Obre La Admisión de La Mujer A Los Derechos de Ciudadanía. Huygens, 2022.
Obre La Admisión de La Mujer A Los Derechos de Ciudadanía. Huygens, 2022.
Obre La Admisión de La Mujer A Los Derechos de Ciudadanía. Huygens, 2022.
Marqués de Condorcet
Sobre la admisión de la mujer
a los derechos de ciudadanía
(1789)
Colección:
Libre
Núm. 3
Sobre la admisión de la mujer
a los derechos de ciudadanía (1789)
Prólogo 13
3 de julio 1790, No. V, Journal
de la Société, 1789. Arte social 27
P R Ó LO G O
13
libre y crítico que exhibe este escrito. Una con-
cepción ilustrada y liberal, propia de los giron-
dinos, le llevó también a cuestionar el camino
constitucional que tomaba la Revolución, en
manos jacobinas, que él mismo había impulsa-
do activamente en sus orígenes. Condorcet vio
tarde que la violencia se había apoderado de la
Revolución. «El Cóndor», apodo por el que se
le conocía, o en la expresión más íntima de su
amiga Mlle. de Lespinasse, el «volcán cubierto
por la nieve», acabó condenado como conspira-
dor contra la República y murió en prisión en
1794 en circunstancias nunca aclaradas, mien-
tras esperaba, angustiado, la pena capital a la
que ya se habían enfrentado otros de sus corre-
ligionarios girondinos.
14
chos de ciudadanía a la mitad del pueblo fran-
cés, como antes quedaron la mitad del pueblo
inglés o norteamericano, además de los nativos
y negros. Y, con ello, aquel texto no se transfor-
mó en la primera exposición de los «derechos
comunes de los individuos de la especie hu-
mana... fundamento de instituciones políticas
únicas» a que aspiraba Condorcet. Lo cierto es
que el período anterior a la Revolución france-
sa, y ésta misma, estuvieron dominados por un
trasfondo ideológico antifeminista consciente,
incluso entre los pensadores ilustrados.
Montesquieu fue muy ambivalente en este
tema. A la par que condenaba ciertos aspectos
de la posición discriminatoria de la mujer en la
sociedad y las leyes, creía en la desigualdad na-
tural de los sexos, y convalidaba los tópicos so-
bre el carácter dual de la mujer, de un lado dé-
bil y delicado, y de otro frívolo e irracional. La
Encyclopedie (1751-1772) de Diderot y d’Alem-
bert, es claramente conservadora en esta cues-
tión en varias de sus entradas. Y Rousseau, en
Emilio o De la educación (1762), prescindió por
completo de su sentido universal de la igualdad
al hablar sobre las mujeres. Amparándose en
supuestas diferencias de «temperamento» entre
sexos, instrumentalizó la educación de la mujer
para que sirviera a su «hombre natural»:
15
«Una vez que se demuestra que el hombre y la mujer
no son ni deben ser iguales, ni en carácter ni en tem-
peramento, se deduce que no deben tener la misma
educación. Al seguir las instrucciones de la natura-
leza, deben actuar juntos, pero no deben hacer las
mismas cosas; sus deberes tienen un fin común, pero
los deberes en sí son diferentes y, en consecuencia,
también los gustos que los dirigen. Después de haber
tratado de formar al hombre natural, veamos tam-
bién, para no dejar incompleto nuestro trabajo, cómo
se va a formar la mujer que conviene a este hombre».
El mismo Voltaire, siempre burlón y críti-
co con las tradiciones, ofrece en su Dictionaire
philosophique (1764) una descripción esencial-
mente antropológica del vocablo «femme». Por
ello, no es de extrañar, que el s. xviii engendra-
ra cartas de derechos humanos para un único
sexo. Aunque hubiera, sin embargo, alguna voz
entre los philosophes que apuntara cierta sensi-
bilidad hacia la situación de la mujer, ninguna
tuvo la claridad, amplitud y fuerza moral de la
del Marqués.
