La Crisis Del Capitalismo y El Sistema Corporativo - Ugo Spirito

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La crisis del capitalismo y el sistema

corporativo

Ugo Spirito

Con Segnalazione de Mussolini


SEGNALAZIONE

Artículo de Benito Mussolini publicado en Il Popolo d’Italia (3 de octubre de 1933)

Para los tipos de la editorial Sansoni de Florencia, y editado por la Escuela de Ciencias
Empresariales de la Universidad de Pisa, salió en estos días un volumen dedicado a la Crisis del
Capitalismo, prologado por S. E. Bottai.

El contenido del volumen parece muy importante, también por la calidad de los autores, elegidos
entre los principales países capitalistas. Se trata, pues, de un volumen colectivo, en el que nos
encontramos con nombres ya conocidos en el mundo del pensamiento, como el francés Pirou,
el alemán Sombart, el inglés Durbin, el estadounidense Patterson y el italiano Spirito. Este
último, que a partir del congreso de Ferrara es un poco la "bestia negra" de las ostras que se
aferran a las rocas ya derrumbadas del liberalismo económico, publica un estudio muy agudo y
lógico, en el que supera las posiciones contrapuestas de la economía liberal y de la economía
socialista y explica también su punto de vista sobre la identidad entre el individuo y el Estado,
una tesis que no merece el vade retro escandalizado de mucha gente que no entiende y, por
tanto, detesta todo razonamiento filosófico. Las tesis de Spirito no nos parecen demasiado
alejadas de la más pura ortodoxia doctrinal (véase la entrada "fascismo" en la Enciclopedia
Italiana), y precisamente por ello publicamos, en este mismo número de la revista, las trece
páginas que Spirito dedica a la crisis del capitalismo y del sistema corporativo.

Nadie puede discutir la claridad del análisis histórico, el vigor de la argumentación, la lógica de
las conclusiones. La investigación doctrinal de los fenómenos más destacados de la vida
contemporánea beneficia al régimen. Por eso recomendamos el libro y el artículo a todos los
jerarcas.
La crisis del capitalismo y el sistema corporativo
Ugo Spirito

La crisis del capitalismo en Italia es generalmente poco sentida y poco estudiada, en parte por la
falta de sensibilidad y el apriorismo tradicional de los economistas académicos, pero
sustancialmente porque el problema es absorbido y transvalorado en el más amplio de la crisis
del liberalismo. Y si por un lado, por tanto, nuestro país no posee una literatura específica que
pueda iluminar adecuadamente la cuestión (piénsese en la escasísima atención prestada a la
economía programática), por otro lado, puede decirse que está realmente en la vanguardia, en
tanto que ha llegado ya a una crítica rigurosa de la ideología política de la que es hijo el
capitalismo y está transformando, a un ritmo cada vez más rápido, a través del sistema
corporativo, los fundamentos de la vida económica. Menos específico es el problema, pero más
amplio es el horizonte y la visión, de modo que, en última instancia, la solución al problema
concreto es también más radical y profunda.

El capitalismo y el liberalismo tienen histórica e idealmente el mismo origen y valor: nacen con
el nacimiento del pensamiento moderno, es decir, con la reivindicación de la personalidad
individual ante la autoridad trascendente. El individuo conquista la libertad tanto en el ámbito
religioso y político como en el de la vida económica, y el capital es la condición de la autonomía
práctica que el nuevo mundo le permite alcanzar. Salvo que, en la reacción abstracta a la
trascendencia negada, el ideal de la libertad se ha convertido gradualmente en el ideal de la
libertad privada, es decir, la libertad del individuo en su esfera de acción particular, fuera del
organismo social y sobre todo fuera del Estado, reducida a la función de guardián de los límites
de la propiedad individual. Estos, poco a poco, con sus antagonismos y egoísmos, han
comprometido la vida de la unidad y han hecho triunfar lo particular, mediante la lucha o la
competencia, sobre lo universal, lo contingente sobre lo eterno, lo arbitrario e irracional sobre
la verdadera libertad, que es sinónimo de racionalidad. Esta exasperación del individualismo,
tanto en el campo de la política (liberalismo) como en el de la economía (capitalismo), se reveló
y acentuó especialmente en el siglo pasado y en las primeras décadas del siglo XX. Los lazos de
la tradición se fueron disolviendo y en la vida más rápida e intensa promovida por el
industrialismo, los viejos frenos ya no funcionaban.

