España No Es Un Mito Claves para Una Defensa Razonada Gustavo Bueno 2005 Temas de Hoy 9788484604952

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ESPAÑA NO ES UN MITO

ESPAÑA NO ES UN MITO

CLAVES PARA UNA DEFENSA RAZONADA

temas’de hoy.

Primera edición: noviembre de 2005 Segunda impresión: noviembre de 2005


Tercera impresión: diciembre de 2005

El contenido de este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente,


el previo permiso escrito del editor.

Todos los derechos reservados.

© Gustavo Bueno, 2005

© Ediciones Temas de Hoy, S.A. (T.H.), 2005

Paseo de Recoletos, 4. 28001 Madrid

www.temasdehoy.es

ISBN: 84-8460-495-0

Depósito legal: M. 49.736-2005

Compuesto enj. A. Diseño Editorial, S.L.

Impreso en Artes Gráficas Huertas, S.A.

Printed in Spain-Impreso en España

ÍNDICE

Introducción
SOBRE EL «MITO DE ESPAÑA»

El título de este libro —España no es un mito— quiere indicar directamente


cuál es su objetivo: enfrentarse contra todos aquellos extranjeros, pero sobre
todo contra todos aquellos que tienen identidad española, es decir,
Documento Nacional de Identidad (DNI), que ven a España como un mito,
pero no como un mito en su sentido profundo o admirativo («el mito de los
andróginos» de El Banquete platónico), sino como un mito en el sentido más
vulgar y despectivo del término, que es el que recoge, como acepción 4, el
Diccionario de la Real Academia Española: «Mito = persona o cosa a las
que se atribuyen cualidades o excelencias que no tienen, o bien una realidad
de la que carecen».

Quienes creen, o quieren creer, que España es un mito, en este sentido vulgar
y despectivo, lo harán refiriéndose a uno de los dos aspectos del mito (o a los
dos) contenidos en la misma definición de la Academia que acabamos de
citar. Aspectos que corresponden a los dos «momentos» de la realidad que
tradicionalmente se designaban como esencia (o «consistencia») y como
existencia: dos momentos inseparables, pero disociables.

Quienes dicen, en el sentido vulgar y despectivo, que «España es un mito»,


quieren decir, ante todo, que las «cualidades» o excelencias que se atribuyen
a España, y en las que «consiste», por tanto, su esencia (o consistencia), son
ilusorias, fingidas, acaso fruto de la «fantasía mitopoyética» de la derecha
más reaccionaria; pero también llegan a querer decir que la propia realidad
de España, es decir, su misma existencia, es una ilusión, un espejismo. De un
modo más rotundo: que España no existe.

¿Y qué pueden querer decir con esta frase tan rotunda? Probablemente no
pueden pretender afirmar que en la «piel de toro» no haya algo, o muchas
cosas, que durante muchos siglos allí se agitan y se revuelven; porque si
pretendieran tal cosa habría que considerarlos simplemente como novicios
de una sofística muy propia de adolescentes que no merecería mayor
atención.

Pero quienes hablan del «mito de España», refiriéndose a su existencia (el


«mito de la existencia de España»), quieren decir otra cosa, con una carga
política muy peligrosa (para España), y que ya no está en manos de
adolescentes, sino de adultos con responsabilidad, que además pueden ser
senadores, diputados del Parlamento nacional, o de Parlamentos
autonómicos, consejeros o presidentes de comunidades autónomas. Y lo que
quieren decir podemos entenderlo perfectamente desde nuestras propias
coordenadas; y entenderlo no es compartirlo. Pero sólo podemos
enfrentarnos propiamente contra las cosas de los demás que no compartimos
cuando podemos entender lo que ellos dicen, aunque ellos no nos entiendan
a nosotros.

En efecto, si «existir» es «coexistir», por tanto, actuar como una unidad real
ante terceros y, en consecuencia, poseer una unidad interna y activa que
permita esa coexistencia con los demás (ante todo, para defendernos de las
maniobras depredadoras de los otros), entonces decir que «la existencia de
España es un mito» (que «España no existe») es tanto como negar la unidad
de España como «principio activo», reduciéndola a la condición de un
«nombre» —otros preferirán decir de un «trampantojo», de una
«superestructura»— con el que se cubren las verdaderas unidades existentes
y actuantes en esa piel de toro, por ejemplo: Cataluña, «Euskalherría»,
Galicia, y acaso también Aragón, Andalucía, Asturias...

Quienes dicen «la existencia de España es un mito» están diciendo: no existe


la «Nación española», no existe la «Cultura española». No existen ni ahora
ni nunca, más que como ilusiones, trampantojos, superestructuras o mitos.
Lo único que existe, dirán, es la Nación catalana, junto con la Nación vasca,
la Nación gallega... y acaso también la Nación aragonesa o la Nación
andaluza; o bien dirán: lo único que existe es la «Cultura catalana», la
«Cultura vasca», la «Cultura gallega» y acaso también la «Cultura asturiana»
y la «Cultura andaluza». Y todas estas cosas se dicen hoy no sólo en privado,
sino también en público, en «sede municipal» y en «sede parlamentaria».

Cabe distribuir del siguiente modo los papeles de quienes dicen que «España
es un mito» (en su sentido vulgar y despectivo): los papeles de quienes
niegan la consistencia (o la esencia) de España fueron representados en
tiempos, sobre todo, por los extranjeros que alimentaron la Leyenda Negra:
Masson de Morvilliers, Montesquieu, Voltaire...; los papeles de quienes
niegan la existencia de España están representados, en la actualidad, por
individuos con DM de España, que llevan apellidos tales como Pérez Rovira,
Maragall, Ibarreche...
Se comprende bien que quienes ponían en entredicho la «consistencia» de
España fueran sus enemigos jurados (franceses, sobre todo, pero también
ingleses y holandeses), cuya enemistad constituía por sí misma un
reconocimiento de la existencia de España como gran potencia, todavía en el
siglo xvm. Estos enemigos de España, no pudiendo negar su existencia, la
disociaban de su esencia, y dirigían sus ataques contra ella: España era el
fanatismo, la superstición, la Inquisición, el atraso científico... En cambio,
los enemigos internos de España de nuestros días ya no podrán despreciar
los contenidos de España, los que constituyen su consistencia, porque con
ello estarían despreciando también partes suyas, la propia consistencia de
Cataluña, del País Vasco, de Galicia, de Asturias o de Andalucía. Esta sería
la razón por la cual los enemigos internos de España disocian su esencia de
su existencia, y afirman que «la existencia de España es un mito».

Este libro es uno más de los libros españoles de contraataque, escritos frente
a los enemigos de España, los que desprecian su esencia (o consistencia) y
los que llegan a poner en duda, y aun a negar, su propia existencia.

Entre quienes nos precedieron en esta acción de contraataque, todos


recuerdan (para circunscribirnos a los tiempos de la Guerra Civil) a Ramiro
de Maeztu, que fue fusilado por los «republicanos». Pero Ramiro de Maeztu
no combatió solo. Le acompañaban otros, en la defensa de España, entre
ellos el que fue presidente de la República española, Manuel Azaña, quien
poco antes del 18 de julio de 1936 dice en un célebre discurso: «Os permito,
tolero, admito, que no os importe la República, pero no que no os importe
España. El sentido de la Patria [España] no es un mito».

Pregunta 1 ¿ESPAÑA EXISTE?

Dos anécdotas personales

Un día de verano del año 2000, en Bilbao, después de una rueda de prensa
en la que yo acababa de presentar un libro (España frente a Europa), y ya en
la calle, dos periodistas, que habían participado en la rueda, me abordaron
con la actitud de dos doctorandos asombrados por la exposición de un
profesor (así me llamaban) por quien en principio parecían tener una cierta
consideración:
—¿Cómo puede usted decir semejantes cosas sobre España? España no
existe. Es una entelequia.

Mi asombro, por cierto, no fue menor que el de mis interlocutores, si bien


derivaba, ante todo, de constatar cómo salía de aquellas bocas la palabra
«entelequia», palabra del vocabulario aristotélico, remozada hace un siglo
por Hans Driesch, siendo así que los periodistas jóvenes no suelen tener
nada claro quién fue Aristóteles, y menos aún Driesch. Sin duda, y de ello
me di cuenta en la breve conversación que siguió a su intervención,
utilizaban el término en el sentido vulgar y peyorativo que el Diccionario de
la Academia define así: «Entelequia. Cosa irreal». Seguramente lo que
aquellos periodistas querían expresar al decir: «España no existe, es una
entelequia», era algo similar a lo que en otra ocasión, y mutatis mutandis,
hubieran expresado, en algún reportaje de encargo, diciendo: «El monstruo
del lago Ness no existe; es una entelequia».

Lo más curioso viene ahora: por aquellas fechas, más o menos, fui invitado a
pronunciar una conferencia sobre «La Idea de Nación» en la Casa de Cultura
de Noreña, villa asturiana muy famosa, próxima a Oviedo. Al llegar a los
jardines, entre la numerosa concurrencia que se disponía a entrar en la sala,
destacaba una fila o secuencia de cinco individuos, dos veteranos (que
parecían disfrazados de obreros; y digo disfrazados, porque a las ocho de la
tarde los trabajadores no suelen usar el mono de la fábrica) y tres muchachos
de alrededor de veinte años. Los individuos que formaban este ala se habían
colocado sin duda en disposición estratégica para «recibirme». Cuando me
aproximaba a ellos, el veterano número uno me dijo, en tono enunciativo (no
agresivo) y casi susurrante:

—¡Fascista!

Interpreté de momento este saludo tan insólito como una rara ironía,
procedente de algún antiguo minero conocido; pero inmediatamente, el
veterano número dos me obligó a corregir esta interpretación al increparme,
ya subido de tono:

—¡Colonialista!

—¿Por qué yo soy colonialista? —le pregunté ya realmente asombrado.


—Porque tú eres de los que, desde Madrid, vienen a poner la bota sobre
Asturias para sujetarla mientras chupan de la colonia.

Y, a continuación, encadenando con las palabras del veterano número dos, el


joven número uno me dijo, casi fuera de sí:

—¡Antiasturiano!

—¿Por qué? —le pregunté también.

—Porque tú dices que en Asturias no hubo celtas, ¡y yo soy celta! —gritaba,


mientras corroboraba su autodefinición con fuertes palmadas sobre su pecho.

Le respondí, en tonalidad adecuada:

—Tú no eres celta; tú eres un imbécil.

Agitación subsiguiente entre el público que presenciaba la escena, mientras


los jóvenes número dos y tres gritaban a su vez a grito pelado:

—¡España no existe! ¡Es una entelequia!

Calmado el barullo, tras la intervención del público (entre él actuaba un


capitán de barco, gran amigo mío), entramos a la sala de conferencias, y todo
transcurrió sin mayores incidentes (tan sólo uno digno de mención: mediada
la conferencia, se acercó una azafata a la mesa a pedir mi consentimiento
para atender el deseo de entrar en la sala que había manifestado uno de los
tres jóvenes de la fila; por supuesto, se lo di, y pude ir observando la
satisfactoria «evolución» del joven, sin duda poco instruido, a juzgar por su
aspecto, a lo largo de mi análisis de la Idea de Nación). Al salir de la Casa de
Cultura los amigos me proporcionaron muestras de pasquines y panfletos
que Andecha Astur (una organización minoritaria bablista-nacionalista)
había colocado en muros o postes del concejo. En estos pasquines y
panfletos, que conservo, se pedía, con insultos para el conferenciante y
caricaturas malignas, el boicot de la conferencia anunciada.

Lo que el lector ya habrá subrayado en estos episodios es el hecho de que


tanto los periodistas bilbaínos (que, por su profesión, podían haber oído
hablar de Aristóteles, aunque es muy improbable que hubieran oído siquiera
hablar del vitalismo de Driesch) como el comando o secuencia asturchal
(cuyos individuos tenían pinta de analfabetos funcionales) utilizaban las
mismas fórmulas lapidarias: «España no existe, es una entelequia».

Me pareció evidente que la conexión entre aquellos nacionalistas vascos y


estos asturchales no era ninguna «entelequia». La fórmula «España no
existe, es una entelequia» tenía todo el aspecto de ser una «cápsula verbal»
cuidadosamente elaborada por algunos grupos activistas, mutuamente
solidarios, porque sus objetivos son los mismos, aunque procedan de
orígenes muy diversos: separarse de España y, si encuentran resistencia,
tratar de destruirla.

Desconozco el origen concreto de esta fórmula de combate, aunque no me


parece que sea de vital importancia la determinación de tal origen. La
fórmula se le podría haber ocurrido a cualquier activista aberchale semiculto:
un seminarista (que hubiera estudiado en sus libros de texto algo de
Aristóteles), un obispo aranista o un «intelectual o artista» de
«Euskalherría».

Dos sentidos diferentes de la proposición «España no existe»

Ahora bien: la fórmula «España no existe, es una entelequia», cuando se la


considera, no ya como una mera conjunción de dos proposiciones, sino
como un lema de pancarta, a pesar de la concisión con la que logra expresar
una negación y una afirmación, no es una fórmula transparente. Su concisión
disimula, en su rotundidad, una gran rudeza ideológica, a la manera como la
concisión del vasco del sermón disimulaba una gran rudeza o simplicidad de
entendederas («—¿De dónde vienes, Pancho? —Del sermón. —¿Y de qué
habló el cura? —Del pecado. —¿Y qué dijo? —No es partidario»).

En efecto, si «España no existe», si es «una entelequia», ¿qué sentido puede


tener la utilización de esa fórmula por los secesionistas, por los separatistas
aberchales, asturchales, catalanes o gallegos? Si «España no existe», ¿qué
puede querer decir el proyecto de separarse de ella? ¿Cómo puede uno
separarse de lo que no existe?

Acaso para responder a esta pregunta el separatista ha agregado a la


proposición negativa («España no existe») la proposición afirmativa, con la
cual la fórmula se completa: «España es una entelequia». De lo que el
separatista quiere separarse, lo que quiere destruir, no es España, que no
existe, sino su entelequia. De quien quiere separarse no es de España, sino de
otras gentes que alimentan esa entelequia.

Lo malo es que esta entelequia, o las entelequias que brotan de las cabezas
de sus vecinos, los aberchales más rudos quieren borrarlas con tiros en la
nuca o con coches bomba, y no con «diálogo», que únicamente les llevaría a
enfrentar unas entelequias con otras. Si una entelequia es (como me dijo una
vez un estudiante) mero «caldo de cabeza», acaso el modo más expeditivo
de refutar una entelequia sería agujerear la cabeza en la que se contiene, es
decir, el cráneo que contiene el caldo, para dar lugar a que sus entelequias se
derramen o se volatilicen.

Dejemos pues las entelequias en su acepción vulgar (que es la acepción


psicologista del término, el «caldo de cabeza»), no vaya a ser que semejantes
entelequias, tratadas como si fueran «cosas» (pero «irreales», como dicen los
señores académicos), no sean a su vez también entelequias. Porque si las
entelequias son irreales, no serán cosas, ni siquiera secreciones cerebrales
(«caldo de cabeza»), sino ensueños, ilusiones, mitos. Pero los ensueños, las
ilusiones, los mitos, ya desbordan el recinto psicológico que se encierra
dentro de un cráneo, porque tienen que ver necesariamente con las cosas que
están fuera de ese cráneo, con la realidad, a la manera como el espejismo del
desierto tiene que ver con la calima y con la luz que refracta en ella, con la
temperatura y con otras muchas cosas.

Si «España no existe» no será simplemente porque sea una ente-lequia, una


pura secreción del alma o del cerebro (es lo mismo), sino, por ejemplo,
porque existe algo fuera de las cabezas que segregan entelequias a partir de
lo cual habrá que explicar qué pueda ser esa España de la que se dice que no
existe. La proposición ha de ir referida a alguna «cosa real», y no a una cosa
supuesta, irreal desde el principio (a una «entelequia»). Sólo de este modo
cabe dar beligerancia a quien sostiene semejante proposición. Pero hay
muchas «cosas reales» que tienen que ver con España, pero que pueden no
tener nada que ver con la proposición que nos ocupa.

Por de pronto, el nombre de España designa un concepto geográfico bien


preciso, a saber, junto con Portugal, la península Ibérica; y quien dice que
«España no existe» es evidente que, si está en su sano juicio, no puede
referirse a la España geográfica o geológica. Sólo un geólogo, especialista en
tectónica de placas, podría afirmar con sentido, y en determinadas
circunstancias, que «España no existe»; sólo que estas circunstancias se
habrán dado hace un determinado número de millones de años, o se darán
después de un número aún más indeterminado de millones de años.

Quien mantiene la proposición «España no existe» no lo hace, a poco que


reflexione, en un sentido geográfico o geológico, lo hace, sin duda, en un
sentido histórico, es decir, refiriéndose a España en cuanto sociedad humana
(civil, política, cultural...) constituida por españoles. Y en cuanto al término
«sociedad» dice también algo más de lo que puede decir en un contexto
antropológico, «conjunto de individuos o de grupos que viven en la
península Ibérica», como pudieron vivir las bandas dispersas de hace
800.000 años, algunos de cuyos restos fósiles están siendo extraídos de Ata-
puerca; bandas cuyos individuos no pueden llamarse españoles, pero
tampoco burgaleses, salvo en el sentido de la mera localización geográfica
actual.

La proposición «España no existe» se refiere, inicialmente al menos, a las


sociedades humanas que viven o vivieron, a partir de un determinado
momento del tiempo histórico, en la península Ibérica, y cuya existencia
tampoco puede negar nadie que esté en su sano juicio. Tan incontestable es
la existencia de esas sociedades humanas históricas que han poblado la
península Ibérica durante siglos y siglos, como la existencia de las rocas, de
las cordilleras, de los ríos o de los valles ibéricos, o de sus islas y territorios
adyacentes.

Según esto, la proposición «España no existe» sólo puede ir referida a «otras


dimensiones» o «estructuras» vinculadas con las inte-rrelaciones e
interacciones entre esas sociedades humanas históricas que viven o vivieron
en la península Ibérica. Estas «dimensiones» o «estructuras» tienen que ver
con la unidad social o política de tales sociedades humanas (por ejemplo,
tienen que ver con la «Nación española»); o bien con la identidad (esencial)
que esa unidad puede alcanzar, principalmente en el contexto de otras
sociedades históricas del entorno de la península Ibérica, del planeta, en
general.
Permítaseme reiterar aquí un ejemplo rápido con el que ilustramos la
diferencia entre unidad e identidad, en cuanto Ideas aplicables a una
sociedad humana (como pueda serlo «España» o «Europa»): el ejemplo
constituido por una «estructura» formada por dos largueros metálicos o de
madera, solidarios por efecto de tener soldados o trabados unos travesaños
paralelos entre sí y perpendiculares a los largueros. La unidad de esta
estructura no es otra cosa sino la misma solidaridad entre sus partes; la
identidad de esta unidad puede variar, aun permaneciendo la unidad misma:
si la «estructura» se dispone horizontalmente, sujetada entre dos jambas,
adquiere la identidad de una verja; si la «estructura» se dispone
verticalmente, o con una inclinación suficiente para apoyarla en un muro,
adquiere la identidad de una escalera. Y, por supuesto, la «identidad» puede
repercutir sobre la «unidad», así como recíprocamente.

La unidad de España se mide por la interacción entre los grupos humanos


que habitan la Península e islas y territorios adyacentes. Estas interacciones
(que sólo comenzaron a ser globales a raíz de las guerras Púnicas) pueden
ser armónicas o polémicas. Es decir, pueden resultar de la solidaridad de
unos grupos frente a otros, o de la solidaridad de todos los grupos de la
Península frente a los exteriores, frente a los extranjeros.

La identidad de España ha ido cambiando. La identidad de His-pania, en el


siglo IV, era la propia de una diócesis del Imperio romano; en los siglos
ulteriores, la identidad de España se definió, ante todo, por su condición de
parte de la cristiandad. Más tarde España alcanzó la identidad de «parte de la
Monarquía hispánica», y en nuestro siglo muchos políticos dan por evidente
que la identidad de España sólo puede lograrse a través de su condición
europea. Algunos creen que esta nueva identidad reforzará su unidad; otros
opinan que esta nueva identidad aflojará de tal modo los lazos entre sus
partes que éstos acabarán por disolverse en el seno del Océano europeo: el
mismo tipo de vinculación (o todavía más débil) mantendrá Cataluña con
Andalucía que la que pueda mantener con Aqui-tania.

En resumidas cuentas: la proposición «España no existe» está formulada no


ya en contextos geográficos o antropológicos, sino en contextos históricos
(por tanto, políticos y culturales). La proposición se refiere a la existencia de
estructuras que tienen que ver con la unidad (por ejemplo, con la Nación
española) o con la identidad (por ejemplo, su condición europea) de la
sociedad española. Quien dice «España no existe» quiere decir, por ejemplo:
«España no existe (o no debe existir) como Nación política»; o bien:
«España no existe como parte de la Hispanidad, sino como parte de Europa».

Dos «entonaciones» de la proposición «España no existe»

Pero aún diferenciados los dos sentidos tan toscamente confundidos en la


proposición «España no existe», es necesario distinguir todavía las dos
«entonaciones» o «registros» en los cuales puede estar pronunciada esta
proposición.

Estas dos entonaciones o registros, aunque generalmente son confundidas en


la más completa inconsciencia por los hablantes, tienen intenciones bien
diferenciadas, cuya naturaleza hay que determinar.

Nos inclinamos a caracterizar estas dos entonaciones de las que hablamos


(las entonaciones de la proposición «España no existe») por medio de las dos
funciones que (además de la función expresiva) se distinguen en el lenguaje
humano, a saber, la función representativa y la función apelativa.

En la «entonación re-presentativa» el sujeto habla como si estuviese a


distancia de lo que representa; se mantiene a distancia como testigo
especulativo de lo representado por él. Y mantenerse a distancia es tanto
como «abstraerse a sí mismo» (abstraer los componentes expresivos, como
irrelevantes), y, sobre todo, abstraer cualquier tipo de beligerancia hacia las
personas que escuchan sus enunciados representativos («España no existe»,
en nuestro caso).

En la «entonación apelativa», en cambio, el principio activo es la intención


beligerante respecto de quien escucha, porque se supone que éste ha de
sentirse interpelado por quien habla.

Variedad de modulaciones de ia frase «España no existe», en entonación


representativa

Detengámonos un momento en el enunciado «España no existe», cuando se


dice con entonación representativa. Este enunciado puede transformarse en
una proposición gramaticalmente afirmativa mediante la utilización del
predicado «inexistente». De este modo la proposición «España no existe»
resulta ser lógicamente equivalente a la proposición «España es inexistente»;
y con frecuencia escuchamos o leemos enunciados semejantes (hace unos
años, en 1998, J. P. Quiñonero publicó, en Taurus, un libro con el título De
la inexistencia de España, que, sin perjuicio de su metodología idealista,
ofrece muy variadas e interesantes noticias).

Lo primero que constatamos es que, con esta entonación, la proposición


«España no existe», lejos de ser un enunciado inaudito, es un tópico, o por lo
menos una fórmula aguda y lapidaria de abundar en un pensamiento común,
vulgar y muy antiguo. Un pensamiento que, por referirse a España en su
presente realidad histórica (por referirse a su unidad política, o a su
identidad), puede ser reconocido en muy diversas modulaciones.

Podríamos clasificarlas en dos grupos, según que la inexistencia vaya


referida al presente vivido o narrado (como un intervalo del tiempo
histórico), o a su pretérito, siempre narrado (es obvio que esta clasificación
no es disyuntiva, y que, en muchos casos, no sería fácil una discriminación
en sentido exclusivo).

Cuatro son los principales «presentes» (vividos o narrados) a los que suele ir
referida la proposición «España no existe»:

1. El primer «presente» (vivido o narrado) giraría en torno a 1492, fecha de


la «expulsión de los judíos que no se bautizaron» por los Reyes Católicos.
Con la expulsión de los judíos (a la que habría que agregar, poco más de un
siglo después, la «expulsión de los moriscos») la España que se dice
«realmente existente» del siglo XIII (la España de Fernando III, que
Américo Castro llamaba la «España de las tres religiones», y que hoy día se
narra —incluso Domínguez Ortiz transige con la nueva denominación—
como la «España de las tres culturas») deja de existir. Los Reyes Católicos
habrían «truncado el proyecto» de una España en real unidad de convivencia
«multicultural». España se habría derramado en un exilio extenuante.

Primero, el exilio de los expulsados formalmente, entre los cuales habría que
citar tanto a Benito Espinosa, el más grande filósofo judío español de todos
los tiempos, como al tendero Ricote, el morisco vecino de Sancho Panza,
que es quien le confiesa la verdadera condición de los expulsados:
«Doquiera que estamos, lloramos por España, que, en fin, nacimos en ella y
es nuestra patria natural» (Don Quijote, II, 54). Segundo, el exilio de los
«expulsados por el hambre» (se dice) es el de aquellos españoles que se
fueron a los Tercios de Flandes o a las Indias —los mejores, según decía
Alfredo Foui-llée— dando lugar a una hemorragia que habría dejado a
España exhausta, vacía. El vacío se habría intentado disimular con la retórica
del Imperio, de un Imperio que «bien mirado (dice Sánchez Ferlosio) no
llegó a existir». Y la razón que da este escritor es la propia de un «hombre de
letras», de un hombre del espectáculo, de un «idealista profesional»; «Todo
espectáculo necesita, para serlo, conseguir la credibilidad ante los
espectadores; si no es creído por los espectadores, el espectáculo no existe
como tal; la tragedia del gran espectáculo,

de la gran ópera wagneriana que hoy [1992] muchos querrían que hubiese
sido el Imperio español, es que no pudo llegar a ser creído por los
espectadores de su tiempo, porque hubo todo un gallinero abarrotado de
reventadores que, desde que se alzó el telón hasta que los alguaciles se
vieron obligados a desalojar la sala, no dejaron de patear un solo instante».

2. El segundo «presente» vivido o narrado, en el que España habría dejado


de existid habría tenido lugar en 1808, con ocasión de la invasión
napoleónica. El Reino, entonces, se desvaneció: el rey legítimo en Bayona,
en Madrid el rey títere de Bonaparte, y España descuartizada en «Juntas
Soberanas» que comenzaron a hacer la guerra por su cuenta. Larra: «Escribir
en Madrid es llorar, es buscar voz sin encontrarla, como en una pesadilla
abrumada y violenta».

3. El tercer «presente» gira en torno a 1898, la culminación de la


descomposición de aquel «Imperio inexistente». Cuando Gaspar Núñez de
Arce se encuentra con Rubén Darío en Madrid (se supone que el 13 de
octubre de 1899) y ante los entusiastas presentimientos del joven poeta
nicaragüense sobre el futuro de España, le dice: «¿La nacionalidad española?
Un sueño. Al primer cañonazo que se oiga en la Península ya verá como se
deshace la nacionalidad española».

4. El último «presente» en el que España habría dejado de existir, o al


menos habría entrado en un profundo y largo coma, tendría como punto de
iniciación el 18 de julio de 1936, y como punto de cierre el 20 de noviembre
de 1975, el día de la muerte de Francisco Franco. Los «cuarenta años» de
vacío en los cuales, se dice, España vuelve a las cavernas medievales y deja
propiamente de existir en el interior, porque ha perdido la libertad. A lo
sumo, España, la España moderna y libre, sigue viviendo en el exilio. Es la
España que Antonio Machado veía: «Es la España que pasó y no ha sido».
Ahora sí que podría decirse «España no existe», y no porque no existe
ninguna, sino porque existen dos irreconciliables: cada una de ellas tiene
como objetivo matar a la otra; «una de las dos Españas ha de helarte el
corazón».

Y en cuanto a quienes defienden la inexistencia de España durante el


pretérito perfecto o indefinido, muchas referencias podrían darse. Pero acaso
la más enjundiosa sea la de Ortega, en muchos de sus escritos, pero muy
principalmente en La estética del enano Gregorio Botero [Ortega se refiere
al cuadro de Zuloaga]. Porque Ortega interpreta al enano Botero como un
simulacro de España: «Tú, duende familiar, espíritu de la raza, les llevas tus
odres henchidos de sangre de nuestro suelo, la cual es un fuego que enciende
las pasiones, pone los odios crespos, y consume los nacientes
pensamientos». Y también, desde luego, en España invertebrada. España,
dice aquí Ortega, nunca existió propiamente como realidad propia, porque
esta realidad debiera haber nacido de la coyunda de la Madre Roma y de los
pueblos germánicos que la invadieron. Pero a la Península llegaron los
visigodos, el pueblo germánico más débil y más civilizado («... alcoholizado
de romanismo»); un pueblo que se aisló de los demás pueblos germánicos
que crearían a Europa. España no llegó a vertebrarse como una Nación
compuesta de minorías capaces de dirigir a las mayorías. España, sostiene
Ortega, ha vivido siempre medio muerta, invertebrada, sin feudalismo. Este
es su problema, y sólo Europa puede ser su solución.

Continuamente nos sorprendemos del prestigio que estas tesis de Ortega han
merecido ante un público español muy extendido, incluyendo a los más
eruditos historiadores. Y nos sorprendemos no ya tanto por sus tesis
doctrinales, como por una argumentación tan gratuita, que es negada por los
mismos historiadores que admiran a Ortega, sobre el papel de los visigodos,
del feudalismo y de la inverte-bración de España: se diría que es la metáfora
de la «invertebración» la que fascina a sus lectores, como la raya blanca
fascina al gallo cuyo pico se clava en ella. (Todavía es más sorprendente el
prestigio de las tesis de Ortega, una vez que tenemos experiencia de las
consecuencias que tuvieron las ideas racistas, arias y nietzscheanas sobre la
«bestia rubia» y el Superhombre, que impregnaron la cabeza del filósofo
madrileño en el momento de la incubación del nazismo.)

«España no ha existido nunca realmente.» Esta fórmula, que Ortega no se


atrevió a formular explícitamente, es la que ha inspi-

rado y sigue inspirando, desde Pi Margall a los «intelectuales», a los


«historiadores progresistas», a los nacionalistas federalistas, a los
confederalistas, cantonalistas o simplemente anarquistas: España es un
conglomerado de pueblos, de lenguas y de naciones; incluso España es una
«prisión de naciones», una jaula en la que los castellanos quisieron meter a
todos los pueblos que en ella querían y siguen queriendo vivir libremente.

Esta es la ideología casi oficial de las coaliciones nacionalistas-secesionistas


que gobiernan hoy Cataluña y el País Vasco, cuyos respectivos presidentes
son, sin embargo, aliados del gobierno central de Rodríguez Zapatero, y son
recibidos en el Parlamento de la Nación que ellos mismos dicen no
reconocer. «La Nación española no existe, ni ha existido nunca»: ésta es la
ideología-madre de Mara-gall-Rovira o la de Ibarreche-Madrazo. Ideología
que es respetada y tolerada desde todas las instancias, incluyendo a los
periodistas y tertulianos de casi todos los medios, «porque la democracia así
lo requiere».

Algunos autores españolistas, tan señalados como José Manuel Otero Novas,
llegan a dar la voz de alarma: «Peligro de desaparición del Estado», nos dice
en su último libro (Asalto al Estado. España debe subsistir, Madrid, 2005).
Como si dijera: España existe pero su existencia está en peligro inminente,
por el desarrollo degenerativo del Estado de las Autonomías.

La proposición «España no existe» en entonación apelativa

En cuanto a la entonación apelativa de la proposición «España no existe»,


tan sólo merece la pena subrayar el hecho de que el componente agresivo y
desafiante (respecto del interlocutor español a quien se dirige) que esta
proposición encierra se manifiesta aquí directa y explícitamente, y no sólo
indirecta o implícitamente (como seguramente ocurre en la entonación
representativa).
Lo que quieren expresar, dirigiéndose en son de desafío a nosotros, los
españoles, quienes dicen: «España no existe» sería algo tan perentorio o
práctico como lo siguiente: «No admito que afirmes la existencia de España
si al mismo tiempo no demuestras tu afirmación y me reduces al silencio, y
no ya mediante el diálogo (porque yo utilizo pistolas y bombas), sino
mediante una demostración de fuerza que tú, español, no puedes llevar a
cabo porque no la tienes».

El argumento tiene una gran fuerza cuando se le interpreta como argumento


ad hóminem: «Si tú afirmas que España existe como unidad indivisible de la
Nación española —tal como lo dice el artículo 2 de tu Constitución— pero
yo afirmo mi decisión de autodeterminación y mi voluntad de segregación
de España, sin que tú tomes las únicas medidas adecuadas para detener mi
proyecto, estoy demostrando que esa España que tú supones no existe,
puesto que yo estoy ya afirmando mi segregación y aproximándome a ella,
sin que nadie, más que de boquilla, me lo impida».

De otro modo: «La España cuya existencia tú defiendes sólo con palabras es
una entelequia, pues una realidad política como la que tú defiendes para
España no es una cuestión que haya que defender sólo con palabras, es una
cuestión que hay que defender con hechos».

No es nada clara ia proposición «España no existe»

El exabrupto que me dirigieron los periodistas de Bilbao o los astur-chales


de Noreña —«España no existe, es una entelequia»— está muy lejos de
poder reducirse a la condición de una mera anécdota ocasional o pintoresca,
porque no es sino la manifestación ocasional de una ideología que ha
logrado «tomar cuerpo» no solamente en el estrato consejeril y concejil de
las administraciones autonómicas (que ven en las «autonomías avanzadas»
una fuente prometedora de empleos administrativos y culturales) sino
también entre los «intelectuales y artistas», que además, de un modo u otro,
por ejemplo, mediante la financiación de sus «creaciones», se comportan
como servidores a sueldo de estos gobiernos regionales.

En cualquier caso, la evidencia de la proposición «España no existe» es


mucho menor de lo que creen los ideólogos consejeriles o concejiles, que la
defienden más o menos secretamente. La «luz de evidencia» que los
intelectuales y artistas logran proyectar es muy precaria, casi de candil. Cada
uno de sus argumentos puede ser retorcido.

Por ejemplo: «Los Reyes Católicos asesinaron la España de las tres


culturas». Semejante argumento cae por su base desde el momento en el que
negamos de plano la existencia de esa «España de las tres culturas». No
había tres culturas en convivencia armónica, sino a lo sumo grupos sociales
coexistentes que se toleraban cuando no procuraban destruirse mutuamente,
pero gobernando siempre unos u otros, los cristianos o los musulmanes. Por
esa razón no cabe decir que los Reyes Católicos destruyeron la «España de
las tres culturas». Lo que hicieron fue desarrollar las ideas medievales que
impulsaron al Imperio católico, porque sabían que era imposible llevar
adelante sus proyectos políticos sin establecer simultáneamente una
«concordia» religiosa.

Y esto lo sabían también muchos de los judíos conversos (la mayoría de los
que se quedaron, que por cierto eran menos fanáticos que los que se fueron,
fieles y prisioneros de sus creencias religiosas) y muchos de los moriscos
que, como el Ricote que ya hemos nombrado, se sentían españoles y
buscaban volver a España como a su patria. Es un error grave, o un descuido
no menos grave, presentar la afirmación de Ricote («todo el cuerpo de
nuestra nación está contaminado y podrido») como si ella estuviera referida
a la nación española, cuando está referida precisamente a la nación morisca.
Es Ricote quien le dice a Sancho: «Porque bien vi, y vieron todos nuestros
ancianos, que aquellos pregones [que Su Majestad Felipe III mandó publicar
contra los de mi nación] no eran solo amenazas, como algunos decían, sino
verdaderas leyes, que se habían de poner en ejecución a su determinado
tiempo; y forzábame a creer esta verdad saber yo los ruines y disparatados
intentos que los nuestros tenían, y tales, que me parece que fue inspiración
divina la que movió a Su Majestad a poner en efecto tan gallarda resolución»
(II, 54; cursiva nuestra).

¿Y qué decir de la visión del Imperio como tramoya teatral? Una visión
presentada, en pleno ejercicio de un idealismo histórico tre-mendista, por el
eximio novelista y cuentista Sánchez Ferlosio (Premio Nacional de Ensayo,
y después Premio Cervantes), que parece no querer darse cuenta del hecho
real de que, pese al «gallinero abarrotado de reventadores» (él mismo no es
sino una gallina más que sigue cacareando al cabo de cinco siglos, mientras
recoge con su pico las toneladas de maíz que le suministran las instituciones
oficiales españolas), la función seguía adelante, y Hernán Cortés entraba en
México, obviamente de la única manera que podía hacerlo. ¿O es que
nuestro cuentista seráfico, que llega a hacer responsable a Dios de los
hechos, cree que podía hacerse de otro modo, o que era mejor que no se
hubiera hecho? ¿Y no es ridicula la pretensión de corregir el pretérito?

Por último: ¿acaso España dejó de existir tras la invasión napoleónica? No,
cayó el Antiguo Régimen en España como había caído en Francia. Y fue
entonces cuando España se reorganizó como Nación política. Constitución
Política de 1812: «Título I. De la Nación española y de los españoles.
Capítulo I. De la Nación española. Artículo 1. La Nación española es la
reunión de todos los españoles de ambos hemisferios. Artículo 2. La Nación
española es libre e independiente, y no es ni puede ser patrimonio de
ninguna familia ni persona. Artículo 3. La soberanía reside esencialmente en
la Nación, y por lo mismo pertenece a ésta exclusivamente el derecho de
establecer sus leyes fundamentales. Artículo 4. La Nación está obligada a
conservar y proteger por leyes sabias y justas la libertad civil, la propiedad y
los demás derechos legítimos de todos los individuos que la componen».

¿Y qué decir de 1898 y de 1936-1975? Para referirme a este último


«presente»: es cierto que los exiliados pudieron creer, desde su particular
espejismo, que España había dejado de existir en la Península, sencillamente
por la razón de que ellos, con su Gobierno en el exilio, estaban fuera. Pero lo
cierto es que durante aquellos cuarenta años España pasó de ser un país
subdesarrollado a convertirse en la novena potencia económica e industrial
del mundo. Y esto precisamente porque la dictadura de Franco hizo el
«trabajo sucio» necesario para cualquier acumulación capitalista. Al menos
ésta es la única explicación, desde una perspectiva materialista con
suficientes ecos marxistas, que puede tener el llamado «milagro español»
que se produjo en España durante la época de Franco.

Cómo responder a ia pregunta «¿España existe?» con entonación


apelativa

Pero la entonación apelativa de la proposición «España no existe» debe


recibir respuestas adecuadas también apelativas. Estas respuestas podrán
apelar también a la fuerza. El Estado no puede subsistir sin las armas, y
cuando un ministro de Defensa pide que sea borrado de la Constitución el
término «guerra», es porque vive en Babia o en Sinapia.

Pero la pregunta necesita también argumentos, necesita respuestas a muchas


preguntas que hoy día están en el aire, y entre ellas las preguntas que en este
libro se examinan con intención de responderlas.

En las respuestas a las preguntas que siguen ofrecemos los argumentos de


los que disponemos para contestar afirmativamente a esta primera pregunta:
«¿España existe?». Una existencia, en tanto es siempre una coexistencia, no
se puede demostrar en abstracto, sino a través de sus contenidos internos y
de los de su contorno.

Pregunta 2

¿ESPAÑA AMENAZADA?

Las amenazas a España no están contempladas en los artículos 169 y


171 del Código Penal

No faltará quien piense (sobre todo si es jurista en ejercicio) que la pregunta


«¿España amenazada?» está fuera de lugar, o incluso carece de sentido. Para
un abogado, que se atiene a los textos propios de su oficio (Código Penal,
Jurisprudencia, «Doctrina») la amenaza es una intimidación de un mal
futuro, dependiente de la voluntad del que intimida, hecha con intención de
producir temor en la persona intimidada.

Si nos atuviéramos al Código Penal español vigente desde hace diez años
encontraríamos que las amenazas constituyen un capítulo (el segundo) de los
«Delitos contra la libertad» (de los que trata el título VI del libro II).
Pasemos por alto, en aras de la brevedad, la síncopa del rótulo de este título
VI, teniendo en cuenta que en él, además de delitos, se contemplan las faltas
por amenaza, es decir, las «amenazas de un mal que no constituyen delito»,
y que serán castigadas con penas de prisión de seis meses a dos años, o
multa de doce a veinticuatro meses (Art. 171.1).

Más grave nos parece (en cuanto síntoma de la deficiente con-ceptuación o,


si se quiere, de «avería» en la maquinaria lógica de los redactores del
Código) la clasificación de las amenazas entre los «delitos contra la
libertad», y ello (sin entrar en consideraciones más profundas, sino
simplemente argumentando ad hóminem) porque en el artículo 169, en el
que se enumeran delitos [o faltas] vinculados a males contenidos en las
amenazas —que se hacían figurar en la clasificación como delitos contra la
libertad—, nos encontramos relacionada, como especie, lo que en el rótulo
del Título figura como género: «El que amenazare a otro con causarle a él, a
su familia o a otras personas con las que está íntimamente vinculado, un mal
que constituya delitos de homicidio, lesiones, aborto, contra la libertad,
torturas, y contra la integridad moral, la libertad sexual, la intimidad, el
honor, el patrimonio y el orden socioeconómico...». Esta enumeración, sin
perjuicio de su solemnidad lapidaria, nos recuerda la célebre enumeración
que el soldado de Napoleón expuso en su hoja de servicios: «Edad: 65 años;
número de hijos: 5; años de servicios al emperador: 17; batallas en las que ha
intervenido: 12; heridas recibidas: 8. Total: 107».

Pero demos como leves estas «imperfecciones» literarias o lógicas (otros


dirán «semánticas», aunque en realidad son imperfecciones «de concepto»).
Ellas no estorban al objetivo del Código: delimitar el «terreno de las
amenazas» a efectos de establecer una normativa penal convencional. El
terreno delimitado parece circunscribir las amenazas al círculo de relaciones
entre personas —las personas que las formulan o las personas destinatarias
de esas amenazas, quienes las reciben—. Pero no está nada claro que España
quepa en este terreno o campo de las amenazas, por la sencilla razón de que
España (en cuanto Estado, en cuanto Nación, en cuanto Reino, en cuanto
Cultura...) no es una persona, ni siquiera un grupo de personas. Porque un
grupo de personas no es una persona, y la idea de «persona jurídica» es una
simple «ficción jurídica». Por lo que, en todo caso, la amenaza a una
«ficción jurídica» ya no sería, salvo por ficción, una amenaza a las personas.

Es cierto que en un artículo posterior (el 170) se contemplan las amenazas


«dirigidas a atemorizar a los habitantes de una población, grupo étnico o a
un amplio grupo de personas...», pero una «población», un «grupo étnico» o
un «grupo de personas», por amplio que sea, sigue siendo un conjunto de
personas individuales, de suerte que las amenazas a esos grupos habrán de
entenderse como dirigidas a cada una de las personas que componen el
grupo. Y, en ningún caso, un Estado, una Nación, un Reino, una Cultura, no
se reduce a la condición de grupo de personas vivientes, aunque no sea más
que porque en esa Nación han de estar necesariamente incluidas las personas
muertas (los antepasados), y las que aún no han nacido, pero sin las cuales
no podría hablarse de España como Nación, o como Cultura, o como
Sociedad política. La realidad de una Nación, de una Cultura o de una
Sociedad política desborda los límites de una vida individual, o los de una
generación: implica muchas generaciones.

¿Qué sentido podría tener, por tanto, si nos atenemos a las amenazas, tal
como son delimitadas en el Código Penal español, hablar de «amenazas
contra España», o preguntar siquiera si España está amenazada? Tenemos en
cuenta que la imposibilidad, en el Código Penal español, de amenazas contra
España, no excluye la posibilidad de considerar delitos las ofensas contra
España, su bandera, el jefe del Estado..., que ya no están tipificadas a título
de amenazas, sino a título de ofensas.

Lo que no está en el Sumario sí puede estar en el Mundo

Pero quien no sea abogado en ejercicio, ni tenga mucho que ver con el
Código Penal, podrá mantenerse a cierta distancia de sus definiciones. La
suficiente para constatar sus limitaciones, en nuestro caso, en lo que tienen
que ver con la materia de las amenazas. Limitaciones sabias, en principio,
sin duda, desde el punto de vista práctico, porque sólo circunscribiéndonos a
marcos precisos, aunque lo sean por convención (por ejemplo,
circunscribiendo las amenazas de personas a personas y no, por ejemplo, de
personas a animales, o de animales o númenes a personas humanas), podrán
dibujarse las figuras delictivas o los tipos de ilícitos correspondientes y, de
este modo, hacer aplicables las normas a los casos concretos, con una
mínima «seguridad jurídica».

Sin embargo, es evidente que esta «delimitación técnica» del «campo de las
amenazas» no puede pretender encerrar en sus retículas a la integridad de un
material superabundante, que tiene que ver con las amenazas reales tanto o
más que con aquellas amenazas que han entrado en la retícula jurídica. «Lo
que no está en el sumario no está en el mundo... jurídico», sin duda; pero
puede estar en el mundo real, que desborda los límites del mundo jurídico.
Sólo un pedante puede llegar a creer que un lugar que no está en el mapa no
está en el terreno. Si así fuera, ¿en qué quedarían las palabras de Cervantes
cuando dijo que «esto de la hambre arroja a los ingenios a lugares que no
están en el mapa»?
Y no hace falta buscar mucho para encontrarnos con amenazas que no están
contempladas en el Código Penal vigente, pero sí lo están en el «Código de
la lengua viva».

¿No hablamos una y otra vez de la «amenaza de ruina» de un edificio en mal


estado? Incluso muchas veces ese concepto de la «amenaza de ruina» se ve
obligado a entrar en la retícula jurídica, a través de los tribunales de justicia,
no ya porque se haga culpable al edificio de la amenaza —de acuerdo con la
definición de amenaza que da el Código—, sino porque se hace culpables a
las personas responsables de su cuidado. También hablamos de «amenaza de
tormenta», y entonces es más difícil «echar la culpa» de estas amenazas a
alguna persona humana. Durante siglos se echó la culpa de las «amenazas de
tormenta», sobre todo si las amenazas eran graves, a personas diabólicas,
incluso a personas divinas, al propio Júpiter que utiliza el rayo, Júpiter
fulgor, los tribunales de justicia pueden conocer estas amenazas de tormenta,
no porque esté en su competencia procesar a las tormentas (menos aún a
Júpiter), pero sí acaso, por negligencia o mala fe, a los meteorólogos
encargados de anunciarlas, haciendo posible que quienes puedan ser
afectados por ellas tomen las prevenciones oportunas.

Ahora bien, en la circunstancia de que los responsables que tienen que ver
con las amenazas de ruina, o con las amenazas de tormenta, suelan
«personificarse», podría apoyarse un argumento a favor de la legitimidad de
ampliar el «concepto penal» de amenaza (aunque fuera mediante la
introducción de ficciones jurídicas pertinentes) a estas amenazas
«impersonales», pero personificadas por el lenguaje o por la ficción,
salvando de este modo el concepto penal de amenaza. Sin embargo, el
argumento es muy débil, en la medida en que pretende pasar de la génesis a
la estructura del significado.

Aun en el supuesto de que el género (masculino o femenino) de los términos


de un lenguaje (artículos, sustantivos, adjetivos) tuviera un origen sexual, no
se deduciría que «el monte», por ejemplo, arrastra la connotación de macho
y «la mar», la connotación de hembra. Aunque pudiera ser demostrado que
en la génesis que determina la construcción «amenaza de tormentas» hubiera
una prosopopeya, de ahí no se seguiría que en la estructura del significado de
la frase «amenaza de tormenta» hubiera que suplir la persona amenazante. El
significado de la expresión «amenaza de tormenta» sólo alcanza su
estructura objetiva cuando ha segregado a cualquier sujeto operatorio, divino
o humano, como presunto responsable de las mismas, a la manera como
cuando alcanzamos el significado de la expresión «circunferencia como
conjunto de puntos que equidistan de uno central» es porque, entre otras
cosas, hemos segregado por completo al sujeto dibujante. En el momento en
que introdujéramos el dibujante en el acto de dibujar la circunferencia, ésta
desaparecería, como desaparece el fotógrafo de la fotografía que hace a su
vecino, una vez que la fotografía haya sido revelada.

«Amenazas» y «Peligros»

Suponemos, en resolución, que el concepto general o filosófico de


«amenaza» es, sin perder su rigor, mucho más amplio que el concepto
jurídico de amenaza, que es sólo una especificación de aquél. «Amenaza de
tormenta» y «amenaza de extorsión» tienen en común, por lo menos, un
contenido unívoco, a saber, el ir referidos (cualquiera sea su procedencia:
natural o sobrenatural, humana o divina) a procesos que se orientan a
producir males (daños, incluso la muerte) a personas, principalmente, pero
también a animales o cosas, con tal de que todos ellos (personas, animales o
cosas) puedan resultar dañados. Las amenazas anuncian un mal, que va a
recaer sobre algunas determinadas personas, animales o cosas; pero
«sobreviniéndolas», es decir, sin que los destinatarios de las amenazas
intervengan en el proceso de su cumplimiento.

Es preciso establecer aquí la diferencia esencial entre los conceptos de


«amenaza» y de «peligro», conceptos muy próximos y confundidos en la
práctica.

La diferencia puede apreciarse contrastando la construcción «El torero se


puso en peligro» —que tiene pleno sentido en español— con la
construcción, muy rebuscada y aun sin sentido, «El torero se puso en
amenaza». «Ponerse en peligro» implica, sin duda alguna, que alguien
interviene de algún modo como agente en el proceso de
«desencadenamiento» del mal. Ponerse en peligro equivale por ello a «correr
el riesgo». En cambio carece de sentido decir «ponerse en amenaza», porque
la amenaza no procede de su destinatario, ni éste interviene en ella. Por la
misma razón tiene pleno sentido la sentencia: «Quien busca el peligro perece
en él»; pero no tendría ningún sentido una sentencia paralela que dijera:
«Quien busca la amenaza es víctima de ella», porque nadie «busca la
amenaza», aunque puede provocarla, incluso intencionadamente.

Una señal de tráfico, puesta en un desfiladero, significando «Peligro de


desprendimiento de piedras», la interpretaremos, según su concepto, como
una transferencia de responsabilidad al conductor del vehículo en tanto el
conductor puede contribuir al desencadenamiento de ese desprendimiento
(por ejemplo, haciendo sonar con fuerza su claxon), o simplemente recibir el
daño por no haber tomado las precauciones precisas (entre ellas, la
precaución de tomar una ruta alternativa al desfiladero). En cambio, si
interpretásemos la señal de tráfico citada como una señal de amenaza,
estaríamos haciendo responsable de los eventuales daños a la propia
montaña, o acaso a los agentes encargados de asegurarla.

Se presentan obviamente situaciones ambiguas, pero no porque la distinción


entre amenaza y peligro desaparezca en ellas, sino porque surgen situaciones
para escoger una u otra, según circunstancias. Así, la expresión, que se puso
de moda hace un siglo, «peligro amarillo» no puede confundirse con la
expresión «amenaza amarilla»; decir amenaza es definir una fuente
inmanente de males que, procedentes de China o del Japón, sobrevienen
sobre Occidente sin que los occidentales intervengan en el fatal proceso de
expansión de la raza amarilla; decir peligro nos advierte que corremos un
gran riesgo si no tomamos medidas para atajar esa expansión.

La definición que estamos ofreciendo del concepto de peligro, en cuanto


contrapuesto al concepto de amenaza, podría corroborarse por la etimología
latina del término (periculum), emparentada (según Ernout-Meillet) con
«prueba», «ensayo», «ex-perimento» (periculum facere), es decir, por tanto,
con actuaciones u operaciones de un sujeto que está interviniendo o incluso
provocando el desencadenamiento de un proceso que puede causar daños, o
incluso la muerte, al propio experimentador. «Franklin puso en peligro su
vida al experimentar con el rayo», o bien, «Hermán el alemán,
experimentando la posibilidad de volar cubriendo su cuerpo con alas de ave,
puso en peligro su vida y se mató al arrojarse de la torre de Plasen-cia». Pero
sería excesivamente rebuscado o laberíntico decir que «Franklin buscó las
amenazas de los fenómenos del rayo». Por último, «vivir peligrosamente» es
tanto como vivir buscando el peligro,
o, al menos, vivir sin temor al riesgo; poco o nada significará quien «vive
buscando las amenazas».

En cualquier caso, «estar amenazado» no es lo mismo que «estar en


peligro»; y ponerse en peligro no es lo mismo que estar amenazado. Lo que
no quiere decir que alguien que está amenazado no pueda pasar a la
situación de peligro, si no advierte la existencia y el alcance de las
amenazas, es decir, si no interviene en la situación de peligro por omisión
culpable (por ejemplo, por ignorancia culpable).

Concluimos: cuando preguntamos «¿España está amenazada?» no estamos


formulando la misma pregunta que se expresa en la interrogación «¿España
está en peligro?».

España podrá estar amenazada, sin que por ello hubiera que presuponer que
España está en peligro. Más difícil sería la suposición inversa: que España
pudiera estar en peligro sin que mediase amenaza alguna.

Ocho clases de amenazas

El concepto ampliado de amenaza, tal como hemos intentado fijarlo, necesita


urgentemente, precisamente por su amplitud, ser especificado según
determinaciones más precisas. Los criterios para establecerlos son muy
variados, y muchos de ellos son obvios o triviales, por ejemplo, cuando
distinguimos las amenazas graves de las leves, o las amenazas internas de las
externas, respecto del círculo en el que vive o existe el amenazado o el
amenazante. Introduciremos aquí brevemente, por medio de cuatro
distinciones, ocho «especies» de amenazas que requieren de conceptos algo
más sutiles.

1. Amenazas formales y amenazas materiales

Ante todo una distinción entre amenazas formales y amenazas materiales.


La amenaza formal supone el anuncio, verbal o gestual, procedente de algún
sujeto conductual (hombre o animal: un perro nos amenaza enseñándonos
sus colmillos, gruñendo, etc.), de una secuencia de sucesos orientados a
producir, por iniciativa del amenazante, algún mal (daño, lesión, robo) a
algunas personas, animales o cosas determinadas. La amenaza formal
implica por tanto un telos o intención dañina. Sin embargo, no toda intención
dañina o malhechora constituye una amenaza formal, porque podría acogerse
a la forma de una amenaza material.

La amenaza formal se constituye por el anuncio formal o público de la


intención de producir daño; por ello, es obvio que la amenaza del daño no
puede confundirse con el daño, pues éste puede hacerse sin amenaza previa.
(Un loco, sin amenaza previa, asesina con su pistola a un ciudadano. Los
japoneses destruyeron el 7 de diciembre de 1941, sin amenaza formal previa
—pues no puede considerarse tal al anuncio que hicieron cuando ya estaban
en vuelo sus aviones—, a la flota norteamericana de Pearl Har-bor.) La
amenaza formal, en tanto pone su objeto formal propio en atemorizar, forma
parte esencial del proceso terrorista (puede verse La vuelta a la caverna,
Ediciones B, Barcelona, 2004, págs. 136-160).

Sin embargo, cuando el terrorismo es político (no sólo individual), el daño


efectivo, incluso la muerte, producido sobre una persona, grupo de personas,
animales o cosas, puede desempeñar también el papel de anuncio o símbolo
de daños ulteriores y, en este sentido, el asesinato o la masacre terrorista
implicaría una amenaza dirigida a aterrorizar a una población determinada; y
por ello son actos terroristas y no sólo cumplimientos de sentencias o
«propaganda del hecho».

En cambio, la amenaza material no se anuncia de modo público, y no se


anuncia ya sea porque no puede anunciarse, por carecer su agente de
intención amenazadora (es el caso de la amenaza de tormenta, o de la
amenaza de ruina), ya sea porque podría anunciarse, pero no interesa su
anuncio, sino más bien su ocultación (acaso porque su intención no es tanto
producir miedo o terror, sino causar daño efectivo), o ya sea porque quien
amenaza (por profecía —por ejemplo, los signos del Juicio Final, o del
Apocalipsis— o por predicción racional —un meteorito de efectos
catastróficos—) no pretende tener intervención en los sucesos (cuando la
amenaza es material y meramente manifestada por el profeta o por el
predictor). Otra cosa es que los anuncios catastróficos puedan ser tomados
como amenazas por quien recibe la revelación o la información, o
simplemente como noticias oficiosas impertinentes y nocivas, que pueden
causar la muerte del mensajero (Pedro el Cruel recibió en Nájera la noticia
de un clérigo de Santo Domingo de La Calzada que le anunciaba su
asesinato próximo, que un sueño la noche anterior le había revelado; el rey
mandó decapitar de inmediato al agorero).

En consecuencia, la distinción entre la amenaza formal y la material no


reside en la intencionalidad o en la ausencia de ella. Una sociedad política
puede estar gravemente amenazada por una conjuración minuciosamente
preparada (la conjuración de Catilina) sin que por ello podamos hablar de
amenaza formal. En general, las conspiraciones implican amenazas, pero
materiales, no formales. Se comprende que las amenazas formales han de
considerarse, en general, como amenazas patentes (y la responsabilidad de
quien las recibe es no saber interpretarlas, por estupidez, o por mala fe);
mientras que la responsabilidad de las amenazas materiales corresponde no
sólo a los conspiradores, sino también a los encargados de descubrirlas.

2. Amenazas intencionales y amenazas objetivas

Las amenazas intencionales están dispuestas por un sujeto o grupo de sujetos


que orientan sus actos mediante «diseños inteligentes» precisamente hacia la
intimidación de otras personas o animales; las amenazas objetivas no están
dispuestas por nadie, pero sí se orientan por un «atractor» en virtud de la
concatenación de los acontecimientos (por ejemplo, la confluencia de ríos de
deshielo en una balsa contigua a una aldea).

3. Amenazas reales y amenazas aparentes

Las amenazas reales (o solventes) son aquellas que efectivamente revelan la


posibilidad real de su cumplimiento por quien las formula, o por la
disposición de cosas amenazantes (por ejemplo, un edificio desvencijado y
sostenido en equilibrio por un puntal puede constituir una amenaza real de
ruina); la propuesta que un chantajista solvente ofrece a alguien capaz de
aceptar el chantaje es también una amenaza real.

En cambio, la amenaza del chantajista que no tiene capacidad para desplegar


sus ofertas, o del fanfarrón que amaga y no puede dar; porque no tiene
fuerza para dar, es una amenaza aparente (insolvente o inocua). La
«amenaza» de la madre a su hijo pequeño que acaba de hacer una travesura
—«te voy a matar»— es una amenaza retórica, insolvente, aunque, a veces,
no inocua.
4. Amenazas puras y amenazas terroristas

Las amenazas puras son las que se mantienen en el terreno del anuncio
estricto de los hechos dañosos; las terroristas son las amenazas acompañadas
de la ejecución de algunos de los hechos anunciados, y, en el límite, ni
siquiera anunciados, sino inmediatamente ejecutados como signos de
ulteriores daños.

Amenazas de fuente personal humana y amenazas de fuente impersonal

Por último, si atendemos al origen o fuente de las amenazas, cualquiera que


sea su especie, acaso la clasificación más pertinente sea la que pone a un
lado (A) las amenazas de fuente anantrópica, no humana (aunque sean los
propios hombres quienes las dispongan, cuando estos hombres actúan como
simples mecanismos de un dispositivo impersonal, por ejemplo, como masa
de espectadores que, intentando escapar caóticamente de un teatro en llamas,
amenazan a los más débiles o peor situados); y al otro lado, (B) las amenazas
de fuente antrópica, o humano-operatoria.

La distinción entre las amenazas de la clase A y las de la clase B no es


siempre nítida. La amenaza del agujero de ozono o la del «efecto
invernadero» son, atendiendo a su mecanismo, de clase A, pero suele
atribuirse la responsabilidad última a la industria humana, por lo que habría
que considerarlas incluidas en la clase B. El incremento demográfico de la
humanidad, o de una sociedad determinada, es considerado muchas veces
como una amenaza para la sociedad, pero no es fácil decir si esta amenaza es
de tipo A o de tipo B.

Si tiene alguna verosimilitud la teoría de que la progresiva utilización, por


las familias acomodadas del Imperio romano, del plomo (en cañerías, copas,
bandejas) fue la causa de la «caída del Imperio» (porque los usuarios, entre
quienes se encontraba la «red dirigente», se habrían ido intoxicando
lentamente), cabría considerar a estas instalaciones como una amenaza real,
de tipo estrictamente material, para aquella sociedad; una amenaza que,
aunque incluida en la clase B por su génesis, habría actuado, por estructura,
como si fuera de la clase A (como si fuera un virus).
Las amenazas de la clase B abarcan un campo muy extenso en el que hay
que incluir tanto los planes o programas del terrorismo internacional (que
toma la forma de las amenazas formales), como los planes nazis de
exterminio de los judíos (que, sin embargo, por su carácter secreto, no tenían
la forma de amenazas formales, aunque fueran amenazas materiales sólo
conocidas o sospechadas por algunos afectados). Sin duda, a la policía o a
los servicios de inteligencia de un Estado les corresponde la responsabilidad
de descubrir o denunciar las amenazas materiales del tipo B; en cambio, el
descubrimiento de las amenazas del tipo A corresponde más bien a los
físicos, a los geólogos, a los químicos o a los epidemiólogos.

Y cuando tomamos como referencia del destino de las amenazas a un grupo


social determinado o a una Nación dada, es evidente que puede alcanzar
gran importancia la clasificación de las amenazas orientadas a ese destino,
según que la fuente de su procedencia sea externa o interna; por supuesto,
esa clasificación no es disyuntiva.

Amenazas a la existencia y a la esencia de España; amenazas exteriores


e interiores

Si tenemos a la vista la diversidad de situaciones, clases, tipos de amenazas


que en función de un destino determinado (como pueda serlo España como
Estado, como Nación, o como Cultura con identidad propia) pueden
distinguirse, se comprende que la pregunta titular, «¿España amenazada?»,
se llena evidentemente de sentido; un sentido que acaso podría ser puesto en
duda por quien pretendía entender la pregunta manteniéndose en su «aspecto
global» o por el contrario en su estricto «aspecto jurídico». Desde una
perspectiva global incluso podría atreverse alguien a ironizar con otras
preguntas del tipo: «¿De qué amenaza me habla usted?», «¿es que usted cree
en teorías conspiratorias?». La intención irónica que acaso se pretendió
inyectar en esas preguntas adquiere el aspecto estúpido que es propio de toda
ironía formulada por persona pretenciosa o indocta, que desconoce el
alcance de la pregunta.

La pregunta «¿España amenazada?» no sólo tiene sentido, sino que además


requiere una inmediata respuesta afirmativa, aunque no fuera más que
porque no admite respuesta negativa inmediata, es decir, previa a una
discusión por las diversas situaciones, clases o tipos, que suponemos ya
reconocidos en el concepto de «amenaza». La pregunta se desplaza, por lo
tanto, del terreno en el que se dirime la decisión entre una respuesta global
afirmativa o una negativa al terreno de la determinación del tipo, clase,
situación o alcance de las amenazas que, sin duda, pueden afectar a España,
como a todo grupo social que haya tenido un comienzo en el tiempo, aunque
este tiempo sea lejano. «Todo lo que comienza acaba»; una sentencia que
tenemos por cierta, aunque no sea nada fácil demostrarla; pero si algo puede
acabar será debido, ante todo, a que sobre ese algo pesan amenazas reales,
solventes. Y, en todo caso, las amenazas que resulten dirigidas contra España
no tienen por qué entenderse únicamente como amenazas que ponen en
peligro su existencia; también pueden entenderse como amenazas que ponen
en peligro su consistencia, por ejemplo, su integridad, su bienestar, o el
puesto económico, tecnológico, científico, de prestigio... que ocupa en el
orden de las naciones.

Por otra parte, la discusión, así planteada, sobre la naturaleza y alcance de


las amenazas que pueden pesar sobre España requiere un grado tal de
prolijidad que hemos de renunciar, desde luego, a entrar en ella. Nuestro
propósito es mostrar cómo la pregunta tiene sentido, cómo tiene respuesta
afirmativa y cuáles son los caminos generales para distinguir sus sentidos,
teniendo a la vista la posibilidad de diversas alternativas en cuanto a la
situación, clase o tipo que pueda corresponder a cada amenaza, o a cada
grupo de amenazas sospechadas.

Nos limitaremos por tanto a dar algunas indicaciones, a modo de ilustración,


de como, según lo entendemos, podrían marchar las investigaciones.

Amenazas exteriores

Ante todo, habrá que establecer hasta qué punto son ciertas hoy las
«amenazas exteriores». Amenazas que hace todavía muy poco tiempo
podrían haber sido consideradas como frutos de un alarmismo injustificado,
o fundado en alguna «teoría conspiratoria» gratuita.

Después de la masacre del 11 de marzo de 2004, la amenaza de raíz islámica


que pesa sobre España es ya incontestable. Y lo es como amenaza formal, no
sólo material; y como amenaza dirigida a su existencia como Nación, y no
sólo como amenaza a algunas instituciones suyas que, sin embargo, forman
parte de su consistencia.

Sin embargo, no todos estarán de acuerdo con este diagnóstico. Me refiero a


aquellos que consideran la «amenaza islámica a España» como cosa del
pasado. Se dice: si hubo amenaza, al menos material, durante los años 2002
y 2003 —amenaza que los servicios de inteligencia no habrían podido o no
habrían querido desvelar a tiempo—, esta amenaza habría cesado con su
cumplimiento en la terrible masacre del 11-M, porque la amenaza habría
tenido una motivación y un alcance circunscrito en el tiempo: la represalia
contra la España de Aznar por su participación en la guerra del Irak. Si el
gobierno de Aznar hubiera continuado, la amenaza seguiría pesando sobre
España; pero, una vez que el gobierno socialista de Zapatero retiró las tropas
españolas del Irak, podremos considerar las presuntas amenazas como
aparentes o irreales, frutos de un mero alarmismo.

No podemos entrar aquí en la cuestión. Tan sólo recordamos que la


explicación de la masacre del 11-M mediante la operación de circunscribirla
a la condición de represalia contra la política del gobierno popular en Irak
dista mucho de ser evidente y, en cambio, despide un intenso tufo partidista
(como parte de la propaganda del PSOE para desacreditar al PP y minar sus
posibilidades de recuperación en la próxima legislatura).

Sin embargo, el argumento que deja sin base a la «teoría de la represalia» es


éste: que las amenazas de atentados a España inspirados por Al Qaeda
(amenazas materiales, pero desveladas puntualmente por la policía y por los
servicios de inteligencia) se produjeron ya mucho antes del inicio de la
guerra del Irak, como también fue anterior a esta guerra la masacre de
Casablanca, dirigida inequívocamente contra España. Porque 1492, que para
los españoles es historia, para muchos musulmanes que todavía viven en el
siglo XV (el 11-M en su cómputo se produjo el 19 de muharram de 1425) es
actualidad.

Sólo una hora después de la primera intervención de Estados Unidos de


Norteamérica y sus aliados contra Afganistán, el domingo 7 de octubre de
2001, Al Qaeda difundió un vídeo, reproducido por casi todas las
televisiones del mundo, en el que su portavoz, Solimán Abu Gehiz, aludió al
ataque norteamericano a Afganistán (habían previsto por tanto que se iba a
producir) y proclamó: «La declaración de guerra de Estados Unidos de
Norteamérica contra Afganistán es un claro acto de hostilidad contra el
islam. [...] El mundo tiene que saber que no vamos a permitir que se vuelva a
repetir con Palestina la tragedia de Al Andalus».

Consta, por este y otros datos, que estos anuncios o amenazas, o estas
acciones, no son puntuales, sino que forman parte de unos planes más
amplios de recuperación de Al Andalus por el islam, planes y programas que
incluyen también la coranización de los españoles.

Otra cuestión es la de la determinación del alcance de estas amenazas. ¿Son


amenazas solventes o son insolventes? ¿Y en qué casos? Es decir, ¿ponen en
peligro a España, o sólo ponen en peligro a algunos cientos de ciudadanos
españoles, cuya terrible desaparición no afecta sin embargo a la propia
existencia de España?

Más aún, se ha hablado con frecuencia de las probabilidades de la


intervención, por acción o por omisión, de Francia en la preparación de la
masacre del 11-M. Y aunque estas probabilidades sean muy escasas, por no
decir nulas, reavivan el debate sobre la persistencia de la política francesa,
sólo dos siglos después de la invasión napoleónica, en cuanto orientada a
dividir a España y a prestar ayuda a algunos movimientos secesionistas
(sobre todo catalanes) que no pusieran en peligro su propia integridad
nacional (por lo que a las provincias francesas de «Euskalherría» se refiere).
No entramos ni salimos aquí en estas sospechas; simplemente las citamos
como ilustración de lo que pudieran significar las amenazas exteriores para
España.

Y aquí es obligado acordarse de las amenazas que podrían pesar sobre


España procedentes de la Unión Europea (o de Francia y Alemania a través
de la Unión Europea). No hace falta que estas amenazas fueran
intencionales; sería suficiente admitir que fueran objetivas, incluso no
deseadas por nadie. ¿Hasta qué punto el ingreso de España en una
confederación de Estados, o acaso de Pueblos europeos, no facilitaría el
descenso en rango y aún la balcanización de España? Y, en consecuencia,
¿hasta qué punto no cabe acusar de aventurerismo a quienes defienden la
integración (sin condiciones) de España en Europa, sin advertir los peligros
de una tal integración, y sin medir la responsabilidad que asumen con su
política?

Amenazas interiores procedentes de plataformas oficiales

En cuanto a las amenazas interiores, podemos afirmar, con toda rotundidad,


que hay amenazas formales contra España, contra su Constitución y contra
su integridad; amenazas proclamadas explícitamente (aunque sin
considerarlas muchas veces como amenazas); acaso porque han sido
concebidas como chantajes al gobierno de Rodríguez Zapatero por parte de
los dirigentes vascos (el Plan Iba-rreche) o de los dirigentes catalanes (los
proyectos de reforma del Estatuto de Cataluña, de Rovira y Maragall).

Tampoco procede entrar aquí en el análisis de este asunto. Lo que sí nos


importa, y mucho, es fijar la interpretación de esta política de reforma
estatutaria de algunas comunidades autónomas como una política que
amenaza formalmente y objetivamente a España.

Es ya un lugar común la observación de que es característica de España, en


el conjunto de las naciones europeas (y característica que colabora
estúpidamente con un clima de amenazas), la inclinación ordinaria de tantos
españoles a denigrar a su patria y a su historia y, sobre todo, a estar poniendo
continuamente en cuestión su unidad, su existencia, su naturaleza y su
estructura. Ni los franceses, ni los ingleses, ni siquiera los alemanes (menos
aún los norteamericanos o los chinos), se dedican, con tanta prolijidad y
tanto esmero, a poner diariamente en tela de juicio las cuestiones básicas
relativas a su existencia o a su esencia (a su historia, por ejemplo). Parece
como si una gran parte de los españoles, y sobre todo de aquellos «que se
reclaman» de izquierdas, se hubieran tragado entera la Leyenda Negra y no
la hubieran digerido todavía.

Habría que explicar, sin duda, las fuentes de esta característica tan
paradójica. Algunos sospechan que la Iglesia católica, que tanto ha influido,
por su «cosmopolitismo intemacionalista», en los españoles y
particularmente en tantos ideólogos de izquierdas (muchos fueron
seminaristas o incluso curas, en los tiempos del «diálogo en la Tierra entre
marxistas y cristianos») se ha mantenido siempre a distancia del Trono y del
Estado, considerando el amor a la Patria, cuando los gobiernos no se
plegaban a sus intereses, como «un sentimiento puramente vegetativo y
primario».

De hecho, tanto en el Antiguo Régimen (en su dialéctica con el Trono), en la


entrada en América, como en el actual Estado de las Autonomías, la Iglesia
católica ha marchado siempre por su cuenta, y con frecuencia ha apoyado a
los movimientos separatistas, que atenían en la línea de flotación del Estado.
Porque una cosa es que España tomase a la Iglesia católica como
instrumento de su Imperio («por Dios hacia el Imperio») y otra cosa es que
la Iglesia católica tomase a España como instrumento suyo («por el Imperio
hacia Dios»). En cambio, en el cesaropapismo característico de los Estados
protestantes modernos, el Estado se identifica con la Iglesia y, por tanto, a
las iglesias nacionales reformadas les interesa que la unidad de las partes de
sus Estados permanezca firme.

Otra cuestión es la de determinar si estas amenazas formales y objetivas


desde el interior son solventes o insolventes, si son pura fanfarronería o
simples fórmulas introducidas en un proceso de chantaje.

Pero cabe también identificar otros muchos tipos de amenazas, si no contra


la existencia de España, sí contra instituciones o contenidos básicos suyos,
como puedan serlo la lengua española o la propia Historia de España. La
política constante y tenaz de algunos gobiernos y Parlamentos autónomos,
política orientada a impregnar lingüísticamente a sus ciudadanos, a sustituir
las grandes figuras nacionales por figuras regionales, o las grandes
instituciones del Estado (como el Tribunal Supremo, o el Ministerio de
Cultura) por sus equivalentes autonómicos, de hacer lo posible para
dificultar a los ciudadanos de otras autonomías el acceso a puestos del
funciona-riado autonómico (como profesores, como jueces, etc.), todas estas
políticas constituyen amenazas seguras contra la integridad y el prestigio de
España; porque estas políticas deterioran las instituciones, las debilitan y
amenazan en el futuro su mismo funcionamiento.

El tabú del nombre «España»: sus dos versiones principales


Las «pruebas del hecho»
Los fundamentos de la «cruzada democrática»
Pregunta 6
Distribución, no reparto, de la Cultura española
Europa en su fase 2
El escenario del Quijote no se refiere al «espacio antropológico»
en general, sino al Imperio español
El tabú del nombre «España»: sus dos versiones principales

Por último, me referiré a la existencia de otro tipo de amenazas contra


España, que proceden de los españoles particulares (de círculos muy
extendidos de ciudadanos), cuya conducta habitual puede considerarse como
una contribución permanente, más o menos importante, a las amenazas, más
objetivas que intencionales, que gravitan sobre España o sobre su decoro.
Una conducta que, por otra parte, puede considerarse como una constante en
una gran masa de ciudadanos españoles. Y principalmente en los círculos
progresistas de intelectuales y artistas. Joaquín M. Bartrina (1850-1880), que
era de Reus, dijo: «Oyendo hablar a un hombre, fácil es / acertar dónde vio
la luz del Sol: / si os alaba a Inglaterra, será inglés; / si os habla mal de
Prusia, es un francés; / y si habla mal de España, es español».

El análisis de las mil maneras de contribuir a esta amenaza colectiva es


urgente y requiere puntualidad y laboriosidad. No podemos aquí entrar en
este análisis. Tan sólo me referiré, como ejemplo, a dos versiones muy
concretas de una misma «conducta verbal», muchas veces observada, por lo
demás, que podríamos definir como «tabú del nombre de España» para
muchos españoles. Es el tabú que conduce a la evitación de la pronunciación
o de la escritura del nombre de España. Pero como es imprescindible para
cualquier ciudadano utilizar con cierta frecuencia un nombre o una expresión
con la que designar a la nación política de la que forma parte, el tabú
determinará la elección de sustitutos (considerados algunas veces como
eufemismos) del nombre de España.

Y dos son los nombres-sustitutos más utilizados, a saber: el «Estado», por


antonomasia, y «este País».

Ahora bien, se podría decir acaso que las plataformas desde las cuales se
forman estos sustitutos que dan lugar a las dos versiones más importantes del
tabú que analizamos son muy distintas: la plataforma del «Estado» sería
interior a la propia Nación española, la plataforma de «este País» sería
intencionalmente exterior a la misma Nación española de referencia.

