Selección Textos de Autores Argentinos Revista Imaginaria

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 63

Selección de textos literarios extraídos del la

Revista Imaginaria
Esta selección aporta un panorama de la diversidad de autores de
Literatura Infantil y Juvenil de Argentina

https://imaginaria.com.ar/
Mirar la luna - Margara Averbach
Una noche de verano sumamente calurosa, una noche de fines de
diciembre, salí a tomar aire afuera de la cabaña que ocupaba
temporariamente.
La noche era apacible y hermosa. A mi alrededor todo era quietud y en el
aire flotaba un no sé qué extraño y fascinante. El cielo estaba totalmente
despejado y me pareció un océano lleno de misterios.
De pronto, sin saber por qué, me dieron unas ganas bárbaras de mirar la
luna. La busqué y la busqué con la mirada, y nada. No se la veía por ningún
lado. Me puse un par de anteojos, y nada. Me los saqué, los limpié
cuidadosamente, me los volví a poner... nada.
Recordé que tenía un potente telescopio portátil. Me pasé un rato largo
mirando el cielo a través de su lente, pero la luna no aparecía por ningún
lado. Ni siquiera opacaba por su presencia.
Nubes no había ni una. Estrellas, un montón. Pero la luna no estaba. Me fijé
en el almanaque. Era un día de luna llena. ¿Cómo podía ser que no
estuviera? ¿Dónde se habría metido? En algún lugar tenía que estar. Decidí
esperar.
Esperé con ganas. Esperé con impaciencia. Esperé con curiosidad. Esperé
con ansias. Esperé con entusiasmo. Esperé y esperé. Cuando terminé de
esperar miré al cielo, y nada.
Cuando pude sobreponerme a mi decepción, me serví un café. Lo bebí
lentamente. Cuando lo terminé de tomar la luna seguía sin aparecer. Me
serví otro café. Cuando lo terminé de tomar ya había tomado dos cafés.
Pero de la luna, ni noticias. Después del décimo café la luna no había
aparecido y a mí se me había terminado el café. Paciencia por suerte
todavía tenía.
Consulté las tablas astronómicas que siempre llevaba en la mochila. Eclipse
no había. Pero de la luna, ni rastros. Volví a tomar el telescopio. Enfoqué
bien, en distintas direcciones.
El cielo nocturno era maravilloso y, como tantas otras veces, me sorprendió
mucho encontrar algo que no esperaba ver. Mucho menos en ese
momento y en ese lugar. Ahí a lo lejos, entre tantas galaxias con tantas
estrellas y tantos cuerpos desconocidos que se movían en el espacio había
un pequeño planeta con un cartelito que decía "Tierra". Le di mayor
potencia al telescopio y pude ver claramente que en la terraza de mi casa
todavía estaba colgada la ropa que me había sacado antes de ponerme
el traje de astronauta. Adentro, en el comedor, mi esposo y los chicos
comían ravioles con tuco y miraban un noticiero por televisión. En ese
momento justo estaban mostrando una foto mía y el Servicio de
Investigaciones Espaciales informaba que yo había alunizado sin
dificultades.
Me tranquilicé y me quedé afuera, disfrutando serenamente de la noche,
mirando todo con la boca abierta, absorta en vaya a saber qué, tan
distraída como siempre, totalmente en la luna.
El talón de Aquiles
Aquiles fue el más elogiado entre los héroes griegos que pelearon en la
guerra de Troya. Era hijo de Tetis y Peleo.
Su padre era un poderoso rey, jefe de grandes ejércitos. Su madre, Tetis,
una diosa marina que intercedió ante el principal de los dioses, Zeus, para
que le permitiera hacer invulnerable a su hijo.
Aquiles fue alimentado con médula de leones y tigres. A poco de nacer, su
madre lo sumergió en la laguna Estigia, cuyas aguas volvían al cuerpo
humano invencible.
Pero, tal vez con el excesivo cuidado de las madres, lo sostuvo por un talón
mientras lo sumergía; y ese talón quedó seco. Por tanto Aquiles era todo
invulnerable salvo el talón de uno de sus dos pies, no sabemos si el izquierdo
o el derecho. En el resto del cuerpo, ni las flechas, ni el fuego, ni las piedras,
podían ocasionarle el menor daño.
Pero como los dioses participaban de esta guerra jugando con los
humanos, cierta vez que Paris —el príncipe troyano que por raptar a la
griega Helena originó esta sangrienta guerra— disparó una flecha
envenenada contra Aquiles, el dios Apolo dirigió la punta hacia el talón
vulnerable de nuestro personaje. Y así murió Aquiles.
--000—
Sentado bajo la ventana del aula de mi colegio primario, yo me
preguntaba: ¿por qué lo consideraban tan valiente, si era invulnerable?
¿En qué consiste la valentía de una persona que sabe que nada le puede
hacer daño? Es sólo una pregunta.
¿Y los que estábamos allí sentados, podíamos llegar a tener algún remoto
parecido con Aquiles?
Pues a primera vista no: nuestro cuerpo es totalmente vulnerable. Todo
nuestro cuerpo es vulnerable. El fuego nos quema, el frío nos hiela, las
flechas nos hieren. Nuestro cuello es tan frágil como nuestro talón.
Sin embargo, uno de los chicos sentados en aquel aula, basante lejos de la
ventana, más bien cerca del pizarrón, a la izquierda, me sugirió lo contrario.
Se llamaba Gastón, era muy petiso y algo tímido. El grandote del aula, un
repetidor llamado Zurlo, se burlaba de él continuamente. Feas burlas. Y
además —esto era lo peor— le pegaba en la cabeza o le tiraba de una
manera muy fea de las orejas.
Una mañana, Gastón se le tiró al cuello a Zurlo y comenzó una pelea.
Por supuesto, Zurlo ganó. Le pegó en la cara y en el estómago; y Gastón
quedó tirado en el piso, pero sin llorar.
—Si me volvés a tocar —le dijo Gastón a Zurlo desde el piso—. Te voy a
volver a pegar.
Zurlo no volvió a tocarlo, ni a burlarse de él.
Viendo al malherido Gastón tendido en el piso, pero con su actitud intacta,
lo comparé con Aquiles y pensé: "Los seres humanos somos al revés que
Aquiles: todo nuestro cuerpo es vulnerable salvo un talón invencible. Ese
talón es nuestra voluntad".
La vuelta
La Odisea es el relato de cómo Ulises regresó de Troya a su patria, Ítaca.
Se vio forzado a engañar a un cíclope gigante, a huir de una terrible y
semidivina mujer que devoró a varios de sus marinos, a desoír el canto
dulce y mortal de las sirenas, a esquivar a los monstruos de la tierra y a las
furias del mar. Y ni siquiera en Ítaca estuvo, al llegar, tranquilo: varios
hombres deseaban a su esposa, la fiel Penélope, y sus riquezas.
Pero la aventura de su retorno es una de las más grandes jamás contadas.
Dice el gran poeta griego Kavafis: cuando emprendas tu viaje hacia Ítaca,
ruega que el camino sea largo.
Porque sólo cuando el camino es largo y arduo, la aventura es memorable.
La Odisea es un relato larguísimo, en cantidad y en aventuras.
Pero mis recuerdos son breves y variados.
En mi familia siempre se hablaba de cierta vez que me perdí en la playa
juntando vasitos.
Caminé sin mirar a los costados, y en cuanto alcé los ojos estaba en un sitio
que no conocía.
Las sombrillas eran de otro color, había canchas de tenis junto al mar y las
personas hablaban en otro idima. No sabía en qué playa estaba, ni cómo
se llamaba aquella en la que me aguardaban mis padres. Estaba perdido.
Finalmente, por una serie de casualidades milagrosas, una hésped del hotel
donde nos alojábamos me reconoció y me llevó de regreso con mis padres;
desesperados, ya habían dado aviso a la policía.
Esa noche me enteré de dos cosas: había caminado una buena cantidad
de kilómetros y me habían llegado a buscar en helicóptero.
Cuando se narraba el incidente, y mis hermanos se burlaban de mí, yo me
defendía:
—Bueno, después de todo —decía—, hablaban otro idioma y había
canchas de tenis: no me perdí, descubrí otro continente.
—No descubriste nada —decía mi abuelo—. Te perdiste.
—¿Y cuál es la diferencia entre encontrar un lugar nuevo y perderse? —le
pregunté desafiante.
—Saber cómo volver —dijo con tristeza mi abuelo.
Amarillo
por Liliana Bodoc
Ye-Lou fue emperador de un vasto territorio ubicado al este del mundo
conocido. El suyo era un imperio dorado donde las porcelanas lucían tan
suaves y pálidas como las mujeres, las mujeres caminaban gráciles bajo el
sol, y el sol picaba como un grano de mostaza.
Este emperador, este Ye-Lou del que les hablo, tenía por costumbre dormir
la siesta.
Las siestas, no importa en qué lugar sucedan, huelen a papeles envejecidos
y zumban como abejas. Y bien..., Ye-Lou las olía, las escuchaba, y se dormía
de pronto en cualquier sitio donde estuviese. La mayoría de las veces, el
sueño lo atrapaba durante su almuerzo; de modo que el plato de arroz con
azafrán quedaba a medio terminar.
Apenas el emperador empezaba a cabecear, su esposa le sugería que
utilizara para su siesta la cama recubierta con escamas de oro. Su
consejero le aconsejaba la cama torneada en bronce, y su médico le
recetaba la cama tapizada con piel de leopardo. Pero Ye-Lou no
escuchaba a nadie porque, fuese donde fuese, Ye-Lou ya estaba
durmiendo y roncando.
Cuando los sirvientes del palacio oían los ronquidos, se apresuraban a cubrir
con lienzos las ciento cincuenta y cinco jaulas donde penaban y trinaban
quinientos cincuenta y tres canarios. Las cubrían para que todo fuese
silencio durante la siesta del emperador.
Pero un día, las siestas del emperador dejaron de ser dulces y plácidas, y se
pusieron agrias y difíciles. Como si dijésemos que las siestas de Ye-Lou
pasaron de ser miel a ser limón.
Todo comenzó durante una calurosa siesta de verano, cuando el durmiente
emperador tuvo un horrible pesadilla. Horrible para un emperador de tan
vasto imperio que debía creerse, por necesidad, el más grande, venerable
y digno de amor de todo este mundo.
Su pesadilla comenzó con la aparición de un punto de luz que fue
creciendo, creciendo y creciendo hasta doblarlo en estatura. Después, la
luz le habló con voz gigantesca:
—Oye bien, emperador Ye-Lou. Hay en este mundo alguien más venerable,
más grandioso y más amado que tú. Y en día muy cercano, todos mirarán
su rostro mientras tú te arrastrarás derrotado bajo el peso de su esplendor.
La primera vez, Ye-Lou no quiso darle demasiada importancia a su
pesadilla, y la alejó de su pensamiento con el mismo ademán de espantar
insectos. Sin embargo, la pesadilla regresó con mayor frecuencia.
Finalmente, todas las siestas del emperador se estropearon con la presencia
de aquella luz gigantesca que traía malas noticias:
—Oye bien, emperador Ye-Lou. Hay en este mundo alguien más venerable,
más grandioso, y más amado que tú. Y en día muy cercano, todos mirarán
su rostro mientras tú te arrastrarás derrotado bajo el peso de su esplendor.
Casi desesperado, el emperador le preguntó a su esposa qué podía hacer
para terminar con aquel desagradable sueño. Ella estuvo un buen rato
revisando su Gran Libro de Remedios Caseros.
—Tienes que beber una yema de huevo batida con vino blanco —le dijo su
esposa—. Aquí dice claramente que bebiendo una yema batida con vino
blanco se evitan las pesadillas.
El emperador hizo lo que su esposa le aconsejaba. Pero, para su desdicha,
la pesadilla no desapareció. Por el contrario, la luz parecía crecer con tan
buen alimento.
Desesperado, el emperador consultó con su médico.
—Te lo diré claramente... —el médico acababa de hojear a escondidas el
Gran Libro de Remedios Caseros—. Quien desee espantar pesadillas
deberá frotar su frente, sus codos y sus pies con polvo de azufre.
El emperador cumplió puntualmente con las recomendaciones del médico
de palacio. Pero tampoco tuvo suerte... ¡El azufre solamente consiguió que
la luz hablara con voz mineral!
Entonces, verdaderamente desesperado, el emperador le preguntó a su
consejero.
El consejero movió la cabeza en señal de desaprobación, quería dejar
claro que el Gran Libro de Remedios Caseros le parecía pura charlatanería.
Luego carraspeó, y recitó su sabio consejo: para no sufrir pesadillas durante
las siestas bastaba con no dormir la siesta.
—El que no duerme no sueña, ¡oh, venerable!, ¡oh emperador! —dijo el
consejero—. Si tú no duermes la siesta, ¡oh, emperador!, ¡oh, venerable!, tus
pesadillas terminarán.
Hay que decir y creer que Ye-Lou hizo lo imposible para seguir aquel
consejo que, al fin y al cabo, parecía el más sensato de todos los que había
recibido. A veces, sin embargo, ni lo imposible es suficiente. Cuando la
siesta llegaba al reino de Ye-Lou con su olor a papeles envejecidos y su
zumbar de abejas, el emperador se dormía por mucho que se esforzara en
evitarlo. Se dormía aunque, por su expreso mandato, las jaulas no fuesen
cubiertas y los quinientos cincuenta y tres canarios estuviesen trinando.
Y en cuanto Ye-Lou se dormía, un punto de luz aparecía justo en el centro
de la oscuridad del sueño. La luz crecía con asombrosa rapidez hasta
ocupar todo el espacio de la pesadilla, y entonces hablaba:
—Oye bien, emperador Ye-Lou, hay en este mundo alguien más venerable,
más grandioso y más amado que tú...
Las palabras se repetían idénticas.
—Y en día muy cercano todos mirarán su rostro...
Siesta tras siesta, las cosas se complicaban. Cada nuevo despertar, dejaba
al emperador sumido en un triste ánimo. Luego se pasaba el resto del día y
el resto de la noche deambulando por los pasillos del palacio, murmurando
cosas que nadie entendía, y preguntándose quién sería aquel que iba a
derrotarlo.
Porque el emperador estaba convencido de que la luz de su pesadilla no
hablaba en vano. Lo que esa mala luz le estaba advirtiendo era algo que
en verdad sucedería. Y según sus propias palabras, en día muy cercano.
¿Quién podría ser el que lo obligaría a arrastrarse? Ye-Lou se tiraba de la
cabellera, abría de par en par los ventanales y con los brazos abiertos
gritaba a toda garganta:
—¡Seas quien seas, no permitiré que me derrotes!—. El grito del emperador
atravesaba las inmesas plantaciones de cereales y frutos que rodeaban el
palacio, salía a la ciudad, se metía en los templos, sacudía las chozas de
paja de los campesinos, y desprendía las peras maduras de sus ramas.
Las personas del reino lo oían y se lamentaban:
—¡Ay! —decían—. Nuestro pobre emperador ha enfermado. Ya no hace
otra cosa que hablar de un poderoso enemigo que sólo existe en sus siestas.
Ye-Lou enflaquecía ante los ojos de todos. Y sin cesar, repetía las palabras
de la luz.
—Alguien más venerable, más grandioso y más amado...
La ira lograba que, a pesar de su fatiga, el emperador se mantuviera en
pie:
—Pero, ¡quién es! —gritaba—. ¿Quién es él? ¿Quién es...?
Muchas veces, después de esos arranques de furia, Ye-Lou caía al suelo
agotado. Permanecía así durantes largas horas, sin que nadie se atreviera a
acercarse.
Y así estaba el horrible día en que, de repente, alzó su rostro desfigurado
por los insomnios. Y con el color de la envidia.
—¡Muy bien! —El emperador acababa de tomar una espantosa decisión—
¡No amanecerá el día de mi enemigo! ¡Mando la muerte para todos los que
pretenden ser grandes en mi reino!
Hasta aquel día fatal, Ye-Lou había compartido su vasto imperio con
señores de señoríos, y príncipes que regían provincias opulentas. Ellos
aceptaban a Ye-Lou como único emperador de todo el este. Y, en
retribución a su lealtad, Ye-Lou respetaba sus territorios. Se aliaba con ellos
en caso de necesidad, y compartía los frutos en tiempos de sequía. Pero
una pesadilla estaba a punto de terminar con tan buena vecindad.
El emperador estuvo la noche entera repasando el poder y las riquezas de
cada uno de los príncipes y los señores de su reino. Perdido en el territorio
de la locura, todos ellos le parecían enemigos. Cualquiera podía ser, en su
afiebrada cabeza, el que intentara cumplir el presagio de la pesadilla.
—Alguien más venerable, más grandioso y más amado que tú...
Ye-Lou tomó una pluma, un trozo de pergamino, y escribió una larga lista
de nombres.
—Alguno de estos ha de ser el que pretende derrotarme —decía Ye-Lou,
pasando los ojos por su lista de condenados a muerte.
A la mañana siguiente, sus emisarios partieron en las cuatro direcciones a
cumplir la peor orden que Ye-Lou había dado hasta entonces.
Y Ye-Lou se quedó esperando. Miraba hacia el norte y luego al sur, ansioso
por verlos regresar.
A mitad del otoño, los hombres que habían partido llevando dardos de oro
envenenados comenzaron a llegar. Uno tras otro, y al galope, atravesaron
los jardines cubiertos de hojas secas. Desmontaron e hicieron la reverencia
obligada.
—Emperador Ye-Lou, lo que ordenaste se ha cumplido.
Eso significaba que otro dardo había sido disparado con buena puntería.
Eso significaba que Ye-Lou tenía un enemigo menos a quien temer.
Sin embargo, a pesar de tantos dardos y de tanto otoño, la pesadilla
continuó apareciendo en las siestas del emperador y repitió la misma
amenaza:
—Oye bien, emperador Ye-Lou, hay en este mundo alguien más venerable,
más grandioso y más amado que tú. Y en día cercano todos mirarán su
rostro mientras tú te arrastrarás derrotado bajo el peso de su esplendor.
Ye-Lou abrió de par en par uno de los ventanales más altos del palacio, y
gritó con la voz enronquecida de dolor:
—¡Seas quien seas, jamás me arrastraré ante ti!
El emperador alzó el puño en señal de amenaza. Pero, frente a su rabia, los
trigales continuaron meciéndose al viento como si nada escuchasen.
Fatigado, Ye-Lou dejaba caer su brazo y su voz:
—Pero, ¿quién eres? Sólo debo saber quién eres...
Para ese entonces, todos en su reino le temían. Ni su dulce esposa, ni su
médico, ni siquiera su consejero conseguían devolverle la calma.
Ye-Lou ya no comía. Iba de un lado al otro murmurando desgracias y odios.
Y apenas si se acordaba de respirar.
El otoño llegaba a su fin... Todos los emisarios habían regresado, todos los
dardos de oro habían sido disparados con precisión. Ye-Lou ya no tenía
vecinos poderosos... Pero, ¡ay, desdichas de todas las desdichas!, la
pesadilla continuaba recitando su terrible presagio.
Pocas siestas después, Ye-Lou despertó con la cabeza repleta de alaridos
que le golpeaban dentro, y hacían que todo se nublara ante sus ojos.
Sudoroso y golpeando los dientes, ordenó que lo vistieran con su mejor
armadura y que le dieran las armas sagradas de sus antepasados.
—¡Tendré que ir a buscarlo yo mismo! —gritó frente sus sirvientes y sus
soldados.
El emperador salió del palacio. Miró hacia todos lados y avanzó
lentamente. Giró de improviso, como para sorprender a alguien que
estuviera a sus espaldas. Pero a sus espaldas sólo había soledad. Así caminó
sin rumbo, tajeando el aire con su espada. Quienes lo vieron pasar, supieron
que el venerable Ye-Lou había enloquecido para siempre.
Ye-Lou caminó y caminó. Atravesó los trigales dando gritos amenazadores.
—¡Ponte frente a mí! —vociferaba para los campos—. Si en verdad crees
que puedes derrotarme, ¡preséntate y dame pelea!
Al cabo de varias horas, el calor comenzó a agobiarlo. Dentro de su
armadura metálica, el debilitado emperador perdía las escasas fuerzas que
le quedaban. Aun así, continuó andando a grandes pasos, blandiendo la
espada y provocando a su enemigo.
Ya había segado todo el trigal a filo de espada, porque imaginaba que
entre las mieses podía estar oculto el que venía a derrotarlo. Como no
encontró lo que buscaba, se dirigió al campo de mijo. De nuevo destrozó
las plantas nuevas, y de nuevo no consiguió nada.
Su enflaquecido cuerpo no podía continuar. La cabeza latía de calor
dentro del casco. Ya casi no podía ver, y su rodillas se doblaban bajo el
