El Sexto Invierno - Douglas Orgill

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El Sexto Invierno es una novela poderosa y convincente, sobre la rápida e

inexorable amenaza de una nueva Edad de Hielo y sobre un pequeño grupo de


científicos que intentan advertir a la humanidad del peligro inminente antes de
que sea demasiado tarde.
Frente a la creencia general, los estudios del Dr. William Stovin le llevan a
postular que la Edad de Hielo de la antigüedad no fue un fenómeno lento, sino
de una rapidez extrema y devastadora, provocada por cambios climáticos, y
que el patrón de los inviernos actuales está produciendo el mismo efecto,
inviernos cada vez más fríos que llevarán al mundo a un punto de no retorno
si se repiten cinco veces seguidas.
Cuando las predicciones de Stovin se hacen realidad, el mundo cambia
repentinamente, sumiendo a Estados Unidos, la Unión Soviética y Europa en
el pánico y el caos. Enormes tormentas de una violencia sin precedentes e
inmensas nevadas se abaten sobre el hemisferio norte. Stovin, con el apoyo
del Presidente de los Estados Unidos, se dispone a explorar las condiciones de
este nuevo y aterrador mundo y pronto ve peligrar su propia supervivencia.
Atrapado en Siberia, su grupo se ve obligado a cruzar el helado estrecho de
Bering, aprendiendo la sabiduría ancestral y las habilidades de los esquimales,
los únicos que tienen la clave para sobrevivir en este nuevo y aterrador paisaje
de hielo y frío.

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Douglas Orgill & John Gribbin

El sexto invierno
ePub r1.0
mnemosine 16.09.23

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Título original: The Sixth Winter
Douglas Orgill & John Gribbin, 1979
Traducción: Juan Cortés
Imágen de cubierta: Reyna

Editor digital: mnemosine


ePub base r2.1

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Todos los personajes de este libro son imaginarios, salvo
aquellos cuyos nombres están presentes en las crónicas,
antiguas y modernas, de la ciencia.

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OTOÑO

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Prólogo
El observador se agazapó en el saliente rocoso que dominaba el lago,
acomodó sus sesenta kilos de peso, y apoyó sus patas provistas de garras
contra las rocas, mirando atentamente delante de él. A casi un kilómetro de
distancia, avanzando y retrocediendo una y otra vez entre los amarillentos
matorrales de la tundra, deambulaba un grupo de animales pardos,
aproximándose poco a poco. Más allá, hacia el este, donde una reluciente
franja azul de agua llegaba hasta un páramo de atrofiados alisos y ceniza, el
observador podía oír desde las rocas a las mugientes bestias y también el
chapoteo que se produjo cuando el primer reno, se zambulló en las poco
profundas aguas, para alcanzar después, medio caminando, medio vadeando,
la ribera meridional. Ahora los renos se hallaban mucho más cerca y el
observador chasqueó la lengua contra sus negros labios. Justamente en aquel
momento los guías de la manada abandonaban el fango del brazo fluvial,
trotando hacia el barranco situado frente a él. Entre ellos había ciervas y
jóvenes cervatillos que apenas podían seguir el paso de la manada. Con
atención, observó a estos últimos.
El lobo se hallaba en los límites de su territorio. Lo había marcado con su
fuerte orina amarillenta diez semanas antes, y desde entonces nadie había
osado franquearlo. Pero lo que estaba sucediendo ante sus ojos era una
experiencia completamente nueva, y pensó en sacarle algún provecho. Así
que inició la marcha con paso tranquilo, a ocho o nueve kilómetros por hora,
manteniéndose a la altura de la manada, y sin intentar ocultarse.
Frente a él había un desfiladero largo y profundo, un hondo corte en la
helada tundra del noroeste canadiense, provocado por la presión de un glaciar
en tiempos remotos. Los guías de los renos estaban penetrando en él, seguidos
de un denso bosque de astas. En último lugar, iban las ciervas y los
tambaleantes cervatillos. Fue entonces cuando el lobo se detuvo, en un alto
pedregal, echó hacia atrás la cabeza, y aulló.
A tres kilómetros de allí, el aullido del lobo llegó como un susurro, como
un débil sonido, hasta el hombre que limpiaba cuidadosamente sus
binoculares. Estaba sentado frente a la mesa de una pequeña cabaña,
enclavada junto a un serpenteante cinturón de verdes píceas, cerca de una de
las pequeñas corrientes de agua que alimentaban el lago Ennadai.
Acercándose a la polvorienta ventana, levantó los ojos hacia el monte alto y

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pelado, y silbó demostrando su sorpresa. Un hombre se deslizaba por la
fangosa ladera. Vestía una chaqueta escocesa de leñador, una camisa roja y
gruesos pantalones de lana. Su rostro era franco y cordial, y lacio y negro su
cabello. Llevaba un rifle de caza y cargaba un equipo de radio a la espalda. En
la cabaña, el hombre blanco se acercó a la entrada al verlo aproximarse.
—¡Demonios…! —exclamó—. Vuelves pronto, Atahoo. No esperaba…
—Radio no buena —repuso el esquimal escuetamente—. Yo venir a
informar.
—¿Informar de qué?
—Tuktu —dijo Atahoo, señalando más allá de la lejana cumbre—. Tuktu-
mie… La horda de renos.
—¿Qué? —inquirió el hombre blanco, incrédulo, señalando con su pulgar
el cielo azul—. ¿Emigrando ahora? ¡No es posible…!
—Tuktu-mie; pronto la verá.
—¿Cuántos?
—Fila de veinte. Quizá fila de treinta. Detrás de ellos, creo que muchos.
—¿Unos quinientos? Bueno, eso no es la horda, ¿verdad? Quizá solo sean
unos cuantos renos que se han vuelto locos.
—Es el principio —dijo Atahoo. Y cruzando la pequeña estancia se
dirigió al aparador situado en el extremo opuesto de donde cogió una canana
—. Había un lobo…
—Ya lo oí —repuso el blanco pensativamente—. Pero…
—¿Ha oído usted eso antes? —preguntó Atahoo con cierta ironía en su
voz—. ¿Ha oído alguna vez a un lobo lanzar la llamada del reno cuando la
manada no se está moviendo?
—Pero… ¡maldita sea! ¡Es demasiado pronto! —exclamó el hombre
blanco—. ¡Debes estar equivocado!
Desde más allá del risco se oyó de nuevo el lejano y prolongado aullido.
—El lobo no está equivocado —contestó Atahoo.

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William Stovin caminó bajo el sol a través del campus, a lo largo de los
regulares senderos que cruzaban los prados que los sistemas de riego se
esforzaban en mantener verdes. Sorteando el tráfico de la calle Roma, cruzó
Lomax, pasando junto a la mole marrón del edificio del Departamento de
Física Astronómica y, dejando atrás las mesas al aire libre donde los
estudiantes se sentaban a leer y discutir tomando coca-colas, llegó a la parada
de autobús situada junto al edificio de Periodismo.
Pocos segundos después de su llegada, el autobús de Río Grande se
aproximó por el amplio bulevar. Como de costumbre, había calculado bien el
tiempo. Subió al autobús, pagó su billete, y observó distraídamente cómo la
desordenada sucesión de hoteles, hostales, gasolineras, supermercados y
árboles polvorientos del bajo Albuquerque desfilaba ante su ventanilla.
Bajó del autobús junto al edificio de cemento de un gran supermercado, y
caminó por la sombra, en el barrio antiguo atestado de turistas. En una plaza,
frente a la iglesia de San Felipe, se hallaba un cañón español al que siempre
propinaba una rápida y supersticiosa caricia y, repitiéndola una vez más,
cruzó la plaza en dirección al restaurante donde comía habitualmente. Se
sentó en una silla de madera, en la mesa que siempre le reservaban, situada
frente a una gran pintura mural que representaba a Don Juan de Oñate, primer
colonizador de Nuevo México, en 1598. Consultó su reloj de pulsera. Diane
aún no había llegado. En realidad no le sorprendía, aunque hubiera deseado
que estuviese allí. A menudo se burlaba de él, diciéndole que era un hombre
de costumbres invariables. Quizá lo fuera. Pensó un tanto fastidiado que le
gustaba la rutina, porque le proporcionaba a su mente la oportunidad de
sumergirse en cosas más importantes. Cuando acudió la camarera, de cabellos
negros y brillantes y cara agradable, enfundada en una blusa blanca y una
falda roja con cinturón dorado, él le sonrió y le dijo que esperaría.
Sacó de su maletín el Informe Lithman, aunque lo sabía casi de memoria.
Esto respalda la teoría de Eddy, se dijo por enésima vez. Y, desde luego, me
respalda a mí. Todo estaba allí, mil veces, revisado e incluso ampliado… El
Spörer Mínimum, el Maunder Mínimum. Y ahora, ¿qué? El Stovin Mínimum.
Este solo considera superficialmente los anillos arbóreos de Lithman.
Estamos llegando a un punto, pensó, donde lo más que podemos hacer es
sumar dos y dos, pero todavía nos da como resultado tres y medio.

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Si suponemos que el Maunder Mínimum, el Sporer Mínimum y el Stovin
Mínimum no son en absoluto anomalías y que los últimos 15 000 años —con
puntas máximas engañosas, como aquel período en el siglo XIII, por ejemplo
cuando los ingleses cultivaron vino en Kent— son la anomalía… Teniendo en
cuenta que 15 000 mil años de Interglacial no son más que un abrir y cerrar de
ojos en el tiempo geológico, la única civilización humana que hasta ahora
conocemos se habría establecido en ese abrir y cerrar de ojos. Apoyó su puño
izquierdo contra la palma de su mano derecha y miró fijamente a Don Juan de
Oñate. Si al menos hubieran tenido el suficiente sentido común…
—Hola, Stovin.
Diane Hilder estaba de pie detrás de su silla, sonriéndole. Baja y fuerte, de
hombros redondeados, enfundada en unos viejos tejanos y una blusa roja, bajo
un desgastado chaleco de piel. Como de costumbre, su cabello rubio platino
estaba despeinado. Él sintió una oleada de placer, mientras se levantaba
torpemente de la silla para recibirla.
—Pensé que no ibas a venir.
—Nunca desprecies una buena comida, Stovin. Esto es lo que me decía
siempre mi madre.
—Eres una mujer muy sensible.
Cuando acudió la camarera, escogieron el menú… Él, lo que tomaba
siempre: enchilada de pollo con arroz, salsa rosa y medio litro de vino blanco;
ella, queso y una ensalada. Diane se sirvió una copa de vino y fijó su mirada
en el plato de Stovin.
—¿No te cansas nunca de comer eso? Sabe Dios lo que puede afectar a tu
estómago.
Stovin se encogió de hombros.
—Ya te lo he dicho muchas veces, Diane; no me hace daño. Al contrario,
me evita un montón de problemas. El jueves es el día de la enchilada, y ya no
tengo que perder tiempo pensando en qué comeré. En cambio, lo que tomas tú
—y señaló con la cabeza la ensalada de Diane—, no alimentaría ni a un
mosquito.
—Bueno, tengo que pensar en mi estómago —contestó ella, sonriendo y
dándose unas palmadas en él—. Engordé un kilo el mes pasado.
—¡Horrible! —exclamó él, haciendo una mueca.
Diane le miró con los ojos entrecerrados, mientras él cortaba
cuidadosamente su enchilada. De todos modos, pensó, no era el tipo de
personas que tendían a engordar; aquellos ingleses fornidos y de edad
indefinible nunca engordaban. ¡Sí, claro! Ahora era americano, por supuesto,

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pero en realidad continuaba siendo inglés en todo menos en sus documentos
de nacionalidad. ¿Qué edad tendría? Ese dato debía estar en algún fichero del
campus, supuso, pero nunca lo había investigado. ¿Cuarenta? ¿Cuarenta y
cinco años? En Stovin era difícil determinarlo. Y, de todos modos, ¿por qué le
llamaba Stovin? Todo el mundo le llamaba «Sto». A él le disgustaba el
nombre de William casi tanto como a ella.
—¿Cómo está el Canis latrans?
—Muy bien —contestó ella—. Hay muchos por los alrededores. Esta
mañana llegué de Pecos; estuve allí arriba, pasado Chico, durante estos tres
últimos días. Al volver, encontré uno grande, muerto en la carretera. Alguien
lo debió atropellar anoche. Lo tengo en la parte trasera de la camioneta —e
indicó con un giro de cabeza el vehículo que estaba aparcado en un extremo
de la plaza.
—¿Cargaste el cadáver de un coyote adulto en tu camioneta? ¡Por lo
menos pesaría veinte kilos!
—Es una hembra —contestó ella—. Creo que tuve suerte; un guardia
forestal acertó a pasar por allí y me echó una mano. —Diane imitó el cansino
acento de Texas— «Escuche, señora, ¿sabe lo que puede sacar de esos
bichos? Pulgas, señora, pulgas. ¿Lo comprende, señora?» Debieras haber
visto su cara cuando le dije que eso era precisamente lo que andaba buscando.
—¿Y por qué no matas uno o dos coyotes, y te ahorras trabajo? —
preguntó Stovin impaciente—. Dios sabe que el coyote no es precisamente
una especie en extinción.
—Aún no lo es —respondió ella categóricamente—. Pero… ¡Dios mío!
Estamos trabajando en esto, ¿no? ¡Yo no mato, a no ser que sea
completamente necesario!
—Haz lo que te parezca —dijo él con indiferencia. Y distraídamente,
como por casualidad, dio una palmada sobre la cubierta rosa del Informe
Lithman.
Ella captó la intención.
—¿Qué llevas ahí?
—Lithman.
Su voz era demasiado inexpresiva para ser espontánea, pensó ella. Le
miró con curiosidad.
—Te inquieta, ¿no es cierto? ¿Qué dice?
Stovin se encogió de hombros, fingiendo despreocupación.
—Mucho de lo que yo digo, y de lo que he estado diciendo durante los
últimos tres años.

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Diane silbó.
—¿Lithman…? Ese es el hombre que…
—Exacto —contestó él con tono desesperanzado—. Lithman estaba
equivocado en lo del ciclo del volcán. Exageró el factor polvo. Estuvo
equivocado como lo he estado yo, como lo estuvieron Einstein y Copérnico.
Y ahora todos dirán que ha errado nuevamente…
—¿Lo ha hecho?
—No.
—Es una lástima que Lithman sea tan anciano —dijo ella pensativamente
—. La gente ya no escucha a los ancianos.
Stovin sonrió y tomó un sorbo de vino.
—Bueno, en cualquier caso, ya no envejecerá más…
—¿Qué quieres decir?
—Lithman ha muerto… Me enteré esta mañana en las noticias de las
nueve. Tenía ochenta y siete años… Quizás era el climatólogo más original
del mundo. De cualquier modo, así es como lo definirán. Es como si lo
degradaran: un individuo tan original tiene que estar equivocado.
Ella le miró con preocupación.
—¿Y en qué te concierne a ti todo eso?
—¡Oh! —exclamó Stovin, más animado—. Yo tomaré el relevo y llevaré
el estandarte, aunque no sea precisamente un hombre joven.
—Nadie —contestó ella— te ve ni viejo ni joven, ni siquiera de edad
madura. —Esa es la verdad, pensó.
Stovin pidió la cuenta. Ella observó cómo sacaba un puñado de dólares
arrugados de sus bolsillos. ¿Por qué diablos no usaba una tarjeta de crédito,
como todo el mundo?
—Sigue con los coyotes —dijo él, mientras se dirigían hacia la puerta.
Ella le ofreció la mejilla y Stovin apenas la rozó con sus labios. Era como ser
besada por una tortuga—. Tú sabes dónde estás situada con respecto a ellos
—añadió—. Pero ten en cuenta…
—Ten en cuenta, ¿qué?
—Bueno… si Lithman tiene razón, se abre todo un nuevo futuro para los
coyotes.
Stovin observó a Diane mientras cruzaba la plaza. Pensó que olía bien. Y
a él le gustaban aquellos besos rápidos. Pero no debía saborearlos demasiado.
Caminó dejando atrás el cañón de bronce, para seguir a la sombra de la iglesia
de San Felipe. Aquel era un lugar tranquilo, uno de los pocos donde podía
pensar. Dentro de la iglesia, las velas parpadeaban y el altar estaba repleto de

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flores; fuera, en el pequeño jardín amurallado, las palomas se arrullaban. Solo
había dos lámparas encendidas, en el interior. Stovin se sentó en un banco de
madera clara, envuelto por una suave penumbra. Miró a su alrededor y pensó
que San Felipe era un lugar apacible y tranquilo. Al cabo de un cuarto de
hora, se levantó y salió a la calle.
Al regresar a su habitación de la universidad, sacó el Informe Lithman de
su maletín y lo leyó íntegramente una vez más. Luego, se dirigió hacia el
escritorio, al otro lado de la habitación, quitó la funda de plástico negro de su
máquina de escribir portátil, y se puso a teclear con dos dedos.

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Como un gigantesco dragón volador, con sus cuatro fuertes y opacas alas
desplegadas, el Gran Pájaro cruzó la línea del Paralelo 64, a considerable
altura sobre el río Obi, al noroeste de Siberia. Tres minutos antes, había
alcanzado el punto ínfimo de su bajo recorrido orbital. Un ciclo cerrado. Bajo
el fuselaje cilíndrico de doce toneladas, las cámaras fijas se pusieron en
marcha. Y de acuerdo con la orden programada por los que habían lanzado al
Gran Pájaro desde Punta Arguello, en la costa californiana, este comenzó a
fotografiar, desde una altura de 150 kilómetros, las instalaciones petrolíferas
soviéticas de la pelada taiga siberiana, entre Igrim y Berezovo.
En pocos segundos, las tomas estaban hechas, y los objetivos cerrados. El
largo tubo alado del Gran Pájaro modificó su trayectoria dirigiéndose hacia el
punto álgido de su órbita, a 300 kilómetros sobre la Tierra. Cuarenta y ocho
horas más tarde, las películas que había tomado sobre el río Obi estaban en
seis recipientes, protegidas por un metal especial a prueba de calor, y eran
disparadas por una escotilla de eyección hacia la atmósfera de la Tierra,
provistas de un paracaídas, en dirección al cielo azul del norte de Hawai. Eran
las fotografías más significativas que jamás hubiera tomado satélite alguno:
aportaban la evidencia del advenimiento de una nueva era.

Una pequeña mariposa de color cobrizo chocó varias veces contra el cristal
del gran ventanal, frente al cual Yevgeny Soldatov tenía situado su escritorio.
La observó durante unos instantes. Hippothee, pensó, distraído. ¿Cuál era su
nombre local? La Mariposa de la Despedida. Algunos siberianos la llamaban
así porque era la que sobrevivía al corto verano de Siberia. ¿Quién se lo había
contado? Valentina, por supuesto. Probablemente, ella se habría interesado.
Ya se lo contaría al llegar a casa a la hora de comer. Miró hacia fuera, más
allá de los plateados abedules y de los alerces de Akademgorodok, donde la
otra parte del Complejo Katukov, construida con ladrillo rojo, resaltaba entre
los árboles, bajo los cuales pasaban en aquel momento, cogidos de la mano,
una pareja de jóvenes estudiantes. Dando un suspiro, Soldatov volvió a su
trabajo. Tomó de nuevo el documento que había dejado a consecuencia de la
llegada de la mariposa. «Ahora, si el polvo de los cilindros de Kraznogorsk

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pudiera relacionarse con el clima de Ostahkkov, hace 23 000 años, habría la
seguridad de…»
De pronto, el teléfono, situado a un lado del escritorio, emitió una
llamada. Él lo descolgó y dijo:
—Aquí Soldatov.
La voz del otro extremo se oyó angustiada y nerviosa. Era una voz
conocida. Pertenecía a Andrei Bulavin, un destacado climatólogo de Yakutsk.
—Yevgeny, menos mal que te he encontrado. Escucha… ha ocurrido otra
vez.
—¿Dónde?
—En un pequeño lugar llamado Ziba, un pequeño pueblo casi
desconocido, en el noroeste. Posee una planta de elaboración de conservas de
pescado, que forma parte del Plan local, y su población es de ochocientos o
novecientos habitantes.
—¿Qué ha pasado?
—Exactamente lo mismo que en Kalia.
—¿Y… hubo algún…?
—Sí, Yevgeny, los hubo, y no fue demasiado agradable. Alcanzó a un
autobús escolar. No se ha conseguido información todavía. Parece ser que el
colegio está cerca de un lago, más o menos a 5 Km de Ziba. Afortunadamente
había una epidemia de gripe y el autobús iba medio vacío. En realidad, podía
haber sido mucho peor.
—¿Por qué lo dices?
—Bueno, por lo que hasta ahora hemos podido saber. Había un hombre
que lo vio todo. Estaba allí mismo, pero lo que dice no tiene sentido.
Naturalmente, habrá sufrido una fuerte impresión.
—¿Fue muy localizado el fenómeno? Quiero decir, si no llegó a afectar a
toda la zona…
—Aún no tenemos demasiada información al respecto. Según lo
acordado, te he llamado inmediatamente. Pero, desde luego, la noticia no
puede haberse difundido demasiado. Ahora estamos en comunicación directa
con Ziba.
—¿Dónde estás?
—En el Instituto, en Yakutsk…
—Creo que será mejor que vaya a echar un vistazo. Llegaré mañana. En
cuanto haya conseguido una plaza en el avión, te llamaré de nuevo.
Después de colgar el teléfono, Yevgeny Soldatov guardó todos los papeles
que había en su mesa en una gran carpeta azul, y la guardó en una caja fuerte,

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al otro lado de la oficina.
Cuando salió del edificio, experimentó un ligero escalofrío a causa del
viento helado que soplaba, y que movía las ramas de los árboles del parque.
Con alivio, pensó que aún era pronto para la llegada del invierno, cuando de
pronto un destello cobrizo en el suelo atrajo su atención: era la mariposa que
yacía muerta. Se encaminó hacia el aparcamiento, y condujo el coche hacia su
casa, donde le esperaba Valentina.

A unos trece mil kilómetros de Akademgorodok, Frank Rhind conducía su


coche por la autopista 16. Hacía dos horas que había salido de Rapid City, y
ahora estaba cruzando las Colinas Negras de Dakota del Sur. Nevaba
intensamente. Pronto se podría esquiar en las Colinas Negras aquel año. El
áspero roce de las cadenas sobre la superficie irregular del asfalto le producía
una extraña somnolencia. Había además muy poco tráfico, y salvo algún
camión ocasional de largo recorrido que realizaba el trayecto a Rapid City y
Pierre, no había movimiento alguno en la autopista 16. Para mantenerse
despierto, empezó a calcular la posible hora de llegada. En aquel momento se
encontraba a unos treinta kilómetros de la frontera del Estado de Wyoming y,
desde allí, quedaban alrededor de ciento sesenta kilómetros hasta Gillette, y
hasta la sopa que Cathy habría hecho y el programa nocturno de TV. Quizás,
incluso podría llegar a tiempo de ver a los niños. Calculó que le quedaban tres
horas de viaje, dado que con aquella nevada no podría recorrer más de unos
sesenta kilómetros por hora.
De pronto, justamente después de la bajada de Pringle, divisó un rótulo
que le obligaba a desviarse y salir de la autopista. No lo hubiera visto, a causa
de la nieve, de no haber sido por la presencia de un coche de la policía estatal
situado junto al rótulo que hacía destellar sus luces rojas de aviso. El policía
que lo ocupaba estaba acurrucado en el asiento del conductor y levantó su
mano enguantada, a modo de saludo, cuando Frank pasó por su lado.
Consultó el mapa extendido en el asiento contiguo y calculó que, si tenía
suerte, la desviación solo significaría tres kilómetros más. Quizá había
patinado algún camión en la autopista, bloqueándola momentáneamente. Miró
el mapa y, ayudado por el resplandor de la nieve, encontró un pequeño punto:
Hays. Nunca había estado allí, e imaginó que solo habría unas cuantas casas y
una gasolinera, pero también había una pequeña carretera que enlazaba con la
autopista, lo cual significaría el final del desvío.

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La temperatura bajaba progresivamente y, aun dentro del coche y con la
calefacción al máximo, el frío se hacía notar cada vez más. Los copos de
nieve se acumulaban en el parabrisas, mientras iban cayendo cansinamente de
un cielo de color blanco amarillento. Después de unas cuantos kilómetros,
empezaron a hacerse visibles algunas luces dispersas entre los copos de nieve.
Pensó que debían ser las luces del pueblo. ¡Maldita sea! Si seguía nevando de
aquel modo, no podría ver a Cathy ni a los niños. ¿Habría algún motel en
Hays? Era extraño, pero quizás…
Súbitamente, algo surgió tras la oscura montaña que había más allá de
Hays, algo que no se parecía en nada a cualquier cosa que hubiera podido ver
o imaginar anteriormente. Era una columna blanca que se retorcía y se
elevaba hacia el cielo. Parecía sólida, a juzgar por la nieve que apartaba a su
paso. La columna se dirigía a gran velocidad hacia Hays, y a pesar de que
Frank estaba a un kilómetro del pueblo y con las ventanillas del coche
cerradas, pudo oír el fragor sordo y continuo que producía la columna. De
pronto, las luces de Hays se apagaron como accionadas por un interruptor. La
columna giró un instante sobre el pueblo y se alejó velozmente,
desapareciendo tras la montaña en dirección a las Colinas Negras.
En medio de la estupefacción que le había producido aquello, Frank se dio
cuenta de que estaba aterido de frío, ya que había detenido el coche y parado
el motor. Pasaron unos minutos antes de que lograra ponerlo en marcha
nuevamente, aunque ya no nevaba. Dado que el camino recorrido hasta
entonces era demasiado estrecho, no se atrevió a dar la vuelta y continuó
hacia delante, hacia donde había estado el pueblo. Al llegar a Hays había un
puente, al final del cual se elevaba una muralla de nieve de unos cincuenta
metros de altura. No había rastro alguno del pueblo, y la carretera quedaba
cortada después del puente por la pared de nieve. Horrorizado por aquello,
Frank trató de girar el coche y entonces vio algo más. En un ángulo del muro
de hielo una extraordinaria formación brotaba de la tierra. Condujo hasta allí
y bajó la ventanilla.
Era una mujer; o al menos, él pensó que era una mujer. Parecía sepultada
en la columna de hielo, de pie, enhiesta sobre la carretera. La refracción del
hielo hacía imposible ver claramente su cara, que parecía mirar hacia Hays. A
pesar de que su deseo era alejarse de allí, Frank Rhind bajó del coche y tomó
una enorme llave inglesa de la caja de herramientas que llevaba en el
maletero, e intentó romper el hielo que cubría la figura. Pero el resultado fue
infructuoso: aquello parecía granito. Finalmente desistió y, con un suspiro, se

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metió nuevamente en el coche, conduciendo cuidadosamente de vuelta hacia
la autopista.
El policía del Estado estaba aún en el mismo lugar, encogido en el asiento
de su coche. Levantó la cabeza sorprendido cuando Frank aparcó a su lado.
Pasó algún tiempo antes de que el policía lograra entender lo que Frank le
decía, pero una de sus frases si la recordaría, y la repetiría durante el resto de
su vida.
—¿Pero, a qué se parecía? —le preguntó a Frank—. ¿Cuál era su aspecto?
Escuche, tengo que hacer una llamada por radio, y para poder describirlo con
exactitud debo saber detalladamente cómo era.
Rhind lo miró durante unos momentos, sin hablar.
—Supongo —dijo por último—, que era como un dios. Pero era un dios
sobre el que yo nunca había tenido noticias.

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SECRETO: Clasificación Uno

Este documento no deberá ser copiado, en todo ni en parte.

Los receptores del mismo, serán personalmente responsables de su seguridad.

COPIAS: Siete.

RECEPTORES: El Presidente de los Estados Unidos (uno). Miembros del Consejo Nacional
de Ciencias (cinco). Dr. William F. Stovin, profesor invitado (Climatología), Universidad de
Nuevo México (uno).

AUTOR: Melvin H. Brookman.

AFILIACIÓN: Presidente del Consejo Nacional de Ciencias; Director del Instituto de


Tecnología de Connecticut.

PRESENTACIÓN: Extracto del informe técnico 66/10/8, de la Oficina del Presidente del
Consejo Nacional de Ciencia al Presidente de los Estados Unidos.

TÍTULO: Reaparición del «Bloque de Condiciones Extremas» en las Fluctuaciones


Climatológicas.

Uno: Con referencia a su memoria 88, el adjunto esbozo interpretativo puede serle de
alguna utilidad.

Dos: Desde la década de 1940, el globo terráqueo se ha estado enfriando con una baja del
promedio de las temperaturas que ahora llega a más de medio grado centígrado.

Tres: Este cambio no tiene gran importancia en sí mismo, ya que hay fluctuaciones
anuales, estacionales e incluso diarias, que producen mayores variaciones en las
temperaturas.

Cuatro: Sin embargo, en la actualidad hay notorios incrementos en las capas de nieve y
hielo en las altas latitudes del hemisferio norte. Esto, combinado con el enfriamiento,
está produciendo una reaparición del llamado «bloque de condiciones extremas»,
que causa situaciones climáticas muy rigurosas que persisten durante meses
simultáneamente en muchas partes del hemisferio norte.

Cinco: El tiempo climatológico en las latitudes de América del Norte, Europa y la URSS,
está dominado por la corriente en chorro que circunda el globo de oeste a este, a
una gran altitud. En épocas cálidas, como las anteriores a 1950, estas corrientes en
chorro forman un círculo casi perfecto alrededor del planeta. Al mismo tiempo, esto
provoca una sucesión de cambios en el sistema climatológico: lluvia, seguida de un
período seco, más lluvia y así sucesivamente. Pero cuando la atmósfera se enfría,
las corrientes en chorro se tornan más erráticas, moviéndose en zigzag primero
hacia el norte y después hacia el sur, llegando a ser muy débiles, y susceptibles de
sufrir alteraciones causadas por la temperatura del mar, y por las nieves y hielos de
la tierra y el mar.

Seis: Las recientes condiciones rigurosas en Norteamérica y otros lugares son resultado de
esta mayor debilidad, de un sistema más errático de la circulación de los vientos. La
alta presión formada sobre el litoral del suroeste de los Estados Unidos, ayudada

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por las temperaturas oceánicas y el zigzag de las corrientes en chorro, permiten la
persistencia del «bloque de condiciones extremas». Un dominante flujo desde el
noroeste al sureste está establecido a lo largo de toda la parte este de las Rocosas
norteamericanas, fomentando en la parte sur el movimiento de las corrientes en
chorro y enfriando una gran área del océano al sur de Terranova. Los crudos
inviernos norteamericanos de los años 1977, 1978 y 1979 marcaron el regreso de
este sistema, después de más de cien años de clima relativamente estable.

Siete: Este enfriamiento de la temperatura marítima ayuda a que se produzca una nueva
curvatura en las corrientes en chorro, permitiendo que el sistema de condiciones
extremas llegue a establecerse en las Islas Británicas.

Ocho: En invierno esto puede tener como consecuencia la caída de fuertes nevadas y
grandes heladas en toda Inglaterra. En verano, puede producir extremadas sequías.
El verano de 1976 en Inglaterra y el norte de Europa es el ejemplo clásico.

Nueve: Si tal sistema de corrientes en chorro y «bloque de condiciones extremas» se


repitiese durante cinco o seis inviernos en un relativamente corto espacio de tiempo,
alternando con veranos en los que el calor del sol fuera insuficiente para derretir la
nieve y el hielo acumulados durante el invierno anterior, se llegaría a formar una
capa de nieve sobre la parte noroeste de Norteamérica produciéndose una situación
irreversible.

Diez: Al mismo tiempo, el «bloque de condiciones extremas» podría producir una similar
capa de nieve sobre la zona norte de la URSS.

Once: Es mi deber informarle que, naturalmente, esta es una de las diversas hipótesis que
están siendo formuladas sobre la etapa final que nos llevará a la Edad del Hielo.

Doce: Es prematuro sacar conclusiones dramáticas del presente desarrollo de ciertas


condiciones anormales en relación con el «bloque de condiciones extremas».

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—¿Existe la posibilidad de que se trate de un nuevo tipo de arma? —preguntó


el Presidente de los Estados Unidos, sentado ante su escritorio, en el
Despacho Oval de la Casa Blanca. Después de mirar la bandera roja, blanca y
azul, con estrellas doradas, situada detrás de su mesa, se volvió hacia el
semicírculo formado por las cinco personas, cuatro hombres y una mujer, que
integraban el Consejo Nacional de Ciencia, y al único invitado a la reunión.
Con cierta ironía, recordó que el Consejo Nacional de Ciencia era el producto
de una idea suya. Había surgido tres años antes como estrategia electoral, con
el ánimo de tranquilizar a la intelectualidad norteamericana, prometiendo que,
desde aquel momento, la Ciencia tendría un puesto similar al de la Defensa en
la atención presidencial. En apariencia al menos, el Consejo Nacional de
Ciencia tenía la misma importancia que el Consejo de Seguridad Nacional.
Pero, al parecer, las desavenencias entre los científicos eran mucho más
acusadas que entre los militares, y los argumentos de aquellos se hacían
incomprensibles para un lego en la materia.
—¿Podría tratarse de un arma? —insistió nuevamente el Presidente—.
Estas fotografías —y dio unas palmadas sobre un montón que había sobre su
mesa—, las que ha tomado el satélite ese…, ¿cómo se llama? ¿Gran
Pájaro…? Bueno, muestran lo ocurrido en una región de Siberia, y en un
lugar donde supongo que deberían estar experimentando algo. Y ahora,
repentinamente, aquí empieza a suceder lo mismo: dos veces en Alaska y,
hace poco, en Dakota. ¿Estarán planeando algo los rusos? Podría tratarse de
algún sistema para provocar tormentas artificiales… ¡Por Dios! Esto
complicaría las cosas más de lo que podía esperarse al principio —y acabó
desahogándose con una palabrota que había aprendido de Dwight D.
Eisenhower.
Melvin Brookman, sentado enfrente del Presidente, cambió de posición
intentando aliviar su incomodidad. «Políticos —pensó—; siempre pensando
en armas.»
—No lo creo —repuso con seguridad. ¿Tú qué opinas, Sto?
El Presidente se volvió hacia el invitado, que estaba sentado en el extremo
izquierdo del semicírculo formado por los miembros del Consejo. Así que
aquel era Stovin, el hombre salvaje contra el que algunos de los presentes le
había prevenido privadamente, individualmente y, desde luego,

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confidencialmente. Bueno, no era un hombre joven, lo cual era un punto a su
favor. Estaba empezando a cansarse de los hombres jóvenes que creían poder
arreglar el mundo y querían empezar inmediatamente la tarea. El Presidente
estudió las facciones de Stovin: el fino contorno de su boca, la falta de
expresión de su rostro, la leve inclinación de sus estrechos hombros, el dedo
índice de su mano derecha golpeando lentamente la palma de su mano
izquierda. De esto último podía deducirse que estaba sometido a una gran
tensión.
—Estoy de acuerdo —respondió Stovin—. No es un arma.
Nueve de cada diez hombres —pensó el Presidente—, hubieran
contestado que sí. Pero este no. Tenía que interrogarle al respecto.
—¿Qué es entonces? —inquirió cortésmente.
Stovin cambió su posición en el asiento y comenzó a hablar casi a
disgusto, o al menos dio esa sensación.
—Señor Presidente, ¿leyó usted el informe de Melvin sobre el «bloque de
condiciones extremas»? —y señaló con un gesto de cabeza al presidente del
Consejo, sentado tres asientos más allá.
—Lo he leído, Dr. Stovin.
—¿Y qué piensa de él?
—Creo que yo le he formulado antes una pregunta —le recordó el
Presidente.
Por primera vez, Stovin sonrió.
—Señor Presidente, si le he preguntado eso es porque creo que el
fenómeno que estamos analizando, y que ha matado a diecinueve personas en
el pueblecito de Dakota, es tan solo una muestra, sobre una pequeña escala
concentrada, del cambio de las corrientes en chorro a que se refiere el informe
de Mel. Un cambio agudo en el sistema de la atmósfera, de una concentración
de frío. Algo que no habíamos visto nunca. Aunque en una ocasión, Peary
informó de un fenómeno similar cerca del Polo Norte.
—Ese material no es fiable. Proviene de un explorador, no de un
observador científico —afirmó la mujer que estaba sentada junto a Stovin—.
No es, ni mucho menos, una evidencia.
Disimuladamente, el Presidente hizo un repaso a los asistentes a la
reunión. Aquello era una novedad; la Dra. Ruth Wakelin, bióloga marina del
Tecnológico de California, asistía por primera vez a una reunión del Consejo.
Debía haber sido muy bella, con aquel cabello y aquellos ojos. Los otros tres
eran Donleavy el agrónomo, Chávez el botánico de Berckeley y Breitbarth,

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antropólogo, que, al igual que la Dra. Wakelin asistía por primera vez a una
reunión semejante.
—Bien —prosiguió reposadamente el Presidente—, si alguno de nosotros
hubiera tenido la desgracia de perder algún ser querido en Hays, supongo que
pensaríamos que existía una evidencia de algo —se volvió hacia Stovin—.
¿Usted cree que volverá a ocurrir, Dr. Stovin?
—Estoy seguro. Pero ¿es que lo ocurrido no es importante por sí mismo?
—Está matando a la gente, Stovin, y eso es lo importante.
Stovin se encogió de hombros.
—La gente muere a causa del clima todos los días. Sequías, inundaciones,
heladas, insolaciones, frío, niebla… son asesinos en potencia. Estamos
acostumbrados a ellos y no les damos importancia. Pero ahora estamos
preocupados porque este problema es nuevo. Y pienso que es tan nuevo, que
el hombre no lo ha vivido desde que empezó a ser hombre. Quiero decir que
se trata de algo que no aparece en nuestros libros de historia. Lo que ha
ocurrido en Hays, y lo que esas fotografías muestran que ocurrió en Ziba,
ocurrirá de nuevo. Y quizá con peores consecuencias.
—¿Peores?
—Este fenómeno puede incrementarse en escala. Podría afectar a toda una
ciudad. Suponga usted que se abate sobre Reykjavik, o Aberdeen, o
Murmansk, o Seattle… Habría miles de muertos. Pero eso no sería todavía
importante en los términos que aquí se están discutiendo.
—Me parece Dr. Stovin, que nuestras ideas difieren respecto a lo que es
importante.
El Presidente observó que el índice derecho de Stovin repiqueteó más
rápidamente sobre la palma de su mano izquierda.
—Lo realmente importante, señor Presidente, no es lo que este fenómeno
significa en ámbitos locales, sino su significado en última instancia.
Empleando una palabra un tanto exagerada, lo que significa como portento. Y
esto es algo que ninguno de nosotros aquí, ninguno de nosotros los
científicos, ni usted, ni el Primer Ministro británico, ni el Presidente de
Francia, ni el Canciller alemán, somos aún capaces de captar.
—¿Excepto usted, Dr. Stovin? —sugirió el Presidente con cierto tono
socarrón. Se oyó una risita, sofocada rápidamente por parte de la bióloga
marina. Stovin no sonrió.
—Yo, menos que ninguno. Soy un hombre que ha empujado una puerta,
abriéndola solo una quinta parte de su totalidad y que se ha quedado fuera, en
la niebla. Quizás hubiera sido mucho mejor dejarla cerrada. Hasta hace

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algunos meses, creía que viviría el tiempo normal y moriría, y dejaría que
aquellos que vinieran después de mí gestionaran sus propios problemas.
Ahora estoy seguro de que no es posible. Solo tengo cuarenta y un años, señor
Presidente, y debería tener mucha vida por delante.
Melvin Brookman se removió incómodo en su asiento. Stovin siempre es
el mismo, pensó. Para ser una persona que domina tan bien sus sentimientos,
ha desarrollado una sorprendente afición al drama.
—Para usar tus propias palabras, Sto, todo esto es de una oscuridad
portentosa —dijo—. Señor Presidente, le pedí al Dr. Stovin que se reuniera
con nosotros esta tarde porque representa un punto de vista que, aunque lo
exprese de un modo muy personal, trata de ser objetivo. Y no tengo ningún
inconveniente en reconocer que hay otras personas que comparten su punto de
vista. Yo mismo estoy de acuerdo con él en algunas cosas —concluyó
Brookman sonriendo.
—Pero yo deduzco, Dr. Stovin —dijo el Presidente—, que usted no
comparte el punto de vista expresado por el doctor Brookman en el apartado
doce de su Informe Técnico.
—No —le respondió Stovin—. No creo que tal conclusión sea prematura.
Creo que está superada.
—¿Superada en qué sentido? ¿Qué es exactamente lo que hay que
considerar antes?
Stovin centró su atención en el Presidente como si no hubiese nadie más
allí.
—Lo que hay que considerar es de tal magnitud, que no puede ser
enteramente comprendido —dijo—. Hay cosas que ya han sucedido. Ha
aumentado la variabilidad del clima en general, más sequías, más
inundaciones, veranos más calurosos, inviernos más fríos. Y al final esto.
»Hay que considerar un rápido cambio del clima, de la producción
agrícola, y de las áreas de fuertes lluvias cercanas al Ecuador. Algunos de
estos cambios ya se han producido: la sequedad ha desaparecido del Sahara
meridional, hay sequías en Etiopía, ausencia de monzones en el noroeste de la
India. La tardía primavera y las heladas del prematuro otoño asolan las
cosechas en las altas altitudes, especialmente en Canadá y en las tierras
vírgenes de Siberia.
»Hay que considerar también el extraordinario cambio del sistema
migratorio de los mamíferos, las aves y los peces. Y si tiene alguna duda
sobre esto, señor Presidente, pregunte al personal encargado de los parques
naturales sobre el reno, la mariposa real o el armadillo. Y si necesita más

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evidencias al respecto, la Dra. Wakelin podrá informarle —Stovin se volvió
hacia la doctora tan bruscamente, que ella no pudo reprimir un sobresalto—,
¿qué está sucediendo con el bacalao? Sabrá usted que el bacalao se está
desplazando hacia el sur, desde sus tradicionales aguas islandesas hasta entrar
en las doscientas millas de la zona británica. El bacalao es un pez de aguas
heladas, pero parece ser que las de Islandia le resultan ya demasiado frías. ¿Se
ha preguntado usted la causa?
Ruth Wakelin permaneció en silencio. Después de una pausa Stovin
continuó.
—Y finalmente, quisiera hablarle del Informe Lithman.
Brookman intervino.
—Recordará usted, señor Presidente, que Lithman falleció la semana
pasada.
—Lithman —dijo Stovin—, era el más destacado investigador
climatológico de los Estados Unidos. Durante los últimos cuatro años,
Lithman estuvo trabajando con una variedad del pino que suele darse en la
zona de Nuevo México. Estos árboles viven durante siglos, lo cual permite
que podamos seguir todas las fluctuaciones climáticas con mucha exactitud,
midiendo los anillos de su tronco. Es un proceso complicado, pero efectivo.
En muchas partes del mundo, este es el único medio seguro que tenemos para
conocer el pasado climático.
—Prosiga —solicitó el Presidente.
—Si observamos el proceso del pasado inmediato, podemos con
frecuencia predecir el futuro inmediato —continuó Stovin—, los anillos
arbóreos de Lithman son absolutamente clarificadores. Muestran la
inminencia de una situación climática tres veces más intensa que la registrada
en Londres, en el siglo XVII cuando los londinenses asaban las reses sobre la
helada superficie del Támesis. A ese período se le ha denominado Pequeña
Edad del Hielo. Pero el que se avecina ahora no será tan pequeño.
—¿Y cuándo comenzará?
—Ya ha comenzado. Fíjese usted en la Tierra de Baffin. Durante todo este
siglo, jamás había nevado en verano, y ahora está permanentemente cubierta
de nieve. En el invierno de 1972 se llegó al punto sin retorno. En pocos
meses, en menos de una fracción de segundo, hablando en términos
geológicos. Pero ese tiempo fue suficiente para que las nieves y los hielos
permanentes aumentaran en un doce por ciento sobre el hemisferio norte. Y
no se derritieron al llegar el verano.

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—Sto —interrumpió Brookman—, todos nosotros hemos leído las
conclusiones de Kukla-Matthews y, de hecho, hay gran cantidad de
argumentos que tratan de invalidarlas.
Stovin respondió vivamente.
—Hubo muchos argumentos cuando Galileo afirmó que la Tierra giraba
alrededor del Sol, pero tuvieron que replegarse ante la evidencia.
—¿Cuáles son, exactamente, las conclusiones de Kukla-Matthews? —
preguntó con curiosidad el Presidente—. Me da la impresión de que soy el
único que no las ha leído.
—Corresponden a la teoría elaborada por dos climatólogos que sostienen
que estamos al borde de un violento y rápido cambio —informó Brookman—.
George Kukla, que trabaja sobre ello desde hace tiempo en Lamont-Doherty,
Nueva York, asegura que seis inviernos más como el de 1972 marcarían el
retorno a unas condiciones similares a las que había hace 20 000 años. Para
que se haga una idea de lo que esto supondría, en ese período, el actual
emplazamiento de Chicago estaba a un kilómetro y medio de profundidad
bajo el hielo. Cuando lo leí, pensé que era inverosímil. Y aún lo sostengo.
El Presidente se sirvió un vaso de agua helada de una jarra que había
sobre su mesa, y bebió lentamente.
—¿Un kilómetro y medio bajo el hielo? —dijo al fin—. Usted debe estar
de broma. Siempre he creído que este tipo de procesos eran extremadamente
lentos. ¿No necesitan siglos?
Stovin se inclinó hacia adelante con vehemencia, y empezó a hablar con
más rapidez de la que tenía por costumbre.
—Creo que he sido invitado a esta reunión, porque tengo una respuesta a
esa pregunta. No estoy aquí para hacer una mera predicción de cambios
climatológicos. Hay demasiada gente dedicada a eso: Reid Bryson, en
Wisconsin; Stephen Schneider, en Boulder; Hubert Lamb, en Inglaterra;
Emiliani, en Miami; e incluso autores como Robert Ardrey, y la misma CIA.
—Stovin hizo una pausa que Breitbarth aprovechó para interrumpirle.
—¿Ardrey…?, he leído su teoría, si se puede calificar como tal, y me
parece un mero aficionado.
—En ese caso es un hombre con el que yo podría entenderme —intervino
el Presidente, sonriendo con ironía—. ¡Un científico aficionado! En realidad,
se podría decir lo mismo de la mayoría de los Presidentes.
Stovin prosiguió en el punto en que se había quedado antes de la
interrupción.

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—Usted cree, señor, que el proceso debería durar siglos. Usted está en la
línea de la gran cantidad de climatólogos que siempre lo han creído.
Personalmente, no comparto ese punto de vista, pero nunca me ha sido
posible ofrecer otra cosa que mis propias deducciones. Hasta que Mel —giró
levemente la cabeza para mirar a Brookman—, me envió las fotografías del
satélite, las películas y los informes de Hays. Y repentinamente vi algo que
ningún hombre había visto en los últimos 20 000 años. Vi… vi —por primera
vez, Stovin tuvo que buscar las palabras adecuadas—. Vi los preludios del
futuro.
Brookman se removió en su asiento y la Dra. Wakelin se encogió de
hombros, mostrando su impaciencia. Stovin bajó la vista hacia el único pliego
de papel que había sobre la mesa, y prosiguió.
—A finales del siglo pasado, algunos investigadores científicos rusos
descubrieron el cadáver congelado de un mamut, cerca del río Berezovka, en
la Siberia septentrional. El cadáver estaba perfectamente conservado, tan
perfectamente que los científicos pudieron alimentarse con su carne. El
mamut fue encontrado erguido sobre sus patas, y en su boca aún quedaban
partes de la vegetación que estaba comiendo en el momento de su muerte:
hierbas, amapolas, juncias y abrojos. Se calculó que su muerte debió acaecer
40 000 años antes. Desde entonces se han descubierto docenas de mamuts en
situaciones similares. Y en Pfedmost, un pueblo de Moravia, se descubrieron
los restos óseos de más de quinientos mamuts, agrupados en un solo lugar.
¿Qué fue lo que mató al mamut de Berezovka y a los de Pfedmost? ¿Qué fue
lo que acabó con aquellos enormes animales tan rápida e inesperadamente que
aún estaban comiendo cuando les sobrevino la muerte? ¿Cuáles fueron las
condiciones climáticas que favorecieron la producción de amapolas y abrojos,
cerca de un río siberiano, y momentos después provocaron la congelación de
la flora y la fauna, conservándolas intactas durante veinte milenios? ¿Qué es
lo que acabó con quinientos mamuts en un solo lugar?
Stovin se inclinó hacia delante; sus ojos brillaban.
—Estas son las razones, señor Presidente, a que antes aludí cuando dije
que eran poco importantes las muertes acaecidas en Hays y en Rusia. Creo
que lo ocurrido a esos mamuts es algo similar a lo acontecido en esos dos
lugares. Estamos frente a un fenómeno que ningún hombre civilizado había
presenciado hasta ahora: el inicio catastrófico de una nueva Edad del Hielo,
aproximándose a nosotros a una velocidad inimaginable. En estos momentos,
ya no podemos plantearnos la posibilidad de que afecte a nuestros hijos o
nuestros nietos. Hemos de enfrentarnos con ello ahora —Stovin recalcó esta

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última palabra—, o, como máximo, dentro de muy pocos años. Nuestras
civilizaciones han nacido, han muerto, y han sido renovadas en un sueño
interglacial. 15 000 años de calor que nos han hecho pensar que las
variaciones climáticas habían concluido, que siempre seguiría así. Pero eso no
era cierto. Se vislumbra un futuro en que la tierra estará cubierta de hielo en
una gran parte. El futuro nos depara una disminución en la producción de
alimentos y en la población del mundo.
Stovin calló, y el Presidente se dirigió a Brookman.
—Mel, ¿cuándo encargó Jimmy Carter a la CIA el tercer informe sobre la
situación alimentación/clima?
—Fue en abril de 1978, señor Presidente.
Donleavy intervino:
—Señor Presidente, dando por ciertas las aseveraciones que Sto está
exponiendo aquí, cuyos términos yo no estoy en condiciones de discutir, debo
decir que, en su conjunto, el informe me ha parecido preocupante. Los efectos
en el producto de las cosechas de un pequeño descenso de la temperatura
media en un grado centígrado, o un grado y tres cuartos Farenheit, supondrían
una reducción del veintisiete por ciento; una baja de dos grados y medio
centígrados causaría una disminución del cincuenta y cuatro por ciento. En
teoría, esto significaría la sentencia de muerte para una cuarta parte de la
humanidad.
—Ardrey, el «aficionado» a quien Sto tanto admira, afirma que todos
nosotros estamos adormecidos por el cómodo calor que ya dura 15 000 años
—resumió, sonriendo, Breitbarth.
Bruscamente, el Presidente se puso de pie, y de inmediato los demás le
imitaron.
—Gracias señores, les agradezco su presencia, pero temo que se me hace
tarde para la cita que tengo a continuación. Mel, le agradecería que las cintas
de esta conversación estuvieran transcritas esta noche.
Los cinco integrantes del Consejo murmuraron algo a modo de despedida,
y se dirigieron hacia la puerta del Despacho Oval. En aquel momento, el
Presidente se aproximó a ellos y habló otra vez.
—¿Puede quedarse un momento, Mel? Usted también, Dr. Stovin…
Observó a Brookman, mientras este se acomodaba en su silla, y pensó:
«He aquí un hombre razonable, un hombre conservador.» Brookman habría
sido un buen político, pero eso no implicaba que fuera un necio. Revisó
nuevamente los nombres que constaban en el plano de distribución de
asientos para la reunión que acababan de tener. Un agrónomo, una bióloga

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marina, un botánico, un antropólogo y Stovin. Un profeta del Juicio Final y su
equipo. Si Brookman hubiese estado completamente convencido de que
Stovin era un loco, no lo hubiera invitado a la reunión.
—Mel, quería agradecerle el haberme brindado la oportunidad de conocer
al Dr. Stovin —y dirigiéndose a este—. Dr. Stovin, me han dicho que es usted
un soñador.
—¿Qué quiere decir, señor Presidente?
—«¡Ahí viene ese soñador!» —murmuró el Presidente, un poco para sí
mismo.
—Génesis, capítulo 37 —puntualizó Stovin.
Las cejas del Presidente se arquearon en un gesto de sorpresa.
—¿Lee usted la Biblia, doctor Stovin?
—A veces.
—¿Cree usted en Dios?
—No.
El Presidente sonrió.
—Bueno, yo sí. Ahora podemos entendernos mutuamente. Espero
ponerme pronto en contacto con usted, a través de Mel. Gracias por haber
venido.
Stovin iba a atravesar, tras de Brookman la puerta del Despacho Oval,
cuando el Presidente le formuló otra pregunta.
—Ese científico, Kukla, ¿no es así? Sí, Kukla. ¿Dijo seis inviernos como
el de 1972?
—Sí, señor Presidente.
—¿Y cuántos han transcurrido ya con las características de la predicción?
—Cinco —respondió Stovin.

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OFICINA DE LA SECRETARIA DEL PRESIDENTE
LA CASA BLANCA
WASHINGTON D. C.

A: Dr. William Stovin, Universidad de Nuevo México Albuquerque, N. M.

Le quedamos agradecidos por haber aceptado la proposición hecha por el Presidente, a


través del Dr. Brookman, el día diecinueve, de permanecer tres meses en el Canadá y la
parte septentrional de los Estados Unidos, con objeto de reunir el material necesario para
informar personalmente al Presidente, sobre:

1. El posible significado del hasta ahora aislado fenómeno tratado en la reunión del
National Science Council, el día ocho.

2. La, desde su punto de vista, inmediata situación climática.

Usted deberá tener en cuenta, evidentemente, que la misión y su informe son en esencia
personales —un asunto entre el Presidente y usted— ya que se están realizando muchas
otras investigaciones en este campo.

Hemos concertado ya con las autoridades canadienses los detalles necesarios. El Dr.
Brookman le informará sobre esto, así como también del contenido de su misión, la cual será
sufragada por el presupuesto general de la National Oceanographic and Atmospheric
Administration.

Hemos hecho llegar nuestro agradecimiento al Dr. Miller por permitirle abandonar
temporalmente sus deberes para con la Universidad.

Le deseamos los mayores éxitos en el desarrollo de su misión.

Finalmente, aunque no lo creemos necesario, volvemos a recordarle el carácter estrictamente


confidencial de esta misión.

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Stovin estaba intentando hacerse oír por encima del ruido que producían los
160 caballos del motor. El pequeño avión se dirigía hacia el suroeste,
avanzando sobre el golfo de Alaska, a una altura de unos 1000 metros.
Sentado junto a Stovin el joven piloto consultaba de vez en cuando el mapa
extendido sobre sus rodillas, para no apartarse de la ruta que habían trazado
en el aeropuerto de Anchorage, situado, según el plano, a 416 kilómetros de la
bahía de Katmay.
—Sería un inconveniente tener que regresar ahora. He pasado tres
semanas en Alaska y no puedo perder demasiado tiempo.
—Sería mayor inconveniente tener que posar este aparato en un lugar
como el lago Tustumena —comentó el piloto irónicamente—, porque, si nos
arriesgamos demasiado, pasaremos allí los próximos cuatro días.
—¿Cuatro días?
—Eso sería, más o menos, lo que tardaría una partida de rescate en
localizarnos en esa zona. Suponiendo, claro está, que hiciera buen tiempo.
Stovin gruñó, pero no dijo nada. La avioneta continuó su vuelo, dejando
atrás el espeso banco de niebla que acababan de atravesar. Bajo ellos, el mar
parecía lleno de arrugas cubiertas de pequeños trozos de cristal, aunque esos
trocitos convertían el Estuario de Cook en uno de los pasos marítimos más
difíciles del globo. Cobijados en la pequeña cabina y cómodamente sentados,
estaban sobrevolando uno de los lugares más desapacibles, peligrosos e
inhóspitos del planeta. Aquel paso era una mezcla de hielo y rocas, de tundra
desolada y costa abrupta e irregular, donde incluso las golondrinas del Ártico
tenían que luchar desesperadamente por su supervivencia. A todo esto había
que añadirle las erupciones de los volcanes que se producían,
aproximadamente, cada diez años.
Stovin miró por la ventanilla. Hacia el noroeste, alzándose sobre la
luminosa línea del horizonte, se divisaba una imponente cadena montañosa,
de color gris metálico, que exhibía desafiante sus irregulares e impresionantes
contornos. Siguiendo la mirada de Stovin, el piloto comentó:
—Esa es la cordillera Aleutiana. Se prolonga hasta el otro extremo de la
península, en las regiones de Umnak y las Islas Fox. Es un país casi inhóspito
—y volviéndose ligeramente en su asiento, señaló hacia el norte—. Desde
aquí podríamos desviarnos, a la altura de Umnak, y alcanzaríamos Rusia en

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seis horas. Aunque supongo que algún Firebar se nos echaría encima
inmediatamente, antes de que llegáramos a Provideniya.
—¿Un Firebar?
—Un Yak 28, avión de combate para todo tipo de clima —informó el
piloto lacónicamente—. Los rusos mantienen continuamente una escuadrilla
sobrevolando esa costa. Su misión es vigilar a lo largo del Estrecho de Bering,
por si alguien de los suyos tiene la idea de pasarse al Tío Sam por la vía más
difícil —y soltó una carcajada—. Como usted verá, es un camino poco
atrayente, pero a los rusos les gusta estar seguros.
—¿Sabe usted mucho de ellos? —indagó Stovin.
—Solo por los viejos tiempos —contestó el piloto—. Volé una temporada
en las Fuerzas Aéreas.
No dijo más y Stovin aprovechó para observarle, discreta pero
cuidadosamente, casi por primera vez desde que fletara la avioneta en
Anchorage.
Era un hombre joven; probablemente, no habría cumplido los treinta. Sus
ojos eran azules y su cabello negro, pero en su rostro había algo que no
encajaba. Le había dicho a Stovin que su nombre era Bisby, lo cual sonaba
bastante a anglosajón. Ahora, Stovin pensó sorprendido que podía ser casi
ruso. Tenía una falta de expresión, una frialdad, un cierto alejamiento que no
eran europeos ni americanos.
—¿Nos dirigimos al Katmay? —preguntó Stovin.
—Eso espero. El panorama no parece demasiado malo —dijo el piloto,
sonriendo.
Stovin se dio cuenta repentinamente de que aquel hombre le agradaba.
—Por aquí no hay mucho que mostrar a los visitantes. Creo que el
Katmay es lo único que tenemos. Pero usted debe tener una razón muy
poderosa para querer verlo todo. Le está costando mucho dinero.
Había un matiz interrogativo en su voz, pero ahora le tocaba a Stovin
guardar silencio. Poco después, Bisby prosiguió:
—Bien, si el Katmay sigue en actividad, verá el resplandor en el cielo
muy pronto. Llegaremos en media hora.
¿Por qué —pensó Stovin por enésima vez—, estoy haciendo esto? Si hay
algo nuevo que aportar al conocimiento que tenemos sobre los volcanes, no se
va a conseguir en una visita turística por un académico no especializado y una
avioneta alquilada, y a una altura de 1000 metros. Lo adecuado sería disponer
de una tripulación de las fuerzas aéreas muy entrenada, que recogiera
muestras desde un Lockheed U-2, o un avión similar, a 20 000 metros, o más

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de altura, para que posteriormente fueran analizadas en un moderno
laboratorio. Pero yo siempre tengo que estar presente… en persona, se dijo a
sí mismo. ¿Acaso será porque desconfío de las opiniones de los demás? Sí,
tengo la sensación de ser un hombre del Renacimiento, un pensador que
comprende lo suficiente de bastantes cosas… lo suficiente para conseguir un
esquema.
Aquello debió ser duro, muy duro para Leonardo da Vinci, cuando la
gente no sabía gran cosa de nada. Esto es posible todavía ahora, en un siglo en
el que la información se expande a un ritmo que sobrepasa la capacidad de
comprensión de la mente humana individual. Quizás, o quizá no. Pero una
cosa es cierta, si el hombre del Renacimiento estuviese muerto también lo
estaría la raza humana. Información no significaba conocimiento. El ser
humano no avanzaría encerrándose en pequeñas madrigueras científicas y
escarbando cada vez más profundamente mayores agujeros. En alguna parte
había un lugar donde ocurrían otras cosas. Alguien, que había salido de su
madriguera, miró a su alrededor y regresó para contarlo. Alguien como
Lithman…, o como Stovin…
Bien, Lithman debía haberse equivocado respecto a los volcanes. Al fin,
eso fue lo que se dijo. Los había visto como telón de fondo de la ruina
climática: dijeron que había exagerado el factor polvo. Pero ¿lo había hecho?
El problema era que él, Stovin, no era un vulcanólogo. Solo tenía unos
conocimientos superficiales en esa materia… típicos de un hombre del
Renacimiento. Al contrario que Lamb en Inglaterra, que había elaborado el
Índice de Velo de polvo, que valuaba el efecto filtrante de los volcanes por la
densa nube de partículas que había obstaculizado el paso de los rayos de sol
durante meses, después de la desaparición de la isla volcánica de Krakatoa,
ocurrida en el año 1883. De acuerdo con esta teoría, las décadas de gran
actividad volcánica mundial eran las que habían experimentado descensos de
temperatura por debajo de lo normal. Pero, ¿podían los volcanes proyectar en
el aire el polvo suficiente como para interferir la luz del sol y provocar una
nueva Edad del Hielo? Nueve de cada diez científicos rechazaban esta teoría.
Pero una cosa que no podía discutirse era que el Índice de Velo de polvo
estaba aumentando nuevamente. Aunque no era muy sorprendente que
hubiera demasiado polvo en la atmósfera en la actualidad, dado que existían
volcanes en erupción en Kenia, China meridional, los Balcanes y el Perú,
desde los últimos dos años. Y ahora el monte Katmay, en Alaska, de acuerdo
con las estadísticas experimentaba su mayor erupción en este siglo. Pero
nadie excepto los vulcanólogos, se preocupaba demasiado del Katmay. Lo

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que allí pudiera ocurrir, no les afectaba a menos que habitaran en la zona
polar.
—Ahí está.
La voz del piloto sacó a Stovin de sus pensamientos. Delante de la
avioneta, más allá del borroso círculo formado por la hélice, una nube oscura,
con temblorosos bordes de tonalidad rosácea colgaba en el horizonte.
Alrededor de este centro se observaban grupos de nubes de lluvia de tipo
convencional, semejantes a sucias madejas de algodón que daban al ardiente
Katmay la apariencia de un ojo enfurecido en un rostro ceniciento. Esta no
fue una ilusión duradera. Cuando el pequeño avión se fue acercando al
volcán, el fulgor de sus cráteres centrales —a Stovin le pareció que eran
cuatro— dominó la escena. Una gran cortina de cenizas tornasoladas se
levantó ante ellos. Las partículas reflejaban la luz del gran horno que tenían
debajo, y danzaban como millones de fuegos voladores. Stovin estaba
contemplando en fascinado silencio la escena que parecía la del principio del
mundo, cuando Bisby murmuró algo ininteligible, y tomando firmemente los
controles del aparato, comenzó a desviarlo en otra dirección.
—Esto no me gusta —comentó—. He visto el Katmay en erupción,
cuando era niño. Pero aquello era una fogata comparado con esto. Me
pregunto si no deberíamos… ¡Jesús mío!
A unas cinco kilómetros de distancia, una gigantesca columna de fuego
trepaba velozmente hacia el cielo. Ellos estaban volando a unos 1400 metros,
pero la columna de fuego los superó ampliamente hasta que se perdió de
vista. Desde la ventana de la cabina ya no era posible observarla. De sus
costados se desprendían explosiones de menor tamaño, para caer, cual
enormes fuegos de artificio, atravesando, la capa de nubes inferiores.
La avioneta se había alejado tanto que Stovin estaba mirando ahora por
encima de su hombro izquierdo. La enorme columna de fuego, humo y ceniza
estaba tomando la forma de un árbol colosal, parecido a uno de los pinos
piñoneros del campus de Albuquerque.
—Esto no me gusta —repitió Bisby de nuevo. Sus dientes castañearon
cuando miró por la ventana hacia las nubes iluminadas por el rojo esplendor
del holocausto que había tras ellas.
—Hay demasiado maldito polvo… tanto que puede ser mortal. Y nosotros
estamos demasiado cerca… yo debería haber…
En ese preciso instante, la onda expansiva de la explosión del volcán
sacudió a la avioneta como si fuera una hoja caída, haciéndola girar e
impulsándola oblicuamente arriba y abajo. Stovin recordaría luego que no

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había tenido tiempo de asustarse. A su lado, las manos de Bisby se afanaban
sobre los controles, no para luchar contra la onda y dominar el avión, sino
intentando dejarse llevar por el fuerte viento. Finalmente, el aparato se
estabilizó, y el resplandor rojizo comenzó a disminuir. Lo difícil, ahora, era
ver algo en el cielo que tenían ante ellos. El polvo gris blancuzco de la ceniza
volcánica empezó a acumularse en las ventanas. La mano izquierda de Bisby
accionó un interruptor, el limpia-parabrisas levantó su largo brazo que cruzó
la ventana, y en aquel mismo instante el motor se paró. La hélice se tornó
lenta, impotente. Desde fuera de la cabina, llegaba el tenue silbido del viento.
Bisby soltó un taco.
—Ceniza volcánica —dijo—. Justo en la toma de carburante.
Estaban perdiendo altura, y a través de los claros que se abrían entre las
nubes, Stovin pudo ver la larga, pelada y rocosa costa de la bahía de Katmay.
Allí iba a ser completamente imposible aterrizar entre el laberinto de rocas
procedentes de alguna antigua erupción, o en la brillante y resbaladiza
superficie de la capa de hielo formada sobre las aguas de la bahía. Con
sorprendente calma comprendió que, teniendo en cuenta la velocidad de caída
del aparato, le quedaban cómo máximo tres minutos de vida.
Bisby estaba tratando de cambiar de dirección. Sus ojos tenían una
expresión resuelta, intentando divisar a través de la pantalla de nubes oscuras
que se acumulaban bajo ellos y a su derecha, el centro de la tormenta. El ala
izquierda se levantó silenciosamente y la línea del horizonte se inclinó. Un
momento después, los húmedos dedos del centro de la tormenta se cerraron a
su alrededor. La ceniza que cubría las ventanas se convirtió en fango. Estaban
cayendo, silenciosamente, invisiblemente, a través de un mundo
tenebrosamente cerrado.
La mano derecha de Bisby tiró del amarillo botón del starter. En alguna
profunda zona del motor se produjo un ronco sonido. Bisby volvió a accionar
otra vez… y otra el starter. Allí había un motor que tosía, que balbuceaba, y
entonces el ruido se normalizó. El indicador de presión de la gasolina subió a
su posición correcta. El avión comenzó a elevarse, saliendo del centro de la
tormenta, y tomó la dirección noroeste hacia el aeródromo de Anchorage.
Bisby miró a Stovin.
—Pensé que debía realizar un pequeño ex-pe-ri-men-to —dijo,
espaciando las cinco sílabas como si pronunciara aquella palabra por primera
vez.
—¿Dónde aprendió eso? —Stovin intentó disimular el leve temblor en su
voz, sin lograrlo del todo. Bisby pareció no advertirlo.

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—Lo aprendí de un viejo piloto, en Texas —respondió—, en Fort-Worth.
Él decía que esto podía hacerse con la arena si se tenía la suerte de encontrar
un frente tormentoso. La nube limpia las válvulas del contacto, si se llega a
tiempo. Se me ocurrió que si servía para la arena, podía servir para la ceniza.
Hablaron poco después de aquello, pero aquel silencio estaba lleno de
compenetración. Cuando una hora más tarde descendieron sobre el campo de
aviación de Anchorage y tomaron tierra, Stovin le tendió la mano.
—Gracias por mi vida —le dijo—. Me alegro de haber encontrado un
buen piloto.
Bisby soltó una carcajada.
—También era mi vida, señor —respondió—. No fue algo completamente
desinteresado.
—Le debo una copa —le invitó Stovin—. ¿Le va bien esta noche? Estoy
en el Royal Inn, en la calle Oeste. Si le va bien a las siete, charlaremos un
rato.
—Sé dónde está —afirmó Bisby—; iré sobre las siete.
Stovin pensó sorprendido que aquella era la primera persona, aparte de
Diane Hilder, a quien invitaba a un trago en los últimos seis meses.

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Bisby se sentó en un extremo de la cama y cogió una caja metálica del


escritorio que tenía al costado. Era una antigua caja de galletas que cerraba
casi herméticamente, pero que se abría con suma facilidad debido a su
frecuente uso. Su mano escudriñó el interior de la caja hasta encontrar lo que
buscaba. Sobre la áspera palma de su mano había ahora una diminuta
calavera, a la que le faltaba el maxilar inferior, y en cuyo maxilar superior los
dientes aparecían apretados, como en un rictus de agonía. Las cuencas de los
ojos brillaban suavemente a la luz de la lámpara colocada sobre su mesita de
noche.
Inclinando la cabeza hasta que el cabello de su frente tocó la pequeña
calavera, Bisby murmuró en voz baja y discordante:
—Silap-inua… aiyee. Sedna… aiyee… Bisby permaneció inclinado unos
momentos, sonriéndose a sí mismo como si estuviera un poco avergonzado.
Jugó unos instantes con el amuleto, deslizándolo entre sus cortos y gruesos
dedos hasta que, dando un suspiro, lo guardó nuevamente en la caja, que
volvió a guardar en el escritorio. Sobre el mismo, y junto a la lámpara, había
cuatro libros: History of Western Philosophy, de Rusell; Physiology and
Pathology of Exposure to Stress, de Selye; Death in the afternoon, de
Hemingway; y el volumen amarillo y azul British Admiralty Bering Sea and
Strait Pilot. Tumbado en la cama, leyó a Hemingway durante tres cuartos de
hora, después de lo cual se levantó y se duchó. Se puso unos pantalones azul
marino y una camisa escocesa y, cogiendo su anorak Grenfell, se dirigió a
través de la fría noche de Anchorage iluminada con neón hacia el Café de
Peggy.
La mayoría de los pilotos civiles de Anchorage comían en el aeropuerto,
en el Café de Peggy, ya que los precios eran razonables, comparados con los
de Anchorage, y la comida casera. Pero aquella noche no había allí nadie con
quien le apeteciera hablar, así que ocupó una mesa, apartada de la barra, pidió
un sándwich y una cerveza y se puso a meditar en lo sucedido durante el día.
El hombre con quien tenía que reunirse aquella noche, Stovin, era un hombre
extraño. No se había excitado cuando el motor se paró. ¿Por qué querría ver el
volcán Katmay? Pensó que, con seguridad, era un funcionario del gobierno.
Había pagado el alquiler de la avioneta con un vale del gobierno de los
Estados Unidos…, del Banco de América, según podía recordar. ¿Por qué

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quería el gobierno echar un vistazo al Katmay? Y si efectivamente era así,
¿por qué no enviaban un avión de reconocimiento desde una base militar? Y
ni siquiera llevaba una cámara fotográfica. De todos modos, cuando se paró el
motor, faltó poco para… «Fue culpa mía —pensó—. No debía haberle
llevado tan cerca. La ceniza volcánica estropea los pistones de los motores, y
yo lo sabía. Entonces, ¿por qué lo hice? Quizá porque él estaba allí, sentado a
mi lado, sin inmutarse, demasiado tranquilo… y quise darle un susto. Aunque,
en realidad, el susto lo tuvimos los dos; quizá yo más que él.» Bien, en todo
caso, ya era hora de ver a Stovin y tomarse aquella copa.

Sentado en una silla de respaldo alto, en el bar del hotel, Stovin observó cómo
Bisby entraba en el vestíbulo, miraba alrededor, y se dirigía hacia él. No era
precisamente un hombre distinguido, pensó… bajo, casi cuadrado, pero con
una fuerte constitución. Observó que caminaba con el balanceo característico
de los marineros. De todos modos, había algo en él que captaba la atención,
que hacía que se le dirigiera una segunda mirada. Dos chicas, sentadas en el
otro extremo del salón, dedicaron a Bisby una mirada apreciativa cuando pasó
junto a ellas; y no pertenecían precisamente a la clase de mujeres que busca
clientes. Stovin se levantó sonriendo, cuando Bisby llegó al bar.
—Hola.
—Hola ¿qué quiere tomar?
—Escocés, por favor, con hielo y agua, sin soda.
Cuando le hubieron servido, lo probó con aire crítico.
—Es un buen escocés, señor. Merece mezclarse con agua buena. Y el
agua de esta zona lo es.
—¿De veras?
Bisby asintió con un gesto de cabeza.
—Proviene de las montañas Chugah, situadas en la frontera con Canadá.
Este pueblo toma el agua de un par de pequeños lagos, situados al este. La
mayor parte del año están helados, pero han instalado unas tuberías bajo el
hielo, muy profundas. Sí señor, es un agua muy buena.
Durante pocos minutos, charlaron con una naturalidad más aparente que
real, cada uno sopesando al otro. Sin embargo, y a raíz de una pregunta
convencional formulada por Stovin, Bisby empezó a hablar de una forma más
personal.
—¿Hace mucho tiempo que vive usted aquí? —fue la pregunta.
Bisby sonrió un tanto incómodo.

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—He nacido aquí. Bueno, no aquí exactamente, sino en Ihovak. Es una
pequeña isla cercana al estrecho de Bering. Nosotros la llamamos Ihovak.
—¿Nosotros?
—Bueno, la gente que vive en la isla; los malditos esquimales, tal como se
les llama en Anchorage. Ellos… nosotros… hemos vivido allí por espacio de
dos mil años.
Stovin lo miró y respondió, midiendo cuidadosamente sus palabras.
—No parece usted estar muy seguro de si se trata de «ellos» o «nosotros».
El rostro de Bisby no se inmutó, pero Stovin observó que su voz,
habitualmente átona, se tornó excitada, como si estuviera sometido a algún
tipo de presión.
—Tiene usted razón, señor. Eso es algo que aún me cuesta distinguir y me
causa dificultades.
Stovin sonrió.
—Por favor, no me llame «señor». Me hace sentirme viejo, y no me gusta
que me recuerden mi edad.
Bisby removió el hielo de su vaso con la varita de cristal que estaba junto
a su servilleta. Stovin, sorprendido, notó que la mano del piloto temblaba
ligeramente, y que removía su bebida para disimular esta circunstancia.
—No se detenga ahora, por favor —le pidió Stovin—; estoy realmente
interesado.
—No es demasiado notorio —continuó Bisby—. Pero yo soy medio
esquimal y medio norteamericano blanco.
—Su nombre es norteamericano —dijo Stovin—. Bueno, no quise decir
eso; los esquimales también son norteamericanos. Quería decir que su nombre
es anglosajón.
—Mi padre —explicó Bisby—, fue un misionero llamado James Bisby. Y
mi madre aportó la mitad de esquimal que hay en mí. Ella era una
nuniungmiut de su propio Pueblo. —Habló con más rapidez, y en su tono se
produjo un cambio difícil de definir—: Quiero decir, Pueblo con «P»
mayúscula. No me refiero al esquimal de la costa. Ella procedía de la isla de
Nunivak, a unos ochocientos kilómetros al oeste de aquí. Mi padre se casó
con ella en la aldea, en Kolo. Ella era cristiana. Cuando se trasladó a Ihovak,
se la llevó consigo.
—¿El Pueblo? —se interesó Stovin.
El tono de amargura se acentuó en la voz de Bisby por un momento.
—Así es como los esquimales piensan de sí mismos. No muchos, ni
siquiera en los antiguos días. Y creo que cada vez menos. Pero, nosotros

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creímos durante diez mil años que éramos los Inuit, la única maldita raza
humana.
—¿Y? —inquirió Stovin.
—Estaban equivocados —respondió Bisby, escuetamente.
Una vez más la confusión entre «nosotros» y «ellos».
—¿Aún viven sus padres en la isla? —preguntó.
—Están muertos. Mi madre murió cuando yo tenía cuatro años… de
tuberculosis. A los veintidós. Y mi padre se perdió en el Norton Sound, unos
siete años después, junto con otros tres ihovakuiut. Iban en un bote rumbo a
Nome. Nadie supo qué ocurrió.
—Lo siento —manifestó Stovin convencionalmente. Bisby se encogió de
hombros.
—No se preocupe. Casi no recuerdo nada de mi madre, salvo su nombre,
que era Kikik. Y conservo la impresión de que era muy cariñosa.
—¿Y cómo consiguió usted entrar en las Fuerzas Aéreas? Me parece…
—¿Quiere usted decir que parece imposible que un esquimal pueda volar,
especialmente en las Fuerzas Aéreas? —Bisby parecía más relajado, ahora
que había contado parte de su historia.
—Medio esquimal —dijo Stovin, en un tono tan bajo que hizo que quizá
Bisby no lo oyera.
—Creo que he sido el único que lo ha logrado. Después de la muerte de
mi padre, fui criado por un hermano de mi madre. Había sido ayudante de mi
padre en la misión, y se fueron de Nunivak los tres juntos. Su nombre era
Oolie. Después de morir mi padre, se hizo arponero y se dedicó a la caza de
ballenas. Quería que yo también me dedicase a eso.
—¿Y usted…? —se interesó nuevamente Stovin.
Bisby soltó una carcajada.
—No hubo un «y», sino un «pero». Cuando iba a empezar a aprender el
oficio, un amigo de mi padre vino aquí a Anchorage. El padre de mi padre, es
decir, mi abuelo, era un hombre rico. Vivía en California. No deseaba
conocerme porque le disgustaba que yo fuese «medio-indio», como él decía.
No me quería a su lado, pero deseaba cumplir con su deber. Así es que me
envió a un colegio de Nueva York y, más tarde, a Cornell. Estuve viviendo
con una familia en Murray Hill, en la Segunda Avenida. Y desde entonces, no
he vuelto a Ihovak.
—Pero ahora no está usted muy lejos ¿verdad? —comentó Stovin
intrigado—. Y de todas formas usted volvió a Alaska. ¿Cómo es que no va
por allí?

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—Me sentiría avergonzado —confesó Bisby, mientras sus manos
rodeaban el vaso de whisky, ¿por qué se le habría ocurrido hablar de aquello?
Pero Stovin no decía nada y, después de una pausa, Bisby prosiguió—:
Fracasé en Cornell. Estaba especializándome en Antropología, pero no
acababa de gustarme. Me molestaba clasificar a la gente metiéndola en
determinados grupos zoológico-intelectuales. O en metros de película. Así
que ingresé en la Academia de las Fuerzas Aéreas, en Colorado Springs, y me
especialicé en aviones Starfighters. Esto era más fácil. Tengo buenos reflejos.
—Lo sé —repuso Stovin.
Bisby sonrió abiertamente por primera vez.
—Puede usted agradecérselo a la rama materna de mi familia. El padre de
mi madre, Katelo, era el mejor sivooyachta que haya habido nunca en
Nunivak, según me dijeron. Su padre se llamaba Halo, y fue el mejor antes
que su hijo.
—¿Qué es eso de sivooyachta?
—El sivooyachta es el hombre que se sitúa en la proa del bote ballenero y
tiene la misión de localizar a la ballena y arrojarle el arpón. Se necesitan muy
buenos reflejos para eso.
—Estoy seguro de ello —confirmó Stovin, dudando un momento antes de
continuar—. Recuerda usted muchos términos y nombres para haber dejado la
isla hace tantos años.
—Los aprendí todos de memoria —contestó Bisby escuetamente.
Stovin esperó a que continuara, pero no dijo nada más.
—Así que ahora usted vuela sobre Alaska —dijo Stovin finalmente—,
alquilando su avioneta… Y sin embargo no ha vuelto a la isla.
—Exacto —confirmó Bisby—. La avioneta es todo lo que tengo. La
compré con el resto de mi herencia.
Y, pensó, también poseo la caja de galletas, pero eso no es asunto suyo.
He hablado demasiado. Ya es hora de cambiar de tema.
—¿Y usted, Dr. Stovin? —preguntó a su vez—. Dijo que volvería muy
pronto. ¿Piensa venir aquí a trabajar?
—Quizá, pero no inmediatamente. De momento no lo creo.
Stovin observó a Bisby y meditó unos instantes. Su misión era
confidencial, y el secretario del Presidente había insistido mucho en este
punto. Pero, por otra parte, el secretario del Presidente era un político, o al
menos, estaba al servicio de un político. Y era un instinto político lo que le
inducía a mantener las cartas guardadas en un cofre y no compartir la
información. Pero esa no era, para Stovin, la manera adecuada de trabajar en

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Alaska. Tenía que hablar con gente que hubiera podido oír algo, ver algo, o
que hubiera experimentado cosas que pudieran ser vistas, oídas y
experimentadas en Washington. Hacía unos días que había estado en el
Laboratorio de Investigación Naval Ártica, en Barrow, al norte de Alaska.
Allí tenían evidencias que podrían valer millones de dólares. Temperaturas
marítimas, circulaciones generales, estimaciones de insolación, velocidades
de los vientos, mapas de formaciones de hielo. Los datos usuales destinados a
los ordenadores, para ser posteriormente reanalizados e interpretados de doce
formas diferentes. Pero, probablemente, nunca de una decimotercera forma,
quizá la realmente importante.
Por supuesto, con toda la información harían un esquema climático. Ellos
no podrían hacer solo uno; probablemente harían seis. Todo el mundo sabía
que esos esquemas contenían un amplio margen de error, aunque provinieran
de grupos que se identificaban con siglas espectaculares como CLIMAP
(Climate Mapping People) o GARP (Global Atmospherics Research Project).
Stovin pensó cansadamente que esto era así porque solo se podía obtener de
una computadora lo que se había puesto en ella. En ellas no podía incluirse la
intuición y, por tanto, era imposible obtener respuestas geniales. ¿Qué es lo
que Diane —fugazmente, el vio su corto y rubio cabello— dice siempre con
respecto a los proyectos basados en información obtenida por computadora?
¡BABA! Basura adentro, basura afuera. Y en realidad, si el presidente hubiera
querido ese tipo de información, le hubiera bastado llamar a Mel Brookman.
En cuarenta y ocho horas, hubiera tenido un informe completo sobre su mesa.
Desde luego, no; no era para eso para lo que había sido enviado al Ártico.
—Dígame —preguntó a Bisby—, ¿tiene usted muchos amigos por aquí?
Me refiero a amigos esquimales.
—Algunos —contestó Bisby—. Conozco a unos cuantos.
No parecía demasiado propenso a extenderse en el tema, pero Stovin ya se
había decidido. Tomó una pequeña llave de uno de sus bolsillos, abrió
cuidadosamente el maletín negro que había dejado junto a él y extrajo las
fotografías que Brookman le había mostrado al presidente.
—¿Han visto, ellos o usted, algo parecido?
Sin responder, Bisby las miró una por una durante pocos segundos; luego,
miró a Stovin inexpresivamente.
—Fotografías de satélite, ¿eh?
—¿Cómo lo sabe?
—He visto muchas en las Fuerzas Aéreas. Son inconfundibles, por algo
relacionado con el ángulo de enfoque. Estas son bastante buenas. Aunque se

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obtienen mejores fotografías con los sistemas convencionales. ¿Supongo que
se trata de Siberia?
La pregunta de Bisby sobresaltó a Stovin.
—¿Y qué le hace pensar que se trata de Siberia? Podría tratarse de
cualquier otro sitio.
Bisby sonrió.
—Usted no me mostraría fotografías tomadas desde un satélite, si se
tratara de Alaska, Canadá, Noruega o Suecia. Habría obtenido mejores
fotografías, tomándolas a menor altura. Y, en ningún caso, podía tratarse de
América del Norte. Mire esto. Hay extensiones de árboles de Sitka y alerces
espinosos, pero la mayor parte son abedules, y esta triple combinación no se
da en este lado.
—¿Este lado de qué?
—Este lado del mar de Bering, Dr. Stovin.
Stovin se encogió de hombros, sintiéndose ligeramente desconcertado.
—Bien, tiene razón. Son fotografías de Siberia.
—¿De qué parte?
—De un lugar llamado Ziba, a orillas del Obi. Cerca de Igrim.
—Lo conozco. Está situado cerca de la explotación petrolífera.
—Parece que sabe usted mucho sobre todo esto… —dijo Stovin.
Bisby se inclinó hacia delante.
—Señor, usted puede tener conocimientos respecto a volcanes. No sé
hasta qué extremo domina el tema, pero quizá sea mucho. Pero yo soy un
antiguo piloto de las Fuerzas Aéreas y sé bastante sobre objetivos. Igrim era
uno de ellos, supongo que todavía lo es. Todo eso está guardado en algún
archivo de alto secreto del Mando Estratégico del Aire. Lo sé. En cuanto a
esto —su dedo trazó un amplio círculo sobre la superficie de la fotografía—,
bueno…, yo personalmente, nunca lo he visto.
Stovin se enderezó en el asiento, y comenzó a colocar las fotografías
dentro de sus sobres.
—Es una lástima —se lamentó—. Fue un albur. Verá, pensé que volando
tanto sobre este estado, usted habría visto cosas como estas.
—No, nunca las he visto —dijo Bisby— pero he hablado con gente que sí.
Stovin dejó de ordenar las fotografías instantáneamente. Bisby tomó una
de ellas y movió de nuevo el índice por la superficie de la imagen.
—No es posible estar seguro —aclaró—, pero apostaría que esto ha sido
hecho por un Danzante.

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Stovin permaneció en silencio, mientras Bisby, con aire ausente, removió
los últimos trocitos de hielo medio derretidos en su vaso; y prosiguió:
—Cuando tenía diez años, mi padre me llevó en un viaje por el río
Inglutalik, en la península de Seward, muy al norte de aquí. Nos internamos
tierra adentro, donde según creo, mi padre tenía la idea de fundar una misión,
en la zona primitiva que se extiende al norte de Umlakeet, hacia donde se
empezaban a trasladar muchos tramperos blancos. Siempre decía que en
cualquier lugar donde hubiera tramperos, tenía que existir una misión. No por
ellos, sino por los esquimales. En todo caso, la idea no prosperó, porque
cuando los tramperos se instalaban en un sitio, los esquimales se marchaban
de él.
»Pero encontramos a un anciano esquimal en lo que había quedado de una
aldea. Aún puedo recordar su nombre, Kakumi. Nos contó historias sobre los
antiguos esquimales. A mi padre le gustaban mucho ese tipo de narraciones y
escribió muchas; pero después se perdieron. No se qué ha sido de ellas. Nadie
tiene datos sobre esta materia en la actualidad. Mi padre solía hablarme de
estas cosas, y me contó que Kakumi decía siempre que una zona de bosque,
más allá del Ungulik, había sido visitada tiempo atrás por lo que él llamaba un
Danzante. Logró que Kakumi le llevara allí; pero yo estuve enfermo esos días
y no pude acompañarlos. Mi padre habló mucho de aquello durante las
semanas que siguieron. Decía que era como si la mano de Dios hubiera
barrido una parte del bosque, dejando una gran señal en la tierra. Según mi
padre, una señal de un kilómetro de largo. Pero Kakumi lo interpretaba de
otra manera. Decía que aquello era la huella de un Danzante.
—¿Qué quería decir con eso del Danzante?
—Los esquimales creen —le informó Bisby, y Stovin tuvo la repentina y
curiosa impresión de que el piloto evitaba deliberadamente su mirada— que
sus vidas están controladas por Sedna. Sedna es la anciana que gobierna la
fauna marina desde el fondo del mar. Ella dirige a los peces, las focas, las
ballenas, en fin todo lo que los esquimales cazan para comer…, si es que
comen. ¿Me sigue usted?
Stovin asintió en silencio.
—Bueno, en todas las aldeas, el que habla con Sedna baila para ella la
danza del arpón y otras danzas para mostrarle agradecimiento y hacerle reír, y
para que proporcione alimento a los esquimales. Pero, a veces, Sedna envía a
sus Danzantes, los cuales se introducen en las viviendas cuando la gente está
reunida y todo está oscuro, excepto por la luz procedente del fuego. Esto es, al
menos, lo que ellos creen.

