La Noche Del Elefante en Word

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LA NOCHE DEL ELEFANTE

GUSTAVO ROLDÁN

ILUSTRADO POR
DOLORES OKECKI
LA NOCHE DEL ELEFANTE
GUSTAVO ROLDÁN
ILUSTRADO POR DOLORES OKECKI
LA NOCHE DEL ELEFANTE

El circo llegó al pueblo, y con el circo llegó el elefante.


- ¡Estoy podrido! -fue lo único que se le oyó decir cuando bajó del tren.
El elefante había viajado con el circo por París, Londres, Moscú, Buenos Aires, siempre por
las más grandes ciudades del mundo, y ahora, cruzando el Chaco, había llegado a Sáenz
Peña, que seguramente también era una de las grandes ciudades del mundo.
Ahí fue cuando dijo:
- ¡Estoy podrido!
Y no habló más. Los otros animales lo miraron sorprendidos, porque no estaban
acostumbrados a que anduviera protestando. Al contrario, tenía fama casi de demasiado
manso.
La rutina siguió. Levantaron la carpa, acomodaron las jaulas de las fieras, y prepararon un
desfile por las calles para que a todo el pueblo le diera ganas de ir a ver las maravillas del
circo más hermoso.
Todo marchaba sobre ruedas. O por lo menos parecía.
Nadie se había dado cuenta de que el elefante andaba más trompudo que de costumbre.
Nadie sabía que mientras el tren iba recorriendo los caminos del Chaco el elefante se había
puesto a oler.
Fue un olor que le llegó de golpe, mientras descansaba tranquilamente en su jaula junto con
abundante pasto y agua limpia, y fue como si la tierra se hubiera dado vuelta.
Sintió apenas una especie de cosquilla que le hormigueaba desde la trompa hasta la punta
de la cola, y de pronto supo de qué se trataba.
Y entonces se acordó de los grandes espacios por donde correteaba con la manada, se
acordó del calor y de las noches inmensas cuando toda la tierra era de los elefantes. Se
acordó de las grandes caminatas para buscar agua y comida y de las peleas con el
tigre.
Era el olor de los árboles, era el olor de un río, era el olor de la selva. Miró por entre
los barrotes de su jaula y vio miles de pájaros que volaban y se posaban en los árboles,
y miró los árboles. No eran los mismos que conociera, pero eran árboles.
Tampoco los pájaros eran los mismos, pero eran pájaros.
De un lugar así lo habían sacado los cazadores hacía muchos años, tantos, que ya ni
sabía que se acordaba. Pero ahora de golpe, se le vino encima toda la memoria.
Y se acordó del miedo.
Era un elefante joven, con colmillos que comenzaban a crecer con fuerza, cuando conoció el
miedo. Fue cuando llegaron los cazadores. Hasta entonces creía ser un animal más fuerte, un
animal que podía matar al león con su trompa poderosa y sus colmillos. Un animal que ya
había enfrentado al tigre de suaves manchas y lo había visto huir.
-¡Qué pequeños son!-pensó cuando vio a los cazadores. Pero no sabía que tenían dardos
con venenos para hacer dormir a un elefante, y que tenían jaulas de hierro capaces de
aguantar toda la fuerza y el peso de su cuerpo.
Después pasó a otras manos que lo cuidaron mucho mejor. Nunca le faltó agua ni
comida, pero siempre con una gruesa cadena atada a la pata. Le enseñaron pruebas y
lo premiaron cada vez que aprendía a repetirlas. Y cada vez que aprendía también iba
aprendiendo que ahora debía vivir con los hombres.
Entonces lo llevaron al circo con otros animales y con otros elefantes. Durante muchos
años siguió aprendiendo y olvidando, hasta que un día casi estuvo convencido de
haber nacido en el circo y de que ése era el mundo de los elefantes.
Ya no tenía la gruesa cadena atada a la pata. Pero había otra cadena, invisible, que lo
dejaba atado al lado de los hombres. Y tal vez era más difícil de romper que una
cadena de hierro.
Recorrió grandes ciudades, y ahora, al sentir el olor de los árboles, del bosque, al ver
volar tantos pájaros, fue como un golpe, casi como el pequeño golpe que sintiera
cuando un dardo se le clavó una tarde lejana porque no huyó de los cazadores. No
estaba dispuesto a escapar de esos seres tan débiles. Fue así, como un pequeño golpe.
Y se le vino encima toda la memoria.
Esa noche, cansados, todos en el circo se durmieron temprano. Pero el elefante no.
Despertó a la elefanta y le contó sus planes.