Sur les femmes (1772) de Diderot y Des
femmes (1773) de Holbach, son dos ejemplos
de esa sensibilidad que puso su atención en la
situación diferenciada de la mujer en la socie-
dad. Diderot traza un análisis interesante del
cuadro de factores sociológicos, culturales, le-
gales, tradicionales y políticos que atenazaban
16
la vida de la mujer: las nociones del amor y la
fidelidad, las limitaciones del matrimonio, la
carga de la maternidad; e incluso denuncia el
abandono en el que solía caer la mujer en eda-
des avanzadas. Holbach, por su parte, describió
certeramente las raíces políticas y educativas
que determinaban la inferiorización de la mu-
jer en su sociedad contemporánea y todas las
presiones que el sistema social –político, eco-
nómico, religioso, etc.– proyectaba sobre ellas,
incluido el matrimonio. Pero en ambos, la idea
de una naturaleza biológica muy diferenciada
entre hombres y mujeres, y una forma sesgada
de fundamentación en el Derecho Natural de
los derechos humanos que concedía demasiado
peso a las diferencias físicas y a la función repro-
ductiva natural, hicieron que ninguno abogara
propiamente por la igualdad plena de derechos
entre mujer y hombre.
Condorcet, por el contrario, dio el paso lógi-
co al que debía conducir el ideal de la libertad
igual de seres esencialmente iguales en su hu-
manidad, retomando la senda del pre-ilustrado
Poullain de la Barre (1647-1725) en De l’égalité
des deux sexes, discours physique et moral (1679).
Aunque Condorcet no cita este texto, resulta
muy difícil no vislumbrar su influencia. De la
Barre, como Condorcet, rechazaba también
17
fundamentar la discriminación de la mujer en
la naturaleza y abogaba por su educación igua-
litaria, inclusive en el ámbito del conocimiento
científico. La discriminación moral, afirmó, es-
taba basada simplemente en los prejuicios y las
tradiciones.
Epistemología de lo humano
18
natural. Su escrito se orienta a dos propósitos:
a) demostrar que por ley natural, las mujeres
disponen de derechos «absolutamente iguales a
los del hombre» b) y que están igualmente capa-
citadas como ellos para ejercerlos en su propio
nombre. De ahí que, una vez demostradas am-
bas afirmaciones, cualquier situación contraria a
la igualdad sea tachada como «tiranía».
El autor, rechaza que las diferencias físicas,
o las más cuestionables diferencias psíquicas,
emocionales o intelectuales, sean los factores
naturales relevantes para determinar el goce de
los derechos humanos por las mujeres, puesto
que tampoco son la base de los derechos huma-
nos «de los hombres».
Para él los derechos humanos de los que han
de gozar por naturaleza los hombres derivan
de los atributos que los carecterizan como se-
res «humanos»: ser seres «sensibles» y «adquirir
ideas morales y razonar sobre estas», sea cual
sea su grado de sensibilidad o de razonamien-
to moral, más o menos complejo. Y afirma, a
continuación, que en estos aspectos intrínsecos
y sobre la naturaleza de las mujeres, que «tienen
las mismas cualidades», esto es, son igualmente
humanas. De lo que se deriva necesariamente
que deban ver reconocidos los mismos dere-
chos humanos que el hombre y con el mismo
19
alcance. Es una afirmación anti-aristotélica,
dado que el estagirita, en su Política (iv a. C.),
fijó una valoración moral discriminatoria de la
mujer, que sólo estaba dotada de la mitad de ca-
pacidad moral que el hombre, razón de donde
se derivaría el carácter natural –y justo– de su
posición social y jurídica también inferior a la
de su congénere del otro sexo.
Para Condorcet, por contra, el hombre no
puede extraer su derecho humano a la partici-
pación política de un presunto conocimiento
o condición intelectual natural superior en su
grado al de la mujer, puesto que esta condición
natural, el mayor o menor grado de inteligen-
cia, no es la base del reconocimiento de su pro-
pia ciudadanía como hombre. Si así fuera, los
derechos humanos se reservarían para las clases
más altas, que son las únicas que podían atesti-
guar esos conocimientos o aptitudes más eleva-
dos empíricamente. Y, por ese mismo motivo,
su extensión alcanzaría también a las mujeres de
clases alta, cuyo conocimiento y genio era en el
seno de las élites igual entre hombres y mujeres.