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—Pero, aquello no podría…
—Y con bastante frecuencia —continuó Bisby, haciendo caso omiso de la
interrupción—, Sedna envía a uno de sus esposos a bailar. Y él es más grande
que una montaña, más ancho que un lago, y más profundo que un barranco.
Así es como Kakumi se lo contó a mi padre.
—¿Y por qué Sedna hace eso? —preguntó Stovin—. Es decir, ¿por qué
creen los esquimales que lo hace?
Bisby se encogió de hombros.
—Ellos dicen que lo hace cuando quiere comunicar a los esquimales que
les ha llegado su hora. Ese es el significado del Danzante. Recuerdo que mi
padre escribió esto: «Para decirles a los esquimales que ha llegado su hora.»
—Una especie de anuncio de muerte —dijo Stovin reflexivamente—. ¿Y
cuánto tiempo hace que ocurrió esto?
Bisby se encogió nuevamente de hombros.
—Según mi padre, las huellas eran tan antiguas que el musgo cubría los
tocones de los árboles arrancados hasta casi ocultarlos, y habían grandes
pedruscos a lo largo del ventisquero que había dejado el paso del Danzante.
Además, Kakumi dijo que el padre de su padre le había contado lo que el
padre de su padre le contó a él. O sea, que la historia puede venir de mucho
más lejos.
—Me gustaría poder calcular su antigüedad.
—Bueno, mi padre afirmaba que había sucedido antes del siglo XVIII, pero
esto es tan solo una suposición, por supuesto.
—Entiendo.
Stovin se quedó pensativo durante unos segundos mientras Bisby lo
observaba.
—¿Fue esa la última vez que los esquimales vieron al Danzante?
—No —repuso Bisby.
Sorprendido, Stovin apartó el maletín y lo miró atentamente.
—¿Quiere usted decir que han habido otros? ¿Dónde? ¿Cuándo?
—Ha habido uno más —contestó el piloto—. Solamente uno, según mis
noticias. Ocurrió muy al norte, junto al mar de Beaufort, en la región de
Kugpagmiut. Allí habita un esquimal llamado Awliktok. Yo lo veo
ocasionalmente cuando voy por Barrow. Este hombre mantiene contactos a
través de la frontera. Las fronteras son una maldición para los esquimales,
pero, bueno…, afirma que por allí apareció un Danzante, en la bahía
Mackenzie. Dice que se llevó toda una parte de la costa y del bosque, más de

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un kilómetro, y unos trescientos renos. Aunque entre las víctimas no hubo
ningún esquimal. En esta época del año, van poco por allí.
—¿Cuándo sucedió todo esto?
—Hace aproximadamente un mes.
—¿Habla usted en serio? No ha habido informes ni rumores al respecto.
—Se equivoca. Ha habido muchos rumores, pero solo entre los
esquimales. Porque, ¿quién les hace caso? Y le diré algo más que es
absolutamente cierto, y que usted podrá confirmar entre la gente de las
pesquerías: la ballena está emigrando más temprano este año. Seis, ocho, e
incluso diez ballenas fueron vistas la semana pasada cerca de Barrow,
navegando hacia el sur. Y aún es demasiado pronto para emigrar hacia el sur.
Habitualmente, pasan el verano en Beafort alimentándose. Awliktok asegura
que las ballenas estaban al borde del banco de hielo observando al Danzante.
Por supuesto, esta es la forma de hablar de los esquimales.
—Por supuesto —confirmó Stovin, sumergido en sus pensamientos.
—Si me quedara unos días más, una semana por ejemplo… ¿podría usted
llevarme allí? ¿Cómo se llama…, bahía Mackenzie?
Bisby hizo una mueca de contrariedad.
—Es difícil. Aquello es territorio canadiense y hay muy pocas
probabilidades de conseguir atravesar los límites fronterizos volando a lo
largo de Beaufort. Las Reales Fuerzas Aéreas Canadienses han conseguido
cubrir con sistemas de alarma toda esa costa. Y no permitirán que nadie
sobrevuele esa zona en un pequeño aeroplano, tomando fotografías. Porque
supongo que usted querrá tomar fotografías.
Stovin asintió.
—No se preocupe por los límites fronterizos. Puedo conseguir una
autorización.
Bisby lo miró inquisitivamente.
—¿Está usted seguro?
Stovin asintió nuevamente.
—Bien —concluyó Bisby—, si está usted seguro, Dr. Stovin, no me
importará hacer un corto viaje sobre Beaufort. Tenía un tío que acostumbraba
a ir allí a pescar.
—¿Y qué fue de él?
—Se ahogó —atajó Bisby.

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Extracto de una carta del Dr. Stovin a la Dra. Diane Hilder,
Dpto. de Zoología,
Universidad de Nuevo México,
Albuquerque, N. M.

… resultó ser una costa inesperada, no muy distinta a Norton Sound, pero mucho más
abierta. Bisby afirma que hay muchos más hielos otoñales que de costumbre, aunque estaban
bastante deshechos. También había una gran cantidad de pequeños icebergs justamente al
final de la bahía. El océano es poco profundo en este sector, y a lo largo de la costa pudimos
ver algunos grupos de renos que emigraban. Creo que los debimos asustar, pues volábamos
tan solo a sesenta metros de altura. Según mi parecer esta altura no deja mucho margen al
error pero Bisby es un buen piloto.

El Danzante de que me habló Bisby parecía haber… Bueno, no se cómo decirlo ¿danzado…?
¿visitado…?, ¿pasado…? por una zona localizada a dos o tres kilómetros al este del Punto de
Demarcación, el cual está en el límite de Canadá, donde desemboca el río Mackenzie. Como
sabrás, las aguas del Mackenzie son más cálidas que las del océano, lo cual despeja de
hielos un área de unos cinco kilómetros. Había algunos sectores con nieve, pero también
grandes e inesperadas franjas de moribunda vegetación veraniega. La extensión cubierta por
la nieve era mayor que en el oeste, contrariamente a lo que siempre sucede. Así es que,
cuando vimos la huella del Danzante, me impresioné más de lo que había esperado, porque
marcaba una franja recta a través de la tundra que todavía no estaba helada. Yo estaba
ansioso de aterrizar, pero Bisby, tras volar elevándose y descendiendo durante unos
instantes, dijo que no era ni remotamente posible tomar tierra a menos de cincuenta
kilómetros. Además no estábamos convenientemente equipados para caminar por la nieve,
por lo que sería conveniente que alguien con el equipo adecuado se dirija allí para tomar
algunas muestras.

El panorama era realmente fantástico. En la tundra, a ochocientos metros de la costa, se


elevaba un enorme bloque de hielo horizontal. Hacía mucho sol, y el vapor que se desprendía
del bloque, lo hacía parecer rodeado de humo. Parte del hielo se había derretido durante el
último mes, y pude contar quince renos muertos alrededor de sus bordes, Dios sabe que debe
haber muchos más dentro; quizá unos trescientos, de acuerdo con lo que el esquimal le dijo a
Bisby. Y había algo que puede interesarte, una gran cantidad de lobos en el sector. Al menos
doscientos, probablemente más. Dos grandes manadas se desplazaban a la vez, a poca
distancia una de otra. Cuando los avistamos estarían a unos dos kilómetros del Danzante.
Sigo llamándole así porque no sé de qué otra forma puedo llamarlo. Además de las dos
grandes manadas, había pequeños grupos, de una media docena cada uno, que estaban
echados o se movían tranquilamente por los alrededores del Danzante. Supongo que se
alimentan de los renos muertos que quedan al descubierto cuando el sol derrite el hielo.
Daban la impresión de que estaban esperando, como si supieran que dentro habían muchos
más renos. Una inteligente previsión.

Diane, estaré en Boulder la próxima semana. Tengo que ir a Washington para hablar con
Brookman, y luego al NCAR[1]. Supongo que para entonces ya estarás allí de vuelta.
Podremos comer juntos. Podrás hablarme de los Canis latrans, y yo te hablaré de algunas
leyendas esquimales. De paso, te recuerdo que la norma de secretos sigue vigente. No
hables con nadie de esto. No todavía, no hasta que no obtenga la asignación del NOAA[2].

Ahora me dispongo a ir a los barrios bajos de Barrow. —¡Muérete de envidia Manhattan!— a


tomar una copa con Bisby. Es una buena persona y está lleno de sorpresas.

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Espero verte muy pronto, ¡y ten cuidado con el tráfico de Lomax!

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6

Oh, Stovin, pensó Diane, te echo de menos. ¿Por qué demonios te echo de
menos? Yo no lo sé. Solo recibo de ti un beso fugaz en la mejilla, una vez a la
semana. Pero ya han pasado seis semanas, y te echo de menos.
Bajó la vista al voluminoso montón de hojas mecanografiadas, que estaba
sobre la mesa de su pequeña habitación, orientada hacia la soleada y
salpicadora fuente y la fresca sombra del edificio de Lenguas. El título era
«Observaciones sobre la Hibridación del Canis rufus y Canis latrans, en las
montañas Sangre de Cristo, en Nuevo México», según rezaba la cinta
plastificada de la cubierta amarilla. «Por Diane Hilder, doctora por la
Universidad de Colorado».
«Bien, pensó, ahí está, el producto de dieciocho meses de trabajo…
45 000 palabras…, 237 diapositivas. Desde luego, no me haré famosa, porque
nadie, absolutamente nadie, se haría famoso por investigar el apareamiento
del lobo rojo, del cual, probablemente, no quedarán más de treinta ejemplares
vivos en Estados Unidos, y el coyote, de los que hay muchos. Pero esto
producirá, o al menos podría producir, nuevas especies. Si pudiera
conseguirse mediante el cruce de razas un híbrido. Y si durante, cierto tiempo
pudieran ser protegidos de los ataques del hombre. De este modo el viejo lobo
rojo solo hubiera rozado el borde de la extinción, si finalmente lograra
introducir sus genes en unas cuantas receptivas hembras coyote. Cambiado
pero no perdido. No hay muchos animales que puedan hacer eso. Quizá los
perros, con un poco de ayuda de nuestra parte. Pero el inteligente Canis rufus
se las arregla solo. ¿Podría hacerlo el hombre si fuera necesario? Lo dudo.»
Y ahora le había llegado el momento de dejar Albuquerque y la
Universidad de Nuevo México, y volver a su campus de Boulder. Empezó a
plantearse, sin demasiado interés, a qué iba a dedicarse luego. Había recibido
una oferta de trabajo en Canadá, para investigar las migraciones estacionales,
pero aún no había nada definitivo. De todas formas, no pensaba rendirse al
hechizo de Boulder. Por un momento los ojos de su mente recorrieron la
imagen de Colorado en los meses venideros…, las bicicletas encadenadas
fuera de los edificios de color marrón rojizo, del Campus del Este. Los
alumnos deambulando por esa extraña e insólita zona del bajo Boulder,
pasados la gasolinera y los bloques de oficinas, y más allá de la
desconcertante geometría de las calles de un solo sentido, que desembocaban

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súbitamente en un espacio urbano anticuado, pero dotado de anchas aceras
con árboles, librerías y pastelerías. Y sobre todo esto, la gran masa de las
Flatirons destacando contra el cielo con las luces del Centro Nacional para la
Investigación Atmosférica, brillando como Shangri-La, erguido en la ladera
de la montaña, al atardecer. Sí, sería muy agradable volver a estar en Boulder.
Pero, no por mucho tiempo.
Hilder, se dijo a sí misma firmemente, no pases demasiado tiempo en
ninguna parte. Y reanudó la lectura de la carta de Stovin. Había un par de
frases sueltas…
El edificio de Biología estaba al otro lado del campus central. Ella se
dirigió hacia allí lentamente, disfrutando del sol de Nuevo México. Las
tardías mariposas Macaón, de aspecto cremoso, birreta negra y cola de
milano, paradas sobre los arbustos en flor que bordeaban el sendero, se
alejaban de mala gana al pasar ella. No había prácticamente nadie en el
edificio, pero Diane subió las escaleras y recorrió el pasillo hasta la Sala de
Investigadores y para su sorpresa encontró al hombre que quería ver.
—Hola, Frank. Te estaba buscando.
El hombre que estaba tras una mesa al lado de la ventana, bajó su revista y
sonrió. Ella observó que se trataba del periódico científico británico Nature.
—Bien, bien —dijo él— esto tenía que suceder. Debe ser la loción para
después del afeitado que estoy probando. Una cosa te voy a pedir, Diane: sé
amable conmigo.
—No te preocupes —contestó ella riendo—, no me acercaré a ti. Tengo
buena memoria… ¡No! —exclamó echándose hacia atrás cuando él inició a
medias un gesto de acercamiento—. Solo vengo a preguntarte algo.
¿Por qué tengo que representar esta pantomima cada vez? —se preguntó
un poco aburrida. Frank Van Gelder era un hombre casado desde hacía
tiempo, y de unos cuarenta y dos años, pero a veces se comportaba como un
adolescente. No obstante sabía mucho acerca del Canis lupus, el lobo gris, el
más característico, el abuelo de todos ellos.
—¡Bueno, pregunta! —le apremió Van Gelder, imperturbable.
—¿Hay muchos casos registrados sobre lobos grises que comen carroña?
Me refiero a carne que haya estado muerta durante algún tiempo.
Como siempre que se le preguntaba algo serio, Van Gelder se volvió serio
y atento.
—El Canis lupus come carroña —expresó pensativamente—, pero
solamente en casos de extrema necesidad. Y, en esas circunstancias, si puede

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conseguirla, come carne humana. Ya sabes, en viejos cementerios. Hay
muchos datos procedentes de Escocia y Europa central, de pocos siglos atrás.
A pesar suyo, Diane se estremeció, aunque Van Gelder no se dio cuenta.
—Pero —continuó—, al lobo gris le gusta comer carne fresca cuando
puede conseguirla.
—Entonces, ¿no te parecería lógico ver a los lobos grises, a muchos de
ellos, esperar para conseguir carroña, habiendo renos vivos en los
alrededores?
—Si un lobo gris comiera carroña en esas circunstancias —expresó Van
Gelder—, creo que sería un caso bastante especial. No, no me parecería
lógico que un grupo de lobos hiciera eso. Pero, ¿qué quieres decir con que
esperasen para conseguir carroña? ¿Te refieres a vertederos de basura, o algo
similar?
—Sí, algo así —respondió Diane, vagamente.
—Los osos polares, sí —puntualizó Van Gelder—. Ellos entran en los
vertederos de basura de las bases del Ártico. Creo que alguien escribió algo
sobre el tema; quizá fue Ingram. En todo caso, los lobos no lo harían, y menos
en grupos más o menos grandes.
Diane frunció el ceño.
—¿De cuántos lobos grises se puede componer una manada que se
desplaza? —preguntó ella.
Van Gelder la miró con curiosidad.
—Tú lo sabes tan bien como yo. Más o menos, como cualquier otra clase
de lobo, Diane. En grupos familiares, de seis, ocho o diez. En caso de mucho
frío, quizás hasta veinte.
—¿Pero no en grupos de cien?
Van Gelder soltó una carcajada.
—Claro que no. ¿Has estado leyendo folklore? ¿Qué clase de animal de
presa necesita a cien lobos para ser atrapado y compartido? No es necesaria
tanta cooperación para atrapar tres o cuatro renos. Aparte de que no hay nada
que se disperse más rápidamente que una manada de renos.
—Así pues, ¿sería asombroso ver a cien lobos juntos?
—Lo sería. No tiene objeto que cien lobos vayan juntos. Por lo menos
desde que murió el último mamut.
—¿El último mamut?
—Eso es —aseguró Van Gelder—. En el Pleistoceno, después de la Edad
del Hielo, las dos únicas criaturas que podían cazar a un mamut eran el Canis
lupus y el Homo sapiens. O sea, hombres y lobos. El hombre inventó trampas

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y armas, y el lobo desarrolló su velocidad y sus colmillos. Pero, además,
ambos aprendieron a cooperar dentro de sus propias especies. Supongo que
los lobos no podrían matar a un mamut solo con sus colmillos y en medio de
una pradera. Así es que, para conseguirlo, tuvieron que hacerlo a base de
velocidad y un número masivo de cazadores. Por ello formaron manadas de
más de cien animales. Un par de mamuts alimentaban así a una centena de
lobos, durante bastante tiempo. Pero desde que desaparecieron esos grandes
animales, aquella clase de organización social se vio desfasada y la evolución
tomó otras directrices. Hoy, no se necesitan más de tres o cuatro lobos para
matar a un caribú o un reno.
—Ya lo veo —comentó Diana pensativamente—. Bueno, gracias Frank,
eso es todo lo que quería saber.
—Tendrás que pagar por ello —la previno tranquilamente—. Te costará
dinero y tiempo. ¿Qué te parece si cenamos juntos la semana que viene?
Christine estará fuera.
—De ningún modo —cortó ella—. Además, estaré en Boulder.
—¿Boulder? ¿Y qué diablos hay en Boulder?
—Mi universidad.
—¿Quieres decir que tenéis una universidad en Boulder? —se mofó Van
Gelder, aparentando sorpresa—. ¿Una universidad de verdad? ¿Por qué soy
siempre el último en saber esas cosas?
—Muy gracioso —replicó ella, cerrando la puerta tras de sí. Durante todo
el camino de vuelta a su habitación, dejando atrás las soñolientas mariposas y
la salpicadora fuente, caviló sobre los lobos árticos de Stovin.

El Dr. Melvin Brookman ocupó la silla de alto respaldo y asiento tapizado en


piel en la antesala del despacho Oval, con aspecto preocupado. Pasados cinco
minutos, estaría entrando en el despacho para hablar con el Presidente de los
Estados Unidos. Era sobradamente conocido el carácter apacible del
Presidente, pero también que su paciencia tenía un límite. Y Brookman pensó
en la posibilidad de que aquella noche el límite quedara rebasado.
¿Qué le voy a decir? pensó con ansiedad. Bien, está el informe de Stovin,
para empezar. El Presidente tiene una copia, y yo tengo la otra. ¿Pero que es,
en nombre del cielo, el informe de Stovin? Leyendas esquimales, folklore,
sueños. Más alguna controvertida observación sobre volcanes. Justamente el
tipo de cosas que con tanta frecuencia le oímos a Lithman, vuelven otra vez a
nuestros oídos. También hay ese único testimonio personal sobre el enorme

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bloque de hielo en el estuario del río Mackenzie, que ni siquiera está en los
Estados Unidos. Y solo observado desde el aire, por supuesto. Un bloque de
hielo fuera de lo normal, es cierto, pero podría ser un iceberg encallado. Solo
Dios sabe lo que está costando todo esto. Parece ser que Stovin está
alquilando aviones como si fuera un petrolero de Texas. Y se supone que este
año debe reducirse el presupuesto científico en un diez por ciento. Si algunos
de los periódicos que se oponen al actual gobierno consiguieran esta
información implicarían a todo el sistema.
Pero…, ¡maldita sea!, hay algo extraño en esto. Lo siento en mi esternón,
y mi esternón nunca se equivoca. No es la existencia de cuatro malos
inviernos en el transcurso de los últimos seis. Ni el retorno de las malas
cosechas, ni los pequeños descensos de temperatura en el mar y en la
atmósfera que se están registrando. Todo eso había ocurrido anteriormente en
otras ocasiones. No tiene por qué significar necesariamente la llegada del
Apocalipsis. En cada generación hay media docena de científicos que
predican el Fin de la Civilización y, como todos sabemos, hay multitud de
publicistas que se hacen eco. Pero el Fin todavía no ha llegado; o quizá sí,
puesto que la civilización que nosotros conocemos muere un poco cada año
sin que nos apercibamos.
Ahora bien, esta vez hay algo diferente. Aquella cosa que ocurrió en
Hays, y para la que los científicos atmosféricos encargados llegaron a
elaborar una respuesta: un modelo matemático. Ingeniosa, sin duda, quizá
correcta. Pero ¿por qué esas cosas estaban sucediendo ahora? ¿Y lo de las
fotografías del satélite? Por otra parte, no se había producido ninguna protesta
rusa. Ni una sola.
—Dr. Brookman, puede usted pasar. El Presidente lo espera.
En el despacho Oval, solo la lámpara del escritorio estaba encendida.
Después de acompañar a Brookman hasta el interior del despacho, el
ayudante del Presidente se dirigió hacia una silla en la penumbra, a la derecha
de la mesa, bajo los gallardetes de los cinco ejércitos. Se quedó silencioso,
escuchando.
—Me alegro de verle, Mel.
—Gracias, señor Presidente.
El Presidente enroscó el delgado informe mecanografiado que tenía
delante. Brookman observó que este aún conservaba un precinto rojo de
seguridad, como el que había adornado su propia copia del informe de Stovin.
—Naturalmente, usted lo habrá leído. —Era una afirmación; no una
pregunta.

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Brookman asintió.
—¿Cree usted que ha descubierto algo?
—¿En qué sentido, señor Presidente?
Este observó a Brookman, en actitud pensativa. Allí estaba otra vez…
cuidadoso, sensible, legal, un modelo de hombre político. Por supuesto, no
hay nada de malo en dedicarse a la política, a pesar del desprecio que algunos
sienten hacia ella. Las organizaciones no pueden funcionar sin un hombre que
se dedique a ellas, y la Administración del Estado no es ninguna excepción.
—Quiero decir —aclaró pacientemente— si usted cree que esos
Danzantes se han producido regularmente en el Ártico, en el pasado.
—Las leyendas de este tipo se sustentan a veces en una base real —
contestó Brookman, sorprendiéndose a sí mismo.
—Porque si es así, Mel —prosiguió el Presidente—, nosotros podemos
estar comenzando a jugar una nueva partida de ese juego. Esto podría
significar que las condiciones del Ártico descienden hacia aquí. ¿Por qué?
—Stovin piensa que estamos ante los primeros signos de una nueva Edad
del Hielo —repuso Brookman.
—¿Pero cuando se iniciará esa Edad del Hielo? —insistió el Presidente.
—Stovin piensa que ya ha comenzado.
Cuando el Presidente volvió a hablar, había un cierto tono mordaz en su
voz.
—Ya sé lo que piensa Stovin, Mel. Tengo su informe delante de mí. Lo
que quiero saber es lo que piensa usted.
Brookman se rascó la ceja izquierda. Era un hábito que sus tres esposas
habían observado y deplorado sucesivamente. Significaba que se le hacía una
pregunta que le resultaba incómoda. Pero esta era una pregunta que no podía
eludir por más tiempo.
—Pienso —contestó indeciso— que hay una posibilidad entre veinte de
que Stovin tenga razón.
—¿Tan alta proporción? —se sorprendió el Presidente.
—Es probable.
—¿Y los demás están de acuerdo con usted?
—Solo uno.
—¿Quién?
—Chávez.
El Presidente abrió un cajón de la mesa de su despacho y sacó
rápidamente una hoja de papel, en la que había una relación de nombres.
—¿El botánico?

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—Sí, señor Presidente. Ha estado estudiando el crecimiento de las plantas
en el Ártico. Dice que la planta de los últimos tres años da muestras de una
similitud muy notable con respecto a los datos proporcionados por los fósiles
del último glacial.
—¿Glacial?
—Edad del Hielo, señor Presidente.
El Presidente se levantó bruscamente de su asiento, se dirigió hacia la
ventana donde se detuvo unos momentos. Luego fue hacia una de las
mecedoras amarillas, situadas frente a la chimenea, y sonriendo invitó a
Brookman a sentarse.
—Lo que ha ocurrido en Hays, que parece ser lo mismo que lo ocurrido
en Siberia y en el estuario del río Mackenzie, ¿qué es exactamente, Mel?
Stovin dice que es un Danzante, pero eso no nos ilustra demasiado al
respecto.
Brookman se inclinó hacia delante. Por fin tenía algo concreto sobre lo
que informar.
—Puse a dos hombres del equipo del Global Atmospheric, el grupo
estadounidense del GARP, a trabajar en ese asunto. Llegaron a una
conclusión, que parece bastante lógica.
—¿Sí?
—Hace un par de años, dos australianos realizaron la interpretación
matemática de un tornado. Esto era algo de lo que, sorprendentemente,
sabíamos muy poco. Desde entonces se ha estado experimentando sobre eso,
aunque quizá poco sistemáticamente. En líneas generales, ellos dijeron que un
tornado se inicia con una corriente de aire descendente dentro de una nube
tormentosa, la cual atrae aire adicional del exterior. Todo este aire gira, cada
vez con más rapidez, en espiral y alrededor del núcleo central de la corriente.
El extremo inferior de la espiral succiona más aire de la parte baja de la nube
y gradualmente se extiende hacia la tierra, como un dedo gigantesco. Nuestros
muchachos piensan que esto es lo que debió ocurrir en Hays, pero desde una
nube de nieve, provocando un tornado de hielo. El contenido de la espiral de
semejante tornado puede ser inimaginablemente frío. Es un fenómeno que
puede darse en temperaturas extremadamente frías, combinadas con un cierto
grado de viento; como los que podemos encontrar en el Ártico, en torno al
Polo.
—Y súbitamente —comentó el Presidente, pensativo—, ahora empieza a
ocurrir mucho más al sur.
—Sí —dijo Brookman—. Dos o tres veces, hasta ahora.

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—Y Stovin —recordó el Presidente—, piensa que esto inicia el camino de
una nueva Edad del Hielo.
Brookman no dijo nada.
—¿Cuánto tiempo —continuó el Presidente— dura el proceso hasta que
ese dedo monstruoso llegue a tocar la tierra?
—En un tornado —informó Brookman—, alrededor de treinta minutos.
Con el Danzante no tenemos la suficiente experiencia para saberlo, pero creo
que más o menos lo mismo. Lo cual puede darnos una cierta esperanza.
—¿Esperanza?
—Bueno, creo que si llegamos a identificar las etapas iniciales del
proceso, señor Presidente, nos será posible intentar algo para interferir su
desarrollo.
—Bien, eso puede ser importante, Mel. Al menos, dará la sensación de
que estamos actuando al respecto. Pero estaríamos combatiendo los síntomas
y no la enfermedad. Porque si estos síntomas indican que pronto sobrevendrá
una nueva Edad del Hielo… entonces las cosas dejan de ser tan
condenadamente importantes. Stovin tendría razón. Perderían toda su
importancia.
—No —intervino Brookman, dudando un instante antes de levantarse y
acercarse al gran mapa mural que el Presidente había mandado colocar, tres
años antes, en el muro opuesto a la chimenea.— Señor Presidente, si
aceptamos, y es mucho aceptar, que estamos cerca de un nuevo glacial y que
se repetirá el patrón del último, de hace 20 000 años, le recordaré lo que
sucedió entonces.
Brookman empezó a trazar sobre el mapa, con un dedo, una línea
ondulante partiendo de la costa oeste, a la altura de Vancouver, y bajando a
través de Montana, las dos Dakotas y las Grandes Planicies, hasta el suroeste,
a través de Iowa y Illinois. Luego volvió a subir a través de Kentucky del
norte, West Virginia, alcanzando finalmente el mar cerca de Baltimore.
—Esos eran, en líneas generales, los límites del hielo, hace 20 000 años.
El Presidente se levantó y se acercó al mapa.
—Stovin dijo que Chicago quedaría a más de un kilómetro bajo el hielo
—recordó—. ¿Podría esto hacerse extensible a Minneapolis, Filadelfia,
Pittsburg y Nueva York?
Brookman asintió.
—E incluiría también al resto del mundo —su dedo trazó otra línea—.
Toda la zona de las Islas Británicas situada al norte de una línea desde
Londres a Bristol, y a través de Europa y la Rusia europea. Abarcaría toda

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Escandinavia, la llanura germana, Berlín, Varsovia, Moscú y Leningrado,
para seguir hacia el este, por Siberia al Pacífico.
—¿Incluiría todo eso? —preguntó el Presidente.
—Todo —dijo Brookman.
—¿Y cuánto tardaría su… su hipótesis en afectar a toda la superficie que
usted ha mostrado?
—No lo sé —se disculpó Brookman—. Stovin piensa que sucedería
rápidamente; quizás en menos de una década. Y no es el único que piensa en
términos semejantes. Casi todos los que creen en la posibilidad de un nuevo
glacial, coinciden en que se extenderá con rapidez. Claro que rápido, en
términos geológicos, puede significar siglos. Pero, aún así, los problemas de
traslado de la población y de producción de alimentos serían gigantescos,
dado que las áreas afectadas serían casi las de mayor producción de alimentos
del planeta. Los únicos planes que podríamos hacer para esta eventualidad
estarían destinados a una población mundial de, como mucho, dos terceras
partes de la actual. Y usando una tecnología diferente para sobrevivir.
—¿Hay otros jefes de gobierno, en otros países, a quienes sus científicos
les hayan expuesto una hipótesis semejante a la suya? —preguntó el
Presidente.
—Es muy probable —dijo Brookman—. De hecho, estoy seguro de ello.
Sé que en Inglaterra, Ledbester se entrevistó con el Primer Ministro la semana
pasada. Y otros harán lo mismo. Pero siempre bajo secreto. En caso contrario
cundiría el pánico a nivel económico, social e incluso personal.
—De todos modos, vamos a tener que hablar con los demás —dijo el
Presidente.
—Debo recalcar que todo lo que le he dicho es una hipótesis —aclaró
Brookman—. Sé que no es muy satisfactorio, pero es lo único que puedo
darle. La verdad es que sabemos muy poco sobre el clima, aunque tengamos
satélites en órbita destinados a recoger datos del mismo. Y puede ser que
tanto Stovin como yo estemos equivocados, al igual que los demás. Un error
conduce a otro. Esto es algo que cualquier científico le puede confirmar.
Podemos estar equivocados.
—Observo que ahora emplea usted la palabra «nosotros», Mel —ironizó
el Presidente—. ¿Stovin lo está convenciendo?
—De alguna manera, sí.
—¿Está usted preocupado?
—Sí.
—Yo también lo estoy. —Y repitió—. También lo estoy.

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Y se quedó pensando un momento.
—Tendremos que encontrar algún camino para hablar con los demás sin
que todo el mundo se ponga histérico —dijo—. Aunque si tomamos alguna
clase de decisión, esto se descubrirá con bastante rapidez. ¿No dijo usted que
los problemas podían ser insuperables?
Brookman asintió.
—Me pregunto… si… —el Presidente alzó la cabeza, sonrió y miró hacia
el techo—. ¿Sabe usted? Yo no soy como Stovin. Yo tengo fe en Él. No creo
que nos haya traído aquí para dejarnos congelados para siempre.
Brookman no dijo nada.
—¿Ha oído hablar alguna vez de Nataniel Greene, Mel? —le preguntó el
Presidente.
Brookman negó con la cabeza.
—Bien, temo que él no pertenece a su campo. Pero el viejo Nat ha sido
siempre un héroe del mío.
Señalando el retrato de Washington sobre la chimenea, continuó:
—Nat Greene era el lugarteniente de Washington en los primeros días de
la campaña contra los ingleses. Nunca ganó una batalla importante, pero
nunca perdió una campaña. Él solía decir: «Luchamos, conseguimos vencer,
descansamos y volvemos a luchar.» Cuando yo era muchacho, pensaba que el
viejo Nat representaba a la clase de hombres a la que me gustaría pertenecer.
A continuación se levantó y le tendió la mano a Brookman.
—Gracias Mel, volveré a ponerme en contacto con usted muy pronto.
Tendremos que reunir juntos algún material y convocar algunas reuniones.
Hablar, hablar. Vamos a tener que hablar mucho en los próximos meses.
Cuando el gran hombre se hubo marchado, el Presidente se quedó un
momento en pie, frente a la chimenea. ¿Cómo había denominado Brookman
el fenómeno de Hays? ¡Un dedo gigantesco! A pesar suyo, experimentó un
ligero escalofrío. Inesperadamente, algo llegó a su pensamiento, y se dio
cuenta de que sus labios estaban murmurando palabras olvidadas durante
mucho tiempo:

El Dedo Móvil escribe y, terminado el escrito,


se va. Ni toda tu piedad, ni tu ingenio,
serán suficientes para rectificar la mitad de una línea,
ni todas tus lágrimas podrán borrar una sola palabra.

Insuperable, esta fue la palabra que empleó Brookman. Levantó la vista


hasta encontrar la mirada de Washington en el retrato.

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—Bien, señor Presidente —dijo el Presidente—, ya veremos qué pasa.

Yevgeny Soldatov contemplaba pensativamente el paisaje a través de la


ventanilla de la limusina gris, marca Chaika, que le transportaba desde el
centro de Moscú hasta el aeropuerto nacional de Domodedovo, 40 Km al sur
de la ciudad. El imponente coche oficial, conducido por un chofer, le había
recogido en la sede central de la Academia de Ciencias, situada cerca de
Leninsky Prospekt. En ese momento, el coche circulaba entre una tenue
aguanieve a través de los suburbios de Moscú. Grandes bloques de
apartamentos, sin estilo definido, aparecían de vez en cuando en medio de una
tierra estéril en la que empezaban a verse las huellas de las primeras nevadas.
Caminando por las aceras, se veían algunos peatones tocados con gorro de
piel y envueltos en gruesos abrigos, mientras otros esperaban en las paradas el
largo autobús azul salpicado de barro. Conforme el coche iba avanzando, los
edificios iban dejando paso, ocasionalmente, a pequeños bosques de abedules.
Era domingo por la tarde, y un grupo de jóvenes, probablemente
universitarios voluntarios, trabajaban pintando un puente de hierro.
Luego, la carretera cruzó a través de una extensa área de grandes bosques
de abedules que aparecían alineados cómo un regimiento y se extendían hasta
donde alcanzaba la vista. El corazón de Soldatov se animó. Soy un auténtico
siberiano —se dijo a sí mismo—. No tengo ningún afecto por Moscú.
Demasiada gente, y demasiados enredos en los asuntos. Y las colinas Lenin
no son un buen sustituto de la taiga.
La mayor parte de los moscovitas pensaban que estar destinado en una
ciudad siberiana, como Novosibirsk, era algo así como un castigo, como ser
apartado de la sociedad y recluido en la sede del tedio. Sin embargo, Soldatov
se había dado cuenta rápidamente que en la actualidad le gustaba
Novosibirsk, aunque la ciudad se mostraba ruda con frecuencia. En ocasiones,
recordó divertido, escaseaban algunos artículos o alimentos esenciales, como
la mantequilla. Pero, en cambio, tenían un ballet tan bueno como el Bolshoi.
Bien, casi tan bueno. Además, Novosibirsk, con sus dos millones de
habitantes, era una ciudad que iba a alguna parte, una ciudad con un futuro
libre de cargas históricas. Pero lo mejor de todo, en términos personales, era
que bastaba desplazarse a cinco kilómetros de la ciudad para encontrarse en
plena estepa siberiana y con la naturaleza en estado puro. Allí, bajo un cielo
azul helado, se extendía un horizonte infinito de color verde y gris plata, y
aún se podían encontrar alces, osos, zorros del ártico y martas cibelinas; y

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también lobos. De hecho, Kovalevsky le había contado que aquel año había
más lobos que nunca. Y hacía unas semanas que también abundaban las
mariposas que tanto le gustaban a Valentina. Por un momento, recordó su
imagen: menuda, de tez oscura, decidida y hermosa; y sintió el deseo de estar
de vuelta en su confortable dacha, en Akademgorodok, situada fuera de la
ciudad. Pero, en aquel momento, Novosibirsk y Akademgorodok se hallaban
a cuatro mil kilómetros al este, a cuatro horas de vuelo. En Moscú era la hora
de comer, pero en Akademgorodok debía estar anocheciendo.
El Chaika penetró en la fangosa área de maniobras del aeropuerto,
dirigiéndose hacia las puertas laterales. El director del aeropuerto se adelantó
a recibirlo, mientras el chofer abría la puerta. Conversando sobre
trivialidades, bajaron la escalera que conducía al comedor privado, donde una
sola silla estaba junto a la mesa en que le esperaba su comida, compuesta de
huevos duros, caviar rojo, pollo en escabeche, pepinillos a la vinagreta y una
copa de vino de Tsinandali. Dejó el resto de la botella. Sin duda, el camarero
apreciaría este detalle.
El Il-62 estaba completo. El avión a Novosibirsk siempre iba lleno. Una
altiva y bien proporcionada azafata rubia, con las doradas alas de Aeroflot
prendidas en su uniforme lo reconoció y se dirigió a él para preguntarle si
deseaba alguna cosa. Dos horas después, rehusó la comida del avión,
compuesta de pollo y arroz, la mejor de Aeroflot, ya que no le gustaba. Se
contentó con un vaso de zumo de naranja. Prefería esperar a comer en casa lo
que Valentina le hubiera preparado. Quizá trucha fresca de Obi, que estaba a
solo kilómetro y medio de su dacha. Momentos después, cerró los ojos y se
quedó dormido.
Al llegar a su destino, había un coche esperándolo, y cincuenta minutos
después de aterrizar, en la fría noche, ya estaba en casa. Valentina olía bien,
sabía bien. Él había acertado. Cenarían truchas. Después de comer, se
sentaron a hablar.
—Bien —empezó Valentina—, ¿salió como tú querías? ¿Te escucharon?
¿Qué dijo Golovine?
—Se puso en guardia, como de costumbre —respondió Soldatov—. ¡Por
Pedro! —exclamó en recuerdo de su profunda admiración infantil por Pedro
el Grande—, siempre me pregunto cómo puede funcionar la Academia con
hombres como Golovine, cuya única preocupación es la de no comprometerse
con nada ni con nadie.
Ella lo miró fijamente.

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—Espero que no hayas dicho eso en la reunión, Geny. Ni él ni los demás
dejarían pasar una ocasión como esa.
—Desde luego que no. No soy tonto. Pero, de todos modos, ellos saben lo
que pienso.
—¿No obtuviste ningún respaldo?
El rostro de él se iluminó levemente.
—Alguno. Por supuesto, de Galia. A veces pienso que él tiene más
sentido común que todos los demás juntos. También tenía al lobby siberiano
detrás mío. Efrimov, Krivitsky, Mashukov…, todos ellos me apoyaron. Claro
que —y rio un poco forzado—, hasta cierto punto.
—¿Y los otros?
—Bastante hostiles. Gorshkov dijo que estaba exagerando demasiado. Y
dio a entender que lo que yo quería era formar un pequeño imperio personal
en la Unidad de Investigación. Muchos estuvieron de acuerdo con él, mientras
Golovine seguía sonriendo como si fuera una imagen china.
—Pero, después de todo, tú eres el Director del Instituto —dijo Valentina
indignada—. Tienen que escuchar…
La risa de Soldatov, ahora más espontánea, la interrumpió.
—No hay «tienen» que valga, cariño. La Academia está constituida, en
apariencia, como una democracia científica. Y la rama siberiana es tan solo
una parte de ella.
—Pero esas cosas han estado ocurriendo, por lo menos aquí, en Siberia.
—Gorshkov dice que son manifestaciones locales y pasajeras, y tiene todo
un equipo de incondicionales. Ya sabes cómo funcionan estas cosas. Ellos
creen que hemos tenido un mal invierno y un verano pobre, y que estamos en
unas condiciones bastante anormales. Gorshkov dice que no hay motivos para
alarmarse.
—Gorshkov es agrónomo —comentó ella agriamente—. Su dacha, su Zil,
su… su tocadiscos americano… A propósito, ¿sabes que ha conseguido uno?
Sí, apareció súbitamente la semana pasada… todos esos enredos se preparan
en las Tierras Vírgenes. Bueno, él no va a decir: «Sí, Geny, sí, probablemente
tienes razón. Nosotros deberemos replantearnos el asunto. Lo mandaremos de
vuelta al comité.»
—Pero yo estoy en lo cierto —protestó Soldatov, obstinado.
Ella se levantó de repente y se sentó en el brazo del sillón de Soldatov,
acariciándole su corto cabello negro.
—Bien, si tienes razón, y yo creo que la tienes, esto pronto se hará
notorio.

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—Ya es notorio ahora —insistió él—. Si Gorskov tuviera ojos para ver. El
Comité Central escucha a Golovine y a Gorshkov, no a mí. ¡Oh! Ellos son
bastante amables. En realidad, piensan que soy… bueno…, el director más
joven del Instituto Climatológico de toda la historia soviética. Brillante, pero
joven. Y con tendencia a sobreexcitarse.
—Espera, y verás —le aconsejó Valentina, en tono tranquilo. Pero él no le
prestó atención.
—¿Sabes que los americanos han tenido uno? El coronel Koshkin nos
mostró, en la reunión, una fotografía tomada por satélite.
—¿Y qué dijo Gorshkov a eso?
—Que era una ventisca, una fuerte ventisca. Parece ser que así lo
denominan sus periódicos. ¡Increíble!
—Espera y verás —repitió Valentina.
—Esperaremos —asintió Soldatov—, hasta que sea demasiado tarde.

—Bien, tengo preparada una serie de preguntas para hacerle mañana al


computador —informó Stovin a Diane Hilder.
Después de sentarse en un agradable reservado del Royal Boulder Inn,
miraron durante unos instantes el constante tráfico moviéndose entre las
nubes de gases de la Interestatal, a través del ventanal del restaurante. La
camarera acudió, balanceando al caminar su rubia cola de caballo. Una
estudiante que trabaja para pagarse los estudios, pensó Diane. Después de
pedir costillas, patatas asadas y tostadas de Texas, Diane miró afectuosamente
a Stovin.
—No eres exactamente lo que se dice un hombre de computadora, ¿no es
cierto, Stovin? —comentó ella—. Pero si el computador no puede ayudarte,
no hay nada que pueda hacerlo.
—Todos somos hombres de computadoras, hoy día —dijo él—. No puede
ser de otra forma. La nuestra es la mejor máquina que existe, pero solo
funciona con los datos que nosotros le proporcionamos. Es una computadora
de investigación Cray One, no un genio. Y no podemos darle suficiente
información. Si se desea obtener respuestas correctas sobre climatología, e
incluso sobre meteorología, hay que nutrirla partiendo de cero. ¿Cómo
podemos conseguir esa clase de información? Hay montones de datos que
provienen de globos sonda, satélites, barcos, estaciones meteorológicas, bases
especializadas, etc. Pueden procesarse hasta un millón de temperaturas, pero a

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veces pienso que sería mejor procesar los interiores de un pollo, como hacían
en tiempos de Platón.
—Ya te dije —recalcó Diane—, que no eres un hombre de computadora.
Algunas personas dirían que estás anticuado.
Stovin no respondió, miró hacia el exterior a través del ventanal de la
cálida habitación. Estaba empezando a nevar. Otra nevada temprana. Entre la
carretera y el Royal Boulder Inn, las hojas de los árboles estaban
completamente cubiertas de nieve. Como un disco anaranjado, el sol se ponía
en un claro, entre las nubes que se apilaban como un penacho violeta sobre las
montañas Flatirons. Voy a subir allí esta noche, pensó Stovin. Pediré un coche
provisto de cadenas. Hay pendientes muy pronunciadas en la carretera del
Centro, y no deseo llegar en camilla. Miró nuevamente a Diane, a su rostro
delgado e inteligente, enmarcado por su corta cabellera rubia, sus hombros
cuadrados, sus pequeños pechos.
—Tengo que contarte algo respecto a los lobos, Stovin —le adelantó
Diane—, pero primero dime que hay de esas leyendas esquimales.
El pastel de arándanos había desaparecido antes de que Stovin hubiera
terminado de relatar todo lo referente al Katmay, Bisby y el Danzante de la
línea de Demarcación. Mientras tomaban el café, ella contó la conversación
que había tenido con Van Gelder. Stovin se quedó pensativo durante unos
instantes.
—Entonces, ¿qué es lo que puede explicar la conducta de los lobos? —
preguntó finalmente—. Porque de eso estoy seguro, Diane. Se desplazaban en
manadas de cien, aproximadamente. Y otros muchos estaban sentados,
esperando.
—No lo sé —respondió ella—. ¡Que me maten si lo sé! ¡Ojalá pudiera
haberlos visto! Aunque…, hay una posibilidad… Es un factor que a los
zoólogos no les gusta demasiado tener en cuenta porque no se puede medir.
Pero, indudablemente, está en todos los animales.
—¿De qué se trata?
—De la memoria ancestral —contestó ella—. Es posible que algo se haya
activado en la mente de esos lobos, algo que estaba enterrado en su
inconsciente y que pasó hace mucho, mucho tiempo. Pero este debe ser un
poder latente y universal, y por él empiezan a comportarse como lo hacían los
lobos de hace 20 000 años. Como Van Gelder dice que lo hacían entonces.
—¿Hace 20 000 años?
—Exacto —aprobó ella—. En la gran Edad del Hielo.

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Al darse cuenta de que el taxi que había pedido estaba en la puerta, Diane
se levantó de la mesa, dándose unas palmaditas en el estómago como era su
costumbre.
—¡Dios mío, Stovin! —exclamó—. Comer contigo es matar cualquier
régimen. ¡Tostadas de Texas y pastel de arándanos! Esto es jugar a la ruleta
rusa con mi cálculo de calorías.
—Todos tus cálculos parecen mantenerte con la figura adecuada —le
respondió él sonriendo—. Se inclinó hacia adelante para darle el
acostumbrado beso en la mejilla pero, bruscamente, ella apartó la cara y, besó
con rapidez a Stovin en la boca.
—¡Telefonéame! —se despidió—. De todos modos, me encanta jugar a la
ruleta rusa.
Mientras el taxi arrancaba y desaparecía por el desvío hacia la autopista,
él se dio cuenta de que su corazón latía más aprisa.

Zaid ag-Akrud caminaba lentamente por la abrasadora planicie hacia el


camello, el cual eructó y levantó su labio superior dejando al descubierto sus
oscuros dientes manchados y un solitario abrojo del desierto. Zaid estaba en el
borde del reg, una planicie estéril y sembrada de guijarros, que se extendía
durante muchos kilómetros hasta el verdadero mar de arena del Sahara.
El camello y la camella eran todo lo que Zaid poseía, junto con las tres
últimas cabras que ahora estaban pastando. Levantó la vista hacia las
montañas de Ahagaar, que por el efecto del calor de la tarde parecían moverse
en el horizonte. El sol era un disco brillante de color blanco. Una avispa, que
volaba débil y erráticamente, rozó por un instante el velo azul oscuro que los
tuareg usaban para proteger su rostro del viento caliente y la arenisca del
desierto. Sorprendido, la ahuyentó con la mano. Era el único ser viviente,
aparte del camello, que había visto desde hacía dos horas.
Zaid estaba preocupado, aunque sabía que los cambios que se habían
producido no eran importantes. En su mano derecha llevaba la trampa
consistente en una red vegetal que debía poner a las gacelas aquella tarde. El
largo sendero pedregoso había sido usado por generaciones de gacelas cuando
por las tardes iban a beber en el pequeño lago de Zanda, quince kilómetros
más lejos. A las gacelas les gustaba ir por allí porque podían ver una amplia
extensión de terreno alrededor suyo y, por lo tanto, burlar sin temor a las
hambrientas hienas y chacales que subían desde las zonas sin vida por las
nuevas sequías del sur. Pero habían pasado varias semanas sin que apareciera

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ninguna gacela. Y aquella era la sexta estación de sequía. Sin la lluvia, el
desierto no alcanzaba su breve floración. Sin la lluvia, los camellos y las
cabras enfermaban y morían. Y la carne y la leche en que basaban su alimento
los tuareg, morían con ellas. El mundo estaba cambiando, y Zaid tenía
decisiones que tomar.
Cuidadosamente, alejando a su camello, puso la trampa a la sombra de un
arbusto espinoso, justamente donde una gacela que se dirige a beber pararía
para tomarse un momento de descanso. El camello estaba echado ahora.
Tirando de la anilla de su nariz, a pesar de sus enojados bramidos, logró
ponerlo en pie, y emprendió viaje de vuelta hacia el campamento, situado en
las estribaciones del Ahaggar. No lo montó, porque el camello había dado
muestras de debilidad durante la semana anterior. Era mejor reservar sus
fuerzas, ya que dependería de ellas en el tiempo venidero. Zaid tenía un
proyecto en su mente.
Cuando entró en el campamento dos horas más tarde, estaba cansado y
sediento. Un par de perros salvajes se peleaban en las afueras de la alambrada
de espinos, mientras un gran rebaño de cabras bajaba de las pedregosas lomas
que dominaban el campamento. Zaid se irguió un poco y, ajustándose el velo
sobre la cara, se acercó a través del polvo para atar al camello.
Su esposa Zenoba había iniciado ya el ritual del té, después de que uno de
sus hijos hubiera corrido desde la barda para avisarle de su llegada. Fuera de
la tienda, de piel de cabra teñida de rojo, había encendido un fuego donde
hervía la tetera de aluminio. Una vez hecho el té, lo vertió cuidadosamente en
un vaso. Zaid bebió. Se sentó sobre una piel de cabra, en el frescor de la
tienda, habló unos momentos con su esposa Zenoba y sus jóvenes hijos
Hamidine y Mohammed, dio unas palmaditas en la cabeza de su hijo menor
Ibrahim, y comió un bol de gachas de mijo. Después, salió. En medio del
pequeño campamento formado por diez familias tuareg, se asentaba la tienda
de su jefe, Moussa. Sus paneles azules se movían en la brisa de la tarde.
Semama, la esposa del jefe, se escurrió fuera, como un lagarto de arena, tan
pronto como Zaid entró. Él se sentó junto a Moussa. Mantuvieron una
discusión pausada, cortés, sobre el estado de los pastos, el progreso de la
sequía, la desaparición de las gacelas y el estado de las cabras, mientras
Semama les servía el café. En cuanto se quedaron solos, Zaid miró al otro
hombre.
—Sobre lo que hablamos la semana pasada, he tomado una decisión. Me
voy pasado mañana.

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Moussa le miró en las sombras de la tienda. Fuera, el sol se había puesto,
el viento del desierto era helado y las estrellas brillaban como diamantes.
—¿E Ibrahim, el más joven de tus hijos?
—Dios lo cuidará. No puede prosperar aquí. Un niño no puede crecer sin
carne.
—Es verdad. ¿Vas a casa de Husseyni, en Tamanrasset?
—Sí. Es el hermano de mi madre. Posee grandes rebaños.
—Son tiempos difíciles, y será un duro viaje. Deseo que tú y los tuyos
tengáis suerte.
Zaid se puso de pie.
—Y que también haya suerte para ti, Moussa. No desgracia.

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INVIERNO

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7

Irina Mikhaylova fue el primer ser humano de Novosibirsk que oyó los pasos
del Danzante. Los perros de la factoría que bajaban la calle quizás ya lo
habían advertido. Ella no estaría nunca segura si habían sido sus aullidos los
que la habían despertado o si la sensación de una salvaje inquietud la había
obligado a abrir los ojos. Estaba acostada junto a su esposo Nikolai, en el
pequeño apartamento 131, de dos habitaciones, que ocupaban en uno de los
bloques de viviendas de la ribera izquierda del río Obi. Ahora estaba
despierta, temblando. Las familiares luces del dragaminas del Birsk se
reflejaban en el blanco techo de la habitación, desplazándose lentamente
sobre su cabeza, en su tarea nocturna de despejar los hielos. Se oía un ruido
difuso y golpeante, como un distante mugido… Repentinamente, Irina se
levantó y se acercó a la ventana. A través del resplandor de la tenue nevada,
pudo ver las luces de la calle Sverdlov, en la ribera opuesta del Obi, y la
intersección con la Krasny Prospekt. Cuando miró su reloj despertador,
comprobó que eran las cuatro y media de la madrugada, por lo que aún
faltaban dos horas para el amanecer… y el ruido estaba aumentando.
—Nikolai —llamó a su marido.
Este dio media vuelta en la cama, aún dormido.
—Ocurre algo muy extraño, Nikolai. ¡Escucha…! ¡Oh!
En medio del ruido que aumentaba, el edificio se estremeció como si
hubiera estado construido en cartón piedra. La fotografía del padre de Nikolai,
en la que aparecía vistiendo el uniforme del Quinto Regimiento Acorazado,
cayó de la pared, y los platos y las tazas del aparador chocaron entre sí
estrepitosamente. Los marcos de las ventanas se desencajaron y los cristales
dobles saltaron en pedazos, volando hacia la noche siberiana. Y así el aire
helado, a veinte grados bajo cero, penetró en el apartamento 131.
Irina retrocedió ante el golpe de aire frío, al tiempo que Nikolai acudía a
la ventana rota.
—¡Mira…! ¿qué…?
Nikolai la cogió fuertemente.
—Apártate, Irina.
Ella se aferró a él sin decir nada, pero se quedaron junto a la ventana. En
aquel instante se apagaron las luces del dragaminas Birsk y, simultáneamente,

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las de las calles Sverdlov y Krasny Prospekt, y las del puente sobre el Obi. Y,
en aquel mismo momento, Nikolai e Irina vieron al Danzante.
Apareció sobre el puente del Obi, una blanca columna gigantesca
trepando hacia el cielo nocturno cargado de nieve, girando tan rápidamente
que sus bordes se veían borrosos. Al acercarse, con un estruendo que
aumentaba gradualmente, el bloque de viviendas se estremecía cada vez más.
A través del continuo rugido, Irina y Nikolai oyeron por última vez el sonido
de la sirena del dragaminas, que se interrumpió bruscamente. Casi al instante,
se oyó un estruendo terrible al partirse el puente ante el colosal peso del
Danzante, hundiéndose en el río y partiendo el hielo que había sobre el Obi.
Estupefactos, Irina y Nikolai vieron que donde el puente había estado minutos
antes, se elevaba ahora una enorme muralla de hielo y nieve en medio de la
noche. Ya no existía la calle Sverdlov, ni Krasny Prospekt, ni la orilla derecha
de la ribera. De hecho, no existía el río Obi. En la zona de la ciudad que
atravesaba el río, se elevaba, siguiendo el curso del mismo, una gran muralla
de hielo que se asemejaba a una descomunal almena. La nevada se había
vuelto tan intensa, que apenas pudieron divisar ya al Danzante, cuando este,
moviéndose en diagonal a la dirección que tuviera el puente, se dirigió hacia
el centro de la ciudad.
Irina temblaba incontroladamente, y Nikolai medio empujándola, medio
arrastrándola, logró apartarla de la ventana e introducirla en la otra habitación
del apartamento 131. Una vez allí, cerró la puerta para evitar, en lo posible, la
corriente de aire helado. Desde la calle, les llegó un grito lejano.
—El puente ha desaparecido —dijo Nikolai—. Estarán formando patrullas
de rescate. Quizá debería…
Se interrumpió indeciso e Irina alzó su tez lívida hacia él.
—¿Patrullas de rescate? —comentó, haciendo un poderoso esfuerzo por
mantenerse tranquila—. ¿Para qué? ¿No has visto lo que ha sucedido?
—¿Qué? —preguntó él estúpidamente.
Ella no pudo controlar su voz por más tiempo.
—¡La ciudad! —gritó estridentemente—. La ciudad ha desaparecido. Ya
no hay nada en la otra ribera del río. Novosibirsk ha desaparecido.
—No puede haber desaparecido —empezó a decir él, pero ella negó con
la cabeza.
—Te repito que ha desaparecido, Nikolai.
Él la cogió fuerte y bruscamente de los brazos, y la zarandeó con
violencia.

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—¿Te has vuelto loca, Irina? Hay un millón de personas allí fuera. ¡No
pueden haber desaparecido!
Ella se revolvió desesperadamente, presa de un súbito paroxismo.
—Novosibirsk ha desaparecido —repitió lentamente—. Son los
americanos…, o quizá los chinos. Hemos sido aniquilados.
—No seas tonta —le reprochó él mientras se ponía su abrigo más grueso y
unas orejeras sobre su gorro de piel—. Bajaré a la calle. Si el puente ha
desaparecido, necesitarán ayuda. No te preocupes. Podremos estar
mínimamente cómodos si arreglamos la ventana de la otra habitación. Stefan
tiene unas láminas de plástico en el sótano. Encárgate de tapar con algunas de
ellas el hueco de la ventana, o nos helaremos aquí dentro. Voy a encender la
luz.
Accionó el interruptor, pero la luz no se encendió. Irina le observó sin
decir palabra, y él se encogió de hombros.
—Habrán tenido problemas en la central eléctrica con una ventisca así.
Probablemente el ascensor tampoco funciona. Tendré que bajar a pie. Irina,
arregla pronto lo de la ventana. Tendrás que subir el plástico por la escalera,
aunque no creo que pese demasiado. No tardes mucho, pues no debemos ser
los únicos que hayamos sufrido este percance y no creo que haya suficiente
para todos. Si Stefan te dice algo, le contestas que lo haces por indicación
mía. ¿Has comprendido?
Ella asintió con la cabeza y él la observó durante unos instantes. Sin
agregar nada más, salió del apartamento. Irina permaneció sentada durante
casi un minuto en el pequeño cuarto de estar, antes de levantarse y volver al
dormitorio. Hacía un frío tremendo, se cruzó más su bata y echó un vistazo
por el hueco de la ventana. Un interminable desierto blanco se extendía ante
sus ojos y, de cuando en cuando, se veían brillar en la oscuridad algunos
puntos de aquella irregular superficie que ahora ocupaba el lugar de
Novosibirsk.
—Todo se ha ido —murmuró—. Todo.

—Te digo, Sto, que no tienes la menor idea de lo que ha sido esto en el
Consejo —dijo Melvin Brookman, inclinándose hacia delante y hablando con
seriedad. Prácticamente, todos los climatólogos de Estados Unidos desean ir a
Novosibirsk. Todos los climatólogos del mundo, creo yo. Pero los soviéticos
no quieren permitirlo. Esto no es para ellos un fenómeno científico, desde
luego. Casi doscientos mil muertos representan una verdadera tragedia

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nacional. Te han solicitado a ti. A ti y a otro científico, a decidir por nosotros.
Por tanto no hay problema. El tuyo es el primer nombre de la lista que le di al
Presidente, y él estuvo de acuerdo.
—¿Por qué yo? —preguntó Stovin, con curiosidad. Estaban sentados en el
confortable apartamento que Brookman poseía en Washington, a un par de
manzanas del Puente Búffalo. Brookman le había citado allí aquella mañana,
justamente setenta y dos horas después de lo sucedido en Novosibirsk. Stovin
se dio cuenta de que había dos libros suyos sobre el escritorio de Brookman.
—¿Por qué yo, Mel? —insistió—. No quisiera hilar demasiado fino, pero
no nos hemos mirado con muy buenos ojos en el pasado.
—No es necesario que te mire con buenos ojos ahora tampoco —arguyó
Brookman—. Pero siempre hemos sido amigos, a pesar de nuestras
diferencias ocasionales.
Stovin asintió.
—Eso es verdad, pero no es razón suficiente para…
—El Presidente quiere que seas tú —le interrumpió Brookman—. Le
causaste muy buena impresión en la primera reunión. Ahora bien, ¿quieres ir
o no?
Stovin soltó una carcajada.
—Naturalmente que quiero ir. ¿Quién no querría? Pero no voy a ir como
espectador. Quiero poder hablar, cuando esté allí.
—No creo que haya demasiadas dificultades para eso —le aseguró
Brookman, más animado—. Aparentemente, el tipo ruso que firmó la carta,
Soldatov, fue uno de los que propusieron tu nombre.
—¿Soldatov? —dijo Stovin, pensativo—. Sé algo sobre él. Es joven, si
recuerdo bien, pero ha hecho algunos trabajos buenos sobre los volcanes… Él
no es un glaciólogo, creo. Si tuviera algo sobre la Edad del Hielo, yo lo
hubiera leído.
—Bueno, él es uno de los que te tienen en lista —confirmó Brookman—.
Ahora bien, ¿qué hay en cuanto al segundo visado? ¿A quién escoges como
acompañante? Voy a dejar eso a tu elección.
Stovin sintió una súbita e inesperada sensación de afecto por aquel
hombre. Su mundo científico se derrumbaba y él estaba ya intentando
adaptarse a las circunstancias. Brookman no sería nunca un gran científico,
pero su habilidad para responder adecuadamente a las nuevas situaciones
significaba que nunca dejaría de ser una persona necesaria.
—¿Y por qué no tú, Mel? —propuso gentilmente—. Si tú vinieras, tendría
a alguien que me mantuviera a raya.

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Brookman rio.
—No. Es una oferta muy amable por tu parte, pero no. Soy demasiado
viejo, gordo y conservador. Tú necesitas una persona joven, alguien que sea
capaz de introducir nuevas ideas en tu propia cabeza. Por ejemplo, en
Berkeley tenemos a Fisher. O puedo conseguirte a Bongartz. Algún día este
será otro Stovin. ¿Qué te parece?
Stovin asintió.
—Sí, Bongartz lo haría muy bien. Pero, de momento, mantengamos el
segundo visado en suspenso Mel. Quiero pensar un poco en ello.
—Bien, pero no tardes demasiado. Tú sabes cómo son los soviéticos.
Querrán tener los nombres cuanto antes. Además, todo pasará por la KGB;
eso es seguro. Podemos darlo por descontado. Aunque me imagino que no
tendrán nada contra Bongartz o contra ti.
Stovin ya estaba inmerso en sus pensamientos. De pronto, tomó una
decisión.
—Hay otra complicación Mel. ¿Dices que ofrecen visados para dos
científicos?
—Exacto.
—Pues quiero un tercer visado. No, no para un tercer científico. Un
visado ordinario. Deseo llevar un ayudante.
—No pasarán por eso —dijo Brookman—. Además, Bongartz puede
actuar como asistente tuyo.
—No me refiero a un ayudante científico. Pienso en alguien
completamente diferente. En un hombre que inició a mi mente en otros
caminos de pensamiento hace pocas semanas.
—¿Quién?
—Bisby, el piloto de Anchorage. El que me llevó volando hasta el mar de
Beaufort, ¿recuerdas? Está en mi informe.
—¿Para qué diablos lo necesitas? Sí, ya lo recuerdo. Pero estuvo en la
Fuerza Aérea, y en Moscú nunca lo aceptarán. Pensarán que estamos
tramando algo… alguna clase de truco.
—Mel, lo necesito porque conoce bien el norte. ¡Maldita sea! Nació allí;
es medio esquimal. Escucha Mel, puedo deambular por Siberia y ser
informado de todo, pero yo no conozco el norte. En cambio, con Bisby tengo
la posibilidad de acceder a toda una información que, normalmente, me
estaría vedada. Su experiencia puede ser muy importante para mí. Además,
hay algo en ese hombre que me intriga. Posee una mentalidad realmente
original. Y gloriosamente indisciplinada.

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—Lo intentaré, Sto —se resignó Brookman, no demasiado convencido—.
Pero no creo que lo consiga.
—Si no hay Bisby, no hay Stovin —le advirtió.
—¿Qué quieres decir?
Stovin sonrió.
—Lo que he dicho. ¿No es verdad que Moscú ha solicitado mi presencia?
Muy bien, eso tiene un precio. Ellos lo comprenderán. El precio es Bisby.
—Quizá, quizá.
Brookman apoyó su mano sobre el hombro de Stovin.
—Yo pensaba que esta era la única maldita cosa que estaba yendo
demasiado bien. Sin obstáculos. Pero debía haber tenido en cuenta que
contigo siempre surge cierta cantidad de ellos.
—Con los rusos también. Tú lo verás. Protestarán, se enfadarán, pero
enviarán el visado.
—Espero que tengas razón.
Tras accionar la cerradura de seguridad, Brookman abrió uno de los
cajones de su escritorio y sacó de él una carpeta de documentos.
—Esta es tu copia del informe que enviaron los rusos para nosotros, Sto.
Es un documento importante.
—¿De veras?
—Sí. Es un informe muy completo, teniendo en cuenta que procede de
una agencia de la Unión Soviética. Puedo opinar con propiedad sobre este
tema porque recibo informes de este tipo constantemente, de todas las partes
del mundo —dijo Brookman, sonriendo—. Pero este es uno de los informes
más sinceros sobre una catástrofe interna que yo haya recibido jamás. Debe
haber provocado mucho revuelo en Moscú antes de que le permitieran a
Soldatov que nos lo enviara. Realmente, deben estar asustados…
Stovin dio unas palmaditas sobre la carpeta.
—¿Nos dan datos tales como temperatura, velocidades verticales; algo de
ese tipo?
—Sí, algunas. Tenían un monitor climático en funcionamiento a pocos
kilómetros de distancia, en ese complejo científico que han construido allí. Se
llama Akademgorodok. El monitor, que estaba funcionando rutinariamente
sobre parámetros normales y a la temperatura aparentemente justa, se salió de
la escala.
—¿Cuál era la escala?
—Estaban usando el Oymyakon standard. Sus instrumentos estaban
preparados para registrar temperaturas de hasta sesenta grados bajo cero.

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Stovin silbó, sorprendido.
—¿Y se les salió de la escala? ¿Fuera del Oymyakon standard? Mel eso es
mucho frío. Dios sabe que ha habido bastante información en los periódicos
durante los dos últimos días, pero no insinuaban nada de esto.
—Exacto. Son unos datos aterradores. Y todos, incluso tú, deberíamos
mantenerlo en secreto. Debes tener en cuenta que el monitor que rompió su
escala no estaba en el centro del maldito Danzante, o como quiera que lo
llames, sino en un extremo.
—¿Han procesado ya los datos?
—El director del NCAR los tiene en su poder. Quiere que vayas a Boulder
y los insertes en el computador. El gobierno teme que pueda extenderse el
pánico si la gente llega a enterarse de que estas cosas van a empezar a suceder
aquí o en cualquier parte del hemisferio norte. Por esto, ahora solo el director
del NCAR, tú y yo tendremos acceso a esos datos. Bueno, el Presidente
también, aunque supongo que no significarán gran cosa para él. Nosotros
podremos empezar a aclararle las cosas cuando el computador las haya
ordenado. Aunque creo que ni siquiera nuestro supercomputador podrá sacar
mucho de ellas. Como verás están muy lejos en el camino de las conclusiones
completas. No te sorprendas. Nadie en Akademgorodok podía preveer ni
remotamente temperaturas por debajo de los sesenta grados bajo cero…, y en
octubre.
—No —dijo Stovin, levantándose—. Bueno, es hora de irme. He de tomar
esta tarde el puente aéreo a La Guardia.
Brookman le tendió la mano.
—¿Piensas volar mañana a Denver desde Nueva York?
Stovin asintió.
—Tengo que comprar algunos materiales en Nueva York. Después tengo
que ir a Boulder para… bueno, por motivos personales. Y, desde luego, he de
concertar una visita al computador.
Brookman aprobó con un gesto de cabeza.
—Naturalmente, todavía no hay fecha para Novosibirsk. Los soviéticos la
fijarán cuando les vaya bien. Me pondré en contacto contigo en cuanto sepa
algo. Y hazme saber el nombre del segundo científico para el visado tan
pronto como puedas. Si es Bongartz no habrá problemas. Puedo arreglármelas
para que él quede libre de sus funciones. En cuanto al visado para Bisby… ya
veremos.

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En Nueva York, al día siguiente, Stovin subió por la Quinta Avenida a
Brentano’s, donde pasó noventa minutos y compró ocho libros. Tres horas
más tarde, y a una altura de diez mil metros sobre Illinois, pudo leer la última
página del informe de Soldatov. Miró sin ver por la ventanilla del Boeing de
United Airlines, que volaba a ochocientos kilómetros por hora sobre una capa
de nubes entre cuyos claros se divisaba la borrosa sombra gris y verde del
medio oeste norteamericano. ¿Cómo me siento ahora? se preguntó con cierta
amargura. Supongo que justificado. Nadie se atreverá ya a afirmar que lo que
ocurrió en Novosibirsk fue una especie de aberración climática casual. No
con —miró nuevamente con horrorizada fascinación la cifra estimada en el
informe de Soldatov—, 180 000 muertos. Aquella cifra representaba la casi
totalidad de la población de, digamos, Salt Lake City.
Cogió un ejemplar del New York Times que había en el desocupado
asiento contiguo. El artículo sobre el tema en cuestión ocupaba toda la
primera página, donde se exhibía asimismo, un mapa de Novosibirsk y una
fotografía de la ciudad en mejores días: «Creíble Índice de Mortalidad en el
Horror del Invierno Soviético», decía el titular. Y al lado, en letras más
pequeñas: «Rusia rechaza la ayuda de un equipo de la ONU». Con un gesto
cansado, dejó caer el periódico en el asiento vecino. Esta era la clásica
reacción soviética ante las catástrofes internas: esconder la cabeza en el
caparazón como una tortuga asustada. No mostrar al mundo lo que pudiera
parecer un punto vulnerable, e informar lo menos posible. Desde Pekín a
París, los periódicos de todo el mundo especulaban sobre la tragedia
basándose en muy pocos hechos concretos. El propio aislamiento de la ciudad
afectada, situada en la remota Siberia, había ayudado a los rusos a controlar la
información y evitar el acceso de los periodistas al lugar del suceso. El único
testimonio disponible provenía de Belgrado. Al parecer, una pequeña
delegación económica yugoslava que viajaba en el transiberiano, desde
Irkutsk a Moscú, había tenido que detenerse cerca de Novosibirsk a causa del
derrumbamiento del puente. Pero de cualquier forma, era una información
pobre, ya que los yugoslavos habían llegado cuatro horas después de lo
acontecido y no habían visto demasiado. Lo único que afirmaban era su visión
de varios cientos de cuerpos yaciendo junto a la vía. Y lo que declararon los
rusos, a través de la Agencia Tass, fue que había sido una gran tragedia, con
«muchos muertos». Sin una sola estadística o comunicación y, sobre todo, sin
previsión alguna. Solo Soldatov parecía capaz de proyectar los hechos reales
fuera de Rusia. Hechos que, por otra parte, y según Mel Brookman, eran
tratados con sumo cuidado.

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—Señoras y señores, buenas tardes —era la voz del capitán—. A la
izquierda del aparato podrán divisar el río Mississipi. Lo que parece ser una
mancha blanca, a lo lejos, es la capital del estado, Springfield. Ahora estamos
cruzando el Missouri. El tiempo en Denver es fresco, alrededor de los doce
grados, y llueve ligeramente. Esperamos aterrizar de acuerdo con el horario
previsto…
Allí estaba, Ol’Man River, el Mississipi. Stovin lo había visto en sus
vuelos cientos de veces. Siempre había sido así, fuerte, inamovible, como una
señal permanente en la faz de América, tan familiar como el rostro de una
madre; 3734 Km desde Minnesota al golfo de México, salpicadas de
ciudades…, St. Paul, Dubuque, Hannibal, St. Louis, Memphis, Vicksburg,
Nueva Orleans. ¿Cuál había sido, se preguntó Stovin de repente, la geografía
del Mississipi, la detallada geografía, 20 000 años antes? Apesadumbrado,
hubo de confesarse que no lo sabía. Pero quizá la próxima generación no
tendría más remedio que saberlo. ¿Podría algún piloto del futuro que volara
sobre las nieves de Illinois, señalar un curso diferente del Mississippi? Esta
idea activó su imaginación en cuanto al aspecto de América y lo que
significaría para la vida humana. Le vino a la mente una cita de Robert
Ardrey, que había ido recordando durante los últimos tres años: «El defecto
está en nuestra imaginación, no en la naturaleza.»
En el aeropuerto de Stapleton había una huelga local de taxis, cuyo ámbito
eran las afueras de Denver. Pero algunos taxistas, ignorando tácitamente los
piquetes, usaban sus coches particulares para recoger a los viajeros. Stovin no
tuvo ninguna dificultad en conseguir que lo llevaran hasta Boulder. Una vez
se hubo instalado en la habitación que le había reservado la Universidad,
llamó a Diane. El timbre del teléfono sonó una y otra vez, pero nadie
contestó. Más alterado de lo que le hubiera gustado admitir, se tendió en la
estrecha cama de la pequeña habitación y trató de dormir un poco. Pero
imágenes olvidadas saltaron a su mente impidiéndole traspasar la frontera del
sueño. Los cadáveres vistos por los yugoslavos cerca del Transiberiano, la
expresión preocupada de Brookman al entregarle el informe de Soldatov,
Bisby hablándole sobre las ballenas del Ártico y, por último, la línea plateada
del Mississippi diez kilómetros bajo su avión. A las seis, se duchó, bajó a la
cafetería, comió solo, tomó una tableta de Mogadón y se volvió a su
habitación para dormir. Esta vez el sueño llegó, pesado y sofocante, pero
seguro. A la mañana siguiente, cuando se despertó, se sentía mucho mejor.
Miró su reloj: eran las ocho. Obedeciendo un impulso cogió el teléfono y
llamó nuevamente a Diane. Le produjo cierto placer escuchar su voz.

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—Hola, Stovin. ¿Qué es esto, una llamada de despertador?
—No. Te telefoneé anoche, pero no estabas.
—Estaba tratando de conseguir trabajo.
—¿De veras?
—En el Departamento de Reproducción y Genética Animal necesitan una
dama-loba, es decir, una persona loba. Pensé que yo serviría.
Su corazón se aceleró un poco.
—¿Lo conseguiste?
—No lo sé. El director estaba en Cheyenne, en una reunión, y me pidió
que fuera a verle allí. Dice que tiene que entrevistarse con un par de personas
más antes de decirme nada, pero parecía interesado. Creo que puedo
conseguirlo.
—¿Dónde te establecerías?
—En Inglaterra, en Londres, durante los primeros seis meses —dijo
riendo—. Luego, supongo que en cualquier parte.
—Ya.
Se produjo una pequeña pausa.
—No pareces demasiado contento Stovin.
—No —contestó algo abatido—. Quiero decir, sí. Esta mañana tengo que
subir al NCAR para procesar unos datos y luego comeré con el director.
¿Cenamos juntos?
—De acuerdo, Stovin. Pero nada de pastel de arándanos ni de tostadas de
Texas.
—Será la cena más baja en calorías al este de las Flatirons —le prometió
él.
Una hora más tarde, cuando tomó un taxi para dirigirse al NCAR, la
temperatura había descendido y caía una ligera aguanieve. Los coches
salpicaban sobre la US 36, y una mancha de sol trepaba penosamente en el
cielo, como un espejismo blanco dorado a través del purpurino fondo de
nubes acumuladas sobre las Flatirons.
—Aún es pronto para que nieve —comentó el conductor del taxi, un
hombre de cierta edad, enfundado en un anorak rojo y cubierto con una vieja
gorra azul de uniforme—. Espero que no se repita lo del año pasado.
—Fue malo el año pasado —reconoció Stovin.
—Empezó pronto a nevar, y siguió cayendo y cayendo.
El complejo de angulosos edificios marrones que constituían el Centro
Nacional para la Investigación Atmosférica, emergía de una pequeña meseta
bajo las Flatirons. Stovin, huyendo de la nieve, subió rápidamente las amplias

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escaleras decoradas con motivos geométricos de arte moderno, y pasó ante las
grandes reproducciones de cristales de hielo coloreados que colgaban de los
muros del corredor. El director le esperaba, y tras un breve saludo, bajaron
juntos a la sala de computadoras. El director mostró a Stovin la copia que
poseía del informe de Soldatov.
—¿Ha leído usted esto, Sto?
—Sí.
—Parece un estudio serio, ¿verdad? Claro que siempre existe la
posibilidad de que se trate de un fenómeno aislado. Pero imagino que usted
no pensará de ese modo…
—No.
—Ni yo. Salvo en los efectos posteriores, aquello fue más devastador que
una bomba como la de Hiroshima. Bueno, veremos que es lo que nos puede
decir nuestro computador al respecto. A propósito, quería advertirle que he
tenido que pedir la colaboración de uno de los ayudantes científicos para que
maneje la máquina. Es un buen chico; no hablará. Le he insistido
especialmente en ello. Su nombre es Harmon, Dave Harmon.
La sala de computadoras estaba situada en la base de los edificios del
NCAR, en una habitación subterránea enterrada en la altiplanicie, bajo las
Flatirons. Cubierta por un metro de tierra, a modo de aislante, la temperatura
se conservaba rigurosamente, dentro de la silenciosa cámara, a veinte grados.
Stovin y el director penetraron en la habitación de suelo rojo. Stovin sabía que
cada uno de los paneles que cubrían el suelo era movible, y daba acceso a
alguna pieza vital del equipo. En el centro estaba la gran computadora de
investigación Cray One. Parecía un gran barril estriado y pintado a rayas
marrones y naranjas. Agrupados a su alrededor, estaban los doce
computadores esclavos, encargados de alimentarlo. Aquel era el gigantesco
cerebro procesador GARP, Proyecto Global de Investigación Atmosférica[3],
que estaba preparado para manejar ochenta millones de instrucciones por
segundo.
En cuanto Stovin y el director llegaron al área de las computadoras fueron
recibidos por Harmon. Era un hombre fuerte, joven y de aspecto simpático.
Parecía más adecuado para dar pases a un tres cuartos, en rugby, que para
proveer de información al Cray One.
—Harmon, el asunto que vamos a tratar tiene que quedar entre nosotros.
¿De acuerdo? —dijo el director. Más que una pregunta era una imposición.
—Absolutamente, señor —contestó Harmon—. A todos los demás
usuarios se les ha pedido que se abstengan por ahora. Tenemos acceso directo

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al teletipo central, sin esperas ni interrupciones.
—Bien —aprobó el director—. ¿Tiene usted las cintas?
Harmon señaló una mesa de plástico sobre la cual estaban los cinco
contenedores de las cintas magnéticas enviadas desde Moscú, con toda la
información que los instrumentales habían podido medir sobre lo sucedido en
la gran ciudad de Novosibirsk sobre el río Obi en la Siberia central, una
semana antes. Harmon cogió las cintas, revisó los números, y las colocó una
por una en el eje de entrada de una de las computadoras periféricas. Era una
caja blanca y oblonga de unos tres metros por dos y medio que estaba adosada
a la pared más cercana. Cuando las cintas se enrollaban en el interior vacío, se
producía un leve siseo. Tres minutos más tarde, las cintas eran leídas. El leve
sonido cesó. Toda la información sobre lo acontecido en Novosibirsk quedó
almacenada en la memoria magnética de la computadora central. Stovin se
acercó a Harmon que estaba junto al Cray One. Harmon lo miró con
curiosidad.
—Aquí está la cinta para mi programa —le indicó Stovin.
Nuevamente, Harmon abrió un compartimiento, esta vez en la máquina
central, instaló la cinta y apretó un botón. A continuación presionó el botón de
puesta en marcha. Rápidamente, todas las preguntas de la cinta de Stovin
quedaron procesadas dentro de la computadora y, casi instantáneamente, la
impresora lineal fue proporcionando las respuestas en una cinta alargada color
crema, como una gigantesca cuenta de supermercado. Stovin y el director la
llevaron hacia un rincón de la sala, donde había una mesa y unas sillas.
Leyeron rápidamente durante varios minutos, al tiempo que iban tomando
notas en unos blocs que había sobre la mesa. Finalmente, Stovin levantó la
vista.
—Bien, hasta ahora el asunto parece estar bastante claro. Al norte y al este
de Novosibirsk, y unas dos horas y media después de medianoche, las
temperaturas empezaron a bajar dramáticamente. Eso succionó el aire e inició
el vórtice…, una demostración real de aquel modelo de tornado australiano.
El director asintió.
—Todavía no tenemos resuelta la cuestión principal, ¿verdad, Sto?
—¿Se refiere usted a cómo bajaron las temperaturas? Bueno, eso ocurrió
fuera del área cubierta por el monitor meteorológico de Akademgorodok… a
bastante distancia. Así es que no hay nada que el computador nos pueda decir
al respecto.
—Es cierto —reconoció el director—. Pero ¿ha observado usted otra cosa
muy curiosa?

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Stovin se levantó bruscamente y se dirigió hacia un plano de la
estratosfera que colgaba de una pared. Después se volvió. El director lo
miraba en silencio.
—Si nuestro computador está recibiendo la información adecuada —dijo
Stovin—, estamos entrando en una situación totalmente nueva. Parece como
si las corrientes en chorro se zambulleran. Sabemos que, hasta ahora, esas
corrientes se tornan inestables cuando el planeta entra en un período frío…, y
también sabemos que los vientos atmosféricos oscilan de norte a sur,
causando cambios climáticos inesperados. Pero nadie pensó nunca en la
aberración de la corriente en chorro hacia abajo. ¿No es así?
—Sí —respondió el director—. Eso es lo que tuvo que averiguar el
computador. Es un problema que sepamos tan maldita poca cosa sobre la
atmósfera. ¿Estamos sufriendo un súbito cambio en el rumbo de las corrientes
en chorro? ¡Dios mío!, si es así…, esto puede traer un frío inimaginable a
nivel local y temperaturas muy bajas en zonas circundantes muy amplias. Tal
como sucedió en esa desgraciada ciudad.
—Porque —añadió Stovin— aquel no era frío de la Tierra. Literalmente,
no era frío de la Tierra. ¿Cuál es la temperatura a veinte kilómetros de altura,
incluso sobre el Ecuador? En algunos lugares unos cuarentaa grados bajo
cero, si recuerdo los libros de texto.
El director asintió en silencio.
—Bueno, todo empieza a encajar —razonó Stovin—. La corriente en
chorro zigzaguea lateralmente, sobrepasando los veinte kilómetros de lado a
lado. Y cuando eso ocurre, desencadena unas depresiones que van de oeste a
este alrededor del mundo. Y si ahora estamos soportando oscilaciones
verticales de la corriente, el frío que nos llega es el frío congelante del espacio
exterior. Si esta teoría es válida, nosotros sabemos qué es un Danzante, pero
no sabemos por qué se produce. ¿Es lo que siempre ocurre en una Edad del
Hielo, o algo especial que la Naturaleza nos reserva?
—Quizás encuentre algo más en Novosibirsk —dijo el director, con voz
cansada.
—Quizá —contestó Stovin—. Hay dos o tres procedimientos que
podemos intentar, con los que ellos no están familiarizados. Por ejemplo, en
el hielo mismo. Debe haber muchas burbujas de aire del Danzante atrapadas
dentro de él. Podríamos analizarlas para ver si contienen algún isótopo
característico de zonas muy altas. Esto solo confirmaría el cómo, pero no el
por qué.

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—Una idea ingeniosa, Sto. Vale la pena intentarlo. Pero no alcanzo a
saber hasta qué punto nos aclara un futuro inmediato. Ni el por qué. Lo que
va a preguntarnos todo el mundo en los próximos meses es el cuándo. Y va a
ser muy difícil de contestar.
Harmon se acercó a ellos con cinco tiras de papel impresas
longitudinalmente, que había montado sobre cartulina negra.
—Aquí están los mapas y diagramas del computador, señor —le
comunicó el director—. Puedo hacer fotocopias y darle una al Dr. Stovin.
—No —dijo el director, tomando las cintas de manos de Harmon—. Las
copiaré yo mismo en mi despacho. Sto, ¿tiene usted las cintas?
—Sí —respondió Stovin—. También me llevaré las cajas.
Juntos, subieron las escaleras hasta la planta baja. El director salió hasta la
puerta principal donde el taxi de Stovin estaba esperando.
—No se preocupe por Dave —lo tranquilizó—. Sabe mantener la boca
cerrada.
—¿Cree usted que dedujo mucho de todo esto?
—Lo suficiente —le contestó el director—. No es tonto, y sabe descifrar
rápidamente todo lo que emite Razzle-Dazle. Se habrá enterado de bastantes
cosas.
—En ese caso —sentenció Stovin irónicamente—, le deseo que pueda
dormir bien esta noche.
El director sonrió.
—Usted y yo quizá necesitemos píldoras para dormir, Sto; pero Harmon
es joven, y los jóvenes son más resistentes.
Stovin entró en el taxi. Aún había polvo de nieve en el viento del norte. El
cielo parecía de metal blanco. El director reprimió un escalofrío. Stovin bajó
la ventanilla.
—¿Recuerda que hace unos minutos le pregunté si esto es lo que ocurre
siempre cuando se inicia una Edad del Hielo?
El director asintió.
—Bueno —dijo Stovin—, hay algo que tengo en la mente desde que vi las
huellas del Danzante en el Punto de Demarcación. Siempre había pensado que
no existía constancia en este tipo de cosas, pero…
—¿Sí? —dijo el director.
—Se trata de un testimonio de Sebastián Munster, el geógrafo, de algo
que él vio en el valle del Ródano, en los Alpes, en el año 1546. Hay un
ejemplar en la biblioteca. Creo que forma parte del legado de Schuster.
Échele un vistazo. Es instructivo. Página 330, o por ahí.

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El taxi se alejó, produciendo un sonido de cadenas sobre el firme nevado.
El director volvió adentro y se dirigió a la biblioteca. Allí le pidió a una de las
chicas el libro de Munster. Después de un instante de sorpresa, ella tomó una
llave del escritorio, y abrió un armario que había detrás de ella, para llevar el
libro solicitado a la mesa donde se había sentado el director. Era un volumen
grande, encuadernado en piel. Su título estaba escrito con arcaicas y
complicadas letras. Cosmographie Universalis. libr. VI, publicado en Basilea
en 1552. Con el corazón en vilo, el director buscó la página 332, hojeando las
amarillentas páginas adornadas con grabados de cabezas de monjes y paisajes
en miniatura. El texto era el siguiente:

Anno Christi 1546, cuarta Augusti«», quando trajeci cum


equo Furcam montem, veniam ad immensem molen glaciei
cujus densitas, quantum conjicere potui, fui duum aut trium
phalangarum militarum; latitudo vero continebat jactum fortis
arcus… Dissilierat portio una et altera a corpore totius molis
magnitudine domus, quod horrorem maigs augebat…

El director sonrió irónicamente. Por supuesto Munster había escrito el texto


en latín, la lengua de los estudiosos del siglo XVI. Seguramente, Stovin
opinaba que no se era realmente un científico si no se sabía latín. Pero él, no
lo sabía. Y no creía que nadie en el NCAR lo supiera. Se levantó y le
devolvió el volumen a la encargada.
—¿Podría usted hacer que me copiaran este pasaje? —le preguntó
sonriendo—. Lo llevaré a la Universidad para que alguien lo traduzca.
Ella miró el párrafo.
—Hace algún tiempo, el doctor Stovin se interesó también por él —
recordó ella—. Creo que hay una traducción en el Ladurie. Él lo mencionó.
Volviéndose, cogió de una estantería que había detrás de ella el volumen
color burdeos de la obra de Ladurie, Tiempos de Festín, Épocas de Hambre.
Se trataba de una historia del clima durante los últimos mil años. El director
buscó en el índice. Allí estaba: capítulo cuatro.
«El 4 de agosto de 1546, mientras cabalgaba en dirección a, encontré una
inmensa masa de hielo. Según pude calcular, tendría unas dos o tres picas de
grueso, y su anchura era similar al alcance del disparo de un buen arco. Su
altura era tal que no se divisaba el final. Para cualquiera que lo viera era un
espectáculo terrorífico. Este horror aumentaba, por los bloques, del tamaño de
una casa, que se habían desprendido de la masa principal…»

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Ladurie había traducido las medidas a sus actuales equivalentes. Catorce o
quince metros de espesor, por unos ciento ochenta metros de ancho.
Súbitamente el director, mientras miraba el libro, empezó a hablar en voz alta.
La bibliotecaria, sorprendida, levantó la cabeza, sin saber si le hablaba a ella o
no.
—Supongo —continuó el director—, que pudo haber sido un Danzante,
solo uno, pero que inició una pequeña Edad del Hielo, congelando a Europa
durante un siglo y medio. Y nosotros hemos tenido cuatro Danzantes en un
corto espacio de tiempo. ¿Qué significará esto?
Cientos de personas y animales atacados, mientras las manadas proliferan.

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EL GRAN LOBO CARNICERO REGRESA, AMENAZANDO A LOS RUSOS

Michael Binyon,
Moscú, 20 de marzo

El grito de «¡al lobo!» resuena nuevamente a través de los bosques y aldeas rusas. El
tradicional enemigo de los campesinos ha vuelto con trágicas consecuencias, atacando
ovejas, perros, e incluso personas, en proporciones alarmantes.

Durante el último invierno, los lobos mataron treinta perros en la región de Kirov, al noroeste
de Moscú. También fueron atacados innumerables perros esquimales. Los lobos se
aventuraron hasta la ciudad, y a unos cuantos kilómetros de la misma se localizó una gran
manada.

Parece ser que la cantidad de lobos ha aumentado en todo el país. La Federación Rusa
estimaba que el número de lobos, en 1960, era de 2500; ahora hay cerca de 12 000. Y lo
mismo puede decirse en cuanto a Bielorusa, Ucrania y las repúblicas del Báltico.

Los lobos son particularmente numerosos en las estepas. En Kasakhstán, en el Asia central,
se calcula que han aparecido unos 30 000, y se han detectado gran número de ellos en las
afueras de Moscú, habiéndose incrementado sus ataques a las personas.

Extracto de un reportaje en The Times ,


21 de marzo de 1978.

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—Bueno, ¿de qué trata todo este asunto de los lobos, Stovin? —se interesó
Diane, que arrastraba los pies entre las hojas semicubiertas de nieve junto al
camino que subía desde Boulder hasta el NCAR.
La caída de aguanieve había cesado mientras ellos estaban comiendo, una
hora antes. Hacía frío, mucho frío. Y Stovin pensó que Diane era la única
mujer que conocía capaz de aceptar una invitación para pasear en un día como
aquel.
—Lo más interesante del informe soviético es lo referente a la entrada de
los lobos en la ciudad, o en lo que queda de ella; y en gran número —dijo él
—. Supongo que habría mucha comida para ellos.
Diane se estremeció, pero Stovin pareció no darse cuenta.
—Lo que me asombra —prosiguió—, es que estuvieran lo
suficientemente cerca como para aprovecharse de la situación.
Ella se encogió dentro de su trenca blanca. Habían dejado el coche en el
camino, unos ochocientos metros detrás, y caminaban juntos hacia la puesta
de sol tras las Flatirons. Largas franjas de rosa y oro se dibujaban en el
horizonte, tras las montañas, que se destacaban como moles oscuras en el
cielo.
—Se comenta que el número de lobos ha aumentado considerablemente
durante estos últimos años en Siberia —dijo ella—. Los rusos no
proporcionaban demasiados detalles al respecto. Solo datos ocasionales y no
muy precisos. En los periódicos han aparecido algunos artículos, pero no muy
concretos. Y la mayor parte de nosotros no puede obtener más que una breve
visita a ese país. Supongo que puede haber suficientes lobos como para causar
problemas en Novosibirsk. Aunque, en general, se mantienen apartados de los
seres humanos, especialmente si estos van armados. Y me imagino que en
Novosibirsk ya deben estarlo ¿no? Quiero decir que el ejército soviético habrá
tomado las medidas pertinentes para evitar el saqueo y las consecuencias
habituales de este tipo de desastres.
—Algo hay sobre esto en el informe —explicó él—. Incluyen una
estimación efectuada la semana pasada que da una cifra de unos trescientos
lobos.
Ella emitió un silbido, sorprendida. Sobre las montañas, los reflejos
dorados desaparecían lentamente en el horizonte y comenzaban a brillar las

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primeras estrellas en el cielo.
—¿Trescientos? Eso es mucho más de lo que yo hubiera pensado en un
caso así… mucho más. ¿Puedo ver ese informe?
—Se supone que no, pero puedes hacerlo.
Ella se detuvo bruscamente y se volvió hacia él con expresión seria.
—Haces tus propias reglas. ¿Verdad, Stovin?
—Solo algunas de ellas —dijo él.
Con una cierta sorpresa, ella se dio cuenta de que su voz tenía un matiz de
amargura. Le tomó del brazo.
—No estaría aquí paseando contigo si no fuera así —le aseguró.
Cuando hubo oscurecido, volvieron al pequeño coche de Diane. Una vez
dentro del coche, ella alargó la mano para conectar el encendido, pero se
encontró con la mano de él. En el parabrisas se reflejaba su expresión tensa.
—Quiero que veas ese informe. Pienso que puede interesarte.
—¿Cómo?
—¿Sabes que voy a ir allí?
—Lo imaginaba.
—Puedo llevarme a dos personas más. Uno de ellos será Bisby. Ya sabes,
el piloto que me llevó al Mar de Beaufort.
—Lo recuerdo —asintió ella, percatándose de que su corazón latía más
deprisa.
—Y aún puedo incluir a otro científico. Mel Brookman quiere que me
lleve a Bongartz.
—¿Bongartz…? ¿No es el que efectuó una serie de trabajos sobre el Velo
de Polvo? Recuerdo haber leído algo sobre eso en una revista. Aunque, como
tú sabes, no es ese mi campo.
—Exacto —le confirmó él—. Ese no es tu campo. Pero tampoco lo es el
Canis lupus para Bongartz. No lo quiero conmigo. Sé que es un buen
científico, pero no lo quiero. Cuando estuve en Alaska, hablé mucho con
Bisby y una cosa me quedó clara, supongo que siempre lo había sabido, pero
necesité que Bisby me lo hiciera notar: no podremos entender lo que está
sucediendo ateniéndonos solo al clima. Tenemos que pensar más
ampliamente. Tenemos que tener en cuenta todo lo que está sucediendo.
¿Entiendes lo que quiero decir?
Ella asintió en la oscuridad.
—Bien, bien —convino Diane suavemente—. No tienes que retorcer mi
brazo. Si estoy dudando de ir o no, es por algo más.
—¿Qué más?

