Mismidad y Unicidad de La Persona (Según La Perspectiva Cristiana)
Mismidad y Unicidad de La Persona (Según La Perspectiva Cristiana)
Mismidad y Unicidad de La Persona (Según La Perspectiva Cristiana)
RESUMEN: La persona no está sola y aislada, sino en convivencia. Aunque yo sea una realidad cam-
biante, no idéntica, soy el mismo que antes y que después; hay, por tanto, una esencial mismidad,
que no es «identidad» en el sentido de las cosas o, más aún, de los objetos ideales. Según esta nueva
lógica y nueva metafísica, yo me veo a mí mismo como alguien inconfundible, una persona concreta y
única, una realidad histórica, no «algo», «quién» unido a mi «qué», con nombre propio. Me siento libre
y, por tanto, responsable, capaz de elección y decisión. Mi vida es mía, la de cada cual, única e irrepe-
tible. Pero, desde los griegos, hay una larga serie de intentos de «cosificación» del hombre: las viejas
lógica y metafísica (basadas en la identidad y en la inmovilidad) ven a la persona como sustancia.
PALABRAS CLAVE: autosuficiencia; esencia; identidad; lógica; metafísica; mismidad; objetos ideales;
principio de individuación; sustancia; unicidad; universales; vida.
1
E. Husserl, Cartesianische Meditationem und Pariser Vorträge, §41, Husserliana,
Nijhoff, 2Haag 1973, pp. 117 y ss.
2
Ibid., §42, p. 122.
3
Íd., Meditaciones cartesianas, §49 (trad. de Mario A. Presas), Tecnos, Madrid 32018,
p. 143.
© PENSAMIENTO, ISSN 0031-4749 PENSAMIENTO, vol. 79 (2023), núm. 302, pp. 93-116
doi: 10.14422/pen.v79.i302.y2023.005
94 E. GONZÁLEZ FERNÁNDEZ, MISMIDAD Y UNICIDAD DE LA PERSONA
4
J. Marías, Persona, Alianza Editorial, Madrid 1996, p. 24.
5
Id.
6
Ibid., pp. 40-41.
7
Platón, Cármides,165a (trad. de E. Lledó), en: Platón, Diálogos, I, Gredos, Madrid
2000, p. 215; y Protágoras, 343b (trad. de C. García Gual), Ibid., p. 425.
8
Íd., Fedón, 79c (trad. de C. García Gual), en: Íd., Diálogos, III, Gredos, Madrid 2000,
p. 69.
9
Ibid., 79d, p. 69.
10
Ibid., 78d, p. 67.
11
Aristóteles, Metafísica, III, 4, 999a (trad. de Valentín García Yebra), Gredos, Madrid
1998, p. 124.
12
Ibid., 999b, p. 125.
13
Ibid., XI, 6, 1063a, p. 557.
14
J. Ortega y Gasset, «Vives», en: Obras completas, V, Taurus, Madrid 22010, p. 613.
15
J. Marías, Antropología metafísica, Alianza Editorial, Madrid 31987, p. 186.
16
Íd., Persona, o. c., p. 27.
17
Ibid., pp. 47-48.
18
Cf. Santo Tomás de Aquino, Suma de Teología, I, q. 87, a. 1, BAC, Madrid 42001, I, pp.
791-793.
19
Ibid., q. 84, a. 7, p. 771.
20
Id.
21
G. W. Leibniz, Discurso de metafísica (trad. de Julián Marías), Alianza Editorial,
Madrid 62002, p. 97.
22
J. Marías, nota 78 a G. W. Leibniz, Discurso de metafísica, o. c., p. 135.
23
J. Ortega y Gasset, Meditaciones del Quijote (ed. de Julián Marías), Cátedra, Madrid
2
1990, p. 77.
24
Cf. J. Marías, Ortega. Circunstancia y vocación, en: Obras, 9, Revista de Occidente,
Madrid 31982, pp. 534-536.
25
D. Hume, Tratado de la naturaleza humana, 1, 4, 6 (ed. de Félix Duque), RBA, Barcelona
2002, I, p. 351.
26
J. Marías, Miguel de Unamuno, Espasa-Calpe, Madrid 31976, p. 143.
27
Ibid., p. 217.
28
I. Kant, Sobre el saber filosófico (trad. de Julián Marías), Facultad de Filosofía de la
Universidad Complutense, Madrid 21998, pp. 26-27.
