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La dignidad del miedo
El miedo es una valiosísima señal que indica una desproporción entre la amenaza a la que nos
enfrentamos y los recursos con que contamos para resolverla. Sin embargo, nuestra confusión e ignorancia lo
han convertido en una «emoción negativa» que debe ser eliminada.
Norberto Levy
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El miedo
El miedo es la sensación de angustia que se produce ante la percepción de una amenaza.
Es importante aclarar que no existe algo que sea en sí mismo una amenaza. Siempre lo es para alguien, y
depende de los recursos que ese alguien tenga para enfrentarla. Un mar bravío, por ejemplo, puede ser una
terrible amenaza para quien no sabe nadar, y deja de serlo para un experto nadador en aguas turbulentas.
Esta observación, que puede parecer obvia e irrelevante, alcanza toda su significación cuando se intenta
comprender y curar el miedo.
La reacción en cadena
Una respuesta interesante que los seres humanos producimos en relación con las emociones en general —y al
miedo en particular— es que no sólo las sentimos, sino que además reaccionamos interiormente ante ellas. Y
esto genera una segunda emoción.
Solemos sentir miedo por algún motivo y, a continuación del miedo, podemos experimentar vergüenza,
humillación, rabia, impotencia, etc., por tener miedo. Es decir, siempre tenemos una doble reacción. El miedo,
por lo tanto, no es algo equiparable a una fotografía, a un instante estático, sino que se parece más a un filme
en el cual la secuencia es:
a) registro de una amenaza, b) reacción de miedo, y c) la respuesta interior a esa reacción de miedo.
La respuesta interior al miedo es de gran importancia, porque según sea su calidad actuará atenuando o
agravando el miedo original.
Veamos un ejemplo que ilustra mejor esta idea: Miguel me consultó porque experimentaba un miedo muy
antiguo a mostrarse en público y participar en grupos, lo cual le producía un gran dolor. Lo invité a que se
conectara con ese aspecto temeroso, y que luego lo imaginara como si estuviera enfrente de él. Dijo: «Lo
imagino sentado en una grada, entre otras personas, escondiéndose para que nadie lo vea; tenso, pálido y con
un sudor frío en la cara...»
Luego le pregunté qué sentía al ver a su aspecto temeroso de esa manera, y respondió: «Me produce mucha
impotencia y desesperación... Me dan ganas de sacudirlo y decirle: "¿Por qué te escondes?... ¡Por qué no te
muestras y cuentas lo que tienes que contar?... ¡Estoy harto de verte en la última fila!... ¡Te obligaré a ponerte
en primer lugar para que te des cuenta de que puedes hacerlo...!".»
Una vez que le comunicó a su aspecto temeroso lo que sentía hacia él, se le dio al aspecto temeroso la
oportunidad de responder, para lo cual lo invité a que ocupara el lugar donde había imaginado a su aspecto
temeroso; le propuse que adoptara su postura corporal, su actitud tensa, contraída, asustada... y una vez que
asumió ese papel, que ingresó en la piel del aspecto temeroso, le pregunté qué sentía al escuchar lo que se le
acababa de decir. Respondió: «Me siento muy mal. Tengo mucho más miedo que antes. Ahora tengo dos
problemas: el miedo que me despierta la gente, y el miedo que me produces tú cuando quieres obligarme a
hacer algo que no puedo hacer...»
Como podemos observar, aquí se desplegaron las tres fases de la secuencia: a) la amenaza (el público), b) la
res- puesta de miedo (el aspecto temeroso) y c) la reacción interior hacia ese miedo, que en este caso actuaba
claramente agravando el miedo original.
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Quizá resulte extraño describir un diálogo interior en el que los protagonistas se hablan como si fueran dos
personas. En el ejemplo de Miguel, en lugar de hablar acerca de cómo percibe a cada una de esas dos partes,
vive una experiencia en la que cada parte se expresa a sí misma y le habla a la otra de un modo directo y sin
intermediarios.