traje de metal.
Con la fuerza que le daba la locura, Ye-Lou llegó hasta el campo de
girasoles.
Dio unos pocos pasos vacilantes y cayó al suelo. Sin embargo, con gran
esfuerzo consiguió ponerse nuevamente de pie. Ante sus ojos fatigados, los
girasoles se hacían enormes y diminutos, se iban, ondulaban,
desaparecían...
Todavía Ye-Lou intentó continuar hasta que, al fin, cayó de rodillas. Como
pudo, se quitó el casco para respirar. Las lágrimas le quemaban desde los
ojos al cuello. El emperador quiso levantarse; pero sus brazos, delgados
como hebras de heno, no pudieron ayudarlo.
Ye-Lou arrastraba su soledad y su locura bajo el esplendoroso sol del este. A
su alrededor, los girasoles, indiferentes a su agonía, miraban al mismo punto
del cielo.
—Y en día cercano todos mirarán su rostro..., mientras tú te arrastrarás bajo
el peso de su esplendor.
El sol resplandeciente en el cielo. Los girasoles, mirándolo. Ye-Lou llorando su
locura contra la tierra.
En el lugar donde habitan los sueños, una pesadilla sonreía.
Marina Colasanti
El lobo y el cordero en el sueño de la niña
Había una vez un lobo.
Había una vez una niña que tenía miedo al lobo.
El lobo vivía en el sueño de la niña.
Cuando la niña decía que no quería ir a dormir porque tenía miedo al lobo,
la madre respondía:
-Tonterías, hija, los sueños son sueños. Ese lobo no existe.
Ella estaba todavía intentando convencerse cuando, al espiar tras los
árboles del sueño para ver si el lobo andaba ahí despierto, se topó con un
corderito. Era blanco y enrulado, como todos los corderitos de sueño.
-Qué bueno que también estés viviendo aquí -dijo ella.
Y se hicieron amigos.
Pasado algún tiempo, sin embargo, cierto día en que el corderito pastaba
margaritas, llevando a la niña en la otra punta de la cinta que ella le había
puesto en el cuello, apareció el lobo.
-Los sueños son sueños -pensó la niña para tranquilizarse.
Y repitió las palabras de la madre:
-Ese lobo no existe.
Asustado, el corderito temblaba con la boca llena de flores.
-Si el lobo no existe -pensó la niña- el corderito tampoco.
Y a ella le gustaba tanto el corderito…
Entonces, tomó rápidamente al amigo por el cuello, afirmó los pies en el
suelo. Y esperó al lobo.
En eso sonó el despertador y ella recordó que tenía que ir al colegio.
Estuvo todo el día preocupada por haber dejado al cordero solo con el
lobo.
Por la noche, apenas terminó de cenar, le dio un beso a su madre y fue
corriendo a dormir para socorrerlo.
Llegó al sueño despavorida. Y más despavorida quedó al ver al lobo
encogido sobre una piedra, con el rabo entre las piernas y las orejas caídas,
mientras el corderito erizado le gruñía entre los pequeños dientes amarillos.
La niña nunca había visto un cordero feroz.
El lobo tampoco.
Ni siquiera el cordero sabía de su odio. Gruñía y avanzaba hacia el lobo,
hundiendo las pezuñas en la cubierta del sueño.
De susto, la niña despertó.
-Ahora -pensó en la seguridad de la cama-, voy a tener dos miedos de ir a
dormir. Del lobo. Y del cordero.
Pero, por la noche, la madre no quiso escuchar historias. A las ocho, a la
cama. La niña hizo todo para no pegar el sueño. Pensó incluso que sería
bueno poder, por lo menos por una vez, ir a pasar la noche en el sueño de
alguna amiga.
Pero, por más que se esforzó, tuvo, de repente, la impresión de ver un
cordero saltar una cerca, después otro. Y al contar el tercer cordero,
¡cataplum! Fue ella la que saltó dentro del sueño.
Todo quieto, silencio.
El corderito no fue a recibirla. El lobo estaba escondido en algún repliegue
de aquel manso dormir.
-¿Pero dónde quedarse? -pensó la niña-. Si camino sobre el pasto, el
corderito es capaz de brincarme encima. Si voy hacia el bosque, el lobo
me come.
Rápido trepó a un árbol. Eligió una rama, se sentó. No era muy confortable.
La posición le dolía aquí y allí. Intentó otra, se recostó en el tronco. Pero era
duro y le lastimaba la espalda. Y todavía encima, las hormigas, que ella no
había visto, llegaban ahora a escalar sus piernas.
Gira y gira, mece y mece, la noche fue pasando, incómoda, dura, llena de
asperezas. Y áspera fue quedando también la niña por dentro. Áspera e
hinchada. Hinchada de rabia.
Hasta que, como si percibiese que allá afuera del sueño ya despuntaba el
día, dio un salto hasta el suelo. Y, manitos en la cintura, gritó bien fuerte:
-¡Este sueño es mííííoooooooo!
Tan fuerte, que despertó.
Todavía faltaba tiempo para que sonara el despertador. Pero desde esa
vez, la niña descubrió que iría a la escuela sin prisa, sin aflicción ninguna. Y
por la noche, se acostaría a la hora que le pareciera, sin miedo. Sin tener
que subirse a los árboles. Porque, al final, aquel sueño era suyo. Y, de ahora
en adelante, ella era la que iba a mandar, y echar lobos y corderos de sus
lugares. Y si era preciso, una que otra vez, daría unos buenos gruñidos y
mostraría los dientes.
© Marina Colasanti
Velorio de campo
Una de las costumbres más enraizadas y sistemáticas que mi familia
transmite de generación en generación —y conserva intacta con mucho
orgullo— fue, es y será llevar a los niños, desde muy niños, a cuanto velorio
haya en el campo: un poco para acostumbrarnos a recibir dolor y otro
poco porque es el único lugar donde la gente se abraza mucho. Tanto
mamá como papá desearon que mi hermano y yo aceptáramos el
padecimiento y al mismo tiempo tuviéramos afecto.
Hombres y mujeres, niños y ancianos, cuñadas y vecinas, se fundían en una
causa común, como si el llanto los hermanara y dejaban de lado, aunque
más no fuera por un rato, las críticas destructivas.
Así fue que cuando murió el tío Hilario, mamá y papá fueron los primeros en
llegar con nosotros al velorio, para que acompañáramos a Martita y a su
madre, mi tía Marta, en el transcurso de semejante suplicio.
Me habían puesto el tapado nuevo, los zapatos de charol negro, las medias
con puntillas y dos moños blancos en las trenzas. Mi mamá me recomendó
no correr y tampoco perder el pañuelito blanco con iniciales rosas, que tía
Marta me había regalado para el día del niño. A decir verdad, tía Marta
siempre me regalaba pañuelos, aunque exigía a cambio una moneda de
diez centavos, para evadir la mala suerte. Tenía en mi cajón de la cómoda
cuarenta y cuatro pañuelos que había recibido a lo largo de mis once
años, correspondientes a las once Navidades, a los once cumpleaños, a los
once días de Reyes y a los once días del niño.
A mi hermano lo vistieron con pantalones negros, camisa blanca y corbata;
la misma ropa que usaba para ir a las fiestas. Mamá nos tomó de las manos,
pero a él no le dio pañuelos, y le dijo: los hombres no lloran. Avanzamos. Tía
Marta lloraba y lloraba. Martita, la flamante huérfana, nos convidó con
granadina y jugamos a la rayuela, a las escondidas y a la mancha
venenosa. Caminamos y miramos cómo la gente llegaba y lloraba. En un
rato se pobló el campo de llorones. "Parece que no se da cuenta la chica"
—dijo una señora. "Ya va a caer —le contestó la otra—, está atontada".
También vino mi otra tía, la tía Eulalia, que nunca regalaba pañuelitos
porque, según decía, el efecto de la moneda no contrarrestaba la mala
suerte. Tío Hilario había sentido hacia mí un cariño muy especial porque yo
era su ahijada, por eso tuve que enviar una cruz con flores rojas con una
tarjeta con mi nombre solamente. Y qué fuerte impresión me causaba ver el
dibujo de esas letras adentro de un cajón de muerto, desprovisto de toda
compañía. Y más terror aún cuando pensaba que la cruz pasaría el resto
de las noches encerrada en el cementerio.
Me había pasado algo similar cuando murió mi madrina y me hicieron
colocarle un corazón de claveles blancos sobre el pecho. Y bien que tardé
meses en olvidarme, porque cada vez que mi mamá apagaba la luz, venía
a mi encuentro la imagen de aquel rostro en el cajón y los claveles blancos.
Mejor hubiera sido tener una madrina que no se muriera, pensaba yo, pero
eso no se podía elegir ni prever porque morirse es imprevisible.
—No somos nada —dijo mamá.
—Cuando te toca te toca —exclamó un vecino.
Y yo tuve miedo de que me tocara.
En la casa había sillas y banquetas por todos lados, pero no eran las sillas
que tenía la tía cuando no era viuda. Ahora que era viuda estaba al lado
del cajón, miraba el piso, hablaba sólo cuando alguien le hablaba y
lloraba. Luego se quedaba quieta y callada.
—¿Viejo, por qué me dejaste?
Las mujeres de los campos vecinos le decían: "No llorés" o "llorá, mujer, llorá",
y le ponían la mano en la cabeza, le preguntaban de qué se había muerto
el muerto, la acompañaban.
Tarde o temprano, todos vamos a estar ahí —murmuró una vieja mirando el
cajón y temblé cuando oí aquello.
—Vení —me dijo otra vecina mostrando las paletas de sus negros dientes
delanteros—, no hagas caso.
Y en un intento por consolarme aseguró:
—No te asustes, la gente religiosa no muere. Hilario no murió, está con
nosotros.
—¿Y quién está allí adentro? —y miré hacia todos lados.
Nadie contestó.
—¿Por qué dice que no murió —pregunté a mamá—, si estamos todos acá
velándolo?
—Hija, quiere decir que no murió espiritualmente, el alma sigue viviendo.
Con el miedo que le tenía a los espíritus, ya no quise estar allí y fui a tomar
aire y a preguntarle a mi papá por qué, si nadie quería al tío Hilario, todos
lloraban en esa casa.
—El tío Hilario está muerto hija, y ahora es bueno porque su alma está en el
cielo.
Eso me tranquilizó. Pero me duró sólo unos segundos la tranquilidad, porque
la vecina dentuda vino a conversar de nuevo; le preocupaba que no me
explicarán bien las cosas.
—Querida —afirmó, y yo no podía dejar de mirarle los dientes—, el alma de
quien muere sin creer en Dios, no puede ir al cielo, y su espíritu permanece
suspendido unos días hasta que se reza lo suficiente y Dios lo perdona. Pero
tu tío Hilario era bueno y los buenos se van al cielo.
El olor a crisantemos me descomponía y quedé en silencio. El viejo del
bastón, del campo vecino, saludó a mi tía:
—Queridita, se te fue el Hilario.
Volví a tranquilizarme. Ya eran dos los que afirmaban la partida. A la noche
hubo asado y vino para todos. Muchos vecinos se quedaron a comer y
contaron chistes de velorios de campo.
Pero lo peor para mí fue dormir en la habitación contigua al cuarto del
velorio. Mamá vino a darnos las buenas noches a todos los chicos que
había en el cuarto.
—¿Mi papá se fue al cielo? —preguntó Martita.
— Tu papá subirá cuando ustedes terminen de rezar todo lo que tienen que
rezar —amenazó mamá.
—Yo no voy a rezar —le contesté, y miré a mi hermano.
—Vos vas a rezar porque si no, mi papá no sube.
—Yo no rezo.
—Vos rezás.
Empezó mi hermano y siguió Martita, llorosa por miedo a que por
caprichosa yo no rezara. Mamá repitió la orden y se fue, sin antes advertir:
—Hija, rezá, porque si el alma no sube, se mete en el cuerpo de los que no
creen.
Mi corazón empezó a cabalgar. Miré abajo de la cama, detrás de las
cortinas y adentro del placard. Puse un papelito en el agujero de la
cerradura, pero Martita dijo que las almas atravesaban las paredes.
El silencio de la noche dejaba oír los murmullos de los que quedaban en el
velorio y algunas frases se filtraban por debajo de la puerta. Cada tanto,
Martita, que rezaba, me decía que lo hiciera. Yo masticaba la sábana; no
quería pensar en el muerto ni creer que su alma se asilaría en mi cuerpo. Y
le dije que sí, que iba a rezar.
Pero no recé.
La inspiración por Pablo De Santis
El poeta Siao, que vivía desde el otoño en el palacio imperial, fue
encontrado muerto en su habitación. El médico de la corte decretó que la
muerte había sido provocada por alguna substancia que le había
manchado los labios de azul. Pero ni en las bebidas ni en los alimentos
hallados en su habitación había huellas de veneno.
El consejero literario del emperador estaba tan conmovido por la muerte de
Siao, que ordenó llamar al sabio Feng. A pesar de la fama que le había
dado la resolución de varios enigmas —entre ellos la muerte del mandarín
Chou y los llamados "crímenes del dragón"— Feng vestía como un
campesino pobre. Los guardias imperiales se negaron a dejarlo pasar, y el
consejero literario tuvo que ir a buscarlo a las puertas del palacio para
conducirlo a la habitación del muerto.
Sobre una mesa baja se encontraban los instrumentos de caligrafía del
poeta Siao: el pincel de pelo de mono, el papel de bambú, la tinta negra,
el lacre con que acostumbraba a sellar sus composiciones.
—Mis conocimientos literarios son muy escasos y un poco anticuados. Pero
sé que Siao era un famoso poeta, y que sus poemas se contaban por miles
—dijo Feng—. ¿Por qué todo esto está casi sin usar?
—Sabio Feng: hacía largo tiempo que Siao no escribía. Como verá,
comenzó a trazar un ideograma y cayó fulminado de inmediato. Siao
luchaba para que volviera la inspiración, y en el momento de conseguirla,
algo lo mató.
Feng pidió al consejero quedarse solo en la habitación. Durante un largo
rato se sentó en silencio, sin tocar nada, inmóvil frente al papel de bambú,
como un poeta que no encuentra su inspiración. Cuando el consejero,
aburrido de esperar, entró, Feng se había quedado dormido sobre el papel.
—Sé que nadie, ni siquiera un poeta, es indiferente a los favores del
emperador —dijo Feng apenas despertó—. ¿Tenía Siao enemigos?
El consejero imperial demoró en contestar.
—La vanidad de los poetas es un lugar común de la poesía, y no quisiera
caer en él. Pero en el pasado, Siao tuvo cierta rencilla con Tseng, el
anciano poeta, porque ambos coincidieron en la comparación de la luna
con un espejo. Y un poema dirigido contra Ding, quien se llama a sí mismo
"el poeta celestial", le ganó su odio. Pero ni Tseng ni Ding se acercaron a la
habitación de Siao en los últimos días.
—¿Y se sabe qué estaban haciendo la noche en que Siao murió?
—La policía imperial hizo esas averiguaciones. Tseng estaba enfermo, y el
emperador le envió a uno de sus médicos para que se ocupara de él. En
cuanto a Ding, está fuera de toda sospecha: levantaba una cometa en el
campo. Había varios jóvenes discípulos con él. Ding había escrito uno de sus
poemas en la cometa.
—¿Y dónde levantó Ding esa cometa? ¿Acaso se veía desde esa ventana?
Si, justamente allí, detrás del bosque. Honorable Feng: los oscuros poemas
de Ding tal vez no respeten ninguna de nuestras antiguas reglas, pero no
creo que alcancen a matar a la distancia. ¡Además, la cometa estaba en
llamas!
—¿Un rayo?
—Caprichos de Ding. Elevar sus poemas e incendiarlos. Yo, como usted,
Feng, tengo un gusto anticuado, y no puedo juzgar las nuevas costumbres
literarias del palacio.
Feng destinó la tarde siguiente a leer los poemas de Siao. A la noche
anunció que tenía una respuesta. El consejero imperial se reunió con él en
las habitaciones del poeta asesinado. Feng se sentó frente a la hoja de
bambú y completó el ideograma que había comenzado a trazar Siao.
—"Cometa en llamas" —leyó el consejero—. ¿La visión de la cometa le hizo
a Siao recuperar la inspiración?
—Siao trabajaba a partir de aquello que lo sorprendía. El momento en que
se detiene el rumor de las cigarras, la visión de una estatua dorada entre la
niebla, una mariposa atrapada por la llama. De estas cosas se alimentaba
su poesía. Aquí en el palacio, ya nada lo invitaba a escribir: por eso su
pincel nuevo estaba sin usar desde hacía meses. Ding puso allí el veneno, y
con la suficiente anticipación como para que nadie sospechara de él.
Sabía que Siao, como todos los que usan pinceles de pelo de mono, se lo
llevaría a la boca al usarlo por primera vez, para ablandarlo. Los restos del
veneno se disolvieron en la tinta. Esa fue una de las armas de Ding.
—Imagino que la otra fue la cometa —dijo el consejero.
—Ding sabía que al ver algo tan extraño como una cometa en llamas, la
inspiración volvería al viejo Siao.
Feng tomó el pincel de pelo de mono y escribió:
Una cometa en llamas sube al cielo negro.
Brilla un momento y se apaga.
Así la injusta fama del mediocre Ding.
—Mis dotes como poeta son pobres, pero acaso no esté tan alejado del
tema que hubiera elegido Siao —Feng limpió con cuidado el pincel—.
Como poeta Ding rechaza toda regla, pero como asesino acepta las
simetrías. Para matar a un poeta eligió la poesía.
por Ángeles Durini
Por un secreto
Tornado se quedaba quieto en el muelle, tranquilo, dejando que el viento le
susurrara en los obenques, clang, otra vez, clang, mientras el marinero se
acostaba boca arriba en la cubierta del barco y se concentraba en los
sonidos, pero no entendía nada.
—Contame tu secreto —le decía el marinero al viento.
La respuesta del viento era la de los barcos. Clang clang.
Entonces el marinero le hablaba a Tornado, su barco del alma:
—Traducime el secreto del viento.
El barco seguía mezclando el sonido de sus obenques con el de los otros
barcos, formaban un coro moderato cantabile en el medio de la noche.
El marinero estaba seguro de que el viento le contaba un secreto a los
barcos. Si por eso se había hecho marinero y había construido a Tornado,
para que Tornado se hiciera amigo del viento y le descubriera el secreto.
Tornado se había hecho amigo del viento y había descubierto el secreto, y
ahora el marinero no le perdonaba que no le tradujera todas aquellas
palabras.
Como le pareció que no iba a obtener nada en puerto, al día siguiente, el
marinero decidió zarpar. Y no pensaba volver hasta no haber conseguido el
secreto.
Llevó a Tornado muy lejos, mar adentro. Casi se perdió dando vueltas en
vano. Esperaba que el viento se pusiera muy fuerte, lo dejaba gritar en las
velas, escoraba el barco para que golpeara en el casco, pero ni así podía
encontrar lo que tanto andaba buscando.
Otras veces, cuando el viento se calmaba, ponía atenta la oreja para
escuchar el susurro del agua. Aunque era inútil, hiciera lo que hiciera, no
obtenía respuesta, ni del barco ni del viento.
Hasta que un día, cuando el marinero ya había perdido la noción del paso
de las horas, escuchó una voz muy profunda que le hablaba.
—Te diré mi secreto con una condición.
El corazón del marinero se aceleró, casi se le salía del pecho. Por fin le
hablaba el viento. Quiso contestarle y al principio no le salían las palabras,
juntó saliva, abrió la boca y con un hilo de voz le dijo:
—¿Con qué condición?
El marinero estaba muy intrigado y hasta orgulloso de que el viento quisiera
algo de él, y seguro de que cualquier condición iba a ser buena con tal de
saber el secreto. Había preguntado para poder cumplirla lo antes posible.
Entonces el viento le contestó:
—Que apenas te diga mi secreto, me entregues tu voz.
"¿Mi voz?", se preguntó el marinero, "¿para qué querrá mi voz? ¿tendrá
miedo de que apenas sepa su secreto lo esté diciendo por ahí? Yo no soy
de esa clase de personas, pero si el viento quiere mi voz, aunque me
parezca una exageración, se la daré".
—Tendrás mi voz —contestó el marinero, esta vez pudiendo sacar para
afuera toda su voz.
Entonces, el viento le pidió que acercara su oreja a los obenques de
Tornado. Y cuando el marinero tenía la oreja pegada a los obenques, le dijo
su secreto.
Apenas los obenques dejaron de sonar, el marinero sintió un dolor muy
fuerte en la garganta. Se llevó las manos al cuello y quiso gritar. Pero no
salió ningún grito.