Ella dijo primero que no, que estaba loco, que qué iban a hacer en un mundo
desconocido, que aquí nunca les faltaba comida, que todas las noches los aplaudían a
rabiar, que quién sabe lo que les esperaba afuera de la carpa.
-Claro que quiero irme y ya mismo-dijo finalmente la elefanta.
-¿Qué vamos a hacer?-dudó ahora el elefante.
-No sé. Pero si allá afuera hay árboles y hay un río y hay una selva, ése es nuestro
lugar.
-¡Aquí estamos seguros!
-Pero no tenemos aire libre.
-¿Entonces quieres irte?
-Elefante, ¿qué estás pensando? Este es el mejor momento para salir de aquí. Después
veremos -dijo convencida la elefanta. Y se fueron...
Caminaron sin hacer ruido, y se alejaron lentamente del circo. Siguieron por las calles
dormidas de la ciudad y sin mirar atrás llegaron a los primeros árboles. Arrancaron
con la trompa un manojo de hojas frescas y sintieron que eso se parecía a la felicidad.
Ahora podemos descansar un rato-dijo la elefanta.
-No, todavía no -dijo el elefante-. Mañana van a salir a buscarnos.
-¿Nos encontrarán?
-Si nos alejamos mucho, no. Tenemos que meternos en el monte, lejos de los caminos.
Nos van a buscar por los caminos.
Y se internaron en el monte, y caminaron sin descansar, abriéndose paso entre la
maleza. Días y noches caminaron, encontrando cada vez más árboles y árboles cada
vez más grandes.
Y encontraron espacios abiertos para correr y largas noches bajo las estrellas.
Descubrieron el canto de los pájaros y el sonido del viento. Vieron volar las bandadas
de garzas blancas y se quedaron quietos escuchando el griterío de las cotorras.
Probaron distintos pastos y las hojas de distintos árboles, y fueron descubriendo
sabores dulces y amargos y fueron eligiendo porque tenían para elegir.
En la laguna vieron rastros de toda clase de animales y jugaron echándose agua con la
trompa. Y sintieron el calor del sol y la frescura de la sombra. Caminaron. Y cada
noche sentían que estaban un poco más cerca.
Y vino un olor a tierra mojada y los elefantes se quedaron inmóviles, recordando.
Sabían que ahora vendría una de las cosas más hermosas. Llegaría la lluvia. Esperaron
la lluvia. Esperaron la lluvia con las trompas levantadas, lanzando el enorme grito de
los elefantes.
El agua comenzó a caer y sentían que los lavaba y refrescaba, que les sacaba el
recuerdo de las jaulas y de las cadenas y gritaron de nuevo. Hasta cansarse de gritar.
Hasta que se acabó la lluvia.
Eran nuevos elefantes.
Cada vez que escuchaban algún ruido se quedaban quietos. Sentían demasiado el olor
de los hombres todavía. Tenían que llegar más lejos. ¿Dónde quedaba ese lugar más
lejos? Siguieron caminando.
Nadie sabe si fue el instinto y la inteligencia de los elefantes, o si fue simplemente el
azar.
Pero lo cierto es que se encaminaron hacia un lugar de monte impenetrable lejos de las
ciudades y del hombre. Y ahí se quedaron, en el monte chaqueño.
Nadie volvió a verlos nunca. Nunca intentaron volver.
Gustavo Roldán

El monte era
una fiesta
Ilustraciones de Manuel Purdía

Quién conoce un elefante?

