Una Amistad Peligrosa - Pablo Poveda
Una Amistad Peligrosa - Pablo Poveda
Una Amistad Peligrosa - Pablo Poveda
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Pablo Poveda
ePub r1.0
Titivillus 29-01-2023
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Título original: Una amistad peligrosa
Pablo Poveda, 2023
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
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—Lo he comprado para ti.
—Ya te he dicho que no, gracias —respondió ella, poniéndose tensa.
—Que bebas, joder…
—¿Perdona?
—¿No me has oído?
Antes de que se dieran cuenta, una de las camareras ya había dado el aviso
al personal de seguridad. Un hombre del tamaño de un armario lo agarró del
brazo, haciendo caer los vasos al suelo. Su primer impulso fue el de sacar la
navaja y rajarle el abdomen, pero aguantó las ganas y se dejó llevar por la
fuerza del gorila. Un segundo después, estaba tirado en los adoquines de la
calle, oyendo las amenazas del portero, que le invitaba a desaparecer de su
vista.
Cuando se puso en pie, notó que se había hecho daño en la mano, pero
que no tenía nada roto y también sintió la ingesta de alcohol haciendo efecto
en su equilibrio.
—Tienes suerte… de que hoy no sea mi día…
—Lárgate antes de que llame a la Policía —le dijo el guarda.
—Que os den… Soy un hombre libre —clamó, ebrio, antes de empezar a
subir por el callejón que llevaba hacia Antón Martín.
De camino a su casa, en el barrio de Lavapiés, se cruzó con siluetas que
balbuceaban como él. El único miedo que tenía era el de la resaca del día
siguiente. Por una noche, pensó, se había comportado como un cordero de la
sociedad y eso le produjo una ligera carcajada.
El mundo de los borregos le aburría.
En la subida que llevaba a la calle de Atocha, a escasos metros del cruce,
sintió a una pareja que lo alcanzaba por detrás.
—¿Estás bien, amigo?
—Déjame en paz —murmuró y buscó la navaja en su cintura. Entonces se
dio cuenta de que la había perdido en la puerta de esa discoteca—. Maldita
sea…
Sin esperarlo, sintió una fuerte sacudida en el pie que lo tiró al suelo. Esta
vez sufrió una caída dolorosa y su rostro impactó contra las baldosas.
—Parece que tiene problemas para caminar —comentó una de las voces
masculinas—. ¿Verdad?
—Hijoputa… No tengo dinero, si es lo que buscas.
—Será mejor que le echemos una mano —sugirió la otra voz varonil—.
Míralo, no puede levantarse.
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Esta vez no era culpa del alcohol, sino de la caída. Sintió un agudo dolor
en el pie y un fuerte pinchazo al intentar moverlo.
—¿Qué coño queréis de mí? —preguntó, confundido. Algo no encajaba y
comenzó a ponerse nervioso—. Dejadme en paz, estoy cansado…
—Míralo, qué pena me da. ¿A ti no? Quizá haya que llevarlo a su casa.
—O a dar una vuelta.
Una segunda patada le rompió una costilla. Intentó gritar, pero no podía
soportar el lamento.
—Dejadme…
Una de las voces se acercó a él y le echó el aliento en la nuca. No podía
verlo, pero sí sentir sus intenciones.
—No te preocupes por eso, Manolito, ya nos encargamos de ello… Pronto
vas a descansar para siempre.
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Jueves.
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—¿Tienes de algo de beber?
—¿No es un poco pronto?
—Nunca lo es.
Ella suspiró.
—Mira en el mueble del salón… Tal vez haya alguna botella de mi
esposo.
Abandonó el dormitorio, sintiendo la fatiga poscoital en el torso y recorrió
el pasillo que lo llevó al salón. De un viejo estante sacó una botella
polvorienta, de escocés. Prefirió no preguntarse por los años que aquel
brebaje llevaba allí metido, ya que el whisky era una de las pocas cosas que
no temía el paso del tiempo. Agarró un vaso corto, se sirvió dos dedos y
regresó al cuarto. Cuando llegó al umbral de la puerta, notó el resplandor de
la luz de la mesilla y encontró a la mujer vestida con un pijama de seda,
sentada en la cama, con las rodillas flexionadas y cubiertas con la manta.
En silencio y sin ánimos de romper el hielo, abrió la ventana y dejó que el
frío de la calle entrara. Después encendió un cigarrillo y exhaló el humo al
exterior.
—Supongo que es tu manera de cerrar los casos.
Él carraspeó. Intuía hacia dónde iba el diálogo y estaba cansado como
para discutir.
—No estoy de servicio, Marina.
—¿Es un adiós?
Dio otra calada, apagó la colilla en el alféizar y se aclaró la boca con el
escocés, sintiendo cómo el alcohol ardía en su garganta. Notó que, para ser lo
primero que ingería en ayunas, le había sentado mejor que en otras ocasiones.
El calor se manifestó por todo su cuerpo. Luego se giró y la miró fijamente.
—El adiós se les da a los muertos. Yo diría que aún sigues muy viva.
—Por favor, Javier. No evites mis preguntas con tus rodeos.
Oír su nombre de pila en boca de una mujer que no fuera Marla, le
producía escalofríos.
—Tienes lo que me pediste. Toma ese avión y vuela libre hacia tu nueva
vida. Él no te encontrará.
—¿Y tú? Ven conmigo. Tengo dinero suficiente para los dos.
«Oh, no».
Se giró y le dio la espalda, buscando mentalmente una salida de la casa.
—Detesto la humedad. Dicen que Florida es peor que Alicante.
La mujer se levantó y se aproximó para abrazarlo por detrás.
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—Javier… —le susurró al oído, apretando su pecho contra la espalda del
detective—. Podríamos ser felices…
De pronto, todavía con el vaso en la mano, avistó un vehículo que se
acercaba al suyo.
Por alguna razón, aquel modelo le era familiar.
—Marina…
—Te escribiré cuando llegue, pero, por favor…
—Oye…
—¿No ha significado nada para ti?
—Marina, escúchame —dijo, viendo cómo el coche se detenía y
estacionaba en doble fila.
—¿Qué sucede?
Un escalofrío lo puso en guardia cuando reconoció la cabeza redonda del
hombre que salía del viejo Mercedes de color granate.
—Demonios, es tu marido.
—¿Qué?
Se dio la vuelta, la cogió por los hombros y la miró a los ojos.
—Tu marido está aquí.
—¿Mi marido? —preguntó sorprendida, después se asomó y reconoció el
vehículo—. ¡Oh, es él!