Este recurso se está utilizando cada vez más en psicología porque la experiencia clínica muestra que lo que
una persona puede descubrir de cualquier aspecto de sí misma, si lo encarna, si se convierte en él por unos
instantes y desde ahí se expresa, es mucho más profundo y esencial que lo que puede registrar si meramente
habla acerca de él.
Es por ello que empleo esta técnica desde hace más de veinticinco años. Tanto en el miedo como en el resto
de las emociones que se incluyen en el presente libro, esta forma psicodramática de abordaje se halla
presente como un componente muy valioso de todo el proceso de descubrimiento, aprendizaje y
transformación.
De hecho, si Miguel pudo percibir con claridad lo que su aspecto temeroso sentía fue porque se convirtió en él
y asumió temporariamente esa identidad. Si no hubiera realizado esa experiencia, lo más probable es que no
registrara el malestar y el agravamiento del aspecto temeroso, que siguiera creyendo que la reacción que
tenía hacia él era la adecuada y que el aspecto temeroso no cambiaba sencillamente porque era así y va no
tenía arreglo.
Una vez formulada esta aclaración, volvamos al tema específico del miedo.
Cuando se explora esta emoción es necesario conocer la secuencia completa de reacciones, porque para el
aspecto temeroso es tan importante el trato o maltrato que reciba de las personas de su mundo externo
como el que recibe de los otros aspectos interiores. En Miguel, el miedo crónico estaba producido por esta
actitud interior, ignorante y desesperada, que intentaba curar al aspecto temeroso de su miedo obligándolo a
hacer algo que el aspecto temeroso no podía hacer.
Creencias equivocadas en relación con el miedo
El miedo es, sin duda, una emoción universal. Todos hemos vivido esa experiencia, y, sin embargo, nos
vinculamos con él con un alto grado de desconocimiento e ineficacia.
Ese desconocimiento se pone de manifiesto en la actitud de descalificación que las creencias culturales han
generado, las cuales han convertido al miedo en una emoción indigna. Cuando se dice de alguien que no hizo
tal cosa «porque tuvo miedo», suele hacerse con un tono—más o menos velado— de descalificación y
desprecio hacia esa persona.
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Si resumiéramos en pocas palabras la creencia social predominante, sería: El problema es el miedo. Si usted
logra no sentir miedo hacia aquello que teme, verá que lo puede encarar y realizar sin las dificultades que su
miedo le pronosticaba. El miedo es, por lo tanto, una emoción negativa. Pura perturbación, y el recurso que le
permita no sentir- lo será de gran utilidad para que funcione mejor.
Como consecuencia, un recurso al cual se apela frecuentemente para no sentir miedo es la autosugestión: Yo
no siento miedo, yo no tengo por qué sentir miedo, no permitiré que esa emoción negativa me perturbe a la
hora de hacer lo que deseo.
Otras formas del desconocimiento y la descalificación se expresan en las populares frases: ¡Hay que vencer el
miedo!; ¡No seas cobarde, no tengas miedo!; ¡El miedo es signo de debilidad!; ¡Los hombres no tienen miedo! Etc.
De todas ellas, la más descalificadora es él ¡No seas cobarde! Equiparar miedo con cobardía es una de las
confusiones que más daño producen, como demostraremos más adelante.
Tal como se puede comprobar, el núcleo de la creencia que hemos presentado es: el problema es el miedo.
Todo comienza allí. El miedo es pura perturbación. Hay que tratar, por todos los medios, de no sentirlo.
Una nueva mirada
Si uno observa con detenimiento y sin prejuicios esta reacción, encontrará que el miedo es una señal que
indica que existe una desproporción entre la magnitud de la amenaza a la que nos enfrentamos vs. los
recursos que tenemos para resolverla.
La amenaza puede ser física o emocional. Podemos temer ser golpeados, no contar con el dinero suficiente
para mantenernos, ser humillados y excluidos del afecto de quienes nos rodean, etc. Si bien estos niveles se
entremezclan, siempre alguno predomina, y los recursos requeridos son aquellos que están relacionados con
todos los componentes de la amenaza.
