Estoy comprometido. —Aunque
no lo estaba—. Y tú estás demasiado borracha. —Aunque la verdad es que tampoco
tenía nada que ver.
—Me gustas de verdad —dijo ella antes de quedar fuera de combate.
—Me gustas de verdad —repetí yo, aunque casi no la conocía.
Terminé el porro y la Heineken. Luego la tapé con una manta y me quedé allí de
pie, con las manos en los bolsillos del abrigo. Se me ocurrió quitarle la manta. Le
quité la manta. Luego le levanté el brazo y le miré los pechos, se los toqué. Podría
forzarla, pensé. Pero ya eran casi las cuatro y dentro de seis horas tenía clase, aunque
la idea de ir me parecía muy remota. Al salir le quité un ejemplar de Cien años de
soledad y apagué el estéreo, contento y puede que un poco avergonzado. Yo iba a
último curso. Ella era una chica agradable. De todos modos, le contaría a todo el
mundo que no se me levantaba.

LAUREN El jueves fuimos a la fiesta de Windham. La cosa fue que me sentía


inquieta y no me gustaba y me puse a pensar en Victor y a sentirme sola. Judy
apareció por el estudio, borracha ya, y trató de consolarme. Nos colocamos y todavía

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me sentí más sola pensando en Victor. Luego ya es tarde y estamos en la fiesta y es lo
de siempre: barril en el rincón, REM, o creo que es REM, guapos y poco ingeniosos
estudiantes de danza retorciéndose sin ninguna vergüenza.
—Vámonos —dice Judy, y yo estoy de acuerdo.
No nos vamos. Nos servimos cerveza, que está caliente e insípida, pero la
tomamos. Judy liga con un chico de Fels aunque yo creía que a ella le apetecía más
ese chico de Los Angeles que juega a las monedas con Tony, que me gusta a mí y con
el que me acosté en segundo, y esa chica, Bernette, que me parece que está mirando a
ese chico de Los Angeles o puede que esté mirando a Tony, y no pasa nada y pienso
en irme, pero la idea de volver al estudio.
Entra alguien a quien no me apetece ver, así que me pongo a hablar con ese chico
de primero que parece yuppie.
—¿Brindamos por ti? —pregunta.
Miro a Tony, preguntándome si le intereso. Tony me mira, levantando la jarra y
alzando las cejas desde el otro extremo del cuarto, y no puedo decir si es una
invitación a jugar a las monedas o a irnos a la cama. Pero ¿cómo me voy a librar de
este chico? Pero hay alguien a quien no me apetece ver y si cruzo el cuarto tendré que
pasar a su lado. Conque sigo hablando con este carca. Este chico que después de cada
una de sus frases tontas dice en un tono que él cree que suena subversivamente
moderno:
—Oye, Laura.
—Mira, no me llamo Laura, ¿te enteras? —le digo sin parar, y él sigue
llamándome Laura, así que al final estoy a punto de decirle que me voy cuando de
repente me doy cuenta de que no sé cómo se llama. Me lo dice. ¿Cómo? ¿Steve? Sí,
Steve, y no le gusta que fume. El típico borracho (no demasiado borracho) nervioso
de primero. ¿A quién está mirando Steve? No al chico de Los Angeles, sino a
Bernette, que de todos modos nunca se iría a la cama con este Steve Carca Novato,
pero bueno, a lo mejor se va. No puedo dejar de pensar en Victor. Pero Victor está en
Europa. Dios mío. El de primero me dice que no he tocado la cerveza. La toco,
pasando los dedos por el borde de plástico del vaso.
—No me refería a eso —dice ingenuamente—. Bébetela —me anima.
Un gilipollas repeinado. ¿Y a él qué le importa? ¿Cree que me iré a la cama con
él? ¿Por qué no se va esa persona? ¿Mira hacia aquí Tony? Uno de los que juegan a
las monedas llama a Sean Sí Soy Una Mierda Bateman. Judy me empuja al pasar
abriendo mucho los ojos. Pregunto a ese Steve qué le pasa. Quiere fumar un poco de
yerba conmigo pero si no quiero yerba tiene una anfeta muy buena. Auxilio. Necesito
saber por qué le mandé cuatro postales a Victor y no me ha contestado. Pero no
quiero pensar en eso y al momento siguiente me marcho con el de primero. Porque…
la cerveza se ha terminado. Me pregunta si podemos ir a mi cuarto. Está mi

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compañera, miento. Al fin nos marchamos. Y yo me había prometido que le sería fiel
a Victor y Victor me había prometido que él también me seria fiel. Tenía, tengo, la
impresión de que estábamos enamorados. Pero casi había roto esa promesa en
septiembre, lo que fue un completo error, ¿y ahora qué estoy haciendo?
En el vestíbulo de Franklin House. ¿Un poster roto de La naranja mecánica en su
puerta? No, es la de al lado. El calendario de Ronnie Reagan en la puerta. ¿Es una
broma? En la habitación del de primero ahora. ¿Cómo se llama? ¿Sam? ¿Steve? Está
todo tan… ¡pulcro! Una raqueta de tenis en la pared. Un estante lleno de libros de
Robert Ludlum. ¿Quién es este chico? Probablemente conduce un jeep, lleva
mocasines, su novia del instituto lleva un jersey con su inicial. Se arregla el pelo en el
espejo y me dice que su compañero de cuarto pasa la noche en Vermont. ¿Por qué no
le digo que mi novio, la persona a la que amo, la persona que me ama, la persona que
echo de menos, la persona que me echa de menos, está en Europa y que bajo ninguna
circunstancia debería estar haciendo lo que hago? Tiene nevera y saca una Beck’s
muy fría. Baja graduación. Tomo un trago. Toma un trago. Se quita el jersey L.L.
Bean y la camiseta. Tiene buen cuerpo. Bonitas piernas. Probablemente juega al tenis
sin parar. Casi hago caer una pila de libros de economía que están encima de la mesa.
—No tendrás herpes o algo, ¿verdad? —pregunta mientras nos desvestimos.
Suspiro y digo:
—No, no tengo nada. —Me gustaría estar borracha.
Me dice que le han contado que a lo mejor lo tenía.
No quiero saber quién se lo ha contado. ¡Cómo me gustaría estar borracha!
Lo paso bien pero estoy en otra cosa. Sólo pienso en Victor y allí estoy, tumbada.
Victor.

VICTOR Cogí un vuelo charter a Londres y el DC-10 aterrizó en Gatwick. Cogí un


autobús hasta el centro, llamé a una amiga del colegio que vendía hash, pero no
estaba. Así que anduve por allí hasta que empezó a llover; entonces cogí el metro y
volví a casa de mi amiga y me quedé cuatro o cinco días. Vi el cambio de guardia en
el Palacio de Buckingham. Me comí un pomelo a orillas del Tamesis que me recordó
cantidad la funda de aquel álbum de Pink Floyd. Escribí una postal a mi madre que
luego no mandé. Busqué un poco de heroína pero no la pude encontrar. Compré unas
anfetas a un italiano con el que me tropecé en una tienda de discos de Liverpool.
Fumé mucho hash mezclado con demasiado tabaco. Aunque todos hablaban el mismo
idioma que yo, eran todos unos carapijos. Llovía mucho, todo era muy caro, conque
me largué a Amsterdam. Un tipo tocaba el saxo en la Estación Central, que era
bastante bonita. Me quedé con unos amigos en el sótano de otro. En Amsterdam
también fumé un montón de hash, pero perdí casi todo lo que me quedaba en un
museo. Los museos eran fríos, me parece. Muchos Van Gogh y los Vermeer eran

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intensos. Anduve por allí, compré un montón de galletas, un montón de arenques.
Todos los holandeses saben inglés de modo que no tuve que hablar nada de holandés,
lo que fue un alivio. Quise alquilar un coche pero no pude. Pero los tíos con los que
vivía tenían moto, así que un día fui a dar una vuelta en moto y vi un montón de
vacas y patos y canales. Aparqué al lado de la carretera, fumé hash y me dormí,
desperté, escribí un poco, tomé ácido, hice unos cuantos dibujos, y luego empezó a
llover, así que fui con la moto a Danalgo, a una residencia de estudiantes donde había
unos tíos alemanes que hablaban un poco de inglés, y luego volví a Amsterdam y
pasé la noche con aquella chica alemana que era tan estúpida hasta decir basta. Al día
siguiente cogí el tren a Kroeller, en Arnhem, donde había toneladas de Van Goghs
que no entusiasmaban. Me quedé colgado en el jardín de esculturas y traté de
colocarme allí pero no tenía fuego y no conseguí encontrar ni una cerilla. Hice
autostop hasta Colonia y me quedé en una residencia de estudiantes de Bonn que era
la peor residencia de estudiantes del mundo, donde había un montón de chicos
jodidos de verdad, y estaba demasiado lejos del centro de la ciudad así que no pude
hacer nada. Tomé unas cervezas y luego fui hacia el sur a través de Munich, Austria e
Italia. Me salió un viaje en coche a Suiza, y dije: qué coño, por qué no. Terminé
pasando la noche en una estación de autobuses. Anduve por Suiza pero hacía mal
tiempo y todo era muy caro y yo no me encontraba a gusto, conque cogí un tren y
luego me puse a hacer autostop. Las montañas eran enormes e intensas de verdad y
las presas eran surrealistas. Encontré una residencia de estudiantes y luego me dirigí
al sur con una pareja de treinta y pocos años que estaban en la residencia y se
ofrecieron a llevarme. Pasé dos días en Suiza. Luego cogí un autobús de Suiza a
Italia, luego hice autostop hasta aquella ciudad donde estaba aquella chica del college
que ya se había graduado y de la que estuve enamorado o así, pero había perdido su
número de teléfono y tampoco estaba seguro de que estuviera en Italia. Así que
anduve por allí y conocí a aquel tipo tan cojonudo que se llamaba Nicola y llevaba
brillantina en el pelo y unas gafas Wayfarer y al que le gustaba Bruce Springsteen y
me preguntaba todo el rato si le había visto alguna vez en directo. Fue precisamente
entonces cuando me sentí como un idiota por ser americano, pero sólo por poco rato,
pues me cogió al fin un francés en un Fiat blanco que escuchaba a Michael Jackson a
todo volumen. Luego estuve en una ciudad que se llamaba Brandis o Blandy o
Brotto. Los niños tomaban helados, en todos los cines ponían películas de Bruce Lee,
todas las chicas creían que yo era Rob Lowe o alguien así. Todavía buscaba a aquella
chica, Jaime. Me encontré con alguien de Camden que me dijo que Jaime estaba en
Nueva York, no en Italia. Florencia era muy bonita pero estaba demasiado llena de
turistas. Tomaba anfetas sin parar, y estuve tres días sin dormir andando por allí. Fui a
ese pueblecito, Siena. Fumé hash en las escaleras de aquella iglesia, el Duomo.
Conocí a un alemán en aquel viejo castillo. Luego fui a Milán, donde me enrollé con

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aquellos chicos en una casa. Dormía en una cama de matrimonio enorme con uno de
ellos que no dejaba de poner a The Smiths y quería que se la menease, y aunque yo,
no estaba en ello, no tenía otro sitio adonde ir. Roma era grande y sucia y hacía
mucho calor. Vi un montón de arte. Pasé la noche con un tipo que me llevó a cenar y
tomé una ducha maravillosa en su casa, y me parece que valió la pena. Me llevó a un
puente donde, al parecer, Héctor o alguien así derrotó a los troyanos más o menos.
Estuve tres días en Roma. Luego fui a Grecia y tardé un día entero en llegar hasta
donde sale el ferry. El ferry me llevó a Corfú. Alquilé un monopatín en Corfú. Perdí
el monopatín y fui a Pairas y luego a Atenas. Llamé a una amiga de Nueva York que
me dijo que Jaime no estaba en Nueva York sino en Berlín y me dio su teléfono y su
dirección. Luego fui a las islas, fui a Naxos, y llegué a la ciudad temprano de verdad.
Usé un cuarto de baño y un tipo quería diez dracmas pero yo sólo tenía deutsche
mark alemanes y nada más, así que en vez de eso le di mi Swatch. Compré algo de
pan, leche y un plano y me puse a caminar. Vi un montón de burros. Por la noche ya
me había recorrido media ciudad. Descubrí un yacimiento arqueológico pero perdí el
sendero que iba siguiendo. Me coloqué mucho y contemplé la puesta de sol. Fue muy
bonita, así que me dirigí al agua y me encontré con un tipo que había dejado Camden.
Le pregunté dónde podría estar Jaime. Me dijo que en Skidmore o en Atenas, pero no
en Berlín. Luego fui a Creta y me follé a una chica. Luego fui a San Torini, que era
bonita pero estaba demasiado llena de turistas. Cogí un autobús hasta la costa sur, fui
a Malta y me puse malo. Empecé a hacer autostop. Luego volví a Creta y pasé un día
bañándome en aquella playa llena de alemanes. Luego anduve algo más. Eso fue lo
único que hice en Creta, andar. No sabía dónde estaba. Todo estaba lleno de turistas,
así que fui a aquella playa nudista. Me quedé allí, desnudo, tomé yogur y me bañé
con aquellos dos yugoslavos que se quejaban de la inflación y querían que me hiciera
socialista. Compré unas gafas y un tubo para bucear y cogimos pulpos, vivos, y los
golpeamos contra una roca hasta que se murieron y nos los comimos. Conocí a un
canadiense que había robado un coche y había estado una temporada en la cárcel, y
hablamos de cómo iba el mundo, tomamos cerveza, cogimos más pulpos, tomamos
ácido. Esto fueron tres días. El sol me quemó el culo y el pijo. Uno de los yugoslavos
me enseñó a cantar «Born in The USA» en yugoslavo y lo cantamos juntos muchas
veces. Ya no había más que hacer, habíamos liquidado todos los pulpos y yo había
aprendido a cantar todas las canciones de Springsteen en yugoslavo, conque dije
adiós y me fui de la playa nudista. Hice un poco más de autostop, vi montones de
burros, encontré un tebeo del Pato Donald en griego en el suelo. En Grecia, haciendo
autostop, me cogió un camión cargado de sandías, y aquel vejestorio se me quería
tirar, y luego me atacaron unos perros. Todavía no sabía dónde estaba Jaime. Terminé
en Berlín, pero aquella chica me dio una dirección equivocada. Me quedé en otro
albergue de estudiantes. Me gustó la arquitectura de la Bauhaus que en América

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aborrezco, pero allí quedaba bien. Hice algo más de autostop, fui a un montón de
bares, conocí a un montón de punks, jugué muchísimo al ajedrez y un poco al billar,
fumé hash. No pude conseguir un vuelo que me sacara de Berlín, así que volví a
Amsterdam y dos negros muy bajos me atracaron en el barrio de putas.

PAUL La última vez que vi a Mitchell antes de que empezaran las clases fue en
septiembre. Como de costumbre, estábamos tumbados en mi cama y era temprano,
puede que las doce. Me estiré por encima de él y encendí un pitillo. Los de la puerta
de al lado se peleaban. Había demasiado tráfico. Jane Street, y eso u otra cosa estaba
poniendo a Mitchell muy nervioso, y apretaba su vaso de vino. Poner tanta atención,
estudiar tanto los detalles, preocuparse tanto para que él lo estropease todo. ¿Qué
estaba haciendo allí?, me preguntaba todo el rato. Mi padre trabajaba con su padre en
Chicago y aunque su relación dependía de lo que pasaba en Wall Street y de qué mesa
reservaba el otro en Le Français o en The Ritz-Carlton, todavía nos daba la
oportunidad de vernos. En Nueva York nos veíamos en el apartamento donde estuve
viviendo el verano pasado. Nunca nos podíamos ver en su habitación porque tendría
«problemas con su compañero de cuarto», me dijo gravemente. Normalmente nos
veíamos por la noche, después de una película o de alguna obra de teatro horrible off-
off-off Broadway en la que trabajaba alguno del interminable surtido de amigos de
Mitchell que estudiaban arte dramático en la Universidad de Nueva York.
Habitualmente borrachos o colocados, lo que parecía ser el estado constante de
Mitchell aquellos últimos meses, cuando yo estaba cortando con otra persona.
Mitchell lo sabía y no le importaba. Habitualmente tremendos números de sexo, con
la máxima discreción posible, copas a primera hora en el Boy Bar, mejor no
menearlo.
En la 92 entramos en un café e insultamos a una camarera. Luego cogimos un taxi
al centro y discutimos con el taxista, que nos obligó a bajar. Calle Veintinueve,
abarrotada de putas, a Mitchell parecía divertirle o a lo mejor fingía. Parecía bastante
desesperado aquellos meses. Yo siempre creía que se le iba a pasar, pero estaba
llegando a un punto en que sabía que nunca se le pasaría. Con una gran noche en el
West Side dejará de estar desesperado. Entonces algo absurdo como unos huevos a la
benedictina a las tres de la madrugada en P.J. Clarke’s… Tres de la madrugada. P.J.
Clarke’s. Se queja de que los huevos están poco hechos. Cojo el emparedado de
queso que había pedido pero no me apetece nada. Me extrañó que todavía hubiera
tres o cuatro hombres de negocios de fuera de la ciudad en el bar. Mitchell terminó
más o menos los huevos, luego me miró. Le miré, luego encendió un pitillo. Le toqué
la rodilla, y se la apreté con la mano.

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—No hagas eso —dice. Aparto la vista, confuso. Luego dice en voz baja—: Aquí
no.
—Volvamos a casa —digo yo.
—¿A cuál? —dice él.
—No me importa. Vamos a mi casa. ¿A la tuya? No sé. No me apetece gastarme
el dinero en taxis.
Ahora todo es deprimente. Ninguno de los dos se mueve. Enciendo otro pitillo,
luego lo dejo. Mitchell se toca la barbilla, como si le pasara algo malo. Se rasca el
hoyuelo con la uña.
—¿Te apetece fumar yerba? —pregunta.
—Mitch —suspiro.
—¿Qué? —pregunta él, echándose hacia adelante.
—Son las cuatro de la mañana —digo.
—¿Y qué? —dice, confuso, echado hacia adelante todavía.
—Estamos en P.J. —le recuerdo.
—Da igual —dice él.
—¿Te apetece fumar ahora? —pregunto.
—Bueno —balbucea—. Supongo que sí.
—¿Por qué no…? —me interrumpo, miro a los hombres de negocios, luego miro
a otra parte, no a Mitchell.
—¿Por qué no…?
Sigue mirando, esperando. Esto es estúpido.
Yo no añado nada más.
—¿Por qué no qué? —pregunta, haciendo una mueca, echándose más hacía
adelante, retorciendo los labios, el blanco de los dientes, ese feo hoyuelo.
—Dicen por ahí que eres subnormal —le digo.
En un taxi, camino de mi apartamento, más tarde, casi a las cinco, ni siquiera
consigo recordar lo que hicimos anoche. Pago al taxista y le doy demasiada propina.
Mitchell mantiene abierta la puerta del ascensor, impaciente. Llegamos a mi
apartamento y se quita la ropa y va al cuarto de baño y luego vemos la televisión
durante un rato… y nos vamos a dormir en cuanto empieza a salir el sol, y recordé
una fiesta de cuando estábamos en el college en que Mitchell se emborrachó y se
enfadó mucho y trató de prender fuego a la Booth House al amanecer… Ahora nos
miramos uno al otro a los ojos, los dos respirando tranquilamente. Ya es de día y no
dormimos y todo es puro y resplandeciente y claro y me duermo… Cuando despierto,
aquella tarde, Mitchell se ha ido a New Hampshire. Pero el cenicero está lleno. ¿Ha
estado mirando cómo dormía yo todo ese tiempo? ¿Ha hecho eso?

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SEAN —Fueron los Kennedy, tío —me cuenta Marc mientras se chuta en su cuarto
de Noyes—. Los Kennedy, tío, lo jodieron… En realidad fue J… F… K… John F.
Kennedy lo jodió todo… todo, ¿te das cuenta? —Se pasa la lengua por los labios,
continúa—. Pasaba… bueno, que nuestras madres estaban preñadas de nosotros
cuando… quiero decir que él… le volaron la cabeza en el 64 y todo eso… se jodieron
las cosas —se interrumpe, luego sigue—… de un modo jodido de verdad… —
Especial énfasis en «jodido» y «de verdad»— Y… a cambio… ¿entiendes?, nos
agitaron de un modo jodido de verdad cuando estábamos… todos nosotros…
dentro… —Vuelve a interrumpirse, se mira el brazo y luego me mira a mí. Luego
otra vez el brazo, concentrándose mientras se clava la aguja. Luego me mira de
nuevo, todavía confuso—. Sus… buenos, sus bombos primordiales y, por eso, por eso
somos como somos… tú y yo, el estupa del otro lado de la calle, la chica de Booth,
todos somos…, ¿me entiendes?… ¿No está claro? —Me mira bizqueando—. Dios
mío… piensa si hubieras tenido un hermano que hubiera nacido en el 69 o así…
estaban completamente locos…
Dice todo esto despacio de verdad (muchas cosas ni las oigo) mientras deja el
cuentagotas junto a su nuevo ordenador que produce un murmullo; su amigo Resin,
que ha venido de visita desde Ann Arbor; está apoyado en la mesa, sentado en el
suelo murmurando también Marc vuelve a sentarse, sonriente. Yo creía que a
Kennedy lo liquidaron un par de años antes pero no estaba seguro así que no le
corregí. Estoy muy pasado, pero todavía puedo aguantar algo más sin dormir, aunque
es tarde, más o menos las cuatro, pero me gusta la habitación de Marc, los detalles a
los que estoy acostumbrado, el poster destrozado. Bob Dylan en Don’t Look Back, las
fotos de Easy Rider, «Born To Be Wild» siempre en el tocadiscos (o Hendrix o Eric
Burdon and The Animals o Iron Butterfly o los Zep), las cajas de pizza vacías en el
suelo, el viejo libro de Pablo Neruda encima de las cajas de pizza, el olor constante a
incienso, los manuales de yoga, el grupo del piso de arriba que se pasa toda la noche
tocando viejas canciones de Spencer Davis pero Marc se irá pronto cualquier día de
éstos, no puede soportar el ambiente, donde lo hay de verdad es en Ann Arbor, Resin
se lo dijo.
Después de follar con Didi volví a mi cuarto, donde estaba Susan, sola, llorando.
Supongo que El Rana estaba en Nueva York. No lo podía aguantar, conque le dije que
se fuera, luego fui al Burger King de la ciudad y comí algo camino de casa de
Roxanne y tuve que hacer un trapicheo con su nuevo novio, ese enorme camello de
pueblo que se llama Rupert. Aquella escena parecía un chiste. Ella estaba tan pirada
que me prestó cuarenta pavos y me dijo que habían cerrado El Carrusel (donde
también era camarero Rupert) por culpa de un asunto feo, y aquello me deprimió. Le
compré la yerba a Rupert que sonreía y me invitó a una línea, y volví al campus. El
viaje fue frío, largo, y mi moto casi se estrella contra la puerta de la verja del college,

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y casi no consigo llegar al final de los tres kilómetros de College Drive. Estaba
demasiado pirado, la comida del Burger King me había sentado mal y aquellos tres
kilómetros pasada la verja por aquella carretera a las tres de la madrugada fueron
terribles. Fumé algo más de yerba en el cuarto de Marc y ahora está demasiado
pasado. Ya lo he visto igual antes.
Marc enciende un pitillo mentolado y dice:
—Sean, te aseguro que la culpa fue de los Kennedy. —Tiene el brazo doblado. Se
pasa la lengua por los labios—. Este caballo…
—Te escucho, hermano —suspiré frotándome los ojos.
—Este caballo es…
—¿Cómo es?
—Bueno.
Marc está haciendo su tesis sobre The Grateful Dead. Al principio había tratado
de espaciar los chutes para no quedar enganchado, pero ya era demasiado tarde para
eso. Llevo pasándole caballo desde septiembre, y se retrasa en los pagos. Siempre
dice que después de la «entrevista con García» tendrá el dinero. Pero García hace
mucho que no ha estado en New Hampshire y ya estoy perdiendo la paciencia.
—Marc, me debes quinientos pavos —le digo—. Los quiero antes de que te
vayas.
—Dios mío, solíamos pasarlo bien en esta casa… —(Esta es la parte en la que
siempre empiezo a ponerme en pie)— Y ahora es… tan diferente. —(Bla, bla, bla)—.
Aquella época se ha ido y también esta casa se irá —dice.
Me fijo en un trozo de espejo que hay junto al ordenador y el cuentagotas y ahora
Marc habla de dejarlo todo e irse a Europa. Le miro. Le apesta el aliento, lleva días
sin ducharse, tiene el pelo grasiento y recogido en una cola de caballo, una camisa
muy sucia.
—… Cuando yo estaba en Europa, tío… —dice, y se rasca la nariz.
—Mañana tengo clase —le digo—. ¿Qué hay de esa pasta?
—Europa… ¿Cómo? ¿Qué clase? ¿Quién da las clases? —me pregunta.
—David Lee Roth. Oye, ¿me vas a pagar o qué?
—Te entiendo, claro que te entiendo, chisss, vas a despertar a Resin —susurra.
—No me importa. Resin tiene un Porsche y me puede pagar —le digo.
—Resin está en la ruina —dice—. Soy muy bueno en eso de dejar sin blanca a la
gente.
—Marc, me debes quinientos dólares. Quinientos —digo al patético yonqui.
—Resin cree que Indira Gandhi vive en la Wellington House —Marc sonríe—.
Dice que fue detrás de ella desde el edificio de los comedores hasta el Welling. —
Hace una pausa—. ¿Tú lo entiendes?
Se levanta, se acerca a la cama y se echa en ella, y se baja las mangas. Pasea la

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vista por la habitación, mientras fuma el filtro.
—Vaya —dice, y la cabeza se le cae hacia atrás.
—Venga, sé que tienes dinero —digo—. ¿No me puedes prestar un par de pavos?
Pasea la vista por la habitación, aparta una caja de pizza vacía, luego me mira:
—No.
—Estudio con beca, tío. Necesito algo de pasta —le suplico—. Sólo cinco pavos.
Cierra los ojos y se ríe.
—Soy muy bueno haciendo eso —es todo lo que dice.
Resin se despierta y se pone a hablar con el cenicero. Marc me avisa de que le
estoy jodiendo su karma. Me marcho. Los yonquis son bastante patéticos, pero los
yonquis ricos lo son todavía más. Más incluso que las chicas.

PAUL Mi puñetera radio se estropeó a las siete en punto de la mañana y no conseguí


volverme a dormir, así que me levanté, encendí un pitillo y cerré las ventanas, pues
en la habitación hacía frío. Aunque apenas podía abrir los ojos (si lo hacía seguro que
el cráneo se me partiría en dos) pude ver que todavía llevaba puesta la corbata, los
calzoncillos y los calcetines. No conseguía entender por qué sólo llevaba puestas
estas tres prendas, conque me quedé bastante rato delante del espejo intentando
recordar la noche anterior, pero no lo conseguí. Fui dando tumbos hasta el cuarto de
baño y me duché, agradeciendo que quedara agua caliente. Me vestí a toda prisa y
salí disparado a desayunar.
Afuera hacía un tiempo realmente agradable. Era esa época de octubre en que a
los árboles se les empiezan a caer las hojas, y la mañana era fresca y el aire olía a
limpio y el sol, semitapado por nubes grisáceas, todavía no estaba demasiado alto.
Seguía sintiéndome espantosamente mal, y los cinco Anacin que había tomado
todavía estaban lejos de empezar a hacerme efecto. Casi no podía abrir los ojos y casi
meto un billete de veinte dólares en la máquina del cambio. Pasé por la estafeta de
correos pero en mi buzón no había nada; era demasiado pronto para el correo.
Compré pitillos y me dirigí a los comedores.
No había nadie haciendo cola. Aquel chico rubio tan guapo de primero estaba
detrás del mostrador sin decir ni palabra. Llevaba las gafas de sol más grandes que he
visto en mi vida y servía los huevos revueltos menos apetitosos del mundo y una
especie de palillos marrones que sospeché eran salchichas. La idea de comer me
produjo náuseas y miré al chico, que seguía de pie con una espátula en la mano. Mi
inicial malestar había dejado paso al cabreo y murmuré «Eres un presumido» con el
pitillo todavía en la boca, y cogí una taza de café.
El comedor principal era el único que estaba abierto, así que entré y me senté con

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Raymond, Donald y Harry, ese chico tan guapo de primero que es amigo de Donald y
Raymond y que hacía las típicas preguntas de novato, como: ¿hay vida después de
Wham? Habían pasado la noche tomando metedrina cristalizada y me habían
invitado, pero yo había ido detrás de… Mitchell —que estaba sentado en una mesa de
la otra punta del comedor— a aquella estúpida fiesta. Trataba de no mirarle
directamente a él ni a aquella jodida puta con la que estaba sentado, pero no conseguí
evitar maldecirme por no habérmela meneado cuando me desperté aquella mañana.
Los tres mariquitas estaban con las cabezas muy juntas encima de un papel haciendo
una lista negra de los alumnos, y aunque hablaban sin parar notaron mi presencia, me
saludaron con la cabeza, y me senté.
—Los que van a Londres y vuelven con acento inglés —dijo Raymond,
escribiendo a toda velocidad.
—¿Puedo cogerte un pitillo? —me preguntó Donald distraídamente.
—¿Puedes? —pregunté yo a mi vez. El café sabía a rayos. Mitchell, el muy
hijoputa…
—Estupendo, Paul —murmuró cuando le di uno.
—¿Por qué no compras de vez en cuando? —pregunté con la máxima educación
que puede tener alguien que está con resaca y a la hora del desayuno.
—Todos los que van en moto, y todos los gorrones —dijo Harry.
—Y todo el que venga a desayunar que no haya pasado la noche sin dormir —
Donald me miró.
Hice una mueca y crucé las piernas.
—Esas dos bolleras que viven en McCullough —dijo Raymond, escribiendo.
—¿Y por qué no todas las de McCullough? —sugirió Donald.
—Sí, mejor así —Raymond garabateó algo.
—¿Y esa puta que está con Mitchell? —propuse yo.
—Oye, oye, Paul. Tranquilízate —dijo Raymond sarcásticamente.
Donald se rió y escribió su nombre.
—¿Y esa chica gorda tan moderna? —preguntó Harry.
—Vive en McCullough. Ya está incluida en la lista.
No podía seguir soportando aquellas bromas de mariquitas retorcidos tan
temprano y pensé en levantarme a por más café pero estaba demasiado cansado basta
para eso y continué sentado sin mirar a Mitchell y al momento todas las voces se
volvieron indistinguibles unas de otras, incluida la mía.
—Todo el que lleve barba o cualquier clase de pelos en la cara.
—Eso está muy bien.
—¿Y ese chico de Los Angeles?
—No sé si…
—Tienes razón, inclúyelo también.

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—¿Paul, vas a presentarte para las pruebas de esa cosa de Shepard?
—¿Cómo? ¿De qué hablas?
—De la obra de Shepard. Hoy son las pruebas.
—Todos los que esperan que les presten pasta acabado el instituto.
—No, no me voy a presentar.
—Los que creen haber nacido de nuevo.
—Esto excluye a toda la administración.
—Quelle horreur!
—Los ricos con tocadiscos baratos.
—¿Y los chicos que no aguantan el alcohol?
—Cierto, cierto.
—Añade las chicas que tampoco lo aguantan.
—Pondré: los pesos ligeros.
—¿Y David Van Pelt?
—¿Por qué?
—¿Por qué no?
—Bueno, me he acostado con él.
—Tú nunca te has ido a la cama con David Van Pelt.
—Sí, lo creas o no.
—¿Cómo lo conseguiste?
—Es un peso ligero. Le dije que me gustaban sus esculturas.
—¡Pero sin son espantosas!
—Ya lo sé.
—Tiene el labio leporino.
—También lo sé. Creo que es… sexy.
—No hablas en serio.
—Todos los que tengan el labio leporino. Pon eso.
—¿Y qué opináis del Bobo Guapo?
Me apeteció saber quién era El Bobo Guapo pero no conseguí reunir el suficiente
interés para preguntar. Estaba hecho una mierda. No conozco a estos chicos, pensaba.
No me gusta estudiar la especialidad de arte dramático. Me puse a sudar. Aparté el
café y cogí un pitillo. Había cambiado tantas veces de curso de doctorado que ya ni
me importaba. El doctorado en arte dramático era sencillamente lo último. David Van
Pelt era desagradable, o por lo menos eso solía pensar. Pero ahora, esta mañana, su
nombre sonaba a exótico y me dije el nombre para mí mismo, pero pronuncié el de
Mitchell.
De repente soltaron risotadas, todavía con las cabezas juntas sobre el papel,
recordándome a las brujas de Macbeth, aunque eran infinitamente más guapos y
llevaban ropa de Giorgio Armani.

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—¿Y todos los que sus padres todavía estén casados?
Se rieron y se felicitaron entre sí y lo escribieron, muy satisfechos.
—Perdonad —les interrumpí—. Pero mis padres todavía están casados.
Todos me miraron, su sonrisa se convirtió en honda preocupación.
—¿Qué quieres decir? —preguntó uno de ellos.
Me aclaré la voz, hice una pausa dramática y dije:
—Mis padres no están divorciados.
Hubo un largo silencio y luego todos se pusieron a gritar, con una mezcla de
decepción e incredulidad, y dejaron caer la cabeza encima de la mesa, chillando.
—¡Imposible! —dijo Raymond, asombrado, alarmado, mirándome como si
acabara de admitir un secreto terrible.
Donald daba boqueadas.
—Estás bromeando, Paul —dijo, y me miró horrorizado y luego se echó hacia
atrás como si yo fuera un leproso.
Harry estaba demasiado asombrado para hablar.
—No es broma, Donald —dije—. Mis padres son demasiado aburridos como para
pensar en divorciarse.
Me gustaba el hecho de que mis padres todavía siguieran casados. Si el
matrimonio era bueno era cuestión de opiniones, pero sólo el hecho de que los padres
de casi todos, o de todos, mis amigos estuvieran divorciados o separados, y los míos
no, hacía que me sintiera protegido y no una víctima. Aquello casi me igualaba a
Mitchell y me gustaba esa notoriedad. Disfruté del momento y volví a mirarlos a los
tres sintiéndome ligeramente mejor.
Me seguían mirando, mudos de asombro.
—Seguid con vuestra estúpida lista —dije, tomando un sorbo de café y haciendo
gestos con la mano como para despertarlos—. Y dejad de mirarme.
Poco a poco volvieron a la lista aunque reemprendieron su juego con menos
entusiasmo que antes.
—¿Y los que tienen tapices en la habitación? —sugirió Harry.
—Esos ya están —suspiró Harry.
—¿No nos queda ninguna anfeta? —suspiró Harry.
—No —Donald también suspiró.
—¿Y los que escriben poesías sobre la Humanidad?
—¿Y los bolcheviques canadienses?
—¿Y los que fuman tabaco bajo en nicotina?
—Hablando de tabaco, Paul, ¿puedo gorrearte otro? —preguntó Donald.
Mitchell cogió la mano de la chica por encima de la mesa. La muy puta se rió.
Volví a mirar a Donald, sin creerlo.
—No, no puedes —dije, cada vez más histérico—. Me cabrea. Siempre estás

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«gorreando» pitillos y no lo soporto más.
—Vamos, hombre —dijo Donald, como si yo sólo estuviera bromeando—. Te lo
devolveré después. Ahora estoy en las últimas.
—¡No! También me cabrea que tu padre sea el dueño de la mitad o así de Gulf
and Western y siempre andes por ahí diciendo que no tienes dinero —dije, mirándole
indignado.
—Pero ¿qué es lo que encuentras tan grave? —preguntó.
—Sí, Paul, parece que te va a dar un grand mal —dijo Raymond.
—¿Por qué estás tan enfadado? —preguntó Harry.
—Yo sé por qué —dijo Raymond sibilino.
—¿Campanas de boda? —dijo Donald riéndose y mirando hacia la mesa de
Mitchell.
—Va muy en serio —dije inexorable, ignorándoles—. Voy a matar a esa puta.
—Dame uno, anda. No seas roñoso.
—Vale, te daré uno si me dices quién ganó el concurso de diseño de ropa del
Tony’s el año pasado.
Siguió un silencio que encontré humillante. Suspiré y bajé la vista. Ninguno de
los tres dijo nada hasta que por fin habló Donald.
—Es la pregunta más insulsa que he oído en mí vida.
Volví a mirar a Mitchell, luego empujé los pitillos por encima de la mesa hacia
Donald.
—Toma. Voy a por más café. —Me levanté y me dirigí al comedor. Tuve que
pararme y entrar en el bar porque vi a la chica sueca con la que estuve la noche
pasada. Le enseñaba el carné al que controlaba el servicio de comidas. Esperé hasta
que llegó a la barra. Luego corrí escaleras abajo y me dirigí a clase. Pensé en
presentarme a las pruebas para aquella obra de Shepard, pero luego pensé ¿por qué
molestarme? Ya tengo un contrato en exclusiva con una: mi vida.
Me senté sin prestar atención a aquel profesor monótono. Lancé una rápida
mirada a Mitchell, que parecía contento (sí, se la había tirado la noche pasada) y
tomaba apuntes. Lanzó una ojeada alrededor y molesto, mirando a los que fumaban
(lo había dejado cuando volvió, era indignante). Probablemente le parecían máquinas,
imaginé. Igual que chimeneas, les salía humo por ese agujero que tenían en la cabeza.
Miró a aquella chica tan fea del vestido rojo tratando de parecer indiferente. Yo miré
las pintadas que había en la mesa: «Has perdido». «No hay gravedad. Es la Tierra la
que chupa». «La Banda de la Tachuela durmió aquí». «¿Qué fue del amor de los
hippies?». «El amor apesta». «La mayoría de los taxistas son licenciados». Y me
quedé allí sentado sintiéndome el amante desgraciado. Pero luego me acordé de que,
claro, ahora tan sólo soy desgraciado.

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LAUREN Despertar. Tengo que lavarme la cabeza. No quiero quedarme sin
desayuno. Voy al comedor. Estoy molesta. Nada en el correo. Victor sin dar señales
de vida. Sólo una nota para recordarme que la reunión de la asociación será en Stokes
en vez de Bingham el sábado que viene. Zombie esta noche en Tishman. Tengo que
devolver cuatro libros a la biblioteca. Me tropiezo con esa chica de pinta tan rara que
lleva puesto un vestido de fiesta rosa y gafas de sol, parece la víctima de un
tratamiento con electroshocks. Otro enfado sin importancia. Bajo la escalera. Olvidé
el carné. De todos modos me dejarán entrar: Un niño mono que lleva unas gafas
Wayfarer sirve emparedados de queso. Pedir un plato de patatas fritas. Empezar a
coquetear: Preguntarle cómo van sus clases de flauta. Comprender que parezco
enfadada y alejarme. Coger una Coca Diet. Sentarme. Por algún motivo Roxanne está
sentada aquí con Judy. Judy come ensalada de lechuga, arroz y apio. Rompo el
silencio:
—Este sitio no me gusta nada, todos apestan a tabaco, son presumidos y adoptan
unas actitudes horribles. Me iré antes de que aparezcan los de primero.
Olvidé el ketchup. Aparto el plato de patatas fritas. Encender un pitillo. Ninguna
de las dos sonríe. Muy bien. Paso el dedo por la mancha de pintura azul de la pernera
del pantalón.
—¿Os pasa algo? —Miro a mi alrededor y veo al Carca en la zona de las bebidas.
Me vuelvo hacia Judy—. ¿Qué es de Sara?
—Está embarazada —dice Judy.
—Mierda, ¿estás de broma? —digo, acercando la silla—. Cuéntame cómo fue.
—Hay poco que contar —dice Judy—. Roxanne se ha pasado hablando con ella
toda la mañana.
—Le di Darvon —Roxanne abre mucho los ojos. Enciende un pitillo con el que
se acaba—. Le dije que fuera al psicólogo.
—¡Oh, mierda, no! —digo yo—. ¿Qué va a hacer? Quiero decir, ¿cuándo?
—Se lo harán la semana que viene —dice Roxanne—. El miércoles. —Apago el
pitillo. Picar las patatas fritas. Judy me presta el ketchup—. Luego se irá a España,
creo —dice Roxanne, volviendo a abrir mucho los ojos.
—¿A España? ¿Por qué?
—Porque está loca —dice Judy, levantándose—. ¿Quiere alguien algo?
—No —digo yo sin dejar de mirar a Roxanne. Judy se va.
—Está trastornada de verdad, Lauren. —Roxanne está preocupada, juguetea con
el pañuelo de cuello, come patatas fritas.
—No me lo imaginaba. Tengo que hablar con ella —digo—. Es terrible.
—¿Terrible? Más bien espantoso —dice Roxanne.
—Espantoso —me muestro de acuerdo.

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—Odio que pasen estas cosas —dice—. Lo odio.
Terminamos las patatas fritas, que hoy están muy ricas.
—Horroroso —dice—. Estoy empezando a pensar que los líos amorosos son una
idea extranjera.
Ralph Larson, el profesor de filosofía, pasa junto a nuestra mesa con una bandeja
buscando sitio donde sentarse, seguido de mi profesor de serigrafía. Mira a Roxanne
y le dice:
—Hola, guapa. —Y le guiña un ojo.
—Hola, Ralph —dice Roxanne sonriendo encantada. Luego vuelve a mirarme,
sin dejar de sonreír, con los ojos como platos. Me fijo que está más gorda. Me coge
por la muñeca—. Es tan guapo, Lauren. —Respira a fondo.
—Nunca invites a un profesor a tu cuarto —le digo.
—Puede ir cuando quiera —dice ella, cogiéndome todavía por la muñeca.
—Está casado, Roxanne —le digo.
—No me importa. —Abre mucho los ojos—. Todo el mundo sabe que se acostó
con Brigid McCauley.
—Jamás dejará a su mujer por ti. Le fastidiaría el expediente académico.
Me río. Ella no lo hace. Y yo me acosté con ese chico, Tim, que dejó embarazada
a Sara. ¿Y si fuese yo la que tuviera que abortar el miércoles? Si fuese yo… Ketchup
en el plato; una relación inevitable. No puedo permitir que me pase. Judy vuelve. La
mesa de al lado: un chico con pinta triste está preparando un emparedado y lo
envuelve en una servilleta para llevárselo a su novia hippie que no está matriculada.
Me doy la vuelta rápidamente y le digo a Judy que me cuente un chiste, el que sea.
—¿Cómo? ¿Qué dices?
—Háblame, haz como si me hablaras. Cuéntame un chiste. Pronto. El que sea.
—¿Por qué? ¿Qué pasa?
—Vamos, cuéntame algo. Hay alguien con quien no quiero hablar. —Y señalo
con la vista.
—Claro, claro —empieza Judy; ya hemos jugado a esto antes—. Bueno, esto era,
ya sabes, pasaba que…
—¿Qué pasaba? —Me encojo de hombros—. ¿No sabes lo que pasaba?
—Verás, esto era… sí, verás… resulta que… —dice.
—Ja, ja, ja, ja… —me río. Suena a falso. Me siento repugnante.
—Hola, Lauren —dice la Voz Detrás de Mí. Dejo de reír, levanto la vista como
sin interés, y lleva pantalones cortos. Estamos en octubre y lleva pantalones cortos y
la sección de negocios del New York Times debajo del brazo—. ¿Hay sitio para mí?
—Señala nuestra mesa a punto de dejar la bandeja encima. Roxanne asiente con la
cabeza.
—¡No! —Miro a mi alrededor—. Es que estamos esperando a alguien. Lo siento.

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—De acuerdo. —Sigue allí de pie, sonriendo.
Vete, vete, vete.
—Lo siento —vuelvo a decir.
—¿Puedo hablar contigo más tarde? —me pregunta. Vete. V-E-T-E—. Estaré en
la sala de ordenadores.
—Muy bien.
—Hasta luego —dice, y se aleja.
Cojo otro pitillo y me siento muy molesta, ¿por qué? ¿Qué espera él? Pienso en
Victor, luego levanto la vista y pido una cerilla.
—¿Quién es? —preguntan las dos.
—Nadie —digo yo—. Dadme una cerilla.
—¿Lo hiciste con él? —dice Judy, ladeando la cabeza.
—Lo hice. —Imito el movimiento de cabeza.
—Es un novato de primero. Enhorabuena. ¿Es el primero de este curso?
—No dije que me interesara, guapa.
—Tiene un culo bonito —dice Roxanne.
—Estoy segura de que a Rupert le gustaría oírte decir eso —le digo.
—Tengo la sensación de que Rupert estaría de acuerdo conmigo —dice Roxanne
con tristeza.
Me parece raro que diga eso y me pregunto qué quiere dar a entender. Lo que me
recuerda algo que no quiero recordar. Digo a Roxanne que me llame y digo a Judy
que estaré en mi estudio. Vuelvo a mi habitación y decido saltarme la clase de vídeo y
bañarme. Primero limpiar la bañera. El dormitorio está en silencio. Todo el mundo
está en clase o durmiendo. Estupendo: agua caliente. Traigo un cojín para la cabeza y
el radiocasete y pongo a Rickie Lee Jones. Fumar un canuto y quedarme allí
tumbada. Traté de llamar a Victor la noche pasada cuando volví del cuarto de Steve,
llorando, sin poder parar, pero no contestaron en la casa de Roma donde dijo que
estaría por estas fechas. Recuerdo mi última noche con él. Me toqueteo. Pienso en
Victor. Odio a Rickie Lee Jones. Poner la radio. Me lavo la cabeza. Subo el volumen.
Una emisora mala. Los 40 Principales. Se oyen ruidos. Pero luego oigo una canción
que recuerdo haber oído cuando veía a Victor. Era una canción estúpida y en aquella
época no me gustaba, pero ahora me parece bien y me hace llorar. Quiero escribir esa
sensación, o dibujarla, pero luego considero que el momento parecería impuro y
artificial. Decido que sólo estropearía la sensación, conque me quedo metida en la
blancura y pienso en los recuerdos que me trae la canción. En Victor. En las manos de
Victor. En los pantalones de piel de leopardo de Victor. En sus gastadas botas del
ejército y… ¿en el vello de su pubis? Sus brazos. Mientras se afeitaba. Qué guapo
estaba en el Palladium con su smoking. Haciendo el amor en su casa. Ojos pardos.
¿Qué más? Empieza a desdibujarse. Me asusto. Me asusto porque mientras estoy aquí

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tumbada de repente parece como si Victor ya no existiera. Parece como si sólo
existiera la canción, no Victor. Casi es como si hubiera terminado con él el verano
pasado.

SEAN Terror en los comedores. Capítulo XXIV. La chica que se folló Mitchell la
noche pasada y que me quiero volver a follar yo está de pie en el mostrador de las
bebidas. Puedo verla perfectamente desde donde estoy sentado. Habla con su amiga
ceramista, gorda y lesbiana (probablemente). Lleva un vestido que no puedo
describir. Supongo que quizá se podría llamar kimono, pero más corto, y con un
jersey encima. Es un jersey muy grande pero todavía se puede decir que tiene un
cuerpo maravilloso y no parece que lleve sostén así que parece que sus tetas no están
nada mal. Conozco algo a esa chica; después de la noche que pasamos juntos, hablé
con ella un viernes por la noche en una fiesta en Franklin. Debe ir a mi clase, pero no
estoy seguro pues no voy tan a menudo como para asegurarlo. Pero, sea lo que sea, es
la siguiente.
Cenando otra vez y estoy con los de siempre: Tony, Norris, Tim, Getch. Los
jodidos Cerdos de la Casa, la banda de nuestra residencia, me despertaron esta tarde a
las cuatro: ensayaban en la habitación de arriba. Me ducho, y cuando me estoy
peinando soy plenamente consciente de que hoy me he saltado dos clases y que tengo
que hacer un trabajo antes de fin de mes. Paseo por la habitación, fumando, oyendo la
vieja Velvet Underground con la esperanza de que suene más alto que los Cerdos de
la Casa, hasta que es hora de cenar. Siguen tocando cuando salgo hacía los
comedores.
Servía Jason y le dije que había hablado con Rupert y que podría conseguirle
cuatro gramos para mañana por la noche, pero que se debería quitar las gafas de sol
porque tiene pinta de sospechoso. Se limitó a sonreír y me dio una loncha extra de
carne, o pavo, o cerdo, o lo que demonios fuera lo que estaba sirviendo, que estaba
frío, supongo. Conque estaba mirando a esa chica y me pregunto si es la que ha
estado dejando notas en mi buzón y eso me calienta —aunque no fuera ella—. Pero
entonces su amiga gorda le dice algo y las dos miran a nuestra mesa y yo bajo la
cabeza y finjo que como. Creo que va a primero y estoy casi seguro de que vive en
Swan pero no se lo voy a preguntar a ninguno de los de esta mesa. No quiero que me
gasten bromas sobre que ando detrás de ella. Tim es un majadero por dejar
embarazada a Sara y que no le importe. Follé con Sara un par de veces cuando iba a
segundo. De hecho la mayoría de los chicos de la mesa se la follaron. Casi parece un
chiste que le haya tocado la china a Tim. Pero a ninguno le molesta o entristece
demasiado la cosa. Hasta Tim hace bromas al respecto.

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—Hay tantísimas chicas que los tienen, que podrían poner un abortista en la
cooperativa de consumidores —dice, riéndose.
—Por cincuenta pavos, se lo haría yo —dice Tony.
Getch está jugando con un Eskedole y dice:
—Grasa, tío. Eso sólo es grasa.
—¿Estáis hablando de la comida o es un chiste sobre el aborto? —pregunto.
—Estupendo, ya hacemos chistes sobre eso —dice Getch.
—Venga, hombre —le digo a Getch—. Anímate.
—¿Por qué no estás fastidiado, tío? —pregunta Getch a Tim, mirándole como
sólo lo podría hacer alguien que va a doctorarse en sociología.
—Mira —dice Tim—. He pensado en esa mierda tantas veces, que ahora ni me
inmuto.
Getch asiente, pero parece como si no entendiera, aunque se calla, y vuelve a su
Eskedole.
—¿Cómo sabes que es tuyo? —pregunta Tony, que acaba de llegar de una
reunión del consejo de estudiantes, colocadísimo.
—Lo sé —dice Tim, como si se sintiera orgulloso de estar tan seguro.
—¿Cómo lo sabes? A lo mejor la muy puta trata de joderte —dice Tony.
—Basta con mirarla para saber que no miente —dice Tim.
Nadie dice nada.
—Se nota —insiste Tim.
—Es algo muy místico, la verdad —dice Tony.
—Entonces ¿cuándo le van a arrancar el feto? —pregunta Norris.
La mesa entera protesta y Tim se ríe culpable y desamparado y siento náuseas.
Por fin la chica consigue una Coca-Cola y sale del comedor principal, con pinta de
estar muy segura de sí misma.
—El miércoles, tío —Tim pide un pitillo y espera que alguien se lo encienda.
Ingenuo, pienso—. Iba a ser el martes, pero el martes es el estreno de esa obra donde
baila ella, así que será el miércoles.
—Que siga el espectáculo —digo yo, sonriendo con el ceño fruncido.
—Sí —dice Tim, un tanto inquieto—. Bueno. Luego se irá a Europa, lo que es un
gran alivio.
La mesa, incluido Tim, ha perdido interés por este chismorreo ya antiguo
(circulaba desde la noche anterior, y para los retrasados, desde el almuerzo), así que
siguieron otras conversaciones, sobre otros importantes asuntos. Pregunto a Norris,
que se levanta, si me puede traer café.
—¿Quieres leche? —pregunta.
—Sí. Pero de la buena —le digo. Un viejo chiste.
—Oye, Sean, resultas… bastante divertido.

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—Sí, soy un chico bastante divertido.
—¿Sabe alguno dónde puedo conseguir éxtasis esta noche? —pregunta Tim.
—¿Hay alguna fiesta esta noche? —pregunta Getch.
Veo a mi compañero de cuarto, ha vuelto de Nueva York.
—Ça va —dice al pasar junto a la mesa.
—Ça va —digo y luego—: Ribbet.
—En El Fin del Mundo y probablemente en El Cementerio —le dice Tony. Tony
también es el presidente del comité de recepción—. Todas las aportaciones de alcohol
serán altamente apreciadas.
—¿Hace demasiado frío para estar afuera? —pregunta Getch.
—Abrígate, nene.
Tony aparta su plato y empieza con la ensalada: aunque me gustara Tony, aquella
ensalada europea me fastidia.
—¿Nene? ¿Quién dijo nene? —pregunta Tim—. No había oído esa palabra desde
el colegio.
—Vete a la mierda —dice Tony.
Está fastidiado porque no consiguió un papel en ninguna producción del
Departamento de Teatro, porque estudia la especialidad de escultura, y aunque pienso
que es un buen chaval y todo eso, me molesta que se enfade por algo tan idiota.
Quiero volver a follar con Sara. Fue increíble, lo recuerdo. ¿O se trataba de otra? ¿No
fue Sara la de aquel coño que casi me traga entero? Tal como están las cosas,
probablemente no fuera la que llevaba un DIU, pero aunque lo fuera no me
importaría probar de nuevo, si se me presentaba la ocasión.
—¿Sabe alguien qué película ponen esta noche? —pregunta Getch.
—No me mates —dice Tony.
Norris vuelve con el café y susurra:
—Con buena leche.
Lo pruebo y sonrío.
—Delicioso.
—No lo sé. ¿La noche del niño muerto? No lo sé —dice Tony.
—¿Por qué no lo dejáis? —dice Tim.
—Roxanne me contó que van a cerrar El Carrusel —ofrezco a la mesa.
—Imposible. ¿De verdad?
—Sí —digo yo—. Al menos eso es lo que dice Roxanne.
—¿Por qué? —pregunta Getch.
—Porque los de primero y segundo ya no beben —dice Tony—. Esos
mamones…
—Los mamones también beben —dice Getch. Por algún motivo siempre me ha
parecido un poco blando. No podría explicar por qué. Sacude el Eskedole.

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—Rock’n’roll —digo yo.
—Viva por siempre —dice Tim, riendo.
—Sólo es otro ejemplo de que este sitio se va a la mierda, eso es todo —dice
Tony.
—Hay que joderse.
Tony está perdiendo la paciencia.
—Mirad, ¿no os dais cuenta de que nos ponen una mierda de sala de pesas? ¿Por
qué? ¿Lo entendéis? ¿Lo podéis explicar? Yo no. ¿Os dais cuenta de que vengo de
una reunión del consejo de estudiantes y que los delegados de primero quieren que
los clubes de estudiantes se instalen en el campus? Hay que joderse, sí.
—Es una estupidez —añado yo.
—¿Por qué? —pregunta Tim—. Creo que una sala de pesas es una buena idea.
—Porque —explico, esperando calmar a Tony— vine aquí para estar lejos de los
carapijos y los clubes de estudiantes para tontos del culo.
—Oye —dice Tim con expresión desagradable—, las chicas hacen pesas para que
se les pongan duros los músculos de la parte de dentro de los muslos. —Me coge la
pierna y se ríe.
—Bueno, verás. —De repente me siento confuso—. Una sala de pesas, todavía…
—La verdad es que me trae sin cuidado.
Tony me mira.
—¿De qué estás hablando, Sean? ¿En qué te vas a doctorar? ¿En cibernética?
—En los 80 de Reagan. Efectos perjudiciales en las clases bajas —dice Tim,
moviendo la cabeza.
De hecho aquello no me jode tanto como él esperaba.
—Cibernética —le imito.
—¿En qué te vas a doctorar? —Me está desafiando, el muy mamón. Termina la
ensalada, carapijo.
—En Rock’n’roll —me encojo de hombros.
—Tranquilo, tío —dice alguien.
—No consiguió un papel en la obra de Shepard —dice Getch.
Deidre aparece, ¿para arreglar el día?
—Peter.
Los de la mesa levantan la vista y se hace el silencio.
—Creía que me llamaba Brian —digo, sin mirarla.
Ella ríe, probablemente esté pirada. Le veo las manos, y ya no lleva las uñas
pintadas de negro. Parecen de color cemento.
—Bueno, bueno, como quieras. ¿Qué haces? —pregunta.
—Estoy cenando. —Señalo el plato. Todos los chicos la miran. Es una situación
muy incómoda.

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—¿Vas a ir esta noche a la fiesta? —pregunta Deidre.
—Sí. Voy a ir esta noche a la fiesta. ¿Vas a ir esta noche a la fiesta?
—Sí. —Parece nerviosa. Los chicos la intimidan. Se portó bien la noche pasada,
aunque estaba demasiado borracha. Probablemente sea buena en la cama. Miro a
Tim, que la está observando—. Sí, voy a ir.
—Bueno, entonces a lo mejor nos vemos allí. —Miro a Norris y abro mucho los
ojos.
—Vale —dice ella, sin saber cómo irse, mirando a su alrededor.
—Vale, te veré allí, hasta luego —murmuro—. ¡Dios mío!
—Vale, bien —dice ella atragantándose—. Hasta la vista.
—Lárgate ya —digo en voz muy baja.
Va a otra mesa. Los chicos no dicen nada. Estoy avergonzado porque no es
demasiado guapa y todos saben que me la follé la noche pasada y me levanto a por
más café para activar mi inminente úlcera. Rock’n’roll.
—Necesito una cama de matrimonio —dice Tim—. ¿Alguien tiene una cama de
matrimonio?
—No fuma yerba —dice otro.
—Duá. Duduá —dice Getch.

MARY La sensación no es fría ni caliente. Es una suave vibración que se me fija en


el cuerpo en cualquier momento del día. He decidido dejarle notas en el buzón todos
los días. Me lo imagino clavando esas notas con alfileres en alguna parte, a lo mejor
las clava en la pared de su cuarto, un cuarto donde me gustaría vivir. ¿Son
suficientes estas artimañas?, me pregunto, harta, sintiéndome cansada y encogida
después de dejar esas notas en su buzón. Mi voluntad es como una ambulancia en
una llamada de emergencia. Pero muchas veces trato de olvidarle (no le he visto, no
le veré hasta más tarde, no me atrevo a abrir la boca delante de él, a veces me
apetece gritar, a veces creo que me estoy muriendo) y trato de olvidar estos latidos
del corazón, pero no lo consigo y me encuentro mal. El espacio que recorro es negro
y árido. Mi obsesión (ni siquiera sé si puede considerarse así; esa palabra no parece
demasiado adecuada) por muy fútil o ridícula que sea crea un misterio de la nada. Es
sencillo. Le observo. Se revela con límites imprecisos. Todo en lo que creo se
desvanece cuando le miro, digamos, cuando come o atraviesa una habitación
abarrotada. Siento una descarga. Tengo su nombre escrito en una hoja de papel tela
muy fino azul pálido, y he dibujado hojas de álamo alrededor de las letras. Todo me
recuerda a él: hay un perro que vive al otro lado del vestíbulo. Su dueña lo registró
como gato (los perros están prohibidos en el edificio) y le saqué una foto que quedó

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movida, y es pequeño y de color violeta y tiene orejas de duende. Le di de comer
chocolatinas una vez. Todos los actos de esa persona son como una indirecta y no
hablo de eso con nadie. Es guapo, aunque se podría pensar que no. En torno a él hay
algo circular, algo como mariposas de la polilla revoloteando en la clara noche de
Arizona. Y sé que nos conoceremos. Será fácil y ocurrirá pronto. Y mi resentimiento
—mi espantoso y fútil resentimiento— se desvanecerá. Le escribo una nota después
de cenar. Debe de saber que soy yo. Sé la marca de pitillos que fuma. Una vez, en la
ciudad, le vi comprar una cinta de Richard y Linda Thompson. No se fijó en mí. Yo
los oía cuando iba al instituto. Cuando Linda y Richard todavía estaban juntos. Se
han separado, como John y Exene, como Tina e Ike, Sid y Nancy, Crissi y Ray. Eso no
me pasará a mí. Su nombre es una palabra en la parte de arriba de una página e
indica que empezó un poema, empezó pero no ha terminado porque la máquina de
escribir ya no escribe. Me beso la mano y la huelo y huele a él. Me imagino que su
olor es ése. Su olor. Su olor. No me atrevo a ir a su residencia ni a pasar por delante
de su cuarto.
Paso junto a él y ni siquiera le miro. Pasaré junto a él en el comedor con una
soltura que me choque hasta a mí.

