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ARARANKAYMANTA

(EL LAGARTO)

Había un hombre sumamente rico. Tenía incontables ovejas, vacas, tierras.


Se casó con una mujer hermosísima. Pero no tuvo hijos. Se había casado pensando
en que necesitaba herederos para sus riquezas. “Todo lo que tengo lo dejaré a mis
hijos”, había dicho.
Pero se casó y no tuvo hijos. Su mujer era bellísima y todos los hombres la
contemplaban; pero resultó siendo estéril. Y el hombre tampoco tuvo hijos en otras
mujeres. La esposa no pudo concebir por ningún medio.
Entonces fue a la iglesia a rogar a Dios. Fueron los dos. Prendieron velas.

_ ¡Tantísimo ganado, tantísimas tierras! ¿A quién hemos de dejarlos? _Clamaban.


Lloraban a ratos; a ratos no lloraban.

Pasaron cinco años, seis años, y no tuvieron hijos. Cumplieron diez años de
matrimonio, y no pudieron tener un hijo. Y como les torturaba la idea de que no tenían
a quién dejar su fortuna, el hombre dijo:

_ ¿Quizá debiéramos adoptar un hijo ajeno?

Pero la mujer se opuso:


_ “¿Cómo hemos de criar un hijo ajeno? No será de nuestra sangre. Volvamos donde
el Señor a pedirle su gracia; que me conceda su gracia para que tengamos un hijo.
Prendámosle velas en su altar”_ Y así fue.

***

Pasó el tiempo... A los quince años de matrimonio la mujer concibió, y


apareció encinta. Se llenó de alegría; el marido también fue dichoso: _Allí está mi
hijo. ¡He engendrado! _ Diciendo, fue a dar la noticia a unos y a otros. Bebió con
ellos. Expresó su felicidad. Se arrodilló a los pies del Señor: _ ¡Ya no seré un hombre
estéril, un cuerno!
Y así, en ese estado de dicha, pasaron cinco meses, nueve meses. A los diez
meses la mujer parió. Dio a luz en su casa-hacienda; la atendieron cuatro mujeres
de esas que saben. Entonces, entonces... ¡qué te diré! La mujer parió un lagarto, no
un ser humano. ¡Un lagarto! Su rostro era humano, su cuerpo era de saurio, todo,
hasta las uñas. Sólo la cabeza era humana. Su cuerpo era de lagarto.
_ ¡Nadie puede hacer nada de nada! Resignaos. Debe ser Dios quien les ha
enviado este lagarto, de tanto que le pedisteis _Dijeron las comadronas.
Y entonces, por eso ¡así lo criaron! El asqueroso animal mamaba los pechos
de la madre; y ella no le temía. ¡Era pues su hijo! Lo crió dentro de la casa, bajo
techo; no le permitía salir. El padre lloraba y se entregó a la bebida.
Y así, del mismo modo, día a día, cumplió cinco años, y aprendió a hablar.
¡Hablaba el lagarto! Pero no podía erguirse, caminaba arrastrándose sobre la
barriga. Sin embargo, su rostro era humano. Nada cambió, todo continuó igual hasta
que el lagarto cumplió diez años, quince años. Aprendió a leer; sí, aprendió a leer;
pero no pudo escribir con sus dedos de saurio; eso no pudo. Tenía cuatro manos;

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cuatro, como todo lagarto. Su rabo era largo como una reata. Y creció, todo él; la
bestia se hizo recia y enorme. Maduró, maduró fuertemente. Y parecía rojizo,
verdaderamente rojo, pletórico.