29
J. Marías, Antropología metafísica, o. c., pp. 44-45.
30
Íd., Persona, o. c., p. 21.
31
M. de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, 1, V (ed. de John Jay Allen), Cátedra,
Madrid 1983, I, p. 114.
2. Mismidad e identidad
32
J. Marías, Cervantes clave española, Alianza Editorial, Madrid 22003, pp. 135, 136, 137,
139, 140 y 143.
33
Ibid., pp. 147-148.
34
Ibid., p. 213.
35
Íd., Razón de la filosofía, Alianza Editorial, Madrid 1993, p. 101. La misma frase
aparece en su Historia de la filosofía, de 1941, al exponer a Dilthey; también hace uso en ese
libro de la palabra «mismidad» al exponer a Hegel y a Kierkegaard, e igualmente la utiliza
Ortega en el epílogo.
36
W. Dilthey, Teoría de las concepciones del mundo (trad. de Julián Marías), Revista de
Occidente, Madrid 1974, p. 99.
37
J. Marías, nota 63 a Dilthey, Wilhelm, Teoría de las concepciones del mundo, o. c., p.
99.
38
Ch. Chabanis, La mort, un terme ou un commencement?, Fayard, Paris 1982, p. 296.
39
Voltaire, Dictionnaire philosophique, article «Identité», Armand-Aubrée, Paris 1829,
4, p. 415.
40
J. Ortega y Gasset, «Sobre la fenomenología», en: Obras completas, VIII, Taurus, Ma-
drid 2008, pp. 181-182. Este texto de Ortega figura al frente de la edición de las Investigacio-
nes lógicas de Husserl (trad. de Manuel G. Morente y José Gaos), Alianza Editorial, Madrid
2006, 1, p. 19.
41
J. Marías, Historia de la filosofía, Alianza Editorial, Madrid 1985, pp. 398-399.
42
E. Husserl, Ideas relativas a una fenomenología pura y una filosofía fenomenológica
(trad. de José Gaos), Fondo de Cultura Económica, México 21962, p. 132.
43
Aristóteles, Metafísica, III, 6, 1003a, o. c., p. 149.
es?». No tratamos de «especies», sino de cada vida individual, que pide utilizar
el concepto de «mismidad» de la persona, no el de identidad: este último des-
cribe cosas, sustancias u objetos ideales invariables. En cambio, la mismidad
es el centro de mi biografía.
Si para Aristóteles el verdadero conocimiento requiere fijeza, identidad y
estabilidad de los objetos, ¿cómo es posible conocer a alguien cuyo «haber»
consiste en acontecer, en el cambio biográfico, en su enorme variabilidad his-
tórica?
Recuérdese «que el modelo que sirve de base al pensamiento griego son los
objetos matemáticos, únicos, inmutables, invariables, que no se engendran ni
perecen, estrictas “consistencias”»44. Desde entonces se ha solido considerar
que la filosofía debe atenerse a unas realidades que, como las aritméticas y
geométricas, son exactas, invariables, permanecen idénticas a sí mismas, no
están afectadas por la cambiante circunstancialidad.
Y, sin embargo, la circunstancialidad es esencial en toda persona, completa-
mente distinta de todo objeto aritmético y geométrico. Una persona es alguien
que no solo está en el espacio y en el tiempo, sino que se va haciendo de este
último; que acontece, que es concreta, singular, afectada por la circunstanciali-
dad. Pero lo que llama Husserl objetos ideales no tiene nada que ver con esos ca-
racteres personales. Los objetos ideales, que son los que el filósofo checo quiere
conocer, no son individuales, no son concretos, no son singulares, no son úni-
cos, no están en el espacio y en el tiempo, no quedan afectados por la circuns-
tancialidad. Tienen una validez universal, son exactos, limitados y no son reales.
Husserl reconoce que pretende «mantener la estricta identidad de lo
específico»45. Y trata de describir aquellos entes ideales que son objeto de co-
nocimiento intuitivo, con evidencia, con una validez universal y que, perma-
neciendo en su exactitud, no quedan alterados por ninguna circunstancia. En
cambio, cada persona es tan real que está radicalmente afectada por el espacio
y por el tiempo, por sus concretísimas circunstancias que son ilimitadas y, por
ello, inexactas.