Esto haría, a la postre, que se excluyera del goce
de los derechos humanos a la mayor parte de las
personas pertenecientes a las clases más bajas,
siendo la mayoría en general ignorante sin dis-
tinción de sexo.
20
Argumentaciones similares se proyectan so-
bre las supuestas diferencias de «carácter o tem-
peramento» por razón de género, que rechaza
por su excesiva generalización o vacuidad, opo-
niéndose de esta forma a las afirmaciones de
Montesquieu o Diderot.
Condorcet refuta también que las diferencias
biológicas en las funciones y ciclos reproductivos
–menstruación y parto– o en los cuidados –la
lactancia–, puedan dar lugar a exclusiones del
ejercicio de los derechos de ciudadanía, inclusi-
ve los de carácter político, o a limitaciones en
su alcance en general. Una analogía le sirve a tal
efecto: ninguna de esas circunstancias biológicas
es distinta en sus efectos sobre la persona a los
que podía producir cualquier enfermedad tran-
sitoria de un hombre, como la gota, algo que,
sin embargo, no les excluía de la titularidad o
capacidad de ejercicio autónomo de sus derechos
humanos naturales; a la sumo, tan sólo dificulta-
ba de modo fáctico y momentáneo su ejercicio.
21
vada que conduciría a una República de los Ciu-
dadanos. Y de las Ciudadanas, añade Condorcet.
En Sur l’admission, se afirma que la «instruc-
tion» se debía extender en pie de igualdad a las
mujeres. Es una idea que no dejará de reiterar
en escritos posteriores. El más conocido Cinq
mémoires sur l’instruction publique (1792) con-
tinúa sosteniendo que la plena emancipación de
las mujeres, al igual que la de los hombres, se
debía construir a través de su educación en pie
de igualdad. Este derecho lo concibe a la vez
como una prestación que debía ser sufragada a
expensas de las arcas públicas. En añadido, afir-
maba que la instruction publique no podía adoc-
trinar ni en una religión concreta ni en ideas
políticas partidistas.
La educación pública neutral generaba a su
vez un deber moral de todo ciudadano a con-
tribuir positivamente a la sociedad. Entiende
Condorcet que la educación es el fundamento
de la autonomía personal, y por ello, de unas
constituciones auténticamente libres, de un go-
bierno sabio y de la creación y conservación en
el futuro de unas leyes justas.
Este era, en resumen, el gran proyecto de
Condorcet para la emancipación femenina y la
modernidad compartida por mujeres y hom-
bres; un sentido racional y riguroso de la igual-
22
dad de libertades individuales y de la equipara-
ción en su potencial a través de la educación no
doctrinaria sufragada por el erario público.
23
tiempo, advierte, más en general, contra la ten-
dencia general del abuso de esta categoría po-
lítico-normativa por las instituciones políticas
como vehículo para la eliminación o limitación
de los derechos y libertades humanos indivi-
duales básicos.
Víctor M. Sánchez
Bibliografía
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Ideas, Vol. 9, No. 2, 1948, pp. 131-152.
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Journal of the History of Ideas, Vol. 79, N. 2,
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25
3 D E J U L I O 17 90 ,
Nº. V, J O U R N A L D E L A S O C I É T É , 178 9 .
A RT E S O C I A L
27
chos comunes de los individuos de la especie
humana y de convertirlos en el fundamento de
instituciones políticas únicas.
Por ejemplo, ¿no han violado todos el prin-
cipio de igualdad de derechos al privar silen-
ciosamente a la mitad del género humano de
contribuir a la formación de leyes, al excluir a
las mujeres de la ciudadanía? ¿Hay una prueba
más fuerte del poder de la costumbre, incluso
sobre los hombres ilustrados, que ver invocado
el principio de igualdad de derechos en favor de
trescientos o cuatrocientos hombres a quienes
un prejuicio absurdo había privado de él, y olvi-
darlo con respecto a doce millones de mujeres?
