Domingo Faustino Sarmiento - Estados Unidos

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Estados Unidos

Domingo Faustino Sarmiento

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Texto núm. 7419

Título: Estados Unidos


Autor: Domingo Faustino Sarmiento
Etiquetas: Viajes, crónica

Editor: Edu Robsy


Fecha de creación: 18 de febrero de 2022
Fecha de modificación: 18 de febrero de 2022

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Maison Carrée
c/ Ramal, 48
07730 Alayor - Menorca
Islas Baleares
España

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Estados Unidos
Señor don Valentín Alsina.

Noviembre 12 de 1847.

Salgo de los Estados Unidos, mi estimado amigo, en aquel estado de


excitación que causa el espectáculo de un drama nuevo, lleno de
peripecias, sin plan, sin unidad, erizado de crímenes que alumbran con su
luz siniestra actos de heroísmo y abnegación, en medio de los esplendores
fabulosos de decoraciones que remedan bosques seculares, praderas
floridas, montañas sañudas, o habitaciones humanas en cuyo pacífico
recinto reinan la virtud y la inocencia. Quiero decirle que salgo triste,
pensativo, complacido y abismado; la mitad de mis ilusiones rotas o
ajadas, mientras que otras luchan con el raciocinio para decorar de nuevo
aquel panorama imaginario en que encerramos siempre las ideas que no
hemos visto, como damos una fisonomía y un metal de voz al amigo que
sólo por cartas conocemos. Los Estados Unidos son una cosa sin modelo
anterior, una especie de disparate que choca a la primera vista, y frustra la
espectación pugnando contra las ideas recibidas, y no obstante este
disparate inconcebible es grande y noble, sublime a veces, regular
siempre; y con tales muestras de permanencia y de fuerza orgánica se
presenta, que el ridículo se deslizaría sobre su superficie como la
impotente bala sobre las duras escamas del caimán. No es aquel cuerpo
social un ser deforme, monstruo de las especies conocidas, sino como un
animal nuevo producido por la creación política, extraño como aquellos
megaterios cuyos huesos se presentan aún sobre la superficie de la tierra.
De manera que para aprender o contemplarlo, es preciso antes educar el
juicio propio, disimulando sus aparentes faltas orgánicas, a fin de
apreciarlo en su propia índole, no sin riesgo de, vencida la primera
extrañeza, apasionarse por él, hallarlo bello, y proclamar un nuevo criterio
de las cosas humanas, como lo hizo el romanticismo para hacerse
perdonar sus monstruosidades al derrocar al viejo ídolo de la poética
romano-francesa.

Educados Vd. y yo, mi buen amigo, bajo la vara de hierro del más sublime

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de los tiranos, combatiéndolo sin cesar en nombre del derecho, de la
justicia, en nombre de la república, en fin, como realización de las
conclusiones a que la conciencia y la inteligencia humana han llegado, Vd.
y yo, como tantos otros nos hemos envanecido y alentado al divisar en
medio de la noche de plomo que pesa sobre la América del Sur, la aureola
de luz con que se alumbra el Norte. Por fin, nos hemos dicho para
endurecernos contra los males presentes: la república existe, fuerte,
invencible; la luz se irradiará hasta nosotros cuando el Sud refleje al Norte.
¡Y cierto, la república es! Solo que al contemplarla de cerca, se halla que
bajo muchos respectos no corresponde a la idea abstracta que de ella
teníamos. Al mismo tiempo que en Norte América han desaparecido las
más feas úlceras de la especie humana, se presentan algunas cicatrizadas
ya aún entre los pueblos europeos, y que aquí se convierten en cáncer, al
paso que se originan dolencias nuevas para las que aún no se busca ni
conoce remedio. Así, pues, nuestra república, libertad y fuerza, inteligencia
y belleza; aquella república de nuestros sueños para cuando el mal
aconsejado tirano cayera, y sobre cuya organización discutíamos
candorosamente entre nosotros en el destierro, y bajo el duro aguijón de
las necesidades del momento; aquella república, mi querido amigo, es un
desiderátum todavía, posible en la tierra, si hay Dios que para bien dirige
los lentos destinos humanos, si la justicia es un sentimiento inherente a
nuestra naturaleza, su ley orgánica y el fin de su larga preparación.

Si no temiera, pues, que la citación diese lugar a un concepto equivocado,


diría al darle cuenta de mis impresiones en los Estados Unidos, lo que
Voltaire hace decir a Bruto:

Et je cherche ici Rome, et ne la trouve plus!

Como en Roma o en Venecia existió el patriarcado, aquí existe la


democracia; la República, la cosa pública vendrá más tarde. Consuélenos,
empero, la idea de que estos demócratas son hoy en la tierra los que más
en camino van de hallar la incógnita que dará la solución política que
buscan a obscuras los pueblos cristianos, tropezando en la monarquía
como en Europa, o atajados por el despotismo brutal como en nuestra
pobre patria.

No espere que dé a Vd. una descripción ordenada de los Estados Unidos,


no obstante que he visitado todas sus grandes ciudades, y atravesado o
seguido los límites de veinte y uno de sus más ricos Estados. Quiero
seguir otro camino. A la altura de civilización a que ha llegado la parte más

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noble de la especie humana, para que una nación sea eminentemente
poderosa o susceptible de serlo, se requieren condiciones territoriales que
nada puede suplir permanentemente. Si Dios me encargara de formar una
gran república, nuestra república à nous, por ejemplo, no admitiría tan
serio encargo, sino a condición de que me diese estas bases por lo
menos: espacio sin límites conocidos para que se huelguen un día en él
doscientos millones de habitantes; ancha exposición a los mares, costas
acribilladas de golfos y bahías; superficie variada sin que oponga
dificultades a los caminos de hierro y canales que habrán de cruzar el
estado en todas direcciones; y como no consentiré jamás en suprimir lo de
los ferrocarriles, ha de haber tanto carbón de piedra y tanto hierro, que el
año de gracia cuatro mil setecientos cincuenta y uno, se estén aún
explotando las minas como el primer día. La extrema abundancia de
madera de construcción sería el único obstáculo que soportaría para el
fácil descuajo de la tierra; encargándome yo, personalmente, de dar
dirección oportuna a los ríos navegables que habrían de atravesar el país
en todas direcciones, convertirse en lagos donde la perspectiva lo
requiriese, desembocar en todos los mares, ligar entre sí todos los climas,
a fin de que las producciones de los polos viniesen en vía recta a los
países tropicales y vice versa. Luego para mis miras futuras pediría
abundancia por doquier de mármoles, granitos, pórfidos y otras piedras de
cantería, sin las cuales las naciones no pueden imprimir a la tierra
olvidadiza el rastro eterno de sus plantas.

¡País de Cucaña! diría un francés. ¡La ínsula Barataria! apuntaría un


español. ¡Imbéciles! Son los Estados Unidos, tal cual los ha formado Dios,
y jurara que al crear este pedazo de mundo, se sabía muy bien él, que allá
por el siglo XIX, los desechos de su pobre humanidad pisoteada en otras
partes, esclavizada, o muriéndose de hambre a fin de que huelguen los
pocos, vendrían a reunirse aquí, desenvolverse sin obstáculo,
engrandecerse, y vengar con su ejemplo a la especie humana de tantos
siglos de tutela leonina y de sufrimientos. ¿Por qué no descubrieron los
romanos aquella tierra eminentemente adaptada para la industria que ellos
no ejercitaron, para la invasión pacífica del colono, y tan pródiga de
bienestar para el individuo? ¿Por qué la raza sajona tropezó con este
pedazo de mundo que tan bien cuadraba con sus instintos industriales, y
por qué a la raza española le cupo en suerte la América del Sur, donde
había minas de plata y oro e indios mansos y abyectos, que venían de
perlas a su pereza de amo, a su atraso e ineptitud industrial? ¿No hay
orden y premeditación en todos estos casos? ¿No hay Providencia? ¡Oh!

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amigo, Dios es la más fácil solución de todas estas dificultades.

Olvidé pedir para mi república, y lo hago aquí para que conste, que se me
dé por vecinos pueblos de la estirpe española, México por ejemplo, y allá
en el horizonte, Cuba, un istmo, etc.

No soy yo el primero que ha sido sorprendido por éste apropósito de la


naturaleza en los Estados Unidos. Un compañero de viaje escribía a uno
de sus amigos de Europa:

“No tengo noticia de lugar alguno donde Dios se haya sobrepasado a sí


mismo como aquí. Estaba muy de buen humor, sin duda, cuando
bosquejaba estos grados 0° a 6° de longitud, Este y Oeste de Wáshington.
¡Esto es bello y trazado con soltura! Cada río tiene seis millas de ancho,
cada lago cuatrocientas por lo menos de circunferencia; por todas partes
bosques inmensos de árboles en perfecta armonía con el paisaje. Ni una
sola colina, ni una sola isla árida; vegetación por todas partes, como allá
en sus montañas de los Pirineos”.

En cuanto a la ordenación general de este país, daré a Vd. algunas ligeras


nociones. Supóngase un espacio cuadrado de tierra que mida dos millones
y medio de millas cuadradas, bañados por mares diversos hacia el Sur,
oriente y occidente. Al Norte un río, salido de una cadena de lagos tan
capaces como el mar Caspio, sirviéndole de límite, y proporcionándole una
línea de navegación desde lo más recóndito del interior, hasta las costas
del Atlántico. Mas como la boca del San Lorenzo, que es aquel río término,
cae fuera de los límites de los Estados, a la altura de Montreal, se dirige
hacia el Sur no más ancho que un río, al lago Champlain, hasta tocar casi
con las fuentes de Hudson, que por este medio ofrece al emporio de
Nueva York comunicación acuática con los lagos y el alto y bajo Canadá.

Como el cuadrado que nos hemos trazado es poco menos grande que la
Europa, necesitaba en teoría una arteria interior, por donde hubiese de
circular y penetrar la vida. Para llenar este requisito, desde las
inmediaciones del lago Erie, se desprende hacia el Sur el Mississipi, el
más caudaloso río de la tierra, y corriendo en seguida navegable por mil
quinientas millas, incorpora en su caudal las aguas del Ohio, el Arkansas,
el Illinois, el Missouri, el Tenessee, el Awash y muchos otros que de
oriente y occidente, vienen alternativamente arrastrando sobre sus turbias
ondas los productos de las plantaciones más remotas, hasta el Golfo de
México. Porque hay esto de notable en la distribución de las aguas de

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Norte América, que las unas se reunen en un inmenso receptáculo y
marchan al oriente reunidas en el San Lorenzo: las otras se dirigen hacia
el Sur, y se aglomeran en el Mississipi, no quedando independientes de
aquellos dos grandes sistemas de desagüe, sino el Hudson, el Potomack y
el Susquehanna.

Muy bisoños se habrían mostrado los yankees, si no hubiesen completado


por canales el conocido plan de la Providencia, de manera que las
mercadería del Canadá tengan camino acuático a Nueva York o a Orleans
indistintamente, recorriendo para ello una línea de navegación interna,
mayor que la que la que media entre América y Europa. Por otra parte,
como un estado americano ha de vivir necesariamente de la exportación
de sus materias primas, sus cereales y peleterías, su exposición debe ser
de preferencia al Atlántico; y su necesidad primera, que de todos los
puntos converjan y concurran sus vías de comunicación a las bocas y
orificios de aquel inmenso pólipo, cuya simple estructura no ofrece sino
tubo intestinal y bocas. Pero supóngase que el estado de larva ha de
pasar por diversas transformaciones, hasta entrar en la familia de los
animales más perfectos, y dotados de diversos sistemas, sanguíneo,
nervioso, digestivo, etc.; entonces la vida se hace más complicada, y el
animal no existe ya para la boca, sino la boca para el animal. La vida
interna haciéndose más complicada exige vasos secretorios, donde se
preparen mejor los alimentos; lo que equivale a decir, porque ya la
alegoría fastidia, que con el exceso de la población y el desarrollo de la
riqueza, nace una industria nacional, y el estado, sin disminuir su
movimiento de exportación e importación, adquiere, al fin, una vida interna
que necesita satisfacer por sí mismo y para sí mismo. La China en Asia, la
Alemania y la Francia en Europa, dan un ejemplo de esta vida interior, que
da pábulo a industrias poderosas, y mayor acumulación de riquezas.
Cuando este caso llegue para los Estados Unidos, se concibe que las
ciudades del litoral no serán los únicos focos de riquezas, pues para
promediar las distancias, habrá en el centro del Estado, nuevos focos
industriales que derramen e irradien a los extremos, los productos del
trabajo nacional. Ahora, busque Vd. en el mapa de los Estados Unidos un
punto a propósito para esta secreción interna, reuniendo además las
condiciones de viabilidad y abundancia de elementos de fabricación,
hierro, maderas, carbón, etc. Si Vd. no lo encuentra tan pronto, yo se lo
indicaré. Hacia lo interior de la Pensilvania, los ríos Ohio, Alleghany y
Monongahela se reunen para dirigirse al Mississipi, la grande arteria que
distribuye y concreta como hemos visto el movimiento interior.

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En la confluencia de estos ríos está situada Pittsburg, que por canales
artificiales y ferrocarriles comunica con Baltimore en la bahía de
Chesapeake, Filadelfia, New York, Boston al Norte. Removiendo un poco
la superficie de la tierra sobre que está fundada Pittsburg, se encuentra un
manto de carbón de piedra, el cual se extiende unas catorce mil millas
cuadradas, esto es, un espacio un poco menor que la Inglaterra entera.
Por todo el país circunvecino y a orillas de los ríos, los propietarios pueden
bajo el hogar doméstico, abrir una boca de mina, para extraer esta
substancia, alimenticia de fábricas; y en Marieta hemos descendido del
vapor y atravesado dos calles de la ciudad, entrándonos sin más rodeos
en una mina de carbón bituminoso, que del interior de una colina sacaban
en carretillas de mano, para hacerlo derramarse en seguida, hasta sobre la
cubierta del buque que atracan a la orilla del río a recibirlo. De alli en
caravanas de angadas informes, que sin velas, ni remos, se abandonan a
merced de la corriente de los ríos, va el carbón hasta Nueva Orleans, a
hacer concurrencia ventajosa a la leña que se corta en los inmediatos
bosques y cuyo precio se regula por el salario diario del leñador. Esto por
lo que hace al carbón, que en cuanto al hierro se le encuentra en igual
abundancia por todas partes, y gracias a estas envidiables ventajas de
posición, Pittsburg se alza hoy en medio de las selvas americanas,
envuelta en su denso manto de humo hediondo y espeso, que la hace
llamar ya el Birmingham yankee, y será el Londres futuro, por la multitud
de sus fábricas, sus algodones, que remontan desde Nueva Orleans, para
ser allí pintados o tejidos por mecanismos que avanzan en perfección casi
siempre a los inventos europeos. Como una muestra de lo que puede ser
Pittsburg, recordaré que a fines del siglo pasado, el territorio adyacente
estaba aún en poder de los salvajes; en 1800, contenía ya, 45.000
habitantes, y en 1845, montaba la población a dos millones.

¡Como la población de los Estados Unidos avanza hacia el Pacífico


setecientas millas de frente por año, más tarde será necesario un foco
industrial todavía más adentro, a cuyo fin se ha dispuesto que donde el
Misouri, que corre unas 1.200 millas, se echa en el Mississipi, y no lejos
del punto en que de la parte opuesta desemboca el Ohio, haya otro
depósito de carbón de piedra que, a lo que ha podido averiguarse hasta
ahora, ocupa un área de cosa de 60.000 millas cuadradas!

Yo no quiero hacer cómplice a la Providencia de todas las usurpaciones


norteamericanas, ni de su mal ejemplo, que en un período más o menos

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remoto, puede atraerle, unirle políticamente o anexarle, como ellos llaman,
el Canadá, México, etc. Entonces, la unión de hombres libres principiará
en el Polo Norte, para venir a terminar por falta de tierra en el istmo de
Panamá.

Para entonces estarán los lagos en el centro de la unión gigante, y para


entonces también el Estado de Michigan, envuelto como una península por
el lago del mismo nombre, el Huron, el Saint-Clair, y la base del Erie,
podrá dar fructuosa ocupación al enorme depósito de carbón que contiene
en su centro. En espectación de aquel suceso, y por aquellos mares de
agua dulce, empieza ya a surgir del haz de la tierra, Buffalo, ciudad que sin
haber sido aldea siquiera, contaba hace un año 30.000 habitantes, y
contará hoy 50.000, según los términos de la progresión yankee. Un
camino de hierro, que desde Albany atraviesa sin pretensión alguna cinco
grados de longitud, derrama en sus calles todos los días una avenida de
hombres, que desde Europa, y remontando el Hudson, vienen a
escogerse, entre los bosques intermediarios, algún pedazo de tierra donde
fijar una nueva familia, como aquellas razas de Sem y de Jafet, que
partían desde la Babel antigua a repartirse entre sí la tierra despoblada.
Igual confusión de lenguas entre los que llegan; si bien la tierra les imprime
la suya a poco andar, y como el agua frotando las superficies angulosas
de diversas piedras conforma los guijarros cual si fueran una familia de
hermanos, así, reuniéndose, mezclándose entre sí esas avenidas de
fragmentos de sociedades antiguas, se forma la nueva, la más joven y
osada república del mundo. ¡Oh! ¡Cuánta verdad tangible hay en los
misterios morales de nuestra raza; cuántas relaciones íntimas, inevitables,
muestran las cosas físicas! La libertad emigrada al norte da al hombre que
llega alas para volar; ruedan torrentes humanos por entre las selvas
primitivas, y la palabra pasa muda sobre sus cabezas en hilos de hierro,
para ir a activar a lo lejos aquella invasión del hombre sobre el suelo que le
estaba reservado; del espíritu envejecido y experto sobre la materia inculta
aún, y esperando, desde ab initio, que se le dé forma. Franklin, como Vd.
sabe, fué el primero que tomó en sus manos el terrible rayo, y lo explicó al
mundo asombrado. Partiendo del descubrimiento de Franklin (hablo en el
sentido práctico del pararrayos, con que él dotó a la humanidad), Volta,
Oersted, Alexander, Ampere, Arago, habían escrito y tentado mucho sobre
la telegrafía eléctrica, cuando Morse, norteamericano, hizo sus ensayos
mediante los 30.000 pesos que el congreso de los Estados Unidos dió
para costearlos. ¿No es singular que haya cabido a los Estados Unidos la
gloria de haber inventado el pararrayos y el éter sulfúrico, para ahorrar dos

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grandes males a la humanidad, e impreso a los movimientos del hombre
rapideces planetarias, con la aplicación del vapor hecha por Fulton y con la
telegrafía eléctrica por Morse? En Francia dejé líneas de telégrafos de este
género en vía de ensayo, de Ruan a París, de París a Lille, y esto para el
servicio del gobierno. En los Estados Unidos había en el momento de mi
salida: de Nueva York un círculo que liga con Wáshington, Baltimore,
Filadelfia, y vuelve a Nueva York, 455 millas; otro anillo que liga a Nueva
York, New Haven, Hartford, Springfield, Boston, y vuelve a Nueva York,
452 millas. Una línea a Albany que parte desde el mismo centro, 150, y de
allí extiende un brazo a Buffalo, 250 millas. Otra a Rochester, 252; otra a
Montreal, 205. La diligencia que lleva diariamente la correspondencia por
toda la Unión recorre 142.295 millas, y 853 millas describen los canales
artificiales. Rodean los estados 3.600 millas de mar y 1.200 de lagos.
Nueva York sirve de puerto de navegación interna de ríos, canales y lagos
de 3.000 millas; Nueva Orleans a otra de 20.000, subdividida en ríos
navegables, y que uniéndose por el Mississippi, con los lagos y el San
Lorenzo, puede producir la más pasmosa línea de circunnavegación
interior y fluvial.

La naturaleza había ejecutado las grandes fracciones del territorio de la


Unión; pero sin la profunda ciencia de la riqueza pública que poseen los
norteamericanos, la obra habría quedado incompleta. Desde Filadelfia a
San Luis, como de Buenos Aires a Mendoza, atraviesa el estado una gran
ruta nacional, porque en este sentido el país no es viable por canales,
pues los declives de las aguas se inclinan al Sud y al Este. Pero del lago
Erie, desciende un canal navegable, que, uniéndose al Ohio entre
Cincinnati y Pittsburg, trae con fletes ínfimos los productos del extremo
norte del lago superior y del Canadá hasta Nueva Orleans. Del extremo
este del mismo lago Erie parte otro canal, que, después de haberse puesto
en contacto por una ramificación con el lago Ontario, a la altura de Troya
desemboca en el Hudson, y liga por agua a Chicago, que está a 14 grados
de distancia al occidente, con Nueva York y Quebec. Desde Pittsburg
parte un canal faldeando los montes Alleghanies, que pone en contacto
acuático a Filadelfia en el Atlántico, con Nueva Orleans en el Golfo de
México, describiendo una ruta a través del continente, de más de mil
leguas. Inútil sería detenerse en las líneas de caminos de hierro, que
completan en parte las de lagos, o se cruzan con ellas, facilitando a cada
Estado, a cada ciudad y a cada aldea, las comunicaciones baratas,
rápidas, diarias, fáciles, al alcance de todas las fortunas, apropiadas a
todas las mercaderías. Tocqueville ha dicho que los caminos de hierro

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bajaron de un cuarto los costos de transporte. Los canales han abolido
casi el flete, pues apenas es sensible; y, sin embargo, tal es la afluencia de
productos, que, estas obras, producen al Estado millones de renta anual.

Del aspecto general del país, o de su arquitectura, como distribución de los


medios de acción puestos por Dios y utilizados y completados por el
hombre, pasaré sin transición a la aldea, centro de la vida política, como la
familia lo es de la vida doméstica. Los Estados Unidos están en ella con
todos sus accidentes, cosa que no puede decirse de nación alguna. La
aldea francesa o chilena es la negación de la Francia o de Chile, y nadie
quisiera aceptar ni sus costumbres, ni sus vestidos, ni sus ideas, como
manifestación de la civilización nacional. La aldea norteamericana es ya
todo el Estado, con su gobierno civil, su prensa, sus escuelas, sus bancos,
su municipalidad, su censo, su espíritu y su apariencia. Del seno de un
bosque primitivo, la diligencia o los vagones salen a un pequeño espacio
desmontado en cuyo centro se alzan diez o doce casas. Estas son de
ladrillo, construido con el auxilio de máquinas, lo que da a sus costados la
tersura de figuras matemáticas, uniéndolos entre sí con argamasa en
filetes finísimos y rectos. Levántanse aquéllas en dos pisos cubiertas de
techumbre de madera pintada. Puertas y ventanas pintadas de blanco,
sujetan y cierran cerraduras de patente; y stores verdes animan y varían la
regularidad de la distribución. Fíjome en estos detalles porque ellos solos
bastan para caracterizar un pueblo y suscitan un cúmulo de reflexiones. La
primera que me ha embargado al presenciar tanta ostentación de riqueza y
de bienestar, es la que suministra la comparación de las fuerzas
productivas de las naciones. Chile, por ejemplo, y lo que es aplicable a
Chile lo es a toda la América española, Chile tiene millón y medio de
habitantes. ¿En qué proporción están las casas, que de tales merezcan el
nombre, con las familias que lo habitan? Pues en los Estados Unidos
todos los hombres viven en casas, tales como las que he delineado al
principio, rodeados de todos los instrumentos más adelantados de la
civilización, salvo los pioneers que habitan aún los bosques, salvo los
transeuntes que se albergan en inmensos hoteles. De aquí resulta un
fenómeno económico que apuntaré ligeramente. Supongo que veinte
millones de norteamericanos habiten un millón de casas. ¿Cuánto capital
invertido en satisfacer esta sola necesidad? Fabricantes de ladrillos a la
mecánica han hecho con sus productos fortunas colosales; fábricas de
cerrajería de patente venden sus obras por cantidades cien veces mayores
que en cualquiera otra parte del mundo, para servir a menor número de
hombres. Las estufas de hierro colado que se aplican al uso doméstico en

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todas las aldeas, bastarían a dar movimiento y ocupación a las fábricas de
Londres; y el avalúo de las casas que habitan los norteamericanos en las
aldeas, no diré más pobres, porque el término es impropio, equivaldría a la
riqueza territorial e inmueble de cualquiera de nuestros estados.

La cocina, más o menos espaciosa, según el número de individuos de la


familia, consta de un aparato económico de hierro fundido, formando parte
de él un servicio completo de cacerolas y de utensilios culinarios, todo
obra de alguna fábrica que se ocupa de este ramo. En algún departamento
interior se guardan arados del autor francés que los inventó, y el
instrumento de agricultura más poderoso que se conoce: su reja abre un
surco de media vara de ancho; una cuchilla movible va rozando las yerbas,
y el menor esfuerzo del labrador la aparta del encuentro del tronco de un
árbol. Su ligera obra de madera está constantemente pintada de colorado,
y los arneses de los caballos que lo tiran son de obra de talabartería,
lustrosa siempre y con hebillas amarillas y adornos en bronce para
ajustarlos. Las hachas de la casa son también de patente y de la
construcción más aventajada que se conoce; pues el hacha es la trompa
del elefante del yankee, su mondadientes y su dedo, como entre nosotros
el cuchillo, o la navaja entre los españoles. Una carretela de cuatro ruedas,
ligera como las patas de un escarabajo, siempre barnizada y lustrosa
como recién sacada de la fábrica, con arneses brillantes, completos y tales
como no los llevan iguales los fiacres de París, facilitan la locomoción de
los habitantes. Una máquina sirve para desgranar el maíz; otra para
limpiar el trigo; y cada operación agrícola o doméstica, llama en su ayuda
el talento inventivo de los fabricantes. El terreno adyacente a la casa y que
sirve de jardín de horticultura, está separado de la calle o camino público
por una balaustrada de madera, pintada de blanco en toda su extensión y
de la forma más artística. No se olvide Vd. que estoy describiéndole una
pobre aldea que aún no cuenta doce casas, rodeada todavía de bosques
no descuajados y apartada por centenares de leguas de las grandes
ciudades. Mi aldea, pues, tiene varios establecimientos públicos, alguna
fábrica de cerveza, una panadería, varios bodegones o figonerías, todos
con el anuncio en letras de oro, perfectamente ejecutadas por algún
fabricante de letras. Este es un punto capital. Los anuncios en los Estados
Unidos son por toda la Unión una obra de arte, y la muestra más
inequívoca del adelanto del país. Me he divertido en España y en toda la
América del Sud, examinando aquellos letreros donde los hay, hechos con
caracteres raquíticos, jorobados y ostentando, en errores de ortografía, la
ignorancia supina del artesano o aficionado que los formó.

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El norteamericano es un literato clásico en materia de anuncios, y una letra
chueca o gorda, o un error ortográfico expondría al locatario a ver desierto
su mostrador. Dos hoteles ha de haber por lo menos en la aldea para
alojamiento de los pasajeros; una imprenta para un diario diminuto, un
banco y una capilla. La oficina de la posta recibe diariamente los
periódicos de la vecindad o las grandes ciudades, a que están subscriptos
los aldeanos; y cartas, paquetes y transeuntes han de llegar y salir de ella
diariamente; pues el transporte de la mala, aún a los puntos más distantes,
se hace en vehículos de cuatro ruedas y con comodidades para pasajeros.
Las calles, que se van delineando a medida que la población crece, tienen
como las grandes ciudades, treinta varas de ancho, inclusas las aceras de
seis varas que deben quedar de cada costado, sombreadas por líneas de
árboles que desde luego plantan. El centro de la calle es, mientras no hay
medios de empedrarlo, un ciénago en que hozan todos los cerdos de la
aldea, los cuales ocupan tan encumbrado lugar en la economía doméstica,
que sus productos en toda la Unión corren parejas con los cultivos de trigo.

Y como es regla que según el nido ha de ser el pájaro, diré una palabra
sobre el villano. Si es bodegonero, almacenero o de otra profesión
secundaria, su traje diario se compone de las piezas siguientes: botas
charoladas, pantalón y frac de paño negro, chaleco de raso ídem, corbata
de gró, un pequeño casquete o gorrita de paño; y pendiente de un cordón
negro, un chisme de oro que representa un lápiz o una llave. En la punta
de este cordón y muy sumido en el bolsillo está la pieza más curiosa del
traje del yankee. Si Vd. quiere estudiar las transformaciones que el reloj ha
experimentado desde su invención hasta nuestros días, pida Vd. la hora a
cuanto yankee encuentre. Verá Vd. relojes fósiles, relojes mastodontes,
relojes fantasmas, relojes guarida de sabandijas, relojes de tres pisos,
inflados, con puente levadizo y escalera secreta, para descender con
linterna a darles cuerda. El padrón del reloj de Dulcamara, en el Elixir de
Amor, emigró con los primeros puritanos, y sus descendientes gozan del
derecho de ciudadanía, y están alistados en el partido temible de los
nativistas, que profesan las doctrinas del americanismo más exaltado.
Cada buque que llega de Europa trae centenares de estos emigrantes, los
cuales, vendidos a la mejor postura en Nueva York, Boston, Nueva
Orleans, Baltimore, desde el precio de doce reales para arriba, proveen a
esta demanda nacional y popular de relojes. Tiene el yankee una cartera
en el bolsillo, y al acostarse en la cama traza a la ligera jeroglíficos que
indican el camino que tiene trazado a sus acciones del día siguiente. No se

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crea que hay exageración en esta común distribución de los medios
civilizados a las aldeas como a las ciudades, y a los hombres de todas
clases. Tomo a la ventura las villitas más pequeñas, cuya descripción me
cae a la mano. Bennington contiene un consistorio, una iglesia, dos
academias (colegios), un banco y cerca de 300 habitantes.

Norwich, en la orilla derecha del Connecticut, contiene varias iglesias, un


banco y 700 habitantes.

Haverhill tiene un consistorio, un banco, una iglesia, una academia y


sesenta casas, etc.

Hacia el Oeste, donde la civilización declina, y en el Far West, donde casi


se extingue, por el desparramo de la población en las campañas, el
aspecto cambia, sin duda: el bienestar se reduce a lo estrictamente
necesario, y la casa se convierte en el log house, construido en
veinticuatro horas, de palos superpuestos y cruzándose en las esquinas
por medio de muescas; pero aún en estas remotas plantaciones, hay
igualdad perfecta de aspecto en la población, en el vestido, en los
modales, y aún en la inteligencia; el comerciante, el doctor, el sheriff, el
cultivador, todos tienen el mismo aspecto. El campesino es padre de
familia, es propietario de doscientos acres de tierra o de dos mil, no
importa para el caso. Sus instrumentos aratorios, sus engines, son los
mismos, es decir, los mejores conocidos; y si acierta a darse en la
vecindad un mitin religioso, de lo profundo de los bosques, descendiendo
de las montañas, asomándose por todos los caminos, veráse los
campesinos a caballo en grandes cabalgatas, con su pantalón y su frac
negro, y las niñas con los vestidos de los géneros más frescos y las
formas más graciosas. A bordo de un vapor en una larga navegación,
habíame tocado de vez en cuando acercarme a un sujeto perfectamente
vestido y que se hacía notar por el cortés desembarazo de los modales.
Una mañana, al acercarnos a una ciudad, le ví, no sin sorpresa, sacar de
su camarote un caja, templarla y comenzar a tocar la llamada, invitando al
enganche a los jóvenes del lugar. ¡Era tambor! A veces la cadena del reloj
caía sobre el parche y embarazaba momentáneamente el juego de los
palillos. La igualdad es, pues, absoluta en las costumbres y en las formas.
Los grados de civilización o de riqueza no están expresados como entre
nosotros por cortes especiales de vestido. No hay chaqueta, ni poncho,
sino un vestido común y hasta una rudeza común de modales que
mantiene las apariencias de igualdad en la educación.

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Pero aún no es esta la parte más característica de aquel pueblo: es su
aptitud para apropiarse, generalizar, vulgarizar, conservar y perfeccionar
todos los usos, instrumentos, procederes y auxilios que la más adelantada
civilización ha puesto en manos de los hombres. En esto los Estados
Unidos son únicos en la tierra. No hay rutina invencible que demore por
siglos la adopción de una mejora conocida; hay por el contrario una
predisposición a adoptar todo. El anuncio hecho por un diario de una
modificación en el arado, por ejemplo, lo transcriben en un día todos los
periódicos de la Unión. Al día siguiente se habla de ello en todas las
plantaciones, y los herreros y fabricantes han ensayado en doscientos
puntos de la Unión esta práctica. Id a hacer o a esperar cosa semejante en
un siglo en España, Francia o nuestra América.

El diccionario de Salvá, porque el de la Academia no hace fe hoy, dice,


definiendo la palabra civilización, que es “aquel grado de cultura que
adquieren pueblos y personas, cuando de la rudeza natural pasan al
primor, elegancia y dulzura de voces y costumbres propio de gente culta”.
Yo llamaría a esto civilidad; pues, las voces muy relamidas, ni las
costumbres en extremo muelles, representan la perfección moral y física,
ni las fuerzas que el hombre civilizado desarrolla para someter a su uso la
naturaleza.

Después de las aldeas de los Estados Unidos, llama de preferencia la


atención del viajero el movimiento de los caminos que las unen entre sí, ya
sean carriles, macadamizados, ferrocarriles o ríos navegables. Si Dios
llamara repentinamente a cuentas al mundo, sorprendería en marcha,
como a las hormigas, a los dos tercios de la población norteamericana, de
donde resulta lo mismo que he dicho de los edificios; pues viajando todos,
no hay empresa imposible ni improductiva en materia de viabilidad. Ciento
veinte leguas de camino de hierro se hacen en veinticuatro horas desde
Albany hasta Buffalo por doce pesos; y por quince, inclusas cuatro
opíparas y suculentas comidas diarias, dos mil doscientas millas de
navegación de vapor en diez días, desde Cincinnati hasta Nueva Orleans,
por los ríos Ohio o Mississippi. El vapor o el convoy del ferrocarril atraviesa
bosques primitivos, entre cuyas enramadas, obscuras y solitarias, teme el
viajero meditabundo ver aparecer el último resto de las tribus salvajes que
no hace diez años llamaban a aquellos parajes las cacerías de sus padres.

La concurrencia de los pasajeros permite la baratura del pasaje; y la


baratura del pasaje tienta a viajar a los que no tienen objeto preciso para

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ello; el yankee sale de su casa a respirar un poco de aire, a tomar un
paseo, y hace de ida y vuelta cincuenta leguas en un vapor o un convoy, y
vuelve a continuar sus ocupaciones. Cuando el ojo certero de la industria
descubre un trayecto de ferrocarril, una asociación lo abre lo suficiente
para indicar la vía; de los árboles volteados se hacen las líneas del futuro
ferrocarril, poniéndoles sobrepuestas planchuelas delgadas de hierro. El
convoy se lanza con tiento al principio, equilibrándose, aquí caigo, allí
levanto sobre esta peligrosa vía; los pasajeros llueven de todas partes y
con los productos que dejan, se construye entonces el verdadero camino,
nunca seguro, por no hacerlo costoso, lo que no aumenta en mucho el
número de desgracias. El convoy es siempre cómodo, espacioso, y si los
cojines no son tan muelles como los de la primera clase en Francia, no son
tampoco tan estúpidamente duros como los de segunda en Inglaterra;
pues en los Estados Unidos, no habiendo sino una clase en la sociedad, la
cual la forma el hombre, no hay tres y aún cuatro clases de vagones, como
sucede en Europa. Pero, donde el lujo y la grandeza norteamericanas se
ostentan sin rival en la tierra, es en los vapores de los ríos del norte.
Cloacas o cáscaras de nuez parecerían a su lado los que navegan en el
Mediterráneo. Son palacios flotantes de tres pisos, con galerías y azoteas
para pasearse. Brilla el oro en los capiteles y arquitrabes de las mil
columnas que, como en el Isaac Newton, flanquean cámaras monstruos,
capaces de contener en su seno al senado y cámara de diputados.
Colgaduras de damasco artísticamente prendidas disimulan los camarotes
para quinientos pasajeros, comedores colosos con mesa sin fin de caoba
bruñida y servicio de porcelana y plata para mil comensales. Puede este
buque recibir dos mil pasajeros; tiene 750 lechos, 200 camarotes
independientes; mide 341 pies de largo, 85 de ancho, y carga además
1.450 toneladas.

El vapor Hendrick mide 341 pies de largo y 72 de ancho; tiene 150


camarotes independientes; 600 lechos con colchones de pluma, dando
accommodations en general para dos mil pasajeros, todo por un dólar,
corriendo la distancia de 144 millas. Un habitante de Nueva York va a
Troya o Albany en la noche; habla por la mañana del día siguiente con su
corresponsal, y en la tarde está en Nueva York de regreso, a vacar de las
ocupaciones del día, habiendo hecho en la interrupción de diez o doce
horas de tiempo hábil, cien leguas de camino. El sudamericano que acaba
de desembarcar de Europa, donde se ha extasiado admirando los
progresos de la industria y el poder del hombre, se pregunta atónito al ver
aquellas colosales construcciones americanas, aquellas facilidades de

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locomoción, si realmente la Europa está a la cabeza de la civilización del
mundo. Marinos franceses, ingleses y sardos, he visto expresar sin
disimulo su asombro de encontrarse tan pequeños, tan atrás de este
pueblo gigantesco.

Hay en aquellos buques del Hudson un sancta sanctorum, en cuyo recinto


no penetra el ojo del profano, una morada misteriosa, de cuyas delicias
puede cuando más tenerse sospechas por las bocanadas de perfumes
que se escapan al abrirse momentáneamente la puerta. Los
norteamericanos se han creado costumbres que no tienen ejemplo ni
antecedentes en la tierra. La mujer soltera, o el hombre de sexo femenino,
es libre como las mariposas hasta el momento de encerrarse en el capullo
doméstico para llenar con el matrimonio sus funciones sociales. Antes de
esta época viaja sola, vaga por las calles de las ciudades y mantiene
amoríos castos a la par que desenvueltos a la luz del público, bajo el ojo
indiferente de sus padres. Recibe visitas de personas que no se han
presentado a la familia, y a las dos de la mañana vuelve de un baile a su
casa acompañada por aquel con quien ha valseado o polkeado
exclusivamente toda la noche. Los buenos puritanos de sus padres la
hacen bromas a veces con el tal, de cuyos amores han sido instruídos por
la voz pública, y la taimada se complace en derrotar las conjeturas,
desmintiendo la evidencia.

Después de dos o tres años de flirtear, este es el verbo norteamericano,


bailes, paseos, viajes y coqueterías, la niña de la historia, en el almuerzo y
como quién no quiere la cosa, pregunta a sus padres si conocen a un
joven alto, rubio, maquinista de profesión, que suele venir a verla, de vez
en cuando, todos los días. Hacía un año que estaban esperando esta
introducción. El desenlace es que hay en la familia un enlace convenido,
de que se da parte a los padres la víspera, los cuales ya lo sabían por
todas las comadres de la vecindad. Celebrado el desposorio, los novios
toman en el acto el próximo camino de hierro, y salen a ostentar su
felicidad por bosques, villas, ciudades y hoteles. En los vagones se las ve
siempre a estas encantadoras parejas de jóvenes de veinte años,
abrazados, reposándose el uno en el seno del otro, y prodigándose
caricias tan expresivas que edifican a todos los circunstantes, haciéndoles
formar el propósito de casarse inmediatamente, aún a los más contumaces
solterones. No puede hacerse en términos más insinuantes que esta
exposición al aire libre de las embriagueces matrimoniales, la propaganda
del casamiento. Debido a esto es que el yankee no llega nunca a la edad

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de veinte y cinco años sin tener ya una familia numerosa; y yo no me
explico de otro modo la asombrosa propagación de la especie en aquel
suelo afortunado. En 1790 la población constaba de cerca de cuatro
millones; 1800, cinco millones; 1810, siete millones; 1820, nueve millones;
1830, doce millones; 1840, diez y siete millones; 1850, contará veinte y
tres millones. La inmigración influye en estas cifras; pero en proporciones
limitadas. El inmigrante no es un animal prolífico, hasta que ha recibido el
baño yankee.

Volviendo, pues, a los millares de novios que andan enardeciendo y


vivificando la atmósfera con sus hálitos de primavera, los vapores del
Hudson y de otros ríos clásicos les tienen preparados departamentos ad
hoc. ¡Llámase este recinto la cámara de la novia! Vidrios de colores
esmaltados imprimen a la discreta luz que penetra en ella, todos los
suaves colores del iris; lámparas rosadas arden por la noche; y de noche y
de día el perfume de las flores, las aguas odoríferas y los aromas que se
queman aguzan la sed de placer que consume a sus escogidos
moradores. Las fábricas de París no han creado damascos ni muselinas
suficientemente costosas, para envolver entre sus sueltos pliegues y bajo
techumbres doradas las legítimas saturnales de la cámara de la novia.
Después de haber visto la cascada del Niágara, bañándose en las fuentes
termales de Saratoga, pasado en revista cien ciudades y recorrido mil
leguas de país, los novios vuelven, después de quince días, extenuados,
maravillados y contentos, a aburrirse santamente en el hogar doméstico.
La mujer ha dicho adiós para siempre al mundo, de cuyos placeres gozó
tanto tiempo con entera libertad; a las selvas frescas de verdura, testigos
de sus amores, a la cascada, a los caminos y a los ríos. En adelante, el
cerrado asilo doméstico es su penitencia perpetua; el roastbeef su
acusador eterno; el hormigueo de chiquillos rubios y retozones, su torcedor
continuo; y un marido incivil, aunque good natured, sudón de día y
roncador de noche, su cómplice y su fantasma. Atribuyo a aquellos amores
ambulantes en que termina el flirteo americano, la manía de viajar que
distingue al yankee, de quien puede decirse que nace viajero. El furor de
viajar crece en proporciones espantosas año por año. Los productos de
todas las obras públicas, ferrocarriles, puentes y canales en los diversos
estados, en 1844, comparados con los de 1843, mostraron un aumento de
cuatro millones de dóllars; lo que hizo subir en solo aquel año de ochenta
millones el valor de los trabajos, computando el rédito al cinco por ciento.
Sabe de memoria todas las distancias, y a la vista de una ciudad, en los
vagones o en los vapores, hay un movimiento general de echar mano a la

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faltriquera, desdoblar el mapa topográfico de los alrededores y señalar con
el dedo el punto de la cuestión. Una sola casa de Nueva York ha vendido
en diez años millón y medio de atlas y mapas para el uso popular. Es
seguro que en París no hay ninguna que haya hecho emisión igual para
proveer al mundo entero. Cada estado tiene su carta geológica, que
muestra la composición del suelo y los elementos explotables que
contiene; cada condado su carta topográfica en diez ediciones diversas de
todos los tamaños y de todos los precios. Apenas se tiró el primer
cañonazo en la frontera mejicana, la Unión fué inundada por millones de
mapas de Méjico, en los cuales el yankee traza los movimientos del
ejército, da batallas, avanza, toma a la capital y se estaciona allí, hasta
que las nuevas noticias venidas por el telégrafo, lo orientan sobre la
verdadera posición de los ejércitos, para hacerlos marchar de nuevo, con
el dedo puesto en el mapa y a fuerza de conjeturas y cálculos, lo pone a la
hora de ésta dentro de la ciudad de Méjico. Los mejicanos pueden ir a
recibir lecciones de los leñadores yankees sobre la topografía,
producciones y ventajas del país que sin conocer habitan.

Pero continuemos un poco describiendo la fisonomía de los caminos. En


los lagos y en otros ríos de mayor longitud que el Hudson, los vapores se
acercan a los barrancos en puntos determinados, para renovar su
provisión de leña, operación que se hace en menos tiempo que el cambio
de mulas en las postas españolas o la renovación de pasajeros. Del centro
de un bosque secular y por sendas apenas practicables, vese salir una
familia de señoras en toilette de baile, acompañadas por caballeros
vestidos del eterno frac negro, variado a veces por un paletó, y cuando
más un anciano con surtú de terciopelo a la puritana; cabellos blancos y
largos hasta los hombros, a lo Franklin, y sombrero redondo de copa baja.
El carruaje que los conduce es de la misma construcción y tan
esmeradamente barnizado como los que circulan en las calles de
Washington. Los caballos con arneses relucientes, pertenecen a la raza
inglesa, que no ha perdido nada de su esbelta belleza ni de su árabe
conformación al emigrar al nuevo mundo; porque el norteamericano, lejos
de barbarizar como nosotros los elementos que nos entregó al instalarnos
colonos la civilización europea, trabaja por perfeccionarlos más aún y
hacerles dar un nuevo paso. El espectáculo de esta decencia uniforme, y
de aquel bienestar general, si bien satisface el corazón de los que gozan
en contemplar a una porción de la especie humana, dueña en
proporciones comunes a todos, de los goces y las ventajas de la
asociación, cansa, al fin, la vista por su monótona uniformidad;

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desluciendo el cuadro, a veces, la aparición de un campesino con vestidos
desordenados, levita descolorida y sucia, o frac hecho harapos, lo que trae
a la memoria del viajero el recuerdo de los mendigos españoles o
sudamericanos, de tan ingrata apariencia. No hermosean el paisaje, por
ejemplo, aquellos trajes romanescos de la campiña de Nápoles; el
sombrero con pluma empinada de las aguadoras de Venecia; la mantilla
de las manolas sevillanas; ni las vestiduras recamadas de oro de las judías
de Argel u Orán. ¡La Francia misma, que manda a todos los pueblos el
despótico decreto de sus modas, entretiene al viajero con las cofias de las
mujeres de campaña, invariables y características en cada provincia,
llegando en las inmediaciones de Burdeos a asumir la aterrante altura de
dos tercios de vara sobre la cabeza, como aquellas peinetas formadas de
la concha de un galápago entero, que llenas de orgullo llevaron en un
tiempo las damas de Buenos Aires; analogía que unida a los pabellones y
espuelas chilenos, me ha hecho sospechar que el espíritu de provincia, de
aldea, es por todas partes fecundo en cosas abultadas!

Una paisanota de los Estados Unidos se conoce apenas por lo sonrosado


de sus mejillas, su cara redonda y regordeta y el sonreir candoroso y
hébété que la distingue de las gentes de las ciudades. Fuera de esto y un
poco de peor gusto y menos desenfado para llevar la cachemira o la
manteleta, las mujeres norteamericanas pertenecen todas a una misma
clase, con tipos de fisonomía que por lo general honran a la especie
humana.

En este viaje que con usted, mi buen amigo, ando haciendo por todas
partes en los Estados Unidos, ya sea que nos paseemos en las galerías o
sobre la cubierta de los vapores, ya sea que prefiramos el más sedentario
vehículo de los ferrocarriles, al fin hemos de llegar, no diré a las puertas de
una ciudad, frase europea y que está indicando las prisiones de que están
circundadas, sino al desembarcadero, desde donde, con trescientos
pasajeros más, iremos a acuartelarnos en uno de los magníficos hoteles
cuyas carrozas con cuatro caballos y domésticos elegantes, si no
queremos seguir a pie la procesión con nuestro saco de viaje bajo el
brazo, nos aguardan a la puerta. Al acercarse el vapor en que descendía
el Mississipí, volviendo una de las semicirculares curvas que describe
aquella inmensa cuanto quieta mole de agua, nos señalaron en el
horizonte, dominando masas escalonadas de bosques matizados por el
otoño y a cuya base se extienden en líneas de esmeralda las dilatadas
plantaciones de azúcar, la cúpula de San Carlos, consoladora muestra,

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después de 700 leguas de agua y bosque, de la proximidad de Nueva
Orleáns; y aunque el aspecto del paisaje circunvecino no favorece la
comparación, la vista de aquella lejana cúpula me trajo a la memoria la de
San Pedro en Roma, que se divisa desde todos los puntos del horizonte
como si ella sola existiese allí; mostrándose tan colosal a veinte leguas,
como no se la cree cuando es considerada de cerca. Por fin, iba a ver en
los Estados Unidos una basílica de arquitectura clásica y de dimensiones
dignas del culto. Alguien nos preguntó si teníamos hotel para nuestro
alojamiento, indicándonos el de San Carlos, como el más bien servido.
Desde la cúpula, añadió, podrán ustedes tener al salir el sol el panorama
más vasto de la ciudad, el río, el lago y las vecinas campiñas. El San
Carlos que alzaba su erguida cabeza sobre las colinas y bosques de los
alrededores, el San Carlos que me había traído la reminiscencia de San
Pedro en Roma, ¡no era más que una fonda!

He aquí el pueblo rey que se construye palacios para reposar la cabeza


una noche bajo sus bóvedas; he aquí el culto tributado al hombre, en
cuanto hombre, y los prodigios del arte empleados, prodigados para
glorificar a las masas populares. Nerón tuvo su Domus Aurea; ¡entre los
romanos, los plebeyos tenían sus catacumbas tan sólo para abrigarse!