¿Qué son esos objetos ideales, centro de la atención de Husserl? Los núme-
ros, las figuras, las especies. De entre los objetos aritméticos, por ejemplo el
número siete, este no queda afectado por la circunstancialidad, no envejece ni
tampoco se enamora: como permanece siempre idéntico a sí mismo, no cam-
bia nunca, es limitado y exacto.
De entre los objetos geométricos, por ejemplo la figura del rectángulo ideal,
no el rectángulo real que es esta concreta página, afectada por su color, por las le-
tras que lleva escritas, sometida al espacio, al tiempo, a una posible destrucción.
De entre las especies, por ejemplo la humana, la del manzano, o la del perro,
pero no los individuos de las mismas, que son reales a diferencia de ellas, obje-
tos ideales y, por tanto, no afectados por la circunstancialidad.
44
J. Marías, Problemas del cristianismo, Planeta-DeAgostini, Barcelona, 31995, p. 151.
45
E. Husserl, Investigaciones lógicas, 2, 1, §3, o. c., 1, p. 300.
46
Ibid., 4, §13, o. c., 2, p. 461.
47
M. García Morente, Lecciones preliminares de filosofía, Encuentro, Madrid 2000, p. 54.
48
J. Marías, Introducción a la filosofía, Revista de Occidente, Madrid 1947, p. 149.
49
Ibid., p. 374.
50
Íd., Antropología metafísica, o. c., p. 43.
51
J. Ortega y Gasset, «Ensayo de estética a manera de prólogo”, en: Obras completas, I,
Taurus, Madrid 2005, pp. 667-678.
52
J. Marías, Razón de la filosofía, Alianza Editorial, Madrid 1993, p. 89.
53
Íd., Introducción a la filosofía, o. c., p. 424.
54
Ibid., p. 425.
55
Ibid., p. 425.
56
Ibid., p. 37.
57
Íd., La imagen de la vida humana, Emecé, Buenos Aires 1955, p. 21.
58
Ibid., p. 27.
59
Íd., Consideración de Cataluña, Aymá, Barcelona 21974, p. 33.
60
Íd., Tratado de lo mejor. La moral y las formas de la vida, Alianza Editorial, Madrid
1995, p. 161.
A la persona «le pertenece una unicidad que va mucho más allá de la indi-
vidualidad. Desde cualquier punto de vista que no sea el de la personalidad, el
hombre es individuo de una especie; tan pronto como se lo ve como persona,
esto es insuficiente, en definitiva falso. La persona no es intercambiable»61. Es
decir, su existencia presenta un carácter «absoluto», único, inconfundible, in-
sustituible, no derivable, irreductible, está enfrentada polarmente con el «res-
to» de la realidad, distinta de todo lo que no es ella, sin que pueda «fundirse»
con nada.
Lo decisivo es el enfrentamiento de la persona «con el resto de la realidad,
quiero decir la polaridad en que consiste. Es la forma extrema de la unicidad.
No es solo que la persona sea distinta de toda otra cosa, y de cualquier otra
persona, es que se siente en disyunción con todo lo real y lo irreal, con todo lo
que no es ella». No «se puede “fundir” con nada, no puede ser elemento de un
rebaño o banda, ni articularse con un ambiente físico»62.
Hay que atender al «quién proyectivo que es cada uno de nosotros». Cada
«vez es más evidente el carácter único e insustituible de la vida humana, en
todos los órdenes», a pesar de que «se hacen esfuerzos constantes por desper-
sonalizar lo humano, reducirlo a números y estadísticas, considerar que hay un
esquema aplicable por igual a todos los hombres». Pero la «vida, en la medida
en que es humana, es mía, irreductible a ninguna otra». Como cada vida es sin-
gular y única, a «la felicidad le pertenece esto en grado máximo, no hay nada
que requiera más la unicidad de la persona». Se preguntará «si esto es posible,
pues desde Aristóteles se ha dicho que la ciencia lo es de lo universal, y nos
encontramos con la necesidad de saber» quién soy yo, alguien absolutamente
singular. «Tal vez no sea posible alcanzar ese conocimiento, o acaso el gran
Aristóteles no tenía enteramente razón y sea posible otra ciencia de lo singular,
de lo concreto, de lo único»63.