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—Mira, Stovin, ¿soy yo lo suficientemente buena? Este viaje es bastante
importante. Me extrañaría que alguien en Washington, y menos en Moscú,
haya oído hablar de mí alguna vez. ¿Cómo van a permitir que vaya una
zoóloga que no tiene renombre internacional? Hay hombres como Van
Gelder, en Nuevo México, que no dudarían ante una oportunidad como esta.
Y también en tu propia Universidad.
—Van Gelder me volvería loco en cuarenta y ocho horas —aseguró él,
irritado—. En todo caso, el propio Van Gelder ha dicho varias veces que tú
eres la mejor de la nueva generación. Lo ha dicho muchas veces.
—¿Van Gelder ha dicho eso?
—Así es.
—Bueno, bueno…, siempre pensé que le fascinaban mis ojos azules.
—Tengo que llamar a Brookman esta noche —dijo Stovin.
—Se volará la tapa de los sesos —comentó ella, dándose cuenta de que su
voz sonaba un poco insegura.
Por primera vez, Stovin rio brevemente.
—No, él no. Está sudando lo suyo para poder obtener un visado para
Bisby, y encontrará mucho más fácil que le acepten a una zoóloga acreditada.
Pero, bueno…, ¿vienes?
—Tú sabes que iré.
—Bueno…, entonces, ya está. Volvamos a Boulder. Tengo que hacer
unas llamadas. Para empezar, tengo que llamar a Bisby.
—¿Cómo es Bisby?
—¡Oh! —respondió él vagamente—, Bisby es un buen tipo. Un tipo con
el que se puede hablar. Te gustará… espera y verás.
—Bien —dijo ella. Y se inclinó hacia él para besarlo ligeramente en la
mejilla. Stovin pudo sentir el suave perfume de su pelo, y se volvió para
besarla en la boca. Ella no se retiró, pero tampoco respondió, ante lo que
Stovin se sintió desconcertado.
—Podría ser complicado —dijo Stovin de repente—. No creo que tus…
habilidades académicas, sean la única razón por la que quiero que vengas.
Ella accionó el encendido, y el motor del pequeño Volkswagen, con un
balbuceo, dio señales de vida.
—No te preocupes por eso —lo tranquilizó—. Tampoco es esa la única
razón por la que voy.

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Bisby conducía lentamente hacia el sur de Anchorage, escuchando el sonido
de las cadenas que había colocado a los neumáticos, al hundirse en la nieve.
El camino discurría junto al apelmazado hielo del río Ninilchik, a través de un
pequeño arrabal de caravanas y coches abandonados donde los restos de los
olvidados vehículos asomaban fuera del blanco manto de nieve. Después de
recorrer otros tres kilómetros llegó hasta la casa que buscaba, aunque en
realidad apenas merecía el nombre de casa, ya que consistía en dos caravanas,
establecidas allí en pleno verano y ahora medio enterradas en la nieve y
unidas entre sí por un túnel de fibra de vidrio. Más allá estaba el río y se
divisaba un pequeño bosquecillo de alisos. Era la hora del crepúsculo.
La puerta de la caravana más grande estaba cerrada. Bisby entró sin
llamar, directamente, y se detuvo un instante para poder acostumbrar sus ojos
a la escasa luz del interior. Un aparato de televisión, del que se había
eliminado el sonido, transmitía un partido de béisbol en el rincón. Tan solo
había una lámpara encendida, colocada sobre una estantería, a un lado. Bisby
se encaminó hacia el otro lado de la caravana, cerca del pequeño cubículo que
encerraba la cocinilla, y se sentó.
El interior de la caravana estaba caliente e impregnado del olor de los
ocho esquimales que esperaban en silencio sentados en círculo. La puerta se
abrió una o dos veces, dando paso a figuras que se dibujaban brevemente,
encuadradas por el marco de la puerta contra la vista fantasmal de la nieve.
Pronto, la pequeña cabina estuvo tan llena de gente que no cabía nadie más.
El esquimal sentado junto a Bisby resoplaba y se aclaraba la garganta
incansablemente. Hubo un movimiento en la otra sección de la caravana, y el
joven esquimal vecino de Bisby se levantó bruscamente y apagó el aparato de
televisión. Junto con la televisión se apagó también la lámpara y la caravana
se quedó casi a oscuras, iluminada solo por la luz crepuscular que se filtraba
por la pequeña ventana y por las ocasionales luces de los faros de algún
camión que pasaba por la carretera vecina. Frente a Bisby se sentó una mujer
de mediana edad enfundada en un voluminoso anorak escocés, que ahora
hablaba con la muchacha que estaba a su lado. Solo se adivinaban las
personas de la caravana por las sombras que revelaban su presencia, así como
por alguna risita ahogada o un carraspeo ocasional. En un momento
determinado, se oyó por tres veces un susurro generalizado: «Até, até, até.»
Bisby no se dio exacta cuenta del momento en que la figura agazapada del
chamán[4] Julius Ohoto entró en la habitación. El viento empezaba a
levantarse en el exterior, y la caravana entera crujía al ser azotada por las
fuertes ráfagas. Era imposible captar el ruido que pudiera producir la llegada

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de alguien más. En un momento determinado, el círculo central estaba casi
vacío, y un instante después completamente ocupado. Se daba por supuesto
que cualquier Katkalik veía en la oscuridad. ¿Qué era lo que le había contado
su padre? «Ellos creen que los Katkalik poseen un fuego interior con el que
iluminan las sendas del alma.» «Ellos creen»; así es como su padre lo había
expresado. ¿Qué pensaría de él ahora? En todo caso, Julius Ohoto no se fiaba
del fuego interior. Entre las sombras, junto a su asiento, Bisby vio la gran
antorcha recubierta de hule que empleaba Ohoto. Sin embargo, siguiendo un
antiguo hábito, los dedos del piloto, bajo el anorak, llegaron hasta el bolsillo
de la camisa y cogieron el pequeño y desgastado hueso que constituía su
amuleto. Entonces miró al chamán. Ohoto era un hombre de mediana edad.
Trabajaba como empleado en una oficina estatal de Anchorage, y usaba unas
gruesas gafas de ejecutivo que daban a su ancho rostro un aire ligeramente
absurdo. En uno de sus dientes delanteros se apreciaba un vistoso empaste de
oro. Bisby podía verlo brillar cuando el chamán movía la cabeza. Ohoto
sostenía una botella de cerveza que se llevó súbitamente a la boca para beber
con avidez. No hizo gesto de ofrecerle a nadie. Luego cogió una vara de
madera que había junto a él y dio un ligero golpe en la botella. El esquimal
joven y gordo que se sentaba junto a él, entonó un canto. Era una canción
sobre los caribús, una antigua canción que Bisby había escuchado algunas
veces durante su estancia en Ihovak, una melodía de extraño sonido que fue
escuchada atentamente por toda la concurrencia, que permaneció inmóvil aún
después de haberse apagado las últimas notas de la canción. El chamán Ohoto
se sentó, en una aparente espera. Por último, estiró la mano en dirección al
otro extremo de la caravana, lejos de Bisby. Uno a uno, los esquimales fueron
estirando también sus manos. Los hombres la mano derecha, las mujeres, la
izquierda, con las que le cogían brevemente los dedos. Un bebé rompió a
llorar en un rincón de la habitación, pero su madre, después de calmarlo, le
puso la manita en la palma de la mano de Ohoto. Hasta que le llegó el turno a
Bisby. Los dedos del hechicero eran ásperos y fríos como la piel de un
pescado. Cuando Bisby retiró su mano, cogió nuevamente su amuleto.
Ohoto se agazapó en el círculo central y extrajo de su cinto un guante de
cuero. Lo colocó ante sí, se levantó y lo tocó con la punta de su vara de
madera una y otra vez. Cada vez parecía como si fuera más difícil levantar el
extremo de la vara. Finalmente, el chamán hacía verdaderos esfuerzos para
levantarla, como si estuviera enterrada profundamente en la tierra. Cuando
echó la cabeza hacia atrás, en la oscuridad, Bisby recibió en la mano algunas
gotas de sudor. Momentos más tarde, el chamán llegaba a la última fase del

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proceso: ya no podía levantar la vara en absoluto. Y habló con esfuerzo,
jadeando:
—Mi tornaq está con nosotros.
Un escalofrío recorrió el círculo de esquimales. Bisby sintió que los pelos
de la nuca se le ponían de punta. Entonces, Ohoto mantuvo una breve
conversación con cada uno de los esquimales. Por cada uno de ellos, Ohoto
hizo una pregunta al tornaq: «¿debería comprarme esta embarcación?, ¿o este
coche? ¿Recibiré ayuda por parte de esta mujer? ¿Me cancelará la deuda mi
acreedor?» En cada ocasión tiraba de la vara. Si esta se levantaba fácilmente,
el esquimal que recibía respuesta se escabullía fuera de la caravana. A veces,
la vara permanecía inamovible. La mujer del anorak escocés hizo también su
pregunta: «¿Se recuperará mi hijo?» Como la vara permaneció apuntando al
suelo, se levantó del círculo sollozando.
Cuando le llegó su turno, Bisby se dio cuenta de que era el único que
quedaba, y que el chamán y él estaban solos. En la oscuridad, Bisby se sintió
observado por él. Ohoto cogió la botella de cerveza y bebió largamente.
Luego la lanzó al otro extremo de la cabina y empezó a cantar. Lo hacía tan
rápidamente que las palabras que pronunciaba parecían una sola. Era un canto
de Ihovakmiut, y Bisby reconoció algunas frases en él. La cabeza le daba
vueltas. Inconscientemente, se preguntó cómo Ohoto sabía que él provenía de
la isla de Ihovak. Finalmente, cesó el torrente de palabras y el chamán tomó la
vara.
—Formula tu pregunta —le dijo.
—He sido invitado a un largo viaje —explicó Bisby—. ¿Me será
beneficioso?
La vara permaneció inclinada hacia el suelo, sin hacer movimiento
alguno. Pero Ohoto no hizo ningún esfuerzo por levantarla, como había hecho
con los anteriores.
—¿Cuál es la respuesta? —preguntó finalmente Bisby.
—No hay respuesta —le respondió Ohoto—. No puedo mover la vara.
Mire… —Apartó su mano y la vara permaneció apuntando hacia abajo, como
si hubiera brotado del suelo—. Debe formular otra pregunta.
—¿Es mi destino ir allá? —preguntó Bisby.
La vara se levantó hacia arriba, quedando como suspendida en el aire…
—Es su destino —le confirmó Ohoto.
Bisby tuvo la intención de incorporarse, pero el hechicero levantó la mano
que tenía libre.
—Aún puede hacer otra pregunta. Hágala.

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La mano de Bisby estaba aferrada a su amuleto.
—¿Volveré?
Súbitamente se produjo una ráfaga de aire helado, acompañada de un
sonido de movimientos apresurados, dando la sensación de que la cabina
estuviera invadida por pájaros. Sorprendido, Bisby levantó la cabeza y no se
fijó en la vara. Cuando miró nuevamente a Ohoto, la vara ya no estaba allí.
—¿Qué…? —empezó a decir, pero el hechicero negó con la cabeza y se
puso un dedo en los labios.
—Mi tornaq ha contestado —dijo—. Pero ya se ha ido.

El saliente cubierto de grava, donde se había echado el lobo, estaba


suspendido a unos treinta metros sobre los hielos del lago. Treinta mil años
atrás, antes de que sobreviniera glaciación y el lago se encogiera dentro de su
congelado lecho natural, la cornisa había sido una playa. Los fósiles de los
antiguos seres marinos abundaban en aquel lugar. Alrededor del lobo había
también muestras que hacían evidente una anterior ocupación por parte de
otros cazadores de la tundra siberiana, tales como largos y puntiagudos trozos
de cuarzo, tan afilados como el prehistórico día en que habían sido
convertidos en puntas de flecha. El lobo, sin pestañear, tenía la mirada
clavada en el desolado paisaje. No se divisaba árbol alguno. Las pequeñas
florecillas de colores, que alegraban el verano del Ártico, habían muerto hacía
tiempo. Al abrigo de las grandes rocas que poblaban la ribera del lago, los
últimos vestigios de los líquenes característicos del verano, colgaban
descoloridos de sus grietas. Era un paisaje que, a primera vista, parecía
desprovisto de vida. Pero el lobo sabía que no era así. Junto al lago yacía el
esqueleto de un reno. Desde el otro lado del agua, llegó la corta y estridente
llamada de un pájaro falaris, de emigración tardía. Sin embargo, la atención
del lobo estaba concentrada en una desigual línea de puntos móviles y
distantes que se desplazaban sobre la nieve, más o menos a un kilómetro. El
lobo levantó la cabeza y movió la nariz olfateando. Los puntos se acercaban,
moviéndose a cinco kilómetros por hora aproximadamente. Las enjutas
siluetas pronto llegaron a ser identificables, aunque el lobo hacía largo tiempo
que lo había hecho. Se alzó bruscamente, y apoyó con firmeza las cuatro patas
en la gravilla suelta de la cornisa, clavándolas profundamente hasta su quinto
dedo, y se quedó quieto. Hizo chasquear la lengua sobre su estrecho hocico,
echó atrás la cabeza y aulló.

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Inmediatamente, el líder de los lobos que se acercaban en fila, ahora a
menos de medio kilómetro, aulló también.
El lobo de la cornisa bajó hacia el lago, desviándose hacia el norte cuando
lo hubo alcanzado. Luego subió por un largo sendero de rocas erosionadas. Al
final del mismo, un montón de rocas graníticas formaban un anfiteatro
natural, en el cual le esperaban los catorce lobos que formaban el resto de su
manada. Primero saludó a su hembra hocicándola rudamente y propinándole
unos manotazos amistosos. Él era el líder de la manada y su macho por el
resto de su vida. Estaba en la cima de su poderío. Ningún otro lobo de la
manada se atrevía a desafiarlo. Toda decisión que afectara a la vida de la
manada sería tomada únicamente por él.
Cuando hubo terminado con su pareja, los demás lobos siguieron su turno
en darle la bienvenida. Agitaron la cola, le colocaron la pata encima del cuello
mientras emitían excitados aullidos, y avanzaron y retrocedieron
alternativamente. Terminadas las formalidades, el líder bajó trotando la
pendiente por donde había subido. Los demás lobos le siguieron en formación
de caza: una sola fila, bien espaciada.
La manada que había visto desde el risco, compuesta de doce animales, ya
estaba junto al lago cuando ellos llegaron, y por espacio de unos minutos,
tuvo lugar un antiguo ritual. Los lobos de ambas manadas echaron las orejas
hacia atrás, los pelos de sus dorsos se erizaron, y los cuerpos se estiraron para
ofrecer la máxima longitud. Entonces empezaron a gruñir amenazadoramente.
El líder de la otra manada, un animal viejo y con el hocico cruzado por una
cicatriz, orinó bruscamente sobre una roca, y el otro líder olfateó la orina
consideradamente. Por un instante ambos se separaron sin dejar de mirarse,
midiéndose uno al otro. Hasta que, de pronto, el animal más viejo se echó en
actitud de sumisión, acuclillándose contra la nieve y manteniendo su cola
firme entre sus patas. El otro lo olfateó brevemente, y se alejó. Al momento,
aunque con leves gruñidos y empujones mutuos, las dos manadas se unieron.
Ahora había una sola manada de veintisiete lobos. Trotaron al subir el sendero
en fila precedidas por el primer líder, que llevaba la cola en alto. No se
detuvieron en el pequeño anfiteatro donde su propia manada había pasado los
últimos dos días. La breve jornada iba a terminar en un temprano crepúsculo.
El viento hacía volar a la nieve. Con la seguridad de quien lleva una brújula,
el líder continuó su camino, guiando a su manada hacia el sur mientras el sol
se ponía en el horizonte, por detrás de su flanco izquierdo.

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Stovin abandonó la idea de dormir y abrió los ojos. Descorrió la cortina y


miró a través de la pequeña portilla la negrura de la noche. Había pensado que
el sordo rugido de los reactores del Boeing le serviría de ayuda para conciliar
el sueño, pero los interrogantes seguían en su mente y el sueño no llegó. Unas
cuantas estrellas brillaban en la noche, casi eclipsadas por la señal
intermitente de la luz de posición situada en el extremo del ala. Miró su reloj.
Habían salido del aeropuerto del Heathrow, en Londres, hacía una hora y
cuarto. Aún faltaban tres para llegar a Moscú. Diane, sentada a su lado, tenía
los ojos cerrados. Era imposible saber si dormía o no. Al lado de ella, Bisby
leía tranquilamente. Stovin agudizó la mirada para distinguir, en la parte
superior de la página, el título de la obra. Ligeramente sorprendido, observó
que se trataba de «El Hombre Primitivo y el Océano», de Thor Heyerdahl.
Volvió a mirar a través de la portilla. Una serie de luces subían bajo las alas
del avión… ¿Quizá Dinamarca? Tuvo que reconocer que no lo sabía. Una
cosa más que no sabía.
¿Por qué los rusos se habían negado a conceder visados a otros
científicos? Era algo que había molestado mucho a Ledbester. El gran
científico británico, de gran parecido físico a Brookman, se había estremecido
de ira. «Estamos de esta situación hasta la coronilla —le había dicho a Stovin
—. Si el peligro se avecina a la velocidad que usted supone, con lo que estoy
empezando a estar de acuerdo, vamos a ser golpeados mucho más gravemente
que cualquier otra nación industrial. Podríamos tener muchas, muchísimas
dificultades, en cualquier zona al norte del Támesis. Cualquier conocimiento
que se pueda conseguir a partir del asunto de Novosibirsk, hay que
compartirlo…»
El punto de vista de Ledbester era comprensible. Y el Presidente había
prometido al Primer Ministro británico que Gran Bretaña recibiría una copia
de cualquier informe que hiciera Stovin. Si es que puedo encontrar algo —
pensó desesperadamente—. ¡Dios mío! ¡Tengo que hacerlo! Naturalmente,
Ledbester tenía razón. Gran Bretaña sufriría un duro golpe, y cualquier cosa
que pudiera evitarlo o, al menos, explicarlo sería vital para los británicos.
¿Por qué los llamo británicos, si yo soy uno de ellos? No, no lo soy. Yo soy
norteamericano. Yo elegí ser americano, y estoy contento de serlo. Pero…,
aún queda ese resto de sentimiento por esas pequeñas islas frías, húmedas,

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envaradas y civilizadas. No conocí a mi padre. Murió antes de que yo
cumpliera tres años. Mi madre siempre me dijo que fue el británico por
excelencia. Sentada en su casa de Santa Mónica, me hacía partícipe de sus
añoranzas. Solía decir que nunca hubiera creído que añoraría a la lluvia, pero
que la añoraba. Naturalmente, él nunca comprendió exactamente lo que
aquello significaba. Pero él… bueno, no era una palabra que usara
frecuentemente…, él la amaba. Y ahora ella también se había marchado.
Todo lo que le quedaba de Inglaterra corría por sus venas. Sin eso, no sería
William Stovin, no sería el mismo. De cualquier manera, pensó mientras
cerraba los ojos, era norteamericano. Para siempre.
Se despertó a causa de una sensación indefinible que parecía emerger por
debajo de su asiento. Al mirar su reloj, medio dormido, se dio cuenta del
motivo. Debían estar a unos cien kilómetros de Moscú, y el Boeing empezaba
a perder altura. Unos minutos más tarde, se produjo la natural animación, al
encenderse el aviso de abrocharse los cinturones. Diane se movió en su
asiento y se despertó, dirigiéndole seguidamente algunas palabras a Bisby.
Stovin no podía oír lo que decían, pero, para su propia sorpresa, se dio cuenta
de que le hubiera gustado saberlo. El Boeing al descender a una menor altitud,
comenzó a cruzar una densa nevada. Media hora más tarde, cuando se dispuso
para el aterrizaje, las luces azules de la pista se divisaban con dificultad por la
intensidad de la nevada. No fue un aterrizaje fácil. El Boeing tomó posición y
se acercó a la pista, pero en el último segundo volvió a tomar altura para
sobrevolar, una vez más, la oscura ciudad e intentar aproximarse de nuevo. El
segundo intento tuvo más éxito. Bisby había dejado el libro sobre sus rodillas
y escuchaba atentamente el ruido que se producía en los reactores por los
cambios de velocidad. Se inclinó hacia adelante para mirar a Stovin, y le hizo
un gesto, señalando con la cabeza hacia la cabina de la tripulación que estaba
delante de ellos.
—Es una mala noche para volar. Me alegro de no estar ahí delante.
Seguía nevando cuando el Boeing, una vez hubo aterrizado, se acercó al
edificio circular del complejo Sheremetyevo. Con curiosidad, Stovin echó su
primer vistazo a la Unión Soviética. Unas cuantas figuras muy abrigadas
esperaban fuera del complejo, bajo las fuertes luces blanco-amarillentas. Un
poco más lejos, estaban aparcados dos grandes Jets. Uno de Alitalia, y otro de
Aeroflot, de un modelo que Stovin no reconoció.
—Es un Antonov —le explicó Bisby lacónicamente, cuando Stovin se lo
preguntó—. También fabrican un tipo de bombarderos.

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Fuera de la pista, la nieve se amontonaba en grandes cantidades. Dos
autobuses amarillos del servicio del aeropuerto salieron al encuentro de los
viajeros, y la temperatura del interior del avión descendió sensiblemente
cuando se abrieron sus puertas. Stovin y sus compañeros empezaron a
avanzar lentamente junto con los demás pasajeros hacia la salida, cuando se
les acercó una azafata sonriente.
—Siéntense, por favor —les rogó—. Hemos sido informados de que hay
preparativos especiales para ustedes.
Un poco incómodos, volvieron hacia atrás, hacia sus asientos. Fuera del
avión, una gran máquina angular se movía regularmente de arriba a abajo,
proyectando aire caliente sobre la superficie congelada. Tras ella, otra
máquina limpiaba el hielo derretido del suelo. Unos minutos más tarde,
apareció una limusina negra con las luces encendidas. Bisby se inclinó para
mirar.
—Aquí viene el Zil —comentó—. Supongo que debe haber alguien que
tiene órdenes especiales.
Las azafatas les hicieron señas, y ellos salieron del avión por la escalerilla
central. Aunque Stovin iba arrebujado en su grueso abrigo corto, no pudo
evitar un estremecimiento de frío ante la baja temperatura reinante. Junto a la
portezuela del Zil, situado al pie de la escalerilla, les esperaba un guardia
tocado con una gorra de piel que les abrió la portezuela. Se acomodaron en el
amplio asiento trasero. Junto al conductor uniformado había un hombre joven
con gafas. Se volvió para darles la bienvenida en un ingles gramaticalmente
perfecto, aunque con un fuerte acento gutural.
—Me llamo Grigori Volkov —se presentó, sonriendo—. Pertenezco al
Ministerio de Asuntos Exteriores. Estoy a su servicio mientras estén en
Moscú, aunque lamento que no hayan de permanecer demasiado tiempo en la
ciudad.
El Zil se puso en marcha y enfiló un ancho camino en dirección a la
entrada del aeropuerto.
—¿No pasamos por Inmigración? —preguntó Diane, sorprendida.
—No es necesario —respondió Volkov inexpresivamente—. Ustedes son
nuestros huéspedes de honor. Solamente han de dejarme sus pasaportes y sus
visados.
Abrió un maletín de plástico negro y extrajo de él un sello de goma, con el
que franqueó sus visados. Anotó cuidadosamente los números y detalles en un
bloc de notas, incluyendo detalles de otros visados del pasaporte de Stovin.

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Dándose cuenta de la mirada de asombro que le dirigió Stovin, sonrió un poco
violento mientras se lo devolvía.
—Somos un país muy escrupuloso respecto a los documentos —dijo a
modo de disculpa.
El coche tomó la amplia autopista que se dirigía a Moscú. Stovin miró su
reloj. Estaba cercana la medianoche, pero aún así consideró que el tráfico era
notablemente escaso. El vehículo pasó ante un quitanieves que trabajaba con
dificultad en el carril opuesto.
—Es una mala noche para estar fuera de casa —le dijo a Volkov.
El ruso se encogió de hombros.
—Esta tarde la carretera estuvo cerrada durante dos horas antes de que
pudiéramos limpiarla. El panorama, ahora, parece malo, pero estaba mucho
peor este mediodía. Y la gente no sale con este tiempo.
—Imagino que ustedes estarán acostumbrados.
—En enero, sí. Pero todavía es demasiado pronto. Como usted sabe,
doctor Stovin, esta es una tierra fría, pero no es normal que en estas fechas
haga tanto frío. Estamos comenzando el invierno, pero recuerdo algunos años
en que las temperaturas eran más altas a mitad del mismo.
En el lado derecho de la autopista, divisaron vagamente, entre los copos
de nieve, una estructura lúgubre y desolada. Era una construcción a base de
vigas que parecía un gigantesco cepo para tanques.
—Nuestro clima hizo mucho por nosotros —recordó Volkov—. Nos
ayudó a detener a los alemanes en 1941.
Al decir esto, hizo un gesto señalando hacia el monumento.
Este es el punto más cercano a Moscú al que llegaron los alemanes.
Algunos de ellos decían ver las torres del Kremlin desde ahí.
—¿Vienen muchos alemanes a Moscú actualmente? —preguntó Diana.
—Desde luego —respondió Volkov—. Alemania es democrática ahora.
Sonrió en la oscuridad de su asiento y ellos captaron el destello de un
diente de oro.
—Al menos, parte de ella —añadió.
—¿Ha dicho usted que no permaneceremos mucho tiempo en Moscú? —
intervino Stovin.
—Solo esta noche —le informó Volkov—. Están en la lista de vuelo de
mañana por la mañana hacia Novosibirsk. No es un viaje muy largo; unas
cuatro horas aproximadamente.
—¿Quién nos recibirá cuando lleguemos?
Volkov se encogió nuevamente de hombros.

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—Aún no sé los nombres. Probablemente alguien de la Academia de
Ciencias de Siberia.
Y miró a Stovin con expresión indefinible.
—La situación en Novosibirsk es impredecible…, irregular, ¿me
comprende usted?
Stovin asintió.
—Pero no se preocupen —los tranquilizó Volkov—. Serán bien recibidos.
El coche había alcanzado ya el centro de Moscú, y viraba por un amplio
bulevar bordeado de tiendas. Volkov señaló con un gesto la desierta avenida.
—Esta es la calle Gorki. El hotel donde se alojarán ustedes está al final,
cerca de la Plaza Roja.
El hotel era grande, impersonal, internacional. Sus habitaciones estaban
en el piso diecisiete. Stovin miró por la ventana, a través de los dobles
cristales, antes de meterse en la estrecha cama. Las luces de Moscú no se
parecían en nada a las de Nueva York. Brillaban a intervalos a través de nieve
arremolinada por el viento. Sobre algunos edificios cercanos una gran estrella
roja brillaba en la noche. Se metió en la cama y abrió uno de los libros que
había comprado en Nueva York. Era el «Panorama de un Modelo Geofísico
de la Iniciación de la Nueva Glaciación» de Herman Flohn…, un análisis de
las pasadas edades del hielo, escrito en 1974. Quitó la señal que tenía puesta y
comenzó a leer.
«En vista de la rapidez del desarrollo, las etapas iniciales deben haber
tardado menos de un siglo. Solamente varias décadas. ¿Qué clase de
anomalías de las corrientes atmosféricas y oceánicas son capaces de producir
tan catastróficos acontecimientos? Cualquier respuesta a esta pregunta solo
puede ser, más o menos especulativa…»

—¡Dios mío!, es un reflejo de luz en el hielo —exclamó el segundo oficial del


guardacostas británico Orca, apoyando sus binoculares en una repisa
barnizada que había frente a él, mientras seguía mirando un punto
determinado desde el puente cubierto.
Lejos, al norte, a lo largo del horizonte, donde el gris del mar se
encontraba con el gris del cielo, un blanco destello de luz ondeó durante un
segundo o dos, murió, y volvió a ondear.
—No tiene sentido, no puede ser —dijo el primer oficial bruscamente—.
No en estas aguas. Estamos a trescientos kilómetros al sur del máximo límite
de los hielos flotantes.

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Levantó sus propios binoculares y miró a través de ellos durante varios
segundos. Finalmente, se volvió hacia el otro hombre.
—Desde luego, es bastante extraño. En eso estoy de acuerdo. ¿Hay algo
en el radar?
—Está demasiado lejos todavía esa cosa… De todos modos, miraré a ver
si hay algo.
Y desapareció por la escalera de la cámara, dejando al primer oficial los
binoculares ante los ojos. Este era plenamente consciente de que su segundo
tenía mucha más experiencia en aguas del Ártico, pero no quería demostrarlo.
El Orca desplaza sus 1000 toneladas sobre las seiscientas brazas de
profundidad de la plataforma Islandia Feroe, lejos al noroeste de las islas
Shetland y de las propias Feroe. No era lógico esperar encontrarse con ese
tipo de hielos marítimos allí y menos en la escala en que podía dar lugar al
fenómeno visual, causado por el distante reflejo de los bancos de hielo en las
nubes bajas. Lo que los marineros denominaban como el «parpadeo». El
segundo oficial había regresado, y por la expresión de su cara supuso que
tenía razón.
—¿Y bien? —inquirió.
—Hay muchas interferencias, causadas por el mar y la lluvia, pero sí hay
algo en la pantalla —informó el segundo oficial—. Algo demasiado lejano
para saber con seguridad lo que es. Pero he visto eso antes de ahora, durante
una fuerte tormenta de nieve sobre la cordillera de Jan Mayern, al este.
El primer oficial miró hacia la mar en calma y luego hacia el cielo, donde
un sol acuoso luchaba con las nubes por permanecer.
—La cordillera de Jan Mayern —repitió, tratando de reprimir el tono de la
incredulidad en su voz. Eso está muy lejos al norte. Y no hay señales de nieve
alguna.
—Es la primera vez que lo veo desde el puente y en el radar —dijo el
segundo oficial, cuidadosamente—. Bien… fue un parpadeo del hielo.
Pasaron dos horas antes de que los hombres que estaban en el puente del
Orca localizaran los primeros hielos. El mar estaba salpicado de ellos, que
tenían forma de pequeños montículos, como dorsos de ballenas. El Orca bajó
una red y subió algunos a bordo. Los dos oficiales fueron hacia la cubierta
para inspeccionarlos.
—¡Bueno!, que me condene si… —dijo el segundo oficial, lentamente.
Metió una mano enguantada en una grieta del bloque de hielo y extrajo dos
pequeños peces muertos—. He visto esto otras veces, pero mucho más cerca
del Polo…

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—¿Qué quiere usted decir? —preguntó el primer oficial con curiosidad.
Sosteniendo aún los peces, el segundo se puso nuevamente de pie, y
seguidamente dio una patada al bloque de hielo.
—Quiero decir que esto es hielo viejo, lo que llamamos «carroña de
hielo» —explicó bruscamente—. Este hielo ha estado flotando durante años;
tanto es así que incluso viven algas en él, y peces en las algas. Este no es de
nueva formación. Este proviene de un gran iceberg, de un iceberg muy, muy
grande.
—¿Sí?
—¿Y dónde está ese iceberg? —se planteó a sí mismo el segundo oficial
—. Tiene que estar mucho más al sur de lo que debería, para que se esté
resquebrajando de esta manera. Mire a su alrededor…
Y señaló la enorme extensión de mar salpicada por los hielos.
—Una cosa es segura —prosiguió—. Donde quiera que esté ese iceberg,
hay otros con él. Los icebergs son como las ballenas: nunca viajan solos. ¡Por
Dios!, le aseguro que hay un lugar donde no me gustaría nada estar ahora.
—¿Qué lugar?
—En alguna condenada plataforma petrolífera; en la de Forties Field o en
cualquier otra.
—Tiene usted razón —dijo el primer oficial.
—Hay una cosa que no se puede hacer sobre una plataforma petrolífera —
concluyó el segundo oficial—. No se puede huir del clima. Ni de cualquier
otra cosa.

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Extracto del Memorándum. Presidente del Consejo Nacional de Ciencias al Secretario
del Presidente de los Estados Unidos.

… para que la información del documento adjunto pueda ser resumida adecuadamente para
las agencias no científicas del Gobierno, tal como se expresa a continuación. (Nota: La mayor
parte, si no toda la información, está, por supuesto, a disposición de gobiernos extranjeros,
como consecuencia de la cooperación internacional en esta materia, así como a la de sus
propios centros científicos dedicados a los fenómenos climatológicos.)

1. Las variaciones en la Temperatura de la Superficie del mar son ahora muy


acentuadas. En octubre, por ejemplo, se ha registrado un descenso de 1,7 grados en
la costa noroeste de España, y de 1,9 grados en la costa del Perú. Este último
descenso confirma una tendencia que se ha ido evidenciando en los archivos de la
SST[5] desde 1970 (ver informe del Dpto. de Agricultura, PCTC/A/31.075: Fracaso de
las Pesquerías Peruanas de Anchoas.)

2. Las variaciones de las SST son la prueba adicional de lo que ha llegado a ser un
cambio básico en el patrón climático. Con los equipos que tenemos habitualmente a
nuestra disposición los efectos del cambio de las SST en las corrientes en chorro no
son plenamente evaluables, pero sí sorprendentes. Se pueden extraer algunas
conclusiones:

a. La masa de aire polar no se repliega hacia el norte la distancia acostumbrada


durante la primavera y los comienzos del verano.

b. Las temperaturas de las masas de aire que ocupaban normalmente su lugar


son, por lo tanto, retenidas.

c. El resultado es un desvío hacia el sur en las bandas climáticas. El clima


considerado hasta ahora como normal en Alaska, pude llegar a ser
característico del sur del Canadá, y del norte de los Estados Unidos. En
consecuencia, la zona de los Estados Unidos actualmente templada, y que es
el cinturón del trigo, será infiltrada por un clima más frío, mientras el suyo
propio se trasladará hasta las sub-tropicales de Florida, California y Nuevo
México.

d. Esta traslación hacia el sur ya se ha evidenciado, paradójicamente, en África,


con las catastróficas sequías de los últimos años en las regiones del Sahel, al
sur del Sahara, incluyendo a Argelia meridional, Mauritania, Mali, Nigeria, Alto
Volta, Etiopía y el sur de Sudán. Todos estos territorios han quedado
incluidos en el estable movimiento del desierto del Sahara hacia el sur —un
avance de varios miles de años— en respuesta a los cambios en las
corrientes en chorro y el subsiguiente desvío en las bandas climáticas. La
reiterada carencia de lluvias monzónicas en el subcontinente indio, puede ser
atribuido a las mismas causas.

e. Para los próximos 200 años, este cambio debe considerarse como
permanente. No hay ninguna evidencia de que la región del Sahel pueda ser
adecuada para algo más, dentro de un parámetro predecible, que para la
mínima población nómada que la habita, la cual se sustentaba con
dificultades hasta la denominada revolución agrícola de hace dos décadas.

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f. La evidencia en el caso del subcontinente indio, es menos clara. Esto se
debe a los cambios imprevisibles que pueden experimentar las corrientes en
chorro sobre el Himalaya. Sin embargo, la ausencia de los monzones y la
consiguiente carestía, transforma el desastre en catástrofe. Lo cual puede
que se confirme plenamente en los próximos dos años.

3. El efecto de un traslado de las franjas climáticas hacia el sur sobre la zona


septentrional de Estados Unidos, el Canadá, Siberia, Gran Bretaña y el norte de
Europa, se supone que será dramático. Aunque en este caso la previsión del tiempo
es menos segura. No existe evidencia de ello. La postura radical que postula un
cambio muy rápido, es la adoptada por el Dr. Stovin, partiendo de la base que le
proporciona un fenómeno climático absolutamente anormal que él investiga
actualmente en la zona oriental de Siberia. Una previsión hecha por computadora en
el Instituto de Tecnología de Connecticut da una escala de tiempo más amplia.
Aproximadamente unos 125 años, antes de que se complete una glaciación total.
Aunque esto se produciría por medio de etapas de una intensidad no cuantificable,
mientras el clima evoluciona en esa dirección.

4. En cualquier caso, el efecto en la población mundial y la producción de alimentos y


energía, será considerable en los tiempos venideros. Sobre el particular, incluyo un
informe del doctor Conor Donleavy, agrónomo del Consejo Nacional de Ciencias…

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Yevgeny Soldatov, sentado en un sillón del Área Especial de Recepción del


aeropuerto de Novosibirsk, dormitaba incómodamente, con la cabeza apoyada
en el pecho. El ruido de la puerta lo despertó e inició el gesto de levantarse.
Pero solo era uno de los oficiales de seguridad del aeropuerto que, tras haber
entrado, sostenía una inaudible conversación con la joven que estaba detrás
del mostrador. Soldatov se dejó caer cansadamente en su asiento. Apenas
había dormido en las últimas cuarenta y ocho horas, y hacía cuatro días que
no veía a Valentina. Y ahora, aunque no era nada sorprendente, el avión de
Moscú llevaba más de una hora de retraso. Naturalmente, podía haber enviado
a otras personas a recibir a Stovin y a sus acompañantes. Esto le habría
permitido dormir un poco y encontrarse con ellos al día siguiente, cuando
todos hubieran descansado. Pero por alguna razón que él mismo no alcanzaba
a comprender, quería recibirlos personalmente. A intervalos, durante los
últimos días, se había recordado a sí mismo que Stovin iba a llegar. Aquello
había empezado siendo un apoyo para él: la llegada de alguien en quien
delegar responsabilidad. Ahora era más bien una cuestión de fe. Sonrió
irónicamente. ¡Qué trifulca se había producido cuando el Ministerio le
comunicó que iban a retirarle la oferta a Stovin porque quería un visado extra!
No acontecía muy a menudo que un académico se envalentonara frente a un
funcionario del Ministerio, pero esto era lo que había ocurrido. El suceso de
Novosibirsk transformaba totalmente las cosas. Naturalmente, en Moscú no
acababan de comprenderlo… Miró los paquetes que le habían entregado para
que los obsequiara a Stovin y su grupo. Uno para cada uno… Se trataba de
pequeños y cuidados libritos en rústica de los que se ofrecían gratuitamente
en muchos aeropuertos soviéticos: Foundation of the Party, de Vasily Orlov,
How heavy industry was built de Alexander Guber y Mechanism of Planning
de Karpenko. ¿Qué efecto pueden tener estas cosas en un hombre como
Stovin? —se preguntó, apartando los libros desdeñosamente—. ¿Hacer que se
una al Partido? A veces, la gente de Moscú parecía vivir en un mundo de
sueños. Pero él, Soldatov, vivía ahora en un mundo nuevo, un mundo que este
americano, entre pocos, podía comprender. Hubo un nuevo movimiento de la
puerta, y más allá de los funcionarios tocados con gorro de piel, reconoció la
figura ligeramente cargada de espaldas que había visto en algunas fotografías.
Ya estaban allí. Se puso rápidamente en pie y se adelantó hacia ellos. Súbita e

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inesperadamente a pesar de su fatiga, se sintió un poco tímido. Alargó la
mano.
—¿Doctor Stovin? Es un gran placer conocerle. Mi nombre es Yevgeny
Soldatov. Por favor, vengan conmigo. Deben estar muy cansados —y dirigió
una sonrisa rápida a Diane y a Bisby.
Por lo menos —pensó con satisfacción—, todos llevan puesta buena ropa
de invierno, gruesos abrigos de piel y botas que parecen estar forradas
también en piel. Costosa ropa americana. Mejor así, ya que en Novosibirsk no
sobran las prendas de vestir. Y menos ahora.
—Estoy muy contento de estar aquí —agradeció Stovin.
Soldatov aprovechó para mirarlo más atentamente. Parecía un poco más
joven de lo que él había imaginado, y también menos canoso. Había en él,
pensó Soldatov, un inconfundible gesto de autoridad. Pero no una autoridad
política y ejecutiva, sino intelectual. Parecía seguro de sí mismo, quizás
incluso arrogantemente seguro del poder de su mente. Soldatov tuvo que
dejarse de análisis ya que Stovin le estaba presentando a los demás.
—Diane Hilder —comenzó—, de la Universidad de Colorado.
Soldatov esbozó una ligera inclinación de cabeza. Así que aquella era la
muchacha. Había sido informado, aunque era mejor no especular con la
información recibida, que Stovin estaba interesado por la chica. Esa podía ser
la razón de que hubiera obtenido el segundo visado de científico. Quizás.
Pero, en todo caso, parecía bastante inteligente. Y atractiva, con el pelo
veteado y su amplia boca. Le habían dicho que era zoóloga, y experta en el
tema de los lobos. Recordó lo que había visto aquella mañana y su boca
tembló.
—Y Paul Bisby —concluyó Stovin—, mi ayudante.
Aquella sí que era una cara inesperada. Caras como aquella se
encontraban hacia el este, cerca de Irkutsk y el lago Baikal, no muy lejos de la
frontera con Mongolia. Y en los alrededores del río Lena. Naturalmente, eso
era, una cara del Lena…, una cara Yakutia. Al menos —pensó mientras
estrechaba la mano de Bisby—, tenía algunos rasgos. Pero tan pronto Bisby
habló con su acento norteamericano, su rostro perdió importancia, y se
transformó en algo indescriptiblemente anglosajón.
—Tengo un coche esperando abajo —les dijo—. Creo que lo mejor será
que ahora vayamos a Akademgorodok, donde les hemos buscado acomodo.
Me temo que no estarán todos juntos. Es completamente imposible en
Novosibirsk, ya que ahora no existe ninguno de sus hoteles. Pero en

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Akademgorodok hemos tenido un poco más de suerte, aunque, como ustedes
podrán imaginar, nuestro pequeño pueblecito está lleno de gente.
Las luces de la sala parpadearon brevemente y se apagaron, dejándolos en
la negra oscuridad, a pesar de lo cual la voz de Soldatov, con su inglés
gramaticalmente perfecto pero levemente ampuloso, seguía escuchándose
como si nada hubiera ocurrido.
—… así pues, espero que se sientan ustedes lo más cómodamente posible,
dentro de lo que nosotros podemos ofrecerles.
Las luces se encendieron nuevamente, y Soldatov los condujo hacia la
puerta y la escalera. Pasaron ante el guardia de seguridad, tocado con un gorro
de piel, y pasaron ante el centinela del Ejército Rojo, con su rifle de asalto
Kalashnikov cruzado sobre el pecho, junto a la puerta que conducía al área de
maniobras del aeropuerto. En ella se percibían unas fuertes vibraciones,
producidas por unas pequeñas máquinas. Soldatov captó la curiosidad de
Bisby.
—Generadores —explicó al joven americano—. ¿Usted sabe, en líneas
generales, lo que pasa aquí?
Bisby asintió.
—Todos los conductos de energía, sobre y bajo tierra, han sido destruidos
—le informó Soldatov—. Naturalmente, se están llevando a cabo las
reparaciones pertinentes, pero no es fácil. Mañana lo verá usted. Así es que
empleamos generadores del ejército. Ochenta para ser exactos. Fueron
transportados por avión desde el norte. Tenemos bases no demasiado… usted
estuvo en la Fuerza Aérea, según creo.
—Así es —confirmó Bisby.
—Bueno, entonces —exclamó Soldatov, más animado—, sabrá usted que
tenemos bases no lejos de aquí.
Cinco minutos más tarde, los norteamericanos se sentaban en la parte
trasera del Chaika, que iba conducido por un chofer, y Soldatov lo hacía,
frente a ellos, en un asiento plegable. El coche tomó rápidamente un camino
resbaladizo, cubierto por nieve reciente. Había poco tráfico, aunque en una
ocasión se cruzaron con un pequeño convoy de tres grandes camiones,
encabezados por un vehículo del ejército equipado con orugas, que iban en
dirección contraria, hacia el aeropuerto.
Súbitamente, la situación cambió. Delante del coche, el desnudo horizonte
parecía brillar con infinidad de luces. Entre las luces, se perfilaban grupos de
personas caminando a lo largo del camino. Uno o dos minutos más tarde
pasaban por delante de las primeras tiendas de campaña de color gris claro.

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Algunas estaban oscuras y parecían desocupadas, mientras que otras
quedaban iluminadas por el resplandor de las lámparas de aceite. Fuera de las
tiendas, algunas figuras se movían alrededor de unas hogueras que brillaban
en la noche siberiana. Stovin se inclinó hacia delante.
—¿Tiendas? —preguntó sorprendido—. Deben pasar mucho frío. ¿Qué
temperatura hay en el exterior?
Soldatov se encogió de hombros.
—Aún no hace demasiado frío. Es algo de lo que debemos alegrarnos. Por
lo menos, no es un frío realmente siberiano. Aún no he visto el informe de
esta noche, pero es muy probable que sean como las de ayer, es decir, unos
seis grados bajo cero.
—¡Dios mío! —exclamó Diane.
—Ahora hay unas quinientas mil personas sin hogar. Y entre ellas hay
unos cien mil niños, ancianos o enfermos. La cuestión es que estamos a tres
mil kilómetros de Moscú, y Omsk está a unos seiscientos de aquí. No tenemos
medios para evacuar a tanta gente a semejantes distancias, ni lugares donde
alojarlos. Los que están en tiendas son los más afortunados. Pero trabajamos
con las posibilidades que tenemos. ¿Quieren bajar a echar un vistazo?
El Chaika aminoró la marcha y salió de la carretera por un carril lateral
indicado por lámparas de aceite. Frente al coche apareció una zona iluminada
desde diversos puntos, tan intensamente que Soldatov y los tres
norteamericanos tuvieron que protegerse la vista poniéndose una mano sobre
los ojos a modo de visera cuando bajaron del coche. Un frío intenso y
penetrante los envolvió, pero lo que estaba sucediendo frente a sus ojos hizo
que los tres americanos se olvidaran de la temperatura. El ruido era
ensordecedor. Al menos cuarenta poderosas sierras estaban trabajando a unos
cientos de metros de distancia, cortando progresivamente los árboles de una
amplia franja del bosque de abedules que, a miles, llegaban casi hasta la
carretera. Los tractores trasladaban los troncos cortados hasta un claro del
bosque, donde cientos de hombres y mujeres provistos de hachas de mano,
bajo las luces, los transformaban en postes lisos. Más allá empezaban a
construirse grandes cabañas. El martilleo, el ruido de las sierras y el
entrechocar de objetos era algo continuo, un ambiente que rodeaba a más de
un millar de personas que trabajaban con ahínco y frenética premura. Una
tienda, dedicada a servicios médicos, que tenía pintada una gran cruz roja
sobre la lona, se erguía a un lado. Un hombre de mediana edad que ayudaba a
arrastrar un tronco, se detuvo de repente y, llevándose las manos al pecho,
cayó de rodillas. Una mujer de uniforme verde se acercó a él y lo atendió.

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Mientras estuvieron observando todo aquello, nadie les habló ni les hizo el
menor caso, ni a los tres norteamericanos ni a Soldatov.
—Hay dos cosas de las que no estamos necesitados —dijo Soldatov—.
Madera…, en una extensión de más de mil kilómetros al este, solo hay
abedules. Y personas, que trabajan. Las cabañas son siempre mejores que las
tiendas.
Siguieron contemplando la escena en silencio durante unos momentos
más, hasta que Soldatov los condujo de vuelta al coche. El frío había
empezado a dejarse sentir ahora, y agradecieron la cálida temperatura de su
interior. El Chaica recorrió casi un kilómetro, tocando continuamente el
claxon, pues había muchas personas en el camino. Principalmente las
relacionadas con la construcción de las cabañas, que portaban hachas, palas y
lámparas, y se desplazaban en dirección opuesta. Cuando la presencia de
grupos y vehículos empezó finalmente a disminuir, el coche entró en una
amplia y oscura planicie. La nieve se apilaba a ambos lados de la carretera. A
su paso, podían sentir, más que ver, las apretadas filas que formaban los
bosques de abedules y que se extendían hasta el horizonte como un mar.
Soldatov se giró en su asiento y miró por encima del hombro del conductor.
—Ya queda poco —advirtió—. Ahí está el río Obi.
La noche era clara y las oscuras vetas de hielo gris destellaban a la luz de
las estrellas. En ambas riberas brillaban unas débiles luces, pero nada indicaba
la presencia de una gran ciudad. De repente, un repiqueteo les llegó de debajo
del Chaika. Estaban cruzando lentamente un largo pontón.
—Ahora estamos a unos trece kilómetros del antiguo puente del río Obi
—dijo Soldatov—. ¿Sabían que el puente ha desaparecido?
—Sí —le dijo Stovin—. ¿Fue este el punto más cercano al que pudieron
llegar?
—Me temo que sí. El problema, como verá usted mañana, no era solo el
que hubiera desaparecido el puente. Podríamos haber hecho algo al respecto,
momentáneo pero efectivo. Ya se dará cuenta, doctor Stovin, de que el río
Obi también ha desaparecido. Al menos en el sentido de que discurría a través
de la ciudad. Todo su curso ha cambiado, en unos seis kilómetros bajando
desde aquí. Hemos tenido que abrir un nuevo canal para evitar las
inundaciones, cuando la crecida del río se produzca. En caso contrario el agua
podría llegar al lugar en que estamos ahora. Por suerte, en esta época del año,
no hay peligro de descongelación, y el Obi se mueve lentamente bajo el hielo.
Pero aún ahora, el puente es dos veces más largo que el anterior, aunque el río

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en este punto acostumbraba a ser más estrecho de lo que era a su paso por
Novosibirsk.
El ruido cesó, y el Chaika bajó lentamente por una carretera en la que, una
vez más, volvían a verse grupos de personas. El gran coche se detuvo en una
barrera flanqueada por una pequeña caseta de madera, junto a la que estaban
tres o cuatro soldados provistos de linternas. Un NCO se acercó y miró
inquisitivamente a través de la ventanilla del conductor. Después de un breve
diálogo en ruso, el conductor le entregó unos documentos, que el NCO
examinó cuidadosamente. Soldatov permaneció quieto y sin decir nada.
Finalmente, el NCO se retiró hacia atrás, dijo algo al conductor y cedió el
paso al Chaika. Una pareja de hombres que se calentaba junto a un brasero,
levantaron la vista. Cuando el coche estaba pasando junto al brasero, se oyó el
inconfundible disparo de un rifle, ante lo que el conductor se detuvo
bruscamente. Uno de los hombres que estaba junto al brasero gritó algo en
dirección a la oscuridad, y se volvió hacia el coche, riendo. Aproximadamente
a unos veinte metros, surgieron dos soldados que arrastraban un cuerpo negro
tras de sí.
—¿Qué es eso? —preguntó Bisby, incrédulo—. ¿Un saqueador?
Soldatov soltó una breve carcajada.
—Lo podríamos llamar así —dijo. Luego se volvió hacia Diane Hilder.
—Esta es su especialidad, creo —le dijo sonriendo—. Es un lobo.
—¿Puedo verlo? —se interesó Diane de repente.
—Por supuesto.
Soldatov le habló al conductor, que descendió y le abrió la portezuela a
Diane. Seguida por los otros dos, caminó junto a Soldatov hacia el cadáver
del lobo que yacía dentro del círculo de luz proyectado por el brasero. Los dos
soldados que estaban junto al mismo se apartaron a requerimiento de
Soldatov, y la observaron con curiosidad. Ella se arrodilló junto al lobo.
Había sido un buen disparo. La bala había entrado a la altura del cuello
por la espina dorsal, seccionándola, y alrededor del punto en cuestión solo se
apreciaba un pequeño círculo de sangre, semi congelada a causa del intenso
frío. Uno de los ojos del lobo, de color amarillento, estaba abierto, mientras
que el otro había quedado cerrado. Su larga lengua roja asomaba por entre los
labios, y se endurecía gradualmente a causa del frío. Suavemente, le abrió el
hocico con la mano. A una palabra de Soldatov, uno de los soldados se acercó
con una linterna forrada en hule que había extraído de su cinto. Con sus
manos, mantuvo abierto el hocico del lobo, mientras ella examinaba su
interior iluminándose con la linterna. Los incisivos superiores, curvos como

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sables, largos y amarillentos, estaban separados, en el momento de la muerte,
de los caninos de la mandíbula inferior, de un tamaño similar. Ella sabía que
en caso contrario, no hubiera podido abrir el hocico tan fácilmente. Más atrás
los molares, capaces de triturar los huesos de un caballo o de un bisonte,
destacaban poderosos entre la saliva de la boca. Finalmente, ella retrocedió,
saludó con un gesto al soldado, y soltó el hocico del lobo, que permaneció
rígido y abierto. Seguidamente, volvió al coche con los demás.
—¿Y bien? —preguntó Stovin, en cuanto se sentaron en el cálido interior
del vehículo.
—Muy interesante —contestó ella, aunque se dirigía más a Soldatov que a
Stovin—. Era un joven macho, de unos ochenta kilos aproximadamente, y de
unos dos años, a juzgar por el escaso desgaste de los molares. Yo pensé que
se trataría de un lobo viejo, que estuviera merodeando por los alrededores en
busca de carroña. Pero este está, o estaba, en la flor de la vida. No es el tipo
de animal que hubiera esperado encontrar merodeando en busca de cadáveres.
—¡Cadáveres! —repitió Soldatov, en un tono triste.
Ella asintió. Desde lo más profundo de su memoria, surgió la
conversación sostenida con Van Gelder aquella calurosa tarde en
Alburquerque…, en otro mundo, en otro tiempo, como ahora le parecía. ¿Qué
era lo que él había dicho? «El Canis lupus comerá carroña, pero le gusta la
carroña humana. Ya sabes… tumbas.» Soldatov le estaba hablando y se
esforzó por volver al presente.
—Es interesante que usted haya utilizado el verbo «merodear» —le dijo
—. Yo empleé el mismo término hablando con Valentina, pero ella me
advirtió que no prejuzgara la cuestión.
—¿Valentina? —se sorprendió Diane.
Soldatov sonrió.
—Perdone… Lo siento. Valentina es mi esposa. Usted la conocerá esta
noche, pues se quedará con nosotros en la dacha, en Akademgorodok.
Y se volvió en la oscuridad del coche hacia donde se sentaban Bisby y
Stovin.
—Me temo que, como solo tenemos dos habitaciones en la dacha, ustedes
serán acomodados en otro lugar. Se quedarán en la Escuela, en la número
Dos, adonde yo mismo asistí no hace demasiado tiempo. Pero no estarán
incómodos. Hay otros en las mismas condiciones. Según recuerdo, la Escuela
número Dos albergará esta noche en sus aulas a unos cuarenta científicos.
—¿Científicos internacionales? —preguntó Stovin.
—Científicos soviéticos —le respondió Soldatov.

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Se produjo una pequeña pausa que fue rota por Diane Hilder.
—Y la señora Soldatov… ¿sabe algo de lobos?
—Más bien de mariposas —dijo Soldatov, que parecía contento de poder
cambiar de tema—. Está especializada en lepidópteros. Pero aquí en Siberia,
un zoólogo está destinado a interesarse también en campos distintos a su
especialidad. Como lo hará usted también, señorita Hilder.
—¿Qué quiso decir ella con eso de… «prejuzgar la cuestión»?
Soldatov miró hacia la oscuridad a través de la empañada ventanilla del
coche.
—Ya estamos casi en Akademgorodok. Podrá preguntárselo usted misma.
Para los tres cansados norteamericanos, la siguiente media hora fue algo
incómoda. El Chaika se detuvo frente a un gran edificio. La nieve volvía a
caer intensamente, desde un cielo negro. El frío caló en Bisby y en Stovin
mientras caminaban a buen paso hacia la entrada de la Escuela número Dos,
que estaba flanqueada por unos decorativos abedules. Stovin observó que era
una escuela como cualquier otra, con la misma peculiar atmósfera compuesta
de olores a cera para el suelo, papel, comida envasada y sudor, característica
de cualquier colegio a ambos lados del Atlántico. Rápidamente, Soldatov los
condujo a su alojamiento, que se había dispuesto en un aula cuyos anticuados
pupitres estaban arrinconados en un lado. En el lado opuesto se alineaban
cuatro camas de hierro y lona pertenecientes al Ejército Rojo, y sobre las
cuales colgaban en doble fila unos retratos enmarcados: Byron, Hemingway,
Mark Twain, Dickens, George Bernard Shaw, Shelley, entre otros. Dos
lámparas, que iluminaban intensamente, estaban situadas a ambos lados de la
habitación, y tendidos en dos de las camas, dos rusos estaban leyendo. Se
levantaron al ver entrar a Stovin y Bisby, y Soldatov les presentó
formalmente.
—Sannikov, químico catalizador. Y Skripyzyn, agrónomo de este oblast.
Los dos rusos hicieron una leve inclinación y les estrecharon la mano
cortésmente, pero, al parecer, poco inclinados a entablar conversación. Por
tanto regresaron a sus libros casi inmediatamente. Stovin puso su maleta
encima de su cama, y levantó la vista hacia el retrato de Hemingway que
colgaba sobre su cabecera. Al volverse, vio que Soldatov le estaba mirando.
—Este aula está destinada a las clases de los últimos cursos de inglés —
explicó el ruso—. Aquí los estudiantes solo hablan inglés, leen únicamente
libros ingleses y norteamericanos, y piensan solo en inglés. Yo mismo aprendí
todo lo necesario en este lugar.

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—¿Piensan solo en inglés y norteamericano? —se extrañó Stovin,
lamentando instantáneamente haber pronunciado aquellas palabras. Sin
embargo, Soldatov no pareció ofenderse.
—Pensar —dijo—. Bueno, para eso tenemos la Escuela número Dos,
¿verdad? Para enseñar a los estudiantes a pensar del modo más adecuado…
para ellos.
Diane estaba dormitando en la cálida atmósfera del interior del coche,
cuando Soldatov se reunió con ella. El Chaika arrancó, abriéndose paso a
través de la nieve que se arremolinaba frente a los faros formando una
verdadera muralla blanca. Unos minutos más tarde el coche se detuvo, y sus
neumáticos provistos de cadenas resbalaron un poco, para luego afirmarse en
la nieve. Soldatov bajó rápidamente del coche y sostuvo con dificultad, a
causa del viento, la portezuela abierta para que Diane pudiera salir. Ante
ellos, en el lóbrego entorno gris y blanco surgió repentinamente un rectángulo
de luz amarilla. Era la entrada de la dacha. Cogiéndola del brazo, Soldatov la
condujo al interior, dejando al chófer la tarea de trasladar las maletas a la
casa. Una pequeña mujer de cabello castaño se adelantó a recibirlos, en la
momentánea confusión de la entrada donde Soldatov y Diane se sacudían la
nieve de sus botas. La siguieron a una habitación grande y de techo bajo, en la
que ardía un gran fuego en una chimenea, aunque al otro lado había un
radiador de calefacción por agua caliente. La sala estaba iluminada por tres
potentes lámparas, y en una pared se veían cuadros y dibujos. Un escritorio
provisto de cajones se adosaba a la pared opuesta. Sobre él se acumulaban
libros y montones de papeles. El suelo, de una reluciente madera de pino,
estaba cubierto por vistosas alfombras de lana. Valentina Soldatov alargó
ambas manos.
—Bienvenida a nuestra casa —dijo—. Me alegro de que estén aquí. El
tiempo es muy malo y pensé que quizá tuvieran que pasar la noche en el
aeropuerto. Incluso consideré la posibilidad de que el vuelo hubiera sido
desviado hacia Omsk. A veces sucede.
—No había demasiada nieve en el aeropuerto —dijo Soldatov—.
Empeoró después, cuando pasábamos por el campamento. Supongo que
habrán interrumpido el trabajo de momento. —Una sombra de preocupación
oscureció su semblante, pero inmediatamente se volvió hacia las dos mujeres.
—Ante todo, debo hacer las presentaciones. Valentina, la Dra. Hilder.
Doctora, mi esposa Valentina. Ella es también doctora —y su rostro se
iluminó con una amplia sonrisa, llena de orgullo.

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—Creo que prefiero ser simplemente Valentina —intervino ella—. Quizá
su… ¿su nombre es Diane? ¿Puedo llamarla Diane?
—Se lo ruego —dijo Diane, fijándose por primera vez en Valentina. Era
delgada y bonita, de unos veintiocho años, quizás un poco más joven que
Soldatov. Su rostro era amable e inteligente.
—Debe estar cansada —observó Diane—, de que le digan lo bien que
habla el inglés.
—Es usted muy amable —le agradeció Valentina—. Pero ya se dará
cuenta de que esto es normal en Akademgorodok. Muchos de nosotros hemos
aprendido en la Escuela número Dos, donde sus amigos duermen esta noche.
Se volvió hacia su marido.
—¿Quién está con ellos en el aula?
—Sannikov y Skripyzyn.
—¿Skripyzyn? —exclamó Valentina, frunciendo el entrecejo y sonriendo
a la vez.
—¿Qué hay de malo en Skripyzyn? —preguntó Diane—. No me bajé del
coche y no pude conocerlo.
—Se alojó aquí, en la dacha, una vez. El hotel estaba lleno. La cuestión es
que ronca. Hace más ruido que una máquina quitanieves. Sus amigos tendrán
dificultades para dormir.
—Esta noche no —le aseguró Diane que, una vez superadas las primeras
formalidades, empezaba a sentirse muy cansada.
Valentina se levantó de su asiento.
—Supongo que estará usted rendida. Venga conmigo. Aunque primero
deberá tomarse un vaso de leche con un poco de brandy. Luego dormirá como
una auténtica siberiana. Geny —y señaló a Soldatov—, dice que los
siberianos no duermen, sino que hibernan.
Soldatov acompañó a las dos mujeres hasta la puerta del living. Se detuvo
bajo la luz de una de las lámparas y, por vez primera, Diane se dio cuenta de
cuán cansada e incluso atormentada estaba su cara, y su pelo encanecido. Él
alargó una mano, y ella, ligeramente sorprendida por el gesto, le tendió la
suya. Luego él puso su otra mano sobre la de ella, aprisionándola.
—Ahora, duerma —le aconsejó—. Mañana hay mucho que hacer.

Bismillah ar rahman ar adhim —rezó Zaid ag Akrud, con su garganta reseca


y su frente tocando la gruesa arena del Sahara—. En el nombre de Dios, el
Compasivo, el Misericordioso… —y permaneció inclinado durante unos

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minutos. Luego volvió a cubrirse el rostro con el velo azul, se llevó la mano
izquierda al cuello y, con la otra, acarició la alforja de cuero rojo en la que
había un solo verso del Corán. Miró hacia el este, a la oscuridad, tratando de
tomar una decisión. Detrás de él, los últimos vestigios del crepúsculo se
desvanecían rápidamente dando paso a las sombras que precedían brevemente
la oscuridad de la noche. Treinta metros más allá, junto al pozo, estaba
acurrucada Zenoba, su mujer. Su semblante parecía una máscara de miseria.
Los hijos de Zaid, Hamidine y Mohammed, estaban tendidos junto a ella,
sobre una arena que se enfriaba gradualmente. El menor de sus hijos, el
pequeño Ibrahim, apoyaba la cabeza en el regazo de su madre, pero se
mantenía demasiado quieto.
Zaid se puso en pie con dificultad, y caminó hacia el pozo, escrutando
luego sus profundidades como si quisiera restituirle el agua que antes había
contenido. El pozo ya no era más que un hoyo en la arena. Tenía unos dos
metros de ancho y unos cinco de profundidad. Zaid lo conocía desde que tenía
cinco años de edad y acompañaba a su padre a los mercados de camellos,
ochenta kilómetros al sur, y nunca lo había visto seco con anterioridad. La
zona de arena compacta que lo circundaba estaba resquebrajada y sembrada
de excremento de camello, lo que evidenciaba el paso de otros viajeros. Un
poco más lejos, se distinguía el cadáver de un camello. El sol ya había
transformado su piel en cuero durísimo. Y algún roedor del desierto,
probablemente un zorro, le había abierto el estómago. No quedaba
absolutamente nada comestible en el cadáver. Zaid miró entonces a sus
propios animales.
Sus tres cabras aún resistían, y también los dos camellos. El camello
hembra todavía les proveía de leche. Pero el camello estaba enfermo y
permanecía echado en la sombra, detrás del pozo. Cinco minutos antes,
Zenoba había ordeñado a la camella y solo había obtenido una taza de leche.
Zaid sabía perfectamente que ninguna podría proporcionar leche estando sin
comer. Y no habían comido nada desde hacía muchos días. Las cabras
estaban en mejores condiciones porque Zenoba había llevado consigo unos
arbustos de espino. Tres cabras… Pero ya había tomado una determinación.
Hamidine y Mohammed tenían doce y trece años respectivamente, y ya eran
casi unos hombres. Aún podían resistir. Pero Ibrahim solo tenía siete años. Si
el camello moría al día siguiente, el niño tendría que caminar. ¿Y Zenoba?
Por un momento el nombre permaneció en su mente, pero pronto lo ahuyentó
de sus pensamientos. Zenoba caminaría mientras él se lo ordenara. Extrajo el
cuchillo de su cinto y se dirigió hacia la más vieja de las cabras que le

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quedaban. Sujetándola del cuello, le abrió la garganta de un tajo certero. La
cabra berreó una sola vez, atragantándose en su propia sangre mientras moría.
Zenoba acudió rápidamente y recogió la sangre en un cuenco. Poseída de unas
ansias súbitas de comer, intentó arrastrar el cuerpo de la cabra hacia el pozo.
Pero Zaid soltó un juramento y la detuvo.
—¡Esto es la cena! ¡Y yo no soy un chacal! ¡Haz lo que tienes que hacer!
Obedientemente, Zenoba se dirigió hacia el camello, y de un atado que
había sobre su lomo, apartó unas ramas de espino. Las apiló y sacó un poco
del agua que le quedaba en el odre de cuero de cabra. La vertió en la vieja
tetera de metal, encendió una cerilla y esperó a que el agua hirviera. A
continuación, se sacó del cuello la pequeña bolsita que contenía el té. Lo echó
en el pequeño recipiente de metal, y esperó a que la mezcla hirviera
nuevamente. Luego vertió la mezcla de un recipiente a otro, siguiendo la
antigua tradición. Zaid no pudo resistir el estar mirándola por más tiempo.
Alargó la mano, y ella le alargó el cuenco, mirándolo mientras él bebía su
contenido. Se permitió dos o tres tragos y pasó el cuenco a sus dos hijos
mayores. Ellos también bebieron, mientras Zenoba se sentaba otra vez, y
apoyada la cabeza de Ibrahim en su regazo. Luego intentó darle un poco de la
leche que había obtenido de la camella, pero el niño desvió la cabeza
apáticamente. Con paciencia, mojó el extremo de su bufanda en la leche, y la
restregó por la boca de Ibrahim para que sus labios se abrieran, y entrara un
poco de leche en su boca. El sabor le estimuló, y cogiendo el cuenco con sus
dos manos, empezó a beberla sin gran determinación. Satisfecha, ella preparó
más té, y se permitió beber un poco.
Discutiendo desganadamente, los dos muchachos levantaron la cuadrada
estructura de madera de la pequeña tienda. Luego la cubrieron con una tela
azul oscura que cogieron de uno de los cestos que portaba el camello. Zenoba
separó un buen trozo de carne de la cabra, y cortó el resto en trozos pequeños
que envolvió con unos paños de color oscuro. Finalmente los ató con tiras de
cuero. El trozo que hubo apartado lo colocó sobre las brasas del fuego. Estas
no desprendían el suficiente calor para hacer el asado, pero ella no podía
gastar más ramas de espino. La carne quedó muy poco cocida, parte de ella
estaba cruda y sangrante. Zaid comió el primero, y a continuación sus dos
hijos mayores, que tenían la cara tensa a causa del hambre. La grasa les
resbalaba por la barbilla mientras desgarraban la carne con sus dientes.
Zenoba masticó un poco de carne para después sacársela de la boca y dársela
a Ibrahim. El niño comió un poco. El día venidero sería arduo y difícil.

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—Dormid —le ordenó Zaid a Zenoba—, hasta que la luna esté alta.
Entonces reemprenderemos el viaje.
Sorprendida, ella empezó a hablar, pero él la detuvo con un impaciente
gesto de la mano y Zenoba se retiró a la oscuridad de la pequeña tienda,
llevándose consigo a Ibrahim. Era la primera vez que iban a viajar de noche,
pero Zaid sabía que otro día de viaje bajo el terrible sol del desierto, sería el
fin para el pequeño Ibrahim. Ciento treinta kilómetros al este estaba
Tamanrasset. Allí, en la misión médica del gobierno argelino, encontrarían
alimentos, agua, e incluso turistas. En Tamanrasset, Ibrahim no moriría. Pero
el lugar estaba muchos días de camino. Cogió el guerbo y tomó un sorbo de
agua, al tiempo que reprimía un estremecimiento de frío, a causa del viento
del desierto. Pensó en el calor que producirían los cuerpos en el interior de la
tienda. Pero existía la posibilidad de que alguna gacela, o cualquier otro
animal del desierto, cometiera, como él, el error de pensar que en el pozo
había agua, ya que siempre la había habido. Si el mundo había cambiado, era
la voluntad de Dios. Pero aún bajo el poder de Dios, un hombre, o lo que es
más, un tuareg, debía hacer lo que pudiera. Se desplazó hasta el límite del
oasis y se sentó a esperar. Sus ojos escrutaban la oscuridad mientras sostenía
su rifle —un viejo Máuser de 7,92 mm, de hacía muchos años, que había
pertenecido a un soldado de Romel— sobre sus rodillas. Esto le quitaría una
hora de sueño, pero valía la pena intentarlo.
Una hora más tarde, regresó a la tienda. Nada, ni siquiera un escorpión, se
había acercado al pozo. Levantó la tela que tapaba la entrada a la tienda, y vio
el rostro de Zenoba a la luz de las estrellas. Su cabello negro estaba peinado
con una raya en medio, y una de sus bien anudadas trenzas le caía cerca de la
boca. Por un momento, su cuerpo se estremeció de deseo. Pero pronto
desechó ese pensamiento. Al día siguiente viajarían por un mundo donde nada
era seguro. En Lissa había otro pozo. ¿Contendría agua? ¿Cuánto resistiría el
camello? Zenoba necesitaba todo el descanso que pudiera obtener. Si el
camello moría, ella tendría que caminar, y no era un hombre. No tenía la
resistencia de un hombre. Sin Zenoba, Ibrahim tampoco sobreviviría. La luna
estaría en su cénit en tres horas. Hasta entonces, todos dormirían.

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Stovin se inclinó en dirección contraria a la ventisca, del mismo modo que un


hombre se apoya en una pared. Luego, reunió todas sus fuerzas y prosiguió su
marcha tras las borrosas e indistintas formas de Bisby y Soldatov, que
marchaban justamente delante de él. La nevada era tan intensa que limitaba la
visión a escasos metros, en la luz crepuscular de la tarde siberiana. La nieve
se arremolinaba en torno suyo como una furia helada. Sus copos, levantados
del suelo por el fuerte viento de la tormenta, se estrellaban y enganchaban en
las pieles de su gorro. A veces, parecían incluso penetrar en su cuerpo. A
pesar de las ropas acolchadas que les había proporcionado Soldatov, Stovin
sentía una extraordinaria sensación de vulnerable desnudez. Ocasionalmente,
una forma oscura pasaba en sentido contrario, trotando al igual que ellos.
Aquel ritmo de marcha, había advertido Soldatov, era el único medio seguro
para moverse en una temperatura de cuarenta grados bajo cero. Si aminoran la
marcha —les habían dicho—, su sangre podría congelarse en sus venas…
Stovin se había dado cuenta de que necesitaba realizar un tremendo
esfuerzo mental para no hacer caso de su penuria física, y poder concentrarse
razonablemente en lo que ocurría a su alrededor. Ahora se movían en lo que
había sido la Gran Estación Ferroviaria de Novosibirsk, una de las más
importantes paradas del Transiberiano en su trayecto desde Moscú hasta el
Pacífico. No había nada que indicara que allí se hubiera erguido una
importante estructura, y los alrededores se habían reducido a un accidentado
desierto de hielo. Era la huella que el Danzante había dejado a su paso, quince
días antes. Envuelto por la tormenta crepuscular, Stovin pensó que aquello
parecía tan desolado y solitario como el Polo mismo. Delante de él, Bisby y
Soldatov aminoraban la marcha. Los tres empezaron a ascender, jadeando
fuertemente, una pendiente de hielo de la que caían, impulsados por el viento,
fragmentos de hielo y polvo de nieve en un incesante bombardeo. Se movían
con dificultad contra la ventisca, como si caminaran sobre pegamento, pero
una vez pasada la cima, esta desapareció. Por vez primera, Stovin se dio
cuenta de que, al abrigo de la colina, trabajaban unas doscientas personas. Al
otro lado del risco, se escuchaba soplar el viento, ahogado gradualmente por
un fragor que aumentaba cada vez más, y que era producido por docenas de
barrenos de compresión que manejaban pequeños equipos de hombres para
taladrar el hielo. Por encima de todo aquel estruendo, Soldatov les hablaba a

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gritos. Su aliento, al ser exhalado, se condensaba en una nube de pequeñas
partículas de hielo cristalizado.
—Como pueden ver —les gritó, señalando un montón de barras de metal
y material de ingeniería—, este es el primero de nuestros dos principales
problemas. La vía férrea es vital. Debemos…
Bruscamente, dejó de hablar. Un oficial cubierto por un abrigo de
voluminoso cuello cruzó ante ellos, dejándose escurrir por la ladera y
manteniendo una mano levantada. A su alrededor, el fragor de los barrenos
cesó repentinamente. Los trabajadores, hombres y mujeres, estaban
silenciosos, mirando fijamente a través del campo helado, de la grisácea luz
del atardecer y de la nieve que caía. De pronto, a unos cuantos metros de
distancia, un relámpago de color violáceo se elevó desde la tierra, y la corteza
de hielo estalló en medio de una columna de fuego rojizo, produciendo
fragmentos de hielo grisáceo que cayeron con gran estrépito, llegando algunos
hasta donde ellos estaban. El estruendo de la explosión fue tan fuerte que
Stovin se tapó los oídos con sus manos enguantadas sobre la capucha de piel
que le cubría la cabeza. El oficial, una vez relajado, hizo un gesto a Soldatov,
permitiéndoles el paso. Este los condujo hacia una pequeña barraca
prefabricada, junto a la cual montaba guardia un soldado del Ejército Rojo
con un rifle de asalto Kalashnikov cruzado sobre el pecho. Las paredes de la
cabaña amortiguaron los ruidos de las siguientes explosiones, y Soldatov
pudo volver a hablar en tono normal.
—Bien, ahí lo tienen. Hemos de despejar esta vía férrea. Estamos a cuatro
días de Moscú, y a dos de Irkutsk. Pasado Irkutsk está Trans-Baikalia, con
casi un tercio del petróleo de la Unión Soviética. Y necesitamos conseguir
alimentos lo más rápidamente posible, dada la gran cantidad de supervivientes
que tenemos en esta zona, por lo que necesitamos restablecer las líneas
férreas.
Sobre ellos, un helicóptero bimotor del Ejército intentaba descender en
algún lugar próximo al área de trabajo. Durante un momento, divisaron sus
luces rojas destellando intermitentemente.
—Sí, desde luego, tenemos abastecimiento aéreo. Es mejor que nada, pero
no suficiente para las setecientas cincuenta mil personas que tenemos aquí. Y
no somos los únicos con problemas.
—¿Qué quiere usted decir con que no son los únicos con problemas?
—Este tiempo —comenzó Soldatov—, es… Un momento, por favor…
Miró a Bisby y a Stovin. Más allá de la barraca, el ruido de los barrenos
había cesado. Tres o cuatro hombres excavaban ahora con sus picos en torno

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a algo oscuro. Soldatov miró a Stovin.
—Quizá sería mejor que no…
Pero Bisby intervino antes de que Stovin pudiera decir algo.
—Está bien —exclamó rápidamente—. Es mejor que nos vayamos
acostumbrando.
Uno de los hombres que trabajaban con el pico se hizo a un lado, y Stovin
vio lo que estaban desenterrando. Un brazo pequeño asomaba fuera del hielo.
Estaba metido en la manga de un abrigo, y su mano se cubría con un guante
de lana. Cuidadosamente, casi con cariño, los picos excavaron cada vez a
mayor profundidad. Stovin hubiera deseado desviar la mirada de aquel
espectáculo, pero un impulso indefinible le obligó a seguir observando. Uno
de los excavadores dejó caer su pico, y con un cuchillo que sacó de una funda
colgada en su cinturón, comenzó a rascar la superficie del hielo. Como a
través de una pantalla lechosa, se divisó la cara de un ser humano. Era una
cara pequeña, con los ojos cerrados y el cabello corto congelado cual si fuera
un absurdo flequillo. Era un niño de unos diez años de edad.
—Creo —dijo Soldatov—, que sus padres o su hermano mayor estarán
sepultados cerca de él. Aquí estaba la sala de espera de la estación. Estarían
esperando el Transiberiano. Encontramos personas congeladas
continuamente. Pero para los excavadores nunca es fácil.
—No —reconoció Stovin.
Un sentimiento nuevo invadió su interior. Después de analizarlo, se dio
cuenta de que era vergüenza. Una cosa eran las teorías sobre cambios
climáticos que él propugnaba, y otra la cara del niño. Recordó, con amargura,
que en las últimas semanas había sentido una íntima satisfacción. Él, el
controvertido Stovin, finalmente estaba en lo cierto. Era la íntima satisfacción
de que colegas eminentes que habían dudado de él escucharan ahora con
atención todo lo que él decía. Pero en Novosibirsk no había satisfacción
alguna. Un chico que él no conocería nunca, le había recordado que había
cosas más importantes que el orgullo por la capacidad de una mente. Y sin
embargo, serían necesarias muchas mentes, y buenas, para intentar
enfrentarse con lo que había ocurrido allí, y evitar lo que pudiera suceder en
otras muchas partes.
—Dijo usted que había dos problemas importantes —dijo dirigiéndose a
Soldatov—. ¿Cuál es el otro?
Bisby lo miró sorprendido, casi con incredulidad, pero él había
endurecido su expresión para no demostrar emoción alguna. Soldatov le
volvió la espalda al niño muerto, que estaba siendo extraído del hielo, y se

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alejó, rodeando la barraca. Tras ella, Stovin lo vio por primera vez, había una
cerca de unos cien metros cuadrados. Allí, bajo unas lonas alquitranadas
desgastadas por las inclemencias del tiempo, yacían cientos de cadáveres
apilados en capas sucesivas.
—Fueron extraídos de los pisos de los obreros —explicó Soldatov—. Allí
vivían unas cuatro mil personas. Creo que no ha sobrevivido ninguna.
Una pareja de oficiales rusos salió de la cabaña en aquel instante, y el
centinela apostado en la puerta golpeó su mano contra la culata de su rifle a
modo de saludo. La cabaña estaba vacía. En un rincón ardía un brasero de
carbón. El ambiente, dentro de ella, era caluroso y casi sofocante. Había una
larga tabla apoyada sobre dos caballetes, y cubierta de planos y diseños. En la
pared opuesta a la ventana, pendía un desgastado mapa de Siberia. Era tan
maravilloso encontrarse a resguardo del frío, que Stovin casi no oyó lo que
estaba diciendo Soldatov.
—… y nuestro segundo problema está allí…
Y con un ademán señaló hacia la ventana cubierta de nieve.
—Esta no es la nieve a que estamos acostumbrados. Naturalmente, la
nieve no es nada extraño para los siberianos. Pero yo nunca he visto nieve
como esta…, cayendo casi sin interrupción. Es virtualmente imposible
trabajar en el exterior durante varias horas.
—¿Cuáles son las condiciones en otros puntos? —preguntó Stovin, ante lo
que Soldatov se encogió de hombros.
—El área es tan enorme que, naturalmente, las condiciones difieren. —Y
señalando el mapa, preguntó—: ¿Lee usted el alfabeto ruso, doctor Stovin?
Stovin negó con un movimiento de cabeza.
—Entonces le explicaré la situación.
Y con una mano abarcó todo el mapa, en un amplio y rápido movimiento.
—Todo esto representa más de catorce millones de kilómetros cuadrados.
Pero dividido, como puede ver, en dos por la latitud cincuenta grados norte.
Esta es la división de vientos. Al sur y al oeste de la región, es decir, al oeste
del río Obi, tenemos un clima parecido al del noroeste de Europa, aunque
quizá sea algo más riguroso. Al norte el tiempo es más frío. Y en dirección
noreste está la zona más fría de todas. Conforme se avanza en esa dirección,
la temperatura va bajando hasta llegar a Verkyoyansk y Oymyakon, en la
república de Yakutia, trescientos kilómetros al sur de la costa del mar de
Laptev. Estos son los lugares más fríos del hemisferio norte.
—¿Qué temperaturas se alcanzan? —preguntó Stovin.

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—Unos setenta grados bajo cero —le respondió Soldatov—. Y eso es lo
que se prevé para toda el área de Yakutia: temperaturas de setenta grados bajo
cero. Casi toda Siberia tiene una media bajo cero durante el mes de enero. Los
veranos son breves pero calurosos. En Yakutsk, hemos tenido hasta 35 grados
en julio. Está bastante cerca del mar, y el océano Ártico moderaba las
temperaturas. Pero aparentemente, ya no es así.
—¿No lo es? —se extrañó Stovin—. No recuerdo ningún dato de
Temperatura de la Superficie Marítima sobre el mar de Laptev, en el informe
que llegó a Washington.
—Le mostraré esos datos cuando regresemos a la dacha —le aseguró
Soldatov—. Hay un descenso radical. Ya lo verá. Además, el verano en
Yakutia fue muy breve; duró unas tres o cuatro semanas, cuando
normalmente dura ocho. Por lo general, la temperatura desciende entre
octubre y noviembre, pero este año lo hizo entre septiembre y octubre. El
clima de Yakutia está trasladándose hacia el sur y hacia el este. Y, por
supuesto, esta… esta cosa que nos azotó hace quince días, puede que… que se
deba al cambio de las corrientes en chorro.
—Estoy de acuerdo —confirmó Stovin. Soldatov le observó durante un
instante sin agregar nada más. Fue entonces Bisby quien se dio cuenta de
cuán desgastado, e incluso atormentado, estaba el rostro de Soldatov.
—Basándonos en el informe, ¿recuerda usted la temperatura en
Novosibirsk cuando ocurrió aquello?
Stovin asintió.
—Aquí tenemos un promedio base para el funcionamiento de nuestras
estaciones meteorológicas —informó Soldatov a Bisby—. Poseemos
máquinas capaces de registrar las mínimas temperaturas de Yakutia según el
mínimo de la escala de Oymyakon. Setenta grados bajo cero. En Novosibirsk
la temperatura descendió más allá de la escala de Oymyakon. Es decir,
descendió a un nivel inimaginable. No hubo un registro exacto porque no
disponíamos de un equipo capaz de hacerlo. Pero creo que debe haber sido la
temperatura más baja que se ha producido hasta ahora en todo el mundo.
—Estoy de acuerdo —manifestó nuevamente Stovin. Soldatov no dijo
nada pero suspiró.
—Hace veinte años, su estación de Vostok, en el Ártico, registró una
temperatura de 87 grados bajo cero, ¿no es así? —Stovin prosiguió—. Pero
creo que está usted en lo cierto. Aquella noche, en Novosibirsk, hubo una
temperatura aún más baja. Cuando regresemos, muéstreme esos datos y le
diré por qué pienso así.

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—Sí, sí —dijo Soldatov.
Súbitamente, pareció haber perdido todo interés en la conversación. Un
teniente del cuerpo de ingenieros del Ejército Rojo entró rodeado de un
remolino de nieve y una ráfaga de frío penetrante. Soldatov habló unos
instantes con él y, seguidamente, se dirigió a los demás.
—Enviarán un vehículo del ejército para acompañarnos hasta la dacha. El
tiempo está empeorando y no podremos utilizar el coche.
Diez minutos más tarde se abrió nuevamente la puerta. Un oficial con un
grueso abrigo pareció surgir de la nevada, haciendo ademanes de urgencia
para que salieran fuera. Soldatov se puso en pie y, apoyando su mano en el
hombro del oficial, indicó con el pulgar hacia la puerta.
—Le tengo mucho respeto al nuevo mundo de ahí fuera —manifestó casi
en broma—. Me alegro de que esté usted conmigo.

—¿Quién ha sido destinado a acompañarlo? —inquirió el presidente de la


Comisión de Seguridad del Estado. De pie, dándole la espalda a Grigori
Volkov, miraba a través de la alta ventana del Kremlin hacia la larga muralla
amarilla del Arsenal y las nevadas copas de los alerces en los Jardines de
Alejandro, situadas un poco más abajo. Volkov, ligeramente incómodo en su
asiento, cruzó las piernas antes de contestar; gesto que no pasó desapercibido
al presidente. Volviéndose hacia él, miró fijamente la expresión del joven
funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores, en espera de su respuesta.
—Katkov, camarada presidente. De la delegación de Tomsk. Era el oficial
apropiado que estaba más cerca.
—¿Y?
Volkov marcó una pequeña pausa.
—Presumo que en Novosibirsk hay muchos problemas, camarada
presidente. He sido informado de que el helicóptero de Katkov tuvo que
regresar. El tiempo había empeorado mucho. En otro caso, hoy hubiera estado
allí. Pero ahora no podrá llegar hasta mañana, o más tarde.
—Ya veo.
—Podría destinar a alguien del mismo Novosibirsk. Gunchenko, por
ejemplo, está disponible.
El presidente negó con un gesto de cabeza, mientras refunfuñaba algo.
Una vez más, se giró hacia la ventana. Mientras esperaba, Volkov observó un
gran cuadro pintado al óleo que representaba una vista panorámica de la calle
Gorki, colgado en la pared opuesta. Una pintura bien proyectada, pensó.

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Parecía un Pimenov. ¿Podría no serlo? No había demasiados Pimenov en
posesión de particulares. Aparte del de Leonidas Brezhnev, en Zhukouta Uno.
No, este debía ser una reproducción, pero jamás estaría en venta.
Sin decir nada, el presidente abrió un cajón de su gran mesa de despacho,
cuyo tablero estaba tapizado en cuero verde. De él sacó una carpeta de color
azul eléctrico. Para Volkov, sentado al otro lado de la mesa, la carpeta estaba
al revés, pero aún así supo de qué se trataba. No tenía que esforzarse
demasiado en leer la etiqueta mecanografiada de la cubierta. Se trataba del
pervy otdel especial de Yavgeny Soldatov, una versión ampliada de la vida de
cada ciudadano soviético. En él, figuraban el trabajo, afiliación al partido,
status académico e historial político. El presidente hojeó el dossier hasta
encontrar la parte que buscaba. Entonces dio unos golpecitos en la página.
—Veo —comentó— que Katkov ha trabajado anteriormente con el
académico Soldatov.
—Así es —reconoció Volkov—. Se conocen bien.
—En ese caso, creo que Katkov no es la persona indicada —dijo el
presidente—. Es mejor enviar a alguien que Soldatov no conozca demasiado,
y que tampoco le conozca a él.
—Pero…, ¿Soldatov…? —balbuceó Volkov, dejando ver su sorpresa. El
presidente le interrumpió con un gesto.
—No me interprete mal, por favor. No tenemos nada de ningún tipo en
contra de Soldatov. Su historial demuestra que es un deal servidor del Estado,
aunque… —sonrió—, quizá como científico, sea poco convencional. Yo no
sé nada de esas cosas, pero se me ha informado de que el académico Soldatov
es muy competente. Ya veremos. Pero esta es una cuestión nueva, camarada
Volkov…; estos americanos, ese hombre llamado Stovin… Incluso para
Soldatov es una situación nueva. Quiero allí a alguien con una mente fresca,
no a Katkov. Y ciertamente a ningún paleto de Novosibirsk.
—No —respondió Volkov, y esperó. Pero el presidente parecía haberse ya
desinteresado por el tema.
—Esta mañana llegué a Moscú por la estación de Yaroslavlsky —dijo—,
y estaba nevando tan copiosamente que pensé que no llegaríamos. Pero en la
estación… la estación ofrecía un terrible aspecto. ¿La ha visto usted?
Volkov negó con la cabeza.
—Debe de haber más de veinte mil personas… El ejército ha instalado
tiendas de campaña alrededor del Leningradskaya. Por supuesto, para una
acomodación temporal, hasta que puedan ser alojados en viviendas más
adecuadas. Aunque no creo que eso vaya a ser nada fácil.