En efecto, el nombre sustituto de España, el «Estado», muy utilizado por las


izquierdas vanguardistas (que paradójicamente no tienen en cuenta, o
ignoran, que la denominación de España como «Estado» fue propuesta por el
Generalísimo Franco en octubre de 1936, y no ya para evitar el nombre de
España, sino para evitar los nombres de «República» o de «Reino»), supone
una perspectiva precisa: la de que las relaciones de unidad entre las
supuestas naciones particulares (Cataluña, País Vasco, Galicia, etc.) no tiene
que ver con una realidad histórica llamada «España», sino a lo sumo con una
superestructura burocrática llamada «Estado», y a veces, la
«Administración». «El Estado» como sustituto de España implica pues la
visión de España desde una plataforma apoyada en partes suyas que no
quieren ver a España como una unidad histórica, la Patria, sino como un
Estado constitucional, establecido por convenio consensuado por diecisiete
«partes contratantes». Desde esta perspectiva llega a tener resonancias
ridiculas y pedantes la fórmula haberma-siana «patriotismo constitucional»,
tan mimada por la socialdemo-cracia española.

En cambio, «este País» es denominación llevada a cabo desde una


perspectiva diferente. Ahora España aparece como una unidad, pero como
una unidad de tantas, una unidad que se ve «desde fuera». Quien dice «este
País» parecería estar situado en una plataforma cosmopolita: hay muchos
países (un galicismo, «Amigos del País», relacionado con paisaje, que
sugiere que «mi País» es el lugar donde me toca vivir, como podría haberme
tocado cualquier otro, o simplemente el lugar en donde está mi dirección
postal, mi «puesto de trabajo» y las oficinas de mi banco). Y «este País»,
entre otros, es España. España existe, pero como país: quien tuvo tanto
interés en recuperar la cabecera del diario decimonónico El País acaso lo
hacía sin saber muy bien lo que estaba haciendo.

La amenaza del panfilismo

La actitud más peligrosa que cabe adoptar ante este cúmulo de amenazas de
tan diverso alcance y peso es la actitud de ignorarlas, o de minimizarlas a
priori. Es decir, desde los supuestos del panfilismo, propio de aquellos
individuos, acaso políticos de primer rango, que confían en la armonía
universal, en la paz perpetua y en la alianza de las civilizaciones (como el
secretario general de la ONU, Kofi Annan, o el presidente del Gobierno de
España, Rodríguez Zapatero).
Quienes también contribuyen a incrementar las amenazas difusas contra
España, procedentes de los propios españoles, aun sin la menor «mala
intención», son en gran medida los pacifistas fundamentalistas. Estos
pánfilos individuos son acaso más peligrosos para España que aquellos que
la amenazan formalmente, desde los ángulos más diversos.

Pregunta 3

¿DESDE CUÁNDO EXISTE ESPAÑA?

Presupuestos implícitos en ia pregunta «¿Desde cuándo existe España?»

Dos presupuestos: la realidad de España y la Idea de España que se tenga

La pregunta «¿Desde cuándo existe España?» presupone por lo menos dos


tipos de consideraciones: aquellas que tienen que ver con el reconocimiento
de que España existe (con la existencia de España), y aquellas que tienen que
ver con la Idea de España (más o menos clara, más o menos distinta), es
decir, con la esencia de España, con su unidad y con su identidad, en función
de las cuales podamos definir el sujeto gramatical de la proposición «España
existe».

Por ello, la pregunta «¿Desde cuándo existe España?» resultará capciosa


para todo aquel que niegue la existencia de España, para todo aquel que no
reconozca su existencia, cualquiera que sean sus motivos, sean estos
irracionales o racionales (verdaderos o falsos).

Analicemos un poco más de cerca, aunque del modo más breve posible, cada
uno de estos dos tipos de presupuestos.

El supuesto de la existencia de España

El primer presupuesto de la pregunta titular lo hemos formulado así: quien


pregunta por el origen de España (o bien: ¿desde cuándo existe España?)
está ya reconociendo, con buenas razones o sin ellas, que España existe, que
es una «realidad existente»; podríamos decir que la pregunta presupone «la
España realmente existente». Pero esto puede entenderse de distintas
maneras, y tenemos que precisar a cuál de ellas nos atenemos, por nuestra
parte, para evitar el caos en la exposición.
Por de pronto, «España existe», aunque contiene la referencia al tiempo
presente («España existe ahora, en 2005»), implica también una referencia al
pretérito, porque una realidad histórica o proce-sual, como en todo caso es la
de España, no puede haber surgido súbitamente, por generación espontánea,
o acaso a consecuencia de la decisión de una Asamblea parlamentaria que
hubiera decidido «darse a sí misma su Constitución». No puede decirse
siquiera, por ejemplo, que España existe a partir de la Constitución de 1978,
porque sólo cuando la Asamblea se considere democráticamente
representativa de una España previamente existente podrá declarar la
existencia constitucional de España.

Dicho de otro modo: la Constitución formal o legal de España (de 1978)


presupone una constitución material (systasis) o real previa; en otro caso
estaríamos incurriendo en el absurdo de reconocer un proceso de
«autocreación»: «España existe desde el momento en que se da a sí misma
su Constitución». O, aplicando el absurdo de la causa sui a un terreno menos
metafísico que el de la creación ex nihilo: «España está sosteniéndose sobre
el vacío, agarrándose a sus propios cabellos», como lo hacía el barón de
Munchausen. En nuestro caso, España estaría sosteniéndose sobre el vacío
agarrándose a las leyes del Estado de derecho que ella misma segrega.

La existencia de España en la Constitución actual requiere un regressus


histórico a su existencia en Constituciones anteriores

La proposición, en presente gramatical, «España existe» ha de entenderse,


por tanto, con referencias que desbordan el ahora (2005) de los que la
pronuncian, es decir, ha de entenderse con referencias a un presente
histórico, como pudiera serlo: «España existe en 1978, cuando proclamó su
Constitución». Proclamación que, por cierto, no afirma, de ningún modo,
que la existencia de España se derive de su

Constitución, puesto que fundamenta esa Constitución precisamente en el


supuesto de una España preexistente. En su artículo 1 la Constitución de
1978 no dice que «España se constituye como realidad», sino que dice que
se constituye en un «Estado social y democrático de derecho»; y en su
artículo 2, refiriéndose ya explícitamente a sí misma como constitución
formal, dice que «la Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de
la Nación española».
Es cierto que algún escolástico, acudiendo en ayuda de los «nacionalistas-
constitucionales», podría interpretar que este fundamento habría de
entenderse en el terreno puramente lógico, como si dijera: «Todo lo que
viene a continuación gira en torno a la unidad indisoluble de la Nación
española, que queda definida por esta Constitución»; pero quienes lo
redactaron entendieron evidentemente el fundamento en su sentido histórico
—«es la España realmente existente, la que existe mientras estamos
redactando su Constitución, y que puede hablar en nombre de todos los
españoles vivientes, a cuyo referendo va a ser sometida esta Constitución, el
fundamento democrático de la misma Constitución»—. Y con ello, los
«Padres de la Patria» tuvieron que exponerse a las críticas de los
nacionalistas fraccionarios, que les acusaban de petición de principio (de
hecho, los nacionalistas vascos no firmaron la Constitución, porque no
reconocían que el cuerpo electoral pudiera ser identificado con la Nación
española, ni, por tanto, con el cuerpo electoral que, en el referéndum,
pudiera figurar como «conjunto indistinto de españoles»).

El presupuesto «España existe» ahora y, por tanto también, necesariamente


en un pretérito o presente histórico (como pueda serlo para nosotros el año
1978, pero el argumento es retrospectivamente recurrente, por ejemplo hasta
la primera Constitución española, en 1812), implica la existencia
ininterrumpida de España desde un presente histórico (tomado como origen,
aunque fuera a título convencional en el plano de la discusión) hasta el ahora
del presente exis-tencial. De hecho, en el terreno constitucional, si España
existe ahora, en 2005, es porque España existió en 1978; y esta existencia, en
1978, no es pretérita, sino que es presente, porque, al menos jurídicamente,
sigue siendo el fundamento actual y operante (por estructura y no sólo por
génesis) de la España constitucional realmente existente de hoy. Ocurre en
las realidades históricas lo mismo que ocurre en las realidades orgánicas: el
pretérito (por ejemplo, el representado por los esqueletos de los primates
homínidos) sigue existiendo en el presente: la estructura del esqueleto de un
primate no es algo que esté dado en el pasado, en un museo, sino algo que
está presente en cada uno de los esqueletos de los individuos humanos
vivientes.

Pero como, según hemos dicho, la España constitucional de 1978 presupone


a su vez una España realmente existente anterior a la Constitución formal, el
presente histórico queda indefinido: España existe en 1978, pero también
antes, por ejemplo, en 1931, año en el que se proclamó la Constitución de
España como «República de trabajadores de todas clases». Y una vez
iniciado el proceso de recurrencia histórica, el regressus histórico, ¿cuándo
habrá que detenerlo, puesto que obviamente no cabe pensar en un regressus
indefinido, que nos llevaría a una España increada, «eterna»?

Si practicamos el regressus de Constitución a Constitución (de 1978 a 1931,


de 1931 a 1876, de 1876 a 1869, de 1869 a 1845, de 1845 a 1837, de 1837 a
1812), ¿habrá que detenerse en 1812, en la Constitución de Cádiz, que es la
primera Constitución de España, en la que además se habla de la Nación
española, y, por cierto, englobando en ella a todos los españoles que viven
«en ambos hemisferios»?

Pero a su vez, la Constitución formal de 1812 requiere también el


reconocimiento de una Constitución real (systasis) de la España que en las
Cortes de Cádiz proclamó la Constitución, a través de la cual, formalmente,
se redefinía a España como Nación política. Por lo tanto, la pregunta
«¿desde cuándo existe España?» queda abierta, hasta que no se determine la
fecha, o la franja de fechas de su origen.

La existencia histórica de España ha de entenderse como una existencia


ininterrumpida

Sin embargo, y aun manteniendo indeterminado el origen, la precisión según


la cual la proposición «España existe» sólo puede significar: «España existe
ininterrumpidamente desde su origen hasta ahora» es una precisión
necesaria, cualquiera que sea la época asignada, aun convencionalmente, al
origen.

Y es necesaria si queremos salir al paso, o sencillamente desmarcarnos, por


de pronto, de todos aquellos que entiendan la existencia, en general, como
una existencia interrumpible o intermitente. Al margen de la cuestión sobre
si tiene sentido suponer la posibilidad de una «existencia intermitente» (la
existencia de un ser que, como el «Mundo» del obispo Berkeley, desaparece
o deja de existir cada vez que dejamos de percibirlo, y reaparece y vuelve a
existir al volverlo a percibir), lo cierto es que la idea de una «existencia
intermitente» actúa de hecho, no sólo en los obispos metafísicos idealistas,
sino también en muchos politólogos o historiadores, en general, y en los
politólogos e historiadores españoles, cuando hablan sobre España, en
particular.

La célebre definición que Renán dio de la nación —«un plebiscito


cotidiano»— podría considerarse en efecto como una aplicación del
principio idealista y metafísico de la «existencia intermitente» —la idea
cartesiana de la «conservación» del mundo material como una «creación
continuada en cada instante»— a la «duración real» de una nación histórica.
Es como si la duración real, a lo largo del tiempo histórico, de una nación,
por ejemplo, de la Nación francesa surgida de la Revolución de 1789, fuese
sometida a una descomposición en miles de unidades circadianas, cuya
concatenación posterior nos devolviera a la duración real. (Acaso Renán se
hubiera pensado dos veces su definición de haber conocido la crítica que
Bergson hiciera años después al «pensamiento cinematográfico», que ofrece
la apariencia de la duración real de un movimiento por su reconstrucción
mediante sucesión de secuencias de imágenes fijas inmóviles.)

Si aplicamos la definición de Renán a la Nación española, incluso si su


existencia la circunscribiésemos al intervalo 1978-2005, habría que concluir
que la existencia de España durante este intervalo es una existencia
ininterrumpida, a lo largo de más de ocho mil, ochenta mil u ochocientas mil
unidades, es decir, durante los instantes que median entre un plebiscito
intencional y el del día siguiente. Si Renán o sus discípulos respondieran que
su «plebiscito diario» es sólo un modo de abreviar la idea de un «plebiscito
continuo» (que habría de tener lugar a lo largo de las horas, de los minutos y
de los segundos de cada día), sin interrupción alguna, habría que decirles a
su vez que, en tal supuesto, deberían retirar la palabra «plebiscito», o
mantenerla en el terreno de la más inofensiva metáfora literaria y no ya por
razones derivadas de su dificultad (o imposibilidad) tecnológica.

Un plebiscito continuo, en el que cada decisión de un pueblo puede


reiterarse, modificarse, es decir, ponerse en tela de juicio en cada segundo,
no sería un plebiscito. Un plebiscito político constitucional implica planes y
programas calculados, no ya a escala de segundos o minutos, ni de días, ni
de meses, ni de años: la Nación tiene dimensiones seculares. Y por eso un
plebiscito desaparece en el límite de la serie de los intervalos cada vez más
estrechos, como desaparece la línea al ser dividida sucesivamente en partes y
alcanzar los puntos adimensionales. Una Nación no es un plebiscito
cotidiano, como tampoco una recta es una suma de puntos, que no son otra
cosa sino el límite de la sucesiva división de esa recta en segmentos. Porque
la Nación no resulta de un plebiscito, aunque se llame «fundacional» (¿cómo
podría fundar una Nación el cuerpo electoral del plebiscito que resulta
precisamente de esa Nación?). Es verdaderamente peligroso que los
politólogos o constitucionalistas confundan las metáforas brillantes con los
conceptos.

También es cierto que el esquema de la «existencia intermitente» no suele


ser aplicado, por historiadores o políticos, a escala circa-diana, lo que no
quiere decir que no podamos ver la presencia de este esquema en las cabezas
de muchos ciudadanos que no son historiadores o politólogos. Por ejemplo,
se ajustan a este esquema quienes, apelando a las virtualidades abiertas por
internet, defienden la posibilidad y la conveniencia de un plebiscito
permanente, en la forma, por ejemplo, de referendos continuos sobre asuntos
de interés común —valoraciones de planes y programas sobre autopistas o
sobre alimentos transgenéricos, valoraciones de gestión...—; referencias
cuyos resultados quedarían reflejados diariamente en la pantalla, del mismo
modo a como se reflejan diariamente las cotizaciones de las bolsas
internacionales o las audiencias de los programas de televisión.

También se ajustan a este esquema quienes consideran un «absurdo


democrático» que una Constitución que fue aprobada antes de que ellos
tuvieran la edad de votar (por ejemplo, hace diecinueve, o veinte, o treinta
años...) pueda serles impuesta como «ley fundamental democrática». ¿Por
qué hemos de aceptar —dicen— una Constitución que aprobaron nuestros
abuelos, nuestros padres o nuestros hermanos mayores? ¿Es que no podemos
votar una Constitución a nuestra medida? ¿No se están arrogando el derecho
(nuestros abuelos, padres o hermanos mayores) de haber decidido en nuestro
nombre?

Sin duda, este argumento tendría potencia suficiente para dinamitar la


«teoría democrática de la Constitución democrática», si hubiese un
mínimum de lógica interna entre los demócratas funda-mentalistas-
constitucionalistas. Y de este argumento se deduciría necesariamente la
necesidad de acudir al esquema de la existencia intermitente (por lo menos
durante el periodo de interregno constitucional) si no a escala de días, sí a
escala de lustros.
En cualquier caso, los historiadores suelen utilizar el esquema de la
existencia intermitente, si no a escala de días, de lustros o de generaciones, sí
a escala de épocas históricas, o sencillamente de intervalos históricos que
juzguen pertinentes para cada sociedad política. «España existió, como
Hispania, en la época del Imperio romano.» Pero esta Hispania, se dice, dejó
de existir a consecuencia de las invasiones bárbaras, en nuestro caso, de las
invasiones vándalas, suevas o visigóticas. Volvió a existir España gracias a
la política de los visigodos, especialmente de Leovigildo; sólo que la España
visigoda ya no podría considerarse como una misma realidad histórica que
podamos atribuir a la Hispania romana (San Isidoro, Isidoro de His-palis,
por ejemplo, dice Américo Castro, «escribía con conciencia de ser
visigodo»).

Pero si es distinta, ¿cómo puede decirse que fue España la que existió una
vez como España romana y otra vez como España visigótica? Decir que se
trata de una existencia intermitente ¿tiene más sentido que decir de algo que
es un círculo cuadrado? Si España (Hispania) dejó de existir con las
invasiones bárbaras, ¿cómo mantenerla, como sujeto de su renacimiento, con
los visigodos? Porque lo que permanece «sustancialmente» ya no será
España, sino otra cosa.

Otra cosa que tampoco permitiría llamar «españoles» a los celtíberos o


tartesios o saguntinos, como los llamaba Ortega, comentando la observación
de Aníbal cuando decía que los celtíberos, tartesios y saguntinos «carecían
de necesidades» (Ortega, por cierto, también llamó sevillano a Trajano).

Y otro tanto habría que decir de los historiadores que hablan de la


desaparición de España (por ejemplo, de la España visigoda) como
consecuencia de la invasión sarracena. España dejó de existir y pasó a
significar la parte de la Península ocupada por los moros (que, por cierto,
llamaron Al Andalus a la Hispania que ellos iban ocupando). Quienes,
sucesores acaso de los visigodos, junto con otras tribus aún no bien
romanizadas o visigotizadas, y otras poblaciones hispano-rromanas, se
enfrentaron a los musulmanes no se llamaban a sí mismos «españoles»
(salvo más tarde en algunas partes de Cataluña), sino «cristianos». En el
Poema del Cid, hacia 1140, aunque se habla de España, no se habla de
«españoles» sino de gallicianos, leoneses, castellanos y «francos» (es decir,
catalanes). Según demostró Paul Aebis-cher, el término «español» es un
provenzalismo —en romance debiera haber producido «españuelo»—, cuya
primera expresión escrita, según Rafael Lapesa, podría fecharse en un
documento de 1194, suscrito por un clérigo de Toledo, un «domno Español».

Sin embargo, ¿quiere esto decir que la existencia de España se hubiera


interrumpido con la invasión mahometana? Lo que se interrumpió ¿no fue
sólo el nombre de sus habitantes cristianos, pero no los habitantes mismos?
En todo caso, el nombre de Hispania no desapareció. Lo constatamos en el
Himno a Santiago, durante el reinado de Silo (774-783), en la Crónica de
Alfonso III...

Otra vez, el esquema de la «existencia intermitente» nos demuestra su


rudeza, y nos exigiría hablar de Renacimiento (en un sentido literal) de esa
existencia, en lugar de hablar de Reconquista.

La existencia ininterrumpida no correspondería a España sino, en todo caso,


a «las Españas»

Sin embargo, los historiadores de la «escuela intermitente» —que podrían


llamarse también de la «escuela palingenésica»— se inclinarían a ver en los
siglos medievales de la península Ibérica, si no ya una España interrumpida
o discontinua en el tiempo, sí una España intermitente o discontinua en el
espacio, por ejemplo, la España de los cinco reinos sucesivos, que
impedirían hablar de un Reino de España. En su lugar cabría hablar de «las
Españas», cuya existencia individual ya podría reconocerse como
ininterrumpida desde tiempos anteriores a la venida de los romanos a España
hasta la fecha (¿acaso los arévacos, los tartesios, la cultura de Breogán, los
vasco-nes, los layetanos, los berones... no siguen existiendo ahora en las
comunidades autónomas de Castilla-León, de Andalucía, de Galicia, del País
Vasco, de Cataluña o de La Rioja?).

En suma, dirán, durante los siglos vm al XV España no existe sino, a lo


sumo, en la forma de la «entelequia imperial» (por ejemplo, la entelequia del
título de Alfonso VII, Imperator hispaniarum).

Y por ello, añadirán, sólo podrá decirse que «España» comienza a existir (de
nuevo, o por palingenesia) en la época de los Reyes Católicos, y esto con
muchas restricciones, al menos en cuanto al nombre (que es el terreno que
pisan los filólogos: «Quienes concurren a formar los ejércitos imperiales no
se llaman españoles, sino castellanos, aragoneses, navarros...»; «aún en
1625, en la época del Conde Duque, aparecen como extranjeros los
aragoneses, entre quienes figuraban los catalanes y los valencianos»).

Sin embargo, la España que los Reyes Católicos habrían puesto en existencia
habría sido también muy efímera, porque los mismos reyes que la
proyectaron comenzaron a destruirla, en el momento en que obligaron a
exiliarse a los judíos; y esta labor de destrucción se habría prolongado con la
expulsión de los moriscos. Los Reyes Católicos y sus sucesores, los Austrias
(Carlos I, Felipe II, Felipe III, Felipe IV y Carlos II), destruyeron la España
de Fernando III, la «España de las tres culturas», incluso la España de los
comuneros, enterrándola en aventuras locas que la desangraron (y entre
ellas, los historiadores más progresistas cuentan tanto a la Inquisición como
a América y a Flandes).

Esta ideología negra —por cuanto se nutre, en gran medida, de la Leyenda


Negra— se mantiene viva en las corrientes de la izquierda española
anticlerical (unas veces krausista, otras masónica, a veces socialdemócrata,
casi nunca marxista). La percibimos en La Catedral, de Blasco Ibáñez, o
incluso en el discurso de Azaña en las Cortes Constituyentes (sesión de 27
de mayo de 1932, en la que se continuaba el debate sobre el Estatuto de
Cataluña): «La unidad española, la unión de los españoles bajo un Estado
común —decía Azaña, a la sazón presidente del Consejo de Ministros— la
vamos a hacer nosotros, y, probablemente, por primera vez; pero los Reyes
Católicos [ni la monarquía española en general] no han hecho la unidad
española, y no sólo no la hicieron, sino que el viejo rey [se refiere a
Fernando el Católico, no propiamente a Alfonso XIII, que también] hizo
todo lo posible por deshacer la obra en que consiste su gloria, y por deshacer
la unidad personal realizada entre él y su cónyuge, y además, por dejarnos
envueltos en una odiosa guerra civil».

Según esto, si España volvió a existir, aunque débilmente, con los Borbones,
a partir del siglo XVffl, dejó de existir también por su culpa con ocasión de
la invasión napoleónica de 1808. Resucitó en la Constitución de Cádiz,
aunque inmediatamente perdió la mayor parte de su cuerpo electoral
transatlántico. Volvió a recuperarse en la Primera República y, sobre todo, en
la Segunda. Ahora es cuando Azaña podía decir, en 1932, que la unidad
española, la unidad de los españoles, iba a lograrse por primera vez en la
historia.

Pero otra vez esta España emergente, la España que trajo la Segunda
República, volvió a recibir otro golpe mortal, el que le asestó Franco.
España, según pensaban (y siguen pensando) muchos, dejó de existir, y sus
despojos o bien fueron encerrados en cárceles franquistas o tuvieron que ir a
existir fuera, en el exilio.

Gracias a la tenacidad heroica de las izquierdas del exterior, y del interior,


España resucitó de nuevo (pues una nación sin libertad es una nación
muerta), es decir, volvió a existir, recuperó la libertad, de acuerdo con el
esquema palingenésico, en 1978. Esquema que aquí, por cierto, sólo puede
ser aplicado con gran violencia, porque los cuarenta años de Franco (aun
computados desde la perspectiva de las izquierdas antifranquistas) no son, ni
pueden ser de hecho interpretados como años de inexistencia de España, por
dos razones principales: 1.a) porque si se apela a la «tenacidad heroica» de la
clandestinidad, tendrá que reconocerse también que España, en una de sus
partes más significativas, seguía viva y no había muerto; 2.a) porque, sea
franquista o antifranquista el historiador, no puede olvidar el hecho central
de que la «resurrección de España», tal como se produjo en 1978, fue un
resultado necesario de la evolución de la España de Franco, evolución
encabezada por el propio Franco cuando nombró sucesor suyo, a título de
Rey, a don Juan Carlos de Borbón; también fueron decisivos en la
transformación hombres como Adolfo Suárez, uno de los puntales del
régimen franquista, y que de secretario general del Movimiento pasó a ser
primer presidente del Consejo de Ministros de la nueva España democrática.

España, no «las Españas»

La existencia de España no estuvo por tanto interrumpida en el intervalo


1936-1978. En este intervalo España se mantuvo viva, porque en ella,
acabada la Guerra Civil, se dieron las transformaciones económicas y
sociales que, al iniciar el estado del bienestar —Seat 600, piso a plazos,
Seguridad Social— que elevó a España al noveno lugar de los países
desarrollados, hizo posible la metamorfosis de los partidos y sindicatos
revolucionarios en partidos y sindicatos socialde-mócratas y socialpopulares,
ya fuera bajo el nombre de partidos socialistas, ya fuera bajo el nombre de
partidos comunistas, o de partidos populares, todos los cuales juraron la
Monarquía constitucional. Y España mantuvo viva su continuidad en el
terreno social y político, si tiene algún sentido afirmar que las instituciones
fundamentales de la nueva democracia —desde los Sindicatos y la Corona
hasta los ferrocarriles y las universidades— fueron configuradas en el seno
mismo del régimen franquista.

En resolución, si para reformular la pregunta «¿Desde cuándo existe


España?» partimos del supuesto de que España existe, es porque admitimos
también que esa existencia ha de entenderse como existencia global,
continua e ininterrumpida, y no intermitente, como pide la «metodología
palingenésica». Una existencia continua e ininterrumpida desde el tiempo en
que determinemos su origen, que tomamos como referencia de esa
existencia.

La existencia de una realidad de naturaleza procesual o histórica (un


organismo animal o una sociedad política) ha de entenderse, en efecto, como
una existencia ininterrumpida, a lo largo de su duración. No podemos
admitir que un mismo animal, cuya vida dura treinta, cuarenta o cien años,
haya muerto varias veces y haya resucitado otras tantas, porque entonces ya
no sería el mismo animal, como «realidad sustancial» (en el sentido del
actualismo). Una realidad sustancial que no la entendemos al modo de la
metafísica de la sustancia, como sustrato inmóvil y uniforme que permanece
«igual a sí mismo» sin perjuicio de los «cambios accidentales» que puedan
tener lugar en su superficie. (En nuestro caso, la «sustancia eterna» sería
algo así como el «sustrato celtibérico» que se mantendría idéntico a sí
mismo, unas veces disfrazado de ciudadano romano, incluso de emperador
romano, otra veces de filósofo cordobés o musulmán, otras veces disfrazado
de conquistador de México, de Perú o de Flandes, y por último otras veces
actuando como guerrillero en las partidas de la guerra de la Independencia, o
bien en las partidas formadas por los «huidos» o por los maquis al terminar
la guerra de 1936-1939.)

La continuidad en la existencia de una misma realidad sustancial, como


habría de serlo la española, no tiene por qué ser de índole metafísica, sino
positiva, como lo es la realidad reconocida por el sustancialismo actualista.
La continuidad actualista sustancial de una realidad procesual que está dada
en una duración es, ante todo, la propia de una continuidad causal, muy
próxima a lo que los biólogos llaman «autocatálisis evolutiva», derivada de
la concatenación de las partes que se determinan unas a otras en círculo
causal. Aplicada esta idea de continuidad actualista a la existencia de
España, como realidad histórica, tendremos que decir que la existencia de
España, en los momentos de crisis en los que parece haber desaparecido su
existencia, no habrá podido interrumpirse, si es que se admite una
«recuperación» posterior a la crisis.

No será la existencia de España lo que se ha interrumpido, sino alguna de las


partes de su cuerpo, de sus instituciones. Pero en los intervalos de crisis no
cabe hablar de interrupción o corte absoluto. Incluso en los cortes
aparentemente más profundos (y que algunos, como Américo Castro,
percibían como radicales, al menos en el terreno de la historia cultural, como
sería el caso del «corte» entre la Hispania romana y la visigótica), la
concatenación actualista de unas partes con otras partes, dadas en la misma
realidad histórica, podrá dar lugar a efectos de novedad, gradual casi
siempre, pero tan notable como pueda ser la transformación, por ejemplo,
del latín vulgar en romance, o bien la transformación del cristianismo niceno
imperial en el cristianismo arriano visigótico, y de éste, a su vez, en
cristianismo romano.

Con la expresión «las Españas» pueden, por tanto, designarse muchas cosas;
pero para atenernos, dentro del marco de nuestra argumentación, a la Nación
política española, tendremos en cuenta que en la Constitución de 1812 «las
Españas» tiene como clara referencia los territorios de América, de Asia y de
África. (El artículo 179 establecía que «El Rey de las Españas es el Señor
Don Fernando VE de Borbón, que actualmente reina», y el capítulo I, «Del
territorio de las Españas», en su artículo 10 decía: «El territorio español
comprende en la Península con sus posesiones e islas adyacentes: Aragón,
Asturias, Castilla la Vieja, Castilla la Nueva, Cataluña, Córdoba,
Extremadura, Galicia, Granada, Jaén, León, Molina, Murcia, Navarra,
Provincias Vascongadas, Sevilla y Valencia, las Islas Baleares y las Canarias
con las demás posesiones de África. En la América septentrional: Nueva
España con la Nueva-Galicia y península de Yucatán, Guatemala, provincias
internas de Oriente, provincias internas de Occidente, isla de Cuba con las
dos Floridas, la parte española de la isla de Santo Domingo y la isla de
Puerto Rico con las demás adyacentes a éstas y al continente en uno y otro
man En la América meridional, la Nueva Granada, Venezuela, el Perú, Chile,
provincias del Río de la Plata, y todas las islas adyacentes en el mar Pacífico
y en el Atlántico. En el Asia, las islas Filipinas, y las que dependen de su
gobierno».)

Por tanto, interpretamos que España, por antonomasia, tiene como referencia
la Península, islas y territorios adyacentes.

El «presente ficción» necesita una «historia ficción»

En cuanto al segundo supuesto de la pregunta «¿Desde cuándo existe


España?», nos limitaremos a indicar cómo este supuesto no es otro sino el
que conocemos, aunque sea de un modo muy oscuro y confuso, como el
contenido, el quid o la esencia, o consistencia de España, es decir, la unidad
y la identidad de aquello cuya existencia estamos suponiendo. En rigor, la
cuestión sobre si algo existe no puede plantearse al margen de toda cuestión
sobre la unidad y la identidad de los contenidos de aquello que existe.

No puede plantearse, en efecto, la existencia de «algo» cuya esencia o


consistencia sea totalmente desconocida, una X absoluta. Y no se puede
plantear, porque entonces esa X tanto podría ser una realidad desconocida (o
incognoscible) como la «misma nada». Sólo cabe hablar de existencia de lo
«absolutamente desconocido» en términos del límite de una serie de
preguntas por un «algo» que cada vez fuera más desconocido o
indeterminado. En este límite, el sujeto (al menos el sujeto gramatical) del
predicado gramatical «existe» quedaría, por hipótesis, desvanecido, lo que
hará imposible referir esa existencia, predicada gramaticalmente, a ningún
sujeto.

De otro modo, si tiene sentido suponer que existe «algo» es porque


sobreentendemos que este algo no es desconocido enteramente; por lo menos
debe mantener algún tipo de coexistencia con otras realidades, ya
determinadas, y entre ellas, desde luego, los cuerpos de quienes preguntan, o
el mundo en el que estos cuerpos viven. Este algo desconocido, cuya
existencia presuponemos, debe ser, por lo menos, una realidad material,
capaz de influir sobre nuestros cuerpos o sobre nuestro mundo. Y este
conocimiento tan sumario ya nos permitiría una mínima determinación de
ese algo.
Ahora bien, en el caso de las realidades no procesuales o atempo-rales (por
ejemplo, las matemáticas), las cuestiones de génesis, por tanto, las
cuestiones de evolución o de historia, pueden ser completamente disociadas
de las cuestiones de estructura. Puedo establecer la estructura del teorema de
Pitágoras sin preguntarme por la trayectoria que siguió mi mano al dibujar
las figuras del triángulo: basta que éstas estén dadas o existan en un plano
presente. Puedo establecer el estado de energía potencial de una masa que he
elevado a cien metros sobre el suelo, siguiendo cualquier trayectoria, sin que
las trayectorias seguidas intervengan en la ecuación de estado
correspondiente.

Pero en el caso de las realidades históricas u orgánicas, las cuestiones de


génesis ya pueden formar parte de las cuestiones de estructura. Esto se
constata ya con evidencia en Biología, como hemos dicho antes. La
estructura anatómica de un animal no puede ser segregada de sus fases
embriológicas, ontogenéticas o filogenéticas. No cabe remitir estas
cuestiones a un «pretérito cámbrico», dado in illo tempore y separado de los
organismos del presente. Porque la estructura de los organismos en el
presente es, en gran medida, la misma estructura viviente del pretérito, que
sigue en el presente, a la manera como los dinosaurios no permanecen sólo
en los esqueletos que se exhiben en los grandes museos: siguen existiendo
hoy día transformados en palomas o en urracas.

En el caso de las realidades históricas, las cosas se plantean de un modo


similar. La existencia de España, en el presente, implica la realidad y la
existencia ininterrumpida, como hemos dicho, de una España dada en el
pretérito. Por ello la España histórica no es, en su totalidad, una realidad
pretérita que pueda ponerse en un mundo fantasmagórico que sólo puede ser
contenido de una «memoria histórica» colectiva («dejémonos de historias»).
Al menos en la medida en la cual esa España pretérita está sirviendo para
definir el contenido, esencia o consistencia de la España actual (mutatis
mutandis habrá que decir lo mismo de otras «Comunidades históricas»).

Porque sólo podemos y debemos «dejarnos de historias» cuando las historias


sean imaginadas o fingidas, y aun en este caso servirán para demostrar la
conexión general entre génesis y estructura; o bien, cuando, aunque siendo
reales, sean irrelevantes, o incluso contradictorias con la estructura del
presente. En este caso, es cierto, se intentará sustituir las historias
irrelevantes por otras fantásticas, que es lo que hacía Sabino Arana
describiendo la supuesta «batalla de Arri-gorriaga», del año 870, cuyo héroe,
un tal Jaun Zuría, resultaba ser hijo de Culebro, un duende, y de una princesa
escocesa a quien, mientras dormía, Culebro habría dejado preñada; o bien lo
que hacen los catalanes que celebran la Diada, como si la Barcelona
enfrentada a Felipe V no hubiera comenzado aclamando al archiduque
Carlos como rey de España.

Pero las energías que se utilizan para inventar historias, con el objetivo de
definir al presente que importa, demuestran que el pasado histórico está
viviendo en el presente, y que cuando el presente no tiene una justificación
clara por sí mismo, necesita también proporcionarse un contenido, una
historia, aunque sea falsificada: tan falsificada como su presente.

La necesidad de apelar a una historia, aunque sea una historia ficción,


demuestra, en todo caso, que no es posible definir un presente histórico al
margen de su pretérito. Es decir; que no cabe dar por cierto que la España
realmente existente de hoy sea una creación ex nihilo de quienes «se dieron a
sí mismos la Constitución de 1978».

Y esta intrincación de la historia del presente, intrincación que estamos


intentando explicar a partir del «trámite de definición» del contenido o
consistencia de la realidad histórica presente cuya existencia se postula, se
advierte claramente en los debates hoy planteados sobre las «comunidades
históricas» y sobre la «deuda histórica». El 30 de junio de 2005, el candidato
a la presidencia de Galicia por el conducto del Bloque Galego, señor
Quintana, que había perdido las elecciones con un notable descalabro, pero
que gracias a su coalición con el señor Touriño, del partido socialdemócrata
gallego, logró alcanzar «democráticamente» el gobierno de coalición,
manifestó su voluntad de «pedir a España» la satisfacción de la «deuda
histórica» que, según él, España tiene contraída con Galicia, deuda fundada
«en el atraso económico y marginalidad de Galicia» atribuida al Estado
español.

¿De qué Estado español histórico habla el Bloque Galego? ¿Del Estado de
los Reyes Católicos? ¿No suelen decir los políticos más radicales, que
representan a las «nacionalidades históricas», que España no existía en aquel
reinado, y que únicamente existía allí una unidad de familias reales, unidas
por matrimonios de conveniencia, antes que una unidad política? Además,
¿por qué no computar al menos, en el cálculo de esa deuda histórica, el
Hostal que los Reyes Católicos edificaron en la plaza del Obradoiro? Si
Asturias utilizase, de este modo tan ridículo, el concepto de «deuda
histórica» podría reclamar también al «Estado español» las prestaciones
debidas a las «víctimas de terrorismo islámico», pero ahora no ya a las
víctimas asturianas del 11-M, sino a quienes sacrificaron su vida en la batalla
de Covadonga.

La historia está intrincada en el presente histórico, pero cuando este presente


es definido en términos reales y no fantásticos. El supuesto presente de la
«nación catalana», en nombre de la cual la clase política está impulsando la
reforma de su Estatuto, es un presente ficción: una encuesta del verano de
2005 denuncia que sólo un cinco por ciento de quienes viven en Cataluña
están interesados en esta reforma; y éste es el motivo por el cual la ficción
del presente tiene que ser complementada con la ficción de la historia.
Fantásticas son, por ejemplo, la marginación, la colonización o la
explotación de Galicia o de Asturias por el «Estado español». Y sólo cuando
definimos el presente real, libre de fantasías repugnantes, la historia que
necesitamos para apoyar esa realidad deja de necesitar ser historia ficción.
Historias ficción que, imbuidas a través de una tenaz labor pedagógica
ejercida sobre los niños y los jóvenes gallegos, vascos o catalanes (labor
pedagógica sufragada por los fondos públicos administrados por cada
Comunidad), podrá dar lugar a unas visiones tan irreales como fanáticas,
pero no menos activas en su proceso de fabricación de la realidad capaz de
transformar la posible convivencia de los españoles en una convivencia de
orates. Y cuando esos ilusos fanatizados disponen además de armas, la
convivencia comienza a ser peligrosa. Dicen que dijo Indalecio Prieto
durante la Guerra Civil: «A nada temo más que a un batallón de requetés
recién comulgados».

La pregunta «¿Desde cuándo existe España?» no tiene una respuesta


unívoca

La pregunta por el origen se hace desde la plataforma del presente que nos
interesa vivir
La respuesta a la pregunta «¿Desde cuándo existe España?» depende de los
supuestos, premisas o principios que estén inspirando a quien la formula, y
tanto, desde luego, si nos referimos a los supuestos relativos a la existencia
de España, como si nos referimos a los supuestos relativos a su esencia o
consistencia, a su unidad y a su identidad.

Dos metodologías posibles

Los supuestos que se refieren a la existencia de una Sociedad política en el


presente (por ejemplo, los supuestos que se refieren a proposiciones tales
como «España existe») requieren dar las coordenadas históricas de esa
existencia de referencia. Por ejemplo, el supuesto de que «España existe»
puede tener como referencia el presente actual (por ejemplo, el intervalo
1978-2005); pero también podría tener como referencia un presente
histórico, pongamos por caso el siglo XIII o el siglo XVI.

Si partimos de la existencia de España en la actualidad del presente político


(1978-2005) y una vez definidos los grados de unidad y los criterios de
identidad desde los cuales asumimos el supuesto de existencia actual de
España, tendremos que ir regresando en el tiempo histórico hasta determinar
otro presente histórico en el cual pueda decirse que España ya existe como
tal, y no sólo como una futura España. A partir del presente actual
tendremos a su vez que ir regresando, y tras alcanzar el siglo XIII, pongamos
por caso, continuar después hasta el momento —¿las cuevas de Altamira?
¿la Edad del Hierro? ¿Atapuerca?— en el que la existencia de España se nos
desvanezca. Pero además tendremos que progresar hacia el futuro perfecto
(es decir, a la posterioridad del presente histórico de referencia), a fin de
reconstruir las transformaciones que en ese intervalo histórico experimentó
esa existencia de España.

Por descontado, cualquiera de estos métodos está abierto; pero aquí


preferimos el que parte del presente, como referencia, regresando hacia el
pretérito, para después iniciar el progreso hacia el futuro perfecto (es decir,
el futuro relativo al estado inicial presupuesto, un futuro que se supone ya
dado en la historia positiva).

Propiamente el círculo descrito por estas fases de regreso (desde el presente


actual hasta el «tiempo del comienzo») y las del progreso (desde los tiempos
originarios hasta el tiempo presente) podrían comenzarse partiendo desde su
final, o partiendo desde su principio o comienzo, siempre que no se olvide
que este comienzo ha sido determinado desde su final.

El «diálogo» presupone el consenso, no se deriva de éste

Los otros supuestos tienen que ver, como ya hemos dicho, con la unidad y la
identidad de la España cuya existencia, en momentos determinados del
tiempo histórico, sea tomada como referencia. No es lo mismo atenernos a
una definición de la unidad de España en términos sociales o políticos que
atenemos a la definición de su identidad establecida según criterios
determinados (identidad global o particular, identidad genérica o específica
con otras culturas, etc.). Las respuestas a la pregunta acerca del comienzo de
España, según los contenidos considerados, no tienen por qué ser siempre las
mismas; pero lo que nos importa es distinguir las respuestas que, aun
distintas, por su enfoque, pueden ser compatibles, y las respuestas que son
incompatibles entre sí.

Se trata, sobre todo, de determinar el lugar en el que se origina aquella


incompatibilidad que, obviamente, hará imposible cualquier «diálogo de
consenso». La imposibilidad del diálogo deriva de la imposibilidad del
consenso. Cuando quien debate advierte que sus respuestas son
incompatibles con los supuestos del adversario, y las posiciones
irreductibles, entonces la coexistencia pacífica entre los dialogantes sólo
puede tener lugar mediante actos de transigencia o tolerancia cuya vía más
segura es la abstención ante cualquier circunstancia que implique reproducir
los debates. Es decir, la orientación a hablar de otra cosa, por tanto, a
interrumpir el diálogo, a cambiar de conversación. Y cuando esto no sea
posible, el diálogo también quedará interrumpido, acaso por una
confrontación más violenta. Que algunos considerarán «irracional», como si
la racionalidad sólo existiera en el dialogo habermasiano, cuando, por
hipótesis, hemos supuesto que el diálogo es imposible. Otros dirán que el
conflicto deriva del enfrentamiento de la «razón» con la «voluntad» (o el
sentimiento) de quien no quiere aceptar mis respuestas. Pero en realidad el
conflicto deriva de que los contendientes no parten de los mismos supuestos,
premisas o principios. Y lo que es más grave, de que no pueden
compartirlos, porque estos supuestos no se asumen en función de una
«intrínseca racionalidad», sino en función de intereses y prejuicios
contrapuestos, que acaso tienen su racionalidad propia. El conflicto en las
respuestas deriva, en suma, no tanto del conflicto de voluntades irracionales,
en principio, sino del conflicto entre «racionalidades» (por tanto, voluntades)
que acaso tienen la misma dirección, pero un sentido contrario.

Quien partiendo metodológicamente de la existencia de España como


unidad, en cuanto Nación política, tal como esa unidad está representada en
el artículo 2 de la Constitución de 1978, tenga la voluntad racional de
mantenerla en el futuro, tenderá a retrotraer el comienzo de esa unidad lo
más atrás posible del tiempo histórico, puesto que cuanto mayor «espesor
histórico» se atribuya a la unidad nacional, mayores argumentos podrá
utilizar para mantenerla en el futuro.

Quien, partiendo también de la existencia de España como unidad nacional


representada en la Constitución, no tenga sin embargo, y acaso también
racionalmente, esa voluntad de mantenerla en el futuro, sino, por el
contrario, de descomponerla en naciones políticas soberanas (Cataluña,
«Euskalherría», Galicia...) tenderá a acogerse a respuestas orientadas a
acortar el comienzo histórico de esa unidad de España a fechas muy
recientes.

Lo único que puede resultar de esta confrontación de voluntades, que se


canalizan en un diálogo supuestamente racional y neutro, es una
reafirmación de las posiciones irreductibles, y la apelación a las
consecuencias que en otros órdenes (económicos, sociales, etc.) y en el
futuro puedan derivarse de las respuestas asumidas. Pero como las
consecuencias en el futuro sólo pueden alcanzar algún grado más o menos
alto de probabilidad, tampoco podrán ser tomadas como criterios de decisión
para dirimir el conflicto sobre el origen. Sólo quedará acogerse a la
«dialéctica de los hechos», sin que pueda decirse que, en lo que a la cuestión
de España concierne, sea «más racional» inhibirse de toda acción. ¿O es que
hay que considerar «más racional» (a veces, más sabio) a la conducta del
individuo que se inhibe cuando otro le arrebata lo que considera suyo que al
individuo que resiste, o incluso ataca (con las letras —las leyes— o con las
armas, si las letras son insuficientes) para mantener «su propia identidad»?

Cuestiones sobre el origen de la unidad de España y sobre el origen de su


identidad
En cualquier caso, lo que sí podríamos extraer de estos diálogos imposibles
(en nuestro caso, sobre el origen de la existencia de España) es la evidencia
de que las argumentaciones que en ellas se enfrentan suelen arrastrar, en
completa confusión, los componentes más diversos del proceso. Al exponer
una determinada respuesta a la pregunta sobre el comienzo de España, será
difícil distinguir las cuestiones de unidad y las de identidad.

Por ejemplo, Américo Castro rechaza, con la «razón antropológica» en su


mano, la creencia que tantos españoles tienen de considerarse «casi como
una emanación del suelo de la Península Ibérica»; y mete en el mismo saco,
rotulado con esta creencia en lo «autóctono», tanto a quienes ven a los
artistas de las cuevas de Alta-mira como españoles precursores de Picasso,
como al padre Mariana cuando decía, en el siglo XVI, que Cartago envió a
Sicilia dos mil cartagineses y otros tantos soldados españoles; o a Pericot
cuando dice, en 1952, que el reino de Tartesos constituye una de las raíces
más profundas de la España de todos los tiempos. Sin embargo, las críticas
que Américo Castro termina utilizando son más bien de índole lingüística
que antropológico cultural, al defender la tesis de Aebis-cher que ya hemos
citado, según la cual el adjetivo «español» no puede aplicarse con rigor a
quienes vivieron en la península Ibérica con anterioridad a la invasión
musulmana.

Todo esto es, sin duda, cierto. Pero ¿puede deducirse de ahí que España y los
españoles sólo comenzaron a existir en el siglo XII, o, a lo sumo, en el siglo
XI? Sería puro idealismo subordinar el origen de la unidad existente de
España al lenguaje. El lenguaje común, el español, no es una mera «seña de
identidad», ni es sólo un rasgo distintivo de los españoles (frente a los
franceses o a los ingleses); es un agente de la unidad actualista de España, y
por ello, a la vez que agente, un efecto de esa unidad.

Pero el término «español», que comienza a aparecer en el lenguaje escrito o


hablado en el siglo XII, es un indicio claro de algo nuevo; esta novedad no
podrá considerarse como meramente lingüística. Se apoyará en novedades
reales previas, que percibimos desde plataformas distintas. Novedades,
porque efectivamente no cabe retrotraernos a los orígenes del tiempo
histórico de España como si estos orígenes fuesen una «emanación del suelo
de la Península». Pero sí que hay que retrotraerlas a la realidad de alguna
unidad ya conformada (por el entorno romano —de donde procede el
término «hispanus»— y después visigótico) y, sobre todo, por la confluencia
a la cual se vieron obligadas las diferentes partes en las que fue re-partida la
unidad del reino visigodo entre los invasores musulmanes, cuando aquellas
partes se veían solidariamente unidas en su lucha frente a un enemigo
común, en el momento de tratar de recuperar su identidad.

En el origen de España está la voluntad expansionista («imperialista») de


alguna de las partes que resultaron de la invasión sarracena.

Una recuperación que no se bastaba con una reconquista de lo que ya antes


había poseído; la reconquista era el primer paso obligado, pero que tenía que
ser rebasado por una voluntad imperialista, fundada no tanto en una mimesis
del imperio islámico, cuanto en el propio componente cristiano (católico) de
la nueva monarquía asturiana, componente que habría tenido que subrayar
esta monarquía para poder enfrentarse a los mahometanos. Los cristianos
llamaban «grandes» a sus más altos señores, no ya tanto porque los
musulmanes llamasen así (akabora, ad-daulati) a los grandes hombres de su
reino, sino porque los hombres más notables de los cristianos, como pudiera
serlo Alfonso II, eran católicos, y se creían con más derecho que los
mahometanos a llamarse «grandes».

En su origen, España no comienza a partir del desarrollo de algunos


«núcleos de resistencia» al invasor musulmán, sino a partir de núcleos
expansionistas o imperialistas.

La unidad conformadora de España fue, según esto, desde el principio, una


unidad expansionista (imperialista). En modo alguno la unidad que se
circunscribe a su «membrana», para resistir a los ataques musulmanes. Los
reyes de Oviedo fueron precisamente quienes conformaron este tipo de
unidad expansionista (imperialista) sobre la cual se moldearían más tarde la
unidad y la identidad de España: cuando el reino de Alfonso I el Católico, el
de Alfonso II el Casto y el de Alfonso III el Magno fue creciendo y cuando
se expandió a través de Alfonso VI y Alfonso VII el Emperador, hasta el
punto de que pudo comenzar a ser percibido, desde fuera (etic), desde
Provenza, como una realidad formada no por hispani, sino por españoles.

Pero esta unidad conformadora, así moldeada por los nuevos hechos, sólo
pudo llevarse a término porque pisaba sobre una realidad conformada previa,
a saber, la unidad lograda por los visigodos y, antes aún, por los romanos.
Ninguna «Historia de España» puede comenzar sin ellas. La Hispania
romana, o la visigótica, no son prehistoria de España.

Según esto, sólo podemos considerar como una verdad a medias la tesis de
que «España comienza a existir durante el intervalo que se extiende desde el
siglo VIH al XII». A lo sumo, en estos siglos, la unidad de España comienza
a existir como unidad proyectada hacia nuevas identidades, como una
«metodología imperialista» (imperial) que se mantendrá a lo largo de los
siglos XIII al XVI, y se continuará, tras la toma de Granada, por África,
América y Asia.

No podría decirse que España comenzó a existir, en términos absolutos, en


esta época. España, aún con el nombre de Hispania, y como unidad
conformada, existía ya hacia finales de la república romana. Era una España
que todavía no lo era «formalmente», desde el punto de vista político, pero sí
materialmente; en un sentido parecido a como decimos que un niño de seis
años todavía no tiene formalmente (es decir, jurídicamente, socialmente,
incluso psicológicamente) la personalidad que alcanzará en su juventud, y,
mejor aún, en su madurez; pero, sin embargo, la personalidad juvenil o
adulta sólo podría ser resultado de la individualidad del niño cuya impronta
determina en gran medida las formas del adulto.

La «futura España» comenzó como unidad conformada por Roma y con una
identidad romana en proceso que irá consolidándose (calzadas que unen las
ciudades, desde Tarragona a Astorga, desde Mérida a Gijón; instituciones
similares, idioma de comunicación cada vez más extendido) hasta alcanzar
el punto en el que casi todos los ciudadanos de la Península, y no sólo
algunos distinguidos, en la época de Caracalla, llegaron a ser ciudadanos
romanos.

Los visigodos no destruyeron esta unidad, tan alabada por san Isidoro, por
ejemplo; pero sí destruyeron su identidad romana, en cuyo ámbito Hispania
(las Hispanias, la Citerior y la Ulterior, la Bética, la Lusitania, la
Tarraconense) ocupaba un puesto equiparable en rango al que ocupaba la
Galia, Libia, Italia o Grecia... Con los visigodos, Hispania dejará de ser una
diócesis o distrito más del Imperio romano (junto a la Galia, Germania y
otras). Se desvinculará políticamente de Roma, para vincularse, al menos
teóricamente, a

Constantinopla. Y se distanciará de la Galia, una vez que se haya liberado


del lugar que ocupaba como diócesis del imperio de Dio-cleciano. Su
identidad será ahora la identidad cristiana, y a través de esa identidad, el
reino visigodo, una vez traspasada su «fase» cesa-ropapista, arriana (fase en
la que recaerán los reinos europeos protestantes, siglos más tarde), volverá,
desde Recaredo, a vincular a España con la Roma del papa católico.

Pero en el ámbito de esta nueva identidad, la Hispania visigótica mantendrá


su unidad, precisamente a través de su identidad, principalmente mediante la
Iglesia hispánica, con capital en Toledo. Los visigodos, desde Galia, llenarán
la península Ibérica a la manera como una corriente de agua va llenando una
inmensa cuenca cerrada en la que desemboca, pero sin intención de
desbordarla (sino, a lo sumo, desalojando de su ámbito a otros «compañeros
de viaje» que también habían entrado en esa cuenca: alanos, suevos,
vándalos). Precisamente por esto, por esa circunscripción en la «cuenca
peninsular», en la Hispania visigótica no puede aún reconocerse la España
posterior; porque la España posterior se reconocerá como incapaz de
permanecer circunscrita al perímetro de la península Ibérica.

Y, sin embargo, solamente la unidad y la identidad de la España visigótica


podrá constituir la materia imprescindible sobre la cual se conformará
España cuando su unidad y su identidad reciban una definición propia.

El núcleo originarlo de España se conforma en Asturias, con los reyes de


Oviedo

El proceso mediante el cual la España visigótica comenzó a transformarse en


una España embrionaria, pero ya realmente existente (y resultante
precisamente de esa transformación), no fue un proceso «interno», es decir,
una «evolución» de la propia España visigótica (por ejemplo, resultado de
una dialéctica entre godos e hispa-norromanos). Fue un proceso
determinado, sin negar la importancia de tal dialéctica, desde el exterior
peninsular, a saber, por la invasión musulmana de comienzos del siglo VIII.
Los invasores musulmanes destruyeron, en muy pocos meses, la unidad
política del reino visigodo. Y esta destrucción hubiera significado el final
definitivo de la España visigótica, que habría sido transformada al recibir
una identidad totalmente nueva e inesperada, que ya no tendría nada que ver
con Roma o con Constantinopla, sino con Damasco: la identidad islámica,
impulsada por la expansión imperialista de los hijos de Mahoma.

Y sobre todo, habría significado el término definitivo de la «futura España»


(desde cuya plataforma hablamos ahora), si no hubiera sido porque en
Asturias (y no en Navarra o en Cataluña) lograron reorganizarse los restos
visigodos (el duque de Cantabria, Pelayo, etc.) con las tribus más o menos
romanizadas o visigotizadas de las montañas y valles del Norte,
constituyendo primero, después de Cova-donga (718), una suerte de
«Jefatura», y casi inmediatamente un reino, el reino de Alfonso I el Católico.
Un reino que dejó inmediatamente de asumir la función de mero «punto
minúsculo de resistencia» ante el invasor musulmán, para constituirse como
un proceso de «contraataque» continuado que años más tarde se llamará
Reconquista (Alfonso I desbordó en seguida la cordillera Cantábrica, inició
las razias hacia León y Palencia y extendió sus alas hacia Galicia y
Bardulia).

Ocurre como si la pérdida de la unidad de Hispania hubiera determinado


muy pronto su figura como un proyecto de unificación que había que
reconstruir, sin duda, pero sin necesidad de mantenerse limitado en la
«cuenca peninsular», por la que se había extendido el reino visigodo que
había sustituido el poder romano que mantenía la unidad de Hispania. La
unidad de Hispania, al haber sido destruida por el islam, sólo podía ser
reconstruida desde otra identidad, aquella que fuera capaz de contrarrestar al
Imperio islámico. Una identidad que, por cierto, también procedía de fuera
de Hispania, es decir, no «emanada» de su suelo. Y esta identidad sólo podía
haberla encontrado en la cristiandad católica, pero asumida como empresa
propia de quienes acababan de perder la unidad de Hispania.

En este proceso cobra un significado singular la fundación de Oviedo por


Alfonso II, un rey que formaba parte ya de una dinastía que había
comenzado a extender sus territorios, y según un estilo arrasador (se han
comparado algunas veces las talas e incendios que Alfonso I hizo en León,
para lograr un «desierto estratégico» que defendiera su reino de los invasores
musulmanes, con procedimientos similares a los utilizados por Alejandro
Magno). La fundación de Oviedo, como capital de un reino ya existente,
pero con proyectos que desbordaban sus fronteras iniciales, puede
considerarse como un caso típico de fundación de una «ciudad imperial»,
situada en el centro estratégico de las grandes coordenadas de la época, la
línea de oeste a este y la línea de norte a sur. Una ciudad imperial
equivalente por tanto a Alejandría, a Constantinopla, a Roma, y después a
Toledo, a través de la cual seguía proyectándose la sombra de
Constantinopla y de Roma.

Ya en la época del rey Mauregato (783-789) se escribe el célebre Himno a


Santiago (un Santiago cuyo sepulcro sería «inventado» desde Oviedo por
Alfonso II, juntamente con el Camino que conducía a él, y que tuvo en este
rey a su primer peregrino). Un Himno, probablemente compuesto por Beato
de Liébana, que ve a Santiago como caput refulgens aureum Ispaniae.

La idea de la Re-conquista define con precisión el proceso mediante el cual


España comienza a existir como entidad política, con identidad plena, pero
con unidad no fija, sino en expansión constante e indefinida, en virtud
precisamente de su identidad católica, universal. Una expansión que debería
recuperar, ante todo, la cuenca ibérica, ocupada en su mayor parte por los
sarracenos, pero sin tener que detenerse al llegar a sus límites, porque su
identidad le impulsará a desbordarlos, incluso cuando el islam, siglos
después, haya sido arrojado del último reducto de la «cuenca», el Reino de
Granada.

El impulso expansionista del origen, en el siglo vm, se renueva en el siglo


xvi

Será preciso desbordar los límites peninsulares, seguir acorralando a los


mahometanos en África, y aun tratar de «cogerlos por la espalda» en la ruta
del Poniente hacia las Indias, que Colón venía proponiendo a los Reyes
Católicos por aquellos años. No puede olvidarse, sin incurrir en
anacronismo, que esta razón estratégica es la que movió a los Reyes
Católicos para apoyar el proyecto de Colón. De hecho, y tras el inesperado
«descubrimiento de América» (que Colón seguirá confundiendo con las
Indias orientales, con la China o con el Japón), la vuelta al globo terráqueo
pudo darse por primera vez, y Elcano pudo recibir de Carlos I una divisa, en
la que figura la Tierra con la leyenda Primus circumdedisti me. Fue desde
España, por tanto, desde donde partió la primera globalización, y en su
sentido más literal, si recordamos que «globo» es, según nos dice Cicerón, la
traducción latina del término griego sphairos (esfera).

España comienza a existir formalmente (es decir, con una identidad y una
unidad en expansión indefinida, con la que se reconocerá durante los siglos
posteriores) a partir del momento en el que los reyes de Oviedo asuman en
serio el nuevo ortograma estratégico cuya expresión simbólica más ceñida es
la del Imperio universal. Una expresión simbólica —porque simbólico era el
imperio mismo, como simbólica era la unidad futura que la Reconquista
habría de comenzar— pero presente a lo largo de los siglos corrientes: desde
Aldephonsus [III] Hispaniae Imperator, hasta Alfonso VI, Imperator totius
Hispaniae; desde Alfonso VII el Emperador y Alfonso VIII hasta Alfonso X
el Sabio, empeñado, durante toda su vida, en «el fecho del Imperio». Una
unidad, como hemos dicho, que, desde el principio, no se circunscribía a la
Península (no podría definirse la Reconquista como una empresa de
restauración del reino gótico perdido), sino que implicaba ya, en su mismo
ortograma, su desbordamiento. En el Cantar del Cid se mira ya en serio a
Africa.

A medida que el proceso de «recomposición católica» (expansionista,


imperialista) va creciendo y consolidándose gracias a la convergencia de los
diferentes reinos peninsulares (en principio organizados como meros
«baluartes de resistencia»), en un objetivo común, el proceso, en fase aún
muy primeriza de ejecución, comienza a ser percibido por los vecinos y, ante
todo, desde la Galia, por los pro-venzales. De aquí saldrá, como ya hemos
dicho, la denominación que esas gentes comenzarán a dar a quienes venían
ejercitándose en la Península en tan singular propósito: «los españoles» (y
los primeros que fueron vistos como españoles fueron obviamente los más
próximos a ellos, los catalanes). Los españoles, como tales, ya existían
formalmente como conjunto de pueblos y de reinos que confluían en un
propósito común inmediato: recuperar las tierras que los musulmanes habían
ocupado a los reyes visigodos.

¿Desde cuándo existe España? Sin duda, al menos desde la perspectiva que
hemos asumido, España existe ya formalmente desde los Alfonsos de
Oviedo. Ciudad, en consecuencia, que exige su reconocimiento como
«ciudad histórica más antigua de España», y capital no propiamente de un
territorio que pudiera ponerse en correspondencia con el de la actual
Asturias (cuyos límites no estaban ni siquiera dibujados), sino con un
territorio de límites indefinidos que se iban extendiendo constantemente con
el transcurso de las décadas. Y esta existencia se consolida en los reyes de
León y de Castilla. La existencia de esta España no tiene, por supuesto, la
estructura o consistencia de una Nación política. Hasta muchos siglos
después no hubo Naciones políticas; las naciones que existían en estos siglos
no eran Naciones políticas, sino naciones étnicas, castas, estirpes, integradas
en general en sus correspondientes reinos o imperios.

La España que va formándose en los siglos medievales no tiene la unidad de


una Nación política, ni tampoco la de un reino; tiene la unidad de un Imperio

España existía, pues, desde el siglo vm, pero no como Nación política, ni
tampoco como un reino. Era más bien una «comunidad de reinos» que,
durante siglos, actuaron guiados por un ortograma objetivo, preciso y
convergente (que daría lugar a incesantes conflictos): detener la invasión
musulmana, pero, sobre todo, atacarla a la contra, recuperando los territorios
perdidos. Perdidos, por cierto, no por los nuevos reinos (que nada podrían
haber perdido porque aún no existían), sino perdidos en un horizonte que se
dibujaba por detrás de ellos. Y se dibujaba con más nitidez ante unos reinos
que ante otros. Ante Alfonso X, por ejemplo, mejor que ante Jaime I, cuando
le «cede» Murcia (lo que hubiera sido impensable en sentido recíproco); o
cuando la Generalitat de Barcelona, a mediados del siglo

XV, ofrece la corona catalana a Enrique IV de Castilla, a fin de librarse de la


tiranía de Juan II de Aragón. Es decir, los que «ceden» lo hacen ante los
reyes que utilizaban el título de «Emperador».

Como símbolo insuperable de lo que estamos diciendo, quisiéramos tomar


una batalla que fue decisiva para la Reconquista, la bata-lia de las Navas de
Tolosa. Allí están, formando triángulo o trinidad, los reyes hispanos
cristianos: Alfonso VIII el Emperador, rey de Castilla, en el vértice del
triángulo; y los reyes de Aragón y de Navarra en los flancos. Las «tropas
europeas» que habían acudido a la batalla se retiraron antes; el rey
«provisional» de León, Alfonso IX, en Babia. El «triángulo cristiano»
avanza en las Navas de Tolosa hacia la «media luna» formada por el ejército
musulmán, y la desbarata.
¿Puede decirse que en 1212 existe ya España? Insistimos: no como Nación
política, no como reino, pero sí como una «comunidad de reinos» hispánicos
cristianos, entretejidos en la cúpula y muchas veces, «por encima de la
voluntad» de algunos, por relaciones de parentesco, y con un vínculo
político muy débil, si se quiere, pero no por ello de menor poder simbólico:
el vínculo creado en torno al título de Emperador. Y con un idioma que va
haciéndose en cada momento que pasa, un idioma entendido por todos, el
idioma ligado a la dinastía de los Alfonsos emperadores, y que llegará a ser
el español. Ya en la corte de Fernando III el Santo, el hijo de Alfonso VIII,
se compone El libro de los doce sabios (y tanto da que los filólogos digan
que está escrito en alfonsí, o que está escrito en castellano: es un libro que lo
puede entender sin traducir cualquier español de nuestros días que lo lea).

Estos reinos irán integrándose, cada vez con más fuerza, primero en los
«Reinos Unidos» de los Reyes Católicos; en seguida en la Monarquía
hispánica de Carlos I, de Felipe II..., es decir, cuando la unidad de España se
consuma desde la identidad de una Monarquía católica, universal; cuando el
español se convierte en la lengua del Imperio, en expresión de Nebrija.

La convergencia, a escala peninsular, de los reinos medievales que se


mantenía por el atractor de la Reconquista (al margen incluso, como hemos
dicho, de la «voluntad» de alguno de estos reinos: nuestra perspectiva es
materialista) se consuma cuando ésta termina, pero se reproducirá, a escala
mundial, por el «atractor» de la Conquista o Entrada en América.

¿Quién podría atreverse a decir con fundamento, salvo un canalla disfrazado


de historiador, que España no existe plenamente —en ,1a superposición de
su unidad en expansión y de su identidad de monarquía católica, universal—
ya a comienzos del siglo XVI? Su unidad no es la de una Nación política,
pero sí la de una nación histórica, resultante de la fusión o confusión, más o
menos intensa, de las diferentes naciones étnicas, estirpes, gentes o castas
que se agrupaban en los reinos. Esta nación histórica irá progresivamente
consolidando una lengua común cuyo canon gramatical estableció Nebri-ja,
precisamente el mismo año del Descubrimiento. Esta nación histórica no
tiene, es cierto, un correlato jurídico político; pero España es entonces tan
real o más como pudiera serlo más tarde, en el nuevo régimen de 1812, la
Nación política española. Ricote, a quien ya hemos citado, uno de aquellos
moriscos que tuvo que marcharse de su lugar, «por obedecer el bando de Su
Majestad, que con tanto rigor a los desdichados de mi nación amenazaba», le
dice a Sancho: «Doquiera que estamos lloramos por España, que, en fin,
nacimos en ella y es nuestra patria natural» (II, 54).

«Memoria histórica» y olvido histórico

Y esto es lo que quieren olvidar tenazmente los políticos secesionistas y


los historiadores a su servicio (incluso los que se creen, lo que todavía es
peor, en «la vanguardia de la ciencia»), cuando pretenden negar la existencia
de España en la Edad Media, y aun en la Edad Moderna, fijándose
únicamente y anacrónicamente, en los componentes jurídicos políticos y aun
burocráticos que debiera tener como Nación política o como Estado.
Olvidando que aunque Felipe II o Felipe III... siguieran llamándose reyes de
León, o de Castilla, o de Aragón..., España, como nación histórica
(equivalente en extensión, aunque no en definición jurídica, a una Nación
política) ya existía.

Y no entendiendo que, si en 1624 el conde duque de Olivares, en su


llamado Gran Memorial, se atreve a exhortar a Felipe IV a hacerse «Rey de
España» es porque España ya existía como Nación histórica. El mismo
Conde Duque quiere transformar esa nación española —de la que ya hablan
los de fuera y los de dentro— en una «nación comercial, en una nación
industrial» (aunque sería un anacronismo suponer que también deseaba
transformarla en una Nación política).

El más duro golpe que sufrió la unidad que España había alcanzado desde la
identidad hispánica fue sin duda el golpe que le asestó Napoleón. La
invasión francesa abrió el camino, desde luego, a la reconformación de
España como Nación política; pero muy pronto fue despedazada como
Imperio, y este despedazamiento culminó en 1898 con la secesión de Cuba y
Filipinas.

A partir de esta fecha comenzarán a tomar forma política, en serio, los


movimientos secesionistas en la Península. A partir de 1931 se presentarán
en público, en el Parlamento español, los nuevos pueblos que aspiran a ser
Naciones políticas, Estados. Décadas después recibirán la denominación de
«nacionalidades autónomas». En la España de Maragall-Rovira, o de
Ibarreche-Otegui-Madrazo, en la España en la que muchos españoles
comienzan a aborrecer hablar en español, e incluso comienzan a aborrecer
ser españoles, la unidad y la identidad hispánica comienzan también a
peligrar de nuevo, en beneficio de una identidad europea en la que muchos
esperan también encontrar la posibilidad de que la unidad de España quede
definitivamente disuelta.

La voluntad de secesión de las «naciones étnicas» españolas no hace sino


continuar el proceso de descomposición de la Nación española constituida en
1812: las ratas abandonan el barco cuando creen percibir que comienza a
zozobrar.

Pregunta 4

¿ESPAÑA ES UNA NACIÓN?

Es necesario partir, por razones de método, de ia respuesta afirmativa a


esta pregunta

Si sobreentendemos que la «Nación» a la que se refiere esta pregunta es la


«Nación política», entonces la respuesta tiene que ser contestada de un modo
rotundamente afirmativo e inapelable: sí, España es una Nación política.

No estamos aquí, por tanto, ante una cuestión discutible: estamos ante una
cuestión de hecho, y no cabe dar beligerancia alguna al adulto que la pone en
duda, aunque sea en nombre de su disposición a un «diálogo abierto a todas
las hipótesis». Porque no cabe hacer hipótesis positivas, salvo que seamos
metafísicos o epistemó-logos, sobre los hechos que se dan por
incontrovertibles. En nuestro caso, por los «hechos constitucionales» (que
son una clase particular de los «hechos normativos»).

Otra cosa es que la discusión se lleve al terreno no de los hechos, sino, por
ejemplo, al terreno de los derechos; o bien al terreno del mal llamado deber
ser, como si éste pudiera enfrentarse al ser, como si el ser, el hecho, no
pudiera contenerse ya implícito en el deber ser, en el «hecho que hace
derecho». Porque una cosa es afirmar, en el terreno de los hechos
constitucionales, que España es una Nación política, y otra cosa es dudar o
negara en el terreno que se quiera, que deba o pueda seguir siéndolo, o que
lo hubiera sido ya en el siglo X o en el XVII.
La cuestión se complica inmediatamente cuando el término «nación» deja de
mantener su significado en el terreno de la «Nación política» y comienza a
ser utilizado en otros sentidos, por ejemplo, en el sentido de la «nación
étnica» o incluso en el sentido de la «nación histórica», que es, a nuestro
entender, el sentido que el bachiller Carrasco empleaba cuando le decía a
Don Quijote que era «honor y espejo de la nación española». Pero en el siglo
XVn, ninguna Constitución política había establecido la institución de la
«Nación española»; por lo que las palabras del bachiller no podrían tomarse
como prueba de un «hecho constitucional».

Desde la perspectiva de los «hechos constitucionales», aquellos en los que se


apoya el positivismo jurídico más estricto, que se atiene a las leges datae (y
no a las leges ferendae), la respuesta a la pregunta titular, en cuanto cuestión
de hecho, es inequívoca: España es una Nación, una Nación política. Y esto
implica que es necesario reconocer esta respuesta afirmativa como punto de
partida inapelable para cualquier debate ulterior. Nos parece capciosa, y en
todo caso lógicamente inadmisible, la aceptación de la duda, ni siquiera
metódica, como punto de partida del debate, o simplemente la aceptación de
la ambigüedad ante la respuesta a una pregunta entendida como cuestión de
hecho, y como cuestión que debe ser decisible de modo rotundo y
terminante. Porque la duda, o la ambigüedad, en este caso, equivaldría a
confundir el hecho efectivo con la supuesta posibilidad de otros hechos, es
decir, a incurrir en la confusión entre el factum y el posse.

Y esta confusión es intolerable lógicamente, incluso ante quienes pretenden


remover o destruir el hecho efectivo, sustituyéndolo, por ejemplo, por un
«hecho futuro» que, por razón de ser futuro, no es todavía un hecho, aunque
quienes lo desean lo contemplen como si fuera real, envolviéndolo en la
«aureola» de su supuesta indefectibi-lidad futura (o eventualmente, en la
supuesta realidad de un pretérito no menos cierto). Quienes buscan remover
o destruir la condición de España como Nación política tienen también que
partir necesariamente del hecho de España como Nación política. No
pueden fingir, ni siquiera metódicamente, que ellos ya saben (desde el
futuro) que España no es una Nación política, como si quienes lo afirman
fuesen quienes tuvieran que demostrarlo. En las cuestiones de hecho, quien
niega es el que tiene que cargar con la prueba. Son quienes dudan del hecho,
o quienes lo niegan, o simplemente quienes le quitan importancia para
debates ulteriores (Peces Barba, Zapatero: «La distinción entre nación y
nacionalidad es mera cuestión semántica»), aquellos que tienen que
comenzar reconociendo el hecho efectivo: que España es una Nación
política.

Sólo en debates escolares (que a veces se prolongan en las academias


universitarias y hasta en los Parlamentos), entre alumnos indocumentados,
puede tener algún sentido comenzar poniendo en tela de juicio las respuestas
evidentes a la pregunta que nos ocupa. Pero en un debate político entre
gentes adultas, que hay que suponer «documentadas», porque han dejado ya
muy atrás su época escolar, la época de la existencia propia de los
adolescentes, sería una concesión gratuita y estúpida, tomada en nombre de
una «disposición dialogante y abierta a todas las hipótesis», la de evitar
partir del hecho irrebatible de que España es una Nación política, y de que
este hecho, por tanto, debe tener sus causas objetivas.
Las «pruebas del hecho»

En efecto, y aun cuando los fundamentos históricos del hecho que tomamos
como punto de partida de nuestros análisis (el «hecho» de que España es una
Nación política) vienen de muy atrás, sería suficiente, y seguramente
necesario, atenernos, como fundamentos documentales más relevantes del
«hecho constitucional» que obligadamente han de ser tenidos en cuenta en la
discusión, a los seis siguientes. Los dos primeros manifiestan el
reconocimiento «interno» del hecho, los cuatro últimos expresan el
reconocimiento «externo» o internacional del mismo hecho:

1. El primero y principal, los artículos 1 y 3 de la Constitución española de


1812, que define «la Nación española» como «la reunión de todos los
españoles de ambos hemisferios» (artículo 1) y a la que se hace depositaría
de la soberanía, «la soberanía reside esencialmente en la Nación» (artículo
3).

2. El segundo (si omitimos, huyendo de la prolijidad, la referencia a las


Constituciones de 1837, 1845, 1869,1876,1931) el artículo 1 de la
Constitución española de 1978, hoy vigente, que establece la realidad de la
Nación española «una e indivisible».

3. El tercero, la condición que España alcanzó como miembro adherido al


Pacto de la Sociedad de Naciones, que fue aprobado el 28 de abril de 1919.

4. El cuarto, la condición de España, desde 1955 (veinte años antes de la


muerte del general Franco), como miembro de la Organización de las
Naciones Unidas (ONU), creada en el año 1945, al finalizar la Segunda
Guerra Mundial.

5. El quinto fundamento es la pertenencia de España, desde 1986, a la


Organización del Atlántico Norte (OTAN), creada en 1949.

6. El sexto fundamento es la pertenencia de España al Mercado Común


Europeo desde 1986, y desde 1991 como uno de los diez Estados nacionales
(ampliados diez años después a veinticinco) que suscriben el Tratado de
Maastricht por el que se crea la Unión Europea.
Nos permitimos subrayar que estos documentos, en los que se acredita a
España la condición de Nación política, se mantienen a una escala muy
distinta —la escala de la política real— de aquella en la que pueden hacerse
valer los documentos que indican, por ejemplo, que hace diez siglos un hijo
de Alfonso III, don Ordoño, recibió el título (muy efímero por cierto) de rey
de Galicia; o aquellos otros que acreditan que Wifredo el Velloso o Borrel I
se emanciparon del Imperio de Carlomagno; o los que acreditan que no sólo
Pisa, sino también Marsella, así como el rey de Aragón y el de Navarra,
reconocieron a Alfonso X como emperador del Sacro Imperio Romano
Germánico.

