España No Es Un Mito Claves para Una Defensa Razonada Gustavo Bueno 2005 Temas de Hoy 9788484604952
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ESPAÑA NO ES UN MITO
temas’de hoy.
www.temasdehoy.es
ISBN: 84-8460-495-0
ÍNDICE
Introducción
SOBRE EL «MITO DE ESPAÑA»
Quienes creen, o quieren creer, que España es un mito, en este sentido vulgar
y despectivo, lo harán refiriéndose a uno de los dos aspectos del mito (o a los
dos) contenidos en la misma definición de la Academia que acabamos de
citar. Aspectos que corresponden a los dos «momentos» de la realidad que
tradicionalmente se designaban como esencia (o «consistencia») y como
existencia: dos momentos inseparables, pero disociables.
¿Y qué pueden querer decir con esta frase tan rotunda? Probablemente no
pueden pretender afirmar que en la «piel de toro» no haya algo, o muchas
cosas, que durante muchos siglos allí se agitan y se revuelven; porque si
pretendieran tal cosa habría que considerarlos simplemente como novicios
de una sofística muy propia de adolescentes que no merecería mayor
atención.
En efecto, si «existir» es «coexistir», por tanto, actuar como una unidad real
ante terceros y, en consecuencia, poseer una unidad interna y activa que
permita esa coexistencia con los demás (ante todo, para defendernos de las
maniobras depredadoras de los otros), entonces decir que «la existencia de
España es un mito» (que «España no existe») es tanto como negar la unidad
de España como «principio activo», reduciéndola a la condición de un
«nombre» —otros preferirán decir de un «trampantojo», de una
«superestructura»— con el que se cubren las verdaderas unidades existentes
y actuantes en esa piel de toro, por ejemplo: Cataluña, «Euskalherría»,
Galicia, y acaso también Aragón, Andalucía, Asturias...
Cabe distribuir del siguiente modo los papeles de quienes dicen que «España
es un mito» (en su sentido vulgar y despectivo): los papeles de quienes
niegan la consistencia (o la esencia) de España fueron representados en
tiempos, sobre todo, por los extranjeros que alimentaron la Leyenda Negra:
Masson de Morvilliers, Montesquieu, Voltaire...; los papeles de quienes
niegan la existencia de España están representados, en la actualidad, por
individuos con DM de España, que llevan apellidos tales como Pérez Rovira,
Maragall, Ibarreche...
Se comprende bien que quienes ponían en entredicho la «consistencia» de
España fueran sus enemigos jurados (franceses, sobre todo, pero también
ingleses y holandeses), cuya enemistad constituía por sí misma un
reconocimiento de la existencia de España como gran potencia, todavía en el
siglo xvm. Estos enemigos de España, no pudiendo negar su existencia, la
disociaban de su esencia, y dirigían sus ataques contra ella: España era el
fanatismo, la superstición, la Inquisición, el atraso científico... En cambio,
los enemigos internos de España de nuestros días ya no podrán despreciar
los contenidos de España, los que constituyen su consistencia, porque con
ello estarían despreciando también partes suyas, la propia consistencia de
Cataluña, del País Vasco, de Galicia, de Asturias o de Andalucía. Esta sería
la razón por la cual los enemigos internos de España disocian su esencia de
su existencia, y afirman que «la existencia de España es un mito».
Este libro es uno más de los libros españoles de contraataque, escritos frente
a los enemigos de España, los que desprecian su esencia (o consistencia) y
los que llegan a poner en duda, y aun a negar, su propia existencia.
Un día de verano del año 2000, en Bilbao, después de una rueda de prensa
en la que yo acababa de presentar un libro (España frente a Europa), y ya en
la calle, dos periodistas, que habían participado en la rueda, me abordaron
con la actitud de dos doctorandos asombrados por la exposición de un
profesor (así me llamaban) por quien en principio parecían tener una cierta
consideración:
—¿Cómo puede usted decir semejantes cosas sobre España? España no
existe. Es una entelequia.
Lo más curioso viene ahora: por aquellas fechas, más o menos, fui invitado a
pronunciar una conferencia sobre «La Idea de Nación» en la Casa de Cultura
de Noreña, villa asturiana muy famosa, próxima a Oviedo. Al llegar a los
jardines, entre la numerosa concurrencia que se disponía a entrar en la sala,
destacaba una fila o secuencia de cinco individuos, dos veteranos (que
parecían disfrazados de obreros; y digo disfrazados, porque a las ocho de la
tarde los trabajadores no suelen usar el mono de la fábrica) y tres muchachos
de alrededor de veinte años. Los individuos que formaban este ala se habían
colocado sin duda en disposición estratégica para «recibirme». Cuando me
aproximaba a ellos, el veterano número uno me dijo, en tono enunciativo (no
agresivo) y casi susurrante:
—¡Fascista!
Interpreté de momento este saludo tan insólito como una rara ironía,
procedente de algún antiguo minero conocido; pero inmediatamente, el
veterano número dos me obligó a corregir esta interpretación al increparme,
ya subido de tono:
—¡Colonialista!
—¡Antiasturiano!
Lo malo es que esta entelequia, o las entelequias que brotan de las cabezas
de sus vecinos, los aberchales más rudos quieren borrarlas con tiros en la
nuca o con coches bomba, y no con «diálogo», que únicamente les llevaría a
enfrentar unas entelequias con otras. Si una entelequia es (como me dijo una
vez un estudiante) mero «caldo de cabeza», acaso el modo más expeditivo
de refutar una entelequia sería agujerear la cabeza en la que se contiene, es
decir, el cráneo que contiene el caldo, para dar lugar a que sus entelequias se
derramen o se volatilicen.
Cuatro son los principales «presentes» (vividos o narrados) a los que suele ir
referida la proposición «España no existe»:
Primero, el exilio de los expulsados formalmente, entre los cuales habría que
citar tanto a Benito Espinosa, el más grande filósofo judío español de todos
los tiempos, como al tendero Ricote, el morisco vecino de Sancho Panza,
que es quien le confiesa la verdadera condición de los expulsados:
«Doquiera que estamos, lloramos por España, que, en fin, nacimos en ella y
es nuestra patria natural» (Don Quijote, II, 54). Segundo, el exilio de los
«expulsados por el hambre» (se dice) es el de aquellos españoles que se
fueron a los Tercios de Flandes o a las Indias —los mejores, según decía
Alfredo Foui-llée— dando lugar a una hemorragia que habría dejado a
España exhausta, vacía. El vacío se habría intentado disimular con la retórica
del Imperio, de un Imperio que «bien mirado (dice Sánchez Ferlosio) no
llegó a existir». Y la razón que da este escritor es la propia de un «hombre de
letras», de un hombre del espectáculo, de un «idealista profesional»; «Todo
espectáculo necesita, para serlo, conseguir la credibilidad ante los
espectadores; si no es creído por los espectadores, el espectáculo no existe
como tal; la tragedia del gran espectáculo,
de la gran ópera wagneriana que hoy [1992] muchos querrían que hubiese
sido el Imperio español, es que no pudo llegar a ser creído por los
espectadores de su tiempo, porque hubo todo un gallinero abarrotado de
reventadores que, desde que se alzó el telón hasta que los alguaciles se
vieron obligados a desalojar la sala, no dejaron de patear un solo instante».
Continuamente nos sorprendemos del prestigio que estas tesis de Ortega han
merecido ante un público español muy extendido, incluyendo a los más
eruditos historiadores. Y nos sorprendemos no ya tanto por sus tesis
doctrinales, como por una argumentación tan gratuita, que es negada por los
mismos historiadores que admiran a Ortega, sobre el papel de los visigodos,
del feudalismo y de la inverte-bración de España: se diría que es la metáfora
de la «invertebración» la que fascina a sus lectores, como la raya blanca
fascina al gallo cuyo pico se clava en ella. (Todavía es más sorprendente el
prestigio de las tesis de Ortega, una vez que tenemos experiencia de las
consecuencias que tuvieron las ideas racistas, arias y nietzscheanas sobre la
«bestia rubia» y el Superhombre, que impregnaron la cabeza del filósofo
madrileño en el momento de la incubación del nazismo.)
Algunos autores españolistas, tan señalados como José Manuel Otero Novas,
llegan a dar la voz de alarma: «Peligro de desaparición del Estado», nos dice
en su último libro (Asalto al Estado. España debe subsistir, Madrid, 2005).
Como si dijera: España existe pero su existencia está en peligro inminente,
por el desarrollo degenerativo del Estado de las Autonomías.
De otro modo: «La España cuya existencia tú defiendes sólo con palabras es
una entelequia, pues una realidad política como la que tú defiendes para
España no es una cuestión que haya que defender sólo con palabras, es una
cuestión que hay que defender con hechos».
Y esto lo sabían también muchos de los judíos conversos (la mayoría de los
que se quedaron, que por cierto eran menos fanáticos que los que se fueron,
fieles y prisioneros de sus creencias religiosas) y muchos de los moriscos
que, como el Ricote que ya hemos nombrado, se sentían españoles y
buscaban volver a España como a su patria. Es un error grave, o un descuido
no menos grave, presentar la afirmación de Ricote («todo el cuerpo de
nuestra nación está contaminado y podrido») como si ella estuviera referida
a la nación española, cuando está referida precisamente a la nación morisca.
Es Ricote quien le dice a Sancho: «Porque bien vi, y vieron todos nuestros
ancianos, que aquellos pregones [que Su Majestad Felipe III mandó publicar
contra los de mi nación] no eran solo amenazas, como algunos decían, sino
verdaderas leyes, que se habían de poner en ejecución a su determinado
tiempo; y forzábame a creer esta verdad saber yo los ruines y disparatados
intentos que los nuestros tenían, y tales, que me parece que fue inspiración
divina la que movió a Su Majestad a poner en efecto tan gallarda resolución»
(II, 54; cursiva nuestra).
¿Y qué decir de la visión del Imperio como tramoya teatral? Una visión
presentada, en pleno ejercicio de un idealismo histórico tre-mendista, por el
eximio novelista y cuentista Sánchez Ferlosio (Premio Nacional de Ensayo,
y después Premio Cervantes), que parece no querer darse cuenta del hecho
real de que, pese al «gallinero abarrotado de reventadores» (él mismo no es
sino una gallina más que sigue cacareando al cabo de cinco siglos, mientras
recoge con su pico las toneladas de maíz que le suministran las instituciones
oficiales españolas), la función seguía adelante, y Hernán Cortés entraba en
México, obviamente de la única manera que podía hacerlo. ¿O es que
nuestro cuentista seráfico, que llega a hacer responsable a Dios de los
hechos, cree que podía hacerse de otro modo, o que era mejor que no se
hubiera hecho? ¿Y no es ridicula la pretensión de corregir el pretérito?
Por último: ¿acaso España dejó de existir tras la invasión napoleónica? No,
cayó el Antiguo Régimen en España como había caído en Francia. Y fue
entonces cuando España se reorganizó como Nación política. Constitución
Política de 1812: «Título I. De la Nación española y de los españoles.
Capítulo I. De la Nación española. Artículo 1. La Nación española es la
reunión de todos los españoles de ambos hemisferios. Artículo 2. La Nación
española es libre e independiente, y no es ni puede ser patrimonio de
ninguna familia ni persona. Artículo 3. La soberanía reside esencialmente en
la Nación, y por lo mismo pertenece a ésta exclusivamente el derecho de
establecer sus leyes fundamentales. Artículo 4. La Nación está obligada a
conservar y proteger por leyes sabias y justas la libertad civil, la propiedad y
los demás derechos legítimos de todos los individuos que la componen».
Pregunta 2
¿ESPAÑA AMENAZADA?
Si nos atuviéramos al Código Penal español vigente desde hace diez años
encontraríamos que las amenazas constituyen un capítulo (el segundo) de los
«Delitos contra la libertad» (de los que trata el título VI del libro II).
Pasemos por alto, en aras de la brevedad, la síncopa del rótulo de este título
VI, teniendo en cuenta que en él, además de delitos, se contemplan las faltas
por amenaza, es decir, las «amenazas de un mal que no constituyen delito»,
y que serán castigadas con penas de prisión de seis meses a dos años, o
multa de doce a veinticuatro meses (Art. 171.1).
¿Qué sentido podría tener, por tanto, si nos atenemos a las amenazas, tal
como son delimitadas en el Código Penal español, hablar de «amenazas
contra España», o preguntar siquiera si España está amenazada? Tenemos en
cuenta que la imposibilidad, en el Código Penal español, de amenazas contra
España, no excluye la posibilidad de considerar delitos las ofensas contra
España, su bandera, el jefe del Estado..., que ya no están tipificadas a título
de amenazas, sino a título de ofensas.
Pero quien no sea abogado en ejercicio, ni tenga mucho que ver con el
Código Penal, podrá mantenerse a cierta distancia de sus definiciones. La
suficiente para constatar sus limitaciones, en nuestro caso, en lo que tienen
que ver con la materia de las amenazas. Limitaciones sabias, en principio,
sin duda, desde el punto de vista práctico, porque sólo circunscribiéndonos a
marcos precisos, aunque lo sean por convención (por ejemplo,
circunscribiendo las amenazas de personas a personas y no, por ejemplo, de
personas a animales, o de animales o númenes a personas humanas), podrán
dibujarse las figuras delictivas o los tipos de ilícitos correspondientes y, de
este modo, hacer aplicables las normas a los casos concretos, con una
mínima «seguridad jurídica».
Sin embargo, es evidente que esta «delimitación técnica» del «campo de las
amenazas» no puede pretender encerrar en sus retículas a la integridad de un
material superabundante, que tiene que ver con las amenazas reales tanto o
más que con aquellas amenazas que han entrado en la retícula jurídica. «Lo
que no está en el sumario no está en el mundo... jurídico», sin duda; pero
puede estar en el mundo real, que desborda los límites del mundo jurídico.
Sólo un pedante puede llegar a creer que un lugar que no está en el mapa no
está en el terreno. Si así fuera, ¿en qué quedarían las palabras de Cervantes
cuando dijo que «esto de la hambre arroja a los ingenios a lugares que no
están en el mapa»?
Y no hace falta buscar mucho para encontrarnos con amenazas que no están
contempladas en el Código Penal vigente, pero sí lo están en el «Código de
la lengua viva».
Ahora bien, en la circunstancia de que los responsables que tienen que ver
con las amenazas de ruina, o con las amenazas de tormenta, suelan
«personificarse», podría apoyarse un argumento a favor de la legitimidad de
ampliar el «concepto penal» de amenaza (aunque fuera mediante la
introducción de ficciones jurídicas pertinentes) a estas amenazas
«impersonales», pero personificadas por el lenguaje o por la ficción,
salvando de este modo el concepto penal de amenaza. Sin embargo, el
argumento es muy débil, en la medida en que pretende pasar de la génesis a
la estructura del significado.