PAUL Intenté hablar con Mitchell esta noche en la fiesta de El Fin del Mundo. Estaba
junto al barril llenándose un vaso de plástico. Yo ya tenía una cerveza y estaba solo,
donde empieza El Cementerio. Terminé la cerveza y me acerqué al barril.
—Hola, Mitch —dije. Hacía frío y el aliento se veía—. ¿Cómo va todo?
—Hola, Paul. Como siempre. —Estaba llenando dos vasos. ¿Es que esa puta no
puede servirse ni su jodida cerveza?—. ¿Y a ti cómo te va?
—Bien. ¿Podemos hablar? —Puse el vaso debajo del grifo.
Se quedó allí con los dos vasos en la mano.
—¿De qué quieres hablar? —preguntó con esa expresión neutra suya tan famosa.
—Sólo de lo que pasa —dije, concentrándome en la cerveza y la espuma que
salían del grifo. Una chica se acercó y esperó. La miré pero ella no me estaba
mirando, sólo a mis manos, impaciente.
—Te lo advertí, Paul. Recuérdalo —dijo Mitchell.
—Sí, ya lo sé —dije, y reí nerviosamente. Sólo había llenado medio vaso pero le
dejé el sitio a la chica—. Espera un momento, ¿de qué me advertiste? —pregunté.
Veía a Candice de pie al borde de El Fin del Mundo; detrás de ella y debajo, el Valle
de Camden, las luces del pueblo. No entendía cómo podía preferir aquello porque
Mitchell era, hay que admitirlo, demasiado guapo para ella. Estaba más allá de mi
comprensión. Tomé un trago de cerveza.

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—Te lo advertí—dijo Mitchell empezando a andar.
—Espera —le seguí. Se detuvo junto a uno de los altavoces. The Pretenders
sonaban a todo volumen. Había un grupo pequeño de gente bañando. Dijo algo pero
no conseguí oírlo. Sabía lo que me iba a decir pero no creía que fuera a tener el valor
de decirlo. ¿Me lo había advertido? Probablemente, pero no de palabra. Por el modo
en que se apartaba cuando le tocaba en público. O si le llevaba una cerveza en El Pub,
por la manera como se molestaba y se apresuraba a decir que me invitaba a otra y
dejaba un dólar en la mesa. O cuando hablaba de lo que le apetecía ir a Europa, por
poner un ejemplo, y luego siempre añadía: solo. Me lo había advertido y me
molestaba reconocerlo. Pero de todos modos le seguí hasta donde estaba Candice.
Mitchell le dio la cerveza. Estaba tan fea… o a lo mejor estaba guapa y me costaba
admitirlo… Mitchell llevaba una camiseta (¿No era mía? Probablemente) y un jersey
de Eddie Bauer, y se rascaba el cuello, nervioso.
—¿No os conocéis? —preguntó.
—Claro, hola —dijo ella sonriendo, y él le cogió la cerveza cuando Candice
encendió un pitillo.
—Hola —dije, sonriendo, genial como siempre. Luego le lancé una dura mirada
cuando ella no miraba esperando que Mitchell se diera cuenta, pero no fue así.
Nos quedamos allí los tres, en El Fin del Mundo Después venía la ladera que daba
al valle, y luego el centro de Camden. No era una gran altura, pero si la empujaba,
digamos que accidentalmente, disimuladamente, por encima de la valla de piedra que
llegaba a la altura de las rodillas, le ocasionaría algo más que lesiones leves The
Pretenders se convirtieron en Simple Minds y di las gracias porque no podría haber
seguido allí de no ser por la música. Las fiestas son, por derecho propio, lugares
perfectos para los enfrentamientos, pero no aquélla. Probablemente yo ya había
perdido aquel enfrentamiento. Probablemente hacia muchísimo tiempo, hasta puede
que la última noche en Nueva York. Alguien había colgado unas tenues luces
amarillas que iluminaban la cara de Mitchell, volviéndola macilenta. Me había
dejado. La escena de nosotros tres allí resultaba demasiado real y demasiado anodina.
Me alejé.

SEAN La chica se llama Candice. Estoy junto al barril de cerveza con Tony, que le
está dando largas explicaciones a Getch sobre las consecuencias de beber demasiada
cerveza, y la observo a la vez que elimino a Micht Allen de mi campo de visión. Va
demasiado bien vestida para una fiesta de un viernes por la noche y aquí fuera, en la
pradera del Área Común, tiene clase de verdad; puede que sea algo conservadora y
estirada, como una japonesita, pero de un modo agradable, sexy, pues la miras y

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sabes que en la cama es una fiera. En cualquier caso parece demasiado guapa para
Mitch, que tampoco es tan guapo. Me pregunto si de verdad le gustará follar con él.
Luego pienso que a lo mejor ni siquiera han follado. Que a lo mejor me acerco y me
pongo a hablar con ella y a lo mejor acepta mi invitación y le dice a Mitch que le verá
más tarde. Y pensar en todo esto me está destrozando, o casi. Termino otra cerveza y
otra estrecha, Roxanne, se acerca a la barrica, y se queda junto a mí. Luego esa chica
se marcha de El Fin del Mundo, detrás de él. No se pueden ir, pienso, es demasiado
pronto. Pero no se marchan, sólo se alejan de alguien. ¿Demasiado pronto para qué?,
me pregunto. Irán a la habitación de Mitch (ella probablemente tenga compañera de
cuarto) y dejará que se la folle. Estoy tan jodido que ni siquiera me excito. Miro a
Roxanne, a la que debo un montón de dinero. También lleva muchas joyas y me
gusta. Me pregunto si querrá follar conmigo esta noche. Si hay la más mínima
posibilidad… Está fumando un porro y me lo pasa.
—¿Cómo va todo? —pregunta.
—Ya ves, aquí tomando cerveza —contesto.
—¿Es buena? ¿Es buena la cerveza que estás tomando? —pregunta.
—Oye —le digo directamente—, ¿te apetece que subamos a mi habitación?
Se ríe, bebe un trago de cerveza, mueve mucho las pestañas llenas de rímel y me
pregunta para qué.
—Para recordar los viejos tiempos. —Me encojo de hombros. Le devuelvo el
canuto.
—¿Los viejos tiempos, dices? —Se ríe con más ganas.
—¿Qué es lo que te divierte tanto?
—No, Sean, hoy no puedo —dice—. Además he quedado con Rupert. —Todavía
sonríe.
La muy puta. Hay un bicho, un mosquito, en su cerveza. No lo ve. Yo no digo
nada.
—Déjame un par de pavos —digo.
—No he traído el bolso —dice ella.
—Vale —digo.
—Sean, siempre serás el mismo —dice, y me entran ganas de pegarle (no de
follármela, sólo de pegarle)— No sé si eso es bueno o malo.
Me apetece que se trague el bicho. ¿Dónde está Candice, maldita sea? Vuelvo a
mirar a Roxanne, que sigue con su condenada sonrisa; piensa para sí, contenta de que
se lo haya pedido, y todavía más por haber sido capaz de decir que no. La miro y
siento auténtica repulsión.
—¿Tienes algo de morfina? —le pregunto.
—¿Por qué la iba a tener? —pregunta ella, que ve el bicho y vacía la cerveza en
el césped.

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—Pínchate una poca. Me parece que no te vendría mal —le digo, alejándome.
—Tengo algo para que te piques de verdad, marica —es lo último claro que oigo.
Mi observación no fue ni aguda ni efectiva y no creo que vuelva a ver a esa chica
en una temporada. La cosa empezó cuando se puso a trapichear con coca para
adelgazar. Y funcionó más o menos. Creo que todavía tiene un culo grande, y puede
parecer algo gorda, y lleva el pelo teñido de negro y escribe poemas espantosos y me
jode haberle dado ocasión de replicarme. Vuelvo a mi cuarto y cierro de un portazo.
Mi compañero de cuarto se ha ido, enciendo la radio. Paseo. En una emisora local
suena «Wild Horses». Muevo el dial «Let It Be» suena en la emisora siguiente. En la
siguiente, «Ashes to Ashes», luego un canto fúnebre de Springsteen, luego Sting
entona «Every Breath You Take» y luego cuando vuelvo a la emisora local el carapijo
del locutor anuncia que va a poner las cuatro caras de «The Wall», de Pink Floyd. No
sé lo que pasa pero cojo el aparato y lo tiro contra la puerta, pero no se rompe y me
alegro aunque sea una radio barata. Lo recojo, luego agarro una caja con cintas y saco
una que no me gusta y la aplasto con el tacón de la bota. Luego cojo una cesta con
singles y me aseguro de que los tengo en cinta antes de partirlos en dos, luego en
cuatro. Doy unas patadas en la parte de la pared de mi compañero y luego rompo un
tirador de la puerta del armario. Después vuelvo a la fiesta.

LAUREN Yo y Judy. Preparando lienzos. Mi estudio. Judy acaba de pintarse las uñas
o sea que no está, como se dice, por lo que hace. Lo dejamos. Otro viernes por la
noche Judy trajo dos Beck’s y algo de yerba. Me gusta Judy. No me gusta mi madre.
Mi madre llamó hace un rato, Después de cenar. Me deprimió tanto que me puse a
pasear como una idiota y a fumar pitillos hasta que volví al estudio. Mi madre no
tenía nada que decirme. Mi madre no tenía ninguna información urgente que
comunicarme. Mi madre estaba viendo películas en el vídeo. Mi madre está loca. Le
pregunté por la revista (dirige una), por mi hermana, finalmente (gran error) por mi
padre. Dijo que no me oía. No le volví a preguntar. Luego mencionó que Joana (la
nueva novia de mi padre) sólo tiene veinticinco años. Y como no la insulté o vomité o
me suicidé, dijo que si aprobaba lo que estaba haciendo, por qué no pasaba con él las
Navidades. Por entonces la llamada ya había degenerado hasta tal punto que le dije
que tenía que ir a clase a las doce de la noche y colgué y fui al estudio y estuve
mirando toda la mierda, la mierda asquerosa que llevo haciendo todo el trimestre. Se
suponía que iba a hacer los carteles de la obra de Shepard pero la bollera que la dirige
me cae mal, así que a lo mejor le doy una de estas mierdas sin terminar:
—¡Todo es una mierda! —digo en voz alta—. Judy, mira esto. ¡Es una mierda!
—No, no lo es. —Pero no miraba.

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—Ni siquiera miras. —Abro el segundo paquete de tabaco del día y ni siquiera
son las once. Lo último de lo que me preocupo es del cáncer de pulmón o mama.
Gracias a Dios que no tomo la píldora.
—Voy a cambiar de especialidad —digo. Judy mira lo que he hecho Jackson
Pollock liberó la línea, recuérdalo, me dijo alguien ayer en clase de pintura
contemporánea. ¿Cómo podría liberar de nada a esta mierda?, me pregunto. Me
quedo delante de un lienzo sin terminar. Pienso que haría mejor gastando el dinero en
drogas que en material de pintura—. Voy a cambiar de especialidad, ¿no me oyes?
—¿Otra vez? —dice Judy, concentrada liando un porro. Se ríe.
—¿Otra vez? ¿Tenías que decir eso?
—No me hagas reír, que no podré liar esto.
—Es absurdo —digo.
—Vamos a la fiesta —dice lloriqueando. Judy lloriquea.
—¿Para qué? Aquí tenemos todo lo que necesitamos. Cerveza caliente. Música. Y
lo mejor de todo, nada de chicos.
Cambio la cinta. Hemos estado oyendo la cinta 2, una recopilación de temas que
hicimos en primero. Recuerdos buenos/malos. Michael Jackson («¿Cuántas canciones
suyas puedes nombrar aparte de "Thriller"?», me preguntó Victor una vez. Mentí y
dije que sólo dos. Después dijo que me quería… ¿Dónde fue eso? ¿En el autocine
Wellfleet; o estábamos paseando por la zona comercial de Provincetown?), Prince (un
viernes por la noche haciendo el amor en una furgoneta aparcada en el campus con
aquel chico tan guapo de Brown), Grandmaster Flash (lo bailábamos tantas veces en
El Mensaje y nunca nos cansábamos…). La cinta me deprime. La quito. Pongo otra.
Cinta de Reggae número 6.
—¿Cuándo vuelve Victor? —pregunta Judy.
Oigo música que llega desde el Área Común y El Fin del Mundo y suena
tentadora. A lo mejor podríamos ir. Ir a la fiesta. Siempre estaba el libro de
enfermedades sexuales con esas fotografías espantosas (muchas de primerísimos
planos de bultos rosas, azules, púrpura, rojos, eran bonitas de un modo minimalista
abstracto), que siempre funcionan como elemento disuasorio para las fiestas de los
viernes por la noche. Victor también sería un elemento disuasorio. Si estuviera aquí.
Probablemente vayamos a la fiesta y lo pasemos bien. Hojeamos el libro. Primer
plano de chica que era alérgica al plástico de su diafragma. Comentarios. A lo mejor
lo pasábamos bien. Me imagino al pobre Victor, tan guapo, en Roma o París, solo,
muerto de hambre, intentando desesperadamente ponerse en contacto conmigo, puede
que gritándole a una telefonista malvada en mal italiano o yiddish, casi llorando,
tratando de hablar conmigo. Suspiro y me apoyo en una columna del estudio y luego
echo la cabeza hacia atrás. Demasiado dramático.
—¿Quién sabe? —me oigo decir—. ¿Qué te recuerda esto? —le pregunto—.

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¿Degas? ¿Seurat? ¿Renoir?
Mira el lienzo y dice:
—Scooby Doo.
Vale, es hora de ir a El Pub. Hacernos con una pinta de Genny y, si no nos hemos
olvidado de hacer efectivo el talón, puede que con algo de vino para emborracharnos
o ponernos malas, y luego una pizza o un emparedado. Judy lo sabe. Yo lo sé.
Cuando la cosa se pone dura, las que somos duras bebemos.
Así que vamos a El Pub. Alguien ha escrito en la puerta con letras negras
«Burbuja de Aislamiento Sensorial» y no lo encuentro divertido. No hay mucha gente
por lo de la fiesta. Pedimos una jarra y nos sentamos al fondo. Escuchamos la
gramola. Pienso en Victor. Un porro que no hemos fumado sigue en el bolso de Judy.
Y tenemos la sempiterna conversación de los viernes por la noche en El Pub cuando
no vamos a ninguna fiesta. Conversaciones que sólo recientemente, ahora que voy al
último curso, están empezando a cansarme.
J: ¿Qué película ponen esta noche?
Yo: ¿Apocalypse Now? O puede que Zombie.
J: No. Otra vez no, por Dios.
Yo: ¿De quién estás enamorada?
J: De Franklin.
Yo: ¿Por qué? Creí que decías que era un idiota y un aburrido.
J: No hay otro que me guste.
Yo: Pero dijiste que era un idiota.
J: En realidad me gusta su compañero de cuarto.
Yo: ¿Quién es?
J: Michael.
Yo: ¿Por qué duraste tan poco con Michael?
J: Puede que sea gay.
Yo: ¿Cómo lo sabes?
J: Me he acostado con él. Me contó que le gustaban los chicos. No creo que fuera
a funcionar. Quiere ser bailarina.
Yo: Si no puedes estar con el que quieres, guapa.
J: Puedo follarme a su compañero de cuarto.
Yo: ¿Vamos a ir a algún sitio, o no?
J: No, no creo. Al menos esta noche.
Yo: ¿Qué película ponen hoy?

PAUL Me encontré con Sean cuando estaba junto al barril y miraba cómo se iban

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Mitchell y Candice. Pasaron junto a mí y Mitchell sonrió al decirme buenas noches y
despedirse con la mano. Lo mismo hizo Candice, lo que no supe cómo tomarme: ¿un
gesto de piedad o de victoria? (¿Victoria?, ¿por qué? Mitchell no le hablaría nunca de
mí). Les vi alejarse y volví a llenarme el vaso. Di un vistazo y recuerdo haber visto a
Dennis Jenkins, ese marica esquelético y feo que estudia arte dramático, mirándome
(Dennis Jenkins era una de las muchas razones por las que odiaba graduarme en arte
dramático). Suspiré y me dije que si esta noche me iba a la cama con él, a la mañana
siguiente me suicidaría. Terminé de llenar el vaso (casi todo era espuma porque el
barril se estaba terminando), y cuando levanté la vista Sean Bateman estaba allí,
esperando. Conozco a Sean como nos conocemos unos a otros en este sitio, lo que
quiere decir que probablemente nunca nos hemos hablado pero conocemos a alguno
de nuestros respectivos grupos, y tenemos amigos comunes. Era guapo de un modo
vago y directo, siempre estaba tomando cerveza y jugando con los videojuegos o al
millón en el Pub, y al principio no me interesó demasiado.
—Hola, Sean —dije. Si no hubiera estado algo más que un poco borracho
probablemente no le habría dicho nada; le habría saludado con la cabeza y me habría
alejado. Yo estaba convencido de que iba a estudiar mecánica.
—Hola, Paul —sonrió, y apartó la vista.
Parecía nervioso y seguí su mirada, que se fijó primero en la oscuridad del college
y luego en las casas del campus. No recuerdo, o no sé, por qué miraba de aquel modo.
Puede que sólo estuviera nervioso, o a lo mejor era demasiado tímido para hablar
conmigo. A sus espaldas la gente empezaba a dejar El Fin del Mundo y se dirigía a
casa o a El Cementerio.
—¿Conoces a esa chica que está con Mitchell? —preguntó, lo que me pareció un
modo de entablar conversación.
—¿Te refieres a Candice? —dije, apretando los dientes—. Se llama Candice.
—Sí. Eso ya lo sé —dijo.
—Iba a clase con ella pero suspendí —dije, poniéndome tenso.
—Yo también iba a esa clase, y también suspendí —respondió, sorprendido.
En ese instante, al recordarlo, se estableció una relación mutua.
—Nunca te he visto por allí —dije, desconfiado.
—Por eso suspendí —aclaró.
—¡Oh! —dije yo, asintiendo.
—No puedo creer que tú suspendieses.
No había suspendido. De hecho había dejado por terminar una parte de la
asignatura para septiembre. En realidad era un curso increíblemente fácil (dramas
étnicos de cámara) y me sorprendía que suspendiera nadie, asistiera a clase o no. Pero
a Sean aquello parecía impresionarle y seguí por ese camino.
—Sí, he suspendido otras dos —dije, tratando de calcular su reacción.

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—¿De verdad? —Su boca, de labios muy gruesos y rojos, sexy, puede que
sensual pero no del todo, se le quedó abierta.
—Sí —asentí.
—Chico, nunca hubiera creído que tú pudieras suspender nada —dijo, haciendo
que sonara como un cumplido.
—No te sorprendas tanto —dije. El primer atisbo de coqueteo de la conversación.
Los viernes por la noche es tan fácil.
—No, si yo soy de ésos —sonrió, autocompadeciéndose. Luego recordó que se
había acercado por cerveza. Abrió la espita, pero se había terminado.
Me quedé allí, mirándole. Llevaba vaqueros y botas y una camiseta blanca y una
cazadora de cuero bastante estropeada con cuello de piel: el perfecto chico americano
informal. Y me puse a pensar en qué tal irían las cosas si me iba a la cama con él.
Luego suspiré y me di cuenta de que estaba haciendo el tonto. La fiesta se terminaba
y me estaba deprimiendo y el barril estaba vacío, conque me aclaré la voz y me
despedí con un «Bueno, hasta la vista».
Y entonces él dijo algo muy extraño. Algo que lo puso todo en marcha. Yo no
estaba tan borracho como para no entenderlo, y aquella proposición tan directa me
pilló de improviso. No le pedí que repitiera la invitación. Me limité a repetir lo que
me había preguntado: ¿Te apetece una quesadilla?
—¿De verdad quieres que vayamos a tomar una quesadilla? —pregunté—.
¿Quieres que vayamos a cenar mañana por la noche? ¿A un sitio mexicano? ¿Qué tal
Casa Miguel?
Y él estaba tan acobardado, que bajó la vista y dijo:
—Sí, vale.
Estaba casi perplejo. Estaba dolido. Y afectado. The Supremes cantaban:
«Cuando la luz del amor brilla en tus ojos». Y aunque parecía como si él quisiera que
fuéramos a la cama enseguida, nos citamos para el día siguiente en Casa Miguel, en
North Camden, a las siete.

SEAN La fiesta empieza a tocar a su fin y yo le he tenido echado el ojo a Candice


todo el rato. Pero llega el momento y ella se va con Mitch y no me siento tan
decepcionado o sorprendido como esperaba. También estoy casi como una cuba, y
eso ayuda. Los últimos no se deciden a irse, y siempre me deprimen en estas fiestas
los que al final tardan en decidirse a marchar esperando encontrar a alguien con quien
irse a casa. Eso me recuerda a los que en el instituto eran los últimos en ser elegidos
para el equipo. Es una pena. La verdad es que aumenta la sensación de autoestima.
Pero a fin de cuentas me da lo mismo. Me dirijo al barril y Paul Denton está allí, y el

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barril está vacío y Tony vende botellas a dos dólares cada una en su cuarto y no
quiero gastarme el dinero tan estúpidamente y no tengo ánimos para ponerme a ligar
y sospecho que Denton tiene pasta, así que le pregunto si quiere venir conmigo y
tomar una cervecilla y él está tan borracho que me pregunta sí me apetece cenar con
él mañana y supongo que yo también estoy borracho y digo que sí aunque no sé por
qué coño digo eso, y me siento muy confuso. Me voy y otra vez termino en la cama
con Deidre que es una especie de… no sé cómo es.

LAUREN Despertar. Sábado por la mañana. Seminario sobre la condición


posmoderna. Créase o no. A las diez. En Dickinson. Ya estamos en octubre y sólo
hemos tenido una sesión. Dudo que asista nadie más. En la primera sesión, hace un
mes, la única era yo, y Conroy estaba tan borracho que perdió la lista. Voy a tomar el
almuerzo. Cruzo el césped del Área Común. Algunos que probablemente no se han
acostado en toda la noche limpian la zona de desperdicios. Puede que todavía sigan la
fiesta y se lo estén pasando bien. ¿La eterna fiesta del barril en El Fin del Mundo? Se
llevan los barriles rodando. Recogen el equipo de sonido. Desmontan las luces.
Debería haber asistido. Puede que no. Parada en el Área Común Café. En el correo
nada de Victor. Voy andando a Dickinson. Y… resulta increíble. Conroy está dormido
en el sofá de su despacho. El despacho apesta a marihuana. Una pipa de marihuana en
la mesa junto a la botella de whisky. Me siento en la mesa, no demasiado
sorprendida, y fumo un pitillo viendo cómo duerme Conroy. ¿Se levantará? No,
seguro que no. Apago el pitillo. Me voy. Victor me recomendó este seminario.

SEAN Me levanto temprano, para ser sábado. Poco después de la hora del desayuno.
Me ducho y trato de recordar el seminario para el que casualmente me he despertado
a la hora. Fumo un par de pitillos, miro cómo duerme El Rana, paseo por el cuarto.
No puedo creer que tenga un compañero de cuarto que se llama Bertrand. Subo a
Tishman porque no hay nada mejor que hacer. Los sábados son una lata y nunca he
ido a ese seminario, así que a lo mejor no resulta tan aburrido. Llego a Tishman, pero
no es en ese edificio. Entonces recuerdo que seguramente es en Dickinson, pero no
encuentro el aula, y cuando la encuentro no parece que sea en ella. Es el despacho del
profesor y no hay nadie. Y no es que me haya retrasado, y me pregunto si habrán
cambiado de clase. Si han cambiado, me quedo sin seminario. No voy a soportar toda
esta mierda. El despacho huele como a yerba, así que me quedo un rato por sí viene
alguien con más. Me siento en la mesa, y busco algún signo que me indique de qué

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trata el seminario. Pero no lo encuentro, así que vuelvo a mi cuarto. El Rana se ha
ido. Podría pasarme por la reunión de los alumnos de arte, en Bingham. Voy y no es
allí, y después de quedarme un rato en la sala de estar; esperando, fumando,
paseando, vuelvo a mi habitación. A lo mejor doy un paseo en coche hasta
Manchester. Los sábados son una lata.

MARY Ayer estaba en clase (soportable, gracias a ti) y me fijé en la espalda de


Fergus (aunque si hubiera sido tu espalda me habría fijado antes) y escribí a la que
estaba junto a mí (una persona a la que no había visto nunca, una persona a la que
no conozco y que me trae sin cuidado, una persona que se te podría abrir de piernas,
a lo mejor ya lo ha hecho, todo el mundo lo hace) que Fergus tenía una espalda sexy;
y ella me escribió algo y dijo: «Sí… Pero fíjate en su cara». ¡La estúpida crueldad de
este sitio! Esa respuesta idiota hizo que me apeteciera llorar y que me pusiera a
pensar en ti. Dejé otra nota en el buzón, con el corazón lleno de cálido deseo.
Probablemente piensas que soy una criatura demente pero no lo soy. Lo repito, no lo
soy. Te quiero sólo a ti. Tiene que haber algo que necesites de mí. Si lo supiera…
Estas notas que dejo son difíciles de escribir. Me he contenido para no impregnarlas
con mi perfume, tratando de atraer todos tus sentidos auditivo, olfativo… Después de
dejar estas notas en tu buzón, aprieto los dientes y cierro con fuerza los ojos, noto
como si mis manos fueran terribles garras, como un paciente en el sillón del dentista
para toda la eternidad. Hay que tener valor. Un valor irritante y duradero. El
contacto contigo, o mi contacto imaginario, me parece a la vez repelente y
extrañamente suculento. Me atormenta. Estos sentimientos me atormentan. Mis ojos
siempre están dispuestos a mirarte. Quieren agarrarte y tumbarte en blancas
sábanas de lino, entre tus brazos, tus fuertes brazos. Te llevaré a Arizona y conocerás
a mi madre. La semilla del amor ha prendido, y si no podemos arder juntos, arderé
yo sola.

PAUL No llegué a ir a Casa Miguel aquel sábado de principios de octubre en que


tenía una cita. Estaba en mi cuarto vistiéndome, tan poco satisfecho con lo que me
estaba poniendo que me cambié cuatro veces en el espacio de media hora. Empezaba
a ser ridículo y ya eran cerca de las siete, y como no tengo coche tenía que pedir un
taxi. Me cambié una vez más, quité la cinta de The Smiths y estaba a punto de salir
cuando Raymond irrumpió en mi habitación. Estaba muy pálido y jadeaba, y me dijo:
—Harry ha intentado matarse.

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Sabía que iba a pasar algo así. Tenía la sensación de que existiría algún obstáculo,
mayor o menor, que impediría lo de aquella tarde. Durante el día entero tuve la
sensación de que pasaría algo que me jodería la noche, así que le pregunté:
—¿Cómo que Harry ha intentado matarse? —Y mantuve la calma.
—Tienes que venir a Fels. Está allí. Mierda, Paul. Tenemos que hacer algo. —
Nunca había visto a Raymond tan alterado. Parecía como si fuera a echarse a llorar y
daba a este acontecimiento (¿el suicidio de un novato?, ¡por favor!) una dimensión
emotiva injustificada.
—Llama a Seguridad.
—¿A Seguridad? —gritó él—. ¿A Seguridad? ¿Y qué coño van a hacer los de
Seguridad? —Me agarró por el brazo.
—Diles que uno de primero ha intentado suicidarse —le dije—. Créeme, estarán
allí antes de una hora.
—¿De qué diablos estás hablando? —Se estremeció, sin dejar de agarrarme.
—Suéltame —dije—. Todo irá bien. Tengo una cita a las siete.
—¡Por favor, ven! —gritó, y me sacó de la habitación.
Cogí un pañuelo de cuello del perchero y conseguí cerrar la puerta antes de
seguirle escaleras abajo camino de Fels. Andábamos hacia el vestíbulo de Harry y
empecé a sentirme asustado. Estaba bastante nervioso por la cita con Sean (Sean
Bateman: había susurrado ese nombre el día entero, casi lo cantaba, en la ducha, en la
cama, con la almohada encima de la cabeza, entre las piernas), y sobre todo estaba
nervioso porque iba a llegar con retraso y echarla a perder. Aquello sí me daba pánico
de verdad y no este supuesto suicidio: un novato idiota, Harry, tratando de quitarse de
en medio. ¿Cómo lo habría hecho?, me pregunté al dirigirnos hacia su puerta, con
Raymond haciendo ruidos raros a mi lado al respirar. ¿Con una sobredosis de Valium
y vino? ¿Qué le había pasado? ¿Se le habría estropeado el lector de discos
compactos? ¿Habrían suprimido «Corrupción en Miami»?
El cuarto de Harry estaba casi a oscuras. La luz procedía de un pequeño flexo de
su mesa de trabajo, debajo de un poster de George Michael. Harry estaba tumbado en
la cama con los ojos cerrados, con la ropa típica de un novato: playeros, bermudas
(¡en octubre!), un polo; la cabeza caída a un lado. Donald estaba sentado a su lado
tratando de que vomitase en la papelera que tenía junto a la cama.
—He traído a Paul —dijo Raymond, como si yo fuera a salvarle la vida a Harry.
Se dirigió a la cama de Harry y bajó la vista.
—¿Qué ha tomado? —pregunté desde la puerta, mirando el reloj.
—No lo sabemos —dijeron los dos a un tiempo.
Fui hasta la mesa y cogí una botella medio vacía de Dewar’s.
—¿Así que no lo sabéis? —pregunté, irritado. Olí la botella como si fuera la
clave.

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—Oye, vamos a llevarle al hospital de Durham —dijo Donald, tratando de
levantarle.
—¡Eso está en Keene! —gritó Raymond.
—¿Adónde podemos llevarle si no, carapijo? —gritó Donald.
—En el pueblo hay un hospital —dijo Raymond, y luego añadió—: Imbécil.
—¿Por qué voy a saber esas cosas? —volvió a gritar Donald.
—He quedado con alguien a las siete —dije.
—Olvida la cita. Trae tu coche, Raymond —gritó Donald, levantando a Harry.
Raymond salió corriendo del cuarto. Oí cómo la puerta trasera de Fels se cerraba de
un portazo.
Me acerqué a la cama y ayudé a Donald a levantar a Harry, que pesaba
sorprendentemente poco. Donald levantó los brazos de Harry, le quitó el polo de
cachemira que llevaba puesto y lo dejó en un rincón.
—¿Qué estás haciendo? —pregunté.
—Es mío. No quiero que se estropee —dijo Donald.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Harry entre toses.
—Mirad, está vivo —dije yo, en tono acusador.
—¡Dios mío! —exclamó Donald, matándome con la mirada—. Todo irá bien,
Harry —susurró.
—A mí me parece que está bien. Puede que borracho —dije.
—Paul —dijo Donald en tono de reproche, sin abrir casi la boca—. Me llamó
antes de la cena y dijo que iba a matarse. Vine aquí después de cenar, y lo encontré
así. Es evidente que ha tomado algo.
—¿Qué has tomado, Harry? —le pregunté, dándole unas bofetadas suaves con la
mano libre.
—Venga, Harry. Dile a Paul qué has tomado —insistió Donald.
Harry no dijo nada, sólo tosió.
Lo llevamos a rastras apestando a Dewar’s hasta el vestíbulo. Se desmayó y la
cabeza le quedó colgando. Llegamos afuera justo cuando Raymond aparecía con su
Saab.
—¿Por qué lo hizo? —pregunté mientras tratábamos de meterlo en el coche.
—Conduce tú, Donald —dijo Raymond, que había bajado del Saab y nos ayudaba
a tumbarlo en el asiento de atrás. El motor estaba en marcha. Me dio dolor de cabeza.
—Soy incapaz de conducir —dijo Donald.
—¡Mierda! —gritó Raymond—. Entonces siéntate detrás.
Me senté en el asiento de al lado del conductor y, antes de que me diera tiempo de
cerrar la puerta, Raymond arrancó el coche.
—¿Por qué lo hizo? —volví a preguntar, cuando pasábamos delante de la puerta
de Seguridad, carretera abajo, hacia la salida del college. Estaba considerando la

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posibilidad de pedirles que me dejaran en North Camden, pero sabía que no me lo
perdonarían, así que no dije nada.
—Hoy se enteró de que sus padres le adoptaron —dijo Donald desde el asiento de
atrás.
Tenía la cabeza de Harry en el regazo, y éste volvía a toser.
—¡Oh! —exclamé.
Cruzamos la puerta de la cerca del college. Era de noche y hacía frío. Íbamos en
dirección contraria a North Camden. Volví a mirar el reloj. Ya eran las siete y cuarto.
Me imaginé a Sean, solo, sentado en el bar casi vacío de Casa Miguel, ante una
margarita helada (no, él nunca tomaría eso: me lo imaginé con una cerveza mexicana
delante), decepcionado, y volviendo a casa (espera, puede que no tenga coche, puede
que haya ido hasta allí andando, ¡oh Dios mío!) solo. Ahora había muchos coches.
Había una larga cola de gente de pueblo delante de los Cinemas I & II esperando para
ver la nueva película de Chuck Norris. Amas de casa y mujeres de los profesores
salían del supermercado con carritos de la compara. Mucha gente entraba y salía del
Woolworth’s de la calle principal. Haces de luz fluorescente iluminaban el
aparcamiento. Sonaban The Jam en la casete del coche y, al oír la música, me
sorprendió lo pequeño que era el pueblo y lo poco que lo conocía. A lo lejos pude
distinguir aquel hospital en el que nunca había estado. Ya casi habíamos llegado. Era
un edificio de ladrillo rodeado de un enorme aparcamiento vacío, hacia las afueras
del pueblo. Más allá un bosque se extendía kilómetros y kilómetros. Nadie decía
nada. Pasamos por delante de una tienda de bebidas.
—¿Podrías parar? Necesito pitillos —dije, registrándome los bolsillos.
—Te recuerdo que llevamos a uno con sobredosis en el asiento de atrás —dijo
Donald.
Raymond estaba echado encima del volante, parecía preocupado y como si le
apeteciera un pitillo y se lo estuviera pensando seriamente.
Ignoré a Donald y dije:
—Sólo será un minuto.
—No —dijo Raymond, aunque parecía poco seguro.
—No es una sobredosis —dije casi enfadado, pensando en un bar vacío de North
Camden—. Es un novato, y los de primero nunca tienen sobredosis.
—¡Que te den por el culo! —dijo Donald—. Mierda, está vomitando. Va a
vomitar.
Oí las arcadas en la oscuridad del Saab y me volví para ver mejor. Harry seguía
tosiendo y parecía sudar.
—Abre la ventanilla —gritó Raymond—. ¡Abre la jodida ventanilla!
—Vosotros dos, a ver si os tranquilizáis. No va a vomitar —dije fastidiado.
—Va a vomitar. Te digo que sí —estaba gritándome Donald.

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—¿Cómo llamas a eso? —preguntó Raymond refiriéndose a las arcadas, a la vez
que me liquidaba con la mirada.
—¿Asma seca? —grité yo a mi vez.
Harry murmuró algo, luego volvió a tener arcadas.
—¡Oh, no! —dijo Donald, tratando de sacar la cabeza de Harry por la ventanilla
—. Conque no iba a vomitar, ¿eh?
—Muy bien —gritó Raymond—. Le conviene vomitar. Déjale que vomite.
—No os entiendo —dije yo—. ¿Puedo cambiar la cinta?
Raymond se dirigió a la entrada de Urgencias y detuvo el coche bruscamente.
Bajamos todos, sacamos a Harry del asiento de atrás y lo llevamos medio a rastras
hasta el mostrador. El lugar estaba vacío. Llegaba música ambiental de unos
altavoces invisibles en el techo. Una enfermera joven muy gorda nos miró e hizo una
mueca, probablemente pensando: «¡Vaya, hombre, otro juerguista del Camden
College!».
—¿Díganme? —preguntó, sin mirar a Harry.
—Este chico sufre una sobredosis —dijo Raymond dirigiéndose al mostrador y
dejando a Harry en brazos de Donald.
—¿Una sobredosis? —preguntó la enfermera, levantándose.
Entonces llegó el médico de guardia. Se parecía a Jack Elam. Era un tipo mayor,
gordo, con gafas de cristales muy gruesos que murmuraba para sí mismo. Donald
dejó a Harry en el suelo.
—Gracias a Dios —murmuró Raymond, de un modo que sonó como si
descansara al dejar aquel problema en otras manos.
El médico se inclinó sobre Harry para comprobar sus constantes vitales.
Comprendí que era un matasanos al ver que no nos preguntaba nada. Ninguno de
nosotros dijo ni una palabra. Me molestaba no sólo que Donald y Raymond me
hubieran hecho faltar a aquella cita tan importante, sino que llevaran la misma
chaqueta de lana que llevaba yo. Había comprado la mía primero en la tienda del
Ejército de Salvación del pueblo por treinta dólares. Era de lana loden. Luego, al día
siguiente, los dos fueron corriendo allí y compraron las dos que quedaban,
probablemente donadas por alguien de la facultad que se iba al Oeste, a dar clases en
California o donde fuera. El médico soltó un gruñido, miró a Harry y le levantó los
párpados. Harry se rió un poco, luego se retorció y se quedó quieto.
—¿No le va a llevar a la sala de urgencias? —El rostro de Raymond estaba rojo
—. Dese prisa. ¿Es que aquí no hay nadie más?
Miró a su alrededor, frenético. Como alguien que estuviese preocupado, pero no
demasiado, por si iba a entrar en El Palladium o algo así.
El médico le ignoró. Su pelo gris se resistía a seguir peinado hacia atrás, y no
dejaba de gruñir, Le buscó el pulso a Harry, sin encontrarlo, y luego le desabrochó la

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camisa y puso el estetoscopio en su pecho huesudo y moreno. Volvió a buscarle el
pulso y gruñó. Harry se movió un poco, con una sonrisa de borracho en su cara de
novato. El médico buscó los latidos del corazón. Volvió a usar el estetoscopio. Por fin
nos miró y dijo:
—No le encuentro el pulso.
Donald se llevó la mano a la boca y se apoyó en la pared que tenía detrás.
—¿Está muerto? —preguntó Raymond, incrédulo—. ¿Es una broma?
—¡Mierda, si estoy viendo que se mueve! —dije, señalando a su pecho que subía
y bajaba—. No está muerto. Se ve cómo respira.
—Está muerto, Paul… ¡Cállate! Lo sabía… ¡Lo sabía! —dijo Donald.
—Lo siento, chicos —dijo el doctor; moviendo la cabeza—. ¿Cómo pasó?
—¡Dios mío! —se lamentó Donald.
—Cállate antes de que te dé una bofetada —le dije—. No está muerto. ¡Mira!
—Chicos, no le encuentro el pulso y el corazón no le late. Y me parece que tiene
las pupilas dilatadas. —El médico jadeó al levantarse, y señaló a Harry—. Ese chico
está muerto.
Ninguno de nosotros dijo nada. Miré a Raymond; ya no parecía preocupado, y me
lanzó una mirada que decía: este-matasanos-es-un-jodido-lunático-vámonos-de-este-
sitio-asqueroso. Donald seguía trastornado, nos daba la espalda. La enfermera miraba
desde el mostrador; sin interés.
Harry abrió mucho los ojos y preguntó:
—No estoy muerto, ¿verdad?
Donald soltó un grito.
—Sí, estás muerto —dijo Raymond—. Cállate.
El médico no parecía demasiado inquieto por el estado de Harry y gruñó al
arrodillarse junto a él, tomándole de nuevo el pulso.
—Os digo que no hay pulso. Este chico está muerto. —Y lo decía aunque Harry
tenía los ojos abiertos y pestañeaba. El médico tanteó con el estetoscopio una vez más
—. No encuentro nada.
—¡Espere un momento! —dije—. Oiga, doctor. Creo que vamos a llevar a
nuestro amigo a casa, ¿entendido? —Me acerqué a él con cuidado. Sabía que
estábamos en el Hospital del Infierno o en un sitio similar—. ¿Verdad que está de
acuerdo?
—¿Estoy muerto? —preguntó Harry, de repente con mejor aspecto, y a
continuación se desplomó.
—¡Dile que se calle! —gritó Donald.
—Estoy completamente seguro de que vuestro amigo está muerto —gruñó el
médico, un poco confuso—. Si queréis que le haga unas pruebas…
—¡No! —dijimos Raymond y yo al mismo tiempo. Nos quedamos allí mirando al

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novato supuestamente muerto, Harry, riéndonos. No dijimos nada. Y eso que el
médico seguía insistiendo en que quería hacer unas pruebas «al cadáver de vuestro
amigo».
Finalmente, llevamos al novato a casa, pero Donald no quiso ir en el asiento de
atrás con él. Casi eran las ocho y media cuando volvimos al campus. Estaba agotado.

SEAN Hoy no tengo ganas de hacer nada. Doy un paseo en moto hasta la ciudad,
compro un par de cintas, luego vuelvo a Booth y veo El planeta de los simios en el
vídeo de Getch. Me gusta esa escena en que un balazo deja mudo a Charlton Heston.
Él se escapa y corre frenéticamente por la Ciudad de los Simios y le cae una red
encima de la cabeza y los simios le levantan triunfantes y él recupera la voz y grita:
«¡Quitadme las manos de encima, malditos monos asquerosos!». Siempre me ha
gustado esa escena. Me recuerda las pesadillas que tenía en el parvulario o así.
Luego, cuando voy a ducharme, encuentro al Duque de las Infecciones (un licenciado
gordo del 78 o el 79) lavando su puñetera ropa en mi cuarto de baño. Y ni siquiera es
del college. Viene a visitar a un viejo profesor. Le echo violentamente. Hay otra nota
en el buzón esta noche cuando vuelvo de cenar. Nunca dicen más que «Te quiero» o
«Eres muy sexy» y cosas así. Pensaba que eran bromas que me gastaban Tony o
Getch, pero ya eran demasiadas para considerarlas una broma. Había alguien a quien
yo le interesaba de verdad. Por fin había despertado mi interés.
Luego, de vuelta a Booth después de cenar; veo la televisión en el cuarto de
Getch y un hippie alto de pelo grasiento tipo estudiante-profesional, que se llama Dan
y se ha estado follando a Candice el trimestre pasado, está allí hablando con Tony. De
todos modos, ya son las ocho y media y hace frío en la habitación y me noto con
fiebre. Tony y ese tipo se ponen a discutir exaltados sobre política o algo así. Es
horrible. Tony, en un estado de preborrachera, está muy enfadado porque su postura
es indefendible, y Dan, que apesta como una alfombra que llevara veinte años sin
limpiar, sigue citando a los escritores de izquierdas y llama a la policía de Nueva
York «nazis». Le cuento que una vez me pegó un policía. Sonríe y dice:
—Una observación muy adecuada.
Yo estaba bromeando. Me siento raro. Me duele todo el cuerpo. Escucho cómo
discuten sobre los nazis. Me divierte. Los sábados son una lata.
Bueno, estoy en la fiesta y no encuentro a Candice, conque ando por allí, cerca
del barril, hablo con el pinchadiscos. Voy al cuarto de baño pero algún carapijo ha
vomitado por todo el suelo y ya me iba cuando he tropezado con Paul Denton, que
cruza el vestíbulo, y recuerdo vagamente que hablé con él la noche pasada, y le
saludo con la cabeza al alejarme del servicio vomitado, pero él se me acerca y dice:

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—Siento mucho lo de esta tarde.
—Sí —digo—. También yo lo siento.
—¿Esperaste mucho? —me pregunta.
—¿Esperar? Claro —digo, pero ¿dónde?— Esperé.
—Dios mío, lo siento de verdad —dice él.
—Oye, no importa. De verdad que no —le digo.
—Tenemos que quedar como amigos —me dice.
—Vale. Claro, claro —digo—. Voy a regar las plantas, ¿vale?
—Claro, te espero —sonríe.
Después de quitar el vomitado de la taza del retrete con la meada, vuelvo al
vestíbulo y Denton sigue allí con una cerveza para mí. Le doy las gracias, qué otra
cosa podía hacer, y vamos a la sala de estar donde esos pijos de Dartmouth han
irrumpido en la fiesta. No tengo ni la menor idea de cómo coño entraron en el
campus. Los de Seguridad deben de haberles dejado pasar como una broma. Así que
estos ricos estúpidos, todos con trajes de Brooks Brothers, se me acercan mientras
espero que Denton traiga otra cerveza, y uno de ellos me pregunta:
—¿Pasa algo?
—No demasiado —le digo. Es la verdad.
—¿Dónde es la Fiesta de Disfraces para Follar?
—No es hasta más adelante —le digo.
—¿Esta noche? —pregunta el mismo.
—El trimestre que viene —miento.
—Mierda, tío. Creía que ésta era La Fiesta de Disfraces para Follar —dicen ellos
terriblemente decepcionados.
—Esto parece una fiesta del Día de Acción de Gracias, si quieres que te diga la
verdad —dice uno de ellos.
—Mierda —dice uno de ellos mirando a su alrededor y moviendo la cabeza—.
Mierda.
—Lo siento, chicos —digo.
Denton vuelve con una cerveza y me la da y todos hablamos. Se excitan de
verdad cuando el pinchadiscos pone un viejo tema de Sam Cooke y uno de ellos coge
a una de primero bastante guapa y baila con ella cuando empieza «Twisting the Night
Away» todo esto me está poniendo enfermo. Los demás pijos de Dartmouth unen las
manos en plan de equipo de fútbol. Por alguna razón todos van vestidos de verde.
Denton los mira atentamente y dice:
—¿No estáis demasiado lejos de casa?
—No estamos más que a un paso —dice uno de ellos.
Entonces Denton dice:
—Bueno, ¿cómo van las cosas por allí?

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Es bastante idiota que Denton reciba así a aquellos carapijos pero no digo nada.
—No está nada mal —dice uno de ellos señalando a una chica fea. La presidenta
de nuestro club de estudiantes.
—Estáis colgados —dice uno de los más brillantes.
—Más o menos —dice Denton, y se ríe.
—En Hanover siempre hubo mucha fruta —murmuro yo en voz alta.
—Os juro que esto parece una mierda de fiesta de Acción de Gracias —vuelve a
decir uno y me están fastidiando y, vale, puede que aquello parezca eso pero estos
carapijos no tienen ningún derecho, conque tengo que decirles:
—No, no es una fiesta de Acción de Gracias. Es la Fiesta del Folleteo.
—¡No me digas! —Todos ponen los ojos en blanco y se dan codazos unos a otros
—. Estamos preparados.
—¿Sí? Pues agachaos y que os follen —les digo.
Me miran como si estuviera loco y se alejan diciendo que soy un «pervertido». Ni
siquiera sé por qué me molesté en decir eso. Miro a Denton, que se está riendo, pero
cuando ve que yo no me río, deja de hacerlo. Se hace tarde y Candice no aparece y el
barril se acaba. Denton dice que por qué no vamos a su cuarto, que tiene cerveza.
Estoy algo cansado y digo que por qué no. Me aseguro de que tengo la yerba que
conseguí la tarde que fui a comprársela a Roxanne para unas chicas de primero de
McCullough. Dejamos la fiesta y nos vamos a Welling.

PAUL De vuelta de nuestra excursión al hospital, subí a mí cuarto y me pregunté qué


debía hacer. Primero llamé a Casa Miguel y pregunté por Sean. Le llamaron pero no
estaba. Ya se había ido. Me senté en la cama y fumé un par de pitillos. Luego fui a El
Pub. Al principio me anduve con cuidado. No recorrí el local con la vista hasta que
llegué a la barra. Harry ya estaba allí, recuperado, junto a la gramola con David Van
Pelt. Pedí una cerveza, pero no me la bebí. Luego seguí a unos cuantos hasta Booth
(hacía demasiado frío para fiestas en El Fin del Mundo) a enfrentarme con Sean.
Después de todo, era una fiesta.
Cuando llegué a la fiesta estaba a tope. Raymond andaba por allí pero no me
apetecía hablar con él. En cualquier caso, se me acercó y me preguntó si quería una
copa.
—Claro que la quiero. —Estiré el cuello para mirar por encima de la pista.
—¿Qué quieres? Conozco al barman.
—Ron con algo.
Se alejó y entonces localicé a Sean. Desde donde me encontraba, en la sala de
estar en penumbra de Booth, podía verle a la luz que venía del cuarto de baño del

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vestíbulo. Estaba junto a la puerta y tenía una cerveza en una mano y un pitillo en la
otra y trataba de quitarse algo de la bota. Me vio y luego se volvió tímidamente. Me
sentía culpable por lo que le había dicho la noche anterior: le dije que había
suspendido tres asignaturas el último trimestre. Sólo se lo dije porque me pareció que
era guapo y quería acostarme con él. No he suspendido ninguna asignatura ese
trimestre. (Después, Sean admitió que él había suspendido las cuatro. De hecho, no
consigo entender cómo alguien puede suspender en Camden, no las cuatro
asignaturas, sino una sola. La idea me debió de parecer tan irracional que en cierto
modo lo encontré aún más perversamente atractivo). Se me había acercado la noche
pasada, no había duda de eso, y ello es lo único que de verdad importaba. Desde
donde yo estaba se parecía a un ídolo del rock que estuvieran filmando en vídeo sin
que se diese cuenta. Algo parecido a Bryan Adams (sin acné, aunque a veces,
admitámoslo, eso puede resultar sexy). Me acerqué a él y le dije que lo sentía
muchísimo.
—Sí —dijo él, mirando tímidamente al suelo, tratando todavía de quitarse algo de
las botas. De pronto me pregunté si sería católico. Me animé: los católicos,
habitualmente, hacen de todo—. Yo también lo siento.
—¿Esperaste mucho? —le pregunto.
—¿Esperar? Claro, creo —admitió, confuso—. Esperé.
—Lo siento de verdad.
—No te preocupes por eso. No importa. En otra ocasión —dijo.
Me siento tan mal por haber estropeado esta cita que una corriente de simpatía (o
de deseo: las dos cosas eran intercambiables) me recorrió el cuerpo y dije:
—Quiero que quedemos como amigos.
—No tienes por qué —dijo, aunque podría asegurar que no quiso decir eso.
—Ya sé que no, pero quiero hacerlo. Insisto, de verdad.
Bajó la vista y dijo que tenía que ir al servicio, y yo dije que esperaría.
Me pregunté si nos acostaríamos esa noche, pero traté de quitarme aquella idea de
la cabeza y de racionalizar todo el asunto. Entre tanto, cuatro esplendorosos chicos de
Dartmouth entraron en la fiesta. Cuando volví al barril para llevarle otra cerveza a
Sean (si no en otras cosas, iba a tener éxito en esto de emborracharle), los cuatro se
dirigieron hacia él y se pusieron a hablar. Tuve celos y volví a toda prisa. Cuando le
di la cerveza, casi en plan protector, el más guapo se puso a bailar con la presidenta
del club de estudiantes («Lady Vagina» la llama siempre Raymond). Los chicos de
Dartmouth creían estar en la Fiesta de Disfraces para Follar de todos los años y se
quedaron muy decepcionados por haber venido desde Hanover al baile de Acción de
Gracias de Camden. Esto lo dijeron sarcásticamente y me pareció que con cierta
agresividad. Pero les pregunté, coqueteando:
—¿No estáis un poco lejos de casa?

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—Sólo a un paso de aquí, me parece —dijo el rubio.
—¿Y cómo van las cosas en la realidad? —pregunté, riéndome.
—Como siempre —dijo el del hoyuelo en la barbilla.
—Las cosas no cambian —dijo otro.
—Chicos, estáis un poco colgados, ¿no creéis? —preguntó el rubio. Todos
miraron a la pista y asintieron con la cabeza.
—Más o menos —dije yo.
Entonces Sean hizo un comentario desagradable que no pude oír. Fue cuando me
di cuenta de que estaba poniendo celoso a Sean al hablar con aquellos chicos, así que
inmediatamente dejé de hablar con ellos. Pero era tarde. Sean estaba tan celoso que
terminó diciéndoles que se largaran. Les dijo que aquella era la Fiesta del Folleteo y
que debían agacharse para que los follaran. Tenía la esperanza de no estar jugando
demasiado fuerte, pero era erótico oírle decir eso, aunque no mostrara ninguna
emoción. Tuve miedo de que los chicos de Dartmouth le fueran a pegar, pero se
marcharon, demasiado sorprendidos para decir nada y confirmadas sus sospechas
sobre aquel lugar gracias a la impetuosidad de Sean. Al cabo de un rato, cuando ya
casi son las doce de la noche, le pregunto si quiere venir a mi cuarto. Le había pedido
a Raymond, de regreso del hospital, que se detuviera en el supermercado para
comprar unas latas de cerveza para la ocasión. Pero no estaba seguro de si las
deberíamos beber porque Sean ya estaba bastante borracho. Pero antes me aseguré de
su interés preguntándole sí quería ir primero a su cuarto.
—Podríamos ir —dijo él—. Mi compañero de cuarto sale mucho. Su novia no
vive en el campus, así que está fuera con frecuencia.
Le patinan las palabras. Tropieza con la copa de alguien.
—¿Tienes alcohol? —le pregunté riendo.
—¿Si tengo alcohol? —se preguntó a sí mismo—. ¿Tengo?
—¿Tienes o no? —pregunté yo.
—Creo que no tengo nada —dijo, riéndose también.
—Vamos a mi habitación —dije—. Tengo cerveza.
Salimos de Booth, pasamos junto a los chicos de Dartmouth. Les habían pegado
hojas de papel en la espalda con la palabra «Carapijos». Nos fuimos a Welling.
—¿Eres católico? —le pregunté.
Anduvimos un rato antes de que por fin respondiera:
—No me acuerdo.

LAUREN No sé por qué me acuesto con Franklin. A lo mejor es porque a Judy le


gusta, o porque se acuesta con él de vez en cuando. A lo mejor es porque es alto y

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tiene el pelo moreno y me recuerda a Victor. A lo mejor es porque estamos en una
fiesta el domingo por la noche y está oscuro y estoy aburrida, pero de todos modos
¿qué voy a hacer en Booth? Debería saber lo que hago. A lo mejor es porque Judy fue
a Manchester al cine. No lo sé. A lo mejor es porque él… bueno, está allí. Pero no es
la única posibilidad. También está ese chico francés tan guapo que se me acerca y
dice que está enamorado de mí. Pero también me recuerda que a lo mejor debería
irme a Europa a buscar a Victor y traerlo de vuelta a casa. Hablamos, Franklin y yo.
Pero no demasiado. Unos cuantos chicos de Dartmouth, de muy buena planta pero
demasiado blandos, irrumpen en la fiesta. (¿Cómo sabes que son de Dartmouth?,
pregunta Franklin. Van de verde, le explico. Franklin asiente, impresionado, y
pregunta cuál es nuestro color. Negro, creo…). De hecho espero (aunque no en
realidad) que Judy vuelva, pues no quiero terminar haciéndolo. Bailamos un par de
canciones antiguas. Me invita a copas. Cuando suda está guapo de verdad. ¿Qué
estoy diciendo? Es el ligue de Judy. Pero luego me enfado con él: mira que engañar a
Judy con un imbécil como éste. Pero me emborracho y estoy demasiado cansada para
discutir y caigo en sus brazos y él no sabe qué hacer conmigo. Decido dejarlo todo en
sus manos. Vamos a su habitación. Qué fácil resulta todo. ¿Se enterará Judy? ¿Le
importará? ¿No le gustará más bien su compañero de cuarto? ¿Michael? Eso es. Miro
hacia la parte de la habitación de Michael: un helecho, una litografía de Hockney, un
poster de Mikhail Baryshnikov. Nada que hacer, Judy. Olvídalo. Me recuerda a un
chico del que estuve enamorada el trimestre pasado, parte del verano pasado. Antes
que de Victor. Y a lo mejor por eso me voy a la cama con el amante de Judy. Pero
debiera estar aquí para impedírselo. Y a lo mejor él no debería haberme acariciado el
cuello de ese modo, una sensación cruel pero familiar. Incluso antes de que esté
dentro de mí sé que nunca me volveré a acostar con él. Y a lo mejor Franklin me
recuerda a ese antiguo novio, lo que puede estar bien o tal vez mal, pero ahora
estamos en la cama.
—¿Y qué pasará con Judy? —le pregunto, notando los músculos de sus hombros.
—Está en Manchester.
Tiene los dedos fuertes, y me parece que esa respuesta basta.

PAUL Utilicé la historia de la muerte del mejor amigo. Parecía mejor que usar de la
historia la novia con cáncer o la de la tía favorita que se suicidó después de la muerte
del tío favorito, pues las dos parecían excesivamente dramáticas. Le hablé de «Tim»,
que se murió en un «accidente de coche» en una «carretera cerca de Concoid»
asesinado por «el empleado borracho de una estación de servicio». Le conté esto
después de terminar la primera cerveza, cuando yo ya estaba adecuadamente

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borracho.
—Vaya hombre, lo siento —dijo él.
Seguí con la cabeza agachada; temblaba de excitación.
—Es algo terrible —dije.
Estuvo de acuerdo, y se disculpó por tener que ir al servicio.
Me puse de pie de un salto y me miré al espejo, luego cogí uno de sus pitillos que
estaban en la mesa, un Parliament. Después me volví a sentar en la cama en una
postura informal y puse la radio. Nada decente, así que puse una cinta. Cuando volvió
preguntó si me apetecía fumar un poco de yerba. Le dije que no, pero que si quería
fumarla él, por mí estupendo. Se sentó en la silla junto a la cama. Yo estaba sentado
al borde de la cama. Nuestras rodillas se tocaban.
—¿Dónde pasaste el verano pasado? —pregunté.
—¿El verano pasado? —dijo, encendiendo la pequeña pipa con un encendedor
que apenas funcionaba.
—Sí.
—En Berlín.
—¿De verdad? —Me impresionó. Había estado en Europa.
—Sí. Estuvo bien —dijo, cogiendo otro pitillo.
—¿Cómo son los clubes allí? —pregunté, buscándome en los bolsillos. Le di unas
cerillas.
—Están bien, creo. —Se rió y dio una chupada a la pipa—. ¿Clubes?
—Sí. ¿Hablas alemán? —pregunté.
—¿Alemán? No —dijo, riendo. Tenía los ojos muy rojos. Se quitó la chaqueta.
—¿No sabes alemán?
—No, ¿por qué?
—Bueno, lo supuse. Como has estado el verano pasado en Berlín, creía que… —
Me quedé sin voz y sonreí.
—No. Berlín, pero de New Hampshire. —Estaba estudiando la pipa; la olió,
luego la llenó con más yerba. Olía mal, pensé.
—¿Hay un Berlín aquí? —pregunté.
—Claro —dijo él.
Vi cómo rellenaba la pipa e inhalaba. Luego me la tendió. Dije que no con la
cabeza y señalé la Beck’s que tenía en la mano. Sonrió, se rascó el brazo y sacó el
humo. Sólo había encendido la luz de la mesa, y el cuarto estaba en penumbra —
como en sueños— y empezaba a llenarse de humo. Me fijé en su creciente
nerviosismo cuando rellenaba la pipa; sus dedos tocaban con mucho cuidado lo que
me pareció musgo seco (él me aseguró que era «yerba de la mejor calidad»). Y
entonces me sorprendió que me gustara Sean porque parecía, bueno, muy puteado.
Un chico que había corrido mundo. Un chico que no recordaba si era católico o no.