Resulta significativo cómo en 1982 Jérôme Lejeune (considerado padre de
la genética moderna) utiliza el adjetivo francés unique porque desde su conoci-
miento científico observa que «cada individuo es único»64. Son palabras que, en
ese mismo año, le parecen «admirables» a Julián Marías, fecha en que emplea
la expresión «unicidad rigurosa del ser humano»65.
Y en 1989 hará uso Lejeune del término unicité: «sabemos mucho más des-
de hace dos años. La unicidad de todo joven ser humano» era antes «una infe-
rencia a partir de todo lo que sabíamos sobre los genes y sobre las diferencias
entre los individuos. Hoy es un hecho demostrado experimentalmente». Por
tanto, «ya no es una teoría que cada uno de nosotros es único». Se entiende:
una teoría metafísica, pendiente —para un genetista— de ser científicamente
Ibid., p. 131.
62
63
Íd., La felicidad humana, Alianza Editorial, Madrid 31989, pp. 20-21.
64
E. González Fernández, Dejar vivir. Marías y Lejeune en defensa de la vida, Rialp,
Madrid 2013, p. 72.
65
Ibid., pp. 69-70.
66
Ibid., p. 85.
67
J. Ferrater Mora, Diccionario de Filosofía, V, RBA, Barcelona 2005, p. 3600.
68
Santo Tomás de Aquino, Suma de Teología, I, q. 50, a. 4, o. c., p. 507.
69
J. Ferrater Mora, Diccionario de Filosofía, o. c., p. 3600.
70
Santo Tomás de Aquino, El ser y la esencia, II, 10 (trad. de Abelardo Lobato), en:
Opúsculos y cuestiones selectas, BAC, Madrid 2001, I, p. 47.
71
Íd., Las criaturas espirituales, 8 (trad. de Ángel Martínez Casado), en: Opúsculos y
cuestiones selectas, o. c., p. 772.
J. Marías, «Amor», en: Gran Enciclopedia Durvan, Bilbao 1983, I, pp. 477-478.
73
74
Íd., Persona, o. c., p. 102.
75
Ibid., p. 42.
76
J. Ortega y Gasset, «La razón histórica [Curso de 1940]», en: Obras completas, IX,
Taurus, Madrid 2009, pp. 525-526.
paso, una expresión que puede ser un precedente de ella, cuando dice el Padre
Suárez: “que la sustancia no necesita de ningún sujeto para existir”»77.
Esa definición de la sustancia como autosuficiente e idéntica subyacía en la
concepción griega. Los griegos, al extrañarse de la variación o alteración de la
realidad en este mundo tan mudable, quisieron fijarla fuera o sustancializarla
dentro.
De ahí esa propensión al pensamiento abstracto y a la huida de lo real.
En Platón, el más puro exponente de la mentalidad griega, con su geniali-
dad y su limitación, son notorios ambos caracteres, que lo llevan a efectuar,
con escandalosa literalidad, con ese radicalismo propio del pensamiento, la
salida de entre las cosas; Platón, resueltamente, las abandona, para poner su
mismidad o verdad fuera de ellas, en un lugar celeste, el de las ideas eternas
e inmutables. Y cuando Aristóteles, al caer en la cuenta de que la verdad es
la verdad de la realidad, vuelve a cazar las ideas, que se habían escapado a lo
alto, para aprisionarlas de nuevo en las cosas, vacila entre la evidencia de que
la realidad es siempre individual y concreta, y la convicción de que la verdad
es lo universal, idéntico e invariable; y de ahí su genial y problemática teoría
de la sustancia, fundada, como toda la filosofía de los griegos, en el supuesto
de que la mismidad o verdad es forzosamente identidad78.
Platón trataba de encontrar el tí, el qué, de cada cosa, y así fijar su esencia por
encima de sus múltiples variaciones en este mundo. Por ejemplo, cada hombre
del mundo sensible es una participación del hombre ideal, idéntico a sí mismo,
permanente, inmutable, esencial. Ese pensamiento abstracto renunciaba a la uni-
cidad de cada hombre concreto, que es la persona real con quien me encuentro.
Podría «seguirse fácilmente una línea ideal que enlazaría estos orígenes de
la lógica platónica con la lógica como ontología formal en Husserl, a través de
toda la historia de la filosofía»79.
