Texto Vicente Undurraga
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Texto Vicente Undurraga
Vicente Undurraga
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destemplados, otras muy ponderados, pero siempre con poca o nula
conexión con el resumen previo y con el resto de la producción
literaria del autor y de su tiempo. Para resúmenes opinados, nada
mejor que el imperecedero Rincón del Vago.
La reseña –el escaparate que muestra, resume o a veces, lisa
y llanamente, replica un texto de contraportada– es parte de la
agenda de panoramas culturales de un diario o suplemento. La
crítica es otra cosa. Pensamiento analítico y propositivo sobre la
literatura. Friedrich Schlegel lo decía con énfasis: “La crítica es el
arte de matar en la literatura lo que solo vive en apariencia”. Es
decir, la crítica, a diferencia de la reseña informativa y del paper
de tal o cual corriente académica en boga, ha de imponerse a las
ondas, al flujo tantas veces descarado de menciones amistosas
o convenientes, pues en caso contrario, como diría otro gran
crítico alemán, Marcel Reich-Ranicki, los lectores tendrán que
acostumbrarse a ver cuán desoladoramente “la tibia lluvia de los
favores mutuos cae sobre el paisaje yermo”.
Junto con el hermetismo estéril, contar de qué se trata un libro
debe ser uno de los peores lastres de la crítica. Es un comodín
que evita pensar, definir posiciones, espigar y apostar. Una cosa es
aludir a determinado pasaje, referirlo en función de algún aspecto
de la obra que se quiera destacar, y otra es resumir capítulo por
capítulo toda una trama o uno por uno un conjunto de cuentos.
Resumir es en la crítica como simular estar tocando un instrumento
cuando se baila: puede ser parte del cometido, por supuesto, pero
si alguien, como se ve comúnmente en matrimonios, quiere ocultar
su incapacidad de baile simulando tocar la guitarra o la batería,
el resultado suele ser penoso.
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vez se apoye en un concepto de lo literario, un concepto flexible
y dinámico, naturalmente, y también en otros libros, del autor y
de la época (o de cuando sea), de modo que la lectura del texto
sea proyectada al contexto literario y cultural para alumbrar sus
alcances y posibles implicancias estéticas. También ha de tener citas.
No es lo mismo citar que rellenar para ostentar –u ostentar para
rellenar–. La cita es una de las herramientas esenciales de la crítica
para llevar a cabo lo que un escritor y crítico agudo y divertido
como Martin Amis llamó la guerra contra el cliché. Amis sostiene
que, a contrapelo de “los partidarios a ultranza del criticismo, no
hay forma de distinguir lo excelente de lo que no lo es tanto”. Al
citar eficazmente –sin adormecer–, el crítico demuestra que lo que
dice, por ocurrente que sea, se refrenda en el texto referido. Y de
ese modo lleva a cabo convincentemente uno de sus cometidos
centrales: diluir al máximo posible esa zona confusa y en cierto
modo nociva que es la medianía literaria, donde cunde lo más o
menos, lo ya transitado, lo formulario, lo tibio.
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cultural local, que es tan presemiótico que da lata”. En Chile ha
habido siempre críticos de calidad, pero atomizados, por lo que
acceder a ellos se vuelve algo exclusivo, casi excluyente, pues no
siempre ocupan las plazas más visibles. Enrique Lihn es un buen
ejemplo de esto: sin haber sido crítico oficial –escribía sin miedo
y sin medio–, ha quedado como uno de los críticos clave del país.
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porque para él la crítica no es ciencia, pues mientras “esta trata
de los sentidos, aquella los produce”. La crítica como productora
de sentidos es una idea tentadora como definición. La argentina
María Moreno, a quien nada parece serle indiferente pero que a
cambio todo lo mira diferentemente, es maestra en este arte de
leer crítica y creativamente, con atrevimiento, y por eso en los
textos de su libro Subrayados no se arruga al señalar lo que a su
juicio es la “senil” presunción sexual de Coetzee, que “no cesa de
salpicar con su solemne semen de humanista cada una de sus
últimas novelas”.
Hacia el final de Crítica y verdad, Barthes habla de la crítica como
una lectura perfilada, una lectura que toma riesgos al inclinarse
por tal o cual sentido que puede desprenderse de un texto, una
lectura que “redistribuye los elementos de la obra de modo de darle
cierta inteligencia”. A nada de esto se opone el placer de la lectura;
al contrario, es su motor. Ante todo, el crítico es un lector-perito,
alguien que escrudiña detrás de lo que hay para ver lo que hubo,
lo que hay y lo que puede haber; alguien que, según la fórmula
del crítico chileno Jaime Concha, “lee al trasluz”. El crítico como
un lector que desea y que, en un trance de voluptuosidad, cambia
de deseo y pasa de leer a escribir sobre lo leído.
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Bianchi, por ejemplo. La mejor tradición literaria que ha dado Chile
merece y necesita una tribuna que semanal y libremente dé cuenta
de la poesía que se publica en este país, alguna excelente, mucha
muy buena, mucha muy mala y sobre todo mucha que sin ser
mala no es buena. Quizás una de las tareas principales de la crítica
sea ni más ni menos que esa: avisar cuando surge una obra que
además de valiosa sea intransferible, es decir una escritura cuyas
virtudes no sean atribuibles a cualquier autor de la plaza porque
una serie de singularidades la hacen diferente, inusitada, única.