Para que esta exclusión no sea un acto de
tiranía sería necesario, bien demostrar que los
derechos naturales de la mujer no son absoluta-
mente iguales a los del hombre, bien demostrar
que no está capacitada para ejercerlos. Sin em-
bargo, los derechos de los hombres derivan úni-
camente del hecho de que son seres sensibles,
capaces de adquirir ideas morales y de razonar
sobre estas2; por tanto las mujeres, que tienen
estas mismas cualidades, necesariamente tienen
28
los mismos derechos.3 O ningún individuo de
la especie humana tiene realmente derechos, o
todos tienen los mismos; y quien vota en con-
tra del derecho ajeno, sin distinción de religión,
color o sexo, ha renunciado por igual al suyo.
Sería difícil demostrar que las mujeres son
incapaces de ejercer los derechos ciudadanos.
¿Por qué las personas expuestas al embarazo
y a indisposiciones pasajeras no deberían ejer-
cer derechos que nunca imaginamos privar a las
personas que tienen gota cada invierno y que se
resfrían fácilmente?
Si se admitiera en los hombres cualquier su-
perioridad de espíritu que no sea consecuencia
necesaria de la diferencia de educación (que
está lejos de ser probada, y que debería serlo,
para poder, sin injusticia, privar a las mujeres
de un derecho natural), esta superioridad solo
podría girar en torno a dos puntos. Se dice que
ninguna mujer ha hecho un descubrimiento
importante en la Ciencia, o dado prueba de su
genio en las artes, en las letras, etc.; pero, sin
duda, no pretendemos conceder el derecho de
ciudadanía solo a los hombres de genio. Se aña-
3 Afirmación explícita, así, del principio de plena igualdad de
derechos de mujeres y hombres, derivada de su condición
natural igual. Lo esencial de la naturaleza de lo «humano»
está por igual en ambos sexos.
29
de que ninguna mujer tiene la misma amplitud
de conocimientos, la misma fuerza de razón que
algunos hombres; pero en esto, a excepción de
una pequeña clase de hombres muy ilustrados,
existe una completa igualdad entre las mujeres
y el resto de los hombres; y en aquella peque-
ña clase aparte, la inferioridad y la superioridad
están igualmente divididas entre los dos sexos.4
Ahora bien, si es completamente absurdo limi-
tar a esta clase alta el derecho de ciudadanía y
la capacidad de estar a cargo de las funciones
públicas, ¿por qué excluir a las mujeres en lugar
de a los hombres que son inferiores a un gran
número de mujeres?
Finalmente, se dirá que hay en la mente o en
el corazón de la mujer algunas cualidades que
debieran excluirla del goce de sus derechos na-
turales.
Primero indaguemos los hechos. Isabel de In-
glaterra, María Teresa, las dos Catalinas de Rusia,
demostraron que no era ni fortaleza ni coraje de
espíritu lo que a las mujeres les faltaba.
30
Isabel tenía toda la mezquindad de las muje-
res, ¿le hizo esto más daño a su reinado que las
mezquindades de los hombres al de su padre o
su sucesor? ¿Los amantes de algunas emperatri-
ces ejercieron una influencia más peligrosa que
las amantes de Luis XIV, Luis XV o incluso de
Enrique IV?
¿Cree alguien que la Señora Macaulay ha
opinado peor en la Cámara de los Comunes
que muchos representantes varones de la na-
ción británica?5 ¿No había mostrado, al tratar
la cuestión de la libertad de conciencia, princi-
pios más elevados que los de Pitt6 y un sentido
de la razón más fuerte? Un señor tan entusiasta
31
de la libertad como Burke también lo es de la
tiranía cuando al atacar la constitución france-
sa se acerca al galimatías absurdo y repugnante
con el que este famoso retórico acaba de luchar
contra ella.7 ¿No habrían sido mejor defendidos
los derechos de los ciudadanos en Francia, en
los Estados de 1614,8 por la hija adoptiva de
32
Montaigne9 que por el consejero Courtin,10 que
creía en los hechizos y las virtudes ocultas? ¿No
valía la princesa de los Ursinos11 un poco más
que Chamillard?12 ¿Cree alguien que la mar-
33
quesa de Châtelet13 no podía enviar un despa-
cho diplomático tan bien como M. Rouillé?14
¿Madame de Lambert15 habría promulgado le-
yes tan absurdas y bárbaras como las del Mi-
nistro de Justicia de Armenonville16 contra pro-
34
testantes, ladrones domésticos, contrabandistas
y negros? Mirando la lista de quienes les han
gobernado, los hombres no tienen derecho a es-
tar tan orgullosos.
