Sanación Del Alma - Anselm Grun

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Sanacion del alma_ Sanación del alma diagr.

21/04/2014 10:46 Página 5

Anselm Grün
Maria-M. Robben

Sanación del alma


Sanar las heridas de la infancia
Impulsos espirituales
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Título original: Finde Deine Lebensspur

Grün Anselm
Sanación del alma

Traducción de Evelina Blumenkranz

I. Título - 1. Espiritualidad

Ilustración de tapa: Les cyprès à Cagnes de Cross


Diseño de tapa e interior: Panorama
Traducción: Evelina Blumenkranz

Todos los derechos reservados

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en cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias,
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Prólogo

Nosotros, los autores del presente libro, trabaja-


mos en el acompañamiento espiritual. En los últi-
mos meses hemos enfrentado, con llamativa fre-
cuencia, el tema de la relación con los padres en
numerosas conversaciones con gente a la cual
acompañamos. En la supervisión de esas conversa-
ciones individuales comprendimos que muchas per-
sonas están profundamente marcadas por las heridas
paternas y maternas, y que inclusive en su adultez
continúan sufriendo por ello. Esa impresión nos lle-
vó a analizar entre nosotros las experiencias recogi-
das en esas conversaciones, a profundizar la refle-
xión a través de la lectura de libros sobre el tema y
también a observar más detenidamente las propias
relaciones con nuestros padres. De ese análisis sur-
gió el presente libro. En virtud de que se trata de las
heridas de los hijos y las hijas, resultó importante
para nosotros que el libro fuera escrito simultánea-
mente por un hombre y una mujer, que aportaron
sus respectivas experiencias y puntos de vista.
Siempre resulta difícil y a menudo insatisfactorio
cuando un hombre escribe sobre mujeres o a la in-
versa. Queda claro que también cuando escribimos
sobre las heridas paternas y maternas de otros, siem-
pre lo realizamos sobre el fondo de las experiencias
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que nosotros mismos hemos tenido y lo efectuamos


en virtud de las propias heridas que hemos sufrido,
así como las experiencias de la transformación y la
sanación que nosotros mismos pudimos realizar.

La frase que ilumina un punto de partida de nues-


tro libro pertenece a Friedrich Nietzsche: “Qué niño
no tuviese un motivo para llorar por sus padres”.
Todos nosotros –también aquéllos que entretanto
tienen sus propios hijos– somos hijas o hijos. Todos
nosotros llevamos a cuestas nuestra historia familiar
y somos parte de la historia de otras personas. La
historia que nos vincula con los propios padres des-
de un comienzo es también siempre una historia que
tiene dos caras, una positiva y una dolorosa. Las pá-
ginas siguientes tratan fundamentalmente del lado
doloroso de la relación padres-hijos, de las lesiones
a través de las heridas paternas y maternas, y de las
posibilidades sanadoras para convivir con ellas.
Nuestra convicción es que se trata de un tema vital
y absolutamente central. Encontrar el sendero de
nuestra propia vida o dejar que la historia de nuestra
vida nos determine depende de cómo se sanen las
heridas provocadas por nuestros padres. Sólo quien
se reconcilia con lo que llegó a ser, será capaz de
descubrir qué posibilidades se encuentran dentro de
sí. Dejará de responsabilizar a sus padres si su vida
no marcha como lo había imaginado. En todas las
heridas que experimentamos podemos ver una opor-
tunidad de hallar este ser interior de la propia perso-
na. El secreto más profundo de nuestro auténtico ser
puede abrirse para nosotros si observamos conscien-
temente cómo fue la relación con nuestros padres,
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qué tuvo de sanador y qué de doloroso y enferman-


te. Quien tiene la valentía de observar las propias
heridas, hallará a través de ellas también las raíces
positivas que ha obtenido de sus padres. Ya que los
padres no sólo han lastimado, también han dado
mucho. Somos partícipes de su historia, de su talen-
to, de sus aptitudes. Quien reprocha a sus padres du-
rante toda su vida sus heridas paternas y maternas,
se distancia de las raíces positivas de sus padres. Su
vida pende entonces en el aire.

Atravesando las heridas tenemos acceso a nues-


tro auténtico núcleo. En toda lesión este núcleo está
dentro de nosotros intacto e ileso. Si lo descubri-
mos, dejamos de culpar a nuestros padres. No nos
quedamos en las heridas sino que vemos a través de
ellas hacia nuestra verdadera esencia, hacia nuestro
ser original. A este núcleo auténtico llegamos al ob-
servar nuestros sueños de vida que tuvimos de ni-
ños, cuando analizamos nuestros deseos profesiona-
les de la infancia. Podemos preguntar: ¿Qué sendero
de vida se encuentra en mi deseo infantil de llegar a
ser constructor o panadero? En el deseo de ser cons-
tructor existía un esbozo de construir algo que para
los demás fuera un hogar. En la imagen del panade-
ro se manifiesta la idea de endulzar la vida de los de-
más. Otro camino para descubrir el sendero de nues-
tra propia vida sería recordar los juegos que siempre
jugamos de niños. Cierta mujer jugaba de niña
siempre con muñecas, las vestía y se preocupaba
por ellas. En ese juego infantil se manifestaba su
sendero de vida, de ocuparse de los demás, de aten-
derlos y cuidarlos. También podemos hallar el sen-
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dero de nuestras vidas si observamos detenidamen-


te nuestros cuentos favoritos, aquéllos que escuchá-
bamos con tanto gusto de niños, o recordar las na-
rraciones que leíamos con entusiasmo. Cierta niña
estaba siempre fascinada por los marginados. Su
sendero de vida, el camino que la condujo hacia su
esencia más primitiva, consistía en aceptar margina-
dos.

El objetivo del presente libro es reconocer nues-


tro auténtico ser y hallar nuestro sendero de vida
más primitivo a través de la observación de las he-
ridas espirituales que hemos padecido en nuestra
infancia. La represión no ayuda: quien no observa
sus heridas será determinado por ellas. Ellas falsean
su sendero de vida. Esta persona piensa quizás que
vive su propia vida. En realidad sólo repite las he-
ridas de su infancia, está determinada por sus heri-
das. Pero no se trata únicamente de observar las he-
ridas sino también nuestros recursos positivos, las
fuentes de las cuales pudo beber nuestra alma des-
de la niñez, y los sueños en los que se manifestaba
la figura de nuestro propio ser. Si tomamos contac-
to con nuestra esencia tal como Dios lo ha pensado
para nosotros, entonces floreceremos, fluirá en no-
sotros nueva energía y percibiremos que la vida va-
le la pena, que sentimos placer en esta vida única.
Un criterio para encontrar el propio sendero de vi-
da es siempre que la vida fluya dentro de uno y
emane hacia el exterior. Si mi sendero de vida con-
siste por ejemplo en el cuidado de los demás, en-
tonces sentiré placer en ello, me hará bien. Pero si
ayudo a los demás simplemente para no sentir mi
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herida materna, quizás acaso para atenuar mi pro-


pio dolor por la dedicación no recibida, entonces rá-
pidamente me sentiré sobreexigido, extenuado y
agotado.

No se trata de acusar a los padres sino de recon-


ciliarse con ellos. El psicoterapeuta Bert Hellinger,
quien ha reflexionado mucho acerca de los enredos
incurables y enfermantes en el sistema familiar, cri-
tica con razón que muchos esperan la sanación de
sus heridas a través de la expresión y manifestación
de su enojo. Él habla de venerar y honrar a los pa-
dres, lo cual no significa que transfiguremos a los
padres mediante una luz rosada y aprobemos todo
en ellos. Ellos tienen ciertamente sus límites. No
siempre nos han dado lo que necesitábamos. Pero
aun cuando esto fuera así: debemos cesar de repro-
chárselo. Debemos agradecerles lo positivo que
realmente nos han dado. También pudimos obtener
de ellos. Ellos conforman las raíces a partir de las
cuales hoy vivimos. Sin estas raíces nuestro árbol de
vida se seca. Para poder aceptar aquello que nos han
dado nuestros padres y tornarlo útil para nuestra vi-
da, es importante comprenderlos en su limitación y
en su propia historia. Si los entendemos, no los juz-
gamos. Vemos a los padres en medio de sus compli-
caciones en la propia historia familiar. Podemos de-
jar en ellos lo que no nos dieron y con lo cual nos
lastimaron, sin reprochárselo durante toda la vida.
Quien responsabiliza siempre a los padres por su
destino y niega la propia responsabilidad por su vi-
da, nunca hallará su forma interior y exterior, nunca
descubrirá la senda de su camino que lo lleva hacia
la vida.
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Observar las heridas paternas y maternas y en-


frentar así las emociones vinculadas a ellas resulta
para algunos como “girar en torno a sí mismo”.
Ellos piensan que deberíamos dedicarnos mejor al
presente y resolver los problemas existentes en ese
momento. Seguramente existen muchos actualmen-
te que tienden a girar en forma constante en torno a
sus heridas. Sí, a veces existe la necesidad imperio-
sa de descubrir siempre nuevas heridas del pasado.
Tal comportamiento maníaco seguramente no con-
duce a la vida. También es un error creer que po-
dríamos acercarnos a los conflictos cotidianos sin
prejuicio alguno. Todos nosotros experimentamos
no sólo los conflictos sino sencillamente las con-
frontaciones con la gente, ya con nuestras experien-
cias previas. El modo en que experimentamos la au-
toridad depende básicamente de las heridas paternas
que hemos sufrido. También las manifestaciones y
miradas de las personas en quienes buscamos dedi-
cación las veremos siempre a través de los lentes de
experiencias dolorosas, es decir, las experimentare-
mos sobre el trasfondo de nuestras heridas mater-
nas. Si no observamos nuestras heridas y no nos re-
conciliamos con ellas, inconscientemente las
transmitiremos. Una ley fundamental de nuestra
conducta –bien lo sabe la psicología– consiste en re-
petir las heridas que no hemos integrado a nuestra
vida, ya sea lastimando a otros o a nosotros mismos,
o eligiendo situaciones que equiparan las escenas
hirientes de la infancia. Sigmund Freud habla en es-
te contexto de compulsión de repetición: si bien
queremos hacerlo mejor que nuestro padre, repeti-
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mos las mismas experiencias traumáticas que nos ha


causado nuestro padre. Un hombre decepcionado de
su madre, adecuará inconscientemente las cosas de
manera tal que también obligue a su esposa “a de-
cepcionarlo en última instancia de la misma manera
en que él se ha sentido frustrado por su madre”
(Richter 112). Muchos eligen situaciones en las cua-
les su pareja o su jefe, su amigo o su amiga los las-
timan de la misma manera que sus padres. Una mi-
rada en la historia nos muestra cómo las personas
heridas durante su infancia actúan sus heridas con
los demás durante toda su vida y qué consecuencias
provoca. Basta con observar la vida de tiranos o de-
lincuentes violentos. Por regla general se trata de ni-
ños heridos que transmiten sus heridas de manera
brutal y sin embargo nunca pueden desprenderse de
ellas. También existen las “víctimas inocentes” que
se lastiman a sí mismas constantemente y se sienten
a gusto en su papel de víctimas. Pero como víctimas
a menudo también se convierten en actores. Ya que
como víctimas impiden a las personas de su entorno
vivir la vida que les corresponde.

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Impulsos espirituales

En este libro no se trata para nosotros exclusiva-


mente de la dimensión psicológica de las heridas pa-
ternas y maternas sino también del aspecto espiri-
tual. Los reconocimientos psicológicos deben ser
tomados seriamente. Pero no quisiéramos quedar-
nos en ellos. En la reflexión de la dimensión espiri-
tual nos interesa principalmente la cuestión acerca
de la medida en que la confrontación con la palabra
de Dios en la Biblia puede sanar nuestras heridas es-
pirituales. Para ello observaremos e interpretaremos
las cuatro clásicas historias de relación que nos des-
cribe la Biblia: la relación padre-hija en Marcos 5,
la relación madre-hija en Marcos 7, la relación pa-
dre-hijo en Marcos 9 y la relación madre-hijo en Lu-
cas 7. En estas cuatro historias de relación aparece en
cada caso Jesús como terapeuta que se ocupa tanto
del padre y de la madre como así también de la hija y
del hijo. Otras cuestiones centrales que a continua-
ción nos interesan: ¿En qué medida puede ayudarnos
la meditación acerca de estas historias de sanación a
comprender y sanar nuestras propias heridas provo-
cadas por nuestros padres? ¿Cómo podemos experi-
mentar hoy en nosotros la fuerza sanadora de Jesús?
¿En qué se diferencian una psicoterapia de un acom-
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pañamiento espiritual? ¿Debemos concurrir con


nuestras heridas a un terapeuta o también es posible
el camino hacia Jesús? ¿Cómo podemos reconocer
nuestra propia persona a través del encuentro con Je-
sús y hallar nuestro sendero de vida más primitivo?
¿Tiene Jesús alguna relación con el descubrimiento
de nuestro propio ser? ¿Qué piensa C.G. Jung al de-
nominar a Jesús el más claro arquetipo del sí mismo?

No debemos confundir a Jesús con un mago que


simplemente con tocarnos permite deshacernos, en
lo posible sin dolor, de nuestras heridas. Las histo-
rias de sanación de la Biblia, en cuyo centro está
Jesús como terapeuta, nos demuestran caminos en
los que se transforman nuestras heridas y cómo al
confrontarnos con Él podemos hallar nuestra au-
téntica figura. Jesús actúa en estas historias como
terapeuta experimentado. Pero simultáneamente
actúa a partir de su unión interna con Dios. Dios es
la verdadera fuente de salvación y sanación. El
modo en que Jesús aborda en las narraciones bíbli-
cas al padre y la madre, al hijo y la hija, nos mues-
tra cómo proceder con nuestras propias heridas pa-
ternas y maternas. Si observamos detenidamente
las historias de sanación, descubriremos posibili-
dades para nuestra sanación y pasos hacia una vida
auténtica. En el centro estará una y otra vez el re-
conocimiento de que no debemos realizar la sana-
ción por fuerza propia. Ella tiene lugar cuando ob-
servamos y elaboramos nuestras propias relaciones
a la luz de la historia de relación bíblica, y nos
ofrecemos con nuestras heridas a este Jesucristo,
para que su espíritu sanador nos toque, nos levan-
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te y nos coloque en el camino en el cual hallaremos


nuestra verdadera vocación, en el cual florezca
nuestro ser auténtico e ileso.

La dimensión espiritual de nuestras heridas y su


sanación toca sin embargo otro aspecto más. La ex-
periencia con nuestros padres marca esencialmente
nuestra imagen de Dios. Tiene poco sentido reflexio-
nar teóricamente sobre la imagen de Dios. Debemos
observar previamente cómo nació nuestra imagen de
Dios, por qué nos aferramos aun inconscientemente a
la imagen del Dios severo, arbitrario y controlador,
por qué en nuestro inconsciente reinan aún el Dios
contador o el Dios exigente. En qué medida podemos
reconocer y amar en Dios a nuestra auténtica madre
o a nuestro auténtico padre, dependerá de nuestras
propias experiencias paternas y maternas. También
nuestro camino espiritual tiene su razón en las expe-
riencias de la infancia. Hay quienes ven también en
su camino espiritual únicamente la satisfacción de las
expectativas de los padres o divinas. Únicamente se
colocan bajo presión. En su vida espiritual quieren
realizar todo correctamente. De tal forma, su espiri-
tualidad no los conduce hacia la vida y hacia la liber-
tad, hacia el amor y hacia la amplitud, sino a la estre-
chez, el temor y la exigencia.

Las heridas espirituales no sólo duelen, también


son al mismo tiempo una oportunidad para crecer es-
piritualmente. Cuando estoy lastimado, no puedo
continuar escondiéndome tras una fachada aparente-
mente perfecta. La herida quiebra mi máscara detrás
de la cual no sólo me escondo gustosamente frente a
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las personas sino también frente a Dios. Allí, donde


más profundamente estamos lastimados, también es-
tamos abiertos a Dios. Nuestras heridas nos remiten a
Dios. Nos muestran que nosotros mismos no pode-
mos ayudarnos. No sólo dependemos de la ayuda de
otras personas sino, en última instancia, también de la
ayuda de Dios. Sin embargo, no se trata de utilizar a
Dios para liberarnos lo más rápidamente posible de
nuestro padecimiento sino que a través de las heridas
nos abrimos a Dios. Las heridas pueden transformar-
se en la puerta de entrada para su gracia. Una vez re-
conciliado con mi herida y abierto al amor sanador de
Dios, dejo de culpar a mis padres por la escasa ternu-
ra que me han dado. Estoy en armonía con mis heri-
das. Puedo agradecer a Dios no haber llegado a estar
satisfecho. Esto me mantiene vivo. El hambre interior
me permite buscar el amor en el cual no vuelvo a de-
pender de las personas. Mi hambre y mi sed pueden,
en última instancia, ser calmadas únicamente por el
amor infinito de Dios.

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Efecto en el adulto de las heridas


de la corta infancia

Las dificultades que uno tiene en la familia, en


su comunidad, en el trabajo y en el trato con cola-
boradores y amigos y amigas, tienen su razón de ser
a menudo en las experiencias de la infancia. Quien
por ejemplo no ha tenido la experiencia de un padre
que le brindara sostén y lo respaldara, tendrá difi-
cultades con la autoridad. Presiente en cada autori-
dad a alguien que quiere someterlo y hacerle difícil
la vida. No puede enfrentar los conflictos porque no
tiene respaldo. Se compara constantemente con los
demás y se adecua a ellos. Y cuando él mismo de-
be ejercer autoridad lo realiza frecuentemente de
manera muy autoritaria. La mujer que no ha encon-
trado en su madre el cobijo que anheló en lo pro-
fundo de su corazón, durante toda su vida buscará
madres sustitutas. Y se aferrará firmemente a aque-
llas que ama para no perder su dedicación. Agotará
sus fuerzas para la madre iglesia o para la institu-
ción escolar o la universidad o la empresa, para ex-
perimentar finalmente el amor que no ha tenido de
niña. Pero de este modo se sobreexige ella misma y
a los demás e ingresa en un círculo vicioso de sole-
dad. Nunca recibirá la dedicación que anhela.
Siempre se decepcionará porque su ansia no tiene
límites.
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La observación de las heridas paternas y maternas


no debe convertirse en modo alguno en una disculpa,
por cierto en el sentido de “dado que yo tuve esta ex-
periencia, no puedo hacer otra cosa, por esa razón ca-
rezco de confianza en mí mismo y mi vida no puede
tener éxito”. Esto sería una excusa. En algún momen-
to debemos asumir la responsabilidad por nuestra
propia vida. Esto significa también que debemos re-
conciliarnos con las heridas que experimentamos de
niños. Entonces podrán convertirse en una fuente de
vida. Nuestras heridas se transformarán en perlas, co-
mo afirma Hildegard von Bingen. Si observamos
nuestras heridas podremos comprendernos mejor. No
nos autocondenaremos por reaccionar tan sensible-
mente. Es claro que seamos tan sensibles con estas
heridas, tan fácilmente molestos, tan temerosos fren-
te a la autoridad. Recién la comprensión nos libera de
la propia condena.

Pero tampoco debe quedar en la mera comprensión.


Se trata de descubrir en mis heridas el talento, precisa-
mente la perla, que hace valiosa mi vida. En la herida
siempre se encuentra también mi oportunidad. Si por
ejemplo he recibido muy poca ternura, seré sensible a
todas las personas que padecen de un déficit de amor.
Y por no haber sido satisfecho en mi necesidad de
amor y cercanía, he tomado el camino espiritual. No
me conformo con instalarme bien. Permanezco vivo
en mi anhelo de Dios. Precisamente descubro mi sen-
dero de vida en mis heridas. Mis heridas se convierten
entonces en mi oportunidad de reconocer y vivir mi
propio carisma. De este modo lo negativo se transfor-
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Complicaciones en la relación
padres-hijos

ma en fuente de bendición para mí y para otros.


No resulta novedoso que la relación de los hijos
con los padres sea compleja: por más que los padres
tengan la mejor intención para con su hijo, le trans-
miten sus propias experiencias infantiles como hijos
e hijas. Si por ejemplo una madre padeció de niña
que su hermana fuera más bonita que ella y ésta fue-
ra la preferida de su padre, no asombrará que con-
trole celosamente a su hija y la humille. No puede
tolerar que su hija reciba la dedicación que ella tan-
to ansió. No ve en ella a su hija sino a su hermana
con la cual rivalizó toda su vida. Entonces su hija se
convierte en su rival. O ella verá en su hija un aspec-
to de su propio ser. A través de la belleza de su hija
quiere compensar sus propios fracasos en este cam-
po. La hija se convierte en reemplazante que debe
vivir aquello que le fue vedado a su madre. Existen
numerosos enredos entre padres e hijos. Como el
caso de la madre o el padre que ven en el hijo un
reemplazo de la propia madre o del propio padre.
Puede suceder que una madre quiera remedar en su
hija la culpa que siente frente a su propia madre. O
que necesita de la hija para encontrar amor. La hija
debería darle todo el amor que no tuvo de sus pa-
dres. Ella ama a su hija con la intención inconscien-
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te de ser amada infinitamente por ella. Utiliza a la


hija para sus propias necesidades sin límite. No le da
a la hija lo que necesita sino que toma de ella y de
este modo la sobreexige. Los ejemplos son numero-
sos:

Cuando el padre de la hija o la madre del hijo los


toman como reemplazo del cónyuge, nace un inten-
so vínculo emocional y erótico que no permite vivir
al hijo o a la hija como sería adecuado para ellos.
Ellos son utilizados por los padres para sus propias
necesidades insatisfechas. A veces los padres ven en
los hijos un aspecto de su propio ser. Ellos proyec-
tan en los hijos su ser ideal que nunca lograron y el
hijo debe vivir entonces supletoriamente lo que a los
padres no les fue permitido o no pudieron. O los pa-
dres proyectan en el hijo un aspecto negativo de
ellos mismos. Entonces el hijo se convierte en el
chivo expiatorio sobre el cual descargan todo lo que
arrastran como carga inconsciente. Ellos proyectan
sobre el hijo lo que no quisieron cargar sobre sí mis-
mos. Ellos no pueden resolver su propio conflicto
sino que lo descargan en forma supletoria sobre el
hijo o la hija. Esto los libera de enfrentar la propia
verdad. Pero el niño convertido en chivo expiatorio
de los problemas irresueltos y los conflictos repri-
midos de los padres, frecuentemente aterriza en el
desamparo o en conductas neuróticas. Otra forma de
lesión se verifica cuando el niño es utilizado por los
padres como aliado, como amigo o amiga, o como
confidente. La madre toma al niño como arma con-
tra su padre y a la inversa. El niño es tironeado en-
tonces de un lado para el otro y no puede construir
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1. Heridas maternas

La madre brinda al hijo protección y la confian-


za primitiva. Ella es la primera persona de relación
para el pequeño y le transmite al recién nacido que
puede confiar en que el mundo es bueno y que pue-
de confiarse en la bondad del mundo y de los hom-
bres. La madre permite que su hijo experimente que
puede ser tal cual es, que puede tener necesidades y
que estas necesidades se satisfacen. Ella le muestra
la proximidad y el amor, le brinda la sensación de
que es bienvenido, aceptado y amado sin condicio-
namientos. Tal experiencia básica es la que necesita
el niño como fundamento firme sobre el cual poder
desarrollarse. Pero prácticamente ninguna madre
puede cumplir esta tarea en todo momento y en to-
do lugar. Tampoco sería bueno para el niño si exis-
tiera la madre perfecta, ya que no sólo puede apren-
der del amor infinito de la madre sino también de su
limitación. La razón por la cual mencionamos a
continuación algunas heridas provocadas por las
madres no es para crear remordimiento en ellas, ya
que a todos nosotros nos hieren, lo queramos o no.
Es determinante, sí, cómo manejamos nuestras heri-
das. Si enfrentamos las heridas maternas, ellas pue-
den sensibilizarnos para con nosotros mismos y con
los demás. Y principalmente nos protege una con-
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cientización y autoconfrontación, de tal modo que


inconscientemente transmitimos las propias heridas
o nosotros mismos nos lastimamos o elegimos una
y otra vez aquellas situaciones que repiten las heri-
das de la infancia.

Las heridas maternas de las hijas

A veces la herida materna aparece antes del na-


cimiento del niño. Quizás no sea bueno el embarazo
de la madre. Ella se resiste interiormente a él. Ella
fuma porque no puede resignarse a que precisamen-
te ahora será madre. O la relación con el hombre es
poco clara. Los conflictos espirituales en el momen-
to del embarazo trascienden al niño en el vientre
materno. En el seno de la madre el niño está expues-
to a los estados de ánimo y humor, a la disposición
física y espiritual de la madre. Y a veces recibe la
ambivalencia interior de la madre que, por un lado
se alegra por el hijo, pero al mismo tiempo siente te-
mor frente al nacimiento. Cuando algunas madres
leen acerca de tales problemas, sienten de inmedia-
to remordimientos y se preguntan cómo fue su pro-
pio embarazo. Para todas ellas, por suerte, el niño
tiene siempre también, a pesar de todas las expe-
riencias traumáticas, un potencial de sana energía
que puede transformar todas las heridas.

Una herida materna profunda surge cuando la


madre no puede cumplir su tarea de brindar protec-
ción a su hijo, porque está ocupada consigo misma
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o sobreexigida con esta tarea. Así, por ejemplo, na-


ce una niña precisamente cuando la relación de los
padres atraviesa una crisis grave. La pequeña perci-
be inconscientemente que la madre no es capaz de
establecer una relación con ella porque está dema-
siado ocupada consigo misma. La niña reacciona
frente a la incapacidad de relación de la madre re-
chazándola. No toma alimentos. Se resiste probable-
mente frente a todos los intentos de contacto de la
madre. Inconscientemente castiga a la madre porque
no recibe de ella lo que necesita. Así surge una ma-
raña compleja en la relación, en la cual ambas pade-
cen. Una vez que la niña se convierte en mujer debe
enfrentar esa herida. Y siempre resulta un camino
doloroso, primero establecer la relación consigo
misma y luego una relación con la madre carente de
recursos.

Cierta mujer cuenta que, de niña, su madre no la


quería. Pero su madre quería sin falta quedar emba-
razada, porque las mujeres embarazadas al final de
la guerra estaban liberadas de trabajar en las fábri-
cas de municiones. La niña percibió inconsciente-
mente que la madre la utilizó pero realmente no la
amó. Otras madres ansían que al tener su hijo mejo-
re la relación con su pareja. O quedan embarazadas
para, de este modo, unir a su novio a ellas. Mujeres
mayores cuentan que a su sexto o séptimo hijo en
realidad ya no lo querían, porque estaban al final de
sus fuerzas. A veces conscientemente descuidaban
luego al niño. Para ellas era la única forma de ven-
garse del hombre por el dictado de sus deseos. En
todos estos casos el hijo es utilizado para otros fines.
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La consecuencia: durante toda su vida la persona es


prisionera de la sensación de no ser amada por sí
misma sino utilizada por los otros para sus fines. Es-
to conduce luego a que se proteja frente a los demás
y no permita que nadie se le acerque emocionalmen-
te. Una niña utilizada anhela una persona que final-
mente la ame sin condiciones. Pero a menudo expe-
rimenta la reiteración de su situación infantil.
Inclusive la persona de la cual recibe amor incondi-
cional, en algún momento se aprovecha.

Frecuentemente la madre está sobreexigida con


su hija porque está demasiado inquieta o no puede
dormir de noche. Quizás la madre tenga en ese mo-
mento mucho estrés en el trabajo o en el hogar. No
puede soportar la intranquilidad de su hija, se torna
agresiva y le pega, aunque en realidad no hubiera
querido hacerlo. No puede hacer otra cosa. Ella pa-
dece no corresponder a las necesidades de la niña.
Entonces intenta compensar a la niña por su ataque
de ira mediante un amor desmedido. Pero de esta
forma confunde a la niña, quien no entiende. Mu-
chas madres estuvieron sobreexigidas en la posgue-
rra. Estaban preocupadas por sus maridos que esta-
ban en el frente mientras ellas mismas vivían en sus
casas con el temor de ataques aéreos y debían ir con
sus hijos a los refugios. En una situación colmada de
preocupaciones de esta naturaleza, las necesidades
de muchos niños quedaron insatisfechas. Una mujer
que creció como niña bajo estas condiciones siem-
pre tiene la sensación de que “todo lo que hago está
equivocado. No puedo hacerlo como quiere mi ma-
dre”. Cuando una experiencia tal se convierte en
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nuestro modelo interior, nos pesa durante toda la


vida.

Otra herida materna surge cuando la madre utili-


za a su hija como confidente: Una mujer no se en-
tiende con su esposo y le cuenta a la hija sus proble-
mas conyugales. Frecuentemente pinta entonces una
imagen negativa del padre, lo cual confunde a la hi-
ja que percibe a su padre de manera totalmente dis-
tinta, ya que lo ama. Ahora no sabe a quién creer, a
la madre o a su propio sentimiento. Y se produce
una confusión de sentimientos.
A veces la madre generaliza y transmite a la hija
una imagen destructiva de los hombres: los hombres
son machos, sólo quieren sexo, son infieles, egoís-
tas, fríos, no saben dominarse. La consecuencia: una
imagen de los hombres tan negativa bloquea poste-
riormente a la hija en su relación con los hombres.
A menudo también está unida a la imagen nega-
tiva de los hombres una imagen destructiva de las
mujeres. La madre no puede aceptarse a sí misma
como mujer. Nunca aprendió a amar su sexualidad.
Entonces lastima a la hija pintándole una imagen
negativa de la mujer. Una mujer recibió como men-
saje de su madre la frase: “Como mujer eres la últi-
ma basura, el felpudo de los hombres”. Esta madre
experimentó después de la guerra cómo las mujeres
se convirtieron en presa fácil para los soldados de la
ocupación. Y cuando el locador que alojó generosa-
mente a ambas mujeres, abusó sexualmente de la hi-
ja, la madre no pudo proteger a su hija de ello. Ella
le transmitió luego a la hija que tal es el destino de
las mujeres. Ella proyectó su propia miseria a la hi-
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ja. No asombra por ende que la hija nunca haya en-


contrado alegría en el hecho de ser mujer y haya re-
querido de una prolongada terapia para descubrir su
valor como mujer.

Otras madres transmiten a sus hijas la sensación:


“¡No te me acerques demasiado!” Si bien por un la-
do quieren ser madres afectuosas, por el otro sienten
temor ante una proximidad excesiva. No pueden de-
mostrar la proximidad porque quizás ellas mismas
están impedidas y son incapaces de manifestar sus
sentimientos, o porque no han experimentado cerca-
nía de su propia madre. La hija notará recién mucho
tiempo después, que ella transmite el mismo mensa-
je a los hombres y a las mujeres. Ella anhela cerca-
nía pero no es capaz de darla o permitirla porque el
mensaje inconsciente a todos quienes se acercan a
ella es: “¡No te me acerques demasiado!”

Una hermana de la orden cuenta que de niña ella


siempre debió trabajar duro y nunca tenía permiso
para jugar. Aparentemente la madre veía su propio
valor en el servicio. De esta forma le transmitió a la
hija que existen cosas más convenientes que jugar y
perder el tiempo. “Primero el trabajo, luego el jue-
go”, era el lema. La hija ni siquiera podía disfrutar
unos instantes para sí misma. La madre siempre vol-
vía a encontrar una tarea para encomendarle a la hi-
ja. Esto se grabó tan profundamente en la hermana
que hasta, en la actualidad, llega siempre un minuto
tarde a la oración coral para que ninguna de las her-
manas pueda pensar que tiene muy poco trabajo.
Otras hijas son colocadas por la madre muy rápi-
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damente en el papel de madre. Son responsables por


sus hermanos menores y no pueden disfrutar por en-
de su niñez o su juventud. Luego, de adultas, se
sienten estafadas en su propia infancia.

Las heridas maternas de los hijos

Los hijos tienen experiencias distintas de las hi-


jas. A menudo las madres tienen inconscientemente
una relación más estrecha con ellos. Cuando esto
conduce a que los malcríen o den preferencia, les re-
sultará difícil a ellos poder crecer. A veces también
sucede que, cuando el padre deja la familia o cuan-
do la relación entre los padres es mala, los hijos va-
rones son tomados como pareja sustituta. Entonces
se convierten en príncipes que todo lo tienen permi-
tido y que no necesitan atenerse a ningún límite.
Cuando el hijo es utilizado como pareja sustituta,
queda ligado inconscientemente a la madre y no tie-
ne entonces posibilidad alguna de vivir su masculi-
nidad. La madre continúa durmiendo en la cama
matrimonial con su hijo de trece años y no nota có-
mo ella despierta en él su sexualidad. Pero al mismo
tiempo reflexiona que el hijo reprime sus fantasías e
intereses sexuales. Ella se pone celosa cuando el hi-
jo se enamora de una chica. La madre proyecta en el
niño su temor frente a la sexualidad. Por un lado lo
enaltece como hombre, por el otro le impone una
imagen masculina que reprime la sexualidad y que
permite únicamente el “puer aeternus - el joven por
siempre niño”, lo cual a menudo provoca que los
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hombres rehúsen toda responsabilidad, que final-


mente absorban a la madre y nunca tomen su vida
en sus manos. Existen muchos hombres que a los
cuarenta años aún viven con su madre. Generalmen-
te son desempleados porque no pueden embarcarse
en ningún trabajo. Dependen económicamente de su
madre, muchas veces tienen problemas de alcoho-
lismo y se aprovechan vergonzosamente de su ma-
dre. Pero dado que ella está interiormente ligada a
su hijo, no tiene el valor de arrojarlo del cálido nido
para que finalmente se convierta en adulto.

Además del enaltecimiento del hombre, a menu-


do también sucede lo contrario: por el temor de la
madre a la confrontación con el esposo, ridiculiza al
muchacho en su masculinidad. Eso puede provocar
una profunda inseguridad en su papel de hombre.
Con frecuencia tales relaciones entre la madre y el
hijo son contradictorias y confusas. El hijo anhela a
su madre y la madre a su hijo. Pero al mismo tiem-
po la madre se prohíbe una relación más estrecha
con el hijo y lo desvaloriza en su identidad masculi-
na. Tales hijos permanecen a menudo tironeados en-
tre su anhelo de una mujer y el temor frente a ella.
En su fantasía se imaginan cuán bonito sería tener
una mujer comprensiva. Pero ni bien les interesa
una mujer se retraen por temor a que ella los ridicu-
lice en su masculinidad.

La mayor herida en la relación entre la mujer y el


hijo es la experiencia de ser abandonado, lo cual
puede suceder por igual a hijas e hijos. Un hombre
cuenta que su madre, quien vivía sola, permanente-
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mente lo amenazaba con suicidarse si él no era obe-


diente. Al hijo no le quedaba otra opción que adap-
tarse. Constantemente debía vivir con miedo a que
la madre se quitara la vida y quedara abandonado.
Aun cuando a veces debía reprimir su agresión, en
ciertas oportunidades salía a la luz. Él no tenía per-
mitido ser un niño, debía preocuparse por su madre.
Algo similar experimentan muchos niños cuyas
madres enferman a edad temprana, ya sea física-
mente o de depresión o neurosis. Cierto hombre te-
nía una madre psicótica. Ya de niño se avergonzaba
cuando su madre aparecía en la ciudad, ya que cons-
tantemente vociferaba. Finalmente le faltó su ma-
dre. Es comprensible que durante parte de su vida
haya estado buscando un reemplazo de su madre. Y
también la vergüenza lo acompañó durante años. Él
se avergonzaba de sí y de su conducta, y una y otra
vez se relacionaba con personas de las cuales debía
avergonzarse.

Una situación no tan extraña: el padre le pega a


su hijo, la madre indefensa está a su lado. Si bien al-
gunas madres tratan de intervenir a favor de sus hi-
jos, viven luego una situación tal que no les queda
opción. Tienen miedo de que el padre, en un ataque
de ira, también les pegue a ellas. Los hijos lo viven
entonces como traición de la madre. La madre se re-
tira. No dice nada. Reprime su propio sentimiento.
Esto resulta para el hijo una experiencia que lo mar-
ca y hiere profundamente, es una herida materna
que permanece.
Otro hombre cuenta que de niño su padre lo en-
cerraba siempre en un sótano oscuro. Si bien la ma-
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dre lo veía, nunca intentó evitarlo. Ni siquiera ha-


blaba en su favor. La sensación de traición y aban-
dono se ha marcado profundamente en este niño.
Ciertas madres, sobreexigidas con la conducta
rebelde de los hijos, los amenazan con contarle al
padre si no les obedecen. Una madre que actúa de
este modo no ofrece protección, delata a los hijos
frente al severo padre. También ésta resulta una ex-
periencia de abandono.

El terapeuta suizo Theodor Bovet ha dicho que


las adicciones son siempre un sustituto de la madre.
Esto naturalmente no significa que las madres son
culpables de la adicción. También puede suceder
que el hijo o la hija no logren desprenderse de la
protección materna. O quizás sencillamente no ha-
yan experimentado esta protección materna debido
a circunstancias externas, aun cuando la madre haya
puesto todo su empeño en ello. La adicción puede
nacer por la experiencia de la falta de protección. En
el alma permanece siempre un agujero que no pue-
de llenarse. Pero también puede nacer por la condes-
cendencia.
La malcrianza reemplaza a menudo una relación
afectuosa normal con el niño. Cuando una madre
malcría a la hija o al hijo lo hace precisamente por-
que quisiera ver concretado en ella o en él lo que
ella nunca tuvo permitido. Frecuentemente tras la
malcrianza se esconde un remordimiento por no po-
der dar al hijo lo que necesita, o el empleo del hijo
para fines propios. La madre malcría al hijo para vi-
vir en él su propia vida no vivida. Los hijos malcria-
dos caen frecuentemente en una adicción, no sólo en
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adicciones materiales como el alcohol, las drogas o


las píldoras, sino también en aquellas adicciones in-
materiales como la manía de relación, la manía de
juego o la adicción al trabajo. Pero también la ano-
rexia, en la cual la joven se resiste a comer y protes-
ta frente a su rol de mujer, puede ser consecuencia
de relaciones enfermizas con la madre. A la inversa,
la gula, unida frecuentemente a la bulimia (vómitos
tras un ataque de comer), muestra que la joven “ta-
pona” con comida su falta de protección para dejar
de sentirse sola.

El efecto de las heridas maternas


en los adultos

Quien padece una herida materna añora a su ma-


dre durante toda su vida. Constantemente necesita
dedicación y reconocimiento. Tales personas pro-
yectan a menudo su herida espiritual a las personas
con quienes conviven. En las palabras inofensivas
escuchan rechazo. En cualquier mirada preocupada
ven insatisfacción en el otro. Todo lo refieren a ellas
mismas y tienen constantemente miedo a que el otro
los rechace. Nunca consiguen la proximidad necesa-
ria y si alguien se dedica a ellas se aferran a él. Pe-
ro cuanto más quisieran retenerlo, tanto antes se
desprende de ellas, ya que con su necesidad exage-
rada de dedicación generan temor en el otro. Ellas
controlan a todo responsable de un grupo o de una
empresa para ver si habla con ellas la misma canti-
dad que con los demás. Buscan una proximidad
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constante, buscan congraciarse con ellos. O dan to-


do para conseguir así dedicación. Quien da mucho,
también necesita mucho. Algunos dan todo porque
son insaciables en su necesidad de amor.

Quien por ejemplo dirige un grupo debe calcular


siempre que los integrantes traen consigo sus heri-
das paternas y maternas. Cuando tienen una herida
materna observarán con detalle al líder para ver
cuánto tiempo habla con este o con aquel colabora-
dor, con esta o con aquella mujer. Controlan celosa-
mente que les brinde la misma atención que a los
demás. O hacen todo para atrapar su atención. Ellos
entienden la empresa, la comunidad, la familia co-
mo madre sustituta. No pueden existir conflictos.
Una discusión es siempre una amenaza que les roba
la sensación de estar en casa. Pero quien como líder
de un grupo de personas padece de una herida ma-
terna de la cual no es consciente o que le pasa inad-
vertida, tendrá dificultades para conducir objetiva-
mente. Utilizará su tarea de conducción para
hacerse querer: que todos lo quieran. Él necesita la
función de conducción para satisfacer sus propias
necesidades de dedicación. Pero de esta forma él no
está libre para conducir realmente bien a las perso-
nas y despertar vida en ellas. Utiliza a las personas
para sí mismo.

Quien se reconcilia con una herida materna natu-


ralmente no ha resuelto de este modo todos los pro-
blemas de su vida: su historia absolutamente perso-
nal puede convertirse en fortaleza para él pero
simultáneamente también en una amenaza. Quien
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cuida de los demás en virtud de su herida materna


puede entender bien el sentimiento del otro y ayu-
darlo. Pero tal persona debe saber al mismo tiempo
de la amenaza que radica allí, de intervenir siempre
a favor de los demás y preocuparse muy poco de sí
mismo. La herida materna puede convertirse en no-
sotros en la razón de un talento que se expresa en
que podemos crear un hogar para los demás. Pero al
mismo tiempo no debo olvidar dónde puedo tener la
propia sensación de hogar. Debo estar bien conmi-
go mismo. De lo contrario corro el peligro de ofre-
cer a los demás un hogar con mucho amor y fanta-
sía, pero hundirme yo mismo en mi soledad. Recién
descubro mi sendero de vida cuando veo en mi he-
rida materna simultáneamente la oportunidad y la
amenaza. Entonces estoy protegido frente al trazado
de un sendero excesivamente unilateral y de hundir-
me en el lodo de mis necesidades inconscientes.