—¿Sabes si tiene llaves del piso?
Ella lo miró extrañada.
—¿Cómo no va a tener? Es suyo.
—Macanudo.
En ese momento, Maldonado había dejado de atender a las palabras de la
mujer que tenía delante. La voz de la secretaria se repetía en su cabeza.
«Nos vas a meter en un buen lío».
«Demonios, Marla. ¿Por qué nunca te haré caso?»
No disponía de tiempo para azuzarse. Ahora debía encontrar la manera de
que los dos salieran de allí sin que el esposo los descubriera. De lo contrario,
el desencuentro acabaría con un trágico final para los tres. Lo que más le dolía
era decir adiós a la remuneración que el tipo le iba a pagar por los servicios.
Se vistió todo lo rápido que pudo y oyó el estrépito de la puerta de la
entrada al edificio.
Agarró a la mujer de la muñeca y la llevó al recibidor del apartamento.
—Coge tu abrigo y tu bolso.
—¡No puedo irme, sin más! Mi equipaje…
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Él resopló por la nariz. El motor del ascensor les indicó que el hombre
estaba abajo.
—Al carajo. Tú decides. Yo me voy.
La presión era tan fuerte, que no vaciló en seguir sus indicaciones.
Maldonado abrió la puerta del apartamento y comprobó que el ascensor ya
estaba subiendo.
Juntos, bajaron por las escaleras. Ella caminaba más despacio que él,
poniendo en peligro el plan de fuga.
De pronto, se oyó un berrido en la planta superior. Un grito que retumbó
en las paredes.
—¿Marina? ¡Sé que estás aquí! —exclamó el cónyuge al irrumpir en la
vivienda—. ¡No te escondas, desgraciada!
Cuando abandonaron el edificio, el cielo se despejaba y amanecía en la
ciudad. Maldonado corrió hacia su coche, procurando que el marido no los
descubriera. Entró en el Golf y metió la llave en el contacto para arrancarlo.
De repente, la vio parada junto al portal, confundida.
O tal vez arrepentida, se dijo.
«Jamás vuelvas a confiar en un cliente».
En un acto reflejo, tocó el claxon para llamarla. Tenían que salir de allí.
La mujer, aturdida, salió del embrujo de sus pensamientos y reaccionó,
caminando hacia el coche.
—Lo siento, lo siento…
—¿Qué estabas haciendo? —preguntó él, abriéndole la puerta para que se
diera prisa.
—Por un momento, he sentido que…
Los ojos del detective se desviaron hacia arriba cuando notó una mancha
negra en lo alto del edificio.
—Oh, no… —murmuró.
El marido le apuntaba con un arma desde la ventana por la que él había
fumado un rato antes.
Uno.
Dos.
Ahora.
Metió la primera marcha y pisó el acelerador a fondo.
Un estrépito sonó desde lo alto y el proyectil alcanzó uno de los faros del
coche. La mujer gritó con histeria, el motor del Volkswagen rugió como un
dragón y Maldonado se abrió paso entre los coches que ocupaban el paseo,
dejando una molesta sinfonía de bocinas e insultos a su paso.
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pesar de sus intentos por disimularlo, intuyó que aquel tipo pasaba por una
mala racha.
—Perdone…
Maldonado arqueó una ceja, sin girar el rostro.
—¿Sí?
El desconocido tragó saliva y vaciló un instante.
—¿Sería tan amable de comprarme un café?
En otro contexto, habría sospechado de él y de sus intenciones. Nadie
viajaba tan lejos para mendigar un café. Sin embargo, no tuvo más que
mirarle a los ojos y ver el aspecto de las suelas de sus zapatos, para
comprender que era uno de los muchos que dormían durante el invierno en los
pasillos del aeropuerto.
—Claro —dijo sin pensarlo dos veces—. Aguarda aquí.
El detective se alejó de él y se acercó a la cola. Reflexionó que, a pesar de
las historias que cada uno tenía y de los muertos que todos guardaban en el
armario, en ocasiones, la mala suerte de la vida se presentaba sin avisar, ya
fuera con un despido laboral, con una tragedia familiar o con una mala
gestión de terceros. Pero, al fin y al cabo, con un revés que era capaz de
tumbar al más fuerte. La clave estaba en levantarse. Él sabía lo que era
sentirse jodido, lo que suponía luchar cada mañana por salir a flote. Así y
todo, jamás había alcanzado la situación del desconocido. Con un sentimiento
extraño en el cuerpo, esperó su turno hasta que se quedó frente a la cajera.
Dio otro vistazo y se aseguró de que el hombre seguía allí.
«No puedes juzgar a alguien por su aspecto, ni por su pasado. Tan solo
por sus acciones… y él no te ha pedido más que un café».
Pidió dos cafés largos y un emparedado de atún con mayonesa. Mientras
esperaba, se le ocurrió algo y tomó una revista de viajes del mostrador.
Después sacó el sobre donde guardaba el dinero que su cliente le había dado,
separó la mitad del fajo de billetes, olvidándose de la paga extra del mes y los
guardó en su abrigo. Por último, metió el sobre dentro de la revista y la
enrolló.
—Aquí tienes —comentó, regresando a él y le entregó el desayuno y el
magacín.
—Vaya, gracias… —respondió, abrumado, sin darse cuenta aún de la
sorpresa que había entre las páginas—. Oiga, ¿y esto?
—He pensado que te vendría bien un poco de distracción —aclaró, sacó
las gafas de sol y se puso un cigarrillo entre los labios, dispuesto a salir de la
terminal—. Hay que alimentar el estómago y el alma.
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—Gracias, no sé qué decir…
—Descuida, no siempre es necesario decir algo.
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Una hora más tarde, Maldonado alcanzaba San Bernardo por la Gran Vía, con
el frío de la mañana abofeteando su rostro y sorteando con la mente en blanco
el tránsito de un día laboral. Ni siquiera se detuvo a pensar en la mujer que
había dejado marchar un rato antes. Era mejor así, se repitió, a modo de
convencerse. Desde su última relación, no había tenido ocasión para
concentrarse en los sentimientos. De alguna manera, las mujeres que entraban
en su vida lo hacían por accidente, por una coincidencia fortuita o porque el
de arriba las cruzaba en su itinerario para que no perdiera la fe. En cualquiera
de los casos, su vida no estaba preparada para un episodio de desenfreno
emocional, a pesar de las ganas que albergara. Se conocía y sabía que no
llegaría a ninguna parte. Su carácter era tan intenso como una resaca de Año
Nuevo y no había conocido dama que fuera capaz de soportarlo. Así que
decidió olvidar el asunto, no apostar por los caballos ganadores y dedicarse a
lo único que se le daba medianamente bien. Prefería hacerlo de ese modo.
