1 Daston 2020 Entrevista
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1 Daston 2020 Entrevista
in Del Llano, J. & Camprubí, L. Sociedad entre pandemias, Fundación Gaspar Casal, pp. 77 - 92 .
Mi primera pregunta es sobre el papel de la historia de la ciencia y lo qué ésta puede decirnos sobre la
pandemia. Hemos oído a epidemiólogos discutir los valores de la expansión de la epidemia, a
economistas analizando los costes de esta o aquella estrategia política, y a expertos de muchas otras
disciplinas ofreciendo sus respectivas perspectivas sobre la pandemia. ¿Qué puede ofrecer la historia
de la ciencia y, en concreto, la rama de la epistemología histórica que has contribuido a desarrollar?
La epistemología histórica es el estudio de las categorías más profundas del pensamiento, como causa
o responsabilidad. Los modos de entender una catástrofe natural, como una epidemia, un terremoto
o una erupción volcánica, han cambiado a lo largo de los siglos. Cuando la peste irrumpió en Europa a
mediados del siglo XIV, en concreto en Florencia en 1348, profesores y teólogos apuntaron varias
causas posibles: astrológicas (la conjunción de estrellas), médicas (miasmas y aire pútrido relacionado
con la suciedad de las ciudades) y teológicas, relacionadas no tanto con el pecado y responsabilidad
individual sino con el pecado y la responsabilidad de los gobernantes.
Este es un patrón de explicación típico de las catástrofes naturales a finales de la Edad Media e inicios
de la Moderna: más que un castigo colectivo sobre una comunidad entera, se consideraban dirigidas
a corregir los excesos descontrolados del poder real. A lo largo del siglo XVIII, aparece otro patrón
explicativo que continuará hasta finales del siglo XX: se pasa de la fusión medieval de culpa y causa a
la combinación de causa y azar. Las desgracias, como un terremoto o una peste, son cuestión de causas
físicas sin significado moral. Son verdaderos infortunios.
El contraste se ejemplifica muy bien con lo ocurrido en la década de 1980. Una crisis medioambiental
relacionada con la contaminación del agua con PVC en el Estado de Nueva York se interpretó como
algo de lo que la empresa encargada era culpable. En cambio, por las mismas fechas, con ocasión de
la erupción del volcán Monte Santa Helena en el noroeste del Pacífico, el New York Times escribió: “por
muy terrible que sea en términos de pérdidas de vidas y propiedad, al menos nadie es responsable.”
La contribución de la epistemología histórica puede ser hacernos conscientes del cambio histórico de
nuestros marcos explicativos. Desde el principio de los tiempos hay enfermedades humanas
producidas por la convivencia estrecha de humanos y animales salvajes. Pero la idea de que se pueden
buscar culpables por ello es un fenómeno relativamente reciente y, como he dicho, conectado con la
idea de la responsabilidad y culpabilidad humanas.
SD
La cuestión de la responsabilidad humana frente a la natural es muy interesante. Parece que ambas se
combinan en la idea, reaparecida en relación a la pandemia, de la “venganza de la naturaleza”, sobre
la has trabajado y escrito mucho, en particular articulando la idea de que los fenómenos naturales se
interpretan normativamente. ¿Qué relación hay entre la idea de la venganza de la naturaleza, la
normatividad de la naturaleza, y la asignación de responsabilidades?
LD
Quizá el ejemplo reciente más asombroso fue lo ocurrido en Japón en 2011. Un terremoto en el fondo
marino causó un tsunami que provocó al menos quince mil muertes y que también creó una situación
de emergencia en el reactor nuclear de Fukushima. Es característico del modo de pensar actual que el
modo de referirse a la catástrofe pasó a ser “Fukushima”, a pesar de que la central causó
aproximadamente una milésima parte de las muertes totales producidas por el tsunami. La venganza
de la naturaleza se interpretó como una bofetada en el rostro de los que construyen reactores
nucleares en zonas sensibles a movimientos sísmicos. La parte de la catástrofe relacionada con la
responsabilidad humana acaparó toda la atención.