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2. Heridas paternas

El padre tiene la misión de fortalecer la espalda


del hijo, de transmitirle valor para aventurarse en la
vida y asumir riesgos. Cerca del padre, el hijo a me-
nudo se atreve más que cuando está solo. Se atreve
a saltar el arroyo, tiene el valor de sentarse en su bi-
cicleta. El padre le fortalece al hijo su columna ver-
tebral y le libera la espalda. Cuando falta la expe-
riencia paterna el hijo busca una columna vertebral
de reemplazo, y a menudo ésta consiste en la ideo-
logía, en principios claros y firmes detrás de los cua-
les se esconde. Theodor Bovet comenta al respecto
que la ideología es el reemplazo del padre: quien ca-
rece de columna vertebral necesita otro sostén. Y las
normas rígidas se lo brindan a menudo, normas de-
trás de las cuales se oculta. Cuando un padre no nos
fortalece la espalda es menester aferrarse a princi-
pios que le brinden a uno seguridad supletoria. Ta-
les hombres y mujeres parecen a primera vista fuer-
tes. Ellos saben con precisión qué es lo correcto y
qué es lo que quieren. Pero si se los observa atenta-
mente, se los reconoce rígidos e inmóviles.

En el acompañamiento espiritual a menudo no-


tamos cómo en las personas muy conservadoras,
el modo rígido de ver el mundo es simplemente un
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reemplazo del padre. Hacia afuera, estas personas


fundamentan sus opiniones conservadoras –cuan-
do se encuentran por ejemplo en un entorno ecle-
siástico– con la doctrina de la Iglesia o del Papa.
Si no argumentamos en contra de sus opiniones si-
no que las enfrentamos con respeto y benevolen-
cia, frecuentemente surge que el parecer conserva-
dor es sólo una protección frente al propio caos
interno. Muy a menudo existe un sentimiento de
abandono, un no ser tomado en serio por el padre,
una carencia de la experiencia del padre. El padre
no estaba presente en la casa. Se mantuvo ajeno a
la educación y se escondió detrás de su trabajo. O
era demasiado débil para poder ser un padre. Era
depresivo o alcohólico. O estaba en la guerra, es-
tuvo ausente en los años importantes de la infan-
cia y estuvo por ende marcado por la guerra de
modo tal que dejó de ser abierto para ser un padre
para sus hijos. Estaba ocupado consigo mismo y
con sus vivencias traumáticas y se refugiaba en el
trabajo, en el alcohol o en la enfermedad. Para
aquellas personas con experiencias paternas de es-
ta naturaleza, una posición rígida y conservadora
es en principio una protección y también un factor
estabilizante. Pero, con el tiempo, esta posición
conduce a la rigidización y a una prisión interior
de la cual difícilmente se pueda emerger.
Es importante no menospreciar la posición de es-
tas personas sino en cambio ofrecerles aprecio. En-
tonces podremos notar con frecuencia que de pron-
to no se trata ya de tener razón sino de hallar un
camino hacia la verdadera vida.

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La reciente investigación de los lactantes demos-


tró cuán importante es el padre en el desprendimien-
to del niño de la madre, que tiene lugar entre el no-
veno y el decimocuarto mes de vida. Si el niño
puede apoyarse entonces en su padre, estará prote-
gido frente a los difíciles temores del abandono
(comp. Petri 31). Si falta el padre, se perturba el
equilibrio familiar. El hijo, ya sea varón o mujer, no
puede separarse de la madre y se mantiene en una
simbiosis con ella. La psicología reconoció la medi-
da en que la ausencia del padre puede lastimar al hi-
jo. El padre tiene la misión de desplegar el entorno
para que el hijo aprenda a tratar con él en forma ac-
tiva. El padre es para el hijo “modelo y soporte de
esperanzas de las propias posibilidades” (Petri 36).
Cuando no está –debido a muerte prematura, por au-
sencia, por divorcio–, al niño le falta una protección
importante frente a las amenazas del mundo exterior
y una posibilidad de identificación absolutamente
relevante. El niño no puede desarrollar en forma
adecuada su sentimiento de autoestima.
El padre desempeña un papel primordial en la
formación de la conciencia. Los jóvenes que care-
cieron de su padre muestran una marcada tendencia
a la violación de las reglas, al traspaso de los límites
y a una conducta agresiva. Cuanto menor la identi-
ficación del niño con el padre, tanto más difícil le
resulta su “protesta masculina” frente a la sociedad,
que se manifiesta entonces a menudo en forma de
actividades antisociales (comp. Petri 161). Se evi-
dencia entonces que la herida paterna hiere tanto
más profundamente el alma del niño cuanto más
temprano el niño carece del padre.
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Los efectos de la falta del padre son muchas ve-


ces más fuertes en el divorcio que en la muerte del
padre, ya que en el divorcio los niños experimentan
una fuerte desvalorización del padre a través de la
madre. Entonces no pueden identificarse con él,
mientras que el padre fallecido tempranamente a
menudo es idealizado y permanece vivo como posi-
bilidad de identificación.

Las heridas paternas de las hijas

Las heridas paternas de las hijas generalmente


tienen relación con la postura ambivalente del padre
respecto a la mujer. Cuando un padre siente temor
frente a las mujeres, es frecuente que desvalorice a
la hija. Se burla de sus sentimientos, o cuando llega
a la pubertad la lastima haciendo referencia acaso a
su cuerpo voluptuoso. Por otra parte está orgulloso
de su hija. Le hace bien cuando ella se dirige a él.
Pero debido a que su relación con las mujeres no es
clara, vuelve a rechazarla. O la utiliza para sí al pre-
sentarla a familiares y amigos. Luego, sin embargo,
la pasa por alto como si no existiera. Ejemplificati-
vo de ello resulta lo que contó cierta mujer: su padre
siempre la pasaba por alto y tenía la sensación que
de niña y de joven, ni siquiera tenía relación con su
padre, inclusive de no haber cruzado palabra alguna
con él. Las niñas a menudo se sienten empujadas pa-
ra uno y otro lado entre el tironeo hacia el padre y
su postura de rechazo. De pequeñas experimentan la
dedicación del padre pero ni bien se convierten en
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mujeres surge un bloqueo y ya no encuentran más


acceso al padre. Con frecuencia él también está au-
sente porque se esconde tras su profesión. De ello
puede resultar una herida de por vida.

Otra herida de la hija se verifica cuando el padre


utiliza a la hija como compañera y socia o como
congenial y confidente. La une entonces tanto a sí
que apenas puede separarse luego de él. La rodea de
ternura, despliega en ella sus necesidades eróticas.
La hija se siente entonces sobreexigida.
La herida más profunda es el abuso sexual de la
hija por parte del padre. En el abuso es terrible la
confusión de sentimientos de la hija. El padre le
transmite a su hija que la ama por sobre todo. La
acaricia. Y de pronto ve más allá y disfruta en ella
su impulso sexual. La hija ya no entiende. El padre
le demostró todo su amor. Y ahora la lastima. Ella
siente repugnancia pero no se anima a resistirse a
ello. Y tampoco puede hablar del tema con la ma-
dre. Queda entonces sola con el abuso. A veces bus-
ca la culpa en sí misma. Quizás excitó demasiado al
padre. Algunos padres les inculcan a las hijas no ha-
blar una sola palabra de ello. Es su secreto. Otros
amenazan a la hija que, en caso de decir algo, am-
bos serán castigados. Entonces la hija cada vez de-
be disociar más sus sentimientos. Y no sabe cómo
manejarse con su sexualidad. A menudo inclusive
siente asco frente a la sexualidad y nunca llega a te-
ner una sana relación con la misma.
También sucede que los padres castigan y pegan.
Cuando un padre le pega a su hija se produce una
profunda herida paterna. La hija no puede defender-
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se frente al padre más fuerte. Una estudiante conta-


ba cuán denigrante resultaba para ella que su padre
le pegara. Inclusive a los 17 años continuaba reci-
biendo sus golpes. Experimentaba así cómo era des-
preciada como mujer. Nació en ella un odio abismal
hacia el padre, quien no aceptaba sus argumentos y
en cambio la golpeaba si él tenía una opinión diver-
gente a la de ella. En una atmósfera de tal violencia,
la hija no puede hallarse a sí misma. No puede acep-
tarse como mujer si constantemente experimenta la
fuerza brutal del hombre contra ella.
Cierta mujer contaba que la maestra le pregunta-
ba a menudo a qué se debían los moretones en sus
brazos. Ella no se animaba a decirle a la maestra que
el padre había vuelto a pegarle. Y cuando la maes-
tra expresó su sospecha de que podría haber sido el
padre, ella inclusive lo defendió. Esta mujer ansió
toda su vida la proximidad de un hombre que la
amara sin condicionamientos. Pero al mismo tiem-
po sentía temor de ello. E inconscientemente siem-
pre se relacionaba con hombres que la lastimaban de
modo similar a su padre.

Las heridas paternas de los hijos

También los hijos deben experimentar con fre-


cuencia ser golpeados por sus padres. A menudo es-
tos padres son muy controlados hacia afuera y exi-
tosos en la profesión. Pero en casa despliegan su
lado de sombra, se vuelven irascibles y pierden su
control. Le pegan al hijo y le sacan sus agresiones a
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golpes. Esto provoca que el hijo se adapte porque no


encuentra oportunidad alguna de luchar contra la
violencia del padre. Pero en algún momento cae en
la depresión.
Cierto hombre contaba que su padre le pegaba
con un cinturón de cuero. A veces tenía miedo de
que lo matara, tan iracundo se ponía. Uno puede
imaginar el pánico que surgía en un niño tan impo-
tente y cómo debía disociar sus sentimientos para
sobrevivir. Vivía en un miedo constante ante el pa-
dre imprevisible y no sabía cómo comportarse, ya
que el ataque de ira del padre muchas veces no era
provocado por determinado comportamiento suyo
sino por los estados de ánimo que el padre traía del
trabajo, o por los conflictos que tenía con la madre.
El hijo era el reemplazo para la ira que el padre no
podía manifestar frente a su esposa o en su trabajo.
Otro hombre contaba que su padre había conver-
tido directamente en un ritual el castigo a sus tres hi-
jos. Frente al estudio de su padre se encontraban tres
sillas. Los hijos debían esperar en ellas. Luego de-
bían pasar de a uno. El padre le explicaba por qué
debía pegarle. Luego el hijo debía quitarse los pan-
talones y el padre le pegaba brutalmente sobre su
trasero desnudo. Una vez que se había vestido nue-
vamente, el hijo debía abrazar a su padre. Esto era
un nuevo agravio, ya que en ese instante el hijo só-
lo tenía un sentimiento de odio frente al padre. Ser
obligado a demostrar mi amor a aquel que me pega
es una forma sádica de lesión.

Las lesiones espirituales también pueden surgir


de forma más sutil, por ejemplo cuando el padre to-
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do lo puede y ejerce su superioridad: el padre es qui-


zás un artesano habilidoso. O es exitoso y reconoci-
do en la política. Todo lo que toca le resulta. A ve-
ces los hijos de tales padres exitosos se sienten
fracasados. El padre nada puede hacer frente a esta
herida, ya que tiene poco sentido ocultar sus aptitu-
des. Pero frente a un todolopuede resulta difícil pa-
ra el hijo encontrar su propia identidad. Siempre se
siente inferior, fracasado. A menudo no le queda
otra cosa por hacer que lo contrario al padre. El hi-
jo de un abogado y político exitoso halló su camino
en ocuparse como sacerdote por los presos y las per-
sonas sin hogar. Él necesitaba su propio ámbito pa-
ra hallar su identidad. Pero a la larga no se puede vi-
vir sólo en la oposición al padre. Por lo tanto este
hijo también debió hallar conexión con las raíces
positivas que a su vez le ofrecía su padre. El sacer-
dote descubrió después de algunos años cómo el tra-
bajo por los presos lo aliviaba. Él ponía demasiada
protesta contra su padre en este compromiso. Re-
cién cuando descubrió la fuerza dentro de sí mismo,
que había obtenido de su padre, pudo hallar el sen-
dero de su vida y dedicarse al trabajo con renovada
energía y placer.

Algunos padres tienen miedo frente a la masculi-


nidad de su hijo. Entonces necesitan doblegar al hi-
jo, lo cual a menudo provoca peleas por rivalidades.
Tales hijos ven su modelo de vida posteriormente en
disminuir a los demás. El odio frente a su padre se
acumula y se manifiesta frente a los demás, ya que
frente al padre no tendría posibilidad alguna. Enton-
ces se trasladan las heridas a los más débiles. Cuan-
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do no se observa esta herida paterna se convierte en


una fuente continua de violencia y humillación. El
fenómeno de la violencia de extrema derecha, ante
el cual nos asustamos actualmente con desconcierto,
también tiene su origen en tales heridas paternas.

Una herida paterna profunda surge también


cuando el padre es arbitrario e imprevisible. Cuan-
do el padre es alcohólico, toda la familia siente te-
mor ni bien regresa al hogar. Entonces ya es sufi-
ciente un pequeño motivo para que el padre les grite
a todos o les pegue arbitrariamente. Los niños tie-
nen miedo de que en su arrebato no conozca límite
alguno. A veces también deben presenciar cómo el
padre ebrio casi mata a golpes al hijo. El padre no
puede tolerar que lo contradigan y no puede sopor-
tar que el hijo se desarrolle distinto a lo imaginado
por él. Tales hombres reaccionan de manera brutal
frente a cualquier pequeña crítica o cuestionamien-
to. Sienten miedo de ser destronados de su posición
de poder. Entonces pegan a su alrededor y quieren
afianzar de este modo su frágil autoridad. Quien ha
experimentado un padre arbitrario y brutal como és-
te, no encuentra un sostén. Nunca ha podido apoyar-
se en su padre. Entonces busca su sostén en una pos-
tura rígida, en principios claros o se desplaza por la
vida de manera inestable y nunca encuentra un te-
rreno firme sobre el cual apoyarse.

Cierto hombre contaba que siempre tuvo miedo


frente a su padre. El padre era severo, siempre tenía
razón. No admitía ninguna oposición. Incluso a los
45 años su padre lo seguía tratando como a un niño.
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El padre impartía las órdenes y el hijo debía obede-


cer. El hijo se sentía siempre sometido, nunca podía
vivir sus propios deseos y siempre fue humillado.
Por ende nunca aprendió a defenderse a sí mismo y
a sus sentimientos. Nunca tenía permiso para de-
mostrar sus sentimientos frente a su padre. Se tornó
entonces inseguro y siempre se dejó determinar des-
de afuera. Pero algo en su alma se rebelaba contra
este padre todopoderoso. Se podría decir que nece-
sitaba un fracaso para quebrar las ataduras de su pa-
dre. Para él era la única vía posible hacia la libertad
y hacia su propio camino. Pero al mismo tiempo es-
ta vía resultaba muy dolorosa.

El efecto de las heridas paternas


en los adultos

Quien padece de una herida paterna siempre tie-


ne problemas de autoridad. Nunca puede llevarse
bien con la autoridad. Tiene la impresión de que to-
do superior quiere humillarlo y atacarlo. Vive en-
tonces en una desconfianza permanente frente al su-
perior. Nunca puede enfrentarlo de manera objetiva
sino que ve siempre en él las conductas de su padre
que lo humilló y reprimió. Toda pequeña crítica del
superior la percibe como un rechazo o represión.
Debe protegerse frente a la autoridad porque consi-
dera que lo destruiría y que su único objetivo sería
su ruina. Pero tampoco puede manejar la autoridad
que le compete a él mismo. O bien no puede enfren-
tar los conflictos por falta de columna vertebral e in-
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tenta siempre armonizarlos o alejar de sí los proble-


mas. Él evita los conflictos y esquiva cualquier con-
frontación y decisión. O también se convierte en au-
toritario. No permite oposición alguna e imita en
última instancia mediante toda su conducta al padre
autoritario que él rechaza. El psicólogo infantil Bru-
no Bettelheim lo denomina “la identificación con el
agresor”: dado que el hijo no pudo resistirse al pa-
dre y siempre se sintió débil, se identifica con él y
se vuelve igual de brutal y autoritario frente a los
demás a fin de alejarse de su temor frente a su pro-
pia debilidad.

La herida paterna se manifiesta en último térmi-


no también en una profunda desconfianza frente a
Dios. Los hombres y las mujeres con una herida pa-
terna siempre tienen la impresión de que no pueden
confiarse a Dios. Inconscientemente tienen dentro
de sí la imagen de un Dios arbitrario. Es mejor pro-
tegerse frente a este Dios en lugar de aceptarlo.
Pero también albergan desconfianza contra sí
mismos. No se animan a nada. No abordan los pro-
blemas sino que los dilatan en el tiempo. Carecen de
la energía paterna. Prefieren adecuarse y vivir inad-
vertidos, evitan toda discusión y se arrastran adap-
tándose por la vida. Pero de este modo no viven
ellos mismos sino que son vividos desde afuera.

Cuando la herida paterna radica en el abandono


de la familia por parte del padre por irse a vivir con
su novia, esta herida se manifiesta en los adultos con
frecuencia en un sentimiento de abandono. Ellos vi-
ven con un temor primitivo a ser abandonados nue-
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vamente, precisamente por las personas a quienes


más aman. Y esta herida provoca que ellos busquen
siempre la culpa en sí mismos. Las preguntas morti-
ficadoras giran en torno a ellos: ¿Qué hice mal? ¿No
soy digno de ser amado, que mi padre me abandonó?
A causa de la partida del padre, a menudo el hi-
jo mayor toma el rol de padre. Y como adulto es di-
fícil que lo deje. Esto dificulta la relación con su es-
posa y con frecuencia también su trabajo en la
empresa, donde se siente responsable por todo.

El psicoanalista y terapeuta Horst Petri enumeró


en su libro Vaterentbehrung (Carencia del padre),
los efectos posibles de tales experiencias a lo largo
de la vida. Cuando el hijo no tiene posibilidad de
identificación con el padre, su “protesta masculina”
se manifiesta generalmente en actividades antiso-
ciales (Petri 161). Se siente inseguro en su masculi-
nidad y desvaloriza a las mujeres a fin de superar su
inseguridad. Los hombres y las mujeres sin padre,
según lo demuestran las investigaciones, son con
mayor frecuencia que otros, neuróticos, depresivos
y con riesgo de cometer suicidio. No obstante, nues-
tra conducta no depende únicamente de la falta del
padre sino también de cómo nos manejamos con
ello y de si en nuestra historia de vida hemos cono-
cido suficientes personajes paternales.

La herida paterna puede entonces obstaculizar-


nos en la vida. Puede cubrir nuestro sendero de vida
más primitivo. Pero también puede convertirse en
una oportunidad. Quien se ha reconciliado con este
aspecto de su biografía, no se convertirá en un líder
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autoritario que sólo golpea sobre la mesa para impo-


ner su voluntad sobre los demás. Conducirá de mo-
do cuidadoso y escuchará también a los más débiles.
No pasará por alto la demanda de nadie. Pero debe
saber de su riesgo de esquivar los conflictos y dila-
tar en el tiempo las decisiones. Es determinante que
no luche y viva contra su herida paterna sino con
ella. Entonces él descubrirá precisamente aquí su
camino totalmente particular. Vivirá su anhelo por
el padre convirtiéndose en padre para otros. De este
modo toma contacto con las raíces positivas de su
padre. Depende de nosotros si nuestra herida pater-
na nos condena a repetir y experimentar una y otra
vez nuevas heridas de las personas que están sobre
nosotros, o si nuestra herida paterna se convierte en
una oportunidad para reconocer en ella nuestro ca-
risma, nuestra misión de vida, nuestro sendero de
vida. Entonces viviremos en paz con nuestra herida
paterna y nuestro sendero despertará vida no sólo en
nosotros sino también en los demás.

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3. Historias bíblicas
de relación y cuentos

En este libro queremos observar nuestras heridas


paternas y maternas mediante historias de relación bí-
blicas y a través de la explicación de algunos cuentos.
Nuestra experiencia en el acompañamiento de las
personas demostró que la confrontación de las pro-
pias relaciones con los padres, con un texto bíblico,
puede tener un efecto esclarecedor y al mismo tiem-
po curativo. La Biblia conoce las cuatro historias clá-
sicas de relación: la relación entre el padre y la hija en
Mc 5, 21-43, entre la madre y la hija en Mc 7, 24-30,
la relación entre el padre y el hijo en Mc 9, 14-29 y la
relación entre la madre y el hijo en Lc 7, 11-17.
Al entregar estos textos de relación al grupo pa-
ra su elaboración en los cursos de interpretación es-
crita de psicología profunda, siempre se generó rá-
pidamente una conversación animada y personal.
Los hombres y las mujeres reconocían su propia his-
toria de vida. Pero ellos no comprendían únicamen-
te cómo habían experimentado a sus padres como
hijos e hijas sino también el tratamiento de sus hijos
como padres o madres. Entendían entonces que se
repetía mucho de lo que ellos mismos habían expe-
rimentado en su infancia.
Al elaborar los textos no se trata de desarrollar
una interpretación válida para todos. En cambio in-
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vitamos a los y las participantes del curso a recono-


cer su propia historia a la luz de los textos bíblicos
y descubrir los pasos de la sanación y transforma-
ción de sus propias relaciones con los padres. Segu-
ramente no es casual que en los textos bíblicos el hi-
jo y la hija no sean mencionados por su nombre.
Podemos aplicar nuestros propios nombres y descu-
brir nuestro propio sendero hacia la vida en las per-
sonas de la narración bíblica.

Antiguamente, el tratamiento de textos era un


instrumento decisivo de la psicología y la ayuda es-
piritual. En el antiguo Egipto los faraones escribían
sobre su biblioteca: “sanatorio del alma” (Muth 31),
una inscripción que también aparecía a menudo so-
bre la entrada de las bibliotecas de los conventos,
como por ejemplo en St. Gallen. En nuestros días ha
vuelto a ser actual la biblioterapia. Existen muchos
terapeutas que dan libros a sus pacientes para leer, a
fin de poner en marcha el proceso terapéutico.
¿Qué puede movilizar un texto? ¿Qué busca pro-
vocar? Trata de invitar al lector a observarse a sí
mismo más conscientemente, a reconocerse en sus
modelos de relación sin juzgarse o condenarse. El
texto no trabaja con un dedo índice moralista. Nos
da la libertad de llegar por nosotros mismos a las in-
trigas y ver la propia situación con mayor claridad.
Pero principalmente el texto busca desarrollar su
fuerza sanadora. Los textos bíblicos son Sagrada
Escritura. Lo sagrado sana. Ésta es la convicción de
toda religión. Un texto sagrado no es sólo un texto
interesante sino un texto del cual emergen efectos
santificadores y sanadores.
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En nuestra época, la logoterapia ha vuelto a des-


cubrir el efecto sanador de los textos. Viktor E.
Frankl realizó la experiencia: “El libro adecuado en
el momento adecuado ha salvado a muchos del sui-
cidio” (Lucas 75). Los textos ofrecen la experiencia
“que la vida puede tener sentido y resultar, a pesar
de su fractura“ (ebd). El poeta judío Franz Kafka ha-
lló una imagen contundente: El texto debería ser “el
hacha para el mar helado dentro de nosotros”.

Al recoger las palabras de Kafka, la relación con


un texto bíblico o con un cuento busca aflojar y des-
congelar los sentimientos helados dentro de noso-
tros para que comiencen a fluir nuevamente. Fre-
cuentemente estamos incomunicados con nuestros
sentimientos. Si bien algunos pueden hablar acerca
de las relaciones con sus padres en la terapia o la
ayuda espiritual, no entran en contacto con sus au-
ténticos sentimientos. Ellos relatan sonrientes cómo
el padre les pegaba y humillaba. Un texto se dirige
por cierto al plano de sus sentimientos. Invita al lec-
tor a tomar otra vez contacto con sus sentimientos
incomunicados. Le quita el miedo frente a su lado
de sombra y frente a las emociones desagradables
que bullen dentro de su interior y que quisiera gus-
tosamente guardar bajo llave. Quien aborda un tex-
to a través de la meditación tiene la oportunidad “de
que un profundo proceso de maduración existencial
sea puesto en movimiento, que tenga lugar un traba-
jo de conciencia, que finalmente puede conducir a
una serenidad alegre, que en el mejor de los casos
pueda provocar redención y liberación” (Raab 76).

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¿Pero qué pretende la combinación de textos bí-


blicos y cuentos? ¿Los textos bíblicos deberán colo-
carse en el mismo plano que los cuentos? Existen
diferencias y al mismo tiempo cosas en común. Las
historias bíblicas de sanación describen sanaciones
reales, informan lo acontecido. Los cuentos descri-
ben un suceso, el camino de la realización humana.
No pretenden haber tenido efectivamente lugar. Los
cuentos provienen de la sabiduría popular, la Biblia
es un texto sagrado. La Sagrada Escritura está dicta-
da por el Espíritu Santo, según afirma la teología.
Las palabras de la Biblia son sagradas y sanadoras.
Los antiguos monjes, así por ejemplo Evagrius Pon-
ticus, comprendían la Biblia como libro sanador y
también lo utilizaron en ese sentido. En la Sagrada
Escritura Dios mismo nos dice cuál es la situación
del hombre. Y el propio Dios nos indica el camino
hacia la sanación de nuestras heridas. En la Biblia se
verifica la sanación a través de un repentino mila-
gro. En los cuentos se describe todo el proceso de
sanación generalmente como un largo camino. La
realización propia está descripta por lo general en
los cuentos en forma concreta. No tiene lugar sim-
plemente en mí sino que debo emprender el camino
y a través de largos desvíos encontrar finalmente mi
sendero de vida.

Pero a pesar de todas las diferencias, los textos


bíblicos y los cuentos tienen algo en común. Ambos
describen con imágenes el camino del hombre y la
transformación de sus heridas en nuevas posibilida-
des de vida. La Biblia describe con imágenes lo que
Jesús hizo en el hombre que nos permite referir es-
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tas historias también a nosotros y hallarnos nueva-


mente en ellas. Los cuentos están formados por imá-
genes en las cuales podemos reconocer nuestro pro-
pio camino. Son imágenes arquetípicas que ponen
en movimiento algo de nosotros. Aun cuando Jesús
sana la enfermedad, no lo hace sin su intervención.
Si observamos los textos bíblicos con mayor aten-
ción, descubriremos también qué pasos debemos
dar para que nuestras heridas se transformen y ela-
boremos nuestra propia persona.

Hemos comprobado que a algunas personas les


resulta más fácil relacionarse con un texto bíblico.
Les resulta familiar. Sólo se trata de no utilizar una
interpretación ya leída o reflexionar sobre el texto
únicamente en categorías teológicas, a fin de mante-
nerse fuera de la actividad sagrada. Es importante
una relación directa con el texto. Los lectores debe-
rán reconocerse ellos mismos en el texto bíblico y
observar su propia historia de vida a la luz de lo es-
crito.
Otros tienen dificultades con la Biblia. Ellos ob-
servan la Biblia como un texto de la Iglesia. La Igle-
sia les ha quitado el gusto por la Biblia debido a una
interpretación excesivamente estrecha y moraliza-
dora. Y prefieren un cuento, para el cual no necesi-
tan requisito alguno de creencia. Las imágenes de
los cuentos están abiertas a todos. Cuando alguien
se relaciona de manera intensiva con un cuento,
también allí descubrirá la dimensión espiritual del
texto y de su propia vida.
Uno parte de la espiritualidad para aceptar ho-
nestamente su situación psicológica. El otro parte de
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las imágenes de la vida, tal como se las ofrecen los


cuentos, a fin de llegar lentamente a través de este
camino a tomar contacto con su ansia de auténtica
espiritualidad.
En nuestro trabajo de acompañamiento espiri-
tual, debemos ser sensibles a la situación interior de
cada individuo para percibir si es más adecuado un
cuento o un texto bíblico a fin de acercarse a la pro-
pia verdad. Pero en ambos tipos de texto no se trata
únicamente de reconocer la propia situación y que-
darse en el análisis sino al mismo tiempo crear la es-
peranza de sanación y transformación. Los textos
bíblicos, así como los cuentos, muestran un cami-
no para transformar las heridas paternas y mater-
nas y cómo poder descubrir y vivir nuestra propia
persona.

En las historias bíblicas de relación Jesús no se


dirige únicamente al hijo o a la hija sino también al
padre y a la madre. Los padres y los hijos necesitan
el tratamiento. Jesús quisiera conducir a los padres
y a los hijos hacia sí mismos. Para ello deben ser li-
berados previamente de la trama de relación que los
enferma. El enredo entre ellos debe disolverse para
que cada uno pueda ser él mismo. A Jesús no le in-
teresa acusar a los padres como si fueran culpables
de la enfermedad de los hijos. Él reconoce la rela-
ción desastrosa, las complicaciones y los aprietos en
los que se encuentran y de los cuales no pueden li-
berarse por propia fuerza. Podría decirse que Jesús
fue uno de los primeros terapeutas familiares. Él
ejerció una terapia sistémica, es decir, siempre diri-
gió su mirada a la trama de relación sin por ello
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asignarle valor o culpas. Él simplemente ve el atas-


camiento y la perturbación endemoniada que se ha
deslizado dentro de la relación entre el padre y el hi-
jo y la madre y la hija.

El psicoterapeuta sistémico Bert Hellinger hizo


una y otra vez hincapié en que los hijos y las hijas
frecuentemente actúan aquello que en la familia
quedó en secreto o sin elaborar. El hijo adopta el
puesto del tío o del abuelo fallecidos tempranamen-
te. La hija se identifica con la abuela depresiva. Los
secretos familiares se manifiestan a través de los hi-
jos y las hijas. Desde la psicología profunda se le
daría una explicación algo distinta: el padre nunca
es solamente el padre sino también el hijo, marcado
por su padre y su abuelo, su tío, su párroco y sus
maestros. Inconscientemente transmite la imagen de
sí que adoptó de los demás en su historia de vida. En
él se condensa la historia familiar. Y de este modo
también su hijo y su hija participan de los enredos
de la historia familiar. Son arrastrados a las relacio-
nes inconscientes de la gran familia. Reciben la car-
ga del pasado. Y a menudo no saben siquiera de qué
padecen en realidad.
Los padres transmiten inconscientemente lo que
está marcado en ellos. A menudo se sorprenderán al
mostrar las mismas conductas frente a sus hijos que
ellos rechazaron en sus propios padres. Ellos que-
rían ser totalmente distintos y ahora deben recono-
cer que repiten los errores de los padres. La sana-
ción únicamente puede verificarse cuando se
resuelve la trama de relación compleja y caótica de
la familia, cuando cada cual reconoce su propia vi-
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da y su propia posición y es capaz de vivir como él


mismo sin la obligación de tener que copiar a los pa-
dres o los abuelos. Y la sanación significa que apre-
cio a los padres en su manera propia, que las heridas
que me provocaron quedan en ellos y que les agra-
dezco lo que me han dado.

En las historias bíblicas de relación, Jesús apare-


ce como terapeuta. En su terapia descubrimos sabi-
duría y una gran sensibilidad en el trato con los en-
fermos. Pero a muchos les extraña que Jesús sane al
expulsar un demonio.
Es interesante que siempre se hable de la expul-
sión del demonio únicamente en las relaciones de
igual sexo, o sea, padre-hijo y madre-hija. Los de-
monios son descriptos frecuentemente como espíri-
tus impuros que enturbian nuestro pensamiento. Y
los demonios representan fuerzas interiores, ideas
fijas, complejos que nos tienen en su poder.
Jesús evidentemente reconoció que el hijo está
turbado por su padre y la hija por su madre, que
ellos no encuentran su propia identidad porque el
padre y la madre proyectan sobre ellos sus propios
problemas irresubles. La imagen masculina poco
clara del padre y la inconsciente autodesvaloriza-
ción de la mujer por parte de la madre se instalan
cual demonios sobre el hijo y la hija. Por esta razón,
sólo se curan y son íntegros cuando los padres los li-
beran de estas turbaciones, cuando el demonio es
expulsado.
En las relaciones entre sexos opuestos, padre-hi-
ja y madre-hijo, Jesús sana al hijo y a la hija al resu-
citarlos de la muerte. La muerte es aquí una imagen
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de la separación radical que el hijo y la hija deben


llevar a cabo para poder hallar su propio sendero de
vida. Si han muerto en su antigua identidad, Jesús
los toca, los levanta y los deja en su propio camino.

En los cuentos no es Jesús quien sana sino un


príncipe, que despierta a la rosa con sus besos, o
una buena hada, o un enano o un animal. Estas figu-
ras representan claramente nuestra propia participa-
ción, que necesitamos para que nuestra vida sea exi-
tosa. Los cuentos describen en estas imágenes
nuestros propios recursos a partir de los cuales po-
demos crear. En nosotros se encuentran fuentes de
fuerza sanadora. Al leer los cuentos y meditar sobre
ellos tomamos contacto con las fuerzas dentro de
nosotros que necesitamos para tener éxito en nues-
tro camino de vida.
Pero también aquí, más allá de todas las diferen-
cias entre la Biblia y los cuentos, debemos resaltar
la similitud. Jesús no es en la Biblia únicamente el
sanador que nos toca, nos levanta y nos ofrece la pa-
labra sanadora. Jesús no es sólo el Jesús histórico.
No es sólo el Cristo que vive actualmente y al cual
podemos acudir con nuestras heridas para que las
sane cuando estamos frente a él. También es el ar-
quetipo del sí mismo. C.G. Jung reconoció en Jesús
al arquetipo más claro del sí mismo. Una imagen ar-
quetípica pone en movimiento el espíritu con miras
a su propia integridad. A través de la meditación de
las historias bíblicas “se manifiesta la vida básica
oculta e inconsciente de cada individuo” (Jung 97).
A través de Jesús reconocemos qué posibilidades
existen dentro de nosotros. Él provoca que la fuente
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sanadora que está dentro de nosotros vuelva a fluir.


Jesús no sólo es aquél que nos toca y sana desde
afuera. También está en nosotros como la auténtica
esencia, el núcleo interior, como la fuerza sanadora
que nos fue obsequiada por Dios. Las narraciones
bíblicas describen a este Cristo dentro de nosotros.
Y nosotros meditamos acerca de él para que pueda
desarrollar dentro de nosotros su efecto sanador y
transformador.
Es decir que, tanto a través de los cuentos como
también de la Biblia, tomamos contacto con las
fuentes interiores a partir de las cuales debemos
crear para que nuestra vida resulte. Cristo ya está en
nosotros. Él, que en aquel entonces trató de manera
tan inteligente a las personas, quisiera levantarse
también dentro de nosotros y ganar un espacio para
poder dejarnos guiar por Él como el maestro interior
y no por los enredos que nos ciegan frente a las pro-
pias posibilidades. Tanto la Biblia como los cuentos
buscan mostrarnos el aspecto espiritual de nuestro
propio camino de sanación y del proceso de nuestra
autorrealización. Los textos nos muestran que no
debemos realizar todo nosotros mismos sino que
Dios tiene efecto en las palabras y las imágenes den-
tro de nosotros, y que actúa en Jesucristo en y sobre
nosotros para que nuestra vida tenga éxito.

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4. La relación entre padre e hija


“Niña, te lo digo: ¡levántate!”
(Mc 5,21-43)

“Jesús se desplazó nuevamente en el bote hacia


la otra orilla y una gran multitud de gente se reunió
en torno a Él. Mientras aún estaba junto al mar se
acercó a Él un jefe de la sinagoga, que se llamaba
Jairo. Al ver a Jesús se puso de rodillas y le suplicó:
‘Mi hija pequeña se muere. Te ruego que la toques
para que se salve’. Jesús acompañó al hombre a su
casa pero, mientras caminaba seguido de mucha
gente, una mujer se abrió paso entre la multitud y tí-
midamente tocó el borde de su túnica. Esta mujer
había tenido hemorragias internas imposibles de cu-
rar durante doce años. Muchos médicos la habían
atendido, sufrió mucho, gastó toda su fortuna pero
de nada sirvió, su estado era cada vez más grave.
Ella había escuchado de Jesús. Y se dijo: si pudiera
tocar su túnica, sanaría. Jesús se detuvo, mirando a
su alrededor, y preguntó: ‘¿Quién me ha tocado?’
Pedro se sorprendió por la pregunta y le dijo: ‘Se-
ñor, entre tanta gente ¿cómo puedes preguntar quién
te ha tocado?’ Pero Jesús miró fijamente a la mujer
y ésta retrocedió temblando. Entonces Jesús, son-
riendo dulcemente, le dijo: ‘No temas, hija mía. Tu
fe en Dios te ha curado. Ve en paz y no sufras más’.
Y verdaderamente ella quedó sana en ese mismo
momento.
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“Mientras Jesús seguía hablando, se acercó gen-


te que pertenecía a la casa del jefe de la sinagoga y
dijo (a Jairo): ‘Tu hija ha muerto. ¿Por qué conti-
núas molestando al maestro?’ Jesús, que había oído
estas palabras, dijo al jefe de la sinagoga: ‘No te-
mas, ten fe’. Y no permitió que nadie lo acompaña-
ra salvo Pedro, Santiago y Juan, el hermano de San-
tiago. Se dirigieron a la casa del jefe de la sinagoga.
Cuando Jesús notó el murmullo y escuchó a la gen-
te lamentándose y llorando les dijo: ¿Por qué gritáis
y lloráis? La niña no está muerta, simplemente duer-
me. Entonces se rieron de él, pero Jesús entró a la
casa, acompañado por Pedro, Santiago y Juan, y por
los padres de la muchacha. Jesús entró al cuarto de
la niña y se paró junto al lecho donde estaba el cuer-
po. Tomó su mano y dijo: ¡Talita kum! que traduci-
do significa ‘Niña, levántate de la cama’. Y, para el
asombro y la alegría de todos, la niña se levantó de la
cama y fue de un lado al otro. Tenía doce años. La
sorpresa de la gente era inmensa. Pero él tan solo les
pidió encarecidamente que nadie se entere lo que pa-
só allí. Luego dijo: ‘Denle algo de comer a la niña’”.

Como primera historia de relación Marcos nos


describe el conflicto entre el padre y la hija. Jairo
era jefe de la sinagoga. Nosotros diríamos que era
párroco o maestro de la religión. De todos modos te-
nía una función religiosa y era jefe de una comuni-
dad. Tales personas corren a menudo el riesgo de
identificarse con su rol profesional o social y conti-
nuar representando ese rol también en la familia. El
jefe piensa que puede proceder con sus hijos de
igual modo que con sus súbditos. Les transmite que
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él tiene conocimientos de educación de los hijos.


Los funcionarios religiosos mezclan a veces su fun-
ción de padre con las ideas religiosas. La hija de un
pastor evangélico contaba que su padre, con el mis-
mo tono con el cual predicaba en la iglesia, le mani-
festaba sus pedidos, por ejemplo cuando quería que
ella le buscara una cerveza del sótano. Tal mezcla
de rol de padre con rol de pastor siempre provoca
irritación en los hijos. Y si la autoridad del padre es-
tá fundamentada y sostenida religiosamente, la hija
apenas puede resistirse a ello. El padre es entonces
algo absoluto. Aunque la hija descubra su humani-
dad, sus defectos y sus debilidades, ella prefiere ce-
rrar los ojos ante ello, porque el padre es aquél que
aparece en la iglesia. Y con la sotana tiene algo di-
vino. Es difícil tanto para el padre como para la hi-
ja separar lo puramente humano de lo religioso y ver
al otro en su función de padre o de hija.

Tres roles de las hijas

Si observamos la historia de relación entre el pa-


dre y la hija en esta historia, naturalmente no es po-
sible averiguar la situación verdadera a partir de es-
tos pocos datos. Pero precisamente porque los
textos bíblicos dejan mucho abierto, podemos com-
pletar los cuadros con nuestras propias historias de
vida. El padre es un jefe de la sinagoga. Ocupa por
lo tanto una función directiva. Quizás se haya iden-
tificado tanto con su rol de jefe que ha pasado por
alto a su hija. La psicóloga Julia Onken describió
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cómo padecen por eso las hijas. Parte de su vida de-


ben pelear con la falta de confianza en sí mismas.
No están seguras de su apariencia, de su valor y de
su identidad. Según Julia Onken existen tres mane-
ras de reacción de las hijas frente al padre que las
pasa por alto.
“La variante más habitual es la hija seductora”
(Onken 84). Ella trata de seducir al padre ya sea ha-
ciéndose notar mediante su encanto femenino y vis-
tiéndose especialmente bonita o adecuándose al pa-
dre y leyendo de sus labios todos sus deseos. Pero
las hijas seductoras buscarán durante toda su vida
agradar a los hombres. Ellas se definen a través de
la experiencia de ser admiradas. Si esto desaparece,
puede crecer una amenaza mortal para algunas mu-
jeres. En casos extremos, no encuentran otra salida
que despedirse de la vida.
La segunda posibilidad es la “hija servicial”. Ella
trata de impresionar a su padre a través de su activi-
dad. Ella observa exactamente cuáles son las áreas
importantes para el padre. Especialmente en esta
área intenta realizar mucho. Pero en todo momento
va en desmedro de su propia identidad. La hija ser-
vicial va más allá de sus sentimientos y del senti-
miento interno de qué correspondería para ella. Ella
niega su propia debilidad. De ningún modo quisie-
ra aparecer como débil. Entonces aprieta sus dien-
tes y desarrolla una disciplina inmensa. Desvalori-
za a su madre que muy a menudo es subestimada
por su marido obsesionado por el servicio. El pre-
cio por este modelo de vida es un vacío interior.
La hija sacrifica sus sentimientos en el altar del
éxito.
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La tercera posibilidad es la “hija obstinada”. Ella


opone resistencia frente al padre, lucha contra sus
opiniones, con frecuencia es irónica y aguda en su
observación. Ella le arranca a su padre “su atención,
lucha por lograr su interés, lo obliga a tomar cono-
cimiento de su existencia y a batirse a duelo con
ella: siento resistencia, por ende soy yo” (Onken
84). Ella puede argumentar en forma brillante y se
trenza en discusiones interminables con el padre de
modo tal que él debe atenderla.