Para él, a partir de cierta edad, las expectativas se convertían en fracasos y él
era un habitual a la hora de decepcionar.
De camino al despacho, se fijó en las carteleras de los cines y de los
teatros, que se habían convertido en un atractivo turístico para los de fuera.
Los bares de antaño se habían transformado en franquicias de alimentación
con imágenes coloridas de platos de comida que poco se parecían a lo que
servían en las mesas. Un oasis con precios insultantes para exploradores
perdidos en un desierto de hormigón. Continuó por la cuesta, dejando atrás
los grandes centros comerciales. Ahora, los anuncios del Broadway español
se convertían en un popurrí de musicales, humoristas y encuentros entre
rostros famosos que él era incapaz de reconocer. Por un momento, sintió que
se había quedado atrapado en el pasado, en una época que no era ni mejor ni
peor, simplemente con otros nombres y otros símbolos populares.
A la altura de la esquina que unía el cruce, apuró el cigarrillo que sostenía
entre los dedos y miró hacia el final de una calle que parecía no detenerse.
Para él, el tráfico de San Bernardo era lo más parecido a las inolvidables
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secuencias de cine: una calle estrecha que siempre está en obras, dos colas de
vehículos en ambas direcciones y un hormiguero humano que entra y sale de
cada agujero. Después apagó la colilla en el cenicero de una papelera y entró
en el edificio.
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La víctima, Manolo Sepúlveda, conocido como «El niño de la navaja», varón de
cuarenta y dos años, ha aparecido sin vida, apaleado y torturado, en el polígono
industrial de Alcobendas. El hombre, acusado de atraco con arma blanca en diez
ocasiones y también de violar a una mujer en el parque del Oeste, disfrutaba de su
libertad, a la espera de la sentencia final de un polémico juicio en el que la falta de
pruebas lo salvaría de la condena en prisión.
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—Pensaba que te había contratado su marido.
—Es una larga historia.
La chica hizo clic en el ratón y en la pantalla apareció una fotografía en la
que el detective besaba a la mujer.
Maldonado carraspeó, sorprendido.
—Te dije que nada de esto.
Ella ladeó el rostro y sonrió.
—Es para mi colección personal.
De pronto, de manera inesperada, la puerta se abrió de un golpe y por ella
entró el hombre que le había disparado desde la ventana del apartamento.
En un acto inconsciente, echó una pierna hacia atrás y se palpó la cintura,
dándose cuenta de que no iba armado.
—¡Maldonado! —gritó el tipo, vestido con una camisa arrugada y abierta
hasta el pecho—. ¡Lo sé todo!
Rápido, bajó la guardia y el detective le hizo un gesto a la secretaria para
que quitara aquello de su vista.
—Hay un timbre en la puerta, señor Cáceres.
El cliente, que parecía poseído por un espíritu, avanzó dando zancadas
hasta él y lo miró de frente con los ojos inyectados en sangre.
El detective tragó saliva, sin moverse del marco de la puerta y bajo la
atenta mirada de su secretaria. No sentía temor, pues podía abatirlo de un
golpe. Pero sabía que iba armado y eso lo complicaba todo.
Por un instante, se preguntó qué era lo que sabían aquellos ojos, si la
verdad o parte de ella.
—La he visto, Maldonado, con otro hombre… —expresó con voz
cansada, a punto de derrumbarse para caer de rodillas—. Se ha ido con él…
Atento a sus palabras, no quería arriesgar y cuestionar la atención de aquel
hombre demasiado pronto.
—¿A dónde?
De repente, la mano izquierda lo sujetó del brazo y el hombre metió la
otra mano en el bolsillo del pantalón. Sus ojos se dirigieron a la cintura, hasta
que el cliente sacó un papel arrugado.
—Me ha pedido el divorcio —dijo y las primeras lágrimas brotaron de sus
ojos.
El detective se apartó, quitándose la mano de encima y aceptó la nota. En
ella estaba el beso de despedida de Marina que nunca le daría a su marido, el
mismo que había evitado él.
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«Adiós, Martín. Te amé un día, pero ya no puedo. No me busques, quiero
el divorcio. Mi abogado te llamará».
Maldonado miró a Marla y se encogió de hombros. El cliente se apagaba
como una vela consumida. Dobló la nota y se la devolvió.
—Toda una declaración de intenciones… —comentó y le dio una
palmada en el hombro—. La verdad es que no sabía cómo decírselo.
Los ojos del hombre se iluminaron.
—¿La ha visto? ¿Tiene pruebas que revelen la identidad de ese cerdo?
—Las tengo.
—¿Por qué no me ha llamado?
—Quería estar seguro de lo que hacía.
—Le juro que lo mataré. Quiero ver esas fotos, detective.
—No es el mejor momento, señor Cáceres.
—De verdad, Maldonado. Muéstremelas, se lo ruego.
A esas alturas, él sabía que había salido airoso de la situación. Por
supuesto, no le iba a mostrar las imágenes, al menos, en ese estado.
Agarró de los hombros al cliente y lo acompañó hacia la puerta, mientras
le daba golpecitos en la espalda a modo de consolación.
—Descanse, tómese una aspirina y olvídese de ella —le aconsejó y abrió
la puerta de la oficina—. Le enviaré las fotos cuando se encuentre mejor. Hay
que pensar con la mente fría, antes de cometer una estupidez.
Con un ligero empujón, lo guio hasta el ascensor, abrió la puerta y lo
metió en él.
—Tiene razón, Maldonado. Es usted un buen hombre. En breve, recibirá
la transferencia.
—No se apure, lo primero es el descanso y reconciliarse con los demonios
—comentó, antes de cerrar la puerta y ver cómo el ascensor iba hacia abajo
—. Que tenga un buen día… señor Cáceres.
«Carajo, ha estado cerca».
De regreso a la oficina, oyó el sarcástico aplauso de la secretaria.
—Ahora, ¿qué? —preguntó irritado, cerrando la puerta y acercándose al
escritorio.
—Eres mejor actor que detective.
—Más vale que elimines esas fotos o tiraré esa pantalla por la ventana.
Marla apretó los labios y mantuvo la mirada. Lo que parecía una amenaza,
se convirtió en algo gracioso y la secretaria hacía esfuerzos por aguantar la
risa.
—¿Qué he dicho ahora?
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—Nada, Javier… Me sorprende que sobrevivas al siglo XXI.
Él entornó la mirada y se quedó reflexionando sobre la frase.