SD
Has dicho que el marco explicativo de la teología se ha abandonado. Pero, como has mostrado en otros
lugares, la asignación de culpa teológica ante las catástrofes naturales tenía que ver con una idea de
equilibrio de la naturaleza que los humanos rompían. ¿No hay reminiscencias de ese marco teológico
en la explicación contemporánea de la pandemia COVID como venganza de la naturaleza? Romper el
equilibrio ecológico de los murciélagos por ejemplo, parece recoger la idea teológica del equilibrio
natural, presente por ejemplo en los trabajos de Linneo.
LD
Muy bien traído lo de Linneo, cuya idea de la “némesis divina” se parece a las ideas sobre la
desestabilización del equilibrio natural que los medioambientalistas aplican a la pandemia actual. La
idea es que en áreas densamente pobladas, como Wuhan, los seres humanos están invadiendo
territorios que son hábitat de animales salvajes como los murciélagos. Se trata por tanto de un
equilibrio natural que se rompe. Pero es siempre en la dirección que culpa a los humanos, en vez de
otros actores medioambientales.
Una perspectiva más latouriana que incluyese actores no-humanos nos haría pensar, como hacen los
ecólogos, en el ecosistema completo alrededor de Wuhan, en el que no sólo la especie humana se
hace su nicho ecológico, sino que muchas otras interactúan y compiten entre sí. Limitarse a la
responsabilidad humana es una interpretación determinada de la idea del rompimiento del equilibrio,
que en principio podría aplicarse a un ecosistema sin actores humanos. Por ejemplo podemos imaginar
una especie invasora que revuelve completamente el equilibrio de un ecosistema dado.
Pero el énfasis se pone siempre en la acción humana. Nadie hablaría de la venganza de la naturaleza
contra los pobres murciélagos. Sólo se habla así cuando tratamos con seres humanos. Es una suerte
de antropocentrismo perverso en el que no se glorifica nuestro puesto central en la naturaleza, sino
que nos achacamos todos los males posibles en una responsabilización monomaníaca. Por tanto, hay
relación, pero la perspectiva actual difiere de forma importante de la versión de Linneo, o de la de un
ecologista. Se otorga a los seres humanos una posición perversamente central en este drama.
SD
LD
En el curso del siglo XVII tiene lugar una reevaluación del lugar de las entonces llamadas artes
mecánicas. Las artes liberales, recogidas en el trivium y el quadrivium (gramática, retórica, lógica,
música, astronomía, aritmética y geometría), constituían el núcleo del currículum universitario
medieval y gozaban de un elevado prestigio. Las artes mecánicas, que incluían todo desde la ganadería
a la herrería, la cocina, o la destilación de licores y medicinas, tenían relativamente menos prestigio.
En los siglos XVI y XVII el prestigio de las artes mecánicas como fuente de conocimiento verdadero se
multiplicó.
El proceso se percibe en las cortes reales, en competencia mutua tanto militar como cultural, donde
se valora el saber hacer asociado a las habilidades prácticas de, entre otros, los ingenieros militares
que fortifican las ciudades o de un orfebre capaz de tallar exquisitos saleros llenos de filigranas, como
los que Benvenuto Cellini hizo para Francisco I de Francia en Fontainebleau. Estamos ante una
reevaluación de quién puede producir conocimiento y qué pasa al incluir a gente que ni siquiera eran
artesanos.
Francis Bacon, al hablar de las fuentes de conocimiento, dice que habría que prestar atención incluso
a los herboristas y las amas de casa, gente que estaba en lo más bajo del escalafón social y que, sin
embargo, han podido observar las virtudes curativas de ciertas plantas y minerales. Cuando Bacon
escribe en 1620 sobre cómo reformar la filosofía natural, la ciencia, toma a las artes mecánicas como
modelo del conocimiento progresivo. Según él, las tres cosas que hacían a la época moderna superior
a la antigua eran la imprenta, la pólvora y la brújula.