Del otro lado del mar había una isla.


En la isla vivía una pescadora.
Pescaba voces, las pescaba en el mar.
Todos los días entraba a la orilla y tiraba las redes. Cuando pescaba las
voces, las voces le hablaban y ella se las quedaba escuchando. Luego las
devolvía al mar y se iba a dormir contenta.
Un día pescó una voz muy grande. Tan grande era que parecía todas las
voces juntas. La voz, apenas pescada, no dejaba de hablar: "Soy la voz de
un marinero que me abandonó en medio del mar. No sé por qué me
entregó al viento, creo que por algún secreto. Un secreto del viento. El
marinero me entregó pero el viento ni siquiera se agachó a recogerme.
Dejó que me hundiera en el agua, que me perdiera de mi marinero. Y a
pesar de que mi marinero me abandonó, quiero volver a él, no puedo
seguir así. Me abandonaron el viento y el marinero, no sé por qué". Toda la
tarde la voz pescada estuvo lamentándose y contando. Entonces la
pescadora decidió no devolverla al mar y guardársela. Y al día siguiente,
invitó a la voz a subir con ella a una barca. La voz aceptó y se fueron a
buscar al marinero.
Varios días estuvieron dando vueltas con la barca mar adentro. La voz le
describía el lugar a dónde la habían entregado, de golpe gritaba: "¡Creo
que es allí!". Entonces la pescadora remaba y remaba hasta donde había
señalado la voz, pero siempre se encontraban con el agua y el cielo.
Siguió pasando el tiempo. La pescadora con la voz en la barca.
Hasta que por fin distinguieron la vela de un barco. La pescadora empezó a
remar con todas sus fuerzas, y la voz se puso a gritar como nunca había
gritado antes. Fueron avanzando, avanzando, cuando la voz se dio cuenta
de que era Tornado.
Tornado estaba quieto, a duras penas hamacado por la brisa. Apoyada en
la baranda de la cubierta, se veía la cabeza del marinero. Si la voz hubiera
tenido garganta, se la hubiera desgañitado. La pescadora le pidió al viento
que acelerara su barca.
En eso, el marinero levantó la cabeza, había escuchado a su propia voz
que lo llamaba. Se dio vuelta en dirección a donde venía la voz. Y allí la vio.
Se la quedó mirando, y la reconoció.
La voz se calló. Había mucho silencio.
La barca se encontraba a pocos pasos, la pescadora remaba con los ojos
clavados en el marinero. Ella también lo había reconocido.
El marinero estiró los brazos, las manos, las puntas de los dedos. Ya casi
llegaba la barca. No podía dejar de mirarla. Empujada por la brisa, venía
hacia él. El secreto del viento.
miedo verde
Hay alguien atragantado de miedo, metido hasta el cuello, en las aguas
quietas de Laguna Verde.
Hoy, precisamente hoy, empieza la Gran Fiesta del Pescado Frito y , como
todos los años, Laguna Verde se llena de pescadores que llegan desde
lugares lejanos, alegres, con sus tanzas, sus cañas, sus anzuelos. Si supieran
lo que está pasando, no se meterían con sus frágiles botes en las aguas, en
apariencia tranquilas, de la laguna, ni remarían, buscando peces, hasta el
centro mismo de las aguas mansas.
Tampoco las parejas de enamorados se perderían entre los juncos para
besarse al sol. Porque... Hay un monstruo verde en la Laguna Verde. No
existe en el mundo nada más horripilante que este monstruo lagunoso. Tiene
dos pares de patas que terminan en sólidas garras afiladas. Su cuerpo es
verde mate cocido, como el agua de la laguna. Su piel, rugosa y áspera y
también viscosa por el lado de atrás. Sus ojos son amarillos pero, cuando
empieza a oscurecer, se vuelven rojos como la sangre... Y, además, tiene
una cola oblicua llena de púas que hace cimbrar, como una serpiente
negra. De la cabeza a las patas, el monstruo mide casi cuatro metros. Sin
embargo nadie lo ha visto nunca porque su piel verde se confunde con el
agua verde de la laguna.
Nadie sabe que está ahí.
Nadie, no..., alguien sí lo sabe. Alguien que, sumergido hasta el cuello en el
agua, está viendo algo que lo deja mudo, algo que lo paraliza de terror...
Los botecitos de los pescadores comienzan a deslizarse por la laguna,
livianos como mosquitas de colores. Avanzan lentamente, sigilosos, para no
alertar a los peces. Todo está ligeramente envuelto en un tranquilo silencio;
apenas si se escucha el chapoteo suave de los remos al cortar el agua, y el
canto alegre de las chicharras.
Ninguno imagina que, a pocos metros, alguien paralizado por el terror, con
el agua hasta el cuello, tirita de miedo.
El monstruo de la laguna verde es carnívoro.
Su larguísima lengua roja actúa como un látigo de acero que atrapa, tritura
y muele, igual que una multiprocesadora. Gracias a su vertiginosa lengua,
el monstruo sería capaz de devorarse hasta un buey y digerirlo como a una
aceituna.
En la oscuridad de la noche, sus ojos rojo-sangre parecen dos estigmas de
fuego, capaces de aterrar al más valiente.
Pero ahora es de día, y alguien tiembla en la laguna; tiembla sin poder
gritar, sin atinar a moverse, sin sentirse capaz de poder abrir la boca para
pedir ayuda siquiera.
Los pescadores ya tiraron sus hilos (las carnadas flotan apenas unos
centímetros bajo el agua...) y se disponen a esperar. Algunos toman mate
para pasar el tiempo. En medio del silencio, de los juncos, del sol, el día
tiene la paz de esos paisajes de almanaque. ¿Quién, mecido por la paz del
lugar, podría suponer que alguien desmaya de terror en la laguna?
El monstruo pesa como doscientos treinta kilos; su cuerpo está
semienterrado en el barro. Sus garras traseras salen de unas patas que
tienen una poderosa musculatura, como un resorte capaz de permitirle un
salto mortal. Sin embargo, su mejor arma, la invencible, es mimetizarse con
el agua hasta casi desaparecer. Cualquiera, desprevenido, podría pasar
por encima de él sin advertir que su gran bocaza oscura, con sus setenta y
ocho colmillos, afilados como estiletes, podría estar abierta, a la espera de
un cuerpo o dos o cincuenta y seis le penetren hasta el fondo de la
garganta para... ¡¡ÑÑÑÑAMM!! cerrarse de golpe, como una poderosa
compactadora de metales.
Los pescadores lo ignoran y sólo sueñan con sus botes desbordando de
pescados y con la hermosa copa que adornará la vitrina del campeón de
la Gran Fiesta Anual del Pescado Frito.
Ajenas a todo, las parejas de enamorados siguen felices entre los juncos...
Sólo alguien, con el alma en un hilo, ya al borde del pánico en la Laguna
Verde, ve que la situación se vuelve cada vez más difícil, ingobernable,
inminente...
Las embarcaciones se van acercando perezosamente; buscando peces, se
acercan más y más hacia el centro de la laguna, donde el monstruo se
confunde con el agua.
Se acercan sin imaginar lo que hay allí; ya rozan con los remos, sin querer, la
horrible piel viscosa, la gruesa piel verde del monstruo verde de la laguna.
Y el monstruo, que ya hace rato los ha estado viendo aproximarse, con sus
cañas, sus tanzas y sus anzuelos, no puede evitarlo y tirita de miedo, se hace
pis del terror. Trata de hacerse chiquito mientras se pregunta por qué su
mamá se fue y lo dejó tan solito en ese horrible lugar.
El olor del cocodrilo Lilia Lardone
Seneb ha llegado a Tebas después de una penosa travesía.
Seneb viene del país de Punt, la Tierra Feliz del Valle del Nilo, allí donde el
gran río es sólo una hebra, dos, muchas hebras de agua que van
reuniéndose. El chillido de los monos lo acompañó al principio, también las
figuras familiares de los árboles de incienso.
Remontando el Nilo conoció el hambre. A veces tuvo un pie dentro de los
sembrados y otro en la arena ardiente, porque la franja verde que bordea
el río se angostaba por trechos hasta casi perderse.
Seneb ha oído a los arqueros nubios hablar sobre Tebas.
Tiene cien puertas, dicen.
Tiene un palacio real con una serpiente que escupe fuego, dicen.
Y Seneb soñó, en la Tierra Feliz de Punt, con el momento de su llegada a
Tebas: cruzará alguna de las cien puertas y él, el enano Seneb, pertenecerá
a ese mundo de dioses y faraones.

Seneb ha viajado solo. El olfato le basta para sospechar el peligro, y su


pequeña figura desaparece tras los juncos cuando desea desaparecer.
Sólo lleva una daga con mango de ébano, y una bolsa de lino en la que
guarda, además de alimentos, un recipiente de terracota. Seneb sabe, por
los arqueros nubios, que en Tebas codician los perfumes de Punt y por eso,
antes de partir, llenó esa vasija con ungüento de mirra.
Ha caminado mucho siguiendo el curso del Nilo, convertido ahora en
majestuoso río por las lluvias. La creciente aumenta los peligros, Seneb lo
sabe. Ha aprendido a evitar el traicionero fango de las orillas, los
rinocerontes de embestidas rápidas y demoledoras.
Pero Seneb tiembla ante el olor del cocodrilo. Es imposible adivinar su
presencia silenciosa, confundida entre los lotos, cuando Seneb se inclina a
buscar agua.
Ha conocido el olor del cocodrilo. Fue un día de sol ardiente, al iniciar su
viaje, cuando gozaba del reparo de algunos árboles y la frescura del agua.
De pronto un movimiento, un susurro en el agua quieta, y Seneb vio avanzar
hacia él unos ojos amarillos. Encontró una rama de la que se agarró con
fuerza, izando su cuerpo liviano mientras el corazón le palpitaba con
intensidad. El olor del cocodrilo entraba por su nariz y las fauces se abrían y
cerraban, muy cerca de él.
Seneb no olvida el olor del cocodrilo de Punt, ni cómo hizo palpitar su
corazón.

Una mañana, Seneb llega a Tebas. Los primeros rayos de sol caen sobre el
obelisco y dan vida a las calles. En los suburbios, la gente va y viene por el
mercado. A Seneb lo confunde la multitud. Lo deslumbran las interminables
filas de mercaderes ofreciendo dátiles, trigo, cebada, higos, cabras, los
tejedores mostrando con los brazos en alto paños de lino blanquísimos. Y
descubre los panes recién hechos, cuyo olor se mete en su nariz y borra el
olor del cocodrilo.
Atrás quedan las noches de vigilia y el acoso de las fieras. También atrás la
salvaje selva de Punt, los monos, los hipopótamos.
Seneb ha llegado por fin a Tebas, la de las cien puertas.

Una mujer compra la pulsera en forma de áspid. Con movimientos seguros,


la abre y se la pone en el desnudo brazo, bien arriba, cerca del hombro. Al
mirar la pulsera sus ojos encuentran a Seneb, los ojos fijos en la cabeza del
áspid. Él piensa si será esa la serpiente de fuego de la que hablaban los
arqueros nubios.
Pero ella sonríe, y Seneb olvida a los arqueros nubios.
—¿Te gusta? —dice ella, y alza el brazo.
Tiene unos collares de oro que cubren sus pechos firmes, y de la cintura le
cuelgan cascabeles. Ella se mueve a un lado y a otro buscando en el tapiz
donde el mercader muestra sus joyas, un anillo que haga juego con la
pulsera. Cuando lo encuentra, le dice a Seneb:
—¿Se parecen?
Seneb mueve la cabeza, quiere decir sí, que se parecen, pero las palabras
no le salen. Busca en su bolsa y saca la vasija de mirra.
—Esto viene de Punt —dice en voz baja, y le alcanza el ungüento.
—¿De Punt? Vendrás a contarme cómo es Punt.
Y Seneb entra a Tebas por la Puerta de los Lirios, detrás de la mujer de la
pulsera de áspid.
Camina junto a las criadas, que se ríen de él tapándose las bocas, hasta
que todos entran en un palacio de altas columnas pardas.
—Mi nombre es Taya, y quiero tenerte a mi servicio —dice la mujer y las
criadas se apresuran a conducirlo a los patios interiores.

Esa noche, Seneb es llamado al jardín. No hay aire bajo el emparrado,


donde Taya bebe vino en una alta copa.
—¿Cómo es Punt? —dice Taya.
Una criada le sirve vino a Seneb y él siente que la copa es fría y suave al
mismo tiempo. Es la primera vez que bebe ese líquido áspero y el aire
caliente aumenta su sed, la lengua empieza a destrabarse.
—Los hombres nacieron en la Tierra Feliz de Punt. Ese fue el primer lugar,
porque el agua sale de sus entrañas, los árboles crecen sin cesar bajo la
lluvia y los pájaros tienen mil colores.
Así empieza a contar Seneb y continúa, en tanto Taya va adormeciéndose,
sudorosa, sobre sus almohadones pintados.
—¿Y la lluvia, Seneb? ¿Cómo es la lluvia?
El murmullo de la voz de Seneb sigue en la noche, recupera los sonidos de
la lluvia sobre las grandes hojas, caen las gotas y desaparecen en la tierra,
caen sobre hombres morenos y desnudos, sobre el largo cuello de la jirafa y
la larga cola de los monos. Llueve en Punt, Seneb lo siente, en ese mismo
momento llueve en Punt.