Las mujeres son superiores a los hombres en
las virtudes de la amabilidad y en las domés-
ticas; saben, como los hombres, amar la liber-
tad, aunque no comparten todas sus ventajas,
y en las repúblicas a menudo las hemos visto
sacrificarse por ella; han mostrado las virtudes
de la ciudadanía siempre que las circunstancias
o los desórdenes civiles las han llevado a una
posición de la que el orgullo y la tiranía de los
hombres las han mantenido alejadas en todos
los pueblos.
Se ha dicho que las mujeres, a pesar del gran
ingenio, la sagacidad y la facultad de razonar
llevadas al mismo grado que la sutilidad dialéc-
tica, nunca se dejaron llevar por lo que se llama
la razón. Esta observación es falsa: no son guia-
das, es cierto, por la razón de los hombres, sino
que son guiadas por la suya propia. No siendo
sus intereses los mismos por culpa de las leyes,
no teniendo las mismas cosas para ellas la mis-
ma importancia que para nosotros, pueden, sin
fallar en la Razón, estar determinadas por otros
principios y tender a una finalidad diferente. Es
tan razonable para una mujer cuidar los place-
35
res de su figura, como lo fue para Demóstenes
cuidar de su voz y su gestualidad.
Se ha dicho que las mujeres, aunque mejores
que los hombres, más gentiles, más sensibles,
menos sujetas a los vicios que derivan del egoís-
mo y la dureza del corazón, no tienen propia-
mente un sentimiento de justicia, que obede-
cen a sus sentimientos más que a su conciencia.
Esta observación es muy cierta, pero no prueba
nada: no es la naturaleza, es la educación, es la
existencia social la que causa esta diferencia. Ni
lo uno ni lo otro han acostumbrado a las mu-
jeres a la idea de lo justo, sino a la idea de lo
honesto. Lejos de los negocios, de todo lo que
se decide mediante la rigurosa justicia, median-
te la ley positiva, las cosas de las que se ocupan,
son justamente aquellas que se resuelven me-
diante la honestidad natural y el sentimiento.
Por tanto, es injusto alegar, para seguir negando
a las mujeres el goce de sus derechos naturales,
razones que tienen su origen solo en el hecho de
que no disfrutan de estos derechos.
Si admitiéramos estas razones en contra de las
mujeres, del mismo modo también sería nece-
sario privar del derecho de ciudadanía a la par-
te de las personas que, entregadas a trabajar sin
descanso, no pueden ni adquirir conocimientos
ni ejercitar su razón, y pronto, paso a paso, solo
36
se permitiría ser ciudadanos a los hombres que
hayan realizado un curso de derecho público.
Si admitimos tales principios, debemos, como
consecuencia necesaria, renunciar a cualquier
constitución libre. Las diversas aristocracias han
tenido pretextos o excusas similares para su fun-
dación; la misma etimología de esta palabra es
prueba de ello.
No podemos alegar la dependencia que tie-
nen las mujeres de sus maridos, ya que se po-
dría destruir al mismo tiempo esta otra tiranía
del derecho civil, y porque una injusticia nunca
puede ser motivo legítimo para cometer otra.
Por consiguiente solo quedan dos objecio-
nes que discutir. En verdad, solo se oponen a
la admisión de las mujeres al derecho de ciu-
dadanía, motivos de utilidad, razones que no
pueden contraponerse a un verdadero derecho.