«Amenazas» y «Peligros»
España podrá estar amenazada, sin que por ello hubiera que presuponer que
España está en peligro. Más difícil sería la suposición inversa: que España
pudiera estar en peligro sin que mediase amenaza alguna.
Las amenazas puras son las que se mantienen en el terreno del anuncio
estricto de los hechos dañosos; las terroristas son las amenazas acompañadas
de la ejecución de algunos de los hechos anunciados, y, en el límite, ni
siquiera anunciados, sino inmediatamente ejecutados como signos de
ulteriores daños.
Amenazas exteriores
Ante todo, habrá que establecer hasta qué punto son ciertas hoy las
«amenazas exteriores». Amenazas que hace todavía muy poco tiempo
podrían haber sido consideradas como frutos de un alarmismo injustificado,
o fundado en alguna «teoría conspiratoria» gratuita.
Consta, por este y otros datos, que estos anuncios o amenazas, o estas
acciones, no son puntuales, sino que forman parte de unos planes más
amplios de recuperación de Al Andalus por el islam, planes y programas que
incluyen también la coranización de los españoles.
Habría que explicar, sin duda, las fuentes de esta característica tan
paradójica. Algunos sospechan que la Iglesia católica, que tanto ha influido,
por su «cosmopolitismo intemacionalista», en los españoles y
particularmente en tantos ideólogos de izquierdas (muchos fueron
seminaristas o incluso curas, en los tiempos del «diálogo en la Tierra entre
marxistas y cristianos») se ha mantenido siempre a distancia del Trono y del
Estado, considerando el amor a la Patria, cuando los gobiernos no se
plegaban a sus intereses, como «un sentimiento puramente vegetativo y
primario».
Ahora bien, se podría decir acaso que las plataformas desde las cuales se
forman estos sustitutos que dan lugar a las dos versiones más importantes del
tabú que analizamos son muy distintas: la plataforma del «Estado» sería
interior a la propia Nación española, la plataforma de «este País» sería
intencionalmente exterior a la misma Nación española de referencia.
La actitud más peligrosa que cabe adoptar ante este cúmulo de amenazas de
tan diverso alcance y peso es la actitud de ignorarlas, o de minimizarlas a
priori. Es decir, desde los supuestos del panfilismo, propio de aquellos
individuos, acaso políticos de primer rango, que confían en la armonía
universal, en la paz perpetua y en la alianza de las civilizaciones (como el
secretario general de la ONU, Kofi Annan, o el presidente del Gobierno de
España, Rodríguez Zapatero).
Quienes también contribuyen a incrementar las amenazas difusas contra
España, procedentes de los propios españoles, aun sin la menor «mala
intención», son en gran medida los pacifistas fundamentalistas. Estos
pánfilos individuos son acaso más peligrosos para España que aquellos que
la amenazan formalmente, desde los ángulos más diversos.
Pregunta 3
Analicemos un poco más de cerca, aunque del modo más breve posible, cada
uno de estos dos tipos de presupuestos.
Pero si es distinta, ¿cómo puede decirse que fue España la que existió una
vez como España romana y otra vez como España visigótica? Decir que se
trata de una existencia intermitente ¿tiene más sentido que decir de algo que
es un círculo cuadrado? Si España (Hispania) dejó de existir con las
invasiones bárbaras, ¿cómo mantenerla, como sujeto de su renacimiento, con
los visigodos? Porque lo que permanece «sustancialmente» ya no será
España, sino otra cosa.
Y por ello, añadirán, sólo podrá decirse que «España» comienza a existir (de
nuevo, o por palingenesia) en la época de los Reyes Católicos, y esto con
muchas restricciones, al menos en cuanto al nombre (que es el terreno que
pisan los filólogos: «Quienes concurren a formar los ejércitos imperiales no
se llaman españoles, sino castellanos, aragoneses, navarros...»; «aún en
1625, en la época del Conde Duque, aparecen como extranjeros los
aragoneses, entre quienes figuraban los catalanes y los valencianos»).
Sin embargo, la España que los Reyes Católicos habrían puesto en existencia
habría sido también muy efímera, porque los mismos reyes que la
proyectaron comenzaron a destruirla, en el momento en que obligaron a
exiliarse a los judíos; y esta labor de destrucción se habría prolongado con la
expulsión de los moriscos. Los Reyes Católicos y sus sucesores, los Austrias
(Carlos I, Felipe II, Felipe III, Felipe IV y Carlos II), destruyeron la España
de Fernando III, la «España de las tres culturas», incluso la España de los
comuneros, enterrándola en aventuras locas que la desangraron (y entre
ellas, los historiadores más progresistas cuentan tanto a la Inquisición como
a América y a Flandes).
Según esto, si España volvió a existir, aunque débilmente, con los Borbones,
a partir del siglo XVffl, dejó de existir también por su culpa con ocasión de
la invasión napoleónica de 1808. Resucitó en la Constitución de Cádiz,
aunque inmediatamente perdió la mayor parte de su cuerpo electoral
transatlántico. Volvió a recuperarse en la Primera República y, sobre todo, en
la Segunda. Ahora es cuando Azaña podía decir, en 1932, que la unidad
española, la unidad de los españoles, iba a lograrse por primera vez en la
historia.
Pero otra vez esta España emergente, la España que trajo la Segunda
República, volvió a recibir otro golpe mortal, el que le asestó Franco.
España, según pensaban (y siguen pensando) muchos, dejó de existir, y sus
despojos o bien fueron encerrados en cárceles franquistas o tuvieron que ir a
existir fuera, en el exilio.
Con la expresión «las Españas» pueden, por tanto, designarse muchas cosas;
pero para atenernos, dentro del marco de nuestra argumentación, a la Nación
política española, tendremos en cuenta que en la Constitución de 1812 «las
Españas» tiene como clara referencia los territorios de América, de Asia y de
África. (El artículo 179 establecía que «El Rey de las Españas es el Señor
Don Fernando VE de Borbón, que actualmente reina», y el capítulo I, «Del
territorio de las Españas», en su artículo 10 decía: «El territorio español
comprende en la Península con sus posesiones e islas adyacentes: Aragón,
Asturias, Castilla la Vieja, Castilla la Nueva, Cataluña, Córdoba,
Extremadura, Galicia, Granada, Jaén, León, Molina, Murcia, Navarra,
Provincias Vascongadas, Sevilla y Valencia, las Islas Baleares y las Canarias
con las demás posesiones de África. En la América septentrional: Nueva
España con la Nueva-Galicia y península de Yucatán, Guatemala, provincias
internas de Oriente, provincias internas de Occidente, isla de Cuba con las
dos Floridas, la parte española de la isla de Santo Domingo y la isla de
Puerto Rico con las demás adyacentes a éstas y al continente en uno y otro
man En la América meridional, la Nueva Granada, Venezuela, el Perú, Chile,
provincias del Río de la Plata, y todas las islas adyacentes en el mar Pacífico
y en el Atlántico. En el Asia, las islas Filipinas, y las que dependen de su
gobierno».)
Por tanto, interpretamos que España, por antonomasia, tiene como referencia
la Península, islas y territorios adyacentes.
Pero las energías que se utilizan para inventar historias, con el objetivo de
definir al presente que importa, demuestran que el pasado histórico está
viviendo en el presente, y que cuando el presente no tiene una justificación
clara por sí mismo, necesita también proporcionarse un contenido, una
historia, aunque sea falsificada: tan falsificada como su presente.
¿De qué Estado español histórico habla el Bloque Galego? ¿Del Estado de
los Reyes Católicos? ¿No suelen decir los políticos más radicales, que
representan a las «nacionalidades históricas», que España no existía en aquel
reinado, y que únicamente existía allí una unidad de familias reales, unidas
por matrimonios de conveniencia, antes que una unidad política? Además,
¿por qué no computar al menos, en el cálculo de esa deuda histórica, el
Hostal que los Reyes Católicos edificaron en la plaza del Obradoiro? Si
Asturias utilizase, de este modo tan ridículo, el concepto de «deuda
histórica» podría reclamar también al «Estado español» las prestaciones
debidas a las «víctimas de terrorismo islámico», pero ahora no ya a las
víctimas asturianas del 11-M, sino a quienes sacrificaron su vida en la batalla
de Covadonga.
La pregunta por el origen se hace desde la plataforma del presente que nos
interesa vivir
La respuesta a la pregunta «¿Desde cuándo existe España?» depende de los
supuestos, premisas o principios que estén inspirando a quien la formula, y
tanto, desde luego, si nos referimos a los supuestos relativos a la existencia
de España, como si nos referimos a los supuestos relativos a su esencia o
consistencia, a su unidad y a su identidad.
Los otros supuestos tienen que ver, como ya hemos dicho, con la unidad y la
identidad de la España cuya existencia, en momentos determinados del
tiempo histórico, sea tomada como referencia. No es lo mismo atenernos a
una definición de la unidad de España en términos sociales o políticos que
atenemos a la definición de su identidad establecida según criterios
determinados (identidad global o particular, identidad genérica o específica
con otras culturas, etc.). Las respuestas a la pregunta acerca del comienzo de
España, según los contenidos considerados, no tienen por qué ser siempre las
mismas; pero lo que nos importa es distinguir las respuestas que, aun
distintas, por su enfoque, pueden ser compatibles, y las respuestas que son
incompatibles entre sí.
Todo esto es, sin duda, cierto. Pero ¿puede deducirse de ahí que España y los
españoles sólo comenzaron a existir en el siglo XII, o, a lo sumo, en el siglo
XI? Sería puro idealismo subordinar el origen de la unidad existente de
España al lenguaje. El lenguaje común, el español, no es una mera «seña de
identidad», ni es sólo un rasgo distintivo de los españoles (frente a los
franceses o a los ingleses); es un agente de la unidad actualista de España, y
por ello, a la vez que agente, un efecto de esa unidad.
Pero esta unidad conformadora, así moldeada por los nuevos hechos, sólo
pudo llevarse a término porque pisaba sobre una realidad conformada previa,
a saber, la unidad lograda por los visigodos y, antes aún, por los romanos.
Ninguna «Historia de España» puede comenzar sin ellas. La Hispania
romana, o la visigótica, no son prehistoria de España.
Según esto, sólo podemos considerar como una verdad a medias la tesis de
que «España comienza a existir durante el intervalo que se extiende desde el
siglo VIH al XII». A lo sumo, en estos siglos, la unidad de España comienza
a existir como unidad proyectada hacia nuevas identidades, como una
«metodología imperialista» (imperial) que se mantendrá a lo largo de los
siglos XIII al XVI, y se continuará, tras la toma de Granada, por África,
América y Asia.
La «futura España» comenzó como unidad conformada por Roma y con una
identidad romana en proceso que irá consolidándose (calzadas que unen las
ciudades, desde Tarragona a Astorga, desde Mérida a Gijón; instituciones
similares, idioma de comunicación cada vez más extendido) hasta alcanzar
el punto en el que casi todos los ciudadanos de la Península, y no sólo
algunos distinguidos, en la época de Caracalla, llegaron a ser ciudadanos
romanos.
Los visigodos no destruyeron esta unidad, tan alabada por san Isidoro, por
ejemplo; pero sí destruyeron su identidad romana, en cuyo ámbito Hispania
(las Hispanias, la Citerior y la Ulterior, la Bética, la Lusitania, la
Tarraconense) ocupaba un puesto equiparable en rango al que ocupaba la
Galia, Libia, Italia o Grecia... Con los visigodos, Hispania dejará de ser una
diócesis o distrito más del Imperio romano (junto a la Galia, Germania y
otras). Se desvinculará políticamente de Roma, para vincularse, al menos
teóricamente, a
España comienza a existir formalmente (es decir, con una identidad y una
unidad en expansión indefinida, con la que se reconocerá durante los siglos
posteriores) a partir del momento en el que los reyes de Oviedo asuman en
serio el nuevo ortograma estratégico cuya expresión simbólica más ceñida es
la del Imperio universal. Una expresión simbólica —porque simbólico era el
imperio mismo, como simbólica era la unidad futura que la Reconquista
habría de comenzar— pero presente a lo largo de los siglos corrientes: desde
Aldephonsus [III] Hispaniae Imperator, hasta Alfonso VI, Imperator totius
Hispaniae; desde Alfonso VII el Emperador y Alfonso VIII hasta Alfonso X
el Sabio, empeñado, durante toda su vida, en «el fecho del Imperio». Una
unidad, como hemos dicho, que, desde el principio, no se circunscribía a la
Península (no podría definirse la Reconquista como una empresa de
restauración del reino gótico perdido), sino que implicaba ya, en su mismo
ortograma, su desbordamiento. En el Cantar del Cid se mira ya en serio a
Africa.
¿Desde cuándo existe España? Sin duda, al menos desde la perspectiva que
hemos asumido, España existe ya formalmente desde los Alfonsos de
Oviedo. Ciudad, en consecuencia, que exige su reconocimiento como
«ciudad histórica más antigua de España», y capital no propiamente de un
territorio que pudiera ponerse en correspondencia con el de la actual
Asturias (cuyos límites no estaban ni siquiera dibujados), sino con un
territorio de límites indefinidos que se iban extendiendo constantemente con
el transcurso de las décadas. Y esta existencia se consolida en los reyes de
León y de Castilla. La existencia de esta España no tiene, por supuesto, la
estructura o consistencia de una Nación política. Hasta muchos siglos
después no hubo Naciones políticas; las naciones que existían en estos siglos
no eran Naciones políticas, sino naciones étnicas, castas, estirpes, integradas
en general en sus correspondientes reinos o imperios.
España existía, pues, desde el siglo vm, pero no como Nación política, ni
tampoco como un reino. Era más bien una «comunidad de reinos» que,
durante siglos, actuaron guiados por un ortograma objetivo, preciso y
convergente (que daría lugar a incesantes conflictos): detener la invasión
musulmana, pero, sobre todo, atacarla a la contra, recuperando los territorios
perdidos. Perdidos, por cierto, no por los nuevos reinos (que nada podrían
haber perdido porque aún no existían), sino perdidos en un horizonte que se
dibujaba por detrás de ellos. Y se dibujaba con más nitidez ante unos reinos
que ante otros. Ante Alfonso X, por ejemplo, mejor que ante Jaime I, cuando
le «cede» Murcia (lo que hubiera sido impensable en sentido recíproco); o
cuando la Generalitat de Barcelona, a mediados del siglo
Estos reinos irán integrándose, cada vez con más fuerza, primero en los
«Reinos Unidos» de los Reyes Católicos; en seguida en la Monarquía
hispánica de Carlos I, de Felipe II..., es decir, cuando la unidad de España se
consuma desde la identidad de una Monarquía católica, universal; cuando el
español se convierte en la lengua del Imperio, en expresión de Nebrija.
