Borges Abenjacán El Bojarí

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Borges, Jorge Luis

Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto


... son comparables a la araña, que edifica una casa.
Alcorán, XXIX, 40

—Ésta—dijo Dunraven, con un vasto ademán que no rehusaba las nubladas


estrellas y que abarcaba el negro páramo, el mar y un edificio majestuoso y
decrépito que parecía una caballeriza venida a menos—es la tierra de mis
mayores.

Unwin, su compañero, se sacó la pipa de la boca y emitió sonidos modestos y


aprobatorios. Era la primera tarde del verano de 1914; hartos de un mundo
sin la dignidad del peligro, los amigos apreciaban la soledad de ese confín de
Cornwall. Dunraven fomentaba una barba oscura y se sabía autor de una
considerable epopeya que sus contemporáneos casi no podrían escandir y
cuyo tema no le había sido aún revelado; Unwin había publicado un estudio
sobre el teorema que Fermat no escribió al margen de una página de
Diofanto. Ambos—¿será preciso que lo diga?—eran jóvenes, distraídos y
apasionados.

—Hará un cuarto de siglo—dijo Dunraven—que Abenjacán el Bojarí, caudillo


o rey de no sé qué tribu nilótica, murió en la cámara central de esa casa a
manos de su primo Zaid. Al cabo de los años, las circunstancias de su muerte
siguen oscuras.

Unwin preguntó por qué, dócilmente.

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—Por diversas razones—fue la respuesta—. En primer lugar, esa casa es un
laberinto. En segundo lugar, la vigilaban un esclavo y un león. En tercer
lugar, se desvaneció un tesoro secreto. En cuarto lugar, el asesino estaba
muerto cuando el asesinato ocurrió. En quinto lugar...

Unwin, cansado, lo detuvo.

—No multipliques los misterios—le dijo—. Éstos deben ser simples. Recuerda
la carta robada de Poe, recuerda el cuarto cerrado de Zangwill.

—O complejos—replicó Dunraven—. Recuerda el universo.

Repechando colinas arenosas, habían llegado al laberinto. Éste, de cerca, les


pareció una derecha y casi interminable pared, de ladrillos sin revocar,
apenas más alta que un hombre. Dunraven dijo que tenía la forma de un
círculo, pero tan dilatada era su área que no se percibía la curvatura. Unwin
recordó a Nicolás de Cusa, para quien toda línea recta es el arco de un círculo
infinito... Hacia la medianoche descubrieron una ruinosa puerta, que daba a
un ciego y arriesgado zaguán. Dunraven dijo que en el interior de la casa
había muchas encrucijadas, pero que, doblando siempre a la izquierda,
llegarían en poco más de una hora al centro de la red. Unwin asintió. Los
pasos cautelosos resonaron en el suelo de piedra; el corredor se bifurcó en
otros más angostos. La casa parecía querer ahogarlos, el techo era muy bajo.
Debieron avanzar uno tras otro por la complicada tiniebla. Unwin iba
adelante. Entorpecido de asperezas y de ángulos, fluía sin fin contra su mano

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el invisible muro. Unwin, lento en la sombra, oyó de boca de su amigo la
historia de la muerte de Abenjacán.