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Eso me tocaba alguna fibra, aunque no sabía cuál.
Cogí otro Parliament y le dije que se sentara en la cama.
—Antes tengo que ir al servicio. —Sonrió tímidamente y se fue.
Me quité la chaqueta y puse otra cinta en el casete. Entonces decidí quitarme los
zapatos. Me miré al espejo una vez más y me pasé la mano por el pelo. Abrí otra
cerveza aunque no me apetecía. Volvió cinco minutos después. Me pregunté qué
habría estado haciendo en el cuarto de baño.
Se quedó allí parado y cerró la puerta, luego se apoyó en ella para mantener el
equilibrio.
—Tuve que llamar por teléfono. —Empezó a reírse.
—¿A quién? —pregunté, sonriendo.
—A Jerry —dijo.
—¿Jerry qué? —pregunté yo.
—Jerry García —dijo, sin dejar de sonreír.
—¿Quién es Jerry García? —pregunté—. ¿Tu compañero de cuarto? ¿Vive en
Booth?
No dijo nada y dejó de sonreír. ¿Sería su amante?
—Sólo estaba bromeando —dijo, o más bien susurró.
Hubo un largo silencio. Tomé cerveza. Escuchamos la música. Me puse a temblar.
Por fin dije.
—No esperaba que vinieras.
—Tampoco yo —dijo, confuso, encogiéndose de hombros.
—Ven aquí —dije.
—Oye, vamos a charlar un poco. ¿Qué te parece lo de los misiles? —Estaba
nervioso y atemorizado y no me gustaba sentirme el instigador.
—Ven aquí —le repetí.
Empezó a avanzar hacia la cama, muy despacio.
—Oye —empezó nervioso—. ¿Qué piensas de… las armas nucleares? ¿Y de la
guerra nuclear?
—Aquí. —Me aparté un poco para que hubiera más sitio, no demasiado.
Sonaba algo romántico en la radio. Olvidé lo que era exactamente, puede que
Echo and the Bunnymen o «Save a Prayer», pero era algo que sonaba a deseo, lento y
muy apropiado. Se sentó a mi lado. Y le miré y le dije:
—No eres diferente. Eres igual que yo, ¿verdad?
Seguía temblando. El también temblaba. Me fallaba la voz. No dijo nada.
—No eres diferente —repetí. Me acerqué más. Olía a yerba y cerveza y tenía los
ojos húmedos e inyectados en sangre. Se miró la bota, se volvió hacía mí, luego
volvió a bajar la vista. Nuestras caras casi se tocaban y luego le besé en la comisura
de los labios y me aparté un poco, esperando una reacción. Seguía mirándose las

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botas. Le toqué el brazo… Él respiraba con fuerza. Nuestros ojos se encontraron
durante unos cinco segundos. Parecía que la música sonaba más fuerte. Notaba que
tenía la cara caliente y roja. Levanté la mano. Separó un poco las piernas y me miró,
desafiante. Volví a besarle. Cerró los ojos.
—No hagas como si no lo fuésemos a hacer —le dije.
Pasé la mano por su pantalón, sin saber si tocaba la rodilla o el muslo o si la tenía
cerca de su pene. Me eché poco a poco hacia adelante.
—Ven aquí —dije, y traté de volver a besarle. Se echó hacia atrás. Me acerqué
más. Acercó la cabeza un poco, mirando al suelo. Y luego su boca estaba en la mía.
Se detuvo y tomó aire y luego me besó con más fuerza. Entonces los dos nos dejamos
caer en la cama, él ligeramente encima de mí. Seguimos besándonos. Oí la cisterna de
un retrete, luego pasos amortiguados en el vestíbulo. Levanté una de las piernas con
cuidado, luego le desabroché los vaqueros y metí la mano debajo de su camiseta.
Tenía un cuerpo delgado y terso y se puso encima de mí. Tenía medio quitados los
pantalones y los calzoncillos, y nos frotábamos el uno contra el otro. Los muelles del
somier sonaban rítmicamente mientras nuestros cuerpos se movían juntos en la
oscuridad. Le besé el pelo, la coronilla. Los muelles y nuestra respiración, entre
suspiros y gemidos, eran los únicos sonidos del cuarto una vez terminó la cinta. Nos
corrimos al mismo tiempo, o casi, y nos quedamos tumbados largo rato, sin movernos
apenas.

SEAN Voy a la habitación de Denton. Nos tomamos unas cervezas y fumamos yerba
y charlamos, pero no me gusta esa historia de la muerte de su amigo ni la música de
Duran Duran ni sus miradas tan raras, conque hablamos un poco más y la cosa se
termina. Entonces me marcho y ando por el campus. En Stokes tienen cerveza, pues
la fiesta de Booth se terminó. Veo una pintada encima de mí en el cuarto de baño y
trato de recordar si lo que pone es cierto. El chico de Los Angeles está junto a la
puerta con pantalones cortos y gafas de sol y un polo. No sonríe cuando paso junto a
él, sólo dice:
—¡Hola!
Una chica con la que me lo había montado anteriormente, el pelo en punta y los
ojos con un montón de kohl y que lleva en brazos a su serpiente, que se llama Brian
Eno, está apoyada en la pared, me llama, y hablamos de la serpiente. Sus amigos se
nos unen, todos en Éxtasis, pero ya no les queda y me marcho. Estoy demasiado
cansado para lamentarme. Getch está allí totalmente pirado y me cuenta que los niños
que mueren nada más nacer son los más listos, pues han tenido la intuición de lo
terrible que es la vida y eligen la opción de desaparecer. Le pregunto quién le pasó

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esa información. La música está fuerte de verdad y no estoy seguro de si me dijo que
Freud o Tony. Me marcho, doy una vuelta por el campus buscando pitillos, buscando
a Deidre, a Candice, incluso a Susan. Luego estoy en el cuarto de Marc, pero ya no
está, se ha largado. Historia. Humo.

LAUREN Tumbada en la cama. Cuarto de Franklin. Está dormido. No fue una buena
idea. Judy podría entrar en cualquier momento. Debería irme antes de que vuelva su
compañero de cuarto gay y no puedo dejar de pensar en Victor. Querido, queridísimo
Victor; esta noche estoy en brazos de otro. Recuerdo una noche del último trimestre.
Era miércoles y tú escribías en tu cuarto. Preparabas un trabajo estúpido para una
asignatura estúpida, y yo me sentía culpable por ser el motivo del retraso de tu
trabajo. ¡Oh, Victor, la vida es tan rara! Yo escribía a máquina en tu habitación y
hacía muchas faltas de ortografía pero no quería interrumpirte y aburrirte obligándote
a perder el tiempo corrigiéndome una y otra vez. ¡Oh, Dios mío! ¡Eso suena
profundo! La vida es como una errata tipográfica: constantemente estamos
escribiendo y reescribiendo las cosas, una y otra vez. ¿Eres igual aquí que en
Europa?, me pregunto. El verano pasado dijiste que no cambiarías. Me hundiría tanto
que hubieras cambiado; si yo estuviera allí contigo y tú estuvieras en otro planeta.
Eso no sería bueno. Aquella noche tú querías tomar una pizza en lugar de ir a la fiesta
del viernes de Welling, porque querías ver Dinastía y el programa de Letterman. Me
acuerdo muy bien de esa noche. Miraba tu póster de Diva. No debí haberme
emborrachado. Fue un desastre. La canción que sonaba me gustaba de verdad. Era
maravilloso de verdad que estuvieras escuchando esa cinta que preparé para ti con
bandas de París, pero recordar aquella canción me deprime, en especial desde que en
Booth hay un francés que está enamorado de mí. ¡Oh, Victor!, te echo tanto de
menos. Aquella noche del trimestre pasado en que no querías ir a la fiesta y yo fui
porque en la fiesta estaba un chico del que estaba enamorada y tú dijiste que era
marica así que daba igual y tenías razón pero no me importó. Fumaba.
—¿Tienes cerillas? —te pregunté.
Hurgaste en aquella chaqueta tuya de cuero, tan bonita.
—Gracias —dije yo, y volví a la máquina para escribirte una nota sin sentido
aparente. Tú. Tú, que estabas muy ocupado escribiendo un trabajo sin sentido para un
negro que siempre lleva gafas de espejo que te deslumbran aunque fuera haya
tormenta. ¿De qué materia se trataba? ¿Jazz electrónico? ¿Qué hacen estos papeles
boca abajo en la mesa? Pero respeté tu intimidad, no los toqué ni te pregunté qué
eran. Estoy segura de que no quieres que sepa que existen. Había un rollo de papel
higiénico encima de la mesa, una bolsita llena de excelente yerba hawaiana y un

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ejemplar de El libro del rock. Me pregunté qué significaba aquello. Me estaba
quedando sin papel. Quizá debí haberte preguntado si ibas a terminar pronto pero me
miraste:
—¿Qué quieres? —preguntaste cuando te miré.
—Papel —dije, sin querer detener el flujo de tus ideas.
—Toma. —Me tendiste más hojas.
—¿Te falta mucho para terminar? —pregunté.
—¿Qué hora es? —preguntaste, al recordar que me habías dicho que terminarías
hacia las diez.
—Te queda un minuto —te dije.
—Mierda —dijiste tú.
Así pasaban los días, Victor. Siempre parecía que sólo quedaba un minuto, todo el
tiempo… Eso no tiene ningún sentido, especialmente desde que no lo hacemos a
menudo, bueno, supongo que eso estaría mal y, bueno…
(Dios mío, yo y Franklin, ¿y sí llega Judy? Esto no está bien).
Bueno… tal vez nada lo coroborre. Paul se enfadó mucho conmigo porque no sé
decir coroborrar (¿ves?). Mierda. En realidad ahora entiendo por qué se enfadó tanto.
Jaime estaba leyendo la carta y yo sabía que estabas enamorado de ella y no de mí
(aunque en verano lo estarías) y no te importaba si salía con un marica o no. Jaime
preguntó para quién era la carta. Le dije que para ti, Jaime era una puta. Esa es mi
opinión. Es una… bueno, dejémoslo. No merece la pena. Estoy muy cansada. Eso es.
Cansada de todo. En cualquier caso, Victor querido, esto es suficiente. Voy a dejar de
pensar en ti. Nunca escribí esa carta. Nunca te la di. Ni siquiera recuerdo qué te decía.
Lo único que deseo es que me recuerdes. Que no te olvides de mí…
Suena demasiado dramático, pienso para mí misma. Miro a Franklin.
Inmóvil, impasible, paso el resto de la noche con él, en la cama.
Pero no voy a desayunar con él.

BERTRAND Je ne pouvais m’empêcher de m’approcher de toi à soirée. J’ai bu trop


de tequila et j’ai peut-être fumé trop de pot mais ça ne veut pas dire que je ne t’aime
pas. Cependant après te l’avoir dit, j’ai marché jusqu’à la fin du monde et j’ai vomi.
Hier nous nous sommes séparés avec Beba, ma petite amie. Toi, tu étais une des
raisons pour ça (alors Beba ne sait pas que je te désire) mais pas la seule. C’est que
depuis longtemps que je me sens séduit par toi. Je ne suis pas fou, mais tu
m’intéresses et j’ai pris quelque photos de toi que j’ai fait quand tu ne regardais
ailleurs. Je ne peux pas croire que tu ne m’as pas remarqué. Si tu étais venue avec
moi hier soir, je t’aurais rendue heureuse. J’aurais pu te rendre très heureuse. Et

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j’aurais pu te rendre plus heureuse que ce type avec qui tu es partie hier soir. En
mettant les choses au pire je pourrais toujours retourner à Paris et vivre avec mon
père. De toute façon, L’Amérique est chiante. Toi et moi faisant l’amour dans la villa
de mon père à Cannes. Et quitter mon boulot de rédacteur a Camden Courier. Peut-
être as-tu vu mes articles? «Comment se prémunir contre l’herpès» et «Les effets
positifs de l’extase». Tu ne m’obsèdes pas. Je pourrais avoir toutes les filles que je
veux ici (et j’ai bien failli), mais tes jambes sont parfaites, plus belles que celles des
autres filles et tes cheveux sont si blonds et doux, plus séduisants que toutes les autres
chevelures, et ton corps aussi est parfait. Je ne sais pas si tu t’es fait opérer le nez,
mais il est magnifique. Je vais peut-être essayer encore une fois. Mais ne pars pas.
Rappelle-toi bien que je peu te rendre très heureuse. Je sais bien baiser et j’ai la Carte
American Express de platine. Je suppose que tu l’as aussi. Tes jambes sont
splendides, plus belles que celles de toutes les autres filles. Quelle est la couleur de
tes yeux? Les photos que j’ai prises sont toutes en noir et blanc. Je voudrais suivre les
mêmes cours que toi, mais je fais de la photo et toi… quoi? Beaux-arts? Tu es sexy.
Si j’apprenais qu’une type est aussi amoureux de toi que moi, et que toi tu l’aimes,
alors je partirais. Je rentrerais chez moi. Aucun doute là-dessus.

PAUL Los días pasaron tan deprisa que el tiempo pareció detenerse. Durante las
siguientes semanas sólo estuve con él. Dejé de ir a Interpretación II, al taller de
improvisación, a escenografía y a genética. De todos modos, no me importaban. Al
menos, no como él. Me encontraba en una especie de trance. Siempre estaba
sonriendo, con pinta de borracho perpetuo aunque dejé de beber toda la cerveza que
consumía habitualmente porque no quería echar tripa. En lugar de eso, tomaba vodka.
¿Y qué hacíamos? Por lo general yo estaba con él y nada más. No le presenté a
Raymond ni a Donald ni a Harry, y él no me presentó a sus amigos. Me enseñó a
jugar a las monedas y aprendí a lanzar la moneda con tanta habilidad y destreza a
aquellos vasos de plástico llenos de cerveza de barril que cuando jugábamos, con
Tony o solos, él terminaba perdiendo y yo me quedaba allí un poco borracho,
tomando Absolut caliente, mirando. Y él estaba sorprendido de que hubiera
aprendido tan deprisa y practicaba sólo para ganarme.
En esa época, cuando veía a antiguos novios míos en alguna fiesta ni siquiera
pestañeaba, pues me sentía muy seguro con mi nueva aventura. Tanto si me cruzaba
con uno en los comedores o me lo encontraba en una fiesta, como si Sean y yo
estábamos en la ciudad o sentados junto a El Fin del Mundo viendo al otoño volverse
invierno, ni me ruborizaba ni apartaba la vista. Saludaba con un gesto, sonreía, y
volvía a lo que estaba haciendo sin pestañear. En las fiestas en las que yo colaboraba

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con los de la Comisión de Recreo (lo hacía sólo por Sean), y llevaba los barriles
rodando o montaba altavoces, no coqueteaba con nadie, ni tampoco miraba a nadie
más. Y no es que no me fijara en los chicos con los que me había acostado. No,
parecían destacar todavía más, y me alegraba mucho de no estar con ellos, sino con
Sean.
Como su compañero de cuarto Bertrand («una Rana estirada», decía Sean) iba de
compras a Nueva York los fines de semana o a ver a su novia fuera del campus,
teníamos la habitación para nosotros solos, lo que estaba bien y mal. Bien, porque
estaba en un edificio donde normalmente se celebraban fiestas cualquier día de la
semana y resultaba agradable emborracharse en Booth, en la sala de estar, o si no
nevaba o llovía o hacía frío, en el porche delantero y luego subíamos los escalones
hasta el final del vestíbulo. Mal también, porque a Sean le daba miedo que nos oyera
alguien y se ponía paranoico y tenía que beber mucho antes de poder iniciar cualquier
tipo de juego sexual.
Después del sexo (durante el sexo Sean enloquecía como un animal salvaje, casi
espantado) solíamos quedarnos muertos de hambre y entonces íbamos en su moto al
supermercado. Siempre tenía un casco de sobra. Me abrazaba a su cintura y cogíamos
la carretera camino del supermercado. Una vez allí él jugaba con los vídeos que había
a la entrada y yo compraba queso en lonchas, un salami bastante malo que a él le
gustaba mucho, pan de centeno para él, pan integral para mí y, si era antes de las dos,
las seis inevitables latas de Genny o Bud. A mí me gustaba la Beck’s pero Sean decía
que era demasiado cara y no tenía bastante dinero. La mayoría de las veces robaba
algo. Le gustaba tanto hacerlo que me veía obligado a impedírselo. Sólo lo hacíamos
por la noche cuando no había nadie, únicamente una caja abierta y algunos
empleados que desempaquetaban comida en lata al fondo, y Rush sonando en los
altavoces que por el día difundían música ambiental. Yo llevaba la chaqueta loden
larga que compré en el Ejército de Salvación y él su cazadora de cuero con cuello de
piel, mugrienta, que tenía unos bolsillos sorprendentemente grandes, y pasábamos por
delante de la cajera con toda tranquilidad, mi chaquetón y su cazadora llenos de
pitillos, botellas de vino, helado, champú, y él se detenía, sólo para tentar a la suerte,
y compraba un chicle Bazooka. Una noche vi a una señora vieja que estaba muy
delgada y que casi no tenía ni un pelo en la cabeza y pagaba con cupones, y casi me
negué a robar una tableta de chocolate suizo con almendras Häagen Dazs y una
barrita de crunch Ben & Jerri’s pero Sean se empeñó tanto que no pude decir que no,
pues se quedó allí, desafiante, sexy con sus vaqueros ajustados, la mandíbula
apretada, el pelo brillante y enmarañado por el sudor a causa del amor que habíamos
hecho e informalmente despeinado. ¿Cómo iba a decirle que no?
Nunca hablaba mucho de sí mismo pero de todos modos su pasado no me
interesaba especialmente. Solíamos emborracharnos en El Pub del campus (a veces

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íbamos después de cenar y nos quedábamos hasta que cenaban) o íbamos en moto a
El Carrusel, en la carretera 9, y nos sentábamos y bebíamos solos en la barra y
aquellas eran las únicas veces en que me decía algo. Me contaba que se había criado
en el Sur y que sus padres eran granjeros y que no tenía hermanos, sí un par de
hermanas, y que sus padres habían pedido un crédito para que estudiara y que se iba a
licenciar en literatura, lo que era raro porque en su habitación no había libros.
También resultaba extraño que fuera del Sur pues no tenía ningún acento. Pero no
eran ésas las cosas que me gustaban de él, Su cuerpo era tan perfecto como el de
Mitchell, que hacía pesas sistemáticamente, y el verano pasado, en Nueva York, había
ido a un salón de bronceado por lo que su piel era una mezcla de rosa y marrón,
excepto las zonas blancas donde su slip había impedido el paso a los rayos
ultravioleta. El cuerpo de Sean era diferente. Estaba en buenas condiciones y era
sólido (probablemente por haber trabajado en la granja), apenas sin pelo (un poco en
el pecho) y le caía bien (¿le caía bien?, nunca sé cómo emplear esa expresión). Tenía
un pelo moreno ondulado que se peinaba con raya al lado, puede que usara gomina;
no lo comprobé.
Me gustaba también por su motocicleta. Aunque me había criado en Chicago,
anteriormente nunca había montado en ninguna y la primera vez que me subí a la
suya me reí sintiendo que perdía la cabeza y que me excitaba el peligro. Me gustaba
cómo nos acoplábamos, a veces yo con las manos alrededor de su cintura, con
frecuencia más abajo, y sin que él dijera nada; sólo apretaba a fondo. En cualquier
caso, conducía como un loco, sin hacer caso de los semáforos, de las señales de stop,
tomando curvas bajo la lluvia como a unos ciento treinta kilómetros por hora. No me
importaba. Me limitaba a apretarme más a él. Y después de eso, cuando volvíamos
borrachos al campus en la noche de Nueva Inglaterra, después de haber bebido en El
Carrusel, era capaz de detenerse a la puerta para esperar a que los de Seguridad nos
dejaran pasar. Era capaz de actuar como si estuviera sobrio, lo que tampoco
importaba pues de todos modos conocía a todos los de Seguridad (descubrí que eso
les pasa a los que estudian con créditos). Íbamos a su habitación, o a la mía si estaba
El Rana, y se dejaba caer en la cama, se quitaba las botas y me decía que podía hacer
lo que quisiera. Que no le importaba.

STUART ¿Qué haría él si una noche aparezco con una botella de vino o algo de yerba
y le dijera: Y si tenemos una aventura? Me he trasladado al Edificio Welling, enfrente
del cuarto de Paul Denton.
Dennis fue el que de hecho me empujó a trasladarme, pues no podía soportar al
terrible yuppie de primero que me había tocado de compañero de cuarto; aunque yo

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fuera a último curso, el trimestre anterior se me había olvidado decirles que volvería.
Por suerte era el primero en la lista de espera para una individual, de modo que
cuando Sara Dean se fue porque tenía «infección del tracto urinario» o
«mononucleosis» (según quién se lo preguntara, pues todo el mundo sabía que había
tenido un aborto y andaba como loca) me mudé inmediatamente. Por desgracia,
también Dennis, que no vivía en el campus pero que solía emborracharse demasiado
para volver a casa andando (conducir quedaba fuera de toda discusión) después de las
fiestas y las largas noches en El Pub, así que le dejaba quedarse a dormir en mi
cuarto, donde reñíamos sin parar sobre por qué no me dejaba acostarme con él. Se
desquitaba de eso apareciendo por el cuarto, los domingos por la noche, con una caja
de Dewar’s y un grupo de compañeros suyos de arte dramático, y se pasaban muchas
horas ensayando a Beckett (siempre con la cara de blanco) o a Pinter (por alguna
extraña razón, también con la cara blanca) hasta que quedaban fuera de combate, lo
que significaba que yo tenía que bajar a la sala de estar, o pasear por los pasillos, lo
que tampoco me parecía tan mal pues siempre esperaba encontrarme a Paul Denton.
El día que conocí a Paul estábamos en la clase de interpretación y tuvimos que
improvisar una escena juntos y quedé tan impresionado de lo guapo que era y
destrocé la escena y creo que él se dio cuenta. Me sentí tan avergonzado que nunca
volví a clase y procuraba no encontrarme con él. Probablemente le molestó el hecho
de que me mudara enfrente de él y no me hizo caso, pero por lo menos teníamos que
compartir el mismo cuarto de baño.

SEAN Sentado en clase, miro el pupitre donde alguien ha grabado: «¿Qué fue del
amor hippie?», y me parece que la primera chica que más o menos me gustó en
Camden fue aquella hippie que conocí cuando iba a primero. Era tremendamente
estúpida pero tan atractiva y tan insaciable en la cama que no lo pude evitar. Había
estado una vez con ella, antes de follar por primera vez, en una fiesta fuera del
campus en el primer trimestre. La hippie me invitó a yerba y yo estaba borracho así
que fumé. De hecho estaba tan borracho y la yerba me sentó tan mal que vomité en el
patio de atrás y quedé fuera de combate en el coche de una chica con la que había
venido. Estaba avergonzado, pero no mucho, y eso que la chica que conducía estaba
muy cabreada porque yo había vomitado otra vez en el asiento de atrás de su Alfa
Romeo cuando me llevaba de vuelta al campus, y estaba celosa porque decía que la
hippie y yo no nos habíamos quitado el ojo uno al otro en toda la noche, y que
incluso había visto que la hippie me besaba antes de que me pusiera a vomitar en el
patio.
En realidad la conocí de verdad al trimestre siguiente cuando otra persona que ya

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conocía cuando llegué a Camden por primera vez (y que había sido hippie pero lo
dejó) nos presentó en una fiesta a petición mía. Quedé acojonado cuando, para mi
sorpresa, me di cuenta de que en la primera clase de Taller de Poesía, el trimestre
anterior, esta chica, que estaba tan absolutamente pasada que parecía tener la cabeza
sujeta con muelles como un muñeco de esos con resorte, alzó el brazo y dijo
lentamente:
—Esta clase es un coñazo.
Salí de clase desconcertado, pero con ganas de follarme a la hippie.
Estamos en los ochenta, pensaba yo. ¿Cómo pueden quedar hippies? De pequeño,
en Nueva York, no había llegado a conocer a ninguno. Pero allí tenía a una de un
pequeño pueblo de Pennsylvania, nada menos. Una hippie que no era demasiado alta,
que tenía el pelo largo muy rubio, unos rasgos marcados, no suaves como se podría
esperar que fueran los rasgos de un hippie, y una mirada distante, además. Y la piel
suave como mármol tostado y muy limpia. Siempre parecía muy limpia; de hecho
parecía anormalmente sana. Una hippie que podía decir cosas como: «Iba de otro
rollo», o hablando de comida: «Está que alucinas.»
JIMI LIVES estaba escrito con letras rojas en su puerta. Fumaba sin parar. Siempre
estaba pirada. Su pregunta favorita era:
—¿Estás colocado?
Llevaba camisas indias desteñidas. Tenía unos bonitos pechos pequeños y firmes.
Llevaba pantalones acampanados y pensaba aprender a tocar el sitar pero siempre
estaba demasiado pirada. Una noche trató de disfrazarme: pantalones acampanados,
camisa desteñida, cinta en el pelo. No funcionó. Resultaba terriblemente embarazoso.
Ella decía «alucinante» todo el rato. No tenía ninguna meta. Yo leía los poemas que
escribía ella y mentía diciéndole que me gustaban. Tenía un BMW 2002. Llevaba una
pipa para fumar yerba en el enorme bolso de tela vaquera que se había hecho ella
misma.
Como todos los hippies ricos (pues esta hippie era riquísima; su padre era el
dueño de VISA o algo así) pasaba mucho tiempo siguiendo a los Dead por ahí. Se iba
del college durante una semana con otros hippies ricos y los seguían por toda Nueva
Inglaterra, siempre pirados, reservando habitaciones y suites en Holiday Inns y
Howard Johnsons y Ramada Inns, asegurándose de tener siempre suficientes ácidos,
o MDA, o MDMA, o éxtasis. Volvía de estas excursiones en trance, asegurando que
en realidad ella era uno de los hijos perdidos de Jerry; que su madre había tenido un
desliz antes de casarse con el tipo de VISA, que ella era uno de los «hijos de Jerry»
de verdad. Me imagino que sería uno de los hijos de Jerry, aunque no estoy seguro de
qué clase.
Hubo problemas.
La hippie me decía sin parar que yo era demasiado envarado, demasiado estirado.

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Y por eso rompimos la hippie y yo antes de terminar el trimestre. (No sé si ése fue el
motivo auténtico, pero al recordarlo parece raro que hubiéramos roto dado que el
sexo era increíble). El final fue una noche en que le dije:
—Creo que esto no funciona.
Ella estaba muy pirada. La dejé en la fiesta después de haber follado en su cuarto
del edificio Dewey. Fui a casa con su mejor amiga. Nunca se enteró.
La hippie siempre estaba tripando, lo que también me molestaba. La hippie
siempre estaba tratando de que «viajara» con ella. Recuerdo que la vez que tomamos
ácido juntos vi al demonio: era mi madre. También me extrañaba que yo le gustase.
Le pregunté si le gustaba Hemingway (no sé por qué le pregunté eso porque yo no lo
había leído). Ella me habló de Allen Ginsberg y Gertrude Stein y Joan Baez. Le
pregunté si había leído Aullido (del que yo sólo había oído hablar en un curso
demencial que se llamaba Poesía de los años 50, que suspendí) y ella dijo:
—Suena poco amistoso.
La última vez que vi a la hippie yo estaba leyendo un artículo sobre la condición
posmoderna (eso fue cuando estudiaba la especialidad de literatura antes de cambiar a
la de sociología) para una asignatura que había suspendido, en una revista estúpida
que se llamaba The New Left y ella estaba sentada en la parte de fumadores de la
biblioteca, muy pirada, mirando las fotos de la novelización de la película Hair con
otra chica. Me miró y dijo muy risueña:
—Maravilloso. —Y volvió la página, sonriendo.
—Sí, maravilloso —dije yo.
—Lo entenderás —me dijo la hippie después de leerme algunos de sus haikus y
decirle yo que no los entendía. La hippie me dijo que leyera La historia de Genji
(todos sus amigos la habían leído), pero me advirtió que para leerla tenía que estar
muy pirado.
La hippie también había estado en Europa. Francia era un sitio tranquilo y la India
era un sitio maravilloso pero Italia no era un sitio tranquilo. No le pregunté por qué
no era tranquila Italia, pero me intrigaba por qué era tan «enrollada» la India.
—La gente es muy hermosa —dijo ella.
—¿Físicamente? —pregunté yo.
—Sí.
—¿Espiritualmente?
—Claro.
—Espiritualmente, ¿en qué sentido?
—Se enrollaban.
Empezaron a gustarme la palabra enrollado y la palabra fantástico. Fantástico.
Dicha en voz baja, no como una exclamación, con los ojos medio cerrados, como la
pronunciaba la hippie.

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La hippie lloró cuando Reagan ganó (la otra única vez que la vi llorar fue cuando
en el college suprimieron las clases de yoga y las sustituyeron por aerobic), aunque
yo le había explicado pacientemente, con cuidado, cuál iba a ser el resultado de las
elecciones, semanas antes. Estábamos en mi cama, escuchando un disco de Bob
Dylan que yo había comprado en la ciudad la semana anterior; y ella dijo tristemente:
—Fóllame. —Y me follé a la hippie.
Un día le pregunté a la hippie por qué le gustaba yo, que era tan distinto de ella.
Estaba tomando una pizza con brotes de soja y escribía en una servilleta con pluma
roja una nota para el tablón de sugerencias del comedor: «Más puré de soja». Me
contestó:
—Porque eres hermoso.
Me harté de la hippie y señalé a una chica gorda del otro extremo del comedor
que había escrito una grosería sobre mí en una pared de la lavandería, y que se me
había acercado durante una fiesta un viernes por la noche y me dijo: «Serías más
atractivo si midieras cinco centímetros más».
—¿Y ésa? ¿Es hermosa?
Levantó la cabeza, brotes de soja asomándole por la boca; la miró de reojo y dijo:
—Sí.
—¿Esa puta de ahí enfrente? —pregunté, señalándola, asustado.
—¡Ah, ésa! Creía que decías aquella hermana de allí —dijo.
Miré alrededor.
—¿Hermana? ¿Qué hermana? No será ésa —Exasperado, señalé a la chica:
gorda, con pinta agresiva, gafas de sol negras; una puta.
—¿Esa? —preguntó la hippie.
—Sí, ésa.
—También es hermosa —dijo, dibujando una margarita junto a lo que había
escrito en el papel.
—¿Y aquél? —Señalé a un chico que se rumoreaba había sido el motivo de la
muerte de su novia y todo el mundo lo sabía. Era imposible que la hippie pudiera
pensar que también él, aquel monstruo de mierda, era hermoso.
—¿Ese chico? Es hermoso.
—¿Hermoso, dices? Si mató a su jodida novia —dije—. La atropello con un
coche.
—Es igual. —La hippie hizo una mueca.
—¿Es que no distingues a unas personas de otras? —le pregunté—. Creo que nos
lo pasamos muy bien en la cama, pero ¿cómo puedes decir que todo es hermoso? ¿No
te das cuenta de que eso significa que nada lo es?
—Oye, tío —dijo la hippie—. ¿Adónde quieres llegar?
Me miró, sin pestañear. La hippie podía ser incisiva. ¿Adónde quería llegar?

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No lo sé. Lo único que sabía era que con ella el sexo resultaba tremendo.
Y que la hippie era guapa. Que le gustaba el escabeche. Que le gustaba el nombre
de Willie. Que hasta le gustaba Apocalypse Now. No era vegetariana. Pero una vez la
presenté a mis amigos y todos eran unos carapijos que estudiaban literatura y se
burlaron de ella y ella lo notó y sus ojos, habitualmente azules, demasiado azules,
estaban tristes. Y yo la protegí. La aparté de ellos («a ver, ¿quién es Pynchon?», le
preguntaron, muertos de risa). Y ella me presentó a sus amigos. Y terminamos
sentados en unos cojines fumando yerba, y esta chica hippie con una corona de flores
en la cabeza me miró cuando la abrazaba y dijo:
—El mundo me saca de quicio.
¿Y saben qué? De todos modos, follé con ella.

PAUL Yo le gustaba. Cantaba «No puedo apartar los ojos de ti», de Frankie Valli.
Estaba en la gramola de El Carrusel, en North Camden, y me decía que la pusiera sin
parar. Los de pueblo nos miraban con desconfianza. Sean jugaba al billar, tomaba
cerveza y yo me acercaba a la gramola siguiendo el ritmo de la música y metía una
moneda, apretaba el F 17. En cuanto empezaba la canción, volvía, siempre siguiendo
el ritmo de la música, a donde estaba Sean —ahora junto a la barra—, los cascos de la
moto junto a nuestras copas, y tarareaba la canción. Incluso encontró el single y lo
grabó en una cinta que me regaló cuando estaba en la cama con resaca. Trajo una
bolsa que además contenía zumo de naranja y patatas fritas y una hamburguesa de
McDonald’s, todavía caliente.
Cuando él no quería ir a clase y tampoco quería que fuera yo y encontraba
demasiado aburrido no ir y quedarse en el cuarto, le acompañaba a la enfermería y
una vez allí hacía como que le daba un ataque. Le salía muy bien. Entonces le daban
medicamentos y los dos nos íbamos (yo me quejaba de que el dolor de cabeza no se
me pasaba), con permiso para no asistir a las clases del día, y entonces íbamos a un
salón de juegos de la ciudad que se llamaba La Máquina de los Sueños y jugábamos a
ese videojuego tan anal que tanto le gustaba y que se llamaba «El oso Bentley» o «El
oso de cristal», o algo así. Después dábamos un paseo por la ciudad. Yo trataba de
encontrar una cama de matrimonio y él buscaba jarabe contra la tos, con codeína,
para colocarse (esto después de fumarse la yerba). Solía conseguir el jarabe contra la
tos y se colocaba («Estoy alucinado», decía) y volvíamos en moto al campus cuando
ya se hacía de noche. Para entonces las clases habían terminado. Y volvíamos a su
habitación, que habitualmente estaba muy desordenada (al menos su parte), me
sentaba y ponía cintas y le veía tambalearse, pasado. Conmigo siempre estaba muy
animado, pero se mostraba serio y reservado delante de otras personas. En la cama,

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también; podía ser melodramáticamente ruidoso, y luego una parodia del tipo
silencioso: o bien gruñía suavemente, o emitía una risa extraña, y luego, de repente,
su voz decía «síes» rítmicos o gritaba sordas obscenidades, encima de mí, yo encima
de él, los dos muy pasados, con el olor a cerveza y pitillos llenándolo todo, las copas
vacías con las monedas en el fondo dispersas por el suelo, y el omnipresente olor a
yerba en el aire; extrañamente me recordaba bastante a Mitchell, pero Mitchell se iba
desvaneciendo y hasta me resultaba difícil recordar qué cara tenía.
A Sean le gustaba mucho decir «Rock’n’roll». Por ejemplo, si yo decía:
—Creo que es una buena película.
Él decía:
—Rock’n’roll.
O si yo le preguntaba:
—¿Qué opinas de las primeras películas de Fassbinder?
Él contestaba:
—Rock’n’roll.
También le gustaba la expresión: «Allá penas».
Por ejemplo yo decía:
—Pero me gustaría que tú…
Y él decía:
—Allá penas.
O decía:
—¿Por qué te pasas tanto antes de que lo hagamos?
Y él decía, sin mirarme:
—Allá penas.
También le gustaba el café con leche, con mucha nata y mucho azúcar. Para que
fuéramos a las películas que ponían aquel trimestre antes teníamos que fumar yerba.
A él le gustaban Taxi Driver, Blade Runner y Apocalypse Now. A mí me gustaban
Rebelde sin causa, Encuentros en la tercera fase y El séptimo sello. («Oh, mierda,
subtítulos», protestaba). A ninguno de los dos nos gustaba Todo lo que usted siempre
quiso saber del sexo… pero temía preguntar.
Naturalmente encontré las notas que alguien dejaba en su buzón. Patéticos
anhelos de jovencita. Fuera quien fuese, se le ofrecía. Y aunque yo no estaba seguro
de que en realidad fuera a responder a aquella imbécil, las sacaba del buzón y las
tiraba, o me las quedaba para examinarlas y luego las volvía a meter. Me fijaba
mucho en las chicas que coqueteaban con nosotros en El Pub, y también me fijaba en
las que se sentaban cerca de él y le pedían fuego aunque tuvieran cerillas en el bolso.
Y, claro, siempre tenía un montón de chicas a su alrededor, ¡era tan guapo! Y aunque
las odiaba, también comprendía que en este juego yo tenía las de ganar pues también
era guapo y tenía cierta personalidad, algo de lo que Sean carecía por completo. Sabía

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hacerlas reír. Sabía mentir y mostrarme de acuerdo con sus estúpidas observaciones
sobre la vida, y enseguida dejaban de interesarse por él. Sean se quedaba allí sentado,
superficial como el empleado de una agencia de viajes, con el ceño fruncido, confuso.
Pero eran victorias vacías y miraba a las chicas y me preguntaba quién sería la que
dejaba las notas. ¿Es que no se daba cuenta de que Sean y yo follábamos? ¿Ni eso le
importaba? Evidentemente, no. Creía que era aquella chica. Me pareció ver que metía
algo en el buzón. Sabía quién era. Averigüé dónde estaba su buzón y cuando nadie
me veía eché un par de pitillos dentro. Un aviso. Sean nunca lo mencionó pero luego
me di cuenta de que a lo mejor no era la chica que dejaba las notas. Que a lo mejor
era Jerry.

LAUREN Conroy, con quien me tropiezo en la exposición de dibujos animados


norteamericanos de la Galería I, me pregunta por qué no fui al seminario el sábado
anterior. Inútil discutir.
—Estuve en Nueva York —le dije.
No le importa. Ahora estoy con Franklin. A Judy no le importa. Sale con ese
novato, Steve. A Steve no le importa. Judy folló con él la noche que fue a
Williamstown. A mí no me importa. Todo resulta tan aburrido. Conroy, a quien nada
le importa, me dice que le diga al otro chico del seminario que vaya el sábado.
Conque después de irme le dejo una nota en el buzón, y Franklin y yo vamos a El Pub
y bebemos un poco y Franklin me habla del simbolismo de Cujo y luego vamos a mi
habitación. En el correo nada de Victor. Se me pasa por la cabeza la idea de que
Victor pudiera haber muerto. Una conversación que oí a la hora del almuerzo el otro
día.
Chico: Creo que deberíamos dejarlo.
Chica: ¿Dejar? ¿Qué? ¿Esto?
Chico: A lo mejor.
Chica: ¿Dejarlo, dices? Bueno.
Chico: A lo mejor.
Chica: ¿Es por lo de Europa?
Chico: No, no sé por qué.
Chica: Deberías dejar de fumar.
Chico: ¿Por qué no lo dejamos?
Chica: Tienes razón. La cosa no funciona.
Chico: La verdad es que no sé… Eres tan guapa.
Chica: También tú eres guapo.
Chico: Los mansos heredarán la tierra…

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Chica: Los mansos no la quieren.
Chico: Me gusta esa nueva canción de Eurythmics.
Chica: Trata de drogas, ¿no?
Chico: ¿Quieres que vayamos a mi habitación?
Chica: ¿Qué canción de Eurythmics?
Chico: ¿Es porque me acosté con otra chica?
Chica: No. Sí. No.
Chico: Los mansos, ¿qué es lo que no quieren?
Llevo una semana sin pintar. Voy a cambiarme de especialidad a no ser que me
llame Victor.

PAUL Mi madre me llamó desde Chicago y me dijo que le habían robado el Cadillac
mientras lo tenía en el aparcamiento de Neiman Marcus. Mencionó que iría en avión
a Boston el viernes, que era el día siguiente, y que pasaría el fin de semana allí.
También dijo que quería que me reuniera allí con ella.
—Espera un momento. Eso es mañana, y tengo clases todo el día —mentí.
—Cariño, puedes perder una clase para ver a tu madre y a los Jared.
—¿Estarán también los Jared?
—¿No te lo había dicho? Viene Mrs. Jared, y Richard también. Irá el fin de
semana desde Sarah Lawrence —dijo ella.
—¿Richard? —Aquello podía resultar interesante, me puse a pensar, pero mañana
es la Fiesta de Disfraces para Follar y en ningún caso podía dejar a Sean allí, solo, sin
vigilancia—. ¿Estás de broma? —le dije—. Es una broma, ¿verdad?
Estaba apoyado en una pared de la cabina telefónica de Welling. Me había pasado
el día en el pueblo, la mayor parte del tiempo en la sala de juegos con Sean, que
trataba de obtener una puntuación alta y siempre fallaba estrepitosamente. Fumamos
yerba y tomamos tres cervezas en el almuerzo, estaba cansado. Había un dibujo
anónimo junto al teléfono: en una jaula había un perrito caliente que tenía los ojos
muy tristes y la boca fruncida y se agarraba a las rejas con unos brazos muy delgados.
El perrito caliente preguntaba: «¿Dónde está mamá?», y debajo alguien había escrito:
«Le falta un trimestre para ser salchicha».
—Mira, Paul, el viernes puedes coger el autobús o el tren hasta Boston —dijo mi
madre, sabiendo perfectamente que el viernes era mañana—. ¿Sabes cuánto cuesta de
Camden a Boston?
—Tengo dinero. Eso no es problema. Pero es que este fin de semana…
—Cariño. —Se las arregló para aparentar seriedad, incluso a larga distancia—.
Tenemos que hablar.

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—¿Qué es de papá?
Hubo una pausa; luego:
—¿Qué pasa con él?
—¿Irá también? —pregunté; luego añadí—: Hace un mes que no hablo con él.
—¿Quieres que venga? —preguntó ella.
—No. Bueno, no lo sé.
—No te preocupes por eso. Nos veremos en el Ritz-Carlton el viernes. ¿De
acuerdo? —preguntó apresuradamente.
—Mamá —dije.
—¿Qué?
—¿Estás segura de que quieres que vaya? —Me estaba ablandando. De repente
me deprimió muchísimo no haber sido capaz de negarme.
—Sí, cariño. No te preocupes. Nos veremos el viernes, ¿de acuerdo? —Hizo una
pausa y luego añadió—: Tengo que hablar contigo. Tenemos que hablar de unas
cuantas cosas.
¿Como de qué?
—Vale —suspiré.
—Llámame si surge algún problema.
—Claro.
—Adiós. Te quiero —dijo.
—Yo también —dije.
Colgó ella primero y me quedé allí como un minuto y luego di un puñetazo en la
pared y salí de la cabina hecho una fiera. ¡Vaya idea del tiempo que tenía mi
madre…!

MARY Puedo afirmar por el modo en que se mueve que lo sabe. Se ha enterado de
alguna manera y ya no puedo permanecer en la sombra. Sé que lo sabe. Por el modo
en que mira a su alrededor, en los comedores, cuando pasa junto a la biblioteca.
Todo lo que hace. Y creo, sólo creo, que sabe que soy yo. He visto cómo me miraba
disimuladamente la cara; esos oscuros ojos suyos tan intensos escudriñan allí donde
está y se clavan en mí. ¿Le da miedo levantarse y decirme cuánto lo siente? Oigo «Tú
serás mi baby» y bailo tristes bailes y canto su nombre mientras oigo la música y me
abrazo. Sé que le gusto. Lo sé. Y mañana por la noche en el baile todo será perfecto.
La respuesta definitiva será…
(Hoy llamé a mi madre… no se encontraba bien… un profesor muy hueso hizo un
agradable comentario sobre mí)
Hoy un profesor nos preguntó en clase si una persona podía morir porque se le

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partiera el corazón. Hablaba en serio. Me imagino que el infierno es estar encerrada
en un cuarto lejos de ti pero desde donde te veo y te huelo. Cállate, cállate, me digo
una y otra vez. Si fuera profe te diría: «Para aprobar debes acostarte conmigo y
amarme». Tengo que aprender a escribirle unas notas más cuidadas. Sigo aquí
sentada pensando en él. Miedo a respirar. A veces creo que me voy a poner a gritar.
Mary, me digo a mí misma, mañana es la noche. ¿Qué te parece? ¿Eh? ¿Tú qué
opinas? ¿Yo? ¿Quién te habrá visto desnudo?, pienso para mí. ¿Con quién te has
acostado? ¿De quién te has enamorado? ¿Cuántos pitillos has fumado? ¿Dos, hoy?
¿De verdad? Una canción muy triste para la pobre Mary. No le gusto a nadie. Todos
me odian. ¡Abrázame! ¡Túmbate aquí conmigo!
Ahora estoy en clase y quedan cuarenta minutos. Creo que voy a vomitar. Tengo
que verte. Estoy frustrada. Me digo: ten calma, porque me apetece gritar y me
apetece acercarme a ti y besarte en la boca y apretarte contra mí y decir: «Te amo te
amo te amo», mientras nos desnudamos, mientras empieza el sexo. Voy a matar a
esas chicas espantosas que te rodean en El Pub. Oigo una canción de Bread y de
repente apareces. Se me acercó alguien y dijo: «Mal karma, mal karma», y pensé en
ti. Podría marcharme, ir a algún sitio, supongo. Tomarme unas vacaciones, (¿dónde?
Concentración… ¿en qué? ¿En la Penn Station? ¿Masturbación? Vi a aquella pareja
por ahí, parecían muy desgraciados y me apeteció tocarles. Me apeteció tocarles.
¿Te gustan esas chicas tímidas, ingenuas, aburridas y calculadoras? Un poster que vi
el otro día en un cuarto delante del que pasaba: Cuando dos serpientes de cascabel
luchan, lo hacen de acuerda con reglas estrictas ninguna usa los dientes venenosos,
el objetivo consiste únicamente en obligar a que la otra tenga la cabeza pegada al
suelo unos cuantos segundos, así se establece cuál es la que manda. Luego suelta la
presa y la que ha perdido se aleja. ¿Quién puede despertar al mundo con una
sonrisa? ¿Quién es capaz de coger un día sin importancia y de repente convertirlo en
un día que merezca la pena? Tú, chica, y deberías saberlo. Con cada movimiento y
cada mirada lo demuestras. El amor está por todas partes, no hay que fingir, puedes
tener todo el que quieras, ¿por qué no?… A veces le odio. Mañana por la noche.

PAUL Estábamos en mi cama pues El Rana había vuelto. Sean se sentó y se apoyó en
la pared y me pidió que le alcanzara los pitillos que estaban en el suelo. Encendí uno
para mí y se los di a Sean.
—¿Qué te pasa? —preguntó—. No, espera. Voy a adivinarlo. Paul está tenso,
¿verdad?
—Diez puntos.
Se levantó, molesto, y se puso unos pantalones de boxeo.

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—¿Por qué llevas pantalones de boxeo? —le pregunté.
Me ignoró y siguió vistiéndose, con el pitillo entre los labios.
—No, lo que quiero decir es que antes no me había fijado en que llevabas
pantalones de boxeo.
Se puso una camiseta y luego se ató las botas sucias de pintura. ¿Por qué estaban
sucias de pintura? ¿Había pintado?
—¿Los tienes de distintos colores? ¿Por ejemplo, malva? ¿O puede que de color
naranja?
Terminó de vestirse y luego se sentó en una silla junto a la cama.
—¿O sólo vienen en ese color… gris asfalto?
Se limitó a mirarme. Me di cuenta de que estaba haciendo el idiota.
—En el colegio conocí a un chico que se llamaba Tony Delana y que llevaba
pantalones cortos de boxeo.
—Me estás hartando, Denton —dijo.
—¿Tú crees?
—No te apetece ir mañana a Boston, ¿es eso?
—Veinte puntos. —Dejé caer el pitillo dentro de una botella de cerveza vacía que
había en la mesilla de noche.
Sean me miró y dijo:
—No me gustas tanto. No sé qué hago aquí.
—Lo siento —digo yo, levantándome y poniéndome una bata. Olí la bata—. Voy
a tener que ir a la lavandería.
Miré por la habitación buscando algo de beber, pero era tarde y habíamos
terminado todas las cervezas. Me estiré por encima de él y cogí una botella y la
acerqué a la luz para ver si quedaba algo. No quedaba nada.
—No te irás a perder la Fiesta de Disfraces para Follar. —Su voz era
amenazadora.
—Sí. —Traté de que no me dominase el pánico—. ¿Tú irás? —pregunté por fin.
—Claro —se encogió de hombros, y se miró al espejo sin levantarse de la silla.
—¿Cómo te vas a vestir? —pregunté.
—Como siempre —dijo, mirándose al espejo. Narcisista de mierda.
—¿Crees que quedará bien? —dije, y miraba por el cuarto sin saber lo que andaba
buscando. Quería beber. Me acerqué al estéreo y miré detrás. Había una Beck’s
medio vacía detrás del altavoz. Volví a sentarme en la cama.
Sean se puso de pie.
—Me marcho.
—¿Adónde? —pregunté. Bebí de la botella. Estaba caliente e insípida pero hice
una mueca y de todos modos bebí.
—Voy a pasarme toda la noche estudiando —dijo. El hijoputa narcisista

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mentiroso.
Se dirigió a la puerta y terminé por estallar.
—No quiero ir a Boston a pasar el fin de semana. No quiero ver a mi madre. No
quiero ver a los Jared. —(Aunque probablemente quería ver a Richard)—, y no
quiero ver a Richard que irá desde Sarah Lawrence —(esperaba ponerle celoso)— …
y… —me interrumpí.
Se quedó allí, sin decir nada.
—Y no me apetece dejarte aquí solo… —Porque no me fío de ti, no lo añado.
—Yo voy a ir —dijo. Abrió la puerta y volvió la vista—. Mañana te llevaré a la
estación de autobuses. ¿A qué hora sale?
—Creo que a las once y media. —Di otro trago a la cerveza, luego tosí. Sabía
muy mal.
—Entonces te recogeré con la moto a las once —dijo.
—A las once —dije yo.
—Buenas noches. —Cerró la puerta y oí el sonido de sus pasos en el vestíbulo—.
Gracias, Sean.
Me puse a preparar el equipaje, preguntándome cómo estaría ahora Richard y
tratando de recordar cuándo le había visto por última vez.

SEAN Entra una persona en El Pub, busca a alguien, no lo encuentra y se marcha. La


puerta se cierra a sus espaldas. No era Lauren Hynde, la chica que ha estado dejando
notas en mi buzón, siempre tan guapa, la única razón por la que estoy en El Pub esta
noche, a la espera de encontrarme con ella. Le vi la braga el sábado pasado, cuando
estaba en el Área Común. No me lo podía creer. Me sorprendió tanto que tuviera unas
piernas tan increíbles que me pasé la semana entre nubes. Ahora estoy sentado a una
mesa con cuatro o cinco personas, escuchando o así una conversación frívola,
esperando a la chica. Hablan de lo que pasa en el estudio de escultura, de la última
escultura de Tony, aunque no tienen ni idea de lo que «significa». Tony me contó que
trataba de ser una vagina de acero, pero a ninguno de estos idiotas se le ocurre.
—Resulta inquietante, lírica —dice esa chica que tiene problemas.
—Muy potente. Indefinible. —Su amiga, una bollera de Duke que está de visita y
que parece que se ha pasado tomando MDA, está de acuerdo.
—Es Nimoy. Puro Nimoy —dice Getch.
Se acerca otra chica, una chica que me parece que me dio un beso totalmente sin
motivo en la fiesta del pasado viernes por la noche. Peter Gabriel suena en la
gramola.
—Es como de Diane Arbus pero sin nada de su convicción —dice una de las

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chicas y en serio.
Denton me mira muy enfadado desde el otro lado de la mesa. Probablemente esté
de acuerdo con eso.
—Pero esa idea revisionista sobre ella está completamente fuera de lugar —
replica alguien encantado. Hay una pausa. Luego alguien pregunta:
—¿Y qué os parece Wee Gee? ¿Qué pensáis de Wee Gee?
Vagamente cabreado pido otra jarra y una bolsa de patatas fritas, que me sientan
mal. Peter Gabriel se convierte en más Peter Gabriel. La chica que me besó en los
labios el viernes pasado se marcha y en cierto modo me siento decepcionado. No es
que sea muy guapa, pero probablemente me la follaría. De vuelta a la conversación.
—En esta ocasión Spielberg ha ido demasiado lejos —dice la chica del MDA.
¿Adónde ha ido? ¿Se dedica a beber como un maníaco en su cuarto de Confield y
a juntarse con los amigos que le visitan todos los trimestres? ¿Qué coño hace con su
vida? ¿Las de primero confían en él y no le dejan en paz?
—Sencillamente demasiado lejos —está de acuerdo Denton. Habla en serio, no
bromea.
—Sencillamente demasiado lejos —digo, asintiendo.
En una mesa de detrás de la nuestra discuten sobre Vietnam, y un chico dice:
—Mierda, ¿cuándo fue eso?
—¿A quién coño le importa? —dice otro, y aquella chica gorda con pinta de muy
seria que está a punto de llorar, grita:
—¡A mí!
Dios mío, la típica crisis del estudiante de sociología. Vuelvo a nuestra mesa, con
los de arte. Parecen menos aburridos.
—¿Pero no estáis de acuerdo en que todo ese humanismo secular responde a la
alambicada cultura pop de los sesenta y no a un punto de vista moderno, riguroso? —
pregunta la de Duke.
¿A quién? ¿A mí? Denton asiente con la cabeza como si la chica estuviera
diciendo algo increíblemente profundo.
¿Quién es esa chica? ¿Por qué está viva? Me pregunto si debería irme ahora
mismo. ¿Por qué no levantarme y decir: «Buenas noches, cabrones, ha sido una
sensación tremenda, así que espero no volveros a ver, a ninguno, nunca más», y
largarme? Pero si lo hago todos terminarían hablando de mí y eso parece todavía peor
y además estoy borracho. Me cuesta mantener los ojos abiertos. Una de las chicas se
levanta, sonríe y se va.
—Se la folló ella —dice alguien, en un susurro. Toda la mesa, incluido yo, se
echa hacia adelante—. ¡A Lauren!
La mesa suspira colectivamente. ¿Quién es Lauren? ¿Esa chica francesa que vive
en Sawtell? ¿O es la chica que trabaja en la librería? ¿Será mi Lauren? No, no puede

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ser la misma. Seguro que Lauren no es lesbiana. Y aunque lo sea, eso me excita un
poco. No quiero preguntar a qué Lauren se refieren aunque lo quiero saber. Miro a la
barra. Por lo menos hay cuatro chicas con las que me he acostado. Ninguna de ellas
me mira. Abstraídas e impersonales toman cerveza, fuman. Qué coño. Por fin me
levanto y me largo. Así de fácil. Llego a la puerta. Fels está cerca. Tengo amigos que
viven allí, ¿o no? Pero pensar en eso me aburre, conque me limito a caminar un rato
hacia el dormitorio y luego me largo. ¿Es Sawtell el edificio siguiente? No. Pero
aquella chica, aquella chica que me besó… creo que vive en Noyes, en un cuarto
sola, el número 9. Voy a verla.
Creo oír risas, luego una voz muy aguda. ¿De quién son? Me parece que estoy
haciendo el tonto, pero estoy borracho, así que tranquilo, tío. Abren la puerta y
aparece la chica que se fue de la mesa, no la que me besó, y lleva una bata; detrás de
ella, en la cama, veo a un chico que enciende un porro enorme. ¡Dios mío! no puede
haberme salido peor. ¿Qué voy a hacer?
—¿Es aquí donde vive Susan? —pregunto, poniéndome colorado y tratando de
mantener la calma.
La chica mira al chico de la cama.
—¿Vive Susan aquí, Loren?
El chico da una chupada al porro.
—No —dice, ofreciéndomelo.
Me largo inmediatamente. Camino muy deprisa. Estoy afuera y hace frío. ¿Y
ahora qué hago? Esta noche tengo que hacer algo. No quiero que sea como todas las
jodidas noches. Se me pasa algo por la cabeza. Decido ir a Leig 7, donde vive Susan.
Llamo a la puerta. Se oye el álbum de Springsteen Nebraska. Buena música para
follar, pienso. Pasa un rato, pero al final Susan abre la puerta.
—Hola, Susan, ¿qué tal? Siento molestarte a estas horas.
Me mira extrañada, después sonríe y dice:
—No importa, pasa.
Entro con las manos en los bolsillos de la cazadora. Hay dos mapas de Vermont…
en realidad uno es de New Hampshire, o quizá de Maryland… en la pared, encima de
la máquina de escribir y la botella de «Stoli». Estoy demasiado borracho, me
tambaleo, respiro a fondo. Susan cierra la puerta y dice:
—Me alegra que hayas venido. —Y echa la llave, y que haya cerrado la puerta
con llave me deprime; hace que me dé cuenta de que Susan también quiere follar y
que eso espera de mí y es culpa mía y pienso que me voy a desmayar y ella parece
desesperada de verdad.
—¿Dónde has estado? —pregunta.
—En el cine. Viendo una película italiana tremenda. Pero era en italiano, de
manera que no se puede ver cuando estás pirado —digo, tratando de mostrarme duro,

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de desconcertarla—. Subtítulos, ya sabes.
—Claro —dice ella. Mierda, todavía está enamorada de mí.
—Bueno, quería decir que… oye, ¿qué hacen esos mapas ahí? —pregunto.
Valiente estupidez.
—Me gusta Maryland —dice Susan.
—Susan, quiero acostarme contigo —digo.
—¿Cómo? —Finge que no me ha oído.
—¿No me has oído?
—Sí. Te oí —dice ella—. No pensabas igual la otra noche.
—¿Y tú que piensas? —pregunto.
—Creo que es ridículo —dice ella.
—¿Cómo? ¿Por qué?
—Porque tengo novio —dice Susan—. ¿Recuerdas?
De hecho no lo recordaba, pero suelto:
—No importa. No tienes que dejar de follar por eso.
—¿Tú crees? —pregunta escéptica, pero sonriente—. Explícate.
—Bueno, verás, es como si… —Me siento en la cama—. Es como si…
—Estás borracho —dice Susan. ¡Dios mío!, el nombre de Susan es tan feo…
Recuerda la palabra senos. Me está desafiando. Casi puedo oler lo cachonda que está.
Le apetece.
—¿Cómo no te he encontrado antes? —pregunto.
—Ya sabes que no paro, nací en un Holiday Inn —creo que dice.
La miro, muy confuso, muy muy jodido. Está junto a mí, sentada en la cama.
Por fin digo:
—Desnúdate y túmbate o ponte de pie, me da igual, y lo mismo si has nacido en
un Holiday Inn. ¿Entiendes lo que digo?
—¿Te has especializado en arte, por casualidad? —pregunta ella.
—¿Qué? —pregunto. Ella deja el cuarto a media luz y todo pasa como suele
pasar, con novio o sin novio. Estoy borracho pero no tanto como para decir que no.
En el lavabo de los comedores alguien ha escrito hoy: «Robert McGlinn no tiene
pene ni testículos», unas quince veces encima del retrete.
Se da la vuelta, la carne le resplandece y no dice nada. Me quedo tumbado y ella
empieza a chuparme la polla y trata de meterme un dedo en el culo. La cosa resulta
muy bien y Susan se entrega y yo pienso: ¿qué se suele decir en situaciones como
ésta? ¿Eres católica? ¿Te han gustado alguna vez los Beatles? ¿Prefieres Aerosmith?
Las chicas del instituto se pusieron brazaletes negros el día que se casó Steven Tyler.
Susan sigue chupando, labios húmedos pero firmes. Busco debajo de su camisa y le
doy masaje a las tetas. Tiene un poco de pelo debajo del brazo pero eso no me
molesta. Tampoco es que me excite de modo especial, pero no me molesta.

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—Espera… espera… —Trato de bajarme los calzoncillos, luego los vaqueros,
pero estoy en la cama y ella sigue chupando y tratando de separarme las piernas y
aunque estoy un poco agobiado por todo el asunto, me gusta demasiado para
protestar. Susan levanta la cabeza.
—¿Alguna enfermedad? —pregunta.
—Ninguna —digo, aunque debiera haber dicho que sí y terminar con todo
aquello.
Se tumba a mi lado y empezamos a besarnos, profunda, intensamente. Le quito la
camisa por encima de la cabeza. Le toco la mejilla, luego me desabrocho la camisa.
Me quito los pantalones.
—Espera, apaga la luz —le digo.
—Me gusta que esté encendida —dice ella haciendo una mueca. Pone sus manos
en mi pecho.
—Bueno, a la mierda. Quiero apagarla. Allá penas.
—La apagaré entonces. —Lo hace—. ¿Está mejor así?
Volvemos a besarnos. ¿Qué va a pasar ahora?, me pregunto. ¿Quién va a ponerse
a follar el primero? ¿Qué dirían mis padres si supieran que esto es lo único que hago
aquí? Emborracharme, follar constantemente. ¿Me repudiarían? ¿Seguirían dándome
dinero? ¿Qué?
—Cariño. Quiero encender la luz —dice ella—. Quiero verte.
—¿Qué? —digo.
—Quiero saber con quién estoy follando —dice ella.
—No entiendo que haya confusión posible —le contesto.
—Vale, vale —dice ella, y no la vuelve a encender. Le bajo la cabeza.
Vuelve a chuparme el pijo. Trato de apartarla con la mano. Se emplea a fondo. Le
digo:
—Espera… me voy a correr…
Ella levanta la cabeza. Me echo encima, muy despacio, besándole las tetas (que
son un poco demasiado grandes) y luego paso al estómago, a su coño, muy abierto,
dilatado, meto tres dedos al mismo tiempo que se lo chupo. Bruce canta algo sobre
Johnny 69 o alguien así y luego follamos. Y me corro. Como en los malos poemas, ¿y
luego qué? Odio este aspecto del sexo. Siempre hay uno que da y otro que recibe,
pero es difícil saber quién da y quién recibe. Es difícil hacer el amor aunque esté tan
bien. Susan no se corre, así que vuelvo a bajarme y sabe vagamente amargo y
luego… ¿adónde ir después de haberte corrido? Qué desilusión. No puedo seguir
haciéndolo pero todavía estoy empalmado, así que empiezo a follármela otra vez.
Ahora Susan gime, sube y baja en la cama, y le pongo la mano en la boca. Se corre
chupándome la palma de la mano, bufando. Se acabó.
—¿Susan?