Sin embargo, escuchando a los ideólogos o portavoces de los partidos


nacionalistas separatistas españoles de nuestros días —a los ideólogos y
partidarios del Bloque Galego, a los ideólogos y partidarios del Partido
Nacionalista Vasco, o a los ideólogos y portavoces de Izquierda Republicana
de Cataluña—, se recibe la impresión de que estos personajes conceden más
peso, en el terreno de la política real actual, al testamento de Alfonso III que
a la Constitución de Cádiz. Que es como si concediéramos más peso político
actual al documento llamado «donación de Constantino» que al Tratado de
Maastricht. Y no es lo malo que estos ideólogos o portavoces separatistas
confundan de modo infantil planos tan diferentes, porque a fin de cuentas
ellos están haciendo propaganda de sus «comunidades», considerando que es
cosa ya probada por la Historia su condición de naciones o de reinos
soberanos. Lo peor es que los gobiernos centrales españoles, por
condescendencia o pacto criminal, den beligerancia a semejantes
confusiones y patrañas, en lugar de comenzar exigiendo que se retire
cualquier apelación a los «derechos históricos» de Cataluña, País Vasco o
Galicia, en el momento mismo de comenzar el debate sobre la reforma de los
estatutos respectivos.

También es un hecho político la pretensión de rebajar importancia al


hecho constitucional de que España es una Nación

Ahora bien, también es cierto que, sin perjuicio de sus fundamentos


documentales irrefutables, la respuesta terminantemente afirmativa con la
que hemos comenzado este capítulo («España es una Nación») es puesta en
tela de juicio en nuestros días, cada vez con mayor insistencia, por los
nacionalistas separatistas, o por los historiadores «de izquierdas». En el
debate sobre si España es o no es Nación (si no en el presente constitucional,
sí en un futuro próximo inmediato, que interesa dar como presente real, y
que, por tanto, repercute sobre la interpretación misma del presente
constitucional) es muy importante reiterar la necesidad de tomar como punto
de partida del análisis el reconocimiento de la afirmación «España es Nación
política».

Comenzar no ya por la negación («España no es una Nación») sino por la


mera interrogación («¿España es una Nación?») o por una evaluación previa
(«España es una Nación política pero sólo en el terreno de las
superestructuras») podría dar lugar al sobreentendido de que sólo
debiéramos creernos obligados a mantener nuestra afirmación central
(España es Nación) como si fuera una afirmación superficial cuya
profundidad habría que comenzar por demostrar, cuando, en realidad, quien
tiene que demostrar que el reconocimiento de España como Nación política
se mantiene solamente en el terreno superficial o superestructural es el que
niega, duda o minimiza la afirmación de partida.

Pues tal sobreentendido equivaldría a obligar a partir del supuesto de que


España, «en el fondo», no es una Nación, y que todos los documentos que
pudieran exhibirse para acreditar que lo es son «meramente ideológicos» o
superestructurales (frente al «fondo firme» que, sin documentos fehacientes,
se quiere dar por supuesto a las comunidades autónomas fraccionarias).

No es lo mismo, por tanto, enfrentarnos con la proposición «España es una


Nación» (o «¿España es una Nación?») desde la evidencia indiscutible de
que España es una Nación (cualquiera que sea la naturaleza del terreno en el
que apoyemos esta evidencia) que enfrentarnos a ella desde el supuesto de
que no es una Nación, o desde la duda de que lo sea, o desde su
menosprecio: «A lo sumo, será una Nación de Naciones». Decimos
menosprecio, pues bajo la apariencia de este título grandilocuente se esconde
una simple vaciedad, porque el concepto de «Nación de Naciones» es
imposible, y la mejor manera de menospreciar algo es tratar de reducirlo a la
clase vacía.

En el primer caso, cuando partimos de la afirmación rotunda, obligaremos al


que la niega o la pone en duda a demostrar su concepción sobre la supuesta
naturaleza superficial y efímera del terreno en el que apoyamos la
afirmación, y que sin duda tiene que reconocer; porque, si así no lo hiciera,
el debate sería imposible desde el principio, y habría que darlo por acabado.
Es intolerable que nadie deje de admitir los fundamentos de nuestra
respuesta afirmativa; otra cosa es que pretenda regresar aún más por debajo
de tales fundamentos.

En el segundo caso, cuando partimos de la respuesta negativa, el que sigue


negando o dudando se siente dispensado, ya al empezar, de probar sus
supuestos, a saber, que los fundamentos dados en el plano constitucional, o
en el del derecho internacional, son todos ellos aparentes, superestructurales
o puramente coyunturales, «porque la razón de fondo es que España no es
una Nación política». Cualquiera de los nacionalismos históricos será
considerado legítimo, pero no el «nacionalismo español».

Cuando partimos de la afirmación «España es Nación», apoyándonos en


fundamentos jurídicos, históricos, constitucionales y de derecho
internacional, lo que estamos dando a entender es que no tenemos por qué
comenzar devaluando tales fundamentos. Dada la oscuridad de la idea de
«superestructura», es completamente gratuita la tesis según la cual las
superestructuras (las «Naciones de Naciones») flotan sobre la base (las
«nacionalidades históricas»).

En conclusión, quien parte del hecho indiscutible, reconocido en la


afirmación «España es Nación», ha de esperar que quien impugna que «en el
fondo» España sea una Nación (política, ni siquiera una nación étnica o
histórica) tenga que demostrar la fragilidad de los fundamentos que
ofrecemos de esa afirmación, como cuestión de hecho y que, en cualquier
caso, le exigimos reconocer, así como también le exigimos que muestre las
pruebas de su afirmación sobre el carácter primario y básico de su
«nacionalidad histórica».

La energía de quienes niegan que España es Nación no brota de las


«izquierdas» sino de la «derecha», de! Antiguo Régimen

¿Cómo comenzó a madurar en muchos la duda sobre la condición de España


como Nación, más aún, la evidencia, en algunos, acerca de la necesidad de
negar que España, salvo en el plano superestructura!, sea una Nación
política?
Para empezar, tendremos en cuenta que la negación o la duda de la
condición de Nación política a España presupone ya, en cualquier caso, el
reconocimiento de España como una entidad dotada de algún tipo de unidad
social o política. La negación o la duda en torno a este punto no podría haber
nacido a partir de la supuesta visión de «la pluralidad irreductible» de
pueblos, naciones, regiones, castas o reinos que, aun considerados como
contenidos en una misma península Ibérica, fueran sin embargo percibidos
como independientes los unos de los otros, aunque yuxtapuestos por
circunstancias diversas (es decir, obligados a co-existir). Si así fuese, la
negación de que «España es Nación» no podría ir referida a una España
considerada como una «comunidad de pueblos», que tuviese o bien el
carácter de sociedad política —por ejemplo de un reino— o bien el carácter
de un «conglomerado civil». El rótulo «España» sólo podría significar algo
así como el concepto geográfico de «península Ibérica», en cuanto lugar en
el que vive aquella pluralidad de pueblos, naciones, castas o reinos.

Si el rótulo «España» designase al conglomerado de estos supuestos pueblos


o naciones desuncidas, al negar la Nación española, estaríamos formulando
una tautología que ni siquiera merecería el honor de ser tomada en
consideración. Menos aún se entendería de dónde sacan la fuerza quienes
mantienen con tal energía y saña semejante tautología: «La multiplicidad de
pueblos o naciones desligados (desuncidos, aunque estén yuxtapuestos) que
viven en el recinto de la península Ibérica e islas y territorios adyacentes no
mantienen la unidad social o política que corresponde a una Nación».

A nuestro entender, la explicación debe tomar en cuenta algo más, a saber:


que España, como unidad social o política, estaba ya reconocida con
evidencia anteriormente a su redefinición como Nación política. Como
Nación política en su sentido moderno, proclamado en la Revolución
Francesa, cuando, por ejemplo, en la batalla de Valmy, los soldados de
Kellerman, en lugar de decir «¡Viva el rey!», gritaron «¡Viva la Nación!».
Dicho de otro modo: España, como Francia (pero no Cataluña, el País Vasco
o Galicia), existía antes de haberse reorganizado como Nación política.
Porque el Estado moderno no procede de la Nación política, sino que es la
Nación política la que surge de la reorganización del Estado antiguo, del
Antiguo Régimen.
Francia o España existían ya como Sociedades políticas, como Reinos (el
Antiguo Régimen) antes de que las Constituciones respectivas las
redefiniesen como Naciones políticas.

Encontramos aquí un prometedor indicio para aproximarnos a la fuente de la


cual pudo brotar la enconada protesta contra quienes proclamaron a España
(o a Francia) como Naciones.

La «izquierda» suele dar por supuesto que el impulso nacionalis-ta-


soberanista que se enfrenta con la Nación española, como si fuera una
«prisión de naciones», mana de las mismas fuentes de donde manan todos
los impulsos reconocidos por la izquierda libertaria, que pone en primer
plano la «autodeterminación de los pueblos». De ahí el enfrentamiento
contra la Nación española o contra la

Nación francesa. Sin embargo, esta «izquierda» se equivoca de medio a


medio. Porque las fuerzas que se enfrentan a las Naciones políticas surgidas
de la Revolución no eran las «fuerzas de la izquierda», sino precisamente las
«fuerzas de la derecha», a saber, las fuerzas del Antiguo Régimen. Y estas
fuerzas se alimentan de la fuente más profunda y reaccionaria del Antiguo
Régimen, simbolizada por el Trono y el Altar:

«En cien otros pueblos, en mil otras localidades, a imitación de Sevilla


[escribe don Modesto Lafuente, describiendo las consecuencias de los
incidentes ocurridos en la España de Fernando VII el 11 de junio de 1823] el
ignorante y ciego vulgo, al estúpido grito de “¡Muera la nación y vivan las
cadenas!” persigue, atropella, golpea brutalmente...».

No hacía aún treinta años, el día 26 de junio de 1791, cuando Luis XVI, tras
el fracaso de su fuga a Varennes, volvió a las Tulle-rías y fue dejado en
suspenso por la Asamblea allí reunida, ésta recibió una carta del marqués de
Bouille, que pretendía autoinculparse del proyecto de fuga del rey, y en la
que figuraban estas palabras: «No acuséis a nadie de la supuesta
conspiración contra lo que llamáis Nación, y contra vuestra diabólica
Constitución».

En resolución, la ofensiva contra la idea de una Nación política española,


como la ofensiva contra la idea de una Nación política francesa, no procedía
de corrientes de izquierdas anarquistas, federalistas o independentistas
surgidas en el Nuevo Régimen, proceden de los defensores del Antiguo
Régimen más reaccionarios.

En España fueron los carlistas vascos y los catalanes, que se enfrentaban,


como representantes del Antiguo Régimen, contra la izquierda representada
por los liberales y progresistas que defendían el trono constitucional de
Isabel II. Los carlistas prepararon los movimientos foralistas que más tarde
se trasformaron en PNV, en ETA, en CIU y en ERC. Movimientos
canalizados por el clero vasco o por el clero catalán (en este caso, incluso a
través de un cura tan peculiar como mosén Jacinto Verdaguer). ¿Cómo
olvidar que Sabino Arana, ante cuya estatua todavía rinden homenaje hoy
sus secuaces peneuvistas, proyectó una república vascongada presidida por
el Sagrado Corazón de Jesús? ¿Cabe citar algo más próximo al Antiguo
Régimen, a la derecha más reaccionaria y cavernícola, que la referencia a
aquella viscera exaltada por santa Margarita María de Alacoque? (Sin
perjuicio de lo cual tanto Arzallus o Anasagasti, como Ibarreche o Madrazo,
se consideran de izquierdas, porque del brazo con el clero vascongado se
opusieron a Franco.) ¿Y cómo no olvidar que, efectivamente, dígalo
Agamenón o su porquero, ETA nació en un seminario?

También es un hecho político, no constitucional, la pretensión de


transformar las comunidades autónomas en Naciones políticas

Que España es una Nación política es un «hecho constitucional». Pero


también es un hecho político, aunque no sea constitucional, la pretensión de
algunos partidos nacionalistas, o incluso de algunos miembros del Gobierno
central, de conseguir el título de Nación política para alguna de las
comunidades autónomas, o para todas.

Estas pretensiones han subido su tono, llegando a presentarse como


«reivindicaciones» inapelables y sagradas (lo que no debe sorprender,
teniendo en cuenta sus orígenes clericales), precisamente durante los años
que siguen al ingreso de España, en 1991, como «miembro de número» de la
Unión Europea.

Este hecho político (no constitucional, sino precisamente anticonstitucional)


se explica, en algunos casos (Cataluña, País Vasco, Galicia), por la esperanza
de que en un futuro muy próximo la Unión Europea transforme su estructura
actual, basada en los Estados nación («la Europa de las Patrias», del general
Degaulle), en una nueva estructura política, inspirada en ideas
decimonónicas (de Krause, por ejemplo), basada en las llamadas «Regiones
naturales» o «Pueblos europeos». La «Europa de los pueblos» sería una
Europa constituida por unidades tales como el «pueblo vasco», el «pueblo
catalán», el «pueblo bretón», el «pueblo aquitano», el «pueblo bávaro», etc.
«En Europa [después de habernos liberado del Estado español] nos
encontraremos», le decía un dirigente nacionalista catalán a lo dirigentes
nacionalistas vascos y gallegos en una reunión en la que se firmó el llamado
«Pacto de Barcelona».

En otros gobiernos autónomos, o en otros partidos nacionalistas, pero no


separatistas, el «hecho político» de su reivindicación del título de Nación
política quedaría suficientemente explicado por mimetismo (no menos
estúpido), por no ser menos que sus vecinos.

Sin embargo, lo que, a nuestro parecer, resulta más notable de este «hecho
reivindicativo» son las razones que los gobiernos y los partidos o coaliciones
nacionalistas aducen para justificar sus pretensiones. O, si se prefiere, sus
reivindicaciones orientadas a transformar su condición de comunidades
autónomas en la condición de Naciones políticas: que ya lo son, que son ya
naciones históricas y que, por serlo, sólo reivindican ser reconocidas como
tales.

Y dicen ser Naciones políticas desde tiempos inmemoriales, muy anteriores


a la época en la que los «reyes castellanos» (incluyendo aquí a los mismos
Reyes Católicos, y luego a los Borbones) habrían comenzado su política
imperialista. En realidad, según ellos, «caste-llanista», porque, entre otras
cosas, aunque principalmente, buscaba extender uniformemente por toda la
Península la «lengua del Imperio».

Esta teoría es, desde luego, falsa, una mera tergiversación ideológica (por
ejemplo, el español no se extendió coactivamente, utilizando algún método
que tuviera que ver con una «impregnación lingüística», porque fueron otros
los mecanismos que determinaron su expansión y predominio internacional).
Pero los nacionalistas no se paran en barras, con tal de llegar a demostrar (en
realidad, a «demostrarse a sí mismos») que sus comunidades autónomas ya
existían como Naciones políticas en tiempos de Carlomagno. ¿No triunfó
Jaun Zuría en la batalla de Arrigorriaga en el año 870? (sólo que Jaun Zu-ría
es un mero invento poético vasco, como Breogán es un mero invento poético
gallego). En general, los nacionalistas históricos retroceden a tiempos
anteriores a Carlomagno: retroceden hasta el tiempo de los godos, o antes
aún, a los tiempos prehistóricos, en los que había celtas, y también
autrigones, caristios, várdulos, vascones, bero-nes y, por supuesto, layetanos.

Por eso decimos que los «nacionalistas históricos» reclaman la condición de


Nación fundándose en el supuesto de que ya lo son, y sobre todo, que lo
fueron anteriormente a la Nación española. Por ello consideran a la Nación
española como una superestructura que envolvió artificiosamente a esas
supuestas e imaginarias Naciones políticas. Por ello también presentan su
reclamación como una «reivindicación» y no como una petición
extemporánea. «Somos Naciones políticas desde siempre, desde antes de
Jesucristo, desde antes de que existiera la Nación española; exigimos, por
tanto, simplemente, que se nos reconozca lo que ya somos.»

A esto se reducen las argumentaciones de las denominadas hoy en España


«naciones históricas», orientadas a pedir (a «exigir», dicen, como si
dispusieran ya de la fuerza económica o militar suficiente para apoyar su
exigencia) que se les «reconozca» el título de Naciones políticas. La
argumentación ha de rellenarse, desde luego, con historias ficción,
laboriosamente entretejidas por poetas, historiadores, periodistas y maestros
de escuela, licenciados y doctores, párrocos, obispos y consejeros de cultura,
durante las últimas décadas, alimentados durante años por los presupuestos
públicos que subvencionan también sus libros, sus ikastolas, sus institutos y
sus universidades.

Las «naciones históricas» son excluyentes de ia Nación española

Ahora bien: la dificultad más grande con la que se encuentran las


pretensiones de los nacionalistas —y ello al margen de que sus historias sean
meras patrañas (que lo son) o de que tengan algún fundamento real— es
ésta: que para que los «pueblos» (en nombre de los cuales tales pretensiones
se reclaman) sean reconocidos como Naciones políticas, es necesario que la
Nación española deje de serlo. •
La tan traída y llevada distinción entre «nacionalidades excluyentes» y
«nacionalidades no excluyentes», que muchos políticos vienen ofreciendo
como si se tratase de una auténtica panacea política (siempre que se tome
partido, desde luego, con el «espíritu de la tolerancia», por el «nacionalismo
no excluyente»), parece que tiene alguna aplicación en el contexto de las
relaciones entre las nacionalidades fraccionarias entre sí, pero fracasa
estrepitosamente cuando se aplica a la Nación española.

Una Nación política (no hablamos de naciones étnicas) es excluyante de


cualquier otra Nación política que quiera introducirse en su territorio, o bien
«nacer y crecer» dentro de él. La penetración en el territorio nacional de una
Nación extranjera se llama invasión-, el nacimiento y desarrollo de una
supuesta nación étnica, que vive dentro de un territorio pero que busca
transformarse en Nación política, se llama secesión.

Y tanto la invasión como la secesión son incompatibles, y exclu-yentes, de la


Nación política que toman como referencia. En nuestro caso de la Nación
española, puesto que precisamente tratan de excluir a esta Nación política,
en todo o en parte, del territorio que le es propio, y de secuestrar o robar no
sólo su patrimonio, sino también su propia historia nacional.

Porque nacionalistas «coherentes» sólo pueden ser aquellos que, al exigir su


reconocimiento como Nación política, exigen también su separación de
España (sin perjuicio de que ulteriormente quieran establecer tratados de
asociación con ella). Lo cual, dicho sea de paso, es una prueba de que la
«coherencia» podrá ser una virtud lógica formal, pero no una virtud política.
Lo peor que le puede pasar a un político que parte de premisas erróneas o
disparatadas es que, además, sea coherente; porque entonces sus disparates
podrían llegar a transformarse en auténticos delirios criminales: su
coherencia delataría su falta de sindéresis (la coherencia de Adolfo Hitler,
con sus estúpidas premisas arias, le llevó a «concluir» el asesinato de
millones de judíos). Un político prudente, con sindéresis, es el que sabe
rectificar su coherencia formal al advertir el error de las conclusiones que se
deducen lógicamente de las premisas que él creía verdaderas.

Pero existen también nacionalistas secesionistas no tan coherentes. Y no


porque apelen a una coherencia dialéctica, o de sindéresis, sino
sencillamente porque son incoherentes al creer que es posible transformar las
«nacionalidades históricas» del presente en Naciones políticas sin por ello
destruir o eliminar a la Nación española. Algunos dicen: bastaría transformar
la Nación española en una «súper-Nación», o bien, dicen otros, en una
«Nación de Naciones». Jordi Solé Turá, que participó en la ponencia
constitucional como representante del Partido Comunista de España, definió
a la nación «como un conjunto de clases sociales, un bloque [¿histórico,
querría decir Solé, en el sentido de Gramsci?] que también mantiene
relaciones con bloques exteriores: una Nación de Naciones puede culminar
en Estado de Estados, o en otras cosas, según como se articule el poder
político» (resumen, en Mundo Obrero, de 18-24 de mayo de 1978).

Ahora bien, la construcción «Nación de Naciones» o es una redundancia


(cuando se interpreta la primera nación de la fórmula como nación política, y
las naciones que comprende como naciones étnicas o culturales, y es una
redundancia porque toda Nación política resulta de una «refundición» de
naciones étnicas o culturales) o es una contradicción, si la fórmula se
interpreta como «Nación política de Naciones políticas», que es a lo que se
refiere sin duda la «culminación aclaratoria» de la frase: «... puede culminar
en un Estado de Estados». Probablemente aquello que estaba insinuando
Solé Turá era que esas naciones eran ya «Estados en sí» (como se decía
entonces por los marxistas afrancesados, que bebían tanto de Sartre y Pou-
lantzas como de Hegel) aunque no fueran aún «Estados para sí».

Las expresiones «Nación (política) de Naciones (políticas)» y su


culminación, «Estado de Estados», son en realidad meras construcciones
verbales, porque tras ellas no hay conceptos correlativos, sino sólo groseras
y pedantes metáforas, tomadas de la albañilería más elemental («bloques»,
«articulación de bloques»).

Es muy fácil construir con palabras expresiones como las citadas («Nación
de Naciones» o «Estado de Estados»). Pero es imposible construir con
Estados un «Estado de Estados», salvo que se pretenda denominar con este
nombre a una «Confederación de Estados», que ya no será un Estado. Y es
imposible construir con Naciones políticas reales (que presuponen un
Estado) otra Nación política. Pero esto es lo que pretenden quienes, desde
Cataluña o desde el País Vasco, proyectan en 2005 reformar la Constitución
de 1978 sobre la base de definir a Cataluña o a «Euskadi» como Naciones
políticas.
Con palabras puedo construir muy fácilmente la expresión «dodecaedro de
dodecaedros». Pero esta construcción es imposible cuando manipulamos no
palabras, sino dodecaedros reales, de madera o de metal. Un dodecaedro de
dodecaedros es construcción posible en el «espacio gramatical», pero es
imposible en el espacio geométrico, por la sencilla razón de que es
incompatible con la ecuación de Euler. En cambio, un «hexaedro de
hexaedros» ya tiene más sentido, como también lo tiene la expresión «nación
étnica de naciones étnicas», que representaría no otra cosa sino la etnia
resultante de aquella fusión; como —para poner un ejemplo convencional—
la etnia o nación «celtíbera» resultó de la fusión de las etnias o naciones
iberas con las etnias o naciones celtas.

Y cuando las etnias o naciones étnicas se funden en una Nación política, es


porque aquéllas han dejado de considerarse como proyectos de Naciones
políticas: «Ya no habrá francos y galos —decía Renán—, todos se han
refundido en la Nación francesa».

¿Y por qué es imposible en el espacio político la construcción «Nación


(política) de Naciones (políticas)»?

Porque la Nación política se define por la soberanía, y la soberanía es una e


indivisible («Así como no caben dos Soles en el Cielo, tampoco cabemos en
la Tierra Darío y Alejandro»). Esta es la razón por la cual es imposible hacer
una Nación política (España) con otras supuestas Naciones políticas
(Cataluña, País Vasco, Galicia, Aragón...). O, lo que es lo mismo, la razón
por la que es imposible dividir una Nación política dada (España, en nuestro
caso) en varias Naciones políticas (Cataluña, País Vasco, etc.). Tanto en el
caso de la construcción de una Nación política nueva, como en el caso de la
división de una Nación política en otras Naciones políticas, sería preciso
practicar lo que algunos llaman «cesión de soberanías»: en un caso, las
Naciones deberían «ceder parte de su soberanía» a la pretendida Nación de
Naciones; porque sólo así esa súper-Nación podría disponer de algo de
soberanía; en el otro caso, la Nación política originaria (España) debería
ceder parte de su soberanía a las Naciones fraccionarias que resultasen de su
descomposición, porque sólo así estas Naciones fraccionarias podrían tener
también algo de soberanía.
Pero la soberanía es una e indivisible. Es «una magnitud» que se rige, como
la vida de un organismo, por la «ley de todo o nada»: o el organismo está
vivo, o está muerto. Como caso particular: o la muchacha está embarazada o
no lo está —pero no cabe decir, con el espíritu de la transigencia, que está
«un poquito embarazada».

Sencillamente, la soberanía no se puede ceder en la más mínima parte, ni


compartir, porque la soberanía del Estado no es compartida por sus
diferentes miembros, como tampoco comparten la vida del animal sus
diferentes órganos: la vida es la del organismo, e involucra a todos sus
órganos. Lo que se llama «cesión» de la soberanía es un modo torcido de
designar, por ejemplo, a la eventual delegación o reparto de algunas
funciones suyas, por ejemplo, las funciones recaudatorias en el proceso de
tributación. Y la prueba definitiva de que no hay tal cesión es que el Estado
que ha «cedido» parte de su soberanía a un supuesto súper-Estado (a una
Confederación de Estados), o a unas regiones o partes suyas, ha de poder en
cualquier momento recuperar la soberanía «cedida». Prueba de que la cesión
no había sido una «cesión de propiedad», sino un préstamo o una delegación
de funciones. En los debates que en el año 2005 están teniendo lugar con
motivo de la aprobación del «Proyecto de Tratado por el que se establece
una Constitución para Europa» se insiste una y otra vez, por parte de los
«europeístas», en que la Unión Europea requiere que cada Estado nación
ceda a la Unión Europea parte de su soberanía. Pero estos propagandistas del
Sí pasan, como sobre ascuas, sobre el artículo 10 del Proyecto: «Cualquier
Estado podrá, en el momento oportuno, retirarse de la Unión». Lo que
significa sencillamente que su soberanía no la había cedido, puesto que la
había conservado íntegramente intacta.

Argumentos de los «soberanistas»

En cualquier caso, ¿qué fundamentos históricos alegan los soberanistas del


presente (apoyados en sus «nacionalidades históricas») para justificar sus
«legítimas pretensiones» a ser reconocidos como Naciones políticas?

Principalmente, que en siglos anteriores muchos pueblos de España, dicen,


fueron ya reconocidos como Naciones. Así, por ejemplo, los nacionalistas
asturianos (que también los hay, y con mucho voltaje, aunque con muy poco
amperaje) aducen que en el Poema de Almería se cita a la «nación asturiana»
entre las tropas del emperador Alfonso VII que intervinieron en el asalto de
Almería («... no irrumpe el último el arrojado astur, a nadie resulta odioso o
molesta. Ni el mar ni la tierra pueden vencerlo... pidiendo en todo momento
la protección del Salvador, esta nación abandona cabalgando la región de las
hinchadas olas y se une a otras compañeras con las alas extendidas»),

Pero es en este texto en donde el término «nación» precisamente no tiene el


sentido de la Nación política, sino que tiene el sentido de la nación étnica, el
sentido que Varrón, por ejemplo (De lin-gua latina, V, XXXII, IV), utilizaba
al afirmar que «son muchas las naciones que habitan los diversos lugares de
Europa» (Europae loca multae incolunt nationes).

Podría decirse, sin embargo, que los nacionalistas, que desde el siglo XIX se
han guiado por el principio que Pascual Estanislao Man-cini formuló en
1861 como el cogito ergo sum de la política, a saber, el principio «cada
Nación un Estado», han creído siempre que la nación (étnica) es la premisa
necesaria, y casi siempre suficiente, para construir un Estado. Sobre todo si
la nación tiene una cultura propia (una cultura nacional), expresión del
«espíritu del Pueblo» o del «Genio nacional».

Fue el idealista alemán Juan Teófilo Fichte quien, a principios del siglo XIX,
inventó la idea de «Estado de Cultura», asignando al Estado, como si fuera
su misión suprema no ya la organización del Derecho —Estado de derecho
— ni la custodia del orden —Estado gendarme— o la felicidad pública —
Estado de bienestar—, sino precisamente la preservación y despliegue de la
cultura del pueblo, de la nación.

Pero la concepción de la nación, como supuesta poseedora de una cultura


sustantiva propia, como premisa necesaria, y casi siempre suficiente, del
Estado, es una concepción metafísica. Una premisa alimentada por el «mito
de la Cultura» y desprovista de toda base histórica.

Sin perjuicio de lo cual esta concepción no sólo sirvió de cobertura


ideológica a muchos movimientos políticos (por ejemplo, al nacionalismo
racista alemán de los nazis), sino que sigue sirviendo de guía ideológica a los
nacionalismos secesionistas en España, que han comenzado siempre por
hacer creer (y lo han logrado, incluso con algunos gobiernos
socialdemócratas) que están en posesión de una cultura nacional sustantiva
propia, con su lengua nacional incluida (catalán, euskera, gallego), y con una
historia nacional también propia.

Pero la realidad histórica es muy diferente: las Naciones políticas y los


Estados nación no son el resultado del desarrollo de naciones étnicas
preexistentes, dotadas de cultura propia; son las Naciones políticas aquellas
que proceden de la transformación revolucionaria de sociedades políticas
previas, a saber, las sociedades del Antiguo Régimen. Sólo a lo largo del
siglo XX los nacionalistas secesionistas españoles han llegado a creer en la
posibilidad de transformar su supuesta nación cultural en Estado nación. En
realidad están también, de hecho, procurando obedecer a la ley general que
establece que las Naciones políticas proceden de Estados previamente
establecidos, aunque en su caso, y para contradicción suya, el Estado del que
pretenden surgir sea un Estado nación, España. Sin él, las llamadas
«nacionalidades históricas» ni siquiera hubieran alcanzado la maduración
política, social e industrial indispensable (¿cómo puede explicarse la historia
del País Vasco al margen de España?, ¿quién aportó las instituciones, el
idioma internacional, los capitales y la mano de obra para su industria?, ¿y
cómo puede explicarse la historia de Cataluña al margen de España? Sin ir
más lejos, la mitad de la población trabajadora de Cataluña en nuestros días
no es catalana más que por decreto: procede de Andalucía, de Murcia, de
Galicia...).

En conclusión, no es la Nación la que precede al Estado —como tampoco el


cogito (el pensar) precede al sum (al existir)—, sino que es el Estado el que
precede a la Nación política moderna y la dota de su propia cultura nacional.

El término «nación» es un universal que comprende varios géneros y


especies

La confusión lamentable, culpable e interesada, entre la nación en su sentido


étnico (las naciones a las que se refiere Arnobio, en el siglo IV, en su libro
Adversus nationes, que san Jerónimo cita como Adversus gentes) y la Nación
en su sentido político (el que aparece en el grito, tantas veces recordado, de
los soldados franceses en la batalla de Valmy, «¡Viva la Nación!») es el
recurso constante de quienes —catalanes, vascos, gallegos, aragoneses,
asturianos o ber-cianos— «reivindican» la condición de Nación (política)
apoyándose en la condición de nación (étnica) que se les atribuye. Condición
que considerará implicada en el título, las que lo tienen, de «nacionalidades
históricas», que les fue otorgado en los años de la transición (o
metamorfosis) del régimen franquista al régimen democrático.

Es imprescindible deshacer esta confusión lamentable, culpable e interesada,


y no tanto por la esperanza de que tal confusión pueda deshacerse en las
cabezas de los nacionalistas radicales («inútil es querer meter el espíritu en
un perro dándole a mascar libros»), sino por el convencimiento de que la
distinción entre naciones étnicas y Naciones políticas puede ser útil a
quienes no estén intoxicados con la furia nacionalista secesionista.

Ahora bien: la distinción entre nación étnica y Nación política forma parte
de un sistema de distinciones sistemáticas, a través de las cuales se despliega
el sentido del término «nación», de parecido modo a como el sentido del
término «vertebrado» se despliega, sucesivamente, a través de sus cinco
clases consabidas: peces, anfibios, reptiles, aves y mamíferos. Y no porque
el término «nación» sea término unívoco, dado a una escala genérica tal que
se despliega en géneros subalternos (clases, especies) a la manera como se
despliega el concepto unívoco de vertebrado, sino simplemente porque cabe
asimilar, en virtud de un cierto paralelismo clasificatorio, las fases del
despliegue de un unívoco con las fases o modos de despliegue de un término
análogo de atribución. En virtud de este paralelismo clasificatorio cabría
decir, buscando «fijar conceptos», que el término nación es un universal que
se despliega en tres géneros (que se presuponen los unos a los otros, a partir
del primero), a saber, el género de la nación biológica, el género de la nación
étnica y el género de la Nación política.

Estos géneros se despliegan a su vez en distintas especies, de las que citamos


tres (naciones organismo, naciones parte de organismo, naciones grupales)
correspondientes al primer género; otras tres correspondientes al segundo
(naciones periféricas, naciones integradas y naciones históricas); y dos más
correspondientes al tercer género (naciones canónicas y naciones
fraccionarias). Estas diversas especies o modos del genérico «nación» no
hay que entenderlas como meras alternativas independientes de una tabla
taxonómica, sino como fases de un despliegue evolutivo o histórico global,
con interacciones mutuas y muy profundas.
Además, es muy importante advertir que la mayoría de estas especies o
modos del universal «nación» están concebidas desde una perspectiva
oblicua, es decir, desde una plataforma situada en un estadio posterior al que
conviene al concepto específico definido. Así, la «nación del organismo»
sólo puede concebirse desde la «plataforma» del organismo adulto (no del
organismo naciente); la «nación étnica periférica» está concebida desde la
plataforma de la sociedad política (Reino, Imperio, Estado) respecto de la
cual se dice «periférica»; y lo mismo habrá que decir de la nación integrada
o incluso de la nación fraccionaria (que es fraccionaria respecto del Estado
del que busca desprenderse).

La «nación histórica», en cambio, está concebida en el punto de intersección


(o superposición) entre una nación étnica dada y una determinada plataforma
política. Tan sólo el concepto de Nación política asumirá como plataforma la
misma entidad que se pretende delimitar, precisamente mediante la
determinación de su soberanía.

La nación biológica y sus especies: nación-organismo, parte de


organismo y grupo de organismos

«Nación» —de nascor = nacer— tiene originariamente un significado


biológico (zoológico). Ante todo, según el modo o especie que se refiere al
organismo animal completo: nación equivale ahora a «naturaleza», como
participación individual de un grupo (o nación zoológica de tercera especie).
Cervantes utiliza alguna vez esta acepción en el Quijote: «Es un caballero
novel, de nación francés» (I, 18); «francés» como adjetivo que, por su
género gramatical, se refiere inequívocamente a «caballero», no a la nación
francesa en el sentido de nación étnica.

Varrón hablaba de la «buena nación» de las crías de animales domesticados;


y todavía hoy, en muchas regiones de España, se llama «nación» a la cría de
la vaca o de la yegua que acaba de nacer. También se habla de nación
refiriéndose a una parte del organismo en proceso de formación (nación de
los pechos en las adolescentes; natío dentium, «nacimiento de los dientes»,
designando a los abul-tamientos de las encías infantiles, abultamientos que
sólo podrían concebirse como tales «proyectos de dientes» cuando nos
situamos en la plataforma de los dientes ya formados en otros). También un
grupo de individuos, en cuanto grupo zoológico (aunque sea humano, pero
considerado desde la perspectiva zoológica de una camada o estirpe), se
llama nación. Más aún, el concepto de nación, como concepto social
primario, alude ante todo a este tercer modo o especie zoológica de nación.

La nación étnica y sus especies: naciones periféricas, naciones


integradas, naciones históricas

El segundo género, el étnico, del término «nación» nos remite ya a un


terreno que no es propiamente zoológico, sino antropológico. Un terreno en
el que no solamente asumimos una perspectiva social (común a los
animales), sino también cultural, pero no cultural en el mero sentido
etológico (porque también hoy se reconocen las culturas animales), sino en
el sentido antropológico, que definimos en función de las instituciones y, por
tanto, de las normas (instituciones cerámicas, instituciones de armas, lanzas,
puntas de flecha, instituciones de parentesco, instituciones lingüísticas,
instituciones musicales, etc.).

En este terreno cultural-institucional, las naciones étnicas (sin perjuicio de


que su conformación presuponga las naciones grupales, de signo zoológico)
se delimitan principalmente desde plataformas políticas. Ante todo, y
principalmente, como naciones periféricas, es decir, como grupos o estirpes
marginales o periféricas, no plenamente integradas en la república o en el
Imperio romano. Esta primera especie del segundo género de nación se
encuentra abundantemente representada en los escritores antiguos (Cicerón:
«Las otras naciones pueden perder la servidumbre; la libertad es propia del
pueblo romano»; Quintiliano: «Todas las naciones pueden ser llevadas a la
esclavitud o servidumbre, nuestra ciudad no»). Son las naciones que describe
César —los helvecios, los eduos, los belgas...— o aquellas contra las que se
dirige Arnobio en el libro ya citado, Adversus natio-nes (las naciones que
por no haberse integrado en el Imperio permanecen en un estado lamentable
de paganismo bárbaro).

El segundo modo de la nación étnica es la «especie» que designamos como


«nación integrada en una sociedad política» (reino, imperio o estado). Esta
es una acepción de nación muy frecuente en la Edad Media y Moderna
europea. En los mercados europeos importantes —Brujas o Medina del
Campo— se llamaban «naciones» a los agrupamientos de mercaderes, según
su condición de origen (que servía para indicar la «denominación de origen»
—diríamos hoy— de sus mercancías). En las universidades, los estudiantes
se encuadraban por «naciones», pero sin que ello tuviera un significado
político (en la universidad de París, entre los maestros y estudiantes que se
encuadraban en la nación inglesa, figuraban los alemanes; en la «nación
francesa» figuraban estudiantes procedentes de reinos italianos y españoles).
En sus Cartas persas, Montesquieu, hablando de España, se refiere
claramente a naciones que existen dentro de ella, y que sin duda sólo pueden
tener un significado étnico, incluso grupal biológico: «Han hecho [los
españoles] inmensos descubrimientos en el Nuevo Mundo, y no conocen
todavía su propio continente; en sus ríos hay puentes que no se han
descubierto aún, y en sus montañas, naciones que les son desconocidas».
[¿Los habitantes de las Batuecas?, ¿los habitantes de Babia?]

El mismo concepto de nación que ofreció Stalin (antes de haber alcanzado el


primer puesto en la plataforma política de la Unión Soviética) puede
interpretarse como un concepto unívoco circunscrito al modo o especie de la
nación étnica integrada: «Nación es una comunidad humana estable,
históricamente formada y surgida sobre la base de la comunidad de idioma,
de territorio, de vida económica y de psicología manifestada en la
comunidad de cultura». Sin embargo, Stalin tendió a conceder a las naciones
(al menos en sus escritos anteriores a su posición al frente de la Unión
Soviética) la condición de premisas del Estado, en función de la metafísica
idea de la «autodeterminación», coordinada con la idea, también metafísica,
de la concordia universal entre los pueblos, una vez superada la lucha de
clases. Unas ideas que tanta influencia estaban llamadas a tener en el Partido
Comunista de España, e incluso en algunas corrientes del Partido Socialista
Obrero Español.

Más difícil es delimitar la que designamos como tercera especie de la nación


étnica, es decir, la nación histórica. Porque la nación, en esta tercera
acepción étnico-cultural, no es todavía formalmente una Nación política,
principalmente porque ella no es utilizada todavía como sujeto de la
soberanía que se atribuye al Monarca o a un Pueblo que recibe el poder de
Dios y se lo entrega al Príncipe. Es una nación percibida aún como nación
étnico-cultural, en realidad como una sociedad humana resultante histórico
de la confluencia de diversas naciones o pueblos, que ha logrado configurar
una cultura, un idioma, unas costumbres e instituciones bien definidas, al
menos ante las terceras sociedades políticas, reinos o imperios que la
contemplan. Pero esta nación histórica no es propiamente una nación formal
(por definición) política, aunque materialmente (o por extensión) pueda
superponerse o conmensurarse prácticamente con el contorno de alguna
sociedad política (reino o imperio). Y éste es el sentido que el término
«nación» toma ante los estudiosos que han creído poder demostrar la tesis,
apoyados en argumentos filológicos, de que España, es decir, la nación
española, es el primer y temprano ejemplo de nación europea, en sentido
moderno (supuestamente político).

La nación histórica no es aún la Nación política

Pero ¿sería legítimo confundir esta nación española de hace cinco siglos, que
es una nación histórica (acaso la primera delimitada en Europa), con una
Nación política?

En modo alguno. La confusión sería un mero anacronismo, porque la Nación


política es un género o modo de nación que aparece con el proceso de
holización política que se inició en la Revolución Francesa y no antes. Mero
anacronismo en el que recaen tantos eruditos, incluso aquellos que están
movidos, como hispanistas, por un gran afecto hacia España. (En cualquier
caso, conviene subrayar aquí que la nación española, en este sentido
histórico, es anterior en siglos a lo que después, y desvergonzadamente, se
llamará nación catalana, nación vasca o nación gallega, que, a la sazón, eran
sólo naciones étnicas integradas en esa nación histórica española.)

¿Quién podría confundir el sentido étnico-histórico del término «nación


española» que aparece en el Quijote, y que ya hemos citado (Don Quijote,
«honor y espejo de la nación española»), con un sentido político? Otro tanto
se diga del uso del término «nación» que el conde duque de Olivares hace en
su Gran Memorial (en torno a 1624), cuando propone para España «hacerla
nación comercial, hacerla nación industrial». Ni siquiera Luis XTV utiliza el
término «nación» en sentido político cuando, señalando a su nieto Felipe V,
dice a la corte de Versalles: «Caballeros, aquí tenéis al Rey de España, su
origen y linaje le llaman al trono y el difunto Rey [Carlos II] así lo ha
testado; toda la nación lo quiere y me lo suplica...». La palabra «nación», en
boca de Luis XIV, y aunque utilizada en un contexto materialmente político
(pero no formalmente político, porque la nación de la que habla Luis XIV no
elige como rey a Felipe V, sino que pide y suplica al Rey Sol que cumpla la
«voluntad del Cielo») dista mil leguas de lo que significará esta misma
palabra noventa años después, cuando Bailly, como presidente de la
Asamblea Nacional, le diga a Luis XVI (a punto ya de ser destronado y
guillotinado): «La Nación no puede recibir órdenes».

El género de la Nación política y sus dos especies: nación canónica y


nación fraccionaria

Muy brevemente, bosquejaremos los contornos del tercer género de la Idea


de Nación, a saber, la Idea de Nación política. En otras ocasiones
(principalmente en El mito de la Izquierda) hemos insistido en la
presentación de la Idea de Nación política como la gran novedad que
corresponde a la doctrina política moderna. La Idea de Nación política no
podría entenderse como una mera transformación «natural», incluso pacífica,
de la nación biológica, étnica o histórica, sino como un resultado de la
violenta y sangrienta agitación que se produjo en la transición del Antiguo
Régimen (caracterizado por la alianza del Trono y del Altar) al Nuevo
Régimen. En el curso de esta transformación, iniciada en la Revolución
Francesa, habrían madurado los principios de racionalización de la sociedad
política del Antiguo Régimen, racionalización cuyo parentesco con el
racionalismo de los científicos coetáneos —matemáticos, físicos, citólogos
— hemos intentado establecer desde el concepto de holización. Proyectos de
racionalización que habrían culminado en la constitución de la nueva idea de
Nación política como sociedad compuesta por hombres y por ciudadanos, en
quienes, desde entonces, descansará la soberanía política.

Las Naciones políticas modernas surgen, por tanto, como Naciones


republicanas, y cuando vuelvan a asumir la figura de la monarquía, ya no lo
harán a título de la monarquía absoluta del Antiguo Régimen, sino a título de
las monarquías constitucionales, en las cuales, según la célebre y cínica
formulación de Thiers, «el rey ya no gobierna, sino que tan sólo reina».

La ola de nacionalismo político que levantó la gran Revolución en toda


Europa —y que en España se concretó en la Constitución de 1812— no
podría explicarse, por tanto, a la manera de los románticos (o de los
neorrománticos catalanes, vascos o gallegos de nuestros días) como un
impulso procedente del «amor a las propias culturas nacionales», o bien al
«despertar del genio o espíritu de cada pueblo», sino como un proceso de las
clases emergentes en lucha con las clases dominantes del Antiguo Régimen.
Una lucha de clases (en este caso, burguesía aliada con los desclasados
contra aristocracia) que simultáneamente quedará involucrada en una
dialéctica de Estados, que constituye el argumento sangriento de la gloriosa
historia política y social de los siglos XIX y XX.

Eso si, en estos Estados resultantes de la gran Revolución burguesa, se


fueron madurando y se fueron cocinando las nuevas naciones culturales, en
gran medida a consecuencia de las sistemáticas oposiciones que unos
Estados mantuvieron frente a sus vecinos. Cada Estado reconstruyó su
historia, favoreció el desarrollo de su música o la inventó, impulsó su
arquitectura, sus costumbres y sus fueros nacionales. De este modo, la
nación cultural comenzó a pasar al primer plano del escenario. Los Estados
modernos se edificarían sobre ellas. Lo que era un resultado (la Nación
política) aparecerá, por un juego interesado y aun calculado de espejos,
como el principio (del Estado).

El proceso fácilmente será trasladado a las partes de los Estados, partes que
no siendo desde luego Estados se arriesgaban a decir que eran naciones (al
menos, étnicas y culturales). También tenían su propia lengua (o si no la
inventaban), folclore característico. El proceso tuvo lugar sobre todo en
España, cuando el Estado —sostenido por el Imperio— cayó a sus niveles
más bajos. Aquí comenzó el proyecto de naciones fraccionarias, que en todo
caso también proceden del Estado, y no al revés: Cataluña, País Vasco, etc.
Con anterioridad a la Primera Guerra Europea, las provincias catalanas ya se
habían reunido en una Mancomunidad de las Diputaciones Provinciales, que
quedó en suspenso al final de la dictadura del general Primo de Rivera.

Pero en abril de 1931 se constituyó la Segunda República. Com-panys no


proclama la independencia, sino el Estado catalán (dentro, eso sí, de la
república federal que él proyectaba). Por supuesto, los efectos de semejante
declaración duraron muy poco; sin embargo, Azaña logró sacar en el
Parlamento, contra viento y marea, el Estatuto de Cataluña, como región
autónoma dentro de la República española. El Estatuto resultaba ser el punto
intermedio de confluencia entre la Mancomunidad inicial y el Estado
efímero de Companys.
Y en esto seguimos hoy, tras el paréntesis de los cuarenta años, aún después
de que, a raíz de la Constitución de 1978, Cataluña asumiera la
consideración, no ya de Estado ni de Mancomunidad, sino de comunidad
autónoma y de «nacionalidad histórica». (La denominación «nacionalidad
histórica» no debe confundirse con el concepto de «nación histórica»,
entendida como especie del género «nación étnico-cultural»; la deliberada
ambigüedad derivada de la expresión «nacionalidad», en cuanto distinta de
Nación y más próxima a «región», viene arrastrándose desde la Constitución
de 1978.)

En cualquier caso, cabe concluir que las Naciones políticas que fueron
constituyéndose a partir de 1793 como sujetos de las nuevas soberanías no
surgieron, como pretenden los ideólogos pacifistas, de pactos sociales
serenamente calculados, o de contratos sociales «racionalmente»
establecidos «entre los ciudadanos». Difícilmente podrían haber surgido de
este modo si tenemos en cuenta que fueron los ciudadanos aquellos que
fueron creados por la Nación política, y no al revés. Las Naciones políticas
modernas sólo pudieron resultar, y precisamente gracias a cálculos muy
racionales (en modo alguno por impulsos irracionales dejados a su propio
gobierno), tras las batallas sangrientas que las clases sociales que las movían
tuvieron que librar contra las capas sociales que apoyaban al Antiguo
Régimen.

¿Seguirá siendo la sangre condición necesaria para que lleguen a término los
proyectos de nuevas Naciones políticas que intentan constituirse por
fraccionamiento de la Nación política de la que forman parte, es decir, para
que puedan llegar a existir las naciones fraccionarias, en su lucha contra la
Nación política madre?

Involucración de las especies y géneros de naciones entre sí

No ha de pensarse que los géneros y especies de la Idea de Nación, que


hemos ya presentado, permanezcan inertes o incomunicables, unos al lado de
los otros, como permanecen inertes e incomunicadas las especies y géneros
de insectos de una taxonomía o de un animalario. Todo lo contrario. La
involucración de los géneros y especies de la Idea de Nación es muy
profunda. A título de ejemplo, los conceptos racistas de Nación política —el
concepto de «Nación vasca» de Sabino Arana, o después de Federico
Krutwig Sagredo, o de los portadores del Rh positivo en tiempos de
Arzallus; o el concepto de Nación alemana de Adolfo Hitler— son el más
evidente resultado de la involucración de los conceptos de nación zoológica
(estirpe, phylum) y de Nación política («república vascongada», «Tercer
Reich»).

O bien, para citar otro tipo de ejemplos de involucración de las acepciones


zoológicas de nación en contextos políticos, recordaremos dos situaciones
referidas ambas a las dinastías borbónicas. La primera situación se refiere a
los Borbones de Francia: se sabe que Luis

XVI, a consecuencia de una fimosis, no pudo consumar su matrimonio con


María Antonieta hasta después de siete años de su boda. El requerimiento de
que el sucesor de Luis XVI tuviese que ser hijo biológico suyo (nación
suya), certificado por los testimonios de los cortesanos que presenciaban el
comportamiento de sus majestades en la noche de bodas y sucesivas,
determinó, según algunos historiadores, una concatenación de los
acontecimientos que facilitaron el estallido de la Revolución.

La segunda situación se refiere a los Borbones felizmente reinantes en


España. «La corona de España (dice el artículo 57 de la Constitución de
1978) es hereditaria en los sucesores de S. M. Juan Carlos I de Borbón,
legítimo heredero de la dinastía histórica.» Y este artículo fundamental de la
Constitución política española vigente no se limita a dar esta indicación
global, sino que se introduce a fondo en los detalles propios de la nación
biológica: «La sucesión en el trono seguirá el orden regular de primogenitura
y representación, siendo preferida siempre la línea anterior a la posterior; en
la misma línea, el grado más próximo al más remoto; en el mismo grado, el
varón a la mujer; y en el mismo sexo la persona de más edad a la de menos».
¿Se quieren mayores precisiones técnicas relativas a la nación biológica
involucrada en una Nación política?

«Pueblo» y «Nación»

No faltan quienes creen saber que los interrogantes que plantea la Nación
política se despejarán, y en sentido pacífico, si en lugar de «Nación»
hablamos de «Pueblo»; si en lugar de considerar a la Nación como
depositaria de la soberanía, consideramos al Pueblo como su verdadero
depositario, o, si se prefiere, identificamos a la Nación con el Pueblo,
reduciendo aquélla a éste, es decir, reduciendo la soberanía nacional a la
soberanía popular.

Sin embargo, entre estos términos, «Pueblo» y «Nación», hay importantes


diferencias conceptuales, y no sólo «semánticas» (como gusta decir a tantos
políticos de los gobiernos actuales). En efecto: «Pueblo» designa, ante todo,
a una muchedumbre viva que, en el presente, es concebida como capaz de
expresar su voluntad política («voluntad del Pueblo», «el Pueblo unido
jamás será vencido»); pero la Nación no sólo designa al Pueblo que vive en
ella, sino también a los muertos que la crearon, y a los hijos que todavía no
han comenzado a vivir.

El «Pueblo», en todo caso, no es solamente la muchedumbre viviente que,


como plebe, se opone al Senado (Senatus populusque romanus)-, es también
la muchedumbre que es concebida como capaz de tomar decisiones y
llevarlas adelante democráticamente y, si es posible, por democracia directa,
por aclamación asamblearia, o por «plebiscito» (es decir, por consulta a la
plebe). Algunos doctrinarios deducen de ahí que el «Pueblo» no es otra cosa
sino el conjunto de los ciudadanos, de las personas que integran el cuerpo
electoral, en el caso de una democracia; y esta perspectiva «populista»
habría jugado un gran papel en los días de la elaboración de la Constitución
de 1978, cuando, por ejemplo, a raíz de una enmienda suscrita por Tierno y
Morodo («el Pueblo español... proclama en uso de su soberanía...») se
presentó un Proyecto de Preámbulo que no prosperó.

Sin embargo, el enfrentamiento, en el proceso constituyente de 1978, entre


quienes hablaban de «Nación» y quienes preferían hablar de «Pueblo» acaso
no tenía tanto que ver, como algunos doctrinarios sugieren, con las
diferencias establecidas dentro de una misma sociedad política, entre la
democracia indirecta (a través de representantes elegidos por los partidos en
listas cerradas y bloqueadas) y la democracia directa, sino que sobre todo
tuvo que ver con la cuestión de la determinación y reconocimiento de la
unidad de esa misma sociedad.

Dicho de otro modo: muchos de quienes preferían el «Pueblo» a la


«Nación», en 1978, no lo hacían tanto pensando (por recelo ante los que
invocaban una Nación que se mantuviera «por encima de la voluntad de los
ciudadanos») en la democracia de los ciudadanos vivos de una sociedad
indeterminada y teórica, sino también, y sobre todo, pensando en los pueblos
diversificados respecto del «Pueblo español». Es decir, pensando en un
pueblo catalán, en un pueblo vasco, en un pueblo gallego... No se buscaba
tanto determinar si el cuerpo electoral, ya definido en su unidad, corresponde
al Pueblo o a la Nación, sino cuál sería la definición de ese Pueblo (de las
unidades de ese Pueblo) del que los ciudadanos formaban parte. El
referéndum para la aprobación de la Constitución debía someterse, sin duda,
a la consulta del Pueblo. Pero ¿de qué Pueblo se estaba hablando? ¿Del
Pueblo español, o bien de los diversos pueblos de España?

No era, según esto, por tanto, la definición teórica de la democracia, directa


o indirecta, lo que preocupaba: todos eran demócratas, todos apelaban al
Pueblo, y, en segundo lugar, entonces, a la Nación, como conceptos políticos
funcionales. Pero en lo que diferían, de un modo más o menos explícito, era
en los parámetros de esas funciones. Y, como se fue viendo en los años
sucesivos —aquellos en los que, tras la LOAPA, la democracia española fue
deslizándose cada vez con mayor velocidad hacia la política de «cesión» de
las competencias del Estado a las comunidades autónomas (un deslizamiento
llevado a cabo por «fraude de ley», según el dictamen de José Manuel Otero
Novas, que es quien diseñó nada menos el Título octavo de la Constitución,
con un sentido totalmente diferente)—, se hará cada vez mayor la distancia
entre los «pueblos» incluidos en las diversas comunidades autónomas (y
sobre todo entre los pueblos de aquellas comunidades autónomas con un
mayor nivel de renta) y el «Pueblo español» tomado como unidad, que es la
que los «nacionalistas fraccionarios» ponen en tela de juicio.

En todo caso es un error monumental dar por evidente que «la democracia
une», y que los demócratas españoles, por serlo, habrían de mantenerse
unidos; y que las dificultades suscitadas en la democracia por las
nacionalidades secesionistas podrían resolverse con «más democracia».

¿Acaso no es más democracia lo que piden esos «pueblos» que reclaman ser
nacionalidades históricas, cuando invocan su derecho a la autodeterminación
como naciones históricas que son? ¿No es ridículo que un gobierno
democrático (como el actual gobierno de Rodríguez Zapatero) conceda
beligerancia en el Parlamento español, en nombre de la democracia, a un
proyecto soberanista de secesión como el que presentó el «presidente de
Euskadi», Ibarreche? ¿No es esto algo así como «criar la sierpe en su propio
seno»? Una democracia no puede tolerar que se discuta, en su propio
Parlamento, no ya la idea de democracia en general (idea que se discute en la
doctrina), sino la idea de una democracia ya constituida, la española. La
libertad inherente a una democracia implica poder escribir libros contra la
democracia, pero no defender la secesión en forma pública organizada. La
democracia podrá a lo sumo tolerar que las ideas separatistas se publiquen, a
título particular; en libros o en artículos «científicos» o de opinión, o en
discursos de quien, al hablar, sólo se representa a sí mismo; pero es ridículo
permitir que a estas especulaciones se les dé beligerancia en el mismo
Parlamento contra cuya existencia están atentando.

Y no se trata de que el Parlamento rechace democráticamente las


pretensiones soberanistas (independentistas), porque con este rechazo debe
ya contar antes de comenzar la sesión. En todo caso, el «rechazo
democrático» no sirvió para enfriar los impulsos soberanistas del PNV-
Batasuna-ETA; sirvió para medir sus fuerzas y replantear su estrategia
soberanista. Por tanto, el repliegue táctico y muy relativo del terrorismo no
hay que atribuirlo a la democracia en abstracto, ni menos aún al Estado de
derecho, aún más abstracto, si no se le pone en conexión con la actuación de
la policía o, en su caso, del ejército, sin los cuales las normas y sentencias
emanadas de ese Estado de derecho no serían nada más que papel mojado.

No es tampoco, en modo alguno, nada claro que la soberanía popular,


cualquiera que sea el parámetro adoptado para la función «Pueblo», pueda
interpretarse por vía nominalista, como una suma o conjunto de los
ciudadanos que componen el Pueblo erigido en cuerpo electoral. Esta
interpretación (supuesto, desde luego, un cuerpo electoral no censitario, sino
con sufragio universal) podría tener algún viso de realidad en los casos en
los que se diera unanimidad entre las voluntades individuales. Pero la
interpretación nominalista («individualista», porque contempla a los
individuos garantizados antes por los derechos del hombre que por los
derechos del ciudadano) del Pueblo y de la soberanía popular fracasa
estrepitosamente cuando se enfrenta con el hecho de que no es la «voluntad
del pueblo», como un todo, la que prevalece, sino la voluntad de aquella
parte del pueblo que obtuvo la mayoría (aunque esta mayoría fuera sólo la de
la mitad más uno); y esto sin entrar en las situaciones, cada vez más
frecuentes, de las coaliciones de las partes en minoría que logran obtener una
mayoría parlamentaria.

En estos casos, que son los normales, desde el punto de vista estadístico
(cuando hay unanimidad práctica la consulta electoral se llama populista o
plebiscitaria, en son despectivo, y aun en contra de los principios mismos de
la democracia), el «Pueblo» ya no puede tomarse como simple sujeto
unitario, porque en realidad es un sujeto re-partido en fracciones o partidos,
cada uno de los cuales tiene su voluntad particular propia, enfrentada
contradictoriamente a otras voluntades particulares. El recurso a la «voluntad
general» que Rousseau propuso en su momento no es mucho más que un
truco meta-físico orientado a recomponer aparentemente la unidad del
pueblo que se suponía dada cuando «todos los ciudadanos racionales
luchaban solidariamente contra el Antiguo Régimen», pero que se
fragmentaba tan pronto este régimen comenzaba a resquebrajarse.

El consenso establecido entre los partidos de la democracia no tiene, por


tanto, nada que ver con una voluntad general, que no existe ni puede existir;
es un recurso de «segundo grado» entre las partes enfrentadas del pueblo,
para aceptar ciertas reglas prudenciales de conducta que permitan la
coexistencia pacífica, y precisamente la reproducción del proceso de
fragmentación del pueblo en partes o partidos. Una reproducción cuya
utilidad para el sistema democrático nadie discute cuando es recurrente. Lo
que sí hay que discutir es la creencia de que esa recurrencia exprese la
«voluntad del Pueblo» y, sobre todo, que ella sea el motor de la sociedad
política, y no más bien un efecto de esa sociedad, cuando mantiene, dentro
de los márgenes permitidos, las variables de mercado pletó-rico vinculadas
al Estado de bienestar.

En la doctrina, «Pueblo» y «Nación» pueden superponerse plenamente,


como se superponen plenamente, en la doctrina geométrica, circunferencias
y elipses al alcanzar éstas la distancia focal cero.

Y se superponen en todos aquellos casos en los cuales el «pueblo» del


presente pide precisamente llegar a ser una «nación soberana» en el futuro.
Porque entonces la nación soberana que se postula para el futuro (la nación
catalana, la nación vasca, la nación gallega...) actuará en nombre de una idea
aureolar, dotada ya de historia, pero de una historia futura, que se ve muy
próxima, y que se percibe como un presente virtual (sin perjuicio además de
que sea retrotraída, mediante las manipulaciones ideológicas pertinentes, al
pasado mítico de la «nación histórica»).

En estos casos las ideas de Nación política y de Pueblo se identificarán en


las jornadas revolucionarias, sin perjuicio de que la

Nación (por ejemplo, la Nación francesa de Sieyes o Constant) fuera


pensada como una entidad que estaba «por encima» del pueblo, al menos del
pueblo censado para constituir el cuerpo electoral. En la Constitución de
1978, que consagra a la Nación española, se establece (artículo 1.2) «que la
soberanía nacional reside en el pueblo». ¿Quién podría aspirar a decir algo
más claro? ¿Reside la soberanía en el pueblo español, o bien —supuesto que
se niegue la existencia de este Pueblo, y se declare inadmisible, como propio
de la derecha más reaccionaria, el «nacionalismo español»— en esos
pueblos de España que junto con los pueblos de Francia, de Italia o de
Alemania, van a integrar esa «Europa de los pueblos» del futuro que
sustituirá a la arcaica «Europa de las Naciones» de Maastricht?

Los dos planos en los que se mueve la Idea federal: el plano ético y e!
plano político

La «Idea federal» —o la idea del federalismo— que Francisco Pi Margall


predicó, con una ingenuidad suficiente como para neutralizar su pedantería,
en el último tercio del siglo XIX (la primera edición de su obra fundamental,
Las nacionalidades, se publicó en Madrid en 1877) penetró profundamente
en muchos españoles, ya sean considerados individualmente, ya lo sean
como militantes de partidos políticos. La «idea federal», sin embargo —y
conviene advertir que la distinción que vamos a introducir no suele ser
percibida por los propios federalistas—, se presentó, y sigue presentándose,
en dos planos muy diferentes, que se realimentan mutuamente: un plano de
naturaleza ética y un plano de naturaleza política.

La Idea federal, en el plano ético (que, en cualquier caso, no tiene que


entenderse como algo separado de la realidad política, puesto que también
atraviesa a esta realidad), gira en torno al Hombre, y equivale a la idea de la
solidaridad, de la paz, del diálogo, del pacto, etc., como instrumentos
obligados de convivencia civilizada. El federalista, cuando se mueve en el
plano ético, no grita, no presenta batalla, no llega a las manos, practica en
todos los órdenes la estrategia de la «coexistencia pacífica», del diálogo:
calcula, pacta, concede, recupera y va ampliando sus pactos de unos
individuos a otros, de unas familias a otras, de unos municipios a otros, de
unas provincias a otras, hasta llegar al Hombre en general. «El pacto al que
me refiero en este libro [Las nacionalidades] es el espontáneo y solemne
consentimiento de más o menos provincias o estados en confederarse para
todos los fines comunes bajo condiciones que estipulan y escriben en una
constitución.»

Pero la idea federal, en el plano político, gira en torno al Ciudadano (que ya


forma parte de una Nación política) y equivale al proyecto de transformar a
las Naciones políticas, en general, y a España en particular, en un Estado
federal: frente al centralismo, identificado (erróneamente) con el unitarismo,
el federalismo.

Ahora bien, la tesis que aquí mantenemos es que el «principio activo» del
federalismo, la idea federal —que prendió como la pólvora en tantos
ciudadanos y partidos políticos—, fue el principio ético de la Idea federal,
más que su principio político. Y decimos esto porque el proyecto político de
un Estado federal fue, y sigue siendo, un proyecto imposible, algo así como
lo sería el proyecto de un escultor que quisiera tallar un decaedro regular. De
ningún escultor podrá decirse que proyectó, con arrebatada inspiración, crear
un decaedro regular; por la sencilla razón de que este poliedro es imposible;
luego habrá que decir que cuando ese escultor trabaja con afán en la
«creación» de un decaedro regular, en rigor habrá que decir que está
trabajando por otros objetivos.

Así también del federalista que trabaja con ardor, dedicación y entusiasmo
para construir un Estado federal, habrá que decir que en rigor está trabajando
por otra cosa. Porque el «Estado federal» es tan imposible como el decaedro
regular. Un Estado no puede jamás ser federal, porque para ello debería estar
constituido por otros Estados federados. Pero al federarse estos Estados
dejarán de ser Estados; y si lo fueron previamente (como ocurrió con los
Estados que se federaron en los llamados «Estados Unidos de América»)
dejaron de serlo en el momento de federarse, y si se sigue hablando allí de
Estados federados es sólo por metonimia histórica. Al ceder su soberanía a
la Federación, desaparecen como Estados.
Otra cosa es que en lugar de en una Federación, se hubiesen asociado en una
Confederación, en la que cada socio pudiera retirarse en cualquier momento
(con lo que demostraría que no había cedido parte de su soberanía, sino que
la conservaba intacta). Por esta razón las comunidades autónomas de
España, que no son soberanas, no pueden en modo alguno ni federarse ni
confederarse. Para federarse, pretendiendo seguir el curso que siguieron los
Estados Unidos de Norteamérica, tendrían previamente que hacerse
soberanas, para renunciar a esa soberanía que hipotéticamente hubieran
adquirido en el momento de la federación. Para confederarse tendrían que
comenzar por ser soberanas, es decir, demostrar que lo son con la fuerza de
los hechos: no se trata de una cuestión de palabras de letrados, de letras
jurídicas, de controversias meramente dialogadas.

Según esto, quien defiende el Estado federal en nombre de la «Idea federal»


sólo puede estar defendiendo, en rigor, y a lo sumo, el principio ético
federalista. Quien expresa con evidencia que el federalismo político es la
única vía sensata, racional y pacífica de convivencia política, lo que está
propiamente queriendo decir es que sólo mediante el diálogo, la tolerancia,
el «pacto racional» cabe que un «conjunto de hombres» (que aún no son
ciudadanos) cree una Constitución política. El federalista está en realidad
alejándose con horror de la vía violenta, de la organización despótica del
Estado. Y de este modo es como el federalista llega a creer que la
Constitución duradera de un pueblo es un sistema que «el pueblo se ha dado
a sí mismo».

Pero el federalista sólo puede pasar del plano ético al plano político pidiendo
el principio del modo más ingenuo y pánfilo posible: presuponiendo que las
unidades pactantes ya están dadas de antemano, ya fueran estas unidades
pactantes los individuos (aunque, en rigor, si Pi Margall se hubiera atenido a
las ideas en boga en su tiempo habría tenido que comenzar no por los
individuos, sino por las células, puesto que, por aquellos años, ya se definía
el organismo como una «federación de células», y el cáncer como una
dolencia producida por un «brote anarquista de células rebeldes»), ya fueran
las familias, los municipios, las provincias o las naciones. Pero estos
supuestos no sólo son gratuitos, sino ridículos. ¿Por qué elegir; en el
conjunto de todo lo que tiene que ver con el Género humano, como unidades
pactantes elementales, a las provincias? ¿Por qué no a los individuos o a las
células? ¿Por qué no a los municipios, a los cantones, a las barriadas o a las
calles, y aun a las comunidades de vecinos?

A quienes decían a Pi Margall: «Español, ante todo», les respondía: «Somos


y seguiremos siendo, antes que español, hombre, pese a quien pese».
Constatamos plenamente en la respuesta de Pi Margall cómo la inmersión de
la «especie» español en el género hombre equivale a una disolución de la
especie en el género, al anegamiento de la especie en el océano del género,
proceso que no es meramente literario, o meramente lógico, en todo caso,
inofensivo; porque la fórmula de Pi Margall, rebosante de sublime
humanismo, deja abierta la puerta para poner, en lugar de España a
Tarragona, a Guipúzcoa, a Aquitania o al cantón de Cartagena. Bajo el
sublime ideal del humanismo ético de Pi Margall, de la Humanidad, se
esconde un descarado nacionalismo político.

Uno de los puntos más oscuros de este debate suscitado por los federalistas
en los días de la Primera República, pero que llega hasta nosotros, fue la
oposición entre unitarismo y federalismo, oposición que interpretaba al
unitarismo como herencia del Antiguo Régimen, como herencia «de la
derecha». Lluís Companys, siguiendo a Pi Margall, atribuía el unitarismo a
«la burocracia centralizada y forastera» que trajeron a España los
Habsburgos y los Borbones; por lo que el federalismo quedaría como el gran
descubrimiento de la izquierda democrática. Ahora bien, si el federalismo,
en sentido político, lo consideramos imposible, la disyunción entre
unitarismo y federalismo habrá que considerarla vacía, puramente verbal,
pero sin conceptos que la respalden.

Dicho de otra manera: el Estado es unitario o no es Estado. Otra cosa es que,


en lugar de referir la oposición unitarismo/federalismo al Estado la
traspongamos a la Administración, distinguiendo la administración
centralista y la administración descentralizada, pero siempre dentro de un
Estado unitario.

Radicales, liberales, anarquistas, socialistas y comunistas ante la Idea de


Nación política

La Idea de Nación, en su formato canónico, que fue instituida a partir de la


Revolución Francesa (en la que se formó la izquierda de «primera
generación», la izquierda radical), y que fue asumida por la revolución
liberal española (identificable con una «segunda generación» de izquierdas),
expresada en la Constitución de Cádiz de 1812, experimentó una crisis
profunda con el anarquismo («tercera generación») y con el marxismo, tanto
en su versión socialdemócra-ta («cuarta generación») como en su versión
comunista (la «quinta generación» de las izquierdas).

El anarquismo tendió a ver en la Nación canónica una especie de artefacto


de la burguesía para mover al Estado; un Estado explotador que bloqueaba,
además, las tendencias, según ellos innatas, hacia la federación de los
pueblos, desbordando los límites del Estado nación burgués. Marx y Engels
también consideraron a la Nación canónica como producto de la revolución
burguesa, pero al mismo tiempo la consideraron como una fase necesaria en
el proceso de la evolución humana hacia el comunismo, como plataforma
indispensable para establecer, en el momento oportuno, la dictadura del
proletariado. Por ello prefirieron las que llamaron «naciones con historia» —
las que nosotros llamamos «naciones canónicas»— porque en ellas, por su
tamaño y desarrollo, sería posible contar con una masa importante de
trabajadores industriales, de proletarios; y subestimaron por ello las que
llamaron «naciones sin historia» (entre ellas citaron, precisamente, al País
Vasco). La socialdemocracia, influida por Lasalle tanto como por Marx,
reconoció al Estado y a la Nación correspondiente como la plataforma ideal
para llevar adelante, pero de un modo gradual y sin contemplar formalmente
el fin del Estado, el socialismo.

En cambio, los comunistas (el leninismo y luego el stalinismo) tendieron


siempre a subordinar la Nación a los intereses revolucionarios vinculados al
«internacionalismo proletario», reconociendo sin embargo las naciones a
título de naciones étnicas. Incluso reconociéndoles un «derecho de
autodeterminación política», como repúblicas socialistas constituidas dentro
de un Estado multinacional como el constituido por la Unión de Repúblicas
Socialistas Soviéticas. Ahora bien: esta idea de la nación étnica, en el fondo,
con autodeterminación dentro de un Estado multinacional, aplicada fuera del
Estado soviético, venía a equivaler, en España, a una crítica a la Nación
canónica española de 1812, precisamente por el reconocimiento del derecho
de autodeterminación de las naciones o pueblos en ella comprendidos. En el
Congreso de Toulouse de diciembre de 1945 fue aprobado por el Partido
Comunista de España un programa en el que se hacía la siguiente
declaración: «Reconocimiento de la personalidad nacional de los pueblos de
Cataluña, Euskadi y Galicia, dando satisfacción a sus legítimas aspiraciones
nacionales, en el marco de una Federación Democrática de los pueblos
Hispanos».

La socialdemocracia española se contagió pronto de este «nacionalismo


regional», que veía como un poderoso instrumento para luchar
electoralmente con el nacionalismo burgués, catalán y vasco, que ocupaban
casi la mitad del espacio político autonómico. Y sobre todo vieron, en el
«nacionalismo regional», un gran instrumento para suavizar (por no decir
desviar) los planteamientos de los conflictos sociales y políticos en términos
de lucha de clases, que habían llevado a la Guerra Civil. El nacionalismo
regional permitía, en efecto, sustituir el principio de «división dicotómica»
de España en dos («Una de las dos Españas ha de helarte el corazón») por el
principio de la división de España en cinco, ocho, o diecisiete
«nacionalidades o regiones». Ningún poeta ha dicho todavía a los
españolitos que han nacido después de 1978, que sepamos: «Una de las
diecisiete Españas ha de helarte el corazón».

También percibió la socialdemocracia europea (juntamente con los


separatistas españoles) la utilidad del nacionalismo regionalista con ocasión
del ingreso de España en Europa. Y creyó llegado el momento de lanzar una
política de acoso y derribo de la Nación canónica española, en beneficio no
sólo de las grandes Naciones canónicas europeas (Francia, Alemania,
Inglaterra) sino también de las nuevas naciones «diseñadas» dentro del
imaginado futuro Estado federal: «El Estado español se compone de tres
naciones y catorce regiones», dijo Pascual Maragall, actual presidente de la
Generalidad catalana. Rodríguez Zapatero o Peces Barba insistieron, por su
parte, en que las diferencias entre naciones, nacionalidades y regiones son
cuestiones de «mera semántica».
Los fundamentos de la «cruzada democrática»

No puede asegurarse, por tanto, que las Naciones canónicas y, en particular


España, como Nación, tengan el futuro asegurado. Durante muchos años,
muchos partidos de izquierdas han trabajado en su erosión y desprestigio.
Pero la Nación canónica, por su tamaño y su historia, fue el espacio más
adecuado para constituir una democracia viable. Una democracia
parlamentaria, sobre todo si está vinculada al Estado de bienestar, social y de
derecho, puede ser de hecho condición necesaria para su sostenibilidad, al
menos en el contexto de la Sociedad de las Naciones.

Quienes, por un lado, proyectan el fraccionamiento de las Naciones


canónicas actuales (sobre todo en España, algo en Italia, prácticamente nada
en Francia o en Alemania) o, por otro lado, a veces convergente con aquél,
proyectan una Constitución europea que, avanzando sobre las propuestas
vigentes, consagre una Confederación europea cuentan con la inminente
desaparición, por transformación, de las Naciones canónicas en otro género
de Naciones políticas, el género de las naciones fraccionarias (consideradas
como «pueblos»).

Sin embargo, todos parecen estar de acuerdo en que subsistirán las


democracias parlamentarias. Sobreentienden que, sin perjuicio de haberse
constituido la democracia, a partir del siglo XVIII, a escala de las Naciones
canónicas, la estructura democrática del Estado (sea nacional, sea
multinacional, sea continental) es la forma final de la historia política, la
forma más elevada y definitiva que el Género humano ha encontrado para
vivir «en paz, en libertad y en solidaridad».

Ser demócrata se hace así equivalente, en las democracias fundamentalistas,


a «ser hombre honrado»; no ser demócrata se hace equivalente a ser un
hombre miserable, un protohombre o un subhom-bre, es decir, un hombre no
plenamente desarrollado, un hombre subdesarrollado.

Según esto, todo «demócrata auténtico» (fundamentalista) tratará


continuamente de extender el sistema democrático a todas las sociedades que
actualmente habitan el globo terráqueo (incluyendo en estas sociedades a la
sociedad mauritana, a la angoleña, a la congolesa, a la cubana, a la iraní, a la
afgana, incluso a la china). Se trata de que el Globo terráqueo civilizado esté
organizado en Naciones, tanto da que sean grandes o pequeñas, con tal de
que hayan asumido la forma de la democracia parlamentaria homologada.
Concebirán el proyecto de esta extensión universal de la forma parlamentaria
de la democracia como una cruzada; a la manera como los apóstoles de la
Buena Nueva asumieron (o asumen) como forma de vida que los «justifica»
el intento de extender el cristianismo por toda la redondez de la Tierra. «¡Id
y predicad a todas las gentes la Democracia!», podría ser la fórmula de la
Buena Nueva de nuestros tiempos.