El más duro golpe que sufrió la unidad que España había alcanzado desde la
identidad hispánica fue sin duda el golpe que le asestó Napoleón. La
invasión francesa abrió el camino, desde luego, a la reconformación de
España como Nación política; pero muy pronto fue despedazada como
Imperio, y este despedazamiento culminó en 1898 con la secesión de Cuba y
Filipinas.
Pregunta 4
No estamos aquí, por tanto, ante una cuestión discutible: estamos ante una
cuestión de hecho, y no cabe dar beligerancia alguna al adulto que la pone en
duda, aunque sea en nombre de su disposición a un «diálogo abierto a todas
las hipótesis». Porque no cabe hacer hipótesis positivas, salvo que seamos
metafísicos o epistemó-logos, sobre los hechos que se dan por
incontrovertibles. En nuestro caso, por los «hechos constitucionales» (que
son una clase particular de los «hechos normativos»).
Otra cosa es que la discusión se lleve al terreno no de los hechos, sino, por
ejemplo, al terreno de los derechos; o bien al terreno del mal llamado deber
ser, como si éste pudiera enfrentarse al ser, como si el ser, el hecho, no
pudiera contenerse ya implícito en el deber ser, en el «hecho que hace
derecho». Porque una cosa es afirmar, en el terreno de los hechos
constitucionales, que España es una Nación política, y otra cosa es dudar o
negara en el terreno que se quiera, que deba o pueda seguir siéndolo, o que
lo hubiera sido ya en el siglo X o en el XVII.
La cuestión se complica inmediatamente cuando el término «nación» deja de
mantener su significado en el terreno de la «Nación política» y comienza a
ser utilizado en otros sentidos, por ejemplo, en el sentido de la «nación
étnica» o incluso en el sentido de la «nación histórica», que es, a nuestro
entender, el sentido que el bachiller Carrasco empleaba cuando le decía a
Don Quijote que era «honor y espejo de la nación española». Pero en el siglo
XVn, ninguna Constitución política había establecido la institución de la
«Nación española»; por lo que las palabras del bachiller no podrían tomarse
como prueba de un «hecho constitucional».
En efecto, y aun cuando los fundamentos históricos del hecho que tomamos
como punto de partida de nuestros análisis (el «hecho» de que España es una
Nación política) vienen de muy atrás, sería suficiente, y seguramente
necesario, atenernos, como fundamentos documentales más relevantes del
«hecho constitucional» que obligadamente han de ser tenidos en cuenta en la
discusión, a los seis siguientes. Los dos primeros manifiestan el
reconocimiento «interno» del hecho, los cuatro últimos expresan el
reconocimiento «externo» o internacional del mismo hecho:
No hacía aún treinta años, el día 26 de junio de 1791, cuando Luis XVI, tras
el fracaso de su fuga a Varennes, volvió a las Tulle-rías y fue dejado en
suspenso por la Asamblea allí reunida, ésta recibió una carta del marqués de
Bouille, que pretendía autoinculparse del proyecto de fuga del rey, y en la
que figuraban estas palabras: «No acuséis a nadie de la supuesta
conspiración contra lo que llamáis Nación, y contra vuestra diabólica
Constitución».
Sin embargo, lo que, a nuestro parecer, resulta más notable de este «hecho
reivindicativo» son las razones que los gobiernos y los partidos o coaliciones
nacionalistas aducen para justificar sus pretensiones. O, si se prefiere, sus
reivindicaciones orientadas a transformar su condición de comunidades
autónomas en la condición de Naciones políticas: que ya lo son, que son ya
naciones históricas y que, por serlo, sólo reivindican ser reconocidas como
tales.
Esta teoría es, desde luego, falsa, una mera tergiversación ideológica (por
ejemplo, el español no se extendió coactivamente, utilizando algún método
que tuviera que ver con una «impregnación lingüística», porque fueron otros
los mecanismos que determinaron su expansión y predominio internacional).
Pero los nacionalistas no se paran en barras, con tal de llegar a demostrar (en
realidad, a «demostrarse a sí mismos») que sus comunidades autónomas ya
existían como Naciones políticas en tiempos de Carlomagno. ¿No triunfó
Jaun Zuría en la batalla de Arrigorriaga en el año 870? (sólo que Jaun Zu-ría
es un mero invento poético vasco, como Breogán es un mero invento poético
gallego). En general, los nacionalistas históricos retroceden a tiempos
anteriores a Carlomagno: retroceden hasta el tiempo de los godos, o antes
aún, a los tiempos prehistóricos, en los que había celtas, y también
autrigones, caristios, várdulos, vascones, bero-nes y, por supuesto, layetanos.
Es muy fácil construir con palabras expresiones como las citadas («Nación
de Naciones» o «Estado de Estados»). Pero es imposible construir con
Estados un «Estado de Estados», salvo que se pretenda denominar con este
nombre a una «Confederación de Estados», que ya no será un Estado. Y es
imposible construir con Naciones políticas reales (que presuponen un
Estado) otra Nación política. Pero esto es lo que pretenden quienes, desde
Cataluña o desde el País Vasco, proyectan en 2005 reformar la Constitución
de 1978 sobre la base de definir a Cataluña o a «Euskadi» como Naciones
políticas.
Con palabras puedo construir muy fácilmente la expresión «dodecaedro de
dodecaedros». Pero esta construcción es imposible cuando manipulamos no
palabras, sino dodecaedros reales, de madera o de metal. Un dodecaedro de
dodecaedros es construcción posible en el «espacio gramatical», pero es
imposible en el espacio geométrico, por la sencilla razón de que es
incompatible con la ecuación de Euler. En cambio, un «hexaedro de
hexaedros» ya tiene más sentido, como también lo tiene la expresión «nación
étnica de naciones étnicas», que representaría no otra cosa sino la etnia
resultante de aquella fusión; como —para poner un ejemplo convencional—
la etnia o nación «celtíbera» resultó de la fusión de las etnias o naciones
iberas con las etnias o naciones celtas.
Podría decirse, sin embargo, que los nacionalistas, que desde el siglo XIX se
han guiado por el principio que Pascual Estanislao Man-cini formuló en
1861 como el cogito ergo sum de la política, a saber, el principio «cada
Nación un Estado», han creído siempre que la nación (étnica) es la premisa
necesaria, y casi siempre suficiente, para construir un Estado. Sobre todo si
la nación tiene una cultura propia (una cultura nacional), expresión del
«espíritu del Pueblo» o del «Genio nacional».
Fue el idealista alemán Juan Teófilo Fichte quien, a principios del siglo XIX,
inventó la idea de «Estado de Cultura», asignando al Estado, como si fuera
su misión suprema no ya la organización del Derecho —Estado de derecho
— ni la custodia del orden —Estado gendarme— o la felicidad pública —
Estado de bienestar—, sino precisamente la preservación y despliegue de la
cultura del pueblo, de la nación.
Ahora bien: la distinción entre nación étnica y Nación política forma parte
de un sistema de distinciones sistemáticas, a través de las cuales se despliega
el sentido del término «nación», de parecido modo a como el sentido del
término «vertebrado» se despliega, sucesivamente, a través de sus cinco
clases consabidas: peces, anfibios, reptiles, aves y mamíferos. Y no porque
el término «nación» sea término unívoco, dado a una escala genérica tal que
se despliega en géneros subalternos (clases, especies) a la manera como se
despliega el concepto unívoco de vertebrado, sino simplemente porque cabe
asimilar, en virtud de un cierto paralelismo clasificatorio, las fases del
despliegue de un unívoco con las fases o modos de despliegue de un término
análogo de atribución. En virtud de este paralelismo clasificatorio cabría
decir, buscando «fijar conceptos», que el término nación es un universal que
se despliega en tres géneros (que se presuponen los unos a los otros, a partir
del primero), a saber, el género de la nación biológica, el género de la nación
étnica y el género de la Nación política.
Pero ¿sería legítimo confundir esta nación española de hace cinco siglos, que
es una nación histórica (acaso la primera delimitada en Europa), con una
Nación política?
El proceso fácilmente será trasladado a las partes de los Estados, partes que
no siendo desde luego Estados se arriesgaban a decir que eran naciones (al
menos, étnicas y culturales). También tenían su propia lengua (o si no la
inventaban), folclore característico. El proceso tuvo lugar sobre todo en
España, cuando el Estado —sostenido por el Imperio— cayó a sus niveles
más bajos. Aquí comenzó el proyecto de naciones fraccionarias, que en todo
caso también proceden del Estado, y no al revés: Cataluña, País Vasco, etc.
Con anterioridad a la Primera Guerra Europea, las provincias catalanas ya se
habían reunido en una Mancomunidad de las Diputaciones Provinciales, que
quedó en suspenso al final de la dictadura del general Primo de Rivera.
En cualquier caso, cabe concluir que las Naciones políticas que fueron
constituyéndose a partir de 1793 como sujetos de las nuevas soberanías no
surgieron, como pretenden los ideólogos pacifistas, de pactos sociales
serenamente calculados, o de contratos sociales «racionalmente»
establecidos «entre los ciudadanos». Difícilmente podrían haber surgido de
este modo si tenemos en cuenta que fueron los ciudadanos aquellos que
fueron creados por la Nación política, y no al revés. Las Naciones políticas
modernas sólo pudieron resultar, y precisamente gracias a cálculos muy
racionales (en modo alguno por impulsos irracionales dejados a su propio
gobierno), tras las batallas sangrientas que las clases sociales que las movían
tuvieron que librar contra las capas sociales que apoyaban al Antiguo
Régimen.
¿Seguirá siendo la sangre condición necesaria para que lleguen a término los
proyectos de nuevas Naciones políticas que intentan constituirse por
fraccionamiento de la Nación política de la que forman parte, es decir, para
que puedan llegar a existir las naciones fraccionarias, en su lucha contra la
Nación política madre?
«Pueblo» y «Nación»
No faltan quienes creen saber que los interrogantes que plantea la Nación
política se despejarán, y en sentido pacífico, si en lugar de «Nación»
hablamos de «Pueblo»; si en lugar de considerar a la Nación como
depositaria de la soberanía, consideramos al Pueblo como su verdadero
depositario, o, si se prefiere, identificamos a la Nación con el Pueblo,
reduciendo aquélla a éste, es decir, reduciendo la soberanía nacional a la
soberanía popular.
En todo caso es un error monumental dar por evidente que «la democracia
une», y que los demócratas españoles, por serlo, habrían de mantenerse
unidos; y que las dificultades suscitadas en la democracia por las
nacionalidades secesionistas podrían resolverse con «más democracia».
¿Acaso no es más democracia lo que piden esos «pueblos» que reclaman ser
nacionalidades históricas, cuando invocan su derecho a la autodeterminación
como naciones históricas que son? ¿No es ridículo que un gobierno
democrático (como el actual gobierno de Rodríguez Zapatero) conceda
beligerancia en el Parlamento español, en nombre de la democracia, a un
proyecto soberanista de secesión como el que presentó el «presidente de
Euskadi», Ibarreche? ¿No es esto algo así como «criar la sierpe en su propio
seno»? Una democracia no puede tolerar que se discuta, en su propio
Parlamento, no ya la idea de democracia en general (idea que se discute en la
doctrina), sino la idea de una democracia ya constituida, la española. La
libertad inherente a una democracia implica poder escribir libros contra la
democracia, pero no defender la secesión en forma pública organizada. La
democracia podrá a lo sumo tolerar que las ideas separatistas se publiquen, a
título particular; en libros o en artículos «científicos» o de opinión, o en
discursos de quien, al hablar, sólo se representa a sí mismo; pero es ridículo
permitir que a estas especulaciones se les dé beligerancia en el mismo
Parlamento contra cuya existencia están atentando.
En estos casos, que son los normales, desde el punto de vista estadístico
(cuando hay unanimidad práctica la consulta electoral se llama populista o
plebiscitaria, en son despectivo, y aun en contra de los principios mismos de
la democracia), el «Pueblo» ya no puede tomarse como simple sujeto
unitario, porque en realidad es un sujeto re-partido en fracciones o partidos,
cada uno de los cuales tiene su voluntad particular propia, enfrentada
contradictoriamente a otras voluntades particulares. El recurso a la «voluntad
general» que Rousseau propuso en su momento no es mucho más que un
truco meta-físico orientado a recomponer aparentemente la unidad del
pueblo que se suponía dada cuando «todos los ciudadanos racionales
luchaban solidariamente contra el Antiguo Régimen», pero que se
fragmentaba tan pronto este régimen comenzaba a resquebrajarse.
Los dos planos en los que se mueve la Idea federal: el plano ético y e!
plano político
Ahora bien, la tesis que aquí mantenemos es que el «principio activo» del
federalismo, la idea federal —que prendió como la pólvora en tantos
ciudadanos y partidos políticos—, fue el principio ético de la Idea federal,
más que su principio político. Y decimos esto porque el proyecto político de
un Estado federal fue, y sigue siendo, un proyecto imposible, algo así como
lo sería el proyecto de un escultor que quisiera tallar un decaedro regular. De
ningún escultor podrá decirse que proyectó, con arrebatada inspiración, crear
un decaedro regular; por la sencilla razón de que este poliedro es imposible;
luego habrá que decir que cuando ese escultor trabaja con afán en la
«creación» de un decaedro regular, en rigor habrá que decir que está
trabajando por otros objetivos.
Así también del federalista que trabaja con ardor, dedicación y entusiasmo
para construir un Estado federal, habrá que decir que en rigor está trabajando
por otra cosa. Porque el «Estado federal» es tan imposible como el decaedro
regular. Un Estado no puede jamás ser federal, porque para ello debería estar
constituido por otros Estados federados. Pero al federarse estos Estados
dejarán de ser Estados; y si lo fueron previamente (como ocurrió con los
Estados que se federaron en los llamados «Estados Unidos de América»)
dejaron de serlo en el momento de federarse, y si se sigue hablando allí de
Estados federados es sólo por metonimia histórica. Al ceder su soberanía a
la Federación, desaparecen como Estados.
Otra cosa es que en lugar de en una Federación, se hubiesen asociado en una
Confederación, en la que cada socio pudiera retirarse en cualquier momento
(con lo que demostraría que no había cedido parte de su soberanía, sino que
la conservaba intacta). Por esta razón las comunidades autónomas de
España, que no son soberanas, no pueden en modo alguno ni federarse ni
confederarse. Para federarse, pretendiendo seguir el curso que siguieron los
Estados Unidos de Norteamérica, tendrían previamente que hacerse
soberanas, para renunciar a esa soberanía que hipotéticamente hubieran
adquirido en el momento de la federación. Para confederarse tendrían que
comenzar por ser soberanas, es decir, demostrar que lo son con la fuerza de
los hechos: no se trata de una cuestión de palabras de letrados, de letras
jurídicas, de controversias meramente dialogadas.