Quizás también la hija de Jairo haya sido pasada


por alto por su padre. Y entonces se haya refugiado
en uno de los tres papeles de las hijas con el objeto
de sobrevivir. Pero ella no encontró la vida de esta
forma sino que cada vez se mezcló más en el torbe-
llino de la muerte. El nombre Jairo significa en rea-
lidad: “Dios ilumina” o “Dios despierta”. Quizás en
el nombre se encuentre un programa para la sana-
ción de la hija. No es el padre quien la iluminará o
despertará. La iluminación debe provenir de otro la-
do, de su propio interior, de su auténtico ser, de
Dios. Probablemente nunca sea vista por su padre
como ella quisiera. Siempre percibirá con dolor el
déficit de la herida paterna. Deberá abandonar su
necesidad de ser finalmente reconocida por su padre
en su dignidad y exclusividad, y a cambio de ello lo-
grar la atención de su padre a través de seducción,
servicio u obstinación.
El nombre del padre indica el camino en el cual
la hija podría liberarse de su fijación a la dedicación
del padre. Debe ver más allá de él. Necesita otro
motivo que su padre en cuerpo y persona. Ella debe
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hallar el motivo de su existencia en sí misma, en su


propia exclusividad, o en Dios. La referencia a Dios
no debe ser una artimaña barata para liberarse de su
dependencia del padre. Pero sólo cuando la hija ad-
mite que su padre nunca la verá y apreciará como
ella anhela, se liberará de su fijación. Y entonces
podrá dirigir sus ojos hacia aquello que realmente la
soporta, a su propia dignidad, a Dios, quien la obser-
va en su exclusividad, quien la llama por su nombre.
En la historia, la hija de Jairo no tiene nombre.
Quizás también pueda ser una referencia a que aún
debe descubrir su propio nombre, el nombre exclu-
sivo por el cual la ha llamado Dios y que le dice qué
secreto de su vida debe desarrollar.

La muerte de la hija

La hija de Jairo se estaba muriendo. El padre ya


no podía ayudarla. En su desamparo se dirige a Je-
sús: “Ven y colócale las manos encima para que sa-
ne y siga viviendo” (Mc 5,23). Los implicados ya no
pueden resolver el conflicto. El padre no puede ser
el terapeuta de su hija. Debe venir otro y desplegar
sus manos sanadoras sobre la hija para que vuelva a
respirar y pueda hablar con toda libertad sobre sí
misma. Si el padre le da buenos consejos a la hija,
ella nunca sanará. Ella permanece siendo la niña in-
fectada por él, que no puede crecer. Si el padre in-
tenta sanar a la hija, no se da cuenta de que él mis-
mo es el problema. La hija no sana porque está
demasiado ligada al padre, tanto en el sentido posi-
66 •
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tivo como en el negativo. O bien lo admira tanto que


no puede desprenderse de él, o es permanentemente
desvalorizada por él y ridiculizada en su desarrollo
como mujer. En ambos casos se crea una unión que
el padre no puede liberar ni a través de la modifica-
ción de la conducta ni poniendo buena voluntad. Es
necesario un liberador externo, que la suelte de la
mano del padre. El hecho de que el padre reconozca
su impotencia y confié a su hija a las manos y la pro-
tección de Jesús, ya es el primer paso de la sanación.
Esto se aplica también para muchos padres aun
cuando signifique para ellos una ofensa narcisista,
que a pesar de todo su conocimiento psicológico, su
amor y dedicación bienintencionados no pueden
ayudar a su hija.

Cuando la hija ingresa al ámbito sanador de un


hombre reposado o de una mujer madura y puede
permanecer allí, puede sanar. Lo trágico es que la
hija busca con frecuencia un amigo, un terapeuta, un
ayudante espiritual o un acompañante que continúe
el rol del padre. En ese caso no se verifica una sana-
ción y en cambio se afianza el modelo enfermante.
El terapeuta o ayudante espiritual se rodea igual que
el padre de una aureola divina, que evidentemente
atrae a la hija. Es como una trampa en la que cae. Y
luego continúa la herida. Por esta razón, es impor-
tante para la evolución sanadora que la hija también
enfrente la herida paterna. Únicamente al atreverse
a ello podrá confiar en su sentimiento y reconocer a
quién puede dirigirse y a quién no. De lo contrario
caerá una y otra vez en aquellas personas que repi-
tan las heridas del padre.
• 67
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Es un gran peligro para todo ayudante espiritual y


terapeuta, que se identifiquen con imágenes arquetí-
picas y, por ende, que lastimen una vez más a las per-
sonas que buscan su acompañamiento. Si una mujer
con una herida paterna busca el diálogo con un ayu-
dante espiritual masculino, aparece fácilmente en él
el arquetipo del padre: “Podría ser para ella el padre
que nunca pudo experimentar”. Si el acompañante se
deja guiar por esto, no notará que él mismo despliega
su propia necesidad de cercanía con la mujer. Y así
no ayuda a la mujer. O cuando la mujer se queja de
sus heridas y cuenta que hasta ahora nadie pudo ayu-
darla, se presenta en el acompañante el arquetipo del
sanador: “Yo podría sanarla. Si me dejo guiar por
Dios podré sanar sus heridas”. Tampoco entonces no-
tará que actúa sus propias necesidades, sus fantasías
narcisistas de grandeza o su necesidad de ser algo es-
pecial, o de poder transmitir la salvación de Dios.

El miedo del padre

Cuando los amigos del jefe de la sinagoga vienen


y le avisan que la niña ha muerto, que no tiene sen-
tido molestar a Jesús, Él exhorta al padre: “¡No te-
mas, sólo cree!” (Mc 5,36). En estas pocas palabras
se manifiesta cómo Jesús comprende de inmediato
el estado interior del hombre. En todas las historias
de sanación podemos ver cómo Jesús da en el nú-
cleo. En este caso, percibe el temor del padre como
el problema propiamente dicho. En griego no existe
la diferencia entre miedo y temor. La herida paterna
68 •
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propiamente dicha radica para la hija en el temor del


padre. El padre quiere controlar porque tiene temor.
Por temor reprime la sexualidad de su hija. Por te-
mor a su convertirse en mujer le impide desarrollar
su propia identidad. Jesús reconoce intuitivamente
la problemática más profunda de este hombre. Y lo
recoge allí donde está atrapado dentro de sí mismo y
de su temor. Dado que Jesús comprende al hombre,
puede liberarlo de su vínculo temeroso con la hija y
colocarlo sobre sus propios pies.

Muchos padres reconocen actualmente el proble-


ma del temor frente a sus hijas. Ellos temen quizás
que sus hijas extravíen su camino y por ende deben
controlarlas cuando regresan por la noche de su en-
cuentro con su novio. Como teme que la hija no se-
pa manejar su sexualidad, su padre lee secretamen-
te en su diario para enterarse si ya ha tenido una
relación sexual. Quizás el padre también tema que
su hija sea más inteligente que él, lo cual difícilmen-
te podría asimilar. O teme que ella sienta las necesi-
dades que él siempre se prohibió. En el temor en tor-
no a la hija, el padre manifiesta su propio temor. En
última instancia siente temor frente a sí mismo:
frente a su sexualidad, frente a las mujeres a quienes
no comprende, frente al fracaso, frente a las propias
necesidades y deseos, frente al caos en su alma.
Cuanto más quiera proteger a su hija frente a los
errores a causa del temor, tanto mayor será el peli-
gro de que la induzca a caer precisamente en esos
errores. Aquello que el padre quiere evitar por todos
los medios, lo provoca en su hija. Cada vez está más
contagiada de su temor. Inclusive, una vez fallecido
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el padre, el temor del padre puede continuar turban-


do la memoria de la hija. El temor se convierte en un
demonio que se afianza dentro del alma de la hija.

Jesús atiende en primer término al padre. Lo li-


bera de su fijación temerosa a la hija. Lo suelta de la
desastrosa opresión que lo daña tanto a él como a la
hija. Lo coloca sobre sus propios pies para que pue-
da desempeñar libre y confiadamente su rol de pa-
dre. Jesús se niega a atribuir al padre la culpa por la
enfermedad de su hija. Él libera la maraña estrecha
entre el padre y la hija para que ambos puedan ser
ellos mismos. En ello consiste la salvación para Je-
sús. Una vez liberada la opresión, padre e hija pue-
den restablecerse y ser íntegros.

El primer paso de la terapia de Jesús consiste en


permitirle al padre observar su temor. Él no lo juz-
ga por su temor. Sólo al observar su temor podrá
distanciarse de él. En muchos hombres existe un te-
mor primitivo ante las mujeres, temor que lleva al
hombre a desvalorizar a la mujer y querer dominar-
la. Una joven mujer contaba cuánto había padecido
por ello de niña, cuando el padre no tomaba en serio
a su madre y la ridiculizaba. Esa desvalorización de
la mujer no sólo la experimentó por parte del padre
sino también de sus hermanos. Los hombres en la
familia no aceptaban sus sentimientos. Ocultaban su
temor e inseguridad al considerar a las mujeres co-
mo esclavas y desvalorizarlas en su dignidad. La jo-
ven mujer continúa padeciendo de esta desvaloriza-
ción. Siempre que debe relacionarse con hombres
en su trabajo que no la toman en serio, aparece en
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ella esta herida a través de su padre y la paraliza. No


puede defenderse frente a este tipo de hombres. Si
bien su razón analiza su inseguridad y su temor, en
la realidad no puede imponerse. La antigua herida
aparece y la deja sin palabras.

El segundo paso terapéutico de Jesús consiste en


su exhortación “¡Simplemente ten fe!” Jairo debe
confiar en que su hija, más allá de todas las crisis,
encuentre su propio camino. Él no debe preocupar-
se temeroso por la niña y obstaculizarla así en su vi-
da. Cuanto más ata a la niña a su temor, tanto menos
puede vivir. Él debe crear un ámbito de confianza en
el cual la niña pueda florecer. Tener fe significa sol-
tar a su hija y confiarla a otro, en última instancia a
Dios. Él no es responsable por todo lo que crece
dentro de su hija. Dios le envía a sus ángeles. Éste
es motivo suficiente para dejar a su hija en manos de
los ángeles en lugar de colocarla en el corsé que
creó para ella. El término griego pisteuein no signi-
fica únicamente tener fe y soltar sino también “estar
firme, afianzarse en Dios”. Jesús invita al padre a
obtener su propia estabilidad, a estar en Dios consi-
go mismo. Cuando el padre tenga paz en sí mismo,
también tendrá fe en su hija y le confiará algo a ella.
Confiar tiene relación con firmeza. El padre que
confía a la hija le confiere una posición firme, un
fundamento sólido sobre el cual sostenerse. De tal
modo ya no tiene necesidad de atarla a él o contro-
larla. Quien tiene paz en sí mismo como hombre,
también permite a la mujer ser totalmente ella mis-
ma. Él se alegra de la naturaleza distinta de la mujer
y confía en su desarrollo acorde a su ser.
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El sueño de la transformación

Una vez que atendió al padre, Jesús se dirige a la


niña. A la gente que llora en voz alta la muerte de la
niña les responde: “¿Por qué gritáis y lloráis? La ni-
ña no ha muerto, sólo duerme” (Mc 5,39). Sólo mu-
rió en su antiguo rol de niña. Debió archivar su iden-
tidad de niña, debió soltar la atadura con el padre. Y
esto sólo se verifica a través de la muerte, a través
de un cambio de identidad. Hacia afuera es una
muerte, sin embargo hacia adentro un sueño de la
transformación. La hija se libera en este sueño de la
transformación de la atadura del padre. Ella suelta al
padre. Ella suelta aquello a lo cual se sostenía y afe-
rraba hasta ahora. Si el padre proyecta su temor den-
tro de la hija, surge un vínculo tan estrecho que la
hija sólo puede liberarse de él a través de la muerte,
a través de una muerte psíquica, al fallecer a su an-
tigua identidad de “hijita del padre”.
El vínculo entre el padre y la hija a menudo tam-
bién tiene un tinte de deseo erótico. El padre necesi-
ta a la hija como reemplazante. Dado que no puede
ya desempeñar su papel de amante frente a su mu-
jer, lo intenta con la hija satisfaciendo cada uno de
sus deseos y entregándole todo su amor. O toma a su
hija como compañera espiritual. Con ella comenta
los libros que lee. Con ella va a los conciertos por-
que su esposa no muestra interés alguno en ellos. La
trata como a una camarada, como una interlocutora
en igualdad de derechos. Ella le presta gustosa su oí-
do. Con ella puede compartir sus ideas. A ella pue-
de moldearla como la mujer de sus sueños que ansió
pero no encontró en su esposa (comp. Richter 115 y
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sigs.). Simultáneamente el padre cuida celosamente


que nadie le dispute su hija. Nace entonces un vín-
culo estrecho. La hija sólo puede liberarse de este
vínculo cuando abandona el papel de amante del pa-
dre y se para sobre sus propios pies. A veces sucede
que esta muerte a la antigua identidad tiene lugar a
través de una prolongada separación del padre. Pero
no es suficiente con una separación exterior, tam-
bién debe llevarse a cabo en el alma. De lo contra-
rio, el padre continúa determinando interiormente a
la hija y no le permite encontrarse a sí misma. A me-
nudo las hijas de este tipo de padres son incapaces
de llegar a una sana relación con un hombre. No en-
cuentran ningún compañero que alcance a su padre.
Siempre tienen algo que objetar. Entonces permane-
cen solas. En algún momento se sienten en conse-
cuencia usadas y estafadas en su vida.

La hija de Jairo tiene doce años de edad. En


aquella época era la edad en que las jóvenes eran ca-
saderas en Israel. Evidentemente la hija no puede
crecer. Quizás es la atención excesiva del padre la
que la obstaculiza en su crecimiento. O los ideales
religiosos de pureza que llevan a la hija a temer su
propia sexualidad. Quizás sea también el deseo in-
consciente del padre que impide a la hija ser adulta,
ya que el padre no quisiera perderla como compañe-
ra. Él siente temor a que ella elija otro hombre. En-
tonces inconscientemente la vincula a él y la torna
incapaz de desarrollar su propia identidad. Eugen
Drewermann compara, en su interpretación de esta
historia, la situación de la hija con la de una anoré-
xica. En la anorexia la niña rechaza convertirse en
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mujer. Niega su sexualidad. Y en la anorexia se es-


conde un deseo de muerte. Este deseo de muerte no
está únicamente dirigido contra sí misma sino tam-
bién en última instancia contra el padre. La hija ac-
túa en sí misma lo que realmente quisiera decirle a
su padre: que se muera para que finalmente pueda
vivir ella. Pero no se anima a dejar que su deseo lle-
gue a su consciente porque significarían sentimien-
tos de culpa imposibles de superar. Por temor a los
sentimientos de culpa dirige la agresión contra ella
misma y se castiga por sus propios deseos de muer-
te frente al padre, dejándose morir lentamente de
hambre.
Para Drewermann se demuestra “que la anorexia
es casi siempre una protesta frente a cierta forma de
indulgencia y atención excesivas, contra la cual no
es posible resistirse en una discusión abierta sin
fuertes sentimientos de culpa” (Drewermann, TuE
II, 300). Para algunas jóvenes mujeres, la anorexia
se convierte en el único camino para liberarse de la
omnipotencia del padre. Por haber sufrido bajo su
poder, dejan al padre padecer su desamparo y debi-
lidad. Inconscientemente se satisfacen con el pánico
que llega a sentir el padre. En su debilidad, Jairo co-
rrió hacia Jesús y se echó a sus pies. Se mostró to-
talmente en su desesperación y desamparo, y reco-
noció que sólo otro podría ayudar allí.

“¡Levántate!”

Evidentemente a la hija de Jairo le queda como


único camino la muerte para escapar de la esfera de
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poder del padre. En realidad, ella no está muerta si-


no sólo rígida. Pero las personas de confianza del pa-
dre no se dan cuenta. Para ellas está muerta porque ya
no funciona como les agradaría, porque ya no desem-
peña el papel de la hija obediente y adaptada. Jesús se
dirige a ella, la toma de la mano y le dice: “Niña, te
lo digo levántate” (Mc 5,41). El término griego para
“tomar” (krateo) significa también “ser poderoso,
fuerte”. Jesús sostiene la mano de la hija y le mani-
fiesta su fuerza. El padre la había retenido en su te-
mor y quitado toda su fuerza. Jesús le da la mano a la
niña y permite que su fuerza fluya hacia ella. Pero
también le da confianza para pararse sobre sus pro-
pios pies y asumir la responsabilidad por su vida. La
niña se levanta y se desplaza de aquí para allá. Tran-
sita sus propios caminos. Se libera de las ataduras que
inconscientemente su padre le había colocado, se li-
bera del superyó del jefe de la sinagoga, del poder de
las órdenes religiosas que había almacenado en su in-
consciente. Se anima a transitar su propio camino sin
preguntarle al padre si está bien, si puede o no hacer-
lo. Lo aquí descripto con palabras sencillas es con
frecuencia un proceso doloroso. En el camino hacia
la libertad aparecen una y otra vez deseos de amor y
dedicación del padre, que quisieran retener a la joven
en su avance por el propio camino. Por lo tanto, se la
tienta a retornar a los brazos llenos de amor pero tam-
bién atrapantes del padre. La sanación de la hija no se
verifica sin su propia intervención. Ella misma debe
dar los pasos que la llevarán hacia la vida.

De la mano de Jesús la hija celebra la resurrec-


ción. Marcos emplea a tal fin las dos palabras con
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las cuales también describe la resurrección de Jesús:


egeire significa “levántate” y aneste significa “ella
se levantó”. Ella se levanta porque Jesús le da la ma-
no y le habla. En la palabra de Jesús ella recibe la
fuerza sanadora de Dios. En Jesús encuentra a Dios,
quien la pone en contacto con la fuerza, que Él ya le
había dado en el momento de su nacimiento. Con
esta fuerza ella puede levantarse por sí misma y ser
ella misma. La hija no adquiere dependencia de Je-
sús como si fuera su terapeuta. Tampoco lo toma co-
mo padre sustituto. Jesús despierta en ella el valor
de ser ella misma. La resurrección –tal como nos di-
ce esta historia de sanación– no tiene lugar después
de nuestra muerte sino en medio de nuestra vida.
Siempre que una persona se levanta, se coloca sobre
sus propios pies y transita su camino, ha resurgido,
forma parte del misterio de la resurrección de Jesús.

Jesús imparte dos órdenes más para completar la


sanación. Por un lado está la orden que no le cuente
a nadie de su sanación. Nadie debe enterarse de ella.
La hija necesita un ámbito protector de silencio, en
el cual llegar a ella misma. Si la noticia de su sana-
ción se hace pública, se colocaría en un papel que no
le haría bien. Sería algo especial. Nuevamente sería
motivo de asombro para todos y no podría llegar a
ser quien es. Como hija del jefe de la sinagoga pre-
sumiblemente también era un problema para ella es-
tar demasiado en la mira del interés general. Ella se
desarrolló bajo la mirada de la comunidad religiosa
que en la hija siempre veía también al padre. Ella no
sólo debe abandonar la esfera de poder del padre si-
no también de la comunidad para poder transitar su
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camino. Ya no puede permitir ser utilizada como


objeto de demostración. El milagro de su sanación
sería muy apropiado para hacer alarde con su hija en
los círculos religiosos: ella fue honrada con la sana-
ción. Esto provocaría una gran impresión. Pero la
hija necesita su ámbito. Quizás deba mudarse de su
casa para que –sin ser observada por todos– pueda
encontrarse a sí misma.

Por último, Jesús le recomienda a la gente dar de


comer a la niña. Es menester fortalecer su vitalidad.
Ella debe disfrutar la comida y en este goce entrar
en contacto con su cuerpo, con su sexualidad. Ella
debe vivir a gusto dentro de su cuerpo y encariñarse
con él. Parece asombroso que Jesús se preocupe por
cosas aparentemente banales como la alimentación.
Pero es importante para Él que la hija se aboque a
los placeres de la vida. Durante años estuvo rigidi-
zada, quizás quería satisfacer los ideales religiosos
del padre y dejó de lado su persona y sus necesida-
des. O estaba destinada a ser reconocida por el pa-
dre. Ella vivía de los favores de su padre. Ahora de-
be vivir ella misma y disfrutar su propia vitalidad.
Ella necesita el permiso de Jesús, inclusive su or-
den, para animarse a satisfacer sus necesidades vita-
les. Ahora puede ocuparse de sí misma y de su cuer-
po. Dejar de preguntar constantemente si realmente
puede disfrutar una buena comida. Existen personas
religiosas que en virtud del puro ascetismo han olvi-
dado disfrutar la vida. Tampoco pueden disfrutar a
Dios. Están rigidizadas en su negación de la vida.
Entonces necesitan la orden del propio Jesús para li-
berarse de sus sentimientos de culpa y dedicarse con
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la conciencia limpia al goce. Pero la orden de darle


de comer a la niña no se refiere exclusivamente al
goce. La hija debe aprender a alimentarse por sí
misma, a ser padre y madre para ella misma. Ella
debe preocuparse por sí misma y ver que su cuerpo
y su alma encuentren el alimento que necesitan pa-
ra ser totalmente ella misma. Al alimentar a su cuer-
po, se encariñará con él. Ella tiene el derecho de
sentirse a gusto en su cuerpo como mujer y alegrar-
se de ser mujer.

La mujer con el flujo


de sangre continuo

Entre el pedido del padre y la sanación de su hi-


ja, Marcos intercaló ingeniosamente la sanación de
la mujer con el flujo de sangre continuo. Ambas
historias de sanación están vinculadas entre sí por
el número doce. Con Drewermann sería posible
comprender la relación entre la niña de doce años
y la mujer que hace doce años padece de flujo de
sangre continuo; la niña no se atreve a madurar co-
mo mujer, y que la mujer con flujo de sangre con-
tinuo no puede aceptar el hecho de ser mujer
(comp. Drewermann, TE II 279 y sigs.). Pero tam-
bién sería posible ver en la mujer con el flujo de
sangre continuo una imagen de cómo la niña que
padece de la herida paterna, se comporta como mu-
jer adulta. ¿Cómo se manifiesta la herida paterna
de una hija cuando una vez que llega a la adultez,
se casa y tiene hijos? ¿Cómo se muestra esta heri-
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da en su profesión, en su trato con hombres, en su


relación con su cuerpo?

Una mujer que padece de una herida paterna an-


sía ser finalmente vista por el padre, finalmente ob-
tener una palabra de confirmación y de amor de él.
Con el objeto de lograr dedicación del padre, ella se
entrega toda. Brinda todo lo que tiene, su fuerza vi-
tal y su amor. La sangre representa la vida y su
amor. El amor de la mujer se debilita cada vez más
cuanto más entrega de ella. Ella es como la hija
complaciente que desea despertar la atención de su
padre. Pero cuanto más entrega, tanto menos recibe.
Cierto refrán dice: “Quien mucho da, mucho nece-
sita”. Esto se aplica para muchas personas que tra-
bajan en profesiones sociales. Ellos se entregan a
los demás no por altruismo sino porque ellas mis-
mas necesitan dedicación y amor. Pero también se
aplica para muchas esposas que hacen todo por su
marido para lograr su atención. Una mujer que pa-
decía de una herida paterna, contaba que junto a su
marido ella era cada vez más débil. Él le robaba to-
da la energía. Ella creía que su esposo la valoraría
recién cuando ella hiciera todo por él, le leyera cada
deseo de sus labios y se sacrificara por él. Pero
cuanto más entregaba, tanto más se debilitaba. Toda
la sangre fluía de ella. Ya no tenía fuerza, se sentía
sin vida y vacía.

Pero la mujer no entrega únicamente su sangre


sino también sus bienes. Ella quisiera adquirir el
amor a cambio de dinero y obsequios. Pero por “bie-
nes” se entiende también sus aptitudes, su capacidad
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de servicio. Ella les da sus bienes a los médicos pa-


ra que se ocupen de ella. Tiene por lo tanto la sen-
sación de que sólo se le presta atención cuando da
algo, cuando realiza algo. Existen muchas mujeres
que ya de niñas debieron comprar su dedicación a
través de un servicio. Ellas se sobreexigen haciendo
todo por la familia, por la empresa, por la comuni-
dad religiosa. Pero no reciben la confirmación que
tanto anhelan. Tanto más entregan de sí, tanto peor
les va. Finalmente se encuentran totalmente vacías,
se sienten estafadas en su vida. Entregaron todo y no
recibieron nada a cambio.

El primer paso de la sanación consiste en que la


mujer deje de entregar su sangre y sus bienes. Ella
ya no da, ella recibe algo. Simplemente toma el ex-
tremo de la túnica de Jesús. Todavía lo hace a es-
condidas, ya que su modelo de vida de entrega la ha
marcado tanto que apenas se anima a tomar algo.
Pero al tomar sencillamente el amor de Jesús, cesa
su flujo de sangre.
Si dejamos de entregarnos, si tomamos el amor
que se nos ofrece, también se detendrá nuestro ca-
mino hacia la debilidad cada vez mayor y el vacío.
Sólo necesitamos abrir los ojos. Muchas personas
nos ofrecen amor y dedicación. Sólo debemos to-
marlo. Debemos tomar el amor que nos obsequian
nuestros padres. Cada uno de nosotros debería to-
mar del extremo de la vestidura de su padre o su ma-
dre. No existen padres que no brinden nada a sus hi-
jos. También cuando el dar de nuestros padres sea
limitado, todos hemos tomado algo. Y sólo porque
hemos tomado, podemos dar.
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Algunas personas han adoptado el modelo de vi-


da de entrega y de darse todo en su relación con
Dios. Ellas consideran que deben ganarse el amor
de Dios cumpliendo todos los deberes religiosos o
sacrificándose en lo posible por la gente. Pero no
necesitamos adquirir el amor de Dios a través de un
servicio. Dios nos ofrece su amor. En las personas,
en la belleza de la creación, en las pequeñas cosas
de todos los días podemos experimentar el amor de
Dios, si simplemente lo tomamos. Entonces se de-
tendría el flujo de la entrega. Nos sentiríamos mejor,
podríamos disfrutar el momento sin preguntarnos
qué debemos hacer todavía o cómo nos hemos me-
recido la belleza de este encuentro. Existen hombres
y mujeres religiosos que sienten remordimientos
cuando se sientan durante una hora en el banco y se
dejan iluminar por el sol. Ellos consideran que en
realidad deberían visitar a algún enfermo o rezar un
rosario o realizar alguna otra actividad espiritual, ol-
vidan y pasan por alto a causa de esta presión la be-
lleza de la vida querida por Dios.

El segundo paso de la sanación consiste en que la


mujer se anime a decir toda su verdad. Ella puede
enfrentarse a sí misma y a su enfermedad. Segura-
mente no es fácil para esta mujer relatar acerca de su
enfermedad y su sanación en medio de tantos hom-
bres, que debido a su flujo de sangre se convirtieron
en impuros según las concepciones judías. Por lo
tanto tiembla de miedo. Pero evidentemente la irra-
diación de Jesús le brinda la confianza y el valor de
reconocer también abiertamente su verdad. A ella le
habría agradado que su sanación se produjera en se-
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creto. En ese caso no habría tenido que contar a na-


die de su enfermedad. Habría podido retornar sana a
su casa sin enfrentar la verdad de su vida. Pero en
ese caso sólo se habría curado su síntoma pero no su
alma. No podemos esperar sanar nuestras heridas
paternas si no nos confrontamos a la verdad comple-
ta de nuestras heridas. Y no es suficiente si admiti-
mos esta verdad únicamente en el silencio de nues-
tro corazón, debemos exteriorizarla. No obstante,
necesitamos para ello un ámbito de protección. Ne-
cesitamos confianza hacia una persona que nos en-
frente plena de fuerza y amor de modo similar a Je-
sús. En la cercanía de tales personas podemos
exteriorizar toda la verdad. Y entonces sentimos que
somos totalmente aceptados, que no existe nada en
nosotros que no deba ser. Todo puede ser. Todo en
nosotros es bueno.

Jesús expresa el secreto de la sanación a través


de la aceptación de la mujer con flujo continuo de
sangre del siguiente modo: “Hija, tu fe te ha salva-
do; ve en paz, y queda sana de tu enfermedad” (Mc
5,34). Aquí se hacen visibles cuatro aspectos de la
sanación: Jesús se dirige a la mujer como “hija”. Es-
tablece una relación especial con ella, una relación
familiar. Jesús no trata a la mujer como a una pa-
ciente sino que se relaciona con ella porque la apre-
cia. Jesús se convierte para ella en una persona pa-
ternal que le presta atención y le informa sobre su
fuerza. La experiencia de un padre sustituto que no
utiliza a la mujer sino que le da participación en su
sana paternidad, puede sanar la herida paterna. En-
tre Jesús y la mujer nace una relación de confianza.
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Ambos se aprecian mutuamente. Ambos se admiten.


Ambos se encuentran mutuamente en libertad.

Jesús confirma la fe de la mujer. No es Jesús


quien sanó a la mujer sino que su propia fe la ha sal-
vado. Con la fe de la mujer, Jesús apela al propio re-
curso sano que la mujer tiene dentro de sí. Ella tie-
ne dentro de sí un sano anhelo de sanación, un sano
egoísmo al que no renuncia, una sana obstinación
con la cual lucha por ella. Como tercera palabra Je-
sús le promete paz a la mujer. El término hebreo
schalom no sólo significa “paz” sino también “ple-
nitud de la vida, armonía, bienestar”. Schalom indi-
ca el estado del mundo o de una persona tal como
debe ser. Jesús lo confirma con este deseo: “Está
bien tal como eres. Es bueno que existas. Anda tu
camino. Tienes fuerza suficiente dentro de ti. Vive
tu vida en armonía con tu voz interior”. La última
afirmación se refiere a la salud. La mujer está ahora
sana, íntegra, y está libre del fantasma de la enfer-
medad. La herida paterna ya no la determina. Aún
existe como cicatriz pero la mujer ya no padece por
ella. Puede observarla, recordar el pasado a través
de ella pero también reconocer en ella el afecto que
experimentó de Jesús. La herida se convierte en
símbolo de la transformación interior. La mujer es-
tá ahora en paz consigo misma. Ha experimentado
el amor que tanto anheló, por el cual brindó todo de
sí. Ahora ya no necesita dar todo de sí, es amada sin
condicionamientos. Jesús la adoptó como hija. Le
ha obsequiado la dedicación que tanto anheló. Aho-
ra ya no está determinada por su necesidad de dedi-
cación sino que puede vivir su propia vida.
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El cuento de Rumpelstilzchen

Si buscamos un cuento que tenga por tema la re-


lación padre-hija, pensamos en primera instancia en
Rumpelstilzchen.

“Había una vez un molinero pobre que tenía una


hija bonita. Cierto día, al hablar con el rey, para dar-
se importancia, le dijo:‘Tengo una hija que puede
hilar paja y convertirla en oro’”. Y así comienza la
desgracia. “El rey hizo buscar a la hija y le ordenó
convertir en oro durante la noche una habitación lle-
na de paja. De lo contrario moriría. Cuando estaba
allí sentada, desesperada y comenzaba a llorar, apa-
reció un hombrecito y le preguntó qué le daría si él
hilaba la paja y la convertía en oro. Ella le regaló su
collar. Y él hiló convirtiendo toda la habitación en
oro. Pero al ver tanto oro, aumentó la codicia del rey
y le ordenó a la hija hilar una habitación llena de pa-
ja aún mayor y convertirla en oro. Entonces le rega-
ló al hombrecito su anillo. En la tercera oportunidad
la hija ya no tenía qué entregar. Entonces el hombre-
cito le dijo: ‘Prométeme que cuando seas reina me
darás tu primer hijo’. Ella lo hizo con la esperanza
de que el hombrecito lo olvidara. Después de la ter-
cera prueba el rey se casó con la hija del molinero.
Ella se convirtió en reina y después de un año dio a
luz un hermoso niño. Ella estaba feliz y ya no pen-
saba en el hombrecito. Pero de pronto entró en su
habitación y le pidió a su hijo. Como la reina llora-
ba amargamente, él le dio tres días de plazo. Si en
ese tiempo averiguaba su nombre, podría conservar
al niño. La reina envió un mensajero para que ave-
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riguara por doquier todos los nombres existentes.


Pero todos los nombres que mencionaba no corres-
pondían al hombrecito. El tercer día el mensajero
informó que había visto un hombre que saltaba so-
bre una de sus piernas, gritando al mismo tiempo:

“Hoy hago pan, mañana cerveza,


y pasado me traigo al hijo de la reina.
¡Qué bien! ¡Nadie tiene en la cabeza
que Rumpelstilzchen soy y que así me llamo”.

Cuando apareció el hombrecito por tercera vez,


la reina le preguntó: “¿Te llamas Conrado?” “No”.
“¿Te llamas Enrique?” “No”. “¿Te llamas acaso
Rumpelstilzchen?” “Te lo ha dicho el diablo, te lo
ha dicho el diablo”, gritaba el hombrecito golpean-
do de rabia con su pie derecho en el suelo, con tan-
ta fuerza que se hundió hasta la cintura. Luego tomó
su pie izquierdo con ambas manos y tiró tanto que
se partió en dos”.
Es posible interpretar este cuento de varias ma-
neras. Quisiéramos limitarnos a observar la herida
paterna y su cura, que se relatan en este cuento po-
pular. El padre utiliza a su hija para sí mismo. Él
abusa de su prestigio. Quiere quedar bien. Desea el
ascenso social. El padre no se preocupa por la hija
sino que la utiliza para sus propios fines. Y por esta
razón la coloca en una situación peligrosa. Él so-
breexige a la hija, le pide lo imposible. Ya que
¿quién puede convertir paja en oro? Pero Rumpels-
tilzchen acude en ayuda de la hija. Viene desde otro
mundo y tiene facultades sobrenaturales. Sería posi-
ble ver a Rumpelstilzchen como el aspecto del pa-
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dre, como la cualidad interior del padre. El padre,


que utiliza a su hija como compañera espiritual, le
concede por ello grandes facultades. Pero éstas tie-
nen su precio. En el cuento tienen el valor del collar
y del anillo. La hija debe entregar sus joyas, aquello
que la adorna, lo que la hace parecer linda. Pero el
anillo es también la imagen de la redondez y del to-
do. La hija pierde su integridad, su identidad, cuan-
do permite que la determinen los deseos del padre.
Finalmente la reina debe entregar su hijo. El hijo es
la imagen de lo primitivo y auténtico que quisiera
vivir en la hija. La hija no puede vivir su unicidad
mientras sea compañera espiritual del padre. Debe
atravesar un proceso doloroso. Ella quisiera conser-
var a su hijo y lucha por el niño. En principio envía a
su sirviente para que le mencione muchos nombres.
“Poner nombres es una cualidad típicamente mascu-
lina” (Wittmann 163). Se podría decir que el sirvien-
te representa el lado positivo del padre que la hija ne-
cesita para poder conservar su niño, para ser
totalmente ella misma. El sirviente se interna en un
bosque, en el ámbito del inconsciente. El aspecto pa-
terno, o en la terminología junguiana el aspecto posi-
tivo del animus, vincula a la mujer con el inconscien-
te. El inconsciente es para nosotros una fuente de
vida de la cual podemos crear. El padre ya no es des-
tructivo y sobreexigente aquí, en cambio se convier-
te en una fuerza que crece. Una vez que la hija se li-
bera del padre sobreexigente, puede tomar contacto
con la raíz positiva que el padre le pone a disposición.

El cuento muestra cómo resulta el camino hacia


la autorrealización para la hija del rey. Ella debe to-
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mar en serio al niño que ha dado a luz. Debe pelear


por ella y por la imagen que Dios se ha hecho de
ella. El niño representa también el aspecto erótico.
Por tanto servicio, la hija ha descuidado este aspec-
to. Pero ahora pelea por él. Ella no quiere seguir so-
breexigiéndose, quiere cuidar maternalmente a su
hijo para que pueda crecer. Ya no se requiere el ser-
vicio sino su ser, su fertilidad, su integridad. Ya no
es importante el oro que brilla sino el niño en ella
que grita por la vida y el amor. La hija ya no debe
identificarse únicamente con los aspectos conscien-
tes del padre que apuntan al éxito y el servicio, sino
con los aspectos inconscientes que conducen a lo
profundo y que le confieren la fuerza para poder pe-
lear por ella y por su propio camino. Aun cuando el
padre la haya empleado para sus propios fines, él
quería estimularla. Y en su afán de tenerla como
compañera espiritual también existía un componen-
te erótico. Con estos aspectos positivos del padre
debe tomar contacto la hija. Entonces experimenta a
Rumpelstilzchen como el espíritu que viene de otro
mundo y la ayuda en la difícil tarea de la propia au-
torrealización. Recién cuando la hija se ha liberado
interiormente de la intervención del padre, puede
establecer contacto con sus aspectos positivos y des-
cubrir las buenas raíces en el padre que hoy le per-
miten su crecimiento.

Cierta mujer se había recluido en el convento du-


rante una semana tras su divorcio. Cuando le con-
sultaron en qué cuento se reflejaría, espontáneamen-
te mencionó a “Rumpelstilzchen”. Ella tenía la
sensación de que durante toda su vida debió conver-
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tir habitaciones repletas de paja en oro. En ese cuen-


to se reflejaba la inutilidad de su vida. La primera
habitación de paja representaba su infancia, en la
cual debió resignar su propia voluntad para ser ama-
da por sus padres. La segunda habitación represen-
taba su pubertad, en la cual por afán de sus padres
debió renunciar a su profesión deseada y por ende a
su creatividad. La tercera habitación representaba su
matrimonio. Ella había intentado hilar la paja para
convertirla en oro. Pero sencillamente le resultó im-
posible. Debía entregar su alma para tolerar la rela-
ción. Entonces cada vez le iba peor. En el acompa-
ñamiento espiritual reconoció: “Quiero conservar a
mi hijo. No quiero vender mi alma. Quiero vivir yo
misma, vivir de acuerdo a mi ser interior”. Una pre-
gunta importante para ella era saber por qué Rum-
pelstilzchen debía morir, si le había ayudado a so-
brevivir. Pero era un precio demasiado alto. El
padre, que exige para sí la propia voluntad, la crea-
tividad y el alma, debe morir. Y recién al liberarse
de este aspecto paterno exigente y “recaudador”
puede vivir su propia vida. Entonces también puede
sentir a Rumpelstilzchen como acompañante inte-
rior que le concede nuevas aptitudes y la introduce
en un mundo en el cual la paja se convierte en oro,
en el cual descubre el brillo divino de su vida coti-
diana y normal, su dignidad intangible y divina.

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Tratamiento espiritual de
los cuentos y los textos bíblicos

Existen varios métodos de tratar un cuento y un


texto bíblico, en los cursos o a través del acompaña-
miento espiritual. Una posibilidad sería, por cierto,
observar la propia historia de vida mediante las imá-
genes que aparecen en el cuento. ¿Qué imágenes me
movilizan espontáneamente? ¿En qué imágenes me
siento reflejado? Puedo dejar actuar las imágenes
sobre mí y traducirlas en ejercicios concretos. Si ob-
servo la historia de la sanación, ¿qué imagen me
moviliza? ¿Qué imagen interior surge en mí? ¿Có-
mo podría hacer realidad en mí esta imagen? ¿Me
ayuda pintar esta imagen? ¿O preferiría ponerla en
palabras? Por ejemplo, puedo escribirle una carta a
mi padre en la cual le digo todo lo que tengo dentro
del corazón y qué deseo de él. Y desde el lado de mi
padre podría escribir una respuesta a mi propia car-
ta. De este modo permito todos mis sentimientos pe-
ro no me enfrasco en ellos. A través de la respuesta
observo mis heridas desde otro lado. Esto relativiza
mis sentimientos y puede provocar otros sentimien-
tos en mí. En lugar de rabia, pena y dolor, es posi-
ble que surja comprensión por mi padre, compasión
y nostalgia por su amor.

Pero en la historia bíblica de la sanación no se


trata únicamente de observar mi situación en las
imágenes sino imaginar concretamente que encuen-
tro a Jesús. Aquí interviene una persona distinta: Je-
sús, en el cual el mismo Dios me ilumina. Medito
sobre la historia al imaginarme concretamente el en-
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cuentro con el propio Jesús: ¿Cuál es su apariencia?


¿Qué ropa viste? ¿Qué irradia? ¿Cómo me mira?
¿Qué me dice? ¿Qué quisiera decirle yo? ¿Cómo sa-
na a la hija de Jairo, cómo sana a la mujer del flujo
de sangre continuo? ¿Cómo podría sanarme a mí?
¿Qué sentiría si Jesús me tocara, me mirara, me ha-
blara, me levantara?