Lo que no se entiende bien es de dónde brota la evidencia de que la Buena


Nueva haya de tener hoy el signo de la democracia parlamentaria; y se
entiende aún peor (aun concediendo que esa evidencia se apoya en
fundamentos no gratuitos) la voluntad de extenderla y darla a participar a
todos los hombres. Porque decir que esa voluntad deriva de la solidaridad, de
la caridad o de la filantropía sería tanto como decir que la capacidad
somnífera del opio deriva de su virtud dormitiva.

¿En qué razones se apoya el fundamentalismo democrático para considerar a


la democracia parlamentaria como la única forma superior, o decente al
menos, de sociedad política? El fundamentalismo democrático apela a la
libertad, a la dignidad humana, a la solidaridad. Pero todo esto es mera
metafísica escolástica. ¿Es que no hay libertad, o dignidad, o solidaridad en
un pueblo budista o islamista (las mayores muestras de solidaridad interna
las ofrecen los mahometanos que se inmolan conjuntamente en la lucha
contra sus enemigos los politeístas cristianos), o en una sociedad comunista?

Y acaso podrá decirse con razón que no la hay, cuando la libertad se toma en
el sentido de la libertad de elección propia de las democracias
parlamentarias. Pero con estos razonamientos se incurre en meras
tautologías, porque lo que habría que demostrar es que esa libertad de
elección de representantes equivale, sin más, a la libertad en el sentido
filosófico de la palabra.

¿Y de dónde mana el «impulso misionero» que lleva a los políticos


demócratas a predicar la cruzada de la democracia parlamentaria?
No es fácil encontrar la fuente, sobre todo si excavamos en el terreno de las
subjetividades psicológicas.

Pero hay un terreno en el que, al menos, podremos explorar los motivos


objetivos que las democracias parlamentarias tienen para propagar la forma
democrática a toda la redondez de la Tierra. Es el terreno del mercado
pletórico.

Si reconocemos la involucración interna entre la libertad de elección de


representantes y la libertad objetiva de elección de bienes en el mercado
pletórico; si, en concreto, reconocemos la involucración entre la democracia
parlamentaria, formada por ciudadanos libres (en la elección) y el mercado
pletórico formado por compradores libres (de bienes), la explicación del
«impulso misionero» de las democracias homologadas se hace muy sencilla:
lo que las democracias de mercado buscan, y lo buscan porque lo necesitan
objetivamente (y no ya subjetivamente) al tratar de extender la democracia, y
no sólo extender los valores de la democracia, sino principalmente los
valores de la Bolsa, es extender sus mercados, es decir, fabricar «nuevos
consumidores» para que pueda funcionar la producción industrial masiva de
bienes, más o menos individualizados (siempre desde criterios abstractos, de
clase).

Según estas premisas puede afirmarse que las democracias de mercado


subsistirán en tanto en cuanto subsistan los mercados pictóricos. Y no hace
falta añadir aquí nada más.

«Unidad» o «Unión»

Pero si volvemos, en esta excursión sobre la democracia, a nuestro asunto, la


pregunta que hay que replantear es la siguiente: ¿qué tiene que ver la
subsistencia de la democracia de mercado con las Naciones políticas y, en
particular, con la Nación canónica española? Pues no parece posible afirmar
que las naciones políticas fraccionarias, proyectadas en España desde las
plataformas de las «nacionalidades históricas» reconocidas por la
Constitución, no puedan ser democráticas.

Estas naciones fraccionarias, si lograsen sus pretensiones, conculcarían el


artículo 1 de la Constitución democrática española definida en 1978; pero
esta democracia no es la única posibilidad de democracia, y en este sentido
es infundada la acusación de antidemócratas que suele hacerse a los
nacionalistas secesionistas. Y la circunstancia de que históricamente las
democracias parlamentarias hayan surgido de los Estados nacionales
canónicos no significa que las futuras democracias parlamentarias «estén
atadas» a la forma canónica del Estado nacional canónico; sobre todo si las
futuras democracias fraccionarias asumen ellas mismas la forma de un
Estado nación, aunque sea en un volumen más reducido.

La cuestión que nos interesa no es, por tanto, la cuestión de las posibles
democracias futuras, en diferente formato de volumen, en general. Lo que
nos importa son las repercusiones que estas supuestas futuras democracias
fraccionarias puedan tener en la Nación española.

No nos afecta, ni poco ni mucho, lo que a un demócrata funda-mentalista


parece afectarle ante todo: la gozosa contemplación de la multiplicación de
las democracias, aunque esta multiplicación no tenga tanto la forma de la
reproducción de la democracia en nuestras sociedades no excluyentes, sino
que tenga la forma de una escisión directa de una democracia en partes que
excluyen la integridad del todo del cual proceden, la Nación española.

Lo que nos importa no es que las supuestas futuras naciones fraccionarias


democráticas multipliquen el número de las naciones democráticas
realmente existentes; lo que nos importa son las consecuencias que esta
multiplicación por escisión pueden tener para la Nación española, también
realmente existente.

Y es indudable que la principal consecuencia habrá que ponerla en el


descuartizamiento o «balcanización» de esta Nación política.
Descuartizamiento que implicaría también, necesariamente, el expolio del
patrimonio nacional español, y no sólo el espectáculo de la deslealtad, propia
de renegados, de quienes se separan después de que durante los años y aun
siglos de expansión se sintieron orgullosos de ser españoles.

Pero el descuartizamiento de la Nación española tiene mucho de latrocinio,


por lo menos para todos los españoles que consideran suyo el País Vasco,
Cataluña, Galicia... No sólo porque allí tienen también antepasados, sino
porque han contribuido con su trabajo o con su capitales a la formación de
las propias partes en trance de separación. Todos estos españoles no podrán
advertir ningún objetivo interesante, noble o digno en los procesos
secesionistas de quienes formaron siempre parte de su organismo político;
sólo podrán ver resentimiento, odio y vacío entendimiento de la libertad, o
simplemente intereses vulgares. Y estupidez económica y social, porque con
su separación prescindirían de un espacio de libertad mucho mayor (por no
hablar de un espacio mayor en el que ejercitar la solidaridad), que es el que
España íntegra les ofrece. Pero ellos lo habrán querido. Como quiere un
joven, en plena crisis de adolescencia, liberarse de su familia. Los rostros de
los manifestantes que observamos en Bilbao o en San Sebastián, pidiendo
libertad y soberanía para «su pueblo», recuerdan muy de cerca a los rostros
adolescentes que piden «libertad» movidos por impulsos primarios.
Impulsos primarios que han sido desencadenados por intelectuales
divagantes o por políticos interesados.

Ahora bien, el expolio tendría lugar incluso en el supuesto de que las


naciones escindidas mantuvieran de algún modo la unidad —o la unión,
según que utilizásemos la terminología unitarista o la federalista— de los
españoles, por ejemplo, mediante la forma de una Confederación. Forma
muy improbable, puesto que las probabilidades de alianza de Cataluña o del
País Vasco, en el supuesto de que ETA tomase las riendas y transformase
Euskadi en una república socialista —muy alejada de la forma democrática
parlamentaria—, con Francia o con Inglaterra, serían mucho mayores.

La situación planteada será también muy distinta si las nuevas democracias


adoptan la forma republicana o la monárquica. La unidad de esta supuesta
futura Confederación de naciones españolas podría acaso quedar mejor
garantizada por una monarquía que por una república.

No vamos a entrar aquí en el análisis de las dificultades que se presentan por


vía legal en el momento de transformar la unidad actual de la Nación
española, una e indivisible (que los federalistas consideran como centralista),
en una unión federal, una unión a la que sólo podría llegarse tras el
despedazamiento previo del Estado español en diecisiete Estados, si éstos
decidieran acordar el «pacto federal» libre e igualitario (despedazamiento
contemplado ya por Valentín Almirall en los años del sexenio
revolucionario).
Y otra gran cuestión interrogante se nos plantea aquí: la secesión, aunque no
sea más que por lo que tiene de expolio y de saqueo, ¿podría tener lugar
pacíficamente? ¿Acaso cabe esperar que los españoles permanezcan
cruzados de brazos ante el espectáculo ofrecido por unos individuos que,
avalados por pactos y convenios burocráticos, semiclandestinos, se disponen
a apropiarse de un patrimonio en el que todos tienen parte y parte
irrenunciable? ¿Hasta tal punto se habrá enfriado la sangre de los españoles
que nadie esté dispuesto a perder ni una gota en el forcejeo con los
expoliadores?

Pregunta 5

¿ESPAÑA ES IDEA DE LA DERECHA O DE LA IZQUIERDA?

Gran parte de los menosprecios a España proceden de las «gentes de


izquierda»; pero también hay gentes de izquierda que la exaltan

Supongo que todo el mundo entiende, de algún modo, por donde camina esta
pregunta, que no es de mi cosecha: un amigo me la ha sugerido, y la he
aceptado porque me ha parecido interesante como tema de disertación, sin
perjuicio de su confusión y oscuridad, y en parte precisamente por ellas.
Pues no creo que se trate de una confusión meramente subjetiva, imputable a
quien sugiere la pregunta y a quien la acepta, sino de una confusión objetiva,
es decir, entrañada en «la cosa misma», a saber, la Idea de España en cuanto
«atravesada» o cruzada por las Ideas de Derecha y de Izquierda (en sentido
político, desde luego).

La confusión o el embrollo es casi insuperable. «Intelectuales de izquierdas»


(de las izquierdas divagantes más radicales, es cierto) tales como Fernando
Arrabal, Juan Goytisolo o Rafael Sánchez Fer-losio se distinguen por
mostrar en sus escritos más influyentes una aversión, aborrecimiento o
desprecio hacia la España real; un aborrecimiento digno de Erasmo —Non
placet Hispania— o bien de los franceses de los tiempos de Masson de
Morvilliers, o de un inglés de los tiempos de don Jorgito. La inteligencia de
estos intelectuales no les da para más en el momento de distinguir la España
real de la España de Franco; menos aún para entender lo que la España de
Franco representó en el proceso histórico de desarrollo de la España real. Su
erudición confusa les ofrece una coartada muy socorrida, la que necesitan
para poder mantener el mínimo contacto con sus potenciales lectores
españoles, que podrían sentirse impulsados a arrojar sus libros, leídas las
primeras páginas, a la basura, si sólo vieran en ellos el odio y la aversión
contra ellos mismos que alienta en su fondo.

La coartada consiste en inventarse una España mítica (por ejemplo, la


España en la que convivieron las «tres culturas» —Américo Castro todavía
no llegaba a tanto y se limitaba a hablar de las tres religiones: moros, judíos
y cristianos—) concentrando sobre este mito de España sus afectos. De este
modo, los lectores españoles ya no podrán decir que estos «intelectuales de
izquierdas» están movidos por el aborrecimiento a España.

Pero el aborrecimiento lo detectamos ya en el instaurador mismo de la


Leyenda Negra, el padre Las Casas, en quien su discípulo Rafael Sánchez
Ferlosio (Esas Yndias equivocadas y malditas, Premio Nacional de Ensayo,
1994, pág. 56) cree advertir que «el aborrecimiento por los españoles era,
intuitivamente, aborrecimiento por la Historia Universal, supuesto que eran
los españoles quienes, en su triunfante papel de ejecutores del furor de
predominio, aparecían como la encarnación visible que ostentaba su
representación».

Aborrecimiento o resentimiento que se dirige contra la España de Franco,


pero también contra la España de la dictadura de Primo de Rivera, contra la
España de los Borbones, contra la España de los Austrias, contra la España
de los Reyes Católicos, contra la España del Imperio... Pero se detiene, para
dar paso a la admiración y al asombro gratuito, en esa España mitificada de
judíos, moros y cristianos del reinado de Fernando III el Santo.

Mitificada porque, confundiendo la tolerancia del desprecio (o de la


inhibición) con la intolerancia del amor, no se dan por enterados, por
ejemplo, de que (nos lo cuenta documentalmente Paulino García Toraño, en
su libro sobre El Rey Don Pedro el Cruel y su mundo, Madrid, 1996) al
entrar san Fernando en Sevilla, se celebró una función religiosa en la
mezquita, previamente purificada; y aposentado ya el rey en el alcázar, se
hizo entrega de las casas de la ciudad, vaciadas de habitantes, a los que
habían tomado parte en el asedio y conquista; y pocos años después de la
conquista, las Cortes de Valladolid de 1258, remataban la obra: ordenaban
que «los moros que moran en las villas que son pobladas de cristianos que
anden cercenados alrededor o el cabello partido sin copete e que trayan las
barbas largas, como manda su ley ni trayan cendal nin peña blanca nin paño
tinto si no como dicho es de los judíos, nin zapatos blancos nin dorados e el
que los trujiere que sea a merced del rey». Las Cortes acordaron también el
ordenamiento de los clérigos y el de los fijosdalgo. En la petición 30 se pide
que: «Ninguna mujer cristiana non more con judío nin con moro a soldada
nin de otra manera ni le crie su fijo o fija. Que moros y judíos no lleven
nombre cristiano ni vistan paños de viado... nin trayan adobos de oro o plata
en las ropas».

La España mítica de las «tres culturas» alimenta la nostalgia de los delirios


folclóricos de tantos grupos andaluces de hoy, que «conmemoran» aquella
«España perdida», la España de la cultura árabe y judía, la España en la que
los cristianos, por cierto, tenían que pagar tributo.

Volvamos ahora a otros años (los primeros años setenta del siglo xx) en los
que se publica la Carta a Franco de Fernando Arrabal: «Hace unos años
había un país en el que los filósofos árabes construían el pensamiento más
original de su raza [¿por qué no dice Arrabal que Averroes fue condenado y
tuvo que abjurar de sus errores en la mezquita de Córdoba?], mientras que
unas calles más allá los judíos creaban el monumento de la Kabala [¿qué
queda hoy de ella que no sea mera arqueología?]. Este país era España. Sus
reyes se llamaban, por ejemplo, Alfonso X el Sabio o Fernando III el Santo.
Este monarca se proclamó “el rey de las tres religiones” [hoy Arrabal, para
ponerse al día, hubiera dicho: “El rey de las tres culturas”]».

Pero frente a estos intelectuales de izquierda divagante hay otros muchos


intelectuales, también de izquierdas, y aun de izquierdas definidas, que han
mantenido una actitud completamente diferente ante España. Cabe recordar
las palabras de Manuel Azaña, que fue presidente de la Primera República
Española, que hemos citado al final de la introducción de este libro.

Podríamos citar también palabras de veneración a España pronunciadas o


escritas por hombres de la izquierda definida, como pudieron serlo Vicente
Uribe (comunista) o Indalecio Prieto (socialista); palabras de un
«españolismo» tan intenso que muchos, no muy metidos en literatura
política, podrían atribuir a Ramiro de Maeztu o a José Antonio Primo de
Rivera.
Pero no me propongo tratar aquí de las actitudes u opiniones que acerca de
España han mantenido o mantienen españoles clasificados como «de
izquierdas» o «de derecha». Si he comenzado por recordar algunos
españoles muy conocidos, clasificados tanto entre las izquierdas como entre
las derechas, no es con el ánimo de comenzar una encuesta «empírica», sino
para corroborar la naturaleza confusa que hemos atribuido a la pregunta
titular, ¿España es Idea de la Derecha o de la Izquierda?

Polarización izquierda/derecha de la Historia de España

La confusión de esta pregunta procede tanto de la confusión propia de los


significados del término «España» (¿de qué España hablamos?, o si se
prefiere: ¿desde qué Idea de España hablamos?, dado que es imposible
hablar de España, más allá de sus referencias geológicas, si no es desde
alguna Idea) como de la confusión que caracteriza a los términos «derecha»
e «izquierda», más allá de sus referencias topográficas. La confusión
objetiva de la pregunta titular puede hacerse consistir sencillamente en la
circunstancia de que esta pregunta sólo podrá alcanzar una mayor distinción
dando por supuestas algunas de las Ideas que se dan entretejidas tanto en el
término «España» como en los términos «derecha» o «izquierda». Pero estas
suposiciones, si no se explicitan, sólo podrán operar en la subjetividad de
quienes creen entender sin dificultad el alcance de la pregunta. De suerte que
aunque todos la entiendan, no se entenderían entre sí. («Todos la
entendemos, pero cada cual a su manera.»)

Y existe otra razón más (un economista diría acaso: «Otra razón adicional»,
y diría mal en esta ocasión, porque no es adicional, sino constitutiva) para
explicar la confusión de la pregunta que nos ocupa: el carácter capcioso de la
interrogación, que no determina si es una alternativa (¿de izquierda, de
derecha o de ambas a la vez?) o una disyuntiva (sólo de izquierda, sólo de
derecha), y si la forma alternativa o la disyuntiva de la pregunta se supone
verdadera o falsa. Pues podría ocurrir que España no fuera ni Idea de la
derecha, ni Idea de la izquierda, del mismo modo que un triángulo
rectángulo no es ni de izquierdas ni de derechas (y esto sin perjuicio de que
los masones —a quienes la Iglesia católica consideraba de izquierdas y el
Politburó soviético consideraba de derechas— utilizaran el triángulo
rectángulo como emblema de su secta).
Una cosa es, por tanto, que España o el triángulo rectángulo no tengan que
ver con la oposición derecha/izquierdas (cualquiera que sea el modo como
esta oposición se entienda) y otra cosa es que la derecha o las izquierdas no
tengan nada que ver con España, o con el triángulo.

Y, en todo caso, España no es una entidad tan simple como pueda serlo el
triángulo rectángulo. La involucración de las izquierdas y de la derecha con
España es mucho mayor que la involucración que ellas puedan tener con el
triángulo. Y, por tanto, recíprocamente, la involucración que España (o la
Idea de España) ha de tener con las izquierdas o con la derecha será también
mucho más profunda que la que pueda corresponder al triángulo geométrico.
Y con esto tampoco queremos prejuzgar que España no pueda ser segregada
de la oposición, disyuntiva o alternativa, izquierda/derecha. A fin de cuentas,
España, como nación histórica, existía ya muchos siglos antes de que la
oposición izquierda/derecha hubiera sido formulada en la Asamblea francesa
revolucionaria. Lo que ocurre es que la polarización que la oposición
izquierda/derecha determina en todo cuanto tiene que ver con España es tan
avasalladora que se extiende, ante todo, incluso retrospectivamente, a los
siglos anteriores a la Revolución Francesa (¿qué militante de izquierdas no
considera a los comuneros de Castilla como correligionarios suyos y a los
imperiales de Carlos I como hombres de la derecha más reaccionaria?).

De este modo, muchos intelectuales de izquierdas citarán, como testimonios


del amor a España que ellos pueden presentar, las palabras ya citadas de
Ricote a Sancho Panza, al referirle cómo fue expulsado de España por Felipe
II, con otros de su raza (condición suficiente para considerar de izquierdas a
Ricote, como exiliado). Y otros intelectuales de derecha citarán como
correligionario suyo a Francisco de Quevedo (¿no se había enfrentado, como
si fuera un inte-grista, contra las modas francesas que se infiltraban por
nuestras fronteras?, ¿no había tomado partido por el patrocinio de Santiago
frente al de santa Teresa?) cuando dice: «¡Oh desdichada España! Revuelto
he mil veces en la memoria tus antigüedades y anales, y no he hallado por
qué causas seas digna de tan porfiada persecución».

Sin embargo, la «despolarización» de la España histórica es imprescindible,


si queremos librarnos no ya de los anacronismos, sino también del fatal
subjetivismo que entontece a quienes creen que la oposición
izquierda/derecha es la oposición fundamental, trascendental para todo ser
humano; a quienes, por ejemplo, creen que dudar del carácter
«trascendental» de estas distinciones («una de las dos Españas ha de helarte
el corazón») es signo inequívoco, o «seña de identidad», de la derecha,
ignorando que Lenin, o Stalin, o Mao —considerados generalmente desde la
Europa capitalista o socialde-mócrata (es decir, de derecha o izquierda)
como prototipos de la izquierda más radical— negaron de plano la
trascendentalidad (o profundidad) de la oposición entre derecha e izquierda,
como distinción secundaria, circunscribiéndola al ámbito de la «revolución
burguesa», y proponiendo su sustitución por otra oposición, que ellos
consideraban la oposición fundamental, a saber, la oposición entre
capitalismo y comunismo.

La derecha y el Antiguo Régimen; las diversas generaciones

de las izquierdas

Y, con esto, tenemos ya marcado el camino para tratar de responder según


criterios objetivos a la pregunta de si España es una Idea de derecha o de
izquierdas. Un camino que evitaría encharcarse en el caos empírico de las
autodefiniciones (emic) de quienes se consideran de derechas o de izquierdas
«de toda la vida». ¿Qué ganamos al escuchar a un anarquista cuando dice
con exaltación que él «lucha por la libertad y por el progreso»?, ¿qué quiere
decir con las palabras libertad y progreso?, ¿acaso los hombres de la derecha
más conservadora (como pudiera haberlo sido fray Rafael Vélez, en su
Preservativo contra la irreligión) no proclamaron también que ellos
luchaban por la verdadera libertad y por el verdadero progreso?

El camino que vamos a seguir no es el camino de las autodefiniciones, más o


menos coyunturales. Un militante de la corriente de

Izquierda Socialista diría, en España, que es propio de un gobierno de


izquierdas practicar una política de incremento de la presión fiscal,
aumentando los impuestos directos y evitando la privatización de las
empresas públicas. Pero lo que ocurre es que esta misma política puede ser
adoptada por un gobierno de derecha, así como la contraria —bajar los
impuestos y privatizar las empresas públicas— puede ser adoptada también
por un gobierno que se define como de izquierda, como le ocurre al actual
gobierno socialista de Rodríguez Zapatero.
Y no se trata de desestimar estas autodefiniciones. Constituyen una
referencia inexcusable. Simplemente, nuestro método objetivista
(materialista) nos impulsa a utilizarlas como datos empíricos que habrán de
ser interpretados desde alguna teoría presupuesta sobre la oposición entre
derecha e izquierda, y no como los únicos criterios. Podría ocurrir que quien
carece de una teoría semejante esté entregado sin embargo de hecho a la
«investigación empírica» de la oposición; y cuando este individuo hojee una
exposición teórica con las referencias empíricas pertinentes, sólo podrá
percibir un monótono repertorio de datos y citas empíricas. Pero en realidad,
quien carece de una teoría objetiva de la distinción derecha/izquierda, por el
afán de atenerse a los hechos empíricos (en realidad, emic), sólo podría decir
que no puede decir nada, salvo aportar nuevos textos para incrementar el
caos.

Por nuestra parte, nos atendremos a la teoría de la distinción


derecha/izquierda que hemos expuesto en El mito de la Izquierda, libro al
que remitimos al lector. Sin embargo, hemos procurado que la utilización de
esta teoría que aquí hacemos pueda entenderse, en sus líneas generales, sin
necesidad de consultar el libro citado.

El núcleo de esta teoría —núcleo cuya «filiación» marxista-leni-nista sería


imposible disimular— le lleva a insistir en poner como origen de la
oposición izquierda/derecha lo que los propios nombres topográficos
representaban: la defensa del Antiguo Régimen (el Trono absoluto y el Altai;
como fuentes de la soberanía) y la defensa del Nuevo Régimen de la
Revolución, que pedía derribar el Trono y el Altar para poner a la Nación
como nuevo sujeto de la soberanía política.

Ahora bien: los ciudadanos que querían derribar el Antiguo Régimen, a fin
de sustituirlo en la gobernación del Estado, sólo podían ser los ciudadanos
entonces capacitados (socialmente, técnicamente, intelectualmente,
organizativamente...) para hacerlo, es decir, el tercer estado de Sieyes, al que
más adelante se le llamará burgués (quizá por la influencia que aún ejercía el
«burgués gentilhombre» de Moliere). La gran Revolución fue una revolución
burguesa, cuyo enemigo propio fue el Antiguo Régimen, y no sólo el
representado por el Reino de Francia, sino también por todos los Reinos e
Imperios que la rodeaban: el Imperio español, el Imperio inglés, el Sacro
Romano Imperio Germánico, el Imperio ruso.
De este modo, el primer sentido de la oposición derecha/izquierda, o el
primer nivel en el que esta distinción se dibujó, fue el de la oposición
Antiguo Régimen/Nuevo Régimen. La derecha contenía todo lo que tenía
que ver con la defensa del Antiguo Régimen, la izquierda —y ante todo la
izquierda radical de primera generación, la izquierda jacobina—, todo lo
que tuviera que ver con la defensa del Nuevo Régimen, es decir, con la
Nación política (con la república, con la democracia, poco después con el
Estado de derecho).

Como una «consecuencia» de la izquierda jacobina podría interpretarse el


ciclo napoleónico que, sin perjuicio de su efímero Imperio, tuvo energía
suficiente para derribar muchas coronas europeas asentadas en el Antiguo
Régimen, poniendo en su lugar a las clases burgueses, en colaboración con
las aristocracias del salario.

Una de estas consecuencias del Imperio napoleónico fue el


desencadenamiento de un proceso de descuartizamiento del Imperio español
y, al mismo tiempo, de la aparición en España, en tomo a las Cortes de
Cádiz, de un segundo género o corriente histórica de la izquierda, a saber, la
izquierda liberal. Izquierda liberal que, salvo algunos breves intervalos (en
los cuales el Antiguo Régimen, la derecha tradicional, recuperaría su poder:
la «ominosa década» de Femando VII, los periodos de dominación carlista
en el País Vasco, Navarra o Cataluña), mantendrá su hegemonía en versiones
distintas (por ejemplo, la versión progresista de Espartero o de Sagasta y la
versión moderada de O’Donnell) hasta llegar al «sexenio revolucionario»
(1868-1874) que desembocó en la Primera República española.

Pero la «revolución burguesa», aun cuando continuó su proceso de


expansión a lo largo de todo el siglo XIX, encontró también muy pronto sus
límites. Y, con éstos, encontró también los suyos la distinción entre las
izquierdas y la derecha. La libertad, la igualdad y la fraternidad que la
Revolución había intentado instaurar mediante la transformación del
Antiguo Régimen en un Estado nacional resultó ser la fuente de una nueva
esclavitud, disfrazada como proletariado, constituido por los ciudadanos
«libres para vender su fuerza de trabajo». Una desigualdad de hecho más
escandalosa aún si cabe que la del Antiguo Régimen y unas enemistades
fraternas entre ciudadanos libres e iguales tan fuertes como aquellas de las
que tenían noticia histórica (sin duda, porque la revolución industrial, el
progreso, controlado por la derecha burguesa, había incrementado los
armamentos, los transportes, la logística militar).

Es en este punto en el que comienza una tercera generación de la izquierda,


todavía emparentada con la perspectiva de la gran Revolución («¡Ni rey, ni
amo!»), pero aún más radical, porque ya no se dirige contra el Régimen
antiguo (aunque manteniendo el Estado transformado en la forma de Nación
política), sino que ataca al Estado mismo y, con él, a la Nación política, tal
como la concibió la izquierda radical y la izquierda liberal. Es el
anarquismo.

Sin embargo, el anarquismo, al renunciar a la «conquista del Estado»,


porque buscaba destruirlo de inmediato, se encuentra sin plataforma para
actuar sistemáticamente contra el Estado burgués y contra su consolidación
capitalista. Marx tiene el mérito de haber diagnosticado, contra el
anarquismo, la imposibilidad de destruir al Estado burgués sin pasar, en
primer lugar, por su conquista, para utilizarlo al servicio del proletariado.
Marx, sobre todo, iniciará la sustitución de la oposición derecha/izquierda,
tal como se había establecido en el primer nivel (en la superestructura) del
sistema social, por la oposición en un nivel «básico», más profundo, entre
capitalismo y comunismo: la derecha será ahora el capitalismo y la
izquierda, el comunismo.

En este clima, bajo la influencia de Marx, pero también de Lasa-lle, se irán


echando los cimientos de la cuarta generación de la izquierda, la que en
adelante se conocerá como socialdemocracia. La socialdemocracia, con el
espíritu del armonismo (Bernstein, Kautsky), confiará en la posibilidad de un
socialismo gradual, llevado a término desde los Estados más consolidados:
la Alemania de

Bismarck, la Inglaterra de Disraeli, o la Francia de Gambetta y Jau-res. Y,


efectivamente, el desarrollo social, socialista, de estos Estados, en los cuales
la clase obrera llegó a adquirir el rango de una «aristocracia del salario»,
podía notarse a ojos vistas. Pero gracias a la evolución de estos Estados
hacia el imperialismo depredador más escandaloso («el imperialismo, fase
superior del capitalismo») que acabaría en la Primera Guerra Mundial. Aquí,
contra la socialdemocracia (el «revisionista Bernstein» y el «renegado
Kautsky») tomará comienzo la quinta generación de la izquierda, que
desplazará definitivamente la oposición derecha/izquierda hacia el nivel más
profundo o básico del sistema social, en el cual tal distinción quedará
propiamente relegada al nivel más superficial de la superestructura. La
oposición entre el capitalismo y el comunismo victorioso, tras la conquista
del poder político (Lenin, Stalin), en la forma de una dictadura del
proletariado. Este quinto género, visto desde el exterior (desde la oposición
burguesa izquierda/derecha), será contemplado como la forma más radical
de la izquierda, aunque desde el interior ya no podría ser interpretado como
izquierda, sino como comunismo (en cuyo curso aparecerá un izquierdismo
considerado por Lenin no ya como una corriente progresista, sino como una
«enfermedad infantil del comunismo»).

El Estado de bienestar democrático jurídico, como Estado social de derecho,


era la meta que desde Bismarck asumió la socialdemocracia como objetivo
propio. Pero este Estado de bienestar fue también incorporado por la quinta
generación, por el Estado de bienestar instaurado por la Unión Soviética, un
Estado social no democrático en el sentido del parlamentarismo burgués
(Bujarín había dicho que en la Unión Soviética hay libertad de partidos,
«con la condición de que todos menos uno estén en la cárcel»).

Tras ta caída de la Unión Soviética la oposición derecha/izquierda se


desdibuja

El Estado de bienestar, consolidado el capitalismo, y tras la guerra fría y el


ulterior derrumbamiento de la Unión Soviética, hará que la oposición
capitalismo/comunismo, propia de la quinta generación de la izquierda,
pierda su condición de oposición entre sistemas realmente existentes en
Europa. Ello determinará también que la oposición derecha/izquierda, en el
sentido definido tradicional, se desdibuje, dada la convergencia de los
partidos correspondientes. La oposición se transformará, por ejemplo, en
oposición entre liberalismo económico (socialdemócrata y conservador) y
socialismo, pero que propiamente son opciones convergentes, planes y
programas utilizados en «Occidente» tanto por la derecha histórica como por
la izquierda socialdemócrata.

Las izquierdas de nuestra época, aunque manteniendo sus ideologías,


tendrán que refugiarse de hecho en terrenos no definibles políticamente.
Ante todo, en terrenos psicológicos (aunque con incidencia social, más que
política): las izquierdas, sabedoras de su convergencia política con la ya
evolucionada antigua derecha, y rencorosas por lo que ellas perciben como
frustración personal, buscan el modo de mantener su distancia y su
separación con la derecha, y como no la encuentran en el presente recurren a
la «memoria histórica». Memoria histórica que se sustancia, por ejemplo, en
la rumia y el recuerdo de las posiciones que ocupaban otras personas de su
entorno (incluso amigos) en épocas pretéritas; con lo cual resulta que la
oposición política izquierda/derecha va degenerando en un intento miserable
de mantenerse frente a personas por razón de su militancia en antiguas
bandas que hace ya muchos años dejaron de existir (algo así como si tratasen
de reavivar los enfrentamientos que tuvieron en sus tiempos escolares).
Cuando la línea divisoria de las izquierdas, frente a la derecha evolucionada,
con la que han confluido, intenta llevarse fuera de este terreno meramente
psicológico, y marcha en busca de territorios menos subjetivos, tampoco los
encuentra en la política real, porque no existen, y no podrían ser definidos
políticamente. Sin embargo, aparecerán sucedáneos de la política que las
izquierdas, sin terreno político propio, intentarán cultivar en régimen de
invernadero.

Y esto dará lugar a diversos géneros de izquierdas indefinidas políticamente,


que hemos creído poder clasificar en los tres siguientes: el de la izquierda
extravagante (porque pierde el sentido de la realidad y se decide pasar a la
utopía, a un «reino que no es de este mundo»), el de la izquierda divagante
(constituida principalmente por bandadas de «intelectuales y artistas», que,
aun manteniéndose en la tierra, divagan hacia el pasado con nostalgia,
ejercitándose por ejemplo en lo que llaman la «memoria histórica», o
simplemente en la imaginación literaria, pictórica, poética o
cinematográfica) y el de la izquierda fundamentalista (adusta y doctrinaria,
que produce «libros de doctrina», que son látigo de una derecha difícil de
distinguir de la izquierda, y de las otras izquierdas definidas; una izquierda
fundamentalista apocalíptica en ocasiones, que profetiza constantemente no
ya el futuro —como la izquierda extravagante—, sino el pretérito: explica
por qué fracasó la revolución en Alemania, en los tiempos de Friedrich Ebert
y Gustav Noske, o por qué fracasó la Unión Soviética en los tiempos de
Gorbachov, o por qué fracasó la revolución española en los tiempos de
Carrillo y de Suárez).
Desde esta teoría de la Izquierda, de su origen y de sus diversos géneros,
podemos replantear la pregunta inicial de un modo también teórico y no
meramente empírico, o, si se prefiere, de un modo tal que los «materiales
empíricos» puedan ser sistemáticamente rein-terpretados.

Argumentos a favor de la tesis «España es Idea de la derecha», y su


crítica

Ante todo, el planteamiento general puede formularse a través de este


silogismo, de esta argumentación: puesto que la izquierda, en la teoría,
aparece en la oposición al Antiguo Régimen (que, por tanto, asumirá
automáticamente, aunque sea retrospectivamente, la condición de derecha) y
España, la Idea de España que los españoles se habían formado, la Idea de la
nación española que hemos visto en Cervantes o en el Conde Duque, forma
parte del Antiguo Régimen, ¿no habrá que concluir necesariamente que
España ha de considerarse ante todo como una Idea de la derecha?

Se confirmaría esta conclusión si nos atenemos a la Idea de España que, al


menos oficialmente, estaba vigente en el Antiguo Régimen: es una Idea
vinculada a la monarquía hispánica, al Trono y al Altar, que, tras siglos,
identificada con la religión católica y con su misión de defensa de la fe
(deteniendo al islam, purificando a España de contaminaciones judías),
buscaba extenderla por toda la redondez de la Tierra, por África, por Asia y,
sobre todo, por América.

Sin embargo, la conclusión del silogismo incurre en un anacronismo grave,


puesto que España, aunque existiera, junto con su Idea, en los siglos
anteriores a la Revolución, no podría considerarse «a la derecha». Pero esta
consideración retrospectiva se realimenta por la circunstancia de que la
España posterior a la gran Revolución (por ejemplo, la España que se
enfrentó a la invasión napoleónica) se consideraba en gran medida como
heredera del Antiguo Régimen: los «guerrilleros» al frente de los cuales
solía haber curas y obispos; después, en la ominosa década que dejó en
suspenso la Constitución de Cádiz; más tarde, un siglo adelante, el
«nacionalcatolicismo» de la España de Franco, en el cual la Iglesia católica
española consideró la Guerra Civil emprendida por la derecha como una
Cruzada que España emprendía contra el comunismo y contra la masonería,
es decir; «contra la izquierda».
Sería absurdo concluir de esta argumentación, como algunos concluyen a
veces sólo para sus adentros, y otras veces de forma explícita, que España es
una Idea de derechas y que, por tanto, habría que considerar a los diversos
géneros de la izquierda que en España hubieran de sucederse (en paralelo al
curso que estos géneros siguieron en otros países) como corrientes en las
cuales la Idea de España se ha esfumado o estaba llamada a disolverse.

Semejante conclusión tiene, sin duda, algún fundamento. Su absurdo


consiste en generalizarla a toda la izquierda. Lo procedente es sospechar que
la Idea de España propia del Antiguo Régimen no tenía por qué haberse
esfumado con el advenimiento del Nuevo Régimen, sino sólo transformado.
Y transformado no de un modo uniforme. Y aquí se manifiesta la utilidad
que puede corresponder a la teoría de los géneros de la izquierda que
acabamos de esbozar. Porque la cuestión no se planteará ya como una
alternativa (o disyuntiva) entre la derecha y la izquierda, tomada en bloque,
sino diferencialmente, según, precisamente, los diversos géneros que
sucesivamente la «Izquierda» ha ido desplegando.

Se nos abre así la tarea de analizar diferencialmente las transformaciones


que la Idea de España del Antiguo Régimen hayan podido experimentar en
cada una de los géneros de izquierda del Nuevo. Tarea que, por supuesto, no
es posible emprender en este lugar, en el que sólo cabe esbozar unas líneas
generales que puedan servir de guía para ulteriores trabajos históricos.

Nos atendremos, en esta exposición, a los diferentes niveles por los cuales el
curso de la oposición izquierda/derecha ha transcurrido, y sin que cada
cambio de nivel implique la desaparición del anterior. El nivel 1 es aquel en
el que la oposición derecha/izquierda se define en el terreno de la lucha de
clases del Nuevo Régimen (burgués) y del Antiguo Régimen (lucha que
tiene lugar a través de los conflictos entre Estados bien consolidados). El
nivel 2 se va determinando tras la desaparición en Europa del Antiguo
Régimen (monarquías constitucionales, Revolución de octubre de 1917,
guerras mundiales, guerra fría). La definición de la oposición
derecha/izquierda se redefini-rá ideológicamente mediante la oposición
«proletariado internacional o clase obrera» y «capitalismo internacional».

Oposición que se concretará, por la involucración de la dialéctica de clases


en la dialéctica de Estados, en la oposición entre el bloque de los Estados
capitalistas y el bloque de los Estados comunistas. En el nivel 3, que culmina
con el derrumbamiento del bloque comunista, la oposición derecha/izquierda
pierde las definiciones que había logrado en los niveles 1 y 2, al constituirse
el escenario, en el que todos convergen, de las democracias de mercado
homologadas, en los Estados de bienestar. Escenario que tiende a la
globalización, incluso a la convergencia (en la República Popular China) del
capitalismo y del comunismo, según la fórmula «un país, dos sistemas».

La Idea de España en las dos primeras generaciones de la Izquierda: la


radical y la liberal

¿Qué transformaciones experimenta la Idea de España, heredada del Antiguo


Régimen, en el proceso de aparición de la izquierda, en sus dos primeras
generaciones, la de la izquierda radical y la de la izquierda liberal?

La izquierda radical se desarrolla en Francia, pero tiene repercusiones


importantes en la Idea de España que pudieran tener tanto los realistas
franceses (que vieron apoyada su causa por la monarquía española) como los
revolucionarios (amistades del conde Aran-da, Olavide, etc., con los
ilustrados, incluyendo entre éstos al propio Napoleón).

Pero refiriéndonos a la Idea de España que en España misma va


conformándose en las corrientes más próximas a la izquierda radical, habría
que mirar, ante todo, hacia la Idea de España que los «afrancesados» (desde
el conde Aranda, u Olavide, hasta los josefinos, después de la invasión
napoleónica, tales como Leandro Fernández de Moratín, Juan Antonio
Llórente o el mismo Francisco de Goya) fueron tallando en función de la que
tenían los ilustrados franceses, muy contaminados, por cierto, por la
Leyenda Negra.

Destacaremos como rasgo significativo la presencia de la «dialéctica de


Estados» en el mismo proceso de transformación de la Idea de España en los
afrancesados (tanto en los prenapoleónicos como en los josefinos): salvo
excepciones habrá que reconocer (en honor del «patriotismo» de quienes, sin
embargo, y con razón, pudieron ser acusados de traidores de lesa patria) que
los afrancesados españoles no perdieron de vista los intereses de España y de
su Imperio, sin perjuicio de sus proyectos de adaptación a los nuevos
tiempos (me refiero a los del conde Aranda sobre la reorganización de las
provincias americanas) y, en todo caso, de la defensa de la integridad del
territorio peninsular (escrito al rey José I, en 2 de agosto de 1800, de sus
ministros españoles rechazando los proyectos de Napoleón para incorporar a
Francia las provincias del norte de España a cambio de cesar la guerra;
escrito exculpatorio de 1816 de Félix José Reinoso, un cura sevillano
afrancesado, con el título: «Examen de los delitos de infidelidad a la Patria
imputados a los españoles sometidos bajo la dominación francesa»).

Ahora bien: la «nueva Idea de España», que de un modo original irá


conformándose por la influencia de la izquierda de segunda generación, es la
Idea de España del liberalismo.

Es obra de los liberales la definición de España como Nación política, así


como la política orientada a consolidarla, continuada a lo largo del siglo
(para fijar fechas «convencionales»: desde 1812 hasta 1931, porque la
Constitución de la Primera República ya no define a España como «Nación»,
sino como «República de trabajadores de todas las clases»).

A través de la «Revolución liberal» (y hay que tener en cuenta que los


liberales hubieron de mantener contactos muy estrechos con los «serviles»,
representantes del Antiguo Régimen, por la solidaridad patriótica que tenían
con ellos frente a los «afrancesados») la Idea de España del Antiguo
Régimen cambia enteramente. La soberanía pasa a ser atribuida a la Nación
española. Alvaro Flórez Estrada, en la Memoria de presentación de un
Proyecto de Constitución, en 1809, llega a decir que, supuesta la soberanía
de las Cortes (reunidas en Cádiz), habrá que considerar como crimen de
Estado llamar soberano al rey.

Sin embargo, la «Nación española» de la Constitución liberal de 1812 ofrece


unas características originales muy acusadas. La Nación española
corresponde a todos los españoles de ambos hemisferios. Mantiene la forma
monárquica, pero según la estructura de la monarquía constitucional, y no
proclama una ruptura radical de España con el Antiguo Régimen. Desde
Jovellanos hasta el futuro cardenal Inguanzo, o Agustín Argüelles, se insiste
en la continuidad de la «España constitucional» con la España del Fuero
Juzgo, con las Partidas de Alfonso X el Sabio o con las Cortes de Castilla.
Desde el liberalismo, principalmente, en conflicto permanente con las
últimas pulsaciones «de la derecha», del Antiguo Régimen (representado por
el carlismo y por el integrismo), se trabaja a lo largo de todo el siglo XIX y
principios del XX en crear las instituciones propias de la Nación española, y
de un patriotismo español que contrapondrá la Patria grande —la Nación— a
las patrias chicas, las regiones. Instituciones tales como las Milicias
Nacionales, la taurina Fiesta Nacional, la Biblioteca Nacional, las Escuelas
Nacionales, los Institutos Nacionales, la institucionalización de la Historia
nacional de España, y por supuesto la promoción de la música nacional, la
literatura nacional, la historia de la filosofía española, etc. Y desde luego, la
redefinición de España en cincuenta provincias, que borraba la división de
España del Antiguo Régimen en reinos.

Por supuesto, el nivel 1, en el que, aunque sea retrospectivamente, podría


mantenerse la oposición entre izquierda y derecha, en la parte central del
siglo XIX, comienza a ser sustituido por el nivel 2, cuando el oleaje de la
Primera Internacional llega a España, y de su mano el reconocimiento en el
Diario de Sesiones de las Cortes, durante el sexenio revolucionario, de una
derecha y de una izquierda (confusamente percibida desde los niveles que
venimos distinguiendo como 1 y 2).

La Idea de España en ¡a tercera generación de la Izquierda, la


anarquista

Con la profundización hacia el nivel 2 de la oposición izquierda/derecha, que


comienza con la tercera generación de la izquierda (la izquierda libertaria o
anarquista), la Idea de España de la tradición radical, o la de la tradición
liberal, experimentará un cambio espectacular, al menos en el terreno
doctrinario-ideológico. La raíz de este cambio podría ponerse en el
«cosmopolitismo anarquista», en la Idea del Género humano, que compartirá
la Primera Internacional con las primeras organizaciones socialistas.

Desde esta perspectiva «humanista» (el humanismo de la Humanidad, o del


Género humano, el humanismo de la Fraternidad, o, a partir del libro de
Pedro Leroux —La Gréve de Samarez, poéme philosophique, París, 1863—
el humanismo de la Solidaridad entre todos los hombres), las Naciones
canónicas, las nuevas Naciones Estado que se van creando a partir de la
Revolución Francesa, tenderán a ser vistas como «formaciones burguesas»,
creaciones del capitalismo, que rompe la solidaridad entre los hombres y
establece la separación entre ellos, y los lanza a una situación de guerra
continuada. Los Estados nacionales deben desaparecer en nombre de la Paz;
su lugar lo ocuparán los Pueblos, cuyos límites sólo podrán fijarse por
autodeterminación; pero esos Pueblos se identifican en la práctica con las
naciones en sentido étnico o cultural.

El «principio federalista», de fuerte componente anarquista, llegará a


ascender al mismo nivel 1 de la oposición izquierda/derecha. En el caso de
España, desempeñará un papel fundamental el libro Las nacionalidades de
Francisco Pi Margall, que fue presidente, aunque efímero, de la Primera
República española. «Las nacionalidades» perderán la sustantividad que
habían alcanzado en la ideología de los Estados nación, y pasarán a ser
meras fases históricas dadas dentro de un proceso de sociedad universal en la
cual las unidades históricas tales como España, Francia o Alemania podrán
quedar diluidas. Un anarquista coherente se considerará, antes que
ciudadano español, un «ciudadano del Mundo»; su Patria no será ya tanto
España o Francia: su Patria será la Humanidad.

En coherencia con esta ideología cosmopolita (una ideología distante


infinitamente de la práctica real, salvo en algunos contados agentes o
apóstoles de la ideología) los anarquistas inspirarán una política de
asociación intemacionalista de los trabajadores y un rechazo, mediante la
abstención, a cualquier tipo de participación política con los Estados
nacionales burgueses. Sólo en ocasiones extraordinarias participarán en las
elecciones parlamentarias.

Otra cosa es que la «dialéctica de los hechos» determine, más de lo que la


ideología quisiera, las unidades organizativas de las corrientes anarquistas.
Un ejemplo muy ilustrativo en España es el del sindicato CNT
(Confederación Nacional de los Trabajadores), que en sus siglas ya hacía
figurar a la Nación, en este caso con referencia a la Nación española; si bien
la FAI (Federación Anarquista Ibérica), una elite semisecreta de la CNT, ya
amplió los límites de la Nación española, pero para incorporar a ella (como
reproduciendo el mapa de los Austrias) a Portugal.

La Idea de España en Sa cuarta generación de la Izquierda, ¡a


socialdemócrata
La que venimos computando como cuarta generación de la izquierda
definida, la socialdemocracia (en España, prácticamente, el Partido
Socialista Obrero Español, desde Pablo Iglesias hasta Manuel Chaves),
reconocerá a los Estados nacionales —por tanto a España— una consistencia
muy superior a la que podría reconocerle el anarquismo. Sin embargo, la
ambigüedad de sus posiciones, determinada por la ambigüedad misma de sus
principios doctrinales, será siempre muy grande. Sin duda, en sus siglas,
PSOE, figura explícitamente el adjetivo «Español», pero ambiguamente
referido como adjetivo a la vez a «Partido» y, sobre todo, a «Obrero», lo que
equivale a decir que España es, ante todo, una «circunscripción» en el
conjunto del socialismo internacional, en el conjunto de los «trabajadores de
la Tierra».

Circunscripción estable («España») dentro de cuyos límites, y utilizando al


Estado como instrumento (a través de la política de impuestos directos
progresivos, principalmente), se proyectará una gradual revolución social
inspirada principalmente por el principio de Igualdad política y, sobre todo,
económica. Pero España y su historia serán percibidos no ya tanto desde la
perspectiva del nacionalismo liberal, pero tampoco desde la perspectiva del
nacionalsocialismo, menos aún del nacionalcatolicismo, sino desde la
perspectiva de un Estado social de trabajadores, no comprometido con su
historia, con su pretérito, sino más bien con su futuro. Una «circunscripción»
que será preferida antes por razones de escala económico-política que por
razones patrióticas nacionalistas; una «circunscripción» que desembocará
prácticamente en el ideal económico del Estado de bienestar, por un lado, y
en el ideal político del mayor control esta-tista posible de la Sociedad civil
(de la familia, del arte, del ocio, de la televisión, de la cultura).

Esta inspiración podría seguirse a lo largo de todo el curso histórico del


socialismo español, pero culminará, sobre todo, a partir de su refundación en
los años «de la transición democrática», en la Idea que los socialistas
españoles asumen como Idea-fuerza, la Idea de la «cohesión y la
solidaridad» entre las diversas regiones o comunidades autónomas
españolas.

Y esto implica concebir a España, dentro del Género humano, como una
«circunscripción social y política», desde luego, a la que se llega, según su
ideología (que tiene muy escasos apoyos históricos), por un proceso de
federación de circunscripciones más pequeñas. La concepción federalista de
la sociedad política en general y de España en particular, en función de la
cual está organizada la misma estructura del Partido Socialista, es lo
suficientemente ambigua como para poner a prueba, según la coyuntura
política, los criterios utilizados para dar más peso a las Unidades federadas
(en el sentido de la llamada «federación asimétrica» o confederal, del actual
presidente socialista de la Generalidad, Pascual Maragall, de quien hemos
citado la idea: «España se compone de tres naciones y de catorce regiones»)
que a la Federación.

Pero incluso en los casos en que la inclinación apunte más bien hacia el
Estado federal, las razones de su unidad se harán derivar, más que de la
Nación española, de la conveniencia económica de una cohesión o
solidaridad entre las partes federadas, y esto por razones impuestas por la
«escala» de la estructura económico-política.

La misma idea de la «solidaridad entre las autonomías» de la Constitución


de 1978 ya estaba pensada desde las comunidades autónomas, más que
desde la unidad de la Nación española: la tributación por autonomías, el
reconocimiento de los conciertos económicos, presuponen una concepción
federal de la unidad de España, según la cual,, en el momento de hacer los
Presupuestos del Estado, ya no se pensará tanto en la redistribución de la
recaudación de los tributos a título de fondo común de la Nación española,
cuanto en la administración de los balances entre las contribuciones de cada
comunidad autónoma y lo que ella recibe del Estado. Contribuciones que
habrán de ser tasadas, a la manera como ocurre con los fondos de cohesión
europea, en función de las contribuciones recíprocas de las demás partes.

Esta inspiración más bien económico-política circunscriptiva (a escalas


variables, desde la escala propia de las comunidades autónomas o Lander,
dentro de una Nación política, hasta la escala de las Naciones dentro de la
Unión Europea, y aun a la escala de las uniones políticas continentales
dentro de la llamada «Comunidad internacional») aparece muy claramente
en la conferencia que un dirigente socialista actual (no inclinado
especialmente al federalismo asimétrico), Josep Borrell, pronunció en 2001
en el Congreso de la Coordinadora Federal de Izquierda Socialista (animado
por Antonio García Santesmases), una conferencia bajo el título «Las señas
de identidad de las políticas de izquierda hoy». Ni una sola vez se menciona
a España: se habla del Estado (ni siquiera del Estado español, más que a
título, una vez, de caso particular); se habla en realidad de cualquier Estado
y de la cohesión (desde una perspectiva orientada prácticamente a elevar el
nivel de los consumidores satisfechos) entre las partes de ese Estado, desde
una perspectiva similar a la que adoptó Durkheim al distinguir entre
sociedades con solidaridad mecánica y sociedades con solidaridad orgánica:

«En el terreno de la construcción del Estado hay que tener cuidado de que la
palabra federalismo no sirva igual para un roto que para un descosido. Y a
veces tengo la sensación de que se usa para justificar cualquier
configuración del Estado, aunque pueda poner en cuestión la cohesión entre
las partes. La voluntad de autogobierno de las partes de un sistema político
complejo como es el español tiene su límite lógico en la cohesión del
conjunto. A quien no le importe la cohesión de las partes la voluntad de
autogobierno tiene que llevarle hasta la independencia, lógicamente. A los
que sí nos importa la cohesión entre las partes, tenemos que poner algún
límite a la voluntad de autogobierno para garantizar que eso no irá en
detrimento de una ruptura de los mecanismos que nos vinculan a través de
las políticas que compartimos. Y hay propuestas, que potencian el
autogobierno, claro que sí, pero al coste de cuestionar la cohesión más de lo
que nosotros podríamos, creo, aceptar».

Esto no debe hacernos olvidar el españolismo del que han dado testimonio
importantes dirigentes históricos del Partido Socialista (Julián Besteiro,
Indalecio Prieto...), sobre todo los que pertenecieron a la generación de la
dictadura de Primo de Rivera y de la Primera República. Sabido es que la
dictadura del general Primo de Rivera, aunque mantuvo una idea de la
Nación española considerada ordinariamente como propia de la derecha,
aunque se propuso un plan de desarrollo acelerado para España
(Confederaciones Hidrográficas, Plan de Carreteras —«gobernar no es
asfaltar», se le objetaba—, ayuda a la industria automovilística —que
triplicó el número de vehículos del parque nacional—, creación de muchas
Escuelas Nacionales, Paradores Nacionales de Turismo: muchos de estos
logros pudieron ser incorporados como frutos de la Primera República), se
sostuvo en el poder en gran medida gracias al apoyo de los sindicatos
socialistas. Muy conocidas son las frases que Indalecio Prieto, como «buen
asturiano», pronunció en un famoso discurso, poco antes del 18 de julio de
1936, saliendo al paso de las acusaciones que la derecha les dirigía: «Se nos
acusa a quienes constituimos el Frente Popular de que personificamos la
antipatria. Yo os digo que no es cierto. A medida que la vida pasa por mí,
aunque intemacionalista, me siento cada vez más profundamente español.
Siento a España dentro de mi corazón, y la llevo hasta el tuétano de mis
huesos...».

La Idea de España en la quinta generación de la Izquierda, la comunista

En cuanto a la quinta generación de la izquierda, la comunista, cabría decir


que ha mantenido siempre una idea de España mucho menos ambigua que la
del socialismo, pero no por ello más estable. Y ello debido a que su Idea de
España le permitía variaciones bruscas importantes, determinadas por la
coyuntura histórica y por la «correlación de fuerzas».

El marxismo-leninismo concedió gran importancia a las naciones históricas,


pero siempre en la perspectiva del internacionalismo proletario, en la medida
en la cual esas Naciones Estados pudieran utilizarse como plataformas para
llevar adelante el proceso revolucionario internacional. Al mismo tiempo se
reconocía el principio de autodeterminación de los pueblos, aunque sin
precisar los parámetros; sobre todo, a partir de Stalin, que podía permitirse
una política de acentuación de los parámetros de las naciones étnicas,
siempre en el contexto de la Unión Soviética.

Las dificultades prácticas de aplicación de estos principios procedían, por


tanto, no ya de la teoría general de las Naciones-Estado, y de la
autodeterminación, sino de la determinación práctica de los parámetros o
escalas necesarias para delimitar las unidades nacionales susceptibles de ser
consideradas como sujetos de autodeterminación. ¿Qué unidades eran más
consistentes en cada coyuntura? ¿El País Vasco? ¿Guipúzcoa? ¿Cataluña?
¿El Maestrazgo? ¿Cartagena?

El criterio más ortodoxo para la determinación de estos parámetros, tomado


de Marx y Engels, era el siguiente: una Nación comenzaba a tener
significado político «universal» cuando era una «Nación con historia»,
sobreentendiendo por tal una Nación en la que el desarrollo histórico de los
diversos modos de producción hubiera dado lugar al despliegue de una
industria con una clase obrera suficiente para poder emprender tareas
verdaderamente revolucionarias. Tareas que no se agotaban en el objetivo de
conseguir un Estado de bienestar, una sociedad de consumidores satisfechos.
Como indicio simbólico del desbordamiento que los Partidos Comunistas
llevaban a cabo respecto de estos ideales del Estado de bienestar, pueden
citarse la política constante, marcada por los soviéticos, de promoción de los
viajes espaciales y de la exploración de la vida extraterrestre (objetivos
difícilmente justificables —por el despilfarro económico que implican—
desde una perspectiva economicista de tipo socialdemócrata).

Las variaciones en el seno del Partido Comunista de España fueron


constantes, como se comprende, y estaban determinadas en función de «los
parámetros». Durante la Guerra Civil pareció evidente tomar como
parámetro a España. El informe de Vicente Uribe, ministro de la República y
miembro del ejecutivo del PCE {El problema de las nacionalidades en
España a la luz de la guerra popular por la independencia de la República
española, 1938) asumía con toda energía el «parámetro» de la Nación
española. Sin duda, pesaba mucho la contrafigura del nacionalsocialismo o
del fascismo que amenazaba, según la visión del Frente Popular, con devorar
entera la Nación española. Las Brigadas Internacionales, formadas en su
mayor parte por comunistas, fueron reclutadas en gran medida bajo este
reclamo: «Defender a España [no ya formalmente a la clase obrera] del
fascismo». La «Guerra de España» —desde el informe de Uribe— se
concebía como una guerra popular nacional, en defensa de «toda la Nación
española». El informe añadía que los intereses nacionales específicos, «la
pequeña patria de los catalanes, vascos y gallegos, se ha convertido en parte
inseparable de los intereses generales de la Gran Patria». En otras ocasiones
hemos transcrito el poema de Miguel Hernández sobre la Madre España
(«Abrazado a tu cuerpo, como el tronco a la tierra...»).

Sin embargo, también hay que constatar que, por ejemplo, en otras
coyunturas (y sin que se pueda achacar contradicción alguna, si mantenemos
la distinción entre funciones y parámetros), en el pleno del Comité Central
del PCE celebrado en Toulouse en diciembre de 1945, aunque Santiago
Carrillo habla de la «unidad del Estado español» (como unidad no impuesta,
sino fundamentada en la libre decisión de los pueblos que lo componen), sin
embargo en el programa aprobado por el Congreso se habla del
reconocimiento de la personalidad nacional de los pueblos de Cataluña,
Euskadi y Galicia.
En la ponencia constitucional preparatoria de la Constitución de 1978, Jordi
Solé Turá, que representaba al PCE (recordamos que, después de la
Constitución, Solé Turá se pasó al PSOE y llegó a ser ministro de Cultura de
un gobierno socialista), hizo notables equilibrios verbales para ocultar la
ausencia de pensamiento político: da la impresión de que no poseía la
distinción entre funciones y parámetros, distinción que por otra parte no
podría haber utilizado en los debates si no quería aparecer como cínico. Solé
Turá hablará de una «Nación de Naciones» que puede culminar en «Estado
de Estados» o en otra cosa... Veinte años después, el entonces coordinador de
Izquierda Unida, Julio Anguita, se manifiesta, en la Fiesta del PCE de 1998,
como republicano (justificando las posiciones monárquicas del PCE en 1978
por razones de coyuntura) y pide el reconocimiento pleno del derecho de
autodeterminación del pueblo vasco. En esta línea continúan algunos
miembros distinguidos del PCE y de IU, como el señor Madrazo.

La posición de las izquierdas ante España no es uniforme

¿Qué podríamos concluir de esta confrontación entre las Ideas de España


adscritas a la derecha y a las izquierdas, y de la confrontación de las Ideas de
España de las izquierdas entre sí?

Ante todo, que la Idea de España, en cuanto Idea situada en los lugares más
altos de la jerarquía de las Ideas y valores políticos, no es un monopolio de
la derecha. La izquierda liberal ha mantenido la más alta Idea de España que
es posible concebir, y le ha conferido la forma de Nación política soberana,
incorporando su historia, la diversidad de sus costumbres (después se dirá:
de su «ser cultural»), en un todo que quiso ser integrado. La España de los
liberales de izquierda es la misma Idea de la Nación española, como Patria
común de todos los españoles.

Sin embargo, hay que reconocer que las otras generaciones de izquierdas —
anarquistas, socialistas y comunistas— han tomado grandes distancias ante
España y su historia en cuanto «Patria común de los españoles».

La distancia mayor, al menos en el terreno doctrinario o ideológico (no


propiamente en el práctico o sentimental), es la que toman los anarquistas.
Los socialistas, salvo casos particulares, han mantenido en cambio —al
menos hasta la transición de 1978— una actitud menos distante, aunque fría,
respecto de la Nación española. Los comunistas han variado constantemente
según lo que las circunstancias internacionales o nacionales aconsejaban.

La Constitución de 1978 ignora la distinción izquierda/derecha

Ahora bien: la Constitución de 1978 marca un punto de inflexión en el curso


de las izquierdas respecto de España. La Constitución resultó de un consenso
entre las corrientes de izquierda más diversas y las corrientes de derecha,
muy poderosas a la sazón. En la Constitución España, la Nación española,
desempeña el papel de base una e indivisible de toda la pirámide política y
administrativa del Estado español. Sin embargo, la oposición entre derecha e
izquierda —y esto es muy importante subrayarlo— no figura en ninguna de
sus líneas.

Puede decirse que la oposición entre izquierdas y derecha, en cuanto criterio


para oponer entre sí a los españoles, o a sus representantes en las Cortes, es
aconstitucional (si no inconstitucional). La Constitución de España de 1978
parece haber resuelto definitivamente los enfrentamientos de los españoles
en función de la oposición derecha/izquierda, de la única manera posible:
reconociendo, por la vía del hecho constitucional, que la distinción
derecha/izquierda carece de relevancia política, y concluyendo, por tanto,
que la Constitución española puede y debe ignorarla. (Otra cosa es que
algunos «izquierdistas», sobre todo si son socialdemócratas, no hayan
todavía caído en la cuenta, a lo largo de casi treinta años, de que la distinción
derecha/izquierda no figura en la Constitución. Tan convencidos están del
carácter trascendental de esta oposición que la leen entre líneas, a la manera
como el teólogo ontologista veía a Dios en las propias palabras del ateo.)

Sin embargo, lo cierto es que la distinción entre derecha e izquierda se


mantiene fuera de la Constitución y aparece en los lugares más
insospechados, aunque sea como una reclasificación de los diversos partidos
y corrientes políticas, y sobre todo de las coaliciones. Es el caso de Izquierda
Unida, la única organización nacional parlamentaria que lleva el nombre de
«Izquierda». La distinción cobra una y otra vez las proporciones de un
dualismo constitutivo («una de las dos Españas...»), que unas veces es
interpretado como reflejo de una oposición entre clases sociales, pero otras
veces —precisamente cuando se encarece la Constitución como criterio de
unión y reconciliación entre los españoles— como reflejo de una oposición
histórica, a saber, la oposición entre el franquismo (que se intenta mantener
presente mediante la activación de la «memoria histórica» referida a quienes
fueron sus víctimas y cuyos huesos comienzan a ser desenterrados al cabo de
casi setenta años) y la democracia de la izquierda.

¿Cómo puede explicarse la persistencia y sobre todo la reviviscencia de una


oposición entre un pretérito y un presente, entre un franquismo ya pretérito y
la actualidad de quienes se sienten hoy como parte de la más genuina
izquierda democrática (pero que por edad sólo tienen noticia de aquel
pretérito no por su memoria, sino por las narraciones de sus parientes o
amigos)? ¿Acaso el motor de esta llamada «memoria histórica» no se pone
en marcha más a partir de la «diferencia de potencial» entre las izquierdas de
hoy y sus actuales rivales políticos que, aunque según la Constitución no
pueden ser considerados de derechas, sin embargo son vistos como los
sucesores del franquismo? Se recuerda una y otra vez que algún político
actual, conceptuado de derecha, como Manuel Fraga, fue ministro de Franco,
pero curiosamente estas mismas gentes que dicen ejercitar continuamente su
memoria histórica no pueden acordarse de que el actual rey, don Juan Carlos
de Borbón, fue también un colaborador de Franco, hasta el punto de que
éste, el Generalísimo, llegó a nombrarle sucesor suyo, precisamente a título
de Rey.

Las «izquierdas indefinidas» españolas y la Idea de Nación española

Sin embargo, el hecho más interesante, a lo largo del curso de la evolución


de las izquierdas españolas, la socialista y la comunista principalmente, ha
sido su paulatina desviación (manifestada visiblemente a partir del ingreso
de España en la Europa de Maastricht) de la definición de España como
Nación indivisible, que en la Constitución parecía establecida con el
consenso de todos. Una desviación que apartó a las izquierdas del horizonte
tradicional de la lucha de clases en las que se dividía España, y que condujo
poco a poco a estas izquierdas hacia un horizonte en el que España aparecía
divisible en nacionalidades.

Las izquierdas comenzaron a prestar apoyo a la exaltación de algunas


«nacionalidades históricas», cuyos representantes más radicales reclaman
(«se reclaman», dicen los izquierdistas afrancesados, inconscientes de lo que
dicen) hoy la autodeterminación y la soberanía. Pero los soberanistas son a
la vez europeístas (si los comunistas votaron en contra del referéndum, en
febrero de 2005, no fue por antieuropeísmo, sino por desacuerdo en ciertos
puntos de la política social del Tratado).

En efecto, creen que el ingreso en Europa puede facilitar el proceso de


fractura de la Nación española, la división de España en naciones diferentes;
naciones que, sin embargo, podrían, si les diera la gana, volver a reunirse a
través de Europa, pero no a través de España. Para cada nueva nación, ¿no
será mejor, piensan estas izquierdas, que ella esté federada con toda Europa
que no sólo con el resto de las futuras naciones fraccionarias españolas?

Algunos, desde una Idea tan romántica y metafísica como confusa de «la
Izquierda» (confusa porque no distingue entre los géneros de izquierdas que
se contraponen entre sí), ven una traición en este alejamiento que las
izquierdas llevan a efecto respecto de España como Nación, una e
indivisible, al proyectar su sustitución por las diferentes naciones
fraccionarias; una traición, acaso políticamente correcta, de la izquierda
(como dice César Alonso de los Ríos, en el subtítulo de su libro, tan
excelentemente documentado, sobre La Izquierda y la Nación, Planeta,
1999).

Sin embargo, me parece que la apelación al concepto de traición es sólo un


recurso obligado para quien quiere mantener una idea tan metafísica,
«romántica» y mítica de la Izquierda, que pueda quedar abrigada en su
corazón; como diciendo: «La verdadera y auténtica izquierda siempre ha
sido fiel a la Nación española; si ahora se desvía de esta fidelidad es porque
se desvía de sí misma, porque se traiciona».

Pero esto no es verdad. Cualquier socialista y cualquier comunista, que hoy


están defendiendo el derecho de autodeterminación de las «nacionalidades
históricas» o de los «pueblos de España», puede presentar documentos y
testimonios de socialistas y de comunistas que, desde el principio,
proclaman, bajo la bandera del federalismo, la autodeterminación de las
nacionalidades españolas. La izquierda socialista y la izquierda comunista no
se traicionan al desviarse hacia una política de balcanización de España; es
cierto que, con sus mismas premisas, podrían volver a defender, cambiando
sus parámetros, un patriotismo español. Pero la defensa de España, para
socialistas y comunistas, es tan coyuntural como el ataque.
Es decir, ni la defensa de la unidad de la Nación española, ni el ataque a esa
unidad, se deriva de sus propias doctrinas, cuya indeterminación en este
punto es evidente. No cabe, por tanto, a nuestro juicio, acusar a los
socialistas o a los comunistas de incoherencia con sus principios, cuando se
desvían del objetivo de mantener intacta, en su valor, la Idea de España
como Nación política. La acusación ha de ser dirigida a los principios
mismos de esta socialdemocracia y de este comunismo. Acusación que
cabría sustanciar, desde el punto de vista filosófico, en la denuncia del
desconocimiento que esos principios delatan acerca del papel de los Estados
en la historia y, en especial, de su dialéctica histórica, de la intrincación de la
«dialéctica de los Estados» con la «dialéctica de las clases sociales».

La izquierda indefinida y la Idea de Nación española

La inanidad de los proyectos de las izquierdas definidas puede también


aducirse como motivo para explicar el auge de las izquierdas indefinidas.
Ante todo, de la izquierda extravagante, aquella izquierda, como hemos
dicho, «cuyo reino no es de este mundo». Por lo que, en consecuencia, tanto
le dará fijarse en la nación catalana, como en la nación guipuzcoana o en la
nación vizcaína, si viene al caso, ocupada como está en su tarea de reclutar
las almas para el

Cielo; como ocurre con la izquierda cristiana española, que fue formada en
los santuarios o seminarios vascos o catalanes, y de los cuales pasó a la
América española, como Teología de la liberación. (Ya en la época de la
Conquista, la tensión entre la Corona y los frailes misioneros que,
absorbidos en sus intereses apostólicos, preferían hablar a los indios en sus
lenguas vernáculas, en lugar de predicarles en español, fue tan intensa que
Fernando el Católico, durante su regencia, pensó seriamente meter a todos
los dominicos en un barco y traerlos de vuelta a España.) Pero también la
izquierda divagante, que se nutre de ese ejército de «intelectuales y artistas»
(directores de cine, novelistas, cantautores) que encuentran en la «España
negra» temas inagotables para escribir sus novelas, o filmar películas
subvencionadas por las consejerías de Cultura progresistas. Izquierdas
divagantes que ejercitan la memoria histórica, el rock, el kitsch y el cultivo
de la paloma de la paz, y que tienen como plataforma a las pantallas de cine
o de televisión, es decir, al mundo, siempre que en él haya cámaras de cine o
de televisión a mano.
Por último, la izquierda fundamentalista, que a veces se autode-nomina
«izquierda social», profundiza en la «condición humana», en la cobardía de
las izquierdas definidas y en la maldad intrínseca del feudalismo inquisitorial
y del capitalismo, de cuyos productos industriales, sin embargo, esta
izquierda se nutre como si fuera un subproducto suyo.

España, en conclusión, permanece muy lejos de las miradas de las izquierdas


indefinidas. Para ellas España es, de momento, un ejemplo más de la
«condición humana», un ejemplo cercano de las miserias inherentes a esta
condición, una plataforma en la que pueden «crear sus obras universales»,
gracias a las subvenciones que les proporcionan las izquierdas definidas que
ocupan, en coalición, los ministerios y la consejerías de Cultura, de asuntos
sociales y de cooperación al desarrollo.
Pregunta 6

¿EXISTE, EN EL PRESENTE, UNA CULTURA ESPAÑOLA?

Esta pregunta no puede contestarse «de frente»

Esta pregunta no puede ser contestada de frente, es decir, avanzando hacia


delante (en progressus) una vez formulada, como si se tratase de una
pregunta del tipo: «¿Existe un Servicio Oficial de Correos español?», o bien
«¿Existe una Red Nacional de Ferrocarriles Españoles?»; pues las preguntas
de este tipo se supone que parten de términos ya definidos («Servicio Oficial
de Correos», «Red Nacional de Ferrocarriles») o, por lo menos, mejor
definidos por conceptos, o definibles técnicamente, de lo que puedan serlo
las Ideas que encontramos implícitas en los términos «Cultura española».

Ésta es la razón por la cual constituye una ingenuidad imperdonable tratar de


responder «avanzando de frente» a la pregunta «¿existe la Cultura
española?»; porque esta pregunta es capciosa, «con trampa». Es necesario
comenzar dándole la vuelta, rodeándola hacia atrás (es decir, procediendo en
el sentido de un regressus) a fin de establecer previamente el alcance de los
términos que la componen, «Cultura» y «española», junto con las Ideas en
ellos implicadas, desde las cuales se dispara la pregunta. Cabría decir, por
tanto, que nuestra respuesta tendrá ante todo una orientación metodológica.

La «cultura administrada» como «cultura circunscrita»

Vaya por delante, como premisa desde la cual vamos a internarnos en los
vericuetos en los que se diversifica la pregunta, la consideración de la
«Cultura» en cuanto palabra viva (y con vida cada vez más potente y actual),
como término ideológico que arrastra una nebulosa ideológica cuya
naturaleza oscura y confusa alcanza grados tan intensos que llegan a hacerla
tenebrosa y repugnante. Sobre todo, cuando se contrasta con las ingenuas y
entusiásticas maneras de utilizar el término «cultura» por las gentes
implicadas directamente en proyectos políticos, llámense Ministerio de
Cultura de España, Consejería de Cultura Vasca, Forum de las Culturas-

La Idea de Cultura, tal como fue conformándose en el campo de la


Antropología cultural, comprendía a todas las partes de ese «todo complejo»,
o conjunto de «instituciones normadas» del que hablaron los clásicos de la
Antropología. Conjunto en el que se incluyen tanto las formas de producción
como las formas de parentesco; tanto los estilos de la cerámica como los de
la arquitectura, tanto las diversas especies de la danza (pongamos por caso la
jota, la sardana, el aurresku, la muñeira) como las formas de los desfiles
militares. También es verdad que el término «cultura», para adaptarse a
situaciones pragmáticas más coyunturales, restringió muy pronto su
extensión y se circunscribió a unos límites más estrechos, los propios de una
«Cultura circunscrita» o «Cultura administrada» por instituciones políticas
ad hoc. Instituciones que nos permiten dar definiciones deícticas de Cultura
muy distantes ya de las definiciones que ofrecían los clásicos y que, aunque
parecen irónicas, son mucho más precisas desde un punto de vista práctico, o
jurídico administrativo, como pueda serlo la siguiente: «Cultura es todo
aquello que cae bajo la jurisdicción de una Consejería de Cultura o del
Ministerio de Cultura».

Y si entramos en la enumeración de los contenidos incluidos en la expresión


«todo aquello», nos encontramos, cuando mantenemos la óptica de la
antropología cultural, con ausencias escandalosas: prácticamente nada de
aquello que cae bajo la jurisdicción de la Consejería o de Ministerio de Agri-
cultura forma parte de la jurisdicción de la Consejería o del Ministerio de
Cultura, siendo así que la Consejería o el Ministerio de Agricultura debían
entrar de lleno en el ámbito de las competencias de esas instancias
tuteladoras de la Cultura que se acogen a su nombre (la Idea de Cultura
comenzó precisamente por la Idea de agricultura). ¿Y el Ministerio de la
Guerra?

¿Acaso los fusiles, los carros de combate, los misiles intercontinentales, los
acorazados, los aviones militares, incluso la bomba atómica no son todos
ellos «objetos» o «instituciones» culturales y, a veces, propios de una
Cultura refinada y superior? En realidad, un Ministerio de Cultura (o, en su
caso, una Consejería de Cultura, o incluso una Casa de la Cultura) debería
reabsorber a todos los demás ministerios, consejerías y concejalías; y como
Casa de la Cultura de una ciudad, habría que considerar propiamente a la
ciudad entera, es decir, a sus edificios, estatuas, calles, instalaciones de
alcantarillado..., puesto que son también partes del «todo complejo» que E.
Tylor designó como «Cultura».
Y esta situación, que la mayor parte de los políticos considerarán absurda (lo
que demuestra el grado de inconsciencia y de estupidez en el que viven),
obligará a plantear una cuestión que, si no fuera por la inconsecuencia
profunda del afectado, habría que llamar «obstinación» de los políticos o
politólogos: ¿cuál es el criterio que ha presidido la selección, dentro del
«todo complejo», de aquellos contenidos culturales que han ido pasando a
formar parte de la jurisdicción de los ministerios, consejerías o concejalías
de Cultura?

Muchas hipótesis podrían aducirse. Por ejemplo, la hipótesis (que alienta en


muchos políticos que giran en torno a la cultura) según la cual el selector
sería la idea de un «Reino del Espíritu» que dejaría como resto, en el «todo
complejo», aquello que pertenece al «Reino de la Materia», a la «prosa de la
vida». Pero entonces, ¿por qué no incluir en la jurisdicción de los
ministerios, consejerías y concejalías de Cultura a los templos o a las
Facultades de Teología? Y por supuesto, habría que incluir también en
aquellos ministerios o consejerías a todas las facultades o escuelas
universitarias, a las bibliotecas y laboratorios de investigación.

