4 La Envidia
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Aprender de la envidia
El primer instante de la envidia es un dolor agudo ante un contraste que nos remite a nuestros deseos
insatisfechos. Si aprendemos a utilizar esa señal descubriremos la riqueza potencial de la envidia
y no surgirá la necesidad de destruir los logros del otro.
Norberto Levy
Coofex / CoCrear - Formacion en Coaching Ontológico
La envidia
La envidia es una de las emociones socialmente más des- calificadas, al punto de que decirle a alguien
«¡envidioso!» se ha convertido en una forma de insulto humillante. Por esta razón, cuando sentimos envidia, a
menudo tratamos de ocultarla como si se tratara de algo vergonzante. Toda esta atmósfera desacreditadora
hace más difícil aún la posibilidad de comprender la complejidad de esta emoción y la riqueza potencial que
alberga.
Para acceder al sentido profundo de la envidia, explora- remos en este capítulo cuatro aspectos básicos:
Paula: «¡Me siento tan contenta! Conocí a Luis hace un mes en una fiesta y estoy fascinada. La semana
próxima nos vamos de viaje juntos, y... ¡Creo que me he enamorado!»
Eve: «¡Pero solo hace dos meses que te separaste y ya has iniciado una relación nueva! ¿No estarás
escapando? Mira que estas relaciones que empiezan de forma tan abrupta también acaban muy fácilmente...»
Juan: «¡Me han elegido para el papel protagonista de la película! ¡Te invito a que comamos juntos para
celebrarlo...!»
Pedro: «Qué bien... Yo creí que se lo darían a alguien con más experiencia que tú. Discúlpame, pero he de
irme. Será otro día.»
En la definición habitual de la envidia el acento está puesto en «la destrucción del otro o de sus logros», pero si
observamos más atentamente este sentimiento comprobaremos que el deseo de destrucción del otro o sus
logros no es el objetivo central de la envidia. El objetivo central es la eliminación de un contraste cuya
percepción produce un dolor insoportable.
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Esta diferencia puede parecer una sutileza mínima e irrelevante, pero es de extraordinaria importancia por los
cambios que introduce en el modo de comprender la envidia e intentar resolverla. Profundizaremos en esto.
Cuando una persona que me consulta está elaborando algún sentimiento de envidia, suelo preguntarle: «Si te
fuera dada la posibilidad de realizar un deseo y tuvieras que elegir entre dos alternativas: uno, que la persona
envidiada perdiera efectivamente todos los logros que le envidias, o dos, que lograras alcanzar tus deseos
más queridos mientras la otra persona mantiene todo lo que ahora le envidias. ¿Qué alternativa elegirías?»
(Esta es una buena ocasión para que usted, lector, evoque alguna situación de envidia y se formule la misma
pregunta.)
Hasta ahora todas las personas han respondido que elegirían la segunda alternativa. Esta elección quiere decir
que la prioridad de quien envidia es, en realidad, lograr realizar lo que desea y no puede. Si cree que eso es
imposible, trata de eliminar el contraste destruyendo el logro del otro. Es decir, la destrucción del logro del
otro no es un fin en sí mismo, sino un medio para neutralizar un contraste.
Esta observación nos permite vislumbrar que la envidia no es tanto una forma del odio como una forma de la
necesidad impotente y desesperada que trata de eliminar la percepción de todo lo que le recuerde su
carencia.
Quien envidia a menudo no se da cuenta de que lo que quiere eliminar es el contraste. Muy pocas personas
son conscientes de esa motivación profunda. Más bien sienten que a quien quieren atacar es al «envidiado».
Es decir, perciben lo mismo que lo que sostiene la explicación tradicional. Todo esto en el caso de que sean
conscientes de su en- vidia. La otra posibilidad —opuesta y frecuente— es que no registren estas reacciones
interiores y crean que su enojo y su ataque hacia el envidiado están justificados por algo que este ha dicho o
hecho.
Y muy a menudo, en el curso de esos diálogos tensos en los que subyace la envidia, se producen
desencuentros progresivos que desembocan, de parte de ambos, en «mini ofensas» o agravios, que van
creciendo y a través de los cuales la envidia original, ahora multiplicada, estalla y se descarga.
Volvamos al ejemplo de Juan y Pedro. Juan, a quien le dieron el papel protagonista de la película y quería
celebrar- lo, se siente herido ante el comentario de Pedro: «Creí que se lo darían a alguien con mayor
experiencia.» Se siente herido, reacciona contraatacando y le dice: «Yo creo que cuan- do uno posee talento
siempre consigue trabajo...» Pedro, que también es actor y está sin trabajo, ahora se siente agraviado
directamente por este nuevo comentario, y el malestar inicial generado por el contraste se intensifica. Se
suma el malestar de las dos situaciones y se descarga a través de la segunda, que es la que presenta una
forma más clara y «legítima» para Pedro: «¡Me ha dicho que no tengo talento!»