Eligió como portada de su libro un barco navegando a toda vela a través de Gibraltar, de las columnas
de Hércules, para sugerir que las habilidades de los navegadores, en su época portugueses y españoles,
permitieron abandonar la cuenca protegida del mar Mediterráneo y, navegando por el océano
Atlántico, descubrir las Américas.
Por lo que hace a los lugares de generación de conocimiento, ¡podría ser cualquier sitio! A bordo de
un barco, en una granja, en la tienda de un apotecario, en un taller de imprenta, en una fundición de
artillería…Todos estos lugares podrían convertirse en fuentes de conocimiento, y por lo tanto no es
sorprendente que alguien como Galileo, al que asociamos con algunas de las contribuciones más
espectaculares a la ciencia de la mecánica racional a principios del siglo XVII, frecuentara los astilleros
de Venecia donde se construían barcos, ¡había tanto que aprender allí!
SD
Continuemos con este tema. Junto con Peter Galison, escribiste Objetivity, un importante libro sobre
la noción de objetividad, que es una de las ideas centrales en fijar el conocimiento autorizado. Allí
demostrabas que varios ideales epistémicos distintos han ido asociándose a esta idea, como la
“representación fiel de la naturaleza”, la “objetividad mecánica”, o el “juicio informado”; estos ideales
han ido emergiendo históricamente y dando lugar a distintos tipos de persona científica. ¿Podríamos
identificar similares ideales epistémicos e identidades públicas de científicos en las actuales pugnas
por el reconocimiento de conocimiento fiable?
Se ha reivindicado conocimiento acerca de la COVID desde esferas ajenas a los circuitos institucionales
autorizados. Por ejemplo, médicos retransmitiendo sus puntos de vista en canales de Youtube o legos
promoviendo este o aquel remedio en sus blogs. Se ha argumentado que en situaciones de
incertidumbre la ciencia tiende a polarizarse. Por ejemplo, si Trump dice que la hidroxicloroquina
puede ser un buen tratamiento, sus seguidores encontraran pruebas que lo avalen y sus detractores
de lo contrario.
Mi pregunta es si podemos hablar de la autoridad para generar conocimiento más allá del criterio del
origen institucional y las redes sociológicas. Cuando se producen y circulan nuevos hechos e
informaciones en circunstancias de incertidumbre como las actuales, ¿qué papel juegan los ideales
epistémicos y la identidad social de los científicos?
LD
Esta pregunta es muy interesante en el momento actual, porque las fuentes de la autoridad científica
están cambiando; esto no es a causa de la pandemia, pero sí un proceso acelerado por ella. Me explico:
estoy totalmente de acuerdo contigo en que las fuentes de autoridad eran institucionales, al menos
desde el siglo XVII en adelante. Las academias del siglo XVIII son organismos para certificar la autoridad
del conocimiento. La trayectoria de esta situación va desde las memorias e invenciones que recibía,
por ejemplo, la Academie Royal de Sciences para juzgar su valía, hasta el sistema de revisión por doble
ciego actual. Lo que prima ahora, en cambio, en parte por la revolución digital y en parte por los
cambios relativamente recientes en las estructuras financieras de la investigación, es un culto a la fama
individual.
Desde finales del XVII y hasta mediados de la década de 1990 el criterio es el control disciplinario
dentro de cada campo. Esto incluye la certificación por parte de la disciplina, tanto educativa como
profesional, de evaluaciones, de mecanismos de competencia para publicar en las mejores revistas, y
de premios de reconocimiento, los más famosos de los cuales son los Premios Nobel.