Puedo meditar acerca del pasaje de la Biblia al


colocar frente a los ojos de mi alma los sucesos. Pe-
ro también puedo hablarle a Jesús en voz alta y de-
cirle lo que me apremia. Puedo decirle directamen-
te mi necesidad, mi desesperación, mi falta de
perspectivas, pero también mi anhelo y mi esperan-
za. Y puedo pedirle que me libere de mis ataduras y
sane mis heridas paternas. Otra posibilidad es leer la
historia dos veces en voz alta y lentamente, buscar
luego una frase guía que movilice espontáneamente.
Entonces puedo repetirme esta palabra una y otra
vez y pasar el día con esta frase guía. La frase me
acompañará donde esté. Y se acuñará en mi incons-
ciente. Se convertirá en una luz que ilumine el caos
de la historia de mi vida y arroje luz sobre los pro-
blemas con mi padre.

A algunas personas les resulta difícil penetrar en


la meditación de las narraciones bíblicas y enfrentar
a Jesucristo en concreto. Jesús está para ellos muy
lejano. O su imagen está distorsionada por la ense-
ñanza religiosa, de modo que no ansían entablar una
conversación con Él. Es importante que quienes me-
ditan confíen en sus propias fantasías y sentimien-
tos. Ellos no deben imaginarse a Jesús de manera
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absolutamente concreta. Ellos simplemente deben


permitir que surjan las imágenes en su interior. A
veces encuentran entonces una figura fascinante de
Jesús que es todo luz, absoluta bondad y fuerza. A
veces Jesús también permanece en la oscuridad.
Tampoco aquí deberíamos someternos a presión. Es
determinante en la meditación de la historia bíblica
de la sanación que no debo realizar todo yo mismo.
No debo elaborar y quitar yo mismo todas mis heri-
das. Yo las observo pero luego se las ofrezco a Je-
sús. Hablo con Él sobre ellas. Le pido que me envíe
su espíritu, que me toque y me sane. No obstante de-
bo cuidarme de no utilizar a Jesús como un mago,
que me libera de mis heridas en lo posible sin dolor
y con rapidez. Puedo ofrecerle a Jesús únicamente
lo que realmente he observado y analizado.
A quien le resulte difícil enfrentar a Jesús como
persona concreta y hablar con Él, puede resultarle
útil la idea junguiana de Cristo como el arquetipo
del sí mismo. Jesús se convierte para él en la imagen
del sí mismo. Puede meditar acerca de la narración
bíblica de modo tal de descubrir en Jesús los aspec-
tos de sí mismo que le ayudan a liberarse de su he-
rida paterna. Jesús se convierte entonces en la ima-
gen representativa de los propios recursos, del ser
propio íntegro y auténtico que ya está dentro de él
pero que a causa de las heridas de su historia de vi-
da se encuentra oculto. A través de la meditación de
la historia bíblica de la sanación puedo entrar en
contacto con mi auténtico ser, con el verdadero nú-
cleo de mi alma. Jesús representa al niño divino
dentro de mí que quisiera desarrollarse. Representa
el núcleo divino dentro de mí, que se desarrolla a
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través de todas las complicaciones de mi vida. Jesús


está en mí y me brinda la certeza de que mi camino
hacia el auténtico ser tendrá éxito. Allí, donde Jesús
está en mí, ya soy íntegro y completo, ya estoy en
contacto con lo íntegro y sagrado en mí. Allí estoy
libre de la herida paterna. Allí no tiene acceso. Allí
no puede determinarme. A través de Jesús tomo
contacto con mi dignidad invulnerable, con las
fuentes divinas de la fuerza sanadora dentro de mi
alma.

Un camino para entrar en contacto con el propio


ser interior es la técnica del diálogo interior, tal co-
mo la describe el creador de la psicosíntesis, Rober-
to Assagioli. Assagioli indica al paciente que se en-
cuentra en una situación difícil lo siguiente: “Si
existiera un hombre sabio, un maestro, que tuviera
la competencia espiritual y psicológica para analizar
el problema con él y dar la respuesta correcta, segu-
ramente le costaría un gran esfuerzo conseguir una
conversación con ese maestro y obtener su consejo”
(Assagioli 230). Y luego le explica “que existe un
maestro sabio dentro de él mismo, su propio ser es-
piritual que ya conoce su problema, su crisis, su
confusión”. Lo invita “a realizar un viaje interior,
dicho más precisamente, un ascenso a los distintos
niveles de la psiquis consciente y supraconsciente,
para acercarse a ese maestro interior, exteriorizar el
problema y hablarle al maestro presentado cual si
fuera una persona viva, y esperar de él su respuesta
como en una conversación cotidiana” (Ibíd. 230).
No todos tendrán éxito al realizar este viaje fan-
tástico interior y esperar hasta que el maestro inte-
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rior, que Assagioli también denomina “Cristo inte-


rior”, responda. Una ayuda para entablar conversa-
ción con este “Cristo interior” puede ser sentarnos
relajadamente e imaginar que andamos muy lenta-
mente sobre una montaña elevada. Sentimos el per-
fume del pasto y de los árboles. Nos imaginamos
cómo llegamos lentamente a una meseta elevada.
Allí viene hacia nosotros una blanca figura que nos
mira con bondad y benevolencia y se detiene frente
a nosotros. Tenemos la posibilidad de formularle
tres preguntas a esta figura. ¿Qué preguntas quisie-
ra formularle? ¿Y qué respuestas imagino? Puede
suceder que espontáneamente surja una respuesta en
mí. Pero también puede suceder que no escuche na-
da. Entonces debo tolerar que el tiempo para una
respuesta aún no esté maduro. Quizás sea necesaria
una prolongada espera hasta que madure una solu-
ción dentro de mí.

Una posibilidad creativa de manejar los textos


puede ser, además, describir sobre el fondo de la his-
toria bíblica de sanación, la historia de la propia sana-
ción. Al escribir podemos reconocer aquello que no
logramos mediante la mera reflexión. Si relatamos
nuestra propia historia buscamos menos las causas de
nuestros problemas y mucho más las vías de solu-
ción. No nos estancamos en nuestras heridas sino que
vemos cómo podría continuar nuestro camino. Du-
rante el relato adquirimos esperanza para nuestro ca-
mino. Sentimos que al escribir, nuestra herida se
transforma. El siguiente texto surgió como relato li-
bre posterior a una historia bíblica de sanación:

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Niña, te lo digo, ¡levántate!


La historia de la pequeña Ester

En la noche, cuando la doceañera Ester decidió


que prefería morir antes que continuar viviendo en
este mundo de adultos, tuvo el siguiente sueño.
Ella vivía en lo alto de una torre. Desde allí po-
día ver todo… el mar, cuyas olas la atemorizaban;
los numerosos barcos que surcaban el mar, y la tie-
rra, allá a lo lejos. Ester vivía sus días en la torre,
uno igual al otro… levantarse, trabajar, comer, dor-
mir. Un día se preguntó: Tantos días que ya vivo en
esta torre, pero ¿esto es realmente vivir? ¿No estoy
más bien enterrada en vida dentro de esta torre?
¿Por qué estoy tan cansada –me siento más muerta
que viva– sin motivo? Llegó al punto en que se pre-
guntó por qué continuaba viviendo en realidad.
Mientras cavilaba, una paloma voló de pronto
hacia su ventana: –Ester, ¿por qué no te diriges a la
tierra que desde hace años ves a la distancia?
–Tengo miedo, paloma, allí hay gigantes. Gigan-
tes que podrían aniquilarme si no consideraran mi
pequeñez. Por otra parte, ¿cómo podría atravesar el
mar? Tiene muchos bajíos, me da miedo.
–Ester, el anhelo por esta tierra y la confianza en
tu fuerza que están vivos dentro de tu corazón, serán
lo suficientemente grandes, entonces se calmarán
las olas que sientes tan poderosas y el viento te in-
dicará la dirección si te confías a él.
–No existe fuerza alguna en mí, paloma. ¿De
dónde voy a tomarla? Por otra parte, ¿para qué quie-
ro llegar a esa tierra?
–Si te encaminas, Ester, para atravesar esta tie-
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rra, te toparás un día con una cueva en la que está


escondido un tesoro. Si lo encuentras, te enseñará a
estar viva. Sí, te enseñará qué significa vivir en li-
bertad. ¿No es éste acaso tu anhelo más profundo, tu
deseo más interior, Ester?
–Sí, es cierto, –respondió ella mientras reflexio-
naba, “¿me acompañas?”
–No, Ester, si quieres encontrar el tesoro debes
emprender sola el camino. Sé que sientes temor pe-
ro sólo así aprenderás a confiar en tu propia fuerza.
Pero te brindo dos ayudas que te acompañarán. En
primer lugar, está la voz dentro de tu propio cora-
zón. Aprende a escucharla y actúa según ella te in-
dique. Esta voz es tenue, no se impone. Pero te indi-
cará el camino correcto. Y te obsequio una semilla
de confianza para que lleves en tu camino. Tan
pronto como la uses, se renovará. Arrójala sobre to-
dos los obstáculos que se presenten en el camino y
podrás superar los muros de tu temor. Sólo avanzan-
do a lo largo del camino, con la semilla de la con-
fianza, podrás llegar hasta la cueva. Y un día te da-
rás cuenta de que la semilla de la confianza también
ha echado raíces en tu corazón.
Ester inició entonces el camino. En su anhelo pa-
só por encima de las olas del mar y alcanzó la tierra
de los gigantes. Temerosa avanzó paso a paso en la
dirección que su corazón le sugería en voz baja.
De pronto un gigante bloqueó su camino.
–¿Hacia dónde te diriges? ¿A quién buscas? –
preguntó con voz gruñona.
Temblando de miedo, Ester respondió:
–Estoy buscando un tesoro que me enseñará a
vivir.
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–Ahá–, carraspeó irónicamente el gigante. –Ni tú


misma lo crees. Nunca escuché de un tesoro en
nuestra tierra. Es un cuento. Pero si lo crees… Te
dejaré seguir tu camino si me dices la clave de tu vi-
da. Si es correcta, podrás continuar. Si es falsa, de-
berás retornar a tu torre.
Ester pensó desesperada qué responder. Nunca
nadie le había formulado antes una pregunta así. En-
tonces se le volvió a ocurrir el consejo de la paloma:
“Presta atención a tu voz interior”.
Ester escuchó atentamente dentro de sí. ¡Qué di-
fícil resultaba escuchar lo que el corazón susurraba!
¿Qué decía su voz interior? ¿Cuál era la contraseña
para todo lo que sucedía en su vida? ¿En qué se sen-
tía realmente fuerte y libre? Entonces surgió como
un rayo la palabra clave de su vida.
El rostro del gigante se iluminó y sin más pala-
bras le liberó el camino.
Muchas veces más Ester encontró gigantes en su
camino. Habitaban cavernas, estaban sobre muros y
montañas. En cada oportunidad, Ester volvía a sen-
tir temor. Únicamente superaba la necesidad de re-
tornar a su torre protectora al aprender a escuchar su
voz interior. Día a día Ester tomaba coraje y arroja-
ba la semilla de la confianza en cada morada de un
gigante. Tras andar innumerables días, alcanzó fi-
nalmente la caverna. Colmada de alegría ingresó
con rapidez a ella. Por fin había llegado a la meta de
su viaje. Ahora se trataba de tomar rápidamente el
tesoro. Pero qué grande fue la sorpresa cuando Es-
ter penetró a la caverna. Estaba prácticamente vacía.
Sólo el agua de una fuente caía ruidosamente a tra-
vés del lecho de piedra. Nada indicaba dónde podría
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estar oculto el tesoro. Poco a poco Ester comprendió


que necesitaría todavía un tiempo para hallar el te-
soro. Por cierto, no estaba tan cerca de su meta.
Vacilante, comenzó a instalarse en la caverna.
Día a día palpaba y golpeaba las paredes, verificaba
el piso, espiaba a través de cada grieta o rajadura de
las rocas. De ese modo pasaba sus horas y sus días.
Y con el tiempo Ester sentía que su interior se mol-
deaba a través de la vida en la caverna, a través de
la búsqueda diaria, a través de la esperanza y anhe-
lo crecientes. La oscuridad de esta caverna, su lacó-
nica desnudez, el silencio y la soledad se hundían en
su propio corazón. Ester aprendió a tener paciencia
consigo misma y al mismo tiempo a poner manos a
la obra con fuerza. Ella aprendió, aunque con dolor,
a soportar y aceptar el frío de los muros, el vacío y
la soledad. Durante ese tiempo experimentó que su
voz interior era cada vez más clara y que la fuerza
de su corazón crecía. Ella no dejó de buscar el teso-
ro, tampoco cuando al final del día no tenía otra co-
sa que mostrar que su anhelo cada vez mayor.
Sin embargo, un día encontró una piedra. Estaba
oculta en la fuente. La levantó con cuidado y asom-
brada reconoció delgados hilos de oro en la piedra ne-
gra. Ester contuvo la respiración ante la sorpresa. ¿Ha-
bía alcanzado la meta de su búsqueda? Ella arrastró la
piedra hasta la orilla para verificarla y precisamente
allí, donde confluían los hilos de oro, descubrió una
inscripción que descifró con mucho esfuerzo. Dimi-
nutas, casi ilegibles, estaban colocadas las letras:
“Yo vivo – y te amo tal como eres.”
Ester tragó saliva… ¿qué significaba eso? ¿Eso
era todo? ¿Era acaso un tesoro que le ayudaría en su
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vida a vivir en libertad? Ella no podía ni quería


creerlo. ¿Quién era el que había escrito esas pala-
bras en la piedra? “Yo vivo – y te amo tal como
eres.” ¿Quién sabía ya quién era ella y cómo era en
realidad? ¿Quién la había reconocido y amado au-
ténticamente en su vida?
Ester comenzó a llorar. ¿Cómo continuaría todo?
¿Qué podía hacer?
¿Regresar a su torre? No, ésa ya no podía ser su
meta.
De pronto alguien tiró de su manga.
¿Por qué lloras?
Ester se dio vuelta.
Entonces vio a la paloma que durante tanto tiem-
po había desaparecido de su vista.
–Paloma, he andado todo el camino, superado to-
dos los peligros, he cuidado el deseo dentro de mí y
despertado la fuerza para la vida que hasta ahora ya-
cía dentro de mí sin ser utilizada; todo esto he reali-
zado a fin de encontrar el tesoro. Tuve perseverancia,
busqué y ansié durante muchos años. Y finalmente
sólo encuentro esta piedra con la inscripción: ‘Yo vi-
vo – y te amo tal como eres’. ¿Qué significa esto?
¿Qué sentido tiene? No sé cómo continuará mi vida.
La paloma observó a Ester con ternura:
–Ester, abandona tu cueva que se ha convertido
en tu tesoro, aun cuando todavía no lo notas. Aban-
dónala y colócate en la entrada de esta cueva. Escu-
cha allí tu voz interior.
Desesperada, Ester actuó tal como le indicó la
paloma. Su corazón estaba colmado de tristeza y de-
cepción. Se sentó a la entrada de la cueva y, agota-
da, se durmió.
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Entonces volvió a escuchar una voz, tierna y de-


terminante:
–Niña, te lo digo, ¡levántate!
¿Qué voz era ésa? Ella no se animaba a abrir los
ojos. No, mejor no despertar, no levantarse. ¿Por
qué? ¿Para qué? ¿Para quién? Ester sentía temor.
Tenía miedo frente al vacío de la cotidianeidad,
frente al vacío en su propio ser interior. Ella temía
la monotonía de la vida, quería escapar del aburri-
miento a través de un sueño profundo. Ella temía la
inquietud del propio yo, el anhelo insatisfecho de
encuentro y protección. Ella temía la incapacidad de
enfrentar la vida, su impotencia y debilidad. Ella
quería escapar de las ataduras del yo, superarlas a
través de la huida hacia la muerte. ¿Para quién valía
la pena vivir? ¿Quién la esperaba? ¿Qué amor podía
despertar su anhelo de vida? No, ella no conocía a
persona alguna que tuviera ese poder del amor que
le enseñaría a ansiar, amar y saborear la vida.
Ester se quedó paralizada. Al igual que la oruga,
tejió el capullo de la muerte al resistirse a escuchar
la voz que por segunda vez le hablaba:
–Niña, te lo digo, ¡levántate!
No, Ester no se levantó. Su corazón vociferaba:
¡Dejadme en paz! ¡Dejadme morir, quizás allí se
encuentre mi vida! ¡No me toquéis… no valgo la
pena! Durante toda mi vida me sentí superflua. Ale-
jaos, mi muerte interior ya es demasiado grande co-
mo para que alguien pueda alcanzarme.
¿Pero era realmente su voz interior, su verdad?
Debía existir alguien que escuchara un sordo gri-
to de ayuda dentro de esa queja, y que creyera en
una verdad que ansiara la vida dentro de Ester. De
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pronto una mano se dirigió a la suya, suave, tierna-


mente, sin exigencias, sin ánimo de posesión, pero
con tanto amor que Ester sin resistirse debió abrir
los ojos. Y por tercera vez sonó la voz:
–Niña, te lo digo, ¡levántate!
Y con esta tercera llamada Ester recibió una fuer-
za que la condujo hacia lo más interno de su ser.
Allí, donde sentía que en el futuro debía vivir en la
fuerza de su corazón; allí donde ella –Ester despier-
ta hacia la mujer– se reconoció capaz de amar y se
descubrió fuerte. Esa voz y esa mano le dijeron:
–Te amo, tal como eres. Y quisiera que cada vez
estuvieras más viva. Continúa tu camino prestando
atención a tu voz interior, tal como te has animado
a hacerlo en sueños; confía en la palabra que colo-
qué dentro de ti y que es como una contraseña para
todo lo que sucede en tu vida. Tu nuevo camino no
será más fácil, Ester, pero tu vida será más profun-
da, más viva y más fundamental.
Entonces Ester se puso de pie y un pequeño mo-
vimiento en su corazón le dijo que la semilla de la
confianza había comenzado a echar raíces.

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5. La relación entre madre e hija


“El demonio ha abandonado
a tu hija”
(Mc 7,24-30)

“Jesús se levantó y partió hacia el territorio de


Tiro. Fue a una casa pero no quería que nadie supie-
ra de ello; pero no podía quedar oculto. Una mujer,
cuya hija estaba poseída por un espíritu inmundo,
escuchó de él; inmediatamente acudió y cayó a sus
pies. La mujer, sirio-fenicia de nacimiento, era pa-
gana. Le pidió expulsar el demonio de su hija. En-
tonces le dijo: ‘En primer lugar haced que los niños
estén satisfechos, ya que no es justo quitarle el pan
a los niños y arrojárselo a los perros’. Ella le repli-
có: ‘Sí, tienes razón, señor. Pero también para los
perros bajo la mesa cae algo del pan que comen los
niños’. Él le respondió: ‘Porque tú has dicho eso, te
respondo: Ve a tu casa, el demonio ha abandonado
a tu hija’. Y cuando ella regresó a la casa encontró
a la niña tendida sobre la cama y vio que el demo-
nio la había abandonado.”

La segunda historia de relación, que nos cuenta


Marcos, relata el conflicto entre madre e hija. Jesús
se retira con sus discípulos hacia el Norte. No quie-
re ser interrumpido para instruir a sus discípulos.
Pero su estadía no permanece oculta. Una mujer
griega escucha de él y se arroja a sus pies (Mc 7,24-
30). Su hija tiene un espíritu inmundo. En griego se
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aplica aquí la palabra pneuma. Es el mismo término


utilizado también para el Espíritu Santo. Pero aquí se
describe el espíritu como inmundo. La enfermedad
de su hija consistía en que tenía un espíritu inmundo.
Si nos introducimos en esta imagen, podría significar
que el espíritu de la mujer estuviese mezclado con el
espíritu de la hija. La hija no podía reconocer su pro-
pio espíritu y delimitarlo del espíritu de la madre. Las
ideas y sentimientos de la madre estaban tan incorpo-
rados en la hija que ella ya no era ella misma, ya que
no podía pensar y sentir claramente. La persona de la
hija estaba mezclada con la persona de la madre. Ella
carecía de una identidad claramente definida y no po-
día diferenciar qué porciones le correspondían a ella
y cuáles provenían de la madre, qué era correcto pa-
ra ella y qué no, qué era auténtico en ella y en qué era
una mera copia de la madre.
En griego dice “hijita”. Quizás la madre tratara
aún a su hija como a una pequeña niña y no la toma-
ra en serio. O la haya utilizado para sí y para satis-
facer sus necesidades. Quizás ella misma tuviera ne-
cesidades emocionales y deseara que su hija le
pudiera obsequiar todo el amor que ella misma no
había experimentado. Cuando la madre coloca tales
expectativas en su hija, la hija es poseída por un es-
píritu inmundo y ese espíritu enturbia sus pensa-
mientos y sentimientos. Ella pierde la orientación.
La niña no puede vivir su propia necesidad sino que
debe satisfacer permanentemente las necesidades de
la madre. No es la madre quien cuida de la hija sino
la hija de la madre. La psicología habla aquí de asu-
mir el rol de padres. Los niños no pueden ser niños
sino que, como niños, deben meterse en el rol de los
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padres. Esto no les hace bien. De adultos, se sienten


luego estafados en su niñez.
El texto bíblico en sí mismo no dice nada respec-
to de por qué la hija tiene un espíritu inmundo, cuál
era la problemática de la relación entre la madre y la
hija. Pero precisamente esa mancha blanca de la his-
toria permite a cada mujer que medita acerca de es-
ta narración, incorporar su propia historia de vida.
El texto bíblico está abierto a todas las experiencias
que las madres tienen diariamente con sus hijas y las
hijas con sus madres. Así, por ejemplo, una mujer
que de niña había amado mucho a su madre, a los
doce años notó que su madre bebía. El padre había
regresado cambiado de la guerra. Para la madre se
había venido el mundo abajo y trató de esquivar el
dolor de la falta de relación con su esposo a través
de la bebida. La hija estaba sumamente decepciona-
da ya que ella habría necesitado a su madre para edi-
ficar su identidad como mujer, para aceptarse como
tal y reconciliarse con su naciente sexualidad. En
virtud de que la madre no estaba en condiciones de
brindar esa ayuda, la hija se retrajo en sí misma. Du-
rante toda su vida le resultó difícil aceptar su condi-
ción de mujer. Cuando experimentaba críticas no
podía defenderse, se retraía y callaba. Al igual que
su madre había ahogado el conflicto con su padre
dentro del alcohol, la mujer esquivaba cualquier
conflicto cubriendo su dolor con silencio. La mujer
se sintió reflejada en esta historia de la Biblia. Y en
ella descubrió un camino mediante el cual podía li-
berarse del espíritu inmundo de su infancia. En pri-
mer término debía aprender: ¿cuáles son mis senti-
mientos más primitivos? ¿Qué quisiera yo misma?
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El espíritu inmundo puede expresarse como sim-


biosis en la cual la hija vive con su madre. La hija
se aferra a la madre por temor a perderla, o por te-
mor a tener que enfrentar la vida sin su madre.
Cuando la hija vive en simbiosis con la madre, se re-
bela frente a las mujeres que corporizan una imagen
distinta de la mujer, y las desvaloriza. La psicoana-
lista Thea Bauriedel denomina a esta relación sim-
biótica una “relación sin límites” (Bauriedel 16 y
sigs.). Cuando la relación entre madre e hija no co-
noce límites precisos, la hija no sabe dónde está pa-
rada. Ella no está en contacto con sus propios senti-
mientos. Ella adopta los sentimientos de la madre. A
través de tal supresión de los propios sentimientos y
deseos, surge a menudo una doble unión funesta.
Entonces la niña piensa: “Te amo, pero eso te ate-
moriza; por lo tanto también me atemoriza a mí y
por ende reprimo este sentimiento en mí” (Bauriedel
37). Este modelo que la hija ha experimentado en la
relación sin límites con su madre, lo aplica en cada
una de sus relaciones. Ella desearía ser amada, y al
mismo tiempo se resiste al amor que le es ofrecido.
Ella se torna incapaz para el amor. El espíritu in-
mundo, que surge a través de las relaciones sin lími-
tes, es denominado también demonio en la historia
relatada por Marcos. El demonio es en la Biblia
siempre una imagen para las ideas y sentimientos
que me rodean, que se tumban sobre mí y me atra-
pan, de los cuales no puedo distanciarme. Los de-
monios me impiden ser yo misma. Ellos enturbian
mi pensamiento. Ellos quitan mi libertad, me tienen
de tal modo en sus manos que yo no puedo defen-
derme de ellos. El demonio tironea a la hija de un la-
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do para el otro entre su anhelo de amor y su temor


frente a la cercanía, entre el temor frente a la absor-
ción y el temor de ser rechazada. De tal forma, el
mensaje que emanará de esta hija durante toda su vi-
da será: “¡No me toques y no me dejes!” Este men-
saje la obstaculizará en la vida y en el amor. Él es
como un demonio que se tumba sobre ella, le quita
el aire y la separa de sus auténticos sentimientos y
anhelos.
En la historia que cuenta Marcos no se menciona
al padre. Al leerla actualmente con los ojos de nues-
tra experiencia, quizás pueda manifestar algo que
corresponda a nuestra experiencia cotidiana. Puede
ser una imagen de los muchos padres que están au-
sentes en la educación y que dejan a la hija en ma-
nos de la madre. En la actualidad existen muchas
madres solas en la educación. El padre generalmen-
te está a favor de las separaciones. Cuando la madre
debe educar sola, fácilmente puede caer en una rela-
ción sin límites con la hija. A la hija le resultará en-
tonces más difícil edificar su propia identidad. Ella
necesita la experiencia de hombres paternales para
poder separarse de la madre. Si está demasiado fi-
jada a la madre tiene lugar una mezcla de su espí-
ritu con el de la madre. Ésta es entonces el demo-
nio que la infecta y enturbia sus pensamientos y
sentimientos.
La madre en nuestro relato bíblico siente que no
puede ayudar a su hija. Ella no es la terapeuta de su
hija sino mucho más su problema. Ella siente su de-
samparo. La historia no sólo relata la necesidad de
la hija sino que refleja también la situación de mu-
chas madres. Los ejemplos de nuestro entorno son
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numerosos: así, por ejemplo, la hija depresiva que


no puede sacar fuerzas para asistir a la escuela o al
trabajo. Todos los intentos para empujarla finalmen-
te a tomar las riendas de su vida, fracasan. Quizás la
hija no fuera hasta ese momento llamativa pero aho-
ra, que llega a la pubertad, convierte la vida de la
madre en un infierno. Algunas madres piensan en-
tonces qué demonio ingresó dentro de su hija. Ella
busca consejo entre asistentes profesionales. Llegó
al final de su sabiduría. Siente que su hija transita
caminos que no le hacen bien. Pero todos los inten-
tos de hacerle entender a la hija, fracasan. La madre
tiene la sensación que ya no alcanza a su hija, que
está poseída por un demonio, contra el cual lucha en
vano.
El espíritu inmundo también puede ser la imagen
de todo aquello que la hija no puede aceptar en sí
misma, lo que le resulta inmundo: la hija no puede
aceptar su cuerpo. Le resulta espantoso. Ella piensa
que todos la miran y se ríen de ella. Ella cree que en
la escuela se la trata injustamente. Ella está invadi-
da por estados de ánimo depresivos. Tiene miedo de
ir a la escuela porque allí acabarían con ella. Se ima-
gina que todos están en su contra. Cree que su ma-
dre no la quiere de verdad. Todos los intentos de
aclararle a la hija que sus padres la quieren sin nin-
gún condicionamiento, de que ella tiene muchas ap-
titudes, que ya le irá bien en la escuela, son inútiles.
La madre no logra imponerse sobre el demonio. Al
contrario, cuanto más trata de convencer a la hija,
tanto más fuerte parece dominarla el demonio.

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La terapia para la madre

La madre de nuestra historia ha escuchado hablar


de Jesús. Entonces se dirige a Él. El primer paso de
la sanación de su hija consiste en que la madre se
aleje de la hija. Ella no lleva a la hija hacia Jesús
(como lo hará el padre con su hijo en la próxima his-
toria). Y ella no trae a Jesús a su hogar como lo hi-
ciera Jairo. Ella se va de casa. Necesita distancia
con su hija para encontrar ayuda para ella. Se dirige
a Jesús para rogarle ayuda. Ingresa a la clausura en
la cual se ha retirado Jesús y cae frente a Él y se afe-
rra a sus pies. De este modo expresa su debilidad.
Reconocer su propio desamparo es la condición que
diluye la atadura entre la madre y la hija y permite
así la expulsión del demonio.
Pero en la “caída a los pies” por parte de la mu-
jer se evidencia también una tendencia absorbente.
Evidentemente la mujer intenta no sólo absorber a
su hija sino también a todos aquellos de los que es-
pera ayuda. Si no puede ayudar a su hija, puede al
menos aplicar su encanto femenino para movilizar a
Jesús a que la ayude. Y ella calcula firmemente que
este Jesús responda a su ruego desesperado. Des-
pués de todo lo que escuchó de Jesús, ella cree que
caer a sus pies convencerá a Jesús a ir con ella. Pe-
ro Jesús se separa de la mujer. No permite que lo ab-
sorba. Le muestra sus límites. Jesús no cumple aquí
totalmente la imagen del Salvador dispuesto a ayu-
dar en todo momento, que fue predicada con mucha
frecuencia. Entonces se decía que simplemente ha-
bía que rogarle a Jesús y Él vendría de inmediato
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para ayudar. Pero en este relato Jesús no muestra


disposición alguna para ayudarla. Él se ha retirado
con los discípulos para instruirlos. Esto es ahora
más importante para Él. También Él tiene necesida-
des, y no permite que lo determinen de inmediato
las necesidades de los demás. Evidentemente a la
mujer le resulta de ayuda que alguien no responda
inmediatamente a su primer deseo sino que se dis-
tancie. Quizás este distanciamiento de Jesús sea ya
el primer paso para la madre para poder clarificar su
relación con la hija. También ella puede establecer
límites, puede tener y aceptar sus propias necesida-
des y no precisa leer de los labios de su hija todos
sus deseos. Ella debe aprender a transformar la rela-
ción sin límites en la cual se entremezclan los senti-
mientos de la madre y la hija, en una relación clara
en la cual cada una pueda ser ella misma.

En esta historia Jesús trata únicamente a la ma-


dre. La terapia para la madre no consiste en que Je-
sús sane a la madre porque está enferma. Jesús no
utiliza la división entre sano y enfermo. Él no la va-
lora. Él libera a la madre del enredo con su hija y las
conduce a ambas hacia sí mismas. El demonio es
una relación poco clara entre la madre y la hija, una
complicación inmunda. Jesús la pone en contacto
consigo misma. Enseña a la mujer a permitir vivir a
la hija. Inicia una conversación con ella. No habla
con ella acerca de la hija sino sobre su propio com-
portamiento. La confronta consigo misma para que
aprenda a conocerse mejor.

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Saciar al niño

El primer paso de la terapia de Jesús consiste en


la frase particular: “Deja primero que se sacien los
hijos, porque no está bien tomar el pan de los hijos
y echarlo a los perrillos” (Mc 7,27). Muchos exége-
tas interpretan esta frase como si Jesús se sintiera
únicamente enviado a los judíos y no a los paganos.
Si interpretamos la historia de este modo, si bien re-
sulta históricamente interesante, nos da entonces un
panorama de la historia de la antigua Iglesia, pero
no tendría ningún significado para nosotros. Una y
otra vez experimentamos que la gente que aún no
escuchó nada de esta interpretación histórica, se ma-
neja mucho más libremente con esta frase. De inme-
diato introduce sus propias experiencias. Una mujer
consideró espontáneamente que se sentía identifica-
da en esta historia. Su madre tenía un negocio, con
el cual estaba tan ocupada que su hija no recibió la
dedicación que necesitaba. Sólo pudo vivir de las
migajas que caían del negocio. Pero esto no la sacia-
ba. Entonces buscó entre los clientes lo que necesi-
taba. A menudo concurría al negocio y hablaba con
los clientes. De ellos recibió mucha dedicación. En-
tre ellos era querida y podía emplear su encanto pa-
ra buscarse el amor que en realidad ansiaba de su
madre.
Si comparamos la experiencia de esta mujer con
el relato bíblico, sería posible ver en la palabra de
Jesús una interpretación de la conducta enfermante
de la mujer. La madre debe saciar a sus hijos en lu-
gar de quitarles el pan a los niños y arrojárselo a los
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perros. En griego utilizan el término “perrillo”. Los


griegos gustaban de tener estos “perrillos” como
animales domésticos. Y a menudo se ocupaban al-
gunas madres más de sus dulces “perrillos” que de
los propios hijos. Evidentemente la mujer no aceptó
a su hija en su unicidad y diversidad y prefirió dedi-
carse a los perros. Era más fácil cuidar de ellos, po-
día educarlos como quería, mientras que la hija de-
mostraba su propia voluntad. Los perros pueden
domesticarse, los niños deben aceptarse y tratar de
entenderse. La hija no se sació. No recibió lo que
necesitaba. No experimentó el amor que ansiaba. Se
les dio preferencia a los perrillos. De tal modo, para
ella sólo quedaban las migajas del amor materno.
Para los judíos, el perro representaba también la
imagen del idólatra. Si partimos de esa interpreta-
ción, la palabra de Jesús podría contener el repro-
che, que para la mujer son más importantes los idó-
latras que el bienestar de su hija. Algunas madres
persiguen a algunos idólatras, al idólatra de su pro-
pia carrera o de su negocio, de su profesión o de su
reconocimiento entre la gente. No se ocupan de sus
hijos sino de sí mismas. Su educación es más impor-
tante que la de las hijas. Todo su anhelo está dirigi-
do a tener una buena imagen y llegada entre la gen-
te. Quisieran ser mujeres atractivas y se resisten al
rol de madres. O utilizan a las hijas como idólatras.
Las hijas deben vivir todo lo que ellas no pudieron
o no les fue permitido. Pero no ven a las hijas co-
mo son. Ven en las hijas el propio ideal que quisie-
ran desarrollar en ellas. Entonces las sobrecargan
con expectativas e ideales elevados que proyectan
en ellas. Las hijas deben defenderse de esta sobree-
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xigencia. Y a menudo, la enfermedad es el único


camino para defenderse de las expectativas de la
madre.

Crecer en la resistencia

Tal como lo hemos visto, Jesús no se permite ser


absorbido por la mujer. Con su respuesta resiste al
ruego de la mujer. La grandeza de la mujer consiste
simplemente en aceptar esa resistencia por parte de
Jesús. Ella no se ofende sino más bien se asombra
de la conducta de Jesús, que había imaginado distin-
ta. Pero crece con la resistencia de Jesús. Evidente-
mente reconoce que Jesús no va inmediatamente
con ella tras su ruego por comodidad. Ella percibe
en el diálogo con Jesús simultáneamente el amor y
la delimitación. Éste es un reconocimiento impor-
tante. Tal vez haya visto el amor de manera excesi-
vamente absoluta. Quien ama, debe estar siempre
para el otro según la opinión corriente. En la con-
ducta de Jesús, entiende de pronto que el amor y la
delimitación van juntos. El psicoterapeuta Peter
Schellenbaum habla del “No en el amor”. Sólo si
puedo establecer un límite en el amor del otro, po-
drá existir a largo plazo el amor entre los cónyuges.
Sin una sana delimitación, la agresión crecerá tanto
en el inconsciente que en algún momento se separa-
rán. Cuando la madre no establece un límite en su
amor hacia la hija, su amor absorberá a la hija y la
oprimirá. Y en algún momento la madre se sentirá
sobreexigida en su amor y se apartará de su hija. Ya
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no puede amarla. Quizás la madre haya estado pre-


cisamente en esta situación. Probablemente haya te-
nido un ideal demasiado elevado del amor. Y en vir-
tud de que ya no podía lograr ese amor sin límites
durante las 24 horas del día, prefirió dedicarse al
“perrillo”. Ahora aprende de Jesús que es posible
amar al otro y al mismo tiempo separarse de él, que
puede ocuparse de su hija sin negarse a sí misma y
sus propias necesidades.
La mujer acepta la óptica de Jesús: “Sí, Tú tienes
razón, Señor”. Ella admite que ha descuidado a su
hija. Ella reconoce que su hija no ha podido saciar-
se con su amor. Pero no se humilla cargando sobre
sí todas las culpas y despedazándose con sentimien-
tos de culpa. Reconoce que su amor limitado tam-
bién arroja algo para su hija y que su hija puede vi-
vir de ello. De este modo amplía la óptica de Jesús
al responderle: “Pero también para los perros bajo la
mesa cae algo del pan que comen los niños”. Con
estas palabras expresa su parecer. Ella reconoce: Si
coloco a mi hija en primer lugar y le doy a ella lo
que necesita, queda sin embargo o precisamente por
ello, aún suficiente para mí. Este asombroso recono-
cimiento sana a la madre. Se le abren los ojos a la
madre sobre sí misma y sobre la relación con la hi-
ja. Se libera del enredo enfermante con su hija. A
través del encuentro con Jesús la mujer reconoce lo
“embrujado” de la relación con su hija.
Presumiblemente, la madre estaba entregada al
círculo vicioso que nace del sentimiento de culpa
frente a la hija. Cuando una madre se dedica a la hi-
ja en virtud del sentimiento de culpa, no le sirve ni
a ella ni a la hija. La madre se ve sobreexigida y la
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hija ya no entiende. Muchas madres realizan en la


actualidad una experiencia similar. Sienten que de-
ben prestarle mayor dedicación a la hija y eso ya les
provoca un sentimiento de culpa. Se reprochan de-
dicar demasiado tiempo al negocio o al trabajo. Se
despedazan con sentimientos de culpa. Quisieran
abandonar esos sentimientos de culpa y al mismo
tiempo saldar la culpa inundando a la hija con dedi-
cación. Pero el cambio constante entre la carencia y
la superabundancia de dedicación confunde a la hi-
ja. Ella enferma. La confusión es como un demonio
que le turba el pensamiento. En la confusión no se
sacia. Quien padece constantemente de hambre no
puede satisfacerse cuando la mesa está servida en
abundancia. La mujer reconoce su amor limitado
hacia la hija. Pero al decirle Jesús en primer lugar
que no, al demostrarle su límite, la libera de sus sen-
timientos de culpa que siempre tuvo al dedicarse a
sus “perrillos”. Dado que ahora no actúa en virtud
de un sentimiento de culpa, la relación con la hija
puede ser distinta. La madre dejará de sobreexigirse
cuando se dedique a la hija. Ella tiene el permiso in-
terior para poder dedicarse también a sus necesida-
des. Este permiso interior le otorga la fuerza sufi-
ciente para darle también a la hija lo que necesita y
la sacia. Ella no necesita expiar su culpa con su hi-
ja. Puede verla tal cual es. Y puede darle aquello
que está en condiciones de brindar sin agotarse con
ello.
En una ronda de conversación cierta mujer contó
que tenía sentimientos de culpa frente a su madre.
Ella había amado mucho a su madre pero, dado que
vivía en otro pueblo, no pudo estar presente al mo-
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mento de su muerte. Y ella se lo reprochaba una y


otra vez. No podía manejar los sentimientos de cul-
pa frente a su madre. El único camino para liberar-
se de ellos era expiar la culpa malcriando a su hija.
Pero aun al sacrificarse de ese modo por su hija, no
lograba desprenderse de sus sentimientos de culpa.
Los sentimientos de culpa no pueden “pagarse con
trabajo”. Es necesario otro camino para liberarse de
ellos. La mujer recién tomó conciencia acerca de có-
mo actuaba respecto a su hija, cuando en el curso se
habló sobre la historia de sanación en Marcos 7. En
ese momento reconoció que gastaba todas sus fuer-
zas en su hija con el objeto de liberarse de sus sen-
timientos de culpa. Pero su sobrededicación no le
hacía bien a la hija, dado que ella no podía percibir
los límites de la madre. Por esta razón, durante toda
la vida le resultó difícil establecer límites y observar
sus propios límites. La sobrededicación que provie-
ne de un remordimiento es igual de grave para la hi-
ja, figuradamente tan afilada, tan mortal, como la
falta de amor. Para la madre fue existencialmente
importante la historia de la mujer sirio-fenicia. Al
igual que la mujer en la historia, aprendió de Jesús
que no necesita dar todo sino sólo lo que está en
condiciones de dar. La hija crece cuando aprende
que la madre también tiene sus límites y que puede
respetarlos.
Sea cual sea la manera en que se entienda la res-
puesta de la madre, de todos modos en sus palabras
se refleja una transformación interior. La sanación
de la madre consiste en el reconocimiento de su au-
téntica relación con la hija. Dado que a través del
encuentro con Jesús ha comprendido qué sucede en-
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tre ella y su hija, se libera de sus proyecciones in-


conscientes que hasta ese momento dirigió hacia su
hija. La madre no le promete a Jesús cambiar total-
mente. Tal promesa seguramente serviría de poco y
a lo sumo podría calmar sus remordimientos. Inun-
daría a la hija con su amor y por ende la malcriaría.
Pero al malcriarla únicamente perjudicaría a la hija.
Algunas madres se sienten tironeadas entre el des-
cuido y el excesivo consentimiento. Con el excesi-
vo consentimiento no aluden a sus hijas sino a sí
mismas que se sienten culpables. De este modo se
enredan con la hija. El demonio que mantiene ocu-
pada a la hija radica en última instancia en este en-
redo inmundo de la madre con la hija, en la mezcla
de los sentimientos de culpa de la madre con las ne-
cesidades de la hija.
La mujer le da la razón a Jesús. Ha comprendido
lo que quiso significar. Y ahora reconoce los meca-
nismos que intervienen entre ella y su hija. Jesús le
ha abierto los ojos para que observe más detenida-
mente la relación con su hija sin evaluarla. Al resis-
tirse Jesús a acompañarla de inmediato y satisfacer
sus expectativas, ha provocado que reflexione. Y es-
to es más beneficioso que la rápida acción que sólo
apunta a disolver de inmediato los síntomas. El re-
conocimiento de la estrecha maraña entre los con-
flictos y los problemas de la hija libera a la madre de
su atadura inconsciente a la psiquis de su hija. A la
inversa, también libera a la hija del demonio. Dado
que la madre sólo puede regresar a casa transforma-
da, la hija la enfrentará de manera distinta. Dado
que ya no reacciona inconscientemente a su conduc-
ta, la hija está libre para comportarse como lo indi-
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ca su corazón. Jesús ha sanado el enredo inmundo


entre la madre y la hija al colocar en primer lugar a
la madre sobre sus propios pies y confrontarla con-
sigo misma. Una vez que la madre es completamen-
te ella, también la hija puede vivir su propia vida,
estará libre de las turbaciones por los sentimientos
de culpa y temores maternos, podrá ser totalmente
ella misma. En Indonesia se expresa mediante un ri-
tual al hecho de soltar a la hija. Antes del casamien-
to de la hija, la madre destruye una olla. Con ello
expresa que la juventud de la hija ha pasado, que
ella suelta a la hija para que esté sobre sus propios
pies.