***

Entonces, cuando cumplió dieciocho años, pidió mujer. Le dijo a la madre:


_Deseo casarme.
_ ¿Cómo? _ Le preguntó ella_ ¿Cómo puedes tú casarte?
_ ¿Y para qué tienes tantas riquezas, tantos bienes? ¡Háganme casar! Sin duda con
este fin me pediste. Yo no les pedí venir_ dijo el lagarto.
_ Es nuestro hijo. Tendremos que hacerlo casar, de algún modo. Ha de tener mujer_
dijeron los padres. Y fueron a pedir una muchacha para él. Todos sabían que el hijo
de este poderoso hombre era un lagarto. Pero como eran tan inmensamente rico, a
causa de su opulencia, los padres de la muchacha solicitada, entregaron a su hija.
“Quizá no le ocurra nada”, dijeron.
Y el matrimonio del lagarto fue esplendoroso. Se realizó en la casa del cura;
allí dijo la misa el sacerdote; en su propia casa ofició el matrimonio. La mujer del
lagarto era bellísima. Se la llevó. Sin embargo, el lagarto tuvo que ir cargado en
hombros. Cantando llevaron a los novios hasta la cámara nupcial. El padrino y la
madrina guiaron la comitiva. Ellos desnudaron a la novia; cerraron la puerta de la
cámara nupcial y le echaron tres candados.
Era de noche. El lagarto apagó la vela y ordenó a su esposa: “¡Acuéstate!”
Ella no sospechaba nada malo, era inocente. Obedeció y se acostó, se cubrió con
las frazadas. Entonces el lagarto se lanzó sobre ella y la devoró; le bebió la sangre:
Luego de beberle la sangre, comió todos los miembros, la carne de la esposa, hasta
la última fibra. Y amaneció repleto, cubierto de sangre, el piso ensangrentado; la
boca de la bestia enrojecida.
Al día siguiente, el padrino, la madrina y los padres abrieron la puerta. Llevaban
jarros de ponche para los recién casados... Encontraron al lagarto, repleto; de la
mujer no quedaban sino huesos descarnados en el suelo.

_ ¡Qué hacer! ¡Qué hacer ahora! _Dijeron gimiendo.

Y entregaron a los padres de la joven mucho dinero para que no se quejaran, para
que no dijeran nada. El padrino, la madrina y los padres del lagarto, lo arreglaron así,
todo.

_ ¿Cómo pudiste devorar a quien te dimos por esposa? _Preguntaron al lagarto.

_ ¡No tiene remedio lo que no puedo remediar! ¡Tengo hambre! _Contestó.

Le trajeron otra esposa de otro pueblo. Celebraron nuevo matrimonio. Y


también del mismo modo, apenas cerraron la puerta de la cámara nupcial, él ordenó
a la mujer que se acostara primero; se lanzó sobre ella, le bebió la sangre y la devoró.
Le bebió la sangre mordiéndola por el cuello y luego devoró las carnes, hasta la
última fibra.

***

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Y así, así le dieron muchas mujeres más. Hasta que en todos los pueblos
supieron que ese lagarto devoraba a sus esposas. Y había una muchacha muy bella,
que no tenía bienes de ninguna clase. Era pobrísima. Donde ella fue, finalmente, el
padre y la madre del lagarto. Fueron a pedirla.

_No _ Dijo el padre de la joven_ Sabemos muchas cosas de tu hijo. No sé lo que


podrá ocurrir.

_Ocurra lo que ocurra, tengo dinero. Te daré lo que sea _Contestó el padre. (Es que
su hijo, el lagarto, lo martirizaba:

_ “¡Hazme casar, hazme casar!” Diciéndole, exigiéndole).

_Vuelvan. Voy a hablar con mi hija _Contestaron el padre y la madre de la


muchacha.

Lloraron ambos: _ ¡Qué vamos a hacer! _ Decían

_ ¡Tengo tantos hijos! _Exclamó el padre, y rogó a su hija: _Quizá puedas lograr
nuestra felicidad. Me han ofrecido ganado, tierras, vacas, dinero. Si algo te sucede
te mandamos a cantar hermosas misas, como para ti. Criaremos bien a tus hermanos
menores y a tus hermanas.

La joven entristeció:
_ ¿Qué he de hacer, qué debo hacer? ¡Mis padres son tan miserables! _Decía.

Y como el llanto no la calmaba, la joven fue a consultar con una bruja, (Había
en ese pueblo una señora que era bruja):

_ ¡Ay huérfana, es cierto, de verdad estás destinada a casarte! Aquí, en la palma de


tu mano aparece claramente... Pero... no has de vivir con él, con ése _dijo la bruja.