A Seneb le gusta mirar cuando las mujeres preparan a Taya para las fiestas.
Lo sorprende saber que no le pertenecen esos cabellos que él admira. La
peluca es peinada y vuelta a trenzar, y cada vez hay una forma nueva de
sostener el broche de lapislázuli y la tiara de oro pálido.
Pero antes de colocarlos sobre la cabeza de Taya, falta un paso. Las
paletas de afeites se disponen una al lado de la otra y las criadas le aplican
polvos de alabastro mezclados con sal y miel, para que la cara quede tersa
como el agua del estanque. Luego, el trajín es elegir entre empastes de
colores, y unas manos hábiles siguen con exactitud la línea de los ojos con
la pasta de hollín, ese bistre que transforma las miradas en pozos luminosos.
Es día de fiesta en Tebas, y Taya está lista. Seneb la mira partir, el traje rojo y
oro refulgiendo sobre la piel trigueña, la mirada distante, y su corazón
golpea como si el cocodrilo estuviera cerca.

Hay otras noches de calor en el jardín, y Taya pregunta por Nubia.


—He conocido Nubia —dice Seneb—. Es la tierra del oro, de las gemas
preciosas que los hombres se disputan, de los enormes elefantes cuyos
cuernos de marfil encontré aquí, en el mercado de Tebas —dice Seneb.
—En Nubia crece el ébano. Con su madera negra fabriqué esta daga que
me acompañó en el viaje.
Y recuerda también la rama de ébano que lo salvó del cocodrilo en Punt,
recuerda el olor del cocodrilo y su corazón golpea con más fuerza que
nunca.
Seneb mira a Taya, dormida entre almohadones mientras los servidores
agitan los abanicos de plumas. Su corazón vuelve a golpear y entonces se
da cuenta de que deberá partir.

Al día siguiente acompaña a Taya al mercado y una vez más observa a los
vendedores de pájaros pasear con las jaulas entre la gente, a los talladores
de marfil que cincelan delicadas figuras sobre los cuernos traídos desde
Nubia. Y dice:
—Debo volver a Punt.
—¿Qué te falta? —pregunta Taya y detiene su marcha.
—Punt es Punt —dice Seneb bajando los ojos.
Esa noche, en el jardín, Taya pregunta por última vez:
—¿Qué más hay en Punt? Necesito saberlo.
—El olor del cocodrilo que hace galopar el corazón. Eso hay.
La cueva del caimán
por Margarita Mainé y Héctor Barreiro
Dibujos de Chachi Verona
Parece que cuando Dios hizo la tierra estuvo tan ocupado creando los
árboles, los ríos, y las enormes montañas que se volvió al cielo sin dejar el
fuego a los hombres. Cuando se dio cuenta de su olvido bajó en plena
noche a traerlo y al único que encontró despierto fue al caimán.
—Te dejo el fuego para que por la mañana lo compartas con los hombres.
Así podrán cocinar la comida y calentarse en el invierno —le dijo Dios y
desapareció.

Al caimán el fuego le pareció el mejor de los tesoros


pero, ¿por qué compartirlo así nomás? Los hombres
no eran generosos con él. Siempre lo andaban
molestando y nunca compartían su comida. El
caimán pasó toda la noche pensando qué hacer. No
se animaba a ignorar la palabra de Dios y tampoco
quería desperdiciar la oportunidad de pedir algo a
cambio del fuego.
Al día siguiente el caimán le dijo a los hombres que
Dios le había confiado algo mágico para cocinar la
comida y que estaba dispuesto a compartirlo si ellos
estaban de acuerdo en ofrecerle parte de lo que cazaban. Entonces les
propuso que dejaran la carne al pie de la montaña y él se encargaría de
cocinarla a cambio de su ración diaria de comida. Los hombres lo hicieron
un día para probar el sabor y tanto les gustó la comida cocida que
aceptaron lo que les proponía el caimán.
Y así fue. El caimán tenía su alimento asegurado y lo único que hacía era
cocinar la carne por la noche en su cueva. El resto del día andaba
tomando sol recostado en las piedras y agradeciendo la buena idea que
había tenido.
Pero la historia no termina aquí.
Una tarde, un joven de la tribu llamado Imá acompañó a su padre para
aprender los secretos de la caza y corriendo detrás de una gallineta azul
del monte se alejo demasiado y se perdió.
Caminó Imá por la ladera de la montaña y buscando el camino de regreso
encontró una cueva y como era un muchacho curioso entró. Hacía mucho
calor allí y había un olor extraño. La tierra de la cueva era muy negra y
cuando Imá la tocó para llevarse la mano a la nariz pudo comprobar que
el olor estaba guardado allí.
Salió Imá de la cueva y luego de caminar otro rato escuchó la voz de su
padre que lo llamaba desde lejos. Después del reencuentro, el padre le
preguntó por qué tenía las manos y la cara manchadas de negro; Imá le
contó del extraño olor que salía de esa cueva.
—Debe ser la cueva del
caimán —dijo el indio anciano
al enterarse de la aventura de
Imá—. ¿No estaba el fuego
allí?
Al día siguiente partieron varios
hombres para que Imá los
guiara hasta la cueva del caimán. Al encontrarla los hombres tocaron la
tierra negra y sintieron el calor que todavía guardaba de la fogata en la
que el caimán había asado la comida.
—Si el fuego no esta aquí, ¿dónde lo guarda el caimán? —se preguntaban
todos en la tribu.
—En la boca —dijo el viejo sabio—. El único lugar en el que el caimán
puede guardar el fuego durante el día es en la boca.
En cuanto dijo esto todos pensaron en robarle al animal su preciado
secreto.
A los pocos días organizaron una fiesta para todos los animales. Cada uno
haría su gracia con la intención de lograr que el caimán se riera a
carcajadas y cuando tuviera su boca bien abierta intentarían robarle el
fuego.
El caimán llegó desconfiando de la invitación. Nunca los hombres lo
incluían en sus fiestas y sabía bien que era porque le envidiaban el fuego.
Al llegar vio que estaban todos los animales del monte. Pero el caimán
entró serio y con la boca bien cerrada, saludando a regañadientes.
El primer número lo hizo la serpiente. Bailó sobre un tronco enredándose al
compás de los tambores y simuló atarse en un nudo del que parecía no
poder salir. Los animales aplaudían y reían a carcajadas. El caimán se
mantuvo serio y aburrido.
Después la gallineta bailó haciendo girar su cuello como un trompo. Era
gracioso ver cómo el pico le quedaba para atrás y volvía girando
rapidisimo. Los animales aplaudían y silbaban Pero el caimán apenas se
sonrió.

En el tercer número
apareció la tortuga
sacando muy larga la
cabeza de su caparazón y
volviéndola a entrar hasta
desaparecer. Quedaba
graciosa ya que cuando la
cabeza llegaba bien afuera
simulaba un estornudo y después se replegaba otra vez hasta esconderse.
Todos los animales se reían y el caimán sonrió un poco más confiado.
De todos los animales el que estuvo más gracioso fue el zorro de orejas
chicas.
—Auuuuuu-hip-auuuuuu-hip —el zorro aullaba con hipo y esto hacía que el
aullido saliera entrecortado y agudo. Los demás animales se agarraban la
panza con las manos de tanta risa y el caimán abrió tanto la boca para
reírse que un poco de fuego se le escapó. Entonces el pájaro tijera, que
estaba muy atento, dio un vuelo rápido por arriba del caimán y le robó una
llama.
Allí se terminó la fiesta para el caimán. Ofendido y enojado se fue a su
cueva para avivar el poco fuego que le había quedado entre los dientes
mientras el pájaro tijera, los otros animales y los hombres continuaron el
festejo por primera vez iluminados por el fuego.
Desde ese día el caimán tiene que buscar su propia comida y los hombres
disfrutan de sabrosos manjares.
Esta historia la cuentan los Sanema-yanoama, una tribu que habita al sur
del estado de Bolívar (Venezuela) y sudeste del territorio Amazonas (al norte
de Brasil). La espesura de la selva evitó que el hombre blanco modificara su
cultura. Tal es así que aún continúan con sus ritos. Uno de ellos es la
ingestión de las cenizas de los muertos, ya que creen que los huesos
encierran mucha energía. Se saludan con puñetazos en el esternón para
hacer alarde del vigor y esplendor vital.
En cuanto a las matemáticas, se las arreglan de manera sencilla ya que
sólo conocen dos números, el uno y el dos, y todo lo demás es solamente
"más de dos" o "varios" o "muchos".
Los ancianos son muy respetados y los cuidan a pesar de que no estén
capacitados para su propio mantenimiento.
Sus principales actividades para sostenerse son la caza y la pesca.
Encontramos esta historia en revista Antropológica N° 22, 1968, órgano del
Instituto Caribe de Antropología y Sociología, Caracas. Venezuela.

Esta leyenda fue extraída, con autorización de los autores y los


editores, del libro El origen del fuego, de Margarita Mainé y
Héctor Barreiro (Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2001.
Colección Cuentamérica).
Las ilustraciones de Chachi Verona pertenecen al mismo libro y
fueron reproducidas con autorización del autor y los editores.
Francisco y el dragón
por Margarita Mainé
Mañana de lunes en primer grado. A Francisco le cuesta olvidarse del fin de
semana y del partido de fútbol que le ganó a su tío. La maestra ya está
explicando algo y Francisco, con desgano, saca los útiles de la mochila.
Hoy va a trabajar bien para poder salir al recreo sin problemas, porque a
Francisco siempre le pasa algo y no puede terminar la tarea en la clase.
En cuanto escribió la primera letra, al lápiz se le quebró la punta y
buscando el sacapuntas en la mochila, encontró una moneda vieja que le
regaló su tío. Se la mostró a Ezequiel y empezó a explicarle lo antigua que
era. Como Ezequiel no le creía, estuvieron discutiendo y hablando toda la
hora. Mientras discutían, Ezequiel hacía la tarea pero Francisco…
Cuando sonó el timbre del recreo todos salieron corriendo. Francisco se
escondió atrás de Camila. Con un poco de suerte la maestra no lo veía y
no le tenía que mostrar el cuaderno.
Cuando Francisco iba llegando a la puerta del salón, el corazón le
galopaba; quizás hoy se salvaba, un pasito más y…
—Francisco, antes de irte al recreo, mostrame tu cuaderno —dijo la
maestra.
Francisco se volvió a buscar su cuaderno adivinando lo que pasaría
después. De toda la tarea que habían hecho ese día, él sólo había escrito
mar, de martes y para colmo era lunes.
—Si no trabajás en clase, trabajarás durante el recreo —dijo la maestra
repitiendo una ley que Francisco conocía de memoria.
Así fue que se quedó solo en el aula y con su tarea para hacer.
Escribió lunes y en ese momento entró Alejandro para buscar las figuritas y
llevárselas al recreo.
—A verlas… —dijo Francisco con bronca. Alejandro siempre terminaba su
tarea en clase y encima tenía figuritas.
Alejandro se las mostró orgulloso pero apurado. Lo único que quería era
volver al recreo para cambiar figuritas con sus amigos.
Francisco miraba las figuritas y pensaba que no era justo que él solo se
perdiera el recreo. Cuando Ale quiso salir, le dijo:
—No te las doy nada. Yo ayer tenía figuritas como éstas y se me perdieron.
Seguro que vos me las sacaste.
Ale dijo que no era verdad, que su mamá se las había comprado y
entonces empezaron una discusión de esas que duran mucho y no sirven
para nada.
Cuando Alejandro se cansó, para no perderse todo el recreo fue hasta el
pizarrón y con una tiza dibujó un enorme dragón con cara de malo.
Después dijo:
—Ahora voy a salir al recreo y voy a contar hasta tres. Este dragón del
pizarrón te va a sacar mis figuritas. Tendrás que vencerlo —y se fue dando
un portazo.
A través de la puerta, Francisco escuchó la voz de Alejandro:
—Uno, dos… tres.
Francisco pensó en borrar el dragón pero cuando apoyó el borrador en el
pizarrón escuchó un rugido espantoso.
Alejandro no le había mentido. El dragón se movía furioso y con cara de
pocos amigos.
—¡Dame esas figuritas! —dijo con voz dragonosa y Francisco se quedó duro
de miedo. ¡No sólo se movía, también hablaba!
—¿Quién sos? —le preguntó desorientado.
—Soy un dragón. ¿No me ves? GRRRRR, dame esas figuritas.
Francisco se acercó a su mesa y agarró su regla. Muchas veces le había
servido como espada con sus amigos. Como buen espadachín amenazó al
dragón, que de un zarpazo le sacó la regla y las figuritas al mismo tiempo.
Después rompió la regla en diez pedacitos y con un nuevo rugido demostró
que era un dragón malísimo.
A Francisco se le ocurrió una idea. Agarró el borrador y de una sola pasada
le borró la cara de malo y le dibujó unos ojos dulces y una sonrisa de
dragón en la boca.
—Qué lindo estás ahora —le dijo contento.
El dragón miró para todos lados como buscando algo. Después le pidió a
Francisco que le dibujara un espejo para ver cómo había quedado.
Francisco garabateó un espejo un poco chueco y cuando el dragón pudo
verse quedó muy conforme.
Después invitó a Francisco a recorrer su mundo de pizarrón.
—Tengo que terminar mi tarea —le contestó él en un ataque de
responsabilidad.
Entonces el dragón se ofreció a ayudarlo y como parece que era un
dragón muy inteligente, el trabajo enseguida estuvo terminado.
—Ahora sí vamos —dijo Francisco contentísimo— pero… ¿por dónde entro?
—preguntó desilusionado mirando el pizarrón.
El dragón le propuso que dibujara una puerta con la tiza y cuando
Francisco lo hizo, giró el picaporte y de un salto entró al mundo verde del
pizarrón.
Recorrieron un camino de pastos altos y se sentaron en una plantación de
lechuga. Allí vivían cocodrilos, sapos, ranas, langostas y muchos animales
más. Todos verdes.
—¿No se aburren? —preguntó Francisco recordando los hermosos colores
de sus lápices.
El dragón le explicó que en época de clase estaban de fiesta:
—Todo lo que dibuja la maestra en el pizarrón nos sirve para jugar. Jugamos
a la lotería con los números de las cuentas y armamos historias con las
palabras.
Recorrieron muchos lugares. El dragón le regaló a Francisco manzanas
verdes y caramelos de menta.
De pronto, se escuchó el timbre.
—Dale, Francisco, que terminó el recreo —le dijo el dragón.
Volvieron hasta el pizarrón. Por suerte nadie había borrado la puerta y
Francisco se despidió con un abrazo. Prometió dibujar tomates y flores de
todos los colores.
Cuando entraron los chicos del recreo, Alejandro encontró las figuritas
sobre la mesa, la maestra lo felicitó a Francisco por su trabajo terminado
pero no le creyó cuando le dijo que un dragón le rompió la regla en diez
pedacitos.
(”Francisco y el dragón”. © Margarita Mainé, Grupo Editorial Norma,
Bogotá, 2006.)
El hombre sin cabeza
Texto de Ricardo Mariño

El hombre, el escritor, solía trabajar hasta muy avanzada la noche. Inmerso


en el clima inquietante de sus propias fantasías escribía cuentos de terror.
La vieja casona de aspecto fantasmal en la que vivía le inspiraba historias
en las que inocentes personas, distraídas en sus quehaceres, de pronto
conocían el horror de enfrentar lo sobrenatural.
Los cuentos de terror suelen tener dos protagonistas: uno que es víctima y
testigo, y otro que encarna el mal. El "malo" puede ser un muerto que
regresa a la vida, un fantasma capaz de apoderarse de la mente de un
pobre mortal, alguna criatura de otro mundo que trata de ocupar un
cuerpo que no es el suyo, un hechicero con poderes diabólicos...

Un escritor sentado en su sillón, frente a una computadora, a medianoche,


en un enorme caserón que sólo él habita, se parece bastante a las
indefensas personas que de pronto se ven envueltas en esas situaciones de
horror. Absorto en su trabajo, de espaldas a la gran sala de techos altos,
con muebles sombríos y una lúgubre iluminación, bien podría resultar él
también una de esas víctimas que no advierten a su atacante sino hasta un
segundo antes de la fatalidad.
El cuento que aquella noche intentaba crear Luis Lotman, que así se
llamaba el escritor, trataba sobre un muerto que, al cumplirse cien años de
su fallecimiento, regresaba a la antigua casa donde había vivido o, mejor
dicho, donde lo habían asesinado.
El muerto regresaba con un cometido: vengarse de quien lo había matado.
¿Cómo podía vengarse de quien también estaba muerto? El muerto del
cuento se iba a vengar de un descendiente de su asesino.
Para dotar al cuento de detalles realistas, al escritor se le ocurrió describir su
propia casa. Tomó un cuaderno, apagó las luces y recorrió el caserón
llevando unas velas encendidas. Quería experimentar las impresiones del
personaje-víctima, ver con sus ojos, percibir e inquietarse como él. Los
detalles precisos dan a los cuentos cierto efecto de verosimilitud: una
historia increíble puede parecer verdad debido a la lógica atinada de los
eslabones con que se va armando y a los vívidos detalles que crean el
escenario en que ocurre.
La casa del escritor era un antiquísimo caserón heredado de un tío —
hermano de su padre— muerto de un modo macabro hacía muchos años.
Los parientes más viejos no se ponían de acuerdo en cómo había ocurrido
el crimen, pero coincidían en un detalle: el cuerpo había sido encontrado
en el sótano, sin la cabeza.
De chico, el escritor había escuchado esa historia decenas de veces.
Muchas noches de su infancia las había pasado despierto, aterrorizado,
atento a los insignificantes ruidos de la casa. Sin duda, esa remota impresión
influyó en el oficio que Lotman terminó adoptando de adulto.
Proyectada por la luz de las velas, la sombra de Lotman reflejada en las
altas paredes parecía un monstruo informe que se moviera al lento compás
de una danza fantasmal. Cuando Lotman se acercaba a las velas, su
sombra se agrandaba ocupando la pared y el techo; cuando se alejaba
unos centímetros, su silueta se proyectaba en la pared... sin la cabeza.
Ese detalle lo sobrecogió. ¿Cómo podía aparecer su sombra sin la cabeza?
Tardó un instante en darse cuenta de que sólo se trataba de un efecto de
la proyección de la sombra: su cuerpo aparecía en la pared y la cabeza en
el techo, pero la primera impresión era la de un cuerpo sin cabeza.
Anotó en su cuaderno ese incidente, que le pareció interesante: el
protagonista camina alumbrándose con velas y, como algo premonitorio,
observa que en su sombra falta la cabeza. El personaje no se asusta, es sólo
un hecho curioso. No se asusta porque él desconoce que en minutos su
destino tendrá relación con un hombre sin cabeza. Y no se asusta —pensó
Lotman—, porque así se asustará más al lector.
Terminó de anotar esa idea, cerró el cuaderno y decidió bajar al sótano.
Los apolillados encastres de la escalera emitían aullidos a cada pie que él
apoyaba. En un año de vivir allí sólo una vez se había asomado al sótano, y
no había permanecido en él más de dos minutos debido al sofocante olor
a humedad, las telas de araña, la cantidad de objetos uniformados por una
capa de polvo y la desagradable sensación de encierro que le provocaba
el conjunto. Cien veces se había dicho: "Tengo que bajar al sótano a poner
orden". Pero jamás lo hacía.
Se detuvo en el medio del sótano y alzó el candelabro para distinguir mejor.
Enseguida percibió el olor a humedad y decidió regresar a la escalera. Al
girar, pateó involuntariamente el pie de un maniquí y, en su afán de tomarlo
antes de que cayera, derribó una pila de cajones que le cerraron el paso
hacia la escalera.
Ahogado, con una mueca de desesperación, intentó caminar por encima
de las cosas, pero terminó trastabillando. Cayó sobre el sillón desfondado y
con él se volteó el candelabro y las velas se apagaron.