Ofrecer sensación de hogar

Jesús envía a la mujer a su casa con las palabras:


“Porque has dicho esto, te digo: ve a tu casa, el de-
monio ha abandonado a tu hija”. (Mc 7,29). Jesús no
fundamenta la sanación de la hija con la fe de la mu-
jer sino con su reconocimiento. Por haber reconoci-
do la causa del enredo con su hija, la hija ha sanado.
Pero aún necesita condiciones auxiliares para que la
hija encuentre su sendero de vida. Una mujer en el
grupo de la Biblia opinaba que la terapia de Jesús
consistía en remitir a la madre a su casa. Quizás la
mujer estaba muy poco en su casa. Quizás la mujer
no le proporcionó a la hija la sensación de hogar que
había deseado. Cuando la hija se siente en su hogar
se libera de su obligación de reclamar por doquier la
dedicación de la madre. Cuando la madre regresa a
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casa, ve a la hija en la cama. La cama es también la


imagen de cobijo. La hija puede abandonarse. Está
protegida y en paz consigo misma. Ya no es tironea-
da hacia uno y otro lado por el demonio. No necesi-
ta caminar inquieta de aquí para allá suplicando de-
dicación sino que puede quedarse consigo misma.
La madre ve de inmediato que el demonio la ha
abandonado. Cuando la madre sobrecarga a la hija
con dedicación a fin de desprenderse de sus propios
sentimientos de culpa, también provoca sentimien-
tos de culpa en la hija. Los sentimientos de culpa
provocarán entonces que la hija se mueva sin rum-
bo. Desde siempre, los hombres azotados por senti-
mientos de culpa son descriptos como caminantes
inquietos, tal el caso de Caín y Ahasver. Cuando la
madre se presenta frente a la hija sin sentimientos de
culpa, también ella se libera de los mismos. Enton-
ces puede estar consigo misma en casa.
En esta historia de sanación Jesús no vio siquie-
ra el rostro de la hija. Él envía a la madre a su cami-
no. Cuando la madre llega a casa en armonía consi-
go misma, también la hija puede hallar su propia
identidad. El espíritu inmundo de la hija está condi-
cionado por la óptica poco clara de la madre. La ma-
dre proyecta sus propios problemas hacia la hija.
Ella no ve cómo es sino a través de los anteojos de
sus temores, su envidia, sus necesidades, sus heridas
de vida no elaboradas. Y dado que la madre proyec-
tó sus problemas hacia la hija, tampoco la hija pue-
de ver a la madre de manera objetiva. Ella transmi-
tirá sus propias necesidades reprimidas hacia la
madre. De este modo nace un círculo vicioso que
mantiene atrapadas a ambas. La sanación no consis-
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te en una elaboración de las proyecciones sino en la


expulsión del demonio que enturbia la visión. Cuan-
do la madre puede ver a la hija y la hija a la madre
tal como verdaderamente es, el demonio ya no tiene
oportunidad.
Jesús no lucha aquí con el demonio que ocupa a
la hija. Él no expulsa al demonio sino que le confir-
ma a la madre que el demonio ya ha abandonado a
la hija. Cuando la madre cesa de infectar a su hija
con sus proyecciones, ya no existirá demonio algu-
no que maneje a la hija. Cuando la madre se haya
encontrado a sí misma, no necesitará criticar cons-
tantemente a la hija, la encontrará en orden. En la
sanación de la herida materna Jesús muestra el opti-
mismo con que ve a los hombres. Él le transmite a
la madre que su hija está en orden, que está libre de
demonios que ella cree descubrir constantemente en
ella. Cuando la madre retroceda un paso y observe a
la hija desde una distancia saludable, reconocerá
que no hay ningún demonio. La hija seguramente no
es una santa pero tampoco un demonio. Es tal cual
es. Ella experimenta sus evoluciones, realiza algu-
nos desvíos y recorre también caminos equivoca-
dos. Pero hallará su camino. Entonces podríamos in-
terpretar las palabras de Jesús a la mujer: “Tu hija
está en orden. Ella es buena tal como es. Ella tiene
derecho a ser así. Permítele ser así. Obsérvala en su
unicidad. Confía en que un ángel la acompaña y
que, a través de todos los oscurecimientos de su ser,
la conduce finalmente hacia la forma que Dios ha
ideado para ella”.

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“Blancanieves es mil veces


más bonita que usted”

El cuento Blancanieves puede complementar la


historia bíblica de la sanación. La madre de la histo-
ria en el Evangelio no puede aceptar a su hija por-
que gira en torno a sí misma y a su belleza. Tiene un
“perrillo” al que quisiera alimentar en primer lugar:
la propia belleza. La hija se convierte en su rival.
Evidentemente, ve en la hija únicamente una carga
que le impide ser la más bonita del mundo. Quizás
también reconozca en su hija que aquélla vive su be-
lleza desde adentro mientras que ella misma sólo
tiene colocada una fachada. Entonces siente temor
de que su fachada se desmorone. Pero en lugar de
dedicarse a su propio desarrollo, coloca toda la cul-
pa sobre su hija.
En la versión original del cuento, es la propia
madre que persigue con su odio a Blancanieves. En
la versión más difundida sin embargo es su madras-
tra (Stiefmutter). La madrastra muestra la otra cara
de la madre, que aún no ha conocido a la hija, el la-
do oscuro que le es mantenido oculto. El término
alemán stief significa en realidad “despojado, huér-
fano”. Tiene relación con “maltratar” y “pegar”.
Stiefmutter significa entonces en esta comprensión
lingüística, que los hijos han sido despojados de su
auténtica madre, que han perdido a su buena madre
debido a la muerte o por una transformación inter-
na, que han perdido a la madre que los cuida, los ali-
menta y les brinda hogar y protección. La madrastra
es la madre mala, que maltrata y pega a los niños.
Ella no puede aceptar por cierto a los niños como
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son. Los persigue porque ve rivales en ellos o ellas,


porque proyecta sus propios problemas en los niños.
Ella utiliza a los niños como chivos expiatorios a los
que carga con aquello que no quiere reconocer en sí
misma.
Así comienza Blancanieves, el cuento de Grimm
que la mayoría de nosotros conoce desde la infan-
cia: “Había una vez, en medio del invierno y con co-
pos de nieve que caían cual plumas del cielo, una
reina que estaba sentada junto a una ventana de mar-
co negro de ébano, y cosía. Y mientras cosía y ob-
servaba la nieve, se pinchó un dedo con la aguja y
cayeron tres gotas de sangre en la nieve. Y como el
rojo quedaba tan bonito sobre la blanca nieve, pen-
só para sí: ¡Si tuviera un niño tan blanco como la
nieve, tan rojo como la sangre y tan negro como la
madera del marco! Poco tiempo después tuvo una
hijita que era tan blanca como la nieve, tan roja co-
mo la sangre y con cabellos tan oscuros como la ma-
dera de ébano, y por esta razón la llamó Blancanie-
ves (blanca como la nieve). Y cuando la niña nació,
murió la reina”.
El cuento relata en su versión original, que Blan-
canieves era la hija de la bella reina que, tan orgu-
llosa de su belleza, cada mañana se colocaba frente
al espejo y le preguntaba: “Espejito, espejito, ¿quién
es la mujer más bella en toda la tierra?” Y el espejo
le confirmaba: “Usted, señora reina, es la más bella
de la tierra”. Pero cuando la hija tenía siete años, la
niña superó a la madre en belleza. Y entonces el es-
pejo respondió: “Señora reina, usted es la más bella
aquí, pero Blancanieves es mil veces más bella que
usted”. Entonces la reina comienzó a odiar a su hi-
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ja. Le dio la orden a un cazador de matar a Blanca-


nieves y traerle sus pulmones y su hígado. El caza-
dor se apiadó de la bella hija y en lugar de matarla a
ella, lo hizo con un cachorro de jabalí, tomó sus pul-
mones y su hígado y se los llevó a la reina para la
comida. Blancanieves se desplazó errante y desam-
parada por el bosque hasta llegar a una pequeña ca-
sa en la cual encontró una mesa con siete pequeños
platos. Allí se alimentó y luego se recostó en una ca-
ma. Cuando hacia la noche regresaron los enanitos
del trabajo, vieron a Blancanieves y se alegraron por
su belleza. Después de contarles acerca de su desti-
no, sintieron compasión por la niña y la invitaron a
realizar las tareas de su hogar. Pero debería cuidar-
se de la reina y no permitir la entrada a nadie.
Y nuevamente la reina preguntó al espejo acerca
de la mujer más bella. Y otra vez la respuesta fue:
“Sobre los siete montes, Blancanieves es mil veces
más bonita que usted”. Entonces se preparó para
matar ella misma a su hija. Se disfrazó de tendera y
golpeó a la puerta de la casa de los enanitos. Blan-
canieves pensó que a esa buena viejecita podría de-
jarla pasar, y le compró un lazo de cuero. Pero la rei-
na la ató tan fuertemente con el lazo que cayó
muerta. Cuando regresaron los enanitos se asusta-
ron. Pero lograron cortar el lazo de cuero y hacer re-
vivir a la niña. No obstante, le advirtieron que no
debía permitir la entrada a persona alguna. Sin em-
bargo, por segunda vez la niña flaqueó. La reina en-
vidiosa le vendió esta vez un peine envenenado.
Ella misma la peinó y se pinchó la cabeza con el pei-
ne. Nuevamente Blancanieves cayó muerta. Pero los
enanitos le quitaron el peine envenenado y revivió.
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En la tercera oportunidad la reina le dio una manza-


na envenenada. Pero los enanitos no pudieron ha-
cerla revivir. La colocaron en un féretro de cristal y
lloraron por ella. Pero cuando cierta vez llegó un jo-
ven príncipe a la casa de los enanitos y vio a Blan-
canieves en el féretro de cristal, sintió tanto amor
que le pidió a los enanitos que le vendieron el fére-
tro con la niña muerta. Recién cuando reconocieron
el gran amor del príncipe le dieron el féretro, por
compasión y como obsequio. “El hijo del rey pidió
a sus sirvientes que lo cargaran sobre sus hombros.
Entonces sucedió que tropezaron con un arbusto y,
por la sacudida, cayó de la garganta de Blancanieves
el polvillo venenoso de la manzana que había mor-
dido. Y al poco tiempo abrió los ojos, levantó la ta-
pa del féretro, se levantó y revivió.” El príncipe se
alegró y se organizó la boda con gran pompa y es-
plendor. En esta versión la reina participa también
de la boda, por curiosidad. “Pero cuando ingresó,
Blancanieves la reconoció y ante el temor y el susto
quedó paralizada. Pero ya estaban colocadas pantu-
flas de hierro sobre carbón ardiente y fueron lleva-
das con pinzas ante ella. Entonces debió colocarse
los zapatos ardientes y bailar hasta caer muerta”.
A pesar de la madre o madrastra malvada, el
cuento termina bien. Blancanieves tiene ayudantes
de su lado. En una oportunidad es el cazador que
siente compasión por ella. El cazador representa el
aspecto paterno. Él tiene una relación con el bosque,
con el inconsciente, y con los animales, con los im-
pulsos del hombre. Él deja a la niña en el ámbito de
lo desconocido e inconsciente. Blancanieves avanza
valiente hacia el bosque. Allí encuentra, tras los sie-
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te montes, la casa con los siete enanitos. (El núme-


ro siete es en el lenguaje del simbolismo el número
de la transformación, que vincula lo terrenal con lo
celestial.) Los siete montes describen el lugar en el
que la hija puede refugiarse, en el cual está para sí
misma y que puede convertirse en el lugar de una
transformación positiva. La posibilidad aludida en
este simbolismo puede convertirse en realidad en la
vida cotidiana de múltiples maneras. Para una niña
actual, este lugar puede ser la escritura de un diario,
para otra puede serlo la música, su grupo de amigas
o el retraimiento hacia su propia fantasía. Los ena-
nitos del cuento simbolizan la fuerza interior que
protege a la niña. Ellos extraen los tesoros del inte-
rior de la tierra. Los enanitos representan la energía
masculina dentro de la niña. Ella necesita la estruc-
turación de su propio mundo interior para poder ma-
durar. Son siete enanitos. Siete, hemos dicho, es el
número de la transformación. Por lo tanto, en la pe-
queña niña existe suficiente fuerza para poder trans-
formar la influencia negativa de la madre. Todo ni-
ño tiene recursos dentro de sí de los cuales poder
crear la transformación. No sólo está expuesta a los
influjos enemigos y destructores externos, también
puede dirigirse hacia adentro. Allí existe suficiente
que la alimenta. Y finalmente viene un príncipe que
redime a la niña. Sin embargo, el príncipe debe es-
perar hasta que Blancanieves despierte en su féretro
de cristal. Requiere un impulso externo para que la
evolución que se ha detenido continúe. El féretro es
la imagen del repliegue espiritual de la niña. Nece-
sita mucho tiempo para ella, hasta que aquello afin-
cado en ella pueda madurar. En la versión citada
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precedentemente es un golpe casual exterior. En la


versión original los sirvientes no tropiezan casual-
mente con el arbusto. El sirviente del príncipe en
cambio se molesta porque debe cargar el féretro. Es-
te sirviente representa la parte agresiva del príncipe.
El amor sin condicionamientos del hombre debe
unirse con su fuerza agresiva para arrancar a la jo-
ven con suave fuerza del ámbito materno, para ex-
pulsar la manzana envenenada de la garganta de la
niña.
A pesar del ámbito de protección que experimen-
ta la niña en la casa de los siete enanitos, tampoco
este lugar es completamente seguro frente a los ata-
ques hirientes de su madre. Los impulsos agresivos
atacan también en el ámbito de protección que la ni-
ña puede experimentar en su grupo, en su música,
en su fantasía. Los tres intentos de asesinato mues-
tran tres heridas maternas de la hija ampliamente di-
fundidas. La primera herida es la atadura con la
cuerda. La madre estrecha cada vez más la cuerda y
le quita el aire a la hija. La atadura puede referirse a
la sexualidad. Dado que presumiblemente esté pen-
sado en estrechar el talle cada vez más. En la moda
del siglo XVI se hablaba del “talle de avispa”. El
vientre como ámbito de vitalidad debe ser estrecha-
do. La madre impide el desarrollo sexual de la hija
al endemoniarla y pintarle cuán grave es que a todos
los hombres les interese únicamente la sexualidad.
El peine envenenado hace referencia a la segun-
da herida. La madre envenena los pensamientos de
la hija. Algunas hijas son envenenadas por sus ma-
dres porque deben prestar constantemente atención
a lo que dice la gente. No pueden pensar por sí mis-
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mas, no pueden confiar en sus corazones sino que


deben ser tal como se espera que sean. El peine en-
venenado puede significar empero algo más. Los
cabellos son por un lado la fuerza, por el otro la ima-
gen de la femineidad. Ciertas madres sienten temor
frente a la fuerza que está dentro de sus hijas y fren-
te al hecho de ser mujer, que tratan de demostrar a
través de su peinado. Las madres comentan a menu-
do el peinado de sus hijas: “¿Cómo se te ocurre?
¡Péinate decentemente!” Para muchas niñas el pei-
nado es actualmente la primera posibilidad de dife-
renciarse conscientemente de las madres. Algunas
se tiñen el cabello en un tono llamativo para escan-
dalizar a sus madres. Con ello quieren remarcar que
piensan por sí solas y determinan por sí mismas có-
mo quieren ser. El peine envenenado impide a la ni-
ña pensar por sí misma y exteriorizar sus conceptos
de la vida.
La manzana es un viejo símbolo de amor. La ma-
dre envenena el amor de la hija. La reina parte la
manzana en dos y le da a la hija la parte envenena-
da. Esto indica la ambivalencia del amor que fre-
cuentemente padecen las hijas. La madre ama a su
hija pero al mismo tiempo le transmite que debe
agradecerle por ello. La hija percibe este doble men-
saje de las emociones de la madre, en el cual van de
la mano el amor y el egoísmo, el poder y el deseo de
determinar. El amor de la madre no sólo tiene el as-
pecto bueno sino también uno envenenado. La ma-
dre ama a la hija para unirla a ella, para absorberla,
inclusive a veces para amarse a sí misma en ella. A
veces el aspecto envenenado de este amor se hace
visible cuando la madre se venga de su hija por tran-
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sitar su mismo camino, cuando la castiga al no pres-


tarle atención y no hablar más con ella. Los enani-
tos ya no pueden liberar a Blancanieves de este en-
venenamiento. Es entonces cuando debe venir un
príncipe que la despierte con su amor. Debe ser un
amor intenso que pueda disolver el envenenamiento
que se ha fijado en una mujer que continuamente
fue tratada por su madre como una rival o un chivo
expiatorio.
Y algo más ayuda a la hija a liberarse de la esfe-
ra de poder de la madre: la agresión. Cuando el prín-
cipe hace bailar a la madre de Blancanieves en las
pantuflas ardientes, éste es un acto agresivo. Preci-
samente los psicólogos femeninos ponen énfasis
hoy en día en “el rol central que desempeña el giro
agresivo de la niña contra su madre” (Agustín 123).
La niña debe separarse de su madre para apoderarse
de su propio espacio junto a ella. Para ello necesita
de la agresión. El giro de la hija en contra de la ma-
dre se verifica de manera distinta al del varón, ya
que la niña aún necesita cierta identificación con la
madre. No se trata por lo tanto de un desprendimien-
to total sino de una “diferenciación dentro de la
igualdad”. “Muchas mujeres fracasan porque o bien
se adecuan demasiado o toman una distancia com-
pleta en lugar de separarse de las características de
la madre de modo diferenciado” (Agustín 119). La
hija necesita la agresión para descubrir a una distan-
cia saludable las buenas raíces que ha encontrado en
la madre.

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Impulsos espirituales

Una mujer depresiva que durante años estuvo


con diversos terapeutas, quedó totalmente asombra-
da al descubrirse en la historia de la mujer sirio-fe-
ni cia. En ella vio per fec ta men te des crip ta su
relación con su hija. Y encontró el valor de diferen-
ciarse de su hija sobre el trasfondo del texto bíblico,
y dejar de ser absorbida por ella e inyectarse senti-
mientos de culpa. Aquellas mujeres a quienes les
damos para la meditación la historia de la sanación
de la relación madre-hija, son todas hijas y muchas
de ellas también madres. A través de este texto pue-
den meditar acerca de la relación con sus madres pe-
ro simultáneamente preguntarse cómo se comportan
frente a sus hijas. No se trata simplemente de com-
prender mejor las heridas maternas sino de descu-
brir el propio sendero de vida a través de la herida.
El tratamiento espiritual de la herida materna nos re-
mite a los propios recursos que están dentro de no-
sotros. En cada uno de nosotros bullen fuentes inter-
nas a partir de las cuales podemos crear. En última
instancia, siempre se trata de una fuente divina de la
cual podemos beber. Y que está en cada uno de no-
sotros, inclusive cuando esa fuente a menudo esté
cubierta por los aprietos de nuestra infancia. Si a tra-
vés de las heridas descubrimos la fuente dentro de
nosotros, seremos capaces de seguir nuestro propio
sendero de vida.
Un camino para tratar espiritualmente nuestras
heridas maternas sería convertir en ejercicios las
imágenes de la historia de la sanación. No debemos
pagar con trabajo nuestras heridas pero tampoco de-
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bemos simplemente cruzarnos de brazos y esperar a


que Dios nos aligere de todo el trabajo. También no-
sotros podemos hacer algo para que Dios transforme
y sane nuestras heridas. Los ejercicios espirituales
buscan ayudarnos a observar más conscientemente
nuestras heridas, a tratar con ellas y dejar fluir la
fuerza sanadora de Dios dentro de ellas. Los ejerci-
cios espirituales no son un truco para liberarnos en
lo posible sin dolor de las heridas de la infancia. Pe-
ro podemos confiar en que nos abrirán a la transfor-
mación y sanación que finalmente Dios siempre
provoca.
La madre se dirige a Jesús y le ruega sanar a su
hija. Si la mujer acompañada tuviera problemas con
su hija, podría contarle a Jesús durante media hora
cómo ve a su hija y por qué quisiera rogarle a Jesús.
Pero si quisiera observar su herida materna, enton-
ces podría imaginarse que su madre se dirige a Jesús
y le cuenta a Jesús sobre ella como hija. ¿Qué podría
haber contado su madre de ella? ¿Cómo ve su ma-
dre a la hija? Esta meditación libera a la hija de la
presión de tener que entender a su madre. Pero tam-
bién la protege de enfrascarse en una óptica excesi-
vamente negativa de la madre. Algunas confunden
terapia con observar la infancia de manera bastante
negativa. Es importante no reprimir nada y observar
todos los sentimientos que afloran en uno. Pero tam-
bién debemos cuidarnos del error retrospectivo que
siempre se introduce furtivamente cuando observa-
mos nuestro pasado con nuestros conocimientos ac-
tuales. Quien lea literatura psicológica puede correr
el riesgo de observar la infancia únicamente con
enojo. La logoterapia advierte frente al agravamien-
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to de nuestra enfermedad espiritual a causa de la es-


timación errónea de nuestra infancia (Lucas 169 y
sigs.). Al imaginarme que mi madre habla con Jesús
sobre mí, tomo distancia de ella y puedo verla con
mayor objetividad. Principalmente podría reconocer
también que ella misma ha padecido su propia limi-
tación.
No obstante, la relación con la historia del Evan-
gelio puede verificarse también de otro modo. A ve-
ces, durante el acompañamiento, invitamos a la mu-
jer a escribir una carta a su madre, en la cual exprese
todas las heridas que se le ocurren en ese preciso
instante. La mujer no debería evaluar lo que escribe.
No debería proteger precipitadamente a la madre si-
no escribir sin miedo alguno aquello que espontá-
neamente se le ocurre sin realizar una autocensura.
A continuación podría escribir una respuesta desde
la óptica de la madre. Ella debería colocarse en la si-
tuación de la madre e imaginar cómo le fue a ella en
esas circunstancias y por qué actuó de esa manera.
Tal intercambio epistolar ficticio afloja cierta rigi-
dez. El intercambio epistolar podría continuar. Tam-
bién podría escribir una carta a su hija. ¿Qué querría
decirle? ¿Cómo explicaría su propia conducta? Y
luego podría introducirse nuevamente en el rol de la
hija y escribir una respuesta desde el lado de la hija.
Esto provoca a menudo una mutua comprensión.
Otro método consiste en que el acompañante es-
piritual invite a la mujer a un juego de roles. Él co-
loca una silla vacía. La mujer deberá imaginar que
su madre está sentada en ella y le dice todo lo que la
ha lastimado. Luego se sienta ella en la silla vacía y
responde como madre. También muchos terapeutas
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utilizan este método. El terapeuta o la acompañante


espiritual pueden animar a la mujer a expresar real-
mente todo lo que tiene dentro. Y puede observar si
la mujer logra sentirse en el rol de la hija o si a tra-
vés de este juego de roles aparece toda la distancia
reinante entre ambas. Un juego de roles activo sue-
le movilizar más profundamente el alma que la me-
ra reflexión acerca de un texto. Ya que en el prime-
ro debo manifestar mis sentimientos y exteriorizar
aquello que durante mucho tiempo estuvo oculto
dentro de mí.
Jesús –según hemos visto– sana la relación ma-
dre-hija al disolver el aprieto entre ambas. Él permi-
te a la madre aceptar sus límites y da confianza a la
hija a encontrarse en sí misma cuando la madre en-
cuentra su propio centro. Este método terapéutico
de Jesús invita a dejar caer por una vez la relación
con la madre y en lugar de ello preguntarse en la
meditación: “¿Quién soy yo misma? ¿Qué quisiera
yo misma? ¿Cuál es mi identidad y cuáles son las
proyecciones de mi madre?” A veces invitamos a la
gente a meditar durante todo un día acerca de la fra-
se: “Yo soy yo mismo”. Cuando me digo a mí mis-
mo esta frase, ¿no corro el riesgo de nadar en auto-
compasión y responsabilizar a otros por mi
situación? Un camino para hallar mi propio ser, al
cual ya hemos hecho referencia, consiste en pregun-
tarme por los sueños de vida de mi infancia. ¿Cuál
era la profesión que siempre quise tener? ¿Cuál era
mi juego favorito? ¿Cómo jugaba? ¿Qué expresaba
en mis juegos acerca de mi auténtico ser? ¿Dónde
estaba completamente conmigo mismo? ¿Dónde era
totalmente yo?
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Jesús resucitado dijo a sus discípulos: Yo mismo


soy (Lc 24,39). El término griego autos significa en
la filosofía estoica el auténtico ser, el santuario inte-
rior. Si incluyo esta frase en todo lo que me sucede,
siento que no soy únicamente aquélla que fue lasti-
mada, que ha transitado caminos erróneos, sino tam-
bién aquélla que a pesar de todo es auténtica, que
lleva algo único dentro de sí. La frase me ayuda a li-
berarme de la fijación a mis heridas y a descubrir mi
auténtico ser, que no ha sido lastimado. “Soy yo
misma” significa: en mí existe un espacio sagrado e
íntegro en el cual nadie puede lastimarme. Esto re-
lativiza mi óptica de las heridas maternas. No las re-
primo. Ellas me pertenecen. Pero tampoco me fijo a
ellas, ya que no son mi auténtico ser. A partir de la
relación con mi ser interior puedo observar mis he-
ridas con mayor objetividad, tal como puedo mane-
jarme actualmente con ellas con madurez.
Cierta mujer contaba que había ido de vacacio-
nes con su madre. A través de una terapia de varios
años había creído haber elaborado su relación con la
madre. Pero la madre no tenía para ella ninguna pa-
labra elogiosa. Una y otra vez la criticaba o ponía
nerviosa con lamentos sobre las molestias propias
de la edad. La mujer aguarda durante toda su vida
una palabra de reconocimiento y amor de su madre.
Ella lamenta su pesado destino: nunca haber escu-
chado una palabra de amor de su madre es realmen-
te duro. Convivir espiritualmente con este problema
significa aceptar la visión clara de Jesús: “Nunca
experimentarás la palabra de confirmación y amor
de tu madre que anhelas. Recién cuando te reconci-
lies con ello estarás libre de la presión para poder
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poner en orden la relación con tu madre. Tú no de-


bes poner nada en orden. Deja a tu madre donde es-
tá y preocúpate de ti misma. Tú debes ser tu propia
madre y proceder maternalmente con la niña heri-
da”. Tal reconocimiento claro me libera de la ilu-
sión de tener que experimentar una palabra de reco-
nocimiento y amor de mi madre. No cambiaré a mi
madre. Sólo puedo trabajar en mí y en mi postura
hacia ella. Soy responsable por mi vida. Pero no se
trata de determinar con resignación que nunca escu-
charé una palabra de amor de mi madre. Se trata
mucho más de poder encontrar qué es lo que ansío
en lo más profundo. Puedo ser mi propia madre. Pe-
ro más allá de ello anhelo una fuerza maternal a la
cual confiarme. Dios es para mí el ámbito maternal
en el que me sé protegida. Dios no debe significar
aquí un consuelo. En cambio la mirada hacia Dios y
hacia su amor sin condicionamientos me libera de la
fijación al amor humano que poco he experimenta-
do. La mujer no necesita creer en el amor de Dios.
Pero podría sentarse a meditar en una iglesia en la
cual se siente cómoda, en la cual se siente protegida
como en el regazo materno. Allí podría recitar una y
otra vez las palabras que Dios le ha dicho en el bau-
tismo: “Tú eres mi querida hija. Por ti siento agra-
do.” Quizás estas palabras pasen de largo en ella o
la tornen agresiva porque no puede creerlo y sentir-
lo. Pero si confía en su presentimiento de que estas
palabras podrían ser verdad, puede suceder que una
paz profunda llegue a ella. Entonces sentirá que to-
do esfuerzo por escuchar una palabra amorosa de la
madre se desmorona, que se siente libre, protegida y
totalmente ella misma.
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Hemos visto que Jesús sana a la madre al ofrecer-


le resistencia y delimitarse de ella. Precisamente con
la resistencia crece la mujer. Este método terapéutico
es para nosotros una invitación a confiar en los pro-
pios sentimientos durante las conversaciones. Cuan-
do surge enojo en nosotros, tiene poco sentido repri-
mirlo. Precisamente los hombres espirituales corren
el peligro de desvalorizar el enojo y empujarlo a un
lado. Ellos se dicen entonces: “No debo infectar la
conversación con mi enojo. La mujer no es culpable
de que yo esté enojado. Soy sacerdote, asistente espi-
ritual, quiero ser amable”. Pero en ese caso pasaría-
mos por alto una posibilidad esencial de sanación.
Asumiríamos la total responsabilidad por la mujer.
Precisamente el enojo nos muestra que la mujer pasa
por alto el tema, que si bien padece por su hija o por
sí misma, no está dispuesta sin embargo, a cambiar
nada. Quizás quiera endilgarnos toda la responsabili-
dad. Deberíamos esforzarnos para que su problema
sea resuelto. Jesús se defiende frente a tal absorción.
Al decir que no a los deseos de la mujer, ésta se acer-
ca a la problemática propiamente dicha. Por esta ra-
zón, los acompañantes espirituales de ambos sexos
deberían tener el valor de confiar en los propios sen-
timientos. El enojo y las agresiones que emergen en
nosotros son un indicador importante de lo que suce-
de en ese instante durante la conversación. Buscan
hacernos notar que nuestro diálogo no lleva a nada,
que nuestra interlocutora nos utiliza para sus fines.
Pero entonces la conversación no aporta nada. Poste-
riormente tendremos un gusto desabrido en la boca,
la sensación de que fue tiempo malgastado. Y tampo-
co le servirá de nada a la mujer.
• 133
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Cierta madre contaba que su hija le robaba toda


la fuerza. Cuando la hija está en el cuarto, la madre
apenas puede respirar. Le quita el aire. Pero la ma-
dre no se atreve a demostrar sus agresiones frente a
la hija porque está llena de sentimientos de culpa.
Ella se reprocha haber hecho demasiado poco por la
hija, haberle dado tan solo migajas. La meditación
acerca de esta historia de sanación le ha permitido
interiormente tomar con seriedad su resistencia y es-
tablecer un límite frente a su hija. Las agresiones
que la madre sentía dentro de sí la impulsaron a ac-
tuar por sí misma en lugar de permitir que la hija le
pre-escribiera las reglas de juego de su accionar.
Ella debió cuidarse por sí misma. Y luego es respon-
sabilidad de la hija cuidarse a sí misma, en lugar de
esperar todo de la madre y absorberla con sus so-
breexigencias.
La historia de la mujer sirio-fenicia y su hija po-
seída por el demonio puede brindar a los asistentes
espirituales, tanto hombres como mujeres, como así
también a la mujer que recibe el acompañamiento,
suficientes impulsos espirituales para salir de la tur-
bación del demonio y transitar con claridad el pro-
pio camino. Nos brinda métodos acerca de cómo
manejarnos con nuestra herida materna sin reprimir-
la pero tampoco con la presión de tener que elabo-
rarla nosotros mismos. No necesitamos esperar ha-
ber analizado y elaborado todas las heridas. Es
terminante descubrir nuestro propio ser. La confron-
tación con Jesús podría ayudarnos en todos los en-
redos de nuestra historia de vida y, a través de tales
enredos, reconocer este auténtico e ileso ser, y re-
traernos en la oración una y otra vez al santuario in-
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terior, en el cual estamos ilesos y somos íntegros: un


ámbito por lo tanto, donde la lesión por parte de los
demás no tiene fuerza alguna. Entonces hallaremos
nuestro propio sendero de vida que lleva a que sal-
ga a la luz cada vez más nuestra persona original e
íntegra.
Hemos colocado junto al texto bíblico el cuento
Blancanieves. El cuento también puede iluminar la
historia de sanación en la Biblia. Y un camino por el
cual es posible sanar la herida materna consiste en
escribir el propio cuento de vida. Precisamente si in-
tentamos relatar nuestra vida en el idioma gráfico de
un cuento, veremos las relaciones interiores de
nuestra historia de vida bajo una nueva luz. Recono-
ceremos el sentido que se encuentra detrás de todas
las cosas y descubriremos el hilo rojo que se man-
tiene a través de todas las dificultades. Quien quie-
ra escribir el cuento de su propia vida podrá encon-
trar sugerencias en el siguiente texto:

El féretro de cristal
Un cuento de vida

La princesa Monara vivió a lo largo de once años


en el templo de cristal. Durante ese largo período,
ella perdió la fe en que la vida esperara por ella, la
vida con sus alegrías, su amplitud, su vivacidad.
¡Cuán perdida se sentía al abandonar el templo, sin
fuerzas, sin valor y desesperada! Fue un despertar
doloroso el que vivió Monara al descubrirse de
pronto sin la máscara de cristal en la cual se encon-
• 135
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tró rígida durante tanto tiempo. Tenía en claro: nun-


ca más querría regresar al templo de cristal. El ha-
ber escapado de la muerte y poder emprender la
búsqueda de la tierra de la vida debía agradecerlo
exclusivamente a la intervención de un pequeño
duende. Monara se sentó sobre una piedra junto al
río para descansar. Sus pensamientos retornaban al
pasado.
Como quinta hija de un matrimonio de reyes, ella
había sido la hija predilecta de su padre. No obstan-
te, Monara vivenciaba poco a su padre dado que co-
mo gran monarca estaba a menudo de viaje para
controlar la justicia en su reino. Al año de haber na-
cido Monara, falleció su madre y a la madrastra, que
al poco tiempo fue nombrada reina, no le agradaba
mucho Monara. Celosa y envidiosa, ella notó cuán-
to apego tenía el rey hacia esa hija. Entonces Mona-
ra fue encomendada a la protección de una nodriza
que la cuidó y atendió. En lo profundo de su cora-
zón, la pequeña princesa añoraba desesperadamente
a su madre fallecida. Ella no lograba comprender
cuando la gente grande decía que su madre estaba
en el cielo. ¿Dónde –pensaba Monara con desespe-
ración–, dónde está este cielo? Debe ser posible en-
contrarlo. Pero la gente grande no encontraba res-
puesta a la pregunta de Monara y un día ella decidió
emprender la búsqueda de su madre. Durante mu-
chos días y meses vagabundeó por todo el país,
acompañada únicamente por su pequeño amigo Sin-
guar, a quien podía contarle todo lo que conmovía
su alma. Singuar era su perro y sólo él comprendía
su nostalgia y su búsqueda. Un día Monara descu-
brió, en un pequeño y alejado lago, la cabaña de un
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orfebre llamado Tieflis. Éste invitó a la princesa a


vivir con él y Monara estaba feliz de tener otra vez
un lugar en el que su corazón podía estar en casa. El
orfebre sabía contar historias maravillosas de la vi-
da y comprendió cómo ganar la confianza de Mona-
ra. Poco a poco ella olvidó inclusive la búsqueda de
su madre. Tieflis calmó su alma atormentada y la
despertó a la belleza de la vida. Monara sentía que
lentamente se transformaba, sentía cómo se caía el
blindaje de tristeza de su alma y se elevaba su cora-
zón. Por primera vez, la princesa sospechó algo del
secreto del amor. Pero su suerte duró poco, ya que
Tieflis le informó sorpresivamente que debía partir
para casarse. A partir de ese momento debía transitar
nuevamente sola su vida. Una profunda tristeza inva-
dió a Monara. Un dolor desconocido atravesó todo su
cuerpo y ella no podía imaginar que una vida sin Tie-
flis tuviera sentido. Con pesadez en su corazón em-
prendió su camino. No sólo Tieflis la había abando-
nado, también su pequeño amigo Singuar, quien
entretanto había fallecido. Por lo tanto no tenía a na-
die a quien contarle acerca de su profundo dolor. La
nostalgia de su madre volvió a despertar. Melancóli-
ca, encerró dentro de sí todos sus sentimientos.
Había pasado poco tiempo, cuando al cruzar un
río, un bonito lobo color gris plata vino a su encuen-
tro. Él la saludó tan amablemente que Monara sintió
calidez en su corazón. “¿Hacia dónde quieres ir?”,
le preguntó con voz de terciopelo. “Estoy buscando
a mi madre”, respondió Monara. “¿Puedes ayudar-
me?” “Naturalmente”, respondió el lobo. “Pero pri-
mero descansa un poco. Mi casa está a tu disposi-
ción. Sólo ten confianza, no te haré nada”.
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Entonces Monara fue a su casa y se quedó con él


durante siete años. Ella estaba feliz de haber escapa-
do en esta forma de la soledad. Dado que la prince-
sa podía vivir en su casa, con gusto ofrecía sus ser-
vicios. Ella hacía lo que él le indicaba y trataba de
satisfacer todos sus deseos. Pero al poco tiempo
Monara descubrió que la amabilidad era sólo un as-
pecto del lobo. En lo profundo de su ser, él era vio-
lento e indomable. Había días en los cuales desga-
rraba a Monara con sus dientes para luego volver a
atenderla amorosamente. Un día, cuando era espe-
cialmente grave y Monara había sido nuevamente
víctima de sus garras, ella decidió huir durante la
noche. Quizás lograra aún encontrar a la madre. Con
ella podría estar segura y tener finalmente otra vez
un hogar. Tomó sus cosas y se fue. Pero al poco
tiempo el lobo notó su desaparición y la persiguió a
grandes saltos.
Un enorme miedo se apoderó de Monara. Lágri-
mas de desesperación corrían por sus mejillas.
¿Adónde ir? ¿Quién podría garantizarle un refugio
seguro en medio de ese gran bosque? Ella tropezaba
con raíces, su piel se desgarraba con las malezas que
atravesaba con pasos rápidos, su respiración era ja-
deante. Desesperada, finalmente se desplomó. Si el
lobo la encontrara, estaría perdida. Ante el agota-
miento, cayó profundamente dormida, tan profun-
damente, que las hadas de cristal que encontraron a
Monara frente a su templo de cristal, no quisieron
despertarla. Llevaron a la princesa adentro del tem-
plo y la colocaron a los pies de una diosa. Después
de dormir durante tres días y tres noches, despertó.
“¿Dónde estoy? ¿Quiénes sois vosotras?” preguntó
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colmada de asombro a las ondinas de cristal. “¿Có-


mo llegué aquí?”
A media voz se presentaron las hadas y le expli-
caron que servían a la diosa de la vida. Si quisiera,
también ella podría entrar a su servicio. Le otorga-
ría seguridad y protección. ¡Oh, cuánto lo deseaba
Monara! Era lo que más quería. Más tarde continua-
ría la búsqueda de su madre.
Las hadas de cristal la aceptaron en su círculo.
Trataron amablemente a Monara y al poco tiempo la
princesa sintió que la diosa de la vida se convertía
en su madre. El deseo de buscar a la propia madre
se desvaneció. Entonces día a día vivió en el templo
de cristal tras puertas de cristal, separada del mun-
do, en medio de hadas de cristal. La diosa era el
punto central de todo su hacer, su pensar y su actuar.
A lo largo del tiempo Monara se acostumbró, pero
no notó que con ello perdía su vivacidad. La vida
tras el cristal se convirtió en una vida de cristal. La
relación con los demás sólo era posible a través de
paredes de cristal. Uno veía al otro, lo escuchaba,
pero no existía contacto entre ellos. Por lo tanto la
soledad se apoderó una vez más del alma de Mona-
ra. El cristal la protegía y al mismo tiempo la aho-
gaba. El conocimiento de su propia persona retroce-
dió tanto que finalmente hasta olvidó su nombre.
Todo en ella estaba como muerto. Se sentía como un
árbol extinguido.
Pero cierta noche, cuando toda su esperanza de
vida ardía en Monara como una pequeña chispa, un
pequeño duende apareció junto a su cama y la besó.
Entonces el cristal que la rodeaba se rompió estrepi-
tosamente en numerosos fragmentos pequeños. Mo-
• 139
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nara se levantó y siguió al duende hacia la luz del


nuevo día que nacía.
Lentamente retornaron al presente los pensa-
mientos de Monara. El río la tranquilizaba con su
murmullo uniforme. Pero Monara no lograba enten-
der cómo de repente había desaparecido el pequeño
duende. ¿Qué haría sin su ayuda? ¿Comenzar otra
vez el camino?
Sí, por cierto debía ser así. Pero esta vez no que-
ría emprender el camino para buscar a su madre.
No, esta vez comenzaría a seguir su anhelo y encon-
trar la vida dentro de la vida. Sí, ella sentía que su
anhelo de vida y de amor, que podría recibir y obse-
quiar, atravesaba todo su ser.
¿Sería posible?

