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Los Enemigos de La Tierra - A Thorkent

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Después del fin de la Primera Era, una vez desaparecido totalmente el Gran Imperio,

los numerosos mundos que lo formaron, colonias y aliados, rompieron entre sí los
lazos que les unían. Las distancias estelares recobraron sus infranqueables
dimensiones, y las comunidades empezaron a ignorarse las unas a las otras,
convirtiéndose en Mundos Olvidados.
Muchos de estos planetas, carentes de la influencia de la Tierra, se sumieron en la
ignorancia. Este caso fue comprobado en numerosas ocasiones, años más tarde, por
las Unidades Exploradoras del Orden Estelar, entidad terrestre que surgió de las
cenizas del extinto Gran Imperio.
Pero la excepción existió. No una sola, sino varias. Tal vez el primer caso registrado,
donde los olvidados habitantes de un planeta no perdieron la ciencia de sus mayores
terrestres, fue localizado por la Unidad Exploradora Hermes. Mas, al cerrarse el
expediente, se pudo comprobar que aquélla fue también la primera vez que el
redescubrimiento de unos Mundos Olvidados fue proyectado por una pequeña
fracción de sus habitantes.
(De HISTORIA DEL ORDEN ESTELAR, por W. H. Hunt & Fohtl D. Mahin, Universidad Central Graliniana,
Mundreil, Amares VIII.)

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A. Thorkent

Los enemigos de la Tierra


Bolsilibros: El Orden Estelar - 19
Bolsilibros: La Conquista del Espacio - 74

ePub r1.0
DaDa 31.12.2018

www.lectulandia.com - Página 3
Título original: Los enemigos de la Tierra
A. Thorkent, 1972

Editor digital: DaDa


ePub base r2.0

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1

La nave interestelar Hermes, del Orden Estelar, emergió al espacio normal instantes
después de abandonar la velocidad supralumínica. Se situaba a ocho mil millones de
kilómetros de la estrella blanca enana, punto de su destino, y ochocientos mil
kilómetros del séptimo planeta del sistema, una roca cubierta de hielo de escasas
dimensiones, tal vez un aerolito atrapado eones atrás por la enorme fuerza
gravitatoria del sol blanquecino.
En el puente de mando del Hermes, la comandante Cooper observaba el espacio
que les rodeaba. A su lado, el teniente Adán Villagran esperaba las órdenes de su
superior. Debajo de ellos, los miembros ejecutivos del puente de mando prestaban
atención a los controles, complicados y centelleantes de luces.
Pese al atractivo que podía ofrecerle la pantalla visora que les mostraba el
exterior, el teniente Adán miraba de reojo a su comandante, repitiéndose que no había
sido muy afortunado al ser destinado al Hermes.
Si alguien captase sus pensamientos, podría llegar a la creencia de que Adán
estimaba a su superior como un tirano o un inepto, o tal vez como un ser sumamente
antipático. Nada más lejos de la verdad. Adán pensaba que hubiera sido mejor para él
no estar en el Hermes porque sencillamente se había enamorado de la comandante
Cooper.
Sinceramente, Adán hubiera preferido no estar a bordo, no tener que ver todos los
días a Cooper, observar su rostro serio, distante, absorto sólo en el cumplimiento de
sus obligaciones y tratarle como a un objeto más de la nave. Empezaba a ser
demasiado para él, y ya estaba totalmente decidido a pedir el traslado tan pronto
regresaran a la base, después de llevar a cabo la exploración de aquel sistema,
catalogado con el número D-AB-7651.
La comandante Cooper empezó a volverse lentamente hacia Adán, y el teniente se
apresuró a dejar para otro momento su observación.
Dirigiéndose a él como siempre, con la sequedad acostumbrada, Alice Cooper
dijo:
—Éste será nuestro campo exploratorio durante los próximos tres meses, teniente.
Los informes no estaban equivocados en absoluto. D-AB-7651 posee siete planetas,
de los cuales sólo pueden estar habitados dos. Suponiendo, claro está, que las viejas
colonias hayan subsistido durante estos siglos.
Adán escuchaba a su comandante, impasible. Se había acostumbrado a ocultar sus
sentimientos ante la presencia de la mujer, cuya belleza corporal no podía ocultar
totalmente el negro uniforme, ni el castrense corte de sus cabellos y la ausencia de
afeites, la delicada perfección de su rostro.

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—El departamento de planificación no suele errar en sus dictámenes, comandante
—dijo Adán—. Las coordenadas de este sistema fueron exactas; pero la presencia de
seres vivos es algo que no se atrevieron a pronosticar.
—Sí, al parecer no poseían datos suficientes en los viejos archivos de la Primera
Era para atreverse a tal cosa —asintió la comandante Alice Cooper—. Los planetas
habitados de D-AB-7651 tuvieron poco contacto con la Tierra en los tiempos
antiguos. Eran gentes un poco introvertidas, al parecer.
El teniente Adán se atrevió a dibujar una tímida sonrisa.
—Conozco poco respecto a la historia de la Primera Era y sus antecedentes,
comandante, pero creo saber que por entonces existieron en la Tierra diversas
creencias religiosas, imposibles de convivir unas con otras. Algunas de ellas
prefirieron emigrar en masa ante el temor de verse exterminadas por otras, enemigas
acérrimas y más poderosas.
—Exacto. Precisamente por eso nuestros jefes pensaron que sería interesante
saber cómo habían evolucionado esas colonias.
—Han podido perecer.
—También es cierto. En muchos Mundos Olvidados ha ocurrido tal cosa. Pero no
creo que eso haya pasado aquí.
—¿Por qué, comandante?
—Tengo entendido que las razas que colonizaron estos mundos eran adictas a una
religión muy severa. Tal vez esa severidad les haya permitido sobrevivir cuando la
Tierra dejó de prestarles apoyo.
—No sabemos si el apoyo de los dirigentes de la Primera Era era vital. Quizá los
colonos podían prescindir de él.
Alice Cooper calló unos instantes.
—Pronto saldremos de dudas. —Se volvió para descender del puesto de
observación, y ordenó a Adán—: Quiero a todos los oficiales en mi despacho dentro
de veinte minutos. Ultimaremos los detalles para la exploración de los dos planetas
presuntamente habitados.
—A la orden, comandante —respondió Adán, viendo a Alice bajar con agilidad
por la rampa.

—Ninguno de ustedes es un novato, y saben perfectamente cuál es la forma más


adecuada que debemos adoptar ante un acercamiento —dijo Alice Cooper a los
oficiales reunidos en torno a su mesa de trabajo—. Cualquiera que sea el grado
tecnológico de que goce la colonia, nuestra postura será siempre preventiva.
Debemos observar y escuchar, sacar nuestras conclusiones y juzgar. Más tarde
revelaremos nuestras intenciones a los nativos. Mientras tanto, ellos podrán pensar de
nosotros lo que les parezca.

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Adán era el oficial de guardia aquel día, y estaba sentado junto a su comandante.
Algunos de los tenientes y capitanes que se hallaban frente a ellos eran mujeres, pero
casi todas ellas mayores en edad que Alice, y poco atractivas. Apenas quedaban en
sus personas restos de feminidad, luego de tantos años de servicio. Alice acababa de
salir de la Academia. Había obtenido el grado de comandante en forma brillante, y
nadie se atrevería a dudar de su capacidad para gobernar una nave de exploración tan
grande como el Hermes. Si los responsables de la Academia habían dicho que podía
comandar un navío de guerra, así debía ser.
Pensó Adán que él sólo había logrado obtener el grado de teniente. Aquella
circunstancia le humillaba un tanto, pero no lo suficiente como para minar
sustancialmente su personalidad, y crearle un grave complejo de inferioridad.
—Por supuesto que el Orden no ha sido muy explícito, pero he llegado a la
conclusión de que está especialmente interesado en conocer la situación del sistema
planetario D-AB-7651, vulgarmente llamado, antes de la Primera Era, como Redon.
Los planetas estimados como habitados se llamaban Arat y Celon. —Alice consultó
unos datos y agregó—: Ambos son de características similares a la Tierra, por lo que,
en caso de encontrarlos deshabitados, el viaje no sería inútil: añadiríamos dos nuevos
mundos a la pista de posibles puntos de colonización. Creo que esta última
posibilidad haría nuestra estancia más corta aquí, al simplificarse nuestra labor —
sonrió levemente—. Los Mundos Olvidados con habitantes suelen, por lo general,
causar problemas.
Los oficiales se permitieron unas sonrisas. Su comandante no acostumbraba a
ironizar, y la ocasión había que aprovecharla.
El capitán Raf Kelemen, jefe de la infantería, preguntó:
—¿Qué plan utilizaremos, comandante?
Alice se encogió de hombros.
—Es simple. Nos acercaremos a Celon, tercer planeta. Según lo que encontremos
allí, saltaremos hacia Arat.
—¿Medidas de seguridad? —inquirió Joan LeLoux, capitán de la Brigada de
Defensa y Seguridad.
—Las máximas —respondió Alice, permitiendo que su sereno rostro reflejase,
por unos segundos, algo de preocupación—. Nunca se sabe lo que podemos
encontrar.
Kelemen comentó, un tanto sarcástico:
—Comprendo su postura, comandante, pero lo más probable es que los nativos
sólo dispongan de arco y flechas para amenazarnos.
Alice le miró, enigmática. Nadie pudo adivinar lo que sus ojos trataron de
insinuar, al tiempo que respondió:
—No esté tan seguro de eso, capitán Kelemen. Si yo estuviese en su lugar, no me
atrevería a apostar.

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Adán miró a Kelemen. Supuso que el capitán iba a preguntar a Alice por qué
decía aquello, cuando sobre la mesa parpadeó una luz. La comandante pulsó una
clavija, y una voz, procedente del puente de mando anunció, impasible:
—Contacto con vehículo espacial, comandante.
Un murmullo de asombro corrió entre los oficiales. Alice hizo un ademán
pidiendo silencio, y preguntó:
—¿Datos obtenidos hasta el momento?
La misma voz respondió:
—Distancia, un millón de kilómetros. Se dirige hacia nuestra posición.
Estableceremos contacto dentro de cuarenta y cinco minutos. Desconocemos
armamento e intenciones.
—¿Deducciones?
—Deben de habernos descubierto ellos a nosotros antes. Podemos afirmar que se
dirigen expresamente al Hermes. Su trayectoria nos hace suponer que han partido del
sexto planeta.
Alice arrugó el ceño. El sexto planeta era casi un hermano gemelo del séptimo.
Esto es, una roca helada e inhabitable. Por lo tanto, si la nave desconocida había
partido de allí, sólo quería decir que en el sexto planeta disponían de algún tipo de
base militar o de avituallamiento.
—Gracias —dijo Alice—. Iré de inmediato para el puente de mando.
Comuníqueme cualquier novedad, mientras tanto.
Se levantó con lentitud de su asiento. Miró a los oficiales y especialmente a
Kelemen, diciendo:
—Hubiera perdido rápidamente su apuesta, capitán. No es corriente encontrar una
nave espacial en los Mundos Olvidados, pero, al menos, supone una novedad. Y esto
siempre es interesante.
—¿Por qué no intentamos establecer contacto con la nave desconocida,
comandante? —preguntó Adán.
Ella se volvió para mirarlo. Dijo:
—Es preferible que sean ellos quienes lo intenten. Además, siendo nosotros
quienes hemos llegado a sus dominios, somos los que debemos ser interrogados, ¿no?
Adán asintió. Alice tenía razón. Siempre le había parecido eficiente, pero ahora
tenía todas las oportunidades de demostrar que los superiores no se habían
equivocado al confiarle el mando del Hermes.
Los oficiales salieron del despacho de la comandante, dirigiéndose a sus puestos.
Alice, seguida de Adán, marchó al puente de mando, llegando a él en pocos instantes
gracias a las cintas rodantes de los pasillos.
El alférez Ladislav Koritz les salió al encuentro.
—Hasta el momento, ninguna otra nave ha sido detectada, comandante —dijo.
Alice asintió, y se encaminó hasta la sección de comunicadores. Adán
comprendió que la comandante confiaba en que los desconocidos tripulantes de la

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nave intentasen, de un momento a otro, establecer contacto con ellos.
Como si estuviese leyendo sus pensamientos, Alice explicó:
—Es lógico que intenten comunicarse por radio o láser. Eso o un ataque por su
parte es lo que podemos esperar. Pero no creo que sean tan estúpidos como para
atacarnos, sin saber cuan peligrosos podemos ser.
Adán comentó:
—Tampoco nosotros sabemos qué ventajas puede tener su nave sobre la nuestra.
Alice dibujó una sonrisa despectiva.
—Dudo que nave alguna de la galaxia pueda preocupar a una Unidad
Exploradora del Orden Estelar.
¿Soberbia? ¿Seguridad? Adán no supo con qué definición quedarse. Él también
conocía sobradamente el poder encerrado dentro del Hermes, pero no por eso debía
despreciarse a un enemigo. Y más si éste resultaba desconocido. La capitana LeLoux
ya debía estar preparando las defensas y dispositivos de ataque con que contaban.
Uno de los técnicos se volvió hacia ellos:
—La nave está intentando comunicarse con nosotros. Están ensayando diversas
longitudes de onda. Tardarán algún tiempo en hallar la nuestra. Podemos efectuar una
aproximación.
—No —replicó, con seguridad, Alice—. No demostremos ansiedad. Que no
hayan utilizado el láser indica que su técnica deja mucho que desear.
—O que no suponen que nosotros disponemos de tal medio —argumentó Adán.
Alice se volvió hacia él. En su rostro no había malestar por la observación de
Adán, sino un poco de condescendencia.
—Es posible. Pronto saldremos de dudas. Estoy por asegurar que sólo se
decidirán a usar el medio directo de comunicación cuando la distancia que nos separe
sea ínfima. Veamos ahora qué aspecto tiene su nave.
Anduvieron por el puente hasta situarse en un punto donde podían ver la pantalla
gigante cómodamente. Alice hizo una indicación, en silencio, a un operario. Éste
asintió, y ajustó unos mandos.
La pantalla había estado mostrando, hasta entonces, un amplio sector del sistema
planetario Redon. Ocurrió una intermitencia, y la nave extraña apareció, nítida y
agrandada por el objetivo telescópico.
Todas los que se encontraban en el puente contuvieron la respiración. Alice
reaccionó enseguida, pero Adán tuvo tiempo de comprender que el aspecto de la
desconocida nave la había impresionado.
—Su apariencia no es tranquilizadora —dijo.
La nave debía tener apenas la quinta parte de volumen del Hermes; pero se
trataba de un crucero ligero, y no de un transporte armado de exploración. Su metal
era negro mate. En la popa podían distinguir perfectamente que disponía de
elementos adecuados para los viajes interestelares. Diversas protuberancias en el

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fuselaje hacían intuir que poseía medios abundantes de ataque, aunque de índole
imposible de determinar.
—Debe de pertenecer a este sistema planetario, no hay duda —afirmó Alice—.
Antes llegué a pensar que nos habíamos encontrado con una unidad de otra parte de
la galaxia conocida por el Orden. Pero no es así.
»El aspecto de esa nave me recuerda vagamente a… No sé cómo decirlo
exactamente, pero creo recordar haber visto en alguna parte un diseño parecido. No
igual, desde luego, pero sí puedo afirmar que parece haberse inspirado en un modelo
de nave antigua.
Adán no sabía adonde quería ir a parar la comandante con sus divagaciones.
Apenas quedaban quince minutos para que los dos navíos se encontrasen a poco más
de cien kilómetros de distancia, máxima aproximación que alcanzarían, si ambos no
variaban su ruta.
Desde la sección de comunicadores les hicieron saber:
—La unidad desconocida nos pide identificación vía láser, comandante.
—Vaya. Al fin decidieron usar un medio civilizado —comentó Alice,
dirigiéndose hacia allí.
El silencio en el puente era total por parte humana. Sólo sonaba el rítmico
acontecer de las máquinas de escucha. Alice preguntó al técnico que había recibido el
mensaje:
—¿Qué idioma usan?
—Le repetiré el mensaje, comandante —dijo el técnico, poniendo en marcha el
registro obtenido.
Todos esperaron, ansiosos, escucharlo. Del registro surgió:
—Sideronave Cam-3 pide identificación a unidad extranjera. Sideronave Cam-3,
de la República Libre de Aratcelon, pide que se identifiquen, extranjeros.
—Ese idioma pertenece, con ligeras variaciones de tono, al que se habla en los
mundos centrales de la galaxia —murmuró Alice—. Este sistema fue colonizado por
emigrantes de esos mundos. Operador, establezca ahora comunicación directa con la
sideronave Cam-3.
El operador trabajó unos segundos, y la misma voz del registro volvió a
escucharse:
—Si son seres parlantes, deben contestarnos de alguna forma, aunque nosotros no
les entendamos. Si no lo hacen, les consideraremos como enemigos, y pasaremos al
ataque. Están invadiendo nuestro espacio sideral. Aquí la sideronave Cam-3, de la
República Libre de Aratcelon…
Alice tendió su mano derecha al operador, y éste colocó en ella un diminuto
micrófono. Acercándoselo a la boca, el comandante dijo:
—Les habla el comandante del Hermes, nave exploradora de la Unión de Diez
Soles. Solicitamos permiso a la República de Aratcelon para ingresar en su sistema
planetario.

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Sus palabras debieron causar cierta sorpresa en la nave de Aratcelon, pues el
portavoz tardó en responder:
—No conocemos ninguna Unión de Diez Soles. Deben ampliar datos.
—Ignorábamos que este sistema estuviese habitado —respondió Alice,
enigmáticamente—. La Unión de Diez Soles está ubicada en los sectores Vega y Lira.
Somos un estado soberano. Nuestro idioma no es el de ustedes, pero éste lo aprendí
en mis viajes de buena voluntad a los soles centrales de la galaxia.
Otro largo silencio, y la voz desde Cam-3 dijo:
—La República de Aratcelon os acoge amistosamente, si vuestra llegada es
pacífica; pero esta actitud nuestra queda condicionada a vuestro futuro proceder.
—Gracias, Cam-3 —contestó Alice—. Vuestra presencia en este sistema nos ha
proporcionado una grata sorpresa. Confiamos en que el azar haya sido magnánimo
con vuestro pueblo y el mío, al permitir que se conozcan.
—Es posible —replicó la voz—. Enviaremos una misión a vuestra nave, si no
tenéis inconveniente, para preparar una entrevista con nuestros superiores.
—Por el contrario, será un placer recibirles.
—Saludos.
La comunicación cesó.
Adán y Koritz se consultaron con la mirada. No comprendían exactamente el
proceder. Únicamente podían deducir que la comandante Cooper extremaba sus
precauciones ante aquel contacto con una vieja colonia que, al contrario de otras
muchas, no se había sumido en la barbarie al producirse el cataclismo que puso fin a
la Primera Era.
Hasta mucho más tarde, Adán no se daría cuenta de que Alice había omitido el
nombre del Orden Estelar y la Tierra.

