Unidad IV Parte IV
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APUNTES
Once de ellos habían sido constituidos apóstoles: « Como el Padre me envió, también yo
os envío » (Jn 20, 21); cuando « el Espíritu Santo vendrá sobre vosotros ... seréis mis
testigos... hasta los confines de la tierra » (cf. Hch 1, 8). Esta misión de los apóstoles
comienza en el momento de su salida del cenáculo de Jerusalén. La Iglesia nace y crece
entonces por medio del testimonio que Pedro y los demás apóstoles dan de Cristo
crucificado y resucitado (cf. Hch 2, 31-34; 3, 15-18; 4, 10-12; 5, 30-32).
Los apóstoles y los discípulos del Señor, en todas las naciones de la tierra « perseveran
en la oración en compañía de María, la madre de Jesús » (cf. Hch 1, 14). Constituyendo
a través de las generaciones « el signo del Reino » que no es de este mundo.
En este tiempo de vela, María, está presente en la misión y en la obra de la Iglesia que
introduce en el mundo el Reino de su Hijo.68 Esta presencia de María encuentra
múltiples medios de expresión en nuestros días.
En la fe, que María profesó en la Anunciación como « esclava del Señor » y en la que sin
cesar « precede » al « Pueblo de Dios » en camino por toda la tierra, la Iglesia « tiende
eficaz y constantemente a recapitular la Humanidad entera ... bajo Cristo como Cabeza,
en la unidad de su Espíritu ».71
El camino de la Iglesia, de modo especial en nuestra época, está marcado por el signo del
ecumenismo; « para que todos sean uno… » (Jn 17, 21). Por consiguiente, la unidad de los
discípulos de Cristo es un gran signo para suscitar la fe del mundo.
Entre tanto es un buen auspicio que estas Iglesias y Comunidades eclesiales concuerden con
la Iglesia católica en puntos fundamentales de la fe cristiana, incluso en lo concerniente a la
Virgen María.
Por otra parte, deseo subrayar cuan profundamente unidas se sienten la Iglesia católica, la
Iglesia ortodoxa y las antiguas Iglesias orientales por el amor y por la alabanza a la
Theotókos.
La Virgen Madre está constantemente presente en este camino de fe del Pueblo de Dios
hacia la luz. Lo demuestra de modo especial el cántico del Magníficat.
Las palabras usadas por María en el umbral de la casa de Isabel constituyen una inspirada
profesión le su fe, en la que la respuesta a la palabra de la revelación se expresa con la
elevación espiritual y poética de todo su ser hacia Dios. En estas sublimes palabras, se
vislumbra la experiencia personal de María, el éxtasis de su corazón. Resplandece en ellas
un rayo del misterio de Dios, la gloria de su inefable santidad, el eterno amor que, como un
don irrevocable, entra en la historia del hombre.
Sus palabras reflejan el gozo del espíritu, difícil de expresar. En su arrebatamiento María
confiesa que se ha encontrado en el centro mismo de esta plenitud de Cristo.
37. La Iglesia, que desde el principio conforma su camino terreno con el de la Madre de
Dios, siguiéndola repite constantemente las palabras del Magníficat. En el Magníficat la
Iglesia encuentra vencido de raíz el pecado del comienzo de la historia terrena del hombre y
de la mujer, el pecado de la incredulidad o de la « poca fe » en Dios. Contra la « sospecha »
que el « padre de la mentira » ha hecho surgir en el corazón de Eva, la primera mujer, María,
a la que la tradición suele llamar « nueva Eva » 91 y verdadera « madre de los vivientes » 92,
proclama con fuerza la verdad no ofuscada sobre Dios: el Dios Santo y todopoderoso, que
desde el comienzo es la fuente de todo don, aquel que « ha hecho obras grandes ». Dios se
da en el Hijo. María es el primer testimonio de esta maravillosa verdad.
El camino de la Iglesia, pues, ya al final del segundo Milenio cristiano, implica un renovado
empeño en su misión.
Su amor preferencial por los pobres está inscrito admirablemente en el Magníficat de María.
María está profundamente impregnada del espíritu de los « pobres de Yahvé », que en la
oración de los Salmos esperaban de Dios su salvación, poniendo en El toda su confianza (cf.