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—Dime.
—¿Dónde hay un kleenex? —pregunto—. ¿Tienes una toalla o algo?
—¿Todavía no te has corrido? —pregunta ella, confusa, tumbada en la oscuridad.
Todavía la tengo dentro y digo:
—No, pero me voy a correr… ya me corro. —Hago algunos ruidos y luego la
saco. Ella trata de sujetarme, yo pido unos kleenex.
—No tengo —dice Susan, y luego se echa a llorar.

LAUREN Victor no ha llamado. Cambié de especialidad. Poesía.


¿Qué hacemos Franklin y yo? Bueno, vamos a fiestas: los miércoles, los jueves,
fiestas en El Cementerio, en El Fin del Mundo, fiestas los viernes por la noche,
fiestas las noches del sábado, fiestas los domingos por la tarde.
Trato de dejar de fumar. Escribo cartas a Victor que nunca envío. Franklin nunca
tiene dinero. Quiere vender sangre para conseguir algo y a lo mejor comprar drogas.
Una tarde vendí ropa y discos antiguos en el Área Común. Pasamos mucho tiempo en
mi cuarto porque tengo cama de matrimonio. He dejado de pintar. Desde que se fue
Sara cuido de su gata, Seymour, Franklin odia a la gata. Yo también la odio, pero le
digo que me gusta. A veces nos dejamos caer por La Burbuja de Aislamiento
Sensorial. A veces Judy y el de primero y yo y Franklin vamos al cine del pueblo.
Bebemos mucha cerveza. El chico de Los Angeles que sigue llevando pantalones
cortos y gafas de sol y nada más, se me acercó en una de las fiestas de la semana
pasada. Casi me voy a casa con él, pero Franklin intervino. Franklin es un idiota. He
llegado a esta conclusión, no después de leer lo que escribe, que es ciencia ficción
que «está intensamente influida por la astrología», que es espantosa, sino por… no lo
sé. Le digo que me gustan sus relatos. Odio su condenado incienso. Trato de dejar de
fumar.
(…en el correo, nada de Victor…)
Pero me gusta el cuerpo de Franklin y se porta bien en la cama y es fácil tener
orgasmos con él. Pero eso hace que me sienta mal y cuando trato de tener fantasías
con Victor, no puedo.
Voy a un curso de cibernética. Lo odio pero necesito el certificado.
—¿Te conté que me registraron, y hasta me desnudaron, en Irlanda? —contará
Franklin durante el almuerzo.
Miro al frente y evito encontrarme con sus ojos cuando dice cosas como ésa.
Hago como que no le oigo. A veces no se afeita y me pica con la barba. No estoy
enamorada de él. Es demasiado raro. Se enfadó mucho cuando puse una nota en la
puerta de mi cuarto que decía: «Si llama mi madre, no estoy. Trata de que no deje

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ningún recado. Gracias». Intento dejar de fumar. Me olvido de dar de comer a la gata.
—Quiero hacer un viaje con mi padre antes de que se muera —dice Franklin. No
diré nada durante mucho rato y luego me preguntará—: ¿Estás pirada?
—Sí —diré yo, y encenderé otro pitillo.

SEAN No hubo modo y llevo al dandi a la estación de autobuses. Ni siquiera creo


que me lo haya pedido. Tengo una resaca espantosa y noto como si fuera a vomitar
sangre y despierto en el suelo del cuarto de alguien y hace frío y me encuentro muy
mal y le debo quinientos pavos a Rupert. Probablemente se ha enfadado mucho y
trató de matarme. Es increíble que me haya levantado tan temprano. Tomo un bollo
en el bar y está correoso pero necesito comer algo. Ya está allí, con una bolsa y gafas
de sol y abrigo; leía un libro. Murmuró un buenos días.
—¿Te acabas de levantar? —pregunta, haciendo una mueca.
—Sí. Perdí la clase de guitarra. Mierda. —Me subo a la moto y trato de
arrancarla. Le doy el bollo. Decido hacer como que falla; finjo que la moto no
arranca. No será capaz de darse cuenta.
—Te has afeitado —digo, iniciando una conversación para apartar su atención de
la moto.
—Sí. Se me vería un poco sucio —dice.
—¿Lo haces por mamá, eh? Está muy bien —digo.
—En realidad… —dice él.
—Muy bien —digo yo.
—¿Puedo darle un mordisco al bollo? —pregunta.
No me apetece que le dé un mordisco a mi bollo. Digo:
—Claro.
Arranco la moto, luego la dejo que se pare. Aprieto el acelerador; lo cierro con un
giro de muñeca. Entonces arranco de nuevo. La moto hace un ruido ahogado y el
motor se para.
—Mierda —digo.
Hago como que lo intento de nuevo. La moto, claro, no quiere arrancar.
—Mierda. —Me bajo de la moto y me agacho. Él me observa con atención.
—¿Qué pasa? —pregunta.
No sé qué decir así que digo:
—Necesito que me empujen. —Sonrío para mis adentros.
—¿Hay que empujarla? Dios mío —murmura, mirando su reloj.
Vuelvo a montarme en la moto y repito la misma operación. La moto no arranca.
—No quiere arrancar —le digo.

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—¿Y qué puedo hacer? —me pregunta.
Me quedo allí sentado, mirando hacia el Área Común. Termino el bollo, bostezo.
—¿Qué hora es?
—Las once —dice él.
Es mentira. Son menos cuarto. Hago como que no me entero.
—Tu autobús sale a las once y media, ¿no?
—Así es —dice.
—Hay tiempo de sobra para encontrar a alguien que me dé un empujón. —
Vuelvo a bostezar.
Está mirándose el reloj.
—No lo sé.
—Encontraré a alguien. Getch lo podría hacer.
—Getch ahora está en música para minusválidos —me dice. Lo sabía.
—¿De verdad? —digo.
—Sí.
—Pues no lo sabía —digo—. No sabía que Getch hiciera ese cursillo.
—Voy a coger un taxi —dice.
Gracias a Dios.
—Vale —digo.
—No te preocupes —dice él.
—Lo siento, tío —digo yo.
—No importa. —Está enfadado. Se baja de la moto y guarda el libro que está
leyendo en la bolsa. Se ajusta las gafas de sol.
—Nos veremos el domingo, ¿verdad? —pregunta.
—Claro. Adiós —digo.
Vuelvo a mi cuarto y tomo un poco de Sosegón para coger el sueño. Me han
dicho que los yonquis lo usan cuando no consiguen heroína o metadona. Funciona. El
único problema es que sueño con Lauren, y está todo azul.

PAUL Era un viernes por la mañana y esperaba junto a la moto de Sean en el


aparcamiento de estudiantes. Sólo eran las diez y media y la estación de autobuses del
pueblo quedaba a unos cinco minutos del campus en coche pero quería llegar con
tiempo. Cuando tenía dieciséis años iba a reunirme con mis padres en México. Se
habían marchado la semana antes y me dijeron que sí quería ir que sacara un pasaje y
me reuniera con ellos en Las Cruces. Cuando llegué a O’Hare para coger el avión a
Ciudad de México, ya había despegado. Cuando volvía al coche, encontré una multa
en el parabrisas. No salí de casa y celebré una fiesta y destrocé el sofá de Sloane’s y

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vi once películas e hice novillos la semana entera. Probablemente por eso me pongo
tan paranoico antes de cualquier viaje. Desde aquella vez, siempre llego a los
aeropuertos y a las estaciones de tren y de autobuses mucho antes de lo necesario.
Aunque eran las once menos veinte y sabía que probablemente llegaría con tiempo de
sobra a coger el autobús de Boston, no me podía concentrar en El manantial que
trataba de leer ni en nada. El verano pasado Mitchell me dijo que era un analfabeto y
que tenía que leer más. Así que me dio un ejemplar de El manantial y lo empecé, más
bien con desgana. Cuando un día, en un bar, le dije a Mitchell que no me gustaba
Howard Roark, me dijo que tenía que ir al retrete, y no volvió. Tuve que pagar la
cuenta yo. Recuerdo que mis padres me trajeron una iguana disecada y tuvieron que
pasarla de contrabando por la aduana. ¿Por qué?
Sean llegó y se fijó en que me había afeitado: coqueteaba como un hijoputa. Su
moto no quiso arrancar, así que decidí coger un taxi para ir a la estación de autobuses.
Estuvo muy amable y lo sentí, por él, que no arrancara la moto, y parecía como si me
fuera a echar de menos de verdad y decidí que le llamaría en cuanto llegase a Boston.
Entonces me acordé de la Fiesta de Disfraces para Follar y comprendí que se iba a
acostar con alguien; todo el mundo lo hace. Yo fumaba un pitillo tras otro y apretaba
el ejemplar de El manantial con tanta fuerza que quedó arrugado para siempre. De
todos modos el autobús llegó con retraso, a las doce menos cuarto, conque no tuve
que preocuparme sobre si lo iba a perder o no. Yo, una señora gorda con una chaqueta
azul con dados en la espalda y un hijo rubio con la cara sucia, y un ciego muy bien
vestido son las únicas personas que subimos en Camden. Como en el autobús no hay
nadie más me siento en la zona de fumadores, en la parte de atrás. La mujer gorda y
su hijo se sientan delante. Al ciego le costó un poco subir y el conductor le ayudó a
instalarse en un asiento. Esperaba que el ciego no se sentara junto a mí. No se sentó.
Menos mal.
El autobús dejó Camden y enfiló la carretera. Estaba contento de que hoy en el
autobús no fuera nadie más a Boston. Sería un viaje tranquilo, agradable. Abro el
libro, y mirando por la ventanilla tuve la sensación de que a lo mejor ese fin de
semana en Boston no iba a resultar demasiado espantoso. Estaría Richard, después de
todo. Hasta me intrigaba un poco que mi madre quisiera hablar conmigo. ¿De que le
habían robado el Cadillac? De todos modos probablemente era un coche de la
empresa. Fácil de reemplazar, nada de que preocuparse. Desde luego aquello no
merecía un viaje a Massachusetts. Me quité las gafas de sol porque estaba nublado y
encendí otro pitillo; traté de leer. Pero fuera el campo estaba demasiado bonito para
no mirar por la ventanilla: estábamos a mediados de octubre y todo eran señales del
otoño. Rojos y verdes oscuros y naranjas y amarillos pasaban por delante. Leí un
poco más, fumé unos cuantos pitillos más, ojalá me hubiera traído el Walkman.
Como a la hora o así el autobús llegó a un pueblo y se detuvo en una pequeña

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parada donde subieron un par de viejos que se sentaron delante. El autobús dejó la
patada y continuó por la carretera durante unos dos kilómetros y luego se detuvo
delante de un enorme grupo de chicos y chicas de un college cercano que estaban
sentados en dos bancos verdes. Me puse nervioso y cuando el autobús aminoraba la
marcha y se detenía en el arcén comprendí que aquellos chicos iban a subir.
Por un momento me dominó el pánico y me cambié rápidamente a un asiento del
pasillo.
Cuando subieron los chicos del college, volví a ponerme las gafas de sol y bajé la
vista al libro, esperando que no se dieran cuenta de que yo era un estudiante de
Camden. Cincuenta o sesenta chicos se amontonaron en el autobús; el ruido era
ensordecedor. En su mayor parte eran chicas con jerséis de Esprit y Benetton rosas y
azules que mascaban chicle sin azúcar. Llevaban Walkmans puestos, en la mano latas
de Diet Coke sin cafeína, ejemplares de Vogue y Glamour, vamos, que parecían
salidas de un anuncio. Los chicos, unos ocho o nueve, en general eran guapos y se
sentaron en la parte de atrás, cerca de mí, en la zona de fumadores. Uno llevaba un
radiocasete Sony enorme. Atronaba el último disco de Talking Heads. Ejemplares de
Rolling Stone y Business Week paseaban de mano en mano. Ni siquiera después de
que todos estos consumidores de Pepsi hubieran subido al autobús, nadie se había
sentado a mi lado. Empecé a sentirme incómodo y pensé: Dios mío, debo parecer un
presumido aquí atrás, con las Wayfarer puestas, el abrigo de tweed sobre los
hombros, fumando sin parar, con el ejemplar descolorido de El manantial en el
regazo. Debería gritar: «¡Camden!». Pero me alegraba de que ninguno se hubiera
sentado junto a mí.
Pero justo cuando arrancaba el autobús me fijé en El Chico, muy parecido a Sean,
con pinta de encontrarse fuera de lugar, que estaba en la parte de delante y trataba de
abrirse paso hasta atrás. Tenía un pelo largo y ensortijado, y barba de una semana.
Llevaba una camiseta de Billy Squier (¡oh, Dios mío!) y sujetaba un abultado saco de
dormir. No conseguía olvidarme del parecido y el corazón se me paró para, luego, dar
unos cuantos saltos antes de recuperar su latir normal. Levanté la vista y tuve la
terrible sensación de que este nuevo Sean, que también tenía las manos manchadas de
grasa y estrujaba un ejemplar arrugado de Motociclismo (¿iría a Hampshire?), iba a
tener que sentarse a mi lado. El chico pasó junto al asiento vacío que había a mi lado
y buscó sitio al fondo del autobús. Uno de los chicos del college que llevaba una
cazadora de Members Only y hojeaba un Sport Illustrated se cambió de un salto al
asiento que El Chico tenía delante y se puso a hablar de que había perdido su
Walkman en la clase de economía de primero. Luego se calló y entonces todos los
chicos miraron a El Nuevo Sean e hicieron gestos de burla abriendo mucho los ojos.
Yo pensaba: por favor, que no se siente a mi lado… Se parecía tantísimo a Sean…
Se dio cuenta de que los chicos del college se estaban burlando de él y se acercó a

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mí.
—¿Está libre este asiento? —preguntó.
Y por un momento me apeteció decirle que no pero, claro, eso hubiera sido
ridículo, así que asentí con la cabeza y tragué saliva y me levanté para que El Chico
se sentase. Los asientos estaban tan juntos que tuve que levantar el respaldo del mío
para poder acomodarnos. El mismo color de pelo en la cabeza y los brazos, y llevaba
unos vaqueros muy estrechos y gastados.
El autobús salió del arcén antes de que se hubieran sentado todos y se lanzó
carretera adelante. Traté de leer el libro pero no pude. Empezó a llover, la música de
Talking Heads salía del reluciente casete, las chicas se pasaban Pepsi unas a otras y
trataban de coquetear conmigo. De atrás llegaba el parloteo incesante de los chicos
que fumaban tabaco y algún porro ocasional y contaban que a una puta que se
llamaba Ursula se la folló un chico que se llamaba Phil en la parte de atrás del Toyota
Nissan de un chico que se llamaba Mark y que Ursula mintió a Phil y le dijo que el
niño no era de él, pero que de todos modos Phil pagó el aborto, y todo era tan irritante
que ni siquiera me podía concentrar. Y cuando ya llegábamos a Boston estaba tan
enfadado con mi madre por pedirme que viniera que me dedicaba a mirar al Nuevo
Sean, el cual, a su vez, miraba por la ventanilla mientras desarrugaba su billete con
las manos sucias de grasa y su Swatch hacía un tictac potente.

SEAN Hoy encontré otra nota en el buzón. Dice: «Nos veremos esta noche… cuando
el sol se ponga…». No puedo esperar hasta la fiesta, hasta que «el sol se ponga»,
conque trato de hablar con Lauren a la hora de comer. Está fumando un pitillo junto
al mostrador de los postres con Judy Holleran (a la que me follé el trimestre pasado y
con quien todavía follo de vez en cuando; anda jodida de verdad, está bajo
tratamiento psiquiátrico), y me acerco despacio por detrás de ellas, y de repente me
apetece acariciar a Lauren, y casi le voy a acariciar el cuello, con suavidad, pero mi
compañero de cuarto El Rana, al que llevo días sin ver; pide perdón y se estira para
coger un croissant o algo así y se queda allí. Me ve y dice:
—¿Ça va?
—Ça va —digo yo. Lauren le dice:
—Hola. —Y se ruboriza y mira a Judy y Judy también sonríe.
El Rana se queda mirando a Lauren y luego se va. Lauren le cuenta a Judy cómo
ha perdido su carné de identidad.
—¿Cómo va todo? —le pregunto a Judy.
—Hola, Sean. Bien —dice ella.
Lauren mira a los postres haciendo ver que duda. Es todo tan obvio que me siento

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violento.
—¿Vas a ir a la fiesta de esta noche? —pregunto.
—Desde luego, tienes poderes psíquicos —dice Judy sarcástica.
Lauren se ríe, como si estuviera de acuerdo.
El carapijo de Los Angeles coge una naranja de la fuente y Lauren baja la vista.
¿Para mirar qué? ¿Las piernas de ese tipo? Las tiene muy morenas y nunca le he visto
sin gafas de sol. Alza las cejas a modo de saludo. Hago lo mismo. Vuelvo a mirar a
Lauren y me sorprende lo guapa que es. Y aquí de pie, aunque sólo sea durante un
milisegundo, me abruma comprobar lo guapa que es y, al mismo tiempo, lo mucho,
aunque odio tener que admitirlo, que me desconciertan las mujeres (no las de la
Residencia McCullough). Y no exactamente por cómo piensan, sino por su cuerpo.
Me desconcierta lo que puede afectarme una pierna, un par de pechos, los muslos. Me
mira como a cámara lenta. No quiero mirarle a los ojos. Es tan atractiva. Unos labios
perfectos. Una nariz perfecta. Sus ojos azules. Su pelo rubio y corto. Su cuello. Todo
es perfecto. Me sonríe cuando levanto la vista y yo le devuelvo la sonrisa. Pienso:
tengo que conocer a esta chica.
—Me parece que también va a ser una fiesta de toga —digo.
—¿De toga? Dios mío —dice ella—. ¿Qué se cree este sitio que es? ¿Williams?
—¿Dónde es la fiesta? —pregunta Judy.
—En Wooley —le contestó. Lauren ni siquiera me mira.
—Creía que ya habíamos hecho una —dice, y examina un pastel. Tiene los dedos
largos, las uñas pintadas con esmalte claro, delicadas. Trato de sonreírle.
—Sí, es verdad —digo yo.
—Una fiesta de toga —dice ella—. Estás de broma. ¿Quién forma parte del
comité organizador?
—Yo —contesto, mirándola directamente.
Judy coge un pastel y da una calada al pitillo de Lauren.
—Bueno, Getch y Tony van a robar algunas sábanas. Habrá cerveza. No sé —
digo, riéndome un poco—. No es una fiesta de toga de verdad.
—Bueno, no suena tan mal —dice ella.
Se marcha bruscamente, después de coger un pastel, y le pregunta a Judy:
—Voy al pueblo con Franklin, ¿quieres venir?
—Tengo que preparar un trabajo sobre Plath —dice Judy.
Lauren se marcha sin decirme nada. Evidentemente confusa aturdida.
Esta noche, pienso. Vuelvo a la mesa.
—Hoy abren la sala de pesas —dice Tony.
—Rock’n’roll —digo yo.
—Eres un idiota —dice él.
Cuando el sol se ponga, pienso.

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PAUL Me bajé del autobús con los otros alumnos del college y el ciego y la gorda
con el niño rubio, y me encontré perdido entre la marabunta de la gran terminal de
Boston. Luego, estaba ya en la calle, era una hora punta y estaba nublado y busqué un
taxi. Me dieron un golpecito en el hombro y cuando me volví me encontré frente a
frente con El-chico-que-es-igual-que-Sean.
—¿Qué pasa? —Me quité las gafas de sol. Experimentaba una descarga de
adrenalina.
—Tío, ¿no me podrías prestar cinco pavos? —preguntó.
Estaba mareado y me apetecía decirle que no, pero se parecía tanto a Sean que
busqué en la cartera; no conseguí encontrar un billete de cinco y terminé dándole uno
de diez.
—Gracias, tío —me dijo, echándose el saco de dormir al hombro, y se despidió
con un gesto, alejándose.
Yo también le despedí con un gesto, una reacción involuntaria, y me entró dolor
de cabeza.
—La voy a matar —susurré para mí mismo, y por fin hice señas a un taxi.
—¿Adónde vamos? —preguntó el taxista.
—Al Ritz-Carlton. En Arlington —le dije, sentándome agotado.
El taxista volvió la cabeza y me miró, sin decirme nada.
—Al Ritz-Carlton —volví a decirle, sintiéndome inquieto.
Seguía mirándome.
—En… Arlington…
—Ya le he oído —murmuró el taxista, un viejo, moviendo la cabeza.
Entonces ¿qué coño mirabas? Tenía ganas de gritar.
Me froté los ojos. Las manos me olían espantosamente y abrí una tableta de
chocolate con almendras que había comprado en la estación de autobuses de Camden.
El taxi avanzaba lentamente entre el tráfico. Empezó a llover. El taxista seguía
mirándome por el retrovisor, movía la cabeza, murmuraba cosas que no conseguía
oír. Dejé de comer chocolate. El taxi había avanzado escasamente una manzana,
luego había dado la vuelta para dirigirse de nuevo a la terminal. Sentí pánico y pensé:
Dios mío, ¿qué está pasando? ¿Iba a echarme a patadas por comerme aquel maldito
chocolate? Guardé lo que quedaba de tableta.
—¿Por qué nos hemos parado? —pregunté.
—Porque hemos llegado —suspiró el taxista.
—¿Ya hemos llegado? —Miré por la ventanilla.
—Sí, es un dólar cuarenta —gruñó. Tenía razón.
—Me parece que se me olvidó que estaba… tan cerca —dije yo.
—Es igual —dijo el taxista.

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—Me he hecho daño en el pie, lo siento. —Le doy dos billetes de dólar y me bajo
del taxi y estoy seguro de que Sean va a follar con alguien en la fiesta de esta noche y
yo estoy en el vestíbulo del hotel, empapado, y me siento mejor.

MARY Él no lo sabe, pero le he visto el verano pasado. Pasé las vacaciones en Long
Island, en los Hamptons, con mi pobre padre borracho. Southampton, Easthampton,
recorría la isla con otros nómadas con ropa de Gucci. Me quedé una noche con mi
hermano y visité a una tía que se había quedado viuda recientemente en Shelter
Island y estuve en montones de moteles, moteles que eran rosa y gris y verde y que
resplandecían a la luz de los Hamptons. Me quedaba en esos albergues de la costa
porque ya no podía seguir soportando a las nuevas novias de mi padre. Pero ésa es
otra historia.
Le vi por primera vez en Coast Grill, en la costa sur, y luego en ese sitio tan
moderno cuyo nombre se me ha olvidado ahora. Tomaba pollo algo crudo y trataba
de no poner cara de asco. Estaba con una mujer (sin duda, una muchacha) que
parecía anoréxica. Los camareros, unos maricas, les atendían con aire aburrido y yo
pedí crepés para molestarles.
—¿Los quiere con ron? —dijeron tartamudeando y yo también tartamudeé «sí»,
porque no sé decir «no» tartamudeando.
Se te acercaron camareras que respiraban por la boca, se te acercaron a ti, que
estabas bronceado como un Dios, como un miembro del cuartel general, el pelo
peinado hacia atrás. Oí tu nombre: una llamada telefónica, Bateman. Lo
pronunciaron mal: Dateman. Estaba sentada, envuelta en la oscuridad, en la larga y
pulida barra y me acababa de enterar de modo muy discreto que el trimestre pasado
había suspendido tres de las cuatro asignaturas. Por desgracia, había olvidado los
obligatorios «Ejercicios» antes de irme a Arizona y luego a los Hamptons. Y allí
estabas sentado. La última vez que te he visto estabas desayunando; lanzaste una
tortita hecha una bola a una mesa de estudiantes de arte dramático. Ahora enciendes
un pitillo. No te molestas en encenderle el suyo a la muchacha. Te seguí a la cabina
telefónica.
—¿No podría usted, bueno, hablar con el decano y, bueno, decirle lo mal que
estoy?
Supuse que se trataba de tu psiquiatra.
Bostezaste y dijiste:
—Me interesa mucho.
Hubo una indefinida pausa y luego dijiste:
—Basta con un poco más de Librium.

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Otra pausa. Levantaste la vista y no me reconociste del college. A mí, morena y
envarada y tratando de beber, aunque tan sobria.
—Estoy preparado —dijiste.
Colgaste. Me fijé cómo dejabas unos billetes en la mesa y salías del restaurante
delante de la muchacha. La puerta se cerró en sus narices, pero de todos modos te
siguió. Luego los dos os alejasteis a toda velocidad en el Alfa Romeo rojo y yo me
emborraché y esperé que fuera esta noche.
Esta noche. Me he pasado toda la tarde en un baño de agua perfumada,
preparándome, lavándome, enjabonándome, depilándome para ti. Llevo dos días sin
comer. Espero. Eso lo hago bien. Oigo unas cuantas canciones que pronto habré
olvidado y espero esta noche y a ti. Espero ese momento definitivo. Un momento tan
lleno de expectativas y deseos que casi no quiero estar presente cuando ocurra. Pero
estoy preparada. Un día querrás que sea tu chica suena en la radio. Es cierto. Esta
noche.

PAUL Me dirijo al mostrador de recepción y me quedo allí; el deseo de salir


corriendo, volver a Camden, caminar las dos manzanas, bajo la lluvia, hasta la
terminal, coger el autobús, y encontrarme con Sean en la Fiesta de Disfraces para
Follar me abruma y allí sigo de pie, mirando sin expresión a esos hombres engreídos
tan bien vestidos que hay tras el mostrador hasta que uno se me acerca y dice:
—¿Desea algo el señor?
Siento tentaciones de irme inmediatamente.
—¿Desea algo el señor? —vuelve a preguntar.
Lo dejo. Le miro. Era demasiado tarde. Era demasiado tarde para todo.
—Creo que mi madre ha reservado unas habitaciones para este fin de semana. A
nombre de Denton.
—Denton, muy bien —dice el empleado, mirándome dubitativo antes de
comprobar el registro. Bajo la vista, confuso, luego vuelvo a mirar al empleado.
—Sí, Denton. Tres días. Dos habitaciones, ¿verdad? —pregunta.
—Eso creo.
—Haga el favor de firmar aquí. —Y me da algo.
Pongo la dirección de Camden aunque no sé por qué. Todavía tengo las manos
húmedas. Manchan la cartulina.
—¿Pagará su madre en efectivo o con Visa, Mr. Denton? —pregunta el empleado.
Podría haber pagado yo con mi American Express, pero ¿por qué demonios iba a
hacer eso? Sería una estupidez; todo este asunto era una estupidez.
—Con Visa, supongo.

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—Perfectamente, Mr. Denton.
—Supongo que los demás vendrán después. Y no me llame míster Denton. Me
llamo Paul.
—De acuerdo, Mr. Denton. ¿Es ése todo su equipaje?
Estaba allí de pie, mojado, con la vida destrozada. Todo había terminado con
Sean. Otro que muerde el polvo.
—¿Es todo, señor? —insistió el empleado.
—¿Cómo? —dije parpadeando.
—Haré que se lo suban ahora mismo —dijo.
Ni siquiera le había oído. Me limité a decir «Gracias» y me desabroché el abrigo
y alguien me dio una llave y entre nubes me dirigí a un ascensor y apreté el botón del
noveno piso. No, alguien lo apretó por mí y una persona me precedió por el pasillo
ayudándome a encontrar las dos habitaciones.
Estuve tumbado en la cama mucho rato antes de decidirme a levantarme. Abrí las
puertas que comunicaban las dos suites y calculé cuál era la mejor habitación. Me
tumbé en una de las camas de matrimonio de la otra y decidí que la primera era más
cómoda. Miré la otra cama de matrimonio donde dormiría Richard. Me pregunté si
seguiríamos haciendo el tonto, pues habíamos ido juntos al instituto, allá en Chicago.
Y yo casi voy a Sarah Lawrence por culpa suya. El casi va a Camden, pero después
desistió y me dijo:
—No hay modo de que vaya a New Hampshire.
—Prefiero ir al college en Las Vegas que en Bronxville.
Decididamente Richard era muy guapo, pero estar juntos era una mala idea y,
aparte de lo de Sean, el inconveniente principal para venir a Boston. Encendí la tele y
volví a tumbarme y luego me duché, el teléfono sonaba, no lo descolgué, me vestí, vi
más tele, fumé más pitillos, esperé.

LAUREN Estoy soñando con Victor. En el sueño estoy instalada en Camden. Gente
del college se pelea en una playa. Judy está de pie junto a la orilla. El mar a veces es
blanco, a veces rojo, a veces negro. Cuando le pregunto dónde está Victor, ella dice:
—Ha muerto.
Me despierto. No sé por qué. Una mañana de lo más normal. Durante un largo y
doloroso momento, entre el punto en que tuve la pesadilla y el momento en que, por
suerte, la he olvidado, me quedo allí tumbada, pensando en Victor.
Miro el cuarto. Franklin se ha ido. Las cosas que me rodean me deprimen,
parecen definir mi lastimosa existencia. Todo es tan aburrido: la máquina de escribir:
sin cinta; mi caballete: sin lienzo; mí estantería: sin libros; un cheque de mi padre; un

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pasaje de avión para St. Tropez que alguien me metió en el buzón; una circular
diciendo que el fin de semana con los padres ha sido cancelado; los nuevos poemas
que escribo, arrugados junto a la cama; el nuevo relato que me ha dejado Franklin
titulado «Saturno tiene ojos»; la botella de vino tinto medio vacía (la compró
Franklin; Jordan, demasiado dulce) que nos bebimos la noche pasada; los ceniceros;
los pitillos en los ceniceros; la cinta de Bob Marley desenrollada. Todo eso me
deprime inmensamente. Trato de volver a la pesadilla. No puedo. Miro las botellas de
vino que hay en el suelo, el paquete de Gauloises vacío (Franklin fuma de esos; vaya
presumido). No consigo decidir si coger el vino o los pitillos o poner la radio.
Completamente confusa salgo al descansillo. Desde la sala de estar de abajo llega un
reggae, tum tum. Se supone que la luz debiera estar apagada, pero entonces me doy
cuenta de que son las cuatro y media de la tarde.
Vamos a dejarlo, Franklin. Se lo dije la noche pasada antes de acostarnos.
—¿Estás colocada? —preguntó.
—No tiene sentido que sigamos —dije. Y luego, sexo.

PAUL Estaba pensando en ducharme otra vez, peinarme con el moldeador o llamar a
Sean o masturbarme o hacer cualquier cosa, cuando oí que alguien trataba de entrar
en la habitación. Me acerqué a la puerta y oí a mi madre y a Mrs. Jared que charlaban
de algo.
—Oh, Mimi, ayúdame con esta maldita cerradura. —Era mi madre protestando.
—Dios mío, Eve —oí la voz gimoteante de Mrs. Jared—. ¿Dónde está el
botones?
Corrí a la cama y me tumbé en ella y coloqué una almohada debajo de mi cabeza
tratando de aparentar naturalidad. Me encontraba ridículo y me levanté.
—Maldita sea, Mimi, no es esta llave. Prueba en la otra habitación —oí una queja
ahogada.
Mi madre llamó a la puerta, diciendo:
—Paul, Paul, ¿estás ahí?
No sabía si contestar o no, luego comprendí que mejor que sí y dije:
—¿Quién es?
—Soy tu madre, por el amor de Dios —dijo ella, con voz enfadada—. ¿Quién te
creías que era?
—¡Hola! —dije yo.
—¿Puedes ayudarme a abrir esta puerta? —me rogó.
Me dirigí a la puerta y giré el picaporte, intentando abrirla, pero mi madre la
había atascado y la había cerrado con llave por fuera.

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—¿Madre? —Tranquilo, tranquilo.
—Dime, Paul.
—La has cerrado tú con llave.
Pausa.
—¿Yo?
—Sí.
—Pues vaya por Dios.
—¿Por qué no la abres? —sugerí.
—Oh. —Hubo un silencio—. Mimi, ven aquí. Mi hijo dice que tengo que abrir la
puerta.
—¡Hola, Paul, querido! —dijo Mrs. Jared desde el otro lado de la puerta.
—¡Hola, Mrs. Jared! —dije yo.
—Al parecer esta puerta está cerrada con llave —comentó ella.
Volví a tirar pero la puerta no se abrió.
—¿Madre?
—Dime, querido.
—¿Tienes metida la llave en la cerradura?
—Sí. ¿Por qué?
—¿Por qué no la haces girar hacia, bueno… digamos que hacia la izquierda?
¿Entendido?
—¿Hacia la izquierda?
—¿Por qué no?
—Inténtalo, Eve —la instó Mrs. Jared.
Dejé de tirar de la puerta. Hubo un clic. La puerta se abrió.
—¡Querido! —gritó mi madre, que parecía fuera de sí, acercándoseme con los
brazos estirados. Estaba guapa, la verdad. Puede que demasiado maquillada, pero más
delgada, y vestida de punta en blanco; el sonido de sus joyas llenó la habitación, pero
todo resultaba elegante, nada hortera. El pelo, moreno, lo tenía más oscuro de lo que
recordaba; también más corto, lo que la hacía parecer mucho más joven. O puede que
fuera la operación de los ojos que le hicieron el verano pasado, antes de irnos a
Europa, lo que me daba esa impresión.
—¡Madre! —dije, todavía sin moverme.
Me abrazó y dijo:
—Hace tanto tiempo, querido —dijo ella.
—¿Cinco semanas?
—Eso es mucho tiempo, querido —dijo ella.
—No tanto.
—Saluda a Mrs. Jared —dijo.
—Oh, Paul, estás muy guapo —dijo Mrs. Jared, y me abrazó también.

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—Mrs. Jared —dije.
—Estamos tan orgullosos de ti.
—Estás tan guapo —dijo mi madre, dirigiéndose a la ventana y abriéndola, para
que saliera el humo del tabaco.
—Y tan alto —dijo Mrs. Jared. Sí, y me he follado a tu hijo, pensaba yo.
Me senté en la cama, conteniéndome para no encender otro pitillo, y crucé las
piernas.
Mi madre corrió al cuarto de baño y se puso a arreglarse el pelo.
Mrs. Jared se quitó los zapatos y se sentó enfrente de mí y me preguntó:
—Dime, Paul, ¿por qué siempre vistes de negro?

STUART Después de cenar y de una ducha, vinieron unos amigos con vino y nos
dedicamos a teñirnos el pelo. Mientras monopolizaban el cuarto de baño y se lavaban
la cabeza en los lavabos, crucé el vestíbulo hasta el cuarto de Paul Denton. Me quedé
allí largo rato, demasiado nervioso para llamar: Leí las notas que le habían dejado en
la puerta; luego pasé la mano por ella. Iba a invitarle a que viniera y estaba lo
bastante pasado como para atreverme a hacerlo. Llamé suavemente al principio, y
como no hubo respuesta, llamé con más fuerza. Como nadie abrió la puerta me alejé,
confuso y aliviado. Me dije que hablaría con él en la fiesta, por la noche; entonces
sería cuando pondría en marcha mi plan. Volví a mi cuarto y Dennis estaba sentado
en mi cama. Tenía el pelo mojado y recién teñido de rojo y estaba hojeando el último
Voice y había puesto mi cinta de Bryan Ferry. Pasé la noche anterior con él. No digo
nada. Me dice:
—Paul Denton jamás se acostará contigo.
No digo nada. Me limito a emborracharme más, subo el volumen de la música y
me disfrazo para follar.

PAUL —¿Qué tal el vuelo? —les pregunté.


—Oh, sensacional, sensacional —dijo Mrs. Jared—. Tu madre conoció a un
médico de North Shore tremendamente atractivo en primera clase, que iba a pasar el
fin de semana con los padres en Brown, y ¿sabes lo que hizo tu madre? —Ahora Mrs.
Jared sonreía, como una niña traviesa.
—No. —Oh, no me podía esperar.
—Oh, Mimi —se quejó mi madre, saliendo del cuarto de baño.
—Le dijo que era soltera —exclamó Mrs. Jared, y se levantó y ocupó el puesto de

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mi madre en el cuarto de baño y cerró la puerta.
No debíamos estar en silencio, así que mi madre me preguntó:
—¿Te ha contado lo del coche?
—Sí. —Oía mear a Mrs. Jared. Avergonzado, subí la voz—. Sí, sí, creo que ya me
contaste lo del coche.
—De lo más típico. Iba a ver al doctor Vanderpoll y luego fuimos a cenar a The
95th y…
—Espera. ¿Quién es el doctor Vanderpool? ¿Un psiquiatra? —pregunté.
Se puso a cepillarse el pelo otra vez y preguntó:
—¿Psiquiatra?
—Perdona —dije yo—. ¿Es tu médico?
—Es mi médico. —Mi madre me lanzó una mirada rara.
—Ibas a cenar con él —recordé.
—Sí —dijo ella. Le había estropeado la historia. Se quedó allí de pie, desafiante.
—Yo creía que había sido en Neiman’s —dije, divertido, pero, mierda, ¿qué coño
importa?
—No. ¿Por qué? —preguntó, sin dejar de cepillarse el pelo.
—Olvídalo. No me acordaba de que ya no me deben divertir esas cosas. Lo que
quiero decir es que sólo he estado fuera, ¿cuánto?, ¿tres años? —Se oyó la cisterna y
titubeé, volviendo a mirar la tele, haciendo como si Mrs. Jared ni siquiera hubiese
hecho pis.
—Verás… —Mi madre me miraba como si yo fuera un ser espantoso; un
auténtico monstruo.
—Sigue —la apremié—. Sigue.
—Verás —continuó—. Salí de su consulta y el coche no estaba. Había
desaparecido. ¿No es increíble? —me preguntaba.
—De lo más típico —dije. Sólo pretendía que no se enfadase y las cosas fueran
bien.
—Sí. —Dejó de cepillarse el pelo, pero siguió mirándose al espejo.
Los botones trajeron las maletas; las ocho. Perfecto. Claro, para un fin de semana
en Boston, ocho maletas para dos personas, perfecto. Las cuatro maletas de Louis
Vuitton eran de mi madre, y las cuatro de Gucci, de Mrs. Jared.
—¿Qué tal en el college? —preguntó mi madre después de darles propina a los
botones (que no eran sexy, en contra de las alusiones de Mrs. Jared al respecto).
—Bien —dije yo.
—¿Y las clases? ¿Qué tal las clases?
—Perfectamente.
—¿Qué curso estás siguiendo? —preguntó.
Debo de habérselo dicho, haberle dado una lista por teléfono por lo menos cinco

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veces.
—¿Los cursos? Bueno, interpretación, improvisación, escenografía, arte
dramático.
—¿Cómo está ese amigo tuyo tan encantador? ¿Michael? ¿Monty? ¿Cómo se
llama? —preguntó, abriendo la cremallera de una de las maletas y mirando dentro.
Era increíble que dijera eso. Sabía perfectamente su maldito nombre, pero no
quería enfadarme, así que me tumbé y dije el nombre en un suspiro.
—Mitchell. Se llama Mitchell.
—Sí. Mitchell. Eso es.
—¿Que cómo está? —pregunté.
—Sí.
—Bien —empecé a preguntarme de nuevo por Sean. Sean en la fiesta. Sean
follando con alguien. ¿Con quién? ¿Con esa chica que le deja cartas en el buzón?
Pero… ¿y si se acuesta con Raymond o Harry o Donald? ¿Qué hago yo aquí?
—¿Cuándo llegará Richard? —pregunté cambiando de tema.
—No lo sé —susurró mi madre, súbitamente interesada—, ¿Mimi?
—Supongo que hacia las seis —dijo Mrs. Jared—. Le dije que teníamos
reservada mesa abajo a las nueve, así que ya sabe cuándo tiene que llegar.
¿Qué estoy haciendo aquí? Mi madre no quiere hablar de nada conmigo. Sólo es
un pretexto para hacerme venir y quejarse del modo en que me visto y como y fumo y
vivo y sólo Dios sabe qué más. Mi madre y Mrs. Jared se instalan en la otra
habitación.
—Os dejaremos esta habitación para que podáis hablar y lo que sea…
Suena a amenaza y sospecha. ¿Qué estoy haciendo aquí? Miro el ejemplar de El
manantial encima del televisor. ¿Un recuerdo de Michael? ¿De Monty? Miro los
dibujos animados. Mi madre y Mrs. Jared se reparten un Seconal o algo así y
empiezan a preocuparse por lo que se van a poner esta noche. Sigo viendo dibujos
animados y me pongo a insultar a Sean y llamo al servicio de habitaciones. Decido
emborracharme enseguida.

SEAN Después de emborracharme esta tarde fui en busca de Lauren, a la hora de


cenar. No estaba. Pregunto por ella a Getch y a Tony y a Tim y me preparo para ir a
Wooley. La busco después de ponerme la toga. (Como estoy en el comité organizador
tengo que llevar una toga pero me pongo la cazadora de cuero por encima). Incluso
fui a buscarla a su cuarto y crucé el campus a oscuras, tratando de recordar en qué
edificio vivía. Pero hacía demasiado frío, así que dejé de buscar y estuve viendo la
televisión en el Área Común, y bebí una cerveza. No sabía lo que le iba a decir una

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vez que la encontrara. Lo único que quería era verla. Y pensando en ella en ese plan,
después de buscarla por todo el campus, volví a mi cuarto y me hice una paja,
pensando en ella. Fue algo completamente espontáneo, algo que no pude evitar. Era
como seguir a una chica guapa por la calle, una chica a la que no puedes dejar de
mirar, a la que no puedes evitar silbar, que te excita. Eso sentía hacia Lauren, con la
toga levantada, tocándome febrilmente en la oscuridad. ¿Cómo es?, pensaba. Las
preguntas me desfilaban por la cabeza: ¿enloquece en la cama?, ¿se corre con
facilidad?, ¿le gusta el sexo oral?, ¿le importa que un chico se le corra en la boca?
Entonces comprendí que no iría a la cama con una chica si ella no quería. Yo
tampoco me iría a la cama con una chica sí ella no podía o no quería tener un
orgasmo porque entonces, ¿de qué servía? Si no consigues que una chica se corra,
¿para qué molestarte? Eso siempre me pareció como hacer preguntas en una carta.

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PAUL Llamo a Sean. Alguien de Booth responde al teléfono.
—¿Diga? —La persona está obviamente pirada.
—¿Podría hablar con Sean Bateman? Creo que vive en el piso de arriba —
pregunto.
—Un momento. —Una pausa larga de verdad—. ¿Si está dormido, le despierto?
—Sí, por favor. —El idiota probablemente esté dormido.
Me miro al espejo y me vuelvo. En la puerta de al lado, o mi madre o Mrs. Jared
se está duchando. La televisión sigue encendida. Me acerco y bajo el volumen.
—¿Diga? —dice Sean.
—¿Sean?
—Sí. ¿Quién habla?
¿Patrick? ¿Patrick? ¿Quién demonios es Patrick?
—No, soy Paul.
—¿Paul?
—Sí. ¿No te acuerdas de mí?
—No —responde.
—Sólo quería saber cómo van las cosas —digo—. ¿Quién es Patrick?
—Qué más da, Paul. ¿Qué quieres?
—¿Estabas dormido?
—No, claro que no estaba dormido.
—¿Qué vas a hacer?
—Estaba a punto de ir a la fiesta —dice.
—¿Con quién? —pregunto—. ¿Con Patrick?
—¿Cómo?
—¿Con quién? —vuelvo a preguntar.
—Me parece que ya me has preguntado eso —contesta.
—¿Entonces?
—Con la persona que me ha estado dejando notas en el buzón —dice en voz alta,
riendo.
—¿De verdad? —pregunto, sentándome.
—No. Coño, ¿me llamas para saber con quién voy a ir a la fiesta? —grita por el
teléfono—. Estás loco.
—Creía que… bueno, he tenido una imagen muy… muy vívida de ti.
—No se te da bien eso de saber cómo son las personas —dice, tranquilizándose.
—Lo siento —digo.
—Vale, vale. —Le oigo bostezar.

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—Entonces… ¿con quién vas a ir? —pregunto al cabo de un rato.
—Con nadie. Eres un idiota —grita.
—Sólo bromeaba. Tranquilízate. ¿No puedes aguantar una broma? —pregunto—.
¿Es que los del Sur no tenéis sentido del humor?
Hay una larga pausa y luego dice:
—Cuando estamos con gente divertida.
—Reproches, Sean. Reproches.
—Rock’n’roll. Allá penas —murmura.
—Sí. —Trato de reír—. Allá penas.
—Oye, me voy a la fiesta, ¿vale? —dice.
—Pero si vuelvo el domingo… —digo.
—Muy bien. El domingo —dice.
—Perdona por haberte llamado —digo.
—El domingo. Adiós. —Cuelga.
Yo también cuelgo, luego me toco la cara, y tomo otra cerveza; me pregunto por
qué se retrasa Richard.

LAUREN Cuarto de Judy. Judy y yo decidimos llevar togas a la Fiesta de Disfraces


para Follar. Y no porque nos gusten demasiado, sino porque estamos mejor con toga.
Por lo menos, yo estoy mejor con toga que con el vestido que me pensaba poner. A
Judy le está bien cualquier cosa. Además no quiero volver a mi cuarto a disfrazarme
porque a lo mejor está Franklin, aunque puede que no, pues le dije que pensaba que
El destino de la Tierra era el libro más aburrido que había leído jamás y él se puso
furioso. Aparte de que no quiero saber si ha vuelto a llamar mi madre. Llamó hoy y
me preguntó por qué hacía tres semanas que no la llamaba. Le dije que se me había
olvidado el número de mi tarjeta telefónica. Pero de todos modos estoy de buen
humor, especialmente porque Vittorio, mi nuevo profesor de poesía, dice que prometo
y porque he estado trabajando en más poemas, algunos bastante buenos; y encima
Judy y yo vamos a comprar éxtasis, lo que me parece una buena idea, y es viernes y
estamos delante del espejo maquillándonos y en la radio suena «Revolution» y me
siento muy bien.
Judy dice que el otro día le metieron un pitillo en el buzón.
—Probablemente se trate de ese primo, Sam —digo.
—Se llama Steve —dice ella—. Y no fuma. Los novatos no fuman.
Me levanto, miro la toga.
—¿Cómo me queda? ¿Parezco una idiota?
Judy se examina los labios, luego la barbilla.

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—No.
—¿Estoy gorda?
—Para nada.
Se aleja de la mesa y se sienta en la cama donde termina de liar un porro,
cantando «Revolution». Me cuenta que el lunes dejó de tomar la píldora y dice que ha
perdido peso y me parece que se ha adelgazado. Los Servicios Sanitarios le
proporcionaron el diafragma.
—Los Servicios Sanitarios son un asco —dice Judy—. Ese médico es tan torpe
que cuando fui a verle porque me dolía la cabeza me hizo un análisis para ver sí tenía
un tumor en el pecho.
—¿Vamos a comprar éxtasis o no? —pregunto.
—Sólo si acepta mi American Express —dice ella—. Esta mañana se me olvidó
sacar dinero.
—Probablemente la acepte —murmuro.
Me encuentro guapa, allí delante del espejo, y me entristece que eso me
sorprenda; que no me haya hecho ilusión ni haberme vestido para ir a una fiesta desde
la marcha de Victor. ¿Cuándo fue eso? ¿A principios de septiembre? ¿Una fiesta en el
Club de Surf? Y no sé por qué, pero «Revolution» en la radio hace que me acuerde de
él, y todavía recuerdo su imagen, aunque siga en Europa, algo que hay en mi mente
que emerge en los momentos más extraños: como determinada sopa servida en el
almuerzo o un anuncio de pantalones vaqueros en la televisión. Una vez, fue una caja
de cerillas Morgan’s de Nueva York que encontré debajo de la cama el domingo
pasado.
Judy está a punto de encender el porro pero no tiene cerillas conque voy al cuarto
de al lado, el del chico de Los Angeles. Alguien ha escrito en su puerta «Descanse en
paz» con grandes letras. Oigo que dentro suenan The Eagles pero cuando llamo no
contesta nadie. Encuentro unas cerillas de Maxim’s en el cuarto de baño y se las doy
a Judy. Termina «Revolution» y empieza otra canción de Thompson Twins. Y Judy y
yo fumamos la yerba, nos piramos, nos ponemos cáusticas, tratamos de hacer una
lista de todos los chicos con los que nos hemos acostado en Camden pero nos
cansamos porque nos falla la memoria por culpa de la yerba y las expectativas de una
fiesta del viernes por la noche, y muchas veces sólo ponemos «el amigo de Jack» o
«un chico de Limelight», y la cosa me deprime y sugiero que salgamos para Wooley.
A lo mejor me acuesto con ese chico francés, como Judy siempre dice. Pero hay más
opciones, me repito a mí misma. ¿Cuáles?, me pregunto. ¿En la orgía de esta noche
en Booth? Pero estoy colocada y me encuentro bien cuando nos vamos del cuarto de
Judy y desde arriba llega música acompañada de risas y ruidos apagados.
Pero Judy tiene que estropearlo todo cuando salimos de su residencia a la fría
noche de otoño, las dos temblando con nuestras togas, camino de la música que nos

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llega de Wooley.
—¿Has sabido algo de Victor? —me pregunta.
Me molestó tener que hacerlo, pero de todos modos dije:
—¿De quién?

PAUL Richard llega hacia las ocho. Estoy sentado en la habitación de los «chicos»,
en una butaca, con el traje gris ya puesto y la corbata de seda roja que compré en
Bigsby and Kruthers, viendo la cadena de vídeos musicales, fumando, pensando en
Sean. Mi madre y Mrs. Jared están en la otra habitación vistiéndose para la cena.
Richard abre la puerta. Lleva smoking y gafas de sol, el pelo muy brillante peinado
hacía atrás. Entra, da un portazo y exclama:
—¡Hola, Paul!
Miro a Richard algo sorprendido. El largo pelo rubio ahora lo tiene muy corto,
teñido de rubio platino que, debido a la lluvia o la brillantina, parece oscuro. Lleva
una camisa de smoking, blanca y con bordados, un calcetín negro y otro blanco, y un
largo abrigo con el anagrama de Siouxie and the Banshees a la espalda. Un pendiente
con un diamante en la oreja izquierda, las Wayfarer todavía puestas negras y
brillantes. Sólo trae una pequeña bolsa negra con pegatinas de Dead Kennedys y
Bronsky Beat, y en la otra mano un enorme radiocasete y una botella de Jack Daniel’s
casi vacía. Vacila al entrar, se apoya en el quicio de la puerta, recuperando el
equilibrio.
—Richard —digo. Empiezo a notar como sí todo mi mundo se fuera a convertir
en un número de Vanity Fair.
—¿Cuándo vamos a cenar? —pregunta.
—¿Richard? ¿Eres tú? —dice su madre desde la otra habitación.
—Sí, soy yo —dice él—. Y no me llamo Richard.
Mi madre y Mrs. Jared entran en la habitación, las dos a medio vestir, y miran a
Richard que parece un carapijo de Sarah Lawrence total aunque, quizá, sexy.
—Me llamo Dick[1] —dice impúdicamente y luego—: ¿Cuándo cenamos? —Da
un largo trago a la botella de Jack Daniel’s y después eructa.

SEAN Tensa escena con Rupert.


Rupert se ha afeitado la cabeza. Tuve que pasar por el cuarto de Roxanne antes de
la fiesta a comprar algo para unos idiotas de primero y el mamón se había afeitado la
cabeza. Estaba esnifando coca en el suelo del cuarto de estar y me vio en el espejo.

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Hüsker Dü atronaban y un chico brasileño estaba sentado en el sofá jugueteando con
una Casio portátil.
—¿Cómo va todo? —grité por encima de la música. Me acerqué al estéreo y bajé
el volumen.
—Vas a tener que vender la moto —soltó Rupert, limpiando el espejo con el dedo
y luego chupándoselo.
—¿Sí? —reí nervioso—. ¿Qué pasa?
—¿Dónde está el dinero, maricón? —preguntó.
—¿No te basta con la American Express? —bromeé.
Rupert dejó caer su blanca cabeza calva a un lado, un par de cortes secos hacía
que pareciese todavía más espantosa, y se rió mucho rato, demasiado. Me pregunté si
le habría afeitado la cabeza aquel chico brasileño. La idea me provocó náuseas.
—Bateman, eres tan gracioso.
—Siempre lo he sido —dije yo.
—Y como eres tan gracioso, te voy a dar algo de tiempo. —Se puso de pie.
Parecía enorme, casi amenazador, pero no exactamente, y se me acercó.
—¿Cuánto te debo? —le pregunté, echándome hacía atrás.
—¿Es que te lo tengo que recordar otra vez, Bateman? —dijo, pasándose la mano
por la cabeza. Miró la caja de las pistolas, considerando cuáles estarían cargadas,
pero estaba demasiado ido por la coca para hacerme nada.
—Esta noche hay una orgía en Booth —dije, aunque no me interesaba. De todos
modos yo iba a estar con Miss Hynde, y la idea de besarla me excitó un momento.
Me calmé casi al mismo tiempo y todo lo que dije fue—: Necesito comprar algo para
unos de primero.
—Y yo necesito el dinero —dijo Rupert, cabreado, pero a juzgar por su tono de
voz probablemente me lo daría. Se dirigió a la mesa de junto a la caja de las pistolas y
abrió un cajón.
—Sabes que estoy en las últimas —dije.
—¿Y la moto? —sonrió Rupert, dirigiéndose al estéreo y subiendo el volumen
aunque no tanto como antes.
—Entonces, ¿qué? —pregunté.
—Eres un mamón —dijo suspirando.
Antes de irme le pregunté:
—¿Qué es de Roxanne?
—Anda follándose al brasileño. —Rupert se encogió de hombros, le señaló. Me
dio una bolsa.
El brasileño saludó con la mano.
—¿Te vas a pasar mucho? —dije.
—Bueno, me muevo por terrenos peligrosos —dijo Rupert, dándome la espalda.

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Cogí la yerba, salí, subí a la moto y hacia las diez estaba de vuelta en el college.

LAUREN Es estúpido pero llamé a Victor. Desde la Fiesta de Disfraces para Follar.
Tenía un número de Nueva York donde me dijo que podría estar y, como una idiota,
me vi en la cabina telefónica del piso de abajo de Wooley, llorando, con aquella toga
espantosa, y viendo como empezaba la fiesta mientras esperaba que Victor
contestase. Tuve que llamar dos veces porque, ahora de verdad, se me había olvidado
el número de la tarjeta telefónica y cuando por fin lo recordé y el teléfono empezó a
sonar ahogado, lejano, me puse a sudar. Empecé a temblar, el corazón me iba como
loco esperando oír la voz sorprendida y feliz de Victor. Un sonido que llevaba dos
meses esperando. Entonces me di cuenta de que no debería estar tan nerviosa y que
aquello iba a ser un número. No había planeado marcar este teléfono. Había ido a la
cabina no con la intención de llamar a Victor, sino porque Reggie Sedgewick se me
había acercado, completamente desnudo, y me preguntó:
—Quiero que me…
Resultaba feo y patético, y miraba la película porno que estaban proyectando en
el techo y yo andaba buscando el bar, y dije:
—¿Cómo?
Y él dijo:
—Quiero… quiero que me chupes la polla.
Y bajé la vista para mirársela y luego le volví a mirar a la cara y dije:
—Debes estar loco.
Y él me dijo:
—No, guapa. Quiero que me chupes la polla, de verdad.
Y pensé en Victor y me dirigí a la cabina telefónica.
—¡Chúpatela tú mismo! —dije, casi llorando, dirigiéndome sin ver hacia la
puerta.
—¿Crees que te lo pediría a ti si pudiera? —gritó él, señalándosela, borracho,
completamente pirado, o peor aún, puede que sobrio.
Me deprimió tanto que grité:
—¡Que te den por el culo! —Y casi rompí el cristal de la puerta de la cabina del
portazo y llamé, un tanto humillada por saber el número de memoria. Cuando le dije
a la telefonista el número de mi tarjeta telefónica, y durante el silencio que siguió,
comprendí que todo había terminado. Lo comprendí allí, de pie en aquella cabina
telefónica, esperando que Victor contestase. Supe que todo había terminado incluso
antes de encontrarme con Sean Bateman aquella misma noche, más tarde. ¿Cuánto
tiempo llevo engañándome de esta manera?, me pregunté en cuanto sonó el primer

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timbrazo. Estaba avergonzada de mí misma y necesitaba un pitillo y el teléfono
seguía sonando y Reggie Sedgewick empezó a golpear la puerta gimoteando y
pidiendo perdón y contestaron al teléfono y era Jaime y colgué y volví a la fiesta,
quitando a Reggie de mi camino de un empujón.
De modo que me emborraché, me encontré con Sean, luego estuve mirando a
Stuart Jackson que bailaba al son de una vieja canción de Billy Idol, luego fumé y me
coloqué en el apartamento del Gina. Por ese orden.

PAUL Los cuatro —yo, Richard, Mrs. Jared y mi madre— estamos sentados en mitad
del comedor de The Ritz-Carlton. Un experto pianista toca música clásica. Camareros
con flamantes smokings muy caros se mueven rápida, airosamente, de mesa en mesa.
Mujeres algo mayores y con demasiado maquillaje, hundidas perezosamente, y algo
borrachas, en las sillas de terciopelo rojo, miran y sonríen. Nos rodea lo que Mrs.
Jared llama «dinero con mucha solera», como si el dinero de los Jared fuera de ahora
mismo (sí, esos bancos son de la familia sólo desde hace siglo y medio, evito decir).
La situación es enervante de verdad, en especial porque Richard, incluso después de
ducharse y ponerse otro traje, el pelo todavía peinado hacía atrás, las gafas de sol
todavía puestas, sigue borracho. Por desgracia, parecía muy salido. Se sienta enfrente
de mí, haciendo tales gestos obscenos que rezo por que ni mi madre ni la suya lo
noten. Me toca la entrepierna con el pie pero estoy demasiado nervioso para
empalmarme. Bebe Kir de champán, y ya lleva cuatro, y todos se los ha bebido de un
trago con lo que parece una intención definitiva. Primero contempla su copa y luego
alza las cejas mirándome de modo significativo. Después hunde el pie descalzo en mi
entrepierna y yo hago una mueca y pongo caras raras y mi madre me pregunta si
estoy bien y yo toso. Richard mira al techo, luego se pone a tararear una canción de
U2 por lo bajo. Hay tal silencio en esta cueva tan enorme y tan elegante y tan hortera
que tengo miedo de que la gente nos esté mirando, si no a nosotros, seguro que por lo
menos a Richard, y probablemente así es y no hay nada que hacer salvo
emborracharse más.
Después de que Mrs. Jared le diga a Richard por enésima vez que se quite las
gafas de sol y que él se niegue, ella decide usar una táctica psicológica inversa y dice:
—Bueno, Richard, háblanos de la universidad.
Richard la mira y se saca un Marlboro del bolsillo y coge la vela que hay en el
centro de la mesa y lo enciende.
—No fumes, por favor —dice Mrs. Jared desaprobadoramente cuando él vuelve a
dejar la vela en su sitio.
Llevo toda la noche sin fumar y estoy a punto de morir de un violento síndrome

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de abstinencia de nicotina y miro el pitillo de Richard con ansia. Trato de partir mi
servilleta por la mitad.
—No me llamo Richard —le recuerda Richard, tranquilamente.
Mrs. Jared mira a mí madre y luego a Richard y pregunta:
—Entonces, ¿cómo te llamas?
—Dick —dice él, haciendo que suene lo más obscenamente posible.
—¿Cómo? —pregunta Mrs. Jared.
—Dick. Ya me has oído. —Richard da una larga chupada al Marlboro y suelta el
humo en mi dirección. Toso y tomo un trago.
—No. Te llamas Richard —le corrige Mrs. Jared.
—Lo siento. —Richard niega con la cabeza—. Me llamo Dick.
Mrs. Jared se calla. Está patinando. No ha comido mucho y ha bebido sin parar,
incluso antes de empezar a cenar, y ahora dice con calma:
—Bueno, Dick… cuéntanos, ¿qué haces en la universidad?
—Chupar pollas —dice Richard.
Estoy bebiendo champán cuando lo dice y me echo a reír, salpicando la mesa. Me
llevo rápidamente a la boca la servilleta que intentaba desplegar, trato de tragar, pero
vuelvo a toser y me ahogo. Los ojos se me llenan de lágrimas y busco aire.
—¿Qué dices que haces… Dick? —pregunta Mrs. Jared, tratando de mantener la
compostura y reprimiéndome con la mirada. Me seco la boca y me encojo de
hombros.
—No lo sé. Mariconerías III. Curso complementario —Richard se encoje de
hombros, riendo, y hunde su pie todavía más en mi entrepierna. Vuelvo a toser y le
agarro la pierna por debajo de la mesa—. ¿Te parece bien? —pregunta.
—¿Y qué más? —Es evidente que Mrs. Jared trata de no perder la calma, pero le
tiembla la mano cuando termina la copa.
—Voy a un seminario sobre sexo oral —dice Richard.
—¡Dios santo! —exclama mi madre, y no ha abierto la boca en toda la noche.
—¿De qué se trata? —pregunta Mrs. Jared, todavía calmada. La táctica
psicológica inversa no funciona.
—Sé un chiste muy bueno —dice Richard, sin dejar de frotar el pie contra el mío,
dando una chupada al pitillo—. ¿Queréis oírlo?
—No —dicen mi madre y Mrs. Jared al mismo tiempo.
—Paul sí quiere —dice—. Verás, Julio Iglesias y Diana Ross se conocen en una
fiesta y al final van a casa de Julio y follan y…
—Que no quiero escucharlo —dice Mrs. Jared, haciendo señas a un camarero
para que le rellenen la copa.
—Yo tampoco —vuelve a hablar mi madre.
—De todos modos, follan —continúa Richard—, y después Diana Ross, que se

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ha corrido cincuenta veces y quiere más y a Julio no se le pone dura, dice…
—He dicho que no lo quiero oír —repite mi madre.
—Dice —Richard sigue, subiendo la voz—: «Julio, tienes que metérmela otra
vez. Me gusta mucho». Y Julio le contesta: «Muy bien, cariño, pero necesito dormir
un poco…».
—¿Qué te ha pasado? —pregunta Mrs. Jared.
—«Pero tienes que cogerme la polla con una mano y con la otra los cojones —
continúa Julio—, y dentro de media hora volvemos a follar, ¿de acuerdo?».
Richard se embala y yo quisiera que me tragase la tierra.
—¿Qué te ha pasado? —pregunta Mrs. Jared, volviendo a interrumpirle.
Richard se enfada porque le interrumpe y alza más la voz y yo me hundo todavía
más en la silla, suelto la servilleta y enciendo un pitillo. ¿Por qué no?
—Y Julio dice: «¿Quieres saber por qué me tienes que coger la polla con una
mano y los cojones con la otra?». —Richard lo dice con expresión de fiereza en la
cara.
—¿Qué te ha pasado? —Mrs. Jared mueve la cabeza y siento pena por ella, aquí
sentada en este comedor, maltratada por su hijo, vestida con ese modelo espantoso
que probablemente compró en Loehmann’s.
Richard se mosquea porque otra vez le han cortado el chiste y sé lo que va a pasar
y no me importa con quién folla Sean esta noche, en este momento. Sólo quiero que
esto se termine, y Richard, el carapijo, suelta muy alto, mirando a su madre:
—«Porque la última vez que me follé a una negra me robó la cartera». —Y luego
se echa hacia atrás en el asiento, agotado, pero satisfecho. La mesa queda en silencio.
Paseo la vista por el comedor y sonrío y saludo con la cabeza a una de las viejas de la
mesa de enfrente. Ella me devuelve el saludo aprobadoramente; también la sonrisa.
—¿Qué te ha pasado? —pregunta Mrs. Jared por cuarta vez.
—¿Qué quieres decir con qué me ha pasado? ¿En qué piensas? —pregunta
Richard; luego suelta malhumorado un bufido de desprecio.
—Ya veo para qué te ha servido la universidad —dice Mrs. Jared.
Estupendo, pienso yo. ¿Han tenido que pasar tres años para que se entere? De
hecho, Richard siempre ha sido un mamón malcriado. No entiendo por qué tanta
sorpresa ahora. Bajo la vista a mi regazo cuando desaparece el pie. Termino mi copa
y chupo un cubito de hielo, dejando arder el pitillo, sin fumarlo, en el cenicero.
—¿Crees que me ha sentado tan mal? —suelta burlón Richard.
—Obviamente nunca te deberíamos haber mandado allí —dice Mrs. Jared, y por
muy carapijo que sea Richard, ella sigue siendo un putón.
—Obviamente —dice Richard, imitándola.
—Haz el favor de irte de la mesa —le pide ella.
—¿Por qué? —pregunta Richard, alzando la voz, a la defensiva.