Sea cual fuere la índole del peligro, si la amenaza a la que nos enfrentamos tiene un valor diez y los recursos
con los que contamos para hacerle frente también tienen un valor diez, no va a producirse miedo. Si los
recursos que tenemos son de un valor tres, el miedo surgirá y será, precisa- mente, el indicador de esa
desproporción. Por ejemplo, si voy a dar una clase y todos sabemos que se trata de un desafío que debe ser
resuelto por quien la da es necesario que disponga de los recursos psicológicos y la información suficiente
para enfrentarme a esa clase con eficacia. Si no conozco adecuadamente el tema del cual voy a hablar y,
además, soy hipercrítico, entonces, puedo imaginar que el público va a reprobar cualquier error o vacilación
que yo tenga. Ante esa perspectiva, inevitablemente surgirá el miedo. Pero es importante aclarar que el miedo
no es el problema. El miedo está indicando que existe un problema, lo cual es completamente distinto.
Por lo tanto, el error que cometemos es convertir en el problema mismo lo que en realidad es una señal que
indica la existencia de un problema y que nos daría la posibilidad de resolverlo.
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Para entenderlo mejor retomaremos una metáfora ya presentada en la introducción: el miedo es como la luz
que se enciende en el tablero de mandos del automóvil que indica, por ejemplo, que hay poco combustible en
el depósito. Todos sabemos que el problema no es la luz roja, sino que esa luz es un aliado extraordinario que
nos informa de que hay poco combustible y necesitamos resolver ese problema. Por lo tanto, si hemos
aprendido a aprovechar esa señal, cuando la luz roja se enciende, agradecemos la información que nos brinda
y tratamos de resolver la situación que nos muestra: detenemos el coche en la primera gasolinera y reposta-
mos. Aprovechamos la luz roja; no la acusamos ni la destruimos ni la convertimos en el problema, sino que la
utilizamos para resolver el problema. Imaginemos que alguien dijera cuando se enciende la luz: «Estoy harto
de esta luz roja que cada dos por tres se enciende y no me deja viajar tranquilo!... No me dejaré amedrentar
por ella!...» Obviamente, nos quedaríamos con el coche detenido a mitad de camino por falta de combustible.
Y aunque este ejemplo parezca casi risueño por lo absurdo, es, sin embargo, lo que a menudo hacemos con el
miedo en el nivel psicológico.
La pregunta que surge a partir de esta observación es: ¿por qué actuamos así? Lo que ocurre es que se nos ha
explicado, y hemos aprendido, qué particular carencia señala la luz roja del tablero de mandos, y qué hacer
para resol- verla. Pero en el plano psicológico, en cambio, no sabemos qué hacer con el miedo. No sabemos
qué carencia señala ni qué hacer para asistirla. Es necesario, pues, realizar un aprendizaje a fin de aprovechar
la emoción de miedo del mismo modo que lo hacemos con la luz roja del tablero de mandos.
A continuación veremos algunas de las confusiones más frecuentes que impiden el aprovechamiento de esta
señal.
¿Existe la cobardía?
La idea de la cobardía nace de un supuesto equivocado: que todos disponemos de los mismos recursos para
enfrentar los peligros, y que algunos, a pesar de contar con ellos, no los enfrentan. A esos se los llama
cobardes.
Esta denominación, además de ofensiva, es falsa. Como también lo es su opuesta: la idea de valentía. En este
caso no es ofensiva sino elogiosa, pero igualmente equivocada.
Todos los seres humanos disponemos de diferentes instrumentos para enfrentarnos a amenazas y estamos
sometidos a la misma ley psicológica: si la amenaza supera a los recursos, surgirá el miedo.
Tarzán arquetipo clásico del hombre valeroso puede hacer frente a un león sin vacilar, sencillamente porque
dispone de los instrumentos para hacerlo. El mismo Tarzán, ante dos o diez leones enfurecidos,
inevitablemente sentirá miedo.
Puedo disponer de recursos de un valor mil, y si estoy rodeado continuamente por peligros de valor cinco mil,
viviré continuamente con miedo. Por el contrario, puedo contar con recursos de un valor diez, y si estoy
expuesto regularmente a peligros de un valor cinco, prácticamente no conoceré el miedo.