Sal 25; 31; 35; 55). La Iglesia, acudiendo al corazón de María, a la profundidad de su fe,
expresada en las palabras del Magníficat, no se puede separar la verdad sobre Dios que
salva, sobre Dios que es fuente de todo don, de la manifestación de su amor preferencial por
los pobres y los humildes, que, cantado en el Magníficat, se encuentra luego expresado en
las palabras y obras de Jesús.
La Iglesia sabe y enseña que « todo el influjo salvífico de la Santísima Virgen sobre los
hombres ... dimana del divino beneplácito y de la superabundancia de los méritos de Cristo;
se apoya en la mediación de éste, depende totalmente de ella y de la misma saca todo su
poder. Y, lejos de impedir la unión inmediata de los creyentes con Cristo, la fomenta ».
Concilio Vaticano II presenta la verdad sobre la mediación de María como una participación
de esta única fuente que es la mediación de Cristo mismo. Esta función es, al mismo tiempo,
especial y extraordinaria. Brota de su maternidad divina y puede ser comprendida y vivida
2
JUAN PABLO II, Carta Encíclica Redemptoris Mater, www.vatican.va , 1987.
en la fe.
« He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra » (Lc 1, 3). El primer
momento de la sumisión a la única mediación « entre Dios y los hombres » —la de
Jesucristo— es la aceptación de la maternidad por parte de la Virgen de Nazaret. Puede
decirse que este consentimiento suyo para la maternidad es sobre todo fruto de la donación
total a Dios en la virginidad. María deseaba estar siempre y en todo « entregada a Dios »,
viviendo la virginidad. Ella acogió y entendió la propia maternidad como donación total de
sí. Y toda su participación materna en la vida de Jesucristo, su Hijo, la vivió hasta el final de
acuerdo con su vocación a la virginidad.
Antes que nadie, Dios mismo, el eterno Padre, se entregó a la Virgen de Nazaret, dándole su
propio Hijo en el misterio de la Encarnación. Esta elección suya al sumo cometido y
dignidad de Madre del Hijo de Dios, a nivel ontológico, se refiere a la realidad misma de la
unión de las dos naturalezas en la persona del Verbo (unión hipostática). Este hecho
fundamental de ser la Madre del Hijo de Dios supone, desde el principio, una apertura total a
la persona de Cristo, a toda su obra y misión.
Por tanto María ha llegado a ser no sólo la « madre-nodriza » del Hijo del hombre, sino
también la « compañera singularmente generosa » 101 del Mesías y Redentor. Ella avanzaba
en la peregrinación de la fe y en esta peregrinación suya hasta los pies de la Cruz se ha
realizado, al mismo tiempo, su cooperación materna en toda la misión del Salvador
mediante sus acciones y sufrimientos. A través de esta colaboración en la obra del Hijo
Redentor, la maternidad misma de María conocía una transformación singular, colmándose
cada vez más de « ardiente caridad » hacia todos aquellos a quienes estaba dirigida la misión
de Cristo. « Ardiente caridad », orientada a realizar en unión con Cristo la restauración de la
« vida sobrenatural de las almas »,102 María entraba de manera muy personal en la única
mediación « entre Dios y los hombres ».Y tal cooperación es precisamente esta mediación
subordinada a la mediación de Cristo.
« Pues —leemos todavía— asunta a los cielos, no ha dejado esta misión salvadora, sino que
con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna ».
Con el misterio de la Asunción a los cielos, se han realizado definitivamente en María todos
los efectos de la única mediación de Cristo Redentor del mundo y Señor resucitado. En el
misterio de la Asunción se expresa la fe de la Iglesia, según la cual María « está también
íntimamente unida » a Cristo porque, aunque como madre-virgen estaba singularmente
unida a él en su primera venida, por su cooperación constante con él lo estará también a la
espera de la segunda; « redimida de modo eminente, en previsión de los méritos de su Hijo
»,109 ella tiene también aquella función, propia de la madre, de mediadora de clemencia en la
venida definitiva, cuando todos los de Cristo revivirán, y « el último enemigo en ser
destruido será la Muerte » (1 Co 15, 26).110
María, esclava del Señor, forma parte de este Reino del Hijo.115 La gloria de servir no cesa
de ser su exaltación real. En su asunción a los cielos, María está como envuelta por toda la
realidad de la comunión de los santos, y su misma unión con el Hijo en la gloria está
dirigida toda ella hacia la plenitud definitiva del Reino, cuando « Dios sea todo en todas las
cosas ».