Pero el federalista sólo puede pasar del plano ético al plano político pidiendo
el principio del modo más ingenuo y pánfilo posible: presuponiendo que las
unidades pactantes ya están dadas de antemano, ya fueran estas unidades
pactantes los individuos (aunque, en rigor, si Pi Margall se hubiera atenido a
las ideas en boga en su tiempo habría tenido que comenzar no por los
individuos, sino por las células, puesto que, por aquellos años, ya se definía
el organismo como una «federación de células», y el cáncer como una
dolencia producida por un «brote anarquista de células rebeldes»), ya fueran
las familias, los municipios, las provincias o las naciones. Pero estos
supuestos no sólo son gratuitos, sino ridículos. ¿Por qué elegir; en el
conjunto de todo lo que tiene que ver con el Género humano, como unidades
pactantes elementales, a las provincias? ¿Por qué no a los individuos o a las
células? ¿Por qué no a los municipios, a los cantones, a las barriadas o a las
calles, y aun a las comunidades de vecinos?
Uno de los puntos más oscuros de este debate suscitado por los federalistas
en los días de la Primera República, pero que llega hasta nosotros, fue la
oposición entre unitarismo y federalismo, oposición que interpretaba al
unitarismo como herencia del Antiguo Régimen, como herencia «de la
derecha». Lluís Companys, siguiendo a Pi Margall, atribuía el unitarismo a
«la burocracia centralizada y forastera» que trajeron a España los
Habsburgos y los Borbones; por lo que el federalismo quedaría como el gran
descubrimiento de la izquierda democrática. Ahora bien, si el federalismo,
en sentido político, lo consideramos imposible, la disyunción entre
unitarismo y federalismo habrá que considerarla vacía, puramente verbal,
pero sin conceptos que la respalden.
Y acaso podrá decirse con razón que no la hay, cuando la libertad se toma en
el sentido de la libertad de elección propia de las democracias
parlamentarias. Pero con estos razonamientos se incurre en meras
tautologías, porque lo que habría que demostrar es que esa libertad de
elección de representantes equivale, sin más, a la libertad en el sentido
filosófico de la palabra.
«Unidad» o «Unión»
La cuestión que nos interesa no es, por tanto, la cuestión de las posibles
democracias futuras, en diferente formato de volumen, en general. Lo que
nos importa son las repercusiones que estas supuestas futuras democracias
fraccionarias puedan tener en la Nación española.
Pregunta 5
Supongo que todo el mundo entiende, de algún modo, por donde camina esta
pregunta, que no es de mi cosecha: un amigo me la ha sugerido, y la he
aceptado porque me ha parecido interesante como tema de disertación, sin
perjuicio de su confusión y oscuridad, y en parte precisamente por ellas.
Pues no creo que se trate de una confusión meramente subjetiva, imputable a
quien sugiere la pregunta y a quien la acepta, sino de una confusión objetiva,
es decir, entrañada en «la cosa misma», a saber, la Idea de España en cuanto
«atravesada» o cruzada por las Ideas de Derecha y de Izquierda (en sentido
político, desde luego).
Volvamos ahora a otros años (los primeros años setenta del siglo xx) en los
que se publica la Carta a Franco de Fernando Arrabal: «Hace unos años
había un país en el que los filósofos árabes construían el pensamiento más
original de su raza [¿por qué no dice Arrabal que Averroes fue condenado y
tuvo que abjurar de sus errores en la mezquita de Córdoba?], mientras que
unas calles más allá los judíos creaban el monumento de la Kabala [¿qué
queda hoy de ella que no sea mera arqueología?]. Este país era España. Sus
reyes se llamaban, por ejemplo, Alfonso X el Sabio o Fernando III el Santo.
Este monarca se proclamó “el rey de las tres religiones” [hoy Arrabal, para
ponerse al día, hubiera dicho: “El rey de las tres culturas”]».
Y existe otra razón más (un economista diría acaso: «Otra razón adicional»,
y diría mal en esta ocasión, porque no es adicional, sino constitutiva) para
explicar la confusión de la pregunta que nos ocupa: el carácter capcioso de la
interrogación, que no determina si es una alternativa (¿de izquierda, de
derecha o de ambas a la vez?) o una disyuntiva (sólo de izquierda, sólo de
derecha), y si la forma alternativa o la disyuntiva de la pregunta se supone
verdadera o falsa. Pues podría ocurrir que España no fuera ni Idea de la
derecha, ni Idea de la izquierda, del mismo modo que un triángulo
rectángulo no es ni de izquierdas ni de derechas (y esto sin perjuicio de que
los masones —a quienes la Iglesia católica consideraba de izquierdas y el
Politburó soviético consideraba de derechas— utilizaran el triángulo
rectángulo como emblema de su secta).
Una cosa es, por tanto, que España o el triángulo rectángulo no tengan que
ver con la oposición derecha/izquierdas (cualquiera que sea el modo como
esta oposición se entienda) y otra cosa es que la derecha o las izquierdas no
tengan nada que ver con España, o con el triángulo.
Y, en todo caso, España no es una entidad tan simple como pueda serlo el
triángulo rectángulo. La involucración de las izquierdas y de la derecha con
España es mucho mayor que la involucración que ellas puedan tener con el
triángulo. Y, por tanto, recíprocamente, la involucración que España (o la
Idea de España) ha de tener con las izquierdas o con la derecha será también
mucho más profunda que la que pueda corresponder al triángulo geométrico.
Y con esto tampoco queremos prejuzgar que España no pueda ser segregada
de la oposición, disyuntiva o alternativa, izquierda/derecha. A fin de cuentas,
España, como nación histórica, existía ya muchos siglos antes de que la
oposición izquierda/derecha hubiera sido formulada en la Asamblea francesa
revolucionaria. Lo que ocurre es que la polarización que la oposición
izquierda/derecha determina en todo cuanto tiene que ver con España es tan
avasalladora que se extiende, ante todo, incluso retrospectivamente, a los
siglos anteriores a la Revolución Francesa (¿qué militante de izquierdas no
considera a los comuneros de Castilla como correligionarios suyos y a los
imperiales de Carlos I como hombres de la derecha más reaccionaria?).
de las izquierdas
Ahora bien: los ciudadanos que querían derribar el Antiguo Régimen, a fin
de sustituirlo en la gobernación del Estado, sólo podían ser los ciudadanos
entonces capacitados (socialmente, técnicamente, intelectualmente,
organizativamente...) para hacerlo, es decir, el tercer estado de Sieyes, al que
más adelante se le llamará burgués (quizá por la influencia que aún ejercía el
«burgués gentilhombre» de Moliere). La gran Revolución fue una revolución
burguesa, cuyo enemigo propio fue el Antiguo Régimen, y no sólo el
representado por el Reino de Francia, sino también por todos los Reinos e
Imperios que la rodeaban: el Imperio español, el Imperio inglés, el Sacro
Romano Imperio Germánico, el Imperio ruso.
De este modo, el primer sentido de la oposición derecha/izquierda, o el
primer nivel en el que esta distinción se dibujó, fue el de la oposición
Antiguo Régimen/Nuevo Régimen. La derecha contenía todo lo que tenía
que ver con la defensa del Antiguo Régimen, la izquierda —y ante todo la
izquierda radical de primera generación, la izquierda jacobina—, todo lo
que tuviera que ver con la defensa del Nuevo Régimen, es decir, con la
Nación política (con la república, con la democracia, poco después con el
Estado de derecho).
Nos atendremos, en esta exposición, a los diferentes niveles por los cuales el
curso de la oposición izquierda/derecha ha transcurrido, y sin que cada
cambio de nivel implique la desaparición del anterior. El nivel 1 es aquel en
el que la oposición derecha/izquierda se define en el terreno de la lucha de
clases del Nuevo Régimen (burgués) y del Antiguo Régimen (lucha que
tiene lugar a través de los conflictos entre Estados bien consolidados). El
nivel 2 se va determinando tras la desaparición en Europa del Antiguo
Régimen (monarquías constitucionales, Revolución de octubre de 1917,
guerras mundiales, guerra fría). La definición de la oposición
derecha/izquierda se redefini-rá ideológicamente mediante la oposición
«proletariado internacional o clase obrera» y «capitalismo internacional».
Y esto implica concebir a España, dentro del Género humano, como una
«circunscripción social y política», desde luego, a la que se llega, según su
ideología (que tiene muy escasos apoyos históricos), por un proceso de
federación de circunscripciones más pequeñas. La concepción federalista de
la sociedad política en general y de España en particular, en función de la
cual está organizada la misma estructura del Partido Socialista, es lo
suficientemente ambigua como para poner a prueba, según la coyuntura
política, los criterios utilizados para dar más peso a las Unidades federadas
(en el sentido de la llamada «federación asimétrica» o confederal, del actual
presidente socialista de la Generalidad, Pascual Maragall, de quien hemos
citado la idea: «España se compone de tres naciones y de catorce regiones»)
que a la Federación.
Pero incluso en los casos en que la inclinación apunte más bien hacia el
Estado federal, las razones de su unidad se harán derivar, más que de la
Nación española, de la conveniencia económica de una cohesión o
solidaridad entre las partes federadas, y esto por razones impuestas por la
«escala» de la estructura económico-política.
«En el terreno de la construcción del Estado hay que tener cuidado de que la
palabra federalismo no sirva igual para un roto que para un descosido. Y a
veces tengo la sensación de que se usa para justificar cualquier
configuración del Estado, aunque pueda poner en cuestión la cohesión entre
las partes. La voluntad de autogobierno de las partes de un sistema político
complejo como es el español tiene su límite lógico en la cohesión del
conjunto. A quien no le importe la cohesión de las partes la voluntad de
autogobierno tiene que llevarle hasta la independencia, lógicamente. A los
que sí nos importa la cohesión entre las partes, tenemos que poner algún
límite a la voluntad de autogobierno para garantizar que eso no irá en
detrimento de una ruptura de los mecanismos que nos vinculan a través de
las políticas que compartimos. Y hay propuestas, que potencian el
autogobierno, claro que sí, pero al coste de cuestionar la cohesión más de lo
que nosotros podríamos, creo, aceptar».
Esto no debe hacernos olvidar el españolismo del que han dado testimonio
importantes dirigentes históricos del Partido Socialista (Julián Besteiro,
Indalecio Prieto...), sobre todo los que pertenecieron a la generación de la
dictadura de Primo de Rivera y de la Primera República. Sabido es que la
dictadura del general Primo de Rivera, aunque mantuvo una idea de la
Nación española considerada ordinariamente como propia de la derecha,
aunque se propuso un plan de desarrollo acelerado para España
(Confederaciones Hidrográficas, Plan de Carreteras —«gobernar no es
asfaltar», se le objetaba—, ayuda a la industria automovilística —que
triplicó el número de vehículos del parque nacional—, creación de muchas
Escuelas Nacionales, Paradores Nacionales de Turismo: muchos de estos
logros pudieron ser incorporados como frutos de la Primera República), se
sostuvo en el poder en gran medida gracias al apoyo de los sindicatos
socialistas. Muy conocidas son las frases que Indalecio Prieto, como «buen
asturiano», pronunció en un famoso discurso, poco antes del 18 de julio de
1936, saliendo al paso de las acusaciones que la derecha les dirigía: «Se nos
acusa a quienes constituimos el Frente Popular de que personificamos la
antipatria. Yo os digo que no es cierto. A medida que la vida pasa por mí,
aunque intemacionalista, me siento cada vez más profundamente español.
Siento a España dentro de mi corazón, y la llevo hasta el tuétano de mis
huesos...».
Sin embargo, también hay que constatar que, por ejemplo, en otras
coyunturas (y sin que se pueda achacar contradicción alguna, si mantenemos
la distinción entre funciones y parámetros), en el pleno del Comité Central
del PCE celebrado en Toulouse en diciembre de 1945, aunque Santiago
Carrillo habla de la «unidad del Estado español» (como unidad no impuesta,
sino fundamentada en la libre decisión de los pueblos que lo componen), sin
embargo en el programa aprobado por el Congreso se habla del
reconocimiento de la personalidad nacional de los pueblos de Cataluña,
Euskadi y Galicia.
En la ponencia constitucional preparatoria de la Constitución de 1978, Jordi
Solé Turá, que representaba al PCE (recordamos que, después de la
Constitución, Solé Turá se pasó al PSOE y llegó a ser ministro de Cultura de
un gobierno socialista), hizo notables equilibrios verbales para ocultar la
ausencia de pensamiento político: da la impresión de que no poseía la
distinción entre funciones y parámetros, distinción que por otra parte no
podría haber utilizado en los debates si no quería aparecer como cínico. Solé
Turá hablará de una «Nación de Naciones» que puede culminar en «Estado
de Estados» o en otra cosa... Veinte años después, el entonces coordinador de
Izquierda Unida, Julio Anguita, se manifiesta, en la Fiesta del PCE de 1998,
como republicano (justificando las posiciones monárquicas del PCE en 1978
por razones de coyuntura) y pide el reconocimiento pleno del derecho de
autodeterminación del pueblo vasco. En esta línea continúan algunos
miembros distinguidos del PCE y de IU, como el señor Madrazo.
Ante todo, que la Idea de España, en cuanto Idea situada en los lugares más
altos de la jerarquía de las Ideas y valores políticos, no es un monopolio de
la derecha. La izquierda liberal ha mantenido la más alta Idea de España que
es posible concebir, y le ha conferido la forma de Nación política soberana,
incorporando su historia, la diversidad de sus costumbres (después se dirá:
de su «ser cultural»), en un todo que quiso ser integrado. La España de los
liberales de izquierda es la misma Idea de la Nación española, como Patria
común de todos los españoles.
Sin embargo, hay que reconocer que las otras generaciones de izquierdas —
anarquistas, socialistas y comunistas— han tomado grandes distancias ante
España y su historia en cuanto «Patria común de los españoles».
Algunos, desde una Idea tan romántica y metafísica como confusa de «la
Izquierda» (confusa porque no distingue entre los géneros de izquierdas que
se contraponen entre sí), ven una traición en este alejamiento que las
izquierdas llevan a efecto respecto de España como Nación, una e
indivisible, al proyectar su sustitución por las diferentes naciones
fraccionarias; una traición, acaso políticamente correcta, de la izquierda
(como dice César Alonso de los Ríos, en el subtítulo de su libro, tan
excelentemente documentado, sobre La Izquierda y la Nación, Planeta,
1999).