No, sin duda el criterio que presidió la selección que delimitó la «Cultura
administrada» (o circunscrita) no fue el del «Espíritu»; los desajustes de su
definición con la extensión de esta jurisdicción son demasiado pronunciados.
Las fuentes de la «Cultura circunscrita» (o de la circunscripción de la
Cultura y, en el límite, de la Cultura por antonomasia) han de manar de otro
lado. ¿Cuál puede ser éste?

Sin duda, el lado del que manan las fuentes mismas de las nacionalidades.
Son las «nacionalidades», o las naciones, el criterio que, de hecho, origina la
circunscripción de la Cultura en los ministerios, consejerías o concejalías
correspondientes. Por ello, lo que estas instituciones «circunscriben» en el
«todo complejo» es precisamente lo que puede ser tomado como «hecho
diferencial» (como hecho distintivo, aunque no sea constitutivo) de una
nación (política o étnica) frente a las otras; prácticamente el folclore, como
«saber de cada pueblo», en lo que tiene de diferencial respecto de los otros
pueblos y que, por lo tanto, se dice, constituye su propia identidad. Por ello,
entre los «contenidos espirituales» de una Casa de Cultura podremos
encontrar tanto un arado como una flecha, tanto un tablado escénico como
un aparato de tortura, tanto una escenificación de vudú como una
escenificación de la danza prima.

La Idea objetiva de Cultura como invento del idealismo alemán

De este modo, la Cultura circunscrita constituye un indicador privilegiado


del camino que siguió, en su «despliegue evolutivo», la propia Idea de
Cultura objetiva. Comenzó ésta a conformarse (a finales del siglo XVIII),
por obra de Herder, Fichte y otros filósofos protestantes e idealistas
alemanes, como una Idea que distingue al Hombre, globalmente
considerado, de los animales. Los «hombres», en la medida en que no se
reducen a la condición de meras partes del Reino Animal, en el que Linneo
los había colocado, son aquellos seres que, además o al margen de tener un
Alma espiritual, tienen Cultura. La Cultura eleva a los hombres sobre su
estado de mera animalidad, los redime de ella, los salva, los cura de su
condición de partes del Reino de la Naturaleza.

Es decir, la Cultura, en el sentido objetivo, ejerce sobre los hombres las


mismas funciones que, desde siglos, entre los cristianos, ejercía el Reino de
la Gracia sobre el Reino de la Naturaleza. En este sentido cabe afirmar
(como lo hemos afirmado en El mito de la cultura) que el Reino de la
Cultura (de la cultura objetiva, no de la cultura meramente subjetiva, que se
reduce a la educación, al aprendizaje o a la crianza individual) es una
«secularización» del antiguo Reino de la Gracia, una vez que se hubo
eclipsado, sobre todo entre filósofos educados en ambientes protestantes, la
fe en la Gracia de Dios como don concedido por el Espíritu Santo a los
hombres. El Espíritu Santo fue sustituido por el Espíritu del Pueblo, o
Volksgeist, que al «soplar» sobre las naciones les entregaba, como don
supremo, la Cultura y las transformaba en «naciones de cultura».

La Cultura no sólo diferencia al Hombre de la Naturaleza, sirve sobre


todo para diferenciar y oponer a unos hombres con otros hombres

Se comprende bien que, simultáneamente al proceso de conformación de la


Idea de Cultura como criterio para diferenciar a los hombres de los animales,
comenzase a utilizarse la Idea de Cultura como criterio para diferenciar a
unos hombres de otros, a unos pueblos de otros pueblos, unas naciones de
otras naciones.
De este modo los pueblos comenzarán a distinguirse de otros pueblos por sus
culturas; y la fusión (o con-fusión) de los pueblos y sus culturas propias será
denominada, en su momento, «etnia». De este modo, la diversidad de los
pueblos aparecerá como una diversidad de etnias, como una diversidad de
naciones étnicas. Y se irá abriendo camino la Idea, o el Mito, de que cada
Cultura resulta emanada de cada Pueblo, como si éste fuera una sustancia de
cuyo seno brota precisamente su cultura propia. La sustantivación de la
Cultura es, de este modo, correlativa a la sustantivación del Pueblo.

Pero los pueblos son diversos, muchas veces distantes unos de otros, incluso
sin contactos entre sí durante siglos. De este modo se comprende que un
pueblo, sobre todo si es más poderoso que sus vecinos, llegue a ver a su
«propia cultura» (o lo que en su momento se llamará su cultura) como la
única cultura propiamente dicha y, por supuesto, superior a todas las demás
culturas que haya llegado a conocer. El etnocentrismo (que suele arrastrar, en
una fase de su desarrollo, un monoteísmo) tiene aquí su origen (muchos
pueblos se designan a sí mismos con la misma palabra con la que designan al
hombre en general).

Pero como los «pueblos etnocéntricos» son, paradójicamente, varios, su


confrontación dará lugar (si esta confrontación puede acabar resolviéndose,
después de guerras seculares, en la forma de una «coexistencia pacífica») a
una situación que será reconocida como «pluralismo cultural», que suele
llevar asociado un «relativismo cultural», una especie de «politeísmo» de las
culturas. Un pluralismo cultural que se presenta a veces en versión positiva
(«Todas las culturas son igualmente valiosas, como todos los dioses son
manifestaciones de un mismo Dios») y otras veces en su versión negativa
(en su límite como «contracultura»: «Ninguna cultura tiene valor, sólo lo
tiene la Naturaleza»).

La versión del pluralismo cultural en la forma relativista-positiva de la


coexistencia pacífica nos pone muy cerca de visiones armonistas e irenistas
muy asentadas en nuestros días. Podemos tomar como prototipos de estas
visiones irenistas las mantenidas por la UNESCO, en su modalidad laica, y
las mantenidas por la Iglesia católica tras el Vaticano II, en su modalidad
religiosa.
El «Género humano» se muestra así repartido en culturas, en esferas
culturales sustantivas, correspondientes a cada pueblo y constitutivas de su
«identidad». Estas culturas, estos pueblos que se suponen, desde luego,
diversos y heterogéneos, pueden sin duda ser clasificados en función de sus
semejanzas en especies, géneros, órdenes o clases («culturas africanas»,
«culturas asiáticas», «culturas mesoamericanas», «culturas europeas»...). Por
supuesto, será preciso reconocer el axioma de que es necesario conservar
estas culturas (que pueden contener instituciones como la ablación del clí-
toris, el tabú de las transfusiones de sangre, el burka, las lapidaciones o las
inmolaciones por Alá), en nombre de un principio de «biodiversidad
cultural», paralelo al principio de biodiversidad natural, que también nos
orienta hacia la conservación, en su justo equilibrio, de las vegetaciones que
«emanan» del suelo de cada biotopo.

En cualquier caso, el principio sagrado (es decir, mítico) de «conservación


de la biodiversidad cultural» (por tanto, de las identidades culturales de cada
pueblo, de las diferentes esferas culturales) se rea-limentará con el principio
irenista de la «concordia entre las culturas», que otras veces se expresa como
«concordia entre las civilizaciones», conseguida acaso tras una alianza entre
ellas.

¿De dónde brotan estas ideologías panfilistas y de dónde sacan fuerza para
mantenerse, siendo así que carecen por completo de todo respaldo real,
material?

Sin duda, entre las fuentes de estas ideologías metafísicas (que políticamente
toman la forma del pacifismo fundamentalista, que fue formulado por Kant
en su doctrina de la paz perpetua) hay que contar, por un lado, el temor (es
decir, el respeto) de unos pueblos o esferas culturales ante las otras, por tanto
el temor a la guerra y el deseo, en la medida de lo posible, de la coexistencia
pacífica. Pero, por otro lado, hay que contar también, entre las fuentes de
este armo-nismo, a las voluntades «identitarias» que se han ido segregando
en cada esfera cultural, en cada pueblo; cuando esas voluntades comiencen a
percibirse como aprisionadas por otras esferas culturales que, por razones
históricas, pretenden envolverlas «siguiendo los métodos del imperialismo».

Las «identidades culturales» no siempre pueden mantenerse en


coexistencia pacífica
Nos encontramos de este modo en la paradoja de que el armonis-mo
panfilista es sólo un modo de disimular la voluntad identitaria de secesión de
las «culturas envueltas», que perciben como una prisión (una «prisión de
naciones») a la «cultura envolvente». El panfilismo, el armonismo, asume
ahora una función estratégica clara: lograr convencer a las «esferas
culturales envolventes» de su condición de superestructuras; hacerles
comprender que, en nombre de la libertad y de la paz, deben disolver su
identidad superestructural y dejar paso a las verdaderas identidades
representadas por las naciones culturales de base, es decir, por las culturas de
los pueblos.

España debe comprender, con la mejor disposición hacia la paz, la armonía y


la concordia, que sus pretensiones de cultura envolvente de las esferas
culturales comprendidas en ella (la cultura catalana, la cultura vasca, la
cultura ibicenca, la cultura berciana...) son superestructurales e irreales, un
mero subproducto imperialista residual del franquismo. Los gobiernos de
izquierda de España deberán comprender que la única vía para la
coexistencia pacífica es reconocer la sustantiva identidad cultural de
Cataluña, la del País Vasco, la de Ibiza o la identidad cultural del Bierzo; y
por lo tanto declarar inexistente la identidad cultural española y acusar de
españolismo culpable a cualquier intento de defender su existencia.

Ahora bien, tanta concordia entre las culturas, tanta alianza entre
civilizaciones, sólo sería posible si algunas culturas o civilizaciones (en
nuestro caso, la Cultura española) decidieran inmolarse, en nombre del
Género humano, a la manera como tantos agarenos se inmolan en nombre de
Alá, a fin de que otras culturas (la catalana, la vasca, la gallega, la
berciana...) puedan sobrevivir en coexistencia pacífica.

Pero ¿y si ocurre que también las culturas envolventes, la española en


nuestro caso, tienen también voluntad de sobrevivir?

La tesis de la posibilidad de un pluralismo de culturas en pie de


igualdad y en coexistencia pacífica es insostenible

La raíz de todo este embrollo metafísico, en el que terminan encharcándose


los pacifistas y los belicistas en función de las identidades culturales de las
«esferas envolventes» y de las «esferas envueltas», no es otro, a nuestro
entender, que el mito mismo de las «esferas culturales», el mito de la
pluralidad de las culturas sustantivas de los pueblos, susceptibles
hipotéticamente de coexistir pacíficamente.

Las «identidades culturales» no son sustantivas, sino derivadas de círculos


de instituciones relacionadas por nexos de causalidad morfodinámica.

Pero si rechazamos de plano la concepción de las culturas como identidades


sustanciales, esféricas, emanadas de los diferentes pueblos y con «señas de
identidad» (sustancial) características, todo comienza a aclararse.
Sencillamente, no existen identidades sustanciales culturales: no existe una
cultura catalana, ni existe una cultura vasca, ni existe una cultura gallega, ni
existe una cultura berciana. Tampoco existe, como sustancia o identidad
sustancial, una cultura española. Las esferas culturales no son sustancias: son
unidades morfodinámicas, constituidas por instituciones muy heterogéneas,
concatenadas a lo largo de los siglos, unas con otras, mediante relaciones
causales (no sustanciales) capaces de formar círculos culturales de
concatenaciones causales. Por ello, los círculos de concatenación causal
cultural pueden tener radios de longitud muy diversa; y la potencia causal de
cada círculo cultural, de cada torbellino causal, ha de ser también muy
diferente.

Es absolutamente gratuito y erróneo suponer que todas las culturas son


iguales. Una lengua es una institución, que forma parte esencial de un
círculo causal cultural, pero que no es una «seña de identidad» de ninguna
esfera cultural, de ninguna identidad sustancial. Pero hay idiomas cuyo radio
de acción, cuya potencia causal, es mucho mayor que la de otros idiomas. Y
es totalmente ridículo tratar de equipararlos. Y esto ocurre con otras muchas
instituciones culturales, que además no son exclusivas de cada esfera
cultural, sino que aparecen, por difusión, presentes en muchas de ellas o en
todas.

Tampoco es cierto, en consecuencia, que todas estas culturas, o círculos de


causalidad cultural, sean compatibles entre sí y puedan permanecer en un
estado coexistente de paz perpetua. En el centro de una ciudad, como
Jerusalén o Córdoba, no se puede pretender mantener a la vez una catedral,
una mezquita y una sinagoga: con razón el arzobispo de Córdoba se niega a
recibir a comisiones que actúan en nombre de la mezquita de Córdoba,
porque la mezquita de Córdoba sólo lo fue históricamente, en el intervalo
histórico en que aquel lugar dejó de ser templo cristiano; lo mismo ocurre
con Santa Sofía de Constantinopla, que a pesar de haber sido el centro de la
cristiandad y de que Turquía quiere ingresar en la Unión Europea, sigue
siendo una mezquita.

Pero los «círculos de concatenación causal cultural» entran en conflicto, no


porque sean incompatibles según sus «identidades sustanciales» esféricas,
que no existen. Las incompatibilidades se establecen, no entre las culturas
sustantivas, tomadas como un todo, o entre las supuestas civilizaciones
(porque en cada momento histórico la Civilización sólo es una), la
incompatibilidad se establece entre partes (o instituciones) de estas culturas
objetivas. Y por ello tampoco cabe la concordia, la armonía o la alianza
entre estas culturas o civilizaciones dotadas de esas supuestas identidades
sustanciales culturales, por la razón de que tales identidades culturales no
existen como esferas o sujetos capaces de concordar o de pactar. Todo esto
es pura metafísica, pero tan entretejida, como un cáncer, con las ideas
emanadas de los cerebros de nuestros políticos, politólogos, ideólogos y
antropólogos autonomistas que sólo mediante un tratamiento quirúrgico sería
posible liberarles de estas nebulosas metafísicas.

La incompatibilidad o la compatibilidad, el conflicto o el pacto, se


establecen no entre las culturas, sino entre instituciones de un mismo círculo
cultural o de diversos círculos culturales. Son las instituciones las que
resultan ser incompatibles con otras instituciones. La institución de la
monogamia es incompatible con la institución de la poliandria, la institución
de la propiedad privada de los medios de producción es incompatible con las
instituciones comunistas, la institución del dogma de la Trinidad católica es
incompatible, por muchos deseos de paz entre las religiones que prediquen
sus jefes respectivos, con la institución del monoteísmo musulmán. La
institución de una nación catalana, vasca o gallega es incompatible con la
institución de la Nación española. La institución de la oficialidad de la
lengua española, dentro de España, es totalmente incompatible con la
institución de las lenguas autonómicas, a títulos de alternativas oficiales a la
lengua española.

Y mucho menos es compatible con el proyecto delirante de algunos


nacionalistas que dicen querer conseguir que las lenguas vernáculas (catalán,
vascuence, gallego) —y por la misma razón deberían decir: panocho, bables,
ansotano...— sean, «puesto que son españolas», oficiales no sólo en su
propia comunidad autónoma, sino en cada una de las diecisiete autonomías
de España (de manera que, por ejemplo, todas las televisiones públicas y
privadas de España debieran ofrecer su programación en todas las lenguas
distintas del «Estado español»).

En efecto, el proyecto parte del error garrafal que le da origen: dar por
supuesta la igualdad de todas las lenguas culturales de España, olvidando el
carácter histórico de estas lenguas y de sus propias leyes de expansión. ¿Por
qué si el catalán, el gallego o el vascuence —o el panocho o los bables—
que se vienen hablando durante siglos y siglos no pudieron extenderse por
toda España (y menos aún por todo el Mundo, como sucedió con el español)
van a poder extenderse ahora, por Decreto, en el próximo lustro? Este
proyecto, aparte de políticamente inviable de hecho, implica, de derecho,
una metodología coactiva y dictatorial, que entra en conflicto con la realidad
de las «estructuras lingüísticas culturales», que tienen sus propias leyes
históricas. Decretar imperativamente el multilingüismo en toda España, si
algún Gobierno en pleno delirio lo hiciese, desencadenaría una sucesión de
motines y de tumultos, si llegase a ponerse en práctica; en otro caso, sería
papel mojado.

Y todos estos conflictos entre instituciones culturales no tienen nada que ver
con «conflictos de culturas» o con la violación de los «derechos sagrados
identitarios». Lo que no quiere decir que los conflictos entre instituciones, y
los grupos sociales que las encarnan, no sean mucho más violentos de lo que
puedan serlo los conflictos entre las culturas, que no pueden ser violentos
por la sencilla razón de que no existen.

Existen conflictos insuperables entre instituciones culturales

Si por «cultura española» entendemos el concepto geográfico etnológico de


un «área cultural» (o bien de un círculo de cultura), delimitada a la escala en
la cual figuran como unidades áreas tales como precisamente España, al lado
de Francia, Inglaterra, Alemania o Italia; es decir, si por «cultura española»
entendemos un círculo específico de cultura, delimitado en el análisis de un
área o círculo genérico envolvente (como pudiera serlo el de la cultura
europea o el de la cultura occidental), frente a otras unidades de su escala
(tales como culturas africanas o culturas asiáticas o culturas orientales),
entonces la respuesta afirmativa a la pregunta titular no ofrecería mayores
dificultades que las propias de una taxonomía geográfica descriptiva.

Una taxonomía que, por ser geográfica, habrá de ir referida necesariamente a


un tiempo histórico definido, en cuanto componente imprescindible de la
misma delimitación geográfica etnológica (no es lo mismo hablar de la
«cultura española» con referencia a la época prerromana que con referencia
a épocas posteriores). Nos referimos aquí, desde luego, a la época del
presente, en la medida en que este «presente» es, a su vez, sólo una fase de
un proceso histórico, muchos de cuyos estratos pretéritos hay que
entenderlos como actuantes en el propio presente, a la manera como se dice,
según ya hemos indicado, que los dinosaurios no son hoy meras figuras
inexistentes, propias de una especie geológica pretérita, sino que existen
todavía transformados en nuestras palomas, urracas o avestruces.

Y con esta referencia al presente podría afirmarse que en el territorio


peninsular, con sus islas y territorios adyacentes, cabe reconocer, desde
luego, a efectos taxonómicos descriptivos, un «área cultural española»,
suficientemente diferenciada por un conjunto de rasgos distintivos (idioma,
costumbres, tasa de interacción entre sus habitantes) respecto de las áreas
vecinas (del área cultural francesa, del área cultural italiana, del área cultural
marroquí...). Y esto sin perjuicio de que estas diferentes áreas culturales
específicas participen de rasgos genéricos (por ejemplo, la condición de
idiomas románicos o bien indoeuropeos) o simplemente comunes en todo o
en parte (estilos arquitectónicos, fiestas de toros, sin perjuicio de sus
variedades comunes a España, Portugal o sur de Francia).

La hipótesis del pluralismo cultural español no deja hueco a un


Ministerio de Cultura de España

Pero la pregunta «¿existe en el presente una Cultura española?» toma un giro


muy distinto cuando, aun manteniéndose en la perspectiva geográfico-
etnológica de las áreas culturales de la Tierra, cambia la escala de los
parámetros de las unidades de área de referencia, es decir, cuando en lugar
de referirse a unidades tales como España, Francia o Italia, toma unidades
tales como Cataluña, País Vasco, Galicia o el Bierzo. Y este cambio de
escala, o de parámetros, se hace aún más acusado cuando se produce sólo en
el área de la cultura española, pero manteniendo intactos los parámetros de
la «cultura francesa» o de la «cultura italiana», etc.

En realidad, la pregunta «¿existe en el presente una Cultura española?» se ha


disparado, en las últimas décadas, a partir de la negación (a veces, de la
simple duda) de la existencia de una cultura española, por parte de los
nacionalistas catalanes, vascos o gallegos, principalmente. La negación suele
formularse, de modo abstracto, de esta manera: no puede afirmarse que a
España le corresponda una cultura, la cultura española, porque España se
caracteriza por su «pluralismo cultural», por constituir una rica floración de
las culturas más diversas: catalana, vasca, gallega, castellana, andaluza,
ibicenca...

El concepto de pluralismo cultural es totalmente ambiguo, no sólo porque no


define los contenidos de las unidades culturales, sino tampoco su escala. El
pluralismo se entiende en función de determinadas unidades, las unidades de
las esferas culturales autonómicas, pidiendo por tanto el principio: la
negación de la cultura española parece una consecuencia inevitable. Jordi
Pujol, en su calidad de presidente de la Generalidad, propuso formalmente la
supresión del Ministerio de Cultura de España, por entender que este
Ministerio implicaba una concepción del Estado español como custodio y
promotor de una cultura española inexistente, siendo así que el cuidado y
promoción de las «culturas nacionales» debía correr a cargo de las
comunidades autónomas respectivas, con las competencias pertinentes
debidamente «transferidas», y hasta tanto estas comunidades autónomas, que
reivindican su identidad cultural propia, no sean reconocidas como Naciones
políticas soberanas, como Estados. Nadie puede negar que la doctrina de
Fichte sobre el Estado, como Estado de Cultura, encontró en los
nacionalistas catalanes, vascos o gallegos sus más firmes, por no decir
anacrónicos, defensores.

Ahora bien, la negación de la cultura española por parte de las


nacionalidades fraccionarias peninsulares procede de la concepción de la
cultura como entidad repartida en esferas sustantivas que constituyen las
unidades de ese invocado, con arrobo, pluralismo cultural.

Se comienza entendiendo las unidades culturales a escala de los parámetros


fraccionarios (regionales, si se prefiere). Si, en el ámbito geográfico de la
península Ibérica e islas adyacentes se reconoce la existencia, a título de
culturas entendidas como esferas culturales con identidad propia, de una
«cultura catalana» (que pretenderá adscribirse las «culturas baleares»,
«valencianas» y en parte las «aragonesas»), de una «cultura vasca» (que
pretenderá adscribirse a la «cultura navarra», como mínimo, pero también a
la «cultura rioja-na», a una parte de la «cultura cántabra», sin entrar en las
regiones vascofrancesas), de una «cultura gallega» (que pretenderá
adscribirse parte de Asturias, parte de León y Zamora, y parte de Portugal,
pensando acaso, en plena nebulosa ideológica, en el antiguo reino de los
suevos, con capital en Braga), de una «cultura portuguesa» (a la que muchos
querrán adscribir las islas Azores e incluso el Brasil), ¿qué espacio queda
para poder reconocer la posibilidad de una cultura española como esfera
cultural propia?

No se negará la existencia en la Península de alguna quinta esfera cultural,


acaso de una sexta o de una séptima; lo que se negará será la consideración
de esa quinta área (o sexta o séptima) como cultura española englobante
(habrá que considerarla como «cultura castellana», o en su caso como
«cultura andaluza», «cultura extremeña» o «cultura canaria»).

Diversidad de sentidos de la fórmula «pluralismo cultural»

Esta situación caótica y delirante tiene como origen el presupuesto de las


esferas o identidades culturales, la premisa de que las culturas son como
entidades sustanciales, reconocibles por sus «señas de identidad», señas que
nos remitirían a una sustancia profunda, que no se agota en esas señas de
identidad; unas premisas que no tienen en cuenta que las llamadas culturas,
en cuanto unidades, no pueden ser en ningún caso sustanciales, sino, a lo
sumo, círculos de causalidad que constituyen estructuras en el sentido del
actualismo. Por tanto, que pueden estar englobadas por otras, capaces de
difundirse por todas ellas, sin por ello subsumirlas íntegramente.

Por este motivo la idea de un pluralismo cultural, tomada como premisa,


puede ser totalmente capciosa cuando se confunde el pluralismo cultural
sustancialista con un pluralismo cultural actualista, que sería el que
corresponde a España.
La dificultad que aquí se nos ofrece es, por tanto, la de tener que recurrir al
concepto de pluralismo cultural como si fuese un concepto unívoco, cuando
en realidad el «pluralismo» es un análogo con modos o acepciones muy
diferentes, y no únicamente en su relación con las culturas, sino con otro tipo
de totalidades complejas (físicas, orgánicas) según las relaciones de
«englobamiento» que mantengamos entre sus partes. Brevemente:

La relación de «englobamiento cultural», respecto de las culturas


englobadas, es una relación que se confunde de ordinario con la relación de
una totalidad compacta atributiva respecto de sus partes internas. Pero es
imprescindible diferenciar diversas relaciones de totalidades atributivas con
sus partes integrantes, y las relaciones de englobamiento, en general. Nos
atendremos a los tres tipos siguientes:

1. Coligaciones, respecto de las partes insertas: una coligación no es un


todo atributivo interno, y sus partes insertas no son siempre partes internas
suyas. Pueden permanecer englobadas en la coligación, pero a título de
glóbulos insertos que mantienen su autonomía, como si sus paredes o
membranas fueran impermeables u opacas al resto de las partes del todo
englobante; lo que no excluye la posibilidad de que los glóbulos insertos,
aunque no puedan adsorber a los glóbulos envolventes, puedan adsorberlos
en su superficie exterior. En el caso límite, hablaremos de coligación
absoluta, que tendrá lugar cuando esta coligación se resuelva íntegramente
en sus insertos o glóbulos («el todo» será ahora la coligación conjunta de los
glóbulos que contiene, sin que pueda hablarse siquiera de partes
intersticiales). Como ejemplos de coligación podríamos poner en la
Naturaleza las algas de tipo Vol-vox, y en la Ideología las construcciones
verbales «Nación de Naciones» o «Estado de Estados».

2. Totalidades integrales: las partes integrantes se componen en un todo


que es más que la suma aditiva de sus partes. Tal es el caso de una aleación
de metales con propiedades globales de la aleación que no se encontraban en
las partes.

3. Totalidades filtrantes: intermedias entre (1) y (2). Una totalidad filtrante


contiene en su ámbito glóbulos que no son propiamente partes internas, sino
insertas, pero no opacas, sino filtrantes, transparentes o permeables al resto
de la totalidad envolvente. Valdría como ejemplo de totalidad filtrante un
volumen de gas envolvente de un líquido de forma tal que una parte del gas
se disuelva en el líquido, por lo cual los recintos o dominios globulares
resulten penetrados por el gas, sin que por ello la estructura global
desaparezca (es interesante traer aquí a colación la «Ley de Hardy», que
establece que la solubilidad del gas es directamente proporcional a la presión
del gas sobre el líquido; los líquidos a su vez tendrán diferente coeficiente de
absorción).

Aplicación de estos tipos a la Cultura española

Cuando nos enfrentamos con las relaciones de la cultura española englobante


con las culturas englobadas en ella (y esto concediendo ad hóminem, a
efectos del debate, que pueda hablarse de «culturas» englobadas, tales como
la catalana, la vasca, la berciana, etc.) tendremos que tratar estas relaciones
según alguno de los tipos reseñados:

1. El esquema de las coligaciones nos conduce a la ideología del


pluralismo cultural sustancialista, el pluralismo de las esferas culturales
sustantivas. Esquema inspirado en las relaciones de coligación de insertos en
un conglomerado que se resuelve en el mismo agregado o mosaico y que no
excluye que éste pueda ofrecer algunos rasgos comunes ante terceros. Sin
embargo, este esquema impide hablar de una «cultura española» que fuera
distinta de la coligación (de las culturas coaligadas), puesto que por «cultura
española» habría que entender, a lo sumo, la misma conjunción de las
culturas englobadas en ese término (que tendría que ser sustituido por otros,
por ejemplo, «cultura ibérica»).

2. Pluralismo de partes integrantes: ahora la cultura española aparece como


una totalidad integrada por la acumulación de culturas particulares, entre
ellas la cultura castellana, al lado de la catalana, la gallega, etc. A la
denominación «cultura española» se le suprimirá la intención de
sustantividad propia; la denominación sólo cobrará sentido ante los terceros
(franceses, italianos, marroquíes) que perciban una unidad de tipo «área
cultural».

3. Pluralismo actualista de culturas. Ahora la «cultura española» puede


aparecer como una realidad englobante, que se difunde por un medio propio
y por los glóbulos constituidos por las otras autodenominadas culturas
sustantivas, como el gas expansivo se difunde en los múltiples recintos que
hemos supuesto llenos de líquidos diversos.

Constatamos, y no ya como contradicción, que la negación de la cultura


española por parte de las culturas particulares presupone el reconocimiento
de una unidad o espacio español común, que es el que habría que considerar
repartido en las culturas particulares, entre ellas la cultura castellana o la
cultura andaluza, que pasarían a ser culturas particulares del mismo rango
taxonómico que las culturas catalana, vasca o gallega. Pero no hay
contradicción, a lo sumo, mera paradoja verbal, si se tiene en cuenta que el
reconocimiento de ese «espacio español común» puede tener lugar no ya en
el sentido de la cultura española (que es negada por los autonomistas
sustancia-listas), sino en su sentido estrictamente geográfico, o incluso
histórico (la Hispania romana, incluso en la Edad Media, era un territorio en
el cual, desde la Provenza francesa, por ejemplo, se situaba a los españoles,
y ante todo, según ya hemos dicho, como era natural, a sus vecinos
catalanes).

La Constitución de 1978 no habla de «Cultura española» ni de «Lengua


española» en sentido antonomástico

Con lo que precede quedará patente que la pregunta titula^ ¿existe en el


presente una Cultura española?, no puede ser entendida como si se tratase de
una cuestión de hecho, como ocurría con nuestra pregunta número 4 (¿existe
la Nación española?). Porque la Nación española puede considerarse, en
efecto, como un hecho constitucional y que, como tal hecho, puede ser
definido en un sistema de coordenadas tan determinado como pueda serlo la
Constitución española de 1978, el Tratado de la OTAN, la Carta de las
Naciones Unidas o el Tratado de Maastricht. Otra cosa es que el hecho de la
Nación española pueda ser interpretado a la luz de Ideas de Nación
diferentes.

Pero no podemos decir lo mismo de la cultura española, al menos si nos


atenemos a sistemas de coordenadas similares a los que nos permiten
determinar el hecho de la Nación española. En la Constitución de 1978 no se
habla de «Cultura española». El artículo 44.1 habla de «Cultura» de modo
indeterminado («Los poderes públicos promoverán y tutelarán el acceso a la
cultura, a la que todos tienen derecho»). Pero, sorprendentemente, no se
especifica la Cultura a la que se refiere el mandato; y más
sorprendentemente aún, ni los ciudadanos, ni los políticos, ni los politólogos,
se han sorprendido de esta indeterminación.

¿Acaso los redactores de la Constitución de 1978 quisieron decir que los


poderes públicos del Estado español debían tutelar y procurar el acceso de
los españoles a la cultura cretense, a la que todos tienen derecho? ¿Acaso se
refieren a la cultura anglosajona, una interpretación retrospectivamente más
plausible, si tenemos en cuenta los planes de estudio orientados a que todos
los escolares aprendan inglés? ¿O acaso temieron los Padres de la Patria ser
imprudentes en una mención a la cultura española, si dejaban de mencionar a
la cultura catalana, a la cultura vasca o a la cultura berciana? Por eso ni
siquiera se mencionó la cultura española, a la manera como se mencionó (en
el artículo 16.3), tras la referencia a las confesiones religiosas, a la Iglesia
católica.

Más aún, cuando la Constitución pasa a considerar no ya las culturas, o las


confesiones religiosas, sino las lenguas (que son categorías culturales tan
importantes como puedan serlo las categorías religiosas), tampoco habla de
«lengua española». El artículo 3.1 se refiere al castellano como «lengua
española oficial del Estado»; pero a continuación (3.2) afirma que «las
demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas
comunidades autónomas, de acuerdo con sus Estatutos».

Y esto induce, por analogía, a interpretar la «cultura» de la que se habla en


el artículo 44.1 como un concepto clase, paralelo al concepto clase de
«lenguas españolas», sin que pueda inferirse desde ahí que la lengua
española sea una característica de una supuesta cultura española. La lengua
española, en la Constitución, es sólo el conjunto o clase de las lenguas
peninsulares que ha sido escogida como «lengua oficial» en el territorio
español.

Y si a esto se añade que en los Estatutos de las Autonomías se ha ido


generalizando la expresión «lengua propia» para designar a la lengua
hablada en la comunidad respectiva, sobre todo cuando ha sido reconocida
oficialmente, a efectos de distinguirla de la lengua oficial del Estado, la
distinción que implícitamente queda dibujada, por vía de ejercicio, es bien
clara: para cada comunidad autónoma podrá haber una lengua propia y una
lengua oficial del Estado (que es el castellano, como podría ser el gallego, el
catalán o el panocho, en su caso). Una lengua oficial del Estado que asumirá
el rango de lengua impropia de las Comunidades donde se mantienen
lenguas vernáculas, aunque sea instrumentalmente la lengua oficial y
precisamente por ser la lengua oficial del Estado.

Pero la razón por la cual el español es la lengua de todos los españoles no es


otra sino que es la lengua en la que, ya no oficialmente, sino realmente, se
entienden todos los españoles. Esta lengua es la oficial, porque en ella se
entienden todos los españoles, y si se entienden en ella no es porque sea
oficial (porque la Constitución lo haya decretado así). ¿En qué lengua hablan
los separatistas catalanes, vascos y gallegos en sus conciliábulos? No tienen
más remedio que hablar en español... o acaso en inglés, en francés, en polaco
o en lituano; pues en vascuence difícilmente se entenderían entre ellos. Lo
que abre el camino para que la lengua oficial propia y vernácula sea
reconocida a su vez como «idioma vehicular» para la enseñanza («siendo el
catalán lengua propia de Cataluña, el idioma vehicular de la enseñanza a
todos los niveles será el catalán»). Y esto a pesar de que el catalán no sea el
idioma real de todos los que viven en Cataluña. Sólo oficialmente, y no
realmente, la lengua catalana es propia en un sentido territorial y por
decreto; puesto que más de la mitad de las personas que viven en Cataluña
son charnegos o inmigrantes que no tienen el catalán como idioma nativo.

Reformulación de la pregunta titular: ¿la cultura española tiene


identidad propia?

Y la razón de fondo por la cual la pregunta que nos ocupa, «¿Existe, en el


presente, una cultura española?», no puede tratarse como si fuera una
cuestión de hecho es porque el término «cultura española» no es un hecho,
sino una Idea, que lleva involucradas otras

Ideas: ante todo la misma idea de cultura, pero también ideas tales como
«Género humano», «unidad» o «identidad» (señas de identidad), o bien
«identidad cultural».

En otro lugar (El mito de la Cultura) hemos señalado el proceso de floración


que tuvo lugar, a partir de los años setenta del pasado siglo XX, de los
estudios que ponen en conexión la «identidad» con la «cultura», en
contextos políticos y turísticos. Si reexpusiésemos, en esta terminología, la
crítica (que culmina con la negación de la cultura española) obtendríamos
una fórmula similar a la siguiente: la cultura española carece de identidad
propia; su lugar debería considerarse ocupado por la identidad cultural
castellana, que habría que agregar a la catalana, a la andaluza, a la
extremeña, a la gallega... Por supuesto, la identidad cultural castellana habrá
que ponerla en el mismo rango en el que se consideran situadas las
identidades culturales restantes. Por lo demás, todas estas identidades
culturales podrían ser englobadas en la denominación española (o quizá
mejor, ibérica), de la misma manera que a su vez todas estas
denominaciones, junto con las identidades francesa, inglesa, alemana, se
engloban en el rótulo «identidades culturales europeas u occidentales».

Pero, como es evidente, la cuestión de fondo no es una cuestión de


clasificación por englobamientos sucesivos; es una cuestión de
determinación del rango o nivel en el que hay que poner a unas unidades
culturales junto a otras.

Señas de identidad distintivas y señas de identidad constitutivas de las


culturas

En cualquier caso, la idea principal que está envolviendo a la expresión


«cultura española» —tanto cuando esta expresión se utiliza en son
afirmativo, y aun reivindicativo, como cuando se utiliza con intención
negativa o impugnativa— es obviamente la idea de cultura, y con más
precisión, la idea de cultura objetiva, la idea que inventaron los filósofos
clásicos alemanes que ya hemos citado anteriormente.

Pero el punto que más interesa considerar aquí, en la línea del proceso de
secularización del que también hemos hablado (la secularización del Reino
de la Gracia en el Reino de la Cultura), es aquel en el que se abren
bifurcaciones sucesivas que tienen que ver con la unicidad del curso de la
transformación. La Cultura, heredera de la Gracia, habrá de considerarse
como única y universal, como ecuménica, a la manera como se presentaba a
los católicos el Reino de la Gracia (y entonces la Cultura se concebirá como
única, como su estado final, denominado muchas veces «Civilización») o
bien habrá de considerarse como múltiple, a la manera como muchos
teólogos, sobre todo protestantes, consideran la posibilidad de diversas
religiones verdaderas.

Como unidad efectiva de esta multiplicidad de culturas se tomará muchas


veces, siguiendo el criterio de Fichte, a la Nación, porque es en cada Nación
en donde sopla el espíritu. En la hipótesis de la multiplicidad de culturas, y
de las culturas nacionales, es en la que aparece en primer término la cuestión
de las identidades culturales. Cuestión de extraordinaria confusión debida
principalmente a la indistinción con la que suelen ser tratados los dos modos
fundamentales de la identidad, a saber, la identidad sustancial y la identidad
esencial.

Cuando, por ejemplo, se habla de las «señas de identidad» de una cultura


dada, se alude confusamente unas veces a las señas de identidad sustancial
(en cuyo caso las señas de identidad asumen la forma de rasgos
constitutivos) y otras veces a las señas de identidad esencial (y entonces
desempeñan principalmente la función de rasgos distintivos). La ideología
metafísica ronda cuando las señas de identidad distintivas tienden a ser
interpretadas como señas de identidad constitutivas, es decir, como síntomas
de una identidad sustancial (lo que implica una sustantivación de la cultura
de referencia). La sardana (que históricamente, además, aparece en Cataluña
como un préstamo, incorporado por difusión, desde otras esferas culturales)
merece ser considerada, desde luego, como rasgo distintivo de la «cultura
catalana». Sin embargo, tiende a ser interpretada por los fundamentalistas
catalanes como «seña de identidad» constitutiva de la sustancia misma de
una cultura catalana cuyos orígenes hay que remontar a la prehistoria.

Ahora bien, la tendencia a interpretar los rasgos distintivos, los «hechos


diferenciales», como si fueran rasgos constitutivos no sólo es constante, sino
muy peligrosa: entre un grupo de alumnos de una escuela, aquel que sea
tuerto será probablemente distinguido por los demás como «el tuerto»,
porque éste es su rasgo distintivo; el peligro está en que este rasgo distintivo
sea poco a poco considerado, por comodidad o acaso por mala fe, como un
rasgo constitutivo, como si lo esencial de ese alumno fuese ser tuerto. Pero
la mayor sorpresa nos la proporcionaría este alumno si se nos mostrase
«identificado» con su condición de tuerto, por el orgullo que le produce su
«hecho diferencial».
La sustantivación de las culturas constituye en todo caso una interpretación
mitológica de los círculos culturales considerados como «culturas
nacionales». En efecto, desde estas interpretaciones mitológicas, las culturas
nacionales son tratadas como si fueran especies únicas (especies angélicas
que, si recordamos a santo Tomás, sólo tienen un elemento). Especies únicas
cuyos atributos sólo podrían emanar de su propia sustancia: del genio, alma
o espíritu de cada cultura nacional brotarían todos sus caracteres (lengua,
religión, sardanas, derecho, filosofía, costumbres). Cada uno de sus detalles
podrá ser tomado como «seña de identidad» de esa cultural sustancializa-da.
Quienes siguen a Guillermo Humboldt verán en la lengua nacional el alma o
forma interior consustancial con la propia filosofía o visión del Mundo de
este pueblo: «Las diferentes lenguas son los órganos por los cuales se
expresa la manera de pensar y de sentir de las naciones».

Ahora bien, queremos distanciarnos de este modo mitológico e idealista,


metafísico (sustancialista) de interpretar las señas de identidad de una
cultura, porque desde la perspectiva del materialismo filosófico no cabe
atribuir a cada círculo cultural ni siquiera el tipo de unidad cuasisustancial
que conviene a los organismos vivientes. En los organismos vivientes sí
cabría hablar de «señas de identidad» sustanciales, que apuntasen, como
rasgos fenotípicos, si no ya a una sustancia metafísica, sí a un germen o
genotipo, relacionado con aquel «plasma germinal» que Augusto Weismann
consideraba como independiente del «soma individual». Precisamente por
ello los organismos evolucionan o están sometidos a las leyes de la
evolución, ante todo, darwiniana. Pero las culturas no son organismos o
superorga-nismos. Las culturas no son seres vivientes (tal como las vieron
Fro-benius o Spengler). Y por ello las culturas no evolucionan, más que en
sentido metafórico. No cabe hablar de una evolución de las culturas, sino de
una historia de las culturas.

Concepción materialista de las culturas

Desde la perspectiva del materialismo filosófico las «esferas culturales» se


nos ofrecen más que como culturas sustanciales, como círculos causales
morfodinámicos, torbellinos que incorporan partes o rasgos que no derivan
tanto de un «plasma germinal», de un genotipo interior, susceptible de
evolución, sino de un núcleo histórico que pierde o recibe, asimila o
incorpora, partes procedentes de otros círculos culturales. La difusión de
rasgos segregables, por tanto, la interacción entre culturas, con los
consiguientes conflictos mutuos, a veces sangrientos, institucionales, es el
proceso más importante para explicar su historia.

La primera consecuencia que se deduce de esta concepción materialista,


antisustancialista, de las culturas, es la necesidad de rechazar tanto los
conflictos entre las culturas (o entre civilizaciones) como las alianzas de
culturas (o de civilizaciones), sencillamente por la razón de que estas
expresiones presuponen una sustantivación de las culturas o de las
civilizaciones, como sujetos ya sea de un «conflicto de fondo», ya sea de una
«armonía de fondo». Pero ni hay «sustancias culturales», ni hay «fondos
sustantivos», sino interacciones entre las partes, entre las instituciones
culturales de cada círculo: actualismo frente a sustancialismo. Son las partes
formales o instituciones de una cultura, que han ido integrándose a lo largo
de los siglos, las que pueden resultar incompatibles con las partes formales o
las instituciones de otra cultura, como por ejemplo la antropofagia,
institución importante en la «cultura azteca», era incompatible con la
«cultura española» de los conquistadores. Pero la «cultura azteca» no era una
cultura sustantiva, globalmente incompatible con una supuesta «cultura
sustantiva española». La incompatibilidad se establecía entre instituciones o
partes de esas culturas, que se enfrentaban entre sí en lucha darwiniana, más
allá del principio del placer y aun más allá del principio del bien y del mal.

De lo que precede podrían concluirse dos reglas metodológicas de gran


interés: la primera nos induce a interpretar sistemáticamente las llamadas
capciosamente «señas de identidad» de una cultura dada antes como rasgos
distintivos que como rasgos constitutivos. La fiesta de los toros más que
como rasgo sustancial de la cultura española, es decir, una institución que
«mana de las profundidades del alma española», la interpretamos como un
rasgo distintivo, que permite discriminar, pongamos por caso, la cultura
hispánica de la cultura inglesa, sobre todo si esta institución está bien
trabada con el círculo de otras instituciones que se realimentan las unas a las
otras en la tradición histórica. En todo caso, las instituciones se interpretarán
no ya a título de partes emanadas de una sustancia, como señas de identidad
de la misma, sino más bien a título de «agentes de identidad», en el sentido
del actualismo: la sardana o el aurresku son, antes que señas de identidad,
agentes de la misma identidad que proclaman. Y muchas veces promovidos
por quienes tienen interés en «cerrar como sustancias» a los círculos
culturales catalán o vasco.

La segunda regla nos induce a enfrentarnos con el análisis de una cultura


dada, no ya tratando de determinar el fondo intemporal, la esencia profunda,
de esa cultura, cuanto la situación diferencial que a esa cultura le
corresponde en relación con otras culturas o círculos envolventes,
independientes o envueltos. En nuestro caso, al enfrentamos con el análisis
de la cultura española del presente, nos preocuparemos ante todo por
determinar no ya su «esencia profunda» (su sustancia especial, de especie
única), sino la situación diferencial de esta cultura española con otras
culturas de su entorno («cultura francesa», «cultura inglesa») o de su
dintorno («cultura catalana», «cultura gallega», «cultura berciana»).

Las Culturas de los pueblos y las Almas de ios pueblos

Nos mantenemos de este modo a la mayor distancia posible de aquella


perspectiva que estuvo muy en boga hace un siglo. Como precedente teórico
suyo podríamos poner acaso la «Psicología de los Pueblos» de Guillermo
Wundt, una disciplina ambigua, con muchos precedentes a su vez —el de
Feijoo en España (por ejemplo, Teatro crítico universal, tomo 2, 1728,
discurso 9: «Antipatía de franceses y españoles»; discurso 15: «Mapa
intelectual, y cotejo de Naciones»; tomo 3, 1729, discurso 10: «Amor de la
Patria y pasión nacional»)— que resultaba de una mezcla ad líbitum de la
etnografía, la historia, la sociología, las impresiones de los viajeros, el
folclore...

La perspectiva proliferó en España en el «género literario» consagrado a


ensayar análisis o visiones de conjunto sobre el «alma de España». Si los
individuos tenían un «alma», ¿por qué no también los pueblos? No es nada
clara la consecuencia; pero no era cosa de pararse en barras.

El género literario de referencia produjo obras serias, como por ejemplo la


de Alfredo Fouillée (Le peuple spagnol, 1899), y otras menos serias, por no
decir ridiculas, como la de Rudolf Lothar (Die Seele Spaniens, firmada en
Sevilla y Zúrich, 1914-1916, y traducida en 1938 por Enrique González
Luaces como El alma de España —y no por El alma de los españoles—). En
1902, Rafael Altamira publica su Psicología del pueblo español, y en su
segunda edición (Minerva, Barcelona, hacia 1918) reivindica la condición de
«precursora en el orden de investigaciones que ahora se repiten». En 1903-
1904 se publicó en Madrid la revista Alma Española, que se abrió con un
artículo de Benito Pérez Galdós, «Soñemos, alma, soñemos» y en la que
aparecieron los artículos de Miguel S. Oliver, «Alma mallorquína»; José
Nogales, «Alma andaluza»; Francisco Acebal, «Alma asturiana»; Miguel de
Unamuno, «Alma vasca»; Vicente Blasco Ibañez, «Alma valenciana»; Juan
Maragall, «Alma catalana»; Manuel Feliú, «Alma riojana»; Rodrigo de
Acuña, «Alma granadina»; Antonio Royo Villanova, «Alma aragonesa»;
Vicente Medina, «Alma murciana». No es difícil advertir en estas
investigaciones sobre las almas (que conservaban, demasiado
impúdicamente, el sello meta-físico espiritualista) la prefiguración de las
investigaciones posteriores sobre las culturas (aunque este título,
aparentemente más «científico», sigue arrastrando los componentes
metafísicos y espiritualistas del mito).

En la misma línea escribió en 1908 Gustavo de la Iglesia García un libro,


que se publicó algunos años después, con el título El Alma española, ensayo
de una psicología nacional. También de 1908 es el libro de Havelock Ellis,
que adquirió gran notoriedad al ser traducido al español (Barcelona, 1928)
con el título El Alma de España. José Bergua publicó en 1934, en su
conocida biblioteca, una Psicología del pueblo español, de casi ochocientas
páginas, con el curioso subtítulo: Ensayo de un análisis biológico del alma
nacional; subtítulo propio de unos años en los cuales el concepto de
«Biología» había adquirido un prestigio tal que servía confusamente tanto
para designar obras de medicina —los «ensayos biológicos» de Marañón
sobre Enrique IV de Castilla— como obras de historia o de sociología, al
modo de Ortega. En 1942 apareció en la editorial Cervantes el libro de
Manuel de Montoliu, El Alma de España, referido al siglo XVI y XVII
español, a la «Edad de Oro» de España, que despliega en diversas
«emanaciones», considerados como «gajos de un único fruto»: el alma
imperial, el alma caballeresca, el alma picaresca, el alma estoica y el alma
mística (sin perjuicio de lo cual Montoliu ofrece exposiciones interesantes,
por ejemplo, una confrontación de interpretaciones alemanas sobre el
Quijote). El mismo Gregorio Marañón prologó un libro colectivo de gran
formato titulado El Alma de España, publicado en 1951 en Madrid por la
empresa Herederos de Manuel Herrera Oria: contiene ensayos de Francisco
de Cossío, Salvador Dalí, Ramón Gómez de la Serna, Enrique Lafuente
Ferrari, Andre Maurois, Dimitri Merejkowski, Walter Star-kie y otros.

El «género literario» constituido por las «investigaciones» sobre el alma de


España y las almas de sus regiones está totalmente pasado de moda, y con
razón. Lo que no significa que en los especímenes de tal género no puedan
encontrarse noticias u observaciones interesantes (Lothar observa que en
ninguna parte, como en España, los hombres tienen la obsesión de llevar
limpios los zapatos, y lo explica como indicio de distinción del hidalgo
respecto del trabajador que lleva manchado de polvo su calzado).

Sin embargo, lo más importante acaso que podemos obtener de su


consideración es advertir que muchas veces, bajo rótulos pintorescos,
estamos en línea con conceptos de la antropología cultural, como puedan
serlo el de la cultura española, o la cultura catalana, o la cultura riojana, o la
cultura murciana. Y lo que es más importante, la consideración de este
género literario puede servirnos de crítica para el género literario hoy
vigente, el que se ocupa del análisis de las culturas locales, regionales o
autonómicas. Porque quienes hoy analizan la «cultura catalana» o la «cultura
murciana» no están haciendo otra cosa sino reproducir ensayos ideológicos
del estilo de los que poco antes se hubieran dedicado al «alma catalana» o al
«alma murciana».

Ni univocismo (o etnocentrismo) cultural, ni pluralismo relativista, ni


pluralismo sustancialista de las culturas

Una segunda consecuencia que cabe derivar de la concepción materialista


(no sustancialista) de las esferas culturales es la posibilidad que ella nos abre
de dejar de lado el trilema al que nos aboca la concepción sustancialista de
las esferas culturales:

1. O bien la consideración de alguna de estas esferas como la única esfera


de referencia, ante la cual las demás esferas aparecerán devaluadas, como
degeneraciones o embriones de la cultura por antonomasia: tal es la vía del
univocismo cultural, núcleo de lo que hoy llamamos etnocentrismo. El
etnocentrismo cultural considera a la cultura de quien habla como la cultura
por antonomasia, como la única; pero le ocurre lo que le ocurre al
monoteísmo, que no es patrimonio de una religión, puesto que hay varios
dioses monoteístas (Yahvé, Dios, Alá), cada uno de los cuales se nos
presenta como único y verdadero. Pero la mejor refutación de las religiones
positivas monoteístas es su misma pluralidad, porque mediante ella, unos
monoteísmos se destruyen a los otros. Lo mismo ocurre con el monoteísmo
cultural.

2. O bien consideramos a todas las esferas culturales como igualmente


valiosas, como sostiene el pluralismo relativista del que hemos hablado, y
que suele ir asociado a una concepción armonista, desde la cual cada uno,
desde cada cultura, tiende a comprender a las otras (al «otro», se decía
antes), según el principio de la tolerancia ilimitada y del respeto mutuo,
ligado al dogma de la igualdad de todas las culturas. Por ejemplo, el

Instituto Cervantes de España se propone mantener vivo el interés por la


cultura y la lengua española en todo el Mundo, y escoge como emblema al
autor de Don Quijote; el Instituto Camoens de Portugal se propone hacer lo
mismo con la cultura y la lengua portuguesa. Pero ¿cabe equiparar, en virtud
de este paralelismo formal, la universalidad de Don Quijote con la de Os
Lusiadas? Sólo por ficción diplomática. Millones de hombres leen el Quijote
en todo el Mundo; fuera del área portuguesa Os Lusiadas es obra
prácticamente desconocida.

La mejor refutación de esta segunda alternativa la fundamos en el hecho


incontestable de los conflictos históricos entre algunas diferentes «culturas»,
en realidad, como hemos dicho, entre instituciones integradas en círculos
culturales diferentes (pongamos por caso las instituciones del esclavismo y
las instituciones de la libertad).

3. Por último, y partiendo también del llamado pluralismo, el camino que


adopta la visión dialéctica del bellum omnium contra omnes, del conflicto
universal entre las culturas y, por tanto, de una lucha por la vida en la que
cada esfera cultural deberá estar preparada para vencer a las otras o morir.

Esta tercera disyuntiva queda también sin base desde el momento en que no
reconocemos el carácter sustantivo de ninguna esfera cultural. Por tanto, si
una esfera cultural no es una sustancia, carecerá de sentido tratarla como si
fuera ella en su totalidad la que se enfrenta a muerte con todas las demás.
Y esto es lo que nos lleva, como alternativa más racional, a considerar la
concepción materialista y actualista (no sustan-cialista) de los círculos o
esferas culturales como estructuras morfodinámicas que se constituyen en el
proceso histórico de la interacción de unas y otras; interacciones que
suponen a veces coaliciones contra terceros, a veces conflictos, comparables
con los de las biocenosis. Pero conflictos en los cuales no se dirime tanto la
«sustancia» de cada cultura (y no por otra razón, sino porque una tal
sustancia no existe) cuanto la persistencia de alguna parte suya (una
institución o un conjunto de instituciones) vinculada siempre a otras, y desde
luego a determinados grupos sociales frente a otros.

La concepción materialista de las esferas culturales permite también


establecer entre ellas clasificaciones, ordenaciones, jerarquías de
dominación, de potencia o de influencia. En efecto, las culturas o círculos de
cultura, entendidos como totalidades complejas, no tienen por qué
relacionarse entre sí como si fueran esencias megáricas, impenetrables las
unas a las otras; ni tampoco como si fueran unidades fenoménicas,
resultantes de mosaicos aleatoriamente constituidos y cambiantes en cada
momento. Habrá círculos culturales singulares, exteriores los unos a los
otros, sin perjuicio de compartir con ellos instituciones o rasgos que
permitan establecer relaciones genéticas más amplias; habrá círculos
culturales singulares que mantienen intersecciones, más o menos amplias,
con otros; habrá esferas culturales cuyo radio de influencia en otras esferas
es mucho mayor que el que pueda atribuirse a éstas respecto de aquél.

Sobre el supuesto «pluralismo cultural» de España

Podemos ya volver a nuestro asunto. ¿Existe en el presente la cultura


española?

El primer resultado importante que podemos obtener de la aplicación de


nuestras reglas metodológicas tiene que ver obviamente con el llamado
pluralismo cultural, con el principio o premisa, por no decir «dogma
democrático», del pluralismo de las culturas de los pueblos o nacionalidades
que la Constitución reconoce sin menoscabo, al parecer, de la unidad de
España.
Comenzaremos admitiendo dialécticamente ad hóminem el pluralismo
cultural de España, pero para decir inmediatamente que este reconocimiento
no tiene por qué significar, como pretenden los federalistas o los
confederalistas, que nos consideremos acogidos, desde luego, al esquema del
pluralismo sustancialista, aunque sea por la vía del armonismo de las
culturas.

La proclamación del pluralismo cultural de España, como «premisa


democrática prometedora de la paz y de la solidaridad», no solamente
encierra la afirmación positiva de la pluralidad de culturas, sino también la
negación de una cultura española genérica o envolvente, de una cultura
genérica que, si la entendemos desde el esquema del pluralismo
sustancialista, habría que rechazar por los mismos motivos por los que se
rechazan las ideas de la «Nación de Naciones», o de «Estado de Estados».
Porque esa cultura «genérica» habría que entenderla como una «Cultura de
Culturas», habría de ser una cultura más, y la cultura española habría que
reducirla a la condición de una cultura al lado de la cultura catalana, la
cultura vasca, la cultura murciana. Y esto es imposible porque en una
Confederación de los Estados soberanos asentados en el territorio ibérico no
cabe hablar de un Estado español envolvente que refundiese a los Estados
políticos, envueltos en él, en uno solo. Ni cabe hablar de una «cultura
española» como «sustancia de fondo» de las sustancias culturales
particulares, que habrían de quedar refundidas, como partes o subsistemas
suyos, en la cultura total. El principio democrático del pluralismo cultural,
entendido desde el pluralismo sustancialista, no es otra cosa sino la negación
de la cultura española, exigida por la afirmación sustancialista de las
culturas.

En resumen, todas las culturas que están al cuidado, vigilancia y promoción


de las consejerías de Cultura de las diversas comunidades autónomas
«agotarían» la totalidad de la cultura española. Es cierto que la creación de
las consejerías de Cultura en las autonomías obedece a un programa que
podría parecer orientado a transformar España en una «sociedad
segmentaria», al menos en el terreno administrativo: cada comunidad
autónoma se ha proyectado como si fuese una reproducción clónica de la
estructura general del Estado (Parlamento y gobierno, presidente del
Parlamento y presidente del gobierno, ministros y consejeros; tribunal
supremo y tribunales superiores de justicia... tan sólo falta en las autonomías
un rey —aunque cabría la transformación en virreyes de los actuales
delegados del Gobierno— y un Senado —aunque cabría transformar en
Senados las Diputaciones provinciales—).

Y este esquema de sociedad clónica segmentaria inspira también (aunque sea


inconscientemente, en función de la ignorancia de sus profetas) algunas
propuestas delirantes presentadas desde algunas autonomías que se guían por
el principio de que «todo debe estar en todo», es decir, que todo lo que hay
en una comunidad autónoma de una «Nación de Naciones» debería estar
presente, y del mismo modo, en todas las demás autonomías. Por ejemplo, la
lengua catalana debería ser oficial en las diecisiete comunidades autónomas
españolas, y otro tanto habría que decir de la lengua gallega, de la
vascongada, de la ansotana o del panocho murciano. Por la misma razón
todos los contenidos de cada cultura autonómica deberían estar presentes en
las demás. ¿Sabe el señor Rovira que con este proyecto convertiría a España
en un caos de Anaximandro, o más precisamente, en un migma de
Anaxágoras?

Volvamos al Ministerio de Cultura. Tan problemático como la reproducción


a escala autonómica de la figura del rey es la reproducción, multiplicada
diecisiete veces, a escala autonómica, del Ministerio de Cultura.

Muy pocos Estatutos de Autonomía han sacado públicamente las


consecuencias (y si las han sacado se las callan astutamente) que se derivan
de la institución de esas consejerías de Cultura, entendidas no como
delegaciones del Ministerio de Cultura central, sino como órganos de tutela,
vigilancia y promoción de cada «cultura autonómica». Es muy importante
analizar la contribución mecánicoburo-crática que puede corresponder al
proceso de creación de las consejerías de Cultura en la España de las
autonomías. Al margen de toda ideología relativa al mito de las culturas
autónomas (un margen desde luego teórico, en el momento en el que el
sistema se puso a funcionar) parece incontestable que un consejero de un
gobierno autonómico, puesto al frente de la Consejería de Cultura
correspondiente, se encontrará prácticamente determinado a desechar el trato
con «contenidos culturales genéricos» (españoles), aunque no fuera más que
para no interferir o invadir funciones y competencias propias del Ministerio
de Cultura, que tiene encomendada la tutela y promoción, por ejemplo, del
Teatro Clásico Nacional, por todo el territorio español (y no sólo por el
territorio de la Comunidad Autónoma de Madrid, en el cual este Ministerio
está emplazado).

En consecuencia, cada Consejería de Cultura de una comunidad autónoma se


encontraría de hecho, por razón de mecánica burocrática, obligada a
ocuparse preferentemente (y muy pronto exclusivamente) de su
«especialidad» y para ello, si no los tenía a mano, tendría que inventar sus
contenidos, o por lo menos integrar esos contenidos en la esfera de la cultura
autonómica correspondiente. Si hablamos de teatro, una Consejería de
Cultura de comunidad autónoma que haya producido obras teatrales en
lengua vernácula tendrá resuelto el problema de su programación teatral,
independientemente de que esas obras en lengua vernácula sean infames:
primará el principio de que todas las culturas son iguales en rango y que «lo
nuestro», en todo caso, debe ser conocido (aunque eso «nuestro» no sea más
que una vulgar adaptación de otras obras comunes). Y si se acaba el
repertorio, la Consejería de Cultura encargará a algún creador de la
comunidad alguna obra teatral adecuada. Pero ¿cómo procederán los
consejeros de cultura de comunidades autónomas que no tienen obras
teatrales escritas en idioma vernáculo? Procederán tratando de incorporar a
la cultura autónoma la obra que ha sido programada según criterios ad hoc.
Por ejemplo, El Alcalde de Zalamea será considerada como obra
característica de la cultura extremeña (puesto que Zalamea de la Serena
pertenece a la provincia de Badajoz); Fuenteovejuna será considerada como
obra perteneciente a la cultura andaluza...

De un modo similar procederán los consejeros de cultura que promueven,


ayudan o encargan obras sobre la pintura, la música o la filosofía
autonómica correspondiente. Habrá dificultades. ¿Cómo justificar que la
Consejería de Cultura de la Generalidad catalana publique obras de Balmes?
Pues Balmes ¿es filósofo catalán o es filósofo español, dado que sus obras
fundamentales las escribió en español? Se tomará preferentemente la
naturaleza, la nación o lugar de origen del autor, o bien el lugar en donde el
autor vivió o profesó. El resultado es que una historia de la filosofía o del
pensamiento de Castilla-León no sólo interferirá con una historia de la
filosofía o del pensamiento español, sino que distorsionará, a veces de modo
muy grave, el hilo conductor de la exposición. En cualquier caso, las
intromisiones de una comunidades en otras serán constantes: Francisco
Suárez ¿'pertenece a la historia de la filosofía andaluza, por haber nacido en
Granada, o a la historia de la filosofía de Castilla-León por haber profesado
en Salamanca?

Situaciones de esta índole, que se multiplican una y otra vez, cooperan, en


virtud de la pura inercia de las administraciones autonómicas, a ir
consolidando la idea de que existen culturas autónomas que viven, como
vegetaciones más o menos florecientes, emanadas del «territorio
autonómico», en el ámbito señalado por los límites geográficos de la
Comunidad correspondiente. Por tanto, se concluirá que la suma de estas
culturas agota el territorio de España.

Y puesto que el Ministerio de Cultura no puede estar emplazado fuera aparte


del terreno ocupado por el conjunto de las comunidades autónomas
particulares, este Ministerio, o reduce sus competencias a la Comunidad de
Madrid, en la que está emplazado, o desaparece. Y con él debe desaparecer
hasta el nombre de «cultura española», puesto que la cultura española queda
debidamente repartida exhaustivamente, y agotada, por tanto, en la
enumeración de sus diecisiete partes o comunidades autónomas.

Distribución y reparto de la Cultura española en las diecisiete


comunidades autónomas

Constatamos, en conclusión, cómo las dificultades reales que se presentan en


el momento de tratar las relaciones entre la cultura española (genérica) y las
culturas específicas (autonómicas) se manifiesta en la práctica a escala
burocrática administrativa en las relaciones entre el Ministerio de Cultura y
las consejerías de Cultura de las comunidades autónomas; aunque sin duda
alguna estas dificultades son aprovechadas ideológicamente, desde el mito
de las culturas autonómicas. Y la misma existencia de las consejerías de
Cultura sugerirá la idea de que éstas desempeñan antes el papel de «agentes
(por no decir inventoras) de la identidad cultural» de las culturas
administradas por ellas que el papel de meros indicios o señas de identidad
de esas mismas culturas.

Ahora bien, las dificultades que señalamos derivan de la confusión entre la


idea de una distribución de la cultura española, considerada como un todo
respecto de sus partes potenciales, y la idea de un reparto exhaustivo, o
partición de ese todo, en sus partes atributivas. Y esta confusión está, como
es obvio, directamente vinculada con la idea confusa de «todo» (tal como
habitualmente se utiliza), que no distingue entre las totalidades distributivas
(como pueda serlo el género respecto de sus especies, o la de cada especie
respecto de sus individuos) y las totalidades atributivas (como pueda ser

lo, por ejemplo, un todo, un pan de trigo respecto de los trozos o partes
alícuotas o alicuantas en las cuales se reparte a la hora de la comida). Porque
lo ordinario es sobreentender (cuando se utiliza la idea de todo,
principalmente en contextos políticos o sociológicos) que el todo es el todo
atributivo (es muy frecuente la presencia de las totalidades distributivas en el
desarrollo mismo de las totalidades atributivas). Entre las totalidades
distributivas y las atributivas, cuya unidad es de tipo conjugado, hay
disociación pero no hay propiamente separación. No hay totalidades
distributivas que no tengan algún componente de totalidad atributiva, ni
recíprocamente: el proceso de escisión celular reiterada entraña
simultáneamente una partición de una unidad celular en sus células hijas,
nietas... en general sucesoras, las cuales pueden constituir, a su vez, un
conjunto atributivo (por ejemplo, una colonia de células) y una distribución
del material genético en una clase distributiva de células de determinada
especie, cuando cada célula se considere como independiente de las demás.

Ahora bien, los federalistas, o los confederalistas, que entienden el


pluralismo cultural como una liquidación del supuesto monismo cultural
(entendido como monolitismo cultural), característico de la ideología
franquista, sobreentienden también este pluralismo cultural en el sentido de
la repartición o partición exhaustiva de la cultura española en partes
sustantivas, alícuotas según los ideólogos de la izquierda socialista radical,
que se orientan por el principio de la igualdad, o alicuantas según los
ideólogos de la izquierda socialista que se orientan por el principio de la
solidaridad entre las comunidades asimétricas, es decir, desiguales. En rigor,
esas partes sustantivas equivalen prácticamente a totalidades o esferas
culturales sustantivas, y sólo se consideran partes en función de la trituración
o despedazamiento de ese conglomerado superestructural designado por la
expresión ininteligible, para ellos, de «cultura española». Expresión que los
pluralistas culturales sustancialistas considerarán utópica, porque el
federalista no puede entender siquiera la posibilidad de colocarla en ninguna
parte del «territorio constitucional», y por ello pide, incluso en nombre de la
lógica, la supresión urgente del Ministerio de Cultura, a fin de repartirlo en
partes alícuotas o alicuantas entre las diecisiete consejerías de cultura de las
comunidades autónomas.

(A veces se ha llegado a aplicar esta misma idea en proyectos relativos a


museos: el Museo Nacional de El Prado, por ejemplo, habría que repartirlo
entre todos los museos autonómicos, según criterios de reparto que un grupo
de expertos o «sabios» estableciese.)

Pero lo que el ideólogo federalista o confederalista no entiende —su caletre


no le da para más, porque él sólo funciona subordinado a sus intereses
nacionalistas fraccionarios (por ello tampoco entenderá estas distinciones
que le proponemos, es cierto que no para que las entienda, sino para que
nadie pueda decir que no se las hemos explicado)— es que en la lógica del
reparto, y simultáneamente a ella, hay también una lógica de la distribución.
Dicho en latín: además de la lógica de la partitio está la lógica de la divisio;
dicho en griego (esperamos que el caletre del federalista pueda entenderlo
así mejor): además de la lógica del merismós, está la lógica de la diaí-resis.

Pero es necesario arrojar al cubo de la basura esa lógica del reparto de la


cultura española en partes alicuotas o alicuantas que no dejan resto, y que
reduce, en el sentido del nominalismo más primario, la «cultura española» a
un puro nombre, a un flatus vocis que sólo designase la pluralidad de
culturas peninsulares y adyacentes, sustantivadas, pero exteriores las unas a
las otras, aunque entre ellas se aconseje la coordinación, la cohesión, la
solidaridad, la confederación y aun la federación.
Distribución, no reparto, de la Cultura española

Es necesario cambiar la lógica del re-parto por la lógica de la distribución a


las diversas culturas autónomas de una Cultura, la española, que no tiene que
entenderse siquiera como un unívoco uniforme, sino más bien como un
«análogo de desigualdad» (véase el opúsculo de 1498 del cardenal Cayetano,
Tratado sobre la analogía de los nombres, traducido por Juan Antonio Hevia
Echevarría, Pen-talfa, Oviedo, 2005).

En concreto, se trata de la lógica de la distribución de un todo envolvente a


partes suyas «transparentes». Esta lógica comienza por presuponer la
realidad de una cultura española como contenido común o genérico,
diferenciado de otras culturas de su escala (la francesa, la alemana, etc.) y
que engloba a su vez a las diferentes «culturas autonómicas» o esferas
culturales regionales, incluso a aquellas que, acogiéndose al mito de la
cultura, postulan su sustancial identidad.

Pero este englobamiento que, considerado desde la perspectiva de las


totalidades atributivas, equivaldría a una subsunción o incorporación íntegra
de las culturas autonómicas en un todo compacto, considerado desde la
perspectiva de las totalidades distributivas no implica subsunción, sino
interpenetración, impregnación, difusión, o filtro de la cultura española
genérica en todos los dominios que puedan corresponder a cada esfera
cultural específica. En ningún caso quedará ésta agotada, como si la
hubiéramos reducido a la condición de un mero subsistema del supuesto
«sistema global» de la cultura española. Es muy insidiosa, en todo caso, la
aplicación a esta materia de la terminología de la llamada teoría de sistemas;
pues tales subsistemas son, a su vez, sistemas coordinados a otros sistemas.

No aplicaremos aquí, por tanto, la idea de sistema, sino la idea de totalidad


genérica de partes potenciales, que no quedan agotadas al ser actualizadas
como partes de la totalidad distributiva o difusiva de referencia. En nuestro
caso, la cultura española.

Según esto, la cultura española genérica no podrá ponerse en el mismo rango


lógico en el que se sitúan las culturas específicas (catalana, vasca, gallega,
andaluza...). La cultura española se filtra y se difunde por todas las culturas
específicas, y por ello no ocupa un lugar determinado al lado de las otras.
Como un todo genérico, se difunde o distribuye por sus especies y por sus
individuos, incluso cuando éstos se encuentren en situación de solución de
continuidad (no solidaria) con otros.

La cultura española, según esto, no es meramente englobante, sino


impregnante o filtrante respecto de las culturas que son específicas respecto
de su propia condición genérica, que adquiere precisamente en el proceso de
difusión o distribución. Y lo es porque traspasa sus membranas, porque las
paredes de las culturas a las que engloba son transparentes a ella y, por tanto,
las culturas englobadas no pueden describirse como «recintos opacos»
meramente envueltos, pero no impregnados, por la cultura envolvente. No
son «glóbulos culturales» o bolsas impermeables, como aquellas que se
forman en torno a tantos grupos de inmigrantes musulmanes de Londres, por
ejemplo, los cuales, aun teniendo la nacionalidad británica, no se dejan
penetrar por la cultura inglesa: mantienen su propia lengua, su propia
religión, su endogamia parental, y ello facilita su disposición a atentar contra
la cultura que las engloba sin impregnarlas. Nada de esto tiene por qué
ocurrir con la cultura catalana, con la cultura vasca o con la cultura gallega,
inmersas en el ámbito de la difusiva cultura española.

No cabe hablan por tanto, de intercambios entre las culturas autonómicas,


embolsadas en sus recintos autonómicos, y la cultura española. La cultura
española no intercambia nada, cuando se manifiesta presente o difundida por
Cataluña, Castilla, Galicia o Andalucía. Ni tampoco la difusión o
distribución propia de la cultura española tiene por qué agotar, en principio,
la integridad de las culturas englobadas por ella. Estas pueden mantener
acaso «raíces» específicas, si es que ellas siguen siendo capaces de dar
alimento a sus contenidos propios, con parcial y relativa independencia del
alma máter nacional española.

Modelos de difusión distributiva

Podríamos ilustrar el proceso de distribución difusa o filtrante de una


totalidad genérica, como lo es la cultura española genérica (respecto de las
culturas autonómicas por ella englobadas), con diferentes modelos físicos
(eléctricos, ópticos, termodinámicos...).
Tomemos, como totalidad a distribuir por difusión, una determinada
cantidad electromagnética, o bien óptica, o térmica (a temperatura
determinada), que ocupa un volumen dado. La distribución irá difundiendo
esta cantidad global a recintos o dominios englobados en el volumen de
referencia, y dotados de energías que se suponen procedentes de generadores
propios. Supondremos también que el generador global, por razones
«históricas» de instalación (o por razones estructurales), produce energía de
potencia y radio de alcance capaz de ocupar el recinto global de referencia,
por tanto, capaz de difundirse por el interior de los recintos particulares
situados en él, cuyas paredes han de ser de algún modo transparentes o
filtrantes, al menos en la dirección hacia su interior, es decir, de suerte que
estos recintos desempeñen el papel de válvulas. Esto significa que el
generador global tiene o bien un nivel de energía más potente que el nivel de
energía en el que se mantienen los generadores particulares; o bien que los
canales de distribución y de penetración que la «historia» ha ido
estableciendo facilitan su difusión a través de las membranas o paredes de
los recintos particulares, sin que tengan lugar los movimientos recíprocos.
Los recintos particulares, como hemos dicho, actuarán como válvulas o
diodos en el conjunto del recinto global.

Así las cosas, podremos hablar de una tensión global o genérica del sistema,
de una coloración global, o de una temperatura uniforme global (con las
fluctuaciones locales correspondientes), que se extiende también, al menos
parcialmente, por el interior de todos los recintos particulares, sin perjuicio
de que los generadores locales (o gracias a ellos) estén generando energía a
tensión o temperaturas propias. De este modo, del «recinto global» podemos
predicar una tensión, color o temperatura genéricas, sin por ello desconocer
la existencia de áreas locales cuyas tensiones, coloraciones o temperaturas
especiales ya no estarán generadas exclusivamente por la participación de la
energía global distribuida o filtrada por ellas, sino por generación propia (en
modo alguno espontánea).

De modo análogo, hablamos de una cultura española genérica, distribuida o


difundida por todo el recinto constitucional español. Por tanto, también,
filtrándose en las diferentes «culturas particulares» o «esferas culturales
autonómicas» que puedan ser reconocidas. Y justamente sin excluir el
reconocimiento de estas esferas culturales locales, en cuanto dotadas de
mecanismos autonómicos históricos de generación cultural, cuyo radio de
acción, de hecho, no tiene ahora, como no lo tuvo nunca, capacidad
suficiente para traspasar las paredes del recinto autonómico en el que opera.

Hay propuestas, sin embargo, en este sentido, de las que ya hemos hablado
(«que todos los españoles aprendan a hablar catalán, eus-kera, gallego,
ansotano, valenciano, panocho...», «que todos los españoles visiten
anualmente los santuarios donde se venera la Virgen, Montserrat, Begoña, El
Rocío, El Pilar, Guadalupe...»). Pero, como hemos dicho, son proyectos
voluntaristas y vacíos, que carecen de toda viabilidad política; algo así
como, en el terreno técnico, les ocurre a los proyectos megalómanos
imposibles, tales como pretender construir rascacielos de cuatro kilómetros
de altura.

Concluimos: mediante el modelo de distribución por difusión (o difusión


distributiva) podemos entender la posibilidad lógica de reconocer una
cultura española o, si se prefiere, su identidad cultural, en cuanto cultura
genérica participada (filtrada) por muy distintos grupos dotados de culturas
específicas. La potencia de la cultura española ha sido y sigue siendo, por
razones históricas y estructurales, lo suficientemente intensa como para
traspasar las propias paredes o membranas de los dominios que engloba (la
difusión no se reduce a una mera expansión por el volumen intersticial, que
pudiese quedar entre los dominios impermeables que quedasen envueltos
como islas por la cultura expansiva). Más aún, su potencia ha sido capaz de
desbordar el volumen peninsular y extenderse por otras muchas naciones de
diversos continentes, y en especial de América: los más de 400 millones de
personas que hablan español, y que tienen una cultura hispánica, son la
mejor medida de la identidad de una cultura española que no puede en
ningún modo equipararse, en orden de magnitud, con las culturas específicas
que engloba y por las que se difunde: catalana, quechua, vasca, guaraní,
gallega, azteca...