Epílogo

Cuatro años después encontré a Monara. Sentí


que ella había encontrado la vida; sí, se había encon-
trado inclusive ella misma. Había llegado a su pro-
pio corazón.

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6. La relación entre padre e hijo


“Mi hijo está poseído por
un espíritu mudo”
(Mc 9,14-29)

“Cuando regresó a donde estaban los discípulos,


vio una gran multitud alrededor de ellos, y escribas
que disputaban con ellos. Y enseguida toda la gen-
te, viéndolo, se asombró, y corriendo a Él, lo salu-
daron. Él les preguntó: ‘¿Qué disputáis con ellos?’
Y respondiendo uno de la multitud, dijo: ‘Maestro,
traje a ti a mi hijo, que tiene un espíritu mudo, el
cual, dondequiera que lo toma, lo sacude; y echa es-
pumarajos, y cruje los dientes, y se va secando; y di-
je a tus discípulos que lo echasen fuera, y no pudie-
ron.’ Y respondiendo Él, les dijo: ‘¡Oh generación
incrédula! ¿Hasta cuándo he de estar con vosotros?
¿Hasta cuándo os he de soportar? Traédmelo.’ Y se
lo trajeron; y cuando el espíritu vio a Jesús, sacudió
con violencia al muchacho, quien cayendo en tierra
se revolcaba, echando espumarajos. Jesús preguntó
al padre: ‘¿Cuánto tiempo hace que le sucede esto?’
Y él dijo: ‘Desde niño. Y muchas veces lo echa en
el fuego y en el agua, para matarlo; pero si puedes
hacer algo, ten misericordia de nosotros, y ayúda-
nos.’ Jesús le dijo: ‘Si puedes creer, al que cree to-
do le es posible.’ E inmediatamente el padre del
muchacho clamó y dijo: ‘Creo; ayuda a mi incredu-
lidad.’ Y cuando Jesús vio que la multitud se agol-
paba, reprendió al espíritu inmundo, diciéndole:
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‘Espíritu mudo y sordo, yo te mando, sal de él, y no


entres más en él.’ Entonces el espíritu, clamando y
sacudiéndolo con violencia, salió; y él quedó como
muerto, de modo que muchos decían: Está muer-
to.’ Pero Jesús, tomándolo de la mano, lo enderezó;
y se levantó.
Cuando Él entró en casa, sus discípulos le pre-
guntaron aparte: ‘¿Por qué nosotros no pudimos
echarle fuera?’ Y les dijo: ‘Este género con nada
puede salir, sino con oración.’ ”

En el capítulo noveno del Evangelio según San


Marcos se trata de la sanación de la relación padre-
hijo. Se trata de un muchacho poseído por un espí-
ritu mudo. El demonio que se ha apoderado del mu-
chacho remite a la problemática entre padre e hijo.
No es posible afirmar que el padre sea culpable de
la enfermedad del hijo. Tampoco en este caso se tra-
ta de culpa sino de una relación fracasada por ambas
partes. El padre dice de su hijo que está poseído por
un espíritu mudo. El hijo está, por lo tanto, eviden-
temente enmudecido. No puede hablar del padre. En
la relación con él no encontró espacio para hablar
sobre sí mismo y sus sentimientos. No existía comu-
nicación entre ambos. No tenían nada para decirse.

Las posibilidades de un escenario psíquico de es-


ta relación están a la vista: el espíritu mudo del hijo
quizás remita también a la mudez del padre. Presu-
miblemente tampoco el padre haya sido capaz de
expresar sus auténticos sentimientos. El silencio del
hijo refleja la situación interna del padre. Dado que
el padre está interiormente enmudecido, no puede
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ofrecerle al hijo espacio alguno para poder hablar


sobre sus sentimientos. ¿Cuándo nos quedamos sin
habla? Enmudecemos por un susto o por temor. Po-
demos presumir entonces que el padre siente temor
frente a las agresiones del hijo. Quizás haya intenta-
do inculcarle ser obediente y adecuado. Al no obte-
ner resultado y despertar las agresiones del hijo, las
eliminó a golpes y lo dejó mudo. El hijo apretó sus
dientes con fuerza. Dado que el padre no podía ob-
servar sus propias agresiones, obligó al hijo a repri-
mirlas. Pero no es posible simplemente guardarlas.
Si el hijo no puede expresarlas en forma adecuada,
sus fuerzas agresivas serán cada vez mayores y tiro-
nearán al muchacho de aquí para allá. Lo arrojan al
piso y sale espuma de su boca. El hijo dirige las
agresiones contra sí mismo. Pero simultáneamente
las actúa contra su padre. Cuando el hijo se tira de
un lado para el otro en el piso, su rabia está dirigida
en última instancia al padre. Pero no se atreve a de-
mostrar conscientemente la rabia frente al padre.
Tiene sentimientos de culpa y por esta razón no se
anima a arrojarle palabras agresivas a la cara al pa-
dre. Entonces oculta en los ataques, que parecen
epilepsia, su ira hacia el padre. El padre no com-
prende el significado de los ataques. Sólo ve que al-
go anda mal con el hijo. Busca ayuda. Otro debería
sanar al hijo recalcitrante y transformarlo así en un
hijo educado, con el cual no debe avergonzarse fren-
te a los demás.

Es un espíritu mudo y sordo el que atormenta al


hijo. La mudez está vinculada a la sordera. El térmi-
no alemán taub (sordo) significa primitivamente
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“que no escucha, no siente, no piensa, sin sentido,


muerto, reseco, obstinado”. Cuando las lesiones se
vuelven demasiado dolorosas no le queda otra alter-
nativa al hijo que dejar de tener sensaciones, que
convertirse en “apático”. De este modo se protege
frente al dolor excesivo. Pero al mismo tiempo pier-
de el contacto con el mundo que lo rodea. Queda se-
parado de la relación con los hombres y se seca. Ya
no quiere escuchar nada. Todos los intentos de esta-
blecer contacto con él deben fracasar. El término
taub (sordo) tiene relación a partir de su raíz con to-
ben (estar furioso). Quien está sordo, quien no tiene
sensaciones, se desborda. Deja de tener sensibilidad
para consigo mismo y con los demás. No siente na-
da de lo que provoca con su furia. Sus ataques de
delirio furioso son el único camino para manifestar
sus agresiones y sentirse a la vez a sí mismo. La per-
sona carente de sensaciones únicamente se percibe
cuando destruye y pisa a los demás con sus pies. No
tiene otro lenguaje más que expresar a través de sus
ataques su rabia y simultáneamente su anhelo de
amor y cercanía. Por último, el grito mudo del sor-
do e insensible es un grito único en busca de ternu-
ra, de una persona que lo tome en sus brazos y le
transmita que es bienvenido.

Existen asimismo otros caminos para reprimir su


ira. Algunos hombres esconden su ira tras una fa-
chada de suavidad. Susurran y tienen una voz muy
suave pero detrás de ella se percibe el caos del eno-
jo reprimido. Deben protegerse frente a las propias
agresiones. Si hablaran normalmente, explotaría to-
da su ira. Y si se los aborda con su misma voz sua-
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ve, por regla general no escuchan o no entienden lo


que uno quiere decir. Si ellos nunca estuvieron fu-
riosos; en realidad, tras su mudez y sordera se es-
conde un ejército completo de agresiones conte-
nidas.

El muchacho hace rechinar sus dientes. De esta


manera esconde su rabia. Los dientes son un símbo-
lo para atrapar y morder. Si soñamos por ejemplo
que se nos caen los dientes, este sueño no nos dice
nada acerca del estado de nuestros dientes. En cam-
bio quiere demostrarnos que hemos perdido nuestra
capacidad de agresión. Debemos aprender nueva-
mente a atrapar la vida, morder los problemas y dis-
tanciarnos de ellos de modo saludable. La agresión
del muchacho se manifiesta también en otros sínto-
mas: sale espuma de su boca y se pone rígido. Deci-
mos que alguien “echa espuma de tanta rabia”. La
espuma es por ende una manifestación de ira que no
es posible retener. No es posible vestirla con pala-
bras. Busca una manifestación no verbal y rigidiza
al muchacho. Lo bloquea. Cuando el miedo frente a
la propia agresión se torna tan fuerte, el hombre se
pone rígido. En la rigidez trata de mantener la ira
acumulada dentro de los límites. Pero la rigidez es
como un volcán sobre el cual está sentado el mucha-
cho. Cuando el volcán interior se enciende, todos al-
rededor son inundados con la lava ardiente que bu-
lle en él.

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La sanación del padre

Jesús trata distinto al enfermo. Tiene una sensi-


bilidad fina para saber dónde está y qué necesita el
otro. En esta historia, en primer lugar hace buscar al
muchacho. Lo quiere ver. La terapia de Jesús tiene
lugar a través de la observación. Él ve qué sucede.
Él ve detrás de las cosas. Él ve lo auténtico. Apenas
llega el muchacho frente a Él, el espíritu lo tironea
de un lado para el otro frente a sus ojos “quien ca-
yendo en tierra se revolcaba, echando espumarajos”
(Mc 9,20). Jesús ve, por lo tanto, qué le sucede al
muchacho. Reconoce su enfermedad. Al observar su
cuerpo, comprende de qué padece su alma.

Ni bien Jesús ha visto qué sucede con el hijo, se


vuelve hacia el padre. Le pide al padre que le cuen-
te la historia de la enfermedad. Más allá de verlo, Él
quiere escuchar también cómo ve el padre al mucha-
cho. Él quiere escuchar al padre, oír su voz a fin de
reconocer qué desentona. Jesús no pregunta acerca
de las causas y la culpa del padre o del hijo. Él quie-
re saber simplemente “¿Desde cuándo lo tiene?”
(Mc 9,21). Quizás formula esta pregunta para que el
padre reflexione si en el curso de los años ha existi-
do un momento crucial para su hijo, un aconteci-
miento particular por el cual se hubiera modificado
la conducta del hijo. A través de esta pregunta Jesús
quiere invitar al padre a observar con más detalle la
historia de vida de su hijo. ¿Cómo se ha desarrolla-
do? ¿De niño ya era sordo y mudo? ¿Cuándo estuvo
colérico y por qué? ¿Qué lo enfureció? ¿Ante qué
era temeroso o sensible? ¿Cómo he experimentado
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a mi hijo? ¿Qué ha sucedido dentro de él? El padre


debe dar el primer paso de la sanación Es un paso
atrás, un paso que lo lleve a una distancia saludable
de su hijo. El padre debe recordar todo lo sucedido
entre él y su hijo. El padre debe observar la historia
de su relación. Quizás entonces una luz esclarezca la
esencia de la enfermedad de su hijo. Desde el punto
de vista terapéutico esto es la anamnesis, el esclare-
cimiento de la historia de vida. La anamnesis es el
requisito previo para el diagnóstico y la terapia.

La pregunta de Jesús provoca una respuesta a


borbotones del padre: “Desde niño. Y muchas veces
lo echa en el fuego y en el agua, para matarlo” (Mc
9,22). Como el padre no se siente evaluado, puede
relatar libremente qué ha sucedido con su hijo y có-
mo se manifiesta el demonio en él. Ya es una forma
de terapia cuando Jesús permite al padre el relato.
Al expresar su temor con palabras, al poder relatar
qué ha vivido con el hijo, al poder expresar su de-
samparo, el padre se libera de la presión interior que
se ha acumulado dentro de él. La relación entre el
padre y el hijo había llegado a un callejón sin sali-
da. Ninguno de ellos sabía cómo continuar. Cuando
el padre le cuenta a Jesús todo lo que está dentro de
él, algo se pone en movimiento en su interior. Los
sentimientos del padre se liberan de la rigidez y co-
mienzan a fluir, y de ese modo también se pone en
movimiento algo dentro del hijo.

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Digresión: el hijo golpeado


actúa sobre otros su odio hacia
el padre

Podemos ampliar el relato de Marcos acerca de


este hijo poseído a través de las historias de muchos
hijos golpeados y enmudecidos por sus padres. Un
ejemplo por cierto extremo, pero al mismo tiempo
muy demostrativo en este contexto, es la historia de
Hitler que Alice Miller describió a partir del desa-
rrollo psicológico en su libro Am Anfang war Erzie-
hung (Al comienzo estaba la educación). Se inter-
preta la conducta de Hitler a partir de su educación
como un factor de influencia, aunque naturalmente
no es disculpa por la injusticia espantosa que come-
tió, busca mostrar qué consecuencias fatales puede
tener la relación no elaborada con el padre –inclusi-
ve más allá de una biografía individual. También es-
ta visión en la historia del tiempo evidencia clara-
mente que se nos exige observar nuestras heridas
paternas y elaborarlas para que puedan sanar. De lo
contrario continuaremos transmitiendo nuestras he-
ridas paternas. Golpearemos a otros porque nosotros
mismos fuimos golpeados. Y de este modo conti-
nuará el círculo vicioso de las heridas. Por lo tanto,
es también una responsabilidad social el reconciliar-
nos con nuestras heridas paternas para que el círcu-
lo vicioso de la violencia sea interrumpido.

El padre de Hitler, Alois Hitler, fue hijo ilegíti-


mo. Además, no está claro si el abuelo de Hitler era
un judío de Graz o un pobre oficial molinero. Alois
Hitler intentó subsanar la ignominia de su nacimien-
148 •
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to, dedicándose ambiciosamente a su carrera y final-


mente fue ascendido a oficial superior de la oficina
aduanera. Para él era importante que siempre se di-
rigieran a él con ese título. Riguroso, preciso y pe-
dante, en la profesión era el ejemplo de un emplea-
do consciente de sus deberes. Pero en su casa
actuaba sus agresiones reprimidas sobre su hijo
Adolf. La ira ciega por las humillaciones de su pro-
pia infancia las incorporó a golpes en su hijo. Adolf
era humillado diariamente por su padre irascible e
imprevisible. El odio hacia a su padre, que cada vez
se concentraba más en su hijo Adolf, no podía des-
plegarlo directamente, ya que frente a su padre no
tenía posibilidad alguna. A fin de no quedar atrapa-
do en la humillación, él fijó su ambición en no de-
mostrar dolor sino en apretar los dientes y contar en
silencio los golpes que recibía del padre. Pero el
odio era cada vez mayor a causa del dolor reprimi-
do. Y quería salir. El niño manifestaba sus agresio-
nes en el rechazo a la escuela. Si bien Adolf era ab-
solutamente inteligente, su desempeño escolar
resultaba cada vez peor. De adulto Hitler actuó toda
su ira frente al padre. También su política puede ser
vista bajo este aspecto psicológico-biográfico: co-
mo única manifestación del odio acumulado duran-
te la infancia. Dado que no ha concientizado su
odio, lo despliega. Este odio lo determina y lo im-
pulsa. El odio no tiene límites porque no lo ha con-
cientizado. La ira de Hitler frente a los judíos crece
hasta lo desmedido cuando en 1930 se confronta
con la posibilidad de que su abuelo hubiera sido ju-
dío. Y así quiere finalmente asesinar en los judíos a
su padre y a su abuelo. Quiere vengarse de toda la
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ignominia que ha experimentado a través de su pa-


dre. “Así como el judío no tenía ahora posibilidad,
de niño Adolf no podía evitar los golpes de su pa-
dre, ya que la causa de los golpes eran los problemas
irresolutos del padre” (Miller 191 y sigs.). Su orden
de que todos debían probar su ascendencia aria has-
ta la tercera generación era un intento de borrar su
propio origen oscuro. Pero todos los intentos de Hi-
tler de ejercer sobre los judíos el odio reprimido du-
rante su niñez, no lo liberan del temor frente a su pa-
dre, arraigado profundamente. Rauschning,
familiarizado con Hitler –según Miller– informa
que Hitler despertaba a menudo durante las noches
con gritos convulsivos. Grita pidiendo ayuda. Se
tambalea en la habitación y mira a su alrededor. Ja-
dea: “¡Él, él! Ha estado” (citado en Miller 205). Y
finalmente dice números. De niño había apretado
sus dientes y contado los golpes que le daba su pa-
dre. La psicoanalista infantil Alice Miller comenta
estas pesadillas de Hitler: “No hubiera alcanzado el
mundo entero como víctima para mantener alejado
del dormitorio de Adolf Hitler al padre corporizado
dentro de él, ya que el propio inconsciente no se ani-
quila con la aniquilación del mundo” (ebd 205). Si
bien esta visión lógicamente no puede explicar todo
el fenómeno de Hitler, para nuestra relación queda
claro que en lugar de enfrentar su herida paterna y
elaborarla mediante una terapia, Hitler la actuó so-
bre los judíos y todas las personas que podía humi-
llar. Siempre hubiera continuado asesinando sin lle-
gar a sentirse libre del odio hacia su padre. Ya que
su actuación era un mero traslado de la herida pater-
na hacia fuera. Pero no sana. Al contrario, genera un
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torbellino de violencia y contraviolencia. Lo trágico


es que ese torbellino arrastró a todo el mundo den-
tro de esa calamidad.

El muchacho poseído por el demonio

El muchacho en el Evangelio actúa sobre el en-


torno –de modo similar a lo visto recién con Hitler–
el odio hacia su padre. A través de sus ataques él
muestra al mundo que lo rodea que dentro de él
existe odio e ira. Pero contrariamente a Hitler, el hi-
jo actúa su agresión únicamente de modo simbólico.
Él no golpea a otras personas. Únicamente en el ata-
que muestra que su ira está dirigida en realidad ha-
cia su padre. Él quisiera tirar a su padre al piso y
destrozarlo con sus dientes. Pero dentro del mucha-
cho existe una instancia interior que lo retiene de
ello. Si realmente le mostrara a su padre su ira y le
devolviera los golpes, sucumbiría frente a los senti-
mientos de culpa. Por temor frente a estos sentimien-
tos de culpa dirige las agresiones hacia sí mismo. Re-
china los dientes y se pone rígido. Se arroja de un
lado para el otro. Se daña a sí mismo con sus ataques.
Él mismo se destruye. Pero al mismo tiempo se ma-
nifiesta, en esta autoagresión, también la ira frente a
su padre. Al destruirse el muchacho a sí mismo, des-
truye también una parte del padre. Con ello lastima al
padre. Quizás se regocija con el desamparo del padre
que, impotente, debe ver los ataques del hijo.
¿Y el padre? Ya que él no tenía el dominio de sí
mismo, quería al menos dominar a su hijo. En él
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quería llegar a manejar sus propias agresiones. Aho-


ra debe reconocer que fracasó. Quizás el padre tam-
bién quisiera que el hijo fuese obediente y adecuado
hacia afuera, que cumpliera sus deberes y funciona-
ra. El padre quisiera quedar bien con su hijo frente
a la gente. Cuando el hijo falla en la escuela, tam-
bién es una vergüenza para el padre. Esto no puede
ser. Cuando el hijo golpea a otros niños y descarga
sus agresiones frente a ellos, esto repercute sobre el
padre. Algunos padres no quieren observarlo y atri-
buyen entonces toda la culpa al otro. Pero en algún
momento los padres deben aceptar que su hijo no
llegó a ser como ellos esperaban. Y tal vez reconoz-
can entonces que el modo del hijo también tiene re-
lación con ellos y con su educación.

Fuego y agua

El demonio arroja al hijo al fuego y al agua. El


fuego representa en el sueño la pasión, la sexualidad
y la agresión. El agua es una imagen del inconscien-
te. Si soñamos con arroyos que crecen y salen de sus
cauces, esto representa el inconsciente que inunda
nuestra conciencia. Dejamos de tener una posición
desde la cual podemos evaluar todo lo que asciende
de la profundidad de nuestra alma. El inconsciente
nos inunda. Ya no podemos pensar con claridad. En
el ejemplo de Hitler hemos visto qué sucede cuando
un hombre es inundado por su inconsciente. Él pro-
yectó su inconsciente acumulado sobre el pueblo
con sus complejos de inferioridad y sentimientos de
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odio, con su desvalorización de los judíos apeló al


inconsciente de todo un pueblo. El pueblo alemán
humillado estaba abierto a esa ira reprimida y a la
posibilidad de “descargar” sobre otros la propia in-
ferioridad no admitida. De tal modo, la manifesta-
ción del odio reprimido de Hitler disparó la ira acu-
mulada en el inconsciente de muchos alemanes y así
generó una avalancha de odio y destrucción sobre
todo el mundo. Atrapó las cabezas de personas inte-
ligentes y las envenenó, ya que las tendencias in-
conscientes son más fuertes que las reflexiones ra-
cionales.
La imagen del fuego –visto desde la psicología
profunda– no sólo representa agresividad; es tam-
bién, y principalmente, una imagen de sexualidad.
Cuán a menudo experimentamos que personas que
no tienen posibilidad alguna de hablar sobre sus de-
seos sexuales y observarlos abiertamente, son domi-
nadas por su sexualidad. Pero hacia afuera parecen
refrenadas. Ellas reprimen su sexualidad pero cuan-
to más la reprimen, tanto más fuerte están atadas a
ella. En su represión intentan contener su sexuali-
dad. Pero ni bien se provoca a la sexualidad, ni bien
una persona más débil que ellas mismas las estimu-
la sexualmente, ya no conocen límites. De su repre-
sión surge una fuerza sexual irreprimida, que arras-
tra a los demás consigo mismo a la depravación.
Precisamente es habitual que personas tan reprimi-
das, abusen sexualmente de niños o inclusive los
asesinen. Cuanto más se reprima la sexualidad, tan-
to más fuerte arde en ellos el fuego que espera emer-
ger del volcán de la rigidez y quemar a los demás.
Quien no se encuentra en relación con su sexuali-
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dad, tampoco puede distanciarse de ella. Ella lo


arroja al fuego y también arderá en el fuego de su
pasión reprimida.
Cuando por lo tanto en la historia se habla de que
el demonio arroja al hijo al fuego, resuenan también
estas interpretaciones gráficas de fuerza destructiva.

También tú puedes sanar a tu hijo

Después de que el padre le contó a Jesús la histo-


ria de la enfermedad de su hijo, le ruega sanarlo: “Si
puedes, ayúdanos; ten misericordia de nosotros” (Mc
9,22). Con su ruego, el padre tiene a la vista la rela-
ción. Él no dice que Jesús debe ayudar a su hijo sino
“a nosotros”, es decir, a su relación enfermiza, en la
cual uno hace doler al otro. Jesús seguramente tendrá
misericordia con el padre y con el hijo. Pero no per-
mite ser utilizado por el padre para resolver su pro-
blema de modo en lo posible rápido y sin dolor. En
cambio confronta al padre con sus propias palabras.
Le muestra que su falta de fe es el motivo por el cual
el hijo no puede hablar sobre sí mismo. El padre ha
mantenido empequeñecido al hijo. Él no ha creído en
la buena semilla. De tal forma, se han bloqueado mu-
tuamente. El padre, ante el temor de las agresiones
del hijo, lo ha castigado hasta dejarlo mudo. Pero és-
te se ha vengado del padre haciéndolo caer en el de-
samparo a través de sus ataques. Ahora el padre no
sabe qué hacer. Padece con la enfermedad del hijo. A
ninguno de los dos les va bien. Sin embargo conti-
núan con el juego mutuo de las heridas y bloqueos.
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Jesús se aboca en primer término al padre, que se


encuentra en la posición más fuerte: “¿Si puedes
creer? Al que cree todo le es posible” (Mc 9,23).
Con estas palabras Jesús quiere decirle al padre:
“También en ti está la fuerza del amor, la fuerza de
aceptar al hijo y de creer en él. Pero tú puedes sanar
a tu hijo. Sólo necesitas creer. Cree en tu hijo, cree
que también en él existe una buena semilla, que
también él anhela ser un buen hijo, un hombre cuya
vida resulte, cuya vida sea una bendición para los
demás.” Jesús obliga al padre a reflexionar en pri-
mer lugar sobre sí mismo y a reconocerse a sí mis-
mo. Muchos padres gustarían de ver los problemas
en sus hijos. El hijo está enfermo, no el padre. Pero
Jesús no lo acepta y le formula al padre la pregunta:
“¿Crees realmente en tu hijo?”
El padre comprende esta pregunta y en ella la in-
vitación a reconocerse a sí mismo. Él admite su fal-
ta de fe y grita su anhelo de poder creer: “Creo.
Ayuda a mi incredulidad” (Mc 9,24). Él quisiera
creer en su hijo, en la buena semilla dentro de él, en
la posibilidad de encontrar su verdadero ser. Pero no
puede. Evidentemente, dentro de su cabeza se han
afincado tanto el temor y la desconfianza frente a sí
mismo y a su hijo, que no puede desprenderse de
ello. Se ha hecho carne con la desconfianza de su
propio padre de modo tal de no ser capaz de ver a su
hijo con otros ojos. Él percibe su propio déficit y su
debilidad. Pero como cesa de proyectar sus proble-
mas al hijo, porque enfrenta su propia verdad, pue-
de verificarse una transformación en él y luego tam-
bién en el hijo. El padre deja de mezclar sus
problemas con los del hijo. Esto clarifica también la
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relación entre el padre y el hijo. Cada cual puede en-


frentar entonces sus propios problemas.

Y el muchacho se levantó

Jesús sabe que no basta con tratar al padre. La re-


lación confusa y enmarañada entre el padre y el hi-
jo sólo puede resolverse si ambos colaboran, ya que
ambos se han enredado entre sí. También el hijo se
ha instalado en su rol. Él tenía ventajas en su com-
portamiento y las utilizaba como medio de poder
frente al padre. A través de sus ataques podía ven-
garse del padre. Cuando el padre reaccionaba débil
y desamparado, cuando sentía temor, significaba un
secreto triunfo del hijo. Él ejercía sus agresiones a
través de sus ataques. Para Jesús la sanación consis-
te en liberar al padre y al hijo del enredo mutuo y
confrontar a cada uno consigo mismo y con su pro-
pia verdad. Cada cual debe hallarse en primer lugar
a sí mismo. Entonces también podrá dejar al otro tal
como es y donde está. Y entonces podrá hallar el
sendero que lo conduzca a la vida.
Después del padre, Jesús se dirige al muchacho y
al espíritu inmundo que lo ha poseído. Le habla
bruscamente al espíritu: “Espíritu mudo y sordo, yo
te mando, sal de él y no entres más en él” (Mc 9,25).
Jesús no junta al demonio con el muchacho sino que
diferencia la persona del hijo del espíritu inmundo
que se ha adueñado de él. Entonces se dirige al de-
monio y no lo trata de manera comprensiva y com-
pasiva. Lucha en contra del demonio y a favor de la
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vida. Sabe que debe proceder contra el modelo de


vida que enferma al muchacho. Con su accionar
agresivo, Jesús permite al muchacho orientar sus
agresiones por los carriles adecuados. Del mismo
modo que Jesús lucha contra el demonio, también el
hijo debe aprender a luchar contra los modelos obs-
taculizantes de la vida y a asumir la responsabilidad
por sí mismo. El muchacho debe separarse de su an-
tiguo rol con el cual se siente en orden, y quitar de
sí el modelo de vida que lo tiene en sus manos. De-
be transformar en ambición las agresiones contra sí
mismo y el padre debe querer vivir por sí mismo en
lugar de ser vivido por las fuerzas interiores.
El espíritu inmundo no despeja sin embargo el
campo sin oponer lucha. Nuevamente tironea al mu-
chacho y luego lo deja con fuerte griterío. El hijo
debe sacar con sus gritos todo lo que ha devorado
durante años y tiene dentro de sí. Debe hacerlo en
presencia del padre, frente a quien durante años es-
taba mudo. La presencia sanadora de Jesús eviden-
temente le da la fuerza para ello. Él siente en Jesús
un poder, que es superior al poder del demonio. Je-
sús irradia una atmósfera de confianza que permite
al hijo expresar todo lo que se ha acumulado en él.
Él no siente temor de vociferar con ira y odio. Fren-
te a Jesús puede ser todo lo que se aferró en él. Je-
sús no evalúa. Si sale frente a Él, está bien. Al gri-
tar el hijo se distancia del demonio mudo y sordo
que lo poseyó. Y de este modo queda sano y libre
para vivir su propia vida.
El grito del muchacho o del demonio que sale del
muchacho en medio del fuerte griterío, recuerda al
grito de Jesús en la Cruz: “Mas Jesús, dando una
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gran voz, expiró” (Mc 15,37). Muchos exégetas en-


tienden este grito de Jesús como el grito del triunfo.
Jesús triunfa con este grito sobre el poder de los de-
monios. Ahora ese poder está finalmente quebrado.
Ahora los espíritus inmundos no pueden decidir so-
bre el hombre. El efecto del grito de muerte de Je-
sús se muestra en la rotura del velo en el templo.
Ahora es posible el acceso al Santísimo para todos
los hombres. Si relacionamos el grito de Jesús con
el fuerte grito del joven hombre, significa para nues-
tra historia: no somos débiles frente a los espíritus
inmundos. Jesús ha derrotado para nosotros a los
demonios. Su grito nos estimula a manifestar con
gritos nuestro triunfo sobre los demonios. Junta-
mente con Jesús tenemos derecho a elevar nuestras
voces. Y al elevarlas, al gritar todo lo que se ha afin-
cado dentro de nosotros, el demonio ya no tiene
oportunidad de decidir sobre nosotros. Al animar-
nos a hacer resonar nuestra voz con toda su fuerza,
nos liberamos de las voces de los espíritus inmun-
dos y llegamos a la concordancia con nuestro autén-
tico ser.
Después del grito fuerte, el muchacho queda co-
mo muerto. Su vieja identidad ha muerto. El demo-
nio del padre lo ha abandonado. Ahora puede ser to-
talmente él. Jesús lo toma de la mano y lo levanta.
Celebra con él la resurrección. Lo coloca sobre sus
propios pies. “Y el muchacho se levantó” (Mc
9,27). En griego dice aquí aneste, es decir, él se le-
vantó. Es el mismo término que en la resurrección
de Jesús. Cuando una persona es sanada, se libera de
su atadura al padre y en ella tiene lugar una resu-
rrección. Pero esta resurrección aquí es distinta a la
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de la hija de la mujer sirio-fenicia. En el caso de la


hija, Jesús simplemente comprueba que el demonio
ha salido de la hija. En cambio con el demonio del
hijo lucha. Lo enfrenta con poder. Jesús muestra una
fuerza frente al muchacho, que es evidente y por lo
tanto tiene más poder que la ira destructora que se
ha acumulado dentro del muchacho. Mientras que el
padre evidentemente tiene miedo frente a la agre-
sión del hijo, Jesús lo enfrenta sin temor. Esto le
brinda la posibilidad al muchacho de hablar sin te-
mor sobre todo aquello que está dentro de él. Única-
mente en este clima libre de miedos puede verificar-
se la sanación. Si el padre teme el caos interior del
hijo y quiere mantenerlo bajo control con violencia,
de esta manera sólo lo acentúa. En la cercanía de Je-
sús, el hijo pierde el temor frente a sí mismo. Sería
posible comparar la sanación del muchacho por par-
te de Jesús con la conocida historia jasídica en la
cual el padre, que no podía con su hijo, lo llevó fren-
te a un rabino. El rabino tomó el brazo del mucha-
cho y lo sostuvo durante todo un día entre sus bra-
zos. Esto sanó al joven. El padre tenía miedo frente
a la agresión del hijo. El rabino sana al muchacho al
permitirle experimentar un amor sin condiciona-
mientos. Al igual que Jesús, el rabino no siente te-
mor. Él toca al hijo y el contacto pleno de amor ha-
ce posible la sanación.
La historia de la sanación en el Nuevo Testamen-
to tiene todavía un epílogo. Los discípulos pregun-
taron a Jesús por qué ellos no podían extirpar al
demonio. Ellos evidentemente se atrevían a sanar
personas poseídas por demonios. En la respuesta de
Jesús se encuentra la clave de la sanación: “Este gé-
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nero con nada puede salir sino con oración” (Mc


9,29). Los discípulos piensan que podrían sanar al
muchacho por su propia fuerza, en vano. Jesús en
cambio actúa a partir de la fuerza de la oración. En
la oración ve al muchacho en las buenas manos de
Dios. La oración lo libera de su temor. Y porque Je-
sús se acerca al muchacho sin temor, éste pierde su
temor y puede salir de su rigidez. Los discípulos se
autocolocan bajo la presión de tener que sanar al
muchacho. Jesús encuentra en la oración su razón en
Dios. Dios lo libera de la presión de tener que sanar
a todos. La oración lo hace permeable al efecto de
Dios. Él no debe satisfacer las expectativas de los
hombres sino que puede dedicarse absolutamente a
la persona enferma en la confianza de la fuerza sa-
nadora de Dios.
En el Evangelio según San Mateo Jesús respon-
de a la pregunta de los discípulos, por qué ellos no
podían expulsar al demonio, una respuesta distinta:
“Por vuestra poca fe. Amén, os digo a vosotros: Si
vuestra fe fuera sólo tan grande como un grano de
mostaza, diríais a este monte: Pásate de aquí para
allá, y se pasará. Nada os será imposible” (Mt
17,20). También aquí se evidencia un requisito im-
portante de la sanación: la fe. Quien acompaña a
otros debe confiar en primer lugar no en sí mismo
sino en Dios. La fe nos libera de nuestra presión de
tener que realizar todo nosotros mismos. Pero tam-
bién nos libera de nuestras dudas en cuanto a si en
éste o aquél es posible hacer algo. Muchos pacien-
tes reaccionan con frecuencia a la actitud incons-
ciente del terapeuta. Ellos perciben si él cree o no en
su sanación, si confía en ellos o no. La sanación es
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siempre un milagro que no podemos sencillamente


hacer pero con el cual debemos siempre calcular.
Ésta es la fe a la que se refiere Jesús: confiar en
Dios, que Él provoca la sanación, que Él mueve el
monte, que interfiere en la vida del enfermo, y al
mismo tiempo creer en la persona y en sus fuentes
interiores, en las cuales fluye la fuerza de Dios den-
tro de ella.

Juan Erizo

Si buscamos en los cuentos una historia paralela


a la sanación del muchacho poseído, pensamos en
Juan Erizo. “Érase una vez un campesino que tenía
dinero y bienes suficientes, pero rico como era, algo
le faltaba a su felicidad: él y su esposa no tenían hi-
jos”. Así comenzaba la historia y continúa relatando
que este hombre era muy burlado por la gente por
ese motivo, de modo que finalmente se enojó y gri-
tó: “Quiero tener un hijo, así sea un erizo”. Su mu-
jer tuvo entonces un hijo, que en la parte superior
era un erizo y en la inferior un niño. Ella se asustó y
le dijo a su esposo: ‘Ves, fueron tus maldiciones’”.
El padre no acepta al hijo. Durante ocho años debió
ganarse la vida junto al horno. “Y su padre estaba
cansado de él y pensaba, si tan solo muriera.” Cuan-
do en la ciudad cercana se realizó una feria, el cam-
pesino le preguntó a su esposa y a su criada, qué de-
seaban que les trajera. Y por último le preguntó
también a su hijo. “Papito”, dijo él, “tráeme una gai-
ta”. Cuando la tuvo, le dijo al padre: “Papito, ve
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frente a la fragua y permíteme cubrir mi gallo con


metal, entonces me iré y no regresaré jamás”. El pa-
dre estaba feliz de deshacerse de su hijo. Juan Erizo
montó su gallo y se dirigió al bosque y también lle-
vó cerdos y un burro. Allí en el bosque los cuidó
“hasta que la manada fue bastante grande, y su pa-
dre no sabía nada de él”.
Uno tras otro pasaron a caballo dos reyes junto a
él y le preguntaron por el camino correcto. Juan Eri-
zo se los indicó, con la condición de que le dieran lo
primero que encontraran en su casa. En cada caso
fue la hija la que recibió al padre. Entretanto la pia-
ra creció. Juan montó junto a ella hacia el pueblo del
padre y allí cazó todos los cerdos. Luego Juan Erizo
cabalgó hacia el primer rey para apoderarse de su
hija. Pero al ser recibido con bayonetas, Juan voló
sobre su gallo hacia la ventana del rey y le pidió que
le entregara a su hija. De lo contrario la mataría. El
rey finalmente cedió. Juan Erizo se marchó con la
hija del rey y con sus púas la lastimaba. Luego la en-
vió a su casa donde debía vivir avergonzada duran-
te toda su vida. El segundo rey hacia quien cabalgó
luego, lo recibió amablemente, lo atendió maravillo-
samente y le entregó a su hija. Ésta temía las púas
pero no quería oponerse a la orden del padre. Juan
la tranquilizó. No le haría daño. Al rey le ordenó
buscar cuatro hombres para atizar un gran fuego de-
lante del cuarto. Una vez que se acostara en la cama,
saldría de su piel de erizo y la dejaría junto a la ca-
ma. Entonces los cuatro hombres deberían tomarla
de inmediato y arrojarla al fuego. Entonces estaría
liberado. Así sucedió. Cuando la piel de erizo se
quemó, Juan estaba acostado en la cama como un
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hombre, pero quemado como el carbón. El rey


buscó un médico para que lo lavara con ungüentos
hasta que quedara completamente blanco; quedó
un joven apuesto. La princesa se alegró, ambos ce-
lebraron el casamiento y juntos vivieron felices. Y
así termina el cuento de Juan Erizo: “Cuando
transcurrieron algunos años, fue con su esposa a
ver a su padre y le dijo que era su hijo; pero el pa-
dre respondió que él no tenía ningún hijo, sólo ha-
bía tenido uno que había nacido con púas como un
erizo y se había ido a recorrer el mundo. Entonces
se dio a conocer, y el padre se alegró y fue con él
a su reino.”
En este cuento, el padre había deseado expresa-
mente un hijo pero no por el hijo mismo sino para
satisfacer su propia necesidad. Pero con esto se pro-
vocó él mismo una maldición. El hijo no respondía
en absoluto a sus deseos. Si el padre desea realizar
en el hijo sus propias expectativas de vida, el niño
debe pagar el precio (comp. Dombrowski 153).
Quien como hijo debe responder a los deseos del pa-
dre no puede desarrollarse, pasa su dolorosa exis-
tencia detrás del horno. Y el rechazo del padre atiza
en el hijo –de manera similar a la historia de sana-
ción de la Biblia– una inmensa agresión. El hijo
está –como el erizo– lleno de púas. El padre ni si-
quiera puede tocar al hijo y tomarlo en sus brazos.
Su rechazo del padre se manifiesta al encerrarse él
y enviarle el mensaje: “No te acerques demasiado.
De lo contrario te pincho”. De manera similar al
padre, lo rechaza también el primer rey. Esto le
provoca tal ira al hijo que lastima sangrientamente
a la hija.
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Recién cuando Juan experimenta la aceptación


sin condiciones por parte del segundo rey y su hija,
se siente liberado. El rey se convierte en el auténti-
co padre para Juan. Que alguien crea en la bondad
de este hombre que es mitad hombre, mitad erizo, lo
libera de su “piel de erizo”, del blindaje de sus agre-
siones, con el cual hasta ese momento había mante-
nido alejadas a las personas de su cuerpo. La creen-
cia del padre en lo bueno del hijo es el primer paso
de la sanación. Le abre un espacio en el cual el hijo
puede hablar sobre sí mismo, sobre su piel llena de
púas que lo recubre. Pero él no es idéntico a esa piel.
Él puede dejarla de lado ni bien experimenta el amor
de una mujer. Pero además del amor de la mujer ne-
cesita también a cuatro hombres para encender un
fuego. La piel llena de púas debe transformarse a tra-
vés del fuego de la pasión. Los cuatro hombres son la
imagen de todos los aspectos del animus. El hijo, que
siempre se había identificado con su lado agresivo,
debe desarrollar aún otros aspectos de su masculini-
dad. En primer lugar es capaz de amar verdaderamen-
te. Y necesita un médico que trate su piel oscura y
aclare este aspecto oscuro de él. El amor de su mujer
debe complementarse entonces mediante un trata-
miento lleno de amor por parte del médico paternal.

El texto bíblico en el acompañamiento


espiritual

Las historias de la vida verdadera se esclarecen


realmente a través de los relatos previos: así por
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ejemplo un hombre exitoso en su profesión, que de


niño había sido golpeado brutalmente por su padre.
Él llego a ser jefe de sección pero cuando actual-
mente visita a su padre, puede suceder que éste lo
golpee ferozmente con palabras como antes lo hacía
con las manos. El viejo padre humilla al ahora hom-
bre adulto. No lo deja emerger. El hijo puede hacer
lo que quiera. Nunca está bien para el padre. Quizás
sea la envida de que el hijo haya llegado más lejos
que el padre. Quizás sea simplemente el temor fren-
te al espejo, que el hijo coloca frente al padre. Este
hombre se vio reflejado él mismo y su experiencia
como hijo en la historia de la sanación del mucha-
cho poseído, que relata el Evangelio según San
Marcos. Por otra parte, también observó la relación
con su padre en la terapia y así reconoció algunas
cosas y aprendió a separarse de su padre. La medi-
tación de la historia bíblica nunca busca ni puede
reemplazar una terapia. Pero puede complementar y
profundizar el conocimiento de la situación de vida.
Ofrece la posibilidad al hijo de ver con otros ojos su
propia historia en las imágenes del relato bíblico y
comprenderla. Pero también lo invita a reconciliar-
se con su padre. También el padre anhela sanación.
También él quisiera creer pero no puede. Él quisie-
ra vivir de la confianza. Pero el miedo lo domina.