A partir de este momento se detona en Pedro otra réplica más hiriente... y así es como se van entrelazando y
sumando las heridas y los ataques.
Cuando se ha conseguido discriminar esta secuencia de pasos, que es la que agranda la «bola de nieve», se
está en mejores condiciones de reconocer que este tramo y la eventual explosión de enojo destructivo
posterior ya es un capítulo intermedio en esta trama, y no el primero. Esto quiere decir que el enojo
destructivo de la envidia es el resultado de una inadecuada elaboración de la reacción inicial, y no
su consecuencia intrínseca, necesaria e inevitable.
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De lo descrito anteriormente se desprende que la envidia no es un «defecto» que ataque a algunos y a otros
no, sino que se trata de una emoción universal, es decir, que todos los seres humanos podemos sentirla en la
medida en que se den ciertas condiciones de contrastes intolerablemente dolorosos. Lo que puede ser
distinto en cada uno es el umbral a partir del cual se detona, pero si ese umbral es sobrepasa- do, la reacción
de envidia aparecerá inevitablemente.
1. Cuando experimento ciertas necesidades o deseos y percibo a alguien que ha realizado alguno de esos
deseos.
2. Cuando, además, creo que no dispongo ni dispondré de los recursos necesarios para lograr realizarlos.
3. Cuando tampoco cuento con una cuota suficiente de deseos satisfechos y disfrutados como para equilibrar
el dolor que me producen los no realizados.
Si estos componentes están presentes, el contraste entre la percepción del logro alcanzado por el otro y lo
que yo no estoy realizando (o lo que es lo mismo: mis carencias) no puede percibirse de un modo crónico
debido a la desorganización que produce. Por lo tanto, o la situación se equilibra a través de la realización de
mis propios logros o lo hace eliminando la percepción de los logros del otro. Este es el componente funcional
de la reacción de la zorra de la fábula ante las uvas que ve todos los días en su camino, que desea, y que están
demasiado altas para alcanzarlas. Ella termina diciendo «las uvas están verdes». Si bien en este ejemplo no
hay un logro del otro, lo que suprime con su reacción es su deseo de las uvas. Como expresamos anterior-
mente, es muy difícil sentir de modo sostenido el deseo de las uvas y la imposibilidad de alcanzarlas. El
sentimiento crónico de impotencia es muy desorganizador y se lo trata de evitar. Por esta razón, o la zorra
«consigue una escalera» o terminará sintiendo que en efecto «las uvas están verdes».
Veamos ahora qué ocurre cuando lo que se percibe es efectiva y concretamente un logro del otro.
Cuando deseo algo y no lo tengo, no estoy todo el tiempo en contacto directo y en un primer plano con ese
deseo que no he realizado. Dicho deseo permanece en un estado de anestesia parcial. En el momento en que
Eve se entera de la nueva relación de Paula, se conecta directa y abrupta- mente con el hecho de que ella
también querría tener una pareja y no la tiene. Es decir, su estado de anestesia parcial cesa abruptamente.
A este suceso puntual se agrega otro factor que agranda aún más el contraste: junto con el deseo de tener
una pareja se des anestesian también —como en cascada— los otros deseos que no han sido realizados. Si
son muchos y significativos, el contraste es intenso y doloroso. Y si, además, su- pera la capacidad de Eve de
absorberlo, el dolor se convertirá en enojo hacia Paula y se expresará a través de algún comentario hiriente.
Cuando Eve no tiene conciencia de sus deseos no satisfechos, puede incluso creer que Paula, al hacerla
partícipe de su logro, es la causante de su dolor, porque de hecho lo siente al ponerse en contacto con ella.
Puede atribuirlo a la forma en que se lo ha contado o puede imaginar una actitud de ostentación en ella, etc.
Sea cual fuere la creencia, real o imaginaria, que Eve ponga en juego, esta situación suele generar
efectivamente enojo en Eve hacia Paula y activar su reacción de crítica o descalificación.
Tal sucesión de malos entendidos es lo que luego parece avalar la creencia de que lo que la envidia procura en
primer término es dañar a quien ha logrado lo que deseo y no tengo.
