La Septima Victima - Robert Sheckley

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La famosa colección de cuentos que colocó a Robert Sheckley entre los

escritores de primera fila del género, y que contiene algunos de los


«clásicos» de la década de los cincuenta: «La séptima víctima» (la cacería
humana como deporte); «Especialista» (una nave del espacio que es una
comunidad orgánica); «Los monstruos» (el relativismo de las culturas);
«Alimentos y venenos» (lo que alimenta a un hombre puede envenenar a
otro).

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Robert Sheckley

La séptima víctima
ePub r1.1
rafcastro 19.12.14

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Título original: Untouched by human hands
Robert Sheckley, 1954
Traducción: Norma B. de López
Diseño de cubierta: rafcastro

Editor digital: rafcastro


ePub base r1.2

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LOS MONSTRUOS

The Monsters, 1953

De pie sobre la cima rocosa de la montaña, Cordovir y Hum contemplaban el nuevo


acontecimiento. Ambos estaban satisfechos. Era, sin lugar a dudas, lo más novedoso
de los últimos tiempos.
Hum fue el primero en hablar:
—Por la forma en que refleja los rayos solares diría que está hecho de metal.
—Supongamos que así es —aclaró Cordovir—; en ese caso, quisiera saber cómo
se mantiene en el aire.
Ninguno de los dos podía apartar la vista de aquel extraño fenómeno: un objeto
puntiagudo flotaba sobre el valle; de uno de sus extremos fluía una sustancia
semejante al fuego.
—El fuego lo mantiene suspendido —afirmó Hum—. Hasta tus viejos ojos
deberían verlo.
Cordovir se irguió un poco, ayudado por su gruesa cola, para ver mejor aquello.
En aquel momento el objeto se apoyó en el suelo y el fuego desapareció.
—¿Por qué no nos acercamos para verlo mejor? —preguntó Hum.
—De acuerdo. De todas maneras tenemos tiempo. Aguarda un momento. ¿Qué
día es hoy? Hum hizo una pausa para calcularlo.
—El quinto día de Luggat —respondió después.
—¡Maldición! —exclamó Cordovir—. Tengo que ir a casa; hoy tengo que matar a
mi mujer.
—Faltan varias horas para el crepúsculo —dijo Hum—. Tienes tiempo para hacer
las dos cosas.
Pero Cordovir no se mostró muy convencido.
—No me perdonará si llego tarde.
—Eso tiene solución —replicó Hum—. Soy más veloz que tú, ¿verdad? Si se nos
hace tarde correré a tu casa y la mataré por ti. ¿Te parece bien?
—¡Qué gentil de tu parte! —exclamó Cordovir, agradecido por tan bello gesto,
mientras se deslizaban juntos por la empinada cuesta de la montaña.
Se detuvieron frente al objeto metálico, ambos erguidos sobre las colas.
—Es más grande de lo que yo calculaba —dijo Cordovir, midiéndolo con la vista.
Parecía un poco más largo que la aldea; el ancho equivalía casi a la mitad de ella.
Al describir un círculo en torno al objeto para examinarlo mejor, observaron que el
metal estaba trabajado, posiblemente por arte de tentáculos humanos.
El sol pequeño se había puesto a lo lejos.
—Convendría regresar —dijo Cordovir, notando que la luz se tornaba escasa.

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—Tengo tiempo de sobra —respondió Hum, y flexionó los músculos, satisfecho.
—Es cierto, pero a uno le gusta matar por sí mismo a su mujer.
—Como quieras.
Y ambos se dirigieron hacia la aldea a paso vivo.

La mujer de Cordovir estaba acabando su cena de espaldas a la puerta, según la


costumbre. El marido la mató con un golpe seco asestado con la cola. Después de
arrastrar el cuerpo afuera se sentó a cenar.
Terminada la comida dedicó unos minutos a la meditación y se dirigió a la
Asamblea. Hum ya estaba allí, impaciente como todo joven, contándole a todos la
novedad del objeto metálico. Probablemente habría engullido su cena, según pensó
Cordovir con cierto desagrado.
Cuando el joven hubo terminado él expuso sus propias observaciones. En
realidad, no aportó más novedad que una ocurrencia extraña: el objeto metálico podía
albergar seres inteligentes.
—¿Qué te hace pensar así? —preguntó Mishill, otro de los ancianos.
—Del objeto surgía fuego mientras iba descendiendo —respondió Cordovir—.
Ese fuego se apagó cuando el objeto se posó sobre el suelo. Se me ocurre que dentro
había un ser viviente encargado de apagarlo.
—No necesariamente —observó Mishill.
Los hombres de la aldea discutieron el asunto hasta bien entrada la noche.
Después procedieron a enterrar las diversas mujeres asesinadas y regresaron a sus
hogares.
Cordovir, tendido en la oscuridad, se sentía acosado por diversos interrogantes
con respecto al nuevo objeto. En el caso de que en él se alojaran seres inteligentes,
¿tendrían éstos una moral? ¿Sabrían distinguir entre el bien y el mal? Al fin se quedó
dormido, a pesar de toda su intranquilidad.
A la mañana siguiente todos los hombres de la aldea corrieron a ver el nuevo
objeto. Era lo debido: a los hombres correspondía investigar las cosas novedosas y
controlar el crecimiento de la población femenina. Todos formaron un círculo en
torno al objeto, tratando de dilucidar qué podía contener.
—Creo que debe haber seres humanos —afirmó Esktel, el hermano mayor de
Hum.
Cordovir sacudió todo el cuerpo en expresión de desacuerdo.
—Monstruos, más probablemente —dijo—. Considerando que…
—Puede no ser así —replicó Esktel—. Es necesario tener en cuenta la lógica de
nuestra estructura física: un solo ojo para enfocar…
—Pero es posible que en el gran Exterior haya muchas razas extrañas —prosiguió
Cordovir—; la mayoría de ellas puede no ser humana. En lo infinito.
—Aun así —interrumpió Esktel—, según la lógica de nuestra…

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—Como decía —continuó Cordovir—, las remotas posibilidades de que se
parezcan a nosotros son muy escasas. Consideremos el vehículo, por ejemplo. ¿Acaso
nosotros construiríamos…?
—Pero desde un punto de vista estrictamente lógico —intervino Esktel—, está a
la vista que…
Era la tercera vez que interrumpía a Cordovir. Este lo aplastó contra el objeto
metálico con un movimiento de la cola. Esktel cayó muerto al suelo.
—Muchas veces pensé que mi hermano era demasiado cargoso —dijo Hum—.
¿De qué hablábamos?
Pero Cordovir sufrió una nueva interrupción. Un trozo de metal colocado sobre el
objeto metálico giró con un chirrido y se levantó, para dejar paso a un extraño ser.
De inmediato se vio que Cordovir estaba en lo cierto. Lo que había salido del
agujero tenía dos colas y estaba cubierto de pies a cabeza con algo que parecía mitad
metal y mitad piel. ¡Y su color! Cordovir no pudo evitar un escalofrío. Tenía un color
de carne húmeda y desollada.
Todos los aldeanos dieron un paso atrás, esperando que la extraña criatura hiciera
algo. En un primer momento no se movió. Estaba inmóvil sobre la superficie
metálica; el objeto bulboso que la coronaba el cuerpo se movía de un lado a otro, pero
no había ademanes corporales que prestaran significado a ese gesto. Por fin el ser
levantó ambos tentáculos y comenzó a emitir ciertos sonidos.
—¿Estará tratando de comunicarse? —preguntó Mishill en voz queda.
Del agujero surgieron otras tres criaturas que llevaban en los tentáculos unas
varillas metálicas. Los cuatro comenzaron a intercambiar ruidos extraños.
—No son seres humanos, no me quedan dudas —afirmó Cordovir—. Pero hay
algo que me intriga: ¿serán seres provistos de moral?
Una de las criaturas se deslizó por la cobertura metálica hasta alcanzar el suelo,
mientras las demás apuntaban hacia abajo con sus varillas metálicas. Aquello parecía
una especie de ceremonia religiosa.
—¿Cómo puede tener moral un ser tan repulsivo? —preguntó Cordovir, con la
piel contraída por el desagrado.
Tras una inspección más minuciosa descubrieron que las criaturas eran más
horribles de lo que cabía esperar. Cordovir llegó a la conclusión de que esos objetos
bulbosos bien podían ser las cabezas, aunque no se parecieran en nada a las cabezas
que viera hasta entonces. ¿Y qué tenían en el medio? En vez de una superficie lisa,
indicadora de carácter, presentaban una elevación en forma de loma. A ambos
costados, dos intersticios redondos, y debajo dos perillas. En la mitad inferior de la
cabeza, si así podía llamársela, se abría una hendidura pálida y rojiza. Con un poco de
imaginación era posible considerarla como una boca.
Eso no era todo. Cordovir observó que los seres revelaban una estructura ósea.
Los movimientos de sus extremidades no tenían la suave gracia de los seres humanos;
por el contrario, se parecían a las ramas de un árbol que se quiebran abruptamente.

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—¡Santo Cielo! —susurró Gilrig, un macho de edad mediana—. Deberíamos
matarlos para evitarles tanto sufrimiento.
Por lo visto, muchos eran de la misma opinión, pues los aldeanos comenzaron a
avanzar lentamente. Pero uno de los jóvenes los detuvo con un grito.
—¡Aguarden! —exclamó—. Tratemos de comunicarnos con ellos, si es posible.
Tal vez se trate de seres con moral. Recuerden que el Exterior es vasto y todo es
posible.
Cordovir estaba a favor de la exterminación inmediata, pero los aldeanos se
detuvieron para discutir el asunto entre todos.
Haciendo gala de su habitual bravata, Hum se deslizó hasta el ser que estaba en el
suelo.
—¡Hola! —le dijo.
El ser respondió algo ininteligible.
—No comprendo —dijo Hum, retrocediendo a gatas.
La criatura agitó uno de sus tentáculos (si tentáculo era) y señaló uno de los soles
emitiendo un sonido.
—Claro, es caliente, ¿verdad? —comentó Hum alegremente.
La criatura apuntó hacia el suelo y profirió otro sonido.
—Este año las cosechas no han sido muy buenas —observó Hum, con ganas de
entablar conversación.
La criatura se señaló a sí misma y emitió otro sonido.
—Estoy de acuerdo —declaró Hum—: eres más feo que el cuco.
Pasado un tiempo los aldeanos empezaron a sentir hambre y volvieron a la aldea.
Hum se quedó atrás, escuchando a aquellos seres que hacían ruidos extraños.
Cordovir lo aguardaba con impaciencia. Al fin el joven se acercó a él:
—¿Sabes una cosa? —dijo—. Creo que quieren aprender nuestro idioma o que yo
aprenda el de ellos.
—Ni se te ocurra —le advirtió Cordovir, que entreveía los contornos brumosos de
un gran mal.
—Creo que lo intentaré —respondió Hum.
Y juntos subieron los acantilados para volver a la aldea.
Esa misma tarde Cordovir se encaminó hasta el gineceo donde estaban las
hembras disponibles. De acuerdo con las normas establecidas, propuso a una de las
jóvenes reinar en su casa; aceptó agradecida.
En el trayecto de regreso se encontró con Hum, que iba también hacia el gineceo.
—Acabo de matar a mi mujer —dijo.
La explicación era superflua. ¿Acaso había otra razón para ir al gineceo?
—¿Volverás mañana al sitio dónde están las criaturas? —preguntó Cordovir.
—Tal vez, si no ocurre nada nuevo.
—Es preciso averiguar si son seres morales o monstruos.
—Sí —dijo Hum.

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Y siguió su camino.

Esa noche, después de la cena, los aldeanos se reunieron en asamblea. La opinión


general decidió que los seres no eran humanos. Cordovir sostuvo hasta el cansancio
que el mismo aspecto de esos seres revelaba claramente que no pertenecían a la raza
humana. Ningún ente tan repulsivo podía responder a reglas morales, distinguir entre
el bien y el mal y, por sobre todo, poseer el sentido de la verdad.
Sin embargo los jóvenes no se mostraban de acuerdo, posiblemente porque en los
últimos tiempos se habían producido muy pocos acontecimientos nuevos. Sostenían
que, según las apariencias, el objeto metálico era producto de la inteligencia.
Axiomáticamente la inteligencia implica cierta aptitud para diferenciar. Diferenciar, a
su vez, implica la aplicación de nociones en cuanto al bien y el mal.
Fue una discusión magnífica. Olgolel se mostró en desacuerdo con Arast y éste lo
mató. Mavrt, en un despliegue de cólera desacostumbrado en temperamento tan
plácido, mató a los tres hermanos Holia y pereció a su vez víctima de Hum, que
estaba sumamente quisquilloso. Hasta las mujeres disponibles se unieron a la
discusión general desde su lejano encierro, en el otro extremo de la aldea.
Al fin todos se retiraron a descansar, cansados pero contentos.
La discusión se prolongó durante las semanas siguientes, aunque la vida
continuaba con su ritmo acostumbrado, justo es decirlo. Las mujeres salían por la
mañana a recoger los alimentos, los preparaban y ponían huevos. Las mujeres
disponibles se encargaban de empollarlos. Como siempre, por cada macho nacían
ocho hembras. Para mantener el equilibrio de la población el hombre mataba a su
compañera en el vigésimo quinto día de cada matrimonio, o a veces un poco antes.
Los machos se acercaron a la nave para observar los progresos de Hum, que
intentaba aprender el idioma de los recién llegados. Cuando se aburrieron de eso
volvieron al hábito de vagar por los bosques y las sierras en busca de cosas nuevas.
Los monstruos permanecían cerca de la nave y sólo salían para recibir a Hum.
Veinticuatro días después de la llegada, Hum anunció que podía comunicarse con
ellos hasta cierto punto. Esa noche dio algunos detalles a los otros aldeanos.
—Dicen venir desde muy lejos. Y son bisexuados, como nosotros. También
afirman ser humanos. Según dicen, su aspecto diferente obedece a ciertas causas,
aunque no pude entender esa parte.
—Si los reconocemos como humanos —dijo Mishill— tendremos que aceptar
como verdad cuanto dicen.
El resto de los aldeanos sacudió el cuerpo en señal de aprobación.
—Dicen que no quieren perturbar nuestro modo de vida; sólo han venido a
observar. Quieren venir a la aldea a mirar un poco.
—No veo motivos para impedírselo —dijo uno de los machos más jóvenes.
—¡Nada de eso! —gritó Cordovir—. Eso sería dar entrada al mal. Esos

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monstruos son seres insidiosos. Los creo muy capaces de decir no-verdades.
Los demás ancianos estuvieron de acuerdo con él. Sin embargo Cordovir no pudo
basar su acusación en el menor argumento.
—Después de todo —intervino Sil—, el que parezcan monstruos no quiere decir
que piensen como tales.
—Para mí, sí —afirmó Cordovir.
Pero la votación reveló una oposición abrumadora.
Entonces Hum agregó:
—Me han ofrecido (a mí o a todos nosotros, no lo sé bien) varios objetos
metálicos con los que se pueden realizar diversas cosas, según dicen. Pasé por alto
esta falta a las reglas de etiqueta, pensando que no están al tanto de ellas.
Cordovir asintió. El joven estaba madurando. Por fin daba muestras de conocer
los buenos modales.
—Quieren venir mañana mismo a la aldea.
—No —se opuso Cordovir.
Una vez más la votación estuvo en contra de él.
Cuando la Asamblea se estaba dispersando, Hum comentó:
—¡Ah! Olvidaba decirles que tienen varias hembras. Son las de boca muy roja.
Creo que sería interesante ver cómo las matan. Mañana hará veinticinco días de
su llegada.

Al día siguiente los seres se acercaron a la aldea, acercándose lenta y penosamente


por los acantilados. Los habitantes tuvieron así oportunidad de observar la extrema
fragilidad de sus miembros y la torpeza general de sus movimientos.
—No tienen nada agradable —farfulló Cordovir—. Además son todos iguales.
Ya en la aldea los seres procedieron sin el menor miramiento. Entraban y salían a
la rastra de las cabañas. Parlotearon frente al gineceo y recogieron huevos para
examinarlos de cerca. Escrutaban a los aldeanos a través de unas cosas negras y
brillantes.
Al promediar la tarde, uno de los ancianos, llamado Ranta, consideró que había
llegado el momento de matar a su mujer. Sin pensarlo dos veces hizo a un lado al ser
que estaba inspeccionando su cabaña y mató a su mujer a golpes. Dos de los seres
reaccionaron de inmediato: se alejaron de la cabaña a toda prisa, farfullando entre sí
cosas extrañas. Uno de ellos tenía la boca roja característica de las hembras.
—Tal vez esto le recordó que era tiempo de matar a su mujer —comentó Hum.
Todos los aldeanos esperaron los acontecimientos.
—Se me ocurre algo —dijo Ranta—. Quizá espera que otro la mate en su lugar.
Esa puede ser la costumbre en su país.
Y sin decir «agua va», apuñaló a la hembra de un poderoso coletazo.
El compañero de la criatura muerta comenzó a proferir unos ruidos horribles.

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Apuntó a Ranta con una vara de metal. El anciano cayó muerto.
—¡Qué extraño! —dijo Mishill—. Parece una señal de desacuerdo.
Todos los monstruos, ocho en total, formaron un círculo apretado. Uno de ellos
sostenía a la hembra muerta, mientras los demás apuntaban en su torno con las varas
metálicas. Hum se acercó para preguntarles qué pasaba. Después de intercambiar
algunas palabras explicó a los aldeanos:
—No comprendo. Han pronunciado palabras que no conozco, pero tengo la
impresión de que nos reprochan algo.
Los monstruos empezaron a retroceder. En ese momento otro de los aldeanos
consideró llegado el momento y mató a su hembra, que estaba de pie a la entrada de
la choza. El grupo de monstruos se detuvo y parloteó en una extraña jerigonza.
Después se dirigieron a Hum. Tras hablar con ellos la actitud corporal del joven
expresó una completa incredulidad.
—Si mal no comprendo —dijo—, nos ordenan que no matemos más hembras.
—¿Qué? —exclamaron al unísono Cordovir y diez o doce aldeanos.
—Volveré a preguntarles.
Conferenció nuevamente con los monstruos, que seguían agitando sus varas
metálicas, y les confirmó:
—Así es.
Y sin más preámbulo sacudió la cola, con lo que uno de los monstruos fue a parar
al otro lado de la plaza. Los demás reaccionaron agitando las varillas mientras se
batían en retirada.
Cuando se hubieron ido, los aldeanos contaron diecisiete hombres muertos. Por
alguna extraña razón Hum no estaba entre ellos.
—¡Ahora me creerán! —gritó Cordovir—. ¡Esas criaturas han dicho
deliberadamente una no-verdad! Dijeron que no iban a molestarnos, pero mataron
nada menos que a diecisiete de los nuestros. ¡No sólo han cometido una acción
inmoral, sino que han llevado a cabo una verdadera masacre!
Aquello estaba más allá de toda comprensión humana.
—¡Una no-verdad deliberada!
Cordovir parecía escupir aquellas blasfemas palabras, dominado por un
sentimiento de repulsión y desprecio. Entre los hombres no era costumbre mencionar
siquiera la posibilidad de que alguien cayera en la no-verdad.
Cuando los aldeanos hubieron captado al fin el concepto de un ser mentiroso, la
cólera se hizo incontenible. ¡Además habían concentrado sus esfuerzos para matar!
Era el colmo, la más espantosa de las pesadillas convertida en realidad.
De pronto comprendían que esas criaturas no tenían la costumbre de matar a sus
mujeres. Quizá las dejaran desovar sin el menor control. La sola idea bastaba para
revolverle el estómago a cualquiera.
Las hembras disponibles escaparon del gineceo para exigir junto con las esposas
que las pusieran al tanto. Cuando estuvieron enteradas su indignación superó en

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mucho a la de los machos, pues tal es la naturaleza femenina.
—¡Mátenlos! —rugieron las hembras disponibles—. ¡Que no traigan aquí la
inmoralidad! No podemos permitir que cambien nuestras costumbres.
—Es verdad —reconoció Hum, entristecido—. Debí haberlo adivinado.
—Hay que matarlos sin demora —gritó una de las hembras.
Aún no tenía nombre, pues estaba en calidad de disponible, pero compensaba esa
carencia con una fuerte personalidad.
—Nosotras, las mujeres, no deseamos sino vivir una vida decente, dentro de las
normas morales: empollar huevos hasta que nos toque el turno de casarnos. Pensemos
en esos veinticinco días de éxtasis. ¿Es posible desear algo más? Estos monstruos
están dispuestos a cambiar nuestro modo de vida. Nos convertirán en seres tan
detestables como ellos.
—¿Lo ven ahora? —gritó Cordovir dirigiéndose a los hombres—. Yo se lo
advertí. Se lo advertí y no me hicieron caso. ¡En los momentos de crisis es preciso
que los jóvenes escuchen a los viejos!
Y en su terrible cólera liquidó a dos jóvenes de un solo coletazo. Los aldeanos
premiaron su acto con un aplauso.
—¡Expúlsenlos antes de que logren corrompernos!
Todas las mujeres se unieron para matar a los monstruos.
Hum se alarmó:
—¿Saben las hembras que ellos poseen la vara de la muerte?
—No lo creo —dijo Cordovir, ya más calmo—. Será mejor que se lo digas.
—Estoy cansado de tanto traducir —protestó Hum—. ¿Por qué no lo haces tú?
—Vamos juntos —propuso Cordovir.
Se sentía irritado por el humor inestable del adolescente, pero la mitad de los
aldeanos se les unió. Todos fueron en grupo en pos de las mujeres.
Las alcanzaron al llegar al borde del acantilado desde donde se divisaba el objeto.
Mientras Hum trataba de explicar lo de las varas de la muerte, Cordovir estudió la
manera de encarar el problema.
—Arrójenles piedras —dijo a las hembras—. Tal vez así consigan perforar el
metal del objeto.
Todas las hembras unieron sus esfuerzos para hacer rodar grandes rocas desde los
acantilados. Algunas rebotaban al chocar contra la superficie del objeto. Poco
después surgieron de él unos rayos de intenso fuego que mataron instantáneamente a
varias hembras. El suelo se estremeció.
—Retrocedamos —dijo Cordovir—. Las hembras están dominando la situación, y
estos movimientos del suelo me marean.
Acompañado por los otros machos, se trasladó a un sitio apartado desde donde
podían observar las acciones.
Entre las mujeres se producían muchas bajas, pero no tardaron en recibir
refuerzos de otras aldeas, a medida que éstas se enteraban del peligro. Se habían

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comprometido en una lucha destinada a salvar sus hogares y sus derechos; de ahí que
mostraran mucho más coraje que los hombres.
El objeto arrojaba fuego sobre los acantilados, pero el calor de las llamas aflojaba
muchas piedras, y éstas iban a dar contra el objeto. Por último surgieron grandes
llamaradas de un extremo.
En ese momento se produjo una avalancha de tierra suelta. El objeto logró
elevarse en el aire con el tiempo justo. Esquivó a duras penas una montaña y siguió
ascendiendo hasta convertirse en una mancha oscura contra el sol mayor. Finalmente
desapareció.
Esa noche descubrieron que habían muerto cincuenta y tres hembras. Después de
todo era una ventaja: eso ayudaría a controlar el exceso de población femenina,
agudizado ahora con la muerte de los diecisiete machos.
Cordovir tenía sobrados motivos para sentirse orgulloso de sí mismo. Su mujer
había muerto gloriosamente en el campo de batalla, pero no tardó en conseguir otra.
—Por un tiempo será conveniente que matemos a nuestras mujeres antes de los
veinticinco días —dijo en una Asamblea nocturna—, al menos hasta que las cosas
vuelvan a la normalidad.
Las hembras sobrevivientes, ya vueltas al gineceo, aplaudieron con entusiasmo.
—Quisiera saber adónde se han ido los monstruos —dijo Hum, planteando el
interrogante a todos los asambleístas.
—Probablemente a esclavizar alguna raza indefensa —dijo Cordovir.
—Puede no ser así —manifestó Mishill.
Y así se dio comienzo a la discusión de la noche.

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EL COSTO DE LA VIDA

Cost of Living, 1952

Carrin llegó a la conclusión de que su estado de ánimo se originaba en el suicidio de


Miller, ocurrido la semana anterior. Pero eso no le ayudaba a descartar los temores
que seguían inquietándolo. El suicidio de Miller no era cosa suya.
Sin embargo, no podía dejar de preguntarse qué había causado tal determinación
en aquel hombre rollizo y alegre. Miller tenía cuanto puede desearse en esta vida: una
esposa, hijos, un buen empleo y todos los lujos de la época. ¿Por qué suicidarse?
—Buenos días, querido —saludó su mujer, sentándose a desayunar.
—¡Hola, querida! ¡Hola Billy!…
Su hijo murmuró algo ininteligible.
Por lo visto era imposible conocer a la gente. Y mientras así pensaba, Carrin
seleccionó su desayuno en el dial. El nuevo Autococinero Avignon Electric sirvió la
comida, preparada con mucha elegancia.
Su depresión continuaba, y eso era irritante. Esa mañana habría querido estar con
el mejor humor posible, pues era su día libre. Además, esperaba la visita del agente
de créditos de Avignon Electric. Era un día muy importante.
—Que te vaya bien, Billy —dijo a su hijo desde la puerta.
El niño asintió. Cambió los libros a la otra mano y se fue rumbo a la escuela sin
contestarle. Carrin se preguntó si también él tendría alguna preocupación. Era de
esperar que no fuera así. Bastaba con uno en la familia que se preocupara.
Su esposa estaba lista para salir de compras. Él la despidió con un beso. Mientras
ella se alejaba por el sendero, se dijo: «Al menos ella es feliz». ¿Cuánto le costaría la
operación con Avignon Electric?
Una mirada al reloj le indicó que sólo faltaba media hora para que llegase el
agente de créditos. La mejor manera de combatir el malhumor consistía en ahogarlo.
Por lo tanto, se dirigió hacia la ducha.

El compartimento de la ducha era toda una maravilla en plástico resplandeciente; ese


lujo actuó como un sedante sobre Carrin. Arrojó sus ropas en el limpia-prensador
automático Avignon Electric y reguló la intensidad de la ducha en «Muy enérgico».
El agua, a cinco grados por sobre la temperatura del cuerpo, le bañó el cuerpo pálido
y delgado. ¡Qué delicia! Después se frotó con la toalla automática Avignon Electric;
completa, con accesorios para afeitarse y todo, le había costado trescientos trece
dólares más los impuestos.
Había sido dinero bien gastado. (La máquina de afeitar Avignon Electric emergió

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de su nicho e hizo desaparecer su rudimentaria barba). Después de todo, ¿de qué
servía la vida si uno no se daba ciertos lujos?
Al desconectar la toalla automática sintió que la piel le hormigueaba. Todo eso
debería haberlo dejado a las mil maravillas, pero no era así. El suicidio de Miller
seguía preocupándolo y arruinando su día libre.
¿No habría otra cosa en el fondo de aquella preocupación? No tenía ningún
problema con la casa. Todos sus papeles estaban en orden y preparados para
mostrarlos al agente de créditos.
—¿Me habré olvidado de algo? —se preguntó en voz alta.
—El agente de créditos de Avignon llegará dentro de quince —susurró el
recordatorio de pared Avignon Electric, instalado en el baño.
—Ya lo sé. ¿Hay algo más pendiente?
El recordatorio de pared devanó todos los datos memorizados: una serie de
detalles en cuanto a regar el césped, hacer revisar el Jet-lash, comprar costillas de
cordero para el lunes y otros detalles similares; cosas que había dejado a un lado por
falta de tiempo.
—Bien, suficiente.
Permitió que el mayordomo automático Avignon Electric lo vistiera, envolviendo
su cuerpo frágil dentro de los elegantes pliegues de las nuevas telas. Se dio el toque
final con una vaharada del perfume masculino de moda y se dirigió a la sala, pasando
por entre los aparatos alineados contra las paredes.
Un rápido vistazo al cuadro de mandos le permitió comprobar que todo estaba en
orden. Los platos del desayuno ya habían sido desinfectados y apilados; la casa
estaba limpia, ventilada y encerada; las ropas de su esposa colgaban ordenadamente
en el ropero y los modelos de cohetes de su hijo estaban guardados en el armario.
—¡Oh, deja de actuar como los hipocondríacos! —se dijo, enojado.
En ese momento la puerta anunció:
—Ha llegado el señor Pathis, agente de créditos de Avignon.
Cuando estaba a punto de ordenar a la puerta que se abriera reparó en el cantinero
automático. ¡Dios bendito! ¿Cómo no había pensado en eso? El cantinero automático
era un producto de Motores Castilla, comprado en un momento de debilidad. Los de
Avignon Electric fabricaban otro modelo; aquello no les causaría buena impresión.
Hizo rodar el cantinero hasta la cocina y ordenó a la puerta que abriera.
—Tenga usted muy buenos días —dijo el señor Pathis.
Era alto y corpulento; vestía un drapeado de tweed muy conservador. En torno a
los ojos lucía las pequeñas arrugas de quienes ríen con frecuencia. Estrechó la mano
de Carrin con una amplia sonrisa y echó una mirada por la sala colmada de objetos.
—¡Qué bien amueblada está la casa! No creo traicionar la discreción de la
compañía si le digo que usted tiene la mejor decoración de este vecindario.
Carrin pensó, con una oleada de orgullo, en las hileras de casas idénticas que se
extendían en esa manzana, en la otra, en la siguiente.

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—Y bien, veamos —continuó el señor Pathis, apoyando el portafolio en una silla
—. ¿Todo está en orden?
—¡Oh sí! —respondió Carrin, entusiasta—. Las máquinas de Avignon Electric
nunca se descomponen.
—¿El audio funciona bien? ¿Cambia los discos cada diecisiete horas?
—Sin duda.
Todavía no había tenido oportunidad de probarlo, pero resultaba muy decorativo.
—¿Y el proyector anda como debe? ¿Le gustan los programas?
—Tiene una recepción perfecta.
El mes anterior había visto un programa que parecía una representación en vivo.
—¿Y los artefactos de la cocina? ¿El cocinero automático trabaja a su gusto? Y el
recetario maestro ¿sigue elaborando novedades?
—Maravillosas. No hay palabras para elogiarlas.
A continuación, el señor Pathis le preguntó por su nevera, por la aspiradora
automática, el coche, el helicóptero, la piscina subterránea y los cientos de artículos
que Carrin comprara en Avignon Electric.
—Todo funciona a la perfección —afirmó Carrin—; a las mil maravillas.
Su declaración no era totalmente sincera, puesto que no había tenido tiempo de
desempacar todos los artículos adquiridos.
—Me alegra mucho —dijo el señor Pathis, con un suspiro de alivio—. No
imagina usted cuánto empeño ponemos en satisfacer a nuestros clientes. Si cualquier
producto no es perfecto, aceptamos su devolución sin el menor problema. Nuestro
lema es complacer al cliente.
—Está a la vista, señor Pathis.
Era de esperar que el agente no quisiera ver la cocina. Allí estaba el cantinero
automático de Motores Castilla, como una mosca en la leche.
—Casi todos los de este vecindario compran nuestros productos —prosiguió el
señor Pathis—. Es un orgullo saber que nos tienen por una firma de confianza.
—Dígame, por casualidad ¿el señor Miller era cliente de ustedes? —preguntó
Carrin.
—¿El que se suicidó —inquirió Pathis, frunciendo ligeramente el ceño—. Pues sí,
lo era; precisamente el mes pasado compró un flamante Jet-lash, capaz de hacer
cuatrocientos veinte kilómetros por hora. Estaba entusiasmado como una criatura. Y
vea usted, ¡hacer después una cosa así! Claro que esa compra había elevado un poco
su deuda.
—Sí, naturalmente.
—Pero ¿qué importancia tiene eso? Tenía cuantas comodidades puede ofrecer la
vida moderna. Y se ahorcó. ¡Parece mentira!
—¿Se ahorcó?
El señor Pathis volvió a fruncir el ceño.
—Sí, eso es —respondió—. Se ahorcó con un trozo de cuerda. Debía estar un

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tanto desequilibrado.
En seguida volvió a reaccionar y retomó su amplia sonrisa.
—Dejemos a un lado las cosas tristes —dijo—. Hablemos de usted.
Abrió su portafolio, ensanchando la sonrisa un poco más, y propuso:
—Veamos su cuenta. Incluyendo su última compra nos debe doscientos tres mil
dólares con veintinueve centavos. ¿Correcto?
—Correcto —contestó Carrin, que recordaba bien la suma según sus propios
papeles—. Aquí tiene mi cuota.
Así diciendo entregó un sobre al señor Pathis. Este lo revisó y lo guardó en el
bolsillo.
—Muy bien. Ahora bien, señor Carrin, usted sabe que no le alcanzaría toda la
vida para pagarnos esos doscientos mil, ¿verdad?
—Tienes razón —respondió Carrin, seriamente.
A los treinta y nueve años, gracias a los milagros de la ciencia, tenía aún por
delante otros cien. Pero con un sueldo de tres mil dólares anuales no podría pagar esa
deuda y mantener al mismo tiempo a su familia.
—No es cuestión de que usted deje sin satisfacer ciertas necesidades. ¡Ni qué
hablar de los artículos maravillosos que produciremos el año próximo! Hay cosas que
no debe perderse por nada del mundo, señor mío.
Carrin asintió. Sin lugar a dudas, querría adquirir los nuevos artículos.
—Bueno, ¿qué le parece si llegamos al arreglo de costumbre en estos casos?
Usted nos firma la cesión de las ganancias de su hijo durante los primeros treinta años
de vida, y en esas condiciones no tendremos ningún inconveniente en otorgarle
crédito.
Extrajo los papeles correspondientes y los desplegó sobre la mesa.
Bastará con que firme aquí, señor.
—Bueno —dijo Carrin—, no estoy decidido. Me gustaría dar a mi hijo una ayuda
para comenzar, y no cargarle con una…
—Pero mi estimado señor, trate de ver la cuestión desde este punto de vista: su
hijo también vive aquí, ¿verdad? También él disfruta todos estos lujos, estas
maravillas de la ciencia.
—Es cierto —dijo Carrin—. Pero…
—Hace cien años nadie, ni el hombre más rico de la Tierra, podía comprar lo que
hoy goza un ciudadano común. Usted no contrae una deuda: efectúa una inversión,
simplemente.
—Sí, es cierto —aceptó Carrin, vacilante.
Imaginó por un momento a su hijo con los cohetes modelos, los mapas, las cartas
estelares, y se preguntó si era en verdad justo.
—Vamos, ¿qué le preocupa? —le incitó Pathis, entusiasta.
—Me preguntaba… Si cedo las ganancias de mi hijo, ¿no le parece que me estoy
endeudando demasiado?

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—¿Demasiado? —exclamó Pathis, estallando en una carcajada—. ¿Conoce usted
al señor Mellon, de esta misma manzana? Bien, guárdeme este secreto: ¡ya ha
empeñado el salario de su nieto para toda la vida! ¡Y aún no tiene la mitad de las
cosas que desearía adquirir! Pero ya encontraremos algún plan para él. Nuestra meta
es satisfacer a los clientes, y nadie aventaja a Avignon Electric en estos asuntos.
Carrin seguía vacilando.
—Después de todo —insistió el vendedor—, cuando usted ya no este aquí todo
esto pasará a su hijo.
Eso era cierto. A su hijo pertenecerían todas esas cosas maravillosas esparcidas
por la casa. Y después de todo, ¿qué era lo que empeñaba? ¡Sólo treinta años en una
vida que podía alargarse hasta los ciento cincuenta!
Estampó su firma en el papel y le agregó una elegante rúbrica.
—¡Magnífico! —exclamó Pathis. Ya que estamos en esto, ¿tiene en la casa un
operador maestro?
No, aún no lo tenía. Pathis procedió entonces a explicar que el operador maestro,
un magnífico adelanto de la ingeniería científica, había salido al mercado
precisamente ese año. Estaba ideado para hacerse cargo de todas las tareas de
limpieza y de la cocina, sin que el dueño necesitase mover un solo dedo.
—En vez de trajinar todo el día pulsando cinco o seis botones diferentes, con el
operador maestro sólo debe oprimir uno solo. ¡Una maravilla!
Sólo costaba ciento treinta y cinco dólares. Carrin puso la firma en la solicitud,
agregándolo a la deuda que ya tenía. «Lo que es justo es justo», pensó mientras
acompañaba a Pathis hasta la puerta. Algún día esa casa pertenecería a Billy. A él y a
su esposa, por supuesto. Y ellos desearían tener todos los artefactos que aparecieran.
«Sólo un botón», pensó. «¡Qué modo de ahorrar tiempo!».

Cuando Pathis se hubo marchado, Carrin se sentó en un sillón reclinable y conectó el


video. Hizo girar el selector, pero no había nada bueno para ver. Reclinó el sillón
hacia atrás para dormir una siesta.
Pero aquello aún continuaba perturbándolo.
—¡Hola, querido!
Al despertar se encontró con su esposa, que había vuelto.
—Mira —le dijo, besándole la oreja.
Había comprado un salto de cama Avignon Electric muy erótico. Para él fue una
agradable sorpresa que sus compras se redujeran a eso. Por lo general Leela volvía
cargada de paquetes.
—Es encantador le dijo.
Ella se inclinó para besarlo y dejó escapar una risita aniñada, copiada a la estrella
más popular del momento. Carrin habría preferido que no lo hiciera.
—Voy a ordenar nuestra cena, —dijo ella—, dirigiéndose a la cocina.

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Carrin, complacido, pensó que muy pronto podría ordenar las comidas sin
necesidad de moverse de la sala. Mientras volvía a acomodarse en el sillón llegó su
hijo.
—¡Hola, hijo! ¿Cómo te va? —preguntó, lleno de entusiasmo.
—Bien —respondió Billy en tono indiferente.
—¿Qué te sucede, muchacho? ¡Vamos!, ven a contarle a tu padre qué te tiene
preocupado.
Billy se sentó en un cajón de embalaje y apoyó el mentón sobre las manos,
dirigiendo a su padre una mirada pensativa.
—Papá, ¿crees que yo podría llegar a ser maestro reparador, si quisiera?
Carrin escuchó la pregunta con una sonrisa. La vocación de su hijo oscilaba
siempre entre hacerse maestro reparador o piloto de cohetes. Los reparadores
constituían un grupo privilegiado entre los trabajadores. Tenían a su cargo la
importante tarea de componer las máquinas automáticas de reparación. Esas
máquinas podían arreglar cualquier cosa, pero no era posible fabricar una máquina
que reparara las máquinas que reparaban a las demás. Ahí entraba en acción el
maestro reparador. Se trataba de un gremio basado en la competencia; sólo los mejor
dotados obtenían el título. Y Billy era muy inteligente, pero no parecía tener
condiciones especiales para la ingeniería.
—Es posible, hijo. Todo es posible.
—Pero yo quiero saber si es posible para mí.
Carrin, con toda sinceridad, respondió:
—No lo sé.
—Bueno, de todos modos no me interesa ser maestro reparador —dijo el chico, al
ver que la respuesta podía ser negativa—. Quiero ser piloto espacial.
—¿Piloto espacial? —preguntó Leela, que en ese momento entraba a la sala—.
¡Pero si no hay pilotos espaciales!
—Sí que los hay —protestó Billy—. En la escuela nos dijeron que el gobierno va
a enviar algunos a Marte.
—Hace más de cien años que vienen diciendo lo mismo —observó Carrin—, pero
ni siquiera han comenzado con eso.
—Esta vez va en serio.
—¿Y para qué quieres ir a Marte? —preguntó Leela, guiñando un ojo a su marido
—. Allá no hay muchachas bonitas.
—¿Qué me importan las muchachas? Yo quiero ir a Marte.
—No te gustaría, querido. Es feo; ni siquiera tiene aire.
—Tiene un poco de aire —insistió el niño, con seguridad.
—¿Qué has dicho? —preguntó Carrin, incorporándose— ¿Acaso no tienes de
todo? ¿Qué más quieres?
—No, señor, no tengo todo lo que quiero.
Carrin sabía que cuando su hijo le llamaba «señor» era indicación de que algo

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andaba mal.
—Escucha, hijo. Cuando yo tenía tu edad quería ir a Marte. Me gustaban las
cosas románticas. Hasta quería ser maestro reparador.
—¿Y qué pasó?
—Bueno, cuando crecí comprendí que había cosas mucho más importantes.
Primero debía pagar la deuda que me había dejado mi padre; después conocí a tu
madre y…
Leela soltó otra risita.
—Quise tener mi propia casa. A ti te ocurrirá lo mismo. En primer lugar pagarás
tu deuda y después querrás casarte, como todo el mundo.
Billy guardó silencio por un rato. Al cabo, en un gesto de desafío, se apartó el
pelo negro de la frente y se mojó los labios.
—¿Cómo es que yo tengo deudas, señor?
Carrin trató de explicarle como pudo todas las cosas que una familia necesitaba
para vivir en una forma civilizada y lo mucho que costaba adquirir todo eso. Que las
cosas debían pagarse. Y la costumbre de hacer que los hijos se hicieran cargo de parte
de esas deudas al llegar a la mayoría de edad. Pero el hosco silencio de Billy lo
perturbó. Era como si el niño le estuviera reprochando algo, ¡después de todo lo que
se había esforzado para darle al muy ingrato todos los lujos posibles!
—Dime, hijo, ¿has estudiado historia en la escuela? Bueno, en ese caso ya sabes
cómo eran las cosas en el pasado. Las guerras que había. ¿Acaso te gustaría volar por
el aire como las víctimas de la guerra?
El niño no respondió.
—¿O quebrarte la espalda trabajando ocho horas diarias para hacer el trabajo que
hoy hacen las máquinas? ¿Y qué pasaría si sufrieras hambre constantemente, o si no
tuvieras reparo contra el frío y la lluvia, ni un lugar donde dormir?
Hizo una pausa en espera de contestación. Como no obtuviera ninguna prosiguió:
—Vivimos en la época más feliz que haya conocido la humanidad. Uno está
rodeado de todas las maravillas que el arte y la ciencia han creado. La mejor música,
los libros más importantes, todo está al alcance de tus manos. Lo único que debes
hacer es oprimir un botón.
Su tono se hizo más amable.
—Bueno, dime en qué piensas.
—En cómo llegar hasta Marte —dijo el niño—. Por la deuda. Supongo que no
podría escaparme de ella.
—Claro que no.
—A menos que fuera como polizón en un cohete.
—¡No te atreverías!
—No, por supuesto —concedió el muchacho, vacilando.
—Te quedarás aquí y te casarás con una buena muchacha —le dijo Leela.
—Claro que sí —respondió Billy—. Seguro.