La historia de la sanación toma al hijo de la ma-


no para que permita ser conducido hacia su verdade-
ra esencia. Distintos pasos pueden ayudar en ello al
hijo. Por un lado, la suposición de que envía a su pa-
dre a la terapia con Jesús. Él puede imaginarse có-
mo Jesús habla con su padre y qué le contaría por su
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parte el padre de sí mismo. Quizás a través de esta


meditación note que su padre ha sufrido en sí mis-
mo, que se sintió débil y desamparado y por ende
fue tan autoritario y reservado. El hijo podría colo-
car en boca de su padre sus palabras: “Yo creo, ayu-
da a mi incredulidad”. Él trata de imaginar cómo ex-
presa su padre esta palabra dentro de su miedo
profundamente arraigado, dentro de su desconfian-
za, de su inferioridad, de su brutalidad. Luego el hi-
jo descubrirá, tras los golpes del padre, el anhelo de
liberarse de su propio miedo, de su desconfianza
profundamente arraigada frente a todos los hom-
bres. Podrá comprender cómo el padre reprime su
ira por temor frente al propio padre y cómo la deja
salir ahora sobre el hijo. Reconocerá que el padre,
en última instancia, golpea a partir de su desespera-
ción porque no tiene perspectivas para su vida y du-
da de sí y del mundo. Él está desesperado, resigna-
do, interiormente destruido. Siente pánico de tener
que ser nuevamente débil como él mismo lo fue
frente a su propio padre. Rodeado de este pánico, se
ha identificado con el agresor y actuado su ira en el
hijo. Los golpes no estaban destinados al hijo sino
en última instancia a su propio padre, y significaban
su propio miedo frente a su propio padre, que inten-
taba reprimir con cada golpe. Imaginar que Jesús se
dedica también al padre y lo atiende, puede ayudar
probablemente al hijo a ver al padre con otros ojos
y desear que sea sanado.

El segundo paso al cual invita la historia consis-


te en que este hijo observe su propia ira reprimida.
¿Dónde han conseguido manifestarse sus agresiones
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reprimidas? ¿Fue la dureza con la cual impuso su


carrera profesional? ¿Fue la implacabilidad que
muestra frente a sus colaboradores cuando cometen
errores? ¿Fue el aislamiento en el cual se retrajo?
¿En qué medida esquivó a través de su dureza con-
sigo mismo y con los demás las heridas por parte de
su padre? ¿O simplemente transmitió las heridas? Él
quería ser absolutamente distinto que su padre. Pero
ahora descubre que revela las mismas conductas que
él. De niño no soportaba que el padre no lo tomara
en serio y comentara irónicamente su comporta-
miento y sus palabras. Esto le provocaba inseguri-
dad y enojo. Los colaboradores le muestran ahora
que él los lastima con su ironía. Es decir, se compor-
ta de la misma manera que en aquel entonces su pa-
dre. Él quería desprenderse de su padre pero ahora
reconoce que no se libera de su padre si no observa
con él su historia y toma conciencia de qué sucedía
en esa relación. Sin una elaboración consciente de
su relación con el padre simplemente imitaría al pa-
dre y transmitiría a los demás las heridas que recibió
de él.
El hijo de nuestra historia se liberó del demonio
a través de un fuerte grito. Esto suena demasiado
moderno. Muchos terapeutas recomiendan en la ac-
tualidad a sus pacientes, realmente sacar su ira a los
gritos. Pero también esto puede ser peligroso, por-
que a veces se meten tanto en su ira que no pueden
volver a hallarse. Por esta razón, es conveniente que
los pacientes manifiesten su ira a los gritos en pre-
sencia del terapeuta o del acompañante espiritual. El
muchacho del relato bíblico gritó en presencia de
Jesús. Necesita la intervención equilibradora del ob-
• 167
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servador que puede preguntar: “¿Qué clase de ira es


ésta? ¿Cómo se la siente? ¿A quién está dirigida?
¿Qué otra cosa quisieras sacar a los gritos? ¿Tu ira
te da temor? ¿Qué se esconde detrás de tu ira?” Una
vez exteriorizada la ira a los gritos, deja lugar a
otros sentimientos. Detrás de la ira acumulada se
eleva el anhelo de un padre, el anhelo de un padre
que lo abrace, que lo defienda, que lo apoye con su
fuerza y le mantenga libre la espalda. Y quizás tam-
bién emerjan recuerdos positivos: no sólo cómo el
padre lo golpeaba por aquel entonces sino también
cómo a veces lo trataba con ternura, cómo jugaba con
él, cómo –pleno de entusiasmo– le enseñó algunas
habilidades: andar en bicicleta, nadar y saltar. Cómo
lo introdujo en su mundo laboral, en el manejo del
tractor, la labranza, la reparación de máquinas, etc.
Admitir la ira sólo resulta curativo cuando estamos
dispuestos a trascender nuestra ira y a desprendernos
de ella. Bert Hellinger no le da mayor valor al mero
hecho de actuar la ira. Él considera que es mucho más
importante ver y apreciar al padre tal como es. El ob-
jetivo de la terapia de Jesús es conducir tanto al padre
como al hijo a su propio ser. En primer lugar deben
hallarse a sí mismos antes de poder observarse co-
rrectamente uno al otro. Entonces podrán aceptarse
entre sí y también apreciarse con su carácter propio.
El tratamiento meditativo de la historia de sana-
ción debería conducir a la reconciliación con el pa-
dre. Pero a veces el paciente aún no es capaz de
acercarse reconciliado a su padre. Las heridas per-
manecen profundamente asentadas en él. Si así fue-
ra, tranquilamente debe admitirse que todavía nece-
sita tiempo para reconciliarse interiormente con el
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padre. También aquí puede resultar de ayuda escri-


bir una carta ficticia al padre. Otra ayuda podría ser
imaginarse en la meditación, cómo se enfrentaría al
padre sin temor. Esto únicamente resultará cuando
el hijo se encuentre totalmente en sí mismo. Por es-
ta razón, en la meditación debería entrar en contac-
to ante todo consigo mismo. Podría sentarse cómo-
damente, sentirse a sí mismo, sentir su respiración,
su cuerpo. Debería relajarse hasta sentir una paz in-
terior. Entonces podrá decirse: “Estoy totalmente en
mí. Me acepto tal como soy. Me siento y estoy en
armonía conmigo. Es bueno ser como soy. Siento
cómo mi respiración fluye por todo el cuerpo. Sien-
to la paz que mi respiración esparce por mi cuerpo.
Estoy sentado en mi habitación en la cual me siento a
gusto. Miro a mi alrededor, veo los cuadros en la pa-
red. Son míos. Es mi espacio. Luego voy a la habita-
ción de mi padre. Abro la puerta muy lenta y cons-
cientemente. Estoy totalmente en mí, atento. Saludo a
mi padre, lo miro. Me siento. Luego presto atención
a cómo me observa mi padre. ¿Qué puedo leer en sus
ojos? Procuro ver detrás de la dura fachada. Trato de
creer en la buena semilla dentro de él, en el anhelo de
vivir en paz conmigo. Y luego puedo imaginarme có-
mo se desarrolla la conversación cuando estoy total-
mente conmigo, soy totalmente auténtico, estoy en
contacto conmigo mismo, cuando no vuelvo a salir
de mi centro, cuando no me dejo determinar por mi
padre sino que puedo decir lo que quiero manifestar.
¿Qué diría? ¿Cómo respondería mi padre? ¿Y cómo
reaccionaría yo frente a las palabras de mi padre?”
En este ejercicio es importante que siempre vuel-
va a intentar estar totalmente conmigo mismo, no
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salir de mi centro. Entonces experimentaré que no


estoy ligado a las viejas conductas frente a mi padre
sino que existen en mí otras posibilidades de reacción
frente a mi padre. Los antiguos monjes ya conocían
este método de meditación, a través del cual se intro-
dujeron con su meditación en las actitudes interiores.
Al imaginar tranquilidad y atención, y pintar en la
fantasía, tomo contacto con esta capacidad. Esto mo-
dificará luego mi conducta frente a mi padre. No ne-
cesito proyectar mi voluntad para enfrentar a mi pa-
dre de otro modo. Es suficiente con recordar siempre
lo que he sentido dentro de mí. Entonces la conversa-
ción con mi padre se desarrollará de otro modo.

Liberarse del poder del padre es un paso en nues-


tro camino para hallar el propio sendero de vida.
Otro paso consiste en tomar contacto con las raíces
positivas del padre. Por más aspectos oscuros, el pa-
dre también tiene su lado positivo. El hijo necesita
identificarse con el padre para desarrollar su propia
masculinidad. Por lo tanto podría preguntarse: ¿Qué
me ha fascinado de mi padre? ¿De qué ha vivido mi
padre? ¿Cómo ha tratado sus propias heridas y de-
cepciones? ¿Qué aptitudes tiene? ¿Cómo ha mane-
jado su vida? Sería bueno que el hijo pudiera agra-
decer al padre por lo que le ha dado para su camino.
Sólo en este camino el hijo hallará su propia identi-
dad. Y entrará en contacto con la fuente de la fuer-
za paternal que bulle en él. Entonces sentirá placer
al vivir su masculinidad y su paternidad. Descubri-
rá su fertilidad y su creatividad y grabará en este
mundo su huella más primitiva, una huella de viva-
cidad y fuerza, de libertad y amor.
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7. La relación entre madre e hijo


“Entonces se incorporó
el que había muerto”
(Lc 7,11-17)

“Aconteció después que Él iba a la ciudad que se


llama Naín, e iban con Él muchos de sus discípulos
y una gran multitud. Cuando llegó cerca de la puer-
ta de la ciudad, he aquí que llevaban a enterrar a un
difunto, hijo único de su madre, la cual era viuda; y
había con ella mucha gente de la ciudad. Y cuando
el Señor la vio, se compadeció de ella, y le dijo: ‘No
llores’. Y acercándose, tocó el féretro; y los que lo
llevaban se detuvieron. Y dijo: ‘Joven, a ti te digo,
levántate’. Entonces se incorporó el que había muer-
to, y comenzó a hablar. Y Jesús lo dio a su madre. Y
todos tuvieron miedo, y glorificaban a Dios, dicien-
do: ‘Un gran profeta se ha levantado entre nosotros;
y Dios ha visitado a su pueblo’. Y se extendió la fa-
ma de Él por toda Judea y por toda la región de alre-
dedor.”

Lucas nos cuenta una historia de madre-hijo. La


viuda de Naín tiene un único hijo. Es un hombre jo-
ven que evidentemente no puede vivir porque está
fijado a su madre, porque debe reemplazar a su
compañero y cuidar de su madre. Esto lo sobreexi-
ge. Él quisiera vivir y no puede. No consigue libe-
rarse. Tampoco aquí se trata de atribuirle la culpa a
la madre. Ella es viuda. Y como viuda, en Israel ca-
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rece de derechos. Necesita de su hijo como sustento


y representante legal. Si tomamos la situación social
de la viuda como imagen interior, la madre sin su hi-
jo se siente carente de valor. Sólo se define como
madre de su hijo. Ella no está parada en sí misma.
Ella sólo es alguien porque tiene un hijo. Entonces
está ligada al hijo. Él es para ella uno y todo. Y es-
to provoca que también el hijo esté unido a ella y
permita que ella lo tenga en sus manos.

En el acompañamiento nos confrontamos con


muchos hombres que son los únicos hijos varones
de su madre. A menudo el padre se ha quedado en
la guerra, a menudo existe también como trasfondo
la historia de un divorcio. A veces el hijo es también
el “único hijo de su madre” en una familia exterior-
mente intacta. Es el hijo favorito. La madre se afe-
rra a él y lo toma como confidente. A él le cuenta su
necesidad con el padre.
Un hombre joven cuenta que la madre lo había
malacostumbrado. Leía de sus ojos todos sus deseos
y lo colmaba de amor. Pero eso tenía su precio. Ha-
blaba mal de su padre y lo colocaba como ejemplo
negativo. Decía que no era de confiar, que frecuen-
taba bares y seguía a mujeres jóvenes. No es de
asombrar: este hijo estaba tironeado hacia uno y
otro lado. Por una parte se siente halagado. Es el hi-
jo favorito de su madre, el elegido. Es más impor-
tante que el padre a quien siente como competidor.
Pero al mismo tiempo le falta el padre. No puede
identificarse con él. No puede madurar junto a él.
No es un modelo para él porque la madre lo desva-
loriza. Entonces crece simultáneamente sin padre.
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Si el hijo quiere salir de la estrecha relación con la


madre y abocarse con preferencia al padre, la madre
lo amenaza con dejar de amarlo. Lo extorsiona emo-
cionalmente. No obstante ello, él siente las raíces
positivas del padre. Es un artesano trabajador y ca-
paz, un artista de la vida, muy querido por la gente.
Pero como el hijo está interiormente ligado a la ma-
dre, no se anima a vivir su propia masculinidad con
la mirada sobre su padre. Él se atrofia en la excesi-
va proximidad a su madre.
Otro hombre, hijo extramatrimonial, nunca cono-
ció a su padre. Creció solo con su madre. La madre
lo cuidaba de forma exagerada de manera que ya su
aspecto exterior perdía su compostura. Siempre que
tenía problemas regresaba al hogar con su madre.
Pero la relación con la madre era ambivalente. En lo
más profundo él la odiaba y quería deshacerse de
ella. Él realizaba grandes planes para andar su propio
camino. Pero ni bien trataba de concretarlos y apare-
cían las primeras dificultadas, regresaba con su ma-
dre. Sus fantasías sexuales giraban en torno a muje-
res mayores. En la fantasía, él quería tener poder
sexual sobre estas mujeres. Consultado por el moti-
vo más profundo, él reconoció que en realidad que-
ría vengarse de su madre. Pero este deseo quedó só-
lo en la fantasía. Sencillamente no se realizó porque
la unión con su madre era tan fuerte que una y otra
vez volvía a caer en el viejo modelo. Evidentemente
existe un impulso en el hombre para vivir otra vez lo
que le resulta familiar, aun cuando reconozca que no
lo lleva adelante. No obstante, el temor frente a lo
nuevo es tan grande que prefiere regresar al viejo en-
redo antes que arriesgar un nuevo comienzo.
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Existen muchas situaciones en las cuales las ma-


dres se aferran a sus hijos y los toman como reem-
plazo del marido. Así, por ejemplo, cierta mujer
perdió a su marido por una enfermedad o un acci-
dente. O la relación entre los cónyuges se enfrió, el
hombre le es infiel y de este modo lastima a su es-
posa. La mujer no tiene otra alternativa que unirse a
su hijo. Otras veces la mujer toma revancha del es-
poso al elegir al hijo como confidente. A él le cuen-
ta todo lo que el padre le ha hecho. Le muestra una
imagen negativa de los hombres: los hombres siem-
pre buscan únicamente la sexualidad. No son fieles.
Van de una mujer a otra. A través de la difamación
de su esposo, la mujer une aún más estrechamente a
su hijo con ella. El hijo puede confiar en su madre.
Ella es la buena mujer que cuida de él, que satisface
sus deseos y que lo rodea de ternura y amor. Con
ella se siente comprendido. No necesita hacer nada,
ella siempre le obsequia. Pero con esta postura él
nunca llega a la vida. Su vida se parece a la muerte.
Y algunos hombres que permiten que sus madres los
malcríen de esta forma, descubren más tarde que
aún no han vivido nunca.
Se torna peligroso para el hijo cuando la madre
lo elige como su marido, cuando ve en él a su prín-
cipe hacia el cual dirige sus deseos eróticos y así lo
ata a ella. El psicoanalista Horst-Eberhard Richter
cuenta la historia clínica de Bodo, que nació cuando
el matrimonio de sus padres había fracasado. Ya
cuando nació su madre deseó que el hijo le diera el
sostén que su padre le negaba y que en su soledad
satisficiera su deseo de amor. Entonces lo malcría.
Permanentemente teme que él pueda enfermar.
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Cuando después de la separación, pregunta con fre-


cuencia por el padre, ella habla mal del padre y le
niega cualquier visita. Aleja a su hijo de otros niños,
prefiere tenerlo para sí sola. Lo hace dormir junto a
ella en su cama matrimonial. Ella es feliz cuando su
hijo le anuncia: “Mami, más adelante debes casarte
conmigo, entonces tendrás un marido” (Richter
131). En casa puede hacer lo que quiera. No ordena
sus juguetes. Su madre hace todo por él. Pero en la
escuela se ve confrontado con la realidad. Él tiene
miedo de asistir a la escuela. Al mediodía retorna
llorando a la casa y la madre llora con él porque su
príncipe fue tratado tan mal. A los trece años toda-
vía duerme con ella en la cama matrimonial. Él no
tiene amigos. La madre cuida celosamente que él
pase su tiempo con ella. Para eso le satisface cual-
quier deseo. Entonces Bodo es incapaz de tolerar
cualquier disgusto. No obstante, con su aferramien-
to exagerado, la madre logra justamente lo contra-
rio. En algún momento el muchacho se resiste a los
besos exagerados. Él siente que no puede ser un mu-
chacho como es debido. Así y todo, no logra liberar-
se realmente. Reacciona de modo infantil y protesta
constantemente frente a la madre. Pero la madre
siempre sabe cómo unirlo a ella. El hijo necesita una
terapia en la cual aprenda a liberarse de la sujeción
por parte de su madre.
Muchas madres subestiman la seducción erótica
y sexual que ejercen sobre sus hijos a través de la
exigencia de contactos tiernos. Cuando en la puber-
tad despiertan los impulsos sexuales se produce el
conflicto. Por un lado, la madre ha reprimido su se-
xualidad; por el otro, la ha desplegado de manera in-
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fantil con su hijo. Horst-Eberhard Richter cuenta


acerca de un hombre joven con el cual la madre rea-
lizaba tiernas peleas en la cama hasta los trece años.
“Ella era su gatita, él su pequeño vagabundo” (Rich-
ter 145). Cuando el hijo recibe la visita de su padre,
se produce el conflicto con la madre. El hijo está
completamente desorientado. A los trece años toma
tabletas para dormir y le escribe a su madre una car-
ta de despedida que comienza con “Querida gatita”.
Richter lo llama la “carta de despedida de un aman-
te a su amada”.
La sexualidad del muchacho fue estimulada en
forma temprana y exagerada por el contacto tierno
con la madre. Pero la madre rechazaba la manifesta-
ción abierta de las tendencias sexuales. Por esta ra-
zón, el muchacho debía reprimirlas una y otra vez.
De esta manera cayó en un conflicto irresoluble. Él
creía que únicamente podría liberarse de él a través
de la muerte.
Las relaciones incestuosas son un veneno para el
hijo. Lo conducen a su muerte psíquica. Él no pue-
de establecer una relación con una mujer. Si la ma-
dre encuentra un nuevo hombre, él reacciona histé-
ricamente o con una negación de la vida. Obliga a la
madre a que él esté para ella en primer lugar. Recha-
za todo contacto con gente de su edad. Se vanaglo-
ria en virtud de su posición especial frente a la ma-
dre y se resiste a cualquier exigencia que la escuela
o la profesión le impongan. Un rol de príncipe de es-
ta naturaleza culmina con la muerte.

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“¡No llores!”

En la historia de la Biblia, el único hijo de la viu-


da, muere. La muerte es para él la única posibilidad
de escapar de la sujeción de su madre. Como muer-
to, lo llevan fuera de la ciudad. La ciudad es un sím-
bolo del ámbito materno. El hijo yace en un féretro
y es trasladado fuera del ámbito de acción de la ma-
dre. En la puerta de la ciudad se encuentran dos
mundos, el mundo de la madre y el mundo de Jesús.
Ambos tienen un gran grupo de gente a su alrede-
dor. El mundo de Jesús es el mundo del más allá, el
mundo en el cual es posible la resurrección. El mun-
do de la madre está marcado por una comitiva que
lleva a la sepultura de los muertos. Jesús ve a la mu-
jer y siente compasión por ella. Pero no le muestra
compasión al hijo sino a la madre. Siente lo que su-
cede dentro de ella, cómo ella lleva a la tumba su
única esperanza. Aquél, a quien se había aferrado, le
es quitado. Ahora ya no tiene sostén. Jesús siente
que ella necesita ayuda para hallarse a sí misma, que
debe construir una nueva existencia sin hijo. Y le di-
ce: “¡No llores!” (Lc 7,13).
Es posible comprender estas palabras como pala-
bras de consuelo. Pero también sería posible ver en
ellas una exhortación a abrir los ojos y reconocer la
auténtica verdad. Para el jesuita indio Anthony de
Mello, que era simultáneamente un acompañante
psicológico y espiritual, no se trata de buscar ayuda
en los problemas de relación sino de escudriñar la
dependencia de la relación. Sólo entonces puede te-
ner lugar la sanación. De lo contrario no se experi-
menta alivio alguno. Pero al instante siguiente con-
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tinúa el lamento por la relación fatal. De Mello com-


prende entonces la exhortación de Jesús como un
llamado a despertar: “Despierte y deje de llorar, des-
pierte” (de Mello 46). La madre debe cesar de llorar
porque con ello sólo gira en torno a su autocompa-
sión, porque de este modo queda atrapada en su ata-
dura al hijo.
Quizás Jesús quiera desafiar a la madre con su
orden: ella debe reflexionar qué lágrimas derrama y
quién está de luto dentro de ella. ¿Ella está de luto
por su hijo muerto, porque debió despedirse de él?
¿O está de luto en ella el niño herido a quien le han
quitado lo que más amaba? ¿Emergen en este luto
todas las experiencias del abandono? ¿Es acaso el
luto por el hijo en última instancia el luto por la vi-
da no vivida? ¿Siente ella que nunca ha vivido ella
misma, que siempre se comprendió sólo como ma-
dre? ¿Son lágrimas que liberan o lágrimas que úni-
camente turban la mirada porque giran en torno al
propio dolor? Las lágrimas del luto son saludables.
Las lágrimas de la autocompasión nos hunden en
nuestro propio dolor. Ellas no liberan sino que nos
inundan. ¿Está de luto entonces una mujer adulta o
un niño pequeño, sólo referido a sí mismo? ¿Está
ella de luto para despedirse o se entierra en su auto-
compasión porque no quiere soltar a su hijo?
Cuando la madre cesa de llorar puede despertar y
abandonar la ilusión de que su hijo podría hacerla
feliz. Sólo así tomará contacto con la auténtica rea-
lidad. Despertar significa simultáneamente soltar.
La madre debe soltar al hijo para que pueda vivir
por sí mismo. Ella debe dejar de verlo a través de los
cristales de su propia necesidad, ya que de este mo-
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do le impide su posibilidad de vivir. Ella debe darle


libertad. A través de su llanto ata al hijo con ella.
Dado que no se trata de lágrimas de despedida sino
de lágrimas que quisieran retener al muerto, la ma-
dre debe dejar de llorar. Sólo así podrá observar có-
mo su hijo se levanta y dice las palabras que hace
tiempo quería decir. Si ella cesa de llorar podrá re-
conocer cuánta fortaleza hay dentro de su hijo, re-
conocer que es totalmente capaz de vivir también
sin ella.
Quizás Jesús presienta en el encuentro con la
viuda de Naín el dolor de su propia madre. Él mis-
mo es hijo de una madre. Y a través de la búsqueda
consecuente de su propio camino debe infligirle do-
lor. Quizás Jesús no dirija las palabras “¡No llores!”
únicamente a la viuda sino también a su propia ma-
dre, que lo deja partir. Su camino conducirá a través
de la cruz hacia la tumba. En este camino encuentra
mujeres “que lamentan y lloran por él” (Lc 23,27).
A ellas les dice: “Hijas de Jerusalem, no lloréis por
mí, sino llorad por vosotras mismas y por vuestros
hijos” (Lc 23,28). Jesús transita su camino acompa-
ñado del Padre. Será un camino a través de la muer-
te hacia la resurrección. No es necesario llorar por
él. Las mujeres deben llorar por ellas mismas, por el
destino que las espera. A través de su llanto deberán
encontrar su propia verdad en lugar de permitir que
las lágrimas turben su mirada. Deberán ser lágrimas
de dolor que elaboren la pérdida del hijo y no lágri-
mas de autocompasión en las cuales se gira exclusi-
vamente en torno a los propios deseos y conceptos
infantiles, permaneciendo ciego para lo que verda-
deramente sucede.
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“¡Despierta!”

Jesús paraliza el cortejo fúnebre. Él detiene la


comitiva hacia la tumba. Si la unión de la madre con
el hijo continúa, conduce a la tumba. Es menester
detener la comitiva, parar y preguntar de qué se tra-
ta en realidad. ¿Dónde se encuentra la madre y dón-
de el hijo? ¿En qué están complicados? Una separa-
ción debe tener lugar. Jesús toma el féretro en el
cual yace el hijo. Éste no es un lugar en el que pue-
da vivir el hijo. No debe hacerse llevar continua-
mente. Debe transitar su camino por sí mismo. Jesús
pone término a los modelos que no le brindan al hi-
jo espacio para vivir, que lo conducen a la rigidez.
Entonces le habla al hijo: “Te ordeno, joven hom-
bre: ¡Levántate!” (Lc 7,14). Es una frase formal que
Jesús le dice al hijo. Literalmente significa: “Hom-
bre joven, te digo: ¡Despierta!” El término griego
egertheti significa en primer lugar “despierta”. Re-
cién después adquiere el significado: “¡Levántate,
ponte de pie!” La sanación del joven hombre consis-
te por lo tanto en que él despierta del sueño de su
ilusión, de su vínculo negativo con la madre. Él mis-
mo debe despertar, debe convertirse en adulto. Una
vez que despierte, también podrá levantarse. Podrá
vivir. Él se había instalado en la atención y cuidado
de la madre. Él no quería salir del tibio nido de la
madre. Entonces murió en él. Con su orden estricta,
Jesús despierta la fuerza que está dentro del hom-
bre joven. El término griego para muchacho, nea-
niske, significa que en el joven hombre hay algo
nuevo, fresco, sin uso. Y Jesús quiere despertarlo a
la vida. La pregunta es si el joven hombre prefiere
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retornar al cuidado materno o si quiere aventurar su


propia vida.

En griego significa que el hijo se sienta. Todavía


no es levantarse. El muchacho aún no está sobre sus
propias piernas. Pero comienza a rebelarse contra el
ser llevado. Deja de estar acostado y comienza a es-
tar activo. Se sienta derecho y comienza a hablar.
Ahora puede decir lo que lo moviliza. Ahora ya no
repite las palabras que dice su madre. Ahora expre-
sa lo que reconoce y siente. Ahora se anima a mani-
festar lo que está dentro de él. Mientras el hijo se de-
ja llevar en los brazos de la madre no es capaz de
hablar por sí mismo. Ni siquiera sabe cómo debe
evaluar la situación. Está tan determinado por las
convicciones de su madre que todo lo ve con los
ojos de ella y en todos los temas repite sus palabras.
En cambio la sanación se verifica cuando se rebela
frente a esto y comienza a hablar por sí mismo.

Durante el acompañamiento conocemos una y


otra vez hombres que son incapaces de vivir por sí
mismos porque siguen permitiendo el cuidado de
sus madres. No asumen responsabilidad alguna por
su vida. No responden por sí mismos. No tienen es-
tabilidad propia. Dejan que cuiden de ellos. Hay
hombres que inclusive a los cuarenta años viven con
su madre. Han interrumpido sus estudios y no en-
cuentran trabajo. No existe trabajo que responda a
sus fantasías de grandeza, a su genialidad. A menu-
do cayeron bajo el efecto del alcohol. Meten la ca-
beza en la arena y cierran los ojos a la realidad de su
vida taponada. La madre continúa ocupándose de
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este hijo, a quien en realidad debería echar del nido.


Pero esto le rompería el corazón a la madre. Ella tie-
ne miedo de que su hijo sucumba e inconsciente-
mente también necesita al hijo para no sentirse sola.
Frecuentemente busca la culpa en sí misma de que
el hijo no ha crecido en la vida. Y los sentimientos
de culpa la obstaculizan como para tomarlo con más
dureza y lanzarlo a la lucha por la vida. Ella piensa
que si tal vez hiciera más por su hijo, quizás sanara
y fuera útil en la vida. Sus sentimientos de culpa la
ciegan frente a sus verdaderos sentimientos, frente a
su sobreexigencia, frente a sus agresiones. Ella per-
mite que su hijo la utilice, la insulte, la lastime. Y de
este modo surge un vínculo funesto. Dado que la
madre se siente culpable, no se anima a abandonar-
lo a sí mismo. Pero cuanto menos se anima, tanto
más lo aferra a la dependencia y consiguientemente
lo daña. La madre padece por el hijo que la utiliza y
le hace difícil su vida. Y el hijo no llega a vivir por-
que permite que su madre cuide de él. Pero esto no
es vida. Tales hijos deben levantarse y ponerse de
pie. Y finalmente deben comenzar a hablar. Deben
decir aquello que realmente los moviliza. Quizás
deban manifestar en primer término su ira reprimi-
da, pero también su temor frente a la vida, su recha-
zo a la vida y la negación de sí mismos. Sólo cuan-
do le digan a la madre aquello que deberían haberle
dicho en su pubertad, que finalmente desean vivir
por sí mismos en lugar de estar bajo su tutela, recién
entonces serán adultos, recién entonces se levanta-
rán de la muerte.
La primera manifestación de vida del muchacho
del relato bíblico consiste en hablar. “Comenzó a
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hablar”. Emitir palabras, expresar sus necesidades,


desahogarse en lugar de hablar como niño adaptado
o “príncipe de su madre” según los deseos de la ma-
dre es un nuevo comienzo para el muchacho. A me-
nudo tales príncipes llaman la atención por su hablar
precoz, que actúa sobre el entorno de manera afec-
tada. Cuando el muchacho despierta habla como un
hombre y como un niño precoz, que sólo repite lo
que los demás le dicen previamente, o que dice sólo
las palabras que su entorno espera de él. En griego
se utiliza para ello el término lalein. Significa: “ha-
blar entre sí en un tono familiar, conversar en con-
fianza”. El muchacho debe por lo tanto hablar per-
sonalmente de él. No debe utilizar sus palabras para
alejar a los otros de él. Hablar correctamente signi-
fica mucho más, significa partir el corazón y abrirlo
a los demás, garantizarle al otro acceso al propio co-
razón, hablar de modo que crezca una relación y
surja confianza. El término alemán sprechen (ha-
blar) tiene relación con bersten, brechen (reventar,
romper). Al hablar, el blindaje que recubre nuestro
corazón se parte. Surge de nosotros. Le damos par-
ticipación al otro en nuestras emociones, en nuestra
voz, en nuestro humor. El muchacho sana y se vuel-
ve íntegro al hablar correctamente. Se pone de buen
humor cuando sus palabras concuerdan con su cora-
zón y cuando concede voz a sus sentimientos.
El hecho de que Jesús retorne el joven a su ma-
dre, parece a primera vista una regresión, un paso
atrás al antiguo rol. Pero el hijo no se vuelve adulto
por romper la relación con su madre. Éste sería úni-
camente un arranque violento, con el cual él mismo
se arrancaría importantes fuentes de vida del alma.
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Ser adulto significa estar en buenas relaciones con


la madre. El árbol sólo puede crecer y desarrollar su
copa cuando tiene raíces profundas. Los padres re-
presentan nuestras raíces. Inclusive cuando nuestro
padre y nuestra madre nos hayan lastimado, ellos
conforman las raíces que nos alimentan. Por esta ra-
zón tiene poco sentido que el hijo corte las raíces de
su madre. Quedaría entonces sin raíces y su árbol se
secaría. Pero el árbol del hijo y el árbol de la madre
no deben crecer juntos. La simbiosis con la madre
quitaría espacio a su árbol, espacio necesario para su
desarrollo. Sólo es adulto quien puede delimitarse
de su madre, quien puede hablar con ella sin sentir-
se bajo su tutela, quien puede tratar con ella sin ade-
cuarse constantemente. Existen hombres que se
consideran adultos e independientes. Pero ni bien
visitan a la madre caen nuevamente en el viejo pa-
pel. Son amables y considerados y niegan su propia
vida. O discuten siempre con su madre. Si la madre
pretende tratarlos como niños reaccionan como pú-
beres, son testarudos y se encolerizan. No son sobe-
ranos. Siempre es mi responsabilidad si me dejo tra-
tar como niño o no, aunque escuche las palabras y
deseos de mi madre. Pero no me rijo por ellos. Los
dejo en ella. Si debo resistirme a ellos a los gritos
demuestro que mi madre aún tiene poder sobre mí,
que aún no me he desprendido totalmente. La liber-
tad del hijo frente a la madre se demuestra en una
conducta adulta marcada por el respeto pero tam-
bién por la delimitación y la independencia.
C. G. Jung considera que en todos nosotros exis-
te una nostalgia por la madre. Pero si toda nuestra
vida la dirigimos hacia nuestra madre concreta per-
184 •
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manecemos infantiles. Si arrancamos la nostalgia


por la madre cortamos un importante fundamento de
raíz, una fuente fructífera de la cual podemos beber.
Para Jung se trata de dirigir la nostalgia por la ma-
dre hacia un símbolo, por ejemplo a Dios, a la Igle-
sia, al paraíso o a la madre Tierra. Muchas construc-
ciones de iglesias tienen la figura de un regazo
materno. Muchos experimentan protección al sen-
tarse en una iglesia romana y saberse rodeados de la
presencia sanadora de Dios. Cuando hallamos la
más profunda protección en Dios nos liberamos de
una atadura infantil hacia la madre. En Él se satisfa-
ce nuestra nostalgia de madre. Pero Dios no es una
madre sustituta. Está en otro plano distinto de la ma-
dre. Algunas personas religiosas confunden a Dios
con su madre. Entonces su religiosidad continúa
siendo infantil. Experimentar la protección en Dios
significa también ser su propia madre, estar protegi-
do en sí mismo, hallar calma y hogar en uno mismo.

Liberación de la simbiosis
con la madre

Cuando la madre y el hijo conviven en una sim-


biosis, según nos dice el relato de la Biblia en un
plano gráfico, esto lleva a la muerte del hijo. Simul-
táneamente la muerte es también el único camino
para liberarse de la simbiosis. En nuestra historia de
sanación es la muerte real del hijo. En la mayoría de
los vínculos maternos se trata de una muerte y un
desprendimiento internos. El hijo debe morir en su
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antiguo rol y despedirse de su identidad “como hijo


único de su madre”. Este proceso de desprendimien-
to es doloroso y se equipara a la muerte. Debe aban-
donarse lo viejo y conocido. Con ello le falta al hi-
jo, en primer lugar, el fundamento sobre el cual ha
vivido. Se lo arroja del nido en el cual se había ins-
talado confortablemente. No obstante, ciertos hijos
sienten que deben soltarse de su madre. Ellos se re-
belan contra la madre, la critican y rezongan. Pero si
la madre reacciona a ello de manera comprensiva
retornan nuevamente al nido que la madre les ofre-
ce. Quisieran partir pero no se animan. Tienen mie-
do a que la caída del nido sea demasiado dolorosa y
que no puedan soportarla en la dura realidad de la
vida.
Pero no sólo el hijo siente temor de liberarse de
la simbiosis con la madre. También la madre inten-
tará retenerlo en su rol a través del llanto. Ella le
transmite sentimientos de culpa si él emprende su
camino. Él la entristecería si se separara de ella. A
menudo el hijo cede. Él no soporta ver llorar a su
madre. Entonces vuelve a caer en su antiguo rol. Pe-
ro ningún camino conduce a liberarse del aferra-
miento de la madre. Inclusive una vez fallecida la
madre, algunos hombres continúan siendo hijitos de
mamá. En primer lugar deben distanciarse de su ma-
dre para acercarse luego a las raíces positivas que su
madre también les ha transmitido. Tales hijitos de
mamá tienen dificultades para dominar los conflic-
tos objetivamente y luchar contra ellos. Tienen mie-
do frente a hombres fuertes y ellos mismos se empe-
queñecen. O buscan madres sustitutas. Para algunos
sacerdotes, la Iglesia se ha transformado en una ma-
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dre sustituta que los mantiene pequeños. Si un asis-


tente espiritual, hombre o mujer, no se ha liberado
de la madre, será absorbido constantemente por la
Iglesia y por los grupos en la parroquia. En algún
momento se sentirá agotado y extenuado y estará
como muerto. Pensará que trabajó demasiado, que
la gente espera demasiado de él. Pero en realidad es
su propio modelo que lo lleva a la muerte. La comu-
nidad puede tener expectativas. Al igual que la ma-
dre, tiene su derecho a exteriorizar sus expectativas.
Pero siempre será mi decisión responder o no a esas
expectativas. Si se observan las expectativas de la
“madre” Iglesia desde su punto de vista, se estará li-
bre de satisfacerlas o rechazarlas. Entonces no me
sobreexigirán y no me conducirán al agotamiento y
la rigidez.
La relación poco clara con la madre afecta tam-
bién la relación con Dios. El afectado se siente ab-
sorbido por Dios. No puede resistirse a Él porque de
Él parten expectativas ilimitadas. La sensación es
entonces: siento remordimientos si digo que no.
Quizás sea la voluntad de Dios que yo continúe me-
ditando, que ofrende más a los pobres, que haga más
por la gente que necesita mi ayuda, que me compro-
meta más con la comunidad. Si reconozco que mi
relación con Dios no es saludable porque aún estoy
ligado a mi madre, esto no debe conducir a que con
mi relación con mi madre abandone mi espirituali-
dad. Por el contrario, debo transformar mi espiritua-
lidad. Jesús ha liberado nuestra imagen de Dios del
vínculo materno. Él nos anuncia el Dios que nos de-
ja vivir, que nos libera a la libertad, que nos envía a
nuestro propio camino. Es el Dios que nos conduce
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hacia fuera de la dependencia y nos ordena transitar


el camino de la libertad. Pero por temor, muchos no
han participado de la revolución de Jesús en su ima-
gen de Dios sino que han colocado a Dios nueva-
mente en las imágenes estrechas de la relación con
su madre. Por esta razón, la sanación de la relación
con la madre es un requisito para una sana espiritua-
lidad y una relación con Dios que sane y libere.

Hansel y Gretel

No hallamos un cuento típico para la relación


madre-hijo. Pero algunos aspectos de la relación a
menudo “embrujada” entre la madre y el hijo se evi-
dencian en el cuento por cierto muy conocido, Han-
sel y Gretel.
Así comienza la historia que todos conocen: “Un
pobre leñador vivía junto a un bosque con su espo-
sa y dos hijos; el varón se llamaba Hansel y la niña,
Gretel. Él tenía poca comida y poca leña y una vez,
cuando una gran carestía llegó al país, tampoco pu-
do conseguir el pan de cada día. Por la noche, mien-
tras pensaba y se preocupaba en la cama, suspiró y
le dijo a su mujer: ‘¿Qué va a ser de nosotros? ¿Có-
mo podemos alimentar a nuestros pobres hijos si no
tenemos ni para nosotros mismos?’ ‘¿Sabes qué,
hombre?’ replicó la mujer, ‘mañana bien temprano
vamos a mandar a los niños al bosque donde está
más tupido: allí haremos un fuego y les daremos a
cada uno un pedacito de pan, luego nos vamos a
nuestros trabajos y los dejamos solos. Ellos no en-
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cuentran el camino de regreso a casa y nos libera-


mos de ellos’. ‘No, mujer’, dijo el hombre, ‘eso no
lo hago; ¿cómo podría soportar dejar solos a mis hi-
jos en el bosque?, los animales salvajes vendrían
pronto y los destrozarían’. ‘Oh, tonto’, dijo ella, ‘en-
tonces debemos morirnos los cuatro de hambre,
puedes pulir las maderas para los ataúdes’, y no lo
dejó en paz hasta que no accedió. ‘Pero los pobres
niños me dan pena’, dijo el hombre.
Pero los dos niños habían escuchado la conversa-
ción de los padres. Hansel tomó un puñado de pie-
dritas y lo colocó en el bolsillo de su saco. Y cuan-
do a la mañana siguiente los padres los condujeron
al bosque, Hansel dejó caer cada tanto una piedrita
para marcar el camino. Los padres regresaron y de-
jaron solos a los niños. Cuando anocheció, Gretel
comenzó nuevamente a llorar. Pero Hansel sabía
que la luna iluminaría las piedritas e indicarían el
camino. Y así fue como de noche encontraron el ca-
mino a casa. El padre se alegró de su llegada. En
cambio la madre estaba interiormente enojada. Des-
pués de un tiempo, presionó nuevamente al padre
para abandonar a los niños en el bosque. También
esta vez los niños escucharon la conversación. Y
Hansel quería juntar también esta vez piedritas. Pe-
ro la madre había cerrado la puerta con llave. Enton-
ces sólo pudieron dejar caer migas de su propio pan
por el suelo. La madre condujo a los niños más
adentro del bosque. Cuando los niños quisieron re-
gresar nuevamente, los pájaros habían comido todas
las migas de pan. Entonces se perdieron y llegaron
finalmente a una casa construida totalmente de pan
y cubierta de tortas, con ventanas de azúcar. Cuan-
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do los niños comenzaron a saciar su hambre, llegó


la bruja, los invitó a pasar y les sirvió una mesa
abundante. Pero era una bruja mala que ya había
atraído a algunos niños y luego los había matado y
comido. La bruja encerró a la mañana siguiente a
Hansel en un gallinero para engordarlo. En cambio
Gretel debía trabajar duro y apenas recibía algo pa-
ra comer. Hansel debía extender todos los días sus
dedos para que la bruja evaluara si ya había engor-
dado lo suficiente. Pero Hansel siempre sacaba un
pequeño huesito. La bruja se asombraba de que él
no aumentaran de peso. Después de cuatro semanas
le dio la orden a Gretel de buscar agua para hervir
allí a Hansel. La bruja encendió fuego en el horno y
colocó allí pan para hornearlo. Le pidió a Gretel que
entrara al horno para ver si el pan ya estaba listo. Pe-
ro Gretel fingió y pidió a la bruja que le mostrara có-
mo hacerlo. Cuando la bruja aceptó la propuesta,
Gretel la empujó dentro del horno y cerró rápida-
mente la puerta. La vieja gritó pero Gretel escapó y
así debió quemarse penosamente la bruja. Gretel li-
beró a Hansel, se besaron y estaban felices. Luego
tomaron piedras preciosas y perlas de las que había
en la casa de la bruja y buscaron el camino de regre-
so a casa. Finalmente divisaron a lo lejos la casa de
su padre. Entonces comenzaron a caminar, se preci-
pitaron a la habitación y se abrazaron al cuello de su
padre. El padre no había tenido una hora de felici-
dad desde que los había dejado en el bosque y la
mujer había fallecido. Gretel sacudió su pequeño
delantal; las perlas y las piedras preciosas saltaron
por toda la habitación. Hansel arrojaba un puñado
tras otro de su bolsillo. Entonces todas las preocu-
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paciones terminaron y vivieron juntos plenos de fe-


licidad.”