Pero la lucha que surgió del individualismo estaba destinada a terminar con la división de
ganadores y perdedores, de clase dominante y clase dominada, de capitalistas y proletarios, de
empresarios y trabajadores. La arbitrariedad de unos fue contrarrestada por el sometimiento de
otros, y la libertad tan impetuosamente reclamada resultó ser una dolorosa ilusión.

Una libertad más profunda y verdadera, en el mismo siglo, pretendía ser alcanzada por el
socialismo frente al liberalismo. Pero la oposición sólo permitió un avance efectivo en parte,
porque el socialismo, al carecer de una base especulativa firme, acabó aceptando el campo de
batalla del liberalismo y convirtiéndose en su negación mecánica. Lo individual se contrapone a
lo colectivo, lo arbitrario se nivela, los explotadores a los explotados; y su ideal se convierte en
la lucha de clases para el derrocamiento de la situación.

En el ámbito económico, la antítesis abstracta del capitalismo era, naturalmente, el capitalismo


de Estado, y el socialismo no temía volver a pedir al Estado lo que el liberalismo había negado
con todas sus fuerzas. El Estado, como entidad opuesta a los individuos, se convirtió en el
poseedor de los instrumentos de producción, y los individuos, nivelados materialmente según
un trabajo concebido materialmente, perdieron su individualidad en aras de una igualdad
amortiguadora.

Pero, además de ser antiespiritual, el Estado del socialismo es esencialmente antieconómico.


Concebida como una burocracia por encima de la nación, sólo puede adherirse abstractamente
a una vida económica tan compleja y ramificada. La realidad de los fenómenos aparece velada
por la distancia y sobre todo por la fría despersonalización de los intereses subyacentes. La
supuesta omnipresencia de los pocos frente a la obediencia disciplinada de los muchos debe
revelarse de hecho como incomprensión, insensibilidad y, por tanto, arbitrariedad. Y la
producción encomendada a tal dirección debe importar la destrucción periódica e infinitamente
múltiple de la riqueza debido a la imposibilidad de adaptar mecánicamente la norma estatal
abstracta a la variedad multiforme, en el espacio y en el tiempo, de la economía de una nación.
En el liberalismo, los individuos destrozan en la irracionalidad de su arbitrariedad la vida
económica racional de la unidad social o del Estado; en el socialismo, el Estado pretende
conseguir una racionalidad de la vida económica negando su premisa fundamental, es decir, la
libertad de los individuos que deben aplicarla.

Es evidente que esas posiciones tan rígidamente antitéticas del liberalismo y el socialismo no
surgieron ni se mantuvieron en absoluta contradicción mutua a lo largo de un siglo. Por el
contrario, desde el principio el liberalismo y el socialismo intercambiaron muchas veces
problemas y soluciones, sin tener un sentido preciso de los límites de sus respectivas ideologías;
pero sobre todo, luego, a medida que la lucha se afinaba, uno y otro trataban de reforzar su
posición admitiendo algo de la tesis contraria. El resultado fue que, junto a las teorías
extremistas, cada vez más disminuidas y devaluadas, floreció un enorme número de teorías
intermedias, que sin embargo se consideraban liberales o socialistas, pero que en realidad sólo
se ajustaban parcial y vagamente a la lógica de los dos principios. La dualidad no fue sentida ni
es sentida por la mayoría, pero también ha habido quienes la han tomado sin duda como un
nuevo principio científico y político y han creído encontrar en ella la verdadera solución del
problema. Me refiero al socialismo de Estado.