Por estos motivos María « con razón es honrada con especial culto por la Iglesia; ya desde
los tiempos más antiguos... Este culto es del todo particular: contiene en sí y expresa aquel
profundo vínculo existente entre la Madre de Cristo y la Iglesía.120 Como virgen y madre,
María es para la Iglesia un « modelo perenne ». También la Iglesia « es llamada madre y
virgen », y estos nombres tienen una profunda justificación bíblica y teológica.121
43. La Iglesia « se hace también madre mediante la palabra de Dios aceptada con fidelidad
». Así la Iglesia llega a ser Madre cuando, acogiendo con fidelidad la palabra de Dios, « por
la predicación y el bautismo engendra para la vida nueva e inmortal a los hijos concebidos
por el Espíritu Santo y nacidos de Dios ».
Se puede afirmar que la Iglesia aprende también de María la propia maternidad; reconoce la
dimensión materna de su vocación. Si la Iglesia es signo e instrumento de la unión íntima
con Dios, lo es por su maternidad, porque, vivificada por el Espíritu, « engendra » hijos e
hijas de la familia humana a una vida nueva en Cristo. Porque, al igual que María está al
servicio del misterio de la encarnación, así la Iglesia permanece al servicio del misterio de
la adopción como hijos por medio de la gracia.
Pero la Iglesia custodia también la fe recibida de Cristo; a ejemplo de María, que guardaba
y meditaba en su corazón (cf. Lc 2, 19. 51) todo lo relacionado con su Hijo divino, está
dedicada a custodiar la Palabra de Dios, a indagar sus riquezas.
Por consiguiente, María está presente en el misterio de la Iglesia como modelo. Pero el
misterio de la Iglesia consiste también en el hecho de engendrar a los hombres a una vida
nueva e inmortal: es su maternidad en el Espíritu Santo. Y aquí María no sólo es modelo y
figura de la Iglesia, sino mucho más. Pues, « con materno amor coopera a la generación y
educación » de los hijos e hijas de la madre Iglesia. La maternidad de la Iglesia se lleva a
cabo con su « cooperación ».
Esta maternidad suya ha sido comprendida y vivida particularmente por el pueblo cristiano
en el sagrado Banquete —celebración litúrgica del misterio de la Redención—, en el cual
Cristo, su verdadero cuerpo nacido de María Virgen, se hace presente.
Con razón la piedad del pueblo cristiano ha visto siempre un profundo vínculo entre la
devoción a la Santísima Virgen y el culto a la Eucaristía; María guía a los fieles a la
Eucaristía.
La maternidad determina siempre una relación única e irrepetible entre dos personas: la de
la madre con el hijo y la del hijo con la Madre.
La maternidad de María, que se convierte en herencia del hombre, es un don: un don que
Cristo mismo hace personalmente a cada hombre. El Redentor confía María a Juan, en la
medida en que confía Juan a María. A los pies de la Cruz comienza aquella especial entrega
del hombre a la Madre de Cristo, que en la historia de la Iglesia se ha ejercido y expresado
posteriormente de modos diversos. La entrega es la respuesta al amor de una persona y, en
concreto, al amor de la madre.
Esta relación filial, esta entrega de un hijo a la Madre no sólo tiene su comienzo en Cristo,
sino que se puede decir que definitivamente se orienta hacia él. Se puede afirmar que María
sigue repitiendo a todos las mismas palabras que dijo en Caná de Galilea: « Haced lo que él
os diga ».
Merced a este vínculo especial, que une a la Madre de Cristo con la Iglesia, se aclara mejor
el misterio de aquella « mujer » que, desde los primeros capítulos del Libro del Génesis
hasta el Apocalipsis, acompaña la revelación del designio salvífico de Dios respecto a la
humanidad. Pues María, presente en la Iglesia como Madre del Redentor, participa
maternalmente en aquella « dura batalla contra el poder de las tinieblas » 138 que se
desarrolla a lo largo de toda la historia humana. María, la excelsa hija de Sión, ayuda a todos
los hijos —donde y como quiera que vivan— a encontrar en Cristo el camino hacia la casa
del Padre.
Por consiguiente, la Iglesia, a lo largo de toda su vida, mantiene con la Madre de Dios un
vínculo que comprende, en el misterio salvífico, el pasado, el presente y el futuro, y la
venera como madre espiritual de la humanidad y abogada de gracia.