Nuestra admiración en nada disminuyó al acercarnos a la base del


soberbio palacio que envidiaran muchos príncipes europeos, y que en los
Estados Unidos, a excepción del Capitolio de Wáshington, monumento
alguno civil o religioso le es superior en dimensiones y buen gusto. Sobre
una subconstrucción de granito, destinada a bodegas y almacenes, se alza
un basamento de mármol blanco, que sirve de base a doce columnas
estriadas de orden compósito, y seis de las cuales, avanzándose sobre el
plan general, sostienen un bellísimo frontón. El lienzo de las murallas que
a ambos lados continúan el frontispicio, contiene entre la altura
correspondiente a la que media entre el basamento y el arquitrabe de las
columnas, cuatro órdenes de pisos, conservando, sin embargo, sus
ventanas proporciones arquitectónicas. Debajo del pórtico formado por el
frontón está la estatua de Wáshington jupiterino, que guarda la entrada, la
cual conduce a una espaciosa rotonda, pavimentada de mármol, y que
corresponde a la gran cúpula que reposa sobre ella. En este espacioso
recinto están distribuídas mesas recargadas de colecciones de periódicos
de toda la Unión y los de Europa de quince días anteriores.

Las oficinas de la contaduría de la casa ocupan el frente; escalas

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soberbias se enroscan en el aire sobre sí mismas cual serpientes de
bronce, para dar ascenso en todas direcciones a las habitaciones
superiores, hasta la misma cúpula, rodeada de una galería de columnas
corintias, en que termina el monumento. Profusa y ordenada turba de
sirvientes están prontos a obedecer la menor indicación del viajero; y una
chimenea que puede contener una tonelada de carbón de piedra, le
entretiene y conforta en el invierno, mientras se registra su nombre en el
gran libro, siempre abierto para este fin, y se le señalan habitaciones a
donde transportar su equipaje. Una iluminación de gas poderosa distribuye
por mil picos esparcidos en todo el ámbito del edificio torrentes de luz
solar. A la izquierda se extiende hacia el fondo de la construcción el
comedor, rodeado de columnas, alumbrado por arañas colosales de
bronce, y suficientemente ancho para contener tres mesas de caoba que
corren paralelas a lo largo del salón una distancia de algo menos de media
cuadra. Setecientos comensales se reunen en torno de estas mesas en el
invierno, época de mayor actividad y concurrencia en Nueva Orleans. El
interior del edificio corresponde en lujo a estas colosales exterioridades. Mi
compañero de viaje, dominado por ideas sociales de un orden superior, se
había en conversaciones anteriores, mostrado punto menos que
indiferente sobre las ventajas de este o el otro sistema de gobierno. Pero,
al recorrer las calles internas que dan comunicación a centenares de
habitaciones, decoradas éstas con todas las gradaciones de lujo que
pueden exigir la condición diversa de los huéspedes, y que según él, se
extendían a distancias fabulosas, estoy convertido, me decía, por la
intercesión de San Carlos; ahora creo en la república, creo en la
democracia, creo en todo; perdono a los puritanos, aun aquel que comía
salsa de tomate crudo con la punta del cuchillo y antes de la sopa. ¡Todo
debe perdonársele, sin embargo, al pueblo que levanta monumentos a la
sala de comer, y corona con una cúpula como ésta la cocina!

El San Carlos, no obstante ser el San Pedro de los hoteles, no es por eso
ni el más espacioso ni el más sólido de los palacios populares, si bien ha
costado 700.000 duros su construcción. Cada gran ciudad de los Estados
Unidos se envanece de poseer dos o tres hoteles monstruos, que luchan
entre sí en lujo y comfort, menudeando al pueblo a precios ínfimos. El
Astor-Hotel en Nueva York es una soberbia construcción en granito que
ocupa con su mole un costado de la plaza de Wáshington; y en ninguno de
los templos que abundan en aquella ciudad se han invertido mayores
sumas. Después que he visitado los Estados Unidos, y visto los resultados
obtenidos allí espontáneamente, me he formado una rara preocupación, y

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es que para saber si una máquina, un invento, o una doctrina social es útil
y de aplicación o desenvolvimiento futuro, se ha de poner a prueba en la
piedra de toque de la espontánea aplicación de los yankees. Los hoteles
hacen hoy un papel primordial en la vida doméstica de las naciones. Los
pueblos estacionarios, como la España y sus derivados, no necesitan
hotel, bástales el hogar doméstico; en los pueblos activos, con vida actual,
con porvenir, el hotel estará más arriba que toda otra construcción pública.
Hace cien años el hotel se conocía apenas en París, y no lo era en todo el
resto de la Europa. Hace 40 años que Fourier basaba su teoría social en
cuanto a habitaciones, en el falansterio, o el hotel, capaz de contener dos
mil personas, proporcionándoles comodidades que no puede obtener la
familia aislada en el hogar doméstico. La prueba de que Fourier no andaba
errado, es el hotel norteamericano, que siguiendo la simple impulsión de
conveniencia, ha tomado ya la forma monumental y dimensiones punto
menos que falansterianas. Las iglesias cristianas subdivididas en sectas
en los Estados Unidos, de catedrales que eran antes, han descendido a
capillas. Las flechas del templo bajan a medida que las creencias se
subdividen, mientras que el hotel hereda la cúpula del tabernáculo antiguo,
y toma las formas de las termas de los emperadores, donde la importancia
del individuo ha llegado a la altura de la democracia norteamericana. La
arquitectura religiosa continúa secándose y marchitándose, al paso que la
arquitectura popular improvisa en todos los Estados Unidos, formas,
dimensiones y ordenanzas que acabarán por serle peculiares. El banco
americano es una construcción sólida como la caja de hierro, con frontis
jónico, y si no es jónica la construcción, es egipcia. ¿Por qué caen los
yankees en estos órdenes tan macizos, para encerrar la caja de hierro?
Sobre todos los monumentos americanos se alza un pararrayos; y domina
ya el uso arquitectónico de poner en la cúspide de las cúpulas, a guisa de
pináculo, la estatua de Franklin, sosteniendo el pararrayos. ¡Ya tenemos,
pues, un Mercurio, encargado de guardar el asilo doméstico, o una Santa
Bárbara abogada contra rayos! Si los americanos no han creado, pues, un
orden de arquitectura, tendrán, por lo menos, aplicaciones nacionales,
carácter y forma sugeridos por las instituciones políticas y sociales, como
ha sucedido con todas las arquitecturas que nos ha legado la antigüedad.
Una rara confusión reina hoy en Europa sobre la aplicación de las bellas
artes. El restablecimiento y reparación de las catedrales góticas, ha
seguido al movimiento de la literatura llamada romántica. El panteón
creado por la República francesa ha quedado acéfalo, como si esperara
aún tiempos mejores para llenar su objeto. El templo de la gloria edificado
por Napoleón, la construcción más griega, más olímpica que vieron nunca

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romanos o franceses, es hoy el templo de la Magdalena, cuya arquitectura
risueña y plácida parece burlarse de las lágrimas de la arrepentida Loreta
de Jerusalén; y las imágenes de la virgen y de los santos han ido a
confundirse en los museos, y tenerse hombro con hombro con las estatuas
de los dioses paganos, o las desnudeces de la pintura profana, en Roma,
Londres, Dresde, o Florencia. En los Estados Unidos las formas exteriores
se apropian a los objetos del culto, perdóneme la expresión. El Banco en
jónico; el hotel en corintio a veces, y monumental siempre, y el inventor del
pararrayos tiene ya su puesto elevado y su función arquitectónica, y hasta
el piñón de la arquitectura romana ha sido prolongado, para hacer de él la
imagen de la mazorca de maíz, símbolo de la agricultura americana.

En cuanto a la distribución interior del grande hotel, nada de más normal


que la ordenanza común a todos estos establecimientos. A la entrada un
pórtico, que contiene las oficinas de administración. Un registro en que el
huésped entrante inscribe su nombre, y a cuyo margen el oficinista anota
el número 560, o 227, que es el de la cámara que se le destina, y cuya
campanilla, como todas las de la casa, cae en cerradas hileras a la misma
oficina. En el vestíbulo están fijados todos los carteles de la ciudad para
conocimientos del viajero. La representación teatral, el meeting, el sermón
del día, los vapores que parten, el movimiento de los caminos de hierro,
etc. En un salón inmediato está el gabinete de lectura que contiene los
principales diarios de la Unión y las últimas fechas de Europa. Un salón de
fumar, y cuatro o cinco salas de conversación y de recibo, completan por
esta parte las comodidades públicas de la casa. Baños termales están a
toda hora a disposición de los huéspedes. Las señoras tienen igualmente
sus salones de recibo y de tertulia, decorados con gracia y lujo. Dos o tres
pianos entran en el material de estos establecimientos. A las 7 y media de
la mañana la vibración insoportable del hong-hong chino, recorriendo
todas las galerías de comunicación, avisa a los habitantes que es llegada
la hora de ponerse de pie. A las ocho nuevo y más prolongado rumor
anuncia estar el almuerzo servido. La turbamulta de los conventuales
acude, se precipita de cada una de las avenidas, hacia la entrada del
inmenso refectorio. Aquí principia a mostrarse la vida de este pueblo tan
serio cuando ríe como cuando come. Donde todos los hombres son
iguales al último individuo de la sociedad, no hay protección para el débil,
por la misma razón que no hay jerarquías que separen a los poderosos.
¡Ay de las mujeres en este acto solemne de la soberanía popular! si los
reglamentos provisorios del hotel no viniesen en su ayuda:

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“Art. 1.º Nadie podrá sentarse a la mesa común, hasta que las damas, con
sus consortes, o deudos, hayan ocupado la cabecera y costados contiguos
de la mesa.

“Art. 2.º Se suplica al público que no fume ni masque tabaco en la mesa.

“Art. 3.º A un golpe de campanilla los varones se sentarán en los asientos


que quedaren.”

Sobreentendidas estas disposiciones, el pueblo gastrónomo se alinea


detrás de los asientos, con ambas manos puestas sobre el espaldar de la
silla, y por derecha e izquierda vista al sirviente que ha de administrar el
apetecido companillazo. Toma este el sonoro instrumento en mano, y la
noble línea se conmueve; al menor movimiento indicativo de la campana,
los cuerpos describen ondulaciones como las espigas de trigo al más
ligero soplo de la brisa. Alzase la campanilla en actitud de sonar, y una
descarga cerrada de sillas removidas con estrépito acompaña, si no
precede al retintín chillón del cobre agitado, e instantáneamente un fuego
graneado de platos, cuchillos y tenedores que se chocan entre sí, se
prolonga durante cinco minutos, pudiendo por el rumor tempestuoso que
se difunde por el aire, saberse a media legua a la redonda que se come en
un hotel. Imposible seguir con la vista las evoluciones que se suceden en
aquella batahola, no obstante la actividad y destreza de cincuenta
domésticos, que tratan de dar cierto orden acompasado al destapar de las
viandas, o al verter té o café. El norteamericano tiene destinados dos
minutos para almorzar, cinco para comer, diez para fumar o mascar
tabaco, y todos los momentos desocupados para echar una ojeada sobre
el diario que usted está leyendo, único diario que le interesa puesto que
otro está ya ocupado de él.

Almuerzo, lunch a las once, comida, y el té, son las cuatro colaciones de
ordenanza de aquellas comunidades que se renuevan todos los días, sin
que la regla estorbe el que se administre el almuerzo a las cinco de la
mañana para los que han de partir en un vapor o convoy matinal, ni falte
nunca una refacción servida para todos los que llegan, no importa la hora
del día o de la noche. Y luego, ¡qué incongruencias! ¡qué incestos! ¡y qué
promiscuaciones en los manjares! El yankee pur sang, se sirve en un
mismo plato, conjunta o sucesivamente, todas las viandas, postres y
frutas. ¡Hemos visto a uno del Far-West, país de dudosa situación, como el
Ophir de los fenicios, principiar la comida por salsa de tomates frescos,
tomada en cantidad enorme, sola y con la punta del cuchillo! ¡Patatas

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dulces con vinagre! Estábamos helados de horror, y mi compañero de
viaje lleno de gastronómica indignación al ver estas abominaciones: y no
llueve fuego del cielo, exclamaba: los pecados de Sodoma y Gomorra
debieron ser menores que los que cometen a cada paso estos puritanos!

En los salones de lectura, cuatro o cinco moscones se le apoyarán


pesadamente en los hombros para leer el mismo trozo de la letra
menudísima que está usted leyendo. Si baja usted una escala, o quiere
introducirse por una puerta, por poca que sea la concurrencia, el que se
suceda lo empujará por apoyarse en algo. Si fuma usted tranquilamente su
cigarro, un pasante se lo sacará de la boca para encender el suyo, y si
usted no anda listo para recibirlo, se encargará él en persona de metérselo
de nuevo en la boca. Si tiene usted un libro en las manos, con tal que lo
cierre un poco para mirar hacia otra parte, su vecino se apoderará de él
para leerse dos capítulos de seguida. Si los botones de su paletó tienen
relieve de cabezas de venado, caballos o javalíes, cuantos lo noten
vendrán a recorrerlos uno a uno, haciendo girar la persona de usted de
derecha a izquierda, de izquierda a derecha, para mejor inspeccionar el
museo ambulante. Ultimamente, si usted lleva barba completa en los
países del Norte, lo cual indica que es usted francés o polaco, a cada paso
se encuentra encerrado en medio de un círculo de hombres que lo
contemplan con curiosidad infantil, llamando a sus amigos o conocidos
para que satisfagan de cuerpo presente su novedosa curiosidad.

Todas estas libertades, bien entendido, puede usted tomárselas con los
otros a su vez, sin que nadie reclame de ello ni dé el menor síntoma de
serle desagradable. Pero, donde el genio y los instintos nacionales brillan
en su verdadera luz, es en las actitudes yankees en sociedad. Esto
merece algunas explicaciones. En un pueblo que como éste avanza cien
leguas de frontera por año, se improvisa un estado en seis meses, se
transporta de un extremo a otro de la Unión en algunas horas, y emigra al
Oregon, deben gozar de tan alta estima los pies, como la cabeza entre los
que piensan, o el pecho entre los que cantan. En Norte América verá usted
muestras a cada paso del culto religioso que la nación tributa a sus nobles
y dignos instrumentos de riqueza: los pies. Conversando con usted el
yankee de educación esmerada, levantará él un pie a la altura de la rodilla,
sacarále el zapato para acariciarlo, y oir las quejas que contra el excesivo
servicio puedan poner los dedos. Cuatro individuos sentados en torno de
una mesa de mármol pondrán infaliblemente sus ocho pies sobre ella, a no
ser que puedan procurarse un asiento forrado en terciopelo, que en cuanto

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a blandura prefieren los yankees el mármol. En el Fremonthotel, de
Boston, he visto siete dandies yankees en discusión amigable, sentados
como sigue: dos con los pies sobre la mesa; uno con los dichos sobre el
cojín de una silla adyacente; otro con una pierna pasada sobre el brazo de
la silla propia; otro con ambos talones apoyados en el borde del cojín de
su propia silla, de manera de apoyar la barba entre las dos rodillas; otro
abrazando o empiernando el espaldar de la silla, de la misma manera que
nosotros solemos apoyar el brazo. Esta postura imposible para los otros
pueblos del mundo, la he ensayado sin éxito, y se la recomiendo a usted
para administrarse unos calambres en castigo de alguna indiscreción; otro,
en fin, si no están ya los siete, en alguna otra posición absurda. No
recuerdo si he visto norteamericanos sentados en la espalda de silla con
los pies en el cojín: de lo que estoy seguro es que nunca vi uno que se
preciase de cortés en la postura natural. El estar acostados es el fuerte de
la elegancia, y los entendidos reservan este rasgo de buen gusto para
cuando hay damas, o cuando un locófoco oye un speech whig. El
secretario de la legación chilena, al llegar a Wáshington, tuvo necesidad
de hablar a un diputado. Acude al Capitolio, se informa de su asiento
durante la sesión, llega, al fin, hasta el punto donde Mr. N. roncaba
profundamente acostado en su asiento con las piernas extendidas sobre el
asiento de su vecino. Hubo de despertarlo, y una vez entendido sobre el
asunto que lo traía, se acomodó del otro lado, esperando, sin duda, que
concluyese el interminable discurso de algún orador de opinión contraria.
Los americanos, en política y religión, profesan el admirable y conciliante
principio de que no debe discutirse sino con los que son de su propia secta
u opinión. Este sistema se funda en el pleno conocimiento de la naturaleza
humana. El orador yankee se esfuerza en confirmar a los suyos en sus
creencias, más bien que en persuadir a los contrarios, que duermen en el
entre tanto, o piensan en sus negocios. La conclusión de todo esto es que
los yankees son los animalitos más inciviles que llevan fraque o paletó
debajo del sol. Así lo han declarado jueces tan competentes, como el
capitán Marryat, Miss Trolop y otros viajeros; bien es verdad que si en
Francia, y en Inglaterra, los carboneros, leñadores y fogoneros se
sentasen a la misma mesa, con los artistas, diputados, banqueros y
propietarios, como sucede en los Estados Unidos, otra opinión formarían
los europeos de su propia cultura. En los países cultos, los buenos
modales tienen su límite natural. El lord inglés es incivil por orgullo y por
desprecio a sus inferiores, mientras que la gran mayoría lo es por
brutalidad e ignorancia. En los Estados Unidos la civilización se ejerce
sobre una masa tan grande, que la depuración se hace lentamente,

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reaccionando la influencia de la masa grosera sobre el individuo, y
forzándole a adoptar los hábitos de la mayoría, y creando, al fin, una
especie de gusto nacional que se convierte en orgullo y en preocupación.
Los europeos se burlan de estos hábitos de rudeza, más aparente que
real, y los yankees, por espíritu de contradicción, se obstinan en ellos, y
pretenden ponerlos bajo la égida de la libertad y del espíritu americano.
Sin favorecer estos hábitos, ni empeñarme en disculparlos, después de
haber recorrido las primeras naciones del mundo cristiano, estoy
convencido de que los norteamericanos son el único pueblo culto que
existe en la tierra, el último resultado obtenido de la civilización moderna.

Los americanos en masa llevan reloj, en Francia no lo usa un décimo de la


nación. Los americanos en masa visten fraque y los otros vestidos
complementarios, aseados y de buena calidad. En Francia viste blusa de
anquín los cuatro quintos de la nación.

Usan los yankees, en masa, cocinas económicas, arado Durand y coche.


Habitan casas cómodas, aseadas. El jornalero gana un duro al día. Tienen
caminos de hierro, canales artificiales y ríos navegables, en mayor número
y recorriendo mayores distancias que toda Europa junta. La estadística
comparativa de los caminos de hierro era como sigue: En 1845: Inglaterra,
1800 millas; Alemania, 1339; Francia, 560; Estados Unidos, 4000; lo que
equivale a 86 millas en Inglaterra por cada millón de habitantes; 16 en
Francia, 222 en los Estados Unidos. Sus líneas de telégrafos eléctricos
están hoy, únicas en el mundo, puestas a disposición del pueblo, pudiendo
en fracciones inapreciables de tiempo, enviar avisos y órdenes de un
extremo a otro de la Unión.

El único pueblo del mundo que lee en masa, que usa de la escritura para
todas sus necesidades, donde 2000 periódicos satisfacen la curiosidad
pública, son los Estados Unidos, y donde la educación como el bienestar
están por todas partes difundidos y al alcance de los que quieran
obtenerlo. ¿Están uno y otro en igual caso en punto alguno de la tierra? La
Francia tiene 270.000 electores, esto es, entre treinta y seis millones de
individuos de la nación más antiguamente civilizada del mundo, los únicos
que por la ley no están declarados bestias: puesto que no les reconoce
raza para gobernarse.

En los Estados Unidos, todo hombre, por cuanto es hombre, está


habilitado para tener juicio y voluntad en los negocios políticos, y lo tiene,
en efecto. En cambio, la Francia tiene un rey, cuatrocientos mil soldados,

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fortificaciones de París que han costado dos mil millones de francos, y un
pueblo que se muere de hambre. Los norteamericanos viven sin gobierno,
y su ejército permanente monta sólo a nueve mil hombres, siendo
necesario hacer un viaje a puntos determinados para ver el equipo y
apariencia de los soldados norteamericanos; pues que hay familias y
aldeas de la Unión que jamás han visto un soldado. Muchos vicios de
carácter tachan los europeos y aun los sudamericanos a los yankees. Por
lo que a mí respecta, miro con veneración esos mismos defectos,
atribuyéndoselos a la especie humana, al siglo, a las preocupaciones
hereditarias y a la imperfección de la inteligencia. Un pueblo compuesto de
todos los pueblos del mundo, libre como la conciencia, como el aire, sin
tutores, sin ejército, y sin bastillas, es la resultante de todos los
antecedentes humanos, europeos y cristianos. Sus defectos deben, pues,
ser los de la raza humana en un período dado de desenvolvimiento. Pero
como nación, los Estados Unidos son el último resultado de la lógica
humana. No tiene reyes, ni nobles, ni clases privilegiadas, ni hombres
nacidos para mandar, ni máquinas humanas nacidas para obedecer. ¿No
es este resultado conforme a las ideas de justicia y de igualdad que la
cristiandad acepta en teoría? El bienestar está distribuído con más
generalidad que en pueblo alguno; la población se aumenta según leyes
desconocidas hasta hoy entre las otras naciones; la producción sigue una
progresión asombrosa. ¿No entrará, como pretenden los europeos, por
nada de esto la libertad de acción, y la falta de gobierno? Dícese que la
facilidad de ocupar nuevos terrenos, es la causa de tanta prosperidad.
Pero, ¿por qué en la América del Sud, donde es igualmente fácil y aun
más ocupar nuevas tierras, ni la población ni la riqueza aumentan, y hay
ciudades y aun capitales tan estacionarias, que no han edificado cien
casas nuevas en diez años? Aún no se ha hecho en nación alguna el
censo de la capacidad inteligente de sus moradores. Cuéntase la
población por el número de habitantes, y de las cifras acumuladas deduce
su fuerza y valimento. Acaso para la guerra, mirado el hombre como
máquina de destrucción, puede ser significativo este dato estadístico; mas
una peculiaridad de los Estados Unidos hace que aun en este caso falle el
cálculo. Un yankee para matar hombres equivale a muchos de otras
naciones, de manera que la fuerza destructora de la nación puede
contarse en doscientos millones de habitantes. El rifle es el arma nacional,
el tiro al blanco la diversión de los niños en los estados que tienen
bosques, y cazar ardillas a bala en los árboles, tostándoles las patas para
no lastimar la piel, la destreza asombrosa que adquieren todos.

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La estadística de los Estados Unidos muestra el número de hombres
adultos que corresponden a veinte millones de habitantes, todos
educados, leyendo, escribiendo, y gozando de derechos políticos con
excepciones que no alcanzan a desnaturalizar el rigor de las deducciones:
el hombre con hogar, o con la certidumbre de tenerlo; el hombre fuera del
alcance de la garra del hambre y de la desesperación; el hombre con
esperanza de un porvenir tal como la imaginación puede inventarlo; el
hombre con sentimientos y necesidades políticas; el hombre, en fin, dueño
de sí mismo, y elevado su espíritu por la educación y el sentimiento de su
dignidad. Dícese que el hombre es un ser racional, por cuanto es
susceptible de llegar a la adquisición y al ejercicio de la razón; y en este
sentido país ninguno de la tierra cuenta con mayor número de seres
racionales, aunque le exceda diez veces en el de habitantes.

No es cosa fácil mostrar cómo obra la libertad para producir los prodigios
de prosperidad que los Estados Unidos ostentan. ¿La libertad de cultos
puede producir riquezas? ¿Cómo obra la facultad de ir a esta u otra
capilla, de creer en este o en el otro dogma para desenvolver fuerzas
productoras? Para cada secta religiosa las otras son como si no existieran,
y por tanto, la libertad es nula en sus efectos para cada una
separadamente. Los europeos lo atribuyen a las facilidades que ofrece un
país nuevo, con terrenos vírgenes y de fácil adquisición, lo cual fuera
explicación satisfactoria, si la América del Sud, cuan grande es, no tuviera
mayor extensión de terrenos vírgenes, igual facilidad para obtenerlos, y sin
embargo, atraso, pobreza e ignorancia mayor, si cabe, que la que
muestran las masas europeas. Luego, no basta la circunstancia de ser
países nuevos en cuya extensión pueda dilatarse la esfera de acción.

Muchas veces me ocurrirá acudir a este censo moral e intelectual para


tratar de explicar los fenómenos sociales que sorprenden en América.
Ahora, sólo estableceré un hecho, y es que la aptitud de la raza sajona no
es tampoco explicación de la causa del gran desenvolvimiento
norteamericano. Ingleses son los habitantes de ambas riberas del río
Niágara, y sin embargo, allí donde las colonias inglesas se tocan con las
poblaciones norteamericanas, el ojo percibe que son dos pueblos distintos.
Un viajero inglés, después de haber descripto varias muestras de industria
y progreso del lado americano de la cascada, añade:

“Ahora estoy de nuevo bajo la jurisdicción de las leyes y del gobierno


inglés, y por tanto, ya no me creo extranjero. Aunque los americanos en

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general son civiles y afables, sin embargo un inglés, extranjero en medio
de ellos, es importunado y disgustado por sus jactancias de proezas en la
última guerra, y su superioridad sobre todas las otras naciones, asentando
como un hecho incuestionable que los americanos sobrepasan a todas las
otras naciones en virtud, saber, valor, libertad, gobierno y toda otra
excelencia. No obstante, por más que merezcan el ridículo por este flaco,
yo no puedo menos de admirar la energía y espíritu de empresa que
muestran en todo, y deploro la apatía del gobierno inglés con respecto a la
mejora de estas provincias. Una sola mirada echada sobre las riberas del
Niágara basta para mostrar de qué lado está el gobierno más efectivo. Del
lado de los Estados Unidos se levantan grandes ciudades, numerosos
puertos con muelles para protegerlos en las radas, o diligencias corriendo
a lo largo de los caminos; y la actividad del comercio mostrándose en
todas direcciones. En el lado del Canadá, aunque dividido por el cauce de
un río, en un antiguo establecimiento, y al parecer con mejor tierra, hay
sólo dos o tres almacenes, una taberna o dos, un puerto tal como Dios lo
hizo y sin obras que lo defiendan; uno o dos buquecitos anclados, y algún
desembarcadero accidental.”

Otro viajero, después de describir varias muestras de la industria creciente


del lado americano, añade “el país que atravesamos (del lado canadiense)
estaba muy avanzado en las cosechas, sin que se viesen señales de
intentar recogerlas. Donde quiera que nos deteníamos para mudar
caballos, nos asaltaban bandas de chicuelos vendiendo manzanas, y por
la primera vez vimos de este lado algunos mendigos”. No hace mucho
tiempo que una grande inmigración venida del Canadá volvió a emigrar a
los Estados Unidos. Los caminos de hierro, como medio de riqueza y
civilización, son comunes a la Europa y a los Estados Unidos, y como en
ambos países datan de ayer solo, en ellos puede estudiarse el espíritu que
preside a ambas sociedades. En Francia los trabajos de nivelación, como
todo lo que constituye el ferrocarril, son cuidadosamente examinados por
los ingenieros antes de ser entregados a la circulación; verjas de madera
resguardan por ambos lados sus bordes; dobles líneas de rieles de hierro
fundido facilitan el movimiento en opuestas dirección; si un camino vecinal
atraviesa el trayecto, fuertes puertas resguardan su entrada, cerrándose
escrupulosamente un cuarto de hora antes que lleguen los vagones, a fin
de evitar accidentes. De distancia en distancia, por toda la extensión del
camino, están apostados centinelas que descubren el espacio y anuncian
con banderolas de diversos colores si hay peligro u obstáculos que
detengan el convoy, que no parte del desembarcadero sino cuatro minutos

31
después que una falange de vigilantes se ha cerciorado de que todos los
transeuntes ocupan sus lugares, las puertas están cerradas, y el camino
expedito, y nadie cerca ni a una vara de distancia del paso del tren. Todo
ha sido previsto, calculado, examinado, de manera de dormir tranquilo en
aquella cárcel herméticamente cerrada. Veamos, ahora, lo que pasa en los
Estados Unidos. El ferrocarril atraviesa leguas de bosques, primitivos,
donde aún no se ha establecido morada humana. Como la empresa
carece de fondos, los rieles son de madera, con una planchuela de fierro,
que se desclava con frecuencia, y el ojo del maquinista escudriña
incesantemente por temor de un desastre. Una sola línea basta para la ida
y venida de los trenes, habiendo ojos de buey de distancia en distancia
donde un tren de ida aguarda que pase por el costado opuesto el otro de
vuelta. Un alma no hay que instruya de las accidentes ocurridos. El camino
atraviesa las villas y los niños están en las puertas de sus casas o en
medio del camino mismo atisbando el pasaje del tren para divertirse; el
camino de hierro a más de calle es camino vecinal, y el viajero puede ver
las gentes que se apartan lo bastante para dejarlo pasar, y continuar en
seguida su marcha. En lugar de puertas en los caminos vecinales que
atraviesa el ferrocarril, hay simplemente una tabla escrita que dice
tengan cuidado con la campana cuando se acerque; jeroglífico que
previene al carretero que lo abrirá en dos si se ha metido inprudentemente
de por medio en el momento del pasaje del tren, que parte lentamente del
embarcadero, y mientras va marchando saltan a bordo los pasajeros,
descienden los vendedores de frutas y periódicos, y se pasean de un
vagón a otro todos, por distraerse, por sentirse libres, aun en el rápido
vuelo del vapor. Las vacas gustan de reposarse en el explayado del
camino, y la locomotora norteamericana va precedida de una trompa
triangular que tiene por caritativa misión arrojar a los costados a estas
indiscretas criaturas que pueden ser molidas por las ruedas, y no es raro el
caso de que algún muchacho dormido sea arrojado a cuatro varas por un
trompazo de aquellos que salvándole la vida le rompen o dislocan un
miembro. Los resultados físicos y morales de ambos sistemas son
demasiado perceptibles. La Europa, con su antigua ciencia y sus riquezas
acumuladas de siglos, no ha podido abrir la mitad de los caminos de hierro
que facilitan el movimiento en Norteamérica. El europeo es un menor que
está bajo la tutela protectora del estado; su instinto de conservación no es
reputado suficiente preservativo; verjas, puertas, vigilantes, señales
preventivas, inspección, seguros, todo se ha puesto en ejercicio para
conservarle la vida; todo menos su razón, su discernimiento, su arrojo, su
libertad; todo, menos su derecho de cuidarse a sí mismo, su intención y su

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voluntad. El yankee se guarda a sí mismo, y, si quiere matarse, nadie se lo
estorbará; si se viene siguiendo el tren, por alcanzarlo, y si se atreve a dar
un salto y cogerse de una barra, salvando las ruedas, dueño es de
hacerlo; si el pilluelo vendedor de diarios, llevado por el deseo de
expender un número más, ha dejado que el tren tome toda su carrera y
salta en tierra, todos le aplaudirán la destreza con que cae parado, y sigue
a pie su camino. He aquí como se forma el carácter de las naciones y
como se usa de la libertad. Acaso hay un poco más de víctimas y de
accidentes, pero hay en cambio hombres libres y no presos disciplinados,
a quienes se les administra la vida. La palabra pasaporte es desconocida
en los Estados, y el yankee que logra ver uno de estos protocolos
europeos en que consta cada movimiento que ha hecho el viajero, lo
muestra a los otros con señales de horror y de asco. El niño que quiere
tomar el ferrocarril, el vapor o la barca del canal, la niña soltera que va a
hacer una visita a doscientas leguas de distancia, no encontrarán jamás
quién les pregunte con qué objeto, con qué permiso se alejan del hogar
paterno. Usan de su libertad y de su derecho de moverse. De ahí nace que
el niño yankee espanta al europeo por su desenvoltura, su prudencia
cautelosa, su conocimiento de la vida a los diez años. ¿Cómo le va a usted
en su negocio? , le preguntaba Arcos, mi compañero de viaje, a un listo
muchachuelo que nos hacía el inventario comentado de los libros,
periódicos y panfletos que se empeñaba en hacernos comprar. Va bien;
hace tres años que gano mi vida en él y tengo ya 300 pesos guardados.
Este año reuniré los quinientos que necesito para hacer compañía con
Williams y poner una librería, y explotar todo el Estado. Este comerciante
tenía de nueve a diez años. ¿Es usted propietario, preguntábamos a un
mocetón que viajaba al Far-West? Sí; voy a comprar tierras; ¡tengo 600
pesos!

Al lado del trayecto del camino de hierro va el telégrafo eléctrico, que por
ahorrar camino a veces, se separa de la vía ordinaria, se hunde en la
espesura de los bosques y lleva a doscientas leguas las noticias más
interesantes. Cuando en 1847 se hacían en Francia entre Ruan y París los
primeros ensayos, la prensa anunciaba la existencia de 1.635 millas de
telégrafos en los Estados Unidos; cuando yo llegué había 3.000 millas; y
mientras atravesé el país que media entre Nueva York y Nueva Orleáns,
se formó una asociación y se puso en actividad una línea entre la primera
de aquellas ciudades y Montreal en el bajo Canadá, a donde había estado
yo quince días antes. Hoy habrá 10.000 millas, y dentro de poquísimos
años, medirán los telégrafos las mismas ochenta mil millas que recorre la

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posta. En Francia el telégrafo es para el uso del gobierno, es asunto de
estado; en los Estados Unidos, es simple negocio de movimiento y
actividad, y se le aceptarían correspondencias a la administración tan sólo
porque paga el porte. ¿Puede llegar a más alto punto el extravío de las
ideas, que hace que los liberales, los republicanos, consientan en Francia
en este monopolio, y en carecer de los medios de comunicación más
expeditos? En Harrisburg, población de 4.500 almas, el telégrafo eléctrico
tenía empleo diario para traer apurado al encargado de servicio, mientras
que en Francia, aún no había podido hacerse un miserable ensayo. Hago
estas comparaciones para mostrar la diversa atmósfera en que se educa
el pueblo y la energía moral y física que desenvuelve. En Francia hay tres
categorías de vagones, en Inglaterra cuatro; la nobleza se mide por el
dinero que puede pagar cada uno, y los empresarios para envilecer al
hombre que paga poco, han acumulado comodidades y lujo en la 1.ª clase,
y dejado tablas rasas, estrechas y duras para los de 3.ª. No sé por qué no
han puesto púas en los asientos para mortificar al pobre. En los Estados
Unidos el vagón es una sala de veinte varas de largo y espaciosa de
ancho, con asientos de espalda movible, de manera de formar corrillo
cuatro asientos, volviéndose dos a opuesto lado, con una callejuela de por
medio para facilitar el movimiento, y abiertos los vagones por ambos lados,
de manera que el curioso pueda trasladarse del primero al último, durante
la marcha, y el aire penetre libremente por todas partes. Las comodidades
y los cojines son excelentes e iguales, y por tanto el precio del pasaje es el
mismo para todos. Me han mostrado a mi lado el gobernador de un
Estado, y las callosidades de las manos de mi otro vecino me revelaban en
él un rudo leñador. Así se educa el sentimiento de la igualdad, por el
respeto al hombre. La aristocracia veneciana estableció la igualdad en la
adusta pobreza de las góndolas por no herir la envidia de los nobles
pobres; la democracia de Norte América ha distribuído el comfort y el lujo
igualmente en todos los vagones para alentar y honrar la pobreza. Estos
solos hechos bastan para medir la libertad y el espíritu de ambas
naciones. El Times decía una vez que si la Francia hubiese abolido el
pasaporte, habría hecho más progresos en la libertad que no los ha hecho
con medio siglo de revoluciones y sus avanzadas teorías sociales, y en los
Estados Unidos pueden estudiarse los efectos.

He aquí un débil cuadro del espectáculo de la libertad en Norte América.


En medio de las ciudades el hombre se cría salvaje, si es posible decirlo;
la mujer de cualquiera condición que sea, vaga sola por las calles y los
caminos desde la edad de doce años, flirtea hasta los quince, se casa con

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quien quiere, viaja y se sepulta en el nuevo hogar a preparar la familia; el
niño acude desde temprano a las escuelas, se familiariza con los libros y
las ideas de los hombres; es el mismo hombre hecho a los quince años, y
desde entonces toda tutela desaparece a su vista. No ha visto soldados,
no conoce gendarmes; el motín de las calles lo divierte, lo exalta y lo
educa; sus pasiones se desenvuelven en toda su lozanía y vigor; tiene una
profesión y se casa a los veinte años, seguro de sí mismo y de su porvenir.
El progreso general de la Unión lo arrastrará en despecho suyo y avanzará
sus negocios propios. Y entonces, ¡cuántos sueños grandiosos agitan para
llegar a la fortuna! ¿Es artesano? Una grande asociación, una fábrica para
cubrir los estados con los productos de su arte, o bien un invento europeo
aún no introducido en el país, o una mejora sobre los aparatos conocidos o
una invención nueva, porque nada arredra hoy al yankee. Largo tiempo he
creído que el patrimonio norteamericano era y sería por muchos años
apropiarse, apoderarse de los progresos de la inteligencia humana. La
ciencia europea inventa, y la práctica americana populariza la cocina
económica, el arado Durand, la locomotora, el telégrafo. Nada más natural,
y sin embargo, nada hay menos exacto. Los datos estadísticos colectados
en estos últimos años, muestran que diez partes de los inventos y mejoras
adoptados en Inglaterra son de origen norteamericano. Han modificado la
máquina de vapor; mejorado la quilla del buque; perfeccionado el vagón, a
punto de exportarse estos artículos para la Europa misma, y preferirse en
Rusia y otros puntos los empresarios y artífices americanos para todo lo
que constituye la viabilidad. El puente yankee de madera, que a veces
atraviesa doce cuadras en un río y soporta los trenes cargados de
productos agrícolas, sobre pedestales y armazón al parecer deleznable,
es, sin embargo, el fruto del más profundo estudio de las leyes de la
gravitación, de la repercusión, elasticidad y equilibrio de las fuerzas
combinadas. El artífice yankee posee ya el puente reducido a arte
mecánica, y lo alza donde quiera a prueba de torrentes, huracanes y
pesos enormes. La mitad de los aparatos de labranza son invención de su
ingenio, y el molino de vapor, como la barrica en que envasija las harinas,
son la obra de sus fábricas y de sus combinaciones para producir
inmensos resultados con limitadísimos medios.

Pero donde más brilla la capacidad de desenvolvimiento del


norteamericano, es en la posesión de la tierra que va a ser el plantel de
una nueva familia. En medio de la civilización más avanzada, los hijos de
Noé se reparten la tierra despoblada, o los Nemrod echan los fundamentos
de una Babilonia. Dejo a un lado los que siguen el paso ordinario de las

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sociedades que se dilatan, agregando a la villa naciente una casa nueva, a
la heredad labrada nuevos campos rosados.

El Estado es el depositario fiel del gran caudal de tierras que pertenecen a


la federación, y para administrar a cada uno su parte de propiedad, no
consiente ni intermediarios especuladores, ni oscilaciones de precios que
cierren la puerta de la adquisición a las pequeñas fortunas. La tierra vale
diez reales el acre; y este dato es el punto de partida para el futuro
propietario. Hay un procedimiento en la distribución de las tierras de cuya
simétrica belleza sólo Dios puede darse de antemano cuenta.

El Estado manda sus ingenieros a delinear las tierras vendibles, tomando


por base de la mensura un meridiano del cielo. Si a cien leguas de
distancia al sur o al norte ha de medirse otra porción de tierra, los
ingenieros buscarán el mismo meridiano, para que un día, dentro de dos
siglos quizás aparezcan completas y sin interrupción aquellas líneas que
han venido dividiendo el continente en zonas, cual si fuera una pequeña
heredad. Esta agrimensura rectilínea es privativa del genio americano. La
propiedad en la provincia de Buenos Aires, en aquella pampa lisa como la
mesa del geómetra, fué forzada por el genio de Rivadavia a encuadrarse
en paralelógramos, triángulos y figuras de fácil conmensuración, de
manera que se reprodujesen sin esfuerzo en el mapa que daba el
departamento topográfico cada diez años, pudiendo por la comparación de
las varias ediciones, estudiarse a vista de ojo el movimiento de la
propiedad, buscando un término medio de extensión, subdividiéndose por
las particiones entre herederos las grandes propiedades, acumulándose
las pequeñas, por la necesidad de apropiarlas a la cría del ganado.

El error fatal de la colonización española en la América del Sur, la llaga


profunda que ha condenado a las generaciones actuales a la inmovilidad y
al atraso, viene de la manera de distribuir las tierras. En Chile se hicieron
concesiones de grandes lotes entre los conquistadores, medidos de cerro
a cerro, y desde la margen de un río hasta la orilla de un arroyo. Se
fundaron condados entre los capitanes, y a la sombra de sus techos
improvisados, debieron asilarse los soldados, padres del inquilino, este
labrador sin tierra, que crece y se multiplica sin aumentar el número de
edificios. El prurito de ocupar tierras en nombre del rey hizo apoderarse de
comarcas enteras, distanciándose los propietarios, que en tres siglos no
han alcanzado a desmontar la tierra intermediaria. La ciudad por tanto
quedaba en este vasto plan suprimida, y las pocas aldeas de nueva

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creación después de la conquista han sido decretadas por los presidentes,
contándose cien por lo menos en Chile de este origen oficial y ficticio. Ved
cómo procede el norteamericano, recién llamado en el siglo XIX a
conquistar su pedazo de mundo para vivir, porque el gobierno ha cuidado
de dejar a todas las generaciones sucesivas su parte de tierra. La
conscripción de jóvenes aspirantes a la propiedad se apiña todos los años
en torno del martillo en que se venden las tierras públicas, y con su lote
numerado parte a tomar posesión de su propiedad, esperando que los
títulos en forma le vengan más tarde de las oficinas de Wáshington. Los
más enérgicos yankees, los misántropos, los selváticos, los squatters, en
fin, obran de una manera más romanesca, más poética o más primitiva.
Armados de su rifle se enmarañan en las soledades vírgenes, matan por
pasatiempo ardillas que triscan con su movilidad incansable entre las
ramas de los árboles; una bala certera vuela al firmamento a precipitar un
águila que cernía sus alas majestuosamente sobre la verdinegra superficie
que forman las copas de los árboles; el hacha, su compañera fiel, cuando
no fuere más que por ejercitar las fuerzas, ha de echar cedros o robles al
suelo. En estas correrías vagabundas, el plantador indisciplinado busca un
terreno fértil, un punto de vista pintoresco, la margen de un río navegable,
y cuando se ha decidido en su elección, como en las épocas primitivas del
globo, dice esto es mío, y sin otra diligencia toma posesión de la tierra en
nombre del rey del mundo, que es el trabajo y la voluntad. Si algún día
llega hasta el límite que él ha trazado a su propiedad la mensura de las
tierras del Estado, la venta en almoneda sólo servirá para decirle lo qué
debe por lo que ha cultivado, según el precio a que se vendan los
adyacentes campos incultos; y no es raro que este carácter indómito,
insocial, alcanzado por las poblaciones que vienen avanzando sobre el
desierto, venda su quinta y se aleje con su familia, sus bueyes y caballos,
buscando la apetecida soledad de los bosques. El yankee ha nacido
irrevocablemente propietario; si nada posee ni poseyó jamás, no dice que
es pobre, sino que está pobre; los negocios van mal; el país va en
decadencia; y entonces los bosques primitivos se presentan a su
imaginación, obscuros, solitarios, apartados, y en el centro de ellos, a la
orilla de algún río desconocido, ve su futura mansión, el humo de las
chimeneas, los bueyes que vuelven con tardo paso al caer de la tarde al
redil, la dicha, en fin la propiedad que le pertenece. Desde entonces no
habla ya de otra cosa que de ir a poblar, a ocupar tierras nuevas. Sus
vigilias las pasa sobre la carta geográfica, computando las jornadas,
trazándose un camino para la carreta; y en el diario no busca sino el
anuncio de venta de terrenos del Estado, o la ciudad nueva que se está

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construyendo en las orillas del lago Superior.

Alejandro el Grande destruyendo a Tiro, tenía que devolver al comercio del


mundo un centro para reconcentrar las especies del Oriente, y desde
donde se derramasen en seguida por las costas del Mediterráneo. La
fundación de Alejandría le ha valido su renombre como muestra de su
perspicacia, no obstante que las vías comerciales eran conocidas y el
istmo de Suez la feria indispensable entre los mares de la India y la
Europa y el Africa de entonces. Esta obra la realizan todos los días
Alejandros norteamericanos que vagan en los desiertos buscando puntos
que un estudio profundo del porvenir señala como centros futuros del
comercio. El yankee, inventor de ciudades, profesa una ciencia
especulativa, que de inducción en inducción, lo conduce a adivinar el sitio
donde ha de florecer una ciudad futura. Con el mapa extendido a la
sombra de los bosques, su ojo profundo mide las distancias de tiempo y de
lugar, traza por la fuerza del pensamiento el rumbo que han de llevar más
tarde los caminos públicos; y encuentra en su mapa las encrucijadas
forzosas que han de hacer. Precede a la marcha invasora de la población
que se avanza sobre el desierto, y calcula el tiempo que empleará la del
norte y el que necesita la del sur, para acercarse ambas al punto que
estudia, que ha escogido en la confluencia de dos ríos navegables.
Entonces traza con mano segura el trayecto de caminos de hierro que han
de ligar el sistema comercial de los lagos con su presunta metrópoli, los
canales que pueden alimentar los ríos y arroyos que halla a mano, y los
millares de leguas de navegación fluvial que quedan en todas direcciones
sometidas como radios del centro que imagina. Si después de fijados
estos puntos, halla un manto de carbón de piedra, o minas de hierro,
levanta el plano de la ciudad, la da nombre y vuelve a las poblaciones, a
anunciar, por los mil ecos del diarismo, el descubrimiento que ha hecho del
local de una ciudad famosa en el porvenir, centro de cien vías comerciales.
El público lee el anuncio, abre el mapa para verificar la exactitud de las
inducciones, y si halla acertados los cálculos, acude en tropel a comprar
lotes de terreno, cual en los que han de ser tajamares y muelles, cual en
derredor de la plaza de Wáshington o de Franklin; y una Babel se levanta
en un año, en medio de los bosques, afanados todos por estar en
posesión el día que lleguen a realizarse los grandes destinos predichos
por la ciencia topográfica a la ciudad. Abrense en tanto caminos de
comunicación; el diario del lugar da cuenta de los progresos de la
sociedad, la agricultura comienza, álzanse los templos, los hoteles, los
muelles y los bancos; puéblase de naves el puerto, y la ciudad empieza en

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efecto a extender sus relaciones, y a hacer sentir la urgencia de ligarse por
caminos de hierro o canales a los otros grandes centros de actividad. Cien
ciudades en los lagos, en el Misisipí y en otros puntos remotos, tienen este
sabio y calculado origen, y casi todos justifican por sus progresos
asombrosos, la certeza y la profundidad de los estudios económicos y
sociales que les sirvieron de origen.

Dos clases de seres humanos conozco, entre quienes sobrevive aún en


medio de nuestra actual mesura de carácter moral, el antiguo espíritu
heroico de las primeras edades de los pueblos. Los presidiarios de Tolón y
de Bicerte, y los emigrantes norteamericanos; todo el resto de la especie
humana ha caído en la atonía de la civilización. Las hazañas de Francisco
Pizarro o las de los Argonautas las reproduce a cada momento la audacia
inaudita del presidiario liberto; valor, constancia, sufrimiento, disimulo y
violación de toda ley moral, de todo principio de honor y de justicia; todo es
igual, sin que esto excluya cierta grandeza de alma, cierta inteligencia
profunda en los medios, que está revelando el genio humano mal
empleado, el Alejandro pervertido y ocupado en matar a unos pocos
transeuntes en lugar de asolar naciones y ametrallar a millares, lo que ya
cambia la escena y los nombres, guerra, conquista, etc.

En los Estados Unidos aquellos caracteres acerados, que hay distribuídos


al uno por ciento en todas partes, se entregan a sus instintos heroicos, sin
nombre aún, para establecerse y multiplicarse. El espíritu yankee se siente
aprisionado en las ciudades; necesita ver desde la puerta de su casa la
dilatada y sombría columnata que forman las encinas seculares de los
bosques.

¿Por qué se ha muerto el espíritu colonizador entre nosotros, los


descendientes de la colonización oficial? Desde Colón hasta una época no
muy remota sin duda, la fundación de una ciudad española era solo un
escalón para apoyar la invasión de otros puntos apartados. La ocupación
del Perú traía aparejada la expedición de Almagro: cuando Mendoza se
defendía contra los araucanos en el sud, destacaba al oriente sesenta
lanceros al mando del capitán Jofré, para ir a asomarse al otro lado de los
Andes, y fundar dos ciudades, San Juan y Mendoza, solitarias en medio
de desiertos, a la orilla de los dos ríos que hallaron.

