Borges Abenjacán El Bojarí
Borges Abenjacán El Bojarí
Borges Abenjacán El Bojarí
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—Por diversas razones—fue la respuesta—. En primer lugar, esa casa es un
laberinto. En segundo lugar, la vigilaban un esclavo y un león. En tercer
lugar, se desvaneció un tesoro secreto. En cuarto lugar, el asesino estaba
muerto cuando el asesinato ocurrió. En quinto lugar...
—No multipliques los misterios—le dijo—. Éstos deben ser simples. Recuerda
la carta robada de Poe, recuerda el cuarto cerrado de Zangwill.
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el invisible muro. Unwin, lento en la sombra, oyó de boca de su amigo la
historia de la muerte de Abenjacán.
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para que su fantasma se pierda.”»Dicho lo cual, se fue. Allaby trató de pensar
que el moro estaba loco y que el absurdo laberinto era un símbolo y un claro
testimonio de su locura. Luego reflexionó que esa explicación condecía con el
extravagante edificio y con el extravagante relato, no con la enérgica
impresión que dejaba el hombre Abenjacán. Quizá tales historias fueran
comunes en los arenales egipcios, quizá tales rarezas correspondieran (como
los dragones de Plinio) menos a una persona que a una cultura... Allaby, en
Londres, revisó números atrasados del Times; comprobó la verdad de la
rebelión y de una subsiguiente derrota del Bojarí y de su visir, que tenía fama
de cobarde.»Aquél, apenas concluyeron los albañiles, se instaló en el centro
del laberinto. No lo vieron más en el pueblo; a veces Allaby temió que Zaid ya
lo hubiera alcanzado y aniquilado. En las noches el viento nos traía el rugido
del león, y las ovejas del redil se apretaban con un antiguo miedo.» Solían
anclar en la pequeña bahía, rumbo a Cardiff o a Bristol, naves de puertos
orientales. El esclavo descendía del laberinto (que entonces, lo recuerdo, no
era rosado, sino de color carmesí) y cambiaba palabras africanas con las
tripulaciones y parecía buscar entre los hombres el fantasma del visir. Era
fama que tales embarcaciones traían contrabando, y si de alcoholes o
marfiles prohibidos, ¿por qué no, también, de sombras de muertos?» A los
tres años de erigida la casa, ancló al pie de los cerros el Rose of Sharon. No
fui de los que vieron ese velero y tal vez en la imagen que tengo de él,
influyen olvidadas litografías de Aboukir o de Trafalgar, pero entiendo que
era de esos barcos muy trabajados que no parecen obra de naviero, sino de
carpintero y menos de carpintero que de ebanista. Era (si no en la realidad,
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en mis sueños) bruñido, oscuro, silencioso y veloz, y lo tripulaban árabes y
malayos.»Ancló en el alba de uno de los días de octubre. Hacia el atardecer,
Abenjacán irrumpió en casa de Allaby. Lo dominaba la pasión del terror;
apenas pudo articular que Zaid ya había entrado en el laberinto y que su
esclavo y su león habían perecido. Seriamente preguntó si las autoridades
podrían ampararlo. Antes que Allaby respondiera, se fue, como si lo
arrebatara el mismo terror que lo había traído a esa casa, por segunda y
última vez. Allaby, solo en su biblioteca, pensó con estupor que ese temeroso
había oprimido en el Sudán a tribus de hierro y sabía qué cosa es una batalla
y qué cosa es matar. Advirtió, al otro día, que ya había zarpado el velero
(rumbo a Suakin en el Mar Rojo, se averiguó después). Reflexionó que su
deber era comprobar la muerte del esclavo y se dirigió al laberinto. El
jadeante relato del Bojarí le pareció fantástico, pero en un recodo de las
galerías dio con el león, y el león estaba muerto, y en otro, con el esclavo, que
estaba muerto, y en la cámara central con el Bojarí, a quien le habían
destrozado la cara. A los pies del hombre había un arca taraceada de nácar;
alguien había forzado la cerradura y no quedaba ni una sola moneda.