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literaria” planteándose justamente esto: “¿Cuándo puede o debe
un crítico cargarse a un autor?”. Es tan necesario que el crítico
alce la voz cuando descubre una voz nueva o valiosa como cuando
una obra mediocre se instala, por “la tibia lluvia de los favores
mutuos” o por la razón que sea, como una gran obra. Entonces,
la demolición se vuelve constructiva y una crítica dura y ruda no
es una paliza sin sentido sino lo que Reich-Ranicki llama “una
defensa agresiva de la literatura”, lo que es perfectamente válido
siempre que se haga sin personalismos ni sesgos moralizantes
respecto de los contenidos, porque eso sería retroceder a esa época
espinosa donde condenaban a Flaubert y Baudelaire por mostrar
lo mucho que de no edificante hay en este mundo.
Estando como estamos en el ámbito de lo incierto, lo deseable
sería que el crítico acometiera su labor sin el tono y la severidad
del policía –que detiene y encierra–, ni del juez –que dictamina–
ni del recadero –que notifica–, sino con la inteligencia del fiscal,
que aportando materiales y pruebas, aun manipuladas, induce,
propicia juicios, pero no los dicta. Una alucinante demostración
de esto se encuentra, justamente, en las actas de los juicios contra
Baudelaire por Las flores del mal y contra Flaubert por Madame
Bovary. Publicadas hace un par de años por la editorial argentina
Mardulce, en ellas se ve a fiscales y defensores haciendo un
extremado despliegue de argumentos para establecer el sentido
de ambos textos y, según eso, tomar las decisiones del caso. Es
un extraordinario ejemplo de gran crítica literaria producida de
chiripa.
Uno de los pasajes más intrigantes de la canción “Quién mató a
Gaete” de Mauricio Redolés dice: “Lo mató la crítica literaria chilena /
¡Qué güena!”. ¿Qué querrá decir el poeta? Quizás, justamente, que
muchos críticos han entendido su oficio como el de policía, juez
o recadero. Más que un quehacer combativo, la crítica podría
ser un arte discreto y fino que con total independencia procure
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desinflar lo que siendo más liviano que globo de helio pasa por
sólido y, de vuelta, relevando lo que por inusitado o extraño pasa
por insustancial. Respecto de esto, la crítica podría hacer suya la
idea de William Carlos Williams de que “lo nuevo nunca proviene
de lo perfecto” y bajo esa premisa buscar, detectar y proyectar, en
vez de pedirle una y otra vez a las obras que sean lo que no son.
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libros, también estos son unos hechos. Y, por lo tanto, también
pueden ser descritos por la crítica”.
¿Para qué sirve la crítica literaria? Para pensar y relacionar
los hechos de este mundo y los hechos a los que esos hechos dan
pie: los libros. Para mediar entre editores y lectores. Para seguir
leyendo.
¿Qué sería deseable para un crítico? Intuición, olfato, arrojo,
estilo, claridad; cualquier cosa menos lo confuso o lo elusivo. Cierta
arbitrariedad, cierta ecuanimidad. Algún grado de humor, por qué
no. Humildad (“de los defectos de un gran escritor se debe hablar
con respeto”, decía el filósofo colombiano Nicolás Gómez Dávila).
Sutileza. Malicia, tal vez. Prejuicios y capacidad de revisión de esos
prejuicios, pensamientos, citas pertinentes y cierta prescindencia;
evitando la socialite y, hoy por hoy, la red-socialite literaria, un
crítico sortea lo que Cyril Connolly describió inmejorablemente:
“Una de las visiones más desagradables en la selva es la del crítico
que acaba convertido en indígena. En lugar de luchar contra la
vegetación, sucumbe a ella y, correteando sin pausa de flor en flor,
da la bienvenida a cada una con gritos de ‘¡Genial!’. ‘¡Qué elegancia,
qué ironía y distinción, qué apasionada sinceridad!’”.
Es interesante ver cómo el cambio de contexto invierte el valor
de uso de ciertas sentencias, como cuando Nicanor Parra utilizó
promocionalmente los denuestos del cura Prudencio Salvatierra
o Alberto Fuguet los del cura Ignacio Valente. O cuando se mira
cómo el paso del tiempo da vuelta el sentido de las valoraciones
críticas, y así por ejemplo lo que Marcelino Menéndez Pelayo dijera
hace años sobre “Las soledades” de Góngora, denostándolas, hoy
se podría predicar de ese mismo poema o de otro –de Beckett o de
Lezama Lima, por ejemplo– pero en sentido contrario, elogioso:
“Una apariencia o sombra de poema, enteramente privado de
alma. Solo con extravagancias de dicción intentaba suplir la
ausencia de todo”.
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Señales de ruta cambiantes, como se ve, son las críticas, que
pueden orientar o extraviar al lector en la inmensidad de los
libros existentes. El que lee siempre tendrá en sus manos, junto
al libro que ha tomado, el fantasma de los infinitos que ha dejado
de lado. Quizás la crítica exista para no llegar siempre tan solos
a ese momento.
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