Cuentosarguedaspdfword
Cuentosarguedaspdfword
Cuentosarguedaspdfword
(EL LAGARTO)
Pasaron cinco años, seis años, y no tuvieron hijos. Cumplieron diez años de
matrimonio, y no pudieron tener un hijo. Y como les torturaba la idea de que no tenían
a quién dejar su fortuna, el hombre dijo:
***
1
cuatro, como todo lagarto. Su rabo era largo como una reata. Y creció, todo él; la
bestia se hizo recia y enorme. Maduró, maduró fuertemente. Y parecía rojizo,
verdaderamente rojo, pletórico.
***
Y entregaron a los padres de la joven mucho dinero para que no se quejaran, para
que no dijeran nada. El padrino, la madrina y los padres del lagarto, lo arreglaron así,
todo.
***
2
Y así, así le dieron muchas mujeres más. Hasta que en todos los pueblos
supieron que ese lagarto devoraba a sus esposas. Y había una muchacha muy bella,
que no tenía bienes de ninguna clase. Era pobrísima. Donde ella fue, finalmente, el
padre y la madre del lagarto. Fueron a pedirla.
_Ocurra lo que ocurra, tengo dinero. Te daré lo que sea _Contestó el padre. (Es que
su hijo, el lagarto, lo martirizaba:
_ ¡Tengo tantos hijos! _Exclamó el padre, y rogó a su hija: _Quizá puedas lograr
nuestra felicidad. Me han ofrecido ganado, tierras, vacas, dinero. Si algo te sucede
te mandamos a cantar hermosas misas, como para ti. Criaremos bien a tus hermanos
menores y a tus hermanas.
La joven entristeció:
_ ¿Qué he de hacer, qué debo hacer? ¡Mis padres son tan miserables! _Decía.
Y como el llanto no la calmaba, la joven fue a consultar con una bruja, (Había
en ese pueblo una señora que era bruja):
_ ¿Es posible?
3
La hermosa muchacha, predestinada, volvió muy alegre donde sus padres y
les dijo: _Qué puedo hacer, qué no puedo hacer, padres míos. Me casaré, pues. Si
algo me sucede, habré pagado mi destino. ¡Qué todo se haga por vuestra fortuna!
Los padres, al oírla, fueron muy contentos, donde los padres del lagarto...
_Ha aceptado, ha aceptado nuestra hija_ anunciaron. _ Los casaremos_ dijeron los
otros.
_¡Acuéstate!
4
una vela delante de él” Y ella se olvidó. El espanto de ser devorada por el lagarto
oscureció su memoria.
_Después de que mueras, una serpiente mamará de uno de tus pechos y del otro
un sapo. Ése será tu castigo. Pediste a Dios lo que no quiso darte. Jamás tendrás
hijos”.
5
Un hombrecito se
encaminó a la casa-
hacienda de su patrón.
Como era siervo iba a
cumplir el turno de
pongo, de sirviente en la
gran residencia. Era
pequeño, de cuerpo
miserable, de ánimo
débil, todo lamentable;
sus ropas, viejas.
-¿Eres gente u otra cosa? -le preguntó delante de todos los hombres y mujeres que
estaban de servicio. Humillándose, el pongo no contestó.
-¡A ver! - dijo el patrón-, por lo menos sabrá lavar ollas, siquiera podrá manejar la
escoba, con esas manos que parece que no son nada. ¡Llévate esta inmundicia! -
ordenó al mandón de la hacienda. Arrodillándose, el pongo le besó las manos al
patrón y, todo agachado, siguió al mandón hasta la cocina.
El hombrecito tenía el cuerpo pequeño, sus fuerzas eran sin embargo como las de
un hombre común. Todo cuanto le ordenaban hacer lo hacía bien. Pero había un
poco de espanto en su rostro; algunos siervos se reían de verlo así, otros lo
compadecían. «Huérfano de huérfanos; hijo del viento de la luna debe ser el frío de
sus ojos, el corazón pura tristeza», había dicho la mestiza cocinera, viéndolo.
-Creo que eres perro. ¡Ladra! -le decía. El hombrecito no podía ladrar. -Ponte en
cuatro patas -le ordenaba entonces.
6
El hombrecito sabía correr imitando a los perros pequeños de la puna. El patrón reía
de muy buena gana; la risa le sacudía el cuerpo.