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—Haz el favor de irte de la mesa —dice ella otra vez.
—No —dice Richard, poniéndose histérico—. No me iré de la mesa.
—Te repito que te vayas de la mesa ahora mismo —dice Mrs. Jared; su voz es
más tranquila pero más intensa.
Mi madre observa este intercambio en silencio, horrorizada.
—No, no, no —dice Richard, negando con la cabeza—. No me iré de esta mesa.
—Vete de la mesa —Mrs. Jared se está poniendo roja de furia.
—¡Que te den por el culo! —grita Richard.
El pianista deja de tocar y todas las conversaciones del comedor se interrumpen.
Richard da una última calada a su Marlboro, se termina el Kir, y se levanta, hace una
reverencia y sale lentamente del comedor, uno de sus pies sin zapato. El maître y el
jefe de los camareros se acercan a nuestra mesa corriendo y preguntando si pasa algo;
si por casualidad queremos la cuenta.
—Todo va perfectamente —dice Mrs. Jared, y de hecho sonríe—. Lo siento
muchísimo.
—¿Está usted segura? —El maître me mira desconfiado como si fuera yo el
gemelo de Richard.
—Naturalmente —dice Mrs. Jared—. Mi hijo no se encuentra bien. Últimamente
ha tenido muchas presiones… ya sabe usted… los exámenes mensuales.
¿Exámenes mensuales en Sarah Lawrence? Miro a mi madre, que hace como que
no se entera.
El camarero y el maître se miran uno a otro durante un momento como si no
estuvieran seguros de qué han de hacer, y cuando vuelven a mirar a Mrs. Jared ésta
dice:
—Quisiera otro vodka «Collins». Eve, ¿a ti te apetece algo?
—Sí —dice mi madre, desconcertada, moviendo la cabeza lentamente,
horrorizada por la salida de Richard. Me pregunto si me acostaré con él esta noche—.
No, mejor no —dice—. Bueno, sí.
Mi madre sigue confundida y me mira. ¿Para qué? ¿Busca ayuda?
—Tráigale otro —digo yo encogiéndome de hombros.
El maître asiente y se aleja, hablando con el camarero. El pianista vuelve a tocar,
flojito, inseguro. Algunas de las personas que miraban, por fin apartan la vista.
Cuando bajo la vista a mi regazo me fijo que casi he conseguido partir la servilleta en
dos.
Al cabo de un rato mi madre dice:
—Creo que mi próximo coche lo querré azul. Azul oscuro.
Nadie dice nada hasta que llegan las copas.
—¿Tú qué opinas, Paul? —me pregunta.
Cierro los ojos y digo:

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—Azul.

SEAN Lauren Hynde estaba en la escalera con unas amigas. Sostenía un vaso de
ponche que le había servido de un cubo de basura aquella chica gorda que estaba casi
desnuda. Lauren también llevaba toga (probablemente porque yo lo había
mencionado esa tarde) e iba muy escotada, y tenía los hombros morenos y suaves y
yo me empalmé al ver tanta piel. De repente me pregunté si no sería bollera. Allí, con
Tony, mirándola, viendo su espalda, sus piernas, su cara, su pelo, y que hablaba con
otras chicas —feas, sin personalidad, comparadas con ella—, casi me deja fuera de
combate. Tony me seguía hablando de su nueva escultura y no tenía ni idea de que yo
miraba a la chica. Estaba en calzoncillos y tenía una manta atada a la espalda. Yo
seguía mirando a Lauren y ella lo sabía, pero no podrá devolverme la mirada, aunque
yo estaba al pie de la escalera, justo debajo de ella. En todas las paredes había
pegadas fotos desplegables de revistas porno, y estaban proyectando una película en
el techo de la sala de estar, encima de la pista de baile, pero las chicas que salían eran
gordas y demasiado pálidas y no resultaban sexy ni nada.
Acabamos encontrándonos en el cuarto de baño. Getch estaba allí, apoyado en el
lavabo, había tomado XTC y creo que ella también, y Getch nos presentó pero
dijimos que ya nos conocíamos, pero sólo «más o menos», añadió ella. Fui a traerle
más ponche aunque me fastidiaba dejarla sola en el cuarto de baño con Getch («pero
a lo mejor Getch era gay», pensaba yo) y volví y Getch se había ido y ella se miraba
al espejo y yo me miré también, hasta que se volvió y me sonrió. Hablamos y le dije
que me gustaban los cuadros suyos que había visto en la galería al final del primer
trimestre (suponía) y ella dijo:
—Muy amable.
En realidad yo no había visto esos cuadros pero, qué coño, quería acostarme con
ella.
Luego volvimos a la sala de estar y ella quería bailar, pero yo no bailo bien, así
que estuve mirando cómo bailaba al compás de una canción titulada «Amor de la
gente vulgar», pero luego me puse nervioso pensando que algún mamón podría
ponerse a bailar con ella, conque cuando empezó «El amor nos separará», de Joy
Division, empecé a moverme. Pero no era la versión de Joy Division, sino la de otros
que la habían hecho pop y destrozado, pero de todos modos bailé porque estábamos
coqueteando como locos y ella era tan guapa que no conseguía entender por qué no
me la había follado antes. Me estaba calentando demasiado para seguir en la fiesta, y
no se me ocurría el modo de irnos. Pero en el momento adecuado un maricón de arte
dramático empezó a hacer el loco y se puso a bailar frenético en calzoncillos cuando

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empezó a sonar «Bailando conmigo mismo», haciéndose dueño de toda la pista. Yo
veía que Lauren le miraba; aplaudía y estaba borracha y sudaba y le di un pitillo
cuando Tim y Tony me dijeron que habían meado en una botella de Heineken y se la
querían dar a Deidre para que bebiera, estaba tan borracha que ni se iba a enterar. Me
deshice de ellos después de que me agitaran la botella delante de la cara. No podría
decir si Lauren les había oído porque seguía mirando a aquel idiota esquelético que
daba saltos por toda la sala. Todos los de la fiesta gritaban y aplaudían y bailaban a su
alrededor, y le tiraron un plátano, y fue cuando la agarré de un brazo y corrí en
dirección a la puerta, hacia el césped oscuro y frío, dejando la fiesta a nuestras
espaldas.

EVE Mimi tomó dos vodkas Collins más y cuando los tres dejamos el comedor y
fuimos a coger el ascensor para subir, se cayó encima del ascensorista y casi se
desmaya. La llevé a la habitación; allí se tomó un Valium y se acostó. Paul entró en la
otra habitación. Me quedé sentada en la cama viendo cómo dormía Mimi durante un
rato antes de decidirme a hablar con él. Entré en su habitación. Ya se había
desnudado y estaba en la cama, leyendo. Richard no estaba. La televisión estaba
puesta. Alzó la vista cuando abrí la puerta. ¿Estaba enfadado? ¿No le apetecía venir a
Boston? ¿No le apetecía venir a verme? En aquel momento me sentí muy vieja y me
di lástima. Lo que le tenía que decir no se lo podía decir en la habitación de un hotel
y por fin le hablé:
—¿Por qué no te vistes?
—¿Por qué?
—Pensé que a lo mejor podíamos bajar a tomar una copa —sugerí como quien no
quiere la cosa.
—¿Para qué? —preguntó.
—Quiero hablar contigo de algo —le dije.
—¿Y por qué no aquí?
—Vamos abajo —le dije, y fui a coger el bolso.
Se puso unos vaqueros y un jersey gris, y un abrigo de lana negro que no
reconocí, que no le había comprado yo. Se reunió conmigo en el vestíbulo.
Bajamos al bar y el portero se nos acercó y miró a Paul de arriba abajo.
—Sí, somos dos —dije yo.
—Me temo que hay unas normas… —dijo el portero sonriendo.
—¿Sí? —dije yo.
—Este joven no va vestido según esas normas —dijo el portero sin dejar de
sonreír.

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—¿Dónde dice que hay esas normas? —pregunté.
El portero estaba resplandeciente. Sin dejar de sonreír se dirigió a un cartel blanco
y señaló las letras azules. Primero: «No está permitida la entrada en pantalones
vaqueros», y luego: «Se exige corbata». Tenía dolor de cabeza.
—Déjalo, mamá —dijo Paul—. Vamos a otro sitio.
—Nos alojamos en este hotel —dije yo.
—Sí, me hago cargo —explicó el portero—. Pero eso se refiere a todos.
Abrí el bolso.
—¿Quieren reservar mesa para después? —preguntó el portero.
—Mi hijo va perfectamente vestido —dije, tendiéndole un billete de veinte
dólares al portero—. Busque una mesa por ahí detrás —dije, cansada.
El portero cogió rápidamente el billete y dijo:
—En seguida, quizá haya una mesa al fondo, un sitio discreto.
—Perfecto —dije.
Nos sentó a una mesa terriblemente pequeña, casi a oscuras, del fondo, lejos de la
abarrotada barra, pero estaba demasiado cansada para quejarme y me limité a pedir
dos Kirs de champán. Paul trató de encender un pitillo disimuladamente y de pronto
me pareció tan guapo allí sentado, con la luz destacándole las facciones, su pelo rubio
y abundante peinado hacia atrás, su rostro delgado, la nariz tan aristocrática y fina,
que me apeteció abrazarle, tener algún tipo de contacto físico, pero todo lo que dije
fue:
—Cariño, me gustaría que no fumases.
—Lo siento, madre —dijo él—, pero necesito un pitillo. Mucho.
Me callé y el camarero trajo los Kirs. Centré toda mi atención en cómo el
camarero abría con rapidez y soltura cada media botella de Taittinger y servía las
copas, finas y alargadas. Y en lo bonito que resultaba el champán al disolver
lentamente el casis morado que había en el fondo de cada copa. Paul se cruzó de
piernas y trató de mirarme en cuanto el camarero se fue.
—¿Sabes? Tu padre y yo vinimos aquí por primera vez hace diecisiete años por
nuestro quinto aniversario. Era en diciembre y nevaba y pedíamos esto —le conté
tranquilamente, cogiendo la copa, saboreándola.
Paul probó la suya y pareció relajarse.
No conseguí decir nada durante un buen rato. Terminé lo que quedaba en la copa
y serví el resto del champán de la botella, pequeña y verde, de Taittinger. Volví a
beber y luego le pregunté por Richard.
—¿Qué le habrá pasado esta noche? —dije forzando una conversación.
—Los exámenes mensuales —dijo Paul en son de burla, y luego—: No lo sé.
—Su madre dice que tiene una nueva novia —apunté.
De repente me pareció que Paul se ponía muy agresivo.

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—Pero mamá, si Richard es bi.
—¿Bi qué? —pregunté.
—Bi —dijo él, alzando los brazos como para describir aquel estado—. Ya sabes.
Bi.
—¿Bilingüe? —pregunté, confusa. Estaba cansada y necesitaba dormir.
—Bisexual —dijo él, y miró su copa.
—¡Oh! —dije yo.
Me gusta mucho mi hijo. Estábamos juntos en el bar y estaba siendo educado y
me apetecía cogerle la mano, pero respiré a fondo y solté el aire. Apenas había luz
donde nos habían sentado. Me toqué el pelo y luego miré a Paul. Y durante un breve
momento me pareció como si nunca hubiera conocido a aquel niño. Allí sentado, el
rostro plácido, inexpresivo: me resultaba un enigma.
—Tu padre y yo nos vamos a divorciar —dije.
—¿Por qué? —preguntó Paul, al cabo de un rato.
—Porque… —me atasqué. Luego dije—: Ya no nos queremos.
Paul no dijo nada.
—Tu padre y yo llevamos viviendo separados desde que te fuiste a la universidad
—le expliqué.
—¿Y ahora dónde vive él? —preguntó Paul.
—En la ciudad.
—¡Oh! —dijo Paul.
—¿Estás molesto? —pregunté. Creí que me iba a echar a llorar pero se me pasó.
Paul tomó otro sorbo y separó las piernas.
—¿Molesto? —preguntó—. No. Sabía que antes o después iba a suceder. —
Sonrió como si recordara algo secreto y divertido y eso me entristeció, y todo lo que
conseguí decir fue:
—Firmaremos los documentos el miércoles que viene por la tarde.
Y entonces me pregunté por qué le había contado esto, por qué le había dado este
detalle, esta información. Me pregunté adónde iría Paul el próximo miércoles por la
tarde. ¿Comería con ese amigo suyo, Michael? Y me entraron muchísimas ganas de
saber qué hacía en el college; si era conocido, si iba a fiestas, con quién se acostaba.
Me pregunté si todavía seguiría viendo a aquella chica de Cairo. ¿O era Connecticut?
La había mencionado a principios de año. Lamentaba haberle hecho venir a Boston a
pasar el fin de semana. Y podría habérselo contado en la habitación. Estar en el bar o
no daba igual.
—¿Qué opinas? —pregunté a mi hijo.
—¿Importa? —dijo él.
—No —dije yo—. En realidad, no.
—¿Era esto de lo que me querías hablar?

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—Sí. —Me acabé el champán. Ya no quedaba más que hacer.
—¿Hay algo más? —preguntó.
—¿Algo más? —pregunté yo.
—Sí —dijo él.
—Creo que no.
—Muy bien. —Apagó el cigarrillo y no encendió otro.

STUART No sé lo que me ha entrado pero voy a la Fiesta de Disfraces para Follar en


calzoncillos, pensando que mi cuerpo está muy bien, pensando que quiero atraer la
atención de Paul Denton. Así que me meto unas líneas de coca con Jenkins y me
emborracho demasiado con aquel ponche dulzón y cuando suena Billy Idol
enloquezco y monto el número. A todos los de la fiesta les encanta y forman corro y
yo estoy en el centro dando vueltas y saltos, esperando que Denton me esté mirando.
Después le busco con la vista, pero me encuentro un poco mareado por culpa del
baile, la borrachera, la coca. Los de los cursos de danza se me acercan, y se lo pasan
la mar de bien. Aunque, claro, no lo encuentro. No estaba en ninguna parte.
Probablemente pensó que no quedaba bien venir a una fiesta así. Pero ¿quién no
viene a la Fiesta de Disfraces para Follar, aparte de esos tipos tan raros de clásicas?
(Probablemente anden por ahí crucificando campesinos y realizando ritos paganos).
Terminé volviendo a casa solo. No del todo: estuve charlando un rato con Denis, pero
me quedé dormido como me ocurre los viernes por la noche: sin follar.

MARY Es la hora de la fiesta y ella está preparada. La fiesta ha empezado y es


fantástica, y ella, que se ha vestido con tanto cuidado trata de evitar la sala de estar
y la pista de baile porque si se mezcla con la gente cree que nunca te verá, o nunca la
verás. Por eso tiene tantísimo cuidado cuando recorre la fiesta buscándote. Entra en
la sala de estar de esta residencia, este túmulo de la destrucción, y se oyen canciones
que adora: las bailan, sudorosos cautivos de embrujo de la sala. Le sorprende
desagradablemente ver que tantos hayan decidido envolverse en blancas sábanas.
Está tan oscuro que sólo distingue la palidez de los cuerpos desnudos, una cámara,
un equipo de vídeo en una esquina captando imágenes de esta noche. Otras
imágenes, menos gráficas, titilan encima de ellos, en la parte de arriba de las
paredes. Bajo el techo, un chico muy delgado baila entusiasmado en el círculo que
forman esos mismos cautivos sudorosos. Por todas partes se ven personas desnudas
pero, extrañamente, o puede que no tan extrañamente, no resultan eróticas, y ella

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pasa a su lado, recorre el túmulo viviente, y llega a la zona donde una chica tan
gorda que le provoca risa sirve un brebaje rosado que saca de un recipiente
cilíndrico gris, y sigue sin verte. Busca en rincones y cuartos de baño, encuentra a
parejas jodiendo en la hierba bajo la luna de octubre. Busca en los cuartos de baño
de arriba, en los dormitorios, atraviesa el vestíbulo, va incluso a la cocina, ¡por el
amor de Dios!, pero no te ve hasta que vuelve a encontrarse bajo las luces azules de
la sala de estar ahora iluminada. El destino quiere que estés bailando con una chica
muy guapa, a la que no conoce, pero que no cree que te guste, pero la música está
demasiado alta para sentir nada excepto que tú te entregarás a ella. Se queda junto a
una caja negra más alta que ella de donde sale música, con un vaso del brebaje
rosado, y adora el modo en que echas la cabeza hacia atrás al moverte tratando de
seguir el ritmo (no bailas bien) y la canción termina, y empieza otra y aquello carece
de cualquier sentido. Te sigue fuera de la sala, miras a la chica que está contigo y
decides cogerla del brazo y las luces hacen resplandecer tu camisa bajo la chaqueta
que te quitas y ella te sigue hasta la luz de la puerta y dice… «Hola»… y no vuelve a
sentirse dolida y destrozada, pues la música está tan alta que tú no la puedes oír, ni
siquiera ver, y coges a la otra de la mano y os vais los dos. Le has sonreído, piensa
ella, a la otra. Pero para entonces ella está escondida en una esquina de la sala,
encima de la alfombra enrollada. La sala es una masa azul oscuro que se mueve con
las canciones y ella sigue en silencio y era hora de tomar una decisión. ¿Qué puede
hacer? ¿Podría acercarse a ti y hablarte sin que pienses que es una loca maníaca
enamorada? No, Puede que ni siquiera eso; pues se acabó. Y ella no estará contigo.
Así de fácil. Pero tu sonrisa es como un eco, aunque sea demasiado tarde. Ella se
queda en la esquina, esperando, oyendo la música, una música que no le dice nada,
que ni siquiera le ofrece la clave de lo que debe hacer, sólo suena muy alta. No se
mueve, y al dejar el rincón, sola, tropieza con un chico que se ha afeitado la cabeza y
pega su lengua a la de ella, en broma, gritando orgíaenboothorgíaenbooth, pero ella
no le escucha. Su cara, todavía caliente pero paralizada por el rechazo, está mirando
al suelo: se acabó. Es el momento. El calvo se ríe de ella. Ella se aleja, hacia el fin
del mundo, y mira las luces del pueblo. No habrá más notas.

LAUREN Una bombilla. Estoy mirando la bombilla de encima de la cabeza de Sean.


Estamos en Fels, en el apartamento de Lila y de Gina, dos lesbianas del seminario de
poesía que conocí hace poco. De hecho, Gina me dijo de modo estrictamente
confidencial que tomaba la píldora, «sólo por si acaso». ¿Significa eso que es
técnicamente lesbiana? Lila, por otra parte, me confió que le preocupa que Gina la
deje pues este trimestre es «in» acostarse con mujeres. ¿Qué puedes decirles? Bueno,

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¿qué pasará el próximo trimestre? De hecho, ¿qué va a pasar el trimestre que viene?
Miras a Sean también, miras cómo lía un porro y lo hace con maña lo que me lleva a
desear acostarme con él menos, pero ¿qué importa?, Jaime contestó al teléfono, ¿o
no?, y es viernes, y será él o ese chico francés. Tiene unas manos bonitas: limpias y
de dedos largos y maneja la yerba con delicadeza y de repente me apetece tocarme
los pechos. No sé por qué pienso eso, pero lo hago. No es exactamente guapo, pero es
pasable: pelo claro peinado hacia atrás, rasgos más bien pequeños (¿se parece un
poco a un ratón?), puede que demasiado bajo, puede que demasiado delgado. No, no
es guapo, sólo vagamente de Long Island. Pero supone una gran mejora con respecto
a ese editor iraní que tomaba Kirs que conocí en casa de Vittorio la última fiesta y
que me dijo que yo iba a ser la próxima Madonna. Después de decirle que yo era
poeta, dijo que se refería a Marianne Moore.
—Entonces, ¿quién nos va a ayudar a poner una bomba en la sala de pesas? —
pregunta Gina. Gina es parte de la «vieja guardia» de Camden y la instalación de la
sala de pesas y tener un monitor de aerobic la ponen furiosa (aunque quiera acostarse
con el monitor de aerobic que, en mi opinión, ni siquiera tiene un cuerpo tan bonito).
—Lila está indignada —me cuenta.
Lila asiente y apoya la cabeza en el libro de Kathy Acker que estaba leyendo.
—Mal viaje —digo, suspirando. Miro la foto de Mapplethorpe de Susan Sontag
clavada con chinchetas encima del lavabo y me río tontamente.
Sean se ríe y levanta la vista de los porros como si hubiera dicho algo brillante y
no es divertido pero como él se ríe yo también me río.
—A Tim le gusta —dice.
—Podemos matarle y decir que es arte —dice Lila. ¿Cómo conoce Lila a Tim?,
me pregunto. ¿Se acostará Tim con lesbianas? Estoy borracha.
Todavía tengo en la mano un vaso del ponche rosa y se me ocurre que estoy tan
borracha que no me voy a poder levantar.
Le digo a Lila:
—No te deprimas.
—La depresión ya es algo —dice Lila.
No puedo discutir con ella conque encendemos el primer porro. Lila se levanta.
Pone un disco de Kate Bush y baila por la habitación.
—La verdad es que este sitio ha cambiado. —Alguien me pasa el porro. Paseo la
vista por el apartamento de acuerdo con quien dijo eso Stephanie Myers y Susan
Goldman y Amanda Taylor vivían aquí cuando yo iba a primero. Es diferente.
—Los setenta nunca terminan. —Es Sean, el filósofo Bateman, esta vez. Valiente
estupidez, pienso. Qué estupidez tan tremenda. Me sonríe y cree haber dicho algo
profundo. Me encuentro mal. Quiero que quiten la música.
—Me pregunto si todos pasan por este infierno en el college —reflexiona Lila,

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bailando al lado de mi butaca, mirándome como distraída. ¿Me apetece acostarme
con otra chica? No.
—No te preocupes, guapa —dice Gina—. No estamos en Williams.
No estamos en Williams. Eso es seguro. Fumamos más yerba. Por algún motivo
Sean no mira a Gina. Lila se sienta y suspira y deja de hojear el libro de Kathy Acker.
Vete a Europa si no te gusta esto, pienso. Victor, pienso.
—Louis Farrakhan iba a venir de visita pero los de primero y los de segundo del
consejo de estudiantes votaron en contra —dice Sean—. ¿No es increíble? —Así que
además es políticamente consciente. Todavía peor. Fuma algo de yerba; alguien
incluso saca una pipa. La agarra igual que Victor. Le miro, entre náuseas, pero hay
demasiado humo y Kate Bush resulta muy chillona y no se da cuenta—. Quieren que
vuelva a diseñar el escudo del college —añade.
—¿Por qué? —me encuentro preguntando.
—No es bastante años ochenta —sugiere Lila.
—Probablemente pondrán luces de neón. O lo hará Keith Haring, o Kenny Scharf
—dice Gina con asco.
—O Schnabel. Montones de platos rotos, sucios —dice Lila—. «Bienvenidos al
Camden College; nunca os aburriréis».
—¿Y qué tal si Fischl diseñara el nuevo? Montones de gente de la jet set, todos
muy elegantes, todos desnudos y muy nihilistas y con montones de perros y peces —
apunta asqueada Lila—. ¿Moderno? ¿No?
—Voy a rediseñarlo yo —dice Gina—. El dinero siempre gana. Compraré un
gramo.
¿Qué dinero?, pienso. Me he perdido algo. ¿Ya estoy fuera de combate?
La yerba es buena pero tengo que encender un pitillo para mantenerme despierta
y entre corte y corte del disco todos oímos que alguien de la fiesta de la puerta de al
lado grita:
—Esto es fálico. —Y nos miramos unos a otros muy pirados y cortados y
recuerdo haber visto a Judy llorando en un descansillo del piso de arriba durante la
fiesta, y Franklin la trataba de consolar, Franklin que me miraba cuando me iba con
Sean.
Ahora lo inevitable.
Estamos en su cuarto y me toca una canción con su guitarra. «Eres demasiado
estupenda para ser verdad», y me pongo a llorar sólo porque no puedo evitar el
pensar en Victor y él se interrumpe y me besa y terminamos yendo a la cama. Pienso:
¿qué pasaría si ahora vuelvo a mi cuarto y encuentro una nota en la puerta diciendo
que llamó Victor? ¿Qué pasaría sí encuentro esa nota? Que haya llamado o no, no
importa. Sólo que haya esa nota, sólo ver una V. Si por lo menos hubiera algo. Podría
durarme una semana. Me puse el diafragma en el apartamento de Gina y de Lila de

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modo que no habrá olvidos de borracha por mi parte. Ni tendré que correr al cuarto
de baño en medio de todo.
Sean me folla. No está tan mal. Respiro aliviada.

SEAN Volvimos andando muy despacio a mi dormitorio (ella me seguía como si


supiera que esto iba a pasar, demasiado impaciente para hablar), pasamos junto a la
fiesta que todavía seguía, atravesamos el Área Común, y subimos. Estaba tan
excitado que no conseguía dejar de temblar, y se me cayó la llave al tratar de abrir la
puerta. Se sentó en la cama y se apoyó en la pared, con los ojos cerrados. Enchufé la
Fender y le toqué una canción que había compuesto yo y luego seguí con «Eres
demasiado estupenda para ser verdad», y la toqué a media voz y canté muy despacio
y estaba tan emocionada que se puso a llorar y dejé de tocar y me arrodillé delante de
la cama y le toqué el cuello, pero no me miraba; puede que fuera la yerba que
fumamos con las bolleras que querían volar la sala de pesas, o a lo mejor el XTC que
estoy casi seguro de que ella había tomado; puede que hasta fuera porque estaba
enamorada de mí. Cuando le alcé la cabeza sus ojos mostraban tal gratitud que…
entonces él tuvo que besarla rápidamente en los labios… se empalmó en cuanto ella
le devolvió los besos, todavía llorando, su cara muy suave, y empezó a quitarle la
toga pero hubo una interrupción que él, extrañamente, agradeció. Tim entró sin
llamar y preguntó si tenía una hoja de afeitar, le dio una y Tim no se disculpó por
interrumpirles porque estaba ciego de coca y luego él se aseguró de echar la llave a la
puerta después de que Tim se fuera. Pero extrañamente todavía no estaba excitado. Se
volvió hacia ella, y apagó el amplificador.
Ella ya había empezado a quitarse la toga y excepto las bragas no llevaba nada
debajo. Su cuerpo parecía el de una chica mucho más joven. Sus pechos eran
pequeños pero duros, aunque sus pezones no se ponían duros, ni siquiera después de
que él se los tocara y luego besara y chupara. La ayudó a quitarse las bragas, también
vio que tenía un coño pequeño, y el vello púbico claro y escaso. Empujó fuertemente
y luego flojo, pero no sentía nada. Ella ni siquiera estaba húmeda, aunque gemía un
poquito. Él la tenía tiesa, pero seguía sin excitarse (se la había llevado a la cama, lo
que estaba casi mejor que lo que viene después, pero nunca lo admitiría…). Faltaba
algo. Él no sabía qué. Confundido, siguió follándosela, y antes de correrse, pensó: no
me acuerdo de la última vez que hice el amor estando sobrio…

PAUL Estoy sentado solo en una butaca en mi habitación, delante de la tele, tomando

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una cerveza que pedí al servicio de habitaciones, viendo los vídeos del viernes por la
noche. Ponen uno de Huey Lewis and the News. Huey Lewis llega a una fiesta y
parece desconcertado. Huey Lewis me recuerda a Sean. Huey Lewis también me
recuerda al profesor de gimnasia del instituto. Sean no me recuerda al profesor de
gimnasia del instituto. Richard abre la puerta, todavía con el smoking que llevaba
durante la cena, y se sienta en una de las camas y todo lo que dice es:
—He perdido las gafas de sol.
Sigo mirando a Huey Lewis, que no encuentra modo de salir de la fiesta. Lleva de
la mano a una rubia y no encuentran la salida. En una aparece un tren que se les echa
encima, en otra hay un vampiro, pero ninguna es la de salida. Qué simbólico.
—¿Tienes coca? —pregunta Richard.
Me enfado y aprieto la botella de Heineken con más fuerza. No digo nada.
—En Sarah Lawrence siempre hay mucha coca —dice.
Termina el vídeo y empieza otro, pero no es un vídeo, es un anuncio de jabón y lo
observo atentamente.
—¿Pasa algo? —pregunta Richard.
—No lo sé —digo yo—. ¿Pasa algo?
—¿Conmigo?
—Eso parece. ¿Con quién si no, idiota?
—No lo sé —dice Richard—. Me largué.
—Te largaste —repito.
—A un bar —suspira.
—¿Lo pasaste bien? —pregunto.
—¿Estaría aquí contigo si lo hubiera pasado bien? —dice.
Su brusco intento de cortar la conversación me irrita más que si se tratara de un
auténtico… ¿qué? ¿Reproche?
—¿Estás borracho? —le pregunto, deseando vagamente que lo estuviera.
—Ya me gustaría —se lamenta.
—No me digas —suelto.
—Sí —vuelve a quejarse, tumbándose en la cama.
—Vaya número que montaste en la cena —digo.
Vemos otro vídeo o puede que sea otro anuncio, no lo puedo asegurar, y entonces
él dice:
—Me toca los cojones. —Al cabo de un momento, pregunta, mirando el tabique
que separa las habitaciones—: ¿Están dormidas?
—Sí —asiento.
—Fui al cine —admite.
—Me da igual —digo.
—Una mierda —dice.

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Se levanta y va al radiocasete y pone una cinta; suena una música punk fortísima
y doy un salto y él hace una mueca y baja el volumen; luego se pone a canturrear y se
sienta en una butaca a mi lado.
—¿Qué estás viendo? —pregunta. En la mano tiene la botella de Jack Daniel’s
que ha reaparecido mágicamente y me la ofrece después de destaparla. Hago que no
con la cabeza y la aparto.
—Vídeos —digo.
Me mira, luego se levanta y mira por la ventana; está en ese estado nervioso de
antes de follar que le es característico.
—Volví porque empezó a llover.
Le oigo encender un pitillo. Cierro los ojos y me recuesto en la butaca, y recuerdo
una tarde que llovía, sentado en el Área Común con Sean, los dos con resaca,
compartiendo un plato de patatas fritas que conseguimos en el bar porque habíamos
llegado tarde al almuerzo. Siempre nos perdíamos el almuerzo. Siempre llovía.
—¿Te acuerdas de aquellos fines de semana en Saugatuck y en Mackinac Island?
—pregunta.
—No. Sólo me acuerdo de aquellos infernales fines de semana en el lago
Winnebago. De hecho, nunca he estado en Mackinaw Island —respondo.
—Mackinac —dice.
—Naw —digo yo.
—Te estás poniendo pesado, Paul —me dice suavemente.
—Pégame un tiro.
—Bueno, de todos modos, ¿te acuerdas de que los Thomas también venían
siempre? —pregunta—. ¿Recuerdas a Brad Thomas? Guapo pero un completo
estúpido.
—¿Un completo estúpido? —pregunto—. ¿Brad? ¿Brad el de latín?
—No, Brad el de Fenwick —dice.
—No recuerdo a Brad Thomas —digo, aunque fui a Fenwick con Brad y Richard.
De hecho tuve una aventura con Brad. ¿O fue con Bill?
—¿Te acuerdas de aquel cuatro de julio en que mi padre nos emborrachó a ti y a
Kirk y a mí en el barco y a mi madre le dio un ataque? Estábamos escuchando los 40
Principales en la radio y alguien se cayó al agua —dice—. ¿Te acuerdas de eso?
—¿Un cuatro de julio? ¿En un barco? —pregunto. De repente me pregunto dónde
estará mi padre esta noche, y me sorprende algo que eso no me deprima porque
recuerdo el barco de mi padre, y recuerdo haber visto a Brad desnudo, pero no
recuerdo que nadie hubiera caído al agua, y estoy demasiado cansado para acercarme
a Richard conque me recuesto en la butaca y le digo:
—Lo recuerdo. ¿Cuál es la cuestión?
—Echo de menos aquellos días —dice Richard.

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—Eres un imbécil —digo.
—¿Qué pasó? —pregunta, apartándose de la ventana.
Vamos a ver. Tu padre dejó a tu madre por otra mujer y Mr. Thomas, si no
recuerdo mal, murió de un ataque al corazón jugando al polo, y tú te hiciste
drogadicto y fuiste al college y yo lo mismo y fui a Camden, donde ya no soy
drogadicto en comparación con antes. Como tengo que decir algo, repito:
—Eres un imbécil.
—Supongo que nos hemos hecho mayores —dice tristemente.
—Sí, mayores —digo yo.
Se vuelve a sentar junto a mí en la otra butaca.
—Odio el college.
—¿No es un poco tarde para quejarse? —pregunto.
Me ignora y repite:
—Lo odio.
—Los dos primeros años son malos.
—¿Y los demás no? —Me mira muy serio esperando una respuesta.
—Te acostumbras —digo al cabo de un rato.
Miramos la televisión. Más anuncios que parecen vídeos. Más vídeos.
—Me apetece follar con Billy Idol —dice distraído.
—¿Sí? —Bostezo.
—También me apetece follar contigo —dice con la misma voz.
—Creo que estoy bien acompañado. —Sus comentarios hacen que me apetezca
tomar un trago de la botella de Jack Daniel’s. Lo hago. Sabe bien. Le devuelvo la
botella.
—Deja de coquetear —dice él riendo—. No sabes hacerlo.
—No estoy coqueteando, Richard —me quejo, ofendido de que crea que me
apetece.
Me agarra de la muñeca y dice:
—Siempre coqueteas.
—Richard, no sé de qué estás hablando —digo, soltándome y mirándole con
expresión de burla; luego vuelvo a la televisión.
Otro vídeo se convierte en anuncio y luego un trueno muy fuerte nos hace callar.
—Llueve fuerte de verdad —digo.
—¿Sales con alguien? —pregunta—. Quiero decir en el college.
—Con uno de primero. Es del Sur y tiene una moto. No lo puedo explicar —digo
esto y entonces me doy cuenta de que es una descripción bastante exacta de Sean y
que le hace menos atractivo de lo que parecía. Porque, ¿qué más se puede decir de él?
Durante un minuto no consigo recordar su nombre, ni siquiera cómo es—. ¿Y tú? —
digo ahogadamente, temiendo la respuesta.

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—¿Yo? —pregunta él. Vaya sentido del humor.
—¿Has «conocido» a alguien? —replanteo la pregunta.
—¿Sí he «conocido» a alguien? —pregunta.
—¿Con quién follas? ¿Te parece mejor? Bueno, en realidad no lo quiero saber.
Sólo se trata de hablar de algo.
—Por Dios —suspira él—. Con un chico de Brown. Estudia semiótica. Creo que
eso es el estudio del lavado o algo así. De todos modos, es de mi grupo. Le veo los
fines de semana, ya sabes.
—¿Y con quién más? —pregunto—. ¿Nadie del college?
—Bueno, un chico de California, de Encino, que se llama Jaime. Procede de la
Universidad de California. Rubio, judío. También es de mi grupo.
—Eso es mentira —tengo que decir.
—¿Cómo? —Parece confuso, asombrado—. ¿Qué quieres decir?
—Siempre dices que sales con alguien de tu «grupo». ¿Qué es eso de tu «grupo»?
—pregunto, y me doy cuenta de que toda la conversación ha sido un susurro.
—Cállate, estás completamente loco —dice, enfadado conmigo.
Vemos más televisión y oímos la música del casete al mismo tiempo y nos
terminamos la botella de Jack Daniel’s. Después de fumarnos todos los pitillos de la
habitación, por fin pregunta:
—¿Cómo va lo tuyo?
Yo digo:
—Bueno, no va.
Se echa hacia adelante y mira por la ventana. Richard tiene un cuerpo estupendo.
Cojo la botella y toso al tragar lo último que queda.
Richard dice:
—Uno sabe que las cosas van mal cuando ve llover por la noche.
Nos quedamos tranquilos durante un momento y me mira y me río.
—¿Qué te parece tan divertido? —pregunta, sonriendo.
—«Uno sabe que las cosas van mal cuando ve llover por la noche». ¿Qué es eso?
¿Una jodida canción de Bonnie Tyler?
El alcohol me ha sentado bien y él se me acerca, también riendo, y el aliento le
huele a alcohol y al principio me besa con fuerza y yo le aparto un poco y me parece
oír que abren y cierran una puerta en alguna parte y no me importa sí es Mrs. Jared o
mi madre, borrachas, dormidas por el Nembutal, en camisón, y aunque no me
apetece, nos desnudamos uno al otro y me acuesto con Richard. Después, poco antes
de amanecer, sin decir adiós a nadie, recojo tranquilamente mis cosas y me dirijo a la
estación de autobuses bajo la lluvia, y cojo el primer autobús para Camden.

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MARY Estoy estirada en agua caliente, en la bañera, en Sawtell. Hago esto porque
sé que nunca lo tendré. Paso la cuchilla con fuerza por la piel, debajo del agua, y la
carne se corta con facilidad y la sangre me sale a chorros, literalmente a chorros, del
brazo. Me corto la otra muñeca y el agua se pone color de rosa. Cuando alzo el
brazo, por encima del agua, la sangre brota con fuerza y tengo que volver a bajar la
muñeca para no salpicarme. Me siento, sólo me hago un corte en el tobillo porque
me siento débil y me tumbo de nuevo. El agua se pone roja y entonces empiezo a
soñar y entonces no estoy segura de si esto es lo que debía hacer. Oigo música que
llega de otro edificio y trato de cantar pero, como de costumbre, me encuentro
intentando llegar al final antes de que el final llegue de verdad. A lo mejor debí de
haber seguido otro camino. El que aquel hombrecillo de la estación de servicio de
Phoenix me aconsejó. No queda tiempo. Dios mío mi salvador de nada.

LAUREN Ahora todo está en silencio. Estoy junto a la ventana del cuarto de Sean.
Casi ha amanecido, pero todavía está oscuro. Es raro, desde luego, y puede que me lo
esté imaginando, pero estoy segura de que oigo el aria de La Wally viniendo de algún
sitio, no más allá del césped pues la fiesta ha terminado, a lo mejor de alguna
habitación de este edificio. Estoy envuelta en la toga y de vez en cuando le miro y
veo cómo duerme a la luz azul del despertador digital. Ya no estoy cansada. Fumo un
pitillo. Una silueta se mueve en otra ventana, en otro edificio enfrente de éste. En
alguna parte se rompe una botella. El aria continúa, toma cuerpo, seguida de gritos y
de una ventana que se cierra. Luego silencio otra vez. Pero pronto lo rompen risas del
cuarto de al lado: los amigos de Sean drogándose. Estoy sorprendentemente tranquila,
en paz en el extraño limbo entre la sobriedad y el desfondamiento completo. Esta
noche una tenue neblina iluminada por la luna, una luna llena, cubre el campus. La
silueta sigue en la ventana. Se le une otra. La primera se va. Entonces veo el cuarto
de Paul, bueno, sí sigue viviendo en Leigh. El cuarto está a oscuras y me pregunto
con quién estará esta noche. Me toco el pecho, luego, avergonzada, retiro la mano.
Me pregunto qué no funcionó con aquel chico. ¿Qué pasó la última vez que
estuvimos juntos? No consigo recordarlo. El trimestre pasado. No… aquella noche,
en septiembre. A principios de este trimestre. Se fue tres días con Mitchell a la casa
de los padres de Mitchell en Cabo Cod, pero dijo que iba a Nueva York a ver a los
suyos: entonces ¿quién te contó eso? ¿Fue Roxanne porque no había visto a Mitchell?
A lo mejor fue otra persona. Pero yo seguía muriéndome de ganas de que volviera.
Pongo el pitillo en el quicio de la ventana y vuelvo a mirar a Sean que ahora está
hecho un ovillo, ¿en qué estará soñando? Se tapa la cabeza con la manta.

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PAUL Mi falta de confianza en él me asombra pero no lo puedo evitar: Sean no me
gusta. Cuando salimos de Boston no va nadie más en el autobús y tampoco suben
demasiadas personas en las diversas paradas del camino. La mayor parte del tiempo
sólo vamos yo y una pareja. Me pregunto estúpidamente qué dirá mi madre de esta
brusca marcha. ¿Se tomará un Nembutal? ¿Llorará? ¿Coqueteará con los botones del
hotel? Richard probablemente se habrá tranquilizado, aunque tendría que buscar plan
para el sábado por la noche, y a Mrs. Jared le traerá sin cuidado —¿por qué coño me
importa lo que piense ella?— Trato de dormir mientras el autobús sigue por una
carretera anónima (¿la 7?, ¿la 9?, ¿la 89?, ¿la 119?) hacia Camden. Y deja de llover
cerca de Lawrence, y sale el sol en Bellows.
No consigo dormir.
Correré al cuarto de Sean y ¿qué es lo que encontraré? A él en la cama con una
chica en la que nunca me había fijado y con la que nunca hablé pero que reconoceré
de inmediato, o a lo mejor estará cansado pero se despertará sonriendo y nos
miraremos y nos tocaremos y nos estrecharemos la mano y mientras nos estrechamos
las manos me atraerá a su cama y después de eso iremos en moto a ese café francés
de las afueras del pueblo (imposible, Sean nunca iría). Probablemente nunca haya
estado en un restaurante elegante. Sin Walkman, sin pitillos, sin revistas, ir en
autobús resulta insoportable. Voy a volverme loco, todavía estoy asombrado de lo
bien que resultó el sexo de la noche pasada y trato de masturbarme en el retrete del
autobús pero cuando me doy cuenta de que lo estoy haciendo, y oigo el chapoteo de
la mierda debajo de mí al sentarme en el retrete con la mano cogiéndome la polla, me
echo a reír como un maníaco asustado.
Suben algunas personas en Newport. Se bajan algunas personas en Wolcott, y
otras más suben en Winchester. Muerto de hambre, agotado, apestándome el aliento,
por fin me bajo en la estación de Camden y cojo un taxi hasta el campus y cuando
llego son casi las doce. Debo de haberlo soñado.

ROXANNE Encontré a la chica a la mañana siguiente cuando me desperté…


Había pasado la noche con Tim. Rupert había ido a la orgía de Booth… Pasé la
noche con Norris. Todavía estaba borracha y viajando en XTC y cuando fui al cuarto
de baño…
…quería ducharme, así que…
Cuando abrí la puerta tuve que echarme hacia atrás…
La chica estaba (es difícil de describir) muy azul…
…claro, perdí la cabeza y me puse a gritar…

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No recuerdo haber accionado la alarma aunque parece que sí lo hice…
Tom me contó que por eso aparecieron los de Seguridad…
…Me puse a correr como una loca.
No me tranquilicé hasta que Rupert me dio un montón de Valiums…
…Norris estuvo dormido durante todo esto…

PAUL Después me veo en la avenida del College, acercándome a Wooley House,


donde se celebró la Fiesta de Disfraces para Follar. El campus está muerto, dormido,
aunque ya es casi mediodía, lo que significa que todos se habrán perdido el aperitivo.
En Wooley están rotas casi todas las ventanas; hay sábanas hechas jirones o
enrolladas como pelotas por todo el césped de delante de las ventanas, también rotas,
de la sala de estar, o colgando de los árboles como globos fantasmas desinflados.
Unas moscas revolotean alrededor de tres cubos de basura pegajosos que están
tumbados de lado al frío sol de otoño, secándose. Hay tres personas dormidas, o
muertas, dos de ellas sentadas, en la sala de estar, una de ellas desnuda, boca abajo.
Vomitonas, cerveza, vino, humo de tabaco, ponche, marihuana, incluso olor a sexo,
semen, sudor, mujeres, impregna la habitación, cuelga en el aire como niebla. Ni
siquiera sé lo que estoy haciendo aquí pues el cuarto de Sean, la residencia donde
vive, está justo enfrente del césped del Área Común (asustado, ¿verdad?) de Wooley.
Todavía llevo mi bolsa —cuidando de no dejarla en el suelo— que cruje cada vez que
doy un paso. Cerveza y ponche y puede que vómitos por todas partes, en charcos,
formando rayas en las paredes de donde se han soltado grandes trozos de yeso. Un
proyector de películas roto, medio aplastado, está en una esquina. Las colillas llenan
el suelo como cucarachas blancas. En el vestíbulo hay dos personas, muertas,
dormidas, una encima de otra. El edificio está increíblemente silencioso, incluso para
un sábado por la mañana.
Pero entonces empiezan los gritos, gritos de chica, y se disparan las alarmas de
incendios de Stokes y Windham, y huyo afuera, pasando por encima de la pareja del
vestíbulo, pisando cristales de vasos, recipientes de plástico, mientras los gritos de la
chica se acercan. Es esa jodida lesbiana que vive fuera del campus con Rupert Guest
(el cual, me molesta admitirlo, es bastante guapo) y que está fuera de sí. Grita: «joder,
joder» una y otra vez. Empiezan a aparecer en las ventanas que dan al Área Común
las cabezas de los que se han despertado por los gritos. La chica se mete en otro
edificio, y entonces se dispara la alarma de incendios de Booth. Miro el edificio, a la
chica que grita enloquecida y vuelve a salir de allí sin saber adónde ir. En la esquina
de arriba del edificio se abre la ventana de Sean y se asoma una chica con los pechos
al aire: no es otra que Lauren. Luego aparece la cabeza de Sean. Pasea la vista, con la

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mano de visera, sin camisa. Me distingue y me saluda con la mano, gritando:
—¡Hola, Dent! —Y me quedo allí tan aturdido que no puedo reír ni devolverle el
saludo con la mano.
Así que me dirijo a mi cuarto mientras las alarmas de incendios siguen sonando y
paso por delante de parejas que follaron la noche pasada y miran resacosos a la chica
que grita vestida con unos pantalones de boxeo y una camiseta de Pee Wee Herman.
Entro en mi cuarto. Hay una nota en la puerta diciendo que llamó mi madre y otra
circular del Comité de Jóvenes Republicanos. Me siento mirando la cama,
preguntándome a qué me dedicaba antes de ir a Boston. Estoy algo asombrado, pero
tampoco tanto como pensaba, o como sería lógico pensar. Lauren. Pues vaya.

SEAN Nos pasamos el sábado haciendo el vago. Vamos a Manchester, yo, Lauren,
Judy, y el chico con el que Judy durmió, Frank, cuyo Saab nos lleva a Manchester.
Entramos en la tienda de discos, compramos helados a las chicas, hablamos de
hacernos con algo de éxtasis pues un chico que ha venido este fin de semana de
Canadá ha traído. Nos paramos en una tienda de bebida y compramos doce latas de
cerveza y una botella de vino para beber después en el caso de que no encontráramos
una fiesta a la que ir o no nos metiéramos en el cine. Cenamos en un restaurante
italiano que era bastante bueno y Frank pagó con su tarjeta American Express. Frank
parecía tranquilo y estaba cayéndome bien, y eso que cuando le pregunté qué quería
ser, me dijo con absoluta sinceridad: «Crítico de rock». ¿Se había acostado con
Lauren? He oído decir que sí, pero uno nunca puede creer ni la mitad de los chismes
que circulan por ahí, conque lo olvidé. Cuando pensé en que a lo mejor Lauren se
había acostado con él fue en los momentos en que me ocupaba menos de lo que
contaba, como que quería ir a París el próximo trimestre porque «no soportaba
Norteamérica». Valiente idiota; a Lauren no le podía gustar. Seguro que no se habían
acostado.
Estábamos en el restaurante italiano cuando Frank dijo eso, y Lauren ahogó una
risita y bebió rápidamente un poco de vino tinto. Metí la mano bajo la mesa y le
apreté el muslo, aquella maravillosa, larga, suave pierna, aquel carnoso aunque duro
(quiero decir sedoso pero no mucho) muslo. Mirándola me di cuenta de que estaba
tan loco por aquella chica, y tan contento de tener una novia estable con pinta
decente, que me sorprendí, en aquel restaurante italiano, y en el coche de vuelta a
Camden —me empalmaba sólo de pensar cómo me había besado la noche pasada—
de que tuviera algo así como cuatro trabajos pendientes desde el pasado trimestre que
ni siquiera había empezado a preparar, y que no me importara porque estaba con
Lauren. Tampoco me molestaba demasiado que hiciera la especialidad de poesía

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aunque las chicas que hacen esa especialidad normalmente son imposibles de
aguantar. Me preguntó qué especialidad estudiaba yo y le dije cibernética (lo que
terminaría siendo verdad) sólo para impresionarla, y supongo que la cosa funcionó
porque me sonrió, me miró con aquellos profundos ojos azules de largas pestañas, y
dijo:
—¿De verdad?
Como no pudimos encontrar ninguna fiesta en Manchester volvimos al campus y
fuimos a su cuarto. Llevaba mi pipa y una yerba muy buena, y nos colocamos. Iba a
traerles la coca que había conseguido antes pero tuve miedo de que pensaran que
estudiaba medicina. Nos medio tumbamos en la enorme cama de matrimonio que
ocupaba muchísimo espacio en su cuarto de Canfield, hablando de gente que no nos
gustaba, de clases a las que no íbamos, de lo inútiles que eran los de primero, de por
qué estaría la bandera a media asta. Lauren dijo que la noche pasada se había
suicidado una chica. Frank y yo nos reímos y dijimos que probablemente porque no
encontró quien se la follara. Judy y Lauren se enfadaron (pero no mucho, la yerba nos
había sosegado, había eliminado cualquier tensión que pudiera surgir) y dijeron que
probablemente era por eso. En la radio pusieron Talking Heads, REM, New Order, el
viejo Iggy Pop. Me acerqué más a ella, que encendió unas velas.
Sabía que estaba enamorada de mí, y no sólo por sus notas, a las que me negaba a
referirme (¿por qué ponerla en un aprieto?), sino por el modo como me miraba. Veía,
sentía por primera vez, que era la única persona a la que había conocido que no me
miraba por encima. Era la primera persona que de verdad me miraba atentamente.
Ese no era el aspecto más importante, sino su belleza. Era una belleza totalmente
americana, el tipo de belleza que sólo se encuentra en las chicas norteamericanas, con
su pelo rubio, y los pechos que sólo tienen las chicas norteamericanas. Aquel cuerpo
perfectamente proporcionado, delgado pero no anoréxico. Su piel tan blanca,
delicadamente puta, en contraste absoluto con sus expresiones, que siempre parecían
ligeramente obscenas como si fuera mala chica, lo que todavía me excitaba más. No
me importaba que su familia viviera en Park Avenue, pues ella no se mostraba
paranoica y a la defensiva al respecto como inevitablemente hacen las chicas de Park
Avenue. Todo lo que quería era contemplar su cara, que parecía milagrosamente
compuesta, y su cuerpo, que era tan perfecto y bello como la cara, o más.
Y le dije todo esto, aquella noche, cuando los cuatro estábamos tumbados en el
colchón a media luz, mientras las velas se iban agotando una a una, oyendo temas
clásicos en la radio, pirados. Judy y Frank, borrachos, se quedaron dormidos y no
pude esperar más; no pude esperar a ir a mi cuarto y me puse encima de ella
enseguida, con tranquilidad mientras ella enredaba sus piernas en las mías y apretaba.
Sollozó de agradecimiento aquella noche, me mordió los labios, sus manos se
deslizaron por debajo de mis vaqueros, luego me apretó la espalda para que entrara

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más, los dos moviéndonos lentamente incluso al corrernos al mismo tiempo; todavía
en silencio, enterró su cara en mi cuello; jadeábamos ruidosamente; yo seguía
empalmado. No me aparté sino que le susurré algo al oído. Ella me susurró también
algo, y fue entonces cuando comprendí que estaba enamorada de mí. También fue
entonces cuando Judy habló en la oscuridad y dijo:
—Espero que lo hayáis pasado tan bien como nosotros. —Y luego oí la risa de
Frank, y nosotros también nos reímos, demasiado cansados para estar avergonzados,
yo todavía dentro de ella, sus brazos todavía alrededor de mi cuello.
El domingo, después de un largo almuerzo en La Brasserie, en las afueras del
pueblo, pasamos el resto del día juntos en la cama.

LARS A la gente le da miedo atravesar el campus después de la medianoche. Un


chico cargado de ácido me lo susurró un domingo al amanecer después de que me
hubiera pasado casi la semana entera tomando anfetas. Lloraba, y supe que era cierto.
Este chico va conmigo a cibernética (que ahora es mi especialidad) y lo veo en la sala
de pesas y a veces en la piscina municipal de la calle Mayor. Un sitio donde paso lo
que algunos consideran demasiado tiempo. (También hay un salón de bronceado en la
puerta de al lado). Este trimestre llevo casi siempre el Walkman, y escucho grupos
que se han deshecho: The Eagles, The Doors, The Go-Go’s, The Plimsouls, porque
no quiero oír hablar de la chica que encontraron cortada por la mitad en North Ashton
por alguien a quien los del pueblo llaman El Destripador de Ashton, ni de la chica de
Swan House que se cortó las venas en el cuarto de baño del piso de arriba de ese
edificio y que murió desangrada la noche de la Fiesta de Disfraces para Follar, ni oír
las voces de las víctimas de incesto de la ciudad que vagan por el supermercado, un
sitio al que me gusta ir, un sitio que me recuerda a California, un sitio que me
recuerda la sección de alimentos congelados de Gelson, un sitio que me recuerda a mi
casa.
Voy a Nueva York a un concierto de Elvis Costello pero me pierdo al volver a
Camden. No encuentro cable para conectar la cadena de vídeos musicales en mi
dormitorio y me compro un vídeo y alquilo cintas en una tienda de la ciudad. Compro
un Porsche, de segunda mano, en Nueva York antes de empezar el trimestre, conque
tengo coche para hacer estas cosas. A la gente también le da miedo comer pescado
crudo en New Hampshire.
Otra cosa: Alguien escribe Burbuja de Aislamiento Sensorial en la puerta de El
Pub. Rip me llama desde Los Angeles un par de veces. Alguien escribe su nombre
con un rotulador rojo en mi puerta. No estoy seguro de que sea él de verdad, pues en
una cinta que me mandó Blair afirmaba que lo habían asesinado. También me

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contaba que había visto a Jim Morrison en el Häagen Dazs, en Westwood. Durante un
tiempo veo a esa chica, Vanden, pero la dejé de ver porque dijo que había visto «una
araña del tamaño de Norman Mailer» en mi cuarto de baño. No le pregunto quién era
Norman Mailer y no le digo que vuelva. Luego anduve con ese chico brasileño pero
principalmente para comprar éxtasis. Me acuesto con algunos chicos ricos, con
algunas chicas más ricas, dos del Norte de California, una profesora de francés, una
chica de Vassal que conoce a una de mis hermanas, una chica que no dejaba de tomar
ácido…
Y no subo la persiana porque he oído la historia de por qué los indios no se
pudieron establecer en el terreno donde construyeron el campus. Al parecer, los
cuatro vientos se unen aquí, en el césped del Área Común, y algunos indios se
volvieron completamente locos y tuvieron que matarlos y sus cuerpos se los
ofrecieron a los dioses y luego los enterraron en el Área Común. Y hay quien dice
que en las noches cálidas de otoño después de la medianoche salen con la cara
ensangrentada y miran por las ventanas buscando nuevas víctimas con sus
tomahawks envenenados.
Y en un cuarto de baño, encima del retrete, alguien ha escrito «Ronald McGlinn
tiene el pene pequeño y no tiene testículos» una y otra vez. Alguien de Los Angeles
me manda una cinta de vídeo sin decirme qué tiene grabado y me da miedo ponerla
pero terminaré haciéndolo. He perdido mi carné de identidad tres veces este trimestre.
Le digo al de Ayuda Psicológica que siento que el apocalipsis está cerca. Me pregunta
cómo marchan mis clases de flauta. No le digo que las dejé y que empecé un curso
avanzado de vídeo.
Alguien me pregunta:
—¿Cómo va todo?
—No lo sé —digo—. ¿Cómo tendría que ir?
Burbuja de Aislamiento Sensorial.
Descanse en paz.
A la gente le da miedo salir al campus después de medianoche.
Indios en un vídeo.
Ronald McGlinn tiene el pene pequeño.
Y no tiene testículos. Chico.
—¿Cómo va todo?
—… me encontraría a salvo y cómodo si volviera a Los Angeles… Echo de
menos la playa.