Seguía sin entender cuál era la razón.
Por suerte, el teléfono sonó y desvió la conversación.
Él le indicó que atendiera la llamada.
—Sí, está aquí —respondió Marla y apartó el altavoz—. Es el inspector
Berlanga.
—Pásamelo a mi despacho —contestó y se giró por última vez—. Y más
te vale borrar esas malditas fotos.
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—Sí.
—Vaya, ¿qué celebramos?
—Sé puntual, tengo mucho trabajo por delante.
—Descuida.
Cuando colgó, sintió un extraño augurio acerca de la reunión. Lo primero
fue el restaurante que había elegido. No es que le diera mal fario, sino que no
habían regresado por allí desde su expulsión forzosa del Cuerpo. Por alguna
razón, aquel sitio había quedado ligado a los recuerdos de sus días como
inspector. Prefirió no darle importancia o, quizá, la justa, aunque Berlanga se
mostraba interesado y también demasiado opaco con sus intenciones. No era
común en el inspector y eso le preocupaba. ¿Qué era lo que tanto ansiaba
contarle en persona? Tanto secretismo inquietaba al detective y sospechó que
su amigo le invitaría a comer, para después pedirle algún favor inusual.
Mosqueado, examinó la hora y se dio cuenta de que no disponía de mucho
tiempo.
Al abrir la puerta, vio a Marla sentada frente al ordenador, fingiendo no
haber oído la conversación telefónica. Por desgracia, la chica no disimulaba y
uno de sus peores talentos era guardar las apariencias.
—¿Todo bien, Javier? —quiso saber, sin girar el cuello.
—¿Tú qué opinas?
—No sé de qué hablas. Tengo otras cosas mejores que hacer, que
espiarte…
—Claro.
—¿Me vas a contar qué quería? —preguntó ella, haciéndose la despistada
—. Puedes guardártelo si quieres. Estoy acostumbrada a meterme en mis
asuntos.
—Si te soy sincero, no lo sé ni yo… Berlanga me ha invitado a comer, así
que supongamos que tiene uno de esos días atípicos —argumentó y se dirigió
al perchero en el que colgaba su abrigo—. Seguro que quiere pedirme algo.
—¿Ha elegido un buen sitio para la cita?
—El Buey. Carne y vino.
—No me suena.
—Tiene solera, pero se come bien.
—Él sabe cómo conseguir de ti lo que quiere.
—No me tires de la lengua… —respondió y se puso la chaqueta—. Por
cierto, si llama alguien, dile que no estoy. Y si es por trabajo, pregunta antes
de qué trata el asunto.
—¿Ya te vas? Acabas de llegar.
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—¿Desde cuándo es ese un problema?
Ella lo miró y arqueó una ceja.
—Necesito que me aclares algunos pagos que tengo aquí… Ya sabes,
Hacienda.
—Tendrán que esperar, Marla. Me queda un largo paseo hasta el
restaurante.
Ella se giró, molesta.
—Eres un embustero. El restaurante está cerca del Senado.
Maldonado sonrió.
—Vaya, pensaba que no te interesaba la conversación —comentó con
sorna y le guiñó un ojo. La secretaria se ruborizó, consciente de la trampa que
el jefe le había tendido. Aquel era uno de los muchos juegos que no cesaban
entre ellos. Una de cal y otra de arena. De alguna manera, los dos se prestaban
a participar en ellos—. Regresaré en unas horas. No te quedes hasta tarde.
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Al apartarse para permitir el paso y evitar un choque, la mujer se paró en
seco frente a él. En unos segundos pudo apreciar la belleza que dejaba a la
vista: morena, con el pelo largo y sedoso, de piel fina y pálida y con unos ojos
verdes que tenían la fuerza de un imán. Llevaba un abrigo de tres cuartos que
ocultaba lo que había debajo y unas medias azules que alimentaban la
imaginación.
Sin decir ni media palabra, ella lo miró con atención y él no supo cómo
reaccionar. Lo primero que le vino a la cabeza, fue que quizá la conociera de
antes y no lograba acordarse de ella, pero él jamás olvidaba un rostro y aquel
era la primera vez que lo veía.
—Disculpe… —comentó la desconocida, apartándose un mechón de la
cara y sujetando el bolso que portaba entre las manos.
Detenidos en la cuesta, la inclinación de la calle hacía que ella lo mirara
desde lo alto.
Maldonado dio una calada y exhaló el humo con la mirada entreabierta.
—¿Qué se supone que debo decir?
Ella no comprendió la pregunta.
—Sé que le sonará extraño, pero…
—No intente arreglarlo. La belleza surge de lo inusual.
—Es usted Javier Maldonado, ¿verdad?
Los ojos del detective se movieron hacia un lado y después hacia el otro.
Esperó unos segundos antes de responder.
Era demasiado bella como para confiar en ella.
—Lo siento, me temo que no.
La mujer negó con la cabeza, abrió el bolso y sacó un recorte que le
entregó.
—Es su anuncio —respondió, confiada, ganándose los minutos que
merecía.
El detective lo revisó. En efecto, era el anuncio que aparecía en las
secciones de contactos de los periódicos, junto a los de exorcistas, curanderos
y casas de citas.
Le devolvió el recorte de papel.
—Lo siento, no conozco a este tipo —abrevió y se dio la vuelta para
seguir caminando, pero la mujer dio un paso al frente mostrando su
decepción.
—¿Alguna vez se ha buscado en Internet?
—¿Acosa habitualmente a los extraños por la calle?
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—Hay decenas de fotos de usted —espetó, mientras él le daba la espalda
y bajaba la cuesta—. Cualquiera sería capaz de reconocerlo.
—O de confundirme. Lo siento, señora, pero llego tarde a un encuentro…
No tengo tiempo para discutir.
—¡Oiga!
Harto, suspiró, tiró la colilla y la apagó de un pisotón. Después se giró
hacia ella.
—¿Qué?
Le era difícil ser tan duro ante esos ojos.
—¿Por qué es tan impertinente?
—Porque no sé por qué diablos me persigue.
—Sabía que era usted. Le pagaré bien.
—Qué remedio.
—Escúcheme, por favor… Es importante.
—Llame al número que aparece ahí. Mi secretaria…
—No. Quiero hablar con usted. Necesito su ayuda.
—Ella le asignará una cita.
—Su secretaria miente peor que usted.
—Está aprendiendo del mejor… —dijo y avanzó unos pasos. La
desconocida lo siguió—. ¿Sabe que esto es acoso?
—Deme tres minutos —pidió, desesperada—. No le quitaré más.