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Volkov asintió.
—Están llegando en el Transiberiano desde Kargat, camarada presidente.
Ese es el lugar más cercano a Novosibirsk de la línea férrea que funciona. Los
trasladan allí en helicópteros y camiones, y una vez en el tren los dejan en
Omsk y en Sverdlovsk, pero a la mayor parte los traen a Moscú. Estos últimos
son los más afortunados. Desde luego, no quisiera estar en Novosibirsk esta
noche.
El presidente suspiró. A veces, pensó Volkov, parecía realmente un
anciano.
—Volkov, este será un invierno duro. Esperemos que Soldatov y ese
americano obtengan algunas respuestas. Creo que fue usted quien los recibió
cuando llegaron, ¿no es así?
—Así es, camarada presidente.
—¿Qué le parecieron?
Volkov reflexionó durante unos momentos antes de contestar.
—No estuve con ellos mucho tiempo, camarada presidente. Pero me
formé algunas opiniones. Stovin, el científico…, formidable, introvertido y
algo austero. Sumamente inteligente y, probablemente, no solamente en su
propio campo. La chica…, atractiva, seria y vulnerable al hombre apropiado.
Quizás un poco inmadura sexualmente. De inteligencia un tanto limitada,
diría yo. Además tuve una leve impresión… —dudó un instante.
—¿Sí? —insistió el presidente.
—Creo que había algo… alguna… relación sexual entre ella y Stovin. Es
difícil estar seguro.
—¡Interesante! ¿Y el otro? El piloto… Bisby.
—Un don nadie. No tiene importancia. Es difícil adivinar por qué ha
venido. Me han dicho que Stovin es un hombre un poco excéntrico y que le
gusta demostrarlo. Eso podría explicar su presencia.
—¡Humm…!
El presidente se levantó. La entrevista había concluido.
—Hágame saber algo tan pronto llegue a Novosibirsk. Habrá un avión del
ejército esperándole en Domodedovo a las seis en punto. Decídalo todo usted
mismo, según las condiciones existentes. Tiene usted carta blanca. Quizá
pueda volar directamente hasta allí, o aterrizar durante el trayecto y seguir
viaje por tierra.
Volkov se quedó atónito.
—¿Yo… yo…, camarada presidente? ¿A Novosibirsk?
—Creo que usted es el hombre más indicado.

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Volkov tragó saliva antes de continuar.
—Gracias…, pero mañana tengo que recibir a una delegación que viene
de Finlandia. Está todo dispuesto desde hace semanas. Yo mismo he realizado
el trabajo previo. Y no hay nadie más que…
—Es cierto que usted es un funcionario del Ministerio de Asuntos
Exteriores —le interrumpió pacientemente el presidente—. Pero también es
usted un oficial de la KGB. Y usted sabe perfectamente lo que tiene prioridad.
Quiero una mente independiente que evalúe lo que ocurra entre el americano
Stovin y nuestro Soldatov. Usted es el mejor hombre para esta misión. Haga
sus preparativos. Yo arreglaré lo de su partida con el ministro.
—Gracias, camarada presidente.
Cuando Volkov hubo abandonado el despacho, el presidente volvió a
poner el pervy otdel de Soldatov dentro del cajón, y lo cerró con llave. Luego
abrió otro cajón y sacó de él un dossier similar. Era el pervy otdel de Volkov.
El presidente pasó unas cuantas páginas del informe hasta llegar a la que
buscaba. Sabía de antemano lo que iba a encontrar, pero quería asegurarse de
ello.
«Actitud política —leyó para sí—, absolutamente digna de confianza.»
Asintió, sonrió, y puso la carpeta nuevamente en su lugar.

—Lo que deseo de Stovin —insistió el Presidente—, es una predicción. Un


esquema previsible para los próximos dos años… —sonrió brevemente—, o
para los próximos dos meses.
El director de la Agencia Central de Inteligencia[6] se removió un poco
inquieto. Cogió una de las fotografías de satélite que había sobre el escritorio
del despacho Oval de la Casa Blanca, y la miró distraídamente.
—Estas fotografías deberían ayudarnos a conseguir esos datos, señor
Presidente —comentó—. Ellas muestran todo lo que el tiempo va a traernos a
través de Siberia, sobre el océano Ártico y el mar de Barents. Mire esta…,
vea, tienen problemas incluso en Murmansk. Y todo su sector petrolífero
alrededor de Igrim y de la desembocadura del río Obi está sometido a una
dura prueba. Han de estar realmente preocupados por todo esto.
—No es muy satisfactorio pensar que va a ocurrirnos lo mismo en Alaska
—dijo el Presidente—. Porque llegará hasta allí, ¿no es así, Mel?
Melvin Brookman buscó una nueva posición en su asiento, al otro
extremo de la mesa.

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—Parece ser que sí, señor Presidente —contestó—. Y muy pronto. Tengo
un informe de computadora basado en las últimas temperaturas de la
superficie marítima y datos atmosféricos, el cual nos da alguna idea. Si este es
cierto, el área afectada irá desde la bahía de Prudhoe al norte, y quizá bajará
hacia el sur de Alaska, por la costa hasta Valdez.
—Y eso podría inutilizar el oleoducto de Alaska por un tiempo indefinido
—observó el Presidente.
Brookman asintió, y el director de la CIA intervino nuevamente.
—Hemos estado hablando con los británicos, señor Presidente. Están muy
preocupados por su petróleo del Mar del Norte. Se podría decir que ellos
tienen todos sus huevos en una sola cesta, en las islas Shetland.
—Parece un pésimo momento para comprar un automóvil señores —
comentó el Presidente—. Y aún no hemos sabido nada de Stovin.
Parecía una afirmación, pero Brookman sabía que en el fondo era una
pregunta.
—Aún no —informó—. Claro está que no es lo mismo enviar
información desde Rusia que desde Gran Bretaña o Alemania Federal. Los
soviéticos no le han invitado para ayudarnos a nosotros, sino para que les
ayude a ellos. Y si se dan cuenta de que puede llegar a saber demasiado de
algunas dificultades cruciales…, bueno, podrían cerrar definitivamente los
postigos, por decirlo de algún modo.
—¿Qué quiere usted decir?
Brookman no contestó; pero el director de la CIA intervino, inclinándose
hacia adelante al hablar.
—Estábamos discutiendo este tema el doctor Brookman y yo, antes de
entrar en su despacho, señor Presidente —le explicó—. Pudiera suceder que
el doctor Stovin… tenga…, bueno, ciertas dificultades para informarnos con
prontitud. No es solo el petróleo lo que está siendo afectado, aunque sus
consecuencias sean lo suficientemente serias. Obviamente, existen otros
factores involucrados en todo esto, como son los defensivos: puertos, bases
aéreas, silos de misiles. Esto significa, seamos francos, que si el asunto fuera
a la inversa y Soldatov se paseara de arriba a abajo por la costa de Alaska…
yo pondría uno o dos obstáculos, de apariencia natural, para impedir que toda
esa información pasara a Rusia con la rapidez que él desearía. Y eso es algo
que ellos pueden realizar con mucha más facilidad que nosotros. Si Soldatov
estuviera aquí, tendría a la mitad de los periodistas de los Estados Unidos a su
alrededor. Pero allí, apostaría que, como mucho, tan solo habrá algún

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periodista novato de Pravda que siga a Stovin. Sin contar que ese periodista
puede ser, simultáneamente, un coronel de la KGB.
El Presidente asintió pero no hizo ningún comentario. En cambio, se
dirigió a Brookman para hacerle otra pregunta.
—¿Una predicción hecha por una computadora?
—Sí, señor Presidente —contestó Brookman—. La efectuamos en el CIT.
Una serie de predicciones similares se estarán realizando ahora en todo el
mundo. El problema está en que plasmar la atmósfera requiere una cantidad
de computación que ni siquiera computadoras avanzadas como el modelo
Cray One, pueden procesar. Necesitamos una múltiple observación
correlativa desde unos cien mil puntos diferentes de la atmósfera, para
obtener una idea muy rudimentaria del clima global. Y aún entonces esto
solamente nos daría el cómo, no el porqué.
—Y la mayoría de los jefes de estado podrían considerarse afortunados si
lograban entender una quinta parte de esto —concluyó secamente el
Presidente—. Me alegraré de ver nuevamente a Stovin. Prefiero hablar con un
hombre, a hacerlo con un pronóstico.
Se levantó y los demás le imitaron.
—Lo siento, señores, no dispongo de más tiempo para ustedes. Tengo que
recibir a una delegación de las repúblicas del África central… de los países
del Sahel. Se trata de reservas alimentarias. En resumen, más dólares. Va a ser
sumamente difícil para mí, explicar al público americano que el exceso de
nieve en Alaska produce hambre en el Sahara meridional.
—Bien, eso es bastante fácil —opinó Brookman—, si se plantea la
cuestión en términos de bandas climáticas.
—Para la mayor parte de nosotros no lo es, Mel —le contestó el
Presidente amablemente, sonriendo para suavizar sus palabras—. Es por eso
por lo que me gusta hablar con Stovin.
Se dirigió hacia la puerta del despacho Oval, observando una vez más
cómo el director de la CIA se tomaba toda clase de molestias para no pisar el
emblema de la alfombra azul que representaba el águila americana, mientras
que Brookman cruzaba directamente por encima de ella. El director de la CIA
se volvió al llegar a la puerta y le saludó con un gesto de su mano,
desapareciendo después por el pasillo. De pronto, el Presidente experimentó
un escalofrío. Tengo frío —pensó—; quizá me estoy haciendo viejo. De todos
modos, ¿qué es lo que me ocurre? El director de la CIA es un patriota, y solo
busca mejores ventajas para los Estados Unidos. Y es indudable que en
Moscú hay personas que piensan de la misma forma. Todos piensan que en la

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actualidad hay soluciones políticas para todo. Y que los gobiernos tienen
varitas mágicas. Eso que llamamos mundo libre, saldrá adelante. O eso que
llamamos socialismo, superará la crisis. Pero yo no lo veo de ese modo. No
por mucho tiempo. Creo que es demasiado tarde para soluciones. Todo lo que
podemos esperar por ahora son reacciones sensibles ante lo inevitable.
Quizás, igual que Noé, tendremos que salvar algunas parejas. Pero, ¿cuánto
tiempo nos queda? ¿Y cómo serán las cosas dentro del Arca?

Diane Hilder pasó unos momentos de gran disgusto pero, mediante un


esfuerzo tanto físico como intelectual, logró tomar por fin una actitud de
distanciamiento clínico. Sin embargo, el ayudante ruso de laboratorio tuvo
menos autocontrol. Se quitó de un tirón la mascarilla verde y huyó de la mesa
sobre la que yacía el lobo muerto. Diane tomó el forceps de la bandeja, y
empleando el lado romo del escalpelo, levantó una vez más el colgajo,
provocado por la amplia incisión que había hecho en el estómago,
previamente afeitado, del animal. El penetrante olor de los jugos gástricos, le
llegó incluso a través de la mascarilla antiséptica. Sí, allí estaba… y ya no
había duda alguna de lo que era: la mano y muñeca izquierda de un ser
humano, parcialmente digeridas. La piel se había arrugado y no tenía ya color
alguno. Los huesos y las uñas estaban triturados, lo que no era de extrañar,
dada la fuerza de los molares de un lobo. Se obligó a sí misma a observarlo
mejor, y concluyó que se trataba de la mano de una mujer…, ¿o quizá la de
un niño? Era delgada y carecía de vello… No, era la de una mujer. La prueba
estaba ahí. Utilizando cuidadosamente el forceps, desprendió de un trozo de
hueso astillado un reloj de pulsera. Un reloj de mujer, con correa metálica
bañada en oro. Barato, ni siquiera automático, pensó Diane absurdamente.
Grotescamente, aún funcionaba. El malestar le invadió otra vez. «No puedo
continuar con esto», se dijo a sí misma. Pero siguió explorando la cavidad
estomacal con detenimiento. No había nada más en ella… Esa había sido la
parte asignada a aquel lobo: una mano y la muñeca.
El ayudante de laboratorio regresó. Se había vuelto a poner la mascarilla y
parecía un poco avergonzado. Ella se alejó de la mesa, y él le ayudó a
despojarse de los guantes y la bata de cirugía. Era un momento
tradicionalmente solidario y sociable. Él no hablaba inglés ni ella ruso, pero
los unía el momento de horror que habían compartido. Él le mostró la sala de
espera, y la dejó dándole a entender por señas que le necesitaban en otro sitio.

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La habitación estaba vacía, y todavía tendría que esperar unos diez minutos
para que la recogiera el coche.
En cierto sentido, aquel lobo había sido una compensación. Antes de irse
a la cama la noche anterior, ella había solicitado a Soldatov que le reservaran
aquel lobo. Él había telefoneado al comando del ejército para disponer que lo
dejaran en el semidesierto Instituto Biológico, para practicarle la autopsia. En
otras circunstancias, hubiera sido desollado. Stovin había querido llevar un
zoólogo con él y ningún zoólogo dejaría pasar la oportunidad de examinar de
cerca a un ejemplar puro de Canis lupus. Especialmente, uno perteneciente a
la Unión Soviética. Ella nunca había visto con anterioridad un lobo siberiano.
Su peso era de sesenta y ocho kilos, lo que superaba en cinco el peso máximo
indicado en los libros de texto, para un macho adulto en aquella región. En
cualquier caso, la conducta de estos lobos era atípica. Los lobos no se
aventuraban en áreas como un campamento repleto de tiendas, tal como había
hecho este la noche anterior. Sobre todo si el lugar estaba lleno de gente y
ruido. Y mucho menos si estaban alimentándose de cadáveres, cuando
presumiblemente no quedaba ninguno en los alrededores del campamento,
puesto que hacía varios días que se habían llevado todos. Era algo muy
curioso…
El Instituto Biológico de Akademgorodok estaba a no más de un
kilómetro de la dacha de Soldatov. A pesar de ello, Diane había temido, al
observar la fuerte nevada a través de la ventana, que el coche que debía
recogerla no pudiera llegar. Pero ahora, mientras aguardaba en la sala de
espera, comprobó que la nevada había disminuido. Solo caían unos tenues
copos de nieve. El coche fue puntual y, después de recogerla, enfiló una
amplia avenida en la que trabajaban dos máquinas quitanieves, despejando la
carretera y apilando la nieve en altos montones a ambos lados de la misma.
Era un hecho, pensó ella, que en Akademgorodok no se escatimaban
máquinas ni esfuerzo humano para mantener el ritmo de vida con la mayor
normalidad posible. Habría sido difícil, para cualquiera que lo ignorara,
imaginar que a poca distancia una ciudad moderna había sido aniquilada y
necesitaba ayuda desesperadamente. Akademgorodok estaba abarrotado de
gente, pero eso era todo. El coche iba abriéndose camino con dificultad. Por
las calles caminaban hombres y mujeres arrebujados en sus abrigos de pieles.
Ella hubiera apostado que cada uno de ellos era un científico, un técnico, un
especialista, un operario, o un empleado de alguno de los institutos, y que
habían sido enviados allí por algún organismo o entidad científica de alguna
distante región. Pero no había, a pesar de su proximidad y adecuación para

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albergarlos, refugiados de Novosibirsk. No había tiendas ni patrullas
militares. Allí la vida continuaba como si el Danzante no hubiera pasado.
Quizá con un poco más de prisas o con una mayor urgencia. Pero
básicamente, con poca diferencia de lo que debía haber sido con anterioridad.
En la Unión Soviética, Akademgorodok cumplía una determinada función, y
nada, absolutamente nada, iba a interferir en ella.
Ya casi había llegado a la dacha. El camino pasaba junto a la gran ribera
de un enorme pantano que era como el mar artificial de Obi. Mirando por la
ventanilla, a través de los claros que se formaban entre los copos de nieve,
divisó parte del hielo que lo cubría, y observó que tenía un aspecto distinto
del normal. Estaba como sembrado de unos minúsculos puntos luminosos.
Unos estaban en movimiento y otros permanecían inmóviles. Antes de que
pudiera preguntar al conductor, el coche se alejó de la superficie congelada,
para entrar en los bosques de abedules de Akademgorodok. El gran
supermercado, junto al restaurante de los científicos, estaba abierto y con sus
luces encendidas. Fuera del restaurante, se apreciaba una larga cola. Un par de
minutos más tarde, el coche se detuvo frente a la dacha de Soldatov.
Valentina se apresuró a recibirla, sorprendiéndose por la palidez de su rostro,
y le ayudó a quitarse todas las prendas de abrigo que llevaba puestas. Luego,
le ofreció café. Stovin no había regresado todavía, y ella deseó
desesperadamente que lo hiciera pronto. En Colorado, Diane había pensado
que un viaje juntos podría modificar su relación y hacer algo por ellos. Es
decir, que podría actuar como un catalizador de su mutua relación. Pero hasta
entonces no había sido así. Stovin estaba demasiado interesado por todo lo
que tenía ante él como para hacer una pausa y pensar en ella, o dejarse atraer
por ella. Diane sentía en su interior que su amor por él aumentaba. Estaba
segura. Y podría haber jurado que, de cuando en cuando, vislumbraba en los
ojos de Stovin una especie de brillo esperanzador cuando la miraba.
¿Realmente la había llevado hasta allí porque ella era la zoóloga ideal?
Tendré que contarle lo del lobo —pensó—. De cualquier forma, deseo hablar
con él. Pero aún no. Quizá sea mejor que no esté ahora. Aún no quiero pensar
en ello…

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12

—Ahora esta mariposa —dijo Valentina Soldatov, cogiéndola con unas


pinzas metálicas de modo que sus alas quedaron desplegadas en el cálido
ambiente de la dacha—, es muy particular.
Bisby estaba sentado a su lado, en la larga mesa ocupada por las cajas
donde ella guardaba sus mariposas y por los papeles de trabajo de Soldatov,
que estaba situada junto a una de las paredes de la sala de estar de la dacha.
Bisby se inclinó hacia adelante para ver mejor. El rostro de Valentina
mostraba una expresión llena de interés. Llevaba unas gafas de esas que
permiten miran por encima, que a Bisby le parecieron absurdas en una mujer
atractiva. De hecho, reflexionó, era una mujer atractiva. Pero no se fijaba en
él. En absoluto. Es algo que te ha de empezar a preocupar —se dijo a sí
mismo—. Cada vez son más las mujeres que te ignoran. Ninguna mujer había
tenido un lugar en su vida desde hacía cinco años.
—¿Cómo se llama? —preguntó.
—¿Qué quiere usted decir?
—¿Qué nombre le dan ustedes en ruso? ¿Se encuentran con frecuencia?
Ella rio.
—¿Cuál es su nombre en inglés? Creo que ustedes le llaman «Witzard»,
«Artie Witzard»[7]. Pero, naturalmente, en lenguaje científico, en latín, su
nombre es Oeneis julta.
—Naturalmente —replicó él, y sonrió.
Ella adoptó una expresión contrita.
—Lo siento, Paul… ¿puedo llamarle Paul?
Él asintió.
—Me olvidaba de que usted no es científico. ¿No tiene usted problemas
en este sentido? Por ejemplo, cuando habla con el doctor Stovin…
Miró hacia el otro extremo de la habitación, donde Soldatov, Diane y
Stovin estaban completamente absortos en una discusión alrededor de la
estufa que complementaba el calor proporcionado por la calefacción central.
En un momento dado, Soldatov se sentó y extendió un mapa sobre sus
rodillas, propinando sobre él vigorosos golpecitos con los dedos mientras
hablaba. Bisby se volvió nuevamente hacia Valentina. Al menos, ella
intentaba mantenerle interesado.

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—¿Por qué esto es tan importante? —preguntó mirando la mariposa más
atentamente. Era un ejemplar de un color marrón grisáceo, de unas dos
pulgadas de ancho. Tenía unas manchas negras en las alas, y sus bordes eran
de color amarillo.
—La «Maga» ha aprendido —explicó simplemente—. Vive en el norte de
ambos continentes: en el oeste de Alaska, y el este de Siberia. Y también en
Groenlandia. Cuando hace sol se posa sobre las rocas y no se la puede
distinguir, por los líquenes que hay a su alrededor. Y cuando sopla el viento
frío del invierno, que en ocasiones también sopla en verano, la «Maga» se
echa hacia un costado, de forma que el viento pase sobre ella y así logra
mantener su cuerpo a una temperatura adecuada. No conozco otra mariposa
que haga eso. Esta es la razón por la que la «Maga» me gusta más que
ninguna otra. He estado en pleno invierno remontando el río Lena, en zonas
donde hacía tanto frío que nuestro aliento se convertía en «susurros de
estrellas». Y al mirar el desolado paraje cubierto de nieve y hielo, pensaba:
Ahí abajo están todavía las mariposas, durmiendo. O lo que algún día llegarán
a ser mariposas. Y, cuando llegue el verano volverán a volar.
—Verdaderamente notable —comentó él sonriendo—. ¿Qué quiere decir
«susurros de estrellas»?
—Cuando hace mucho frío, al respirar verá como una nubecilla de…
¿cómo se diría…? cristalitos de hielo procedentes de su boca, porque el
aliento se condensa tan pronto sale del ambiente cálido del cuerpo. Esto es lo
que en Siberia llamamos «susurros de estrellas».
—Yo los vi esta mañana saliendo de mi boca —interrumpió Diane Hilder
que se había acercado a ellos sin que se apercibieran, mientras que los dos
hombres inclinados sobre el mapa seguían inmersos en la discusión—. ¡Oh!,
ya veo… está usted mostrando su mariposa favorita…
—Como le comenté esta mañana —dijo Valentina—, me gusta cualquier
animal adaptado al entorno.
—¿Incluso los lobos? —preguntó Bisby.
Valentina dejó de sonreír instantáneamente, y miró con preocupación a
Diane. Esta había empalidecido ligeramente y sus labios estaban firmemente
apretados. «¡Oh, Dios!, —pensó Diane—, ¿por qué tiene que traer ese tema a
colación? Lo sé; debería enfrentarme al asunto con un criterio absolutamente
científico, pero no puedo. Y él lo sabe. Parece que sienta un cierto placer
haciendo que lo recuerde. De todos modos, este individuo es muy astuto. Fue
el único en darse cuenta del significado de aquel reloj de pulsera. Si aún
funcionaba, era probable que la usuaria estuviera viva antes del suceso. Un

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reloj automático hubiera continuado funcionando mucho tiempo, aun dentro
del lobo. Pero a un reloj barato pronto se le habría agotado la cuerda. “Es una
lástima que no lo haya traído para que lo examináramos —dijo Bisby—.
Hubiéramos calculado cuándo se le había dado cuerda por última vez.” Ella
había sentido un escalofrío. Naturalmente, él tenía razón. Aquel lobo no había
estado merodeando entre desperdicios o despedazando algún cadáver
congelado, desde que el Danzante asolara Novosibirsk, quince días antes. No;
él y los lobos de la manada, es decir, los que habían compartido el resto del
cuerpo, debían de haber atacado a aquella pobre mujer, una más entre los
refugiados, poco antes de que ellos llegaran al campamento. De acuerdo con
lo que decía Soldatov, cada día desaparecía una determinada cantidad de
personas. Esto no resultaba sorprendente dado el clima y las circunstancias.
Pero entonces, ¿cuántos eran devorados por los lobos? Era un hecho sin
precedentes que los lobos atacaran a un grupo de personas de aquel modo. Era
algo más propio de Caperucita Roja que de un análisis zoológico serio. Sin
embargo, si gracias a este argumento se podía asumir que…
—¿Incluso los lobos? —preguntó de nuevo Bisby. Diane se encogió de
hombros, recuperando su compostura.
—También para los lobos es una situación nueva y especial —dijo—.
Nunca se puede predecir exactamente cómo reaccionará un animal a una
nueva situación ecológica. Lo único seguro es que no obraran, de hecho no
pueden, de forma contraria a su carácter. Esto tenemos que entenderlo con
exactitud.
—Por supuesto —dijo Valentina, deseosa de cambiar de tema.
Con alivio, vio que Soldatov y Stovin se reunían con ellos. Bisby miró a
Stovin con una expresión indefinible en su rostro, aunque este no pareció
apercibirse. Soldatov apartó un poco la cortina y miró por la ventana.
—Está nevando nuevamente —dijo.
Todos se asomaron a mirar la blancura opaca y revuelta de la nevada.
Desde el interior de la dacha podían oír el débil sonido del viento, aunque era
evidente que la ventisca soplaba con mucha fuerza. De cuando en cuando, la
cortina de nieve se hacía menos densa, lo cual les permitía vislumbrar la
desolada y oscura extensión de hielo que cubría el mar de Obi.
—Ya no hay luces en el hielo —observó Diane.
Soldatov soltó una carcajada.
—Esas luces eran personas pescando. Lo habrán dejado cuando volvió a
nevar. Nadie permanecería a la intemperie sobre el hielo de Obi, con este
tiempo. En épocas normales, la gente viene aquí a pescar como deporte. A

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veces, de noche, pero generalmente de día. Vienen bien abrigados y se traen
consigo una botella de brandy, e incluso un libro. Hacen un hoyo en el hielo y
se instalan durante horas.
—¿Pescan mucho? —preguntó Diane.
Soldatov se encogió de hombros.
—Quizás unas cuantas percas, si tienen suerte. Pero nunca peces grandes,
ya que en invierno bajan a mayor profundidad.
—Entonces, ¿por qué hay tanta gente pescando? —preguntó Diane, con
curiosidad.
—Porque necesitan comida. En Novosibirsk escasea mucho. El ejército
está llevando toda la que puede, pero allí hay todavía cientos de miles de
personas. Y unas cuantas percas de lago son mejor que nada. El ejército ha
recibido instrucciones de permitir el paso a algunos hombres, a hombres que
tengan familia.
Diane estaba sorprendida.
—¿El paso adónde?
—Desde luego —comentó Soldatov—, usted no los habrá visto. Hay
puestos de vigilancia militar alrededor de Akademgorodok. En este momento,
no es posible entrar en el pueblo sin un salvoconducto. Y a esos hombres les
habrán dado un simple permiso para pescar.
—¿Y por qué no pueden venir también los otros?
Soldatov no contestó directamente la pregunta.
—Si todos debemos contribuir a solucionar los problemas que se nos
avecinan, debemos pensar y trabajar sin distracciones. Es preferible para la
gente de fuera que hagamos las cosas así. Es mejor cerrar nuestra zona
científica a unos cuantos cientos de personas que ser perturbados en nuestro
trabajo.
Esto era precisamente lo que había estado pensando Stovin en su visita a
aquel cementerio en que se había convertido la estación de Novosibirsk.
Bisby, en cambio, se mostró desafiante.
—¿Aunque esos cientos de personas se estén muriendo de hambre? Aquí
no hay escasez de comida, ¿verdad? Esta noche —se volvió hacia Valentina
—, nos ha ofrecido usted una buena cena.
—Era reno que saqué del congelador —dijo la aludida—. Llevaba allí casi
seis meses. Pero no pasaremos hambre. Desde luego, no hay mucha variedad
de comida en Akademgorodok, pero ahora estamos elaborando un sistema de
racionamiento. En este momento, hay aquí más de trescientos científicos

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adicionales. Y siempre hay un tratamiento especial para Akademgorodok.
Siempre. Así es como funciona la ciencia en nuestro país.
—Ya lo veo —dijo Bisby.
Parecía dispuesto a continuar la discusión, cuando en ese instante sonó el
teléfono. Soldatov cruzó la sala en dirección al escritorio situado al otro
extremo, y descolgó el auricular. Después, tomó un lápiz de su bolsillo y
comenzó a anotar una serie de números en un bloc. Al cabo de un par de
minutos, dijo unas pocas palabras a su interlocutor en ruso y colgó el teléfono,
volviéndose hacia Stovin.
—Llamaban del Instituto Permafrost, en Yakutsk —explicó—. Según
parece, el ejército ha podido restablecer la comunicación telefónica. Por el
momento, el Instituto se está encargando de manejar los datos climáticos, ya
que en Novosibirsk tenemos dificultades. Allí está una colega, Galia
Kamykova, mi delegada. Me ha comunicado alguno de los datos que son
aprovechables —informó, dando unos golpecitos en el bloc—. Son bastante
asombrosos.
Ambos hombres se inclinaron sobre las anotaciones, mientras Diane y
Bisby, unidos por un momento a causa de su incomprensión de lo que
comentaban, les observaron en silencio. El murmullo de la conversación entre
los dos científicos, duró unos cinco minutos. Soldatov decía: «… un aumento
muy importante de la potencia reflectora de la superficie, lo que es natural,
después de las fuertes precipitaciones de los dos últimos inviernos.» Y Stovin
hacía unos cálculos en una de las páginas de su diario, y Soldatov dijo: «Si
tenemos un albedo de superficie de un cincuenta por ciento, más la radiación
terrestre, podríamos esperar que la regeneración fuera extraordinaria…»
Stovin continuó: «Eso ha estado ante nosotros, durante mucho tiempo, pero
nuestra atención se concentraba en la nieve, sin permitirnos ver nada más.»
Finalmente, Stovin miró a Bisby y a Diane y se puso en pie rápidamente.
No deseaba que Bisby se sintiera al margen de lo que se estaba discutiendo.
¿Y Diane? Bueno, ella era una científica, aunque no climatóloga. Sabía cómo
se alcanzaban las conclusiones, aunque no entendiera algún determinado
argumento. Ella podía valerse por sí misma. Pero le debía una explicación a
Bisby.
—Bueno, Paul, la cosa se aproxima, y muy rápidamente —le dijo.
—¿Sí?
—Los datos que Geny me estaba mostrando, eran referentes a radiaciones
y albedo de la superficie de la capa de nieve en la costa norte del océano
Ártico. No son buenos, no son, en absoluto tranquilizadores.

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Bisby se movió con impaciencia. En su cara había una expresión que a
Soldatov le pareció próxima a la ira.
—Sto, ¿qué significa eso de albedo? Lo demás no importa.
Stovin hizo una pausa e intentó explicárselo.
—Albedo es la cantidad de reflectividad de la superficie de la tierra. Los
rayos del sol caen sobre la tierra, algunos son absorbidos por ella,
calentándola. Pero otros son reflectados por la superficie terrestre y vuelven al
espacio. La nieve y el hielo tienen la propiedad de aumentar la reflectividad,
es decir, el albedo. De esta forma, hay una mayor proporción de rayos de sol
que rebotan en la superficie terrestre, con lo cual la temperatura desciende. Y
si además otros factores, como manchas solares, polvo volcánico,
interferencias originadas por el hombre, o la combinación de todos ellos
interfieren los rayos solares, se produce un incremento del albedo, con lo que
la capa de nieve y hielo empieza a aumentar a través de la superficie fría… Es
un inevitable mecanismo de realimentación. Cuanto más hielo y nieve hay,
más albedo se produce y se absorben menos rayos de sol, con lo que se
aumenta la cantidad de hielo y nieve, y así sucesivamente. No hay nada nuevo
en esto. Empezó hace más de diez años en Tierra de Baffin.
—Entonces, ¿a qué viene toda esa argumentación?
—Para muchos de nosotros —prosiguió Stovin, con paciencia—, este
conocimiento no implicaba un cambio radical aunque la tierra se estuviera
enfriando. Pero, incluso los que se dieron cuenta de lo que estaba sucediendo,
se aferraron a la creencia de que un cambio climático se desarrolla siempre en
un proceso lento, muy lento. Los pesimistas pensaron que sobrevendría un
semiglacial, es decir, una pequeña Edad del Hielo, en un plazo de doscientos
años. Y los optimistas calcularon que el plazo sería de casi diez mil años.
Pero, en Inglaterra, hubo un científico que aseguró que en cincuenta años
estaríamos en plena Edad del Hielo. Yo he pensado siempre que ocurriría
mucho antes. Y aquí, al parecer, Geny pensaba lo mismo. Ambos teníamos
razón.
Bisby estaba mirando a Stovin atentamente, con los ojos semi cerrados. El
científico lo estudió con curiosidad, y la duda entró en su mente. Si lo que
estaba pensando no era una incongruencia, se podía asegurar que Bisby
estaba… casi triunfante.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Bisby.
—Aquí en Siberia, estamos soportando un bombardeo de nieve —dijo
Stovin—. Y se está desplazando hacia el sur. De cualquier forma, sé que se

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está produciendo en Alaska y el norte de Canadá, y quizás en el norte de
Estados Unidos. No he hablado con Boulder, pero mañana pienso llamarlos.
—¿Bombardeo de nieve? —preguntó Diane.
—Se emplea esta expresión cuando la nieve se congela al caer, sin
fundirse en absoluto, como sucede en circunstancias climáticas normales. Y la
nieve se va acumulando. Cuando esto sucede, se puede comprobar
prácticamente su avance sobre un mapa. Hasta ahora, el bombardeo de nieve
había sido nada más que una hipótesis matemática, algo que estábamos
seguros que podía suceder, dada una cierta combinación de circunstancias. Te
pondré un ejemplo: Herman Flohn, un meteorólogo alemán que trabaja en
Bonn, estimaba hace un año o dos que, con un aumento comparativamente
modesto del albedo de la superficie, un bosque de quince metros de altura
sería cubierto completamente por la nieve y el hielo en un plazo de veintidós
años. La clase de datos que Geny acaba de recibir del Instituto Permafrost,
nos darían una escala de tiempo dividida por diez. Dos años, quizá mucho
menos.
—¿Dos años y la capa de hielo y nieve tendrá quince metros de altura? —
preguntó Diane, incrédulamente—. Pero, ¿hasta dónde llegará hacia el sur?
Soldatov había estado atento a la conversación entre los norteamericanos,
mientras Valentina permanecía a su lado de pie y en silencio.
—¿Hasta dónde? ¡Ah! esa es —¿cómo dicen en América?— la cuestión
las sesenta y cinco partes del dólar.
—Sesenta y cuatro —dijo Bisby, sonriendo por primera vez.
—¿Sesenta y cuatro? Ya veo.
—Paul, Diane, mirad esto —y extendió nuevamente el mapa que había
estado usando antes.
—Hay un gran problema en la costa norte, el Mar Blanco, el de Kara, la
isla de Novya Zemlya. Ha ocurrido literalmente en los últimos cuatro días.
Por fortuna, no hay mucha población allí, aunque sí instalaciones petrolíferas,
algunas importantes. La gente está siendo evacuada.
—¿Y en Norteamérica? ¿Qué está pasando allí? —preguntó Diane.
Soldatov se encogió de hombros.
—No tengo información. Preguntaré mañana. Pero se puede imaginar que
habrá dificultades en Alaska. En el noticiario de nuestra televisión se hablaba
esta noche de que ha caído una nevada sin precedentes sobre Nueva York, la
cual está bastante más al sur que la costa siberiana.
—Son unos inviernos endemoniados, de todas formas —comentó Bisby
pensativamente. Luego, con el dedo, trazó una línea sobre el mapa, desde la

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isla de Novya Zemlya hasta el continente y, bajando, hasta el pueblo de
Vorkuta.
—¿Es esta parte del área la que tiene dificultades?
Soldatov asintió.
—Sí. Tuvieron un… lo que ustedes llaman un Danzante, creo, en Vorkuta,
muy cerca de un afluente del Obi, y no lejos de la desembocadura —explicó,
volviéndose también hacia Stovin—. Es curioso cómo estos fenómenos
parecen responder a la presencia del agua, ¿verdad?
Stovin se llevó una mano a la barbilla.
—Bueno, eso es algo en lo que no había…
Bisby estaba hablando, y aún miraba el mapa.
—Pero toda esta área es… ¿Está usted seguro de poder decirnos todo eso?
—Naturalmente, naturalmente —respondió Soldatov un poco sorprendido
—. ¿Qué quiere usted decir?
—Bueno, esa es un área delicada —dijo Bisby lentamente—. ¿No tienen
normas de seguridad al respecto?
Soldatov soltó una carcajada, y le dio unas palmaditas en el hombro.
—Mi querido Paul, esto es mucho más importante que esa clase de
seguridad —le explicó—. No serán ejércitos, armadas o fuerzas aéreas —y en
este punto sonrió a Bisby—, los que tengan que buscar respuesta a todo esto.
Serán los científicos, como Sto, Valentina, Diane y yo mismo, cada uno en su
campo. Y no podremos trabajar si cada uno de nosotros no sabe lo que
necesita saber. Así es que no se preocupe por…
—¿Qué es eso? —exclamó Valentina.
Incluso a través de las insonorizadas ventanas de cristal triple, un zumbido
intermitente aumentaba por momentos su intensidad. La dacha tembló muy
levemente, y un poco de nieve se desprendió del tejado. Soldatov descorrió la
cortina de una de las ventanas. Aún nevaba, y el ruido se hacía cada vez más
fuerte. Todos tenían la vista alzada hacia la ventisca, por lo que captaron los
intermitentes parpadeos de las rojas luces de sucesivos aviones que estaban
aterrizando. Estuvieron contemplándolos durante unos minutos.
—¡Pero si llegan uno tras otro! —exclamó Soldatov—. ¿Quién habrá
ordenado los vuelos en una noche como esta? Se producirán accidentes.
—Es lo que yo pensé —intervino Bisby—. Allí arriba, en la zona que
usted nos mostraba sobre el mapa, está el cinturón de defensa aérea contra
penetraciones hostiles, cerca del Polo. Supongo que ustedes estarán
evacuando las bases precisamente ahora. El aeropuerto de aquí aún funciona,
y es una buena ruta hacia el sur, a pesar del Danzante. Posiblemente quieran

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dejar aquí, por el momento, a una de esas escuadrillas del Ártico. O quizás a
un par de ellas. Deben tener algún problema grave para arriesgarse a volar en
una noche como esta. Es posible que hayan perdido algún aparato. Por eso le
pregunté antes sobre la seguridad. No quisiéramos meternos en problemas
Geny.
Era la primera vez que le llamaba por su nombre de pila, y el ruso se
sintió irracionalmente halagado.
—¡Oh!, no hay necesidad de…
—Me parece que fuera se ha detenido un vehículo —dijo Valentina—.
Parece un «todo terreno» del Ejército.
Era la única de los cinco que había desviado los ojos del cielo. Un fuerte
golpe llegó desde el exterior de la dacha, y ella se apresuró a las puertas
dobles para abrirlas. Una figura literalmente cubierta de pieles estaba ahora en
el umbral sacudiéndose la nieve de sus botas de caña alta. Después de haber
dejado una pesada maleta junto al recién llegado, dos soldados se alejaron
trotando hacia el vehículo que los esperaba, y que apenas se distinguía en
medio de la nieve. Con un ligero sobresalto, Stovin reconoció al hombre que
estaba en la puerta.
El recién llegado, cerrando rápidamente, se quitó el gorro de piel,
enjugándose un copo de nieve que le había quedado en la cara, que estaba
empezando a deshelarse a causa de la condensación producida por el caldeado
ambiente de la dacha.
—¿Camarada Soldatov? —preguntó, mirando hacia el ruso.
—Sí.
El recién llegado inclinó la cabeza a modo de saludo.
—Grigori Volkov, del Ministerio de Asuntos Exteriores —se presentó—,
de Moscú. Doctor Soldatov, es un placer conocerle a usted y a su esposa…
Se volvió hacia los norteamericanos.
—Nosotros nos conocemos ya, desde luego. Espero que hayan sido
confortablemente instalados. No tenemos costumbre de recibir a nuestros
invitados con un frío semejante, ni aún en Siberia. ¡Qué noche!
—¿Ha sido usted enviado aquí por el Consejo? —inquirió Valentina,
mientras lo acompañaba hacia la sala de estar—. No tenemos demasiado
espacio, ya que la doctora Hilder se alberga con nosotros. Pero estaríamos
encantados de ayudarle.
—Solo será por pocos días —dijo Volkov, sin que pareciera inclinado a
dar más explicaciones.

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—Imagino que está usted aquí por algo relacionado con el Ministerio de
Asuntos Exteriores —se interesó Soldatov. Stovin se dio cuenta de que el
funcionario dudaba un poco ante la respuesta.
—En cierto modo, sí —replicó Volkov, volviéndose luego hacia Stovin.
—Estoy aquí —le explicó— para asegurarme de que tenga usted todo
cuanto necesite.

—¿Cuántos hombres faltan, Wally? —preguntó el ingeniero responsable,


mientras observaba cómo el gran helicóptero anaranjado Sikorsky S-61
despegaba del sucio círculo amarillo de una de las tres plataformas superiores
que constituían el Geranio Uno.
—Doce, contándonos usted y yo —le contestó el capataz escuetamente—.
Bajaré a la plataforma B. Voy a buscar mis botas. Me costaron ciento veinte
dólares el año pasado, en Houston. No voy a dejarlas aquí, en este gigantesco
mecano. Un viaje más y estaremos todos fuera. He hablado con la bahía de
Cruden hace cinco minutos. El último helicóptero está en camino. Despegó
hace una hora.
—No se está dando mucha prisa —se quejó el ingeniero jefe—. No me
gusta nada el aspecto que tiene eso. Cogió nuevamente sus binoculares y miró
a través de la ventanilla incrustada de sal de la oficina de control de grúas,
situada a media altura en la estructura grisácea de la plataforma. Haciendo un
rápido cálculo mental, intentó determinar la hora de llegada del helicóptero.
Geranio Uno era una de las cuatro plataformas gigantes de extracción de
petróleo que se alzaban a cien metros de la superficie, en el Mar del Norte, al
noroeste de Aberdeen. Calculó que estaban a unos trescientos veinte
kilómetros de la bahía de Cruden, en Escocia, de donde había despegado el
Sikorsky. Suponiendo que volara a una velocidad de doscientos veinte nudos,
debería estar allí…, en unos cincuenta minutos, siempre que el viento se lo
permitiera. Se asomó un instante fuera del control de grúas y percibió
inmediatamente el familiar crujido de la gigantesca estructura de 35 000
toneladas. Mucho más abajo, un mar de color gris metálico reventaba en
estallidos de espuma blanca. Desde donde él estaba, se veían como pequeñas
ondulaciones, pero al nivel del mar debían ser olas considerables. El viento,
mezclado con aguanieve, barría la resbaladiza plataforma, bramando entre la
estructura metálica.
Sin embargo, no era la tormenta lo que le preocupaba. Enfocó sus
prismáticos y miró hacia el norte. Había una línea blanca en el horizonte, algo

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semejante a un acantilado, pero en aquel lugar no existía ningún acantilado.
La línea brillaba débilmente en la incierta luz de la tarde.
No podía estar a más de quince kilómetros.
Bajó rápidamente por la escalera metálica, dejó atrás los alojamientos de
la plataforma B, y llegó a la sala de control de la plataforma inferior. Una vez
allí, cogió el radioteléfono.
—Geranio Uno a bahía de Cruden. ¿Me reciben?
—Te recibimos —resonó la respuesta lacónica de la costa escocesa.
—Frank, ¿cuáles son las últimas noticias sobre ese iceberg? Parece que se
nos viene encima con bastante rapidez.
—Bueno, aún estáis en su trayectoria, así es que lo mejor será que os
saquemos de ahí enseguida. La RAF ha calculado su curso y su velocidad.
Dicen que avanza a unos dos nudos aproximadamente.
—Escucha, Frank, eso solo nos deja tres horas, según mis cálculos. ¡Por
Cristo! espero que ese helicóptero no tenga problemas de motor o algo
semejante. El iceberg estará llamando a nuestra puerta muy pronto.
Desde la bahía de Cruden, su interlocutor soltó una carcajada.
—Eso es lo que me dicen, pero tú no tienes necesidad de ponerte
nervioso. El helicóptero no tiene problemas. Nos dio su posición hace diez
minutos. Las otras tres plataformas ya están evacuadas, ¿no es así?
—Sí.
—Entonces, no te preocupes, muchacho. Deja eso para los de la Oficina
Central. Y para Lloyds. Esto les va a costar alrededor de cien millones de
libras, por plataforma.
—Supongo que sí. ¿Estamos asegurados contra icebergs?
El otro volvió a reír.
—Ni lo sé, ni me importa. Ya tengo bastantes problemas con el seguro del
coche, gracias. Escucha, te invito a un whisky doble esta noche. Estoy libre a
las seis. Te veré en el Royal hacia las ocho, ¿vale?
—Sí, siempre que logre llegar hasta allí. Dios sabe cuánto papeleo va a
provocar todo esto. Supongo que querrán un informe inmediato.
—Diles que padeces stress —le recomendó la voz desde tierra.
—Claro que lo haré —exclamó el ingeniero jefe. Luego colgó el receptor
y volvió a la plataforma B, subiendo por la escalera metálica—. Será mejor
decirles a los muchachos —pensó—, que el helicóptero está al llegar. Deben
sentirse un poco asustados.
Tres horas más tarde, los últimos doce hombres de la plataforma de
extracción de petróleo Geranio Uno, estaban a salvo en la bahía de Cruden, la

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cual cuarenta y ocho horas antes, habían estado enviando 130 000 barriles de
crudo al día a los almacenes de la bahía de Cruden.
Apretados en los estrechos asientos del Sikorsky, habían llegado por fin a
tierra firme. Solo un avión de la RAF[8] de foto-reconocimiento, modelo
Nimrod, con sus cámaras funcionando intensivamente, se quedó sobrevolando
el lugar. Junto al capitán del Nimrod, se sentaba un marino glaciólogo,
enviado por el Ministerio del Aire como observador especial. Atento a la
escena, fascinado y concentrado, se volvió hacia el capitán.
—Esa cosa no debería estar ahí —dijo en tono tranquilo—. No, al menos
en esta época del año. Realmente, nos quedamos sorprendidos cuando
recibimos el primer informe hace tres días. La época de icebergs es en
primavera, y no en invierno. Pero aceptando incluso el hecho de que ya está
aquí, tampoco es del tipo que debería estar aquí. Debería ser un glaciar
iceberg, como los que hay comúnmente a lo largo de la costa de Groenlandia.
Pero, en cambio, mire usted ese que tenemos ahí abajo. Es un iceberg del tipo
tabular… Esa maldita cosa parece una isla móvil. Como los que suelen verse
cuando una gran formación de hielo compacto se desprende de la costa.
También se desprenden en el océano Antártico, pero no acostumbran a verse
por aquí. Esa clase de iceberg no tiene nada que hacer aquí.
—Alguien debería explicárselo a él —comentó el piloto—. ¡Dios mío,
mire usted eso!
Bajo ellos el gran iceberg acababa de chocar contra la estructura. Las
enormes patas metálicas de Geranio Uno, sujetas cada una a unos pilares de
cincuenta toneladas, fueron arrancadas de cuajo del fondo del mar como si
fueran pajas. Las oficinas vacías se estremecieron, y se inclinaron
notoriamente antes de caer junto con la gigantesca torre perforadora y
estrellarse contra los azulados costados del iceberg. La gran torre quedó
sujeta, por un momento, en uno de los salientes de hielo, y osciló como un
brazo que se balancea, para luego deslizarse bajo las olas. Ciento treinta
metros bajo la superficie de la estructura de Geranio Uno, el conducto de
ochenta centímetros que había unido la plataforma a la bahía de Cruden, fue
arrancado de la arena. La ruptura de su extremo provocó la salida de cientos
de toneladas de petróleo que aún permanecían en él, después de que fueron
cerradas las válvulas de seguridad el día anterior. Toda la estructura estaba
siendo aplastada por la enorme masa del iceberg. Dos minutos más tarde, el
lado más saliente del iceberg eliminaba todo lo que aún había sobre la
superficie del mar, como una bota que aplasta una caja de cerillas. La

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tripulación del Nimrod, seiscientos metros más arriba, miraba en asombrado
silencio. El capitán se volvió hacia el hombre del Ministerio del Aire.
—Bien, esto es algo que no olvidaré jamás —dijo—. Espero que las
cámaras hayan hecho su trabajo. Vamos, regresemos a casa.
El glaciólogo se llevó una mano a la cabeza, y habló como si lo hiciera
consigo mismo.
—Han debido existir cambios colosales en la línea costera del Ártico y en
las presiones para que se produzca un iceberg como este. Y un completo
cambio de las reglas que rigen las corrientes del océano Ártico. ¿Qué diablos
está ocurriendo?

—¿Evacuar Anchorage? —exclamó el Secretario del Interior—. ¡Pero si allí


hay cincuenta mil personas! ¡Jamás!
—Señor Secretario —le recalcó el Gobernador de Alaska, con tono
cansado—, tengo que enfrentarme a realidades, no a slogans. Estamos en una
situación completamente nueva.
Se pasó la mano por la frente. ¡Dios mío! —pensó—, tengo que dormir un
poco. Desde el otro lado de la mesa de su despacho situado en el edificio del
Departamento del Interior, el Secretario le miró con una súbita preocupación.
Presionó un botón, y un joven, vestido con traje de franela gris, apareció en la
puerta.
—El Gobernador y yo tomaremos un poco de café —dijo el Secretario.
Mirando luego abstraídamente por la ventana a las magnolias y tulipanes
cubiertos de nieve de Rawlins Square, dio tiempo a su interlocutor para
reponerse.
—¿Cuándo llegó usted de Juneau? —le preguntó finalmente.
—Aterricé hace aproximadamente una hora —le contestó el Gobernador
—. Pero no he venido desde Juneau, sino desde Point Hope. Creo que era el
último avión que iba a salir. ¿Sabe usted que tuvimos que abandonar el
Instituto Oceanográfico?
—Sí —contestó el Secretario—. Por el momento.
—Jim —dijo el Gobernador con vehemencia—, quisiera que aquí abajo
entendierais que no es algo momentáneo. Esto es definitivo, por lo menos
hasta donde nosotros podemos pronosticar. Y la gente que trabaja con el
petróleo va a tener que abandonar Barrow.
Inclinándose hacia adelante para dar más énfasis a sus palabras prosiguió
su explicación.

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—Aquella no es la clase de nieve a que estamos acostumbrados, ni
siquiera en Alaska. Esta es totalmente distinta —y señaló desdeñosamente
hacia Rawlins Square—. Está nevando como si no hubiera un mañana. Ha
estado nevando insistente e ininterrumpidamente, de día y de noche, durante
semanas, y así durante todo un mes. Viviendo allí arriba, supongo que
creíamos que sabíamos todo lo referente al invierno. Y que por duro que
fuera, podíamos hacerle frente. Pero esta vez es diferente. Podríamos colocar
a todos los bulldozers y máquinas quitanieves de los Estados Unidos
alrededor de Anchorage, y no haríamos mella en lo que está sucediendo allí.
Para empezar no hay donde colocar la maldita nieve. Las pilas acumuladas en
los lados de las autopistas y carreteras alcanzan ahora una altura de quince
metros; y tenemos casas aplastadas todos los días. La gente duerme en
cualquier restaurante o pasillo de hotel en la ciudad. Ayer tuvimos que
desalojar un enorme parking para utilizarlo como alojamiento de la población.
Y solo Dios sabe qué les está ocurriendo a los esquimales de esas caravanas
en las que acampan a lo largo del río Ninilchik. La patrulla estatal de
carreteras desalojó un sector de la autopista sur de la ciudad, hace unos tres
días. Hice que los acompañara un ingeniero en el recorrido. Me dijo que no
puede comprender donde se han metido los campesinos y cazadores que había
por allí. Solo una maldita y enorme masa de nieve y el río helado. Y no había
esquimales en los alrededores, pidiendo ayuda. Desde luego, muchos de ellos
deben haberse trasladado a la ciudad, y probablemente estarán alojados en el
parking. Es difícil seguirles la pista, incluso en circunstancias normales.
—¡Humm! —murmuró el Secretario—. Suponiendo que llegara a ser
necesario evacuar a cincuenta mil personas…
—Ya lo es —interrumpió el Gobernador enervado.
—… suponiendo que sea necesario —continuó el Secretario—, ¿qué plan
tienes al respecto?
—Podemos trasladar a unos diez mil a Juneau —explicó el Gobernador—,
pero no a más. Sí, sí… ya sé que Juneau es la capital, pero es una ciudad
pequeña Podríamos meter algunos miles de personas en lugares como
Fairbanks, porque, de momento, estarán mejor allí que en lugares de la costa.
Pero necesitamos ciertas condiciones. Y, por supuesto, mucha ayuda federal.
—¿Qué condiciones son esas?
—Condiciones sobre las que ni tú ni yo podemos hacer gran cosa, Jim. Si
el tiempo no remite un poco, vamos a tener problemas, incluso en lugares
situados tan abajo como Juneau. Los canadienses… ¿Qué sabes de los
canadienses?

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—Esta mañana me pasaron un informe al respecto —empezó a decir el
Secretario; pero el Gobernador prosiguió.
—Están efectuando operaciones aéreas de rescate a gran escala por todo el
territorio de Yukon. Están sacando de allí a toda la población. Me parece que
tendremos que hacer lo mismo.
—Y devolverlos allí la próxima primavera —comentó el Secretario.
El Gobernador suspiró.
—Jim, si yo fuera tú, pediría el informe que te han pasado esta mañana de
tu departamento científico. No habrá una mejoría en la primavera, por lo
menos no en el sentido que tú le das. La información que yo poseo, y que
viene directamente del Instituto… bueno, de lo que era el Instituto en Point
Hope, dice que aunque mañana mismo empezáramos a tener temperaturas de
primavera, y luego un verano normal, la masa de hielo y nieve no podría estar
ni siquiera medio derretida antes del próximo invierno. Y las nevadas del
próximo año se apilarían sobre estas… Tendremos que modificar los mapas,
Jim…
—Quizá, quizá —dudó el Secretario escépticamente—. Pero no puedo
dejar de pensar que para el próximo invierno ya habremos encontrado una
fórmula para enfrentarnos a todo esto.
Jim está reaccionando como un necio —se dijo el Gobernador a sí mismo
media hora más tarde, mientras se dirigía en coche a su hotel en Georgetown
—. No, quizás él no es… No estoy siendo justo con él. Es como la mayoría de
la gente de aquí: leen informes, estimaciones y cálculos. En cierto modo,
entienden el asunto, pero realmente no quieren creerlo. Es bastante natural —
pensó—. Si no lo has visto, no puedes creerlo. Pero una vez se ha visto…,
bueno, eso ya es otra cosa.

—Lo que yo deseo —dijo el Primer Ministro británico, mirando el retrato de


Sir Robert Peel sobre la chimenea del número 10 de Downing Street—, es
una predicción fiable de cuándo Sullum Voe volverá a ser plenamente
operacional, Christopher. ¡Dios sabe cómo incidirá esto en la balanza de
pagos! Quiero ir al Parlamento y decir que en mayo próximo, en junio, e
incluso en julio. Pero necesito una fecha, algo que estabilice el mercado. No
podemos seguir rehuyendo el tema del petróleo del Mar del Norte.
—No puedo darle una fecha, Primer Ministro —dijo el principal científico
del gobierno, Sir Christopher Ledbester—. Nadie en el mundo puede darle
una fecha. Pero si puedo darle mi opinión. Sullum Voe no estará funcionando

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a una escala considerable ni en mayo, ni en junio, ni en julio. Y,
probablemente, tampoco durante todo el próximo año. Además, las Shetlands
no quieren ser convulsionadas a causa de tener que acomodar a demasiada
gente, solo admiten a los equipos de investigación. Tenemos que volver a
empezar dentro de los términos de una nueva tecnología para poder explotar
los yacimientos petrolíferos en condiciones similares a las del Ártico. Esto no
se hace en poco tiempo. Y Sullun Voe y las Sthetland no pueden integrarse en
este plan. Somos afortunados en un sentido. Tenemos campos petrolíferos que
pueden ser explotados, al otro lado, en el Cercano Oeste. Podríamos llevar ese
petróleo cerca de Bristol. Podríamos tener mejores condiciones allí. Pero en la
costa este…, bueno, yo no recomendaría una terminal de petróleo en ningún
lugar al norte de Harwich.
—¿Tan mal están las cosas?
—Aún no, por supuesto. Pero se pondrán, Primer Ministro —dijo el
científico—. La cuestión es ¿cuánto tardarán? Debo confesar que me gustaría
saber algo de Siberia. Allí está el mejor climatólogo del mundo, y todavía no
ha dicho ni una sola palabra, ni a Washington ni a nosotros. Suponiendo,
claro está, que Washington mantenga el acuerdo y nos proporcione todas las
informaciones que él envíe.
—Oh, lo harán sin duda alguna, Christopher, aunque solo sea para
mantener apartados a los franceses. La totalidad de Europa está debilitándose.
Y se han producido algunas violencias en la Comisión Económica… ¡con
toda clase de predicciones sobre el Juicio Final!
—El problema del Juicio Final —comentó Ledbester lentamente. En
Cambridge se le conocía como Leadjester[9], por la magnitud de su ingenio—.
Es que no reconocemos el Final cuando lo estamos viendo, ni el Día cuando
finalmente llega.

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Bisby era feliz. Estaba sentado en el extremo del banco de madera del
transporte militar. Frente a él, el teniente en jefe del Ejército Rojo, de pie en
su pequeño compartimento, se inclinaba alternativamente a un lado o a otro
en respuesta obligada a los continuos bandazos del transporte sobre la ancha
pista, que discurría entre bosques nevados, a unos cincuenta kilómetros de
Novosibirsk.
Enfrente mismo del teniente, pero en un nivel más bajo, el conductor se
balanceaba y saltaba en la cabina. Bisby solo podía ver su cabeza, cubierta
por un casco. Por encima de ellos se veía la funda de la pistola de 73 mm.
Aquella no era, recordó Bisby, una misión operacional. De hecho, era difícil
decir qué clase de misión era… aunque eso carecía de importancia. Porque
era bueno, muy bueno, estar apartado, aunque solo fuera por unas horas, de la
claustrofobia científica de Akademgorodok.
Miró a los demás ocupantes del vehículo, tocados con gorras de piel y con
la cara protegida contra el viento gélido que sacudía el transporte, de
empinados costados, pero descubierto. Junto a él, se sentaban Soldatov y
Stovin, que apenas pronunciaban palabra. Un poco más allá, Valentina y
Diane Hilder hablaban entre sí, aunque el ruido del motor hacía imposible oír
lo que decían. De vez en cuando, Diane se reía, mientras Valentina se
inclinaba hacia delante, recalcando su discurso con vigorosos movimientos de
manos. Bisby las observó con disimulo. Diane parecía totalmente diferente
cuando reía: se desvanecía su expresión ligeramente arrogante, y parecía más
vulnerable, más abierta. ¿Abierta a qué? «Supongo que a Stovin —pensó—.
Supongo que él, con solo hacerle una seña con un dedo, ya la tendría a su
merced.»
Dirigió su mirada hacia Stovin. La expresión de este era seria. En aquel
momento, no parecía sentirse feliz en absoluto, lo cual no era sorprendente.
De repente, toda al corriente de información científica y técnica sobre lo que
pasaba dentro y fuera de Rusia parecía haberse secado.
«¿Cuándo podré ver esos datos sobre los isótopos? Supongo que no estoy
aquí en calidad de turista.» Bisby había oído a Stovin formular esta pregunta a
Soldatov aquella mañana. Soldatov se había mostrado confuso, y había
prometido intentar que las cosas se aceleraran un poco. Diez minutos después
estaba hablando vehementemente con Volkov. Pero él no había podido

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deducir nada de aquel rostro de piedra. Bisby miró hacia el otro extremo del
banco. Volkov escribía concienzudamente en un bloc sujeto a un tablero,
indiferente por completo a los zarandeos y vaivenes del trayecto. ¿Qué era lo
que había dicho cuando ellos llegaron a Moscú…? «Este es un país muy
minucioso respecto a los documentos.» Ahora, esto se veía claramente.
Y, por supuesto, Stovin, Soldatov y los demás conocían la razón por la
que no se le proporcionaba a Stovin la información que le era necesaria. La
razón era Volkov. Nada que se pudiera realmente demostrar. Su técnica era
muy simple. Stovin solicitaba algo, y Volkov le respondía: «De acuerdo…
inmediatamente.» Y entonces, de algún modo, el asunto dejaba de ser
inmediato. Los trámites se eternizaban, y surgían demoras imprevistas. Las
demoras, desde luego, se solucionarían «inmediatamente». Y mientras tanto,
Volkov, con pesar, le rogaría a Stovin que tuviera paciencia. Como aquella
mañana, por ejemplo. Stovin había querido ir a uno de los Institutos en
Akademgorodok, para utilizar una de las computadoras. Pero resultó que la
computadora estaba siendo reparada. «Muy bien —había decidido Stovin—,
entonces Geny y yo volveremos a la dacha e intentaremos trabajar sobre eso
con nuestros propios medios.» «De acuerdo, de acuerdo», dijo Volkov. Pero a
continuación: «Quizás sería mejor que fuéramos todos a ver el lugar donde se
originó el “extraordinario fenómeno” que ha azotado a Novosibirsk.»
Incluso Soldatov había protestado con vehemencia, argumentando que su
tiempo estaría mucho mejor empleado en Akademgorodok. Sin embargo,
Volkov había insistido. Tenían que ir aquel día, pues era el único que el
ejército podía proporcionarles dos vehículos para el viaje. ¿Y por qué
necesitaban dos vehículos? Volkov se lo había explicado: «Un solo vehículo
puede quedar inutilizado, tener dificultades o salirse de la pista.» Era una
regla del ejército no enviar nunca un solo vehículo a la taiga. Bisby pensó que
aquella era la primera cosa con sentido común que le había escuchado. Dos
vehículos ofrecían más seguridad que uno. El día era corto en el invierno
siberiano, y a él no le hubiese gustado pasar la noche en un transporte
congelado, aunque momentáneamente hubiera dejado de nevar.
A su derecha, avanzaba el segundo transporte, paralelo a ellos, dejando
tras de sí una estela de nieve apisonada. En la parte de atrás iban sentados
ocho soldados de infantería. Los cañones de sus rifles automáticos se movían
constantemente, en una especie de danza repetitiva, sobre el opaco camuflaje
blanco del vehículo. «Deben estar bastante apretados —pensó Bisby—. Por
suerte, aquí tenemos más espacio.»

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Frente a él, el teniente dijo algo por el micrófono que llevaba sujeto al
cuello. El vehículo se desvió hacia la izquierda, para seguir el curso del río
Obi, el cual estaba marcado por ocasionales grupos de alerces o de píceas. La
zona que precedía al ancho y congelado río estaba despejada aunque se
levantaba el gran muro de árboles de la taiga, cientos de miles de altos y
plateados abedules que se extendían apretadamente hasta el horizonte.
El vehículo ahora avanzaba lentamente, podía decirse que casi no se
movía. Empezaba a girar y a resbalar sobre sus huellas como si estas trataran
de impedir su paso a través del accidentado campo. Entonces se detuvo a
cierta distancia del otro vehículo, a unos ochocientos metros más allá del
borde de una depresión circular cubierta de nieve en la bajada que conducía al
Obi. Todos saltaron del transporte. Bisby notó que los soldados adoptaban
unas posiciones defensivas rodeando el cráter hasta establecer un perímetro
circular de cien metros de diámetro, aproximadamente. Esto parecía ser una
táctica aprendida por medio de un largo entrenamiento.
En el desolado paisaje nada más se movía, salvo un águila que
sobrevolaba incansablemente las heladas riberas del Obi, en busca del más
mínimo movimiento que significara comida. Más allá de la oscura muralla de
abedules y píceas, hacia el oeste, el sol poniente teñía el cielo de un fuerte
color anaranjado. Hacia el este, el cielo había adquirido esa tonalidad gris
azulada característica de la inminencia de nieve. De hecho, empezaba a nevar
en aquel momento. Bisby, al levantar el rostro para observar al águila, recibió
varios copos de nieve.
Volkov, Stovin y Soldatov iniciaron juntos la subida al escarpado desnivel
que conducía al borde alto del cráter natural. Valentine observaba al águila a
través de unos pequeños prismáticos que llevaba colgados al cuello. Diane,
detrás de Bisby, removió con la punta de su bota la nieve del suelo.
Sorprendida, se volvió hacia él:
—Paul, vea esto. Esta nieve es redonda, y está suelta. Mire…
Se agachó, y enterró una mano enguantada en la nieve. Al sacarla, una
verdadera lluvia de cristales de hielo blancos se escurrió entre sus dedos.
Bisby se agachó, e hizo lo mismo. Pero cuando alzó la mano, lo que tenía
entre sus dedos era un poco de musgo de un color gris amarillento. Lo
observó, atónito, y luego se volvió hacia Diane:
—Mire usted esto… Este musgo debería estar enterrado profundamente
en el hielo. Y la nieve de las capas superiores debería estar dura, por lo menos
hasta el próximo verano.
Ella asintió, mirando a su alrededor maravillada.

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—Este no es un agujero natural —comentó—. A primera vista lo parece,
porque ha nevado mucho desde que se originó. Eso oculta lo que realmente ha
ocurrido. Pero si lo examina más atentamente, se dará cuenta de que es
demasiado redondo y regular para llevar aquí mucho tiempo. Parece, más
bien, ser el producto de un impacto.
—Es un cráter, pero no es exactamente un cráter de impacto. Debemos
iniciar una terminología completamente nueva, y llamarle «cráter de
extracción» —dijo Stovin. Él y Soldatov se habían acercado a ellos, sin que lo
notaran, dejando a Volkov inmerso en una animada conversación con el
teniente.
Soldatov miró hacia el cielo, que oscurecía rápidamente.
—¿Se refiere a la corriente en chorro? —preguntó.
Stovin asintió.
—Alcanzó la tierra, como si hubiera sido un dedo. Dios sabe hasta qué
profundidad alcanzó en esta ribera del río. La nieve que ha caído desde
entonces no nos permite averiguarlo. Pero cuando llegó horadó la tierra, como
si hubiera sido el «taladro neumático de Dios». Este borde en el que estamos
ahora no es más que el desecho de la perforación. Naturalmente, está
congelado y cubierto de nieve. Esta es la razón de que encontremos tan cerca
de la superficie un musgo que debería estar sepultado a cinco metros de
profundidad: forma parte de ese desecho.
—Nosotros necesitamos maquinaria especial para horadar la capa
permanentemente helada —dijo Soldatov—. Pero, al parecer, para un
Danzante la cosa es mucho más fácil.
—Y entonces, una vez establecido aquí —reflexionó Stovin—,
seguramente se estableció mucho más cerca de la superficie, y empezó a
moverse. Hacia Novosibirsk. Y, a partir de ese punto, se trasladó más o
menos sobre la superficie, porque, de otro modo, no tendríamos un cráter de
seis metros de profundidad, sino un canal de seis metros de profundidad, que
llegaría hasta la ciudad. —Se volvió hacia Soldatov—: ¿Se acuerda de lo que
me dijo el otro día? Me comentó que era curioso cómo estos fenómenos
parecían estar vinculados a la presencia de agua. Pues bien, estoy seguro de
que ese es un detalle significativo…, pero hay algo más.
—¿Qué es? —inquirió Bisby, reprimiendo un estremecimiento bajo su
grueso anorak, y mirando más allá del cráter, hacia el bosque. Estaba casi
oscuro. Algo se había movido… ¿o se lo había parecido a él? En el límite del
bosque, la muralla de alerces se había movido muy levemente. Aguzó la vista,
prestando poca atención a la respuesta de Stovin.

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—El Danzante busca calor —explicó Stovin—. No es precisamente calor
humano, pero sí algo que sea más cálido que el nivel en el que se mueve
habitualmente. Por ejemplo, el agua de un río, o el mar, cerca de la costa. Un
pueblo como Hays, o una ciudad como Novosibirsk. Y quizás, incluso los
mamuts de Berezova, hace ya veinte mil años. Un rebaño de mamuts tiene
que haber desprendido calor, y quizás fue un Danzante quien los mató. Y
cuarenta siglos más tarde, el hombre podría comer su carne.
De pronto, uno de los soldados que estaban al otro lado del cráter gritó,
señalando en dirección al bosque. El teniente trepó hasta llegar junto a él, y
luego volvió a donde estaba Volkov, sonriendo, y le ofreció sus binoculares.
Bisby se reunió con ellos, intentando ver algo en la débil luz del crepúsculo.
Volvió a percibir un ligero movimiento entre los árboles. Junto a él, Volkov
soltó una exclamación de sorpresa, y cortésmente le ofreció los binoculares.
—Esto es algo que no pueden presenciar muchos de nuestros visitantes,
señor Bisby —dijo—. Es usted afortunado.
Bisby ajustó los binoculares, y entonces se explicó el origen de aquellos
movimientos apenas perceptibles. Se trataba de un lobo del Ártico, un macho
con abundante pelaje, casi totalmente blanco, sobre todo alrededor de la
cabeza, donde prácticamente formaba un collar. Se mantenía quieto, en una
pequeña depresión del terreno, justo delante de las primeras hileras de
abedules, con la cola hacia abajo y una pata levantada, en lo que parecía una
pose conscientemente escultural. Les estaba mirando a ellos, pero de pronto
volvió su gran cabeza y miró hacia donde estaba la negra forma del vehículo
que había transportado a los soldados.
—Me parece que ese transporte le tiene intrigado —le comentó Bisby a
Diane, que le había pedido sus binoculares a Valentine, y ahora estaba junto a
él—. ¡Mire! Ha levantado la cola.
El lobo trotaba lentamente, siguiendo una trayectoria paralela al lecho del
río. Detrás de él, se observó un nuevo movimiento, y Diane se cogió
fuertemente del brazo de Bisby. Posteriormente, él recordaría que ese fue el
primer contacto físico entre ambos, y que, incluso en la semiosuridad del
crepúsculo, y absorbido por lo que estaba pasando, sintió un violento deseo.
—¿Lo ve? —dijo ella—. Hay más lobos. Uno… tres…, no, cuatro.
Los cinco lobos, con su líder al frente, se movían sin prisa, pero sin
detenerse, e intencionadamente seguían el lecho del río. Por lo visto, no
parecían interesados por los vehículos, ni por las personas que estaban en el
cráter. De pronto, en un amplio movimiento ondulante, parecieron
desvanecerse todos ellos.

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—Se han echado al suelo —dijo Diane. Su voz sonaba un poco tensa.
—Cuando hacen eso, se confunden con la nieve —comentó Bisby, con
admiración—. ¿Pero a qué diablos están jugando?
Diane seguía intentando ver a los cinco lobos. Volkov había recuperado
sus binoculares y estaba junto a ella.
—¿Qué cree usted que están haciendo, doctora Hilder? —preguntó—.
Después de todo, usted es la experta.
Ella se volvió hacia ambos. Su cara, enmarcada por la capucha de su
anorak, reflejaba preocupación e intriga.
—Les diré una cosa —dijo—. Esos lobos están maniobrando frente a su
presa. Son tácticas de caza.
—¿Pero cuál es la presa? —inquirió Volkov—. Hemos estado aquí más
de media hora y debemos haber asustado a cualquier animal viviente que
pudiera haber por los alrededores. Supongo que no queda un solo alce al
menos en tres kilómetros a la redonda.
Bisby se dio cuenta de que la voz de Volkov sonaba tan tensa como la de
Diane.
—Estoy de acuerdo —accedió Diane—. No hay alces. Así que nos están
cazando a nosotros.
Bisby soltó una carcajada.
—Entonces es que se les ha subido la sangre a la cabeza —se burló—.
Cinco lobos, incluso aunque fueran kamikaze locos, no pueden hacer gran
cosa a un par de vehículos blindados y a diez soldados con armas. Deben
tener delirios de grandeza.
—Tiene razón —reconoció Diane, que parecía más tranquila—. Nunca
atacarían a tanta gente, aunque fueran muchos. Es una conducta muy poco
probable en un lobo. Aunque, desde luego, ellos no saben que estamos
armados.
—Entonces, quizá deberíamos mostrárselo —dijo Volkov con
brusquedad.
Llamó al teniente. Este dio una orden a uno de los soldados que estaban
en el borde del cráter. Tres segundos más tarde se oía el seco estallido de un
disparo. Y Bisby estuvo absolutamente seguro de que había oído el impacto
de la bala, de 7,62 mm en el cuerpo del lobo más cercano. Sin embargo, si tal
sonido se había producido, fue ahogado inmediatamente por el aullido de
agonía de un lobo. El gran animal fue catapultado en el aire, a casi dos metros
del suelo, y cayó dando la vuelta y pataleando en medio de un charco de
sangre que enrojecía la nieve a su alrededor. Después de uno o dos segundos,

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los aullidos, similares a los de un perro, se redujeron a unos simples gemidos.
Después de un segundo disparo, los gemidos cesaron.
Diane se giró hacia donde estaba Volkov, justamente detrás de ella.
—No creo que esa fuera la mejor…
Él la interrumpió antes de que pudiera terminar la frase.
—Debemos enseñarles la lección —argumentó—. No deben llegar a creer
que pueden jugar con seres humanos.
En menos de una fracción de segundo, Diane evocó la imagen del
momento en que había abierto el estómago de aquel lobo en la mesa de
disección, encontrando la mano dentro de él. Pero finalmente se impuso el
entrenamiento conservacionista de años de estudio e investigación. Se dirigió
al ruso, con vehemencia.
—No había necesidad de hacer eso. Tienen tanto derecho como nosotros a
estar aquí. Esa fue una forma de asesinato, y yo no estoy…
—¡Dios mío! —exclamó súbitamente Bisby, interrumpiéndola.
Estaba señalando hacia la oscura masa del bosque. Desde el mismo,
avanzaba hacia ellos lo que parecía ser una ola blanca e irregular. Pasaron tres
segundos antes de que Diane se diera cuenta de que la ola estaba compuesta
de… lobos…, decenas de ellos…, quizá cien. Con bajas y excitadas llamadas
de caza, descendieron apresuradamente hacia el más distante de los vehículos
blindados, en el que solo habían quedado el conductor y el radio operador. La
ola de lobos parecía deslizarse sobre el terreno a una velocidad asombrosa, a
la luz del crepúsculo siberiano. El teniente corrió hacia el borde del cráter, y
dos de sus hombres, junto a él, dispararon de forma metódica, dos, tres…,
cinco veces sobre la masa de animales que avanzaba.
Bisby aferró fuertemente el brazo de Diane, y señaló hacia donde habían
estado los cuatro lobos pertenecientes al primer grupo de cinco echados sobre
la nieve. Ahora los cuatro se habían levantado y estaban vueltos hacia el
cráter. El líder se había adelantado, en la misma postura en que lo habían
visto por primera vez, manteniendo una pata levantada. De pronto volvió la
cabeza hacia atrás, y su agudo aullido envolvió el ruido de los disparos que
efectuaban los soldados, así como el que producía la manada. El ruido en los
alrededores del cráter era tan fuerte que Diane apenas podía oír lo que Bisby
estaba diciendo al tiempo que indicaba desesperadamente el lugar donde se
encontraba el líder. Ella comprendió lo que quería decirle, y tiró de la manga
de Volkov. El ruso estaba atónito y, cuando se volvió hacia ella, su rostro era
una máscara de aturdimiento. Ella volvió a señalar al líder de la manada.
—Dispárale a ese —le gritó—. Rápido. Ese es quien lo organiza todo.

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Volkov la miró durante unos segundos como si no la comprendiera, pero
después se precipitó hacia donde estaba el teniente con los soldados y Stovin,
junto al borde del cráter. Stovin señalaba con la mano al líder de la manada.
Pero era demasiado tarde. El líder y sus compañeros habían desaparecido.
Habían cumplido con éxito su misión de distraer al grupo de seres humanos.
Lo que ahora sucedía en el vehículo atacado, sobrepasaba con creces lo que
cualquiera de ellos, incluso Diane, podía haber imaginado. Los primeros
lobos habían llegado al vehículo. Dos grandes animales resbalaban por su
carrocería, en su intento de subir al mismo. Uno de ellos, ante la vista de
todos, consiguió hacer presa en la cabeza del conductor. Desde la torreta
situada sobre el puesto del infortunado llegaron ráfagas de disparos, dirigidas
a la masa de atacantes, seguidas de aullidos y ladridos de dolor. Uno o dos
lobos rodaron sin vida, y un gran ejemplar de pelaje blanco y gris se arrastró
hacia un costado del vehículo y se desplomó sobre la nieve. Momentos
después, toda la densa masa de lobos estaba sobre el transporte, cubriéndolo
de arañazos y rugidos. Valentina volvió la cabeza y se cubrió los ojos con las
manos. Desde el borde del cráter llegaba el ruido de los disparos de los rifles,
pero los soldados estaban seriamente cohibidos por temor de que al hacer
fuego sobre los lobos pudieran resultar heridos los hombres que lo ocupaban.
El teniente dio un grito, le quitó el rifle al soldado más cercano, y avanzó
corriendo sobre el borde del cráter, deslizándose y resbalando hacia la
manada que rodeaba el vehículo. Mientras corría, disparaba con el rifle
apoyado en la cadera. Un lobo cayó, otro lanzó un fuerte aullido. Y entonces,
desde algún lugar situado detrás de él, llegaron los cuatro lobos blancos: el
líder de la manada y sus compañeros. Se lanzaron contra él los cuatro, casi al
mismo tiempo, rugiendo. El teniente no estaba a más de treinta metros de sus
propios soldados, pero era imposible para ellos disparar sin herirle.
Un minuto después, todo había terminado. La oscuridad era tal que las
personas agrupadas en el cráter apenas podían distinguir lo que estaba
ocurriendo cuando los lobos se retiraron hacia el bosque. Cuatro o cinco de
ellos, arañaban y rugían, y se llevaban arrastrando el cuerpo del radio-
operador. No había rastro del cuerpo del conductor. Probablemente, al estar
dentro de la estrecha cabina de conducción, había sido imposible para los
lobos extraerlo de allí. Sin embargo, no todo su cuerpo había quedado
protegido. Uno de los lobos, mientras corría hacia el bosque, dejó caer, por un
momento algo de sus fauces. Lo empujó con el hocico para darle la vuelta, y
volvió a cogerlo de nuevo. Horrorizados, todos pudieron ver que se trataba de
la cabeza del conductor.

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—¿Qué vamos a hacer con ese pobre hombre?
La voz de Stovin aparentaba una calma que no era natural. Estaba
señalando hacia el cuerpo del teniente, que yacía sobre la nieve. Junto a
Stovin, Soldatov escrutaba la oscuridad, rodeando con el brazo los hombros
de Valentina. Ella tenía la cabeza medio oculta bajo la gruesa piel de su
anorak, y su cuerpo se estremecía con convulsivos sollozos. Stovin se dio
cuenta de que Bisby miraba también hacia el lugar por donde había
desaparecido el último lobo. Su cara tenía una expresión extraña, casi ávida.
Desde el bosque, llegó el sonido de unos gruñidos frenéticos.
—¿Oyen eso? —preguntó Bisby—. Los bastardos aún están ahí.
—Están comiendo —dijo Diane, con tono inexpresivo.
—¿Comiendo? —inquirió Bisby, incrédulo—. Deben ser más de cien… y
solo tienen un cadáver.
—Solo comerá el líder, y quizá los que arrastraron el cuerpo hasta allí.
Los demás tendrán que esperar.
—¿A nosotros, quieres decir?
—Creo que sí.
Stovin miró de nuevo hacia el bosque. Volkov había cruzado el cráter para
hablar con el sargento, a quien la muerte del teniente había dejado al mando
de la pequeña patrulla. Cubiertos por sus compañeros dos de los soldados se
habían desplazado unos treinta metros en la oscuridad y recuperado el cuerpo
del teniente. Volkov señaló al segundo vehículo, que estaba a unos doscientos
metros. Pero el sargento negó con la cabeza. Volkov se encogió de hombros,
y regresó con el resto del grupo.
—Creo que sería mejor que subiéramos al vehículo y nos alejáramos de
aquí —dijo—. Pero el sargento piensa que nos exponemos demasiado al
cruzar el terreno que nos separa de él. Los lobos podrían regresar.
—Tiene razón —convino Diane, al tiempo que descubría que su cerebro
funcionaba perfectamente y que sus temores estaban bajo control—. Nos
atacarán, con toda seguridad, si intentamos llegar al vehículo. De algún modo,
todo esto se ha desencadenado a causa de los vehículos. Y, la verdad, no lo
entiendo. ¿Por qué no vinieron directamente al cráter? Aquí había más…
comida. Y era más fácil obtenerla.
—Quizá tengan miedo del cráter —aventuró Stovin—. ¿Es posible que
sea eso?
Stovin se arrebujó en su anorak. Había empezado a soplar una brisa
helada que levantaba la nieve de la superficie.
Diane le miró durante un momento, sin hablar.

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—Sí —dijo finalmente—. Esa podría ser la explicación. Recuerden que
yo hablaba hace un rato de la memoria ancestral. Esto podría formar parte del
mismo síndrome de conducta. Por aquí ha pasado un Danzante. Y los lobos lo
vieron o, en el fondo de su subconsciente, lo «recuerdan». De cualquier
modo, lo respetan, lo temen. Así que, mientras estemos en el cráter, estaremos
a salvo. Pero si intentamos alcanzar el vehículo, estaremos en peligro.
—Pero la radio está allí —intervino Bisby—. Y ese es el único medio que
tenemos para comunicar nuestra situación a Novosibirsk.
Volkov habló brevemente con el sargento. Luego, se volvió hacia ellos,
sonriendo.
—Eso no será problema —aseguró—. Parece ser que existe un
procedimiento rutinario para las patrullas del bosque. Después de cuarenta y
cinco minutos sin recibir noticias nuestras, enviarán una patrulla a buscarnos
desde Novosibirsk. Ellos saben perfectamente dónde se supone que debemos
estar. Creo que no tardarán en llegar. Hasta entonces, esperaremos…
—Y hasta entonces, pasaremos mucho, mucho frío —interrumpió Bisby,
con un estremecimiento.
Durante la siguiente hora, permanecieron a ratos de pie y a ratos
agazapados, unos contra otros para aprovechar al máximo el calor de sus
cuerpos. Por fortuna, la noche era clara, aunque nevaba ligeramente. En una
ocasión, dos soldados intentaron llegar hasta el vehículo, pero
instantáneamente aparecieron varios lobos frente a ellos. Regresaron
corriendo al cráter. Llegaron jadeando, casi sin aliento. A corta distancia del
grupo, el cadáver del teniente yacía boca abajo, y a su lado uno de los
soldados vigilaba. Bisby pensó que morir atacado por un lobo, no era limpio
ni estético. Después de la recuperación del cuerpo, Bisby había echado un
vistazo a la masa informe que quedaba de lo que había sido la cara del
teniente. En términos estrictamente clínicos, era un hecho digno de mención
que incluso el grueso uniforme soviético de invierno, que él había creído
impenetrable para los colmillos de los más salvajes carnívoros, estaba hecho
jirones por las fauces de aquellos animales, verdaderas máquinas de matar.
Además, el brazo izquierdo le había sido arrancado de cuajo. Pero el líder y
sus tres compañeros habían abandonado el cuerpo, sin tener tiempo de acabar
su tarea.
Finalmente, sobre la oscura silueta del bosque apareció un helicóptero,
iluminando el área con un potente reflector. Intentaba localizarlos, enfocando
el reflector de un lado a otro y, por un momento, les deslumbró. Cuando hubo
localizado los dos vehículos, empezó a descender, mientras sus luces de

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posición y aterrizaje lanzaban fuertes destellos, y aterrizó en una pequeña
extensión de terreno a quince metros del cráter. Un oficial saltó del aparato, y
Volkov se adelantó para hablar con él. Después de unos segundos, regresó a
donde esperaba el grupo.
—En el helicóptero solo caben ocho personas —gritó, bajo el ruido
producido por los rotores—. Primero subiremos nosotros, y luego enviarán
otro helicóptero para los soldados.
Silenciosamente, subieron al aparato. Uno de los soldados ayudó a subir a
Valentina Soldatov, cuya cara se veía cenicienta bajo la intensa luz blanca de
la cabina. Diane y Soldatov subieron tras ella, seguidos por el resto del grupo.
Se movían con dificultad, pues estaban entumecidos por el frío. Con un
estrepitoso zumbido, el aparato despegó, levantando una ventisca de nieve
que cubrió las borrosas siluetas de los soldados que habían quedado abajo.
Pronto dejaron de divisar el bosque. Stovin limpió con la mano la ventanilla
empañada, y miró hacia abajo. Todo estaba oscuro. Y allí en algún sitio, los
lobos seguían esperando. «Pero ya ha pasado», pensó. Mientras el helicóptero
enfilaba la ruta hacia Novosibirsk, un repentino cansancio invadió todo su
cuerpo.
—¡Bueno, esto se acabó!
Bisby se movió junto a él, frotándose las frías manos.
—¿Es eso lo que piensa, Sto? —le preguntó—. Nunca imaginé que fuera
usted tan optimista. Esto no se ha acabado. No ha hecho más que empezar.

El Presidente del Consejo de Ministros se sentó tras la mesa de su despacho,


en Moscú. Descolgó el auricular de su teléfono rojo, y marcó un número.
—¿Andrei?
—Sí, camarada Presidente.
—He leído su informe, basado en el que Volkov envió desde Novosibirsk.
Es bastante claro. Pero las consecuencias son difícilmente comprensibles.
—Estoy de acuerdo.
Hubo una pausa. Al otro extremo de la línea, el jefe del Consejo de
Seguridad del Estado esperó intrigado, hasta que el Presidente volvió a hablar.
—Necesitamos saber más. Desde ahora, debe proporcionárseles a los
norteamericanos todo lo que necesiten.
—¿Todo?
—Toda la información que reciben nuestros propios científicos. Los
americanos no nos servirán de nada si los dejamos en la oscuridad…

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Extracto de una carta de la Dra. Diane Hilder al Dr. Francis Van Gelder, director del
Instituto Hahn de Zoología Comparada, dependiente de la Universidad de Nuevo
México, Alburquerque, N. M.

«… y en tercer lugar, aunque no por ello lo de menos importancia, observamos que se


comportaban de una forma absolutamente aberrante, totalmente atípica de la que cabe
esperar basándose en los conocimientos que tenemos sobre el Canis lupus. El número de
individuos de la manada era, por lo menos, cuatro veces mayor de lo que calculábamos que
sería una unidad social. La elección de seres humanos como presa de caza y las tácticas
simples, pero efectivas, parecían responder a un largo aprendizaje del sistema de ataque.

»Lo que más impacto me produjo una vez que logré reducir aquel suceso horrible a sus justos
términos, fue que su comportamiento respondía al tipo que siempre hemos considerado
propio de mitos y leyendas. Según estas, el lobo es enemigo del hombre, ya sea en
Caperucita Roja (cuento que nunca leería a un hijo mío), o en el Fenris de la demonología
nórdica, según la cual el lobo desciende del espíritu del diablo. Sabemos que los lobos y el
hombre fueron las dos criaturas que cazaron con más éxito en la tundra de las pasadas
Edades del Hielo. Siempre hemos creído que les habíamos ganado la partida, que el lobo se
movía dentro de un callejón sin salida, en términos de evolución. Y que el hombre fue quien
aprovechó el desafío que supuso la Edad del Hielo para llegar a ser como es ahora. Pero me
empiezo a preguntar cuánto le costó al hombre esa competición. ¿Fue un enfrentamiento más
duro de lo que hemos imaginado? En el fondo de mi mente, casi me atrevo a decir que ese
enfrentamiento aún no ha terminado.

»Y se me ocurre otra cosa, que supongo que te gustaría analizar a fondo. Me refiero a la
causa que provocó el ataque a los vehículos. ¿Fue provocada por algo perteneciente a un
pasado remoto? ¿Relacionaron, en un relámpago de memoria ancestral, aquellos dos
voluminosos vehículos sobre la nieve con el recuerdo de los mamuts? Porque actuaron con
tácticas propias para la caza del mamut, y la manada se componía de tantos miembros como
aquellas de que me hablaste en Alburquerque.

»Y, sin embargo, todavía todo esto no tiene ningún sentido. Porque ya no hay mamuts. Así es
que, ¿por qué se habría de formar una manada de lobos para cazarlos? Ellos ya estaban allí
cuando aparecieron los dos vehículos. Era una manada formada y dispuesta para cazar, en
un país donde no ha existido un mamut durante milenios. La única explicación que se me
ocurre es que algún factor de carácter más general ha modificado su conducta. Quizá la
temperatura o la presión atmosférica. En otras palabras, ellos están viviendo otra vez en las
condiciones que imperaban cuando sí había mamuts, en la última Edad del Hielo. Debieron
salir en busca de mamuts y encontraron…, bueno…, ya sabemos lo que encontraron.