A partir de los 90 se observa un intento de saltarse estos mecanismos de control disciplinario y acudir
directamente al público. Esto se debe en parte a que en la mayoría de las naciones industrializadas,
gran parte de los fondos proviene de la financiación pública y, por tanto, parece no solamente lógico
sino correcto que el público conozca la ciencia que, al final, está ayudando a financiar.
Los Estados Unidos ofrecen un vivido ejemplo, con proyectos como el supercolisionador
superconductor de los físicos de partículas elementales compitiendo con el proyecto del genoma
humano de los genetistas. Se jugaba muchísimo, y un modo de alcanzar una audiencia más amplia y, a
través de ella, al Congreso, era ir directamente al público. Por ejemplo ganando la atención de
periodistas famosos en el New York Times para promocionar el propio trabajo. Escribir para públicos
amplios, que antes se habría visto casi como una tara en círculos científicos, ganó creciente prestigio
en la ciencia. Si unimos a eso los influencers de las redes sociales, obtenemos una alianza poderosa
que vacía de autoridad a los mecanismos e instituciones tradicionales.
Esto ha podido verse incluso dentro de la propia comunidad científica durante la pandemia: en las
discusiones, a menudo convulsas, sobre qué y cuándo debe publicarse. Están aquellos que piensan que
en una situación de emergencia deberíamos poder subir resultados a algún archivo de Internet como
Metaarchive, incluso resultados preliminares y que no han pasado por ensayos críticos randomizados
ni procesos de revisión. Y están los otros que dicen que esto socavaría la credibilidad de la ciencia,
porque es de esperar que al menos el 50% de esos resultados se demuestren infundados.
El debate, en ocasiones mordaz, en torno a la “ciencia rápida” frente a “ciencia lenta”, se ha producido
dentro de la comunidad científica. Fuera de ella, ahora se permite a aquellos que, por las razones que
sean, se consideran renegados o marginales a los círculos científicos, publicar sus puntos de vista sin
tener que pasar por los filtros de la evaluación por pares u otros controles de las disciplinas científicas.
SD
Esta respuesta es muy interesante porque va más allá de las redes sociales como Twitter o Facebook,
que por ser más recientes suelen acaparar la atención, y regresa a un problema anterior: al modo de
financiación de las ciencias como mecanismo de explicación sociológica.
Pero algunos historiadores económicos han argumentado que la desconexión entre los indicadores
económicos y la materialidad económica es relativamente reciente en el mundo de las ideas. Por tanto,
surgen dos preguntas referidas a tiempos de plagas y pestes anteriores a esta desconexión: ¿Se daba
una tensión similar entre imperativos económicos y la necesidad de frenar la epidemia?, y ¿cómo
diferían los discursos pasados de los contemporáneos en relación a las condiciones de existencia
material?
LD
En primer lugar, la asignación de valor habría seguido criterios diferentes. Como dices, la manera en
que los economistas contemporáneos valoran la vida económica, la prosperidad, se basa casi
enteramente en indicadores numéricos tomados de datos macroeconómicos y que han sido criticados
desde hace décadas por ignorar parámetros económicos esenciales y de gran valor pero a menudo no
monetizados.
Por ejemplo: el trabajo de las mujeres en casa. La economía se pararía hoy en día si las mujeres se
pusieran en huelga. Pero, como no son trabajadoras asalariadas o, cuando lo son, sus sueldos son
nimios, el valor de su contribución simplemente no aparece reflejado. Lo mismo se puede decir de lo
que en los EEUU y otros lugares se han llamado “trabajadores esenciales”. Como los trabajadores
informales, éstos se descubrieron en la pandemia: dados sus bajos salarios, sus contribuciones apenas
aparecen reflejadas en el PIB ni otros índices macroscópicos; pero, si dejaran de trabajar, todo dejaría
de funcionar. Además de los médicos, fueron los únicos que tuvieron que seguir trabajando durante el
confinamiento.