Cielo; como ocurre con la izquierda cristiana española, que fue formada en
los santuarios o seminarios vascos o catalanes, y de los cuales pasó a la
América española, como Teología de la liberación. (Ya en la época de la
Conquista, la tensión entre la Corona y los frailes misioneros que,
absorbidos en sus intereses apostólicos, preferían hablar a los indios en sus
lenguas vernáculas, en lugar de predicarles en español, fue tan intensa que
Fernando el Católico, durante su regencia, pensó seriamente meter a todos
los dominicos en un barco y traerlos de vuelta a España.) Pero también la
izquierda divagante, que se nutre de ese ejército de «intelectuales y artistas»
(directores de cine, novelistas, cantautores) que encuentran en la «España
negra» temas inagotables para escribir sus novelas, o filmar películas
subvencionadas por las consejerías de Cultura progresistas. Izquierdas
divagantes que ejercitan la memoria histórica, el rock, el kitsch y el cultivo
de la paloma de la paz, y que tienen como plataforma a las pantallas de cine
o de televisión, es decir, al mundo, siempre que en él haya cámaras de cine o
de televisión a mano.
Por último, la izquierda fundamentalista, que a veces se autode-nomina
«izquierda social», profundiza en la «condición humana», en la cobardía de
las izquierdas definidas y en la maldad intrínseca del feudalismo inquisitorial
y del capitalismo, de cuyos productos industriales, sin embargo, esta
izquierda se nutre como si fuera un subproducto suyo.
Vaya por delante, como premisa desde la cual vamos a internarnos en los
vericuetos en los que se diversifica la pregunta, la consideración de la
«Cultura» en cuanto palabra viva (y con vida cada vez más potente y actual),
como término ideológico que arrastra una nebulosa ideológica cuya
naturaleza oscura y confusa alcanza grados tan intensos que llegan a hacerla
tenebrosa y repugnante. Sobre todo, cuando se contrasta con las ingenuas y
entusiásticas maneras de utilizar el término «cultura» por las gentes
implicadas directamente en proyectos políticos, llámense Ministerio de
Cultura de España, Consejería de Cultura Vasca, Forum de las Culturas-
¿Acaso los fusiles, los carros de combate, los misiles intercontinentales, los
acorazados, los aviones militares, incluso la bomba atómica no son todos
ellos «objetos» o «instituciones» culturales y, a veces, propios de una
Cultura refinada y superior? En realidad, un Ministerio de Cultura (o, en su
caso, una Consejería de Cultura, o incluso una Casa de la Cultura) debería
reabsorber a todos los demás ministerios, consejerías y concejalías; y como
Casa de la Cultura de una ciudad, habría que considerar propiamente a la
ciudad entera, es decir, a sus edificios, estatuas, calles, instalaciones de
alcantarillado..., puesto que son también partes del «todo complejo» que E.
Tylor designó como «Cultura».
Y esta situación, que la mayor parte de los políticos considerarán absurda (lo
que demuestra el grado de inconsciencia y de estupidez en el que viven),
obligará a plantear una cuestión que, si no fuera por la inconsecuencia
profunda del afectado, habría que llamar «obstinación» de los políticos o
politólogos: ¿cuál es el criterio que ha presidido la selección, dentro del
«todo complejo», de aquellos contenidos culturales que han ido pasando a
formar parte de la jurisdicción de los ministerios, consejerías o concejalías
de Cultura?
No, sin duda el criterio que presidió la selección que delimitó la «Cultura
administrada» (o circunscrita) no fue el del «Espíritu»; los desajustes de su
definición con la extensión de esta jurisdicción son demasiado pronunciados.
Las fuentes de la «Cultura circunscrita» (o de la circunscripción de la
Cultura y, en el límite, de la Cultura por antonomasia) han de manar de otro
lado. ¿Cuál puede ser éste?
Sin duda, el lado del que manan las fuentes mismas de las nacionalidades.
Son las «nacionalidades», o las naciones, el criterio que, de hecho, origina la
circunscripción de la Cultura en los ministerios, consejerías o concejalías
correspondientes. Por ello, lo que estas instituciones «circunscriben» en el
«todo complejo» es precisamente lo que puede ser tomado como «hecho
diferencial» (como hecho distintivo, aunque no sea constitutivo) de una
nación (política o étnica) frente a las otras; prácticamente el folclore, como
«saber de cada pueblo», en lo que tiene de diferencial respecto de los otros
pueblos y que, por lo tanto, se dice, constituye su propia identidad. Por ello,
entre los «contenidos espirituales» de una Casa de Cultura podremos
encontrar tanto un arado como una flecha, tanto un tablado escénico como
un aparato de tortura, tanto una escenificación de vudú como una
escenificación de la danza prima.
Pero los pueblos son diversos, muchas veces distantes unos de otros, incluso
sin contactos entre sí durante siglos. De este modo se comprende que un
pueblo, sobre todo si es más poderoso que sus vecinos, llegue a ver a su
«propia cultura» (o lo que en su momento se llamará su cultura) como la
única cultura propiamente dicha y, por supuesto, superior a todas las demás
culturas que haya llegado a conocer. El etnocentrismo (que suele arrastrar, en
una fase de su desarrollo, un monoteísmo) tiene aquí su origen (muchos
pueblos se designan a sí mismos con la misma palabra con la que designan al
hombre en general).
¿De dónde brotan estas ideologías panfilistas y de dónde sacan fuerza para
mantenerse, siendo así que carecen por completo de todo respaldo real,
material?
Sin duda, entre las fuentes de estas ideologías metafísicas (que políticamente
toman la forma del pacifismo fundamentalista, que fue formulado por Kant
en su doctrina de la paz perpetua) hay que contar, por un lado, el temor (es
decir, el respeto) de unos pueblos o esferas culturales ante las otras, por tanto
el temor a la guerra y el deseo, en la medida de lo posible, de la coexistencia
pacífica. Pero, por otro lado, hay que contar también, entre las fuentes de
este armo-nismo, a las voluntades «identitarias» que se han ido segregando
en cada esfera cultural, en cada pueblo; cuando esas voluntades comiencen a
percibirse como aprisionadas por otras esferas culturales que, por razones
históricas, pretenden envolverlas «siguiendo los métodos del imperialismo».
Ahora bien, tanta concordia entre las culturas, tanta alianza entre
civilizaciones, sólo sería posible si algunas culturas o civilizaciones (en
nuestro caso, la Cultura española) decidieran inmolarse, en nombre del
Género humano, a la manera como tantos agarenos se inmolan en nombre de
Alá, a fin de que otras culturas (la catalana, la vasca, la gallega, la
berciana...) puedan sobrevivir en coexistencia pacífica.
En efecto, el proyecto parte del error garrafal que le da origen: dar por
supuesta la igualdad de todas las lenguas culturales de España, olvidando el
carácter histórico de estas lenguas y de sus propias leyes de expansión. ¿Por
qué si el catalán, el gallego o el vascuence —o el panocho o los bables—
que se vienen hablando durante siglos y siglos no pudieron extenderse por
toda España (y menos aún por todo el Mundo, como sucedió con el español)
van a poder extenderse ahora, por Decreto, en el próximo lustro? Este
proyecto, aparte de políticamente inviable de hecho, implica, de derecho,
una metodología coactiva y dictatorial, que entra en conflicto con la realidad
de las «estructuras lingüísticas culturales», que tienen sus propias leyes
históricas. Decretar imperativamente el multilingüismo en toda España, si
algún Gobierno en pleno delirio lo hiciese, desencadenaría una sucesión de
motines y de tumultos, si llegase a ponerse en práctica; en otro caso, sería
papel mojado.
Y todos estos conflictos entre instituciones culturales no tienen nada que ver
con «conflictos de culturas» o con la violación de los «derechos sagrados
identitarios». Lo que no quiere decir que los conflictos entre instituciones, y
los grupos sociales que las encarnan, no sean mucho más violentos de lo que
puedan serlo los conflictos entre las culturas, que no pueden ser violentos
por la sencilla razón de que no existen.
Ideas: ante todo la misma idea de cultura, pero también ideas tales como
«Género humano», «unidad» o «identidad» (señas de identidad), o bien
«identidad cultural».
Pero el punto que más interesa considerar aquí, en la línea del proceso de
secularización del que también hemos hablado (la secularización del Reino
de la Gracia en el Reino de la Cultura), es aquel en el que se abren
bifurcaciones sucesivas que tienen que ver con la unicidad del curso de la
transformación. La Cultura, heredera de la Gracia, habrá de considerarse
como única y universal, como ecuménica, a la manera como se presentaba a
los católicos el Reino de la Gracia (y entonces la Cultura se concebirá como
única, como su estado final, denominado muchas veces «Civilización») o
bien habrá de considerarse como múltiple, a la manera como muchos
teólogos, sobre todo protestantes, consideran la posibilidad de diversas
religiones verdaderas.
Esta tercera disyuntiva queda también sin base desde el momento en que no
reconocemos el carácter sustantivo de ninguna esfera cultural. Por tanto, si
una esfera cultural no es una sustancia, carecerá de sentido tratarla como si
fuera ella en su totalidad la que se enfrenta a muerte con todas las demás.
Y esto es lo que nos lleva, como alternativa más racional, a considerar la
concepción materialista y actualista (no sustan-cialista) de los círculos o
esferas culturales como estructuras morfodinámicas que se constituyen en el
proceso histórico de la interacción de unas y otras; interacciones que
suponen a veces coaliciones contra terceros, a veces conflictos, comparables
con los de las biocenosis. Pero conflictos en los cuales no se dirime tanto la
«sustancia» de cada cultura (y no por otra razón, sino porque una tal
sustancia no existe) cuanto la persistencia de alguna parte suya (una
institución o un conjunto de instituciones) vinculada siempre a otras, y desde
luego a determinados grupos sociales frente a otros.
lo, por ejemplo, un todo, un pan de trigo respecto de los trozos o partes
alícuotas o alicuantas en las cuales se reparte a la hora de la comida). Porque
lo ordinario es sobreentender (cuando se utiliza la idea de todo,
principalmente en contextos políticos o sociológicos) que el todo es el todo
atributivo (es muy frecuente la presencia de las totalidades distributivas en el
desarrollo mismo de las totalidades atributivas). Entre las totalidades
distributivas y las atributivas, cuya unidad es de tipo conjugado, hay
disociación pero no hay propiamente separación. No hay totalidades
distributivas que no tengan algún componente de totalidad atributiva, ni
recíprocamente: el proceso de escisión celular reiterada entraña
simultáneamente una partición de una unidad celular en sus células hijas,
nietas... en general sucesoras, las cuales pueden constituir, a su vez, un
conjunto atributivo (por ejemplo, una colonia de células) y una distribución
del material genético en una clase distributiva de células de determinada
especie, cuando cada célula se considere como independiente de las demás.
Así las cosas, podremos hablar de una tensión global o genérica del sistema,
de una coloración global, o de una temperatura uniforme global (con las
fluctuaciones locales correspondientes), que se extiende también, al menos
parcialmente, por el interior de todos los recintos particulares, sin perjuicio
de que los generadores locales (o gracias a ellos) estén generando energía a
tensión o temperaturas propias. De este modo, del «recinto global» podemos
predicar una tensión, color o temperatura genéricas, sin por ello desconocer
la existencia de áreas locales cuyas tensiones, coloraciones o temperaturas
especiales ya no estarán generadas exclusivamente por la participación de la
energía global distribuida o filtrada por ellas, sino por generación propia (en
modo alguno espontánea).
Hay propuestas, sin embargo, en este sentido, de las que ya hemos hablado
(«que todos los españoles aprendan a hablar catalán, eus-kera, gallego,
ansotano, valenciano, panocho...», «que todos los españoles visiten
anualmente los santuarios donde se venera la Virgen, Montserrat, Begoña, El
Rocío, El Pilar, Guadalupe...»). Pero, como hemos dicho, son proyectos
voluntaristas y vacíos, que carecen de toda viabilidad política; algo así
como, en el terreno técnico, les ocurre a los proyectos megalómanos
imposibles, tales como pretender construir rascacielos de cuatro kilómetros
de altura.
En cualquier caso, no hay por qué suponer a priori que el análisis categorial
de los criterios de identidad cultural que orienta la investigación sociológica
y antropológica actual, y que ha dejado «fuera de moda» a los criterios
descriptivos globales o «impresionistas» de la antigua Psicología de los
pueblos (o de las investigaciones sobre las «almas nacionales»), quiere decir
que los métodos analítico-esta-dísticos de nuestros días cubran el mismo
campo que el que cubrían las investigaciones sobre las «almas» de las
naciones. Consideremos este párrafo de Andre Maurois, en su contribución
«El carácter español» al libro El Alma de España, prologado por Marañón,
antes citado (pág. 221):
2. Otro tanto habrá que decir en relación con el «respeto a las instituciones
sociales». Para citar una de las más discutidas, la religión católica. Muchas
veces se considera, como rasgo característico o seña de identidad de la
cultura española, su adhesión o respeto a las prácticas de la religión católica;
y esto se prueba por las tasas de asistencia a misa, o a procesiones de
Semana Santa, por las tasas de utilización de las ceremonias religiosas en los
«ritos de paso» (bautizo, primera comunión, matrimonio, entierro...).
Existe, en conclusión, sin duda alguna, una cultura española. Pero los
responsables de la tutela, promoción y dirección de esta cultura española
común no quieren reconocer siempre (amparados en la cándida idea de la
«armonía de las culturas») que las relaciones entre la cultura española
genérica y las llamadas «culturas específicas», tal como se conducen de
hecho en la práctica, son relaciones de conflicto frontal y no de armonía. Y
que la confianza en la existencia efectiva de la cultura española no puede
hacer subestimar los peligros que las políticas culturales autonómicas
pueden representar, si no para la existencia de la cultura española genérica,
sí para su identidad o para su decoro.
Pregunta 7
¿ESPAÑA ES EUROPA?
Ahora bien, como ya hemos dicho antes en este libro, la unidad de España
(la unidad entre sus partes) puede asumir identidades (esenciales) diferentes,
según los contextos envolventes en los que se inserte. La unidad de España,
hace veinte o dieciséis siglos, asumió la identidad de parte (provincia,
diócesis) del Imperio romano; hace cinco siglos la unidad de España asumía
la identidad de la monarquía hispánica, o, si se prefiere utilizar el lenguaje
de la Antropología cultural antes que el lenguaje de la política, cabría decir
que España fue (y sigue siendo) una parte de la Comunidad hispánica, o una
parte del «área cultural hispánica».
Se hará posible, con todo esto, una nueva división de la Tierra, y sólo en
función de esta división el moderno concepto de Europa, como una parte
principal de ella, un continente capaz de enfrentarse a Asia o a Africa, pero
también a América y por supuesto a Australia (descubierta por españoles y
denominada inicialmente, en honor a la dinastía reinante en España, como
Austrialia).
