Selección Textos de Autores Argentinos Revista Imaginaria
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Revista Imaginaria
Esta selección aporta un panorama de la diversidad de autores de
Literatura Infantil y Juvenil de Argentina
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Mirar la luna - Margara Averbach
Una noche de verano sumamente calurosa, una noche de fines de
diciembre, salí a tomar aire afuera de la cabaña que ocupaba
temporariamente.
La noche era apacible y hermosa. A mi alrededor todo era quietud y en el
aire flotaba un no sé qué extraño y fascinante. El cielo estaba totalmente
despejado y me pareció un océano lleno de misterios.
De pronto, sin saber por qué, me dieron unas ganas bárbaras de mirar la
luna. La busqué y la busqué con la mirada, y nada. No se la veía por ningún
lado. Me puse un par de anteojos, y nada. Me los saqué, los limpié
cuidadosamente, me los volví a poner... nada.
Recordé que tenía un potente telescopio portátil. Me pasé un rato largo
mirando el cielo a través de su lente, pero la luna no aparecía por ningún
lado. Ni siquiera opacaba por su presencia.
Nubes no había ni una. Estrellas, un montón. Pero la luna no estaba. Me fijé
en el almanaque. Era un día de luna llena. ¿Cómo podía ser que no
estuviera? ¿Dónde se habría metido? En algún lugar tenía que estar. Decidí
esperar.
Esperé con ganas. Esperé con impaciencia. Esperé con curiosidad. Esperé
con ansias. Esperé con entusiasmo. Esperé y esperé. Cuando terminé de
esperar miré al cielo, y nada.
Cuando pude sobreponerme a mi decepción, me serví un café. Lo bebí
lentamente. Cuando lo terminé de tomar la luna seguía sin aparecer. Me
serví otro café. Cuando lo terminé de tomar ya había tomado dos cafés.
Pero de la luna, ni noticias. Después del décimo café la luna no había
aparecido y a mí se me había terminado el café. Paciencia por suerte
todavía tenía.
Consulté las tablas astronómicas que siempre llevaba en la mochila. Eclipse
no había. Pero de la luna, ni rastros. Volví a tomar el telescopio. Enfoqué
bien, en distintas direcciones.
El cielo nocturno era maravilloso y, como tantas otras veces, me sorprendió
mucho encontrar algo que no esperaba ver. Mucho menos en ese
momento y en ese lugar. Ahí a lo lejos, entre tantas galaxias con tantas
estrellas y tantos cuerpos desconocidos que se movían en el espacio había
un pequeño planeta con un cartelito que decía "Tierra". Le di mayor
potencia al telescopio y pude ver claramente que en la terraza de mi casa
todavía estaba colgada la ropa que me había sacado antes de ponerme
el traje de astronauta. Adentro, en el comedor, mi esposo y los chicos
comían ravioles con tuco y miraban un noticiero por televisión. En ese
momento justo estaban mostrando una foto mía y el Servicio de
Investigaciones Espaciales informaba que yo había alunizado sin
dificultades.
Me tranquilicé y me quedé afuera, disfrutando serenamente de la noche,
mirando todo con la boca abierta, absorta en vaya a saber qué, tan
distraída como siempre, totalmente en la luna.
El talón de Aquiles
Aquiles fue el más elogiado entre los héroes griegos que pelearon en la
guerra de Troya. Era hijo de Tetis y Peleo.
Su padre era un poderoso rey, jefe de grandes ejércitos. Su madre, Tetis,
una diosa marina que intercedió ante el principal de los dioses, Zeus, para
que le permitiera hacer invulnerable a su hijo.
Aquiles fue alimentado con médula de leones y tigres. A poco de nacer, su
madre lo sumergió en la laguna Estigia, cuyas aguas volvían al cuerpo
humano invencible.
Pero, tal vez con el excesivo cuidado de las madres, lo sostuvo por un talón
mientras lo sumergía; y ese talón quedó seco. Por tanto Aquiles era todo
invulnerable salvo el talón de uno de sus dos pies, no sabemos si el izquierdo
o el derecho. En el resto del cuerpo, ni las flechas, ni el fuego, ni las piedras,
podían ocasionarle el menor daño.
Pero como los dioses participaban de esta guerra jugando con los
humanos, cierta vez que Paris —el príncipe troyano que por raptar a la
griega Helena originó esta sangrienta guerra— disparó una flecha
envenenada contra Aquiles, el dios Apolo dirigió la punta hacia el talón
vulnerable de nuestro personaje. Y así murió Aquiles.
--000—
Sentado bajo la ventana del aula de mi colegio primario, yo me
preguntaba: ¿por qué lo consideraban tan valiente, si era invulnerable?
¿En qué consiste la valentía de una persona que sabe que nada le puede
hacer daño? Es sólo una pregunta.
¿Y los que estábamos allí sentados, podíamos llegar a tener algún remoto
parecido con Aquiles?
Pues a primera vista no: nuestro cuerpo es totalmente vulnerable. Todo
nuestro cuerpo es vulnerable. El fuego nos quema, el frío nos hiela, las
flechas nos hieren. Nuestro cuello es tan frágil como nuestro talón.
Sin embargo, uno de los chicos sentados en aquel aula, basante lejos de la
ventana, más bien cerca del pizarrón, a la izquierda, me sugirió lo contrario.
Se llamaba Gastón, era muy petiso y algo tímido. El grandote del aula, un
repetidor llamado Zurlo, se burlaba de él continuamente. Feas burlas. Y
además —esto era lo peor— le pegaba en la cabeza o le tiraba de una
manera muy fea de las orejas.
Una mañana, Gastón se le tiró al cuello a Zurlo y comenzó una pelea.
Por supuesto, Zurlo ganó. Le pegó en la cara y en el estómago; y Gastón
quedó tirado en el piso, pero sin llorar.
—Si me volvés a tocar —le dijo Gastón a Zurlo desde el piso—. Te voy a
volver a pegar.
Zurlo no volvió a tocarlo, ni a burlarse de él.
Viendo al malherido Gastón tendido en el piso, pero con su actitud intacta,
lo comparé con Aquiles y pensé: "Los seres humanos somos al revés que
Aquiles: todo nuestro cuerpo es vulnerable salvo un talón invencible. Ese
talón es nuestra voluntad".
La vuelta
La Odisea es el relato de cómo Ulises regresó de Troya a su patria, Ítaca.
Se vio forzado a engañar a un cíclope gigante, a huir de una terrible y
semidivina mujer que devoró a varios de sus marinos, a desoír el canto
dulce y mortal de las sirenas, a esquivar a los monstruos de la tierra y a las
furias del mar. Y ni siquiera en Ítaca estuvo, al llegar, tranquilo: varios
hombres deseaban a su esposa, la fiel Penélope, y sus riquezas.
Pero la aventura de su retorno es una de las más grandes jamás contadas.
Dice el gran poeta griego Kavafis: cuando emprendas tu viaje hacia Ítaca,
ruega que el camino sea largo.