Contaré a usted el sistema entero de estas empresas que requieren


Hércules para realizarlas, y verá usted si merecen desprecio por los
motivos y por los medios, aquellas hazañas de nuestros conquistadores de

39
Sud América. Sabe usted cuánta irritación hubo, y cuánta necedad dijeron
de una y otra parte en la cuestión de límites del Oregón. Todo quedó en
paz después que americanos e ingleses se hubieron racionalmente
entendido, menos el espíritu yankee, que, como el cóndor la sangre, había
husmeado, en la discusión, tierras laborables, ríos, bosques, puertos. La
discusión comienza de nuevo en los diarios sobre la posibilidad de
sorberse el comercio de la China por el Oregón; sobre la facilidad de abrir
un camino de hierro de ocho días de marcha, desde el Pacífico al
Atlántico, y la ventaja de tomar el pan caliente aún salido de Cincinnati, vía
Oregón, y otros mil tópicos, inverosímiles y absurdos para otro que no sea
el yankee, habituado a no creer imposible nada, desde que se puede
concebir, él, que desde luego tiene adiestrada su mente a concebir
proyectos. Cuando la opinión está formada y designados los rumbos que
deben seguirse para ir a aquel Eldorado remoto, se indica la estación
oportuna para emigrar, y el punto de partida, y el día designado por
algunos emigrantes que invitan a todos los aventureros de la Unión para
acompañarlos en la gloriosa jornada. El día del rendez vous, vense de
todos los puntos del horizonte llegar hileras de carros, cargados de
mujeres, niños, gallinas, ollas, arados, hachas, sillas, y toda clase de
objetos de menaje; acompáñanles arreas escasas de bueyes apestados y
mulas y caballos rengos y mancos que forman parte muy trabajada de la
expedición, y sobre todo este conjunto, dominando las caras bronceadas,
acentuadas y serias de los yankees vestidos de paletó, levita o fraque
raído, con un rifle que le sirve de bastón, y la mirada tranquila del puritano
y del chacarero.

Si he de darle una idea exacta de estas emigraciones y del espíritu


yankee, necesito desde este momento ajustarme al hecho, y seguir los
incidentes diarios de una, entre ciento, de estas estupendas marchas por
el desierto, sin soldados, ni guardia, ni empleado público, ni autoridad
humana que les ligue a la Unión que dejan sin pesar estos hijos de Noé.

En mayo de 1845 habían pasado por Independence, último término


poblado del Estado de... varias tropas de carros, que de a veinte y ocho,
que de a treinta y ocho, que de a ciento, dirigíanse con cortos intervalos
hacia el Oregón. El día 13 varias de estas partidas reunidas en número de
ciento setenta carros de la descripción arriba dicha, viéronse ya rodeadas
a la distancia de indios que rondaban por asaltar el ganado mayor que
montaba a cosa de dos mil cabezas, lo que hizo pensar que era ya tiempo
de organizar la colonia, y constituir el estado ambulante; puesto que los

40
oficiales y empleados públicos hasta entonces en ejercicio, debían
terminar sus funciones en Big-Soldier. Los dos empleados que deben en
primer lugar nombrarse son el piloto (baqueano) y el capitán. Todo el
camino se ha venido tratando en las conversaciones de los carros y a la
orilla del fuego en los alojamientos, de esta suprema cuestión, y las
candidaturas rivales formando sus partidos. El 13 de mayo, cada carro
lanza a la arena dos hombres, por lo menos, a reunirse en asamblea
electiva. Dos candidatos para piloto se presentan; es el uno un tal Mr.
Adams, que había entrado tierra adentro hasta el fuerte Laramie, poseía el
derrotero (maning) de Gilpin, y tenía consigo un español que conocía el
país; Mr. Adams, además, ha sido uno de los que más han contribuido a
excitar la fiebre del Oregón, esto es, el deseo de emigrar. Mr. Adams pide
500 pesos por servir de piloto si la honorable asamblea se digna elegirlo.

Mr. Meek es un viejo montañés del corte del Trampero de Cooper; ha


pasado muchos años en los Montes Rocallosos como traficante y
trampero, y ha propuesto, como el otro, pilotearlos hasta el fuerte
Vancouver, por 250 pesos, de los cuales sólo pedía 30 pesos. Se hace
moción para postergar hasta el día siguiente la elección, cuando se ve al
viejo Meek, venir a escape en su caballo, los ojos y la mano vueltos hacia
el campo. Los indios se llevan el ganado, dice con precipitación; la
asamblea se disuelve, y cinco minutos después estaba convertida en
escuadrón de caballería armado de rifle y daga, y marchando en buen
orden sobre el enemigo. A distancia de dos millas divisa una aldea de
indios; la soldadesca se echa sobre los wigwams, y los indios sobrecojidos
de espanto, las mujeres llorando, los niños escondiéndose, no saben qué
imaginarse de aquel ataque de los caras pálidas. Los jefes indios se
presentan a ofrecer la pipa de paz, y protestan enérgicamente contra la
imputación que pesa sobre ellos. Un desgaritado que venía llegando a la
aldea es cogido y llevado preso. Nómbranse jueces, y el prisionero se
presenta a la barra. Preguntado, lisa y llanamente, si es criminal o no,
contesta con un gruñido de terror. Su causa se instruye en forma
entonces; se oyen las deposiciones de los testigos, y no siendo suficiente
la evidencia de los cargos alegados contra él, se le absuelve
completamente, quedando probado por el contrario que ha sido una falsa
alarma para posponer la elección. Serenados los espíritus, y depuestos los
rifles, vuelve la sociedad a constituirse en asamblea electoral, y se
procede a votación, de la que resultan electos, el trampero Meek como
piloto y Mr. Welch capitán, con los demás empleados necesarios para el
buen gobierno, tales como tenientes, sargentos, jueces, etc. La marcha

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principia el 14 de mayo. Cinco millas el 16. El 17 se separan 16 carros, y
se reunen al cuerpo principal. El 18 alcanza a un wigwam de los indios
Caw, rateros insignes que se conducen honorablemente con la sociedad y
la proveen de víveres en cambio de productos de la Unión. El 19 la minoría
vencida en las elecciones protesta contra la voluntad de la mayoría. Para
satisfacer las ambiciones burladas se conviene en dividir la masa en 3
cuerpos, cada uno de los cuales elegirá sus propios jefes y oficiales, no
reconociéndose otra autoridad general que la del piloto y la de Mr. Welch.
Antes de separarse se convino pagar el piloto, y para ello, se nombra un
tesorero, quien después de dar las fianzas correspondientes, procede a
colectar los fondos; algunos se niegan redondamente a pagar, y otros ex
ciudadanos no tienen blanca. Después de haber arreglado
satisfactoriamente éstos y otros puntos, se procede al nombramiento de
oficiales para cada uno de los tres grupos, haciéndose en cada uno
reglamentos respecto al buen gobierno de la compañía, y la marcha
continúa el 20. El 23 el piloto avisa que el punto donde se hallan es el
último donde pueden procurarse repuestos para ejes y pértigos para las
carretas. El camino se va midiendo con una cadena diariamente, y se lleva
un diario de todo lo ocurrido, aspecto del país, accidentes, pasto, leña,
agua, maderas, ríos, pasajes, búfalos, etc., torcaces, conejos, etc. etc.
Junio 2: una compañía propone desligarse del compromiso en que están
de aguardarse en las marchas. La moción es rechazada. 15. Alto. Una
manada de búfalos cae a tiro de rifle, matan algunos y hacen charque. La
escena que el campo presenta en este momento está así descripta en el
diario de viaje: “Los cazadores, volviendo con las reses, algunos erigiendo
palizadas, otros secando carne. Las mujeres unas estaban lavando,
planchando otras, muchas cosiendo. De dos tiendas, flautas hacían oir sus
desusadas melodías en aquellas soledades; otras se oía cantar; tal lee su
biblia, tal otro recorre una novela. Un predicador campbellista entona, por
fin, un himno preparatorio para el oficio religioso”. Junio 24: llegan al fuerte
Laramie, 630 millas distante de Independence.

Durante dos días se ocupan en renovar las herraduras de los caballos, y


reuniendo entre todos provisiones, azúcar, café, tabaco, dan un paquete a
los indios siomos, precedido de un parlamento. “Hace tiempo, dijo el jefe
indio, que algunos jefes blancos pasaron Missouri arriba, diciendo que
eran amigos de los hombres de piel roja. Este país pertenece a los pieles
rojas, pero sus hermanos blancos lo atraviesan cazando y dispersando los
animales. De esto modo los indios pierden sus únicos medios de
subsistencia para sostener a sus mujeres e hijos. Los niños del hombre

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rojo piden alimento, y no hay alimento que darles. Era costumbre cuando
los blancos pasaban, hacer presentes de pólvora y plomo a sus amigos los
indios. Su tribu es numerosa, pero la mayor parte de la gente ha ido a las
montañas a cazar. Antes que los blancos viniesen, la caza era mansa y
fácil de coger; pero ahora los blancos la han espantado; y el hombre rojo
necesita trepar a las montañas en su busca; el hombre rojo necesita largas
carabinas ahora.” Un yankee que para el caso hace de jefe blanco, se
expresa en estos términos. “Nosotros vamos viajando a las grandes aguas
del Oeste. Nuestro gran Padre poseía un extenso país allí, y vamos yendo
a establecernos en él. Con este fin traemos nuestras mujeres y nuestros
hijos. Nos vemos forzados a atravesar por las tierras de los hombres rojos,
pero lo hacemos como amigos y no como enemigos. Como amigos les
damos una fiesta, les apretamos la mano y fumamos con ellos la pipa de
paz. Ellos saben que venimos como amigos trayendo con nosotros
nuestras mujeres e hijos. El hombre rojo no lleva sus squaws al combate;
ni las caras blancas tampoco. Pero amigos como somos, estamos prontos
para volvernos enemigos; y si se nos molesta castigaremos a los
agresores. Algunos de nosotros piensan volverse. Nuestros padres,
hermanos e hijos, vienen en pos de nosotros, y esperamos que los
hombres rojos los traten con bondad. Nosotros nos conducimos
pacíficamente; dejadnos partir. No somos traficantes y no tenemos ni
pólvora ni plomo que dar. ¡Vamos a arar y plantar la tierra!”

Septiembre 3. “Caminamos este día quince millas hasta Malheur. En este


lugar se abre el camino en dos, y es muy temible para los inmigrantes el
tomar mal camino. Meek, que había sido contratado como nuestro piloto al
Oregon, indujo a cerca de doscientas familias, con sus vagones y ganado,
a seguir por el camino de la izquierda, diez días antes de nuestra llegada a
la encrucijada. Por largo trecho encontraron un camino excelente, con
abundancia de pasto, leña y agua; en seguida dirigieron su marcha a unas
montañas estériles donde por muchos días carecieron de agua, y cuando
la encontraban era tan mala que ni aun para el ganado era potable. Pero,
aun así, era fuerza hacer uso de ella. La fiebre que se llama de
campamento estalló bien pronto.”

“Al fin llegaron a un ciénago que intentaron en vano atravesar; y como


viesen que se extendía mucho hacia el Sud, no obstante el parecer del
baqueano Meek, enderezaron al río de las Caídas, que recorrieron para
arriba y para abajo, buscando vado, que no se encontró en ninguna parte.
Sus sufrimientos aumentaban de día en día, pues sus provisiones se iban

43
concluyendo rápidamente, el ganado estaba exhausto, y muchos de los
que formaban la caravana padecían enfermedades graves. Al fin, Meek les
informó que estaban a dos días de distancia solamente de Dalles. Dos
hombres salieron a caballo en busca de la estación de los Metodistas con
provisiones para dos días.”

“Después de haber caminado diez días sin parar, llegaron a Dalles; en el


camino un indio les dió un conejo y un pescado, y con este alimento
hicieron los dos su jornada de diez días. Cuando llegaron a Dalles, sus
fuerzas estaban tan estenuadas, que sus miembros se habían empalado, y
fué necesario desmontarlos del caballo. En este lugar encontraron un viejo
montañés, llamado el negro Harris, que se ofreció a conducirlos, saliendo
con varios otros en busca de la compañía perdida, a la que hallaron
reducida a la última extremidad, exhausta por las fatigas, y desesperando
ya de salir a los establecimientos. Encontróse un lugar por donde el
ganado podía atravesar a nado el río, después de lo cual era preciso
hacerlo subir un ascenso casi perpendicular. Mayores dificultades había
para pasar los carros. Una larga cuerda fué echada a través del río, atando
fuertemente sus puntas de ambos lados en las rocas. Un carro liviano fué
suspendido con correderas en la cuerda, y con cuerdas para llevarlo a uno
y otro lado del río; esta especie de cuna (andarivel), servía para trasportar
las familias de un lado a otro del río con toda seguridad. El pasaje de este
río ocupó algunas semanas. La distancia a Dalles era de 35 millas, adonde
llegaron del 13 al 14 de octubre. Como 20 habían perecido víctimas de las
enfermedades, y otros murieron después de haber llegado...”

Setiembre 7. “Este día viajamos cerca de doce millas. El camino es hoy


más áspero que ayer. A veces va por el fondo de un torrente, a veces por
el faldeo de una montaña, tan rápido que se necesitan dos o tres hombres
trabajando del lado de arriba para sostener el equilibrio de los carros. El
torrente y camino están tan encajonados en montañas, que en varios
puntos es casi imposible continuar. Vistas las montañas desde este punto,
parecen murallas perpendiculares y por tanto lisas. Alegran de vez en
cuando la vista algunos grupos de cedros macilentos; pero en el torrente
es tal la espesura de las malezas espinosas, que es casi imposible pasar...
pero sabiendo que los que nos han precedido han vencido estas
dificultades, hacemos el último esfuerzo y pasamos.”

***

Noviembre 1.º “Ahora estamos en el lugar destinado, en un período no

44
distante, a ser un punto importante en la historia comercial de la Unión
como centro del comercio de la China y de la India. Atravesando el bosque
que se extiende al Este de la ciudad, vimos la ciudad de Oregon y las
caídas de Villa-Mate, al mismo tiempo. Tan llenos de gratitud nos
sentíamos de haber llegado a los establecimientos de los blancos, y de
admiración a la vista del volumen de las aguas de las cataratas, que la
caravana hizo alto, y en este momento de felicidad repasamos con el
pensamiento todos nuestros trabajos, con más rapidez que lo que la
lengua o la escritura pueden hacer. Desde Independence hasta el Fuerte
Laramie, 692 millas; de allí al Fuerte Hall, 585; al Fuerte Rois, 281; a los
Dalles, 305; de Dalles a la ciudad de Oregon, 160 millas, haciendo la total
distancia de despoblado 1960 millas.”

***

“Tanto tiempo habíamos permanecido entre los salvajes, que nuestra


apariencia se asemejaba mucho a la de ellos; pero cuando hubimos
cambiado de vestido y afeitádonos al uso de los blancos, no nos podíamos
reconocer unos a otros. Largo tiempo habíamos hecho vida común, sufrido
juntos privaciones y penas, y en los peligros contado con la ayuda común.
Los vínculos de los afectos se habían estrechado entre nosotros, y cuando
hubimos de separarnos, cada uno sentía desgarrársele el corazón; pero
como ya habíamos roto otros vínculos más fuertes aún, cada uno tomó su
partido, y en algunas horas nuestra compañía se dispersó tomando cada
uno diferentes direcciones.”

Cuando uno lee la narración de aventuras como estas, se siente sin duda
orgulloso de pertenecer a la raza humana. Ninguna de las grandes
pasiones que han obrado los prodigios de la historia, está aquí en juego
para fanatizar el espíritu: ni la desesperación de los restos del grande
ejército, ni el amor a la patria de los 10.000 espartanos echados entre los
bárbaros, ni la sed de oro, de gloria y de sangre de los conquistadores
españoles. Hombres de aquel temple tenían en los Estados tierras de
propiedad pública para afincarse; familias que los ayudasen; ganados para
auxiliarse en las rudas labores de la tierra. Atraviesan 600 leguas de
desiertos para realizar una grande idea, ellos, el desecho del pueblo
norteamericano, quieren que la Unión ostente sus estrellas en el
firmamento del Pacífico, que se realice el sueño dorado de acercar la India
y la China, y arrebatar estos mercados a la Inglaterra. Se sacrifican, pues,
a una idea de porvenir nacional, porque el yankee no ignora que la primera

45
generación de las nuevas plantaciones, abona solo la tierra con su sudor
para que gocen las venideras; y cuando en el Oregón se han reunido
algunos centenares de familias, los jefes, dejando a un lado el hacha con
que destruyen lentamente los bosques para labrarse un campo, y crear su
propiedad, se reunen en asamblea deliberante, “con el objeto de fijar los
principios de libertad civil y religiosa, como la base de todas las leyes y
constituciones que puedan en adelante adoptarse”, y estatuyen:

“Artículo 1.º Ninguna persona que se conduzca de una manera regular y


ordenada, será molestada a causa de su modo de adoración o sus
sentimientos religiosos.

“Art. 2.º Los habitantes de dicho territorio gozarán siempre de los


beneficios del escrito habeas corpus, del juicio por jurados, de una
proporcionada representación del pueblo en la legislatura, y de
procedimientos judiciales conformes a la secuela de las leyes ordinarias.
Todas las personas podrán dar fianzas, excepto por delitos capitales y
cuando las pruebas sean evidentes, y las presunciones graves. Ningún
hombre será privado de su libertad sino por juicio de sus pares, o la ley de
la tierra...

“Art. 3.º Siendo necesarias para el buen gobierno y felicidad de la especie


humana, la religión, moralidad e instrucción, serán siempre fomentadas las
escuelas y todos los medios de educación.

“Art. 5.º Ninguna persona será privada de llevar armas para su propia
defensa; no se autoriza pesquisas ni registros sin motivo fundado; la
libertad de la prensa no será restringida; ni el pueblo será privado del
derecho de reunirse pacíficamente a discutir los asuntos que halle por
conveniente.

“Art. 6.º Los poderes del gobierno serán divididos en tres distintos
departamentos: el legislativo, el ejecutivo y el judicial, etc., etc.”

Ley de tierras: “Toda persona que posea o en adelante pretenda poseer


tierra en este territorio, designará la extensión de su propiedad por medio
de límites naturales, o por mojones en las esquinas y sobre los costados
del lote, y hará registrar la extensión y límites de tal lote en la oficina del
escribano del lugar, en un libro que será llevado para aquel objeto, en el
término de veinte días después de hecho el pedido; proveyéndose, que los
que están en posesión del territorio, tendrán doce meses contados desde

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la sanción de esta ley, para hacer la descripción del lote de tierras en el
libro de los registros; proveyéndose, además, que el dicho poseedor
declarará el tamaño, forma y ubicación del terreno.

“2.ª Todo poseedor, en los seis primeros meses después de registrado su


lote, habrá hecho permanentes mejoras en el terreno, ya edificando o
cercando, o bien ocupando el terreno en un año de la data del registro; o
en caso de no ocuparlo, pagar en tesorería cinco pesos anuales, y en caso
de no ocuparlo o no pagar la suma antedicha, el título será considerado
como abandonado; proveyéndose que los no residentes en este país no
pueden aprovechar de esta ley; y proveyéndose, además que los
residentes en este territorio que se ausentasen por negocios particulares
por dos años, podrán conservar la propiedad pagando cinco pesos
anuales al tesoro.

“3.ª Ningún individuo podrá tomar posesión de más de un cuarto de milla


cuadrada, o 640 acres, en una forma cuadrada u oblonga. Ningún
individuo podrá poseer dos lotes a un mismo tiempo.

“5.ª Las líneas de los límites de todos los lotes se conformarán tan
aproximadamente cuanto sea posible con los puntos cardinales.”

Este pueblo, lleva, como Vd. ve, en su cerebro, orgánicamente, cual si


fueran una conciencia política, ciertos principios constitutivos de la
asociación: la ciencia política pasada a sentimiento moral complementario
del hombre, del pueblo, de la chusma; la municipalidad convertida en regla
de asociación espontánea; la libertad de conciencia y de pensamiento; el
juicio por jurados. Si quiere Vd. medir el camino que ha andado aquel
pueblo, reuna Vd. un grupo, no del vulgo de ingleses, franceses, chilenos o
argentinos, sino de las clases cultas, y pídales de improviso que se
constituyan en asociación, y no sabrán qué se les pide, cuanto y más fijar
con precisión, como aquellos aventureros del Oregón, las bases en que ha
de reposar el gobierno de una sociedad que va a nacer, y que, por la
distancia y los desiertos que la dejan separada del resto de la Unión,
queda de hecho y de derecho desligada de la patria común. Algunos años
más tarde de estos rudimentos dispersos, surgirá un territorio; y del
territorio un Estado para aumentar una nueva estrella en la constelación de
los Estados Norteamericanos, con sus mismas leyes, sus prácticas, sus
instituciones civiles y políticas, y sobre todo, con su carácter peculiar de
nacionalidad, marcado con el sello enérgico de aquel coloso.

47
Hay un fenómeno que se realiza en los Estados Unidos, y que no obstante
de referirse a principios fundamentales inherentes a la especie humana, no
ha sido hasta hoy de una manera precisa establecido. Hasta de palabra
adecuada carecen para indicarlo los idiomas. Pretender señalarlo en dos
páginas sería el índice o el plan de un gran libro. ¿Qué es la moral? El
código de preceptos que ha dado en seis mil años el contacto de un
hombre con otro, a fin de que vivan en paz sin hacerse mal, amándose,
procurándose el bien. La moral que nos liga a Dios por nuestros padres,
está después de Confucio, de Sócrates y Franklin, adivinada, encontrada.
Si algo le falta para ser perfecta por el estudio humano y los sentimientos
del corazón, la revelación la completa en cuanto a la parte de los hombres
más desligada de nosotros mismos, que es el prójimo, el extranjero, el
enemigo, clasificaciones que distinguen tres grados de separación; por las
leyes el prójimo es indiferente; el extranjero, la tela de que se hizo siempre
el esclavo; para el enemigo, cesan todos los vínculos de la familia
humana, la muerte está pronta para él, sin remordimiento, con gloria.
Cuando el hombre se llame el enemigo, entonces deja de formar parte de
nuestra especie; ni las leyes, ni religión alguna han podido hasta hoy nada
contra los efectos morales de esta clasificación.

Pero la moral se refiere a las acciones de los individuos solamente.


¿Cómo se llama aquella otra parte de la vida del hombre, en cuanto a
miembro de un rebaño, de una colmena, o de una bandada, puesto que
pertenece a la especie de los animales gregarios? Preguntádselo al czar
de Rusia, a un lord del parlamento, a Rousseau, a Rosas, a Franklin, y
cada uno os dará un bellísimo sistema de política, esto es, de preceptos,
de obligaciones, derechos y deberes que sirvan de regla a los individuos
en relación con la masa, con la sociedad. Los unos pretenderán que el uno
que gobierna hará para el bien común todo lo que le dé la gana; otros
sostendrán que los lores son los que tienen el derecho de hacer su
soberana voluntad, y no faltará quien sostenga que cada individuo tiene su
parte de ingerencia en los negocios de todos, bien que esto dependerá de
la cantidad de bienes que haya acumulado, o bien del estado de su razón.
La política humana, pues, no ha hecho tantos progresos como la moral, y
puede ser todavía puesta aquella ciencia primordial en el número de las
especulativas, no obstante referirse al hecho más antiguo, más duradero,
más actual, que es la sociedad en que vivimos. A la especie humana en
general le falta un sentido, si es posible decirlo. A la conciencia que regla
las acciones morales entre los hombres, falta añadir otra cosa que indique
con la misma seguridad los deberes y derechos que constituyen la

48
asociación, la moral en grande, obrando sobre millones de hombres, entre
familias, ciudades, estados y naciones, completada más tarde por las
leyes de la humanidad entera. La ciudad de Atenas parece que había
adquirido este sentimiento; más tarde lo tuvieron los patricios romanos;
pero aquéllo lo destruyeron éstos, hiriéndolo por la abertura que deja hasta
hoy la moral, a saber, por la clasificación del enemigo; y a los últimos los
destruyó y dispersó la plebe, que adquiría a la sombra del patriciado el
mismo sentimiento, y por los extranjeros, que de enemigos conquistados,
pasaron a sentir la gana de formar parte del senado romano.

Perdóneme Vd. esta tirada pedantesca, sin la cual no puedo explicar mi


idea. La población en masa de los Estados Unidos ha adquirido este
sentimiento, esta conciencia política, pues no sé qué nombre darle. El
cómo lo ha adquirido lo barruntará Vd. en la historia de los Estados Unidos
por Bancroft. Es un hecho que se ha venido preparando de cuatro siglos;
es la práctica de doctrinas y partidos vencidos y rechazados en Europa, y
que con los peregrinos, los puritanos, los cuáqueros, el habeas corpus, el
parlamento, el juri, la tierra despoblada, la distancia, el aislamiento, la
naturaleza salvaje, la independencia, etc., se ha venido desenvolviendo,
perfeccionando, arraigando. En Inglaterra hay libertades políticas y
religiosas para los lores y los comerciantes; en Francia para los que
escriben o gobiernan; el pueblo, la masa bruta, pobre, desheredada, no
siente nada todavía sobre su posición como miembros de una sociedad;
serán gobernados monárquicamente, aristocráticamente, teocráticamente,
según lo quieran, o no puedan resistirlo, los propietarios, los abogados, los
militares, los literatos.

En Norte América, el yankee será fatalmente republicano, por la perfección


que adquiere su sentimiento político, que es ya claro y fijo como la
conciencia moral; porque es de dogma que la moral es adquirida, sin lo
cual la revelación era inútil, y no se ha hecho revelación alguna a los
hombres para guiarse en sus relaciones con la masa. Si una parte de la
Union defiende y mantiene la esclavitud, es porque en esa parte la
conciencia moral en cuanto al extranjero de raza, aprisionado, cazado,
débil, ignorante, está en la categoría del enemigo, y por tanto, la moral no
le favorece; pero, en todos los demás Estados, en todas las clases, o más
bien, en la clase única que forma la sociedad, el sentimiento político, que
debe ser inherente al hombre, como la razón y la conciencia, está
completamente desenvuelto. De aquí nace que donde quiera que se
reunan diez yankees, pobres, andrajosos, estúpidos, antes de poner el

49
hacha al pie de los árboles para construirse una morada, se reunen para
arreglar las bases de la asociación; un día llegará en que no se escriba
este pacto, porque estará sobre-entendido siempre: y este pacto es, como
ha visto usted en la ley orgánica del Oregon, una serie de dogmas, un
decálogo. Cada uno creerá lo que cree; cada uno nombrará quien haya de
gobernarlo; cada uno dirá de palabra y por escrito su pensamiento; será
juzgado por un jurado, y se le admitirá fianza de cárcel segura por todo
delito que no merezca pena capital.

Pero esta parte es solo la que puede formularse, que hay otra que está en
las ideas y en las adquisiciones hechas; y es la más digna de estudiarse.
Por ejemplo: un hombre no llega a la plenitud de su desenvolvimiento
moral e inteligente sino por la educación; luego la sociedad debe
completar al padre en la crianza de su hijo. Las escuelas gratuítas son
coetáneas y a veces anteriores a la fundación de una villa. La sociedad
necesita tener una voz suya, como cada individuo tiene la que le sirve para
expresar sus sentimientos, opiniones y deseos; luego habrá meetings y
cámara de representantes que enacte todos los quereres, y prensa diaria
que se ocupe de los intereses, pasiones e ideas de grandes masas. Como
la sociedad, aunque naciendo en el seno de los bosques, es hija y
heredera de todas las adquisiciones de la civilización del mundo, aspirará
a tener desde luego, o lo más pronto, posta diaria, caminos, puertos,
ferrocarriles, telégrafos, etc., y de pieza en pieza llega usted hasta el
arado, el vestido, los utensilios de cocina perfeccionados, de patente, el
último resultado de la ciencia humana para todos, para cada uno.

Estos detalles, que pueden parecer triviales, constituyen, sin embargo, un


hecho único en la historia del mundo. Vengo de recorrer la Europa, de
admirar sus monumentos, de prosternarme ante su ciencia, asombrado
todavía de los prodigios de sus artes; pero he visto sus millones de
campesinos, proletarios y artesanos viles, degradados, indignos de ser
contados entre los hombres; la costra de mugre que cubre sus cuerpos,
los harapos y andrajos de que visten, no revelan bastante las tinieblas de
su espíritu; y en materia de política, de organización social, aquellas
tinieblas alcanzan a obscurecer la mente de los sabios, de los banqueros y
de los nobles. Imagínese usted veinte millones de hombres que saben lo
bastante, leen diariamente lo necesario para tener en ejercicio su razón,
sus pasiones públicas o políticas; que tienen que comer y vestir, que en la
pobreza mantienen esperanzas fundadas, realizables de un porvenir feliz,
que alojan en sus viajes en un hotel cómodo y espacioso, que viajan

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sentados en cojines muelles, que llevan cartera y mapa geográfico en su
bolsillo, que vuelan por los aires en alas del vapor, que están diariamente
al corriente de todo lo que pasa en el mundo, que discuten sin cesar sobre
intereses públicos que los agitan vivamente, que se sienten legisladores y
artífices de la prosperidad nacional; imagínese usted este cúmulo de
actividad, de goces, de fuerzas, de progresos, obrando a un tiempo sobre
los veinte millones, con rarísimas excepciones, y sentirá usted lo que he
sentido yo, al ver esta sociedad sobre cuyos edificios y plazas parece que
brilla con más vivacidad el sol, y cuyos miembros muestran en sus
proyectos, empresas y trabajos una virilidad que deja muy atrás a la
especie humana en general. Los norteamericanos sólo pueden ser
comparados hoy a los romanos antiguos, sin otra diferencia que los
primeros conquistan sobre la naturaleza ruda por el trabajo propio,
mientras los otros se apoderaban por la guerra del fruto creado por el
trabajo ajeno. La misma superioridad viril, la misma pertinencia, la misma
estrategia, la misma preocupación de un porvenir de poder y de grandeza.

Su buque es el mejor del mundo, el más barato, el más grande. Si en alta


mar encontráis en un día de bolina una nave que cruza arrebatada por la
borrasca, cuyas bocanadas inflan a reventar las velas, juanetes, alas y
arrastraderas, el capitán francés, español o inglés de vuestro buque que
ha tomado rizos a la vela mayor, os dirá a qué nación pertenece; os dirá,
rechinando los dientes de cólera que es yankee; lo conoce en el tamaño,
en la audacia, y más que todo en que pasa rozando su buque sin izar la
bandera para saludarlo.

En los puertos o docks europeos vuestra vista tropezará con un


departamento especial en que están reunidas fragatas colosales, que
parecen pertenecer a otro mundo, a otros hombres; son los buques
yankees que principiaron por agrandarse para contener mayor número de
balas de algodón y han concluído por hacer un género en la construcción
naval. Quince buques de vapor de los que hacen el servicio del Hudson,
unidos por sus quillas y proas describen una calle de madera de una milla
de largo. Si en un día de tempestad veis en el Havre o en Liverpool un
buque empeñado en tomar la mar, es un buque yankee que tenía
anunciada para aquel día su salida, y que el honor al pabellón, la gloria de
las estrellas de su bandera, le prohiben aguardar, como lo harán los
buques de otras naciones, a que el viento abonance. ¿Qué buques son los
que persiguen las ballenas en los mares polares? Son casi exclusivamente
los norteamericanos; y dentro de ese casco solitario, de aquel squatter de

51
las aguas, encontraréis una tripulación escasa, que no bebe licores,
porque pertenece a la sociedad de templanza, hombres endurecidos en
las fatigas, que arrancan a los peligros de la muerte un peculio para
establecerse en los Estados cuando vuelvan, para tomar un lote de tierra y
labrarse una propiedad y levantar una casa, y contar a sus hijos alrededor
de la estufa de hierro colado sus aventuras de mar. El año pasado la reina
Victoria se paseaba en su suntuoso yacht, acompañada del príncipe
Alberto, por la bahía de Falmouth. Los buques todos estaban
empavesados para honrar a las regias visitas. Sobre el tope del palo
mayor de una fragata norteamericana veíase un marinero yankee parado
en un pie, balanceándose con el buque que se mecía sobre sus anclas y
tendiendo al aire su sombrero en una mano en señal de saludo. He aquí la
expresión jeroglífica de la marina yankee. La reina se enfermó a la vista de
aquel espectáculo. Un marinero inglés hubo, picado de amor nacional, de
repetir la prueba. La reina lo prohibió con sus señales de espanto. ¿Lo
habría hecho? No lo hizo, y eso basta. Era una imitación de la audacia
ajena; el hombre es capaz de eso y mucho más; pero sólo el genio de un
pueblo inspira la idea y el coraje de ejecutarlo.

Me detengo en este punto de la marina norteamericana, porque el buque


es para el yankee su medio internacional, la prolongación de su nación
para ponerse en contacto con todas las otras de la tierra; y en esta época
de movimiento universal, el pueblo que tenga buques más ligeros, de
construcción más barata y por tanto de fletes menos subidos, es el rey del
universo. En el Mediterráneo, en los mares de la India y el Pacífico,
anulan, suprimen y alejan de día en día toda otra marina y todo otro
comercio que el suyo. Oh, reyes de la tierra, que habéis insultado por
tantos siglos a la especie humana, que habéis puesto el pie de nuestros
esbirros sobre los progresos de la razón y del sentimiento político de los
pueblos revolucionarios, dentro de veinte años, el nombre de la República
norteamericana será para vosotros como el de Roma para los reyes
bárbaros. Las teorías, las utopías, de vuestros filósofos, desacreditadas,
ridiculizadas por la tradición, la legitimidad, el hecho consumado, bien
entendido que apoyados en medio millón de bayonetas, para que el
ridículo sea eficaz, encontrarán el hecho también luminoso y triunfante.

Cuando los Estados de la Unión se cuenten por centenares, y los


habitantes por cientos de millones, educados, vestidos y hartos, ¿qué váis
a oponer a la voluntad tan soberana de la gran República en los negocios
del mundo? ¿Vuestros guardianes de pordioseros? ¡Pero os olvidáis de las

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naves americanas que os bloquearían en todos los mares, en todos los
puertos! Dios ha querido, al fin, que se hallen reunidos en un solo hecho,
en una sola nación, la tierra virgen que permite a la sociedad dilatarse
hasta el infinito, sin temor de la miseria; el hierro que completa las fuerzas
humanas; el carbón de piedra que agita las máquinas; los bosques que
proveen de materiales a la arquitectura naval; la educación popular, que
desenvuelve por la instrucción general la fuerza de producción en todos
los individuos de una nación; la libertad religiosa que atrae a los pueblos
en masa a incorporarse en la población; la libertad política que mira con
horror el despotismo y las familias privilegiadas; la República, en fin,
fuerte, ascendente como un astro nuevo en el cielo; y todos estos hechos
se eslabonan entre sí, la libertad y la tierra abundante; el hierro y el genio
industrial; la democracia y la superioridad de los buques. Empeñaos en
desunirlos por las teorías y la especulación; decid que la libertad, la
educación popular, no entran por nada en esta prosperidad inaudita, que
conduce fatalmente a una supremacía indisputable; el hecho será siempre
el mismo, que en las monarquías europeas se han reunido la decrepitud,
las revoluciones, la pobreza, la ignorancia, la barbarie y la degradación del
mayor número. Escupid al cielo, y ponderadnos las ventajas de la
monarquía. La tierra se os vuelve estéril bajo las plantas, y la República os
lleva sus cereales para alimentaros; la ignorancia de la muchedumbre
sirve de base a vuestros tronos, y la corona que orna vuestras sienes brilla
cual flor sobre ruinas; medio millón de soldados guardan el equilibrio de los
celos y de la envidia de unos soberanos con otros, mientras la República,
colocada por la Providencia en terreno propicio, como colmena de abejas,
ahorra esas sumas inmensas para convertirlas en medios de prosperidad
que da su rédito en acrecentamiento de poder y de fuerza. Vuestra ciencia
y vuestras vigilias sirven sólo para aumentar el esplendor de aquélla. Sic
vos non vobis inventáis telégrafos eléctricos para que la unión active sus
comunicaciones; sic vos non vobis creasteis los rieles para que rodasen
las producciones y el comercio norteamericano. Franklin tuvo la audacia
de presentarse en la corte más fastuosa del mundo con sus zapatos
herrados de labriego y sus vestidos de paño burdo; vosotros tendréis un
día que esconder vuestros cetros, coronas y zarandajas doradas para
presentaros ante la República, por temor de que no os ponga a la puerta,
como a cómicos o truhanes de carnestolendas.

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¡Oh! me exalta, mi querido amigo, la idea de presentir el momento en que
los sufrimientos de tantos siglos, de tantos millones de hombres, la
violación de tantos principios santos, por la fuerza material de los hechos
elevados a teoría, a ciencia, encontrarán también el hecho que los aplaste,
los domine y desmoralice. ¡El día del grande escándalo de la República
fuerte, rica de centenares de millones, no está lejos! El progreso de la
población norteamericana lo está indicando; ella aumenta como ciento, y
las otras naciones sólo como uno; las cifras van a equilibrarse y a cambiar
en seguida las proporciones; y ¿estas cifras numéricas no expresarán lo
que encierra en sí de fuerzas productoras y de energía física y moral del
pueblo avezado a las prácticas de la libertad, del trabajo y de la
asociación?

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Avaricia y mala fe
Tan fatigado lo considero de seguirme en estas excursiones que al rápido
andar de las ideas hago por los extremos aportados de la Unión, tras de
alguna manifestación de la vida de este pueblo, que para su solaz quiero
en adelante, en vías de puntos de descanso, poner epígrafes a las
materias que iré tratando. Usted ha comprendido, sin duda, que el que
precede anuncia que voy a hablar del carácter moral de esta nación. En
aquellas dos palabras se reasume, en efecto, el reproche que hacen, más
bien diré, el tizne que afea el carácter moral yankee, y el entusiasmo por
las instituciones democráticas se resfría al ver las brechas que a la moral
individual hacen, y no hay pueblo medio civilizado que no se sienta
superior a los yankees por este lado al menos, al revés de las grandes
naciones antiguas y modernas, de Roma y la Inglaterra, en que el Estado
era un bandido famoso, mientras los individuos que lo componían
practicaban las virtudes más austeras.

Los Estados Unidos como gobierno son irreprochables en sus actos


públicos, mientras que los individuos que lo forman adolecen de vicios
repugnantes de que se creen menos sujetas las demás naciones.
¿Dependerá esto de una peculiaridad de la raza sajona? ¿Vendrá de la
amalgama de tantos pueblos diversos? ¿Será fruto ingrato de la libertad y
de la democracia?

No se espante si muestro que a esta última causa más que a otra ninguna
atribuyo el mal moral que aqueja a aquellos pueblos. La avaricia es hija
legítima de la igualdad, como el fraude viene ¡¡cosa extraña al parecer!! de
la libertad misma. Es la especie humana que se muestra allí, sin disfraz
alguno, tal como ella es, en el período de civilización que ha alcanzado, y
tal como se mostrará todavía durante algunos siglos más, mientras no se
termine la profunda revolución que se está obrando en los destinos
humanos, cuya delantera llevan los Estados Unidos.

El mundo se transforma, y la moral también. No se escandalice usted.


Como la aplicación del vapor a la locomoción, como la electricidad a la
transmisión de la palabra, los Estados Unidos han precedido a todos los

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demás pueblos en añadir un principio a la moral humana en relación con la
democracia. ¡Franklin! Todos los moralistas antiguos y modernos han
seguido las huellas de una moral que, dando por sentada, por fatal y
necesaria la existencia de una gran masa de sufrimientos, de pobreza y de
abyecciones, localizaba el sentimiento moral, dando por atenuaciones la
limosna del rico y la resignación del pobre. Desde las castas inmóviles de
indios y egipcios, hasta la esclavitud y el proletariado normal de la Europa,
todos los sistemas de moral han flaqueado por ahí. Franklin ha sido el
primero que ha dicho: bienestar y virtud; sed virtuosos para que podáis
adquirir; adquirid para poder ser virtuosos. Mucho se aproximaba Moisés
en sus doctrinas morales a estos principios, cuando decía: honrad a
vuestros padres para que así viváis largo tiempo sobre la tierra prometida.
Todas las leyes modernas están basadas en este principio nuevo de
moral. Abrir a la sociedad en masa, de par en par, las puertas al bienestar
y a la riqueza.

Allá va el mundo en masa, y sabe Dios los dolores que va a costar


habituar a los goces de la vida, despertar la inteligencia de esos millones
de seres humanos que durante tantos miles de años han servido para
abrigar con el calor de sus entrañas los pies de los nobles que volvían de
la caza. ¿Qué es el capital? preguntan hoy los economistas. El capital es
el representante del trabajo de las generaciones pasadas legado a las
presentes; tienen capitales los que han heredado el fruto del trabajo de los
siglos pasados, como las aristocracias, y los que lo han adquirido en este y
el pasado siglo con los descubrimientos de las ciencias industriales y las
especulaciones del comercio; es decir, poquísimos en proporción de la
masa pobre de las naciones. He aquí, en mi humilde sentir, el origen de la
desenfrenada pasión norteamericana. Veinte millones de seres humanos,
todos a un tiempo, están haciendo capital, para ellos y para sus hijos;
nación que nació ayer en suelo virgen y a quién los siglos pasados no le
habían dejado en herencia sino bosques primitivos, ríos inexplorados,
tierras incultas. Despertad en Francia o en Inglaterra, por ejemplo, esos
veinte millones de pobres que trabajando veinte horas diarias, se amotinan
por conseguir solamente que el salario les baste para no morir de hambre,
sin aspirar a un porvenir mejor, sin osar soñarlo siquiera, como
pretensiones impropias de su esfera; poned a los rotos de Chile en la alta
esfera de las especulaciones, con la idea fija de hacer pronto una fortuna
de cincuenta mil pesos, y veréis mostrarse entonces las pasiones
infernales que están aletargadas en el ánimo del pueblo. El roto os pide
diez reales por el objeto que venderá por uno, si le ofrecen uno, y todavía

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os habrá engañado. Un chileno cree honrada a la masa de su nación por
serlo él y por desprecio al miserable roto, que, sin embargo, forma la gran
mayoría. Tal es la explicación del fenómeno que llama la atención en los
Estados Unidos. Toda la energía del carácter de la nación en masa está
aplicada a esta grande empresa de las generaciones actuales, acumular
capital, apropiarse el mayor número de bienes para establecerse en la
vida. La revolución francesa vió por otro camino, aunque conduciendo al
mismo fin, desenvolverse la energía moral de la nación; la gloria militar
puesta al alcance de quién supiera conquistarla, el bastón de mariscal en
la boca de los cañones del enemigo, y sabe usted los prodigios obrados
por aquella nación.

El norteamericano lucha con la naturaleza, se endurece contra las


dificultades por llegar al supremo bien que su posición social le hace
codiciar: el bienestar; y si la moral se pone de por medio cuando él iba a
tocar su bien, ¿qué extraño es que la aparte a un lado lo bastante para
pasar, o la dé un empellón si persiste en interponerse? Porque el
norteamericano es el pueblo, es la masa, es la humanidad no muy
moralizada todavía, cubierta allí en todas sus graduaciones de
desenvolvimiento bajo una apariencia común. ¿Quién es este hombre? se
preguntará usted en cualquiera parte del mundo; y su fisonomía exterior le
responderá: es un roto, un labriego, un mendigo, un clérigo, un
comerciante. En los Estados Unidos todos los hombres son a la vista un
solo hombre, el norteamericano. Así, pues, la libertad y la igualdad
producen aquellos defectos morales, que no existen tan aparentes en
otras partes, porque el grueso de la nación está inhabilitado para
manifestarlos. ¡Qué escándalo dieran si llegasen de improviso a ser
picados por la tarántula!

Contribuyen a hacerlo más manifiesto las peculiaridades de la


organización de aquel país. Es tal el sentimiento de vida que se
experimenta en los Estados Unidos, tal la confianza en el porvenir, tal la fe
que se tiene en los resultados del trabajo, y tan grande la esfera del
movimiento, que el crédito reposa en la existencia del individuo más bien
que en la garantía de la propiedad. Un hombre trabajando adquirirá
infaliblemente. La estadística de la progresión en que va la riqueza lo
demuestra; luego, todo hombre que trabaja tiene crédito. Ejemplo: un
individuo remonta el Mississipi en un vapor y propone la compra de 4000
barricas de harina. El vendedor dice su precio y queda aceptado, después
de preguntar quién es el banquero del comprador. El vendedor escribe a

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Nueva York al banquero indicado, pidiendo la solvibilidad del individuo, y
con la respuesta: posee 4000 pesos, crédito bueno, el contrato queda
concluído a cuatro meses de plazo, a pagar en Londres, donde se venderá
la harina al banquero del vendedor. Llegado el término del contrato el
vendedor ve el precio corriente de las harinas en Londres, en la época en
que ha debido efectuarse la venta y ya sabe a qué atenerse en cuanto a la
solvibilidad de su deudor. ¡Cuántos tropezones ha dado un yankee para
llegar a tener fortuna! Aquí llamamos quiebras; allá negocios frustrados
solamente, que irritan la actividad en lugar de paralizarla.

Cuando el especulador es un Estado, el pícaro se presenta más


desfachatado. El Estado agencia capitales en Inglaterra para abrir caminos
de hierro, los obtiene y realiza su empresa; pero como es un Estado
naciente del Oeste, donde la población y la riqueza no son grandes, los
peajes no producen por largos años el interés del dinero, el Estado deudor
promete, aplaza de hoy a mañana el pago sinceramente, miente, en
seguida, por necesidad, se enfada de que le estén exigiendo, y
últimamente, un día amanece de mal humor, pone a la puerta al acreedor
importuno, y le declara en sus propias barbas, y a la faz de todo el mundo,
que repudia la deuda, es decir que no paga. ¿Demandarlo? ¿Ante quién?
He aquí el primer pícaro que se presenta en el mundo, que no conoce juez
en la tierra; el pueblo soberano. El Presidente, el Congreso, el Juez
supremo nada pueden contra esta clase de bellacos. El gobierno mismo
del Estado nada puede; ni la clase culta y por tanto con vergüenza, porque
emanando el poder del voto de la muchedumbre ignorante y bribona, no
acepta esta contribución nueva para pagar la deuda contraída. Así se han
conducido Mississipi, Illinois, Indiana, Michigan, Arkansas y algunos otros
más. ¡Qué bulla han metido los banqueros en Londres con aquella
magnífica muestra de la más insigne felonía! Y, ¿qué remedio?

Aquí principia el reverso de la medalla. Los diarios de Europa hacen llover


como sobre Sodoma y Gomorra el fuego de la execración universal, y los
Estados alzados se ríen con insolencia de tales bravatas. Mas en los
Estados que no han participado del crimen, principia una reacción en
nombre de la dignidad nacional, del honor de la Unión mancillado, y los
delincuentes soberanos empiezan a ponerse serios. Una línea de
circunvalación se establece en torno de ellos, y desde allí la opinión
pública los fulmina a mansalva. La clase ilustrada de los Estados que han
repudiado las deudas siente la indignidad del procedimiento; pero ¿qué
hacer contra la mayoría que lo sostiene? Un diario entra tímidamente en la

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cuestión; copia como por incidente algún artículo censorio. Desde luego
reconoce que dadas las circunstancias en que el Estado se halló, y la
insolencia de los ingleses, hizo perfectamente bien, y les ha dado una
lección severa, para que en adelante respeten mejor la dignidad de un
Estado soberano (tramposo). Pero las circunstancias empiezan a cambiar
felizmente la propiedad se desarrolla rápidamente. ¿No convendría, to
repeal la repudiación? ¿Al menos reconsiderar el asunto, arbitrar medios,
etc.?

El pueblo soberano oye ya sin enojarse. Al día siguiente le insinúan ideas


de honor, sentimientos de generosidad, hasta que al fin la opinión pública
se forma, la reprobación excitada afuera halla ecos en el Estado, un
sentimiento de vergüenza apunta en los semblantes; voces enérgicas se
levantan en la minoría del Congreso, el movimiento se generaliza, y el
Estado criminal vuelve sobre sus pasos, entabla negociaciones con los
banqueros defraudados, y concluye por reconocer por legítima la deuda
del capital, y ofrece un 60 por ciento de los intereses. Otro Estado, no
habiendo podido terminar el canal en que invirtió los capitales, pide que se
le den las sumas necesarias para llevarlo a cabo, y pagará todo. Un
Estado, en fin, permanece inerte en despecho del clamoreo universal,
porque es muy pobre, muy apartado, y no se admire usted, muy bruto.

Esto último requiere explicaciones.