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¿Dónde quedan la cobardía o la valentía ante lo anterior?: se disuelven como conceptos pues cesan en su
validez.
Lo que uno comienza a ver en cambio es, simplemente, personas que disponen, o no, de recursos para
enfrentarse a la amenaza que se les presenta. También comprende que si quien se retiró desarrolla los
recursos necesarios, inevitablemente se enfrentará a la amenaza de la cual se alejó. Y su opuesto: si quien se
enfrentó a ella no hubiera tenido los recursos de que dispuso, habría sentido miedo y se habría retirado.
Es importante alcanzar esta comprensión porque quien es tachado de cobarde, sobre todo si se trata de un
niño, queda injustamente estigmatizado, la valoración de sí mismo se ve seriamente dañada y se perturba en
gran medida su forma de relacionarse consigo mismo y con los demás.
¡Yo no tengo miedo!
Puede ocurrir que uno, efectivamente, no sienta miedo porque no experimenta situaciones en las que existe
una des- proporción entre la amenaza y los recursos. Es una posibilidad absolutamente plausible. Pero
también puede ocurrir que si por sentir miedo uno ha sido rechazado, descalificado, tildado de cobarde, etc.,
poco a poco vaya anestesiando la percepción de su miedo. Ya no lo registra y frecuentemente desemboca en
él: «¡No tengo miedo!» Al no contar con esa señal, arremete contra el desafío que tiene delante sin reconocer
qué recursos son necesarios para hacerlo. Quien así actúa es quien mejor conoce el resultado final más
frecuente: acabar estrellado contra los desafíos, con más heridas que logros.
Anestesiar el miedo es como cubrir la luz roja del tablero de mandos, para que no se vea...
¡Yo podía... y creía que no podía!
Durante mucho tiempo tenía miedo de cantar en público porque pensaba que no podía, hasta que lo hice y
me di cuenta de que tenía los recursos para hacerlo.
Este ejemplo muestra que no basta con tener los recursos, sino que además es necesario saber que uno los
tiene. Debajo de mi casa puede existir un enorme pozo de petróleo, pero si no sé que está, es como si no
estuviera.
El reconocer que uno cuenta con los recursos forma parte de los recursos necesarios.
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¿Hay miedos injustificados?
A menudo oímos decir: «Este miedo es injustificado.» Y lo primero que es necesario afirmar es que no hay
miedo injustificado. Puede ocurrir que sea un miedo cuyas razones desconozcamos, pero no por eso es
injustificado. Es como si alguien le tuviera miedo a las cucarachas y le dijéramos: «Tu miedo es injustificado
porque a mí una cucaracha no me asusta», o «Una cucaracha no puede hacerte nada...». Si a nosotros no nos
asustan es porque contamos con los recursos adecuados para enfrentar esa experiencia, pero eso no significa
que el otro necesariamente deba tenerlos. Puede parecer absurdo sentir miedo a una cucaracha, pero cuando
se explora con mayor detenimiento ese miedo, se observa que la persona que lo padece, lo que
frecuentemente registra al ver una cucaracha es la manera que esta tiene de huir y esconderse... con ese
ritmo y esa velocidad que su misma desesperación le imprime. Esa imagen suele evocarle su propio aspecto
temeroso y su manera desesperada de huir del mundo porque se siente indefenso. Y lo que en realidad le da
miedo es percibir a su aspecto temeroso, porque no sabe qué hacer con él. La cucaracha es un símbolo que le
recuerda ese aspecto. Entonces, el problema no reside en lo que la cucaracha es, sino en lo que le recuerda.
Este es, por otra parte, el mecanismo que subyace a todas las fobias, y asimismo lo que explica la intensidad
del miedo y su aparente despropósito.
Volviendo al ejemplo anterior, cuando la persona aprendió a asistir y fortalecer su «aspecto cucaracha», este
deja de resonar con la cualidad de ese insecto y su miedo cesa.