Mientras trataba de orientarse, Lotman experimentó, como a menudo les


ocurría a los protagonistas de sus cuentos, la más pura desesperación.
Estaba a oscuras, nerviosísimo, y no encontraba la salida. Sacudió las manos
con violencia tratando de apartar telas de araña, pero éstas quedaban
adheridas a sus dedos y a su cara. Terminó gritando, pero el eco de su
propio grito tuvo el efecto de asustarlo más aún.
Quién sabe cuánto tiempo le llevó dar con la escalera y con la puerta.
Cuando al fin llegó a la salida, chorreando transpiración, temblando de
miedo, atinó a cerrar con llave la puerta que conducía al sótano. Pero su
nerviosismo no le permitía acertar en la cerradura.
Corrió entonces hasta cada uno de los interruptores y encendió a
manotazos todas las luces. Basta de "clima inquietante" para inspirarse en
los cuentos, se dijo. Estaba visto que en la vida real él toleraba muchísimo
menos que alguno de sus personajes capaces de explorar catacumbas en
un cementerio.
Cuando por fin llegó al acogedor estudio donde escribía, se echó a llorar
como un chico.
Una gran taza de café hizo el milagro de reconfortarlo. Se sentó ante la
computadora y escribió el cuento de un tirón.
Un muerto sin cabeza salía del cementerio en una espantosa noche de
tormenta. Había "despertado" de su muerte gracias a una profecía que le
permitía llevar a cabo la deseada venganza pensada en los últimos
instantes de su agonía: asesinar, cortándole la cabeza, a la descendencia,
al hijo de quien había sido su asesino: su propio hermano.
Cuando el escritor puso el punto final a su cuento sintió el alivio típico de
esos casos. Se dejó resbalar unos centímetros en el sillón, apoyó la cabeza
en el respaldo y cerró los ojos. Ya había escrito el cuento que se había
propuesto hacer. Dedicaría el día siguiente a pasear y a encontrarse con
algún amigo a tomar un café.
Sin embargo, de pronto tuvo un extraño presentimiento...
Era una estupidez, una fantasía casi infantil, la tontería más absurda que
pudiera pensarse... Estaba seguro de que había alguien detrás de él.

Cobardía o deseperación, no se animaba a abrir los ojos y volverse para


mirar. Todavía con los ojos cerrados, llegó a pensar que en realidad no
necesitaba darse vuelta: delante tenía una ventana cuyo vidrio, con esa
noche cerrada, funcionaba como un espejo perfecto. Pensó con terror
que, si había alguien detrás de él, lo vería no bien abriera los ojos.
Demoró una eternidad en abrirlos. Cuando lo hizo, en cierta forma vio lo
que esperaba, aunque hubo un instante durante el cual se dijo que no
podía ser cierto. Pero era indiscutible: "eso" que estaba reflejado en el vidrio
de la ventana, lo que estaba detrás de él, era un hombre sin cabeza. Y lo
que tenía en la mano era un largo y filoso cuchillo...
Lentitud
Texto de Ricardo Mariño

No podía moverse. Tenía conciencia de que estaba en el suelo, sentía un


agudísimo dolor de cabeza y una gran pesadez. No podía moverse ni abrir
los ojos. ¿Qué había pasado? La nave. Con esfuerzo recordó que
finalmente la nave había caído y que, unos segundos antes, él se había
lanzado con el sistema eyector. Venía navegando normalmente en un
vuelo automático y en algún momento advirtió que la nave no avanzaba
por la ruta trazada. Cuando quiso rectificar el rumbo comprobó que era
imposible. Los instrumentos funcionaban, pero algo había alterado sus
parámetros. Él sólo era un piloto encargado de hacer un traslado de
materiales hasta la Tierra, alguien con mínima instrucción, pero no había
que ser un experto para deducir que, accidentalmente, la nave había
entrado en el área de influencia de un campo gravitacional tan poderoso
como para dislocar el instrumental.

Los intentos por comunicarse habían sido inútiles —nada funcionaba en


forma normal—, y con los mandos manuales no había podido impedir que
progresivamente la nave fuera atraída hacia ese planeta. Debía hacer
muchas horas que esa falla afectaba a la nave y él, fatalmente, había
demorado demasiado en advertirlo. Por lo cual, debía estar muy alejado
de las rutas convencionales. Próximo a caer sobre el planeta, había
dispuesto de unos segundos para ver cómo era su superficie, después de
accionar en forma manual, e inútilmente, los sistemas de descenso. Mientras
caía tuvo sensaciones muy extrañas y, antes de desvanecerse en plena
caída, vio un lugar inhóspito, rocoso, con una mínima vegetación que al
menos hacía pensar que allí habría oxígeno.
Cuando fue evidente que se estrellaría contra el planeta, decidió
eyectarse, que era la forma de salvarse él, pero no la nave. Todo había
durado instantes y de esa parte no recordaba prácticamente nada. No
tenía la menor idea sobre qué había sucedido después ni cuánto tiempo
había transcurrido.
Sin embargo ahora se sentía en posición horizontal. La permanencia de
varias semanas en el espacio le hacía confundir esas sensaciones, pero
había jurado que estaba acostado en el suelo de aquel lugar.
Quién sabe cuánto tiempo había pasado en esa posición cuando notó
que, si se empeñaba en hacer un gran esfuerzo, podía mover un brazo
algunos centímetros. Era como intentar nadar en un líquido de terrible
densidad. Y tal vez fuera así. Tal vez la combinación de gases de ese
planeta, o las condiciones gravitacionales, produjeran alguna sustancia
espesa que impedía los movimientos.
Pasado un rato pudo comenzar a abrir los párpados. Una tenue luz se filtró y
tuvo en su mente la imagen de manchas oscuras imprecisas, recortadas
sobre un fondo blanco. Eran siluetas perfectamente inmóviles, estatuas o
algo parecido. ¿Cómo no se había golpeado contra ellas al caer? Eran
muchas figuras parecidas, que representaban seres de espantoso aspecto.
Habían sido talladas en el vívido gesto de avanzar a la carrera hacia un
objetivo. Ese objetivo parecía ser... él mismo, porque, de hecho, estaba en
el camino de la carrera de las estatuas.

Parados sobre cuatro patas y casi enanos, tenían un aspecto vagamente


humano. Su expresión, a la vez fría y asesina, no delataba pensamientos
sino un instinto bestial. Los filosos colmillos que les sobresalían de sus bocas
les daban esa apariencia animal, pero los rasgos de la cara eran estilizados
y no recordaban la cabeza de un simio sino la de un renacuajo o un
humano recién nacido, con sus arrugas y su cabeza desproporcionada.
Poco después vio que detrás de las estatuas estaba su nave, destrozada. El
movimiento de los ojos para enfocar cada objeto se le hacía
increíblemente lento. Tenía en su campo visual a la nave, pero no podía
concentrarse en los detalles. Sin embargo... había algo... ¡sí! ¡Un asiento de
la nave estaba suspendido en el aire!
Tal vez él hubiera caído primero y la nave después. Pero no, no era eso.
Ahora que podía ver un poco mejor, había unas líneas coloridas alrededor
de la nave, y a partir de eso pudo deducir que ¡la nave estaba estallando!
Quizá la poderosa fuerza de gravedad hacía que la expulsión de llamas y
gases fuera mínima, pero de hecho un sillón y otras partículas que ahora
identificaba mejor estaban saliendo desde la nave. ¡Era un estallido en
cámara lenta! Ahora el sillón se hallaba en otra posición, unos centímetros
más alto, y poco después comenzaba a descender describiendo muy
lentamente una parábola. Eso que en la Tierra habría resultado un
fogonazo, un mínimo instante inaprensible, aquí parecía prolongarse
interminablemente.

Entonces, esas figuras de hombrecitos en cuatro patas... El hombre se


planteó una idea espeluznante: si todo era tan lento como para dar la
sensación de rigidez, esos seres que lo rodeaban no debían estar inmóviles...
Aterrorizado, trató de concentrarse en uno de ellos, el que estaba más
cerca, ya que tenía la sensación de que antes tenía la boca casi cerrada,
mientras que ahora parecía abierta a medias...
Después de unos cuantos minutos, tal vez quince o veinte (para entonces el
sillón había recorrido un par de metros más en el aire), la boca del
hombrecito estaba completamente abierta, se veían mejor sus desparejos
dientes y colmillos, y algo como una espuma parecía salirle de la garganta.
¡Se movían! ¡Estaban vivos! ¡Y se dirigían hacia él para atacarlo!

Ojalá estuviera equivocado. Para alentar esa duda, se concentró en un


pájaro que estaba a unos cien metros por sobre las cabezas de los
hombrecitos de cuatro patas. Era un pájaro fabuloso, inmenso, con
enormes músculos en sus alas que, desplegadas, no eran demasiado
anchas. Mas que volar, parecía nadar. ¿Cómo podía volar un ser vivo en
ese planeta?
En algo así como media hora el pájaro ya no se vio perpendicular a la
cabeza del humanoide sino desplazado unos centímetros hacia la derecha.
Aterrado, se dijo que, tarde o temprano, esos salvajes se arrojarían sobre él
y le darían la peor de las muertes: lo despedazarían y devorarían con
espantosa lentitud.
Terribles pensamientos ocuparon al hombre durante esa eternidad
imposible de calcular en horas. Advirtió, además, que no había sonidos. Por
una razón inexplicable, eso le resultó más aterrador que las demás
comprobaciones. Qué sensación de soledad debía dar ese lugar donde las
cosas no hacían ruido al ser apoyadas. Los tremendos rugidos que habrían
salido de esos hombrecitos eran puro silencio, como también la explosión
de la nave.
Pasadas, quizá, dos horas, el más feroz de los salvajes estaba a unos sesenta
centímetros. A las tres o cuatro horas, el hombre comenzó a sentir que la
garra derecha del salvaje tocaba su cuello. Una hora más tarde comenzó a
dolerle, como un pinchazo. Era terrible imaginar lo que iba a demorar su
muerte...
Lo que siguió fue tan extraño como todo lo anterior: durante horas el
hombre vio que el grupo de salvajes coincidía en un movimiento de sus
cabezas: un giro hacia el costado y hacia arriba. Cuatro o cinco horas
después ya estaban de espaldas y habían comenzado una especie de
huida hacia adelante, hasta desaparecer metiéndose en una cueva. El
pájaro los siguió hasta allí y, al no obtener ninguna presa, volvió a elevarse.
El hombre sabía que no tenía ninguna chance de sobrevivir en ese planeta.
¿Cómo haría para pararse, correr, conseguir alimentos, defenderse de esos
seres y soportar ese horrible silencio? Por todo eso, casi agradeció cuando
el pájaro, tras describir un extraordinario circulo en las alturas, comenzó a
bajar en un lentísimo vuelo en picada... hacia él.
La guerra de los cien años
por Graciela Montes
El País de los Gorras Azules y el País de los Gorras Rojas no se llevaban nada
bien. Es más: se llevaban mal, muy mal, tan mal se llevaban que entraron en
guerra.
-¡Mueran los Gorras Rojas! -gritó el presidente de los Gorras Azules parado
en un banquito.
-¡Mueran los Gorras Azules! -gritó el primer ministro de los Gorras Rojas desde
lo alto de una escalera.
-¡Guerra! ¡Guerra! -aullaron los dos y sus voces resonaron por todo el mundo.
El presidente de los Gorras Azules y el primer ministro de los Gorras Rojas
juntaron sus armas: tanques inmensos, misiles veloces, portaviones como
ciudades, bombas, metralletas, granadas, morteros, balas redondas, balas
afinadas. Los armamentos se fueron acumulando a las puertas de las dos
ciudades y todos se prepararon para una guerra.
-Sólo faltan los soldados -dijo el presidente de los Gorras Azules.
-Los soldados son lo único que falta -dijo el primer ministro de los Gorras
Rojas.
Entonces el presidente de los Gorras Azules y el primer ministro de los Gorras
Rojas pronunciaron muchísimos discursos.
-¡Muchachos! ¡Mis valientes! -decían. -¡Vamos a la guerra!
Pero los muchachos del País de los Gorras Azules estaban cosechando el
trigo, o cambiándole el aceite a los autos, o tocando la guitarra, o juntando
flores para regalárselas a la chica mas linda.
Y los muchachos del País de los Gorras Rojas estaban cosechando maíz, o
desarmando una radio, o bailando rock, o mirando el cielo para ver caer
una estrella.
-¡Muchachos! ¡Mis valientes! ¡Vamos a la guerra! -insistían el presidente de
los Gorras Azules y el primer ministro de los Gorras Rojas. -¡Démosle su
merecido al enemigo! ¡Destruyámoslo! ¡Aplastémoslo! ¡Hundámoslo!
¡Reventémoslo!
Y todos los televisores de los dos países retumbaban con esas palabras. Y en
todas las esquinas de las dos ciudades había carteles con un dedo
acusador que decían "Muchachos. Mis valientes. ¡Vamos a la guerra!". Pero
los muchachos seguían cosechando y bailando y cantando y juntando
flores y mirando el aire.
Entonces el presidente de los Gorras Azules y el primer ministro de los Gorras
Rojas sonrieron en los televisores y les prometieron medallas brillantes a los
que quisiesen ir a la guerra. Y después rugieron y amenazaron con mandar
a la cárcel a los que no quisiesen ir. Y ni aún así hubo soldados suficientes.
Pero las guerras no esperan. Así que el pequeño ejército de los Gorras
Azules -tan pequeño que los dedos de una mano y un pie alcanzarían para
contar sus soldados- se puso en marcha hacia el País de los Gorras Rojas.
Los dos ejércitos marcharon, uno contra el otro. Atravesaron pantanos,
llanuras inmensas, bosques tupidos y cadenas de montañas tan altas que
trepaban más que las nubes. A veces creían divisar al enemigo a lo lejos y
el general daba la orden: "¡Apunten! ¡Fuego!", pero no era el enemigo; era
un tren de carga, o un ñandú que corría a lo loco, o una bandada de
pájaros que levantaba vuelo. El enemigo estaba, mientras tanto, a
muchísimos kilómetros de allí, gritando: "¡Apunten! ¡Fuego!" y gastando sus
balas en lo que le había parecido un ejército y que en realidad no era más
que una nube baja o una parva de pasto.
Hace años que caminan y se buscan. Y siguen caminando y buscándose
todavía. Son dos países muy grandes y dos ejércitos demasiado pequeños.
Lo más probable es que no se encuentren sino por casualidad y al cabo de
cien años. Eso al menos es lo que calculan los científicos. Y, para cuando se
encuentren, los hombres estarán demasiado viejos, y los tanques, los misiles,
las metralletas, las bombas, los morteros y las balas, muy pero muy oxidados.

Extraído, con autorización de la autora, del libro Te cuento tus derechos,


antología de Amnesty International Argentina y editado dentro de
“Educando para la libertad”, Programa de Educación en Derechos
Humanos de Amnesty Internacional Argentina (Buenos Aires, Amnesty
International Argentina, 1997). Edición realizada por convenio con AI
Noruega y ODERASJON DAGSVERK.

Nota de Imaginaria: Los lectores encontrarán una reseña crítica de Te


cuento tus derechos en la sección "Libros" de Imaginaria, en esta dirección:
www.imaginaria.com.ar\01\3\derechos.htm
Los animales y el fuego - Miguel Ángel Palermo

Hace mucho tiempo los animales hablaban y hacían cosas de personas.