—Acaso el más antiguo de mis recuerdos—contó Dunraven—es el de


Abenjacán el Bojarí en el puerto de Pentreath. Lo seguía un hombre negro
con un león; sin duda el primer negro y el primer león que miraron mis ojos,
fuera de los grabados de la Escritura. Entonces yo era niño, pero la fiera del
color del sol y el hombre del color de la noche me impresionaron menos que
Abenjacán. Me pareció muy alto; era un hombre de piel cetrina, de
entrecerrados ojos negros, de insolente nariz, de carnosos labios, de barba
azafranada, de pecho fuerte, de andar seguro y silencioso. En casa dije: “Ha
venido un rey en un buque”. Después, cuando trabajaron los albañiles,
amplié ese título y le puse el Rey de Babel.»La noticia de que el forastero se
fijaría en Pentreath fue recibida con agrado; la extensión y la forma de su
casa, con estupor y aun con escándalo. Pareció intolerable que una casa
constara de una sola habitación y de leguas y leguas de corredores. “Entre los
moros se usarán tales casas, pero no entre cristianos”, decía la gente.
Nuestro rector, el señor Allaby, hombre de curiosa lectura, exhumó la
historia de un rey a quien la Divinidad castigó por haber erigido un laberinto
y la divulgó desde el púlpito. El lunes, Abenjacán visitó la rectoría; las
circunstancias de la breve entrevista no se conocieron entonces, pero ningún
sermón ulterior aludió a la soberbia, y el moro pudo contratar albañiles.
Años después, cuando pereció Abenjacán, Allaby declaró a las autoridades la
substancia del diálogo.»Abenjacán le dijo, de pie, estas o parecidas palabras:
“Ya nadie puede censurar lo que yo hago. Las culpas que me infaman son
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tales que aunque yo repitiera durante siglos el último Nombre de Dios, ello
no bastaría a mitigar uno solo de mis tormentos; las culpas que me infaman
son tales que aunque yo lo matara con estas manos, ello no agravaría los
tormentos que me destina la infinita Justicia. En tierra alguna es
desconocido mi nombre; soy Abenjacán el Bojarí y he regido las tribus del
desierto con un cetro de hierro. Durante muchos años las despojé, con
asistencia de mi primo Zaid, pero Dios oyó mi clamor y sufrió que se
rebelaran. Mis gentes fueron rotas y acuchilladas; yo alcancé a huir con el
tesoro recaudado en mis años de expoliación. Zaid me guió al sepulcro de un
santo, al pie de una montaña de piedra. Le ordené a mi esclavo que vigilara
la cara del desierto; Zaid y yo dormimos, rendidos. Esa noche creí que me
aprisionaba una red de serpientes. Desperté con horror; a mi lado, en el alba,
dormía Zaid; el roce de una telaraña en mi carne me había hecho soñar aquel
sueño. Me dolió que Zaid, que era cobarde, durmiera con tanto reposo.
Consideré que el tesoro no era infinito y que él podía reclamar una parte. En
mi cinto estaba la daga con empuñadura de plata; la desnudé y le atravesé la
garganta. En su agonía balbuceó unas palabras que no pude entender. Lo
miré; estaba muerto, pero yo temí que se levantara y le ordené al esclavo que
le deshiciera la cara con una roca. Después erramos bajo el cielo y un día
divisamos un mar. Lo surcaban buques muy altos; pensé que un muerto no
podría andar por el agua y decidí buscar otras tierras. La primera noche que
navegamos soñé que yo mataba a Zaid. Todo se repitió, pero yo entendí sus
palabras. Decía: Como ahora me borras te borraré, dondequiera que estés.
He jurado frustrar esa amenaza; me ocultaré en el centro de un laberinto

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para que su fantasma se pierda.”»Dicho lo cual, se fue. Allaby trató de pensar
que el moro estaba loco y que el absurdo laberinto era un símbolo y un claro
testimonio de su locura. Luego reflexionó que esa explicación condecía con el
extravagante edificio y con el extravagante relato, no con la enérgica
impresión que dejaba el hombre Abenjacán. Quizá tales historias fueran
comunes en los arenales egipcios, quizá tales rarezas correspondieran (como
los dragones de Plinio) menos a una persona que a una cultura... Allaby, en
Londres, revisó números atrasados del Times; comprobó la verdad de la
rebelión y de una subsiguiente derrota del Bojarí y de su visir, que tenía fama
de cobarde.»Aquél, apenas concluyeron los albañiles, se instaló en el centro
del laberinto. No lo vieron más en el pueblo; a veces Allaby temió que Zaid ya
lo hubiera alcanzado y aniquilado. En las noches el viento nos traía el rugido
del león, y las ovejas del redil se apretaban con un antiguo miedo.» Solían
anclar en la pequeña bahía, rumbo a Cardiff o a Bristol, naves de puertos
orientales. El esclavo descendía del laberinto (que entonces, lo recuerdo, no
era rosado, sino de color carmesí) y cambiaba palabras africanas con las
tripulaciones y parecía buscar entre los hombres el fantasma del visir. Era
fama que tales embarcaciones traían contrabando, y si de alcoholes o
marfiles prohibidos, ¿por qué no, también, de sombras de muertos?» A los
tres años de erigida la casa, ancló al pie de los cerros el Rose of Sharon. No
fui de los que vieron ese velero y tal vez en la imagen que tengo de él,
influyen olvidadas litografías de Aboukir o de Trafalgar, pero entiendo que
era de esos barcos muy trabajados que no parecen obra de naviero, sino de
carpintero y menos de carpintero que de ebanista. Era (si no en la realidad,