España es, según esto, una de las «primeras partes» de esta área cultural que
llamamos Europa, integrada ya en ella plenamente desde el siglo n antes de
Cristo en la primera Roma y, parcialmente, ocho siglos más tarde, en la
segunda Roma, en el Imperio bizantino. España es Europa, por tanto, mucho
antes de que las tribus germánicas o eslavas pudiesen ver a Europa, incluso
subidos a los árboles de sus frondosos bosques.
Criterios para clasificar las Ideas sobre Europa. Las «cuatro Europas»
Son muchas las Ideas que están intrincadas en Europa, y la primera tarea que
nos proponemos es la de clasificarlas.
¿'Cómo conseguir una clasificación lo más neutra posible, respecto de
cualquier ideología?
La tabla ofrece una clasificación exhaustiva de las múltiples Ideas que sobre
Europa circulan (o han circulado) en cuatro tipos de Ideas que denominamos
Europa I,
Europa III comprende a las Ideas que tratan a Europa como si fuese una
totalidad atributiva respecto de sus partes formales. La denominamos
«Europa sin fronteras».
Europa IV comprende a las Ideas que tratan a Europa como si fuese una
totalidad distributiva respecto de sus partes formales. La denominamos
«Europa política».
(Las Ideas de tipo I pueden estar combinadas con las Ideas de tipo III, y las
de tipo II con las de tipo IV, pero en la tabla no se representan estos
desarrollos de la clasificación.)
La clasificación de las Ideas en cuatro tipos, I, II, III y IV, aparece cruzada
en la tabla con la división histórica, según criterios ordinarios, en tres fases:
Fase 1 (Edad Antigua y Media), Fase 2 (Edad Moderna) y Fase 3 (Edad
Contemporánea), que figuran como cabeceras de columna.
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Europa 1
A las Ideas de Europa de ese tenor, las hemos designado, en otras ocasiones,
como «Ideas sublimes» de Europa, o como Ideas de la «Europa sublime».
Un solo ejemplo: «Europa —dice Husserl en una célebre conferencia
pronunciada en Viena, en vísperas de la Segunda Guerra Mundial— es un
telos espiritual de nuevo cuño, la filosofía, que nació en Grecia en los siglos
VI y V antes de Cristo, como un nuevo modo de existir en el mundo, una
nueva cultura capaz de hacer penetrar en su órbita a la humanidad entera».
(Más detalles sobre la Idea de la «Europa sublime» en nuestro libro España
frente a Europa, Barcelona, 1999, capítulo VI.)
Europa II
Dos tipos de Ideas sobre Europa podemos distinguir en este contexto, lo que
nos conduce, respectivamente, a la Idea que denominamos Europa III y a la
Idea que denominamos Europa IV.
Europa III
Las Ideas de Europa que clasificamos en este tipo III se definen por ofrecer
una concepción de Europa como totalidad compacta, atributiva, constituida
por partes integrantes unidas las unas a las otras, que se autoconciben como
eslabones o piezas de un todo continuo, sin fronteras profundas entre ellas
(«Europa sin fronteras interiores») y preferentemente con relaciones de
armonía, amistad y paz (salvo excepciones). Es la Idea de una Europa
orgánica, de Europa como un organismo viviente, y de la cultura europea
como una totalidad compleja compuesta de partes heterogéneas y
entrelazadas que se han entretejido las unas con las otras a lo largo de los
siglos.
Europa IV
Esta distribución no excluye que las partes del todo, así concebido,
mantengan relaciones de conflicto que, sin embargo, aproximarán el todo al
tipo de los todos atributivos, en el sentido de las totalidades dioscúricas (los
Dióscuros, Cástor y Pólux, estaban destinados a vivir perpetuamente unidos,
pero siempre luchando el uno contra el otro).
Europa en su fase 1
No decimos que en esta fase 1 las relaciones o interacciones entre los planos
A y B sean nulas, elementos de la clase vacía. Estas relaciones o
interacciones existen, a veces con intensidad notable; sin embargo, las
interacciones y relaciones tendrán aquí un carácter episódico, accidental,
«sobrevenido», sin perjuicio de que la profundidad de su incidencia en
Europa haya sido muy notable. Lo que no tienen es un carácter regular o
sistemático.
Otro tanto se diga de los musulmanes en el siglo vn (la Hégira tuvo lugar en
el 622), en tanto permanecieron siempre, a diferencia de los bárbaros del
Norte, en los bordes de Europa (aunque lograron, durante siglos, ocupar
partes importantes de ella, provisionalmente en España, y más tarde,
definitivamente, en Turquía, con el Imperio otomano: de aquí derivan las
dificultades que Turquía tiene, en nuestros días, para ser recibida como
miembro de la Unión Europea).
Hunos (siglo v), musulmanes (siglo vn), mongoles (siglo xm); si se prefiere:
Atila, Mahoma, Gengis Khan son contenidos del plano A, que inciden en
Europa desde su exterior y que no logran, no quieren o no pueden integrarse
en ella; más bien pretendían incorporar Europa a su mundo. Todo esto sin
perjuicio de las influencias que lograron ejercer; sin embargo, terminaron
segregándose de Europa. Respecto de estas culturas, Europa se ha
comportado como si fueran elementos extraños, ha recogido y conservado
algunas piedras preciosas, dijes o dibujos suyos.
Con frecuencia los europeos se coligaron para hacer frente a los invasores: la
Reconquista en España, durante los siglos vni al XV; las Cruzadas en los
siglos XI, XII y XIII; los húngaros, polacos y vala-cos contra los Otomanos
(batalla de Varna, 1444), toma de Constantinopla por Mehmet II (en 1453),
etc.
Las tensiones entre las potencias europeas tienen lugar a través de las
disputas de territorios exteriores a Europa, coloniales, y sube de tono a
medida que transcurre el siglo XIX y XX: guerras napoleónicas, guerra de
Crimea (sitio de Sebastopol, 1854-1855), guerra de Prusia contra Austria
(batalla de Sadowa, 1866), guerra francoprusiana (batalla de Sedán, 1870), la
Gran Guerra Europea (1914-1918), la II Guerra Mundial (1939-1945) —con
intervención de potencias no europeas—, la guerra fría de Europa y Estados
Unidos contra la URSS «y países satélites», las guerras yugoslavas de final
del siglo XX.
Europa en su fase 3
En todo caso, nos parece pura retórica, tan grandilocuente como metafísica,
la presentación de la Globalización como si fuese una fase que el Género
humano «ha conseguido alcanzar». Esa «comunidad internacional» que se
supone actuando tras la Globalización es un mero flatus vocis. ¿Quién no
queda perplejo al escuchar por televisión la voz neutra y dogmática de la
secretaria de un organismo mundial que nos informa de que «la comunidad
internacional ha concedido una ayuda de cuarenta millones de dólares a los
damnificados por el último tsunami»? ¿Quién es esa «comunidad
internacional» globalizada? La Globalización no es el efecto de aquella
supuesta «comunidad internacional», sino de la acción de algunas de sus
partes. Los más optimistas creerán que la Globalización será la causa de la
comunidad internacional; pero tendrán que demostrarlo.
¿Cabe hablar de estas cuatro Ideas de Europa como Ideas que se hayan
mantenido con la mínima claridad a lo largo de las tres fases? ¿Cabe
sostener que todavía hoy existen cuatro Ideas de Europa, aun cuando estén
confusamente mezcladas en la Idea de Europa del presente?
Ésta es una Idea con una gran tradición que, dejando precedentes
abundantes, concibió Napoleón: su «sistema continental europeo» se cita una
y otra vez como antecedente de la Unión Europea. Obviamente, se trataba de
una Europa en la que Francia mantendría la hegemonía. El Plan Hollweg,
propuesto poco antes de la guerra de 1914, y el «Programa de septiembre»,
recién comenzada la guerra, buscaba una Europa con una Francia y una
Rusia bien delimitada en sus fronteras. Adolfo Hitler y después el Plan
Marshall, Monet o Schumann, dieron nuevo impulso al proyecto de una
Europa política. Sin embargo, es ésta una Europa fantasma, una Europa
como Idea aureolar, que los euroburócratas ensalzan, en gran parte porque
las expectativas de su vida en ella, en estado de bienestar, son muy altas. En
la sesión del Parlamento Europeo, en junio de 2005, tras el referéndum
negativo de Francia y Holanda, la primera medida que tomaron los
europarlamentarios fue subirse el sueldo. Este Parlamento aplaudió
entusiásticamente a Blair, sencillamente porque no aceptaba ser recibido
como el enterrador del euro durante sus meses de gestión como presidente
del Consejo europeo.
Ante todo diremos que el análisis de las palabras utilizadas por los
redactores del texto del Proyecto de Tratado arroja resultados lamentables en
lo que se refiere a la claridad y distinción de los conceptos que, tras muchas
de sus palabras clave, cabe determinar. Sólo unas muestras para indicar por
dónde podría ir el análisis crítico; un análisis que sería suficiente, nos parece,
para deslucir las pretensiones triunfalistas y notablemente pedantes de los
redactores del Proyecto.
Más aún, la solidaridad puede a veces tener un sentido ético, otras veces un
sentido moral o de grupo (por ejemplo, la «solidaridad de los cuarenta
ladrones») y un tercer sentido político militar (como ocurre con la «cláusula
de solidaridad» del artículo 329 del Proyecto). En resumen: cuando
comprobamos como estos redactores del Proyecto son víctimas de un
desconocimiento integral de las líneas mínimas de una Idea tan común como
la de Solidaridad, la desconfianza que ellos pueden provocar en el ciudadano
ilustrado será también muy grande. ¿O es que temen aclarar que la
«solidaridad de los europeos» (de los europeístas) no puede ser otra cosa
sino una solidaridad contra terceros? ¿Pero cuáles son éstos? Es necesario
definirlos: ¿los yankis? ¿los terroristas mahometanos? ¿los chinos?, ¿o acaso
creen en la solidaridad de todos los hombres contra los extraterrestres que
nos amenazaran, en el ámbito de una paz humana universal? Pero esta
creencia, aunque fuera verdadera, sería metafísica, es decir, quedaría fuera
del horizonte de la política.
Y lo mismo ocurre con los «valores religiosos». ¿Es que acaso la religión es
un valor? Y en todo caso, ¿de qué valores religiosos habla el Proyecto? ¿De
los valores cristianos, de los judíos, de los islámicos, de los jainistas, de los
budistas? ¿O es que cualquier religión es un valor? El Proyecto habla de la
necesidad de tener en cuenta la «herencia religiosa de Europa». ¿No es esto
mera coartada oscurantista? ¿Creen los redactores que el genérico «herencia
religiosa» soluciona prudentemente el conflicto de los valores religiosos?
Aquí no cabe hablar de prudencia, sino de ocultación y de engaño; o acaso
hay que hablar de un intento de entreabrir la puerta para que Turquía pueda
entrar en la Unión Europea, o para que los inmigrantes musulmanes de
Alemania, Francia, Inglaterra, España o Italia puedan promover los valores
islámicos, subvencionando la educación islámica, la edificación de
mezquitas y todo lo demás.
La redacción del texto hace pensar que el único valor europeo de consenso
es el euro, que también está enfrentado, por cierto, a otros valores de la
Bolsa. Y, efectivamente, los valores del euro son los valores centrales para la
Unión Europea, cuyo núcleo fue siempre una Unión aduanera y lo sigue
siendo, en la medida en que esta Unión aduanera siga desempeñando las
funciones de garantía de una fuerte democracia de mercado pletórico, que
haga posible un sos-tenible estado de bienestar (dentro del orden capitalista
socialde-mócrata). Todo esto tendrá sin duda un gran valor; pero entonces,
¿por qué necesita este valor envolverse con los valores de la Novena
Sinfonía?
¿Y qué decir del artículo 70, que reconoce el derecho que toda persona tiene
a la libertad de pensamiento y de conciencia? ¿Quién es la Unión Europea
para reconocer el derecho a la libertad de pensamiento y de conciencia?
¿Cómo podría ser reconocido este derecho, antes aun de que se garantice ese
pensamiento y esa conciencia? ¿Y acaso un pensamiento, si es verdadero y
científico, puede ser libre? El grado de ingenuidad de los redactores llega
aquí al máximum. ¿No les hubiera bastado, en efecto, reconocer el derecho a
la libertad de expresión del pensamiento (supuesto que exista)? Dirán los
europeístas que estas «fórmulas filosóficas» del Proyecto tienen poca
importancia. Pero ¿por qué recurren a ellas?
Pero vayamos a las palabras más técnicas del Proyecto, a las palabras
«Tratado» y «Constitución», que figuran en el rótulo del texto que ha
comenzado a someterse a los referendos y a las ratificaciones
parlamentarias.
Dicho de otro modo, la diferencia entre Tratado y Constitución tiene que ver
con el Estado y, por tanto, con el concepto de Soberanía, en su sentido
político. Cuando las sociedades políticas suscriben un tratado, es porque
mantienen intacta la soberanía de los Estados. Podrán estar suscribiendo
incluso un Tratado de Confederación, pero este tratado no implica la
constitución de un Estado. Una Confederación podrá transformarse en un
Estado, pero precisamente cuando el Tratado se extinga al ser sustituido por
la Constitución.
Pero otra vez estamos ante meras retahilas de palabras. No hay posibilidad
de «cesión de soberanía». La soberanía no puede cederse, porque se rige por
la ley del todo o nada. No cabe confundir «cesión de soberanía» con
delegación, transferencia o préstamo de funciones, tales que siempre puedan
recuperarse. Uno de los artículos más importante del texto que analizamos es
el que establece que cada Estado miembro puede retirarse de la Unión
Europea (artículo 60). Por tanto, puede recuperar sus préstamos o
transferencias, porque conserva su propiedad, y esa recuperación sería
imposible si las hubiera cedido.
III, España ocupa lugares característicos, que la acreditan desde luego como
parte de Europa y como parte distinguida.
Ahora bien, ¿qué tiene que ver esta condición de España como parte
distinguida de Europa, en todos sus aspectos, con la conveniencia o incluso
con la necesidad de formar parte de una Unión Europea (que, como venimos
diciendo, en ningún momento puede confundirse o identificarse con Europa,
como pretende la propaganda europeísta)?
Es muy frecuente confundir, en efecto, la evidencia de que España es parte
de Europa con las pretensiones imperativas de formar parte plenamente, sin
reservas, de la Unión Europea. Pero precisamente es en la evidencia de que
España es parte distinguida de Europa, e incluso una de sus partes
originarias, en donde descansan también los argumentos más importantes
capaces de disuadirnos de ese ingreso sin reservas en la Unión Europea.