PAUL —Se acabó, ¿verdad? —Pregunto esto, sentado dentro del coche que le han

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prestado a Sean, en el aparcamiento de McDonald’s.
Hace demasiado frío para ir en moto, me dijo cuando aparecí por su cuarto. (Su
cuarto era un lío; la cama estaba deshecha, había pulseras encima de la mesa, habían
descolgado el espejo de la pared y lo dejaron encima de una silla). Dijo, y yo le
escuchaba atentamente: no entres en el cuarto de baño.
—Pero es que necesito usarlo.
—Está todo vomitado —dijo él.
—No quiero usar ese cuarto de baño —dije yo tranquilamente.
Se encogió de hombros. Dijo que no le apetecía cenar.
Yo dije: Ya no te gusto. Has estado con otra persona.
Y él dijo: Eso no es verdad.
Y yo dije: Júralo.
Y él dijo: Lo juro.
Yo dije: No te creo…
Él dijo: No entres en el cuarto de baño.
Finalmente, hablé con él en McDonald’s, aquí sentado dentro del coche. Escupe
por la ventanilla, termina parte de su Big Mac, tira el resto y enciende un Parliament.
Trata de arrancar el coche pero está muy frío aunque sólo nos encontramos en octubre
y el coche que le han prestado (¿quién?, ¿es el de Jerry?) no quiere arrancar.
—¿Entonces? —pregunto. No puedo comer. Ni siquiera puedo encender un
pitillo.
—Sí —dice él—. Maldita sea —grita, dando un golpe al volante—. ¿Por qué
cojones no arranca?
—Creo que no tienes la culpa de no sentir lo mismo que yo —le digo.
—Sí. No tengo la culpa —dice, tratando de arrancar el coche.
—Eso no cambiará mis sentimientos —le digo.
—Pues debería. —Esto lo murmura mirando por el parabrisas.
Pasan coches, los conductores sacan la cabeza por las ventanillas, hacen pedidos,
vienen más coches, más pedidos.
Le toco la pierna y digo:
—Pero no es así.
—Mira, para mí tampoco es fácil —dice, apartándome la mano.
—Lo sé —digo yo. ¿Cómo me puede gustar semejante subnormal? Lo pienso
mientras observo su cuerpo, luego su cara, tratando de apartar la vista de su
entrepierna.
—¿De quién es la culpa? —grita él. Vuelve a intentar arrancar el coche—. Tuya.
Has echado a perder nuestra amistad por culpa del sexo —dice disgustado.
Se baja del coche, cierra de un portazo y da la vuelta a su alrededor un par de
veces. El olor de la comida que he pedido, enfriándose en mi regazo, sin probar, me

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está poniendo enfermo, pero no me puedo mover, no la puedo tirar. Ahora estoy de
pie en el aparcamiento. De pronto hace mucho frío. Ninguno de los dos puede estarse
quieto mucho rato. Sean se sube el cuello de la cazadora de cuero. Estiro la mano y le
toco la mejilla, se la acaricio. Aparta la cara y no sonríe. Aparto la vista,
desconcertado. Un coche toca el claxon.
—No me gusta este arreglo —digo.
De nuevo en el coche me dice, sin mirarme:
—Entonces, vete.
¿Moraleja?

SEAN Me entraron ganas de oler las almohadas después de que Lauren marchó. No
le apeteció dormir en mi cama; dijo que era demasiado pequeña y que dormir juntos,
a fin de cuentas, no importaba nada. Cuando se fue y después de oler las almohadas,
y después de olerme los brazos, las manos y los dedos, pensé en cómo habíamos
follado, y me la meneé; me corrí otra vez, pensando en los dos, fantaseando sobre el
sexo, haciendo que pareciese más intenso y violento de lo que en realidad había sido.
Y en la cama con ella casi no me podía contener. La primera vez la follé rápidamente,
luego me pasé horas comiéndole, chupándole el coño; me dolía la lengua, se me
entumeció de frotármela contra la boca, hundí la barbilla dentro del coño. Tenía la
boca tan seca que no podía ni tragar, y alcé la cara y respiré a fondo.
Hacía falta muy poco, casi nada, para que me volviera loco. La veía agachándose
sólo con las bragas puestas a coger algo que se le había caído al suelo, o veía cómo se
vestía, poniéndose una camiseta o un jersey y luego se apoyaba en la ventana
fumando. Bastaba el más mínimo acto, el movimiento de encender un pitillo y tenía
que hacer esfuerzos para no agarrarla, desgarrarle las bragas y ponerme a olerle y a
chuparle el coño. A veces el deseo era tan intenso que sólo de quedarme tumbado en
la cama, inmóvil, pensando en su cuerpo, pensando en cierta mirada que me lanzó, se
me ponía dura al instante.
Rara vez hablaba conmigo, y nunca mencionó nada sobre el sexo, probablemente
porque estaba satisfecha y yo tampoco hablaba mucho. En consecuencia, nuestra
relación carecía de inconvenientes importantes. Por ejemplo, no tuve que decirle lo
que pensaba de sus poemas, que apestaban aunque hubieran elegido un par de ellos
para la revista literaria del college y una revista de poesía que dirigía su profesor. Es
más, si hubieran salido a relucir le habría dicho que me gustaban y me hubiera puesto
a comentar sus metáforas. Pero ¿qué era la poesía, o lo que fuera, comparada con
aquellos pechos, y aquel culo, aquel centro insaciable entre esas dos piernas tan
larguísimas, aquella cara sollozando de placer?

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LAUREN Nada de Victor. Ni una postal. Ni una llamada telefónica. Ni una carta.
Ningún mensaje. El hijoputa puede pudrirse en el infierno, por lo que a mí me toca.
—El college va cuesta abajo —me dice Judy, explicando que debería de dar las
gracias por ir al último curso y no tener que volver el año que viene. Y me parece que
tengo que darle la razón. La banda de primero se llama Los Padres: creo que es
bastante para indicar lo mal que van las cosas. Octubre parece que nunca se acaba. La
licenciatura parece lejanísima.
Gina ganó el concurso para cambiar el anagrama del college, y con el dinero del
premio compró XTC, que yo nunca había tomado, ni siquiera con Victor, y fue
bastante increíble. Sin embargo, no creo que a Sean le gustase. No paró de sudar y de
rechinar los dientes; no se estuvo quieto y al final estaba más coñazo que de
costumbre, lo que no resultaba nada agradable. Me puse a beber cerveza sin parar
porque eso, y jugar a los videojuegos, básicamente es lo único que le apetece hacer.
Pero va mejorando físicamente según pasa el tiempo y aunque el sexo sólo es pasable
y él no es nada especial en la cama, por lo menos es imaginativo. Con todo, no me
excita de verdad. No tengo orgasmos (bueno, puede que un par de ellos). Y sólo
porque insiste e insiste (en contra de la creencia popular, según yo, que te coman el
coño durante un par de horas no es pasárselo bien). También es algo desconfiado.
Tengo la sensación de que fue el promotor del Partido de los Jóvenes Conservadores,
los que celebraron aquel gran baile en Grenwall el sábado pasado. Aparte de ser del
Comité de Recepción no tengo ni idea de lo que hace aquí y, total, como dice Judy, en
realidad no lo quiero saber. Sólo espero que llegue diciembre para dejar este sitio.
Porque no sé cuánto más voy a seguir soportando el beber cerveza sin parar y ver la
cantidad de puntos que consigue en Pole Position, un videojuego en el que es
insuperable.
Una noche se lo pregunté y él se limitó a gruñir algún monosílabo. Pero ¿qué se
puede hacer en el college aparte de beber cerveza o abrirse las venas? Lo pensé
cuando se levantó, anduvo petulante hasta la máquina y metió otra moneda. Dejé de
quejarme.
Según decía la circular que nos metieron a todos en el buzón, la chica que se
suicidó había muerto e iban a celebrar un funeral en Tishman. Una noche se lo
mencioné a Sean, estábamos en El Pub tomando unas cervezas, y me miró y soltó:
—Ironías de la vida. —Aunque también podría haber soltado—: ¿Y qué?
Los poemas avanzan. No he dejado de fumar. Judy me dice que Roxanne le contó
que Sean trafica con drogas. Le contesto:
—Por lo menos no se dedica al breakdance.

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SEAN Lauren y yo subimos la cuesta hacia casa de Vittorio. No hace demasiado frío
aunque estamos a fines de octubre pero le dije que se pusiera un jersey por si hacía
frío cuando volviéramos a casa. Cuando le dije esto yo llevaba una camiseta y
pantalones vaqueros y me preguntó, cuando estábamos en su habitación mientras se
vestía, que por qué ella tenía que llevar un jersey sí yo sólo llevaba una camiseta de
manga corta y por lo tanto estaba más cómodo. No le dije la verdad: que no me
gustaba la idea de que Vittorio le mirara las tetas. Conque volví a mi cuarto y me
puse una vieja chaqueta negra y me cambié los playeros por unos zapatos, para
contentarla.
Como llevo la chaqueta atada a la cintura, las mangas me chocan contra los
muslos al subir la cuesta. Me pongo a andar más despacio, esperando atreverme a
decirle que no vayamos a la fiesta de Vittorio, esperando que cambie de idea y vuelva
al campus conmigo. El motivo por el que hago esto es porque noto que le importa
mucho (aunque no entiendo por qué) y porque es la última vez que veremos a Vittorio
antes de que se vaya a Italia el domingo y lo reemplace un borracho al que echaron
del Departamento de Literatura de Harvard (de esto me enteré por Norris, que sabe
todos los chismes sobre los profesores). Me paro delante de la verja que lleva a la
puerta de casa de Vittorio. Lauren sigue andando, luego se para, suspira, pero no se
da la vuelta.
—¿Estás segura de que te apetece? —pregunto.
—Ya hemos hablado de eso —dice.
—Me parece que he cambiado de idea.
—Ya que hemos venido hasta aquí, debemos entrar. Yo, desde luego, voy a entrar.
La sigo hasta la puerta.
—Si te toca, le partiré la cara. —Me pongo la chaqueta.
—¿Cómo dices? —pregunta Lauren, llamando al timbre.
—¿Y yo qué sé? —Me estiro la chaqueta. He traído coca por si acaso la puedo
colocar, pero no se lo he dicho a ella. Me pregunto si habrá más chicas.
—Tienes celos de mi profesor de poesía —dice ella—. No me lo puedo creer.
—Tampoco me puedo creer yo que prácticamente te violase —le susurro—. Y
que te guste —añado.
—Por Dios, Sean, si casi tiene setenta años —dice ella—. Además nunca le has
visto, ¿cómo coño supones eso?
—¿Y qué? No me importa lo viejo que sea. Todavía folla, tú me lo has dicho —
oigo ruido de pasos; es Vittorio, que arrastra los pies hacia la puerta.
—Me ha enseñado muchas cosas; estaba obligada a venir. —Me mira el reloj,
levantando y luego dejando caer mi muñeca—. Llegamos tarde. De todos modos se
marcha y ya no tendrás que aguantar estas cosas.

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Aquí termina nuestra relación. Comprendí que llegaba el final. Ya me empezaba a
aburrir de ella. Y a lo mejor la fiesta es una buena excusa para terminar, para
enfadarme por algo. Da lo mismo Rock’n’roll. La miro por última vez durante los
segundos anteriores a que abran la puerta, y trato desesperadamente de recordar cómo
fue que ligamos la primera vez.
Se abre la puerta y Vittorio, que lleva pantalones de pana y un jersey viejo, y tiene
un pelo gris bastante largo y enmarañado, alza los brazos y dice:
—Lauren, Lauren… qué agradable, que agradabilísima sorpresa…
Su suave voz ahora resultaba aguda y emocionada. ¿Es Vittorio éste? ¿El tipo que
da clases a Lauren?, pienso. La abraza una vez dentro y ella me mira y abre mucho
los ojos por encima del hombro de Vittorio. Me doy cuenta del gesto pero no me
importa. ¿Por qué no se lo folla?, pienso.
—… agradable, agradabilísima sorpresa…
—Creía que estábamos invitados —digo yo, molesto.
—Y lo estabais, lo estabais —dice Vittorio, mirando a Lauren como si hubiera
hablado ella—. Pero es una sorpresa tan agradable…
—Vittorio, ¿te acuerdas de Sean? —dice ella—. Fuiste a uno de los cursos de
Vittorio, ¿verdad, Sean? —me pregunta.
No he visto a este tipo en mi vida, sólo le oí hablar de sus perversas actividades a
Lauren, que se refería a ellas como si tal cosa, como si fueran un juego. Cuando me
hablaba de las cosas que hacía resultaba difícil saber sí estaba presumiendo o trataba
de molestarme a propósito. Da igual.
—Sí —digo yo—. Hola…
—Claro, claro… Sean —dice él sin dejar de mirar a Lauren.
—En realidad… —digo yo.
Respira con dificultad y el aliento le huele a alcohol.
—Claro que sí —dice Vittorio pensando en otra cosa mientras hace pasar a
Lauren al cuarto de estar, olvidándose de cerrar la puerta. La cierro yo. Le sigo.
Hay otras seis personas en la, digamos, fiesta (no entiendo por qué Lauren no se
da cuenta de que seis personas no constituyen una «fiesta» sino más bien una jodida
«reunión»). Y todas están sentadas alrededor de la mesa del cuarto de estar. Un chico
pálido con la cabeza afeitada y gafas de John Lennon y un mono de estación de
servicio Mobil, fumando Export A, está sentado en el brazo de un sillón y nos mira
desdeñosamente cuando entramos. Esa pareja de San Francisco, Trav y su mujer tan
salida, Mona, que viven cerca del college mientras Trav termina su novela y Mona
trabaja en su tesis sobre poesía con Vittorio, están sentados en sendas butacas junto al
sofá, ocupado por dos espantosas mujeres que se encargan de la revista de literatura
que dirige Vittorio, junto con Marie, una mujer atractiva y silenciosa de cuarenta y
pocos años, que tiene pinta de viuda italiana y que, supongo, se ocupa de satisfacer

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las necesidades de Vittorio.
Lauren conoce a una de las de la revista que acaba de publicar un poema suyo en
el último número. Yo opinaba de ese poema lo mismo que de los demás. Ninguno
tenía el menor sentido. Todo eran tonterías sobre chicas deprimidas que se encerraban
en habitaciones vacías, pensando en antiguos novios o masturbándose, o fumando, o
quejándose de las molestias de la menstruación. Me parecía que Lauren sólo escribía
el mismo poema interminable y se lo dije honradamente una noche después de hacer
el amor en su cuarto: que todos ellos —no, no todos, no se lo dije así—, que casi
todos me parecían sin sentido. Ella sólo dijo:
—Eso no tiene sentido. —Y se tumbó en la almohada que compartíamos y
cuando la besé, esa misma noche, su boca y su abrazo me parecieron fríos,
indiferentes, frígidos.
—Es una joven poetisa muy prometedora… sí, señor —dice Vittorio apoyando su
carnosa y peluda garra en el hombro de Lauren.
Luego Vittorio se vuelve hacia el chico calvo del brazo de la butaca y dice de
aquel idiota presumido:
—Os presento a Stump, otro… sí, otro poeta muy prometedor…
—Ya nos conocemos —Lauren sonríe coqueta—. Hiciste tu tesis con Glickman el
trimestre pasado, ¿verdad? Era sobre… —Lo ha olvidado. Quiere causar buena
impresión.
—Sí —dice Stump—. Hunter. S. Thompson.
—Justo —dice ella—. Os presento a Sean Bateman.
—¿Qué tal, Stump? —Le tiendo la mano.
—¿Y tú? —me saluda en lugar de estrecharme la mano.
—Me suenas —le digo, sentándome.
—¿Vino? ¿Vodka? ¿Ginebra? —pregunta Vittorio sentándose en la butaca de al
lado de Lauren y señalando la mesa alrededor de la que están «reunidos» todos—. Tú
querrás ginebra… ¿verdad, Lauren?
—Sí, ginebra —dice Lauren—. ¿Tienes tónica?
—Claro, claro. Yo te lo prepararé —dice Vittorio con su suave voz de maricón,
inclinándose por encima de las rodillas de Lauren para llegar al cubo del hielo.
—Yo tomaré una cerveza de ésas —digo, pero como Vittorio no hace el menor
ademán de acercarme ninguna, me estiro y cojo una de las Beck’s.
Silencio. Todos esperan a que Vittorio le prepare la copa a Lauren. Me quedo allí
sentado, mirando las temblonas manos de Vittorio, alarmado por la cantidad de
ginebra que sirve en el vaso de Lauren. Cuando se vuelve para dárselo, parece
asombrado, desconcertado, y cuando Lauren coge el vaso dice:
—Oh, fijaos… fijaos en los rayos del sol… los rayos del sol en su pelo rubio… su
pelo rubio. —Ahora le tiembla la voz—. Los rayos del sol… —murmura—. Fijaos

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cómo brilla… cómo brilla con los rayos del sol…
¡Dios mío!, esto me está poniendo enfermo, de verdad. Lauren me está poniendo
enfermo. Agarro la cerveza con fuerza, arranco la etiqueta de papel. Luego miro a
Lauren.
El sol todavía está alto y entra por el ventanal y hace brillar el pelo de Lauren y
ahora me parece guapísima. Todos se ríen y Vittorio se inclina y se pone a olerle el
pelo.
—Ah, dulce como el néctar… como el néctar —dice.
Voy a ponerme a gritar. Voy a ponerme a gritar.
—Dulce como el néctar —vuelve a murmurar Vittorio, y luego se aparta.
—Oh, Vittorio —dice Lauren—. Déjalo, por favor.
—Néctar… —dice Vittorio otra vez.
Una de las de la revista, después de un largo silencio, alza la voz y dice:
—Mona nos estaba hablando de algunos de los proyectos que se trae entre manos.
Mona lleva una blusa blanca transparente y unos vaqueros descoloridos muy
ajustados y botas; tiene un aspecto muy sexy con el pelo rubio recogido y la cara tan
morena. Circula el rumor de que anda por Deweys ofreciéndoles yerba a los de
primero para luego follárselos. Trato de que nos miremos. Toma un largo trago de
vino blanco espumoso antes de decir:
—Bueno, ahora básicamente trabajo por mi cuenta. Acabo de terminar una
entrevista con dos de los que dirigen la programación de la cadena de vídeos
musicales.
—¡Vaya! —exclama Stump—. ¡La cadena de vídeos musicales! ¡Absolutamente
excitante!
—En realidad resultó bastante… —Mona ladea la cabeza— refrescante.
—Refrescante —asiente Trav.
—¿En qué sentido? —quiere saber Stump.
—En el sentido de que consiguió captar el funcionamiento de esa superestructura
industrial monolítica que está machacando y envenenado a norteamericanos
inocentes, llenándoles la cabeza con esos… esos vídeos esencialmente sexistas,
fascistas, escandalosamente burgueses. El vídeo mató a la estrella de la radio, ese tipo
de tonterías —dice Trav.
Nadie dice nada durante un buen rato hasta que Mona vuelve a hablar.
—En realidad, no es tan, tan… agresivo. —Da un trago a su copa y ladea la
cabeza mirando a Trav—. Eso es más de lo que trata tu libro, Trav.
—Por favor, Travis —dice una de las de la revista, ajustándose las gafas—.
Háblanos de tu libro.
—Lleva mucho tiempo trabajando en él —dice Mona.
—¿Dejaste el trabajo en Rizzoli? —pregunta la otra de las de la revista.

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—Bueno, sí —asiente Trav—. Tengo que acabar el libro. Nos fuimos de Los
Angeles, ¿cuándo? —Se vuelve hacia Mona, que me parece que está coqueteando
conmigo—. ¿Hace nueve meses? Pasamos otros dos en Nueva York y ahora estamos
aquí. Pero lo voy a terminar.
—Conocemos a alguien que trabaja en St. Martins que está interesado de verdad
—dice Mona—. Pero Trav tiene que terminarlo.
—Así es, cariño —dice Trav—, lo terminaré.
—¿Cuánto llevas trabajando en él? —pregunta Stump.
—No mucho —dice Trav.
—¿No mucho? —dice Mona—. ¡Si llevas trece años!
—Bueno, el tiempo es subjetivo —dice Trav.
—¿Qué es el tiempo? —pregunta una de las de la revista—. Quiero decir de
verdad.
Miro a Vittorio, que bebe un vaso de vino tinto y no le quita ojo a Lauren. Lauren
saca un paquete de Camel del bolso y Vittorio le enciende el pitillo. Termino la
Beck’s rápidamente y sigo mirando a Lauren. Cuando ella me mira a mí, aparto la
vista.
Trav está diciendo:
—¿No os parece que el Rock’n’roll mató a la poesía?
Lauren y Stump y Mona se ríen y yo miro a Lauren que pone los ojos en blanco.
Me mira y sonríe. Pero no puedo devolverle la sonrisa con Vittorio sentado a su lado,
conque me fijo en cómo da una profunda chupada al pitillo que le encendió Vittorio.
—Claro que sí —grita prácticamente Stump—. He aprendido más de Black Flag
que de Stevens o cummings o Yeats, o incluso Lowell, porque, tío, la verdad, Black
Flag son poesía.
—Black Flag… Black Flag ¿quiénes son Black Flag? —pregunta Vittorio con los
ojos semicerrados.
—Ya te lo contaré más tarde, Vittorio —dice Stump divertido.
Trav pilla lo que ha dicho Stump y asiente mientras enciende un pitillo.
Stump me ofrece un Export A. Niego con la cabeza y le digo:
—No fumo.
Stump dice:
—Yo tampoco. —Y enciende uno.
—Stump trabaja… bueno, sí… trabaja en una serie de poemas muy, pero que muy
interesantes, sobre… —Vittorio se interrumpe—. Oh, cómo… cómo se lo podría
llamar…
—¿Bestialismo? —sugiere Stump.
Saco un paquete de Parliament y enciendo uno.
—Bueno, sí, sí… supongo que es eso… —murmura Vittorio confuso.

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—Sí, he trabajado a partir de la idea de que cuando el hombre se folla a los
animales, se está follando a la naturaleza, pues se ha vuelto tan computerizado y todo
eso. —Stump se interrumpe y toma un trago de la botella de plata que se saca del
bolsillo y dice—: Estoy trabajando en la parte del perro donde un tipo ata a un perro y
folla con él porque cree que el perro es Dios. D-O-G, perro… G-O-D, Dios. Dios
pronunciado al revés. Lo ligáis, ¿verdad?
Todos asienten excepto yo. Me estiro hacia la mesa a por otra cerveza. Cojo una
Beck’s, la abro rápidamente, tomo un largo trago. Miro a Marie; me gusta, y ha
permanecido en silencio durante esta especie de pesadilla.
—Es raro que menciones eso —dice Lauren—. Esta mañana he visto a dos perros
haciendo el amor enfrente de mi dormitorio. Era muy extraño, desde luego, pero era,
tengo que admitirlo, poético en cuanto que metáfora erótica.
Por fin tengo algo que decir:
—Lauren, los perros no hacen el amor —le digo—. Follan.
—Bueno, no tienen remilgos en el sexo oral —dice Mona riendo.
—¿Que los perros no hacen el amor? —me pregunta Stump, incrédulo—. Creo
que si estuviera en tu lugar…
—No… no… Yo sí creo que los perros hacen el amor… sí, hacen el amor al sol…
—dice Vittorio ansiosamente—. A la dorada luz del sol.
Pido disculpas y me levanto, cruzo la cocina, creyendo que lleva al cuarto de
baño, luego subo la escalera y cruzo el cuarto de baño. Me lavo las manos y me veo
reflejado en el espejo y me digo que volveré y le diré a Lauren que no me encuentro
bien y que será mejor que volvamos al campus. ¿Qué dirá ella? Probablemente dirá
que acabamos de llegar y que si me quiero marchar, que me marche, y que ya nos
veremos cuando ella vuelva al campus. Olvida la coca, Sean, decidido, y abro el
armarito de las medicinas de Vittorio, más por aburrimiento que por curiosidad.
Pastillas contra la tos, vitaminas, pasta dentífrica, jarabe contra la bronquitis, un bote
de Librium. Qué moderno. Lo cojo y lo saco del armarito y lo abro, dejando las
pastillas en la mano y luego tomo una para tranquilizarme, ayudado por un trago de
agua del grifo. Me seco la boca y las manos con la toalla y vuelvo al cuarto de estar,
maldiciéndome por haber dejado sola a Lauren con Vittorio tanto tiempo.
Todos hablan de un libro que no he leído. Me vuelvo a sentar en la butaca que hay
junto a Lauren y oigo que una de las de la revista dice:
—Seminal… seminal.
Y la otra dice:
—Sí, un hito.
Abro otra cerveza y miro a Lauren que me mira de modo inquisitivo. Abro la
botella y echo el ojo a Mona y a su blusa transparente.
—El modo en que la presentaba como la imagen total de la Madre Tierra era

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asombroso, por no decir audaz —dice Mona asintiendo vigorosamente con la cabeza.
—Pero no sólo es el modo en que la presenta —dice Stump—. Lo que más me
asombró fueron las implicaciones joycianas.
—Sí, claro, también Joyce —se muestra de acuerdo Mona.
—¿Debo leer ese libro? —pregunto a Lauren, esperando que se dé la vuelta y me
mire, apartándose de Vittorio.
—No te gustaría —dice ella sin mirarme.
—¿Por qué no? —pregunto.
—No tiene sentido —dice Lauren tomando un trago.
—Y no sólo a Joyce, también me recuerda algo la obra de Acker —está diciendo
Trav—. A propósito, ¿ha leído alguien El relámpago me alcanzó la polla, de Crad
Kilodney? Es algo asombroso de verdad. —Mueve la cabeza.
—¿Y eso qué significa? —le pregunto a Lauren.
—Imagínatelo —me susurra.
Me echo hacia atrás en el asiento, contengo un bostezo, tomo más cerveza.
Trav se vuelve hacia Vittorio.
—Pero oye, Vittorio, dime sí no opinas que esos escritorzuelos reconocidamente
bohemios y punks y forajidos de estos terribles años post Vietnam, post Watergate,
post… coño, post todo, no son el producto de un ambiente literario que alimenta a
una generación perdida con propaganda sin valor que explota los anhelos y las
actitudes sexuales extremadas, la estupidez estéril, y que por eso obras como Sólo
otro carapijo, una colección inútil de citas de escritos underground, se convierten en
potentes objetos en las mentes de ese clan de inadaptados, nihilistas, descontentos,
autocomplacientes… bueno, coño, abortos, o es que crees que todo es… —y ahora
Trav se interrumpe, busca la palabra exacta—, un camelo.
—Oh, Tra-av —dice Mona.
—Vaya… ¿Un camelo? —murmura Vittorio—. ¿De qué libro hablas? No he leído
el libro… creo. —Se vuelve hacia Lauren—. ¿A ti te gustó?
—Claro que sí —asiente Lauren—. Era bueno de verdad.
—Pues yo… yo… yo no lo he leído —dice Vittorio tímidamente, mirando su
copa.
Miro a Vittorio y de repente el tipo me cae simpático. Me apetece decirle que yo
tampoco lo he leído, y noto que a Lauren le pasa lo mismo, porque se vuelve y dice:
—Vittorio, me gustaría tanto que no te fueras…
Vittorio se ruboriza y dice:
—Tengo que irme… mi familia.
—¿Y qué pasa con Marie? —pregunta Lauren, tierna, cogiéndole por la muñeca.
Miro a Marie, que está hablando del libro con Trav.
—Oh —dice Vittorio, mirándola también y mirando luego bruscamente a Lauren

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—. La echaré mucho de menos… muchísimo.
Me apetece decirle lo mismo a Lauren, pero en vez de eso bostezo y doy otro
trago a la Beck’s sintiéndome adormilado y un poco pirado. Se acabó,
definitivamente. Estoy a punto de decírselo pero Stump se levanta de un salto y pone
una cinta de Circle Jerks que a nadie le apetece oír. Mona y Trav quieren escuchar a
Los Lobos, así que se llega a un acuerdo y ponemos a Yaz. Stump empieza a bailar
por el cuarto, que ahora está en penumbra. Mona y Trav y las dos de la revista
también tratan de hacerlo. Stump incluso anima a Marie para que se les una pero ella
se limita a sonreír y a decir que está muy cansada.
Vittorio se ríe con la música y prepara más copas para todos. Marie enciende
velas. Vittorio se agacha y le susurra algo a Lauren al oído. Lauren sigue mirándome.
Ahora bebo whisky de la petaca de Stump y estoy medio dormido. No consigo oír de
qué están hablando y me alegro. Me quito de la boca el sabor de ese whisky tan malo
con lo que me queda de la Beck’s, que está tibia. Después todos brindan, deseando
buen viaje a Vittorio. Todos, incluso Marie, que parece triste cuando alza el vaso y
murmura, dirigiéndose a Vittorio, casado, padre de familia: «Mi amore».
Es lo último que recuerdo con claridad.
Me duermo.
Despierto y me encuentro sudando en la cama de Vittorio. Me incorporo y miro el
reloj y veo que son casi las doce. Me pongo de pie con mucho cuidado, luego bajo la
escalera tambaleándome y vuelvo al cuarto de estar. Se han ido todos menos Lauren y
Vittorio que ahora se han instalado en el sofá y hablan; en la mesa que tienen delante
todavía arden las velas. ¿Cuántas cervezas habré tomado? ¿Cuánto whisky? Una
blandengue música ambiental italiana sale del estéreo. ¿Al final traté de bailar?
¿Terminé todo el whisky de la botella de Stump? No consigo recordar.
—Ah, ya se te ha pasado —dice ella.
—¿Qué me pasó? —digo yo, sentándome con mucho cuidado.
—Bebiste mucho —dice ella, con un vaso en la mano de…, ¿qué coño es eso?,
oporto—. ¿Quieres un poco?
Puedo asegurar que está borracha por el modo tan rígido como está sentada en el
sofá, tratando de mantener la poca compostura que le queda. Enciende torpemente un
pitillo, y Vittorio se sirve lo que queda en la botella de aquel líquido rojo. ¿Cuánto
llevan sentados en el sofá en aquel plan? Miro el reloj.
—No —digo. Me sirvo un vaso de agua tónica con manos temblorosas y lo bebo
—. ¿Cómo llegué al cuarto de Vittorio?
—Estabas muy borracho —dice ella—. ¿Te encuentras mejor?
—No. No estoy nada bien. —Me paso la mano por la frente—. ¿Estaba tan
borracho?
—Sí. Decidimos dejarte descansar un rato antes de irnos.

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¿Decidimos? ¿Qué significa ese plural? Paseé la vista por la habitación y luego la
volví a mirar y me fijé en que se había quitado los zapatos.
—¿Dónde están tus zapatos?
—¿Qué? —me pregunta Lauren. Era la misma encarnación de la Inocencia.
—Tus zapatos. ¿Por-qué-te-los-has-quitado? —le pregunto, espaciando las
palabras.
—Estuve bailando —dice ella.
—Estupendo.
Una imagen de Lauren bailando muy despacio con Vittorio, que le acaricia la
espalda, el culo. Ella suspira: «Oh, Vittorio», de ese modo suave como siempre
suspira. «Por favor, Vittorio». Todo eso se me pasa por la cabeza, que empieza a
dolerme mucho más. No la conozco. No es nadie.
—Tienes… tienes… unos pies maravillosos… maravillosos —murmura borracho
Vittorio, agachándose.
—Vittorio —dice ella, previniéndole.
—No… no, deja que mire. —Levanta una de las piernas de Lauren.
—Vittorio —dice ella, me parece que tímidamente.
Me pongo de pie.
—Muy bien. Nos vamos.
—¿Quieres que nos marchemos?
Lauren alza la vista mientras Vittorio empieza a acariciarle la pantorrilla,
subiendo luego la mano hasta su maldita rodilla.
—Sí. Ahora mismo.
—Vittorio, nos tenemos que ir —dice ella, tratando de ponerse de pie.
—No, no, no… no, no, no… no te vayas, no te vayas —dice Vittorio, alarmado.
—Tenemos que irnos, Vittorio —dice Lauren, terminando su copa.
—¡No! ¡No! —grita Vittorio, tratando de cogerla por la mano.
—¡Lauren, vámonos! —le grito.
—Ya voy, ya voy —dice ella, encogiéndose de hombros desamparada.
Va hasta la butaca donde estoy sentado y empieza a ponerse los zapatos.
—No quiero… no quiero… no quiero que te vayas —dice Vittorio desde el sofá,
con los ojos cerrados.
—Vittorio, nos tenemos que ir. Es tarde —dice ella, dulcemente.
—Póntelos afuera —le digo—. Vámonos ya.
—Oh, Sean —dice Lauren—. Cállate.
—¿Dónde está Marie? —pregunto—. Y no me digas que me calle.
—Mona y Trav la llevaron a casa en su coche. —Se estira para coger el bolso de
encima de la mesa.
Vittorio empieza a levantarse del sofá pero no puede mantener el equilibrio y se

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cae encima de la mesa, chocando contra el suelo y echándose a llorar.
—¡Oh, Dios mío! —dice Lauren, corriendo hacia él.
—No quiero volver a Italia —protesta él a gritos. Lauren se arrodilla delante de él
y trata de empujarle hacia el sofá—. No me quiero ir —repite Vittorio.
—Lauren, vámonos de una puta vez de aquí —chillo.
—¿Es que no tienes compasión? —grita ella a su vez.
—Lauren, ese hombre está borracho —grito—. Vámonos de aquí.
—No te vayas, Lauren… no te vayas —murmura Vittorio, con los ojos cerrados.
—Sí, estoy aquí, Vittorio, estoy aquí —dice ella—. Sean, trae una toalla húmeda.
—Me niego —le grito.
—Lauren —repite Vittorio sin dejar de murmurar, acurrucado como un niño
pequeño—. Lauren, ¿dónde estás? Lauren.
—Lauren —digo yo, allí de pie, mirándoles desde arriba, muy ofendido por la
escena.
—Aquí estoy —dice ella—. Aquí estoy, Vittorio. No te preocupes. —Le pasa la
mano por la frente, luego me mira—. Si no quieres traer una toalla húmeda y si no me
vas a ayudar, puedes irte ya y esperarme fuera, si te apetece. Yo me quedo.
Se acabó. Le digo que me voy, pero no importa. Me dirijo a la puerta y espero a
ver si viene. Me quedo allí tres minutos y sólo se oyen susurros en el cuarto de estar.
Luego salgo, cruzo la puerta de la verja. Hace frío y me pongo la chaqueta. Me siento
en el banquillo de la acera, enfrente de la casa. Las luces de la casa de Vittorio se
encienden. Luego, al cabo de un minuto, se apagan. Espero en el bordillo, sin saber
qué hacer, mirando la casa, durante largo rato.
Vuelvo al campus, encuentro a Judy en El Pub y fumamos yerba y luego vamos a
mi cuarto, donde hay una nota amenazadora de Rupert («TE VAS A ENTERAR»). La
arranco y se la doy a Judy. Judy me pregunta de quién es. Le digo que de Frank. Se
pone triste y empieza a llorar y me dice que ha terminado con Franklin, que ella
nunca le gustó, que nunca debieron haberse conocido. Después se siente mejor y
empieza a acercárseme.
—¿Qué le voy a contar a Lauren? —pregunto, al ver que se empieza a desnudar.
—No lo sé —dice ella.
—¿Que he follado contigo? —sugiero.
—No. No —dice Judy, aunque apostaría a que le gusta la idea.

LAUREN Tumbada en la cama, desnuda. Tarde. Doce y media. En el cuarto de la


puerta de al lado alguien oye el nuevo disco de Talking Heads. Termino el pitillo que
estoy fumando y enciendo otro. Miro a Sean. El aparta la vista con culpabilidad.

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Apoya la cabeza en la pared. La gata de Sara, Seymour, se sube a la cama y salta a mi
regazo, maullando hambrienta. Acaricio la cabeza de la gata y vuelvo a mirar a Sean.
Luego él me mira a mí y luego al espacio de la pared donde tenía clavada la vista.
Sabe que quiero que se vaya. La expresión de su cara indica claramente que lo sabe;
vístete, vete, estoy pensando. Bostezo. En el cuarto de al lado se termina el disco;
empieza otra vez. No quiero que me vea desnuda, así que me envuelvo en la sábana.
—¿Decías algo? —pregunto, acariciando la gata.
—¿Como qué?
La gata le mira y maúlla.
—Como que por qué estamos siempre en mi cuarto —digo yo.
—Porque tengo un compañero de cuarto que es francés y espantoso, por eso —
dice él.
—¿Es espantoso porque es francés?
—Sí —asiente Sean.
—Pues vaya. —Miro el pitillo que tengo en la mano; la pulsera de oro de la
muñeca. Me está mirando. Sabe que fumo sólo para fastidiarle.
—¿Sabes lo que hizo? —me pregunta.
Me huelo la muñeca, luego los dedos.
—¿Qué?
—Como mañana es Halloween partió una calabaza que compró en el pueblo y le
puso uno de esos gorros franceses, un chapeau, ya me entiendes, una de esas boinas,
y se la puso a la jodida calabaza, y en la parte de atrás escribió: «París eternamente».
Es más de lo que le he oído decir nunca y estoy asombrada, pero no digo nada.
¿Por qué ha ido Victor a ver a Jaime? El me gusta más de lo que le gusta a ella. Qué
idiotez. Me concentro en Seymour, que ronronea contenta.
—¿Qué es peor que tener a un parisino de compañero de cuarto? —me pregunta.
—¿Qué? —digo yo sin mostrar casi interés.
—Un parisino de compañero de cuarto que tenga teléfono propio.
—Tendré que pensar en eso.
—¿Qué es peor que un parisino de compañero de cuarto que tenga teléfono
propio?
—¿Qué? —exasperada—. Oye, Sean.
—Un parisino de compañero de cuarto que tenga teléfono propio y que lleve
pajarita.
En el cuarto de al lado ponen la cara uno otra vez. Me levanto de la cama.
—Si oigo esa canción una vez más empezaré a gritar. —Me pongo el vestido, me
siento en la butaca que está junto a la ventana, quiero que se marche—. ¿Vamos al
supermercado? —sugiero.
Ahora se ha sentado. Sabe que quiero que se marche. Sabe eso y que quiero que

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se marche inmediatamente.
—¿Por qué? —pregunta, mirando cómo Seymour le salta al regazo y maúlla.
—Porque necesito tampax —miento—. Y pasta dentífrica, comida de gatos, agua
mineral, mantequilla de cacahuete. —Alcanzo el bolso y, oh, mierda—. Pero creo que
no tengo dinero.
—Que te lo carguen en cuenta —dice él.
—Aborrezco que seas sarcástico —murmuro.
Quita a la gata de la cama y empieza a vestirse. Coge sus calzoncillos que están
enredados entre las sábanas y le pregunto:
—¿Por qué quitas a la gata de la cama?
—Porque me apetece.
—Ven aquí, gatita, ven aquí, Seymour —la llamo.
También odio a la gata pero hago como que me interesa sólo para chincharle. La
gata vuelve a maullar y salta a mi regazo. La acaricio. Miro cómo se viste Sean.
Tenso silencio. Se pone los vaqueros. Luego se sienta otra vez en el borde de la cama,
lejos de mí, sin camisa. Parece como si tuviera la penosa sensación de que yo sé algo
y le voy a fastidiar por ello. Pobrecito. Se pasa la mano por la cara. Y ahora le
pregunto:
—¿Qué es eso que tienes en el cuello?
Se pone tan tenso que casi me echo a reír.
—¿El qué?
—Parece un cardenal —digo como si nada.
Se dirige al espejo, se toca mucho el cuello mirándose la señal. La barbilla se le
tensa. Contemplo cómo se mira al espejo.
—Es una marca de nacimiento —dice.
—Eres tan narcisista.
Entonces suelta:
—¿Por qué estás tan puñetera esta noche? —pregunta esto mientras me da la
espalda y se pone la camiseta.
Acaricio la cabeza de Seymour.
—No estoy puñetera.
Vuelve al espejo y se mira la pequeña magulladura roja y amarilla. Ni se hubiera
enterado si no se lo digo yo. Y dice:
—No sé de qué me hablas. Esto no es un cardenal, es una marca de nacimiento.
Y ahora voy yo y le digo, sin obtener nada del placer que pensaba experimentar:
—Follaste con Judy. Es todo. —Y lo digo muy deprisa y eso le desconcierta.
Trata de no cometer un error irreparable.
Se da la vuelta y me dice desde el espejo:
—¿Qué?

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—Ya me has oído, Sean. —Estoy apretando demasiado a Seymour. Ya no
ronronea.
—Estás loca —dice él.
—¿Tú crees? —pregunto—. Me dijeron que le mordiste la parte de dentro de los
muslos. —La gata suelta un maullido y salta de mi regazo; cruza el cuarto.
Sean se ríe. Trata de ignorarme. Se sienta en la cama para atarse los zapatos.
Sigue riéndose y moviendo la cabeza.
—Vamos, vamos, ¿quién dijo eso? ¿Susan? ¿Roxanne? Venga, ¿quién? —
pregunta con una sonrisa inocente.
Pausa dramática. Miro a Seymour, también inocente, sentada junto a la puerta,
lamiéndose las patas. También me mira, como esperando una respuesta.
—Judy —digo.
Ahora él deja de reír. Deja de mover la cabeza. Se le descompone la cara. Se pone
el otro zapato. Murmura:
—No le he hecho eso a nadie. Ni siquiera a ti, ¿o sí?
—¿Qué quieres que haga? —pregunto, desconcertada—. ¿Que le diga que se abra
de piernas y lo compruebe?
¿De qué estamos hablando? Tampoco me importa mucho. Me parece tan poco
importante que no entiendo por qué le hostigo así. Probablemente porque quiero que
esto se termine y Judy me viene al pelo.
—Dios mío —dice él, y parece contrariado—. No me lo puedo creer. ¿Hablabas
en serio cuando decías que tenías el período?
—Así es —digo—. Tengo el período.
El idiota parece que se tranquiliza de verdad.
Trato de parecer destrozada y desengañada, y simplemente digo:
—¿Por qué lo hiciste, Sean?
—Me marcho —dice él, abriendo la puerta. Sale al descansillo. Hay chicas en el
cuarto de baño cortándose el pelo, haciendo ruido. Sean parece fuera de sí. Enciendo
un pitillo.
—¿Hablas en serio de verdad? —pregunta, allí de pie—. ¿De verdad la creíste?
Me pongo a reír.
Él pregunta:
—¿Qué es lo divertido?
Le miro, dejo de reír.
—Nada.
Cierro la puerta, todavía movía la cabeza, todavía murmuraba:
—No me lo creo.
Aparto la butaca, dejo el pitillo, luego me tumbo en la cama. En el cuarto de al
lado levantan la aguja del disco y ponen otra vez la cara uno. En el congelador del

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vestíbulo está el helado de Ben y Jerry y pienso en robarlo y comérmelo, pero le oigo
al otro lado de la puerta, escuchando. Me quedo quieta, casi sin respirar. El gato
maúlla. El disco se termina. Se oyen sus pisadas escalera abajo; luego en el piso de
abajo una puerta se cierra con ruido. Voy a la ventana y le veo dirigirse a su
residencia. A medio camino, pasada el Área Común, cambia de dirección y va hacia
Wooley, donde vive Judy.

PAUL A principios de noviembre una tarde que estaba en el pueblo pasé junto a la
pizzería de la calle Mayor y, entre la tormenta de nieve y el empañado y el rótulo de
neón rojo, vi a Mitchell sentado a una mesa delante de una pizza a medio comer (sólo
de queso; así las pide Mitchell siempre). Entré. Había abierto un paquete de
edulcorante bajo en calorías y dividía el polvo en largas líneas que parecían de
cocaína. Supuse que estaba solo.
—¿Te has perdido o qué? —preguntó, y encendió un pitillo.
—¿Me puedes dar uno? —le pedí.
Me lo dio pero no lo encendí.
—¿Cómo estuvo la fiesta de la última noche? —preguntó.
Me quedé callado. ¿Cómo estuvo la fiesta? La residencia estaba atestada de
borrachos y de cuerpos sudorosos que bailaban viejas canciones y se movían sin
sentido follando unos con otros. ¿A quién le importa? Hanna me había encargado que
atendiese a su hermano de diecisiete años, que había venido de Bensonhurst para ver
sí le apetecía venir a Camden. El chico me atraía pero era tan carca (me preguntó
sobre varias chicas espantosas, todas las cuales, le dije, tenían herpes) que me quité
de la cabeza todo pensamiento pervertido. Hablaba del equipo de béisbol en el que
estaba y mascaba tabaco y no tenía ni idea de que su hermana era la Reina de las
Lesbianas de McCollough. Volvimos a mi cuarto a tomar la última cerveza. Entré en
el cuarto de baño y me mojé la cara, y cuando volví se había quitado el jersey, se
había servido lo que me quedaba de Absolut y estaba usando la botella como
escupidera. Me preguntó si tenía algún disco de Bon Jovi. No hace falta decir que
tenía un cuerpo magnífico y que le dio una especie de ataque de desenfreno.
Follamos, y entre sus murmullos de «Métemela, métemela» susurraba: «No se lo
digas a mi hermana, no se lo digas a mi hermana». Le complací en ambos aspectos.
¿Cómo estuvo la fiesta?
—Bastante bien.
Mitchell sacó su tarjeta American Express y la dejó encima de la mesa al lado de
las dos líneas de edulcorante y me miró con tal vehemencia que noté como si se
produjera un vuelco en el curso de su vida. Me contó que ese abogado al que estuvo

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viendo en Nueva York el verano pasado (antes de mí, antes de nosotros), un idiota de
verdad, al que le gustaba encender los pitillos a la gente y que parpadeaba todo el
rato, acababa de volver de Nicaragua y le contó que aquello era «dinamita», así que
Mitchell pensaba ir en Navidades. Me lo dijo para molestarme, pero no me inmuté.
No me inmuté tampoco cuando Katrina, esa chica rubia de primero que anda
contándole a todo el mundo que no se me levanta, se sentó a la mesa junto a él.
—¿Os conocéis? —preguntó Mitchell.
—No —dijo ella sonriendo y presentándose.

SEAN En mitad de una pesadilla, suena el teléfono al otro extremo del cuarto, detrás
del paracaídas a rayas verdes y negras que colgó Bertrand al empezar el trimestre, y
me despierta. Abro los ojos esperando que deje de sonar, y me pregunto sí estará
puesto el contestador automático de Bertrand. Pero el teléfono sigue sonando. Me
levanto de la cama, desnudo, en erección a causa de la pesadilla, paso por la abertura
del paracaídas y me agacho para contestar.
—Diga.
Es una llamada de larga distancia y hay interferencias.
—Allo? —dice una voz de mujer.
—Diga —repito.
—Allo? Bertrand? —Más interferencias.
—Bertrand no está. —Miro la calabaza con la boina.
—Aquí Jean-Jacques —dice la voz—. Allo? Ça va?
—Dios mío —murmuro.
—Ça va? Ça va?
Dejo el teléfono descolgado, paso por la abertura del paracaídas y me tumbo.
Entonces, de repente, recuerdo la noche anterior. Me quejo y me tapo la cabeza con la
almohada pero huele a ella y tengo que quitármela de la cara. ¿Por qué coño se lo
tuvo que contar Judy? ¿Qué coño pensaba esa chica cuando se lo contó a Lauren?
Anoche traté de hablar con la muy puta pero no contestaron cuando llamé a la puerta
de su cuarto de Wooley. Volví a quejarme y tiré la almohada contra la pared,
deprimido, tenso y excitado. Me llevo la mano a la polla, quiero masturbarme un rato,
busco debajo de la cama y saco el número de octubre de Playboy, busco un poco más
y encuentro el Penthouse.
Abro el desplegable central de Playboy. Primero me fijo en la cara de la chica,
aunque no estoy seguro de por qué, pues su cuerpo, tetas, coño, culo parecen mucho
más notables. La chica está buenísima; es bastante guapa; tiene unas tetas morenas y
grandes y suaves; la piel parece salada; paso la mano por el papel satinado, el

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pequeño triángulo de vello de entre las piernas está cuidadosamente peinado y
esponjoso. Sus piernas no me gustan tanto, conque doblo parte del desplegable. La
chica se cree lista. Su película favorita es Das Boot, y es raro aunque últimamente la
película favorita de un montón de estas chicas ha sido Das Boot, pero evidentemente
es retrasada mental, por muy bonitas tetas que tenga. Me escupo en la mano pensando
que la chica parecía levemente excitada, y muevo la mano más deprisa, pero la saliva
siempre se seca y no consigo encontrar vaselina en el follón de mi cuarto así que
doblo la almohada que había tirado y leo sus medidas: 89-58-88.
Y entonces lo veo; junto a las medidas, junto al peso y la estatura (¿se supone que
esta información nos excita? A lo mejor sí) y el color de los ojos, está la fecha de su
nacimiento. Hago una rápida cuenta de memoria y me doy cuenta de que esta chica
tiene diecinueve años y yo, Sean, veintiuno. Esta chica es más joven que yo:
depresión instantánea. Esta mujer, estas carnes siempre fueron mayores que yo y eso
formaba parte de la excitación, pero ahora, al ver esto, algo en lo que antes no me
había fijado, me fastidia más que pensar en la conversación que deben haber tenido
Lauren y Judy. Tengo que cerrar el Playboy y coger el Penthouse y abrirlo por la
sección de Parejas pero es demasiado tarde y no consigo concentrarme en las palabras
y no dejo de preguntarme si de verdad le habré mordido a Judy la parte de dentro de
los muslos y, si lo hice, ¿por qué? Ni siquiera puedo recordar si pasó o no. ¿Y
cuándo? ¿Fue hace una semana? Sí, la noche de las copas en casa de Vittorio. Cierro
los ojos y trato de recordar.
Arrojo el Penthouse, que, accidentalmente, golpea el estéreo y de algún modo lo
pone en marcha, y se oye a Journey y luego en una emisora de Keene ponen The
Monster Mash y me quejo otra vez; mi erección ha desaparecido. Me levanto, me
pongo los calzoncillos, voy al retrete, abro, me miro en el espejo que hay allí colgado,
me paso el dedo por el cardenal que me hizo Judy (¿o fueron Brooke o Susan, a las
que vi anoche después de pasarme por el cuarto de Judy?). Cojo una corbata de una
percha metálica, es una corbata marrón de Ralph Lauren que me mandó Patrick como
regalo de un cumpleaños que he olvidado. La estiro, y la dejo a un lado. Cojo otra
corbata que compré en Brooks Brothers y que parece más resistente. La estiro,
probando su resistencia; luego, cuidadosamente, hago un nudo corredizo. El helecho
que me regaló una chica lo descuelgo del gancho dorado del techo que me regaló otra
chica y coloco en el suelo la planta seca, y paso la cabeza por ese nudo corredizo de
algodón de rayas rosas y grises y, a punto de ahorcarme, de repente recuerdo una
misa de Navidad. ¿Por qué? The Monster Mash sigue sonando en la radio cuando, sin
dudarlo ni un momento, cierro los ojos y doy una patada a la silla…
Quedo allí colgado un segundo (puede que ni eso) antes de que la corbata se parta
en dos y yo caiga al suelo como un idiota.
—Mierda, mierda.

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Tumbado de espaldas, en calzoncillos, miro el trozo roto de corbata que cuelga
del techo. Termina The Monster Mash. Un pinchadiscos muy alegre dice:
—¡Feliz Halloween, New Hampshire!
Me levanto del suelo y me visto. Cruzo el campus hacia los comedores. Hay que
acabar con esto.

LAUREN Primero veo a aquel idiota en Correos que está echando cartas sin mirarlas.
Luego se me acerca mientras estoy comiendo con Roxanne, que tomaba una cerveza.
Leo Artforum, llevo gafas de sol. Roxanne probablemente se ha acostado con él.
Roxanne lleva una camisita y un collar de perlas, el pelo con mucha brillantina. Tomo
té y un Tab, sin hambre. Roxanne le mira desconfiada cuando él se sienta. Se quita las
gafas de sol. Le miro. ¿He follado yo con esa persona?
—Hola, Roxanne —dice él.
—Hola, Sean —Roxanne se levanta—. Tengo que hablar contigo después —me
dice, coge un libro, se marcha, vuelve por la cerveza. Asiento, paso la página. Sean
toma un sorbo de mi Tab. Enciendo un pitillo.
—Traté de matarme esta mañana —dice él como quien no quiere la cosa.
—No me digas. ¿De verdad? —pregunto, dando una larga calada al pitillo.
—Sí —dice él. Está nervioso, pasea la vista constantemente por el comedor.
—Caramba —murmuro escépticamente.
—Traté de ahorcarme.
—Vaya, vaya. —Bostezo. Paso la página—. ¿De verdad?
Me mira como sí quisiera quitarme las gafas de sol pero no puedo soportar el
mirarle sin los cristales azulados. Por fin dice:
—No.
—Si lo intentaste —le pregunto—, ¿por qué no lo hiciste? ¿Culpabilidad?
—Creo que deberíamos hablar —dice.
—No hay nada de que hablar —le advierto, y en realidad resulta sorprendente que
no lo haya. Todavía pasea la vista nervioso por la enorme sala, probablemente
buscando a Judy, la cual después de venirse abajo y contármelo se fue a Nueva York
con Franklin a la fiesta de Halloween. Parece triste, como si tuviera algo en la cabeza,
y no entiendo por qué no se da cuenta de que quiero que me deje en paz, que ya no
me importa. ¿Cómo puede seguir pensando que todavía me gusta? ¿Que me gustó
alguna vez?
—Tenemos que hablar —dice.
—Te repito que no hay nada de que hablar. —Sonrío y tomo un sorbo de té—.
¿De qué quieres hablar?

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—¿Qué te pasa? —pregunta.
—Oye. Follaste con Judy. Eso pasa.
Él no dice nada.
—¿Lo hiciste o no? —pregunto, aburrida.
—No me acuerdo —dice al cabo de un rato.
—¿No te acuerdas?
—Oye Lauren, estás dándole demasiada importancia. Comprendo que te sientas
molesta pero sabes que eso no significa nada. ¿Quieres que admita que lo siento
mucho? —pregunta.
—No —digo yo.
—Está bien. Lo admito. Lo siento mucho.
—Te sientes humillado —digo yo, semisarcástica, pero es demasiado torpe para
cogerlo.
—¿Humillado? ¿Por qué?
—Te fuiste a la cama con mi mejor amiga —digo, tratando de parecer enfadada,
agarrando la taza.
Por fin dice:
—No es tu mejor amiga.
—Sí que lo es, Sean.
—Bueno —dice—. No lo sabía.
—Da lo mismo —digo en voz alta.
—¿El qué? —pregunta él.
—Nada. —Me pongo de pie. Me coge de la muñeca cuando estiro el brazo para
tomar la revista.
—¿Por qué te acostaste conmigo si ya lo sabías? —pregunta.
—Porque me da lo mismo —digo.
—Te conozco bien Lauren —dice.
—Eres patético y estás hecho un lío —le digo.
—Espera un momento —dice—. ¿Qué importancia tiene con cuántas he follado?
¿O a quién me follé? ¿Desde cuándo acostarse con otra persona significa que no te
soy fiel?
Pienso en eso hasta que me suelta la muñeca y me echo a reír. Busco con la vista
otra mesa en la que sentarme. Puede que vaya a clase. ¿Qué día es hoy?
—Tienes razón, supongo —digo, tratando de buscar algún tipo de salida.
Antes de alejarme de él cavilando qué será de Victor, me pregunta:
—¿Por qué no me quieres, Lauren?
—Fuera de aquí —le ordeno.

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SEAN El resto del día.
Yo y Norris vamos al pueblo en el Saab de Norris. Norris está cansado y con
resaca (demasiado MDA, demasiado sexo con varias de primero). Conduce muy
deprisa y no digo nada; me limito a mirar por la ventanilla las nubes grises que arriba
forman montañas rojas y verdes y naranjas. Monster Mash suena en la radio y me
recuerda lo de esta mañana.
—Lauren se enteró de lo de Judy —le cuento.
—¿Cómo? —pregunta, abriendo la ventanilla—. ¿Está mi pipa en la guantera?
Lo compruebo.
—No. Se lo dijo Judy.
—Coño —dice él—. ¿Estás de broma? ¿Por qué?
—¿Te lo puedes creer? No lo sé —digo moviendo la cabeza.
—¿Está cabreada?
Pasamos junto a una chica de pueblo muy sexy que vende adornos y calabazas
junto al instituto. Norris aminora la marcha.
—¿Y quién no?
—Claro —dice Norris—. Juraría que la pipa estaba ahí. Mira otra vez.
—Sí. Está cabreada —digo—. ¿No te cabrearías tú si la chica de la que estás
enamorado follara con tu mejor amigo?
—Supongo que sí. Duro, ¿eh?
—Sí. Tengo que hablar con ella.
—Claro, claro —dice Norris—. Pero este fin de semana se fue a Nueva York.
—¿Qué? ¿Quién? ¿Lauren?
—No, Judy.
No hablaba de ella, pero de todos modos me tranquiliza saberlo.
—¿De verdad?
—Sí. Tiene un novio allí.
—Terrible.
—Es abogado. Veintinueve años. Vive al oeste de Central Park. Se llama Jeb —
dice Norris.
—¿Y qué pasa con Frank? —pregunto, y luego—: ¿Jeb?
—El tipo conoce a Franklin —dice Norris.
Puede que no se haya terminado todo con Lauren, pienso. A lo mejor vuelve
conmigo. Norris aparca el coche detrás del banco de la calle Mayor y busca la pipa.
En el drugstore. Mientras a Norris le despachan una receta de Ritalin, hojeo las
revistas porno que están junto a la sección de higiene dental. Abro un número de
Hustler: típicas fotos exclusivas del Príncipe Andrés, Brooke Shields, Michael
Jackson, todas borrosas, todas en blanco y negro. La revista promete fotos de Pat
Boone y de Boy George desnudos el mes que viene. No. La dejo en el estante, abro el

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número de octubre de Chic. El desplegable del centro es de una mujer vestida de
bruja, con la capa abierta, masturbándose con la escoba. Está más buena que Lauren
pero en plan más delgado y no me calienta. El desplegable se suelta solo y cae al
suelo y se desliza, abierto, hasta los pies de una abuela de pelo azul que está leyendo,
no mirando, no echando una ojeada, sino leyendo la parte de atrás de una botella de
Lavoris. Mira el desplegable y se le abre la boca y se cambia rápidamente a otro
pasillo. Lo dejo allí y me acerco a Norris, que está en la caja con el medicamento, y le
digo:
—Vámonos de aquí.
Suspiro y miro las chucherías que hay junto a la caja registradora. Cojo un
paquete de cacahuetes, y recuerdo la noche pasada pero sólo vagamente. ¿De qué
discutimos? ¿Hubo emoción alguna? ¿Levantamos la voz? ¿O sólo era una sensación
general de desprecio y traición e incredulidad? Le pido a Norris que me pague los
cacahuetes y un tubo de sangre para bromas. Norris paga y pregunta a la asustadiza
cajera llena de granos si sabe quién escribió Memorias del subsuelo. La chica, que es
tan vulgar que uno no podría acostarse con ella ni por dinero ni por nada, sonríe y
dice que no, y que podemos mirar en el estante de los bestsellers. Nos vamos de la
tienda y Norris suelta con excesivo desprecio:
—Los de pueblo son tan ignorantes…
Luego, en la tienda de disco. Norris toma Ritalin, yo miro la funda del último
Talking Heads. ¿No era el que ponían anoche mientras charlábamos? Aquello me
deprime, sólo hace falta que me sienta raro. Lo dejo y decido regalarle un disco a
Lauren. Trato de recordar cuáles son sus grupos favoritos, pero nunca hablamos de
esas cosas. Cojo un disco antiguo de Police, pero Sting es demasiado guapo y me
pongo a buscar álbumes de grupos que no tengan músicos tan guapos. Pero a lo mejor
con los cacahuetes ya es suficiente y voy donde Norris, que me guiña el ojo, mientras
paga una antología de viejos temas de la Motown a la chica rubia y gorda de detrás de
la caja, que lleva un anorak verde y una camiseta del calibre 38 Especial. Cuando le
da el cambio, Norris le pregunta si sabe quién escribió Memorias del subsuelo. La
chica se ríe de él con desprecio (una risa como de Lauren), y dice:
—Dostoievski. —Y le devuelve el álbum a Norris, y los dos volvemos al campus
en coche bastante sorprendidos.
Sentado en clase. Es sobre algo que llaman Kafka/Kundera: La Conexión Oculta.
Estoy mirando a esa chica, Deborah, creo, que está sentada enfrente de mí. No
consigo centrarme en nada y sólo he aparecido por clase porque no me queda yerba.
Tiene el pelo rubio y corto, afeitado por detrás, y por los lados, en punta. Todavía
lleva gafas de sol, pantalones de cuero, botas de policía de tacón alto, blusa negra,
pesadas joyas de plata y me recuerda substancialmente a Lauren. Lauren a la hora de
comer. Lauren no se quitó las gafas de sol. Lauren con unos pantalones que dejaban

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ver sus tobillos sexy y dorados, con un jersey de cuello de pico azul y negro. Miro el
trabajo, fotocopiado, que tengo delante pero no consigo leerlo. Estoy terriblemente
salido porque no terminé de masturbarme esta mañana. ¿Cuándo fue la última vez
que lo hicimos? Hace cuatro días. Las palabras que trato de que me interesen no
tienen sentido. Vuelvo a mirar a la chica y me pongo a fantasear que me acuesto con
ella, con ella y con Lauren al mismo tiempo. Lauren y ella desnudas, una encima de
la otra, con los coños juntos, suspirando. Tengo que moverme en la silla porque la
erección me molesta. ¿Por qué me excita tanto el lesbianismo?
La profesora, una mujer grande de aspecto amigable (pero no jodible), dice:
—Sean.
Cruzando las piernas nadie se dará cuenta. Me incorporo en la silla.
—¿Qué?
La profesora dice:
—¿Por qué no nos explicas lo que significa el último párrafo?
Lo único que puedo decir es:
—Bueno. —Y miro el último párrafo.
La profesora dice:
—Resúmenoslo.
—¿Que lo resuma? —digo.
—Sí, resúmelo —dice la profesora.
—Bueno… —Y ahora tengo la desagradable sensación de que esa chica de las
gafas de sol se está riendo y burlando de mí. Le lanzo una rápida ojeada. No lo hace.
Me miro el ensayo. ¿Qué último párrafo? Lauren.
La profesora está perdiendo la paciencia.
—¿Qué crees tú que significa?
Examino el último párrafo. ¿Qué es esto? ¿El instituto? Dejaré el college. Aunque
supongo que si me quedo atascado lo suficiente la profesora le preguntará a otro,
conque espero. Todos me miran. Un chico con el pelo rojo en punta que lleva una
chapa de «Estás loco» en su chaqueta tipo Nehru color negro ratón levanta la mano.
Lo mismo el idiota del extremo de la mesa que parece el cantante de los Bay City
Rollers. Hasta el carapijo rubio de Los Angeles, cuyo cociente intelectual debe andar
por debajo de cuarenta, levanta un brazo moreno. ¿Qué coño está pasando aquí? Me
iré del college. ¿Aprendía algo acaso?
—¿De qué habla, Sean? —pregunta la profesora.
—¿De su insatisfacción con el gobierno? —pregunto a mi vez.
La chica de las gafas de sol levanta una mano. ¿Llevas el diafragma puesto
siempre que sales? Me apetece gritar, pero no lo hago porque la idea me excita de
verdad.
—En realidad, es sobre lo contrario —dice la profesora, que seguro que es

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bollera, tocándose el collar—. ¿Lars? —pregunta.
—Bueno, como el tipo estaba totalmente deprimido porque, bueno, el tipo se
convirtió en una chinche y enloqueció…
Bajo la vista y me apetece gritar: «Oye, yo creo que es una obra cojonuda», pero
no la he leído, así que me callo.
Y al salir de clase en el descanso con intención de no volver las cosas no mejoran
pues tengo que ir a ver a mi tutor, Mr. Masur, cuyo despacho está en el Cobertizo.
También conocido por Pabellón de Gobierno. Y al caminar por el sendero de grava
me pregunto qué estará haciendo Lauren ahora mismo, en este preciso momento,
¿Estará en su cuarto de Canfield, o en Swan con unas amigas preparando las
calabazas y emborrachándose? ¿O en el estudio de danza? ¿En la sala de
computadores? ¿Con Vittorio? No, Vittorio se ha ido. ¿Con Stump? Puede que ande
por el Área Común hablando con Judy o Stephanie o quien coño sea, leyendo el
Times, haciendo el crucigrama de los viernes. Me abrocho la chaqueta. Siento
náuseas. Camino deprisa. La chica sueca de Bingham que siempre pensé que estaba
buena (y que también se folla a Mitchell) se acerca por el sendero en dirección a mí.
Comprendo que voy a tener que cruzarme con la sueca y decirle algo o sonreír.
Podría ser mal educado y no decir nada. Pero ella pasa y sonríe y me dice:
—¡Hola! —Y yo no contesto. Nunca le digo nada a la sueca y me siento culpable
y me doy la vuelta y le digo en voz alta:
—¡Hola!
La sueca se da la vuelta y sonríe confusa, y yo me pongo a correr hacia El
Cobertizo, abochornado, febril, dirigiéndome a la entrada principal, saludo con la
mano a Getch que está preparando una exposición de fósiles, subo los escalones de
dos en dos y llego al despacho de Masur. Llamo, sin aliento.
—Entre, entre —dice Mr. Masur.
Entro.
—Ah, Mr. Bateman, me alegra verle de vez en cuando. ¿Esta vez cuánto hace?
Por lo menos un mes, ¿no? —pregunta sarcástico el hijoputa.
Hago una mueca y me desplomo en la silla que hay frente a su mesa.
—¿Qué ha sido de su vida? Se supone que tenemos que vernos todas las semanas
—dice Masur, echándose hacia adelante.
—Bueno, verá… He estado muy ocupado.
—No me diga —dice Masur torciendo el gesto. Se pasa la mano por su largo pelo
gris, chupando mientras enciende la pipa, como un auténtico ex bohemio.
—Recibí su nota. ¿Qué pasa? —Sé que algo malo va a pasar.
—Sí. Bueno… —Busca entre los papeles de la mesa—. Como ya sabe, estamos a
mitad de trimestre y ha llegado a mí conocimiento que no ha aprobado tres de las
asignaturas. ¿Es cierto?