Porque sólo cuando el camino es largo y arduo, la aventura es memorable.
La Odisea es un relato larguísimo, en cantidad y en aventuras.
Pero mis recuerdos son breves y variados.
En mi familia siempre se hablaba de cierta vez que me perdí en la playa
juntando vasitos.
Caminé sin mirar a los costados, y en cuanto alcé los ojos estaba en un sitio
que no conocía.
Las sombrillas eran de otro color, había canchas de tenis junto al mar y las
personas hablaban en otro idima. No sabía en qué playa estaba, ni cómo
se llamaba aquella en la que me aguardaban mis padres. Estaba perdido.
Finalmente, por una serie de casualidades milagrosas, una hésped del hotel
donde nos alojábamos me reconoció y me llevó de regreso con mis padres;
desesperados, ya habían dado aviso a la policía.
Esa noche me enteré de dos cosas: había caminado una buena cantidad
de kilómetros y me habían llegado a buscar en helicóptero.
Cuando se narraba el incidente, y mis hermanos se burlaban de mí, yo me
defendía:
—Bueno, después de todo —decía—, hablaban otro idioma y había
canchas de tenis: no me perdí, descubrí otro continente.
—No descubriste nada —decía mi abuelo—. Te perdiste.
—¿Y cuál es la diferencia entre encontrar un lugar nuevo y perderse? —le
pregunté desafiante.
—Saber cómo volver —dijo con tristeza mi abuelo.
Amarillo
por Liliana Bodoc
Ye-Lou fue emperador de un vasto territorio ubicado al este del mundo
conocido. El suyo era un imperio dorado donde las porcelanas lucían tan
suaves y pálidas como las mujeres, las mujeres caminaban gráciles bajo el
sol, y el sol picaba como un grano de mostaza.
Este emperador, este Ye-Lou del que les hablo, tenía por costumbre dormir
la siesta.
Las siestas, no importa en qué lugar sucedan, huelen a papeles envejecidos
y zumban como abejas. Y bien..., Ye-Lou las olía, las escuchaba, y se dormía
de pronto en cualquier sitio donde estuviese. La mayoría de las veces, el
sueño lo atrapaba durante su almuerzo; de modo que el plato de arroz con
azafrán quedaba a medio terminar.
Apenas el emperador empezaba a cabecear, su esposa le sugería que
utilizara para su siesta la cama recubierta con escamas de oro. Su
consejero le aconsejaba la cama torneada en bronce, y su médico le
recetaba la cama tapizada con piel de leopardo. Pero Ye-Lou no
escuchaba a nadie porque, fuese donde fuese, Ye-Lou ya estaba
durmiendo y roncando.
Cuando los sirvientes del palacio oían los ronquidos, se apresuraban a cubrir
con lienzos las ciento cincuenta y cinco jaulas donde penaban y trinaban
quinientos cincuenta y tres canarios. Las cubrían para que todo fuese
silencio durante la siesta del emperador.
Pero un día, las siestas del emperador dejaron de ser dulces y plácidas, y se
pusieron agrias y difíciles. Como si dijésemos que las siestas de Ye-Lou
pasaron de ser miel a ser limón.
Todo comenzó durante una calurosa siesta de verano, cuando el durmiente
emperador tuvo un horrible pesadilla. Horrible para un emperador de tan
vasto imperio que debía creerse, por necesidad, el más grande, venerable
y digno de amor de todo este mundo.
Su pesadilla comenzó con la aparición de un punto de luz que fue
creciendo, creciendo y creciendo hasta doblarlo en estatura. Después, la
luz le habló con voz gigantesca:
—Oye bien, emperador Ye-Lou. Hay en este mundo alguien más venerable,
más grandioso y más amado que tú. Y en día muy cercano, todos mirarán
su rostro mientras tú te arrastrarás derrotado bajo el peso de su esplendor.
La primera vez, Ye-Lou no quiso darle demasiada importancia a su
pesadilla, y la alejó de su pensamiento con el mismo ademán de espantar
insectos. Sin embargo, la pesadilla regresó con mayor frecuencia.
Finalmente, todas las siestas del emperador se estropearon con la presencia
de aquella luz gigantesca que traía malas noticias:
—Oye bien, emperador Ye-Lou. Hay en este mundo alguien más venerable,
más grandioso, y más amado que tú. Y en día muy cercano, todos mirarán
su rostro mientras tú te arrastrarás derrotado bajo el peso de su esplendor.
Casi desesperado, el emperador le preguntó a su esposa qué podía hacer
para terminar con aquel desagradable sueño. Ella estuvo un buen rato
revisando su Gran Libro de Remedios Caseros.
—Tienes que beber una yema de huevo batida con vino blanco —le dijo su
esposa—. Aquí dice claramente que bebiendo una yema batida con vino
blanco se evitan las pesadillas.
El emperador hizo lo que su esposa le aconsejaba. Pero, para su desdicha,
la pesadilla no desapareció. Por el contrario, la luz parecía crecer con tan
buen alimento.
Desesperado, el emperador consultó con su médico.
—Te lo diré claramente... —el médico acababa de hojear a escondidas el
Gran Libro de Remedios Caseros—. Quien desee espantar pesadillas
deberá frotar su frente, sus codos y sus pies con polvo de azufre.
El emperador cumplió puntualmente con las recomendaciones del médico
de palacio. Pero tampoco tuvo suerte... ¡El azufre solamente consiguió que
la luz hablara con voz mineral!
Entonces, verdaderamente desesperado, el emperador le preguntó a su
consejero.
El consejero movió la cabeza en señal de desaprobación, quería dejar
claro que el Gran Libro de Remedios Caseros le parecía pura charlatanería.
Luego carraspeó, y recitó su sabio consejo: para no sufrir pesadillas durante
las siestas bastaba con no dormir la siesta.
—El que no duerme no sueña, ¡oh, venerable!, ¡oh emperador! —dijo el
consejero—. Si tú no duermes la siesta, ¡oh, emperador!, ¡oh, venerable!, tus
pesadillas terminarán.
Hay que decir y creer que Ye-Lou hizo lo imposible para seguir aquel
consejo que, al fin y al cabo, parecía el más sensato de todos los que había
recibido. A veces, sin embargo, ni lo imposible es suficiente. Cuando la
siesta llegaba al reino de Ye-Lou con su olor a papeles envejecidos y su
zumbar de abejas, el emperador se dormía por mucho que se esforzara en
evitarlo. Se dormía aunque, por su expreso mandato, las jaulas no fuesen
cubiertas y los quinientos cincuenta y tres canarios estuviesen trinando.
Y en cuanto Ye-Lou se dormía, un punto de luz aparecía justo en el centro
de la oscuridad del sueño. La luz crecía con asombrosa rapidez hasta
ocupar todo el espacio de la pesadilla, y entonces hablaba:
—Oye bien, emperador Ye-Lou, hay en este mundo alguien más venerable,
más grandioso y más amado que tú...
Las palabras se repetían idénticas.
—Y en día muy cercano todos mirarán su rostro...