El socialismo de Estado nació y se desarrolló, especialmente en Alemania, sobre los supuestos


de la escuela histórica y, en general, de las corrientes historicistas de la ciencia. Y cualquiera que
conozca el carácter relativista y ecléctico del historicismo en el último siglo puede entender bien
las soluciones de compromiso que han resultado incluso en el campo de la teoría económica.
Preocupados por lo abstracto, los historicistas renunciaron con demasiada facilidad a la
categorización de los principios y se vieron arrastrados a la multiplicidad contradictoria del
empirismo sin tener la fuerza ni el modo de dominarlo. Las mismas reivindicaciones nacionalistas
que se imponen en este periodo no se consideran antitéticas a las reivindicaciones socialistas;
de hecho, el socialismo de Estado acabará remitiendo a List y encontrará su epílogo en el actual
nazional-socialismo. (*) Historicismo, nacionalismo y socialismo son, por tanto, los tres
elementos constitutivos del socialismo de Estado y, en general, del llamado socialismo de
cátedra, especialmente en su disposición más rica y completa en la obra de Adolf Wagner, que
lo define sin reparos como "un justo medio entre el individualismo y el socialismo". Los
siguientes pasajes de sus Fundamentos de Economía Política aclaran con precisión el alcance del
compromiso.

"El socialismo de Estado propiamente dicho es, como el individualismo económico y el


socialismo, una doctrina económica particular y un sistema de política económica. En teoría y en
aplicación, busca un terreno de reconciliación entre el individualismo y el socialismo; tiene
tendencias definidas y un fin definido, y sus consecuencias son intencionadas. Por eso toda
doctrina económica que no lleva al extremo el individualismo o el socialismo, y sobre todo toda
economía que ha existido hasta ahora, toda política económica concreta, termina siempre en un
compromiso entre los principios individualistas y los sociales. Pero lo que distingue al socialismo
de Estado como doctrina y como política económica es que, en principio, está de acuerdo con el
socialismo en la medida en que aprueba parcialmente su crítica al régimen actual, considera
parcialmente realizables sus reivindicaciones relativas a la organización de la propiedad y cree
deseable dicha realización; en todos estos puntos se aparta en principio del individualismo. Pero,
en otro aspecto, pone un límite a estas pretensiones del socialismo, porque también reconoce
en principio que el individualismo es necesario y está justificado, en interés de la colectividad. Lo
que combate es el individualismo hasta el final, y no un individualismo limitado por las exigencias
sociales".

"En consecuencia, el socialismo de Estado, admitiendo los argumentos de la crítica socialista,


exige la sustitución de la propiedad privada del capital y de la tierra por la propiedad social, o
más exactamente, por la propiedad estatal, comunitaria, etc., y correlativamente la sustitución
de la economía privada por la economía colectiva. Salvo que limita sus pretensiones a una
sustitución parcial, sólo cuando, económica y técnicamente, ésta es posible, oportuna, deseable
y justa desde el punto de vista político-social... Para una gran parte, para la mayor parte de la
economía, defiende la propiedad privada y la organización económica privada, no en interés del
propietario, sino en interés social y económico".

"El socialismo de Estado reconoce que una organización puramente socialista podría perjudicar
gravemente la libertad individual, económica, política, intelectual, el progreso técnico de la
producción, la actividad del trabajo, la circulación de la población. Pero, de acuerdo con el
socialismo, atribuye a la propiedad privada sin límites consecuencias desastrosas para la
sociedad y la economía, y al sistema de competencia desenfrenada de la economía privada una
acción nefasta sobre la producción de la riqueza y la distribución de los bienes". (1)

El socialismo de Estado se ha convertido hoy, aunque sin una clara conciencia de ello (y de hecho
pocos reconocen su doctrina o práctica económica como tal), en la opinión dominante y en una
verdad casi de sentido común. La iniciativa privada, sí, pero también la intervención del Estado.
Y la realidad, sobre todo, nos muestra que ésta es la regla común. ¿Qué economista liberal se
atrevería hoy a sostener seriamente que el Estado debe permanecer total y completamente al
margen de la vida económica de la nación? Y, por otro lado, ¿qué estatista se atrevería a negar
toda la libertad económica al individuo?