Podemos reconocer, por tanto, la identidad de una cultura española, sin


necesidad de estar localizada o encerrada en algún recinto peninsular ni
siquiera en el volumen peninsular total. Su radio abarca íntegramente varios
«recintos nacionales» (Argentina, Bolivia, Colombia, Costa Rica, Cuba,
Chile, Ecuador, El Salvador, España, Guatemala, Guinea Ecuatorial,
Honduras, México, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Perú, Puerto Rico,
República Dominicana, Uruguay, Venezuela) y otros parcialmente, como es
el caso principalmente de los Estados Unidos de Norteamérica.

Aplicaciones materiales del modelo de difusión distributiva

¿Y cómo aplicar no ya formalmente, sino materialmente, este modelo de


distribución de la cultura genérica española por los demás recintos
constitucionales, ya sean considerados propietarios de culturas sustantivas,
ya sean considerados como participantes simples, y hay muchos grados, de
esta cultura española?

Sin duda, determinando los criterios materiales que se consideran


constitutivos de esta cultura. Criterios que han de atenerse a las líneas
marcadas por las «fronteras categoriales» relativas a las categorías culturales
que tienen que ver con la identidad cultural (como puedan serlo las
categorías lingüísticas, religiosas, tecnológicas, de parentesco, de
costumbres, políticas, relaciones de pertenencia a la propia cultura y de
extrañamiento ante las otras...). Estos criterios tendrán mucho que ver con
los que utilizan los antropólogos y los sociólogos para establecer la
identificación de los individuos con los grupos a los que pertenecen y que
pueden ser definidos políticamente (por ejemplo, los grupos nacionales, tales
como España, Francia, Polonia, México, Chile, Nueva Zelanda) o bien con
los círculos culturales (por ejemplo, «cultura mediterránea», «cultura
musulmana», «cultura mesoamericana»).

Algunas veces, los criterios culturales y los sociales o políticos marchan


paralelos, si bien los criterios de identidad cultural suelen delimitar áreas
más amplias que los criterios de identidad política (la «cultura anglosajona»
comprende el Reino Unido, los Estados Unidos de América del Norte,
Australia...; la «cultura hispánica» comprende la Nación española y a la
mayoría de las repúblicas americanas). Por ejemplo y tomando casi al azar,
como referencia, el libro de un sociólogo (Juan Diez Nicolás, Identidad
cultural y cultura de defensa, 1999), constatamos la determinación de
«cuatro aspectos sobresalientes» que sirven para organizar las encuestas y
las tablas estadísticas pertinentes: (1) hablar el idioma (función de
socialización e integración), (2) respeto a las instituciones (sentimiento de
adhesión y sometimiento al grupo), (3) sentirse del país (sentimiento de
pertenencia al grupo e integración), (4) tener la nacionalidad del país
(función normativo-legalista).

En cualquier caso, no hay por qué suponer a priori que el análisis categorial
de los criterios de identidad cultural que orienta la investigación sociológica
y antropológica actual, y que ha dejado «fuera de moda» a los criterios
descriptivos globales o «impresionistas» de la antigua Psicología de los
pueblos (o de las investigaciones sobre las «almas nacionales»), quiere decir
que los métodos analítico-esta-dísticos de nuestros días cubran el mismo
campo que el que cubrían las investigaciones sobre las «almas» de las
naciones. Consideremos este párrafo de Andre Maurois, en su contribución
«El carácter español» al libro El Alma de España, prologado por Marañón,
antes citado (pág. 221):

«Es siempre un estudio difícil y discutible el del carácter de un pueblo. A


veces, se siente uno tentado a negar que una nación pueda tener un carácter:
“Ved a esos individuos de la misma raza, tan diferentes todos los unos de los
otros. ¿Qué tienen entre sí de común?”. Pero si se les observa mejor, hay que
admitir que poseen muchas maneras e ideas comunes; que es posible, a
primera vista, distinguir una mujer española de una mujer francesa o inglesa;
que, escuchando una música, mirando un cuadro, todo hombre un poco culto
dirá en seguida: “He ahí un músico español, he ahí un pintor español”. Es
preciso, pues, que exista una esencia de España y yo quisiera tratar con
mucha prudencia —porque mi experiencia de ese país fue muy corta— de
extraer la esencia de mis impresiones de viaje y de lectura».

Dejando de lado, por supuesto, las apelaciones metafóricas que hace


Maurois a la «esencia de España» o al «carácter de un pueblo», y
sustituyéndolas por las corrientes apelaciones actuales a la «identidad
cultural» de España, y a los «rasgos culturales diferenciales de la conducta
española», no mucho menos metafísicos, la cuestión es: ¿de qué modo
tendríamos que factorizar las «impresiones globales» de Maurois (supuesto
que tengan algún sentido) a efectos de poder no ya reconstruirlas, sino
incluso de comprobarlas y contrastarlas?

Desde luego no pretendemos, en este lugar, ni siquiera pisar el umbral de


una investigación sobre la identidad de la cultura española, ya sea en la línea
de la identidad sustancial, ya sea en la línea de su identidad esencial
diferencial con otras identidades de su contorno o de su dintorno.

Atengámonos a los criterios sociológicos citados, y con la simple intención


de ilustrar el alcance que pueda tener la aplicación, al caso de España, del
modelo de difusión distributiva como esquema de relación identitaria entre
la cultura española genérica y las culturas espe-tíficas de su dintorno
(catalana, vasca...), cualquiera que sea el alcance que se otorgue a estas
culturas específicas.

1. Consideremos el criterio del idioma. Es evidente que las descripciones de


las lenguas vivas en España (mutatis mutandis, de las lenguas vivas en
América o en Africa), siguiendo los criterios preferidos por las autoridades
autonómicas, tanto en los cómputos acerca del número de hablantes por
áreas virtuales («área virtual del catalán», «área virtual del gallego») como
en las distinciones entre primer y segunda lengua, son muy engañosas. En
todo caso, están dictadas bajo la influencia de los esquemas de repartición
atributiva del idioma en el «territorio constitucional».

Pero, desde el criterio de difusión distributiva, lo primero y principal que


debe ser resaltado es esto: que el idioma español es hablado por todos los
españoles o, dicho de otro modo, está difundido por todas las «culturas» que
postulan una identidad cultural y un idioma propios; y que la distinción entre
primera y segunda lengua es ambigua, porque se confunde a la vez con la
distinción entre el idioma familiar o privado y el idioma civil o público. Un
individuo catalán, o vasco, o gallego (mutatis mutandis, mexicano, chileno,
argentino) que utiliza el idioma español en la empresa, en el comercio, en el
foro, en la calle, no utiliza una segunda lengua, sino su primera lengua civil
(que acaso ni siquiera puede traducir a la lengua vernácula); y
recíprocamente, un ciudadano vasco —aunque sea un consejero de Cultura o
un funcionario— que utiliza el euskera en su vida pública o privada acaso lo
está utilizando y desde luego, con seguridad, lo está utilizando como
segunda lengua si lo acaba de aprender, y no como primera.

La difusión de la lengua española (es decir, de la lengua como «seña de


identidad» y, sobre todo, como «agente de identidad» de la cultura española
—y ésta es la principal razón para utilizar la expresión «lengua española» en
lugar de «lengua castellana—») es prácticamente universal en el dintorno
constitucional. El concepto mismo de «biculturalismo», «bilin-

güismo», etc., aplicado a este caso, es ideológico, porque va referido a los


individuos que utilizan la lengua española y una lengua vernácula, pero no a
la cultura objetiva misma. Quien habla español en recintos o dominios
específicos del «dintorno constitucional», o sea, no bilingüe, está contando, a
efectos estadísticos, en la determinación del español como agente de
identidad de la cultura española.

Al rasgo, seña o carácter «hablar español» habrá que añadir: «leer en


español» y «escribir en español». Ahora bien, la prensa, en el territorio
constitucional español, es casi umversalmente publicada en español, incluso
en las comunidades con «lengua oficial vernácula»; y esto sin perjuicio de
que, sobre diez diarios, se publiquen dos, con tiradas cortas, y algunas
páginas de otros, en idioma vernáculo. Desde este punto de vista puede
decirse también que la distribución de la cultura española, a través de la
lengua escrita, tiene una amplitud cuyo orden de magnitud es diferente al de
la distribución de las culturas específicas en el ámbito de sus propios
recintos. La cultura española, por lo que a la lengua leída o hablada atañe, no
es una cultura que pueda ponerse al lado (en rango) de las culturas
englobadas en ella. Es una cultura englobante y filtrante.

2. Otro tanto habrá que decir en relación con el «respeto a las instituciones
sociales». Para citar una de las más discutidas, la religión católica. Muchas
veces se considera, como rasgo característico o seña de identidad de la
cultura española, su adhesión o respeto a las prácticas de la religión católica;
y esto se prueba por las tasas de asistencia a misa, o a procesiones de
Semana Santa, por las tasas de utilización de las ceremonias religiosas en los
«ritos de paso» (bautizo, primera comunión, matrimonio, entierro...).

Es cierto que el número de personas bautizadas, pero no practicantes, crece


sin cesar, como crece el número de agnósticos y el de ateos. Sin embargo,
¿puede concluirse de ahí que el catolicismo ha dejado de ser un rasgo de
identidad de la cultura española no sólo en su historia, sino en el presente?
¿Y cómo un rasgo histórico de identidad, tan arraigado durante siglos, podría
desaparecer de la noche a la mañana? Si miramos a los ateos españoles, en
número lentamente creciente, ¿puede decirse que ellos no han de contar en la
elaboración de estadísticas sobre la identidad cultural española en función de
la religión? Habrá que tener en cuenta que un ateo católico no es lo mismo
que un ateo musulmán o que un ateo budista. El ateo católico español,
incluso en los casos de anticlericalismo más radical, sigue moldeado, en
negativo, por el catolicismo. Y del mismo modo que un español,
trasplantado a Inglaterra, logra hablar correctamente el inglés, pero
conservando siempre el «acento español», así también un católico
«trasplantado al ateísmo» conserva siempre el acento católico, incluso en sus
negaciones, y por ello no se confunde con el ateo que conserva el acento
musulmán, o con el ateo que conserva el acento protestante, o con el ateo
que conserva el acento budista.

El catolicismo, junto con sus ramificaciones no estrictamente religiosas, sino


éticas, o morales, o estéticas, tiene por tanto muy buenos apoyos para ser
considerado un rasgo identitario de la cultura española, si no ya en el sentido
de la participación positiva, sí en el sentido de la contraposición (con todos
sus matices y grados). Por descontado, este rasgo del catolicismo está
difundido por todas las autonomías españolas; incluso muchas veces es más
intenso en las autonomías más nacionalistas y secesionistas como Cataluña y
el País Vasco.

3. En cuanto al criterio «sentirse del país», me limitaré a citar el cuadro 3.3


(que figura en la página 99 del libro antes citado), según el cual España
puntúa sólo un 79 en «vergüenza de pertenecer a mi país por cosas que en él
se hacen», frente a 145 de Estados Unidos, 141 de Irlanda, 185 de Japón,
161 de Rusia... En cambio, en cuanto a «satisfacción por el éxito de mi país
en competiciones deportivas internacionales», España alcanza 173 puntos,
frente a 166 de Estados Unidos y 195 de Irlanda.

4. El criterio más importante, sin embargo, para establecer la existencia de


la cultura española, es el de su implicación con una Nación cultural. Una
Nación cultural que está dada a

escala de Nación política canónica, cuyos contenidos materiales concretos


sólo históricamente han podido irse formando, acumulativa y
selectivamente. Y es desde esta perspectiva cuando la realidad de la cultura
española se manifiesta en toda su fuerza: en la agricultura, en la cocina, en la
estructura de la familia, en la pintura, en la música, en la escultura, en el
teatro, en el cinematógrafo, en la poesía, en la novela, en el ensayo, en la
filosofía... Los nombres de los grandes pintores españoles (Velázquez,
Zurbarán, Goya, Picasso, Dalí), como los de los grandes músicos españoles
(Cabezón, Vitoria, Albé-niz, Falla), escultores, cineastas, poetas (Jorge
Manrique, Gar-cilaso, Fray Luis, Góngora), dramaturgos (Lope de Vega,
Calderón), novelistas (empezando por Cervantes), filósofos (si no Séneca, sí
la tradición senequista, pero también Guevara, Que-vedo, Gracián, Feijoo —
y por no citar a todos los filósofos de lengua española, puesto que escribían
también en latín: Vitoria, Báñez, Gómez Pereira o Arriaga).

Permítaseme subrayar al lector que estas «menciones» a las grandes figuras


históricas de la cultura española no están formuladas desde la perspectiva
«metamérica» de la reivindicación de las letras y las ciencias españolas ante
los extranjeros, que sólo veían, a la manera de Masson de Morvilliers,
miseria y vulgaridad en la historia de España. Las menciones que hacemos
están formuladas desde una perspectiva interna («diamérica») de
confrontación de la Nación cultural española —o de la cultura española—
con las supuestas culturas englobadas en ella. Y el objetivo de estas
menciones es demostrar que la cultura genérica española, es decir, las
menciones de figuras suyas representativas, se basan (independientemente
de la «valoración intrínseca que nos merezcan») en que están difundidas por
todas las partes de España, atraviesan todas las «culturas» que engloba, y por
ello decimos que Velázquez o Goya son pintores españoles que todo el
mundo conoce (independientemente de que hayan nacido en Sevilla o en
Fuendetodos). Todo español sabe algo del Toema del Cid, o de La vida es
sueño; pero sólo unos pocos eruditos no catalanes han podido leer La
Atlántida de Verdaguer —a pesar de sus intenciones marcadamente
españolistas—, o los poemas en bable de Teodoro Cuesta, porque el área de
expansión de Verdaguer o de Cuesta no puede rebasar los límites de su
recinto regional específico. Y ello, aun en el supuesto de que los valores
estéticos de estas producciones culturales específicas fueran muy superiores
a los valores de las obras de arte de la cultura global española.

No podemos detenernos en el análisis de instituciones, relaciones o


referencias culturales comunes a la cultura española (desde la propiedad
privada de viviendas hasta las fiestas de Navidad, desde las relaciones de
parentesco hasta las corridas de toros...). Pero son tan abundantes que su
consideración corrobora, de forma creciente, la realidad de una cultura
española dotada de contenidos genéricos que están difundidos
distributivamente por los grupos, capas sociales, ciudades o comunidades
autónomas más diversas asentadas en «territorio constitucional». Y esto
independientemente de que el núcleo de difusión haya procedido de alguna
zona periférica o central, que sólo los eruditos, a la búsqueda de «hechos
diferenciales» promovida por las consejerías de Cultura, reivindicarán en su
momento.

Pero justamente esta conclusión no puede sacarse con referencia a las


culturas específicas, por ricos que sean sus contenidos. Todo lo contrario.
Los contenidos de la llamada cultura vasca, por serlo, no rebasarán, ni
querrán hacerlo, los límites de su dominio autonómico (otra cosa son las
pretensiones de ampliar este dominio con territorios vecinos). El aurresku
sólo podrá bailarse en Valladolid o en Barcelona en un escenario folclórico
teatral, pero no en una plaza o en un acto institucional propio de esas
autonomías. Otro tanto se diga de los contenidos de la cultura catalana o los
de la cultura gallega. Hay que ir al País Vasco, a Cataluña o a Galicia para
contemplar un aurresku, una sardana o una muñeira; en cambio, para
escuchar las saetas en una procesión de Viernes Santo, no es necesario ir a
Sevilla; para presenciar una corrida de toros no hay necesidad de ir a
Pamplona; y tampoco es necesario ir a Bilbao para asistir a la representación
teatral de una obra

de Unamuno. En centenares de lugares de las más diversas regiones y


«nacionalidades» españolas encontramos, difundida por todas ellas, la
institución del «encierro», que podemos contemplar y en la que podemos
participar.

La cultura española común posee una dinámica diferente de las culturas


españolas particulares o específicas

Es imposible, en conclusión, equiparar la cultura española, como cultura


total o común de todos los españoles, con las «culturas» particulares,
circunscritas a una comunidad autónoma y, más estrictamente, a ciertas áreas
de esas comunidades (o incluso a determinadas capas sociales que forman
parte de las elites locales). Ninguna Comunidad, aunque postule una cultura
propia, tiene instituciones culturales uniformes; no existen cortes abruptos
entre las diferentes áreas culturales. Y en cada área cultural los «hechos
diferenciales» se presentan de continuo: «No hay dos hojas iguales en el
jardín». La llamada «normalización» de las instituciones culturales de cada
comunidad autónoma (normalización de la lengua, normalización de los
trajes, normalización de las fiestas, normalización de los quesos,
normalización de los rótulos y señales, etc.) es un método «centralista» para
lograr borrar la realidad de que los hechos diferenciales no son abruptos sino
continuos, y que no solamente establecen diferencias entre unas
Comunidades y otras, sino a veces, aun mayores, entre áreas distintas de una
misma Comunidad.

No cabe hablar, desde criterios antropológicos, de un «pluralismo cultural»


que tome como unidades a las comunidades autónomas. Menos aún cuando
ese pluralismo se interpreta desde el esquema aditivo que prepara la
consideración de la cultura española total o común como un agregado de
esas supuestas culturas autonómicas particulares, de esas «culturas
independientes», sustantivadas, sin perjuicio de que puedan ser luego
presentadas como solidarias, «federativas» y susceptibles de convivir en paz
y en armonía. (Hay que exceptuar las opciones «espontáneas», que sin duda
son culturales, es decir, no son producto de la Naturaleza, de la kale borroka
o la «institución cultural», arraigada ya durante varias décadas, de los
asesinatos ejecutados por ETA dentro o fuera del País Vasco, como un
«hecho diferencial» de la cultura vascongada.)

La visión de España como un «país multicultural» es confusio-naria y


oscurantista. Es sólo la visión de un rótulo propagandístico, que se han
tragado (para no decir que han «interiorizado») los «intelectuales y artistas»
defensores del federalismo, o los que están más a la izquierda aún (según
ellos creen, aunque no se sepa muy bien por qué), del confederalismo.
España no es un país multicultural, en el sentido en el que pretende este
rótulo. Es un país conformado, para bien o para mal, por una cultura común,
que es la cultura española, en cuyo ámbito viven gérmenes, embriones o
formaciones parciales, más o menos consistentes, derivadas de «generadores
autóctonos» que no siempre son ni los más populares, ni los más valiosos (a
veces podrían equipararse al rasgo diferencial del «tuerto» que hemos citado
antes), ni siempre son básicos, sino también muchas veces estrictamente
superestructurales.
En cualquier caso, el movimiento propio de la cultura genérica española y
los movimientos propios de la cultura particular tienen direcciones y
sentidos totalmente opuestos (lo que constituye también el mejor criterio
antropológico y sociológico para su diferenciación).

La cultura común española (que no es excluyente de las otras culturas, a


través de cuyas «membranas» se encuentra difundida secularmente y sigue
difundiéndose regularmente) se mantiene, si nadie la obstaculiza, en estado
de equilibrio distributivo. Otra cosa es que ante los ataques y mutilaciones
procedentes de las «culturas particulares» necesite ser defendida; cosa que
los responsables de llevar a efecto esta defensa no hacen siempre, en gran
medida como consecuencia de una falsa idea de la tolerancia respecto del
pluralismo cultural. Una tolerancia falsa que no advierte que, en su nombre,
se está molestando, maltratando, recortando, mutilando y erosionando
continuamente la propia cultura común española.

Las «culturas específicas», en cambio, tienden a moverse de otro modo, a


saber, no en una dirección expansiva, o centrífuga, sino más bien centrípeta,
como si se tratase de movimientos orientados a cerrarse, encapsularse o
blindarse dentro de los contornos de los recintos que creen haber establecido
como propios territorialmente.

Y esto demuestra que la dirección de los movimientos impuesta por los


dirigentes de las respectivas culturas regionales está marcada por la política
y no por la propia cultura. No es la «lengua catalana» la que, en virtud de su
superior potencia cultural, envuelve, no ya a los andaluces o murcianos que
viven en Andalucía o en Murcia, sino a los millones de andaluces o
murcianos que han ido a trabajar a Cataluña: es la política de «impregnación
lingüística» que les obliga coactivamente a aprender catalán a quienes
participan de la cultura española genérica; que obliga a poner rótulos en
catalán a empresas, comercios, teatros, productos, vehículos que, con
anterioridad al régimen franquista, los ofrecieron en español.

La razón es que el encapsulamiento al que tienden las culturas particulares


autonómicas sólo puede prosperar eliminando en lo posible a la cultura
española, excluyéndola por tanto, en lo posible, de sus recintos. De este
modo, la política de encapsulamiento cultural, al tender a obturar las
«válvulas» que permiten el flujo normal a sus dominios de la cultura
española común, se convierte en un instrumento de freno, erosión y
vaciamiento progresivo de la cultura española en los territorios autonómicos.
La política de encapsulamiento en la «esfera sustantiva identitaria» que los
ideólogos nacionalistas fraccionarios se han trazado lleva al subjetivismo
más radical, que necesita rellenar mediante la invención ad hoc de los
contenidos (historia ficción, lengua ficción normalizada como «vehículo de
comunicación», como si la comunicación entre todos quienes viven en esas
comunidades no fuese precisamente la cultura genérica española) los vacíos
derivados de la constante tarea de evacuación de los contenidos de la cultura
española común, que a todos los penetra.

Existe, en conclusión, sin duda alguna, una cultura española. Pero los
responsables de la tutela, promoción y dirección de esta cultura española
común no quieren reconocer siempre (amparados en la cándida idea de la
«armonía de las culturas») que las relaciones entre la cultura española
genérica y las llamadas «culturas específicas», tal como se conducen de
hecho en la práctica, son relaciones de conflicto frontal y no de armonía. Y
que la confianza en la existencia efectiva de la cultura española no puede
hacer subestimar los peligros que las políticas culturales autonómicas
pueden representar, si no para la existencia de la cultura española genérica,
sí para su identidad o para su decoro.

Pregunta 7

¿ESPAÑA ES EUROPA?

Es necesario despejar la confusión de la frase «España es una parte de


Europa»

Damos por supuesta la realidad de España, en cuanto entidad histórica


viviente en el presente (no meramente en el pretérito), dotada de una unidad
estructural interna (es decir, no superestructural, externa, postiza o formal,
como si su unidad estuviese «sobreañadida» al supuesto conjunto de
pueblos, naciones o culturas asentadas en su territorio) derivada
internamente de los propios materiales sociales, culturales y políticos que la
constituyen.
Esta unidad estructural, interna, que atribuimos a España, deriva, en primer
lugar, de la realidad de la cultura española (que podríamos poner en
correspondencia, para acogernos a una idea corriente, con la «sociedad civil»
española). Y, en segundo lugar, y no como algo accidental (sino situado
históricamente en un momento posterior), sobre la realidad de la Nación
española (a la que corresponde la «sociedad política» española del presente
organizada en las Constituciones que van de 1812 a 1978).

La cuestión que se nos plantea ahora es la de la conexión de España, en


cuando unidad real (social y política) con Europa. Una realidad histórica, sin
duda alguna, pero cuya definición, tanto en el terreno cultural o civil como
en el terreno político, es mucho más difícil de establecer, si cabe, que la
«definición» social y cultural de la unidad de España.

Por ejemplo, España es políticamente un Estado nacional, al que


corresponde una Constitución (por más que ésta sea impugnada por algunos
nacionalistas fraccionarios); pero, políticamente, Europa no está definida,
salvo en un Proyecto de Tratado para su eventual constitución; desde el
punto de vista político, Europa es, hoy por hoy, solamente una «Europa de
papel».

Y si presenta grandes dificultades la defensa de la realidad de España en


cuanto se deriva de la unidad que reconocemos a la cultura española,
muchas más dificultades presentará la definición de la realidad de Europa, en
cuanto pretenda ser derivada de una supuesta «unidad de la cultura europea»,
unidad en todo caso mucho más precaria y vaga que la de la cultura común
española (por la pluralidad de sus áreas culturales, de sus lenguas, por la
inexistencia de una lengua genérica común, capaz de filtrarse por las
diferentes esferas lingüísticas europeas).

Ahora bien, como ya hemos dicho antes en este libro, la unidad de España
(la unidad entre sus partes) puede asumir identidades (esenciales) diferentes,
según los contextos envolventes en los que se inserte. La unidad de España,
hace veinte o dieciséis siglos, asumió la identidad de parte (provincia,
diócesis) del Imperio romano; hace cinco siglos la unidad de España asumía
la identidad de la monarquía hispánica, o, si se prefiere utilizar el lenguaje
de la Antropología cultural antes que el lenguaje de la política, cabría decir
que España fue (y sigue siendo) una parte de la Comunidad hispánica, o una
parte del «área cultural hispánica».

¿Diremos también que España, en su unidad actual, puede asumir la


identidad europea, es decir, podemos afirmar que España es una «parte de
Europa»?

Sin duda, no sólo es posible, sino que es necesario afirmar, porque la


realidad así lo impone, que España es una parte de Europa, del mismo modo
que es imposible afirmar que España es una parte de Asia o de Africa. La
conocida fórmula «África comienza en los Pirineos» es un mero juego de
palabras, un galicismo que no puede ser tomado en serio.

España es una «parte de Europa» y, en consecuencia, tiene una «identidad


europea». Pero ni «parte», ni «identidad», son conceptos unívocos, sino
análogos. Es una pura desvergüenza de los «euro-peístas» españoles
pretender que dicen algo afirmando que «España tiene una identidad
europea». Porque hay muchos modos o acepciones de «parte» (partes
integrantes, partes determinantes, partes ins-frumentales, rectas u oblicuas...)
y muchos modos o acepciones de «identidad» (la identidad «se dice de
muchas maneras»: como identidad sustancial o como identidad esencial,
como identidad estructural o como identidad accidental o superestructural...).

Hay, sin duda, demasiada vaguedad en la afirmación: «España es una parte


de Europa», o en la afirmación: «España tiene una identidad europea». Es
obvio que esta vaguedad sólo puede despejarse precisando la naturaleza de
esa «totalidad envolvente» (de España) que llamamos Europa. Porque es
evidente que la situación es muy distinta cuando hablemos de una Europa en
sentido político (por ejemplo, de la Unión Europea) que cuando hablemos de
Europa en un sentido cultural (por ejemplo, de la Cultura europea).

La identidad europea de España, desde el punto de vista político, puede tener


más importancia considerada desde el punto de vista político que
considerada desde el punto de vista cultural. En cualquier caso, las
identidades culturales son más estables y de más larga duración que las
identidades políticas (al menos, las que tienen que ver con las
Confederaciones o con regímenes políticos tales como monarquías,
aristocracias o democracias).
Se hace, en todo caso, imprescindible, para formar un juicio mínimamente
solvente sobre el alcance de la cuestión «¿España es Europa?», comenzar
bosquejando, al menos, el análisis de la realidad que pretende designar el
término «Europa».

El proceso histórico de conformación del concepto geográfico de Europa

Europa es «una realidad muy compleja», constituida por una fenomenología


sobreabundante compuesta de fenómenos muy heterogéneos: económicos,
políticos, religiosos, artísticos, históricos, etc.; fenómenos con referencias
fisicalistas muchas veces precisas, y otras veces muy borrosas, involucradas
en conceptualizaciones implicadas en sistemas diversos de conceptos
(técnicos, científicos) que, a su vez, determinan diferentes sistemas de Ideas.

Consideremos ante todo, por razones de método, a Europa desde algunos


sistemas de conceptos comúnmente reconocidos, si bien al cabo de muchos
siglos de debates, confrontaciones o convenciones, son los conceptos que se
organizan en torno al mismo concepto geográfico-bistórico de Europa.

Y nos apresuramos a advertir que este compacto («geográfico-histórico») no


se utiliza aquí como si el concepto por tal sintagma significado fuera un
concepto compuesto de previos y separados conceptos geográficos, por un
lado, e históricos, por otro, que ulteriormente se hubieran ido asociando en el
«concepto compacto». El concepto geográfico-histórico de Europa tiene una
unidad previa a los componentes que resultarán ulteriormente por
disociación, puesto que tales componentes, aunque disociables, son
inseparables. No es posible hablar de Europa desde una perspectiva
geográfica que no esté conjugada con alguna perspectiva histórica, ni
tampoco recíprocamente. Los conceptos geográficos (a diferencia de los
conceptos geológicos) presuponen siempre una perspectiva operatoria
antrópica, que determina la plataforma histórica desde la cual se configuran
esos conceptos geográficos, como conceptos oblicuos o posicionales. Los
conceptos geográficos de Este y Oeste, o de Norte y Sur, se desvanecen en
cuanto se pierde la referencia antrópica vinculada a los sistemas de
coordenadas utilizadas. A lo sumo, se transforman en conceptos que ya no
serán geográficos, sino físicos, geológicos o cosmológicos.
Esta es la razón por la cual podemos afirmar; con toda seguridad, que el
concepto «actual» de Europa sólo pudo conformarse históricamente, es
decir, en el curso de muchos siglos de historia. Europa no es una «realidad
perceptible a simple vista», como podrían serlo (si nos atenemos a las leyes
de la teoría de la forma) el Sol o la Luna. Puede asegurarse que nuestros
antepasados, los pitecántropos, los neandertales, o los antecesores, que
recorrían las planicies, los valles o las montañas de España, de Francia o de
Alemania, no pudieron haber formado ningún concepto de Europa.

Sólo a final del siglo XX el «continente» o el «subcontinente» que llamamos


«Europa» pudo ser percibido globalmente desde alguna astronave; lo que
significa que el concepto geográfico de Europa, que ya estaba conformado
mucho antes de que hubiera astronaves, ha sido el resultado de sucesivas
acciones y operaciones acumulativas, llevadas a cabo desde diferentes
plataformas históricas, que hicieron posible no sólo abrir caminos, es decir,
itinerarios de ida y vuelta (no se hace camino al andar: hay que poder volver
al punto de partida y reandar el itinerario), sino también mapas de rutas y de
entornos suyos (ríos, valles, montañas) y teorías cosmogónicas capaces de
establecer la esfericidad (o, por lo menos, la «discoeidad») de la Tierra.

Ahora bien, el proceso secular de conformación del concepto geo-gráfico-


histórico de Europa sigue estando enmascarado, de hecho, precisamente por
la mitología. Nadie «cree» hoy en el mito de Europa, en el rapto de la hija de
Agenor y Argiope que Zeus, transformado en toro blanco, que pacía junto a
sus ovejas, llevó a efecto en algún lugar próximo a la isla de Creta (al
menos, allí parece ser que fue en donde Zeus, transformado en águila, violó
a Europa y le hizo tres hijos: Minos, Radamanto y Sarpade). Sin duda, la
fábula del rapto de Europa —dice Roberto Graves— «es posible que
comenzase por una incursión [geográfica] de los helenos a Fenicia, desde
Creta». También es posible que los viajes ulteriores de la «madre Europa», la
hija de Agenor, tengan algo que ver con el proceso mismo de formación del
concepto de Europa. Pero, sin embargo, la fábula de Europa, en la que nadie
cree, ejerce a veces el papel de nebulosa que inspira una peculiar pereza en
la investigación precisa del proceso de formación del concepto. Acaso
porque vagamente, el mito, en cada época histórica en que iba siendo
relatado, sugeriría, como un espejismo, que la madre Europa definía a
Europa desplazándose, en excursión permanente, precisamente por los
límites que el territorio europeo alcanzaba en la época de la repetición del
relato.

La raíz viciosa de este espejismo no sería tanto partir de la fábula, que es


fuente inexcusable, sin duda, sino subrayar en ella la Europa antropomórfica
raptada por Zeus (una Europa que en los siglos posteriores seguirá siendo
dibujada en los mapas como una matrona, cuya cabeza corresponde a veces
a España, los brazos a Italia y las penínsulas bálticas, etc.) en lugar de
preocuparse por señalar el territorio local inicial que recibió el nombre de
Europa (dejando de lado la cuestión de la anterioridad o posterioridad de la
Europa-madre y la Europa-territorio).

En todo caso, el término «Europa» —faz ancha— indicaría que el territorio


local inicial denominado Europa debía ser un lugar con horizontes amplios.
«Horizontes amplios» en función de la situación de los hombres, de los
jinetes sin duda, que los percibían como tales; lo que nos recuerda también
que en el análisis del proceso de formación del concepto de Europa habrá
que determinar la plataforma y el punto de vista desde el cual se conformaba
ese horizonte. Herodoto parece atribuir esta plataforma y punto de vista a los
persas, más que a los griegos. Según esto, «Europa» habría sido inicialmente
un «concepto persa» («los persas consideran a Asia y a los pueblos bárbaros
que habitan en ella como de su propiedad, mientras que para ellos Europa y
el mundo griego es un país distante»). Sin embargo, hay indicios (la leyenda
de un viaje de Apolo por la Hélade) de que «Europa» pudo ser
denominación de algún territorio situado en la Grecia continental.

Partiendo de la determinación de un concepto territorial local inicial (situado


probablemente en alguna zona del Mediterráneo oriental), la cuestión de la
formación del concepto de Europa se planteará como una investigación
sobre los «mecanismos de ampliación» de la denominación «Europa» desde
el territorio local inicial hasta sus límites geográfico-históricos actuales, en
función de los cuales consideramos «cerrado», de un modo más o menos
convencional, el concepto.

Sin duda, los «mecanismos» de estas (necesariamente) sucesivas


ampliaciones sólo podrán entenderse en el contexto de las divisiones
globales («molares») de la Tierra, que históricamente se hayan ido
estableciendo, incluso con anterioridad a la época de conformación del
«disco» o de la «esfera» (o globo) terrestre.

Podríamos partir de la «división molar» acaso más sencilla y originaria de


las «tierras visibles» para las primeras bandas de hombres con capacidad
suficiente para ir organizando su contorno, a saber, la que separa los
territorios (o los mares) en dos partes: la parte «de donde nace el Sol» y la
parte «hacia donde muere el Sol». Consta que los fenicios (para referirnos a
pueblos cercanos al «rapto de Europa») distinguían el Acu (la parte del
naciente, el Oriente) y el Erebo (la parte del poniente, el Occidente). Si esta
división meridiana (es decir, vertical) se hacía desde plataformas
mediterráneas, cretenses o fenicias, habría que sacar ya una primera
conclusión decisiva: que Europa —el territorio inicialmente así denominado
— «caía de la parte de Occidente» (y esto al margen de que fuera desde
Oriente desde donde se configurase, según el testimonio de Herodoto).

A estas dos partes de la Tierra visible, Oriente y Occidente, procedentes de


la división meridiana, se agregará después una tercera parte, hacia el Sur;
que se llamará Libia y más tarde África; y habrá que tener en cuenta que
Oriente no es Asia, ni Occidente es la Europa actual. Si nos mantenemos en
la «plataforma cretense», Occidente y Oriente se extienden sólo en una
franja de límites «horizontales» que no rebasan, por el Sur, el Africa
mediterránea, hasta el Sáhara, y por el Norte los Alpes o el Danubio. Es
decir, los límites iniciales de la Roma republicana. Fuera de estos límites se
sitúan los bárbaros. ¿Se había ampliado ya el concepto geográfico de Europa
al territorio comprendido entre esos límites, o acaso incluía este concepto ya
los territorios bárbaros situados hacia el Norte? Varrón dice (De lingua
latina, 5, 32, 4): «Europae loca multae incolunt nationes».

En cualquier caso, parece que la «ampliación hacia el Este y hacia el Norte»,


pero en sentido inclusivo, tuvo que ver, más que con el Imperio de Roma,
con el Imperio romano de Constantinopla, que era la parte económicamente
más floreciente de este Imperio (doce veces más, calculan algunos
historiadores). Y, además, la parte en donde tuvo lugar su alianza con la
Iglesia católica.

De allí salieron las primeras misiones cristianas hacia el Norte y hacia el


Este, y el primer monacato, que sin duda tuvo algo que ver con la ampliación
de la denominación Europa a los nuevos territorios (la «Tercera Roma»,
Kiev, Moscú). También hubieron de tener parte, en el proceso de formación
del concepto de Europa, las invasiones de Atila o las de Gengis Khan, en
cuanto procedentes de Oriente, de Asia. Y lo que es más importante, aunque
no se le dé la importancia que merece (porque esa importancia queda
enmascarada por la presencia transitoria en Occidente, en Córdoba y en
Granada, por ejemplo, de los mahometanos): que también proceden del
Oriente, de Asia o de Africa, las invasiones musulmanas. Ni hunos, ni
mongoles, ni musulmanes se internaron propiamente en «Europa», sino que
merodearon por su periferia, entraron y salieron expulsados (a veces tras
largos siglos de re-conquista). En cambio, las invasiones germánicas, que
procedían ya de un «horizonte europeo» (aunque fuese bárbaro), penetraron
en el Imperio cristiano y se asimilaron a él.

Por último, ¿cómo no tener en cuenta en el proceso de formación del


concepto de Europa la parte que pudo corresponder al descubrimiento de
América, y a la primera circunnavegación a la Tierra, por obra de
Magallanes y Elcano, en la época de Carlos I?

Se hará posible, con todo esto, una nueva división de la Tierra, y sólo en
función de esta división el moderno concepto de Europa, como una parte
principal de ella, un continente capaz de enfrentarse a Asia o a Africa, pero
también a América y por supuesto a Australia (descubierta por españoles y
denominada inicialmente, en honor a la dinastía reinante en España, como
Austrialia).

Tras el descubrimiento de América, los límites hacia el Oeste del concepto


de Europa quedaban bien definidos por el océano Atlántico. ¿Qué criterios
seguir para trazar la frontera hacia el Este, entre Europa y Asia? Parece que
quien propuso, de modo solvente, los límites de Europa hacia el Este, poco
más allá del Volga, en el río Ural (que desembocaba en el Caspio) y en los
Montes Urales, fue Strah-lenberg, hacia 1730. Ulteriormente los geólogos
podrán entrar en acción y llegarán a la conclusión (que no es sólo geológica,
sino también geográfico-histórica, cultural y política) según la cual Europa
es un continente delimitable de Asia, pero a título de subconti-nente, o bien a
título de península de un nuevo continente denominado «Eurasia».
España es una parte de Europa mucho antes de que lo fuera Alemania o
Rusia

La pregunta «¿España es Europa?» tiene una respuesta afirmativa


terminante, cuando se la plantea en el terreno de los conceptos geo-gráfico-
históricos. España es Europa, es una parte de la «península de Eurasia»
denominada Europa, es una «península de la península», una subárea del
«área cultural de difusión helénica» que denominamos «cultura europea». El
resultado de ese proceso de difusión helénica se habría logrado a través de la
expansión de las «tres Romas», y sobre todo de las tres Romas
cristianizadas: la primera Roma, la occidental; la segunda Roma, la de
Bizancio; y la tercera Roma, la de Kiev y la de Moscú.

España es, según esto, una de las «primeras partes» de esta área cultural que
llamamos Europa, integrada ya en ella plenamente desde el siglo n antes de
Cristo en la primera Roma y, parcialmente, ocho siglos más tarde, en la
segunda Roma, en el Imperio bizantino. España es Europa, por tanto, mucho
antes de que las tribus germánicas o eslavas pudiesen ver a Europa, incluso
subidos a los árboles de sus frondosos bosques.

El proceso histórico de esta expansión de Europa, considerada como un


«área cultural de difusión helénica», suele ser dividido (si partimos, en el
límite inferior, de la consolidación del Imperio romano) en las tres
consabidas fases, edades o épocas europeas (y no sólo protoeuropeas): una
fase 1 que comprende la Edad Antigua y Media (Imperio romano e Imperio
de Constantinopla); una fase 2 que comprende la Edad Moderna (en la que
Europa «sale de sus límites medievales» y comienza a «operar» en América,
África y Asia, incorporándolas progresivamente a su esfera económica,
política y cultural); y una fase 3, o Edad Contemporánea, en la que Europa
se ve rodeada de otras plataformas, también universales, en tanto pretenden
controlar todo el globo terráqueo, iniciando el proceso que hoy llamamos
«Globalización».

En esta tercera época Europa busca redefinir su unidad política, mediante el


frágil y discutido Proyecto de una Unión política Europea (de la que todavía
permanece al margen Rusia, la tercera Roma y los territorios centrales de la
segunda Roma, la bizantina, que cayeron en manos del imperio otomano y
que, bajo su influjo, se convirtieron al islam, en el que permanecen; porque
la segunda Roma, tras la caída de Constantinopla, no logró expulsarles,
como lo había conseguido España en su Reconquista).

Criterios para clasificar las Ideas sobre Europa. Las «cuatro Europas»

En el esbozo de análisis del proceso de formación del concepto de Europa


que hemos ofrecido, pese a que ha procurado mantenerse en las coordenadas
«empíricas» más estrictas (salva veritate), apuntan componentes
ideológicos, es decir, Ideas de Europa, que difícilmente podrían ser
disimuladas entre los conceptos.

Acaso las más señaladas puedan encontrarse en la consideración (a partir de


la división Oriente/Occidente) de las invasiones de los hunos, de los
musulmanes y de los mongoles como invasiones orientales o asiáticas (no
«europeas»), mientras que las invasiones germánicas han sido consideradas
como occidentales (o «europeas»), sin perjuicio de su «barbarie
precristiana».

La contribución del cristianismo a la formación de Europa es indiscutible y,


por ello, tanto más repugnante es la voluntad sectaria de los redactores laicos
progresistas del Proyecto de Tratado que lograron cerrar el paso a toda
mención a las «raíces cristianas» de Europa, sustituyéndolas por una
vergonzante mención a unos «componentes religiosos» indeterminados. Y
con esta mención, deliberadamente vaga, lo que se sugiere es la posibilidad
de que los musulmanes o los budistas pudieron haber tenido también algo
que ver con la formación de Europa.

Sin duda, detrás de cada una de las divisiones o clasificaciones que


utilizamos —y que utilizan los especialistas en Historia más positivistas—
(Occidente/Oriente, Edad Antigua/Media/Moderna/Contemporánea) están
actuando Ideas, es decir, ideologías en tomo a Europa, más o menos
definidas. Se hace preciso reconocer que estas Ideas son tan importantes o
más, para definir a Europa, de lo que puedan serlo los conceptos de Europa;
y lo son, por tanto, para poder contestar a la pregunta ¿España es parte de
Europa?

Son muchas las Ideas que están intrincadas en Europa, y la primera tarea que
nos proponemos es la de clasificarlas.
¿'Cómo conseguir una clasificación lo más neutra posible, respecto de
cualquier ideología?

Acaso sólo acogiéndonos a criterios de carácter lógico-material, como


puedan serlo las Ideas de todo/parte, en cuanto entretejidas con las Ideas de
identidad/unidad.

En efecto, la Idea de identidad puede orientarse (aunque esta orientación no


sea la única) en el contexto de las relaciones dadas en el sentido parte a todo
(baste recordar cómo la identidad que corresponde a España, en la época
romana, podía expresarse subrayando su condición de parte —provincia,
diócesis— del Imperio romano).

En cuanto a la unidad, diremos que puede orientarse en el contexto de las


relaciones dadas en el sentido del todo a la parte (la unidad de un bloque de
bronce está determinada por la cohesión de sus componentes, cobre y estaño
—a veces también zinc, plomo o wolframio— según las proporciones 85/15,
por ejemplo, de la mezcla; pero se manifiesta en propiedades globales, que
son características del todo y no de las partes, tales como la tenacidad, la
maleabilidad, la dureza o la resistencia a los golpes procedentes del
exterior).

Comoquiera que la identidad correspondiente a las relaciones en el sentido


parte a todo se diversifica en relaciones de partes atributivas o distributivas a
todos atributivos (todos T) o distributivos (todos T); y otro tanto habrá que
decir de la unidad que se corresponde con las relaciones que van en el
sentido del todo a la parte, podremos inscribir las Ideas de identidad, partes
y todos, distributivas y atributivas, en un contexto especial, representado en
un plano o superficie al que denominaremos plano A; y otro tanto haremos
con las Ideas de unidad, todos y partes atributivas y distributivas, que
inscribiremos en un contexto representado por un plano B.

Podemos suponer que los planos A y B se utilizan como planos «secantes»,


capaces de atravesar la Europa referencial, o «Europa de referencia»,
definida en el concepto de Europa tal como lo hemos delimitado en sus
intervalos geográficos (Atlántico/Urales, África/Mares del Norte-Báltico) e
históricos (siglo n antes de Cristo-siglo XXI).
En la tabla adjunta quedan representadas las intersecciones de estos planos A
y B con la Europa referencial, y establecidas las cuatro Ideas de Europa (más
precisamente los cuatro tipos de Ideas de Europa) que se consideran
constitutivos esenciales de ese «todo complejo» que llamamos Europa.

La intersección del plano A (que contiene la idea de Identidad, diversificada


según la línea atributiva o según la línea distributiva) con el plano referencial
nos conduce a dos Ideas de Europa (más exactamente, a dos tipos de Ideas
de Europa), que designamos como Europa I y Europa II.

La intersección del plano B (que contiene la idea de Unidad, diversificada


según la línea atributiva o según la línea distributiva) con el plano referencial
nos conduce a dos Ideas de Europa (más exactamente, a dos tipos de Ideas
de Europa), que designamos como Europa III y Europa IV.

Tabla de clasificación de las Ideas de Europa

La tabla ofrece una clasificación exhaustiva de las múltiples Ideas que sobre
Europa circulan (o han circulado) en cuatro tipos de Ideas que denominamos
Europa I,

II, III y IV, y que figuran como cabeceras de fila.

Esta clasificación es exhaustiva, lo que significa que cualquier Idea sobre


Europa que consideremos ha de pertenecer necesariamente a alguno de los
cuatro tipos establecidos (lo que no quiere decir que no puedan presentarse
dificultades en el momento de la asignación de cada Idea a alguno de los
tipos). En cualquier caso, una clasificación exhaustiva no es lo mismo que
una clasificación exclusiva; caben otras clasificaciones, aunque no es fácil
que, siendo «pertinentes», sean también exhaustivas.

El carácter exhaustivo de la clasificación de la tabla deriva de la naturaleza


dicotómica de los criterios utilizados, que forman parte de dos planos, A y B,
capaces de intersectar con la Europa hlstórico-geográfica concreta o
referencial.

El Plano A contiene los criterios de la relación de parte a todo, y agrupa a


las Ideas de Europa que de algún modo tratan a la Europa referencial como
si fuera «parte» de un «todo» envolvente, relación que pretenderá conferir a
Europa una «identidad» característica. Ahora bien, como la relación de parte
a todo puede entenderse en un sentido atributivo o en un sentido
distributivo', estas Ideas vinculadas al plano A se agruparán en dos tipos:

Europa I comprende Ideas que asumen a Europa como parte de un todo


atributivo, como pueda serlo el Género humano o la Humanidad, en cuanto
entidad que se despliega históricamente según diversas fases concatenadas,
de suerte que a Europa se le asigne en este despliegue el papel de parte
distinguida única, como pueda serlo el de «Vanguardia de la Humanidad» o
«La Civilización». A la Europa I, eminentemente eurocéntrica, la
denominamos «Europa sublime».

Europa II concibe a Europa como una parte de la Humanidad, pero


interpretada como una totalidad distributiva. En lugar de las ¡deas
eurocéntricas de Europa I, en Europa II se agrupan las ¡deas que consideran
a Europa, por ejemplo, como «una Civilización» entre otras (la «Civilización
occidental» al lado de la Oriental, Mesoamericana o Africana). A Europa II
la denominamos «Occidente», por antonomasia.

El Plano B contiene los criterios de la relación todo a parte, criterios que


darán lugar a otros dos tipos de Ideas que tienen que ver sobre todo con la
«unidad» de Europa.

Europa III comprende a las Ideas que tratan a Europa como si fuese una
totalidad atributiva respecto de sus partes formales. La denominamos
«Europa sin fronteras».

Europa IV comprende a las Ideas que tratan a Europa como si fuese una
totalidad distributiva respecto de sus partes formales. La denominamos
«Europa política».

(Las Ideas de tipo I pueden estar combinadas con las Ideas de tipo III, y las
de tipo II con las de tipo IV, pero en la tabla no se representan estos
desarrollos de la clasificación.)

La clasificación de las Ideas en cuatro tipos, I, II, III y IV, aparece cruzada
en la tabla con la división histórica, según criterios ordinarios, en tres fases:
Fase 1 (Edad Antigua y Media), Fase 2 (Edad Moderna) y Fase 3 (Edad
Contemporánea), que figuran como cabeceras de columna.

Es de señalar que los criterios que conducen a las Fases 1, 2 y 3, que en sí


mismos pudieran parecer externos a los tipos de ideas de Europa, pueden ser
redefinl-dos en función de las conexiones posibles entre los planos A y B,
según se expresa en las cabeceras correspondientes de la propia tabla,
circunstancia que permite cerrar esta clasificación según una estructura
dialéctica interna a la Idea de Europa.

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Europa como parte de un todo

Consideremos las Ideas de Europa, dibujadas en el plano A, de la identidad,


que tienen en común el tratamiento de Europa en términos de parte de
alguna totalidad envolvente, sea atributiva (T), sea distributiva (T), lo que
nos conduce, respectivamente, a la Idea que denominamos Europa I y a la
Idea que denominamos Europa II.

Europa 1

El tipo de Ideas sobre Europa que designamos como Europa I comprende a


las Ideas de Europa que la consideren, en su conjunto, como parte a través de
la cual pueda encontrar su identidad insertándose en el ámbito de una
totalidad atributiva capaz de «envolverla» y de «situarla».

Sin duda, cabría citar diferentes «Ideas envolventes» en función de


totalidades atributivas (o totalidades T). Pero si quisiéramos mantenernos en
el terreno de la Antropología, o en el de la llamada Historia universal, acaso
la única opción sea acudir a la Idea de Humanidad o la Idea de Género
humano; siempre que esta Humanidad o este Género humano sea concebido
a su vez como una totalidad atributiva (T) «en marcha».

Tal es el caso precisamente de las ideologías que entienden al Género


humano como una entidad dotada, globalmente, de un movimiento conjunto,
que arranca de un principio (mítico teológico, por ejemplo, el pecado
original de los primeros padres y de su expulsión del Paraíso, que es el
criterio que san Agustín toma como comienzo de la «Historia del Hombre»)
y desemboca en un final, generalmente concebido como término glorioso de
un progreso histórico universal (en términos teológico míticos, el «Juicio
Final»; o en términos míticos, aunque no sean teológicos, el «estado final»
de la Humanidad, libre, autodeterminada, solidaria, en posesión de un
bienestar, felicidad y paz perpetua).

Cuando Europa es concebida como una parte de la Humanidad, sin duda,


pero como la parte que requiere ser definida como la «vanguardia de la
Humanidad» (según diversos criterios), nos encontramos inequívocamente
con una idea de Europa de tipo I. Idea que con diversas variantes ha sido
propuesta como resultado de la más profunda idea filosófica de Europa.

A las Ideas de Europa de ese tenor, las hemos designado, en otras ocasiones,
como «Ideas sublimes» de Europa, o como Ideas de la «Europa sublime».
Un solo ejemplo: «Europa —dice Husserl en una célebre conferencia
pronunciada en Viena, en vísperas de la Segunda Guerra Mundial— es un
telos espiritual de nuevo cuño, la filosofía, que nació en Grecia en los siglos
VI y V antes de Cristo, como un nuevo modo de existir en el mundo, una
nueva cultura capaz de hacer penetrar en su órbita a la humanidad entera».
(Más detalles sobre la Idea de la «Europa sublime» en nuestro libro España
frente a Europa, Barcelona, 1999, capítulo VI.)

Europa II

El tipo de Ideas sobre Europa que designamos como Europa II comprende


aquellas Ideas que conciben a Europa en su condición de parte, desde luego,
pero de parte distributiva, cuya identidad la adquiere precisamente por esta
su condición de parte (distributiva, de un todo T) que comprende también
otras partes que se consideran como participaciones de una totalidad
envolvente.

Si mantenemos la misma Idea de Humanidad o de Género humano que


hemos tenido en cuenta en la exposición de las Ideas de Europa I, la Idea de
Europa II se nos ofrece como una especie de un género distributivo (el
Género humano, respecto de especies suyas, consideradas como especies
distributivas) o como un individuo de una especie (la Especie humana); es
decir, como una alternativa, entre otras y, en principio, ni mejor ni peor, de
las diversas maneras a través de las cuales se despliega el Género humano o
la Especie humana.

Por ejemplo, cuando se define a Europa como equivalente a la «cultura


occidental», o a la «cultura fáustica» —en el sentido de Spengler— lo que se
está afirmando es esto: que entre las distintas alternativas que el
«despliegue» del «Género humano» ha podido experimentar, Europa
—«Occidente»— es una de ellas (al lado de las «culturas mágicas», de las
«culturas orientales», de las «culturas africanas», de las «culturas aztecas» o
de las «culturas mayas»).
Ahora, Europa no será presentada sin más como una sinécdoque (pars pro
toto) del Género humano, como «la Civilización universal», por
antonomasia; pero sí, por lo menos, como «una de las formas posibles de ser
hombre».

No entramos aquí en la exposición de un punto, sin duda fundamental: la


discusión de las relaciones de conflicto o de armonía que la alternativa
europea puede mantener en su relación con las restantes «alternativas»
implicadas.

Europa vista como una totalidad dada en función de sus partes

Si pasamos ahora a la consideración de la intersección del plano B, de la


unidad, con la «Europa referencial» de la que venimos hablando, podríamos
diferenciar también dos líneas de desarrollo de esta intersección, según que
Europa, considerada ahora como totalidad, se interprete como una totalidad
atributiva (T) o como una totalidad distributiva (T).

Dos tipos de Ideas sobre Europa podemos distinguir en este contexto, lo que
nos conduce, respectivamente, a la Idea que denominamos Europa III y a la
Idea que denominamos Europa IV.

Europa III

Las Ideas de Europa que clasificamos en este tipo III se definen por ofrecer
una concepción de Europa como totalidad compacta, atributiva, constituida
por partes integrantes unidas las unas a las otras, que se autoconciben como
eslabones o piezas de un todo continuo, sin fronteras profundas entre ellas
(«Europa sin fronteras interiores») y preferentemente con relaciones de
armonía, amistad y paz (salvo excepciones). Es la Idea de una Europa
orgánica, de Europa como un organismo viviente, y de la cultura europea
como una totalidad compleja compuesta de partes heterogéneas y
entrelazadas que se han entretejido las unas con las otras a lo largo de los
siglos.

Europa IV

Las Ideas de Europa que clasificamos en este tipo IV conciben también a


Europa como a un todo; pero ahora la unidad de las partes tiene una
naturaleza más bien distributiva. Esto no significa necesariamente que estas
«partes de Europa» (que podrán ser determinadas a diferentes escalas, desde
la escala de los individuos hasta la de los grupos, familias, clases sociales,
regiones o naciones) se conciban como enteramente desvinculadas las unas
de las otras, sino sencillamente como partes que son concebidas (aunque no
lo sean realmente) como «sustancialmente» independientes de las demás,
con intereses propios, o, para decirlo de un modo más positivo, que en los
patrones de conducta de cada parte no pueda registrarse alguno que tenga
que ver con la «salvaguarda del todo» o con la de las demás partes
(exceptuando aquellas que pueden ser solidarias con alguna, frente a terceras
partes).

Esta distribución no excluye que las partes del todo, así concebido,
mantengan relaciones de conflicto que, sin embargo, aproximarán el todo al
tipo de los todos atributivos, en el sentido de las totalidades dioscúricas (los
Dióscuros, Cástor y Pólux, estaban destinados a vivir perpetuamente unidos,
pero siempre luchando el uno contra el otro).

Todas aquellas definiciones de Europa que subrayan su condición de


«conjunto de los reinos o repúblicas sucesoras del Imperio Romano»
implican una Idea de Europa de este tipo IV, al menos en la medida en la que
los «reinos sucesores», en principio, tiendan a recluirse en sus territorios, a
hacerse autárquicos y a cerrar sus fronteras con «murallas chinas»,
procediendo como si los reinos colindantes no existieran (o no debieran
existir).

Despliegue de las Ideas de Europa en el tiempo histórico

Se nos abre ahora una dialéctica histórica sobreabundante y en la que no


vamos a entrar aquí, que resulta del cruce de las Ideas I, II, III y

IV de Europa con las fases 1, 2 y 3 de su desarrollo histórico, en la medida


en que estas fases pueden ser redefinidas en función precisamente de los
planos A y B que hemos presentado.

La dialéctica histórica de la que hablamos se concretará en una ordenación


del material (Europa y su entorno) en tres disposiciones sucesivas o fases (1,
2 y 3) que, aunque definidas en abstracto («algebraicamente») por los modos
de relacionarse los planos A y B, es decir, en función de las relaciones de los
planos A y B con I, II, IH y IV, son susceptibles de ponerse en
correspondencia biunívoca con las épocas históricas, generalmente (o
convencionalmente, si se quiere) reconocidas, a saber: la Europa antigua y
medieval (fase 1), la Europa moderna (fase 2) y la Europa actual (fase 3).

Europa en su fase 1

La fase 1 de Europa, considerada «algebraicamente», podría redefi-nirse, en


efecto, como aquella disposición de los términos según la cual las relaciones
e interacciones de los contenidos del plano B se desarrollan, se mantienen o
se «entretienen» al margen prácticamente de los contenidos del plano A. Es
decir, las relaciones e interacciones de los contenidos de B tienen lugar sin la
intermediación de los contenidos de A.

Se corresponde históricamente esta fase con las épocas antigua (romana) y


medieval («reinos sucesores») de Europa.

No decimos que en esta fase 1 las relaciones o interacciones entre los planos
A y B sean nulas, elementos de la clase vacía. Estas relaciones o
interacciones existen, a veces con intensidad notable; sin embargo, las
interacciones y relaciones tendrán aquí un carácter episódico, accidental,
«sobrevenido», sin perjuicio de que la profundidad de su incidencia en
Europa haya sido muy notable. Lo que no tienen es un carácter regular o
sistemático.

Como ejemplos obligados de estas interacciones sobre la «Europa


referencial» citaremos, ante todo, a las invasiones de los hunos, del siglo V
(la batalla de los Campos Catalaúnicos tiene lugar en el 451; en el 452 Atila
llega a Roma y es detenido diplomáticamente por el papa san León; Atila
muere al año siguiente, en el 453).

No citaremos en cambio a las llamadas «invasiones bárbaras» (por ejemplo,


a la toma de Roma por Genserico, al frente de los vándalos, en el año 455),
en la medida en que las invasiones germánicas o eslavas se consideren como
episodios que tienen lugar en el ámbito del plano B (es decir, en el dintorno
mismo de la Europa de referencia). Aun cuando en el terreno de los
fenómenos Atila o Genserico sean dos jefes bárbaros que invaden el núcleo
de la Europa antigua, sin embargo, en el terreno de la estructura abstracta
que presuponemos, los vándalos procedían de Europa y se integraron en su
mayor parte en ella; los hunos, en cambio, procedían del exterior de Europa
y retornaron, tras su incursión, a ese exterior.

Otro tanto se diga de los musulmanes en el siglo vn (la Hégira tuvo lugar en
el 622), en tanto permanecieron siempre, a diferencia de los bárbaros del
Norte, en los bordes de Europa (aunque lograron, durante siglos, ocupar
partes importantes de ella, provisionalmente en España, y más tarde,
definitivamente, en Turquía, con el Imperio otomano: de aquí derivan las
dificultades que Turquía tiene, en nuestros días, para ser recibida como
miembro de la Unión Europea).

Parecidas consideraciones habría que hacer en relación con las invasiones de


los mongoles, de Gengis Khan en el siglo xm y de Tamer-lán en el siglo XIV
(Tamerlán muere, camino hacia China, en 1405).

Hunos (siglo v), musulmanes (siglo vn), mongoles (siglo xm); si se prefiere:
Atila, Mahoma, Gengis Khan son contenidos del plano A, que inciden en
Europa desde su exterior y que no logran, no quieren o no pueden integrarse
en ella; más bien pretendían incorporar Europa a su mundo. Todo esto sin
perjuicio de las influencias que lograron ejercer; sin embargo, terminaron
segregándose de Europa. Respecto de estas culturas, Europa se ha
comportado como si fueran elementos extraños, ha recogido y conservado
algunas piedras preciosas, dijes o dibujos suyos.

Con frecuencia los europeos se coligaron para hacer frente a los invasores: la
Reconquista en España, durante los siglos vni al XV; las Cruzadas en los
siglos XI, XII y XIII; los húngaros, polacos y vala-cos contra los Otomanos
(batalla de Varna, 1444), toma de Constantinopla por Mehmet II (en 1453),
etc.

En su fase 1 se diría que Europa permanece encerrada en el din-torno de su


perímetro referencial, resistiendo los empujes procedentes del exterior, con
incursiones incidentales al exterior (la Ruta de la Seda, Marco Polo), pero
sin una orientación expansiva de carácter sistemático. Las relaciones e
interacciones con las grandes unidades geográficas o culturales de su entorno
(que representamos en el plano A) eran muy débiles o inexistentes, incluso
imposibles: África continental, China, América, Oceanía.

Europa, en la fase 1, dibuja sin embargo, en el plano B, la estructura


característica de una biocenosis: reinos o repúblicas constituidos o en estado
constituyente, con conflictos territoriales mutuos y permanentes. Ejemplos a
mano: los normandos de Guillermo el Conquistador contra los anglosajones
de Amoldo en el siglo XI (batalla de Hasting, 1066); o bien las guerras de
Otón I (936-973) contra los magiares; el nuevo estado de Hungría con el
reinado de Esteban el Santo (1001); o bien las guerras del Imperio contra el
Pontificado (Enrique IV y Gregorio VII: Canosa, 1077); o bien la guerra de
los Cien Años entre Francia e Inglaterra (1328-1453), etc.
Europa en su fase 2

La fase 2 de Europa, que hemos definido por términos abstractos


(«algebraicamente») del sistema, podría verse como una inversión de la
estructura de relaciones e interacciones que hemos asignado como
característica de la fase 1.

En esta fase 1, en efecto, los contenidos dados en B interaccio-naban y se


relacionaban (sin perjuicio de la importancia de los incidentes del estilo de
los que hemos reseñado) entre sí, sin la intermediación de los contenidos
dados en A. En la fase 2, por el contrario, las interacciones y relaciones entre
los contenidos dados en el plano B tendrán lugar, y de un modo progresivo,
por la intermediación de contenidos dados en el plano A. En la fase 2 cabe
decir que la involucración del plano A en el plano B deja de ser incidental o
coyun-tural, y se convierte en regula^ sistemática o estructural.

La fase 2, definida «algebraicamente» de este modo, se corresponde


plenamente con la «Europa moderna», con la Europa de los descubrimientos,
por parte de las diversas potencias europeas y de las relaciones entre estas
potencias, mantenidas principalmente a través de los contenidos dados en el
plano A, en su exterioridad. Las potencias occidentales (España, Portugal,
Inglaterra, Holanda) se relacionan principalmente a través de Africa y
América; las potencias orientales (Rusia, sobre todo) a través de Asia; las
potencias centro-europeas a través de la India y de China, y más tarde, en el
siglo XIX (Bélgica, Francia, Alemania, Italia), a través sobre todo de África
(«el imperialismo fase superior del capitalismo»).

Las relaciones e interacciones entre las potencias europeas se mantienen, por


supuesto, en grados de intensidad muy altos. Su unidad es polémica, no
armónica: Portugal y España (Tratado de Tordesi-llas); Francia y España
«logran ponerse de acuerdo»: ambas quieren Milán; asimismo España e
Inglaterra (la Invencible); Francia y Alemania (la guerra de los Treinta
Años).

Las tensiones entre las potencias europeas tienen lugar a través de las
disputas de territorios exteriores a Europa, coloniales, y sube de tono a
medida que transcurre el siglo XIX y XX: guerras napoleónicas, guerra de
Crimea (sitio de Sebastopol, 1854-1855), guerra de Prusia contra Austria
(batalla de Sadowa, 1866), guerra francoprusiana (batalla de Sedán, 1870), la
Gran Guerra Europea (1914-1918), la II Guerra Mundial (1939-1945) —con
intervención de potencias no europeas—, la guerra fría de Europa y Estados
Unidos contra la URSS «y países satélites», las guerras yugoslavas de final
del siglo XX.

Europa en su fase 3

La fase 3, la Edad Contemporánea o Actual (a partir de 1945), que se abre


camino en el curso del desarrollo de la fase 2, a consecuencia de la
involucración progresiva de los contenidos del plano A en el B (intrincación
de Estados Unidos en las guerras europeas, plan Marshall, etc.), podría
definirse «algebraicamente» como la fase en la cual los planos A y B dejan
de actuar ya como planos exteriores y van paulatinamente confundiéndose o
superponiéndose mediante involucraciones o intersecciones en un plano o
superficie única (aunque manteniendo siempre las suficientes diferencias
como para que puedan reconocerse las líneas de los planos originarios).

La fase 3, definida algebraicamente por este proceso de superposición casi


total entre los contenidos del plano A y los del B, se corresponde muy
estrechamente con el proceso que, a partir de la última década del siglo XX,
en la que desapareció la Unión Soviética, suele designarse como
«Globalización». Incluso podría tomarse esta «definición algebraica» de la
fase 3 como una aceptable definición material de la Globalización, vista
desde Europa.

En todo caso, nos parece pura retórica, tan grandilocuente como metafísica,
la presentación de la Globalización como si fuese una fase que el Género
humano «ha conseguido alcanzar». Esa «comunidad internacional» que se
supone actuando tras la Globalización es un mero flatus vocis. ¿Quién no
queda perplejo al escuchar por televisión la voz neutra y dogmática de la
secretaria de un organismo mundial que nos informa de que «la comunidad
internacional ha concedido una ayuda de cuarenta millones de dólares a los
damnificados por el último tsunami»? ¿Quién es esa «comunidad
internacional» globalizada? La Globalización no es el efecto de aquella
supuesta «comunidad internacional», sino de la acción de algunas de sus
partes. Los más optimistas creerán que la Globalización será la causa de la
comunidad internacional; pero tendrán que demostrarlo.

En esta fase 3, Europa ya no puede entenderse como el resultado de una


interacción interna, dada en el plano B, entre sus potencias. Las relaciones
económicas de las potencias europeas tienen lugar, no directamente, sino a
través de potencias o instituciones no europeas (tipo ONU, BM, FMI, G7,
etc.); incluso las relaciones militares tienen lugar por mediación de potencias
no europeas (caso de la OTAN, principalmente), y todo esto sin hablar de las
relaciones tecnológicas o científicas, comunicaciones por satélite o por
internet, programas espaciales, etc.

La Europa I en el curso de sus tres fases históricas

Las fases 1, 2 y 3 de la dialéctica de los planos A y B podrán ser proyectadas


sobre cada uno de los contenidos o ideas de Europa que hemos denominado
Europa I, II, III y IV.

La Idea I de Europa (la «Europa sublime») resultará profundamente afectada


a lo largo de sus diferentes fases por las características propias de cada una
de ellas.

En la fase 1 Europa (al menos en cuanto, tras Constantino, en el 313, Edicto


de Milán, llega a identificarse con la cristiandad) se concebirá como la
cumbre más elevada de la Humanidad, centrada en torno a Roma, cabeza de
la Iglesia católica, y punto en el cual la Humanidad participa de la unión
hipostática y se hace realmente divina, asumiendo la misión de iluminar a
todos los pueblos, con objeto de elevarles a la condición de hombres «plenos
de Gracia».

Pero en la fase 2, a consecuencia de la Reforma protestante y, sobre todo, de


la revolución industrial, Europa, al desplegarse y desarrollarse en América,
principalmente, tendrá que ir perdiendo el monopolio del cristianismo, de la
ciencia y de la tecnología. Europa ya no podrá ser definida como idéntica al
«círculo europeo de la cultura occidental», porque los centros de gravedad
de esta cultura irán desplazándose hacia América y hacia otros continentes
(Australia, Japón).
En la fase 3, el eurocentrismo tradicional de la cultura occidental resulta ya
insostenible y las pretensiones de hombres como Hus-serl u Ortega no
podrán ir más allá de lo que puede ir una nostalgia inercial, disimulada por la
fanfarronería.

Europa conservará su condición de núcleo del cristianismo, de la ciencia y


de la técnica. Pero lo cierto es que el cristianismo se repliega en Europa y
que los centros de la ciencia y de la técnica van dejando de estar en Europa
en régimen de monopolio. Masas de inmigrantes (particularmente
mahometanos) irán infiltrándose en Europa, en porcentajes crecientes, hasta
obligar a los europeos a pensar en replantearse, en las próximas décadas, la
definición de Europa como centro del cristianismo, de la ciencia y de la
razón.

La Europa II en el curso de sus tres fases

Observaciones similares habría que hacer a propósito de la Idea II de


Europa, la idea de Europa como un círculo cultural, entre otros.

Si en la fase 1 Europa podía aún entenderse como la «Civilización por


antonomasia» (como una Civilización rodeada por otros pueblos bárbaros),
en las últimas etapas de la fase 2, y sobre todo en la fase 3, la «civilización
europea» dejará de ser la civilización occidental (ni siquiera por
antonomasia). Desde este punto de vista podría decirse que Europa «se ha
disuelto» en la América hispana y en la América anglosajona. Por otro lado,
la consolidación y desarrollo de las potencias con tradiciones culturales muy
distintas de la tradición europea (India, Japón y sobre todo China), en gran
medida, se definen como potencias que no están dispuestas a mantenerse
subordinadas a Occidente, aunque esto no dice mucho: «No pinta el que
quiere, sino el que puede». Sin embargo, sus voluntades contribuyen a que la
Idea de Europa II se desdibuje progresivamente.

La Europa III en e! curso de sus tres fases

La Europa III, la «Europa civil», la «Europa de los pueblos», también habrá


evolucionado a lo largo de las fases consabidas.
En la fase 1 la interacción interna entre las partes de Europa son ya muy
intensas y bastaría tener en cuenta la difusión del latín y la consecutiva
evolución de las lenguas románicas, la organización de los pueblos
germánicos, la escritura. En esta fase la Iglesia católica ha de considerarse
como el factor decisivo en la conformación de la Europa civil (no ya
política), en la conformación de la Europa de la «Ciudad de Dios», de la
Europa III: Derecho romano y Filosofía griega.

En la fase 2, la Europa moderna, la interacción interna entre las diversas


partes de Europa III se incrementan pero, cada vez más, se establecen a
través de las relaciones del plano A. Todavía Augusto Comte creerá poder
hablar de una Europa como centro del Mundo, una Europa resultante de la
«sinergia europea» (como él dice) de las cinco grandes Naciones europeas,
que son, según Comte (como ya lo eran para Feijoo y para Kant): Francia,
Italia, Alemania, Inglaterra y España. España, en la escala de los grados de
progreso en el espíritu positivo establecida por Comte, ocupa el último lugar,
debido, según él, a la resistencia de su Iglesia al avance científico e
industrial; lo que no debería impedir reconocer que España puede seguir
siendo fuente de una auténtica recuperación social de la Humanidad. Comte
creía ya necesario constituir un «Comité Positivo Occidental», al que
concibe (Curso, ed. Schleicher, París, 1908, tomo VI, pág. 383) como un
Concilio permanente de la Iglesia Positiva, con sede en París. Si el Comité
se organizase con treinta miembros, según Comte, ocho debieran ser
franceses, siete ingleses, seis italianos, cinco alemanes y cuatro españoles
(sugerimos a algún becario Erasmus que dedique su tesis doctoral a analizar
las proporciones de poder de la Europa proyectada por Comte y las
propuestas por los sucesivos tratados de la Unión Europea y sobre todo por
el último, inspirado por Giscard d’Estaing).

Y en la fase 3, como hemos dicho, estas relaciones se intensificarán de mil


maneras (turismo, comercio, viajes, Europa del euro). La presión masiva de
los inmigrantes extraeuropeos obligará a ir cambiando las condiciones: el
cristianismo dejará de ser la referencia única de los pueblos europeos. Las
formas de sociedad civil se diluyen, y no sólo porque vayan constituyéndose
en su seno bolsas de inmigrantes con sus propias religiones, rituales,
idiomas, no plenamente integradas con la trama civil de la Europa III.

La Europa IV en el curso de sus tres fases


En cuanto a la Europa IV, la Europa política, también cabe aplicar a su
evolución el ritmo de las tres fases generales.

En la fase 1 la interacción política interna entre las partes de Europa alcanza


sus límites más altos bajo el Imperio de la ley romana. Pero esta interacción
política se descompone en el proceso de constitución de los reinos sucesores;
la cohesión de estos reinos se reali-menta, sin embargo, en la lucha contra el
enemigo común, el islam.

En la fase 2 las relaciones evolucionan hacia un estado de equilibrio entre las


potencias enfrentadas, hacia una biocenosis. Políticamente, es ésta la época
de la creación de los Imperios coloniales, por parte de las potencias
europeas, lo que contribuyó a dar a Europa sus últimos perfiles
característicos.

En la fase 3, la época de la Globalización, la Europa política tiende a


reorganizarse en forma de una Unión no polémica, sino armónica, por medio
de la Unión Europea: Tratado de Maastricht (1991), Proyecto de Tratado
por el que se establece una Constitución para Europa (2004).

Sobre la continuidad de las cuatro Ideas de Europa en el curso de sus


tres fases

¿Cabe hablar de estas cuatro Ideas de Europa como Ideas que se hayan
mantenido con la mínima claridad a lo largo de las tres fases? ¿Cabe
sostener que todavía hoy existen cuatro Ideas de Europa, aun cuando estén
confusamente mezcladas en la Idea de Europa del presente?

Podríamos ensayar la tesis de que Europa, en su sentido corriente actual, es


un mixtum compositum, mezcla confusa de las cuatro Ideas señaladas, sea
como mezcla dos a dos (I, II) (I, III) (I, IV) (II, ni) (II, IV) (ni, IV), o tres a
tres (I, n, III) (I, II, IV) (II, III, FV) (I, m, IV), o las cuatro juntas. Pero
habría que añadir que cada una de las Ideas de Europa heredadas podrían
haberse ido transformando y desdibujando en la fase 3, de suerte que sólo
quedase de ellas su sombra histórica.

Sin embargo, también es cierto que la Idea I, por ejemplo, la Idea de la


Europa sublime, sigue actuando como trasfondo, acaso incon-fesado, de
muchas Ideas de los europeístas contemporáneos. Otro tanto diremos de la
Europa II, la Idea de una Europa que se mantiene a modo de un círculo
histórico-cultural, sin las prerrogativas que pudo tener en la fase 2 (inicio de
las ideas del relativismo cultural: Lafiteau, Bouganville, Rousseau). En
cuanto a la Europa ni, la Europa civil y social: aquí reside, probablemente, la
plataforma más importante de la Europa contemporánea, la Europa del
Mercado Común, la Europa del euro. Otra cosa es la Europa IV en la fase

3, es decir, la Idea de Europa que inspira el Proyecto para una Constitución


de Europa.

Ésta es una Idea con una gran tradición que, dejando precedentes
abundantes, concibió Napoleón: su «sistema continental europeo» se cita una
y otra vez como antecedente de la Unión Europea. Obviamente, se trataba de
una Europa en la que Francia mantendría la hegemonía. El Plan Hollweg,
propuesto poco antes de la guerra de 1914, y el «Programa de septiembre»,
recién comenzada la guerra, buscaba una Europa con una Francia y una
Rusia bien delimitada en sus fronteras. Adolfo Hitler y después el Plan
Marshall, Monet o Schumann, dieron nuevo impulso al proyecto de una
Europa política. Sin embargo, es ésta una Europa fantasma, una Europa
como Idea aureolar, que los euroburócratas ensalzan, en gran parte porque
las expectativas de su vida en ella, en estado de bienestar, son muy altas. En
la sesión del Parlamento Europeo, en junio de 2005, tras el referéndum
negativo de Francia y Holanda, la primera medida que tomaron los
europarlamentarios fue subirse el sueldo. Este Parlamento aplaudió
entusiásticamente a Blair, sencillamente porque no aceptaba ser recibido
como el enterrador del euro durante sus meses de gestión como presidente
del Consejo europeo.

