Texto Vicente Undurraga

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Contra lo tibio

Vicente Undurraga

¿Se lee crítica literaria? ¿Existen lectores de ese género derivado,


de ese discurso de segundo orden –aunque autónomo–, de ese
tipo de escritura referida siempre a otra? Hay que decir que sí,
de partida, porque mucho en el ámbito de la producción textual
es susceptible de ser considerado crítica literaria: pasajes de
novelas y de memorias, crónicas periodísticas, diarios y cartas
de escritores, blogs de lectores, columnas de opinión, prólogos y
epílogos, contratapas e incluso solapas, a veces. Ni hablar de ese
género secreto que son los informes de lectura para editoriales,
que muy de tarde en tarde toman forma de libro, como es el caso
de los reportes del español Gabriel Ferrater o del genial italiano
Roberto “Bobby” Bazlen, verdaderas joyas críticas. Todo es crítica
literaria, menos la crítica literaria, podría decirse parafraseando
un célebre verso chileno.

El problema –si lo hay– es que, por lo general, cuando se habla de


crítica se suele aludir, por su proliferación y ubicuidad, a resúmenes,
sean periodísticos o académicos, que tienen poco que ver con el
trabajo crítico, es decir, con el quehacer de pensadores abocados
a escudriñar la literatura, descubrir y describir sus corrientes y
napas y, en lo posible, catalogar y encauzar las que les parezcan
mejores, más ricas. Inútil hacer distinciones taxativas entre críticas
y reseñas, pero tampoco se puede caer en su absoluta confusión.
Las reseñas responden a la lógica informativa de los medios y
consisten, en el mejor de los casos, en un resumen del libro y, en
el peor, en ese mismo resumen aderezado con dictámenes a veces

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destemplados, otras muy ponderados, pero siempre con poca o nula
conexión con el resumen previo y con el resto de la producción
literaria del autor y de su tiempo. Para resúmenes opinados, nada
mejor que el imperecedero Rincón del Vago.
La reseña –el escaparate que muestra, resume o a veces, lisa
y llanamente, replica un texto de contraportada– es parte de la
agenda de panoramas culturales de un diario o suplemento. La
crítica es otra cosa. Pensamiento analítico y propositivo sobre la
literatura. Friedrich Schlegel lo decía con énfasis: “La crítica es el
arte de matar en la literatura lo que solo vive en apariencia”. Es
decir, la crítica, a diferencia de la reseña informativa y del paper
de tal o cual corriente académica en boga, ha de imponerse a las
ondas, al flujo tantas veces descarado de menciones amistosas
o convenientes, pues en caso contrario, como diría otro gran
crítico alemán, Marcel Reich-Ranicki, los lectores tendrán que
acostumbrarse a ver cuán desoladoramente “la tibia lluvia de los
favores mutuos cae sobre el paisaje yermo”.
Junto con el hermetismo estéril, contar de qué se trata un libro
debe ser uno de los peores lastres de la crítica. Es un comodín
que evita pensar, definir posiciones, espigar y apostar. Una cosa es
aludir a determinado pasaje, referirlo en función de algún aspecto
de la obra que se quiera destacar, y otra es resumir capítulo por
capítulo toda una trama o uno por uno un conjunto de cuentos.
Resumir es en la crítica como simular estar tocando un instrumento
cuando se baila: puede ser parte del cometido, por supuesto, pero
si alguien, como se ve comúnmente en matrimonios, quiere ocultar
su incapacidad de baile simulando tocar la guitarra o la batería,
el resultado suele ser penoso.

Para tomar partido sobre un texto, la crítica ha de tener un


punto de vista que se base en ese mismo texto, en el análisis y la
puesta en relación de sus características internas, pero que a la

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vez se apoye en un concepto de lo literario, un concepto flexible
y dinámico, naturalmente, y también en otros libros, del autor y
de la época (o de cuando sea), de modo que la lectura del texto
sea proyectada al contexto literario y cultural para alumbrar sus
alcances y posibles implicancias estéticas. También ha de tener citas.
No es lo mismo citar que rellenar para ostentar –u ostentar para
rellenar–. La cita es una de las herramientas esenciales de la crítica
para llevar a cabo lo que un escritor y crítico agudo y divertido
como Martin Amis llamó la guerra contra el cliché. Amis sostiene
que, a contrapelo de “los partidarios a ultranza del criticismo, no
hay forma de distinguir lo excelente de lo que no lo es tanto”. Al
citar eficazmente –sin adormecer–, el crítico demuestra que lo que
dice, por ocurrente que sea, se refrenda en el texto referido. Y de
ese modo lleva a cabo convincentemente uno de sus cometidos
centrales: diluir al máximo posible esa zona confusa y en cierto
modo nociva que es la medianía literaria, donde cunde lo más o
menos, lo ya transitado, lo formulario, lo tibio.