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Intento parecer sorprendido. De hecho pensaba que había suspendido cuatro
asignaturas. Trato de imaginar cuál habré aprobado.
—Bueno, verá… tuve problemas con un par de asignaturas —pausa—. ¿Me han
suspendido taller de escultura?
—En efecto, así es —dice Masur, mirando siniestramente una hoja de papel color
rosa que tiene en la mano.
—Pues no sé por qué —digo inocentemente.
—Al parecer Mr. Winters dijo que por su proyecto de mitad de trimestre; le
parece que lo único que usted hizo fue pegar tres piedras que encontró detrás de su
residencia y pintarlas de azul.
Masur parecía apenado.
No digo nada.
—También está Mrs. Russell; dice que no ha asistido regularmente a sus clases —
dice Masur, mirándome.
—¿Cuál he aprobado?
—Bien, Mr. Schonbeck dice que usted ha trabajado bastante —dice Masur,
sorprendido.
¿Quién es Mr. Schonbeck? Nunca he asistido a ninguna clase que diera ese tal Mr.
Schonbeck.
—Bueno, es que he estado enfermo. Enfermo.
—¿Enfermo? —pregunta Masur, con aspecto todavía más apenado.
—Sí, enfermo.
—Vaya, vaya. —Siguió un incómodo silencio. El olor de la pipa de Masur me
provoca náuseas. Me entra una prisa tremenda por irme. También me pone malo que
aunque Masur no sea inglés hable con un leve acento británico.
—Creo innecesario decirle, Mr. Bateman, bueno, Sean, que su situación aquí es,
digamos, más bien… inestable.
—¿Inestable? Ya, bueno, yo…
—¿Piensa hacer algo? —me pregunta.
—Lo arreglaré.
—¿En serio?
—Sí. Ya verá como sí.
—Bien, muy bien.
Masur parece confuso pero sonríe al decir esto.
—¿De acuerdo? —Me levanto.
—Por mí, de acuerdo —dice Masur riéndose.
Yo también me río, abro la puerta, estupefacto, y luego cierro la puerta, planeando
una sobredosis.
En mi cuarto está Beba, la novia de Bertrand. Está sentada sobre el colchón de

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debajo del encerado de pared a pared que venía con la habitación, con la calabaza en
el regazo, y ejemplares atrasados de Details a su alrededor. Beba va a primero y es
bulímica y está leyendo Edie desde que llegó en septiembre pasado. Tiene el teléfono
de Bertrand colgado del cuello, cubierto por su pelo rubio platino que le llega a los
hombros. Enciende un pitillo y me saluda con la mano cuando paso por la abertura
del paracaídas. Me siento en mi cama, con la cara entre las manos. En el cuarto todo
está en silencio, excepto Beba:
—Sí, mañana, digamos que hacia las dos y media.
La corbata rota todavía cuelga del gancho y la quito y la tiro contra la pared.
Empiezo a rebuscar por el cuarto. Basta de Nyquil, basta de Librium, y basta de
Xanax. Encuentro un tubo de Rinomicina y lo vacío en mi sudorosa mano. Veinte
pastillas. Busco por el cuarto algo con qué tomármelas. Oigo que Beba cuelga el
teléfono, luego empiezan a sonar Siouxsie and the Banshees.
—Beba, ¿sabes si Bert tiene algo de beber por ahí? —digo.
—Voy a ver. —Oigo que baja la música, que tropieza con algo. Luego aparece un
brazo por la apertura del paracaídas y me tiende una cerveza.
—Gracias. —Le cojo la cerveza de la mano.
—¿Sigue teniendo coca Alonzo? —pregunta.
—No. Alonzo se fue a Nueva York este fin de semana —le digo.
—Dios mío —la oigo murmurar.
Me pregunto si debería de dejar una nota explicando por qué hago esto, por qué
he tomado todas esas pastillas de Rinomicina. Suena el teléfono. Beba contesta. Me
tumbo después de tomar cinco. Bebo algo más de cerveza. Beba pone otra cinta, The
Cure. Tomo tres pastillas más. Beba dice:
—Sí, le diré que llamó Jean-Jacques. Vale, ça va, sí, ça va.
Empiezo a dormirme, riéndome…, ¿de verdad trato de tomar una sobredosis de
Rinomicina? Oigo que Bertrand abre la puerta, riendo.
—Ya he vuelto —dice, entrando.
Pero Norris me despierta poco después de las nueve. No estoy muerto, sólo me
duele el estómago. Estoy dentro de la cama, pero vestido. La habitación está a
oscuras.
—Te dormiste y te has perdido la cena —dice Norris.
—Pues vaya. —Trato de incorporarme.
—Pues sí.
—¿Qué me he perdido? —Intento despegar la lengua del velo del paladar de una
boca muy seca y apestosa.
—Una pelea a puñetazos entre lesbianas. El concurso de calabazas. —Norris se
encoge de hombros.
—Tío, estoy tan cansado. —De nuevo intento incorporarme. Norris está en la

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puerta y enciende una luz. Se dirige a la cama.
—Tienes Rinomicinas por todas partes —señala Norris.
Cojo una pastilla, la tiro.
—Sí. Ya lo sé.
—¿Qué intentabas hacer? ¿Una sobredosis de Rinomicina? —se ríe, agachándose.
—No se lo cuentes a nadie —digo, levantándome—. Necesito una ducha.
—Quedará entre tú y yo —dice, sentándose.
—¿Dónde están todos? —pregunto, quitándome la ropa.
—En Windham. En la fiesta de Halloween. Tu compañero de cuarto iba de
Torinal. —Norris coge un número de The Face que por alguna razón está en mi parte
de la habitación. Lo hojea con aire de aburrimiento—. O de eso o de tarta. No lo
podría decir.
—Me voy a duchar —le digo. Agarro mi albornoz.
Norris coge la caja de cacahuetes.
—¿Puedo tomar uno?
—No, no la abras. —Salgo de mi estupor—. Son para Lauren.
—Tranquilízate, Bateman.
—Son para Lauren. —Me tambaleo hacía la puerta.
—¡Tranquilízate! —grita.
Me dirijo al cuarto de baño, medio mareado, tengo que apoyarme en la puerta
antes de entrar. Me meto en la ducha, me quito el albornoz, me apoyo en la pared
antes de abrir el grifo, pensando que me voy a desmayar. Me sacudo la cabeza: la
sensación sigue, abro el agua, poco caliente, sigue cayendo casi gota a gota de la
alcachofa oxidada.
Me siento en el suelo de la ducha y veo la Gillette de Bertrand en el rincón junto a
un tubo de espuma de afeitar Clinique. Saco la cuchilla de la maquinilla y me quedo
mirándola largo rato. Me la llevo a la muñeca. Vuelvo la cabeza, con la palma de la
mano hacia arriba, y poco a poco me la acerco al brazo cortando algunos pelitos.
Aparto la cuchilla y quito los pelos. Luego vuelvo a acercármela al brazo, esta vez
apretando con fuerza en la muñeca, tratando de atravesar la piel. Nada. Hago más
fuerza, pero sólo hace unas marcas rojas. Pruebo la otra muñeca, apretando con todas
mis fuerzas, y me entra agua en los ojos. La cuchilla no tiene filo. Vuelvo a
apretármela contra la muñeca, sin fuerza, una vez más.
A pesar del sonido del agua que cae, oigo que Norris dice:
—Sean, ¿te falta mucho?
Me levanto torpemente, apoyándome en la pared.
—Un par de minutos. —La cuchilla cae al suelo haciendo ruido.
—Oye, estaré en la fiesta, ¿de acuerdo?
—Sí. De acuerdo.

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—Déjate caer por allí.
Me pregunto si Lauren también irá. Me imagino que cruzo la sala de estar de
Windham y que nuestras miradas se encuentran y que su rostro está lleno de
remordimiento y de ansia; se me acerca. Nos abrazamos en mitad de la sala
abarrotada mientras todos sueltan vítores y dejan de bailar. Los dos, allí, abrazados…
—Sí. Muy bien. Iré. —El cuarto de baño está lleno de vapor, y no porque el agua
esté muy caliente, sino porque en el dormitorio hace mucho frío.
—Nos veremos allí. —Norris se marcha.
Me miro las muñecas, luego paso el dedo por el cardenal del cuello.
Me lavo la cabeza dos veces, me seco y vuelvo a mi cuarto donde me deshago de
la corbata rota y del Rinomicina que está por el suelo. Me visto enseguida, excitado,
y cojo la caja de cacahuetes y, cuando estoy a punto de salir, la calabaza de Bertrand,
que está en el borde de la ventana, se enciende. Miro dentro de la cara encendida y
como sé que a Lauren le va a gustar, me la llevo. Estoy tan alterado ante la
perspectiva de reconciliarme con ella que no me importa si El Rana se va a cabrear.
Salgo del cuarto sin cerrar con llave y cruzo el campus a toda prisa camino de su
cuarto, con cuidado de que la luz de la calabaza no se estropee. Dos chicos vestidos
de chica y dos chicas vestidas de chico pasan a mi lado borrachos, gritando:
—¡Feliz Halloween! —Y me tiran caramelos.
Abro la puerta de atrás de Canfield y me dirijo a la oscura escalera que lleva a su
cuarto. Llamo. No responde nadie. Espero y llamo más fuerte. Me quedo allí,
maldiciéndome y alguien pasa por detrás de mí disfrazado de porro y se mete en el
cuarto de baño. Mi excitación por verla empieza a disiparse poco a poco. Debe de
estar en la fiesta, conque me voy para Windham con la calabaza todavía encendida, y
el paquete de cacahuetes en el bolsillo.
La sala de estar de Windham está bañada por esa misteriosa y difusa luz naranja.
Y suena muy fuerte una vieja canción de Stevie Wonder; «Superstition». Ando hacia
las ventanas de la parte delantera del edificio. La sala se encuentra abarrotada de
gente disfrazada que baila. Todas las bombillas de las lámparas han sido
reemplazadas por otras naranja. Bertrand está disfrazado de Torinal, pero más bien
parece un aro. Getch va de monja preñada. Tony, de hamburguesa. Hay un par de
chicas de Madonna. Rupert va de Cara de Cuero de La matanza de Texas. Un par de
tipos de primero, de Rambo. Localizo a Lauren casi de inmediato. Baila en medio de
la pista con Justin Simmons, un chico alto, pálido y de pelo negro que estudia
literatura y lleva gafas de sol negras, pantalones vaqueros negros, camiseta negra con
una calavera en la espalda. Lauren echa la cabeza hacia atrás y se ríe y Justin tiene las
dos manos encima de sus hombros.
Suelto un murmullo ahogado al apartarme de la ventana.
Corro de vuelta a Canfield y tiro la calabaza de Bertrand contra la pared de al

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lado de su puerta, y chafo todos los cacahuetes contra la puerta. Arranco el bolígrafo
de la cuerda de la que está colgado y también un trozo de papel, y escribo: «Que te
den por el culo hasta que te mueras» con grandes letras negras. Lo dejo junto a la
calabaza negra rota y a los cacahuetes aplastados. Furtivamente, bajo la escalera y me
alejo en la oscuridad.
A medio camino miro el edificio y la fiesta ahora es más ruidosa que antes, como
si se burlara de mí. Me detengo y decido quitar la nota de la calabaza. Vuelvo a
Canfield, subo la escalera hasta su cuarto, cojo la nota y me la llevo. Llego a la puerta
principal de Canfield y entonces decido dejar la nota donde estaba. Vuelvo a subir la
escalera y clavo nuevamente la nota en la calabaza. La miro. Que te den por el culo
hasta que te mueras. Salgo de Canfield y vuelvo a mi cuarto.
Me quedo tumbado en la cama durante cerca de una hora, terminando la última de
las seis latas de Grolsch de Bertrand y escuchando «Funeral por un amigo» y tratando
de acompañarla con mí guitarra; pensaba en Lauren. Se me ocurre algo. Voy a la
mesa y cojo el tubo de sangre para bromas que compré antes en el pueblo. Me siento
en la butaca, borracho, enciendo el flexo y leo las instrucciones. Como no tengo
tijeras para abrir el tubo lo muerdo, y me entran en la boca un par de gotas de líquido
con sabor a plástico. Las escupo y me quito el mal sabor con la Grolsch caliente.
Luego aprieto el tubo. Parece sangre de verdad y levanto la muñeca y me hago una
línea roja y el líquido gotea poco a poco sobre la mesa. Me hago otra línea en la otra
muñeca «Funeral por un amigo» se convierte en «El amor está sangrando». Levanto
los brazos; gotean sangre para bromas que me llega hasta los sobacos. Me vuelvo a
sentar en la butaca y me echo más sangre para bromas en los brazos. Me levanto, voy
al retrete, y me miro en el espejo. Echo la cabeza hacia atrás y me hago una línea en
el cuello. Me siento aliviado. La sangre para bromas me corre por el pecho
manchándome la camisa. Me hago otra línea en la frente. Me aparto del espejo y me
siento en el suelo, junto a uno de los altavoces. La sangre para bromas se me cae de la
frente y pasa por la nariz hasta los labios. Subo el volumen al máximo.
La puerta se abre lentamente y oigo por encima de la música, al otro lado del
paracaídas, a Lauren que dice:
—He llamado, Sean. ¿Estás ahí? —Una mano pasa por la abertura del paracaídas.
—Sean —me llama Lauren—. Leí tu… mensaje. Tienes razón. Debemos hablar.
Mira la cama y luego a mí. No me muevo. Lauren se queda sin respiración. Pero
no lo puedo evitar y me muevo. La miro, untado de sangre para bromas, borracho,
sonriente.
—Estás completamente loco —grita—. ¡Estás loco! No te soporto.
Pero entonces se vuelve antes de salir del cuarto y se me acerca. Ha cambiado de
idea. Se arrodilla delante de mí. La música llega a un crescendo mientras me limpia la
cara con toda delicadeza. Me besa.

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LAUREN Entro en El Pub. Me paro junto a la máquina de tabaco. Estropeada. En la
gramola atruenan Talking Heads. Sean está junto a la barra con una cazadora de
policía y una camiseta negra. Habla con unos punks que están de visita. Me acerco a
él y pregunto:
—¿Estás bien?
Termino sentándome con él. Miro la máquina del millón, una Royal Flush,
mientras él se pone todo enfurruñado.
—Siento que mi vida no va a ninguna parte. Me siento increíblemente solo —
dice.
—¿Quieres una Beck’s? —le pregunto.
—Sí. Negra —dice.
No aguanto a esta persona ni un minuto más. Tropiezo con Franklin, que está
apoyado en la máquina de tabaco estropeada. Me sonríe levemente. Me abro paso
hasta la barra y pido dos cervezas. Hablo con esa chica tan agradable de Rockway y
con su espantosa compañera de cuarto. Se acerca un extraño grupo de estudiantes de
doctorado de clásicas, que parecen empleados de una funeraria. Una noche típica en
El Pub. Gente vestida con ropa interior, estudiantes de arte dramático maquillados
todavía. El chico brasileño que no puede beber porque ha perdido el carné de
identidad. Alguien me pellizca el culo pero no me giro para mirar.
Vuelvo a la mesa con las cervezas. Sean todavía tiene unas manchitas de rojo en
la cara y estoy a punto de mojar una servilleta en la cerveza para quitárselas. Pero
empieza a quejarse y me mira con dureza al preguntar:
—¿Por qué no te gusto?
Me levanto, voy al cuarto de baño, hago cola, y cuando vuelvo me lo pregunta
otra vez.
—No lo sé —digo encogiéndome de hombros, y paseo la vista por el bar. Sean se
levanta a jugar al millón.
—Esto no pasaría en Europa —dice alguien vestido de surfer (de hecho es el
chico de Los Angeles) y, claro, me viene a la mente Victor y entonces, mierda, se
arrodilla alguien junto a mi silla y me habla de las primeras veces que tomó MDA,
enseñándome la botella de Cuervos que metió de extranjis en El Pub, y para
desilusión mía me interesa. Sean se vuelve a sentar y comprendo que vamos a reñir.
Suspiro y le digo:
—Me gusta otra persona.
Vuelve a jugar al millón. Yo voy al cuarto de baño otra vez con la esperanza de
que alguien ocupe nuestra mesa. Hago cola con las mismas personas que la otra vez.
Cuando vuelvo a la mesa, sigue allí.
—¿Qué decías?

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—Que me gusta otra persona —le digo.
Joseph el Guapo, con el que Alex, la chica agradable de Rockaway, se acuesta,
entra y le da algo al chico brasileño. Paul se ha cortado el pelo a cepillo y le queda
bien, resulta divertido pero sexy, y me mira y yo alzo las cejas y sonrío. El mira a
Sean y luego me mira a mí y saluda cansinamente con la mano. Luego vuelvo a mirar
a Sean.
—Quiero saber cómo eres —lloriquea Sean.
—¿Qué?
—Que quiero conocerte. Saber cómo eres —suplicante.
—¿Qué quieres decir? ¿Saber cómo soy? —le pregunto—. ¿Conocerme? Nadie
sabe cómo es nadie, nunca. Jamás. Nunca sabrás cómo soy yo.
—Oye —dice, tocándome la mano.
—Tranquilízate —le digo—. ¿Quieres Motrin?
Empieza una pelea junto a la gramola. Unos de último curso quieren
desenchufarla y poner cintas. Unos de primero no quieren y trato de concentrarme en
eso. Los de primero terminan imponiéndose porque son más fuertes que los de último
curso. Físicamente más fuertes. ¿Cómo puede pasar una cosa así? Suena «Chicos del
verano». Pienso en Victor. Sean se levanta a jugar al millón con el pobre de Franklin.
Escalera de color se llama el juego. Hay un rey y una reina y un comodín encendidos,
todos mirando a la persona que juega con la máquina, y las coronas de sus cabezas se
encienden y se apagan cada vez que el jugador hace puntos. Me divierte durante un
rato.
Vuelvo a mirar a Paul. Parece destrozado. Está mirando a Sean. Sean me sigue
mirando a mí, como si supiera que le mira Paul, y luego miro a Paul otra vez y Paul
todavía mira a Sean. Sean se da cuenta y se ruboriza, pone los ojos en blanco y se
vuelve hacia la máquina. Miro a Paul una vez más. Aplasta el vaso de plástico entre
los dedos y aparta la mirada, agonizante. Empiezo a entender algo y entonces pienso:
es imposible, totalmente imposible. No puede ser. Vuelvo a mirar a Sean y casi me lo
creo, pero luego no porque él no mira a Paul. Y entonces me enfado al ponerme a
recordar lo terrible que fue con Paul y Mitchell; Paul negándolo todo, qué patética
estaba yo, a ver cómo se suponía que debía de comportarme cuando no existía
auténtica competencia. Si Paul hubiera estado con otra chica aquel fin de semana en
Cabo Cod en lugar de con Mitchell, o si ahora, aquí en El Pub, fuera otra chica la que
se comía a Sean con la vista, estaría bien, resultaría fácil de admitir. Pero eran Paul y
Mitchell y no había nada que hacer. Aunque siempre existe la posibilidad de que Mr.
Denton me mire a mí y no a Sean. «Chicos del verano» termina y empieza de nuevo.
Rupert se sienta a mi lado. Lleva puesta una camiseta de David Bowie y un
sombrero flexible; todavía no se ha quitado aquella horrible careta que llevaba, y me
ofrece coca. Le pregunto que dónde está Roxanne. Me dice que se fue a casa con

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Justin. Sonríe.

VICTOR Nueva York era un auténtico follón. Terminé quedándome con una chica
que creía que le mandaban cartas de Júpiter. No tenía caderas y era de Akron y
trabajaba de modelo para pantalones vaqueros Gitano, pero de todos modos seguía
siendo un rollo. Me pilló saliendo con la hija de Philip Glass y me dio la patada. Me
quedé en Morgan’s un par de noches y me largué sin pagar la cuenta. Luego estuve en
casa de unos licenciados de Camden, en Central Park, y descolgué todos los teléfonos
porque no quería que mis padres supieran que había vuelto a la ciudad. Intenté
conseguir trabajo en el Palladium pero uno de Camden cogió el único que quedaba:
en el guardarropa. Estuve en una banda de rock, vendí ácido, fui a un par de fiestas
estupendas, salí con una chica que trabajaba en el Interview, salí con otra modelo —
una de las ayudantes de Malcolm McLaren—, traté de volver a Europa, pero una fría
tarde de noviembre en que no tenía fiesta a la que ir decidí regresar a New
Hampshire, a Camden. Me llevó en coche Roxanne Forest, que había venido a la
ciudad para el estreno de una película o con motivo de la apertura de otro restaurante
Cajun, y me quedé con ella y Rupert Guest el traficante, en su casa de North Camden,
que era un sitio tranquilo pues tenía una provisión ilimitada de yerba muy buena.
Además quería ponerme en contacto con Jaime. Cuando llamé a Canfield, una chica
de voz desconocida contestó al teléfono.
—Canfield House, ¿diga?
—Oiga —dije.
Hubo una pausa y luego la chica reconoció mí voz y dijo:
—¿Victor?
—Sí. ¿Quién habla? —pregunté, sin saber si era Jaime, cabreado porque no
estaba en Manhattan cuando volví.
—Victor —dijo la chica riendo—. Soy yo.
—Claro —dije yo—. Eres tú.
Rupert estaba en el suelo tratando de pegar una pipa de barro que había roto, pero
en vez de eso la rompió más. Me puse nervioso al verle y dije a la voz del teléfono.
—Oye, ¿y quién eres tú?
—Victor, ¿por qué no me has llamado? ¿Dónde estás? —preguntó la voz. O eso,
o yo estaba alucinando de verdad.
—Estoy en Nueva York con una chica preciosa y la vida es asquerosa y aquí vive
mamá osa —dije riendo; entonces noté un movimiento por parte de Rupert. Se
levantó de un salto y puso Run D.M.C. en el estéreo y empezó a cantar con ellos
mientras llenaba la pipa de yerba.

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—Pásamela —le dije a Rupert.
—Te he… te he… —la voz titubeaba.
—¿Qué te ha pasado, guapa? —pregunté.
—Te he echado tanto de menos —dijo ella.
—Oye, guapa. Bueno, yo también te he echado de menos.
Esta chica estaba como un cencerro y empecé a cabrearme porque, al intentar
encender la pipa, la yerba se cayó al suelo.
—No parece que estés en Nueva York —dijo la voz.
—Es que a lo mejor no —dije yo.
Después de eso la voz dejó de hablar y se limitó a respirar por el teléfono. Esperé
un momento y luego le pasé el teléfono a Rupert, que hizo unos ruidos por él; luego
encendió el vídeo sin dejar de cantar «Hablas demasiado, cariño». Se agachó y dijo
por el auricular:
—¿Es que nunca te vas a callar? —Y luego—: Si te apetece puedes cantar
conmigo.
Tuve que tapar el auricular con la mano para que la chica no me oyera reír. Aparté
a Rupert, que dijo en voz baja:
—¿Quién coño es?
—No lo sé —le contesté.
Me rehíce un poco y por fin le pregunté a la chica lo que quería preguntarle desde
el principio:
—Oye, ¿está Jaime Fields? Habitación 19, creo.
La pipa cayó de la mesa y la cogí antes de que se rompiera del todo.
—¡Maricón! ¡Ten cuidado! —gritó Rupert, riendo.
La chica del teléfono no decía nada.
—¿Oiga? ¿Hay alguien ahí?
Por fin la chica dijo mi nombre, en realidad lo susurró, y luego colgó el teléfono.

LAUREN Borracha. Embotada. En su cuarto. Me despierto. Llega música del piso de


arriba. Salgo al descansillo tambaleándome. Susie trató de matarse antes. Se cortó las
venas. Sangre en su puerta. El chico que le gusta. Voy al cuarto de baño, vestida con
su camisa; oscuro, no consigo encontrar la luz y hace frío. Tengo la cara tan hinchada
de llorar que casi no puedo abrir los ojos. Me lavo la cara. Intento vomitar. Vuelvo a
su cuarto. Llegan sollozos desde la cabina telefónica. Probablemente Susie que ha
vuelto del hospital. No es Susie, sino Sean. Arrodillado, grita mientras llora:
—¡Que te den por el culo, que te den por el culo!
Vuelvo a su cuarto. Me dejo caer en la cama. Después entra él, secándose la cara

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y sollozando. Hago como que duermo mientras hace el equipaje metiendo unas
camisas en una vieja bolsa de cuero y agarra su cazadora de policía y se marcha
dejando la puerta abierta. Espero que vuelva. No vuelve. El chico francés que me dijo
que yo le gustaba entra en el cuarto, borracho. Me ve tumbada en la cama de su
compañero de cuarto. Se ríe y se deja caer en la cama a mi lado.
—Je savais toujours que tu viendrais —dice, y se duerme.

SEAN La última vez que estuve con mi padre había sido en marzo en Nueva York
durante un largo fin de semana en el que celebramos mi veintiún cumpleaños.
Recuerdo el viaje perfectamente, lo que me sorprende, teniendo en cuenta lo borracho
que estuve la mayor parte del tiempo. Me acuerdo de una mañana en el aeropuerto de
New Hampshire, jugando a las cartas con un tipo de Darthmouth, un auxiliar de vuelo
muy bruto. Hubo una comida en The Four Seasons, luego aquella tarde en que
perdimos la limusina, las horas que pasamos de compras en Barney’s, luego en
Gucci. Estaba mi padre, ya evidentemente moribundo: la cara amarillenta, los dedos
delgados como pitillos, los ojos muy abiertos y clavados siempre en mí, casi sin creer
lo que veían. Al acordarme se me hace imposible recordar a alguien más delgado.
Pero se comportaba como si no le pasara nada. Todavía conservaba cierto grado de
normalidad. No parecía asustado, y para ser alguien en apariencia tan enfermo, tenía
mucha energía. Vimos un par de musicales idiotas en Broadway, tomamos unas copas
en el bar de The Carlyle, y hasta fuimos al P.J. Clarke’s, donde puse unas canciones
en la gramola que sabía que le gustaban, aunque no recuerdo exactamente cómo fue
que tuve aquel arranque de generosidad.
Fue también ese fin de semana cuando dos mujeres de unos veinticinco años
trataron de ligársenos a mi padre y a mí. Las dos estaban borrachas y como hacía
tanto frío a mí se me habían pasado los efectos de todo lo que había bebido y mi
padre había dejado de beber por completo, y las engañamos. Les contamos que
éramos unos riquísimos petroleros de Texas y que yo iba a Harvard y venía a
Manhattan los fines de semana. Salieron con nosotros del bar en el que estábamos y
nos amontonamos en la limusina que nos llevó a una fiesta en Trump Tower que daba
alguien al que conocía mi padre y allí las perdimos. Lo extraño de la situación no fue
el ligue en sí mismo, pues mi padre siempre se había mostrado ocasionalmente muy
inclinado a ligarse mujeres. Fue que mi padre, que normalmente hubiera coqueteado
con aquellas dos, el pasado marzo no lo hizo. Ni en el bar, ni en la limusina, ni en la
fiesta de la Quinta Avenida donde las perdimos de vista.
Mi padre tampoco podía comer, así que dejaba la comida sin tocar en Le Cirque,
y Elaine’s y The Russian Tea Room; no bebió nada de lo que pidió en el 21 y en el

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Oak Room Bar; ninguno de nosotros hablaba (menos mal) si el bar o el restaurante en
que nos encontrábamos era particularmente ruidoso. Hubo una triste comida en
Mortimer’s con unos amigos suyos de Washington. Una cena sombría en Lutece con
una chica que conocí en The Blue and Gold, Patrick y su novia, Evelyn, que era una
ejecutiva de American Express, y mi padre. Eso fue dos meses después de que
metiera a mamá en Sandstone, y lo que más recuerdo de ese cumpleaños fue el hecho
de que nadie lo mencionara. Nadie lo mencionó excepto Patrick, que,
confidencialmente, me susurró:
—Ya era hora.
Esa noche Patrick me regaló una corbata.
Volvimos a la suite de mi padre en The Carlyle después de esa siniestra cena de
cumpleaños. Se fue a dormir, no sin antes mirarme con desaprobación cuando me
senté con aquella chica en el sofá del cuarto de estar a ver vídeos. La chica y yo
hicimos el amor en el suelo del cuarto de estar esa misma noche. Por la mañana me
desperté temprano al oír que se quejaban en el dormitorio. Había luz encendida y se
oían voces. Esa noche empezó a nevar, justo antes de amanecer. Me marché al día
siguiente.
En el avión camino de Nueva York y después en la suite de mí padre en The
Carlyle, sacando las cosas de la bolsa, paseando por el cuarto, bebiendo de una
botella de Jack Daniel’s, con el estéreo puesto, pienso en las razones por las que vine
a Nueva York y sólo encuentro una. No vengo a ver morir a mi padre. Y no vengo a
discutir con mi hermano. Y no vengo porque quiera saltarme las clases en el college.
Y no vengo a visitar a mi madre. Vengo a Nueva York porque le debo seiscientos
pavos a Rupert Guest y no quiero enfrentarme a él.

PAUL ¿Te has encontrado más jodido alguna vez últimamente?


El de primero al que le has echado el ojo se cruza contigo en las escaleras de los
comedores y cuando le preguntas adónde va él dice:
—A la barbacoa.
Has olvidado la tarjeta de identidad, de modo que te dan la lata pero al final te
dejan entrar. Te sirves café y por alguna perversa razón coges un tarro de mermelada
y te diriges a una mesa. Al parecer Donald y Harry fueron a Montreal la noche pasada
a visitar a los de pueblo y volvieron esta mañana.
—Llevo once días sin masturbarme —te susurra Donald al sentarse.
—Te envidio —le susurras tú.
Y luego aparece Raymond, que se acerca con Steve, conocido como el Bobo
Guapo en algunos círculos, a la mesa. Steve se va a doctorar en económicas y «el

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vídeo es su pasatiempo». Steve tiene un BMW. Es de Long Island. Raymond no se ha
acostado con ese chico (los gays en primero —se te ocurre— ahora son una
anomalía) aunque se fue de la fiesta con él la noche pasada. Pero Raymond está
decidido a que todos lo crean. Se ríe cada vez que este idiota de Steve intenta iniciar
una conversación y constantemente le pregunta sí quiere algo y le trae cosas (galletas,
una ensalada de aspecto agradable) aunque le haya dicho que no. Es tan repugnante
que estás a punto de levantarte e irte, para sentarte en cualquier otro sitio. Pero lo más
repugnante es que no lo haces. Te quedas porque Steve te gusta. Y eso te deprime, te
hace pensar: ¿serás siempre la quintaesencia del maricón? ¿Te van a seguir atrayendo
sólo los chicos rubios y bronceados y que estén buenos y sean estúpidos? ¿Por qué
ignoras siempre a los que son sensibles, listos, cariñosos, que a lo mejor miden uno
sesenta y tienen granos en la espalda pero son esencialmente brillantes? ¿Vas a seguir
siempre detrás de ese palurdo que estudia teoría del trombón ignorando a ese marica
encantador que hace arte dramático y está preparando una tesis sobre Joe Orton?
Quisieras acabar con eso, pero…
…entonces el chico rubio y alto de primero, que ni siquiera muestra ni una pizca
de interés por ti, pide un pitillo y tú se lo das. Pero el de primero, representado aquí
por Steve, parece tan estúpido, trata desesperadamente de agradar, y no piensa más
que en las fiestas y se viste como un anuncio de ropa deportiva Esprit… Sin embargo
hay un hecho evidente: son más guapos que los del último curso.
—¿Qué tal la fiesta? —pregunta Harry.
—La fiesta del bar mitzvah[2] de mi hermano fue más divertida, creo —dice
Raymond mirando de reojo a Steve, cuyos ojos parecen perennemente semicerrados;
una mueca estúpida en la cara, asintiendo a nadie.
—De hecho, pusieron a Springsteen —dice Steve.
—Lo sé —Raymond está de acuerdo—. Springsteen, ¡por el amor de Dios!
¿Quién ponía los discos?
—Pero sí a ti te gusta Springsteen, Raymond —dices, ignorando la mermelada
verde, encendiendo un pitillo, el cuatrocientos del día.
—No, no me gusta —dice Raymond ruborizándose, mirando nervioso a Steve.
—¿Te gusta? —le pregunta Steve.
—No, no me gusta —dice Raymond—. No sé de dónde habrá sacado Paul esa
idea.
—Mira, Raymond mantiene la teoría de que a Springsteen le gusta, por decirlo
suavemente, que le calienten el culo —dices tú, echándote hacia adelante,
dirigiéndote directamente a Steve—. Springsteen, ¡por el amor de Dios!
—Escucha «Backstreets». Una canción definitivamente gay —dice Donald,
asintiendo.
—Nunca he dicho eso. —Raymond se ríe incómodo—. Paul me confunde con

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otro.
—¿Cuál fue el adjetivo que usaste para describir la funda del álbum «Born in the
U.S.A.»? —preguntas—. ¿Delicioso?
Pero Steve ya no escucha. No le interesa la conversación de la mesa. Habla con el
chico brasileño. Le pregunta si le podrá conseguir algo de éxtasis para esta noche.
El chico brasileño dice:
—Te quema la médula espinal, tío.
—Paul, ¿por qué no te ocupas de tus asuntos? —dice Raymond con mirada
resentida—… Y me traes una Sprite.
—Tenías aquella lista, Raymond —dices, provocando—. ¿Quién más estaba en
ella? Estaban: Shakespeare, Sam Shepard, Rob Lowe, Ronald Reagan, su hijo…
—Bueno… su hijo —dice Donald.
—Pero ¿este siglo no era el de que a nadie le importa nada? —pregunta Harry.
—¿Nada de qué? —le respondéis todos.
—¿Cómo? —pregunta Steve después que se marcha el brasileño.
Pero dejas de hablar porque a todo el mundo le falla el gusto a veces; todos nos
acostamos con personas con las que no nos deberíamos acostar. ¿Qué te pasó a ti con
ese chico alto y delgaducho que tiene una novia asiática? Creías que tenía herpes pero
no lo tenía y los dos jurasteis no hablar nunca a nadie de las noches que pasasteis
juntos. Ahora está ahí enfrente, sentado con la misma chica oriental. Discuten. Ella se
levanta. Ahora Raymond habla de lo estupendos que son los vídeos de Steve.
—Son muy buenos. ¿Qué tal es el curso? —pregunta, y tú sabes que Raymond
detesta todo lo que tenga que ver con los vídeos y que aunque este chico hiciera algo
asombroso, lo que es muy dudoso, Raymond seguiría detestándolos.
—Aprendí mucho en ese curso —dice Steve.
—¿Como qué? —le susurras a Donald—. ¿El alfabeto?
Raymond lo oye y mira.
Steve sólo dice:
—¿Cómo?
Harry pregunta:
—¿Hubo alguna guerra nuclear este fin de semana?
Apartas la vista y la paseas por el comedor. Luego una última mirada a Steve, que
está sentado al lado de Raymond, los dos riéndose de algo. Steve no se da cuenta de
lo que pasa. Raymond todavía nos sigue mirando a los tres y durante un momento le
tiembla la mano cuando se lleva el vaso a la boca y le lanza una mirada a Steve que
Steve capta. Pero ¿qué puede significar esa mirada para un chico rubio de Long
Island? Nada. Sólo significa «mirada» y nada más. Significa que una mano tiembla al
encender otro pitillo. Después de la marcha de Sean, canciones que normalmente no
me hubieran gustado empiezan a tener un doloroso significado para mí.

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PATRICK La limusina debería haberle recogido de diez y media a once menos
cuarto. Él tenía que llegar al aeropuerto de Keene por lo menos a las doce menos
diez, donde la Lear le llevaría al Kennedy, donde su hora de llegada debería ser de
una y media a dos menos cuarto. Debería haber llegado al hospital hace media hora,
pero, conociendo a Sean, probablemente haya ido primero a The Carlyle a
emborracharse o a fumar marihuana o a lo que demonios haga. Pero como siempre le
ha importado tan poco hacer esperar a la gente, en realidad no me sorprende en
absoluto. Espero en el vestíbulo del hospital mirando el reloj, llamando a Evelyn, que
no vendrá al hospital, y espero la limusina que lo traerá aquí. Cuando parece que ha
decidido no venir; cojo el ascensor hasta el quinto piso y espero, dando paseos,
mientras los ayudantes de mi padre están sentados junto a la puerta de su habitación
hablando entre ellos y mirándome de vez en cuando nerviosos. Uno, esta misma
tarde, me felicitó, con lo que consideré un desagradable sarcasmo, por lo moreno que
me había puesto la semana pasada en las Bahamas con Evelyn. Pasa a mi lado otra
vez camino del servicio. Me sonríe. Le ignoro. No me gusta ninguno de ellos y los
echaré a los dos en cuanto muera mi padre.
Sean se me acerca caminando por el pasillo en penumbra. Me mira con desagrado
y doy unos pasos atrás. Me hace señas preguntando si puede entrar en la habitación.
Me encojo de hombros.
Momentos más tarde sale de la habitación, y no con la pálida expresión de
sorpresa que yo esperaba, sino con rostro impasible. Ni sonríe ni está triste. Los ojos,
inyectados en sangre y semicerrados, todavía rezuman odio y esa debilidad de
carácter que encuentro aborrecible. Pero es mi hermano. Se dirige al servicio.
—Oye, ¿adónde vas? —le pregunto.
—Al retrete —contesta.
La enfermera de guardia del mostrador levanta la vista del papel que estaba
leyendo, para que no hablemos alto, pero cuando ve el gesto que le hago, se contiene.
—Te espero en la cafetería —le digo, antes de que cierre la puerta del servicio. Lo
que hace allí dentro me resulta tan dolorosamente obvio (¿cocaína?, ¿o será crack?)
que me avergüenza su falta de responsabilidad y su capacidad para fastidiarme.
Se sienta frente a mí en la cafetería, fumando.
—¿No te dan de comer bastante allí arriba? —pregunto.
No me mira.
—Técnicamente, sí.
Juguetea con una paja. Me termino el agua Evian. El deja el pitillo y enciende
otro.
—Bueno… ¿nos divertimos, eh? —pregunta—. ¿Qué es lo que pasa? ¿Por qué
estoy aquí?

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—Está casi muerto —le digo, esperando que la realidad atraviese esa cabeza sin
sentido que se mueve delante de mí.
—No —dice alarmado, y durante un milisegundo no me siento preparado para
esta muestra de emoción, pero luego dice—: Qué observación tan astuta. —Y me
desconcierta mi propia sorpresa.
—¿Dónde has estado? —pregunto.
—Por ahí —dice él—. He estado por ahí.
—¿Dónde has estado? —vuelvo a preguntar—. Especifica.
—Vine —dice—. ¿No es suficiente?
—¿Dónde has estado?
—¿Has visto a mamá últimamente? —pregunta.
—No hablábamos de eso —digo yo, sin dejarle que desvíe la conversación.
—Deja de hacerme preguntas —dice, riéndose.
—Deja de entenderme al revés a propósito —digo yo, serio.
—Allá penas —dice él.
—No, Sean —le contesto, serio, sin bromear—. Hazte cargo de la situación.
Uno de los ayudantes de mi padre entra en la vacía cafetería y me susurra algo al
oído. Asiento, sin dejar de mirar a Sean. El ayudante se marcha.
—¿Quién era ése? —pregunta—. ¿Uno de la CIA?
—¿Qué tomas ahora? —pregunto—. ¿Coca? ¿Torinal?
Vuelve a mirarme con la misma expresión de burla y se ríe.
—¿Coca? ¿Torinal?
—He ingresado siete mil pavos en tu cuenta. ¿Dónde están? —pregunto.
Pasa una enfermera cerca y se la mira antes de contestar:
—Allí siguen. Todavía siguen allí.
Durante tres minutos no decimos nada. Sigo mirando el reloj, preguntándome qué
estará haciendo Evelyn. Dijo que dormía, pero oí música suave de fondo. Llamé a
Robert. No contestó nadie. Cuando volví a llamar a Evelyn su aparato comunicaba.
La cara de Sean no cambiaba. Intento recordar cuándo empezó a odiarme, y cuándo
correspondí a sus sentimientos. Sigue jugueteando con la paja. Me hace ruidos el
estómago. No tiene nada que decirme y yo, en definitiva, no tengo nada de que hablar
con él.
—¿Qué piensas hacer? —le pregunto.
—¿Qué quieres decir? —casi parece sorprendido.
—Quiero decir sí vas a buscar trabajo.
—No en la empresa de papá —dice.
—¿Entonces, dónde? —le pregunto.
—¿A ti qué se te ocurre? —pregunta—. Acepto sugerencias.
—El que pregunta soy yo.

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—¿Y por qué? —Levanta las manos y las deja en alto durante un momento.
—Porque no vas a pasar otro trimestre en ese sitio —le hago saber.
—¿Entonces, qué quieres? ¿Que sea abogado? ¿Cura? ¿Neurocirujano? —
pregunta—. ¿Qué prefieres?
—¿Qué se ha hecho del hijo al que tanto quería tu padre? —pregunto.
—¿Crees que a esa cosa de ahí le importa? —pregunta a su vez, riendo, señalando
hacia el pasillo, respirando con fuerza.
—Le gustaría saber que estás, digamos, de vacaciones —digo. Considero otras
opciones, tácticas más duras—. Sabes que siempre le disgustó que perdieras todas
esas becas —digo.
Me mira sin expresión.
—Cierto.
—¿Qué piensas hacer? —pregunto.
—No lo sé —dice.
—¿Adónde piensas ir? —pregunto.
—No lo sé.
—¿Adónde?
—No lo sé. A Utah —suelta—. ¡Iré a Utah! A Utah o a Europa. —Se pone de pie,
se aparta de la mesa—. Y no voy a contestar a ninguna otra de tus jodidas preguntas.
—Siéntate, Sean —digo.
—Me pones enfermo —dice él.
—No te vas a librar de mí —le digo—. Y ahora siéntate.
Me ignora y se aleja por el pasillo; deja atrás el cuarto de su padre, y todos los
demás.
—Voy a coger la limusina para volver al hotel —dice, apretando el botón del
ascensor. Las puertas se abren y se mete dentro sin mirar atrás.
Cojo la paja que estaba doblando. Me pongo de pie y me dirijo al descansillo.
Paso junto a los ayudantes de mi padre, que no se molestan en mirar. En el teléfono
público del vestíbulo llamo a Evelyn. Me dice que la vuelva a llamar más tarde. Dice
que la he despertado. Cuelga y me quedo allí con el auricular en la mano, con miedo
a colgar. Los dos hombres que están sentados junto a la puerta ahora miran
interesados.

PAUL En El Carrusel entablo conversación con uno de pueblo que, para ser de
pueblo, es bastante guapo. Trabaja en Transportes Holmes y cree que Fassbinder es
una cerveza francesa. En otras palabras, es perfecto. Pero Victor Johnson, que nunca
me ha gustado mucho y que por algún motivo ha regresado, y en el mismo estado —

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alcohólico— en el que se fue, me sigue fastidiando, y tengo que aguantarme las ganas
de largarme. Se acerca a los videojuegos de dentro con ese odioso poeta que resultaba
bastante guapo antes de afeitarse la cabeza y que me hace carantoñas. Le pregunto al
de pueblo qué va a hacer después de dejar de trabajar en la empresa de transportes
(«por problemas de trabajo», me confía).
—Ir a Los Angeles —dice.
—¿De verdad? —Le enciendo el pitillo y pido otra Seabreeze—. Doble —le digo
al barman, También invito al de pueblo a otra copa de Jack Daniel’s. De hecho me
llama «señor» como si dijera «Gracias, señor».
Lizzie, una chica espantosa que estudia arte dramático, se acerca justo cuando le
estoy contando al de pueblo lo maravilloso que es Los Angeles (nunca he estado), y
dice:
—Hola, Paul.
—Hola, Elizabeth —le digo, y me fijo en cómo mira a Liz el de pueblo; me
tranquilizo cuando vuelve a su copa. Liz hace tiempo que trata de llevarme a la cama.
Dirigió la obra de Shepard este trimestre y no es exactamente fea; de hecho, es
bastante guapa para la pinta de lesbiana que tiene, pero no, gracias. Además he
prometido no acostarme jamás con las que estudian arte dramático.
—¿Te apetece conocer a mi amigo Gerald? —pregunta.
—¿Por qué me iba a apetecer? —digo yo.
—Tiene éxtasis —dice ella.
—¿Se supone que me va a interesar? —digo yo, y vuelvo a mirar al de pueblo y
luego le digo a Liz—: Más tarde.
—Vale —suelta ella, y se marcha.
Miro de nuevo al de pueblo, me fijo en su expresión —no tiene ninguna—, en su
camiseta sucia y en los vaqueros rotos, en su largo pelo sin peinar y su hermosa cara,
el cuerpo fuerte, la nariz romana, inseguro. Luego me vuelvo y me pongo las gafas de
sol, y paseo la vista por el local; es tarde, afuera nieva y no hay nadie más disponible.
Cuando miro nuevamente al de pueblo me parece que se encoge de hombros. ¿Será
que me lo imagino? ¿Estaba interpretando los gestos de un borracho según me
convenía? Sólo porque el chico lleve una camiseta de Ohio no significa que
necesariamente sea de Ohio.
Con todo, tomo la decisión de llevarme al de pueblo a mi cuarto. Me disculpo y
antes voy al servicio. Alguien ha escrito «Los Pink Floyd viven» en la pared, y yo
escribo debajo: «A ver cuándo te haces mayor». Cuando salgo, están haciendo cola
Lizzie y Gerald, un actor al que anteriormente he visto un par de veces. Actuamos
juntos en una obra de Strindberg hace un par de trimestres. Gerald: guapo, pelo rubio
rizado, delgado, bonito traje.
—Ya veo que te has ligado a uno de pueblo —dice Gerald—. ¿No quieres

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compartirlo con nosotros?
—Gerald —digo, mirándole; él espera expectante—. No.
—¿Le conoces? —pregunta.
—Sí, bueno, no mucho —murmuro volviendo la cabeza para asegurarme de que
el de pueblo todavía sigue donde le dejé—. ¿Y tú?
—No —dice Gerald—. Aunque conozco a su novia. —Y ahora sonríe.
Hay un largo silencio. Alguien pasa por delante de nosotros y cierra la puerta del
cuarto de baño. Nueva canción en la gramola. Suena la cisterna del retrete. Miro a
Gerald y luego al de pueblo. Me apoyo en la pared y murmuro:
—Mierda.
Una chica de pueblo se ha sentado en el taburete de la barra que ocupaba yo.
Conque me uno a Gerald y a la maravillosa Lizzie para tomar unas copas en su mesa.
Gerald me guiña el ojo cuando el de pueblo se va con la chica que se había sentado a
su lado.
—¿Qué podríamos hacer? —pregunto.
—Gerald quiere que vayamos a la sala de pesas —dice Lizzie—. Pero sólo a
mirar, claro.
—Claro —digo yo.
—¿Cómo se dice cochedecarreras al revés, Paul? —pregunta Gerald.
Yo miro al de pueblo e intento pensarlo: ¿rascadecoche?, ¿checode…?
—No lo sé, me rindo.
—¡Coche de carreras marcha atrás! —chilla Lizzie divertida.
—Ja, qué lista —murmuro.
Gerald vuelve a guiñarme el ojo.

SEAN Después de cenar en Jams, yo y Robert vamos al Trader Vic’s. Llevo una
chaqueta de smoking y una pajarita que encontré en el armario de mí padre en The
Carlyle. Robert, que acaba de volver de Montecarlo, lleva una chaqueta azul sport y
un chaleco verde que le regaló su casi perfecta novia, Holly. También lleva una
pajarita que se compró hoy, cuando fuimos de compras, aunque no recuerdo dónde la
encontró. Quizá en Paul Stewart o en Brooks Brothers o en Barney’s o Charivari o
Armani; en algún sitio de esos. Holly todavía no ha vuelto a la ciudad y los dos
estamos muy salidos y con ganas de ligar. Una vez follé con Holly, cuando ya salía
con Robert. No creo que él lo sepa. Eso, y que los dos nos hemos follado a Cornelia,
son las únicas cosas que Robert y yo tenemos en común.
Anoche fui hasta la casa de Larchmont a última hora. Está en venta. Harold
todavía vive detrás. Mi MG todavía seguía en uno de los garajes, pero mi habitación

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del piso de arriba estaba vacía, y la mayor parte de los muebles de la casa se los
habían llevado a algún sitio. La casa estaba cerrada con llave y tuve que entrar por
una de las ventanas de atrás. La casa todavía me parece enorme, incluso mayor de lo
que me parecía cuando vivíamos en ella. Pero tampoco pasaba mucho tiempo en casa.
El colegio estaba en Andover y habitualmente íbamos de vacaciones a otra parte. La
casa me trajo pocos recuerdos, en realidad casi ninguno, y los que me traía
extrañamente incluían a Patrick. Jugaba en la nieve con él en el césped delantero, que
parecía extenderse kilómetros. Nos colocábamos y jugaba al ping-pong con él.
También estaba la piscina donde no nos dejaban bañarnos, y las normas de que no
hiciéramos ruido. Era lo único que recordé, pues la casa para mí siempre fue un lugar
de paso. Encontré las llaves del MG en un anaquel del garaje, y lo puse en marcha
esperando que Harold no me oyera. Pero me lo encontré al final del camino, en plena
noche fría de noviembre, y me abrió la verja, servicial hasta el fin. Me llevé un dedo
a los labios —chisss— cuando pasé a su lado.
Robert y yo bebemos un escorpión y fumamos Camel. Nos fijamos en una mesa
con cuatro chicas sentadas, todas muy buenas, todas muy rubias.
—De Riverdale —digo yo.
—Nada de eso. De Dalton —dice él.
—Puede que de Choate —sugiero.
—Seguro que de Dalton —dice Robert.
—Apuesto lo que sea a que van a Vassar —digo, muy seguro.
Robert ahora trabaja en Wall Street y no parece que le importe. Robert y yo
fuimos juntos al instituto. Él fue a Yale, que es donde conoció a Holly. Después de
que hoy le ganara al squash en The Seaport, mientras tomábamos unas cervezas me
contó que la había dejado, pero me dio la sensación de que Holly fue la que le dejó a
él en Montecarlo y que por eso no ha vuelto.
Solíamos ir al Village, ahora lo recuerdo vagamente, sentado en Trader Vic’s,
oliendo la flor del fondo del recipiente del escorpión.
—¿Qué tal si nos metemos una línea? —dice Robert.
—Muy bien —digo, notando que el ron me ha colocado, mientras trato de
establecer contacto visual con una de las chicas.
—Voy al cuarto de baño —dice Robert, levantándose.
Se marcha. Fumo otro pitillo. Ahora las cuatro chicas me miran. Pido otro de esos
escorpiones. De repente, todas se echan a reír. El barman polinesio me mira con mala
cara. Le enseño una tarjeta American Express oro. Me prepara la bebida.
Cruzo las piernas y la chica a la que yo miraba no se acerca. Pero sí una de sus
amigas.
—Hola —dice, riéndose—. ¿Cómo te llamas?
—Blaine —digo—. Hola.

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—¿Qué hay de nuevo, Blaine? —pregunta.
—No demasiado —dice Blaine.
—Estupendo —dice la chica.
—¿Qué vais a hacer? —pregunta Blaine.
—Nada. Bueno, pensamos ir al Palladium —dice ella—. ¿Y tú y tu amigo?
—Por ahí —digo. El barman me pone la nueva bebida delante.
—Te va a parecer una tontería —dice ella.
—Adelante. —Apuesto a que lo va a ser.
—¿Tu amigo es Michael J. Fox? —pregunta.
—Creo que no —digo yo.
—¿Sois gay o algo? —dice ella.
—No —digo yo:—. ¿Y tú y tus amigas sois bolleras?
—¿Qué quieres decir? —pregunta ella.
Blaine piensa: olvídate de esta chica, aunque no le importaría acostarse con ella,
pues fuma pitillos mentolados y está un poco gorda.
Michael J. Fox vuelve y mira a la chica de arriba a abajo y me susurra algo y me
pasa la papelina. Le digo que se las entienda con aquella chica y le susurro:
—Cree que eres Michael J. Fox.
Me dirijo al cuarto de baño.
—¿Has visto Regreso al futuro? —pregunta Robert.
En el servicio de hombres me siento en el retrete y tiro de la cadena mientras me
meto una línea. Salgo sintiéndome mejor, en realidad me siento muy bien, y voy al
lavabo a lavarme las manos y asegurarme de que no me queda nada en la nariz. Oigo
que alguien vomita y me miro cuidadosamente en el espejo y me quito cualquier resto
que me pueda haber quedado debajo de la nariz. Vuelvo al bar.
Michael J. Fox ha convencido a las chicas para que vengan con nosotros. Así que
las llevamos al Palladium, donde las dejamos en la pista, y nos largamos al Mike
Tood Room, donde tomamos más copas. En el transcurso de la noche pierdo mi reloj
Concord de cuarzo, hago un comentario grosero sobre los pechos de Bianca Jagger
delante de ella, y termino con una putilla en el cuarto de mi padre en The Carlyle
Robert está en el cuarto de al lado con otra putilla —una muchacha que antes iba a
Camden y se llama Janey Fields— con la que creo que tuvo una historia. Estas cosas
siempre terminan así. Ninguna gran sorpresa.

LAUREN Esta noche terminé con Noel. Guapo, de pelo largo postpunk, un neo
hippie cuya novia, Janet, ha ido a pasar el fin de semana a Nueva York y que en
realidad está saliendo con Mary, esa chica de Indiana. Yo estuve saliendo con el

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antiguo novio de Janet, Neal, poco antes de salir con Noel, que era el mejor amigo de
Neal. Después de ir a un restaurante chino del pueblo en el Saab azul oscuro de Noel
y después de pedir comida que no tuviera nada de glutamato y después de pasar un
rato en una fiesta muy aburrida de Fels, vamos al cuarto de Noel, donde pone 2001 en
el vídeo que está encima de una caja de leche a los pies de su cama. Luego nos
partimos un dragón azul y miramos la película esperando que empiece el viaje. En lo
único que puedo pensar es en la noche del trimestre pasado cuando Victor y yo lo
hicimos en Tishman mientras cambiaban los rollos de la película y en lo mucho que
nevaba para ser abril y en que estábamos borrachos de salce y tocaban «El fuego
inolvidable»… Pero Noel se excita y no quiere dejarme en paz, y yo quiero ver la
película y no me puedo concentrar, es demasiado larga y lenta y las escenas nunca se
terminan. Necesito algo claro y rápido, y ni siquiera estoy segura de que el ácido me
esté haciendo efecto. No entiendo lo que pasa. Noel me besa la nariz y me acaricia
los muslos por dentro y aunque tengo esa infección de las vías urinarias y debo tomar
esas pastillas de caballo para quitármela, le dejo que haga lo que quiera. Cuando se
termina la película y se levanta a poner música, le digo:
—Pero a los Beatles los odio.
Me mira y se quita su camiseta de Grateful Dead dejando al descubierto un
cuerpo tan maravilloso que no lo puedo resistir; y al quitarse sus playeros Reebok,
dice:
—Oye, ¿sabes que yo también odio a los Beatles?