Es verdad que hay unos esquemas que componen la teoría general o ana-
lítica de la vida humana: son los requisitos indispensables, necesarios, y por
tanto universales, para que haya vida personal; las estructuras previas a cada
vida concreta; las condiciones sine quibus non, sin las cuales no es posible; su
máxima condensación es la tesis “yo soy yo y mi circunstancia” (circunstancia
como escenario y mundo; el segundo yo como proyecto o pretensión; toda vida
personal es circunstancial); esta estructura analítica puede darse en cualquier
planeta del universo (acaso en otros planetas haya vida personal, pero no hu-
mana). Descubro esa estructura por análisis de mi vida; el resultado de ese
análisis es una teoría que por eso llamamos analítica80.
77
Ibid., pp. 537-539.
78
J. Marías, Introducción a la filosofía, o. c., pp. 147-148.
79
Ibid., p. 300.
80
Cf. Íd., Antropología metafísica, o. c., p. 71.
Pero esos esquemas (a diferencia de lo que piensa Platón con sus ideas, o Aris-
tóteles con sus formas) no tienen verdadero valor de realidad más que cuando
se llenan de contenido, el primero de los cuales es el conjunto de las estructuras
psicofísicas que no constituyen requisitos a priori de la vida personal (este cuer-
po humano, sometido a la gravedad, al espacio y al tiempo; que tiene un tamaño
habitual, carácter sexuado —mujer o varón—, determinado aparato sensorial)
con que se nos presenta la vida humana en este mundo en que nos encontramos.
El segundo contenido es el decisivo: se trata de las experiencias de mi vida,
la de cada cual, con los caracteres de mismidad y unicidad, realidad biográ-
fica, capaz de ser contada o narrada. No se trata de que yo construya ciertos
esquemas o modelos mentales y vaya después a buscar por el mundo algo que
se ajuste a ellos, sino que, al observar mi vida, descubro condiciones o requisi-
tos sin los cuales no sería posible; y como eso acontece, por tanto, a toda vida
humana, descubro así una estructura previa y necesaria, que estudia la teoría
abstracta o analítica de la vida humana.
Veo en mí como necesario el primero de esos contenidos (conjunto de esas
estructuras psicofísicas) y, por tanto, resulta universal: los «caracteres propios
de mí, por ser necesarios, por ser condiciones sine quibus non, resultarán a la
postre universales. La universalidad se funda en la necesidad, y no al revés»81.
Al revés parecen opinar Platón, Aristóteles, Tomás de Aquino, Kant o Husserl.
Porque lo «general no es más que un instrumento, un órgano para ver cla-
ramente lo concreto»82.
Todo lo cual debería tener como consecuencia una renovación respecto de
las viejas teorías del conocimiento. A pesar de que para Aristóteles la sustancia
primera —el individual, el concreto plenamente real— ocupe el primer plano
en su filosofía, realizó en su Metafísica un giro sorprendente, en cierto modo
brusco y algo desconcertante, porque proclamó que el conocimiento auténtico
es de lo universal. Y así volvió a Platón a pesar de su inicial polémica contra
él. Aristóteles considera que lo anterior y primero de nuestro conocimiento es
siempre el singular y concreto, del que nos dan noticia los sentidos; pero lo
anterior y primero lógicamente para él es lo universal aunque sea posterior en
nuestro conocimiento.
Si de hecho todo conocimiento arranca del individual, la concepción aris-
totélica depende de la platónica, según la cual todo eîdos es anterior y más co-
nocido comparado con el singular, que es solo una participación de aquel en el
mundo sensible. Para Aristóteles y Platón, lo universal es más importante que
el individual; este ha de ser entendido a partir de aquel.
Pero según el citado Lejeune, lejos de ser la especie (la esencia univer-
sal o naturaleza) anterior al individuo, «el individuo es primero en relación
81
Íd., Lección inaugural «La visión cristiana de la realidad». I Congreso Nacional de
profesores cristianos. Documentos y estudios (Madrid, 1 al 4 de noviembre de 1984, Consejo
Nacional de la Educación Cristiana), Fundación Santa María, Madrid 1985, p. 36.
82
J. Ortega y Gasset, «Vieja y nueva política (Conferencia dada en el Teatro de la
Comedia el 23 de marzo de 1914)», en: Obras completas, I, o. c., p. 724.
83
Ibid., p. 76.
84
J. Marías, Razón de la filosofía, o. c., p. 157.
85
Íd., Persona, o. c., p. 64.