-¡Regresa! -le gritaba cuando el sirviente alcanzaba trotando el extremo del gran
corredor.
-¡Alza las orejas ahora, vizcacha! ¡Vizcacha eres! -mandaba el señor al cansado
hombrecito-. Siéntate en dos patas; empalma las manos. Como si en el vientre de
su madre hubiera sufrido la influencia modelante de alguna vizcacha, el pongo
imitaba exactamente la figura de uno de estos animalitos, cuando permanecen
quietos, como orando sobre las rocas. Pero no podía alzar las orejas. Golpeándolo
con la bota, sin patearlo fuerte, el patrón derribaba al hombrecito sobre el piso de
ladrillo del corredor.
-Recemos el padrenuestro -decía luego el patrón a sus indios, que esperaban en fila.
-¡Vete, pancita! -solía ordenar, después, el patrón al pongo. Y así, todos los días, el
patrón hacía revolcarse a su nuevo pongo, delante de la servidumbre. Lo obligaba a
reírse, a fingir llanto. Lo entregó a la mofa de sus iguales, los colonos.
Pero…, una tarde, a la hora del avemaría, cuando el corredor estaba colmado de
toda la gente de la hacienda, cuando el patrón empezó a mirar al pongo con sus
densos ojos, ése, ese hombrecito, habló muy claramente. Su rostro seguía como un
poco espantado.
El patrón no oyó lo que oía. -¿Qué? ¿Tú eres quien ha hablado u otro? -preguntó.
-Tu licencia, padrecito, para hablarte. Es a ti a quien quiero hablarte -repitió el pongo.
-Padre mío, señor mío, corazón mío -empezó a hablar el hombrecito-. Soñé anoche
que habíamos muerto los dos juntos; juntos habíamos muerto.
-Como éramos hombres muertos, señor mío, aparecimos desnudos, los dos juntos;
desnudos ante nuestro gran Padre San Francisco.
-¿Y después? ¡Habla! -ordenó el patrón, entre enojado e inquieto por la curiosidad.
7
-Viéndonos muertos, desnudos, juntos, nuestro gran Padre San Francisco nos
examinó con sus ojos que alcanzan y miden no sabemos hasta qué distancia. A ti y
a mí nos examinaba, pesando, creo, el corazón de cada uno y lo que éramos y lo
que somos. Como hombre rico y grande, tú enfrentabas esos ojos, padre mío.
-¿Y tú?
-No puedo saber cómo estuve, gran señor. Yo no puedo saber lo que valgo.
-«De todos los ángeles, el más hermoso, que venga. A ese incomparable que lo
acompañe otro ángel pequeño, que sea también el más hermoso. Que el ángel
pequeño traiga una copa de oro, y la copa de oro llena de miel de chancaca más
transparente».
Los indios siervos oían, oían al pongo, con atención sin cuenta pero temerosos.
-Dueño mío: apenas nuestro gran Padre San Francisco dio la orden, apareció un
ángel, brillando, alto como el sol; vino hasta llegar delante de nuestro Padre,
caminando despacio. Detrás del ángel mayor marchaba otro pequeño, bello, de luz
suave como el resplandor de las flores. Traía en las manos una copa de oro.
-«Ángel mayor: cubre a este caballero con la miel que está en la copa de oro; que
tus manos sean como plumas cuando pasen sobre el cuerpo del hombre», diciendo,
ordenó nuestro gran Padre. Y así el ángel excelso, levantando la miel con sus manos,
enlució tu cuerpecito, todo, desde la cabeza hasta las uñas de los pies. Y te erguiste,
solo; en el resplandor del cielo la luz de tu cuerpo sobresalía, como si estuviera hecho
de oro, transparente.
-¿Y a ti?
-Cuando tú brillabas en el cielo, nuestro gran Padre San Francisco volvió a ordenar:
-«Que de todos los ángeles del cielo venga el de menos valer, el más ordinario. Que
ese ángel traiga en un tarro de gasolina excremento humano».
-¿Y entonces?
-Un ángel que ya no valía, viejo, de patas escamosas, al que no le alcanzaban las
fuerzas para mantener las alas en su sitio, llegó ante nuestro gran Padre; llegó bien
cansado, con las alas chorreadas, trayendo en las manos un tarro grande.
8
-«Oye, viejo -ordenó nuestro gran Padre a ese pobre ángel, -embadurna el cuerpo
de este hombrecito con el excremento que hay en esa lata que has traído; todo el
cuerpo, de cualquier manera; cúbrelo como puedas. ¡Rápido!».