La utilidad es la máxima contraria usada con
demasiada frecuencia como pretexto y excusa
de los tiranos; es en nombre de la utilidad que
el comercio y la industria gimen encadenados,
y que los africanos siguen consagrados a la es-
clavitud; fue en nombre de la utilidad pública
que se llenó la Bastilla, que se instituyeron cen-
sores de libros, que el procedimiento judicial se
mantuvo en secreto, que hemos practicado tor-
mentos durante los interrogatorios. Sin embar-
37
go, discutiremos estas objeciones para no dejar
nada sin respuesta.
Habría que temer, se dice, la influencia de las
mujeres sobre los hombres.
Responderemos primero que esta influencia,
como cualquier otra, es mucho más temible en
secreto que en una discusión pública, que lo
que podría ser peculiar de las mujeres queda-
ría más limitado aún en sus efectos negativos
porque, si se extiende más allá de un solo indi-
viduo, no puede durar mucho tan pronto como
se conozca. Por otro lado, como hasta ahora las
mujeres no han sido admitidas en ningún país
con absoluta igualdad, como su imperio no ha
dejado por ello de existir en todos lados, y como
más mujeres han sido degradadas por las leyes,
más peligroso ha sido este imperio, por lo que
no parece que se deba poner mucha confianza
en este remedio. Por el contrario, ¿no es proba-
ble que este poder disminuyera si las mujeres
tuvieran menos interés en preservarlo, si dejara
de ser para ellas el único medio de defenderse y
escapar de la opresión?
Si la cortesía no permite que la mayoría de
los hombres mantengan su opinión contra una
mujer en sociedad, esta cortesía tiene mucho
que ver con el orgullo: se renuncia a una victo-
ria sin consecuencias, la derrota no humilla por-
38
que se la considera voluntaria. ¿Creemos seria-
mente que sucedería lo mismo en una discusión
pública sobre un tema importante? ¿La cortesía
impediría alegar contra una mujer?
Quizá, se dirá que este cambio sería contra-
rio a la utilidad general, porque excluirá a las
mujeres de los cuidados que la naturaleza pare-
ce haberles reservado.
Esta objeción no parece bien fundada. Cual-
quiera que sea la constitución que uno esta-
blezca, es seguro que en el estado actual de la
civilización de las naciones europeas, nunca
habrá más que un número muy reducido de
ciudadanos que puedan ocuparse de los asuntos
públicos. No se puede arrancar a las mujeres de
sus hogares como tampoco se arranca a los cam-
pesinos de sus arados, o a los artesanos de sus
talleres. Pero en las clases más ricas, no se ve en
ninguna parte mujeres entregándose al cuida-
do doméstico de una forma tan abnegada como
para temer que les distraiga, y una ocupación
seria las apartaría mucho menos que los gustos
inútiles a los que la ociosidad y el mal humor y
la mala eduación las condenan.
La principal causa de este temor es la idea
de que cualquier hombre que es admitido en el
goce de los derechos de ciudadanía solo piensa
en gobernar él mismo; algo que puede ser verdad
39
hasta cierto punto en los momentos en los que se
elabora una Constitución, pero este movimiento
no puede ser perdurable. Por tanto, no debemos
creer que debido a que las mujeres pudieran ser
miembros de las asambleas nacionales, abando-
narían inmediatamente a sus hijos, su hogar, su
aguja y costurero. Solo estarían mejor preparadas
para criar a sus hijos, para formar personas. Es
natural que una mujer amamante a sus hijos, que
les cuide durante sus primeros años; atada a su
casa por estos cuidados, más débil que el hom-
bre, sigue siendo natural que lleve una vida más
retirada, más doméstica. Las mujeres estarían,
por consiguiente, en el mismo grupo que los
hombres, obligadas por su condición a prestar
cuidados durante unas horas. Esta puede ser una
razón para no preferirlos en las elecciones, pero
no puede ser la base para su exclusión legal.17
La galantería perdería con este cambio, pero
40
las costumbres domésticas ganarían con esta
igualdad tanto como con cualquier otra.