Siesta tras siesta, las cosas se complicaban. Cada nuevo despertar, dejaba
al emperador sumido en un triste ánimo. Luego se pasaba el resto del día y
el resto de la noche deambulando por los pasillos del palacio, murmurando
cosas que nadie entendía, y preguntándose quién sería aquel que iba a
derrotarlo.
Porque el emperador estaba convencido de que la luz de su pesadilla no
hablaba en vano. Lo que esa mala luz le estaba advirtiendo era algo que
en verdad sucedería. Y según sus propias palabras, en día muy cercano.
¿Quién podría ser el que lo obligaría a arrastrarse? Ye-Lou se tiraba de la
cabellera, abría de par en par los ventanales y con los brazos abiertos
gritaba a toda garganta:
—¡Seas quien seas, no permitiré que me derrotes!—. El grito del emperador
atravesaba las inmesas plantaciones de cereales y frutos que rodeaban el
palacio, salía a la ciudad, se metía en los templos, sacudía las chozas de
paja de los campesinos, y desprendía las peras maduras de sus ramas.
Las personas del reino lo oían y se lamentaban:
—¡Ay! —decían—. Nuestro pobre emperador ha enfermado. Ya no hace
otra cosa que hablar de un poderoso enemigo que sólo existe en sus siestas.
Ye-Lou enflaquecía ante los ojos de todos. Y sin cesar, repetía las palabras
de la luz.
—Alguien más venerable, más grandioso y más amado...
La ira lograba que, a pesar de su fatiga, el emperador se mantuviera en
pie:
—Pero, ¡quién es! —gritaba—. ¿Quién es él? ¿Quién es...?
Muchas veces, después de esos arranques de furia, Ye-Lou caía al suelo
agotado. Permanecía así durantes largas horas, sin que nadie se atreviera a
acercarse.
Y así estaba el horrible día en que, de repente, alzó su rostro desfigurado
por los insomnios. Y con el color de la envidia.
—¡Muy bien! —El emperador acababa de tomar una espantosa decisión—
¡No amanecerá el día de mi enemigo! ¡Mando la muerte para todos los que
pretenden ser grandes en mi reino!
Hasta aquel día fatal, Ye-Lou había compartido su vasto imperio con
señores de señoríos, y príncipes que regían provincias opulentas. Ellos
aceptaban a Ye-Lou como único emperador de todo el este. Y, en
retribución a su lealtad, Ye-Lou respetaba sus territorios. Se aliaba con ellos
en caso de necesidad, y compartía los frutos en tiempos de sequía. Pero
una pesadilla estaba a punto de terminar con tan buena vecindad.
El emperador estuvo la noche entera repasando el poder y las riquezas de
cada uno de los príncipes y los señores de su reino. Perdido en el territorio
de la locura, todos ellos le parecían enemigos. Cualquiera podía ser, en su
afiebrada cabeza, el que intentara cumplir el presagio de la pesadilla.
—Alguien más venerable, más grandioso y más amado que tú...
Ye-Lou tomó una pluma, un trozo de pergamino, y escribió una larga lista
de nombres.
—Alguno de estos ha de ser el que pretende derrotarme —decía Ye-Lou,
pasando los ojos por su lista de condenados a muerte.
A la mañana siguiente, sus emisarios partieron en las cuatro direcciones a
cumplir la peor orden que Ye-Lou había dado hasta entonces.
Y Ye-Lou se quedó esperando. Miraba hacia el norte y luego al sur, ansioso
por verlos regresar.
A mitad del otoño, los hombres que habían partido llevando dardos de oro
envenenados comenzaron a llegar. Uno tras otro, y al galope, atravesaron
los jardines cubiertos de hojas secas. Desmontaron e hicieron la reverencia
obligada.
—Emperador Ye-Lou, lo que ordenaste se ha cumplido.
Eso significaba que otro dardo había sido disparado con buena puntería.
Eso significaba que Ye-Lou tenía un enemigo menos a quien temer.
Sin embargo, a pesar de tantos dardos y de tanto otoño, la pesadilla
continuó apareciendo en las siestas del emperador y repitió la misma
amenaza:
—Oye bien, emperador Ye-Lou, hay en este mundo alguien más venerable,
más grandioso y más amado que tú. Y en día cercano todos mirarán su
rostro mientras tú te arrastrarás derrotado bajo el peso de su esplendor.
Ye-Lou abrió de par en par uno de los ventanales más altos del palacio, y
gritó con la voz enronquecida de dolor:
—¡Seas quien seas, jamás me arrastraré ante ti!
El emperador alzó el puño en señal de amenaza. Pero, frente a su rabia, los
trigales continuaron meciéndose al viento como si nada escuchasen.
Fatigado, Ye-Lou dejaba caer su brazo y su voz:
—Pero, ¿quién eres? Sólo debo saber quién eres...
Para ese entonces, todos en su reino le temían. Ni su dulce esposa, ni su
médico, ni siquiera su consejero conseguían devolverle la calma.
Ye-Lou ya no comía. Iba de un lado al otro murmurando desgracias y odios.
Y apenas si se acordaba de respirar.
El otoño llegaba a su fin... Todos los emisarios habían regresado, todos los
dardos de oro habían sido disparados con precisión. Ye-Lou ya no tenía
vecinos poderosos... Pero, ¡ay, desdichas de todas las desdichas!, la
pesadilla continuaba recitando su terrible presagio.
Pocas siestas después, Ye-Lou despertó con la cabeza repleta de alaridos
que le golpeaban dentro, y hacían que todo se nublara ante sus ojos.
Sudoroso y golpeando los dientes, ordenó que lo vistieran con su mejor
armadura y que le dieran las armas sagradas de sus antepasados.
—¡Tendré que ir a buscarlo yo mismo! —gritó frente sus sirvientes y sus
soldados.
El emperador salió del palacio. Miró hacia todos lados y avanzó
lentamente. Giró de improviso, como para sorprender a alguien que
estuviera a sus espaldas. Pero a sus espaldas sólo había soledad. Así caminó
sin rumbo, tajeando el aire con su espada. Quienes lo vieron pasar, supieron
que el venerable Ye-Lou había enloquecido para siempre.
Ye-Lou caminó y caminó. Atravesó los trigales dando gritos amenazadores.
—¡Ponte frente a mí! —vociferaba para los campos—. Si en verdad crees
que puedes derrotarme, ¡preséntate y dame pelea!
Al cabo de varias horas, el calor comenzó a agobiarlo. Dentro de su
armadura metálica, el debilitado emperador perdía las escasas fuerzas que
le quedaban. Aun así, continuó andando a grandes pasos, blandiendo la
espada y provocando a su enemigo.
Ya había segado todo el trigal a filo de espada, porque imaginaba que
entre las mieses podía estar oculto el que venía a derrotarlo. Como no
encontró lo que buscaba, se dirigió al campo de mijo. De nuevo destrozó
las plantas nuevas, y de nuevo no consiguió nada.