Hay un cierto apocamiento de la crítica en estos tiempos.


Más que poca autoestima de quienes ejercen el oficio, hay una
mirada en menos, una suspicacia despreciativa hacia el ejercicio
y el estatuto de la crítica literaria, como si todo lo que ostente
algún grado de autoridad hoy por hoy fuese de por sí negativo,
sospechoso. Esto es lamentable en una época de hiperabundancia
de información y opiniones, donde el crítico podría cumplir un rol
poco menos que de utilidad pública. Ese menoscabo se refrenda
cada vez que se oyen expresiones que insinúan que todo crítico
es un escritor frustrado o un perdedor con tribuna. Con gracia y
claridad lo describió hace unos años el escritor Marcelo Mellado:
“Gracias al gurú Roland Barthes la crítica cuenta con un estatuto
estético-cultural superpotente, por lo que nuestros críticos no
tienen por qué tener esa sensación minusválida que les da el orden

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cultural local, que es tan presemiótico que da lata”. En Chile ha
habido siempre críticos de calidad, pero atomizados, por lo que
acceder a ellos se vuelve algo exclusivo, casi excluyente, pues no
siempre ocupan las plazas más visibles. Enrique Lihn es un buen
ejemplo de esto: sin haber sido crítico oficial –escribía sin miedo
y sin medio–, ha quedado como uno de los críticos clave del país.

La llamada doble militancia no solo es válida, sino valiosa. Un


crítico es un escritor. Y como tal muchas veces salta la valla papal
y se entrega a la ficción, el verso, la crónica o las memorias. Todo
dependerá, por cierto, de los resultados, pero en teoría la doble
militancia es, sino una cuestión ventajosa, una posibilidad lícita,
jamás una contradicción. Ahí están, por ejemplo, los notables casos
de Cristián Huneeus, Elvira Hernández o Alejandro Zambra. Bien
mirado, el concepto de doble militancia es equívoco o derechamente
equivocado: quien ejerce la escritura creativa o autobiográfica y
escribe también sobre otras obras no milita en dos bandos, solo
intensifica su escritura. Está lleno de escritores creativos que
son o han sido grandes críticos: Denise Levertov, W. H. Auden,
Tamara Kamenszain, Joseph Brodsky, José Lezama Lima, Pier Paolo
Pasolini, Rafael Cadenas, Natalia Ginzburg, Octavio Paz y Wislawa
Szymborska, solo por mencionar algunos casos sobresalientes.
También muchos críticos han sido excelentes escritores: los
peruanos José Carlos Mariátegui y Luis Loayza, los ingleses V. S.
Pritchett y Cyril Connolly, los chilenos Luis Oyarzún y Martín
Cerda, la argentina Beatriz Sarlo. Y, cómo no, Roland Barthes, que
se enfrentó bestialmente a la crítica francesa conservadora, pero
no para acabar con ella sino para vitalizarla, para hacerla hablar.
Para Barthes, la crítica era la tarea de darle un sentido a una
obra a partir del análisis de sus mecanismos y particularidades
estructurales, pero siempre desde una subjetividad gozosa que
nunca opuso a la seriedad o a la cientificidad, por lo pronto

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porque para él la crítica no es ciencia, pues mientras “esta trata
de los sentidos, aquella los produce”. La crítica como productora
de sentidos es una idea tentadora como definición. La argentina
María Moreno, a quien nada parece serle indiferente pero que a
cambio todo lo mira diferentemente, es maestra en este arte de
leer crítica y creativamente, con atrevimiento, y por eso en los
textos de su libro Subrayados no se arruga al señalar lo que a su
juicio es la “senil” presunción sexual de Coetzee, que “no cesa de
salpicar con su solemne semen de humanista cada una de sus
últimas novelas”.
Hacia el final de Crítica y verdad, Barthes habla de la crítica como
una lectura perfilada, una lectura que toma riesgos al inclinarse
por tal o cual sentido que puede desprenderse de un texto, una
lectura que “redistribuye los elementos de la obra de modo de darle
cierta inteligencia”. A nada de esto se opone el placer de la lectura;
al contrario, es su motor. Ante todo, el crítico es un lector-perito,
alguien que escrudiña detrás de lo que hay para ver lo que hubo,
lo que hay y lo que puede haber; alguien que, según la fórmula
del crítico chileno Jaime Concha, “lee al trasluz”. El crítico como
un lector que desea y que, en un trance de voluptuosidad, cambia
de deseo y pasa de leer a escribir sobre lo leído.