Esto significa que tenemos que replantearnos muy seriamente la divergencia entre los indicadores de
valor económico y lo que podríamos llamar los indicadores de valor de la vida real. En el contexto pre-
moderno, anterior a las estadísticas que sirven de base a los índices macroeconómicos, las formas de
valor no eran desde luego siempre proporcionales a las necesidades de la vida, pero tenían una
relación mucho más cercana a las cosas que de hecho mantienen una sociedad en funcionamiento. No
estoy diciendo que la gente de a pie, las mujeres en sus casas o los campesinos en sus campos, tuviera
acceso a los bienes que necesitaban. Pero había un sentido mucho más claro de su papel central en el
funcionamiento del todo.
En segundo lugar, el coste económico de una epidemia depende en gran medida de la organización de
la economía y de qué instituciones existan para hacerse cargo de aquellos que enferman o que se ven
empobrecidos por la plaga. Durante la Edad Media, en las sociedades islámicas de oriente medio y el
norte de África había un buen número de hospitales que cuidaban a los enfermos y a los pobres; el
más famoso era el del Cairo, pero no era el único. Existían instituciones similares en gran parte de
Europa. Por ejemplo, cuando la peste azotó Florencia en 1348 había instituciones operativas que
mitigaron los males no sólo de los enfermos y contagiados sino de los pauperizados por la enfermedad.
Tendemos a identificar falsamente las sociedades premodernas con las sociedades de subsistencia
modernas, donde la gente vive totalmente al día. Pero hay que atender a lo que hoy llamaríamos las
redes de bienestar o beneficencia, que eran bastante tupidas en las sociedades premodernas.
Es decir, el eslogan “la bolsa o la vida” debe plantearse en términos de ¿la bolsa de quién?, ¿es el
dinero el único índice de valor? Y ¿qué alternativas existen para aquellos que dejen de ganar dinero?
Se ha visto el contraste entre algunas naciones europeas, que tienen algún tipo de ayudas o programas
de mini-trabajos a tiempo parcial, con los Estados Unidos, que carece de programas similares. El
impacto económico, a escala de la vida cotidiana, ha sido muy diferente.
SD
Sin embargo, desde aquellas pestes a la actualidad han aparecido multitud de nuevos conocimientos
y nuevos aparatos de biopoder: hospitales, epidemiología computacional, el descubrimiento de
gérmenes y virus, la conceptualización de categorías sociales homogéneas dentro de grandes
poblaciones a través de la estadística (que tanto has trabajado). ¿Cómo entiendes el efecto de estas
novedades en el manejo político de la epidemia?
LD
Creo que uno de los efectos más interesantes de la epidemia ha sido hipostasiar categorías que estaban
en proceso de disolución en las ciencias biomédicas. El ejemplo más obvio es la raza. Algunos
biomédicos franceses criticaron a sus colegas estadounidenses por usar la raza como una de las
variables pertinentes a la hora de estudiar la presión arterial o los efectos de cierta medicación anti-
Covid. El argumento de los franceses es que la raza era un constructo social, un producto de la ideología
política sin lugar en la investigación biomédica; el argumento de los americanos es que es un
constructo social con efectos reales sobre la vida de individuos concretos en el contexto de sus
poblaciones.
Esto va al corazón de qué tipo de estadística se haga. En los Estados Unidos, hay estadísticas de
enfermedad y mortandad entre, por ejemplo, los afroamericanos y los blancos que contrajeron la
COVID. Si estas categorías tienen efecto o no es algo que está en discusión, pero cuantas más
estadísticas se obtienen con estos parámetros, más firmes se vuelven las rúbricas que los encabezan y
permiten las comparaciones.
Sin necesidad de tomar partido en este debate, constatamos que la epidemia ayuda a solidificar ciertas
rúbricas como clases homogéneas sobre otras. Podríamos imaginar, por poner un ejemplo inventado,
a un epidemiólogo francés estratificando las entradas por nivel de ingresos y omitiendo las rúbricas de
raza o procedencia étnica. Estas decisiones proyectaran resultados diferentes, que son imposibles de
predecir y que pueden tener implicaciones divergentes en las políticas públicas.