Tal vez todo empezó ese día en que alguien nombró al elefante y nadie sabía
qué era un elefante. No pasó nada, pero la palabra elefante, e-le-fan-te, e-l-e-f-a-n-
t-e, ELEFANTE, comenzó a dar vueltas por muchas cabezas.
—Yo no le tengo miedo al elefante —dijo el sapo inflándose.
—Pero mire don sapo que dicen que vive muchos años —contestó
preocupada la vizcacha.
—Esas son puras historias, yo lo desafío a pelear a cualquier elefante que ande
por ahí. Seguramente es un animal de patas gordas al que le hago una zancadilla,
le salto sobre la cabeza y se rinde y no quiere pelear más.
—¿Usted cree que es un animal con patas gordas? —preguntó la vizcacha.
—Seguro, seguro. ¿Qué otra cosa puede ser? Y encima trompudo.
—¿Trompudo?
—Sí, sí. Si quiere se lo dibujo.
Y con un palito el sapo hizo en el suelo un dibujo así:
—¡Que bicho feo! —dijo la vizcacha—, ¿Está seguro de que es tan feo?
—Sí, sí. Y cobarde. Porque ni siquiera se anima a correr conejos. Seguro que
le tiene miedo a los conejos. Debe ser un animal orejudo.
—¿Orejudo? ¿Usted cree que es orejudo?
Más que seguro. Y con la cola corta, que es lo más feo que hay. Lindos son
los animales con cola larga y mejor sin nada de cola, pero con cola corta... Mire,
se lo dibujo.

—Pero, don sapo, ¿y si tiene grandes dientes? —dijo preocupada la vizcacha.


—¿Grandes dientes? No me haga reír. No debe tener más que dos. Sí, seguro
que solo tiene dos. Lindos son los animales que tienen muchos dientes, y más
los que no tienen ninguno. Pero tener solamente dos...
—¿Y si son grandes?
—Si son grandes deben ser inútiles de grandes.
Serán así:

—¿Y será todo peludo?


—¿Peludo? No. Como si lo estuviera viendo. Lindos son los animales
peludos, y más los que no tienen nada de pelo. Pero este debe tener cuatro pelos
locos, que es lo más feo que hay. Seguro que sí, cuatro pelos locos.
—¿Y el tamaño, don sapo? ¿Cómo será el tamaño?
—Por la facha, como un ratón. Seguro que sí, como un ratón. ¿No le digo que
yo le hago una zancadilla y le salto a la cabeza y se rinde y no quiere pelear
más?
—jUsted sí que sabe cosas, don sapo!
—¡Ja! —dijo el sapo—. ¡A quién le van a hablar de elefantes!
Y poniéndose un pastito en la boca con gesto compadre, se zambulló en
la laguna ante los ojos admirados de la vizcacha.
El monte era una fiesta