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El coronel Aaom Dolh observaba, con aprensión, la gigantesca mole de la nave


procedente de las estrellas. Estaba a bordo de la chalupa de desembarco, con una
docena de sus hombres y oficiales. Sentía miedo. Pero debía ocultarlo, porque un jefe
de las fuerzas espaciales de Aratcelon no debía tener miedo ni siquiera ante lo
desconocido.
Se acercaban hacia la nave extraña que, momentos antes, se había identificado
como procedente de la Unión de los Diez Soles.
Aaom se dijo que tal Unión debía estar formada por viejas colonias, emancipadas
al cabo de varios siglos de opresión. Quizá la inesperada aparición de la nave
exploradora de la Unión no fuera a significar, al cabo, una amenaza para la
República, sino todo lo contrario.
El presidente ya estaba al tanto del hecho, y había sido firme al ordenar
personalmente que la misión debía llevarse con mucho tacto. El empleo de la fuerza
debía usarse solamente en el último extremo, si los desconocidos seres mostraban
animosidad.
La chalupa hizo contacto con la nave unionista. Una sección de ésta se abrió, y
entraron. Apareció una garra de acero gigantesca, que tomó a la chalupa y la depositó
con suavidad sobre una rampa, la cual comenzó a moverse de inmediato,
trasladándolos a través de un túnel hasta un hangar iluminado de rojo.
Su ayudante el capitán Linvel se volvió para mirarle, atreviéndose a comentar:
—La técnica de estos seres es superior a la nuestra, señor.
Aaom respondió con un gruñido. Linvel tenía razón y aquello le molestaba. Los
aratcelonitas estaban muy orgullosos de su nivel técnico. La llegada de una nave
procedente de miles de parsecs, y poseedora de una técnica tan avanzada como la de
ellos o más, podía provocar una conmoción en los conceptos de la República, sobre
todo en los condenados celonitas, que empezarían a mirar a los aratitas con cierto
desdén.
Tal vez el presidente decidiera no hacer trascender la noticia al pueblo, ni siquiera
a los diputados de Celon. Sería una buena medida de seguridad.
De inmediato, Aaom desechó tales pensamientos. Aquel asunto no era cosa suya,
sino del presidente y sus consejeros. Bastante tenía ya con meterse en la boca del
lobo. Hubiera preferido que fueran los seres de las estrellas quienes fuesen a
entrevistarse con él al Cam-3, pero las órdenes al respecto decían claramente que era
el comandante de la nave de Aratcelon quien debía ir a la de los extranjeros, para
demostrar así que se sentía seguro dentro de los confines de su propio sistema estelar,
al menos.

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La luz roja que iluminaba el hangar fue cambiada por una azul, y la puerta que
tenían enfrente se abrió.
El capitán Linvel se apresuró a pulsar el botón que descorría la puerta de salida, y
descendió antes que el coronel, ayudándole a bajar. Aaom Dolh no disfrutaba de una
gran agilidad precisamente, sino que su obesidad podía resultar hasta ridícula dentro
de su rutilante y entorchado uniforme dorado.
Aaom se arregló su capa escarlata y empezó a caminar hacia la salida del hangar.
Fuera de él les esperaban las personas que formaban el comité de recepción de la
nave exploradora llamada Hermes.
Los mandos del navío Cam-3 vieron un grupo de siete personas. Al frente de él
había una mujer, de espléndida figura, vestida de negro. Su rostro bello, perfecto,
permanecía serio, escrutador.
El primer pensamiento de Aaom fue que aquella mujer parecía ser la que
gobernaba la inmensa nave. Pero lo desechó enseguida. La técnica que empleaban
aquellos seres era alta. Un matriarcado no podía alcanzar tal perfección. ¿Un
gobierno mixto? Movió la cabeza, no muy convencido. Aaom sólo conocía el sistema
social que regía en Redon, y en él las mujeres eran algo secundario. Un hermoso e
imprescindible ser, pero que sólo servía para recrearse la vista y gozar de él.
Mejor no pensar en ello. Pronto saldría de dudas.
Alice Cooper vio avanzar a los hombres de la República de Aratcelon. Tuvo que
contener la risa ante la presencia de aquel tipo gordo que caminaba hacia ellos
bamboleándose sobre sus cortas piernas. Se dijo que tal vez fuese la máxima
autoridad que acudía al Hermes, a la vista del lujo que poseía su uniforme.
—¿Hemos llegado cuando estos tipos celebran su carnaval? —escuchó mascullar,
entre dientes, a Adán Villagran.
La comandante tuvo que hacer un nuevo esfuerzo para no reír.
La austeridad de los uniformes de los miembros del Orden Estelar, sólo negro y
plata, contrastaba grandemente con los multicolores —en los que predominaba el
dorado— de los soldados de aquel sistema estelar que tantas sorpresas les estaba
deparando.
El coronel Aaom se detuvo a tres pasos de los terrestres. Miró con duda a cada
uno de ellos, sin saber a quién dirigirse en particular. Optó por saludar en forma
general a todos, diciendo:
—Bienvenidos a Redon, seres de la Unión de los Diez Soles. Soy el coronel
Aaom Dolh. Éste es mi ayudante, el capitán Linvel.
Alice estrechó con fuerza la mano que tendía el indeciso coronel, sacándole del
apuro. Dijo con cierto tono divertido en su voz:
—Gracias, coronel Aaom. Bienvenidos al Hermes. Soy la comandante Alice
Cooper. Éstos son mis principales colaboradores, los capitanes Kelemen y LeLoux; el
teniente Villagran y el alférez Koritz.

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Aaom suspiró, resignado. Sus temores de que fuese una mujer quien gobernase la
nave de la Unión eran un hecho. Anunció:
—Traigo un mensaje personal del presidente de la República. Cuando ustedes se
identificaron, ordené una comunicación con Arat solicitando instrucciones. El
presidente les envía sus saludos y les invita a visitar la capital, donde tendrá el honor
de recibir a tan ilustres visitantes, portadores de paz.
Del coronel, los ojos escrutadores de Alice pasaron a las figuras atléticas y
aguerridas del capitán Linvel y los demás soldados de la escolta. Se dijo que Aaom
parecía pertenecer a una raza distinta a la de sus subordinados. ¿O había alcanzado el
grado mediante fuertes influencias? No le veía como un militar profesional, de
despierta inteligencia y probado valor, sino más bien un mequetrefe que le gustase
lucir brillantes uniformes.
—Estamos muy agradecidos al presidente y la República de Aratcelon por tan
grata acogida. No esperábamos encontrar una civilización en estos confines de la
galaxia, tan apartados de los núcleos habitados. Ha sido una grata sorpresa.
Aceptamos, gustosos, la invitación —contestó Alice, midiendo sus palabras.
—Me sentiré honrado conduciéndoles hasta la capital, en Arat. Mi crucero les
guiará —sonrió el coronel.
Alice hizo un gesto de disconformidad.
—El Hermes es un vehículo demasiado grande para aterrizar en un planeta.
Iremos en uno de nuestros destructores.
Aaom arqueó una ceja. Parecían no gustarle las palabras de Alice.
—Nuestros puertos del espacio están capacitados para recibir naves como la suya,
comandante —aseguró enfáticamente.
—No lo dudo. Pero insisto en dejar al Hermes en órbita, y seguir a su crucero en
uno de mis destructores.
—La invitación del presidente fue extensiva a toda la tripulación…
—Mis hombres no confiaban en gozar de la hospitalidad de un planeta civilizado
cuando llegamos a este sistema. Por lo tanto, no se sentirán defraudados.
—Como usted quiera, comandante —replicó Aaom, disimulando su malestar.
Quedó callado, esperando que Alice le invitase a recorrer el Hermes. Estaba
ansioso por curiosearlo todo. Había recibido instrucciones de sus superiores para que
inspeccionase la nave llegada de las estrellas, y confeccionara un detallado informe
acerca de su nivel técnico. Pero aquella mujer no parecía estar dispuesta a dejarle
pasar más allá de aquella reducida sala junto al hangar.
Adán pensó que su comandante no estaba resultando muy amable con los nativos.
Al fin y al cabo, les habían recibido bien y merecían cierta correspondencia.
Comprendía el embarazo del coronel Aaom.
—Procuraré no hacerle perder el tiempo, coronel —dijo Alice—. Tan pronto
como usted y los suyos regresen a su nave, ordenaré que saquen un destructor.

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Después que dicte unas instrucciones, lo abordaré y estaré dispuesta a seguirle, junto
con mi comitiva.
Era una clara invitación para que los hombres de Aratcelon se marchasen. Aaom
no era tan torpe como Alice podía presumir. Comprendió, al tiempo que su rostro se
enrojecía. Pero se recuperó y dijo:
—Estoy a su servicio, comandante. Esperaremos en el Cam-3 su aviso para partir
hacia Arat.
Saludó militarmente y les volvió la espalda para regresar a la chalupa. Adán tuvo
tiempo de percibir una mirada furiosa del capitán Linvel, antes de seguir a su
superior.

Cuando la chalupa hubo partido del Hermes, Adán no pudo contenerse por más
tiempo y dijo a la comandante:
—Se llevan una pobre muestra de nuestras costumbres.
Los verdes ojos de Alice miraron duramente a Adán. Por un instante, pareció que
el teniente iba a recibir una reprimenda, pero la comandante dijo:
—Señores, les espero en mi despacho. Alférez Koritz, disponga el destructor Dos
y elija la tripulación.
—¿Quiénes irán con usted, comandante? —preguntó la capitana LeLoux.
—Usted, LeLoux. Y también el teniente Villagran y el alférez Koritz. Kelemen
quedará al mando del Hermes.
—Opino que no debiera usted dejar el Hermes, comandante. Puedo ir yo en su
lugar —dijo Kelemen.
—¿Porqué?
—Pese a la amabilidad de esa gente, no estoy tranquilo del todo. Es… resulta
demasiado fácil. Debieron descubrirnos apenas entramos en el espacio normal. No
tardaron en enviarnos una de sus naves, posiblemente con base en el sexto planeta.
Lo mismo pudieron disponer diez o veinte unidades, y habernos intimidado a
rendirnos.
—Pero no lo hicieron —sonrió Alice—. Por el contrario, nos invitan a su capital.
Antes de atacarnos, intentaron por todos los medios comunicarse con nosotros para
averiguar si nuestras intenciones eran de paz o no.
—Cierto. Tal vez piensen que sólo somos la avanzadilla de toda una flota de
invasión, y por eso adopten precauciones.
—No sabemos aún quiénes son y qué piensan respecto a nosotros…, y en la
misma situación se encuentran ellos ante nuestra presencia. ¿Cómo hubiera
reaccionado usted, capitán Kelemen, si patrullando nuestras fronteras descubriese una
nave desconocida?
Kelemen sonrió, comprensivo.
—Tiene usted razón, comandante.

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Caminaban hacia el despacho de Alice sobre las cintas rodantes, y ella fue
explicando:
—Tal vez se hayan percatado de que, ante los hombres de Aratcelon, he omitido
el nombre de la Tierra. No les he mentido al decir que procedemos de la Unión de los
Diez Soles. Sólo silencié que la Unión pertenece al Orden Estelar. Hasta ahora nos
suponen pertenecientes a un grupo de planetas emancipados del dominio terrestre.
Habían llegado ante la puerta del despacho de la comandante. Una vez que ésta se
hubo acomodado detrás de su mesa y los oficiales tomaron asiento, siguió diciendo:
—Los más elementales principios de precaución nos aconsejan que efectuemos
cualquier aproximación con los Mundos Olvidados usando todas las prevenciones
posibles. Si con los planetas que pertenecieron al Imperio de la Primera Era y que se
sumieron en la barbarie debemos tener cuidado, ¿qué no ocurrirá cuando nos
hallamos ante unos planetas que, en lugar de retroceder, han continuado avanzando?
Adán miró a sus compañeros oficiales. En ninguno de ellos descubrió sorpresa
alguna cuando Alice les recordó que el nombre de la Tierra o el del Orden Estelar no
habían sido pronunciados delante de los aratcelonianos. No quiso pasar por tonto ante
los demás, y se tragó la pregunta que estaba deseando formular.
—Hasta ahora no nos ha ido mal con este proceder —dijo Alice—. Ya veremos,
más adelante, si podemos decir a esa gente toda la verdad. Usted, Kelemen, estará
pendiente de mis órdenes personales, que le transmitiré por láser ultracorto. Un
enlace con la Tierra —arrugó el ceño— tardará unas cuatro horas en efectuarse,
incluso con superimpulso ultralumínico. Es posible que dentro de ocho horas
podamos tener una respuesta del Alto Mando del Orden.
Kelemen torció el gesto, diciendo:
—Eso supondrá un consumo enorme de energía.
—Es preciso, capitán. Antes de marcharme le redactaré una nota. El Orden deberá
explicarnos, sin omitir nada, todo lo que antes de nuestra partida no quisieron decir
acerca de este sistema solar. Presiento que existe en Redon algo que escapa a mi
intuición. Cuando sepan que sus habitantes gozan de una avanzada civilización, no
dudarán en soltar sus preciados secretos. Tan pronto como tenga los informes de la
Tierra, Kelemen, me los hará llegar.
El capitán asintió, y durante largo rato Alice estuvo impartiendo sus
instrucciones. A quienes iban a acompañarla les dedicó especial interés porque
esperaba de ellos casi una perfecta representación teatral, según llegó a confesarlo.
—Será preciso prevenir a la tripulación del destructor —observó Adán.
Alice lo pensó unos instantes y dijo:
—Koritz se encargará de reunirlos antes de partir y hacerles saber cómo deberán
comportarse.
La comandante dio por terminada la reunión y todos salieron excepto Adán que, a
una indicación de Alice, se quedó en el despacho.
Ella le interrogó:

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—Villagran, he observado en usted cierta predisposición en criticarme ante los
demás. Soy partidaria de escuchar a mis colaboradores, por cierto. No me considero
una engreída en mis aptitudes, y soy consciente de que puedo errar. Pero ¿no se ha
dado cuenta de que inadvertidamente, tal vez, está demostrando cierta animosidad
hacia mí? ¿Debo pensar que pertenece a los que no creen que las mujeres podamos
gobernar con eficiencia una nave de guerra del Orden?
—Se equivoca, comandante. Le aseguro que no dudo de su competencia.
—Entonces, debo pensar que no me equivoco, y que existe otro motivo por su
parte para sentirse molesto en mi presencia. Debe haber algo, teniente, para que
inconscientemente proceda de esta forma conmigo.
—¿Puedo preguntar si usted se atrevería a definir “esta forma”?
A Alice le brillaron los ojos. Por primera vez, Adán vio que empezaba a perder el
control de sus bien templados nervios.
—Parece tratar de evitar que sienta simpatía por usted, teniente. Para que eso
ocurra, quizá sin darse cuenta, intenta molestarme.
Adán tragó saliva. Comprendió que Alice estaba profundizando demasiado. Tenía
que cortar aquella conversación:
—Debo prepararme para la partida, comandante. Si no tiene nada más que
ordenar…
Alice cambió repentinamente. Recobró su altivez y dijo:
—Puede retirarse.
Al salir del despacho, Adán tuvo que admitir que Alice había puesto el dedo en la
llaga. El muro que él intentaba levantar entre ambos había sido descubierto. Ella ya
sabía que su pretensión era mantenerse espiritualmente alejado, todo cuanto fuese
posible.
Estaba furioso, preguntándose cuánto tiempo tardaría ella en darse cuenta de que
se había enamorado de la comandante de una nave de exploración del Orden.

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3

La nave Cam-3 y el destructor Dos de la Hermes tomaron tierra en un puerto del


espacio grande y moderno del planeta Arat.
El recibimiento fue cortés, pera falto del calor del pueblo. Allí sólo habían
militares de alta graduación, que pusieron a disposición de los visitantes de la Unión
de los Diez Soles varios vehículos para su traslado a la capital de la República de
Aratcelon.
Cuando Alice dijo que sólo irían con ella LeLoux y Adán, una sombra de
frustración pasó por los rostros del coronel Aaom y del general Trolt, enviado
especial del presidente.
—Es férrea su disciplina, comandante —observó el general.
Trolt, al contrario de Aaom, era un tipo corpulento, de aspecto autoritario. Sus
ojillos negros no se quedaban quietos. Apenas descendió del destructor Alice creyó
ver en ellos un destello de deseo, al mismo tiempo que una peligrosa inteligencia.
Mirando hacia la tropa formada a pocos metros de distancia, compuesta por
hombres de fuerte corpulencia, respondió:
—Tampoco sus soldados parecen gozar de una disciplina débil, general.
El citado sonrió, complacido y un tanto divertido.
—Es usted mordaz, señora. Partamos, el presidente nos espera.
E hizo un gesto, invitándoles a subir a los vehículos.
Los terrestres subieron en uno de ellos. Alice se alegró de que ningún nativo —
excepto el conductor, separado de ellos por un grueso cristal— les acompañase.
Durante el camino al palacio presidencial tendría ocasión de cambiar impresiones de
lo que fueran observando con sus colaboradores.
La comitiva se puso en marcha. Los vehículos usaban un sistema de antigravedad
que les hacía flotar sobre la lisa carretera a una altura de veinte centímetros, lo que les
permitía alcanzar una velocidad superior a los doscientos kilómetros por hora.
Apenas salieron del puerto del espacio, divisaron en el horizonte la silueta de una
ciudad.
—¿Qué opina de todo hasta ahora, teniente? —preguntó, de súbito, a Adán.
—Esta gente goza de una alta civilización, comandante —respondió Adán.
Después de su conversación con ella en el despacho, estaba más en guardia que
nunca.
—Desconfían de nosotros, tanto como nosotros de ellos —comentó Alice.
—¿Lo dice por las naves que reemplazaron a la Cam-3, y que se quedaron
vigilando al Hermes? —preguntó la capitana LeLoux.
—Sí. Y estoy segura de que en estos momentos, en el astropuerto, están
intentando descubrir todos los secretos que puedan de nuestro destructor, con rayos X

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y toda clase de detectores.
Adán tuvo que sonreír para sí, reconociendo la capacidad mental que poseía
Alice. Había elegido un destructor que, tras de su fuselaje, poseía otro de plomo. Los
nativos se llevarían un chasco si intentaban penetrar con sus detectores en el interior
del destructor. Además, Koritz había recibido la orden de impedir la salida del navío
a todo tripulante, y negarse a contestar las preguntas de los funcionarios del
espaciopuerto, por amistosas que pudieran parecer.
En la carretera se cruzaron con infinidad de vehículos parecidos a los que
utilizaban, pero de modelos distintos. No eran militares.
—Al parecer —dijo Alice, señalándolos—, la población de Arat disfruta de un
alto nivel social, lo que le permite ciertos lujos.
—En la Tierra se llevarán una mayúscula sorpresa cuando reciban nuestro
informe —apoyó LeLoux—. Nunca hubiera sospechado que en un Mundo Olvidado
floreciese tal civilización.
—Cierto.
—He participado en la aproximación a diversos Mundos, y en ninguno de ellos
nos encontramos con semejante cosa.
—Me pregunto —dijo Adán— si tal circunstancia es favorable para su
incorporación al Orden Estelar.
—Me temo que, por el momento, eso sea difícil de contestar. No existiendo
precedentes…
Alice pareció distraerse de la conversación mirando a través de la amplia
ventanilla. La vegetación del campo que veían crecía, exuberante, a ambos lados. No
eran plantas de cultivo; parecían estar cuidadas para el disfrute de la población que ya
tenían cerca.
Entraron en la ciudad. Era moderna y de agradable aspecto. Distintos niveles de
avenidas discurrían entre sus edificios, altos y separados unos de otros.
Después de diez minutos entraron en una plaza grandísima, en medio de la cual se
alzaba un palacio reluciente.
—La residencia del presidente —murmuró Adán.
—Pronto comenzaremos a comprender muchas cosas —dijo, enigmática, la
comandante.

Oyalt, presidente de la República de Aratcelon, observó desde su despacho,


situado en el último piso del palacio, el ingreso de la comitiva procedente del
astropuerto a la descomunal plaza. Detrás de él, el mariscal y vicepresidente Dorlum
fumaba en silencio un largo cigarrillo aromatizado. Parecía importarle muy poco lo
que estaba ocurriendo abajo.
El presidente se volvió hacia él, interrogándole con la mirada.