_A mí también me matará, me devorará como a las otras _contestó la muchacha.

_A ti no te matará _afirmó la bruja _ Eso está en tus manos.

_ ¿De qué modo?

_Cuando te lleven a dormir, después de la boda, el lagarto te dirá: “acuéstate


primero”. Tú no le obedecerás. Harás que él entre a la cama antes que tú. Cuando
se haya acostado y lo veas dentro de las frazadas, tú entrarás a la cama. Cuando ya
esté dormido, te acostarás junto a él _ Así habló la bruja.

_ Bueno _ contestó la joven.

_Al momento de acostarse él _ continuó la bruja_ oirás cómo se descarna el cuero y


se lo saca.

_ ¿Es posible?

_Es verdad. Y no te sucederá nada _afirmó la bruja _ No tengas pena.

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La hermosa muchacha, predestinada, volvió muy alegre donde sus padres y
les dijo: _Qué puedo hacer, qué no puedo hacer, padres míos. Me casaré, pues. Si
algo me sucede, habré pagado mi destino. ¡Qué todo se haga por vuestra fortuna!

Los padres, al oírla, fueron muy contentos, donde los padres del lagarto...

_Ha aceptado, ha aceptado nuestra hija_ anunciaron. _ Los casaremos_ dijeron los
otros.

El inmundo lagarto empezó a dar saltos de felicidad. Trepó después a la


cama; y se estiró allí; quedó como empozado sobre las frazadas. Esa era su vida.
No caminaba en el suelo, sino raras veces.
Y así, ¡Se celebraron las bodas! Y nuevamente, con solemnidad y
abundancia de siempre. Arpas y violines cantaban en todas partes de la casa.
Levantaron una ramada, esta vez, para el matrimonio del asqueroso lagarto. Él,
permaneció adormilado sobre una banca mientras se realizaba la ceremonia. Su
rostro era humano. Sus ojos, grises.
Y llevaron a dormir a los novios. El padrino y la madrina guiaron a la comitiva
que marchó, mientras cantaban harawis. Cerraron la puerta de la cámara nupcial; le
echaron candados.

El lagarto apagó su vela: _La apagaremos _dijo. Luego, ordenó a su esposa:

_¡Acuéstate!

_ ¡No! _ contestó la joven _Acuéstate tú primero.

_Tú has de acostarte _ insistía el animal.

_No me acostaré sino después que tú. Yo no he de irme. ¿Adónde he de irme?

_ ¡Acuéstate! _ Volvió a ordenar el lagarto.

_No lo haré. No me acostaré _contestó firmemente la muchacha.

Entonces... el lagarto se acostó. Ya dentro de la cama, de pronto, “¡qall,


qaaash!” Se sintió el ruido que hacía al descarnarse el cuero. Empezó a desollarse.
Y la mujer sintió miedo.

_Algo, algo está haciendo_ pensó. Y ya perturbada, se olvidó de la recomendación


final de la bruja.

_Acuéstate _ le llamaba el lagarto. Había concluido de desollarse, y la llamaba.

_ ¿Cómo he de echarme junto a él, si he oído ese ruido? Es un lagarto; me va a


devorar _ decía la muchacha.

Y encendiendo una vela, acercó la llama al lagarto. Estaba convencida que ni


debía mirarlo. La bruja le había dicho “No has de mirarlo. Cuidado con encender

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una vela delante de él” Y ella se olvidó. El espanto de ser devorada por el lagarto
oscureció su memoria.

Delante de la llama no apareció el lagarto sino un joven hermosísimo, de


cabellera roja. Entonces ella se inclinó para abrazarlo... lo iba a abrazar... Pero él se
convirtió en viento. “Uúúúú ... úúú...!” Silbando, desapareció por entre las maderas
del techo. La joven se quedó muy sola. Y desde entonces fue considerada por sus
suegros como una verdadera nuera, como hija de los poderosos padres del
monstruo. Pues no tuvieron más hijos, nadie en la casa.