De este lado del río el monte era grande y verde, las flores crecían llenas de
colores, y los pájaros caminaban debajo de los árboles, saltaban en medio de los
árboles y volaban arriba de los árboles.
Y del otro lado del río el monte era grande y verde, las flores crecían llenas de
colores, y los pájaros caminaban debajo de los árboles, saltaban en medio de los
árboles y volaban arriba de los árboles.
De este lado del río vivían el coatí y el tigre y el zorro y la iguana y el
quirquincho y mil animales más.
Y del otro lado del río vivían el mono y el león, y el zorro y la iguana y el
quirquincho y mil animales más.
Y en el medio del río había una isla de arena finita y amarilla, con un naranjo
grande, grande.
El tigre y el león vivían discutiendo hasta ponerse verdes, porque cada uno
decía que era el único dueño de dormir la siesta bajo ese naranjo.
El coatí corredor vivía de este lado del río. Corría y corría y la tierra se le
acomodaba a sus pasos y los troncos caídos estaban en el lugar justo para dar un
gran salto y otra vez seguir corriendo.
—¿Qué haces, coaticito? —le preguntaban sus amigos.
—Estoy corriendo—contestaba.
Y decía “estoy corriendo” como con una risa de estar muy contento.
Todos los animales lo veían pasar por la mañana yendo para ninguna parte, o
para todas, que a veces es lo mismo.
Todos los animales, y el tigre también. Y una mañana
el tigre lo llamó:
—Amigo coatí, el león que vive del otro lado del río anda diciendo que ahí
vive un monito tan pero tan ligero, que nadie le puede ganar a correr.
—¿Muy pero muy ligero? —preguntó el coatí.
—Sí, sí.
—Ese es un amigo mío. Muchas veces jugamos juntos.
—Sí, sí—dijo el tigre—, pero yo creo que vos sos más ligero.
—Bah, yo me muevo y me muevo y la tierra corre para atrás para que yo vaya
más rápido. Y entonces estoy contento.
—Sí, sí —dijo el tigre—, pero hay que terminar con las pretensiones de ese
león de la otra orilla que siempre quiere dormir la siesta bajo el naranjo de la
isla, y le hice una apuesta.
—¿Qué apostaron?
—Que haríamos una gran carrera con un Gran Premio, y como vamos a ganar
nosotros, ese león de la otra orilla tendrá que buscarse otra isla para dormir, y el
monte será una fiesta.
—¡Qué lindo, una carrera del tigre contra el león!
—No, no. Van a correr vos y el monito. Y le vamos a mostrar que nosotros
somos los mejores. Y habrá un Gran Premio para vos.
Y llegó el día de la carrera.
Todos los animales estaban entusiasmados. El tigre y el león se decían:
—¡Vamos a ver quién duerme la siesta en la isla! Y el
tigre lo abrazaba al coatí y le decía:
—Vamos a mostrarle que somos los mejores. Y el
león abrazaba al monito y le decía:
—Vamos a mostrarle que somos los mejores.
Pero era el momento de empezar a correr y el avestruz dio la señal de
partida. Era una carrera larga y los dos comenzaron a buscar el paso justo para
no cansarse.
El monito corría lindo, sabía lo que estaba haciendo.
El coatí dejó que sus patas corriesen solas. Siempre hacía así, y entonces se
ponía a pensar. Pero esos pensamientos eran como los sueños, donde todo es
posible, y entonces soñar que corría y estar corriendo eran y no eran una
misma cosa.
Y se acordó cómo jugaba con el monito, trepando a los árboles un día de cada
lado del río, y ello había sido una alegría y había sido una fiesta.
Pero ahora había que correr y ganar. El monito corría lindo y ligero, pero ya
estaba un poco cansado, y el coatí se sentía casi tan fresco como al comienzo. Y
se puso contento porque ahora sí estaba seguro de que ganaría el Gran Premio y
le pondrían una corona de flores y todas las coaticitas lo mirarían suspirando y
ya verían los de la otra orilla quién dormiría la siesta bajo el naranjo de la isla.
Y entonces sintió como una cosquilla en la oreja y que se le poma colorada.
Parecía que a su oreja no le importaba quién dormiría la siesta bajo el naranjo.
La cuestión era entre el tigre y el león, pero el que estaba corriendo era él.
Corriendo como un tonto contra un monito con el que tenía ganas de ponerse a
jugar.
Y le entró una rabia por todos lados y se le puso colorada la otra oreja y corrió
más rápido y pensó en el Gran Premio que había para el ganador y él se había
entusiasmado con las cosas que dijo el tigre, que todos lo aplaudirían, que lo
llevarían en andas, que le pondrían una corona de flores, y todas las coaticitas lo
mirarían suspirando.
Miró para atrás y vio al monito, que ya no podría alcanzarlo, y pensó en el
Gran Premio que le darían para que después el tigre pudiera dormir la siesta en
la isla, y el tronco estaba ahí, al costado del camino, y entonces se sentó.
El monito tardó quince metros en frenar y volvió para atrás.
—¿Qué te pasó? —preguntó con la patita levantada, listo para seguir
corriendo—. ¿Por qué tenés las orejas tan coloradas?
—Se me ponen coloradas porque no les importa quién quede
dueño de la isla.
El monito bajó la pata y se tocó la oreja.
—Me parece que a la mía tampoco le importa.
—Lo que voy hacer es bss bss bss —dijo el coatí.
—Eso me gusta y bss bss bss.
—Sí pero...
—Claro y bss bss bss.
Y hablaron algunas cosas más.

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