86
Íd., Idea de la metafísica, en: Obras, 2, Revista de Occidente, Madrid 61982,
pp. 402-403.
87
Íd., Tratado de lo mejor. La moral y las formas de la vida, o. c., pp. 141-142.
88
M. de Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigismunda, prólogo (ed. de Juan Bautista
Avalle-Arce), Castalia, Madrid 2001, p. 49.
89
J. Ortega y Gasset, En torno a Galileo, en: Obras completas, VI, Taurus, Madrid 2006,
p. 432.
90
Cf. Santo Tomás de Aquino, Suma de Teología, I, q. 86, a. 1, o. c., p. 786.
91
J. Marías, Introducción a la filosofía, o. c., p. 304.
92
E. Husserl, Investigaciones lógicas, o. c., p. 653.
93
J. Marías, Introducción a la filosofía, o. c., p. 7.
94
Ibid., p. 22.
dentro del juicio, al cual suele subordinarlo; por lo general, no sabe demasiado
qué hacer con él»95.
Y como la vieja lógica no tiene en cuenta mi mismidad y mi unicidad, su
«juicio universal o particular, tan pronto como excede de la singularidad cir-
cunstanciada, pierde su sentido real». Por ello es menester distinguir entre dos
clases de predicación y, por tanto, de juicios: «la predicación concreta o real y
la predicación abstracta o esquemática. En la primera, los conceptos actúan
como funciones significativas; en la segunda, como meros “núcleos funciona-
les”, esquemas destinados a adquirir su sentido pleno al circunstancializarse»96.
La lógica del pensamiento concreto es «aquella que se ejecuta para hacerse
cargo de una situación» y aparece como instrumento «del trato pensante con la
realidad, exigido por el modo concreto de encontrarse en ella que caracteriza
a la vida humana»97.
Esa lógica nos hace ver que la responsabilidad pertenece a la estructura
misma de nuestra vida y que el hombre se comporta «en vista de la figura de
vida que ha proyectado, del personaje imaginado que pretende ser; esa pre-
tensión es la que da razón de cada uno de los haceres, y la moralidad de estos
depende, en un primer estrato, de su adecuación respecto a ese esquema total,
de su autenticidad en cuanto a la pretensión que cada uno es». Pero cuando el
hombre sustituye los motivos que nacen de su íntima pretensión —es decir: de
su mismidad y de su unicidad— «por otros cualesquiera, se falsea a sí mismo,
suplanta su auténtica personalidad por otra, se convierte en hueco de sí mismo;
y esta es la raíz de la inmoralidad»98.
Las verdades abstractas no se refieren a la realidad, sino a esquematizacio-
nes de esta, a ciertos elementos obtenidos desde un punto de vista determinado
y con formal eliminación de los demás, en lo cual consiste precisamente la
abstracción.
Lo que ocurre es que, por razones que sería largo enumerar, la lógica y
la teoría del conocimiento han solido operar, durante siglos, con tenacidad
sorprendente, con verdades abstractas, y casi nunca han descendido al pensa-
miento concreto, que tiene dificultades mucho mayores. Y esto ha hecho que
se considere como propio de la verdad algo que solo pertenece a una clase
muy particular y secundaria de verdades, y que únicamente tiene sentido en
la consideración de la realidad «desrealizada» que surge cuando el hombre se
dedica a un menester especialísimo y nada primario en su vida99.
No se olvide que «abstraer» (de abs, separar, y trahere, tirar, arrastrar) sig-
nificaba en la vieja lógica aislar intelectualmente lo universal separándolo de
las notas particularizantes o circunstanciales, principalmente de la materia,
considerada principio de individuación. El entendimiento activo abstraía así,
95
Ibid., p. 305.
96
Ibid., p. 308.
97
Ibid., pp. 310-311.
98
Ibid., pp. 373-374.
99
Ibid., p. 138.
5. Algunas conclusiones
Como es sabido, el vocablo latino essentia procede del verbo esse, ser, al igual
que en griego la palabra ousía deriva del verbo eînai. Su vieja significación es
aquello que constituye la naturaleza de las cosas, lo permanente e invariable de
ellas. De ahí ha pasado la esencia a ser considerada lo más importante y carac-
terístico de una cosa. El adjetivo esencial significará indispensable, principal.