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La doble reacción
Si Eve es consciente de sus carencias, al enterarse del nuevo amor de Paula puede experimentar con mayor
claridad la doble reacción que este suceso genera en ella. Por una parte puede alegrarse genuinamente por su
amiga y, simultáneamente, sentir dolor y tristeza al recordar su anhelo no realizado de tener una pareja. Si
legitimáramos esta doble reacción, podríamos transmitirla y la incluiríamos como una respuesta natural,
normal e inevitable. Por ejemplo: «Me alegro por ti de que estés tan bien en esta nueva relación, de verdad me
alegro... y también quiero decirte que siento tristeza, porque lo que me cuentas me recuerda que a mí
también me gustaría estar enamorada y no me ocurre eso en este momento...»
Así como Eve comparte la alegría por el bienestar de Pau- la, Paula podrá reconocer y aceptar la tristeza de Eve
por no estar enamorada.
Ante la propuesta de incluir su doble reacción, muchas personas se escandalizan y suelen decir: «¡Cómo voy a
contarle mis tristezas en un momento de alegría...!»
En relación con este punto crucial, es necesario que todos comencemos a reconocer que es distinta la alegría
de alcanzar un logro mientras otros no lo han podido hacer, de la alegría que se produce cuando ese logro es
efectivamente compartido. Al ser compartido, la alegría es, sin duda, más completa y mayor. Y esto es,
sencillamente, genuina solidaridad humana.
En última instancia podríamos decir que si hemos alcanzado un logro, no es justo que alberguemos la
expectativa de una reacción de puro festejo que no reconozca las carencias que simultáneamente existen en
los otros miembros de nuestro entorno. Resulta oportuno recordar aquí la sabiduría de aquellas frases
populares que ya alertaron sobre esta realidad: «No es bueno contar dinero en casa del pobre...» O: «Uno no
puede sentirse feliz en medio de personas que no lo son...»
Si Paula creyera que al suceso que está viviendo le corresponde un puro festejo y se sintiera molesta con la
triste- za de Eve, estaría poniendo de manifiesto un aspecto infantil y egocéntrico de su personalidad que
consiste en suponer que el estado de su entorno debe adecuarse completamente a su circunstancia
particular.
Y sin embargo, a pesar de lo casi obvio de esta reflexión, es bastante frecuente observar la creencia, extendida
en nuestra sociedad, de que ante una celebración la tristeza debe acallarse.
A esta creencia suele asociarse otro factor de índole más estrictamente psicológica, y es la confusión entre
carencia e inferioridad. Para muchos de nosotros, incluir que no tenemos lo que el otro ha logrado no es
vivido como el simple y eventualmente doloroso reconocimiento de un estado sino como el testimonio de
nuestra inferioridad ante el otro que nos hace sentir humillados. Esta confusión, cuando está presente,
también contribuye a que suprima el registro de nuestra carencia y nuestra tristeza.
Sólo cuando hemos conseguido resolver ese malentendido y trascenderlo, estamos en condiciones de
comprobar que la inclusión de nuestra cuota personal de dolor es una manera legítima y funcional de darle
una salida al impacto del contraste insoportable.
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De ese modo reconocemos las dos realidades: la alegría por el logro del otro y el dolor por nuestra carencia.
Además, experimentamos la sensación de integridad en el «aquí y ahora» de ese instante y no será tan
necesario apelar a la eliminación del logro del otro para equilibrar la diferencia.
Si no sé qué hacer con este niño, trataré de suprimirlo y anestesiarlo de nuevo. En el momento agudo es muy
difícil acallarlo, y uno, por lo tanto, suele sentirse tironeado por ese intenso dolor interior que impide seguir
participando en el diálogo festivo de celebración. En ese mismo momento, o luego, al evocar la experiencia, es
muy frecuente que uno tienda a reprochar a ese niño interno su respuesta tan intensa. Las frases que uno se
dice a sí mismo suelen ser: «Debo de ser muy malo, muy egoísta, muy poco generoso, pues no puedo
compartir y vivir esta alegría del otro...»
Ahora veamos la misma escena desde la perspectiva del aspecto dolorido, del niño que llora de dolor.
Pongámonos en su lugar: además de estar en contacto abrupto con lo que deseamos y no hemos realizado,
recibimos ese trato interno en el que se nos reprocha y se nos dice: «Malo, egoísta, poco generoso...» A esto se
suma la sensación de impotencia e inutilidad que experimentamos por estar percibiendo lo que no hemos
logrado...
Este conjunto de vivencias se convierte en una catarata de estímulos muy dolorosos que es completamente
desorganizadora y devastadora.
La envidia destructiva consiste en tratar de hacer o decir algo para que el envidiado sienta algo equivalente a
lo que yo, como «envidador» estoy sintiendo: dolor, impotencia y desorganización.