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—Ya están aquí —dijo, cuando estuvo seguro de que Dorlum no tenía deseos de
hablar.
—¿Y bien? —inquirió éste, mirando la brasa del cigarrillo.
Su interlocutor se encogió de hombros. Vestía un traje civil, de color rojo y negro,
cruzado por el pecho con una banda gris y una cadena de oro. Tendría unos cuarenta
años, de rostro flaco y moreno. Sus cabellos empezaban a blanquearse por los
aladares. Podía habérselos teñido o usar peluca, pero prefería aparentar más años de
los que en realidad tenía.
—Tú eres mi consejero privado, ¿no? ¿No tienes ningún consejo que darme? —
preguntó el presidente, con sorna.
Dorlum hizo un gesto ambiguo, de los que gustaba exhibir y que tanto irritaban a
Oyalt. Si éste soportaba al mariscal aquellas excentricidades era porque sabía que en
toda la República no encontraría otro colaborador mejor.
—Hasta el momento, poco o nada sabemos de los extranjeros —dijo Dorlum
pausadamente—. Me pregunto si vinieron aquí por accidente, como aseguran, o bien
intuían que iban a encontrarse con nosotros.
—Dentro de muy poco podrán decírnoslo.
—No digas tonterías, Oyalt. Ya conoces los informes del coronel Aaom. No ha
averiguado nada en absoluto. Enviamos a Aaom porque es el jefe más tonto de toda
nuestra flota y pensamos que, ante su presencia, los extraños pensarían que Redon
estaría lleno de imbéciles. No han caído en la trampa o son demasiado desconfiados,
o…
—Continúa.
—O están ocultando sus verdaderas intenciones.
—Me inclino a pensar que la nave que ellos llaman Hermes llegó aquí
fortuitamente. Nosotros sabemos que existen mundos habitados en la galaxia, pero
ellos nada sabían de nosotros.
—Hermes. ¿No es explicativo que su nave se llame Hermes? Es el nombre de un
dios mitológico de la Tierra.
—Nosotros aún usamos nombres terrestres. Ellos dicen que proceden de Vega y
Lira. Y esos mundos pertenecieron al Viejo Imperio durante la Primera Era. Si
nuestros planetas sobrevivieron al aislamiento, ¿por qué no también el de ellos? Nada
sabemos de lo que ocurre en la galaxia habitada. Sólo podemos hacer conjeturas.
—Eres un iluso si confías en que ellos te lo expliquen todo.
Oyalt tardó unos segundos en responder:
—Tal vez lo hagan. ¿Por qué no?
Dorlum arrojó el resto de su cigarrillo al suelo, sin miramiento alguno hacia la
lujosa alfombra que lo cubría.
—¿Acaso su llegada altera en algo la ejecución de nuestros proyectos? —
preguntó.

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—No, por supuesto que no. ¿Por qué iban a alterarlos? No creo que se queden
mucho tiempo.
—Tal vez tengas razón, Oyalt. Los extranjeros no tienen que ser forzosamente
enemigos. Pienso que podemos encontrar en ellos buenos aliados.
Oyalt sonrió.
—Pudiera ser.
La puerta se abrió y un entró un secretario.
—La comandante de la nave Hermes, de la Unión de Diez Soles, aguarda en la
sala junto con su escolta —anunció con voz hueca.
—Iremos inmediatamente —dijo el presidente.

La frialdad inicial quedó prácticamente anulada gracias al buen vino de Arat y la


cordial conversación del presidente Oyalt. Sólo el mariscal Dorlum apenas dijo más
de dos palabras seguidas.
—Cuando me anunciaron la presencia de su nave, mi querida comandante, temí
lo peor —sonrió Oyalt, llenando personalmente la vacía copa de Alice Cooper—.
Durante siglos no hemos recibido visitas extrañas, desde que nuestros antepasados
dejaron de mantener… relaciones con el Gran Imperio.
Ni a Alice ni a Adán les pasó inadvertida la vacilación de Oyalt, al referirse a las
relaciones con los gobernantes de la Primera Era. La comandante respondió, amable:
—El Mando Coordinador de la Unión nos ordenó una exploración de un amplio
sector de soles blancos. Ya habíamos explorado tres sistemas planetarios a veinte
parsecs de éste, cuando nos encontramos con la sorpresa, la que luego supimos
agradable, de que su coronel Aaom solicitaba nuestra identificación.
—Celebramos que nada grave haya ocurrido. Esta clase de contactos son
delicados, comandante Cooper —dijo Oyalt—. A veces, los oficiales se ponen
nerviosos y pueden ordenar el ataque, pensando que quienes tienen frente a ellos son
enemigos.
El mariscal Dorlum carraspeó, atrayendo sobre sí la atención de los presentes.
Dirigiéndose a Alice, preguntó:
—Estamos verdaderamente intrigados por saber qué ha pasado durante estos años
en la galaxia, señora. ¿Puede contarnos someramente cómo está la situación política
en ella?
Adán tragó saliva. El momento que tanto temían había llegado. Miró a Alice y
sintió admiración hacia ella al verla responder, serena:
—Me disculparán si no les hago un relato minucioso desde el momento en que
finalizó la Primera Era con el derrumbamiento del Gran Imperio Terrestre —sonrió.
Dorlum se movió, inquieto, y dijo:
—En verdad, sólo nos interesa saber si la Tierra continúa existiendo.
Alice detuvo la copa de vino que se llevaba a los labios.

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—En la Unión nos limitamos a interesarnos por nosotros mismos, mariscal.
—Eso no responde a mi pregunta —insistió, con dureza, Dorlum.
El presidente tosió e intervino:
—Dorlum considera que la Tierra puede aún tener influencia en la galaxia.
—No veo la importancia que pueda tener tal cosa —dijo Adán, intentando ayudar
a su comandante.
—Entre nosotros y la Tierra existen cientos de planetas. Nuestro comercio tiene
suficiente con detenerse a mitad del camino —replicó Alice, después de sorber un
poco del vino—. No. ¿Para qué desear una nueva aproximación con la vieja capital
del Gran Imperio?
—¿Debemos entender que del Gran Imperio no queda nada? —La ansiedad podía
notarse en el interrogante de Dorlum.
—Desde luego que no. Se consumió en medio de su desmesurado e incontrolable
poder. Infinidad de sus antiguas colonias se sumieron en el salvajismo con el colapso
de la Primera Era. Existió en la galaxia una época de desconcierto. Ahora todo parece
normalizarse.
—En resumidas cuentas, ¿aún perdura la Tierra como mundo habitado, al menos?
—preguntó Dorlum.
—Puedo responderle que sí —respondió Alice, seriamente—. Pero repito que no
soy la más capacitada para extenderme en un análisis profundo sobre los problemas
sociales y económicos que padece, ya que nuestras relaciones con la vieja capital
apenas existen.
—Lástima que sus conocimientos no sean más profundos, comandante —sonrió,
aliviado, Dorlum—. Me hubiera gustado saber si la Tierra aún disfruta de poder
militar suficiente como para reemprender una nueva conquista de sus viejos
dominios.
Alice sonrió.
—La Unión es fuerte y libre. ¿No le dice esto bastante?
—Nuestra invitada tiene razón, mariscal —dijo el presidente, a quien parecía
molestarle un tanto la insistencia de Dorlum—. Éste es un momento importante para
el futuro de la Unión y Aratcelon. Creo que debemos hacer extensiva nuestra alegría
a los dos planetas. Daremos la noticia. Esta noche invitaremos a una recepción a
todas las personalidades de Celon y Arat, en el transcurso de la cual serán
presentados nuestros estimados visitantes de la Unión.
Se volvió para mirar a Alice, esperando su aprobación. Alice respondió:
—Mis compañeros y yo estamos sumamente agradecidos por su gentileza, señor
presidente. Confiamos en que esta noche tendrá un momento para explicarnos cómo
ha sido posible que sus mundos, aislados del resto de la galaxia, hayan alcanzado un
grado de civilización tan alto.
—Será un placer, señora —sonrió Oyalt.
El general Trolt se acercó solícito, y dijo:

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—Permítame que ordene a unos mayordomos que les indiquen sus habitaciones.
Creo que desearán descansar un momento.
Mientras se procedía a las protocolarias despedidas, Adán pensaba que todo
estaba transcurriendo perfectamente. Tal vez demasiado bien. Y así sería, de no haber
insistido tanto el mariscal en conocer la situación de la Tierra.

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4

Adán Villagran llamó respetuosamente a la puerta de las habitaciones asignadas a la


comandante Cooper. Suponía que con ella estaba la capitana LeLoux. Ya era casi la
hora de bajar a los garajes de palacio y subir a los vehículos que les esperaban para
trasladarlos al lugar donde iba a celebrarse, aquella noche, la recepción.
—Adelante —dijo Alice.
El muchacho empujó la puerta y vio a Alice vestida con su traje de gala,
dialogando con LeLoux. Estaba bellísima. Las mujeres oficiales prescindían del
severo uniforme masculino en ciertas ocasiones, usando uno de corte más femenino,
aunque seguía siendo negro, adornado con plata.
Aquél caía perfectamente a Alice. LeLoux vestía uno similar, pero ésta carecía
del atractivo de su jefa.
—Debemos marchar, comandante —dijo.
—Gracias, Adán —respondió ésta, y a continuación le informó—: Nos hemos
comunicado con Kelemen, quien asegura que, después de medianoche, nos
retransmitirá los informes que solicité a la Tierra.
—¿Qué hay de las naves que vigilan al Hermes?
—Siguen en el mismo lugar. Kelemen no ha perdido el tiempo. Lo ha dedicado a
explorar con detenimiento los planetas de este sistema. Parece ser que en los mundos
cuarto y quinto existen indicios de grandes bases militares. —Alice tenía el ceño
arrugado.
—¿Le preocupa eso? —preguntó Adán—. Tienen derecho a estar dispuestos a
defenderse, ¿no?
—Por supuesto. Pero existe una fuerza desmesurada en esos planetas. No
comprendo porqué si esta gente se ha sentido sola durante tantos años, tenga recelos
del espacio exterior. Sus naves son capaces de viajar por el subespacio. ¿Por qué no
han intentado llegar hasta el centro de la galaxia?
—Yo me preocuparía, más bien, por su interés respecto a la actual potencia bélica
de la Tierra —apuntó Adán.
Alice paseó por la suntuosa habitación. Se detuvo y dijo:
—Para eso me he confeccionado una respuesta que espero confirmar esta noche.
Los colonos originales de este sistema prácticamente huyeron de la Tierra durante las
persecuciones que cierto emperador practicó contra unas sectas que al parecer le
fastidiaban. No deben guardar los actuales aratcelonitas buenos recuerdos de nuestros
antepasados. Quizá vivan con el temor de que retornen los viejos tiempos.
—Entonces, será conveniente explicarles que el Gran Imperio desapareció, que
sólo si ellos lo desean pueden integrarse en el Orden Estelar —argumentó Adán.
—Aún no es el momento de poner las cartas boca arriba.

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LeLoux soltó una corta risita.
—Me temo que estamos haciendo una montaña de un grano de arena. Tan
acostumbrados estamos a encontrarnos con Mundos Olvidados sumidos en el
salvajismo, que parece fastidiarnos el hecho de habernos topado con una comunidad
tan avanzada como la nuestra.
Alice asintió.
—Tal vez no te falte la razón, Joan. —Suspiró, y dijo—: Es hora de marcharnos.
¿Puede indicarnos el camino, teniente?
—Fuera nos espera un chambelán para conducirnos hasta los vehículos,
comandante.
Adán abrió la puerta. Las mujeres salieron y él las siguió.

—Espero que le agrade todo esto, señora —dijo, sonriendo, el presidente.


Alice asintió. Ciertamente le encantaba aquel lugar. La recepción se celebraba en
un palacete levantado a la orilla de un mar tranquilo. La temperatura era agradable y
disfrutaban del aire libre.
—Es verdaderamente maravilloso —dijo Alice.
Cientos de invitados, procedentes de todos los puntos de Arat, habían acudido
aquella noche a conocer a los personajes de las estrellas. El presidente Oyalt hizo la
presentación, y puso de manifiesto sus más fervientes deseos para que la amistad
entre las dos naciones, separadas por docenas de parsecs, fuera un hecho en el futuro
inmediato. No aludió a la Tierra ni a tiempos pasados.
La curiosidad inicial de las personalidades de la República ante la presencia de
los terrestres decreció de inmediato, una vez que se convencieron de que eran iguales
que ellos e incluso conocían su lengua, que era la misma que se hablaba, según
explicó Alice, en uno de los mundos de la Unión.
Los jóvenes se dedicaron a bailar, y los oficiales y políticos, a beber y comer las
sabrosas viandas, preparadas en abundancia.
—Le diría una cosa si estuviera seguro de no ofenderla, señora —dijo el
presidente.
—Le aseguro que no, presidente —le invitó, sonriente, Alice.
Cerca de ellos, LeLoux y Villagran conversaban con el mariscal Dorlum y el
general Trolt. A Alice le hubiera gustado saber de qué hablaban, especialmente
Dorlum. Pero la música que inundaba la amplia terraza sobre el mar, pese a ser suave,
impedía que se enterase.
—Mis compatriotas, cuando recibieron la invitación, debieron pensar que los
seres de las estrellas pertenecerían a una de las razas humanoides del borde de la
galaxia —explicó Oyalt.
—¿Y se han sentido defraudados?

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—Un poco al principio, pero estoy seguro de que luego todos, especialmente los
hombres, se han quedado complacidos ante su belleza.
Mirando hacia la pista de baile, Alice comentó:
—Dudo que se asombren ante eso, presidente. Observo que sus mujeres son
hermosas.
Oyalt asintió.
—Resultan bonitos motivos decorativos.
—¿Nada más?
—Comprendo lo que piensa, comandante —le sonrió Oyalt—. Nuestras
costumbres, en este aspecto, son distintas a las de ustedes. Nosotros no permitimos
que las mujeres sirvan en el ejército y, mucho menos, que ocupen cargos destinados a
los hombres.
—Eso es muy común en la Unión, aunque sean pocas las naves gobernadas por
mujeres. Pero le advierto que llegará el día en que sus mujeres reclamen un puesto
más justo dentro de su sociedad.
—Lo veo difícil. Ellas siguen igual que hace cientos de años. No permitiremos
que la situación cambie.
—¿Motivos religiosos? —preguntó con indiferencia Alice, mientras tomaba una
copa de vino de la mesa cercana.
Oyalt se puso serio.
—¿Por qué han de ser cuestiones religiosas las que intervengan en esto?
—Uno de los planetas de la Unión, el mismo donde se habla la lengua de ustedes,
posee una religión que prohibe a las mujeres ejercer trabajos propios de los hombres,
según éstos.
—¿Y no tratan de impedirlo ustedes? —preguntó Oyalt, soltando el aire que por
unos segundos había retenido sus pulmones.
—¿Por qué? Cada planeta de la Unión tiene sus propias leyes, que pueden
subsistir mientras no interfieran en las generales. Con el tiempo, las mujeres de ese
mundo alcanzarán los mismos privilegios que las demás de la Unión.
—No tendrán una base sólida las creencias de esos hombres…
—Evidentemente, no tanto como las de ustedes —sonrió Alice.
—Le repito que en nuestro caso nada tiene que ver la religión.
Alice pensó que, de seguir hablando, terminarían discutiendo. La serenidad del
presidente parecía resentirse ante aquel tema. Depositó la copa en la mesa y preguntó:
—¿Es éste un buen momento para usted, presidente?
Oyalt arqueó una ceja interrogadoramente.
—¿Para qué?
—Me prometió explicarme algo de la historia de su nación.
Oyalt indicó unos asientos situados al fondo de la terraza, entre unos macizos de
flores. Mientras se acomodaban en ellos, hizo una indicación a una camarera, juvenil
y complaciente, que les acercó unas copas llenas de aquel vino delicioso de Arat.

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—Con sumo gusto, satisfaré su curiosidad, señora —dijo el presidente. Pareció
cambiar una mirada de inteligencia con Dorlum, y agregó—: No sabemos
exactamente cuándo nuestros antepasados llegaron a este sistema. Los registros al
respecto son confusos porque se llevó a cabo en una época turbulenta. El Gran
Imperio era fuerte, pero abarcaba demasiados planetas, y su control sobre éstos era
deficiente.
»Primero fue colonizado Arat. Luego vinieron otros grupos, que se asentaron en
Celon. No existieron problemas entre nosotros. Todo marchaba maravillosamente
hasta que llegaron los soldados imperiales y reclamaron los impuestos del emperador.
—Entonces, ¿no existe una conexión étnica entre los actuales habitantes de Celon
y Arat? —preguntó Alice.
Oyalt pareció dudar antes de responder:
—No completamente. Mis antepasados procedían, al parecer, de unos mundos del
Cuarto Círculo, mientras que los de Celon llegaban de una zona fuertemente
industrializada por el Gran Imperio.
Alice hubiera deseado hacer otras preguntas, pero decidió escuchar.
—Los celonitas acataron con resignación la presencia de los expoliadores
imperiales. Los aratitas, en cambio, se opusieron a que los recién llegados los
avasallasen. La represalia de los soldados imperiales fue cruel. Aún perdura en
nosotros su despiadado proceder. Casi aniquilaron a la población de Arat.
»Pero, por fortuna, algo ocurría en el Gran Imperio. Estaba podrido y su gran
poder se les escapaba entre las manos, sin remedio. Los contactos con la Tierra
fueron cada vez más débiles hasta que llegó un día en que las naves correo dejaron de
venir. Muchos de los que nos esclavizaron se marcharon. Otros se quedaron,
creyendo que aún podrían seguir viviendo a nuestra costa con toda clase de lujos.
»Pero estalló la rebelión, y fueron pasados por las armas. Los que consiguieron
huir se refugiaron en Celon porque ya no disponían de naves para volver a la Tierra.
Suponemos que llegaron a mezclarse con la población nativa de tal forma que
cuando, años más tarde, pudimos desarrollar los medios para viajar hasta Celon, no
encontramos rastros de ellos.
Alice arqueó las cejas.
—¿Protegieron así los celonitas a sus antiguos opresores?
Oyalt movió dubitativamente la cabeza.
—No lo sabemos con certeza. Los celonitas siempre han sido gente extraña. Sólo
están contentos cuando trabajan. La República de Aratcelon posee su industria pesada
en Celon. Podemos confiar en su eficiencia. Con la inteligencia para organizar que
disponemos los aratitas y el tesón de ellos, hemos logrado alcanzar cierto bienestar,
después de muchos años de penosos trabajos. Fue una época dura, comandante. Nos
costó mucho salir del atraso en que los imperiales nos obligaron a vivir.
—Quizá los celonitas acogieron a los fugitivos imperiales porque con ellos no se
mostraron tan duros como con ustedes, ¿no?

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—Le repito que fueron años difíciles, muy confusos. Existen lagunas en cuanto a
la manera en que ocurrieron los hechos. Estábamos muy ocupados en crearnos una
nación próspera para dedicarnos a escribir una historia concienzuda.
Alice miró a su alrededor y sonrió.
—Pueden sentirse orgullosos por lo que han conseguido. —Súbitamente,
preguntó—: No guardan buen recuerdo de la Tierra, ¿verdad?
Oyalt la miró intensamente a los ojos.
—¿Supone que podemos tenerlo?
—Me sería imposible poder dar una respuesta adecuada. Sin embargo, los
celonitas no tuvieron escrúpulos en ocultarlos cuando ustedes llegaron en sus naves
de guerra, sedientos de sangre, queriendo destruir hasta el último de los terrestres.
—No he dicho que los propósitos de mis antepasados fueran vengarse de los
terrestres que quedasen en Redon, cuando consiguieron llegar a Celon.
—No, desde luego; pero me imagino que hubieran ejecutado a los terrestres que
hubiesen encontrado.
—Es posible. Pero todo eso es historia pasada, que ahora no tiene ningún valor.
—Arat y Celon formaron una república. ¿Usted fue directamente elegido por el
pueblo de ambos planetas?
Alice se dio cuenta, al terminar de formular su pregunta, que el general Dorlum
había abandonado a sus oficiales y se acercaba sigilosamente hasta ellos. El militar
respondió por el presidente:
—Permítame, señora, que sea yo quien le diga que Oyalt fue elegido presidente
por mayoría absoluta de nuestra cámara de diputados. Estos diputados son escogidos
por las distintas regiones de los dos planetas. Así pues, aunque no directamente, el
pueblo es quien elige a su máximo gobernante, por mediación de las personas en
quienes depositan su confianza.
—Es normal que en las repúblicas haya también un vicepresidente —respondió
Alice, sabiendo que ante Dorlum no podía ser tan atrevida en sus preguntas.
—Nosotros lo tenemos también —dijo Oyalt.
Pareció buscar a alguien en la amplia sala. Alzó su brazo derecho, atrayendo la
atención de alguien. Alice se volvió para mirar, y vio avanzar hacia ellos una persona.
Tenía su pecho cruzado por una banda púrpura y una cadena de plata. El presidente
hizo las presentaciones:
—Nurlet, le presento a nuestra invitada de honor, la comandante Alice Cooper, de
la nave Hermes de la Unión de los Diez Soles. Señora, mi más eficaz colaborador, el
vicepresidente Nurlet, de Celon.
Nurlet poseía una mirada que a Alice le pareció triste. La saludó con una leve
inclinación. Ella le sonrió. Al comienzo de la recepción, el presidente la presentó a
numerosísimas personalidades. Entre éstas no recordaba haber visto a Nurlet. Pese a
lo que aseguraba Oyalt, el vicepresidente no parecía ser un colaborador demasiado
estrecho.