Entonces, con sus manos nudosas, el ángel viejo, sacando el excremento de la lata,
me cubrió, desigual, el cuerpo, así como se echa barro en la pared de una casa
ordinaria, sin cuidado. Y aparecí avergonzado, en la luz del cielo, apestando…
-Así mismo tenía que ser -afirmó el patrón- ¡Continúa! ¿O todo concluye allí?
-No, padrecito mío, señor mío. Cuando nuevamente, aunque ya de otro modo, nos
vimos juntos, los dos, ante nuestro gran Padre San Francisco, él volvió a mirarnos,
también nuevamente, ya a ti ya a mí, largo rato. Con sus ojos que colmaban el cielo,
no sé hasta qué honduras nos alcanzó, juntando la noche con el día, el olvido con la
memoria. Y luego dijo:
-«Todo cuanto los ángeles debían hacer con ustedes ya está hecho. Ahora ¡lámanse
el uno al otro! Despacio, por mucho tiempo».
El viejo ángel rejuveneció a esa misma hora; sus alas recuperaron su color negro,
su gran fuerza. Nuestro Padre le encomendó vigilar que su voluntad se cumpliera.
9
Éste era un matrimonio joven. Vivían
solos en una comunidad. El hombre
tenía una vaquita. La alimentaba
dándole toda clase de comida:
gachas de harina o restos de jora. La
criaban en la puerta de la cocina.
Nunca la llevaron fuera de la casa y
no se cruzó con macho alguno. Sin
embargo, de repente, apareció
preñada. Y parió un becerro color
marfil, de piel brillante. Apenas cayó
al suelo mugió enérgicamente.
El becerro aprendió a seguir a su dueño; como un perro iba tras él por todas
partes. Y ninguno solía caminar solo; ambos estaban juntos siempre. El becerro
olvidaba su madre; sólo iba donde ella para mamar. Apenas el hombre salía de la
casa, el becerro lo seguía.
Cuando estaba arrancando la totora salió un toro negro, viejo y alto, del fondo
del agua. Estaba encantado, era el demonio que tomaba esa figura. Entre ambos
concertaron una pelea. El toro negro dijo al becerro.
-Ahora mismo tienes que luchar conmigo. Tenemos que saber cuál de los dos
tiene más poder. Si tú me vences, te salvarás; si te venzo yo, te arrastraré al fondo
del lago.
-Hoy mismo no –contesto el torito-. Espera que pida licencia a mi dueño, que
me despida de {el. Mañana lucharemos. Vendré al amanecer.
-Bien –dijo el toro viejo-. Saldré al mediodía. Si no te entro a esa hora, iré a
buscarte en una litera de fuego, y te arrastraré a ti y a tu dueño.
- Está bien. A la salida del sol apareceré por estos montes – contestó el torito.
-¿Dónde estará?
10
Sólo entonces el dueño se dio cuenta que el torito no había vuelto con él.
-¿Qué fue lo que hiciste? ¡Tú dueña me ha reprendido por tu culpa! Debiste
regresar inmediatamente –le dijo el hombre, muy enojado.
El torito contestó:
-Hasta hoy nomás hemos caminado juntos dueño mío. Nuestro camino común
se ha de acabar.
-Me he encontrado con el poderoso, con mi gran señor. Mañana tengo que ir
a luchar con él. Mis fuerzas no pueden alcanzar a sus fuerzas. Hoy, él tiene un gran
aliento. ¡Ya no volveré! Me ha de hundir en el lago –dijo el torito.
¡Ay mi torito! ¡Ay criatura! ¿Con qué vida, con qué alma nos has de dejar?
¡No, no! ¡No te vayas! –le contestaron llorando-. Aunque venga tu señor, tu
encanto, nosotros le destrozaremos los cuernos.
-¡Iremos juntos!
11
-No, mi dueño. Sería peor, ¡me vencería! Quizás yo solo, de algún modo
pueda salvarme.
Hombre y mujer criaron a la vaca, a la madre del becerro blanco con grandes
cuidados, amándola mucho, con la esperanza de que apareciera un torito igual al
que perdieron. Pero transcurrieron los años y la vaca permaneció estéril. Y así, los
dueños pasaron el resto de su vida en la tristeza y el llanto.
12