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Y agregó, sonriendo:
—Todo lo que dije con respecto a Marte es mentira.
—Bueno, me alegro mucho —concluyó Leela.
La sonrisa de Billy se tornó forzada.
—No prestan atención a lo que dije.
Y se levantó para subir las escaleras a toda prisa.
—Debe haber ido a jugar con sus cohetes —dijo Leela—. Es un demonio.
Después de una cena tranquila, Carrin tuvo que volver al trabajo. Ese mes le
tocaba el turno de noche. Se despidió de su esposa con un beso, trepó al Jet-lash y se
dirigió a la fábrica a toda velocidad. Se sometió al reconocimiento de los portones
automáticos, que se abrieron para dejarlo pasar. Aparcó y entró.
Tornos automáticos, prensas automáticas… Allí todo era automático. En las
vastas entrañas iluminadas de la fábrica las máquinas canturreaban pacíficamente
mientras cumplían con su trabajo. Todo estaba en orden. Carrin debía reemplazar al
compañero de turno en el final de la línea de montaje de lavarropas automáticos.
—¿Todo en orden?, preguntó.
—Por supuesto —dijo el hombre—. En todo el año no ha salido un ejemplar
defectuoso. Los modelos actuales tienen voz propia, no como los de antes, que se
iluminaban.
Carrin ocupó el lugar de su compañero y esperó a que saliera la primera máquina
de lavar. Su tarea no podía ser más sencilla. Las máquinas desfilaban ante él: sólo
debía apretar un botón para comprobar si estaban en perfectas condiciones; siempre
era así. Después de pasar frente a él, las máquinas seguían hasta la Sección de
Embalaje.
La primera salió deslizándose sobre sus ruedas. Carrin oprimió el botón de
funcionamiento que tenían a un costado.
—Lista para lavar —dijo la máquina.
Carrin presionó otro botón para hacerle circular y la dejó seguir. Mientras pensaba
en su hijo. «¡Este muchacho!», se dijo. «¿Será capaz de enfrentar las
responsabilidades cuando crezca? ¿Se convertirá en un hombre dispuesto a ocupar su
puesto en la sociedad?». A veces era como para ponerlo en duda. El chico había
nacido rebelde. Si alguien era capaz de llegar a Marte, ése era su hijo.
Pero no era esa clase de ideas la que lo perturbaba.
—Lista para lavar dijo la segunda máquina.
Carrin recordó algo con respecto a Miller. También él, siempre tan alegre, hablaba
de los otros planetas y bromeaba con respecto a sus ganas de irse a cualquier otra
parte para empezar de nuevo. Pero en vez de hacerlo se había suicidado.
—Lista para lavar.
Todavía tenía ocho horas por delante. Ocho horas de apretar botones y escuchar la
voz de las máquinas que anunciaban estar listas. Se aflojó el cinturón, preparándose
para pasarlas lo mejor posible.

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—Lista para lavar.
Oprimió el botón de circulación.
—Lista para lavar.
Carrin empezó a distraerse de todos modos, ese trabajo no requería demasiada
atención.
En ese momento tomó conciencia de aquello que lo venía preocupando:
No le gustaba apretar botones.

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EL ALTAR

The Altar, 1953

El señor Slater caminaba garbosamente por la calle Maple, en dirección a la estación.


Esa mañana su paso tenía una elasticidad particular y en el rostro bien afeitado le
jugueteaba una sonrisa. ¡Era una mañana primaveral y deliciosa!
Caminaba canturreando, feliz de tener que recorrer esas siete cuadras hasta la
estación. En invierno la distancia se hacía sentir, pero en un día como ése tenía sus
compensaciones. Era un placer sentirse vivo; viajar hasta el centro era una bendición.
En ese momento un hombre con sobretodo azul claro le cerró el paso.
—Perdone, señor. ¿Podría indicarme dónde está el Altar de Baz-Matain?
El señor Slater, embriagado aún por las delicias de la primavera, trató de
concentrarse en la pregunta.
—¿Baz-Matain? Me parece que… ¿El Altar de Baz-Matain, dijo usted?
—Precisamente —corroboró el extraño, disculpándose con una sonrisa.
Era de estatura más que mediana y rostro moreno y enjuto. El señor Slater le
reconoció origen extranjero.
—Lo lamento de veras —dijo el señor Slater—, pero nunca lo oí nombrar.
—Gracias, de todos modos —respondió el hombre moreno.
Saludándole amablemente con la cabeza, siguió su camino hacia el centro de la
ciudad. El señor Slater retomó la marcha.
Cuando el conductor hubo perforado su boleto volvió a pensar en el incidente.
«Baz-Matain», se repetía en tanto el tren cruzaba los campos brumosos de Nueva
Jersey; «Baz-Matain». Aquel hombre de aspecto extranjero debía estar en un error.
La población de North Ambrose, New Jersey, era lo bastante pequeña como para que
cada habitante conociera sus calles, sus casas, sus negocios uno por uno. En especial
los que, como el señor Slater, llevaban veinte años de residencia allí.
Promediando su jornada de trabajo, el señor Slater dio en tamborilear
distraídamente con el lápiz sobre el cristal de su escritorio, mientras pensaba en el
hombre del sobretodo azul claro. Allí en North Ambrose, barrio suburbano tranquilo
y polvoriento, un sujeto de aspecto extranjero constituía una verdadera rareza. En
general sus habitantes usaban trajes de buena calidad y tenían por costumbre llevar
elegantes portafolios de tono pardo; algunos eran gordos, otros delgados; pero en
North Ambrose todo el mundo se parecía, como si fueran miembros de una misma
familia.
Al cabo dejó de preocuparse por ese asunto. Terminado el día tomó el metro hasta
Hoboken y desde allí el tren a North Ambrose.
Mientras caminaba rumbo a su casa volvió a cruzarse con el mismo hombre.

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—Lo encontré —dijo el desconocido—. No resultó fácil, pero al fin lo encontré.
—¿Dónde estaba? —preguntó el señor Slater, deteniéndose.
—Precisamente junto al templo de los Oscuros Misterios de Isis —respondió el
desconocido—. En eso radicó mi error: debí haber preguntado por ése. Sabía que
estaban juntos, pero no se me ocurrió la idea.
—¿Qué templo? —inquirió el señor Slater.
—El de los Oscuros Misterios de Isis —contestó el hombre moreno—. En
realidad no nos hacemos competencia; ellos se ocupan de hechicerías, ciclos de
fertilidad y cosas por el estilo. Nada que ver con lo nuestro.
—Comprendo —dijo el señor Slater, mirándolo fijamente a la clara luz del
crepúsculo primaveral—. Le preguntaba porque he vivido en este pueblo durante
muchos años y nunca lo oí nomb…
—¡Oh, vaya! —exclamó el hombre, mirando su reloj—. Es tardísimo. Si no me
doy prisa demoraré la ceremonia.
Y se alejó rápidamente, con un ademán amistoso.
El señor Slater siguió su camino, a paso lento. «El Altar de Baz-Matain». «Los
Oscuros Misterios de Isis». Eran nombres de cultos extraños. ¿Podía haber una cosa
así en el pueblo? No parecía posible. ¿Quién se atrevería a arrendar un local a gente
como ésa?
Después de cenar consultó la guía telefónica, pero no figuraban Baz-Matain ni los
Oscuros Misterios de Isis. Tampoco en Información supieron darle mayores datos.
—¡Qué extraño! —musitó.
Más tarde comentó lo ocurrido con su esposa. Ella se ajustó la bata, observando:
—Bueno, estoy segura de que en este pueblo nadie establecería un culto de esa
clase. La Junta de Buenos Comerciantes no lo permitiría jamás, ¡y qué decir del Club
de Mujeres o de la Asociación de Padres y Alumnos!
El señor Slater se mostró de acuerdo. Sin duda el desconocido se había
equivocado. Tal vez ambos templos se encontraran en South Ambrose, el pueblo
vecino, que contaba con varios bares, un cine y muchos elementos de mal vivir entre
sus habitantes.
Al día siguiente era viernes. El señor Slater confiaba encontrar al desconocido,
pero no encontró más que a sus homogéneos compañeros de viaje. En el viaje de
regreso sucedió lo mismo. Parecía evidente que el hombre se había marchado tras
visitar el Altar; o quizá sus horas de trabajo no coincidían con los viajes del señor
Slater.

El lunes por la mañana el señor Slater salió con algunos minutos de retraso; tuvo que
darse prisa para no perder el tren. En cierto momento divisó, pocos pasos más
adelante, aquel sobretodo azul claro.

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—¡Hola! —saludó Slater.
—¡Hola!, ¿cómo le va? —respondió el moreno, con una amplia sonrisa—. Me
preguntaba cuándo nos volveríamos a encontrar.
—También yo —respondió el señor Slater, acortando los pasos.
El desconocido caminaba como si quisiera disfrutar del hermoso día. Slater
comprendió que perdería su tren.
—¿Cómo marchan las cosas en el Altar? —preguntó.
—Más o menos —replicó el otro, con las manos cruzadas a la espalda—. A decir
verdad, tenemos algunos problemas.
—¿Ah, sí?
—Sí —confirmó el moreno, con ceño adusto—. El viejo Atherhotep, el alcalde,
nos ha amenazado con revocarnos la licencia, pues dice que no cumplimos con el
reglamento. Ahora bien, digo yo: con los Dionysus-Africanus precisamente frente a
nosotros, que nos quitan todos los candidatos posibles, y los Papa Legba-Dambaila
dos puertas más allá, capaces de acaparar a los que ni siquiera son candidatos, ¿qué
podemos hacer?
—Realmente, parece un serio problema.
—Y eso no es todo. Nuestro sacerdote supremo amenaza con marcharse si no
conseguimos resultados. Es adepto de séptimo grado; sólo Brahma sabe dónde
podremos conseguir otro.
—¡Hum! —murmuró el señor Slater.
—Y ésa es mi misión. Si van a aplicarnos todo el rigor de que son capaces, yo les
ganaré por puntos. Soy el nuevo representante, ¿sabe?
—¿De veras? —preguntó el señor Slater, sorprendido—. ¿Los está
reorganizando?
—En cierto modo, sí. Verá, es así…
En ese momento un hombre bajo y regordete se acercó a la carrera y tomó al
moreno por la manga del sobretodo.
—Elor —dijo, jadeante—, me equivoqué de fecha. Es este mismo lunes, no la
semana que viene.
—¡Maldición! —gruñó el hombre moreno—. Disculpe usted, pero esto es
urgente.
Y se alejó a toda prisa con el hombre bajo.

Esa mañana el señor Slater llegó al trabajo con media hora de retraso, pero no se
preocupó mayormente. Una vez que estuvo sentado ante su escritorio todo le pareció
perfectamente claro. En North Ambrose estaba surgiendo un grupo de cultos que
trataba de formar congregaciones. Y el alcalde, en vez de desembarazarse de ellos, se
quedaba tranquilo.
¡Quizá lo habían sobornado!

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Volvió a tamborilear con el lápiz en el cristal del escritorio. ¿Era posible una cosa
así? En North Ambrose no había nada oculto. ¡Era un pueblo tan pequeño! Él conocía
a muchos de sus habitantes por el nombre de pila. ¿Cómo podía pasar desapercibido
algo tan extraño?
Tomó el teléfono ya furioso. En Información no supieron darle el número de
Dionysus Africanus, Papa Legba ni Damballa. Además le comunicaron que el alcalde
de North Ambrose no se llamaba Atherhotep, sino Miller. Optó por llamarlo
telefónicamente.
La conversación no dio grandes frutos. El alcalde insistió en que él conocía todos
los negocios existentes en North Ambrose, todas las iglesias y las asociaciones. En el
caso de que hubiera algún culto —cosa que no era cierta— también lo sabría.
—Lo han engañado, buen hombre —dijo el alcalde Miller, en un tono que a Slater
le sonó presuntuoso—. No hay nadie con ese nombre en el pueblo, ninguna
organización Parecida. Jamás lo permitiríamos.
Slater proseguía meditando sobre todo eso al egresar a su casa. Desde el andén
divisó a Elor, que andaba a paso rápido por la calle Oak. Ante su llamada. Elor se
detuvo.
—No puedo demorarme —dijo, entusiasta—. La ceremonia está por comenzar y
tengo que llegar a tiempo. Todo por culpa de Ligian, ese tonto.
Ligian debía ser el hombre bajo que había detenido a Elor esa mañana.
—Es terriblemente descuidado —continuó Elor—. ¿Cómo es posible que un
astrólogo competente cometa un error de una semana en la conjunción de Escorpio
con Saturno? Pero no importa: esta noche se hará la ceremonia, aunque nos falte
gente.
El señor Slater, sin vacilar, preguntó:
—¿Puedo asistir?, ya que les falta gente…
—Bueno —murmuró Elor, pensativo—, sería un caso sin precedentes.
—Me gustaría mucho ir —insistió el señor Slater, que preveía una oportunidad de
llegar a la raíz del misterio.
—No creo que fuera justo para con usted. Así, sin la menor preparación…
—No tendré problemas —aseguró Slater.
Así tendría algo para refregarle en las narices al alcalde.
—Tengo muchos deseos de ir. Usted ha despertado mi curiosidad.
—De acuerdo, entonces —concedió Elor—. Será mejor que nos demos prisa.

Caminaron por la calle Oak hacia el centro del pueblo. Al llegar a los primeros
negocios Elor giró en una esquina y condujo al señor Slater dos cuadras hacia
adelante y una hacia el costado; después retrocedieron una manzana. Finalmente
volvieron a encaminarse hacia la estación.
—¿No hay una forma más directa de llegar? —preguntó Slater, notando que

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empezaba a oscurecer.
—¡Oh no! Ésta es la más sencilla. Si supiera lo que me costó llegar la primera
vez…
Continuaron caminando; a veces retrocedían varias manzanas, describían
círculos, volvían a cruzar calles por las que ya habían pasado, cruzaban el pueblo en
todas direcciones, si siempre por sitios que el señor Slater conocía bien.
Sin embargo, a medida que la oscuridad crecía, el constante cambio de
direcciones comenzó a confundirlo. Sabía dónde estaba, pero ese constante avance en
círculos lo estaba desorientando.
«Qué extraño» pensó, «que uno sea capaz de perderse en su propio pueblo,
después de casi veinte años de vivir en él».
Trató de identificar la calle en que estaban sin mirar el nombre escrito en el poste,
pero en ese momento tomaron otro giro, inesperado. Cuando acababa de resolver que
retrocedían por Walnut Lake descubrió que no recordaba haber visto la intersección
siguiente. Se fijó en el nombre al llegar a la esquina. Decía: «Orificio Izquierdo».
El señor Slater no pudo recordar que en North Ambrose existiera calle alguna con
ese nombre.
Tampoco había luces encendidas. Todos los negocios le resultaban desconocidos,
cosa en verdad extraña, considerando que él conocía muy bien el sector de negocios
minoristas de North Ambrose.
Al fin pasaron frente a un edificio bajo y pintado de negro, con un letrero apenas
iluminado, Con gran sorpresa leyó en él: «Templo de los Oscuros Misterios de Isis».
—Esa noche parecen estar muy tranquilos aquí, ¿verdad? —comentó Elor—. Es
mejor que nos demos prisa.
Y empezó a apretar el paso, sin dar tiempo a que el señor Slater hiciera más
preguntas.

A medida que recorrían aquella oscura calle los edificios se tornaban más y más
extraños. Los había de todas formas tamaños, algunos nuevos resplandecientes, otros
antiguos y en malas condiciones. ¿Era posible que ese sector perteneciera a North
Ambrose? ¿Se trataba acaso de una ciudad dentro de la ciudad? ¿Es que existía un
North Ambrose nocturna, desconocida para quienes la recorrían a la luz del día?
¿Una North Ambrose a la que sólo podía llegarse mediante recorridos tortuosos por
calles conocidas?
—Allí están los ritos fálicos —indicó Elor, señalando un edificio alto y esbelto.
Junto a él había otro, abombado y torcido.
—El local de Damballa —aclaró Elor.
Hacia el fin de la calle había un edificio blanco, largo y de poca altura. El señor
Slater no tuvo ocasión de examinarlo por mucho tiempo, pues Elor lo tomó del brazo
para llevarlo rápidamente hacia la puerta.

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—En verdad debo darme prisa —murmuró Elor, para sí.

En el interior reinaba una oscuridad absoluta. Slater percibió algunos movimientos a


su alrededor; al fin distinguió una pequeña luz blanca. Elor lo condujo hacia allí,
diciendo en tono amistoso:
—Usted me ha sacado de un verdadero aprieto.
—¿Lo tienes? —preguntó una voz finita que venía desde las proximidades de la
luz.
A medida que los ojos de Slater se acostumbraban a las tinieblas le fue posible
distinguir algunas formas; frente a la luz había un viejecillo retorcido que sostenía en
la mano una cuchilla muy larga.
—Claro que sí —dijo Elor—, vino por su propia voluntad.
Slater pudo ver entonces que la luz blanca estaba suspendida sobre un altar de
piedra. Un movimiento instintivo le impulsó a salir corriendo, pero la mano de Elor
lo sujetaba por el brazo.
—Ahora no puede marcharse —le dijo, suavemente—. Estamos listos para
comenzar.
Muchas otras manos sujetaron al señor Slater y lo condujeron con firmeza hacia
el Altar.

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FORMA

Shape [Keep Your Shape], 1953

Pid, el Piloto, disminuyó gradualmente la velocidad de la nave hasta detenerla casi


por completo. Después echó una mirada ansiosa a aquel verde planeta. Aun sin los
datos de los instrumentos, no había manera de confundirlo: era el tercero a partir del
sol, el único en ese sistema apto para la vida. Allí estaba, flotando pacíficamente
entre su velo de nubes.
A pesar de su aspecto inocente, algo en él había acabado con cuantas
expediciones enviaran los Glom. Pid vaciló un momento antes de iniciar el
irrevocable descenso. Tanto él como sus dos tripulantes estaban ya preparados, hasta
donde era posible estarlo. Cada uno guardaba en su bolsa marsupial un compacto
Desplazador, inactivo pero listo para su empleo.
Pid deseaba decir algo a su tripulación, pero no sabía muy bien cómo expresarse.
Los otros dos aguardaban. Ilg, el Radiooperador, ya había enviado el mensaje
final hacia el planeta Glom. Ger, el Detector, leyó de una sola mirada los datos de
dieciséis indicadores.
—No hay señales de actividad por parte del enemigo —informó, y las superficies
de su cuerpo fluyeron sin el menor reparo.
Pid notó aquel abandono y decidió inmediatamente lo que debía decirles. Desde
que partiera de Glom la disciplina en cuanto a Forma había sido demasiado relajada.
Contaba ya con la advertencia del Jefe de Invasiones, pero de cualquier modo era su
deber hacer algo al respecto: las castas inferiores, tales como los Radiooperadores y
los Detectores, eran notoriamente propensas a la Amorfía.
—En esta expedición se han depositado muchas esperanzas —comentó
lentamente—. Ahora estamos muy lejos de nuestra tierra…
Ger, el Detector, asintió. Mientras tanto Ilg, el Radiooperador, abandonó la forma
prescrita para amoldarse cómodamente a una de las paredes. Pid continuó en tono
severo:
—… Pero esa distancia no es excusa para caer en la promiscuidad de la Amorfía.
Ilg se apresuró entonces a recobrar la forma de un correcto Radiooperador.
—Indudablemente, nos veremos obligados a adoptar formas exóticas —prosiguió
Pid—, y para ello disponemos de una dispensa especial. Pero no lo olviden:
¡cualquier forma que no se asuma en estricto cumplimiento del deber es una
estratagema del Amorfo!
Las superficies corporales de Ger cesaron bruscamente de fluir.
—Eso es todo —concluyó Pid, fluyendo hacia sus controles.
—La nave inició el descenso, con tan perfecta coordinación que inspiró a Pid un

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dejo de orgullo. Aquellos muchachos trabajaban bien; no se podía exigir de ellos la
aguda conciencia de la Forma que tenían los Pilotos de casta superior. El mismo Jefe
de Invasiones se lo había dicho así.

—Pid —había dicho el Jefe de Invasiones en aquella última entrevista—,


necesitamos desesperadamente ese planeta.
—Sí señor —respondió Pid en posición de firme, sin que su Forma Óptica de
Piloto vacilara siquiera un instante.
—Uno de ustedes —continuó el Jefe— tendrá que filtrarse por las proximidades
de una fuente de energía atómica para instalar un Desplazador. El ejército, de este
lado, estará listo para cruzar.
—Lo haremos, señor —dijo Pid.
—Esta expedición tiene que triunfar —observó el Jefe, mientras sus facciones se
borroneaban por un instante debido a tanta fatiga—. Esto se lo digo con carácter
estrictamente confidencial: hay mucha agitación en Glom. Por ejemplo, la casta de
mineros se ha declarado en huelga; quieren otra Forma para excavar. Dicen que la
antigua no es eficaz.
Pid demostró la debida indignación. La Forma de Minero había sido establecida
por los antepasados hacía ya cincuenta mil años, junto con el resto de las formas
básicas. ¡Y esos agitadores querían cambiarla!
—Eso no es todo —le dijo el Jefe—. Hemos descubierto un nuevo Culto de la
Amorfía, detectamos casi ocho mil adeptos, y no sé cuántos más se nos escaparon.
Pid sabía que la Falta de Formas era un cebo del Amorfo, el mayor demonio
concebido por la mente de los Glom, pero ¿cómo era posible que Glom cayera en sus
cebos?
El Jefe adivinó esa pregunta.
—Pid —dijo—, supongo que a usted le cuesta comprenderlo. ¿Le gusta a usted
Pilotar?
—Sí señor —respondió Pid, simplemente.
¡Que si le gustaba Pilotar! ¡Era la razón de su vida! Si no estaba ante los
controles de una nave tenía la sensación de ser nada.
—No todos los Glom piensan así —prosiguió el Jefe—. Por mi parte tampoco lo
comprendo. Desde el fondo de los tiempos, todos mis antepasados han sido Jefes de
Invasión. Es natural por lo tanto que yo quiera ser Jefe de Invasión, tan lógico como
legal. Pero las castas inferiores no piensan lo mismo.
Y meneó el cuerpo con tristeza.
—Le cuento esto por una razón —continuó—. Los de Glom necesitamos más
espacio. Estas agitaciones se deben sólo a lo aglomerados que estamos. Así lo dicen
todos nuestros psicólogos. La solución es disponer de otro planeta para expandirnos.
Y contamos con usted, Pid.

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—Sí señor —respondió Pid, resplandeciente de orgullo.
El Jefe se levantó como para dar la entrevista por concluida, pero cambió de idea
y volvió a sentarse.
—Tendrá que vigilar a su tripulación —agregó—. Son leales, sin duda alguna,
pero pertenecen a las castas inferiores. Y ya sabe usted cómo son las castas inferiores.
Claro que Pid lo sabía.
—Ger, su Detector, está bajo sospecha de albergar tendencias Alteracionistas. En
una ocasión se lo multó por asumir una forma de cuasi-Cazador. En cuanto a Ilg,
nunca se lo ha acusado directamente de nada, pero dicen que permanece inmóvil
durante períodos sospechosamente largos. Probablemente se crea Pensador.
—Pero señor —protestó Pid—, si sobre ellos pende la más remota sospecha de
Alteracionismo o Amorfía ¿por qué los incluyen en esta expedición?
El Jefe dudó un segundo antes de responder:
—Hay muchos Glom en los que podríamos confiar —dijo lentamente—, pero
esos dos poseen ciertas cualidades imaginativas y una abundancia de recursos que
resultarán muy necesarias en esta expedición.
Y agregó con un suspiro:
—En realidad, no sé por qué, esas cualidades parecen vincularse siempre con la
Amorfía.
—Sí señor —dijo Pid.
—Vigílelos. Eso es todo.
—Sí señor.
Pid saludó, comprendiendo que la entrevista había terminado. En su bolsa
marsupial sentía el peso del Desplazador inactivo, listo para transformar las fuentes
de energía del enemigo en un puente a través del espacio, por el cual podrían cruzar
las hordas de Glom.
—Buena suerte —dijo el Jefe—. La necesitará sin duda alguna.

La nave bajó silenciosa hacia la superficie del planeta enemigo. Ger el Detector
analizó las nubes que se veían por debajo y suministró algunos datos a la unidad de
camuflaje. La unidad entró en funcionamiento; pronto la nave, vista desde fuera,
parecía una formación de cirros.
Pid dejó que la nave derivara lentamente hacia la superficie del planeta
misterioso. Había asumido la Forma Óptima del Piloto, la más eficaz de las cuatro
formas asignadas a su casta. Era sólo una prolongación de los controles, sordo, ciego
y mudo; concentró toda su atención en las nubes altas, para igualar velocidades y
confundirse entre ellas.
Ger conservaba rígidamente una de las dos formas asignadas a los Detectores.
Suministró más datos a la unidad de camuflaje y la nave, en su descenso, se convirtió
lentamente en un altocúmulo. No había señales de actividad por parte del planeta

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enemigo.
Ilg localizó una fuente de energía atómica y suministró los datos a Pid. El Piloto
alteró el curso. Había llegado ya a la capa inferior de nubes, a un kilómetro y medio
por sobre la superficie del planeta. Ahora la nave parecía un cúmulo gordo y lanudo.
Aún no había señales de alarma. El hado misterioso que eliminara las veinte
expediciones anteriores permanecía oculto.
Mientras Pid maniobraba en las cercanías de la planta atómica, el crepúsculo
trepó lentamente por la cara del planeta. El piloto evitó las casas circundantes y
balanceó la nave sobre un bosquecito.
Cayó la oscuridad. La única luna del planeta verde lucía velada por las nubes.
Una nube flotó a menor altura.
Y aterrizó.

—¡Rápido, fuera todos! —gritó Pid, separándose de los controles.


Asumió la Forma de Piloto más adecuada para correr y salió a toda prisa por la
escotilla. Ger y Eg le siguieron sin demoras. Se detuvieron a veinte metros de la nave
y allí aguardaron.
Un circuito se cerró en el interior de la nave. Con un silencioso estremecimiento,
el vehículo comenzó a fundirse.
Se disolvió el plástico, se arrugó el metal. Pronto la nave no fue sino un gran
montón de chatarra, pero el proceso continuó. Los fragmentos mayores se quebraron
una y otra vez.
De pronto Pid se sintió indefenso. Era Piloto, de la casta de los Pilotos. Su padre
había sido Piloto, y también su abuelo, y así hasta las neblinas del pasado en que los
Glom construyeran las primeras naves. Entre ellas había pasado toda su niñez; venía
pilotándolas desde que se hiciera hombre.
Ahora, despojado de su nave, se sentía desnudo en un mundo extraño.
En el curso de pocos minutos sólo quedó un puñado de polvo en el sitio que
ocupara la nave. El viento nocturno lo esparció por el bosque. Ya no quedaba nada.
Aguardaron. Nada ocurrió. El viento suspiraba, los árboles crujían. Hubo un
parloteo de ardillas; los pájaros se agitaron en sus nidos.
Cayó una piña.
Pid se sentó con un suspiro de alivio. La vigésimo primera expedición Glom
había aterrizado felizmente.

No había nada que hacer hasta la mañana; por lo tanto, Pid comenzó a trazar los
planes. Habían aterrizado tan cerca de la instalación atómica como se atrevieron.
Ahora tendrían que aproximarse más. De algún modo uno de ellos debía llegar
prácticamente hasta el cuarto del reactor para activar el Desplazador.

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Difícil. Pero Pid se sentía seguro del éxito. Después de todo, el punto fuerte de los
Glom era el ingenuo.
Pid se dijo con amargura que, en cambio, estaban terriblemente escasos de
material radioactivo. Era otra de las razones por las que esa expedición resultaba tan
importante. Quedaba muy poco combustible radiactivo en todos los mundos de Glom.
Hacía muchos siglos, los Glom habían empleado todas sus reservas de material
radiactivo en la ocupación de todos los mundos vecinos aptos para la vida. La
colonización llegaba a duras penas a compensar el crecimiento de la natalidad.
Siempre se necesitaban mundos nuevos.
Aquél en el cual se encontraban, descubierto en una expedición de avanzada, se
ajustaba perfectamente a sus necesidades. Pero estaba demasiado alejado, y ellos no
disponían del combustible indispensable para armar una flota espacial de conquista.
Afortunadamente había otra forma de hacerlo. Una forma mejor.
En muchos siglos de trabajo, los científicos de Glom habían creado el
Desplazador, todo un triunfo de la Ingeniería de Identidad. Gracias a él se podía
trasladar instantáneamente una masa entre dos puntos cualesquiera. Uno de los
extremos estaba situado en la única planta atómica de Glom; la otra debía ser
emplazada en las proximidades de otra fuente de energía atómica; una vez activada,
la energía desviada iba de un extremo al otro, se modificaba y modificaba a su vez.
Así, gracias al milagro de la ingeniería de Identidad, los Glom podían pasar de un
planeta a otro o volcarse hacia cualquier punto en una enorme ola arrolladora.
Era bastante simple. Pero veinte expediciones habían fracasado en la tarea de
colocar un Desplazador en el extremo terrestre. Qué había pasado con ellas, nadie lo
sabía.
Pues ninguna de las naves Glom volvió para contarlo.

Antes de la aurora avanzaron a rastras por los bosques, tomando la coloración de las
plantas que los rodeaban. Los Desplazadores palpitaban débilmente, percibiendo la
proximidad de la energía atómica.
Ante ellos pasó corriendo una pequeña criatura de cuatro patas. Instantáneamente,
Ger echó a su vez cuatro miembros y un largo cuerpo rayado para lanzarse en
persecución del animal.
—¡Ger! ¡Regresa! —gritó Pid ante el Detector, lanzando la alarma a los vientos.
Ger alcanzó a la criatura y la volteó; su intención era morderla, pero había
olvidado proveerse de dientes. El animal se liberó de un salto y desapareció entre la
maleza. Ger echó una buena dentadura y preparó los músculos para el salto.
—¡Ger!
El Detector se volvió, a desgana, y corrió hacia Pid con pasos largos.
—Tenía hambre —explicó.
—No es cierto —respondió Pid con severidad.

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—Sí lo es —murmuró Ger, retorciéndose con expresión azorada.
Pid recordó entonces lo que le dijera el Jefe. Sin duda Ger tenía las tendencias de
un Cazador. Debía vigilarlo estrechamente.
—No quiero que esto vuelva a repetirse —dijo—. Recuerden: no se permite ceder
a las Formas Exóticas. Conténtense ustedes con la forma que les fue dada al nacer.
Ger, con un gesto de asentimiento, volvió a fundirse en la maleza. Siguieron
avanzando.

Desde el linde del bosque distinguieron la planta de energía atómica. Pid tomó el
aspecto de una mata. Ger se transformó en un viejo tronco. Ilg, tras un momento de
vacilación, se convirtió en un haya tierna.
La planta de energía tenía la forma de un edificio largo y bajo rodeado por una
alambrada metálica. Frente al portón había guardias.
La primera tarea consistiría en atravesar ese portón. Pid comenzó a estudiar las
distintas maneras de hacerlo. A través de la información fragmentaria suministrada
por las primeras expediciones de investigación, sabía que esa raza de Hombres
compartían algunos aspectos de los Glom. Por ejemplo, tenían mascotas, hogares,
niños y una cultura. Tenían habilidad mecánica, al igual que los Glom.
Pero había diferencias tremendas. Los Hombres tenían formas fijas e inmutables,
como las piedras y los árboles. En compensación, su planeta lucía una fantástica
variedad de especies, tipos y clases. Esa era la mayor diferencia con respecto a Glom,
donde había sólo ocho formas distintas de vida animal.
Y según toda evidencia, los Hombres eran muy hábiles para detectar invasores.
Pid habría querido saber por qué habían fracasado las otras expediciones. De ese
modo su trabajo habría sido mucho más fácil.
Junto a ellos pasó un hombre; sus piernas eran increíblemente rígidas. La rigidez
era evidente en cada uno de sus movimientos. Pasó de prisa, sin mirar.
—Ya sé —dijo Ger cuando la criatura se hubo alejado—. Tomaré la forma de un
Hombre, pasaré por el portón para llegar hasta el cuarto del reactor y allí activaré mi
Desplazador.
—No sabes hablar el idioma de ellos —señaló Pid.
—No tengo por qué hablarles. Los ignoraré. Miren.
Y Ger tomó rápidamente la forma de un Hombre.
—No está mal —dijo Pid.
Ger intentó unos pocos pasos, copiando el andar desgarbado de los humanos.
—Mucho temo que no dará resultado —observó Pid.
—Es muy lógico —protestó Ger.
—Lo sé. Precisamente por eso las otras expediciones deben haberlo intentado. Y
ninguna de ellas regresó.
No cabía respuesta posible. Ger volvió a tomar la forma de un tronco y preguntó.

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—¿Qué haremos, entonces?
—Déjame pensar —pidió Pid.
Pasó otra criatura, ésta de cuatro patas. Pid la reconoció como Perro, una de las
mascotas del Hombre, y la observó minuciosamente.
El Perro avanzó hasta el portón con la cabeza gacha, sin mayor prisa. Pasó por allí
sin que nadie lo molestara y se echó sobre el césped.
—¡Hummm! —dijo Pid.
Siguieron observando. Uno de los Hombres, al pasar, palmeó al Perro en la
cabeza. Este sacó la lengua y se tendió de costado.
—Yo también puedo hacerlo —exclamó Ger excitado.
Y comenzó a tomar la forma de un Perro.
—No, espera —indicó Pid—. Pasaremos el resto del día pensándolo bien. Esto es
demasiado importante como para obrar a tontas y a locas.
Ger se rindió de mala gana.
—Vengan, vamos a retroceder.
Pid y Ger comenzaron a retroceder hacia el interior del bosque. De pronto
recordaron a Ilg.
—¿Ilg? —llamó Pid suavemente.
No hubo respuesta.
—¡Ilg!
—¿Qué? ¡Ah sí! —dijo un haya, convirtiéndose en matorral—. Perdón. ¿Qué
decías?
—Vamos a retroceder —repitió Pid—. Por casualidad, ¿estabas pensando?
—¡Oh, no! —aseguró Ilg—. Sólo descansaba.
Pid prefirió dejarlo así. Había demasiadas cosas por las que preocuparse.

Pasaron el resto del día ocultos en lo más profundo del bosque, discutiendo planes
posibles. Las únicas alternativas parecían convertirse en Hombre o en Perro. No se
podía pasar por el portón bajo la forma de un Árbol, pues eso no estaba en la
naturaleza de los árboles. Tampoco había otro ser capaz de hacerlo sin que repararan
en él.
Parecía demasiado arriesgado pasar bajo la forma de un Hombre. Decidieron que
Ger, por la mañana, haría una salida convertido en Perro.
—Ahora durmamos un poco —dijo Pid.
Los dos tripulantes, obedientes, se achataron contra el suelo, perdiendo toda
forma. Para Pid aquello fue más difícil.
Todo parecía demasiado sencillo. ¿Cómo era posible que la planta atómica no
estuviera mejor custodiada? Sin duda los Hombres debían haber descubierto algo con
respecto a las expediciones anteriormente capturadas. O tal vez habían matado a sus
miembros sin hacer preguntas.

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Nunca se sabía lo que un ser de otro planeta era capaz de hacer.
¿Y si ese portón abierto era una trampa?
Fatigado, fluyó en una posición más cómoda sobre el suelo desigual. De pronto
recobró bruscamente la conciencia. ¡Había perdido la Forma!
Se recordó severamente que la comodidad no tenía nada que ver con la
obligación, y volvió a retomar la Forma de Piloto.
Pero la Forma de Piloto no estaba ideada para dormir sobre un suelo húmedo y
aterronado. Pid pasó la noche sin dormir, pensando en naves espaciales, con deseos
de hallarse ante los controles de una de ellas.

Pid despertó en la mañana, cansado y de mal humor.


—Vamos —dijo, codeando a Ger—. Acabemos con esto.
Ger se irguió con optimismo.
—Vamos, Ilg —repitió Pid en tono de enojo, echando una mirada a su alrededor
—, despierta.
No hubo respuesta.
—¡Ilg!
Tampoco esa vez hubo respuesta.
—Ayúdame a buscarlo —dijo Pid a Ger—. Debe andar por aquí.
Revisaron juntos cada arbusto, cada árbol, tronco o mata de los alrededores.
Ninguno de ellos era Ilg. Pid sintió el primer embate del pánico. ¿Qué habría ocurrido
con el Radiooperador?
—Tal vez decidió atravesar el portón por su propia cuenta —sugirió Ger.
Pid caviló sobre aquella posibilidad. No parecía probable, pues Ilg nunca había
dado muestras de mucha iniciativa. Por el contrario, se contentaba con obedecer las
órdenes.
Aguardaron hasta mediodía. Ilg no dio señales de vida.
—No podemos esperar más —dijo Pid.
Empezaron a avanzar a través del bosque. Pid se preguntaba entre tanto si Ilg
habría intentado realmente pasar solo a través del portón. Los caracteres tranquilos y
silenciosos ocultaban con frecuencia una vena de temeridad.
Pero nada demostraba que Ilg hubiese tenido éxito. Tendría que darlo por muerto
o por capturado.
Sólo quedaban dos para activar un Desplazador.
Y todavía no sabía qué había pasado con las otras expediciones.

Ya en el linde del bosque Ger se transformó en el facsímil de un Perro. Pid lo


inspeccionó minuciosamente.
—Menos cola —dijo. Ger acortó su rabo.