Pero las probabilidades, en la fase 3, de la globalización, de una Unión


política europea (de una Europa IV) son muy bajas. La Europa IV supondría
destruir las bases políticas de la Europa actual, estructurada en torno a
Estados soberanos (y poco tiene que ver de momento la tendencia a
multiplicar estos Estados, por fraccionamiento de los actuales, puesto que
estos eventuales nuevos Estados siguen manteniendo la misma estructura
que aquellos de cuya descomposición pretenden surgir).
Una Europa de los Estados no puede jamás pensar por sí misma, ni hacer
proyectos globales; ni ningún Estado puede pensar «desinteresadamente» (es
decir, prescindiendo de sus propios intereses nacionales) en Europa. Un
Estado no puede poner entre paréntesis, al pensar en Europa, sus propios
intereses como Estado; la abstracción de estos intereses, en nombre de un
fervor europeo desinteresado, no sólo sería antipatriótica, sino que
conduciría inmediatamente a la ruina de ese Estado en el conjunto de los que
componen la Unión Europea. Cuando se encarecen «los esfuerzos» que
Alemania o Francia han realizado, en solidaridad con España, a través de sus
fondos de cohesión, se omite el hecho de que sus ayudas no fueron
«desinteresadas», sino basadas en una estricta racionalidad económica: si
Alemania o Francia apoyaban con sus fondos de cohesión a la creación de
infraestructuras de los trenes de alta velocidad, es porque España, a su vez,
les compraba las locomotoras y los vagones. Pero la propaganda europeísta
pretende hacer creer a los electores españoles que Alemania y Francia
«regalaron» sus ayudas por pura generosidad, o por puro entusiasmo
europeísta. Esta generosidad o este entusiasmo hubieran sido
económicamente irracionales, desde el punto de vista de cada economía
nacional, y hubieran llevado a los gobiernos respectivos, por prevaricación,
hacia su ruina.

Los movimientos que se vienen haciendo en los últimos años en función de


la instauración de una Europa ajustada a la Europa IV no nacieron tanto por
las ideas de Monet o de Schumann, sino por el Plan Marshall, a través del
cual se hizo ver la necesidad de reconstruir y fortalecer una Unión Europea
que sirviese de muralla a la Unión Soviética. De hecho, esta Europa IV nació
como una Europa III (CECA, Mercado Común, etc.), sin duda con la
ideología de la Europa IV de fondo, pero sólo de fondo. Todavía en
Maastricht se suprimió, a iniciativa del premier británico Major, la expresión
«objetivo federal» por «una más estrecha unión». La Europa actual, con el
Himno de la Novena Sinfonía acompañando a las grandes reuniones, es la
Europa del euro, la Europa del Mercado Común, sin que esto signifique el
menor desprecio hacia los mercaderes, porque una sociedad de mercado es el
fundamento más sólido de la democracia.

Breve análisis crítico de algunas Ideas del Proyecto de Tratado por el


que se establece una Constitución para Europa
El Proyecto de Tratado por el que se establece una Constitución para
Europa (2004) ha sido el esfuerzo más señalado de los gobiernos europeos,
después de la OECE (Organización Económica de Cooperación Europea) en
1948, CECA (Comunidad Económica del Carbón y del Acero) en 1952, el
Tratado de Roma en 1957, etc., esperado con entusiasmo por los europeístas
y en proceso de ratificación por los distintos socios. No podemos aquí
analizar los incidentes victoriosos o los fracasos por los que va pasando el
Proyecto en el curso de su ratificación. Queremos solamente decir dos
palabras en relación con el Proyecto mismo, tanto en su consistencia interna
como en su significado para España. España, en cualquier caso, aunque la

Unión Europea, tal como la concibe el Proyecto de Tratado, no llegue a


plasmarse en el terreno político, o aunque no ingrese en esa Unión, no por
ello dejará de ser parte de Europa.

Ante todo diremos que el análisis de las palabras utilizadas por los
redactores del texto del Proyecto de Tratado arroja resultados lamentables en
lo que se refiere a la claridad y distinción de los conceptos que, tras muchas
de sus palabras clave, cabe determinar. Sólo unas muestras para indicar por
dónde podría ir el análisis crítico; un análisis que sería suficiente, nos parece,
para deslucir las pretensiones triunfalistas y notablemente pedantes de los
redactores del Proyecto.

El texto contiene, en lugares importantes, no ocasionales ni accidentales,


términos tales como «solidaridad», «valores», «cultura», «herencia religiosa
y humanística», «libertad de pensamiento y de conciencia». Y estos
términos, que forman todos ellos parte de un vocabulario filosófico, se
utilizan parenéticamente, con un inequívoco sentido normativo muy en línea
con la idea de la Europa I (la Idea de la «Europa sublime»).

Ahora bien: ¿hubiera sido mucho pedir a los redactores de un documento de


tal trascendencia que hubieran analizado ellos mismos los términos que
hemos citado, u otros de su escala? ¿O es que su ideología iluminó con tal
claridad estos términos que logró cerrar las mentes de los redactores a la
posibilidad misma del análisis?

Se podría exigir a los «arquitectos de Europa» que hubieran penetrado, un


poco al menos, en la estructura de la Idea de Solidaridad; que demostraran
saber algo del origen de este término, desprendido, como ya hemos dicho,
por Leroux, a principios del siglo XIX, de su tronco jurídico para sustituir a
los términos tradicionales «caridad» y «fraternidad»; que supieran también
que la palabra «solidaridad», utilizada sin parámetros, carece de sentido,
porque encierra significados contradictorios; que fueran conscientes de que
«solidaridad» no se opone a insolidaridad, sino a otras solidaridades (por
ejemplo, la solidaridad obrera se opone a la solidaridad patronal); que, sobre
todo, se hubieran dado cuenta de que la solidaridad es siempre solidaridad
contra alguien, contra otros.

Más aún, la solidaridad puede a veces tener un sentido ético, otras veces un
sentido moral o de grupo (por ejemplo, la «solidaridad de los cuarenta
ladrones») y un tercer sentido político militar (como ocurre con la «cláusula
de solidaridad» del artículo 329 del Proyecto). En resumen: cuando
comprobamos como estos redactores del Proyecto son víctimas de un
desconocimiento integral de las líneas mínimas de una Idea tan común como
la de Solidaridad, la desconfianza que ellos pueden provocar en el ciudadano
ilustrado será también muy grande. ¿O es que temen aclarar que la
«solidaridad de los europeos» (de los europeístas) no puede ser otra cosa
sino una solidaridad contra terceros? ¿Pero cuáles son éstos? Es necesario
definirlos: ¿los yankis? ¿los terroristas mahometanos? ¿los chinos?, ¿o acaso
creen en la solidaridad de todos los hombres contra los extraterrestres que
nos amenazaran, en el ámbito de una paz humana universal? Pero esta
creencia, aunque fuera verdadera, sería metafísica, es decir, quedaría fuera
del horizonte de la política.

¿Y cuando hablan de «valores»? Los «valores» se han convertido en un


eufemismo (a partir de una metáfora económica, propia de las economías de
mercado, procedente de los valores de la Bolsa, en la cual, efectivamente, se
«ponen en valor» empresas, industrias

o negocios cuantificables) para designar a lo que tradicionalmente se


designaba como virtudes o normas, o como instituciones, cualidades
artísticas, habilidades, calidades de vida o incluso carismas de políticos y
cantantes. Hay que suponer que los redactores del Proyecto, que habrán
leído en sus tiempos a Müller-Freienfels, Max Scheler o a Nicolai Hartmann
(por lo menos el difunto papa Juan Pablo II había estudiado a Scheler y era
también entusiasta euro-peísta), saben que cualquier valor se opone a otro
valor; que los valores están siempre en conflicto con otros valores, y que no
se puede hablar de valores (por ejemplo, de la «educación en valores» o de
la «puesta en valor») si no es enfrentándolos siempre explícitamente, a fin de
devaluarlos, a otros valores, incompatibles con los que se toman como
referencia.

Por este motivo el encarecimiento, propio de la mentalidad UNESCO, de la


necesidad de concentrar recursos sin tasa para la educación de la humanidad,
en el sentido de «la educación en valores», no tiene en cuenta la estructura
dialéctica de los valores. Y así, cuanto más fondos se apliquen a «la
educación en valores» de una sociedad musulmana presidida por talibanes, o
a la educación en los valores del vudú de una sociedad que considera estas
prácticas como un contenido cultural incontestable, más podrá hablarse de
un derroche de los fondos públicos destinados a la educación. No se trata de
educar por educar; hace falta seleccionar la educación en función de unos
fines, de unos valores, pero siempre enfrentados a otros. La familia, en
general, ¿es un valor o un contravalor? El artículo 69 del Proyecto sugiere
que la familia se considera un valor apreciado por la Unión Europea, pero
entonces, ¿por qué no concreta el Proyecto si ese valor va referido a una
familia heterosexual monógama, o bien va referido a una familia
heterosexual polígama, o a una familia heterosexual andrógina, o acaso a la
inminente familia homosexual?

Y lo mismo ocurre con los «valores religiosos». ¿Es que acaso la religión es
un valor? Y en todo caso, ¿de qué valores religiosos habla el Proyecto? ¿De
los valores cristianos, de los judíos, de los islámicos, de los jainistas, de los
budistas? ¿O es que cualquier religión es un valor? El Proyecto habla de la
necesidad de tener en cuenta la «herencia religiosa de Europa». ¿No es esto
mera coartada oscurantista? ¿Creen los redactores que el genérico «herencia
religiosa» soluciona prudentemente el conflicto de los valores religiosos?
Aquí no cabe hablar de prudencia, sino de ocultación y de engaño; o acaso
hay que hablar de un intento de entreabrir la puerta para que Turquía pueda
entrar en la Unión Europea, o para que los inmigrantes musulmanes de
Alemania, Francia, Inglaterra, España o Italia puedan promover los valores
islámicos, subvencionando la educación islámica, la edificación de
mezquitas y todo lo demás.
La redacción del texto hace pensar que el único valor europeo de consenso
es el euro, que también está enfrentado, por cierto, a otros valores de la
Bolsa. Y, efectivamente, los valores del euro son los valores centrales para la
Unión Europea, cuyo núcleo fue siempre una Unión aduanera y lo sigue
siendo, en la medida en que esta Unión aduanera siga desempeñando las
funciones de garantía de una fuerte democracia de mercado pletórico, que
haga posible un sos-tenible estado de bienestar (dentro del orden capitalista
socialde-mócrata). Todo esto tendrá sin duda un gran valor; pero entonces,
¿por qué necesita este valor envolverse con los valores de la Novena
Sinfonía?

¿Y qué decir del artículo 70, que reconoce el derecho que toda persona tiene
a la libertad de pensamiento y de conciencia? ¿Quién es la Unión Europea
para reconocer el derecho a la libertad de pensamiento y de conciencia?
¿Cómo podría ser reconocido este derecho, antes aun de que se garantice ese
pensamiento y esa conciencia? ¿Y acaso un pensamiento, si es verdadero y
científico, puede ser libre? El grado de ingenuidad de los redactores llega
aquí al máximum. ¿No les hubiera bastado, en efecto, reconocer el derecho a
la libertad de expresión del pensamiento (supuesto que exista)? Dirán los
europeístas que estas «fórmulas filosóficas» del Proyecto tienen poca
importancia. Pero ¿por qué recurren a ellas?

En todo caso, son suficientes para hacernos desconfiar, por su torpe


ingenuidad, o por su demagogia, de los redactores.

Crítica a algunos términos técnicos del Proyecto de Tratado

Pero vayamos a las palabras más técnicas del Proyecto, a las palabras
«Tratado» y «Constitución», que figuran en el rótulo del texto que ha
comenzado a someterse a los referendos y a las ratificaciones
parlamentarias.

La distinción entre los términos «Tratado» y «Constitución» no es una


distinción meramente semántica: es una distinción de conceptos
fundamentales en el derecho internacional público; el cual viene, desde hace
más de un siglo, utilizando el término Tratado (o Convenio, o Acuerdo, o
Concordato) para designar a los documentos de derecho internacional que
establecen asociaciones, uniones o alianzas entre Estados soberanos, ya
tengan esas asociaciones un carácter meramente administrativo (tipo Unión
Postal Internacional), ya sean militares (como la OTAN); y tanto si son
organizadas como si no lo son; tanto si se mantienen en un plano de igualdad
o simetría, como si se mantienen en un plano de desigualdad o asimetría,
como ocurría con los Protectorados. Los «europeístas» deberían recordar en
todo momento que cuando se habla de asimetría se habla de desigualdad;
porque la igualdad requiere la simetría, además de la transitividad y de la
reflexividad.

Asimismo, es también de uso común el término «Constitución» para


designar a los documentos de derecho interno a cada Estado soberano (y
aquí surgirá la diferencia entre «Constitución» y «Estatuto de Autonomía»).

Dicho de otro modo, la diferencia entre Tratado y Constitución tiene que ver
con el Estado y, por tanto, con el concepto de Soberanía, en su sentido
político. Cuando las sociedades políticas suscriben un tratado, es porque
mantienen intacta la soberanía de los Estados. Podrán estar suscribiendo
incluso un Tratado de Confederación, pero este tratado no implica la
constitución de un Estado. Una Confederación podrá transformarse en un
Estado, pero precisamente cuando el Tratado se extinga al ser sustituido por
la Constitución.

El ejemplo obligado es el de la Confederación de las Trece Colonias (1778-


1789), aprobado en la convención del 17 de mayo de 1787, bajo la
presidencia de Washington, la Constitución de los Estados Unidos de
América del Norte. Cada Estado perdió su soberanía y, por supuesto, el
derecho de veto. Algunos dicen que apareció de este modo un Estado
federal, otros, un Estado confederal. Pero ambos términos, aplicados al caso,
no desempeñan propiamente el papel de conceptos estructurales, sino el de
denominaciones extrínsecas tomadas del origen (de la génesis). En el plano
de la estructura, el concepto mismo de Estado federal es contradictorio, si lo
que sugiere es que el Estado federal es un «Estado de Estados
confederados». Porque «Estado de Estados», como «Nación de Naciones»,
es construcción contradictoria en los términos, muy fácil de decir con
palabras, pero imposible de pensarla, por mucha libertad de pensamiento que
concedamos a nuestros redactores.
¿Cómo se las arreglarán los europeístas que no tienen claro —o que no han
logrado consenso— sobre si lo que quieren es una Confederación de Estados
europeos, manteniendo cada cual su soberanía, o unos Estados Unidos de
Europa, a la manera de los Estados Unidos del Norte de América? Es decir,
un Estado Europeo que, para empezar obligaría a dimitir a los jefes de
Estado actuales —incluyendo al rey de España, a la reina de Inglaterra, a la
reina de Holanda y demás monarquías reinantes descendientes del «suegro
de Europa».

Un Tratado entre Estados no puede conducir, por tanto, a una Constitución,


salvo que el Tratado conviniese en un proceso simultáneo de disolución de
todos los Estados en cuanto tales y que se comprometieran, de forma
inmediata, a congregarse de nuevo mediante la convocatoria de todos sus
ciudadanos, dotados de una sola ciudadanía europea, como cuerpo electoral
único europeo. Un Parlamento constituyente redactaría el proyecto de
Constitución europea y ésta sería sometida a referéndum de ese cuerpo
electoral único, y aprobada en el mejor de los casos.

Pero el Proyecto de Tratado no puede conducir a la Constitución de Europa,


precisamente porque la consulta a los ciudadanos ha de hacerse por Estados,
sin preguntar a estos Estados si están dispuestos a disolverse en el momento
de firmar el Tratado. El Tratado presupone a los Estados y se apoya en ellos.
¿Cómo podría, por tanto, el Tratado conducir a una Constitución, que
requiere la disolución previa de los mismos Estados que apoyan el Tratado?
Un Tratado semejante tendría que comenzar pidiendo el suicidio de aquellas
mismas personas jurídicas que lo suscriben.

Dicen algunos europeístas que lo que ocurre es que «las antiguas


distinciones entre Confederación, Federación o Estados Federales son
obsoletas y están superadas». Basta que la Unión Europea se constituya
«cediendo cada Estado una parte de su soberanía, que se transferirá a la
Unión». Nos encontraríamos así en una situación nueva, la situación de
«soberanía compartida», que no se confundiría ni con la confederación ni
con el Estado federal.

Pero otra vez estamos ante meras retahilas de palabras. No hay posibilidad
de «cesión de soberanía». La soberanía no puede cederse, porque se rige por
la ley del todo o nada. No cabe confundir «cesión de soberanía» con
delegación, transferencia o préstamo de funciones, tales que siempre puedan
recuperarse. Uno de los artículos más importante del texto que analizamos es
el que establece que cada Estado miembro puede retirarse de la Unión
Europea (artículo 60). Por tanto, puede recuperar sus préstamos o
transferencias, porque conserva su propiedad, y esa recuperación sería
imposible si las hubiera cedido.

La relación de España con cada una de las cuatro Europas

Tendríamos que examinar a continuación, a fin de dar cumplida respuesta a


la pregunta titular, ¿España es Europa?, las diferentes relaciones que España
mantiene con Europa según que la Idea de Europa utilizada sea la de tipo I, o
II, o III, o IV. Y esto, en cada una de las fases 1, 2 y 3 que hemos
considerado.

La prolijidad que la tarea de cumplir este programa requiere es incompatible


con el volumen de este libro. Tan sólo daremos algunas indicaciones para
manifestar el sentido por el que habrían de orientarse nuestros pasos.

Por ejemplo, si nos situamos en la perspectiva de las ideas tipo Europa I,


podríamos presentar a España como una de las partes de Europa más
distinguidas dentro de esta idea. No sólo en la fase

1 —bastaría recordar la batalla de Roncesvalles o el Camino de Santiago—,


sino sobre todo la fase 2, en la que España ocupa un lugar de avanzada en el
desarrollo de la civilización cristiana occidental.

Pero también cuando nos situamos en las ideas tipo Europa II o

III, España ocupa lugares característicos, que la acreditan desde luego como
parte de Europa y como parte distinguida.

Ahora bien, ¿qué tiene que ver esta condición de España como parte
distinguida de Europa, en todos sus aspectos, con la conveniencia o incluso
con la necesidad de formar parte de una Unión Europea (que, como venimos
diciendo, en ningún momento puede confundirse o identificarse con Europa,
como pretende la propaganda europeísta)?
Es muy frecuente confundir, en efecto, la evidencia de que España es parte
de Europa con las pretensiones imperativas de formar parte plenamente, sin
reservas, de la Unión Europea. Pero precisamente es en la evidencia de que
España es parte distinguida de Europa, e incluso una de sus partes
originarias, en donde descansan también los argumentos más importantes
capaces de disuadirnos de ese ingreso sin reservas en la Unión Europea.

En efecto, un ingreso semejante haría descender a España muchos escalones


por debajo de aquellos que la historia le ha hecho posible escalar.

¿Cómo España, cuya identidad con la Comunidad hispánica no puede jamás


menospreciar o considerar ajena, puede entrar a formar parte de un Club,
Confederación o Estados Unidos en los que su idioma quede rebajado al
mismo rango que conviene por ejemplo al checo, al lituano o al retorrumano,
al catalán o al euskera? El ingreso de España en una Confederación de
Estados europeos la pondría en peligro de rebajar sus niveles en cuanto
capacidad de decisión en asuntos políticos a los que le corresponde según
criterios de volumen demográfico. Es decir, pondría a España en un rango
similar al de Polonia, pero muy inferior al de Alemania, Francia, Reino
Unido, incluso Italia. Y este rango es incompatible con la identidad que le
corresponde a España en el contexto de la Comunidad hispánica.

No entramos en las cuestiones de las ventajas económicas que puede


reportar a España su integración plena en el Mercado Común Europeo. Pero
¿por qué revestir este Mercado Común de una superestructura política, la
Unión Europea, con su Parlamento, su Gobierno, su Comisión, su Tribunal
de Justicia? ¿Acaso esta superestructura política, biotopo ideal para miles de
euroburócratas y europarla-mentarios es no ya innecesaria a Europa, sino
nociva como un cáncer y contraproducente?

La pertenencia de España a un Mercado Común Europeo puede favorecer


sin duda a la economía española; pero precisamente cuando no esté obligada
por compromisos políticos en los que siempre tiene mucho más que perder y
poco que ganar ante las pretensiones de Francia y Alemania. El Mercado
Común Europeo puede ser interesante para España, pero siempre que se
mantenga al margen de una Unión política europea.
España es Europa, y lo es muchos siglos antes de que hayan comenzado a
darse los pasos hacia una Unión política europea. Por consiguiente, ¿quién
puede creer que España dejaría de ser parte de Europa, aunque permaneciese
al margen de la Confederación política europea, supuesto que ella pudiera
llegar a constituirse, más allá del papel, es decir, más allá de la Europa de
papel?

Final

DON QUIJOTE, ESPEJO DE LA NACIÓN ESPAÑOLA

Contra la interpretación de Don Quijote como símbolo de la solidaridad


universal, de la tolerancia y de la paz

Año 2005. Se celebra en toda España el cuarto centenario de la publicación


de Don Quijote (cuya impresión ya estaba terminada en diciembre de 1604).
Y esto corrobora, evidentemente, la tesis que hemos mantenido en el cuerpo
de este libro, acerca del carácter transparente, a la cultura española, de todas
las regiones y «culturas» de España. Centenares de conferencias,
pronunciadas en todas las ciudades y capitales de las autonomías,
«históricas» o «sin historia», concursos, nuevas ediciones, lecturas públicas
(colectivas o individuales), exposiciones, talleres e interpretaciones de toda
índole: psiquiátricas (Cervantes habría descrito admirablemente el
«síndrome de Capgras»), éticas (Don Quijote es la fortaleza y la
generosidad), morales (Don Quijote simboliza, en la época moderna, las
virtudes del estamento caballeresco de la época feudal), o bien símbolo de
valores estrictamente literarios (la novela moderna), o de valores con
implicaciones políticas (¿valores europeos?) o, más aún, valores universales,
que convierten a Don Quijote en un símbolo del Hombre, de los Derechos
Humanos, de la Tolerancia y de la Paz: «Don Quijote es patrimonio de la
Humanidad».

A las interpretaciones políticas de Don Quijote pacifista y tolerante se han


adherido especialmente las autoridades, a la sazón socialistas, del «lugar» en
el que vivió Alonso Quijano, el «Caballero de la Mancha», como se le llama.
A saber, un lugar transformado en comunidad autónoma, denominada
Castilla-La Mancha, con capacidad legal para promulgar una Ley 16/2002
«del IV centenario de la publicación de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote
de la Mancha», en la que, considerando que «Don Quijote es un símbolo de
la humanidad y un mito cultural que la Mancha siente honrosamente como
suyo», busca crear una «Red de Solidaridad que, apoyándose en el valor de
una lengua común, trabaje en la consecución de la igualdad y el desarrollo
de todos los pueblos, fundamentalmente a través de la educación y la
cultura», para contribuir al «desarrollo social, cultural y económico de
Castilla-La Mancha (...) a fin de fomentar y difundir los valores universales
de justicia, libertad y solidaridad que el Quijote simboliza» (artículo 1).

José Bono, presidente de la Comunidad Autónoma de Castilla-La Mancha al


promulgarse esta Ley, fue nombrado, después del 11-M, ministro de
Defensa. Un rótulo que traduce, en las democracias de ideología pacifista,
los rótulos de los antiguos ministerios de la Guerra, aunque el ministro de
Defensa actual y los ministros de la Guerra no democráticos entendieran de
las mismas cosas: cañones, misiles, acorazados, helicópteros y, en general,
en la sociedad industrial, armas de fuego (en modo alguno, lanzas, espadas y
yelmos de Mam-brino). Su pacifismo, tan poco quijotesco, le ha llevado a
pedir en este 2005 que se retire la palabra «guerra» de la Constitución
española de 1978: no ha llegado a pedir la disolución del Ejército, si bien,
acaso para justificar la intervención del Ejército español en Afganistán,
parece que el gobierno socialista pretende, después de la retirada de las
tropas del Irak, transformarlo en una especie de Cuerpo de Bomberos sin
Fronteras dispuesto a ir a Afganistán para vigilar los incendios que puedan
producirse casualmente en el periodo electoral de esa nueva proyectada
democracia.

Ahora bien, no tenemos por qué entrar aquí en el debate sobre el alcance
político que puedan tener los proyectos de justicia, paz perpetua, diálogo,
tolerancia y solidaridad de los gobiernos democráticos fundamentalistas que
conmemoran a Don Quijote y lo representan a su imagen y semejanza. Pero
sí nos parece necesario concluir que si pretenden seguir manteniendo su
pacifismo y solidaridad universal, tendrán que retirar la «devoción» a Don
Quijote. Porque Don Quijote no puede en modo alguno tomarse como
símbolo de solidaridad, paz y tolerancia. Que sigan con su política pacifista
y antimilitarista, pero que no utilicen el nombre de Don Quijote en vano y en
falso.
Y si Don Quijote es símbolo de algo, no lo es de la «solidaridad universal»,
ni de la «tolerancia». ¿Qué solidaridad mantuvo Don Quijote con los
guardias que llevaban encadenados a los galeotes? Su solidaridad con los
galeotes no puede ser llamada universal, por cuanto implicaba la
insolidaridad con los guardias. Si Don Quijote es símbolo de algo, lo es de
las armas y de la intolerancia. Ni siquiera tolera Don Quijote que, en su
presencia, Maese Pedro represente con sus títeres una historia, la de
Melisendra, que está a punto de ser capturada por un rey moro: como esto es
inadmisible, Don Quijote saca su espada, la emprende a mandobles con el
teatrillo y destruye «toda la hacienda» del titiritero. ¿Y quién concibe a Don
Quijote desarmado? En el último capítulo, es cierto, Don Quijote «cuelga
sus armas», a la manera como el fraile «cuelga sus hábitos»; pero mientras
que para el cura o el fraile colgar los hábitos suele significar el renacimiento
hacia una nueva vida, en la que su barragana quedará elevada a la condición
de esposa, para Don Quijote, colgar las armas significa el paso que le
conduce inmediatamente a la muerte.

Don Quijote no es símbolo autogórico

Don Quijote es un símbolo o, por lo menos, puede ser interpretado como


símbolo, al menos si admitimos la discutible distinción (procedente de
Schelling) entre símbolos autogóricos y símbolos alegóricos.

Los símbolos autogóricos son los que «se representan a sí mismos» y Don
Quijote ha sido representado, y aún sigue siéndolo muchas veces, aun sin
llamarlo así, como un símbolo autogórico de su propia figura imaginaria.
Como símbolo autogórico, o conjunto de símbolos autogóricos, interpretan
el Quijote quienes lo ven como una obra estrictamente literaria,
«inmanente», sin más referencias que sus propias figuras imaginarias.
Figuras imaginarias que se agotarían poblando un «imaginario» social. Pero
ese «imaginario» no está constituido por representaciones e «imágenes
mentales» (que son los contenidos de esas «mentalidades» estudiadas por los
«historiadores marxistas» que se acogieron hace unos años a la llamada
Historia de las mentalidades), sino por «imágenes reales», físicas, por
ejemplo las que dibujaron ya en los siglos xvn y xvm Antonio Carnicero,
José del Castillo, Bernardo Barranco, José Brúñete, Gerónimo Gil, Gregorio
Ferro; o en el XIX, José Moreno Carbonero, Ramón Puig-garí, Gustavo
Doré, Ricardo Balaca o Luis Pellicer; y en el XX Daniel Urrabieta Vierge,
Joaquín Vaquero, Dalí o Saura, por no contar también a los innumerables
dibujos de los Quijotes para adultos o para niños, comics, películas,
representaciones teatrales.

Ampliando discretamente el campo de la «inmanencia literaria autogórica»,


cabría citar también, dentro de este campo de los símbolos autogóricos, a las
habituales interpretaciones del Quijote como obra literaria dirigida contra
otras obras literarias, los libros de caballerías. Es decir, contra los caballeros
andantes de papel, y no contra los caballeros reales, como pudieron serlo
Hernán Cortés, o don Juan de Austria, bajo cuyas banderas militó el propio
Cervantes.

Interpretaciones «autogóricas» que podrían apoyarse en las palabras que el


ventero dirige contra el cura (I, 32), cuando arremete contra esos libros
mentirosos, llenos de disparates y devaneos, que matan el interés por los
relatos de héroes históricos reales, tales como Gonzalo Hernández de
Córdoba o como Diego García de Paredes: «¡Dos higas para el Gran Capitán
y para ese Diego García que dice!», exclama el ventero, por cuya boca creen
algunos que está hablando el propio Cervantes.

No negamos sentido a estas interpretaciones literarias (inmanentes) del


Quijote-, lo que sí ponemos en tela de juicio es la legitimidad de considerar
como símbolos a los símbolos autogóricos que, a lo sumo, constituyen un
caso límite de la Idea de símbolo, límite en el que el símbolo cesa de serlo,
como cesa de ser causa la causa sui. Porque un símbolo, en cuanto figura
alotética, dice precisamente relación a referencias distintas del propio cuerpo
del símbolo. Y ello porque las referencias del símbolo han de ser también
corpóreas: cada parte del anillo fragmentado que se entrega a cada partícipe
principal de la ceremonia es símbolo de la otra parte; el Credo es «Símbolo
de la Fe» porque cada grupo de fieles que recitan versículos suyos remite a
los fieles que recitan los sucesivos, y de este modo la comunidad de los
fieles configura una comunidad viviente, que es una parte real de la Iglesia
militante.

Desde luego, Don Quijote no es un símbolo autogórico, en el sentido más


literal en el que, según Clarín, era, para el magistral De Pas, el versículo «y
el verbo se hizo carne». «¿Creía don Fermín en este versículo?» En rigor, en
lo que don Fermín creía (decía Clarín) era en las letras rojas que estaban
escritas en un tablero dispuesto en el altar y que decían: «Et verbum caro
factum est». Las figuras, interpretadas como símbolos estrictos, alegóricos,
nos remiten a referencias extraliterarias, a figuras reales, a figuras de la
historia civil, política o social.

Don Quijote ¿es una historia clínica?

En esta línea, suponen algunos intérpretes que, en la figura de Alonso


Quijano, Cervantes querría haber representado algún individuo real, que él
pudo conocer directamente, o a través de algún amigo o escritor.

La referencia real de Don Quijote, según esto, sería Alonso Quijano, es


decir, algún individuo de carne y hueso, pero afectado de un tipo específico
de locura que Cervantes pudo conocer e «identificar» intuitivamente, sin ser
médico o psiquiatra. Menéndez Pidal descubrió, en 1943, la figura de
Bartolo, del sainete de Entremeses de los Romances; Bartolo era un pobre
labrador que enloqueció de tanto leer el Romancero, y en quien Cervantes
pudo haberse inspirado. Se cita también a don Rodrigo Pacheco, un marqués
de Arga-masilla de Alba, que enloqueció leyendo libros de caballería.

Los psiquiatras han tendido, como es natural, a interpretar a Don Quijote


desde las categorías propias de su oficio. Desde el doctor Esquirol, en el
siglo XIX, que interpretó a Don Quijote como un modelo de «monomanía»
—él fue el inventor de este término— hasta el doctor Francisco Alonso-
Fernández, que acaba de publicar una interpretación de Don Quijote según la
cual esta obra podría considerarse como una suerte de «historia clínica» de
un sujeto afectado de un síndrome que Cervantes habría logrado establecer,
ajustándose asombrosamente al síndrome que hoy es identificado como
«auto-metamorfosis delirante». Un síndrome emparentado con los síndromes
delirantes de Capgras, Frégoli y otros. En consecuencia, propone se
considere como auténtico protagonista de la novela no tanto a Don Quijote,
sino a Alonso Quijano. En efecto (argumenta), fue Alonso Quijano quien
padeció el síndrome delirante de identificación con un imaginario Don
Quijote, que sólo existió en su mente; es Alonso Quijano quien logra curarse
de su locura, gracias a las atenciones del bachiller Carrasco, del cura y del
barbero, y a «una calentura que le tuvo seis días en la cama» (II, 74).
Alonso-Fernán-dez subraya como este incidente no pasó desapercibido «al
perspicaz ojo clínico del eximio doctor Miguel de Cervantes Saavedra».
Hay que agradecer al doctor Alonso, gran amigo mío, su demostración de
que Alonso Quijano padeció un síndrome que Cervantes logró describir con
asombrosa puntualidad; lo que sólo se explicaría si admitimos que Cervantes
había conocido y diferenciado casos específicos de locura (como también
habría conocido y descrito la locura del licenciado Vidriera). Y en todo caso,
ni Don Quijote ni Vidriera son puras «creaciones literarias».

Pero ¿quiere esto decir que Cervantes se propuso como objetivo literario la
«descripción clínica» de un tipo de delirio específico?

No necesariamente, si es que Cervantes estaba utilizando o aprovechando su


descripción de un tipo de locura real como símbolo de otra referencia, a
saber, acaso, la realidad de unas gentes de España (no de España misma,
como muchos dicen) en la que los hombres, según muchos, habían
enloquecido, porque iban a América, dicen algunos, o porque dejaban de ir
(decimos otros). Porque iban a América en busca de El Dorado, o porque
allí, evocando un libro de caballerías (Las Sergas de Esplandián), daban el
nombre de California a un imaginario reino de las amazonas; o, en su
momento, daban el nombre de Patagonia a las tierras en las que vivían
hombres que les recordaban las tribus de salvajes monstruosos descritas en
la novela de caballerías, El Primaleón. Más aún: cabría extender el
simbolismo de la locura de Don Quijote a lugares que habría que buscar en
España, y no en América, en Italia o en Flandes, en cualquiera de los lugares
de la Mancha o de cualquier otra parte de España o Portugal en la que los
fieles cristianos, en las iglesias, en las transformaciones del pan y del vino
eucarístico, veían la carne y la sangre de Jesucristo. Cuando Don Quijote, al
acuchillar los cueros de la venta, cree ver sangre derramada donde sólo hay
vino, ¿no está intentando describir un género de delirio similar al de quien,
tras las palabras de la consagración, se dispone a beber del cáliz un vino que
se ha transformado en sangre?

Una cosa es que Don Quijote despliegue una serie de delirios que, lejos de
ser meramente literarios, tengan una consistencia clínica (lo que ya nos
obligaría a considerar a Don Quijote como una figura no autogórica, sino
alotética) y otra cosa es que Cervantes se hubiera propuesto hacer (finís
operantis) y, sobre todo, hubiera hecho (finís operis) la descripción
anticipada de un síndrome delirante, padecido por un tal Alonso Quijano.
Porque ¿acaso Alonso Quijano no es él mismo una figura literaria? Sobre
todo, ¿acaso no es el propio delirio sistematizado de Don Quijote aquello
que es utilizado por Cervantes como símbolo de otras figuras reales, que
precisamente no se consideraron víctimas de síndromes de Capgras o de
Frégoli? ¿Y acaso las propias calenturas de los últimos días de Don Quijote,
sin perjuicio de haber sido recogidas por el ojo clínico de Cervantes, no
pueden simbolizar también las calenturas de España en unos años de
profunda crisis?

Los delirios de Don Quijote, interpretados como símbolos alegóricos,


tendrán como referencia no a «locos de atar», que el psiquiatra ve en el
hospital o en su consulta, sino precisamente a figuras históricas reales, que
acaso pasan por ser figuras extraordinarias y aun heroicas. Otra cosa es
identificar esas figuras y determinar el alcance que pueda tener la utilización,
por Cervantes, de síntomas delirantes, como símbolos de ellos mismos.

El individuo y la pareja de individuos

Ahora bien, una figura humana, como sin duda lo es la figura de Don
Quijote, nunca existe en solitario: una persona implica siempre a otras
personas que se involucran las unas a las otras en coexistencia pacífica o
bélica. De otro modo: el individuo, en cuanto existente, es un sinsentido, es
una entidad metafísica y, por tanto, es ya simple metafísica el intento de
interpretar a Don Quijote como símbolo de algún individuo aislado, ya esté
cuerdo, ya esté loco. Un individuo, por sí mismo, no puede existir, porque
existir es co-existir.

El individuo ni siquiera existe como tal cuando alcanza la condición de rey o


de emperador. Por ello, la célebre clasificación de las sociedades políticas,
de Aristóteles, en los tres géneros consabidos: monarquías, aristocracias y
repúblicas, ha de considerarse como una clasificación propia de una ciencia
política-ficción, sin perjuicio de que siga siendo nuestra referencia actual.
No pueden distinguirse las monarquías de las aristocracias o de las
repúblicas según el criterio aristotélico: o bien manda uno, o varios, o todos
(o la «mayoría»).

Y esto por la sencilla razón de que «uno» no puede mandar, porque no puede
existir en cuanto tal «uno»: el rey más absoluto no manda solo, sino como
cabeza de un grupo.
El mínimo numérico de las personas coexistentes es el de dos; y acaso por
ello alcanza un grado casi máximo de consenso universal la interpretación de
las relaciones humanas desde el esquema dualista de las parejas (en especial
de las parejas constituidas por individuos opuestos, ya sea según el género
gramatical —masculino o femenino—, ya sea según otros criterios de
oposición: alto/bajo, tonto/listo, viejo/joven, gordo/flaco). Las personas,
según esto, jamás estarán solas, sino emparejadas, y según pares de
individuos que habrán de oponerse entre sí por diferentes y opuestos tipos de
atributos. Y si los elementos de una pareja se consideran «iguales», la
oposición entre ellos surgiría de su propia coexistencia, como ocurre por
ejemplo con las situaciones enantiomorfas, en las que aparecen opuestas
figuras iguales pero incongruentes, como ocurre con la incongruencia entre
dos manos iguales pero de sentido opuesto (derecha e izquierda). Adán y
Eva es el prototipo de una primera pareja, con oposición de género, pero
acompañada de un cortejo variado de otros pares de oposiciones. Los
dióscuros (Cástor y Pólux) fueron vistos, en la batalla del lago Regilo,
montando en sus caballos blancos y luchando entre sí.

Desde el esquema dualista de la coexistencia, Don Quijote se ha considerado


desde siempre asociado o involucrado con Sancho. El par «Don Quijote y
Sancho» y las oposiciones más peculiares de atributos que entre ellos se
establecen (señor/vasallo, caballero/escudero, alto/bajo, delgado/gordo,
idealista/realista...) se considerará muchas veces reproducida en otras
famosas parejas literarias, desde el par Sherlock Holmes/Watson, hasta el par
Astérix/Obélix (que rompe alguna de las oposiciones de atributos
consideradas como características, como la oposición leptosomático —alto,
delgado— / pícnico —bajo, grueso).

Ahora bien, hay razones muy serias para concluir que los esquemas dualistas
son sólo un fragmento de estructuras más complejas. Adán y Eva, por
ejemplo, es sólo un fragmento de la sociedad formada por ambos con sus
hijos, Abel, Caín y Set. Don Quijote y Sancho suelen ser concebidos en
función de oposiciones abstractas, tales como idealismo/realismo, o
utópico/pragmático. Pero estas oposiciones fracasan en seguida: pues
suponen que el «idealismo» es una suerte de disposición personal orientada a
trascender el horizonte inmediato de la prosa de la vida, impulsando a las
personas hacia el altruismo o la gloria, entonces Sancho no se opone a Don
Quijote, porque también Sancho, desde el principio (y no en la segunda
parte, como se dice), está quijotizado, y acompaña a Don Quijote
aventurándose en toda clase de peligros, y no sólo para adquirir riquezas (lo
que ya sería suficiente, puesto que quien quiere adquirir riquezas poniendo
su vida en peligro ya es un idealista pragmático, en el sentido convencional),
sino para elevar a un rango social superior a su mujer Teresa Cascajo.
Sancho no es el tipo de villano que han concebido tantos historiadores
villanos que ponen, como única motivación de los españoles que se alistaban
a los tercios o a los galeones, la satisfacción del hambre (recordemos la
película de Antonio Landa, La marrana).

Tiene para nosotros la mayor importancia advertir la incompatibilidad de los


esquemas dualistas con los principios del materialismo filosófico, en la
medida en que éstos implican el principio platónico de symploké. Platón, en
efecto, en el Sofista, establece las dos premisas que han de considerarse
presupuestas en todo proceso racional: 1) un principio de conexión entre
unas cosas y otras: «Si todo estuviese desconectado de las demás cosas, el
discurso racional sería imposible»; 2) un principio de desconexión entre las
cosas: «Si todo estuviese conectado con todo, el discurso racional sería
imposible». Es preciso, por tanto, si queremos aproximarnos racionalmente a
la realidad, presuponer que cada cosa no está conectada (por ejemplo,
causalmente) con todas las demás, ni tampoco que está desconectada de
todas las demás: es decir, es preciso presuponer que las cosas se encuentran
entretejidas (en symploké) con algunas cosas, pero no con todas.

Pero cuando aplicamos a un grupo social dado (por ejemplo, el círculo de los
individuos humanos) el esquema dualista de conexión, entonces la realidad
se nos presentará como una pluralidad de parejas desconectadas entre sí
(pues suponemos que los términos de cada par se refieren íntegramente el
uno al otro). La conexión de los términos de cada pareja, en efecto, será
completa internamente, tanto si cada individuo se considera correlativo al
otro, como si se considera conjugado con él. Cada «par aislado» introduce
una tal dependencia recíproca entre sus términos que permite sea tratado
como una unidad «monista», como un dipolo, tanto si sus relaciones son
armónicas como si son dioscúricas. Por tanto, la realidad global se nos
ofrecería como una multiplicidad compuesta por infinitas parejas entre las
cuales sólo cabría reconocer interacciones aleatorias. Y en el supuesto en el
cual el esquema dual se aplicase a un único par, coextensivo con la «realidad
misma» (Ormuz y Arihman, entre los maniqueos; la diada Byzos/Aletheia
entre los gnósticos; o el Yin/Yan entre los chinos), entonces ese «dualismo
cósmico» equivaldría prácticamente a un monismo, y ello sin necesidad de
que se contemplase la posibilidad de que uno de los términos del dualismo
acabase venciendo o reabsorbiendo al otro. Sería suficiente que
permaneciesen eternamente diferentes, aunque complementándose el uno al
otro, o separándose el uno del otro, hasta la muerte («una de las dos Españas
ha de helarte el corazón»).

Las tríadas

La estructura más elemental, compatible con el principio de symploké del


materialismo filosófico, es la estructura ternaria. En una tríada (A, B, C) los
miembros estarán involucrados los unos con los otros, pero, al mismo
tiempo, será posible reconocer coaliciones binarias [(A, B) (A, C) (B, C)] en
cada una de las cuales queda segregado el tercer miembro, que, sin embargo,
tendrá que mantenerse asociado al otro. La estructuración en tríadas de
cualquier campo constituido por individuos encierra además la posibilidad
de que cada tríada esté a su vez involucrada, a través de alguna unidad
común, a otras tríadas, dando lugar a eneadas (3x3) o a docenas (3x4), etc.
El principio de symploké, en resolución, se cumple muy bien en pluralidades
estructuradas en tríadas, eneadas, docenas, etc. De esta pluralidad podrá ya
afirmarse tanto la conexión (no total) de unas cosas con otras, como la
desconexión (o discontinuidad) de unas cosas con otras, que seguirán su
propio ritmo.

Por lo demás, la concepción de la realidad o de sus regiones en cuanto


organizadas según esquemas ternarios son tan antiguas como las
concepciones organizadas según los esquemas binarios o dualistas. Baste
recordar las célebres trinidades de los dioses indoeuropeos que Dumézil
puso de manifiesto hace años (Zeus, Heracles, Plutón), (Júpiter, Marte,
Quirino), la «tríada capitolina» (Júpiter, Minerva, Juno) o sus
transformaciones germánicas (Odín, Thor, Freya).

En la tradición cristiana, y más concretamente católica, a la que pertenece


sin duda Don Quijote, la tríada fundamental está representada por el dogma
de la Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, «que del Padre y del Hijo
procede» (en esto se diferencian los católicos romanos de los ortodoxos
griegos, para quienes el Espíritu Santo viene a ser como una emanación del
Padre, sin el concurso del Hijo). No es evidente que la Trinidad católica sea
un mero caso particular de las trinidades indoeuropeas.

En el cristianismo romano el dogma de la Trinidad fue constituyéndose


paulatinamente, y probablemente la apelación al Espíritu Santo tuvo que ver
con la misma constitución de una Iglesia universal, que no tenía parangón,
según su estructura social, con las estructuras sociales conocidas por los
griegos (como pudieran serlo la familia o el Estado). Sabelio sostuvo, bien
que heréticamente, que el Espíritu Santo representaba a la Iglesia, como
entidad femenina (la «Santa Madre Iglesia»); también es verdad que en
algunas trinidades germánicas, uno de los miembros es femenino (Odín,
Thor, Freya), aunque acaso por contaminación con el cristianismo, como lo
probaría la fórmula litúrgica, calco de la cristiana: «En el nombre de Odín,
de Thor y de Freya». Pero sí es cierto que la trinidad de Gaeta, o la trinidad
de la Peña de Francia (en Salamanca), a las que encomendaba Sancho a Don
Quijote en el momento de descender a la cueva de Montesinos (II, 22), son
manifestaciones de la Trinidad genuina del catolicismo (Padre, Hijo, Espíritu
Santo).

Las tríadas del Quijote

Si nos decidimos a dejar de lado el esquema dualista de estructuración, que


nos impone la asociación en pareja entre Don Quijote y Sancho, por
fundamental que esta asociación sea (unas veces explicada por su
complementariedad, otras veces por su conjugación: Don Quijote mantiene
la unidad entre los distintos episodios de su carrera a través de Sancho; y
Sancho mantiene la unidad entre los episodios de la suya a través de Don
Quijote), entonces, la reestructuración trinitaria de las figuras del Quijote se
nos manifiesta con fuerza, y esto independientemente de que Cervantes
hubiera sido consciente de esta estructura: tanto más interesante sería el caso
de una estructura objetiva que se impone «por encima» o
independientemente de la voluntad del autor.

Lo cierto es que Don Quijote aparece siempre como un miembro de la


trinidad (Don Quijote, Sancho, Dulcinea); lo que no quiere decir que los
miembros de esta trinidad no estén a su vez involucrados en otras trinidades
diferentes. Don Quijote, por ejemplo, forma también triángulo con su ama y
su sobrina (II, 6). Sancho aparece siempre involucrado con su mujer, Teresa
Cascajo, y con su hija; así también con el cura y el barbero (I, 26). Dulcinea,
según su figura más real de labradora, se le aparece a Sancho montada en un
asno junto con otras dos mujeres también labradoras. «Y sucedióle todo tan
bien [a Sancho], que cuando se levantó para subir en el rucio vio que del
Toboso hacia donde él estaba venían tres labradoras sobre tres pollinos, o
pollinas, que el autor no lo declara...», y poco después, cuando Sancho
anuncia a su señor que ha visto a Dulcinea, «salieron de la selva y
descubrieron cerca a las tres aldeanas. Tendió Don Quijote los ojos por todo
el camino de El Toboso, y como no vio sino a las tres labradoras, turbóse
todo, y preguntó a Sancho si les había dejado fuera de la ciudad» (II, 10).

En cualquier caso, la «trinidad básica» en torno a la cual Cervantes parece


moverse a lo largo de toda su obra es la constituida por Don Quijote, Sancho
y Dulcinea. Si confrontamos, como desde nuestras hipótesis estamos
obligados a hacerlo, esta trinidad con la Trinidad católica, se concederá que
a Don Quijote le corresponde el papel del Padre; Sancho es el Hijo (al
menos, así le llama una y otra vez su señor); en cuanto a Dulcinea, habría
que ponerla en correspondencia con el Espíritu Santo, que Sabelio
interpretaba como entidad femenina, como la Madre Iglesia. En efecto,
¿cómo no reconocer que Dulcinea, como figura ideal, procede a la vez del
Padre (Don Quijote) y de su Hijo (Sancho)?

Don Quijote concibe, desde luego, a la figura de Dulcinea, porque aunque su


nombre real fue el de Aldonza Lorenzo, una moza labradora, hija de Lorenzo
Corchuelo y de Aldonza Nogales, y de muy buen parecer (1,25), y de quien
él un tiempo anduvo enamorado, sin embargo nació, en cuanto Dulcinea,
«por decreto» de Don Quijote, cuando a este le pareció bien darle el título de
«señora de sus pensamientos». Pero fue Sancho quien también contribuyó al
nacimiento y fortificación de la figura de Dulcinea, un moza de chapa, hecha
y derecha, nada melindrosa, y teniendo mucho de cortesana: «¡Qué rejo que
tiene, y qué voz!», dice Sancho a Don Quijote. «Ahora digo, señor Caballero
de la Triste Figura, que no solamente puede y debe vuestra merced hacer
locuras por ella, sino que con justo título puede desesperarse y ahorcarse,
que nadie habrá que lo sepa que no diga que hizo demasiado de bien, puesto
que le lleve el diablo.»

Y esta figura así concebida hubiera permanecido como una sombra de


recuerdo meramente imaginario, si no hubiera sido por la industria que
Sancho tuvo para encontrar a la señora Dulcinea, es decir, para establecer el
vínculo entre la figura del recuerdo y algún correlato real, el que necesita
reanudarse, aunque no sea con la gallarda Aldonza, sino con una labradora
carirredonda y chata (II, 10). De este modo resulta ser Sancho (y no ya la
mente enferma y delirante de Don Quijote) quien, arrodillado, finge saludar
a Dulcinea en la figura de la labradora chata y carirredonda que Don Quijote,
puesto de hinojos junto a Sancho, miraba también con «ojos desencajados y
vista turbada», es decir, miraba a la labradora, a la que Sancho llamaba reina
y señora. Y entonces la labradora, que había hecho la figura de Dulcinea,
pica a su borrica con un aguijón, que en un palo traía; la pollina dio en correr
prado adelante, de forma que Dulcinea dio en el suelo; «lo cual visto por
Don Quijote, acudió a levantarla, y Sancho a componer y cinchar el albarda
(...) y queriendo Don Quijote levantar a su encantada señora en los brazos
sobre la jumenta (...) le quitó de aquel trabajo, porque, haciéndose algún
tanto atrás, tomó una corridica y, puestas ambas manos sobre las ancas de la
pollina, dio con su cuerpo, más ligero que un halcón». Y dijo Sancho (a Don
Quijote): «... es la señora nuestra ama más ligera que un alcotán y que puede
enseñar a subir a la jineta al más diestro cordobés o mexicano! (...) Y no le
van en zaga sus doncellas, que todas corren como el viento».

¿No es evidente que Cervantes ha querido demorarse en la descripción de la


visión poética de la labradora que Sancho ofrece a Don Quijote, poniendo en
primer lugar la agilidad de esta labradora que su señor estaba viendo, como
para ocultar tras ella su cara carirredonda y chata que también Don Quijote
había visto? En cualquier caso, la transfiguración de la figura de la labradora
en Dulcinea no puede atribuirse a un proceso endógeno psicológico propio
de un demente en pleno delirio alucinatorio. Don Quijote ve no a Dulcinea,
sino, reforzado por Sancho, a una labradora ágil (también chata y
carirredonda). No padece, por tanto, en absoluto, alucinación alguna: ni
siquiera esta labradora podría evocarle la Aldonza de su juventud. Y «te
hago saber, Sancho, que cuando llegué a subir a Dulcinea sobre su hacanea,
según tú dices, que a mí me pareció borrica, me dio un olor de ajos crudos,
que me encalabrinó y atosigó el alma». Cervantes parece tener aquí buen
cuidado en subrayar que si Don Quijote relaciona a esta labradora con
Dulcinea es por culpa de Sancho. Dulcinea se nos muestra aquí como asunto
de fe, no de alucinación; de fe en la «autoridad revelante», que en este caso
es Sancho, en cuya palabra Don Quijote confía y cree, cuando al salir de la
selva las tres aldeanas, anunciadas como Dulcinea y sus doncellas, el
caballero de la Triste Figura dijo:

—Yo no veo, Sancho —dijo Don Quijote—, sino a tres labradoras sobre tres
borricos.

Y Sancho replicó:

—¡Agora me libre Dios del diablo! —respondió Sancho—. ¿Y es posible


que tres hacaneas, o como se llaman, blancas como el ampo de la nieve, le
parezcan a vuesa merced borricos? ¡Vive el Señor que me pele estas barbas
si tal fuese verdad!

—Pues yo te digo, Sancho amigo —dijo don Quijote—, que es tan verdad
que son borricos, o borricas, como yo soy don Quijote y tú Sancho Panza; a
lo menos, a mí tales me parecen.

Por lo demás, la resistencia a ver el milagro de la transfiguración de la


labradora en Dulcinea, milagro en el que Don Quijote ha de creer por la fe
que le merece la autoridad de Sancho (en otras ocasiones tan crítico de las
alucinaciones de su señor, ante los molinos de viento, ante los rebaños de
ovejas...), no deja de recibir una «explicación teológica»: «Si yo no veo a
Dulcinea en la figura de esta labradora, no es porque no lo sea, sino porque
el maligno encantador me persigue, y ha puesto nubes y cataratas en mis
ojos, y para sólo ellos, y no para otros, ha mudado y transformado tu sin
igual hermosura y rostro en el de una labradora pobre». Si los psiquiatras se
empecinan en ver aquí delirio, habrían de agregar que no se trata de un
delirio alucinatorio (la percepción de un labradora como Dulcinea), sino de
un delirio de «racionalización teológica», orientado a explicar por qué esta
labradora que veo no es la Dulcinea que Sancho dice ver; un delirio de
racionalización teológica que los psiquiatras deberían también reconocer en
la operación de santo Tomás cuando pretende explicar por qué el trozo de
pan, y el trago de vino que el consagrante está manipulando en el altar, son
en realidad la transmutación milagrosa del cuerpo de Cristo invisible e
intangible. ¿Y qué psiquiatra se atrevería a diagnosticar de loco a santo
Tomás de Aquino?
La locura de Don Quijote, como se demuestra por su comportamiento ante
Aldonza Lorenzo, y ante la labradora anónima; pero también, sobre todo, por
su comportamiento ante los duques, que son los responsables de todos los
«delirios» (en realidad engaños) que Don Quijote y Sancho experimentan en
su compañía —incluyendo aquí a las escenas de Clavileño o a las de la
ínsula Barataría—, no son sólo un proceso psicológico que hubiera afectado
a Alonso Quijano; es también, y muy principalmente, un proceso social,
inducido por otras personas que rodean a Don Quijote, y que actúan como
«genios malignos» engañadores cartesianos, aun teniendo al parecer
voluntad de ayudarle, o simplemente de entretenerle. Genios malignos que
actúan sobre Don Quijote, pero como contrafiguras de aquellos que actúan a
través de Mefistófeles cuando va a presentarse ante Fausto: «Yo soy el
espíritu que buscando siempre el mal hace siempre el bien». Y en todo caso
es gratuito atribuir la locura y el delirio a Don Quijote, reservando para
Sancho la prudencia y el sentido común. Si Don Quijote se dice loco, porque
emprende aventuras descabelladas, tan loco está Sancho que lo acompaña, y
no en la primera ni en la segunda salida, sino también en la tercera. «Mirad,
Teresa —respondió Sancho—, yo estoy alegre porque tengo determinado de
volver a servir a mi amo don Quijote, el cual quiere la vez tercera salir a
buscar las aventuras; y yo vuelvo a salir con él, porque lo quiere así mi
necesidad.» (II, 5)

El escenario del Quijote contiene tres tipos de referencias: unas


«circulares», otras «radiales» y unas terceras «angulares»

Desde el presupuesto general de que la persona implica siempre pluralidad


de personas, hemos tratado de delimitar la estructura de esta pluralidad de
personas en la que se mueven los personajes del Quijote.

Y descartando, como metafísicas, las estructuras monistas (que atribuyen a


la persona la situación originaria propia de una persona absoluta, solitaria,
«sublime soledad», propia del Dios neoplatónico: «Sólo con el Solo»), así
como también las estructuras binarias (dualistas, dioscúricas o maniqueas),
hemos encontrado la conveniencia de operar, en el momento de interpretar a
Don Quijote, con estructuras trinitarias entretejidas, de las cuales, en
cualquier caso, podemos obtener estructuras más complejas, como puedan
serlo, según hemos dicho, las eneadas o las docenas, también presentes en la
novela, bajo la forma del recuerdo de los doce signos del Zodiaco, de los
doce apóstoles o de los doce caballeros de la tabla redonda.

La disciplina hermenéutica que impone este postulado estructural es bien


clara: evitar sistemáticamente el tratamiento de Don Quijote (o de cualquier
otro personaje), incluso en su soliloquios, como si se tratase de un personaje
ab-soluto, o incluso como si se tratase de un personaje ligado a su
complementario, aunque fuera al modo maniqueo (el que inspiró los
famosos versos de Antonio Machado —su caletre no daba para más— que
«la izquierda española» tomó como divisa durante décadas: «Españolito que
vienes al mundo, sálveos Dios: una de las dos Españas ha de helarte el
corazón»); estimular sistemáticamente la investigación de las conexiones de
los personajes del Quijote con otros personajes de los que aparecen en el
escenario de la novela, es decir, sin necesidad de salimos fuera de su
inmanencia, buscando referencias extraliterarias o extraescénicas (que, sin
embargo, habrá que encontrar en el momento oportuno).

El Quijote, se ha dicho muchas veces, es una novela escrita desde una óptica
teatral (Díaz Plaja observó que el Quijote es la única novela cuyo personaje
central va siempre disfrazado). Y aquí radicaría su virtualidad para hacer de
ella representaciones pictóricas o escultóricas, y después cinematográficas o
televisivas. Cervantes nos ofrece ante todo a sus personajes en escenarios
bien definidos. En los escenarios se mueven, en principio, varias personas
(sólo excepcionalmente un único actor, en monólogos, o en diálogos).
También el triángulo es la estructura elemental del teatro.

Ahora bien, un escenario teatral, como pueda serlo la gran novela de


Cervantes, no puede circunscribirse a los límites de su estricto recinto. Un
escenario teatral en el que los actores individuales, al ponerse la máscara
(per-sonare, pros-opon), comienzan a actuar como personas, es siempre una
parte de un círculo de personas humanas, una parte del espacio
antropológico.

En consecuencia, al escenario, además de las dimensiones «circulares» (las


relaciones de las personas humanas con otras personas humanas) en las que
se mueven las personas humanas que en él desarrollan el drama, la comedia
o la tragedia, le corresponde también una dimensión cósmica, en la que
quedan englobadas, desde luego, las referencias geográficas e históricas
externas a la inmanencia del escenario, pero involucradas internamente en él
(llamamos «radiales» a esta red de relaciones e interacciones que las
personas humanas mantienen con las cosas impersonales que las rodean); y
al margen de estas referencias sería imposible, como trataremos de
demostrar en lo sucesivo, entender la filosofía de Don Quijote, que
permanece oculta, o sepultada, en las imágenes literarias o cinematográficas.
Por último, el escenario, además de referencias y de figuras contenidas en el
círculo de las personas humanas, o en la región radial del espacio, contiene
también figuras y referencias que desbordan aquel círculo y esta región,
porque aun siendo personales (de condición muy semejante a la de las
personas humanas, por tener o pretender tener apetitos, conocimientos y
sentimientos), no son de naturaleza humana (llamamos a estas referencias
«angulares», y entre ellas pondremos a ciertos animales numinosos, a
demonios, ángeles, diablos...).

En el Quijote aparecen varias menciones «angulares» a diablos, a aves de


mal agüero (como la infinidad de grandísimos cuervos y grajos que salieron
de la maleza que cubría a la boca de la cueva de Montesinos) y algún mono
que «habla con el estilo del diablo» (II, 25). También se hace referencia a
gigantes, como el gigante Morgante (que era afable y bien criado), que en
Amadís es uno de los tres con los que se enfrenta Roldán, o bien el gigante
Caraculiambro, señor de la ínsula de Malindrania, a quien Don Quijote
espera vencer en singular batalla a fin de enviarle presentado ante su dulce
señora.

Y, por supuesto, entre estas personas no humanas, hemos de contar también


a las personas de la trinidad de Gaeta antes citada, o a las de la Peña de
Francia, Padre, Hijo y Espíritu Santo, a las que Sancho encomienda a Don
Quijote en el momento de ponerse a descender a la cueva de Montesinos. En
cualquier caso, conviene siempre recordar que Cervantes insiste una y otra
vez en que él no quiere entrometerse en los asuntos reservados a la fe de la
Iglesia católica.

Traduciendo estas reservas a nuestro lenguaje: Cervantes afirma


rotundamente que él desea mantenerse siempre en torno al escenario humano
(circular) y cósmico (radial), y también religioso (angular), al que parece
atribuir un ritmo propio, aunque finito e inmanente (que contrasta con el
ritmo indefinido y trascendente que conviene a los asuntos de la fe católica).
El escenario del Quijote no se refiere al «espacio antropológico» en
general, sino al Imperio español

Ahora bien, ¿cómo determinar las referencias (exteriores al escenario) de los


personajes humanos, de los contenidos radiales, o de las entidades
angulares que figuran en la «inmanencia» de este escenario?

Podría decirse que tales referencias no están definidas en el Quijote, lo que


es un modo de afirmar que no existen, al menos como referen-ciales
determinados. Según esto, las figuras de Don Quijote, Sancho o Dulcinea,
por ejemplo, habría que «referirlas» a la Humanidad, en general (a figuras de
la Humanidad que podríamos encontrar en cualquier lugar y tiempo). Y en
ello cifrarían algunos la «universalidad» atribuida comúnmente a la obra de
Cervantes. Asimismo, como referenciales «radiales» podrían tomarse
cualquiera de los contenidos del mundo cósmico, geográfico o histórico. Y,
por supuesto, como referencias angulares, valdrían todas aquellas que, en
todo lugar y tiempo, reunieran las características adecuadas. Dicho de otro
modo: las referencias de Don Quijote serían universales o, lo que es lo
mismo, los personajes y el escenario de Don Quijote tendría referencias,
dicho de forma positiva, pan-crónicas y pantópicas, lo que equivaldría a
decü; en forma negativa, que es ucrónico y utópico, y que ahí reside la raíz
de su universalidad.

Sin embargo, y sin perjuicio de reconocer la posibilidad de estas


interpretaciones «universalistas» (posibilidad a la que se orientan las
interpretaciones éticas o psicológicas de los personajes del Quijote, de su
idealismo o de su realismo, de su fortaleza o de su avaricia, y otras tantas
características de la «condición humana»), preferimos atenernos a las
interpretaciones, y no son escasas, históricas y geográficas muy precisas de
Don Quijote, como condición suficiente, por no decir necesaria, para
penetrar en su significado.

En una palabra, nos parece (como también les parece a otros muchos
intérpretes) que el escenario del Quijote, en cuanto símbolo, nos remite a
referencias históricas y geográficas muy precisas. Referencias que podrán
ser puestas entre paréntesis, sin duda, si se pretenden mantener las
interpretaciones humanistas, éticas o psicológicas. Pero cuando
reinterpretamos las referencias históricas y geográficas, entonces se nos
imponen, en primer lugar, las interpretaciones políticas del Quijote, que han
de girar, de un modo a otro, en tomo al significado del Imperio español, del
«fecho del Imperio», si utilizamos la fórmula de la que se sirvió cuatro siglos
antes Alfonso X el Sabio.

Según estas interpretaciones políticas, Cervantes ofrece en su escenario una


interpretación del Imperio español como primer «Imperio generador» que
alcanza su culmen a lo largo de los siglos XV y XVI (el Imperio inglés o el
Imperio holandés se habrían levantado a partir del Imperio español, e
inicialmente como sus depredadores). El Imperio español habría alcanzado
sus cimas más altas a partir de 1521, con la conquista de México, y después,
del Perú, o de Flandes; y sobre todo a partir de 1571, en Lepanto. En
Lepanto fue detenido el Imperio otomano, que amenazaba seriamente a
Europa. Cervantes intervino en la batalla de Lepanto a las órdenes de don
Juan de Austria, y allí perdió su brazo izquierdo, recuerdo permanente,
durante toda su vida, de la realidad de la ofensiva musulmana; además fue
hecho prisionero por los moros, permaneciendo preso cinco años en Argel,
hasta que fue liberado mediante rescate económico.

(Una «ministra de cupo» del gobierno de Rodríguez Zapatero, de cuyo


nombre no quiero acordarme, pero cuya connatural ignorancia está
empapada del irenismo pánfilo de su grupo, declara en El País de 19 de
mayo de 2004: «También creo que es importante nuestra proyección en el
Mediterráneo. Si muchos nos hemos negado a la barbaridad de esta guerra
[la del Irak], es porque todavía sigue viva una vieja relación con el mundo
árabe. Cervantes, sin ir más lejos, estuvo en Argel, en Orán... Tenemos que
estar atentos a nuestra historia para saber quiénes somos».)

Pero en 1588, fecha del gran desastre de la Invencible (aunque no de su


destrucción, ni menos aún de la potencia, aún temible, que España
representaba para Inglaterra, Holanda y Francia), tiene lugar una inflexión en
el curso de su historia. No puede decirse que haya entrado en situación
decrépita, todavía se mantiene como gran potencia dos siglos más, los siglos
xvn y xvm. Pero su curso ascendente ha sido frenado, principalmente por los
otros Imperios que han surgido a su sombra. Éste es el momento en el cual
Cervantes habría comenzado su meditación sobre el Imperio católico, una
meditación que le conducirá a escribir su gran obra, Don Quijote de la
Mancha.

La meditación acerca del Imperio español la entendemos como una tarea


cuya importancia filosófica tiene un alcance mucho mayor; desde luego, que
la meditación humanística sobre «la condición humana», aparentemente más
profunda, pero que en realidad es una uniforme monotonía abstracta y vacía.
En efecto, la meditación sobre «el Hombre» (o sobre la «condición
humana») se presenta como una meditación metafísica a todo aquel que sepa
que «el Hombre» (el Género humano, la Humanidad, la Condición humana)
no existe, al margen de los Imperios universales; y que sólo desde los
Imperios universales (que son una parte de la humanidad, pero no el todo) es
posible tomar contacto con esa «condición humana».

Porque el hombre, en general, es una mera formalidad cuya materia sólo


puede adquirirla a partir de sus determinaciones no ya históricas, sino
histórico-universales, es decir, a partir de las determinaciones o «modos de
hombre» que han ido conformándose en la sucesión de los grandes Imperios,
desde el Imperio persa hasta el Imperio de Alejandro, desde el Imperio
romano de Augusto hasta el Imperio romano de Constantino y de sus
sucesores, entre ellos, principalmente, el Imperio Hispánico, el Imperio
Inglés y el Imperio Soviético. Sólo desde la plataforma de estos Imperios
universales cabe aproximarse al fondo de eso que llamamos «condición
humana», en tanto que ella no es algo invariante (salvo en sus estructuras
genéricas, comunes con los primates), sino cambiante y dada en el curso de
la Historia. La plataforma de los Imperios universales es, desde nuestras
coordenadas, el más preciso criterio positivo disponible para diferenciar los
análisis antropológicos (etológicos, psicológicos) de la «condición humana»
de los análisis filosófico-históricos de esta misma condición.

Dicho de otro modo, la interpretación de Don Quijote, como figura


universal, en el sentido del Género humano (¿qué tienen que ver los
llamados valores del Quijote con los valores de los hombres musulmanes, en
cuanto tales?), es una meditación vacía que recae, de un modo u otro, en
puro psicologismo.

Y cuando nos decidimos a cultivar, una vez más, el género de


interpretaciones políticas histórico-filosóficas del Quijote, en el sentido
expuesto, lo primero que tenemos que despejar es la cuestión de las
referencias extraliterarias que nos ofrece el escenario de Don Quijote, por el
cual transita constantemente la trinidad Don Quijote, Sancho y Dulcinea.

Las referencias de las personas de la trinidad fundamental quijotesca

Ante todo, ¿cómo determinar las referencias extraescénicas de las figuras


que aparecen en el escenario del Quijote?

Tomaremos como criterio las palabras que pronuncia, desde la propia


inmanencia literaria de la novela, uno de los personajes más significativos
que rodearon al Caballero de la Triste Figura, a saber, el bachiller Sansón
Carrasco, «socarrón famoso» que, abrazando a Don Quijote, y con voz
levantada, le dijo (en el capítulo 7 de la segunda parte):

—¡Oh flor de la andante caballería! ¡Oh luz resplandeciente de las armas!


¡Oh honor y espejo de la nación española!

Don Quijote, según palabras del bachiller (a través de quien muy bien podría
estar hablando Cervantes), tiene como referencia inequívoca a la «nación
española». Lo que tiene para nosotros un significado político del mayor
alcance no sólo porque demuestra que la nación española está ya reconocida
en el siglo XVI, mucho antes de que fuera reconocida la nación inglesa o la
nación francesa —o, por supuesto, la nación catalana o la nación vasca—,
sino porque nos ofrece explícitamente la referencia extraliteraria que
Cervantes atribuía a la figura de Don Quijote.

Cierto que la «nación española» que, según el bachiller Carrasco, se refleja


en Don Quijote no es una Nación política en el sentido en el que ésta puede
ser constatada en la batalla de Valmy, que ya hemos citado. La nación
española a la que se refiere el bachiller Carrasco no es la nación política que
surgirá a partir de las ruinas del Antiguo Régimen; pero tampoco es una
nación meramente étnica, que viviera en los márgenes de algún Imperio, o
acaso integrada, junto con otras, en el Imperio español. La «nación
española» del bachiller Carrasco es una nación histórica cuya extensión se
superpone con la extensión misma de la península Ibérica (cuando el
bachiller Carrasco pronuncia su imprecación, Portugal está integrado en esa
nación española: el propio Cervantes intervino el 26 de julio de 1582 en el
combate naval de la isla de San Miguel de Azores, contra mercenarios
franceses que apoyaban las pretensiones de don Antonio por convertirse en
rey de Portugal). La unidad y consistencia de esta nación española había
podido ser captada desde fuera del Imperio entonces hegemónico y visible,
había podido ser captada desde Francia, desde Italia, desde Inglaterra, desde
América. ¿Y cuál es la referencia de Sancho? También nos es dada, acaso,
desde el mismo «escenario»: Sancho es un labrador de la Mancha, cabeza de
una familia compuesta por su mujer y dos hijos. Sancho representa así a
cualquier labrador de los que viven en la península Ibérica, y cuya vida está
destinada, junto con su mujer, a sacar adelante a su familia; porque Sancho,
dotado de gran inteligencia (y no sólo labradora, sino también verbal y aun
literaria), se entiende a la perfección con los otros labradores y gentes de su
rango. Y, como ellos (o como muchos de ellos), Sancho, que está bien
alimentado (no es un paria de la India, condenado a mantener
miserablemente su vida en su propio lugar, aunque sea en presencia «del
Todo»), está dispuesto a salir de su lugar, sirviendo a un caballero que puede
llevarle a descubrir horizontes más amplios, sin perjuicio de los riesgos que
su aventura le ha de deparar.

¿Y Dulcinea? Según decía, ya va para el siglo, Ludwig Pfandl (Cultura y


costumbres del pueblo español de los siglos XVI y XVII, Barcelona, 1929),
«Dulcinea no es otra cosa que la encarnación de la monarquía, de la
nacionalidad, de la fe. Por ella se esfuerza el manco, luchando contra los
molinos de viento».

Pero si aceptásemos la interpretación de Pfandl, la referencia de Dulcinea


¿no se confundiría con la referencia que el bachiller Carrasco señala para
Don Quijote, es decir, la «nación española»?

De algún modo sí, de un modo general, como también Sancho (tal como lo
hemos presentado) hay que referirlo a esa misma nación española que parece
ya consolidada o existente como tal nación histórica, sin perjuicio de la
profunda crisis que está padeciendo tras el desastre de la Invencible. Pero la
circunstancia de que la referencia de Don Quijote, de Sancho y de Dulcinea
sea, en términos generales, la misma, es decir, España, no significa que las
perspectivas desde las cuales cada uno de estos personajes de la trinidad se
refiere a España no sean distintas.
Despliegue histórico de la trinidad quijotesca: pasado,presente y futuro

Acaso Don Quijote va referido a España desde la perspectiva del pretérito,


Sancho va referido a España desde la perspectiva del presente, y Dulcinea
desde la perspectiva del futuro (y, por ello, Dulcinea es asunto de fe, no de
evidencia sensible).

Son tres perspectivas involucradas necesariamente entre sí, como


involucradas están las personas de la trinidad quijotesca. Dicho de otro
modo, si cada persona de esta trinidad escénica, Don Quijote, Sancho,
Dulcinea, va referida a una España que ha entrado en una crisis profunda, es
porque cada persona se refiere a ella a través o por mediación de las otras.
Don Quijote, desde un pretérito que, aun en el tiempo escénico, está cercano
(el tiempo en el cual los caballeros españoles usaban lanzas y espadas, en
lugar de utilizar arcabuces y cañones); Sancho, desde el presente de un
pueblo que vive gracias a los frutos que la tierra da tras el duro trabajo, y que
ha de seguir produciendo en cada momento. Y Dulcinea representa el futuro,
como símbolo de la madre-España, pero tomando esta referencia en sentido
literal, que tiene poco que ver (la referencia) con el sentido de una «figura
ideal» del «eterno femenino», si es que representa a la madre que puede parir
a los hijos que, como labradores o soldados, podrán hacer posible el futuro
de España.

Ahora bien, presente, pasado y futuro no son, en un tiempo histórico como el


que corresponde a España, meros puntos de la línea que representa el tiempo
astronómico. El tiempo histórico, el tiempo de España como Imperio
emergente generador, que comienza a acusar las profundas heridas que le
están infligiendo sus enemigos, los imperios depredadores europeos, es un
conjunto fluyente de millones de personas en agitación e interacción
constante, y que tienen la costumbre de «tener que comer todos los días».
Este conjunto fluyente, este oceánico río de personas que hacen la historia y
son arrastrados por ella, puede clasificarse en tres clases o círculos de
personas teóricamente bien definidos:

En primer lugar, el círculo constituido por las personas que se influyen


mutuamente, apoyándose o destruyéndose, durante los años de su vida; un
círculo cuyo diámetro puede estimarse en cien años, los que corresponden a
lo que llamamos el presente histórico (que no es, por supuesto, el presente
instantáneo, adimensional, que corresponde al punto fluyente de la línea del
tiempo).

En segundo lugar, el círculo (de diámetro finito, pero indeterminado)


constituido por las personas que influyen, para bien o para mal, sobre las
personas del presente, que tomamos como referencia, moldeándolas casi por
completo; pero sin que quienes viven en el presente puedan influir en modo
alguno, profunda o superficialmente, sobre aquéllas, porque ya han muerto.
Éste es el círculo constitutivo de un pretérito histórico, el círculo de las
personas muertas, aquellas que «cada vez mandan más sobre las vivas».

Y en tercer lugar el círculo (de diámetro indefinido) constituido por las


personas en las cuales quienes viven en el presente influyen profundamente,
hasta el punto de moldearlas casi por entero, marcando además sus caminos,
pero sin que ellas puedan a su vez influir sobre aquellos que viven en el
presente, porque todavía no existen. Es el círculo del futuro histórico.