Me gustaría insistir un poco en la última pregunta de Sébastien. Existe actualmente un debate entre
los expertos que defienden un confinamiento general y los expertos que sugieren medidas más
específicas dirigidas a grupos de riesgo. El segundo grupo acusa al primero, que básicamente encarna
el sentido común de los últimos seis meses, de ser “medievales”.
A su vez, David Edgerton en una entrevista en Youtube de hace unos meses sacó a relucir su idea de
“la conmoción de lo viejo” de Innovación y tradición para entender las políticas tomadas para frenar la
pandemia. Decía: estamos en la era de la telemedicina, la estadística, la alta tecnología en los
hospitales, ¡lo que quieras! Pero al final estamos usando el confinamiento, que es lo que la gente lleva
usando siglos.
Pero, lo que creo que Sebastien estaba preguntando es si de verdad se trata de lo mismo. El nombre
es el mismo, “cuarentena”, pero, ¿no son los mecanismos suficientemente diferentes como para
forzarnos a aceptar que estamos ante un tipo de fenómeno distinto?
LD
Lo que la “cuarentena” significó en el siglo XIV en el norte de Italia es muy distinto de lo que significó
en Nueva York o Berlín en el 2020. En estas últimas ciudades no faltó la provisión de comida y no se
cerraron las puertas de las murallas a todos los viajeros (se cerraron las fronteras, pero no es lo mismo
que vivir enclaustrado en una ciudad medieval) y tampoco se encerró a la gente a cal y canto en sus
casas durante períodos indefinidos de tiempo. Las cuarentenas eran muy distintas a las actuales, como
lo son las experiencias de los que las padecen ahora y las padecieron entonces. Además, la palabra
cuarentena hace referencia a cuarenta días totalmente incomunicado, y ni siquiera los más radicales
defensores del confinamiento defienden eso a ahora, sino intervenciones más puntuales.
Sobre el punto más general acerca de la conmoción de lo viejo, cuando nos enfrentamos a una novedad
absoluta, no es sorprendente que recurramos a aquellos métodos que, por muy viejos y crudos que
sean, sabemos que funcionan. Lo que ha ocurrido, y por lo que ahora estalla el debate, es que ha
habido una curva muy pronunciada de aumento del conocimiento acerca de la naturaleza del virus y
sus patrones de contagio. La pregunta es si ahora sabemos lo suficiente para afinar estos crudos
mecanismos de protección aplicando medidas quirúrgicas más precisas.
Creo que esto es algo sobre lo que gente razonable puede tener posiciones distintas. No sé cuál es la
situación en España o Francia, pero en Alemania, hoy mismo un juzgado ha tumbado una prohibición
que impedía a la gente que viajaba de un estado alemán a otro pernoctar en un hotel, y lo ha hecho
con el argumento de que no hay pruebas suficientes de que esto sea una causa significativa de
contagio. Hay una discusión constante entre el estado del conocimiento y de acciones particulares.
Esto no debería sorprendernos, porque el estado de nuestro conocimiento sobre el virus evoluciona
rápido. Hay cosas que creíamos en marzo que ahora en octubre ya no creemos. Por ejemplo,
recordaréis la venta masiva de litros de desinfectante; ahora la gente tiene mucho menos miedo al
contagio por superficie y mucho más al personal por vía aérea, lo cual incide en las medidas
recomendadas.
SD
Mi última pregunta trata precisamente sobre lo que sabemos sobre el virus y cómo actuamos respecto
a él, en comparación con otras catástrofes. En concreto, muchos han analizado la epidemia a la luz del
cambio climático, a menudo para considerarla una suerte de ensayo general de la crisis climática. Las
diferencias entre conocimiento y acción entre ambos fenómenos es impresionante.