Su enflaquecido cuerpo no podía continuar. La cabeza latía de calor
dentro del casco. Ya casi no podía ver, y su rodillas se doblaban bajo el
traje de metal.
Con la fuerza que le daba la locura, Ye-Lou llegó hasta el campo de
girasoles.
Dio unos pocos pasos vacilantes y cayó al suelo. Sin embargo, con gran
esfuerzo consiguió ponerse nuevamente de pie. Ante sus ojos fatigados, los
girasoles se hacían enormes y diminutos, se iban, ondulaban,
desaparecían...
Todavía Ye-Lou intentó continuar hasta que, al fin, cayó de rodillas. Como
pudo, se quitó el casco para respirar. Las lágrimas le quemaban desde los
ojos al cuello. El emperador quiso levantarse; pero sus brazos, delgados
como hebras de heno, no pudieron ayudarlo.
Ye-Lou arrastraba su soledad y su locura bajo el esplendoroso sol del este. A
su alrededor, los girasoles, indiferentes a su agonía, miraban al mismo punto
del cielo.
—Y en día cercano todos mirarán su rostro..., mientras tú te arrastrarás bajo
el peso de su esplendor.
El sol resplandeciente en el cielo. Los girasoles, mirándolo. Ye-Lou llorando su
locura contra la tierra.
En el lugar donde habitan los sueños, una pesadilla sonreía.
Marina Colasanti
El lobo y el cordero en el sueño de la niña
Había una vez un lobo.
Había una vez una niña que tenía miedo al lobo.
El lobo vivía en el sueño de la niña.
Cuando la niña decía que no quería ir a dormir porque tenía miedo al lobo,
la madre respondía:
-Tonterías, hija, los sueños son sueños. Ese lobo no existe.
Ella estaba todavía intentando convencerse cuando, al espiar tras los
árboles del sueño para ver si el lobo andaba ahí despierto, se topó con un
corderito. Era blanco y enrulado, como todos los corderitos de sueño.
-Qué bueno que también estés viviendo aquí -dijo ella.
Y se hicieron amigos.
Pasado algún tiempo, sin embargo, cierto día en que el corderito pastaba
margaritas, llevando a la niña en la otra punta de la cinta que ella le había
puesto en el cuello, apareció el lobo.
-Los sueños son sueños -pensó la niña para tranquilizarse.
Y repitió las palabras de la madre:
-Ese lobo no existe.
Asustado, el corderito temblaba con la boca llena de flores.
-Si el lobo no existe -pensó la niña- el corderito tampoco.
Y a ella le gustaba tanto el corderito…
Entonces, tomó rápidamente al amigo por el cuello, afirmó los pies en el
suelo. Y esperó al lobo.
En eso sonó el despertador y ella recordó que tenía que ir al colegio.
Estuvo todo el día preocupada por haber dejado al cordero solo con el
lobo.
Por la noche, apenas terminó de cenar, le dio un beso a su madre y fue
corriendo a dormir para socorrerlo.
Llegó al sueño despavorida. Y más despavorida quedó al ver al lobo
encogido sobre una piedra, con el rabo entre las piernas y las orejas caídas,
mientras el corderito erizado le gruñía entre los pequeños dientes amarillos.
La niña nunca había visto un cordero feroz.
El lobo tampoco.
Ni siquiera el cordero sabía de su odio. Gruñía y avanzaba hacia el lobo,
hundiendo las pezuñas en la cubierta del sueño.
De susto, la niña despertó.
-Ahora -pensó en la seguridad de la cama-, voy a tener dos miedos de ir a
dormir. Del lobo. Y del cordero.
Pero, por la noche, la madre no quiso escuchar historias. A las ocho, a la
cama. La niña hizo todo para no pegar el sueño. Pensó incluso que sería
bueno poder, por lo menos por una vez, ir a pasar la noche en el sueño de
alguna amiga.
Pero, por más que se esforzó, tuvo, de repente, la impresión de ver un
cordero saltar una cerca, después otro. Y al contar el tercer cordero,
¡cataplum! Fue ella la que saltó dentro del sueño.
Todo quieto, silencio.
El corderito no fue a recibirla. El lobo estaba escondido en algún repliegue
de aquel manso dormir.
-¿Pero dónde quedarse? -pensó la niña-. Si camino sobre el pasto, el
corderito es capaz de brincarme encima. Si voy hacia el bosque, el lobo
me come.
Rápido trepó a un árbol. Eligió una rama, se sentó. No era muy confortable.
La posición le dolía aquí y allí. Intentó otra, se recostó en el tronco. Pero era
duro y le lastimaba la espalda. Y todavía encima, las hormigas, que ella no
había visto, llegaban ahora a escalar sus piernas.
Gira y gira, mece y mece, la noche fue pasando, incómoda, dura, llena de
asperezas. Y áspera fue quedando también la niña por dentro. Áspera e
hinchada. Hinchada de rabia.
Hasta que, como si percibiese que allá afuera del sueño ya despuntaba el
día, dio un salto hasta el suelo. Y, manitos en la cintura, gritó bien fuerte:
-¡Este sueño es mííííoooooooo!
Tan fuerte, que despertó.
Todavía faltaba tiempo para que sonara el despertador. Pero desde esa
vez, la niña descubrió que iría a la escuela sin prisa, sin aflicción ninguna. Y
por la noche, se acostaría a la hora que le pareciera, sin miedo. Sin tener
que subirse a los árboles. Porque, al final, aquel sueño era suyo. Y, de ahora
en adelante, ella era la que iba a mandar, y echar lobos y corderos de sus
lugares. Y si era preciso, una que otra vez, daría unos buenos gruñidos y
mostraría los dientes.
© Marina Colasanti
Velorio de campo
Una de las costumbres más enraizadas y sistemáticas que mi familia
transmite de generación en generación —y conserva intacta con mucho
orgullo— fue, es y será llevar a los niños, desde muy niños, a cuanto velorio
haya en el campo: un poco para acostumbrarnos a recibir dolor y otro
poco porque es el único lugar donde la gente se abraza mucho. Tanto
mamá como papá desearon que mi hermano y yo aceptáramos el
padecimiento y al mismo tiempo tuviéramos afecto.
Hombres y mujeres, niños y ancianos, cuñadas y vecinas, se fundían en una
causa común, como si el llanto los hermanara y dejaban de lado, aunque
más no fuera por un rato, las críticas destructivas.
Así fue que cuando murió el tío Hilario, mamá y papá fueron los primeros en
llegar con nosotros al velorio, para que acompañáramos a Martita y a su
madre, mi tía Marta, en el transcurso de semejante suplicio.
Me habían puesto el tapado nuevo, los zapatos de charol negro, las medias
con puntillas y dos moños blancos en las trenzas. Mi mamá me recomendó
no correr y tampoco perder el pañuelito blanco con iniciales rosas, que tía
Marta me había regalado para el día del niño. A decir verdad, tía Marta
siempre me regalaba pañuelos, aunque exigía a cambio una moneda de
diez centavos, para evadir la mala suerte. Tenía en mi cajón de la cómoda
cuarenta y cuatro pañuelos que había recibido a lo largo de mis once
años, correspondientes a las once Navidades, a los once cumpleaños, a los
once días de Reyes y a los once días del niño.