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—También les había destrozado la cara.
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Menos instados por la lluvia que por el afán de vivir para la rememoración y
la anécdota, los amigos hicieron noche en el laberinto. El matemático durmió
con tranquilidad; no así el poeta, acosado por versos que su razón juzgaba
detestables:
Faceless the sultry and overpowering lion, Faceless the stricken slave,
faceless the king.
—En Cornwall dije que era mentira la historia que te oí. Los hechos eran
ciertos, o podían serlo, pero contados como tú los contaste, eran, de un modo
manifiesto, mentiras. Empezaré por la mayor mentira de todas, por el
laberinto increíble. Un fugitivo no se oculta en un laberinto. No erige un
laberinto sobre un alto lugar de la costa, un laberinto carmesí que avistan
desde lejos los marineros. No precisa erigir un laberinto, cuando el universo
ya lo es. Para quien verdaderamente quiere ocultarse, Londres es mejor
laberinto que un mirador al que conducen todos los corredores de un
edificio. La sabia reflexión que ahora te someto me fue deparada antenoche,
mientras oíamos llover sobre el laberinto y esperábamos que el sueño nos
visitara; amonestado y mejorado por ella, opté por olvidar tus absurdidades
y pensar en algo sensato.
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—En la teoría de los conjuntos, digamos, o en una cuarta dimensión del
espacio—observó Dunraven.
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una red de serpientes y que al despertar descubrió que una telaraña le había
sugerido aquel sueño. Volvamos a esa noche en que el Bojarí soñó con una
red. El rey vencido y el visir y el esclavo huyen por el desierto con un tesoro.
Se refugian en una tumba. Duerme el visir, de quien sabemos que es un
cobarde; no duerme el rey, de quien sabemos que es un valiente. El rey, para
no compartir el tesoro con el visir, lo mata de una cuchillada; su sombra lo
amenaza en un sueño, noches después. Todo esto es increíble; yo entiendo
que los hechos ocurrieron de otra manera. Esa noche durmió el rey, el
valiente, y veló Zaid, el cobarde. Dormir es distraerse del universo, y la
distracción es difícil para quien sabe que lo persiguen con espadas desnudas.
Zaid, ávido, se inclinó sobre el sueño de su rey. Pensó en matarlo (quizá jugó
con el puñal), pero no se atrevió. Llamó al esclavo, ocultaron parte del tesoro
en la tumba, huyeron a Suakin y a Inglaterra. No para ocultarse del Bojarí,
sino para atraerlo y matarlo construyó a la vista del mar el alto laberinto de
muros rojos. Sabía que las naves llevarían a los puertos de Nubia la fama del
hombre bermejo, del esclavo y del león, y que, tarde o temprano, el Bojarí lo
vendría a buscar en su laberinto. En el último corredor de la red esperaba la
trampa. El Bojarí lo despreciaba infinitamente; no se rebajaría a tomar la
menor precaución. El día codiciado llegó; Abenjacán desembarcó en
Inglaterra, caminó hasta la puerta del laberinto, barajó los ciegos corredores
y ya había pisado, tal vez, los primeros peldaños cuando su visir lo mató, no
sé si de un balazo, desde la trampa. El esclavo mataría al león y otro balazo
mataría al esclavo. Luego Zaid deshizo las tres caras con una piedra. Tuvo
que obrar así; un solo muerto con la cara deshecha hubiera sugerido un
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problema de identidad, pero la fiera, el negro y el rey formaban una serie y,
dados los dos términos iniciales, todos postularían el último. No es raro que
lo dominara el temor cuando habló con Allaby; acababa de ejecutar la
horrible faena y se disponía a huir de Inglaterra para recuperar el tesoro.
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—Sí—confirmó Dunraven—. Fue un vagabundo que, antes de ser nadie en la
muerte, recordaría haber sido un rey o haber fingido ser un rey, algún día.
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en el libro El Aleph
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