Queremos observar un aspecto de este cuento,


por cierto la relación de la madre con su hijo. Ella
no tiene más comida para él. Evidentemente ella ya
no tiene amor con el cual alimentarlo. Entonces lo
envía al bosque, al ámbito de lo incierto. No es por
lo tanto una madre que lo retiene sino una madre
que echa a los hijos de la protección del hogar. Cier-
tos analistas de cuentos ven allí el aspecto positivo
de la madre. La madre suelta a sus hijos. Los hijos
lo viven en cambio como doloroso. Ellos se pierden
en el bosque. Y allí, en la casa de la bruja, enfrentan
el lado oscuro de su madre. La bruja manifiesta otro
aspecto de la madre. Sería posible entender a la bru-
ja en el sentido que representa las tendencias in-
conscientes atrapantes de la madre real. La madre ha
abandonado al hijo y lo ha echado de sí. Pero en es-
te abandono podría estar oculto el deseo de poseer al
hijo para sí misma. La bruja también podría ser una
imagen de la nostalgia del hijo por la madre. El hijo
no quisiera salir del nido de la madre. Él querría de-
jarse malcriar por la madre, querría vivir a su madre
de modo que lo alimente sin límites. Pero esta ima-
gen materna se convertiría en su ruina, ya que la ma-
dre lo devoraría.
En el bosque, en el ámbito del inconsciente, la
madre se revela como la bruja que quiere absorber
para sí al hijo. Ella satisface todas sus necesidades
orales. Toda la casa es de alajú. Qué él coma cuan-
to pueda. Pero luego la bruja encierra a Hansel en el
gallinero, en la prisión de sus propios deseos e ima-
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ginaciones. Él debe comportarse como quiere la ma-


dre. La madre engorda al hijo pero al precio de de-
vorarlo. El hijo tiene una hermana en el cuento. Po-
dría ser la imagen del anima, del aspecto femenino
en el hombre. El hombre no depende de la madre
porque tiene esta ánima. El ánima en él lo protege
de ser devorado por la madre. Quien como hijo ten-
ga necesidad de amor materno, será devorado por
este amor. Pero quien experimenta este amor en el
ánima en sí mismo podrá distanciarse de manera sa-
ludable del absorbente amor materno. Gretel quema
a la bruja en el horno. La madre maligna pierde su
poder. Hansel, que integra su ánima, ya no depende
de su madre.
Hansel no sucumbe a la tentación de dejarse en-
gordar. Él tiene un aspecto ascético dentro de sí. Él
puede renunciar. Él es libre frente a sus propias ne-
cesidades. Al renunciar al ofrecimiento de la madre
de satisfacer todos sus deseos, él experimenta el pri-
mer paso de la liberación de su poder. El segundo
paso lo realiza para él su hermana, cuando empuja a
la bruja dentro del horno. El horno representa el ca-
lor de las emociones. El hijo debe atravesar el fuego
de sus emociones para ser libre de la atadura a su
madre y el anhelo de ella. Ahora puede abandonar la
casa de la bruja. En ese momento toma piedras pre-
ciosas y perlas, que se encuentran en el reino mater-
no. Entra en contacto con la riqueza oculta dentro de
la madre. Descubre las capacidades y posibilidades
que le llegan desde su madre. Las lleva consigo en
su camino. Junto a su hermana encuentra el camino
hacia su casa. Entretanto había fallecido la madre,
es decir, que ya no determina sobre él. Él ha integra-
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do lo positivo que está en ella y se ha liberado de la


bruja, el aspecto devorador de la madre. Ahora pue-
de orientarse al padre y desarrollar su propia identi-
dad masculina.

Impulsos espirituales

Para quien se sienta como hijo demasiado absor-


bido por su madre, puede resultarle útil la medita-
ción de la resurrección del muchacho de Naín para
liberarse de la simbiosis y transitar su propio cami-
no. La meditación podría ser de este modo, imagi-
nándome la situación concretamente: Jesús detiene
mi cortejo fúnebre, la comitiva hacia la superficiali-
dad, hacia el activismo, hacia lo metafórico. Me
obliga a detenerme y buscar en mi alma, hacia dón-
de conduce mi camino. ¿Es correcta mi forma de vi-
da? ¿O paso de largo por mi vida? ¿Vivo yo mismo
o soy vivido? ¿Me dejo llevar por los otros o transi-
to mi propio camino? ¿En qué estoy interiormente
determinado por mi madre? ¿Pienso a menudo en la
fantasía de cómo lograr la atención de mi madre,
qué diría ella respecto a lo que he hecho? ¿Vivo en
mi propia fuente interior o vivo de la afirmación de
mi madre? ¿Qué quisiera en realidad vivir? ¿Y qué
vivo realmente?
Y luego podría imaginar cómo me habla Jesús:
“Te ordeno, joven hombre: ¡Despierta!” (Lc 7,14).
¿Qué significa esto para mí, despertar? ¿Dónde
duermo? ¿Dónde me mezo en ilusiones? ¿Dónde
me he tranquilizado con concepciones religiosas
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pero que no responden a mi alma? ¿Dónde me si-


mulo algo?
Y luego podría hacer lo que hace el joven en el
Evangelio. Me levanto, me siento derecho. Estar
sentado derecho es una imagen de ocupar el trono.
Yo decido sobre mí y no permito que decidan por
mí. Yo reino sobre mí y no permito que me domi-
nen. Echo a todas las personas que se han instalado
en mi trono y piensan que pueden disponer sobre
mí. Como cristiano, en el estar sentado derecho pre-
siento algo de la libertad para la que Cristo me libe-
ró. Y luego puedo tratar de hablar. ¿Qué quisiera de-
cir? ¿Qué palabras salen de mi alma? ¿Qué me he
prohibido manifestar? ¿Sobre qué hablo normal-
mente? ¿Son meras cosas superficiales como el
tiempo, la moda, el deporte, chismes de oficina? ¿O
me desahogo? ¿Qué quisiera decirle a mi madre,
qué quisiera decirle a los hombres a mi alrededor?
¿Qué quisiera decirle a Jesús? ¿Cuál es mi anhelo
más profundo? ¿Qué me ha determinado hasta aho-
ra? ¿Cómo quisiera vivir de ahora en más? ¿Por
quién me gustaría ser conducido? En la meditación
puedo hablar con Jesús en voz alta y expresar todo
aquello de mí que hasta ahora estaba oculto y no me
animaba a manifestar con palabras.
¿En qué puede consistir para un hijo el trata-
miento espiritual especial con la herida materna?
Según nuestra convicción, consiste en que él trans-
forme la falta de ternura que ha vivido en un anhelo
espiritual. Entonces no queda pegado al anhelo de
su madre sino que se prepara para el camino hacia
una realidad mayor, para el camino hacia Dios. La
herida materna lo impulsará a la senda espiritual. Si
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encuentra protección en Dios también ofrecerá un


hogar a la gente que se acerque a él. Es habitual que
hombres con una herida materna se conviertan en
buenos acompañantes. Otros se sienten invitados
por ellos a contar acerca de sus propias heridas. La
herida materna puede ser por lo tanto una oportuni-
dad para el hijo, lo habilita a comprender a los de-
más y a transmitirles la sensación de protección. El
hijo que padece de una herida materna debe saber
empero también acerca del riesgo. Corre el peligro
de tomar como sustituto de la madre a aquellos a
quienes acompaña, a ansiar el amor de ellos, amor
que no ha experimentado por parte de su madre. Por
esta razón, es importante que encuentre su hogar en
Dios y que pueda sentirse en casa en sí mismo. Só-
lo entonces será capaz de ofrecer un lugar a los de-
más en el que puedan sentirse en casa, sin malutili-
zarlos para satisfacer sus propias necesidades.
Cuando las madres lean y se expongan a este tex-
to bíblico como hijos, lo tratarán de un modo dife-
rente. Ellas se preguntarán si realmente han soltado
a su hijo. Muchas mujeres se han propuesto soltar a
tiempo a sus hijos. Ellas experimentaron que sus pa-
dres las han aferrado a ellos. Ellas no quisieran ha-
cerlo en ningún momento, ésa es su firme intención.
Pero cuando sus hijos crecen notan qué difícil es
soltarlos. Los hijos andan otros caminos, no se atie-
nen a las tradiciones acostumbradas en el hogar y
que eran importantes. Ya no van a la iglesia. Em-
prenden una profesión a la que no se le da valor. El
hijo tiene una novia inadecuada para él. Teórica-
mente la madre querría soltar al hijo pero en esta si-
tuación concreta no puede hacerlo. Entonces la me-
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ditación de este texto puede ser de ayuda para dar li-


bertad al hijo. La mujer puede girar todo un día en
torno a las palabras de Jesús “¡No llores!”
Ella puede preguntarse: ¿Qué generan estas pala-
bras en mí? ¿Por qué lloro por mi hijo? ¿Lloro por-
que no responde a la imagen que me he hecho de él?
La orden de Jesús podría ayudar a abrir los ojos y
observar al hijo de manera diferente. ¿Qué desea él
en realidad? ¿Cuál es su persona única? ¿Qué es co-
rrecto para él?
Y la madre podría intentar posteriormente soltar
al hijo en manos de Jesús. Para que Jesús lo toque,
lo despierte y lo levante. Cuando la madre entrega
a su hijo a Jesús a través de la meditación de esta
historia de sanación, se libera de la excesiva res-
ponsabilidad. Y aprende a confiar en que el hijo
hallará su camino, también cuando realice desvíos,
inclusive cuando atraviese determinadas situacio-
nes sepulcrales.

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8. Los métodos terapéuticos


de Jesús

Después de observar las cuatro historias de sana-


ción podemos reconocer algunos rasgos característi-
cos de la terapia de Jesús. Nos hemos limitado ex-
clusivamente a las historias de relación entre padres
e hijos. En las demás historias de sanación nos lla-
marían la atención también otros aspectos de la te-
rapia de Jesús. En las historias de relación presenta-
das, Jesús actúa como un moderno terapeuta
familiar. Él no sólo trata al hijo o a la hija sino
también y en todos los casos a la familia comple-
ta. Un principio importante de la terapia de Jesús
es que no asigna culpas. Él no pregunta por la cau-
sa y tampoco por la culpa. En cambio ve más la si-
tuación tal como se presenta. Y luego aborda a ca-
da uno en particular. Él percibe espontáneamente
cuál es el auténtico problema y con sus interven-
ciones acierta. Jesús debe haber sido un terapeuta
muy talentoso, ya que inmediatamente reconoció
a las personas en su interior y vio que podría ayu-
darlas.
Sería problemático querer deducir un sistema te-
rapéutico a partir de la terapia de Jesús. Pero en las
cuatro historias de sanación acerca de las cuales he-
mos meditado en el presente libro, es posible dedu-
cir ciertos principios del arte sanador de Jesús.
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Por un lado está el fenómeno de que Jesús trata


de manera diferente a las relaciones en los mismos
sexos y entre sexos opuestos.
En el caso de la relación padre-hijo y madre-hija
expulsa siempre el demonio del hijo o de la hija.
Evidentemente se trata de la mezcla de las necesida-
des y sentimientos maternos con los de la hija y de
la infección del hijo con la problemática irresuelta
del padre. La proyección de los propios problemas a
los hijos se convierte en un demonio que enturbia la
imagen primitiva que Dios se ha hecho de ellos. Je-
sús libera a los hijos de la imagen que los padres han
encasquetado sobre ellos y así les permite descubrir
su propio sendero de vida.
En las relaciones entre sexos opuestos, padre-hi-
ja y madre-hijo, Jesús recién interviene cuando el
hijo o la hija fallecieron. El hijo y la hija deben sa-
lir previamente de la simbiosis con la madre o el pa-
dre. Deben abandonar su vieja identidad. Recién en-
tonces Jesús toma al hijo y a la hija de la mano y los
fortalece en su respectiva identidad propia.
También resulta interesante que Jesús trata de
manera diferente al padre, a la madre, al hijo y a la
hija. Ve la problemática en cada uno de ellos en for-
ma distinta y sugiere a cada uno un camino terapéu-
tico propio.

El tratamiento del padre

En el padre, Jesús ve el problema propiamente


dicho en su temor. Dado que el padre siente miedo
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frente a su hija, se aferra a ella y la controla. Por te-


mor frente a las fuerzas agresivas y sexuales del hi-
jo, intenta reprimirlo y contenerlo. Como el padre
no cree en el hijo, censura todo lo negativo en él pa-
ra que no caiga en mal camino. El padre desconfía
frente a su hijo pero precisamente con esta descon-
fianza provoca que el mismo hijo no confíe en sí
mismo, que calle y reprima todo lo que surja dentro
de él de agresiones y fantasías sexuales.
La sanación del padre consiste para Jesús por lo
tanto en la liberación del temor y en llevarlo hacia la
fe y la confianza. Naturalmente, los padres tienen
además otros problemas más allá del miedo. Pero el
hecho de que Jesús se dirija a los padres en ambas
historias de sanación, a su miedo, su falta de fe y su
desconfianza, seguramente hace referencia a que
allí radica uno de los peligros más decisivos de los
hombres y que a menudo se encuentra allí una razón
importante cuando la relación del padre hacia la hi-
ja y el hijo fracasa.
A los hombres les cuesta a menudo ocuparse de
sus sentimientos y su vida interior. Prefieren apar-
tarse del camino del autorreconocimiento honesto y
trasladan su energía a la profesión, sacrificándose
por su familia. Pero cuanto menos se reconozcan a
sí mismos, tanto mayor temor sentirán frente al des-
conocido dentro de ellos. Y con tanto mayor miedo
reaccionarán frente a aquello que los hijos les pre-
sentan como espejo, ya que los hijos viven con fre-
cuencia los lados oscuros del padre. Si el padre sien-
te temor frente a su propia sombra que descubre en
la hija o en el hijo, debe luchar contra esa sombra.
Él considera entonces que censura sus errores con
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tanta severidad para sanar a la hija y para bien del


hijo. En realidad, actúa sobre los hijos simplemente
su propia autocondena. En realidad, el castigo está
dirigido a sí mismo, que siempre se ha prohibido los
deseos y necesidades que viven sus hijos. Al casti-
gar a los hijos espera liberarse de los propios senti-
mientos de culpa que carga desde su infancia.
En la terapia, Jesús no le ofrece al padre ningún
ardid para manejarse en lo posible bien con su hija
o con su hijo. En cambio lo confronta por primera
vez consigo mismo. Él debe mirar a los ojos a su te-
mor y a su desconfianza. Debe enfrentar aquello que
teme. “¡No temas; simplemente cree!”, significa:
“No tengas miedo frente a lo que está dentro de ti.
Todo puede ser. Pero obsérvalo. Confía en ti. Tú no
eres malo por tener impulsos sexuales y agresivos.
Permítelos. Llévate bien con ellos. Entonces tampo-
co sentirás miedo frente a los sentimientos y necesi-
dades de tu hija y de tu hijo. Confía en ti, entonces
también podrás confiar en tu hija y en tu hijo”. A
través del tratamiento paternal con la hija y con el
hijo, Jesús permite al padre participar de la paterni-
dad de Dios. Dado que Jesús le confía algo al hijo y
a la hija, el padre puede entrar en contacto con la
confianza que está sepultada en él. El padre puede
encontrar en Jesús su identidad masculina. Ya que
el Jesús que aparece claramente en estas historias no
le transmite al padre sentimientos de culpa sino que
lo invita a encontrar placer en su ser padre. Cuando
el padre fortalece la espalda del hijo o de la hija pue-
de ser feliz por la vida y la libertad que obsequia a
sus hijos.

200 •
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194

El tratamiento de la madre

En las madres, Jesús no ve la problemática en el


miedo sino en la falta de capacidad para la delimita-
ción. Por regla general, las madres tienen mayor re-
lación con sus sentimientos. Por esta razón, tampo-
co sienten temor frente a los sentimientos de sus
hijos. Pueden observar con mayor tranquilidad el
desarrollo de sus hijos y no entran en pánico cuan-
do sufren las enfermedades de la infancia y necesi-
tan realizar algún rodeo. Habitualmente su proble-
ma es que se pegan demasiado a los hijos o que no
pueden construir una verdadera cercanía.
La terapia de Jesús apunta entonces a la tensión
entre cercanía y distancia. Inclusive cuando una
madre no pueda demostrar suficiente cercanía, mu-
chas veces está bajo la presión de que debería en
realidad amar más y preocuparse más por su hijo.
La madre se identifica frecuentemente con el rol de
madre, olvidando sus propias necesidades y otros
aspectos de su ser mujer. Jesús permite a la madre
dar un paso atrás en su relación madre-hija y verse
de otro modo: ¿Quién soy? ¿Cuáles son mis nece-
sidades? ¿Cómo llego a mi centro? Si la madre se
permite vivir sus propias necesidades también será
capaz de alimentar a la hija, es decir, de darle lo
que necesita. La madre que sabe de sus propias ne-
cesidades podrá tomar distancia de ellas cuando
sea necesario. Podrá manejarse libremente con sus
necesidades. Podrá vivirlas pero también renunciar
a ellas. Esta libertad interior la protege de mezclar
sus necesidades con las necesidades de la hija o del
hijo.
• 201
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Dado que la madre ve muchas veces su propia


identidad excesivamente a partir de la relación con
los hijos, la terapia de Jesús consiste en fortalecer la
propia identidad de la madre. Ella debe retirar sus
propias proyecciones puestas sobre la hija. Ella po-
drá ver a la hija tal como es. Jesús sana la relación
madre-hija proporcionándole a la madre una nueva
visión, un nuevo reconocimiento de su propio ser y
la unicidad de su hija. Con el hijo la madre debe
aprender a soltar el vínculo interior hacia él y dejar-
lo libre. Esto sólo ocurre cuando no experimenta sus
necesidades en la relación con el hijo sino que se
ocupa de sí misma. A muchas madres les resulta
más difícil desprenderse del hijo que de la hija. Pa-
ra ellas es muchas veces como una muerte, lo que
les provoca un profundo dolor. Jesús les dice a estas
madres: “¡No llores! No retengas a tu hijo atándolo
emocionalmente, inundándolo con amor. ¡Suéltalo!
Él puede vivir por sí mismo. No lo lleves más, en
cambio colócalo sobre sus propios pies. Entonces
hallará su camino.” Cuando la madre suelta al hijo y
a la hija y encuentra un buen equilibrio entre la cer-
canía y la distancia, se convertirá en una acompa-
ñante comprensiva y al mismo tiempo nutriente de
sus hijos en su camino por la vida.

La sanación del hijo

También al hijo y a la hija Jesús los trata de ma-


nera respectivamente diferente. Jesús toma al hijo
con mayor dureza. Lucha con él. Amenaza al demo-
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nio y le ordena salir de él (Mc 9,25). Él distingue al


hijo del demonio que lo tiene poseído. Él siente que
el hijo no vive a partir de sí mismo sino que está de-
terminado por los complejos enredos con su padre.
El hijo no puede pensar con claridad porque está do-
minado por los modelos inconscientes del padre. Y
aún no ha desarrollado su propia identidad. Jesús
conduce al hijo hacia sí mismo arrojando fuera de él
al demonio. También con el joven de Naín Jesús
procede de manera vigorosa e imperativa. Le orde-
na: “Te ordeno, joven hombre: ¡levántate!” (Lc
7,14). En ambos casos Jesús se dirige a la voluntad
de los hombres jóvenes. Él fortalece su voluntad.
No permite la excusa de ser producto de su educa-
ción y que no pueden cambiar nada en ellos mismos.
También está en su voluntad hacer algo para sí mis-
mos. El hijo debe decidirse por la salud y por la vi-
da. Él es responsable de su vida y debe tomar su vi-
da en sus propias manos.
El método terapéutico de Jesús provoca confron-
tación y desilusión. Jesús no trabaja únicamente con
la comprensión sino que confronta al hijo con una
orden clara, a la cual el hijo no puede esquivar. Con
su mandato de levantarse, Jesús le quita la ilusión al
joven hombre, como si otros fueran culpables de su
estado. Le dice: “Tú puedes estar de pie. Por lo tan-
to, ¡levántate! No tiene sentido que le endilgues la
culpa de tu estado a tu padre o tu madre. Vive tu
propia vida. Despréndete de tu madre. Tienes sufi-
ciente fuerza para ello.”
El hijo debe –según lo demuestran los relatos de
la Biblia– participar activamente en su sanación: El
joven poseído expulsa de sí al demonio con fuertes
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gritos y se libera vigorosamente de sus garras. Y se


para por sí mismo. El joven de Naín debe sentarse
por sí solo y comenzar a hablar. Levantarse y expre-
sar aquello que está dentro de uno es la parte que
puede aportar el hijo a la sanación. Para el hijo sería
mortal permanecer en su pasividad, sentirse víctima
del padre o de la madre. Él debe tomar contacto con
su propia fuerza.
En ambos casos, Jesús actúa como el padre que
le confía algo a su hijo. Él desafía al hijo. Lo hace
partícipe de su fuerza. Le hace una oferta, para de-
sarrollar en la confrontación con él como terapeuta,
su propia identidad masculina y madurar como
hombre.
Pero Jesús también trata al hijo con amor como
una madre. Le tiende la mano al muchacho poseído
y lo levanta. Al joven de Naín le abre un ámbito de
confianza de modo tal de poder hablar sobre él y so-
bre sus sentimientos. Y lo retorna a su madre.
Por lo tanto, Jesús pone al hijo en contacto con
sus partes masculinas y femeninas. Vincula al hijo
con sus raíces positivas paternas y maternas. El hijo
poseído experimenta su fuerza masculina, el “hijo
de la madre” sus sentimientos. Al liberar Jesús al hi-
jo de la esfera de poder del padre y de la madre, le
permite transitar su propio camino. Pero este cami-
no sólo tendrá éxito si es consciente de sus raíces
paternas y maternas, si es un hombre que integra
animus y anima.

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198

El trato de Jesús con la hija

En el caso de la hija, Jesús aplica una terapia res-


pectivamente diferenciada, según se trate de la hija
del padre o de la madre. A la hija del padre la trata
con mayor intensidad. La toma de la mano y la des-
pierta. Dado que ella ha fallecido, está incomunica-
da y rígida, él la toca con su mano enérgica para que
su fuerza pueda fluir dentro de ella. Y luego le orde-
na –de modo similar al hijo único de la madre– le-
vantarse. Debe ponerse de pie sobre sí misma y li-
berarse de la relación con el padre. Jesús despierta
en ella nueva vida y fortalece esta vida cuando le or-
dena que le den de comer. La hija no sólo debe ser
independiente y transitar su propio camino. Tam-
bién debe, ante todo, sentirse a sí misma y vivir a
gusto dentro de su cuerpo. Y a través de la comida
deberá descubrir lo maternal dentro de ella. Aquí Je-
sús le confía algo a la niña. Ella debe ser partícipe
de su sanación al levantarse y moverse de aquí para
allá. Ella debe escudriñar sus posibilidades y debe
alimentarse por sí misma. No se trata de la palabra
como en el caso del hijo sino de la alimentación. A
las niñas les resulta más fácil hablar de sí mismas,
sobre sus sentimientos y sus heridas. Pero a menu-
do se preocupan poco de ellas mismas. No encuen-
tran lo que realmente las alimenta. Dado que la re-
lación padre-hijas precisamente apunta a agradar al
padre o impresionarlo por su capacidad, pierden la
relación consigo mismas. La terapia de Jesús para la
hija apunta a que ella se sienta y cuide de sí misma,
que tome contacto con su cuerpo y viva a gusto den-
tro de él.
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Jesús trata la relación padre-hija como un tera-


peuta paternal donde la hija experimenta otro tipo
de paternidad que la relación obstaculizante y estre-
chante hacia su verdadero padre. Pero Jesús también
enfrenta a la hija como madre, al cuidar de que ella
encuentre el alimento que necesita. Al poner en con-
tacto a la hija con su raíz paternal y maternal, Jesús
la habilita a marcar en este mundo su propio sende-
ro de vida.
Jesús no trata directamente a la hija de la madre.
Ni siquiera la ve personalmente. Jesús se limita a
tratar a la madre. Cuando la madre vea a la hija con
otros ojos, la hija sanará. Cuando la madre haya en-
contrado su propio centro, la hija podrá encontrar su
propia identidad como mujer en ese análisis. La hi-
ja estará sana e íntegra cuando pueda estar en casa
en sí misma. Entonces hallará su camino. La terapia
de Jesús consiste en liberar a la hija del enredo con
la madre y proporcionarle un espacio de confianza
en el que encuentre valor para vivir su propia vida y
desarrollar lo que le interese. Jesús pone en contac-
to a la madre-hija con el potencial de crecimiento de
su propia alma. La deja vivir y crecer tal como es.
Él confía en que pueda crear a partir de su fuente in-
terior siempre que viva a una buena distancia de la
madre y que entonces también descubra las raíces
positivas que su madre le ofrece.

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200

El significado de la voluntad
y del objetivo

Si observamos las historias de relación en su


conjunto reconoceremos con qué inteligencia actúa
Jesús sobre cada individuo. Jesús ha aplicado méto-
dos terapéuticos que consideran al padre, a la ma-
dre, al hijo y a la hija respectivamente en su carác-
ter especial y que son acordes a cada uno de ellos.
La Biblia conoce otras tantas historias de sanación:
la sanación de ciegos, paralíticos, leprosos, hidrópi-
cos, sordomudos. Jesús endereza a la mujer encor-
vada y alienta al hombre con la mano marchita a ex-
tenderla. También en estas historias de sanación se
evidencia la diversidad de los métodos terapéuticos
de Jesús. Jesús reacciona frente a cada enfermedad
y frente a cada enfermo de manera diferente. A uno
se le acerca porque no se anima a pedir ayuda para
sanar. Él ve a las personas que no se observan a sí
mismas para obsequiarles reconocimiento. Otros
enfermos se acercan a Él y le piden ayuda para sa-
nar. A unos los trata con ternura y afecto. Los toca
para que tomen contacto con sí mismos. A otros les
habla con severidad. Cuando Jesús nota que los en-
fermos lo utilizan para liberarse en lo posible rápido
de su padecer, los confronta con su propia verdad.
Jesús no permite que los enfermos lo absorban o lo
coloquen en el papel de ser responsable por el logro
de la sanación. A continuación quisiéramos hacer
hincapié en dos aspectos importantes de la terapia
de Jesús.
El primer aspecto llamativo es que Jesús pone en
contacto al enfermo con su propia voluntad. Depen-
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de del enfermo en sí mismo sanar o no, si desea


enterrarse en su autocompasión o si se pone de pie
y transita su camino. Jesús le quita la ilusión al en-
fermo que desea endosarle la responsabilidad de
su sanación, como si pudiera ser sanado sin su
propia intervención. Durante mucho tiempo se ha
pasado por alto en la terapia la voluntad del pa-
ciente. Se ha hecho demasiada referencia a las he-
ridas que lo enferman y perjudican su voluntad. Y
se pensaba que el terapeuta debía tratar a su pa-
ciente en lugar de fortalecer en él su voluntad. Ro-
berto Assagioli, el creador de la Psicosíntesis
(†1974), adoptó una nueva visión del significado
de la voluntad para la terapia. Para él, la voluntad
es la capacidad esencial del individuo. Assagioli
ha desarrollado métodos para enseñar la voluntad.
Él está convencido de que toda persona tiene vo-
luntad. Sólo debe aplicarla. Debe querer crecer,
avanzar en su camino, trabajar en sí mismo con
paciencia y tenacidad.
También la terapia espiritual de Jesús se dirige
conscientemente a la voluntad del individuo. Jesús
atrae la fuerza que está dentro de cada uno. Él no de-
ja a los enfermos con su pasividad sino que los mo-
tiva a levantarse por sí mismos y aventurar su pro-
pia vida. Y no mira hacia atrás sino hacia adelante.
Si bien no debemos pasar por alto nuestro pasado,
también debemos poder liberarnos de la presión de
tener que averiguar y elaborar todos los secretos de
nuestra historia de vida. Es decisivo que en todas
nuestras heridas paternas y maternas optemos por la
vida en lugar de girar siempre únicamente en torno
a las lastimaduras del pasado.
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Otro aspecto nos parece importante en la terapia


espiritual de Jesús. Él muestra a las personas un ob-
jetivo para sus vidas. Él los invita a salir de las rela-
ciones con los padres. No debemos ver nuestra mi-
sión más importante en clarificar la relación con
nuestros padres sino en hallar nuestro propio sende-
ro de vida. Debemos descubrir la tarea que nos fue
encomendada. Se trata de reconocer nuestra misión.
No debemos fijarnos a nuestra sanación sino reco-
nocer la tarea que debemos llevar a cabo en este
mundo. Entonces experimentaremos que nuestra vi-
da tiene sentido. Esto responde a lo que la logotera-
pia ha puesto nuevamente en discusión en la actua-
lidad. Victor E. Frankl, el creador de la logoterapia,
hizo una y otra vez referencia a que muchas perso-
nas están enfermas en la actualidad porque no ven
un sentido superior hacia el cual apuntar su mirada.
El sentido que le damos a nuestra vida nos sana. Je-
sús abre nuestros ojos para poder ver más allá de las
relaciones concretas con los padres y dirigir la mira-
da hacia el objetivo propiamente dicho de nuestra
vida.
En el sermón de la montaña Jesús nos invita a
desprendernos de nuestras preocupaciones: “¿Qué
habéis de comer o qué habéis de beber? ¿Qué habéis
de vestir?” (Mt 7,31) No debemos por lo tanto, rom-
pernos la cabeza permanentemente si hemos sido
satisfechos en nuestra historia de vida o si hemos
experimentado suficiente dedicación y ternura, si
nos hemos quedado cortos, si tenemos una buena
apariencia y respondemos a las expectativas de la
gente. “Ya todo esto les importa a los paganos. A
vosotros debe importarles en primer término su rei-
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no y su justicia; luego os será dado todo lo demás”


(Mt 6,32 y sigs.). Únicamente si miramos más allá
de nosotros hacia un objetivo superior que nos
transciende, podremos tener una vida íntegra. “El
reino de Dios” como objetivo de nuestra búsqueda
significa que Dios reina en nosotros y no ya nues-
tros modelos de vida, no las voces de nuestros pa-
dres que hemos internalizado en el superyó. Si Dios
reina dentro de nosotros, llegaremos a nuestro au-
téntico ser. El objetivo que debemos buscar en nues-
tra vida no consiste en una acción sino en un ser, en
una misión. Dios nos envía a este mundo para que
vivamos la imagen verdadera que Él se ha hecho de
nosotros. De este modo, Dios se hace visible en es-
te mundo a través de nosotros.

La estrategia de inmunización
de Jesús

No obstante, la terapia de Jesús no es únicamen-


te la sanación de las heridas infligidas. Jesús nos
ofrece simultáneamente una “estrategia de inmuni-
zación” que trata de ayudarnos a que nos protejamos
frente a los modelos de vida enfermantes de nues-
tros padres. El encuentro con Jesús tiene una fuerza
inmunizadora para nosotros. Si en lugar de observar
siempre las relaciones con nuestros padres nos ani-
mamos al encuentro con Jesús, nos podría ayudar a
liberarnos de las imágenes que los padres han pro-
yectado dentro de nosotros. En el encuentro con Je-
sús nos confrontaremos a nuestra imagen primitiva
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204

y auténtica. Jesús –según afirma C.G. Jung– es el ar-


quetipo más claro del sí mismo. Y si tomamos con-
tacto con nuestro sí mismo, las proyecciones de los
padres ya no podrán turbar la imagen de nosotros
mismos y sus intentos de atadura no nos atraparán.
La terapia de Jesús consiste, en última instancia, en
entrar en contacto con nuestro sí mismo. Si nos sen-
timos a nosotros mismos, estaremos libres, dejare-
mos de aferrarnos a nuestros padres. Entonces po-
dremos hallar nuestro propio sendero de vida.
La cuestión es cómo tomar contacto con nuestro
auténtico sí mismo. El camino que tratamos de mos-
trar en el presente libro toma el rumbo de la medita-
ción de las historias de sanación y la observación de
nuestras propias heridas paternas y maternas. En un
curso “Encontrar el propio sendero de vida” hemos
formulado a los participantes las siguientes pre-
guntas para su tratamiento en silencio, a fin de ha-
llar su sendero de vida. Quizás estas sugerencias
también le sirvan a usted en la búsqueda de su sen-
dero de vida:

1. ¿Cuáles son tus heridas paternas y maternas?


¿Cómo te han afectado en tu vida?
¿Cómo te has manejado con esas heridas?
¿Te has lastimado tú mismo o has transmitido
las heridas?
¿O has elegido inconscientemente situaciones
en las que una y otra vez se repetían tus heri-
das de la infancia?

2. Al observar las heridas paternas y maternas,


¿puedes descubrir también en ellas tu tesoro,
• 211
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205

tu sensibilidad, tu vivacidad, tu sensación de


verdadero amor, tu anhelo de Dios?
¿En qué medida puedes reconocer tu voca-
ción personal, tu carisma, tu sendero de vida,
precisamente al observar tus heridas?

3. ¿Cuáles fueron tus sueños de vida en la infan-


cia?
¿Qué te gustaba ser y cómo querías ser?
¿Cuál era la profesión que querías tener de niño?
¿Qué cuerdas sonaban en tus sueños y deseos
profesionales?
¿Puedes descubrir tu sendero de vida, que te
conduce a la vida, precisamente en los sueños
infantiles?

4. ¿Dónde te has sentido uno de niño?


¿Cuál era tu juego favorito?
¿Cuál era tu cuento favorito?
¿Qué historias te gustaban?
¿Qué modelos tuviste?
¿Con quién fantaseabas de niño?
¿Qué querías tú mismo de la vida, que te fas-
cinaba en los demás?
¿Qué te atraía (la naturaleza, el culto divino,
jugar, la música, pintar)?
En todas estas preguntas acerca de tu auténti-
co sí mismo, trata de hallar la imagen primiti-
va y verdadera de Dios dentro de ti.

5. Sobre el trasfondo de tus heridas de vida y tus


sueños de vida, trata de formular en dos pala-
bras tu carisma, tu sendero de vida.
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No reflexiones demasiado al respecto sino es-


cribe espontáneamente lo que surja en ti.
Ejemplos para tales formulaciones de tu sen-
dero de vida: establecer relación – despertar
vida – producir reconciliación – crear ampli-
tud – ofre cer ho gar – acep tar mar gi na dos
– consolar a los afligidos – levantar a los do-
blegados – crear belleza – endulzar la vida.

• 213
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Fin

A través de la meditación de las cuatro histo-


rias de relación de la Biblia y algunos cuentos, he-
mos observado nuestras heridas paternas y mater-
nas. En las historias bíblicas de sanación hemos
encontrado a Jesús como un experto terapeuta que
también en la actualidad puede sanarnos. En los
cuentos hemos descubierto nuestros propios re-
cursos que necesitamos para el camino de nuestra
autorrealización. En cada uno de nosotros existen
suficientes fuentes refrescantes y sanadoras de las
cuales podemos beber para avanzar en nuestro ca-
mino de vida hacia el auténtico ser. En cada uno
de nosotros se encuentra el niño divino que nos in-
dica el camino hacia la vida. Hemos reconocido
que no debemos descuidar y pasar por alto nues-
tras heridas. De lo contrario, nos perseguirán du-
rante toda la vida y nos condenarán a lastimarnos
a nosotros y a otras personas de la misma forma en
que nosotros fuimos lastimados. Pero también he-
mos visto que no debemos elaborar nuestras heri-
das en soledad. Podemos contar con la realidad de
la misericordia, el milagro de la sanación, que en
última instancia siempre proviene de Dios, y a
quien la Biblia denomina el verdadero médico del
alma.
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Querida lectora, querido lector: le deseamos con-


tagiarse de la fuerza sanadora de los textos bíblicos,
que a la luz de estos textos reconozca sus propias
heridas paternas y maternas y pueda experimentar la
transformación de sus heridas en perlas. Y le desea-
mos que en los cuentos halle su propio camino de
vida y tome contacto con las fuentes que fluyen den-
tro de usted. La intención, que nos ha guiado en el
presente libro, fue que usted pueda reconciliarse con
las heridas que proceden de la propia infancia, que
descubra las oportunidades que se encuentran en su
historia de vida y que, en paz con su padre y su ma-
dre, descubra el propio sendero de vida que quisie-
ra acuñar en este mundo. Le deseamos que halle su
sendero más primitivo y que no sea un sendero que
lo lastime a usted y a los demás sino un sendero en
el que, en usted y en las personas, despierte y florez-
ca la vida.

216 •
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209

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Índice
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Prólogo ............................................................... 3

Impulsos espirituales.......................................... 10

Efecto en el adulto de las


heridas de la corta infancia……………………. 14

Complicaciones en la relación padres-hijos ...... 16

1. Heridas maternas........................................... 18
Las heridas maternas de las hijas.................. 19
Las heridas maternas de los hijos ................. 24
El efecto de las heridas maternas
en los adultos................................................. 28

2. Heridas paternas ............................................ 31


Las heridas paternas de las hijas................... 34
Las heridas paternas de los hijos .................. 36
El efecto de las heridas paternas
en los adultos................................................. 40

3. Historias bíblicas de relación y cuentos........ 44

4. La relación entre padre e hija.


“Niña, te lo digo: ¡levántate!” (Mc 5,21-43) .. 54
Tres roles de las hijas.................................... 56
La muerte de la hija ..................................... 59
El miedo del padre ....................................... 61
El sueño de la transformación....................... 65
“Levántate”.................................................... 67
La mujer con el flujo de sangre continuo ..... 71
El cuento de Rumpelstilzchen ....................... 77
Sanacion del alma_ Sanación del alma diagr. 21/04/2014 10:46 Página 222

Tratamiento espiritual de los cuentos


y los textos bíblicos....................................... 82
Niña, te lo digo, ¡levántate! –
La historia de la pequeña Ester ..................... 87

5. La relación entre madre e hija


“El demonio ha abandonado a tu hija”
(Mc 7,24-30) ................................................. 94
La terapia para la madre................................ 100
Saciar al niño................................................. 102
Crecer en la resistencia ................................. 104
Ofrecer sensación de hogar........................... 109
“Blancanieves es mil veces más bonita
que usted”...................................................... 112
Impulsos espirituales..................................... 120
El féretro de cristal – Un cuento de vida ...... 128

6. La relación entre padre e hijo


“Mi hijo está poseído por un espíritu mudo”
(Mc 9,14-29) ................................................. 134
La sanación del padre.................................... 139
Digresión: El hijo golpeado actúa sobre
otros su odio hacia el padre .......................... 141
El muchacho poseído por el demonio........... 144
Fuego y agua ................................................. 145
También tú puedes sanar a tu hijo ................ 147
Y el muchacho se levantó ............................. 149
Juan Erizo...................................................... 154
El texto bíblico en el acompañamiento
espiritual ........................................................ 157
Sanacion del alma_ Sanación del alma diagr. 21/04/2014 10:46 Página 223

7. La relación entre madre e hijo


“Entonces se incorporó el que había muerto”
(Lc 7,11-17)................................................... 164
“¡No llores!”.................................................. 170
“¡Despierta!” ................................................. 173
Liberación de la simbiosis con la madre ...... 178
Hansel y Gretel ............................................. 181
Impulsos espirituales..................................... 186

8. Los métodos terapéuticos de Jesús ............... 190


El tratamiento del padre ................................ 191
El tratamiento de la madre ............................ 194
La sanación del hijo ...................................... 195
El trato de Jesús con la hija .......................... 198
El significado de la voluntad y del objetivo... 200
La estrategia de inmunización de Jesús ........ 203

Fin .................................................................. 207

Bibliografía ........................................................ 209

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