A mi hermano lo vistieron con pantalones negros, camisa blanca y corbata;
la misma ropa que usaba para ir a las fiestas. Mamá nos tomó de las manos,
pero a él no le dio pañuelos, y le dijo: los hombres no lloran. Avanzamos. Tía
Marta lloraba y lloraba. Martita, la flamante huérfana, nos convidó con
granadina y jugamos a la rayuela, a las escondidas y a la mancha
venenosa. Caminamos y miramos cómo la gente llegaba y lloraba. En un
rato se pobló el campo de llorones. "Parece que no se da cuenta la chica"
—dijo una señora. "Ya va a caer —le contestó la otra—, está atontada".
También vino mi otra tía, la tía Eulalia, que nunca regalaba pañuelitos
porque, según decía, el efecto de la moneda no contrarrestaba la mala
suerte. Tío Hilario había sentido hacia mí un cariño muy especial porque yo
era su ahijada, por eso tuve que enviar una cruz con flores rojas con una
tarjeta con mi nombre solamente. Y qué fuerte impresión me causaba ver el
dibujo de esas letras adentro de un cajón de muerto, desprovisto de toda
compañía. Y más terror aún cuando pensaba que la cruz pasaría el resto
de las noches encerrada en el cementerio.
Me había pasado algo similar cuando murió mi madrina y me hicieron
colocarle un corazón de claveles blancos sobre el pecho. Y bien que tardé
meses en olvidarme, porque cada vez que mi mamá apagaba la luz, venía
a mi encuentro la imagen de aquel rostro en el cajón y los claveles blancos.
Mejor hubiera sido tener una madrina que no se muriera, pensaba yo, pero
eso no se podía elegir ni prever porque morirse es imprevisible.
—No somos nada —dijo mamá.
—Cuando te toca te toca —exclamó un vecino.
Y yo tuve miedo de que me tocara.
En la casa había sillas y banquetas por todos lados, pero no eran las sillas
que tenía la tía cuando no era viuda. Ahora que era viuda estaba al lado
del cajón, miraba el piso, hablaba sólo cuando alguien le hablaba y
lloraba. Luego se quedaba quieta y callada.
—¿Viejo, por qué me dejaste?
Las mujeres de los campos vecinos le decían: "No llorés" o "llorá, mujer, llorá",
y le ponían la mano en la cabeza, le preguntaban de qué se había muerto
el muerto, la acompañaban.
Tarde o temprano, todos vamos a estar ahí —murmuró una vieja mirando el
cajón y temblé cuando oí aquello.
—Vení —me dijo otra vecina mostrando las paletas de sus negros dientes
delanteros—, no hagas caso.
Y en un intento por consolarme aseguró:
—No te asustes, la gente religiosa no muere. Hilario no murió, está con
nosotros.
—¿Y quién está allí adentro? —y miré hacia todos lados.
Nadie contestó.
—¿Por qué dice que no murió —pregunté a mamá—, si estamos todos acá
velándolo?
—Hija, quiere decir que no murió espiritualmente, el alma sigue viviendo.
Con el miedo que le tenía a los espíritus, ya no quise estar allí y fui a tomar
aire y a preguntarle a mi papá por qué, si nadie quería al tío Hilario, todos
lloraban en esa casa.
—El tío Hilario está muerto hija, y ahora es bueno porque su alma está en el
cielo.
Eso me tranquilizó. Pero me duró sólo unos segundos la tranquilidad, porque
la vecina dentuda vino a conversar de nuevo; le preocupaba que no me
explicarán bien las cosas.
—Querida —afirmó, y yo no podía dejar de mirarle los dientes—, el alma de
quien muere sin creer en Dios, no puede ir al cielo, y su espíritu permanece
suspendido unos días hasta que se reza lo suficiente y Dios lo perdona. Pero
tu tío Hilario era bueno y los buenos se van al cielo.
El olor a crisantemos me descomponía y quedé en silencio. El viejo del
bastón, del campo vecino, saludó a mi tía:
—Queridita, se te fue el Hilario.
Volví a tranquilizarme. Ya eran dos los que afirmaban la partida. A la noche
hubo asado y vino para todos. Muchos vecinos se quedaron a comer y
contaron chistes de velorios de campo.
Pero lo peor para mí fue dormir en la habitación contigua al cuarto del
velorio. Mamá vino a darnos las buenas noches a todos los chicos que
había en el cuarto.
—¿Mi papá se fue al cielo? —preguntó Martita.
— Tu papá subirá cuando ustedes terminen de rezar todo lo que tienen que
rezar —amenazó mamá.
—Yo no voy a rezar —le contesté, y miré a mi hermano.
—Vos vas a rezar porque si no, mi papá no sube.
—Yo no rezo.
—Vos rezás.
Empezó mi hermano y siguió Martita, llorosa por miedo a que por
caprichosa yo no rezara. Mamá repitió la orden y se fue, sin antes advertir:
—Hija, rezá, porque si el alma no sube, se mete en el cuerpo de los que no
creen.
Mi corazón empezó a cabalgar. Miré abajo de la cama, detrás de las
cortinas y adentro del placard. Puse un papelito en el agujero de la
cerradura, pero Martita dijo que las almas atravesaban las paredes.
El silencio de la noche dejaba oír los murmullos de los que quedaban en el
velorio y algunas frases se filtraban por debajo de la puerta. Cada tanto,
Martita, que rezaba, me decía que lo hiciera. Yo masticaba la sábana; no
quería pensar en el muerto ni creer que su alma se asilaría en mi cuerpo. Y
le dije que sí, que iba a rezar.
Pero no recé.
La inspiración por Pablo De Santis
El poeta Siao, que vivía desde el otoño en el palacio imperial, fue
encontrado muerto en su habitación. El médico de la corte decretó que la
muerte había sido provocada por alguna substancia que le había
manchado los labios de azul. Pero ni en las bebidas ni en los alimentos
hallados en su habitación había huellas de veneno.
El consejero literario del emperador estaba tan conmovido por la muerte de
Siao, que ordenó llamar al sabio Feng. A pesar de la fama que le había
dado la resolución de varios enigmas —entre ellos la muerte del mandarín
Chou y los llamados "crímenes del dragón"— Feng vestía como un
campesino pobre. Los guardias imperiales se negaron a dejarlo pasar, y el
consejero literario tuvo que ir a buscarlo a las puertas del palacio para
conducirlo a la habitación del muerto.
Sobre una mesa baja se encontraban los instrumentos de caligrafía del
poeta Siao: el pincel de pelo de mono, el papel de bambú, la tinta negra,
el lacre con que acostumbraba a sellar sus composiciones.
—Mis conocimientos literarios son muy escasos y un poco anticuados. Pero
sé que Siao era un famoso poeta, y que sus poemas se contaban por miles
—dijo Feng—. ¿Por qué todo esto está casi sin usar?