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en mis sueños) bruñido, oscuro, silencioso y veloz, y lo tripulaban árabes y
malayos.»Ancló en el alba de uno de los días de octubre. Hacia el atardecer,
Abenjacán irrumpió en casa de Allaby. Lo dominaba la pasión del terror;
apenas pudo articular que Zaid ya había entrado en el laberinto y que su
esclavo y su león habían perecido. Seriamente preguntó si las autoridades
podrían ampararlo. Antes que Allaby respondiera, se fue, como si lo
arrebatara el mismo terror que lo había traído a esa casa, por segunda y
última vez. Allaby, solo en su biblioteca, pensó con estupor que ese temeroso
había oprimido en el Sudán a tribus de hierro y sabía qué cosa es una batalla
y qué cosa es matar. Advirtió, al otro día, que ya había zarpado el velero
(rumbo a Suakin en el Mar Rojo, se averiguó después). Reflexionó que su
deber era comprobar la muerte del esclavo y se dirigió al laberinto. El
jadeante relato del Bojarí le pareció fantástico, pero en un recodo de las
galerías dio con el león, y el león estaba muerto, y en otro, con el esclavo, que
estaba muerto, y en la cámara central con el Bojarí, a quien le habían
destrozado la cara. A los pies del hombre había un arca taraceada de nácar;
alguien había forzado la cerradura y no quedaba ni una sola moneda.

Los períodos finales, agravados de pausas oratorias, querían ser elocuentes;


Unwin adivinó que Dunraven los había emitido muchas veces, con idéntico
aplomo y con idéntica ineficacia. Preguntó, para simular interés:

—¿Cómo murieron el león y el esclavo?

La incorregible voz contestó con sombría satisfacción:

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—También les había destrozado la cara.

Al ruido de los pasos se agregó el ruido de la lluvia. Unwin pensó que


tendrían que dormir en el laberinto, en la cámara central del relato, y que en
el recuerdo esa larga incomodidad sería una aventura. Guardó silencio:
Dunraven no pudo contenerse y le preguntó, como quien no perdona una
deuda:

—¿No es inexplicable esta historia?

Unwin le respondió, como si pensara en voz alta:

—No sé si es explicable o inexplicable. Sé que es mentira.

Dunraven prorrumpió en malas palabras e invocó el testimonio del hijo


mayor del rector (Allaby, parece, había muerto) y de todos los vecinos de
Pentreath. No menos atónito que Dunraven, Unwin se disculpó. El tiempo,
en la oscuridad, parecía más largo; los dos temieron haber extraviado el
camino y estaban muy cansados cuando una tenue claridad superior les
mostró los peldaños iniciales de una angosta escalera. Subieron y llegaron a
una ruinosa habitación redonda. Dos signos perduraban del tenor del
malhadado rey: una estrecha ventana que dominaba los páramos y el mar y
en el suelo una trampa que se abría sobre la curva de la escalera. La
habitación, aunque espaciosa, tenía mucho de celda carcelaria.

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Menos instados por la lluvia que por el afán de vivir para la rememoración y
la anécdota, los amigos hicieron noche en el laberinto. El matemático durmió
con tranquilidad; no así el poeta, acosado por versos que su razón juzgaba
detestables:

Faceless the sultry and overpowering lion, Faceless the stricken slave,
faceless the king.

Unwin creía que no le había interesado la historia de la muerte del Bojarí,


pero se despertó con la convicción de haberla descifrado. Todo aquel día
estuvo preocupado y huraño, ajustando y reajustando las piezas, y tres o
cuatro noches después, citó a Dunraven en una cervecería de Londres y le
dijo estas o parecidas palabras:

—En Cornwall dije que era mentira la historia que te oí. Los hechos eran
ciertos, o podían serlo, pero contados como tú los contaste, eran, de un modo
manifiesto, mentiras. Empezaré por la mayor mentira de todas, por el
laberinto increíble. Un fugitivo no se oculta en un laberinto. No erige un
laberinto sobre un alto lugar de la costa, un laberinto carmesí que avistan
desde lejos los marineros. No precisa erigir un laberinto, cuando el universo
ya lo es. Para quien verdaderamente quiere ocultarse, Londres es mejor
laberinto que un mirador al que conducen todos los corredores de un
edificio. La sabia reflexión que ahora te someto me fue deparada antenoche,
mientras oíamos llover sobre el laberinto y esperábamos que el sueño nos
visitara; amonestado y mejorado por ella, opté por olvidar tus absurdidades
y pensar en algo sensato.
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—En la teoría de los conjuntos, digamos, o en una cuarta dimensión del
espacio—observó Dunraven.

—No—dijo Unwin con seriedad—. Pensé en el laberinto de Creta. El laberinto


cuyo centro era un hombre con cabeza de toro.

Dunraven, versado en obras policiales, pensó que la solución del misterio


siempre es inferior al misterio. El misterio participa de lo sobrenatural y aun
de lo divino; la solución, del juego de manos. Dijo, para aplazar lo inevitable:

—Cabeza de toro tiene en medallas y esculturas el minotauro. Dante lo


imaginó con cuerpo de toro y cabeza de hombre.