Algo similar ocurre con los otros miedos aparentemente injustificados. Por esta razón, cuando digo que tal o
cual miedo es injustificado, en realidad estoy estrechando el Universo al tamaño de mi universo.
Para hacer las cosas no debo escuchar al miedo, porque si lo escucho no haría nada...
De ahí surgen los repetidos consejos: «¡No le des importancia a ese miedo!; ¡Olvídate del miedo...!; ¡El miedo es
mal consejero!», etc.
Tales recomendaciones se apoyan en la creencia de que el aspecto miedoso «nunca haría nada», que es así
por naturaleza y que no va a cambiar.
Se trata de una creencia completamente errónea que hace mucho daño al aspecto temeroso. Por lo tanto,
deja sus secuelas perturbadoras: podemos «hacer que no lo escuchamos», pero él sigue ahí, cada vez más
descalificado y asustado porque le sucede lo peor que puede ocurrirle al aspecto miedoso: no ser escuchado.
Al no escucharlo se pone en marcha un círculo vicioso: cada vez pronostica situaciones más catastróficas, pero
lo hace, en el fondo, para ser oído; y eso mismo es lo que hace que lo escuche menos y pierda credibilidad
como consecuencia de sus propias exageraciones.
Cuando este círculo vicioso se instala quedan sentadas las bases para que el miedo se haga crónico y se
agrave progresivamente.
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Mientras nos hallamos en ese contexto funcionamos en lucha con nosotros mismos, cargando sobre los
hombros nuestro propio aspecto temeroso, declarándolo un inútil, un fardo pesado y tratando de mantenerlo
«dormido» para que moleste lo menos posible. En las pequeñas tareas de la vida cotidiana se puede, con
algunas limitaciones, funcionar así, pero cuando nos enfrentamos a situaciones de mayor envergadura que
requieren nuestra completa participación para encararlas, es cuando se nota más nuestra división y nuestra
lucha interior. La voz no escuchada del aspecto temeroso adquiere más peso, sentimos el miedo con mayor
intensidad y ya no podemos anestesiarlo. Es entonces cuando se produce la retracción. Esto confirma nuestra
creencia de que cuando escuchamos la voz del aspecto temeroso no hacemos nada y el círculo vicioso crece.
Actualmente se producen, cada vez con mayor frecuencia, ataques de pánico, de modo que vale la pena
recordar que ese cuadro intenso y dramático es el resultado de este tipo de círculo vicioso que amplifica y
agrava el miedo has- ta la vivencia de catástrofe y desorganización.
El miedo psicológico comienza siendo pequeño. Cuando uno no ha aprendido a escucharlo y asistirlo, trata de
suprimirlo como sea. En ese marco es donde el miedo crece y se transforma, o bien en el ataque de pánico
que acabamos de mencionar, o bien en el miedo encapsulado alrededor de un tema, que es lo que llamamos
fobia.
Como dice el refrán: «El miedo no es tonto.» Está detectando una desproporción entre la magnitud de la
amenaza y los recursos con que contamos.
El aspecto miedoso se calma cuando es escuchado con respeto, y cuando siente que lo que dice es
genuinamente tenido en cuenta. No es cierto que el aspecto miedoso sea así por naturaleza. Puede estar
funcionando así desde hace mucho tiempo y creer que no hay otras posibilidades, lo cual es muy posible y
también muy frecuente. Es entonces cuando parece que ya se ha instalado en esa modalidad temerosa como
su forma habitual de ser, como su identidad misma. Pero todo eso es superficial. Cuando se ingresa más
hondo en él se comprueba inequívocamente que el aspecto miedoso no quiere vivir con miedo.
Profundamente, lo que más quiere es que se lo ayude a desarrollar sus capacidades potenciales, y cuánto más
lo logra y más puede, más expande los desafíos que desea.
Si escuchamos lo que dice, tomamos en cuenta en qué estado se encuentra y de qué modo podemos ayudarlo
a equilibrar la relación recursos-amenaza, transformamos un lastre desahuciado en un colaborador activo y
vital. Nos integramos, nos unificamos. Restablecemos la sociedad interior en la que existe colaboración.