La propia economía programática, que se supone que debe curar la crisis del capitalismo, es
incapaz de desprenderse de la ideología ecléctica. El ejemplo de Sombart, quien, tras afirmar
con razón que "una conformación racional de la colectividad nacional... sólo es posible cuando
la totalidad del pueblo mismo, representado por el Estado, se apodera del proceso económico y
lo inserta en el gran complejo de la vida estatal y cultural"; después de haber sostenido, con
razón, que "el lugar de las dos fuerzas que hasta ahora han dominado nuestra vida económica,
el azar y la aspiración al poder y al beneficio de un número cada vez más reducido de potentados
industriales y bancarios, debe ser ocupado, como fuerza determinante, por la voluntad del
pueblo personificada en el Estado", acaba también por entregarse al dualismo de la economía
privada y la pública. "Una economía programática inteligente", escribe, "como la que nos ocupa,
dividirá las funciones económicas en tres secciones: una economía de los poderes públicos, una
economía sujeta al control del Estado y una economía confiada a los particulares. Puesto que
queremos que ésta también subsista como parte esencial de la actividad económica, ahora sólo
se trata de fijar los límites de los campos de acción de las otras dos. - Deben ser confiados a las
autoridades públicas: 1º el crédito bancario; 2º la administración de las materias primas y las
fuerzas naturales del país; 3º las comunicaciones internacionales, interlocales y de las grandes
ciudades; 4º todas las actividades relacionadas con la defensa nacional; 5º todas las empresas
de gran envergadura, que han superado las proporciones de una economía privada y han
asumido ya el carácter de establecimientos públicos; 6º todas las actividades, que presentan
motivos especiales para la estatalidad. - El control por parte de las autoridades públicas (Estado)
es necesario en los siguientes casos: 1º comercio exterior, especialmente de divisas; 2º
fundación de nuevas empresas con más de 100 mil marcos de capital; 3º todos los
descubrimientos e inventos. - El resto de la actividad económica sigue en manos de la economía
privada". (2)

Incluso Sombart, por tanto, se entrega al dualismo; incluso el mayor historiador del capitalismo
se deja persuadir por la ilusoria concreción del historicismo relativista y, aunque responde a las
nuevas exigencias con audacia juvenil, rehúye cualquier solución integral y prefiere el terreno
conciliador del socialismo de Estado. Y con Sombart, muchos liberales y muchos socialistas,
muchos teóricos y muchos prácticos, algunos en nombre de la ciencia, la mayoría en nombre de
la política económica, pero todos al final, por menos fe en los viejos principios que se han
demostrado insuficientes y por incapacidad de encontrar otros más adecuados a la nueva
realidad histórica, acaban adhiriéndose sustancialmente a esta solución ecléctica. Sin embargo,
la solución es sólo aparente y oculta en una sistematicidad efímera el profundo hiato de un
dualismo pasivamente aceptado. Es evidente porque falta el principio unificador de lo público y
lo privado, y la relación entre el individuo y el Estado surge de la sola arbitrariedad de uno y otro,
comprometiendo irremediablemente la conquista de una libertad superior.

Para esclarecer el carácter contradictorio de la asunción del socialismo de Estado, es necesario


situarse en la frontera de las dos esferas de acción, la del individuo y la del Estado, y examinar
cómo encajan o se suturan. Si el mundo privado y el mundo público fueran dos mundos
absolutamente desvinculados y autárquicos, el problema no existiría, pero tampoco la relación
entre el Estado y el individuo: en su lugar, existiría la relación entre dos individuos o Estados
mutuamente ignorantes. Pero el Estado y el individuo viven en un mismo organismo económico
cuya organicidad no debe verse comprometida, es más, debe verse reforzada por su relación: y
entonces hay que explicar cómo es posible, cómo, es decir, dos voluntades diferentes y dos fines
económicos distintos pueden dar lugar a un único organismo homogéneo.

Basta con insinuar los términos reales del problema para darse cuenta de que es insoluble. O
bien las dos voluntades son iguales y entonces el individuo coincide con el Estado, o bien son
desiguales y entonces una es un elemento perturbador de la otra.

Dada la interdependencia de los fenómenos económicos, es evidente que un Estado, encargado


-como quiere Sombart- del crédito bancario, de la administración de las materias primas, de las
comunicaciones, de las grandes empresas, etc., etc., penetra en el campo de la actividad privada
y la determina o modifica en gran medida: las dos esferas de acción, por tanto, no son
propiamente y en todo sentido dos, sino que se convierten en elementos de una unidad
superior. Lo que significa que el particular no puede hacer sus cuentas sin preocuparse del
Estado, porque incluso en la llamada esfera privada su actividad está condicionada por la del
Estado (Si el Estado, por ejemplo, posee materias primas, le basta con mover el precio de una
de ellas para arruinar a una industria privada) Pero si la actividad privada está condicionada por
la del Estado (y recíprocamente -porque, por ejemplo, la administración de las materias primas
no puede prescindir del uso que hacen de ellas los particulares-) es necesario que el individuo
no ignore la voluntad, la finalidad y, por tanto, el programa de acción del Estado y que el Estado
no ignore la voluntad, el propósito y el programa de acción de los individuos. Ignorarlos sería
caminar a ciegas y llevar la economía pública y privada a la ruina. Pero no ignorarlos es ponerse
de acuerdo, es decir, reunir al Estado y a los individuos en un solo programa y una sola economía,
lo público y lo privado juntos, y juntos no en el sentido de yuxtaposición sino en el de
identificación. La verdadera reconciliación de los dos principios no puede sino conducir a su
fusión.