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—Más orejas. Ger las alargó.
—Ahora iguálalas.
Revisó el resultado. Hasta donde podía juzgar, Ger estaba perfecto desde la punta
del rabo hasta el hocico húmedo y negro.
—Buena suerte —dijo Pid.
—Gracias.
Ger salió del bosque caminando rígidamente, como los Hombres y los Perros. El
guardia que estaba junto al portón lo llamó. Pid contuvo el aliento.
Ger pasó junto al Hombre sin prestarle atención. Este dio un paso hacia él. Ger
echó a correr.
Pid echó un par de fuertes piernas, listo para emprender la huida en el caso de que
su tripulante cayera prisionero.
Pero el guardia volvió al portón. Ger se detuvo de inmediato y echó a andar
tranquilamente hacia el portón principal. Pid disolvió sus piernas con un suspiro de
alivio.
¡Pero el portón principal estaba cerrado! ¡Ojalá el Radiooperador no tratara de
abrirlo! Eso no estaba en la naturaleza de los Perros.
Otro Perro se acercó al trote hacia Ger. Este retrocedió. El Perro se aproximó,
olfateándolo. Ger hizo lo mismo.
Ambos echaron a correr en torno al edificio. Era una buena idea; seguramente
habría una puerta en la parte trasera.
Pid alzó la vista hacia el sol vespertino. En cuanto se activara el Desplazador, los
ejércitos de Glom comenzarían a fluir hacia allí. Y cuando los Hombres se recobraran
de la sorpresa habría ya más de un millón de soldados y otros en camino.
El día transcurrió lentamente sin la menor novedad. Pid, nervioso, observaba la
fachada de la planta. Tanta demora significaba que Ger no había tenido éxito.
Aguardó hasta bien entrada la noche. Los Hombres entraban y salían de las
instalaciones, los Perros ladraban junto a los portones. Pero Ger no apareció.
Ger había fracasado. Ilg no aparecía. Sólo quedaba él. Y aún no sabía lo que había
ocurrido.
Al llegar la mañana Pid estaba ya completamente desesperado. La vigésimo
primera expedición Glom a ese planeta estaba a punto de fracasar sin remedio. Ahora
todo estaba en sus manos.
Decidió hacer una salida sin más, bajo la forma de un Hombre. Era la única
posibilidad que restaba.
Vio que en ese momento llegaban muchos trabajadores y entraban de prisa por los
portones. ¿Sería posible mezclarse con ellos, o sería mejor aguardar hasta que la
conmoción fuera menor? Decidió sacar ventaja de aquella aparente confusión y
comenzó a tomar la forma de un Hombre.
Un Perro pasó por el bosquecillo donde estaba escondido.
—¡Hola! —dijo el Perro. ¡Era Ger!

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—¿Qué ocurrió? —preguntó Pid con un suspiro de alivio—. ¿Por qué tardaste
tanto? ¿No pudiste entrar?
—No lo sé —dijo Ger, meneando el rabo—. No hice el intento.
Pid se quedó sin habla.
—Salí de cacería —explicó el otro, complacido—. Esta forma es ideal para
Cazar, ¿sabes? Escapé por el portón trasero con otro Perro que no conocía y fuimos
de cacería.
—Pero la expedición… tu deber…
—Cambié de idea. ¿Sabes, Piloto? Nunca quise ser Detector.
—¡Pero si naciste Detector!
—Eso es verdad —dijo Ger—, pero no sirve de nada. Siempre quise ser Cazador.
Todo el cuerpo de Pid se estremeció de fastidio.
—No puedes —explicó lentamente, como si hablara con un Glomling—. La
forma de Cazador está prohibida para ti.
—Aquí no lo está —replicó Ger, moviendo aún el rabo.
—Acabemos con esto —dijo Pid, lleno de enojo—. Entra a esa planta y activa tu
Desplazador. Trataré de pasar por alto esta herejía.
—No lo haré —respondió Ger—. No quiero que vengan los Glom. Lo arruinarían
todo.
—Tiene razón —dijo una haya.
—¡Ilg! —exclamó Pid—. ¿Dónde estás?
—Aquí mismo —dijo Ilg, con un temblor de ramas—. He estado Pensando.
—Pero… tu casta…
—Piloto —observó Ger con tristeza—, ¿por qué no despiertas? En Glom, casi
todos son infelices. Sólo la costumbre hace que tomemos la forma de casta de
nuestros antepasados.
—Piloto —dijo Ilg—, ¡todos los Glom nacen amorfos!
—Y puesto que todos nacen Amorfos —agregó Ger— todos deberían tener la
libertad de elegir su Forma.
—Exacto —concluyó Ilg—. Pero él jamás comprenderá. Ahora perdonen. Quiero
Pensar.
Y la haya guardó silencio.
Pid rió sin la menor alegría.
—Los Hombres os matarán —les dijo—, tal como mataron al resto de los
expedicionarios.
—No han matado a ningún Glom —respondió Ger—. Los otros expedicionarios
están aquí.
—¿Vivos?
—Por cierto. Los Hombres ni siquiera saben que existimos. El Perro con el que
estuve Cazando es un Glom de la décimo novena expedición. Los hay a montones,
Piloto. A todos nos gusta esto.

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Pid trató de digerir aquello. Era cosa sabida que las castas inferiores no tenían
muy firme la conciencia de casta. Pero eso… ¡Eso era ridículo!
Luego la secreta amenaza de ese planeta era… ¡la libertad!
—Únete a nosotros, Piloto —dijo Ger—. Esto es un paraíso. ¿Sabes cuántas
especies hay en este planeta? ¡Son incontables! Hay una forma para cada necesidad.
Pid meneó la cabeza. No había forma que se ajustara a su necesidad. Él era Piloto.
Pero si los Hombres no tenían noticia de la presencia de los Glom, sería muy simple
acercarse al reactor.
—El Supremo Consejo de Glom se encargará de todos ustedes —barbotó,
mientras tomaba la forma de un Perro Yo mismo instalaré el Desplazador.
Tras analizarse por un momento, mostró los dientes a Ger y saltó hacia el portón.
El guardia ni siquiera reparó en él. Pudo deslizarse a través de la puerta principal
detrás de un Hombre y corrió por un pasillo. El Desplazador palpitaba y tironeaba en
su bolsa marsupial, conduciéndolo hacia el cuarto del reactor.
Subió un tramo de escaleras y bajó por otro corredor. Al oír ruido de pasos que se
aproximaban por un recodo, Pid supo instintivamente que no se permitía la presencia
de Perros en el edificio.
Buscó desesperadamente un escondite, pero el pasillo no lo ofrecía. En cambio
había varias luces en el techo. Pid saltó, adhiriéndose al cielo raso, y tomó la forma
de una guarnición de alumbrado; era de esperar que los Hombres no trataran de
averiguar por qué no estaba encendida.
Los Hombres pasaron a la carrera. Pid se convirtió entonces en el facsímil de un
Hombre y apretó el paso. Tenía que aproximarse más.
Otro hombre se acercó por el corredor. Miró fijamente a Pid, abrió la boca como
para decir algo y salió a todo correr.
Pid, sin saber dónde estaba el problema, optó por avanzar apresuradamente. El
Desplazador latía en su bolsa marsupial, anunciándole que había llegado casi a la
distancia crítica.
De pronto, una duda terrible asaltó su mente: todas las expediciones habían
desertado. Todos y cada uno de los Glom.
Disminuyó levemente su velocidad. Libertad de Forma… Era una idea extraña.
Perturbadora.
«Obviamente, un cebo del Amorfo», se dijo, y volvió a correr.
Hacia el final del pasillo había una puerta gigantesca, provista de cerrojos. Pid la
observó fijamente.
Desde el otro extremo del corredor se oyó un fuerte ruido de pasos y gritos de
hombres.
¿Qué pasaba? ¿Cómo lo habían descubierto? Se examinó rápidamente, pasándose
los dedos por la cara.
Había olvidado moldear las facciones.
En su desesperación tironeó de la puerta.

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Sacó el diminuto Desplazador de su bolsa, pero el pulso no era aún lo bastante
fuerte. Tendría que aproximarse más al reactor.
Estudió la puerta. Por debajo corría una pequeña rendija. Pid abandonó
rápidamente su forma y se filtró por debajo; apenas si logró pasar el Desplazador.
Dentro del cuarto había otro cerrojo. Lo corrió y buscó además algo con que
apuntalar la puerta.
Era una habitación de tamaño reducido. A un lado, una puerta conducía hacia el
reactor. Del otro lado había una pequeña ventana. Eso era todo.
Pid contempló el Desplazador. El latido era correcto. Por fin se había acercado lo
suficiente. Allí el aparato podría funcionar, absorbiendo y alterando la energía del
reactor. Sólo hacía falta activarlo.
Pero todos habían desertado, todos.
Pid vaciló. Todos los Glom nacen Amorfos. Era cierto. Los niños de Glom eran
amorfos hasta que alcanzaban la edad conveniente para instruirlos en la Forma de
Casta correspondiente a sus antecesores. Pero la libertad de Formas…
Pid estudió las posibilidades. ¡Poder adquirir la forma que se le antojara, sin la
menor interferencia! En ese planeta paradisíaco podría cumplir todas sus ambiciones,
convertirse en cualquier cosa, hacer cualquier cosa.
Tampoco estaría solo. Allí había otros Glom que disfrutaban los beneficios de la
Libertad de Formas.
Los Hombres ya estaban echando la puerta abajo. Pid vacilaba aún.
¿Qué hacer? La libertad…
Pero no era para él, se dijo con amargura. Resultaba muy fácil ser Cazador o
Pensador. Pero él era Piloto. La tarea de Pilotar constituía su vida entera, todo su
amor. ¿Cómo podría hacerlo allí?

Claro que los Hombres tenían naves. Podría convertirse en Hombre, encontrar una
nave y…
Jamás. Era muy fácil convertirse en Árbol o en Perro. Pero no podría hacerse
pasar por Hombre.
Con los repetidos golpes la puerta comenzaba a astillarse.
Pid se dirigió hacia la ventana para echar una última mirada al planeta antes de
activar el Desplazador.
Estuvo a punto de perder el sentido ante el impacto de la sorpresa.
¡Era cierto! Hasta entonces no había comprendido bien lo que Ger quería decir,
pero era cierto: en ese planeta había especies para satisfacer todos los requerimientos.
¡Todos los requerimientos, incluso el suyo!
Allí podría satisfacer un deseo de la casta de los Pilotos, más profundo aún que el
de Pilotar.
Echó otra mirada antes de estrellar el Desplazador contra el suelo. La puerta se

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abrió violentamente. En el mismo instante, Pid se lanzó por la ventana.
Los hombres corrieron hacia allí para mirar por ella. Ninguno logró comprender
lo que veía.
Allá había sólo un gran pájaro blanco. Aleteaba torpemente, pero con más y más
fuerza, tratando de alcanzar una bandada que se alejaba a la distancia.

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EL HOMBRE AFECTADO

The Impacted Man, 1952

A: CENTRO
Oficina 41
ATENCIÓN: Inspector Miglese
DE: Contratista Carienomen
REF.: Metagalaxia ATTALA

Estimado Inspector Miglese:

Por la presente le informo que he dado término al contrato 13371 A. En la región del espacio codificada como
ATTALA he construido una metagalaxia constituida por 549 billones de galaxias, con la distribución normal de
constelaciones, variables, novas, etcétera, según los datos especificados en la hoja adjunta.
En el mapa que acompaña a la presente se determinan los límites exteriores de la metagalaxia ATTALA.
Es mi opinión, como diseñador en jefe, y la de toda mi compañía, que hemos realizado un sólido trabajo de
construcción y una obra de gran mérito artístico, por lo que aguardamos con gusto su inspección.
Habiendo cumplido por nuestra parte los términos del contrato, les agradeceremos hagan efectivo el pago
convenido a su más cómoda brevedad.
Respetuosamente,
Carienomen

Adjuntos:
1 hoja de datos, instalaciones
1 mapa de la metagalaxia ATTALA

A: Talleres de Construcción
334132, Extensión 12
ATENCIÓN: Diseñador en Jefe Carienomen
DE: Subinspector Miglese
REF.: Metagalaxia ATTALA

Estimado Carienomen:

Hemos inspeccionado su construcción, y procedemos a retener el pago del contrato, como corresponde.
¡Artística! Supongo que puede considerársela artística. Pero usted parece haber olvidado que nuestro interés
principal radica en la solidez de la construcción.
Nuestros inspectores han descubierto muchos datos no especificados precisamente en el centro metagaláctico,
región que ustedes debieron construir con mucho cuidado, liso es inaceptable. Afortunadamente esa región no está
poblada.
Pero eso no es todo. Mucho estimaría que se dignara explicar sus fenómenos espaciales. ¿Qué Caos es ese
desplazamiento rojo que han incluido? He leído las razones que usted da al respecto y no les encuentro sentido.
¿Cómo lo tomarán los observadores planetarios?
El arte no es excusa.
Más aún, ¿qué clase de átomos están ustedes empleando? Se diría, Carienomen, que está tratando de ahorrar
dinero utilizando material de bajísima calidad. Ungían porcentaje de esos átomos es inestable. Se quiebran con
sólo tocarlos y también con mucho menos. Deberían haber buscado otra manera de iluminar sus soles.
Adjunto una hoja de datos en la que especifico los defectos descubiertos por nuestros inspectores. No haremos

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efectivo el pago mientras no estén solucionados.
Hay otro problema importante que acaban de someter a mi atención. Es evidente que no han vigilado
debidamente las presiones y tensiones del tejido espacial. Hemos detectado una grieta temporal cercana a la
periferia de una de sus galaxias. Al presente es pequeña, pero podría ampliarse. Sugiero que tome inmediatas
medidas al respecto, antes de verse forzado a reconstruir una o dos galaxias.
En uno de los planetas afectados por la grieta hay ya un habitante afectado; ha quedado atrapado en la grieta, y
eso se debe exclusivamente a su descuido. No deje usted de corregir ese defecto antes de que ese hombre salga de
su secuencia cronológica normal, creando paradojas a diestra y siniestra. Si fuera necesario, puede ponerse en
contacto con él.
Además, he sabido que en algunos de esos planetas hay fenómenos inexplicables, tales como cerdos
voladores, montañas móviles, fantasmas y otros, todos ellos enumerados en la hoja de quejas. No podemos
permitirlo Carienomen. En las galaxias creadas las paradojas están estrictamente prohibidas, dado que en una
paradoja es inevitablemente precursora del Caos.
Espero que se ocupe usted de esa grieta a la brevedad posible. No sé si el individuo afectado ya se ha
percatado de ello.
Miglese

Adjunto:
1 hoja de quejas.

Kay Masrin colocó en la maleta la última blusa y la cerró con ayuda de su esposo.
—Listo —dijo Jack Masrin, alzando la abultada maleta—. Despídete de esta
casona.
Ambos recorrieron con la mirada el cuarto amoblado donde pasaran el último
año.
—¡Adiós, casona! —dijo Kay—. No perdamos el tren.
—Tenemos mucho tiempo —replicó Masrin, dirigiéndose hacia la puerta—. ¿Nos
despedimos del Hombre Feliz?
Así llamaban al señor Harf, el patrón, debido a que sonreía una vez por mes,
cuando le pagaban el alquiler. Naturalmente, sus labios retomaban inmediatamente la
rígida línea habitual.
—¿Para qué? —protestó Kay, alisándose el traje sastre—. Podría desearnos buena
suerte, y vaya uno a saber qué pasaría entonces.
—Tienes mucha razón —dijo Masrin—. No es cosa de comenzar una nueva vida
con las bendiciones del Hombre Feliz. Prefiero que me maldiga la Bruja de Endor.
Y se encaminó hacia las escaleras, seguido por Kay. Miró el primer descansillo,
empezó a bajar el primer escalón y se detuvo bruscamente.
—¿Qué pasa? —preguntó Kay.
—¿No olvidamos nada? —inquirió Masrin, frunciendo el ceño.
—Ya revisé todos los cajones y miré debajo de la cama. Vamos o llegaremos
tarde.
Masrin volvió a mirar hacia abajo. Algo le preocupaba.
Buscó rápidamente la fuente de esa molestia. Claro, casi no tenían dinero, pero
eso nunca les había preocupado hasta entonces. Después de trabajar todo un año en
una librería, al fin había conseguido una cátedra, aunque fuera de Iowa. Eso era lo

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importante. Todo saldría bien. ¿Por qué preocuparse?
Bajó un peldaño y volvió a detenerse. La sensación se hacía más fuerte. Había
algo que no podía hacer. Se volvió para mirar a Kay.
—¿Tanto te duele marchar? —preguntó ella—. Si no nos damos prisa, el Hombre
Feliz nos cobrará otro mes de alquiler. Y no tenemos con qué pagárselo.
Masrin seguía dudando. Kay pasó junto a él y bajó trotando hasta el descansillo.
—¿Ves? —le dijo desde allí—. Es fácil. Vamos. Ven con mamá.
Masrin murmuró un par de maldiciones ahogadas y empezó a bajar. La sensación
se hacía cada vez más fuerte. Llegó al octavo peldaño y…
Estaba en una llanura cubierta de hierba. La transición fue así de súbita.
Ahogó una exclamación, parpadeando. Aún tenía la maleta en la mano. Pero
¿dónde estaba la casa? ¿Dónde estaba Kay? ¿Y dónde Nueva York, ya que de eso se
trataba?
Hacia la distancia se veía una pequeña montaña azul. En las cercanías, un grupo
de árboles. Y frente a ese grupo había diez o doce hombres.
Masrin se sentía como si estuviera soñando. Notó como con pereza que los
hombres eran bajos, morenos y musculosos. Vestían taparrabos y llevaban mazos
muy bien pulidos y de hermoso tallado. Lo miraban atentamente, y Masrin
comprendió que todo dependía de quién reaccionara primero.
Por último uno de ellos soltó un gruñido; todos echar a andar hacia él.
Un mazo golpeó la maleta.
Ante eso, el aturdimiento se disipó. Masrin se volvió, arrojó la maleta y se lanzó
en una carrera de galgo. Un mazo al golpear contra su espalda, estuvo a punto de
arrojarlo suelo. Buscó el refugio en una pequeña colina que tenía a frente, mientras
las flechas llovían en torno a él.
Cuando hubo trepado un par de metros vio que esta otra vez en Nueva York.

Estaba en lo alto de la escalera; en mitad de un paso antes de que pudiera detener el


movimiento chocó contra una pared. Kay, desde el primer descansillo, miraba hacia
arriba. Lanzó un grito ahogado al verlo, pero no dijo nada.
Masrin paseó la mirada entre las lóbregas paredes de color malva y su esposa.
Ya no había salvajes.
—¿Qué ocurrió? —susurró Kay, muy pálida, subiendo las escaleras.
—¿Qué viste? —preguntó Masrin.
No había tenido oportunidad de sentir todo el impacto de lo que ocurriera. La
cabeza le bullía de ideas, teorías, conclusiones.
Kay vaciló, mordiéndose el labio inferior.
—Bajaste un par de peldaños y desapareciste —dijo—. No te vi más. Me quedé
aquí, mirando sin verte. De pronto oí un y allí estabas de nuevo, en la escalera,
corriendo. Volvieron hacia el dormitorio y abrieron la puerta. Kay se sentó en seguida

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en la casa, mientras Masrin caminaba de aquí para allá, conteniendo el aliento. Las
ideas seguían afluyendo a su cerebro, y no era fácil ordenarlas.
—No querrás creerme —dijo.
—¿Seguro? ¡Haz la prueba!
Él le contó lo de los salvajes.
—Si me dijeras que estuviste en Marte —replicó Kay— te lo creería. ¡Te vi
desaparecer!
—¡Mi maleta! —exclamó súbitamente Masrin, al recordar que la había dejado
caer.
—Olvídate de ella.
—Tengo que ir a buscarla —dijo Masrin.
—¡No!
—Sí, tengo que ir. Mira, querida, lo que ha ocurrido está bastante claro. He
cruzado alguna grieta cronológica que me envió de regreso al pasado. Debo haber
aterrizado en la época prehistórica, a juzgar por el comité de recepción que salió a mi
encuentro. Tengo que volver a buscar esa maleta.
—¿Por qué? —preguntó Kay.
—Porque no puedo permitir que se produzca una paradoja.
Masrin ni siquiera habría podido decir cómo sabía eso. Su egoísmo normal le
salvó de preguntarse cómo había surgido esa idea en su mente.
—Mira —explicó—, mi maleta aterriza en el pasado. Allí tengo una máquina de
afeitar eléctrica, unos pantalones con cierres de cremallera, un cepillo de plástico, una
camisa de nylon y una docena de libros, algunos publicados en 1951. Hasta tengo allí
guardado un ejemplar de «Modos occidentales», de Ettison, que trata sobre la
civilización occidental desde 1490 hasta nuestros días.
»El contenido de esa maleta podría dar a esos salvajes el ímpetu necesario como
para cambiar su propia historia, supón que parte de ese material llegara a manos de
los europeos una vez descubierta América. ¿Cómo afectaría todo eso al tiempo
presente?
—No lo sé —dijo Kay—. Y tú tampoco.
—Claro que lo sé —replicó Masrin.
Todo estaba tan claro como un cristal. No era posible que ella no pudiera seguir
su lógica.
—Te lo explicaré. Las minucias son las que hacen la historia. El presente está
compuesto de un infinito número de factores infinitesimales, que dieron forma y
color al pasado. Si agregas otro factor a lo pasado, obtendrás en el presente otro
resultado. Pero el presente es como es, inalterable. Y así nos vemos frente a una
paradoja. ¡Y no puede haber paradojas!
—¿Por qué? —preguntó Kay.
Masrin arrugó el ceño. Para ser una muchacha tan inteligente, parecía seguirlo
con demasiada dificultad.

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—Mira, cree lo que te digo. En un universo lógico, la paradoja no tiene cabida.
¿Por qué no tenía cabida? Masrin sabía la respuesta.
—A mi modo de ver, tiene que haber un principio regulador en el universo. Todas
nuestras leyes naturales son expresiones de ella. Este principio no tolera la paradoja
porque… porque…
La respuesta tenía algo que ver con eliminar el Caos fundamental, pero no sabía
por qué.
—De cualquier modo —concluyó—, este principio no puede permitir la paradoja.
—¿De dónde sacaste esa idea? —preguntó Kay, puesto que nunca había oído
hablar así a Jack.
—Hace tiempo que la tengo —respondió Masrin con toda sinceridad—. Nunca se
presentó la oportunidad de hablar sobre esto. De cualquier modo, volveré por mi
maleta.
Y se dirigió otra vez a la escalera, seguido por Kay.
—Lástima que no pueda traerte algún recuerdo —dijo alegremente—. Por
desgracia, eso también originaría una paradoja. Cada cosa del pasado ha jugado un
papel en la formación del presente. Si quitas algo, es como quitar una incógnita en
una ecuación. El resultado no será el mismo.
Empezó a bajar la escalera. En el octavo escalón volvió a desaparecer.

Estaba otra vez en la América prehistórica. A pocos metros, los salvajes se habían
reunido en torno a su maleta. Por suerte no la habían abierto aún. La maleta en sí era
ya un artículo bastante paradójico, pero su aparición, al igual que la de Masrin, podría
confundirse entre los mitos y las leyendas. El tiempo tenía cierta flexibilidad.
Masrim observó a los salvajes. ¿Serían antecesores de los indios o alguna raza
distinta, desaparecida más tarde? ¿Lo consideraban enemigo o alguna variedad de
espíritu maligno?
Se lanzó contra los salvajes, empujando a dos de ellos, y se apoderó de la maleta.
Después volvió corriendo hacia el punto de partida, en torno a la pequeña colina. Se
detuvo.
Estaba todavía en el pasado.
¿Dónde Caos estaba ese agujero cronológico? Al preguntárselo, Masrin no reparó
siguiera en lo extraño del juramento que acababa de lanzar. Los salvajes venían ya
tras él, circunvalando también la colina. Masrin estuvo a punto de captar la respuesta,
pero la perdió al ver que una flecha pasaba a su lado. Avanzó a saltos, tratando de que
la colina se interpusiera entre él y los indios. Mientras corría a toda la velocidad que
le permitían las largas piernas, un mazo rebotó tras él.
¿Dónde estaba ese agujero cronológico? ¿Y si se hubiera desplazado? Siguió
huyendo, con el rostro empapado de sudor. Un mazo le rozó el costado. Tomó la
curva de la colina, buscando desesperadamente un refugio.

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Tres fornidos salvajes venían tras él.
Masrin cayó bajo el impacto de los mazos, y los tres tropezaron con él. Al ver que
se aproximaban otros se levantó de un salto.
¡Arriba! El pensamiento surgió de pronto, abriéndose paso a través de su temor.
¡Arriba!
Se lanzó colina arriba, seguro de que no lograría llegar vivo a la cumbre.
Y de pronto se encontró en la casa, con la maleta en la mano.
—¿Estás herido, tesoro? —preguntó Kay, abrazándolo—. ¿Qué ocurrió?
Masrin hilvanó un solo pensamiento racional: no sabía de ninguno tribu
prehistórica que tallase los mazos como esos nativos. Era un arte casi único: habría
sido magnífico poder llevar una de esas armas a un museo.
Miró desesperadamente las paredes de color malva, como si temiera que los
salvajes le hubiesen seguido. Tal vez la maleta estaba llena de hombrecitos. Luchó
por recobrar el control de sí mismo. La parte pensante de su mente le indicó que no
debía alarmarse; las grietas en el tiempo eran factibles; él había quedado atrapado en
una de ellas. Todo era lógico. No tenía más que…
Pero otra parte de su mente no tenía el menor interés en la lógica: contemplaba
aturdida la imposibilidad de todo aquello, sin influenciarse por ningún argumento
racional. Esa parte sabía que era posible y qué no: y esto no lo era.
Masrim se desmayó con un grito.

A: CENTRO Oficina 41
ATENCIÓN: Subinspector Miglese
DE: Contratista Carienomen
REFERENCIA: Metagalaxia ATTALA

Estimado señor:

Considero que su actitud no es justa. Es cierto que he empleado ciertas ideas nuevas en la construcción de esta
metagalaxia, permitiéndome la libertad del arte. Nunca pensé que me vería acosado por el estatismo de un
CENTRO reaccionario.
Puede usted creerme: tengo tanto interés como usted en esta gran tarea nuestra de suprimir el Caos
fundamental. Pero al hacerlo no debemos sacrificar nuestros valores.
Adjunto un informe para mi defensa en cuanto al empleo del desplazamiento rojo y otro sobre las ventajas
logradas al utilizar un pequeño porcentaje de átomos inestables con fines de iluminación y energía.
En cuanto a la grieta cronológica, ha sido sólo un pequeño error en el flujo de la duración y no tiene nada que
ver con el tejido del espacio, el cual puedo asegurarle que es de primera calidad.
Tal como usted lo señalara, hay un individuo afectado por la grieta, y eso dificulta un poco las tareas de
reparación. Me he puesto en contacto con él (indirectamente, como es de suponer) y he logrado hacerle
comprender, hasta cierto punto, el papel que cumple.
En el caso de que esta persona no perturbe demasiado la grieta cronológica con sus viajes en el tiempo, no
tendré mayores dificultades en sellarla. Sin embargo no sé si este procedimiento será posible, pues mi relación con
él es bastante confusa; además tiene a su alrededor varias influencias poderosas que le aconsejan moverse.
Naturalmente, se podría practicar una extracción. En último caso me veré obligado a hacerlo. En realidad, si el
problema se complica tendré que extraer todo el planeta. Confío en que no será necesario, pues eso requeriría
limpiar todo ese sector del espacio, donde hay también observadores locales. Y eso, a su vez, llevaría a reconstruir
toda la galaxia.

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De cualquier modo, confío tener el problema solucionado a la mayor brevedad.
La deformación en el centro metagaláctico se debió a que algunos trabajadores dejaron abierta una unidad de
distribución, que ya ha sido cerrada. En cuanto a los fenómenos tales como montañas caminantes, etcétera, los
estamos solucionando de la manera habitual.
Queda pendiente el pago de mi trabajo.

Respetuosamente,
Carienomen

Adjunto:
1 informe, 5541 páginas, Desplazamiento Rojo.
1 informe, 7689 páginas, Átomos Inestables.

A: Talleres de Construcción
334132, Extensión 12
ATENCIÓN: Contratista Carienomen.
DE: Subinspector Miglese.
REFERENCIA: Metagalaxia ATTALA

Carienomen:

Se le pagará una vez que pueda presentar un trabajo decentemente concluido. Leeré sus informes cuando
pueda y siempre que disponga de tiempo. Ocúpese de la grieta antes de que abra un agujero en el tejido del
espacio.
Miglese

Masrin recobró los sentidos media hora después. Kay le puso una compresa sobre el
cardenal purpúreo que tenía en el brazo. Echó a andar por la habitación, ya en
completa posesión de sus facultades, mientras las ideas volvían a él.
—Abajo está el pasado —dijo, en parte para Kay y en parte para sí. No es
exactamente «abajo», pero parece que cuando me muevo en esa dirección paso por el
agujero en el tiempo. Es un caso de dimensionalidad conjunta desplazada.
—¿Y eso qué significa? —preguntó Kay, mirándolo con los ojos dilatados.
—Es como te digo: no puedo bajar.
No podía explicárselo mejor. Carecía de palabras para expresar esos conceptos.
—¿Puedes subir? —preguntó Kay, completamente confundida.
—No lo sé. Supongo que si subiera entraría al futuro.
—¡Oh, no lo soporto más! —protestó Kay—. ¿Qué te ha ocurrido? ¿Cómo vas a
salir de aquí? ¿Cómo bajarás esa condenada maleta?
—¿Todavía están aquí? —graznó el señor Harf, del otro lado de la puerta. Masrin
fue a abrirle.
—Creo que nos quedaremos por un tiempo más —le dijo.
—Nada de eso. Ya tengo el cuarto alquilado.
El Hombre Feliz era bajo y huesudo, de cráneo estrecho y labios tan delgados
como el hilo de una telaraña. Avanzó hacia el interior del cuarto e inspeccionó la

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propiedad en busca de daños. En la idiosincrasia del señor Harf figuraba la creencia
de que las mejores personas eran capaces de cometer los peores delitos.
—¿Cuándo llegan los nuevos inquilinos? —preguntó Masrin.
—Esta tarde. Quiero que ustedes se vayan antes de que ellos lleguen.
—¿No podríamos llegar a un arreglo? —sugirió Masrin.
Comprendía que la situación era imposible. No podía bajar las escaleras. Si Harf
lo obligaba a marcharse caería en la Nueva York prehistórica, donde lo estarían
aguardando con ansia. ¡Además, estaba el terrible problema de las paradojas!
—Me siento mal —dijo Kay con voz débil—. Todavía no puedo irme.
—¿Qué tiene? —preguntó Harf, echando en su torno una mirada suspicaz, como
si temiera ver síntomas de peste bubónica—. Si se siente mal, llamaré una
ambulancia.
Masrin intervino:
Estoy dispuesto a pagarle el alquiler doble si nos permite quedarnos un poco más.
Harf se rascó la cabeza y lo miró fijamente. Se limpió la nariz con el dorso de la
mano. Por último dijo:
—¿Dónde está el dinero?
Masrin recordó entonces que le quedaban sólo diez dólares y los pasajes del tren.
Kay y él tenían que pedir un anticipo en cuanto llegaran a la facultad.
—No tiene un centavo —dijo Harf—. ¿No le habían dado un puesto en una
escuela?
—Así es —dijo Kay con firmeza.
—En ese caso, ¿por qué no se van hacia allá y me dejan el cuarto libre?
Los Masrim guardaron silencio.
—Muy sospechoso —observó Harf, lanzándoles una mirada penetrante—. Si no
se van antes del mediodía llamaré a la policía.
—Un momento —indicó Masrin—. El alquiler de hoy está pagado, el cuarto es
nuestro hasta medianoche.
Harf los miró fijamente y volvió a secarse la nariz, pensativo.
—Pero ni un minuto más dijo, y salió del cuarto con un portazo.
En cuanto Harf se hubo ido, Kay corrió a cerrar la puerta.
—Oye, querido —propuso—, ¿porqué no llamas a algún científico y le explicas
lo que pasa? Estoy segura de que podrán encontrar alguna solución hasta… ¿Cuánto
tiempo tendremos que quedarnos aquí?
—Hasta que reparen la grieta —respondió Masrin—. Pero no podemos contárselo
a nadie, y menos a los científicos.
—¿Por qué no?
—Ya te lo he dicho: lo más importante es evitar que se produzca una paradoja.
Eso significa que no debo meter la mano ni en el pasado ni en el futuro. ¿De acuerdo?
—Si tú lo dices.
—¿Qué pasará si llamamos a un equipo de científicos? Se mostrarán escépticos,

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naturalmente, y querrán «ver» cómo desaparezco. Lo hago. Entonces traen unos
cuantos colegas para que lo vean también. Mientras tanto, no hay prueba alguna de
que yo haya ido al pasado. Lo único que saben es que saben cuando bajo la escalera
desaparezco. Llaman a los fotógrafos para asegurarse de que no se trata de mera
sugestión por hipnotismo. Después piden pruebas. Quieren que traiga un cráneo o
alguno de esos mazos tallados. Se enteran los periódicos. Es inevitable que en algún
momento se produzca una paradoja. ¿Y sabes qué pasa entonces?
—No, y tú tampoco.
—Yo sí —corrigió Masrin con firmeza—. Una vez que se produce una paradoja,
el agente (o sea el hombre que la provocó) desaparece. Para bien de todos. Y pasa a
los registros como otro misterio sin solución. Es la forma más sencilla de resolver una
paradoja: deshaciéndose del elemento paradójico.
—Si crees que eso te pondría en peligro, no llamaremos a los científicos, por
supuesto —dijo Kay—. Pero me gustaría saber adónde quieres llegar. No comprendo
una palabra de lo que has dicho.
Se dirigió a la ventana para mirar hacia fuera. Allí estaba Nueva York; más allá,
en algún lugar, estaba Iowa; hacia allá deberían ir en esos momentos. Echó una
mirada a su reloj y comprobó que ya habían perdido el tren.
—Telefonea a la facultad —indicó Masrin—. Diles que llegaré con unos días de
demora.
—¿Unos días? —preguntó Kay—. ¿Cómo piensas salir de aquí?
—¡Oh, el agujero en el tiempo no es cosa permanente! —exclamó Masrin,
confiado—. Pronto se cerrará, siempre que yo no lo esté cruzando a cada instante.
—Pero sólo podemos quedarnos hasta medianoche. ¿Qué pasará entonces? No
hago más que hacerme esta pregunta.
—No lo sé —dijo Masrin—. Sólo nos queda rogar que para entonces esté
arreglado.

A: CENTRO Oficina 41
ATENCIÓN: Subinspector Miglese
DE: Contratista Carienomen
REFERENCIA: Metagalaxia MORSTT

Estimado señor:

Adjunto mi licitación por la construcción de la nueva metagalaxia en la región codificada MORSTT. Si está
usted al tanto de las conversaciones en el mundo artístico, sabrá que mi trabajo con átomos inestables en la
Metagalaxia ATTALA ha sido proclamada «el primer gran avance en la ingeniería creativa desde la invención del
flujo cronológico variable». Para su información adjunto varias revistas a través de las cuales podrá usted apreciar
los muchos comentarios favorables que ha despertado mi arte.
Ya hemos corregido casi todas las contradicciones existentes en la metagalaxia ATTALA; me permito
recordarle, por tanto que se trataba de contradicciones naturales. Actualmente sigo trabajando con el hombre
afectado por la grieta cronológica. Se muestra bastante dispuesto a cooperar, al menos hasta donde le es posible,
dadas las diversas influencias que lo rodean.
A la techa he fusionado los bordes de la grieta y estoy dejando que fragüe. Confío en que el individuo

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permanezca inmóvil, pues no quisiera extraer nada ni nadie. Después de todo, cada persona, cada planeta, cada
sistema estelar, por pequeño que sea, forma parte integral de mi esquema metagaláctico; al menos, desde el punto
de vista artístico.
Aguardamos con gusto su nueva inspección. Le ruego tomar nota de las configuraciones galácticas en torno al
centro metagaláctico. Son de una belleza tal que uno quisiera conservar eternamente esas imágenes.
Le agradeceré considere mi licitación para el proyecto de la Metagalaxia MORSTT a la luz de mis logros
pasados.
Sigue pendiente de pago la Metagalaxia ATTALA.
Respetuosamente,

Adjunto:
1 licitación por el proyecto de la metagalaxia MORSTT
3 artículos sobre la metagalaxia ATTALA

—Ya son las once y cuarenta y cinco —dijo Kay, nerviosa—. ¿Crees que ya
podremos irnos, querido?
—Aguardemos unos minutos más —replicó Masrin.
Desde allí se oían los pasos de Harf en lo alto de la espalera, mientras esperaba
sonaran las doce.
Masrin contempló el paso de los segundos en su reloj. A las doce menos cinco
decidió que sería mejor hacer la prueba. Si entonces el agujero no estaba arreglado,
cinco minutos más o menos no solucionarían nada.
Puso la maleta sobre el tocador y acercó una silla.
—¿Qué haces? —preguntó Kay.
—No me gusta la idea de bajar por esas escaleras en plena noche —respondió él
—. Ya es bastante difícil jugar con esos preindios a la luz del día. Trataré en cambio
de subir.
Su esposa lo miró entre las pestañas, con cara de pensar: «Ya veo que estás al
borde del colapso».
—No es la escalera la que provoca esto —explicó Masrin—. Es la acción de subir
o de bajar. La distancia crítica parece ser un metro y medio.
Kay lo observó cruzando y descruzando los dedos con movimientos nerviosos.
Masrin trepó a la silla y apoyó un pie en el tocador; después el otro; por último se
irguió.
—Hasta aquí voy bien —dijo, vacilando levemente—. Subiré un poquito más.
Trepó a la maleta.
Y desapareció.

Era de día y estaba en una ciudad. Pero esa ciudad no parecía Nueva York. Era tan
hermosa que quitaba el aliento, tan hermosa que Masrin no se atrevió a respirar por
temor a perturbar tan adorable fragilidad.
Había allí edificios y torres sutiles. Y gente. ¡Pero qué gente! Masrin dejó escapar

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el aliento con un suspiro.
La gente era de piel azulada. La luz era verde. Provenía de un sol teñido de verde.
Masrin aspiró una bocanada de aire y se sintió asfixiado. Volvió a aspirar, casi
tambaleándose. ¡Allí no había aire! Al menos, aire respirable. Trató de dar un paso
atrás y…
Aterrizó, convulso y retorciéndose, en el suelo de su habitación.

Tras algunos instantes pudo volver a respirar. Al oír que Harf llamaba a la puerta con
fuertes golpes se puso de pie a duras penas y trató de pensar en una salida. Conocía a
Harf; él tanteaba la Mafia. Si no se marchaban de inmediato, acabaría por llamar a la
policía. Y eso, en último término, equivaldría a…
—Escucha —dijo a Kay—. Tengo una idea.
La garganta le ardía aún por haber respirado la atmósfera del futuro. Sin embargo
no había por qué sorprenderse. Aquél era un futuro muy lejano. Seguramente la
composición de la atmósfera terrestre había cambiado gradualmente, permitiendo que
la gente se adaptara a ella. Pero para él resultaba ponzoñosa.
—Quedan dos posibilidades —dijo a Kay—: una, que bajo ese estrato
prehistórico sea sólo una discontinuidad pasajera. Que debajo de él esté otra ve/ la
Nueva York de nuestros días. ¿Me sigues?
—No.
—Trataré de bajar más allá de ese estrato prehistórico. Tal vez logre llegar a la
planta baja. De cualquier modo no podrá pasar algo peor.
Kay trató de encontrar alguna lógica en el hecho de recorrer varios miles de años
para cruzar tres metros, pero no dijo nada. Se limitó a seguir a Masrin, que había
abierto la puerta y se dirigía a la escalera.
—Deséame suerte —dijo.
—Nada de suerte —dijo el señor Harf desde el rellano—. Váyase de una vez.
Masrin se lanzó escalera abajo.

En la Nueva York prehistórica era aún la mañana. Los salvajes seguían esperándole.
Masrin calculó que habría pasado sólo media hora desde su última visita, pero no
tuvo tiempo de preguntarse cómo era posible.
Los tomó por sorpresa, cosa que le permitió recorrer diez metros antes de que lo
vieran. Al cabo corrieron tras él. Masrin buscó una depresión. Tendría que bajar un
metro y medio para salir de allí.
Pronto encontró un pozo y se lanzó dentro.
Se halló en medio del agua, bajo la superficie. La presión era terrible y no llegaba
a ver la luz del sol. Debía haber pasado a una época en la que esa parte del continente
estuvo bajo el Atlántico.

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Pataleó furiosamente; los tímpanos parecían estar a punto de estallarle.
Al acercarse a la superficie se encontró de nuevo en la llanura, chorreando agua.
Los salvajes no resistieron más. Al verlo materializarse frente a ellos lanzaron un
chillido de horror y huyeron a todo correr, Ese espíritu de las aguas era demasiado
poderoso como para luchar contra él.
Masrin, fatigado, volvió a trepar la colina y se encontró en la casa.
Kay lo miraba fijamente. Harf estaba boquiabierto.
—Señor Harf —dijo Masrin, con una débil sonrisa—, ¿quiere venir a mi cuarto?
Hay algo que quisiera decirle.