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—En Celon aún no sabemos de su llegada, señora; pero puedo asegurarle que nos
congratulamos de ella —dijo Nurlet. Su voz era suave y educada. Aparentaba cierta
timidez.
—Gracias —Alice le invitó a sentarse junto a ella—. Estoy segura de que su
planeta será tan hermoso como Arat.
—Es distinto —respondió Nurlet. Había tragado saliva antes y mirado a Oyalt y
Dorlum.
—¿Distinto? —sonrió Alice—. Ha despertado en mí la curiosidad por verlo.
—Después de conocer Arat, no le parecerá nada bello.
—Cada mundo tiene sus encantos. Los encontraré en Celon, si es diferente a Arat.
Nada fastidia tanto como la repetición.
—De lo que estoy seguro es que Celon le parecerá interesante.
—¿Porqué?
—Encierra muchas sorpresas. Algunas verdaderamente… intrigantes.
Alice miró, confusa, al vicepresidente. Por un instante creyó haber captado algo
en su mirada que la intranquilizó.
—Mi estimado Nurlet —intervino Oyalt—, a veces resulta usted tan
desconcertante como su planeta natal. No le tome demasiado en serio, señora. Como
todos los suyos, a veces resulta…
—¿Chocante? —terminó, completando aquella frase, el propio Nurlet.
El presidente rió.
—No quise decir eso. A propósito, Nurlet, ahora recuerdo que nuestro
administrador me preguntó antes por usted. Le encontrará cerca de donde sirvan
licores fuertes.
Nurlet asintió en silencio. Incluso Alice presentía que Oyalt había sentido
repentinos deseos de alejar al vicepresidente. Éste se incorporó y dijo a la
comandante:
—Ha sido un placer, más que un honor. Los honores, a veces, encierran unos
sentimientos llenos de tópicos. Le repito que el conocerla ha resultado para mí algo
muy agradable.
—No estaremos muchos días en Redon. Me disgustaría mucho irme sin conocer
su planeta. Estoy segura de que usted será el anfitrión ideal —sugirió Alice,
estrechando la mano de Nurlet.
Oyalt se anticipó a Nurlet, respondiendo:
—Por supuesto que antes de su partida deseo también que visiten Celon. Su
industria pesada es notable. Pero antes deberá conocer un poco más de Arat.
Nurlet volvió a saludar con una inclinación de cabeza y se alejó. Pronto lo
perdieron de vista entre la abigarrada multitud, brillante y enjoyada, que llenaba la
terraza.

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5

La fiesta terminó pasada la medianoche. De vuelta a sus habitaciones en el palacio


presidencial, Alice se encerró con LeLoux y Adán. Ante ellos mostró la palma de su
mano derecha, que un par de horas antes estrechase Nurlet al despedirse.
—¿Qué es esto? —preguntó LeLoux, señalando el diminuto disco de metal
flexible pegado en la piel de la mano de Alice.
Ésta se encogió de hombros.
—Un pequeño regalo del vicepresidente, supongo.
Sacó de su maletín una lupa y miró a través de ella el trocito de metal.
—¿Hay algo escrito? —interrogó Adán.
—Sí. El amigo Nurlet no es, en realidad, tan tímido como aparentaba. Por el
contrario, me resulta más decidido que los demás hombres de estos planetas. El
general Trolt me mira como un ave de rapiña, pero él es más decidido.
—¿Qué dice?
Alice sonrió, divertida.
—Me cita en cierto lugar de este palacio, dentro de una hora. —Adán torció el
gesto. No le gustaba aquello—. Por supuesto que no se trata de una cita amorosa. Era
una broma —aclaró Alice.
—¿Acaso piensa acudir a ella? —preguntó LeLoux desconfiada.
—Tal vez. Ahora tenemos tiempo de comunicarnos con Kelemen. Luego
decidiremos. Adán, conecte con el Hermes.
El teniente sacó de su bolsillo un diminuto transmisor. Operó en él y después de
unos segundos, cuando estuvo seguro de que el láser los unía de forma que nadie
podía interferirlo, dijo a Alice que Kelemen estaba a la escucha.
La comandante tomó el transmisor. Saludó a Kelemen y le informó de lo
acontecido durante su primera jornada en Arat. Luego pidió le dijese qué había
respondido la Tierra respecto a los informes solicitados del sistema D-AB-7651.
La voz de Kelemen sonó clara cuando dijo:
—Arat fue colonizado por miembros de una secta fanática que creó muchos
problemas al emperador de aquel tiempo. Huyeron de la Tierra porque dictaron
sentencia de muerte contra ellos. Años después de que llegasen a Arat, el más fértil
de los planetas de Redon, a Celon arribaron unas naves procedentes de unos mundos
superpoblados del Cuarto Círculo. Todo esto último concuerda con lo que le ha
contado el presidente, señora.
»La única discrepancia existe en que fueron los hombres de la secta Doble
Antorcha, que así se llamaba, los que recibieron con violencia a los soldados del Gran
Imperio. Tal vez la reacción de éstos, al saber que aquel planeta estaba habitado por

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descendientes de una secta condenada a muerte por los emperadores, resultó
demasiado brutal.
»Los hombres del Gran Imperio apenas tuvieron dificultades en Celon, ya que sus
habitantes se limitaban a crearse un mundo acogedor. Cuando empezó el fin de la
Primera Era, el poder de los imperialistas se debilitó. Muchos de éstos huyeron y
pudieron llevar a la Tierra los únicos y escasos informes que poseemos. Relatan que
en el sistema D-AB-7651 vivían unos enemigos acérrimos de la Tierra, sedientos de
sangre y cuyo único afán era luchar.
—¿Qué más, Kelemen?
—Poco ya. Se intentó enviar una expedición de castigo, pero por entonces el caos
empezó a adueñarse de la galaxia, y durante siglos se olvidó la existencia del sistema
Redon.
—¿Por qué fueron condenados al exterminio los miembros de la secta Doble
Antorcha?
—Sus ideas molestaban a los gobernantes porque resultaban demasiado duras.
Exigían la pureza de la raza, la aniquilación de los débiles para que los fuertes no
encontrasen trabas en alcanzar más elevadas metas.
—Tenían que ser unas ideas de hierro, cuando los emperadores, que por cierto no
usaban mano suave, decidieron que representaban un peligro —ironizó Alice—.
Bueno, eso nos deja casi como estábamos. ¿Algo más, Kelemen?
—Sólo añadir que la vigilancia de las naves persiste. ¿Cuándo regresará,
comandante? Esto cada vez me gusta menos.
—Ya dije esta noche al presidente que sólo permaneceremos una semana. Quizás
antes de ese tiempo estemos de regreso en el Hermes.
Se despidieron, y Alice cortó la comunicación.
—¿Y bien? —preguntó LeLoux.
—Veo este planeta como un rosal. Muy hermoso y perfumado en su conjunto,
pero repleto de espinas. Tal vez nos pinchemos si ahondamos en el macizo.
—Aunque a la fiesta sólo acudió lo más selecto de las ciudades de este planeta,
no parece existir una clase oprimida en él —dijo Adán.
—El coronel Aaom fue el primer aratcelonita que vimos —dijo Alice—. Un tipo
blando, que nos podía hacer pensar que, como militares, esta gente vale poco. ¿Nos lo
enviaron para darnos una visión equivocada de la realidad? Luego hemos podido
comprobar que la milicia local es fuerte, compuesta por miembros aguerridos,
inteligentes. ¿Cómo llegó Aaom a coronel? Quizás algunos cargos se otorgan a la
nobleza existente. Pensarían que Aaom era ideal para que los desconocidos
extrasistema imaginaran que nada debían temer respecto al potencial militar.
Además… primero mandaron una sola nave. Luego quedaron tres o cuatro vigilando
al Hermes.
—No debemos censurarlos por exceso de precaución.

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—Claro que no. Pero sí debemos precavernos, porque se muestran demasiado
astutos. Me parece que va siendo hora de acudir a esa misteriosa cita —dijo Alice,
consultando la pequeña esfera de su reloj.
Adán titubeó, antes de decir:
—No debe ir sola, comandante. La acompañaré.
Por un instante, Alice estuvo tentada de negarse. Luego lo pensó mejor. Aquel
tonto de Adán podía quedarse pensando que la cita era amorosa, y le molestaría ver
luego su cara de perro apaleado.
—De acuerdo —dijo.

—No debemos preocuparnos más, Dorlum —aseguró Oyalt—. Ya oíste decir a la


comandante Cooper que tienen intención de regresar a su mundo dentro de seis o
siete días. Justo a tiempo, precisamente, para que nuestros planes no sean alterados lo
más mínimo.
El mariscal tenía el rostro descompuesto. Colérico, respondió:
—Ese cretino de Nurlet… Sentí deseos de romperle su cara de cerdo. ¿Por qué
tuviste que invitarle a la recepción?
—Es el vicepresidente de la República, ¿no?
—Eso no se lo cree ni él —rezongó Dorlum—. Es una figura decorativa, nada
más. Sólo sirve para que sus compatriotas piensen que están debidamente
representados en la Cámara de Diputados.
—Nurlet se encontraba en Arat y no tenía otra alternativa que pedirle que
acudiera —protestó Oyalt—. No te preocupes más.
—Habló demasiado.
—Ya le conoces. Es un soñador, metido en política a la fuerza. Recuerda que vino
porque nos tenía que presentar el informe que tanto esperábamos.
—No tuve ocasión de leerlo. Los extranjeros tuvieron la culpa. ¿Estarán
dispuestas las unidades a tiempo?
—Nurlet asegura que sí. Tan pronto como se marche el Hermes, de Celon partirán
las naves para terminar de armar la flota.
—No me fío de ningún celonita —masculló el mariscal.
Oyalt sonrió, quitando importancia a la cosa.
—Bah. Eres demasiado suspicaz.
—Me preocupa que esa mujer desee visitar Celon.
—Alargaremos todo cuanto podamos su estancia en Arat. Cuando se dé cuenta,
habrán pasado siete días, y querrá marcharse. En todo caso, si no podemos eludir su
visita a Celon, prepararemos adecuadamente el escenario. Ella verá lo que a nosotros
nos interese. Retírate a descansar, lo necesitas.
—Tienes razón. Los sucesos del día me han alterado los nervios. Pero antes tengo
que ir a mi despacho a ordenar algunas cosas.

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Miró al mariscal salir de la habitación. A veces se decía que Dorlum, y no él,
parecía ser la máxima autoridad de la República. Oyalt era presidente desde hacía
diez años; había sido reelegido dos veces. Dorlum era el jefe supremo de las fuerzas
armadas de Aratcelon desde mucho antes. Cuando alcanzó la presidencia se encontró
con el proyecto elaborado por los militares desde hacía décadas, y nada podía hacer
para alterarlo.
Se encogió de hombros. Sus simpatías estaban de parte de los militares, como las
de todo el pueblo de Arat. Pero se preguntaba si merecía la pena aquel descomunal
esfuerzo que estaban realizando, cuya mayor parte recaía sobre los habitantes de
Celon. Las cosas parecían haber cambiado en la galaxia, mas ellos continuaban con
las mismas ideas que hacía siglos. Sus pensamientos no se habían alterado.
Aunque siempre tuvo la esperanza de que ningún residuo quedase del
desintegrado Gran Imperio, la llegada de los hombres de la Unión se la hizo
desaparecer. El núcleo engendrador de la Primera Era, la Tierra, seguía flotando en el
espacio. Los viejos planes, por lo tanto, debían ser llevados a la práctica.
Y todo parecía indicar que la República iba a encontrarse con un campo abonado,
adecuado para desarrollar a plena satisfacción los proyectos heredados de los
antepasados aratitas.

—¿Está segura de que el mensaje decía que la esperaba por este ala del palacio?
—preguntó Adán, mirando con desconfianza los lujosos pasillos, desiertos y
silenciosos.
—Sí —replicó Alice. Estaba segura de no haberse equivocado al memorizar el
contenido del disco metálico, que destruyó para evitar posibles complicaciones—.
Esta parte está dedicada a las habitaciones privadas del presidente y otras
personalidades. Aunque Nurlet tenga su residencia habitual en Celon, cuando visita
Arat se aloja aquí.
Escucharon pasos procedentes del otro lado del corredor. Sin dudarlo, Alice
empujó la puerta que tenían más cerca. Entraron en una habitación decorada
austeramente, al contrario que las demás del palacio. Una mesa de trabajo y varias
máquinas computadoras y sistemas de comunicación, además de estanterías con miles
de grabaciones, llenaban la pieza. En las paredes, algunas fotografías de militares de
alta graduación. Algo atrajo el interés de Adán. Llamó la atención de Alice,
señalando un lugar de la pared.
—Mire eso —dijo.
Alice se volvió. Vio una especie de escudo. Rodeado por laureles y encima de un
disco azul, dos antorchas llameantes y cruzadas. El grabado parecía ser muy antiguo.
—¿Una reliquia del pasado? —murmuró Alice.
Pero calló. Las pisadas se habían detenido delante mismo de la puerta. Con
decisión, Adán la abrió e hizo intención de salir. Al otro lado, Dorlum los miró,

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sorprendido.
—¿Qué hacen en mi despacho? —preguntó el mariscal, cuando pudo
sobreponerse a la sorpresa.
Alice respondió con rapidez:
—Hemos dado un pequeño paseo, antes de retirarnos a nuestras habitaciones. Es
muy hermoso el palacio. Nos perdimos.
Había recelo en el tono de las palabras de Dorlum, cuando respondió:
—Sus habitaciones están en el piso superior, señora. ¿Desean que les acompañe?
—No, gracias. La equivocación fue que pensamos que estaban en este piso. Así,
nunca podíamos encontrarlas. Buenas noches, mariscal.
Alice empezó a caminar pasillo adelante. Adán la siguió. Lo último que vio del
mariscal fue su mirada desconcertada. Antes de doblar el corredor, observó cómo se
introducía en su despacho.
—Parece que se creyó el cuento —resopló Adán.
—¿Por qué no iba a creerlo? —sonrió Alice. Señaló otra puerta y dijo—: Ahí nos
espera Nurlet.
—Confiemos en que no se equivoque esta vez.
Pero en esta ocasión no hubo error alguno. Impaciente, Nurlet aguardaba en
aquella habitación. Lo sorprendieron paseando y fumando nerviosamente. Tan pronto
como entraron, el vicepresidente corrió a cerrar la puerta. Luego, preguntó con
desconfianza:
—¿Les siguió alguien?
Adán miró a Alice. Ésta debió pensar que si contaba su encuentro con el mariscal,
Nurlet se asustaría más de lo que estaba y se quedarían sin saber para qué la había
citado con tanto misterio.
—Nadie nos ha seguido. Este inmenso palacio parece desierto.
—Necesitaba hablar con usted, señora. —Mirando desconfiadamente a Adán,
añadió—: En mi mensaje decía que a solas.
—Es el teniente Villagran, mi ayudante —explicó Alice—. Si desconfía de él, es
como si lo hiciera de mí.
—Siendo así… Discúlpeme, pero toda precaución es poca.
—Explíquese de una vez, Nurlet. Cada vez estamos más intrigados —apremió
Alice.
—Cuando supe de la llegada de extranjeros, y que Oyalt pensaba dar una fiesta
para hacer su presentación, acogí la noticia con cierta indiferencia. Pensé en
humanoides, no sé… Luego, al verles desde lejos, empecé a pensar que su llegada
había sido providencial.
—¿Providencial para quién, Nurlet? —le preguntó Adán.
—Para todos excepto para una minoría, culpable de esta situación. Y al hablar de
todos, me refiero a la galaxia completa. Ya ha habido demasiadas guerras en los

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siglos pasados. Es ridículo querer venganza al cabo de tanto tiempo, cuando los
rencores debían estar olvidados.
—¿Habla de guerra? ¿Quién va a iniciarla?
—Arat. Tan pronto como ustedes se marchen, partirá una poderosísima flota hacia
la galaxia central.
Alice y Adán cruzaron unas miradas sorpresivas.
—Continúe —dijo ella—. ¿Sólo Arat desea la guerra? ¿Celon se mantiene al
margen?
—Mi planeta construyó las naves, y los aratitas las tripularán. Nosotros somos
obreros, ellos son guerreros. Desde que huyeron los imperialistas, siempre fue así.
Ellos nos sometieron y nos obligan a trabajar. Estamos dominados por Arat.
Una nube de duda pasó por la mirada de Alice. Nurlet la captó, y preguntó,
irritado:
—¿No me cree? Los imperialistas de la Primera Era eran unos amos difíciles,
pero magníficos, comparados con los aratitas. Cuando llegó el caos, los de Arat
pasaron a cuchillo a cuantos terrestres quedaban en este planeta. Luego, al conseguir
naves para cruzar el espacio hasta Celon, nos sometieron. Entonces empezaron a
darse la gran vida, y a preparar una flota poderosa para ir algún día al interior de la
galaxia a rematar su obra, pensando que el desorden seguiría reinando en los antiguos
dominios de la Tierra.
—¿Pretende hacernos creer que están esclavizados por Arat? —inquirió, con
sorna, Alice—. Usted, un celonita, es el vicepresidente de la República. ¿Por qué esta
farsa?
Nurlet parecía cansado.
—Mucha gente de mi planeta, la mayoría, ignora cómo viven los aratitas.
Nosotros pasamos calamidades. Trabajamos todos los días, produciendo armas, naves
y utensilios para el confort de los habitantes de este planeta. En el mío, la inmensa
mayoría piensa que aquí se vive igual o peor que en Celon.
—Pero usted ha podido comparar, ¿no?
—Así es. Oyalt y su gobierno me suponen más tonto de lo que soy. Pero en Celon
existe un grupo de ingenieros y técnicos, que sabe que nuestra gran producción
industrial es suficiente para proporcionar un gran bienestar a los dos planetas de este
sistema. Y también somos los únicos que nos hemos dado cuenta de que Arat está
dispuesto a ir a la guerra.
—¿Por qué quieren evitarla? ¿Acaso Arat recluta sus tropas entre los celonitas?
—No. Los aratitas son más que nosotros. Llegaron antes a Redon. Nuestra gente
no sabría guerrear. Pero estamos conscientes de que, si la expedición aratita fracasa,
las represalias nos alcanzarán a nosotros, que somos inocentes, en realidad.
Alice meditó unos segundos.
—¿Y qué pretende de nosotros, Nurlet?
Éste sonrió con amargura.