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Geografía moral
Había pintado el plan iconográfico de la viabilidad de los Estados Unidos,
que si no es la base de la prosperidad de aquel país, es su instrumento,
como los dedos del hombre son los fieles ejecutores de su pensamiento.
Hay, también, una geografía moral en aquel país, cuyas facciones
principales necesito señalar. Conocido el suelo, verá usted las corrientes
civilizadoras que llevan a todos los extremos de la Unión la mejora, la luz y
el progreso moral.

Conoce usted la historia y la colocación de los trece Estados primitivos de


la Unión americana. Dos siglos habían depositado allí las grandes ideas
políticas y religiosas que la Inglaterra había arrojado sucesivamente de su
seno. Bancroft ha hecho el inventario de esas ideas, colocándolas cada
una en la localidad que ocuparon desde su establecimiento, con los
peregrinos en la Nueva Inglaterra, con los cuáqueros en la Pensilvania,
con los católicos en el Maryland. Aquella colonización fué menos de
hombres que se trasladaban de un país a otro, que de ideas políticas y
religiosas que pedían aire y espacio para explayarse. Sus frutos han sido
la república americana, frutos muy anteriores a la revolución francesa. La
declaración de los derechos del hombre hecha por el Congreso de los
Estados Unidos en 1776, es la primera página de la historia del mundo
moderno, y todas las revoluciones políticas que se seguirán en la tierra, un
comentario de aquellos simples dogmas del sentido común.

La declaración de la independencia fué como aquel creced y multiplicaos


de Dios a los hebreos. Desde entonces las ideas y los hombres se
pusieron en marcha hacia el interior; la república empezó a parir territorios
que se convertían luego en Estados, como un pólipo que echa al costado
de su tronco nuevas ramas. Observe el movimiento de las repúblicas
sudamericanas desde su independencia adelante, y verá cuán notable es
la diferencia. Chile subdivide sus antiguas provincias, pero sin aumentar ni
el territorio poblado, ni el número de sus ciudades. Las antiguas Provincias
Unidas del Río de la Plata ven desmembrarse su territorio, y de sus
fragmentos constituirse estados raquíticos y absurdos, mientras que las

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provincias que aún quedan llevando el nombre argentino, se despueblan
de día en día, extinguiéndose sus antiguos planteles de ciudades como
luces que se apagan. Maine tenía, por ejemplo, en 1790, 96.000
habitantes; 151.000 en 1800; 228.705 en 1810; 400.000 en 1830; 501.793
en 1840. Nueva York tenía 340.120 en 1790; 586.766 en 1800; 959.949 en
1810; 1.372.812 en 1820; 1.918.608 en 1830; 2.428.921 en 1840.

Pero a este movimiento de concentración se añade otro de dilatación.


Mississipi aparece en 1800 con 8.850 habitantes; en 1840, contaba ya
375.651. Arkansas no suena hasta 1820, en que presenta una población
de 14.273 habitantes; en 1840 tiene cerca de cien mil. Indiana contaba en
1810, 4.762; treinta años después, 685.866. Ultimamente Ohio, que en
1800 registró una población de 40.365, contaba en 1840 un
acrecentamiento de más de millón y medio. Asómbrese usted de este
diluvio de hombres que los primeros colonos en un desierto ven llegar y
establecerse en los alrededores. Me han mostrado un hombre que no era
viejo, el cual había visto nacer, desenvolverse y crecer uno de aquellos
grandes estados. ¿De dónde salen estos hombres, desde que ya no hay
Deucaliones que los produzcan tirando piedras hacia atrás? La inmigración
europea figura en segundo plano en estas sucesivas inmigraciones, por
más que aparentemente sea su número muy considerable. Los Estados
viejos o adultos engendran a los que van apareciendo. El indian hater,
odiador del indio, va adelante, esparciendo los miembros de esta singular
secta instintiva, que tiene por único dogma perseguir al salvaje, por único
apetito el exterminio de las razas indígenas. Nadie lo ha mandado; él va
solo al bosque con su rifle y sus perros a dar caza a los salvajes,
ahuyentarlos y hacerles abandonar las cacerías de sus padres. Detrás
vienen los squatters, misántropos que buscan la soledad por morada, el
peligro por emociones, y el trabajo de desmontar por solaz. Siguen a
distancia los pioneers abriendo las selvas, sembrando la tierra y
diseminándose en una grande esfera. Vienen en seguida los empresarios
capitalistas con emigrantes por peones, y fundando ciudades y aldeas
según que los accidentes del terreno lo aconsejan. Sobre estos cuadros
viene en seguida a colocarse la inmigración propietaria, mecánica,
industrial, joven, que se desprende de los Estados antiguos a buscar y
crear la fortuna.

En esta expansión de la población norteamericana se muestran grados de


civilización muy marcados, desapareciendo casi del todo en los extremos,
al oeste por la diseminación de los habitantes y la rudeza de las

61
ocupaciones campestres, al sur por la presencia de los esclavos, y por las
tradiciones españolas o francesas. Medio siglo bastaría para que la
barbarie incurable de nuestras campañas argentinas se mostrase en las
extremidades de la Unión, si los elementos vivos de regeneración que
encierra aquel país no constituyesen un flujo y reflujo que tiene en
actividad toda la masa, y evita que las partes lejanas o aisladas se
estagnen y degeneren.

¡La inmigración europea es allí un elemento de barbarie, quién lo creyera!


El europeo, irlandés o alemán, francés o español, salvo las excepciones
naturales, sale de las clases menesterosas de Europa, ignorante de
ordinario, y siempre no avezado a las prácticas republicanas de la tierra.
¿Cómo hacer que el inmigrante comprenda de un golpe aquel complicado
mecanismo de instituciones municipales, provinciales y nacionales, y más
que todo, que se apasione como el yankee por cada una de ellas, y las
crea ligadas con su existencia y como parte de su ser, de tal manera que
si descuidara ocuparse de ellas y de los intereses a que se ligan, temería
que su vida y su conciencia estaban a un tiempo en peligro? ¿Cómo
habituarlo al meeting a que a cada instante recurre el pueblo para expresar
his sentiment; y una vez expresado, una vez votados una serie de and to
be further resolved, sentir aquel desahogo y como descargo de un peso
que experimenta el norteamericano, como si hubiera producido un hecho,
o desvanecido la opinión que combate? Así es que los extranjeros son en
los Estados Unidos la piedra de escándalo, y la levadura de corrupción
que se introduce anualmente en la masa de la sangre de aquella nación
tan antiguamente educada en las prácticas de la libertad. El partido whig,
que es la parte más racional de la nación, ha intentado muchas veces
poner trabas a la inmigración, y sobre todo prolongar por muchos años el
aprendizaje, que requiere el uso de los derechos políticos. El partido
nativista, hoy extinto, trató de crear una especie de fanatismo nacional,
parecido, aunque por motivos contrarios, a nuestro americanismo; pero
disiparon luego el interés de cada Estado naciente los primeros
nubarrones de preocupación que empezaban a levantarse. Los Estados
antiguos podían prescindir de los extranjeros, pues que ya estaban
densamente poblados y ofrecen poco aliciente a los advenedizos. No así
los estados del oeste, que pusieron desde entonces en pública subasta la
ciudadanía, bajando a porfía los años de residencia y excusando requisitos
para obtenerla.

Contra esta relajación de la disciplina de los mayores y la más sensible

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que trae la diseminación de la población de las campañas, la organización
social de aquel país tiene medios eficacísimos y que ya hubieran
producido sus resultados, si no fuese una obra interminable mientras
continúen llegando i barbari de Europa por centenas de miles, y hayan
acres de bosques por descuajar por millares de millones. Estas fuerzas de
atracción, depuración y pulimento, son tan importantes que me permitirá
usted irlas enumerando.

La posta diaria es la que más sensiblemente obra. La posta sonará a las


puertas de cada aldea lejana y depositará en ella, en algún papel público,
un tópico de conversación, y una noticia de las novedades de la Unión.
Usted concibe que es imposible barbarizarse donde la posta, como una
gotera diaria, está disolviendo toda indiferencia nacida del aislamiento. No
olvide que esta posta recorre 134.000 millas, y que en partes tiene por
auxiliar el telégrafo.

Paso por alto la influencia civilizadora e irritante de la prensa periódica.

El juicio por jurados llama a los hombres de las campañas a cada instante
a reunirse, para juzgar causas criminales, y el payo juez oye la acusación
y la defensa, pesa las razones, compulsa leyes, se habitúa a su
mecanismo y juzga con toda seguridad de conciencia. El hábito del jurado
ha creado el crimen civil, impune, horrible, que se llama la Ley de Lynch.
Como Jesús decía: “Donde quiera que estaréis reunidos tres en mi
nombre, yo estaré con vosotros”, la Lynch’s law ha dicho al yankee de los
bosques: “Donde quiera que os reunáis siete en nombre de la voluntad del
pueblo, la justicia será con vosotros”. Guárdese usted en el Far-West o en
los Estados de esclavos de encontrarse con siete hombres reunidos y
provocar sus pasiones. Será usted colgado por aquellos jueces, más
terribles y más arbitrarios que los jueces invisibles de los tribunales
secretos de la Alemania antigua. La ley lo permite, y aquellas conciencias
torvas quedan exentas de todo remordimiento, ni más ni menos que el
inquisidor español que veía arder la víctima que con sus ardides había
llevado a la hoguera; así la religión y la democracia caen en el crimen
cuando se exageran sus principios y sus objetos.

No ejerce menor influencia civilizadora la elección de presidente. El


norteamericano hace cincuenta elecciones al año. Derrotado en el consejo
de instrucción pública, se echa con el mismo ardor en la de sacristán de su
capilla; si pierde allí, espera con redoblado encarnizamiento la de attorney,
la de diputados para su Estado o la de gobernador. No lo exalta menos la

63
que requiere la renovación de las cámaras, e incuba un año entero su
ojeriza contra un candidato para la presidencia y su amor por otro.
Entonces la Unión se agita por sus cimientos; los squatters salen de los
bosques como sombras evocadas por un conjuro. La suerte de cada uno
de aquellos galápagos, está comprometida en el éxito; amenaza no
sobrevivir al triunfo del candidato whig, cual si dijéramos retrógrado; y si el
escrutinio deja burladas sus esperanzas, aprieta los puños se alejan en
dirección a su morada, jurando desquitarse en la elección de pastor de su
doctrina.

La elección de presidente es, pues, el único vínculo que une entre sí a


todos los extremos de la Unión, la preocupación nacional única que
conmueve a un tiempo a todos los hombres y a todos los Estados. La
lucha electoral, es, por tanto, un despertador, una escuela y un estimulante
que hace revivir la vida adormecida por las distancias y la rudeza del
trabajo.

Pero el mayor de todos los reactivos constitúyelo el sentimiento religioso.


Pasma, sin duda, a un católico tibio que llega de nuestros países ver la
escala extensa y elevada en que la religión obra, en medio de aquella
extrema libertad. Desde luego la Biblia está en toda la Unión, desde el
loghouse del bosque hasta los hoteles de las grandes ciudades, obrando
en bien y en mal, los efectos de su lectura diaria. Digo en mal, porque el
apego a la letra del texto produce consecuencias desastrosas en los
ánimos estrechos. Sábese que en la nueva Inglaterra rigieron por mucho
tiempo las leyes de Moisés; tal era y es aún la idea de la perfección
inmaculada de cada frase y de cada versículo de la Biblia. A bordo de un
buque se hablaba de las maravillas del cloroformo. Un médico aseguraba
que podía aplicarse sin peligro a los alumbramientos.—¿Y usted lo
aplicará a su mujer? preguntaba un puritano presente.—¿Por qué
no?—Pues yo no lo haría, replicó seriamente el interlocutor.—Eso
depende del grado de confianza de cada uno en su eficacia.—No, señor;
el Génesis dice: parirá la mujer con dolores; y usted contraría la voluntad
de Dios. Como se ve, la cuestión del cloroformo era mirada por el lado de
la conciencia, y medida su bondad en el cartabón de la Biblia.

El acento nasal de los yanquis, más pronunciado en el interior, viéneles de


la lectura cotidiana de la Biblia; pero en despecho de estos pequeños
inconvenientes, produce, por otra parte, resultados inmensos. La historia
aunque trunca, los preceptos de la moral, las frases evangélicas, se pegan

64
a la mente del lector; y la plática del pastor se refiere cual comentario a
aquellos puntos que el oyente conoce y sobre cuya significación su ruda
mente pedía esclarecimientos. La lluvia de la palabra cae entonces sobre
terreno abierto y sediente, y no como la de nuestros predicadores
ordinarios, que la arrojan al viento en las plazas públicas,
condimentándolas no pocas veces con groserías para que sirvan éstas de
mordiente al caer sobre las naturalezas brutas del pueblo. La polémica de
las sectas da más animación y actualidad a estas lecturas, y la vida entera
de un hombre no basta para penetrar en los misterios que encierra en
inmenso catálogo su libro sagrado. Sesenta y siete colegios de teología
difunden por toda la Unión la ciencia religiosa, mientras que alcanzan
apenas a diez los consagrados a las leyes, produciendo, sin embargo, un
número de más de veinte mil abogados. El número de obras originales
sobre aquel punto es tres veces mayor en los Estados Unidos que el de
otras consagradas a investigaciones de la ciencia. Esta peculiaridad
nacional hará de aquel pueblo una entidad aparte en el mundo moderno.

Para mantener el fuego sagrado, hay en viaje permanente por las


campañas remotas, millares de pastores viajeros, que pasan toda su vida
en misión; hombres rudos y enérgicos que llevan a todas partes la
agitación, despiertan los ánimos, excitándolos a la contemplación de las
verdades eternas. Son éstos verdaderos ejercicios espirituales, como los
de los católicos; más espirituales aún, pues, sin amedrentarlos con las
penas del infierno, el pastor o los pastores reunidos en un mitin religioso,
al aire libre o en algún galpón improvisado, sacuden las embotadas
inteligencias de los campesinos, les presentan la imagen de Dios en
formas grandiosas, inconcebibles; y cuando el estimulante ha producido su
efecto, envían a las mujeres al bosque de un lado y a los hombres del otro,
para que mediten a sus solas, se encuentren en presencia de sí mismos
viendo su nada, su desamparo y sus defectos morales.

Los resultados de esta curación moral son extraños e inexplicables. Las


mujeres entran en delirio, se tuercen y revuelcan por el suelo, echando
espumarajos; lloran los hombres y aprietan los puños, hasta que, al fin, un
himno religioso, entonado en coro, empieza, lentamente, a dulcificar
aquellas santas amarguras; la razón recobra su imperio, la conciencia se
aquieta y tranquiliza, y una profunda melancolía se pinta en los
semblantes, mezclada de síntomas de bondad moral, como si hubiese
robustecídose el sentimiento de lo justo con aquel vomitivo aplicado al
espíritu. Los profanos que han presenciado estas escenas en las

65
campañas, atribuyen aquellos efectos singulares de la palabra a la
excitación que producen sobre el cerebro las ideas elevadas, en personas
que por la monotonía de la vida aislada que llevan, pasan meses enteros
sin experimentar emoción alguna de placer ni de dolor. Es aquel un drama
entre Dios y la criatura, cuyas peripecias tienen despierto al auditorio que
es la parte más activa de la representación. Acaso el cerebro tiene
movimientos y revoluciones como otros órganos del cuerpo humano
también. Pero en todo caso el habitante del Far West en nada se parece al
bárbaro pastor o al labrador de nuestras campañas, pues que está
abundantemente preparado para oir la palabra divina por la lectura de la
Biblia y por los comentarios teológicos de los divinistas. Pero lo que de
todo esto importa para mi objeto, es que mediante los ejercicios religiosos,
las disidencias teológicas y los pastores ambulantes, aquella grande masa
humana vive toda en fermentación, y la inteligencia de los más apartados
habitantes de los centros se conserva despierta, activa, y con sus poros
abiertos para recibir toda clase de cultura. A semejanza de una cuba, que
no importa la calidad del líquido que encierre, se mantiene ajustada y apta
para servir; mientras que si se le deja vacía, las duelas se tuercen, los
arcos se aflojan y queda con la acción del tiempo y las fluctuaciones de la
intemperie, inutilizada para siempre.

Pero abra Vd. paso, todavía para un elemento civilizador, el más activo
que mantiene la vida en aquellos pueblos, religioso, político, industrial,
lleno del espíritu antiguo de las colonias, como, asimismo, accesible a
todos los progresos de la inteligencia moderna, el descendiente de los
viejos peregrinos, el heredero de sus tradiciones de resignación y de
endurecimiento al trabajo manual, el elaborador de las grandes ideas
sociales y morales que constituyen la nacionalidad norteamericana, el
habitante, en fin, de los Estados de la Nueva Inglaterra, Maine, New
Hampshire, Massachusetts, etc. He aquí la raza bramínica de los Estados
Unidos. Como los bramanes descendiendo de las montañas del Himalaya,
los habitantes de aquellos antiguos Estados, se diseminan hacia el Oeste
de la Unión, educando con su ejemplo y sus prácticas a los pueblos
nuevos que surgen sin pericia y sin ciencia sobre la faz de la tierra apenas
desmontada. Recuerda Vd. que los peregrinos eran ciento cincuenta
sabios, pensadores, fanáticos, entusiastas, políticos, emigrados y
probados por todas las calamidades que pueden caer sobre los hombres;
recuerda Vd., sin duda, que no quisieron que con ellos se embarcase un
sirviente al alejarse de las costas de la Europa, resueltos como estaban a
labrar la tierra con sus propias manos y no reconocer desigualdades

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sociales en la nueva patria que iban a buscar en la América: recuerda Vd.,
que se sentaron todos debajo de una encina de donde hoy está Boston, y
después de dar gracias al Dios de Israel por su feliz arribo, discutieron las
leyes que se darían para gloria de Jehová y su libertad personal; recuerda
Vd., por fin, que esos hombres en aquella época establecieron escuelas
públicas, obligando a cada padre, tutor o patrón de niños, a darles
educación elemental para el espíritu y un oficio manual para el sustento
del cuerpo. Pues bien, los hijos de aquella escogida porción de la especie
humana, son aun hoy los mentores y los directores de las nuevas
generaciones. Créese que más de un millón de familias descienden, en
toda la Unión de aquella noble estirpe. Ellos han impreso en la fisonomía
del yankee aquella plácida bondad que se nota en la clase más educada.
Ellos llevan a toda la Unión la aptitud manual que hace de un
norteamericano una maestranza ambulante; la energía férrea para luchar
con las dificultades y vencerlas; y la aptitud moral e intelectual que lo pone
al nivel, si no en la línea superior, a lo mejor de la especie humana. Estos
emigrantes del Norte disciplinan las poblaciones nuevas, les inyectan su
espíritu en los mítines que presiden y provocan; en las escuelas, en los
libros, en las elecciones y en la práctica de todas las instituciones
norteamericanas. Las grandes empresas de colonización y ferrocarriles,
los bancos y las sociedades, ellos las inician y llevan a cabo. Así es que la
barbarie producida por el aislamiento de los bosques, y la relajación de las
prácticas republicanas, introducidas por los emigrantes, encuentran en los
descendientes de los puritanos y peregrinos un dique y un astringente.
Hay, pues, flujo y reflujo, entre estas dos fuerzas contrarias; y por más que
fuera rápida la dilatación de la Unión y la mezcla y yuxtaposición de los
pueblos, ellos acabarían, al fin, por dar homogeneidad al todo y
conservarle el tipo original y nuevo, tradicional y progresivo que distingue a
aquel pueblo. ¿Sucede cosa igual en el resto del mundo en formas tan
perceptibles y constantes?

Acaso, creerá Vd. que aquellos instrumentos de pulimento y purificación


nacional, a fuer de herederos de las antiguas creencias de los peregrinos,
mantienen la inmovilidad de las ideas y constituyen una secta aparte. Bajo
el aspecto religioso, los Estados Unidos presentan el mismo espectáculo
que las costumbres, y que la superficie de la tierra. En ninguna parte del
mundo puede decirse con más propiedad que Dios está hecho a imagen y
semejanza de los hombres. Los norteamericanos tienen de Dios las ideas
elevadas que de su esencia nos han transmitido los hebreos por medio del
cristianismo; pero las sectas religiosas y las prácticas se adaptan allí a la

67
inteligencia popular, descienden a una especie que llamaría fetichismo si
tuviese por símbolos ídolos o manitúes; y se eleva hasta la filosofía pura,
el deísmo, sin perder su carácter profundamente religioso, y aun sin salir
de las grandes fórmulas morales del cristianismo. Como en todos los
pueblos eminentemente religiosos, hay hoy en este momento en los
Estados Unidos, santos, profetas, enviados de Dios, descensión y
ascensión visible del Espíritu Santo, y comunión entre el cielo y la tierra.
Hay religiones nuevas, que están naciendo y prometiendo absorber toda la
tierra; los mormones, son de ayer, y sus inspirados y pontífices hacen
milagros; testigo de ello que durante mi residencia en los Estados Unidos,
un profano descubrió que la luz pálida que arrojaba el semblante del santo
varón, procedía de una fricción que se había dado con fósforo. El
venerable pontífice no se dió por vencido, diciendo que todos los milagros
habían sido preparados así, ni sufrió en lo menor la fe y fervor de los
creyentes, que hoy ascienden a más de ciento cincuenta mil.

Hay religiones danzantes, y los fieles, después de haber oído la oración


del pastor, se lanzan a bailar hasta que el numen del baile se despierta, y
el cuerpo se lanza a hacer cabriolas frenéticas, e indescriptibles. Entonces
créese iluminado el paciente, que cae al fin extenuado y demente. Como
he visto en el baile Mabille, de París, a la Reina Pomaré, la Rigolette, y
otras celebridades hacer diabluras, no me dejo atrapar fácilmente por
estas manifestaciones del Espíritu Santo. Sobre estas capas inferiores del
culto en los Estados Unidos descuellan disidencias cristianas más
respetables, tales como baptistas, metodistas, presbiterianos,
congregacionalistas, cristianos, episcopalistas, luteranos, alemanes
reformados, católicos romanos, amigos, universalistas, unitarios y otras
sectas, entre las cuales yo incluiría los deístas puros; pues, tal es el
espíritu religioso y tolerante de aquel país, que la negación de toda
religión, lo que nosotros llamamos la impiedad, forma una secta aparte
contra la cual nadie levanta la voz. Como una muestra de las proporciones
que guardan estas divisiones, apuntaré que los baptistas tienen 1.130
iglesias y 4.907 pastores; los episcopalistas 950 iglesias, servidas por 849
pastores; los católicos 912 iglesias con 545 sacerdotes; los unitarios 200
iglesias con 174 pastores, guardando todos los demás una proporción
descendente, según su colocación.

He dicho tolerante en el sentido genuíno que los americanos dan a esta


palabra. Las sectas religiosas, forman en los Estados Unidos verdaderas
cofradías y naciones religiosas, no obstante estar entremezcladas en las

68
ciudades y en los campos. El médico, el escribano, el proveedor de carne,
el boticario de la casa, y aun el botero, han de ser de la misma creencia de
quien lo ocupa. Hay guerra sorda, proselitismo, en este sentido. Pero la
tolerancia se muestra en la impasibilidad con que un metodista oiría
contradecir sus dogmas por un católico y viceversa; porque en los Estados
Unidos los católicos que profesan por dogma la intolerancia religiosa, son
como aquellos tigres sin uñas ni dientes que solemos criar en las casas.
No se ha oído hasta ahora que un católico haya mordido a nadie en
Estados Unidos, donde hallan muy buena la libertad religiosa de que
disfrutan a sus anchas, no sin salvar almas todos los años de los engaños
falaces del tentador.

Este caos religioso, aquellas cien verdades contradictorias están, a su vez,


sufriendo una elaboración, lenta, es verdad, pero segura, ascendente.
Mientras la barbarie mormónica hace sus progresos la filosofía religiosa de
los descendientes de los peregrinos viene de alto abajo descendiendo
hasta las profundidades de la sociedad, acercando las distancias que
separan todas las disidencias, echando entre ellas blandas ligaduras que
concluyen por estrecharlas, y que terminarán al fin en absorberlas en el
unitarismo, secta nueva, panteísta, en cuanto admite todas las disidencias
y respeta todos los bautismos, por cuyo intermedio se ha transmitido la
gracia, y elevándose a regiones más encumbradas, desprendiéndose de
toda interpretación religiosa, concluye por reunir en un sólo abrazo a
judíos, mahometanos y cristianos, prescindiendo de milagros y ministerios,
como cosas que no cuadran con la forma orgánica que Dios ha dado al
espíritu humano, y clasificándolos en el número de las figuras de la
retórica. La moral del cristianismo como expresión y regla de la vida
humana, como punto de reunión asequible y aceptable por todas las
naciones, he aquí el único dogma que admiten, como la virtud y la
humanidad el único culto y la única práctica que prescriben a los creyentes.

Esta filosofía religiosa se extiende con rapidez en los seis Estados de


Nueva Inglaterra, tiene su centro en Boston, la Atenas norteamericana, y
como propagadores a los hombres más sabios de los Estados.

Como Vd. ve, el espíritu puritano ha estado en actividad durante dos


siglos, y marcha a darse conclusiones pacíficas, conciliadoras, obrando
siempre el progreso sin romper en guerra con los hechos existentes,
trabajándolos sin destruirlos violentamente, como lo emprendió la filosofía
nacida del catolicismo en el siglo XVIII, y que tan poco camino ha hecho.

69
Si recuerda el espíritu religioso que campea en los escritos de Franklin,
notará que estas manifestaciones tienen antecedentes en la filosofía de
buen sentido que inició aquel grande hombre práctico.

Concluyo de todo esto, mi buen amigo, en una cosa que hará pararse los
pelos de horror a los buenos yanquis, y es que marchan derecho a la
unidad de creencias y que un día no muy remoto la Unión presentará al
mundo el espectáculo de un pueblo católico devoto, sin forma religiosa
aparente, filósofo sin abjurar el cristianismo, exactamente como los chinos
han concluído por tener una religión sin culto, cuyo grande apóstol es
Confucio, el moralista que con el auxilio de su razón dió con el axioma: No
hagas lo que no quieras que te hagan a ti mismo, añadiéndole este
sublime corolario: y “sacrifícate por la masa”.

Si tal sucediera, y debe suceder, cuán grande y fecundo habrá de ser para
la humanidad el experimento hecho en aquella porción que dará por
resultado la dignificación del hombre por la igualdad de derechos, la
elevación moral por la desaparición de las sectas religiosas que ahora lo
subdividen, enérgico por las facultades físicas, y eminentemente civilizado
por la apropiación a su existencia y bienestar de todos los progresos de la
inteligencia humana. Norteamericano es el principio de la tolerancia
religiosa que está inscripto en todas las constituciones y pasado ya a
axioma vulgar; en Norte América fué por primera vez pronunciada esta
palabra que debía restañar la sangre que la humanidad ha derramado a
torrentes, y venido destilando hasta nosotros desde los primeros tiempos
del mundo. Católicos, cuáqueros, calvinistas, todas estas variantes de una
misma fe, venían a las colonias norteamericanas, a yuxtaponerse, sin
mezclarse, prevaleciendo los odios que había engendrado la lucha en la
Europa. Los padres peregrinos eran los más celosos exclusivistas, porque
habían atravesado el mundo, dice Bancroft, para gozar el privilegio de vivir
por sí mismos. La guerra religiosa, la persecución había ya estallado entre
aquellos miserables restos de un naufragio común, despedazándose entre
sí, en lugar de prestarse mutuo auxilio y amparo para resistir a la
desgracia. Perseguían en Europa los anglicanos a los disidentes; los
católicos a los herejes; quemaban a porfía la Inquisición y Calvino, papas y
reyes, mahometanos y cristianos, de manera que usted no sabía adónde
darse vuelta sin riesgo de que lo hiciesen biftec. En Febrero de 1631, llegó
a América un joven maestro lleno del espíritu de Dios, y dotado de
preciosos dones. Llamábase Rogerio Williams. Tenía entonces poco más
de treinta años; pero su alma había madurado ya una doctrina que le

70
aseguró la inmortalidad, al mismo tiempo que su aplicación ha dado paz
religiosa al mundo americano. Era puritano y venía huyendo de la
persecución de la Inglaterra; pero sus agravios personales no habían sido
parte a obscurecer su clara inteligencia. La profundidad de su espíritu le
había descubierto la naturaleza de la intolerancia, y él, sólo él, llegó al
principio que es su único remedio efectivo. Anunció su principio bajo la
simple proposición de santidad de conciencia. El magistrado civil podía
reprimir el crimen, pero jamás dar reglas a la opinión; castigar los delitos,
pero nunca violar la libertad del alma. Esta nueva contenía en sí misma
una reforma completa de la jurisprudencia teológica, borrando del código
de las leyes el delito de felonía por no conformidad; extinguiendo las
hogueras que por tanto tiempo había tenido encendidas la persecución;
derogando toda ley que hiciese obligatoria la observancia religiosa;
aboliendo los diezmos y toda contribución forzosa para el sostén de la
iglesia; dando igual protección a toda forma de fe religiosa, sin permitir que
la autoridad del gobierno civil se alistase contra la mezquita del musulmán,
contra el altar del adorador del fuego, la sinagoga judía, o la catedral
romana.

Los principios de Roger Williams lo pusieron en perpetua lucha con el clero


y gobierno de Massachussetts. Williams no pactaba con la intolerancia,
porque decía: la doctrina de la persecución por causas de conciencia es
evidente y lamentablemente contraria a la doctrina de Cristo Jesús.

Los magistrados insistían en exigir la presencia de todo hombre en el oficio


divino, Williams reprobaba la ley, mirando como una abierta violación de
los derechos de un hombre compelerlo a unirse con aquellos de creencia
diversa; arrastrar al templo a los incrédulos o mal querientes, era santificar
la hipocresía. Una alma incrédula, añadía, está muerta en pecado, y forzar
al indiferente en una creencia a entrar en otra, es como mudar de mortajas
a un cadáver. Nadie debe ser obligado a adorar, por mantener una
creencia, sin su propio consentimiento.

Qué, le contestaban los puritanos, ¿el trabajador no merece su


salario?—Que se lo pague el que lo ocupa, replicaba el heresiarca de la
tolerancia. Su perspicacia le hizo desde entonces prever la influencia de
sus principios en el gobierno de las sociedades. En los últimos días de su
vida confirmó sus primeras ideas diciendo: “será un acto de misericordia y
de justicia para las naciones esclavizadas romper el yugo de la opresión
del alma, como es de fuerza obligatoria, hacer que todos y cada interés y

71
conciencia preserven la libertad y la paz comunes”.

¡Y la luz fué! Desde Williams acá unos más pronto, otros más de mala
gana y refunfuñando, han tenido que apagar sus tizoncitos y dejarse de
esa bufonada de mal género que consiste en quemar hombres para mayor
honra y gloria de Dios.

No tengo con qué acabar cuando yo entro en el campo de la teología; me


vuelvo yankee como usted ve, y hasta gangoso me pongo al leer estos
razonamientos. Pero mal que le pese, tengo aún que apuntar una de las
fuerzas de regeneración, propaganda y auxilio al moroso que tienen en
movimiento la inteligencia en Norte América y fuerzan a marchar adelante
a los rezagados. Su origen y su forma es religiosa, si bien sus efectos se
hacen sentir en todos los aspectos sociales. Hablo del espíritu de
asociación religiosa y filantrópica, que pone en actividad millares de
voluntades para la consecución de un fin laudable y consagra caudales
gigantescos a la prosecución de su obra. En este punto el norteamericano
se ha creado necesidades espirituales tan dispendiosas e imprescindibles
como las del cuerpo mismo, y esta provisión de necesidades del ánimo,
aquel tiempo, trabajo y dinero empleado en dejar satisfecho un deseo, una
preocupación, muestra cuán activa es la vida moral de aquel pueblo.
¿Quién pudiera ser más infatigable propagandista que el católico exclusivo
para quien no hay salvación fuera de la iglesia, y está en posesión de una
verdad, de que ve a tantos millares de sus semejantes extraviados?
Preguntadle al clero más intolerante cuánto dinero gasta de su bolsillo
para proseguir la reducción de los infieles, la moralización de las masas.
Poquísimo, por desgracia, y ese poco no es debido al sentimiento religioso
que lo anima, sino a las cualidades personales y a las predisposiciones de
ánimo del que se consagra a las obras de propaganda y filantropía. ¿A
quién le ha ocurrido en la América española intentar una cruzada contra la
borrachera? En Estados Unidos se cuentan ya por millares los
propagandistas celosos de la templanza, y por cientos de miles los que
han subscripto la obligación de no probar licores, hasta que la raza
humana se cure de esta enfermedad que desbarata toda economía y
destruye toda moralidad.

El norteamericano satisface deberes, y llena necesidades de su corazón y


de su espíritu con su dinero; y si hubiera de formar su presupuesto anual
de gastos diría 100 en comer y vestir, 20 en propagar las buenas ideas
religiosas, 10 para obras de filantropía, 50 para fines políticos, 20 para

72
civilización de los bárbaros. Así distribuída la inversión del fruto del trabajo,
se permite la libertad de mostrarse egoísta, duro e interesado.

La Sociedad americana de templanza data desde 1826 y ya en 1835 había


en el país ocho mil sociedades, con millón y medio de miembros. La
caridad por los borrachos no se limita a buenos ejemplos. Cuatro mil
destiladores de aguardientes desmontaron sus alambiques, ocho mil
comerciantes se abstuvieron de vender licores, y mil doscientos buques se
hicieron a la vela sin provisión de aguardiente. La legislatura de
Massachusetts prohibió la venta de líquidos alcohólicos por menos de 15
galones. The tract society, que tiene por objeto moralizar las clases
ambulantes, como los marineros y otros, publicó en 1835 cincuenta y tres
millones de páginas. La Sociedad americana de escuelas dominicales,
formada en 1824, recolectaba diez años después 136.855 pesos en un
año, había hecho 600 publicaciones diversas, y estaba en contacto con
16.000 escuelas, 115.000 maestros, cerca de 800.000 discípulos.

La Sociedad bíblica americana ha recibido desde su fundación hasta ahora


poco, dos millones y medio de pesos, y abandonado a la circulación cerca
de cuatro millones de ejemplares de la Biblia. Omito hablar a Vd. de las
misiones en el Occidente, en cuyos países una sola de ellas mantiene 308
misioneros, 478 escuelas, 17 imprentas, 4 fundiciones de tipos para
imprimir libros en idiomas ignorados aun de nombre en Europa. Los
resultados de las misiones americanas en Sandwich los conocemos todos
para que haya de detenerme sobre ellos, pues mi ánimo al recordar todas
estas sociedades es sólo hacer sensible una de las muchas fuerzas
civilizadoras que están en continua acción para mejorar moral, religiosa y
políticamente la condición del pueblo. No es raro ver un banquero como
Girard, que deja millón y medio de duros para que se funde un colegio en
que se eduquen jóvenes bajo ciertas condiciones por él prescriptas, y otros
filántropos que, como Franklin, dejen un fondo para que dentro de dos
siglos se disponga de los intereses capitalizados. En todo este enorme y
complicado trabajo nacional, verá Vd. predominar una grande idea, la
igualdad; un sentimiento, el religioso, depurado de las formas exteriores;
un medio, la asociación, que es el alma y la base de toda la existencia
nacional e individual de aquel pueblo.

73
Elecciones
Dos cosas me habían hecho desear inspeccionar personalmente los
Estados Unidos. La colonización y la práctica del sistema electoral; el
modo de poblar el desierto, y la manera de proveer al gobierno de la
sociedad. Sobre lo primero mis deseos quedaron satisfechos, y pude ver
claro, y darme cuenta de todo el mecanismo. Un hecho al parecer tan
espontáneo, tan irregular, encierra, sin embargo, una teoría, una ciencia y
un arte. Hay un sistema de principios, de leyes y de reglas para colonizar
prósperamente, de cuya infracción u olvido han resultado todas las
poblaciones raquíticas de nuestros países. Río de Janeiro, Montevideo,
Buenos Aires, Valparaíso, son ciudades posteriores a la formación de las
colonias españolas. Toda la ocupación de la América del Sur está
montada en los errores más garrafales en el arte de poblar; y la mitad de
los desastres de nuestras repúblicas estaban ya preparados por el sistema
de colonización española. Era esta una mina que debió reventar con el
fuego de la independencia. Mis aserciones las justificaré en un trabajo
especial sobre los sistemas y medios de población y ocupación del
territorio. Creo con esto haber llenado un vacío en nuestros conocimientos
americanos.

No anduve tan feliz en materia de elecciones. Es cosa ésta para vista,


pues por lo que hace a principios generales, cada Estado, y la constitución
de los Estados Unidos en general, dan idea insuficiente. Durante mis
rápidas excursiones en aquel país, no me cupo en suerte ver elecciones
sino una, en Baltimore, de mayor autoridad, equivalente a la de lord mayor
de Londres, a lo que creo. Era preciso haber presenciado muchas
elecciones, en distintos lugares y con diversos objetos, para penetrar en la
práctica de las instituciones norteamericanas, el juego de las pasiones
políticas, y las combinaciones de los partidos. ¿Puede haber materia de
estudio político más grande que la del medio preciso, exacto, de hacer
llegar a los destinos públicos el hombre más apto para desempeñarlos?
Podemos estar seguros de haber confiado la ejecución de un cuadro, de
un palacio, de una nave al primer artista o constructor de la tierra; pero,
¿podremos acercarnos siquiera a la verdad cuando se trata en un Estado

74
de confiar a un individuo, diputado, presidente o corregidor, el encargo de
producir el mayor bien posible para toda una sociedad, y, acaso, para
generaciones y para la humanidad entera? El sistema electoral es,
todavía, un caos por desembrollar; un germen apenas fecundado, y sólo
en los Estados Unidos se ha desenvuelto lo bastante por una práctica
comparativamente larga.

El único incidente electoral que presencié fué el empeño de los diarios


demócratas en exaltar a los irlandeses emigrantes contra el candidato del
partido whig, invitándolos a que se reuniesen con los demócratas en la
elección. Este espectáculo no era por cierto muy edificante. La chusma
irlandesa, apenas llegada de Europa, es allá lo que en Chile son los rotos,
y al juicio de uno y otros, echado en la balanza en cuanto conocimiento de
la conveniencia pública, no le da, sin duda, mucha importancia.

No pudiendo de propia experiencia transmitirle mi juicio sobre lo que no vi


en materia de elecciones, lo suplo extractando de los viajes del
frenologista Combe, cuanto a este respecto ha dejado escrito. Es un buen
testigo, y su saber, el ser inglés, amar la república, y una imparcialidad y
franqueza sincera, lo hacen un juez competente y una autoridad. Lo que
sigue es una traducción de este autor:

“A lo que he podido comprender, los candidatos para los empleos del


Estado no van de puerta en puerta a solicitar votos en Massachussetts,
como lo he visto en Escocia. Estamos en vísperas de una elección anual, y
se han convocado meetings preparatorios por cada uno de los partidos de
la ciudad. Estos eligen para representante delegados preparatorios de
todas las asambleas, y preparan una lista de candidatos para ser
propuestos a su partido, como personas competentes para llenar el
empleo vacante. Llámanse estas listas tickets. El ticket whig como el ticket
democrático se anuncian por los diarios de los respectivos partidos, siendo
el uno sostenido, y atacado el otro con todos los hechos, argumentos,
agudezas y aun me temo que por todas las invenciones, falsedades, que
el talento y la malicia de cada partido puede aducir en sostén de sus
propios candidatos y en desdoro de los contrarios. Debemos deplorar el
olvido de la verdad, cortesía y delicadeza que estas luchas traen en la
prensa pública, sin embargo de que todos los que se han mezclado en la
vida pública saben que prácticas semejantes deshonran en una grande
extensión la prensa británica.

“Los votantes están registrados en un libro y la ciudad y condados

75
divididos en distritos de convenientes dimensiones, en cada uno de los
cuales se establece una mesa y se anuncia públicamente. Los electores
acuden a estas estaciones el día de las elecciones; cada uno anuncia su
nombre al empleado encargado del registro; y si está, en efecto,
registrado, el votante pasa a la urna y deposita en ella su lista impresa y se
retira. Numerosos partidarios de cada bando asisten para impedir las
tentativas de votar bajo un nombre falso. Ningún hombre puede votar dos
veces, porque es borrado en el registro desde que aparece la primera vez.
El voto no está firmado por el votante, porque esto traicionaría el secreto
de su voto; pero le miran prolijamente la mano, para que no introduzca dos
o más tickets en la urna. Al fin de la elección los tickets son examinados, y
después de una comprobación de los votos, hecha por empleados
nombrados al efecto, quedan electos los candidatos que tienen mayoría
absoluta sobre el número total de votantes. Si un individuo no está
satisfecho con el ticket de su partido, puede borrar algunos nombres y
substituirlos con otros de su elección. Como, por lo general, no hay
concierto entre los que tales alteraciones hacen, rara vez ven electos a sus
candidatos, no consiguiendo otra cosa que debilitar a su propio partido.
Estos votos son mirados como separados, y técnicamente se les llama
extraviados. Alguna vez acontece que haya dos o más tickets, conteniendo
cada uno de ellos listas de diferentes candidatos, y si cada una de estas
listas se presenta en número igual, el resultado es que no hay elección.
Cada lista puede ser sostenida por un tercio o menos de votantes; y como
por la ley es esencial para que haya elección una mayoría sobre todos los
votantes, ningún candidato es electo. Entonces se señala día para
proceder a nueva elección. Me he asegurado de que la intimidación en el
sentido inglés de la palabra, es desconocida. Si se intentase causaría
mucha alarma y sería resistida con buen éxito. El voto de cada hombre es
conocido de su partido, y aunque cada individuo tiene en su poder medio
de ocultarlo, pocos o nadie lo hacen. No hay conmoción ni excitación hostil
en las elecciones.

“He hecho repetidas investigaciones sobre el mecanismo interno puesto en


operación antes de las elecciones, y me han informado que es el siguiente:
cada partido nombra comisiones en cada distrito para solicitar votantes.
Conversan con ellos con respecto al mérito de los candidatos presentados
en su ticket, a fin de persuadirlos a que vayan a votar por ellos. Los
miembros ricos subscriben una suma de dinero para pagar los gastos de
discursos, impresos, avisos, salones para los meetings, y aun carruajes
para traer los enfermos a las mesas en cada elección. El número de

76
votantes son la mitad o los dos tercios de todos los que tienen derecho de
votar, a no ser en ciertas ocasiones de grande excitación, en que casi
todos toman parte. Los abogados toman una gran parte en las elecciones;
pero el clero y los médicos casi no se ocupan de esto. Pueden algunos
individuos de entre aquellas profesiones hacerlo, pero éstas son
excepciones de la regla general. Los que conocen los movimientos del
mecanismo político en Inglaterra, reconocerán a este respecto la
semejanza entre uno y otro país. Me han asegurado que en los Estados
Unidos la urna no ofrece protección ninguna al votante. Sábese
perfectamente por quién vota cada individuo; y no hay intimidación, porque
el hombre que amenazase a otro con las consecuencias de votar en tal
sentido, sería deshonrado públicamente. Los políticos consideran que
nosotros, los ingleses, damos mucha importancia a la urna en Inglaterra, y
me aseguran que ella no protege al votante como esperamos. Pero no
conocen la condición de abyecta dependencia de muchos de los votantes
ingleses, ni la violencia que se practica sobre sus conciencias; no
comprendiendo la indulgencia con que son mirados en Inglaterra los
intimidadores”.

Elección en el Estado de Nueva York. Hoy llegó a Boston la noticia de las


elecciones de los miembros de la legislatura, gobernador, etc., de Nueva
York:

“El partido whig sacó a la plaza dos piezas de artillería de bronce


pertenecientes al Estado, e hiciéronse salvas. Con tanta simultaneidad y
presteza fueron disparados ambos cañones, que por lo pronto creí que era
todo un parque de artillería. Preguntando cómo los cañones del Estado
podían ser prestados para celebrar un triunfo de partido, se me dijo que
estaban igualmente al servicio del partido opuesto cuando tenía alguna
victoria que celebrar.

“Hoy visitamos a Salem, una ciudad marítima a cosa de 14 millas de


distancia de Boston, más abajo de la bahía de la costa del Norte. Era día
de elecciones en el Estado. Yo visité una de las mesas y encontré
hombres a la puerta teniendo las listas de los candidatos rivales, y
ofreciéndolas a cada votante en el acto de entrar. No sin dificultad pude
persuadirles de que yo no era votante. El votante se presenta al secretario
de la mesa y anuncia su nombre; búscase éste en el registro, se marca,
echa el voto en la urna y se va. Todo se hallaba tranquilo, y sólo unos
cuantos individuos estaban estacionados en el lugar de la votación,

77
conversando y calculando las probabilidades.

“Las elecciones de Boston han sido publicadas, y a consecuencia de una


escisión del partido whig con motivo de la licence-law, aquel partido ha
perdido por una gran diferencia. Por la ley, debe concurrir mayoría sobre el
número de electores para que haya elección. Tres listas de candidatos se
presentaron en las mesas. Una por los candidatos democráticos; otra por
los whigs que eran contra la licence-law (ley prohibiendo vender
aguardiente por menos cantidad de quince galones) y otra por los whigs,
sin expresión de opinión alguna sobre aquella cuestión. Sólo aquellos
individuos cuyos nombres se hallaban en ambas listas whigs tuvieron
mayoría sobre el número de votantes y fueron electos. Debe haber una
nueva elección para los que tenían menos, y que no son electos por tanto.

“Espero con toda confianza que como el partido whig ha triunfado en el


Estado de Nueva York, propondrá y sancionará un bill para que se
establezca un registro de votantes en aquel Estado, en donde actualmente
no sólo prevalece el sufragio universal (excluyendo pobres de solemnidad
y difamados), sino que la calificación se hace en las mesas, circunstancia
que ha conducido a las más groseras falsificaciones, y dado lugar a
prácticas vergonzosas en la última elección, particularmente en la ciudad
de Nueva York”.

“Alborotos en Harrisburg. Harrisburg, una villa a orillas del Susquehannah,


cerca de ciento cinco millas de Filadelfia, es la capital política de la
Pensilvania, en donde tiene sus sesiones la legislatura del Estado. La
legislatura se reunió a principios de Diciembre; pero, a consecuencia de
una disputa con respecto a un informe, dos speakers fueron elegidos, y se
organizaron dos cámaras de diputados. Esto se hizo tranquilamente. Sin
embargo, cuando comenzó la sesión anual del Senado en la tarde del
mismo día, estaba reunido un atropamiento con el intento de imponer a
aquel cuerpo la marcha que había de seguir. El Senado postergó sus
sesiones, y el atropamiento organizó una comisión de salvación, que
dirigía sus procedimientos. El desorden reinó por algunos días sin que
ninguna de las dos cámaras de la legislatura pudiese celebrar sesiones
con regularidad. “La cámara ejecutiva, y el departamento de Estado fueron
cerrados, dice el gobernador Ritner, y la confusión y la alarma
prevalecieron en el asiento del gobierno”. La milicia fué convocada, y
obedeció a la intimación. Su presencia sin derramar sangre, disipó todo lo
que mostraba síntomas de violencia declarada, y bajo su protección los

78
miembros de la legislatura quedaron en libertad de arreglar a su modo sus
propias diferencias.

“Grande era la excitación, no sólo en Harrisburg, pues el asunto despertó


por toda la Unión un vivísimo interés. Quien no esté habituado con el
pueblo y las instituciones, se habría imaginado al recorrer los informes de
los diarios, que había comenzado en Pensilvania una nueva revolución y
una guerra civil; mas estas impresiones se desvanecen viendo las cosas
de cerca. En cuanto me fué posible entenderlo, los motivos de la disputa
eran los siguientes: Una enmienda importantísima a la Constitución del
Estado había sido últimamente adoptada por el pueblo, la cual debía tener
efecto el 1 de Enero de 1839. Debe tenerse presente que las recientes
elecciones acababan de dar preponderancia al partido democrático en los
tres ramos de la legislatura; y cuando el gobernador democrático Porter
entró en funciones en Enero, hubo muchos cambios de empleados whigs
para instalar en su lugar a sus oponentes. Los partidos, sin embargo,
están de tal manera contrabalanceados, que la lucha por el poder es de
vida o de muerte, y no hay resorte legal y político que no se toque por el
partido whig para mantenerse en los empleos, y por los demócratas para
expulsarlos. La sala de representantes se compone de cien miembros. De
éstos hay electos sin disputa:

Miembros democráticos
44
Mientras hay ocho asientos
del condado
de Filadelfia disputados
y pretendidos
por ambos
--------------------------------------------
100

“El condado (sin la ciudad) está dividido en diez y siete distritos, y cada
distrito nombra una persona, en todo diez y siete individuos, cuyo deber es
hacer el escrutinio de los votos. Los diez y siete jueces reunidos
examinaron los votos, recibieron pruebas, oyeron consejos de ambas
partes, y por una mayoría de diez votos contra siete desecharon los votos
de los liberales del Norte, y prefirieron los ocho candidatos democráticos.
Pasaron al secretario de Estado estos miembros, como debidamente
electos. Según ellos, la forma legal de pasar el informe estaba llenada; a
saber, dieron certificado de que las personas nombradas tenían el mayor
número de votos para sus respectivos oficios, y que ellos, los jueces, los
declaraban estar debidamente electos. La minoría, sin embargo, era de

79
opinión que conforme a la ley, la mayoría de los diez y siete jueces había
excedido sus poderes constitucionales, declarando quiénes eran los
electos. Según su interpretación de la ley, los diez y siete eran meros
oficiales ministeriales, cuyos deberes eran sólo de escribanos, y consistían
en sumar el total de votos sufragados por cada candidato en su distrito, e
informar de ello a los oficiales correspondientes. La ley no les da poder
para desechar el voto de un distrito o de parte de un distrito. La minoría
whig, por tanto, dió un certificado a los siete candidatos suyos, de
conformidad a su manera de ver la ley, y lo despacharon inmediatamente
al secretario de Estado, que era también whig. Este certificado llegó antes
del de los demócratas, y cuando el último llegó, se negó aquél a recibirlo
alegando que ya había recibido un informe, que era su deber presentar a
la Sala, dejándole a ésta la incumbencia de obrar según lo creyese
conveniente. Según la ley, los individuos que traen certificado de los
oficiales que extienden el informe, toman sus asientos y votan hasta que
sean desposeídos por un voto de la Sala, a petición de sus oponentes. Si
estos siete whig hubiesen entrado en la Sala de representantes y votado,
habrían dado a su propio partido una mayoría temporal por lo menos, y
bajo su ascendiente nombrado un speaker (presidente), un secretario, y
acaso un tesorero de Estado y un auditor, además de un senador del
Estado de Pensilvania al Congreso de los Estados Unidos.