Y en Chile, ¿qué criticar? Considerando que, debido a la


multiplicación de medios y espacios alternativos, hay muchos más
críticos que en años anteriores, la respuesta podría ser: a la propia
crítica. No parodias ni ataques ni venganzas. Simplemente críticas.
Si las críticas son réplicas, las réplicas pueden ser replicadas. Debates
críticos, pensamientos, libros, seminarios, nada malo podría surgir
de la ampliación del campo de batalla. Sin embargo, mucho más
urgente es una crítica de poesía estable y visible. Algo existe en la
materia, sin duda, como el valioso trabajo de Jorge Polanco o Jaime
Pinos o el agudo pero hoy infrecuente de Pedro Gandolfo o Soledad

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Bianchi, por ejemplo. La mejor tradición literaria que ha dado Chile
merece y necesita una tribuna que semanal y libremente dé cuenta
de la poesía que se publica en este país, alguna excelente, mucha
muy buena, mucha muy mala y sobre todo mucha que sin ser
mala no es buena. Quizás una de las tareas principales de la crítica
sea ni más ni menos que esa: avisar cuando surge una obra que
además de valiosa sea intransferible, es decir una escritura cuyas
virtudes no sean atribuibles a cualquier autor de la plaza porque
una serie de singularidades la hacen diferente, inusitada, única.

En el ensayo “Confesiones de un crítico literario”, George


Orwell, un novelista algo aburrido pero un ensayista y cronista
de inteligencia y brillo superlativos, formula la pregunta clave:
¿qué criticar? Orwell hace una descarnada y cómica descripción
de un típico día de trabajo de un crítico y llega a la conclusión de
que “la reseña prolongada e indiscriminada de libros es un trabajo
excepcionalmente desagradecido, irritante y agotador. No solo
conlleva elogiar basura, sino inventarse unas reacciones hacia
libros ante los que uno no alberga el más mínimo sentimiento
espontáneo”. Por eso, dice, lo mejor sería ignorar la mayoría
de los libros y hacer “reseñas muy largas sobre aquellos pocos
que pareciesen importar”. Como Orwell, hay muchos que, con
buenos argumentos, sostienen que las mejores críticas o las
únicas necesarias son aquellas sobre libros que al crítico le han
gustado o desconcertado, pues en la formulación del porqué de
su entusiasmo o desconcierto alumbrará las cualidades de la
obra y, de manera más o menos tácita, dará su idea de lo que es o
está siendo o puede ser la literatura. Es la muy razonable crítica
constructiva: no tiene sentido que un crítico destroce una obra
mala que no está teniendo ninguna repercusión, que nadie ha
celebrado. La noción y la práctica de la crítica como camotera son
nefastas. Reich-Ranicki comienza su largo ensayo “Sobre la crítica

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literaria” planteándose justamente esto: “¿Cuándo puede o debe
un crítico cargarse a un autor?”. Es tan necesario que el crítico
alce la voz cuando descubre una voz nueva o valiosa como cuando
una obra mediocre se instala, por “la tibia lluvia de los favores
mutuos” o por la razón que sea, como una gran obra. Entonces,
la demolición se vuelve constructiva y una crítica dura y ruda no
es una paliza sin sentido sino lo que Reich-Ranicki llama “una
defensa agresiva de la literatura”, lo que es perfectamente válido
siempre que se haga sin personalismos ni sesgos moralizantes
respecto de los contenidos, porque eso sería retroceder a esa época
espinosa donde condenaban a Flaubert y Baudelaire por mostrar
lo mucho que de no edificante hay en este mundo.
Estando como estamos en el ámbito de lo incierto, lo deseable
sería que el crítico acometiera su labor sin el tono y la severidad
del policía –que detiene y encierra–, ni del juez –que dictamina–
ni del recadero –que notifica–, sino con la inteligencia del fiscal,
que aportando materiales y pruebas, aun manipuladas, induce,
propicia juicios, pero no los dicta. Una alucinante demostración
de esto se encuentra, justamente, en las actas de los juicios contra
Baudelaire por Las flores del mal y contra Flaubert por Madame
Bovary. Publicadas hace un par de años por la editorial argentina
Mardulce, en ellas se ve a fiscales y defensores haciendo un
extremado despliegue de argumentos para establecer el sentido
de ambos textos y, según eso, tomar las decisiones del caso. Es
un extraordinario ejemplo de gran crítica literaria producida de
chiripa.
Uno de los pasajes más intrigantes de la canción “Quién mató a
Gaete” de Mauricio Redolés dice: “Lo mató la crítica literaria chilena /
¡Qué güena!”. ¿Qué querrá decir el poeta? Quizás, justamente, que
muchos críticos han entendido su oficio como el de policía, juez
o recadero. Más que un quehacer combativo, la crítica podría
ser un arte discreto y fino que con total independencia procure

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desinflar lo que siendo más liviano que globo de helio pasa por
sólido y, de vuelta, relevando lo que por inusitado o extraño pasa
por insustancial. Respecto de esto, la crítica podría hacer suya la
idea de William Carlos Williams de que “lo nuevo nunca proviene
de lo perfecto” y bajo esa premisa buscar, detectar y proyectar, en
vez de pedirle una y otra vez a las obras que sean lo que no son.