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—No siga adelante con el engaño conmigo, señora. Muchos terrestres huyeron de
Arat y se refugiaron en Celon. Sus habitantes los ocultaron de los aratitas, cuando
éstos llegaron ansiosos de sangre. Esos imperialistas tuvieron descendencia y se
cuidaron de confiar el secreto a sus hijos. Yo soy descendiente directo de terrestres.
¿Lo comprenden ya?
Adán empezó a sudar. Pensó en algo, que podía ser a lo que se refería aquel
hombre. Calló, sin embargo, porque Alice nada comentó. Nurlet dijo:
—Ustedes pueden ayudarnos, comandante. Estoy seguro de ello.
—¿Por qué lo está?
Nurlet movió la cabeza y sonrió:
—Es desconfiada, señora. Usted no consentirá que una flota poderosa ponga en
peligro su planeta de origen, ¿verdad?
—¿Mi planeta? Esta gente sólo supo de la Unión, antigua zona de Vega y Lira,
cuando llegamos.
—Tal vez procedan de donde dicen; pero no puede negarme que nacieron en la
Tierra. Ustedes son terrestres.
Adán y Alice se quedaron rígidos. Ambos se preguntaban cuál había podido ser
su error para que Nurlet les descubriera. Si éste había hallado la verdad, de igual
forma otras personas podían alcanzar las mismas conclusiones.
—¿En qué se basa para llegar a tal cosa?
—Ciertos giros que capté en usted, señora. Pese a que habla el dialecto de este
planeta, piensa como una terrestre. Pero no se preocupe. Nadie, excepto yo, les habrá
descubierto. Sólo un terrestre puede darse cuenta de esas pequeñas diferencias
idiomáticas. Cuando dio las gracias a los asistentes a la recepción, supe que ustedes
eran terrestres, y que la Tierra no está tan desvalida como los aratitas se imaginan.
Por lo tanto, una guerra contra ella sería una locura.
Las cartas se habían descubierto. Alice ya no dudó en decir:
—Sería un suicidio por parte de Arat. Su flota correría a una destrucción segura.
—Es posible. Pero causarían mucho daño. No les subestime. Nosotros estamos a
punto de facilitarles un medio que hará vuestra victoria muy ardua.
Adán estaba confuso.
—Entonces, ¿es la Tierra el planeta que los aratitas quieren destruir? —preguntó
—. Es absurdo que guarden tanto odio, después de siglos.

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Alice movió la cabeza.


—No, teniente. En realidad, todo tiene su explicación. Aunque estúpida, la tiene.
Cuando llegaron los imperialistas, a quienes no vamos a disculpar ahora sus
conocidos errores, aquí les recibieron en forma hostil. Por eso Arat tuvo un trato más
duro que Celon.
—¿Por qué esa hostilidad?
—Los primitivos colonos de Arat pertenecían a una vieja secta repudiada por toda
la Tierra, incluso por los enemigos del emperador. La Doble Antorcha.
Adán murmuró:
—El emblema que vimos en el despacho del mariscal Dorlum…
—Eso es. Hemos tenido mucha suerte al no revelar, cuando llegamos, que somos
terrestres, que representamos al nuevo Orden Estelar. Nos hubieran atacado y tal vez
destruido.
—¿Y ahora?
Alice se encogió de hombros.
—Todavía no puedo decidir nada. Si regresamos a la Tierra, necesito pruebas
irrefutables para dar al Alto Mando un informe de lo que aquí ocurre.
Miró a Nurlet, como si estuviera exigiendo al hombre tales pruebas. El
vicepresidente dijo:
—En Celon hallará todas las que necesite. Allí verá cómo malvive un mundo
entero.
—No creo que el presidente consienta nuestra visita allí.
—Ya me he dado cuenta de eso —dijo Adán.
—Y en todo caso, si somos llevados a Celon, sólo veremos lo que a ellos les
interese —aseguró Alice.
—Pues no comprendo cómo podemos ir a Celon de otra forma.
Alice sonrió, enigmática, mirando a Nurlet.
—Haremos saber a los aratitas que nuestro deseo de visitar ese planeta ha
desaparecido. Eso les tranquilizará, y no desconfiarán cuando les digamos que
pensamos marcharnos dos días antes de lo previsto. O tres, mejor.
—Aún no veo cómo…
—En ese momento, entrará en acción nuestro amigo Nurlet —le dijo Alice,
mirándole—. ¿Se desplaza usted en una nave de Arat?
—No. Dispongo de una propia, tripulada por celonitas.
—Magnífico. Entonces, preste atención…

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Durante los siguientes días, el grupo de terrestres continuó recibiendo pródigas
atenciones por parte de los aratitas. Recorrieron el planeta de polo a polo, visitando
las ciudades más importantes, y deteniéndose en aquellos lugares que conservaban
reliquias de la breve historia de Arat.
Generalmente era el presidente Oyalt, el mariscal Dorlum o Trolt quienes les
hacían de cicerone. Al tercer día, Dorlum dejó de acompañar a los terrestres. Se
despidió de ellos, bastante satisfecho. Estaba contento, y alegó que imperiosos
deberes le reclamaban en algunos puestos militares del cuarto planeta.
—Ha sido muy amable al permitirme que visitara su destructor, comandante.
El día anterior fue la misma Alice quien sugirió al mariscal si deseaba conocer el
interior del navío que les había llevado desde el Hermes hasta Arat. Dorlum la miró,
sorprendido, como si no diese crédito a las palabras de la mujer.
Visitaron el destructor minuciosamente. El mariscal, acompañado por varios de
sus ayudantes, lo recorrieron, inspeccionando hasta el último rincón. Salieron de él
rebosantes de dicha, convencidos de que la técnica de la República no tenía nada que
envidiar a la de la Unión.
Adán les vio alejarse aquella mañana, riéndose para sus adentros. Los mandos del
ejército de Arat no llegaron a sospechar que el destructor era de un modelo anticuado,
que el Hermes transportaba de manera casual, después de haberlo recogido en uno de
los planetas de Lira. Tan pronto como regresasen a la Tierra sería desguazado.
Además, su doble blindaje impedía que se detectase a simple vista que poseía una
fuerza de ataque mucho mayor de la que aparentemente parecía disponer.
Aquel hecho, junto con otros muchos que Alice inteligentemente fue mostrando,
hicieron suponer al mariscal que en las intenciones de los hombres de la Unión no
existía doblez alguna. Así que Dorlum se marchó tranquilamente a las bases militares
del cuarto planeta.
En todo Arat pudieron comprobar que la población gozaba de una forma de vida
cómoda. Pero su mayoría no era gustosa del ocio. La juventud parecía estar
enloquecida por los deportes, violentos en su mayoría, y la milicia.
Y Alice y sus compañeros pensaron que solamente les había sido mostrado lo más
pacífico del planeta. En otras partes, el ambiente belicista que creyeron descubrir
debía ser más intenso.

Llegó el día de la marcha.


Alice no recordó al presidente su deseo de visitar Celon, y éste se preocupó en
mantenerla constantemente ocupada en Arat. Disimuló bastante bien su pesar cuando
la comandante le dijo que no podía prorrogar por más tiempo su estancia en el
planeta, y adelantaba en dos días la fecha de su partida.
—Cuánto lo siento —dijo Oyalt—. Me hubiera gustado que su estancia en Arat
fuese más dilatada.

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—Confiamos en regresar pronto… —replicó ella, sonriente. Aquello no pareció
ser de la plena satisfacción de Oyalt—. Pero no tan pronto como sería nuestro deseo
—se apresuró a añadir Alice—. Me temo que, entre una cosa y otra, una nave de la
Unión tardará más de un año en visitarles.
—Nos agradaría mucho corresponder a su visita y realizar un viaje hasta sus
mundos, señores —se disculpó el presidente—. Pero nuestros medios de navegación
nos impiden atravesar tan enorme distancia.
Si Alice no había creído plenamente en las palabras de Nurlet, no por eso dejaba
de pensar que en Arat existía un misterio que todos trataban de ocultarles. El
vicepresidente les había asegurado que toda la flota de Arat estaba compuesta por
modernas naves de guerra, capaces de franquear el hiperespacio con eficacia.
—Es posible que nuestro Gobierno acceda a informarles de los misterios de la
navegación hiperespacial —dijo Alice.
Oyalt ocultó una sonrisa irónica, que pugnaban sus labios por formar, y
respondió:
—La República de Aratcelon le quedaría sumamente agradecida por esta posible
cooperación.
Aquella mañana resplandeciente de Arat, la despedida a los hombres de la Unión
revistió una pomposidad extremada. Dos batallones de infantes espaciales de la
República formaron, rindiendo honores a los terrestres. Oyalt soltó un breve discurso
de despedida, al que respondió Alice con otro, más corto y escueto.
Mientras ellos subían al destructor, una formación de cruceros del espacio
atravesó el cielo. ¿Un último saludo? ¿O eran las naves que les iban a escoltar hasta
el Hermes?, se preguntó Alice.
El destructor partió, y media hora después se encontraba a medio millón de
kilómetros del planeta. Sentada en la cabina de mando, Alice parecía meditar. El
alférez Koritz pilotaba la nave. Ya había recibido instrucciones concretas de su
comandante, y sabía lo que tenía que hacer durante las siguientes horas.
—¿Nos siguen algunas naves? —preguntó Alice, saliendo de sus meditaciones.
El vigilante respondió:
—Tres cruceros pesados van tras nuestra estela, a un millón de kilómetros,
comandante.
—¿En qué tiempo nos alcanzarían?
—En detención total, precisarían treinta minutos.
—Esa gente supone que este destructor es incapaz de dar un salto por el
hiperespacio, sin necesidad de alejarnos del sistema planetario —rió LeLoux—.
Menuda sorpresa se llevarían, si les dejásemos con un palmo de narices en unos
segundos.
Alice recordó las palabras de Nurlet, quien le dijo que la técnica de Celon estaba
a punto de proporcionar a los aratitas un medio para poner en dificultades el poder
defensivo del Orden Estelar. Tal vez no fuese desconocido para aquella gente el

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sistema de saltar por el hiperespacio dentro de los sistemas solares, cosa que la Tierra
sólo hacía unas décadas que había descubierto.
—Quizá no se sorprendieran tanto, capitán —respondió Alice.
El Orden Estelar no tenía por qué temer la posible invasión de Arat a la Tierra.
Aunque desconocía totalmente la potencia bélica de este planeta, el poder del Orden
era tan grande que sin dificultades atajaría el peligro. Pero siempre es preferible
evitar una guerra. Se ahorran muertes y destrucción. Además, la Tierra estaba
recuperando sus perdidos planetas de forma pacífica. Si un Mundo Olvidado no
quería reintegrarse al Orden, era muy libre de seguir siendo independiente.
En ninguna vieja colonia se había hallado una sociedad que guardase tanto rencor
y odio a los desaparecidos imperialistas. De no ser los aratitas descendientes de los
sectarios de la Doble Antorcha, Alice se hubiese arriesgado a confesar a sus
dirigentes la verdad de la actual situación de la galaxia.
Pero los informes eran categóricos al respecto. Los miembros de la vieja secta
eran fanáticos, de mente introvertida e intrincada. No creerían en sus palabras.
Pensarían que se les pretendía engañar.
Alice podía haber tomado la determinación de regresar de inmediato a la Tierra e
informar. El Alto Mando de la Orden tomaría las medidas oportunas. Lo más
probable sería que enviase una potente flota a Redon para impedir la salida de las
fuerzas aratitas. El planeta Arat sería sellado, bloqueado por siglos hasta que sus
habitantes olvidasen sus ansias de venganza.
Y Celon, si era cierto que vivía bajo el dominio de Arat, se vería libre del yugo
aratita.
Empero, era su deber obtener todos los datos y pruebas posibles. Por tales
motivos estaba dispuesta a correr el riesgo de ir secretamente a Celon, a comprobar
por sí misma si existía la situación que Nurlet le había explicado.
El asunto era riesgoso, mas no existía otra alternativa.
LeLoux y Villagran le habían planteado en más de una ocasión que, si los aratitas
estaban dispuestos a correr una aventura tan peligrosa como la de llevar a cabo una
invasión a la Tierra con el único fin de destruirla, ¿cómo se permitían el lujo de
dejarles marchar? ¿No pensarían que se podía haber descubierto algo? Tal vez
avisarían a la Tierra, pese a que creyeran lo de que ningún lazo ataba a la Unión con
ella.
—Deben haberse creído nuestras mentiras —había respondido Alice, no muy
segura de tal afirmación.
Lo más verosímil era que temían verse involucrados en dos frentes, si destruían el
Hermes. La Unión podía enterarse de la aniquilación de su Unidad Exploradora y
aliarse con la Tierra.
—Arat debe creer firmemente que nada tenemos que ver con la Tierra, que
regresamos a la Unión. Antes de que lleguemos a la zona de Vega y Lira, ellos
pueden estar a punto de alcanzar la Tierra, a la que suponen dominada por la

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anarquía. Por lo tanto, nuestra supuesta nación estelar no tendría tiempo de intervenir
en una guerra que teóricamente no le interesa.
Adán y LeLoux estuvieron de acuerdo con lo expuesto por Alice. Evidentemente,
los aratitas estaban demasiado ocupados con los preparativos de la invasión para
tomarse demasiadas molestias con ellos. Cuando el Hermes apareció cerca de la
órbita del séptimo planeta debieron sentir miedo incluso, temiendo lo peor. Luego,
cuando comprobaron que los recién llegados nada tenían que ver con la Tierra, si no
era por una distante ascendencia, respiraron tranquilos.
Diez horas después, cerca de la órbita de Celon, el destructor empezó a perder
velocidad. Instantes más tarde, un navío negro surgió del espacio, acercándose a la
nave de la Tierra. Envió unas ondas electromagnéticas y el vigilante anunció:
—Corresponden a la clave acordada, comandante.
Alice y Adán se incorporaron entonces, y bajaron hasta la plataforma inferior.
Allí dos soldados les ayudaron a vestirse con los trajes espaciales. Luego uno abrió la
compuerta que conducía a la cabina estanca. Ellos entraron y la cerraron.
Sólo tuvieron que esperar unos instantes para que la segunda puerta se moviera y
les ofreciera el vacío sideral. Alice hizo una indicación a Adán con la mirada, y
ambos salieron.
Flotaron en el espacio. Cuando se hubieron alejado unos metros del destructor,
pusieron en funcionamiento sus impulsores individuales, con lo que se alejaron
rápidamente del navío. Unos minutos más tarde, lo vieron encender de nuevo los
motores y alejarse velozmente.
Adán giraba sobre sí. Las estrellas danzaban vertiginosamente a su alrededor.
Alice aparecía delante suyo algunas veces, y otras creía haberla perdido. A cada
vuelta, el cegador resplandor de la estrella Redon apenas era amortiguado por el filtro
colocado ante sus ojos. Empezó a temer que la nave que debía ir a buscarles no fuera
capaz de encontrarles, pese a los indicadores magnéticos que Alice y él llevaban
consigo.
Sintió deseos de utilizar el comunicador y preguntar a Alice si el punto elegido
para el encuentro había sido correctamente localizado. Entonces, al dar una nueva
vuelta, creyó distinguir un puntito luminoso que se acercaba a ellos rápidamente. En
la siguiente, ya no tuvo duda alguna de que lo que se aproximaba era una nave. Mas
aún, le quedaba la duda si era la esperada o una de Arat.
La nave alcanzó la máxima aproximación, y de su proa partió un cable lanzado
por aire comprimido, que se tendió hacia ellos. Alice y Adán lo agarraron. Luego, el
cable fue absorbido por el navío.
Nurlet les esperaba en el interior. Una vez que se despojaron de sus trajes, les
tendió las manos. Estaba alegre, al decirles:
—Sean bienvenidos. Nos pondremos inmediatamente en marcha hacia Celon.
—Sí, será lo mejor. Las naves que siguen al destructor pronto entrarán en zona de
detección, si no nos alejamos pronto —dijo Alice.

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7

El mariscal Dorlum tenía frente a él dos pantallas de televisión. Una de ellas le


mostraba un extenso campo de aterrizaje, en el que cientos de naves de guerra se
hallaban formadas. En la otra, el rostro preocupado del presidente Oyalt le decía:
—Pese a todos tus argumentos, me parece prudente insistir en un aplazamiento de
nuestros proyectos.
—¿Por qué? —Dorlum contenía a duras penas su impaciencia. La llamada del
presidente, desde Arat, le había hecho pensar que no iba a producirle nada bueno. Y
no se había equivocado. Estaba harto de sus aprensiones, de sus temores—. En un día
recibiremos de Celon las unidades que permitirán que nuestras naves se muevan en
los espacios interiores de los sistemas planetarios como si estuviesen en los vacíos
estelares. Los técnicos aseguran que en no más de dos días quedarán instaladas en
todas las naves que partirán hacia la Tierra. No comprendo tus temores…
—Estoy seguro que todo estará a punto, llegado el momento. Pero no se trata de
eso. La llegada del Hermes debería hacernos revisar los viejos planes.
—Sigo sin comprenderte.
—Han pasado muchos años desde que los imperialistas se marcharon. El odio que
heredamos de nuestros antepasados nos impide ver la situación con clarividencia.
¿Por qué esta guerra? Si hemos de creer a los hombres de la Unión, la Tierra no
representa ningún peligro para nosotros. El odio que tenía contra los miembros de la
Doble Antorcha ha debido desaparecer junto con el Gran Imperio.
—No estamos seguros de ello —gruñó el mariscal—. La comandante Cooper no
fue muy explícita al respecto. ¿Por qué la Tierra no puede fortalecerse e intentar
recuperar sus dominios perdidos?
—No podría hacerlo por la fuerza. Sería una quimera que intentase enfrentarse
contra toda la galaxia. La situación es completamente distinta. Al menos, nada
obtendría con la guerra.
Dorlum miró, socarrón, al presidente.
—¿Insinúas que lo intentaría con la paz? ¿Diciendo que todo lo pasado debe ser
olvidado? ¿Qué nos ofrecería su colaboración desinteresada, sin pedir nada a cambio,
sin exigir esclavos para sus campos y minas? No me hagas reír, Oyalt. Recuerda que
recibimos de nuestros antepasados la orden de destruir la Tierra.
Oyalt movió la cabeza con pesimismo.
—Me pregunto cómo han podido perdurar entre nosotros, durante tantos años,
esos proyectos de locos —musitó.
Dorlum se dijo que Oyalt se estaba convirtiendo en un elemento peligroso para la
causa que él representaba. Desde hacía tiempo, había notado en el presidente grandes
deseos de anular los viejos proyectos de venganza.

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—Te tranquilizará saber que el destructor llegó al Hermes. Si pensabas que los
unionistas podían representar un peligro para nosotros al avisar de nuestra existencia
a la galaxia, te puedo asegurar que, para cuando ellos estén en sus mundos, nuestras
flotas tendrán a la vista la Tierra —dijo, después de consultar con la mirada al general
Trolt, quien, apartado del campo de visión de Oyalt, se permitía una sonrisa de ironía.