»Quizá los lobos están mejor preparados, en algunos aspectos, que el hombre. Al menos, en
cuanto a darse cuenta de que las cosas están cambiando…»

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La reiterada arremetida, a finales de diciembre, de las ventiscas en el


hemisferio septentrional, fue juzgada al principio por los observadores
meteorólogos del mundo entero como un ejemplo extremo del tipo de
extrañas condiciones que habían estado observando durante algunos años,
sobre todo en los inviernos «crudos» de 1976 y 1978. «La peor tormenta del
siglo», dijeron los periódicos y boletines de noticias en quince idiomas
distintos cuando se cumplía el cuarto día, y aguardaron a que se produjera el
deshielo. En comparación con años anteriores, los medios para estudiar el
clima, a raíz del experimento del GARP, eran excepcionalmente buenos:
barcos, aviones, satélites de los Estados Unidos, la Unión Soviética, Francia y
Japón, globos, boyas oceánicas… Todos estos medios proporcionaban un
torrente de información, procesada de un modo metódico mediante
ordenadores, dando detalladas imágenes de puntos dispersos por toda la tierra,
sondeando las profundidades de los mares y zonas de más de treinta
kilómetros de altitud. Y sin embargo… pasaron cinco días antes de que los
científicos comprendieran que estaba sucediendo algo a una escala nueva
global, a una escala que primero confundió y después abrumó a los medios de
información científica disponibles. Por entonces, el alcance de la catástrofe
era evidente hasta para ojos menos expertos, aunque existían rasgos
sorprendentes. La sequía en los países del Sahel, al sur del Sahara, se
intensificó, pero la lluvia empezó a caer en el límite norte del desierto (un
hecho no recordado por nadie), y un dictador libio afirmó que Alá le amaba.
En el Antártico, de un modo más notable, la temperatura en la base
McMurdo, llegó a 10 grados centígrados, la más alta registrada, y el mismo
Polo Sur se asoleaba en un relativo calor de doce grados centígrados bajo
cero.
El hemisferio norte estaba demasiado sumergido en la crisis para prestar
atención a estas anomalías. La nieve barrió el Polo Norte y se desplazó a la
zona ártica del Canadá para acabar cayendo sobre los trigales; afectó a
Groenlandia, Escandinavia, Mar de Barents, Alemania septentrional, el
Báltico, Dinamarca, Polonia, parte norte de Rusia y Siberia. Siguió hacia el
sur, hacia la templada Gran Bretaña, y se extendió uniformemente por el norte
de los Estados Unidos. Las grandes ciudades del norte quedaron paralizadas
por el hielo: banquisas de hielo se formaron con asombrosa rapidez y

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obstruyeron puertos de ambos continentes. El detalle notable del tiempo era
que una amplia franja del hemisferio quedaba afectada casi de un modo
simultáneo, y las cosas siguieron así durante más de dos semanas. Nevadas y
heladas, nevadas y heladas. Un sorprendido meteorólogo francés que se
hallaba en la estación meteorológica del Macizo Central se dirigió a un colega
y le dijo: «Es igual que una arrolladora ofensiva militar… En cuanto hay un
punto débil, el enemigo se infiltra.» En Vergajo, en las Dolomitas italianas, el
meteorólogo de guardia, más dramático pero también más perceptivo,
comentó tristemente por teléfono desde la ya aislada estación: «E finito il
nostro mondo» (nuestro mundo está acabado).
La celeridad con que el desastre iba cobrando abrumadoras proporciones
dejó atónitos incluso a los científicos pesimistas que en las últimas tres
décadas habían hecho advertencias sobre el posible Día del Juicio Final. De
repente, los delicados aparatos que constituían y sustentaban la moderna
civilización tecnológica eran inadecuados para enfrentarse a una situación en
que la nieve caía simplemente durante dos… cinco… diez… catorce días, sin
cesar. Paisajes enteros se alteraron. Algunos parajes muy conocidos se
esfumaron. Todos los recursos tecnológicos de las naciones civilizadas se
dedicaron a frenéticos intentos de mantener abierto el tráfico un limitado
número de carreteras y una cifra menor de puertos y aeropuertos, para que
poblaciones de millones de personas no quedaran a merced del frío y el
hambre. El mundo estaba cambiando. A partir de ese momento, al parecer,
nada era seguro.

Pyotr Bilibin había nacido en una aldea de Siberia oriental, a orillas del lago
Baikal, el mar interior que en invierno, debido a las fuertes heladas, podían
cruzar enormes camiones hasta ya bien entrada la primavera; la ruta quedaba
señalada por ramas de árbol que sobresalían del hielo. Pero Bilibin estaba
seguro de no haber visto nada como lo que estaba viendo en ese momento.
Sentado ante la escotilla abierta del conductor, en el interior de su tanque,
miró a través de la blanca pared que formaba la torrencial nevada para
distinguir las luces de cola del tanque que le precedía. El carro de combate de
Bilibin era, de hecho, el número cien de una larga hilera de 210 tanques que
iba abriéndose paso hacia el norte cruzando Alemania Oriental en medio de la
peor ventisca que Bilibin había presenciado. La división acorazada —tanques,
vehículos blindados de transporte, un sin fin de autocamiones y once mil
hombres— se hallaba en plena marcha para recorrer los ciento quince

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kilómetros que separaban Pritzwalk (el lugar donde habían hecho el último
alto la noche anterior) y su destino, Rostock, en la costa del Báltico, donde
debía embarcar rumbo a la Unión Soviética. De vez en cuando la voz
anormalmente serena del comandante del tanque, acurrucado como un niño
indio en la torreta, brotaba en el intercomunicador. Pero Bilibin sabía que su
comandante no podía ver más que él. Ya llevaban dos horas de marcha, y
habían recorrido ocho kilómetros. Acaban de pasar el pueblo de Falkenhagen,
cruzando una especie de túnel de hielo ya que la nieve apartada por los
primeros tanques yacía en montones de diez metros de altura a ambos lados
de la carretera. En realidad, Bilibin solo se enteró de que se trataba de
Falkenhagen porque, sin saberlo, había pasado por encima del letrero de la
carretera, que se había agitado unos instantes delante del tanque, el tiempo
justo para leerlo. Desde el tanque no se veían casas, luces, o árboles. Solo
había un túnel blanco y las rojas luces de cola del tanque precedente.
Un cuarto de hora más tarde, cuando las luces de cola se apagaron
bruscamente, Bilibin creyó que una momentánea corriente de copos las había
ocultado. Pocos segundos después, el ruido de las zumbantes cadenas sufrió
un cambio. De pronto, todo era nieve. Estaban avanzando, desorientados e
impotentes, a través del banco de nieve del lado derecho de la carretera.
Durante unos instantes atravesaron un muro de nieve y hielo, y después
salieron al otro lado y el zumbido de las orugas del tanque sufrió otro cambio.
Habían abandonado la pavimentada carretera y avanzaban lentamente en una
especie de campo helado. La nieve tenía una altura de tres metros, quizá más,
y Bilibin creyó estar arremetiendo contra una interminable pared blanda. No
se veía nada a ambos lados, y no había rastros de los vehículos que iban
delante. Detrás, siguiendo obedientemente a las luces de cola del tanque de
Bilibin, los restantes vehículos de la división avanzaban de forma desastrosa.
En la torreta hubo un sofocado juramento, y el comandante ordenó que el
tanque se detuviera. Un instante después el oficial, con una alargada linterna,
bajó del tanque y desapareció entre los remolinos de nieve, retrocediendo
hacia el resto de la columna. Con el motor produciendo un carraspeo, Bilibin
esperó. Contempló orgullosamente su nuevo reloj alemán. Las nueve en
punto. Con los músculos fríos y ateridos, trató de dormir un poco. Por encima
de él, el operador de radio, totalmente aislado de la red de la división a causa
de las interferencias de la ventisca, apoyó la cabeza en el aparato y cerró los
ojos. Una hora después, con la nieve amontonada sobre la cerrada torreta
Bilibin se desperezó y levantó su fría muñeca hacia la lucecita del techo del

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compartimento del conductor. Eran las diez y media, y el comandante del
tanque aún no había regresado…
En el cuartel general de la división situado en la escuela de Pritzwalk, el
veterano capitán habló con un teniente.
—¿Aún no han cruzado Meyenburg?
—No, por lo que yo sé. Las comunicaciones por radio están cortadas, y no
existe posibilidad alguna de que un motorista llegue hasta esa columna. ¿A
quién se le ocurriría hacer salir a una división acorazada en una noche como
esta?
—Al centro de operaciones del ejército —contestó bruscamente el
capitán.
—Pero ¿por qué?
—Eso no es asunto suyo, Savinkov. Ni mío. Hacemos lo que nos ordenan.
Aunque yo debí pensar que estaba muy claro el motivo de que nos hagan
regresar a Rusia.
—¿Sí?
—Regresamos —dijo pacientemente el capitán— porque somos una
división mecanizada. Disponemos de doscientos tanques y mucho material
pesado como tractores para piezas de artillería y vehículos blindados. Usted
ya sabe cuál es la situación aquí… ¿Imagina cómo debe ser en casa? No
vamos a regresar porque seamos soldados, sino porque podemos organizar,
mantener y dirigir un servicio de supertractores… tanques. En Rusia estamos
sumamente escasos de fuerza tractora, de vehículos capaces de arrastrar
cargas en la nieve y de sacar a otros vehículos del hielo. Todos los países de
Europa estarán escasos de fuerza tractora. Por eso nos otorgan un papel
nuevo. Y existe un nuevo equilibrio estratégico. Nada de armas. Tractores.
Sonrió y dio una palmada en el hombro al teniente.
—Al final todos hemos encontrado un uso para los tanques. Cuando usted
se alistó en el ejército no pensaría que llegaría a dirigir una flotilla de
tractores, ¿no es cierto? Pero yo daría una semana de permiso a cambio de un
informe por radio de la división.
Pasaron cuatro horas antes de que el capitán informara por teléfono al
cuartel general del ejército que los tanques se habían perdido.
—¿Perdidos? —dijo la enojada voz del general—. ¿Qué quiere decir?
—No sabemos dónde están, señor. Dieciocho tanques cruzaron
Meyenburg y se hallan a salvo, detenidos cinco kilómetros más al norte. El
resto… no sabemos nada.

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—En ese caso, helicópteros. Al amanecer. Yo mismo ocuparé uno. Pronto
veremos dónde están esos tanques.
Bajo los zumbantes rotores del helicóptero del general, nueve horas más
tarde, se extendía un blanco desierto. La ventisca se había calmado
momentáneamente. El paisaje que sobrevolaba el helicóptero, con la negra
sombra de este avanzando en la nieve débilmente iluminada por el sol, se
extendía como un ondulado mar hasta el horizonte. Ninguna carretera era
visible, aunque los tejados de las casas de Falkenhagen sobresalían del blanco
manto. En esos tejados, algunas personas hicieron desesperados gestos al ver
al helicóptero. Antes de dos kilómetros apareció el primer rastro de la
división. Una irregular hilera de varillas metálicas brotaba de la nieve, como
espectrales plantas surrealistas en un cuadro de Dalí. El general estaba
contemplando el lugar cuando el piloto le tocó el hombro.
—¡Antenas de radio, señor! —gritó el piloto para superar el estruendo del
motor—. ¡Veinte o treinta! ¡Hay muchos tanques debajo de la nieve! ¡Y habrá
otros más adelante!
El general se hundió en su asiento.
—¿Eso es mi división? —dijo por fin. Y repitió, desesperado: ¿Eso es mi
división?

Un viento frío y extraño arrastraba el polvo y formaba afilados vórtices de


tierra a lo largo de la recta y prolongada calle Janpath en Delhi. El viento era
seco pero frígido: los andrajosos hombres que siempre estaban jugando
complicadas partidas de un juego parecido al ajedrez sentados en el polvo de
la calle, se habían ido de allí hacía dos días para agazaparse en los portales
que rodeaban las columnatas de la Plaza Connaught; y desde aquí
contemplaban el cielo y conversaban. Los vendedores de clavos y
herramientas metálicas de Chandni Chowk habían recogido sus cosas y se
habían esfumado. Algunos carruajes de tres ruedas tirados por hombres
desafiaban el frío. Dispersos pordioseros inválidos avanzaban entre los
remolinos de polvo con sus carritos de ruedas y extendían la mano a los
esporádicos europeos que regresaban al calor del Hotel Imperial después de
breves salidas para hacer compras.
—Creía que esta era la mejor época del año en la ciudad —dijo una dama
inglesa al indú de gran estatura. Ambos estaban bebiendo té en una mesa
próxima a la ventana, en el sombrío salón del hotel. El hindú trabajaba para el

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Ministerio de Agricultura, y había pasado la mañana enzarzado en una
discusión con su inmediato superior.
—Normalmente lo es, desde luego —dijo el hindú—. Tiempo cálido y
agradable durante el día, si bien frío por la noche. Pero últimamente estamos
pasando momentos difíciles. Nunca había conocido días tan fríos en
diciembre… y me han dicho que hay mucha nieve en Kashmir, muy por
debajo del límite normal de nieves perpetuas. Y en todas las laderas
meridionales del Himalaya. Es posible —sonrió cortésmente— que los
hindúes debamos prestar más atención a los deportes de invierno.
—Hace muchísimo frío —dijo severamente la dama—. Tengo la
impresión de estar en Manchester.
Ojalá fuera cierto, pensó el hindú. Pero había que entretener a la dama.
Ella era la esposa de un delegado de la ONU que en ese preciso instante se
encontraba reunido con el inmediato superior del hindú, discutiendo formas
de aliviar el hambre que iba a azotar la India en verano y otoño si los
monzones no hacían acto de presencia como el último año. En realidad,
recordó el hindú, el nuevo centro climatológico de Simia había dicho que las
condiciones iban a ser peores que el último año. Era una posibilidad casi
inconcebible, pero… ¿habría monzones este año? Sin las lluvias estivales,
nada crecería. El hindú meditó de nuevo en lo que había encontrado en los
archivos de la Biblioteca Municipal; una fotocopia del documento ya estaba
en poder de su superior. Un inglés había escrito un diario en Delhi, hacía dos
siglos, describiendo el mismo tipo de viento, el mismo diciembre friísimo. Y
aquel año no llegaron los monzones. El hambre fue espantosa, en una época
en que la población era menos numerosa y menos orientada a las ciudades. El
hindú se estremeció. Cerca de allí, varios milanos, con las negras alas
extendidas, pasaron sobre los jardines del hotel. Era imposible ver otros tipos
de aves; no había un solo mainah, ni periquitos verdes, ni los iridiscentes
pinzones que normalmente aleteaban entre los árboles. Los milanos debían
tener hambre. Pero, se preguntó de repente el hindú, ¿cuánto tiempo
resistirán?

El camello macho cayó de nuevo, resbalando y deslizándose en la blanda


arena del Sahara en la cresta de la larga loma. Zenoba, que iba andando junto
al camello, llegó a tiempo de coger la pequeña forma de Ibrahim, que había
caído del encorvado lomo del animal. Zayd ag-Akrud volvió la cabeza desde
el punto superior de la ladera abrasada por el sol y llamó a Hamidine y

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Muhammed, que habían hecho detenerse al segundo camello. En medio de
gritos y maldiciones, el hombre y los dos muchachos tiraron de la cuerda que
pasaba por la nariguera del camello macho, mientras Zenoba, con Ibrahim al
lado, observaba en silencio desde el lateral de la loma. El camello bramó y
chilló, agitó las patas, pero continuó de costado en la arena. Finalmente,
jadeando a causa del calor, Zayd dejó de tirar. Se acercó al lugar donde el otro
camello aguardaba pacientemente, ajeno a la lucha que había protagonizado
su compañero a pocos metros de distancia. En la manta que llevaba sobre el
lomo este camello había un puñado de ramas de espino, que Zayd cogió y
echó debajo del animal caído. Después encendió una cerilla. Con los ojos en
blanco, el camello bramó desesperadamente, mientras el olor de su carne y su
pelo chamuscados provocaba picor en sus narices. Con gestos convulsivos, el
animal dobló las patas, y Zayd tiró de la cuerda entre gritos de triunfo. Un
momento después el camello volvía a estar levantado. Zayd sacó de la manta
un puñado de grasa de la cabra que había muerto hacía dos días; Zenoba había
guardado esa grasa en la vieja lata que siempre llevaba con ella. Zayd la usó
para untar las ampollas del lomo del camello, mientras examinaba la carga
que el animal llevaba. Se trataba de un camello joven, apenas tenía veinte
años, que estaba a punto de entrar en la época de plena madurez. Una carga de
doscientos cincuenta kilos, quizás más, no debía crearle problemas, y sin
embargo llevaba muchos menos kilos. Ibrahim y Zenoba pesaban menos de
cien kilos entre los dos, y los fardos de los costados del animal no llegaban a
setenta kilos. El camello estaba enfermo, no había duda, pero Zayd no podía
aligerar la carga, a menos que Zenoba fuera a pie durante períodos de tiempo
más prolongados. Era el único remedio. Irían más despacio… tardarían otros
seis días en llegar Tamanrasset, y tres días para ir a Lissa, que estaba tan
cerca. Zayd habló en voz baja a Zenoba, y esta mezcló un poco de sangre
coagulada de la cabra muerta, que llevaba en un cuenco tapado, con el agua
que quedaba en la gran botella de cuero. Estuvieron sentados media hora en el
lado duro de la duna, donde la arena, sometida a la presión de siglos de
vientos desérticos dominantes, estaba apretada, formando grumos que
parecían de cemento. El camello macho necesitaba algún tiempo para
recuperarse. Y además Ibrahim estaba muy inquieto. Bebieron todos un vaso
de sangre y agua y, de un modo muy breve, Zayd miró hacia el este y rezó.
Después continuaron hacia Lissa y Tamanrasset, avanzando por las partes
duras de las dunas cuando era posible, o por la sombra de las lomas más
empinadas cuando encontraban alguna. El camello macho resbaló y se

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tambaleó de vez en cuando, pero siguió obedientemente a Zenoba, que
sostenía la cuerda en una mano sin dejar de avanzar hacia el este.

El director del National Center for Atmospheric Research se hallaba sentado


en su frío despacho, a la espera de que empezara el período de dos horas de
calefacción central. Faltaban diez minutos. Se acercó a la ventana, llena de
motas blancas, y contempló el exterior. Se estremeció, pese a llevar puesto el
abrigo, al ver la confusión de remolinos de nieve. Era imposible ver a más de
veinte metros, pero él sabía que estaba mirando hacia la zona de garajes,
detrás del edificio de la administración. Nada se veía de los garajes y de los
vehículos que contenían: la nieve los había engullido hacía varios días,
amontonándose en los techos, helándose y formando bloques que, cada pocas
horas, desaparecían bajo nuevas nevadas. Y en algún lugar allí abajo se
encontraba el pueblo de Boulder. La carretera montañosa entre el pueblo y el
Centro era intransitable desde hacía muchos días. El combustible y la comida
ya empezaban a escasear.
Estoy aquí dentro, pensó el director, en un lugar que es prácticamente un
templo dedicado a la investigación global del clima, y en realidad no sé lo que
pasa. En Boulder ya había muerto gente, un mínimo de cuarenta personas
según los boletines radiofónicos, escasos y estrictamente racionados, que la
escasez de energía permitía. Era absurdo, casi indecente que… ¡Oh, Dios mío,
más no, por favor! Se abrió la puerta y entró una ayudante vestida con anorak
que llevaba una bandeja con chinchetas. La mujer se aproximó a los grandes
mapas murales de los países del mundo que había en la pared, enfrente del
escritorio, y empezó a clavar una serie de chinchetas anaranjadas. El director
se acercó junto a la ayudante y observó. Las chinchetas, sabía él, señalaban
una zona crítica de nevadas, un lugar donde los condiciones climáticas locales
estaban, al menos de momento, incontroladas. Una por una, fueron uniéndose
a la amplia franja de similares chinchetas que ocupaban Canadá y la parte
septentrional de los Estados Unidos… Edmonton en Alberta, Regina en
Saskatchewan, Butte en Montana, Anoka cerca de Minneapolis-St. Paul, y en
un lugar llamado —el director forzó la vista— Faribault, al sur de la misma
ciudad. Era una imagen con la que el director se había familiarizado en los
últimos días. Pero cuando la ayudante clavó la última chincheta anaranjada, él
lanzó una exclamación de sorpresa. Una chincheta ocupaba Solomon, al oeste
de Abilene (Kansas), y otra, de modo increíble, Kingfisher, solo un poco al
norte de Oklahoma City.

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—¿Tan al sur? —dijo él—. ¿Ya?
La mujer asintió.
—Con esa son ochenta y seis hasta las seis de la mañana de hoy, en los
Estados Unidos y Canadá —dijo la ayudante—. Y muchas más en Gran
Bretaña y Europa… La información que llega de allí es muy completa. Pero
no sabemos nada, prácticamente, de la Unión Soviética.
Empezó a colocar chinchetas azules en el mapa a gran escala de Gran
Bretaña: Sumburgh en Shetlandia, Elrick cerca de Aberdeen, Inverurie hacia
el norte… Ya había una sucesión de chinchetas, observó absorto el director, a
lo largo de la parte sur del Moray Firth escocés… Elgin, Banff, Nairn, la
desembocadura del Lossie, Cullen… Pero había más —el director lanzó un
mudo silbido de admiración— en la larga extensión de la costa del Mar del
Norte, hacia Inglaterra, extendiéndose hacia la fortificada Newcastle. Fue
observando las chinchetas mientras la mujer las clavaba. Blyth en
Northumberland, Whitley Bay cerca de la desembocadura del Tyne. El
director, siendo joven, había hecho un año de investigaciones en la
universidad de Newcastle, en un programa de intercambio, y había pasado los
fines de semana libres explorando las largas extensiones de plateada arena,
los puertos y castillos en ruinas del norte, al otro lado de la frontera de
Escocia. Se acercó a su escritorio y repasó el informe del GARP de la noche
anterior. Era increíble. O al menos, se dijo, habría sido increíble hace tres
semanas, incluso hace una noche. Pero allí estaba todo, comprobado, vuelto a
comprobar, claramente mecanografiado delante de él. La gran ciudad inglesa
de Newcastle upon Tyne, rebosante de actividad, conocimientos tecnológicos
e industria, llevaba cinco días aislada del resto del país. Literalmente aislada.
Había nevado durante más de dos semanas. Y no nevadas normales, sino
tormentas de nieve. Ninguna carretera de acceso estaba abierta al tráfico; al
parecer, la ruta en mejor estado, la que venía desde el sur y cruzaba Durham,
continuaba con más de ocho metros de nieve, y medio ejército británico
estaba trabajando duramente para abrir una brecha. El aeropuerto estaba
enterrado desde hacía varios días, y todos los puertos en un radio de cincuenta
kilómetros eran inutilizables. Los helicópteros habían podido llegar a la
ciudad hasta… —el director hojeó el informe—… hasta anteayer. Ahora ya
no podían arriesgarse a aterrizar con la nieve que caía y la que se había
acumulado, y se limitaban a izar enfermos graves y lanzar alimentos. Las
estimaciones sobre el número de víctimas variaban, incluso en la misma
Newcastle. El Primer Ministro británico había comunicado al Presidente que
había un mínimo de dos mil muertos en la ciudad y sus alrededores, y quizá la

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misma cifra en la campiña de Northumberland. En Escocia, tal vez mil
muertos. Las estimaciones en el interior eran las más difíciles de obtener con
relativa precisión; había algunas pruebas de que comunidades aisladas estaban
pasando por una especie de estado de sitio, totalmente incomunicadas y a la
espera de que amainara la tormenta de nieve. No obstante, había gente que
moría en el interior de sus coches, en casas faltas de calefacción, en los
desfiladeros de nieve de las calles urbanas mientras buscaban comida. La
disciplina, al parecer, era sorprendentemente buena, y se afirmaba que se
habían producido escasos pillajes en las dos primeras semanas. Un detalle que
no tardaría en cambiar, sin duda. El hambre, se dijo el director, conduce a los
hombres a excesos mayores incluso que la lujuria. Lo sucedido en Newcastle
era una de las mayores catástrofes naturales del siglo, una catástrofe que había
matado al doble de personas que el terremoto de San Francisco en 1906. Si
pudiéramos considerarlo en esos términos, como un simple desastre, pensó el
director, sería un gran consuelo. Pero no era un desastre. Era un cambio… un
cambio gigantesco, irreversible, un cambio de increíble, mortífera velocidad.
Y naturalmente no se producía solo en Gran Bretaña, la Unión Soviética y los
Estados Unidos. También en Europa septentrional. Más chinchetas, rojas esta
vez, en el norte de Francia y de la llanura alemana. Por supuesto, pensó el
director, ha habido algo peor que la situación de Newcastle. Novosibirsk. Qué
curioso, cuando es Rusia la afectada, no lo tenemos en cuenta, meditó el
director, avergonzado. ¿Dónde estarían Stovin y su grupo? Tal vez muertos a
causa de lo que estuviera pasando en Siberia.
Nada, nada absolutamente llegaba de Rusia. Las primeras fotografías de
los satélites habían mostrado zonas de desastre alrededor de Arkángel, pero
en la actualidad la misma nieve y la oclusión total de la capa de nubes bajas,
cargadas de nieve, hacía confusas todas las fotos. Lo único seguro era que en
el norte de la Unión Soviética había un tiempo muy malo, malísimo. Radio
Moscú se había referido con suma cautela a «considerables dificultades» que
estaban «bajo control». En el mismo Moscú, era más difícil ocultar los
hechos. El racionamiento de alimentos que ya existía era más riguroso que
durante la guerra, y los hogares disponían de electricidad solo un par de horas
diarias. Y todo ello con una temperatura de cuarenta grados bajo cero…
La luz roja del teléfono del escritorio empezó a destellar. Era la llamada
que estaba aguardando el director, y este cogió el auricular.
—El doctor Brookman le llama, señor —dijo la voz de una joven desde la
centralita del Centro.
—¿Mel?

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—Soy yo —dijo la voz de Brookman. El director pensó, sorprendido, que
Brookman parecía más jovial y menos atormentado que durante las últimas
semanas.
—¿Dónde está, Mel?
—En Connecticut, en el Instituto Tecnológico. Debería estar en
Washington pero de momento no es fácil ir allí. Cogí el tren en Westport,
pero la situación es muy incierta, y en cualquier caso La Guardia vuelve a
estar cerrado hoy, así que no habrá Lanzadera.
—¿No puede conseguir un avión de la Fuerza Aérea?
—Podría intentarlo, pero creo que será mejor quedarse aquí. Disponemos
de muchos medios, director, aunque no de ordenador. A propósito, ¿cómo se
porta nuestro Cray One?
—Estamos usándolo con combustible racionado —dijo el director—. Eso
quiere decir que tuvimos que improvisar una instalación para evitar que el
calor saliera de la habitación y mantener la sala del ordenador a temperatura
constante, y eso quiere decir que durante el día debemos conformarnos con
dos horas de calefacción, y cuatro por la noche. Hace un frío terrible.
—¿Cuánto resistirá? —dijo Brookman, en tono grave.
—¿Se refiere al ordenador? Bueno, creo que podremos mantener la sala
del ordenador a temperatura constante durante quizá tres semanas, aunque tal
vez los demás debamos conformarnos con una pizca menos de calefacción.
—¿Cuántas personas siguen ahí?
—Treinta y ocho, yo incluido. Un equipo completo para investigación
científica, y un personal esquelético para hacerse cargo de las tareas
auxiliares.
—¿Ha tenido problemas para convencer a la gente de que se quedara?
El director se echó a reír.
—El problema fue obligar a la gente a que se marchara, cuando aún
llegaban helicópteros. Todos querían participar en esta aventura de Robinson
Crusoe.
Brookman suspiró.
—Bueno, cuando levantamos el Centro en Colorado, no podíamos prever
algo parecido a esto. Supongo que no hay posibilidades de obtener más
combustible.
—No, a menos que deje de nevar durante un par de días. Si así fuera,
podríamos disponer un lugar de aterrizaje para los helicópteros. Pero, Mel, ni
siquiera eso sería fácil. Uno de nuestros colaboradores científicos, un joven
llamado Selden, se alejó quince metros de la entrada principal. Eso fue ayer.

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Tuvo que abrirse camino perforando, literalmente, un túnel particular.
Después midió la capa de nieve. Quince metros, ayer al mediodía. Y desde
entonces no ha dejado de nevar.
—Hum. Bien, director, tengo noticias para usted. Buenas noticias. Hemos
recibido el primer informe de Stovin. Un ruso lo trajo ayer por la noche, en un
vuelo especial hasta el aeropuerto Kennedy. Gracias a Dios que el aeropuerto
estaba abierto. Ehrlich fue a recoger el informe, y dijo que el ruso no pudo
mostrar más deseos de cooperación. De pronto ahí estaba la palabra.
Cooperación. Después de varias semanas de andar con rodeos.
—Eso es importante, en cualquier caso —dijo el director—. Porque ya
sabe que todos los indicios sugieren que este tiempo (en realidad ni siquiera
podemos llamarlo tiempo, solo último cambio de clima) se inició en el norte
de Siberia. Pero yo seré más exacto. Yo diría que la evidencia, la primera
evidencia de lo que experimentamos ahora, surgió allí.
—He dado una primera ojeada a lo que dice Stovin, y han mandado una
copia a la Casa Blanca —dijo Brookman—. Él considera que ha confirmado
su teoría de la corriente en chorro, y que está avanzando en la determinación
del motivo de que la corriente se vea sometida a estas extraordinarias
aberraciones verticales. Hay muchas otras cosas… y algunas típicas de
Stovin. Siempre es condenadamente difícil encontrar defectos a Sto en cuanto
a climatología se refiere, pero ya sabe como es él… no cree que la
climatología pueda explicarlo todo.
—¿Qué clase de cosas? —dijo cautamente el director.
—Oh, ya conoce a Sto —dijo el otro—. Cree en la indivisibilidad del
conocimiento. De momento parece estar más interesado en lo que le explica
esa chica, Hilder, que en los motivos exactos de que el clima haya cambiado.
—No es la indivisibilidad del conocimiento lo que me preocupa —dijo el
director—. Es la imposibilidad de asimilar más de una centésima parte del
conocimiento disponible. Hablas con un biólogo, un zoólogo o un botánico, y
de repente te encuentras en un mundo distinto. Y solo eres un niño en ese
mundo, nada más que eso. Igual que ellos en nuestro mundo.
—Por eso el Presidente confía en Stovin —dijo Brookman—. La Casa
Blanca considera la ciencia como un montón de grupos de presión. Todos
hablan un lenguaje, una serie de diferentes lenguajes que ni el Presidente ni
cualquier otro laico comprenden. Todos piden dinero, medios, apoyo… y el
Presidente no sabe si tienen razón o no para pedir. Pero Stovin… bueno,
Stovin sabe explicarse. Stovin se esmera en estudiar otras disciplinas. Stovin
hurga para averiguar las ideas de los demás. Churchill hacía lo mismo, usted

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ya lo sabe. Mimaba mucho a un científico llamado Lindemann, al que usaba
para estar al corriente de todo tipo de cosas…
—Yo no diría que Stovin es una persona mimada —opinó el director—. Y
sé que es el mejor experto en climatología.
—A propósito —dijo el otro—, parte de las conclusiones sobre la
corriente en chorro que usted leerá… bueno, están respaldadas en gran parte
por los datos de la universidad de East Anglia, en Inglaterra. En esa zona
tienen muchos, muchísimos problemas, y usted lo sabe mejor que casi todos
nosotros, pero esa gente es igual que ustedes. Están resistiendo bien en la
nueva estación meteorológica de la universidad, y los británicos han
trasladado allí a un ministro y a todo el personal de este. Una especie de
centro de operaciones bélicas.
—¿Un ministro, nada menos? —dijo el director—. Por favor, por favor,
que nadie de aquí se entere de eso. ¿Cuándo recibiré el informe de Stovin?
—Por el télex privado, dentro de unos diez minutos. Pero haremos algo
mejor. Usted verá a Stovin en persona. Saldrá de la Unión Soviética mañana o
pasado mañana. Los rusos desean tomar parte en una conferencia del
hemisferio norte… y supongo que harán cualquier cosa por colaborar tanto
como sea posible. Stovin vendrá con una delegación completa… Soldatov y
el piloto, Bisby, la joven doctora Hilder y otra mujer. Creo que alguien dijo
que se trataba de la señora Soldatov, pero no estoy seguro. De todas formas,
usted los verá en la reunión. Le informaré de la fecha en cuanto se concrete.
—¿Cómo voy a llegar allí? Ningún helicóptero aterrizará aquí a menos
que el tiempo cambie.
Brookman se rio por segunda vez.
—Confío en que las alturas le sienten bien, director. He hablado con el
general Weightman en la base de emergencia, Truscott Field, esta mañana.
Me ha dicho que mandará un helicóptero para que le icen a usted sin aterrizar.
Desde Truscott le trasladarán al lugar de la conferencia. He oído sugerir que
fuera en Santa Fe. Es imposible que la nieve ya haya llegado allí.
—Comprendo —dijo el director—. Dios mío, Mel, soy demasiado viejo
para hacer de Superman. Pero me alegrará conversar con Stovin. Nuestro
computador es magnífico a la hora de proporcionar argumentos. Lo que ahora
empezamos a necesitar es un artista inspirado.
—¿Y cree que Stovin puede hacer ese papel?
—Él es un buen adivinador —dijo el director—. Posee un excelente
historial deductivo.
—¿Un buen adivinador? Eso no es un cumplido para un científico.

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—Mel —dijo seriamente el director—, es el mejor cumplido que puede
hacerse. Usted y yo lo sabemos.
Hubo una pausa antes de que el director siguiera hablando.
—¿Está al corriente de la información que acabo de registrar en mis
mapas?
—Supongo que se refiere a las dificultades en Kansas —dijo Blookman
—. Sí, estoy al corriente. No puede decirse que sea un buen año para el trigo,
¿no es cierto?
—No existe forma alguna —dijo el director—, a menos que tengamos un
verano largo y caluroso (y en cuanto a eso la probabilidad es del cero por
ciento), de que la zona maicera tenga una producción normal. Y es posible
que la producción sea cero. Tendremos que replantear la política de cultivos
para todo el mundo, y mucha gente morirá mientras lo hacemos.
—Pero existen variedades de trigo en climas fríos —dijo Brookman.
—¿Cuántas hectáreas se cultivan? Mel, estamos hablando del pan del año
próximo, del alimento para ganado del año próximo. Tendremos que agotar
las reservas estratégicas y luego… ¿qué? Veo que las malditas chinchetas van
extendiéndose por mis mapas y estoy asustado. Recuerde lo que pasó en
Alaska. ¿Hay alguien en Anchorage en estos momentos?
—Una especie de comunidad esquimal, unas dos mil personas, y algunos
blancos continúan viviendo alrededor de la ciudad. Hablé con un piloto que
estuvo allí hace una semana. Sigue nevando, por supuesto, y poca cosa puede
verse de Anchorage. Una ciudad moderna… que se ha esfumado. El piloto
dice que es como si nunca hubiera existido. Y hace un mes, los turistas
reservaban habitaciones de hotel en Anchorage.
—Bien, el gobernador merece pleno reconocimiento —dijo el director—.
Él convenció a la administración para que todo el mundo saliera de allí a
tiempo. Afortunadamente, no puede decirse que Alaska estuviera
superpoblada, ni en la mejor época. Pero observo mis mapas y pienso en otros
lugares… Illinois… Chicago… No es conveniente pensar en esas cosas antes
de apagar la luz de la mesita de noche.
—No —dijo Brookman—. Bueno, nos veremos en Santa Fe, o donde sea.
Va a ser una conferencia de altos vuelos, el Presidente asistirá.
—¿Cómo está tomándose todo esto? —dijo el director.
—Él me dio un mensaje para usted —dijo Brookman—. Cree que podría
serle útil. Génesis 8, 22. Solo eso…
Poco después, el director apretó el zumbador de su escritorio para llamar a
su ayudante.

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—Jennifer —dijo—, ¿hay una Biblia en esta casa? Supongo que no…
—Naturalmente que tenemos una Biblia —dijo ella, indignada—. Tengo
una en mi escritorio.
Jennifer trajo el libro, y el director buscó Génesis 8, 22. Leyó el versículo
atentamente y luego lo releyó en voz alta delante de Jennifer.
—Cuantos días dure la tierra, sementera y siega, frío y calor, verano e
invierno, día y noche no cesarán.
Miró a la mujer, y habló sin emoción alguna.
—El Presidente es un buen hombre, ¿no le parece?
Jennifer era una joven corriente, pero la sonrisa iluminó su rostro.
—Sí —dijo ella—. Es cierto.

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Anexo n.º 1 al informe del Dr. William F. Stovin, profesor visitante (Climatología),
Universidad de Nuevo México, y del Dr. Y. M. Soldatov, Academia de Ciencias, URSS:
Introducción y previsión a corto plazo del desarrollo de la actual glaciación.

Asunto: Resumen interpretativo para jefes de gobierno.

Uno: El factor más sorprendente y, en principio, más difícil que debemos considerar en la
actual glaciación es la velocidad totalmente inesperada con que ha alcanzado
considerables y (para el futuro previsible) irreversibles proporciones. Los dos
autores del informe adjunto han estimado en el pasado, para diversas agencias
científicas y gubernamentales, que dicho desarrollo del clima debía producirse y
seguramente efectuaría un rápido progreso. Estos puntos de vista han obtenido el
apoyo de un número cada vez mayor de expertos en climatología de varios países.
Ninguno de los dos, sin embargo, pensábamos que pudieran producirse cambios
irreversibles en cuestión de semanas: las previsiones más «pesimistas» (por
ejemplo las de los autores del informe) postulaban dos o tres años como secuencia
razonable.

Dos: Consideramos, con la ventaja de la percepción retrospectiva, que la evidencia de un


posible cambio rápido y espectacular siempre había estado presente, aunque
enmascarada por el fraccionamiento de la investigación científica en campos
estrictamente definidos como la zoología, botánica, geología, meteorología,
etcétera, etcétera. Por ejemplo, creemos que las pruebas suministradas por la
zoología y la paleozoología no se han relacionado en grado suficiente con las
proporcionadas por la climatología más convencional: baste citar las notables
muertes en masa de mamuts en la costa norte de Siberia hace 40 000 años, y los
cambios en los actuales síndromes de comportamiento de animales tales como
lobos (véase el Informe Hilder en Anexo n.° 4), renos, armadillos, ciertas especies
de mariposas y aves migratorias, y en los movimientos de peces de aguas frías
como el bacalao y el arenque, y mamíferos marinos como las ballenas blanca y
azul.

Tres: Dado que es de suma importancia la valoración exacta del alcance y duración de la
nueva glaciación, recomendamos que se creen inmediatamente nuevos proyectos
internacionales de investigación en zonas importantes del mundo, y que el resto de
mamíferos, reptiles, peces e insectos del planeta se estudien urgentemente para
determinar su respuesta a la nueva situación, y hasta qué grado reciben avisos
instintivos de nuevos cambios de clima.

Cuatro: Es obvio, así mismo, que deberán observarse con suma atención las habilidades
de los habitantes de regiones limítrofes de zonas climáticas en las que sea
practicable la supervivencia de la comunidad: será importante que todas estas
comunidades cuenten con científicos investigadores y que la educación de los niños
se emprenda teniendo en cuenta este detalle.

Cinco: La actual glaciación aún no se ha desarrollado por completo. Nuestra conclusión es


que el actual invierno y el siguiente sentarán la base para un rápido regreso a una
aproximación del período de la glaciación würm (o Wisconsin) que se inició hace
80 000 años y finalizó hace 12 000. Durante este período, la capa de hielo cubrió
prácticamente todo Canadá y se extendió hasta el norte de los Estados Unidos,
Gran Bretaña septentrional y central, gran parte de Europa septentrional y la parte
norte y central de la Unión Soviética.

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Seis: Los cambios resultantes del desplazamiento hacia el sur de las bandas climáticas
(por ejemplo, es de esperar que el sur de Francia no tarde en tener un clima
aproximado al de recientes años en el norte de Gran Bretaña y partes de
Escandinavia) provocarán considerables variaciones en la relación lluvia-cultivos en
otras partes del mundo. Las sequías en el Sahel, por ejemplo, quedarán
compensadas —ello ya es evidente— con nuevas estaciones lluviosas en el norte.
Es posible que, después de un penoso período de ajuste, el continente africano
pueda conservar su equilibrio ecológico y de población.

Siete: No puede decirse lo mismo de América del Norte, Europa septentrional y parte norte
de la URSS, ni de India, Pakistán y una zona considerable del sudeste de Asia. La
enorme incógnita que representa la República Popular de China, que cuenta con
cerca de la cuarta parte de la población mundial, está constantemente en el
pensamiento de los autores. Por desgracia, debido a obvias razones políticas, ni la
URSS ni los Estados Unidos pueden componer una imagen coherente del impacto
del cambio climático en esta inmensa región. La reciente moderación de actitud no
ha permitido, hasta la fecha, ofrecer información completa sobre lo que se considera
un desastre nacional. La observación mediante satélites de la Unión Soviética
(fotografías n.° C-102-4-5-6-7, Anexo 8) revela, empero, que la parte norte de China
sufre condiciones comparativamente rigurosas, y que el fenómeno actualmente
conocido como Danzante ha ocurrido cerca de Palikun en Sinkiang y también
mucho más hacia el este en Wuchuan (Mongolia Interior).

Ocho: Es evidente que no compete a los autores de este informe intentar cuantificar el
alcance del cambio organizar (y consecuentemente político) que será necesario
para enfrentarse a la nueva situación climática. Pero los autores desean subrayar
que, si bien surgirán inevitablemente soluciones provocadas por el pánico (por
ejemplo, la destrucción nuclear del casquete del Polo Norte ya ha sido sugerida en
determinados lugares tanto por los Estados Unidos como por la URSS), estas
soluciones serían ciertamente desastrosas. Es posible que la humanidad pueda
responder a esta situación, con la ayuda de la ciencia para producir alimentos, sin
recurrir a la anarquía humana, y en el contexto actual de los sistemas de gobierno.
Lo que será preciso es una cooperación internacional sin precedentes.

Nueve: Hay una pregunta inevitable: puesto que el Nuevo Período Glacial se inició con
tanta rapidez, ¿no es posible que termine con idéntica celeridad? La respuesta, en
opinión de los autores, es NO. El resultado inmediato de una glaciación es un
aumento del albedo (poder de reflexión) superficial, de modo que ni siquiera la luz
solar más potente podrá calentar las nuevas zonas glaciales de la Tierra. La
previsión más optimista que puede hacerse es que esta nueva glaciación quizá
empiece a cambiar y se transforme en época interglacial dentro de tres mil años. No
obstante, si se examina el progreso de pasadas glaciaciones, esta conclusión puede
considerarse como muy optimista. Hay razones climáticas de peso para creer que la
Tierra es un planeta en una fase glacial. Numerosas regiones polares jamás han
dejado atrás las condiciones del último período glacial, que en otros lugares finalizó
(como ya se ha mencionado) hace 12 000 años, permitiendo la extensión y
desarrollo de la civilización humana. E incluso durante este período más cálido, por
supuesto, grandes zonas habitadas del planeta han vuelto todos los inviernos a
condiciones del período glacial. Todavía no comprendemos los factores
fundamentales, tal vez de alineamiento planetario, radiación solar o actividad
volcánica —o una combinación de los anteriores—, que de un modo ocasional
interrumpen el estado glacial «normal» de la Tierra para provocar períodos
interglaciales más cálidos. Pero por el momento no existen motivos para creer que

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el actual período glacial no seguirá las pautas de los anteriores. Sobre esta base,
puede esperarse que dure aproximadamente 40 000 años.

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—Se trata de un documento extraordinario al que hay que dar sanción oficial
sin la censura de rigor —dijo el director de la Comisión de Seguridad del
Estado—. Se refiere incluso a cambios en la estructura política. Soy
consciente de nuestro dilema, por supuesto. La situación se intensifica, y es
indudable que habrá que infringir ciertas reglas. Por eso ordené al coronel
Volkov que ofreciera todo tipo de facilidades a los norteamericanos, después
del incidente de los lobos. Pero aún así… dejo margen para posibles dudas,
camarada Presidente.
El presidente del Consejo de Ministros se recostó en su cómodo sillón.
Cómo me duele la espalda, pensó. Otra vez mis malditos riñones. Por favor,
por favor, no más operaciones. A través de la ventana del Kremlin observó la
nieve que seguía cayendo junto a los muros de la vieja fortaleza de Moscú.
—Lo sé, Andrei, lo sé —dijo finalmente—. Pero la situación lo exige. La
semana próxima debo asistir a esa conferencia del hemisferio norte. ¿Cómo
podría ir si no hubiéramos dado todo tipo de facilidades? A decir verdad,
¿para qué voy a ir a la conferencia si Soldatov y Stovin ya están allí, y tal vez
se demuestre que era innecesaria mi presencia? Al menos podemos obtener
frutos en forma de propaganda teniendo en cuenta que el joven Soldatov ha
desempeñado un gran papel en este informe, pero tengo la sensación de que la
propaganda valdrá muy poco en Santa Fe.
—En cuanto a Stovin y Soldatov, podríamos… bueno, demorarlos —dijo
el agente de seguridad.
El otro hombre sacudió la cabeza.
—No, Andrei. He decidido, y el Consejo está de acuerdo, publicar el
informe completo para el pueblo soviético, en Pravda, coincidiendo con la
conferencia. Será preciso un número especial, y será difícil distribuirlo en las
actuales condiciones, eso me han dicho. Pero se hará.
—¿El informe completo? —preguntó en voz baja el agente de seguridad.
—Completo. Hemos desarrollado un sistema político, Andrei. Tal vez no
sea un sistema perfecto —el otro hombre abrió la boca en un instante de
asombro—, pero que debería ser apropiado para hacer frente a la actual
situación. Somos la nación más afectada. O nuestro sistema funciona o no
funciona. Ahora debemos averiguarlo.

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—No siempre ha funcionado antes —dijo cautelosamente el agente de
seguridad— sobre la base de exponer todos los problemas a la totalidad de
habitantes de la Unión Soviética.
—Excepto, quizá, durante la Gran Guerra Patriótica —dijo el presidente
—. Entonces todos estábamos informados. Yo todavía era un niño, pero me
enteraba de todo.
Se agitó en su sillón, a modo de despedida.
—Gracias por venir, Andrei —dijo—. Y por tu consejo e interés.
El agente de seguridad se levantó.
—Yo mismo haré los preparativos para la partida del grupo de Stovin y
Soldatov —dijo—. Solo te pido que aceptes una condición. Creo que es mejor
que el grupo no salga del país vía Moscú. La ciudad está llena de tropas
porque, como ya sabes, ordenamos el regreso de más de la mitad de nuestros
efectivos comprometidos con el Pacto de Varsovia, ya que necesitamos mano
de obra. Por lo tanto ordenaré que crucen el Pacífico para llegar a Los
Ángeles. Creo que no hay motivo alguno para que la CIA reciba un obsequio
informativo de alguien como ese Bisby, que sin duda mantendrá abiertos los
ojos.
El presidente agitó una mano.
—Lo que tú quieras, Andrei. Dejo en tus manos los detalles…

—Bueno, ¿qué te ha parecido? —preguntó Stovin, levantando los ojos. Se


hallaban en la dacha de Soldatov, y Bisby acababa de cerrar las tapas azules
tras leer la última página de la fotocopia del Informe Stovin.
—Para ser sincero, Sto, los únicos trozos que casi he entendido son los del
Anexo para jefes de gobierno. Es muy interesante, sobre todo los puntos tres y
cuatro. Creo que te has equivocado en el punto cuatro.
—¿Sí? —dijo vivamente Stovin.
—En lo demás —dijo Bisby—, todo eso sobre el porqué y la causa…
bueno, no lo comprendo, y apuesto a que no lo entenderá mucha gente. Y de
todas formas, no importa.
—¿No? —dijo Stovin. Se esforzó en que no hubiera ironía en su voz, pero
no acabó de lograrlo, porque Bisby le miró incisivamente.
—Lo único que importa ahora —dijo el piloto— es lo que ha sucedido, no
por qué ha sucedido. ¿De qué hablas en el punto cuatro…? —Hojeó el
informe—. Sí «las habilidades de los habitantes de regiones limítrofes de

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zonas climáticas en las que sea practicable la supervivencia de la
comunidad». En esas zonas hay gente desde hace miles de años, Sto.
—Te refieres a los esquimales, claro. —Bisby rio amargamente—. Sí, a
los esquimales. Mi gente. Esos pobres tontos de remate. ¿Has oído alguna vez
cómo habla de los esquimales un Kallunaat, o sea, un blanco? «Son buena
gente», te dirá, «pero incompetentes, igual que niños, incapaces de
enfrentarse al mundo moderno. Seguramente no sienten el dolor como
nosotros. Necesitan cuidados, deben esforzarse en aprender nuestras
costumbres. Pero un esquimal nunca te servirá de mucho. El esquimal es un
individuo que estorba para llegar a la torre petrolera, la carretera, el
campamento maderero o lo que sea. Y tendrá que apartarse, ¿no? Porque el
mundo es así. Supervivencia de los mejor dotados. Y nosotros, los blancos,
los Kallunaat, somos los mejor dotados, ¿no es cierto? No, un esquimal nunca
te servirá de mucho. Pertenece a la Edad de Piedra.» Así habla un blanco de
un esquimal.
—Tú has servido para pilotar jets —dijo apaciblemente Stovin.
Bisby estaba de pie junto a la ventana, contemplando las onduladas
crestas de nieve que se extendían hasta el helado Mar del Obi. Se volvió
violentamente para mirar a Stovin.
—Pero yo no soy esquimal, ¿no es cierto? Ojalá que lo fuera. Soy mitad
Nuniungmiut, mitad Kallunaat. Yo no cuento. Oh, en la universidad de Nueva
York, y en Cornell, ser medio esquimal era algo así como una ventaja. Una
rareza, el tipo de rareza racial que daba tema de conversación a todos los
progres. Y eso hacía que las chicas me miraran. Ya sabes lo que pasa cuando
se es un cero a la izquierda. Toda clase de bromas. Ninguna de aquellas
chicas se habría casado con un esquimal auténtico. Mi padre lo pasó muy
mal. Cuando se casó con mi madre, solo había veinte blancos en la zona. La
mitad no volvió a dirigirle la palabra. Y la otra mitad… bueno, algunos
movían tristemente la cabeza. Y otros se reían con disimulo. No sentí tristeza
cuando me fui. Pero no quería ser piloto de jet. Habría preferido ser
sivooyachta, estar de pie con un arpón en la proa de una canoa esquimal.
—Me pregunto si… —dijo Stovin. Y agregó—: ¿Culpas a tu padre?
Bisby sacudió la cabeza. Durante un instante fulguró en su pensamiento la
imagen de la vieja caja de lata bajo su cama, y del manoseado libro de tapas
marrones.
—No —dijo—. Ojalá hubiera sido como mi madre, del Pueblo. Pero él
sabía cosas que muy pocos hombres sabían. Sabía que todo debía cambiar.
Eso fue lo que me enseñó. He estado aguardando desde entonces.

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—¿Por qué?
—Me dijeron que aguardara —contestó Bisby. Su voz era repentinamente
vaga, distante.
—¿Quién te lo dijo?
Bisby le miró unos instantes, pero no respondió la pregunta, sino que
formuló otra.
—¿Por qué me trajiste aquí, Sto? Tuvo que ser difícil.
Stovin dudó.
—La verdad es que no lo sé. Tuve un presentimiento al verte… en cierto
sentido, lo que has estado explicándome lo refuerza. Que conociste el Norte,
que te criaste allí. Me avergüenza decir que no he pensado mucho en eso
desde entonces.
Stovin señaló la larga mesa de caballetes llena de papeles y hojas de
ordenador donde él y Soldatov habían trabajado las dos últimas semanas.
—Hemos estado muy ocupados. Pero yo debí…
Bisby le interrumpió. Apenas parecía haber oído las últimas palabras de
Stovin.
—¿Un presentimiento? ¿Tuviste un presentimiento?
—Sí.
Bisby se metió las manos en los bolsillos y se volvió hacia la ventana. De
repente parecía estar confundido, ligeramente violento.
—¿Recuerdas Anchorage… aquella carretera que cruzaba la zona de
caravanas a lo largo del río Ninilchik? Una vez pasamos por allí, camino del
aeropuerto.
—Sí.
—Allí vivía un hombre llamado Julius…
Se produjo un repentino alboroto al otro lado del reducido recibidor de la
dacha. Un instante después se abrió la puerta y entraron Diane y Valentina,
seguidas por el sonriente Soldatov y, pocos momentos más tarde, por la alta
silueta de Volkov. El delegado del Ministerio de Asuntos Exteriores parecía
un gato después de un festín de leche.
—Todo está dispuesto —dijo Volkov—. Mañana emprendemos vuelo a
los Estados Unidos.
—Todos nosotros —dijo Valentina. Sus ojos brillaban, y la mujer se reía
presa de excitación.
Por eso Volkov está tan satisfecho de sí mismo, pensó Stovin. Él también
vendrá. Pese a todo, Stovin se alegró. El delegado del Ministerio de Asuntos
Exteriores había sido, inesperadamente, utilísimo. En algún lugar de la

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jerarquía soviética —y debía haber sido en las alturas— se había producido
un cambio de actitud. Quizá a causa de la inminencia de la conferencia del
hemisferio norte. Pero todo había cambiado. La información puesta a
disposición de Stovin y Soldatov, con la colaboración de Volkov, era de un
tipo que ningún científico occidental había podido examinar hasta entonces.
Una abundancia de datos: temperaturas superficiales de los mares de Kara,
Laptev, Siberia Oriental y Okhotsk; actividad volcánica, conos activos en la
Península de Kamchatka (la «Tierra del Fuego», como la denominaban los
rusos); albedo de superficies continentales, medido a intervalos regulares a lo
largo de la costa septentrional de Siberia y teniendo en cuenta vegetación y
capa de nieve; grosor y extensión de capas y banquisas de hielo en los últimos
diez años… Parte de esta información procedía de observaciones rutinarias
realizadas desde hacía mucho tiempo. Pero el resto de datos, por lo que sabía
Stovin, era consecuencia de la desesperada, urgente investigación científica
llevada a cabo en los últimos tres meses. La magnitud del esfuerzo científico
era asombrosa, y la cantidad de dinero invertida, meditó Stovin, debía ser
astronómica. Él y Soldatov habían recibido todo lo que habían pedido.
Volkov se había preocupado de ello. Y la totalidad de ordenadores de
Akademgorodok habían estado a su disposición. Solo en otra nación del
mundo podría haberse hecho tanto esfuerzo en tan poco tiempo, y esa nación,
Stovin lo sabía, era la suya: los Estados Unidos.
—Nunca he estado en Norteamérica —dijo Valentina—. Jamás he salido
de la Unión Soviética, excepto una vez que viajé a Praga. Ni aún ahora puedo
creer —miró disimuladamente a Volkov— que voy a ir allí. Y quizá a Nueva
York.
—Es normal que la esposa de un hombre como el doctor Soldatov
acompañe a su marido —dijo Volkov para quitar importancia al asunto—.
Pero me temo que voy a desilusionarte. No vas a ir a Nueva York… ¡Un
momento! —agregó al ver que el rostro de Valentina se contraía—. No me
interpretes mal. Irás a los Estados Unidos. Pero volaremos sobre el Pacífico,
en dirección a Los Ángeles. No a Nueva York.
—¿Por qué? —preguntó Bisby.
—En los últimos días hemos tenido más suerte aquí, en Novosibirsk, que
la gente de Moscú —dijo Volkov—. Allí han tenido un tiempo francamente
malo, mientras que aquí la nevada ha aflojado un poco.
—Solo será un respiro momentáneo, me temo —dijo Soldatov.
—Sin embargo —replicó Volkov—, el aeropuerto que tenemos aquí es
mejor que el de Sheremetyevo, en las afueras de Moscú. Allí hay dos pistas

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cerradas, y la semana pasada el aeropuerto estuvo completamente cerrado
durante dos días. Y en cualquier caso, el tráfico aéreo allí es muy denso, más
que lo normal. Estamos trasladando gran cantidad de equipo quitanieve.
—Comprendo —dijo Bisby—. Aunque no sabía que hubiera servicio
aéreo desde aquí hasta la costa del Pacífico… la costa del Pacífico
norteamericano, quiero decir.
—Un servicio insignificante —dijo Volkov, sonriendo tímidamente—.
Aeroflot ha puesto un jet comercial a nuestra disposición. El avión ya está
aquí, ha llegado hoy procedente de Alma Atá.
Bisby también estaba sonriendo. Qué curioso, pensó el observador Stovin,
que Bisby y Volkov, pese a estar enzarzados en un perpetuo toma y daca en
que ambos evaden las respuestas directas, parezcan entenderse mutuamente y
arreglárselas bien juntos.
—Está muy bien —dijo Bisby—. Está muy bien eso de tener unas líneas
aéreas estatales tan sumisas.
—Muy cierto —contestó Volkov—. ¿No deberían ensayar algo parecido
en los Estados Unidos?
Cenaron juntos, y después Stovin y Soldatov se acomodaron ante la gran
mesa de caballetes. Estaban preparando un nuevo anexo para el informe,
intentando determinar los efectos del cambio climático en el Cáucaso y las
regiones petrolíferas de Irán. Bisby y Volkov jugaron al ajedrez… aunque el
norteamericano sabía que él no tenía la categoría del ruso. Valentina y Diane
hicieron el equipaje, y cuando terminó la tercera partida de ajedrez, y en
cuanto Volkov, como siempre, explicó los errores que había cometido Bisby,
el ruso se levantó.
—Por favor —dijo a Stovin—, quédese aquí esta noche. Yo volveré a la
Escuela Número Dos en compañía del señor Bisby. Usted y el doctor
Soldatov aún tienen trabajo que hacer. Así dispondrán de una hora más…
Nuevas ráfagas de viento hacían temblar la casita, y la nevada se había
reanudado. Stovin solo expuso superficiales protestas cuando llegó el
vehículo del ejército un poco más tarde. Soldatov acompañó hasta la puerta a
Volkov y después volvió con Stovin. Ambos siguieron trabajando otra hora
antes de que el norteamericano bostezara.
—Mañana nos espera una larga jornada —dijo Soldatov—. Quizá
debiéramos terminar ahora. Podemos llevarnos parte de este material a Santa
Fe. ¿Habrá ordenadores disponibles en la universidad de Albuquerque?
—Naturalmente —dijo Stovin.

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Me resignaré a ver ese campus, pensó Stovin; la última vez no aprecié lo
bastante la luz del sol.
En un gesto repentino y casi tímido, Soldatov le dio un golpecito en el
brazo.
—Buenas noches —dijo.

En el teléfono de prioridad de la Escuela Número Dos, Volkov tardó veinte


minutos en obtener comunicación con el número cifrado del director de la
Comisión Estatal de Seguridad en Moscú. Volkov esperaba hablar con un
subordinado, y no pudo ocultar su sorpresa al oír que contestaba él mismo.
—Estoy pasando la noche en mi despacho —dijo el director de seguridad
—. Aquí en Moscú hacemos eso muy a menudo, en la actualidad. Viajar de
un lado a otro es muy difícil en estos momentos. Bien… ¿está preparado el
viaje?
—Sí —dijo Volkov—. Un Antonov de Aeroflot… en Alma Atá pusieron
reparos, claro está, pero finalmente cedieron.
—Ya veo —dijo el presidente—. Y en cuanto a Valentina Soldatova… ¿la
has informado?
—Ella está encantada —dijo Volkov.
—Jamás he conocido una mujer que no esté encantada de ir a América —
observó secamente el presidente.
—Me sorprendió un poco —dijo Volkov. Su tono era precavido, detalle
que el presidente observó no sin cierta diversión—. Sé que no es raro, en
circunstancias normales, que la esposa acompañe al esposo. Es un privilegio
razonable. Pero estas circunstancias, al fin y al cabo, no son normales.
—Precisamente —dijo el presidente—. Y tú mismo me diste la respuesta,
en tu informe. Describiste a Soldatov como un hombre excepcionalmente
feliz de estar casado.
—Sí —dijo Volkov—. Pero…
—Un hombre que adora a su esposa se preocupará si tiene que dejarla sola
en Novosibirsk en unas circunstancias que, como tú dices, no son normales. Y
si el doctor Soldatov se preocupa, no hará un buen trabajo. Es importante, en
provecho de todos, que él haga un buen trabajo. Por eso le acompaña
Valentina Soldatova.
—Entiendo —dijo Volkov.
—Deberías alegrarte, coronel Volkov, de que ella haga ese viaje. Eso te
da oportunidad de tomar un poco el sol.

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—¿Cómo?
—Si Valentina Soldatova no saliera de viaje —dijo el presidente—,
entonces tú tampoco te irías. Confío en que no pierdas de vista a esa mujer. A
ella y a su esposo. Buenas noches.

Diane Hilder estaba leyendo en la estrecha cama de su reducida habitación de


la dacha, escuchando el suave gemido de la ventisca en el hielo del Mar del
Obi, contenta de volver al hogar. Nadie se refería ya al suceso del bosque,
cuando los lobos mataron a los soldados, pero el recuerdo aún la
obsesionaba… aunque ella había descubierto para su sorpresa que, por más
terrible que fuera, ese horror no tenía punto de comparación con su anterior
experiencia al encontrar aquella mano en el estómago del lobo. El trabajo que
había hecho allí con los lobos era valioso e importante, facilitado por el
material del Instituto Zoológico. Stovin había dicho que su trabajo constituía
un anexo vital del informe, «es posible que, a la larga, sea la parte más
importante del informe», había opinado Stovin. El Stovin típico. Un hombre
que amaba la paradoja. Pero ella, después de esto, jamás podría volver a
trabajar con lobos. Buscaría otra cosa, cuando volviera a los Estados Unidos,
pero nada de lobos… Al parecer, ella no era lo bastante fuerte para ser una
científica realmente buena. A diferencia de Stovin, a quien nada parecía
afectarle, ni atravesar la barrera de su intelecto. Es indudable que yo no le
importo, ni real, ni metafóricamente, pensó Diane. Cuando me pidió que
viniera aquí imaginé… bueno, ¿qué imaginé? Que, tal vez… ¡Dios mío, me
siento sola, cómo me gustaría que Stovin estuviera conmigo ahora mismo…!
Aquí, a mi lado. Diane sonrió de pronto. Aquí, encima de mí, supongo.
En un repentino impulso, Diane saltó de la cama y acercó la lámpara de
carburo —la única luz disponible a partir de las nueve de la noche, cuando se
racionaba la electricidad— a la mesita con el espejo que hacía las veces de
tocador. Diane cogió un cepillo y atacó vigorosamente su corto y brillante
cabello hasta que brotaron fulgores dorados bajo la intensa luz blanca. Luego,
a modo de experimento, se aplicó detrás de las orejas un toque del perfume,
libre de impuestos, que había comprado en el avión durante el vuelo a Moscú.
No está mal, pensó, mientras se contemplaba críticamente en el espejo.
Claramente sexy. Si yo fuera un hombre, creo que me gustarías, Hilder. Se
apartó el cabello de la cara. Sí, así está mejor.
Oyó un crujido en las escaleras. Stovin subía a acostarse… claro, iba a
ocupar la antigua habitación de Volkov. Diana permaneció sentada, indecisa,

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pensando que a la mañana siguiente iba a regresar… que nunca estarían
juntos de nuevo, exactamente como estaban ahora. Se cepilló el pelo una vez
más. Su cuerpo entero estaba temblando. De repente se levantó del tocador y
abrió la puerta. La habitación ocupada por los Soldatov, en un extremo del
pasillo, estaba a oscuras, pero había una línea de luz bajo la puerta de Stovin,
la más próxima. Sin hacer ruido, Diane abrió la puerta.
Stovin estaba sentado en la cama, con un libro apoyado en las mantas. El
científico levantó los ojos, sorprendido, mientras ella entraba en la habitación
y cerraba la puerta cuidadosamente. A Diane le resultó difícil hablar.
—¿Qué lees? —preguntó, de un modo absurdo.
—A Herman Flohn —dijo él. Su rostro se hallaba en la sombra que
proyectaba la lámpara, y era imposible verle los ojos—. ¿Estás…? —empezó
a decir Stovin, pero ella se llevó un dedo a los labios, indicando así la
necesidad de guardar silencio. Stovin siguió mirándola, sin decir nada.
—Tengo un frío espantoso —dijo Diane.
Stovin dejó el libro, y estiró la mano.
—Veamos… sí, estás helada.
Stovin miró a la mujer, de pie junto a él. Diane notó un suave latido en el
extremo de la ceja izquierda de Stovin.
—Caramba, hueles muy bien —dijo él.
—¿Sí?
—Siéntate aquí… así estarás mejor.
Stovin levantó la mano y acarició suavemente el cabello de Diane.
Después la besó, con tanta naturalidad que era difícil creer que fuera solo la
segunda vez que besaba aquellos labios. Diane tuvo una reacción extraña,
respondió y quiso apartarse al mismo tiempo. Al echar a un lado las mantas,
Stovin estaba curiosamente falto de aliento.
—Si tienes frío —dijo—, será mejor que te metas dentro.
Diane se apretó a él. Stovin pasó las manos por el cuerpo de Diane y esta
puso sus brazos alrededor del cuello de él, acariciando la espesa melena
canosa y besándole apasionadamente.
—¿Se te va pasando el frío? —dijo Stovin en cuanto recuperó el aliento
—. ¿Estás contenta de haberte metido en mi cama?
—Stovin —dijo ella—. Pensaba que nunca me lo pedirías.
Fue el tipo de acto amoroso que ella esperaba, algo así como una
camaradería sexual que Diane no había descubierto hasta entonces. No era
una mujer de gran experiencia sexual. Solo había dos ocasiones anteriores,
con pocos meses de diferencia entre ambas, y con dos hombres distintos,

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hacía más de dos años. Experiencias que no habían pasado de
experimentales… excitantes hasta cierto punto. Pero Diane no se había
sentido especialmente feliz después de aquellas experiencias. Stovin era
mejor… mucho, mucho mejor. Tierno y considerado, aunque fuerte e
inesperadamente dominante. Diane permaneció al lado de Stovin, más
satisfecha que nunca en su vida.
—¿Por qué has tardado tanto? —dijo Diane, acariciando distraídamente el
hombro desnudo de Stovin.
—¿Qué significa eso de «tanto»? Yo creo que ha sido muy corto.
Diane se apoyó en un codo para incorporarse y miró a Stovin.
—No me refiero a eso, y tú lo sabes. Lo que quiero preguntarte es… ¿por
qué no lo habías intentado antes?
Stovin se agitó, ligeramente incómodo.
—Soy muy reservado, Diane. Nunca he entendido a la gente. Me va mejor
con las ideas. Creo que no quería verme comprometido.
—¿Te sientes comprometido ahora, Stovin? Yo opino que estoy
comprometida.
Él la miró fijamente, con una mano sobre su cuerpo.
—Tengo más años que tú, Diane. Seré un viejo antes de que tú seas una
mujer de edad madura. Habrá problemas, y en cualquier caso, tal como están
las cosas en el mundo, es imposible siquiera suponer cómo será el futuro.
Diane se rio de él.
—Yo no soy una jovencita. Tengo casi treinta años.
—Vaya, vaya —dijo él, sonriendo de repente—. No me explico cómo
puedes resistir la carga de los años.
Él se situó sobre ella otra vez.
—Parece que no va a ser la única carga que tendré que resistir —dijo, con
la boca apretada al hombro de Stovin—. ¿Te has dado cuenta de que esta
cama cruje, Stovin?
—No es problema —dijo él—. Lo mismo pasa con la cama de los
Soldatov. Son un matrimonio estable… ya deben estar felizmente dormidos.
—¿Eso es lo que les sucede a los matrimonios estables? —preguntó
Diane, enlazando las manos por detrás del cuello de Stovin.
—Cuando son afortunados.

A un kilómetro de distancia, en un sombrío rincón del aula en la Escuela


Número Dos, Bisby se agachó junto a la litera y sacó la lata de galletas.

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Examinó el contenido con gran cuidado… el reluciente amuleto blanco en
forma de calavera, un libro de manchadas tapas marrones, una vieja fotografía
de un hombre, de pie junto a una casa de madera… Fue poniéndolo todo en la
silla, al lado de la cama. Había otras cosas… un usado raspador de pedernal
similar a los que se conservan en las salas de los museos dedicadas a la Edad
de Piedra, un puñado de uñas y, como detalle incongruente, un interruptor
rojo con la palabra, en letras blancas, «EYECCIÓN». Finalmente encontró lo
que buscaba, en el fondo de la caja. Lo sacó delicadamente. Era el pellejo de
un águila pescadora joven con las plumas, blancas negras y grises,
ligeramente erizadas, brillantes a la luz de la linterna. Bisby puso una mano
encima de la piel y habló en voz alta, cinco o seis palabras pronunciadas con
tanta rapidez que nadie que estuviera escuchando habría sido capaz de
diferenciarlas. Estuvo mirando fijamente la sombría aula durante un minuto, y
luego, poco a poco, volvió a poner los objetos en la caja.
—Mañana voy a volar —dijo—. ¿No hay ninguna señal?
Aguardó cinco minutos antes de desnudarse y meterse en la litera. En la
cama de enfrente, el dormido Volkov se revolvió y extendió un brazo. Eso no
es una señal, pensó Bisby. ¿Por qué nunca hay una señal?

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Cuartel General Regional: Servicio Estatal de Seguridad de la URSS,
Región Autónoma de los Chukchi (provincia de Magadan)
Zona de Anadir: Resumen Semanal del Servicio de Información.

Se han producido hechos alarmantes en los últimos cinco días:

Uno: Un considerable traslado ilegal de población ha tenido lugar en el sector noreste de la


Región Autónoma. En este traslado han participado numerosas personas del grupo
chukchi, aunque también han tomado parte notables cantidades de lamutos, yakutos
y grupos familiares esquimales. La cifra total de participantes hasta el momento
supera los 3000 individuos.

Dos: El traslado ilegal, facilitado por cerca de 200 vehículos, así como trineos de renos y
perros, ha seguido dirección noreste. Se trata de un hecho sorprendente, pues
aunque las condiciones climáticas en la zona son anormalmente severas incluso
para esta época del año, las condiciones del terreno hacia donde están avanzando
los implicados son notablemente peores.

Tres: La ciudad de Anadir está sufriendo una evacuación parcial, sin autorización de la
administración de la Región Autónoma y sin siquiera el consentimiento del Soviet de
Distrito.

Cuatro: El traslado ilegal es aparentemente espontáneo y carece de dirección política


reconocible.

Cinco: Los esfuerzos de las unidades del ejército estacionadas en la Estación de Alarma de
Ugoinaya (dos compañías de infantería formadas en su mayor parte por nativos
chukchi) para obstaculizar el traslado ilegal de población no han dado fruto. Un
punto de control provisional establecido al norte de Anadir fue eludido por el gentío.
No hubo disparos. Un número indeterminado de soldados de origen étnico chukchi,
entre ellos un oficial, parece haberse unido a este traslado hacia el este.

Seis: En las actuales condiciones climáticas, será imposible reforzar esta zona con tropas
formadas por otros grupos étnicos. El aeropuerto del oeste de la ciudad lleva
cerrado tres días, y en este momento incluso el aterrizaje de helicópteros es
impracticable. Sería posible trasladar tropas de Khabarovsk a Magadan por la
carretera K, y mantenerlas en Magadan hasta que el tiempo mejore.

Siete: También a causa de las condiciones meteorológicas, la vigilancia aérea del traslado
ilegal en sus primeras fases ha sido muy difícil. Los tres helicópteros del ejército
estacionados en Anadir realizaron nueve misiones durante los primeros dos días. Se
perdió un helicóptero con su tripulación. Las fotografías aéreas tomadas entonces
muestran que los participantes en el ilegal traslado de población se hallaban
dispersos en una zona de ochenta kilómetros, siempre en dirección noreste. Al
parecer se han producido víctimas, casi con toda certeza debido a las graves
condiciones climáticas. Se contó un total de diecisiete cadáveres en la carretera de
la costa, cerca de Geikal, ochenta kilómetros al noroeste de Anadir.

Ocho: De momento es imposible efectuar nuevas misiones fotográficas. Es importante


conservar los dos helicópteros restantes para el traslado o evacuación de personal
clave.

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Volkov estaba sentado en el frío despacho provisional que habían puesto a su


disposición en la sede del Soviet de Distrito de Anadir, y estaba preocupado.
A través de las puertas de cristal veía hablar al personal que aún no se había
ido. De vez en cuando sonaba un teléfono; a veces lo cogían, a veces no.
Había un ambiente de confusión general: en los pasillos, hombres y mujeres
iban de un lado a otro, hablando en voz alta, protestando, lisonjeando para
conseguir algo. Prácticamente no se está haciendo ningún esfuerzo
organizativo, pensó rabiosamente Volkov. Aquello parecía más una ciudad a
la espera de ser ocupada por tropas enemigas que la capital de una región
autónoma… aunque se trataba de una región autónoma con solo 80 000
habitantes repartidos en la vasta península, la misma punta noreste de Siberia,
frente a Alaska. Volkov levantó una vez más el auricular, y probó Moscú,
Magadan y Khabarovsk, en ese orden. No hubo ningún sonido de llamada.
Observó un instante el número escrito en el cuaderno delante de él, y de
nuevo intentó comunicarse con el aeropuerto de las afueras de la población.
Esta vez hubo zumbido de llamada y, al cabo de tres minutos, respuesta. Era
una voz ruda, falta de profesionalidad… No se trataba de uno de los
telefonistas normales, comprendió Volkov.
—¿Sí?
—Aquí el coronel Volkov… Seguridad Estatal… desde Anadir.
Normalmente no habría dicho esto por teléfono, aunque sin duda alguna
su cargo en la KGB era tema de rumores muy difundidos. Pero había que
hacer algo para que la gente moviera las posaderas.
—¿Sí? —dijo la voz.
—¿Aún no hay alguna pista abierta?
Risas.
—¿De qué estás hablando? ¿Alguna pista? Aquí solo hay una pista. Y no
está abierta.
—¿Y bien?
Escuchó un profundo suspiro al otro lado de la línea.
—En este aeropuerto debe haber seis personas ahora. La pista está
cubierta por dos metros de nieve, desde ayer por la noche. Todas las tropas de
Khabarovsk necesitarían una semana para despejar la pista y mantenerla
durante una hora. Y continúa nevando.

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—¿Está ahí mi avión?
—¿Qué avión es ese?
Debo ser paciente, pensó Volkov. No debo perder la paciencia.
—Un Antonov de Aeroflot —dijo firmemente—. Llegamos hace
dieciocho horas, en plena tormenta. Era una emergencia, y necesitábamos
combustible.
—Aquí hay estado de emergencia desde hace diez días —dijo la voz, de
mal talante—. Sí… hay un Antonov en la zona de aparcamiento, aquí
enfrente. Normalmente no vemos muchos como ese, así que debe ser el suyo,
camarada coronel. Le diré una cosa: da lo mismo que el avión esté aquí o en
Khabarovsk. Para lo que va a servirle… Estará cubierto de hielo como un
reno congelado, y además no hay pista. Y la torre de radar no sirve para nada.
—¿Por qué?
—Los cables eléctricos han caído… es imposible llegar hasta ellos ahora.
Y no hay personal, desde esta mañana.
—¿Por qué?
—El jefe del radar era un tal Kotegrine. Un chukchi, como casi todo el
mundo en este agujero. Recogió sus cosas y se marchó ayer, y los demás se
fueron con él.
—¿Adónde? —dijo Volkov. Estaba asombrado. Si pudiera informar a
Moscú…
—Oh, no sé —dijo vagamente el otro—. Hacia el este…
—¿Tú no eres chukchi?
Más risas.
—¿Yo? No. Soy de Leningrado. Apuesto a que allí deben estar pasándolo
mal. Pero ojalá yo estuviera allí.
—¿Seguirá en su puesto?
—Sí… Por lo menos hoy. Pero no tengo ni idea de para qué.

—Míralos —dijo Diane—. Nunca había visto algo parecido. ¿Adónde diablos
van todos?
En el rojizo crepúsculo del mediodía invernal, entre la fachada cubierta de
nieve de la Casa Editorial del Distrito de Anadir y las ventanas del hotel, fluía
un constante éxodo de seres humanos. Algunos iban en vehículos cuyas luces
destellaban en la penumbra: coches, camionetas, camiones y algún vehículo
con orugas que recordaba un automotor para viajar sobre nieve, aunque en
miniatura. Muchos iban a pie, y también había multitud de perros y renos que

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tiraban de trineos cargados de cajas, enseres y niños. En el interior del hotel,
el vestíbulo se hallaba atestado de gente que gritaba, hablaba y gesticulaba.
De vez en cuando, una familia se reunía allí, se abrazaban y salían a la calle
para unirse al éxodo. En el hotel ya no había alimentos disponibles. Hacía una
hora, Soldatov y Valentina habían bajado a las vacías cocinas y habían
encontrado una hogaza y una abandonada lata de mermelada de ciruela
búlgara. Con esto, todos sentados en el comedor desierto, habían comido
mientras aguardaban a Volkov.
—Casi todos son chukchi —dijo Bisby—. Hay algunos esquimales entre
ellos.
Diane observó un grupo de hombres: robustos, de magnífica constitución,
vestidos con anoraks y gorras de piel, o a veces sin nada en la cabeza, con el
cabello, corto y negroazulado, caído sobre la frente. Dos mujeres los
acompañaban. Una volvió la cabeza hacia el hotel. Su rostro, ancho y plano,
llevaba una fina tracería de líneas negras en la frente, nariz y barbilla. Bisby,
al fijarse en Diane, reparó en la sorpresa de la mujer.
—Tatuaje —dijo—. Todavía se tatúan, algunos. Hay esquimales que
hacen lo mismo. Aunque los dibujos son distintos.
—¿Por eso se sabe que son chukchi y no esquimales? —preguntó Diane
—. Todos son muy parecidos.
—Oh, hace falta ser esquimal para saberlo. Y de todas formas —añadió
Bisby, sonriendo—, yo soy un antropólogo frustrado. Por eso conozco
algunas cosas de los chukchi. Son una mezcla de… de mongol e indio, tal
vez. Pero no son esquimales… por lo menos no son esquimales modernos.
Seguramente ellos y los esquimales surgieron de la misma raza, hace mucho,
mucho tiempo. Hay ciertos parecidos… técnicas de caza, incluso el idioma.
Por ejemplo, los chukchi tienen la palabra aliuit. Significa «isleño», y es muy
parecida al término esquimal equivalente. Es probable que de ahí surgiera el
nombre de las Islas Aleutianas. Tienen aspectos similares. Pero si se es
esquimal, se advierte la diferencia.
—Seguramente ya no deben cazar como en otros tiempos —dijo Diane,
cambiando de tema.
—Algunos lo hacen —contestó Bisby—. Hay muchas focas y morsas, en
el Estrecho de Bering, a lo largo de la costa de la circunscripción coriaca y al
otro lado de la península. Y ballenas, muchas ballenas.
—Disponemos de colectividades costeras para eso —dijo Soldatov,
interviniendo en la conversación—. Y naturalmente, para el cuidado de los
renos.

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Bisby se echó a reír, de un modo abiertamente burlón.
—Muéstreme un chukchi o un esquimal que crea en colectividades
costeras con bases políticas, y yo le demostraré que no cree en ellas, que está
fingiendo —dijo—. Los esquimales y los chukchi ya tenían colectividades
diez mil años antes de Lenin.
—Las cosas han cambiado —dijo Soldatov—. Los chukchi forman parte
de la URSS. Han entrado en el mundo moderno, y quizá mejor que los
esquimales en los Estados Unidos. Tenemos chukchi que son médicos y
maestros. Un chukchi fue director del Instituto de Metales No Ferrosos de
Magadan. Hay un chukchi en la Academia de Ciencias, un experto en
lingüística, un hombre muy culto. Han salido de la Edad de Piedra. Forman
parte de nuestra sociedad.
Bisby giró en redondo y señaló la ventana.
—Entonces, ¿adónde van esos? —dijo. Soldatov le miró, pero no dijo
nada—. Estamos muy lejos de Moscú. Casi tan lejos como puede estarse sin
salir de la Unión Soviética. Solo estamos a seiscientos kilómetros de Alaska y
los Estados Unidos. Yo no contaría con sentimientos de solidaridad chukchi
con el resto de ustedes. Ustedes convirtieron en autónoma esta región, y ellos
parecen habérselo tomado al pie de la letra. Se van. Por su cuenta.
—En este caso, se van para morir —dijo Soldatov. Por primera vez, el
ruso parecía enojado.
—Es una posibilidad —dijo Bisby—. Muchos chukchi saben más de ese
mundo particular que el resto de nosotros, incluyéndome yo. Veremos qué
pasa. Y adónde van.
—Es más oportuno preguntar adónde vamos a ir nosotros —dijo Stovin.
Stovin había observado el desasosiego de Valentina al ver que su esposo,
normalmente moderado, discutía con Bisby, y pensó que debía intervenir.
Volvió la cabeza. Volkov se acercaba a ellos por el desierto comedor. El ruso
parecía molesto, aunque decidido.
—Lamento haberles hecho esperar tanto tiempo —dijo—. Pero he estado
haciendo arreglos. Vamos a irnos.
—¿Quiere decir que ya han abierto la pista? —preguntó Bisby, con
genuina sorpresa—. Pensaba que había tantas posibilidades de que despegara
el Antonov como de saltar desde aquí hasta Seattle. Ahora puedo ser franco:
cuando llegamos ayer, pensé que estábamos perdidos. El piloto apenas podía
ver algo… y el radar no iba muy bien cuando nos aproximábamos.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó vivamente Volkov.

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—Yo estaba sentado delante, y la puerta de la cabina se abría
continuamente. No había mucha conversación aire-tierra, y deduje que el
piloto debía estar ensuciándose los calzoncillos. Naturalmente aquí no hay
mucho tráfico aéreo, ni de entrada ni de salida, pero ese piloto hizo un buen
trabajo.
—Sí, tuvimos suerte —dijo Volkov después de una pausa—. Tuvimos
suerte de que hubiera aeropuerto en Anadir, y de que no tuviéramos que
continuar hasta Anchorage… Teníamos autorización para llegar a Anchorage,
pero al parecer ese aeropuerto está definitivamente cerrado al tráfico.
—¿Y ahora qué? —dijo Bisby.
Volkov se encogió de hombros.
—Tenemos problemas. Seré sincero: no sé qué está pasando. Esta gente…
su comportamiento es imprevisible.
Bisby sonrió, pero Volkov fingió no darse cuenta.
—Por lo tanto —continuó el ruso—, el problema es el mismo. Debemos
llegar a Seattle… Desde allí será más fácil volar hasta Los Ángeles. El
aeropuerto de Anadir no funcionará durante varios días… de hecho, no
funcionará en el futuro previsible. Hay dificultades de comunicación con
Moscú a través de la red telefónica normal, debido al tiempo. En un puesto
militar será más fácil… tendrán su propia red de comunicación por radio. En
consecuencia, iremos a Uelen. Está al noreste de Egvekinot, y cuenta con una
pequeña estación meteorológica de las Fuerzas Aéreas. Volveremos en avión
a Khabarovsk, y desde allí volaremos a Seattle. Los permisos de vuelo pueden
obtenerse en Khabarovsk. Es la mejor solución.
—¿A qué distancia se halla ese lugar…? —preguntó Stovin.
—¿Uelen? Por carretera, a más de quinientos kilómetros.
Bisby silbó.
—No se asusten —dijo Volkov, sonriente—. Dispongo de un vehículo.
No es cómodo, pero funciona. Y tendremos escolta. Miren…
Volkov señaló la calle. Un soldado soviético se encontraba de pie junto a
un camión Tatra de color gris cuyas brillantes luces relucían entre las
sombras.
—¿Un camión, con el tiempo que hace, para una distancia tan grande, en
medio de lo que parece la fiebre del oro en California? —dijo Bisby.
—Es la mejor solución. No podemos quedarnos aquí. Creo que esta
ciudad estará desierta dentro de dos días, si exceptuamos a los escasos
mineros que vengan de fuera. Francamente, debemos irnos mientras podemos
hacerlo.

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—La nevada ha cesado… al menos de momento —dijo Stovin—. ¿En qué
condiciones está la ruta?
—El viaje será lento, por supuesto… bien, basta con asomarse a la
ventana. Pero más adelante hay quitanieves, eso me han asegurado. Casi todo
lo que se mueve está en la carretera.
Valentina había cogido del brazo a su marido. Soldatov le dijo algo para
calmarla, aunque detrás de sus gafas sus ojos estaban alerta, preocupados.
Soldatov se dirigió directamente a Volkov.
—¿Qué está sucediendo ahí afuera? ¿Adónde va esa gente?
—No lo sé —dijo Volkov—. Me pregunto si ellos lo sabrán, doctor
Soldatov. Con esa gente, nunca sabe uno a qué atenerse. Me fijé en algunos
mientras se acercaban. Llevaban un cuervo en una jaula. Y junto a la jaula
había un hombre que tocaba el tambor. Un tambor de piel de foca. Increíble,
en pleno siglo veinte.
Bisby levantó la cabeza con brusquedad. Su voz reflejó cierto
nerviosismo, notó el observador Stovin.
—¿Llevaban un cuervo y un tambor, dice? Me gustaría saber cuántos
cuervos y tambores hay entre esa gente.
Señaló la ventana, donde el crepúsculo inmediato al mediodía iba
progresando. La voz de Bisby era distante, reflejaba ensimismamiento.
—Usted no lo entiende, Volkov. Y los demás tampoco pueden entenderlo.
El cuervo es importante para los chukchi y para los esquimales. Verán,
Cuervo los guio hace mucho tiempo. Era un hombre que tenía pico de cuervo.
Buscó una tierra donde pudiera vivir el Pueblo… gracias a él, los humanos
pueden vivir en el mundo. Él los guio.
De repente, su voz era la de un hombre apocado, turbado.
—Al menos eso es lo que piensan… lo que pensaban los chukchi y los
esquimales. Pero supongo que algunos continúan pensando así. Estas cosas
perduran.
Hubo una pausa, y luego intervino Stovin.
—Sí —dijo—. Comprendo. ¿Y el tambor?
Bisby había recobrado la compostura.
—Oh, todos vamos detrás de alguien que toca el tambor —dijo
tranquilamente—. Incluso tú, Sto. Pero algunos hombres escuchan un tambor
distinto, y marchan a un son distinto.
Nadie habló durante unos instantes. Finalmente Volkov consultó su reloj.
—Es muy tarde. Partiremos en cuanto haya un mínimo de claridad.
Debemos acostumbrarnos a la carretera. Mientras tanto, trataré de encontrar a

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los tripulantes del avión que nos trajo aquí ayer. Será mejor que ellos nos
acompañen, opino… más tarde podemos necesitar tripulantes, y quizá sea
difícil encontrarlos. Ayer por la noche vinieron al hotel, pero ahora no están
en sus habitaciones. Es posible que hayan ido a las cercanías del aeropuerto.
—Es posible —dijo Bisby—. Pero creo que no los encontrará.

—Estamos en una situación muy difícil en el norte, señor Presidente —dijo


Brookman.
Al otro lado de la alargada mesa, cubierta con un tapete de color verde
oscuro en el que había varios cuadernos de notas, carpetas y botellas de agua,
el carilargo Secretario del Interior, un industrialista de Illinois, asintió
enérgicamente. Estaba sentado al lado del Presidente. Alrededor, en calidad
de miembros del Comité de Emergencia Nacional de reciente formación, se
hallaban algunos personajes clave de la crisis: los secretarios de Defensa,
Agricultura y Hacienda; el general que estaba al mando del centro de
comunicaciones del ejército en Fort Huachuca, Arizona; el mismo Brookman
y el oficial al mando del Servicio de Movilización Civil de Defensa. Hasta esa
mañana nunca habían estado reunidos. Al otro lado del presidente había un
hombre que nadie había visto antes, que nadie había soñado que pudiera estar
presente en una reunión para tratar la seguridad nacional de los Estados
Unidos. Era un hombre menudo, de ojos brillantes, un canadiense de
ascendencia francesa, recién llegado de Ottawa tras dos horas de viaje. Con el
cargo oficial de Ministro Sin Cartera, era emisario personal del Premier
canadiense.
—Una situación muy difícil —repitió Brookman, y el Presidente le miró
unos instantes, sin replicar, y a continuación se dirigió al canadiense.
—Ustedes deben estar igual —dijo.
—Las cosas van muy mal —dijo el canadiense. Su voz tenía acento
francés, débil aunque inconfundible—. Los territorios del noroeste, el del
Yukón… naturalmente fueron evacuados mientras ustedes hacían lo propio
con Anchorage y el norte de Alaska. Fue difícil, pero no demasiado, un total
aproximado de 65 000 personas. Estamos usando la Columbia británica como
zona de recepción, como usted ya debe saber, señor Presidente.
El Presidente asintió.
—El tiempo es muy malo allí —dijo el canadiense—. Mucha lluvia,
algunas nevadas… Pero es mucho peor en las zonas más septentrionales.

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»El cambio de tiempo se inicia invariablemente por el norte y el oeste,
empezando por Alberta y Saskatchewan. No es un detalle anormal… Sin
embargo, algo va mal. Algo difícil de explicar. No hay indicios del chinook.
Imagino, señor Presidente… caballeros… que solo el doctor Brookman y el
señor secretario —señaló con la cabeza al Secretario de Agricultura— sabrán
algo del chinook. Pues bien, caballeros, el chinook es el factor que posibilita
el cultivo de trigo en Alberta y Saskatchewan, y en los mismos Estados
Unidos.
—Nosotros tenemos el mismo problema —dijo el Secretario, en voz tan
baja que el canadiense no le oyó.
—El chinook —dijo el ministro de Canadá— es un viento de invierno y
primavera. Normalmente sopla en los bordes de cualquier depresión que se
traslade hacia el este, como las que tenemos ahora mismo. Es un viento muy
útil, relativamente cálido y seco, y puede elevar la temperatura atmosférica
hasta quince grados en un cuarto de hora. Posibilita el pasto y el cultivo de
cereales a lo largo de la espina dorsal de este continente, desde nuestro Río
Mackenzie hasta su Río Colorado.
—¿Y? —dijo el Presidente.
—El chinook ha dejado de soplar —contestó el canadiense—. Algunas
temperaturas medidas en Saskatchewan son increíblemente bajas… y es
imposible suavizarlas. Ayer, en Ottawa, llegamos a una decisión que se
anunciará mañana. Vamos a evacuar Winnipeg, señor Presidente. Setecientas
cincuenta mil personas. Pero en la última semana se han producido cerca de
seiscientos fallecimientos en la ciudad, en su mayoría gente cuya calefacción
se había averiado, ancianos y enfermos. Y el primer ministro está informado
de que la situación irá empeorando paulatinamente. Por eso vamos a evacuar
Winnipeg. Que Dios nos ayude a todos.
—Tengo noticias para usted, señor ministro —dijo excitadamente el
Secretario de Defensa—. Usted habla de Winnipeg. Yo voy a hablarle de
Chicago. Vamos a…
El Presidente alzó la mano, y el Secretario de Defensa se calmó.
—¿Cómo van las cosas en esa zona de la frontera entre Canadá y mi país,
al sur de Winnipeg?
El canadiense se mordió el labio.
—Me temo que mucha gente está cruzando la frontera, señor Presidente.
Es un instinto humano, supongo… ir al sur, aunque sea hacia unas
condiciones probablemente idénticas. La gente va viendo arrollados sus
hogares, sus ciudades… No les preocupará ninguna frontera.