Tres minutos, pensó y recordó que aún se encontraba cerca del punto de
encuentro. Al final de la calle quedaba la cafetería del bar del hotel de Ópera,
pero tendría que posponer su visita al mecánico. Por la apariencia y su modo
de vestir, aquella mujer olía a dinero rápido y a un apuro fácil de resolver.
Apuros de acomodados, masculló para los adentros. Problemas de otros que
solucionaban los suyos.
—Está bien. Tres minutos. Usted paga los cafés.
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Su relación con el trabajo era como la que tenía con el amor. Las ocasiones
venían contadas y pasaban largos periodos entre unas y otras. Igual que en los
encargos, Maldonado se aferraba al primer corazón noble que se pusiera en su
camino, sabiendo que, tarde o temprano, acabaría abandonándolo. Caminó
con la desconocida hasta el interior del bar del hotel. Su buena apariencia
rebajó la guardia del detective. El perfume lo convenció para que le dedicara
algo de su tiempo. Para él, esa desconocida olía a dinero fresco. Ella eligió la
mesa y él se encargó de recordarle la limitación temporal. Primero dudó de
sus intenciones, pero era incapaz de darle la espalda a aquella mujer sin más.
Se dijo que oiría lo que tenía que decir y, sin meditarlo demasiado, le daría
una respuesta breve. No era un abusador, pero cada minuto de su tiempo tenía
un precio, sobre todo cuando escaseaban los ingresos. Así que la explicación
de la mujer marcaría la cifra del coste de sus servicios.
—Aprecio su cambio de actitud —elogió ella, sentada a la mesa, a la
espera de los dos cafés que habían pedido—. Siento haberle abordado de esta
manera, pero…
—No la he cambiado —cortó él, sin cambiar la expresión, mirándola en
busca de respuestas—. La escucho.
Él sabía de buena mano que la mirada era el espejo del alma y que era la
única verdad imposible de ocultar. Después de tantos años de trabajo y de
interrogatorios, aprendió a leer los ojos, a comprender su lenguaje de pausas y
movimientos. Para él, estos decían más que las palabras y bastaba con un
pestañeo fuera de lugar, una dilatación de pupilas o un vaivén erróneo para
descubrir una duda o una mentira.
La escudriñó con atención, fijándose en cada detalle visible de su cuerpo,
observando cada gesto con detenimiento. Portaba un anillo de casada y unos
pendientes con brillantes que valdrían más de lo que estaba dispuesta a pagar.
Era evidente que tenía dinero, pensó, y que le ocultaba a una tercera persona
lo que hacía allí.
Los cafés llegaron a la mesa y finalmente ella decidió hablar:
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—Es la primera vez que hago esto. No sé por dónde empezar.
—¿Sospecha de su marido? Créame, siga su instinto. Es una situación más
recurrente de lo que cree…
—No, no es eso.
—Si es un asunto de divorcios, me temo que no podré ayudarla. Ya no
juego en esa liga.
—¿Interrumpe siempre a sus clientes?
—Le estaba echando una mano.
—Pues no lo parece.
—Está bien. En ese caso, vaya al grano, eso siempre ayuda.
—Verá… —dijo, bajando la mirada al echar un poco de azúcar en el café.
Después lo removió con la cucharilla—. Soy la copropietaria de un
restaurante…
—¿Usted?
—Sí —respondió, seria—. ¿Ocurre algo?
—No, pero tengo mis prejuicios.
—¿Es así siempre con sus clientes?
—Siga.
—Yo me dedico a la gestión comercial, a la publicidad… y mi socio se
encarga del negocio, de la cocina, de los números que se hacen dentro…
—No confía en él.
Ella hizo una mueca de disgusto y estrechó los hombros. Él notó la
incomodidad en su expresión.
—Me gustaría hacerlo… Llevamos diez años juntos en esto.
—Miente fatal, ¿se lo han dicho alguna vez?
Ella le clavó una mirada desafiante y se agarró al bolso, aguantando la
compostura.
—Siento que me está engañando.
—Vaya, no me lo esperaba… —respondió, impasible y dio un sorbo al
café—. Lo lamento… Soy detective, no terapeuta emocional.
—No me refiero a eso.
—Le queda un minuto.
Ella suspiró.
—Sospecho que mi socio me está robando de alguna manera.
—En ese caso, despídalo.
La respuesta no agradó a su interlocutora, que lo miró con enojo.
—No puedo hacer eso. Es mi socio.
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—Hable con él. Si tan bien lo conoce, no me necesita para saber si le dice
la verdad.
—Ese es el problema, que ya conozco la verdad.
—Entonces, ¿para qué diablos me necesita?
—¿Sabe lo que es empezar un negocio desde cero y llevarlo a lo más alto?
No quiero ver cómo la corrupción lo pudre. Es todo lo que tengo…
Él frunció el ceño, intentando ver más allá de sus intenciones y de la farsa
que tenía enfrente. A decir verdad, no se encontraba en su momento más
empático ni lúcido del año, pero lo cierto era que tendía a desconfiar de la
sinceridad más absoluta. Todos los clientes llegaban por una razón: venganza,
dinero o respuestas. La mayoría de los hombres que lo contrataban para
sorprender a sus esposas, ya sabían que existía una infidelidad y lo hacían
para provocar un divorcio o castigarlas delante del resto de la familia. Por
alguna razón, les molestaba que se hubieran enamorado de otro. El sexo no
era tan importante como los sentimientos. A diferencia de los varones, rara
vez una mujer se presentaba en la oficina para seguir los pasos del marido. En
ese aspecto, Maldonado sentía que ellas tenían más dignidad y, una vez que
aceptaban la verdad, buscaban en él la manera de deshacerse de sus maridos
de la forma más justa.
El detective reflexionó sobre las palabras de aquella dama. No sabía nada
de negocios ni tenía interés en lidiar entre dos frentes. A pesar de que se
trataba de algo diferente a lo habitual, podía sentir el dolor de alguna manera,
que no era muy diferente al de las personas despechadas con las que había
tratado.
—Vayamos al grano. ¿Cómo se llama el restaurante?
—Fetén.
—No, no me suena —comentó al hacer memoria. Ella se rio e intentó
ocultar la sonrisa—. ¿Qué le parece tan gracioso?
—Nada, disculpe. No parece la clase de cliente que acude a comer.
—Ya… —respondió y se imaginó otro sitio por y para estirados de la
capital—. ¿Qué quiere de mí?
—Que lo investigue y que descubra qué está pasando en el interior del
local… —expresó y le mostró una fotografía del sujeto—. Es él, quédese con
su cara.