En la medida en que el Estado y el individuo no se fusionan y permanecen distintos, su acción es


meramente arbitraria e incurre fatalmente en la negación de la arbitrariedad opuesta. Un acto
económico, en efecto, que el Estado realiza, sin acordarlo con los particulares, altera la economía
de éstos, y los induce a una nueva acción, que a su vez alterará arbitrariamente la economía del
Estado. La intervención del Estado y la iniciativa privada son los nombres de los dos árbitros que
en vano se intenta componer dejando uno fuera del otro

En cuanto a la libertad del individuo que se quiere salvaguardar de alguna manera dejando un
margen a la iniciativa privada, la solución del socialismo de Estado es fundamentalmente un
malentendido que se traduce en una negación. Si la libertad es un valor, de hecho el más alto
valor concebible, el problema será hacerla cada vez más grande y profunda, no conservar un
poco de ella, es decir, lo que es compatible con las nuevas exigencias superiores. No puede haber
exigencia superior a la libertad y se juzga a priori cualquier concepción que implique un límite
externo a la misma. El socialismo de Estado quiere confiar el crédito bancario, la administración
de las materias primas, las comunicaciones, los grandes negocios, etc., etc., a los poderes
públicos, y sólo el "resto de la actividad económica" a la iniciativa privada, y de este modo sólo
niega la libertad para lo grande y la afirma para lo pequeño: como si se dijera que libre es el
preso porque, si es cierto que está encerrado en su celda, dentro de los muros de la misma,
entonces, puede moverse y actuar como quiera. Incluso aquí, y especialmente aquí, donde el
argumento toca la universalidad del valor espiritual, el compromiso traiciona su pobreza e
incongruencia.

¿Y qué? Si el individualismo anárquico del liberalismo es ilógico, el estatismo nivelador del


socialismo es ilógico, la conciliación ecléctica de los dos términos es ilógica, entonces sólo queda
buscar un nuevo término, en el que la síntesis de los opuestos resulte no de su yuxtaposición,
sino de su superación. Esta es la intuición, esta es la tarea fundamental del corporativismo.

La política económica del Fascismo, acentuadamente liberal en los primeros años (1922-25), se
acercó al socialismo de Estado en los años siguientes (1926-29), para pasar a un corporativismo
integral en los últimos tiempos. La Carta del Lavoro de 1927, si bien marca el inicio del verdadero
corporativismo ("Las corporaciones constituyen la organización unitaria de las fuerzas de
producción y representan integralmente sus intereses", declaración VI), conserva, como toda
gran carta política y revolucionaria, los resabios del mundo contra el que se rebela y, por tanto,
el compromiso inconsciente destinado a marcar la fase de transición.