La filosofía griega se caracteriza por averiguar, en vista del movimiento de
las cosas, qué son de verdad esas cosas que cambian. Porque el movimiento
es lo que mina el ser. Parménides lo llamará el ente, aquello que es siempre y
permanece presente. No se olvide que tanto el griego ón como el latín ens son
participios de presente, y que el primer atributo del ente para Parménides es
su carácter de presente, en el doble sentido de su actualidad y de su inmediata
presencia ante el noûs. Y el presente es el tiempo de la ciencia, que enuncia
lo que las cosas son siempre. Platón hablará de ideas; Aristóteles, de esencias
universales.
A diferencia de todo paganismo, que hace consistir la esencia en lo universal
(común a la multitud de individuos), para el cristianismo esa esencia parte de
la mismidad y unicidad de cada criatura, la cual no puede ser entendida sin
sus propias notas o caracteres exclusivos, que le son indispensables para ser
quien es: he aquí la nueva significación de esencia. Mi circunstancia, que se
consideraba accidental en la mentalidad pagana, resulta que es esencial en la
perspectiva cristiana (yo seré juzgado no en atención a mi naturaleza, sino a
mi historia u obras, esas experiencias radicales que son el nuevo principio de
individuación). Ousía significa bienes, haber esencial, contenido, patrimonio,
hacienda, agenda y, en este sentido, obras. Ese vocablo griego fue traducido al
latín erróneamente por substantia, lo que está debajo, continente, soporte.
Entre la infinidad de pájaros que vuelan y que me parecen todos tan iguales,
«ni de uno solo de ellos se olvida Dios. Más aún, hasta los cabellos de vuestra
cabeza están contados» (Lc 12,6-7).
Incluso la naturaleza que hay en mí, común a los miembros de la especie
humana, presenta unos rasgos únicos (mis huellas dactilares, por ejemplo) que
también me son esenciales, aunque yo haga siempre mi vida más allá de esa
naturaleza, y por ello la mayor parte de mi realidad es preternatural. Me reco-
nozco a mí mismo al comprobar que ese quién que hace su historia cotidiana
(unido a su qué) soy yo. Desde esta perspectiva, lo esencial de mí son aquellas
realidades (comenzando por las criaturas amadas) sin las cuales no sería quien
soy.
Acaso «el horizonte más vivo de nuestros problemas» para la lógica del
pensamiento concreto sea saber a qué atenerse ante el concepto más riguro-
samente real y circunstancial, el de la concepción: en efecto, se trata aquí del
niño concebido en su mismidad y unicidad, porque no es solamente alguien
individual cuyas notas de su cuerpo o qué no se han dado ni se darán nunca
en toda la historia de la humanidad, sino que también es el «segundo yo» de
la fórmula orteguiana, quién, autenticidad, proyecto, alma o mismidad irrepe-
tible e insustituible. Por tanto, según esta nueva lógica, la pérdida de ese niño
es irreparable.
Ocurre que para las mentalidades primitivas —expresadas tantas veces en el
lenguaje—, la persona es concebida como un mero individuo sumido o confun-
dido en la multitud de personas de su especie, comparable a una gota dentro
del inmenso mar. Un paralelismo lo encontramos en la palabra inglesa sheep
(también en la francesa brebis), que significa oveja en singular y conjunto de
ovejas en plural; cada oveja se sumerge en el rebaño; una sola es confundible,
desconocida, insignificante pequeña cantidad de una gran materia, viejo prin-
cipio de individuación; si al pastor se le pierde una oveja, no le importa, es
prescindible, porque sigue conservando la multitud de la especie; son todas tan
parecidas y aparentemente tan idénticas que, al fin y al cabo, ninguna de ellas
importa. Son intercambiables.
Lo contrario encontramos en la perspectiva cristiana, coincidente con esta
filosofía: al Buen Pastor le importa cada oveja, que es única, insustituible, irre-
petible, conocida hasta por su nombre. Esta es la lógica del Lógos. Mientras
al mal pastor no le importa que se le pierda una porque piensa que conserva
el rebaño (la especie, la esencia universal o naturaleza), en cambio el Bueno,
si se le pierde solamente una, deja las noventa y nueve para ir a buscarla con
muchas fatigas. Mutuamente —pastor y oveja— saben quiénes son y hasta se
inhabitan. Esa oveja es importante, tanto que no es intercambiable por otra; su
mismidad y unicidad le son esenciales o imprescindibles a tan hermoso pastor.