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—No obstante, no podemos dar abasto con decenas de miles de
refugiados canadienses —dijo el Secretario de Defensa—. Tenemos un
problema muy parecido en el norte… prácticamente estamos sacando de
Fargo, en Dakota del Norte, a todos los ancianos, mujeres y niños. Y ahora
está Chicago….
—¿Sí? —dijo el canadiense. Parecía repentinamente cansado, derrotado.
—Vamos a evacuar Chicago, barrio por barrio. Cerca de tres millones de
personas, señor ministro. La segunda ciudad en importancia de los Estados
Unidos. Será precisa mucha disciplina, y hará falta todo tipo de transporte,
desde helicópteros hasta carros. Y lo más importante, habrá que despejar las
carreteras. Solo podemos mantener despejado, en estos momentos, un
limitado número de carreteras. No podemos aceptar tantos canadienses. —
Volvió la cabeza hacia el Presidente—. He trasladado nuevas unidades de la
Guardia Nacional a ese sector de la frontera, señor Presidente. Esta mañana.
Tienen orden de rechazar a cualquier persona que no sea ciudadano de los
Estados Unidos.
—Pero y si… —dijo el canadiense. Vio el semblante del Presidente y se
interrumpió a tiempo.
La voz del Presidente fue tan suave que Brookman, que ahora lo conocía
mejor que cualquiera de los presentes, alzó la cabeza y sintió un escalofrío de
miedo en su espina dorsal.
—¿Qué dice que ha hecho, Henry?
—Dar órdenes para que rechacen a los canadienses —dijo el secretario.
—Esa frontera no ha necesitado soldados desde hace mucho tiempo —
dijo el Presidente—. Y no los necesita ahora. Quítelos de allí, Henry. O
manténgalos allí… para ayudar, no para estorbar. Haga lo que le digo.
—Pero no podemos ser sentimentales —replicó el Secretario, desesperado
—. Vamos a poner en peligro a nuestros compatriotas, si las carreteras se
atascan más de lo que ya están.
—Debemos ser sentimentales —dijo el Presidente—. Porque en caso
contrario, podríamos ser hormigas, lobos o ratas. De modo que cambie esas
órdenes, Henry.
—Lo haré en cuanto termine la reunión —dijo el Secretario.
—Hágalo ahora mismo —dijo el Presidente, con amabilidad.
El Secretario de Defensa lo miró durante dos largos segundos. Después se
levantó y salió de la sala.
—Gracias, señor Presidente —dijo el canadiense.
El Presidente sonrió.

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—No me dé las gracias, Jean-Pierre… ¿Me permite llamarle Jean-Pierre?
—Por favor… no faltaba más.
—Tal vez usted pueda ayudarnos, del mismo modo que nosotros le
ayudamos a usted. Tenemos todo tipo de problemas en el estado de
Washington, y en el norte de Oregón. Podríamos solicitar a Canadá que
autorice el traslado de norteamericanos a la Columbia Británica. Creo que ha
dicho que esa zona estaba despejada.
—Está mucho mejor que las zonas del este —dijo el canadiense—. En
algunos puntos incluso hay lluvias fuertes, pero sin nieve. En cuanto a su
sugerencia, informaré de inmediato al Primer ministro. Pero estoy convencido
de que… bien, somos un solo continente, ¿no es cierto?
—Así lo considero yo —dijo el Presidente—. También nosotros tenemos
zonas libres de nieve, incluso en lugares que usted no podría imaginar… Hay
una gran extensión de Dakota del Sur, ¿no es así, Mel?
Brookman se inclinó hacia adelante.
—Así es, señor Presidente. Como es de suponer, nadie puede garantizar
cuánto tiempo permanecerán despejadas esas zonas o si todavía continuarán
así el próximo invierno. Pero a corto plazo, en los próximos dos o tres meses,
podrían salvar muchas vidas. Al fin y al cabo, nos es imposible saber con
exactitud qué ocurrió en la última glaciación. Los expertos en climatología
tienden a dejarse seducir por sus mapas… unos mapas que muestran la parte
norte del continente cubierta de hielo. Quizá no fue así. Durante años, tal vez
siglos, pudieron existir… bolsas.
El Presidente habló al responsable del Servicio de Movilización.
—El traslado de personas a estas zonas, digamos que en una escala de
tiempo progresiva a corto plazo… ¿será practicable?
El experto en movilización civil se frotó las manos. Aparentaba estar
disfrutando con la situación.
—No lo sé, señor Presidente. Esa es la única respuesta que puedo
ofrecerle. Pero naturalmente lo intentaremos. Supongo que es posible.
—Excelente —dijo el Presidente—. Mel, ¿qué puede decirnos en cuanto a
alimentos?
—Bien, prácticamente no habrá alimentos suficientes, en las cantidades en
que estamos acostumbrados a consumirlos, señor Presidente. El señor
secretario —señaló con la cabeza al otro lado de la mesa— me ha facilitado
tres previsiones sobre producción agrícola, basadas en distintas predicciones e
información mediante ordenador. Yo recomendaría que se considerara la peor
de las tres previsiones. Las cosechas descenderán de un modo espectacular, y

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no solo aquí sino también en la totalidad de naciones con gran producción de
cereales. Por otro lado, existen reservas estratégicas de alimentos aquí y en
Europa… y creo que en la Unión Soviética dispondrán de gran cantidad de
conservas saladas. Puede recurrirse a un racionamiento estricto. De este
modo, quizá haya suficiente comida casi para un año.
—¿Casi? —dijo el Presidente.
—Habrá muertos, señor. Muchos muertos. Siempre ha existido inanición
en el Tercer Mundo, por supuesto, pese a todos nuestros esfuerzos por
colaborar. Bien, ahora será muy difícil ayudar. Y el hambre aumentará.
Podemos multiplicar por diez la cifra de personas afectadas por el hambre en
el Tercer Mundo, y aún estaríamos subestimando la magnitud del problema.
No obstante, las esperanzas del mundo están puestas aquí, en los Estados
Unidos, y en Gran Bretaña, Europa y la Unión Soviética. Porque si
conseguimos superar este problema, tendremos que hacerlo en esas naciones.
No en el Tercer Mundo. Si nosotros nos hundimos, se hunden ellos.
El Presidente enarcó las cejas. Allí había un nuevo Brookman. Un
Brookman capaz de morder.
—¿Cree que podemos hacer algo, a la larga, para superarlo? —preguntó el
Presidente.
—Bien, hay posibilidades —respondió prudentemente Brookman— ¿Ha
leído el Anexo Nueve al Informe Stovin-Soldatov, señor?
—Sí.
—Parece una extravagancia, pero podría contener una posibilidad
práctica. Los animales emigran, van de un lado a otro según sea verano o
invierno para alimentarse y procrear en las mejores condiciones. La idea de
Stovin, como usted ya sabe, consiste en la posibilidad de organizar nuestras
sociedades de un modo concreto con relativa rapidez. Se trata de que mientras
los próximos inviernos nos afectan, y antes de que la nueva glaciación se
endurezca, por así decirlo, nos traslademos, por ejemplo, desde Iowa hasta
Florida, Nuevo Méjico y Texas, y volvamos al norte durante los veranos, que
serán mucho más cortos que los que hemos conocido hasta ahora. Los
europeos harían algo similar, trasladándose al Mediterráneo o incluso al norte
de África, y los rusos irían al Cáucaso. Sería un proyecto gigantesco, de ello
no hay duda, pero así tendríamos tiempo para hacer planes.
—Los proyectos gigantescos se nos dan muy bien —dijo el Presidente.
—Cierto —replicó Brookman—. Pero tendremos que cambiar cosas a las
que estamos acostumbrados. Siempre hemos sido buenos comedores de
ciertos tipos de alimentos. ¿Sabía usted, señor Presidente, que el ciudadano

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medio de un país avanzado necesita casi una tonelada anual de cereales para
vivir? Esa tonelada se gasta en cereales para hacer pan y para dar de comer al
ganado, de modo que ese ciudadano pueda comer también carne. Incluso en
África, un hombre consume cerca de doscientos kilos. Bien, tendremos que
ponernos al nivel africano, y los africanos aún descenderán más. Serán
afortunados si consiguen cien kilos, aunque podrán ir aumentando poco a
poco esa cifra si son capaces de desarrollar parte del terreno potencialmente
cultivable.
—Eso es a largo plazo —dijo el Presidente—. ¿Y a corto plazo?
Brookman, muy ansioso, volvió a inclinarse hacia adelante.
—Nuestra esperanza es la química. Existe la posibilidad de producir
raciones químicas, microbiológicas, que podrán alimentar a un hombre
durante cierto período de tiempo. Lo hemos hecho con los astronautas, como
usted ya sabe. Ayer recibí una llamada telefónica de Ledbester, desde
Inglaterra. Él es consejero científico del gobierno, hace lo mismo que yo aquí.
Ledbester dice que en las Industrias Químicas Imperiales trabaja desde hace
dos años un reducido equipo dedicado a la investigación de concentrados
alimenticios. Tienen algunas ideas brillantes, y buenas fórmulas. También los
nuestros están en posesión de algo bastante bueno. El problema no va a ser la
fórmula. Va a ser la producción en masa. El tipo de producción en masa que
nos proporcione a todos, por ejemplo, siete comidas suplementarias a la
semana en un concentrado químico. Será un objetivo asombroso. Y algunas
de las regiones donde están situadas las fábricas, por ejemplo, Pennsylvania,
norte de Francia, Hamburgo, Manchester… estarán bajo la nieve antes de
producir diez gramos.
Hizo una pausa, mientras guardaba hojas escritas a máquina en la carpeta
blanca que tenía delante.
—No obstante, señor Presidente, estamos empezando. Los vicepresidentes
de nuestros cuatro mayores monopolios vendrán a verme mañana… y
Ledbester y dos de sus colaboradores vendrán igualmente. Más un alemán de
Düsseldorf. Debemos recuperar mucho tiempo perdido. Claro está que los
resultados de una prolongada dieta de alimento químico, incluso de una
considerable proporción de alimento químico, sobre el cuerpo humano, la
digestión y eliminación, recuento globular, crecimiento del feto en la
matriz… bien, no hay forma de hacer otra cosa que no sea conjeturar. Tal vez
haya algunas sorpresas.
—Se trata de algo que deberíamos enviar tanto al Tercer Mundo como a
nuestros pueblos —dijo el Presidente, muy pensativo—. No será

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excesivamente voluminoso.
—No —contestó Brookman—. Pero necesitaremos una cantidad
tremenda, solo para nosotros.
—Mel —dijo el Presidente—, tendremos que compartirlo. Porque si no lo
compartimos, tendremos que pelear. Y eso es algo que no podemos
permitirnos. La gente que está muriéndose de hambre no tiene nada que
perder. Si nosotros no damos, ellos tratarán de coger. Por lo tanto debemos
compartir. Y a propósito, hablando en términos estrictamente domésticos,
¿hasta qué punto hemos llegado con el proyecto de racionamiento?
—Las tarjetas de racionamiento están impresas, señor Presidente —dijo el
Secretario del Interior—. La prensa se ha enterado, por supuesto. Es
imposible mantener en secreto un proyecto como este. Pero la gente está
bastante preparada para ello, de todos modos. Y los que están en el norte
acogerán bien el proyecto. En cuanto a los demás… bueno, no les parecerá
agradable. Pero los televisores muestran todas las noches lo que está pasando
en el norte. Todo el mundo sabe que no hay más remedio.
—Nadie estará muy cómodo durante mucho tiempo a partir de ahora —
dijo Brookman. También él reflejaba cansancio.
Brookman tiene… ¿sesenta años, quizá?, pensó el Presidente. Un poco
más viejo que yo. Y supongo que es un hombre más frío que yo, casi siempre.
Ya es hora de que deje de tratarle como si fuera una máquina de contestar
preguntas.
Momentos más tarde, el Presidente dio por terminada la reunión. Mientras
los presentes iban saliendo, el Presidente cogió a Brookman por el brazo y le
hizo quedarse.
—¿Mucho frío en Connecticut, Mel? ¿Va a volver ya?
—Mañana por la noche —dijo Brookman—. Pero estaré en Santa Fe la
semana próxima. Sí, hace bastante frío en Connecticut. Hasta en el despacho
llevo puesto el abrigo.
—Hum. Mel…
—¿Sí, señor Presidente?
—Cuando le nombré presidente del Consejo Nacional de Ciencia pensé
que había elegido al hombre idóneo. Ahora sé que estaba en lo cierto.
Brookman estaba sorprendentemente turbado.
—Es usted muy amable, señor Presidente. Es usted muy amable.

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Una columna de camiones y automóviles serpenteaba a partir de la fachada


del gran edificio, buscando una salida por una avenida despejada de nieve y
siguiendo la ruta señalada por coches policiales cuyas luces rojas destellaban.
Aunque aún no era mediodía, la nieve amontonada a ambos lados, y que
alcanzaba una altura como de dos pisos, reducía la luz diurna hasta tal punto
que la línea de tráfico avanzaba en una especie de crepúsculo. Los vehículos
iban atestados de familias, y bastante a menudo se veía algún coche con
perros o gatos «sacados de contrabando». Sacar animales domésticos de la
ciudad era una grave infracción de las nuevas normas de emergencia, pero
muchas personas hacían caso omiso de esa norma específica, pese a que
estaba dictada para ahorrar necesitadísimos alimentos.
Era el tercer día de la evacuación de Chicago. Correspondía el turno a los
habitantes de Marina City, las torres gemelas de sesenta pisos de altura que se
alzaban sobre el Río Chicago y daban cobijo a miles de familias. Marina City
se construyó en 1964: dos torres cilíndricas con innumerables balcones que se
proyectaban hacia el azul cielo de Illinois, un seguro monumento
arquitectónico que respondía a las necesidades y el poder tecnológico del
urbanismo estadounidense. Hoy, aunque vibraba con el flujo constante de los
que se iban —para siempre, aunque nadie lo supiera— Marina City estaba fría
y oscura. Aparte de los generadores de emergencia instalados de forma
temporal por el ejército para alimentar, solo por un día, la maquinaria de las
plantas inferiores donde estaban aparcados los coches, vitales para la
evacuación, Marina City llevaba una semana sin luz y sin calefacción. Y
además los alimentos iban escaseando con rapidez.
Sin embargo, Marina City estaba mucho mejor que muchos sectores de
Chicago. La evacuación de la segunda metrópoli de los Estados Unidos era un
acto arriesgado… ejecutado únicamente porque la cantidad de fallecimientos
en algunas partes era desastrosamente alta. En pisos helados, sin calefacción,
las familias se morían de frío, literalmente, y jóvenes y viejos pasaban cada
vez más hambre. En los supermercados había alimentos, pero la dificultad de
entrar en ellos superaba las posibles ventajas. Los hombres salían de los
bloques de pisos en bandas de veinte o más, y horadaban el muro de nieve
para llegar a una tienda que no estaba a más de una manzana de distancia.
Algunos morían en estas expediciones de pillaje, y a veces el grupo entero no

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regresaba. Era asombrosamente fácil desorientarse. En la sofocante
inmensidad blanca, detalles grabados en las mentes de las personas desde la
infancia habían desaparecido para siempre.
En los primeros momentos de la crisis, la policía montó reducidos
servicios permanentes en los principales supermercados. Por lo general tres o
cuatro agentes se turnaban las veinticuatro horas del día para distribuir latas
cuidadosamente racionadas entre las personas que llegaban. Pese a esta
vigilancia, hubo tentativas de saqueo, aunque la dificultad de huir en medio
de la nieve demostró ser mejor factor disuasivo que la misma policía. En las
zonas de dudosa fama como el South Side y Division Street, empero, la
situación delictiva fue particularmente crítica, y la policía mató a cuarenta y
dos saqueadores durante una semana.
Solo había una solución para las autoridades que se esforzaban en hacer
frente a la catástrofe de Chicago: sacar fuera a la población en todos los
vehículos disponibles, mientras aún era posible conseguir gasolina, con ayuda
del ejército, en gasolineras heladas pero no enterradas por la nieve. La misma
naturaleza de la situación de Chicago hacía que la ciudad estuviera
especialmente expuesta a un desastre a causa de la nieve. Los vientos que
empujaban una tormenta de nieve prácticamente continua desde Lago
Michigan no encontraban obstáculo alguno que los desviara de las principales
calles. Primero se amontonó la nieve en vastos complejos industriales,
fábricas de acero y refinerías situadas a lo largo de la orilla del lago y hacia el
sur, y los congelados cargueros desaparecieron bajo montañas de nieve.
Después la nieve tomó posesión de la misma ciudad, alcanzó veinte y hasta
veinticinco metros de altura en Jackson Boulevard, borró del mapa el gran
mercado de cereales y cubrió Central State y Madison. Anteriormente
Chicago había conocido inviernos crudos, muchas veces. Pero aquello era
totalmente distinto, era un apocalipsis urbano.
Y de este modo se inició la evacuación, barrio por barrio, día a día…
Evanston, Higwood con sus italianos, Wilmette, Winnetka… Y Marina City,
cerca del centro de la ciudad, cuyos ocupantes se trasladarían a las Ciudades
del Cuadrángulo (Moline, East Moline, Davenport y Rock Island) casi
trescientos kilómetros al oeste. Las nevadas en esas poblaciones habían sido
ligeras hasta la fecha, al menos comparadas con las ventiscas que habían
destruido Chicago.
En las Ciudades del Cuadrángulo se estaban construyendo con frenética
velocidad zonas temporales de recepción para albergar a cientos de miles de
personas hasta que pudieran hacerse esfuerzos todavía más urgentes para el

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desplazamiento hacia el sur. El grado de trastorno de la vida de la población
era terrorífico. En los Estados Unidos jamás se había considerado seriamente
una operación tan enorme como la evacuación de Chicago, ni siquiera en
proyectos de actuación ante una posible guerra nuclear, y además la
evacuación tenía que realizarse en increíbles condiciones climáticas.
La ruta de huida hacia las Ciudades del Cuadrángulo, que miles de
esforzados soldados mantenían constantemente despejada, era la Carretera
Nacional 173, que se extendía más de ciento veinte kilómetros hacia el oeste
hasta llegar a Rockford, donde el helado Río Rock constituía una superficie
más amplia y lisa para llegar a Moline. Pero la Nacional 173 estaba
convirtiéndose en un cementerio. Policías y soldados dirigían el tráfico a lo
largo del estrecho y despejado canal, y arrastraban los vehículos abandonados
hasta las montañas de hielo amontonado en las cunetas. Y con mucha
frecuencia, la tortuosa columna que avanzaba siguiendo las rojas luces de cola
de los vehículos en medio del nevado crepúsculo, pasaba junto a los que
estaban averiados y sus ocupantes que agitaban las manos desesperadamente,
suplicando la ayuda de los que circulaban. Pero todos los que circulaban iban
llenos, atestados, con tantos ocupantes como era posible transportar.
Los equipos médicos, dispuestos en lugares libres de nieve, luchaban para
salvar a los que tenían la enorme suerte de llegar hasta allí, bien por medios
propios o bien porque alguien los había transportado hasta allí. Pero no podía
haber suficientes equipos médicos en una carretera llena de cientos de miles
de personas que avanzaban hacia el oeste en plena tormenta de nieve. La
situación fue empeorando terriblemente. El segundo día, muchos de los que
hasta entonces habían agitado las manos en la cuneta dejaron de moverse y se
convirtieron en irreconocibles bultos en la nieve, en helados cadáveres. La
columna siguió avanzando junto a los muertos, llena de esperanzados y
suplicantes seres humanos. Y pese a todo, la columna no contenía únicamente
hombres, mujeres y niños. Chicago había sido una ciudad muy rica,
riquísima…
Mientras aguardaba en el gran camión color caqui cerca de las torres de
Marina City, el capitán del ejército de los Estados Unidos era consciente del
infierno en que se hallaba sumida la Nacional 173. Había estado conduciendo
en esa carretera hacía dos días, la primera jornada de evacuación, y había
regresado siguiendo órdenes en uno de los escasos vehículos policiales que se
dirigían hacia el este. El capitán había recogido la carga antes de seguir las
luces de un coche policial —su escolta— hasta la intersección temporalmente
despejada de nieve de Jackson y Wells, y ahora estaba aguardando, aparcado

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cerca de las torres gemelas. Lo único que esperaba era poder ocupar un hueco
en la columna que avanzaba lentamente hacia el oeste.
Su camión era muy grande, con capacidad para veinte personas. En ese
momento había seis pasajeros: el capitán, el soldado que conducía el camión y
tres soldados más, armados con carabinas, en la parte trasera. El cuarto
pasajero que iba detrás era un civil, un hombre alto y canoso procedente del
Instituto de Arte de Chicago. Y alrededor de este hombre se hallaba la carga
que ocupaba el resto del espacio disponible en el camión: montones y
montones de cuadros envueltos y embalados. El capitán, que no cesaba de
mirar a través del parabrisas a la espera de la señal de avanzar, no tenía
ninguna preocupación artística. Pero el coronel le había indicado que iba a
transportar una de las colecciones de pintura impresionista más importantes
del mundo. Y tenía orden de llevar los cuadros a Rock City, donde serían
recogidos por el helicóptero que había intentado, sin conseguirlo, aterrizar
junto al mismo Instituto. Lo que se hallaba en la parte trasera del camión
militar, vigilado por soldados armados y observado amorosamente por el
responsable del Instituto, era una colección valorada, con bastante
moderación, en setenta millones de dólares. En términos artísticos, los
cuadros eran insustituibles.
De pronto se produjo otra confusión entre los vehículos que se alejaban
lentamente de Marina City. Un gran autocar lleno de gente fue arrastrado a un
lado por un tractor militar. No era la primera vez que se averiaba un autocar,
pensó tristemente el capitán, y no sería la última. Mejor estar allí que en la
Nacional 173. O quizá no. Cualquier persona que volviera al helado edificio
no duraría mucho… un día, dos días a lo sumo. La gente salió del autocar…
setenta personas como mínimo, y muchas eran niños. Un agente de policía
apareció en la parte trasera del autocar y se aproximó al camión. El capitán
bajó la ventanilla, y una ráfaga de frígido aire inundó la cabina.
—¿Está esperando a meterse en la Nacional 173, capitán?
—Sí.
—Perfecto. Necesitamos su ayuda. Tenemos un problema… en ese
autocar hay ochenta persona que no podrán salir de aquí si no encuentran sitio
en otros vehículos. Por lo que veo, usted podría… —el policía examinó
atentamente el camión—… bueno, usted podría llevar veinticinco personas.
Todos los niños y algunas mujeres. Le ayudaremos a descargar todo esto. —
Señaló los montones de cuadros.
El militar hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Me temo que no podré hacerlo.

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El policía le miró, con el rostro envuelto en copos de nieve.
—Creo que no me ha comprendido, capitán. Ahí tengo a veinticinco niños
y mujeres que usted puede llevar en este camión.
El capitán volvió a sacudir la cabeza.
—No puedo hacerlo. Tengo órdenes de transportar esta carga, y eso es lo
que voy a hacer.
Oyó golpes en la ventanilla que había entre la cabina y la parte trasera del
camión. Volvió la cabeza y corrió el cristal. Era el responsable del Instituto de
Arte.
—¿A qué se debe el retraso, capitán?
Antes de que el militar pudiera responder, el policía intervino.
—Yo se lo explicaré. Quiero descargar este maldito camión para que
algunos niños vayan a Rock City, y el capitán se niega. A eso se debe el
retraso.
—¿Qué niños? ¿Dónde están?
El policía señaló el grupo de gente que se acurrucaba junto al averiado
autocar.
—Aquellos niños.
El responsable del Instituto de Arte contempló los cuadros, humedeció sus
labios, y se dirigió al capitán.
—No hay inconveniente, capitán. Descargue los cuadros. Le doy mi
autorización.
—No —dijo el capitán—. Usted no puede autorizarme, señor. La única
persona que puede cambiar las órdenes es el coronel. Y él no está aquí. Esa
carga se queda donde está, hasta Rock City…
—Pero, se lo repito, tiene mi autorización…
El capitán no le prestó atención.
—Bueno —dijo al agente de policía—, o nos mete en esa columna o nos
metemos como podamos. Porque nos vamos.
El policía lo miró fijamente, en silencio, y luego se apartó de la ventanilla.
El camión arrancó, pasó junto al grupo de gente del autocar y siguió a un gran
automóvil marca Chevrolet a lo largo de la avenida. En la parte trasera del
camión, el civil miraba desesperadamente a los tres soldados.
—Pero… si le he dicho que… él podía… yo estaba dispuesto a…
La rígida lona que cubría el cuadro más próximo cayó al suelo.
Maquinalmente, el civil se inclinó para volver a ponerla en su sitio. Y al
mismo tiempo miró el cuadro. Era Un dimanche d’été, de Georges Seurat:
una tarde de domingo junto al río, un sol cálido y brillante, damas con

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parasoles, hombres con mostachos tumbados en la hierba… El civil
contempló el cuadro, casi horrorizado, y luego desvió bruscamente la mirada.
El mundo del cuadro ya no existía.

Tamanrasset era una ciudad fantasma. Mientras caminaba junto al camello


macho —gracias a Dios, el animal había recobrado las fuerzas en los últimos
tres días— Zayd ag-Akrud observó asombrado el panorama. Polvo, arena del
Sahara y secas ramas de espino flotaban con el viento a lo largo de la calle
principal, chocando con las marquesinas sueltas de los cafés vacíos donde los
europeos ricos y los turistas americanos, con sus desvergonzadas mujeres, se
habían sentado en otro tiempo para contemplar a los altos tuaregs caminar
hacia la mezquita cerca ya de la hora de oración de la tarde. El banco donde
un tío de Zayd había ingresado —desoyendo el consejo de la familia— el
dinero obtenido con las cabras… el banco estaba cerrado. ¿Dónde estaría su
tío? Zayd volvió la cabeza para mirar a Zenoba e Ibrahim, acomodados en el
segundo camello. El niño también tenía un aspecto más vigoroso, aunque
seguía débil. Necesitaba medicinas.
Dos perros errantes arrastraban las patas en el polvo; una anciana, sentada
a la puerta de una casa mientras masticaba la piel de una granada, contempló
el paso de los perros. Había cierta agitación al otro lado de la plaza mayor,
donde las destrozadas ventanas del hotel turístico se abrían al cielo. Se había
formado una cola de ancianos que se empujaban unos a otros hacia la parte
trasera de un camión verde con unas letras blancas que decían: Servicio de
Alivio del Hambre de los Estados Unidos. Una joven francesa vestida con
raídos tejanos metía un cucharón en un cubo que contenía avena cocida con
leche y servía a los viejos que extendían sus platos. Zayd no había comido
nada desde que Dios puso aquella liebre del desierto en la mira de su rifle, dos
días antes; había juzgado más conveniente que Zenoba y los chicos comieran
lo que quedaba. Pero un tuareg no podía aceptar comida de una mujer. Sin
embargo, todos estaban hambrientos… Zayd volvió la cabeza y llamó a
Zenoba. Esta bajó del camello, y cogió a Ibrahim.
—Yo me ocuparé del chico —dijo Zayd—. Coge dos cuencos y consigue
comida.
Zenoba se acercó a la cola. La joven francesa puso reparos al ver dos
cuencos, pero Zenoba se volvió y señaló el lugar donde se hallaban Ibrahim,
Hamidine y Mohammed, los tres detrás de Zayd. La francesa entendió el
gesto, asintió y sonrió. Zayd desvió la mirada. Era una vergüenza comer de

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esa forma, pero no era una vergüenza que hiciera preferible la muerte. En ese
momento, un hombre que Zayd no había visto hasta entonces bajó del camión
y se acercó al grupo de tuaregs.
—¿Van hacia el norte? —preguntó. Hablaba una mezcla de tuareg, muy
mal pronunciado, y francés lento, esmerado.
—¿Por qué hacia el norte? He venido a Tamanrasset.
El otro hombre se echó a reír.
—Aquí ya no queda nada. Todo es distinto ahora. Se está mejor en el
norte. Hay lluvias. Por eso se va la gente. Deberían ir al norte.
Zayd se encogió de hombros, pero estaba esforzándose en comprender.
—Será lo que Dios quiera.
El conductor del camión miró atentamente la menuda silueta de Ibrahim.
—Ese niño parece tener mucho calor… ¿Tiene fiebre?
—Está enfermo —dijo Zayd.
El otro hombre volvió al camión y regresó pocos instantes más tarde con
un frasco de pastillas blancas.
—Las únicas que nos quedan —dijo—. Son aspirinas. ¿Sabe lo que es una
aspirina?
Zayd no contestó.
—Es… bueno, al menos servirán para algo —dijo el conductor—. Dele
una cada tres horas, durante día y medio. Mientras van hacia el norte.
Encontrará agua para los camellos detrás del hotel. Aún queda un poco de
agua.
—¿A qué distancia está el norte? —dijo Zayd.
El conductor se encogió de hombros.
—Quinientos kilómetros, quizá más —dijo.
¡Dios mío, estoy hablando con un muerto!, pensó. No tienen la menor
posibilidad de llegar. Ni él, ni la muchacha, ni los niños.
Pero el conductor había visto morir a más de trescientas personas en
Tamanrasset, en las últimas semanas. Cinco más eran simplemente cinco más.
—Sigan adelante —dijo—. Y buena suerte.
—Será lo que Dios quiera —dijo Zayd.

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—Parece el confín del mundo —dijo Stovin.


Junto a él, apretado en la cálida cabina del tatra, Volkov gruñó y plegó el
mapa de carreteras que había sacado de la bolsa lateral del camión. El ruso
estaba inquieto, ligeramente desorientado.
—Es el confín del mundo… del mundo soviético, al menos —dijo—. Pero
ya estamos cerca de Uelen. Hemos hecho un largo camino desde Egvekinot.
Stovin asintió. Egvekinot, a casi trescientos kilómetros al noroeste de
Anadir, era el lugar donde habían pasado la noche, durmiendo en una escuela
abandonada con las mantas sobre el desnudo suelo de madera. Y habían
estado solos. Aunque la escuela era un posible cobijo, el éxodo chukchi —
menos numeroso que en Anadir— había pasado de largo resueltamente,
prosiguiendo el viaje en la noche nevada. Por la mañana, Volkov hizo que el
grupo se apresurara a partir lo antes posible, aunque la carretera que partía de
Egvekinot en dirección norte —no señalada en los mapas que había
consultado Stovin— era sorprendentemente buena. En el éxodo chukchi había
un par de quitanieves, y habían sido de gran ayuda. No obstante, el tatra había
pasado muchas veces junto a vehículos caídos en la cuneta, algunos con
tapadas siluetas de pie junto a ellos. En general, las cunetas estaban llenas de
la nieve apartada por las quitanieves, creando el espectral efecto de avanzar a
lo largo de un túnel crepuscular. La oscuridad no era total, pues aunque el
bajo sol rojizo había desaparecido en el horizonte, la nevada había cesado y
había luna. La nieve apilada en los laterales de la carretera tenía demasiada
altura para que los viajeros pudieran ver la luna; pero la luz de esta, que se
filtraba en el túnel de nieve y se reflejaba en la amontonada blancura,
proporcionaba una fantasmagórica iluminación a la que los ojos de Stovin no
tardaron en acostumbrarse. Menos mal, pensó, que estamos bien equipados en
caso de que el camión se salga de la carretera y haya que bajar. Volkov había
usado su ya escasa influencia para obtener vestimenta siberiana en los
almacenes del aeropuerto de Anadir: parkas con capucha forradas en piel y las
mismas botas, igualmente forradas, utilizadas por los trabajadores de
mantenimiento del aeropuerto. El ruso había rechazado despectivamente la
ropa norteamericana. «El frío que experimentarán aquí», había dicho, «no es
como un día de invierno en Nueva York. Esas… prendas son inservibles.»
Stovin se apretó el parka. Le producía picor en el cuello, pero era cómodo.

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Junto a Volkov, un soldado se ocupaba del volante; era un rechoncho
chukchi con la característica melena negra bajo una gorra militar que llevaba
calada hasta las orejas. Conducía muy bien, pero nunca abría la boca. Bisby,
antes de la partida, había ensayado con el soldado algunas palabras de los
esquimales de St. Lawrence Island, y el chukchi dio muestras de entenderlas,
al menos un poco. Pero Volkov estaba intranquilo y pidió a Bisby que no
continuara. «No me gusta que hable con un soldado soviético en un idioma
que yo desconozco», había dicho el ruso. «Va a alterarlo. Él es un chukchi, y
nuestra escolta. No es momento de alterarlo».
Luego Volkov había hablado enérgicamente con el chukchi, en ruso, y el
soldado le replicó, vacilante, en el mismo idioma. En cuanto Volkov se fue,
Bisby intentó seguir hablando en esquimal, pero el soldado mantuvo
impasible su ancho rostro y no tardó en alejarse como si no entendiera nada.
No es difícil comprender los motivos de Volkov para estar preocupado, pensó
Stovin. La carretera era inesperadamente buena: una carretera militar. Los
norteamericanos podían verla solo porque se trataba de una genuina
emergencia.
Stovin miró a través del empañado parabrisas. Delante del camión había
un trineo de renos con un hombre y dos mujeres, y un alto montón de fardos.
En la parte trasera oscilaba un farol encendido, seguramente actuando a modo
de luz de cola para advertir a los que vinieran detrás. Los dos renos estaban
enjaezados uno al lado del otro con una correa alrededor del cuello y una
tirilla de cuero por debajo del cuerpo los unía a una pieza metálica en forma
de arco situada en la parte delantera del trineo. Este avanzaba
aproximadamente a diez o quince kilómetros por hora, y transcurrieron varios
segundos antes de que el gran tatra pudiera adelantarlo. Los ocupantes del
trineo miraron de modo escrutador al camión, y Stovin vio sus anchos rostros,
circundados por la piel de las capuchas. Los del trineo no sonrieron ni
saludaron.
Bruscamente, mientras el tatra seguía su pesado avance, desaparecieron
los bancos de nieve a ambos lados de la carretera y el camión llegó al borde
de una extensa escarpa. A ambos lados, a la luz de la luna, se extendía una
vasta, árida tundra. Las llantas, provistas de cadenas, zumbaron brevemente al
pasar un puente de madera. Estaban cruzando un río helado… no
completamente helado, porque en diversos puntos destellaban irregulares
pasadizos de agua negra entre el hielo cubierto de nieve. En el cielo, un vapor
oscuro y glacial remolineaba formando negruzcas nubes. Volkov volvió a
coger el mapa y lo estudió atentamente.

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—Ya estamos cerca —dijo, una vez más.
El paisaje era tan desolado que había adquirido una extraña belleza lunar,
y Stovin confió en que Diane, Bisby y los Soldatov, que estaban en la parte
trasera del tatra envueltos en todas las mantas, lonas y abrigos que habían
encontrado en los armarios del hotel de Anadir, estuvieran despiertos y
pudieran contemplarlo. Por debajo se extendía la brillante llanura, repleta de
montecillos de hierbas e interrumpida al principio, cerca del río, por
incontables lechos de canales totalmente helados. Al abandonar la zona de
Kanchalan, estos rasgos empezaron a escasear y finalmente desaparecieron.
Lo único que quebró la blanca extensión a partir de entonces fue alguna línea
grisácea que serpenteaba entre la nieve, uno de los numerosos arroyos. El
éxodo de Anadir, tan multitudinario al salir de la ciudad, se había reducido a
poco más que algún vehículo aislado. El tatra era el único que seguía
avanzando; los otros tres o cuatro que vieron desde el camión habían parado
junto al blanco reborde, con lonas o pieles de reno extendidas sobre ellos, y
junto a los vehículos se movían a la luz de las hogueras figuras con abrigos o
anoraks. Delante del camión, tras pasar junto al último de aquellos vehículos,
descollaba una montaña en forma de cono de tal vez, estimó Stovin, mil
metros de altura, aunque era difícil asegurarlo con aquella luz y en aquellas
condiciones. Volkov consultó su reloj.
—Estamos avanzando deprisa —dijo—. No nos quedan más de ochenta
kilómetros. Cenaremos en Uelen… la Fuerza Aérea nos dará algo de comer.
Casi en el mismo instante, empezó a nevar de nuevo. La luna desapareció
como una bombilla que se apaga, al quedar oculta por presurosas nubes de
nieve. La tormenta descargó con sorprendente rapidez, y con violenta
intensidad, y agitó la nieve de la carretera formando prolongadas franjas
horizontales que acribillaron el parabrisas como si fueran balas. Pese al
estruendo del motor, podía oírse el silbido y el bramido del viento. Los
limpiaparabrisas libraron una batalla perdida de antemano con la nieve. Junto
a Volkov, el soldado chukchi apartó la mano del volante un instante y señaló
los remolinos blancos. Tenía los ojos desorbitados.
—Poorga —dijo.
—¿Qué es eso? —dijo Stovin.
Volkov atisbaba ansiosamente a través del parabrisas.
—El poorga es un viento siberiano, creo. He oído hablar de él… puede
soplar durante varias horas seguidas. Pero no estoy seguro, doctor Stovin. La
Unión Soviética es una gran nación, hay muchas zonas dentro de nuestras
fronteras. Yo nunca había estado en esta parte de Siberia. La conozco tanto

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como usted. No habría emprendido este viaje de no haber sabido que la nueva
carretera nos conduciría a Uelen. Ni aún ahora estoy seguro de haber actuado
correctamente. Es posible que mis superiores me reprendan. Pero no
podíamos quedarnos allí, en aquellas circunstancias. Y es de la mayor
importancia que usted y el doctor Soldatov lleguen a tiempo a Santa Fe.
—Sí —dijo Stovin—. Es importante.
El motor del tatra empezó a fallar… una vez… dos veces… tres veces…
pero aceleró de nuevo cuando parecía que iba a pararse. El chukchi quitó una
mano del volante e hizo un gesto de desesperación, diciendo algo inaudible a
causa del silbido del temporal.
—¿Qué pasa? —preguntó Stovin. Se dio cuenta de que estaba gritando.
—¡Hace mucho frío! —respondió Volkov—. ¡Demasiado frío para el
motor! Ahora comprendo por qué se detuvieron los otros, ¡los de la carretera!
¡Ellos lo sabían!
El camión siguió avanzando penosamente, porque las ruedas patinaban y
resbalaban en la carretera a pesar de las cadenas mientras la nieve iba
amontonándose y helándose, amontonándose y helándose delante del
vehículo. Stovin empezó a preocuparse por Diane y los demás, pero habría
sido una locura detenerse para comprobar el estado de los otros. Volvió la
cabeza como pudo y atisbo a través de la ventanilla de plástico de la cabina.
Pero estaba empañada por el otro lado, por el lado inaccesible, y solo
distinguió confusas formas envueltas en ropa, unas sentadas y otras tendidas
entre una masa de mantas. Dio varios golpes en el plástico, pero no hubo
respuesta. Volkov lo cogió por el brazo y señaló al otro lado del empañado
parabrisas.
—Allí hay algo… hay algo. Allí. ¿Lo ve?
Stovin recordaría posteriormente, con ironía, que si en algún momento de
su vida había creído en el poder de la oración, ese momento se produjo
entonces. Increíblemente, brillaba una luz en la carretera, a un lado… y detrás
de ella se asomaba la oscura mole de una edificación de un solo piso. Era
difícil distinguir el perfil entre la nieve que caía, pero parecía una casa. Tras
un gruñido de sorpresa el chukchi giró el volante bruscamente. El camión se
deslizó unos instantes en la nieve, de costado, como si volara. Se oyó el ruido
de algo que se astillaba en el exterior, y Stovin vio una valla cubierta de nieve
con una estaca colgando en un extremo, oscilando en el aire. El tatra se
detuvo, quedando inclinado de costado. Obedeciendo a una rutina militar
aprendida desde hacía mucho tiempo, el soldado cogió el rifle de la sujeción
de la puerta y bajó del vehículo, mientras Volkov y Stovin hacían lo mismo

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por la otra puerta. El bramido y el silbido de la ventisca eran como el sonido
que hace el agua al caer en un horno.
—¡Rápido! —gritó Stovin entre el estruendo—. ¡Los demás…!
Bisby y Soldatov, irreconocibles debido a los voluminosos abrigos que
vestían, ya estaban en la parte posterior del camión, y las dos mujeres saltaron
una detrás de otra. Valentina tropezó; extendió las enguantadas manos y
desapareció hasta el cuello en un montón de nieve. Soldatov se volvió y
profirió un grito que apenas fue un gemido lejano entre el ruido de la
tormenta, y sacó a su esposa. El soldado ya había llegado a la cabaña. La
puerta se abrió un instante, y un torrente de luz iluminó la inquieta nieve. Uno
a uno, jadeantes, los siete se abalanzaron hacia la puerta y cayeron en el
interior de la cabaña. El chukchi ayudó a levantarse a Volkov, el último en
entrar, y después todos arrimaron el hombro a la puerta para cerrarla, ya que
el viento era muy potente. Tres simples tablas de madera aseguraron la puerta.
De modo mágico, el aullido del poorga cesó, aunque el apagado bramido
siguió resonando en las paredes de madera, y la fuerza del viento hizo temblar
de vez en cuando la misma cabaña. Notando que la respiración le raspaba la
garganta, y con el pecho subiendo y bajando, Stovin examinó el lugar. Lo que
vio fue totalmente inesperado.
Era una habitación bastante amplia, cuadrada, con tres puertas en el
extremo opuesto. La iluminación procedía de tres potentes lámparas de aceite,
y en el centro había una alargada estufa de hierro. Varias pieles, casi todas de
liebre blanca del Ártico y algunas de zorro, estaban colgadas en las cuatro
paredes. Cerca de la estufa había una mesa de madera circular, con dos sillas
al lado. La mesa estaba preparada para comer: cuchillo, tenedor y cuchara al
lado de los dos platos. Y había algo en los platos, algo que todavía humeaba.
Bisby ya se había acercado. Stovin vio que el piloto metía un dedo y tocaba
un trozo de carne.
—Aún está caliente —dijo—. Parece carne de alce… elk, así lo llaman
aquí. Y nabos.
Una por una, Volkov abrió las otras puertas. Una daba a una pequeña
despensa, una especie de celda, en la que colgaban los cuerpos despellejados,
todavía frescos, de dos liebres. Un largo trozo de carne de color oscuro pendía
de un gancho en la otra pared. En los estantes había un par de latas y varias
jarras. La segunda puerta daba a una cocina ligeramente más grande, con un
fregadero de porcelana y un enorme cántaro de agua al lado. En el suelo había
una estera de esparto, y una hilera de cuchillos y accesorios de cocina pendía
sobre el fregadero. No había rastro alguno de presencia humana en la cabaña.

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Volkov abrió la última puerta, profirió una aguda exclamación y volvió a
cerrarla desde el otro lado. Unos instantes después se abrió de nuevo la puerta
y el ruso apareció en el umbral. Hizo un gesto a Bisby y a Stovin, que se
acercaron. Al ver que Valentina hacía lo propio, Volkov levantó una mano.
—Por favor, espera —dijo—. Será mejor…
Se volvió y señaló algo, de modo que su espalda impidiera ver a la joven
rusa pero no a los dos hombres. Estos miraron la habitación, un dormitorio
con una gran cama doble, muy anticuada, en el centro. A un lado había una
mesita con una fotografía y un teléfono. Medio tumbado en la cama, con la
cabeza y los hombros caídos en la vulgar alfombra roja del dormitorio, yacía
el cuerpo de un hombre. La cabeza, inclinada, miraba a los recién llegados en
aquella grotesca posición. El cabello, moreno y grasiento, yacía en un charco
de sangre. Solo Bisby se acercó. Se arrodilló junto al cadáver y metió
suavemente un dedo en la sangre.
—Le han cortado el cuello —dijo—. Y no hace mucho rato… tres o
cuatro minutos, quizá. La sangre todavía está bastante caliente.
De repente, el soldado se colocó junto a Bisby y contempló el cadáver con
rostro inexpresivo. Al cabo de unos momentos, se arrodilló también y subió la
manga del muerto, manchada de sangre. Un reloj de pulsera de aspecto
ordinario relucía en la muñeca. Con sumo cuidado, el chukchi lo desabrochó
y se lo metió en el bolsillo de su uniforme. Volkov le observó en silencio.
Nadie dijo nada. Hubo una apagada exclamación en la puerta, desde donde
Valentina y Diane habían logrado ver lo que ocurría. Volkov se volvió,
aguardó a que todos, incluido el soldado, hubieran salido y después cerró la
puerta.
—¿Pero quién lo ha matado? —preguntó Valentina, casi llorando.
—No podemos saberlo —dijo gravemente Volkov—. Estamos en un
territorio extraño con una gente extraña. Ya lo hemos visto. Y están
sucediendo cosas extrañas. No podemos saberlo.
—Pero… ¿pretende decir que están luchando unos contra otros? —dijo
Diane—. ¿Que se están matando unos a otros?
—No unos a otros —dijo rápidamente Bisby—. Matando, sí. Pero no unos
a otros.
Miró a Stovin.
—Tú has visto la cara de ese hombre, Sto. No era la cara de un chukchi, ni
la de un esquimal o un yakuto. Era una cara rusa. Apostaría a que ese tipo
nació muy cerca de Moscú. Y tiene teléfono. No hay muchos chukchi que
dispongan de teléfono.

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Stovin señaló la pared opuesta, donde había colgado un gran mapa entre
dos pieles de liebre.
—También tenía un mapa.
Volkov se aproximó y examinó el mapa. Cuando se volvió hacia los
demás, parte del asombro había desaparecido de su semblante.
—Claro —dijo—. Es la cabaña de un inspector de carreteras. Tenemos
este tipo de cabañas en las nuevas carreteras, cada cien kilómetros más o
menos. La tarea de este hombre debía ser inspeccionar la nueva carretera. De
modo que tal vez fuera, como usted ha dicho, ruso. Para tales tareas se confía
principalmente en rusos.
—Entonces, ¿por qué…? —musitó Valentina.
Bisby se rio, breve y roncamente.
—No es difícil comprender el motivo —dijo—. Los chukchi están
desplazándose. Supongo que un ruso, cualquier ruso que tenga teléfono, no es
precisamente un hombre popular. Fuera quien fuera el asesino… bueno, esto
debió ocurrir poco antes de que llegáramos nosotros. Y el asesino vio
detenerse el camión, y que nuestro amigo el soldado —señaló al chukchi, que
le observaba impasible— salía con un rifle. Por eso él o ellos se fueron
rápidamente. No quisieron aguardar para comprobar si era amigo o enemigo.
—¿Se fueron? —dijo Volkov, con aire de incredulidad—. ¿Con esta
tormenta?
—La gente que mató a este hombre —dijo Bisby— debía ser de raza
chukchi. Tenían algún vehículo fuera, tal vez un trineo. Un chukchi es capaz
de meterse en una tormenta que mataría a un ruso. Pero hay otro detalle
extraño en todo esto.
Diane, sintiéndose débil y mareada, se había sentado en una de las sillas
junto a la mesa. Bisby se acercó y señaló los cubiertos que había al lado de
Diane.
—¿Han visto esto? —dijo—. La mesa está preparada para dos.
Volkov le miró un instante y después caminó resueltamente hacia la
habitación del muerto. Tras un momento de vacilación, Stovin lo siguió. El
ruso estaba arrodillado junto al cadáver. Levantó la pesada y anticuada colcha
que se extendía casi hasta la alfombra.
—Creí que tal vez hubiera alguien… —dijo el ruso, por encima del
hombro—. Pero, no, no hay nada.
Se levantó.
—Creo que será mejor dejarlo aquí. Las autoridades desearán verlo tal
como está.

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La voz de Bisby sonó en el umbral.
—¿Qué autoridades, Volkov? No hay autoridades.
Volkov arrugó la frente.
—Naturalmente que hay autoridades. Hay que dar parte.
—Pruebe el teléfono —dijo Bisby. El piloto parecía estar disfrutando con
la situación.
Volkov cogió el auricular, acercó el oído a modo de ensayo, y colgó.
—No hay línea —dijo—. Las líneas… la tormenta debe haber derribado
los cables.
—Tal vez alguien los ha cortado —dijo Bisby.
Tras un gran esfuerzo, Stovin había vuelto a colocar bien la colcha.
Señaló las prendas que había allí, pulcramente plegadas: un pijama de
caballero, de gruesa franela, y otro no tan grueso, con un bordado rosa en el
cuello.
—La segunda persona, la que falta, es una mujer —dijo Volkov.
Se acercó a la mesita y abrió un cajón. Cayeron varias hojas impresas, y
dos fotografías bastante antiguas. En una aparecía una pareja de ancianos,
probablemente marido y mujer. La otra era del muerto, no había duda, al lado
de él había una mujer muy joven que sonreía al sol, con el oscuro cabello
recogido sobre la cabeza.
—Su esposa, supongo —dijo Bisby, mirando por encima del hombro del
ruso—. Y ella no era chukchi. Es un rostro europeo.
—Bien —dijo Volkov—. ¿Dónde…?
Por primera vez hubo un debilísimo rasgo de preocupación en la voz de
Bisby.
—Creo que todo ha terminado para ella, Grigori —dijo. El ruso le miró
bruscamente, sorprendido por el uso de su nombre de pila.
—Hay dos posibilidades —dijo Bisby—. O echó a correr en plena
tormenta cuando vinieron los desconocidos y mataron a su marido, o los
asesinos se la llevaron con ellos, que es lo más probable. Sea como sea, las
posibilidades de esa mujer son escasas.
El chukchi empujó a Bisby en el umbral y entró de nuevo en la habitación.
Esta vez hizo caso omiso del cadáver y examinó cuidadosamente la ropa que
había en el cajón de la mesita. Cogió varios pares de calcetines y los apretó en
un bolsillo de su capa. Los pijamas de la cama atrajeron su atención, y
también los cogió. El del muerto lo echó despectivamente a un rincón, pero
dio vueltas y más vueltas al otro, y lo tocó con gran interés. Finalmente lo
plegó y lo metió en su capa. Luego, sin decir palabra, volvió a la habitación

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principal, donde aguardaban Diane y los Soldatov. Volkov, que había
observado en silencio al chukchi, hizo un gesto a los dos norteamericanos.
Ambos salieron detrás del ruso, que cerró la puerta del dormitorio y en esta
ocasión echó el único cerrojo. El chukchi —Diane, que lo observaba
nerviosamente, pensó que aquel hombre cada vez se parecía menos al
inteligente soldado soviético que había vigilado el camión, hacía tanto
tiempo, en Anadir— ya estaba sentado a la mesa, devorando la comida de
ambos platos. La grasa de la carne de alce resbalaba por su mentón, y el
soldado gruñía un poco mientras estaba comiendo. Tenía su rifle automático,
muy cerca de su mano derecha, apoyado en la mesa. Inesperadamente, fue
Valentina Soldatov la que rompió el silencio.
—También nosotros debemos comer —dijo—. Aquí hay comida.
Se acercó a la estrecha despensa y cogió el trozo de carne cocida. En el
estante inferior había dos hogazas de pan, tosco y lleno de semillas, y
paquetes de harina. Valentina pellizcó el pan para probarlo.
—Este pan es reciente —dijo—. No sé quién sería esta mujer… o quién
es, quizá, pero hacía el pan ella misma.
—¿Y qué pensaba que haría, en esta zona? —dijo Bisby—. No podía salir
un momento a comprar en la tienda más cercana.
En ese instante, Bisby se volvió y, con engañosa naturalidad, alargó el
brazo hacia el rifle como si quisiera apartarlo para poder sentarse en la otra
silla. La mano derecha del chukchi actuó con tanta rapidez que el atento
Stovin creyó que la mano ya estaba sobre el rifle desde el principio. El cañón
se levantó y apuntó al estómago de Bisby. El chukchi dijo algo, deprisa,
guturalmente. Bisby escuchó con atención, y replicó con un par de palabras
igualmente ininteligibles. Poco a poco, el chukchi bajó el cañón, y luego puso
el rifle en su regazo.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Soldatov. Su rostro estaba pálido.
Bisby se alzó de hombros.
—Los chukchi no hablan como los esquimales, ni mucho menos, aunque
hay muchas palabras similares. Creo que me ha dicho que tenga cuidado. Yo
le he contestado que soy su amigo.
—¿Lo eres? —preguntó Stovin. Fue una extraña pregunta.
—Él no puede clasificarme —dijo Bisby—. Creo que eso es lo que le
fastidia. El problema, desde su punto de vista, es que no me parezco a nadie
que él haya visto antes. Tengo ciertos rasgos de esquimal, y hablo un poco
esquimal, pero él sabe que no soy esquimal. Al menos, piensa que lo sabe. Y
ese error podría ser muy útil, desde nuestro punto de vista.

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—¿Por qué? —preguntó Diane.
Bisby parecía estar repentinamente harto del tema, y se puso a colocar
platos en la mesa, listo para comer.
—Bueno, los chukchi no sienten mucho cariño por los europeos, como ya
se ve. Pero odian a los esquimales. Los odian por encima de todo. Al menos,
siempre había sido así… Las cosas pueden haber cambiado. Pero lo dudo.
Una determinada reacción, mezcla de fatiga física y consternación y
agotamiento mental, empezaba a adueñarse de todos. El chukchi, con el rifle
aferrado, extendió una alfombra de piel de reno junto a la estufa. Los otros se
sentaron a la mesa, o permanecieron de pie junto a ella, para comer pan y la
carne fría partida por Valentina con el cuchillo de carnicero de la cocina.
Después, del modo más discreto posible, los tres hombres buscaron en la
cabaña el rifle de caza que, según Volkov, debía tener el hombre muerto;
«tanto por diversión como por utilidad en esta tundra», dijo el ruso. No había
rastro del arma. El asesino o asesinos debían haberla cogido.
La cabaña era cálida. Había un montón de leña cortada junto a la estufa.
Stovin cogió un leño y lo examinó críticamente. Diminutas y brillantes
partículas yacían incrustadas en la plateada corteza. Stovin se humedeció un
dedo y lo pasó por la madera, y luego se lo llevó a los labios. Sal… era
madera arrojada a la playa. La costa debía estar llena, eso era indudable, y el
mar no se hallaba a mucha distancia. El Obi y el Yenisei, incluso el Mckensie
canadiense, vertían enormes cantidades de madera continental en los mares
polares. Aquel trozo de madera podía haber viajado tres mil kilómetros, por el
Mar de Siberia Oriental o por el Mar de Beaufort, siguiendo una
contracorriente en el Estrecho de Bering, en verano, para pasar al Mar de
Bering y acabar en el gran Golfo de Anadir.
Había mantas en el camión, pero la tormenta bramaba con invariable
intensidad, hacía temblar la estructura de madera de la cabaña y de vez en
cuando alguna ráfaga volvía a introducir en la habitación el humo de la leña
que ardía en la estufa, a través de la misma chimenea. Era muy arriesgado
caminar en aquellas condiciones, aunque el tatra solo estuviera a veinte
metros. También ignoraron, por tácito acuerdo, el hecho de que en la
habitación contigua había una cama llena de mantas. Se dispusieron en el
suelo. Los Soldatov usaron una alfombra de piel de reno para taparse, y
Stovin y Diane el tosco tapete rojo que los anteriores propietarios habían
utilizado como mantel.
Diane se apretó contra el cuerpo de Stovin, y este notó la agradable caricia
del rubio cabello femenino en su mejilla. Al mirar al otro lado de la

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habitación vieron que Valentina Soldatov los observaba sonriendo por
primera vez aquella noche. La rusa dijo algo en voz baja a su esposo, que
levantó la cabeza que tenía apoyada en la piel de reno y miró a los otros. Una
franca sonrisa fue extendiéndose en su rostro, y sacó la mano para hacer el
signo de buena suerte. Un poco violento, Stovin devolvió la sonrisa. Volkov,
que había extendido su anorak de piel junto al de Bisby, cerca de la estufa, se
acercó a los otros. Señaló discretamente al chukchi, sentado al otro lado de la
estufa, inclinado sobre la mesa y al parecer casi dormido.
—Creo —dijo Volkov— que deberíamos dejar encendidas las lámparas.
Y que los cuatro hombres nos turnemos para que siempre haya uno despierto.
Si les parece bien, yo haré la primera guardia. Lo despertaré a usted, doctor
Stovin, dentro de dos horas, y al cabo de otras dos horas usted despertará al
doctor Soldatov. Finalmente el doctor Soldatov despertará a Paul Bisby. Creo
que es lo más seguro.
—Estoy de acuerdo —dijo Stovin—. Me parece…
En ese momento, el chukchi se levantó. Sin pronunciar una sola palabra,
se acercó al dormitorio, descorrió el pestillo y entró en la otra habitación.
Poco después salió tambaleándose con el hombre muerto cargado en su
espalda. Señaló violentamente la puerta de la cabaña. Bisby, que le observaba
atentamente, vio que el soldado llevaba el rifle colgado del hombro derecho,
de modo que en una fracción de segundo podía dejar caer al muerto y
ponerlos a todos en un apuro. Bisby se aproximó a la puerta, muy despacio,
apartó las tres tablas de madera y la abrió. Una ululante ráfaga de nieve y aire
helado barrió la habitación unos instantes. El chukchi se acercó al umbral y,
con un ronco grito, echó afuera el cadáver. Bisby le ayudó a cerrar y asegurar
la puerta. El chukchi señaló el dormitorio con la cabeza, como si formulara
una pregunta. Bisby sacudió la cabeza. El soldado se encogió de hombros
despectivamente y entró en el dormitorio, sin soltar el rifle, y cerró la puerta.
Casi en el mismo instante, se oyó crujir la cama, y al cabo de poco se inició
un constante y rítmico ronquido. Igual que un fantasma, Volkov se deslizó
sobre el suelo y aseguró el pestillo externo.
—Creo que vamos a poder dormir, todos. Será imposible que salga de ahí
sin hacer ruido. Buenas noches.
Para Diane, con la mejilla apoyada en el grueso jersey de Stovin, la noche
fue extraña, inquieta. Stovin se durmió con bastante facilidad. Su mano
izquierda se puso en la cara de Diane, mientras él dormía, y se enredó en el
cabello de la mujer. Diane estuvo despierta más de una hora, escuchando la
furia de la tormenta que con su presión hacía crujir la cabaña. Además, de vez

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en cuando parecían oírse otros sonidos, ruidos diferentes… golpes en la otra
pared y, una vez, un apagado grito. ¿El viento? Diane pensó por un momento
en despertar a Stovin, pero este dormía bien, y la idea parecía estúpida.
Era mejor dormir mientras se pudiera. Afuera había un mundo nuevo,
cualquiera podía coger cualquier cosa. Y esa cosa puedo ser yo, pensó Diane.
El día anterior había visto que el chukchi la miraba. Volvió a estremecerse.
¿Qué nos está pasando a todos?, se preguntó, y poco a poco fue dejándose
dominar por algo parecido al sueño.

—¿Has visto esta basura? —dijo Richie McPhee, de pie junto a la baranda.
Pasó una lata de cerveza fría al hombre alto y canoso que estaba sentado
junto a él en una silla de mimbre, y dio varios golpecitos a un documento con
tapas azules. Daba la impresión de que la casa estaba cocinando a sus propios
habitantes en el feroz calor del sol de enero, abrasador en el hirviente azul del
cielo estival en Australia Occidental.
—¿Te refieres al aviso de Perth? —dijo lentamente el otro—. Sí. Lo he
visto.
—Supongo que es hora de que esos holgazanes de Perth muevan el trasero
y se enteren de los problemas que hay para cuidar ganado —dijo McPhee—.
¿Crees que por lo menos habrán oído nombrar Camballin alguna vez? ¿Que
hemos cambiado de curso el maldito río Fitzroy, que hemos regado tres mil
condenadas hectáreas? El ganado de Kimberley no morirá, no mientras el
Fitzroy siga ahí.
Cogió el documento de tapas azules y lo leyó en voz alta, irónicamente.
—Escucha esta porquería, Denis: «El descenso de lluvias en Australia
podría ser, en general, del cincuenta por ciento, con zonas aisladas en peores
condiciones. En Australia Occidental, las actuales condiciones apropiadas
para la cría de ovejas y ganado irán cambiando hasta ser totalmente
inapropiadas, al menos para los rebaños actuales. La previsión más optimista
que puede hacerse es que las precipitaciones anuales serán como mínimo un
treinta por ciento inferior a las actuales. Lo más probable es que este cambio
tenga lugar en un período de tiempo de cinco años.» ¿Por qué narices hablan
de «precipitaciones», Denis? ¿Qué hay de malo en decir «lluvias»?
—Así habla esa gente —dijo lacónicamente el otro—. No lo sé, Richie…
tal vez tienen razón. Lo que ha llovido este año, y nada, es lo mismo… no
recuerdo otro año peor. Hemos perdido algunas cabezas, en la parte sur de
Kimberley. Entregamos mil cabezas… casi todas más delgadas que un palillo,

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salvajes, sin marcar, fuera de temporada. No es un total muy elevado para
medio millón de kilómetros cuadrados. Además pesaban menos de doscientos
cincuenta kilos, y no pasaron de cuatrocientos en el lote para alimentación.
Poca cosa. Ha sido un año espantoso, y el que viene no será mejor.
—Bah, siempre es el peor año del siglo en Kimberley —dijo McPhee.
Cogió la lata de cerveza vacía y la lanzó contra una paloma de cresta
verde que picoteaba el polvo alrededor de los pilotos.
—Fíjate en ese condenado pájaro —dijo—. Parece un animal doméstico.
—Tiene sed —dijo el otro.
—Entonces tendría que volar hasta el Fitzroy —dijo McPhee—. Un
terreno estupendo ahora, para el ganado o para las palomas. Así ha sido desde
que cambiamos el curso del río. ¿Quién podía pensar que un día íbamos a
criar ganado en el Gran Desierto de Arena, eh? Siempre habrá agua allí,
Denis.
—¿Sabes que han anunciado nevadas en el sureste, frío del bueno? —dijo
el otro—. Parece que han tenido que largarse de las bases del Antártico. Un
verdadero período glaciar, dicen.
McPhee se echó a reír.
—El personaje que escribió esta basura tendría que venir a Olive Station y
ver lo que es un período glaciar —dijo.
—Parece que la situación es precisamente así —dijo Denis—. Frío para
unos, más sequedad para otros. Un tiempo rematadamente seco.
—Siempre habrá agua en Olive —dijo McPhee—. Mientras tengamos el
río Fitzroy. ¿Y quién va a secar el Fitzroy? Contéstame a eso, Denis.
El otro dio unos golpecitos al informe de tapas azules.
—Es posible que algún holgazán de Perth lo haya hecho, Richie —dijo.

El enorme rinoceronte de la India sacó su prehistórica cabeza, con el


característico cuerno, fuera del casi impenetrable muro de siete metros de
hierbas saccharum. Sus ojos, menudos y miopes, se posaron sin ninguna
curiosidad en la arenosa extensión de la llanura fluvial. El animal era un
prototipo de su raza, de la que apenas novecientos ejemplares habitaban en el
vasto subcontinente indio, y ninguno en otros lugares. Pero el rinoceronte no
tenía enemigos aparte del hombre, e incluso el hombre, pese a que se
mostraba irritante con sus elefantes y sus cámaras, había dejado de
representar un peligro en la reserva de Chitawan.

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El rinoceronte estaba inquieto. En Nepal, en aquellos días de enero, era
agradable encontrar profundas charcas de barro donde poder retozar; los
arroyos de Chitawan se llenaban con unas lluvias que siempre habían
alcanzado promedios anuales de 2500 milímetros. El rinoceronte había
descubierto que todos los agujeros estaban secos. Al salir por fin de la jungla
de hierba, trotó a lo largo de la orilla del río, seguido por dos hembras y una
cría. El río era un inadecuado hilo de agua. El rinoceronte alzó una vez más su
enorme cabeza, y gruñó de cólera. Luego cruzó el lecho del río y, seguido por
los otros tres, se acercó lenta y pesadamente al liso y amarillento césped que
había delante de él. En la pequeña choza con techo de hierba, situada en un
extremo de la pista de Chitawan, el hombre que había tocado un cuerno para
asustar al búfalo que pastaba allí —estaba a punto de aterrizar el avión de
Katmandú— contempló la escena paralizado por la sorpresa. Los cuatro
rinocerontes ya habían desaparecido en el valle cuando llegó el Land-Rover
de Chitawan entre ráfagas de polvo, listo para ir al encuentro del avión.
—No he visto nunca una cosa parecida —dijo el hombredel cuerno al ex
soldado gurka que conducía el Land-Rover—. Jamás los había visto bajar
hasta el valle. Pronto estarán en el pueblo. Y alguien matará a los
rinocerontes.
El gurka había recorrido el mundo como soldado, desde Aldershot hasta
Adelaida, y dedicaba poco tiempo a campesinos, aunque pertenecieran al
sofisticado tipo de campesinos que trabajaba en pistas de despegue y
aterrizaje.
—Eso está rigurosamente prohibido —dijo fríamente.
—Pero esto no había sucedido nunca —respondió el campesino.

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Stovin fue el primero en despertar. Al principio se esforzó en recordar dónde


se hallaba, y luego se sintió inundado por una sensación de indomable
desasosiego. Echaba de menos algo, y durante algunos instantes permaneció
inmóvil, meditando. Después, lo comprendió. La cabaña había dejado de
crujir. La tormenta había pasado. Apartó suavemente la cabeza de Diane de su
entumecido hombro. La mujer se movió de modo convulsivo, murmurando
algo en sueños. Stovin puso la cabeza de Diane sobre un pliegue del anorak, y
se levantó con torpes movimientos. Se sentía constreñido, incómodo y viejo.
En el dormitorio podía oír al chukchi, roncando y gruñendo en sueños.
Volkov estaba boca abajo junto a la estufa. Al lado del ruso se hallaba Bisby,
con los ojos abiertos. El piloto esbozó una lenta sonrisa, pero no dijo nada.
Los Soldatov, abrazados, seguían durmiendo. La habitación estaba fría.
Stovin se acercó a la estufa, abrió la portezuela y echó dos leños. Después fue
hasta la puerta, quitó las tablas y la abrió, contemplando la inmensidad blanca
mientras un aire intensamente frío entraba en la cabaña. Por fortuna la puerta
se hallaba en el lado de la vivienda expuesto al viento, de modo que la fuerza
del poorga había amontonado una cantidad de nieve relativamente escasa
delante de ella. El exterior aún estaba tan oscuro como la noche. Stovin miró
su reloj y vio que casi eran las ocho de la mañana. El hombre muerto, junto a
la puerta, era un simple montón de nieve. En la línea de la carretera, apenas
visible, se encontraba la mole blanca del enorme camión tatra, inclinado de
costado. El vehículo estaba enterrado en nieve y, en cualquier caso, el motor
debía estar totalmente congelado. El tatra no iba a servir para nada. La valla
con que había chocado aparecía grotescamente suspendida, envuelta en nieve,
y apuntando hacia el cielo como blancos dedos. La parte intacta de la valla
rodeaba la cabaña formando un tosco rectángulo. Junto a la casa había otra
edificación de madera, más basta, con techo pero sin chimenea en lo alto. Era
pequeña, no mucho mayor que una anticuada garita de centinela. El lavabo,
supongo, pensó Stovin. Un lavabo al aire libre, con el tiempo que hacía…
Hacía tanto frío que respirar creaba la sensación de que los pulmones
ardían. Al cabo de un rato, la temperatura corporal de Stovin empezó a
acomodarse. Al salir de la garita de centinela, vio que Bisby aguardaba fuera.
El joven norteamericano arrugó la frente al ver que Stovin cerraba la
cremallera de sus pantalones.

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—Nunca hagas eso, Sto. Nunca corras ese riesgo con este tiempo. Solo
debes desnudarte cuando tengas alguna protección. Un solo toque del poorga
a este corral, y echarías de menos algo que aprecias. Así que ten cuidado.
—¿Qué has dicho? ¿Corral?
—Sí —dijo Bisby—. Espera a que acabe. Te lo enseñaré.
Cuando salió Bisby, los dos hombres se aproximaron a la segunda
estructura contigua a la casa. Bisby abrió uno de los sólidos postigos de
madera, y ambos atisbaron el interior. Hubo ruido de pisadas, un resoplido…
y un apestoso olor. El cobertizo, porque no era más que eso, parecía contener
animales, aunque era difícil ver de qué tipo dada la oscuridad.
—Fíjate, qué preciosidades —dijo Bisby—. Lo mejor que he visto desde
hace tiempo.
Vio la expresión de incomprensión de Stovin, y se echó a reír.
—Renos, Sto. Cuatro renos. Debimos suponerlo. Ayer por la noche creí
oírlos, cerca de la pared. Y supongo que son renos de tiro. Si fueran para
comer, estarían en el campo, sueltos. Pero en ese caso serían más pequeños.
Tendrán musgo seco ahí dentro. Un reno criado para comer nunca tragaría
eso.
Volvieron a la cabaña, donde los demás estaban despertando.
—¿Pretendes decir que… nos lo podemos comer? —dijo lentamente
Stovin. Se dio cuenta de la estupidez de la pregunta en cuanto salió de sus
labios.
—Comerlos, demonios —dijo Bisby—. Sto, esos renos significan
transporte. Debe haber trineos por aquí, o cerca de la casa. Por fuerza. Opino
que un trineo es un medio de transporte más fiable que un automóvil, y hay
más combustible en forma de musgo que gasolineras. El hombre muerto
usaba los renos. Así recorría su trozo de carretera.
—Pero ¿sabremos manejarlos…? No sabemos nada de renos.
—Yo sí —se apresuró a contestar Bisby—. Escucha, ha pasado mucho
tiempo. Pero el gobierno de los Estados Unidos llevó renos a St. Lawrence
Island hace veinte años, para evitar que los esquimales se quedaran una buena
cantidad de ballenas.
Bisby hizo una pausa, y se rio amargamente.
—El gobierno quería que se utilizaran como comida, como sustituto de las
ballenas, ¿sabes? Una gran manada, ocho mil cabezas, quizá más. Los
animales no se adaptaron bien. Curiosas criaturas, los renos. Solo comen un
tipo de musgo, y parece que ha de ser el musgo de su tierra. Pero mi padre…
bueno, fue muy listo al probarlos para tirar de los trineos, en lugar de los

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perros. Compró varios renos y los adiestró en Ihovak durante años, antes de…
bueno, él nos enseñó a mí y a mis primos. Sé mucho de renos.
Volkov se acercó a los norteamericanos, frotándose los ojos, y Stovin fue
a ver a Diane, sentada en el mismo sitio donde había dormido.
—Dios mío, Sto, me iría bien un baño —dijo ella, revolviéndose el
cabello—. ¿No hay… un lavabo?
Stovin señaló la puerta.
—Ahí fuera —dijo.
—¿Bromeas?
—No, ahí es donde debes ir. Y, Diane… ten cuidado. Hace mucho, mucho
frío, un frío que no has conocido en toda tu vida. Abrígate bien antes de salir.
Diane vaciló.
—Ese hombre… ¿todavía sigue…? Qué tonta soy. Naturalmente que
estará ahí.
—Sí —dijo Stovin—. Sigue ahí. Pero está cubierto de nieve. No podrás
verlo.
Diane y los Soldatov salieron fuera, uno a uno. Volkov, que ya había
salido antes, convocó una reunión en cuanto todos estuvieron dispuestos,
mientras Valentina cortaba carne y pan. Había encontrado té en un aparador,
y una olla hervía sobre la estufa.
—Creo —dijo Volkov— que solo podemos hacer una cosa. Mi amigo —
señaló a Bisby— dice que hay renos en el cobertizo. Y en ese caso habrá
trineos en alguna parte. Los usaremos para llegar a Uelen. Paul —era la
primera vez que usaba el nombre de pila del piloto— cree que sabrá manejar
un trineo. Pero somos cinco, y necesitaremos dos trineos.
—Somos seis, si contamos al soldado —dijo Soldatov en voz baja.
—No podemos contar al soldado —dijo Bisby. Su voz era brusca—. No
se quedará con nosotros. Se marchará con los otros chukchi en cuanto tenga
una oportunidad. Y por eso mismo debemos irnos lo antes posible, con los
cuatro renos y dos trineos. Quedarse aquí es peligroso.
—¿Por qué? —dijo Soldatov—. Si nos quedamos aquí, antes de dos días
pasarán vehículos por esta carretera. Tenemos comida. Podemos resistir.
Volkov empezó a hablar, pero Bisby le interrumpió.
—El chukchi no se quedará aquí —repitió—. Se irá en cuanto salga por
esa puerta. —Señaló hacia el dormitorio—. Y volverá con sus amigos. Aquí
hay cosas… y personas… que pueden ser de su agrado. No quiero asustar a
nadie, pero me refiero a las mujeres, Diane y Valentina.

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Valentina se agarró del brazo de su esposo. Soldatov contestó
airadamente.
—¿De qué está hablando? Ese hombre es un soldado soviético.
—Ese hombre ya no es un soldado soviético. Es un chukchi criado entre
renos… uno de los guerreros más fieros y crueles del Ártico. Ustedes, los
rusos, necesitaron cien años para someter a los chukchi. No lo consiguieron
hasta hace cuarenta años. Y este chukchi posee un rifle automático, algo que
no posee casi ninguno de los suyos, gracias a Dios. Pero él volverá con sus
amigos. Hoy mismo, o mañana como mucho. Por eso debemos irnos ahora
mismo. Tendremos una ventaja adicional con los renos y los trineos.
—¿A qué te refieres? —dijo Stovin. Estaba perplejo, pero Volkov asintió
lentamente como si ya supiera lo que iba a contestar Bisby.
—Con los renos, y bien tapados, pareceremos chukchi. No pensarán que
somos esquimales, porque casi todos los esquimales usan perros. Y eso nos va
muy bien, porque supongo que los chukchi irán a la caza de esquimales. La
cuestión es, ¿quién puede conducir el segundo trineo?
Bisby observó pensativamente al grupo. Volkov fue el primero en hablar.
—Lo intentaré —dijo sonriente—. Un hombre al servicio del Ministerio
de Asuntos Exteriores puede hacer cualquier cosa.
Bisby sacudió la cabeza.
—Creo que no, Grigori. Hacen falta manos sensibles… Estoy pensando
en una de las mujeres. Usted, Valentina. Usted comprende a los animales.
—¿Por qué no yo? —dijo Diane—. Yo también entiendo a los animales.
—Se sentía vagamente irritada al ver que no contaban con ella, aunque no le
gustaba la idea de conducir un trineo.
—No —repitió Bisby—. Valentina comprende a los animales con esto. —
Se tocó el estómago—. Pero usted… su comprensión, Diane, reside sobre
todo en su cabeza.
Se volvió hacia Volkov.
—¿A qué distancia supone que está ese lugar… Uelen?
—Setenta kilómetros, aproximadamente.
—Perfecto. Escuchen. Un par de renos que tira de un trineo puede hacer
diez o doce kilómetros por hora en una superficie buena, quizá más si se trata
de un terreno realmente liso, como una carretera. Pero necesitan pararse, más
a menudo que los caballos. Digamos que cada dos horas. Necesitan musgo y
descanso. Suponiendo que encuentren musgo. Esa nieve es demasiado alta.
Hubo ruidos en el dormitorio, y un sonoro erupto del chukchi. Oyeron que
se levantaba y empujaba la puerta. El soldado prorrumpió en airados gritos, y

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golpeó la madera.
—Podríamos dejarlo ahí —musitó Diane—. La puerta está cerrada por
fuera.
Bisby sacudió la cabeza.
—Imposible. Tiene el rifle. Lo primero que hará será disparar para saltar
el pestillo. Y no sería agradable estar aquí dentro cuando lo haga. No, será
mejor que permanezca donde podamos verlo.
Se acercó a la puerta y descorrió el pestillo. El chukchi salió arrastrando
los pies, y miró a los presentes recelosamente. La transformación que estaba
operándose en él era alarmante. Hacía dos días, incluso la mañana anterior,
era un soldado soviético de excelente aspecto, con el uniforme limpio,
afeitado y lavado. Hoy lucía una barba de un día. Su capa estaba manchada
con la grasa de la cena. Iba desgreñado, parecía un salvaje. Se acercó a la
mesa, arrancó un trozo de carne del hueso y se lo metió en la boca. Se oyó un
ruido sordo; un reno se había apoyado en la pared. Pero el chukchi, que comía
vorazmente, no pareció darse cuenta. Cuando terminó, miró a los demás de
modo amenazador y se dirigió a la puerta, con el rifle colgado del brazo
izquierdo. Abrió la puerta y permaneció en la entrada, emitiendo un extraño
grito gutural. En alguna parte, al otro lado de la carretera, sonó un grito
similar, un grito agudo y apagado, pero a menos de medio kilómetro de
distancia. El chukchi, distraídamente, dio una patada al cadáver envuelto en
nieve. Los otros le observaron en silencio, fascinados. Se levantó una nube de
nieve en la carretera. Cuando la nube se despejó, vieron que un trineo
arrastrado por dos renos se hallaba cerca de la casa. Tres chukchi, vestidos
con gruesas pieles, saltaron del trineo y se aproximaron al soldado. Hablaron
rápidamente, en tonos guturales, durante unos instantes, y uno se echó a reír
sonoramente y dio una palmada en la espalda al soldado. Este, sonriente,
volvió a la casa, donde aguardaban los norteamericanos y los rusos. Los miró
con indiferencia, como si estuviera eligiendo entre ellos. Finalmente señaló a
Valentina, mientras se quitaba el rifle del hombro. Dijo una sola palabra
gutural a la rusa, y señaló la puerta. Valentina se encogió junto al pálido
Soldatov. Tras un gruñido de impaciencia, el chukchi hizo que el rifle
describiera un gran arco, estiró un brazo y cogió a Valentina por el cabello.
La rusa chilló. El chukchi, medio riendo, medio gruñendo, la arrastró hacia la
puerta, con el rifle, a la altura de la cadera, apuntando a los demás. Impotente,
Soldatov inició un paso al frente. Pero Bisby fue más rápido. Diane,
paralizada y horrorizada al ver que el soldado arrastraba a Valentina hacia la
puerta, recordaría posteriormente que nadie había visto moverse a Bisby. Pero

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de repente este apareció al lado del soldado. Y la afilada punta del cuchillo
que Valentina había usado para cortar carne estaba apretada a la garganta del
chukchi, con tanta fuerza que un reguero de sangre surgió del cuello del
soldado y se extendió manchando la capa que tenía puesta. Los ojos del
chukchi estaban desorbitados. Bisby apretó un poco más el cuchillo, y el
soldado soltó el cabello de Valentina, que retrocedió dando tumbos.
Bisby apretó su cuerpo al del chukchi, casi como si ambos estuvieran
bailando. El cuchillo seguía en el cuello. Aunque el chukchi seguía
sosteniendo el rifle detrás de Bisby, era imposible que pudiera deslizar la
mano hasta el gatillo sin que Bisby lo notara.
—Coge el rifle, Sto —dijo Bisby—. Y cuando yo retroceda, me lo das
enseguida.
Stovin arrancó el rifle de la mano del chukchi. En ese mismo instante,
Bisby dio un violento empujón al soldado y cogió el rifle. Dio un paso atrás,
con el cañón apuntando al estómago del otro hombre. Los tres chukchi que
estaban afuera, en la oscuridad matutina, observaron en silencio, sin moverse.
Bisby señaló el trineo de renos, y pronunció una sola palabra. Poco a poco,
volviendo la cabeza de vez en cuando, los cuatro chukchi caminaron por la
nieve hacia el trineo. A medio camino se inició una violenta discusión, y el
soldado y otro chukchi retrocedieron hacia la casa. Instantáneamente se oyó
un desgarrador disparo de rifle, y la nieve saltó a los pies del soldado. Los
cuatro se volvieron y se alejaron hacia el trineo, corriendo y tropezando. Poco
después desaparecían en medio de una nube de nieve. Bisby sonrió y dio
cariñosas palmadas al rifle.
—Muy útil esto —dijo.
Volkov extendió la mano derecha.
—Creo que… bueno, es material soviético.
Bisby miró al ruso. Su voz no reflejó emoción alguna.
—No, Grigori. Yo lo tengo, yo me lo quedo. De momento.
Valentina, pálida y con huellas de lágrimas en las mejillas, puso una mano
en el hombro del piloto, se irguió y le besó. Bisby sonrió, y la tensión fue
suavizándose.
—Volveré a hacerlo si usted sigue premiándose así —dijo—. En cuanto…
Todos rieron espontáneamente, Volkov incluido. Pero Stovin observó que
Bisby seguía agarrando el rifle con firmeza. Y que Volkov vigilaba al piloto.

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Volkov observó los preparativos de la marcha con creciente sensación de


irrealidad. Había logrado ocultar dudas y temores, tanto a los demás como a sí
mismo, mientras había estado al mando del grupo. Pero esa situación había
variado. En efecto, la dirección había pasado repentinamente a Bisby, porque
era obvio que solo el piloto comprendía la naturaleza del mundo en que
estaban moviéndose. Ninguno de los viajeros entendía a Bisby. Y él, Volkov,
se sentía aislado, solo entre norteamericanos. Cierto, se dijo Volkov, los
Soldatov también eran ciudadanos rusos. Pero el doctor Soldatov, aunque
dotado de elevada inteligencia en su campo, en otros aspectos se mostraba
como un ingenuo. Y Valentina Soldatov era… su esposa. Por primera vez en
su vida, Volkov estaba incomunicado con sus superiores. Sabía que
seguramente le reprenderían, hiciera lo que hiciera. Sin embargo, su tarea
seguía pendiente. Debía llevar al grupo de Stovin a los Estados Unidos, y
debía hacerlo sin poner en peligro sus vidas ni una pizca más que lo
necesario. La extraordinaria revuelta chukchi, que sin duda no debería ser
presenciada por norteamericanos, no había sido —no podía haber sido—
prevista por sus superiores en Moscú, del mismo modo que era imprevisible
la emergencia que obligó al grupo a tomar tierra en Anadir. Debo actuar
dentro de las posibilidades de que dispongo, pensó Volkov. Mi tarea es que
los otros lleguen allí como sea.
Bisby estaba inspeccionando los trineos. Había encontrado tres, apoyados
en las paredes del cobertizo de los renos. Casi eran idénticos, pero el piloto
había elegido los dos que parecían hallarse en mejores condiciones. Tenían
cuatro metros de largo y un metro de ancho. El suelo del trineo se alzaba
sobre una estructura de madera que enlazaba los patines de acero, un palmo
por encima de la nieve. El conjunto estaba rodeado por una barandilla de
escasa altura, en cuya parte delantera sobresalía una sólida pieza de madera en
forma de arco a la que se ataban los arreos. Con sumo cuidado,
metódicamente, Bisby examinó los patines en busca de grietas o distorsiones.
Una vez satisfecho, volvió a la cabaña. Valentina, con la nariz arrugada, había
puesto a hervir una olla de hierro llena del barro congelado de los trineos.
Divertido por las muestras de asco de la rusa, Bisby se llevó la olla afuera y
empezó a untar el barro en los patines, con las manos envueltas en trapos para

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no tocar el helado metal. El piloto levantó la cabeza y sus ojos se encontraron
con los de Valentina, que le observaba llena de curiosidad.
—Con esto será mucho más fácil conducir —dijo Bisby—. El acero no es
el mejor material para los patines… es preferible que estén hechos con hueso
de ballena o madera de abedul blanco… Pero el acero resiste más. El único
problema es que el metal se impregna de nieve, y la nieve se hiela.
Terminó de untar el barro, y Valentina trajo lo que él había pedido: un
grueso trapo empapado en agua caliente, que Bisby pasó rápidamente por los
patines. El agua se heló en el ya congelado barro casi nada más tocarlo,
dejando una superficie de liso hielo. Bisby colocó un trineo en una uniforme
extensión de nieve amontonada, y le dio un golpecito con la palma de su
enguantada mano. El trineo se deslizó suavemente, casi como si volara. Bisby
asintió, satisfecho, y repitió el proceso con el segundo trineo.
—¿Dónde aprendiste eso? —dijo Stovin.
—Oh, en Ihovak, en los viejos tiempos. —Su voz era vaga, ligeramente
remota, como siempre que le preguntaban algo sobre sus días entre los
esquimales—. No hay que fiarse de unos patines de acero cuando hace mucho
frío. Pero supongo que ese pobre tipo no era esquimal. Él confiaba en el
acero.
Cuando fue al cobertizo para sacar los renos, Bisby observó críticamente a
los animales. Dos eran jóvenes; sobre todo uno, que entre malhumorado e
indócil empezó a dar coces cuando Bisby le ató con la correa de piel de foca,
que pasó alrededor del cuello y entre las patas antes de quedar asegurada en la
parte delantera del trineo. Los otros dos renos eran más viejos y dóciles: era el
mejor par para Valentina. Bisby los ató cuidadosamente al trineo más
pequeño, dando dos vueltas a las ligaduras. Después llamó a Valentina, y
empezó a dar explicaciones.
—Que vayan a su paso, a menos que corran muy poco. Parece que están
bastante acostumbrados a tirar de un trineo, y sabrán lo que han de hacer. Lo
importante es pararse tantas veces como sea posible… porque estos animales
necesitan comer. Pero yo iré delante, en el primer trineo… yo marcaré el
paso. Nos llevaremos todo ese musgo seco, tal vez sea suficiente. La nieve —
señaló la ondulada inmensidad blanca más allá de la parte visible de carretera
— debe tener mucha altura. Es posible que los animales no puedan alcanzar
con la boca el musgo de las rocas, si hay demasiado hielo.
Bisby miró al cielo, y se contrajo de hombros.
—Y además, parece que volverá a nevar. Será un viaje difícil, pero si
nieva los chukchi no podrán acercarse. Será mejor que salgamos en cuanto

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hayamos cargado los trineos.
Hacer los paquetes y cargar los trineos costó casi una hora. Bisby y las
mujeres se encargaron de ello. Stovin, resuelto a ser útil, llevó a los otros dos
hombres al borde de la carretera donde, convenientemente espaciados, podían
estar atentos a los chukchi. El frío era intenso, y todos iban tan abrigados que
apenas los ojos, con las pestañas llenas de molesta escarcha, eran visibles en
los huecos de la ropa. Stovin se agazapó al borde de la carretera y, a través de
los cristales que se insinuaban en el aire que exhalaba, observó la llanura de
nieve, grisácea y sin rasgos salientes, delimitada a ambos lados por una
cordillera montañosa baja pero extensa: el borde del Khrebet de Chukotsk, al
norte, y la línea de montañas de la Península de Chukotsk al sur, según
explicaciones de Soldatov. Nada se movía en el desierto paisaje. La línea de
la carretera, enterrada en nieve no hollada por vehículos, serpenteaba y
descendía ligeramente hasta un valle. Solo era reconocible porque la nueva
nieve amontonada era más blanca que la que había a los lados. ¿Adónde
habían ido los cuatro chukchi a primeras horas de la mañana? Habían
desaparecido. Casi en ese mismo instante, Stovin vio una mota negra muy
lejos. El uniforme y apagado tono blanco grisáceo del paisaje hacía imposible
juzgar la distancia, pero Stovin calculó que la mota negra se encontraba a
poco más de un kilómetro hacia el este. La luz diurna —si era posible
llamarla así en un mes de enero a pocos cientos de kilómetros del Círculo
Polar Ártico, pensó Stovin— había alcanzado la brillantez máxima de la
jornada: algo así como un súper crepúsculo, un centelleante cielo que en
Europa o América podía preceder a la tormenta. Stovin observó atentamente
durante unos momentos, y luego llamó a Volkov, situado a doscientos metros
a la izquierda. El ruso llegó junto a Stovin un minuto más tarde, resoplando a
causa del esfuerzo, y estaba envuelto en una nube de diminutos cristales de
nieve. El sonido de su voz brotó amortiguado, porque Bisby había advertido
que «hay que hablar a través de la ropa, y no hay que quitarse la capucha a
menos que se quiera perder un labio o la nariz. La cara puede quedar
congelada en un par de minutos, con el viento de frente, pero cuesta
muchísimo tiempo deshelarla, y pueden saltar trozos de piel». Con la cabeza
cerca de la ropa de Volkov, Stovin levantó la voz y señaló.
—Allí… a las dos en punto en el borde de aquel montecillo. ¿Lo ve…?
Hay algo…
Volkov forzó la vista. Tardó unos segundos en captar la marca negra de la
nieve, y luego asintió vigorosamente. Pocos instantes después empezó a bajar
la cuesta para volver con Bisby. Stovin permaneció inmóvil. Era obvio que

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estaba observando, pero una vocecita interna le decía que estaba allí porque
nada podía inquietarle tanto como para moverse. A su derecha, también
Soldatov parecía haber visto la distante mota y, en parte resbalando y en parte
andando, estaba retrocediendo hacia la cabaña. Avanzaba describiendo un
extraño zigzag, pensó Stovin. Pero ese detalle no despertó su curiosidad. Su
cerebro parecía estar encogiéndose, convirtiéndose en una helada piedra en el
centro del cráneo, mientras él continuaba agachado. El frío ocupaba todo su
cuerpo, como si nunca hubiera conocido el calor. Stovin no podía pensar en
otra cosa. Sin comprender el significado del hecho, su nueva y entumecida
mente observó que la mota se había movido, aunque solo de un modo
infinitesimal, en la blanca extensión. De pronto vio que Bisby estaba junto a
él, observando a través de las pieles que tapaban su cara el borde del
montecillo, a mil metros de distancia… ¿mil metros exactos…? ¿Qué estaba
diciendo Bisby?
—Un reno —dijo Bisby—. Solo uno, creo. Habrá chukchi cerca del
animal, en alguna parte. Deben ser los que vinieron a buscar el soldado esta
mañana.
Stovin hizo un esfuerzo para pensar racionalmente. Tenía la impresión de
hallarse fuera de su cuerpo, escuchando su propia voz.
Bisby sacudió la cabeza, y observó a Stovin con repentina, viva atención.
—Eso no es un caribú —dijo—. Nunca se ve un animal solitario. Estaría
muerto o con la manada. Es un trineo. Sto, no tienes buen aspecto. ¿Puedes
moverte?
No sin dificultad, Stovin asintió. Notó, de un modo absurdo, que se
quejaba de que Bisby le pusiera de pie.
—Apóyate en mí —dijo el piloto. Su voz era imperiosa, casi
amenazadora.
Stovin le miró inexpresivamente, pero no se movió. Bisby apartó su
enguantada mano y golpeó con fuerza el hombro de Stovin. La fuerza del
puñetazo hizo tambalear a Stovin, aunque este no percibió el impacto bajo las
capas de ropa. Sin embargo, el momentáneo movimiento le despertó
bruscamente. Dio un paso hacia Bisby y se desplomó, cayendo sobre la
espalda del piloto. Jadeante, en medio de una nube de cristales de nieve,
Bisby descendió penosamente la cuesta en dirección a la cabaña. Diane vio a
los dos hombres y echó a correr, pero cayó de bruces en la nieve. Cuando se
levantó, Bisby ya estaba allí. Un momento después Valentina dejó el trineo y
corrió hacia la casa.