“El partido democrático, considerándose en posesión bona fide de la


mayoría de votos, y de haberse hecho un informe legal, no quería
someterse a ser desposeído de sus ventajas, por lo que él designaba
como un fraude whig; mientras que los whig, creyéndose tener certificados
en regla, insistían por ocupar sus asientos hasta que sus oponentes
obtuviesen una decisión de la Sala rechazando sus pretensiones.

“Fácil es colegir la magnitud de los desórdenes que se siguieron a este


conflicto. Los dos partidos estaban casi contrabalanceados, y sus temores
y esperanzas excitados profundamente. El pueblo mismo es el poder
dominante, y cuando está excitado, no teme responsabilidad alguna legal,
sino que lleva a efecto sus deseos y convicciones en el modo que mejor
cuadra a las exigencias del momento. Apelará a las leyes cuando el mal
de que se queja no se hace irremediable con la demora; pero, en el caso
presente, si los demócratas hubiesen dejado a sus oponentes tomar
posesión de sus asientos, el daño se habría perpetrado ipso facto, y
recurrieron a un alboroto para impedirlo. En cualquier país de Europa,
(¿qué diremos del resto de América?) un asalto tumultuoso sobre la

80
legislatura, si hubiese tenido efecto, habría sido el precursor de una
revolución; pero aquí es un suceso de importancia muy subalterna. En los
Estados Unidos una revolución no puede conducir a otra cosa que a la
pérdida de la libertad. El sufragio es punto menos que universal, y el
pueblo elige, directa o indirectamente, no solamente la legislatura, sino
todos los empleados del Estado. Las imaginaciones más desarregladas no
pueden idear una forma más democrática de gobierno; y como no hay
clase aristocrática que tenga intereses separados ni sentimientos diversos
de los del pueblo que pudiese usurpar el poder, una revolución conduciría
al despotismo. Los Estados están muy lejos de aquellas condiciones en
que el despotismo se hace posible. No hay una multitud pobre, ignorante y
sufriente, que un ambicioso pueda arrastrar a prestarle su fuerza física
para echar por tierra las libertades de su país. Una gran porción de
electores son dueños de fincas, mientras que la más humilde clase posee
propiedad y algún grado de inteligencia. Todos han sido educados en el
amor, no sólo de la libertad, sino también del poder. No hay desórdenes
sociales dignos de mención, y los que existen no son de naturaleza de
inducir a los ricos a desprenderse de su libertad, a trueque de asegurar la
salvación de sus vidas y propiedades. Generalmente hablando, la justicia
de hombre a hombre es hecha bien y ejecutada vigorosamente. Solamente
cuando el gobierno obra contra el pueblo, o el pueblo está poseído del
frenesí de hacer mal por medio de los tumultos, se sienten débiles los
poderes ejecutivo y judicial. Estas ocurrencias son raras y nacen de
causas temporales y específicas. No hay descontento general,
reforzándose secretamente hasta que se halla en actitud de estallar por
entre de las junturas que la ley deja, buscando desagravio en la anarquía y
en el derramamiento de sangre. Toda injusticia es sentida, y proclamada
por mil lenguas a guisa de trompetas, pintándola con las formas más
exageradas; y como el pueblo domina absolutamente en la legislatura y en
el ejecutivo, no puede durar hasta hacerse verdaderamente formidable.
Mirados a la distancia los gobiernos de los Estados particulares, pueden
aparecer tan débiles que se crea a la sociedad constantemente expuesta a
la anarquía; pero cuando se examina de cerca la condición del pueblo, se
ve que faltan los elementos de anarquía. Estos gobiernos apoyados en los
intereses populares, en la inteligencia popular y la voluntad popular, tienen
una base tan ancha, que en las presentes circunstancias de la nación es
imposible trastornarlos, y como el poder de reconstrucción está
constantemente presente, aunque fuesen dislocados en algunas de sus
partes, se reunen con una rapidez, y reaccionan con una actividad que
muestra los más fuertes indicios de salud y de vigor.

81
“Una democracia es un rudo instrumento de regla en el estado presente de
las costumbres y de la educación en los Estados Unidos, y no he
encontrado aún un radical inglés que haya tenido el beneficio de cinco
años de experiencia, que no haya renunciado a su creencia, y cesado de
admirar el sufragio universal. Pero la grosería de la máquina y su eficacia
son cosas diferentes. Es grosera porque la masa del pueblo, aunque
inteligente en comparación con las masas europeas, está aún muy
imperfectamente instruída, cuando sus conocimientos y su cultura se
miden con los poderes que tiene que manejar. Es eficaz, sin embargo, es
sólida en su estructura, y sus bases son fuertes.

“Leo sin alarma las relaciones de los tumultos de Harrisburg, y el


llamamiento de las tropas de los Estados Unidos para reprimir la rebelión,
como la llaman muchos diarios, y de la marcha de mil hombres de milicia
al lugar de los disturbios. Yo sé que los tumultuarios tienen fincas, tiendas,
mujeres, hijos y otras relaciones, y que tienen un gran cuidado de sus
vidas e intereses; de antemano, calculaba que, por grandes que sean los
gritos y las amenazas, no habrá ni derramamiento de sangre, ni
destrucción de propiedad. Y así sucedió en efecto. Los tumultos han
desaparecido; la legislatura sigue sus deliberaciones en paz, y ya empieza
todo el mundo a admirarse de que haya pasado toda aquella bulla”.

“Derecho de sufragio de Pensilvania.—Ultimamente ha sido adoptada una


enmienda a la Constitución por el pueblo de Pensilvania, por la cual se
hace depender el derecho de sufragio de una residencia de un año en el
Estado, en lugar de dos que se necesitaban antes, y de diez días de
residencia del votante en el distrito en que ha de votar, cosa que no se
requería, y en el pago de una contribución del Estado o del condado.
Requiérense ambas contribuciones, pero toca a la legislatura determinar la
clase de pruebas por las cuales se han de acreditar aquellos requisitos y
aquella residencia. Las personas de color residentes en el Estado, aunque
libres y pagando contribuciones, son privadas del derecho de votar. Antes
de la enmienda no habían palabras especiales para excluirlas; pero pocos
se aventuraban a reclamar su privilegio, tan inveterada es la preocupación
contra ellos.

“El gobernador Ritner, en su Mensaje, urge con fuerza sobre la necesidad


de dictar leyes que regularicen las elecciones, para prevenir los fraudes
que hasta ahora han prevalecido. Añade que otra razón exige ahora una
legislación más estricta y específica sobre ese asunto: “El número de

82
empleados que deben ser elegidos por el pueblo dará a las elecciones
más interés, y a cada voto individual mayor valor presente y local que el
que antes tenía, y sujetará, en consecuencia, el poder del votante
individual, que se ha hecho hasta hoy el poder directo, a mayor peligro de
fraude y de malas prácticas que antes, cuando su influencia era más
remota”.

“Apuestas sobre las elecciones.—Ritner añade: “Yo recomiendo


fuertemente la sanción de una ley más efectiva contra las apuestas sobre
elecciones, cuya práctica forma la más perniciosa clase de juego. Las
apuestas en el juego de otras clases sólo perjudican a las partes mismas,
mientras que éste hace una herida a los derechos de todos, y destruye la
confianza que cada ciudadano tendría en las decisiones de la urna”.

“No sólo es así, sino que también destruye la confianza de los hombres
honrados en la naturaleza humana misma. Cuando la masa del pueblo a
quien se le ha confiado el poder soberano, puede permitir a uno de sus
propios miembros convertir el sagrado encargo de elegir gobernadores,
magistrados y legisladores en materia de juego, se muestra indigna de la
libertad. La existencia de una práctica semejante en tal extensión que
requiera la interposición legislativa, representa una pintura humillante del
ascendiente del espíritu de avaricia y especulación, sobre la moralidad y la
razón, en una porción al menos del pueblo de este Estado. El más violento
calumniador no podría inventar cargo que afectase más profundamente el
carácter moral, y que más poder tuviese para destruir la confianza de los
extranjeros en las instituciones de Pensilvania, como esta reconocida
bajeza. Un pueblo se está preparando para el despotismo cuando
convierte las franquicias electorales en un mero asunto de especulación
pecuniaria. Pero el sentimiento público se sublevó en virtuosa indignación
contra práctica tan deshonrosa, y, como tendré en adelante ocasión de
observarlo, la suprimió bajo las penas más severas”.

“Elección civil de Nueva York.—La elección de Mayor y consejeros para la


ciudad de Nueva York acaba de terminarse. El partido democrático ha
quitado el poder a los whigs y anda ahora celebrando su triunfo.

“Es esta una revolución en la opinión, que ha dejado a todo el mundo lleno
de admiración.

“La elección es el asunto universal de conversación. Un periódico hace en


estos términos la pintura de aquella escena: “Los loco-focos andan

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triunfantes por todas partes, sonriendo con todas sus infernales bocas. Al
concluir la elección del martes pasado, viendo el diablo que él había
metido en ello la cola, empezó a alegrarse también, y atrajo una de esas
tormentas nordeste que causan centenares de enfermedades de
consunción, y traen por millares el fastidio y los diablos azules. ¿Pero qué
cuidado se les da a los loco-focos de la lluvia, ni de mojarse? Cuando ellos
ganen en otra región futura la caliente mansión que les aguarda, tendrán
sobrado tiempo de secar sus andrajosos trapos, ante el fuego que jamás
se extingue. Nunca se vió Tammany-Hall y sus alrededores en tales
éxtasis de contento. Las miriadas de los loco-focos, tan numerosas como
las langostas de Egipto, estaban ayer en completo éxtasis en toda la
ciudad. Lluvia, golpes, harapos, ¿quién cuida de eso? decían. Hemos
aporreado a los condenados whigs, y esto basta”.

“Créese, generalmente, que en el presente caso han sido empleados


medios deshonrosos por ambos partidos para ganar las elecciones. No
hay registro de votantes en la ciudad, y el título de cada uno que pretende
votar es determinado en la mesa. Ciudadanía y residencia son las
principales calificaciones. Se dice que un gran número de extranjeros han
sido admitidos a votar por una de las cortes de ley, sin que tuviesen los
requisitos legales. Se ha asegurado que los inmigrantes gobiernan la
ciudad, con exclusión de los nativos, y se pide una residencia más larga y
se desearía imponerla, como un título a la ciudadanía. También se han
cometido fraudes en la ley que requiere residencia en un barrio, como
calificación para votar. Cuando un partido había obtenido una fuerza
supernumeraria de votantes legales en un barrio, pero encontrádose débil
en otro, había trasladado una porción de su número del barrio fuerte a
dormir una sola noche en el barrio débil: se habían presentado al día
siguiente en la mesa, y jurado que eran residentes en él, votado, y vuelto
inmediatamente a sus casas. De este modo violaban el espíritu, pero no la
letra de la ley. Llaman a esta operación colonizar. Los hombres virtuosos
de ambos partidos admiten que se debe poner término a todos estos
fraudes, o la urna será una mera farsa; con este motivo dicen: “el que más
maula hace, reune más dinero, compra y coloniza, gana elecciones”. Por
esto se pide que haya una ley de registro.

“Estas contiendas conducen sin referencia a principios morales, a


desmoralizar todas las clases, y hacen un duradero daño a una república
que no tiene otra áncora de salvación que la virtud de sus ciudadanos.
Introducir la inmoralidad en las elecciones es hacer traición a su país.

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Verdad es que esta es la única forma en que un americano pueda cometer
aquel crimen.

“Al mismo tiempo que condeno aquellas inmoralidades republicanas, debo


hacer justicia a las instituciones; pues antes de la próxima elección se
dictó una ley muy restrictiva para curar estos males, y ambos partidos
admitían que había producido sus deseados efectos. Una ley de registro
había pasado antes de mi salida, de manera que la reproducción de
aquellos abusos era imposible. De este modo mientras que lamentamos
las aberraciones de los americanos, no debemos cerrar los ojos a su
tendencia a rectificar sus propios errores, y corregir los extravíos en el
sendero del deber”.

“Ley de elecciones.—El 7 de mayo sancionó la legislatura de Nueva York


una ley para remediar los abusos que se perpetraba en las elecciones. Por
ella se dispone que toda persona que jure falso en cuanto a su calificación
será criminal de perjurio, y las personas que indujeren a otros a jurar en
falso, serán criminales de soborno de perjurio, y ambos castigados en
conformidad.

“Las personas que tratasen de influir a un elector o apartarlo de votar,


pagarán una multa que no baje de 500 pesos, o sufrirán una prisión que no
exceda de un año, o ambas penas a un tiempo. Las personas que voten u
ofrezcan votar en un barrio que no sea el suyo propio, o más de una vez
en una elección, serán castigadas con prisión o multa en ambos casos.
Los habitantes de otro estado que voten en este serán criminales de
felonía, y serán puestos en la prisión de Estado por un término que no
pase de un año”.

“Elección de Nueva York.—El partido democrático ha triunfado en la


elección de los miembros para la legislatura de la ciudad de Nueva York
por una mayoría de mil quinientos. Los diarios de aquella ciudad de ambos
partidos reconocen que la elección ha sido conducida con orden y decoro,
y que el resultado expresa francamente la opinión de la mayoría. Esta
elección tuvo lugar bajo la ley enmendada: las elecciones civiles del
pasado abril habían sido señaladas por deshonrosa corrupción en general,
y perjurios de ambos partidos.

“En el Estado de Nueva York, los whigs han elegido el gobernador y los
electores de ambas cámaras de la legislatura; de modo que los
demócratas sólo tienen ascendiente en la ciudad”.

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“Elección de Boston.—Hoy es el día de hacer elección en Boston para
gobernador y otros empleados del Estado, y para miembros de la
legislatura; y yo fuí a una mesa a observar los procedimientos. Había
orden y buen humor; pero la opinión está profundamente dividida sobre la
ley que prohibe la venta de licores al menudeo, y estas diferencias van a
obrar sobre la legislatura por medio de la urna electoral. Ya he
mencionado que por sólo la agitación moral, la causa de la temperancia
había hecho tan grandes progresos en Massachusetts, que en 1838 la
legislatura sancionó una ley a la cual concurrieron whigs y demócratas,
prohibiendo la venta de todo licor que contuviese alcohol, en menor
cantidad que quince galones, excepto con licencia especial; que muchos
amigos de la temperancia se opusieron a ella desde el principio, porque
llevaban las cosas demasiado adelante, y por ser errónea en principio. En
la mesa de las votaciones encontré un ticket regular whig, conteniendo una
lista de puros whigs; un ticket demócrata, con una lista de puros
demócratas, ambos sin referencia a la cuestión de temperancia; un ticket
unión liberal, conteniendo puros candidatos whigs, pero una mitad
partidarios y otra adversarios de la temperancia, o como decía, con mucha
gracia, un amigo “un ticket compuesto de un vaso de ron y otro de agua
alternativamente”. Había un ticket whig temperante, cuyos candidatos eran
todos whigs y abogados de la temperancia; un ticket democrático
temperante, en el cual todos eran demócratas partidarios de la
temperancia. A más de estos había un ticket liberal whig, uno
independiente democrático, otro unión temperancia, y otro abolición, no
siéndome posible saber el significado preciso de muchos de ellos. El
resultado de esta elección en todo el Estado fué que el gobernador whig
Eduardo Everett fué removido, y Mr. Marcus Morton, un juez demócrata,
fué nombrado gobernador por una mayoría de uno; los whigs conservaron
su ascendiente en el senado y en la sala de representantes sólo por una
diminuta mayoría; y, cuando se reunió la sala, su primer acto fué abolir la
ley sobre el menudeo de licores espirituosos casi a la unanimidad”.

El presidente de los Estados Unidos.—En marzo de 1839 debe expirar el


primer término de oficio de M. Van-Buren, y una nueva elección de
presidente tendrá lugar en 1840. Desde que llegamos a los Estados
Unidos los diarios whigs habían opuesto a Mr. Clay como el candidato
para la presidencia por parte de los whigs, a Van-Buren nombrado por los
demócratas para ser reelecto. Los whigs han tenido una convención de
delegados de todos los Estados en Harrisburg, en Pensilvania, en la cual

86
dejaron a un lado a Mr. Clay y nombraron al general Harrison, residente en
North-Rend en el Estado de Ohío como su candidato, y a Juan Tyler de
Virginia para la vicepresidencia. Mr. Clay ha escrito una hermosa carta
renunciando a sus pretensiones y aconsejando unanimidad en las filas
whigs en favor de Harrison y Tyler. Los delegados, al regresar a sus
estados respectivos, convocan a los miembros de su partido a un meeting,
para explicarles las razones que han guiado a la Convención en la
elección hecha. Reúnense, entonces, meetings de ciudad y de condados,
a los cuales se comunican estas explicaciones. Por medio de este
mecanismo los whigs de todo este vasto país son invitados a comenzar las
operaciones bajo este mismo espíritu para asegurar el éxito del objeto de
esta elección. Los demócratas siguen una marcha semejante; pero, como
están en el poder, su conducta es más bien defensiva que agresiva”.

“La falta de un libro de registro de votantes es indudablemente un defecto


en la ley de elecciones de Nueva York; pero, si algún partido político
propusiese tal arreglo, sería acusado por el otro de querer restringir los
derechos populares, y hacer de ello capital político. En la ciudad de Nueva
York, sin embargo, prevalecía el partido democrático en 1839, mientras
que el partido whig dominaba en la legislatura del Estado. Los whigs se
aprovecharon de la oportunidad suministrada por los groseros fraudes
practicados en la elección municipal de Nueva York, para sancionar una
ley mandando se llevase un registro de electores en aquella ciudad. No lo
habrían hecho así para el Estado, porque el grito de derechos populares
se habría levantado contra ellos con éxito, mientras que nada perdían en
la ciudad por pertenecer ya a sus oponentes. Por tanto, estableciendo un
registro para aquella ciudad, hacían el bien que les era posible, esperando
ocasión de hacer extensiva la ley a otros lugares”.

“Para adquirir popularidad es preciso buscar la opinión pública por su lado


flaco. Ya he descripto a la gran mayoría de los votantes americanos como
jóvenes ardientes, llenos de impulso, activos y prácticos, pero deficientes
de miras, profundas y extensas, y también incapaces de proseguir un bien
distante en medio de obstáculos y dificultades. También dejo establecido
que su educación, en proporción de los poderes que ejercen y de los
deberes, es muy defectuosa. Para ganar el favor de un pueblo en esta
condición de ánimo, no basta por sí misma la actual capacidad para
conducirse con honradez e independencia en el desempeño de los
destinos públicos; debe, además, dirigirse a sus sentimientos
predominantes, participar de sus aversiones y predilecciones capitales, y

87
adherirse con ardor a la causa o al partido que sabe gozar de más alto
favor”.

“El puede representar su propia capacidad para el empleo, y su certificado


será recibido, con tal que bajo otros respectos su conducta y principios
sean aprobados. Si en el desempeño de sus funciones se condujese muy
mal, será depuesto del empleo al fin del término por el cual fué elegido;
pero la más sabia y concienzuda ejecución no le asegurarán en lo general
mantenimiento en el empleo, si aboga públicamente por sus opiniones
impopulares, aunque no tengan relación con su empleo, o si pertenece a
un partido que haya perdido el favor público, o sido despojado del poder”.

“El mejor remedio que puede proponerse para los males descriptos, me
parece que consiste en una educación más alta, y en dar mayor
preparación a los electores; si ellos hubiesen sido más completamente
instruídos en su juventud con respecto a las leyes que reglan la
prosperidad de las naciones como también en las cualidades del espíritu
humano, y en la indispensable necesidad de que los empleados públicos
tengan integridad y juicio para el recto manejo de los negocios, entonces
exigirían de sus hombres públicos más capacidad para captarse el favor
popular, y de este modo se conservarían en posesión de los empleos
hombres útiles y fieles”.

“La excitación del espíritu público durante la lucha por la presidencia es


grande y universal; la lengua deja de expresar y los oídos de escuchar
otras palabras que aquellas que se refieren a la elección; la prensa brama
bajo el peso del asunto, y todas las funciones de la vida parecen estar
consagradas a este objeto. La elección del presidente engendra mucha
borrachera y desorden, fraudes, mentiras, soborno, seducción e
intimidaciones; pero, también, produce muchísimo bien. Las medidas del
gobierno son severamente examinadas por la razón, como también
interpretadas por las pasiones; toda la Unión es conmovida por un solo
interés, y la impresión de que todos pertenecen a una nación se agita
vivamente. Por un momento se olvidan los intereses locales y una sola
pulsación vibra desde el Maine al Misisipí. Mi temor es que sin la repetición
de estas elecciones, el pueblo de los diversos Estados llegaría
rápidamente a mirar a los otros como extranjeros, llevándolo,
insensiblemente, a aflojar los lazos que ligan a una gran nación. Las
elecciones de miembros para el congreso no producen este efecto;
porque, aunque aquella asamblea es nacional, cada uno de sus miembros

88
representa una sección del país. Sólo el presidente deriva del poder del
pueblo de toda la Unión”.

“En la elección que tuvo lugar en noviembre de 1839, se trajo a las mesas
del escrutinio en Nueva York la cuestión de la moneda corriente. Las
divisas de los partidos eran por una parte bancos y papel-moneda, y por la
otra metálico, y una ley que proveyese de tesoreros en cada Estado. Estas
son cuestiones sobre las cuales Adam Smith, Ricardo, Mac Culloch, y los
más profundos economistas han diferido en opinión. ¿Vuestra educación
os habilita para entenderlas y decidirlas? ¡No! Y sin embargo vuestro
pueblo obra, entienda o no entienda. Vota en favor de los sostenedores del
papel, y el papel florece. Si sucede lo contrario, llevan al poder a los
partidarios del metálico, y el papel y el crédito desaparecen. Hace el
pueblo experimentos. Pero ¡qué experimentos! ¡Cuántos millares de
individuos y de familias son arruinados por la violencia de cada cambio!”

89
Incidentes de viaje

90
Nueva York
Mis aventuras de viaje en los Estados Unidos no merecen intercalarse
entre las reflexiones que el espectáculo de aquel país me ha sugerido, por
lo que sólo referiré a usted algunas que creo pueden interesarle. Tomando
balance a mi bolsa en París, hallé los últimos días de julio que me
quedaban escasos cosa de 600 duros. El viaje a través del istmo sólo
cuesta 700, y aún me quedaba por visitar la Inglaterra. Esta quiebra, que
defraudaba parte de mis esperanzas, aguzaba como sucede siempre los
deseos. ¡No ver la Inglaterra, ni el Támesis, ni aquellas fábricas de
Birmingham ni Mánchester! ¡No entrar en aquel océano de casas de
Londres, ni ver los bosques de mástiles de los docks de Liverpool!...
¡Maestro de escuela en viaje de exploración por el mundo para examinar
el estado de la enseñanza primaria, y regresar a América, sin haber
inspeccionado las escuelas de Massachusetts, las más adelantadas del
mundo! A caza de datos sobre la emigración, que había querido estudiar
en Africa: ¿podría darme cuenta de ella, sin visitar los Estados Unidos, el
país a donde se dirigen todos los años doscientos mil emigrantes?
Republicano en perspectiva y con la presencia de la resurrección de la
república en Francia: ¿volvería sin haber visto la república única, grande y
poderosa que existe hoy en la tierra?

Luego, donde la realidad flaquea, la imaginación continúa la obra. Si


llegare a la Habana siquiera, allí me ingeniaría, para pasar a Venezuela,
donde, por la prensa, la enseñanza y otras trazas, me haría de recursos y
de relaciones, para atravesar el continente hasta Bogotá, y de allí hasta
Quito a asomar al fin la cabeza en Guayaquil, realizando por economía de
medios, el viaje más novedoso y sorprendente que haya hecho americano
de nuestros días. Los fenicios que circunnavegaron el Africa, se detenían,
al decir de Herodoto, de distancia en distancia, a sembrar trigo y
cosecharlo para continuar su viaje. ¿Por qué no me detendría yo en
Caracas, por ejemplo, a enseñar mis métodos de lectura, borrajear
páginas en la prensa, abrir cursos pedagógicos, y cosechar unos cuantos
pesos, para irme arrastrando poco a poco hacia los climas del sur, de
donde había partido?

91
Por otra parte, volver por el Cabo Hornos a Chile era tan prosaico y tan
desairado efecto hacía en la carta náutica que tenía abierta por delante,
que cogiendo a dos manos mi valor de calavera por reflexión, y bien
pesado el pro y el contra, resolví no sólo visitar la Inglaterra, los Estados
Unidos, el Canadá, y México, y más si en ello me venía la fantasía, a fin de
completar la idea que de largo tiempo halagaba mi codicia, de hacer un
viaje en derredor del mundo civilizado. ¿Qué podría objetarse a este plan?
Marcharía con el reloj en una mano y la bolsa en la otra, y donde esta
antorcha se me apagare... me quedaría a obscuras, y a tientas y con maña
buscaría mi camino hasta Chile.

Tranquilizado con estas ideas, paseéme holgadamente en Londres,


recorriendo despacio la línea de ferrocarriles, que por Birmingham,
Manchester, conduce a Liverpool donde paré ocho días con el joven
argentino emigrado D. N. de la Riestra y establecido de muchos años en
una casa de comercio. Embarquéme en el Montezuma, buque de gran
calado, paquete de vela que hacía once millas a la menor brisa, y que
llevaba cuatrocientos ochenta emigrantes irlandeses a Norte América. Mi
poco ejercicio en el inglés me hizo tratar de cerca a una familia judía que
hablaba el francés. Una vez, al salir de la cámara, como no acertase a
abrir la puerta, un pasajero me dijo en español: tire usted que está abierta.
Era Mr. Ward, de la casa de Huth Gruning de Valparaíso, y desde
entonces pude creerme, gracias a sus deferencias, libre de perderme,
desconocido en el nuevo mundo que iba a visitar. Un senador de los
Estados Unidos regresaba de Europa, y conocía a Mr. Horace Mann, el
célebre secretario del Board de Instrucción Pública de Massachusetts, y
como llovida del cielo me venía una carta de introducción para este
eminente maestro, pudiendo en ella Mr. Ward responder que conocía la
misión y la idoneidad del recomendado. Mi camino se aclaraba, poco a
poco, y todo temor, salvo el de flaquearme la bolsa, iba por grados
desapareciendo.

La vida de mar es poco contábile. Por las tardes me acercaba a la


cubierta, a donde salían como ratas de sus cuevas los infelices irlandeses,
desnudos, macilentos, animada su existencia por la esperanza de ver, en
la tierra prometida, el término de sus miserias. Emigraban viejas
sexagenarias, y un ciego mendigo tocaba por las tardes la zampoña, para
que bailasen damas mugrientas, chupadas y desmelenadas, con galopines
en cueros o cubiertos de andrajos, lo que no estorbaba que se agrupase
en torno de aquellas parejas con figuras de convalecientes de hospital, un

92
público con trazas de turba de casas de corrección. Habíales entrado la
gana de morirse y seis u ocho cadáveres se arrojaban al mar algunos días,
sin que el baile de la tarde estuviese por eso menos concurrido.

Llegamos al fin a la rada de Nueva York, que por sus ensenadas y


profundidad, como por la belleza del paisaje, recuerda, con colores más
suaves y formas menos grandiosas, la de Río de Janeiro. La vista de esta
naturaleza plácida despierta involuntariamente en el ánimo el recuerdo de
los caracteres de Wáshington y de Franklin, prosaicos, comunes, sin brillo,
pero grandes en su sencillez, good-natured sublimes a fuerza de buen
sentido, de laboriosidad y honradez. Iba preparado al espectáculo, y no me
sorprendieron ni las colinas hermosísimas cubiertas de bosques, ni las
caletas, canales y ensenadas que rodean la ciudad, llenas de barcas y
cruzadas por centenares de vapores. Nueva York es el centro de la
actividad norteamericana, el desembarcadero de los emigrantes europeos,
y por tanto, la ciudad menos americana en su fisonomía y costumbres de
las que presenta la Unión. Barrios enteros tienen calles estrechísimas y
desaseadas, alineadas de casas de mezquina apariencia. Los cerdos son
personajes obligados de las calles y escondrijos, donde nadie les disputa
sus derechos de ciudadanía. Ocupa el centro de la parte más hermosa de
la ciudad el Broad-Way, la calle ancha que toca por un extremo en Garden
Castle, y en su desenvolvimiento enseña Trinity Church, templo gótico de
hermosa arquitectura y de cierta magnificencia, cosa rara en los Estados
Unidos. Ha sido construído por acciones, como todas las grandes
empresas norteamericanas. Hay en el Broad-Way hermosos edificios
particulares, un bazar en mármol blanco, que se cree no tiene rival en
Europa, y un teatro en construcción para ópera italiana. En una hora conté
en el Broad-Way 480 carruajes entre ómnibus, carros y coches que
pasaban frente a la ventana de mi Boarding-house. Por la noche dábase el
Hernani en un teatro improvisado en Garden Castle, y allí nos reunimos
seis sudamericanos: Osma del Perú; el joven Alvear argentino; el señor
Carvallo y su secretario de legación, mi amigo Astaburuaga, y un recién
llegado, que a poco se introdujo en la conversación, preguntando:
¿conocen ustedes a un señor Sarmiento, que debe haber llegado de
Europa? Era don Santiago Arcos, quien, reconociéndome por el tal, me
dijo que venía desde Francia en mi seguimiento, que desde allí seríamos
inseparables hasta Chile, y que éramos amigos, muy amigos de mucho
tiempo, acompañando estas palabras con aquel reir de buena voluntad
que tiene, y que haría desarmar la extrañeza más quisquillosa.

93
La prima donna cantó por añadidura, el jaleo, dirigiendo a nuestro grupo
desde las tablas palabras en español que le fueron contestadas con una
cuchufleta de manolo, de manera que estaba, por decirlo así, en país de
lengua castellana y de relaciones antiguas, pues que al joven Osma lo
había conocido en España, y vuéltolo a encontrar en Londres, si no me
engaño. Hasta las antiguas glorias de la patria y sus actuales miserias
encontraba allí representadas en el general Alvear, con quien, allanadas
ciertas dificultades de etiqueta, y merced a reticencias convencionales,
pasé tres días oyéndolo hablarme de los pasados tiempos. El general
Flores, del Ecuador, había también recalado por allí, asaz mohino y
cariacontecido, de lo que nos divertíamos Osma y yo por los malos ratos
que le habíamos dado en Madrid.

Nueva York es la capital del más rico de los Estados americanos. Su


municipalidad sería, por su magnificencia, comparable sólo al Senado
romano, si no fuese ella misma compuesta de un Senado y una Cámara
de Diputados que legislan sobre el bien de medio millón de ciudadanos.
Sólo la de Roma le ha precedido en la construcción de gigantescas obras
de utilidad pública, si bien de los restos de los famosos acueductos que
traían el agua a la ciudad eterna, ninguno ha vencido dificultades tan
grandes, ni empleado medios más adelantados. El acueducto de Croton
ha costado a la ciudad de Nueva York trece millones de pesos; prodúcele
una renta anual de seiscientos mil, y sus habitantes pueden en el cuarto
piso de sus casas disponer de cuanta agua necesitan torciendo una llave.
El acueducto de Croton comienza en el río Croton, que corre a cinco millas
del Hudson en un condado vecino. El dam o depósito de agua, que de él
se ha formado para dar igualdad a la masa de aguas, tiene 250 pies de
largo, 70 de ancho en el fondo, 7 arriba, y 40 de alto, construído todo de
piedra y cemento. Forma un lago dentro de estas paredes de granito, cuya
área cubre cuatrocientos acres de terreno, conteniendo 500 millones de
galones de agua. Desde este gran depósito parte el acueducto perforando
las montañas, o sostenido por arcadas sobre los valles como los
acueductos romanos de Segovia y la Sabinia, dejando bajo puentes
altísimos paso a los torrentes que atraviesa. Antes de llegar al río Harlem,
trae así recorridas treinta y tres millas. El acueducto es de piedra, ladrillo y
cemento, abovedado por arriba y por abajo, con 6 pies 3 pulgadas de
ancho abajo, y 7 pies 8 pulgadas en lo alto de las murallas del costado, y 8
pies 5 pulgadas de alto. Lleva desde 13 y media pulgadas por milla, y
descarga 60 millones de galones de agua cada veinte y cuatro horas.
Sobre el río Harlem pasa en un magnífico puente de piedra de 1450 pies

94
de largo con 14 pilares, ocho de los cuales sostienen arcos de ochenta
pies de abertura, y otros de cincuenta, con superposiciones de 114 pies
sobre el nivel del agua. El canal pasa aquí en tubos de hierro colado que
dos hombres alcanzarán apenas a abrazar. El receptáculo que recibe las
aguas en la calle 86, a 58 millas del de Croton, cubre 35 acres, y contiene
150 millones de galones. El depósito de distribución sobre el monte
Murray, calle 40, cubre cuatro acres, es de piedra y cemento y a cuarenta
y cinco pies sobre el nivel de la calle, y contiene veinte millones de
galones. Desde allí se distribuye el agua por toda la ciudad en tubos de
hierro, colocados en la tierra a suficiente profundidad para que el agua no
se hiele en el invierno. Los tubos de 6 a 36 pulgadas de diámetro miden
170 millas; el agua sube a los pisos de las casas, y hay otros tubos para
volver a la tierra las aguas sucias. El derecho que la Municipalidad cobra
sobre el agua basta para pagar el interés de 13 millones de capital
invertido, los salarios de los empleados y dejar una utilidad anual de más
de medio millón, ahorrando a los vecinos los millones que gastaban antes
en proveerse de agua de calidad menos exquisita que la de Croton.

Hacían más gratas las emociones que el examen de la grande obra del
acueducto me causaba, los inteligentes comentarios, y las explicaciones
de incidentes prolijos que a medida que recorríamos los hermosos
alrededores de Nueva York, me iba haciendo don Manuel Carvallo,
enviado extraordinario de Chile en Wáshington. La solicitud de este amigo,
pues desde entonces nos hemos dado este nombre, me sacaba de aquella
especie de desamparo en que creía encontrarme entre los pueblos del
Norte de América, de lo que había sufrido moralmente y mucho en el norte
de Europa. Con él visité el Saint-James-College de los Jesuítas, donde
estudiaban varios jóvenes chilenos, las fábricas de caotchouc, donde se
confeccionaban puentes militares impermeables y equipos completos de
campaña, como asimismo todo aquello que en monumentos,
construcciones y establecimientos merecía ser conocido del viajero.

Con su simpático secretario Astaburuaga emprendíamos las correrías de


detalle, sazonadas por recuerdos de Chile, y animadas por la comunicativa
causerie de dos amigos que vuelven a verse después de algunos años.
Llevóme a visitar el cementerio Greenwood, separado de Nueva York por
un canal.

Abraza el cementerio un espacio inmenso de terreno en el estado de


naturaleza. Accidentado por ligeras ondulaciones, ofrece una variedad de

95
aspecto que cambia a medida que se penetra en su solitario recinto.
Bosques seculares sombrean los terrenos bajos y aún las aguas de las
lluvias se depositan en lagunatos y zanjas. Un camino espacioso para
carruajes serpentea sin sujeción a merced de los accidentes del suelo; las
yerbas del campo crecen a sus anchas en matorrales y arbustos, y en lo
alto de las pequeñas colinas descuellan, ya aislados, ya en grupos,
arbolillos graciosos de los que forman la variada flora norteamericana. Allí,
en el seno de la Naturaleza, reposan, en sepulcros desparramados a
discreción por la vasta superficie, las cenizas de los que quisieron dejar
algún rastro sobre la tierra de su efímero pasaje. A la sombra de una
encina secular se abriga una tumba de estilo gótico; una linterna de
Diógenes corona un montículo, y en el fondo de un vallecito, entre
arbolillos vistosos, se muestra un templete griego, depositario de un
sarcófago. ¿No es cierto que este sistema de cementerios a la rústica,
verdadero campo de los muertos, infunde sentimientos de plácida
melancolía, aligerada por la contemplación de la Naturaleza, volviéndole a
ella los restos orgánicos de ella recibidos, para que disponga sin sujeción y
a su arbitrio nuevas combinaciones y nuevas existencias? Al menos esta
impresión me causaba la vista, desde alguna parte elevada del
cementerio, apoyado en un sepulcro, de Nueva York coronada de humo, y
Brooklyn su vecina, la Bahía hermosa con sus grupos de buques cual
bosque de invierno, y los estrechos agitados por la marea que levantan los
poderosos vapores, terminando la perspectiva el océano, límite natural de
cosas terrenas, frontera de lo infinito e imagen imperfecta de la inmensidad.

El santuario de mi peregrinación era Boston, la reina de las escuelas de


enseñanza primaria, si bien cuando objetos de estudio nos llevan a un
punto, es permitido hacer un rodeo en busca de sitios pintorescos. Para ir
a Boston, pues, porque está al naciente del Hudson, dispuse mi derrotero
por Búfalo que está exactamente al Oeste. La cascada de Niágara y los
célebres lagos estaban de por medio, y no había que trepidar en más o
menos dóllars, no obstante el estado angustiado de la plaza, que no tenía
víveres (hablo de mi bolsa), sino para contados días. Embarquéme en
Nueva York a las siete de la mañana para Albany (144 millas, un peso) a
donde llegué a la tarde, pocos momentos antes de la partida del tren de
Búfalo (325 millas, doce pesos), en todo 469 millas en vapor o camino de
hierro, y tres días de marcha, con descansos de un cuarto de hora de
distancia en distancia para comer y almorzar.

El Hudson es poética, histórica y comercialmente hablando, el centro de

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vida de los Estados Unidos. Camino de Boston, de Montreal, de Quebec,
de Búfalo, del Niágara y de los lagos; arteria principal por donde fluyen los
productos del Canadá, Vermont, Massachusetts, Jersey y el estado de
Nueva York; sus aguas están de continuo literalmente cubiertas de naves,
a punto de hacerse obstrucciones de la vía, como en las calles de las
grandes ciudades. Los vapores se cruzan como exhalaciones meteóricas,
y los remolques traen consigo una feria de buques amarrados a sus
costados que levantan con sus quillas una verdadera marea a su frente.
Catorce naves cargadas preceden y siguen al motor, ocupando una ancha
superficie del río. Los vapores de transporte asumen en los ríos
norteamericanos la forma y la elevación de casas flotantes de dos pisos,
con azotea y corredores.

Dan nuevo realce al espectáculo, de suyo grandioso por las formas


colosales de estos hoteles ambulantes, la apariencia culta, esmerada y
aun ceremoniosa de los pasajeros, pues es práctica general de hombres y
de mujeres ponerse vestidos de fiesta para hacer expediciones por agua o
ferrocarriles, si bien la fría reserva del carácter yankee y su sociedad
imprimen a estas grandes reuniones cierta fisonomía uraña que en Europa
sería tachada de aristocrática, siendo considerada en el lugar de la escena
por testigos europeos, como selvática, cuando solo es en verdad reserva
necesaria. Las damas ocupan la parte anterior de los grandes salones y
son el objeto de atenciones oficiales. Dan todavía más animación a estos
vapores la colocación de los prácticos y timonel a la proa del buque, en
lugar alto y aparente, y a veces debajo de un elegante kiosco, dirigiendo,
por cadenas que mueven un torno, el timón del buque, desde donde
pueden descubrir a cada instante su ruta, cual si fueran realmente la
cabeza y el alma inteligente de aquella máquina. La campana suena a
cada momento, anunciando la proximidad de un lugar del tránsito, para
que se preparen a desembarcar los que se dirigen a él.

Desde lo alto de la azotea del buque, dominando ambas riberas, el viajero


ve desfilar delante de sí, villas risueñas, montículos coronados por edificios
y árboles, y a sus costados centenares de buques de todas formas y
dimensiones que hacen su camino en sentido opuesto en aquella calle
pública, inmensa, resplandeciente y tersa como un espejo. Así pasan
revista, desde la salida de Nueva York, al océano, la bahía con su movible
panorama de buques, y las pintorescas islas, estrechos y canales. La
ciudad de Jersey, en frente del embarcadero, la roca de Weehawken, que
sale exabrupto de entre las aguas y sirve de base a una villa edificada en

97
su cumbre, pintoresco término avanzado a la entrada de las Palizadas,
que son una muralla perpendicular de rocas acantiladas, que se alzan
cuatrocientos y quinientos pies sobre la superficie de las aguas, y costea el
río por espacio de veinte millas. Este accidente de la naturaleza da al
paisaje una grandiosidad indescriptible, mientras, por el otro lado, la ribera
ostenta villas, ciudades, arboledas, colinas y bosques que mantienen la
animación y despiertan la curiosidad. Alguna ruina también corona alguna
altura, y los nombres de Hamilton y Wáshington son recordados por
algunas piedras subsistentes de fuertes tomados y destruídos durante la
guerra de la independencia. Monumentos vivos son, empero, Westpoint, la
academia militar en cuyo recinto 230 cadetes guardan permanentemente
el fuego sagrado de las tradiciones y la ciencia de la guerra. El asilo de los
huérfanos, el hospital de locos y otros edificios públicos prestan, desde las
alturas, sus formas griegas a la decoración del río que se las disputa al
Rhin en belleza, y que no tiene rival sino en la China en actividad y
movimiento.

Al fin se presenta Albany, la capital política del estado de Nueva York,


porque parece que los congresos yankees huyen del bullicio de las
grandes ciudades. Los edificios públicos corresponden al título de capital,
aún más que a la extensión de la ciudad la importancia de sus edificios
particulares. El camino de hierro recorre desde allí 325 millas al oeste,
pasando por Amsterdam, Jonda, Utica, Roma, Verona, Manlius, Siracusa,
Camillus, Séneca, Itaca, Waterloo, Génova, Viena, Víctor, Byron, Batavia,
Alejandro, Attica y otras muchas ciudades que reunen en una línea los
nombres de ciudades, países y hombres de diversos tiempos y lugares.

Búfalo, término del viaje, está en el extremo este del lago Erie, que lo es, a
su vez, de la navegación del Hurón, el Michigan y el Superior. La
emigración alemana, sobre todo, ataca esta línea de navegación por
Chicago, que está al extremo oeste del Michigan y en contacto con las
cabeceras del Mississipi; y por Búfalo, que sirve de centro a la navegación
del Ohio por el canal de Cleveland y del Hudson por el canal del Erie. La
vista de esta ciudad, estrecha para el número de habitantes que contiene,
me hizo un efecto singular. Una turba de buques de vapor dejaba escapar
de sus chimeneas la gruesa mole de humo del fuego que aún se está
encendiendo. La descarga de pieles de búfalo, y otras producciones del
comercio con los salvajes, contrariaba el movimiento de la procesión de
pasajeros que se dirigen al puerto, mientras que volviendo la vista a la
ciudad, descubríanse sobre lo alto de los edificios centenares de hombres

98
ocupados afanosamente en construir edificios nuevos, agrandándose la
ciudad de improviso para satisfacer a las necesidades de una población
que cada año aumenta de veinte mil almas. Búfalo tiene a su alcance,
como todos los centros predestinados de comercio futuro en la Unión, un
depósito de carbón en la península que forma el Michigan y el contiguo
Huron.

De Búfalo adelante las obras humanas, ferrocarriles, villas nacientes y


plantaciones nuevas, deslucen las sublimes obras de la naturaleza. Desde
allí al norte principia el pedazo más bello de la tierra. El río Niágara sale
del Erie manso y cristalino, reflejando en sus ondas rododendrones y
encinas entremezcladas, formando a los lejos lontananzas azuladas de
selvas primitivas, bajo cuyas espesuras pueden aún verse los rastros
misteriosos del mocasín del indio indómito. Abrese en dos al formar la
grande isla, y recoge luego sus aguas para prepararse al sublime juego de
aguas que comienza en los Rápidos, y termina en la Cascada. El rumor
lejano de este salto portentoso, la neblina que se alza en el cielo de
partículas acuáticas, la excitación que causa la proximidad de sensaciones
de largo tiempo esperadas y presentidas, traen al viajero desasosegado y
acusando de lentitud al tren que lo arrastra. Llégase por fin a Niágara-Falls
, villa que alimenta la concurrencia de curiosos, desde donde el redoble
pavoroso de la caída atruena los oídos, el torbellino de agua se hace más
visible, descollando blanquecino sobre las copas de los árboles; y entre los
claros que sus troncos dejan a medida que uno se acerca, divísase
contrastando con la opacidad de la enramada sombría, algún pedazo de
rápidos, como un fragmento de plata bruñida. Son estos rápidos cascadas
subacuáticas en que la enorme masa del Niágara viene despeñándose,
sobre un lecho de rocas escarpadas, que no se presentan a la vista, y que
dan al agua un blanco marmóreo. Mil trágicas aventuras han ocurrido,
desde el cazador indio que distraído un momento por el ardor de la
persecución sintióse llevado de la corriente en su frágil piragua, y después
de esfuerzos sobrehumanos para resistirla, apuró su calabaza de
aguardiente, y de pie con los brazos cruzados se dejó llevar a la catarata,
que ni los cadáveres entrega de sus víctimas, hasta los presidiarios que
apoderados de un vapor, no supieron gobernar y vieron descender la mal
dirigida nave a los rápidos y la catarata, sepultándolos para siempre el
abismo sin fondo que ha excavado la caída. Hablábase del reciente fin de
un niño caído en los rápidos y que ya tenían de la mano en la isla de la
Cabra, que promedia las dos caídas, volvióseles a escapar.

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Describir escena tan estupenda sería empeño vano. Lo colosal de las
dimensiones atenúa la impresión de pavor, como la distancia de las
estrellas nos las hace aparecer pequeñas. Cítanse con elogio los versos
que el espectáculo inspiró a una señorita.

Flow on for ever, in thy glorious robe


Of terror and beauty. God hath set
His rainbow on thy forehead; and the cloud
Mantled around thy feet. Awe he doth give
Thy voice of thunder, power to speak to Him
Eternally—bidding the lip of man
Keep silence; and upon thine altar pour
Incense of awe-struck praise.

Teníame por pasajero pasablemente erudito en punto a cascadas. Había


visto la de Tivolí, tan bella, tan artística y tan poéticamente acompañada
de recuerdos históricos; la del Rhin, la más grande que ocurre en Europa,
y aquellas cien que alegran el paisaje suizo en los Alpes. La de Niágara,
empero, sale de los términos de toda comparación; es ella sola en la tierra
el más terrífico espectáculo. Sus dimensiones colosales, la enormidad de
las masas de agua, y las líneas rectas que describe, le quitan, empero,
toda belleza, inspirando sólo sensaciones de terror, admiración y aquel
deleite sublime que acusa el espectáculo de los grandes conflictos.
Imaginaos un río cristalino, como el Bío-Bío, descendiendo de golpe de un
plano superior a otro inferior. Cortado el borde perpendicularmente, el
agua describirá un ángulo recto al cambiar del plano horizontal al vertical,
y desde allí, después de revolverse sobre sí misma en torbellinos
plateados, seguirá el nuevo plano inferior con la misma mansedumbre que
antes de caer. La belleza de la cascada la hacen las puntas de rocas
salientes, que fuerzan el agua a retroceder, lanzarse en el aire,
subdividirse en átomos e impregnarse de luz.