Maldonado se fijó en los detalles. Era el típico cincuentón repeinado y
bien vestido. Era probable que estuviera divorciado y que gozara de éxito con
mujeres más jóvenes.
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—Tiene aspecto de sinvergüenza, pero ¿quién no, hoy en día? El mundo
hostelero es complicado. Todo el mundo quiere su trocito de pastel…
—Me gustaría saber qué ocurre cuando no estoy.
—¿No tiene cámaras en el local?
—Las hay, pero no registran nada.
—¿Podría ser más precisa?
La mujer suspiró otra vez.
—Me han llegado rumores y he visto con mis propios ojos lo que
sucede… Mi socio utiliza las zonas de los reservados para cerrar operaciones
ilegales con criminales… El dinero entra y sale en bolsas de basura y hasta la
Policía hace la vista gorda cuando pasa por allí. Esa gente es peligrosa y está
hundiendo la reputación del restaurante, ahuyentando a los buenos clientes.
—Y usted quiere que yo ejecute lo que otros no se atreven a hacer.
—Es todo lo que le pido.
Ella nubló los ojos y movió la cabeza, dejando un silencio largo. Parecía
desesperarle hablar con él.
—Entiendo —comentó él y terminó el café. Después hizo un gesto para
comprobar la hora. Por supuesto, habían pasado más de tres minutos, pero era
su forma cordial de concluir el encuentro—. Las guardias cuestan dinero y
mis honorarios son altos. ¿Está segura de esto? Si me descubren, sabrán que
ha sido usted.
—Me dijeron que hace bien su trabajo.
El detective arqueó una ceja.
—Pensé que me había encontrado en la sección de anuncios.
Ella suspiró desmoronándose y le regaló una sonrisa exhausta.
—Nunca baja la guardia, ¿verdad?
—Hacerlo, me llevaría al cementerio —sentenció levantándose de la silla
—. Llame a mi oficina y dele los detalles a mi secretaria. Ella le preparará el
presupuesto.
—¿Cuándo se pondrá a ello?
—Tan pronto como pueda… —dijo con recelo—. Hay mucho trabajo en
esta ciudad.
—Medite la decisión.
La expresión lo descolocó.
—¿Cómo ha dicho?
—No tiene importancia.
—Por cierto, aún desconozco su nombre.
—Claudia Rodríguez.
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—Un placer, señora Rodríguez —respondió y ella también se puso en pie.
Después le ofreció la mano, antes de marcharse del todo. Al sujetar sus dedos,
se detuvo ante el pedrusco que destacaba entre el resto de los anillos. Aquel
aburrido encargo limpiaría sus deudas—. Sea paciente. Le aseguro que pronto
tendrá noticias mías.
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Salió del bar del hotel con el presentimiento de que el encuentro sería
fructífero. Algunas nubes bajas privaban el mediodía de sol, dejando caer una
fina lluvia que no llegaba a molestar a los viandantes. La visita al mecánico
tendría que esperar, aunque no le preocupó. Notó las gotas sobre el abrigo,
encendió un cigarrillo y, pensativo, reflexionó sobre la cita con esa mujer. El
caso no requería más esfuerzo que algunas horas de vigilancia y unas pruebas
comprometidas. Dinero negro, corrupción, trapicheos… Era una práctica
habitual en los negocios tapadera. Hizo una nota mental para preguntarle a
Berlanga sobre esa mujer y su local. Con un poco de suerte, sabría algo sobre
el asunto. En el pasado habían presenciado innumerables redadas de esa clase.
Callejeó por los alrededores de la Ópera hacia el restaurante en el que se
había citado con él, sin olvidarse de los ojos de su potencial cliente.
«Una de cal y otra de arena», pensó para sus adentros, recordando a Marla
y también muchas de las casualidades que se habían dado a lo largo de su
existencia, algunas con más acierto que otras, pero todas lo suficientemente
interesantes como para contarlas en una cena entre amigos.
«Amigos que casi no te quedan».
Para él, lo cierto era que el caso parecía de lo más soporífero y eso no
significaba algo negativo para él. El dinero sólido, sin trampantojos, solía
venir de la parte más insulsa de la vida.
«Haz el trabajo aburrido y paga tus deudas».
Sospechó que probablemente esa dama tuviera razón y que su socio la
estuviera llevando a la ruina. La intuición era más poderosa que la lógica. ¿Y
qué podía hacer él? Demostrar que era cierto. Así que únicamente necesitaba
algunas fotos que pusieran en entredicho la gestión del restaurante y que
sirvieran como evidencias válidas para separar a los socios y que la Justicia se
encargara del resto.
Comprobó la hora frente a la puerta del local y sospechó que llegaba
tarde. Cuando abrió la puerta, reconoció a Berlanga al fondo del comedor,
entretenido en la pantalla de su teléfono. El Buey era un restaurante de los de
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siempre, a los que se iba a llenar el estómago con una buena carne y un buen
vino. A pesar de los años que llevaba abierto, la decoración seguía siendo la
original, con el local revestido de madera y repleto de toques taurinos, con los
manteles de cuadros rojos y blancos y un muestrario de botellas que llamaba
la atención. Tanto a Berlanga como al detective le gustaba el lugar, ya no
únicamente por el servicio, sino también por la proximidad que tenía a la
comisaría Centro. Ese había sido uno de los muchos comedores en los que se
habían celebrado los éxitos, los casos cerrados, los ascensos profesionales y la
amistad. Por desgracia, tras la expulsión de Maldonado del Cuerpo, no
volvieron por allí, al menos, juntos. De alguna manera, los ánimos se habían
perdido y no había razón para rescatar un recuerdo manchado. Por esas
razones, el detective sospechó de su amigo cuando lo citó allí. Sabía que
existía una intención detrás y eso era lo que más le inquietaba.
A la entrada lo recibió uno de los camareros, a quien le explicó que ya lo
esperaban. Atravesó el salón, lleno a esa hora, debido a la demanda de los
empleados públicos de los alrededores. Las miradas se clavaron en él, algo a
lo que el expolicía estaba acostumbrado. En otros tiempos, entre los
comensales era fácil reconocer las caras de muchos políticos que salían del
Senado y aprovechaban para sentarse a la mesa. Ahora la mezcolanza se
formaba por turistas, empleados y clientes habituales.
—Perdona la tardanza —se disculpó al acercarse a la mesa. En esta,
Berlanga tenía un ejemplar doblado del diario El Mundo, una cerveza y un
plato de queso curado de aperitivo. En ese instante, avistó el titular de la
prensa—. Una cliente de última hora.