DE CENTRO: Oficina 41
ATENCIÓN: Subinspector Miglese
DE: Contratista Carienomen
REFERENCIA: Metagalaxia MORSTT

Estimado señor:

No logro comprender su respuesta a mi licitación por la construcción de la metagalaxia MORSTT. Más aún,
no creo que la obscenidad tenga cabida dentro de una carta comercial.
Si se ha tomado usted el trabajo de inspeccionar mis últimos trabajos en ATTALA, habrá visto que es
definitivamente una bella obra; representa un gran avance en nuestra tarea de contener el Caos fundamental.
El único detalle que resta es el del hombre afectado. Mucho temo que me será necesario extraer. La grieta
estaba soldándose muy bien cuando él volvió a irrumpir por ella, rasgándola más que nunca. Aún no se han
producido paradojas, pero preveo que pronto se presentará una.
A menos que él pueda controlar su ambiente inmediato y en un tiempo muy breve, tendré que tomar el paso
necesario, puesto que no se permiten las paradojas.
Considero mi deber solicitarle reconsidere mi licitación con respecto al proyecto de la metagalaxia MORSTT.
Le ruego me disculpe por llamarle la atención sobre este olvido, pero aún está pendiente el pago por la
metagalaxia ATTALA.
Respetuosamente.

—Esa es la verdad, señor Harf —dijo Masrin, una hora después—. Ya sé que parece
muy extraño, pero usted mismo me ha visto desaparecer.
—Así es —replicó Harf.
Masrin fue el baño para colgar sus ropas mojadas.
—Sí —prosiguió Harf—, creo que usted desapareció.
—No lo ponga en duda.
—¿Y no quiere que los científicos sepan de sus tratos con el demonio?
—¡No! Ya le expliqué lo que ocurre con las paradojas y…
—Veamos —dijo Harf, frotándose vigorosamente la nariz—. Esos mazos tallados
que usted mencionó, ¿no serían de valor para un museo? Usted dijo que eran únicos.
—¿Cómo? —preguntó Masrin, saliendo del baño—. Escuche, no puedo tocar
nada allí. Daría como resultado una…
—Por supuesto —dijo Harf—. También podríamos llamar a algunos periodistas.

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Y a algunos científicos. Eso me dejaría un buen montón de dinero.
—¡Nada de eso! —replicó Kay, recordando tan sólo que su esposo había
anunciado algo malo si eso ocurría.
—Sea razonable —dijo Harf—. Sólo quiero uno o dos mazos. Eso no causará el
menor problema. Usted podría preguntarle a su demonio…
—Aquí no hay ningún demonio —corrigió Masrin—. Usted no tiene idea del
papel que cualquiera de esos mazos pudo haber cumplido en la historia. Supongamos
que me llevo uno, precisamente el que debía matar al hombre capaz de unir a esos
salvajes; entonces, a la llegada de los europeos, los indios norteamericanos podrían
formar un solo pueblo. ¿Comprende cómo podría cambiar eso…?
—No me venga con ésas —saltó Harf—. ¿Me trae un mozo o no me lo trae?
—Ya se lo he explicado —dijo Masrin, cansado.
—Y no siga con eso de las paradojas. De cualquier modo no le entiendo. Pero
repartiremos a medias lo que me den por el mazo.
—No.
—Muy bien. Hasta luego.
Y Harf hizo ademán de dirigirse a la puerta.
—Aguarde.
—¿Sí? —inquirió Harf, con una sonrisa en sus delgadísimos labios.
Masrin revisó los males entre los que debía elegir. Si traía un mazo habría grandes
posibilidades de originar una paradoja, anulando todo lo que él había hecho en el
pasado. Pero de no hacerlo, Harf llamaría a los periódicos y a los científicos. Para
descubrir si Harf decía o no la verdad, no tenían más que llevarlo escaleras abajo; de
cualquier modo, la policía lo haría también. Él desaparecería, y entonces…
Cuantas más personas se vieran involucradas en ese asunto, más peligro había de
ocasionar una paradoja. Y eso llevaría quizás a la extracción de la Tierra entera. Aun
sin saber por qué, Masrin estaba seguro de eso. Estaba perdido, de un modo u otro.
La alternativa más sencilla parecía serla de traer el mazo.
—Lo traeré —dijo.
Y se encaminó hacia la escalera, seguido por Kay y Harf. Kay le sujetó por la
mano.
—No lo hagas —dijo.
—No puedo evitarlo.
Por un momento pensó en matar a Harf, pero con eso no ganaría más que la silla
eléctrica. Quedaba la posibilidad de matar a Harf y llevar su cadáver hasta el pasado
para enterrarlo allí.
De Cualquier modo, un cadáver del siglo XX sepultado en la América prehistórica
constituía otra paradoja. ¿Qué pasaría si los arqueólogos lo descubrían?
Además, el asesinato no entraba en su temperamento. Besó a su esposa y bajó los
primeros peldaños.
Esta vez no había ningún salvaje a la vista; sin embargo, Masrin creyó sentir sus

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miradas fijas sobre él. Encontró dos mazos en el suelo, los mismos que le habían
golpeado, y supuso que los habrían declarado tabú. Recogió uno de ellos, temiendo
que otro se le estrellara contra el cráneo en cualquier momento. Pero en la llanura
reinaba el silencio.
—¡Eso es! —dijo Harf—. ¡Deme!
Masrin le entregó el mazo. Después se acercó a Kay la abrazó por la cintura.
Acababa de originar una paradoja, con tanta certeza como si hubiese matado a su
tatarabuelo antes de nacer.
—Es una belleza —exclamó Harf, admirando el mazo a la luz de la lámpara—.
Con esto ha pagado su alquiler hasta fin de mes.
El mazo desapareció de su mano.
Harf desapareció también.
Kay se desmayó.
Masrin la llevó hasta la cama y le echó agua en la cara.
—¿Qué pasó? —preguntó ella.
—No lo sé —respondió Masrin, súbitamente confundido por todo aquello—. Sólo
sé que debemos permanecer aquí por lo menos durante dos semanas. Aunque
tengamos que comer habichuelas.

A: CENTRO
Oficina: 41
ATENCIÓN: Subinspector Miglese
DE: Contratista Carienomen Referencia:
Metagalaxia MORSTT.

Señor:

Su ofrecimiento de concedernos la reparación de estrellas dañadas es un insulto para mí y para mi compañía.


Lo rechazamos definitivamente. Permítame recordarle los trabajos que hemos efectuado hasta ahora, según lo
detallado en el folleto adjunto. No creo que sea posible ofrecer trabajo tan deleznable a una de las mayores
compañías de CENTRO.
Insisto en mi licitación para realizar las obras de la nueva metagalaxia MORSTT.
En cuanto a la metagalaxia ATTALA, el trabajo ha sido concluido; no se podrá hallar una obra mejor
terminada en este sector del Caos. Es una verdadera maravilla.
El hombre afectado ha dejado de estarlo. Me vi obligado a extraer. Sin embargo no extraje al hombre en sí,
sino a una de las influencias externas que actuaban sobre él. Ahora puede desarrollarse normalmente.
Usted mismo admitirá que ha sido una buena solución, dotada del ingenio que caracteriza a todas mis
actuaciones. Mi punto de vista fue: ¿por qué extraer a un hombre bueno, cuando se lo puede salvar arrancando a
otro que está pervertido?
Nuevamente espero con agrado su inspección, y solicito su reconsideración con respecto a la metagalaxia
MORSTT.
¡SIGUE PENDIENTE EL PAGO DEL TRABAJO ANTERIOR!
Respetuosamente,
Carienomen

Adjunto:
1 folleto, 9978 páginas.

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ALIMENTOS Y VENENOS

Untouched by Human Hands [One Man’s Poison], 1953

Hellman sacó de la lata el último rábano utilizando un compás. Lo sostuvo en el aire


para que Casker lo admirará y después lo depositó cuidadosamente en el banco de
trabajo, junto a la navaja de afeitar.
—Vaya comida para dos hombres —protestó Casker, dejándose caer en una de las
sillas tapizadas de la nave.
—Si quieres ceder tu parte… —sugirió Hellman.
Casker se apresuró a menear la cabeza. Hellman, sonriendo, recogió la navaja y
examinó el filo con ojo crítico.
—¿Tienes que convertirlo en una representación? —observó Casker, echando una
mirada a los instrumentos de la nave.
Se aproximaban a una enana roja, el único sol dotado de planetas en esa zona.
Casker agregó:
—A ver si terminamos con la cena antes de acercarnos mucho.
Hellman hizo una hábil incisión en el rábano, mirando con un solo ojo la parte
superior de la navaja. Casker se inclinó con la boca abierta. Su compañero puso la
navaja en posición y cortó limpiamente el rábano por la mitad.
—¿Quieres bendecir la comida? —preguntó.
Casker, con un gruñido, se metió una de las mitades en la boca. Hellman masticó
más lentamente. Aquel sabor fuerte parecía explotar contra su poco usadas papilas
gustativas.
—No es mucha cantidad —observó Hellman.
Casker no respondió: estudiaba atentamente la enana roja.
Hellman tragó con un suspiro el resto de su rábano. La última comida había
tenido lugar hacía ya tres días… si se podía llamar comida a dos bizcochos y un vaso
de agua. El rábano que yacía en la vasta vacuidad de su estómago era el último gramo
de alimento a bordo de la nave.
—Dos planetas —dijo Casker—. Uno está achicharrado.
—En ese caso, aterrizaremos en el otro.
Casker asintió y suministró la computadora los datos de una espiral de
deceleración. Mientras tanto, Hellman se preguntaba por centésima vez cuál había
sido la equivocación. Tal vez se habían equivocado al hacer el pedido de alimentos
cuando se detuvieron a buscar provisiones en la estación de Calao. Después de todo,
estaba prestando más atención al equipo de minería. O quizás el personal de puerto
había olvidado cargar aquellas últimas y preciosas cajas.
Volvió a ajustarse el cinturón. Aquél era el cuarto agujero nuevo que le hacía.

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No valía la pena seguir pensando en eso. Cualquiera que fuera la razón, estaban
en un berenjenal. Cosa irónica: tenían combustible más que suficiente para volver a
Calao, pero antes de llegar se verían convertidos en dos cadáveres singularmente
enflaquecidos.
—Allá vamos —dijo Casker.
Para empeorar la situación, esa inexplorada región del espacio tenía pocos soles y
menos planetas. Tal vez hubiera la más remota posibilidad de reponer la reserva de
agua, pero era prácticamente imposible encontrar algo para comer.
—Mira eso —gruñó Casker.
Hellman abandonó sus ensoñaciones para observar el planeta.
Era como un puercoespín redondo de color pardo grisáceo. A la débil luz de la
enana roja centelleaban las espinas de un millón de montañas, agudas como alfileres.
A medida que descendían en espiral hacia abajo, las montañas y los picos parecían
estirarse para salirles al encuentro.
—No puede ser todo montañas —dijo Hellman.
—No lo es.
Había océanos y lagos, por cierto, de los cuales sobresalían islas irregulares y
montañosas. Pero no se veían señales de suelo plano, ni rastros de civilización, ni
siquiera de vida animal.
—Al menos tiene atmósfera de oxígeno —observó Casker.
La espiral de deceleración los llevó en torno al planeta a baja altura, frenados por
la misma atmósfera. Pero no había más que montañas, lagos, océanos y más
montañas.
En la octava vuelta Hellman divisó un edificio solitario en la cumbre de una
montaña. Casker aplicó los frenos temerariamente; el casco de la nave se calentó al
rojo. En la undécima lograron aproximarse para aterrizar.
—¡Qué lugar estúpido para edificar! —murmuró Casker.
El edificio tenía la forma de un buñuelo y combinaba bien con la cumbre, en
torno a él había un reborde ancho y nivelado. Casker lo chamuscó al posarse la nave.

Si el edificio les había parecido grande desde arriba, visto de cerca resultaba enorme.
Hellman y Casker se acercaron lentamente. El primero llevaba preparado su
lanzallamas, pero no había señales de vida.
—Este planeta debe estar abandonado —comentó Hellman, casi en un susurro.
—Cualquier raza cuerda lo abandonaría —replicó Casker—. Hay planetas en
abundancia por aquí; no hay necesidad de vivir en la punta de una aguja.
Llegaron a la puerta. Al tratar de abrirla, Hellman descubrió que estaba cerrada
con llave. Se volvió a contemplar aquel espectacular despliegue de montañas.
—¿Sabes? —dijo—. Cuando este planeta estaba aún en estado de fusión debió
sufrir la atracción de varias lunas gigantescas que ya han desaparecido. Las tensiones

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externas e internas le dieron esa apariencia espinosa que ahora tiene, y…
—Acaba con eso —le interrumpió Casker, grosero—. Se ve que eras bibliotecario
antes de querer enriquecerte con el uranio.
Hellman, encogiéndose de hombros, abrió a fuego un agujero en la cerradura.
Ambos aguardaron. El único ruido de aquella cumbre era el gruñido de sus
respectivos estómagos.
Entraron.
Según toda evidencia, aquel enorme cuarto en forma de cuña era un depósito de
mercaderías variadas. Las pilas se alzaban hasta el cielo raso; había artículos
esparcidos por el suelo o amontonados al azar contra los muros. Había caías y
envases de todos los tamaños y todas las formas posibles, algunos lo bastante grandes
como para dar cabida a un elefante, otros tan pequeños como dedales.
Cerca de la puerta se alzaba una pila de libros polvorientos. Hellman se inclinó
inmediatamente para examinarlos.
—En alguna parte debe haber comida —dijo Casker.
El rostro se le había iluminado por primera vez en toda la semana. Sin pérdida de
tiempo comenzó a abrir la caja más próxima.
—Este es muy interesante —dijo Hellman, descartando todos los libros menos
uno.
—Comamos antes —replicó Casker, rompiendo la cubierta de la caja.
En el interior había un polvo parduzco. Casker lo miró, lo olisqueó e hizo un
gesto de desagrado.
—Realmente interesa —repitió Hellman, hojeando el libro.
Casker abrió una lata pequeña que contenía una baba verde y brillante. La cerró y
abrió otra. Contenía una baba anaranjada y opaca.
—¡Hummm! —musitó Hellman, que seguía leyendo.
—¡Hellman! ¿Querrás tener la gentileza de dejar ese libro y ayudarme a encontrar
comida?
—¿Comida? —repitió Hellman, levantando la vista— ¿Y qué te hace pensar que
pueda haber comida por aquí? Bien podría ser una fábrica de pintura.
—¡Es un depósito! —gritó Casker.
Abrió una lata en forma de riñón y sacó de él una goma suave y purpúrea. En
tanto trataba de olisquearla, la goma se endureció rápidamente y se deshizo en polvo.
Levantó un puñado de él y se lo llevó a la boca.
—Podría ser extracto de estricnina —observó Hellman en tono indiferente.
Casker se apresuró a soltar el polvo y a limpiarse las manos.
—Después de todo —señaló Hellman—, suponiendo que esto es un depósito (un
escondite de víveres, si te parece, no sabemos que comían los habitantes primitivos.
Ensalada de cicuta, condimentada con ácido sulfúrico.
—Tienes razón —reconoció Casker—, pero hay que comer. ¿Qué hacemos con
todo esto?

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Y al decir así señaló los cientos de cajas, latas y botellas.
—Habría que analizar cuantitativamente cuatro o cinco muestras —declaró
Hellman, con energía—. Podríamos comenzar con una simple valoración: se sublima
el ingrediente principal para ver si precipita, se halla el esquema molecular a partir
de…
—Hellman, ni siquiera sabes de qué estás hablando. Tú eres bibliotecario,
¿recuerdas?, y yo piloto por correspondencia. ¿Qué sabemos de valoraciones y
sublimaciones?
—Nada —aceptó Hellman—, pero eso es lo que deberíamos hacer. Es lo correcto.
—Claro. Y mientras tanto, mientras esperamos a que aparezca un químico, ¿qué
hacemos?
—Esto podría servir de algo —sugirió Hellman indicando el libro—. ¿Sabes de
qué se trata?
—No —respondió Casker, tratando de no perder los estribos.
—Es un diccionario de bolsillo, un texto básico para aprender el idioma de Helg.
—¿Helg?
—Este planeta. Los símbolos coinciden con los de las cajas.
—Nunca lo oí nombrar —dijo Casker, alzando una ceja.
—No creo que este planeta haya tenido ningún contacto con la Tierra —replicó
Hellman—. Este diccionario no es helg-castellano, sino helg-aloombrigiano.
Casker recordó que Aloombrigida era el planeta natal de una raza de reptiles
pequeños y aventureros, cercano al centro de la galaxia.
—¿Y cómo es que puedes leer aloombrigiano?
—La profesión de bibliotecario no es tan inútil —dijo Hellman con modestia—.
En mi tiempo libre…
—Sí, sí. Ahora, ¿qué te parece si…
—¿Sabes qué pienso? —comentó Hellman—. Los aloombrigianos deben haber
ayudado a los helganos a abandonar este planeta y a encontrar otro. Se dedican a esa
clase de trabajos. ¡En tal caso es muy probable que este edificio sea un escondite de
víveres!
—¿Qué tal si empezaras a traducir? —sugirió Casker, en tono fatigado—. Así
podría ser que encontráramos algo comestible.
Abrieron varias cajas hasta encontrar una sustancia con aspecto de ser lo que
buscaban. Hellman, laboriosamente, tradujo los símbolos escritos en ella.
—Ya lo tengo —exclamó—. Dice: USE SNIFFNERS, EL MEJOR ABRASIVO.
—No parece comestible —dijo Casker.
—Temo que no.
Encontraron otra. Decía: ¡VIGROOM! LLENA TODOS SUS ESTÓMAGOS, Y LOS LLENA
BIEN.
—¿Qué clase de animales serían los helganos? —preguntó Casker.
Hellman se encogió de hombros.

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La etiqueta siguiente les demandó casi quince minutos interpretarla. Decía:
ARGOSEL ALBOROTA SU THUDRA. CONTIENE TREINTA ARPS DE RAMSTAT PULZ PARA
LUBRICACIÓN DE CONCHAS.
—Tiene que haber algo comestible —exclamó Casker, con un dejó de
desesperación.
—Eso espero —replicó Hellman.

Dos horas más tarde estaban en el mismo punto. Llevaban traducidas decenas de
títulos y olfateadas tantas sustancias que el sentido del olfato había renunciado por
hartazgo.
—Discutámoslo —dijo Hellman, sentándose sobre una caja que rezaba: «
VORMITASH, TAN BUENO COMO SU NOMBRE SUGIERE».
—Claro —dijo Casker, dejándose caer al suelo de cualquier modo—. Habla.
—Si pudiéramos descubrir qué clase de criaturas habitaba este planeta sabríamos
qué clase de comida consumían y si podría ser comestible para nosotros. De otro
modo tendríamos que probar sus venenos.
—Sólo sabemos que redactaban una propaganda pésima.
Hellman, pasando esto por alto, se preguntó:
—¿Qué seres inteligentes pudieron desarrollarse en un planeta como éste, todo
montañas?
—¡Sólo estúpidos! —afirmó Casker.
Eso no servía de nada. De cualquier modo, Hellman descubrió que no podía
inferir nada del paisaje montañoso. No le revelaba si los antiguos helganos comían
silicatos, proteínas o comidas a base de iodo.
—Veamos —dijo Hellman—, tendremos que solucionarlo mediante la pura
lógica. ¿Me escuchas?
—Por supuesto —dijo Casker.
Hay un viejo proverbio que se ajusta a esta situación: «El alimento de un hombre
es el veneno de otro hombre».
—Sí —dijo Casker.
Lo único que sabía de seguro era que su estómago se había reducido al tamaño
aproximado de una canica.
—Podríamos suponer, en primer término, que su alimento es nuestro alimento.
Casker trató de apartar de sí la visión de cinco chuletas jugosas que danzaban
tentadoras ante él.
—¿Y si su alimento fuera nuestro veneno? —sugirió—. ¿Qué podría pasar?
—En ese caso podríamos suponer que su veneno es nuestro alimento.
—¿Y qué pasaría si tanto su alimento como su veneno fueran nuestro veneno?
—Moriríamos de hambre.
—Bien —dijo Casker, poniéndose de pie—, ¿con qué suposición comenzaremos?

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—No tiene sentido buscar complicaciones. No sé si eso significará algo, pero este
planeta tiene oxígeno. Podríamos suponer que algunos de sus alimentos básicos son
comestibles para nosotros. Si no es así probaremos sus venenos.
—En el caso de que vivamos lo bastante como para eso.
Hellman empezó a traducir etiquetas. Descartaron varias, por ejemplo: DELICIAS
ANDRÓGINAS y VERBELL, PARA TENER SUS ANTENAS MÁS LARGAS, ENRULADAS y
SENSITIVAS. Finalmente encontraron una caja pequeña y gris, de unos quince
centímetros de longitud por diez de altura y de ancho. Se llamaba TRATAMIENTO DE
SABOR UNIVERSAL VALKORIN, PARA CUALQUIER CAPACIDAD DIGESTIVA.
—Esto parece bueno —dijo Hellman, abriendo la caja.
Casker se acerco para olfatearla.
—No tiene olor —comentó.
Dentro de la caja había un bloque rectangular y gomoso que temblaba
ligeramente, como si fuera jalea.
—Muérdelo —dijo Casker.
—¿Yo? ¿Y por qué no lo muerdes tú?
—Tú lo escogiste.
—Pretiero mirarlo —declaró Hellman, con dignidad—. No tengo demasiada
hambre.
—Tampoco yo —dijo Casker.
Ambos se sentaron en el suelo a observar aquel bloque de ¡alea. Diez minutos
después, Hellman bostezó y se recostó hacia atrás, cerrando los ojos.
—Está bien, cobarde —dijo Casker, amargamente—. Lo probaré yo. Pero
recuerda que si muero envenenado no podrás salir de este planeta. No sabes conducir
la nave.
—En ese caso, dale un mordisco pequeño —aconsejó Hellman.
Casker se incorporó para contemplar fijamente el bloque. Por último lo empujó
un poquito con el pulgar.
El bloque de goma roja dejó escapar una risilla.
—¿Oíste eso? —chilló Casker, retrocediendo de un salto.
No oí nada —respondió Hellman, ocultando las manos temblorosas—. Anda.
Casker volvió a empujar el bloque y éste rió más alto, esta ve/ con una sonrisita
boba y desagradable.
—Bueno —dijo Casker—, ¿qué probamos ahora?
—¿Por qué? ¿Qué hay de malo con esto?
—No comeré nada que ría —afirmó Casker firmemente.
—Escucha —dijo Hellman—. Tal vez quienes fabricaron esto trataron de crear un
sonido estético, además de una forma y un color agradables. Puede que esa risilla sea
sólo para entretener a quien coma.
—En ese caso, muérdelo tú.
Hellman le clavó una mirada fulminante, pero no hizo ademán de tomar el

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bloque. Al fin dijo:
—Saquémoslo de en medio.
Lo empujaron hasta un rincón. Allí quedó, riendo suavemente para sí.
—¿Y ahora?
Hellman contempló aquellos montones de mercancías extrañas e incomprensibles.
Notó entonces que había una Puerta en cada extremo de la habitación y sugirió:
—¿Por qué no miramos en las otras secciones?
—Casker se encogió de hombros con total apatía. Avanzaron lentamente hacia la
puerta izquierda, que estaba cerrada con llave. Hellman la abrió con el lanzallamas de
la nave.
Era un cuarto en forma de cuña. En él se amontonaban mercancías extrañas e
incomprensibles.
En la parte trasera había otra puerta. Parecía estar a millas cíe distancia, pero
llegaron a ella apenas sofocados Hellman hizo saltar el cerrojo para mirar dentro.
Nuevamente un cuarto en forma de cuña. En él que, igual que en el anterior, se
amontonaban mercancías extrañas, e incomprensibles.
—Son todos iguales —dijo Casker, tristemente, mientras cerraba la puerta.
—Debe haber toda una serie de cuartos como éstos que dan la vuelta completa al
edificio —dedujo Hellman—. No sé si convendría explorarlos.
Casker calculó la distancia a recorrer, la comparó con las fuerzas que le quedaban
y se sentó pesadamente en un objeto largo y gris.
—¿Para qué? —preguntó.
Hellman trató de ordenar sus pensamientos. Tenía que haber alguna clave, una
pista que les indicara cuales eran cosas comestibles. Pero ¿dónde encontrarla?
Examinó el objeto sobre el que Casker se había sentado. Por su forma y su tamaño
parecía un ataúd grande, con una depresión hueca en la parte superior. Estaba
construido de una sustancia dura y corrugada.
—¿Qué será esto? —preguntó Hellman.
—¿Qué importa?
Hellman echó una mirada al símbolo que el objeto lucía en un costado y lo buscó
en el diccionario.
—Fascinante —murmuró el cabo.
—¿Es comestible? —inquirió Casker, con un destello de esperanza.
—No. Estás sentado en algo que se llama SUPER-TRANSPORTE MOROG, PARA EL
HELGANO PERSPICAZ QUE DESEA LO MEJOR EN TRANSPORTES VERTICALES. ¡Es un
vehículo!
—¡Oh! —musitó Casker, inexpresivo.
—¡Es importante! ¡Obsérvalo! ¿Cómo funciona?
Casker se bajó cansadamente del supertransporte Morog y lo revisó atentamente.
Detectó cuatro separaciones casi invisibles en las cuatro esquinas.
—Parece tener ruedas retráctiles, pero no entiendo qué…

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Hellman leyó:
—Aquí dice que hay que darle tres anfus de combustible Integor de alta potencia
y un van de lubricación Tonder; no se lo debe conducir a más de tres mil Ruls durante
los primeros cincuenta mungus.
—Busquemos algo para comer —propuso Casker.
—¿No comprendes lo importante que es esto? Podría resolver nuestro problema.
Si pudiéramos deducir la lógica con que fue construido este vehículo lograríamos
conocer la forma de pensar de los helganos. Y esto, a su vez, nos daría una idea sobre
su sistema nervioso, que implicaría también la constitución bioquímica.
Casker se mantuvo inmóvil mientras se preguntaba si tendría aún bastante fuerza
como para estrangular a su camarada.
—Por ejemplo —dijo Hellman—, ¿qué clase de vehículo se podría emplear en un
sitio como éste? Como todo es subir y bajar, no podría tener ruedas. ¿Antigravedad?
Podría ser, pero ¿qué clase de antigravedad? ¿Y por qué los fabricantes le dieron la
forma de una caja en vez de…?
Casker, entristecido, decidió que no le alcanzarían las fuerzas para estrangularlo,
por muy insoportable que le resultara. En voz baja y tranquila, murmuró:
—Haz el favor, deja de jugar al científico. A ver si encuentras algo que podamos
comer.
—Está bien —respondió Hellman, malhumorado.
Mientras Hellman vagabundeaba entre las latas, las botellas y los cajones, Casker
se preguntó de dónde obtenía tanta energía; tal vez era demasiado cerebral para darse
cuenta de que se estaba muriendo de hambre.
—Aquí hay algo —exclamó Hellman, frente a una tinaja amarilla.
—¿Qué dice?
—Es un poco difícil de traducir, pero a grosso modo dice VOOZY DE MORISHILE,
CON AGREGADO DE LACTO-ECTO, PROPORCIONA UNA NUEVA SENSACIÓN GUSTATIVA. TODOS
BEBEN VOOZY. TÓMESE ANTES O DESPUÉS DE LAS COMIDAS. NO TIENE EFECTOS
SECUNDARIOS DESAGRADABLES. ¡BUENO PARA LOS NIÑOS! ¡LA BEBIDA UNIVERSAL!
—Parece bueno —admitió Casker, pensando que tal vez Hellman no fuera tan
estúpido, al fin y al cabo.
—Con esto deberíamos averiguar de una vez por todas si su alimento es nuestro
alimento. Este Voozy es lo más parecido a una bebida universal que hemos
encontrado hasta el momento.
—¡Tal vez! —exclamó Casker, lleno de esperanzas—. Tal vez sea agua.
—Veamos.
Hellman hizo saltar la tapita con el borde del lanzallamas. Dentro del envase
había un líquido cristalino.
—No tiene olor —dijo Casker, inclinándose sobre la vasija.
El líquido cristalino se elevó para salirle al encuentro.
Casker retrocedió tan de prisa que cayó sobre una caja. Hellman le ayudó a

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incorporarse y ambos se acercaron nuevamente a la vasija. Ante aquello el líquido se
elevó a un metro de altura y se dirigió hacia ellos.
—¿Qué has hecho ahora? —preguntó Casker, retrocediendo con cautela.
El líquido fluyó lentamente por sobre el borde de la tina, en dirección a él.
—¡Hellman! —chilló Casker.
Hellman, de pie a un lado, con la cara chorreante de sudor, leía su diccionario con
gesto preocupado.
—Creo que traduje mal —dijo.
—¡Haz algo! —gritó Casker.
El líquido, entre tanto, trataba de cercarlo contra un rincón.
—No puedo hacer nada —contestó Hellman—. ¡Ah, aquí está el error! No dice
«Todos beben Voozy». Me equivoqué con el sujeto. Dice: «Voozy bebe a todos».
¡Eso demuestra algo! Los helganos deben absorber líquido por los poros.
Naturalmente, antes de beber prefieren que los beban.
Casker trató de esquivar el líquido, pero éste lo cerró toda retirada con un alegre
gorgoteo. El piloto, desesperado, le arrojó un pequeño fardo. El Voozy lo atrapó y lo
bebió de inmediato. En seguida, descartándolo, se volvió hacia Casker.
Hellman le arrojó otra caja. El Vooky la bebió también, y otra, y otra. Después,
aparentemente exhausto, fluyó hacia su tina.
Casker echó la tapa y se sentó sobre ella, violentamente estremecido.
—Esto no marcha bien —dijo Hellman—. Dimos por sentado que los helganos
comían como nosotros. Pero eso no es necesariamente…
—No, no lo es. No señor, no lo es, por cierto. Creo que está bien claro que no lo
es. Cualquiera puede ver que no lo…
—Basta —ordenó Hellman, con severidad. No hay tiempo para ponerse histérico.
—Lo siento —musitó Casker, alejándose lentamente de la vasija.
—Tendremos que suponer otra cosa: su alimento es nuestro veneno —propuso
Hellman, pensativo—. Por lo tanto, veamos si su veneno es nuestro alimento.
Casker no dijo nada. Estaba imaginando lo que habría ocurrido si el Voozy lo
hubiera bebido. En el rincón, el bloque seguía riendo suavemente para sí.
—Aquí hay algo que parece veneno —dijo Hellman media hora después.
Por entonces Casker se había recuperado por completo, con excepción de un tirón
ocasional de los labios.
—¿Qué dice? —preguntó.
Hellman hizo rodar un tubo diminuto en la palma de la mano.
—Se llama Pvastkin Plugger. La etiqueta dice: «¡Atención! ALTAMENTE PELIGROSO
EL TAPONADOR PVASTKIN HA SIDO CREADO PARA RELLENAR GRIETAS O AGUJEROS NO
MAYORES DE DOS VIMS CÚBICOS. SIN EMBARGO NO SE LO DEBE INGERIR BAJO NINGUNA
CIRCUNSTANCIA. EL INGREDIENTE ACTIVO, RAMOTOL, QUE HACE DEL PVASTKIN UN
TAPONADOR TAN ACTIVO, RESULTA ALTAMENTE PELIGROSO EN APLICACIONES INTERNAS».
—Parece una maravilla —dijo Casker—. Nos hará volar hasta el techo.

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—¿Se te ocurre otra cosa? —preguntó Hellman.
Casker caviló por un momento. La comida de Helg, según toda evidencia, no era
apta para el paladar humano. Tal vez eso fuera venenoso para los helganos… pero
¿acaso era mejor morirse de hambre?
Tras entrar en comunión con su estómago resolvió que no era mejor.
—Anda —dijo.
Hellman sujetó el lanzallamas bajo el brazo y desenroscó la tapa de la pequeña
botella. La agitó.
No ocurrió nada.
—Tiene un sello —indicó Casker.
Hellman perforó el sello con una uña y dejó la botella en el suelo. De ella
comenzó a brotar una espuma verde y maloliente. Hellman la contempló con aire de
vacilación. Se estaba congelando en forma de grumos que iban esparciéndose por el
suelo.
—Parece levadura —dijo, sujetando con fuerza el lanzallamas.
—Vamos, vamos. El mundo es de los audaces.
—No es mi intención detenerte —aclaró Hellman.
El grumo se hinchó hasta tomar el tamaño de una cabeza humana.
—¿Hasta cuando seguirá así? —preguntó Casker.
—No olvides que la propaganda lo anuncia como taponador. Supongo que ése es
su papel: expandirse para tapar agujeros.
—Claro, pero ¿cuánto?
—Por desgracia no sé cuánto es dos vims cúbicos. Pero no puede seguir
expandiéndose mucho más…
Tarde ya, notaron que el taponador había llenado casi la cuarta parte de la
habitación y no daba muestras de detenerse.
—¡Debimos hacer caso de lo que decía la etiqueta! —chilló Casker, por sobre
aquella inmensa bola en aumento— ¡Sí que es peligroso!
A medida que aumentaba la superficie del taponador, el crecimiento se aceleraba.
Un borde pegajoso rozó a Hellman, haciéndole dar un salto atrás.
—¡Cuidado!
Casker estaba fuera de su alcance, al otro lado de la gigantesca esfera. Hellman
trató de correr hacia él, pero el taponador había cortado ya el cuarto en dos y trepaba
hacia las paredes.
—¡Corre! —gritó Hellman.
Huye en dirección a la puerta y la abrió precisamente cuando la bola en expansión
llegaba a él. Del otro lado del cuarto le llegó el ruido de un portazo. No esperó más.
Cruzó el umbral de un salto y cerró la puerta tras de sí.
Por un momento permaneció inmóvil, jadeando, con el lanzallamas en la mano.
Hasta entonces no había notado la debilidad que lo aquejaba. Aquel salto había
requerido casi toda su reserva de energías y estaba muy cerca del colapso. Al menos,

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Casker también había logrado ponerse a salvo.
Pero aún estaba en dificultades.
El taponador manaba alegremente por la cerradura volada. Hellman intentó un
disparo contra él, pero aquel material parecía impermeable…, como debía serlo todo
buen taponador.
Y no daba muestras de fatiga.
Hellman retrocedió de prisa hasta la pared más alejada. La puerta estaba cerrada,
como lo habían estado las anteriores. Hizo saltar la cerradura y pasó al otro lado.
¿Cuánto más podría expandirse esa bola? ¿Cuánto eran dos vims cúbicos? ¿Dos
kilómetros cúbicos, tal vez? Por lo visto, ese taponador se empleaba para reparar las
grietas producidas en la corteza de los planetas.
En el cuarto siguiente se detuvo para recuperar el aliento; recordó entonces que el
edificio era circular. Podría abrir todas las puertas restantes hasta encontrarse con
Casker. Se abrirían paso con los lanzallamas y…
¡Casker no tenía lanzallamas!
Hellman palideció súbitamente. Casker había podido pasar a la habitación de la
derecha porque estaba abierta. El Taponador estaría filtrándose en ella por el agujero
abierto en la cerradura. ¡Y Casker no tenía salida, atrapado entre el taponador a la
izquierda y una puerta cerrada a la derecha!
Hellman reunió las fuerzas que le restaban y se dispuso a correr. Las cajas
parecían estorbarle intencionalmente el paso, haciéndole caer o tropezar,
demorándolo. Hizo saltar el cerrojo de la puerta siguiente y corrió por el cuarto
contiguo, y por el otro, y por el otro.
¡No era posible que el taponador llenara por completo la habitación en dónde
estaba Casker! ¿O sí?
Los cuartos en forma de cuña, cada uno un segmento de círculo, parecían
alargarse infinitamente ante él como un confuso montaje de puertas cerradas,
mercancías desconocidas, más puertas, más mercancías. Tropezó con un cajón de
embalaje, se puso de pie y siguió corriendo. Llegó al límite de sus fuerzas y siguió
corriendo. Porque Casker era su amigo.
Por otra parte, jamás podría salir de allí sin piloto.
Se abrió paso a través de otros dos cuartos, con las piernas temblorosas; frente a
la tercera cayó sin fuerzas.
—¿Eres tú, Hellman? —preguntó Casker del otro lado de la puerta.
—¿Estás bien? —logró articular Hellman.
—No tengo mucho espacio, pero el taponador ha dejado de crecer. Hellman,
¡sácame de aquí!
Hellman jadeaba, tendido en el suelo.
—Un momento —dijo.
—¡Por qué un momento! —gritó Casker—. Sácame de aquí. He encontrado agua.
—¿Dónde? ¿Cómo?

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—¡Sácame de aquí!
Hellman trató de levantarse, pero las piernas no le respondían.
—¿Qué ocurrió? —preguntó a su camarada.
—Cuando vi que esa bola llenaba la habitación se me ocurrió poner en marcha el
supertransporte. Pensé que tal vez podría derribar la puerta con él para salir. Le puse
combustible de alta potencia Integor.
—¿Sí? —murmuró Hellman, mientras intentaba recuperar el dominio de sus
piernas.
—¡Ese supertransporte es un animal, Hellman! ¡Y el combustible Integor es agua!
¡Ahora sácame de aquí!
Hellman se recostó con un suspiro de alivio. Con un poco más de tiempo habría
podido descubrirlo todo por mera lógica. Ahora todo estaba muy claro. La máquina
más eficaz para circular por esas montañas verticales y agudas era un animal, dotado
quizá de ventosas retráctiles. Se lo mantenía en estado de hibernación entre viaje y
viaje; y si bebía agua, los otros productos creados para él serían comestibles también
para los humanos. Claro que aún no sabían gran cosa sobre los antiguos habitantes
del planeta, pero sin duda…
—¡Abre esa puerta! —gritó Casker con voz entrecortada.
Hellman meditaba entre tanto sobre la ironía de todo aquello. Si el alimento de un
hombre es tu veneno, y su veneno también es el tuyo, trata de comer otra cosa. ¡Era
muy simple!
Pero todavía le quedaba por comprender una cosa.
—¿Cómo supiste que era un animal del tipo terrestre?, preguntó.
—¡Porque respira, estúpido! ¡Aspira y expira, y su aliento huele como si hubiese
comido cebollas!
Hubo un ruido de latas caídas y botellas rotas.
—¡Date prisa!
—¿Qué ocurre? —preguntó Hellman, al fin de pie y con el lanzallamas en la
mano.
—El supertransporte. ¡Me tiene arrinconado contra una pila de cajones!
¡Hellman, parece creer que yo soy su alimento!