De ahí la respuesta de Eve: «¿No estarás escapando...?» O: «Las relaciones que empiezan de forma tan abrupta
también acaban muy fácilmente.» O el comentario de Pedro: «Creí que se lo iban a dar a alguien con más
experiencia que tú...», y el resto de las otras formas de envidia destructiva que todos hemos padecido de parte
de otros o experimentado en nosotros mismos.
Y que, vale la pena repetirlo una vez más, es la manifestación de mi legítimo dolor que luego fue degradado
por la asfixia que produce la supresión...
Una vez que la envidia destructiva se ha detonado, ella misma pone en marcha una reacción interior de culpa,
que si no es bien procesada hace que nos sintamos, además, no merecedores de alcanzar los logros que
anhelamos. Por lo tanto, se van recreando las condiciones para que estemos expuestos a nuevas situaciones
de envidia que, de no ser resueltas, agravan el círculo vicioso cada vez más.
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Estos dos conceptos me parecen útiles en tanto que tratan de diferenciar dos formas de sentir y expresar la
envidia. Son útiles también, en la medida en que ayudan a disminuir el peso de la sanción social que cae sobre
la envidia y crean un espacio de mayor legitimidad para poder sentirla.
La envidia sana consiste en poder reconocer que el otro ha alcanzado algo que yo también deseo y no he
logrado, con la doble reacción que tal reconocimiento implica: uno, alegría y admiración hacia quien ha
alcanzado, y, dos, dolor y tristeza por reconocer que yo no lo he hecho.
Es importante agregar que esta doble reacción puede ser comunicada de un modo explícito, o no. Cuanto más
clara y legitimada por mí mismo esté mi doble reacción, más libre me sentiré para evaluar si están dadas las
condiciones para compartir, o no, lo que siento.
La envidia destructiva es aquella que, como su nombre lo indica, trata de destruir al otro o sus logros, como
forma de eliminar el contraste, y que, además, no es consciente de ella misma, no se reconoce como envidia y
suele explicar sus ataques apelando a otros argumentos que los justifiquen.
A continuación incluiremos las preguntas más frecuentes que surgen en los seminarios sobre este tema.
Como hemos dicho, la envidia es como un rayo que irrumpe y deja al descubierto una necesidad o un deseo
profundo insatisfecho. Además, ese deseo o necesidad ha sido anestesiado, en la mayoría de los casos, por la
cantidad de frustración que produce. Y ahí es donde cae el rayo: sorpresivamente cesa la anestesia y uno
siente amplificado todo su dolor.
Uno queda «nadificado» frente al logro del otro. ¿Pueden ustedes evocar ese instante en el que la identidad
misma queda tomada por la percepción intensa de una carencia? Entonces uno es solo eso: el que no tiene, el
que no ha logrado.
La percepción de lo que uno sí tiene o puede, cesa temporalmente. Y esta manera de autopercibirse es lo que
hace tan dolorosa la envidia.
Sí. Cuando una persona tiene escasa capacidad de percibir y disfrutar de sus propios logros puede sentir la
necesidad de generar un contraste a fin de experimentarlos. «Si tú no lo tienes yo percibo mejor que yo lo
tengo.»
Lo mismo ocurre cuando hay una atmósfera de competencia. «Te cuento lo que he logrado para sentir que te
he ganado.»
En otros casos la fantasía es distinta: «Te lo cuento así para que me admires, me valores, me quieras y no me
abandones.» Como esta actitud surge de la propia inseguridad, lo que el otro puede sentir es solo el impacto
del contraste y la sensación de «me lo está refregando por las narices».
Por supuesto en cualquiera de estos casos, la consecuen- cia es el malestar y el deterioro del vínculo.
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Al admirar reconozco que el admirado cuenta con características que yo valoro y eventualmente quisiera
tener. También aquí existe un contraste entre lo que percibo y cómo me siento. En la admiración el contraste
no es doloroso, por- que el admirado funciona como modelo o estímulo para que yo también me acerque a lo
deseado. Esa es la diferencia esencial con la envidia. En la envidia el contraste me remite a lo que no tengo o
no soy, sin camino de crecimiento o transformación. En la admiración ese sendero está presente. Y está
presente en la medida en que siento (consciente o inconscientemente) que cuento con los recursos para
acercarme o desarrollar lo que deseo.
La relación entre estas dos emociones se comprueba también en su etimología: «envidia» proviene del latín Eu
video (yo veo). «Admirar» también proviene del latín Ad mirare (mirar a). Ambas están referidas al mirar.
Expresan dos reacciones que produce el mirar. Una, dolorosa; la otra, estimulante.