La vista de las otras cascadas me había hecho sonreír de placer; más en


la del Niágara sentía que las piernas me temblaban, y aquella sensación
fiebrosa que indica que la sangre se retira de la cara. Llegándose a ella
por la isla de la Cabra, que la subdivide en dos, el ánimo viene
alegremente preparado por la escena menos tumultuosa que presentan los
rápidos, en que el Niágara desciende cincuenta pies en una milla. El
bosque primitivo que cubre la isla y oculta tras su ramaje la vecina ciudad,
la perspectiva aguas arriba en que el río viene caracoleando, presenta uno

100
de esos golpes de vista risueños, virginales, tan comunes en los Estados
Unidos. La cascada inglesa tiene la forma de una herradura y cuatro
cuadras de desenvolvimiento, sin accidente ni interrupción alguna. La
cascada del lado americano tiene doscientas yardas de ancho y esto la
hace llamar la chica. En ambas cae el agua desde 165 pies y el canal
excavado en la roca que la recibe, tiene cien varas de profundidad y ciento
treinta de ancho. Al ver escritas estas cifras averiguadas por mensura,
nótase la incompetencia del ojo humano para abrazar las grandes
superficies. San Pedro, en Roma, aparece una estructura de dimensiones
naturales, y la cascada del Niágara se achica a la simple vista para
ponerse al nivel de nuestra pequeñez.

El espesor de la masa de agua es de 21 pies, de manera que no pudiendo


atravesarla la luz, conserva su color verde en el centro de la caída. Este
accidente, que revela a los ojos la magnitud de la escena, aumenta el
pavor que inspira. Vésela desde una linterna o garito construído en la isla
de la Cabra; vésela mejor todavía porque se llega al borde de ella desde el
lado inglés, desde donde el ojo puede perfilar la línea vertical de la caída y
medir el abismo que gruñe como una tormenta de rayos, o un aguacero de
cañonazos a sus pies. Vésela en todo su esplendor y magnificencia desde
a bordo de un vapor que sube todos los días del lago Ontario, llega
cargado de pasajeros hasta cien yardas de distancia de la caída,
detiénese allí con su motor listo para contrariar la atracción de los
remolinos, tirita el casco sobre aquella agua atormentada, y espumando
como si estuviera en delirio, y vuelve atrás con los pasajeros, satisfechos
ya de emociones terríficas. Pero, la cascada no se siente, no se palpa,
sino descendiendo al abismo que le sirve de base, envolviéndose para ello
en capotes de goma elástica y dejándose conducir de la mano por un guía
debajo de la caída misma, donde se ha practicado un camino en la roca,
con pasamanos de fierro, que garantizan de las caídas ocasionadas por la
presencia de centenares de anguilas mucosas y resbaladizas que se
acogen entre las sinuosidades de la roca. Colocado en el fondo de esta
singular galería, aturdido, anonadado por el ruido, recibiendo sobre su
cuerpo la caída de gruesos chorros de agua, ve delante de sí una muralla
de cristal, que creyera dura y estable si las filtraciones de goteras no
causaran la presencia del líquido elemento. Salido de aquel húmedo
infierno, volviendo a ver de nuevo el sol y el cielo, puede decirse que el
corazón ha apurado la sensación de lo sublime. Una batalla de doscientos
mil combatientes no causará emociones más profundas.

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Del lado inglés hay un magnífico hotel y un museo, donde se muestran
búfalos vivos y se venden esponjas de mar y coral petrificados, que se
desprenden del suelo en que está la cascada. Aquello fué fondo de mar en
otro tiempo.

Distínguese esta caída de las otras del mundo en que está situada en el
centro de una llanura, sin que a primera vista se descubra la causa de su
existencia. Descendiendo, empero, hacia Ontario, el fenómeno se explica
fácilmente. El lago Erie está en el centro de una plataforma espaciosísima
sin accidente alguno. Este llano es la superficie superior de una meseta,
cuyo borde está cerca del Ontario, el cual está situado sobre otra meseta
inferior. La diferencia de nivel que hay entre uno y otro lago es de 300
pies; y la caída del río Niágara que los une entre sí, debe hacerse
necesariamente en el borde del banco o meseta superior, que está no
lejos de las márgenes del Ontario. Pero la caída se encuentra siete millas
más arriba, y la roca está excavada en un profundo zanjón de la altura de
la caída. La catarata ha ido, pues, cambiando de lugar, o más propiamente
hablando, va lentamente en marcha hacia el Erie, adonde llegará un día.
Bastaría fijar, por medio de la observación, la distancia que avanza al año
la catarata, derrumbando o carcomiendo la roca que le sirve de lecho, para
sacar una parte de la cronología del globo. Según el geólogo Lyell,
admitiendo que solo un pie retroceda por año, ha necesitado 39.000 años
para llegar desde el borde de la escarpa que está cerca de la ciudad de
Queenston. Pero modifican este cálculo las diferencias de la altura de la
caída en cada uno de los lugares de su estación, y la diversa resistencia
que han debido oponerle la mayor o menor adherencia de las rocas que va
encontrando. La primera vez que un europeo ha descripto la cascada, ha
sido en 1678, que lo fué por unos misioneros franceses que levantaron de
ella un diseño. Otra descripción hay de 1751; pero las observaciones
geológicas no comienzan sino de una época muy reciente. Desde 1815
adelante las dos caídas han ido alterando su forma por el derrumbe de
enormes trozos de rocas, y desde 1840 la isla de la Cabra ha perdido
algunos acres de terreno.

Mr. Lyell descubrió hasta cuatro millas más abajo del lugar de la caída, el
lecho antiquísimo del río sobre la superficie de la tierra y aun a mayor
altura de la que hoy tiene el Niágara. Las conchillas fluviátiles que se

102
encuentran en bancos de residuos en la isla de la Cabra, se hallan
perteneciendo a las mismas especies y épocas, en una línea hacia el
Ontario que señala la dirección que llevaba el río. Tenemos, dice este
geólogo, en el costado de los barrancos que va dejando el Niágara, un
cronómetro que mide ruda, pero significativamente, la inmensa magnitud
del intervalo de años que separa el tiempo presente de la época en que el
Niágara corría por muchas millas más al Norte sobre la superficie de la
plataforma. Este cronómetro nos muestra cómo los dos sucesos que
creemos coetáneos, la desaparición de los mastodontes y la época de la
primera población de la tierra por el hombre, pueden estar a distancias
infinitamente remotas una de otra. El geólogo, añade, puede cavilar sobre
estos acontecimientos hasta que lleno de espanto y de admiración, olvida
la presencia de la catarata misma, y deja de percibir el movimiento de sus
aguas, ni oye su estampido al caer en el profundo abismo. Pero, así que
sus pensamientos vuelven al momento presente el estado de su espíritu,
las sensaciones despertadas en su corazón se hallarán en perfecta
armonía con la grandiosidad y belleza de la gloriosa escena que lo rodea.

103
Canadá
El ferrocarril que corre al costado del zanjón formado por la cascada hasta
Queenston, cerca del Ontario, lleva los pasajeros que se dirigen hacia
Quebec o el lago de Champlain. Después de haber saboreado aquel
magnífico espectáculo, iba yo en mi banco rumiando las emociones
pasadas, y dejando escapar, de vez en cuando, alguna exclamación de la
admiración que había experimentado. Un yankee, que me escuchaba con
la plácida frialdad que distingue a este tipo de hombre, me mostró la
cascada bajo un punto de vista nuevo. Beautiful! Beautiful! decía, y para
explicarme su manera de sentir la belleza, añadía: esta cascada vale
millones. Ya se han puesto algunas máquinas a lo largo de los rápidos, de
donde por canales poco costosos se sacan caídas de agua para darles
movimiento. Cuando la población de los Estados se aglomere hacia este
lado, el inmenso caudal de agua de la cascada americana puede ser
subdividido, y desviándolo, por canales que corran sobre el terreno
superior, traerlos a descargarlo al cauce inferior del Niágara, a los puntos
donde se hallen establecidas máquinas de tejidos y de otras industrias.
¿Se imagina usted—me decía—que pueden usarse motores de agua de la
fuerza de cuarenta mil caballos si se necesita? Entonces el Niágara será
una calle flanqueada por ambos lados de siete millas de usinas, cada una
con su caída de agua del tamaño que la necesite el motor. Los buques
vendrán a atracar a la puerta y llevar por el San Lorenzo, el Champlain, o
el canal de Oswego, las mercaderías a Europa o a Nueva York. Beautiful!
Beautiful! añadía, extasiado en la aplicación útil de aquella mole enorme
de agua, que hoy sólo sirve para mostrar el poder de la Naturaleza. Yo
creo que los yankees están celosos de la cascada y que la han de ocupar,
como ocupan y pueblan los bosques.

Pasando de un ferrocarril a otro, en medio de bosques todavía


despoblados, atravesando villorrios apenas diseñados, sin poderse uno
dar cuenta cómo pueden andar vagones por aquellas soledades
desamparadas, se pasa a uno de Stages, diligencias que remiendan
intervalos sin rieles, y en Queenston va a alojarse a bordo del vapor que
espera el tren para descender el Ontario, tocando en Oswego, boca del
canal que liga este lago con el canal que une el Ontario con el Hudson.

104
Van Buren, el expresidente, promoviendo la abertura de este canal
auxiliar, dió valor a unos terrenos que poseía en las inmediaciones, sin que
nadie haya criticado su procedimiento de egoísta; pues el canal
completaba, realmente, el estupendo sistema de comunicaciones
acuáticas de que he hablado en otro lugar.

El país está aún despoblado por esta parte; el vapor del Ontario se acerca
a los barrancos, adonde salen los paisanotes de fraque y las mozas
envueltas en cachemiras a tomar pasaje. Divísanse a lo lejos aisladas en
el bosque aquellas cabañas de troncos de árboles superpuestos, o de
tablas descoloridas, que sirven de morada por los primeros años al
plantador que recién está descuajando el bosque. El paisaje conserva toda
la frescura virginal que Cooper ha pintado en aquellos inimitables cuadros
del Ultimo Mohicano. Ya he dicho a Vd. que desde Búfalo hacia esta parte
está el pedazo más bello de la tierra. Sin la petulante lozanía de los
trópicos y sin la fría severidad de los bosques del Norte de la Europa,
mézclanse en la escena ríos como lagos, lagos como mares, rodeados de
una vegetación primorosa, artística en sus combinaciones y grandiosa en
su conjunto. Traíame arrobado de dos días atrás la contemplación de la
Naturaleza, y, a veces, sorprendía en el fondo de mi corazón un
sentimiento extraño, que no había experimentado ni en París. Era el deseo
secreto de quedarme por ahí a vivir para siempre, hacerme yankee, y ver
si podría arrimar a la cascada alguna pobre fábrica para vivir. ¿Fábrica de
qué?... Y aquí el deleite de tan bella vida se me tornaba en vergüenza,
acordándome de aquellos ostentosos letreros chuecos que había visto en
algunas aldeas de España, Fábrica de fósforos. ¡Y qué fósforos! ¿Enseñar
o escribir qué con este idioma que nadie necesita saber? Para curarme de
estas ilusiones y recuperar mi alegría, no necesitaba más que tomarle el
peso a mi descarnada bolsa, y echar una ojeada sobre mi contaduría en
general para no volver a pensar más en ello.

Al vaciarse el Ontario en el río San Lorenzo hay un punto que se llama


Thousand Islands, las mil islas, que no son menos las que están
aglomeradas en un corto espacio. La escena fluvial más bella que la
Europa presenta es el Rin desde Maguncia y Colonia abajo. Yo lo había
recorrido hasta Harlem, frontera de la Holanda, desde donde por Utrecht
va un camino de hierro hasta Amsterdam, y de allí por La Haya se
desciende a Rotterdam para tomar el Escalda, que conduce a Amberes y a
Bruselas. Embellecen el Rin las tradiciones alemanas, los castillos
feudales que aún coronan las alturas; las ciudades renanas que ostentan

105
la estatua de Gutenberg, y la catedral de Colonia. Fluye el río silencioso
por entre quebradas sañudas y obscuras, sale a explayadas que espacian
la vista y enseñan las agujas de las iglesias de las aldeas, y los viñedos
que se esparcen enanos y casi rastreros por los faldeos de las
circunvecinas montañas. Más allá, y aproximándose a la Holanda, el
terreno baja, el río se ensancha, los molinos de viento se suceden a los
castillejos, y los ciénagos holandeses requieren los canales que surcan el
país en todas direcciones y los pasmosos diques que oponen su hombro al
porfiado y poderoso embate del océano, superior en el nivel.

En el San Lorenzo, la naturaleza, desnuda de todo atavío de arte humano,


se presenta a luchar con toda comparación posible. Aquí la escena se
dilata hasta donde la vista alcanza, sin encontrar, sin embargo, objeto que
introduzca la monotonía. El pasaje por entre las mil islas es un sueño de
hadas. Era el otoño, y los árboles de la flora americana estaban ya
matizados de colores de ópalo, amarillo y púrpura, que tanto codician los
pintores para las escenas rústicas. Hay la encina norteamericana y otros
árboles que se tiñen de rojo puro, y tan subido que desde leguas atraen la
mirada por su extrañeza. De este ropaje estaban vestidas las islas,
grandes algunas como para contener una aldea, y tan pequeñas otras que
parecían una canastilla de flores flotando sobre las aguas. El San Lorenzo
vuelve a hacer rápidos saltos de distancia en distancia, lo que da a sus
aguas cristalinas un blanco esmaltado y sin espuma, por estar a mucha
profundidad las rocas que quiebran el agua. La corriente del río se
presenta, entonces, como un ancho reguero de plata, accidentado por
aquellas cucas islas que traen al espectador alborotado, cambiando la
escena a cada paso, agrupándose en formas y en cadencias caprichosas,
descubriendo nuevos horizontes a cada paso, hasta no entenderse en el
laberinto que forman. Cuando el vapor va a entrar en los rápidos, el
maquinista detiene el motor, la corriente de aquel canal de molino arrebata
el buque, y el piloto con mano firme lo endilga por entre los escollos y
remansos que se forman en aquella catarata continua. No sé si me han
engañado; sesenta millas hacemos, díjonos el piloto, mirando sin
pestañear un pasaje difícil que teníamos por delante. El tren expreso entre
Manchester y Liverpool hacía también 60 millas. Llégase a Kingston,
ciudad del Alto Canadá, cómpranse manzanas por hacer alguna cosa, y la
noche mediante, llégase a Montreal, la ciudad francesa de esta parte de
las colonias británicas.

El hotel Donegana, espacioso como nuestros claustros y arreglado en todo

106
como los grandes hoteles norteamericanos, acoge al pasajero derrengado
y mal traído, a merced de vagones, stages complementarios y vapores. El
hong-hong no falta para triturarle al infeliz los nervios, si se obstina en
dormir una hora más.

¡Montreal, qué joya para figurar en impresiones de viaje! Dumas ignora el


tesoro que hay allí sepultado a sólo diez u once días de vapor de Francia.
Es la ciudad más adelantada del mundo en cuanto a la aplicación y
generalización de los medios más perfectos de construcción civil. Las
casas son de piedra de cantería o ladrillo. Las techumbres están cubiertas
de un manto de zinc, lo que da a la ciudad un aspecto reluciente. El
pavimento de las calles todas es de palo a pique como el que se ha
ensayado en París en frente de la Opera Cómica, y construído bajo el
mismo principio, y las aceras son de tablones atravesados y montados
sobre barrotes que permiten al agua escurrirse por debajo. Bajo este
respecto Montreal es la ciudad más altamente civilizada que existe en el
globo; pero hay un aspecto moral por donde es una curiosidad fósil digna
de observación.

Sábese que el Alto y Bajo Canadá fué cedido a la Inglaterra por Luis XIV,
al fin de las desastrosas guerras que amargaron el ocaso de sus días e
hicieron pagar caro a la Francia el orgullo de sus reyes y la arrogancia de
sus ejércitos; triste y merecido fin que tienen esos triunfos con que la
fortuna engalana los primeros pasos de la vida de los tiranos. La vejez trae
sus arrugas, la conciencia sus remordimientos, y el cansancio y la
extenuación de los pueblos la debilidad que da reparación a los ofendidos.
Con Napoleón repitióse el mismo cuento y con nuestro imbécil se
reproducirá el mismo hecho, muy a expensas nuestras.

¡Vuelvo siempre a mis carneros! La población francesa de Montreal lloró,


como Cartago condenada a la destrucción, el día en que se le anunció que
había sido tratada como mercancía, entregada cual vil rebaño a la odiada
Inglaterra. Pero, el llorar y el mesarse los cabellos en nada cambiaba la
situación que la madre patria les hacía, y hubieron de resignarse a su
suerte desamparada. Desde entonces se rompió el vínculo que los ligaba
a la madre patria y no oyeron hablar más de la Francia. Sus revoluciones
posteriores, la república, el imperio, la restauración y la casi restauración,
han pasado sin que el vulgo sepa de tan grandes sucesos, sino de oídas,
aquello más notable; pero sin sucesión, sin formar ya parte de la historia
nacional.

107
Los libros franceses dejaron de penetrar en la colonia inglesa, y todo
progreso en las ideas, toda novedad literaria o filosófica dejó para los
infelices de ser continuación y consecuencia de aquel movimiento de ideas
que comenzó en el reinado de Luis XIV y continuó con Rousseau, Voltaire
y el siglo XVIII. Para los franceses de Montreal, pues, la Francia, la única
Francia posible, es la Francia del gran rey con su corte de Versalles, su
etiqueta y su lujo asiático; los únicos poetas, Corneille y Racine; las únicas
glorias militares, las del gran Condé, Catinant, Villars y Turena. El
canadiense es ceremonioso como un cortesano antiguo, y tan quisquilloso
en punto a hidalguía, que la genealogía de las familias es allí espejo que
no ha de empañar ni por el contacto mácula alguna. Viviendo bajo la
dominación inglesa de un siglo a esta parte, las madres no enseñan a sus
hijas el inglés, para ponerlas en la imposibilidad de oír a los odiosos
opresores de su raza; cuando en las calles se pregunta a los paseantes
algo en inglés, puede desfilar toda la población por delante, sin que haya
una persona de origen francés que se dé por entendida de lo que se le
pregunta. Hablad en francés y entonces las miradas se vuelven de todas
partes, los semblantes sonríen y la buena voluntad y el deseo d’être
agréable vese pintado en la blanda ondulación de cada músculo. “¡Ah!
¡señor, me decía un joven, con voz conmovida, viene usted de Francia;
qué feliz es Vd.! ¡Oh, la Francia, nuestra patria! ¡Si supiera ella lo que ha
hecho, entregándonos a los ingleses! Ya se ha arrepentido, ¿no es así?
Porque ni aun en sus reproches querrían ofender a este tipo de la
nacionalidad de su raza.

La religión se ha hecho un arma de oposición a los dominadores, y el


catolicismo una trinchera adonde se ha acogido toda la vida de este
pueblo desmembrado. El catolicismo cuan estable es en sus dogmas, ha
marchado, sin embargo, con los siglos, y afectando nuevas formas, para
adaptarse a las nuevas instituciones. Si queréis volver una página de un
siglo de su historia y verlo tal cual era, después de salido de la Edad
Media, id a Montreal y lo encontraréis en todo su primitivo candor, lleno de
savia y de fuerza y concentrando en sí, como en España en tiempos de la
reina Isabel, el patriotismo, el poder, y la fuente del heroísmo. Hacia la
base del monte que da nominación a la ciudad, se levanta una hermosa
casilla de ladrillo rodeada de árboles y colocada en una pequeña elevación
del terreno que la hace más pintoresca. Esta casa, que me había llamado
la atención, tiene tapiadas las puertas y está abandonada. Preguntando a
un canadiense el motivo de lo que veía, “¡Que no sabe! me dijo, la casa

108
del Judío. Y bien.—Del alma en pena, le revenant. Un judío (si esta
apelación no es, como lo sospecho, todavía una muestra del viejo
catolicismo) un judío era el dueño de esa casa. Una noche, tarde de la
noche, oyóse un tiro. Al día siguiente los vecinos lo encontraron muerto,
suicidado. Sus compatriotas quisieron ocupar la casa; pero el alma del
condenado volvía a su habitación todas las noches, revolvía papeles,
oíanse gemidos y ruidos de cadenas. En vano han querido después
habitar la casa; esto hace ya veinte años, algunos vecinos pobres han
intentado ocuparla. El alma del condenado vuelve; las luces se apagan
solas, y comienzan los gemidos y el ruido de cadenas. La autoridad ha
mandado al fin amurallar las puertas, por miedo que la casa se convierta
en guarida de ladrones”.

Yo escuchaba maravillado este cuento, que me traía a la memoria


escenas de mi infancia, oyendo horripilado historias de ánimas y
aparecidos, y miraba a mi hombre de hito en hito para ver si creía
realmente lo que me estaba contando, y si no concluía como algunos
clérigos en Roma que le enseñan a uno la mesa con tres patas en que
almorzaba Jesucristo con San Pedro y San Juan, y que concluyen por
reírse de la conseja cuando uno les pone cierta cara. Esta vez, empero,
había en la voz y en lo profundo de los ojos del narrador tal convicción,
que mostrar duda siquiera habría sido desmoralizarlo, porque la sencillez
de su espíritu, la sanción dada por todos, aun por la autoridad, a esta
tradición, no le habrían dejado sospechar que hubiera ningún ser racional
que dudase de la posibilidad de tales sucesos.

Sobrevino el domingo y me dirigí a la catedral para visitarla. Jamás había


podido imaginarme espectáculo más imponente. Habíame enfriado Roma
con su Semana Santa y sus ceremonias. San Pedro es en esos días,
como siempre, un suntuoso desierto. Los romanos preguntan: ¿Ha estado
Vd. en San Pedro? ¿Ha visto al Papa?—Ellos no van nunca a la gran
basílica y pocas veces a las demás iglesias. Si en Roma sucede eso,
imagínese lo que sucederá en Francia, España y el resto de la Italia. No
recuerdo dónde he encontrado en diversas iglesias tres sacerdotes que
decían misa sin un solo oyente o alguna vieja mendiga por todo
acompañamiento.

En la gótica catedral de Montreal había ese domingo de quince a veinte mil


almas oyendo la misa mayor. La población católica no se desobliga del
precepto, sino oyendo la misa episcopal, pontificada con una pompa

109
sencilla, servida por setenta y dos acólitos, monacillos y oficiantes que
pude contar por los bonetes en forma de conos truncados y altos de una
tercia que llevaban los oficiantes. No ofreciendo suficiente espacio el
pavimento de la catedral para tanto concurso, se han adaptado a las naves
exteriores dos anchas galerías salientes que hacen dos corridas de palcos
por ambos lados de la iglesia; y las cuatro y el piso estaban llenos.
Predicaba a la sazón el cura la plática doctrinal; un profundo silencio
reinaba en aquella inmensa congregación, y una señora que me veía de
pie, con los ojos y con la mano me invitaba cortésmente a tomar asiento a
su lado, en las lunetas de madera que cubren toda la superficie del vasto
edificio, más ancho que la catedral de Santiago. Esto que veía entonces,
sucedía siempre y las acomodaciones de la iglesia me lo decían
demasiado.

Al día siguiente encontré en las calles larga procesión de niños en dos filas
y precedido por una cruz con paño llevada por un clérigo, que se dirigían a
la iglesia cantando en coro las alabanzas, seguidos del cura y sotacuras, a
oír la misa diaria, antes de entrar a las clases. El cura, como fué práctica
en los antiguos tiempos, es el maestro de escuela de la parroquia, y los
sotacuras son sus ayudantes si es numerosa. Adoctrínalos con amor en
todas las creencias; fortifícalos contra toda innovación peligrosa y contra
toda tibieza que pueda dar entrada en sus almas al odiado protestantismo
de sus amos. Así el catolicismo se ha endurecido y reconcentrado para
hacer frente a la destitución de la raza y del idioma, y se apega a las
añejas prácticas y aun a las supersticiones más frívolas por no dar su
brazo a torcer. Todo esto es santo, bello, tierno, patriótico y ortodoxo, sin
duda. Pero, ¡ah, que está de Dios que no ha de haber cosa cumplida en
este mundo! Los católicos de Montreal poseen y cultivan una ignorancia
desesperante. Alejados de la administración, porque temen contaminarse
si aceptan empleos, viven ajenos de todo movimiento de la vida pública. Al
lado de los yankees, gobernados por la Inglaterra, no poseen ninguna
industria, cultivan mal la tierra, y la pobreza, la obscuridad, la nulidad y la
miseria los viene cercenando y estrechando de todas partes. Hoy vende
una familia patricia su casa que compra un comerciante inglés, y mañana
sus hijos están en la indigencia, y como no tienen ni instrucción ni
habilidad manual, concluyen sus nietos por ser mozos de cordel o
domésticos. Calcúlase que en un siglo más habrá desaparecido este
pueblo, incapaz de vivir en la sociedad actual y obstinado por patriotismo
en perpetuar un modo de ser que lo aniquila lentamente.

110
Los ingleses, en tanto, se desenvuelven por el comercio, por el ejercicio
del poder, por la inmigración y por la vida británica, tan llena de expansión
y actividad. Agitan los ingleses la separación de la metrópoli y maldicen el
día que vencieron a Montgomery, que les traía la independencia.

Montreal es un emporio de las peleterías del Norte, y los almacenes están


llenos de la variedad infinita de producciones que forman este ramo.
Después de haber visto aquella ciudad encantadora y que bajo las formas
más modernas encierra la población más vieja, hube de dirigirme a
Quebec, donde quería examinar una caserna que el gobierno inglés había
establecido para recepción de inmigrantes irlandeses. Dáseles allí ración y
ocupación diaria hasta que se les destina a los terrenos que se han
señalado para las nuevas plantaciones. A veces creo que no debemos
pensar en cosas nuevas, sino buscar dónde está ya realizada la idea que
nos embarga. Traía desde Alemania el pensamiento de estas grandes
hospederías, para acoger inmigrantes en nuestros países, y hablándole de
ello a Astaburuaga en Nueva York, indicóme la existencia de ésta. Al
tomar pasaje en San Lázaro abajo, vínome el remordimiento de aquella
prodigalidad de dinero con que iba haciendo mis viajes, cual si fuera un
príncipe ruso. Siete pesos debía costarme de ida y vuelta la excursión a
Quebec, duplicado de Montreal, ciudad menos bella y pueblo menos
virgen que el que había visto. ¡Siete pesos! Tomé un vapor para atravesar
el San Lorenzo con asiento en el ferrocarril de la Pradera, que lleva a
orillas del lago Champlain, camino de Nueva York, tomando a lo largo el
larguísimo lago, viendo aproximarse las costas, alejarse o cruzarse puntas
de tierra entrantes y ensenadas, variándose el panorama con una
movilidad infinita, hasta que llega a Whitehall, donde se toma pasaje por
un canal que conduce a Troya, desde donde el camino de hierro lleva a
Boston, fin de mi excursión por este lado. Reasumamos la parte
económica del viaje. De Búfalo a la cascada, camino de hierro, 1 peso, 22
millas. De Niágara Falls a Lewiston, camino de hierro, stage, 6 pesos, 31
millas. Lago Ontario a Montreal, vapor, 10 pesos. De Montreal a la Prairie,
vapor y ferrocarril, 1 peso. De la Prairie, Lago Champlain a Whitehall, 1
peso; diligencia a Troya, 3 pesos; ferrocarril a Greenbush, 3 pesos.

111
Boston
La ciudad puritana, la Menfis de la civilización yankee, tenía 18.000
habitantes en 1790, 33.000 en 1810 y 114.360 en 1845. La ciudad está
fundada sobre una península, cuyo istmo de una milla sirve de principal
comunicación con el continente, si bien muchos puentes echados sobre la
bahía interior establecen nuevas líneas de contacto. Suaves colinas
accidentan el suelo y dan a la perspectiva puntos de vista agradables. Vive
aún la encina a cuya sombra se reunieron los Peregrinos para darse las
leyes fundamentales. En Boston se dictó aquella famosa ley de educación
pública general y obligatoria de 1676, que ha preludiado a la habilitación
del género humano. En Boston se reunieron en meetings los colonos y
resolvieron no pagar el derecho del té, abstenerse del uso de esta infusión
y arrojar al mar las cajas de té del estanco. En Boston se disparó el primer
fusilazo en la guerra de la Independencia. En Boston están las escuelas
públicas convertidas en templos por la magnificencia de su arquitectura, y
cada viviente paga un peso anual por educar a los hijos de sus
semejantes, y cada niño pobre consume al año siete pesos de renta
pública para educarse. En Boston está la sede y el centro del unitarismo
religioso, que propende a reunir en un centro común todas las
subdivisiones de secta y elevar la creencia al rango de filosofía religiosa y
moral. De Boston, en fin, salen esos enjambres de colonizadores que
llevan al Far West las instituciones, la ciencia y la práctica del gobierno, el
espíritu yankee y las artes manuales que presiden a la toma de posesión
de la tierra. Cuatro líneas de vapores lo ligan con la Europa. Un ferrocarril
corre la costa hasta Portland en el Maine; otro hasta Concordia lo pone en
comunicación con el Estado de Nueva Hampshire; otro con Troya y sus
líneas y canales afluentes; tres con Nueva York, completándose con líneas
de navegación por mar o por la sonda de Long Island. Sus hoteles son el
primor de los Estados Unidos y el Fremont Hotel pasa por superior a todos
en elegancia y comfort.

Había llegado de noche y entregádome a ese sueño de ganapán que


termina las trasnochadas e incomodidades de un afanoso viaje. A las tres
de la mañana me despiertan golpes redoblados a mi puerta, y una risa
prolongada y burlona que apenas podía contenerse. Acababa de llegar en

112
la noche; alma nacida podía saber que ya me hallaba en Boston, y sin
embargo, el burlón repetía muriéndose de risa: Abra, Sarmiento, soy
yo.—¿Quién es yo?—Y creía hacerme desesperar.—Yo, Casaffoust.

Una noche en Nápoles tomaba helados en un café con un joven francés.


Como viese entrar a un individuo, dije a mi compañero en francés: Aquel
joven es americano, del mediodía, es de Buenos Aires. ¿Hay, realmente,
un tipo nacional argentino? Rugendas sabe reproducirlo con el lápiz, y yo
esta vez acertaba a conocer por la fisonomía a un compatriota. Acercóse
con reserva, miróme con frecuencia y al fin se aventuró a decirme: “Creo,
señor, haberle oído que soy americano”. En efecto, era porteño, uno de
esos caracteres enérgicos que se abren paso en el mundo por su propio
esfuerzo. Salido joven de su país, se había establecido en Río de Janeiro,
pasado a Valparaíso, Bolivia y Lima, y últimamente asentádose en la
América Central, donde, habiendo engrosado su fortuna, había empezado
a creer que el mundo no estaría satisfecho si él no lo recorría.
Despedímonos en Nápoles y nos encontramos de nuevo en Roma. Allí
tomó él para Trieste y yo debía salir más tarde para Florencia. Al entrar en
un café en Venecia, Casaffoust nos tapó la puerta; acababa de
desembarcar. No debíamos vernos más. El día que llegué a París lo
encontré de manos a boca en el bulevar América. En el hotel donde un
mes después fuí a alojarme en Londres, encontré a Casaffoust, que comía
a la sazón. ¡Era éste un fantasma que me perseguía! Después de cruzar
los brazos uno y otro para contemplarnos con extrañeza, nos echábamos
a reír de esta singularidad. Desde Londres partió al fin para Belice en el
Istmo, desde donde debía arribar a Costa Rica. No quiso dirigirse, como yo
se lo aconsejaba, a los Estados Unidos. La noche que llegaba yo a
Boston, partía él del mismo hotel, y mientras pagaba su cuenta, leía en el
libro de pasajeros, abierto ante sus ojos, D. F. Sarmiento, entre los últimos
llegados. Suspendió su viaje, acompañóme dos días, y nos separamos
prometiéndonos con las mayores veras, no volvernos a encontrar más,
porque aquella tenacidad me iba ya dando que pensar. Esta vez lo hemos
cumplido: no nos hemos visto más.

El principal objeto de mi viaje era ver a Mr. Horace Mann, el secretario del
Board de Educación, el gran reformador de la educación primaria, viajero
como yo en busca de métodos y sistemas por Europa y hombre que al
fondo inagotable de bondad y de filantropía reunía en sus actos y sus
escritos una rara prudencia y un profundo saber. Vivía fuera de Boston, y
hube de tomar el ferrocarril para dirigirme a Newton East, pequeña aldea

113
de su residencia. Pasamos largas horas de conferencias en dos días
consecutivos. Contóme sus tribulaciones y las dificultades con que su
grande obra había tenido que luchar, por las preocupaciones populares
sobre educación, y los celos locales y de secta, y la mezquindad
democrática que deslucía las mejores instituciones. La legislatura misma
del Estado había estado a punto de destruirle su trabajo, destituirlo y
disolver la comisión de educación, cediendo a los móviles más indignos, la
envidia y la rutina. Su trabajo era inmenso y la retribución escasa,
enterándola él en su ánimo con los frutos ya cosechados y el porvenir que
abría a su país. Creaba allí, a su lado, un plantel de maestras de escuela
que visité con su señora, y donde, no sin asombro, vi mujeres que
pagaban una pensión para estudiar matemáticas, química, botánica y
anatomía, como ramos complementarios de su educación. Eran niñas
pobres que tomaban dinero anticipado para costear su educación,
debiendo pagarlo cuando se colocasen en las escuelas como maestras; y
como los salarios que se pagan son subidos, el negocio era seguro y
lucrativo para los prestamistas. Gracias a sus desvelos, el Estado de
Massachusetts, de que es Boston la capital, contenía en 1846, en las
trescientas nueve ciudades y villas que lo forman, 3475 escuelas públicas,
con 2589 maestros hombres y 5000 maestras, asistidas por 174.084 niños.
Observe Vd. que el número de maestros de escuelas es mayor en este
Estado que el monto total del ejército permanente de Chile, y el tercio del
de todos los Estados Unidos.

La población del Estado es de 737.700 habitantes, y los niños en estado


de asistir a la escuela, 203.877.

Las rentas destinadas para sostener la educación pública son 650.000


pesos, recolectados por contribución de escuelas. Además de las escuelas
hay en Massachusetts 77 colegios públicos incorporados, con 3700
estudiantes y 1091 colegios y escuelas particulares, con 24.318 discípulos,
los cuales pagan 277.690 pesos por la enseñanza que reciben.

Además de estas pasmosas sumas, cada localidad posee fondos cuyos


productos están especialmente destinados a la enseñanza. Estos fondos
producían quince mil pesos de censo, a los que se añadían más de ocho
mil pesos de sobrantes de rentas ordinarias que eran aplicadas por la
administración a este santo objeto.

Para más ilustración de mi asunto, añadiré a Vd. que este Estado sólo
tiene siete mil quinientas millas cuadradas o treinta leguas de ancho sobre

114
sesenta y tres de largo. En este reducido espacio hay, como he dicho, más
de setecientos mil habitantes, dueños de trescientos millones de pesos.

Usted ve, mi querido amigo, que estos yankees tienen el derecho de ser
impertinentes. Cien habitantes por milla, cuatrocientos pesos de capital por
persona, una escuela o colegio para cada doscientos habitantes, cinco
pesos de renta anual para cada niño, y además los colegios; esto para
preparar el espíritu. Para la materia o la producción tiene Boston una red
de caminos de hierro, otra de canales, otra de ríos, y una línea de costas;
para el pensamiento tiene la cátedra del evangelio y cuarenta y cinco
diarios, periódicos y revistas; y para el buen orden de todo, la educación
de todos sus funcionarios, los meetings frecuentes por objeto de utilidad y
conveniencia pública y las sociedades religiosas, filantrópicas y otras que
dan dirección e impulso a todo. ¿Puede concebirse cosa más bella que la
obligación en que está Mr. Mann, secretario del Board de Educación, de
viajar una parte del año, convocar a una reunión educacional a la
población de cada aldea y ciudad adonde llega, subir a la tribuna y
predicar un sermón sobre educación primaria, demostrar las ventajas
prácticas que de su difusión resultan, estimular a los pobres, vencer el
egoísmo, allanar dificultades, aconsejar a los maestros y hacer las
indicaciones, proponer las mejoras en las escuelas que su ciencia, su
bondad y su experiencia le sugieren?

En los alrededores de Boston, a distancia de doce millas, unido a la ciudad


por un camino de hierro para las personas y por un canal para las materias
primas, está Lowell, el Birmingham de la industria norteamericana. Aquí
como en todas las cosas, brilla la soberana inteligencia de este pueblo.
¿Cómo luchar con la fabricación inglesa, producto de ingentes capitales
empleados en las fábricas, y de salarios ínfimos pagados a un pueblo
miserable y andrajoso? Dícese que las fábricas aumentan el capital, en
razón de la miseria popular que producen. Lowell es un desmentido a esta
teoría. Ningunas ventajas o escasísimas llevan a los ingleses en el costo
de la materia prima; pues, tanto vale llevar a Londres o a Boston por mar
las balas de algodón de la Florida; pero las diferencias de salarios son
enormes, y sin embargo, los tejidos de Lowell sostienen la concurrencia
con los ingleses en precio, y les aventajan de ordinario en calidad. ¿Cómo
han hecho este prodigio? Apurando todos los medios inteligentes de que el
país es tan rico. El obrero, el maquinista son hombres educados; su
trabajo, por tanto, es perfecto, sus medios ingeniosos; y pudiendo calcular
el tiempo y el producto, producen mayor cantidad de obra y más perfecta.

115
Las hilanderas y trabajadoras son niñas educadas, sensibles a los
estímulos del deber y de la emulación. Vienen de ochenta leguas a la
redonda a buscar por sí medios de reunir un pequeño peculio; hijas de
labradores, más o menos acomodados, sus costumbres decorosas las
ponen a cubierto de la disolución. Buscan plata para establecerse, y en los
hombres que las rodean no ven sino un candidato a marido. Visten con
decencia, llevan media de seda los domingos, sombrilla y manteleta en la
calle; ahorran ciento cincuenta o doscientos pesos en algunos años y se
vuelven al seno de su familia, en aptitud de sufragar los gastos de
establecimiento de una nueva familia. Para obtener estos resultados hay
en Lowell hoteles cómodos y espaciosos que dan de comer y alojamientos
económicos a los obreros, disponiendo de bibliotecas, diarios y aun pianos
para las niñas que saben su poco de música. De todo el mal que de los
Estados Unidos han dicho los europeos, de todas las ventajas de que los
americanos se jactan y aquéllos les disputan o afean con defectos que las
contrabalancean, Lowell ha escapado a toda crítica y ha quedado como un
modelo y un ejemplo de lo que en la industria puede dar el capital
combinado con la elevación moral del obrero. Salarios respectivamente
subidos producen allí mejor obra y al mismo precio que las fábricas de
Londres, que asesinan a las generaciones.

Estos tejidos de Lowell, como los de Pittsburg y de doscientas fábricas que


se levantan en diversos puntos del territorio de la Unión, entran por poco
todavía en la masa de productos fabriles que inundan los mercados del
mundo. Se consumen la mayor parte en el interior del país, y aun en esto
los Estados Unidos presentan uno de esos resultados que muestran en
cifras luminosas cuánto es el bienestar de que goza la masa de la
población. Datos estadísticos de Francia muestran que aquella nación sólo
consume al año un metro de tejidos de algodón por persona, y la Irlanda
una y media yardas, mientras que los Estados Unidos consumen veintiuna
y media yardas por persona, lo que hace suponer que no hay ganapán que
no tenga sábanas y varias mudas de camisas. De este dato los publicistas
norteamericanos sacan una conclusión que no deja de tener su valor. En
lugar—dicen—de buscar mercados en el exterior para nuestras fábricas,
traigamos población para nuestros bosques. Si nosotros hubiéramos de
proveer de tejidos de algodón a la Irlanda, que tiene cuatro millones de
habitantes, habríamos suplido a sus necesidades con seis millones de
yardas de tejidos; mientras que para consumir esos mismos seis millones,
son bastantes 285.714 inmigrantes, que es poco más o menos la cifra de

116
la inmigración anual. Veinte años de inmigración nos darán colocación
para ciento veinte millones de yardas de tejidos de algodón.

El consumo de los otros artículos manufacturados está en igual proporción


con los tejidos de algodón. El año 1842 se introdujeron en los Estados
once millones de pesos en tejidos de lana, veinte y un millones en 1836,
bien que en 1840 y 1842 anduvo de ocho a nueve millones. En 1839
consumieron veinte y un millón de pesos en tejidos de seda, quince
millones en 1841, y nueve en 1842. Nueve millones de tejidos de hilo en
1836, cerca de siete millones en 1841, habiendo bajado a tres y medio en
1842. A este enorme consumo de productos europeos corresponden cifras
no menos abultadas de producciones nacionales. Calculábase para el año
1843 como producto anual de la agricultura, 65.387.597 dólares; de
manufacturas, 239.836.224 dólares, y del comercio, 79.721.086.

Hasta el año de 1825 no se había estampado en los Estados Unidos una


sola yarda de calicó (quimon). En 1836 se importaron de Inglaterra ciento
cincuenta millones de yardas, lo que según el censo de 1840 que dió diez
y siete millones de habitantes, toca a cada mujer (el tercio del número tal)
dos vestidos de a diez varas. En 1842 los estampados norteamericanos
subieron a la enorme suma de ciento cincuenta y ocho millones de yardas,
habiendo descendido la importación inglesa a sólo quince millones. Las
manufacturas de los Estados de Nueva Inglaterra proveían en 1845 de
mercado a un tercio del algodón que cosechan los Estados del Sur, y los
obreros consumían más harina y granos que la cantidad exportada por el
puerto de Nueva York.

Mr. Mann me favoreció con muchas cartas de introducción para sabios,


pedagogistas y hombres notables. Su nombre solo, era ya por todas partes
un pasaporte para mí. Tuve una larga conferencia con uno de los ministros
de Estado, quien me proveyó de una orden para que se me entregasen
varias colecciones de libros y documentos públicos que me ponían al
corriente del estado de la educación en Massachusetts y después de ver
cuanto digno encerraba la ciudad de ser visto, púseme en camino para
Nueva York, por una serie de ferrocarriles y vapores combinados, que me
pusieron no sé cómo, de día y de noche marchando, en el
desembarcadero de Nueva York.

117
118
Baltimore, Filadelfia
Lleno aún de las emociones de este viaje, el más impresivo que puede
hacerse en quince días, viendo aún en mi imaginación la cascada de
Niágara, asistí a una representación del genial Tom Puce, el enano de 25
pulgadas de alto.

Don Santiago Arcos me aguardaba con impaciencia para que


emprendiéramos el viaje de regreso a Chile. Cada vez que me hablaba de
este asunto, poníale yo la cara de un ministro del despacho, cuando no
sabe si se acordará o no lo que de él se solicita. Abríamos el mapa,
trazábase la ruta, y ya estábamos punto menos que en marcha, sin que yo
diese síntomas de convenir en nada. Hubimos al fin de explicarnos. Yo
tenía en caja veintidós guineas y como treinta papeles de a un peso, ni un
medio más, ni un medio menos. Al fin cogí a dos manos mi resolución y
expuse mi situación financiera con toda la dignidad de quien no pide ni
acepta auxilio, intimando mi ultimátum de separarme desde la Habana,
para seguir mi camino por Caracas. Arcos me había escuchado con
interés y aun le tentaba la perspectiva de atravesar las soledades
tropicales de la América del Sud, correr aventuras ignoradas, pasar
trabajos y no contar sino consigo mismo para sobreponerse a ellos; pero el
lado romanesco y varonil de su carácter no es menos aparente que la
jovialidad y franqueza que lo distingue. Cuando yo me esperaba
ofrecimientos y protestas, salióme con un baile pantomímico y un reir a
desternillarse, que me puso en nuevos gestos de dignidad. ¡Qué
bueno—decía saltando y riendo—pues si yo no tengo sino cuatrocientos
pesos! Hagamos compañía y donde se concluya el capital de ambos,
proveeremos según lo aconseje la gravedad del caso.

Dispusimos, pues, que yo continuaría pronto mi ruta a Wáshington por


Filadelfia y Baltimore, nos daríamos cita en Filadelfia para emprender la
jornada por Harrisburg y Pittsburg, para descender el Ohio y el Mississipi
hasta Nueva Orleáns, distante 22.234 millas del lugar donde nos
hallábamos; y acercándose la hora de la partida del tren de la mañana
para Filadelfia, hice aprisa mi maleta y la entrega de billetes y guineas
para que las cambiara, prestándome en cambio treinta o cuarenta dólares

119
para gastos de la excursión. Este pequeño incidente es, sin embargo, el
origen del más espantable drama de que he sido víctima en mis viajes.

Lo fatigaría a Vd. si continuase describiéndole ciudades notables: pero


Filadelfia y Baltimore son tipos de la construcción civil de los Estados
Unidos que, a diferencia de Nueva York, conservan toda su originalidad.
Tienen los americanos el don de reducirlo todo a arte, y aplicar el sentido
común y los cálculos de la conveniencia a todas las cosas. Conoce Vd.
nuestras ciudades sudamericanas cortadas todas por un mismo padrón,
en calles a distancia de ciento cincuenta varas, de doce de ancho, y
cortándose en líneas rectas. Este damero parécenos el bello ideal de la
perfección. Pero propóngase Vd. ir del centro en una dirección oblicua, o
para fijar más los términos, si las calles corren de Sur a Norte y de Este a
Oeste, ¿cuánto espacio se necesita andar para llegar el extremo Sudeste
o Nordeste? Claro está que el doble de la distancia que hay en línea recta,
porque es necesario hacer zig-zag de calle en calle, por el ángulo de cada
cuadra a fin de buscar la diagonal. La manzana de ciento cincuenta varas
da en el centro setenta y cinco de fondo a cada solar; espacio más que
suficiente para tener viña, hortaliza y arboleda en el interior de la casa;
pero acumulándose la población, este centro de las cuadras es un terreno
inútil y que fuerza a tomar a las habitaciones un frente en proporción, y
diseminar las casas. Después vienen los tubos de hierro para distribuir el
agua potable, los cañones de gas, etc., y se encuentra que los costos para
superficies tan grandes exceden a los posibles de los vecinos. Los
norteamericanos han inventado su plan de ciudades en atención a todas
estas circunstancias. La manzana tiene o puede tener 140 varas de largo,
pero sólo le dan 30 ó 50 de fondo, de manera que dos casas pueden dar
frente a ambas calles, y poblar bien la ciudad.

Como la calle es materia de comodidad pública y de recreo, tiene de


ordinario treinta varas, flanqueada a distancia de cinco o seis de los
edificios, de árboles coposos, que esparcen sombra en todas direcciones.
Las aceras son por tanto calles separadas e independientes de la central,
ancha de veinte varas, que está abandonada a carros, jinetes, ómnibus y
aun a ferrocarriles, que todos tienen espacio para moverse. Crúzanse
éstas en ángulos rectos; altérnanse en anchas y angostas; intercéptalas
de vez en cuando una ancha calle transversal que conduce a los ángulos
extremos de la ciudad; cambia de plan y dirección todo el sistema de
calles; redúcense más aun las manzanas cerca de los puertos, y por todas
partes presentan las calles asonadas un bosque de árboles, que cierran a

120
cierta distancia la perspectiva, y por sobre sus copas las cúpulas de los
bancos o de los hoteles, las agujas de los templos y los frontispicios de los
edificios del Estado. Nada hay más holgado, aireado ni silvestre que estas
calles de árboles y de casas, en que el movimiento de los otros es una
cosa que no nos atañe ni interesa.

En Baltimore tomé el ferrocarril de Wáshington, y a poco andar cata que


venía en dirección opuesta y por los mismos rieles otro tren de vagones.
Grande alboroto adentro. ¡Qué sacar de cabezas por las ventanillas, qué
abrir de ojazos, al mirarnos unos a otros, qué agitar de pañuelos, en fin, en
ambos trenes, temerosos de que fuesen a darse una topada y
quedáramos todos hechos tortilla! Era el caso que con las avenidas, se
había desgringolado un puente, y el tren que venía era el que había salido
de Baltimore el día anterior. Tuvimos que echar pie a tierra, y entre todos
los pasajeros, metidos en el fango, levantar punto menos que en peso la
locomotora y el ténder y traerlos a la culata del tren para que desde allí
volviéramos a Baltimore.