Cuando desapareció el lagarto, la gente del pueblo murmuraba; le decían a


la madre:

_Después de que mueras, una serpiente mamará de uno de tus pechos y del otro
un sapo. Ése será tu castigo. Pediste a Dios lo que no quiso darte. Jamás tendrás
hijos”.

Cuento recopilado por José María Arguedas, en el pueblo de Lucanamarca,


departamento de Ayacucho, narrado por don Luis Gil Pérez

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Un hombrecito se
encaminó a la casa-
hacienda de su patrón.
Como era siervo iba a
cumplir el turno de
pongo, de sirviente en la
gran residencia. Era
pequeño, de cuerpo
miserable, de ánimo
débil, todo lamentable;
sus ropas, viejas.

El gran señor, patrón de


la hacienda, no pudo
contener la risa cuando el hombrecito lo saludó en el corredor de la residencia.

-¿Eres gente u otra cosa? -le preguntó delante de todos los hombres y mujeres que
estaban de servicio. Humillándose, el pongo no contestó.

Atemorizado, con los ojos helados, se quedó de pie.

-¡A ver! - dijo el patrón-, por lo menos sabrá lavar ollas, siquiera podrá manejar la
escoba, con esas manos que parece que no son nada. ¡Llévate esta inmundicia! -
ordenó al mandón de la hacienda. Arrodillándose, el pongo le besó las manos al
patrón y, todo agachado, siguió al mandón hasta la cocina.

El hombrecito tenía el cuerpo pequeño, sus fuerzas eran sin embargo como las de
un hombre común. Todo cuanto le ordenaban hacer lo hacía bien. Pero había un
poco de espanto en su rostro; algunos siervos se reían de verlo así, otros lo
compadecían. «Huérfano de huérfanos; hijo del viento de la luna debe ser el frío de
sus ojos, el corazón pura tristeza», había dicho la mestiza cocinera, viéndolo.

El hombrecito no hablaba con nadie; trabajaba callado; comía en silencio. Todo


cuanto le ordenaban, cumplía. «Sí, papacito; sí, mamacita», era cuanto solía decir.
Quizás a causa de tener una cierta expresión de espanto, por su ropa tan haraposa
y acaso, también, porque no quería hablar, el patrón sintió un especial desprecio por
el hombrecito. Al anochecer, cuando los siervos se reunían para rezar el avemaría,
en el corredor de la casa-hacienda, a esa hora, el patrón martirizaba siempre al
pongo delante de toda la servidumbre; lo sacudía como a un trozo de pellejo. Lo
empujaba de la cabeza y lo obligaba a que se arrodillara y, así, cuando ya estaba
hincado, le daba golpes suaves en la cara.

-Creo que eres perro. ¡Ladra! -le decía. El hombrecito no podía ladrar. -Ponte en
cuatro patas -le ordenaba entonces.

El pongo obedecía, y daba unos pasos en cuatro pies.

-Trota de costado, como perro -seguía ordenándole el hacendado.

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El hombrecito sabía correr imitando a los perros pequeños de la puna. El patrón reía
de muy buena gana; la risa le sacudía el cuerpo.

-¡Regresa! -le gritaba cuando el sirviente alcanzaba trotando el extremo del gran
corredor.

El pongo volvía, de costadito. Llegaba fatigado.

Algunos de sus semejantes, siervos, rezaban mientras tanto el avemaría, despacio,


como viento interior en el corazón.

-¡Alza las orejas ahora, vizcacha! ¡Vizcacha eres! -mandaba el señor al cansado
hombrecito-. Siéntate en dos patas; empalma las manos. Como si en el vientre de
su madre hubiera sufrido la influencia modelante de alguna vizcacha, el pongo
imitaba exactamente la figura de uno de estos animalitos, cuando permanecen
quietos, como orando sobre las rocas. Pero no podía alzar las orejas. Golpeándolo
con la bota, sin patearlo fuerte, el patrón derribaba al hombrecito sobre el piso de
ladrillo del corredor.

-Recemos el padrenuestro -decía luego el patrón a sus indios, que esperaban en fila.