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—Hay que meterle dentro —dijo Bisby—. Y no demasiado cerca de esa
maldita estufa. Examínenle las manos. Y usted, Valentina, prepare té. Geny,
vuelva a la carretera y vigile a los chukchi.
Metieron a Stovin en la cabaña, y Diane, con el rostro contraído por la
ansiedad, se dispuso a quitarle las gruesas botas.
—Déjelo —dijo Bisby.
Diane le miró, sin entenderle.
—Pero los pies… casi no se tiene en pie. Deben estar helados.
Deberíamos…
—Olvídese de los pies —dijo Bisby—. Hasta que yo pueda verlos.
Todavía no estarán muy mal, y aquí no empeorarán. Saldré para vigilar a ese
trineo chukchi.
Diane trajo té caliente y obligó a Stovin a beberlo. Volkov, que observaba
con gesto de preocupación, se puso junto a Stovin y ayudó a Valentina a
frotar las manos del accidentado. La mano que la rusa había cogido ya tenía
un tono ceroso en las puntas de los dedos, y Volkov sacudió la cabeza.
—Ha tenido suerte —dijo—. Un cuarto de hora más, y habría perdido las
falanges superiores de cuatro dedos. ¿Sabe qué temperatura hay afuera?
Stovin contestó que no. Ya empezaba a sentirse un poco mejor, y las
manos le ardían penosamente. También notaba que la sensibilidad iba
volviendo a sus pies. Volkov sacó del bolsillo un termómetro ordinario.
—El vigilante de la carretera tenía esto en el cobertizo de los renos —dijo
—. Cuando lo miré esta mañana marcaba cuarenta grados bajo cero. Y eso
dentro del cobertizo, doctor Stovin. Fuera debía haber cuatro grados menos,
como mínimo. Ya he visto anteriormente los efectos de la congelación. Es
muy desagradable. Hay que tener mucho cuidado. No deje de mover los
dedos, dentro de los guantes, cuando esté al aire libre. Y no apoye las manos,
aunque lleve puestos los guantes, en un mismo sitio durante más de un
segundo. En especial si se trata de nieve, hielo o metal.
Al recordar la posición de su enguantada mano, apoyada en el suelo para
conservar el equilibrio mientras estaba agachado, Stovin torció el gesto. La
debilidad ya había pasado y, a pesar del dolor, se sentía mucho más fuerte.
Cuando Bisby regresó pocos minutos más tarde, Diane preguntó si podía
desabrochar las botas de Stovin. El piloto asintió. La mujer sacó las botas con
dificultad, y Stovin no pudo contener un grito de dolor. Sus pies tenían
manchas rojas en algunas partes, y manchas cerosas en otras. Había puntos en
carne viva, con la piel levantada después de quitar los helados calcetines.
Diane friccionó los pies, casi llorando, pero Bisby no dio muestras de

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preocupación. El piloto fue a la despensa y volvió con una lata de tabaco llena
de una grasa grisácea con olor a pescado, y una botella de aceite.
—Grasa de foca —dijo—. Supongo que el vigilante de la carretera debió
comprarla a los esquimales, en algún punto de la costa. Los esquimales la
usan siempre, para todo tipo de cosas. Frótele los pies con un poco de aceite y
grasa. No están demasiado mal… no perderá ningún dedo. Pero no frote más
de dos minutos… ni un segundo más. De lo contrario se le hincharán los pies,
y no podrá volver a ponerse las botas. Y eso sería un problema grave.
Las dos mujeres lograron ponerle las botas no sin grandes esfuerzos.
Stovin notó un agudo dolor en los pies, detalle que según Bisby era una buena
señal.
—¿Por qué me ha pasado a mí? —dijo Stovin—. ¿Por qué no se helaron
Volkov y Geny? Todos estábamos allí… haciendo prácticamente lo mismo.
Bisby se echó a reír.
—Eres… bueno, no eres tan joven como los demás, Sto. Si fueras un
cazador de focas esquimal, o un chukchi experto en renos, estarías casi al
final de tu provechosa vida. Tu circulación sanguínea no es tan buena como la
nuestra. El frío te afectará más. ¿Qué temperatura había fuera, Grigori?
—Cuarenta bajo cero —dijo el ruso.
—Ahí lo tienes —dijo Bisby—. Debes tener cuidado, Sto. —Se volvió
hacia los demás—. Los chukchi deben estar acostados junto al trineo, lo que
significa que seguramente viajarán por la noche. Yo opino que no saben que
tenemos renos… ese soldado no parecía muy listo. Será mejor que salgamos.
—¿Acostados? —dijo Diane. Su tono era de incredulidad—. ¿En la
nieve?
—Los chukchi son como los renos —dijo pacientemente Bisby—. Son
nómadas. Cazan, viven, actúan y crían a sus hijos mientras viajan por este
territorio. Esta mañana habrán hecho un vivac en la nieve, habrán comido
alguna cosa, quizá un poco de reno seco, y ahora estarán dormidos. Pretenden
atacarnos por la noche. Creen que aún estaremos aquí, y que nos resultará más
difícil usar esto cuando haya más oscuridad que ahora. —Dio un golpecito al
rifle automático colgado de su hombro.
Los trineos estaban atestados de prácticamente todo lo que era portátil: la
olla, un hornillo, comida, todas las mantas excepto las que estaban manchadas
de sangre, cuchillos, incluso las pieles de las paredes. No tenían otra cosa,
aparte del maletín que habían sacado del avión —parecía que hubieran
transcurrido siglos— en Anadir. Lo demás, era de suponer, continuaba en el

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aeropuerto, si no lo habían robado. Sin embargo Volkov se había quejado de
la requisición en masa de la cabaña. Pero Bisby desatendió sus objeciones.
—Ese pobre que descansa ahí ya no necesita estas cosas —dijo—. Y
tampoco las necesita su mujer, esté donde esté, tanto si está viva como
muerta. Pero es posible que nos hagan falta a nosotros. No sabemos lo que
puede pasar, ni cuánto tiempo durará el viaje. Nada es seguro, Grigori. No
sabemos adónde vamos.
—Vamos al puesto aéreo de Uelen —dijo Volkov—. Y cuando estemos
allí, estos objetos —señaló los fardos de los trineos— serán sometidos a
investigación. Debemos tener cuidado.
—Lo principal —dijo Bisby— es tener cuidado de nuestras vidas. Y lo
que no nos llevemos nosotros, los chukchi se lo llevarán. En esos trineos no
hay nada que no pueda hacernos falta, aparte de…
Titubeó, y miró a Stovin.
—¿Qué? —dijo Stovin.
—Aparte de tus libros —dijo Bisby, y se dirigió hacia los trineos.
Diane guardó silencio. Empezaba a sentirse enojada. Pero Valentina
levantó una mano y tocó los doloridos dedos de Stovin.
—Bisby es joven —dijo la rusa—. Cuando se es joven, no se tiene
sensibilidad. Pero tenemos un dicho en Siberia… en la parte de Siberia que
conocemos, claro, no en este… en este desierto de nieve. «Con cuarenta años
no se es aún mujer, y cuarenta bajo cero aún no es helada.» Con cuarenta años
tampoco se es un hombre, querida. Un día, él lo descubrirá…
Era casi como volar. Una cosa increíblemente agradable y cómoda. Bien
arropada con mantas y pieles, con Stovin dormido y embozado al lado, Diane
estaba medio sentada en la parte trasera del trineo. Delante, oscilando sobre el
fondo azul oscuro del cielo de primeras horas de la tarde, ya salpicado con
miles y miles de estrellas, se hallaba la agazapada forma de Bisby. Este emitía
de vez en cuando un extraño, ronco grito mientras azuzaba con una
puntiaguda vara el costado del reno más rebelde, o tiraba de la correa para ir
más despacio y dar tiempo a que los renos de Valentina no se rezagaran.
Diane volvió la cabeza y miró por el minúsculo agujero que Bisby había
dejado en los fardos. A cien metros de distancia, el otro trineo seguía
avanzando; fumaradas de vapor blancuzco brotaban de los hocicos de los
animales y flotaban sobre ellos. Valentina estaba haciéndolo bien… mucho
mejor, reconoció mentalmente Diane, que lo habría hecho ella. Bisby no se
había equivocado. Ya se habían detenido dos veces para que comieran los
renos, pero a pesar de eso iban bastante deprisa sobre la uniforme nieve. Doce

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kilómetros por hora, dijo Bisby. Diane miró su reloj. En ese caso debían haber
recorrido cincuenta kilómetros. Más de la mitad del recorrido. Diane
contempló la inmensidad circundante. Durante kilómetros y más kilómetros el
paisaje había ofrecido un colorido grisáceo y monótono, inalterado por otro
color, sin que ese característico tono se aclarara u oscureciera de un modo
apreciable. No había detalle alguno donde fijar la mirada, era imposible
juzgar la distancia, el horizonte carecía de una línea indicativa del punto de
unión del helado terreno y el frígido cielo. ¿Cómo sabía Bisby hacia dónde
iba? Diane no lo comprendía. Ella le había visto mirar atentamente las
estrellas las dos veces que se habían detenido. Al menos iban en la dirección
correcta, de un modo aproximado.
De forma muy brusca, el crepúsculo del mediodía dio paso a la oscuridad
de la tarde. Lo único que Diane pudo ver por el minúsculo agujero fue la
blancuzca agitación del otro trineo, y las fumaradas del aliento de los renos
que ocultaban, un instante, las brillantes estrellas. Bisby observó los
alrededores. A un lado de la carretera —suponiendo que fuera la carretera—
un alargado reborde de poca altura se extendía hacia la oscuridad. Bisby
refrenó a los animales, y el trineo se detuvo lentamente. Pocos instantes
después, el trineo de Valentina se detuvo, de forma más torpe, a pocos metros
de distancia. Los renos patearon el duro bloque del suelo y sus resoplidos
formaron nubes de cristales. Bisby irguió la cabeza y olió el viento nocturno,
ligero pero perceptible, de vez en cuando reforzado por ráfagas más potentes.
El piloto inclinó la cabeza en señal de asentimiento, como si estuviera
confirmando cierta teoría, y azuzó de nuevo a los renos. El trineo, con el otro
detrás, se apartó de la anterior dirección del viaje y ascendió el reborde. Bisby
no se detuvo hasta llegar al lado expuesto al viento, ligeramente más
empinado. Después bajó del trineo y se dirigió al lugar donde aguardaban los
Soldatov y Volkov con el otro trineo. Los renos seguían de pie con estoica
paciencia, y ocasionalmente metían la cabeza en la nieve en un vano esfuerzo
por encontrar rocas y liquen.
—Se acerca otra tormenta —dijo Bisby—. Lo que los cazadores de
ballenas de esta costa llaman ventarrón. Nos exponemos a quedar cubiertos en
pocos minutos. Será mejor que nos dispongamos a pasar la noche aquí. Ese
reborde será buena protección… parece hecho para nosotros.
Con rígidos movimientos, Stovin y Diane, seguidos por los Soldatov y
Volkov, bajaron de los trineos. Después de haber estado en el calor de los
fardos y mantas del trineo, el ambiente exterior era penetrantemente frío, tan
punzante en el rostro como una rociada de metal fundido. Stovin sintió un

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terrible dolor en los pies, pese a que Diane había vendado la desgarrada piel
con trozos de un viejo camisón que encontró en la cabaña. La fuerza del
viento fue aumentando, fustigando la parte superior del reborde y formando
nubes de heladas partículas. Bisby cogió la larga vara con punta metálica que
usaba con los renos, y la introdujo en la nieve a lo largo del reborde. Regresó
poco después, al parecer satisfecho. Sacó de su mochila el gran cuchillo
hecho con hueso de ballena que había cogido en la cabaña.
—Voy a cortar bloques de hielo —dijo a los tres hombres—. La cantidad
suficiente para hacer un refugio. Acompáñeme y traigan los bloques aquí. No
los amontonen, o se fundirán. Yo los dispondré cuando acabe de cortar. —Se
volvió hacia las mujeres—. Saquen las mantas y las lonas de los trineos. Están
en un mismo fardo, no hay que revolver nada más.
Poco después se alejó hacia la parte alta del reborde. Stovin y los rusos le
siguieron tambaleándose. Pese a la miseria física que le oprimía, Stovin sintió
una ola de inesperada emoción por el modo con que Bisby cortaba los
bloques. El afilado cuchillo talló rápidamente la nieve helada, cortándola en
trozos rectangulares del máximo tamaño que un hombre podía transportar
llevándolos en el pecho. Uno a uno, los tres hombres retrocedieron
penosamente con la nieve cortada. Stovin notó que el corazón le latía
violentamente. Al pasar junto a Soldatov, de regreso a los trineos, vio que
también el ruso avanzaba con dificultad. Solo Volkov parecía relativamente a
salvo de los rigores de la noche. El viento se intensificaba por momentos.
Para su enorme disgusto, Stovin se dio cuenta de que estaba sudando dentro
del parka, y que el sudor se helaba y le envolvía en una ligera capa de hielo.
En cuanto estuvo satisfecho de la cantidad de bloques cortados. Bisby
inició la construcción. Sus gestos volvieron a ser extraordinariamente rápidos.
Recortó los bloques y los fue amontonando de modo que formaran ángulos
ligeramente distintos con los anteriores. Un pequeño muro triangular fue
levantándose con rapidez, con la base apoyada en la parte lateral del reborde y
una estrecha abertura en la punta. Stovin había dejado de sentir admiración
por esa técnica, ni siquiera se preguntaba qué era todo aquello. Todo su ser
estaba concentrado en el deseo de librarse del cortante viento que congelaba
su cuerpo, en el ansia de que el muro de hielo fuera lo bastante alto para que
él pudiera protegerse detrás. Bisby siguió trabajando, sin descanso, sin
apresurarse. Cuando el muro tuvo un metro de altura, se detuvo. Los hombres
unieron sus esfuerzos para colocar encima de la pared uno de los trineos, de
modo que este sirviera de techo para la mitad del espacio. Mientras se
disponían a coger el segundo trineo, Soldatov cayó con las manos en el pecho.

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Valentina se apresuró a atenderle, y Diane ocupó el lugar del ruso para
colocar el trineo. Bisby amontonó nieve en los puntos donde los patines de los
trineos tocaban el reborde. Finalmente quedó satisfecho de la obra. La
tormenta soplaba ferozmente, arrojando nubes de nieve helada a las cabezas
de los viajeros. Parte de la nieve caía sobre ellos como si fuera una ducha de
punzantes partículas. Jadeantes, respirando con enorme dificultad, arrastraron
la lona, las mantas, la comida y el hornillo al interior del vivac. Después, uno
a uno, fueron apretándose en el improvisado campamento. El espacio era
suficiente para que los seis se tumbaran, con los tapados cuerpos en estrecho
contacto, y la altura del vivac apenas les permitía estar sentados.
Increíblemente, el lugar parecía cálido. El viento, en algunas ráfagas rebeldes
que atacaban la parte superior del reborde, golpeaba las paredes del refugio,
pero en el interior todo estaba en calma. Permanecieron inmóviles, jadeantes,
mientras Valentina apartaba la capucha del rostro de Soldatov y observaba a
su esposo. Era difícil ver las facciones del ruso con la espectral luz trémula
del interior del vivac, pero Soldatov sonrió temblorosamente. Su respiración
era menos penosa. La voz de Bisby volvió a sonar, con rudeza.
—No podemos seguir así. Volveremos a enfriarnos. Enciendan el
hornillo. Yo prepararé una lámpara.
El piloto sacó de una manta enrollada un cuenco de metal que Stovin
recordaba haber visto en la cabaña, y puso en el recipiente un poco de grasa
de foca. Después preparó una mecha con un trozo del desgarrado camisón de
franela, encendió una cerilla y la aplicó a la ropa. La lámpara humeó durante
unos instantes, y luego ardió con una llama oscilante. Poco a poco, su calor
fue penetrando en el refugio. Los seis viajeros bebieron el té preparado por
Diane, y mordisquearon un trozo de la carne de alce de la cabaña. De repente
notaron que la tensión de las horas anteriores se había evaporado, y volvieron
a conversar. Durante el resto de su vida, Stovin recordaría el calor y la
comodidad de aquel vivac en el norte de Siberia, el suave chisporroteo y el
olor a pescado de la lámpara de grasa de foca, el sombreado rostro de Diane
junto a él… Tuvo la impresión de que en ninguna otra parte del mundo podía
estar más tranquilo. Y no pudo hacerse a la idea de que dentro de unas horas
su tranquilidad iba a terminar.
—Todo esto lo aprendiste en Ihovak, ¿no? —dijo a Bisby.
—Sí. Mis tíos me enseñaron. Cuando aprendes cosas siendo un niño,
nunca las olvidas. Claro que ellos no habrían opinado muy bien de esto, ni
siquiera siendo un simple vivac. Y si hubiera que construir un iglú, una choza
de hielo… bueno, yo ni siquiera soy medianamente bueno haciendo eso. Pero

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es posible vivir con frío, igual que se vive con calor. Lo único que hace falta
es aprender.
Bisby se inclinó hacia Soldatov, y su cuerpo quedó momentáneamente
apoyado en el de Diane. Pese a las gruesas pieles que vestía, el piloto volvió a
sentir el inesperado, y no apetecido, aguijonazo del deseo.
—¿Cómo se siente, Geny? No tiene buen aspecto.
Soldatov sacudió la cabeza.
—Ya estoy mejor. Me ha pasado lo mismo que a Sto en la cabaña…
Estaba helado.
—Está en baja forma —dijo Bisby, aunque la suavidad de su voz restó
rudeza a las palabras—. No me sorprende, con la vida que llevaba… y sigue
llevando, supongo. Tendrá que aprender a no apresurarse a menos que deba
hacerlo… y a ser rápido, muy rápido. ¿Alguien ha sudado?
—Yo —respondieron Stovin y las dos mujeres, casi al unísono.
—Entonces tendrán que quitarse la ropa, ahora mismo. Pongan el hornillo
al máximo. Hay que secar la ropa, enseguida, o mañana volverá a helarse
encima del cuerpo, y todos tendrán el cuerpo dolorido.
Un detalle curioso, pensó Stovin más tarde, fue la escasa vergüenza o
timidez que todos demostraron en el vivac. No tardaron en quitarse las
húmedas y frías prendas interiores y envolverse en mantas, mientras Bisby
colocaba la ropa alrededor del hornillo, con el forro expuesto al calor.
Durante varios segundos Valentina y Diane estuvieron desnudas de cintura
para arriba, pero ningún hombre dio muestras de reparar en el hecho. Y
cuando llegó la hora de satisfacer las necesidades corporales, se arrastraron
por turno hasta el agujero que Bisby había excavado en un rincón, detrás de la
lámpara, y se pusieron en cuclillas en la oscuridad.
Después Bisby vertió más grasa en la lámpara, y todos se acostaron.
Stovin se tendió de costado, con Diane apretada a él, cara a cara. La mujer no
tuvo problemas para dormirse, lo hizo casi de inmediato, pero Stovin
permaneció en vela, escuchando la rítmica respiración de Diane, y la de los
Soldatov. Volkov y Bisby conversaron un rato en voz baja, pero Stovin no
pudo oír de qué hablaban. Las voces fueron apagándose poco a poco. Volkov
eruptó una vez, sonoramente. Stovin contempló el amarillento reflejo de la
lámpara de grasa de foca en el techo de nieve, y el sueño fue dominándole. Su
descanso se vio perturbado por extraños sueños, y aún estaba soñando cuando
Bisby, agachado junto a él, le despertó.
—Vístete y ponte las botas —musitó el piloto—. Y empieza a recoger…
Despierta a los demás. Voy a salir otra vez. Hay una luz más allá del reborde

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de nieve, a menos de trescientos metros. Un vivac como este, supongo. Deben
ser chukchi, seguramente aquellos cuatro. Me equivoqué. Deben habernos
seguido durante todo el día, hasta que llegó la tormenta.

La hora de oración estaba peligrosamente próxima cuando Zayd vio las


gacelas del desierto. Había cinco, un macho, tres hembras y una cría bastante
crecida, y marchaban aprovechando las sombras de la tarde, por la parte
superior del montículo. Esta parte del Sahara era pedregosa, y de vez en
cuando había espinos u otros matorrales. Zayd sabía que los animales iban en
busca de un uadi que les permitiera protegerse del frío del viento nocturno.
Hizo un gesto para que Zenoba y los chicos guardaran silencio, y sacó el
Máuser de la montura del camello macho. Luego se arrastró hasta la parte
superior de un montecillo próximo. Los menudos animales se hallaban a
doscientos metros de distancia, y el resplandor del sol poniente impedía
verlos bien sobre el sombrío fondo del montículo. Durante unos instantes, con
el corazón latiendo fuertemente, Zayd pensó que las gacelas se habían ido.
Luego los animales se perfilaron en el cielo mientras cruzaban la cresta: el
macho, una hembra, la cría, las otras hembras. Zayd eligió la primera hembra,
porque debía ser la madre de la cría, y quizá estuviera aún amamantando. Tras
entrecerrar los ojos para aliviar la molestia del resplandor, Zayd se dispuso a
apretar el gatillo. Él macho ya había desaparecido al otro lado del montículo,
y la hembra estaba a punto de hacerlo cuando Zayd disparó. A causa del
fogonazo, Zayd no pudo ver si había acertado. Las cinco gacelas se habían
esfumado, y Zayd echó a correr, con el Máuser en la mano, hacia el
montículo. Agobiado por el desengaño, sabiendo que faltaba muy poco para
que oscureciera, Zayd no logró ver a la hembra.
Pero de pronto la vio, acurrucada en una depresión, con un agujero de bala
en el cuello, muerta. No era mayor que un perro, pero significaba mucho. Iba
a ser lo primero que comieran los nómadas desde que acabaron la carne del
camello hembra, la carne que habían podido cortar y conservar después de
que el animal se rompiera una pata en un pedregoso uadi, hacía tres semanas.
Zayd se incorporó y llamó a Zenoba. Cuando la mujer llegó allí, el semblante
de Zayd había recobrado de nuevo la máscara de orgullo y de dureza.
—Prepara esto —dijo, apuntando a la gacela con el rifle—. Y ten cuidado
con la leche… servirá para el niño. Es la hora de oración.
Se arrodilló en la arena y volvió los ojos hacia la distante ciudad que se
ocultaba en el oscurecido oriente.

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—En nombre de Dios Misericordioso, el Compasivo… —empezó a decir.

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Aunque Bisby condujo los trineos por el lado oculto del reborde, era evidente
que los chukchi los vieron en cuanto empezaron a moverse. El extremo del
reborde de nieve helada dio paso a un llano dividido en dos por la casi
indistinguible línea de la carretera, y en ese instante Bisby vislumbró el trineo
de los chukchi, que seguía una dirección paralela a la derecha, a menos de
medio kilómetro de distancia. Bisby observó el trineo con la máxima atención
de que era capaz mientras conducía, aunque la oscuridad de la mañana ártica
hacía difícil distinguir otra cosa que no fuera el remolineante rastro de nieve
que el otro vehículo dejaba al avanzar. Al parecer, solo el reno que habían
visto antes tiraba del otro trineo. Un trineo con un reno y cuatro hombres,
pensó Bisby, esforzándose en alcanzar a dos trineos con dos renos y tres
personas cada uno. Si la cosa hubiera sido tan sencilla, los chukchi no habrían
tenido la menor posibilidad. Bisby lo sabía. Pero Valentina… la rusa no podía
conducir su trineo, surcando la nieve detrás del piloto, con la misma
velocidad con que este podía conducir el suyo. Bisby volvió la cabeza, y frenó
un poco. Ya se había abierto una brecha entre los dos trineos, y los chukchi,
igual que lobos, avanzaban en diagonal para situarse en medio. Con aquella
oscuridad, podían apoderarse de cualquier cosa, o de cualquier persona, que
les apeteciera del trineo de Valentina, y huir antes de que Bisby hubiera dado
media vuelta para retroceder. El piloto siguió frenando, para que Valentina
pudiera acercarse. En el mismo momento, el trineo de los chukchi viró a la
derecha para continuar avanzando en paralelo. Bisby entendía la maniobra.
Mientras él estuviera allí, los otros actuarían con precaución. Se acordaban
del rifle. Durante unos instantes Bisby acarició la idea de entregar el arma a
Stovin o Diane. Podían disparar contra los chukchi, incluso dar en el blanco.
No, no valía la pena arriesgarse. Solo había doce balas en la recámara, y
podían necesitarlas todas. Y había que pensar en Volkov. El ruso no era
precisamente el tipo de hombre que fingiría no ver un tiroteo con gente que
debía seguir considerando como ciudadanos soviéticos. Y en Uelen debía
haber representantes de la ley y el orden soviéticos. Volkov redactaría un
informe. No es un mal tipo, pensó Bisby, pero sigue siendo de la KGB a pesar
de todo.
Poco a poco, el paisaje fue cambiando, se hizo menos liso y uniforme. Los
trineos habían virado al este, y de vez en cuando corrían a solo un par de

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kilómetros de las alturas cubiertas de nieve que descollaban sobre una gran
extensión grisácea, que Bisby sabía que era el Mar de Bering. Delante había
una confusión de oscuros riscos, alzados sobre el océano en irregulares
terrazas. Más allá había montañas de poca altura… apenas colinas, pensó
Bisby, de ochocientos metros. Las cimas estaban cubiertas de una neblina
blanca e inquieta. Bisby volvió la cabeza por centésima vez. Los chukchi,
inhibidos por los riscos que tenían a la derecha, habían virado tierra adentro.
Iban detrás de Valentina, quizá a un kilómetro de distancia. Más tarde, cuando
el piloto miró atrás de nuevo, en el momento en que la luz diurna alcanzaba el
tono crepuscular más brillante, se dio cuenta de que los perseguidores ya no
estaban allí. Reprimió la sensación de alivio. Los chukchi eran cazadores. No
se rendirían tan fácilmente, después de tantos esfuerzos. ¿Qué estarían
haciendo? Quizá conocían el terreno, mientras que él debía limitarse a seguir
la línea de la carretera y esperar lo mejor. ¿Habrían tomado un atajo conocido,
para interceptarle y atacarle por sorpresa? Bisby lanzó una maldición por
carecer de un buen mapa. Sin embargo, mientras los dos trineos proseguían la
marcha en la tenue luz del mediodía, Bisby no tuvo duda alguna de que los
chukchi iban a atacarle. ¿Tendrían un arma? Era improbable; siendo chukchi,
y seguramente estando deseosos de apretar el gatillo, ya habrían disparado
antes. De modo que debían estar pensando en otra cosa.
La oportunidad de Bisby se presentó pocos minutos después. La carretera
se introducía en los riscos, y al mismo tiempo el terreno que había a la
izquierda, hacia el oeste, ascendía la pendiente de una extensa escarpa.
Diversos desfiladeros u hondonadas circulares llegaban hasta el borde de la
escarpa, como las espinas que surgen del espinazo de un pez. En el corto
verano siberiano debían ser arroyos o arroyuelos. Bisby aguardó a ver uno
donde el avance resultara razonablemente bueno, se introdujo y detuvo el
trineo. Después bajó, observado por los sorprendidos Stovin y Diane, y corrió
a decir a Valentina que se detuviera junto al otro trineo.
—Que no baje nadie, excepto usted, Grigori —dijo—. Quiero ver qué
están haciendo esos bastardos.
Volkov le miró en silencio. Su rostro era una máscara de duda.
—Bueno, ya vio que nos seguían, ¿no? —La voz de Bisby reflejaba
impaciencia.
Casi sin querer, Volkov asintió.
—Y no nos siguen porque quieran pagar su cotización al Partido —dijo
Bisby—. Hay que detenerlos.

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—No es apropiado… —empezó a decir Volkov, pero Bisby le
interrumpió.
—Vamos a ver qué hacen. Luego tomaremos una decisión.
Bisby cogió el rifle del trineo, y los dos hombres ascendieron veinte
metros hasta el borde de la escarpa. Había tanta claridad como podía haber en
un día de invierno, pero el paisaje, por lo menos la zona que se distinguía
desde allí, era desierto, desolado, se extendía más allá de la escarpa hasta una
línea de distantes, fumosas colinas. Nada se movía. Bisby lo examinó
metódicamente, y ya casi iba a desistir cuando Volkov, de pronto, le tocó el
brazo.
—Allí… casi debajo de nosotros. Tres… cuatro hombres.
—Y un trineo —dijo Bisby, satisfecho.
—¿Qué están haciendo? —dijo Volkov.
Los chukchi, simples manchas negras y alargadas en la nieve a más de
cuatrocientos metros de distancia, estaban haciendo algo en un lugar que,
visto desde la escarpa, parecía ser la línea de la carretera, que allí mismo
describía una curva. Estaban amontonando rocas de la escarpa a un lado de la
carretera. Mientras Volkov y Bisby observaban, los chukchi retrocedieron,
desengancharon el reno del trineo y dispusieron este entre las rocas, erguido,
a modo de puerta. A continuación lo cubrieron con nieve. Bisby se echó a
reír.
—Muy astutos, muy astutos —dijo—. Suponen que mi trineo pasará por
allí, por la curva, y que con esta luz no veré el trineo dispuesto en esas rocas.
No se equivocan. Lo más probable es que yo no me diera cuenta. Y en cuanto
yo haya pasado, dejarán caer ese trineo en medio de la carretera y obligarán a
detenerse a los renos de Valentina. Pasará un par de minutos antes de que yo
vea que Valentina no nos sigue, y con ese tiempo tienen suficiente. Adiós,
Volkov, adiós Soldatov y quizá un adiós más largo para Valentina.
Levantó el rifle, apuntando al distante grupo. Volkov le cogió por el
brazo.
—¿Qué va a hacer? No puede disparar contra ciudadanos soviéticos. No
permitiré qué…
Bisby le miró.
—No soy un necio. Conozco su posición, y conozco la mía. Le prometo
que no heriré a ningún ciudadano soviético.
Bisby dispuso la mira y apuntó cuidadosamente. Los chukchi habían
terminado su tarea y estaban agazapados en las rocas, aguardando. El reno,
libre del trineo, se hallaba pacientemente cerca de los cuatro hombres; parecía

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tener la cabeza metida en la nieve. Bisby disparó. Debajo, antes de que la
detonación del rifle llegara hasta allí, un chukchi se movió bruscamente,
como si algo le hubiera sorprendido. Cuando el sonido del disparo llegó abajo
un segundo después, todos cambiaron de posición; el chukchi más próximo
retrocedió para situarse en un lugar menos desfavorable. Bisby lanzó una
maldición, apuntó, disparó otra vez. El reno se tambaleó, bramó y se
desplomó en la nieve. Los cuatro chukchi echaron a correr a lo largo de la
escarpa hacia el otro extremo, donde no pudieran ver a Bisby ni este a ellos.
Volkov tocó el brazo de Bisby.
—Eso ha estado bien —dijo—. Un reno, eso puede… bueno, puede
olvidarse. Y ahora ellos no pueden seguirnos. Eso ha estado bien.
—Eso no ha estado bien —dijo Bisby—. He gastado dos balas. Ahora
solo me quedan… solo nos quedan diez. Es posible que nos haga falta esa
bala desperdiciada.
—Creo que no —dijo Volkov—. Dentro de una hora, tal vez un poco más,
estaremos en Uelen. Y entonces —agregó mirando de soslayo el arma—
usted no necesitará el rifle.

Vista desde el terreno elevado que Volkov, tras consultar el mapa, identificó
como el Cabo Dezhneva, Uelen no era más que un montón de cabañas de
madera, con dos largos edificios de cemento a ambos lados y el aeropuerto
más allá. Algunas diminutas figuras se movían por el complejo de sendas que
rodeaba la zona de administración del aeropuerto. Un gran avión de transporte
se encontraba aparcado en uno de los cuatro hangares de carga. Volkov
suspiró de satisfacción, y dio una palmada en el hombro a Soldatov, que
estaba junto a él en el segundo trineo.
—El aeropuerto sigue abierto —dijo—. Con un poco de suerte, mañana…
incluso esta misma noche… saldremos de esta detestable península. Y…
—¿Sí?
—Confío en tu ayuda. Seguramente debes saber que estamos en una
región muy sensible, en cuanto a defensa nacional de la patria se refiere. Es
de suma importancia que ese Bisby permanezca bajo techo en cuanto
lleguemos, y que no se le permita ver nada, ni de Uelen ni del aeropuerto, que
pueda tener mínimo valor para una potencia extranjera.
—¿Te refieres a los Estados Unidos?
—Naturalmente. Cuando la crisis termine, como mínimo a corto plazo, las
realidades de la vida surgirán de nuevo. Vivimos en equilibrio, mi querido

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Soldatov. El fuerte equilibra al fuerte. Debemos seguir siendo fuertes, y no
podemos permitir que nada ni nadie nos debilite. Ni siquiera que ese Bisby
tenga un fugaz vislumbre de cosas prohibidas.
Soldatov volvió la cabeza, y miró a Volkov a través del hueco de su
capucha de pieles.
—Tal vez tengas razón, Volkov, a corto plazo. No lo sé, Pero las
realidades de la vida… el equilibrio… todo eso de que hablas… ha cambiado.
Hay que tener en cuenta diferentes realidades, y un nuevo equilibrio, nuevas
fuerzas.
—Los hechos siempre cambian, doctor Soldatov. Yo me siento ante mi
escritorio, en Moscú, y observo el cambio.
—No son cambios como este —dijo Soldatov.
Estaban descendiendo hacia la irregular y estrecha carretera de la costa
que llevaba al poblado. A la derecha se extendía el mar, helado, opaco hasta
donde alcanzaba la vista. Una larga lengua de tierra se iniciaba en las rocas de
la costa. Debía tener varios kilómetros de longitud, porque el extremo
desaparecía en una neblina que velaba el horizonte noroeste. Esa lengua de
tierra circundaba una laguna, que sin duda ofrecía provechoso cobijo a los
barcos que de vez en cuando huían de la furia invernal del Estrecho de
Bering. En ese momento no había ninguna embarcación. Bisby observó la
niebla que cubría el mar, un mar de sucio color lechoso que se extendía más
allá del extremo opuesto de la lengua de tierra. Había una tenue línea blanca
quizá indicativa del rompiente, pero el mar estaba relativamente en calma, y
apenas hacía viento. En esa dirección, a menos de cincuenta kilómetros,
estaban los Estados Unidos… Alaska y la isla donde había nacido Bisby.
Había un Antonov en el aeropuerto. Bien, excelente detalle para Volkov. El
ruso no se había equivocado. Si Volkov lograba superar los trámites
burocráticos que enmarañaban todo en ese país, al día siguiente se
encontrarían en Seattle.
Delante tenían ya la calle principal —la única, al parecer— de Uelen. Era
una vía pública irregular, sin pavimento, limitada a ambos lados por pequeñas
cabañas. Algunas viviendas, observó Bisby, tenían cabezas talladas de madera
en los marcos de las puertas, el tipo de tallas que Bisby había visto a veces en
lugares de Alaska. Era un poblado esquimal, no había duda, aunque con
algunos técnicos procedentes de todas partes de la Unión Soviética. Mientras
el piloto pensaba esto, los trineos pasaron junto a los tres primeros seres
humanos que habían visto los viajeros, tres hombres que caminaban en hilera
junto a un letrero pintado en rojo y blanco al final de la calle, en caracteres

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rusos, glorificando los logros del último Congreso del Partido. Los tres
hombres observaron el paso del primer trineo, seguido a poca distancia por el
de Valentina. Uno de ellos llevaba un rifle. Era difícil identificar las facciones
ocultas por las pieles, pero su aspecto era muy similar al de los chukchi. Al
otro extremo de la calle, donde la carretera se curvaba junto a la costa en
dirección al aeropuerto, se veía un poste telegráfico, inclinado y con los
cables colgando. En el segundo trineo, Volkov reparó en el poste. Notó un
helado peso en el estómago.
Siguieron avanzando. Nadie había movido un dedo para despejar de nieve
la carretera del aeropuerto; a lo lejos se distinguían los largos techos blancos
del triángulo de edificios de administración, entre la niebla que empezaba a
fluir procedente del Estrecho de Bering. Los trineos se deslizaron sobre la
carretera con bastante facilidad, empero, y aparecieron grupitos de hombres y
mujeres, chukchi sin lugar a dudas, que se dirigían a pie o en trineo hacia el
poblado. Llevaban una extraña variedad de objetos: montones de cajas
metálicas que parecían archivadores, una silla de madera con respaldo recto,
alfombras, utensilios de cocina… Los transeúntes volvían la cabeza y miraban
larga e inquisitivamente a los recién llegados. Algunos gritaron palabras
incomprensibles, pero Bisby azuzó al reno y el trineo prosiguió su camino. El
aeropuerto estaba abandonado, pero algunos chukchi erraban por la reducida
sala de entrada. Los viajeros bajaron de los trineos, sintiéndose tensos, y
contemplaron el lugar. En uno de los despachos de consigna había huellas de
incendio: papel chamuscado por todas partes, y los teléfonos, con los hilos
colgando, estaban en el suelo. Observado por dos silenciosos chukchi que
permanecían junto a las puertas de vidrio, Bisby se quitó el rifle del hombro y
lo sostuvo en la mano derecha.
—Esto no me gusta —dijo—. Vamos a echar una mirada a ese Antonov.
—Es imposible —dijo Volkov— que no haya nadie aquí. Hay mucho
tráfico en algunos meses del año, con Vladivostok. Aquí hay un mínimo de
sesenta rusos, separados de la población chukchi.
—La población de este lugar no es chukchi, Grigori. Es esquimal —dijo
Bisby.
Volkov se detuvo bruscamente y miró al piloto.
—¿Y cómo lo sabe?
—Oh —dijo Bisby—. Tuve un tío, que tenía un primo, que tenía una
mujer que nació en esta costa, hace mucho tiempo. La costa es esquimal.
Igual que al otro lado.

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—¿Pretende decir —inquirió Volkov— que su tío se casó con un
ciudadano soviético?
Ciudadano soviético, pensó Bisby, es la frase favorita de Volkov.
—No mi tío —dijo—. El primo de mi tío. Sí, supongo que ella era
ciudadana soviética, aunque seguramente no debía saberlo. Los esquimales no
se preocupaban de las fronteras, tanto si son rusas como si son
norteamericanas. Supongo que nadie informó a esa mujer que ella era rusa. Y
en caso contrario tampoco habría sido un detalle importante.
—Toda la gente que hemos visto por aquí es de raza chukchi —dijo
Volkov. Su tono era defensivo, casi malhumorado.
—Tiene razón —dijo Bisby—. Los otros se fueron. O los cogieron.
Oyeron dos bruscos estallidos en algún punto del otro lado del aeropuerto:
inconfundibles disparos de fusil. Soldatov rodeó con el brazo a Valentina. Se
introdujeron en un frío pasillo que, carente de calefacción, ya estaba húmedo
a consecuencia del vapor que se condensaba. El Antonov se hallaba en la
parte derecha, al final de un pasillo en forma de tubo que llevaba a la abierta
puerta del aparato. Los viajeros entraron en el avión y lo examinaron. El
interior del gran Antonov parecía completamente destrozado. Habían
arrancado los cojines de casi todos los asientos, e incluso había indicios de
que habían intentado arrancar los mismos asientos. La cocina del avión estaba
saqueada, y solo quedaba un par de cucharas de plástico. Stovin se adelantó y
abrió la puerta de la cabina. Un hombre muerto, con el uniforme azul y las
insignias doradas de Aeorflot ocupaba el asiento del copiloto. Al parecer le
habían golpeado la cabeza hacía muchas horas, porque la sangre estaba
coagulada. El instrumento utilizado para matarlo, fuera cual fuera, también
había servido para destrozar el tablero de mandos. Los partidos cuadrantes
estaban salpicados de viscosa sangre. Stovin miró por última vez los
inservibles mandos, y salió de la cabina, cerrando la puerta inmediatamente.
—No podemos hacer nada por el hombre que hay ahí dentro —dijo—. Y
no podemos hacer nada con este avión.
Volkov le empujó y abrió la puerta de la cabina, mientras los demás
observaban. Cuando salió, su rostro estaba pálido. Por primera vez desde la
partida de Anadir, el ruso parecía estar al borde de la desesperación.
—Pero aquí hay soldados —dijo. Su voz era de asombro—. Este puesto lo
utiliza la Fuerza Aérea. ¿Dónde están los soldados? ¿Qué… qué está
haciendo?
Bisby había salido corriendo hacia el pasillo de acceso y la sala de
entrada.

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—¡Los trineos! —gritó—. ¡Qué loco he sido! ¡Hemos abandonado los
renos y los trineos, sin que nadie los vigilara!
Tres chukchi se hallaban junto a los trineos cuando Bisby cruzó la puerta
de entrada. El primero había cogido un montón de mantas y pieles del trineo
de Valentina. Los otros dos estaban desenganchando los renos de Bisby. Los
tres levantaron la cabeza al oír los gritos del piloto, pero prosiguieron con su
tarea, riendo. Bisby se arrodilló, se llevó el rifle al hombro y disparó. La bala
rebotó en el duro hielo a un palmo del chukchi que llevaba las mantas, y se
oyó su distante, agudo sonido. Tras un instante de estupefacción, los tres
chukchi echaron a correr. El primero perdió algunas mantas mientras huía, y
desapareció en la niebla que se espesaba alrededor del aeropuerto. Volkov
llegó jadeante, y observó el rifle que se mecía en los brazos de Bisby.
—¿Qué ha ocurrido? No habrá…
—No —dijo Bisby—. No he disparado contra un ciudadano soviético.
—¿Falta algo? —dijo Stovin.
Diane salió inmediatamente después y se adelantó para recoger las mantas
perdidas por el chukchi. Bisby examinó el trineo.
—Poca cosa —dijo—. Creo que ese tipo se ha ido con un par de pieles.
Pero no las echaremos de menos. Hemos tenido suerte de que no se han
llevado los renos o los trineos. A partir de ahora debemos tener mucho
cuidado. No hay que dejar los trineos sin alguien de guardia… quizá con dos
personas vigilando.
Dos minutos más, pensó Stovin, y se habrían encontrado solos en la
península, en medio de la niebla, sin ningún medio de transporte aparte de las
piernas, entre gente de una raza que abundaba en ladrones y asesinos. Iba a
ser muy difícil decidir qué hacer, incluso disponiendo de los trineos. Pero sin
ellos habría sido imposible hacer algo. Alrededor de los viajeros, con
engañosa velocidad, la niebla fue espesándose hasta que apenas pudieron ver
la carretera a quince metros. Bisby tenía razón. Debían tener mucho cuidado.
Permanecieron inmóviles, mirando alrededor sin saber qué hacer, hasta
que Stovin habló con Volkov.
—¿Qué otro lugar hay en Uelen donde podamos encontrar gente que nos
ayude? ¿O dónde puede haber un medio de comunicación que no dependa de
cables? Un radiotransmisor, por ejemplo.
—Hay una estación oceanográfica —dijo ansiosamente Volkov—. Y un
hospital… pequeño, pero es un hospital.
El hospital, cuando lo encontraron, resultó ser el más próximo de los
edificios alargados que habían visto al llegar. Era muy pequeño, con una

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capacidad inferior a veinte camas, y provisto de una minúscula sala de
operaciones. Y estaba totalmente desierto. Solo una persona permanecía
dentro del local, que estaba completamente saqueado. Se trataba de una
anciana que ocupaba la cama próxima a la puerta del único pabellón —«una
mujer esquimal», dijo Bisby— y estaba muerta. No presentaba huellas de
violencia y su semblante era apacible. Stovin se acercó y levantó la arrugada
mano de la anciana, inmóvil sobre la colcha. La mano volvió a caer, rígida.
—Está muy rígida —dijo Stovin—. Hace mucho que está muerta… quizá
más de un día. Seguramente murió mientras dormía.
Al otro lado de la calle principal de Uelen, frente a la laguna envuelta en
niebla, se hallaba la estación oceanográfica. Básicamente era una sala
alargada que contenía tres o cuatro despachos. En uno de estos se encontraba
el radiotransmisor, destrozado. El lugar era una confusión de mapas
arrancados de las paredes. Libros y papeles yacían desperdigados en el suelo.
En un rincón había un montón de instrumentos destrozados: la destrucción era
tal que resultaba imposible determinar con exactitud qué habían sido los
retorcidos fragmentos metálicos y de vidrio. El edificio estaba desierto.
Stovin observó el lugar abrumado por una repentina desesperación. El
edificio, situado junto a un mar helado en una tierra desolada y amenazadora,
había sido una avanzada de la civilización científica. Y esa avanzada había
caído. ¿Quién era el culpable? Los chukchi, seguramente. Eran un pueblo
violento, de raza mongólica, y aún era muy reciente el día en que por fin
habían sido sometidos por el régimen soviético. ¿Qué les hacía obrar así?
¿Pensaban que el viejo orden había concluido? Era improbable, y en cualquier
caso, no eran tantos como para protagonizar una revuelta, porque Moscú no
tardaría en estar al corriente de la situación. Stovin preguntó a Soldatov
cuántos chukchi había en la Península de Chukotka, y el ruso se encogió de
hombros, como si le fastidiara la pregunta.
—Sto, no lo sé. No con mucha exactitud, esa es la verdad. Pero
seguramente no son más de ocho o nueve mil.
Al parecer eran bastantes para causar muchos problemas. ¿Pero qué tenían
en mente los chukchi?
—Algo pasa en la calle.
Era la voz de Diane, tensa y excitada. Estaba junto a la ventana en
compañía de Valentina, y Bisby y Stovin se acercaron. Los dos trineos se
hallaban en un extremo de la estación oceanográfica, vigilados por Soldatov y
Volkov. Junto a ellos fluía la vanguardia de un extraordinario desfile:
centenares de personas, envueltas en pieles y pesados anoraks, viejos y

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jóvenes, hombres, mujeres y niños, algunos con trineos tirados por perros,
otros deslizándose pesadamente sobre raquetas, todos marchando hacia el
mar. Junto a ellos iban muchos chukchi, decenas de chukchi, armados con
escopetas y rifles de caza. Tenían idéntico aspecto que el de vigilantes
marchando atentamente junto a prisioneros de guerra. Y había otra
peculiaridad… ¿era posible? Bisby miró a sus compañeros, su rostro
contraído por el odio.
—¿Os habéis fijado? Esas familias… son esquimales. Los chukchi están
expulsando a los esquimales. Con armas.
Un chukchi vio a los que miraban por la ventana, y después observó a los
dos rusos que aguardaban junto a los trineos. El chukchi llamó a sus
compañeros, e inmediatamente se le acercaron cinco o seis. Tres se quedaron
cerca de los trineos, y el resto entró en la estación. Vacilaron un instante al
ver el rifle en el brazo de Bisby, pero después de un breve intercambio de
palabras se aproximaron. Bisby colocó el rifle en posición de disparo, a la
altura de la cintura, pero se le encogió el corazón. Eran cuatro chukchi, y
todos armados con escopetas. El líder miró a Bisby y señaló la puerta con el
pulgar. Bisby sacudió la cabeza, y dio una palmada al rifle. Hubo otra furiosa
conversación entre los cuatro chukchi, y el líder volvió a señalar la puerta
mientras decía algo a Bisby en voz baja, pausada.
—¿Qué quieren? —preguntó Stovin.
Bisby le contestó sin volverse.
—Quieren que salgamos y nos unamos a la gente de la carretera, eso es lo
que puedo comprender.
—¿Y después?
—Ojalá lo supiera. Quieren que nos vayamos con los esquimales,
supongo.
El líder chukchi se acercó, con aspecto más amenazador. La escopeta del
hombre que estaba junto a él apuntaba al pecho de Diane. El líder volvió a
gritar algo a Bisby, algo incomprensible. Luego sus manos se tendieron hacia
el rifle del piloto. Bisby retrocedió, y dijo algo en tono de advertencia. El
chukchi señaló por tercera vez la puerta.
—Debemos salir —dijo Stovin—. Son demasiados, tanto aquí como
fuera. Pero no dejes que te cojan el rifle.
Seguidos por los chukchi, los viajeros cruzaron la puerta. Valentina se
acercó inmediatamente a Soldatov. Volkov llamó a Bisby.
—¿Qué ocurre? ¿Adónde nos llevan?
Los chukchi les indicaron que subieran a los trineos.

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—Debemos obedecer —dijo Stovin—. No nos llevan a ninguna parte. Lo
único que quieren es que nos unamos a la gente de la carretera. Y,
Valentina…
La rusa levantó la cabeza, sentada ya como conductora de su trineo.
—¿Sí, Sto?
—Asegúrate de ir siempre detrás de nosotros. No debemos separarnos, no
ahora.
Valentina asintió, y levantó la vara como respuesta.
—Esa chica tiene buenas asentaderas —dijo Bisby a Diane—. Y no me
refiero a lo que usted está pensando.
Bisby azuzó a los renos, y Diane le miró fijamente. Incluso con los
nervios en tensión y el corazón en un puño, Diane fue capaz de experimentar
sorpresa por el momento elegido por Bisby para hacer uno de sus raros
chistes. O al menos porque hubiera elegido ese tipo de chiste. Era la clase de
broma que Frank van Gelder habría hecho diez veces al día, pero que Bisby
no hacía nunca. Nunca. Se alejaron de la estación oceanográfica y se unieron
a la cola de la larga procesión. Poco a poco, pero sin interrupciones, incitados
por los gritos de los chukchi, siguieron a los escoltados esquimales en
dirección al mar. En la extensa lengua de tierra que se extendía en el lado
norte de la laguna, los viajeros contemplaron la vista más extraordinaria de
sus vidas.
La oscuridad de la tarde era casi total, y las abundantes nubes ocultaban
casi todas las estrellas. Sin embargo, había un tenue resplandor en el estrecho,
en el que se perfilaba la oscura serpiente de esquimales, salpicada con las
numerosas luces de lámparas y linternas, que avanzaba lentamente hacia el
este. Pasaron unos instantes antes de que los viajeros comprendieran que el
largo torrente de seres humanos, trineos, perros y ocasionales renos estaban
abandonando el continente, entrando en el Estrecho de Bering.
—El estrecho está helado —dijo Diane. Estaba excitada por la
contemplación del lugar donde habían visto la línea de olas al llegar a Uelen
hacía un par de horas.
Ya estaban en el hielo del estrecho, guiados por los vigilantes chukchi,
que desaparecieron en la oscuridad, satisfechos, mientras los renos se alejaban
trotando. Había mucho ruido alrededor: perros que ladraban furiosamente,
esquimales gritando, el chasquido de algún látigo que azuzaba a los perros,
algún disparo… Pese a ello, los viajeros pudieron oír también el constante
silbido de los patines de sus trineos al rozar el hielo. Habían entrado en el
estrecho en el ala izquierda, la más septentrional del éxodo esquimal, y

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corrían paralelamente a la línea blanca de las olas. Pero, comprendió de
pronto Stovin, no eran olas. Y si eran olas, se habían helado en el momento de
romper. Eran ondulados montecillos de hielo. Lejos, mucho más lejos,
brillaba otra cosa: formas blancas y destellantes, irregulares y fantásticas,
imponentes sobre el fondo del cielo nocturno. Son… pero es imposible, pensó
Stovin. Una de las pocas cosas que sé del Estrecho de Bering es que no hay
ningún…
—Agarraos —dijo Bisby.
Un reno tropezó y estuvo a punto de caer. El suave silbido de los patines
había cesado, y el trineo se tambaleaba sobre el agrietado hielo. La enorme
columna del éxodo parecía estar muy lejos, a la derecha, una faja de
movedizas luces que no tardaron en desaparecer entre la espesa niebla que se
deslizaba sobre el congelado mar.
—No veo a Valentina —dijo Bisby.
El piloto parecía estar tranquilo, pero detuvo el trineo. Bajaron al hielo. El
frío era penetrante, y la niebla helaba el cuerpo pese a que todos llevaban
abundante ropa. Esta vez, no obstante, Stovin sentía excesiva ansiedad, no
podía preocuparse por su penuria física. Los tres viajeros se pusieron muy
juntos y gritaron al unísono. Diane intentó reprimir la creciente sensación de
pánico, y en ese momento, por fin, oyeron un débil grito. Dos minutos más
tarde el trineo de Valentina apareció entre la niebla; la respiración de los
renos formaba nubes de cristales de hielo, espectros de una saga escandinava.
Los Soldatov y Volkov se apearon, y todos se abrazaron, aliviados y felices.
Volkov dio palmadas en la espalda a Bisby con sus enguantadas manos.
—Qué alegría. Qué alegría —repitió el ruso.
—Tendremos que probar otra forma de mantenernos juntos —dijo Bisby
—. Es muy fácil que nos perdamos en esta niebla, y no tenemos luces. En el
hielo hay mucho espacio, así que viajaremos poco a poco, un trineo al lado
del otro. Esta superficie no es buena, y no nos interesa perder un reno.
—El más viejo de los míos resuella mucho —dijo Valentina—. Fíjese…
Bisby se acercó y examinó al reno. El animal jadeaba violentamente, y
había un borde de espuma helada alrededor de su boca. Estaba en apuros, pero
Bisby se encogió de hombros.
—Me gustaría aligerar ese trineo si fuera posible, Valentina —dijo—.
Pero es imposible hacerlo aquí ahora mismo. Quizá después de acampar.
—¿Acampar dónde? —dijo Volkov—. ¿Adónde vamos?
—De momento —dijo Bisby—, iremos a América. Pero no esta noche.
Esta noche no iremos a ninguna parte, es imposible.

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—Pero —dijo Volkov—, ¿y toda esa gente? ¿Adónde van? ¿Qué hacen?
—También van a América, por lo menos algunos —dijo Bisby,
dirigiéndose a su trineo.
Volkov le miró en la oscuridad, y luego volvió a ponerse junto a
Valentina. Soldatov, que había estado observando en silencio, ocupó su
puesto en el trineo. La euforia de haberse encontrado tras los momentos de
pánico se había evaporado. Mientras Soldatov pasaba junto a Valentina para
situarse en la parte posterior del trineo, la rusa vio la cara de su esposo y
contuvo el aliento. El aspecto de su marido era ojeroso, macilento, parecía
estar a punto de derrumbarse.
—¡Ho! —gritó Bisby, el trineo avanzó.
Valentina punzó con la vara al reno que estaba en mejor condición física.
El trineo prosiguió la marcha. Bisby mantuvo a los animales a paso de
andadura, con Valentina a solo diez metros a la derecha.
—¿Sabes adónde vamos? —dijo Stovin. Pensaba, se dijo amargamente en
su interior, que yo era un hombre del Renacimiento, el hombre preparado para
cualquier coyuntura. Pero el frío paraliza mi mente. Tengo que combatirlo
constantemente.
—Sé adónde voy —dijo Bisby. Su aspecto era prácticamente de regocijo.

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El acantilado se alzaba imponente ante ellos, abrupto y liso. Habían pasado


dos horas. En la base, las puntas de una irregular masa de rocas sobresalían
del hielo, y el trineo de Valentina abandonó su posición paralela para poder
seguir a Bisby, que avanzaba entre las rocas lenta y cautelosamente. La niebla
estaba despejándose, y la noche era clara y estrellada. Bisby avanzó por la
base del acantilado, mientras los renos bufaban y pateaban, coléricos y
deseosos de descanso. Por fin, en medio de la clara y brillante noche, Bisby
encontró lo que buscaba. Fue algo totalmente inesperado para los demás: una
larga estaca, envuelta en una vieja piel de reno, se alzaba sobre el hielo en la
abrupta base del acantilado. En la punta, sujeta con trozos de hueso, había una
lata.
—Ahí está, la señal —dijo Bisby, satisfecho.
Detuvo el trineo, y el de Valentina hizo lo propio. Abandonar el calor de
las mantas para salir al opresivo frío externo era siempre una severa prueba
para Stovin, y esta vez no fue distinto. Pero contuvo el aliento, asombrado,
olvidándose de su penuria, cuando Bisby señaló el acantilado bajo la luz de
las estrellas. A pocos metros de distancia se abría la boca de una cueva, un
agujero negro en las tinieblas. Bisby se echó a reír. Parecía estar satisfecho de
sí mismo.
—Ahí lo tienes, Sto —dijo—. Ahí pasaremos la noche.
—¿Pero cómo sabías que…? —empezó a decir Stovin. Bisby le
interrumpió. Bajo la luz de las estrellas, la cara del piloto parecía emitir un
resplandor entre rosado y rojo.
—Te lo explicaré en cuanto descarguemos los trineos y nos metamos
dentro —dijo Bisby.
Oyeron la asustada voz de Diane. Se volvieron para mirarla, y vieron que
Diane tenía los ojos fijos en el norte. También su cara tenía un tinte rosado. Y
entonces, detrás de la mole del acantilado, surgió una vista de sorprendente
esplendor.
—Mirad —dijo lentamente Diane.
Había tanta luz como en una tarde de verano, pero la iluminación iba
variando según el espectro solar: rojo, anaranjado, amarillo, verde, azul… El
horizonte norte entero fulguraba como si se hubiera producido un enorme
incendio forestal, y el hielo reflejaba el resplandor formando una

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fosforescente alfombra. El fulgor fue intensificándose hasta convertirse en
una gran llamada. Franjas de luz multicolor aparecieron bruscamente en la
atmósfera. Durante unos instantes se apagó de pronto el resplandor del
horizonte, pero después volvió a brillar… quizá más que antes. La llamarada
fue cambiando de forma, se transformó en una sinuosa franja roja y plateada,
serpenteando en el cielo nocturno con tanta brillantez que amortiguaba la luz
de las estrellas. La noche se llenó de sonido. Stovin pensó después que la
analogía más aproximada era el crujido de grandes sábanas de seda… un
sibilante silbido que él no había escuchado nunca. Stovin tosió. El ambiente
tenía un tenue olor acre. La franja flotante pasó sobre los viajeros, y de ella
brotaron deslumbrantes dedos que surcaron el cielo. Iluminada por la rojiza
aura, la cara de Bisby reflejaba arrobamiento, casi misticismo. De repente, un
rayo de la franja cayó como una lanza, pasó detrás del acantilado y
desapareció en el invisible horizonte del este.
—La aurora boreal —dijo Soldatov. Su voz era débil pero resuelta.
Valentina se hallaba al lado, ayudándole a tenerse en pie.
—Nunca había visto una aurora boreal como esta —dijo ella—. Las he
visto muchas veces, pero nunca así.
Detrás de la negra mole de las rocas, las luces del cielo declinaron, se
apagaron hasta quedar convertidas en un vibrante fulgor rosado. Pero Bisby
permaneció inmóvil, contemplando el lugar del cielo donde había
desaparecido el solitario rayo. Su rostro aparecía transfigurado. Murmuró algo
que Stovin oyó solo en parte. Algo así como «por fin», pensó Stovin.
De pronto Bisby echó a andar en dirección a la cueva. Esta era mucho más
grande de lo que podía imaginarse desde fuera. Había una alargada caverna
inmediatamente después de la entrada, y otras tres de menos tamaño que
salían de ella. El ambiente era frío pero sin viento. No olía a humedad,
comprobaron los viajeros. Alguien había usado la caverna no hacía mucho
tiempo. Ese detalle lo confirmaba el montón de pieles que había en un rincón.
Veinte pieles como mínimo: de zorro del Ártico, de glotón y dos largos
pellejos de lobo gris. Debajo había una extraordinaria colección de objetos:
platos de plástico de varios colores, todavía envueltos, como los que podían
comprarse en cualquier ferretería de los Estados Unidos, tejanos de mala
calidad, medias de nailon, latas de embutido… Diane lo examinó todo,
agachada, aprovechando la luz de las estrellas que se filtraba por la entrada.
Después miró a Bisby, con asombro en el semblante.
—¿Qué es todo esto?
Bisby se echó a reír.

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—Comercio. ¿Sabes dónde estás?
Diane contestó que no con la cabeza.
—Esto es Diomedes Menor. No muy lejos —señaló la entrada de la cueva
— está Diomedes Mayor. Parte del año son islas, justo en el centro del
Estrecho de Bering. Pero no ahora. Cuando el estrecho se hiela, incluso en un
año normal, se forma mucho hielo, con pasadizos de agua. Y los esquimales
expertos pueden llegar hasta aquí en kayaks bien desde Siberia o bien desde
Alaska, prácticamente en cualquier invierno. Por eso están esos artículos en el
rincón.
—No lo entiendo —dijo Stovin.
Bisby se rio otra vez. Era extraordinario, pensó Stovin, que al piloto le
gustara tanto crear misterios.
—Te lo dije una vez, Sto. Al esquimal, a cualquier esquimal… bueno, no
le gustan las fronteras. Pero a los rusos y a norteamericanos sí… en especial
porque ambos lados del estrecho están llenos de estaciones de alarma para
detectar misiles en vuelo. Pero los esquimales… comercian. Traen pieles del
lado soviético, donde sigue habiendo muchos más animales que en Alaska. Y
cambian las pieles por… bueno, por los trastos que podéis ver aquí. El tipo de
cosas que no puede obtenerse en el paraíso obrero al otro lado del estrecho.
Consiguen dinero a cambio de estas cosas, cuando acaban vendiéndolas más
al oeste. Es ilegal, pero es imposible evitar que los esquimales lo sigan
haciendo. Aquí nadie los persigue… o nadie puede perseguirlos. Así que
cruzan la frontera cuando les apetece. Y esta es la frontera. Se extiende
exactamente entre Diomedes Mayor y Diomedes Menor. La primera
pertenece a la Unión Soviética y la segunda a los Estados Unidos. Pero hay, o
había, algunos soldados rusos en Diomedes Mayor. Por eso vienen aquí los
esquimales rusos. Dejan las pieles, recogen las baratijas. Y los esquimales de
Alaska vienen y dejan más baratijas. Y así sucesivamente. Lo único que hace
falta es un kayak. Y una señal, para localizar la cueva en el estrecho.
—¿Cómo sabía que estaba aquí? —dijo Volkov.
—Los esquimales lo han sabido siempre desde que yo vine al mundo —
dijo Bisby—. Se sabía perfectamente en Ihovak, donde yo nací, en los viejos
tiempos. Ihovak está al sur de aquí. Lo único que me preocupaba es si
podríamos localizar la señal, porque ningún esquimal ha visto el estrecho tan
helado como ahora. El estrecho se hiela todos los años, sí, pero no es tan fácil
caminar sobre él. Hay demasiados pasillos de agua, incluso en invierno. Mi
padre me explicó que un esquimal lo había cruzado a pie una vez, hacia 1912.
Pero ese hombre fue el último en hacerlo… hasta esta noche.

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Bisby se estremeció.
—Será mejor que descarguemos ahora, y que encendamos una lámpara.
Al menos aquí no hay nieve. Pondremos a los renos en la parte principal de la
cueva, y usaremos las otras para dormir. Por parejas, dos en cada cueva.
Su mirada pasó brevemente de Stovin a Diane, y de Diane a Stovin, pero
no hizo más comentarios. En ese instante intervino Volkov. El ruso reflejaba
preocupación.
—¿Debo entender que nosotros —señaló con la cabeza a los Soldatov—
estamos en los Estados Unidos?
—Exacto —dijo Bisby.
—Pero hemos entrado ilegalmente —dijo Volkov—. Debí haberlo
pensado… no había supuesto que…
Bisby se acarició el mentón.
—¿Quiere regresar, Grigori? ¿Quiere volver con aquellos ciudadanos
soviéticos, los chukchi?
Volkov no respondió. Bisby aguardó unos instantes, y luego salió de la
cueva. Costó casi media hora descargar los trineos y meter a los renos.
Valentina dio a los animales el resto de musgo seco que habían cogido en la
cabaña. No era mucho, y los renos estaban indudablemente hambrientos. El
reno enfermo no comió; se tendió en el rocoso suelo de la cueva, resoplando.
Valentina se inclinó junto al animal llena de ansiedad, pero Bisby la hizo
apartarse.
—Está agonizando, chica —dijo—. Ya no sirve para nada. Será mejor que
vayas con Geny. Creo que no está muy alegre.
Soldatov se hallaba sentado en una manta. Se había ocupado de hacer una
lámpara de grasa de foca, y lo había hecho bien. La llama vibraba en el
cuenco, difundiendo su tenue luz y su calor por todos los rincones de la
cueva. Y en ese momento Soldatov estaba cabizbajo. Apenas había hablado
durante todo el día, pero murmuró algo a Valentina antes de acostarse.
—No quiere comer —dijo la rusa—. Pero tiene que hacerlo.
Bisby asintió. Y lo cierto es que Soldatov comió, en cuanto prepararon la
cena en la hoguera de madera flotante encendida en un rincón de la cueva. La
cena fue una curiosa mezcla: un guisado hecho con el resto de carne cogida
en la cabaña y varias latas de embutido ocultadas por los esquimales en la
cueva. No había mucha leña, y la hoguera no tardó en apagarse, para el
evidente alivio de los tres renos sanos, que se habían retirado a un oscuro
rincón de la cueva, con pánico en los ojos. El animal enfermo, echado cerca
de la entrada, indicó con esporádicos plañidos que aún estaba vivo.

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Una vez más, Stovin gozó del suave calor y la tenue luz de la lámpara de
grasa de foca. Ese tipo de lámpara inducía a conversar, y Bisby fue el primero
en hablar. El piloto se mostró mucho menos tenso y más comunicativo que en
los últimos dos días, como si en la hora precedente hubiera sucedido algo
suficiente para cambiar su actitud. Sin embargo, incluso al abrigo de la cueva,
había un eco de amenaza. El sonido llegaba del exterior… un crujido distante,
titánico, el ruido de gigantescos impactos, un gruñido del mundo. Bisby
observó que Stovin se esforzaba en identificar los ruidos, y pronunció una
sola palabra.
—Icebergs.
Stovin asintió.
—Creí ver algo al norte, en el límite del hielo, cuando salimos de Uelen.
Pero no pude creerlo. Es imposible que haya icebergs en el Estrecho de
Bering. En la parte norte del Pacífico no hay glaciares próximos que puedan
crear icebergs y la corriente fluye hacia el norte. No debería haber icebergs en
el sector norte.
—La corriente fluye hacia el sur algunas veces, en invierno —dijo Bisby
—. Eso nos proporcionaba mucha leña. Durante un par de días, las corrientes
pueden combinarse. Cualquiera que haya ido en kayak por estas aguas lo
sabe. Pero tienes razón, Sto. Encontrar icebergs en el Estrecho de Bering es
algo sin precedentes. En particular es muy difícil encontrar masas de hielo
que bajen del norte. Porque eso precisamente es lo que estamos escuchando.
Grandes icebergs, de medio millón de toneladas, quizá, que chocan con el
bloque de hielo en el borde del puente.
—¿Puente? —dijo Diane, asombrada.
—Creo que sí —dijo Bisby—. Esos icebergs están golpeando algo
bastante sólido. Hace falta una masa enorme para detener a una montaña de
hielo de medio millón de toneladas que avanza a cinco o seis kilómetros por
hora. El motivo de que esos icebergs no estén arrastrándose por el canal, o lo
que antes era el canal, entre las dos islas Diomedes es que están avanzando
entre un lejano bloque de hielo, y luego golpean algo que no pueden
desplazar. Algo que los encalla, que los deja inmóviles.
—¿Qué? —dijo Volkov. El ruso estaba escuchando con gran atención.
—Tierra —dijo Bisby—. Están chocando con tierra. Una tierra que no
existe desde hace quince mil años. Supongo que la historia se repite… o
mejor dicho, que la prehistoria se repite. Estamos en el mismo centro del
puente del Estrecho de Bering. La lengua de tierra que se extendía entre
Siberia y Alaska. Hace muchísimo tiempo, el pueblo que acabaría

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convirtiéndose en los chukchi condujo al pueblo que acabaría convirtiéndose
en los esquimales justo por este puente, de Siberia a América. Igual que los
malditos chukchi han conducido hoy a los esquimales. Y por ese puente
cruzaron los lobos, los mamuts y los renos. Era el enlace entre ambos
continentes.
—Pero… —empezó a decir Diane.
Era imposible interrumpir a Bisby.
—Eso me enseñaron en el instituto, antes de que no pudiera seguir
soportando tanto absurdo y abandonara los estudios. Creo que fue la única
parte de la antropología que me resultó interesante. Era una gran idea, ese
puente. Siempre he soñado con él, pero nunca pensé que lo vería.
—Pero —dijo Diane— los chukchi no han estudiado en el Cornell. No es
serio imaginar que un día despertaron y pensaron. «Oh, el puente del Estrecho
de Bering vuelve a estar ahí, después de tantos años. Ahora tenemos que
obligar a los esquimales a que lo crucen otra vez». Es un razonamiento muy
simplista, diría yo.
La voz de Diane reflejaba impaciencia, casi condescendencia. Bisby le
dirigió una mirada que, pensó Diane no sin cierta sorpresa, reflejaba antipatía
o algo muy similar.
—Tus lobos —¿por qué Bisby siempre se refiere a mis lobos?, se
preguntó Diane— nunca habían visto a un mamut, ¿no es cierto? Pero ese
detalle no les impidió atacar a los camiones del ejército, en Novosibirsk. Todo
está cambiando, chica. Algunas cosas que suceden ahora nunca fueron tema
de examen en el Cornell. O en la universidad de Colorado.
Otro fastidioso hábito contraído por Bisby: llamar «chica» a Diane y a
Valentina. Diane frunció los labios y guardó silencio. La conversación fue
haciéndose más general… un detalle incongruente, pensó Diane, teniendo en
cuenta la extraña situación en que se encontraban. Volkov conversó seria e
inaudiblemente con Bisby, con la inesperada afabilidad que ya era tan normal
entre los dos hombres. Los Soldatov dormitaron, aunque a Valentina le
resultó muy difícil. Estaba preocupada por su esposo, no había duda. Y Stovin
junto a Diane… cordial, inteligente y perceptivo, el mejor recuerdo de que
fuera de la cueva seguía existiendo otro mundo, un mundo menos cruel.
Aunque estuviera cambiando. Diane miró una vez más a Bisby. El piloto era
un individuo muy raro, pero sin él los demás no habrían llegado hasta allí, y
Diane estaría con los chukchi. Era preferible hacer las paces con él.
Después de media hora, se prepararon para dormir. Los Soldatov
ocuparon la primera cueva, Bisby y Volkov la central, Diane y Stovin la

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tercera. Pero antes de acostarse, la norteamericana se acercó a Bisby.
—Paul, todo eso que has explicado sobre el puente continental… eso no
lo aprendiste en el Cornell, ¿verdad? Debe haber algo más. Parecía que lo
tenías muy… a punto para explicarlo.
Bisby asintió lentamente. Por un momento, bajo la vibrante luz de la
lámpara, el semblante del piloto reflejó juventud y vulnerabilidad.
—Sí, Diane, hay algo más. Todo forma parte de una pauta, ¿sabes? Hace
mucho tiempo que lo sé.
—¿Pero qué pauta?
—No lo sé. No estoy dando largas al asunto. De verdad que no. Es algo
que se remonta a mi infancia. Y yo tuve una infancia bastante al aire libre,
comparada con la tuya. Iba de caza, en kayak, y… conocí brujos.
Diane se rio, incrédula.
—¿Brujos? Oh, vamos, Paul…
Diane se preguntó si no habría vuelto a enojar al piloto, pero este no
reflejaba preocupación. Estaba sonriendo.
—«Más cosas hay en cielo y tierra, Horacio, de cuantas sueña tu
filosofía» —dijo Bisby.
Sin saber exactamente por qué lo hacía, Diane cogió la mano del piloto.
Su voz fue burlona, pero ella sentía que se había producido entre ellos el
primer momento de contacto personal auténtico.
—¿Shakespeare, también? —dijo ella—. Eres una persona imprevisible,
Paul. Creo que lo más extraño en ti no es que un esquimal llegara a ser piloto
de jets, sino que abandonara sus estudios en el Cornell.
Bisby no replicó, y Diane se disponía a alejarse cuando el piloto recorrió
el metro escaso que los separaba, ladeó suavemente la cara de la mujer con la
mano, y la besó en los labios. Luego dio media vuelta y se dirigió a su cueva
para acostarse. El corazón le latía fuertemente, y Diane miró a Bisby como
una colegiala. Después pensó que no se había sorprendido tanto en toda su
vida. Echada junto a Stovin pocos minutos más tarde, se volvió hacia él y le
dijo:
—¿Stovin?
—¿Sí?
—¿Te apetece un poco de amor?
—Nos oirán —dijo él, somnoliento—. En las otras cuevas. Si… ¿qué
estás haciendo?
Stovin ya estaba completamente despierto.

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—Oh, de acuerdo —dijo con fingida desgana—. No será fácil con la ropa
que llevamos puesta, pero supongo que podemos apañarnos.
—Apáñate, Stovin —dijo ella.
Cuando terminaron, Diane se dispuso a dormir, mientras una profunda ola
de satisfacción recorría su cuerpo. Estaba tumbada con la boca cerca de los
labios de Stovin, por lo que este se limitó a susurrar:
—¿A qué ha venido esto, tan de repente?
Diane se apretó a él.
—Oh, de vez en cuando me gustas, Stovin —dijo ella.
Diane se irguió apoyada en un codo y le besó. Le quiero, pensó. Mucho,
muchísimo. Pero esa no era la razón de que hubiera deseado ser suya, en ese
mismo instante.
Fue durmiéndose poco a poco, escuchando el distante choque y estruendo
del hielo, cuando un nuevo ruido se entrometió en su conciencia. Otra vez el
mismo ruido. Diane dio un suave codazo a Stovin.
—¿Has oído eso? Supongo que no…
Stovin puso un dedo en los labios de Diane y escuchó atentamente. El
tenue, agudo aullido sonó otra vez. Muy lejos, pero inconfundible. Stovin
volvió a acostarse.
—Sí —dijo—. Lobos. Lobos, en el puente.

Siete horas más tarde, bajo la mortecina luz de la mañana, vieron los primeros
lobos: máculas negras que corrían con rapidez en la parte central del puente.
Manchas negras que muy a menudo se detenían y se unían en grupo. Los
viajeros no tardaron en descubrir el motivo: cuatro esquimales muertos, un
hombre, una mujer y dos niños. Estaban congelados, envueltos por los copos
caídos al alba. Junto a ellos había un destrozado trineo. Al cabo de un
kilómetro encontraron otros dos cadáveres: dos hombres, uno viejo y otro
joven. En esta ocasión Bisby no se detuvo. Los dos trineos avanzaban con
lentitud, puesto que el de Valentina solo contaba con un reno. El otro animal
estaba muerto cuando despertaron en la cueva. Bisby habló por encima del
hombro.
—Supongo que habrá bastantes cadáveres por aquí.
Señaló a la derecha, hacia el sur.
—Varios centenares de personas cruzaron el estrecho ayer por la noche,
aunque ahora deben estar más al sur. Pero aunque todos son esquimales…
bueno, muchos esquimales ya no son lo que eran. Unos cuántos años

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aprendiendo las costumbres de los blancos, y se olvidan de todo. Y cuando
eso pasa, es imposible sobrevivir. Por eso los lobos van detrás de ellos. No
son tontos, los lobos. Saben dónde habrá presas.
Stovin notó que se sentía extrañamente indiferente. Los trineos estaban
aproximándose a la costa de Alaska, a solo dos kilómetros de distancia, y se
hallaban en la parte norte del puente de hielo. Al menos, pensó Stovin, no era
un puente totalmente de hielo. Era evidente que el nivel del estrecho había
descendido. Bisby tenía razón. Había tierra en lugares ocupados por el mar
desde hacía quince mil años. Y ello confirmaba exactamente el tipo de
cambios que él, Stovin, había predicado durante buena parte de su vida
profesional. El creciente número de capas de hielo en el norte, la abundancia
de nieve… todo ello succionaba agua del océano. Y el nivel del mar
descendía. El puente del Estrecho de Bering estaba resurgiendo… y pronto,
tal vez, resurgiría el puente continental entre Inglaterra y Francia. Incluso en
el Estrecho de Bab al Mandeb, entre Arabia y África. Dadas estas
circunstancias, cualquier estudiante de primer año de climatología podía
deducir las consecuencias. Pero el detalle asombroso, pensó Stovin… el
detalle asombroso es la velocidad del proceso. Ni cien años. Ni diez. Solo
uno… y el descenso del nivel del mar era suficiente para varar a los icebergs.
Y el cambio en el sector norte del Ártico bastaba para alterar el modelo de las
corrientes oceánicas. Dentro de un año, o de dos, a ese ritmo, ya no habría
puente de hielo. El estrecho sería una extensa senda de tierra seca, tal vez
tundra, entre dos mundos. Y el nacimiento de ese puente continental era
impresionante.
A poco más de un kilómetro hacia la izquierda, los inmensos icebergs
aparecían como una flota que avanzaba lentamente. Uno a uno, iban
golpeando el hielo más fino del bloque principal, surcándolo con un titánico
rugido, haciendo temblar el hielo sólido que había entre el bloque y la costa
como martillos golpeando cristal. El ruido, pese a la lejanía, recordaba una
descarga de artillería. Además, meditó Stovin, los mismos icebergs, cuando
por fin quedaran detenidos, habrían contribuido en la construcción del puente
de tierra. Todos arrastraban rocas, fragmentos, incluso tierra del glaciar
paterno. Y estos materiales quedaban allí cuando las masas de hielo
terminaban el recorrido.
Los trineos estaban cruzando una extensión de playa cubierta de hielo de
medio kilómetro de largura. La playa acababa en empinados riscos que
formaban terrazas, un panorama muy similar al de Uelen, al otro lado del

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Estrecho de Bering. Bisby obligó a los renos a ir más despacio, señaló el
acantilado y volvió la cabeza hacia Diane.
—El Cabo Príncipe de Gales, supongo. Y creo que es la mejor ruta de
ascenso.
Entre los riscos corría un río que en verano debía ser muy caudaloso.
Estaba helado, salpicado de grandes piedras, pero llevaba hacia lo alto del
acantilado. La marcha resultó penosamente difícil. Bisby aligeró los trineos
ordenando a todos que se bajaran. A todos excepto a Soldatov, obviamente
muy enfermo para enfrentarse a los rigores de la escalada. Pese a sus
protestas, Soldatov volvió a ocupar su lugar en el trineo, mientras Volkov y
Valentina tiraban del único reno para facilitar el ascenso. La fuerza de ambos
no fue suficiente, y Bisby ordenó a Stovin que los ayudara. La subida fue el
mayor esfuerzo físico realizado por Stovin en toda su vida. El científico
resbaló y tropezó en varias ocasiones, sudó y el sudor volvió a helarse en su
piel, y recibió una dolorosa coz del reno en el costado, todo ello mientras
tiraba del animal. Precisaron tres cuartos de hora de agotador esfuerzo para
llegar por fin al borde superior del acantilado. Bisby y Diane, con dos renos,
llegaron tres minutos antes, y el piloto retrocedió para ayudar a los otros en
los últimos cientos de metros. En cuanto llegaron arriba, todos se dejaron caer
en los trineos, pero Bisby les ordenó que se levantaran.
—No podemos pararnos ahora —dijo—. Hace mucho frío. Vamos,
Valentina. Al trineo. No podemos pararnos. Adelante.
Las primeras débiles estrellas ya aparecían en el cielo cuando los viajeros
iniciaron la marcha tierra adentro a lo largo de una meseta de brillantes tonos
blancogrisáceos. Hacia el este, la meseta ascendía hasta montañas de quizá
mil metros de altura, aunque era un detalle difícil de asegurar puesto que los
picos estaban envueltos en niebla. Al llegar al borde la meseta, los viajeros
encontraron los primeros indicios de habitación: un grupo de abandonadas
cabañas de madera, casi ocultas bajo el hielo y la nieve, cuyos tejados
sobresalían sobre la superficie del terreno. Junto a una cabaña había un letrero
de madera, con incrustaciones de hielo en el suelo. Stovin, sentado en el
trineo, notó que su respiración iba haciéndose más fácil, aunque estaba muy
incómodo a causa de su helada ropa. Leyó el letrero al pasar: «Almacén de
Wales Village». Era agradable volver a ver un rótulo inglés, tras pasar varias
semanas en Siberia con el alfabeto cirílico. Pero no había norteamericanos en
el poblado… no había nada aparte de la nieve arrastrada por la creciente
fuerza del viento. Estaba empezando a nevar otra vez. Pero Stovin se
encontraba demasiado fatigado y magullado para seguir preocupándose. Cerró

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los ojos. Cuando los abrió de nuevo, Diane estaba zarandeándole. Bisby gritó
algo que él no pudo entender, y señaló con la vara. Con los ojos nublados,
Stovin siguió la dirección de la vara.
A veinte metros de distancia había un hombre. En aquel desolado lugar,
fue una aparición increíble. Vestía finas pieles plateadas y amplias raquetas
de nieve, y llevaba una larga lanza. Alzó una mano, y Bisby paró el trineo y
bajó. Los dos hombres se saludaron al modo esquimal, tal como había visto
Stovin en Anchorage hacía mucho tiempo: la mano de lado sobre la otra
mano. En aquella desolación, pensó de nuevo Stovin, era una visión
sorprendente… y en ese instante se dio cuenta de que no era un lugar
desolado. Alrededor, bajo la luz de las estrellas, había muchas viviendas,
grandes, redondeados iglús rodeados de bajos muros de nieve como
protección ante el frío cuchillo del viento. Y de las casas surgió gente… niños
que se quedaron boquiabiertos al ver a los recién llegados, mujeres que se
apiñaron y emitieron risitas, ancianos de inquisitiva mirada… Bisby estaba
hablando con varios hombres, inseguro al principio, con más fluidez y
confianza después. Hizo un gesto a los otros para que se acercaran. Todos se
apearon, con rígidos movimientos. Diane cogió a Stovin por un brazo al ver
que se tambaleaba. Bisby dijo algo rápidamente al esquimal alto que llevaba
la lanza, y poco después se adelantaron dos mujeres para llevar a Stovin al
iglú más próximo. Mientras se recuperaba del desmayo, Stovin vio que la
habitación era circular, cálida y en penumbra, con tres lámparas de grasa de
foca ardiendo junto a la puerta en recipientes de madera. Detrás de las
lámparas había un montón de pieles, y pilas de algo que parecía carne
congelada. Varias personas entraron después, con la curiosidad reflejada en
sus rostros. El agotamiento dominaba a Stovin, pero vio que Diane ofrecía su
ayuda para entrar a Soldatov en el iglú. Alguien trajo una taza de hueso,
humeante. Stovin dio un sorbo. Era té. Notó que pronunciaba el nombre de
Diane, y de repente ella estaba al lado, pálida en las sombras, pero
aparentemente bien. La voz de Bisby sonó detrás de Diane. Stovin levantó la
cabeza desde el montón de gruesas pieles donde le habían dejado. El
semblante de Bisby estaba radiante, mostraba felicidad.
—¿Lo has visto? —dijo—. Lo hemos conseguido. Sto, esta gente es el
Inuit. El Pueblo.
No sin esfuerzo, Stovin obligó a su memoria a retroceder al bar de
Anchorage donde había estado bebiendo en compañía de Bisby… parecía que
hubieran pasado mil años.
—Ya recuerdo —dijo penosamente—. Me hablaste de… tu madre…

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—Exacto —dijo Bisby, exultante—. El Pueblo. Aquí nos quedaremos.
Observó la expresión de agotamiento y extrañeza de Stovin, y siguió
hablando.
—Este es el sitio que señaló Sedna, ayer por la noche. Nos quedamos.
Fatigado, Stovin cerró los ojos. ¿De qué estaba hablando Bisby, en el
nombre de Dios? Más misterios… siempre misterios con Bisby. Pero lo único
que yo quiero es dormir.