Pasamos del «para hacer necesito no escuchar» al «porque escuché todas las voces y asistí a quien lo
necesitaba es que mi acción fue diseñada a la medida de mis posibilidades reales y, por lo tanto, actué cada
vez con más tranquilidad y confianza».
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Qué es curar el miedo
Para saber qué significa curar el miedo hay que introducir dos nociones: miedo funcional y miedo
disfuncional.
El miedo disfuncional es aquel que angustia, inhibe, desorganiza y bloquea la posibilidad de experiencia y
aprendizaje.
Por el contrario, el miedo funcional es aquel cuya angustia es utilizada como señal que muestra una
desproporción entre el peligro a que nos enfrentamos y los recursos de que disponemos, y que además pone
en marcha la tarea de reequilibrar tal desproporción.
Curar el miedo, entonces, es transformar el miedo disfuncional en miedo funcional.
Anteriormente se describieron los tres momentos del miedo: a) contacto con la amenaza; b) respuesta de
miedo; c) reacción interior hacia el miedo experimentado.
Como se puede observar ahora, la funcionalidad o no del miedo depende de cómo se lleve a cabo la fase c) de
esta secuencia, es decir, de las respuestas interiores que cada uno produzca en relación en el miedo que
siente. Si se trata de res- puestas inadecuadas, como en el ejemplo de Miguel, se pone en marcha el círculo
vicioso que agrava el miedo: el aspecto temeroso se siente más amenazado, por lo que se intensifica su
miedo, lo cual a su vez refuerza las reacciones interiores habituales inadecuadas, lo que agrava aún más el
miedo, etc.
Puede resultar extraño atribuirle tanta importancia a las reacciones interiores en relación con el miedo, y tal
vez sea necesaria una explicación más detallada. Para ello apelaremos a un símil del universo interpersonal
con el que estamos más familiarizados.
Un niño está rindiendo un examen y sabe que si no aprueba sus padres lo castigarán, como otras veces, y le
dirán: ¡Eres un vago, un incapaz! ¿Dónde tienes la cabeza? Solo sabes jugar y romper cosas. ¡Por un mes no
tendrás más paga! Ese niño tiene dos problemas: el examen y el castigo de sus padres si le va mal. En realidad
el castigo de sus padres es el que convierte al examen en un problema que causa temor. Por supuesto, en ese
contexto psicológico solo pondrá de manifiesto una parte mínima de su capacidad.
Pensemos ahora en otro niño que conoce la asignatura más o menos como el anterior y sabe que si no
aprueba sus padres le dirán: Bueno, qué pena; ¿por qué no nos cuentas qué te pasó? Así tal vez podamos
descubrir algo que te sirva para una próxima vez, y esto que ahora es doloroso quizá se convierta en una
experiencia útil para ti y para nosotros.
Lo más probable es que este niño se enfrente al examen con más tranquilidad y por lo tanto su rendimiento
sea mucho mejor.
El examen es el mismo. La única diferencia es el trato ante un probable resultado negativo. Uno da
tranquilidad, el otro aterroriza.
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Esto es lo que le sucede a un niño en función del modo en que es tratado por sus padres. Luego, cuando ya es
joven o adulto, esa clase de diálogo se produce dentro de sí mismo: ya existe en él un evaluador interior que
reacciona ante todo lo que siente y hace. Ese evaluador puede producir diferentes tipos de reacciones, desde
las más inadecuadas y nocivas hasta las más sabias y curativas. En última instancia podemos decir que en la
relación evaluador-evaluado se forja buena parte del destino psicológico de una persona. Puede ser tanto la
fragua curativa en la que se van resolviendo los problemas del diario vivir, como una verdadera fábrica de
sufrimiento y enfermedad.
Esta es la razón por la cual se le atribuye tanta importancia al papel de evaluador interno, que es quien lleva a
cabo la fase c) de la secuencia que antes describimos.
Anteriormente mencionamos también, con el ejemplo de Miguel, que es un tipo de respuesta inadecuado.