—Descuida, acabo de llegar… —comentó apartando el periódico de la
mesa y dando un sorbo a la bebida—. ¿Te has enterado del suceso?
Maldonado supuso que se refería a la noticia.
—Uno menos.
—O uno más, según se mire.
—El mal no descansa, Miguel —respondió el detective y le hizo una seña
al camarero para que le sirviera una cerveza como la del compañero—. Esa
rata merecía estar en la cárcel. A nosotros se nos escapó por un fallo del
sistema. Ha jugado con fuego demasiado tiempo…
—Un policía como tú no hablaría así —le reprendió, decepcionado—.
Existen leyes y hay que acatarlas.
—Ya no estoy en el Cuerpo, así que creo que le ha llegado su San Martín.
—No sé, no me parece un ajuste de cuentas.
—Pues a mí, sí.
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—Demasiado elaborado, mucha casualidad… Ya van tres.
—¿Tres? No sigo las noticias, he estado algo ocupado.
La mirada desdeñosa de Berlanga lo dijo todo.
—La Operación Valdivia, ¿la recuerdas?
—Como para olvidarla… Mi última investigación antes del despido.
Reconozco que me lucí como inspector.
—Manolo Sepúlveda conocía a los dos hombres que detuvimos por matar
a esa joven.
—Los mismos que quedaron en libertad gracias a ese juez.
—Y que han aparecido sin vida en los últimos meses.
«Quid pro quo», pensó en silencio para no alterar a su compañero. El
sentido de la justicia era muy diferente entre ellos.
—En ese caso, algo me dice que el sistema está podrido y la gente muy
quemada.
El comentario provocó un etéreo silencio entre los dos. Por algún motivo
que aún no estaba dispuesto a contarle, Berlanga estaba más espeso de lo
habitual. Por su parte, no necesitó más tiempo para saber que su preocupación
era real.
—¿Qué tal te trata la vida, Javier?
—¿De verdad vamos a tener otra vez esta conversación?
—¿Qué?
—Olvídalo. Me gustaría empezar con buen pie.
El inspector entornó los ojos, confundido.
—¿Otra noche sin dormir?
—Ya veo que tú también.
—Perdona, estoy algo cansado…
—¿Cómo van las cosas por la comisaría?
Berlanga resopló.
—Como siempre… Cambios de personal, traslados, caras nuevas y más
trabajo. Suerte que Ledrado está poniendo de su parte.
—Vaya, el inspector ha cubierto mi plaza con creces…
—No seas bobo. Ledrado tendrá sus cosas, como todo el mundo, pero
sabe coordinar un equipo.
—Nosotros éramos el equipo.
—Pero nada es para siempre, Javier. Ni siquiera para los que están arriba.
Maldonado tomó un pedazo de queso y se lo echó a la boca. Estar allí lo
ponía nostálgico, pero no quería seguir removiendo los recuerdos. Sacar el
tema se volvía pesado y desagradable.
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—¿Qué me puedes decir del restaurante Fetén?
La expresión del policía se tensó.
—Últimamente, Clara y yo salimos poco a cenar fuera de casa.
—¿No te ha llegado ningún rumor sobre el sitio?
—Es la primera vez que oigo sobre él. ¿Qué tiene de especial?
—¿Te dice algo el nombre de Claudia Rodríguez?
—¿Debería conocerla?
—Venía recomendada. Comprende que mi agenda es limitada.
—Le hablo de ti a mucha gente. Y esa gente le habla a otra gente.
—Aun así, son pocos los que llaman.
—Ya sabes cómo funciona esto. La ley de la oferta.
—Lo sé… Las agencias de detectives se reproducen como esporas… —
comentó y ladeó el rostro. A Berlanga le costaba llevar el ritmo de la
conversación—. En fin, ¿a qué viene esa cara?
—Llevo unas semanas trabajando arduamente en un caso. No he dormido
casi nada.
—¿Qué sucede?
El inspector tragó saliva y desvió la mirada.
Por sus gestos, vacilaba a la hora de hablar y eso ponía de los nervios al
detective.
—Ya sabes que no puedo hablarte de ello.
—No, sí que puedes, pero no te da la gana.
—Relájate, ¿quieres?
—¿Para eso me has citado?
—¿Qué mosca te ha picado hoy?
Maldonado se mordió la lengua y prefirió tragarse la bilis. Con tanto
secretismo, el excompañero comenzaba a ponerle de mal humor y eso que no
habían llegado a los entrantes.
—Será mejor que pidamos. Tengo un hambre voraz.
—¿Carne?
—Por supuesto. Y la ensalada de ahumados.
—Tú siempre lo mismo…
—Los médicos recomiendan comer pescado una vez por semana.
Berlanga abrió mucho los ojos a modo de reacción y negó con la cabeza.
Discutir la elección de los platos era una pérdida de tiempo.
—Me encargo del vino —decidió y cerró la carta.
Sorprendido, Maldonado entendió que el favor iba a ser importante.
Berlanga nunca bebía y si lo hacía, era porque iba a invitar a la comida. Si el
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detective era predecible con sus gustos culinarios, el inspector lo era con sus
acciones.
Pidieron y les sirvieron los platos mientras la conversación tocaba los
temas superficiales habituales con los que templar el encuentro: la familia, el
trabajo, la situación en el Cuerpo, las subidas de precios y la crisis económica
que azotaría el invierno. Cuando llegó la carne a la piedra, la botella de vino
había bajado ya un cuarto y Maldonado se sintió lo suficientemente cómodo
como para ir directo al grano.
—¿Tengo que esperar a que vaciamos la botella o me vas a contar qué
carajo te ocurre? —preguntó y masticó el pedazo que había pinchado con el
tenedor—. Soy tu amigo, te conozco al dedillo y sé que me ocultas detalles…
Hay un asunto que te concierne… y no soy yo, ni el trabajo, ni siquiera tu
familia.
Los ojos de Berlanga se clavaron en su rostro y después bajaron hasta el
plato de comida.
—Y no te falta razón… —reconoció, finalmente—, pero no quiero
implicarte en ello.
—No me jodas, Miguel. Ya lo estás haciendo.
—No de ese modo.
—Sabes que te voy a ayudar, aunque no me lo pidas, por eso estoy aquí.
El inspector dio un trago a la copa y se mostró apurado. Necesitaría más
vino para calmar los demonios internos.
—Todavía no te he pedido nada.
—Mírate —dijo y señaló a su alrededor—. ¿Crees que soy idiota?
—Precisamente tú, no.