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LOS DESEOS DEL REY

The King’s Wishes, 1953

Bob Granger llevaba casi dos horas acuclillado tras un exhibidor de cristalería. Como
las piernas comenzaban a acalambrársele, se movió un poco para aliviarlas. El palo
de golf que tenía en el regazo (un hierro número diez) cayó al suelo con estruendo.
—¡Shh! —susurró Janice, aferrando su palo número cinco.
—No creo que venga —dijo Bob.
—Silencio, querido —volvió a susurrar Janice, escudriñando la oscuridad del
negocio.
Aún no había señales del asaltante. Todas las noches de la semana anterior había
entrado para llevarse misteriosamente generadores, refrigeradores y acondicionadores
de aire. Misteriosamente, pues no hacía saltar los candados, no violaba las ventanas
ni dejaba huellas. Sin embargo entraba una y otra vez, y en cada oportunidad se
llevaba buena parte del stock.
—Me parece que no ha sido una idea muy acertada ésta de esperarlo —susurró
Bob—. Después de todo, si es capaz de llevarse un generador de doscientos o
trescientos kilos sobre la espalda…
—Lo dominaremos —dijo Janice, con esa firmeza que la hiciera sargento en el
cuerpo motorizado y la rama femenina del Ejército—. Además tenemos que
detenerlo: está retrasando nuestra boda.
Bob asintió en la oscuridad. Él y Janice habían construido e instalado ese negocio
con lo que ahorraran en el Ejercito; planeaban casarse en cuanto las ganancias se los
permitiera, pero alguien había dado en robar refrigeradores y acondicionadores de
aire.
—Me parece oír algo —observó Janice, y sujetó el palo con más fuerza.
En algún sitio del negocio se produjo un leve ruido. Ambos aguardaron.
Finalmente hubo un ruido de suaves pisadas sobre el linóleo.
—Cuando llegue al centro —susurró Janice— enciende las luces.
Al fin lograron distinguir una forma negra contra la oscuridad. Bob encendió las
luces, gritando:
—¡Quieto ahí!
—¡Oh, no! —exclamó Janice.
El palo de golf estuvo a punto de caérsele, Bob se volvió y tragó saliva.
Frente a ellos había un ser de tres metros de altura, aproximadamente. Tenía
pequeños cuernos en la frente y unas alas diminutas a la espalda. Vestía un mono y
una camiseta blanca sobre la que se leían, en letras de color escarlata, las palabras
«EBLIS TEC». Sus tremendos pies estaban calzados con coturnos blancos. Llevaba el

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pelo rubio cortado al rape.
—Maldición —dijo, mirando a Bob y a Janice—. ¿Por qué no habré estudiado
Invisibilidad en la Tecnológica?
Cerró los brazos en torno al estómago e infló las mejillas. Sus piernas
desaparecieron instantáneamente. Al inflar las mejillas un poco más logró
desaparecer hasta el estómago, pero no pasó de allí.
—No puedo —dijo soltando el aire, con lo que la parte inferior del cuerpo volvió
a aparecer—. No tengo esa facilidad, maldición.
—¿Qué quiere usted? —preguntó Janice, irguiéndose en toda su esbelta estatura,
que no llegaba al metro sesenta.
—¿Qué quiero? A ver… ¡Oh, sí!, un ventilador.
Cruzó el cuarto y escogió un gran ventilador de pie.
—¡Un momento! —gritó Bob.
Se dirigió al gigante con el palo de golf en posición. Janice lo seguía de cerca.
—¿Adónde piensa llevarse eso? —preguntó Bob.
—Al rey Aleriano —dijo el gigante—. Es un deseo suyo.
—¡Ah, con que un deseo! —observó Janice—. Será mejor que lo deje donde
estaba.
Y diciendo así colocó el palo sobre el hombro, lista para atacar.
—Es que no puedo —respondió el joven gigante, con un temblor nervioso en las
pequeñas alas—. Es un deseo.
—Usted lo ha querido —dijo Janice.
Era menuda, pero en el Ejército la habían puesto en buen estado físico; allí
trabajaba anteriormente reparando motores de jeeps. Con el pelo rubio fletándole en
torno a la cabeza, balanceó su palo.
—¡Au! —dijo.
El palo número cinco rebotó sobre la cabeza del ser y estuvo a punto de voltear a
Janice en el rebote. Al mismo tiempo Bob lanzó su palo contra las costillas del
gigante. El golpe pasó a través de su cuerpo y se estrelló contra el suelo.
—La fuerza no puede contra los ferras —dijo el joven gigante en tono de
disculpa.
—¿Los qué? —preguntó Bob.
—Los ferras. Somos primos hermanos de los genios y parientes políticos de los
devas.
Así diciendo retrocedió hasta el centro de la habitación, con el ventilador aferrado
en una de sus manazas.
—Y ahora, si me lo permiten…
—¿Un demonio? —exclamó Janice, boquiabierta.
En casa de sus padres nunca se había hablado de fantasmas ni de demonios; por lo
tanto, Janice era una realista empecinada. Era hábil para reparar cualquier artefacto
mecánico, y en eso consistía su parte en la sociedad. Todo lo que requiriera mayor

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imaginación quedaba a cargo de Bob.
Este, que se había criado con una liberal lectura del Mago de Oz y Burroughs, se
mostró más crédulo:
—¿Quiere decir que usted ha brotado de las Mil y Una Noches?
—¡Oh, no! —corrigió el ferra—. Tal como le he dicho, los genios de Arabia son
primos míos. Todos los demonios somos parientes, pero yo soy un ferra, de la familia
de los ferras.
—¿Tendría a bien decirme —inquirió Bob— qué está haciendo con mi generador,
mi acondicionador de aire y mi nevera?
—Con mucho gusto —repuso el ferra, dejando el ventilador.
Tanteó el aire a su alrededor hasta encontrar lo que necesitaba y se sentó en la
nada. Después cruzó las piernas y se ajustó los cordones de uno de sus coturnos.
—Me gradué en la Tecnológica de Eblis hace apenas tres semanas —comenzó—.
Naturalmente, solicité que me tomaran para el servicio civil. Provengo de una larga
estirpe de funcionarios del gobierno. Pero los registros estaban atestados, así que…
—¿Servicio civil?, preguntó Bob.
—¡Oh, sí! Todos son puestos en el gobierno. Hasta el genio de la lámpara de
Aladino era un funcionario del gobierno. Pero hay que pasar el examen de ingreso.
—Prosiga —dijo Bob.
—Prométanme que esto no trascenderá: conseguí mi puesto por influencia.
Se ruborizó, tomando un color anaranjado.
—Mi padre está en el Consejo del Submundo y utilizó sus relaciones. Me
eligieron entre cuatro mil ferras de mayor rango para ocupar el puesto de ferra de la
Taza del Rey. Es todo un honor, como comprenderá.
Hubo un breve silencio. Después el ferra prosiguió:
—Debo confesar que no estaba preparado para eso. El ferra de la Taza debe
dominar todas las ramas de la demonología. Yo estaba recién licenciado y con notas
apenas suficientes. Pero naturalmente creí que podría componérmelas con cualquier
cosa.
El ferra hizo una pausa y se acomodó en el aire.
—Bueno —dijo en seguida—, no quiero preocuparlos con mis problemas.
Se levantó y retomó el ventilador, agregando:
—Si me disculpan…
—Un momento —dijo Janice—. ¿El rey le ha ordenado llevarle nuestro
ventilador?
—En cierto modo —respondió el ferra, volviendo a ponerse anaranjado.
—Bueno, vea —continuó Janice—. ¿Es rico el rey? Por el momento, había
decidido tratar a esa entidad supersticiosa como si fuera una persona real.
—Es un monarca muy acaudalado.
—Entonces, ¿por qué no compra estos artículos? —inquirió Janice—. ¿Qué
necesidad tiene de robarlos?

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—Bueno —balbuceó el ferra—, no tiene dónde comprarlos.
—Debe tratarse de algún país perdido en el Lejano Oriente —observó Janice,
como para sí—. ¿Por qué no importa esa mercancía? Cualquier compañía se la haría
llegar con mucho gusto.
—Todo esto me da mucha vergüenza —dijo el ferra, frotando un coturno contra el
otro—. ¡Ojalá pudiera volverme invisible!
—Desembuche —ordenó Bob.
El ferra explicó, ceñudo:
—Si no hay más remedio. El rey Aleriano vive en el año 2000 a. C., según el
calendario de ustedes.
—En ese caso cómo…
—¡Oh, un momento! —interrumpió el joven ferra—. Les explicaré todo.
Se enjugó las manos transpiradas en la camiseta y prosiguió:
—Tal como les dije, obtuve el trabajo de ferra de la Taza del Rey. Pensé que él
pediría joyas o mujeres hermosas; yo no habría tenido ninguna dificultad en
conseguirle esas cosas; lo aprendemos en el primer curso. Pero el rey tenía cuantas
joyas quería y más mujeres de las que podía atender. Y ¿qué se le ocurre? Me dice:
«Ferra, mi palacio es muy caliente en el verano. Refréscalo». Enseguida comprendí
que eso superaba mi capacidad. Sólo un ferra muy experimentado puede manejar el
clima. Creo que mientras estuve en la facultad me dediqué demasiado al equipo de
atletismo. Me vi en un aprieto. Corrí entonces a buscar la Enciclopedia Maestra y
busqué «Clima». Los conjuros eran demasiado difíciles para mí; tampoco podía pedir
ayuda sin reconocer mi falta de competencia para el trabajo. Pero leí que en el
siglo XX se controlaba artificialmente el clima. Luego vine aquí, por el angosto
camino hacia el futuro, y tomé uno de sus acondicionadores de aire. Cuando el rey
quiso que la comida dejara de echársele a perder volví por una nevera. Y después
fue…
—¿Conectó todo eso al generador? —preguntó Janice, interesada por esos
detalles.
—Sí. No sé mucho de conjuros, pero soy bastante hábil con la mecánica.
Bob comprendió que todo se ajustaba a la lógica. Después de todo, ¿quién podía
mantener fresco un palacio en el año 2000 a. C.? Ni con todo el dinero del mundo se
habría podido comprar la ráfaga helada de un acondicionador ni las cualidades de
conservación de una nevera. Pero a Bob le preocupaba aún otra cosa: ¿Qué clase de
demonio era aquél? No parecía asirio. Egipcio, menos todavía.
—No entiendo —dijo Janice—. ¿En el pasado? ¿Eso significa que usted viaja por
el tiempo?
—Por supuesto, me especializo en viajes por el tiempo —explicó el ferra con
orgullo infantil.
«Podría ser azteca», pensó Bob, «pero no lo parece».
—Bueno —dijo Janice—, ¿por qué no va a otra parte? ¿Por qué no roba en

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alguno de los negocios más grandes?
—Este es el único lugar por donde pasa la ruta al futuro —dijo el ferra.
Y recogió el ventilador.
—Siento tener que hacerlo, pero si no tengo éxito esta vez no habrá otra
oportunidad para mí. Iré a parar al limbo.
Así diciendo desapareció.

Media hora después, Bob y Janice tomaban café en el rincón de un comedor abierto
durante toda la noche, mientras hablaban en voz baja.
—No creo una sola palabra de todo eso —decía Janice, recuperado ya todo su
escepticismo—. ¡Demonios! ¡Ferras!
—Tendrás que creerlo —replicó Bob, fatigado—. Tú misma lo viste.
—No tengo por qué creer en todo lo que veo —insistió porfiadamente Janice.
Después pensó en los artículos faltantes, en las ganancias desvanecidas y en la
fecha del casamiento, que se alejaba cada vez más.
—Está bien —aceptó—. ¡Oh, amor mío! ¿Qué vamos a hacer?
—Habrá que combatir la magia con magia —afirmó Bob, confiado—. Volverá
mañana por la noche. Lo estaremos esperando.
—Me parece bien —dijo Janice—. Sé dónde podemos conseguir prestado un
buen Winchester…
Bob meneó la cabeza.
—Las balas rebotarían en él o lo atravesarían sin hacerle daño. Lo que hace falta
es una buena magia, bien poderosa. Una dosis de su misma medicina.
—¿Qué clase de magia? —preguntó Janice.
—Para estar seguros las usaremos todas. ¡Ojalá supiera de dónde proviene! Para
que la magia sea realmente efectiva…
—¿Quieren más café? —dijo al camarero, apareciendo súbitamente ante ellos.
Bob levantó los ojos con expresión de culpabilidad, mientras Janice se
ruborizaba.
—Vámonos —dijo a Bob—. Si alguien nos oyese reirán de nosotros en toda la
ciudad.

Esa noche se encontraron en el negocio. Bob había pasado todo el día en la


biblioteca, reuniendo material. Al presente contaba con veinticinco hojas cubiertas
con sus garabatos por ambos lados.
—Todavía creo que debimos traer el Winchester —observó Janice, recogiendo un
desmontador de ruedas de la sección Herramientas.
El ferra apareció a las once y cuarenta y cinco.
—¡Hola! —dijo—. ¿Dónde tienen las estufas eléctricas? El rey quiere algo para el

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invierno. Está harto de los hogares. Son demasiado sucios.
—Vete —dijo Bob— ¡en el nombre de la cruz!
Y levantó un crucifijo.
—Lo siento —observó el ferra con simpatía—. Los ferras no tenemos nada que
ver con el cristianismo.
—¡Vete en nombre de Namtar y de Idpa! —prosiguió Bob, puesto que la
Mesopotamia encabezaba sus notas—. ¡En el nombre de Utuc, habitante del desierto,
en el nombre de Telal y Alal!
—¡Oh, aquí están! —dijo el ferra—. ¿Por qué me meto en estos problemas? Este
es el modelo eléctrico, ¿verdad? Parece de bastante baja calidad.
—Invoco a Rata, el constructor de navíos —entonó Bob, volviendo el rumbo
hacia la Polinesia—. Y a Hina, el constructor de chozas.
—¡Cómo baja calidad! —protestó Janice, cediendo a su instinto comercial—. Esa
estufa tiene un año de garantía incondicional.
—Invoco al Lobo de los cielos —prosiguió Bob, pasando de la Polinesia a la
China—, el Lobo que custodia los portales de Shag Ti. Invoco al dios del Trueno, Lei
King…
—Veamos, tengo un asador al infrarrojo —dijo el ferra—. Y necesito una bañera.
¿Tienen bañeras?
—Invoco a Baal, a Buer, a Forcas, a Marcocias, a Astaroth…
—Son éstas, ¿no? —preguntó el ferra a Janice, que asintió involuntariamente—.
Creo que llevaré la más grande. El rey es bastante corpulento.
—¡… Behemot, Teutón, Asmodeo y al Incubo! —concluyó Bob.
El ferra le dedicó una mirada respetuosa.
Bob, ya enojado, invocó a Ormaz, rey persa de la luz, y al amonita Belfegor, y a
Dagon, el de los antiguos filisteos.
—Eso es todo, creo —dijo el ferra.
Bob invocó a Damballa, pasó a los dioses de Arabia, probó la magia de Tesalia y
los conjuros del Asia Menor. Azuzó a los dioses aztecas y sacudió a los espíritus
malayos. Probó con África, Madagascar, India, Irlanda, Malaya, Escandinavia y
Japón.
—Todo eso es impresionante —dijo el ferra—, pero no servirá de nada. Levantó
la bañera, el asador y la estufa.
—¿Por qué no? —jadeó Bob sin aliento.
—Verá: a los ferras sólo nos afectan nuestros propios conjuros nativos. Así como
los genios responden sólo a las leyes de la magia árabe. Además, usted no conoce mi
verdadero nombre, y le aseguro que no se puede hacer ningún exorcismo si no se
conoce el nombre del demonio.
—¿De qué país proviene usted? —preguntó Bob, secándose la transpiración de la
frente.
—Lo siento —dijo el ferra—. Si supieran eso podrían encontrar algún conjuro

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válido contra mí. Y ya tengo bastantes problemas tal como están las cosas.
—Dígame —interpuso Janice—, si el rey es tan rico, ¿por qué no paga?
—El rey nunca paga por lo que puede conseguir gratuitamente —replicó el ferra
—. Eso es lo que lo ha hecho tan rico.
Bob y Janice le clavaron una mirada intensa. El casamiento se desvanecía más y
más hacia el futuro.
—Hasta mañana a la noche —se despidió el ferra. Y desapareció con un amistoso
ademán de la mano.

Cuando el ferra se hubo marchado, Janice dijo:


—Bueno, y ahora, ¿qué podemos hacer? ¿Tienes alguna idea luminosa?
—Se me acabaron todas —replicó Bob, dejándose caer en un sofá.
—¿Otro poco de magia? —preguntó Janice con cierta ironía.
—Eso no da resultados. No pude encontrar «ferra» ni «rey Aleriano» en el
diccionario. Probablemente sea de algún lugar que nunca oímos nombrar. Algún
pequeño estado de la India.
—¡Qué suerte la nuestra! —exclamó Janice, abandonando toda ironía—. ¿Qué
haremos, Bob? Supongo que mañana querrá una aspiradora y pasado un tocadiscos.
Cerró los ojos, tratando de concentrarse.
—El hace lo mejor que puede —dijo Bob.
—Creo que tengo una idea —afirmó Janice abriendo los ojos.
—¿De qué se trata?
—Ante todo, lo más importante es nuestro negocio y nuestro casamiento,
¿verdad?
—Verdad.
—Muy bien —dijo Janice, enrollándose las mangas—. Yo no sé nada sobre
conjuros, pero sí de máquinas. Vamos a trabajar.
A la noche siguiente, el ferra los visitó a las once menos cuarto. Llevaba la misma
camiseta blanca, pero había cambiado los coturnos por pantuflas tostadas.
—El rey ha pedido esto con muchísima urgencia —dijo—. Su nueva esposa le
está haciendo la vida imposible; parece que la ropa no le dura más de un lavado. Las
esclavas se la golpean contra las rocas.
—¡Cómo no! —dijo Bob.
—Sírvase —ofreció Janice.
—Esto es muy gentil de su parte —dijo el ferra, agradecido—. Créanme que se lo
agradezco.
Eligió una lavadora.
—Ella la está esperando —dijo.
Y desapareció.
Bob ofreció a Janice un cigarrillo; ambos se sentaron en un diván para aguardar.

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Media hora después reapareció el ferra.
—¿Qué han hecho? —preguntó.
Janice replicó con mucha dulzura:
—¿Por qué? ¿Qué le ocurre?
—¡La lavadora! Cuando la reina lo puso en marcha lanzó una nube de humo
maloliente. Después hizo varios ruidos extraños y se detuvo.
—En nuestro idioma —explicó Janice, exhalando un anillo de humo— diríamos
que la maquinaria ha sido alterada.
—¿Alterada?
—Falseada. Amañada. Cosas así. Todo está alterado en el negocio.
—¡Pero no pueden hacer eso! Es trampa.
—Ya que usted es tan inteligente —replicó Janice, ponzoñosa—, arréglelo.
El ferra, con voz aniñada, respondió:
—Sólo estaba dándome aires. Era mucho mejor para los deportes.
Janice sonrió con un bostezo.
—Bueno, vaya —exclamó el ferra, mientras sus pequeñas alas se retorcían en
movimientos nerviosos.
—Lo siento —dijo Bob.
—Esto me pone en una situación horrible. Me degradarán. Me expulsarán del
servicio civil.
—No podemos darnos el lujo de ir a la bancarrota —observó Janice.
Bob meditó por un instante.
—Oiga —dijo—, ¿por qué no dice al rey que ha tropezado con una fuerte magia
opositora? Dígale que debe pagar una tarifa a los demonios del submundo si quiere
conseguir estos artefactos.
—No le gustará —protestó el ferra, dudando.
—Haga el intento —sugirió Bob.
—Lo haré.
Y el ferra desapareció.
—¿Cuánto crees que podemos cobrarle? —preguntó Janice.
—¡Oh, los precios normales! Después de todo hemos levantado este negocio a
base de honradez. No haremos discriminaciones. Pero me gustaría saber de dónde
viene.
—Es tan rico… —dijo Janice, soñadora—. Parece una vergüenza no…
—¡Un momento! —gritó Bob—. ¡No podemos hacer eso! ¿Cómo podemos
enviar neveras al año 2000 a. C.? ¿O acondicionadores de aire?
—¿A qué te refieres?
—¡Cambiaría todo el curso de la historia! —dijo Bob—. Puede haber algún tipo
inteligente que los estudie y averigüe cómo funcionan. ¡Y eso cambiaría todo el curso
de la historia!
—¿Y? —preguntó Janice, siempre práctica.

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—¿Y? La investigación se realizaría según otra orientación y el presente se
alteraría.
—¿Quieres decir que es imposible?
—¡Sí!
—Es precisamente lo que vengo diciendo desde el principio —exclamó Janice,
triunfante.
—¡Oh, acaba con eso! ¡Ojalá pudiera resolver esto! No importa de que país sea el
ferra, de cualquier modo afectará el futuro. No podemos permitir que se produzca una
paradoja.
—¿Por qué no? —preguntó Janice.
Pero en ese momento reapareció el ferra.
—El rey está de acuerdo —dijo—. ¿Queda saldado con esto lo que compré?
Y les alargó un pequeño saco. Al abrirlo, Bob comprobó que contenía
veinticuatro o veinticinco rubíes de gran tamaño, esmeraldas y diamantes.
—No podemos aceptarlo —dijo Bob—. No se puede hacer negocio con ustedes.
—¡No seas supersticioso! —gritó Janice, viendo que el casamiento volvía a
evaporarse.
—¿Por qué no? —preguntó el ferra.
—No podemos enviar cosas modernas al pasado —explicó Bob—. Eso cambiaría
el presente. El mundo entero podría desaparecer, o algo así.
—¡Oh, no se preocupe por eso! —dijo el ferra—. Le garantizo que no ocurrirá
nada.
—¿Cómo? Si lleva una lavadora a la antigua Roma…
—Por desgracia —replicó el ferra—, el reino de Aleriano no tiene futuro.
—¿Podría explicarme eso?
—Claro que sí.
El ferra volvió a tomar asiento en el aire y explicó:
—Dentro de tres años el rey Aleriano y su país todo serán completa e
irrevocablemente destruidos por las fuerzas de la naturaleza. No se salvará nadie, ni
nada.
—Magnífico —dijo Janice, haciendo girar un rubí a la luz—. Será mejor
aprovechar ahora, mientras está en condiciones de comprar.
—Creo que eso lo soluciona todo —dijo Bob.
El negocio estaba a salvo, y el casamiento se situaba ahora en el futuro más
inmediato.
—¿Y usted? —preguntó al ferra.
—Bueno, me ha ido bastante bien en este trabajo —respondió éste—; creo que
pediré el traslado a un país extranjero. Me han dicho que hay magníficas
oportunidades en la brujería árabe.
Se pasó una mano por el pelo rubio y corto, en ademán complacido y empezó a
desaparecer, diciendo:

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—Hasta pronto.
—Un momento —dijo Bob—. ¿Le importaría decirme de dónde proviene usted y
cual es el país dónde reina Aleriano?
—En ese momento sólo quedaba la cabeza del ferra a la vista. Esta respondió:
¡Oh, creí que lo sabía! Los ferras somos los demonios de la Atlántida.
Y desapareció.

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LA VOZ

Warm, 1953

Anders estaba acostado en su cama, completamente vestido; sólo le faltaban los


zapatos y la corbata de lazo negro. Contemplaba con cierta intranquilidad la velada
que tenía por delante. En veinte minutos debía pasar por el departamento de Judy
para recogerla; era eso, precisamente, lo que le tenía intranquilo.
Hacía apenas un par de segundos había descubierto que estaba enamorado de ella.
Bien, tenía que decírselo. La noche sería inolvidable. Él se declararía, habría besos, el
sello de aceptación, hablando en sentido figurado, quedaría estampado en su frente.
Sin embargo, la perspectiva no era muy grata. Era mucho más cómodo no estar
enamorado. ¿Cómo había comenzado todo eso? ¿Con una mirada, un contacto, un
pensamiento? El bien sabía que no era necesaria gran cosa para darle origen. Estiró
los brazos para bostezar a gusto. En ese momento una voz dijo:
—¡Ayúdame!
Sus músculos se pusieron tensos, cortando el bostezo por la mitad. Se incorporó
bruscamente. Después volvió a recostarse con una sonrisa.
—¡Tienes que ayudarme! —insistió la voz.
Anders se sentó. Tomó uno de los zapatos bien lustrados y se lo puso, centrando
toda su atención en el lazo.
—¿Me oyes? —preguntó la voz—. Me oyes, ¿verdad?
Con eso, Anders entró en el juego. Aún de buen humor, respondió:
—Sí, te oigo. No me digas que eres mi subconsciente culpable que vas a atacarme
por algún trauma de infancia que nunca me molesté en resolver. Supongo que querrás
hacerme entrar a un monasterio.
—No sé de qué estás hablando —dijo la voz—. No soy el subconsciente de nadie.
Soy yo. ¿Me ayudarás, verdad?
Anders creía en las voces tanto como cualquiera; es decir, no creía en ellas en
absoluto hasta que las oía. Catalogó rápidamente las posibilidades. La respuesta más
factible era la esquizofrenia, naturalmente, y todos sus colegas estarían de acuerdo en
ello. Pero Anders poseía una lamentable confianza en su propia salud mental. Y en tal
caso…
—¿Quién eres? —preguntó.
—No lo sé —dijo la voz.
Anders comprendió que la voz hablaba desde el interior de su mente. Muy
sospechoso, por cierto.
—No sabes quién eres —apuntó Anders—. Muy bien. ¿Dónde estás?
—Tampoco lo sé.

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La voz hizo una pausa y prosiguió.
—Mira, ya sé que suena ridículo. Créeme, estoy en una especie de limbo. No sé
cómo llegué aquí ni quién soy, pero quiero salir, lo quiero desesperadamente. ¿Me
ayudarás?
Anders se resistía aún a aceptar la idea de que una voz le hablara desde el interior
del cerebro, pero supo que su decisión era vital. Tenía que aceptar (o rechazar) su
propia cordura.
La aceptó.
—De acuerdo —dijo, atándose el otro zapato—. Doy por supuesto que eres una
persona con problemas y que has establecido cierto contacto telepático conmigo.
¿Hay algo más que puedas decirme?
—Temo que no —dijo la voz, con infinita tristeza—. Tendrás que descubrirlo
todo por ti mismo.
—¿Puedes ponerte en contacto con alguna otra persona?
—No.
—En ese caso, ¿cómo es que puedes hablar conmigo?
—No lo sé.
Anders se dirigió al espejo para acomodarse la corbata negra, silbando
suavemente para sí. Puesto que acababa de descubrirse enamorado, no permitiría que
tan poca cosa como una voz interior lo perturbara.
—En realidad, no sé cómo ayudarte —dijo, quitándose un hilo de la chaqueta—.
No sé dónde estás y no parece haber carteles indicadores. ¿Cómo voy a encontrarte?
Se volvió para echar un vistazo en torno al cuarto, comprobando que no se había
olvidado de nada.
—Yo sabré cuando estés cerca —dijo la voz—. Hace un momento te aproximaste
bastante.
—¿Hace un momento?
No había hecho más que mirar a su alrededor. Lo hizo de nuevo, girando la
cabeza con lentitud. Entonces ocurrió.
El cuarto, visto desde un rincón, carecía diferente. En vez de los tonos color
pastel que había combinado con tanto gusto, era repentinamente una mezcle de
colores confusos. Las líneas de la pared, el techo y el suelo no guardaban la menor
proporción; zigzagueaban extrañamente.
En seguida todo volvió a la normalidad.
—Estás muy cerca[1] —dijo la voz.
Anders resistió la tentación de rascarse la cabeza por temor a desarreglar su
cuidadoso peinado. Lo que había visto no era tan extraño, después de todo. Todo el
mundo ve de vez en cuando un par de cosas que lo hacen dudar de su normalidad, de
su cordura y hasta de su misma existencia. Por un momento el ordenado universo se
desarregla, se rasga la tela de la creencia.
Pero ese momento siempre pasa.

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Anders recordó que una vez, siendo niño, había despertado en su cuarto, en mitad
de la noche. ¡Qué extraño parecía todo en ese momento! Mesa, sillas, todo estaba
fuera de proporción, hundido en la oscuridad; el cielorraso presionaba hacia abajo
como en los sueños.
Pero eso también había pasado.
—Bueno —dijo—. Si vuelvo a estar cerca, avísame.
—Así lo haré —susurró la voz—. Estoy seguro de que me encontrarás.
—Me alegro de que estés tan seguro —dijo Anders alegremente.
Apagó las luces y se marchó.

Judy, adorable y sonriente, lo recibió en la puerta. Al contemplarla Anders


comprendió que ella había previsto esa situación. Tal vez sentía el cambio
experimentado por él; tal vez lo adivinaba. O quizá era el amor, que le pintaba en el
rostro una sonrisa idiota.
—¿Quieres tomar un trago antes de ir a la fiesta? —propuso ella.
Él asintió. Mientras se sentaba en el imposible sofá verde y amarillo, Anders
resolvió decírselo en cuanto volviera con la bebida. No tenía sentido postergar el
momento fatal. «Como un conejo enamorado», se dijo.
—Acercándote, acercándote —advirtió la voz.
Había olvidado casi a su invisible amigo. O enemigo, según fuera el caso.
¿Qué diría Judy si supiera que él oía voces? No debía olvidar que esa clase de
detalles solían echar por tierra el mejor de los romances.
—Toma —dijo ella, alcanzándole un vaso.
Seguía sonriendo. La sonrisa número dos, para un posible candidato, provocativa
y llena de comprensión. En el curso de sus relaciones había sido precedida por la
sonrisa número uno, correspondiente a la muchacha correcta, ésa que dice «No te
equivoques conmigo»; se emplea en cualquier ocasión, mientras no hayan sido
balbuceadas las palabras adecuadas.
—Así es —dijo la voz—. Depende de cómo miras las cosas.
¿Cómo miraba qué cosas? Anders, aturdido por sus pensamientos, echó sobre
Judy una mirada de soslayo. Si debía jugar al amante, era hora de hacerlo. Aun con
los ojos astigmáticos del enamorado podía apreciar sus ojos de color azul grisáceo, su
delicada piel (siempre que se pasara por alto una mancha diminuta en la sien
izquierda), los labios, ligeramente reformados por el lápiz labial.
—¿Cómo te fue hoy con las clases? —preguntó ella.
Era lógico que lo preguntara. El amor iba marcando tiempos.
—Muy bien —respondió Anders—. Eso de enseñar psicología a los jóvenes
simios…
—¡Oh, vamos!
—Estás cerca —dijo la voz.

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«¿Qué me está ocurriendo?», se preguntó Anders. «Es una muchacha adorable.
Esa gestalt” que es Judy, ese conjunto de pensamientos, expresiones, movimientos,
todo dando forma a la muchacha que yo…».
«¿Que yo qué? ¿Que yo amo?».
Anders movió incómodo su largo cuerpo sobre el sofá. No sabía muy bien cómo
se había lanzado en esa corriente de pensamientos. Se sentía fastidiado. El joven
profesor analítico estaba mejor situado en la clase. ¿Acaso la ciencia no podía esperar
hasta las nueve y diez de la mañana?
—Hoy estuve pensando en ti —dijo Judy.
Anders comprendió entonces que ella había percibido sus cambios de humor.
—¿Has visto? —observó la voz—. Estás cada vez más cerca.
«No veo nada», pensó Anders.
Pero la voz tenía razón. Era como si pudiera inspeccionar claramente la mente de
Judy. Sus pensamientos se le presentaban al desnudo, tan carentes de sentido como su
cuarto le pareciera en aquel relámpago de pensamientos sin distorsionar.
—De veras, estuve pensando en ti —repitió ella.
—Fíjate ahora —advirtió la voz.
Al observar las expresiones que tomaba el rostro de Judy, Anders sintió que lo
extraño se abatía sobre él.
Volvía a la percepción de pesadilla que había experimentado en su cuarto. En esa
oportunidad era como contemplar una máquina en el laboratorio. El objeto de esa
operación era la evocación y la presentación de determinado estado anímico. La
máquina efectuaba un proceso de búsqueda, invocando series de ideas para alcanzar
el fin deseado.
—¿De veras? —preguntó, sorprendido por la nueva perspectiva.
—Sí. Me preguntaba qué estuviste haciendo al mediodía, —dijo la máquina
sentada frente a él, ensanchando un poco su curvado pecho.
—Bien —le alentó la voz, notando su percepción.
—Soñaba contigo, por supuesto —dijo él al esqueleto forrado en carne que se
ocultaba bajo la «gestalt» total de Judy.
La máquina cárnea recompuso sus miembros, estiró los labios para denotar placer.
Su mecanismo buscó entre un complejo de temores, esperanzas, preocupaciones;
entre los recuerdos de situaciones análogas; para conseguir una solución análoga.
Y era eso lo que él amaba. Anders lo vio con demasiada claridad y se odió por
verlo así. A través de su nueva percepción de pesadilla todo el cuarto le pareció
absurdo.
—¿De veras? —preguntó el esqueleto articulado.
—Te estás acercando más —susurró la voz.
¿A qué? ¿A la personalidad? No había tal cosa. No había cohesión verdadera, ni
profundidad; no había sino una telaraña de reacciones superficiales extendidas por
entre movimientos viscerales automáticos. Se estaba aproximado a la verdad.

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—Por supuesto —dijo, no muy afablemente.
La máquina se agitó en busca de una respuesta.
Anders sintió un rápido estremecimiento de temor ante la extraña cualidad de su
punto de vista. Se veía privado de todo sentido de formalidad; había dejado a un lado
todas las reacciones convencionales. ¿Qué le sería revelado a continuación?
Comprendió que lo veía todo con una claridad que tal vez hombre alguno
domináis antes. Era un pensamiento extrañamente risible. Pero ¿será posible volver a
la normalidad?
—¿Te sirvo algo? —preguntó la máquina.
En ese momento Anders estaba tan lejos del amor como es posible estarlo. Eso de
verse como una pieza de maquinaria despersonalizada y asexual no es muy incitante
en ese sentido. Pero sí lo es intelectualmente.
Anders no deseaba la normalidad. Se estaba alzando una cortina y él deseaba ver
lo que había detrás. ¿No había cierto ruso…? Ouspensky. Él decía: Piense en otras
categorías. Eso era precisamente lo que estaba haciendo, y continuaría haciéndolo.
—¡Adiós! —dijo de pronto.
La máquina lo contempló boquiabierta en tanto él se dirigía hacia la puerta. Una
demora en los circuitos de reacción la mantuvo en silencio hasta que la puerta del
ascensor se cerró tras él.
—Anduviste muy cerca allí dentro —susurró la voz, una vez que se encontró en
la calle—. Pero todavía no lo comprendes todo.
—Explícamelo, entonces —dijo Anders, algo maravillado ante su ecuanimidad.
En una hora había cubierto el abismo que lo separaba de un punto de vista
totalmente distinto; sin embargo le parecía muy natural.
—No puedo —dijo la voz—; tienes que descubrirlo por ti mismo.
—Bien, veamos.
Anders contempló las masas de mampostería, la convención de calles que
cortaban aquellas montañas arquitectónicas.
—La vida humana es una serie de convenciones —dijo—. Cuando uno mira a una
muchacha, se supone que debe ver… un esquema, y no la amorfía subyacente.
—Es cierto —concordó la voz, aunque con un dejo de vacilación.
—Básicamente no hay forma alguna. El hombre produce «gestalts» y recorta la
forma a partir de la plétora de la nada. Es como mirar un conjunto de líneas y decir
que representan una figura. Miramos una masa de material, la extraemos de sus
contornos y decimos que es un hombre. Pero en verdad no hay tal cosa. Hay sólo
rasgos humanizantes que nosotros, como miopes que somos, atribuimos a eso. La
Materia es sólo cuestión de puntos de vista.
—No, no lo ves —dijo la voz.
—Maldición —exclamó Anders.
Tenía la certeza de estar en la pista de algo grande, tal vez definitivo.
—Todo el mundo ha tenido esa experiencia. En algún momento de su vida, cada

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uno contempla un objeto familiar y no le encuentra sentido. La gestalt falla
momentáneamente, pero ese momento pasa. La mente regresa al esquema impuesto,
y así continúa la normalidad.
La voz guardó silencio. Anders siguió caminando sobre la ciudad gestalt.
—Hay más, ¿verdad? —preguntó Anders.
—Si.
¿Qué podía ser? A través de sus ojos despejados Anders contempló aquella
convención que llamaba mundo. Se preguntó momentáneamente si habría llegado a
eso sin la guía de la voz. Tras algunos segundos decidió que era inevitable.
Pero ¿qué significaba esa voz? ¿Y qué estaba él dejando a un lado?
—Veamos qué me parecen ahora las fiestas —dijo a la voz.
La fiesta era un baile de máscaras; todos los invitados llevaban sus propias caras.
Anders pudo ver bajo ellas todos los motivos individuales y colectivos con dolorosa
claridad. Pero su vista se iba despejando más y más.
Vio entonces que aquellas personas no eran verdaderos individuos. Cada una era
un discontinuo trozo de carne; sin embargo, compartían un mismo vocabulario, con
lo que esa discontinuidad no era absoluta.
Los trozos de carne formaban parte de la decoración del cuarto, y resultaban
prácticamente imposibles de distinguir. Eran una sola cosa con las luces, que
aumentaban su diminuta capacidad visual. Se confundían con los sonidos que
emitían, unos pocos tonos débiles en la gran posibilidad del sonido. Se fundían con
las paredes.
Aquella visión caleidoscópica fue tan súbita que Anders tuvo dificultad en
ordenar sus nuevas impresiones. Ahora sabía que esas personas existían sólo como
esquemas, sobre la misma base que los sonidos que emitían y las cosas que creían
ver.
Eran sólo gestalts, resultado de tamizar el mundo real, vasto e insoportable.
—¿Dónde está Judy? —le preguntó uno de los discontinuos trozos de carne.
Ese trozo poseía el suficiente amaneramiento nervioso como para convencer a los
otros trozos de su realidad. Como prueba definitiva usaba una corbata de color
estridente.
—Está enferma —respondió Anders.
La carne se estremeció en instantánea simpatía. Las arrugas de alegría formal se
transformaron en formal pena.
—No es nada serio, ¿verdad? —preguntó la carne vocal.
—Estás cerca —dijo la voz dentro de Anders.
Este miró al objeto que tenía delante.
—No vivirá mucho tiempo —contestó.
La carne se estremeció. Estómago e intestinos se contrajeron en solitario temor.
Los ojos se dilataron, la boca tembló. La corbata de color estridente permaneció
igual.

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—¡Dios mío! ¡No lo dirá usted en serio!
—¿Qué es usted? —preguntó Anders, serenamente.
—¿A qué se refiere? —preguntó la carne adjunta a la corbata, llena de
indignación.
Calma en su realidad, quedó boquiabierta ante Anders. Retorció los labios en una
prueba innegable de que era real y suficiente.
—Usted está borracho —se burló.
Anders, riendo, abandonó la fiesta.
—Te queda aún algo por saber —dijo la voz—. ¡Pero anduviste muy cerca!
—¿Qué eres? —volvió a preguntar Anders.
—No lo sé —admitió la voz—. Soy una persona. Soy yo. Estoy atrapado.
—Así lo estamos todos —observó Anders.
Caminó sobre el asfalto, rodeado por montones de cemento, silicatos, aluminio y
aleaciones de hierro. Montones informes y sin significado que componían la ciudad
gestalt.
También estaban las líneas imaginarias que separaban las ciudades entre sí, los
límites artificiales de agua y tierra.
Todo era ridículo.
—¿Me da una limosna para tomar un café, señor? —preguntó algo, algo
imposible de distinguir con respecto a cualquier otra cosa.
—El viejo obispo Berkeley habría dado una inexistente limosna a tu inexistente
persona —dijo Anders alegremente.
—Ando con problemas, de veras —se quejó la voz, y Anders percibió que era
sólo una serie de vibraciones moduladas.
—¡Sí! ¡Adelante! —ordenó la voz.
—Si pudiera darme unos centavos… —dijeron las vibraciones, con mucha
pretensión de significado.
No, ¿qué había detrás de esos esquemas sin sentido? Carne, masa. ¿Qué era todo
eso? Todo estaba hecho de átomos.
—Estoy hambriento —murmuraron los átomos de intrincada disposición.
Todo era átomos. Unidos. No había separación real entre átomo y átomo La carne
era piedra, la piedra era luz. Anders miró a aquella masa de átomos que fingía
solidez, significado y razonamiento.
—¿No puede prestarme ayuda? —preguntó un manojo de átomos.
Pero ese manojo era idéntico a todos los otros átomos. Una vez que uno ignoraba
el esquema exterior se podía ver que los átomos estaban dispuestos al azar.
—No creo en usted —dijo Anders.
El montón de átomos desapareció.
—¡Sí! —gritó la voz—. ¡Sí!
—No creo en nada de todo esto —dijo Anders.
Después de todo, ¿qué era un átomo?

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—¡Sigue! —gritó la voz—. ¡Adelante!
¿Qué era un átomo? Un espacio vacío rodeado por un espacio vacío. ¡Absurdo!
—¡En ese caso todo es falso! —dijo Anders.
Y se encontró solo bajo las estrellas.
—¡Es cierto! —dijo la voz en su cerebro—. ¡Nada!
Pero ¿y las estrellas? ¿Cómo se podía creer en…?
Las estrellas desaparecieron. Anders estaba en una nada gris, en un vacío. A su
alrededor no había sino un gris informe.
¿Dónde estaba la voz?
Había desaparecido.
Anders percibió el engaño que ocultaba aquel gris. Este desapareció sin dejar
absolutamente nada tras de sí.
¿Dónde estaba él? ¿Qué significaba todo eso? La mente de Anders trató de
resolverlo.
Imposible. Eso no podía ser verdad.
El dato fue tabulado nuevamente, pero la mente de Anders no pudo aceptar el
total. En su desesperación, la mente sobrecargada borró las cifras, erradicó el
conocimiento y se eliminó también.
—¿Dónde estoy?
En la nada. Solo.
Atrapado.
—¿Quién soy?
Una voz.
La voz de Anders que buscaba en la nada.
—¿Hay alguien ahí? —gritó.
No hubo respuesta.
Pero había alguien. Todas las direcciones eran la misma cosa, pero si avanzaba
podía establecer contacto… La voz de Anders retrocedió hacia alguien que quizá
podría salvarlo.
—Sálvame —dijo la voz a Anders, quien estaba acostado en su cama,
completamente vestido; sólo le faltaban los zapatos y la corbata de lazo negro.