No se podía ir a Wáshington, porque en los Estados Unidos, si no hay


camino de hierro, o canal o río, no se cree viable la tierra de otro modo.
Improvisóse en el acto un vapor que debía llevar los pasajeros por un río
hasta cierto punto; de allí tomar un fragmento de ferrocarril; pasar a pie
una distancia, tomar otro ferrocarril y embarcarse en otro y entrar en
Wáshington por la bahía de Chesapeake y el río Potomack. El vapor de la
Bahía era un cascarón de formas abominables y de mal talante, lleno de
camarotes superpuestos en seis o siete pisos, como las gavetas de un
inmenso armario. El steward me señaló el mío en el quinto piso; pasóse el
día en mirar el paisaje, sobrevino la noche, solicitóme el sueño, y como las
gallinas que miran de hito en hito la rama donde han de posarse, anduve a
vueltas un rato, hasta que resolví emprender la jornada de llegar a mi
camarote, subiendo por los otros a guisa de lagartija. Iba ya a medio
camino, cuando empieza abajo un rumor de voces y de risas, que se
convertía por segundos en un crescendo universal. Yo seguía tranquilo mi
ascenso, y ya ponía una pierna dentro de mi agujero, cuando alguien me
toma de la otra y me dice qué sé yo qué barbaridades en el tono natal del
yankee. Vuelvo la vista y veo, ¡oh, rabia! que era yo el objeto de la risa de
trescientos gaznápiros. El tal me disputaba el lugar: habíale colocado un
pañuelo en señal de posesión, y hacía rato que me estaba haciendo
opposition, sin que yo interrumpiese mi ascenso. Imagínese usted, amigo,
mi situación en aquella postura incongruente, expuesto a la vergüenza

121
pública, hecho el objeto del ridículo de aquella turbamulta.

No había más remedio que descolgarse, ocultar la cara entre ambas


manos, atravesar la muchedumbre y tirarse al agua. Yo hice algo mejor.
Bajéme, en efecto, dirigíme rápidamente a una luz que estaba por ahí, y
poniéndome en lugar donde los rayos me iluminasen perfectamente la
cara, con voz llena y estridente, con semblante contenido, pero severo,
dije, dirigiéndome a la multitud que aguardaba alguna nueva peripecia
para reirse más: ¡Señores! Si hay entre vosotros alguno que entienda
español o francés, hágame la gracia de manifestarse, porque necesito
explicarme, dar y pedir inmediatamente una satisfacción. Un profundo
silencio se había hecho en el intertanto. Los que no sabían el francés en
que hablaba, para no dar materia nueva al ridículo con mi mal inglés, se
miraban unos a otros, mientras que allá en el fondo oí quedo repetir mis
palabras traducidas al inglés. La escena había cambiado completamente;
el yankee es bueno de corazón, y todos sintieron que me había llegado al
alma aquella broma, que no tenía malicia de su parte. Acercáronse
algunos, dándome cordiales explicaciones, vino el opositor al hueco y me
dijo en tono blando lo que sucedía, abandoné yo mi posición de gato
acosado, y fuí a dormir en un espacioso camarote que en cambio me dió el
steward, que en pública audiencia había declarado que él me había
asignado el camarote disputado. El día siguiente pasélo tranquilo mirando
las costas de Virginia, llanuras espaciosas, cultivadas en parte, y en parte
cubiertas de sotillos, hasta que remontando el Potomack llegamos a un
barranco con honores de puerto mayor de Wáshington, la capital de los
Estados Unidos.

122
Washington
Sobre una eminencia que domina el panorama adyacente se alza el
Capitolio Americano, cuya primera piedra colocó Wáshington en 1793.
Este monumento es la capital de los Estados Unidos, que no reconocen
otra institución madre que el congreso. Reunirse para deliberar sobre
todas las cuestiones que afectan al interés de más de uno, es el instinto
nacional del pueblo norteamericano. La naciente colonia de Virginia,
fundada por una compañía de Londres, a quien el rey había hecho una
gran concesión de tierras, había, después de muchas vicisitudes, caído
bajo el gobierno provisorio de un tal Argall, hombre violento y rapaz, que
para hacerse obedecer de los colonos proclamó la ley marcial. El trabajo
de los colonos era confiscado en favor del gobernador, y en castigo de
ligeras faltas imponía meses de trabajo forzado en sus haciendas. Las
violencias del gobierno, la trasplantación de la tiranía a América contenían
la emigración europea, mientras que los colonos, desalentados por los
sufrimientos morales de la opresión, empezaban a desmayar en su ruda
tarea de descuajar la tierra. Entonces los colonos elevaron su voz para
pedir a la compañía de Londres desagravio; y acusaron a Argall de
defraudar a la compañía misma, mientras daba rienda suelta a sus
pasiones sobre los colonos. Después de acaloradas luchas sus quejas
fueron oídas, Argall depuesto y desaprobado, y en su lugar enviado
Yeardley, un Wáshington que tomó a su cargo echar los cimientos de la
futura organización de los Estados Unidos.

Así, pues, la arbitrariedad de los gobernantes que cual polilla se había


introducido en América entre los bagajes de los primeros colonos, fué
extirpada antes que lograse fecundar los huevos en la patria americana; y
la ocupación constante de los colonos desde entonces, en cada punto de
las nacientes plantaciones, fué combatir ya las pretensiones de los
gobernadores enviados por la corona; ya negar el exequatur a las
pragmáticas y decretos de los reyes mismos de Inglaterra cuando invadían
sus libertades; ya, en fin, oponerse a los avances del parlamento inglés,
cuya autoridad en materia de impuesto no reconocieron jamás, por no
estar las colonias directa y debidamente representadas en el parlamento.
La revolución de la independencia fué el último acto del drama principiado

123
en 1618 en Virginia, y que concluyó en 1774, con la última batalla de la
guerra de la independencia.

¡Esto sucedía en 1618, a principios del siglo XVII, cuando la Europa, sin
exceptuar a la Inglaterra, yacía entregada al desenfreno de la regia
autoridad, y la hoguera y el hacha del verdugo, la confiscación y el saqueo,
eran el castigo, más que del crimen de la debilidad de las víctimas! Puso
Yeardley orden en todas las cosas, libertando al diminuto plantel de
colonos de todas las cargas hasta entonces impuestas, y que no fuesen
estrictamente necesarias para la conservación y adelanto de la colonia. La
autoridad del gobernador fué limitada por un consejo, que tenía el derecho
de revocar aquellas disposiciones que juzgase injustas o perjudiciales, y
los colonos mismos fueron admitidos a participar en la legislación. En el
mes de junio de 1619, fué convocado en Jamestown el primer congreso
americano, la primera representación popular, compuesta del gobernador
y su consejo, y de los diputados por cada uno de los once miserables
villorrios que componían entonces la colonia de Virginia, para discutir en él
cuanta materia pudiese ofrecer medios de mejora y progreso para la
naciente colonia. La compañía de Londres, y no el rey, debía ratificar las
leyes así sancionadas. Aquella nación con congreso y consejo de estado
componíase tan sólo de seiscientas personas entre niños, mujeres y
hombres, en 1619; y en 1851, en otra parte del suelo americano, las hay
de millones de hombres que no habían tenido fuerza ni dignidad suficiente
para poner límites racionales al poder inquisitorial y destructor que los
domina. Aquella fué, pues, la aurora de la libertad norteamericana; los
colonos llenos de entusiasmo y con el ánimo abierto a todas las
esperanzas “empiezan a edificar casas, y sembrar trigo”, seguros ya de
tener una patria que no había por qué temer abandonarían jamás.

Las legislaturas entran desde los principios en la organización de casi


todas las colonias, y se reunen congresos entre varias de ellas, para
resistir a las incursiones de los salvajes o mandar expediciones de milicias
combinadas para escarmentarlos. Wáshington en una época posterior hizo
conocer así a los Estados los talentos militares que más tarde puso al
servicio de la libertad de su patria. Cuando aun el pensamiento de
separarse de la Inglaterra no había apuntado en cabeza alguna, las
diversas colonias enviaban diputados a congresos generales para acordar
la marcha que debía seguirse, a fin de resistir las pretensiones del
parlamento inglés, como habían resistido al Largo Parlamento, y como era
la tradición constante de la tierra. Durante la guerra de la independencia, el

124
congreso emigraba de un punto a otro, y los soldados amotinados,
cobrando sus salarios, era al congreso a quien dirigían sus quejas y sus
amenazas. Todavía después de asegurada la independencia, el congreso
fué asaltado en Annápoles, que le servía de asiento, y entonces
Wáshington, dícese que sin otra idea política que la necesidad de fijar el
lugar de su residencia, indicó a Wáshington para que reposase aquel
tabernáculo de la alianza, como Salomón construyó un templo en
Jerusalén para el arca que contenía los libros de la ley del pueblo hebreo.

En los Estados Unidos no hay capital propiamente dicha, o, más bien,


según la acepción latina que damos nosotros a esta palabra. Descúbrese
esto al contemplar la comparativa soledad de aquel monumento, arrojado
como por acaso en el centro de la villa, que no es centro de nada, ni del
país, ni de la inteligencia, ni de la riqueza, ni de la cultura, ni de las vías
comerciales. Colocada sobre la margen izquierda del Potomack, a 120
millas más arriba de su desembocadura en la bahía Chesapeake, ni el
nombre de puerto merece el desierto embarcadero donde atracan algunos
buques. El distrito de Columbia es la provincia de sesenta millas
cuadradas que le queda, de las cien que originariamente le concedieron
los vecinos Estados de Maryland y de Virginia. Esta última retiró el año
pasado cuarenta millas que estaban al lado opuesto del río y que la capital
germen no puede fecundar; y treinta y cinco mil habitantes es toda la
población del Estado, de la cual hay reunida en la capital más de
veinticinco mil. Como se sabe, el congreso es el soberano de este territorio.

La ciudad está rodeada de una serie de colinas de aspecto alegre,


cubiertas de verdura, y en algunos de sus declives cultivadas. El terreno
mismo de la ciudad es elevado, ocupando el centro el capitolio, desde
donde parten calles con dirección a los cuatro puntos cardinales,
dividiendo la ciudad en manzanas cuadradas como nuestras poblaciones.
Las calles llevan el nombre de los diversos Estados de la Unión, y las
principales de entre ellas, tienen cuarenta y cinco a cincuenta varas de
ancho. La mayor parte de ellas apenas están trazadas, pero la de
Pensilvania, que conduce del capitolio a la casa del presidente, tiene
aceras de nueve varas de ancho enlozadas y con líneas de árboles de
ambos costados. En torno del capitolio se extiende un jardín de veintidós
acres de terreno, adornado de gran variedad de árboles, y animado por el
bullicio de fuentes cristalinas, de modo que aquel lugar, es también, a más
de los altos fines de su existencia, un paseo que atrae a los habitantes y
transeuntes por la belleza de la situación.

125
El edificio pertenece al orden corintio y está construido con la hermosa
piedra blanca norteamericana que llaman freestone. Está situado sobre
una eminencia y elevado 78 pies sobre la altura de la marea, y se
compone de un edificio central, dos alas y una proyección en el costado
oeste, presentando un frente de 352 pies, incluyendo las alas. Al este el
frontón tiene 65 pies de ancho, sobre el cual se avanza un pórtico de
veintidós columnas de 38 pies de alto. La gran cúpula central tiene 120
pies de alto, y la rotonda que forma en el interior 90 de diámetro, adornada
con esculturas, y altos relieves. En el ala del sud está la cámara en que se
reune la Sala de Representantes, de forma circular de 96 pies de diámetro
y 60 de alto, cubierta por una cúpula que sostiene veinticuatro columnas
de jaspe americano con capiteles de mármol blanco de Italia. Al lado
opuesto, en una rotonda algo semejante, pero de más pequeñas
dimensiones, se congrega el Senado; y en un piso inferior y menos
ornamentado, tiene sus audiencias la Suprema Corte de los Estados
Unidos. Hay, además, sesenta departamentos para reunión de las
comisiones, y residencia de empleados del congreso. Una muralla de
piedra rodea el edificio; un depósito de gas provee a la iluminación
especial de todo el espacioso monumento, pudiendo alimentar seis mil
picos que se encienden para las iluminaciones; y en aquellos momentos
estaba para terminarse el aparato para colocar sobre la cúpula central, en
un mástil de diez y seis varas de alto, una luz eléctrica que debía iluminar
la ciudad y acaso el distrito de Columbia entero. ¡Bello símbolo por cierto,
de la misión de aquella casa, desde cuyo recinto sale la luz de la
inteligencia, iluminando toda la nación! Acordábamonos con Astaburuaga,
quien me servía de cicerone en el examen del edificio, de aquella camarilla
de diputados que habíamos dejado en Chile, en la que los representantes
están ensacados en una especie de vainas laterales, o si pudiese llevarse
la comparación a terreno irrespetuoso, cual bostitas de cordero en una
tripa, repitiéndonos al oído el viejo adagio: ruín es el que por ruín se tiene.
Los locos en Londres, en Génova y otros puntos de Europa, moran en
palacios más nobles que el que cubre a nuestros congresos en América.

Pues que ya he empezado a describir edificios, concluiré con los pocos


que llaman la atención del viajero en la presunta capital de los Estados
Unidos. White House, la casa blanca como la llama el pueblo, es el palacio
presidencial, y está colocada en la parte aún desierta de la población, en el
punto donde se cruzan las calles de Pensilvania, Virginia, Connecticut,
New York y Vermont, rodeada de un parque de veinte acres de terreno, y

126
sobre una elevación de cuarenta y cuatro pies sobre el río. El frontis que
sirve de entrada por la plaza de Lafayette hacia el norte, y el que da al sur
sobre el jardín, domina el hermoso panorama de la ciudad, el río
Potomack, las costas de Maryland y de Virginia. En el frente del norte hay
un hermoso pórtico que reposa sobre cuatro columnas jónicas. Una
intercolumnación exterior sirve para poner a cubierto los carruajes de los
visitantes. El espacio intermediario está destinado para el tránsito a pie, y
una elevada plataforma conduce de ambos lados a la puerta de entrada. El
interior del palacio está pasablemente ornamentado, aunque no tanto
cuanto correspondiera al presidente de los Estados Unidos. El servicio de
palacio es modesto, y aun mezquino en las exterioridades. Vese al
presidente paseándose solo por las hermosas avenidas del jardín
adyacente; uno o dos porteros en librea, únicos servidores que el Estado
pone a su servicio, no siendo permitido al presidente tener guardias en
torno de su persona. El presidente recibe sin ceremonia a los que desean
verlo, y hay un día de la semana, y dos o tres días del año, en que todo
estante o habitante tiene derecho de entrarse hasta la habitación del
presidente. El 4 de julio la plaza de Lafayette se llena de carruajes de los
visitantes en aquel día de felicitaciones; descienden éstos del carruaje, y
tras ellos el cochero, que encomienda los caballos a algún muchacho
mediante algunos centavos. El presidente está en aquellos días en
verdadera exhibición; los cocheros se abren paso por entre la multitud
haciendo resonar sobre el pavimento de mármol sus botas herradas,
llegan ante el presidente y le tienden una mano callosa que aprieta la suya
fuertemente y la sacude mirándole la cara y riéndosele con fisonomía
bonaza, provocativa, y satisfecha; tornan a sus caballos, volviendo de vez
en cuando la cara para mirar al presidente, a obtener un último piping, de
gusto y de felitación. ¡Pobre presidente de la democracia!

Hacia el lado oriente del White House hay extensos edificios, y otros dos
hacia el occidente, los cuales están destinados para las oficinas de los
ministros de hacienda, guerra y marina. La Posta general es un palacio del
orden corintio; y la tesorería ostenta una columnata de 457 pies de largo.
La oficina de patentes, depósito de modelos de inventos, con un pórtico
imitado en la forma y en la extensión del Partenón de Atenas, tendrá,
cuando se terminen las alas, cuatrocientos pies de largo, encerrando en la
parte concluída un salón de 275 pies de largo y 65 de ancho.

Hay, además, en Wáshington 30 templos de diversas congregaciones,


doce colegios (academias), una universidad, tres bancos, dos asilos para

127
huérfanos, un consistorio municipal, un hospital, una penitenciaria, un
teatro y algunos edificios particulares, que dan cierta apariencia a aquel
plantel de la ciudad.

Mi residencia en Wáshington fué uno de aquellos oasis de felicidad íntima,


doméstica, en que el corazón se lleva la mayor parte, y que tan preciosos
son para el que vaga por luengas tierras. El señor Carvallo, enviado
extraordinario de Chile, se obstinó en darme hospitalidad en la casa de su
embajada; su señora me prodigó cuantas atenciones puede hacer recordar
la familia, y si algo faltara para estar a mis anchas, mi amigo Astaburuaga,
secretario del agente chileno, me acompañaba a todas partes, poniendo a
mi disposición su práctica y conocimiento de Wáshington. Así él podía
mostrarme en la avenida de Pensilvania, entre las jóvenes transeuntes que
llamaban nuestra atención, cuál era la hija de un senador, la de un
banquero, una simple modista u otra persona menos calificable. La
sencillez del vestido, sus paseos y trajines por las calles, sin nadie que las
acompañe, y el detenerse aun a mirar cualquier cosa que llame la
atención, dan una idea del decoro de las costumbres norteamericanas, y
de aquella libertad de que goza la mujer soltera entre ellos.

Quería mi amigo Astaburuaga ponerme en contacto con el redactor del


Wáshington Intelligencer, diario muy importante de la capital, por tanto, de
opposition entonces, pues en aquel momento dominaban en el gobierno
con Mr. Taylor los demócratas. Encontrámoslo en campo abierto sobre el
terreno destinado a la fundación de un colegio, para cuyo sostén legó un
ciudadano millón y medio de pesos, rodeado de siete u ocho jóvenes, y
ocupados en discutir las bases, a lo que supe después, de un gran
proyecto. Mr. Johnson, el diarista, era el presidente de edad nombrado
para presidir a la instalación. Acercámonos nosotros a distancia comedida,
esperando que la sesión se levantase, temerosos de ser importunos, como
cuando nuestras gentes rezan, que debe esperarse a que se santigüen
para saludarlas. Dirigíalas el presidente la palabra; contestaba alguno;
replicaba un tercero en tono sentencioso y frío, y oídos los pareceres, el
presidente sometía a votación la materia, contando los gangosos yes, yes,
nay, yes, nay, y declarando cuál era el punto sancionado. Repitióse varias
veces el procedimiento, y el fuego graneado yes, nay, nay, yes, yes,
terminó, al fin, el asunto. Entonces, se acercaron a Astaburuaga,
sucediéronse las recíprocas presentaciones de costumbre, y supe,
andando la conversación, que se habían reunido allí para echar los
cimientos de una asociación con el grande objeto de... ¡jugar a la bocha!

128
¡Oh! ¡los yankees!

Habíase, pues, propuesto, discutido y aprobado con una fuerte mayoría de


dos o tres votos.—1.º presidente, que lo fué Mr. Johnson local, aquel
donde estaban reunidos; hora de reunión, las cuatro de la tarde; extensión
del juego, reglas, arbitración en los casos litigiosos, multas por infracción,
etc. Era y es Mr. Johnson un sujeto de cuarenta años, hijo de un general
de la independencia del mismo nombre, culto de modales e instruido, cual
correspondía al director de un diario trascendental. Pasamos días enteros
en discusiones las más acaloradas sobre un punto, en que no habría
esperado contradictores en los Estados Unidos, a saber, la democracia y
la república. Mr. Johnson estaba bajo la pata del partido demócrata que
domina desde la presidencia Polk, y ofendido, desmoralizado por la tiranía
de sus opresores, porque en los Estados Unidos la mayoría dominante en
el gobierno es implacable e intolerante, maldecía de la república, de la
democracia y de aquella licencia ignorante y brutal que se decora con el
nombre de libertad. El mérito obscurecido, y eso es cierto; el interés
público descuidado, y eso también es cierto en muchos casos; los
servicios olvidados o miserablemente retribuidos, cosa que es de regla en
los Estados Unidos; en fin, la pasión de partido sirviendo de criterio y de
peso y medida para juzgar de todos y de todo; el charlatanismo preferido a
la ciencia, y las pasiones menos justificables sirviendo de impulso a la
dirección de la opinión pública, todas estas tachas y otras muchas que
afean las democracias, las pasaba en revista para hacerme detestar
aquella libertad de que yo me mostraba tan apasionado. Cuando yo me
empeñaba en contradecirlo, me decía con sinceridad: “lo que yo quiero es
que Vd. no se alucine con esta apariencia de orden, de prosperidad y de
progreso, y los atribuya a la forma de gobierno. Bajo esta corteza no
encontrará sino miserias, pasiones indignas, ignorancia y caprichos. Lo
que yo me propongo es que no vaya Vd. a la América del Sud a
proponernos por modelo de gobierno”. Otras veces, más aplacado, me
confesaba que la exasperación en que lo tenía la tiranía del partido
contrario, a él que era hijo de un general ilustre, a él que estaba por la
educación preparado para ocupar en la sociedad lugar mejor, ofuscaba, a
veces, su razón y le hacía exagerar los inconvenientes muy reales del
gobierno popular. Sin embargo, de estas atenuaciones, diferíamos en
puntos esenciales. Sostenía él, por ejemplo, que la libertad es en las
naciones una de las fases que recorren. La libertad engendra la licencia; la
licencia trae la anarquía; la anarquía el despotismo. Aquí hay un momento
de alto; mientras el despotismo se consolida, mientras teme, es cruel,

129
sanguinario y desconfiado. Cuando está de todos aceptado, entra en una
época de indulgencia y de tolerancia que hace nacer el bienestar, y da
lugar al desarrollo de todas las facultades físicas y morales de los
hombres. Con la civilización y la seguridad, la libertad se desenvuelve, el
pueblo conquista uno a uno sus derechos, discute en seguida el principio
de la autoridad que lo gobierna, y de la extrema libertad pasa a la licencia,
y de ahí a la anarquía, volviendo a recorrer aquel ciclo fatal en que está
encerrada eternamente la vida de las naciones.

Esta doctrina, que la primera vez que se presentó obtuvo de su autor un


pomposo título de la scienza nuova, puede apoyarse con un poco de maña
y de sagacidad en la historia de todos los pueblos, desde Grecia y Roma
hasta los tiempos modernos; y uno y otro la invocábamos en nuestro
apoyo, luchando, a brazo partido, en la polémica y disputándonos, palmo a
palmo el terreno en cada hecho de aquellos que, sin poner en duda su
autenticidad histórica, traducíamos de diverso modo.

Mi argumentación iba por otro camino. La humanidad, decía yo, que es el


conjunto de las sociedades, tiene en la historia su alto, en las épocas su
ancho, y su organización íntima en la vida de cada pueblo. Aseméjase el
mundo moral al mundo físico. La historia de la tierra se encuentra en las
capas geológicas que revelan el mundo monstruoso que ha precedido al
nuestro; si se la toma desde los polos hacia el Ecuador, mostrará las
graduaciones de temperatura y de vegetación que diversifican su especie;
y si la consideramos desde los valles, remontando hacia la cumbre de las
montañas, nos ofrecerá el mismo fenómeno de graduación de climas y de
producciones.

La historia es, pues, la geología moral. Veamos si sus capas diversas han
experimentado mejora y progreso. Supongamos un día antiguo en que la
tierra se nos presenta poblada. ¿Qué es lo que vemos? Casi todo el globo
sumido en la barbarie; imperios poderosos cuyas facciones, si no es la
conquista y la violencia, no alcanzamos a discernir bien. Al fin, la Grecia,
una mínima porción de la tierra, brilla por la libertad, la democracia, las
bellas artes y la ciencia. No entremos en detalles. Roma se asimila a la
Grecia, destruye a Cartago y somete al mundo. Pero Roma desenvuelve la
noción del derecho y extiende su práctica por toda la tierra culta, que es,
sin embargo, una pequeña fracción del globo. Como los romanos a los
griegos y al Egipto, los bárbaros de todos los extremos del imperio romano
se los absorben a ellos; esto es, se asimilan a él, se agregan a la masa

130
civilizada. La edad media es la obra de fusión. A fines del siglo XV la
Europa entera está en posesión de las conquistas hechas por el
pensamiento humano durante cuatro o seis mil años. Con el renacimiento
concurren Lutero, Galileo, Colón, Bacón y otros. La América se agrega a la
masa de pueblos civilizados, y en esta parte se pone en práctica la noción
del derecho que está en todos los espíritus y cuyo desarrollo embarazan
aún en Europa las escorias que ha dejado la edad media. Lleguemos de
un golpe al siglo XIX, y abramos el mapamundi. ¿Dónde están los
bárbaros? Guarecidos en las islas, trabajados por la Rusia en las estepas
de la alta Asia o sepultados en el interior inaccesible del Africa. La parte
civilizada y en posesión más o menos de la libertad, o en vía de
completarla, es la mayoría de la humanidad, mayoría numérica, mayoría
moral, de fuerza, de inteligencia y de goces. Tiene hoy en su poder la
parte más rica, más templada, más productiva del globo; tiene el cañón, el
vapor y la imprenta para someter el resto salvaje del mundo, asimilárselo o
aniquilarlo. En vista de este espectáculo, ¿cómo se quiere someter a un
ciclo el movimiento social de las naciones, comparándolas con los
ejemplos truncos, aislados, que nos han dejado las naciones antiguas? Si
hubiera un ciclo tal, es preciso convenir en que, así como se ha agrandado
inmensamente la esfera de las naciones que tienen que recorrerlo a un
tiempo, así deben ser largas las épocas en que se han de suceder las
diversas fases; y yo me río de la general tiranía que ha de pesar sobre el
mundo desde la India y los confines de la Rusia hasta los Montes
Rocallosos en América dentro de mil millares de años.

Ahora miremos a los pueblos por su espesor o su organización íntima,


aunque no sea posible considerarlos sin relación a las épocas históricas.
Pero supongamos un pueblo de Italia que se perpetúa en un punto del
territorio desde las épocas históricas; la población de Fiézzole, por
ejemplo, que es florentina, toscana, y ha sido romana, etrusca, pelasga,
autóctona e indígena, si no ha tenido otros nombres intermediarios.
¿Cómo eran estos pueblos y cómo son? ¿Qué transformaciones han
experimentado? Primero antropófagos; en seguida haciendo sacrificios
humanos en los templos, más tarde haciendo esclavos a los prisioneros en
la guerra, y ejerciendo la guerra de pillaje y de devastación como industria
y ocupación. Los conquistadores se distribuyen el suelo conquistado y los
hombres; nacen las aristocracias y el pueblo siervo, la chusma ignorante y
sujeta a la tortura en los tribunales de justicia, a la miseria y la
degradación. El cristianismo encontró al mundo organizado así.
Pongámonos ahora a contemplarlo desde el siglo XIX, y desde los Estados

131
Unidos, desde el seno de esta comarca que usted maldice como el
prototipo del desorden moral y político. No hay guerra, no hay señores ni
aristocracia; no hay pueblo en el sentido romano; hay la nación, con
igualdad de derechos, con industria personal para vivir, con máquinas
auxiliares del trabajo, ferrocarriles, telégrafos, prensas, escuelas primarias,
colegios, asilos, hospitales, penitenciarías, etc., etc. Observe la
organización íntima de esta parte de la humanidad, de esta Atica moderna
que ocupa, sin embargo, medio continente; y cuán atrás supongamos al
resto de las naciones, no se necesita mayor esfuerzo de ánimo para
suponer que han de llegar a ese grado de habilitación de todos los
individuos de la sociedad, porque todas están labradas por las mismas
ideas y las mismas instituciones. Desde que haya una escuela en una villa,
una prensa en una ciudad, un buque en el mar y un hospicio para
enfermos, la democracia y la igualdad comenzarán a existir. El resultado
de todo esto es que la masa en elaboración es inmensa, que no hay
naciones o pueblos propiamente dichos y que la libertad individual está en
cada punto del globo apoyada por la humanidad civilizada entera; y
cuando hubiese un pueblo que se inclinase a entrar en el ciclo fatal del
despotismo que se les asigna, el espectáculo, la influencia de cien otros
que entran en el período de libertad lo retendrían en la fatal pendiente. El
primer período del ciclo fué la antropofagia. ¿Qué pueblo ha vuelto a
recorrerlo una vez salido de él? El último es la democracia. ¿Qué pueblo
ha sido demócrata en el sentido moderno y con los medios organizados
hoy de hacerlo efectivo la prensa y la industria y un mundo civilizado en el
exterior que le sirva de atmósfera favorable y que haya salido de ese
terreno para fundar monarquías aristocráticas? ¿Las repúblicas italianas?

Sobre este tópico nos batíamos sin cesar Mr. Johnson y yo. A veces me
decía: “Nada fueran las masas americanas, si no viniesen todos los años
trescientos mil salvajes de Europa que echan a perder la fusión y hacen de
la mejora de la opinión una cántara de las Danaides”.

—¡Ah, si tuvieran ustedes, como nosotros en Sud América, que luchar con
una masa en la cual el europeo, tan atrasado como lo encuentran ustedes,
es un elemento precioso y escaso de civilización y de libertad!...

132
El arte americano
A quince millas de distancia de Wáshington está Mount-Vernon, la morada
y la tumba de aquel grande hombre que la humanidad entera ha aceptado
como un santo, grande por la virtud y el más grande de los hombres por
haber puesto la piedra angular al edificio de la nación única del mundo que
ve claro su porvenir y cuyo porvenir es el bello ideal de la grandeza de las
naciones modernas. Tomo una descripción que encuentro a mano del
santuario yankee, de aquella Santa Caaba, de plácido recuerdo: “Después
de haber cabalgado un corto espacio por medio de bosques, que de vez
en cuando se abren en oasis de culturas aisladas, mi amigo me señaló
una piedra hundida en el terreno al lado del camino, que, según me dijo,
marcaba el principio de la quinta de Mount-Vernon. Todavía marchamos
dos millas antes de ver la puerta y la morada del portero. Después de
haber entrado, recorrimos una distancia de cerca de media milla; y el
camino de carruajes seguía atravesando un terreno muy variado y
sombreado por árboles grandes en toda la lozanía de los bosques.
Cruzamos un torrente, pasamos un arroyo, sintiéndonos tan en medio de
la naturaleza primitiva que la vista de la casa y el huerto que la rodea casi
hizo sobre mi ánimo el efecto de un encuentro inesperado. La
aproximación a la casa se hace por el frente del oeste. La puerta del gran
patio da a una extensa habitación en la cual entramos. No fué el hábito,
sino un sentimiento más y más profundo, el que me hizo quitar el sombrero
de la cabeza y marchar con precaución como si pisara una tierra
sagrada... Las piezas de la casa son espaciosas y campea cierta
elegancia en su acomodo; pero el conjunto es notable por su extrema
simplicidad. Todo cuanto la mirada abraza parece respirar la santidad de
aquellas reliquias públicas, y todas las cosas se conservan casi en el
mismo estado en que Wáshington las dejó. Todo americano, y
principalmente, los jóvenes que visitan este lugar, experimentan una fuerte
impresión que durará toda su vida... A cierta distancia de la casa, en un
lugar retirado, está la tumba nueva de la familia, compuesta de una simple
estructura de ladrillo con una puerta de hierro, por entre cuyas rejas se
divisan dos sarcófagos de mármol blanco, el uno al costado del otro, los
cuales contienen los restos de Wáshington y de su mujer. La antigua
tumba de familia en que estaba colocado al principio, estuvo en una

133
situación más pintoresca, sobre una colina dominando el panorama de
Potomack; pero la presente está más retirada, lo que fué una razón para
determinar los deseos del hombre modesto”.

¡Cuánto arte no se descubre en la colocación de esta tumba, cuánta


grandeza en su obscuridad, y cuán americano y nacional es aquel
acompañamiento de bosques primitivos, torrentes agrestes y arroyuelos en
el estado de naturaleza! Esta es la artística morada de Wáshington, el
plantador norteamericano, el genio de la democracia apenas posesionada
de la naturaleza inculta. Adriano estaba bien en la que hoy es el castillo
San Angelo; Rafael en la Rotonda de Agripa, que él puso sobre pilares en
San Pedro; Napoleón bajo la cúpula de los Inválidos; pero los manes de
Wáshington habrían vagado largo tiempo en rededor de su sepulcro si le
hubiese faltado la perspectiva y la sombra de los árboles seculares de los
bosques, rodeando el asilo doméstico y combinando la naturaleza inculta
con el fruto del trabajo personal del norteamericano.

Y, sin embargo, Wáshington, el héroe de la independencia


norteamericana, el fundador del pueblo trabajador y positivo, estaba
destinado, también, a inspirar el sentimiento de las bellas artes a los hijos
de los puritanos, y volver a esta familia, descarriada por preocupaciones
religiosas, el camino en que la humanidad ha marchado siempre, desde el
fetiche informe que adora en su infancia, hasta las Pirámides de Egipto, el
Coliseo romano, el Partenón, o el moderno San Pedro. Las ruinas de
Palenque, las esculturas encontradas por Stephen en Centro América,
como las estatuas de Miguel Angel o las pinturas de Rafael, son todas
páginas de un mismo libro, que señalan el día en que cada nación tuvo
conciencia de sí misma y perpetuando la memoria de lo pasado o
endureciendo en piedra o en bronce una idea, empezó a mirarse viva en
las edades futuras, legando a las venideras generaciones monumentos,
estatuas y obras públicas que demandan siglos de elaboración. A veces
me ocurre la idea de que tanto hicieron los egipcios trabajar a los hebreos
cautivos en la construcción de pirámides y otros monumentos, que cuando
aquella chusma se sublevó y tomó el desierto, juró no permitir que en la
tierra de promisión que iban buscando, se levantasen monumentos ni se
erigiesen estatuas, acordándose, sin duda, de los palos que les habían
dado los sobrestantes egipcios. ¿Cómo explicarse de otro modo el horror a
los templos y a las imágenes que muestra Moisés, el discípulo de los
sacerdotes egipcios? El arte es la realización del hombre, es el hombre
mismo, puesto que, no siendo, al parecer, necesario a su existencia, como

134
lo muestran los demás animales, es, sin embargo, la preocupación más
constante desde la vida salvaje hasta el pináculo de la civilización. Tengo
para mí que Roma ha muerto sofocada por los monumentos, que éste es
el fin de las grandes ciudades de la historia y que París ha de acabar por
fin por cuajar su suelo de monumentos públicos, de manera que al final de
los siglos la población se acoja a las catacumbas, que minan el suelo, por
no haber espacio para ella sobre la superficie de la tierra. Cuando se dice
que los primeros cristianos se ocultaban en las catacumbas de Roma,
huyendo de la persecución, me parece que se toma un hecho por otro. La
exploración de aquellas inmensas cavernas y perforaciones muestra hoy al
arqueólogo los restos de tres siglos de arte cristiano primitivo, lo que
prueba que durante tres siglos y hasta la destrucción de la ciudad
monumental por Atila, la plebe romana vivió alojada en las catacumbas,
donde tenía sus templos, plazas subterráneas, mercados y cementerios.
Es ridículo pensar que en una ciudad vivan escondidos durante tres siglos
cientos de miles de habitantes, que a cada momento necesitan ponerse en
contacto con el exterior, para proveer a sus necesidades.

Mahoma y los protestantes no deben citarse en materia de bellas artes


como una nueva aberración de la naturaleza humana, puesto que la obra
de estas dos reacciones en contra no son más que recrudescencias de la
ojeriza de Moisés contra las pirámides, a causa del mal trato dado a los
hebreos; gato escaldado, en materia de asentar piedras.

Los norteamericanos creen que no tienen vocación artística, y afectan


desdeñar las producciones del arte, como fruto de sociedades viejas y
corrompidas por el lujo. Yo he creído, sin embargo, sorprender el
sentimiento profundo, exquisito, de lo bello y de lo grande de este pueblo
que marcha de carrera en busca del bienestar material, y va dejando a su
paso incompletas todas sus obras y a medio hacer. ¿Qué no entra por
nada en el sentimiento del bello ideal, la beldad moral? ¿Qué pueblo del
mundo ha sentido más hondamente esta necesidad de confort, de
decencia, de holgura, de bienestar, de cultura de la inteligencia? ¿Qué
pueblo ha sentido más horror por el espectáculo de lo feo, la pobreza, la
ignorancia, la borrachera, la degradación física y moral, que es como la
corteza y la primera apariencia de las sociedades europeas? En Roma, de
entre los monumentos y las basílicas se alargan manos muy cuidadas
pidiendo limosna.

No hablaré de los hoteles, bancos, iglesias, embarcaderos y acueductos

135
que en toda la Unión asumen formas monumentales; mucho menos de las
columnas, obeliscos de cierta grandeza y elevación que en honor de
Wáshington y de Franklin se alzan en Boston, Filadelfia y Nueva York.
Todas estas son muestras, o más bien, productos artísticos, pero que no
revelan el sentimiento norteamericano del arte. Los europeos emigrados
ahora dos siglos, o emigrando actualmente, comunican por fuerza y como
necesidad de existencia los medios artísticos que poseen. Pero no es este
el arte americano, pues que no doy este nombre sino a la manifestación de
aquella constante y seguida aspiración de un pueblo en prosecución de
una idea nacional, que existe y se revela en cada hombre, por
generaciones sucesivas. Llamóle arte, no a los grados de civilización de
los diversos pueblos, sino al genio, al carácter nacional en cuanto reviste
formas tangibles y afecta su historia. ¿Cuál era el arte romano? Sin duda
que no se dará este nombre a los diversos órdenes de arquitectura, a la
estatuaria y demás decoraciones, cuyas formas habían adoptado de los
griegos, imitándolas, entremezclándolas, y adaptándolas a sus trabajos.
Llamo arte romano a aquel sentimiento grandioso que hacía concebir las
Termas, el Coliseo, la tumba de Adriano, los acueductos de Segovia y el
anfiteatro de Nimes; al espíritu monumental y dominador de la tierra y de
los obstáculos que ella oponía a la continuidad y facilidad de dilatación y
permanencia de la grande y perseverante idea artística romana, la
incorporación de la tierra conocida bajo el dominio de sus leyes, y la
adopción de los cultos, de las civilizaciones y de las costumbres de todos
los pueblos. Una revolución interna, la elevación de la plebe, y otra
externa, la incorporación de los bárbaros, destruyeron la obra romana,
como una plétora a que no pudo resistir aquel cuerpo que tenía que digerir
un mundo de un golpe.

Acaso los yankees están amenazados de sucumbir bajo el peso de una


elaboración interna tan amenazante como la de la plebe romana. Todos
tiemblan hoy porque aquel coloso de una civilización tan completa y tan
vasta no vaya a morir en las convulsiones que le prepara la emancipación
de la raza negra; incidente de una magnitud amenazante, y sin embargo,
tan extraño a la civilización norteamericana en su esencia, como sería
extraño a las leyes internas de nuestro globo el que un cometa de los
millares que andan errantes por el espacio, se estrellase contra él un día y
lo hiciese periclitar.

¿Dónde está, pues, el genio artístico americano? No lejos del Capitolio de


Washington en una casita modesta, sobre un bufete de madera de pino sin

136
barnizar, mostráronnos a mí y a mi amigo Astaburuaga, quien me
conducía a aquel retrete, un modelo de un monumento que debía erigirse
a la memoria del héroe norteamericano. La construcción se compone de
un gran edificio de formas jónicas de cuyo centro se eleva una aguja.
Según la escala que tiene al pie el diseño, mide en alto todo él, dos metros
más que la pirámide de Cheops en Egipto. La arquitectura es una
combinación, más o menos feliz, de formas y géneros conocidos, herencia
de todos los pueblos civilizados. Lo que en aquel monumento hay del
genio yankee es la altura, es decir, el sentimiento nacional de sobrepasar
en osadía a la especie humana entera, a todas las civilizaciones y a todos
los siglos. Dos metros más alto que el monumento más alto construído por
los hombres, he aquí el sentimiento de lo grande, de lo sin rival que
caracteriza a aquel pueblo; sentimiento que ha preludiado o seguido a las
más grandes épocas que ha alcanzado alguna porción del género
humano. A este mismo sentimiento obedeció el pueblo que construyó las
pirámides; ese mismo sentimiento aconsejó hacer del monte Athos una
estatua de Alejandro, cuya mano tendría las fuentes naturales del río; ese
sentimiento, en fin, inspiró la idea del coliseo de Nerón, el coliseo su
vecino, y ese sentimiento dirigió la construcción de San Pedro en Roma, el
camino del Simplón, etc., etc.

La idea de elevar aquel monumento a Washington, ha sido acogida en la


Unión con entusiasmo febril, nada más que porque respondía a la
aspiración nacional de sobreponerse a las demás naciones. Vese este
espíritu en la arquitectura naval. El buque que no mide dos mil quinientas
toneladas no merece llamar la atención ni engreir al pueblo como un trofeo
de su gloria. ¿Qué dijera Colón que atravesó el océano en carabelas de
ochenta toneladas, si viera flotar sobre las aguas aquellos monstruos que
pueden esconder en su seno cincuenta mil quintales de nieve o de granito,
porque granito canteado y nieve, son dos mercaderías de exportación de
que los norteamericanos hacen un comercio de algunos millones?... Hace
cosa de diez años que atormenta a los yankees la idea de atravesar el
continente americano con un camino de hierro desde Nueva York hasta el
Oregon, uniendo el Atlántico con el Pacífico, e interponiéndose ellos entre
la Europa y el Asia, de manera de pasarles con la derecha a los ingleses lo
que con la izquierda hubiesen cogido en las costas de la China y del
Japón. No han inventado, sin duda, los americanos ni el camino de hierro,
ni el buque, ni el orden jónico; pero suyas son las colosales aplicaciones y
los perfeccionamientos que introducen diariamente en su construcción;
pues si no han podido mejorar los órdenes arquitectónicos, algo de un

137
carácter nacional les han añadido a los conocidos, como la estatua de
Franklin sosteniendo el pararrayos en el pináculo de las cúpulas, como ya
lo he indicado antes, y la mazorca de maiz como coronación y remate, en
lugar del piñón antiguo. El embarcadero de los caminos de hierro, el
viaducto, el puente, el hotel y otras construcciones, que reclaman las
necesidades de nuestra época, pueden dar en los Estados Unidos formas
arquitectónicas desconocidas en los siglos pasados y que estereotipen un
carácter peculiar a cada clase de monumento.

La parte económica del monumento de Washington revela otro de los


signos del genio artístico de los yankees. Levántase aquella obra colosal,
por medio de una suscripción popular de solo algunas monedas de cobre
por individuo. Así cada año la nación en masa trae a los pies de la estatua
del grande hombre, tipo del bello ideal nacional, un tributo espontáneo de
gratitud y alabanza; y en este punto pueden darse por vencidas todas las
naciones de la tierra. Todos los monumentos del mundo están amasados
con lágrimas e iniquidades; y el mismo San Pedro de Roma, no es gloriam
Dei la que enarra, sino la perversidad y las extorsiones de sus ministros.
Roma contiene hoy en monumentos, como ahora dos mil años, la sangre y
los despojos de la tierra. Versalles, el Escorial, el Arco de l’Etoile, todos los
monumentos del mundo protestan contra el despotismo de quien fueron
antojo y vanidosa ostentación. Pero el monumento de Washington es tan
puro, como la idea inmortal que representa. Las generaciones pueden
sucederse embelleciéndolo de año en año por siglos enteros, sin que una
idea triste acongoje el ánimo del espectador más complacido que
asombrado. Veinte millones de ciudadanos felices hoy, mañana ciento,
consagran una ínfima parte de su trabajo a solemnizar el más noble y el
más grande de los recuerdos históricos, la personificación de la dignidad
moral más alta que se haya ofrecido a la especie humana. ¿Qué es
Napoleón mirado desde esa altura? El último y el más sublime de los
bandidos que han asolado la tierra y cubiértola de cadáveres, para poner
su orgullo en lucha con la obra de la perfección social que destruyó con la
república. ¿Qué es Washington sepultado al lado de su mujer en un
obscuro y solitario rincón de la casa que habitó? El genio de la humanidad
moderna, el principio de una era que asoma, y que ya deja marcado al
mundo el camino de justicia, de igualdad y de trabajo laborioso que
seguirá.

Deben decorar el interior del monumento de Washington, piedras e


inscripciones enviadas por todos los Estados de la Unión, las ciudades y

138
las corporaciones, y sociedades científicas, filantrópicas, y aun
industriales. Aquel sistema de contribución popular y espontánea para la
realización de un pensamiento nacional, constituye, a mi juicio, la muestra
más clara de la existencia de un sentimiento artístico nacional. No sé si
hay en Europa pueblos que en masa se apasionen por la realización de
una idea, si no son los franceses de cierta clase, y lo que ha hecho en la
edad media el catolicismo, por medio de las corporaciones de artesanos.
Pero en los Estados Unidos, si este sentimiento no está del todo
desenvuelto en la masa de la nación, lejos de morir como el bello espíritu
cristiano de la edad media, está en germen apenas, y toma cada día
formas más aparentes. No hay ciudad de alguna importancia que no tenga
en los Estados Unidos su rudimento de museo, en que están
bárbaramente mezcladas obras de arte, curiosidades traídas por los
navegantes, objetos de historia natural, y aun representaciones grotescas
de escenas ocurridas en los mares u otros puntos y que han preocupado
al público. Esas colecciones se enseñan al curioso por una retribución, y
aquella retribución forma un capital que se emplea incesantemente en
enriquecer, embellecer y completar las colecciones para excitar más y más
la curiosidad. Durante mi permanencia en Nueva York, estaba en
exhibición una bellísima estatua en mármol de Carrara, ejecutada en
Roma por Poper, joven artista norteamericano de rara habilidad. La
estatua representaba una cautiva georgiana, no siendo más que una
Venus con cadenas. Era, acaso, la vez primera que los puritanos veían
expuesta una de esas bellas desnudeces femeniles con que tanto se
familiariza uno, ennobleciéndose el pudor, en los museos de Italia y de
Francia. Los primeros días hubo grande escándalo; pero concluyeron al fin
las gazmoñas por levantar los ojos y habituarse a contemplar la beldad
artística en aquel espejo de mármol. El resultado fué que la exposición de
la estatua tomó el camino de hierro, y fué de ciudad en ciudad
exhibiéndose a los ojos rudos del pueblo, y reuniendo, en cambio de
sorpresas, cuchicheos y admiraciones de los espectadores, sendos pesos
fuertes; por manera que el artista obtuvo en recompensa de su talento,
más de lo que Canova u Horace Vernet obtuvieron nunca por sus más
afamados capi d’opera. Estas costumbres y esta ovación popular
prometen al arte americano estímulos más poderosos, gloria más
retumbante que la que los reyes de la tierra han podido conceder jamás,
gastando en fomentar las bellas artes rentas que no son suyas, y que
arrancan para sus placeres el sudor de los pueblos. No es esta una
paradoja; hase comprobado ya que los gastos que hacen por
suscripciones gratuitas en Norte América los ciudadanos y aun las señoras

139
para costear los trabajos de los astrónomos de Cincinnati, exceden en
mucho a las rentas acordadas por el gobierno inglés para los mismos
fines. No está, pues, lejos el día en que los grandes artistas europeos
vengan tras del lucro a pasear por los Estados Unidos sus obras maestras,
recogiendo pesos a millares mientras el gusto nacional se educa, y más
tarde codiciando la ovación que al talento haga un pueblo, juez
competente ya en materia de arte. Las cantatrices y bailarinas célebres
empiezan a mostrar el camino que más tarde seguirán los pintores y los
estatuarios. Tan genial es aquella ambulancia del arte en Norte América,
que no hace muchos años hubo un teatro magnífico, construído sobre un
buque que iba dando funciones a ambas márgenes de un río, a medida
que llegaba a una villa o ciudad de consideración.

Tienen los norteamericanos costumbres públicas y privadas que se


prestarían al desarrollo de las artes. La vida afanosa que llevan y la
excitación de los negocios los fuerza a viajar continuamente, mostrando
cierta necesidad de emociones, de ver y de agitarse, que los lleva en
romería a la cascada del Niágara, a los lagos y a las ciudades de la costa.
Esta parte antigua de la Unión ejerce sobre la población del interior una
grande influencia moral, como que allí está el centro del movimiento
inteligente y mercantil, y la sede del gobierno; y como todas las familias del
interior son originarias de los antiguos Estados, los ojos se vuelven
siempre hacia la patria primitiva, embelleciendo los recuerdos, la carencia
de los goces a que los padres estuvieron habituados.

Washington, la capital nominal de la Unión, aprovechará, sin duda, en un


porvenir próximo, de estas disposiciones del espíritu nacional, si el
Capitolio, el Museo de Inventos y el monumento elevado a Washington,
hubiesen de ser acompañados por otras atracciones que hiciesen al fin de
la capital un centro de espectáculos que muevan la curiosidad de los
viajeros y despierten el nacionalismo. Residencia de los Senadores,
ministros y altos funcionarios, como asimismo, de los representantes de
las otras naciones, Washington podría embellecer sus veladas con la
ópera, y las artes dramáticas y coreográficas, si las ideas religiosas no
opusiesen a ello fuertes obstáculos.