—Sabio Feng: hacía largo tiempo que Siao no escribía. Como verá,
comenzó a trazar un ideograma y cayó fulminado de inmediato. Siao
luchaba para que volviera la inspiración, y en el momento de conseguirla,
algo lo mató.
Feng pidió al consejero quedarse solo en la habitación. Durante un largo
rato se sentó en silencio, sin tocar nada, inmóvil frente al papel de bambú,
como un poeta que no encuentra su inspiración. Cuando el consejero,
aburrido de esperar, entró, Feng se había quedado dormido sobre el papel.
—Sé que nadie, ni siquiera un poeta, es indiferente a los favores del
emperador —dijo Feng apenas despertó—. ¿Tenía Siao enemigos?
El consejero imperial demoró en contestar.
—La vanidad de los poetas es un lugar común de la poesía, y no quisiera
caer en él. Pero en el pasado, Siao tuvo cierta rencilla con Tseng, el
anciano poeta, porque ambos coincidieron en la comparación de la luna
con un espejo. Y un poema dirigido contra Ding, quien se llama a sí mismo
"el poeta celestial", le ganó su odio. Pero ni Tseng ni Ding se acercaron a la
habitación de Siao en los últimos días.
—¿Y se sabe qué estaban haciendo la noche en que Siao murió?
—La policía imperial hizo esas averiguaciones. Tseng estaba enfermo, y el
emperador le envió a uno de sus médicos para que se ocupara de él. En
cuanto a Ding, está fuera de toda sospecha: levantaba una cometa en el
campo. Había varios jóvenes discípulos con él. Ding había escrito uno de sus
poemas en la cometa.
—¿Y dónde levantó Ding esa cometa? ¿Acaso se veía desde esa ventana?
Si, justamente allí, detrás del bosque. Honorable Feng: los oscuros poemas
de Ding tal vez no respeten ninguna de nuestras antiguas reglas, pero no
creo que alcancen a matar a la distancia. ¡Además, la cometa estaba en
llamas!
—¿Un rayo?
—Caprichos de Ding. Elevar sus poemas e incendiarlos. Yo, como usted,
Feng, tengo un gusto anticuado, y no puedo juzgar las nuevas costumbres
literarias del palacio.
Feng destinó la tarde siguiente a leer los poemas de Siao. A la noche
anunció que tenía una respuesta. El consejero imperial se reunió con él en
las habitaciones del poeta asesinado. Feng se sentó frente a la hoja de
bambú y completó el ideograma que había comenzado a trazar Siao.
—"Cometa en llamas" —leyó el consejero—. ¿La visión de la cometa le hizo
a Siao recuperar la inspiración?
—Siao trabajaba a partir de aquello que lo sorprendía. El momento en que
se detiene el rumor de las cigarras, la visión de una estatua dorada entre la
niebla, una mariposa atrapada por la llama. De estas cosas se alimentaba
su poesía. Aquí en el palacio, ya nada lo invitaba a escribir: por eso su
pincel nuevo estaba sin usar desde hacía meses. Ding puso allí el veneno, y
con la suficiente anticipación como para que nadie sospechara de él.
Sabía que Siao, como todos los que usan pinceles de pelo de mono, se lo
llevaría a la boca al usarlo por primera vez, para ablandarlo. Los restos del
veneno se disolvieron en la tinta. Esa fue una de las armas de Ding.
—Imagino que la otra fue la cometa —dijo el consejero.
—Ding sabía que al ver algo tan extraño como una cometa en llamas, la
inspiración volvería al viejo Siao.
Feng tomó el pincel de pelo de mono y escribió:
Una cometa en llamas sube al cielo negro.
Brilla un momento y se apaga.
Así la injusta fama del mediocre Ding.
—Mis dotes como poeta son pobres, pero acaso no esté tan alejado del
tema que hubiera elegido Siao —Feng limpió con cuidado el pincel—.
Como poeta Ding rechaza toda regla, pero como asesino acepta las
simetrías. Para matar a un poeta eligió la poesía.
por Ángeles Durini
Por un secreto
Tornado se quedaba quieto en el muelle, tranquilo, dejando que el viento le
susurrara en los obenques, clang, otra vez, clang, mientras el marinero se
acostaba boca arriba en la cubierta del barco y se concentraba en los
sonidos, pero no entendía nada.
—Contame tu secreto —le decía el marinero al viento.
La respuesta del viento era la de los barcos. Clang clang.
Entonces el marinero le hablaba a Tornado, su barco del alma:
—Traducime el secreto del viento.
El barco seguía mezclando el sonido de sus obenques con el de los otros
barcos, formaban un coro moderato cantabile en el medio de la noche.
El marinero estaba seguro de que el viento le contaba un secreto a los
barcos. Si por eso se había hecho marinero y había construido a Tornado,
para que Tornado se hiciera amigo del viento y le descubriera el secreto.
Tornado se había hecho amigo del viento y había descubierto el secreto, y
ahora el marinero no le perdonaba que no le tradujera todas aquellas
palabras.
Como le pareció que no iba a obtener nada en puerto, al día siguiente, el
marinero decidió zarpar. Y no pensaba volver hasta no haber conseguido el
secreto.
Llevó a Tornado muy lejos, mar adentro. Casi se perdió dando vueltas en
vano. Esperaba que el viento se pusiera muy fuerte, lo dejaba gritar en las
velas, escoraba el barco para que golpeara en el casco, pero ni así podía
encontrar lo que tanto andaba buscando.
Otras veces, cuando el viento se calmaba, ponía atenta la oreja para
escuchar el susurro del agua. Aunque era inútil, hiciera lo que hiciera, no
obtenía respuesta, ni del barco ni del viento.
Hasta que un día, cuando el marinero ya había perdido la noción del paso
de las horas, escuchó una voz muy profunda que le hablaba.
—Te diré mi secreto con una condición.
El corazón del marinero se aceleró, casi se le salía del pecho. Por fin le
hablaba el viento. Quiso contestarle y al principio no le salían las palabras,
juntó saliva, abrió la boca y con un hilo de voz le dijo:
—¿Con qué condición?
El marinero estaba muy intrigado y hasta orgulloso de que el viento quisiera
algo de él, y seguro de que cualquier condición iba a ser buena con tal de
saber el secreto. Había preguntado para poder cumplirla lo antes posible.
Entonces el viento le contestó:
—Que apenas te diga mi secreto, me entregues tu voz.
"¿Mi voz?", se preguntó el marinero, "¿para qué querrá mi voz? ¿tendrá
miedo de que apenas sepa su secreto lo esté diciendo por ahí? Yo no soy
de esa clase de personas, pero si el viento quiere mi voz, aunque me
parezca una exageración, se la daré".
—Tendrás mi voz —contestó el marinero, esta vez pudiendo sacar para
afuera toda su voz.
Entonces, el viento le pidió que acercara su oreja a los obenques de
Tornado. Y cuando el marinero tenía la oreja pegada a los obenques, le dijo
su secreto.