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23

Lo que sucedió en Nueva York durante el mes de enero —un mes de pesadilla
— fue la catástrofe más dramática que sobrevino a una ciudad del hemisferio
norte después del desastre de Chicago… aunque no se llegó a los doscientos
mil muertos de esta. Sin embargo, el tributo cobrado por la muerte fue muy
elevado. Cuando estalló la crisis, durante una semana, quizá unos días,
pareció que todo podía reducirse a una excepcional nevada en un invierno
muy crudo. La ciudad se heló, los transformadores reventaron, los ascensores,
la luz y la calefacción sufrieron averías en numerosas partes. En fríos pisos,
los ancianos empezaron a morir. No obstante la ciudad, con grandes
esfuerzos, siguió siendo más o menos viable como lugar donde podían vivir
seres humanos. La urbe aguardó el deshielo…
El décimo día de nevadas, las autoridades se enfrentaron a una situación
que superaba totalmente los límites de su experiencia, y descubrieron que solo
podían aliviarla mediante desesperados esfuerzos en lugares aislados. El
decimoquinto día, incluso esta pugna había terminado. Nueva York, que entre
todas las ciudades del mundo era la más expuesta a una catástrofe a causa de
la nieve, arquitectónicamente hablando, quedó completamente incomunicada.
Lo único que salvó de la aniquilación a los habitantes del centro urbano fue
que algunos días, pese a que el frío era intenso y peor que cualquier otro
recordado por alguien o registrado en la historia, no nevó. Esos días se inició
la evacuación de la sitiada población del centro de Manhattan, en
circunstancias increíblemente difíciles. Porque fue esta parte de Manhattan,
con sus imponentes rascacielos sobre calles relativamente estrechas, la que
sufrió más.
La nieve barrió Long Island Sound. Se helaron los ríos East y Hudson, y
sus nuevas superficies sólidas recibieron miles de toneladas de nieve.
Sometidos a este inmenso peso, los puentes se derrumbaron, primero el de
Queensboro y luego el de Madison. La tormenta que azotó el centro de
Manhattan durante varios días, de modo ininterrumpido, dejó casi veinte
metros de nieve en los estrechos desfiladeros de algunas calles, y enterró
incluso vías urbanas más amplias como la Quinta Avenida, Park Avenue y
Lexington, de forma tan completa que tiendas y oficinas desaparecieron. Solo
el rápido suministro de raquetas para andar por la nieve hizo posible que
policías y soldados patrullaran el blanco desierto en que se había convertido

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Manhattan, dirigiendo a los habitantes hacia zonas de reunión al otro lado del
Hudson. Batallando como nunca había batallado un soldado de los Estados
Unidos, quince mil hombres mantuvieron abierto el puente de George
Washington y sus accesos, de modo que pudiera efectuarse el limitado
traslado de población. No se hizo, no podía hacerse esfuerzo alguno para
evacuar la ciudad entera. El pasmoso ejemplo de Chicago estaba fresco en la
memoria de todo el mundo, y se comprendió que un acto tan arriesgado
estaba condenado al fracaso de antemano. Bajo el intenso frío, miles de
automóviles se negaron a moverse, y de todas formas solo era posible
mantener despejadas algunas, muy pocas carreteras. En toda la ciudad, en
Harlem y en los barrios chino y portorriqueño del Lower East Side, familias
en pisos modestos, primero aislados y luego enterrados en muchos casos bajo
la nieve, obedecieron instrucciones oficiales y sus instintos básicos para
resistir mientras aguardaban a que al menos hubiera un mínimo deshielo… Se
demostró que la supervivencia bajo la nieve no era imposible, ni mucho
menos, y cientos de miles de personas salvaron la vida obteniendo alimentos
en tiendas y restaurantes abandonados, en especial en lugares donde se habían
hecho pozos de ventilación eficaces, o donde podía accederse a ellos de algún
modo.
Mientras tanto, en Manhattan, los grandes rascacielos —el edificio de la
Pan Am, el Empire State, Chrysler y demás— alzaban sus moles en un cielo
hostil, como flechas de cemento empotradas en el hielo. Pilotos de helicóptero
que sobrevolaron la desolación urbana manifestaron haber sentido
incredulidad total ante lo que veían. Y los helicópteros tuvieron mucho
trabajo. En numerosos rascacielos, donde ascensores y electricidad no
funcionaban, considerables grupos de personas seguían viviendo en los pisos
más altos… gente que había bajado andando hasta la calle para toparse con el
muro de nieve que se alzaba muy por encima de sus cabezas. Poco a poco,
grupo tras grupo, los helicópteros fueron izando a los damnificados… aunque
miles prefirieron quedarse, confiando en que la reserva de comida y bebida
existente en restaurantes y tiendas de edificios bloqueados iba a durar hasta
que llegara el deshielo. Pero el deshielo no llegó, y al cabo de cinco semanas
el centro urbano de Manhattan fue abandonado por todos excepto por algunos
miles de personas. Miles más yacían muertos bajo la nieve, aunque la cifra
exacta no se conocería hasta la primavera.
La experiencia de Nueva York se repitió en determinados aspectos en
Europa, donde también se habían hecho vanos esfuerzos de evacuación en un
par de ciudades y que, como en el caso de Chicago, fracasaron. Glasgow y

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Oslo lograron interrumpir las operaciones de evacuación después de que
varios miles de personas murieran atrapadas en las incesantes ventiscas
mientras iban hacia el sur por carreteras de escape. En Hamburgo, con 15 800
muertos en un solo día de proyectado traslado masivo, el número de víctimas
fue récord. En abierto contraste, Winnipeg (Canadá), tan afectada por la nieve
como Chicago, cambió su línea de acción e instó a los ciudadanos a que
permanecieran quietos. Se perforaron pozos de ventilación igual que en
Nueva York, para atender a comunidades enterradas. Una vez más, empero, el
éxito o el fracaso de la medida de inmovilización no podría evaluarse hasta la
primavera.
En el norte de Europa, el desastre de la parte más septentrional de
Escandinavia fue total. La nueva época glacial se aposentó allí, sin piedad y
con firmeza, desde el principio. Por fortuna, la región tenía escasa densidad
de población… y de un modo paradójico, sus dispersas comunidades se
trasladaron a lugares seguros con más facilidad. Varios miles de suecos y
noruegos participaron en un lento traslado, especialmente a Dinamarca que,
aunque también sometida a la presión del clima, pudo aceptar refugiados.
Pero una a una, las grandes ciudades del norte —Glasgow, Winnipeg,
Newcastle-upon-Tyne, Oslo, Helsinki, Moscú, Leningrado, Boston,
Minneapolis— quedaron bloqueadas. Las urbes aguardaron desesperadamente
la primavera evacuando tantos habitantes como fue posible, pero en general
esforzándose en resistir la crisis. El nivel de víctimas creció incesantemente:
más de tres mil muertos en una semana en Glasgow a causa del frío y el
hambre, mientras se desconocía la suerte de miles de personas en las
enterradas calles.
Los gobiernos trazaron los límites de la catástrofe en los mapas
nacionales. Por encima de la línea, nada parecido a vida normal era posible.
Por debajo, existía la posibilidad de hacer algo. La actividad industrial en
numerosos lugares situados por debajo de la línea de catástrofe logró cierto
nivel de producción al cabo de algunas semanas. La crisis de combustible y
energía, empero, tenía efectos mutiladores. El petróleo del Mar del Norte, el
de Siberia, el de Alaska… todo eran sueños olvidados. En ninguna parte del
hemisferio norte, al terminar el mes, podía circular un automóvil privado sin
autorización del gobierno correspondiente.
En general, las grandes ciudades demostraron más vulnerabilidad que el
campo. Tanto en Europa como en América del Norte, pequeñas comunidades
rurales, incluso en casos de total aislamiento, idearon existencias
independientes solo con ocasional apoyo aéreo de las autoridades del sur. La

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pérdida de ganado, por supuesto, fue prácticamente total… aunque a veces los
campesinos conservaban una reserva básica introduciendo animales en sus
hogares, como base para un esperado futuro y como protección contra
inanición a corto plazo. Este alivio era imposible en las ciudades, donde la
falta de electricidad causaba un frío paralizador, letal; las líneas de transporte
se derrumbaban con el peso del hielo y los transformadores se averiaban sin
esperanza de reparación debido a las continuas tormentas de nieve. Los viejos
fueron los primeros en morir, a millares.
No obstante, el hombre tecnológico —aunque en otros aspectos estaba
incapacitado para enfrentarse a tal emergencia— mostró inteligencia. El
término «cooperación» se convirtió en consigna internacional. En la
Comunidad Europea se produjo una anulación de fronteras sin precedentes.
Al cabo de pocas semanas, niños de enterradas poblaciones escocesas y
perdidos pueblos noruegos pudieron acampar, con todas las tiendas
disponibles, en las regiones húmedas pero más templadas de Baviera, la
Provenza y el sur de Italia. En América del Norte, los Estados Unidos y
Canadá se consideraban como una sola comunidad con un solo problema. Las
ciudades de tiendas de campaña que brotaron en la Columbia Británica,
California, Nuevo Méjico, Arizona y Texas aceptaron refugiados, tanto si
eran ciudadanos canadienses o norteamericanos, sobre una base de igualdad.
En la Unión Soviética, los rusos iniciaron el laborioso traslado, en donde era
posible, de habitantes del norte a Georgia, Crimea y Ucrania.
El hemisferio entero aguardaba la primavera esperanzado y desesperado.
Pero hombres como Brookman en los Estados Unidos y Ledbester en Gran
Bretaña sabían que la primavera iba a crear nuevos problemas. Gran parte de
la nieve caída durante el terrible invierno permanecería acumulada durante
todo el verano: realidades físicas de temperatura y albedo superficial lo
aseguraban. Y había que contar con temperaturas bajas en zonas cruciales
productoras de cereales como las praderas canadienses, la Ucrania soviética y
el mid-West estadounidense, incluso en regiones que no estaban totalmente
cubiertas de nieve.
El descenso de temperatura en el próximo verano no tendría, en términos
de reacción física humana, dimensiones cósmicas, pero tanto la primavera
como el verano serían los más cortos y fríos registrados. Para las semillas de
cereales, no obstante, incluso un ligero descenso de la temperatura media y el
consiguiente acortamiento de la temporada de cultivo sería fatal. Brookman y
sus colegas sabían que grandes regiones del mundo superpoblado sufrirían
una desastrosa inanición al llegar el otoño, y que incluso grandes naciones del

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opulento Occidente tendrían que apretarse el cinturón. Y después de ese breve
otoño aguardaba otro invierno, que sorprendería a millones de personas
evacuadas de las zonas septentrionales afectadas todavía sin hogar. El verano
que el hemisferio aguardaba solo podía representar un ligero respiro. De
repente, hasta los gobiernos de las grandes potencias parecían haberse
reducido a grupos de hombres perplejos en lucha contra un enemigo
gigantesco, despiadado, incontrolable, imprevisible…

El Presidente se encontraba desesperadamente cansado. Miró el preocupado


semblante de Brookman, y luego la familiar, cortés máscara que eran las
facciones del director de la Central Intelligence Agency. ¿Qué importancia
tiene todo esto ahora?, se preguntó. Diplomacia internacional… la Guerra
Fría con sus bordes ardientes… todo ha quedado anticuado, en unas semanas.
Pero debemos seguir fingiendo que conservan su antigua importancia.
El director de la CIA estaba hablando.
—El tiempo en el noroeste de Siberia ha representado una catástrofe total,
por supuesto… quizá incluso peor que en Alaska. ¿Ha visto las fotografías de
los satélites, señor Presidente? Los soviéticos tienen toda clase de problemas.
—Sí —dijo el Presidente.
Se frotó los ojos, y Brookman le miró, preocupado. La catástrofe de
Chicago había sido un golpe muy duro para él. El Presidente se levantó y se
apartó del escritorio. Observó a través de la ventana el cercado jardín del
Palacio de los Gobernadores. En aquel lugar había varias viejas carretas,
piezas de museo de la antigua ruta de Santa Fe. Uno de los tres agentes del
servicio secreto que estaba en el jardín se hallaba agazapado junto a la carreta
más próxima, intentando huir de la lluvia que empezaba a caer de nuevo. ¿Fui
sensato, se preguntó el Presidente, ubicando la Casa Blanca provisional en
Santa Fe, en Nuevo Méjico? Nuevos tiempos necesitan nuevos modos de
pensar, naturalmente. Y el tiempo de Washington era abrumador, y las
comunicaciones muy difíciles. Sin embargo, esa no fue la razón, ¿no es
cierto? Todos necesitamos un poco menos a Washington. La mano de un
muerto no puede agarrar nada desde esa ciudad. Me pregunto si… ¿no sería
buena idea ir trasladando la Casa Blanca por todo el país? Una temporada
aquí, por ejemplo, luego en Georgia, después en Oklahoma… Al Servicio
Secreto no le gustaría, claro, pero quizá si a la gente… algo así como un toque
personal. Es posible que la gente no se sienta tan aislada.
El Presidente volvió a encararse con los otros dos hombres.

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—De modo que ahora tenemos frontera terrestre con la Unión Soviética.
El director de la CIA asintió en silencio. El Presidente se acercó al gran
mapa dispuesto en la pared opuesta y contempló las recientes señales pegadas
en el lugar donde el hielo de Alaska y el de Siberia había unido los dos
continentes. Hacía pocos meses, la noticia habría sido trascendental. Se
habrían producido interminables conferencias, interminables papeleos,
interminables análisis estratégicos. Pero ahora… el Presidente apenas había
pensado en ello. Tocó la región del Estrecho de Bering mientras miraba al
director de la CIA.
—¿Le preocupa este detalle?
El director de la CIA se alzó de hombros.
—Bien, es un detalle que debemos tener en cuenta, por supuesto. Pero no,
señor, no me preocupa en este momento. En realidad no hay tanta diferencia
con la situación anterior. Las fotografías obtenidas desde satélites son pobres,
pero indican que hay gente atravesando el estrecho. Por lo que yo sé, son
esquimales… y de todas formas muchos se quedan en el camino. Hay muchos
cadáveres. Pero supongo que aprovechan la primera oportunidad que tienen
para huir, como cualquier habitante de la Unión Soviética. Unos cuantos
esquimales más o menos en los Estados Unidos, suponiendo que sobrevivan,
y eso no lo sabremos hasta la primavera… bueno, no es precisamente un
grave problema de seguridad. Tendremos más información en cuanto
podamos enviar algunos aviones en misiones fotográficas. Pero ahora mismo,
Alaska es un desierto.
—Hum —dijo el Presidente.
Se sentó pesadamente ante el escritorio, y Brookman vio, más claramente
que nunca, que aquel hombre era un anciano.
—He visitado las tiendas esta mañana —dijo el Presidente—.
Temprano… hacia las siete. Con la idea de desayunar en compañía de esa
gente. Al otro extremo de las montañas, hacia Roswell. Han hecho un buen
trabajo allí, Mel… Tienen una auténtica ciudad de tiendas de campaña. La
gente parece estar bastante bien… Pero cuando más pronto montemos las
unidades prefabricadas, tanto mejor. Naturalmente esto es mejor que helarse
en Chicago. Aunque el clima es húmedo. Muy húmedo. El gobernador me
explicó que en Nuevo Méjico no había llovido así en lo que va de siglo.
—Era de esperar —dijo Brookman.
El Presidente se inclinó hacia adelante y dio varias palmadas en el
escritorio para subrayar sus palabras.

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—Cuando se inicie la segunda conferencia del hemisferio, y parece que
será muy pronto, no debemos quedarnos en la primavera próxima. No
debemos enzarzarnos en una interminable discusión sobre este año, como la
última vez. Es el próximo invierno lo que me preocupa ahora… será peor.
Pero por lo menos sabremos a qué atenernos.
—Podemos hacer muchas cosas —dijo Brookman. Él mismo se
sorprendió por haber pronunciado esas palabras de ánimo de un modo tan
inesperado. Siempre que entro en esta habitación, pensó, salgo sintiéndome
mejor.
El Presidente se levantó.
—Nos hará falta imaginación, más imaginación que nunca. Y hablando de
eso, tengo una cita con los jefes del estado mayor. Están preocupados por la
red de alarma… en Canadá y Alaska.
—Ya no hay red de alarma —dijo el director de la CIA—. Al menos no
en el norte.
El Presidente extendió la mano.
—Oh, tuvimos una alarma perfecta —dijo—. Un genuino profeta al viejo
estilo. Pero no hicimos caso, y ahora el hombre que dio la alarma está… —
Miró al director de la CIA—. Supongo que no hay ninguna noticia.
—¿De Stovin, se refiere a eso? No, señor Presidente. Aquel Antonov
despegó perfectamente, en Novosibirsk. La última noticia es que se
aproximaba a Anadir. Después de eso… nada. Y estoy convencido de que los
soviéticos nos están informando de todo lo que saben al respecto. A bordo de
ese avión iban varios rusos, como usted ya sabe.
Cuando los otros se fueron; el Presidente siguió sentado ante el escritorio,
recostado en la silla, con los ojos cerrados. Una pena lo de Stovin, pensó. No
podemos permitirnos muchas pérdidas como esta. El próximo invierno… me
habría gustado conocer la opinión de Stovin sobre el próximo invierno. El
Presidente se levantó y se acercó al espejo que había junto a la puerta. Será
mejor que demuestre más ánimo ante los jefes del estado mayor, pensó
mientras se arreglaba su escaso cabello. Parezco viejo. Soy viejo. Es posible,
por eso sigo siendo útil.

Stovin estaba preocupado. Se arrodilló en una piel de reno extendida junto a


un agujero del hielo de la laguna, cerca del poblado, y observó la cuerda de
pescar. A la izquierda, a medio kilómetro en el hielo, Volkov estaba en
cuclillas con el arpón en una mano. Era extraño, pensó Stovin, que Volkov, el

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más reacio a quedarse en el poblado, se hubiera adaptado a esta vida mejor
que los demás… con la lógica excepción de Bisby. Hacía una hora Stovin
había visto al ruso usando un cincel en la capa de un metro de hielo de la
laguna; Volkov había abierto un agujero redondo, entre una nube de
fragmentos de hielo, a una velocidad que el mismo Oonatuk habría envidiado.
Al cabo de pocas semanas de práctica, nadie era más rápido que Volkov. Ahí
estaba otra vez, metiendo el arpón en el agujero. Otra trucha. Con esa eran
tres. El hilo de Stovin se agitó. Notó el primer tirón y luego sacó la cuerda. El
pez casi se había tragado el señuelo provisto de aletas. Era un ejemplar de
buen tamaño, y salió del agujero igual que un saltarín salmón. Golpeó el
hielo, agitó el cuerpo frenéticamente, dio un salto en el aire, volvió a caer, y
quedó congelado al instante, como una figura de yeso. La nieve que flotaba en
el viento aguijoneó la cara de Stovin entre las pieles, y el científico
comprendió que el tiempo estaba cambiando. Se puso en pie trabajosamente y
pasó una cuerda por las agallas de las dos truchas que había pescado. Volkov
agitó los brazos, recogió su pesca y se acercó.
—Tendremos que volver ahora mismo, creo —dijo—. Este viento… no
me gusta.
—Estoy preocupado por Bisby —dijo Stovin mientras volvían al poblado
—. Ya han pasado tres días. Él dijo que solo serían dos.
—Una cacería no admite previsiones —dijo Volkov—. Y Oonatuk se fue
con él. Y ese otro… Shongli.
—Sí —dijo Stovin.
Pero perdió de nuevo el ánimo cuando llegaron al poblado, caminando
con sus raquetas, después de pasar junto al «lugar de destrucción» donde las
pertenencias de los esquimales muertos se sometían al ritual del destrozo para
que los espíritus de los fallecidos no sintieran deseos de regresar. No había
rastro del trineo y los perros de Oonatuk. Stovin entró en el iglú. Incluso
ahora, después de tantas semanas, sintió náuseas al percibir el hedor de la
vivienda.
Era un iglú amplio, ocupado por dos familias además de Stovin, Diane y
los Soldatov. Bisby y Volkov se habían instalado en otro iglú al otro lado del
claro del poblado. Las náuseas iban cediendo poco a poco, y Stovin sabía que
dentro de un par de minutos percibiría el hedor tanto como Diane. La mujer
estaba sentada en la cama, un montón de pieles de reno sobre la alzada
plataforma del lecho. Estaba muy atareada haciendo una lámpara de grasa de
foca. Levantó la cabeza cuando entró Stovin y este vio el fulgor de los
blancos dientes en la penumbra. Pese a la preocupación, Stovin sintió el tirón

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del deseo. Diane iba muy sucia, él iba muy sucio, nunca habían ido tan sucios.
Seguramente los dos olían muy mal, pero ninguno lo notaba. Stovin ya tenía
barba, como ligera protección contra la pálida amenaza de que se le congelara
el mentón. El cabello de Diane estaba enmarañado, y ella tenía manchas de
grasa de foca en las mejillas. Parecía, pensó Stovin, una kooner esquimal de
pelo rubio, una de las esposas del pequeño poblado, formado exactamente por
seis familias.
—Fantástico, Stovin —dijo Diane cuando el hombre le dio la pesca—.
Estás convirtiéndote en un experto.
—¿No hay noticias de Bisby? —preguntó él.
Diane sacudió la cabeza.
—Estoy preocupado —dijo Stovin—. Si a Bisby le pasa algo, ¿cómo
vamos a volver?
—¿Volver a dónde? —dijo Diane.
Stovin la miró fijamente.
—Volver a los Estados Unidos.
Diane se echó a reír.
—Estamos en los Estados Unidos. Bueno, bueno, ya sé lo que quieres
decir. No te preocupes, Stovin. La primavera se acerca.
—Los días son más claros, es cierto —dijo Stovin—. Hay más color en el
cielo. Pronto podremos ver todo el sol.
—Lo sé —dijo Diane.
—Pero aunque llegue la primavera —dijo Stovin—, no sé cómo lo vamos
a hacer, sin ayuda. La distancia es enorme. De aquí a Seattle hay tres mil
kilómetros. Y además, solo Dios sabe qué encontraremos en Seattle. Para
hacer un viaje tan largo como ese necesitamos un experto. Necesitamos a
Bisby.
Diane estiró el brazo y tocó la mano de Stovin.
—Cuando llegue la primavera, Stovin, vendrán aviones del sur.
Seguramente querrán observar bien la parte del mundo que antes era Alaska.
Nos verán.
—Es posible —dijo él—. Es difícil localizar personas, aunque estés
buscándolas expresamente. —Miró a Diane, extrañado—. No te preocupa
mucho la marcha, ¿verdad?
Diane sonrió.
—Me gusta este sitio. Podría haber sido peor.
Hubo un breve alboroto en el pasadizo de acceso al iglú, y los Soldatov
entraron juntos. Ninguno de los dos, pensó Stovin, habían hecho muchas

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concesiones a la vida esquimal. Valentina era con mucho la persona más
aseada del poblado; solía lavarse el cuerpo con cierta incomodidad, y
observada por asombrados niños esquimales. Soldatov había conseguido
conservar las gafas. El ruso ya estaba más fuerte, casi en forma otra vez,
aunque durante los primeros días después de la llegada al poblado la fuerza de
voluntad de Valentina había sido lo único qué se había interpuesto entre su
esposo y la muerte. Soldatov aún no podía ir de pesca con los demás, pero
pasaba el tiempo redactando notas, con una diminuta caligrafía rusa, en todos
los rincones del roto cuaderno guardado en el fardo que había preparado,
hacía mucho tiempo, en Anadir. El ruso prestaba suma atención durante las
prolongadas tardes, cuando Shongli y Oonatuk —el alto esquimal con pieles
plateadas que habían visto el día de la llegada— contaba sus interminables
narraciones acuclillado junto a una lámpara de grasa de foca. Cuando Bisby
estaba de buen humor, traducía. Y Soldatov anotaba todo lo que oía.
—Aprendo —decía el ruso.
También Stovin sabía que estaba aprendiendo. Pero lo que aprendía
preocupaba y confundía tanto a su intelecto que él, a diferencia de Diane,
ansiaba regresar. Quería hablar con determinados hombres. La conferencia
del hemisferio… eso parecía formar parte de otro mundo. Ya debía haberse
celebrado, naturalmente. Pero habría otras conferencias, vitales conferencias.
Él debía asistir.
Valentina se acercó al montón comunitario del rincón y cogió dos rígidos
y congelados bacalaos de pequeño tamaño. Ese pescado, pensó Stovin, debía
llevar allí varias semanas. El montón comunitario era el congelador más
eficaz del mundo. Era sorprendente que nadie tuviera problemas estomacales,
pese a haber comido, en especial al principio, grandes cantidades de carne de
foca y de morsa amontonada en las paredes en diversas fases de
descomposición.
Dos mujeres esquimales entraron en el iglú; rieron tontamente al ver a
Stovin echado en la plataforma de dormir junto a Diane, y ambas miraron de
reojo a la pareja y a Soldatov. También se dirigieron al montón comunitario y
eligieron cuidadosamente varios pescados. Varias veces probaron algún
pescado con sus fuertes y blancos dientes esquimales, y lo rechazaron. Por fin
quedaron satisfechas, y salieron del iglú para llamar en tono de reproche a los
dos niños que rodaban en la nieve y parloteaban felizmente. Soldatov adivinó
los pensamientos de Stovin.
—Esta gente vive en lugares donde ningún hombre debería poder vivir —
dijo—. Su vida es breve, incluso brutal. ¿No te parece?

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Stovin asintió.
—Pero son felices, mi querido Sto. Ríen. Nunca he visto que un adulto
pegue a un niño. Apenas tienen sentido de la propiedad. Igual que los
beduinos, son generosos en su hospitalidad. No parece que experimenten los
traumas normales de la sexualidad: infidelidad, impotencia… Cambian de
pareja, a veces, obedeciendo a impulsos. Pero la familia permanece unida. Es
extraordinario.
—Sí —dijo Stovin—. Pero estos no son los esquimales domesticados de
Anchorage y Anadir. Esta raza está en decadencia, Geny, al borde de la
extinción. Los esquimales del norte del Ártico, que apenas saben algo del
resto del mundo. Bisby afirma que solo quedan unos cientos. Y se consideran
el Pueblo, los únicos hombres auténticos.
—No se lavan —dijo Valentina, arrugando la nariz, sentada en las pieles
junto a Diane.
—Es posible que concedamos demasiada importancia a la limpieza —dijo
Soldatov. Miró a Stovin—. No admiro la vida de los nobles salvajes. Eso es
un mito. Pero soy como tú, Sto. Un hombre de mi tiempo. Y empiezo a
aprender. Por primera vez en mi vida, empiezo a aprender. Tú, también, creo.
Stovin asintió.
—Sí. Hay mucho trabajo que hacer, muchas cosas que decir, cuando
volvamos. Si es que volvemos.
—Volveremos —dijo Valentina—. En cuanto… ¿Qué es eso?
Había alboroto fuera, ruido de gritos y risas. Un niño esquimal estuvo a
punto de caerse cuando entró en el iglú, muy excitado.
—¡Oonatuk! —gritó—. ¡Bisbee, Bisbee!
El poblado entero pareció hacer erupción cuando el trineo de Bisby, tirado
por seis perros, cuyo aliento se helaba entre la agitada nieve, llegó al centro
de los cuatro iglús. Bisby y los dos esquimales que iban con él destacaban
sobre el cuerpo de un gran oso blanco. Los tres hombres reían y gritaban,
cubiertos con la sangre del enorme animal, sangre parduzca y helada que
llenaba sus caras y sus ropas. Las mujeres y los niños bajaron el oso del
trineo, saltando y bailando de alegría. Bisby se acercó, con una máscara de
sangre y nieve, y sonrió. Pero pasó junto al iglú sin hacer comentarios, y entró
en su vivienda. Dentro no había nadie, en ese momento; Volkov estaba fuera
con los demás. Bisby metió la mano debajo de las pieles de reno que eran su
cama y sacó la lata de galletas que había llevado consigo toda su vida. Cogió
el cráneo de zorro y lo apretó a su frente.

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—Te agradezco, Sedna, la habilidad que me ha permitido matar al oso.
¿Hay alguna señal?
No hubo señal alguna. Bisby salió y se acercó al trineo. Allí estaba el
cuerpo del oso, tocado de vez en cuando por los asombrados niños y medido
cuidadosamente por Soldatov con un hilo de pescar. Mientras Oonatuk tiraba
del cuello del animal, Bisby sacó un largo cuchillo y cortó la cabeza del oso,
para que el espíritu del animal quedara libre. La kooner de Oonatuk puso un
fragmento de pescado helado y un trozo de hielo en la boca del oso, para que
este no tuviera hambre ni sed en su nuevo mundo. Luego, con rapidez y
pericia, las mujeres despellejaron a la enorme bestia, y arrancaron trozos y
filetes de carne del desollado cadáver. Esa noche todo el poblado celebró una
fiesta, y comieron carne de oso cocida en el gran iglú contiguo al que Stovin,
Diane y los Soldatov compartían con la familia de Shongli. Stovin sintió
cansancio después de la cena, y volvió al iglú. Al menos, pensó, no estoy
solo. A juzgar por los jadeos y gemidos que brotaban de las pieles en el
rincón de Shongli, este debía hallarse allí con su kooner. O quizá con la
kooner de Oonatuk. No tenía importancia. Stovin se durmió.
En el iglú donde se celebraba la fiesta, Diane y Valentina conversaron en
voz baja durante un rato, hasta que la rusa salió en busca de Soldatov. Diane
la acompañó hasta la entrada, y después volvió la cabeza. Volkov se había ido
hacía bastantes minutos, pero Bisby y dos esquimales continuaban cenando.
Comían con furiosa concentración, como si fuera la última cena de su vida.
La cara de Bisby brillaba de grasa bajo la amarillenta luz de la lámpara. Tenía
un trozo de carne en las manos. De vez en cuando bajaba la cabeza y daba un
mordisco. La grasa corría por su mentón, y antes de haber terminado de
masticar sus manos retrocedieron hacia la gran fuente comunitaria para coger
otro trozo de carne. Otro esquimal, Oonatuk, lamió las palmas de sus manos y
se chupó los dedos pensativamente. Alzó la mirada, vio a Diane y dio un
codazo a Bisby, sonriente. El piloto dejó el trozo de carne y se acercó a la
mujer. Diane se dispuso a hablar, con la sonrisa en los labios, pero vaciló.
Bisby la cogió por la muñeca y la sacó a la noche ártica. Diane intentó
soltarse.
—¿Qué… qué… te has vuelto loco? ¡Suéltame! ¡Oh… oh…!
Ella era como una niña en sus brazos. Bisby, en parte empujándola y en
parte arrastrándola, la metió en el iglú que él compartía con Volkov. Diane
pronunció el nombre de Volkov.
—Grigori, Grigori.

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No hubo respuesta. Bisby se lanzó sobre ella como si fuera el oso que
había matado. La besó en la cara, en el cuello. El piloto olía a foca y a oso, y
Diane notó la aspereza de su barba, el sabor de la sangre seca en las mejillas
del hombre. Frenéticamente, Bisby la despojó de las pieles y la obligó a
tumbarse en el montón de pieles. Diane ya no podía resistirse más. No
deseaba resistirse. Él había puesto las manos en sus pechos… no con rudeza,
pero tampoco con ternura. Su boca volvió a apretarse contra la de Diane, y
esta apenas pudo respirar. La rodilla de Bisby ascendió para separar las
piernas femeninas. Ella no se opuso. El piloto era algo enorme que anulaba
todo. Sus dedos separaron la carne de la vulva, y un instante después Bisby
estaba dentro de ella como una vara de hierro, moviéndose y jadeando sobre
ella. Diane se rio, gritó, suplicó, gimió. Cada arremetida era una mezcla de
tortura y éxtasis. La cópula acabó por fin, y Bisby lanzó un grito de triunfo.
Se quedó encima de ella unos instantes y luego, sin pronunciar palabra, se
apartó y se puso de espaldas. Al cabo de un rato, Diane buscó a tientas su
ropa y se la puso. Después volvió a su iglú. Había un rítmico sonido de
ronquidos en el rincón de Shongli. Diane aún respiraba con dificultad cuando
se sentó en la pila de pieles, e intentó alisarse el pelo. Los ojos de Stovin
brillaban en la oscuridad. Él estaba despierto.
—¿Dónde has estado? —dijo—. No, no me lo digas. Lo sé.
En su iglú, Bisby encendió una cerilla y con esta la lámpara de grasa de
foca. Abrió la caja de galletas, alzó la mirada y vio que Volkov le observaba
en la oscuridad del otro lado del iglú. El ruso cerró los ojos de pronto y se
volvió. Bisby sacó de la caja una pluma negra, una pluma de cuervo. La puso
en equilibrio en una cuenca ocular del pequeño cráneo y observó. Igual que
aliento débilmente exhalado, un temblor de aire agitó la pluma, que giró sobre
su eje poco a poco, y luego se detuvo. El ambiente estaba en calma. La pluma
apuntaba hacia el sur. Bisby asintió. La chica le había traído una señal.

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PRIMAVERA

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24

Con el arpón sostenido por encima del hombro, Bisby siguió avanzando
detrás de Oonatuk y Shongli por la costa llena de lomos de hielo. Se hallaban
en el borde sur del gran puente de hielo, y delante de ellos se extendían las
aguas del Norton Sound, salpicadas de masas heladas. Muy lejos, el hielo
parecía haber desaparecido. Ya había claridad, y de vez en cuando, a través de
las negras nubes, el pálido sol matutino se vislumbraba en el horizonte. Había
otros indicios de primavera. Shongli, con el arco, había cobrado un eider dos
kilómetros más atrás, y no había podido alcanzar a un tarmigán de cola
blanca. Y en los témpanos, flotando al abrigo del puente de hielo, había
manadas de morsas. Aún estaban muy lejos para acecharlas. Los enormes
machos, todos con sus correspondientes hembras, eran arrastrados por las
banquisas de hielo flotante de forma irregular, y comían vorazmente los
moluscos del uniforme y arenoso fondo del estrecho. Bisby recordaba que su
padre había visto el estrecho casi cubierto de morsas en esta época del año,
miles y miles de animales. Pero eso había sido en Ihovak, en los viejos
tiempos. Los miles y miles de antes eran ahora veintenas.
Ihovak… no se hallaba muy lejos de allí. Sesenta kilómetros, quizá,
Norton Sound abajo. ¿Qué habría pasado allí el último invierno? Pero Bisby
no podía ir. Todavía no. Sonrió, oculto bajo la capucha. Parecía haber
transcurrido mucho tiempo, parecía haber sido en otro mundo aquel día, en
Anchorage, cuando él explicó a Stovin que no volvía a Ihovak porque estaba
avergonzado. No era cierto, pero resultaba absurdo explicar la verdad a un
kablunaak. No, él no podía regresar. Dos chamanes le habían advertido. El
chamán Etukishuk, el día antes de que decidiera dejar de asistir al Cornell. Y
el chamán Ohoto, en aquella caravana, en las afueras de Anchorage. Ambos
habían usado las mismas palabras: «Si regresas a Ihovak, jamás volverás a
irte.»
Por eso no podía volver. Porque había un destino; él tenía un destino fuera
de Ihovak. Sedna se lo había dicho, en muchas, muchas señales. Sedna, que
vivía en el fondo del mar, y gobernaba sobre todos los seres que vivían,
respiraban y nadaban. Sedna, que lo sabía todo. Sedna, que le había guiado
incluso cuando volaba como una planga en el Starfighter kablunaak. Sedna le
había llevado por fin al hogar, al Pueblo. Pero seguía existiendo un destino.
Sedna se lo había prometido.

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Oyó un suave grito. Shoingli estaba haciéndole señas. Bisby se agachó
junto a un montecillo de hielo de la playa, y observó. Quizá a cincuenta
metros, tres morsas, un macho y dos hembras, se hallaban en una banquisa de
hielo, que oscilaba ligeramente mientras la corriente submarina lo arrastraba
entre los bloques de hielo hacia una amplia extensión de mar abierto. Bisby
cogió el arpón que llevaba al hombro. El asta del arma constaba de un metro
de madera y cuarenta centímetros de marfil de morsa. La punta también era
de marfil, muy afilado, y encajaba en el asta con meticulosa precisión. Esta
punta debía moverse en cuanto se había hundido los diez o quince centímetros
previstos en la carne de una morsa o una foca, girando de lado de tal modo
que la cuerda a que estaba unida no se soltara cuando la víctima huyera en el
mar. Shongli estaba al acecho. Hábilmente, en silencio, saltó de banquisa en
banquisa, siempre eligiendo las que le permitían guardar el equilibrio, y poco
a poco disminuyó la distancia entre él y la morsa. Ya estaba muy cerca
cuando el animal alzó su enorme cabeza colmilluda, lanzó un bramido y
abandonó la masa de hielo flotante, seguido inmediatamente por las dos
hembras. Shongli hizo una pantomima de frustración, y retrocedió hacia la
costa. A buena distancia unos de otros, los tres cazadores siguieron
marchando por la playa.
Nos bastaría con una morsa, pensó Bisby. La carne de morsa era fácil de
cortar, y se conservaba bien. Buena carne para viajar. Mañana emprenderían
viaje… hacia el sur. Sedna lo había dejado bien claro. Bien, la noticia
complacería al viejo, a Stovin. Y también a la chica, quizá. Durante un
instante Bisby recordó a la chica, jadeante en sus brazos, y su cuerpo se
estremeció. Su mente estaba ahora tan alejada del mundo de aquellos hombres
que estos le parecían criaturas de otro planeta, aunque tal vez formaban parte
de su destino. En cualquier caso, él los guiaría hacia el sur, tan lejos como ese
destino consintiera. Y solo Sedna lo sabía.
A la derecha, una gran cabeza con bigotes y colmillos brotó del agua. Un
instante después una enorme morsa hundió los colmillos de casi un metro de
longitud en el hielo de una banquisa flotante, y salió del mar. La banquisa
flotaba a bastante velocidad, quizá a tres nudos, movida por la corriente
submarina a través del bloque de hielo. Y era grande, tal vez cincuenta metros
de diámetro. La morsa se puso junto al borde. Rápidamente, Bisby comprobó
la cuerda del arpón. Pendía libremente de la afilada hoja, y corría sin
dificultad entre las manos del piloto. Más de doscientos metros de irregular
hielo le separaban de la morsa. Fue de témpano en témpano, guardando el
equilibrio, con el arpón preparado en la mano derecha. La gran bestia yacía

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inerte, solo de vez en cuando sacudía la boca entre una rociada de gotitas de
hielo. Era un animal de buen tamaño, debía pesar una tonelada. Cuando
estuvo a diez metros de distancia, Bisby decidió no esperar más. Echó atrás la
mano, a la altura del hombro, comprobó la cuerda de nuevo, y lanzó el arpón.
Nunca lo había hecho mejor. El arpón alcanzó a la morsa debajo del hombro
derecho, hundiéndose en la gelatinosa carne. Tras un estruendoso bramido, en
medio de un borbotón de sangre, la morsa saltó al agua y se sumergió
profundamente; la cuerda se deslizó entre los guantes de Bisby. El piloto se
agachó y, con un rápido movimiento, cogió la cuerda; una, dos, tres vueltas
alrededor del gran saliente de hielo que había elegido como anclaje. La bestia
volvió a salir a la superficie un instante, mirando a Bisby, con las fieras
fauces abiertas. Luego se sumergió y la cuerda quedó floja. La banquisa de
hielo tembló: la morsa la había embestido por debajo, estaba golpeándola con
la cabeza. La cuerda se puso tensa de nuevo ya que la morsa había cambiado
de táctica; se alejaba mar adentro, y su fuerza era aún tan grande que durante
unos instantes pareció que arrastraba la banquisa entre los bloques de hielo
firme. Después el animal retrocedió. Una, dos, tres veces golpeó la parte
inferior de la banquisa. Bisby cogió de su cinto el cuchillo de hueso de
ballena. Se sabía de una morsa que había logrado atravesar con la cabeza
quince centímetros de hielo para atacar al hombre que pretendía matarla.
Mientras Bisby recordaba este incidente, el hielo se partió y la colmilluda
cabeza brotó del hielo a dos metros de los pies del cazador. El piloto avanzó,
con el cuchillo en alto, listo para dar el coup de grâce. La morsa se hundió en
el boquete que había abierto, y la cuerda se enrolló en torno a un pie de Bisby.
Este se apresuró a cortarla con el cuchillo, pero lo hizo una décima de
segundo demasiado tarde. Arrastrada por una tonelada de musculosa carne, la
cuerda apretó fuertemente el tobillo de] cazador, penetró en la carne con la
misma facilidad que un alambre cortando queso. El pie quedó colgando, casi
separado de la pierna, una décima de segundo antes de que el cuchillo cortara
la cuerda. Bisby contempló su pierna, incrédulo. El dolor era escaso… el
muñón ya estaba helándose. La presión sanguínea en las arterias rotas forzaba
la salida de sangre, pero esta se solidificó instantáneamente formando
manchas de color rojo oscuro en el hielo. Bisby se incorporó, apoyado en un
codo, y su mirada buscó desesperadamente a Shongli y Oonatuk. La niebla
estaba espesándose entre él y la costa, y era imposible ver a nadie. Hubo
crujidos, un estruendo, y la banquisa de hielo, debilitada por los golpes de la
morsa, se partió en tres trozos. Bisby quedó tendido en el de menor tamaño, y

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la corriente le arrastró, a través de los bloques de hielo más pesados, hacia el
mar.
Había perdido tanta sangre que el conocimiento estaba empezando a
abandonarle. ¿Acaso era este su destino? No, no, eso no era destino… no era
un destino que valiera la pena aguardar. ¿Una jugarreta, una ironía de los
dioses? Sedna le había prometido… Pero voy a morir, pensó Bisby. Es la hora
de la ruptura. Con las pocas fuerzas que le quedaban, Bisby partió en dos el
cuchillo de hueso de ballena y colocó los trozos junto a su cuerpo. Lo último
que percibió fue el movimiento de la corriente, y los ocasionales ruidos
producidos por la masa de hielo al chocar con masas flotantes.
Bisby llevaba muerto más de un día cuando la isla asomó entre la niebla,
coronada por nubes de color púrpura oscuro bajo la menguante luz. El bloque
de hielo absorbió la banquisa que flotaba lentamente en la mañana de
congeladas masas que rodeaba la costa. Bisby había vuelto a Ihovak.

Aguardaron muchos días, incluso después de que Oonatuk les dijera que no
había esperanza. Y luego, por fin, se prepararon para el viaje hacia el sur. El
tiempo era ligeramente más benigno, y cada día había más claridad. Shongli
guio a los viajeros, con sus perros y sus trineos. Stovin le prometió el rifle que
Bisby había dejado en el iglú. Aún quedaban varias balas, porque el piloto no
tocó el rifle desde el momento en que volvió con el Pueblo.
Todos los viajeros, por diversas razones, se sintieron deprimidos al
abandonar el pequeño poblado, mientras restallaban los látigos y los niños
corrían junto a los trineos en los primeros centenares de metros de marcha. Al
sur se extendía su mundo, aunque era un mundo cuyo estado solo podían
conjeturar. Stovin sentía amargura. Diane experimentaba un torbellino de
emociones que nunca hasta entonces había experimentado. Volkov estaba
preocupado otra vez, inseguro respecto al juicio que su regreso iba a merecer
a las autoridades. Los más próximos a estar alegres eran los Soldatov, aunque
Valentina sentía inquietud por su esposo, y este se preguntaba en silencio si
sus fuerzas resistirían el viaje. Pero todos tenían motivos para marcharse.
Pasaron junto al otro extremo del risco, y giraron hacia el sur…

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Informe misión: Misión de búsqueda y rescate de la armada de los EE. UU. Misión 18 abril
iniciada en rompehielos Morley de los EE. UU. 09.00 h.

Tiempo de vuelo: 92 minutos.

Vehículo: Helicóptero de la armada de los EE. UU. n.° serie AH 1890.

Las estaciones de alarma de Nome y Tin City, al norte del Cabo Príncipe de Gales, fueron
inspeccionadas en vuelo a 500 pies de altitud. La estación de Nome aparecía enterrada en la
nieve, igual que el pueblo. De la estación de Tin City se veía parte del sistema de radar por
encima de la nieve, pero todos los edificios administrativos estaban cubiertos. No se observó
actividad esquimal o humana. Se vieron grandes manadas de lobos, aproximadamente 200
ejemplares, cerca de Nome.

Al sur de Nome, en la última etapa de la misión, se vio a un grupo de personas con dos
trineos que hacían señales desde tierra. Las condiciones permitían el aterrizaje. En el grupo
había dos ciudadanos de los Estados Unidos y tres de la Unión Soviética (véase informe
adjunto.) A bordo del helicóptero se les trasladó al Morley.

Firmado:
James T. Davies, capitán de corbeta de la Marina de los EE. UU.

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25

Raoul Mangin, agrónomo francés encargado de la pequeña estación


experimental al sur de Ouargla en la parte norte del Sahara argelino, se irguió
en su silla de lona y miró sorprendido desde el sombreado barandal. Una
visión completamente inesperada había aparecido junto al cerro, al sur del
pequeño oasis que él había creado en un mundo desértico. Un solo camello,
ocupado por una tambaleante mujer con un niño en brazos… dos niños más
crecidos… y delante de ellos un hombre. Era un tuareg con el rostro tapado,
procedente de una región situada muy al sur. El detalle más sorprendente, casi
increíble, era que el hombre llevaba lo que parecía ser el fardo de la mujer. En
toda mi vida había visto nada semejante, pensó Mangin. Salió del barandal y
pasó junto a las flores en dirección al límite de su reducido cuadro de verdor.
Ouargla era el lugar donde habían terminado las nuevas lluvias del Sahara
Septentrional. Al sur de ahí había otro mundo… un mundo desértico.
—Dios sea contigo —dijo Mangin al tuareg.
—Y también contigo —dijo el tuareg.
El francés vaciló.
—¿Vienes de muy lejos?
—Soy Zayd ag-Akrud. Vengo de Tamanrasset.
¿De Tamanrasset? Debe estar mintiendo. Mangin contempló, puesto que
el velo estaba apartado para hablar, la demacrada para, la ganchuda nariz, los
ojos hundidos y brillantes… No, no estaba mintiendo. Era un tuareg. Estaba
muriéndose de hambre, pero no haría la menor concesión por ese pasmoso
hecho. Mangin observó a la mujer y a los niños. Los dos de más edad estaban
terriblemente delgados, pero sobrevivirán. El más joven se hallaba en buen
estado. La mujer… bien, quizá. Con cuidados. Mangin siguió hablando con
Zayd.
—¿Cuánto tiempo hace que salisteis de Tamanrasset?
—Muchas semanas. Y antes estuvimos en Lissa.
¡Dios Santo, más de mil kilómetros! Y deben haberse ganado el sustento
con ese viejo rifle durante todo el viaje. Era increíble, fantástico. Una de las
travesías del desierto más impresionantes de la historia, dadas las
circunstancias, la mujer, los niños… El francés dudó.
—¿Tienes hambre?

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Zayd no replicó, aunque señaló a la mujer y los niños. El francés, casi con
lágrimas en los ojos, ya sabía cómo debía actuar. Habló rápidamente con su
boquiabierto criado argelino.
—Manda que les den de comer, ahora mismo. Leche y pan para los niños,
para empezar. Demasiada comida los pondría enfermos. Y para la mujer, cus-
cus. Y avena con leche. Rápido.
Se volvió de nuevo hacia Zayd. Debía comportarse con corrección.
—Es la hora del café.
Zayd inclinó la cabeza.
—Bebamos juntos —dijo Mangin—. Y además yo tengo hambre. Así que
comeremos fruta, y un poco de pan.
—Estoy en deuda contigo —dijo cortésmente Zayd, señalando al
tambaleante camello macho, las raídas mantas, el viejo rifle cuidadosamente
engrasado—. Todo lo que poseo es tuyo.
El francés llevaba diez años en el desierto y sabía cuál debía ser su
respuesta.
—Lo que es mío es tuyo —dijo—. Tu visita me honra. Quizá consientas
en quedarte unos días. Valoraré mucho que me ayudes a cuidar mis… mis
caballos.
Zayd asintió. Vio que Zenoba y los niños desaparecían en compañía del
criado. Le dolía el ansia que sentía por el café, el pan, la fruta…
—Sea como Dios quiera —dijo.

Diane notó que el niño se movía un instante en su interior al inclinarse sobre


el escritorio en su habitación, en Alburquerque. Ya era el cuarto mes de
embarazo… y el cuarto movimiento en la última semana. Parece un poco
pronto para que empiece a notar las pataditas, pensó irónicamente.
Distraídamente, arregló las hojas sueltas de su informe sobre las variaciones
en el modelo de conducta de los lobos. Durante un segundo su mente volvió a
aquella noche, en la cueva del Estrecho de Bering… acostada, feliz y
satisfecha, junto a Stovin, escuchando el aullido que venía del hielo…
¿Volverían a ser iguales las relaciones sexuales de ella y Stovin? De
momento, parecían distintas… no por culpa de ella, sino por culpa de él. Oh,
sí, habían proseguido su relación sexual, pero algo había cambiado. Stovin
seguía herido, por supuesto, aunque fingiera lo contrario. Sin embargo lo
sucedido entre ella y Bisby parecía una noche de fiebre, de delirio, un sueño
irreal, casi una fantasía sexual de la adolescencia. Y en cuanto a Bisby, en

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cuanto al recuerdo de Bisby, Diane no sentía nada aparte de algo así como
una reverente perplejidad. Ella estaba segura, además, de que el piloto no
había sentido nada especial por ella. Excepto… quizá… aquel momento de
repentina ternura cuando él la besó en la cueva de Diomedes. Tal vez hubo
algo, pero algo que no podía llamarse amor, eso era indudable. No obstante,
para su sorpresa, Diane se dio cuenta de que se aferraba al recuerdo de aquel
beso como si fuera algo que lamentara perder.
Bien, ella había vivido durante uno o dos meses en la Edad de Piedra, y se
había apareado con el hombre de la Edad de Piedra. Porque indudablemente,
en último término, eso era Bisby. Un cazador de la Edad de Piedra, que había
estudiado en el Cornell y había aprendido a pilotar un jet. Nadie que le
hubiera contemplado en aquel poblado esquimal del casquete polar podría
haberle considerado de otro modo. Él y Stovin estaban separados doscientos
siglos… gracias a Dios. Porque nadie, pensó Diane, puede volver atrás.
Tenemos que vivir donde estamos, y ahora. Debemos cambiar, pero no
podemos retroceder. Quizá el mismo Bisby lo sabía. Siempre se había
comportado de un modo misterioso, igual que un hombre que avanza, que
sabe que tiene un destino, pero que aún no sabe cuál es ese destino.
Diane cruzó la habitación. El montoncito de pertenencias descargadas de
los trineos y puestas en el helicóptero de la armada en el momento de la
recogida, hacía tantas semanas, había recorrido los canales oficiales y, por fin,
estaba allí desde esa mañana. Allí estaba todo: el parka y los guantes que ella
había usado, incluso la alargada vara utilizada por Valentina para azuzar a los
renos en territorio chukchi. Un día, pensó Diane, regresaré a la Unión
Soviética y regalaré esta vara a Valentina… dondequiera que ella esté
entonces. Me gusta esa mujer. Es maravillosa. Pido al cielo que ella y Geny
logren asentarse de nuevo en alguna parte y hacer un gran trabajo.
Diane siguió revolviendo el montón de objetos. Allí, bajo el parka forrado
en piel, estaba la vieja lata de galletas de Bisby. Muy pensativa, Diane la
cogió. Aquel objeto siempre había sido una parte intensamente privada de la
vida de Bisby, algo que guardaba casi con celo religioso, y Diane
experimentó una sensación de culpabilidad al abrirla, como si estuviera
fisgando el diario de alguien. La tapa cedió con facilidad. Con espectral
sobrecogimiento, Diane fue examinando el contenido.
Un cráneo de zorro… una piel de ave… algunas plumas negras, muy
brillantes… un mando de avión… Y un libro de tapas marrones. Se titulaba
La vieja arenisca roja, de Hugh Miller. Diane había oído hablar de Hugh
Miller, por supuesto. Igual que casi todos los geólogos y zoólogos. Miller fue

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un geólogo autodidacta del siglo diecinueve, albañil de profesión. En su
tiempo había ejercido cierta influencia, había abierto muchísimas puertas en
muchas mentes. Diane abrió el libro. En la gurda, escritas con caligrafía firme
que se había teñido de amarillo, se leían las palabras: «A Arthur Inglis Bisby,
con el afectuoso aprecio de su amigo H. M. 11 de diciembre de 1841.» El
abuelo de Bisby, seguramente. Extrañamente conmovedor. Ese era el libro
que el padre de Bisby, solitario con su hijo esquimal entre una raza extraña,
había leído al niño. Parte de lo que él le había enseñado. Diane dejó pasar las
hojas. El libro quedó abierto, quizá a causa de la costumbre, en una página
señalada con una pluma de cuervo. Había notas a lápiz en el margen, como
para subrayar la importancia del texto. Extrañada, Diane leyó el pasaje.

«Del mismo modo que han muerto todas las especies del
pasado, es inevitable que todas las especies del presente
mueran… Ahora sabemos sin lugar a dudas, como geólogos, no
solo que hubo un principio sino que ese principio fue un hecho
relativamente reciente. Y sabemos también, basándonos en la
invariable experiencia del pasado, que la raza, por lo menos en
su actual naturaleza y condición, tendrá un fin…»

Si lo hubiera sabido antes, quizá ella y Bisby habrían podido hablar el mismo
lenguaje, pese a todo. Ese libro había sido muy importante para él, muy
importante. Pero ¿por qué? ¿Era el destino que el piloto siempre había
parecido ir buscando… un cambio en la «actual naturaleza y condición» de la
raza humana? ¿Y qué clase de vago destino era ese, en cualquier caso?
Porque el pobre Bisby no lo había conseguido. Estaba allí, en alguna parte del
Estrecho de Bering, bajo la superficie. No había llegado a su destino.
El niño se movió otra vez dentro de Diane, y esta contuvo la respiración
ante el vigor del movimiento. Ten paciencia, pensó mientras sonreía. ¿Y de
quién eres hijo, cariño mío? Tal vez de Stovin. Y tal vez de Bisby. Diane dejó
el libro en la lata y cerró la tapa. Tanto si era hijo de Stovin como si era hijo
de Bisby, el niño sería de ella y de Stovin. Pero ella conservaría la caja. En
cualquier caso, pensó, algún día se la daré al niño.

—Echo de menos la taiga —dijo Valentina Soldatov, asomada a la ventana de


la nueva casita playera. Tres bulldozers estaban removiendo la dura tierra roja
de Akademgorodok Dva, en las afueras de Simferropol (Crimea).

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—No queda taiga… no tal como la conocemos —dijo Yevgeny Soldatov,
distraído.
Estaba examinando unas hojas de ordenador, y de vez en cuando hacía
una entrada a mano en un anticuado libro mayor que tenía en la mesa delante
de él. Valentina apartó los ojos de la ventana. Geny tenía mejor aspecto,
pensó, aunque seguía estando un poco pálido. Naturalmente había perdido
muchos kilos de peso, y en las actuales condiciones era improbable que los
recuperara. Soldatov miró a su esposa y sonrió.
—No hay taiga, querida —repitió—. Solo el casquete polar. Hay una
Siberia nueva.
Valentina se acercó a él y apoyó una mano en el hombro de su esposo.
—Lo sé, lo sé. Volverá a haber taiga, un día… pero no será muy al norte
de esta región. Y pasarán cien años antes de que se forme, del modo que la
conocimos. Yo no la veré.
Soldatov movió la cabeza hacia un lado y besó la mano que descansaba en
su hombro.
—Somos afortunados pudiendo ver… lo que vemos ahora —dijo
tranquilamente, señalando los bulldozers que trabajaban al otro lado de la
ventana.
»Akademgorodok Dos… ¿Quién habría soñado, hace un año, que íbamos
a reconstruir la ciudad científica en Crimea? Aquí tenemos comida. No
abundante, pero sí mejor que la que tienen millones de personas en la Unión
Soviética. Tenemos un techo. Sobre todo, querida, tenemos trabajo que hacer.
Somos la gente más afortunada de este país.
Valentina asintió. Bisby —el viejo Bisby, al menos— habría censurado la
prioridad nacional otorgada a Akademgorodok Dos, pensó Valentina,
recordando el breve enfrentamiento de ambos al discutir sobre elitismo
científico —hacía mucho, muchísimo tiempo, parecía— en la vieja dacha de
las afueras de Novosibirsk. Valentina se estremeció. ¡Pobre Novosibirsk!
¡Pobre gente! Qué batalla habían librado. Y qué derrota habían sufrido al
final… incluso peor que los sucesivos desastres de Moscú y los centros
urbanos del norte.
—¿Qué son esas hojas? —preguntó Valentina, más para borrar de su
pensamiento las perdidas ciudades que por otra razón cualquiera.
—Actividad volcánica, la actual y la prevista —dijo él—. Está
aumentando. Puede decirse que la Península de Kamchatka entera está en
erupción. Y lo mismo ocurre en Alaska, en las Aleutianas. Los
norteamericanos afirman que la erupción del Katmai es casi dos veces más

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potente que en 1912. He consultado los archivos. En 1912 el Katmai arrojó a
la atmósfera veintiocho kilómetros cúbicos de roca pulverizada. Ese tipo de
interferencia de la luz solar… bien, sus efectos no pueden determinarse en el
actual estado de nuestro conocimiento. Y el clima es un equilibrio,
simplemente eso. Creo que Stovin tiene razón… Existe cierto factor volcánico
fundamental que finalmente ha desequilibrado la situación en contra del
hombre, con una fase de clima inestable. Si ello es cierto, podríamos
componer modelos, mediante ordenadores, que nos ofrezcan una imagen…
incluso tal vez una escala de tiempo. Pero necesitaremos más muestras de las
altas capas de la atmósfera, y es muy difícil que Rostov ponga aviones a
nuestra disposición.
—Rostov sabe que este proyecto es muy importante, igual que lo saben en
Moscú —dijo Valentina en tono tranquilizador—. Rostov y Moscú es lo
mismo, al fin y al cabo. Dentro de un año, quizá menos, Akademgorodok Dva
estará en pleno funcionamiento. Ellos saben que la ciencia es vital.
—Ellos lo saben, claro, pero les obsesiona tanto enfrentarse a la situación
que no se interesan por el porqué —dijo Soldatov.
Valentina le sonrió sin responder. No era un detalle sorprendente, pensó
ella. Quizá era demasiado tarde para el «porqué». Tal vez fuera el «cómo» lo
único importante, y quizá iba a serlo durante mucho, muchísimo tiempo. Pero
ella representaba la negación del espíritu científico, y Geny jamás lo
aceptaría. Bisby lo habría aceptado. Bisby… sus restos se hallaban en un
lugar desconocido, en aquella inmensidad helada. Bisby había sido un gran
hombre para el «cómo». Ellos estaban vivos ahí, en Dva, gracias a Bisby. La
gente que aprendiera el «cómo» sería importante, en especial en un país que
ya había superado el millón de muertos. Geny estaba hablando otra vez.
—Sé que ellos se esfuerzan en ayudar —dijo—. Pero nunca acabaré de
entender la mentalidad oficial… la de Volkov, por ejemplo.
—¿Le has visto últimamente?
Soldatov asintió.
—Está trabajando en el nuevo edificio del Ministerio de Asuntos
Exteriores de Rostov. En la calle de Engels, junto al puente de Temernitsky.
Volkov no ha cambiado. El gobierno está ahora en Rostov del Don, en lugar
de Moscú, y todo está patas arriba, pero eso no afecta a Grigori Volkov. Él
vive de acuerdo con su breviario.
—Es un hombre flexible —dijo Valentina.
Soldatov se rio.

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—Al menos es un experto con el arpón. Supongo que los agentes de la
KGB son muy buenos cazadores.
Valentina le miró, sorprendida.
—¿Sabías que era agente de la KGB?
—Naturalmente, era obvio. Y en cualquier caso, Bisby no olvidó
decírmelo. Pero Grigori no es mala persona. Un poco ingenuo, quizá.
—Creo que él pensaba lo mismo de ti —dijo ella.
Soldatov empezó a archivar las hojas de ordenador en una carpeta
anaranjada.
—Necesito estos datos para la conferencia del hemisferio de la semana
próxima. Qué ironía… que tengamos que ir a los Estados Unidos ahora,
después de todo lo que nos ha pasado.
—No solo a nosotros —dijo tranquilamente Valentina.
—Me alegra volver a ver a Stovin —dijo Soldatov—. Le echaba de
menos, era un amigo. Y su mente era igual que un trampolín para mí. En
cuanto me ponía en contacto con esa mente, brincaba hacia arriba…

—Geny Soldatov vendrá, por supuesto —dijo Brookman.


Con Stovin al lado, Brookman caminaba por las dependencias del Palacio
Federal de Santa Fe, usado para alojar temporalmente al Congreso de los
Estados Unidos. Ahí iba a desarrollarse la segunda conferencia del hemisferio
dentro de una semana. Los electricistas seguían trabajando dentro y fuera del
edificio: conectando cables a las cabinas plásticas donde se sentarían los
intérpretes, instalando micrófonos y amplificadores. La zona entera bullía de
actividad; agentes de seguridad de numerosas naciones hacían preparativos
especiales y los medios de comunicación de todo el mundo preparaban las
líneas.
Estaba lloviendo otra vez. Parte de la alterada pauta de la tardía primavera
de Nuevo Méjico, pensó distraídamente Stovin. Observó a los atareados
técnicos.
—Todavía tienen mucho trabajo por delante, Mel.
Brookman asintió.
—Sí, al final habrá muchas prisas. Pero creo que el Presidente tiene razón.
Santa Fe es el mejor lugar disponible en los Estados Unidos. Y desde su punto
de vista, un lugar agradable y a la mano. Vendrá mucha gente, pero habrá
espacio suficiente… el espacio justo. Será una conferencia bastante
restringida, comparada con la primera… la conferencia que usted se perdió,

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Sto. En la anterior hubo setecientos delegados. Todos hablamos mucho y
decidimos muy poco. Pero la situación ha variado ligeramente desde
entonces. En esta ocasión, y dado que volvemos a ser los anfitriones, el
Presidente ha planteado ciertas reglas básicas. Alrededor de treinta naciones
tendrán prioridad. Cualquier otro país que desee asistir será considerado
únicamente como observador. Las naciones principales podrán tener una
delegación formada como máximo por cinco miembros con derecho a
intervenir, y en esa cifra se incluye al jefe del estado, si él o ella es el
delegado más importante. Los países observadores pueden enviar tres
delegados, que no podrán tomar la palabra a menos que sean autorizados por
el presidente de la conferencia. Y el presidente es el secretario general de la
ONU.
Stovin no replicó. Apenas prestaba atención. Brookman echó una furtiva
mirada a su acompañante mientras pasaban cerca de una calle próxima, donde
tres o cuatro vehículos militares constituían el único tráfico. Stovin tenía un
aspecto demacrado… Y era lógico, no había transcurrido demasiado tiempo
desde que el helicóptero lo recogiera en Alaska. Él, Brookman, había recibido
la mayor sorpresa de su vida al enterarse de la noticia. O el mayor alivio.
Brookman puso la mano en el hombro de Stovin.
—La semana próxima será su hora —dijo—. Usted será el primero en
hablar ante los delegados. Debe pronunciar el discurso de apertura. El
Presidente ha insistido en ello, y Ledbester y los canadienses le han apoyado.
Es una cosa muy importante para usted, Sto… la vindicación de todo lo que
ha dicho. No hay demasiadas personas que dispongan de tal oportunidad.
—Supongo que no —dijo Stovin—. Pero sigo pensando en lo que se está
descubriendo al desenterrar algunas ciudades del norte. ¿Ha visto las cifras de
Chicago esta mañana? ¿Y las de Winnipeg? Es difícil extraer mucho placer de
la autojustificación intelectual.
Brookman asintió gravemente, pero su voz reflejó alegría y resolución.
—Es terrible, lo admito. Pero la vida sigue. Hay gente que tendrá razón, y
hay gente que se equivocará. Pero es terriblemente importante aclarar las
cosas, quizá más importante que nunca.
Brookman observó la húmeda y reluciente avenida cerca del Palacio
Federal.
—Ahí llega su autobús… y parece que está tremendamente lleno. —
Brookman extendió la mano derecha—. Escuche… cuídese. Ha perdido
muchos kilos allí en el norte.
Stovin sonrió.

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—Estaba pensando lo mismo de usted.
Brookman se dio varias palmadas en la barriga.
—Son esos alimentos químicos. Mi cintura nunca había pasado por esta
clase de tratamiento. Otro mes más, y volveré a ser un mocito. Y en ese
momento, hombres, vigilad vuestras mujeres.
—Así lo haré —prometió Stovin, y subió los peldaños del autobús.
Pero no vigilé a mi mujer, ¿verdad?, pensó Stovin mientras la silueta de
Brookman se alejaba por la avenida. No la vigilé…
Pensar en Bisby y Diane seguía siendo doloroso. Y pronto nacería el niño.
Debía tomar una decisión. Pero él amaba a Diane, y creía que ella le amaba a
él. Eso era un punto de partida… el único posible. Sería el hijo de Bisby, por
supuesto. En lo más profundo de su corazón, Stovin estaba convencido de
ello. Y el hijo de Bisby, por el bien de él y por el bien de Diane, sería su hijo.

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Uno a uno, fueron ocupando sus puestos en la sala de reuniones del Palacio
Federal. Se hallaban presentes más de seiscientos hombres y mujeres, y esa
cifra apenas representaba la quinta parte de solicitudes recibidas. Solo ciento
cincuenta delegados tenían derecho a intervenir. La gran mayoría de
asistentes, apiñados en los bancos o en las cabinas apresuradamente
dispuestas, estaba formada por corresponsales de radio y televisión del mundo
entero, y por observadores de ciertos estados situados fuera de la inmediata
zona de crisis.
Los delegados de los treinta países principales ocuparon cuatro filas de
asientos en formación semicircular que se asemejaba a la de la ONU en
pequeña escala. El Presidente de los Estados Unidos, en calidad de anfitrión,
se colocó en el centro del semicírculo, con los secretarios de Estado y del
Interior a su derecha, y con Stovin y Brookman a la izquierda. Muy cerca
estaba el primer ministro de Gran Bretaña, acompañado de Ledbester, el
ministro de relaciones exteriores y otras dos personas; el presidente francés,
grave y austero; el presidente del consejo de ministros de la Unión Soviética,
muy pálido, acompañado por Soldatov y otros miembros de la delegación
soviética. Detrás de la hilera principal se hallaban las delegaciones de las dos
Alemanias. Y ambos lados de las últimas ocupaban sus lugares los
representantes de Canadá y Méjico, Italia, Austria, Suiza, los Países Bajos;
Bélgica, España, Polonia, Checoslovaquia y Hungría; Turquía y Yugoslavia;
los países escandinavos Suecia, Noruega, Finlandia y Dinamarca; Israel,
Egipto, Arabia Saudita e Irán. La delegación hindú, notable por la presencia
de una dama con un sari de color púrpura, se encontraba junto al grupo
japonés, de sobria vestimenta. Y en el extremo izquierdo del semicírculo se
hallaba el grupo de la República Popular de China, cuya presencia no se
esperaba hasta la misma mañana de la conferencia, encabezado por el
viceprimer ministro y formado por cuatro científicos. Detrás de esta masa de
delegados estaban los observadores del hemisferio sur, ya amenazado por el
clima al ir entrando en el invierno.
Se trataba de una conferencia de urgencia, sin los cómodos arreglos que
los delegados profesionales habían gozado en tiempos más tranquilos. Había
una sensación de desesperada urgencia, y muy a menudo de desesperación.
Uno de los presentes, un anciano inglés que había combatido con la Royal Air

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Force durante la II Guerra Mundial, recordaría posteriormente que la
conferencia fue más bien una sesión de instrucciones antes de una gran
operación de bombardeo nocturno: mucha gente era informada de hechos que
debía conocer, pero que era alarmante y aterrador tener que oír.
Numerosos delegados —y entre ellos la totalidad de los escandinavos—
estaban agotados en grado extremo. Los políticos y dirigentes
gubernamentales más ancianos mostraban los efectos de varias semanas de
escaso sueño y de la tensión de tener que tomar decisiones continuamente.
Los científicos presentes eran, en general más jóvenes y se enzarzaron en
animadas discusiones con sus colegas, cruzando sin dificultad las fronteras de
la nacionalidad y de las antiguas agrupaciones internacionales. El mismo
Soldatov, antes de que las delegaciones tomaran asiento, conversó
animadamente con Ledbester, y Stovin habló con no menor vigor con un
científico sueco, alto y delgado, famoso internacionalmente por su estudio
sobre los volcanes.
En cuanto fue posible, el secretario general de las Naciones Unidas se
levantó y dio la palabra al presidente de los Estados Unidos. El presidente
soviético se colocó los auriculares mientras su colega norteamericano
pronunciaba su breve discurso de bienvenida. Fue el discurso cortés que cabía
esperar, y al cabo de poco rato el ruso se quitó los auriculares con cuidadosos
gestos y habló con Soldatov, sentado a su derecha.
—Ese hombre alto, al lado del Presidente… ¿es el doctor Stovin?
—Sí, camarada presidente. Y junto a él está el consejero científico del
Presidente.
—Ah.
Soldatov observó el punto del semicírculo ocupado por Stovin. Sintió una
punzada de preocupación por el norteamericano, que parecía aislado,
repentinamente vulnerable. Qué prueba tan dura, pronunciar el discurso de
apertura ante tal audiencia. El Presidente concluyó su intervención y Stovin se
puso en pie. Soldatov era el único miembro de la delegación soviética cuyos
conocimientos de inglés le permitían escuchar a Stovin sin ayuda, pero
discretamente conectó sus auriculares al circuito de traducción usado por sus
compañeros. Ajustó brevemente el mando de volumen. Por fin la voz de la
mujer que traducía al ruso el discurso de Stovin se oyó con gran claridad.
—… subrayar que las conclusiones que voy a resumir han sido obtenidas
en trabajo conjunto con el doctor Yevgeny Soldatov, del Instituto Soviético
de Climatología…

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El presidente ruso miró brevemente a Soldatov e inclinó la cabeza en
señal de aprobación. Soldatov, completamente concentrado en las palabras de
Stovin, apenas se dio cuenta del gesto.
—… en primer lugar deseamos saber el alcance del avance de la nieve
durante el invierno que acaba de concluir, y el alcance previsto en el invierno
que nos aguarda.
»Yo… nosotros creemos que no existe motivo para esperar que la nieve
avance de un modo notable más al sur en el hemisferio septentrional. La
situación se ha estabilizado, hecho perfectamente ilustrado por la desaparición
en semanas recientes de las aberraciones de la corriente en chorro
popularmente bautizadas como “danzantes”. Estos fenómenos fueron de un
típico tipo de transición, indicadores de la entrada en un nuevo período
glaciar, y es improbable que vuelvan a producirse. Porque el período glaciar
está aquí. La nieve no desaparecerá. Es espantoso tener que decirlo, pero hay
que enfrentarse a las consecuencias. Observen ahora el mapa de nevadas, y
supongan que esas son aproximadamente las nuevas fronteras.
«Podemos esperar que la nieve se consolidará en inviernos futuros en su
actual posición, formando glaciares en las zonas que ya domina. En los casos
donde la nieve ha enterrado ciudades, por ejemplo, esas ciudades
desaparecerán totalmente bajo el hielo en los próximos años, con bastante
rapidez.
»De este modo la nieve cambiará los mapas de población y moradas del
hombre. Y finalmente, claro está, los mapas físicos de la corteza de la tierra
tendrán que trazarse de nuevo, porque la formación de glaciares y el inmenso
peso de la nieve sobre la tierra cambiará los cursos de los ríos y creará nuevos
paisajes… valles y montañas. Pero estos cambios no representarán un
problema para las primeras generaciones de hombres del período glaciar…
Un ligero revuelo de susurros se extendió por la sala cuando Stovin usó
por primera vez esa expresión. Detrás de Brookman, los delegados
escandinavos apretaron los labios. Si Stovin no se equivoca, pensó Brookman,
dentro de poco dejarán de existir Noruega, Suecia y Finlandia. Y quizá
Dinamarca, suspendida del borde de la línea de nieve perpetua. Incluso las
regiones que rodean Uppsala y Estocolmo, donde todavía se resiste… incluso
esas regiones desaparecerán en algún momento de los próximos inviernos. Tal
vez el próximo invierno. Parece increíble que yo pueda estar sentado y oír a
un hombre diciendo estas cosas. No es posible borrar del mapa a una nación.
¿No es posible? Recordó los datos sobre insolación y albedo que había
recibido hacía cuatro días antes de salir de Uppsala. Es posible, es posible.

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—… surge la pregunta: ¿por cuánto tiempo? Se trata de una pregunta que
puede responderse ahora con sorprendente precisión. La perspectiva que nos
aguarda es un declive a largo plazo de la actividad solar, declive que ya se
observa desde hace algunos años. Este declive empezó, hace algún tiempo, a
perturbar el precario equilibrio climático en que hemos vivido miles y miles
de años. El alcance de esta distorsión se vio reforzado por la acción de
volcanes recientemente activos productores de una capa de polvo en la
atmósfera superior, e incluso por la escasa luz solar que llega a la superficie
de la tierra dado el albedo, o luz reflejada, por la nueva nieve. Además, en los
siglos venideros, el peso de la nieve a que me he referido antes creará nuevas
tensiones en la corteza terrestre y más actividad volcánica, con lo que habrá
un descenso adicional de la insolación. Así pues, aun suponiendo que la
actividad solar vuelva a incrementarse dentro de cien o doscientos años, el
nuevo período glacial continuará. Los nuevos volcanes continuarán
perturbando el equilibrio.
»Actualmente creemos que el estado natural de la tierra es el de un
período glaciar. Solo salimos de un período glaciar cuando se producen
minúsculas variaciones en la órbita terrestre que permiten recibir el máximo
beneficio del sol estival. Ello sucedió por última vez hace quince mil años, y
así salimos del último período glaciar. Pero solo hacía falta, ya que los
parámetros orbitales variaron en los últimos siglos, una serie de ligeros
“codazos” climáticos y atmosféricos para que volviéramos a caer en la misma
situación. Ya hemos recibido esos «codazos». Y transcurrirá mucho tiempo
antes de que las condiciones orbitales nos empujen de nuevo a una situación
de calor en el globo. En un informe que redactamos hace pocas semanas, el
doctor Soldatov y yo estimamos un período de cuarenta mil años. En nuestros
cálculos más recientes, nos equivocamos. Es fácil que se inicie un período
glaciar, pero es muy difícil que se acabe. Podemos esperar que el actual
persista durante mil siglos… cien mil años.
Un dato que confunde la mente, pero carece de significado para casi todos
nosotros, pensó Ledbester. Vivo en una Gran Bretaña que será casquete polar
al norte de Birmingham, y debemos enfrentarnos a esa situación antes de un
par de años. ¿Y cómo será lo que haya al sur de Birmingham? ¿Seremos
capaces de conservar cierta producción industrial, mantener mayores
poblaciones, tan cerca de la línea de hielo? ¿Y al otro lado de esa línea? Los
rusos lo consiguieron, en la vieja Siberia.
—… hasta aquí la teoría, y la previsión del futuro. ¿Qué podemos decir
del presente? La imagen es terrible, pero no totalmente desesperanzadora.

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»En primer lugar, en numerosas partes del hemisferio existen
imprevisibles bolsas, por encima de la línea de las nieves perpetuas, donde la
vida ha logrado seguir, aun cuando la nieve cercana ha tomado proporciones
de catástrofe: Boston en los Estados Unidos, Estocolmo en Suecia, Cheshire
en Inglaterra, y numerosos lugares, en la actualidad, en la península de
Jutlandia, por ejemplo. Estas bolsas podrían durar varios años, pero preveo
que la de Estocolmo es muy improbable que sobreviva al próximo invierno.
Desconocemos por completo el desarrollo, año por año, de un período glaciar,
aunque será posible, cuando reunamos información suficiente, efectuar
previsiones locales bastante detalladas dentro de poco. Pero estas bolsas nos
ofrecen posibilidades de reorganización. Esta reorganización tendrá un
alcance únicamente limitado. Es imposible mantener a la actual población del
hemisferio, que irá reduciéndose por sí sola hagamos lo que hagamos…
Habla de muerte, pensó el presidente francés. Ya hay muchos muertos,
pero habrá más. Sin embargo, en Francia tenemos suerte. Hará frío, pero la
nación es viable… no debajo del hielo. Somos un gran país… y la agricultura
sufrirá. Tendremos sitio para los refugiados, pero no habrá alimentos. Y nos
rogarán que aceptemos refugiados… suecos, noruegos… Será difícil, pero
habrá que hacerlo. Pronto empezarán los regateos…
—… En cuanto a la Unión Soviética, las perspectivas inmediatas son
terribles. Solo el sur de Rusia, Crimea, quizá partes del Cáucaso, estarán
libres de hielo. No obstante, la tecnología rusa ha demostrado en el pasado
que es capaz de construir ambientes artificiales aptos para la vida de hombres
y mujeres, para trabajar y producir en condiciones climáticas muy difíciles.
Tendremos que aprender mucho de la Unión Soviética.
»Mi país, los Estados Unidos, tal vez parezca tener mejores perspectivas a
largo plazo, aunque igual que en Gran Bretaña, Escandinavia y la Unión
Soviética, hemos sufrido numerosas bajas y un desastroso desorden en poco
tiempo. Al norte, solo la Columbia Británica, en todo el Canadá, quedará
suficientemente libre de hielo para permitir la vida de grandes poblaciones. El
norte de los Estados Unidos, con sus grandes ciudades, o ha desaparecido o
desaparecerá dentro de pocos años. Y el cinturón climático situado
inmediatamente por debajo del nuevo casquete polar será… bien, será muy
parecido a la antigua Siberia Soviética. Sin embargo disponemos de petróleo
en Texas, y existen otros recursos petroleros en Méjico, que nos permitirán
comerciar…
Eso es muy parecido a lo que me dijo Mel Brookman ayer, pensó el
Presidente. Que todavía podemos seguir en lo alto, y dominar la

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reconstrucción en el período glaciar. Méjico, no obstante… Méjico podría ser
vital. ¿Querrá Méjico unirse a los Estados Unidos? Si vamos muy escasos de
petróleo, tendrá que hacerlo…
—… en el hemisferio sur, donde el invierno está a punto de empezar,
Nueva Zelanda se ve amenazada por desastrosas nevadas tales como las que
ya hemos visto, mientras que Australia deberá enfrentarse a una paradójica
situación de sequía, en ciertas regiones, y de nieve en otras. Pero
precisamente en el hemisferio sur, y en especial en América del Sur, podría
aparecer un nuevo foco de civilización humana. Es posible que Brasil, por
ejemplo, continúe como antes climáticamente hablando. En el siglo venidero,
el mundo creará un cinturón de estados ecuatoriales civilizados, con zonas
periféricas tan al norte como sea posible para mantener la vida industrial.
»No soy político, pero ello no es una desventaja, puesto que en los años
próximos los políticos tendrán que convertirse en científicos, y estos deberán
aprender política. Habrá grandes regiones del mundo donde ambos estarán
inseparablemente unidos.
»África, por ejemplo. Los estados africanos, sobre todo Angola, Uganda,
Tanzania y Zimbabwe, tendrán mucho que ofrecer al mundo. Sin embargo,
sin la ayuda de diversos patrocinadores del pasado (los Estados Unidos, la
Unión Soviética y Europa) es muy probable que esos estados caigan en la
ruina económica y política, que desaparezcan durante muchos años de la
relación de colaboradores eficaces de la civilización humana. Es un riesgo
que ninguno de los presentes nos atrevemos a considerar. No queda tanto de
nuestro planeta, hoy en día, como para que nos demos el gusto de malgastar.
»¿Existe la posibilidad de que las grandes potencias del pasado reciente,
todavía en posesión de armas de terrible potencial destructivo, se enzarcen en
una guerra en Sudamérica, o que deban hacer frente al chantaje de los estados
ecuatoriales?
»¿Es posible que la China comunista —Stovin miró a los delegados de la
República Popular—, cuyos apuros solo podemos conjeturar dada la falta de
información adecuada, es posible que la presión del clima sobre ochocientos
millones de chinos los fuercen a salir a un lugar más cálido del planeta? Se
trata de preguntas que debemos responder muy pronto, y son cuestiones
vitales para el futuro de la humanidad. Y voy a concluir mi intervención
precisamente con el futuro de la humanidad…
Aquí llega, pensó Brookman. Solo Stovin podía proponerlo, en este
momento. Y solo la reputación de Stovin, a partir de hoy, puede tener fuerza
suficiente para conseguirlo. Porque Dios sabe cómo va a responder esta gente

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cuando relacionen la propuesta con la situación que deben afrontar en sus
países respectivos.
—… algunos delegados quizá saben —el Presidente, al mirar el rostro de
Stovin, vio que la boca del científico se torcía un instante para formar una
sonrisa extrañamente amarga— que yo tuve una oportunidad única, en
semanas recientes, para estudiar la capacidad de hombres que habitan en el
mismo casquete polar. Viví, por poco tiempo, en una comunidad esquimal, y
la experiencia me hizo examinar de nuevo los conocimientos que constituyen
moneda corriente entre los científicos del mundo entero. Vi las cosas de un
modo distinto.
»El hombre fue hijo del período glaciar. En términos evolutivos, la
supervivencia de los más aptos significó que el hombre, en adversas
condiciones climatológicas, tuvo que aprender a cooperar para cazar,
construir y sobrevivir. De ese modo aprendió a hablar, a comunicarse,
aprendió arquitectura… Estos hombres del período glaciar, de los que
descienden en línea directa buena parte de los esquimales del norte del Ártico,
crearon la cultura cazadora más esplendorosa de la historia humana, teniendo
en cuenta que todas las posibilidades estaban en contra de ellos. Incluso hoy
día, un esquimal del norte del Ártico recorre entre cinco y siete mil kilómetros
anuales, a pie y con perros, en un territorio donde los demás apenas si
podríamos dar un paso.
»El hombre del período glaciar creó el iglú, una vivienda circular hecha
con bloques de nieve cortados en filas en espiral. Cada bloque aguanta el peso
exacto de su vecino. Y ello fue miles de años antes de que los romanos
construyeran el Coliseo. Y este hombre desarrolló las facultades de la
memoria y la deducción, porque un cazador del período glaciar debía conocer
tantos detalles de su territorio como un moderno profesor universitario de su
asignatura. Todo estaba dispuesto para que la evolución humana, en el
casquete polar, siguiera su curso. ¿Y qué ocurrió?
»Llegó el interglacial… un “codazo” inesperado que nos proporcionó
quince mil años de calor. La tierra se calentó. Nació la agricultura, creamos
asentamientos permanentes, ciudades, estados, posesiones, ejércitos y
armadas para defender lo anterior, política internacional para conservarlo.
Nació París, Londres, Moscú, Los Ángeles… Finalmente creamos la bomba
H.
»Y se desarrolló cierto tipo de civilización… que podríamos denominar
romano. Bañeras, calefacción central, combustibles extraídos de fósiles,
artefactos para ahorrar trabajo… Saqueamos el planeta para calentar nuestros

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hogares, para fabricar papel, para conducir nuestros vehículos. Revisamos la
Edad de Piedra y nos felicitamos por haber avanzado tanto.
»Habíamos avanzado, por supuesto. Pero por un callejón sin salida.
Creamos un ser humano y un sistema de vida para una situación interglacial.
Y ahora el interglacial ha terminado, y estamos bloqueados en el callejón sin
salida.
»Si el período glaciar hubiera perdurado, hace más de quince mil años,
ahora existiría otro tipo de hombres. Su punto de partida habría sido el
moderno esquimal del norte del Ártico durante la Edad de Piedra, o el
moderno morador del desierto de la Edad de Piedra. Y al prolongarse el
período glaciar, ese hombre se habría transformado en un super-esquimal, o
en un super-morador del desierto, adaptado a condiciones que causarían la
muerte del moderno hombre civilizado. Y naturalmente, ese hombre no
tendría dificultad alguna en la actualidad.
»Piensen en cómo sería ese hombre cuando la civilización del período
glaciar se hiciera más y más avanzada… y tengan en cuenta que se trataba de
una civilización de cazadores. Sería telépata, no hay duda. Y casi con toda
seguridad, tendría la facultad de comunicarse con los animales. Innumerables
percepciones extrasensoriales… incluso telekinesis, la facultad de mover
objetos sin máquinas, simplemente con el poder de la mente. La evolución
habría actuado en el hombre del período glaciar con el mismo carácter
inexorable con que afectó al hombre del interglacial.
»El interglacial nos traicionó. Y también traicionó a otros animales… Los
científicos aquí presentes que hayan leído el Informe Hilder sabrán que me
refiero a los lobos. Los lobos cambiaron sus normas de conducta en el
interglacial, eligieron como presa animales de menos tamaño y se enfrentaron
a la competencia de los hombres. Sus manadas fueron menos numerosas, más
móviles, menos vulnerables, cambiaron su organización, entraron en un
callejón sin salida. Ahora, tal como explica el Informe Hilder, están
retrocediendo… con más velocidad que nosotros. Mayores manadas, distinto
orden social. ¿Quién sabe cómo serán los lobos dentro de cien mil años?
Brookman miró atentamente a Stovin. Nunca le había visto tan excitado.
Todos los presentes escuchaban con suma atención. Stovin hizo una pausa, y
bebió un poco de agua antes de continuar.
—No podemos limitarnos a vivir alrededor del ecuador luchando por
conseguir espacio. Eso sería el fin del Homo sapiens. Necesitamos un nuevo
Homo sapiens… capaz de vivir en el hielo, crear una civilización nunca
soñada en el hielo. Podríamos denominarlo Homo sapiens hibernus. El

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hombre invernal. Podemos empezar a crear al hombre invernal… ahora
mismo.
De nuevo el repentino revuelo de comentarios en voz baja se extendió por
la sala. Stovin se metió de lleno en el tema.
«Debemos trabajar para el futuro a largo plazo de la raza humana. Sé que
todos ustedes, enfrentados al hambre, la muerte y la miseria física en países
afectados, piensan que mi perspectiva es demasiado distante para ocupar sus
mentes ahora mismo. Pero no debemos caer en la trampa de nuevo. Sea cual
sea nuestra religión, tanto si somos religiosos o ateos, tanto si creemos como
si no, todos los presentes sabemos que sin un futuro a largo plazo para
nuestros hijos, para los hijos de nuestros hijos y para los hijos de estos, la
existencia humana carece de sentido.
»Propongo que una considerable, y cada vez mayor, proporción de
recursos científicos se dediquen a la posibilidad de acelerar el desarrollo del
Homo sapiens hibernus. Tengo autorización del Presidente de los Estados
Unidos —miró al hombre sentado junto a él— para informarles de que en este
país se va a crear, inmediatamente, un Instituto del Hombre Invernal,
subvencionado por el estado, en Connecticut, por encima de la línea de nieves
perpetuas, administrado por mi amigo el doctor Melvin Brookman, director
del antiguo Instituto Tecnológico de Connecticut. Yo mismo trabajaré allí el
resto de mi vida.
«El Instituto estará abierto para todos. Sus quehaceres y sus conclusiones
serán propiedad internacional. Pero, como es lógico, no podrá avanzar en
solitario. Confiamos fervientemente en que otras naciones creen similares
centros de estudio, investigación y acción. La Unión Soviética, con su
experiencia sin par en algunos problemas que debemos afrontar, será un
asociado vital. Y hablando meramente a título personal, con nadie me gustaría
más trabajar que con mi amigo Yevgeny Soldatov, al que yo, y todos,
debemos tanto. Nos aguarda una tarea titánica. Debemos empezar de
inmediato, pese a los problemas a corto plazo que aparentemente son
abrumadores. Y debo resaltar un hecho curioso relacionado con la ciencia.
Por muy abstrusa o remota que pueda parecer, la investigación posee el hábito
de trasladarse, a la larga, a alguna parte notablemente cercana a un banco de
trabajo en una fábrica, al fregadero de la cocina o al campo del agricultor.
»Han estado escuchándome durante una hora de este crucial año. En los
meses venideros, como ya han visto, no veo nada que les resulte agradable.
Pero en los largos años que nos aguardan, hay esperanza…

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Todos se pusieron en pie y aplaudieron a Stovin durante tres minutos.
Brookman le dio un apretón de manos. Bien, había sido la hora de Stovin, y
no la había desaprovechado. Hombres y mujeres necesitaban un profeta
porque estaban desesperados. ¿Pero cuánto tiempo pasará, se preguntó
Brookman, antes de que esa breve emoción se apague y vuelva a empezar la
reyerta? No todo el mundo pensaba igual que Stovin.

En su habitación de la Casa Blanca de Santa Fe, el Presidente se acostó, muy


fatigado, y abrió la Biblia tal como era su costumbre. Un buen discurso el de
Stovin. El primero que había pronunciado, sin duda alguna, ante una
audiencia tan magna. Pero un hombre de apasionadas convicciones siempre
triunfaba. Como Winston Churchill. Homo sapiens hibernas… bien, no viviré
para verlo. Si alguna vez llega. Hay muchos «peros»… aunque siempre ha
habido muchos «peros» en la historia del hombre. Mientras se lucha, hay
oportunidades. No obstante, el hombre es un animalillo en un ilimitado
universo. El Presidente observó la Biblia; estaba abierta en el libro de Job. Se
puso las gafas y leyó lo que Dios había dicho, hacía mucho tiempo, al
hombre:

«¿Dónde estabas tú al fundar yo la tierra?»

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Epílogo

El jefe de la manada de lobos se hallaba junto a los restos de la solitaria torre,


que sobresalían entre una maraña de ladrillos llenos de hielo, diez metros por
encima de la meseta de nieve. El animal tenía las patas delanteras apretadas al
suelo para vencer la pendiente. Más abajo, en los últimos destellos de luz
diurna, seis puntos negros avanzaban al abrigo del terreno elevado.
Hombres…
Los amarillos ojos del lobo se centraron en el grupo y en sus
componentes. Dio media vuelta y se alejó en silencio por el lado opuesto de la
pendiente. Su manada, formada por cerca de cuarenta animales, aguardaba en
la nieve. Irguió la cola, la puso horizontal respecto del suelo, al pasar junto a
sus compañeros en dirección al borde de la escarpa. Los hombres estaban más
cerca, y el lobo los distinguió claramente. Pero no hizo nada más, no dio
ninguna señal, mientras seguía avanzando.
Detrás de él, los cuarenta lobos se dispusieron en hilera, una sola hilera, a
lo largo de casi medio kilómetro. De vez en cuando se detuvieron
obedientemente mientras el jefe subía a alguna elevación del terreno para
observar. Pero el jefe bajaba siempre con la cola en idéntica posición. Los
lobos mantuvieron las distancias, quinientos metros entre ellos y los hombres.
El jefe del grupo de hombres volvió a poner los binoculares en el bolsillo
especial a la altura de su pecho. Se volvió e hizo una señal a los otros cinco.
Igual que él, todos iban vestidos con pieles. Él y las tres mujeres llevaban
rifles; los otros dos hombres arrastraban un trineo ligero.
—¿Están de caza? —preguntó la mujer que había al lado de él.
El jefe de los hombres sacudió la cabeza.
—No, están vigilando —dijo—. No intentarán nada. Ya saben lo que les
pasa cuando lo hacen.
La enguantada mano de la joven asió el brazo del jefe. Ella tocó su rifle.
—¿No deberíamos… bueno, darles algo en que pensar?
—No, va en contra de las normas del Instituto, a menos que los lobos
ataquen. Y no atacarán. Somos una expedición Alfa, y derribaríamos treinta

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animales en los primeros cien metros. Los lobos saben que es un grupo de seis
es una expedición Alfa, siempre, y también saben qué ocurre cuando atacan
un grupo como el nuestro. Seguirán observando, pero nos dejarán en paz.
—Quizá deberíamos acampar —dijo uno de los hombres—. Es más fácil
no perderlos de vista desde el campamento.
—No —repitió el jefe—. Debemos hacer quince kilómetros más, según el
programa de la jornada. Una pequeña manada de lobos no nos detendrá.
Los seis avanzaban hacia el norte. La torre de Sears iba desapareciendo en
la oscuridad. Cuatrocientos metros por debajo, enterrada desde hacía treinta
años, Chicago yacía en una tumba que no se abriría durante mil siglos.
Espero no estar equivocado, pensó el jefe, observando el flanco, donde la
distante hilera de lobos se mantenía en las sombras, vigilante. Pero creo que
mi padre habría hecho lo mismo.

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DOUGLAS ORGILL es novelista, historiador militar y redactor especial de
The Daily Express. Nacido en 1922, se licenció en Historia en Oxford. En la
2.ª Guerra Mundial, sirvió en un regimiento de tanques en Italia y más tarde
con la Legión Árabe en Jordania.
Entre sus libros figuran las historias The Gothic Line y The Tank y un estudio
sobre T. E. Lawrence; también varias novelas, publicadas en 12 idiomas. Es
coautor, bajo un seudónimo compartido, de la exitosa novela KG 200. Viajó
por la Siberia soviética y Norteamérica para investigar El sexto invierno.
Casado y con dos hijos, vive en Wimbledon.

El Dr. JOHN GRIBBIN, nacido en 1946, se licenció en Astronomía en la


Universidad de Sussex y se doctoró en Astrofísica en Cambridge. Ha escrito
numerosos libros, entre ellos el reciente Timewarps, sobre la naturaleza del
Tiempo. Ha editado y colaborado en el estudio Climatic Change, de
Cambridge University Press. Tras trabajar en la revista científica Nature,
ahora es editor consultor de física en The New Scientist y participa con
frecuencia programas televisivos sobre temas científicos. Casado y con dos
hijos, vive en Brighton.

Página 307
Ambos autores son miembros de la Royal Geographical Society.

Página 308
Notas

Página 309
[1] National Center of Atmospheric Research. <<

Página 310
[2] National Oceanographic and Atmospheric Administration. <<

Página 311
[3] Global Atmospheric Research Project. <<

Página 312
[4] Curandero brujo de los pueblos primitivos de Siberia. <<

Página 313
[5] Sea Surface Temperature (Temperatura de la Superficie del Mar). <<

Página 314
[6] Central Intelligence Agency (CIA). <<

Página 315
[7] «Maga», «Maga del Ártico». <<

Página 316
[8] Royal Air Force (Reales Fuerzas Aéreas). <<

Página 317
[9]Juego de palabras intraducible. A Ledbester le llaman Leadjester, y 'jester'
significa bufón. <<

Página 318

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