Pero no tenían fuego, y como no se habían inventado los fósforos los pobres
tenían que comer su comida cruda, que mucho no les gustaba, y en
invierno pasaban bastante frío.
El Jaguar en esos tiempos no tenía manchas, sino que era todo lisito,
amarillo.
Un día que estaba tomando calorcito en una montaña alta, al Sol le dieron
lástima los animales y lo llamó:
—¡Eh, Jaguar! Te voy a dar una cosa para que usen vos y los demás
animales.
—¿Qué es? ¿Algo para comer? —dijo el Jaguar, que era bastante tragón.
—No, te voy a dar un poco de fuego. Hacé un atadito de ramas y pasto
seco y levantalo, que yo te lo enciendo. Pero tenés que convidarle a todos,
¿eh?
—Síii —dijo el Jaguar. Y preparó una antorcha, que el Sol prendió.
—Gracias, ahora les llevo a todos. Hasta pronto, Sol.
Y bajó de la montaña. Pero el Jaguar, no bien se alejó, dijo:
—¡Ja, ja! Ahora sí que voy a poder comer churrasquitos y asados y no todas
esas porquerías crudas. Y en invierno no voy a pasar más frío. Y a los demás
no les doy nada, porque al fin de cuentas la antorcha la preparé yo y me
tomé el trabajo de bajarla.
Así que se fue a su casa, juntó ramas e hizo un lindo fuego, al que iba
agregando a cada rato leña para que no se apagara nunca. Y comió
asado y se acostó a dormir al calor del fogón.
Pero la Avispa, que era muy curiosa y siempre andaba escuchando las
conversaciones de los demás, había oído lo que el Sol había dicho, así que
se fue volando a avisar a los demás.
—¡No puede ser! —dijeron los otros—. ¡Nosotros también queremos fuego!
Vamos a pedirle.
Entonces mandaron a la Lechuza, que sabía hablar muy bien, para que
pidiera al Jaguar una brasita. Pero cuando la Lechuza empezó a hablar el
Jaguar le gritó:
—¡NOOO! ¡El fuego es MÍOOO! —y pegó tales rugidos que la pobre Lechuza
se asustó mucho y se escapó volando.
Entonces mandaron a la Vizcacha para ver si convencía al Jaguar. Pero no
bien empezó a hablar el Jaguar se enojó; se puso a rugir y la sacó
corriendo.
Entonces mandaron al Loro, que empezó a dar charla al Jaguar, de
cualquier cosa, para ver si se ablandaba y le convidaba una brasita. Y
habló tanto que el otro se quedó dormido, medio mareado de escucharlo
hablar tanto.
Entonces el Loro dijo:
—Bueno, vamos a aprovechar y a sacar un poquito de fuego.
Pero no se le ocurrió nada mejor que agarrar una brasa con el pico, y se
quemó la lengua. Pegó un grito y el Jaguar se despertó.
—¿Qué hacés? ¡Loro sinvergüenza! ¡Te voy a dar! —Y se abalanzó sobre el
Loro, que se escapó volando.
Entonces los animales mandaron al Zorro, que era muy vivo. Cuando el
Zorro llegó adonde estaba el Jaguar le dijo:
—¿Cómo le va, don Jaguar? —y empezó a charlar haciéndose el distraído.
—¡Basta de charlas, que ya me cansó el Loro! —le contestó el otro.
—¡Huy, cuánto trabajo tiene para mantener este fuego! ¿No quiere que lo
ayude trayendo ramas?
Como el Jaguar era bastante vago le dijo que sí y el Zorro empezó a trajinar
trayendo leña, amontonándola y echándola al fuego. El Jaguar empezó a
amodorrarse mientras vigilaba por las dudas al Zorro. Entonces éste le dijo:
—El fuego se va a apagar si no acomodamos mejor la leña. Voy a usar un
palo para acomodar las brasas.
Agarró un palo y empezó a revolver el fuego, hasta que la punta se
encendió bien; vio de reojo que el Jaguar se distraía y bostezaba y salió
corriendo con el palo encendido.
El Jaguar pegó un salto para atraparlo, pero el Zorro había dejado
atravesados unos palos, así que el Jaguar tropezó, se cayó y se ensució la
piel con los carbones.
El Zorro corrió tanto que el Jaguar no lo pudo alcanzar.
—¡Ahora sí que me embromó el Zorro este! ¡Me sacó fuego y encima me caí
y me manché la piel, tan linda y lisita que la tenía!
Desde entonces todos tuvieron fuego para cocinar y calentarse en invierno
y los jaguares tienen manchas negras y andan siempre de malhumor.
El mundo se quema
Cuento toba, versión de Miguel Ángel Palermo .

Cuentan que hace muchísimo tiempo, una vez apareció un perro en un


pueblo de tobas; nadie sabía de dónde venía ni quién era su dueño.
Dicen que este perro tenía la cara muy linda y que —cosa rara— también
tenía una barbita como la de algunos monos, pero nadie lo quería porque
estaba muy sucio y bastante sarnoso. Así que cuando se le acercaba a la
gente, lo sacaban corriendo, le gritaban y le tiraban cosas.
Pero un hombre le tuvo pena, lo llamó, le dio de comer, le dijo que se podía
quedar con su familia y hasta lo tapó con su poncho.
Se hizo de noche y todos se durmieron. Entonces, el perro se fue
transformando: empezó a crecer y crecer y a cambiar, y al final fue como
un hombre, un hombre muy lindo y bien vestido. Parece que era un dios, el
dios de los tobas, que se había disfrazado de perro para ver si la gente era
buena.
Despertó al hombre que lo había ayudado:
—Levantate rápido, m’hijo, levantate que tenés mucho que hacer.
Mañana mismo toda la tierra se va a quemar porque son todos malos; va a
haber un fuego grande que no va a dejar nada. Vos solo te vas a salvar,
porque sos bueno; vos y tu familia.
—¿Y qué tengo que hacer? —dijo el hombre.
—Escuchá bien: ahora mismo ponete a hacer un pozo grande, bien grande
para que entren vos y todos los tuyos. Cuando lo terminés, se meten
enseguida adentro. Ahí no les va a pasar nada. El fuego va a terminar y
entonces pueden salir, pero oíme bien: no se tienen que apurar, porque si
no, el que no tenga paciencia y salga muy rápido, se va a convertir en
animal.
El hombre agarró una pala, hizo un pozo bien grande y se metió adentro
con toda su familia, que eran un montón: había abuelos y abuelas, tíos y
tías, hijos y nietos, sobrinos y primos, cuñados, yernos y nueras.
Amaneció y empezó a quemarse toda la tierra: los árboles, el pasto, las
casas, todo.
Pasó un tiempo y el fuego se apagó: desde adentro del pozo ya no se oía
más el ruido de las llamas, ni se sentía olor a humo. Entonces uno de los
familiares dijo:
—Bueno, yo salgo. Ya se acabó el incendio.
—¡Esperá! —le dijeron los otros.
—¡Quiero ver como está afuera! —contestó, y salió del agujero.
Afuera estaba todo quemado: quedaba la tierra, nada más, llena de
ceniza y carbones apagados. Pero como este hombre se había apurado
mucho en salir, apenas dio dos pasos, ¡paf!, se convirtió en oso hormiguero.
Pasó un día más, y una muchacha dijo que se aburría ahí dentro del pozo,
que no daba más y que iba a subir. Y salió nomás; ¡y enseguida se
transformó en una corzuela!
Pasó otro día, y otro impaciente salió: se convirtió en chancho de monte. Y
así después otro se hizo yacaré, y una mujer pajarito, y un hombre ñandú y
otros más fueron distintos animales: garzas, pumas, cigüeñas, carpinchos,
zorros y de todo un poco.
Al final, los que habían sido prudentes y esperaron, subieron del pozo y se
quedaron nomás como personas.
Un pajarito se puso a llorar porque no había pasto ni nada; no había nada
para comer, ¡y qué triste estaba todo! Y llorando, llorando, escarbaba la
tierra con la patita y así encontró una raíz verde. Vino el dios y le dijo:
—Plantá bien esa raíz, y así van a aparecer de nuevo las plantas.
El pajarito le hizo caso y en seguidita brotó pasto y después árboles y
empezaron a crecer y crecer muy rápido, y la tierra estuvo verde otra vez,
como antes.
Los que habían quedado como hombres y mujeres, tuvieron hijos, y después
nietos y después bisnietos y después tataranietos y de ellos nació el pueblo
toba.
Todos esos animales que se formaron a partir de las personas que habían
salido antes del pozo, fueron los primeros animales que hubo en esta tierra
nueva después del incendio.
El primer oso hormiguero fue el Padre de los osos hormigueros que vinieron
después; la primera corzuela fue la Madre de las corzuelas que hubo
después y así pasó con todos los demás.
Y dicen los tobas que esos Padres y Madres de los animales viven todavía y
que se ocupan de proteger a sus hijos. Los cuidan para que no les pase
nada y se enojan mucho si alguien les hace mal por gusto: lo único que
permiten es que los hombres cacen para comer, pero sin agarrar ni un
animal más de lo que se necesite. Si los hombres cazan demasiado o si no
aprovechan bien lo que cazaron, entonces los Padres de los animales, que
son muy poderosos, se ponen bravos: pueden enfermar al cazador o hacer
que se pierda en el monte y además nunca más dejan que cace ni un solo
bicho.
Los otros animales, los animales domésticos como el caballo, la vaca, la
oveja o la cabra, vinieron después, más adelante: los mandó Dios desde el
cielo.
Así fue que la tierra quedó como es hoy, con sus árboles y su pasto, sus
hombres, sus mujeres y sus animales.
El amigo Pérez - Iris Rivera
Bruno abrió la boca y el espejo del baño se empañó. Lo limpió con la
manga y se tocó diente por diente con la lengua, con un dedo. Uno por
uno. Pero, nada.
Buscó al abuelo y lo encontró en el galponcito del fondo arreglando la
manija de la pava. Bruno le mostró sus dientes, todos en su lugar. Duros,
firmes.
El abuelo miró hacia los tirantes del techo y dijo en un susurro:
—Paciencia, Ratón Pérez...
Y allá arriba, uno de los tirantes crujió.
—Ahí está ¿viste? Ya escuchó —dijo el abuelo.
Y Bruno, en un cuchicheo:
—Sí, ya escuchó, pero ¿y si se aburre? ¿y si se muda? ¿y si se muere de
esperar?
—El Ratón Pérez es eterno —declaró el abuelo.
Pero igual, ni un solo diente se aflojaba.
Hasta que una mañana, al morder una tostada demasiado crocante, se le
cayó un diente… al abuelo.
—¡DÁMELO! ¡DAME! —gritó Bruno— ¡LO PONGO EN MI ALMOHADA!
—¡JA! —rió el abuelo con un diente menos— ¡El amigo Pérez no es tonto!
Pero Bruno quiso y quiso. Lavó el diente hasta que quedó bastante blanco y
lo metió debajo de su almohada.
Antes de salir para la escuela fue hasta el galponcito, miró los tirantes del
techo y susurró:
—Hay diente, Ratón Pérez...
Y uno de los tirantes crujió.
Cuando Bruno volvió de la escuela, entró a su cuarto más que corriendo
casi volando y levantó la almohada.
¡Estaba! ¡Estaba! ¡Estaba! ¡Ahí estaba!
—¡ABUELO! ¡ABUELO MIRÁ!
Bruno mostraba una moneda de un peso.
—Falsa —dijo el abuelo.
Y sacó del bolsillo una moneda legítima para comparar.
Bruno miró la moneda que le mostraba el abuelo y después la suya. ¡Grrr! Sí,
sí y sí. Más falsa que billete de tres pesos. Más falsa que frutilla celeste.
No puede ser, no puede ser... De repente se acordó de una película. Como
si la viera de nuevo se acordó: un pirata desconfiado mordía una moneda
que parecía de oro para saber si era de verdad.
Entre acordarse y copiarse no pasó un segundo. Bruno mordió con fuerza su
moneda.
—¡Ja! El amigo Pérez no es tonto —recalcó el abuelo con voz de experto.
Y en eso, Bruno gritó:
—¡No es tonto, pero te ayuda!
Es que, al morder la moneda falsa, por fin se le había aflojado... un diente
de verdad.
La llave de Josefina - Iris Rivera
Hay gente que no tiene paciencia para leer historias.
Acá se cuenta que Josefina iba caminando y encontró una llave. Una llave
sin dueño. Josefina la levantó y siguió andando.
Seis pasos más allá encontró un árbol. Con la llave abrió la puerta del árbol
y entró. Vio cómo subía la savia hasta las ramas y subió con la savia.
Y llegó a una hoja y a una flor. Se asomó a la orilla de un pétalo, vio venir a
una abeja y la vio aterrizar.
Con la llave, Josefina abrió la puerta de la abeja y entró.
La oyó zumbar desde adentro, conoció el sabor del néctar y el peso del
polen.
Y voló hasta un panal.
Con la llave abrió la puerta del panal, abrió la puerta de una gota de miel y
entró y goteó sobre la zapatilla de un hombre que juntaba la miel.
Hay gente que en esta parte ya se aburrió y prende la tele. Pero la historia
dice que, con la llave, Josefina abrió la puerta del hombre y entró. Y sintió lo
fuerte que quema el sol y cómo se cansa la cintura y que el agua es fresca.
Y, con la mano del hombre, acarició a un perro común y silvestre.
Con la llave, Josefina abrió la puerta del perro y entró. Y les ladró a las
gallinas, al gato y al cartero. Y después abrió la puerta del cartero, del gato,
de las gallinas, de las limas para uñas, de las tortas de crema, de los
banquitos petisos y de los grillos.
Hay gente que, a esta altura, ya se fue a tomar la leche. Pero la historia
dice que, cuando estuvo segura de que esa llave abría todas las puertas,
Josefina abrió la puerta de Josefina y entró.
Se sentó en el banquito petiso y, con la lima para uñas, se puso a hacer otra
llave distinta a la primera, pero igual.
Después se quedó sentada en el banquito, pensando. Josefina quiere elegir
a quién darle la segunda llave. Porque no es cuestión de entregársela a
cualquiera.
Pero si vos todavía estás ahí, si no prendiste la tele y no te fuiste a tomar la
leche... acá la tenés, tomala. Porque dice Josefina que la llave es tuya.
Un destello en la penumbra - Iris Rivera
¡Uf! Me la paso leyendo historias de miedo que te ponen los pelos de punta.
Antes ni las entendía porque vienen con palabras más raras... ¡Uf! Para decir
"casa", nunca dicen "casa"... dicen "lúgubre mansión". Para decir "una
viejita", dicen "una anciana decrépita". Para decir "lombriz", dicen "gusano
viscoso ". Todo así. Hay rostros que se transfiguran, hay manos esqueléticas,
uñas curvas y por todos lados aparecen luces fantasmales, cuchillos que
destellan y siluetas siniestras que se deslizan.
¡Yo qué sé! De tanto leer historias de miedo, al final me fui poniendo
práctica con las palabras y justo a mí me tiene que pasar lo de la tía.
Es una tía de mi mamá que se vino a mi casa porque andaba un poco
enferma. Yo ni la conocía, pero le tuve que dar el beso y ¡ffffs! la cara era
huesuda. Para colmo habla poco y tiene uno ojos ¡de verdes! Como
eléctricos.
Yo la empecé a vigilar.
Vi que a la noche sacaba un frasco y se tomaba 30 gotas después de
comer. Desconfié más.
A la mañana se levantaba amarilla y descompuesta y no se entendía por
qué, con lo poco que comía.
Había que tratarla como si se fuera a romper. Se reía para un costado, justo
del lado donde tenía el diente negro.
Aplastaba el zapallo hervido, le daba algún mordisco al pollo, apenas
probaba la compota.
—¡Ay, ese hígado! —decía mi mamá y la tía arqueaba las cejas,
estudiándonos con sus ojos eléctricos. Después se iba a su cuarto sin mirar
para atrás.
—¡No tomó las gotas! —decía yo, pero ella no se daba vuelta.
—Cada vez más sorda, pobre... —decía mi mamá—. Lleváselas al
dormitorio.
¿Yo? Ni loca entraba ahí. La alcanzaba en el pasillo.
—¡Ah!..mis gotitas —decía ella y el rostro se le transfiguraba. Era una mueca
horrenda que me hacía transpirar. El diente negro me daba espanto.
Y no me podía dormir.
Una noche oí deslizarse pasos hacia la cocina. Eran sus pasos,
inconfundibles. Un ruido apagado de puerta que se abre. Pero ¿cuál?...
Distinguí una claridad tenue. Me senté en la cama. ¿De dónde venía esa
luz? Oí el roce de un cajón al abrirse. Otros ruidos que no reconocía. Yo
apretaba la sábana con las manos frías. Después, los pasos que volvieron. Y
silencio.
A la mañana siguiente, la tía más descompuesta, más pálida, más amarilla.
—¡Si no come nada! —decía mi mamá.
—¡Ajá! —decía mi papá.
—¡Ajmm! —decía el doctor.
La tía cenaba un caldito, tomaba las gotas y vuelta a la cama. Cada vez
más flaca. La cara hundida. Las ojeras.
Nos íbamos a acostar y, al rato, las pisadas, la luz, los ruidos, el silencio.
Durante varias noches pasó lo mismo y, a la mañana, la tía más enferma.
Tuve que juntar mucho coraje para espiar, pero lo hice. Sí que lo hice.
Esperé a oírla deslizarse por el pasillo de la lúgubre mansión y me levanté.
Me temblaban las rodillas.
Sus pasos llegaron a la cocina. Yo me pegué a la puerta entreabierta y vi
cómo su mano de espectro abrió la heladera. El sitio se iluminó apenas.
Claridad fantasmal. Vi los respaldos de las sillas, la panera sobre la mesa y la
silueta de la anciana decrépita que sacó de la heladera un envoltorio de
bordes rectos. Mi estómago era un revoltijo de gusanos viscosos.
Transparente como una aparición, ella deslizó su mano huesuda por
lamesada y abrió el primer cajón. La mano entró y salió. Empuñaba un
cuchillo que destelló en la penumbra. Me tapé la boca con las dos manos.
Mi sangre se helaba. La silueta siniestra giró, cuchillo en mano, hacia la
mesa. Con sus dedos esqueléticos de uñas curvas desenvolvió lentamente
el paquete, levantó el cuchillo en dirección a la panera... y se puso a
comer pan con manteca hasta las tres de la mañana.
—¡Así no hay hígado que aguante! —dijo mi mamá cuando le conté.
Extraído, con autorización de la autora, del libro Cuentos con tías/Vivir para
contarlo (Lanús, Ediciones del Cronopio Azul, 1997; colección Frente y Dorso
Mirada de Dragón - Gustavo Roldán
Aunque los dragones saben mucho, siempre tienen una mirada llena de
asombro. Se asombran de las cosas que no conocen y de las cosas que
conocen. A todo lo que conocen lo miran con ojos nuevos cada día y, si la
mirada es nueva, las cosas son diferentes. Entonces se sorprenden de que
haya tantas cosas nuevas en el mundo y les parece hermoso conocerlas.
—¡Qué hermosa flor! —dice un dragón negro.
—¡Muy hermosa! —contesta otro—. Es parecida a la que estaba ayer en
este lugar.
—Sí, pero la que vimos ayer era cuando el sol estaba alto; ésta, con un sol
de atardecer, me parece más hermosa.
—¡Qué hermosa flor! —dice el mismo dragón al amanecer del día siguiente.
—Sí —contesta el otro—. Muy parecida a otra que ya vimos. Pero con los
rayos del sol del amanecer ésta es más linda.
Y vuelan hasta las montañas más altas, ésas donde las nieves están desde
el primer día del mundo, contentos por haber descubierto una flor nueva.
Entonces un dragón le dice al otro:
—¡Qué hermosa montaña! ¡Tiene toda la nieve del universo!
Y los dos sobrevuelan en grandes círculos el pico de esa montaña que
acaban de descubrir y que ya sobrevolaron mil veces.