Apenas los obenques dejaron de sonar, el marinero sintió un dolor muy
fuerte en la garganta. Se llevó las manos al cuello y quiso gritar. Pero no
salió ningún grito.
Una mañana, Seneb llega a Tebas. Los primeros rayos de sol caen sobre el
obelisco y dan vida a las calles. En los suburbios, la gente va y viene por el
mercado. A Seneb lo confunde la multitud. Lo deslumbran las interminables
filas de mercaderes ofreciendo dátiles, trigo, cebada, higos, cabras, los
tejedores mostrando con los brazos en alto paños de lino blanquísimos. Y
descubre los panes recién hechos, cuyo olor se mete en su nariz y borra el
olor del cocodrilo.
Atrás quedan las noches de vigilia y el acoso de las fieras. También atrás la
salvaje selva de Punt, los monos, los hipopótamos.
Seneb ha llegado por fin a Tebas, la de las cien puertas.
A Seneb le gusta mirar cuando las mujeres preparan a Taya para las fiestas.
Lo sorprende saber que no le pertenecen esos cabellos que él admira. La
peluca es peinada y vuelta a trenzar, y cada vez hay una forma nueva de
sostener el broche de lapislázuli y la tiara de oro pálido.
Pero antes de colocarlos sobre la cabeza de Taya, falta un paso. Las
paletas de afeites se disponen una al lado de la otra y las criadas le aplican
polvos de alabastro mezclados con sal y miel, para que la cara quede tersa
como el agua del estanque. Luego, el trajín es elegir entre empastes de
colores, y unas manos hábiles siguen con exactitud la línea de los ojos con
la pasta de hollín, ese bistre que transforma las miradas en pozos luminosos.
Es día de fiesta en Tebas, y Taya está lista. Seneb la mira partir, el traje rojo y
oro refulgiendo sobre la piel trigueña, la mirada distante, y su corazón
golpea como si el cocodrilo estuviera cerca.
Al día siguiente acompaña a Taya al mercado y una vez más observa a los
vendedores de pájaros pasear con las jaulas entre la gente, a los talladores
de marfil que cincelan delicadas figuras sobre los cuernos traídos desde
Nubia. Y dice:
—Debo volver a Punt.
—¿Qué te falta? —pregunta Taya y detiene su marcha.
—Punt es Punt —dice Seneb bajando los ojos.
Esa noche, en el jardín, Taya pregunta por última vez:
—¿Qué más hay en Punt? Necesito saberlo.
—El olor del cocodrilo que hace galopar el corazón. Eso hay.
La cueva del caimán
por Margarita Mainé y Héctor Barreiro
Dibujos de Chachi Verona
Parece que cuando Dios hizo la tierra estuvo tan ocupado creando los
árboles, los ríos, y las enormes montañas que se volvió al cielo sin dejar el
fuego a los hombres. Cuando se dio cuenta de su olvido bajó en plena
noche a traerlo y al único que encontró despierto fue al caimán.
—Te dejo el fuego para que por la mañana lo compartas con los hombres.
Así podrán cocinar la comida y calentarse en el invierno —le dijo Dios y
desapareció.
En el tercer número
apareció la tortuga
sacando muy larga la
cabeza de su caparazón y
volviéndola a entrar hasta
desaparecer. Quedaba
graciosa ya que cuando la
cabeza llegaba bien afuera
simulaba un estornudo y después se replegaba otra vez hasta esconderse.
Todos los animales se reían y el caimán sonrió un poco más confiado.
De todos los animales el que estuvo más gracioso fue el zorro de orejas
chicas.
—Auuuuuu-hip-auuuuuu-hip —el zorro aullaba con hipo y esto hacía que el
aullido saliera entrecortado y agudo. Los demás animales se agarraban la
panza con las manos de tanta risa y el caimán abrió tanto la boca para
reírse que un poco de fuego se le escapó. Entonces el pájaro tijera, que
estaba muy atento, dio un vuelo rápido por arriba del caimán y le robó una
llama.
Allí se terminó la fiesta para el caimán. Ofendido y enojado se fue a su
cueva para avivar el poco fuego que le había quedado entre los dientes
mientras el pájaro tijera, los otros animales y los hombres continuaron el
festejo por primera vez iluminados por el fuego.
Desde ese día el caimán tiene que buscar su propia comida y los hombres
disfrutan de sabrosos manjares.
Esta historia la cuentan los Sanema-yanoama, una tribu que habita al sur
del estado de Bolívar (Venezuela) y sudeste del territorio Amazonas (al norte
de Brasil). La espesura de la selva evitó que el hombre blanco modificara su
cultura. Tal es así que aún continúan con sus ritos. Uno de ellos es la
ingestión de las cenizas de los muertos, ya que creen que los huesos
encierran mucha energía. Se saludan con puñetazos en el esternón para
hacer alarde del vigor y esplendor vital.
En cuanto a las matemáticas, se las arreglan de manera sencilla ya que
sólo conocen dos números, el uno y el dos, y todo lo demás es solamente
"más de dos" o "varios" o "muchos".
Los ancianos son muy respetados y los cuidan a pesar de que no estén
capacitados para su propio mantenimiento.
Sus principales actividades para sostenerse son la caza y la pesca.
Encontramos esta historia en revista Antropológica N° 22, 1968, órgano del
Instituto Caribe de Antropología y Sociología, Caracas. Venezuela.
Dicen que una vez, hace mucho tiempo, los pájaros estaban organizando
una fiesta en el cielo.
Se los escuchaba hablar y comentar, contentos, lo lindo que iba a ser
encontrarse todos a cantar juntos.
Todas las noches el anciano les contaba cuentos a los nietos. El cuento que
más les gustaba era el de la novia del abuelo, cuando el abuelo tenía doce
años y paseaba en bicicleta con su novia. Comenzaba así: "Ella era suave y
hermosa. La cabellera larga y los ojos redondos y luminosos como los
mirasoles. Andaba siempre en bicicleta."
Una noche lo interrumpió Luis, el menor de los nietos:
—Abuelo, no cuente cómo murió esa tarde porque hoy vino a buscarme en
bicicleta cuando salía de la escuela.
—Abuelo —dijo Irene—, esta mañana dejó la bicicleta apoyada en un
árbol y jugó con nosotros en el patio. Me escondí detrás de sus cabellos y
nadie me vio.
—Abuelo —dijo Esteban—, tiene los ojos tan grandes que aprendí a nadar
en sus ojos.
—Abuelo —dijo Claudia—, ella lo está esperando.
Y con una tijera le cortó la barba, la quemó con la llama de un fósforo y en
el humo apareció una bicicleta. El abuelo bajó las escaleras pedaleando y
cuando llegó a la calle se encontró con su novia.
Los nietos los vieron irse en bicicleta.