Después de una breve y poco cordial despedida, Oyalt cortó la comunicación con
la lejana base situada en el cuarto planeta, donde se encontraba el mariscal Dorlum
inspeccionando las fuerzas expedicionarias. Cerró los ojos y rememoró la entrevista
que aquella misma mañana había sostenido con un numeroso grupo de diputados.
Todos eran aratitas, fieles patriotas. Siempre les había creído fervientes
partidarios de llevar la guerra a la Tierra, pero ahora parecían disentir con los atávicos
planes de venganza de Arat.
—¿Por qué ahora, precisamente ahora, llegáis diciéndome que la reciente visita
de los hombres de Vega-Lira debe hacernos recapacitar? —les preguntó, furioso—.
Es un poco tarde. El pueblo de Arat ha esperado con ansia este momento…
Juntel, el más anciano de los diputados, hablando por los demás, dijo:
—El pueblo de Arat siempre ha pensado que este día nunca llegaría, en realidad.
Hemos tomado como bandera la venganza durante muchas décadas para superarnos,
para aprender a valernos por nosotros mismos. Sin planificarlo, al trabajar con ahínco
para ser fuertes y disponer de una flota de guerra temible, nos hemos encontrado
poseedores de una avanzada técnica, la cual nos ha permitido desarrollar una
civilización que, de otra forma, nos hubiera llevado el triple de tiempo alcanzar.
—Eso es cierto —admitió Oyalt—. Pero nos olvidamos de Celon. ¿Qué pensarán
sus habitantes? Al comienzo de la República nos portamos duramente con ellos.
Luego nos aprovechamos de su mayor avance industrial para convertir ese planeta en
una inmensa factoría. Creo que no nos perdonarán el que durante tantos años los
hayamos estado utilizando en nuestro provecho.
—Eso es algo que ha hecho germinar en los celonitas cierto resentimiento hacia
Arat —dijo Juntel—. Ya es hora de que detengamos esta alocada carrera de
armamentos y dediquemos nuestros esfuerzos en convertir a Celon en un planeta más
agradable de vivir para sus habitantes.
Oyalt asintió.
—Puede tener razón, señor. Pero insisto en que ya es tarde para volvernos atrás.
El ejército expedicionario está compuesto completamente por aratitas. Ni un solo
soldado consentiría que abandonásemos nuestros planes de ataque a la Tierra.
—Los soldados se han tomado le guerra como un deporte. ¿Qué saben ellos de lo
que es realmente? Sólo la conocen en teoría. No se han detenido a pensar que más de
la mitad de ellos, o quizá ninguno, regresará del sistema solar de la Tierra.
—Los oficiales, los jefes, el alto mando…

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—Señor presidente, si hemos venido a usted a plantearle todo esto, no crea que
nos han impulsado unos motivos carentes de fundamentos —dijo Juntel. Sacó de una
pequeña maleta unos registros y documentos, que depositó ante Oyalt—. Le rogamos
que lea esto. Son pruebas irrefutables.
Oyalt miró aquello, confuso. Preguntó:
—¿Qué es esto? Explíqueme de qué se trata.
Juntel suspiró.
—No es secreto que un pequeño grupo de diputados y yo hemos estado durante
años recopilando datos. Al fin, hemos obtenido algo. Además, le garantizo que entre
estos diputados se encuentran algunos celonitas, que han visto claro el asunto como
todos nosotros. Ellos han comprendido el peligro que corre no sólo Arat, sino
también Celon.
—Déjese de vaguedades de una vez.
—Está bien, se lo diré. Luego usted leerá los informes y tendrá que creernos. El
mariscal Dorlum, el general Trolt y otros altos oficiales que componen el alto mando
expedicionario son, en su mayoría, celonitas o descendientes directos de celonitas.
Oyalt saltó, lleno de asombro, de su asiento.
—¿Están seguros? —preguntó. Luego, inmediatamente, inquirió—: Pero…
¿acaso eso es un delito, suponiendo que estuvieran en lo cierto? Tal vez ellos mismos
ignoren este detalle. De todas formas, no debemos alarmarnos. La República, aunque
en su origen estuvo regida sólo por Arat, también está integrada por Celon. Es lógico
que los celonitas comiencen a ocupar puestos de responsabilidad.
Juntel movió la cabeza pacientemente.
—No, presidente. No quiera darle vueltas a la cabeza y buscar justificaciones en
las que no cree. Si Dorlum y sus oficiales han escalado tan altos puestos en la milicia,
ha sido porque siempre han conocido su origen y han procurado, con éxito, ocultarlo.
—¿Por qué? ¿Qué motivos tendrían?
—Eso es lo que nos gustaría saber, al igual que usted. Como la situación se
presenta confusa y requiere una investigación a fondo, le rogamos que por todos los
medios suspenda el ataque a la Tierra.
Oyalt tardó unos instantes en responder cansadamente:
—Lo intentaré.
Lo había intentado. Llamó a Dorlum. Los diputados asistieron a la entrevista sin
ser vistos. Esta acabó sin éxito alguno y Oyalt, abatido, les dijo, abriendo los ojos:
—No he visto posibilidad alguna de prohibirle que suspenda las operaciones de
invasión. Dorlum posee órdenes concretas de ataque, dictadas por mí y corroboradas
por la Cámara entera. No consideré prudente relevarle de su cargo, siendo que se
encuentra con los medios suficientes para dar un golpe de Estado.
Juntel asintió:
—Tiene razón, presidente. Dorlum pudo haber soliviantado al ejército y la flota.
¿Qué sugiere entonces?

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—Debemos ir personalmente a las bases donde se encuentra, en el cuarto planeta.
Junto con los demás altos oficiales que no le son fieles, podemos destituirle con
garantías.
—Estamos dispuestos a acompañarle, señor —afirmó Juntel. Un murmullo de
asentimiento corroboró sus palabras.
—Señor presidente… —dijo un diputado de Celon—. Aún no estamos seguros,
pero creo que en breves horas, antes de partir, pondremos en sus manos unos
informes complementarios referentes a la ascendencia de Dorlum y sus auxiliares.
Estamos esperándolos de Celon.
Oyalt arqueó una ceja. ¿Todavía más?, se preguntó. Con un encogimiento de
hombros, respondió:
—De acuerdo. Ordenaré que la nave presidencial esté lista antes del atardecer.
Llegaremos a las bases con tiempo suficiente para detenerlo todo.
—¿No piensa llevar una escolta armada?
—De ninguna manera. Confío en las tropas. Si desenmascaramos a Dorlum, éstas
se pondrán de parte de la República.
Al decir tales palabras, Oyalt hubiera deseado creer en ellas firmemente.

La nave de Nurlet aterrizó en un aeropuerto del continente ecuatorial de Celon.


Un centenar de pesados cargueros estaban alineados en perfecta formación,
dispuestos para la partida.
Nurlet explicó a Alice y Adán:
—Ese convoy partirá en breve. Ya conocerán cuál es el cargamento que encierran.
Pero antes iremos a las factorías principales del planeta.
Un vehículo se acercó a la nave. Subieron en él. Un hombre, sentado frente a los
mandos, se limitó a saludarlos escuetamente y ponerlo en marcha. Salieron del campo
sideral, penetrando en una amplia carretera. Alice y Adán no vieron en ella tanto
tránsito como en las de Arat, pero tampoco había ausencia de él.
—Pensé que existiría una mayor vigilancia —comentó Alice.
Nurlet torció el gesto.
—Los aratitas están demasiado ocupados con los preparativos de la expedición.
Atardecía. La estrella blanca Redon se ocultaba en el horizonte. Por aquel punto,
distinguieron una populosa ciudad. Carretera adelante, un gran complejo industrial
parecía ser su destino.
—¿No pasamos por la ciudad? —preguntó Adán.
Alice le dirigió una cordial sonrisa. El teniente le había arrebatado la pregunta
que ella pensaba formular a Nurlet.
—No es necesario —respondió el celonita—. Tal vez tengamos tiempo de
visitarla, más tarde. Ya avisé a mis compañeros de la factoría para que nos esperasen.
—¿No habrá peligro de que adviertan a los aratitas de nuestra presencia?

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—Nada de eso. En las factorías sólo estarán los vigilantes, que pertenecen todos a
nuestra causa. —Sonrió, y añadió—: Claro, me olvidé decirles que hoy es quinto día.
—¿Qué significa eso?
—Disculpen. Celon posee semanas de cinco días. En cuatro de ellos se trabaja y
el quinto se descansa.
—Comprendo —sonrió Alice. De soslayo vio el semblante de asombro de Adán.
Le dio con el codo en los riñones para que no preguntase nada.
Llegaron a las factorías, y los terrestres quedaron impresionados ante lo avanzado
de ellas. Poco les quedaba para alcanzar el grado de perfección de las de la Tierra.
Los vigilantes de la entrada se limitaron a franquearles el paso, indicio de que
esperaban su llegada. El vehículo se detuvo delante de unas grandes naves de trabajo.
Junto a la entrada, les esperaba un hombre con bata blanca.
—Es Cinno, hombre de toda confianza. Es el director de estas factorías.
Descendieron. Nurlet presentó a Cinno a los terrestres. El director no pareció
emocionarse ante ellos. Les saludó fríamente. Aparentaba tener prisa y les indicó la
entrada.
—Ésta es la planta de montaje del elemento EAS-987 —explicó, cuando
penetraron en una silenciosa y espaciosa nave.
—Nuestros amigos aún no saben lo que es el EAS-987, querido Cinno —
intervino Nurlet.
—Lo siento. Vengan. En las oficinas les tengo preparado uno de esos elementos.
Recorrieron casi totalmente la enorme nave, hasta llegar a un recinto acristalado.
Las mesas, llenas de calculadoras y demás aparatos dedicados a la administración, les
indicaron a los terrestres que allí verían el elemento EAS-987.
Cinno sacó una llave del bolsillo y abrió una puerta de acero. Una vez dentro,
cerró tras él, señalando una máquina depositada sobre una mesa.
—A esto me refería —dijo.
—¿Qué es? —preguntó Alice.
Sólo veían un cubo plateado. Parecía tratarse de una pieza ajustable a otra mayor.
Expuso su parecer y Cinno asintió:
—Dentro de las naves de ustedes, señora, existe un elemento parecido a éste, que
permite que salten por el hiperespacio sin necesidad de alejarse considerablemente de
las estrellas —dijo Cinno—. Para nosotros es un hallazgo reciente, aunque para la
Tierra sea algo viejo.
Alice se volvió, irritada, hacia Nurlet.
—Creí que sólo usted sabía que somos de la Tierra.
—Se lo conté a Cinno —se excusó Nurlet—. Le repito que deben confiar en él
tanto como en mí.
—Pensé que cuando salió de Arat no tuvo tiempo de venir a Celon —masculló
Alice.

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—Y así fue —admitió Nurlet—. Me comuniqué por onda privada con Cinno para
prevenirle de nuestra llegada.
—No teman por mí —dijo Cinno—. Me arrepentí en seguida de haber
comunicado mi descubrimiento a Arat. De haberme callado, la invasión que
proyectan a la Tierra se hubiera retrasado muchos años. Desde entonces me uní al
grupo que trabaja en Celon contra las locas ideas de los dirigentes aratitas.
Alice dibujó una sonrisa de disculpa.
—Lo siento. Olvide mis palabras. Continúe usted, Cinno —dijo Alice.
—Este aparato, que hemos designado como EAS-987, puede colocarse en poco
más de diez minutos en cualquier nave que posea impulsión superlumínica —
explicaba Cinno—. Arat dispone desde hace años de una flota de invasión compuesta
de tres mil naves, pero dudaban en atacar. Cuando les dijimos que habíamos podido
desarrollar un dispositivo que les permitirá maniobrar a velocidad superlumínica
dentro de los reducidos espacios existentes entre los planetas de un sistema solar, sus
vacilaciones desaparecieron.
»Nos ordenaron construir tres mil unidades de éstas. Deben de haber visto al
llegar la flotilla de cargueros en el puerto del espacio. —Alice y Adán asintieron, y
Cinno continuó—: Mañana partirán hacia las bases siderales del cuarto planeta. En
menos de veinticuatro horas serán montados los elementos EAS-987. La invasión
podrá llevarse a cabo.
Nurlet intervino:
—Si antes, cuando suponíamos que la Tierra no estuviera en condiciones de
defenderse, pensábamos que la aventura era una locura, ahora estamos más
convencidos que nunca de que ésta no debe llevarse a la práctica. Ni siquiera merecen
morir los soldados aratitas que irán en la flota, por culpa del loco afán de venganza de
sus jefes. Pero esto último ya no podemos impedirlo. Sólo podemos conseguir que la
Tierra presente batalla a la flota aratita lejos del Sistema Solar, donde menos daños
puedan causarse.
Alice tocó con las yemas de los dedos la pulida superficie del elemento EAS-987.
Detrás de ella, Adán fruncía el entrecejo. Enfrente, los dos celonitas esperaban,
ansiosos, a que ella hablase.
—Una pregunta, señores. ¿Los cargueros requieren que ustedes estén presentes
cuando deban partir mañana hacia las bases del cuarto planeta? ¿Qué clase de
tripulación llevarán?
Nurlet y Cinno se miraron, confusos. El primero dijo:
—Los cargueros poseen control automático. Nadie va a bordo. Serán controlados
desde el cuarto planeta por los hombres de Dorlum.
—Perfecto —dijo Alice—. No esperaba tantas facilidades, la verdad. Ahora ya
puedo decirles que les preparo una sorpresa que, estoy segura, les alegrará.
—¿Una sorpresa? —preguntó Nurlet.

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—Eso es. ¿Qué les parecería si los cargueros fueran destruidos a medio camino
entre Celon y el cuarto planeta?
—¿Destruidos? —preguntó, burlón, Cinno—. Una vez que fueron llenadas las
bodegas de los cargueros con los elementos EAS-987 los aratitas los sellaron, y es
imposible un sabotaje.
—Me refiero a un ataque directo. Un ataque del Hermes.

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La nave presidencial llevaba dos horas de viaje rumbo al cuarto planeta, cuando
Oyalt llamó a los diputados que le acompañaban a la sala de reuniones. Sin
preámbulos, les dijo:
—Hace unos minutos ordené que se estableciera contacto por láser con las bases.
Me acaban de informar desde el puente de mando que el mariscal Dorlum y el
general Trolt acaban de partir de allí a bordo de la nave insignia.
Miró a los diputados, esperando la reacción que produciría en ellos sus palabras.
Juntel exclamó:
—¿Cómo es posible? ¿No debía Dorlum permanecer junto con las flotas hasta el
momento de la partida?
—Tal vez Dorlum se haya enterado de que vamos para allí —dijo otro de ellos—.
Ha debido sentir miedo o algo parecido. Está claro que huye.
Oyalt movió la cabeza. No estaba conforme con el diputado que habló.
—No, no. No se trata de eso. Es un viaje que tenía previsto. Se dirige a Celon. En
las bases sabían, desde antes de que nosotros partiésemos de Arat, que el mariscal
viajaría a Celon.
—¿Qué hacemos entonces? —se preguntó Juntel—. Quizás esto nos favorezca,
presidente. Sin Dorlum en las bases, será más sencillo detener la invasión.
—No podríamos acercarnos a las bases. Ya han establecido los sistemas
defensivos automáticos. Sólo pueden aterrizar allí los cargueros robot que en breve
partirán de Celon con los elementos EAS-987, y la nave insignia de Dorlum. Ésta es
una medida que se iba a establecer cuarenta y ocho horas antes de la partida de la
expedición.
Un silencio absoluto se abatió sobre los diputados. Juntel soltó unas maldiciones
y preguntó:
—¿Qué haremos entonces?
—No nos queda otra salida que regresar a Arat o ir a Celon. Prefiero esto último.
Quizá lleguemos a tiempo de encontrarnos allí con Dorlum, antes de que regrese a las
bases.
Un diputado se acercó al presidente. Colocó encima de la mesa unos documentos.
—¿Qué es esto? —preguntó Oyalt.
—Son los informes complementarios que esperábamos de Celon, presidente —
dijo el diputado—. Los recibimos justo antes de venir aquí.
—No quiero perder el tiempo leyéndolos. Dígame qué dicen.
—Los ascendientes del mariscal Dorlum sólo se remontan a tres generaciones.
Esto es, unos setenta años.
Oyalt tomó los papeles. Estaba confuso.

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—No puede ser. Celon siempre se ha ufanado de poseer un control riguroso de
sus habitantes.
—Debieron existir, señor; pero fueron destruidos hace años. Los bisabuelos,
abuelos y padres de Dorlum, al igual que muchos de sus más íntimos colaboradores,
fueron de Celon. El vivió desde pequeño en Arat. Siempre pensamos que era aratita.
Cuando alcanzó el mando de los ejércitos, se rodeó de celonitas, a los que promovió
hasta elevados puestos mediante mil argucias.
—No entiendo el porqué de todo eso.
—Nosotros tampoco, señor, aunque sí nos imaginamos algo —insinuó Juntel.
—¿Qué se imaginan?
—Cuando nuestros antepasados consiguieron librarse del yugo imperial, algunos
terrestres lograron refugiarse en Celon, donde hallaron cobijo. Pero éstos nunca se
integraron con los nativos. Permanecieron siempre unidos, procreando entre ellos
mismos una casta que luego de saberse libres de la muerte que contra ellos tenían
dictada los aratitas, y haciéndose pasar por celonitas puros entre los mismos nativos,
se dedicaron a tejer una trama complicada, cuyos resultados sólo podían conocer al
cabo de muchos años. Y ahora hemos llegado al punto culminante, al desenlace.
—¿Quiere decir que…?
—Sí. Dorlum, Trolt y varios más que siempre hemos creído que eran buenos
aratitas, aunque algo apasionados con las vagas ideas de venganza que nos dejaron
nuestros antepasados, se consideran terrestres puros, descendientes de aquellos
imperialistas que nos esclavizaron durante siglos.
—Puedo llegar a creer todo eso. Pero aún no encuentro una respuesta lógica a la
actuación de esos hombres. Es como una alucinación absurda.
—Así parece —suspiró Juntel—. Por desgracia, los archivos de Celon fueron
concienzudamente destruidos. No existe ya nexo alguno entre los fugitivos
imperialistas que allí se refugiaron y los que suponemos descendientes de éstos.
Quizás encontremos la respuesta pronto, en Celon.
Oyalt se derrumbó en su asiento. Estaba mentalmente agotado.
—Esperemos que así sea.

—¿Un ataque directo a los cargueros, en pleno espacio, proveniente del Hermes?
—inquirió Nurlet, reponiéndose a la sorpresa—. Eso no es posible.
—¿Porqué no?
Nurlet emitió una sonrisa leve.
—Ha sido un error mío. Si en el palacio presidencial le hubiera contado lo de la
flota automática, usted sí hubiese tenido tiempo de ordenar al Hermes un ataque.
Entonces callé, y ahora no podrá disponer tal cosa.
—Entonces no le hubiera creído, Nurlet —dijo Alice—. Necesitaba convencerme
de ello. No sería un buen comandante si dispusiese un ataque contra unidades de una

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nación estelar aparentemente amiga, guiándome solamente por las palabras de
alguien. Son precisas las pruebas, en este caso.
—Lo comprendo. Ya no queda otra solución que dejar que los elementos lleguen
a las bases, sean colocados en los cruceros y que éstos arriben hasta las cercanías del
Sistema Solar, donde las flotas de la Tierra pueden dar buena cuenta de ellos.
—No me gusta eso. Morirían muchos inocentes —dijo Alice.
—No existe otra alternativa.
Mostrándose paciente, Alice dijo:
—Mi querido Nurlet, sigue usted sin querer creerme. Le repito que tan pronto
salgan del puerto del espacio los cargueros, el Hermes se encargará de destruirlos.
Arat no se atreverá a iniciar el ataque contra la Tierra sin contar con los elementos
EAS-987. Ganaremos unos meses, que nos permitirán traer a Redon naves del Orden,
que impidan un nuevo ataque y pacifiquen los dos planetas totalmente.
Nurlet se pasó la mano por la cara, restregándose los ojos. Cinno asistía, en
silencio, con su duro semblante carente de emoción alguna.
—Pero, comandante Cooper, si fue usted misma quien me dijo que hasta dentro
de tres días no regresaría el Hermes a recogerles. Para entonces la flota invasora
habrá partido. Sólo tendrán tiempo de adelantarse a ella y prevenir a la Tierra. ¿No es
cierto que me explicó tal cosa?
—Así fue. Eso haría el Hermes, en el caso de que no hubiera necesidad de alterar
las instrucciones que entregué a LeLoux. Pero ahora ella y el capitán Kelemen saben
que deben regresar antes, y reducir a polvo cósmico los cargueros.
—¿Cómo lo sabrían?
Sonriendo ampliamente, Alice contestó:
—Ya lo saben. Se los estoy diciendo.
A una señal de la comandante, Adán sacó del bolsillo de su guerrera negra el
diminuto comunicador láser, que mostró a los celonitas.
—Desde que dejamos el destructor, estuvimos constantemente en contacto con el
Hermes. Ya saben que sólo en muy particularísimas circunstancias una comunicación
láser puede ser interferida. —Tomó el comunicador que le tendía Adán. Dirigiéndose
a él, dijo—: ¿Lo han oído todo, Hermes? ¿Quién está a la escucha?
La voz de Kelemen replicó, por el pequeño altavoz:
—Raf Kelemen, comandante. Junto a mí está la capitana LeLoux. Todo ha sido
bien recibido. Estamos a un parsec de Redon. Iniciamos inmediatamente el retorno.
El convoy de cargueros será destruido.
—Perfecto, capitán. Les espero en Celon. Volveré a comunicarme con ustedes
cuando salgan del hiperespacio.
—¿Desea que enviemos algunos cruceros a Celon para protegerla a usted y al
teniente Villagran, mientras interceptamos a los cargueros?
Alice se volvió para mirar a Nurlet y a Cinno. Respondió:
—No es preciso. Estamos entre amigos, y seguros.