El pongo se levantaba a pocos, y no podía rezar porque no estaba en el lugar que le


correspondía ni ese lugar correspondía a nadie. En el oscurecer, los siervos bajaban
del corredor al patio y se dirigían al caserío de la hacienda.

-¡Vete, pancita! -solía ordenar, después, el patrón al pongo. Y así, todos los días, el
patrón hacía revolcarse a su nuevo pongo, delante de la servidumbre. Lo obligaba a
reírse, a fingir llanto. Lo entregó a la mofa de sus iguales, los colonos.

Pero…, una tarde, a la hora del avemaría, cuando el corredor estaba colmado de
toda la gente de la hacienda, cuando el patrón empezó a mirar al pongo con sus
densos ojos, ése, ese hombrecito, habló muy claramente. Su rostro seguía como un
poco espantado.

-Gran señor, dame tu licencia; padrecito mío, quiero hablarte -dijo.

El patrón no oyó lo que oía. -¿Qué? ¿Tú eres quien ha hablado u otro? -preguntó.

-Tu licencia, padrecito, para hablarte. Es a ti a quien quiero hablarte -repitió el pongo.

-Habla… si puedes -contestó el hacendado.

-Padre mío, señor mío, corazón mío -empezó a hablar el hombrecito-. Soñé anoche
que habíamos muerto los dos juntos; juntos habíamos muerto.

-¿Conmigo? ¿Tú? Cuenta todo, indio -le dijo el gran patrón.

-Como éramos hombres muertos, señor mío, aparecimos desnudos, los dos juntos;
desnudos ante nuestro gran Padre San Francisco.

-¿Y después? ¡Habla! -ordenó el patrón, entre enojado e inquieto por la curiosidad.

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-Viéndonos muertos, desnudos, juntos, nuestro gran Padre San Francisco nos
examinó con sus ojos que alcanzan y miden no sabemos hasta qué distancia. A ti y
a mí nos examinaba, pesando, creo, el corazón de cada uno y lo que éramos y lo
que somos. Como hombre rico y grande, tú enfrentabas esos ojos, padre mío.

-¿Y tú?

-No puedo saber cómo estuve, gran señor. Yo no puedo saber lo que valgo.

-Bueno. Sigue contando.

-Entonces, después, nuestro Padre dijo con su boca:

-«De todos los ángeles, el más hermoso, que venga. A ese incomparable que lo
acompañe otro ángel pequeño, que sea también el más hermoso. Que el ángel
pequeño traiga una copa de oro, y la copa de oro llena de miel de chancaca más
transparente».

-¿Y entonces? -preguntó el patrón.

Los indios siervos oían, oían al pongo, con atención sin cuenta pero temerosos.

-Dueño mío: apenas nuestro gran Padre San Francisco dio la orden, apareció un
ángel, brillando, alto como el sol; vino hasta llegar delante de nuestro Padre,
caminando despacio. Detrás del ángel mayor marchaba otro pequeño, bello, de luz
suave como el resplandor de las flores. Traía en las manos una copa de oro.

-¿Y entonces? -repitió el patrón.

-«Ángel mayor: cubre a este caballero con la miel que está en la copa de oro; que
tus manos sean como plumas cuando pasen sobre el cuerpo del hombre», diciendo,
ordenó nuestro gran Padre. Y así el ángel excelso, levantando la miel con sus manos,
enlució tu cuerpecito, todo, desde la cabeza hasta las uñas de los pies. Y te erguiste,
solo; en el resplandor del cielo la luz de tu cuerpo sobresalía, como si estuviera hecho
de oro, transparente.

-Así tenía que ser -dijo el patrón, y luego preguntó:

-¿Y a ti?

-Cuando tú brillabas en el cielo, nuestro gran Padre San Francisco volvió a ordenar:

-«Que de todos los ángeles del cielo venga el de menos valer, el más ordinario. Que
ese ángel traiga en un tarro de gasolina excremento humano».

-¿Y entonces?

-Un ángel que ya no valía, viejo, de patas escamosas, al que no le alcanzaban las
fuerzas para mantener las alas en su sitio, llegó ante nuestro gran Padre; llegó bien
cansado, con las alas chorreadas, trayendo en las manos un tarro grande.