SEAN Vuelvo en coche a New Hampshire y me veo de regreso al campus, en busca


de Lauren, recordando mi boca en su cuello, sus brazos alrededor de mí. Roxanne
está en la sala de estar de Canfield y me dice que Rupert quiere hablar conmigo.
Termino en El Pub pero tampoco está allí. No es que haya mucha gente, deben de
estar en alguna fiesta. Pido una cerveza. Esta noche en El Pub hay unas quince
personas, unas sentadas en las mesas, otras de pie junto a los videojuegos, un par de
chicas junto a la gramola, dos de primero en un rincón hablando de cine. Pago la
cerveza y me siento en una mesa vacía junto a los videojuegos. Me doy cuenta con
una claridad deprimente de que me he acostado con tres de las chicas que hay en El
Pub esta noche.
Una de ellas está junto a la gramola. Susan, de al lado de la bahía. La otra es una
chica de primero que está sentada en el sofá hablando con una amiga. Y me digo a mí
mismo que voy a evitar los ligues casuales después de las fiestas de los viernes por la
noche, y también que no tiene sentido follar borracho los sábados por la noche y
comprendo que no deseo a nadie más que a Lauren. «Heaven», una canción triste de

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Talking Heads, suena en la gramola. Estoy muy deprimido. Susan se me acerca.
—Hola, Sean —dice.
—Hola, Susan —digo esperando que no se siente.
—¿Vas a ir a la fiesta? —pregunta ella; sonríe y no se sienta.
—Sí, a lo mejor —me encojo de hombros—. Cuando me termine esta cerveza.
Ella pasea la vista por el local.
—Sí, he oído que va a estar bien.
—¿Sí?
—Sí. ¿Dónde está Lauren? —pregunta.
—Probablemente allí. Supongo.
—Oh —dice Susan—. He oído que habéis tenido problemas.
—No —niego con la cabeza—. En absoluto. ¿Dónde oíste eso?
—Bueno, por ahí.
—Pues no —digo—. No te preocupes.
—De acuerdo.
—Muy bien. —Tomo un trago de cerveza y me pregunto cuántos lo sabrán, a
cuántos les importará.
—Bueno, pues a lo mejor después nos vemos en la fiesta, ¿vale? —dice ella, allí
de pie, muriéndose por sentarse conmigo.
—Claro, claro —asiento, sonrío.
Se queda allí un poco más.
La miro y sonrío una vez más.
Por fin vuelve con su amiga.
Espero que Lauren y yo nunca tengamos una conversación como ésa: tensa,
deprimente, sin esperanza. Y la echo tanto de menos y quiero que vuelva con tal
intensidad que me termino la cerveza rápidamente. Y ya me encuentro mejor. Uno de
los chicos de los videojuegos da una patada a la máquina:
—Que te den por el culo, puta.
Sigue sonando la canción «Heaven».
Hay cosas que nunca haré. Nunca compraré palomitas en El Pub. Nunca mandaré
a tomar por el culo a un videojuego. Nunca borraré una pintada que hable de mí en
los lavabos que hay en el campus. Nunca me acostaré con nadie que no sea Lauren.
Nunca tiraré calabazas contra su puerta. Nunca pondré «Burning Down the House»
en la gramola.

PAUL Hago como que leo unas notas de la reunión del Consejo de Estudiantes de la
semana pasada, que están todas arrugadas y embarradas en el suelo del asiento

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trasero. Gerald está sentado a mi lado y trata de meterme mano. Sean de algún modo
se las arregló para conseguir ese enorme Buick, y va delante con otras cinco personas
de las once que nos hemos amontonado dentro del coche. Todos están borrachos,
nadie sabe adónde vamos, ideas vagas sobre un viaje. Gerald sigue acariciándome los
muslos. Hace mucho frío.
La última vez que vi a Sean se había parado junto a la puerta de mi cuarto, era a
mediados de noviembre. Yo estaba sentado a la mesa sin hacer nada y oí que
llamaban.
—Adelante —dije.
Hubo un silencio seguido de otra llamada, esta vez más fuerte.
—Adelante —dije, levantándome.
Abrieron la puerta. Sean entró. Yo me volví a sentar. Me quedé allí sentado
mirándole y luego me levanté poco a poco.
—Hola, Sean —dije.
—Hola, Dent —dijo él.
¿Dent? ¿Me había llamado así alguna vez? Me preguntaba esto mientras íbamos
en coche al pueblo. Cenamos y volvimos al campus. Sean aparcó delante de Booth.
Subimos a su cuarto. Su cuarto me pareció más grande y vacío de lo que recordaba.
La estrecha cama en el suelo, la mesa, una silla, una cómoda con cajones, un estéreo
estropeado, nada de posters, nada de fotos, muchos discos apoyados en la pared en un
rincón. Y a la mañana siguiente me desperté tumbado en el pequeño colchón. Él ya se
había levantado y estaba sentado en una butaca mirando por la ventana cómo nevaba.
Necesitaba un buen afeitado, tenía el pelo en punta. Me vestí tranquilamente. En el
cuarto hacía calor. Él no decía nada. Se limitaba a estar sentado en la butaca y a
fumar Parliaments. Me acerqué a la butaca por detrás para decirle que me iba. Estaba
tan cerca de él que podía haberle tocado la mejilla, el cuello, pero no lo hice. Me
marché. Luego me detuve en el descansillo y le oí cerrar la puerta con llave…
Gerald se da cuenta de que la cosa no me interesa pero sigue intentándolo. Miro
la nieve por la ventanilla del coche; ¿cómo fue que me metí en esto? No conocía a la
mitad de la gente del coche: heroinómanos, uno de primero, una pareja que no vive
en el campus, uno que trabaja en un bar; Lizzie, Gerald, Sean y yo, y ese chico
coreano.
Le tengo echado el ojo al chico coreano, un punk que estudia arte oriental, con el
que me parece que me acosté el trimestre pasado, y que sólo pinta autorretratos de su
pene. Está sentado junto a mí, al otro lado, en pleno viaje, y repite sin parar la palabra
«tremendo». Lizzie conduce y da la vuelta en la calle Mayor, luego coge la carretera
alejándose de Camden en busca de un sitio abierto donde podamos conseguir cerveza.
Circula un porro, luego otro. Cantan The Smiths y alguien dice:
—A ver si quitáis esa música de maricones.

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The Replacements los reemplazan cantado «Insatisfecho». Ninguno tiene carné
de identidad, de modo que no podemos conseguir cerveza. Casi nos detiene la policía.
Lizzie casi nos hace caer a un lago. El chico coreano grita sin parar:
—Llamemos arte a esto.
Yo no dejo de susurrarle:
—Vamos a mi cuarto.
Pero cuando volvemos al campus y espero que venga a mi cuarto, aparece Gerald
y se quita la ropa, lo que significa, supongo, que yo también me tengo que quitar la
mía.
Mientras estamos en la cama, oímos que llaman a la puerta.
—Chisss —dice Gerald.
Me levanto y me pongo los vaqueros y un jersey. Abro la puerta. Es Sean. Trae
una botella de Jack Daniel’s y un radiocasete con The Smiths sonando.
—¿Puedo entrar? —susurra.
—Espera. —A mis espaldas está oscuro. No puede ver nada—. Saldré yo —digo.
Cierro la puerta y me pongo las botas, cojo un abrigo cualquiera de la oscuridad
del armario. Gerald pregunta:
—¿Quién coño es?
—Volveré dentro de un minuto —le digo.
—Será mejor —dice él.
Sean y yo terminamos paseando por el bosque cercano al campus. Nieva
ligeramente y no hace demasiado frío; una luna llena brilla arriba y hace que el suelo
resplandezca. The Smiths cantan «Reel Around The Fountain». Me pasa la botella.
Le digo:
—Me sorprendo hablando contigo cuando estoy solo. Simplemente hablando. —
En realidad no lo hago, pero me parece bien decirlo y Sean es muchísimo más guapo
que Gerald.
—Me gustaría que no dijeras cosas así —dice Sean—. Suena raro, horroroso.
Después hacemos el amor en la nieve. Más tarde le cuento que tengo entradas
para el concierto de REM, en Hanover, la semana que viene. Se tapa la cara con las
manos.
—Escucha —dice, levantándose—. Lo siento.
—No lo sientas —digo yo—. Estas cosas pasan.
—No quiero ir contigo.
—No quiero que las cosas resulten de este modo —le animo.
—No quiero hacerte daño.
—¿No? Bueno, verás… —me interrumpo—. ¿Puedo hacer algo yo?
Hace una pausa, luego dice:
—No, me parece que no. Ya no.

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Le digo:
—Pero me apetece saber cómo eres. Quiero conocerte mejor.
Sean titubea, se vuelve hacia mí y dice, al principio alzando la voz y luego más
bajo:
—Nadie puede conocer a nadie. Tenemos que aceptarlo. Nunca me podrás
conocer.
—¿Qué demonios quieres decir? —le pregunto.
—Sólo que nunca me podrás conocer —dice—. Acéptalo.
Todo está muy callado, deja de nevar. Desde donde estamos tumbados podemos
ver el campus iluminado por la luna, una tarjeta postal perfecta, a través de los
árboles. La cinta se acaba y luego empieza otra vez automáticamente. Termina la
botella de Jack Daniel’s y se marcha. Vuelvo a mí cuarto, solo Gerald se ha ido,
dejándome una larga nota, donde explica lo muy carapijo que soy. Pero no me
importa porque esta noche ocurrió algo divertido, en la nieve, borrachos, enamorados.

LAUREN Sucede de repente, mientras estamos en los Carnavales del pueblo.


Antes hubo un conato cuando nos tiramos bolas de nieve en el césped del Área
Común (de hecho, le di con una bola en la cabeza; él parecía no tener fuerzas ni para
hacer una), luego fuimos al pueblo en el MG y comimos unos bocadillos. Después de
subir a la noria y de fumar yerba en la casa de la risa, se lo dije. Se lo dije mientras
esperábamos que un amigo suyo le trajera pasta. Podía haberle dicho la verdad, o
podía haber roto con él, o podía haber vuelto con Franklin. Pero al final ninguna de
esas opciones me pareció adecuada, y había muchas posibilidades de que ninguna
funcionase. Le miro. Está muy pirado y en la mano tiene un espejo para la cocaína de
Def Leppard que ganó por meter pelotas de béisbol en botellas de leche. Sonríe.
S: ¿Qué te apetece hacer cuando volvamos?
Yo: No lo sé.
S: Podríamos alquilar una película.
Yo: No lo sé.
S: ¿Qué pasa? ¿Tienes algún problema?
Yo: Estoy embarazada.
S: ¿De verdad?
Yo: Sí.
S: ¿Es mío?
Yo: Sí.
S: ¿Mío de verdad?
Yo: Oye, voy a… me las arreglaré yo sola. No te preocupes.

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S: No. No hagas eso.
Yo: ¿Cómo? ¿Y por qué no?
S: Oye, tengo una idea.
Yo: ¿Que tú tienes una idea?
S: Casémonos.
Yo: ¿De qué estás hablando?
S: Cásate conmigo.
Yo (sin decirlo): Podría ser de Franklin pero siempre existe la posibilidad de que
de verdad sea de Sean. Pero ya había pasado mucho tiempo y no conseguía recordar
cuándo nos conocimos Sean y yo. También podría ser de Noel, aunque es poco
probable, y también podría ser de Steve, el de primero, pero eso todavía es menos
probable. También podría ser de Paul. Son las únicas personas con las que me he
acostado este trimestre.
S: ¿Entonces qué?
Yo: De acuerdo.

SEAN Lauren y yo decidimos no ir a almorzar hoy porque seguro que habría muchas
miradas, demasiadas personas tratando de imaginar quién se fue con quién en la fiesta
de anoche, y el comedor estaría frío y oscuro a última hora de la mañana y la gente se
enteraría por fin de quién pasó con quién la noche mientras miraba su tostada con
pena; habría demasiadas personas conocidas. De modo que nos fuimos a La Brasserie
de las afueras del pueblo.
Roxanne estaba en La Brasserie, pero no con Rupert. Susan Greenberg también
estaba allí, con el majadero de Justin. Paul Denton estaba sentado en un rincón con
esa bollera, Elizabeth Seelan, que estudia arte dramático, y con un tipo que me parece
que no estudia en Camden. Un profesor al que estaba seguro de que le debo por lo
menos tres trabajos estaba sentado al fondo. Uno de pueblo con el que hago
trapicheos estaba junto a la gramola. El sitio rebosaba paranoia.
Lauren y yo nos miramos el uno al otro después de sentarnos y luego nos
relajamos. Después de los bloody mary, me di cuenta de lo mucho que me apetecía
casarme con ella, de cuánto me apetecía que Lauren se casara conmigo. Y después de
otra copa, de cuánto me apetecía tener un hijo suyo. Después de la tercera copa la
cosa sólo me parecía una idea divertida y no una promesa difícil de mantener. Aquel
día estaba guapa de verdad. Antes habíamos fumado yerba, y estábamos muy pirados
y muertos de hambre. Lauren me seguía mirando con esos ojos que expresaban un
amor desmedido sin poderlo evitar y yo me sentía muy bien al devolverle la mirada y
comimos mucho y la besé en el cuello pero me paré cuando noté que alguien miraba

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nuestra mesa.
—Vámonos a otro sitio —le dije, al pagar la cuenta—. Vámonos del campus.
Podemos ir a algún sitio y hacer eso.
—Muy bien —dijo ella.

LAUREN Fuimos a Nueva York a casa de unos amigos míos que se habían graduado
cuando yo iba a segundo. Ahora se habían casado y tenían un apartamento en la Sexta
Avenida, en el Village. Sean y yo fuimos en el MG y nos hicieron un sitio en una
habitación del fondo. Nos quedamos en su casa porque Sean no tenía bastante dinero
para irnos a un hotel. Pero la cosa funcionó bien. Era un cuarto grande, y teníamos
mucha intimidad y espacio, y a fin de cuentas no importaba, pues todavía me sentía
vagamente excitada ante la perspectiva de casarme, de la ceremonia, y hasta de ser
madre. Pero al cabo de dos días con Scott y Ann, me volví más indecisa y el futuro
parecía más distante y menos claro de lo que me había parecido el día de Carnaval.
Mis dudas aumentaron.
Scott trabajaba en una agencia de publicidad y Ann abría restaurantes con el
dinero de su padre. Habían adoptado a un niño vietnamita, un chico de trece años, al
año siguiente de casarse: lo llamaron Scott Jr. y pronto lo mandaron a Exeter, que era
el colegio al que había ido Scott. Me movía en silencio por su apartamento mientras
ellos estaban trabajando y bebía agua Evian y miraba dormir a Sean y tocaba cosas en
el cuarto de Scott Jr., comprendiendo lo deprisa que pasa el tiempo, y que el trimestre
se estaba terminando. A lo mejor había reaccionado con excesiva rapidez ante la
proposición de Sean, pensaba para mis adentros, mientras estaba en la lujosa y
profunda bañera de Ann. No le había contado a Ann que estaba embarazada ni que
me iba a casar con Sean, pues estaba segura de que llamaría a mi madre y yo para
nada quería alarmar a mi madre. Veía la televisión. Tenían un gato que se llamaba
Capuccino.
La segunda noche que pasamos en Nueva York fuimos los cuatro a un restaurante
de Columbus: conversación centrada en el nuevo libro de John Irving, los críticos de
restaurantes, la banda sonora de Amadeus y un nuevo restaurante tailandés que habían
abierto en la parte alta de la ciudad. Esa noche observé muy atentamente a Scott y a
Ann.
—Se llama California Cuisine —le dijo Ann a Sean, inclinándose hacía él.
—¿Por qué no les llevamos mañana al Indochina? —sugirió Scott. Llevaba un
jersey Ralph Lauren grandísimo y unos pantalones de pana muy caros. Llevaba un
Swatch.
—Es una buena idea. Me gusta —dijo Ann, poniendo el menú boca abajo. Ya

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sabía lo que quería. Iba vestida casi exactamente igual que Scott.
Se acercó un camarero y tomó nota de lo que queríamos beber.
—Whisky escocés. Solo —dijo Sean.
Yo pedí un cóctel de champán.
—Oh —dijo Ann, dudando—. Yo sólo tomaré una Diet Coke.
—¿No vas a tomar alcohol esta noche?
—No lo sé —dijo Ann, relajándose—. Me arriesgaré a tomar ron con la Diet
Coke.
El camarero se fue. Ann nos preguntó si habíamos visto la última exposición de
Alex Katz. Dijimos que no. Me preguntó por Victor.
Scott preguntó:
—¿Quién es Victor?
Ann le dijo:
—Su novio, ¿no es así? —Y me miró.
—Bueno —dije yo; no conseguí decir «ex»—. He hablado un par de veces con él.
Está en Europa.
Sean bebió su copa de un trago en cuanto se la trajeron y llamó al camarero para
pedirle otra.
Yo seguía intentando hablar con Ann pero me sentía irremediablemente perdida.
Mientras me hablaba de las ventajas del arroz bajo en sodio y de la new age music,
algo me estremeció. La idea de Sean y yo dentro de cuatro años. Miré a Sean: al otro
lado de la mesa, Scott le hablaba de su nuevo lector de discos compactos.
—Tienes que oír cómo suena —le decía a Sean—. Es algo. —Hizo una pausa,
cerró los ojos extasiado—… algo fantástico.
Sean no me miraba pero él sabía que yo le estaba mirando.
—¿Sí?
—Sí —siguió Scott—. Hoy he comprado el nuevo disco de Phil Collins.
—Tienes que oír lo maravilloso que suena «Sussudio» en ese aparato —dijo Ann.
Los dos habían sido unos grandes fans de Genesis en Camden, y me habían obligado
a oír «Lamb Lies Down on Broadway» una noche que los tres le habíamos pegado a
la coca durante mi primer semestre en el college. Pero ¿qué le vas a hacer?
Sean estaba allí sentado, impasible, la cabeza ligeramente inclinada. Y aunque en
aquel momento comprendí que no estaba enamorada de él y que nunca lo estaría, y
que estaba obrando según un extraño impulso, seguía esperando que él pensase lo
mismo: no quería terminar de este modo.
Después, esa misma noche, soñé con nuestro nuevo mundo de casados. El mundo
en el que Sean y yo viviríamos. En mitad del sueño Victor sustituyó a Sean, pero
seguíamos siendo jóvenes e íbamos en un BMW y el hecho de haber reemplazado a
Sean para mí no cambiaba el significado del sueño. En el sueño no sólo votábamos,

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sino que votábamos por la misma persona que votaban nuestros padres. Bebíamos
agua Evian y tomábamos kiwis y tortitas; me volví hacia Ann. Sean, que se había
convertido en Victor, ahora era Scott. Resultaba desagradable pero no insoportable y
de un modo indefinible me sentí a salvo.
A la mañana siguiente, mientras desayunábamos tortitas y kiwis y agua Evian y
zumo de naranja, Ann mencionó algo sobre comprar un BMW y tuve que reprimir las
ganas de gritar. Era claro que éste no había sido mi mejor trimestre; estaba claro que
lo había echado a perder.
Por la noche Sean se tumbaba a mí lado y yo pensaba en el niño, algo que Sean
nunca mencionaba. Se quejaba amargamente de lo patéticos que eran Ann y Scott y
yo sentía deseos de telefonear a mi madre o a mi hermana y explicarles lo que pasaba.
Pero todo ello, como mis dudas sobre mi relación con Sean, se desvanecía.
La última noche que pasamos en el apartamento se volvió hacia mí y me dijo:
—No consigo recordar la primera vez que… —se interrumpió y me di cuenta de
que quería decir follamos, lo hicimos, nos acostamos, pero no era capaz de decirlo, y
terminó diciendo muy confuso—: Que nos vimos.
Le miré vivamente:
—Me pasa lo mismo.
Sean sudaba y tenía el pelo pegado a la frente. Yo fumaba uno de sus pitillos.
Teníamos las caras azules debido al televisor. Estaba un poco destapado, lo justo para
que le viera el pelo de más abajo de la cintura. Yo llevaba una camiseta.
—Aquella noche en la fiesta —dijo él.
Puso una expresión triste. Luego, cuando me tocó, suspiré profundamente y con
claridad, pero lo único que dije fue:
—Lo siento.
Y él me preguntó:
—¿Por qué no me contaste que estabas enamorada de ese chico?
—¿De quién? —pregunté yo—. ¿Te refieres a Victor?
—Sí.
—Porque tenía miedo —dije, y puede que en cierto modo lo tuviera.
—¿De qué?
Suspiré y me apeteció no estar allí y, sin mirarle, dije:
—Tenía miedo de que me dejaras.
—¿Quieres que yo le guste a él? —preguntó, confuso—. ¿Es eso lo que decías?
No me molesté en corregirle, así que dije:
—Sí. Tú le gustas a él.
—Pero si ni siquiera me conoce —dijo.
—Te conoce —mentí.
—Estupendo —murmuró él.

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—Sí —dije yo pensando en Victor, pensando en cómo se pueden seguir teniendo
esperanzas. Cerré los ojos, traté de dormir.
—¿Cómo sabes que no es… suyo? —preguntó por fin Sean, nervioso,
desconfiado…
—Porque no.
Esta fue probablemente nuestra última conversación verdadera. Apagó la
televisión. El cuarto quedó a oscuras. Me quedé allí tumbada cogiéndome el
estómago y luego pasándome los dedos arriba y abajo por la tripa.
—Tienen a los Sex Pistols en disco compacto —dijo. Y la frase se quedó allí, en
el aire, acusándome de algo. Me dormí. Nos fuimos a la mañana siguiente.

PAUL Una noche más. Estamos en diciembre y viendo la televisión en el Área


Común antes de que amanezca otro sábado, todavía algo borracho y con Gerald. La
noche pasada no hubo nada que hacer. La película era Los médicos descalzos de la
China rural o algo así, y la fiesta irremediablemente aburrida.
Estaba Victor Johnson y aunque encontré desagradable que Rupert Guest y él le
hubieran dado un tubito con semen a la Santa Secreta de Tim y se murieran de risa al
ver que Gerri Robinson lloraba en el cuarto de baño después de abrirlo, no pude
evitar coquetear con Victor y fumamos un porro a medías y él me preguntó dónde
estaba Jaime Fields. Le había oído decir a Raymond que a Victor lo habían encerrado
en un centro para alcohólicos, lo que significaba que tenía un cincuenta por ciento de
posibilidades de llevármelo a la cama. Cuando me ofreció cerveza, le di las gracias y
le pregunté:
—¿Cómo te van las cosas?
—Fantásticamente —dijo él.
—¿Dónde has estado? —le pregunté.
—En Europa —dijo.
—¿Y qué tal? —pregunté.
—Bien —dijo, y luego con menos entusiasmo—: En realidad no estuvo tan mal.
—¿Te gustaría volver? —pregunté.
—Me gusta América. —Me guiñó un ojo—. Pero sólo de lejos.
Por favor. Gerald ha estado siguiendo la escena desde un rincón de la habitación y
antes de que pueda acercarse y estropearlo todo, cambio una entrada para el concierto
de REM por una bolsa de hongos.
Ahora aquellas palabras familiares —Hanna Barbera— aparecen cada dos por
tres y me recuerdan la época en que solía levantarme pronto los sábados para ver los
dibujos animados. La fiesta todavía sigue en McCullough y Gerald habla de sus

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antiguos novios, modelos, miembros de un equipo de algo, mintiendo
desvergonzadamente. Le beso para que se calle. Luego vuelvo a dirigir mi atención al
televisor. Una canción especialmente potente de New Order llega desde las ventanas
abiertas de McCullough, «Your Silent Face». A Sean le gustaba esta canción. Gerald
dice:
—¡Dios mío, odio esa canción!
Le vuelvo a besar. Resulta que es la canción final de la fiesta. Termina y no suena
otra.
Viendo la televisión nada tiene sentido. Después de un anuncio de Acutrin viene
otro de Snickers y luego un vídeo de los Kinks al que siguen las noticias. A mi madre
le gusta el nuevo vídeo de los Kinks. Eso todavía me deprime más que el propio
Gerald.
—¿Cavilas? —pregunta.
Le miro.
—Le gusta otro. A ese otro le gusta una chica. Y creo que a la chica le gusta otro,
probablemente yo. Eso es todo. Ilógico.
—Vaya —dice Gerald, buscando algo en los bolsillos. Saca la servilleta donde
guardaba los hongos. No queda nada, sólo trocitos de hongo.
—A nadie le gusta la persona adecuada —digo.
—Eso no es verdad —dice él—. Tú me gustas.
Eso no es exactamente lo que yo quería decir o lo que quería oír, pero le pregunto
muy serio:
—¿De verdad?
Hay una pausa.
—Claro. ¿Por qué no? —dice Gerald.
No hay nada peor que estar borracho y sentirse rechazado.

LAUREN La semana siguiente (o puede que sólo fueran una par de días) resultó muy
confusa. Habitaciones de motel, noches enteras en coche, fumar yerba sin parar en el
MG por carreteras nevadas. Todo parecía acelerado, el tiempo iba muy deprisa. No
hubo conversaciones, no nos hablamos el uno al otro durante esos días en la carretera.
Habíamos llegado a un punto en el que sencillamente no había nada de qué hablar.
Habíamos superado los estadios más elementales de la conversación. No existían ni
los educados: «¿Cómo estás?» de por la mañana; preguntas simples como: «¿Nos
paramos en esa estación de servicio?» estaban descartadas. No decíamos nada.
Ninguno de los dos hablaba.
Con todo, esa semana hubo momentos, incluso cuando íbamos en silencio y a

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toda velocidad en aquel coche, en que llegué a creer que Sean tenía alguna idea en la
cabeza. Aminoraba la marcha si pasábamos cerca de algo que se pareciera
remotamente a una capilla, o a una iglesia, y la miraba sin parar el motor. Luego
volvía a acelerar y no paraba hasta encontrar un motel adecuado. Y en las
habitaciones de estos moteles era donde esnifábamos la cocaína que llevaba, y debido
a la cocaína los días, ya breves, parecían más breves, y conducía muy deprisa,
tratando de llegar a un destino desconocido. Por la noche nos quedábamos en
moteles, la televisión siempre encendida, esnifando cocaína, y si necesitábamos algo
de comer, nos llenábamos el estómago para poder meternos más coca sin sentir
náuseas; Sean salía de la habitación y volvía con pitillos, emparedados de queso y
caramelos que pagaba con la tarjeta American Express porque no llevaba dinero en
efectivo.
La cocaína, extrañamente, no nos volvía habladores. Nos metíamos unas líneas y
en vez de ponernos a hablar como locos, veíamos la televisión y fumábamos, sin
decirnos nada, ni allí sentados, ni en el MG, ni en los cafés. Adelgazó, se puso
macilento a medida que disminuía la cocaína. Más moteles, más estaciones de
servicio, otra cena en cualquier parte.
Yo sólo tomaba caramelos y Diet Coke. La radio siempre estaba puesta hubiera
emisoras cerca o no. Las noticias nunca eran interesantes. Terremotos, el tiempo,
política, asesinatos en masa. Todo resultaba aburrido. Yo llevaba una foto de Victor y
la sacaba y la ponía en el asiento. A mi lado, Sean nunca se quitaba las gafas de sol
con las que se tapaba unos ojos vidriosos, y yo tocaba la foto. Era en blanco y negro y
Victor estaba sin camisa, fumando un pitillo, mirando burlonamente a la cámara,
tratando de parecer un actor de una vieja película, con los ojos semicerrados. Victor
me gustaba todavía más gracias a esta foto y al misterio que contenía. Pero luego ya
no me podía gustar porque estaba con Jaime, y de eso nunca me olvidaba. La única
cinta que había en el coche era una antigua de Pink Floyd, y Sean sólo quería oír
«Nosotros y ellos» y ninguna canción más, rebobinándola una y otra vez, y el ritmo
me hacía entrar sueño, que probablemente era lo que quería Sean, aunque subía el
volumen siempre que el estribillo decía: «No me has escuchado…», y yo me
sobresaltaba y me sentaba muy tiesa con el corazón latiendo con fuerza y me estiraba
y bajaba el volumen en cuanto alcanzaba el botón. La canción terminaba, y vuelta a
rebobinar. Yo no decía nada.
Sean encendía pitillos, tiraba las cerilla por la ventanilla, daba una calada,
apagaba el pitillo.

SEAN Todos los árboles estaban secos. Había mofetas muertas, perros muertos y

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hasta algún venado muerto a los lados de la carretera, manchando de sangre la nieve.
Había montañas llenas de árboles secos. Carteles naranja anunciaban obras en la
carretera. En la radio sólo se oían parásitos, la casete casi nunca funcionaba, pero
cuando sonaba sólo se oía a Roxy Music muy mal y a todo volumen. La carretera
parecía interminable. Moteles. Comprábamos comida en las áreas de servicio. Lauren
vomitaba sin parar. No quería hablar conmigo. Me dedicaba a concentrarme en la
carretera o en la gente de los otros coches. Cuando cogíamos alguna emisora sólo
ponían canciones de Creedence Clearwater que me ponían triste no sé por qué. En las
habitaciones de los moteles los ojos de Lauren me miraban acusadores; su cuerpo
daba pena de ver, tan deshecho. Se me acercaba y le decía que se apartase. En una
estación de servicio de un sitio que se llamaba Bethel, cerca de la frontera de Maine,
casi la dejo mientras vomitaba en el retrete. Aquella semana hice más de tres mil
kilómetros. Por algún motivo pensaba mucho en Roxanne. Pensaba en un sitio al que
ir, pero no se me ocurría ninguno. Sólo existían moteles y estaciones de servicio. Se
sentaba a mi lado, apática. Rompía los vasos de los cuartos de baño de los moteles.
Dejó de usar zapatos. Yo bebía mucho. A la mañana siguiente me despertaba con
resaca, si es que nos acostábamos, y veía su cuerpo lastimoso en la cama de al lado y
volvía a pensar en abandonarla. Sin despertarla, le robaría todas sus cosas, su
maquillaje, que de todos modos había dejado de ponerse, su ropa, todo, y me largaría.
Jamás se quitaba las gafas de sol, ni siquiera de noche ni cuando nevaba con fuerza.
Solía caer aguanieve sin parar. A veces se hacía de noche a las cuatro de la tarde…
Volvimos a esa estación de servicio de Bethel —de algún modo habíamos viajado
en círculo—, y mientras Lauren iba al servicio y volvía, andando con dificultad por la
nieve, acercándose al coche después de vomitar, algo hizo clic. La nieve del
parabrisas empezó a fundirse. Me estiré y encendí la radio pero no pude encontrar
nada. La cinta de Roxy Music estaba destrozada. Por fin encontré otra emisora donde
sonaba lejísimos algo de Grateful Dead. Encendí un pitillo aunque me estaban
llenando el depósito. Lauren abrió la puerta y se sentó. Le ofrecí uno. Dijo que no con
la cabeza. Pagué y salimos de la estación de servicio. Era por la mañana temprano y
nevaba mucho. De nuevo en la carretera, sin mirarla, dije:
—Lo pagaré yo. —Y me aclaré la garganta.

LAUREN Me deja allí tirada, dice que me espera en la cafetería de más abajo… Ya
estaba de tres meses. No paraba de pensar si habría sido aquella noche con Paul.
Llenar formularios. No aceptaron mi tarjeta American Express, sólo Master Charge.
Querían saber mi edad, religión. Un aborto en New Hampshire: mi vida se abreviaba.
Estoy tranquila pero sé que no durará. En tensión cuando leo: por la presente autorizo

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a interrumpir el embarazo. Graffiti en las mesas de la sala de estar. Final del
trimestre; cosas que sólo podían haber escrito otras chicas del college. ¿Estuvo Sara
aquí? Me dieron Valium. Me explicaron la operación. Tumbada, pienso vagamente en
si sería chico o chica.
—Muy bien, Laurie —dijo el médico.
Un reconocimiento del útero de Laurie. La mesa se alza. Yo me quejo. Levanta
las caderas, por favor. Algo antiséptico. No lo puedo evitar y tengo una arcada. La
enfermera me mira. Parece agradable. Empieza a pesarme el estómago. Ruidos de
absorción. Se acabó. Sudo. Voy al cuarto de recuperación. Ya no importa nada. Paso
junto a otras chicas, algunas llorando, aunque la mayoría no. Salgo a la calle después
de que me recoja Sean, tres cuartos de hora o una hora más tarde. Me cruzo con dos
chicas del college. Pienso que una vez fui igual de joven.
En el coche, de vuelta al campus, Sean pregunta:
—Se acabó todo, ¿no?
Y le digo:
—Da igual.

SEAN En la fiesta no consigo encontrar a la camarera que me había ligado antes en la


cafetería y que había invitado a la fiesta, pero de todos modos me emborracho y
celebro el final del trimestre follando con Judy otra vez en su cuarto —sólo tuve que
agarrarla del brazo y nos fuimos—, y luego con la chica hippie cuando volvía a
Windham. Vuelvo a la fiesta a por una cerveza, empiezo a sentirme bien y todavía
estoy bastante salido, así que lo hago con Susan y por fin, hacia las dos, vuelvo a casa
con esa chica sueca. Después de eso vuelvo y me encuentro con que la fiesta aún
sigue y me siento con los que están esperando que alguien traiga más cerveza. Estaba
muy borracho y sabía que iban a tardar en traer la cerveza y El Pub llevaba horas
cerrado y debería haber vuelto a casa, o a cualquier parte, puede que otra vez al
cuarto de Susan, o puede que a visitar a Lauren, pero no me apetece. Ya estaba a
miles de kilómetros de aquella mierda. Y de repente, al pasear la vista por la sala de
estar de Windham, atronando Roxy Music, vi un árbol de Navidad medio tapado por
sostenes y bragas en un rincón, y los odié a todos y, sin embargo, me apetecía
quedarme allí con ellos. Hasta con el chico que tocaba tan mal la guitarra; hasta con
la bollera de Welling; hasta con la camarera de la cafetería que había aparecido e iba
del brazo de Tim. Eran personas con las que no habría hablado fuera de este cuarto,
pero aquí, en la fiesta, me repugnaban más de lo que hubiera creído posible. La
música estaba muy alta y fuera nevaba. El cuarto estaba a oscuras si se exceptúa el
fuego de la chimenea y las lucecitas que se encendían y apagaban en el árbol de

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Navidad del rincón. Aquello era lo que contaba. Allí era donde quería estar. Incluso
con la ex que iba a follar con Tony. Hasta ella. Lo único que importaba era que
estábamos aquí…
La sensación desapareció al no llegar la cerveza y anunciar Getch que los chicos
que habían ido a buscarla fueron detenidos por conducir borrachos. Pero yo seguía en
aquel cuarto y todos seguíamos juntos: dos personas a las que despreciaba, dos
personas que me habían despreciado, una chica con la que me había portado mal…
pero ahora eso no importaba. Tim se fue con la camarera de la cafetería. Yo volví al
cuarto de la sueca y llamé. Pero tenía la puerta cerrada con llave y probablemente
estaba dormida. Anduve tambaleándome por la nieve de vuelta a mi residencia y a un
cuarto frío y vacío. La ventana estaba abierta. Se me había olvidado cerrarla.

LAUREN

MITCHELL Me di cuenta de que la cosa no iba a salir bien cuando me enteré de que
tendría que ir con Sean Bateman a conseguir un poco de yerba. En realidad no
conocía bien a Bateman pero por su pinta podía asegurar cómo era: probablemente
escuchaba mucho a George Winston, comía queso y bebía vino blanco, y tocaba el
cello. Me molestó que tuviera el valor de venir a mi cuarto a decirme que debía ir con
él a casa de ese miserable idiota de Rupert, lo cual yo sabía que no era oportuno, pero
el trimestre se acababa y necesitaba algo de yerba para el viaje de vuelta a Chicago.
Discutí un rato con él, pero Candice estaba sentada en mi cama tratando de terminar
un trabajo y me dijo que fuera y no me pude negar, aunque todo el trimestre había
estado pensando en romper con ella. Tomé un Xanax y subí a su coche y salimos del
campus en dirección a North Camden, que era donde vivían Rupert y Roxanne. La
carretera estaba resbaladiza y Bateman conducía demasiado deprisa y casi nos
salimos de la carretera un par de veces, pero llegamos sin mayores daños.
La casa estaba a oscuras y sugerí que a lo mejor no había nadie. Al otro lado de la
calle había una fiesta. Le dije que le esperaría en el coche.
Él dijo:
—No te preocupes. Sólo está Roxanne.
—¿Qué quieres decir? —pregunté—. No quiero entrar.
—Vamos a entrar —dijo él—. Terminaremos en seguida.
Le seguí hasta la puerta, y él llamó con recelo. No hubo respuesta. Volvió a
llamar, luego trató de abrir. Alguien abrió la puerta violentamente. Y era Guest,

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haciendo muecas como un idiota. Nos dijo que entráramos y luego se rió brutalmente.
Había más tipos de pueblo en el cuarto de estar en penumbra oyendo a Led
Zeppelin. Habían encendido velas. Empecé a sentirme incómodo.
Rupert paseaba por la cocina.
—Así que habéis venido, ¿eh, chicos?
Los de pueblo reían como tontos en el cuarto de estar. Eran cuatro o cinco. Brilló
algo junto a la luz de una vela.
Bostecé nervioso y los ojos se me llenaron de lágrimas.
—Necesitamos algo de yerba —dijo Bateman, con aire inocente.
—¿Ah, sí? —dijo Rupert, dando vueltas a nuestro alrededor.
—¿Dónde está Roxanne? —preguntó Bateman—. Estás imposible.
—¿Dónde está el dinero, Bateman, maldita sea? —gritó Rupert como si fuera
sordo y no hubiera oído a Bateman. No me podía creer lo que estaba pasando.
—Estás loco —dijo Sean, perplejo—. ¿Dónde está Roxanne?
Uno de los de pueblo se había levantado. Tenía una pinta amenazadora: gran
barriga, pelo a cepillo. Se apoyó en la puerta de la cocina. Me eché hacia atrás y
tropecé con el armario. No tenía ni idea de cuál era el problema, aunque estaba claro
que tenía algo que ver con dinero. No sabía si Rupert se lo debía a Bateman o si
Bateman se lo debía a Rupert, pero algo no iba bien. Rupert había tomado coca y
trataba de mostrarse enérgico, pero su actuación no resultaba ni convincente ni
amenazadora. En la cocina había poca luz y la que había no sé de dónde venía. Algo
volvió a brillar en la oscuridad.
—¿Dónde está el dinero, carapijo? —preguntó Rupert.
—Esperaré en el coche —dije.
—Espera —dijo Bateman, agarrándome del brazo.
—¿Por qué tiene que esperar, carapijo? —preguntó Rupert.
—Oye. —Sean hizo una pausa. Luego me miró—. Lo tiene él.
—¿Lo tienes de verdad? —preguntó Rupert, tranquilizándose y súbitamente
interesado.
Con el rabillo del ojo vi que uno de los de pueblo, enorme y borracho, tenía un
machete. ¿Qué cojones estaba haciendo alguien con un machete en New Hampshire?
—Espera un momento —dije, levantando las manos—. No sé qué hostias está
pasando aquí. Sólo vine a por un poco de yerba. Me voy.
—Venga, Mitchell —dijo Sean—. Dale el dinero a Rupert.
—¿De qué cojones estás hablando? —grité—. Esperaré en el coche.
Me puse a andar hacia la puerta pero otro de los de pueblo se levantó y me cortó
el paso. Veía el coche por la ventana, en la nieve, y la fiesta del otro lado de la calle.
Distinguí a Melissa Hertzburg y a Henry Rogers, aunque no estaba seguro. Oí
villancicos.

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—Esto es una mierda —dije.
—¿Lo tienes de verdad? —me estaba preguntando Rupert, acercándose.
—¿Si tengo qué? —volví a gritar—. Oye, espera un momento, este tipo…
—¿Este tipo tiene o no tiene dinero? —preguntó Rupert a Bateman.
—Díselo de una vez —le grité a Bateman.
Hubo un silencio. Todos esperaban la respuesta de Sean.
—Vale, no lo tiene —admitió.
—¿Y qué tienes tú para mí? —le preguntó Rupert.
—Tengo esto —dijo Bateman. Sacó algo del bolsillo y se lo dio a Rupert. Rupert
lo examinó. Era un tubito. Rupert puso algo en un espejo. Supuse que sería cocaína.
Levantó la vista hacia Sean murmurando que sería mejor que fuera buena. Los de
pueblo ahora estaban en silencio e interesados por lo que pasaba. Pero claro, la coca
no era buena y estalló una discusión. Rupert arremetió contra Bateman. Uno de los de
pueblo me agarró. Hubo una pelea. Salí corriendo de la casa; cuando me volví, pude
ver que Bateman había conseguido hacerse con el machete y gritaba, amenazado a los
de pueblo—: Atrás.
Me di la vuelta y corrí al coche, resbalando por la acera y cayéndome de culo.
Cuando entré en el coche y cerré la puerta vi que los de pueblo se echaban hacia
atrás. Sean siguió amenazándoles con el machete hasta que llegó a la calle; tiró el
machete y saltó dentro del coche.
Los de pueblo fueron más lentos pero se subieron a su furgoneta mientras el MG
salía disparado. Sean se lanzó calle abajo, se saltó un semáforo en rojo y cogió la
carretera de vuelta al college. No podía creer lo que estaba pasando. Jamás pensé que
moriría un viernes. Cualquier otra noche, pero un viernes… Bateman ahora me
miraba; sonreía y preguntaba:
—¿No ha sido divertido?
Los de pueblo, encabezados por Guest, nos seguían, pero nunca peligrosamente
cerca, aunque una vez me pareció oír un disparo. Nos alcanzaron a la entrada del
college y trataron de sacarnos de la carretera desde el otro carril. El MG dio un
bandazo y luego fue a chocar contra un montón de nieve y se detuvo suavemente. La
furgoneta pasó de largo y luego aminoró la marcha y empezó a dar la vuelta con
dificultad. Bateman esperó hasta que se nos acercaron y de repente volvió a arrancar,
pasó junto a los de pueblo, y recorrimos a toda velocidad los tres kilómetros hasta la
puerta de Seguridad sin demasiados incidentes. Pero cuando me volví, distinguí los
faros de la furgoneta a nuestras espaldas. Sean sonrió a los guardas y los saludó con
la mano cuando alzaron la valla. Me llevó a mi residencia. Fue entonces cuando me
di cuenta de que sus faros seguían apagados. Le miré y sólo dije:
—¡Dios mío, Bateman, eres un carapijo!
Se buscó en la chaqueta y sacó un paquetito de yerba y me lo dio por la

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ventanilla. Lo cogí. No me molesté en preguntarle lo que había pasado y cuándo
había conseguido esto. Aunque lo hubiera intentado, habría dado igual, pues ya se
había alejado.

VICTOR Fui al concierto de REM, en Hanover, con Denton. Rupert ya me había


echado de su casa. Dijo que tenía problemas y que debía irme. No tenía otro sitio al
que ir conque me fui con Denton. El auditorio era grande pero no había asientos.
Tocaron unos teloneros y fui al fondo, compartiendo con Denton la cerveza que había
conseguido colar, y mirando a las chicas. Cuando empezaron a tocar dejé a Paul y me
abrí paso por entre la multitud que había delante del escenario y me senté en uno de
los altavoces con otro chico de Camden que se llamaba Lars. Nos quedamos allí
sentados mirando a la gente, a todos aquellos jóvenes americanos muy pirados y
sudorosos que miraban el escenario. Algunos estaban viajando y muy colocados,
otros tenían los ojos cerrados, y movían sus grotescos cuerpos bien alimentados al
ritmo de la música. Esa chica a la que llevaba mirando la mayor parte de la noche
estaba espachurrada en medio de la primera fila, y cuando captó mi mirada, le sonreí.
Me lanzó una mirada desafiante y se volvió hacia la banda, moviendo la cabeza al
ritmo de la música. Yo me sentí molesto de verdad y me puse a pensar: ¿Cuál era el
problema de aquella chica? ¿Por qué no había sido amable y me devolvía la sonrisa?
¿Le preocupaba alguna guerra inminente? ¿Sentía terror? ¿O inspiración? ¿O pasión?
Aquella chica, como todas las demás, he terminado por creer, era una retrasada
mental. A lo mejor se le había rayado el disco de Talking Heads o a lo mejor papá
todavía no le había mandado el cheque. Eso era lo único que le preocupaba a esa
chica. Tenía a su novio al lado, un yuppie total con brillantina en el pelo y una
corbata muy fina. ¿Y cuál era el problema de ese chico? ¿Había perdido el carné de
identidad, le pusieron demasiadas anchoas en la pizza, se estropeó la máquina de
tabaco? Y seguí mirando a esa chica: ¿habría olvidado tapar el frasco de champú esta
mañana? ¿Tendría alguna infección en las vías urinarias? ¿Por qué se comportaba de
un modo tan jodidamente imperturbable? Y de verdad que no estaba siendo cínico
con esa puta y el carapijo de su novio. De verdad que creía que sus problemas no iban
más allá de lo que yo pensaba. No se tenían que preocupar de buscar calor o
conseguir comida. Tampoco de bombas o láseres o disparos. A lo mejor les habían
dejado las personas de las que estaban enamoradas; a lo mejor su ejemplar de
«Speaking in Tongues» se les había rayado. En eso consistían sus problemas este
trimestre. Pero entonces comprendí, allí sentado con el altavoz vibrando debajo, la
banda sonándome a tope en la cabeza, que estos problemas y el dolor que sentían
eran auténticos. Quiero decir, que esa chica probablemente tenía mucho dinero, como

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también lo tenía su novio. Otras personas puede que no simpaticen con los problemas
de esta pareja y puede que a ellos no les importe ninguna de sus cosas, pero a Jeff y
Susie les seguían importando; esos problemas les hacían daño, esas cosas les
molestaban… Y eso es lo que me parecía patético de verdad. Me olvidé de la chica y
de todos los demás idiotas y me metí otra línea de la coca que Lars me ofrecía…
Después quise ir a El Carrusel pero Paul dijo que todo el fin de semana estaba
cerrado; que no solía ir casi nadie, a no ser alguna pareja del último curso, y los
graduados que nunca salían de North Camden. De todos modos nos pasamos por allí.
No es que nunca me haya divertido demasiado allí, pero todavía me atraía en cierto
modo. Y era deprimente verlo a oscuras un jueves por la noche. La puerta cerrada, el
sendero que llevaba a la puerta cubierto de nieve todavía por apartar.

LAUREN Pierdo las llaves la primera vez que dejo mi cuarto en cuatro días. Así que
no puedo cerrarlo. En realidad no importa tanto, he hecho el equipaje. Voy a Correos
a mirar el cartel de anuncios para ver si alguien se va mañana o pasado. Pocas ofertas.
«Perdido un perro…», «Ambicioso fotógrafo busca chico imaginativo para posar»,
«Club de fans de Madonna. Apúntate ya». Lo arranco pero la mujer que está detrás
del mostrador de Correos lo ve y me mira hasta que lo vuelvo a clavar. «Club de
patinadores». También me apetece romperlo. «El club de fans de Jack Kerouac
iniciará sus sesiones el próximo trimestre». Me molesta la idea de que esté junto a los
otros, me parece lastimoso, así que lo arranco. La mujer no dice nada. Alguien me ha
dejado un ejemplar de Cien años de soledad en el buzón y miro dentro para ver si han
dejado algo más. «Un libro bueno de verdad. Espero que te guste — P». Pero no
parece que se lo hayan leído, y lo dejo en el buzón de Sean.
Franklin está en la cola del comedor. Me pregunta si me apetece ir a La Brasserie.
Hoy ya he comido ocho veces pero tengo que salir del campus. Así que vamos al
pueblo y no lo pasamos tan mal. Compro un par de cintas, y un yogur, y luego en La
Brasserie tomo un bloody mary y un Xanax. Durante toda la semana deseé que no me
lo hubieran hecho bien; que a lo mejor el médico se habría equivocado y no habría
terminado del todo. Pero, claro, no era así. Habían hecho un buen trabajo. Antes
nunca había sangrado tanto.
Miro la nieve por la ventana. En la gramola suena una canción pop deprimente.
Hago una lista mental de las cosas que debo hacer antes de irme a Nueva York.
Regalos de Navidad.
—Me la he follado —dice Franklin, tomando un trago y señalando a la camarera;
una puta chismosa del campus que me parece odiosa y que le dijo a su novio que yo
era una puta y su novio la creyó.

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La camarera desaparece por la cocina. Un camarero ocupa su puesto. Pone algo
en la mesa de al lado de la nuestra. De repente me doy cuenta de quién es el
camarero. No deja de mirarme, pero no me reconoce. Me echo a reír, la primera vez
en una semana.
—¿De qué te ríes? —dice Franklin—. No, en realidad no me la follé.
—Yo sí follé con el camarero —le cuento a Franklin. Es el de pueblo con el que
perdí mi virginidad.
—Oye —dice Franklin—. We are the world.

SEAN Tim me ayuda a hacer el equipaje a la mañana siguiente. Tampoco tengo


tantas cosas que llevarme, pero no tiene nada mejor que hacer y lleva la mayor parte
de mis cosas al coche. No me pregunta por Rupert, aunque sabe que por eso me voy.
Al otro lado del césped Lauren se dirige al Área Común.
—Me han contado lo que le pasó a Lauren —dice Tim.
—¿Ya? —pregunto, cerrando el maletero del MG.
—Sí. —Me ofrece un pitillo—. Ya.
—Bueno —digo.
—¿Qué pasó? ¿Está bien? —Se ríe—. ¿Ya no te importa?
Me encojo de hombros. Trato de encender un pitillo y no lo consigo por culpa del
viento y la nieve.
—Ella me gustaba mucho.
Tim se queda callado, pero luego pregunta:
—Entonces, ¿por qué no lo pagaste tú?
No me está mirando. Fanfarroneo.
—No me gustaba tanto —digo al meterme en el coche.

VICTOR Me pasé levantado toda la noche esnifando coca con una chica que conocí
en El Pub y que un verano trabajó para mi padre. A la mañana siguiente vamos a un
café del pueblo (una comida espantosa) y no tengo nada de hambre. Estoy tan pálido
que no me quito las gafas de sol. Nos quedamos junto a la puerta esperando una mesa
libre, el servicio es terrible de verdad, y al que haya diseñado este sitio deberían
haberle hecho una lobotomía. La chica mete una moneda en la gramola. La camarera
no deja de mirarme. Me suena. Los Talking Heads cantan «And She Was», luego el
viejo Frank se pone a cantar «Young at Heart» y me divierte lo distintas que son las
cosas que elige. De repente, una chica con la que salí unas pocas veces el verano

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pasado se me acerca —lo último que me podía pasar—. Me mira y dice:
—No sabes lo penoso que me resulta volver a verte.
Luego se arroja en mis brazos, apretujándome fuerte.
Yo sólo digo:
—Oye, espera un momento.
Era una chica rica que vivía en Park esquina a la 80 con la que follé o algo así el
trimestre pasado, y es guapa, y se portaba bien en la cama, y tiene buen cuerpo.
Dice automáticamente adiós al chico con el que se encontraba, que estaba
hablando con la camarera cuya cara me suena. La chica que había trabajado con mi
padre y que tiene toda la coca ya está hablando con alguien de pueblo junto a la
gramola, podría conseguir otro gramo, pero esta chica, Laura, ya me ha cogido del
brazo y me lleva fuera de La Brasserie. Pero probablemente sea mejor así. Necesito
un sitio donde quedarme y van a ser unas Navidades largas y frías.

LAUREN De vuelta a mi cuarto. El último día. Todos hacen el equipaje.


Intercambian direcciones. Toman copas de despedida. Andan borrachos por el
campus cubierto de nieve. Me tropiezo con Paul cuando sale de Canfield.
—Hola —digo, sorprendida, avergonzada—. ¿Cómo está usted, Mr. Denton?
—Lauren —dice él, todavía sobresaltado—. ¿Y a usted cómo le ha ido, Ms.
Hynde?
—Bien —digo yo.
Nos quedamos allí, incómodos.
—Oye… ¿qué estudias ahora? —pregunto—. ¿Sigues con arte dramático?
—Sí —contesta con un gruñido—. Me parece que sí. ¿Y tú con arte?
—Arte. Bueno, poesía. Bueno, en realidad, arte —tartamudeo.
—¿Cómo es eso? —sonríe—. ¿No te aclaras?
—Estoy en plan interdisciplinario, ya sabes —digo.
Larga pausa y recuerdo con gran claridad lo estúpido que parecía Paul en
primero: una camiseta de PIL debajo de un jersey de Armani. Pero también me
enamoré de él, más tarde. ¿La noche que nos conocimos? No consigo recordar nada a
no ser a Joan Armatrading que sonaba en el tocata de su cuarto; los dos fumando,
charlando, nada excitante, nada importante, pero flashes de recuerdos. Paul
interrumpe el trance:
—¿Y qué piensas hacer?
Pienso en lo que Victor me contó después de encontrármelo en La Brasserie,
antes de que fuera a alquilar un coche al pueblo:
—Ir a Europa, creo. No lo sé. Probablemente a Europa.

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No me importaría dejar la conversación ahí, pues ha sido agradable estar cerca de
Paul y oírle hablar… pero sería demasiado brusco.
—Europa es un sitio estupendo —dice él; algo muy propio de Denton.
—Sí, seguro que lo es.
Nos quedamos allí un poco más. Sigue nevando. De repente se encienden las
luces de la calle aunque sólo son poco más de las tres. Los dos nos reímos de esto.
Por algún motivo pienso en aquella noche en el café cuando él me andaba buscando;
¿todavía estaba enamorado de mí? ¿Tenía celos de las otras personas con las que yo
estaba? Creo que tengo que pegar una cosa con la otra. Digo:
—Le gustas de verdad.
Parece confuso, y luego avergonzado.
—¿Sí? Estupendo. Eso es estupendo.
—No —digo yo—. No quiero decir eso.
Hace una pausa, luego pregunta él:
—¿A quién?
—Tú ya lo sabes —me río.
—Oh… —Hace como que entiende—. Tiene una sonrisa agradable —admite por
fin.
—Sí. La tiene. —Me muestro de acuerdo.
Esto es absurdo, pero me encuentro mejor, y dentro de media hora Victor estará
de vuelta y nos iremos juntos. No le hablaré del aborto. No es necesario.
—Siempre habla mucho de ti —le digo.
—Bueno, eso es… —Se ruboriza y no sabe qué decir—. Es muy agradable.
¿Todavía seguís…?
—No, no —niego con la cabeza—. Definitivamente, no.
—Entiendo.
Otra pausa.
—Bueno, me alegra haberte vuelto a ver —digo.
—Lo sé. No estuvo bien que no pudiéramos hablar después… de aquello —dice,
se ruboriza.
—Claro —digo. Se refiere a septiembre, aquella triste noche borrachos en su
cuarto—. Fue una tontería —digo—. Una tontería —repito.
Unos cuantos juegan sobre la nieve. Me concentro en eso.
—Oye —empieza Paul—. ¿Le dejabas tú las notas en el buzón? —pregunta.
—¿Qué buzón? —No sé de qué me está hablando.
—Creía que eras tú —dice.
—Yo no dejo notas en el buzón de nadie —le digo—. ¿Qué notas?
—Encontré unas notas en su buzón y pensé que eran tuyas —dice él, con aspecto
asustado.

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Examino su cara.
—No. No eran mías. Te equivocas.
—No se lo cuentes —me dice—. O cuéntaselo. Da igual.
—De todos modos, ya no importa —digo yo.
—Tienes razón. —Se muestra de acuerdo rápidamente, sin pensar.
—A las personas como él esas cosas no les importan —digo; ni a las personas
como nosotros, pero es una idea fugaz y desaparece en seguida.
—Tienes razón —vuelvo a decir.
—¿Te apetece venir? —le pregunto. En realidad no tengo nada que hacer.
—No —dice él—. Tengo que hacer el equipaje.
—¿Tienes mi dirección? —le pregunto.
Intercambiamos direcciones, la nieve corre la tinta de la tapa de la revista que
lleva. Las páginas de mi cuaderno de direcciones se mojan. Nos miramos una vez
más el uno al otro antes de separarnos, ¿por qué? ¿Tratamos de decidir si hemos
perdido algo? En cualquier caso prometemos mantenernos en contacto. Nos besamos
educadamente y luego él sigue su camino y yo el mío. Vuelvo a mi cuarto, que está
recogido y limpio y preparado, y espero a Victor como a algo inevitable.

PAUL Empecé a andar pero luego eché a correr cuando distinguí la motocicleta cerca
de Seguridad. Al principio iba andando, luego me lancé a la carrera, pero Sean, que
tenía el casco puesto, empezó a acelerar, al principio patinando en el camino cubierto
de nieve, ganando luego más velocidad. No sé por qué corría detrás de esa
motocicleta, pero corría. Corría veloz, resbalando sobre los montones de nieve,
desplazándome más deprisa que nunca. Y no debido a Sean. Para eso era demasiado
tarde. Ya habían existido un Richard y un Gerald y demasiados pensamientos
carnales sobre otros. Pero corría y corría porque consideraba que estaba bien hacerlo.
Era una oportunidad de demostrar algo de emoción. No obraba con pasión.
Simplemente obraba. Porque me parecía que era lo único que podía hacer. Parecía
algo que me hubieran dicho que tenía que hacer. Quién, o por qué motivo, era algo
vago. La moto aceleró y desapareció al doblar una curva y no la volví a ver.
Me detuve y allí me quedé, en la avenida del college, jadeando. Se paró un coche.
Era un chico que vivía enfrente de mi cuarto; Sven o Sylvester, algo así. Preguntó si
quería que me llevase. Distinguí la canción que sonaba en la radio, una antigua
canción infantil: «Gracias por tu amistad». Dejé de jadear, y asentí, riendo.
—Vamos. Entra —dijo el chico, abriendo la puerta.
Todavía riendo, me metí en el coche pensando, qué coño. Rock’n’roll, ¿no? Allá
penas. Sven es bastante guapo y, quién sabe, a lo mejor me lleva hasta Chicago. Y

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luego, ¿qué fue lo que te contó Raymond de los chicos alemanes?

SEAN Aceleré a fondo mientras dejaba el college atrás. No sabía adónde iba. A algún
sitio donde no hubiera nadie, supongo. Ya no tenía casa. Nueva York era una lata.
Miré el reloj. Las doce del mediodía. Parecía raro. Pero era un alivio viajar sin exceso
de equipaje y en la radio ponían canciones maravillosas: Clapton, Petty and the
Heartbreakers, Left Banke que cantaba: «… alejarse, sólo alejarse, Renee…».
—Estoy enamorado de ti —le dije la última vez que estuvimos juntos. No sabía
que iba a ser la última vez. Estábamos abajo, volvíamos de la fiesta y la miré: llevaba
el pelo peinado hacía atrás, la cara aún algo sofocada debido al sexo. Hay cosas que
nunca olvidaré…
Me detuve en una cabina telefónica cerca de una tienda de bebidas. Saqué una
moneda y un par de números de teléfono que había apuntado durante el trimestre.
Dejé el coche en marcha y me apeé. Estaba oscureciendo aunque eran poco más de
las doce del mediodía; las nubes eran rojas y negras, y estaban indecisas sobre sí
nevar o no. Me pregunté adónde ir. Decidí no hacer las llamadas. Volví al coche.
Vi a una chica haciendo autostop a la salida del pueblo. Me miró mientras pasaba.
Llegué al extremo del pueblo y di la vuelta en el aparcamiento de A&P y la recogí.
Era un poco gorda, pero rubia y guapa. Estaba apoyada en un farol, fumaba un pitillo,
con una mochila a los pies. Alzó el brazo cuando detuve el coche. Sonrió y luego
entró. Le pregunté adónde iba. Mencionó un pueblo pero no parecía segura. Se puso a
contarme la historia de su vida, que no era muy interesante, y cuando Rockpile
empezó a cantar «Heart» subí el volumen, ahogando la voz de ella, pero me di la
vuelta, mirándola con interés; sonrío, asiento con la cabeza, le acaricio la pierna y
entonces ella

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BRET EASTON ELLIS, nació en Los Ángeles en 1964. Al acabar el instituto,
decidió abandonar el Oeste y viajar a Nueva Inglaterra para estudiar en la
Universidad de Bennigton. Alentado por sus profesores, durante su último año en
Bennigton, Ellis completó la que sería su primera novela, Menos que cero (1985; el
título está inspirado en una canción de Elvis Costello), que cosechó el aplauso de la
crítica y se convirtió en libro de culto. Cuando en 1992 publicó American Psycho, el
retrato de un ejecutivo psicópata, se confirmó que había nacido una estrella. También
es autor de Las leyes de la atracción (1987), Los confidentes (1994), Glamourama
(1999), Lunar Park (Literatura Mondadori, 2006) y Suites Imperiales (2010).

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Notas

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[1]Dick es el diminutivo de Richard y también es una expresión vulgar que designa el
órgano sexual masculino (N. del T.)

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[2] Ceremonia judía para celebrar la entrada en la adolescencia (N. del T.)

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