Veamos ahora con más detalle en qué consiste una reacción adecuada: en general es aquella que escucha y
respeta al aspecto temeroso, que reconoce que en su reacción está poniendo de manifiesto un desequilibrio
entre la amenaza que enfrenta y los recursos con que cuenta y que sabe que si brinda al aspecto temeroso un
trato propicio crecerá y se fortalecerá hasta alcanzar la plenitud de sus posibilidades.
En varias partes de este capítulo hemos hablado de escuchar y respetar al aspecto temeroso. Vale la pena
destinar unos párrafos para aclarar en qué consiste esa actitud cuando está dirigida a algo que se rechaza,
como en este caso es el aspecto temeroso.
Escucharlo y respetarlo no significa consentir en todo lo que el aspecto temeroso diga o haga.
Escucharlo quiere decir reconocer que existe y tratar de conocerlo lo mejor posible, más allá de que nos guste
o no lo que percibimos.
Respetarlo significa reconocerle el derecho a estar como está. Saber que, dado el entorno psicológico en que
existe y los recursos con que cuenta, la respuesta que está produciendo el aspecto miedoso es su mejor
respuesta posible, independientemente de cuánto nos agrade. Saber también que tenemos el derecho de
expresarle todos nuestros desacuerdos pero sin imposiciones. Si queremos que modifique algo de sí, todo
cuanto podemos hacer es proponérselo, explicarle por qué se lo proponemos y disponernos a escuchar su
respuesta, admitiendo que es el juez último que evaluará qué es lo más adecuado para él en ese momento.
Sabiendo asimismo que tanto el aspecto temeroso como nosotros (en este caso su evaluador interno)
podemos equivocarnos muchas veces, pero que si mantenemos ambas partes la actitud de una «sociedad de
aprendices», crearemos las condiciones más favorables para producir acciones consensuadas, en las que cada
uno se sentirá representado, y que serán también, cada vez más resolutivas y satisfactorias.
Por supuesto que esta actitud implica un cambio mental muy importante: de percibirlo como un pesado
lastre, pura negatividad, al cual es mejor no escuchar porque todo lo que venga de él complicará las cosas más
y más, a concebirlo como la fuente de donde provendrá buena parte de la información necesaria para
producir la solución anhelada, momento a momento.
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Se trata de un cambio radical en la manera de evaluar al aspecto temeroso. Y ese mismo cambio es el que
comienza a crear nuevas condiciones para que él también transforme su propia evaluación de sí. Veamos
cómo ocurre este proceso en la práctica a través de la experiencia de Miguel.
Una vez que el aspecto temeroso descubrió cómo se sentía al escuchar a su evaluador interno, le propuse lo
siguiente: Ya que lo que te dijo te asusta todavía más, ¿qué necesitarías recibir para sentirte genuinamente
ayudado por él?
Y el aspecto temeroso respondió, habiéndole a su evaluador interno: Necesito que no me fuerces, que te
sientes a mi lado, que no me grites porque tengo miedo, que me acompañes, que me preguntes si estoy en
condiciones de ocupar el primer lugar, y, si puedo avanzar una sola fila, que me acompañes en esa fila, y si
necesito retroceder que me acompañes también sin retarme ni humillarme, y que no decidas por mí sin
consultarme.
En este caso, cuando volvió a tomar el lugar del evaluador interno, dijo, conmovido: Así que esto era lo que
necesitabas de mí!... ¡Hace veinte años que te vengo padeciendo y no sabía que lo que te hacía te ponía
peor...! Discúlpame, por favor [comienza a sollozar]. Si eso es lo que te ocurre y lo que necesitas, por supuesto
que voy a dártelo.
Y eso es lo que hizo en el transcurso de la sesión.
Esto puede parecer una simplificación excesiva o un idilio ilusorio, pero el hecho es que al escuchar de verdad
al aspecto temeroso Miguel pudo conocerlo mejor, es decir, saber que había formas de tratarlo que le hacían
bien y otras que le hacían mal. Pudo reconocer asimismo que dicho aspecto no era un enemigo que estaba ahí
para buscarle la ruina, sino que era un aliado, alguien que también quería crecer, pero que para poder
lograrlo necesitaba un trato adecuado y específico, que a su vez él podía brindarle. Ese conjunto de factores
contribuyó a que se activara una nueva actitud de confianza y respeto y la disposición a brindarle efectiva-
mente lo que él necesitaba y le pedía.