Amor de Dragón - Gusravo Roldán


Cuando los dragones se aman se desatan los maremotos, los volcanes
lanzan un fuego endemoniado y los huracanes largan una furia que hace
pensar que ha llegado el fin del mundo. Por eso a veces, para amarse sin
molestar a nadie, vuelan hasta el cielo más alto, donde las estrellas casi
están al alcance de la mano.
Y los dragones creen que el mundo queda en calma. pero se equivocan.
Entonces caen rayos y centellas, el cielo parece desplomarse con truenos
aterradores, las estrellas fugaces y los cometas de largas colas luminosas
corren de un lado para el otro sembrando el pavor, y los tornados
enfurecidos se tragan medio mundo.
O la luna o el sol parecen borrarse lentamente en el cielo y todos dicen que
hay un eclipse, dando minuciosas explicaciones de cómo la tierra se
coloca entre el sol y la luna o la luna delante del sol y etcétera etcétera.
Vanas explicaciones. Las dicen los que nunca miran bien. Si mirasen bien
verían claramente la figura de dos dragones que se aman y que van
tapando la luz de los astros según se acerquen o se alejen.
Cada vez que alguien piense que está llegando el fin del mundo sólo tiene
que abrir los ojos de mirar bien. Los ojos grandes de mirar lejos. Y no creer en
tonteras. Pero eso no es nada fácil.
El baile de las sombras - Gustavo Roldán
—Quiero pelear, dragón —dijo la dragona.
El dragón no contestó nada. Simplemente voló, convertido en mariposa.
—Las golondrinas pueden comer una mariposa —dijo la dragona, y voló
convertida en una golondrina.
Golondrina y mariposa subieron y subieron, y cuando la golondrina ya casi
mordía el ala de la mariposa, la mariposa se convirtió en halcón.
—Los halcones pueden comerse a una golondrina —dijo el dragón.
—Las golondrinas vuelan más rápido —vdijo la golondrina haciendo un giro
en el aire y colocándose encima del halcón para picotearle la cabeza.
El halcón se lanzó en una violentísima caída y se metió entre las ramas de
un árbol.
La golondrina bajó hasta el árbol, pero allí no había ningún halcón.
—Te escondiste, dragón —dijo la golondrina—. Igual te voy a encontrar.
La dragona miró rama por rama, buscando alguna oruga que pudiese ser
el dragón. Miró rama por rama, y no se dio cuenta de que una rama se
movía y se acercaba lentamente hacia ella. Cuando vio a la serpiente
abriendo su enorme boca ya era tarde para escapar.
Y la serpiente mordió, pero mordió la cáscara de una tortuga. La tortuga se
convirtió en ratón y saltó al suelo. La serpiente se convirtió en un águila que
voló hacia el ratón, pero cuando llegó al suelo casi choca con un jabalí de
inmensos colmillos.
Un jabalí es demasiado para un águila, no para el puma que rugió mientras
saltaba.
El salto del puma terminó en el aire vacío. Allí no había nada. Nada más
que una hormiga que se metía rápidamente en un profundo agujerito del
tamaño de una hormiga.
—Para una hormiga, nada mejor que un oso hormiguero —dijo el puma que
ya no era puma sino oso hormiguero, mientras metía su larguísima lengua
buscando a la hormiga.
Y la encontró, y la hormiga salió pegada en la lengua del oso hormiguero.
—Me ganaste, dragón —dijo la hormiga convirtiéndose otra vez en
dragona—, y ahora me puedo comer a un oso hormiguero que debe ser
muy sabroso.
Pero el dragón otra vez era dragón.
—Bueno, basta —dijo el dragón—. Me cansé de pelear.
—Fue divertido —dijo la dragona—. Te viste en apuros más de una vez.
—Bah, lo hice para dejarte contenta, pura amabilidad de mi parte.
—¿Sí? —dijo la dragona—. Lo que pasa es que no te gusta perder.
—vDragona, me estás provocando. No me queda más remedio que
invitarte al baile de las sombras.
—Eso me gusta más. Bailemos, dragón, bailemos el baile de las sombras.
Y los dos dragones se elevaron mirando sus sombras. Las sombras eran
enormes y llenaban de oscuridad la tierra. Subieron y subieron, hasta que
sus sombras en el suelo se veían apenas del tamaño de las sombras de una
paloma.
Entonces giraron en el aire y las sombras giraron en la tierra, moviéndose
muy lentamente. Y se juntaron los dragones en el aire y se juntaron las
sombras en la tierra. Y juntaron las cabezas y en la tierra apareció la sombra
de una mariposa. Y juntaron ala con ala, cola con cola, un ala sobre otra
ala, y en la tierra fueron apareciendo diferentes figuras de animales
conocidos y de animales desconocidos. Y bailaron el baile de las sombras
hasta que el sol dejó de alumbrar desde arriba, porque el baile de las
sombras sólo se puede bailar cuando el sol está en lo más alto del cielo.
Cuando bajaron, todo el campo estaba cubierto de flores. Tal vez porque
el baile de una pareja de dragones, necesariamente, tiene que hacer que
todo el mundo se llene de flores.
Gustavo Roldán
Textos extraídos, con autorización de su autor y sus editores, del libro Dragón
(Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1997)
La tortuga y el cuervo - Laura Roldán

Dicen que una vez, hace mucho tiempo, los pájaros estaban organizando
una fiesta en el cielo.
Se los escuchaba hablar y comentar, contentos, lo lindo que iba a ser
encontrarse todos a cantar juntos.

Pasaban los días, corría el rumor de los preparativos.


La tortuga quería ir, pero no sabía volar. No sabía cómo hacer. Pensó y
pensó hasta que se le ocurrió una idea, averiguó quiénes irían, qué
instrumentos llevarían y decidió que viajaría con el cuervo escondida
adentro del bombo.
Y llegó el día. Al atardecer la tortuga se metió adentro del bombo, aseguró
la tapa y esperó hasta que el cuervo estuviera listo. El pájaro peinó sus
plumas, sacudió las alas, cargó el bombo y emprendió el vuelo. Voló, voló
bien alto. Anduvo un rato y le pareció que el instrumento estaba un poco
más pesado que de costumbre, pero estaba tan entusiasmado y con
tantas ganas de llegar a la fiesta que no prestó atención.
Cuando llegó al cielo ya se oían las risas y la música. Buscó un lugar para
dejar el bombo mientras saludaba a los amigos, y la tortuga aprovechó
para salir y mezclarse por ahí con los invitados.
Algunas aves, al verla, le preguntaron cómo había llegado, porque les
pareció raro ver una tortuga en el cielo. Les dijo que la había llevado un
amigo.

La cosa es que bailaron y cantaron toda la noche. Los pájaros músicos


acompañaron a los pájaros cantores y lo pasaron tan bien que quedaron
en volver a encontrarse pronto.
Al terminar la fiesta, mientras se despedían, la tortuga volvió a esconderse
dentro del bombo.

El cuervo saludó a sus amigos, cargó el instrumento y empezó a bajar.


“¡Cómo pesa este bombo! —pensó—. Debo de estar muy cansado.”
Y siguió volando y bajando. En una de esas, la tortuga se acomodó un
poco y el cuervo sintió que el instrumento se sacudió.
“Qué raro, me pareció que se movía”, pensó.

Se quedó intrigado y decidió investigar qué pasaba. Destapó el instrumento


y, al abrirlo, encontró a la tortuga ahí sentada lo más tranquila.
Le dio mucha bronca encontrarla; tanta bronca que dio vuelta el bombo y
la intrusa cayó volando, pesada como una piedra.
La tortuga se salvó, pero desde entonces el caparazón le quedó con
remiendos por los golpes que se dio al caer.
La chuña y el zorro - Laura Roldán

Era la hora de la siesta y el zorro andaba por el monte dando vueltas,


hablando solo, buscando qué comer. Tenía tanta hambre que le sonaba la
panza.

Desde que la chuña había hecho su nido en el patio de la casa del


hombre, él no se podía acercar al gallinero.
El ave era muy buena guardiana, se pasaba todo el día vigilando los
movimientos de la casa. Cada vez que él aparecía gritaba fuerte y lo
sacaba corriendo.

El zorro llevaba días pensando cómo podía hacerse amigo de la chuña.


“Si la invito a comer, nos haremos amigos y voy a poder acercarme al
gallinero a saborear unos tiernos pollitos.”
Y así fue. Después de ensayar un tono amable, se acercó y la invitó a
almorzar.
La chuña, primero, lo escuchó medio desconfiada, pero, ante la insistencia
y la promesa de la rica comida, aceptó.
Cuando llegó el día, fue a su cueva.
El zorro le ofreció una deliciosa miel de abejas que había juntado en el
monte; sirvió un montón de miel dorada y sabrosa sobre una piedra muy
chata. Angurriento como él solo, lamió la piedra hasta dejarla limpita y se
relamió los bigotes satisfecho.

La chuña, con su pico, apenas si pudo tomar unas gotas. Se sintió


engañada. “Zorro de porquería, ya me las vas a pagar”, pensó. Y decidió
invitarlo a comer, para vengarse.
El zorro aceptó contento, pensando que todo iba bien.
“Qué bien, nos estamos haciendo amigos. Ya estoy más cerca del
gallinero.”
Algunos días después, se encontraron bajo el nido de la chuña.
Ahí vio que la cena estaba servida en una vasija de cuello fino.
La chuña metía su pico en el recipiente y tomaba deliciosos tragos de miel.
El zorro intentaba meter el hocico, estiraba la lengua y no había caso,
imposible tomar ni una gota.

Al final, se dio por vencido y se fue.


Pasó el tiempo, y dicen que todavía sigue rondando el gallinero y
pensando cómo hacerse amigo de la chuña para acercarse a comer unos
tiernos pollitos.
Historia del chajá y de la buena prensa
por Gustavo Roldán

—¡Minga! —gritó el Diablo—. ¡A mí no me van a echar la culpa de todas las


porquerías que pasan en el mundo! ¡Ya me tienen podrido!
El pobre Diablo tenía razón. Si había llovido demasiado, era culpa del
Diablo; si la sequía se venía larga, era cosa del Diablo; si llegaba la peste, el
Diablo había metido la cola.
Y cuando algo ponía contentos a los hombres, meta dar gracias a Dios y a
todos los santos.
—¡Carajo, carajo y tres veces carajo! ¡Lo que es tener buena prensa! ¡Pero
esto no va a quedar así!
Y se sentó a meditar en un brasero encendido.
Pensó y pensó, pero estaba demasiado enojado para tener buenas ideas.
—Mejor me preparo unos amargos.
Y se levantó del brasero para poner la pava.
Como era de imaginar, el agua se le calentó de más, la yerba se lavó y no
se quemó la lengua simplemente porque el Diablo no se quema con un
mate caliente.
Al final respiró hondo, contó hasta siete mil, porque contar hasta diez no
alcanza para un buen Diablo, y se tranquilizó un poco.
—Hay que tomar al toro por las astas —se dijo—, y lo vamos a hacer ya
mismo.
Ahí nomás se comunicó con Dios y le pidió una cita para discutir algunos
asuntos.
—¡Cómo no! —le dijo Dios—. Venite cuando quieras y charlamos un rato.
—¡Eso sí que no! ¿No sabe lo que pueden llegar a decir si ven a un diablo
en el cielo? ¿Por qué no viene usted a visitarme?
—¿Y las habladurías? ¿Te imaginás lo que puede decir la gente si se entera
que yo estuve en el infierno? También tengo que cuidar la imagen, uno se
debe a su público.
—Tiene razón. Mejor busquemos un lugar neutral.
—Es lo mejor —dijo Dios—. ¿Qué te parece si nos encontramos en la Tierra?
De paso echamos un vistazo a las cosas de la gente.
Y así fue. Una semana después se encontraron en la Tierra. Por supuesto, los
dos disfrazados de hombres, porque no era cuestión de que no los dejaran
charlar pidiéndoles autógrafos. Ya se sabe lo que pasa con los que son
famosos.
Para mayor tranquilidad, y porque a los dos les gustaba pasear por el
campo, se metieron por un caminito perdido y caminaron y caminaron.
El Diablo no se anduvo con vueltas y de entrada nomás planteó todas sus
discrepancias con lo que andaba pasando.
Dios lo escuchó atentamente, sin distraerse con los pajaritos que pasaban
volando ni con el color de las flores. Al final le dijo:
—Creo que tenés bastante razón, pero no hay que olvidar que aquí yo soy
el bueno y vos sos el malo. Además, tan pero tan inocente no sos. Mirá que
nos conocemos bien.
—Sí, don Dios, pero las cosas tienen un límite. Acuérdese de la historia del
diluvio y del arca de Noé. Yo no fui el que los ahogó a todos los hombres.
No voy a negar que saqué mis ventajas, si era un gusto ver como llegaba
gente al infierno. Fueron días de fiesta para mí.
—Me imagino —dijo Dios mordiendo un palito.
—Tampoco tuve nada que ver con la destrucción de Sodoma y Gomorra.
Ni yo hubiese sido tan duro. No fue un trabajo muy limpio, digo, pensando
en los chicos y en los recién nacidos.
—Vamos, vamos, que también sacaste tus ventajas.
—Sí, pero yo voy a otra cosa. A mí también me preocupa el prestigio
personal, y la gente me echa la culpa de cosas con las que no tengo nada
que ver.
—Diablo, Diablo, somos pocos y nos conocemos. Si sabré tus historias.
—No le estoy cuerpeando a mis historias, digo que me echan la culpa de
algunas que son suyas. Usted también se toma sus venganzas.
—¿Yo? —dijo Dios mordiendo fuerte su palito.
Ya habían caminado mucho y tenían un poco de sed.
En ese momento llegaron a la orilla de un río donde dos lavanderas estaban
enjabonando un atado de ropa.
Vaya a saber con qué facha estarían disfrazados Dios y el Diablo porque las
lavanderas, apenas los vieron, comenzaron a reírse.
Dios, con toda educación, dijo:
—Somos dos viajeros con sed, ¿nos convidarían un jarro de agua?
—Claro que sí —dijo una de las lavanderas, y le alcanzó un jarro con agua
jabonosa mientras la otra se reía a más no poder.
—Desde ahora ustedes serán pura espuma, como el agua que me dieron
—dijo Dios.
Y las dos mujeres salieron volando, convertidas en chajás.
—Linda prueba —dijo el Diablo—. Muy linda prueba, digna del mejor mago.
Yo admiro su habilidad, ¿pero se acuerda de lo que veníamos hablando?
Ahora también me van a echar la culpa a mí.
—No, nadie te va a echar la culpa. Van a decir que fue un castigo
ejemplar para los que no fueron capaces de calmar la sed de un viajero.
Cualquiera sabe que a nadie se le niega un vaso de agua.
—¿Sabe, don Dios? Ahí es donde yo lo envidio. En cómo consigue usted
tener tan buena prensa.
Aarón y la cabra
A Isaac Bashevis Singer
El invierno había sido bondadoso ese año con los aldeanos, menos con el
peletero.
El peletero miraba como interrogando al cielo, como esperando que la
nieve viniera de una vez. Pero no se divisaban nubes y la nieve no llegó.
Después de mucho dudar, el peletero decició vender la cabra que estaba
vieja y daba poca leche.
Encomendó a su hijo Aarón que llevara la cabra al villorrio vecino a casa
del carnicero, quien pagaría buen precio por ella.
—La entregarás al carnicero. Dormirás en su casa esa noche y al día
siguiente regresarás con el dinero.
Con el dinero que pagara el carnicero por la cabra, podrían comprar
aceite y papas, y algunos regalos para los chicos ya que se aproximaba la
fiesta de janucá (1).
Para Aarón, entregar la cabra era algo tan doloroso como inexplicable
pero él tenía que obedecer a su padre. La madre y las hermanas lloraron
en la despedida. La cabra las miraba confiada y se mostró tranquila
cuando vio a Aarón ponerse el abrigo y un gorro. Recién cuando el chico
ató un cordel a su pescuezo, y la llevó hasta el camino, ella lo miró
sorprendida.
El día era luminoso. Aarón sostenía en una mano un bastón y en la otra el
cordel de la cabra.
Pasaron campos y chozas y también un arroyo. De repente una gran nube
azul cubrió el cielo. Aarón siguió el sendero que iba al villorrio esperanzado
en ganarle a la tormenta que se avecinaba. Pero un viento helado
comenzó a soplar y, en segundos, espesos copos de nieve lo cubrieron
todo. Aarón ya no podía saber dónde quedaba el villorrio al que pensaba
llegar antes que la nieve.
Confiaba todavía en que algún carro los recogería. Pero no pasó nadie. La
cabra no parecía preocupada. Conocía el frío y había vivido ya doce años
como para temer al viento que aullaba. La nieva caía espesa sobre ellos y
ya no podían andar. De su barba blanca colgaban carámbanos de hielo.
Sus cuernos parecían gruesas agujas de cristal. Aarón supo enseguida que
iban a morir congelados. Intentó avanzar pero no pudo. La nieve le llegaba
a las rodillas y ya no movía los dedos de los pies. La cabra baló en medio de
la tormenta.
De repente Aarón descubrió la forma de una colina no muy lejos. Arrastró a
la cabra con esfuerzo y al acercarse vio que era un pajar que la nieve
había recubierto. Enseguida cavó un camino hasta llegar a la paja y allí se
metieron. Adentro el frío no se sentía. La cabra olió la paja. El frío le había
dado hambre. Comió hasta sentirse plena.
La nieve seguía cayendo afuera. Aarón observó que las ubres de la cabra
estaban llenas. Se acostó a su lado de tal forma que podía ordeñarla
asegurándose de que la leche llegaría a su boca. Dentro del pajar se
estaba calentito y aunque afuera arreciaba la tempestad él no estaba solo.
Se acurrucó al lado de la cabra.
Ella alimentó a Aarón con su leche y lo ayudó a mantenerse caliente. Aarón
endulzaba la vida de la cabra contándole:
Un día llegaron a la aldea cosacos; venían a buscar chicos para el ejército.
El servicio militar para los judíos es por muchos, muchísimos años, ¿lo sabías,
verdad...?
La cabra movía las orejas y le lamía las manos y la cara mientras Aarón le
narraba.
Cuando los cosacos llegaron a la aldea todos los chicos que tenían edad
para ir al ejército escaparon. El viejo Fridl, el muy tonto, se escapó con ellos:
"Abuelo, ¿qué hace?, ¿por qué huye?", le preguntaron los chicos. "¿Cómo
por qué huyo? ¿Creen que no necesitan generales?"
Aarón rió abrazado a la cabra y junto a ella quedó dormido. También ella
se durmió.
Cuando Aarón volvió a abrir los ojos la nieve había tapado la ventana. Con
el bastón limpió la entrada de aire y allí permanecieron durante tres días y
tres noches hasta que finalmente el viento helado se aquietó. Cuando el sol
volvió a brillar Aarón hizo una seña a la cabra para que lo siguiera, y la
condujo no hacia el villorrio donde vivía el carnicero, sino de vuelta a la
aldea.
Los padres, las hermanas y los vecinos habían buscado al chico y a la
cabra pero no habían encontrado ni rastros y ya habían perdido la
esperanza de encontrarlos vivos.
Alguien llegó corriendo a la casa del peletero con la noticia de que Aarón y
la cabra venían por el camino.
Hubo gran alegría en la familia y los vecinos. Aarón contó con lujo de
detalles cómo la cabra le había dado calor y alimentado con su leche. Las
hermanas, el padre y la madre besaron a la cabra y le dieron una ración
especial de zanahorias cortadas.
El peletero no pensó más en venderla y ahora que los aldeanos
necesitaban de nuevo sus servicios, la madre de Aarón podría hacer tortillas
todas las noches.
La cabra golpeaba la puerta de la cocina con sus cuernos y siempre había
una porción reservada para ella.
De vez en cuando Aarón la miraba a los ojos y le preguntaba: "¿Te acordás
de los días que pasamos en el pajar?"
Y la cabra se rascaba las pulgas y sacudía su barba blanca.
Perla Suez
1. Janucá significa "inauguración". La Biblia cuenta que cuando el
pueblo de Israel recuperó el templo de Jerusalem, que había estado
en poder de los griegos, y entraron para limpiarlo de ídolos,
encontraron una pequeña jarra de aceite que no alcanzaba más
que para encender la menorá (candelabro) durante un solo día. Fue
un milagro porque el aceite alcanzó para ocho días, que fueron
consagrados como fiesta.
La novia del anciano - Javier Villafañe