Salió de su casa con el teatro al hombro. Iba silbando como todos los
domingos y en el camino lo atajó la Muerte. Entonces, el titiritero sacó del
bolsillo un títere casi tan viejo como él. Era el Anunciador. Lo calzó en la
mano derecha —su acostumbrado cuerpo, su piel— y con la voz del
Anunciador le dijo a la Muerte:
—Respetable señora, le ruego espere unos minutos. Él —y señaló al
titiritero— jamás llegó tarde a hacer un espectáculo y quiere justificarse.
¿Comprende?
La Muerte dio un paso atrás.
El viejo titiritero guardó el títere en el bolsillo. Cruzó la calle. En la esquina
había un teléfono público. Metió una moneda en la ranura, marcó un
número y dijo:
—Habla el titiritero para disculparse. Hoy no puede hacer la función.
Volvió a cruzar la calle con el teatro al hombro. Sabía quién lo estaba
esperando en la vereda de enfrente.
El Anillo Encantado - María Teresa Andruetto
Ifigenia tenía el cabello rubio como el trigo y unos ojos más azules que el
lago de Constanza. Caminaba descalza a la orilla del agua. Era pálida y
leve. Parecía hecha de aire. El emperador Carlomagno la vio y se enamoró
de ella. Él era ya un hombre viejo y ella, apenas una muchacha. Pero el
Emperador se enamoró perdidamente y olvidó pronto sus deberes de
soberano.
Los nobles de la corte estaban muy preocupados porque nada interesaba
ya a Carlomagno. Ni dinero. Ni caza. Ni guerra. Ni batallas.
Sólo la muchacha.
A pesar del amor, Ifigenia murió una tarde de abril llena de pájaros. Los
nobles de la corte respiraron aliviados. Por fin el Emperador se ocuparía de
su hacienda, de su guerra y de sus batallas.
Pero nada de eso ocurrió, porque el amor de Carlomagno no había
muerto. Hizo llevar a su habitación el cadáver embalsamado de la
muchacha. No quería separarse de ella.
Asustado por esta macabra pasión, el Arzobispo del imperio sospechó un
encantamiento y fue a revisar el cadáver.
Muerta, Ifigenia era tan hermosa como cuando caminaba descalza junto al
lago de Constanza. La revisó de pies a cabeza.
Bajo la lengua dura y helada, encontró un anillo con una piedra azul.
El azul de aquella piedra le trajo recuerdos del lago y del mar distante.
El Arzobispo sacó el anillo que estaba escondido bajo la lengua.
Ni bien lo tomó en sus manos, Carlomagno enterró el cadáver.
Y se enamoró del Arzobispo.
El Arzobispo, turbado y sin saber qué hacer, entregó el anillo a su asistente.
Ni bien el asistente lo tomó en sus manos, Carlomagno abandonó al
Arzobispo. Y se enamoró del asistente.
El asistente, aturdido por esta situación embarazosa, entregó el anillo al
primer hombre que pasaba.
Ni bien el hombre lo tomó en sus manos, Carlomagno abandonó al
asistente. Y se enamoró del hombre.
El hombre, asustado por este amor extraño, empezó a correr con el anillo
en la mano, y el Emperador tras él.
Hasta que se cruzó una gitana y el hombre le entregó el anillo.
Ni bien la gitana lo tomó en sus manos, Carlomagno dejó de perseguir al
hombre. Y se enamoró de la gitana.
Pero a la gitana se le cayó el anillo al agua.
Ni bien el agua recibió el anillo en su lecho, Carlomagno abandonó a la
gitana.
Y se enamoró del lago de Constanza junto al que Ifigenia caminaba
descalza.
Historia de los siete prodigios - Eduardo Galeano
Nunca hubo mujer tan difícil ni hombre más mago entre la boca del
río de las Amazonas y la Bahía de Todos los Santos. Siete prodigios
cumplió José para ganar los favores de María.
El juez dijo:
— Merece la muerte.
Y José fue condenado por desacato, violación del derecho de
propiedad del padre sobre la hija y del muerto sobre la viuda,
atentado contra el orden, agresión a la autoridad y tentativa de
curicidio. Y el verdugo alzó el hacha sobre el cuello de José, atado de
pies y manos. Entonces José ordenó: — Aguante, pescuezo. Y el
hacha golpeó, y el cuello la hizo pedazos. Y para todos fue una fiesta.
Y todos celebraron la humillación de la ley humana y la derrota de la
ley divina.
Es duro, viste? Muy duro. Pero no importaba entonces. Por eso aquel
hombre trabajaba su campo; trabajaba y trabajaba. Pero tenía un
problema, porque después de sembrado el campo, venían los pájaros y le
comían las semillas.
El hombre encontró por fin la solución del problema. Tomó una vieja camisa
que tenía todos los sudores de su trabajo, unos pantalones raídos que
tenían todos los movimientos de sus piernas, un sombrero que tenía todos los
vientos y los soles cotidianos, y un par de zapatos que tenía recuerdos de
todos los caminos. Rellenó todo eso con la paja del último trigo cosechado
y armó un hermoso espantapájaros que plantó, como si fuera un árbol, en
el medio del campo arado. Los pájaros entonces se quedaban
respetuosamente a la orilla del campo, porque el espantapájaros era una
obra del hombre y le temían.
Las cosas venían bien, trabajo fuerte, agotador, pero sin perdidas de
semillas. Sucedió que, sin embargo, hubo un pájaro que no sintió temor y
entró al campo. Y no sintió temor por la simple razón que no come semillas:
es el picaflor, que para alimentarse no necesita más que desarrollar su
danza sobre una flor. El picaflor llegó y desafiante desarrolló esa danza
alrededor del espantapájaros. Así observó que la camisa tenía un agujero
en el costado izquierdo del pecho. Entonces en ese lugar hizo un nido y
puso un huevo; después se fue sin regreso.
El huevo recibió el calor de los soles de la siembra, y pasados los tres días y
las tres noches necesarias para el milagro, el huevo estalló. Pero no nació
otro picaflor que desarrollara su danza sobre una flor. Nació un corazón que
hacía tic-tac como una danza sobre una flor.
El espantapájaros vivió entonces con el corazón que le dejara el picaflor y
comenzó su drama, porque los pájaros ya no le temían, porque tenía
corazón de pájaro.
El espantapájaros sufría porque era incapaz de ahuyentarlos. Imposible.
Cómo hacerlo, si los amaba como solamente puede amarlos un corazón
de pájaro? Y lloraba por las noches su fracaso como espantapájaros.
Pero un día, el hombre que regresaba después de sembrar un rincón del
campo, al pasar junto al espantapájaros lo salpicó con su sudor. El sudor del
hombre penetró a través de la camisa, recorrió la paja del último trigo
cosechado y se alojó en el corazón del espantapájaros.
Así completó su vida, con corazón de pájaro y sangre del trabajo del
hombre. Y comprendió que el trabajo del hombre merecía respeto. Y al
final solucionó el problema como únicamente solucionan los problemas los
justos: se compró un campo vecino y lo sembró para que comieran los
pájaros.
Por eso es que los picaflores, si uno los mira bien, sonríen cada vez que
pasan junto a un espantapájaros.