El pasaje de la envidia a la admiración solo se puede producir cuando hemos descubierto nuestro deseo no
logrado y los recursos que necesitamos desarrollar para poder realizarlo.
INDAGACIÓN PERSONAL
a) Es casi inevitable que la vida lo coloque repetidamente en situaciones en las que experimente un contraste
muy dolo- roso.
b) Cuando sienta ese dolor observe cuál es el deseo particular no satisfecho con el cual se ha puesto
abruptamente en contacto.
c) Una vez que lo haya descubierto, estará en mejores condiciones de comprender y legitimar la cuota de
dolor que siente. En cada situación verá si es adecuado o no compartir esa vivencia.
d) Después de que el acontecimiento haya pasado, y ya como tarea personal de usted con usted mismo, le
propongo que trate de descubrir qué piensa acerca de por qué no ha logrado realizar ese deseo particular.
Volviendo al ejemplo de Eve, ella puede pensar: «No estoy enamorada, tal vez porque aún no ha llegado mi
momento... pero yo estoy en condiciones de vivir una situación así, de modo que cuan- do se presente siento
que podré lograrlo...» O puede pensar: «No estoy enamorada porque como mujer soy una inútil, ningún
hombre que valga la pena se va a interesar en mí... Mejor me olvido de estos deseos...»
Cuando descubra la opinión que tiene acerca de por qué no ha logrado lo que desea podrá reconocer la
enorme significación que tiene dicha opinión interior.
En el ejemplo de Eve, la carencia es la misma, pero una opinión interior esperanzada, basada en recursos
psicológicos reales, ayuda a disminuir y hacer más soportable el dolor.
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Cuando, en cambio, la autoevaluación es descalificadora, esa actitud es la que multiplica hasta el infinito el
dolor del contraste.
e) Si usted piensa que no ha realizado lo que desea porque usted «no sirve», el tema central entonces es
comprender y resolver esa conclusión sobre usted mismo. La envidia ha sido el camino que lo ha conducido a
la situación en que se encuentra y ahora pasa a un lejano segundo plano. Ha cumplido su función (es justo
agradecérselo) y la tarea psicológica continúa en otro terreno.
f)Cuando ha llegado a este punto ya puede comprender vivencialmente que el primer instante de la envidia es
ese agudo dolor ante un contraste, que cumple la función de señal que lo remite a explorar sus deseos
insatisfechos y los recursos psicológicos con que cuenta para alcanzarlos.
g) Si puede realizar esa tarea interior tantas veces como sea necesario y se siente enriquecido por ese
aprendizaje, no necesitará destruir los logros del otro para equilibrar el contraste.
h) Puede ocurrir también que lo que se active sea un deseo que ya no puede realizar: «Deseo ser campeón de
tenis y tengo más de cincuenta años...», etc. En esta clase de situaciones lo que permite disminuir el dolor del
contraste es la memoria de los logros efectivamente disfrutados y la posibilidad de encontrar los deseos
accesibles a la circunstancia actual y los recursos psicológicos que necesita desarrollar para alcanzarlos.
Esto es lo que permite incluir ese deseo particular dentro de la cuota de deseos que admitimos no realizar.
Cuando, en cambio, la autoevaluación es descalificadora, esa actitud es la que multiplica hasta el infinito el
dolor del contraste.
e) Si usted piensa que no ha realizado lo que desea porque usted «no sirve», el tema central entonces es
comprender y resolver esa conclusión sobre usted mismo. La envidia ha sido el camino que lo ha conducido a
la situación en que se encuentra y ahora pasa a un lejano segundo plano. Ha cumplido su función (es justo
agradecérselo) y la tarea psicológica continúa en otro terreno.
f)Cuando ha llegado a este punto ya puede comprender vivencialmente que el primer instante de la envidia es
ese agudo dolor ante un contraste, que cumple la función de señal que lo remite a explorar sus deseos
insatisfechos y los recursos psicológicos con que cuenta para alcanzarlos.
g) Si puede realizar esa tarea interior tantas veces como sea necesario y se siente enriquecido por ese
aprendizaje, no necesitará destruir los logros del otro para equilibrar el contraste.
h) Puede ocurrir también que lo que se active sea un deseo que ya no puede realizar: «Deseo ser campeón de
tenis y tengo más de cincuenta años...», etc. En esta clase de situaciones lo que permite disminuir el dolor del
contraste es la memoria de los logros efectivamente disfrutados y la posibilidad de encontrar los deseos
accesibles a la circunstancia actual y los recursos psicológicos que necesita desarrollar para alcanzarlos.
Esto es lo que permite incluir ese deseo particular dentro de la cuota de deseos que admitimos no realizar.