¿Qué es la crítica literaria? Una manera de ganarse la vida. O


de perderla. Si el pago no fuese, como decía Cyril Connolly, de
media jornada –o menos– para una labor de jornada completa
–o más–, seguro que el escenario sería en todas partes más
variado y complejo. Buena parte de responsabilidad de esto la
tienen los medios, que mezquinan los espacios, las frecuencias,
las visibilidades, y confunden cultura y espectáculos, literatura y
tiempo libre, pensamiento y guía de panoramas.
Entre 1972 y 1975, Pier Paolo Pasolini se dedicó a la crítica
semanal en Italia y de esa incursión han quedado varios textos
donde su inteligencia atrevida ilumina u oscurece, según sea
necesario, con potencia teatral. Después de tres años como crítico,
Pasolini anunció una pausa (que luego un asesino haría eterna)
para dedicarse a la filmación de una película. Todo esto lo cuenta
en su última crítica, la que escribió a propósito de Todo modo
de Leonardo Sciascia. Tras decir que ha sido para él un trabajo
placentero y que lo ha sido doblemente al no recibir ningún tipo
de presiones, Pasolini se preguntó “qué es y cómo está hecha la
crítica”. No ofreció ninguna definición redonda, pero sí corroboró y
rodeó reflexivamente algo que, por sencillo, podría ser desatendido
por cualquiera, pero no por una cabeza como la de Pasolini: “He
hecho unas descripciones. He aquí todo lo que sé de mi crítica
en cuanto crítica”. Y descripciones de qué, se pregunta: “De otras
descripciones, dado que otra cosa no son los libros… En la vida
ocurren unos hechos. Los libros los describen, pero, en tanto que

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libros, también estos son unos hechos. Y, por lo tanto, también
pueden ser descritos por la crítica”.
¿Para qué sirve la crítica literaria? Para pensar y relacionar
los hechos de este mundo y los hechos a los que esos hechos dan
pie: los libros. Para mediar entre editores y lectores. Para seguir
leyendo.
¿Qué sería deseable para un crítico? Intuición, olfato, arrojo,
estilo, claridad; cualquier cosa menos lo confuso o lo elusivo. Cierta
arbitrariedad, cierta ecuanimidad. Algún grado de humor, por qué
no. Humildad (“de los defectos de un gran escritor se debe hablar
con respeto”, decía el filósofo colombiano Nicolás Gómez Dávila).
Sutileza. Malicia, tal vez. Prejuicios y capacidad de revisión de esos
prejuicios, pensamientos, citas pertinentes y cierta prescindencia;
evitando la socialite y, hoy por hoy, la red-socialite literaria, un
crítico sortea lo que Cyril Connolly describió inmejorablemente:
“Una de las visiones más desagradables en la selva es la del crítico
que acaba convertido en indígena. En lugar de luchar contra la
vegetación, sucumbe a ella y, correteando sin pausa de flor en flor,
da la bienvenida a cada una con gritos de ‘¡Genial!’. ‘¡Qué elegancia,
qué ironía y distinción, qué apasionada sinceridad!’”.
Es interesante ver cómo el cambio de contexto invierte el valor
de uso de ciertas sentencias, como cuando Nicanor Parra utilizó
promocionalmente los denuestos del cura Prudencio Salvatierra
o Alberto Fuguet los del cura Ignacio Valente. O cuando se mira
cómo el paso del tiempo da vuelta el sentido de las valoraciones
críticas, y así por ejemplo lo que Marcelino Menéndez Pelayo dijera
hace años sobre “Las soledades” de Góngora, denostándolas, hoy
se podría predicar de ese mismo poema o de otro –de Beckett o de
Lezama Lima, por ejemplo– pero en sentido contrario, elogioso:
“Una apariencia o sombra de poema, enteramente privado de
alma. Solo con extravagancias de dicción intentaba suplir la
ausencia de todo”.

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Señales de ruta cambiantes, como se ve, son las críticas, que
pueden orientar o extraviar al lector en la inmensidad de los
libros existentes. El que lee siempre tendrá en sus manos, junto
al libro que ha tomado, el fantasma de los infinitos que ha dejado
de lado. Quizás la crítica exista para no llegar siempre tan solos
a ese momento.

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