Cuando los nuevos objetivos se hicieron más claros y explícitos, el compromiso se hizo
consciente y se avanzó hacia su eliminación con el perfeccionamiento de la legislación. Por lo
tanto, sería un craso error que alguien entendiera el corporativismo ateniéndose a la letra de la
Carta del Lavoro: acabaría interpretando como esencial lo que es un residuo y resbalaría sobre
lo que es verdaderamente nuevo y revolucionario.
Los adoradores de la carta -interesados o no- creyeron definir el corporativismo con la primera
parte de la declaración VII ("El Estado corporativo considera que la iniciativa privada en el campo
de la producción es el instrumento más eficaz y más útil para los intereses de la nación") y con
la declaración IX ("La intervención del Estado en la producción económica sólo tiene lugar
cuando falta o es insuficiente la iniciativa privada o cuando están en juego los intereses políticos
del Estado. Esta intervención puede adoptar la forma de control, estímulo y gestión directa").
Después de lo dicho anteriormente, debe quedar claro que estas declaraciones son el último eco
de las teorías del socialismo de Estado. Y basta con reflexionar un poco sobre su génesis y sus
precedentes para convencerse de su derivación. De hecho, si se piensa en la influencia del
nacionalismo en el Fascismo y se remonta a los programas económicos del partido nacionalista
en los años de preguerra, no es difícil reconocer el cauce a través del cual las ideologías del
socialismo de Estado llegaron a frenar y obstaculizar los primeros pasos del corporativismo. El
informe sobre Los principios fundamentales del nacionalismo económico, presentado por
Alfredo Rocco y Filippo Carli en el III Congreso de la Asociación Nacionalista (Milán, mayo de
1914), expresaba la opinión de que "la iniciativa privada debe ser limitada e incluso eliminada
siempre que no sirva o sirva imperfectamente al interés nacional" y añadía que "en el campo de
la producción, el Estado no debe, por regla general, intervenir, y sólo puede hacerlo si la acción
individual no satisface el interés económico, social y político de la nación". El socialismo de
Estado, por lo tanto, con una cierta acentuación de la tendencia liberal, al igual que el
nacionalismo italiano había llegado a través de las teorías alemanas, que Rocco, en otro informe
sobre El problema de las aduanas, presentado en el mismo Congreso, aceptó explícitamente
alabando al primer afirmador. "Son, pues, los principios", escribió Rocco, "los que hay que
discutir: es la revisión de los conceptos fundamentales de la economía individualista lo que hay
que hacer. En este terreno se sitúa, desde 1841, Frederick List, a quien puede darse con razón el
nombre de fundador de la ciencia económica alemana, un escritor al que los economistas
ingleses, y sus rapsodas franceses e italianos, gustan de considerar con cierta despreocupación,
pero al que Alemania debe la existencia de una ciencia económica propia, y esa conciencia de
las necesidades nacionales en el campo de la economía, que la han convertido, en cincuenta
años, en el temido y a menudo victorioso rival de Inglaterra en el campo de la industria y el
comercio”. (3)

Quien sepa que, utilizando el mismo lenguaje y atribuyendo la misma función histórica, los
teóricos del socialismo de Estado y, sobre todo Adolf Wagner, (4) hablan de Frederick List, puede
comprender fácilmente cómo esta ideología cubrió inicialmente la originalidad del movimiento
corporativista.

Otro residuo que pesa sobre el corporativismo se debe al socialismo de origen marxista. El
Fascismo se enfrentó al problema de la lucha de clases y del sindicalismo como instrumento de
esta lucha, y al principio intentó resolverlo aceptando sus condiciones. Lo resolvió componiendo
jurídicamente la lucha y eliminando sus expresiones violentas; lo resolvió transformando el
sindicalismo en sindicalismo de Estado; pero tuvo que empezar por sancionar el dualismo
patronal y obrero que subyace en el sindicalismo. De hecho, desde el principio el corporativismo
no tiene otra función que ésta: conciliar, resolver disputas, disminuir las fricciones entre clase y
clase, es decir, normalizar el dualismo de clases. Por un lado, quedan los representantes de la
clase capitalista, árbitros de la producción y únicos investigadores de sus problemas; por otro,
los representantes del proletariado, defensores de los intereses del trabajo y relativamente
ajenos a los problemas de los fenómenos productivos. Extraterritorialidad recíproca que el
Fascismo trató de reducir al punto de encuentro, pero que sólo recientemente intentó eliminar
radicalmente, fusionando, aunque sea parcialmente, la figura del capitalista con la del obrero, y
transformando el gremio de órgano conciliador en órgano directivo de la producción.

Más allá de estos restos liberales y socialistas, el corporativismo intuía el principio de la


verdadera superación del dualismo individuo-estado. Situándose, al igual que el socialismo de
Estado, en el punto de encuentro de los dos términos, no buscó la solución a la antinomia en el
compromiso, dejando la voluntad del individuo y la del Estado una al lado de la otra, sino que
creó un nuevo término en el que las dos voluntades deben fundirse y reforzarse mutuamente:
la corporación. Donde el socialismo de Estado situaba la frontera entre la esfera de autonomía
del individuo y la del Estado y se veía obligado a marcarla con la voluntad de uno u otro o de
ambos conjuntamente, el corporativismo sitúa la realidad concreta del grupo, que salva el hiato
y hace efectiva la dialéctica de los dos términos opuestos.