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-«Oye, viejo -ordenó nuestro gran Padre a ese pobre ángel, -embadurna el cuerpo
de este hombrecito con el excremento que hay en esa lata que has traído; todo el
cuerpo, de cualquier manera; cúbrelo como puedas. ¡Rápido!».

Entonces, con sus manos nudosas, el ángel viejo, sacando el excremento de la lata,
me cubrió, desigual, el cuerpo, así como se echa barro en la pared de una casa
ordinaria, sin cuidado. Y aparecí avergonzado, en la luz del cielo, apestando…

-Así mismo tenía que ser -afirmó el patrón- ¡Continúa! ¿O todo concluye allí?

-No, padrecito mío, señor mío. Cuando nuevamente, aunque ya de otro modo, nos
vimos juntos, los dos, ante nuestro gran Padre San Francisco, él volvió a mirarnos,
también nuevamente, ya a ti ya a mí, largo rato. Con sus ojos que colmaban el cielo,
no sé hasta qué honduras nos alcanzó, juntando la noche con el día, el olvido con la
memoria. Y luego dijo:

-«Todo cuanto los ángeles debían hacer con ustedes ya está hecho. Ahora ¡lámanse
el uno al otro! Despacio, por mucho tiempo».

El viejo ángel rejuveneció a esa misma hora; sus alas recuperaron su color negro,
su gran fuerza. Nuestro Padre le encomendó vigilar que su voluntad se cumpliera.

Relato popular recopilado por José María Arguedas.

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Éste era un matrimonio joven. Vivían
solos en una comunidad. El hombre
tenía una vaquita. La alimentaba
dándole toda clase de comida:
gachas de harina o restos de jora. La
criaban en la puerta de la cocina.
Nunca la llevaron fuera de la casa y
no se cruzó con macho alguno. Sin
embargo, de repente, apareció
preñada. Y parió un becerro color
marfil, de piel brillante. Apenas cayó
al suelo mugió enérgicamente.

El becerro aprendió a seguir a su dueño; como un perro iba tras él por todas
partes. Y ninguno solía caminar solo; ambos estaban juntos siempre. El becerro
olvidaba su madre; sólo iba donde ella para mamar. Apenas el hombre salía de la
casa, el becerro lo seguía.

Cierto día, el hombre fue a la orilla de un lago a cortar leña. El becerro lo


acompaño. El hombre se puso a recoger leña en una ladera próxima al lago; hizo
una carga, se echó al hombro y luego se dirigió a su casa. No se acordó de llamar al
torito. Este se quedó en la orilla del lago comiendo totora que crecía en la playa.

Cuando estaba arrancando la totora salió un toro negro, viejo y alto, del fondo
del agua. Estaba encantado, era el demonio que tomaba esa figura. Entre ambos
concertaron una pelea. El toro negro dijo al becerro.

-Ahora mismo tienes que luchar conmigo. Tenemos que saber cuál de los dos
tiene más poder. Si tú me vences, te salvarás; si te venzo yo, te arrastraré al fondo
del lago.

-Hoy mismo no –contesto el torito-. Espera que pida licencia a mi dueño, que
me despida de {el. Mañana lucharemos. Vendré al amanecer.

-Bien –dijo el toro viejo-. Saldré al mediodía. Si no te entro a esa hora, iré a
buscarte en una litera de fuego, y te arrastraré a ti y a tu dueño.

- Está bien. A la salida del sol apareceré por estos montes – contestó el torito.

Así fue como se concretó la apuesta, solemnemente.

Cuando el hombre llegó a su casa, su mujer le preguntó:

-¿Dónde está nuestro becerrito?

-¿Dónde estará?

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Sólo entonces el dueño se dio cuenta que el torito no había vuelto con él.

Salió de la casa a buscarlo por el camino del lago. Lo encontró en la montaña.


Venía mugiendo de instante en instante.

-¿Qué fue lo que hiciste? ¡Tú dueña me ha reprendido por tu culpa! Debiste
regresar inmediatamente –le dijo el hombre, muy enojado.