—También esa versión me conviene—Unwin asintió—. Lo que importa es la


correspondencia de la casa monstruosa con el habitante monstruoso. El
minotauro justifica con creces la existencia del laberinto. Nadie dirá lo
mismo de una amenaza percibida en un sueño. Evocada la imagen del
minotauro (evocación fatal en un caso en que hay un laberinto), el problema,
virtualmente, estaba resuelto. Sin embargo, confieso que no entendí que esa
antigua imagen era la clave y así fue necesario que tu relato me suministrara
un símbolo más preciso: la telaraña.

—¿La telaraña?—repitió, perplejo, Dunraven.

—Sí. Nada me asombraría que la telaraña (la forma universal de la telaraña,


entendamos bien, la telaraña de Platón) hubiera sugerido al asesino (porque
hay un asesino) su crimen. Recordarás que el Bojarí, en una tumba, soñó con

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una red de serpientes y que al despertar descubrió que una telaraña le había
sugerido aquel sueño. Volvamos a esa noche en que el Bojarí soñó con una
red. El rey vencido y el visir y el esclavo huyen por el desierto con un tesoro.
Se refugian en una tumba. Duerme el visir, de quien sabemos que es un
cobarde; no duerme el rey, de quien sabemos que es un valiente. El rey, para
no compartir el tesoro con el visir, lo mata de una cuchillada; su sombra lo
amenaza en un sueño, noches después. Todo esto es increíble; yo entiendo
que los hechos ocurrieron de otra manera. Esa noche durmió el rey, el
valiente, y veló Zaid, el cobarde. Dormir es distraerse del universo, y la
distracción es difícil para quien sabe que lo persiguen con espadas desnudas.
Zaid, ávido, se inclinó sobre el sueño de su rey. Pensó en matarlo (quizá jugó
con el puñal), pero no se atrevió. Llamó al esclavo, ocultaron parte del tesoro
en la tumba, huyeron a Suakin y a Inglaterra. No para ocultarse del Bojarí,
sino para atraerlo y matarlo construyó a la vista del mar el alto laberinto de
muros rojos. Sabía que las naves llevarían a los puertos de Nubia la fama del
hombre bermejo, del esclavo y del león, y que, tarde o temprano, el Bojarí lo
vendría a buscar en su laberinto. En el último corredor de la red esperaba la
trampa. El Bojarí lo despreciaba infinitamente; no se rebajaría a tomar la
menor precaución. El día codiciado llegó; Abenjacán desembarcó en
Inglaterra, caminó hasta la puerta del laberinto, barajó los ciegos corredores
y ya había pisado, tal vez, los primeros peldaños cuando su visir lo mató, no
sé si de un balazo, desde la trampa. El esclavo mataría al león y otro balazo
mataría al esclavo. Luego Zaid deshizo las tres caras con una piedra. Tuvo
que obrar así; un solo muerto con la cara deshecha hubiera sugerido un

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problema de identidad, pero la fiera, el negro y el rey formaban una serie y,
dados los dos términos iniciales, todos postularían el último. No es raro que
lo dominara el temor cuando habló con Allaby; acababa de ejecutar la
horrible faena y se disponía a huir de Inglaterra para recuperar el tesoro.

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Un silencio pensativo, o incrédulo, siguió a las palabras de Unwin. Dunraven


pidió otro jarro de cerveza antes de opinar.

—Acepto—dijo—que mi Abenjacán sea Zaid. Tales metamorfosis, me dirás,


son clásicos artificios del género, son verdaderas convenciones cuya
observación exige el lector. Lo que me resisto a admitir es la conjetura de que
una porción del tesoro quedara en el Sudán. Recuerda que Zaid huía del rey
y de los enemigos del rey; más fácil es imaginarlo robándose todo el tesoro
que demorándose a enterrar una parte. Quizá no se encontraron monedas
porque no quedaban monedas; los albañiles habrían agotado un caudal que,
a diferencia del oro rojo de los Nibelungos, no era infinito. Tendríamos así a
Abenjacán atravesando el mar para reclamar un tesoro dilapidado.

—Dilapidado, no—dijo Unwin—. Invertido en armar en tierra de infieles una


gran trampa circular de ladrillo destinada a apresarlo y aniquilarlo. Zaid, si
tu conjetura es correcta, procedió urgido por el odio y por el temor y no por
la codicia. Robó el tesoro y luego comprendió que el tesoro no era lo esencial
para él. Lo esencial era que Abenjacán pereciera. Simuló ser Abenjacán,
mató a Abenjacán y finalmente fue Abenjacán.

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—Sí—confirmó Dunraven—. Fue un vagabundo que, antes de ser nadie en la
muerte, recordaría haber sido un rey o haber fingido ser un rey, algún día.

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en el libro El Aleph

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