Por supuesto, el grupo del que habla el corporativismo no es un grupo cualquiera,


atomísticamente entendido, pues de lo contrario se mantendría en el mismo plano que la
multiplicidad de individuos: es un grupo, en cambio, que tiene las características fundamentales
de coincidir con el organismo productivo, de estar constituido jerárquicamente y de encajar
jerárquicamente en el sistema de grupos que conforma la nación. Y basta con analizar estos
principios para darse cuenta de la profunda y original revolución que el corporativismo
representa en la historia, tanto desde el punto de vista político como desde el más propiamente
económico.

Hacer coincidir la corporación con el organismo productivo en su jerarquía real permite la


verdadera afirmación y expresión del individuo como personalidad cualitativa y, por tanto,
espiritualmente comprendida. En el liberalismo y el socialismo, el individuo, árbitro de su mundo
privado mientras siguió existiendo, se convirtió en un mero número en el mundo público. En
función de entidades abstractas, como el colegio, el partido, el sindicato, la clase, etc., pasó a
tener la misma estatura que todos los demás y con los demás eligió a sus gobernantes. Entre los
gobernados y los gobernantes se estableció el mismo hiato que entre el individuo y el Estado,
dualísticamente irreductibles, y la irreductibilidad se derivó de los conceptos tradicionales de
representación y mayoría. Colocando a los individuos todos en el mismo plano, el autogobierno
sólo podía ser anarquía, y en la medida en que la multiplicidad bruta renunciaba al autogobierno
entregando electoralmente el gobierno a los llamados representantes de su voluntad, le era
dado superar la anarquía absoluta. Y el dualismo de representantes y representados se
complicaba a su vez con el dualismo de mayoría y minoría, por el que los 51 imponían, por la
violencia del número, su voluntad a los otros 49.

Con la corporación jerárquica, en cambio, entendida como un organismo productivo, cada


individuo está en su lugar y su lugar se conquista día a día con su capacidad como productor, y
desde su lugar expresa su voluntad, que se conjuga con la que los demás expresan desde su
lugar; en una comunidad de discusiones y consensos que sube de abajo hacia arriba y baja de
arriba hacia abajo; en una unanimidad de decisiones cuya dialéctica es interna y continua, y no
externa y ocasional como en los golpes de mayoría. Cada uno se representa a sí mismo y cada
uno a la corporación, única en su tarea específica y ligada a las demás por un vínculo de
coordinación y subordinación, cuya jerarquía viene dada también por la función productiva y,
por tanto, responde también a la afirmación de las habilidades y las personalidades.

Dejando de ser una función de categorías o ideologías abstractas, el individuo, comprometido


con lo que constituye la personalidad concreta, es decir, la capacidad de trabajar y transformar
el mundo del que forma parte, ya no encuentra límites externos a su libertad e iniciativa, que
pasan de la estrecha esfera privada a la esfera integral de la corporación o el Estado.

Las consecuencias económicas del corporativismo son también tales que superan las antinomias
de las formas liberales y socialistas. Al capitalismo individual propio del liberalismo y al
capitalismo de Estado propio del socialismo, el corporativismo contrapone el capitalismo
corporativo, por el que la propiedad deja de ser abstractamente privada o burocráticamente
pública y pasa a ser propiedad de la corporación en la unidad múltiple de las corporaciones. Y
disciplinados corporativamente se convierten en el consumo y el ahorro, inseparablemente
conectados como están con la producción, y sujetos a los mismos criterios programáticos. Esa
programática, es decir, orgánicamente racional, es la economía corporativa, que es la única que
puede serlo de verdad, en la medida en que supera todo residuo de arbitrariedad privada y
burocrática y permite la expresión de un programa que es, a través de la corporación, la voluntad
y el propósito de todos.