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LOS DEMONIOS

The Demons, 1953

Arthur Gammet caminaba por la Segunda Avenida. Era un lindo día primaveral, no
demasiado frío; lo bastante como para resultar vigorizante. Un día perfecto para
vender seguros. Bajó de la acera en la calle 9.
Y desapareció.
—¿Ha visto eso? —preguntó el ayudante del carnicero a su patrón.
Ambos estaban apoyados contra el frente del negocio mirando pasar la gente.
—¿Si vi qué cosa? —preguntó el carnicero, un hombre corpulento y de tez rojiza.
—Ese hombre del abrigo. Desapareció.
—¡Ajá! —dijo el carnicero—. Habrá girado por la 9, ¿y qué?
El ayudante no había visto que Arthur girara por la 9, ni a la derecha ni a la
izquierda, y tampoco lo había visto cruzar. Había desaparecido, estaba seguro. Pero
¿cómo insistir en eso? ¿Adónde va a parar uno si le dice al patrón que está
equivocado? Además, el tipo del abrigo podría haber girado por la 9, después de todo.
¿Por dónde, si no?
Pero Arthur Gammet ya no estaba en Nueva York. En verdad había desaparecido.
En algún sitio, no necesariamente sobre la Tierra, un ser llamado Nelsebú miraba
fijamente un pentágono. En el interior de la figura había algo que él no había
llamado. Nelsebú puso cara agria, tenía sobradas razones para sentirse enojado. Había
pasado años desenterrando fórmulas mágicas, experimentando con hierbas y esencias,
leyendo los mejores libros de hechicería y brujería. Había puesto sus conocimientos
en un gigantesco esfuerzo ¿y qué resultaba de eso? Aparecía un demonio que no tenía
nada que ver.
Naturalmente, cabían muchos errores. La mano cortada del cadáver… podía ser la
de un suicida, pues no se podía confiar ni en el mejor de los comerciantes. O quizá la
línea del pentágono estaba ligeramente ondulada; eso era muy importante. O tal vez
había cambiado el orden de las palabras que formaban el conjuro. Con que una sola
sílaba fuera entonada equivocadamente bastaba para provocar algo así.
De cualquier modo, la cosa ya no tenía remedio. Nelsebú apoyó un hombro
cubierto de escamas rojas contra la enorme botella que estaba a sus espaldas y se
rascó el otro con una uña similar a una daga. Como solía ocurrir cuando se sentía
perplejo, su cola espinosa se agitó con movimientos inseguros.
Al menos tenía un demonio, cualquiera que fuese.
Pero ese individuo que estaba en el interior del pentágono no se parecía a ningún
demonio convencional. Esos pliegues flojos de carne gris, por ejemplo… Bueno,
claro que los relatos históricos eran muy poco exactos. No importaba mucho a que

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especie de seres sobrenaturales pertenecía: tendría que servir. De eso estaba seguro.
Nelsebú acomodó sus pies provistos de cascos bajo el cuerpo y aguardó a que el
extraño hablara.

Arthur Gammet estaba demasiado aturdido como para hablar. En cierto momento
había estado caminando hacia la oficina de seguros, pensando en sus propios asuntos,
disfrutando del buen aire de comienzos de primavera. Al descender de la acera en la
Segunda Avenida y la calle 9… había aterrizado allí. ¿Dónde quedaba ese «allí»?
Inclinándose ligeramente logró ver, a través de la espesa niebla que llenaba el
cuarto, un inmenso monstruo cubierto de escamas rojas sentado en cuclillas. A su
lado había algo similar a una botella, pero de tres metros de altura. Aquel ser tenía
una cola espinosa con la que se estaba rascando la cabeza mientras clavaba en Arthur
sus ojillos de cerdo. Arthur trató de retroceder apresuradamente, pero no logró dar
más de un paso. Notó que estaba dentro de un área delimitada con tiza: algo le
impedía pasar por sobre las líneas blancas.
Al fin la criatura quebró el silencio, diciendo:
Ya ves, ahora te tengo en mi poder.
No eran ésas las palabras que pronunciara: los sonidos eran totalmente extraños.
Pero de algún modo Arthur comprendió el pensamiento que expresaban. No se
trataba de una transmisión telepática: más bien, era como si estuviera traduciendo un
idioma extranjero de modo automático y coloquial.
—Confieso que estoy bastante desilusionado —prosiguió Nelsebú, al ver que el
demonio capturado no respondía Todas nuestras leyendas dicen que los demonios son
seres horrendos, de cinco metros de altura; dicen que tienen alas y una cabeza
diminuta y un agujero en el pecho que arroja chorros de agua fría.
Arthur Gammet se quitó el abrigo y lo dejó caer a sus pies. Consideró vagamente
la idea de que los demonios pudieran eyectar chorros de agua fría, Ese cuarto era un
horno. Su traje gris se había convertido en una masa de tela arrugada empapada en
sudor.
Con ese pensamiento llegó la aceptación: aceptó la existencia de la criatura roja,
de las líneas de tiza que no podía atravesar, del cuarto caldeado… Todo.
En libros, revistas y películas había visto que cualquier hombre puesto en una
situación extraña suele decir: «Pellízquenme; debo estar soñando», o «¡Dios mío, esto
no puede ser: estoy loco o borracho!». Arthur no tenía la menor intención de decir
cosas tan absurdas como ésas. Por una parte, a aquella enorme criatura roja no le
gustaría mucho; por otra sabía que no estaba soñando, ni borracho ni loco. En su
vocabulario no había palabras adecuadas para expresarlo, pero él lo sabía. Un sueño
era una cosa, y ésta era otra totalmente distinta.

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—Las leyendas no dicen que los demonios puedan quitarse la piel —dijo Nelsebú,
pensativo, mientras contemplaba el abrigo caído a los pies de Arthur—. ¡Qué
interesante!
—Esto es un error —dijo Arthur, con firmeza.
La experiencia adquirida como agente de seguros le prestaba ahora gran utilidad.
Esta acostumbrado a tratar con toda clase de gente y a sortear todo tipo de situaciones
enrevesadas. Era evidente que esa criatura había tratado de atraer a un demonio.
Nadie tenía la culpa de que hubiese invocado a Arthur Gammet. El pobre parecía
estar bajo la impresión de que «él» era un demonio, y era necesario rectificar
inmediatamente ese error.
—Soy agente de seguros —dijo.
La criatura meneó su enorme cabeza cornamentada y agitó la cola de un lado a
otro, en señal de disgusto.
—Las funciones que cumplas en el otro mundo no me interesan en lo más
mínimo, —gruñó—. No me importa qué clase de demonio eres.
—Pero le digo que no soy un…
—¡No mientas! — aulló Nelsebú, —lanzándole una mirada iracunda desde una
esquina del pentágono—. Sé que eres un demonio. ¡Y quiero drasto!
—¿Drasto? No sé que…
—Ya conozco todas sus tretas demoníacas —dijo Nelsebú, calmándose con
visible dificultad—. Sé muy bien, y tú también lo sabes, que cuando se conjura un
demonio éste debe conceder un deseo. Te he conjurado y quiero drasto. Cinco mil
kilos de drasto.
—Drasto… —balbuceó Arthur, incómodo, desde el rincón más apartado del
monstruo y su peligrosa cola.
—Drasto, o vuto, o hakatinny, o sup-der-up. Todo es lo mismo.
Arthur Gammet comprendió que hablara de dinero. Aunque ese argot le era
desconocido, no había forma de confundir el sentido involucrado en esas palabras.
Sin duda alguna drasto era la moneda corriente en ese país.
—Cinco mil kilos no es mucho —dijo Nelsebú con una sonrisa taimada—. Para ti
no lo es. Deberías alegrarte de que yo no sea como esos tontos que piden la
inmortalidad.
Arthur se alegró.
—¿Y si no lo hago? —inquirió.
Una arruga en el ceño de Nelsebú reemplazó a la sonrisa.
—En ese caso me veré forzado a conjurarte nuevamente… dentro de la botella.
Arthur contempló la botella verde que se alzaba sobre la cabeza del monstruo. Era
ancha en la base opaca y se afinaba hasta el cuello delgado. Si aquel ente lograba
meterlo allí, jamás podría escapar por ese cuello. Si el ente lograba meterlo allí. Y

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Arthur no dudaba de que lo lograría.

Nelsebú volvió a sonreír con más ironía que nunca.


—Claro que no hay motivos para tomar medidas tan drásticas. No te costará
mucho conseguirme cinco mil kilos de buen sup-der-up. Con sólo un ademán de la
mano puedes hacerme rico.
Hizo una pausa y su sonrisa se tornó más zalamera.
—¿Sabes? —prosiguió—. Esto me ha llevado mucho tiempo. Leí muchos libros y
gasté un montón de «vuto».
De pronto su cola azotó el suelo como una bala que rebotara sobre granito.
—¡No trates de jugarme una mala pasada! —gritó.
Arthur descubrió que la fuerza de la tiza se extendía hacia arriba hasta donde él
podía alcanzar. Con mucha cautela se recostó contra la pared invisible y descubrió
que lo sostenía.
Cinco mil kilos de oro. Evidentemente, la criatura era algún mago. Dios sabía de
dónde. Tal vez de otro planeta. Había tratado de conjurar un demonio que le
concediera un deseo, y allí estaba él. Quería obtener algo por su mediación: de lo
contrario allí estaba la botella. Todo era irrazonable, pero Arthur Gammet comenzaba
a sospechar que la mayor parte de los magos eran irrazonables.
—Trataré de conseguirte el drasto —dijo Arthur, comprendiendo que debía decir
algo—. Pero para eso debo regresar al… ejem… submundo. No es cierto que se
pueda hacer con un ademán de la mano.
—Está bien —dijo el monstruo, con una mirada libidinosa—. Confiaré en ti. Pero
recuerda que puedo traerte de regreso cuando quiera, de modo que no trates de
escaparte. ¡Ah, me llamo Nelsebú!
—¿Tienes algo que ver con Belcebú? —preguntó Arthur.
—Era mi bisabuelo —replicó Nelsebú, echándole una mirada suspicaz—. Un
gran soldado. Lástima que…
Nelsebú se interrumpió bruscamente, lleno de cólera.
—¡Ustedes los demonios lo saben muy bien! ¡Vete! «¡Y trae ese drasto!».
Arthur Gammet volvió a desaparecer.

Se materializó en la esquina de la Segunda Avenida y la calle 9, donde desapareciera


anteriormente. El abrigo estaba a sus pies; tenía las ropas empapadas en sudor. Se
tambaleó un poco antes de recuperar el equilibrio, puesto que había estado recostado
contra el muro de energía en el momento en que Nelsebú lo enviara de regreso. Tras
recoger su abrigo volvió de prisa a su departamento. Por fortuna había poca gente
alrededor. Dos amas de casa dieron un respingo y se apartaron rápidamente. Un
caballero vestido con mucha elegancia parpadeó cuatro o cinco veces y dio un paso

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adelante como si quisiera preguntar algo; por último cambió de idea y se alejó
precipitadamente hacia la calle 8. El resto pareció no reparar en él o no preocuparse
en absoluto.
Ya en su departamento de dos ambientes, Arthur hizo un débil intento por
descartar todo aquello como si fuera un sueño. Falló lamentablemente, no tenía más
remedio que calcular sus posibilidades.
Tal vez pudiera conseguir el drasto, siempre que descubriera de qué se trataba.
Ese elemento de tanto valor para Nelsebú podía ser cualquier cosa. Plomo, quizás, o
hierro. Aun así sus escasos recursos quedarían exhaustos.
Podía acudir a la policía. Y lo encerrarían en un asilo. Estaba fuera de cuestión.
O no conseguir el drasto… y pasar el resto de sus días en una botella. También
estaba fuera de cuestión.
No le quedaba sino aguardar a que Nelsebú volviera a conjurarlo y averiguar qué
era el drasto. Quizá fuera tierra, tierra común; si Nelsebú podía conseguir transporte,
la obtendría en la granja de su tío en Nueva Jersey.

Arthur Gammet telefoneó a la oficina para comunicar que estaba enfermo y que
faltaría varios días. Después se preparó un bocadillo en la cocina, orgulloso de su
buen apetito. No cualquiera era capaz de enfrentar la grave posibilidad de verse
encerrado en una botella sin perder las ganas de comer. Limpió la cocina y se cambió
de ropas, poniéndose un traje ligero. Eran las cuatro y media de la tarde. Se tendió en
la cama y aguardó. A eso de las nueves y media desapareció.
Has vuelto a cambiar la piel —comentó Nelsebú—. ¿Dónde está el drasto?
Y caminó en torno al pentágono retorciendo ansiosamente el rabo.
—No lo tengo escondido tras la espalda —indicó Arthur, volviéndose a mirarlo
—. Necesito más información.
Y adoptó una pose indiferente, recostado contra las líneas invisibles que
irradiaban de la pared.
También necesito tu promesa de que me dejarás tranquilo una vez que te haya
conseguido eso.
—Por supuesto —respondió Nelsebú alegremente—. De cualquier modo, sólo
puedo pedir un deseo. ¿Sabes qué haré? Te ofreceré el gran juramento de Satanás.
Como sabes, lo compromete a uno para siempre.
—¿Satanás?
—Uno de nuestros primeros presidentes —dijo Nelsebú con aire de gran respeto
—. Mi bisabuelo Belcebú sirvió a sus órdenes. Por desgracia… ¡oh, bueno, tú ya
sabes todo eso!

Nelsebú pronunció el gran juramento de Satanás. Era en verdad impresionante.

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Mientras lo decía, las neblinas azules de la habitación se tiñeron de rojo en los bordes
y los contornos de la enorme botella se alteraron de un modo horripilante bajo la luz
difusa. Arthur sudaba a chorros aun con el traje de verano. Le habría venido bien ser
uno de esos demonios que exhalaban frío.
—Ya está —dijo Nelsebú, erguido en medio de la habitación, con la cola
enroscada en torno a la cintura.
En sus ojos había una mirada extraña, la mirada de quien recuerda glorias
pasadas. Comenzó a ir y venir frente al pentágono, arrastrando la cola.
—Ahora ¿qué clase de información quieres?
—Descríbeme ese drasto.
—Bueno, es suave, pesado…
Podía ser plomo.
—Y amarillo.
Oro.
—¡Hum! —dijo Arthur, contemplando la botella—. ¿No suele ser gris algunas
veces?
—No. Es siempre amarillo. A veces tiene un tinte rojizo.
Oro, sin lugar a dudas. Arthur contempló aquel monstruo escamado que iba y
venía con ansiedad apenas contenido. Cinco mil kilos de oro. Eso equivalía a… No,
no valía la pena hacer el cálculo. Imposible.
—Necesito algún tiempo —dijo—. Unos sesenta o setenta años. Oye, te llamaré
en cuanto…
Nelsebú le interrumpió con una rotunda carcajada. Por lo visto, Arthur acababa de
tocar su rudimentario sentido del humor, pues se apretaba las caderas, aullando de
risa.
—¡Sesenta o setenta años! —gritaba.
La botella se estremeció; hasta las líneas del pentágono parecieron ondular.
—¡Te daré sesenta o setenta minutos! ¡Si no, a la botella!
—Espera un momento —pidió Arthur desde el otro extremo del pentágono—.
Necesito un poco de… ¡Aguarda!
Acababa de ocurrírsele una idea; sin lugar a dudas, la mejor idea de su vida. Más
aún, era una idea propia.
—Necesito la fórmula exacta que empleaste para invocarme —dijo Arthur—.
Debo verificar que todo esté en orden con la oficina principal.
El monstruo, colérico, lo llenó de maldiciones. El aire se tornó negro y purpúreo;
la botella tintineó, vibrando en el tono de la, voz de Nelsebú; el cuarto entero pareció
hervir. Pero Arthur Gammet se mantuvo firme. Explicó pacientemente al monstruo,
siete u ocho veces, que no serviría de nada embotellarlo, puesto que así jamás se
reuniría con el oro. Sólo quería la fórmula, y eso no debía ser tan…
Al fin la consiguió.
—¡Y nada de tretas! —tronó Nelsebú, indicando la botella con manos y cola.

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Arthur asintió débilmente y reapareció en su propio cuarto.

Pasó los días siguientes en una frenética búsqueda por la ciudad de Nueva York.
Algunos de los ingredientes eran fáciles de encontrar, como la rama de muérdago y el
sulfuro. El musgo de cementerio resultó más complicado, al igual que el ala izquierda
de murciélago. En cambio otra cosa lo tuvo perplejo por algún tiempo: la mano
herida del hombre asesinado. Finalmente consiguió una en un negocio que se
especializaba en satisfacer los requerimientos de los estudiantes de medicina. El
comerciante le garantizó que la mano pertenecía al cuerpo de un hombre fallecido de
muerte violenta. Arthur sospechó que el hombre sólo trataba de seguirle el juego,
pero no podía hacer nada al respecto.
Entre otras cosas compró una botella grande. Resultó muy barata, para su
sorpresa. Vivir en Nueva York tenía sus compensaciones. Por lo visto, no había nada,
absolutamente nada que no se pudiera comprar.
Tres días después tenía ya todos los materiales necesarios. En la medianoche del
tercer día los acomodó en el suelo de su departamento. En la ventana brillaba la luz
de la luna; le faltaba un cuarto para ser luna llena, pero el conjuro no especificaba con
mucha claridad en que fase debía realizarse el hechizo. Todo parecía estar en orden.
Arthur dibujó el pentágono, encendió las velas, quemó el incienso y comenzó a
cantar. Suponía que siguiendo estrictamente las indicaciones podría conjurar a
Nelsebú. Entonces expresaría el deseo de que Nelsebú lo dejara en paz. Parecía
perfecto.
Mientras entonaba la fórmula se esparcieron por el cuarto las neblinas azules;
pronto vio que algo crecía en el centro del pentágono.
—¡Nelsebú! —gritó.
Pero no era Nelsebú.
En el pentágono había un ser de quince metros de altura; tuvo que encorvarse
hasta tocar casi el suelo con la cabeza a fin de caber en el departamento. Era algo
pavoroso, dotado de alas, con cabeza muy pequeña y un agujero en el pecho.
Arthur Gammet había conjurado a un demonio que no tenía nada que ver con
Nelsebú.
—¿Qué significa esto? —preguntó el demonio, lanzando un chorro de agua
helada por el pecho.
El agua golpeó contra las paredes invisibles del pentágono y cayó al suelo. Aquel
ademán debió ser mero reflejo, pues el cuarto de Arthur estaba fresco.
—Quiero que cumplas mi deseo —dijo Arthur.
El demonio era azul y delgado hasta lo increíble; sus alas eran sólo dos vestigios.
Golpearon una o dos veces contra la estructura ósea del demonio antes de que éste
contestara:
—No sé quién eres ni cómo me has traído aquí. Pero eres inteligente, sin lugar a

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dudas.
—Nada de charlas —replicó Arthur, nervioso, mientras se preguntaba cuánto
tardaría Nelsebú en volver a conjurarlo. Quiero cinco mil kilos de oro.
También se lo conoce como drasto, hakatinny o sup-der-up.
En cualquier momento podía encontrarse dentro de una botella.
—Bueno —dijo el demonio congelante—. Pareces estar bajo la errónea impresión
de que yo soy…
—Tienes veinticuatro horas.
—No soy rico —dijo el demonio—. Apenas un pequeño comerciante. Pero si me
das tiempo… trataré de conseguirlo.
—Si no, a la botella —dijo Arthur.
Al señalar la gran botella que había puesto en el rincón comprendió que jamás
podrían caber en ella los quince metros de demonio.
—La próxima vez que te conjure tendré una botella lo bastante grande como para
que quepas en ella —agregó— No sabía que eras tan alto.
—He oído contar que alguna gente desaparece —musitó el demonio—. Esto es lo
que pasa. El submundo. De cualquier modo, nadie me lo creería.
—Consígueme ese drasto —dijo Arthur—. ¡Vete!
El demonio congelante desapareció.
Arthur Gammet sabía que no podía permitirse más de veinticuatro horas, y aun
así era calcular las cosas con márgenes demasiado estrechos: ¿cómo saber cuando
decidiría Nelsebú que ya le había dado bastante tiempo? No había forma de adivinar
lo que haría aquel monstruo escamoso si se sentía desilusionado por tercera vez.
Hacia el final del día, Arthur se encontró aferrado a la rejilla de la calefacción. ¡De
poco le serviría cuando lo conjuraran otra vez! Pero era consolador tener algo firme
donde aferrarse.
Además, era una vergüenza haberse visto obligado a actuar así con el demonio
congelante. Era bien obvio que el demonio no era tal, así como tampoco Arthur lo
era. Bueno, jamás lo metería en la botella. Si Nelsebú no se mostraba satisfecho no
serviría de nada hacerlo.

Por último volvió a murmurar el encantamiento.


—Tendrás que ensanchar tu pentágono —dijo el demonio congelante,
incómodamente agachado—. No tengo lugar para…
—¡Vete! —dijo Arthur.
Borró febrilmente el pentágono y volvió a dibujarlo, empleando en esa
oportunidad toda el área de la habitación. Arrinconó la botella en la cocina (era la
misma botella, pues no había logrado encontrar una de quince metros) y se instaló en
el ropero. Entonces repitió la fórmula. Una vez más aquellas espesas neblinas azules
se retorcieron sobre él.

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—No te apresures —dijo el demonio congelante desde el interior del pentágono—.
Aún no tengo el sup-der-up. Se ha producido un embotellamiento, puedo explicártelo
todo.
Batió las alas para aventar las neblinas. Detrás de él había una botella de tres
metros de altura. En su interior, verde de rabia, estaba Nelsebú. Parecía gritar, pero la
botella taponada no dejaba oír sus gritos.
—Conseguí la fórmula en la biblioteca —dijo el demonio—. Casi me desmayo
cuando eso funcionó. Siempre he sido un comerciante testarudo, ¿sabes? No me
gustan estas cosas sobrenaturales. Pero hay que hacer frente a los hechos. De
cualquier modo, aquí tengo este demonio…
Señaló la botella con uno de sus flacos brazos y explicó:
—No quiere colaborar, así que lo embotellé. El demonio congelante recibió con
un suspiro la sonrisa de Arthur: era un alivio, aunque fuera momentáneo.
—Oye, no quiero que me embotelles —prosiguió el demonio congelante—.
Tengo mujer y tres hijos. Tú comprendes, con la depresión que hay en seguros y todo
eso, no podría conseguir cinco mil kilos de drasto ni con un ejército. Pero en cuanto
convenza a este demonio de que…
—No te preocupes por el drasto —dijo Arthur—. Llévate el demonio contigo y
mantenlo envasado. En la botella, por supuesto.
—Lo haré —dijo el agente de seguros de las alas azules—. Y con respecto al
drasto…
—Olvídate de eso —respondió Arthur calurosamente—. Después de todo los
agentes de seguro tenemos que apoyarnos mutuamente. ¿Te ocupas de hurtos e
incendios?
—Estoy más en la línea de accidentes —respondió el otro—. Pero te diré: he
estado pensando…
Nelsebú rabiaba y profería juramentos en el interior de la botella mientras los dos
agentes de seguros seguían analizando los pormenores de su profesión.

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EL ESPECIALISTA

Specialist, 1953

La tormenta de fotones surgió tras un banco de gigantescas estrellas rojas y se abatió


sobre la Nave sin previo aviso. Ojo tuvo apenas el tiempo de lanzar una advertencia a
través de Locutor; un segundo después la tenían encima.
Aquel era el tercer viaje de Locutor por el espacio profundo; por primera vez se
veía frente a una tormenta de baja presión. La nave guiñó violentamente, captando
toda la fuerza del frente y carenó de punta a punta. Locutor sintió una súbita punzada
de pánico, que en seguida cedió su sitio a una fuerte excitación. ¿Por qué había de
tener miedo? ¿Acaso no estaba entrenado para esa clase de emergencia?
La tormenta había interrumpido bruscamente su conversación con Alimentador.
Era de esperar que el joven estuviera bien; aquella era la primera vez que viajaba por
el espacio profundo.
El cuerpo de Locutor estaba compuesto casi enteramente por filamentos similares
a alambres que se extendían a través de toda la Nave. Se apresuró a retirarlos todos,
con excepción de los que lo vinculaban con Ojo, Motor y con las Paredes. En eso
consistía estrictamente su trabajo en esos momentos. El resto de la tripulación tendría
que componérselas por propia cuenta hasta que la tormenta hubiese pasado.
Ojo había aplanado su cuerpo de disco contra una Pared; uno de sus órganos
visuales estaba extendido fuera de la Nave. Para mayor concentración mantenía el
restó de sus órganos apretados contra el cuerpo.
A través de ese órgano Locutor pudo apreciar la tormenta. Convirtió la imagen
puramente visual de Ojo en una indicación para Motor, que hizo girar la nave para
enfrentar las olas. Al mismo tiempo, Locutor tradujo esa indicación en velocidad para
información de las Paredes, y éstas cobraron rigidez para afrontar el impacto.
La coordinación era rápida y segura: Ojo medía las ondas, Locutor entregaba los
mensajes a Motor y a las Paredes, Motor dirigía la nariz de la nave contra las olas y
las Paredes se preparaban para resistir el choque.
Locutor olvidó cualquier temor que hubiese podido abrigar con respecto al veloz
funcionamiento en equipo. No tenía tiempo para pensar. Como sistema comunicador
de la Nave debía traducir y emitir sus mensajes con la máxima celeridad,
coordinando las informaciones y dirigiendo las maniobras.
La tormenta pasó en pocos minutos.
—Bien —dijo Locutor—. Veamos si se ha producido algún daño.
Enderezó sus filamentos, que se habían enredado, y los extendió por toda la Nave,
conectando cada uno a su circuito.
—¿Motor?

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—Estoy perfectamente —contestó Motor.
Aquel vigoroso compañero había humedecido sus planchas mientras duró la
tormenta, reduciendo las explosiones atómicas en su vientre. No había tormenta
capaz de atrapar desprevenido a un espacionauta tan experimentado como él.
—¿Paredes?
Eso llevó mucho más tiempo, pues las Paredes debían reportarse una a una y eran
casi un millar. Se trataba de seres rectangulares y delgados que constituían todo el
pellejo de la Nave. Durante la tormenta habían reforzado sus bordes, aumentando la
resistencia del vehículo. Sin embargo una o dos estaban gravemente afectadas.
Doctor anunció que estaba bien. Se quitó los filamentos de la cabeza, retirándose
del circuito, y pasó a reparar las Paredes en mal estado. Estaba compuesto casi
enteramente por manos, y había soportado las sacudidas aferrado a un Acumulador.
—Será mejor que nos demos prisa —dijo Locutor.
Acababa de recordar que aún no sabía dónde estaban.
Abrió el circuito de los cuatro Acumuladores y preguntó:
—¿Cómo están ustedes?
No hubo respuesta. Los Acumuladores dormían. La tormenta los había
sorprendido con los receptores abiertos y estaban ahora hinchados de energía.
Locutor retrocedió sus filamentos en tomo a ellos, pero no se movieron.
—Permíteme —dijo Alimentador.
Alimentador las había pasado bastante mal hasta que logró adherir sus tazas de
succión a una Pared, pero mantenía intacta la confianza en sí mismo. Era el único
miembro de la tripulación que nunca necesitaba de Doctor, pues su cuerpo era muy
capaz de repararse completamente por propia cuenta.
Avanzó hacia los Acumuladores corriendo sobre diez o doce tentáculos y dio un
puntapié al que tenía más cerca. La gran unidad de almacenaje abrió un ojo y volvió a
cerrarlo. Alimentador volvió a patearlo sin obtener respuesta. Asió la válvula de
seguridad del Acumulador y dejó escapar un poco de energía.
—Deja —dijo el Acumulador.
—Despierta y repórtate —le indicó Locutor.
Los Acumuladores, malhumorados, dijeron que estaban bien, como cualquier
tonto podía ver. Se habían anclado al suelo durante la tormenta.
El resto de la inspección se realizó con celeridad. Pensante estaba muy bien, y
Ojo había quedado extasiado ante la belleza de la tormenta. Había sólo una desgracia
que lamentar: Pujante había muerto.
Puesto que era bípedo no tenía la estabilidad de los otros tripulantes. La tormenta
lo había atrapado de pie en el medio de la nave, arrojándolo contra una Pared
endurecida; tenía rotos varios huesos importantes. Doctor no podría repararlo.
Por un instante, todos guardaron silencio. La muerte de cualquier componente era
cosa seria en la Nave. Esta era una unidad de cooperación que consistía pura y
exclusivamente en la Tripulación. La pérdida de cualquier miembro era una grave

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pérdida para el resto.
La situación era desesperada. Acababan de entregar una carga en un puerto
situado varios miles de años luz con respecto al Centro Galáctico. No había modo de
averiguar dónde estaban.
Ojo trepó a una pared y extendió hacia el exterior un órgano visual. Las Paredes
lo dejaron pasar y se cerraron en tomo a él. El órgano de Ojo se estiró cuanto pudo y
le permitió contemplar toda la esfera estelar. La imagen viajó a través de Locutor
hasta Pensante.
Pensante era una gran gota protoplasmática informe, situada en un rincón del
cuarto. En su interior atesoraba los recuerdos de todos sus antepasados espacionautas.
Analice la imagen, la comparó rápidamente con las que tenía acumuladas en sus
células y dijo:
—No hay planetas galácticos al alcance.
Locutor lo tradujo automáticamente a los demás. Era lo que temían.
Ojo, con la ayuda de Pensante, calculó que se habían alejado varios cientos de
años luz con respecto a su curso, en la periferia galáctica. Todos los miembros de la
tripulación sa bían lo que eso significaba. Sin un Pujante que aumentara la velocidad
de la nave hasta superar con mucho la de la luz, no les sería posible volver al lugar de
origen. El viaje de regreso sin Pujante duraría más que el promedio de sus vidas.
—¿Qué sugieres? —preguntó Locutor a Pensante.
Era una pregunta demasiado vaga para la mente literal de Pensante; éste pidió que
la formulara nuevamente.
—¿Cuál es la mejor forma de llegar a un planeta galáctico?
Pensante requirió varios minutos para estudiar todas las posibilidades acumuladas
en sus células. Mientras tanto Doctor había emparchado las Paredes y pedía que le
dieran algo de comer.
—Comeremos dentro de un rato —dijo Locutor, retorciendo nerviosamente sus
zarcillos.
Aunque era uno de los más jóvenes entre la tripulación (sólo Alimentador era
menor que él), la responsabilidad recaía sobre todo en su persona. Pero aquella era
una emergencia: debía coordinar la información y dirigir las decisiones.
Una de las Paredes propuso que todos se emborracharan. Esta solución tan poco
realista, fue vetada de inmediato. Era típico de las Paredes, buenas trabajadoras y
excelentes compañeras, pero gente muy despreocupada. Probablemente, en cuanto
llegaran a sus planetas de origen gastarían todo lo ganado en una juerga.
—La pérdida de Pujante impide a la Nave alcanzar velocidades mayores que la de
la luz —comenzó Pensante, sin más preámbulos— El próximo planeta galáctico está
a cuatrocientos cinco años luz.
Locutor tradujo todo esto instantáneamente a través de su cuerpo ondulante.
—Se puede optar por dos cursos de acción. En primer lugar, la Nave puede llegar
hasta el planeta galáctico más próximo mediante la energía atómica de Motor. Eso

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demandará aproximadamente doscientos años. Motor tal vez sobreviva durante ese
tiempo, pero no el resto de la tripulación. En segundo lugar: se puede localizar un
planeta primitivo en esta región sobre el que haya Pujantes en potencia. Encuentren
uno y entrénenlo. Hagan que empuje la nave de regreso hasta el territorio galáctico.
Pensante calló: había dado todas las posibilidades que encontrara entre los
recuerdos de sus antecesores.
Tras una rápida votación se decidieron por la segunda alternativa. En realidad, no
cabía otra elección. Era la única que ofrecía esperanzas de volver a los planetas de
origen.
—Está bien —dijo Locutor—. Comamos. Creo que nos lo hemos ganado.
Pusieron el cuerpo del Pujante muerto en las fauces de Motor, que lo consumió de
inmediato, convirtiendo los átomos en energía. Motor era el único miembro de la
Tripulación que vivía de la energía atómica.
Para proveer al resto, Alimentador corrió a cargarse del Acumulador más cercano.
Después transformó ese alimento en las substancias que consumía cada miembro de
la Tripulación. La química de su organismo cambió, alteró, adaptó las distintas
comidas.
Ojo vivía sólo de un complejo clorofílico. Alimentador lo reprodujo para él.
Después fue a proporcionar a Locutor sus hidrocarburos y a las Paredes su
compuesto de cloro. Para Doctor preparó un facsímil de la fruta silicatada que crecía
en su planeta natal.
Al fin todos estuvieron alimentados y la Nave en orden. Los Acumuladores, en un
rincón, volvieron a dormir como benditos. Ojo extendió su visión tanto como pudo y
colocó su órgano principal en recepción telescópica de alto poder. Aun en esa
emergencia no resistió la tentación de hacer versos. Anunció que estaba preparando
un nuevo poema narrativo llamado «Resplandor periférico». Como nadie quisiera
escucharlo, Ojo lo suministró a Pensante, que lo archivaba todo, bueno o malo, cierto
o erróneo.
Motor jamás dormía. Lleno hasta los bordes con la energía de Pujante, lanzó la
Nave a una velocidad bastante superior a la de la luz.
Mientras tanto, las Paredes discutían entre sí, tratando de establecer quién había
sido la más borracha en el momento de la partida.
Locutor decidió ponerse cómodo. Soltó su conexión con las Paredes y se balanceó
en el aire, con el pequeño cuerpo redondo suspendido por la red de filamentos. Pensó
un momento en Pujante. Era extraño: había sido el amigo de todos, pero ya estaba
olvidado. Eso no se debía a la indiferencia, sino a que la Nave era una unidad.
Siempre se lamentaba la pérdida de un miembro, pero lo importante era que la unidad
siguiera adelante.
La Nave corrió por entre los soles de la periferia. Pensante estableció una espiral
de búsqueda, calculando las posibilidades de encontrar un planeta de Pujantes: eran
aproximadamente de cuatro contra una.

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Una semana después hallaron un planeta de Paredes primitivas. Al descender
pudieron ver a aquellos seres pellejudos y rectangulares tendidos al sol, trepando por
las rocas o afinándose para flotar en la brisa. Todas las paredes de la Nave suspiraron
de nostalgia. Aquello era como estar en casa.
Las paredes de ese planeta no habían sido aún visitadas por un equipo galáctico y
no tenían conciencia de su gran destino: unirse a la vasta cooperación de la galaxia.
En aquella espiral pasaron junto a muchos planetas ya muertos y junto a otros
demasiado jóvenes como para albergar vida. Encontraron un planeta de Locutores
que habían extendido sus redes de comunicación a través de medio continente.
Locutor los contempló ansioso por medio de Ojo.
Invadido por una oleada de autocompasión, recordó su casa, su familia, sus
amigos. Pensó en el árbol que compraría cuando estuviera de regreso. Por un
momento llegó a preguntarse qué hacía allí formando parte de una Nave, en algún
lejano rincón de la galaxia. Se sacudió la nostalgia: había que encontrar un planeta de
Pujantes, y lo conseguirían si buscaban durante el tiempo suficiente. Al menos así lo
esperaba.
Al pasar la Nave por la periferia inexplorada, fueron descubriendo una larga serie
de planetas áridos. Después pasaron por un mundo lleno de Motores primitivos que
nadaban en un océano radiactivo.
—Este territorio es muy rico —dijo Alimentador, dirigiéndose a Locutor—. La
Galáctica debería enviar una comisión de Contacto.
—Tal vez lo hagan cuando volvamos.
Ambos eran buenos amigos, más allá de la amistad que unía en general a todos
los miembros de la Tripulación. No se debía tan sólo a la similitud de edades, aunque
eso tenía algo que ver en el asunto. Pero existía otra vinculación, debida al parecido
entre sus funciones. Locutor traducía distintos idiomas; Alimentador Transformaba
alimentos. Además había entre ellos alguna semejanza: Locutor era un cuerpo central
del que irradiaban filamentos; Alimentador era un cuerpo central del que irradiaban
tentáculos.
Locutor pensaba que Alimentador era el ser más consciente de la Nave, si se
excluía a sí mismo. En realidad, no lograba entender por completo cómo elaboraban
los otros sus procesos de conciencia.
Más soles, más planetas. Motor comenzó a recalentarse. Por lo común no operaba
sino durante el despegue y el aterrizaje, o cuando era necesario efectuar maniobras
delicadas en un grupo planetario. Ahora llevaba semanas funcionando sin cesar, en
ocasiones a velocidades mayores que la de la luz. El esfuerzo comenzaba a afectarle
seriamente.
Alimentador, con la ayuda de Doctor, improvisó para él un sistema de
refrigeración; era muy elemental, pero tendría que servir. También recompuso átomo
de nitrógeno, oxígeno e hidrógeno para componer un líquido refrigerante.
Doctor diagnosticó un largo descanso para Motor; djjo que aquel valeroso

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compañero no podría soportar el esfuerzo por más de una semana.
A medida que la búsqueda continuaba, el espíritu de la Tripulación decaía
gradualmente. Todos sabían bien que los Pujantes eran raros en la galaxia,
comparados con los Motores y las Paredes, tan fértiles.
Estas últimas comenzaban a presentar multitud de perforaciones debido al polvo
interestelar, y se quejaban diciendo que necesitarían un tratamiento de belleza
completo al volver a su planeta de origen. Locutor les aseguró que la compañía se los
pagaría enteramente.
Descendieron hacia otro planeta y proporcionaron sus características a Pensante,
que las meditó largamente. Una vez que estuvieron más cerca pudieron distinguir las
formas.
¡Pujantes, Pujantes primitivos!
Regresaron al espacio a toda prisa para elaborar sus planes. Alimentador fabricó
veintitrés intoxicantes distintos para celebrar el hallazgo. Después de eso la Nave
estuvo fuera de funcionamiento durante tres días.
—¿Estamos todos listos ya? —preguntó Locutor con voz algo gangosa.
La resaca le hacía perder todos los extremos neurálgicos. ¡Qué borrachera había
atrapado! Tenía una vaga noción de haber abrazado a Motor, invitándolo a compartir
su árbol cuando volvieran a casa. La idea lo hizo estremecer.
También el resto de la Tripulación acusaba los efectos del festejo. Las Paredes
dejaban filtrar el aire, demasiado inseguras como para sellar debidamente los bordes.
Doctor estaba sin conocimiento.
Pero Alimentador era el más afectado. Puesto que su sistema podía adaptarse a
cualquier tipo de combustible con excepción de la energía atómica, había probado
todas sus mezclas, ya fuera iodo sin balancear, oxígeno puro o éter sobrecargado. Su
estado era miserable. Los tentáculos, normalmente transparentes, se veían ahora
surcados por líneas anaranjadas. Su organismo trabajaba furiosamente para purgarse
de todo eso, y Alimentador padecía los efectos de la purga.
Los únicos sobrios eran Pensante y Motor. Pensante no bebía, cosa poco usual en
un espacionauta; Motor, por su parte, no podía.
Pensante enumeró ante sus compañeros varios hechos sorprendentes. Según las
imágenes recogidas por Ojo, había detectado la presencia de construcciones
metálicas. Por lo tanto, adelantó la alarmante sugerencia de que aquellos Pujantes
habían construido una civilización mecánica.
—Es imposible —dijeron tres de las Paredes.
La mayor parte de la tripulación se inclinaba a darles la razón. No conocían más
metal que el sepultado en el suelo o el de las chatarras oxidadas y sin valor.
—¿Quieres decir que hacen las cosas en metal? —preguntó Locutor—. ¿Con
metal puro y muerto? ¿Qué se puede hacer con eso?
—No se podría hacer nada —dijo Alimentador con firmeza—. Todo se rompería
constantemente, porque el metal no sabe cuándo empieza a debilitarse.

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Pero parecía ser la verdad. Ojo amplió sus imágenes y todos pudieron ver que los
Pujantes habían construido grandes refugios, vehículos y diferentes artículos con
materia inanimada. La causa no estaba a la vista, pero no era buena señal. Sin
embargo habían logrado lo más difícil: localizar un planeta de Pujantes. Sólo restaba
la tarea relativamente fácil de convencer a uno de ellos.
No podía ser demasiado difícil. Talker sabía que la cooperación era la piedra
angular de la galaxia, aun entre los pueblos primitivos.
La Tripulación decidió no descender en una región poblada. No había por qué
temer un mal recibimiento, pero el ponerse en contacto con su civilización era tarea
de un equipo de Contacto. Por su parte, sólo deseaban convencer a un individuo. Por
lo tanto escogieron una zona escasamente poblada y descendieron hacia ella mientras
esa parte del planeta estaba en sombras.
Casi de inmediato localizaron a un Pujante solitario. Ojo adaptó su visión para
hacerla efectiva en la oscuridad; todos ellos observaron los movimientos del nativo.
Tras un rato lo vieron acostarse junto a una pequeña fogata. Pensante les indicó que
era un hábito muy común entre los Pujantes en el momento del descanso.
Antes de que amaneciera las Paredes se abrieron; Alimentador, Locutor y Doctor
salieron de la Nave. Alimentador se adelantó rápidamente y palmeó la criatura en el
hombro. Locutor le siguió con un filamento de comunicaciones.
El Pujante abrió sus órganos visuales, los cerró y volvió a abrir repetidas veces e
hizo un movimiento con el órgano de comer. Por último se levantó de un salto y echó
a correr.
Los tres miembros de la Tripulación quedaron atónitos: ¡el Pujante no había
esperado siquiera a que le explicaran sus intenciones! Locutor se apresuró a extender
un filamento y atrajo al Pujante por un miembro antes de que se alejara más de
quince metros. El nativo cayó.
—Trátalo con suavidad —dijo Alimentador—. Tal vez le asuste nuestro aspecto.
Los zarcillos de Locutor se retorcieron ante esa idea: precisamente un Pujante
(uno de los seres más extraños de la galaxia, lleno de órganos distintos), se asustaba
del aspecto ajeno.
Alimentador y Doctor avanzaron hasta el Pujante caído y lo levantaron para
llevarlo a la Nave.
Las Paredes volvieron a sellarse. Soltaron al Pujante y se prepararon para hablar
con él.
En cuanto estuvo libre, el nativo se irguió sobre sus miembros y corrió hacia el
sitio donde las paredes se habían cerrado. Golpeó frenéticamente contra ellas, el
órgano de comer totalmente abierto y vibrante.
—Basta —dijo la Pared.
Se curvó bruscamente y el Pujante rodó al suelo. Un instante después había vuelto
a levantarse y se lanzaba hacia adelante.
Deténganlo —dijo Locutor—. Puede lastimarse.