El cambio climático es uno de los procesos mejor documentados de toda la historia de la ciencia y, sin
embargo, la acción política ha quedado muy rezagada. En cambio, sabíamos muy poco de este virus
hace menos de un año y, en base a ese conocimiento precario, se tomaron medidas políticas muy
contundentes. Como historiadora de la ciencia, ¿cómo analizarías esa discrepancias con el modelo
positivista según el cual la acción debería seguirse del conocimiento?
LD
¡Qué pregunta más aguda! En primer lugar, no hay duda de que sabemos muchísimo sobre el cambio
climático, sus causas, y sus consecuencias probables, sobre todo en comparación con lo que sabemos
acerca del nuevo coronavirus. Es más, todo lo que sabemos sugiere que las consecuencias serán mucho
más catastróficas que las de la pandemia actual.
Tengo dos explicaciones ante la paradoja que sugieres. Primero, es evidente que los cambios
estructurales que serán necesarios para combatir el cambio climático son de tal magnitud, alcance y
duración que es normal que encuentren resistencia muy poderosa y bien financiada. Pudiera ser que,
en el futuro, si no aparece una vacuna efectiva contra el coronavirus, también éste requiera medidas
potentes y duraderas, pero no hay ninguna razón para pensar que ese va a ser el caso. De modo que
ése es un contraste importante.
La segunda explicación tiene que ver con la temporalidad. La estructura del evento, como una
explosión temporalmente circunscrita que súbitamente acapara toda la atención, se contrapone a un
proceso de largo plazo de décadas y siglos. Tiene efectos actuales, como los incendios de California o
los huracanes del Caribe, pero se desarrolla en una escala temporal mucho más difícil de enlatar en la
estructura puntual de la catástrofe. La noción misma de emergencia se refiere a algo circunscrito
temporalmente que requiere una acción decisiva pero que luego desaparece. El fenómeno del cambio
climático, en cambio, es tan duradero como el mismo clima. Esta escala trans-generacional hace
mucho más difícil movilizar a la acción.
LC
No puedo evitar añadir una última pregunta ligeramente distinta a lo que estábamos discutiendo; pero,
dado que esta entrevista es para un libro en gran parte de prospectiva, y, dado que te has dedicado a
la investigación y la gestión de la investigación colectiva durante mucho tiempo, me gustaría saber si
ves alguna tendencia en las humanidades o incluso en la conversación intelectual pública que ya
existiera antes de la pandemia y que haya sido acelerada por ella.
LD
Enlazando con la pregunta anterior sobre la diferentes respuestas a la pandemia y al cambio climático,
diría que tal vez una tendencia es el papel de las humanidades en expandir nuestra imaginación.
Déjame darte un ejemplo concreto: durante la Guerra Fría, el cataclismo que centró la imaginación de
la gente fue la Guerra Nuclear; el apocalipsis de la humanidad, y tal vez del planeta, como resultado
de la confrontación entre la URSS y los EEUU. Y el arma más efectiva por parte de las fuerzas pro-
desarme eran las novelas y las películas. Imaginar cómo sería el mundo tras una guerra nuclear concitó
a ciudadanos de a pie a protestar contra la acumulación masiva de arsenales nucleares.
Incitar la imaginación de cataclismos es ciertamente peligroso y resuena demasiado con las visiones
judeo-cristianas del apocalipsis. Pero un posible papel para las humanidades es entender la política de
la imaginación colectiva, su capacidad o no de movilizar la acción. Ha sido una gran decepción para los
científicos que han trabajado directamente sobre el cambio climático ver cómo sus predicciones
sobrias sobre lo que ocurrirá si no se toman medidas inmediatas han tenido un efecto prácticamente
nulo. Ha llegado el momento de pensar qué es necesario para tener efecto. Si la analogía con el
movimiento para el desarme nuclear de la década de los 60 y 70 sirve de guía, la clave está en el estudio
de la imaginación colectiva.