Todas las noches el anciano les contaba cuentos a los nietos. El cuento que
más les gustaba era el de la novia del abuelo, cuando el abuelo tenía doce
años y paseaba en bicicleta con su novia. Comenzaba así: "Ella era suave y
hermosa. La cabellera larga y los ojos redondos y luminosos como los
mirasoles. Andaba siempre en bicicleta."
Una noche lo interrumpió Luis, el menor de los nietos:
—Abuelo, no cuente cómo murió esa tarde porque hoy vino a buscarme en
bicicleta cuando salía de la escuela.
—Abuelo —dijo Irene—, esta mañana dejó la bicicleta apoyada en un
árbol y jugó con nosotros en el patio. Me escondí detrás de sus cabellos y
nadie me vio.
—Abuelo —dijo Esteban—, tiene los ojos tan grandes que aprendí a nadar
en sus ojos.
—Abuelo —dijo Claudia—, ella lo está esperando.
Y con una tijera le cortó la barba, la quemó con la llama de un fósforo y en
el humo apareció una bicicleta. El abuelo bajó las escaleras pedaleando y
cuando llegó a la calle se encontró con su novia.
Los nietos los vieron irse en bicicleta.

El viejo titiritero y la Muerte- Javier Villafañe

Salió de su casa con el teatro al hombro. Iba silbando como todos los
domingos y en el camino lo atajó la Muerte. Entonces, el titiritero sacó del
bolsillo un títere casi tan viejo como él. Era el Anunciador. Lo calzó en la
mano derecha —su acostumbrado cuerpo, su piel— y con la voz del
Anunciador le dijo a la Muerte:
—Respetable señora, le ruego espere unos minutos. Él —y señaló al
titiritero— jamás llegó tarde a hacer un espectáculo y quiere justificarse.
¿Comprende?
La Muerte dio un paso atrás.
El viejo titiritero guardó el títere en el bolsillo. Cruzó la calle. En la esquina
había un teléfono público. Metió una moneda en la ranura, marcó un
número y dijo:
—Habla el titiritero para disculparse. Hoy no puede hacer la función.
Volvió a cruzar la calle con el teatro al hombro. Sabía quién lo estaba
esperando en la vereda de enfrente.
El Anillo Encantado - María Teresa Andruetto
Ifigenia tenía el cabello rubio como el trigo y unos ojos más azules que el
lago de Constanza. Caminaba descalza a la orilla del agua. Era pálida y
leve. Parecía hecha de aire. El emperador Carlomagno la vio y se enamoró
de ella. Él era ya un hombre viejo y ella, apenas una muchacha. Pero el
Emperador se enamoró perdidamente y olvidó pronto sus deberes de
soberano.
Los nobles de la corte estaban muy preocupados porque nada interesaba
ya a Carlomagno. Ni dinero. Ni caza. Ni guerra. Ni batallas.
Sólo la muchacha.
A pesar del amor, Ifigenia murió una tarde de abril llena de pájaros. Los
nobles de la corte respiraron aliviados. Por fin el Emperador se ocuparía de
su hacienda, de su guerra y de sus batallas.
Pero nada de eso ocurrió, porque el amor de Carlomagno no había
muerto. Hizo llevar a su habitación el cadáver embalsamado de la
muchacha. No quería separarse de ella.
Asustado por esta macabra pasión, el Arzobispo del imperio sospechó un
encantamiento y fue a revisar el cadáver.
Muerta, Ifigenia era tan hermosa como cuando caminaba descalza junto al
lago de Constanza. La revisó de pies a cabeza.
Bajo la lengua dura y helada, encontró un anillo con una piedra azul.
El azul de aquella piedra le trajo recuerdos del lago y del mar distante.
El Arzobispo sacó el anillo que estaba escondido bajo la lengua.
Ni bien lo tomó en sus manos, Carlomagno enterró el cadáver.
Y se enamoró del Arzobispo.
El Arzobispo, turbado y sin saber qué hacer, entregó el anillo a su asistente.
Ni bien el asistente lo tomó en sus manos, Carlomagno abandonó al
Arzobispo. Y se enamoró del asistente.
El asistente, aturdido por esta situación embarazosa, entregó el anillo al
primer hombre que pasaba.
Ni bien el hombre lo tomó en sus manos, Carlomagno abandonó al
asistente. Y se enamoró del hombre.
El hombre, asustado por este amor extraño, empezó a correr con el anillo
en la mano, y el Emperador tras él.
Hasta que se cruzó una gitana y el hombre le entregó el anillo.
Ni bien la gitana lo tomó en sus manos, Carlomagno dejó de perseguir al
hombre. Y se enamoró de la gitana.
Pero a la gitana se le cayó el anillo al agua.
Ni bien el agua recibió el anillo en su lecho, Carlomagno abandonó a la
gitana.
Y se enamoró del lago de Constanza junto al que Ifigenia caminaba
descalza.
Historia de los siete prodigios - Eduardo Galeano

Nunca hubo mujer tan difícil ni hombre más mago entre la boca del
río de las Amazonas y la Bahía de Todos los Santos. Siete prodigios
cumplió José para ganar los favores de María.

El padre de María dijo:


— Es un muerto de hambre.
Entonces José desplegó en el aire un mantel de encajes, hecho por
ninguna mano, y ordenó: — Póngase, mesa. Y un banquete de
muchas fuentes humeantes fue servido por nadie sobre el mantel que
flotaba en la nada. Y aquello fue una alegría para las bocas de
todos. Pero María no comió ni un grano de arroz.

El rico del pueblo, señor de la tierra y de la gente, dijo:


— Es un pobretón de mierda.
Entonces José llamó a su cabra, que llegó brincando desde ninguna
parte, y le ordenó: —Cague, cabra. Y la cabra cagó oro. Y hubo oro
para las manos de todos. Pero María se puso de espaldas al fulgor.

El novio de María, que era pescador, dijo:


— De pesca no entiende nada.
Entonces José sopló desde la orilla de la mar. Sopló con pulmones
que no eran sus pulmones, y ordenó: — Séquese, mar. Y la mar se
retiró, dejando la arena toda plateada de peces. Y los peces
desbordaron las cestas de todos. Pero María se apretó la nariz.

El difunto marido de María, que era un fantasma de fuego, dijo:


— Lo haré carbón.
Y las llamas atacaron a José por los cuatro costados. Entonces José
ordenó, con voz que no era su voz: —Refrésqueme, fuego. Y se bañó
en la hoguera. Y a todos se les salían los ojos. Pero María cerró sus
párpados.

El cura del pueblo dijo:


—Merece el infierno.
Y declaró a José culpable de brujería y pacto con el demonio.
Entonces José atrapó al cura por el cuello y ordenó: —Estírese, brazo.
Y el brazo de José, que ya no era su brazo, se llevó al cura hacía los
ardientes abismos del universo. Y todos se quedaron con la boca
abierta.
Pero María gritó de horror. Y en un santiamén, el larguísimo brazo trajo
de vuelta al cura chamuscado.
El policía dijo:
— Merece la cárcel.
Y se vino encima de José, garrote en mano. Entonces José ordenó: —
Pegue, palo. Y el garrote del policía golpeó al policía, que salió
corriendo, perseguido por su propia arma, y se perdió de vista. Y todos
rieron. Y María también. Y María ofreció a José una hoja de cilantro y
una rosa blanca.

El juez dijo:
— Merece la muerte.
Y José fue condenado por desacato, violación del derecho de
propiedad del padre sobre la hija y del muerto sobre la viuda,
atentado contra el orden, agresión a la autoridad y tentativa de
curicidio. Y el verdugo alzó el hacha sobre el cuello de José, atado de
pies y manos. Entonces José ordenó: — Aguante, pescuezo. Y el
hacha golpeó, y el cuello la hizo pedazos. Y para todos fue una fiesta.
Y todos celebraron la humillación de la ley humana y la derrota de la
ley divina.

Y María ofreció a José un pedazo de queso y una rosa roja. Y a José,


vencedor desnudo, vencedor vencido, le temblaron las rodillas.
Secretos de familia. Capitulo 30. Graciela Beatriz Cabal
Azotea - Laura Devetach
Aquí está Sidonia, en el centro de Buenos Aires, instalada en un alto
edificio. No hay patio, no hay tierra, hay muchas paredes que a veces
golpean los codos y los hombros.
En la punta del edificio la azotea está llena de cielo negruzco, triste,
feo, sucio, empapado de llovizna que no se acaba más. Hay
alambres deprimidos y antenas de televisión. De codos en la
barandilla, Sidonia trata de encontrar el horizonte en la ciudad.
Debajo de un techito el pantalón se hamaca, ya seco, a pesar de la
estopa mojada que es el aire. Se hamaca en el alambre. Balancea
las caderas al viento y las piernas pedalean.
De pronto Sidonia lo ve como se calma y flota. El pantalón queda
quieto y expectante sostenido por un soplo. Alguien viene. El pantalón
aprieta el paso. Se detiene y vuelve a caminar apurado. Lo siguen.
Corre, corre, pero lo detienen. Lo agarran. Sidonia se aplasta contra
la pared, aterrorizada. Trata de que no la vean.
El pantalón se arruga en el alambre, lo palpan torpemente, lo inflan,
lo desinflan, lo dan vuelta, le meten las manos en los bolsillos. Le piden
documentos. El da sus razones de pantalón puesto a secar: no tiene
documentos. Entonces tiran de él, lo desprenden, lo doblan, doblan.
Se lo llevan, desaparece el pantalón que bailaba en la azotea.
Sidonia grita, no soporta la soledad del alambre, esa ausencia que
deja el pantalón. Todos desaparecen desde hace meses.
El cuerpo de Sidonia llueve sudor debajo de la llovizna. -¿Se siente
bien? -pregunta, sorprendida, la mujer que había subido a buscar la
ropa. Extiende la mano para sostener a Sidonia-. ¿Qué le pasa?
¿Usted es de la familia nueva?
Sidonia se relaja contra la pared. Su corazón es un estómago y su
estómago un hueco sin fondo. Extiende la mano y roza apenas el
pantalón.
Ese toque concreto, esa tela que va llenando la mano la pone mejor.
No desapareció. -No es nada, ya me pasa -dice tratando de ser
convincente-o Es el aire, sabe. Hay tan poco aire en esta azotea.
Y ríe mientras la otra mujer dice que sí, claro, y deja que Sidonia crea
que ella cree que el agua que tiene en la cara es solamente lluvia.
Las últimas miradas - Enrique Anderson Imbert
El hombre mira a su alrededor. Entra en el baño. Se lava las manos. El
jabón huele a violetas. Cuando ajusta la canilla, el agua sigue
goteando. Se seca. Coloca la toalla en el lado izquierdo del toallero:
el derecho es el de su mujer. Cierra la puerta del baño para no oír el
goteo. Otra vez en el dormitorio. Se pone una camisa limpia: es de
puño francés. Hay que buscar los gemelos. La pared está
empapelada con dibujos de pastorcitas y pastorcitos. Algunas parejas
desaparecen debajo de un cuadro que reproduce Los amantes de
Picasso, pero más allá, donde el marco de la puerta corta un costado
del papel, muchos pastorcitos se quedan solos, sin sus compañeras.
Pasa al estudio. Se detiene ante el escritorio. Cada uno de los cajones
de ese mueble grande como un edificio es una casa donde viven
cosas. En una de esas cajas las cuchillas de la tijera deben de seguir
odiándoles como siempre. Con la mano acaricia el lomo de sus libros.
Un escarabajo que cayó de espaldas sobre el estante agita
desesperadamente sus patitas. Lo endereza con un lápiz. Son las
cuatro del la tarde. Pasa al vestíbulo. Las cortinas son rojas. En la parte
donde les da el Sol, el rojo se suaviza en un rosado. Ya a punto de
llegar a la puerta de salida se da vuelta. Mira a dos sillas enfrentadas
que parecen estar discutiendo ¡todavía! Sale. Baja las escaleras.
Cuenta quince escalones. ¿No eran catorce? Casi se vuelve para
contarlos de nuevo pero ya no tiene importancia. Nada tiene
importancia. Se cruza a la acera de enfrente y antes de dirigirse hacia
la comisaría mira la ventana de su propio dormitorio. Allí dentro ha
dejado a su mujer con un puñal clavado en el corazón.
El Espantapájaros Hamlet Lima Quintana

Es duro, viste? Muy duro. Pero no importaba entonces. Por eso aquel
hombre trabajaba su campo; trabajaba y trabajaba. Pero tenía un
problema, porque después de sembrado el campo, venían los pájaros y le
comían las semillas.
El hombre encontró por fin la solución del problema. Tomó una vieja camisa
que tenía todos los sudores de su trabajo, unos pantalones raídos que
tenían todos los movimientos de sus piernas, un sombrero que tenía todos los
vientos y los soles cotidianos, y un par de zapatos que tenía recuerdos de
todos los caminos. Rellenó todo eso con la paja del último trigo cosechado
y armó un hermoso espantapájaros que plantó, como si fuera un árbol, en
el medio del campo arado. Los pájaros entonces se quedaban
respetuosamente a la orilla del campo, porque el espantapájaros era una
obra del hombre y le temían.
Las cosas venían bien, trabajo fuerte, agotador, pero sin perdidas de
semillas. Sucedió que, sin embargo, hubo un pájaro que no sintió temor y
entró al campo. Y no sintió temor por la simple razón que no come semillas:
es el picaflor, que para alimentarse no necesita más que desarrollar su
danza sobre una flor. El picaflor llegó y desafiante desarrolló esa danza
alrededor del espantapájaros. Así observó que la camisa tenía un agujero
en el costado izquierdo del pecho. Entonces en ese lugar hizo un nido y
puso un huevo; después se fue sin regreso.
El huevo recibió el calor de los soles de la siembra, y pasados los tres días y
las tres noches necesarias para el milagro, el huevo estalló. Pero no nació
otro picaflor que desarrollara su danza sobre una flor. Nació un corazón que
hacía tic-tac como una danza sobre una flor.
El espantapájaros vivió entonces con el corazón que le dejara el picaflor y
comenzó su drama, porque los pájaros ya no le temían, porque tenía
corazón de pájaro.
El espantapájaros sufría porque era incapaz de ahuyentarlos. Imposible.
Cómo hacerlo, si los amaba como solamente puede amarlos un corazón
de pájaro? Y lloraba por las noches su fracaso como espantapájaros.
Pero un día, el hombre que regresaba después de sembrar un rincón del
campo, al pasar junto al espantapájaros lo salpicó con su sudor. El sudor del
hombre penetró a través de la camisa, recorrió la paja del último trigo
cosechado y se alojó en el corazón del espantapájaros.
Así completó su vida, con corazón de pájaro y sangre del trabajo del
hombre. Y comprendió que el trabajo del hombre merecía respeto. Y al
final solucionó el problema como únicamente solucionan los problemas los
justos: se compró un campo vecino y lo sembró para que comieran los
pájaros.
Por eso es que los picaflores, si uno los mira bien, sonríen cada vez que
pasan junto a un espantapájaros.

También podría gustarte