Venimos suponiendo —si se prefiere, partimos de la suposición— que


España es el lugar en el que hay que poner las referencias de los personajes
simbólicos (alegóricos) que Cervantes nos ofrece en el escenario de su obra
capital. Pero España es un proceso histórico. Afirmar que España es el lugar
en el que hay que poner las referencias de los personajes escénicos —ante
todo, Don Quijote, Sancho y Dulcinea— no es decir todavía mucho.

Hay que comenzar determinando los parámetros del presente, en el cual


nuestro escenario está situado, como plataforma desde la cual podemos
mirar también hacia su pretérito y hacia su futuro. Estos parámetros hay que
obtenerlos, sin duda, siguiendo el método de análisis del propio escenario
inmanente en el que actúan los personajes, es decir, de su inmanencia
literaria. Y son varios, y concordantes, los que nos llevan a fijar las fechas en
las que actúan los personajes en la época «del gran Filipo III». Más
precisamente, la carta que Sancho, como gobernador de la ínsula Barataría,
escribe a su mujer Teresa Panza, está fechada el 20 de julio de 1614. Ha de
concluirse, por tanto, que Don Quijote, cuando marchaba en busca de
Dulcinea, también lo hacía en aquellos días.

Pero esto no significa que Cervantes haya querido ofrecer un escenario


referido a la España de su presente, un presente que estará comprendido (si
mantenemos nuestras hipótesis) en un círculo de cien años de diámetro que
podrían ir desde 1616, año de su muerte a 1516, año en el que murió
Fernando el Católico. El punto central de este diámetro se encuentra muy
próximo a 1571, la fecha de la batalla de Lepanto, en la que Cervantes, con
veinticuatro años de edad, estuvo gloriosamente presente.

Cervantes no se proponía hacer una crónica del presente, en el que


suponemos ha situado su escenario. Desde su presente, por supuesto,
Cervantes emplaza un escenario cuya referencia es España, pero no
propiamente la España de la Edad Media (como pensó Hegel, cuando
interpretaba a Don Quijote como símbolo de la transición de la época feudal
a la época moderna). Don Quijote recorre una península ya unificada, sin
fronteras interiores entre los reinos cristianos y, más aún, sin fronteras
interiores con los reinos moros: la España que Don Quijote recorre es
posterior a la toma de Granada en 1492, por los Reyes Católicos. Este es el
«escenario literario» (no un escenario histórico) del Quijote.

Sin embargo, Don Quijote no camina todavía a través de una España


moderna (la del propio Cervantes, que ya sabe lo que es el olor y el ruido de
la pólvora, los galeones que van y vienen a América, de la que no hay
prácticamente referencia en su obra). Cervantes tiene buen cuidado de
decirnos, en el primer capítulo de su obra, que lo primero que hizo Don
Quijote, antes de salir de su casa, «fue limpiar unas armas que habían sido de
sus bisabuelos, que, tomadas de orín y llenas de moho, luengos siglos había
que estaban puestas y olvidadas en un rincón». Alonso Quijano (que vive en
el presente) se disfraza por tanto de Don Quijote, un caballero del pretérito,
pero de un pretérito que sigue influyendo, como es propio de todo pretérito
histórico, de modo determinante en el presente, porque «los muertos cada
vez mandan más que los vivos».

Sin embargo, como hemos dicho, Don Quijote y los suyos no se mueven en
una época medieval, sino moderna. Ya no hay en España reyes moros.
Incluso algunos de los moriscos que fueron expulsados vuelven a España, y
se encuentran con Sancho:

—¿Cómo y es posible, Sancho Panza hermano, que no conoces a tu vecino


Ricote el morisco, tendero de tu lugar? (D, 54).
Parece evidente que Cervantes ha querido referirse, desde su escenario de
1614 (fecha de la carta de Sancho a su mujer), a la España de un siglo
anterior, de 1514; una España que, aunque no es medieval, sigue siendo
inmediatamente anterior a la llegada de Carlos I a España, y sobre todo a la
entrada de Hernán Cortes en Nueva España, en México. Ocurre como si
Cervantes hubiera deliberadamente querido regresar a una España ibérica
anterior, si no al momento del descubrimiento de América, sí al momento de
la «entrada» masiva de los españoles en el Nuevo Mundo (México, Perú,
etc.) y a las repercusiones que de tal entrada hubieron de seguirse en la
España de partida.

La España que Cervantes ve desde su escenario es una España que no


aparece involucrada con el Nuevo Mundo, pero tampoco con el viejo
continente (con Flandes, con Italia, con Constantinopla, ni con Africa). No
es, por tanto, una España contemplada a escala de sociedad política
coetánea, aunque el escenario esté emplazado en esa sociedad política que es
su plataforma. Como si Cervantes hubiera querido iluminar las referencias
que ve desde su escenario, que no es anacrónico políticamente hablando,
sino sencillamente abstracto, como si estuviera siendo iluminado por una luz
ultravioleta, capaz de desvelar una sociedad civil que seguía existiendo y
moviéndose a su propio ritmo en el trasfondo de la sociedad política. Una
sociedad civil con curas y barberos, duques y titiriteros, caballeros andantes
arcaicos pero aún reconocibles, pero que aparecen, mediante los artificios de
la iluminación, con un cierto aire intemporal.

El aire intemporal de una sociedad que, como la española, ya ha madurado,


la primera, como nación histórica, pero que, aún abstraída de sus
responsabilidades políticas perentorias (que obligan a movilizar ejércitos
dotados de armas de fuego, hoy diríamos: de misiles con cabezas nucleares),
necesita el cuidado de los caballeros armados con lanzas y espadas, porque
la paz interior «intemporal» en la que se vive, la paz que los caballeros creen
poder encontrar si se disfrazan de pastores, no tiene mucho que ver con la
paz celestial, por cuanto siguen actuando los bandidos, los asesinos, los
ladrones, los mentirosos, los engañadores, los desalmados, los canallas.

¿Cómo no tomar en serio, cuando queremos alcanzar alguna interpretación


política del Quijote, esta «España intemporal» que artificiosamente habría
iluminado Cervantes con esa luz ultravioleta de la que hablamos? ¿No
parece imprescindible ver en esa «nación española», reconocida por
Cervantes, y dispuesta para comenzar a flotar en esa atmósfera intemporal
«ultravioleta», el artificio alegórico más significativo de la gran obra
cervantina, cuando tratamos de interpretarla desde categorías políticas?

Así puestas las cosas, nos parece que cualquier intento de interpretación
directa del escenario quijotesco mediante la referencia inmediata a las
figuras históricas de su presente (como pudieran serlo Carlos I, Hernán
Cortés, el Gran Capitán o Diego García de Paredes) habría que considerarla
como primaria o ingenua («¡Dos higas para el Gran Capitán y para ese
Diego García que dice!», replicó el ventero al cura).

El escenario del Quijote va referido a España, y a la España histórica, a su


Imperio político; pero no de modo inmediato, sino por la mediación de una
España intemporal, pero no irreal, sino simplemente vista a una luz
ultravioleta, en la que una sociedad civil, dada en un tiempo histórico que
habita la península Ibérica, vive según su propio ritmo. Desde esta
«mediación ultravioleta» tendremos que intentar interpretar los símbolos
alegóricos de Don Quijote, que sólo a los lectores más bastos o primarios
(aunque se hayan hecho eruditos) pueden parecer transparentes y sencillos.

Dos tipos de interpretaciones filosófico-poiíticas del Quijote:


catastrofistas y revulsivas

Las dificultades aparecen ahora en el momento de la interpretación de las


figuras del Quijote, aun en el supuesto de que se admita su condición de
símbolos alegóricos con referencias ambiguas, tal como las hemos sugerido
(referencias que juegan en el doble plano de la sociedad política y de la
sociedad civil).

Hay muchas interpretaciones, formuladas a escalas muy diversas.

Y lo primero que nos importa, desde la perspectiva histórico-filo-sófica y


política que mantenemos, es clasificar estas diversas interpretaciones en dos
grandes grupos, el de las interpretaciones catastrofistas (o derrotistas, como
pudiéramos llamarlas) y el de las interpretaciones no catastrofistas (o
simplemente críticas, o revulsivas, en la medida en que interpretan al Quijote
no tanto como la expresión de un derrotismo político irreversible, que sólo
podría refugiarse en un pacifismo evangélico —propio de la izquierda
extravagante— cuanto como ofrecimiento de un revulsivo que termina
poniendo en las armas la condición necesaria —no suficiente— para
remontar la decadencia o la derrota).

Interpretaciones catastrofistas dei Quijote

Examinemos, aunque sea muy brevemente, algunas interpretaciones del


significado de Don Quijote pertenecientes al grupo que hemos rotulado
como «catastrofista», y en cuya reserva se encuentra el «panfilismo
pacifista».

Según estas interpretaciones, Cervantes habría ofrecido en su obra


fundamental la visión más despiadada y derrotista que de la España imperial
podría haberse ofrecido jamás. Cervantes (dirán los agudos intérpretes
psicologistas), resentido y decepcionado (escéptico, al borde del nihilismo)
por los innumerables fracasos que su vida le deparó (mutilación, cautiverio,
cárcel, fracasos, desaires, especialmente la denegación de su petición para
trasladarse a América, a la que creía tener derecho como héroe de Lepanto),
habría eliminado de su genial novela cualquier referencia a las Indias, así
como también a Europa. Y las locuras de los caballeros reales españoles
(Carlos I, Hernán Cortés, don Juan de Austria), que habrían acabado
arruinando a su patria, estarían siendo aludidas alegóricamente por los
héroes de los libros de caballerías que inspiraron a los conquistadores a ir a
las Indias en busca de El Dorado, de California, o de Patagonia: «A las
gentes de Hernán Cortés —dice Américo Castro— su entrada triunfal en
México les pareció un episodio del Amadís o cosas de encantamiento», o ir a
Inglaterra o a Flandes con una escuadra tan arcaica e «invencible» como
pudiera serlo la propia lanza de Don Quijote, que se hizo añicos en el primer
asalto.

Y si el bachiller Sansón Carrasco dijo a Don Quijote que era «el honor y
espejo de la nación española», es fácil entender lo que quería decir. Pues
¿qué es lo que reflejaba este espejo? Un caballero de esperpento, que
acomete empresas delirantes y ridiculas de las cuales sale continuamente
derrotado. ¿No es éste el reflejo de la nación española?
Y según esto, a Cervantes habría que ponerlo en la serie de aquellos hombres
que, no ya desde el exterior, sino desde el interior de la nación española, más
han colaborado (aunque de un modo más sutil y más cobarde) al entramado
de la Leyenda Negra. En los lugares de salida de esta serie legendaria
figuran Bartolomé de las Casas y Antonio Pérez; en los lugares terminales
figura el último Premio Cervantes, Rafael Sánchez Ferlosio, que escribió, en
1992, un libro titulado Esas Yndias equivocadas y malditas (que mereció, en
época de gobierno socialista, el Premio Nacional de Literatura). Pero como
figura central de la serie habría que poner, si fueran coherentes los que
mantienen esta interpretación catastrofista, al propio Miguel de Cervantes
Saavedra (1547-1616). Cervantes, con su Don Quijote, habría ofrecido el
marco genial y oculto de la Leyenda Negra contra España, y habría
contribuido a difundirla por Europa. Montesquieu ya lo habría advertido: «El
más importante libro que tienen los españoles no es otra cosa sino una crítica
a los demás libros españoles».

En resolución, ningún español que mantenga un átomo de orgullo nacional


podría sentirse reflejado en el espejo de Don Quijote. Sólo un pueblo como
el español, «inflado de orgullo» y «cargado de derechos» —decía un catalán,
ya en 1898, Prat de la Riba—, podría identificarse con algunas cualidades
abstractas del Caballero de la Triste Figura. Folch y Torres, otro separatista
que se regodeaba con los fracasos de Don Quijote (sin duda en la medida en
que ellos representaban los fracasos de España), llegará a decir, también en
ese año en el que los «quijotes castellanos cometieron la locura de declarar
la guerra a Estados Unidos» (en el curso de los conflictos con Cuba y
Filipinas): «Quédense los castellanos con Don Quijote, y buen provecho les
haga».

Más aún: esta interpretación derrotista a partir de Don Quijote, por tanto,
desde dentro del Imperio español, como obra de un delirio megalómano y
cruel, no sólo habría dado el marco, sino que habría alimentado la Leyenda
Negra promovida desde el exterior de las potencias enemigas (Inglaterra,
Francia, Holanda), Imperios depredadores y piratas carroñeros que se
alimentaban, en su infancia y durante su juventud, de los despojos que iban
arrancando a España. Y no falta quien sugiere (últimamente Javier Neira)
que el mismo éxito extraordinario que el Quijote alcanzó muy pronto en
Europa pudo ser debido, en gran medida, precisamente a su capacidad de
servir de alimento para el odio y el desprecio que sus enemigos querían
dirigir contra España.

¿Habría que avanzar, a partir de esta interpretación derrotista de Don


Quijote, en la senda que ya inició el propio Ramiro de Maez-tu, cuando
aconsejaba atemperar el culto a Don Quijote, no sólo en la escuela, sino
también en el ideario nacional español?

Si Don Quijote es un antihéroe español, loco y ridículo, mera parodia y


contrafigura del verdadero hombre y caballero moderno, ¿por qué empeñarse
en mantenerlo como emblema nacional, celebrando con pompa inusitada sus
aniversarios y centenarios? Tan sólo los enemigos de España —y sobre todo,
los enemigos internos, los separatistas catalanes, vascos o gallegos— podrán
regocijarse con las aventuras de Don Quijote de la Mancha.

Con todo, cabría intentar reivindicar un simbolismo de Don Quijote menos


deprimente, aun reconociendo sus incesantes derrotas, si nos situásemos en
las posiciones del pacifismo más extremado, ya fuera el pacifismo defendido
por esa izquierda extravagante, tan próxima al pacifismo evangélico de los
actuales papas (cuyo «Reino —de ahí su extravagancia— no es de este
Mundo»), ya fuera el pacifismo defendido por la izquierda divagante, que
proclama en la Tierra la Paz perpetua y la Alianza de las Civilizaciones. Para
estos pacifistas radicales las aventuras de Don Quijote podrán servir como
ilustración, por vía apagógica de hecho o de contraejemplo, de la inutilidad
de la guerra, y de la estupidez de la violencia y del uso de las armas.

Los intérpretes más audaces de esta ralea, deseando salvar a Cervantes,


acaso se atrevan a decir: la «lección ética» que Cervantes ha dado a España y
al mundo en general con su Don Quijote nos enseña la inutilidad de las
armas y de la violencia.

De este modo los pánfilos verán en Cervantes a un pacifista convencido, que


intenta demostrar la importancia de la paz evangélica, de la tolerancia y del
diálogo, por la vía apagógica de los contraejemplos, de las armas que
resultan ser inútiles por esforzado que sea el ánimo de quien las empuña.

Sin embargo, quienes creen poder extraer semejantes conclusiones


—«moralejas»— de los fracasos de Don Quijote con sus armas cometen una
imperdonable confusión entre las armas de Don Quijote y las armas en
general. Una conclusión o moraleja sacada desde la petición de principio de
que las armas de Don Quijote representan a las armas en general. Pero ¿y si
Don Quijote estuviera insistiendo, mediante su peculiar modo críptico de
hablar, en la diferencia esencial entre las armas de fuego (con las cuales se
obtuvo la victoria de Lepanto) y las armas blancas de los caballeros
antiguos? En este supuesto, los fracasos de Don Quijote, con sus armas
blancas, herrumbrosas, se convertirían inmediatamente en la apología de las
armas de fuego con las que se abre la guerra moderna, a cuyas primeras
batallas asistió Cervantes en varias ocasiones (Lepanto, Navarino, Túnez, La
Goleta, San Miguel de las Azores).

Sin embargo, es preciso constatar que, en todo caso, las interpretaciones


catastrofistas del Quijote afectarían antes a Cervantes que a Don Quijote.
Según la tesis de Unamuno, Cervantes, hombre resentido y escéptico, se
habría comportado como un miserable con Don Quijote, intentando ponerle
una y otra vez en ridículo. Pero no lo habría conseguido, y la mejor prueba
sería la admiración universal que Don Quijote suscita, y no precisamente
(salvo en los psiquiatras) como un loco paranoico. Porque, por más que Don
Quijote cae y se descalabra, también se levanta y se recupera: representa de
este modo la fortaleza, la firmeza y la generosidad del caballero, que vive no
en un mundo de fantasía, sino en el mundo real y miserable, pero sin
rendirse ante las miserias.

Además, no es nada claro que Cervantes mantuviera ante el Imperio español


la actitud nihilista del resentido que Unamuno le atribuye. Cervantes
conservó siempre el orgullo de soldado combatiente en Lepanto, en donde la
Liga impulsada por el Imperio español detuvo las oleadas del Imperio
otomano, «la mejor ocasión que vieron los siglos», dijo Cervantes. También
nos consta, por el propio Quijote, que Cervantes aprobó la política española
de expulsión de los moriscos, y que siempre se manifestó convencido
súbdito de la Católica Monarquía Hispánica.

No dibujó Cervantes la figura de un héroe con los trazos groseros y


primarios según los cuales fue dibujada a lo largo de los siglos la figura del
rey Arturo, o la de Amadís de Gaula. El procedimiento de Cervantes fue más
sutil y, sin duda por ello, sus resultados más ambiguos. Tanto como para dar
pie a que los enemigos de España lo transformasen en motivo de escarnio
para su historia y para sus hombres.

El Quijote como revulsivo

Examinemos ahora algunas interpretaciones críticas susceptibles de ser


incluidas en el grupo de las interpretaciones revulsivas, pero no catastróficas,
de Don Quijote.

En efecto, en el Quijote, podríamos ver, ante todo, la demoledora crítica


dirigida contra todos aquellos españoles que, tras haber participado en las
batallas más gloriosas, en aquellos hechos de armas a partir de los cuales se
forjó el Imperio español, habían vuelto a sus lugares o a la corte, como
hidalgos o caballeros satisfechos, dispuestos a vivir de sus rentas en un
mundo intemporal, y de sus recuerdos de los tiempos gloriosos. Y
olvidándose de que el Imperio, que protegía su bienestar —su felicidad—, es
decir; su pacífica vida, más o menos apacible, estaba, después de la
Invencible, siendo atacado por los cuatro costados, y comenzaba a presentar
vías de agua alarmantes.

Esta masa de gentes satisfechas, tras el primer gran esfuerzo del Imperio,
que está comenzando a desmoronarse, tiene el peligro de ser un lugar de
cuyo seno podrá surgir el «quiero y no puedo» de algún caballero esforzado,
a quien sólo le queda esperar el ridículo, si intenta valerse de las armas
herrumbrosas de sus bisabuelos, es decir, por ejemplo, de los barcos
paralíticos de la Armada Invencible.

La lanzas y espadas de los bisabuelos, o el baciyelmo que el propio Don


Quijote se fabrica, podrán comenzar a ser vistos como alegorías a través de
las cuales Cervantes, sin necesidad siquiera de ser muy consciente de ello,
estaba intentando representar aquella España que él iluminaba con la luz
ultravioleta de la que hemos hablado. Cervantes, según esto, con su Don
Quijote, podría haber intentado o al menos (si lo que había intentado hubiera
sido dar suelta a su escepticismo casi lindante con el nihilismo) podría haber
logrado ejercer el papel de agente de un revulsivo ante los gobiernos de los
reyes sucesores de sus majestades católicas, de Carlos I y aun de Felipe II,
de los tiempos de Lepanto.
Lo que Cervantes les estaría diciendo a sus compatriotas es que, con lanzas y
espadas oxidadas, con barcos paralíticos, o con aventuras solitarias, menos
aún, disfrazados de pastores bucólicos y pacíficos, los españoles estarían
destinados al fracaso, porque su Imperio, que les protegía y en el que vivían,
estaba seriamente amenazado por los Imperios vecinos. Cervantes estaría
viendo también, sin embargo, aunque con escepticismo, que sería posible
remontar la depresión, que afloraba sin duda en algunos de sus personajes, y
entre ellos Alonso Quijano transformado en Don Quijote. Y por eso
Cervantes parece querer subrayar en todo momento que sus personajes
tienen efectivamente esa energía, aunque ella tuviera que expresarse en
forma de locura.

Según esto, el mensaje de Don Quijote no sería un mensaje derrotista, sino


un revulsivo destinado a remover de su ensueño a quienes, después de la
batalla victoriosa, pensaban poder vivir satisfechos, paladeando la paz de la
victoria, o simplemente disfrutando de su «estado de bienestar» (como los
españoles dirán siglos más tarde). Es decir, el nuevo orden que había logrado
imponer a sus antiguos enemigos, olvidándose de que ese bienestar procedía
del exterior de las fronteras, de esa América que el propio Cervantes elimina
del Quijote. Estaría explicando por qué en el Quijote no se dice nada de todo
lo que rodea al recinto peninsular, con sus islas y territorios adyacentes, por
qué no se dice nada de América, de Europa, de Asia o de África.

Por eso Don Quijote, al mismo tiempo que sus locuras, estaría ofreciendo
algunos indicios de los caminos que sería preciso seguir. Ante todo recorrer
y explorar todo el solar de la nación española: Cervantes se ha preocupado
de que Don Quijote de la Mancha salga de su lugar de los campos de
Montiel, traspase Sierra Morena; incluso se ha preocupado de hacerle llegar
hasta la playa de Barcelona (aquella misma, al parecer, en la que Cervantes
vio cómo se hacía a la mar; sin que él, en una última oportunidad, pudiera ya
alcanzarlo, el barco que llevaba a Italia a su protector; el conde de Lemos).

Pero recorrer España peninsular no simplemente para solazarse en un


«merecido descanso», o acaso para insultar en privado a sus gentes, sino
para esforzarse, sin descanso («mis arreos son las armas, mi descanso el
pelear»), interviniendo en sus vidas, en actitud de intolerancia ante lo
intolerable (por ejemplo, el retablo de Maese Pedro). O induciendo a estas
vidas a la fabricación de armas que no fueran baciyelmos, sino armas
nuevas, armas de fuego (hoy diríamos bombas de hidrógeno), necesarias
para mantener la guerra que sin duda van a desatar las naciones que acosan a
la nación española, si ésta no se les somete.

Porque Don Quijote no cree en la Armonía universal, ni en la Paz perpetua,


ni en la Alianza de las Civilizaciones. Don Quijote vive en un cosmos cuyo
orden no es otra cosa sino la apariencia que cubre las convulsiones
profundas que experimentan sus partes, que jamas ajustan las unas a las
otras: «Dios lo remedie [dice en el capítulo del barco encantado, II, 29], que
todo este mundo es máquinas y trazas, contrarias unas de otras. Yo no puedo
más».

Por ello el Quijote ofrecerá no ya a los hombres (al «Hombre», en general),


sino a los hombres españoles, un mensaje preciso: la apología de las armas,
«que lo mismo es decir armas que guerra». Bien está que quienes se dirigen
al Hombre en general, o bien al Género humano, o a la Humanidad, dirijan
mensajes de esperanza en una paz perpetua; porque estos mensajes serán
inofensivos si tenemos en cuenta que su destinatario (el Género humano, la
Humanidad) no existe. Pero un mensaje de paz perpetua y de desarme
dirigido a la «nación española» sería letal; sólo podría entenderse como un
mensaje enviado a España por sus enemigos, esperando, una vez que España
se hubiera desarmado, entrar en ella para repartírsela.

En cualquier caso no es necesario suponer que Cervantes se propuso


deliberadamente, como finis operantis de su obra maestra, ofrecer una
parodia que sirviera de revulsivo a aquellos validos de la monarquía,
caballeros de Corte, duques, curas o barberos, a fin de hacerles ver, a través
de las aventuras de un esperpéntico caballero, adonde podía conducir su
complacencia, su bienestar, incluso sus aficiones literarias por la caballería
andante o por la vida pastoril.

Es suficiente admitir la posibilidad de que Cervantes pudiera haber percibido


de inmediato en ese hidalgo, loco por sus lecturas de libros de caballería, un
hidalgo, al que llamó Alonso Quijano, y de quien tuvo sin duda noticias
precisas, que le interesaron, tanto por su condición de loco como, sobre
todo, por la naturaleza de su locura (poco tiene que ver la locura del
licenciado Vidriera con la locura de Don Quijote, aunque las diferencias
entre ambos quedan borradas groseramente cuando sólo se atiende a su
común denominación de «locos»). Una locura que lo aproximaba en seguida
a los caballeros de corte, caballeros entusiasmados no ya sólo acaso por
Amadís o por Palmerín, sino también por Hernán Cortés o por el Gran
Capitán, aunque Cervantes habría querido separarlos, desviando la atención
hacia aquéllos, para no levantar sospechas incómodas o peligrosas, o desviar
la dirección de su argumentación apagógica.

En suma, en el hidalgo loco por las caballerías, convertido en caballero, y


«armado caballero por escarnio», podría Cervantes haber intuido la ridiculez
de aquellos caballeros felices y complacientes que se alimentaban de
aquellas historias. Más aún: puede concederse que esta alegoría, intuida
desde el principio, pero en claroscuro, habría servido como estímulo
constante, que tomaba fuerzas al andar, sobre el autor, impulsado para
entregarse, cada vez con mayor dedicación, al desarrollo de un personaje tan
ambiguo y, por ello, inagotable; un personaje que tanto prometía, ya desde
su simple definición inicial.

El febril desarrollo de su genial invención, es decir, el descubrimiento del


«hidalgo loco de la Mancha por su afán de transformarse en caballero
andante» pudo ser, desde luego, el cauce que recogiera la poderosa corriente
que en Cervantes manaba, sin duda, desde hacía algunos años, y en la que
iban disueltos tantos resentimientos, desencantos y desprecios hacia los
caballeros, validos o duques satisfechos. Hacia esos proceres, que en pleno
Estado de bienestar, se complacían con las memorias heroicas, propias o
ajenas, que les acompañaban en las cacerías o en los salones, ya fueran los
de Madrid, ya los de Valladolid, ya fueran los de Villanueva de los Infantes.

Podría haber sido en el curso de estos desarrollos de la ambigüedad de la


figura inicial —ambigüedad que suponemos constitutiva de la figura de Don
Quijote—, en la medida en que debe ir siendo desplegada tanto en función
de las aventuras interesantes en el terreno psicológico psiquiátrico, como en
función de los contenidos de tales aventuras, de interés ético o político. Sería
a partir del desarrollo de esta figura ambigua, en su principio, como
Cervantes habría ido advirtiendo, por el peso mismo de los contenidos
específicos caballerescos de esta específica locura, el alcance alegórico,
filosófico y político de su ficción.
Alonso Quijano es un loco, pero Don Quijote canaliza su locura por cauces
que generalmente son violentos, pero al mismo tiempo llenos de firmeza y
generosidad. Además el héroe, un loco por sus hechos o hazañas, es héroe
discreto e ingenioso en sus discursos, impropios de un loco; pero puesto que
Cervantes piensa que los discursos son los que conforman y dan sentido a
los hechos (hasta el punto de que éstos puedan ser borrados o transformados
por aquéllos), Cervantes se habría visto obligado, por la fuerza objetiva del
personaje con quien se enfrenta, Don Quijote, así como de las personas
individuales involucradas en él, a ir atribuyendo los constantes fracasos de
Don Quijote, más que a su locura, a los instrumentos de los cuales esta
locura se valía, tales como armas arcaicas, caballos famélicos, ridículos
baciyelmos.

De este modo, el Quijote se habría ido transformando poco a poco en una


obra que objetivamente (según su finis operis) iba asumiendo, simplemente
por el filtro escéptico de Cervantes, la función de un revulsivo dirigido a los
mismos caballeros cortesanos o villanos, a los duques y a los bachilleres que
Cervantes conocía, y que eran aquellos que en la segunda parte ridiculizaban
ellos mismos los trabajos de Don Quijote. Es como si Cervantes,
desarrollando las virtualidades de su personaje, hubiera llegado a alcanzar
una disposición de ánimo tal que le hubiera hecho capaz de decir a sus
compatriotas: «Ved cómo del magma complaciente y satisfecho de los
proceres, ociosos, caballeros, villanos, escribas y legistas, curas y barberos,
han emergido las figuras de Don Quijote, Sancho y Dulcinea, cuyo rango los
eleva inmediatamente por encima de la vulgar muchedumbre ambiente».

¿Por qué entonces resultan risibles, sobre todo la figura de Don Quijote? No
por su esfuerzo, fortaleza, firmeza o generosidad, sino porque utiliza
instrumentos o se propone objetivos risibles: lanzas quebradas, baciyelmos,
molinos de viento, rebaños de ovejas, incluso gobierno de una ínsula; pero
manteniendo siempre aquella energía esforzada, firme y generosa, heredada
de su estirpe.

Sustituyamos lanzas quebradas por cañones, caballos famélicos por naves


artilladas y ligeras, caballeros andantes por compañías o batallones (la
violencia individual no sirve para «desfacer entuertos» sino para encadenar
otros nuevos), molinos de viento por gigantes ingleses o franceses que nos
atacan; sustituyamos al escudero Sancho por millones de labradores que
salen de sus lugares para acompañar a los caballeros en la lucha contra los
enemigos reales, y a Dulcinea por millares de mujeres que arrojan al mundo
nuevos labradores y soldados.

Cervantes pudo entrever esta alegoría a medida que su relato iba avanzando.
Lo importante es que tal alegoría fuera entrevista por Cervantes, porque sólo
entonces podría entenderse su disposición para llevar a Don Quijote, en un
momento dado de su carrera, a colgar las armas y, al mismo tiempo, a
decretar su muerte. Porque lo que no puede olvidarse es que la lección final
y más profunda del Quijote, que Cervantes parece querer ofrecernos, es ésta:
que aunque los proyectos esforzados de Don Quijote y de los caballeros
armados que representa parezcan locuras, la disyuntiva es la muerte. Para
renunciar a estas locuras, para curarse de ellas, tras la gran calentura, habrá
que colgar las armas; pero con esto (que es lo que no ve el pánfilo pacifista)
viene la muerte. La muerte física de Don Quijote, al recluirse, tras colgar las
armas, en el cuerpo de Alonso Quijano, simboliza así la muerte de España, al
colgar las suyas.

«Razones tan discretas que borran y deshacen sus hechos»

La facultad de hacer discursos discretos e ingeniosos, que es facultad propia


de los letrados —que son ante todo quienes dominan las letras de las leyes
—, es una facultad que Cervantes atribuye a Don Quijote, pero no en
abstracto, sino poniendo en su boca los mismos discursos discretos e
ingeniosos que acreditan esa facultad, que aparece en Don Quijote con tanta
o más fuerza cuanto más débiles y quebradas nos parecen sus acciones, sus
armas y sus hechos.

No puede afirmarse, por lo demás, desde luego, que Don Quijote, en su


locura, careciera de discurso, como tampoco carece de armas. Pero tampoco
puede afirmarse (con don Diego de Miranda) que la «incongruencia» (locura
o tontería) de Don Quijote se encuentre sólo en el terreno de la coordinación
de los discursos y sus acciones. La incongruencia de Don Quijote se
encuentra ya en su propio discurso, y es éste el que enferma o degenera.
Aunque no es fácil determinar cuál es la línea divisoria que separa el
discurso sano y el discurso degenerado, que en Don Quijote toma la forma
de locura, y según una figura ya conocida, si damos por buena la tesis de
Menéndez Pidal sobre el entremés de Bartolo.
En el momento de tratar de establecer esta línea divisoria habría que tener en
cuenta que la «parte sana» del discurso de Don Quijote tendría que ser
compartida por el propio Cervantes; o, dicho de otro modo, que Cervantes
estaría expresando su pensamiento a través del discurso sano de Don
Quijote, y que un discurso no se opone solo, en globo, a las acciones —a los
hechos, en cuanto acciones—, sino también al juicio sobre los hechos de
experiencia, que no son tanto acciones cuanto percepciones, sin perjuicio de
que, a su vez, estas percepciones estén «recortadas» por alguna acción previa
o virtual, con tal de que esté integrada en el discurso.

Cervantes (si es que es Cervantes quien habla, en el capítulo XVIII de la


segunda parte, por boca de Diego de Miranda) no parece diagnosticar
quiebra alguna en el discurso de Don Quijote, y su locura la pone más bien
en la incongruencia entre su discurso, en sí mismo sano, y sus acciones,
entre sus «palabras» y sus «hechos», dirán otros. Cuando don Lorenzo, el
hijo poeta de don Diego, pregunta a su padre su opinión sobre el caballero
que ha invitado a su casa («el nombre, la figura y el decir que es caballero
andante, a mí y a mi madre nos tiene suspensos»), don Diego responde:

—No sé lo que te diga, hijo; sólo te sabré decir que le he visto hacer cosas
del mayor loco del mundo y decir razones tan discretas que borran y
deshacen sus hechos (II, 18; cursiva nuestra).

No es por tanto propiamente que los hechos deshagan las palabras; la


situación es mucho más interesante: son las palabras las que, según don
Diego, deshacen los hechos.

Don Diego, según este diagnóstico, parece desplazar la incongruencia de


Don Quijote a un lugar distinto (aquel en el que se contraponen los discursos
y las acciones), en el que su hijo don Lorenzo, el poeta, parecía ponerla
inicialmente (el lugar en el que se contrapone el discurso y los hechos, sin
distinción, por un lado, y por tanto el comportamiento global de Don
Quijote, que será coherente en sí mismo, y la expresión personal, no sólo
verbal, de los mismos («que el nombre, la figura y el decir que es caballero
andante...»).

Cabe, en resumen, ensayar diferentes criterios. El que nos parece más


plausible se basa en una distinción entre el discurso doctrinal
(necesariamente abstracto, político, filosófico) y el juicio de aplicación del
discurso a las circunstancias concretas del momento, en el que ha de
intervenir la prudencia, y la sindéresis, y no sólo la sabiduría de los
principios o de la ciencia de las conclusiones (la coherencia) de la doctrina.
Cabría poner en correspondencia el discurso doctrinal con el «registro
representativo del lenguaje», mientras que el juicio preferiría el registro del
lenguaje expresivo o apelativo, que se dirige a personas en concreto.

Por ejemplo, en el capítulo 29 de la segunda parte (en el que Cervantes


expone la famosa aventura del barco encantado) se le supone a Don Quijote
una ciencia sólida en su discurso sobre la Esfera, puesto que utiliza
conceptos que Sancho no conoce: qué cosas sean coluros, líneas, paralelos,
zodiacos, eclípticas, polos, solsticios, equi-nocios, planetas, signos, puntos,
medidas... Pero el discurso se quiebra —como se quebraría la lanza— al
aplicarlo a las circunstancias concretas, allí donde el buen juicio, o la
facultad de juzgar, de sub-sumir lo particular en lo universal, o
recíprocamente, ha de ejercitarse rectamente. Don Quijote comienza a
calcular «cuántas paralelas» ha de atravesar el barco arrastrado por la
corriente del Ebro; comienza a interpretar las aceñas como castillo en el que
debe encontrarse alguna infanta o princesa malparada. El buen juicio lo
mantiene aquí Sancho, pero también la «canalla malvada» y los molineros de
las aceñas «que vieron venir aquel barco por el río, y que se iba a embocar
por el raudal de las ruedas», «los cuales [molineros], oyendo y no
entendiendo aquellas sandeces [de Don Quijote], se pusieron con sus varas a
detener el barco, que ya iba entrando en el raudal y canal de las ruedas.»

Lo que parece aquí imprescindible indicar es que la locura de Don Quijote,


definida como quiebra del juicio, es tal que permite mantener intacto el
discurso doctrinal «académico» (científico, filosófico, político). No es una
locura común, propia del esquizofrénico que padece confusión y caos
mental. La locura de Don Quijote es sólo un caso particular de la misma
quiebra de juicio que padecen los hombres más sabios, los políticos o los
científicos, por ejemplo, que, una vez que han construido firmemente su
doctrina o su diagnóstico, tratan de aplicarlos al caso concreto, y si éste se
resiste, echarán la culpa al caso, y no a la doctrina («el cadáver miente»).

Otra cosa es el origen de ese desajuste entre la doctrina y el hecho. ¿Se debe
simplemente al dogmático empecinamiento del político o del científico (que
llega a proponer, pongamos por caso, como doctrina cierta, la teoría del big
bang, sin perjuicio de los hechos en contra)? ¿Se trata de que los hechos son
«trastocados» desde fuera (por ejemplo, desde el palacio de los duques), a
fin de que aparezcan distintos a como deberían aparecer? Descartes, en días
muy próximos a aquellos en los que Cervantes escribía el Quijote, cuando
juzgaba que «acaso esta estufa sea una ilusión propiciada por un Genio
Maligno engañador», se enfrentaba con el mismo encantador con el que se
encuentra Don Quijote.

Porque también Don Quijote recurre al encantamiento de un Genio Maligno


para explicar la falta de ajuste entre las doctrinas sanas y los hechos de
experiencia. El propio Sancho llegaba a veces a «perder el juicio», como le
ocurrió en el episodio de los cueros de vino acuchillados por Don Quijote (I,
35), que los tomó por gigantes, y al vino derramado por sangre. ¿Quién no
asocia este «encantamiento» de la transformación del vino en sangre con los
debates del siglo XVII, entre galileanos, gassendistas y cartesianos, a
propósito de la presencia real de Cristo en la Eucaristía y de la transubs-
tanciación eucarística? Pero la doctrina de santo Tomás, si la consideramos
como un propotipo de discurso teológico racional, casi perfecto, dentro de
los principios del hilemorfismo creacionista, ¿qué tiene que ver con esa
locura de ver en el pan y el vino el cuerpo y la sangre de Cristo?

Nos permitimos advertir que la dificultad no aparece tanto en el terreno del


discurso doctrinal teológico de santo Tomás, cuanto en el juicio concreto
acerca de si este pan de trigo, como hostia consagrada, es el cuerpo de
Cristo, y si este vino de uva, consagrado, es la sangre de Cristo. Pero sólo
puede asentirse a semejante juicio apelando a la acción divina, a un milagro,
que es de algún modo obra de encantamiento. De un encantamiento que,
como en el caso de Don Quijote, transforma el vino en sangre, y el pan en
carne. (Cuando se cambiaba el discurso tomista, la doctrina, por ejemplo el
hile-morfismo por el atomismo, el encantamiento se hacía mucho más
difícil; y la defensa de la doctrina atomística sería el motivo por el cual, y no
por su heliocentrismo, habría comenzado la persecución de Galileo.)

El discurso de las armas y las letras

Y entre los discursos más famosos, y también más racionales y sanos,


atribuidos a Don Quijote por Cervantes (en cuya exposición, según hemos
insinuado, estaría Cervantes manifestando su propio pensamiento), hay que
contar, sin duda alguna, el «Curioso discurso de las armas y las letras»
(Primera parte, final del capítulo 37 y 38).

Este discurso, en sí mismo, no tiene quiebra, ni la tienen las armas a las


cuales allí se aluden. Precisamente porque son «armas aludidas» (pintadas) y
no armas utilizadas (vivas). La quiebra del discurso de las Armas y las
Letras no aparece en alguna grieta o inconsistencia que en el mismo discurso
podamos advertir, sino en el momento de su aplicación, pongamos por caso,
en la falta de juicio que se manifiesta al tomar las aspas de los molinos por
brazos armados de gigantes.

¿Y cuál es la sustancia de este discurso perfecto de las armas y las letras? Es


decir, ¿contra quién se dirige?

En nuestros días, en los cuales el «síndrome de pacifismo funda-mentalista»


(SPF) sacude intensamente a los ciudadanos y a los fieles (otros dirán, aún
situados en «la izquierda», pero con reminiscencias clericales: sacude
intensamente «a las conciencias»), quienes exaltan, en su cuarto centenario,
a Don Quijote, esperarán poder levantar a su figura como un emblema más
del pacifismo salvador. ¿No dice Don Quijote en su discurso que «las armas
tienen por fin y objeto la paz»? ¿Acaso no recuerda Don Quijote en su
discurso, aunque sin citarlo expresamente, a san Lucas, que en palabras de
su Evangelio, con las que después se comenzará el cántico de la misa, dice:
«Gloria sea en las alturas, y paz en la Tierra a los hombres de buena
voluntad»?

Más aún, quienes, con Bataillon y tantos otros, ven a Cervantes como uno
más de los españoles impregnados por Erasmo (¿qué escritor del siglo de oro
español merecería ser citado por estos eruditos sectarios si no fuera porque
en aquel discurso ven reproducida alguna idea de Erasmo?) leerán el curioso
discurso de Don Quijote como una versión de la doctrina del pacifismo
evangélico erasmista.

A fin de cuentas, Erasmo fue el gran abanderado del pacifismo de su época;


la época en la que, en España, Vitoria y otros teólogos argumentaban a favor
de la guerra, de la guerra que llamaban «justa». Pero a Erasmo no le gustaba
España, porque era tierra en donde se toleraba con exceso a los judíos; aparte
de ello, el pacifismo de Erasmo no era tampoco un pacifismo puramente
evangélico, porque estaba entretejido con intereses mundanos del siglo.
Erasmo decía ser neutral: Francisco, rey de Francia, busca la paz, pero
también Carlos la busca. Por eso diría Francisco: «Mi primo y yo estamos
siempre de acuerdo, los dos queremos Milán».

Pero el Discurso de las armas y de las letras de Don Quijote no es un


discurso pacifista, ni, menos aún, es un discurso «erasmista». A lo sumo
podría interpretarse como un discurso contra Erasmo (salvo que se suponga,
y es mucho suponer, que Cervantes elogia la locura de Don Quijote cuando
éste empuña sus armas). Y esto porque la doctrina que Don Quijote expone
es, ni más ni menos, no la doctrina de Erasmo, sino la doctrina de
Aristóteles.

Erasmo, en su Querella de la paz de cualesquiera pueblos, echada y


derrotada, publicada en 1529, defiende, desde luego, la paz, atacando a las
armas, en beneficio de las letras y, sobre todo, de las letras divinas: la paz
de Erasmo es la paz evangélica.

¿En qué se diferencia el hombre de los animales? En que el hombre, dice


Erasmo, a pesar de tener inteligencia, se comporta de un modo más bestial
del que las bestias acostumbran para relacionarse con las de su misma
especie. Pero Erasmo, inventándose la etología, y sobre todo la etología
humana, dice: «Entre las bestias más feroces encuentro yo más grata
hospitalidad que entre los hombres». Los animales viven en concordia cuasi
civil. A menudo los elefantes se comportan entre sí como hermanos; los
leones no se embravecen ante los leones; la víbora no muerde a la víbora.
Debería bastar el vocablo «hombre» para establecer la avenencia entre los
hombres.

Y aunque la naturaleza los hubiera derribado o hecho caer, ¿no les bastaba
Cristo? Cristo es el principio de la paz. A Cristo no le anuncian bélicas
trompetas. ¿Por qué los hombres mueven guerras permanentes, a pesar de su
inteligencia? Acaso por su pecado original. Pero Erasmo parece estar
diciendo que si la inteligencia, o la razón, no hubiera sido menoscabada en el
hombre por el pecado, como decía san Agustín, los hombres dejarían de
cultivar las armas, precisamente en virtud de su racionalidad.
Se ha señalado una posible relación entre la Querela pacis de Erasmo, en
que acusa la ambición de los príncipes belicosos, y el programa de Vitoria,
De iuri belli. Manuel de Montoliu (Alma de España, págs. 632, 633)
defiende esta relación. Pero semejante apreciación, a nuestro juicio, carece
de todo fundamento, y es sólo fruto de la erasmomanía. Vitoria no es
pacifista al modo de Erasmo; su posición sobre la guerra justa es
precisamente la contraria a Erasmo.

Pero mientras que Erasmo afirmaba que los hombres deberían dejar de
cultivar las armas, precisamente en virtud de su racionalidad, Don Quijote
comienza reivindicando la condición racional de las armas. El hombre es
animal racional, luego también han de serlo las armas, inventadas por el
hombre. Tanto más importante es esta conclusión de Don Quijote cuando
advertimos que sus armas no son armas-máquina (armas de disparar, como
flechas, bolas, armas de fuego, granadas; menos aún armas automáticas,
como cepos o misiles inteligentes), sino armas-instrumento (armas de
blandir, como espadas o lanzas).

No imaginamos a Don Quijote manejando un arco o un arcabuz. Don


Quijote sólo utiliza, como buen caballero andante, armas-instrumento, es
decir, armas cuyo impulso lo reciben directamente del cuerpo del caballero,
de forma que sea él quien directamente tome contacto con el cuerpo del
enemigo, y en lucha «cuerpo a cuerpo» con él pueda percibir sus reacciones
inmediatas. Los etólogos de hoy toman este criterio como base para
distinguir la conducta agresiva animal (la conducta agresiva que actúa
directamente sobre el cuerpo del enemigo) y la conducta agresiva humana,
cuando ésta establece una desconexión cada vez mayor entre el agredido y el
agresor. Lorenz habló de un «descarrilamiento del instinto de agresión»,
derivado de esta desconexión, cuyos primeros grados aparecerían ya en
chimpancés, u otros animales que lanzan piedras, aunque propiamente no las
disparan: la aceleración que experimenta la piedra lanzada con la mano —
dejamos de lado la aceleración de la piedra lanzada con honda o la que es
efecto de la gravedad— toma su fuerza de la mano que la lanza.

Pero no nos autorizaría esta distinción entre armas-instrumento (cuya


energía procede del organismo, que utiliza los instrumentos como si fuesen
órganos suyos: garras, colmillos, puños) y armas-máquina a clasificar las
armas instrumentales como armas animales irracionales. Las «armas
orgánicas» no son, sencillamente, armas, sino órganos de ataque o defensa
de un animal, o incluso a veces de una planta (espinas, venenos). Pero las
armas instrumentales ya son armas estrictas, herramientas normadas,
contenidos de la cultura humana, por lo tanto, como dice Don Quijote,
racionales.

En consecuencia, ni las armas ni la guerra son propias de animales


irracionales. La guerra no es cuestión de fuerza bruta, asentada en el cuerpo.
La guerra supone el espíritu, el ingenio:

«Ahora no hay que dudar sino que esta arte y ejercicio [de las armas de la
andante caballería] excede a todas aquellas y aquellos que los hombres
inventaron, y tanto más se ha de tener en estima cuanto a más peligros está
sujeto. Quítenseme delante los que dijeren que las letras [las letras de los
letrados, de los legistas, del Estado de derecho] hacen ventaja a las armas,
que les diré, y sean quien se fueren, que no saben lo que dicen. Porque la
razón que los tales suelen decir y a lo que ellos más se atienen es que los
trabajos del espíritu exceden a los del cuerpo y que las armas solo con el
cuerpo se ejercitan, como si fuese su ejercicio oficio de ganapanes, para el
cual no es menester más de buenas fuerzas, o como si en esto que llamamos
armas los que las profesamos no se encerrasen los actos de la fortaleza, los
cuales piden para ejecutarlos mucho entendimiento, o como si no trabajase el
ánimo del guerrero que tiene a su cargo un ejército o la defensa de una
ciudad sitiada así con el espíritu como con el cuerpo».

Y todavía dirá más: las armas tienen un fin superior a las letras («y no hablo
ahora de las [letras] divinas, que tienen por blanco llevar y encaminar las
almas al cielo»), porque mientras las letras [las que giran en torno a las
normas éticas, morales, políticas o jurídicas] tienen como fin y paradero
«entender y hacer que las buenas leyes se guarden», este fin no es digno de
tanta alabanza como la que merece «aquel a que las armas atienden, las
cuales tienen por objeto y fin la paz (...) Esta paz es el verdadero fin de la
guerra, que lo mismo es decir armas que guerra».

Ahora bien, esta famosa proposición («La paz es el fin de la guerra»)


procede, como es sabido, de Aristóteles (Política, 1334 al5). Pero hay dos
modos principales de interpretarla:
1. La Paz, universal y perpetua, es el fin de todas y cada una de las guerras;
una paz que habría que entenderla, por tanto, como una reconciliación mutua
y sempiterna de los contendientes.

2. La Paz no es un fin universal e indiferenciado de todas las guerras, sino


el fin particular y específico de cada guerra: quien está en guerra busca la
Paz, pero esta paz es la Paz de su victoria. Quien entra en la guerra colabora
a un desorden; y el fin de la guerra es restablecer el orden, pero tal como lo
entiende el que quiere vencer. Por ello, el fin de la guerra es la Paz, la Paz de
la victoria, del orden victorioso y estable que haya logrado establecer el
vencedor.

La primera interpretación de la proposición de Aristóteles es claramente


meta-histórica, por no decir metafísica. Si la Paz fuese la ley universal de los
hombres, como animales racionales, la única manera de explicar
históricamente las guerras sería suponer que los hombres, a lo largo de la
historia, han entablado guerras por su irracionalidad; es decir, habría que
suponer que toda la historia del hombre es la historia de la sinrazón.

Sólo la segunda interpretación puede recibir un significado histórico


positivo, desde el supuesto de que la humanidad no tiene existencia como
tal, sino que está originariamente distribuida en partes que no tienen por qué
ser compatibles ni congruentes entre sí. La guerra habrá sido la forma
extremada de la relación ordinaria entre esas partes.

Cuando, desde este supuesto, hablemos de paz, como fin de la guerra, nos
referiremos a la guerra real, a cada guerra en particular; y entonces hablar de
paz ya puede tener un sentido político e histórico, y no metafísico o
metahistórico. Hablar de la paz como fin de la guerra es hablar de una paz
política: bien sea de la Pax Romana, bien sea de la Pax Hispana, bien sea de
la Pax Británica o bien sea de la Pax Soviética (de la que Stalin se proclamó
abanderado en 1950). La paz es el fin al que aspira la guerra con el objetivo
de instaurar el orden inestable que la misma guerra ha comprometido,
reconstruyéndolo a medida del vencedor.

Que la proposición de Aristóteles entiende la paz como fin de la guerra, en


este sentido positivo, se corrobora con otro pasaje suyo, un poco anterior al
citado (Política, 1333), en donde Aristóteles pone en correspondencia la
contraposición trabajo/ocio con la contraposición guerra/paz, y dice: «La
guerra tiene como fin la paz, como el trabajo el ocio».

Por eso la guerra, en cuanto actividad racional que tiene como fin la paz, o el
orden justo obtenido tras la victoria, implica también racionalidad de este
orden y de las operaciones que conducen a él. Por ello la guerra no puede
tener como fin la esclavización de los hombres que no lo merecen, y menos
aún su exterminio. La paz a la que aspira la guerra ha de tener como fin:

a) O bien evitar ser esclavizados por otros: es el fin al que aspiran las
guerras defensivas.

b) O bien lograr obtener la hegemonía sobre otros, no para dominarlos


simplemente, sino para proporcionarles bienes mejores de los que disfrutan.
Se trata de lo que después se han llamado guerras de civilización, o también
guerras de liberación.

c) O bien la guerra tiene como fin gobernar a los que merecen ser
gobernados, incluso como esclavos. Vitoria, incluso Sepúl-veda, asumirán
este tercer fin de la guerra como un título de guerra justa, si es que él se
propone tutelar y educar a los pueblos incapaces de gobernarse a sí mismos,
hasta lograr que desarrollen sus propias capacidades.

(Sobre estos asuntos véase nuestro libro La vuelta a la caverna. Terrorismo,


guerra y globalización, I, 4: «La Paz como objetivo final de la Guerra». Para
la polémica Sepúlveda, Vitoria, Las Casas, véase el análisis de Pedro Insua,
«Quiasmo sobre “Salamanca y el Nuevo Mundo”», El Catoblepas, número
15, mayo de 2003 [http://www.nodulo.org/ec/2003/n015pl2.htm].)

No parece, en conclusión, que pueda afirmarse que Don Quijote está


predicando, en su famoso discurso, un pacifismo político y una requisitoria
contra las armas a favor de las letras. Podrá estar dibujada en su horizonte
una Edad de Oro, que por otra parte tampoco se identifica con la Paz
evangélica, que él invoca en otras ocasiones. A lo sumo Don Quijote estaría
defendiendo un orden —una paz— susceptible de ser mantenido a través de
leyes justas, que a su vez sólo por la fuerza de las armas podrían ser
efectivas. Éste es el fundamento de la superioridad que, en su famoso
discurso, Don Quijote (Cervantes) atribuye a las armas sobre las letras: sobre
las letras humanas (de las letras divinas no quiere hablar), sobre las letras
propias de los letrados, es decir, sobre las letras de las leyes.

Si utilizásemos el concepto que, dos siglos después, crearon algunos letrados


alemanes (como Robert von Mohl), el concepto de Rechtsstaat, que nosotros
traducimos como «Estado de derecho», tendríamos que concluir que, para
Don Quijote, el «Estado de derecho» —el Estado de los letrados, el Estado
de los legistas— carece de fuerza por sí mismo, y que la fuerza de obligar
que él pueda tener la recibe de las armas capaces de hacer cumplir las
sentencias de los jueces; así como también fueron las armas las que hicieron
posible que el orden representado por esas leyes prevaleciera sobre otros
órdenes distintos, contrapuestos o alternativos.

Don Quijote, por su parte, se considera siempre muy lejos de cualquier


tribunal de justicia: «¿Y dónde has visto tú o leído jamás que caballero
andante haya sido puesto ante la justicia, por más homicidios que hubiese
cometido?» (I, 10). Don Quijote, como caballero andante soberano, asume la
posición tradicional de todo soberano, de la Iglesia, dotada de fuero propio,
o del rey de las monarquías absolutas, y residualmente de las
constitucionales: «La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a
responsabilidad» (artículo 56.3 de la Constitución española de 1978). Pero
también asume la posición que siempre corresponde a la soberanía política
efectiva, la de un Imperio (como pueda serlo actualmente Estados Unidos de
Norteamérica), a quien ningún Tribunal Internacional de Justicia (real y no
de papel, como los que actualmente fingen serlo) puede juzgar, porque el
cumplimiento de sus sentencias sólo es posible si es el Imperio mismo quien
obliga a cumplirlas.

El orden representado en las leyes que pueda presidir a una Nación, tal como
la Nación española, sólo puede mantenerse por la fuerza de las armas, que lo
crearon y lo sostienen por debajo: las armas que lleva Don Quijote, pero no
en solitario, sino asistido por Sancho y por Dulcinea, de la cual podrán salir
los nuevos soldados y los nuevos legistas.

Una Nación desarmada o débil sólo podrá asumir el orden que le impongan
otras Naciones o Imperios mejor armados. Y, por ello, las armas deben ser
consideradas superiores y más racionales que las letras, que las leyes:
«Ahora no hay que dudar sino que esta arte y ejercicio [de las armas] excede
a todas aquellas y aquellos que los hombres inventaron, y tanto más se ha de
tener en estima cuanto a más peligros está sujeto. Quítenseme delante los
que dijeren que las letras [la leyes del Estado de derecho] hacen ventaja a las
armas, que les diré, y sean quien se fueren, que no saben lo que dicen.
Porque la razón que los tales suelen decir y a lo que ellos más se atienen es
que los trabajos del espíritu exceden a los del cuerpo y que las armas solo
con el cuerpo se ejercitan, como si fuese su ejercicio oficio de ganapanes,
para el cual no es menester más de buenas fuerzas, o como si en esto que
llamamos armas los que las profesamos no se encerrasen los actos de la
fortaleza, los cuales piden para ejecutarlos mucho entendimiento, o como si
no trabajase el ánimo del guerrero que tiene a su cargo un ejército o la
defensa de una ciudad sitiada así con el espíritu como con el cuerpo».

Las armas, en resolución, tienen un fin superior a las letras («y no hablo
ahora de las letras divinas, que tienen por blanco llevar y encaminar las
almas al cielo»), porque mientras las letras tienen por fin y paradero
entender y hacer que las buenas leyes se guarden, este fin no es digno de
tanta alabanza, como el que merece aquel al que las armas atienden, las
cuales tienen por objeto y fin la paz. La paz es el verdadero fin de la guerra,
puesto que lo mismo es decir armas que guerra.

Don Quijote nos obliga a afirmar —tal es nuestra interpretación— que si


España existe, que si España puede resistir sus amenazas, que si España es
una Nación y quiere seguir siéndolo, todo esto no pudo resultar ni podrá
mantenerse solamente con las letras, con las leyes, con el Estado de derecho.
Son necesarias las armas, es decir; es necesario estar preparados para la
guerra, puesto que como afirma Don Quijote: «Lo mismo es decir armas que
guerra».

GLOSARIO

En este glosario van incluidos términos, bien de un lenguaje técnico, bien del
lenguaje ordinario, que tienen sentido técnico en el materialismo filosófico.
Pueden verse definiciones más extensas en el libro de Pelayo García Sierra,
Diccionario filosófico. Manual de materialismo filosófico, Pentalfa, Oviedo,
2000.
Base / Superestructura. La distinción base/superestructura es una metáfora
que en el Prefacio a la Introducción a la crítica de la Economía Política de
Marx tiene un alcance crítico y preciso. Desde la perspectiva de este libro,
sobreentendemos que el Prefacio de Marx presenta a las superestructuras en
cuanto morfologías culturales susceptibles de desplomarse en el proceso de
evolución del todo complejo; y precisamente cuando se desmoronan, porque
la base ha cambiado, es cuando se manifiestan como tales superestructuras.
Pero esta metáfora sugiere una visión estática de la realidad: la base es el
soporte y las superestructuras vienen a ser una excrecencia, una floración
que puede tener alguna reacción sobre la base, pero que no se sabe muy bien
cuál pueda ser su función en la producción (¿un software respecto del
hardware básico, como sugería Klaus?, ¿una capa ideológica destinada al
control social de los individuos de la sociedad correspondiente a la cultura
de referencia?). De hecho, la distinción fue desarrollada por el Diamat en
una perspectiva dualista, dogmática y no crítica, de suerte que base
terminaba equivaliendo a materia (otras veces a «Naturaleza») y
superestructura a espíritu (otras veces a «Hombre»); pues, a fin de cuentas,
el Arte, la Religión,

la Filosofía o el Derecho —es decir; los contenidos de la «cultura» en el


sentido más tradicional— se adscribían al terreno de las superestructuras. De
este modo la distinción, en los años veinte y siguientes, vino a ponerse al
paso de las distinciones que se establecían en la Axiología o Teoría de los
Valores coetánea (la de Max Scheler o la de Nikolai Hartmann) entre bienes
y valores (los valores más altos eran los más débiles y necesitaban del apoyo
o tutela especial del «Estado de Cultura»). ¿Acaso la distinción de Marx
debe considerarse hoy inútil y aun peligrosa? No necesariamente, pues en
ella se hace presente una distinción fundamental pero que necesita ser
«vuelta del revés», como tantas otras distinciones de Marx. La base soporta,
sin duda, a la superestructura, pero no como los cimientos soportan a los
muros del edificio, sino como el tronco de un árbol soporta a las hojas o
como, mejor aún, los huesos del organismo soportan a los demás tejidos del
vertebrado: las hojas no son meras secreciones del tronco, sino superficies a
través de las cuales se canaliza y se recoge la energía exterior que hace que
el tronco mismo pueda crecer; los tejidos del vertebrado no brotan de los
huesos, sino ambos del cigoto. Por consiguiente, las superestructuras
desempeñan el papel de filtros, canales, etc., de la energía exterior que
sostiene a la base del organismo; por lo que el «desplome» del organismo
tendrá lugar internamente (sin perjuicio de que pueda agotarse la energía
exterior que lo alimenta) cuando las superestructuras comiencen a ser
incapaces de captar la energía o de mantener el tejido intercalar que la
canaliza dentro de su morfología característica. Ésta es la razón por la cual
solamente cuando haya habido un cambio efectivo la realidad de las
superestructuras se manifestará como tal, por su incapacidad para «re-
alimentar» a la base, sin la cual el sistema no se sostiene. Pero cuando el
sistema morfodinámico funcione, las estructuras que forman parte de su
fisiología no podrán considerarse propiamente como superestructuras: una
catedral, en la sociedad medieval, no es una superestructura de la «base
feudal», sino que es un contenido a través del cual la producción se
desarrolla según formas económicas, políticas, de contacto social, de
conformación de jerarquías, con funciones de banco, de fuente de trabajo,
etc. Según

esto, mientras no faltasen los recursos energéticos del entorno feudal


(incluyendo aquí a las otras sociedades) las catedrales no podrían
considerarse como «sobreañadidas», sino como partes internas de la
anatomía de esa «cultura feudal»; cuando los recursos se agotan, porque se
han desarrollado nuevas formas de producción, las catedrales podrán impedir
que el sistema subsista y determinarán la ruina de su base, que se desplomará
sustituida por otra.

Claro y distinto, oscuro y confuso. Un concepto es claro cuando aparece


bien diferenciado de otros conceptos de su entorno: la Luna percibida a
simple vista, en un cielo sin nubes, es un concepto (o percepción
conceptualizada) claro, sin perjuicio de que su contorno aparezca borroso.
Cuando la claridad disminuye el concepto se va haciendo oscuro: el
concepto de «cuerpo viviente» es oscuro, si no se poseen criterios suficientes
para diferenciar una célula de un virus o de un cristal inorgánico. Un
concepto es distinto cuando mediante él podemos distinguir las partes de su
dintorno, cuando esto no ocurre el concepto es confuso. Hay conceptos que
son a la vez claros y distintos, por ejemplo, el concepto de cuadrado en el
campo de la geometría elemental. Hay conceptos claros pero confusos, como
el caso de la Luna, cuyos accidentes no son perceptibles a simple vista. Hay
conceptos distintos pero oscuros, como es el caso de los conceptos borrosos
(«hombre», «calvo», «montón»). A partir de un grado determinado de
oscuridad y de confusión, el concepto deja de serlo. En general puede
decirse que el concepto de izquierda política, tal como se usa
ordinariamente, e incluso por los políticos profesionales, es confuso y
oscuro.

Diamérico / Metamérico. Dado un término o configuración definida,


diamérico es todo lo que concierne a la comparación, relación, cotejo,
confrontación, inserción, coordinación, etc., de este término o configuración
con otros términos o configuraciones de su mismo nivel holótico
(distributivo o atributivo), nivel por tanto homogéneo según los criterios de
homogeneidad pertinente. La relación de un organismo con otro de su misma
especie, o la de una célula con respecto a otras células del mismo tejido es
dia-mérica. Para un término o configuración dada, es metamérica toda
relación, comparación, inserción, etc., de ese término o configuración con
otros de superior (a veces inferior) nivel holótico. La relación de un
organismo individual con el continente en el que vive o con las estructuras
subatómicas que lo constituyen es meta-mética. La relación de una nación
canónica europea con las otras naciones que constituyen la Unión Europea
es diamérica en la medida en que se mantenga en el círculo de esa Unión.

Disociación / Separación. Hablamos de separación cuando las partes


componentes de un todo o de un sistema pueden mantenerse independientes
las unas de las otras; hablamos de disociación cuando la distinción entre
partes o componentes de un todo, aunque no permita la separación, sí
permite reconocer una independencia de escala, ritmo, etc., entre las partes o
componentes disociados. Los días de la semana son inseparables de la
semana, así como ésta es inseparable del mes, y el mes es inseparable del
año; sin embargo, los días son disociables de la semana, y ésta del mes, etc.,
puesto que el ritmo de los días es distinto del ritmo de las semanas o de los
meses; estos ritmos pueden tener propiedades distintas. Las izquierdas
definidas son inseparables de las izquierdas indefinidas, pero son
disociables de ellas.

Emic / Etic. Conceptos introducidos por Pike para designar las dos
perspectivas que puede adoptar el lingüista, sociólogo, etnólogo, etc., en el
ejercicio de su oficio. La perspectiva emic equivale al punto de vista del
agente o agentes de la ceremonia, institución, discurso, acto, etc.
(generalmente miembros de culturas distintas de las del investigador; el
término emic es una generalización del sufijo del término «fonémica»).
«Colón, en sus viajes, descubrió las costas del Cipango y del Catay» es una
proposición emic, cuyo error retrospectivo, sin embargo, no debe hacernos
olvidar que ella guió los pasos del almirante. La perspectiva etic equivale al
punto del investigador; que no comparte necesariamente el punto de vista
emic, del agente de los procesos analizados (generalmente a cargo de
miembros de culturas distintas de las del investigador; el término etic es una
generalización del sufijo del término «fonética»). «Colón, en sus viajes,
descubrió diferentes islas del Caribe, así como las costas del continente
americano» son proposiciones etic.

Espacio antropológico. Doctrina del materialismo filosófico que establece


las coordenadas de un espacio no meramente físico o topográfico, sino
organizado en función de las actividades humanas, individuales y sociales, y
distingue tres ejes (y no uno, dos o más de tres ejes, como sostienen otras
concepciones antropológicas). El espacio antropológico se organiza en tomo
a tres ejes: el eje circular (en el que se representan las relaciones de unos
hombres, individuos o grupos, con otros), el eje radial (en el que se
representan las relaciones que los hombres mantienen con el mundo
inanimado, al margen del cual no podría vivir) y el eje angular (en el que se
representan las relaciones reales o imaginarias que los hombres mantienen
con entidades reales o imaginarias que no son humanas, pero tampoco
inanimadas: aves, mamíferos, reptiles, extraterrestres, demonios, ángeles,
dioses, etc.). La sociedad política de los faraones se movía en un eje circular
(relaciones de los campesinos entre sí, con los escribas, con los jefes
militares...), en un eje radial (relaciones con el Nilo y sus crecidas, con las
tierras y las cosechas...) y también, desde luego, en un eje angular (en el que
se contienen principalmente animales divinizados, tales como Anubis, Horus
o el Buey Apis, y por supuesto con los colegios sacerdotales que mantenían
vivo el culto).

Ética / Moral / Derecho. El término ética es referido por el materialismo


filosófico al conjunto de normas orientadas hacia la preservación y fomento
de la vida de los individuos corpóreos humanos. Según esto, la ética no se
define por la fuente de origen que puedan tener las normas correspondientes
(por ejemplo, la propia conciencia, la «conciencia autónoma» frente a la
«heteróno-ma», etc.), sino por el objeto al que estas normas van referidas. La
conducta ética tiene como virtud fundamental la fortaleza, que se determina
como firmeza cuando va orientada a la vida del propio sujeto, y como
generosidad cuando va orientada a la vida de los demás individuos humanos.
La moral, en el materialismo filosófico, tampoco se define por el origen que
puedan tener estas normas, cuanto por su objeto, que en este caso no es otro
sino la preservación de la vida del grupo (familia, gente, nación, sociedad
comercial, iglesia, etc.). Las normas éticas y las normas morales, aun cuando
tienen zonas de intersección muy amplias, entran muchas veces en
contradicción. El delito ético más grave es matar a otra persona; pero entre
las normas morales de diferentes sociedades figura muchas veces la norma
de la muerte ajena. Las normas éticas tienen una universalidad mucho mayor
que las normas morales. Las normas contenidas en la Declaración Universal
de los Derechos Humanos de 1948 son, en su práctica totalidad, normas de
carácter ético. Las normas políticas están mucho más próximas a las normas
morales que a las normas éticas, con las cuales entran constantemente en
contradicción, como se ve, por ejemplo, en muchos casos planteados por la
emigración de nuestros días: la norma ética prescribe dar acogida a cualquier
emigrante que haya atravesado nuestras fronteras, tanto si es legal como
ilegalmente («el hambre no tiene fronteras»), pero las normas políticas y las
morales obligan a limitar el número de inmigrantes que pudieran
beneficiarse de los recursos de un Estado, pues a partir de un cierto límite
determinarían el desplome económico de la propia sociedad política. Aquí
está la razón por la cual el ideal del Estado de bienestar, propio de las
democracias homologadas de nuestros días, es incompatible con la
solidaridad sin fronteras, prescrita por las normas éticas o por los derechos
humanos. Las contradicciones entre las normas éticas y las normas morales o
políticas tienden a ser «resueltas» por medio del ordenamiento jurídico.

Eutaxia («buen orden»). Designamos con este término un concepto que


generaliza ciertas definiciones aristotélicas (Política, 1321a: «La salvación
de la oligarquía es la eutaxia») a cualquier tipo de sociedad política. Eutaxia,
en su sentido político general, significa «buen orden político», en donde
bueno no dice tanto «santidad», «justicia», etc., cuanto «capacidad» o
«virtud» del sistema político para mantenerse en el curso del tiempo,
dejando de lado la valoración ética, moral o estética de los medios que ese
sistema utilice.

Gnoseológico. Relativo a la teoría de las ciencias. Se toma aquí como


término contrapuesto a epistemológico, reservado para la teoría del
conocimiento (ya sea científico, ya sea precientífico o prae-tercientífico). Es
una tarea gnoseológica, más que epistemológica, la de diferenciar el «estilo»
de las ciencias matemáticas respecto del «estilo» de las ciencias históricas;
es una tarea epistemológica la de establecer las diferencias entre el tipo de
conocimiento de su mundo entorno que puede alcanzar un niño de dos años
y el que puede alcanzar un niño de siete años.

Hipóstasis, hipostatización. Proceso mediante el cual se «sustantifi-ca» una


propiedad, relación o atributo abstracto que, por sí mismo, no es en modo
alguno sustancial. Comoquiera que, en muchos casos, la «sustantificación»
no consiste en concebir como sustancia lo que es un accidente o una
relación, sino en concebir como atributos o relaciones simples o exentos a lo
que no son sino atributos o propiedades o relaciones insertas, se hace
preferible utilizar el término «hipostatización» al de «sustantificación» (que
es sólo un tipo de hipostatización, más restringida). Hipostasía la relación de
«igualdad» quien la trata como relación simple, cuando en realidad la
igualdad no es una relación, sino un conjunto de propiedades —simetría,
transitividad, reflexividad— que afecta a determinadas relaciones tales como
la «congruencia», la «isonomía», etc. Hipostatiza el concepto de «dado
perfecto» quien lo concibe como un cuerpo físico perfectamente homogéneo
y no como una relación entre los dados empíricos que, en el curso de jugadas
indefinidas, compensa sus imperfecciones.

Holización. Procedimiento racional en la preparación de determinados


campos investigados por las ciencias positivas (Teoría cinética de los gases,
Química clásica, Teoría celular, etc.), orientado a transformar aquellos
campos, dados a la experiencia como totalidades heterogéneas, en
totalidades homogéneas. La holización no solamente designa el paso del
todo a esas partes homogéneas (holización analítica o negativa), sino
también la reconstrucción del campo de partida desde las partes homogéneas
que se han obtenido (holización sintética). Por consiguiente, el campo que se
reconstruye debe darse como presupuesto por dialelo gnoseológi-co. En este
libro utilizamos la holización en el análisis de la transformación de la
sociedad política del Antiguo Régimen en una Nación política compuesta de
individuos iguales entre sí (ciudadanos).

Holótico (de «holon» = todo). Lo referente al todo. Por ejemplo, «teoría


holótica» equivale a «teoría de los todos y las partes».
Imperio. Imperio es un término que, además de sus significados eto-lógicos
o psicológicos («el imperio del domador sobre la fiera»), tiene significados
estrictamente políticos. La idea central de Imperio que se utiliza en este libro
se refiere a la condición de un Estado que, lejos de circunscribirse a sus
propios límites territoriales, extiende su influencia a otros Estados, vecinos o
distantes. La Idea de Imperio alcanza su significado filosófico cuando
pretende extenderse a todas las demás sociedades políticas o pre-políticas, es
decir, a constituirse como Imperio universal. La clasificación más importante
de los Imperios universales es la que los separa en dos grupos: los Imperios
depredadores y los Imperios generadores. Los Imperios depredadores
utilizan a las demás sociedades como fuente de mano de obra o de materias
primas, pero manteniéndolas o incluso degradándolas del nivel político al
que podrían aspirar. Los Imperios generadores tienen como objetivo elevar a
otras sociedades al nivel político y social más alto posible. Los Imperios
depredadores son más compatibles entre sí de lo que puedan serlo los
Imperios'generadores. Los Imperios depredadores, en efecto, pueden
repartirse su «zona de influencia»; en cambio, los Imperios generadores
universales entrarán necesariamente en conflicto mutuo. El significado
filosófico del concepto de Imperio universal se manifiesta en función del
concepto de «Historia del Género humano», cuando suponemos que el
«Género humano» o la «Humanidad», como un todo, no tiene capacidad por
sí mismo de proyectar su propia historia; por consiguiente, que si hay
posibilidad de hablar de una Historia universal será debido a la existencia de
imperios universales, sean depredadores, sean generadores. En nuestro libro
España frente a Europa se considera al Imperio español, o al Imperio
soviético, como prototipos de imperios generadores; y al Imperio inglés y al
Imperio holandés como prototipos de imperios depredadores.

Partes alicuantas. Cada una de las partes de una totalidad atributiva, cuando
no son iguales entre sí.

Partes alícuotas. Cada una de las partes de una totalidad atributiva, cuando
son iguales entre sí.

Partes formales / Partes materiales. Las partes en las que se divide una
totalidad, que de un modo u otro presuponen la figura del todo, se llaman
partes formales, lo que no significa que deban reproducir icónicamente la
figura del todo (por ejemplo, un jarrón roto en fragmentos, aunque éstos no
se parezcan al jarrón de origen, si permiten, en el caso más favorable, la
reconstrucción, podrán considerarse como partes formales de ese jarrón).
Partes materiales son aquellas partes del todo en las cuales ya no se
conserva su forma (por ejemplo, si el jarrón se fragmenta hasta el nivel de
las moléculas de caolín de las que estuviera constituido, se habrá dividido en
sus partes materiales). Si un organismo viviente se descuartiza o reparte en
miembros, células, incluso en componentes de las células (mito-condrias,
cromosomas, ácidos nucleicos, etc.), diremos que se ha descompuesto en sus
partes formales; pero si el análisis se lleva a un nivel más bajo, mediante un
análisis químico (carbono, hidrógeno, calcio, etc.), entonces diremos que se
ha descompuesto en sus partes materiales. El poder legislativo, el poder
ejecutivo y el poder judicial son partes formales de la sociedad política; los
individuos o incluso los grupos familiares, cuando se consideran a escala
etológica, son partes materiales de la sociedad política.

Totalidades atributivas (T) / Totalidades distributivas (T). Las totalidades


atributivas son aquellas cuyas partes están referidas las unas a las otras, ya
sea simultáneamente, ya sea sucesivamente (las conexiones atributivas no
implican inseparabilidad o indestructibilidad); las totalidades distributivas
son aquellas cuyas partes se muestran independientes las unas de las otras en
el momento de su participación en el todo.

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El filósofo Gustavo Bueno nace en 1924 y es autor del sistema conocido
como «materialismo filosófico». En 1960 se establece en Asturias, donde
ejerce como catedrático en la Universidad de Oviedo, institución en la
que colabora hasta 1998. En la actualidad, desarrolla su labor en la
fundación que lleva su nombre, que tiene su sede en Oviedo. Fundador
de la revista El Basilisco, es autor de numerosos libros y artículos. Entre
sus obras más importantes cabe destacar El mito de la cultura, España
frente a Europa, Panfleto contra la Democracia realmente existente,
Telebasura y democracia y El mito de la Izquierda.

Imagen de cubierta: Diego Velázquez, El geógrafo. Álbum Fotografía del


autor: Luisma Murías
Table of Contents
El tabú del nombre «España»: sus dos versiones principales
Las «pruebas del hecho»
Los fundamentos de la «cruzada democrática»
Pregunta 6
Distribución, no reparto, de la Cultura española
Europa en su fase 2
El escenario del Quijote no se refiere al «espacio antropológico» en general,
sino al Imperio español

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