La evidencia clínica fue, además, contundente: ese temor torturador y crónico disminuyó hasta su cesación.
Cuando se describen los diálogos interiores que una persona realiza en una sesión resulta necesario aclarar
que una cosa son las palabras escritas (generalmente simples y casi obvias) y otra, abismalmente distinta, el
estado emocional profundo desde donde tales palabras se pronuncian. En última instancia, lo que produce un
cambio interior y cura un padecimiento es acceder a dichos estados, vivirlos y realizar el aprendizaje que los
transforma. Lo que aquí se incluye es un lejano eco de lo que ocurrió, que intenta dar una idea de lo sucedido,
pero que de ninguna manera lo describe en su totalidad. Hecha esta salvedad, y volviendo al trabajo de
Miguel, es necesario destacar que no siempre el evaluador interno produce una transformación tan rápida,
intensa y profunda. Para el lector interesado, en mi libro El asistente interior(1) presento una descripción de
todas las alternativas de ese aprendizaje. Aquí solo lo incluyo a título de ejemplo para ilustrar cómo es el
proceso de resolución del círculo vicioso que subyace al miedo disfuncional crónico.
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INDAGACIÓN PERSONAL
Si usted siente un miedo disfuncional, que lo angustia y paraliza, le sugiero lo siguiente:
a) Identifique con claridad y precisión qué lo asusta (la soledad, la exclusión, el rechazo, el abandono, la burla,
etc.).
b) Observe cómo es el aspecto suyo que siente ese miedo, es decir, cómo es su aspecto temeroso. Si puede
dibujar, sobre un papel o mentalmente, la figura humana que mejor lo refleje, eso lo ayudará a percibir mejor
las características de su aspecto miedoso.
c) Imagine que ese aspecto está delante de usted y observe qué reacción emocional tiene al verlo y qué opina
de él. Y dígaselo como si iniciara un diálogo. Al hacerlo estará encarnan- do el papel del evaluador interno del
aspecto miedoso.
d) Una vez que se ha expresado desde ese papel, imagine que puede ponerse, por un instante, en la piel del
aspecto temeroso y vea cómo se siente al escuchar lo que el evaluador interno le ha dicho.
e) Fíjese, además, qué es lo que necesitaría recibir, en palabras y en acciones, de parte de su evaluador, para
sentirse genuinamente ayudado a crecer y fortalecerse.
f) Continúe este diálogo interior todo el tiempo que necesite hasta que ambos personajes recuperen el vínculo
de cooperación eficaz que les corresponde por ser miembros del mismo equipo.
g) Recuerde que usted está constituido por los dos. Trate de familiarizarse con ellos a fin de reconocerlos en
su vida diaria, cada vez con más facilidad y rapidez, en qué momento está actuando desde su aspecto
temeroso, cuándo lo hace desde el evaluador interno, y cómo es, momento a momento, la relación entre
ambos.
Cuanto más solidaria y cooperativa se hace esa relación, más se disuelve el miedo disfuncional.
Aunque en una situación evalúen que la amenaza los des- borda y decidan retirarse, esa retracción deja de ser
conflictiva.
Si uno no comprende el miedo y es impaciente, suele creer que la retracción siempre significa fracaso. Sin
embargo, cuan- do la retirada surge de un acuerdo interior, no la experimentamos como fracaso sino como
parte del derecho que nos asiste a elegir las condiciones más propicias para nuestro desempeño. El I Ching
dice al respecto: «No es fácil entender las leyes de una retirada constructiva. Saber emprender correcta-
mente la retirada no es signo de debilidad sino de fortaleza.»
En la medida en que uno se ejercita cotidianamente en el arte de llevar a cabo estas tareas psicológicas
interiores, el miedo recupera su perdida dignidad original y vuelve a ser la valiosísima señal de alarma que es.