El corporativismo, al superar la antinomia individuo-Estado en la concreción de la corporación,


supera el dualismo economía-política, o economía-ética. Al hacer coincidir el orden político y
económico con el orden corporativo, superó el egoísmo de clase, por un lado, y el politicismo,
con sus ideologías y sentimentalismos, por otro. El socialismo, al hacer una política de clase, a
diferencia del liberalismo, se vio obligado a apelar a ideologías sentimentales y humanitarias
para fundamentar sus pretensiones: el corporativismo, en cambio, es técnico, es orgánico, es
racional. Y en este tecnicismo identifica con virulencia, sin hipocresía, el interés y el deber, la
economía y la ética, y libera a la política de peligrosas abstracciones para transformarla en
expresión de la actividad constructora. La política y la ética podían trascender la economía
mientras ésta siguiera siendo, como en el liberalismo, el mundo del egoísmo y del interés
privado, o, como en el marxismo, el mundo del trabajo entendido materialmente; pero ya no
tienen ninguna razón para trascenderla cuando por trabajo se entiende toda actividad
productiva, es decir, toda afirmación de la individualidad humana. La ordenación racional de
esta actividad es tanto la verdadera economía como la verdadera política, y ambas se aplican en
el mismo lugar, en la corporación, que es la unidad del organismo productor. Todo problema
moral que se plantea en el ritmo de vida de este organismo no se resuelve abstractamente como
un problema moral puro, es decir, moralista, sino que adquiere una significación técnica, una
garantía de ética superior.

Esto, el corporativismo en su motivo más profundo, en su posición original frente al régimen


capitalista. Pero que este ideal esté ya realizado en su plena coherencia y organicidad, sería falso
afirmarlo y más ilógico aún. El camino que queda por recorrer es necesariamente muy largo y
difícil, hay muchos obstáculos que superar, resistencias que vencer, intereses establecidos, lazos
de tradición, prejuicios científicos y falta de preparación teórica y práctica para las nuevas tareas.
Por otra parte, no es posible una experiencia corporativista integral sin ganar primero para la
idea corporativista a las demás naciones, que son elementos constitutivos del mundo económico
único. El corporativismo se fundamenta en los conceptos de colaboración y organicidad
programática: dos conceptos que no pueden traducirse en la realidad si la corporación es sólo
nacional y si la corporación nacional no vive en la dialéctica con las otras corporaciones
nacionales, en un nacionalismo-internacionalismo que supere el falso internacionalismo que
niega la nación, propio del liberalismo y del socialismo.

Lejos queda, pues, la meta, y nada tiene de extraño que el camino tenga continuos desvíos a
derecha e izquierda, entregándose ahora al individualismo y ahora al estatismo. No es extraño
que para un observador superficial la fase actual del corporativismo sólo pueda parecer una
forma de socialismo de Estado. Si la tolerancia de las formas capitalistas privadas y las
consiguientes expresiones de la libre competencia son todavía incuestionables, y si la tendencia
opuesta hacia las formas capitalistas estatales es igualmente incuestionable, tanto en el crédito
como en la industria, no es menos cierto que quien se vuelva a considerar el camino seguido por
el Fascismo desde 1922 hasta hoy debe reconocer la lenta afirmación de un principio que ya está
muy alejado de los dos extremos del individualismo anárquico y del burocratismo bolchevique.

Conceptos como los de jerarquía, unanimidad, antielectoralismo, colaboración, naturaleza


política del cuerpo de productores, etc., se consolidan rápidamente en la conciencia de todos y
adquieren contornos cada vez más precisos. Pero sobre todo en los últimos años, desde 1929
hasta la actualidad, se han dado grandes pasos en el camino de la realización y, desde la reforma
del Consejo Nacional de Corporaciones hasta la ley de consorcios obligatorios y la creación de
sociedades mercantiles, se ha producido un acelerado alejamiento de las formas del liberalismo
y del sindicalismo hacia las más propiamente corporativistas.

Notas:

(1) A. Wagner, Les fondements de l’économie politique, trad, franc., Giard, Parigi 1904, vol.
I, ρρ. 83-5.
(2) W. Sombart, Correnti sociali della Germania di oggi, in La crisi del capitalismo, cit. pp.
58-9.
(3) I1 nazionalismo economico, Relazioni al III Congresso dell’Associazione nazionalista, Tip.
di Paolo Neri, Bologna, 1914, pp. 67-8.
(4) Op. cit., p. 62 sgg.

(*) Escrito tal cual del texto original.

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