Añádase a esto que el sentimiento de unidad, de centralización, y de


dirección, lucha con desventaja contra la energía individual y local, base
de la organización política de aquel país, y resultado del espíritu
protestante. No conozco hecho en contrario, si no es el Board de

140
Educación de Massachusetts, que ha logrado al fin sobreponerse a las
resistencias y espontaneidad local en materia de enseñanza, imprimiendo
una impulsión científica y sistemada a la educación general del Estado.
¿Podría extender esta influencia sobre toda la Unión, partiendo de un
centro único y oficial? Si tal sucediera, lo que es obra del tiempo, diríase
que se obraba una revolución radical en la vida de aquel pueblo. El
movimiento de mejora y sistema en la educación primaria principió en
Boston, Nueva York, Maine y los demás Estados, hasta los del Oeste,
pusiéronse luego en movimiento; pero, cada uno de por sí, adoptando
variantes y aplicaciones, según lo aconsejaba la dirección impresa a la
opinión. Es posible que aquellos Estados lleguen a tener al fin una
legislación idéntica, sin ser por eso común, ni ligada a un centro general.
La civilización y el poder de los individuos es igual a la suma de los
individuos que la componen; pero no es esa suma, representada por el
Estado, como nos lo dictan nuestras ideas latinas en materia de gobierno.
La estadística, los monumentos, todo se hace por agregaciones parciales;
y tal es la idea de la negación de la personalidad del Estado, que después
de una guerra se venden en pública subasta los buques, los fusiles y los
cañones que sirvieron para hacer efectiva la fuerza nacional.

En despecho de todo esto, los americanos han tenido la pretensión de


honrar un arte nacional, llamando tal a los productos artísticos salidos de
ingenios americanos. Idea mezquina para nación tan cosmopolita, y
emigrada de los antiguos pueblos europeos. Los norteamericanos
debieran, como nación, emprender la conquista de los monumentos de las
artes de Europa. A cada momento se anuncia en Venecia, en Génova y en
Florencia la venta de Museos particulares que cuentan Ticianos,
Españolettos, Carrachos y aun Rafaeles. Los franceses han saqueado la
España de Murillos, Zurbaranes y Velázquez, y aun la Irlanda se ha
enriquecido de bellezas artísticas, mientras que los cónsules bárbaros de
Norte América no sienten siquiera la tentación de Marcelo al ver las
estatuas de Corinto. Cien mil pesos anuales destinados a la adquisición de
las obras de los maestros antiguos y modernos, echarían en los Estados
Unidos la base del futuro arte americano. En Francia, cuán adelantada es
aquella nación en las bellas artes, pues lo es más que la Italia, siéntese la
necesidad de trasportar en copia al menos todos los grandes modelos del
arte extranjero. Washington debiera enseñar las imitaciones perfectas y
como para servir de escuela, de la Rotunda de Agripa, del Partenon de
Atenas, de la Catedral de Ruan, como modelo del gótico, y de media
docena más de edificios célebres. Así se convertiría en capital artística

141
aquella aldea buena para nada y rebelde al tiempo y al progreso, que
agranda y embellece a vista de ojo todas las ciudades americanas; pues
Washington, no siendo centro comercial ni naciendo el movimiento político
de su seno, adonde viene, por el contrario, desde afuera, está condenada
a no ser nunca gran cosa, si no se apodera del único principio orgánico
que ella puede centralizar, que es la impulsión artística y la concentración
monumental que trae a la nación a un centro común de vanidad, de gloria
y de veneración.

Hay ya un establecimiento en Washington, que atrae las miradas de toda


la nación, el cual es visitado diariamente como escuela nacional. La
Oficina de Patentes encierra en un museo de modelos la historia de los
progresos que las artes industriales han hecho desde su creación. Trece
mil quinientas veinte y tres patentes por invenciones y mejoras se habían
otorgado hasta 1844, perteneciendo al año de 1843 quinientas treinta y
una. En este ramo de la actividad inteligente del país han procedido, como
debieran proceder en todo lo que tiene relación con la cultura, a saber:
importando primero, plagiando, saqueando a las otras naciones para
enriquecer de datos su espíritu, y obrar después. Los resultados no se han
hecho aguardar. De un extracto del informe sobre exportación de
máquinas hecho en 1841 ante la Cámara de los Comunes en Inglaterra
resulta que preguntado el informante si la Inglaterra debe de una manera
notable a los extranjeros invenciones en maquinaria, fué respondido:
“podría decir que la mayor parte de los nuevos inventos últimamente
introducidos en las fábricas de este país, vienen de afuera; pero necesito
hacer comprender que no son mejoras en máquinas, sino inventos
enteramente nuevos. Hay ciertamente muchos perfeccionamientos
emanados de este país, pero temo que la mayoría de las invenciones
realmente nuevas, esto es, ideas nuevas enteramente en la aplicación de
ciertos procedimientos, por máquinas nuevas, o por medios nuevos, traen
su origen de fuera, y principalmente, de América.”

Esta confesión de la Inglaterra de su esterilidad en la maquinaria, y de la


invasora fecundidad de su joven rival, es el grito lúgubre de los náufragos
que saben que no hay socorro posible. Norte América invade hoy al
mundo, no ya con productos e inventos, sino con ingenieros, artífices y
maquinistas que van a enseñar las artes de producir mucho a poca costa,
osarlo todo y realizar maravillas.

He insistido en aquel extraño atraso artístico, fruto de preocupaciones

142
heredadas, porque, no sólo en las artes útiles, sino en los trabajos de la
inteligencia, los norteamericanos empiezan a tomar una posición propia.
Conoce usted a Cooper, a Washington Irving, a Prescott, a Bancroff y
Sparks, como historiadores de primer orden de las cosas americanas,
osando algunos de ellos emprender la aclaración de algunos episodios de
la historia europea; pero aun es más grande el número de escritores de
renombre que han tratado las cuestiones especulativas de filosofía,
economía, política y teología. Baste decir que en doce años hasta 1842, se
han publicado ciento seis obras originales sobre biografía; ciento dieciocho
sobre geografía e historia americana; noventa y una sobre lo mismo con
respecto a otros países; diez y nueve de filosofía; ciento tres de poesías; y
ciento quince novelas, mientras que casi en el mismo tiempo trescientas
ochenta y dos obras originales americanas habían sido reimpresas en
Inglaterra, y aceptadas por aquel público mismo que veinte años antes
preguntaba por boca de una revista: ¿quién lee libros americanos?
Oradores y estadistas como Everett, Webster, Calloum, Clay, los poseen
iguales solo en la Francia y la Inglaterra, siendo de notar que el brillo en
los trabajos históricos y en la elocuencia empieza a ser como en Francia,
escalón que conduce al poder y la influencia sobre la opinión pública. Los
viajeros, los naturalistas, arqueólogos de cosas americanas, geólogos y
astrónomos que emprenden enriquecer, y aun rehacer la ciencia, abundan
comparativamente, mostrando por los resultados que obtienen en sus
trabajos, que están mucho más adelantados que lo que la Europa hubiera
creido, a no tener a cada momento que aceptarlos.

Diráme usted que toda esta reseña de los progresos intelectuales de los
americanos no tiene nada de común con Washington, la desierta capital;
pero, ¿dónde colocar estas reminiscencias y cómo darles cuerpo y unidad
si no se inventa un centro a que referirlas?

Mi permanencia en Washington se prolongó de un día más sobre el tiempo


convenido con Arcos, pues nos habíamos dado cita últimamente en
Harrisburg en el United-States-Hotel, que yo había señalado como punto
de reunión.

Hube de regresarme a Baltimore y de allí tomar el ferrocarril que conduce


a aquella cuidad; y no bien hube llegado a la posta, empecé a inquirirme
del United-States-Hotel. ¡Cuál fué mi sorpresa al saber que en Harrisburg
no había hotel con aquel nombre! Como en toda ciudad norteamericana
hay uno que lo lleva, yo había dado a mi futuro compañero de viaje cita al

143
que suponía debía haber en Harrisburg. Con trabajo pude indagar el
paradero de Arcos, que había dejado escrito en el libro del hotel de la
posta, estas lacónicas palabras, dirigidas a mí: “Le aguardo en
Chamberburg.” Asaz mohino y cariacontecido por este contratiempo me
dirigí a Chamberburg, donde, después de recorrer las posadas con
inquietud creciente, nadie supo darme noticia de la persona por quien
preguntaba, tanto más cuanto que hablando Arcos el inglés con una rara
perfección, y gangoseándolo por travesura cuando se dirigía a
norteamericanos, nadie, ni los mismos que habían hablado con él, me
daba noticia del joven español por quien yo preguntaba en un inglés que
hacía estremecer las fibras a los pobres yankees. Entreteníame aún la
esperanza de que estuviese en los alrededores cazando, pues en nuestro
programa de viaje entraba una expedición campestre en los Montes
Alleghanies. Al fin supe que había dejado en la posta una esquela, en que
me repetía lo de Harrisburg: “Lo aguardo en Pittsburg”. ¡Malheureux!
exclamé yo acongojado. ¡Cincuenta leguas de Chamberburg a Pittsburg,
los Alleghanies de por medio, diez pesos de pasaje en la diligencia, y no
cuento sino con tres o cuatro en el bolsillo, suficientes apenas para pagar
el hotel en que estoy alojado! Supe, pidiendo detalles circunstanciados
sobre la indiscreta partida de mi intangible precursor, que no habiendo en
el saco de heno que lleva encima para proveer a los caballos, y que allí
debía viajar dos días y dos noches, impulsado a tanto sacrificio por la
inquietud juvenil de una sabandija incapaz de aguardar en un lugar ocho
horas, que era la diferencia de tren a tren que nos llevábamos en el
camino de hierro. Heme aquí, pues, en el corazón de los Estados Unidos,
como quien dice tierra adentro, sin un medio, haciéndome entender a
duras penas y rodeado de aquellas caras impasibles y heladas de los
americanos. ¡Qué susto y qué aflicciones pasé en Chamberburg! A cada
momento llamaba al dueño del hotel y de palabra y por escrito le exponía
mi situación.—Un joven que va adelante lleva mi dinero, sin saber que no
traigo el necesario para los gastos de camino. Me piden diez pesos de
pasaje en la posta y no tengo sino cuatro para pagar el hotel. Pero tengo
algunos objetos de valor intrínseco en mi maleta y quiero que la posta los
retenga hasta que haya cubierto mi pasaje en Pittsburg.—El posadero, al
oir esta lamentable historia, se encogía de hombros por toda respuesta.
Contaba mis cuitas al maestre de posta y se quedaba mirándome como si
no le hubiese dicho nada. Dos días de continuo suplicio y de
desesperación habían pasado ya, y lo peor era que no había asiento en la
diligencia, por venir todos contratados desde Filadelfia, como
complemento del camino de hierro que termina allí. Al fin me sugirieron

144
escribir a Arcos por el telégrafo eléctrico, lo que hice en cuarenta palabras
por valor de cuatro reales, y en los términos más sentidos. No obstante
aquel laconismo telegráfico, “no sea usted animal”... era la introducción de
mi misiva, y le contaba lo que por su indiscreción me sucedía.—¿Dónde
está el sujeto a quien se dirige?—En el United-States-Hotel, contesté yo,
dudando ahora si en Pittsburg habría un hotel de aquel nombre; y para no
darme un nuevo chasco, indiqué que se le buscase en todos los hoteles
más aparentes de la ciudad.

Tardaba la respuesta a mi impaciencia y a mi miedo de no dar con aquel


calavera, y no despegaba los ojos de la maquinita que con golpecitos
redoblados indicaba a cada momento el paso de misivas a otros puntos, y
que no se anotaban allí, por no venir precedidas de la palabra
Chamberburg y la señal preventiva y convencional para llamar la atención
del oficinista. Voy a preguntar, me dijo; y tocando a su vez su aparato, se
sucedieron golpecillos, con cuya mayor o menor duración trazaba el
punzón magnetizado a cincuenta leguas la pregunta que se hacía desde
Chamberburg.—¿Qué hay del joven Arcos que se mandó buscar?... Y un
momento después... señal de atención a Chamberburg... Contestan, me
dijo el oficinista, acercándose al aparato; y el punzón de Chamberburg
trazaba sus puntos sobre tira de papel que el cilindro va desarrollando
poco a poco. ¡Qué hubiera dado por leer yo mismo aquellos carácteres
que consisten en puntos y líneas, obrados por la presión en la superficie
blanca del papel. Concluída la operación, tomó la tira de papel y leyó: “No
se le encuentra en ninguna parte. Se ha mandado de nuevo a
buscarlo”.—Dos horas después nueva interrogación, nuevo martirio de
aguardar un sí o un no de que dependía el sosiego o la desesperación, y
nuevo y definitivo... no hay tal individuo...!

Quedé punto menos que si me hubiese caído un rayo. Entonces,


interesándose en mi suerte y haciendo conjeturas el hostelero, nombró a
Filadelfia. ¡Cómo Filadelfia! le interrumpí yo; es en Pittsburg donde está
Arcos y donde han debido buscarlo.—Acabaremos, me respondió; como
es en Filadelfia donde se paga la diligencia, el oficinista del telégrafo ha
creído que es allí donde usted recomienda que le tomen pasaje; but no
matter, voy a corregir el error; y dirigiéndose a la puerta se detuvo, y
señalando a la oficina me dijo: ya cerraron, hasta mañana a las ocho... Las
grandes pasiones del ánimo no pueden desahogarse sino en el idioma
patrio, y aunque el inglés tiene un pasable goddam para casos especiales,
preferí el español que es tan rotundo y sonoro para lanzar un ahullido de

145
rabia. Los yankees están poco habituados a las manifestaciones de las
pasiones meridionales, y el huésped, oyéndome maldecir con excitación
profunda en idioma extraño, me miró espantado; y haciéndome seña con
la mano, como para que me detuviera un momento antes de morderlos a
todos o suicidarme, salió corriendo a la calle, en busca sin duda de algún
alguacil para que me aprehendiese. ¡Esto sólo me faltaba ya! y aquella
idea me volvió repentinamente la compostura que en mi aflicción había
perdido por un momento. Minutos después volvió a entrar acompañado de
un sujeto que traía la pluma a la oreja y que con frialdad me preguntó en
inglés primero, en francés en seguida, y luego alguna palabra en español,
la causa de mi turbación, de que lo había instruído el posadero. Contéle en
breves palabras lo que me pasaba, indiquéle mi procedencia y destino,
suplicándole intercediese en la posta para que se tomase mi reloj y otros
objetos en rehenes hasta haber satisfecho en Pittsburg el pasaje. El
individuo aquel me escuchó sin que un músculo de su fisonomía impasible
se moviese, y cuando hube acabado de hablar, me dijo en
francés:—Señor, lo único que puedo hacer... (¡Qué introducción! me dije
yo para mi coleto y tragando saliva...) lo único que puedo hacer es pagar el
hotel y el pasaje de usted hasta Pittsburg, a condición de que llegado
usted a aquella ciudad, haga abonar en el Merchants-Manufactory-bank,
en cuenta de Lesley y Cía. de Chamberburg, la cantidad que usted crea
necesario anticiparle aquí.—Tuve necesidad de tomar una larga aspiración
de aire para responderle: pero, señor, gracias; pero usted no me conoce, y
si puedo darle alguna garantía...—No vale la pena; personas en la
situación de usted, señor, no engañan nunca; y diciendo estas palabras se
despidió de mí hasta más tarde. Comíme en seguida un real de manzanas,
pues que hambre era lo que había despertado la serie de emociones por
que había pasado durante tres días. Aproveché la tarde en recorrer la
ciudad y alrededores; necesitaba caminar, agitar mis miembros para
creerme y sentirme dueño de mí mismo. En la primera noche se me
apareció mi ángel custodio, cargado de libros; traíame un tomo de
Quevedo, otro del Tasso en italiano y uno o dos mamotretos en francés
para que me distrajese. Consagróme algunos momentos hablando
alternativamente en español y en francés; díjome que conocía el latín y el
griego, inquirióse sobre algunos detalles de mi viaje y me deseó buena
noche al retirarse.

Al siguiente día volvió y me dió cuatro billetes de a cinco pesos, no


obstante mi empeño de devolverle uno por innecesario; y como ya se
retirase, regresó diciéndome casi ruborizado: Usted me perdone señor,

146
pero se me ha quedado otro billete en el bolsillo que ruego a usted
agregue a los anteriores. Este hombre había excedido más de la suma que
yo había indicado, porque en resumidas cuentas yo solo necesitaba diez
pesos. Comprendí el sentimiento delicado que lo impulsaba e hice una
débil resistencia a recibirlo, aceptándolo con cordialidad. La diligencia
partió al fin, y yo volví a mi estado de quietud de ánimo ordinario,
complaciéndome de haber tenido ocasión, aunque tan penosa para mí, de
dar lugar a manifestación tan noble y simpática como aquella del caballero
Lesley. La noche sobrevino, apareció la luna plácida en el horizonte, y la
diligencia empezó a remontar, pausadamente, los montes Alleghanies.
Cuando habíamos llegado a la parte más elevada, bajaron algunos
pasajeros, y una voz de mujer dijo en francés dentro de la diligencia: bajen
a ver el paisaje que es bellísimo. Aprovécheme de la indicación, descendí
tras los otros, y pude gozar en efecto de uno de los espectáculos más
bellos y apacibles de la naturaleza. Los montes Alleghanies están
cubiertos hasta la cima de una frondosa y espesa vegetación; las copas de
los árboles de las lomadas inferiores, iluminadas de lo alto por los rayos de
la luna, presentaban el aspecto de un mar nebuloso y azulado, que por el
cambio continuo del espectador iba desarrollando sus olas silenciosas y
obscuras, sintiéndose, sin embargo, aquella excitación que causa en el
ánimo la vista de objetos que se conocen y comprenden, pero que no
pueden discernirse bien, porque el órgano no alcanza o la luz es incierta y
vagorosa.

Al llegar a una posada, después de habernos recogido a nuestro vehículo,


la misma voz dijo, siempre en francés: aquí se desciende a tomar algo,
porque marcharemos toda la noche sin parar. Bajé yo, en consecuencia, y
presentándose a la puerta una señora, ofrecíla la mano para que se
apoyase. Volvimos a poco a tomar nuestros asientos, continuóse el viaje, y
empezaba a sentir somnolencia, cuando la misma voz de antes, y que era
la señora aquella, me dijo con timidez: creo, señor, que usted se ha visto
en algunas dificultades.—¡Yo! No, señora, contestéle perentoriamente, y la
conversación terminó ahí; pero mientras yo recapacitaba sobre esta
pregunta, la señora añadió con visibles muestras de turbación: Usted me
dispense, señor, si le he hecho una pregunta indiscreta, pero esta mañana
en Chamberburg, me hallaba por casualidad en una pieza, desde donde
no pude dejar de oír lo que contaba usted a un caballero.—En efecto,
señora, pero usted supo, sin duda, que todo quedó allanado.—¿Y qué
piensa usted hacer, señor, si no encontrase a su compañero en
Pittsburg?—Me asusta usted, señora, con su pregunta. No he pensado en

147
ello, y tiemblo de sospechar que tal cosa sea posible. Me volvería a Nueva
York o a Wáshington donde tengo conocidos.—¿Y por qué no continuaría
su viaje adelante?—¿Cómo he de engolfarme en un país desconocido,
señora, sin fondos?—Le decía a usted esto, porque mi casa está cinco
leguas más acá de Nueva Orleans, y deseaba ofrecérsela a usted. Desde
allí puede usted tomar noticia de su amigo; y si no lo encontrase, escribir a
su país y aguardar a que le manden lo que necesita.—La noble acción de
Mr. Lesley había, según lo visto, sido contagiosa. Aquella señora lo había
oído todo, y quería a su vez completar la obra. Esta reflexión me vino
antes, tocado como estaba por el buen proceder, de otra a que, su sexo
podría haber dado pretexto; la señora me dijo en seguida, acaso para
responder a la posibilidad de una sospecha, que hacía seis semanas que
acababa de perder a su marido, y que iba a poner orden en los negocios
de su casa de Orleans. Acompañábala una hijita de nueve años y ambas
vestían de luto completo. Era la madre, pues, y no la mujer, la que ofrecía
el asilo doméstico a un desconocido que debía también tener madre; y
obedeciendo a esta idea que santificaba la oferta y la aceptación, traté en
adelante a la señora con menos reserva, seguro, sin embargo, de que no
llegaría el caso por ella previsto.

Llegamos a Pittsburg, y la señora me hizo prevenir que partía por un vapor


y que si aceptaba su ofrecimiento fuese a tomar pasaje en el mismo vapor.
Salí a buscar a Arcos en el United-States-Hotel; porque ¿dónde había de
encontrarlo sino allí? Afortunadamente para mí había en efecto en
Pittsburg un hotel de los Estados Unidos, donde encontré a mi Arcos, que
a la sazón escribía en los diarios un aviso, previniéndome su paradero y
justificándose de lo que ya empezaba a sentir por mi demora, que había
sido una niñería. Venía dispuesto a reconvenirlo amigable, pero
seriamente; mas, me puso una cara tan cómicamente angustiada al
verme, que hube de soltar la risa y tenderle la mano. Salimos juntos
inmediatamente, y contándole mi historia en el camino nos dirigimos al
vapor Martha Wáshington, en que había tomado pasaje la señora, a fin de
darla las gracias y prevenirla de mi hallazgo, para que no partiese con el
temor de que quedase yo aislado. En efecto, no bien hube puesto el pie en
la espaciosa cámara del buque, cuando del extremo opuesto, levantóse la
señora que había estado en acecho aguardándome, y dirigiéndose hacia
mí con disimulo, fingió darme la mano, para pasarme ocultamente un

148
bolsillo de oro. Presentéle sin aceptarlo la buena pieza que me
acompañaba y que había ocasionado todas aquellas tragedias, y ambos la
dimos un millón de gracias por su solicitud; y como si la ingratitud fuera la
recompensa de tan desinteresado proceder, he olvidado su nombre,
habiéndonos separado en Cincinnati para no volvernos a ver más.

149
Cincinnati
De Pittsburg, que no tuve tiempo de examinar, el vapor por 5 pesos lleva al
viajero a Cincinnati cuatrocientas cincuenta y cinco millas Ohio abajo. El
magnífico río da nombre al Estado, si bien principia a ser navegado desde
la Pensilvania. Otra vez he hablado de la riqueza de aquel suelo
privilegiado, dónde sobre lechos inconmensurables de carbón bituminoso,
se extienden llanuras de bosques y de cultivo, accidentadas por montes
que esconden el hierro en sus flancos, y de cuyas faldas fluyen canales
como el Ohio que se liga al Mississipi y sus afluentes, y somete un mundo
al alcance de sus manufacturas.

Para darle noticia del progreso asombroso del estado del Ohio, debo
principiar por el sicut erat in principio, es decir, el aspecto del país ayer no
más. Este estado se extiende unas 40.000 millas cuadradas desde la
margen del Ohio hasta el lago Erie, al norte. La parte sur y este del terreno
del Ohio es llano y fertilísimo; el resto, accidentado de montículos, encierra
valles hermosos, sabanas, pantanos, y terreno quebrado. La cantidad de
tierras arables se reputa en 35.000 millas, el resto es la parte cenagosa,
quebrada o estéril. Hasta 1840 la parte labrada no pasaba de 12.000
millas. El primer establecimiento se hizo en 1788 en Marieta. La población
cristiana se presentó en el Estado en 1802, en número de 50.000
habitantes. En 1810 había aumentado a 230.760; en 1820, a 937.679; y en
1840, a más de un millón y medio. Hoy tiene más de dos millones. No soy
yo ahora quien hace esta comparación. Copio de un librejo. “Dícese que el
territorio de los Estados Unidos es un noveno o cuando más un octavo de
la parte del continente colonizado por los españoles. Sin embargo, en
todas aquellas vastas regiones conquistadas por Cortés y Pizarro no
pasan de dos millones de habitantes de sangre pura española, de manera
que no sobrepasan en mucho en número a la población del Ohio en medio
siglo, y quedan muy atrás en riqueza y civilización”. Si la observación no
es del todo exacta el aumento de población de la América española desde
aquella época es sin duda infinitamente inferior. Méjico y la República
Argentina han disminuído el número de sus habitantes; bien es verdad que
es artículo orgánico de la constitución política de los nuevos estados
sudamericanos ignorar siempre cuántos bípedos habitan el país. Nuestros

150
gobiernos sabrán un día oficialmente cuántas estrellas hay en el cielo,
como los niños traviesos suelen deshojar una rosa para saber cuántos
pétalos tiene; pero saber cuál es el número de habitantes de su país, ¡fi
donc! ¡Un gobierno descender a tan mezquinos detalles! Toda la
organización norteamericana reposa en el censo decenal y en el catastro
de la propiedad; y hay reglas para calcular cada día el aumento de
población, y sus resultados tienen certeza administrativa. El censo de 1850
está calculado en veinte y dos millones; el de 1860 en veintinueve; el de
70 en treinta y ocho millones; el de 80 en cincuenta millones; el de 1890 en
sesenta y tres millones, y el de 1900 en ochenta millones. Habrá error
quizá en un pico de diez o veinte millones de más.

El valor de los productos del Ohio ascendió en 1840 a circumcirca de


veinte millones de duros, entre los cuales figuraban cinco millones de
cecinas y animales domésticos, y cinco millones de artículos
manufacturados. Como la población de aquel Estado es aproximadamente
la que se le atribuye a Chile (porque la verdad es un secreto que Dios se
reserva entre los inexcrutables de su política à lui) juzgará usted que Chile
ha debido producir veinte millones, todos los años que hace que está
teniendo millón y medio de habitantes. Es verdad que no contentos los
habitantes del Ohío con las facilidades que les ofrece su río, han abierto
siete canales navegables que penetran en el país, los cuales producían de
beneficio ochenta y ocho mil pesos en 1843, y ciento setenta y dos mil
seiscientos cincuenta y nueve en 1844, esto es, el doble del año anterior,
lo que prueba que la cantidad de productos había doblado de un año a
otro.

Este Estado se halla poblado generalmente por los nuevos inmigrantes


compuestos de alemanes, irlandeses y otras naciones. Estos labradores
aumentan en número todos los días, y forman una mayoría sobre los
yankees pur sang, de donde resulta que les ganan siempre las elecciones,
unidos los extranjeros de origen al partido demócrata. Esto desespera a
los puritanos, pues que siendo por lo general muy ignorantes los europeos,
y en gran número católicos de Irlanda, lo que no constituye una patente de
sapiencia, se oponen a todas las mejoras útiles, y se niegan a contribuir
para escuelas, canales, caminos, mostrando la mayor indiferencia por la
llegada de cartas y periódicos, “al mismo tiempo, dice un autor, que están
siempre dispuestos a dar sus votos a los demagogos, que estarían prontos
a hundir el país en la más violenta carrera de cambios políticos”. Esta
coincidencia con ciertos países que nosotros conocemos, me hace creer

151
que cuanto más ignorante y menos dispuesto a promover las mejoras
útiles, es un pueblo, más aspira a cambios políticos, como aquellos
animales despeados que dejan el camino trillado por mejorar, y se meten
en la pedrazón y en los derrumbaderos.

Para azuzar a estos demócratas indisciplinados hay la Stump oratory, así


llamada por la ocurrencia de algún candidato popular de treparse a la copa
de un árbol para dirigirse a su rudo auditorio. Un viajero inglés refiere en
estos términos el discurso que le contó uno de estos personajes. “Un
labrador que entró en el coche de Worcester, habló con vehemencia
contra la nueva tarifa, que dijo, sacrificaba los agricultores del Oeste a los
manufactureros de Nueva Inglaterra, quienes querían forzarlos a comprar
sus efectos hechizos, mientras que las materias primeras de Ohio y del
Oeste estaban excluídas del mercado de Inglaterra. Elogióme las ventajas
de que gozaba en los Estados Unidos, compadeciéndose de la masa del
pueblo inglés, privada de sus derechos políticos y expuesta a la opresión y
tiranía del rico. Con la mira de distraerlo, le dije que un día antes había
visto en la ciudad de Columbus, a un ministro predicando en idioma
welche ante una congregación de trescientas personas; que estos y otros
pobres labradores irlandeses y alemanes eran ignorantes de las leyes e
instituciones norteamericanas, y personas sin educación alguna, y que
cómo se les había de permitir influir y dominar en las elecciones como
sabía que lo acababan de hacer en Ohio. Sobre este tópico me espetó una
oración, cuyo tema fué la igualdad de derechos de todos los hombres, la
división que algunos querían establecer entre los antiguos y los nuevos
plantadores, la buena política de recibir a los inmigrantes cuando la
población era escasa, la ventaja de las escuelas comunales, y últimamente
el mal de dotar universidades, que dijo son un nido de aristócratas.

Este odio popular contra las universidades no quita que haya, y muy bien
dotada, una universidad en Atenas, otra en Oxford, otra en Willoughly;
siete colegios en varias otras ciudades; varios institutos teológicos; setenta
y cinco academias, y cinco mil doscientas escuelas.

La ciudad principal de este Estado es Cincinnati, cuya población es de


cincuenta mil habitantes, y está situada en la abertura de un valle delicioso
formado por colinas que van ascendiendo suavemente hasta la altura de
trescientos pies, enseñando en sus flancos grupos de árboles y aun
manchas de bosque. La ciudad está situada en dos terraplenes uno más
alto que el otro quince a veinte varas. En el desembarcadero la playa está

152
cubierta de losas hasta la parte más baja del río, y hay muelles cuya
superficie sube y baja con la marea. Las calles están sombreadas de
árboles y muy bien pobladas de edificios. Sus comunicaciones con el
interior las facilitan canales que la ligan con el lago Erie y el canal
Wabasch. Hay además, ferrocarriles, caminos macadamizados y
vecinales. El canal Whitewater se extiende 70 millas al interior. Como es
bueno saber lo que puede hacerse en treinta años, recordaré a usted que
esta ciudad fué reconocida tal en 1819 y fundada aldea en 1789. De su
puerto parte un vapor diario para Pittsburg, y otros para San Luis, Nueva
Orleans río abajo, también diariamente. Diligencias hacen la travesía entre
las vecinas ciudades en todas direcciones. Hay cuarenta iglesias, un
teatro, un museo, una oficina de venta de tierras del Estado, cuatro
mercados, y un consistorio. La ciudad se suple de agua del río, levantada
por poderosas máquinas de vapor.

Pero lo que más distingue a Cincinnati son el crecido número de


sociedades literarias, científicas y filantrópicas, de las cuales haré a usted
breve mención, tanto más que en adelante me abstendré de entrar en
estos detalles. Me complazco en enumerar los elementos que entran en la
composición y en la vida de la sociedad americana, aun en estos Estados
de ayer, porque la comparación puede ser para nuestros compatriotas una
útil enseñanza. Un viajero inglés, Robertson hablando de Corrientes y
Entre Ríos, en la República Argentina, dice: “Me espanta al contemplar
estos bellos países, considerar lo que han dejado de hacer los españoles
en tres siglos”. La idea es sublime y profunda. ¡Lo que no han hecho en
tres siglos! Espanta, en efecto. El colegio de Cincinnati fundado en 1819
tiene excelentes tierras y un hermoso edificio en el centro de la ciudad. El
colegio de Woodward y el de San Javier, fundado por los católicos, y el
seminario presbiteriano tiene dieciséis mil volúmenes en sus bibliotecas,
dotación y profesores correspondientes a los ramos de enseñanza. El
colegio de medicina del Ohio, fundado en 1825, posee hermosos edificios
y está bajo la dirección de un consejo de directores; tiene dos mil
volúmenes y aparatos completos de anatomía, anatomía comparada,
cirugía, química y materia médica. El colegio de jurisprudencia está
relacionado con el de Cincinnati. El instituto de mecánica fué creado en
1829 para instrucción de mecánicos, y da cursos de artes y ciencias;
posee importantes aparatos de física y química, una biblioteca y un salón
de lectura. En una de sus salas se reune la Academia Occidental de
Ciencias Naturales; en otro salón se tiene una feria anual para fomento de
las artes y de las manufacturas. Una escuela normal para instrucción de

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maestros fué establecida en 1821.

La biblioteca mercantil para jóvenes dependientes tiene un salón de


lectura y dos mil volúmenes. La biblioteca de aprendices cuenta mayor
número de volúmenes. Hay dos asilos católicos, el asilo para huérfanos y
una casa de pobres. Los establecimientos que no son sostenidos por
asociaciones espontáneas, costéalos el Estado con rentas especiales
cobradas para el objeto. En materia de rentas de escuelas la ley obliga a
contribuir al sostén de las que existen, aun a aquellos pobladores que
están diseminados entre los bosques. Los poseedores de vastas
extensiones de territorio desierto están además obligados a contribuir a
todas las cargas del Estado, y cuando están ausentes y atrasados en el
pago, el sheriff toma una porción de terreno y la vende en pública subasta.
De este modo la ley cuida de que los propietarios ricos no monopolicen la
tierra, esperando sin cultivarla aprovechar del valor accesorio y progresivo
que le va dando el tiempo. La ocupación de este país empezó desde las
márgenes del Ohío hacia el Norte. Cuando se terminó el canal de Erie, que
ponía en comunicación el Ohio con lagos, el Hudson, Nueva York y el
Atlántico, otro movimiento de población comenzó a invadir desde el lago
Erie hasta el Sur, quedando un inmenso bosque en el centro para dar
colocación sucesiva a las generaciones venideras, pues la previsión de la
ley de hacer pagar su parte de impuesto a los poseedores, hace que
pocos quieran hacer la adquisición, si no es con el ánimo de trabajarlas
inmediatamente.

Cincinnati es el emporio de la explotación de los cerdos, y hay una clase


de sociedad a quien dan el apodo de la aristocracia de los puercos, por
haberse enriquecido con esta industria. Anualmente se salan en los
saladeros de Cincinnati doscientos mil puercos, y llegada la estación de la
cosecha, puéblanse los establos de madera de los alrededores y acuden
de toda la Unión los compradores de manteca, jamones, etc. Apenas es
posible creer a qué sumas enormes da origen esta industria. Lo más
notable es que en Cincinnati los puercos viven por millares en las calles
sin propietario particular. Los vecinos toman uno para engordar en sus
casas, los niños se montan en ellos si los logran coger, y la policía manda
matarlos cuando se propagan demasiado. Cincinnati es, pues, el país
donde se amarran los perros con longaniza y no se las comen.

Cuatro o cinco días pasamos con Arcos en Cincinnati dejándonos llevar


por el placer de recorrer sus calles y alrededores, visitar su museo, y

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holgarnos en el far niente del turista. En Cincinnati fué donde Arcos,
viendo a un pacífico yankee que leía su Biblia, sentado a la puerta de su
tendejón, se paró delante de él, le sacó de la boca el cigarro que fumaba,
prendió el suyo, volvió a metérselo, y siguió su camino sin que el buen
hombre hubiese levantado la vista, ni hecho otro movimiento que abrir la
boca para que le ensartaran el cigarro. Paciencia, hermano, en cambio de
alguna impertinencia vuestra.

Embarcámonos en un vapor de grandes dimensiones y el tercero que


descendía el Misisipí desde que se tuvo noticias de que habían ya cesado
los estragos de la fiebre amarilla, periódica en Nueva Orleans, en el
verano. De Cincinnati a aquella ciudad hay 1548 millas, que se hacen en
once días de navegación de vapor, marchando de día y de noche sin otros
intervalos que los necesarios para cargar leña, o cambiar pasajeros en las
ciudades y embarcaderos del litoral. Cuatro comidas abundantes y
opíparas se sirven, contando con el lunch; y viaje, comida y servicio de
once días cuesta quince pesos, algo menos que lo que se pagaría por vivir
el mismo tiempo en un hotel.

Poco diré a usted de las ciudades a cuyos puertos y muelles va


sucesivamente atracando el vapor en el trayecto, pues que en ninguna
permanecimos lo suficiente para conservar ni aun reminiscencia distinta de
ella. Marieta, Luisville, Roma, Cairo, se suceden de día en día, hasta que
el país bárbaro, el Far West, empieza, y la escena recobra su carácter
agreste y semisalvaje.

El viaje del Misisipí es uno de los más bellos y que más duraderos y más
plácidos recuerdos me haya dejado. El majestuoso río desciende
ondulando blandamente por el seno del valle más grande que existe en la
tierra. La escena cambia a cada ondulación, y un ancho moderado del más
grande de los ríos permite que la vista alcance en esta y la otra ribera, a
calar por entre la sombría enramada de los bosques, y esparcirse en las
sabanas y aberturas que hace la vegetación mayor de vez en cuando. El
encuentro de un vapor es un incidente deseado, por la proximidad y
rapidez del pasaje, mientras que la vista cae desde lo alto de las galerías
del palacio flotante, sobre una escuadra de angadas que descienden a
merced de la corriente cargadas de carbón de piedra; se ve más allá un
falte o mercachifle que va en su buquecillo de vela, vendiendo al detalle
por las vecinas aldeas sus chismes y baratijas. Descender a las ciudades y
aldeas adonde el vapor toca, correr por las calles, meternos en una mina,

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curiosearlo todo, comprar manzanas y bizcochos, con el oído atento a la
campana que anuncia la próxima partida, era regalo y codiciada variante
que no dejábamos de añadir a nuestras emociones, como nunca
dejábamos de saltar sobre un barranco, ganar el bosque y correr un rato,
mientras el vapor estaba cargando leña para quemar en sus hogueras.

Arcos, que había principiado nuestra asociación con una niñada, se


propuso en aquellos días conquistar mi afecto, haciendo ostentación de
cuanto salero y jovialidad hay en su carácter, alimentados por un
inagotable repertorio de cuentos absurdos, ridículos, eróticos, tales cuales
sólo sabe atesorar la juventud calavera de París o de Madrid. Ibamos con
esto de zambra y fiesta permanentes, a punto de ser conocidos y notados
por trescientos pasajeros del vapor.

Servíase a bordo la mesa tres veces para dar abasto a tan crecido número
de comensales, y como todos se atropellasen para tomar asiento en la
primera, nos quedamos el segundo día para la segunda, la que dejamos el
tercero para estar a nuestras anchas, hasta que al fin nos arreglamos a
comer en la cuarta con los criados, en la que nos iba perfectamente,
prolongando la sobremesa los dos solos por horas como lo habríamos
hecho en el Astor-Hotel. Gustáronnos las melazas que los primeros días
sirviéronnos de postre, y como faltasen al quinto, reclamamos pidiendo la
presencia de las melazas; razón por la que un mozo descendía corriendo
en los desembarcaderos a comprarla en los bodegones vecinos, “para los
señores españoles que se enferman—decía—si no comen melazas”.
Hablábamos recio en español en la mesa, y reíamos con tal desenfado
que atraíamos en torno nuestro un círculo de huasos ya hartos, a vernos
comer, gozándose en nuestro inextinguible buen humor. Una mañana
Arcos la emprendió con un bonazo de ministro protestante.—Señor, le
decía, ¿de qué profesión es usted?—Presbiteriano, señor.—Dígame,
¿cuáles son los dogmas especiales de esta creencia? Y el padre procedía
bondadosamente a satisfacerlo.—Pero Vd., señor, decía Arcos con aire
convencido, y como si ambos estuvieran de inteligencia, usted no cree
nada de eso por supuesto. Es Vd. demasiado sensato para poner fe en
esas bromas.—Las facciones del infeliz sometido a tortura semejante, se
contraían como cuando nos pisan un callo. El buen clérigo se ponía de
todos colores, y medio indignado, medio suplicante, hacía profesión de fe
solemne de su creencia. Pero el implacable y serio burlón le replicaba con
un aplomo imperturbable:—¡Comprendo, comprendo! Vd. predica y
sostiene ante el público esas doctrinas; vive Vd. de ello y la dignidad de su

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carácter así lo exige; pero aquí entre nosotros, vamos, yo sé lo que hay en
plata.

Otra vez estaba rodeado de un grupo de yankees horripilados de oírlo, y


levantando más y más la voz, para que el escándalo fuese
mayor.—¡Gobierno, decía, es el del Emperador de Rusia! ¡Eso sí que es
un gobierno! Cuando un general delinque o desagrada a su soberano, ¡se
le desatan los calzones y se le dan quinientos azotes! ¡Pero estas
repúblicas! esto es un escándalo y un desorden. ¿Qué significan vuestras
elecciones, y qué sabe Vd. ni Vd., añadía, dirigiéndose a éste o al otro de
sus auditores espantados, lo que conviene al Estado, cuándo debe
hacerse la guerra y cuándo la paz? Al pueblo sólo le toca pagar los gastos
de la corte del soberano, que gobierna por derecho divino...

Y esto dicho con una seriedad y una afectación de estar de ello


convencido, que aquellos hombres se hacían cruces de oírlo; y pasada la
tormenta se lo señalaban unos a otros, mostrándolo como a un animal
extraño, un ruso o un loco peligroso. Todo esto para reír después y
alimentar la francachela. ¿No se le antoja una vez persuadir a una
cuarentona llena de colgajos y de colorete, que yo era sobrino de Abd-el-
Kader que viajaba de incógnito, favoreciendo esta broma la circunstancia
de ser el único en aquellos parajes que llevara la barba entera y la birreta
griega? Habíala ya medio persuadido, hablábale en español para que ella
creyese que era el árabe, exagerando el sonito de la J, y se empeñaba en
que me pusiese albornoz para completar el chasco.

Más tarde me mostró este joven la parte seria de su carácter, que no es


menos notable por el buen sentido que lo caracteriza, a lo que se añade
mucho trato de la sociedad y la rara habilidad de revestir las formas
populares en lenguaje y porte, cualidades que con su instrucción en
materias económicas, lo harían un joven espectable si supiese dominar las
impaciencias de un espíritu impresionable que no contienen ideas fijas y
sentimientos de moralidad teórica, aunque su conducta sea regular.
Necesito añadir estas rectificaciones por temor de que sin ellas hiciese
pasar plaza de truhán en mi narración a un compañero de viaje que me
acompañó cuatro meses y me prestó amigables servicios.

La vecindad de Nueva Orleáns se deja presentir por alteraciones visibles


en la materia de la cultura y por la forma de los edificios. Divísanse
haciendas, y en ellas líneas de casuchas de madera de la misma forma y
capacidad todas, mostrando que el libre albedrío no ha presidido a su

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construcción. La tierra está dividida en lotes más grandes; la población
rural aislada desaparece; y las raras habitaciones que de cuando en
cuando se presentan, asumen formas y extensión que acusan la presencia
de una aristocracia campestre.

Aquellas casitas iguales son, en efecto, las habitaciones de los señores


amos. Esta es la aristocracia de las balas de algodón y de las bolsas de
azúcar, fruto del sudor de los esclavos. ¡Ah, la esclavitud, la llaga profunda
y la fístula incurable que amenaza gangrenar el cuerpo robusto de la
Unión! ¡Qué fatal error fué el de Wáshington y de los grandes filósofos que
hicieron la declaración de los derechos del hombre, al dejar a los
plantadores del Sur sus esclavos; ¿y por qué rara fatalidad los Estados
Unidos, que en la práctica han realizado los últimos progresos del
sentimiento de igualdad y de caridad, están condenados a dar las
postreras batallas contra la injusticia antigua de hombre a hombre, vencida
ya en todo el resto de la tierra?

La esclavitud de los Estados Unidos es hoy una cuestión sin solución


posible; son cuatro millones de negros, y dentro de veinte años serán
ocho. Rescatados, ¿quién paga los mil millones de pesos que valen?
Libertos, ¿qué se hace con esta raza negra odiada por la raza blanca? En
tiempo de Wáshington y treinta años después, el cinismo de la teoría no
venía a justificar en el ánimo de los amos la codicia de la práctica; pero
hoy la esclavitud está apoyada en doctrina, porque se ha hecho el alma de
la sociedad que la explota. Entonces era más reducido el número de
esclavos, y por tanto más cancelable económica y numéricamente.
Mientras tanto la esclavitud tiene en los Estados yankees genuinos, y
éstos son los más ricos, poblados y numerosos, antagonistas implacables,
fanáticos. El espíritu puritano de igualdad y de justicia se eleva en el Norte
a la altura de un sentimiento religioso. Abominan de ella como de una
lepra y de una mancha que deshonra a la Unión, y en su ardor predican la
cruzada contra los réprobos que explotan la abyección de una raza
maldecida.

Echámosles en cara a los norteamericanos su perpetuación. ¡Dios mío!


vale tanto como afligir y humillar las canas del padre virtuoso, echándole
en cara los desmanes de su hijo pródigo. La esclavitud es una vegetación
parásita que la colonización inglesa ha dejado pegada al árbol frondoso de
las libertades americanas. No se atrevieron a arrancarla de raíz cuando
podaron el árbol, dejando al tiempo que la matase, y la parásita ha crecido

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y amenaza desgajar el árbol entero.

Los estados libres son superiores en número y riqueza a los estados de


esclavos. En el Congreso, en las leyes no conquistará la esclavitud un
palmo de terreno más al Norte de la línea que el hecho existente se ha
trazado. Si la guerra sobreviene, ¿los negros irán a batirse con los blancos
para evitar que les quiten sus cadenas? ¿Los amos formarán ejércitos
para guardar sus esclavos? La separación en estados libres y en estados
esclavos, tan cacareada por los estados del Sur, traería la desaparición de
la esclavitud. Pero, ¿adónde irían cuatro millones de libertos? He aquí un
nudo gordiano que la espada no puede cortar y que llena de sombras
lúgubres el porvenir tan claro y radioso sin eso de la Unión Americana. Ni
avanzar ni retroceder pueden; y mientras tanto la raza pulula, se
desenvuelve, se civiliza y crece. Una guerra de razas para dentro de un
siglo, guerra de exterminio, o una nación negra atrasada y vil, al lado de
otra blanca la más poderosa y culta de la tierra.

Desde Pittsburg hasta Nueva Orleáns habíamos atravesado diez estados


de los que no entraron en la primitiva federación. La ciudad de Nueva
Orleáns es la capital de la Luisiana, originariamente francesa y cuya
promiscua población se compone hoy de criollos americanos, españoles y
franceses. La apariencia de la ciudad desde el puerto es magnífica, y los
vapores sólo, que están de continuo en sus ancladeros por centenares,
bastan para revelar la actividad comercial de sus habitantes. Puede
decirse que el vapor se inventó para el Mississipí. Antes de su aplicación a
la navegación fluvial, echaban meses y meses las raras barcas que
remontaban los ríos, como sucede hoy en el Paraná y Uruguay; los
buques de alta mar cruzaban muchos días en el golfo de Méjico
acechando la ocasión favorable de tomar la difícil entrada del caudaloso
río que a muchas leguas de la costa lleva aún su cauce en el fondo del
mar flanqueado de bancos peligrosísimos. Inventóse, empero, el vapor, y
bandadas de remolques remolinean en la embocadura para lanzarse en el
golfo, apenas divisan en el lejano horizonte una vela. Millares de vapores
recorren el río arriba, dispersándose hacia todos los rumbos de horizonte,
siguiendo las vías acuáticas en que por centenares se subdivide el canal
principal a medida que se le incorporan ríos tributarios; y cuando el valle
del Mississipí esté ocupado por el hombre, espantará, sin duda, la masa
de productos que vendrá a acumularse en Nueva Orleáns, quedando
estrecho el canal anchuroso que desde aquella ciudad conduce al golfo
para la no interrumpida procesión de buques que han de ir a

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desparramarse como puñados de granos en la inmensidad del océano,
porque el Mississipí es la única salida que ofrece un mundo entero.

Desgraciadamente, Nueva Orleáns está incurablemente enferma; la fiebre


amarilla aparece periódicamente en su recinto todos los años desde tal día
del año, hasta tal otro, mata a los que no huyen del seno de la ciudad, y
vuelve a convalecer y restablecer su salud hasta la misma época del año
siguiente. A una legua de la ciudad la salubridad es completa, y ni por
contagio alcanza aquel azote periódico. Tenía en 1840 ciento dos mil
habitantes, número que no aumenta en grandes proporciones, no obstante
ser el desembarcadero de la emigración francesa.

Residimos en Nueva Orleáns diez días hasta contratar pasaje para la


Habana en un malísimo y pestilente buquecillo de vela, que como la falúa
del Mediterráneo que me condujo de Mallorca a Argel, llevaba su carga de
cerdos, con el aditamento de tres o cuatro tísicos moribundos, que partían
con nosotros camarotes estrechísimos, calientes y llenos de telarañas. El
mundo norteamericano concluía, y principiábamos a sentir con anticipación
las colonias españolas adonde nos dirigíamos.

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Domingo Faustino Sarmiento

Domingo Faustino Sarmiento (San Juan, Provincias Unidas del Río de la


Plata, 15 de febrero de 1811 ?- Asunción, Paraguay, 11 de septiembre de
1888) fue un político, escritor, docente, periodista, militar y estadista
argentino; gobernador de la provincia de San Juan entre 1862 y 1864,
presidente de la Nación Argentina entre 1868 y 1874, senador nacional por
su provincia entre 1874 y 1879 y ministro del Interior en 1879.

Considerado como uno de los grandes prosistas castellanos,? es


destacado tanto por su labor en la educación pública como en su

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contribución al progreso científico y cultural de su país.

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