El torito contestó:

-¡Ay! ¿Por qué me llevaste, dueño mío? ¡No sé qué ha de suceder!

-¿Qué es lo que ha ocurrido? ¿Qué puede sucederme? – preguntó el hombre.

-Hasta hoy nomás hemos caminado juntos dueño mío. Nuestro camino común
se ha de acabar.

-¿Por qué? ¿Por qué causa? –volvió a preguntar el hombre.

-Me he encontrado con el poderoso, con mi gran señor. Mañana tengo que ir
a luchar con él. Mis fuerzas no pueden alcanzar a sus fuerzas. Hoy, él tiene un gran
aliento. ¡Ya no volveré! Me ha de hundir en el lago –dijo el torito.

Al oír esto, el hombre lloró. Y cuando llegaron a casa, lloraron ambos, el


hombre y su mujer.

¡Ay mi torito! ¡Ay criatura! ¿Con qué vida, con qué alma nos has de dejar?

Y de tanto llorar se quedaron dormidos.

Y así, muy al amanecer, cuando aún quedaban sombras, muchas sombras,


cuando aún no había luz de la aurora, se levantó el torito, y se dirigió hacia la puerta
de casa de sus dueños, y les habló así:

-Ya me voy. Quedaos, pues, juntos.

¡No, no! ¡No te vayas! –le contestaron llorando-. Aunque venga tu señor, tu
encanto, nosotros le destrozaremos los cuernos.

-No podréis – contesto el torito-.

-Sí, hemos de poder. ¡Espera!

-Pero el torito salió hacia la montaña.

-Subirás a la cumbre, y muy a ocultas, me verás desde allí –dijo-.

El hombre corrió, le dio alcance y se colgó de su cuello, lo abrazó fuertemente.

-¡No puedo, no puedo quedarme! –le decía al torito-.

-¡Iremos juntos!

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-No, mi dueño. Sería peor, ¡me vencería! Quizás yo solo, de algún modo
pueda salvarme.

-¿Y cómo ha de ser mi vida si tú te vas? –Decía y lloraba el dueño-. En ese


instante el sol salía, ascendía en el cielo.

-Juntos viviréis, juntos os ayudaréis, mi dueño. No me atajes más, mira que el


sol ya está subiendo. Anda a la cumbre, y mírame desde allí. Nada más – rogó el
torito.

Entonces ya no hay nada que hacer –dijo el hombre- y se quedó en el camino.


El torito se marchó.

El dueño subió el cerro y llegó a la cumbre. Allí se tendió; oculto en la paja


miró el lago. El torito llegó a la ribera; empezó a mugir poderosamente; escarbaba el
suelo y echaba el polvo al aire. Así estuvo largo rato mugiendo y aventando tierra;
solo, muy blanco, en la gran playa.

Y el agua del lago empezó a moverse; se agitaba de un extremo a otro; hasta


que salió de su fondo un todo, un toro negro, grande y alto como las rocas.
Escarbando la tierra, aventando polvo, se acercó hacia el torito blanco. Se
encontraron y empezó la lucha.

Era el mediodía y seguían peleando. Ya arriba, ya abajo, ya hacia el cerro, ya


hacia el agua, el torito luchaba; su cuerpo blanco se agitaba en la playa. Pero el toro
negro lo empujaba, poco a poco, lo empujaba. Lo empujaba hacia el agua. Y al fin,
le hizo llegar hasta el borde del lago, y de un gran astazo lo arrojó al fondo; entonces
el toro negro, el poderoso, dio un salto y se hundió tras de su adversario. Ambos se
perdieron en el agua. El hombre lloró a gritos; bramando como un toro descendió la
montaña; entró a su casa y cayó desvanecido. La mujer lloraba sin consuelo.

Hombre y mujer criaron a la vaca, a la madre del becerro blanco con grandes
cuidados, amándola mucho, con la esperanza de que apareciera un torito igual al
que perdieron. Pero transcurrieron los años y la vaca permaneció estéril. Y así, los
dueños pasaron el resto de su vida en la tristeza y el llanto.

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