Hasta ahora, todos los pueblos conocidos
han tenido costumbres brutales o corruptas. No
conozco ninguna excepción, excepto los ameri-
canos de los Estados Unidos, que se encuentran
dispersos en pequeños grupos en un territorio
grande. Hasta ahora, en todos los pueblos ha
existido desigualdad jurídica entre hombres y
mujeres; y no sería difícil probar que en estos
dos fenómenos, igualmente generales, la co-
rrupción y la desigualdad, el segundo es una de
las causas principales del primero; pues la des-
igualdad introduce necesariamente la corrup-
ción, y es su fuente más común, aunque no sea
la única.18
Ahora les pido que nos dignemos a refutar
estas razones con algo que sean más que bromas
y declamaciones; sobre todo que alguien me
muestre una diferencia natural entre hombres y
mujeres que pueda fundamentar legítimamente
la exclusión de un derecho.
La igualdad de derechos establecida entre los
hombres, en nuestra nueva Constitución, nos
41
ha ganado elogios elocuentes y sarcasmos ince-
santes; pero hasta ahora nadie ha podido opo-
nerse a ella aportando una sola razón y segura-
mente no sea por falta de talento ni por falta de
celo. Confío en que será igual para la igualdad
de derechos entre los dos sexos.
Es bastante singular que en un gran núme-
ro de países se haya pensado que las mujeres
son incapaces de cualquier función pública, y
dignas de la realeza; que en Francia una mu-
jer haya podido ser regente,19 y que hasta 1776
no pudiera una mujer ser marchante de moda
en París.20 En fin, en las asambleas electivas de
nuestras circunscripciones concedimos a la ley
del feudo lo que negamos a la ley de la natu-
raleza. Varios de nuestros nobles diputados de-
42
ben a las damas el honor de sentarse entre los
representantes de la nación. ¿Por qué en lugar
de quitar este derecho a las mujeres propieta-
rias de tierras, no se extiende a todas las pro-
pietarias que son amas de casa? ¿Por qué si nos
parece absurdo ejercer a través de un procura-
dor el derecho de ciudadanía, se priva de este
derecho a las mujeres en lugar de dejarles la
libertad de ejercerlo en persona?
Este artículo es de M. de Condorcet
43
C O L E C C I Ó N P E N S A M I E N TO L I B R E
45
coacciones ni miedos originados por cualquier
forma de poder colectivo, público, privado o
social, ese «otro», que a la vez somos todos, y
que con frecuencia facilita el mórbido deseo de
tiranizar a los demás.
Igualdad, como igualdad en derechos y ante
el Derecho, y que implica también la búsqueda
a través del ejercicio de las libertades individua-
les de la justicia social entendida como la reduc-
ción progresiva de las disparidades económicas y
sociales, mediante la acción individual o colec-
tiva, guiada por la voluntad de hacernos a todos
libres del miedo, de la pobreza y de la opresión.
Fraternidad como impulso del sentido in-
dividual más profundo de las virtudes que se
pueden desplegar hacia el otro como expresión
de una relación fraternal: la tolerancia, la ama-
bilidad, el altruismo, la generosidad, el amor...
En esta colección Pensamiento Libre de
Byron Books, aparecerán autores que en apa-
riencia son figuras muy dispares y alejadas entre
sí, en el tiempo o en las corrientes de pensa-
miento a las que se adscriben, pero que quedan
unidas a lo largo de la historia bajo el paraguas
de su pensamiento singular, que supera por ele-
vación los marcos dogmáticos limitativos de su
tiempo, para iluminar su presente, su futuro,
nuestro presente, nuestro futuro. Escritos que
46
rompen el mundo mental del hombre corriente
y las creencias establecidas por las élites, lo que
los hizo incómodos para el orden establecido,
desagradables para los hombres y mujeres, por
cuestionar el mundo familiar de las ideas domi-
nantes, y que por ello se ganaron la hostilidad
de muchos puesto que les obligaba a reorgani-
zar sus mentes.
Todos estos textos, regresan para iluminar-
nos de nuevo en estos tiempos complejos en los
que, en especial el mundo occidental, parece
que se adentra otra vez en la oscuridad, tras ha-
ber olvidado las luces de su pensamiento genui-
namente moderno.
47