Final
Ahora bien, no tenemos por qué entrar aquí en el debate sobre el alcance
político que puedan tener los proyectos de justicia, paz perpetua, diálogo,
tolerancia y solidaridad de los gobiernos democráticos fundamentalistas que
conmemoran a Don Quijote y lo representan a su imagen y semejanza. Pero
sí nos parece necesario concluir que si pretenden seguir manteniendo su
pacifismo y solidaridad universal, tendrán que retirar la «devoción» a Don
Quijote. Porque Don Quijote no puede en modo alguno tomarse como
símbolo de solidaridad, paz y tolerancia. Que sigan con su política pacifista
y antimilitarista, pero que no utilicen el nombre de Don Quijote en vano y en
falso.
Y si Don Quijote es símbolo de algo, no lo es de la «solidaridad universal»,
ni de la «tolerancia». ¿Qué solidaridad mantuvo Don Quijote con los
guardias que llevaban encadenados a los galeotes? Su solidaridad con los
galeotes no puede ser llamada universal, por cuanto implicaba la
insolidaridad con los guardias. Si Don Quijote es símbolo de algo, lo es de
las armas y de la intolerancia. Ni siquiera tolera Don Quijote que, en su
presencia, Maese Pedro represente con sus títeres una historia, la de
Melisendra, que está a punto de ser capturada por un rey moro: como esto es
inadmisible, Don Quijote saca su espada, la emprende a mandobles con el
teatrillo y destruye «toda la hacienda» del titiritero. ¿Y quién concibe a Don
Quijote desarmado? En el último capítulo, es cierto, Don Quijote «cuelga
sus armas», a la manera como el fraile «cuelga sus hábitos»; pero mientras
que para el cura o el fraile colgar los hábitos suele significar el renacimiento
hacia una nueva vida, en la que su barragana quedará elevada a la condición
de esposa, para Don Quijote, colgar las armas significa el paso que le
conduce inmediatamente a la muerte.
Los símbolos autogóricos son los que «se representan a sí mismos» y Don
Quijote ha sido representado, y aún sigue siéndolo muchas veces, aun sin
llamarlo así, como un símbolo autogórico de su propia figura imaginaria.
Como símbolo autogórico, o conjunto de símbolos autogóricos, interpretan
el Quijote quienes lo ven como una obra estrictamente literaria,
«inmanente», sin más referencias que sus propias figuras imaginarias.
Figuras imaginarias que se agotarían poblando un «imaginario» social. Pero
ese «imaginario» no está constituido por representaciones e «imágenes
mentales» (que son los contenidos de esas «mentalidades» estudiadas por los
«historiadores marxistas» que se acogieron hace unos años a la llamada
Historia de las mentalidades), sino por «imágenes reales», físicas, por
ejemplo las que dibujaron ya en los siglos xvn y xvm Antonio Carnicero,
José del Castillo, Bernardo Barranco, José Brúñete, Gerónimo Gil, Gregorio
Ferro; o en el XIX, José Moreno Carbonero, Ramón Puig-garí, Gustavo
Doré, Ricardo Balaca o Luis Pellicer; y en el XX Daniel Urrabieta Vierge,
Joaquín Vaquero, Dalí o Saura, por no contar también a los innumerables
dibujos de los Quijotes para adultos o para niños, comics, películas,
representaciones teatrales.
Pero ¿quiere esto decir que Cervantes se propuso como objetivo literario la
«descripción clínica» de un tipo de delirio específico?
Una cosa es que Don Quijote despliegue una serie de delirios que, lejos de
ser meramente literarios, tengan una consistencia clínica (lo que ya nos
obligaría a considerar a Don Quijote como una figura no autogórica, sino
alotética) y otra cosa es que Cervantes se hubiera propuesto hacer (finís
operantis) y, sobre todo, hubiera hecho (finís operis) la descripción
anticipada de un síndrome delirante, padecido por un tal Alonso Quijano.
Porque ¿acaso Alonso Quijano no es él mismo una figura literaria? Sobre
todo, ¿acaso no es el propio delirio sistematizado de Don Quijote aquello
que es utilizado por Cervantes como símbolo de otras figuras reales, que
precisamente no se consideraron víctimas de síndromes de Capgras o de
Frégoli? ¿Y acaso las propias calenturas de los últimos días de Don Quijote,
sin perjuicio de haber sido recogidas por el ojo clínico de Cervantes, no
pueden simbolizar también las calenturas de España en unos años de
profunda crisis?
Ahora bien, una figura humana, como sin duda lo es la figura de Don
Quijote, nunca existe en solitario: una persona implica siempre a otras
personas que se involucran las unas a las otras en coexistencia pacífica o
bélica. De otro modo: el individuo, en cuanto existente, es un sinsentido, es
una entidad metafísica y, por tanto, es ya simple metafísica el intento de
interpretar a Don Quijote como símbolo de algún individuo aislado, ya esté
cuerdo, ya esté loco. Un individuo, por sí mismo, no puede existir, porque
existir es co-existir.
Y esto por la sencilla razón de que «uno» no puede mandar, porque no puede
existir en cuanto tal «uno»: el rey más absoluto no manda solo, sino como
cabeza de un grupo.
El mínimo numérico de las personas coexistentes es el de dos; y acaso por
ello alcanza un grado casi máximo de consenso universal la interpretación de
las relaciones humanas desde el esquema dualista de las parejas (en especial
de las parejas constituidas por individuos opuestos, ya sea según el género
gramatical —masculino o femenino—, ya sea según otros criterios de
oposición: alto/bajo, tonto/listo, viejo/joven, gordo/flaco). Las personas,
según esto, jamás estarán solas, sino emparejadas, y según pares de
individuos que habrán de oponerse entre sí por diferentes y opuestos tipos de
atributos. Y si los elementos de una pareja se consideran «iguales», la
oposición entre ellos surgiría de su propia coexistencia, como ocurre por
ejemplo con las situaciones enantiomorfas, en las que aparecen opuestas
figuras iguales pero incongruentes, como ocurre con la incongruencia entre
dos manos iguales pero de sentido opuesto (derecha e izquierda). Adán y
Eva es el prototipo de una primera pareja, con oposición de género, pero
acompañada de un cortejo variado de otros pares de oposiciones. Los
dióscuros (Cástor y Pólux) fueron vistos, en la batalla del lago Regilo,
montando en sus caballos blancos y luchando entre sí.
Ahora bien, hay razones muy serias para concluir que los esquemas dualistas
son sólo un fragmento de estructuras más complejas. Adán y Eva, por
ejemplo, es sólo un fragmento de la sociedad formada por ambos con sus
hijos, Abel, Caín y Set. Don Quijote y Sancho suelen ser concebidos en
función de oposiciones abstractas, tales como idealismo/realismo, o
utópico/pragmático. Pero estas oposiciones fracasan en seguida: pues
suponen que el «idealismo» es una suerte de disposición personal orientada a
trascender el horizonte inmediato de la prosa de la vida, impulsando a las
personas hacia el altruismo o la gloria, entonces Sancho no se opone a Don
Quijote, porque también Sancho, desde el principio (y no en la segunda
parte, como se dice), está quijotizado, y acompaña a Don Quijote
aventurándose en toda clase de peligros, y no sólo para adquirir riquezas (lo
que ya sería suficiente, puesto que quien quiere adquirir riquezas poniendo
su vida en peligro ya es un idealista pragmático, en el sentido convencional),
sino para elevar a un rango social superior a su mujer Teresa Cascajo.
Sancho no es el tipo de villano que han concebido tantos historiadores
villanos que ponen, como única motivación de los españoles que se alistaban
a los tercios o a los galeones, la satisfacción del hambre (recordemos la
película de Antonio Landa, La marrana).
Pero cuando aplicamos a un grupo social dado (por ejemplo, el círculo de los
individuos humanos) el esquema dualista de conexión, entonces la realidad
se nos presentará como una pluralidad de parejas desconectadas entre sí
(pues suponemos que los términos de cada par se refieren íntegramente el
uno al otro). La conexión de los términos de cada pareja, en efecto, será
completa internamente, tanto si cada individuo se considera correlativo al
otro, como si se considera conjugado con él. Cada «par aislado» introduce
una tal dependencia recíproca entre sus términos que permite sea tratado
como una unidad «monista», como un dipolo, tanto si sus relaciones son
armónicas como si son dioscúricas. Por tanto, la realidad global se nos
ofrecería como una multiplicidad compuesta por infinitas parejas entre las
cuales sólo cabría reconocer interacciones aleatorias. Y en el supuesto en el
cual el esquema dual se aplicase a un único par, coextensivo con la «realidad
misma» (Ormuz y Arihman, entre los maniqueos; la diada Byzos/Aletheia
entre los gnósticos; o el Yin/Yan entre los chinos), entonces ese «dualismo
cósmico» equivaldría prácticamente a un monismo, y ello sin necesidad de
que se contemplase la posibilidad de que uno de los términos del dualismo
acabase venciendo o reabsorbiendo al otro. Sería suficiente que
permaneciesen eternamente diferentes, aunque complementándose el uno al
otro, o separándose el uno del otro, hasta la muerte («una de las dos Españas
ha de helarte el corazón»).
Las tríadas
—Yo no veo, Sancho —dijo Don Quijote—, sino a tres labradoras sobre tres
borricos.
Y Sancho replicó:
—Pues yo te digo, Sancho amigo —dijo don Quijote—, que es tan verdad
que son borricos, o borricas, como yo soy don Quijote y tú Sancho Panza; a
lo menos, a mí tales me parecen.
El Quijote, se ha dicho muchas veces, es una novela escrita desde una óptica
teatral (Díaz Plaja observó que el Quijote es la única novela cuyo personaje
central va siempre disfrazado). Y aquí radicaría su virtualidad para hacer de
ella representaciones pictóricas o escultóricas, y después cinematográficas o
televisivas. Cervantes nos ofrece ante todo a sus personajes en escenarios
bien definidos. En los escenarios se mueven, en principio, varias personas
(sólo excepcionalmente un único actor, en monólogos, o en diálogos).
También el triángulo es la estructura elemental del teatro.
En una palabra, nos parece (como también les parece a otros muchos
intérpretes) que el escenario del Quijote, en cuanto símbolo, nos remite a
referencias históricas y geográficas muy precisas. Referencias que podrán
ser puestas entre paréntesis, sin duda, si se pretenden mantener las
interpretaciones humanistas, éticas o psicológicas. Pero cuando
reinterpretamos las referencias históricas y geográficas, entonces se nos
imponen, en primer lugar, las interpretaciones políticas del Quijote, que han
de girar, de un modo a otro, en tomo al significado del Imperio español, del
«fecho del Imperio», si utilizamos la fórmula de la que se sirvió cuatro siglos
antes Alfonso X el Sabio.
Don Quijote, según palabras del bachiller (a través de quien muy bien podría
estar hablando Cervantes), tiene como referencia inequívoca a la «nación
española». Lo que tiene para nosotros un significado político del mayor
alcance no sólo porque demuestra que la nación española está ya reconocida
en el siglo XVI, mucho antes de que fuera reconocida la nación inglesa o la
nación francesa —o, por supuesto, la nación catalana o la nación vasca—,
sino porque nos ofrece explícitamente la referencia extraliteraria que
Cervantes atribuía a la figura de Don Quijote.
De algún modo sí, de un modo general, como también Sancho (tal como lo
hemos presentado) hay que referirlo a esa misma nación española que parece
ya consolidada o existente como tal nación histórica, sin perjuicio de la
profunda crisis que está padeciendo tras el desastre de la Invencible. Pero la
circunstancia de que la referencia de Don Quijote, de Sancho y de Dulcinea
sea, en términos generales, la misma, es decir, España, no significa que las
perspectivas desde las cuales cada uno de estos personajes de la trinidad se
refiere a España no sean distintas.
Despliegue histórico de la trinidad quijotesca: pasado,presente y futuro
Sin embargo, como hemos dicho, Don Quijote y los suyos no se mueven en
una época medieval, sino moderna. Ya no hay en España reyes moros.
Incluso algunos de los moriscos que fueron expulsados vuelven a España, y
se encuentran con Sancho:
Así puestas las cosas, nos parece que cualquier intento de interpretación
directa del escenario quijotesco mediante la referencia inmediata a las
figuras históricas de su presente (como pudieran serlo Carlos I, Hernán
Cortés, el Gran Capitán o Diego García de Paredes) habría que considerarla
como primaria o ingenua («¡Dos higas para el Gran Capitán y para ese
Diego García que dice!», replicó el ventero al cura).
Y si el bachiller Sansón Carrasco dijo a Don Quijote que era «el honor y
espejo de la nación española», es fácil entender lo que quería decir. Pues
¿qué es lo que reflejaba este espejo? Un caballero de esperpento, que
acomete empresas delirantes y ridiculas de las cuales sale continuamente
derrotado. ¿No es éste el reflejo de la nación española?
Y según esto, a Cervantes habría que ponerlo en la serie de aquellos hombres
que, no ya desde el exterior, sino desde el interior de la nación española, más
han colaborado (aunque de un modo más sutil y más cobarde) al entramado
de la Leyenda Negra. En los lugares de salida de esta serie legendaria
figuran Bartolomé de las Casas y Antonio Pérez; en los lugares terminales
figura el último Premio Cervantes, Rafael Sánchez Ferlosio, que escribió, en
1992, un libro titulado Esas Yndias equivocadas y malditas (que mereció, en
época de gobierno socialista, el Premio Nacional de Literatura). Pero como
figura central de la serie habría que poner, si fueran coherentes los que
mantienen esta interpretación catastrofista, al propio Miguel de Cervantes
Saavedra (1547-1616). Cervantes, con su Don Quijote, habría ofrecido el
marco genial y oculto de la Leyenda Negra contra España, y habría
contribuido a difundirla por Europa. Montesquieu ya lo habría advertido: «El
más importante libro que tienen los españoles no es otra cosa sino una crítica
a los demás libros españoles».
Más aún: esta interpretación derrotista a partir de Don Quijote, por tanto,
desde dentro del Imperio español, como obra de un delirio megalómano y
cruel, no sólo habría dado el marco, sino que habría alimentado la Leyenda
Negra promovida desde el exterior de las potencias enemigas (Inglaterra,
Francia, Holanda), Imperios depredadores y piratas carroñeros que se
alimentaban, en su infancia y durante su juventud, de los despojos que iban
arrancando a España. Y no falta quien sugiere (últimamente Javier Neira)
que el mismo éxito extraordinario que el Quijote alcanzó muy pronto en
Europa pudo ser debido, en gran medida, precisamente a su capacidad de
servir de alimento para el odio y el desprecio que sus enemigos querían
dirigir contra España.