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Se despidieron, y Alice devolvió el comunicador a Adán.
—Bien —dijo a los celonitas—. Todo resuelto. Si nada podemos hacer para
impedir que los cargueros partan, sí podemos asegurar que éstos serán destruidos a
mitad del camino.
—Es peligroso lo que hace, comandante —dijo Cinno—. Los cruceros aratitas
atacarán a su nave tan pronto como la descubran. Tal vez consiga destruir a los
cargueros, pero se encontrará en una situación muy peligrosa.
—El detalle es que los cruceros de Arat aún no poseen los medios para moverse
por el hiperespacio en cortas distancias, y los nuestros, sí.
Adán encontró a los dos hombres tan sorprendidos, que comprendía que no
saltasen de alegría, ante el satisfactorio desarrollo de los acontecimientos.
Nurlet palmeó la espalda de Cinno, diciéndole:
—No te alarmes, amigo. Todo saldrá perfectamente. Confiemos en la
comandante. Debes regocijarte. Pronto la paz volverá a Redon.
—Así es. La tensión ha pasado. ¿No creen que podríamos aprovechar estas horas
de espera para recorrer la ciudad cercana? Estoy ansiosa de comprobar cuan
precariamente viven los celonitas.
—Podemos hacerlo cuanto todo el peligro haya pasado, señora —dijo Nurlet—.
Además, si antes precisaba usted hacer tal comprobación, una vez que ha dispuesto el
ataque a los cargueros, es de suponer que las pruebas vistas han sido suficientes. De
otra forma, hubiera esperado a regresar a la Tierra para informar. Nunca me imaginé
que…
—¿Nunca se imaginó que yo me tomase la libertad de ordenar un ataque sin antes
consultar a mis superiores? ¿Eso quiso decir?
—Exacto. Pensé que los servidores del Orden eran más… precavidos, y que se
atenían a unas estrictas ordenanzas.
En los bellos ojos de Alice brilló una chispa de auténtica satisfacción por unos
segundos. Nurlet masculló algo y propuso:
—Debemos pasar aquí la noche, comandante. Los obreros no entrarán a trabajar
hasta dos horas después de que los cargueros hayan partido. Entonces todo estará
resuelto y podremos ir a la ciudad, si aún lo sigue deseando. En la habitación de al
lado hay unas camas.
—Traeré agua y también algunos alimentos —se brindó Cinno.
—Aún no he dicho que consintamos en pasar aquí la noche.
—¿No? —preguntó Nurlet—. ¿Qué propone?
Alice entornó los ojos.
—Sí, tal vez tengan razón. No será prudente ir de un lado para otro en la
oscuridad. ¿Ustedes no se quedarán con nosotros?
Nurlet y Cinno se miraron.
—Volveremos a primera hora, antes de que salgan los cargueros —contestó el
vicepresidente.

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—De acuerdo. Vayan por esa comida. Creo que el teniente tiene tanta hambre
como yo.
Los dos celonitas se dirigieron hacia la salida. Adán notó un movimiento en
Alice. Se volvió, viendo como la mujer sacaba de su funda la pistola y apuntaba con
ella a los dos hombres. El dedo de la comandante se curvó sobre el gatillo, y del
cañón partieron dos trazos de luz intensa, que chocaron sobre las espaldas de Nurlet y
Cinno.
Asustado, Adán preguntó:
—¿Qué ha hecho, comandante? —Su furia creció en instantes, y se atrevió a decir
—: ¿Es que se ha vuelto loca?
Alice se acercó a los dos cuerpos, se inclinó para palparlos y, volviéndose, dijo:
—No se preocupe, teniente. No están muertos. Tenía la pistola puesta al mínimo.
Sólo sufren un shock. Se recuperarán en diez horas. Nos dará tiempo de comer algo y
descansar.
El aturdimiento de Adán no desapareció con tal explicación.
—Pero… no comprendo…
La mujer suspiró. Sus músculos se relajaron, intentó sonreír y sólo le salió una
mueca.
—Estoy cansada —dijo—. Y hambrienta. Cuando veníamos para acá, vi en los
talleres unas máquinas de alimentos. Destrócelas si es preciso, pero consiga algo de
comida. No mentí al decir que me comería un saurio.
Mientras Adán iba en busca de alimentos, Alice inspeccionó la habitación
contigua. Efectivamente, en ella había media docena de camas. Volvió a la oficina.
Adán había dejado sobre el elemento EAS-987 el comunicador. Intentó ponerlo en
funcionamiento. Sólo escuchó la estática. El Hermes debía estar navegando por el
hiperespacio.
Minutos después regresó el teniente. Llevaba varios paquetes de comida y dos
botellas de refresco y otra de agua, además de cuatro de jugos de frutas.
—Demasiada comida —rió Alice—. No creo que tengamos que estar tanto
tiempo aquí. La factura será elevada.
—No se preocupe. No hizo falta dinero para conseguir esto. Los obreros estarán
oprimidos, pero parecen comer gratuitamente.
—Olvide la propaganda de ése —y señaló a Nurlet.
—Cada vez entiendo menos el asunto…
—Comamos ahora —propuso Alice, abriendo el primer paquete de comida. Se
veía fresca y apetitosa, nada de sucedáneos.
Comieron en silencio. Adán miraba de vez en cuando a Alice, preguntándose si al
término de aquella improvisada cena ella se decidiría a explicarle algo.
—Podemos ser sorprendidos por los vigilantes —comentó Alice.
—No vi ninguno. Creo que sólo están los que guardan la entrada.

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—Magnífico. Así dormiremos tranquilos por unas horas. ¿Tiene usted el sueño
profundo, Adán?
—Me despierta la caída de una pluma. Incluso puedo despertarme a la hora que
me proponga.
—Pues ponga su despertador interno para dentro de seis horas. Vamos.
Entraron en la otra habitación. Alice se desembarazó de su cinturón de plata,
colocando la pistola cerca de ella. Se arrojó sobre la cama y resopló, diciendo:
—Dormiré como un tronco. Confío en que me despierte… —Se sentó sobre la
cama y miró, curiosa, a Adán, que había empezado a coger un colchón para llevarlo
al despacho—. ¿Qué hace?
Él se volvió. Respondió, muy serio:
—No podemos dormir juntos, comandante. No en la misma habitación.
—Bah. Olvídese del reglamento. La situación no es normal.
Adán volvió a recoger el colchón del suelo y lo llevo al despacho. Volvió, y tomó
una almohada y una manta. Al salir, y antes de cerrar la puerta, dijo:
—Puedo olvidarme del reglamento si me lo pide, pero no de que usted es mujer.
Dio un portazo. Alice se dijo que afortunadamente no había guardianes en la
factoría. Apretó los labios, luego los movió como si hablase consigo misma, se
encogió de hombros y se tumbó, dispuesta a dormir.
Pero no se durmió inmediatamente. Estuvo pensando largo rato. Cuando al fin
cerró los ojos para sumergirse en el reparador sueño, sonreía.

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Adán sintió una gran curiosidad por saber cómo iban a reaccionar Nurlet y Cinno,
cuando despertasen. Tal como había prometido a Alice, poco antes de seis horas
después, la llamó a la puerta. Aceleraron el proceso de recuperación de los celonitas y
Alice, apuntándoles con su pistola, les dijo cuando estuvo segura que podían
entenderla:
—Nada de preguntas ahora. Las haré yo, más tarde. No quiero perder el tiempo.
Vamos.
—¿A… adónde? —tartamudeó Nurlet. Debía tener la lengua pastosa.
—Abajo. No más preguntas, advierto por última vez.
—Pero nosotros…
—¿No oyeron a la comandante? —inquirió Adán, empujando con su arma a los
dos hombres.
Cuando salieron de los talleres, la estrella Redon apenas si salía por el horizonte,
del lado contrario donde estaba la ciudad. El puerto del espacio quedaba a la derecha
de ésta. Fuera estaba el mismo vehículo. Sentado ante los mandos, el conductor
dormía.
—Sáquelo y conduzca usted, teniente. Al espaciopuerto.
Adán abrió la puerta y tiró de la chaqueta del conductor. El hombre aún trataba de
explicarse, desde el suelo, lo que pasaba, cuando ya el vehículo partía como un rayo.
—¿Por qué al espaciopuerto? —preguntó Nurlet, sintiendo aún las fatigas de la
descarga energética que les había privado del sentido durante cerca de ocho horas.
Sentada junto a ellos y sin dejar de encañonarles, Alice dijo, alzándose de
hombros:
—Es un buen sitio para esperar que vengan a buscarnos, ¿no? Además, veremos
la partida de los cargueros, que se producirá en breve.
—Esta mujer está loca —graznó Cinno.
—Cállense. Ya les dije que luego hablaremos.
Dejaron atrás las factorías. La carretera estaba totalmente desierta. La ciudad
brillaba en la oscuridad y pronto aparecieron ante ellos las primeras instalaciones del
puerto del espacio.
Penetraron en él franqueando una entrada automática, que debió identificar al
vehículo. Alice señaló a Adán un alto edificio, rematado por una cúpula de cristal.
—Ésa es la torre de control de las instalaciones automáticas —explicó Nurlet—.
La zona comercial está muchos kilómetros más al norte. Allí no encontraremos a
nadie.
—Gracias por los informes —respondió Alice—. Mejor. Estaremos más
confortables solos.

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Adán detuvo el coche al pie de la torre y entraron. Un ascensor les condujo hasta
la parte alta. En el interior de la cúpula vibraban las máquinas automáticas. A través
del cristal se veía, a más de diez kilómetros de distancia, la flotilla de cargueros
dispuesta para la partida. Estaba inundada de luz procedente de varias estilizadas
torres metálicas.
Alice curioseó por los controles. Preguntó a Nurlet:
—Entonces, ¿es aquí desde donde se programa el viaje de los cargueros?
—Sí.
Ella se volvió hacia él, inquisidora:
—Es fácil llegar hasta aquí. Si tanto deseaba impedir la entrega de los elementos
a los aratitas, ¿por qué no subió y programó que los cargueros fueran a estrellarse
contra el sol?
Nurlet movió la cabeza con cansancio.
—Por los dioses, comandante. No sé qué le pasa, qué piensa de nosotros ni por
qué ha cambiado de forma tan súbita. Merecemos una explicación…
—Les prometo que se las daré llegado el momento. ¿Por qué no intervino
personalmente para impedir la entrega?
—Los aratitas programaron el viaje y sellaron los controles. No se pueden alterar.
Ni volando la torre se impediría que los cargueros vayan al cuarto planeta. Allí
existen otros controles similares que, en caso de que éstos fallaran, se harían cargo de
la operación. Para modificar la ruta sí es posible trabajar desde aquí —dijo Cinno.
—Eso dije antes. Cambien la ruta de los cargueros, envíelos al sol —insistió.
—Sólo una persona puede hacerlo.
—¿Quién?
—El mariscal Dorlum. Él tiene la llave maestra.
—Unos buenos técnicos podrían conseguirlo.
—De ninguna manera. Si intentasen violar estos controles, un dispositivo los
autodestruiría. Entonces los cargueros, llegada la hora de la partida, volarían al cuarto
planeta. No se esfuerce, comandante. No se puede hacer nada.
—Está bien. El Hermes se encargará de ellos.
Nurlet se pasó la mano por la frente. Pese al aire acondicionado de la cúpula,
sudaba.
—Comandante —dijo pacientemente—. Aún quedan unos minutos para la
partida. ¿Por qué no nos explica su proceder?
Adán miró a su comandante. Él deseaba conocer también sus motivos. Debían ser
buenos. Noblemente, reconocía que Alice no se portaba bien con los dos celonitas.
—Sí, díganos algo sensato… o pensaremos que usted está loca —insistió Cinno
—. Su actuación me induce a pensar que lo vamos a pasar mal cuando el Orden
Estelar llegue a Redon a implantar su “noble” sistema de colonización.
Alice sonrió, altanera. Junto a ella tenía una silla y se sentó. Mirando a los dos
hombres, dijo:

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—Sigan hablando. Especialmente usted, Cinno. Ha vuelto a cometer un error.
—Déjese de jeroglíficos.
—El primer error lo cometieron cuando me mostraron el elemento EAS-987 —
dijo Alice, los ojos brillantes—. Son tan inteligentes, que yo he de ser una retrasada
mental o algo parecido. Ni siquiera se molestaron en poner una unidad que al menos
se diferenciase en algo a las que nosotros utilizamos en nuestras naves. Luego, Cinno
habló del Orden Estelar. Ahora ha vuelto a hacerlo. Y de una forma tal, que parece
conocerlo muy bien.
Lentamente, la cabeza de Nurlet giró para mirar en forma extraña a Cinno.
Divertida, Alice prosiguió:
—Toda la mala propaganda que Nurlet se dedicó a poner en relieve respecto al
mal trato que los aratitas dan a los hombres de Celon, se vino paulatinamente abajo.
No quiso mostrarme la ciudad, para que no viese que en ella viven muy bien sus
habitantes. Pero tuve suficiente con la factoría… y otras cosas.
»Esta gente posee ciclos de trabajo de cinco días, uno de los cuales utiliza para
descansar. Me gusta esa clase de esclavitud. Luego, las instalaciones son adecuadas
para que los obreros desarrollen su labor a gusto, disponiendo de comida y bebidas
gratuitas. También vi en las factorías muchos vehículos públicos, todos cómodos y
rápidos.
»Las fábricas apenas están vigiladas, porque no hay temor a un robo o sabotaje
por parte de los enfurecidos celonitas, cansados de la opresión de los dictadores de
Arat.
Alice hizo una leve pausa y añadió:
—¿Y me preguntan por qué decidí no dejarles salir del despacho? Comprendí que
no les gustaba la idea de que el Hermes atacase los cargueros. Su actitud es
desconcertante, señores. Lo confieso. No logro comprenderla.
Los celonitas permanecieron callados. Adán preguntó a Alice:
—¿Quiere decir que estos tipos no sólo sabían que somos terrestres, sino que
también conocían la existencia del Orden Estelar, desde antes que Nurlet lo
descubriese en la recepción del presidente?
—Naturalmente, hombre. Aunque con ciertas lagunas, voy formándome una idea
que pienso es bastante aproximada a la realidad. Es cierto que en Celon radica la
fuerza industrial y científica de la República. Ellos tuvieron en sus manos, antes que
nadie, el medio de viajar por el hiperespacio. Al tiempo que entregaban tal
descubrimiento a Arat, secretamente empezaron a reexplorar la galaxia. Se
encontraron con que ésta, gracias a la labor del Orden Estelar, no estaba tan sumida
en la barbarie como en todo Redon se pensaba. Quizá por muchos años siguieron
visitando planetas controlados o no por el Orden. En ellos adquirieron muchos
conocimientos, que luego mostraban a sus paisanos como propios.
»Quizá en cierta ocasión pudieron enterarse del secreto que sólo poseen las naves
de guerra del Orden para moverse por el hiperespacio, en cortas distancias siderales.

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Era lo que se necesitaba para hacer una flota de guerra potente. ¿Para invadir o
destruir la Tierra? Aquí es donde ya no logro comprender nada en absoluto.
»Pero sigamos un poco más. Cuando Nurlet supo de la aparición en el borde del
sistema de una nave desconocida, él y su grupo comprendieron que se trataba de una
unidad del Orden Estelar. Mentía cuando nos dijo que supo que somos terrestres por
nuestra forma de hablar. Lo sabía porque conocía bien nuestras naves.
Adán empezó a sentir un fuerte dolor de cabeza. Si antes comprendía poco, ahora
su mente era un torbellino de ideas y contradicciones absurdas.
—Pero Nurlet se opone a que los aratitas ataquen la Tierra. Ha descubierto su
plan. Nosotros podemos avisar a los nuestros. ¿No es esto significativo? —dijo Adán.
—Lo sería si no hubiese dicho tantas mentiras. Si verdaderamente quería
ayudarnos, aunque fuese por lo que asegura, es decir, para que Celon no corra peligro
cuando la represalia de la Tierra se produzca, ¿por qué decir tantas patrañas? Sacó de
la manga un movimiento de resistencia en Celon, que no existe, y una opresión de los
aratitas, que tampoco es tal cosa. Confieso que no lo comprendo del todo.
Mirando fijamente a Nurlet, Alice preguntó:
—¿Sería capaz de decirme la verdad de una vez?
Se oyó un leve ruido a sus espaldas, procedente de la puerta por la cual habían
entrado en la cúpula. Al mismo tiempo, una voz que les resultaba familiar decía:
—No se canse, comandante. Si tan interesada está en saberlo todo, yo la
complaceré.
Se volvieron. Procedente de la entrada al fondo de la espaciosa cúpula, el
mariscal Dorlum caminaba hacia ellos. Detrás de él, el general Trolt y tres soldados
armados con rifles energéticos de gran calibre apuntaban a los terrestres.
—Saludos, mariscal —dijo Alice, sonriente, al tiempo que dejaba caer al suelo su
arma.
Adán dudó unos instantes en soltar la suya, pero una mirada firme de Alice lo
decidió. Un soldado se apresuró a recoger las pistolas.
—Celebro verla, comandante.
La sonrisa del mariscal era amplia. Alice pensó que lucía mejor serio. Al menos,
no se parecía tanto a una hiena.
—Lamento no decir lo mismo, Dorlum —replicó Alice—. Aunque me temía algo
semejante, hubiera preferido que no se presentara.
Dorlum enarcó una ceja.
—¿Me esperaba? —preguntó.
Un soldado estaba despojando a Adán del comunicador. Señalándolo, la mujer
dijo:
—Es casi imposible interferir una comunicación láser. Usted lo logró, pero no
sabe que yo supe que estaba ocurriendo tal interferencia.
—Ya dije en más de una ocasión a Oyalt que usted es una mujer fuera de serie.
Por inteligente y por hermosa.

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Alice inclinó la cabeza, agradeciendo el cumplido. Veía a Nurlet y Cinno más
tranquilizados. Empezaba a comprender muchas cosas. Las demás confiaba en
conocerlas pronto.
Dorlum hizo una señal a un soldado. Éste fue hasta la salida y dio unas órdenes.
En la cúpula empezaron a entrar varias personas. Al frente de ellas llegaba el
presidente Oyalt.
—Ésta es una estupenda reunión, un gran epílogo para la aventura.
—Saludos, presidente —le dijo Alice—. ¿Usted por aquí?
Oyalt se dirigió hacia Dorlum, diciéndole:
—Lo pagará caro, mariscal. Siempre creí que era mi aliado…
Irónico, el mariscal inquirió:
—¿Tan enfadado estás que ya no me tuteas? —Volviéndose hacia Alice, explicó
—: Nuestro presidente y este grupo de diputados llegaron a Celon poco después que
nosotros. Entonces, todos juntos, decidimos reunimos con ustedes. No fue difícil
localizarles gracias a…
—Al comunicador láser —terminó Alice.
—Eso es. Quedan veinte minutos para que los cargueros partan. Tengo el tiempo
justo de cambiar la ruta —dijo Dorlum, extrayendo una especie de llave y
manipulando con ella en uno de los tableros de mando—. El Hermes los espera en un
sitio, y ellos irán al cuarto planeta por otro. Cuando sus hombres, señora, comprendan
que han sido engañados, la flota estará camino de la Tierra.
—Donde será destruida —aseguró Alice.
—Sí. Nuestro querido coronel Aaom, procedente de una de las mejores familias,
ascendido súbitamente a mariscal, encontrará una gloriosa muerte al mando de las
fuerzas a él encomendadas.
—¿No le inquieta que su poderosa flota perezca a manos del Orden Estelar? —
Alice se sintió sinceramente asombrada.
Oyalt soltó una exclamación de rabia. Él comprendía más que Alice. Y también
los diputados. Dorlum dijo:
—Lo contrario me hubiera producido un gran malestar. Las fuerzas terrestres son
superiores a las aratitas. Y para asegurarme de la victoria de sus compatriotas, señora,
puse al frente de las naves de Arat al cretino de Aaom. Él solo bastaría para hacerla
añicos con sus órdenes estúpidas. Antes de salir del cuarto planeta dejé ordenado que
si yo no regresaba, él tomaría el mando. Recibirá una gran alegría cuando llegue el
momento de la partida y me crea muerto o desaparecido.
—Vaya. Esto no me lo esperaba. Su historia será interesante de escuchar,
mariscal.
—Como toda mujer, curiosa al fin —sonrió el mariscal. Se apartó de los mandos
—. Esto está listo. No puedo anticipar o retrasar la partida de los cargueros, pero sí
modificar la ruta.