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Uno de los Acumuladores despertó a tiempo para rodar entre los pies del Pujante.
Este cayó, volvió a levantarse y siguió corriendo.
Locutor había extendido sus filamentos hasta la parte frontal de la Nave y lo
atrapó en la proa. El Pujante comenzó a tironearle de los zarcillos, y aquél se vio
forzado a soltarlo bruscamente.
—¡Conéctalo al sistema de comunicación! —gritó Alimentador—. ¡Tal vez
podamos razonar con él!
Locutor adelantó un filamento hacia la cabeza del Pujante y lo balanceó en el
gesto universal de la comunicación. Pero Pujante prosiguió con su inexplicable
conducta, esquivándolo sin cesar. Tenía en la mano un trozo de metal, y lo agitaba
frenéticamente.
—¿Qué pretende hacer? —preguntó Alimentador.
El Pujante comenzó a atacar un costado de la Nave, golpeando una de las
Paredes. Esta se endureció instintivamente y el metal se partió.
—Déjenlo solo —dijo Locutor—. Denle una oportunidad de calmarse.
Consultó con Pensante, pero éste no pudo aconsejarle qué hacer con aquel
Pujante. No aceptaba la menor comunicación. Cada vez que Locutor extendía un
Filamento mostraba todos los síntomas del pánico. Se produjo una pausa.
Alguien propuso buscar otro Pujante en ese mismo planeta, pero Pensante vetó el
proyecto. Según su opinión, la conducta de ese Pujante era típica, y nada ganarían
con establecer nuevos contactos. Además, se suponía que sólo los Equipos de
Contacto podían establecer contacto con un planeta. Si no lograban comunicarse con
ese Pujante, jamás podrían hacerlo con otro.
Creo que ya sé en qué consiste el problema —dijo Ojo, trepándose a un
Acumulador—. Estos Pujantes han desarrollado una civilización mecánica. Pensemos
en cómo lo hicieron. Adquirieron el uso de sus dedos, como Doctor, para dar forma al
metal. Emplearon sus órganos visuales, como yo. Y tal vez muchísimos otros
órganos.
Hizo una pausa teatral y concluyó:
—¡Estos Pujantes carecen de especialidad!
Discutieron el tema durante varias horas. Las Paredes sostenían que no había
criatura inteligente que no se especializara. Tales casos eran desconocidos en la
galaxia. Pero las pruebas estaban ante ellos: las ciudades de los Pujantes, sus
vehículos… Aquel individuo, por ejemplo, parecía capaz de muchas cosas. ¡Era
capaz de hacerlo todo, menos Pujar!
Pensante proporcionó una explicación parcial:
—Este no es un planeta primitivo. Es bastante parcial; hace milenios que debería
haberse unido a la Cooperación. Como no fue así, los Pujantes que lo habitaban han
sido privados de su derecho natural. Su habilidad, su especialidad, era Pujar, pero no
había qué impulsar. Y así han desarrollado una cultura desviada, anormal. Cómo es
esa cultura, sólo podemos suponerlo. Pero sobre la base de la evidencia hay razones

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para creer que estos Pujantes… no están dispuestos a cooperar.
Pensante tenía el hábito de expresar las afirmaciones más pasmosas en el tono
más apacible.
—Es muy posible —prosiguió, inexorable— que estos Pujantes no quieran saber
nada de nosotros. En ese caso, nuestras posibilidades de encontrar otro planeta de
Pujantes son de una contra 283.
—Pero no estamos seguros de que no querrá cooperar —dijo Locutor—; antes
debemos establecer una comunicación.
Parece imposible que la criatura inteligente no cooperase.
—Pero ¿cómo hacerlo? —preguntó Alimentador.
Escogieron un curso de acción. Doctor se aproximó lentamente al Pujante, que
retrocedió ante él. Mientras tanto, Locutor extendió un filamento por el exterior de la
Nave, la circundó por completo y volvió a introducirlo por detrás del Pujante.
Este retrocedió contra una Pared, y Locutor lanzó el filamento a través de su
cabeza, hasta el centro de comunicaciones situado en el medio del cerebro.
El Pujante perdió el sentido.

Cuando volvió en sí Alimentador y Doctor se vieron forzados a sujetarle los


miembros para que no rompiera la línea de comunicación. Locutor puso en juego
toda su habilidad para aprender su idioma.
No era demasiado difícil. Todos los idiomas de los Pujantes provenían de la
misma raíz, y aquél no era una excepción. Pudo captar los suficientes pensamientos
como para formarse un esquema. Trató entonces de comunicarse con el sujeto.
El Pujante guardaba silencio.
—Creo que necesita comida —dijo Alimentador.
Recordaron entonces que el nativo llevaba casi dos días a bordo. Alimentador
preparó un poco de lo que habitualmente consumían los Pujantes y se lo ofreció.
—¡Dios mío! ¡Un bistec! —exclamó el Pujante.
La Tripulación lanzó gritos de entusiasmo a través de los circuitos de Locutor. ¡El
Pujante había pronunciado las primeras palabras!
Locutor examinó las palabras y rebuscó en su memoria. Conocía unos doscientos
idiomas Pujantes y muchas variantes simples. Descubrió entonces que aquel ejemplar
hablaba una mezcla de otros dos idiomas.
Una vez que el nativo se hubo alimentado echó una mirada a su alrededor.
Locutor captó sus pensamientos y los transmitió a la Tripulación. El Pujante se estaba
formando un extraño concepto de la Nave; la veía como si fuera una brillante
exhibición de colores. Las paredes ondulaban. Frente a él había algo similar a una
araña gigantesca en color negro y verde; su tela se extendía por toda la nave y entraba
en la cabeza de las demás criaturas. Ojo le pareció un animal extraño y desnudo, una
mezcla de conejo desollado y yema de huevo…

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Locutor estudió fascinado la perspectiva que la mente del Pujante abría para él.
Nunca había visto las cosas de ese modo, pero ahora que el Pujante se lo señalaba,
Ojo era en verdad una criatura de aspecto singular.
Todos se pusieron en comunicación.
—¿Quién diablos son ustedes? —preguntó el Pujante, mucho más calmo de lo
que había estado en los últimos dos días—. ¿Por qué me atraparon? ¿Es que he
perdido la chaveta?
—No —dijo Locutor—, no estás demente. Somos una nave de tráfico galáctico.
Una tormenta nos desvió de la ruta, y nuestro Pujante murió.
—Bueno, ¿y todo eso qué tiene que ver conmigo?
—Nos gustaría que te unieras a nuestra tripulación convirtiéndote en nuestro
nuevo Pujante.
Una vez que le hubieron explicado la situación, el nativo lo meditó seriamente.
Locutor pudo percibir el conflicto que encerraban esos pensamientos. No había
decidido aún si esa situación era real o no. Al fin decidió que no estaba loco.
—Oigan, muchachos —dijo—, no sé quiénes son ustedes ni qué sentido tiene
esto. Tengo que salir de aquí. Estoy con permiso, y si no vuelvo pronto el Ejército de
los EE. UU. va a hacer averiguaciones.
Locutor pidió al Pujante que le diera más información con respecto a la palabra
«ejército» y se la suministró a Pensante. La deducción de éste fue:
—Estos Pujantes se traban en combates personales.
—Pero ¿por qué? —preguntó Locutor.
Entristecido, admitió para sí que Pensante parecía tener razón: el nativo no se
mostraba muy dispuesto a cooperar.
—Me gustaría ayudarles —dijo Pujante—, pero no sé de dónde sacaron la idea de
que yo podría empujar una cosa de este tamaño. Se necesitaría toda una división de
tanques sólo para moverlo.
—¿Apruebas esas guerras? —preguntó Locutor, basándose en una sugerencia de
Pensante.
—A nadie le gusta la guerra; por lo menos entre los que debemos enfrentar la
muerte.
—En ese caso, ¿por qué luchas?
El Pujante hizo un gesto con su órgano de comer; Ojo lo recogió y lo envió a
Pensante.
—Se trata de matar o morir —dijo el individuo—. Ustedes saben qué es la guerra,
¿verdad?
—No tenemos guerras —dijo Locutor.
—¡Qué suerte! —exclamó el Pujante con amargura—. Nosotros sí. A montones.
—Por supuesto —dijo Locutor, mientras recibía la explicación completa por parte
de Pensante—. ¿Te gustaría ponerles fin?
—Garó que sí.

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—Ven con nosotros. Sé nuestro Pujante.
El Pujante se levantó para dirigirse a uno de los acumuladores. Se sentó sobre él y
dobló las puntas de sus miembros superiores.
—¿Cómo demonios voy a ponerles fin?, preguntó. —Aunque me presentara ante
los mandamases y les dijera…
—No hace falta —dijo Locutor—, sólo tienes que venir con nosotros. Empújanos
hasta la base. La Galáctica enviará un Equipo de Contacto hasta tu planeta, y él se
encargará de acabar con las guerras.
—¿Qué diablos dicen? Están varados aquí, ¿eh? Mejor. Así ningún monstruo va a
apoderarse de la Tierra.
Locutor, confundido, trató de entender ese razonamiento. ¿Acaso había dicho
algo equivocado? ¿Era posible que el Pujante no le comprendiera?
—¿No querías terminar con las guerras? —preguntó.
—Claro que sí. Pero no quiero que nadie nos obligue a hacerlo. Yo no soy ningún
traidor. Prefiero ir a la guerra.
—Nadie los obligará a nada… Ustedes dejarán de guerrear porque ya no habrá
necesidad de hacerlo.
—¿Saben ustedes por qué guerreamos?
Es obvio.
—¿Sí? ¿Qué explicación dan ustedes?
—Ustedes, los Pujantes de este planeta, han sido separados de la corriente
principal de la galaxia. Tienen una especialidad: pujar; pero no tienen nada sobre lo
cual aplicarla. Por lo tanto, no hay trabajo verdadero para ustedes. Juegan con las
cosas: con el metal y los objetos inanimados, pero no hallan en eso satisfacción real.
Privados de la auténtica vocación, luchan entre si debido a la mera frustración que
experimentan. Una vez que ustedes encuentren su puesto dentro de la Cooperación
galáctica, —y te aseguro que es un puesto importante—, las guerras cesarán. ¿Por
qué pelear, que es una ocupación tan poco natural, cuando se puede Pujar? También
terminará la civilización mecánica, puesto que ya no será necesaria.
El Pujante meneó la cabeza; Locutor adivinó que era un gesto de confusión.
—¿Qué es eso de Pujar? —preguntó.
Locutor se lo explicó lo mejor que pudo. Puesto que ese trabajo estaba fuera de su
radio de acción tenía sólo una idea general de lo que hacían los Pujantes.
—¿Quieres decir que eso es lo que todo terráqueo debería estar haciendo?
—Naturalmente —replicó Locutor—. Es su gran especialidad.
El Pujante meditó durante varios minutos.
—Creo que ustedes necesitan un físico, un vidente o algo así. Yo no podría hacer
nada de eso. Soy arquitecto y… Además… Bueno, es bastante difícil de explicar.
Pero Locutor había captado ya la objeción de Pujante. Había visto una Pujante
hembra en sus pensamientos. No: dos, tres. Y captó también la sensación de soledad
y desarraigo. El Pujante estaba lleno de dudas. Tenía miedo.

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—Cuando lleguemos a la Galáctica —dijo Locutor, confiando en que era la mejor
respuesta— te encontrarás con otros Pujantes. Y Pujantes hembras, también. Todos
ustedes, los Pujantes, tienen el mismo aspecto. Podrás hacer amistad con ellos. Y en
cuanto al tiempo que pases en la Nave… la soledad no existe. Aún no comprendes la
Cooperación. Nadie está solo en Cooperación.
Pero el Pujante aún estaba asimilando la idea de que había otros como él. Locutor
no entendía por qué eso le sorprendía tanto. La galaxia estaba llena de Pujantes,
Alimentadores, Locutores y muchas otras especies multiplicadas sin fin.
—No puedo creer en que alguien pueda poner fin a la guerra. ¿Cómo sabré que
ustedes no mienten?
Locutor sintió algo así como un golpe en el centro del cuerpo. Pensante tenía
razón al decir que esos Pujantes no cooperarían. Ese parecía el fin de la carrera de
Locutor; él y el resto de la Tripulación pasarían el resto de la vida en el espacio
debido a la estupidez de un puñado de Pujantes.
Aun mientras así pensaba, Locutor sentía pena por el Pujante. Debía ser terrible
estar lleno de dudas, vacilar siempre, no creer en nadie. Si esa raza no hallaba su
puesto en la galaxia acabarían por exterminarse. Hacía tiempo que necesitaban unirse
a la Cooperación.
—¿Qué puedo hacer para convencerte? —preguntó.
En su desesperación abrió todos los circuitos al Pujante. Le permitió ver la
gruñona bonhomía de Motor, la despreocupación de las Paredes, el temperamento
poético de Ojo y la confianza en sí mismo de Alimentador. Abrió su propia mente y
ofreció al Pujante una imagen de su planeta natal, de su familia, del árbol que deseaba
comprar al regreso. Las imágenes contaron la historia de cada uno, de diferentes
planetas que representaban distintas éticas unidas por un lazo común: la Cooperación
Galáctica.
El Pujante contemplaba todo en silencio.
Un rato después meneó la cabeza. El pensamiento que acompañó a ese ademán
fue incierto: débil, pero negativo.
Entonces Locutor indicó a las Paredes que se abrieran. Así lo hicieron. El Pujante
las miró sorprendido.
—Puedes marcharte —dijo Locutor—. Quítate la línea de comunicación y vé, si
quieres.
—¿Qué harán ustedes?
—Buscaremos otro planeta de Pujantes.
—¿Dónde? ¿En Marte, en Venus?
—No lo sabemos. Sólo nos resta esperar que haya otro en esta región.
El Pujante miró hacia la abertura. Después se volvió hacia la tripulación.
Vacilaba. El rostro se le contrajo en una mueca de indecisión.
—¿Es verdad cuanto ustedes me han mostrado?
No hacía falta respuesta.

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—Está bien —dijo el Pujante, de pronto—. Iré. Soy un idiota, pero iré. Si esto es
como ustedes dicen… ¡Tiene que ser como ustedes dicen!
Locutor comprendió que el Pujante, en su dificultad para tomar una decisión,
había acabado por perder contacto con la realidad; creía estar viviendo un sueño
donde las decisiones son fáciles y no acostumbran carecer de importancia.
Hay sólo una pequeña dificultad —dijo, con la ligereza de la histeria—. Maldito
sea si entiendo lo que es Pujar. Ustedes dijeron algo acerca de viajar más velozmente
que la luz. Yo no podría cubrir más de un kilómetro y medio por hora.
—Claro que puedes Pujar —le aseguró Locutor.
¡Ojalá fuera cierto! Sabía cuál era la habilidad de un Pujante, pero aquél…
—Sólo tienes que probar.
—Claro —dijo Pujante—. De cualquier modo, en cualquier momento despertaré
de este sueño.
Cerraron herméticamente la nave, preparándose para despegar. Mientras tanto,
Pujante hablaba para sí.
—Vaya —decía—, creí que un paseo por el campo sería una bonita forma de
pasar el permiso. ¡Y ahora tengo pesadillas!
Motor lanzó la Nave hacia el espacio. Las Paredes estaban selladas. Ojo los
guiaba por sobre el planeta.
—Ya estamos en espacio abierto —dijo Locutor, preocupado por los balbuceos de
Pujante—. Ojo y Pensante darán una indicación; yo te la transmitiré y tú Pujarás
según te lo indiquen.
—Están todos locos —murmuró Pujante—. Deben haberse equivocado de
planeta. Me gustaría que esta pesadilla se desvaneciera.
Ya estás en la Cooperación —dijo Locutor, desesperadamente—. Aquí está la
indicación. ¡Puja!
El Pujante permaneció inmóvil por un momento. Iba despertando lentamente de
su fantasía; ahora comprendía que aquello no era un sueño, después de todo. Sentía la
Cooperación. Ojo a Pensante, Pensante a Locutor, Locutor a Pujante; todo
interconectado con Paredes y con cada uno de ellos.
—¿Qué es esto?, preguntó Pujante.
Sintió la unidad de la Nave, la gran calidez, la proximidad que sólo se alcanza en
la Cooperación.
Pujó.
No ocurrió nada.
—Vuelve a intentarlo —rogó Locutor.
Pujante buscó en su alma. Encontró un pozo profundo, lleno de dudas y temores.
Al mirar en su interior pudo ver su propio rostro torturado.
Pensante se lo iluminó.
Los Pujantes llevaban siglos viviendo entre esas dudas y esos temores. Los
Pujantes habían guerreado por temor, habían matado por causa de las dudas.

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¡Allí, precisamente, estaba el órgano de los Pujantes!
Humano, especialista, Pujante, entró de lleno en la Tripulación, se confundió con
ellos, se unió en un abrazo mental con Pensante y Locutor.
De pronto, la Nave se lanzó hacia adelante. Su velocidad era ocho veces mayor
que la de la luz, y proseguía acelerando.

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LA SÉPTIMA VÍCTIMA

Seventh Victim, 1953[2]

Stanton Frelaine, sentado ante su escritorio, trataba de mostrarse tan ocupado como
cualquier ejecutivo debe estarlo a las nueve y media de la mañana. Era imposible. No
podía concentrarse en el anuncio que redactara la noche anterior; tampoco podía
pensar en los negocios. Sólo esperaba con impaciencia la llegada de la
correspondencia.
La notificación debía haberle llegado hacía ya dos semanas. Como de costumbre,
el gobierno se estaba retrasando.
Se abrió la puerta de vidrio de su oficina, donde se leía «Morger y Frelaine,
Sastrería». Por ella entró E. J. Morger, con la leve cojera que le dejara una vieja
herida de bala y los hombros caídos; pero tenía setenta y tres años, y ya no le
preocupaba mucho la apostura.
—¿Qué tal, Stan? —preguntó—. ¿Cómo marcha ese anuncio?
Frelaine se había asociado con Morger hacía dieciséis años. Juntos habían
convertido aquel negocio en un capital de un millón de dólares, dedicado a la
fabricación de Ropas Protect.
—Aquí lo tienes —dijo Frelaine, alcanzándole la hoja de papel.
¡Si al menos la correspondencia llegara más temprano…!
—«¿Tiene usted un traje Protect?» —leyó Morger en voz alta, acercando la
página a los ojos— «El traje Protect, de Morger y Frelaine, cuenta con la mejor
confección del mundo, y constituye la avanzada de la moda masculina».
Morger se aclaró la garganta y miró a su socio con una sonrisa.
—«El traje Protect es, al mismo tiempo, el más seguro e ingenioso» —siguió
leyendo—. «Cuenta con un bolsillo interno especial para pistolas, con garantía de
total invisibilidad. Nadie sabrá que usted lleva un arma… salvo usted. Su excepcional
diseño permite extraer la pistola rápidamente y sin dificultad. En sus dos modelos:
bolsillo lateral o superior». ¡Muy bueno!
Frelaine asintió sin decir nada.
—«El Protect Especial cuenta con un bolsillo eyector, el mayor avance en la
técnica de la protección personal. Con sólo tocar un botón oculto, el arma está en su
mano, amartillada y sin seguro. Visite el local Protect más cercano a su domicilio.
Usted puede sentirse a salvo». Muy bien. Un anuncio bien redactado.
Meditó un instante, acariciándose el bigote blanco. Después indicó:
—¿No convendría decir que el traje Protect está en varios modelos? Simple o
cruzado, con una o dos hileras de botones, suelto o entallado.
—Cierto. Lo olvidé.

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Frelaine retomó la hoja y garabateó una nota en el margen. Después se levantó,
alisando la chaqueta sobre su estómago prominente. Tenía cuarenta y tres años; era
algo obeso y un poco calvo. Su aspecto era el de un hombre afable de mirada fría.
—Tranquilízate —dijo Morger—. La recibirás con la correspondencia de hoy.
Frelaine forzó una sonrisa. Tenía deseos de recorrer el cuarto a grandes pasos,
pero en vez de hacerlo se sentó en el borde del escritorio.
—Se diría que es mi primer homicidio —dijo, con una sonrisa despectiva.
—Yo sé lo que es eso —replicó Morger—. Antes de colgar la pistola no dormía
en todo el mes, cuando estaba esperando una notificación. Te comprendo bien.
Ambos aguardaron. Cuando el silencio comenzaba a volverse insoportable, la
puerta se abrió para dar paso a un empleado, quien depositó la correspondencia sobre
el escritorio de Frelaine.
Este se lanzó sobre las cartas, las sorteó rápidamente y encontró la que esperaba:
un sobre largo y blanco, remitido por el Ministerio de Catarsis Emocional. Sobre ella
lucía el sello oficial.
—¡Aquí está! —exclamó con una amplia sonrisa— ¡Aquí está la picara!
—¡Magnífico!
Morger echó al sobre una mirada de interés, pero no pidió a Frelaine que la
abriera. Habría sido una falta de etiqueta, además de una violación a las leyes
vigentes. Sólo el Cazador podía conocer el nombre de su Víctima.
—Te deseo una buena caza —agregó.
—Gracias, eso espero —replicó Frelaine, confiado.
Su escritorio estaba en orden: así estaba desde hacía una semana. Recogió su
portafolio mientras el socio le apoyaba una mano sobre el hombro acolchado.
—Un buen homicidio te sentará de maravillas. Últimamente tienes los nervios de
punta.
—Lo sé —reconoció Frelaine, sonriendo otra vez.
Estrechó la mano a Morger. Este se miró la pierna baldada con ojos irónicos.
—Me gustaría volver a ser joven —dijo—. Dan ganas de volver a tomar una
pistola.
El anciano había sido un gran Cazador en sus buenos tiempos. Tras diez
homicidios bien realizados, entró al exclusivo Club de los Diez. Naturalmente, por
cada asesinato debió actuar como Víctima; eso elevaba a veinte los homicidios en su
haber.
—Espero que mi Víctima no sea como tú —dijo Frelaine, medio en broma.
—No te preocupes por eso. ¿Cuántas llevas?
—Esta será la séptima.
—El número de la suerte. Pronto te veremos con los Diez.
Frelaine agitó la mano y se dirigió hacia la puerta.
—No te descuides —le aconsejó Morger—. Un pequeño error y tendré que buscar
otro socio. Disculpa, pero me gusta el que tengo.

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—Tendré cuidado —prometió Frelaine.
Regresó a su departamento caminando. Necesitaba tiempo para calmarse. No
tenía sentido actuar como un muchacho ante el primer homicidio. Mientras caminaba
mantenía la vista fija al frente. Mirar a un transeúnte era buscarse un balazo: éste
podía estar actuando como Víctima, y algunas disparaban a la primera mirada. Gente
nerviosa. Frelaine tuvo la precaución de mirar por sobre la cabeza de los demás.
A su frente se veía un cartel enorme en el que J. F. O’Donovan ofrecía sus
servicios al público.
—«¡Víctimas!» —proclamaba el cartel, en grandes letras rojas—. «¿Por qué
correr peligros? Emplee los Observadores de O’Donovan, y ellos localizarán a su
asesino. ¡Pague después de encontrarlo!».
Frelaine recordó entonces que debía llamar a Ed Morrow en cuanto llegase a su
apartamento.
Cruzó la calle, acelerando el paso. Apenas si podía aguardar el momento de estar
en casa para abrir el sobre y conocer el nombre de su Víctima. ¿Sería ingeniosa,
estúpida? ¿Rica, como la cuarta de sus víctimas, o pobre, como la primera y la
segunda? ¿Tendría un servicio organizado de Observadores o trataría de arreglarse
solo?
El entusiasmo de la caza era maravilloso; corría por sus venas y le aceleraba los
latidos del corazón. Una o dos manzanas más allá se oyó el ruido de un disparo. Otro
más, en seguida, y finalmente el último. Alguien había atrapado a su hombre; mejor
para él.
Era una sensación magnífica. Frelaine volvía a sentirse vivo.
Lo primero que hizo al llegar a su pequeño departamento fue llamar a Ed
Morrow, su Observador. Entre búsqueda y búsqueda trabajaba en una cochera.
—¡Hola!, ¿Ed? Frelaine habla.
—¡Oh!, ¿qué tal, señor Frelaine?
Era fácil imaginar la cara fina y manchada de grasa, sonriendo ante el teléfono.
—Salgo de cacería, Ed.
—Buena suerte, señor Frelaine —dijo Ed Morrow—. ¿Quiere que le reserve
tumo?
—Eso es. No creo estar ausente más de una o dos semanas. Supongo que la
notificación de que estoy en condición de Víctima me llegará tres semanas después
del homicidio.
—Estaré listo. Buena cacería, señor Frelaine.
—Gracias. Hasta pronto.
Cortó. Era una prudente medida eso de reservar los servicios de un buen
Observador. Cuando hubiese cobrado su presa le tocaría servir de Víctima. Y
entonces una vez más, Ed Morrow sería su seguro de vida. ¡Qué Observador
maravilloso era! Inculto, sí, hasta estúpido. Pero ¡qué vista para la gente! Con una
sola mirada de sus ojos claros podía reconocer inmediatamente a los forasteros. Era

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terriblemente astuto para detectar una emboscada. Un hombre indispensable.
Frelaine tomó el sobre, riendo para sí al recordar algunas de las tretas que
Morrow había empleado con los Cazadores. Sonriendo aún revisó los datos que
contenía el sobre.
«Janet-Marie Patzig».
¡Su Víctima era una mujer!
Frelaine se puso de pie y caminó por el cuarto durante algunos segundos. Después
volvió a leer la carta. Janet-Marie Patzig. No había error alguno. Una muchacha. El
sobre incluía tres fotografías, su dirección y, los datos de costumbre.
Frelaine arrugó el ceño: nunca hasta entonces había matado a una mujer. Tras
vacilar un momento, tomó el tubo y marcó el número del M. C. E.
—Ministerio de Catarsis Emocional, sección Informaciones —respondió una voz
masculina.
—Mire, vea —dijo Frelaine—. Acabo de recibir mi notificación y me han
asignado una muchacha. Quiero saber si está todo en orden.
Dio al empleado el nombre de la joven.
—Todo está en orden, señor —dijo el empleado, tras verificar el dato en los
archivos de microfilm—. La señorita se anotó en el ministerio por propia voluntad.
La ley dice que tiene los mismos derechos y privilegios que los hombres.
—¿Podría decirme cuántos homicidios ha cometido?
—Lo siento, señor, pero la única información que podemos brindarle es la que ha
recibido.
—Entiendo.
Frelaine hizo una pausa. Después agregó:
—¿Puedo solicitar un cambio de Víctima?
—Puede rechazar esta Cacería, por supuesto, La ley le concede él derecho. Pero
no se le concederá otra mientras usted no haya servido como Víctima. ¿Quiere
rechazarla?
—¡Oh, no! —respondió Frelaine de prisa—: Era una simple pregunta. Gracias.
Cortó la comunicación y se sentó en el sillón más grande, aflojándose el cinturón.
Eso requería pensar a fondo.
«Malditas mujeres», gruñó entre sí «siempre metiéndose en cosas de hombres».
¿No podían quedarse en su casa? Pero eran ciudadanos libres. Sin embargo no
parecía «femenino».
Desde el punto de vista histórico, el Ministerio de Catarsis Emocional se había
creado para los hombres, sólo para los hombres, al terminar la cuarta, guerra
mundial… o la sexta, según algunos cronistas. En aquellos momentos era
imprescindible conseguir una paz duradera y permanente. El motivo era tan práctico
como los hombres que la gestionaban: la aniquilación total estaba a la vuelta de la
esquina.
Con cada guerra mundial las armas acrecentaban su magnitud, su eficacia y su

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poder de exterminación. Los soldados se acostumbraban progresivamente; cada vez
era menor la resistencia a emplearlas. Pero se había llegado ya al punto de saturación.
Si llegaba a producirse una guerra más, sería en verdad la guerra para acabar con
todas las guerras: no quedaría nadie para comenzar la siguiente.
De ahí que esa paz debiera ser eterna. Los hombres encargados de elaborarla eran
prácticos. Así, reconocieron las tensiones y confusiones aún existentes, calderos en
que se cultivan todas las guerras, y se preguntaron por qué la paz había sido hasta
entonces tan efímera.
La respuesta fue: «Porque a los hombres les gusta luchar».
«¡Oh, no!», gritaron los idealistas.
Pero los hombres encargados de hacer la paz se vieron forzados a postular, con
mucha pena, la necesidad de violencia en un gran porcentaje de la humanidad. Los
hombres no son ángeles; tampoco son demonios. Son sólo seres muy humanos,
dotados de un alto grado de compatibilidad.
Dados el conocimiento científico y el poder que esos hombres prácticos poseían
en esos momentos, muchos pensaron que era su obligación extirpar en lo posible ese
rasgo humano; tal vez podrían haberlo hecho en gran parte.
Pero los hombres prácticos no lo hicieron. Por el contrario, reconocieron la
validez de la competencia, del amor por la guerra y el coraje, puesto que los hechos
eran abrumadores. Tales características, en su opinión, eran admirables; toda una
garantía de perpetuidad para la raza. Sin ellas, la humanidad se tomaría retrógrada.
Las tendencias violentas se asociaban inextricablemente con el ingenio, la
flexibilidad y el empuje.
El problema radicaba en componer una paz que perdurara aun cuando ellos
hubiesen desaparecido. En evitar que la raza se destruyera a sí misma sin extirpar los
rasgos causantes de ello. Y decidieron que sólo cabía canalizar de otro modo la
violencia del hombre, proporcionándole una vía de salida y de expresión.
El primer paso fue la legalización de los combates entre gladiadores, sangre y
fuego. Pero hacía falta más que eso. Las sublimaciones sólo daban resultado hasta
cierto punto. Más allá, la gente pedía lo auténtico.
No había nada capaz de sustituir el asesinato.
Por lo tanto, el asesinato fue legalizado sobre una base estrictamente individual, y
únicamente para quienes lo quisieran. Los distintos gobiernos recibieron
instrucciones para crear los Ministerios de Catarsis Emocional. Tras un período de
experimentación se adoptaron reglas uniformes.
Quien tenía deseos de cometer un asesinato podía anotarse en el M. C. E. Dados
ciertos datos y garantías podía contar con que se le proporcionara una Víctima. Según
las reglas oficiales, quien se anotaba para asesinar debía servir a su vez como Víctima
pocos meses después, en el caso de que sobreviviera.
En esencia, tal era el sistema. Cada individuo podía cometer tantos asesinatos
como deseara. Entre uno y otro debía oficiar de Víctima. Si lograba matar a su

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Cazador podía cesar en el juego o anotarse para otro asesinato.
En un período de diez años se estimó que la tercera parte de la población mundial
se había anotado para cometer al menos un asesinato. Después la cifra bajó a la cuarta
parte, y allí se detuvo. Los filósofos meneaban la cabeza, pero los hombres prácticos
se mostraban satisfechos. La guerra estaba donde le correspondía en las manos de
aquel individuo.
Naturalmente se habían producido ramificaciones y variaciones. Una vez
aceptado el juego se había convertido en un gran negocio. Tanto Cazador como
Víctima contaban con distintos servicios.
El Ministerio de Catarsis Emocional elegía la Víctima al azar. El Cazador tenía un
plazo de dos semanas para matarla; debía hacerlo guiado por su propio ingenio y sin
ayuda de ninguna especie. Se le proporcionaba el nombre de su Víctima, la dirección
y la descripción; estaba autorizado para utilizar una pistola de calibre común, pero no
podía llevar ninguna clase de armadura.
En cuanto a la Víctima, se le notificaba con una semana de anticipación,
comunicándole sólo su nueva condición, pero no el nombre de su Cazador. Se le
permitía elegir cualquier clase de armadura y contratar Observadores. Los
Observadores no podían matar (sólo la Víctima y el Cazador gozaban de ese
privilegio), pero podían detectar la presencia de desconocidos en el vecindario o
descubrir a cualquier pistolero nervioso. La Víctima tenía derecho a arreglar
cualquier emboscada a su alcance para matar a su Cazador.
Había duros castigos para quienes mataban o herían a personas ajenas al caso,
pues no se permitía ningún otro homicidio. Los asesinatos por odio o por interés se
castigaban con la muerte.
Lo mejor del sistema era que quienes deseaban matar podían hacerlo. Los que
sentían de otro modo, en cambio (y éstos constituían la mayoría de la población), no
se veían obligados a hacerlo. Y las grandes guerras habían terminado: tampoco había
amenazas de que se repitieran. Sólo había cientos de miles de pequeñas guerras
individuales.
A Frelaine no le agradaba mucho la idea de matar a una mujer, pero ella se había
anotado. No era culpa suya. Tampoco era cuestión de perder su séptima caza. Pasó el
resto de la mañana memorizando los datos de su Víctima. Finalmente archivó la
carta.
Janet Patzig vivía en Nueva York. Eso le venía de perillas; le gustaba cazar en las
ciudades grandes; además, siempre había deseado a conocer Nueva York. Su edad no
estaba especificada, pero a juzgar por las fotografías tenía poco más de veinte años.
Frelaine reservó pasaje de avión hasta Nueva York. Tomó una ducha, y se vistió
con esmero el nuevo traje Protect Especial, confeccionado para esa ocasión, y eligió
un revólver de entre su colección. Tras limpiarlo y aceitarlo debidamente, lo ajustó en
el bolsillo eyector del traje. Por último armó su maleta.
Las venas le latían de excitación. Resultaba extraño: cada asesinato era una

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emoción nueva. Uno jamás se cansaba de matar como podía cansarse de la pastelería
francesa, de las mujeres, de la bebida o de cualquier otra cosa. Esto era siempre
novedoso y diferente.
Por último revisó sus libros, buscando uno para llevarse. En su biblioteca
figuraban los mejores textos publicados sobre ese tema. No le harían falta los libros
para la Víctima, como el de L. Fred Tracy: «Tácticas para la Víctima», que tanto
insistía sobre la necesidad de controlar rígidamente el medio; ni el del doctor Frisch:
«¡No piense como Víctima!». Esos le vendrían bien en un par de meses, cuando
volviera a ser pieza de caza. Por el momento necesitaba los otros.
Uno de los mejores era «Tácticas para la Caza Humana», pero ya lo sabía casi de
memoria. «Cómo armar una emboscada» no se ajustaba a sus presentes necesidades
Eligió «La Caza en las grandes ciudades», de Mitwell y Clark; «Cómo observar al
Observador», de Algreen, y «El grupo cerrado de la Víctima», del mismo autor.
Todo estaba en orden. Dejó una nota al lechero, cerró su apartamento y tomó un
taxi hasta el aeropuerto.
Ya en Nueva York se inscribió en un hotel del centro, no lejos del domicilio de su
Víctima. Los empleados lo atendían con deferencia, muy sonrientes, cosa que
molestó a Frelaine. No le gustó que lo reconocieran tan fácilmente como a un
forastero de caza.
Lo primero que vio al entrar en su habitación fue un folleto depositado sobre la
mesita de noche; se Llamaba «Cómo disfrutar a fondo de la catarsis emocional», con
los cumplidos de la gerencia. Frelaine lo hojeó con una sonrisa.
Puesto que era su primera visita a Nueva York, pasó la tarde recorriendo las calles
del vecindario de su víctima. Después recorrió unos pocos negocios. Martinson y
Black era fascinante; recorrió la sección Para el Cazador y la Víctima, donde
exhibían chalecos blindados ligeros y sombreros de copa a prueba de balas. A un
costado había un gran exhibidor de armas calibre 38. El anuncio proclamaba: «¡Use
el preciso Malvern!, aprobado por el M. C. E. Carga doce balas. Desviación inferior a
0,2 mm por 300 m»
«¡No se enfrente a su Víctima sin llevar lo mejor! ¡No falle con Malvern!».
Frelaine sonrió. El anuncio era bueno y la pequeña arma negra parecía muy
eficaz. Pero él estaba satisfecho con el suyo.
Había una oferta especial de bastones preparados que ocultaban un depósito de
cuatro balas. Cuando joven, Frelaine solía entusiasmarse mucho con las novedades,
pero ahora sabía que los métodos antiguos eran los mejores.
En la puerta del local, cuatro hombres del Departamento de Sanidad Pública se
llevaban el cadáver de un hombre. Frelaine lamentó no haber visto el desenlace.
Cenó en un buen restaurante y se acostó temprano. Al día siguiente debía hacer
muchas cosas.
Por la mañana, con el rostro de su Víctima presente en la memoria, recorrió el
vecindario de la muchacha. No miraba fijamente a nadie; caminaba rápidamente,

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como si fuera a algún sitio, tal como debe caminar un Cazador experimentado. Pasó
por varios bares y entró en uno para tomar algo Después prosiguió por una calle
lateral que partía de Lexington Avenue. Allí había un agradable café al aire libre.
¡Y allí estaba! No había modo de confundirla. Era Janet Patzig, sentada a una
mesa, mirando fijamente su vaso. Ni siquiera levantó la vista a su paso.
Frelaine caminó hasta la esquina, tomó por la otra calle y allí se detuvo; las
manos le temblaban. ¿Es que esa muchacha estaba loca? ¿Cómo se le ocurría
exponerse así, al aire libre? ¿Acaso se creía inmortal?
Tomó un taxi e hizo que el conductor diera una vuelta a la manzana. Sí, allí
estaba. Frelaine pudo observarla mejor. Parecía más joven de lo que las fotos
indicaban, pero no le fue posible calcular su edad: no tendría mucho más de veinte
años. Llevaba el cabello oscuro peinado al medio y tirante sobre las orejas, lo que le
daba una apariencia monjil. Frelaine creyó verle un aire de resignada tristeza. ¿No
pensaba hacer el menor intento por defenderse?
Frelaine pagó al conductor y corrió en busca de un teléfono público para llamar al
M. C. E.
—Quiero saber si una Víctima llamada Janet-Marie Patzig ha sido notificada.
—Un momento, señor.
Frelaine tamborileó sobre la puerta de la cabina mientras el empleado buscaba la
información.
—Sí, señor. Aquí consta su confirmación personal. ¿Hay algún inconveniente?
—No —dijo Frelaine—. Quería estar seguro.
Después de todo, si la muchacha no quería defenderse era problema de ella y de
nadie más. Él seguía teniendo derecho a matarla: era su tumo.
Sin embargo resolvió dejarlo para otro momento y entró a un cine. Después de
cenar volvió a su cuarto y releyó el panfleto de M. C. E. Por último se echó sobre la
cama para mirar el techo.
Bastaba con pasar en un taxi y meterle una bala en el cuerpo. Pero la chica
parecía muy mala deportista. Al fin se durmió, con aire de resentimiento.
A la tarde siguiente Frelaine volvió a pasar por el café. La muchacha había vuelto
y estaba sentada a la misma mesa. Frelaine tomó un taxi e indicó al conductor:
—Dé una vuelta a la manzana, muy lentamente.
—Cómo no —replicó el hombre, con una sonrisa de sabiduría sardónica.
Frelaine miró por la ventanilla en busca de Observadores. La muchacha parecía
no tenerlos. Además estaba sentada allí, inmóvil, con ambas manos sobre la mesa.
Ofrecía un blanco perfecto y fácil.
Frelaine tocó el botón de su chaqueta; se abrió bruscamente un pliegue y el
revólver apareció en su mano, listo. Lo abrió, verificó la carga y volvió a cerrarlo.
—Despacio ahora —indicó.
El taxi pasó lentamente junto al café. Frelaine hizo puntería. Su índice se puso
tenso, apretando el gatillo.