Esta masa de gentes satisfechas, tras el primer gran esfuerzo del Imperio,
que está comenzando a desmoronarse, tiene el peligro de ser un lugar de
cuyo seno podrá surgir el «quiero y no puedo» de algún caballero esforzado,
a quien sólo le queda esperar el ridículo, si intenta valerse de las armas
herrumbrosas de sus bisabuelos, es decir, por ejemplo, de los barcos
paralíticos de la Armada Invencible.
Por eso Don Quijote, al mismo tiempo que sus locuras, estaría ofreciendo
algunos indicios de los caminos que sería preciso seguir. Ante todo recorrer
y explorar todo el solar de la nación española: Cervantes se ha preocupado
de que Don Quijote de la Mancha salga de su lugar de los campos de
Montiel, traspase Sierra Morena; incluso se ha preocupado de hacerle llegar
hasta la playa de Barcelona (aquella misma, al parecer, en la que Cervantes
vio cómo se hacía a la mar; sin que él, en una última oportunidad, pudiera ya
alcanzarlo, el barco que llevaba a Italia a su protector; el conde de Lemos).
¿Por qué entonces resultan risibles, sobre todo la figura de Don Quijote? No
por su esfuerzo, fortaleza, firmeza o generosidad, sino porque utiliza
instrumentos o se propone objetivos risibles: lanzas quebradas, baciyelmos,
molinos de viento, rebaños de ovejas, incluso gobierno de una ínsula; pero
manteniendo siempre aquella energía esforzada, firme y generosa, heredada
de su estirpe.
Cervantes pudo entrever esta alegoría a medida que su relato iba avanzando.
Lo importante es que tal alegoría fuera entrevista por Cervantes, porque sólo
entonces podría entenderse su disposición para llevar a Don Quijote, en un
momento dado de su carrera, a colgar las armas y, al mismo tiempo, a
decretar su muerte. Porque lo que no puede olvidarse es que la lección final
y más profunda del Quijote, que Cervantes parece querer ofrecernos, es ésta:
que aunque los proyectos esforzados de Don Quijote y de los caballeros
armados que representa parezcan locuras, la disyuntiva es la muerte. Para
renunciar a estas locuras, para curarse de ellas, tras la gran calentura, habrá
que colgar las armas; pero con esto (que es lo que no ve el pánfilo pacifista)
viene la muerte. La muerte física de Don Quijote, al recluirse, tras colgar las
armas, en el cuerpo de Alonso Quijano, simboliza así la muerte de España, al
colgar las suyas.
—No sé lo que te diga, hijo; sólo te sabré decir que le he visto hacer cosas
del mayor loco del mundo y decir razones tan discretas que borran y
deshacen sus hechos (II, 18; cursiva nuestra).
Otra cosa es el origen de ese desajuste entre la doctrina y el hecho. ¿Se debe
simplemente al dogmático empecinamiento del político o del científico (que
llega a proponer, pongamos por caso, como doctrina cierta, la teoría del big
bang, sin perjuicio de los hechos en contra)? ¿Se trata de que los hechos son
«trastocados» desde fuera (por ejemplo, desde el palacio de los duques), a
fin de que aparezcan distintos a como deberían aparecer? Descartes, en días
muy próximos a aquellos en los que Cervantes escribía el Quijote, cuando
juzgaba que «acaso esta estufa sea una ilusión propiciada por un Genio
Maligno engañador», se enfrentaba con el mismo encantador con el que se
encuentra Don Quijote.
Más aún, quienes, con Bataillon y tantos otros, ven a Cervantes como uno
más de los españoles impregnados por Erasmo (¿qué escritor del siglo de oro
español merecería ser citado por estos eruditos sectarios si no fuera porque
en aquel discurso ven reproducida alguna idea de Erasmo?) leerán el curioso
discurso de Don Quijote como una versión de la doctrina del pacifismo
evangélico erasmista.
Y aunque la naturaleza los hubiera derribado o hecho caer, ¿no les bastaba
Cristo? Cristo es el principio de la paz. A Cristo no le anuncian bélicas
trompetas. ¿Por qué los hombres mueven guerras permanentes, a pesar de su
inteligencia? Acaso por su pecado original. Pero Erasmo parece estar
diciendo que si la inteligencia, o la razón, no hubiera sido menoscabada en el
hombre por el pecado, como decía san Agustín, los hombres dejarían de
cultivar las armas, precisamente en virtud de su racionalidad.
Se ha señalado una posible relación entre la Querela pacis de Erasmo, en
que acusa la ambición de los príncipes belicosos, y el programa de Vitoria,
De iuri belli. Manuel de Montoliu (Alma de España, págs. 632, 633)
defiende esta relación. Pero semejante apreciación, a nuestro juicio, carece
de todo fundamento, y es sólo fruto de la erasmomanía. Vitoria no es
pacifista al modo de Erasmo; su posición sobre la guerra justa es
precisamente la contraria a Erasmo.
Pero mientras que Erasmo afirmaba que los hombres deberían dejar de
cultivar las armas, precisamente en virtud de su racionalidad, Don Quijote
comienza reivindicando la condición racional de las armas. El hombre es
animal racional, luego también han de serlo las armas, inventadas por el
hombre. Tanto más importante es esta conclusión de Don Quijote cuando
advertimos que sus armas no son armas-máquina (armas de disparar, como
flechas, bolas, armas de fuego, granadas; menos aún armas automáticas,
como cepos o misiles inteligentes), sino armas-instrumento (armas de
blandir, como espadas o lanzas).
«Ahora no hay que dudar sino que esta arte y ejercicio [de las armas de la
andante caballería] excede a todas aquellas y aquellos que los hombres
inventaron, y tanto más se ha de tener en estima cuanto a más peligros está
sujeto. Quítenseme delante los que dijeren que las letras [las letras de los
letrados, de los legistas, del Estado de derecho] hacen ventaja a las armas,
que les diré, y sean quien se fueren, que no saben lo que dicen. Porque la
razón que los tales suelen decir y a lo que ellos más se atienen es que los
trabajos del espíritu exceden a los del cuerpo y que las armas solo con el
cuerpo se ejercitan, como si fuese su ejercicio oficio de ganapanes, para el
cual no es menester más de buenas fuerzas, o como si en esto que llamamos
armas los que las profesamos no se encerrasen los actos de la fortaleza, los
cuales piden para ejecutarlos mucho entendimiento, o como si no trabajase el
ánimo del guerrero que tiene a su cargo un ejército o la defensa de una
ciudad sitiada así con el espíritu como con el cuerpo».
Y todavía dirá más: las armas tienen un fin superior a las letras («y no hablo
ahora de las [letras] divinas, que tienen por blanco llevar y encaminar las
almas al cielo»), porque mientras las letras [las que giran en torno a las
normas éticas, morales, políticas o jurídicas] tienen como fin y paradero
«entender y hacer que las buenas leyes se guarden», este fin no es digno de
tanta alabanza como la que merece «aquel a que las armas atienden, las
cuales tienen por objeto y fin la paz (...) Esta paz es el verdadero fin de la
guerra, que lo mismo es decir armas que guerra».
Cuando, desde este supuesto, hablemos de paz, como fin de la guerra, nos
referiremos a la guerra real, a cada guerra en particular; y entonces hablar de
paz ya puede tener un sentido político e histórico, y no metafísico o
metahistórico. Hablar de la paz como fin de la guerra es hablar de una paz
política: bien sea de la Pax Romana, bien sea de la Pax Hispana, bien sea de
la Pax Británica o bien sea de la Pax Soviética (de la que Stalin se proclamó
abanderado en 1950). La paz es el fin al que aspira la guerra con el objetivo
de instaurar el orden inestable que la misma guerra ha comprometido,
reconstruyéndolo a medida del vencedor.
Por eso la guerra, en cuanto actividad racional que tiene como fin la paz, o el
orden justo obtenido tras la victoria, implica también racionalidad de este
orden y de las operaciones que conducen a él. Por ello la guerra no puede
tener como fin la esclavización de los hombres que no lo merecen, y menos
aún su exterminio. La paz a la que aspira la guerra ha de tener como fin:
a) O bien evitar ser esclavizados por otros: es el fin al que aspiran las
guerras defensivas.
c) O bien la guerra tiene como fin gobernar a los que merecen ser
gobernados, incluso como esclavos. Vitoria, incluso Sepúl-veda, asumirán
este tercer fin de la guerra como un título de guerra justa, si es que él se
propone tutelar y educar a los pueblos incapaces de gobernarse a sí mismos,
hasta lograr que desarrollen sus propias capacidades.
El orden representado en las leyes que pueda presidir a una Nación, tal como
la Nación española, sólo puede mantenerse por la fuerza de las armas, que lo
crearon y lo sostienen por debajo: las armas que lleva Don Quijote, pero no
en solitario, sino asistido por Sancho y por Dulcinea, de la cual podrán salir
los nuevos soldados y los nuevos legistas.
Una Nación desarmada o débil sólo podrá asumir el orden que le impongan
otras Naciones o Imperios mejor armados. Y, por ello, las armas deben ser
consideradas superiores y más racionales que las letras, que las leyes:
«Ahora no hay que dudar sino que esta arte y ejercicio [de las armas] excede
a todas aquellas y aquellos que los hombres inventaron, y tanto más se ha de
tener en estima cuanto a más peligros está sujeto. Quítenseme delante los
que dijeren que las letras [la leyes del Estado de derecho] hacen ventaja a las
armas, que les diré, y sean quien se fueren, que no saben lo que dicen.
Porque la razón que los tales suelen decir y a lo que ellos más se atienen es
que los trabajos del espíritu exceden a los del cuerpo y que las armas solo
con el cuerpo se ejercitan, como si fuese su ejercicio oficio de ganapanes,
para el cual no es menester más de buenas fuerzas, o como si en esto que
llamamos armas los que las profesamos no se encerrasen los actos de la
fortaleza, los cuales piden para ejecutarlos mucho entendimiento, o como si
no trabajase el ánimo del guerrero que tiene a su cargo un ejército o la
defensa de una ciudad sitiada así con el espíritu como con el cuerpo».
Las armas, en resolución, tienen un fin superior a las letras («y no hablo
ahora de las letras divinas, que tienen por blanco llevar y encaminar las
almas al cielo»), porque mientras las letras tienen por fin y paradero
entender y hacer que las buenas leyes se guarden, este fin no es digno de
tanta alabanza, como el que merece aquel al que las armas atienden, las
cuales tienen por objeto y fin la paz. La paz es el verdadero fin de la guerra,
puesto que lo mismo es decir armas que guerra.
GLOSARIO
En este glosario van incluidos términos, bien de un lenguaje técnico, bien del
lenguaje ordinario, que tienen sentido técnico en el materialismo filosófico.
Pueden verse definiciones más extensas en el libro de Pelayo García Sierra,
Diccionario filosófico. Manual de materialismo filosófico, Pentalfa, Oviedo,
2000.
Base / Superestructura. La distinción base/superestructura es una metáfora
que en el Prefacio a la Introducción a la crítica de la Economía Política de
Marx tiene un alcance crítico y preciso. Desde la perspectiva de este libro,
sobreentendemos que el Prefacio de Marx presenta a las superestructuras en
cuanto morfologías culturales susceptibles de desplomarse en el proceso de
evolución del todo complejo; y precisamente cuando se desmoronan, porque
la base ha cambiado, es cuando se manifiestan como tales superestructuras.
Pero esta metáfora sugiere una visión estática de la realidad: la base es el
soporte y las superestructuras vienen a ser una excrecencia, una floración
que puede tener alguna reacción sobre la base, pero que no se sabe muy bien
cuál pueda ser su función en la producción (¿un software respecto del
hardware básico, como sugería Klaus?, ¿una capa ideológica destinada al
control social de los individuos de la sociedad correspondiente a la cultura
de referencia?). De hecho, la distinción fue desarrollada por el Diamat en
una perspectiva dualista, dogmática y no crítica, de suerte que base
terminaba equivaliendo a materia (otras veces a «Naturaleza») y
superestructura a espíritu (otras veces a «Hombre»); pues, a fin de cuentas,
el Arte, la Religión,
Emic / Etic. Conceptos introducidos por Pike para designar las dos
perspectivas que puede adoptar el lingüista, sociólogo, etnólogo, etc., en el
ejercicio de su oficio. La perspectiva emic equivale al punto de vista del
agente o agentes de la ceremonia, institución, discurso, acto, etc.
(generalmente miembros de culturas distintas de las del investigador; el
término emic es una generalización del sufijo del término «fonémica»).
«Colón, en sus viajes, descubrió las costas del Cipango y del Catay» es una
proposición emic, cuyo error retrospectivo, sin embargo, no debe hacernos
olvidar que ella guió los pasos del almirante. La perspectiva etic equivale al
punto del investigador; que no comparte necesariamente el punto de vista
emic, del agente de los procesos analizados (generalmente a cargo de
miembros de culturas distintas de las del investigador; el término etic es una
generalización del sufijo del término «fonética»). «Colón, en sus viajes,
descubrió diferentes islas del Caribe, así como las costas del continente
americano» son proposiciones etic.
Partes alicuantas. Cada una de las partes de una totalidad atributiva, cuando
no son iguales entre sí.
Partes alícuotas. Cada una de las partes de una totalidad atributiva, cuando
son iguales entre sí.
Partes formales / Partes materiales. Las partes en las que se divide una
totalidad, que de un modo u otro presuponen la figura del todo, se llaman
partes formales, lo que no significa que deban reproducir icónicamente la
figura del todo (por ejemplo, un jarrón roto en fragmentos, aunque éstos no
se parezcan al jarrón de origen, si permiten, en el caso más favorable, la
reconstrucción, podrán considerarse como partes formales de ese jarrón).
Partes materiales son aquellas partes del todo en las cuales ya no se
conserva su forma (por ejemplo, si el jarrón se fragmenta hasta el nivel de
las moléculas de caolín de las que estuviera constituido, se habrá dividido en
sus partes materiales). Si un organismo viviente se descuartiza o reparte en
miembros, células, incluso en componentes de las células (mito-condrias,
cromosomas, ácidos nucleicos, etc.), diremos que se ha descompuesto en sus
partes formales; pero si el análisis se lleva a un nivel más bajo, mediante un
análisis químico (carbono, hidrógeno, calcio, etc.), entonces diremos que se
ha descompuesto en sus partes materiales. El poder legislativo, el poder
ejecutivo y el poder judicial son partes formales de la sociedad política; los
individuos o incluso los grupos familiares, cuando se consideran a escala
etológica, son partes materiales de la sociedad política.
BIBLIOGRAFÍA
Moa, Pío, Los mitos de la Guerra Civil, La Esfera de los Libros, Madrid,
2003.
Preston, Paul, Las tres Españas del 36, Círculo de Lectores, Barcelona,
1998.