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»Mientras esperamos, puedo contarles la historia de una bella y larga aventura.
Oyalt y sus diputados ya intuyeron algo. Descubrieron que mis ancestros, así como
los de Nurlet, Trolt y Cinno, y otros muchos que siempre han pasado por aratitas o
celonitas puros, eran descendientes auténticos, sin mezcla alguna, de los imperialistas
que dieron a esta gente, sobre todo a los de Arat, lo que se merecían.
»A fines de la Primera Era llegó a estos mundos un grupo de desertores del Gran
Imperio, el que, en nombre del emperador, tomó posesión de las vidas y riquezas que
encontró. Los de Arat fueron más hostiles con mis antepasados y éstos les supieron
corresponder. Eran gente orgullosa, pertenecientes a la secta de la Doble Antorcha,
que se creían superiores a las demás razas.
»Cayó el Gran Imperio y los aratitas mataron a casi todos los terrestres que no
lograron escapar a Celon, los que fueron escasos, pero suficientes como para
ocultarse y fraguar una gran venganza contra Arat. Ellos no la verían, sino sus
descendientes, quizás al cabo de siglos.
»Nosotros controlamos la investigación e industria de Celon. La escuché por un
rato antes de entrar, señora, y tengo que reconocer que es inteligente al adivinar tantas
cosas. Efectivamente, un grupo selecto de imperialistas puros se dedicó a explorar la
galaxia. La Tierra se recuperaba y volvía a ejercer su control sobre cientos de
mundos, aunque ahora empleaba medios pacíficos, y la cosa parecía irle mejor.
»Nuestros padres, y ya nos estamos acercando a la época actual, comprendieron
que el Orden no tardaría en aparecer en Redon y era hora de poner en práctica los
planes de venganza contra Arat. Por entonces, los nuestros, que se hacían pasar por
aratitas y que gozaban de elevada posición en la política y la milicia, empezaron a
difundir rumores acerca de que Arat debía cobrarse venganza contra la Tierra, por la
esclavitud a que lo tuvo sometido durante siglos.
»Esa idea cayó como una bomba entre la ardiente juventud de Arat. Ellos ya nada
sabían acerca de lo que pasó. Todo estaba olvidado. Incluso no se recordaba ya nada
acerca de la Doble Antorcha. Pero nosotros nos encargamos de revivir las amenazas
atávicas. Arat decidió emprender una cruzada contra la Tierra, a quien suponía
moribunda.
Nurlet se colocó delante de Alice. Mirando también al presidente y los diputados,
dijo:
—Yo continuaré. Proporcionamos desde Celon a Arat una moderna nave de
guerra, copiada de las viejas del Orden y el medio de viajar por el hiperespacio,
prometiéndoles que más adelante conseguiríamos que los cruceros cruzaran el
hiperespacio en cortas distancias, lo que las haría invencibles.
»Conocíamos todo lo referente a la Tierra, al Orden y la galaxia. Tenemos
algunos espías en la Tierra. Ellos hicieron que aparecieran datos de Redon en los
viejos archivos, para que el Alto Mando decidiera enviar aquí una Unidad
Exploradora, como así ocurrió.

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—Debe ser cierto —admitió Alice—. Los encargados de los archivos aún deben
estar pensando cómo fue que durante tantos años no aparecieran esos datos. Nunca
existieron en la Tierra. Los agentes de los descendientes imperialistas debieron
colocarlos.
—Así es —siguió Nurlet—. Como ve, nuestro plan es bien sencillo. Sufrió
algunas leves modificaciones, pero los resultados serán igualmente satisfactorios.
Tenía yo que convencerles de que Arat iba a atacar a la Tierra. Con esa información,
ellos esperarían a la flota y no dejarían una nave entera. Luego, vendrían aquí y
castigarían a los aratitas. A Celon, en cambio, lo respetarían. Pero nosotros
seguiríamos hostilizando a las fuerzas de la Tierra, y haciendo que las culpas
recayesen sobre Arat. Enfurecido el Orden, terminaría sellando el planeta. Nadie
podría entrar o salir de él.
—Una estúpida venganza —dijo Alice.
—Pero lógica.
—¿Qué obtendrían con ello?
—El agradecimiento del Orden. El total control de Celon. Nosotros, hábilmente,
lo dirigiríamos. Este planeta es uno de los más ricos de la galaxia. —Nurlet suspiró y
agregó—: Ha sido una pena que usted lo complicase todo, haciendo que el Hermes
regrese, señora. Tendremos que matarla, junto con el teniente. Haremos desaparecer
sus cuerpos y diremos que los aratitas los descubrieron y se los llevaron a Arat.
Luego nadie los encontrará allí y pensarán que los asesinaron.
»Nos tomamos muchos trabajos por usted. La cité en el despacho de Dorlum para
que viese el emblema de la Doble Antorcha, que colocamos aquella noche para que
creyese que la secta seguía existiendo con fuerza. Así me creería mejor. Luego, usted
supuso que se equivocó de cuarto. De no habernos descubierto, señora, hubiese
regresado a la Tierra. Lo siento de veras.
—No se apene. ¿Y ellos? —preguntó Alice, señalando al presidente y a los
diputados.
—También morirán —contestó Dorlum—. Ya buscaremos la manera de que sus
muertes parezcan verosímiles.
—Una pregunta, mariscal. ¿Por qué no quiso Nurlet engañarme, consintiendo que
las naves fuesen conducidas al sol para que los elementos EAS-987 no fuesen
utilizados?
—Precisamos que la flota de Arat vaya a la Tierra, que haya guerra y muerte. Así
la represalia será más dura.
—Pero usted no podrá gozar de la paz, una vez que sus planes se vean
finalizados. Los terrestres le buscarán.
—La cirugía plástica me cambiará el rostro. Además, estaré siempre al lado de
Nurlet, el hombre que salvó a la Tierra. La capitana LeLoux será testigo de que el
vicepresidente, arriesgando su vida, ayudó a la Tierra.

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Calló el mariscal. Todos miraron al exterior. La blanca luz de Redon irrumpía con
fuerza. Amanecía.
—Apenas faltan unos segundos para que salgan las naves. Y dentro de
veinticuatro horas, los cruceros de Arat partirán hacia la Tierra. Mientras tanto su
Hermes, señora, estará dando vueltas por el espacio, buscando inútilmente.
—No esté tan seguro, mariscal. Usted nos ha subestimado. Ha jugado demasiado
y eso es peligroso.
Dorlum se molvió para mirarla.
—¿Qué quiere decir?
Alice, levantándose, caminó hasta el cristal de la cúpula. Alzó la mirada hacia el
cielo, como si buscase algo entre las nubes.
—LeLoux y Kelemen, según yo espero, debieron pensar que con sólo un
destructor sería suficiente para destruir unas desarmadas naves de carga. ¿Para qué
emplear el Hermes en ese trabajo? El gran navío del Orden, han de haber supuesto,
debía cumplir otro cometido…
Señaló las naves y gritó:
—¡Éste!
El primer carguero despegaba. Apenas había alcanzado un centenar de metros,
cuando estalló en millones de pedazos. Luego, como en una larga cadena, los demás
navíos de carga iban siendo destruidos, envueltos en nubes de polvo, de fuego.
Mirando triunfante a Nurlet, Alice dijo:
—Usted se sorprendió cuando decidí ordenar el ataque. Habían pensado que me
limitaría a informar. Nunca creyeron que un jefe del Orden podía actuar por su
cuenta. Al igual que yo, mis capitanes comprendieron mis palabras e intuyeron que
debían acudir cuanto antes junto a mí, pero no con un simple destructor, sino con el
Hermes, con su colosal potencia ofensiva.
De los grupos de cargueros se elevaban al cielo densas nubes negras. Entre ellas
surgió el Hermes y varios destructores ligeros de su dotación, que empezaron a
aterrizar.
—Ya saben que estamos en la torre de control —dijo Adán.
De los destructores empezaron a salir docenas de soldados enfundados en
corazas, carros de combate y pequeños saltadores aéreos, que en unos segundos
rodearon la torre. Keleman iba al mando de la infantería del Orden.
—No se atreverán a atacarnos —murmuró Dorlum—. Tenemos prisioneros al
presidente, a los diputados y a ustedes…
Alice le miró, despectiva.
—A mis hombres les importará muy poco que maten a Oyalt y los demás. Lo
siento por ellos. Tampoco a cambio de la vida del teniente y la mía les dejarán libres.
Piénsenlo. Pero si nos matan, es posible que, por primera vez, los soldados del Orden
cometan un linchamiento. Nunca se sabe.

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Dorlum miró a Nurlet. Éste a Cinno. Los soldados fueron los primeros en soltar
sus armas.

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Cuando una nave penetra en el hiperespacio, al mismo tiempo que desaparece para el
resto de la Creación, quienes se encuentran a bordo experimentan una extraña
sensación al mirar el confuso, dilatado y absurdo espacio que les rodea. La noción del
tiempo es difícil de precisar. Alguien dijo que aquélla era una nueva dimensión por
descubrir. Y tal vez tenga razón.
Faltaba que alguien corroborase la estimación.
La Unex Hermes regresaba a su base de origen, en la zona Vega-Lira. Desde allí
podían emitir el informe al Alto Mando del Orden Estelar, en la Tierra.
Los parsecs que separaban su punto de destino del sistema planetario de Redon
serían superados tan sólo en unos pocos días. Los veteranos del espacio decían que, a
veces, se tarda más en ir a un planeta situado a sólo cincuenta millones de kilómetros,
que a otro a docenas de años luz. Pero eso era cuando las naves de guerra del Orden
no disponían del maravilloso dispositivo que les permitía utilizar el hiperespacio para
salvar distancias relativamente cortas, hablando en términos estelares.
Sobre la mesa de su despacho, Alice tenía una de las unidades llamadas por los
celonitas EAS-987. La llevaba como prueba del peligro que la estabilidad de la
galaxia había corrido.
—Dorlum y los suyos creyeron ser muy listos, y conocer al Orden profundamente
—dijo a Kelemen y LeLoux—. Sabían de nuestras rígidas reglas, respecto de no
atacar ningún Mundo Olvidado ni interferir en su política interna, mientras que no
seamos requeridos a ello. No me explico cómo no sabían que, al disponerse a atacar
la Tierra, nos dejaban las manos libres para actuar según nuestro criterio personal, sin
necesidad de consultar con el Alto Mando. Eso hubiera sido imposible, dada la
enorme distancia que nos separa. Incluso pudimos destruir los dos planetas, de
haberlo requerido el caso. Ya saben ustedes la regla principal de nuestro Código: la
seguridad de la Tierra ante todo.
LeLoux tomó la máquina plateada y dijo:
—Pero fueron muy listos, comandante. Lograron infiltrarse hasta nuestros
archivos, y colocar allí datos que no sólo nos llevaran a descubrir la existencia de
Redon, sino que más adelante hablasen de la existencia en Arat de descendientes de
una secta que siglos atrás fue un potencial enemigo de la Tierra. Todo eso debía
influir en nosotros para creer en la farsa de Nurlet. Fueron diabólicamente astutos.
—Sí. Nosotros hubiésemos aniquilado a sus enemigos, los aratitas, que obligaron
a huir a sus antepasados. Luego se habrían quedado dueños y señores de Celon.
Pensaron que nosotros, en agradecimiento a su ayuda, les otorgaríamos privilegios.
—Otro error suyo —sonrió Alice—. Ignoraban que el Orden no concede
privilegios. Pero lo más peligroso de la aventura es esto. —Golpeó con la mano la

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caja plateada y prosiguió—: El medio de que nos valemos para movernos por el
hiperespacio a nuestro antojo, sin necesidad de llevar la nave primero hasta los
espacios abiertos alejados de los soles, no puede ser del dominio general de la
galaxia. Es nuestro máximo poder disuasorio.
—Pero debemos reconocer que si se utilizase para los medios de comunicación
civiles entre los planetas, los costos de los transportes se reducirían —argumentó
LeLoux.
—Seguro —asintió Alice—. Pero todavía el Orden tiene mucho trabajo por
delante. Aún quedan cientos de Mundos Olvidados, que hemos de rescatar de su
aislamiento. Diseminados por la galaxia, perduran pequeños reinos independientes,
ansiosos de poder. El EAS-987, como lo llamaron en Celon, en manos de seres
ambiciosos, sumiría el Cosmos de nuevo en el caos.
Kelemen hizo una mueca. Lo que debía recordar no le agradaba.
—El presidente Oyalt es un hombre competente y arreglará la situación
perfectamente en la República. No encontró dificultades con sus ejércitos cuando les
comunicó la verdad. Los soldados volvieron a sus casas. Un poco desilusionados,
pero contentos de haber salvado el pellejo, una vez que supieron que iban a una
muerte segura, a una aventura militar que les pintaron llena de gloria y victorias y que
en verdad era un suicidio.
»Los culpables, los descendientes de aquellos locos imperialistas atávicos, han
sido puestos a buen recaudo. Unos pocos años más y Aratcelon olvidará totalmente
sus falsos deseos de vengarse de una Tierra que dejó de existir para convertirse en la
actual, a la que tendrán que agradecer más que otra cosa.
»Pero, por un momento, pensé que Oyalt iba a protestar cuando procedimos a la
destrucción de las factorías donde se fabricaban los elementos EAS-987, junto con
los planos y todo rastro de memoria en los técnicos que duplicaron este elemento, que
ellos trajeron de una de sus correrías por los mundos pertenecientes al Orden.
—Oyalt comprendió que era mejor para ellos no tener tal conocimiento —dijo
Alice—. Les dejamos los medios de viajar a las estrellas. Pueden comerciar con los
mundos del Orden y, cuando lo deseen, integrarse en él.
LeLoux suspiró.
Pensábamos estar varias semanas en Redon y han sido suficientes unos días —
sonrió—. En la base no nos esperarán tan pronto. Fueron pocos días, pero bien
movidos.
—Y fructíferos —añadió Alice.
La puerta se abrió y el alférez Koritz pidió permiso para entrar. Alice se lo
concedió. Koritz tendió a la comandante un sobre todavía sin cerrar.
—¿Qué es esto? —preguntó sorprendida, tomándolo. Empezó a sacar el papel que
contenía.
—El teniente Villagran me ordenó que se lo entregase, comandante —explicó el
alférez.

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Alice leyó. Su mirada cambió varias veces de expresión. Le brillaban los ojos de
furia cuando se levantó y salió de la habitación violentamente, ante el asombro de los
capitanes.

Adán no entraba de servicio hasta dentro de dos horas y se hallaba en su


habitáculo, acostado. Tenía las manos bajo la nuca y miraba el techo.
Cuando escuchó que la puerta se abría y la comandante penetraba como una
tempestad, sonrió para sus adentros. Se puso en pie de un salto, cuadrándose.
—Relájese, teniente —dijo Alice. Agitó ante los ojos de Adán el sobre e inquirió
—: ¿Puede explicarme qué significa esto?
Él fingió sorpresa.
—¿No me he explicado bien? Creí haber redactado correctamente mi solicitud de
traslado.
—Pero… ¿piensa realmente marcharse del Hermes? —preguntó, atónita, Alice.
—Desde luego.
—¿Puede explicarme sus motivos… si los hubiese?
—Me gustaría no hacerlo, comandante. No creo que usted tenga el menor
inconveniente de aprobar mi traslado a otra unidad. No faltarán tenientes; estoy
seguro de que se pelearán por venir a servir al Hermes. Ésta es una unidad que
cobrará fama después de lo de Redon.
Alice rompió en mil fragmentos los papeles, arrojándolos por el sumidero de los
desperdicios.
—No consentiré que sea usted trasladado. Si, como usted mismo dice, ahora será
un honor servir en el Hermes, ¿no le parece contradictorio que prefiera marcharse?
¿Qué pensarán los demás?
—No lo sé. Sólo me interesa lo que yo pienso.
Alice entornó los ojos. Aquella expresión tan suya agradaba demasiado a Adán, y
éste pensó que iban a faltarle las fuerzas para seguir mostrándose firme en sus
propósitos.
—Y… ¿qué piensa usted, si puede saberse?
—Usted es el Hermes. Todo el mérito del triunfo obtenido se debe a usted. Le
aseguro que no es envidia. Pero significa que su personalidad absorbe la de los demás
y…
—¿Y qué?
Adán respondió, un poco burlón:
—Será imposible ascender rápidamente a su lado. Usted siempre iría por delante
de mí. Cuando yo sea capitán, usted será coronel o general incluso. Debo buscar otros
horizontes, otros lugares, donde sea más fácil lograr ascender.
—Y más peligroso. Como los Mundos Salvajes de Casiopea, ¿no?
—Ese sitio pudiera servir.

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Alice dio unos pasos, se detuvo e inquirió:
—Dígame, ¿tan importante es para usted ascender?
—Mucho. Necesito alcanzarla a usted en poco tiempo. No me pregunte más,
porque no responderé, señora. ¿Consentirá mi traslado?
La mujer movió la cabeza.
—No. Haré otra cosa. Le daré una excedencia de seis meses. Al cabo de ese
tiempo, esté donde esté, Adán, le llamaré a mi lado. —Un poco triste, añadió—: Le
comprendo pese a todo, teniente. Lástima que su desmedido amor propio esté por
encima de… de otras cosas. Pero a pesar de ello, me agrada que posea tanto orgullo.
Adán no esperaba aquello. Se sintió cogido de improviso en un terreno en el cual
él no esperaba desenvolverse, y mintió:
—Es la hora de que entre en servicio. Gracias, comandante.
Al dirigirse a la puerta, Alice le detuvo por el brazo.
—Estoy segura de que aprovechará esos seis meses. Pero si no es así, recuerde
que nosotros no hacemos caso de esas cosas. Categorías, castas, riquezas u otras
tonterías, no deben separarnos.
Adán estuvo a punto de volverse y besarla. Tragó saliva y dijo, antes de
marcharse:
—Probaré. Ah, olvidé decirle que mis padres también sirvieron al Orden. Y ella
fue sargento, mientras que él no pasó de soldado distinguido —sonrió—. Pero me
gustaría cambiar la tradición.
Cerró la puerta, y Alice se dio cuenta entonces de que entre sus dedos sostenía
aún un resto del papel. Lentamente lo guardó, marchándose del habitáculo de Adán.

FIN

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A. Thorkent es el seudónimo utilizado por Ángel Torres Quesada (Cádiz, 1940), es
un escritor español. Estudió Comercio. Utilizó este seudónimo para desarrollar bajo
este nombre una de las sagas más importantes de ciencia ficción publicadas en
España, la Saga del Orden Estelar, junto con la Saga de los Aznar de Pascual
Enguindanos (G. H. White). Empezó a publicar en 1963, novelas de «serie B», siendo
Un mundo llamado Badoom su primera obra, dentro de la colección Luchadores del
Espacio. En los años 70 dio el salto a la literatura «seria» de ciencia ficción con La
Trilogía de los Dioses, La Trilogía de las Islas, Las Grietas del Tiempo, Los Sicarios
de Dios o Los Vientos del Olvido, una de sus mejores novelas, que resultó profética
por retratar siete años antes de los atentados del 11 S la situación política actual sobre
las políticas antiterroristas que practicó la administración Bush. Hoy en día es uno de
los clásicos indiscutibles, junto con Domingo Santos y Carlos Saiz. Ganó el premio
UPC en 1991 por El círculo de piedra y el premio Gabriel en 2004 (modalidad del
Ignotus a la labor dentro del campo de la ciencia ficción, es decir, es un premio
honorífico).

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