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—¡Maldición! —dijo.
Un camarero había pasado por delante. No quiso correr el riesgo de matar alguien
por equivocación.
—Vuelva a hacer el trayecto.
El conductor le dedicó otra sonrisa y se encorvó en el asiento. Frelaine se
preguntó si su alegría sería la misma de saber que él estaba por matar a una mujer.
Esta vez no había camareros alrededor. La muchacha encendió un cigarrillo; su
carita triste pareció concentrarse en el encendedor. Frelaine hizo puntería, alineando
la mira con un punto en mitad de la frente, y contuvo el aliento.
Pero meneó la cabeza y volvió a guardar el revólver en su bolsillo. Aquella
muchacha idiota le estaba privando de todo el placer de su catarsis.
Pagó al conductor y echó a caminar. «Es demasiado fácil», se decía. Estaba
acostumbrado a verdaderas cacerías. De los otros seis asesinatos, casi todos habían
sido difíciles. Las Víctimas habían intentado todos los trucos posibles.
Uno de ellos había contratado al menos unos diez o doce Observadores. Pero
Frelaine los había vencido alterando sus tácticas según lo requerían la situación.
Una vez se había disfrazado de lechero; en otra oportunidad, de recaudador de
impuestos. La sexta Víctima le exigió toda una persecución por las Sierras Nevadas.
Pero él probó siempre ser el mejor.
En ese caso no cabía orgullo alguno. ¿Qué dirían en el Club de los Diez si él no
cumplía con su tarea?
Eso hizo que Frelaine se detuviera bruscamente. Quería entrar al Club. Aunque
rechazara a esa Víctima tendría que defenderse contra un Cazador, y si sobrevivía le
faltarían aún cuatro cacerías para entrar al Club. A ese paso no entraría jamás.
Otra vez el café. Siguiendo un impulso, se detuvo bruscamente.
—¡Hola! —dijo.
Janet Patzig levantó hasta él sus tristes ojos azules, pero no respondió.
—Mire, vea —dijo Frelaine—, si le molesto, dígamelo y me marcharé. Soy
forastero. He venido por una convención, y tengo ganas de charlar un rato con alguna
mujer. Pero si le molesto…
—No importa —dijo Janet Patzig, sin expresión alguna en la voz.
—Un cognac —ordenó Frelaine al camarero.
El vaso de la muchacha estaba casi lleno. Frelaine la contempló, sintiendo que el
corazón le batía contra las costillas. Eso estaba mejor: ¡tomar un trago con la
Víctima!
—Me llamo Stanton Frelaine —dijo, aun comprendiendo que no importaba.
—Janet.
—¿Janet qué?
—Janet Patzig.
—Encantado de conocerla —saludó Frelaine con voz perfectamente natural—.
¿Tiene algún programa para esta noche, Janet?

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—Es muy probable que esta noche me maten —dijo ella, serenamente.
Frelaine la observó con atención, preguntándose si la muchacha había adivinado
quién era él. Tal vez tenía un revólver apuntado hacia él debajo de la mesa. Acercó la
mano al botón del bolsillo eyector, por las dudas.
—¿Juego de Víctima? —preguntó.
—Lo ha adivinado —respondió Janet con gesto sardónico—. En su lugar trataría
de mantenerme lejos. ¿Para qué hacerse herir por equivocación?
La calma con que hablaba era increíble. Tal vez era suicida, tal vez no le
importaba nada. Tal vez deseaba morir.
—¿Tiene Observadores? —preguntó Frelaine, fingiendo asombro.
—No.
Lo miró de frente. Entonces él reparó en algo que no había notado antes.
Era adorable.
—Soy mala, muy mala —dijo ella en tono ligero—. Se me ocurrió que estaría
bien cometer un asesinato y me anoté en el M. C. E. Después… no pude.
El comerciante meneó la cabeza en ademán de simpatía.
—Pero tengo que seguir el juego, por supuesto. —Aunque no maté a nadie, tengo
que jugar de Víctima.
—¿Por qué no contrató un par de Observadores?
—No soy capaz de matar a nadie. No puedo, es todo. Ni siquiera tengo revólver.
—Es muy valiente de su parte presentarse así, al aire libre.
En secreto le espantaba tanta estupidez.
—¿Qué otra cosa puedo hacer? —observó ella, apática— es imposible ocultarse
de un Cazador, de un verdadero Cazador. Y no tengo dinero como para desaparecer.
—Pero siendo en defensa propia, creo que…
—No —le interrumpió ella—. Tengo mi propia idea al respecto. Todo esto está
mal, todo el sistema. Cuando tuve mi Víctima frente al revólver, cuando vi lo fácil
que era…
Se repuso con un esfuerzo y agregó rápidamente:
—¡Oh, no hablemos de eso!
Frelaine quedó deslumbrado ante aquella sonrisa.
Charlaron de otras cosas. Frelaine le habló de su negocio y ella de Nueva York.
Tenía veintidós años y era actriz fracasada.
Cenaron juntos. Ella aceptó la invitación de Frelaine, que deseaba llevarla a las
luchas de gladiadores, y él se sintió absurdamente entusiasmado. Llamó un taxi (al
parecer, su estadía en Nueva York sería un largo paseo en taxi) y le abrió la
portezuela. Mientras ella entraba, Frelaine vaciló. Habría sido muy fácil dispararle en
ese momento. Pero se contuvo. «Por ahora», se dijo.
Las luchas de gladiadores eran más o menos las mismas que en todas partes,
aunque los contendientes eran algo mejores. Hubo números a la antigua, espadas
contra redes, y duelos de sable y florete. Naturalmente, en casi todos los casos se

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luchaba a muerte.
Siguieron corridas de toros, luchas contra leones y rinocerontes y algunos
números más modernos: batallas de barricada a barricada con arco y flechas, duelos
sobre alambres tendidos a gran altura.
La velada fue muy agradable. Después, Frelaine escoltó a la muchacha hasta su
casa. Tenía las manos pegajosas de sudor. Ninguna mujer le había gustado tanto como
ésa. Y era su legítima víctima. No sabía qué hacer.
Ella lo invitó a pasar. Se sentaron juntos en el sofá, mientras ella encendía un
cigarrillo con un gran encendedor. Después se recostó contra el respaldo y preguntó:
—¿Se marcha usted pronto?
—Supongo que sí —respondió Frelaine—. La convencida dura sólo hasta
mañana.
Ella hizo una pausa.
—¡Qué lástima! —dijo después.
Hubo un largo silencio. Janet se levantó para servirle una copa. Mientras se
alejaba de espaldas Frelaine se dijo que ese era el momento justo para hacerlo.
Acercó la mano al botón.
Pero el momento había pasado irrevocablemente. No podía matarla. Nadie mata a
la muchacha que ama.
Comprender que la amaba fue toda una conmoción. Él había viajado en busca de
una Víctima, no de una esposa.
Ella volvió con la copa y se sentó frente a él, con la mirada perdida en el vacío.
—Janet —dijo Frelaine—. Te amo.
Ella lo miró con lágrimas en los ojos.
—No puedes protestó. —Soy Víctima. No viviré lo bastante como para…
—Nadie te va a matar. Yo soy tu Cazador.
Janet lo miró fijamente por un instante; después soltó una risa vacilante.
—¿Vas a matarme? —preguntó.
—No seas absurda. Quiero casarme contigo.
De pronto la tuvo en sus brazos.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó ella—. Tanto esperar… tenía tanto miedo…
—Ya pasó —la tranquilizó él—. Piensa, ¡qué historia para contar a nuestros
hijos!, cómo vine a matarte y acabé casándome contigo.
Ella lo besó. Después volvió a sentarse y encendió otro cigarrillo.
—Vamos a hacer las maletas —propuso Frelaine—. Me gustaría…
—Espera —le interrumpió Janet—. No me has preguntado si yo te amo.
—¿Cómo?
Ella seguía sonriendo; el encendedor apuntaba hacia él. En el fondo había un
agujero negro, un agujero lo bastante grande como para permitir el paso de una bala
calibre 38.
—Vamos, no juegues —protestó Frelaine, levantándose.

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—No estoy jugando, querido.
En una fracción de segundo Frelaine tuvo tiempo de preguntarse cómo pudo
haberle calculado apenas veinte años. Ahora, al mirarla (al mirarla bien), era evidente
que debía estar cerca de los treinta. Su rostro delataba cada minuto de su existencia
dura y tensa.
—No te amo, Stanton —dijo ella con mucha suavidad, apuntándole con el
encendedor.
Él luchó por recobrar el aliento. Una parte de su ser, independiente, la admiraba
profundamente por su actuación. Ella debió saberlo desde el comienzo. Frelaine
oprimió el botón. El revólver le saltó a la mano, listo para disparar.
Una bala le dio en el medio del pecho, arrojándolo sobre la mesita. El revólver
cayó, Jadeante, apenas consciente, la vio tomar puntería para el golpe de gracia.
—Ahora puedo formar parte de los Diez —le oyó decir con entusiasmo, en tanto
apretaba el gatillo.

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RITUAL

Ritual, 1953

Akeenobob corrió hasta la cabaña de Anciano Cantante y comenzó a bailar la danza


de los mensajes importantes, debidamente acompañada por el rítmico tamborileo de
la cola contra el suelo. Anciano Cantante salió de inmediato a la puerta, con los
brazos cruzados sobre el pecho y la cola enrollada a los hombros, en posición de
escuchar.
—Ha llegado una nave sagrada —anunció Akeenobob, mientras bailaba el ritmo
correspondiente.
—¿De veras? —dijo Anciano Cantante.
Dirigió una mirada aprobadora al paso de Akeenobob. ¡Eso era danza!, y no los
movimientos desgarbados y simples de la Herejía Alhona.
—¡En divino y verdadero metal! —gritó Akeenobob.
—Loados sean los dioses —dijo formalmente Anciano.
Cantante, refrenando su entusiasmo.
¡Al fin! ¡Los dioses habían retornado!
—Reúne a la aldea —ordenó.
Akeenobob fue a la plaza de la aldea para bailar la danza de las asambleas.
Mientras tanto, Anciano Cantante quemó una pizca de tabaco sagrado y se restregó el
rabo con arena; así purificado salió al trote para dirigir las danzas de bienvenida.
La nave sagrada era un cilindro de metal ennegrecido y perforado por todas
partes; yacía sobre una pequeña planicie, rodeada por los aldeanos, que se mantenían
a respetuosa distancia, formados según la figura de Bienvenida General a Todos los
Dioses.
La nave sagrada se abrió y dos dioses emergieron, tambaleándose.
Anciano Cantante los reconoció en seguida por su aspecto. Todos los tipos de
deidades posibles estaban descritos en el Libro Gigante de los Dioses, redactado
hacía casi cinco mil años. Había dioses grandes y dioses pequeños, dioses con alas,
dioses con cascos, de uno, dos o tres brazos, dioses tentaculares, dioses escamados y
muchas otras formas que la deidad elegía. Cada uno debía ser recibido con su propia
y única Ceremonia de Bienvenida, pues así estaba escrito en el Libro Gigante de los
Dioses.
Anciano Cantante observó de inmediato que se trataba de los dioses rabones de
dos piernas y dos brazos; por lo tanto, se apresuró a formar al pueblo en la figura
correspondiente.
Glat, conocido también como Joven Cantante, apareció al trote.
—¿Qué has elegido para comenzar? —tosió cortésmente.

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Anciano Cantante le clavó una mirada aguda.
—La Danza del Permiso de Aterrizaje —dijo, pronunciando con dignidad
aquellas antiguas palabras carentes de sentido.
—¿De veras? —replicó Glat, frotando el rabo por su cuello en un gesto de
indiferente desafío—. Alhona prescribe el festín en primer término.
Anciano Cantante hizo el ademán de negación y le volvió la espalda. Mientras él
estuviera a cargo de las ceremonias no habría de complicarse con la herejía Alhona,
que sólo había sido escrita hacía tres mil años.
Glat, el Joven Cantante, retomó su lugar en la danza. Era ridículo que un viejo
conservador como Anciano Cantante implantara la política de la ceremonia.
Completamente absurdo, considerando que estaba demostrado…
¡Los dos dioses se movían! Ambos se balanceaban sobre los pies. Uno se
adelantó, pero tropezó en seguida y cayó de cara contra el suelo. El otro le ayudó a
levantarse y cayó a su vez. Se levantó lentamente y con gran esfuerzo.
Era de un realismo sorprendente.
—¡Los dioses danzan su aceptación! —exclamó Anciano Cantante—.
Comencemos la Danza del Permiso de Aterrizaje.
El pueblo bailó golpeando los rabos contra el suelo, tosiendo y ladrando
alegremente. Después, según lo prescribía la ceremonia, los dioses fueron puestos en
una plataforma de ramas sagradas y llevados al Sagrado Montículo.
—Creo que debemos discutir esto —dijo Glat, alcanzando a Anciano Cantante—.
Es la primera aparición de un dios en miles de años; sería mejor utilizar las
ceremonias de Alhona. Por las dudas…
—No —dijo Anciano Cantante, mientras trotaba apresuradamente con sus tres
pares de patas—. Todas las ceremonias correctas están descritas en los Libros
Antiguos de Procedimientos.
—Lo sé —concedió Glat—, pero no habría nada de malo en…
—Jamás —repuso Anciano Cantante, con toda firmeza—. Hay que bailar la
Danza del Permiso de Aterrizaje por cada uno de los dioses. Después viene la Danza
del Permiso de Estadía, y la de la Inspección de Aduana, y la de Descarga y la de
Inspección Médica.
Anciano Cantante pronunció con unción todos esos nombres.
—Después, y sólo después puede comenzar el festín.
Los dos dioses gemían y agitaban los miembros sobre la plataforma de ramas.
Glat sabía que bailaban una imitación del dolor y el sufrimiento humanos para
reafirmar su parentesco con los adoradores.
Así debía ser, según estaba escrito en el Libro de la Ultima Aparición. Pero Glat
se sorprendió ante la habilidad con que los dioses imitaban las emociones humanas.
Quien los mirara sin saber pensaría que estaban muriendo realmente de hambre y sed.
El pensamiento le hizo sonreír. Todo el mundo sabía que los dioses no podían
sentir ninguna de esas cosas.

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—Considéralo desde este punto de vista —dijo Glat a Anciano Cantante—: lo
que importa es evitar el error fatal que cometieron nuestros antepasados en los Días
del Vuelo Espacial, ¿verdad?
—Naturalmente, —dijo Anciano Cantante, inclinando reverente la cabeza ante el
nombre ritual de la Edad Dorada.
Hacía cinco mil años su pueblo gozaba de prosperidad y riqueza, y los dioses los
visitaban con frecuencia. Después, según la leyenda, se cometió una falta en el ritual
y se los condenó al Abandono. Los dioses ya no volvieron.
Si los dioses aprueban nuestras ceremonias —dijo Anciano Cantante— levantarán
el Abandono y vendrán otros dioses, como era entonces.
—Exactamente. Y Alhona fue el último en ver un dios. Debe saber lo que dice
cuando prescribe que el festín preceda a las ceremonias.
—Las escrituras de Alhona son una herejía —replicó Anciano Cantante.
Joven Cantante consideró, quizá por centésima vez, la posibilidad de imponerse
ordenando a la aldea que iniciara de inmediato la Ceremonia del Agua y el Festín.
Muchos aldeanos eran conversos secretos al culto de Alhona.
Pero decidió no hacerlo por el momento. Anciano Cantante era aún demasiado
poderoso. Lo que necesitaba era una señal de los mismos dioses.
Pero éstos yacían aún sobre las ramas, realizando sus maravillosas contorsiones
de imitación de la sed y el sufrimiento humanos.
Los dioses fueron colocados en medio del Montículo Sagrado; Anciano Cantante
dirigió al pueblo en la danza del Permiso de Estadía. Se envió a varios mensajeros
hacia las aldeas vecinas para que todos se unieran en la danza.
Las mujeres de la aldea comenzaron a preparar el festín. Algunas de ellas
bailaban de pura alegría, pues estaba escrito que cuando los dioses regresaran
acabaría el Abandono y volverían la prosperidad y la riqueza, como en los días del
Vuelo Espacial.
Sobre el montículo, uno de los dioses yacía boca abajo. El otro se había sentado y
se señalaba la boca con un dedo tembloroso; era un verdadero artista.
—¡Es el signo de buena voluntad! —gritó Anciano Cantante.
Glat asintió; el sudor chorreaba por los pliegues de su pellejo a causa de la danza.
Anciano Cantante sabía interpretar, había que admitirlo.
Ahora el otro dios se había sentado también, aferrándose la garganta con una
mano y haciendo ademanes con la otra.
—¡Más de prisa! —tosió Anciano Cantante dirigiéndose a los bailarines, sin
perder cada uno de los movimientos de los dioses.
Uno de ellos gritó con una voz terrible y quebrada. Gritó señalándose la garganta
y volvió a gritar, en imitación de un hombre sufriente.
Todo esto concordaba precisamente con la Danza de los Dioses citada por el
Libro de la Ultima Aparición.
En ese momento apareció al galope un grupo de jóvenes provenientes de la aldea

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vecina; todos se unieron a la danza; Joven Cantante se vio así relevado de su puesto.
Tomó aliento y se dirigió a Anciano Cantante.
—¿Vas a incluir «todas» las danzas? —preguntó.
—Por supuesto.
Anciano Cantante observó atentamente a los bailarines: esta vez no se podía
producir un solo error. Sería la última oportunidad de redimirse a los ojos de los
dioses.
—Las danzas se prolongarán por espacio de ocho días —dijo severamente el
anciano—. Si cometemos algún error volveremos a empezar.
—Alhona dice que en primer término debe venir la Ceremonia del Agua, seguida
por …
¡Vuelve a la danza! —dijo Anciano Cantante, haciendo la señal de negación
absoluta—. Ya has oído que los dioses tosen su aprobación. Sólo así podremos anular
el antiguo Abandono.
Joven Cantante se alejó. ¡Si al menos él estuviera a cargo de la ceremonia! En los
días antiguos, cuando los dioses iban y venían constantemente, las ideas de Anciano
Cantante eran válidas. Glat recordaba haber leído en el Libro de la Ultima Aparición
cómo había descendido la nave de los dioses.
En primer lugar comenzó la Ceremonia del Permiso de Aterrizaje (en ese tiempo
no se la llamaba danza). Los dioses bailaron la danza de sufrimiento y dolor. Después
se efectuó la Ceremonia del Permiso de Estadía. Los dioses bailaron una danza de
hambre y una danza de sed, tal como lo estaban haciendo ahora. Después vinieron las
Ceremonias de Inspección de Aduana, Descarga e Inspección Médica. Durante todo
este tiempo no se dio a los dioses ni agua ni comida, como parte del ritual.
Cuando todas las Ceremonias hubieron terminado, uno de los dioses imitó a un
hombre muerto, sin que nadie comprendiera la razón. El otro lo llevó a la nave
sagrada y se marcharon por última vez.
Aquello marcó el comienzo del Abandono. Pero ninguno de los escritos antiguos
concordaba con los demás en cuanto a su causa; algunos sostenían que los dioses se
habían ofendido por un error en una de las Danzas. Otros, como Alhona, decían que
el festín y la bebida debieron preceder a las ceremonias.
En general se concedía poco crédito a Alhona. Después de todo, los dioses no
conocían el hambre ni la sed. ¿Por qué anteponer el festín a las ceremonias? Pero
Glat tenía fe en la palabras de Alhona y confiaba descubrir algún día la verdadera
causa del Abandono.
De pronto se produjo una interrupción. Glat corrió a ver qué ocurría.
Algún tonto había dejado una jarra común de agua cerca del Montículo Sagrado.
Uno de los dioses se arrastró hacia ella.
Cuando sus manos estaban por aferraría, Anciano Cantante se la arrebató. El
pueblo entero suspiró con alivio. Era una blasfemia dejar cerca de un dios una jarra
vulgar, sin adornos, sin purificar. De haberla tocado el dios pudo haber destruido toda

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la aldea en su cólera.
El dios se enojó. Señaló entre gritos la jarra ofensiva. Señaló al otro dios, que
yacía aún boca abajo en éxtasis celestial. Señaló su propia garganta, su boca seca y
partida, y volvió a hacer ademanes hacia la jarra de agua. Dio dos pasos inseguros y
cayó, rompiendo a sollozar.
—¡Pronto! —gritó Joven Cantante—. ¡Comencemos la Danza del Acuerdo de
Comercio Mutuo!
Sólo la celeridad de su decisión salvó las circunstancias.
Los Bailarines alzaron las ramas sagradas y las mecieron ante los dioses. Estos
tosieron, barbotando su aprobación.
—Buena idea —dijo Anciano Cantante, gruñón—. ¿Qué te hizo pensar en esa
danza?
—Por el título parece la más impresionante. Se me ocurrió que teníamos
necesidad de algo fuerte.
—Bien, bien —aprobó Anciano Cantante, retomando la danza.
Glat sonrió, enrollando la cola a la cintura. Era un paso importante. Ahora debía
planear cómo llevar a cabo las ceremonias de Alhona.
Los dioses yacían en el suelo, tosiendo y jadeando como hombres agonizantes.
Joven Cantante decidió aguardar hasta el momento debido.
Durante todo ese día se bailó la Danza del Acuerdo Comercial Mutuo y los dioses
cumplieron con su parte. También los hombres de las aldeas lejanas venían a rendir
adoración, y los dioses jadeaban su aprobación.
—Hacia el final dé la danza, uno de los dioses se levantó muy lentamente; en
seguida se dejó caer de rodillas, exagerando sus movimientos, como un hombre muy
débil.
—Un mensaje —susurró Anciano Cantante.
Todos guardaron silencio.
El dios levantó ambos brazos. Anciano Cantante asintió, diciendo:
—Nos promete buenas cosechas.
El dios cerró los puños, pero los dejó caer, atacado por la tos.
—Simpatiza con nuestra sed y nuestra pobreza —indicó Anciano Cantante. El
dios volvió a señalarse la garganta con un gesto tan triste que muchos aldeanos
echaron a sollozar.
—Quiere que volvamos a comenzar con las danzas —dijo Anciano Cantante—.
Vamos, desde la primera figura.
—No es eso lo que quiere —le contradijo Glat, decidiendo que había llegado el
momento.
Todo el mundo lo miró en medio de un sorprendido silencio.
—El dios desea que comience la Ceremonia del Agua —dijo Glat.
Los bailarines ahogaron una exclamación de sorpresa. La Ceremonia del Agua
formaba parte de la herejía de Alhona, que Anciano Cantante condenaba

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vigorosamente. Pero Anciano Cantante era viejo. Quizás Glat, Joven Cantante…
—¡No lo permitiré! —gritó Anciano Cantante—. ¡La Ceremonia del Agua viene
«después» del festín, que a su vez viene «después» de todas las danzas! ¡Sólo así
podremos liberamos del Abandono!
—¡Los dioses quieren agua! —gritó Joven Cantante.
Ambos aguardaron una señal de los dioses, pero éstos los observaban en silencio,
con ojos cansados e inyectados en sangre. Por último, uno de ellos tosió.
—¡Una señal! —gritó Glat, antes de que Anciano Cantante pudiera reclamarla
para sí.
El anciano trató de discutir, pero no logró seguidores. Los aldeanos habían oído.
Se trajo agua en jarras purificadas y decoradas; los bailarines tomaron posiciones
para la ceremonia. Los dioses aguardaban gruñendo suavemente en su propio
lenguaje.
—¡Ahora! —dijo Joven Cantante.
Les acercaron una jarra de agua. Uno de los dioses alargó las manos para tomarla,
pero el otro lo empujó y trató de adelantársele.
La gente murmuró, nerviosa.
El primer dios golpeó débilmente al otro y tomó la jarra. El otro se la arrancó y
comenzó a levantarla hasta la boca. El primero arremetió contra él, y la jarra cayó del
montículo.
—¡Yo os lo advertí! —grito Anciano Cantante—. Rechazan el agua, como es
natural. ¡Lleváosla de prisa, antes de que la desgracia caiga sobre nosotros!
Dos hombres arrebataron las jarras de agua y se alejaron al galope. Los dioses
bramaron. Después permanecieron quietos.
De inmediato comenzó la Danza de la Inspección de Aduanas, bajo las órdenes de
Anciano Cantante. Volvieron a encender las teas y las menearon ante los dioses. Estos
tosieron débilmente en señal de aprobación. Uno trató de salir arrastrándose del
montículo, pero cayó boca abajo. El otro parecía paralizado.
Pasó largo tiempo sin que los dioses dieran señales de ningún tipo. Joven
Cantante, entre los bailarines, se preguntaba por qué le habían abandonado. ¿Acaso
Alhona estaba equivocado? En verdad habían rechazado el agua.
Alhona decía claramente que la única forma de anular el misterioso Abandono
consistía en ofrecer de inmediato comida y agua. ¿Tal vez habían esperado demasiado
tiempo? Los designios de los dioses eran impenetrables, se dijo Glat, entristecido.
Había perdido para siempre su oportunidad. Sólo le quedaba aliarse con Anciano
Cantante. Retomó lentamente el paso.
Anciano Cantante decretó que las danzas volvieran a comenzar y que duraran
cuatro días y cuatro noches. Después, si los dioses estaban de acuerdo, se les
ofrecería el festín.
Estos no hacían la menor señal. Yacían estirados sobre el sagrado montículo; de
vez en cuando retorcían un miembro, imitando a los hombres que pasan por las

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últimas etapas del agotamiento y la sed. Era evidente que se trataba de dioses
importantes. De lo contrario no serían capaces de imitaciones tan perfectas.
Por la mañana se produjo una novedad. Aunque Anciano Cantante había
cancelado la Danza del Buen Tiempo, el cielo empezó a cubrirse de nubes. Eran
nubes grandes y negras que ocultaban el sol matinal.
—Ya pasará —dijo Anciano Cantante, bailando la Danza de la Lluvia Rechazada.
Pero las nubes se cerraron y empezó a llover. Los dioses se agitaron levemente y
volvieron el rostro hacia el cielo.
—¡Traed madera! —gritó Anciano Cantante—. ¡Traed paja! Los dioses
maldecirán la lluvia, que no debe tocarlos mientras no hayan acabado las ceremonias.
Glat, viendo entonces una nueva oportunidad, dijo:
—¡No! ¡Los mismos dioses han ordenado la lluvia!
—¡Llevaos a este joven hereje!, —gritó Anciano Cantante.
¡Traed aquí la paja!
Los hombres apartaron a Glat y comenzaron a construir una cabaña en tomo a los
dioses para protegerlos de la lluvia. El mismo Anciano Cantante empezó a poner paja
en el techo, trabajando con rapidez y respeto.
Los dioses permanecieron al principio echados en el suelo, con la boca abierta
bajo el súbito e intenso chaparrón. Al ver que Anciano Cantante tendía un techo sobre
ellos, trataron de levantarse.
Anciano Cantante trabajó más de prisa, consciente de que su presencia era una
profanación para el montículo sagrado. Los dos dioses se miraron entre sí. Uno de
ellos se puso lentamente de rodillas. El otro apoyó ambas manos en él y le ayudó a
levantarse. El dios se puso de pie, balanceándose como si estuviera ebrio, aferrado a
la mano del otro. Puso las dos manos contra el pecho de Anciano Cantante y lo
empujó con violencia.
Anciano Cantante, tomado por sorpresa, cayó desde el montículo sagrado de un
modo ridículo. El dios desgarró la paja del techo y ayudó al otro a levantarse.
—¡Una señal! —gritó Joven Cantante, debatiéndose contra los aldeanos que lo
sujetaban—. ¡Una señal!
Nadie pudo negarlo. Ambos dioses, de pie, echaban la cabeza hacia atrás y abrían
la boca bajo la lluvia.
—¡Que venga el festín! —gritó Glat—. ¡Es el mandato de los dioses!
Los aldeanos vacilaron. Adoptar la herejía de Alhona era un paso muy serio que
debía pensarse con cuidado. Pero tuvieron que arriesgarse, urgidos por Joven
Cantante.
Al parecer, Alhona tenía razón. Los dioses demostraron su aprobación de una
manera realmente divina, metiendo grandes trozos de comida en la boca, en
maravillosa imitación de hombres hambrientos, y tragando las bebidas como si
estuvieran realmente muertos de sed.

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LAS QUIETAS AGUAS DEL ESPACIO

Beside Still Waters, 1953

Mark Rogers era buscador de oro; con ánimo de conseguir material radiactivo y
metales raros llegó hasta el cinturón de asteroides, donde buscó durante varios años,
saltando de fragmento en fragmento, sin encontrar gran cosa. Al cabo de un tiempo se
instaló en un trozo de roca de un kilómetro de espesor.
Puesto que había nacido viejo, no envejeció mayormente en el transcurso de los
años. Tenía el rostro blanco, con la palidez del espacio, y las manos le temblaban un
poco. Bautizó a su fragmento de roca con el nombre de Martha, en memoria de una
muchacha que nunca había conocido.
Hizo un pequeño descubrimiento, lo bastante como para equipar a Martha con
una bomba de aire y un cobertizo, unas cuantas toneladas de tierra y algunos tanques
de agua, y consiguió un robot. Finalmente se instaló allí para mirar las estrellas.
El robot era un modelo común para todo trabajo, con memoria incluida y un
vocabulario de treinta palabras. Mark se lo amplió poco a poco. Era algo mecánico, y
disfrutaba adaptando el medio a sus necesidades.
En un principio, el robot sólo sabía decir «Sí señor» y «No señor»; podía
comunicar problemas sencillos, como «La bomba de aire está en funcionamiento,
señor». «El maíz está brotando, señor», y saludar cordialmente: «Buenos días,
señor».
Mark cambió aquello. Eliminó el «señor» de su vocabulario, puesto que la
igualdad era una ley en aquel trozo de roca. Después dio al robot el nombre de
Charles, como su padre, al que nunca había conocido.
A medida que pasaban los años, la bomba de aire empezó a trabajar con dificultad
a fuerza de convertir el oxígeno de la roca en atmósfera respirable. El aire escapaba al
espacio y la bomba de aire trabajaba más duro para fabricar más.
Las plantas seguían creciendo en la tierra negra del planetoide. Al mirar hacia lo
alto, Mark podía ver la negrura del río del espacio, los puntos flotantes de las
estrellas. A su alrededor, debajo de él, por sobre su cabeza vagaban grandes masas
rocosas, a veces con los costados centelleantes por la luz de las estrellas. De tanto en
tanto podía divisar a Marte o a Júpiter. Una vez creyó ver la Tierra.
Mark empezó a grabar nuevas respuestas en la cinta de Charles. Agregó réplicas
simples ante palabras determinadas. Por ejemplo: cuando él decía «¿Qué te parece
esto?», Charles contestaba: «¡Oh, bastante bueno, en mi opinión!».
En su principio las respuestas fueron las que Mark se había dado a sí mismo en el
largo diálogo mantenido a través de los años. Pero lentamente fue construyendo en
Charles una personalidad diferente. Aunque él sentía desconfianza y desprecio por las

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mujeres no inculcó en Charles la misma forma de ver.

—¿Qué piensas de las mujeres? —preguntaba Mark, sentado en un cajón de embalaje


fuera del cobertizo, una vez cumplidas todas las tareas.
—No sé. Hay que encontrar la adecuada —respondía tesoneramente el robot,
repitiendo lo que tenía grabado en su cinta.
—Nunca encontré una que valiera la pena.
—Eso es injusto. Quizá no buscaste bien. En el mundo hay una mujer para cada
hombre.
—¡Eres un romántico! —decía Mark, despectivo.
El robot hacía una pausa, tal como le había sido inculcado, y después reía entre
dientes.
—Una vez soñé con una muchacha llamada Martha —decía—. Tal vez, de haber
buscado, habría podido encontrarla.
Y luego sería hora de acostarse. O tal vez Mark quería seguir conversando. En
este último caso volvía a preguntar:
—¿Qué piensas de las mujeres?
Y la discusión seguía el mismo curso.

Charles envejeció. Sus miembros perdieron flexibilidad y algunos de sus cables


comenzaron a corroerse. Mark pasaba horas enteras reparándolo.
—Te estás herrumbrando —chanceaba.
—Tú tampoco estás muy joven —replicaba Charles.
Tenía una respuesta para cada cosa. Nada complicado, pero al fin era una
respuesta.
En Martha era siempre de noche, pero Mark dividía el tiempo en mañanas, tardes
y noches. La vida se desarrollaba según una rutina simple: Primero era el desayuno,
con verduras y productos enlatados. Después el robot trabajaba en los campos; las
plantas se habían acostumbrado a su mano. Mark reparaba la bomba, verificaba la
reserva de agua y ordenaba el inmaculado cobertizo. Después del almuerzo las tareas
del robot solían estar terminadas.

Los dos se sentaban sobre el cajón a contemplar las estrellas y charlaban hasta la hora
de cenar; a veces hasta más tarde, en aquella noche interminable.
A su debido tiempo Mark grabó en Charles conversaciones más elaboradas.
Naturalmente no podía dotar al robot de libre albedrío, pero logró algo bastante
aproximado. La personalidad de Charles emergía lentamente; sus diferencias con
respecto a la de Mark eran notables.

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Cuando Mark se mostraba quejumbroso, Charles guardaba calma. Mark era
sardónico; Charles, ingenuo. Mark, cínico; Charles, idealista. Mark estaba siempre
triste; Charles, eternamente contento.
Mark acabó por olvidar que él mismo había inculcado las respuestas en el robot.
Lo aceptó como si fuera de su misma edad. Un amigo de muchos años.
—Lo que no entiendo —decía Mark—, es por qué un hombre como tú ha venido
a vivir aquí. Para mí está bien. No tengo a nadie que se preocupe por mí, ni yo me
preocupo por nadie. Pero ¿por qué has venido tú?
—Aquí tengo un mundo para mí solo —replicaba Charles—; en la Tierra tendría
que compartirlo con otros billones de personas. Aquí tengo las estrellas, más grandes
y más brillantes que en la Tierra. Tengo todo el espacio alrededor, junto a mí, como
las aguas quietas. Y te tengo a ti, Mark.
—Vamos, no te pongas sentimental.
—Nada de eso. La amistad es importante. Hace mucho tiempo que perdí la
oportunidad de amar, Mark; el amor de una muchacha llamada Martha a la que
ninguno de nosotros conoció. Es una pena. Pero la amistad perdura, como la noche
eterna.
—Vaya, eres poeta —decía Mark, admirándolo a medias.
—Un pobre poeta.
El tiempo pasaba sin que las estrellas le prestaran importancia. La bomba de aire
siseaba, chirriaba y perdía. Mark se pasaba la vida reparándola, pero el aire de Martha
se enrarecía progresivamente. Aunque Charles atendía los campos, las cosechas,
privadas del aire necesario, eran cada vez más escasas.
Mark estaba fatigado; apenas si le era posible arrastrarse por los alrededores del
cobertizo, a pesar de la falta de gravedad. Pasaba la mayor parte del tiempo en su
catre. Charles lo alimentaba como podía, trajinando con sus miembros herrumbrados
y chirriantes.
—¿Qué piensas de las mujeres?
—Nunca conocí una que valiera la pena.
—Eso no es justo.
Mark estaba demasiado cansado como para comprender que el fin estaba
próximo, y a Charles no le importaba. Pero el fin estaba próximo. La bomba de aire
amenazaba con dejar de funcionar en cualquier momento. Los alimentos se habían
acabado hacía ya varios días.

—Pero ¿por qué tú?


—Aquí tengo un mundo para mí solo…
—No te pongas sentimental…
—Y el amor de una muchacha llamada Marta.
Mark, desde su catre, contempló las estrellas por última vez. Grandes, más

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grandes que nunca, flotando interminablemente en las quietas aguas del espacio.
—Las estrellas… —dijo Mark.
—¿Sí?
—¿El sol?
—Eres poeta.
—Un pobre poeta.
—¿Y las mujeres?
—Una vez imaginé una muchacha llamada Martha. Tal vez si…
—¿Qué piensas de las mujeres? ¿Y de las estrellas? ¿Y de la Tierra?
Y se hizo la hora de acostarse, esta vez para siempre.
Charles, de pie junto al cuerpo de su amigo, le buscó el pulso y dejó caer la mano
agotada. Se dirigió a un rincón del cobertizo y apagó la fatigada bomba de aire.
En la cinta que Mark había preparado para él quedaban unos pocos centímetros
gastados.
—Espero que encuentre a su Martha —graznó el robot.
Y la cinta se rompió.
Ya no pudo doblar sus miembros herrumbrosos; quedó erguido, contemplando
fijamente las estrellas desnudas. Por último inclinó la cabeza.
—El Señor es mi pastor —dijo—. No pasaré necesidades. Él me lleva a descansar
en los prados verdes. Él es mi guía…

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Robert Sheckley nació en Poughkeepsie (Brooklyn, Nueva York) el 16 de julio de
1928, aunque se crio en New Jersey. Desde muy joven se sintió atraído por lo que él
definía como literatura escapista, y en concreto por la obra de autores como Ray
Bradbury, Theodore Sturgeon y Henry Kuttner. Tras servir en el ejército americano
en Corea entre 1946-48, estudió en la Universidad de Nueva York, empezando a
continuación su carrera como escritor profesional de ciencia ficción.
A partir de 1951 comienza a producir docenas de excelentes relatos, publicados en
algunas de las revistas más prestigiosas del género, como Amazing, Astounding, If,
Fantasy and Science Fiction y Playboy. En 1958 publica su primera novela,
Immortality Inc., a la que seguirían títulos imprescindibles como The estatus
civilization (Mañana será así, 1960); Journey beyond tomorrow (Los viajes de
Joenes, 1962); The tenth victim (La décima víctima, 1965); Mindswap (Trueque
mental, 1966); Dimension of miracles (Dimensión de milagros, 1968) o Dramocles
(1983), entre otros; aunque para muchos el talento de Sheckley se concentra en su
esencia más pura en su obra corta, recopilada en antologías como Citizen in space
(Ciudadano del espacio, 1955); Pilgrimage to Earth(Peregrinación a la tierra, 1957)
o Notions: Unlimited (Paraíso II, 1960).
Durante los setenta vivió durante una temporada en la isla española de Ibiza, hasta
que regreso a los USA para convertirse en el nuevo editor del magazine Omni, cargo
en el que permaneció durante dos años. Ya en los ochenta, retomó su serie de la
Décima Víctima con nuevas entregas como Victim Prime (1987) o Hunter/Victim

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(1988). Durante los noventa su producción alternó entre las novelas de misterio
protagonizadas por el detective Hob Draconian y sus colaboraciones con otros
escritores, como Harry Harrison (en la serie protagonizada por Bill, el héroe
galáctico, publicada en España por Grijalbo) y Roger Zelazny, o franquicias del estilo
de Aliens (The alien harvest, 1995); Star Trek (Deep space nine: The laertian gamble,
1995) o Babylon 5 (A call to arms, 1999).
Sheckley pasó sus últimos años en su residencia en Portland, Oregon, alternando su
tiempo entre escribir nuevas historias, artículos o introducciones, y asistir a
convenciones de ciencia ficción. En sus últimos trabajos el autor reivindicaba con
nostalgia los convencionalismos y clichés del género pulp que él mismo subvirtió de
forma brillante en su juventud. En el 2002 lo mejor de su producción fue recopilada
en el volumen Ómnibus Dimensions of Scheckley. Su obra ha sido traducida a
numerosos idiomas y es especialmente popular en países como Italia, Alemania,
Polonia o España. Irónicamente, su obra era muy apreciada en la extinta URSS, donde
se vendieron miles de ejemplares de sus novelas y antologías, pero dado que el
régimen soviético nunca suscribió los acuerdos internacionales sobre derechos de
autor, Sheckley no vio un dólar por ello.
El día 9 de diciembre de 2005, Robert Sheckley murió en Poughkeepsie, víctima de
una larga enfermedad que arrastraba desde principios de ese verano, cuando tuvo que
ser hospitalizado durante una visita a un certamen de ciencia ficción en Kiev
(Ucrania), hospital en el que fue retenido hasta que, gracias a donaciones de todas
partes del mundo, pudo pagar los costes médicos y volver a Estados Unidos.

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Notas

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[1]
«Warm» en el original en inglés, haciendo referencia al célebre juego de niños de
búsqueda mediante las palabras «frío», «tibio» o «caliente». (N. del E. D.) <<

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[2] En 1965 el relato «Seventh Victim» se adaptó en La Decima Víttima, una película
italiana protagonizada por Marcello Mastroianni y Ursula Andress. Sheckley escribió
una novelización de la película en 1966 («The Tenth Victim») y, a finales de 1980,
dos novelas más, establecidas en el mismo mundo. (N. del E. D.) <<

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