—No puedes prender la mecha y apartarte. Soy como un cartucho de
dinamita.
—Por eso no quiero meterte en esto precipitadamente. Prefiero estar
seguro antes de hablar más de la cuenta.
—No eres ningún descuidado… ni yo un bocazas.
El inspector sopesó las palabras con detenimiento.
Después buscó en el bolsillo interior de su gabardina y sacó una nota
doblada que puso sobre el mantel.
El detective colocó la mano encima y la arrastró hacia él.
—¿Sigues teniendo mano en Tráfico?
—Sí, claro. Pili me debe varios favores.
Berlanga se limpió la boca con la servilleta de tela.
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—Necesito que investigues esa matrícula, que localices al propietario del
coche y que hagas guardia por si notas algo extraño.
—Eso me costará una llamada.
—No —intervino con brusquedad—. Cuando sepas de quién es, localizas
el domicilio y averiguas quién vive allí.
—¿Por qué no lo haces tú?
—Somos amigos desde hace muchos años.
—Así es.
—Y nos hemos visto envueltos en toda clase de fango…
—Uno más que el otro, pero sí.
—He estado cuando lo has necesitado.
—Nunca te he pedido nada.
—Lo sé, pero yo sí te pido ahora que confíes en mí, nada más —
respondió, exigente—. Es un favor personal. Te contaré lo que ocurre cuando
lo considere oportuno.
—¿Y si no lo haces?
—Significa que habré hecho lo correcto.
—Vete al infierno, Miguel.
—¿Tengo tu palabra?
—Esto que me pides, apesta por donde lo cojas.
—Eres el único en quien confío.
—¿Sabes qué es lo peor?
—Lo sé, no es justo.
—El sentido de la justicia me importa un bledo… Me molesta que no
sueltes prenda.
Maldonado frunció el ceño y se llevó la nota al bolsillo del pantalón. No
entendía nada, pero tampoco tenía excusas. Berlanga era una de las pocas
personas en las que podía confiar plenamente. Así y todo, había algo en su
forma de hablar que le causaba recelo. Identificar un vehículo era algo que
podía hacer él sin su ayuda, lo cual significaba que su amigo temía que lo
estuvieran vigilando o, por el contrario, podía ser que estuviera saltándose las
normas. Pero Berlanga nunca rompía el código. ¿Por qué le costaría confesar
en qué andaba metido? Intuyó que debía de ser grave.
Detestaba los secretos, pero, por encima de todo, odiaba que lo
manipularan.
El desasosiego se apoderó de él, provocándole un ardor en el estómago.
De repente, no quería seguir ahí y los nervios comenzaban a apoderarse de su
persona. Berlanga tenía razón. Era su amigo, quizá el único y también el
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compañero que había estado a su lado en los momentos más duros. No podía
negarse, por eso se disculpó y se puso en pie.
—¿A dónde vas? —preguntó, desconcertado—. Ni siquiera hemos
tomado café.
—Te agradezco la invitación, pero acabo de recordar que tengo que
ocuparme de un asunto —se excusó y se puso el abrigo. Después sujetó la
nota con los dedos y se la mostró—. Te llamaré en cuanto averigüe lo que me
has pedido.
—Gracias.
—¿Puedo reclamarte algo a cambio?
Berlanga lo observó desconcertado.
—Yo invito.
—No te metas en líos.
Los ojos del inspector lo miraron con agradecimiento.
—Te debo una, Javier.
—Las deudas matan más rápido que una bala, pero los amigos de verdad
nunca se deben nada… No lo olvides.
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—¿Ya estás de vuelta? —preguntó la secretaria, de refilón, junto al
archivo metálico en el que guardaban todas las carpetas.
—Sí —respondió, decepcionado—. Pensaba que no estarías.
Ella llevaba una falda que ensalzaba sus curvas y tenía unas piernas largas
y hermosas, unos detalles en los que el detective no se había fijado durante la
mañana. Tras cerrar el cajón, se giró y observó a su jefe.
—Pues ya ves que no —comentó y fijó la vista en la botella—. ¿Y eso?
¿Algo que celebrar?
—No, exactamente. —Cerró la puerta y dejó el café sobre el escritorio de
la chica—. Te vendrá bien un poco de cafeína.
—Eres todo un detallista.
—Por cierto, necesito tu cámara de fotos.
—¿Para qué? Ni siquiera sabes encenderla.
—Tendré que aprender. Berlanga me ha pedido que le haga un favor…
—En ese caso, lo haré yo.
—No seas dramática, es un caso particular.
—Es mi cámara, Javier.
Él entornó los ojos y le regaló una sonrisa.
—Te la devolveré.
—¿Lo juras?
—Como que fui policía. ¿Ha llamado alguien?
—No, pero, ahora que lo dices… sí.
—¿En qué quedamos?
—Ha venido una mujer diciendo que ha estado contigo.
—¿Claudia Rodríguez?
—¿Te has acostado también con ella?
Maldonado percibió el mosqueo en su tono de voz.
—Es una cliente potencial. Está preocupada por su negocio.
—No quiero meterme donde no me llaman, pero… no es tu tipo.
—Marla…
—Disculpa. No debería opinar sobre tu mal gusto.
—No, no debes —respondió, molesto por el comentario—. Tampoco está
tan mal, ¿no? Quizá demasiado conservadora para mí…
—Siempre has tenido una atracción fatal por las burguesitas de la ciudad.
—No saques conclusiones erróneas. Es dinero fácil.
—Hasta que desaparecen sin abonar la factura.
—Esta vez es diferente.
—Siempre lo es.
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Cansado de oírla, guardó silencio, se acercó al escritorio de su despacho y
buscó un vaso de cartón usado. Lo agarró, regresó a la habitación de la
secretaria y vertió el café de esta en el suyo para repartirlo en los dos
recipientes.
—Tus argumentos comienzan a ser repetitivos. Lo siento, pero me obligas
a ser franca contigo.
Maldonado destapó la botella de DYC y roció un chorro en su café.
—Los cuernos son una fuente inagotable de dinero —contestó y pegó un
trago al mejunje, sintiendo cómo el alcohol quemaba su garganta. El primero
siempre rascaba como una sierra—. Sin ellos, no seguiríamos aquí.
—Bravo. Hoy estás sembrado… Toda una oda a la infidelidad.
—Pero, de verdad que esta vez es diferente, Marla. Es un asunto de
empresarios, de puñaladas entre socios, de dinero negro… ¿Has oído hablar
del restaurante Fetén?
Ella frunció el ceño e intentó localizar el local en su memoria.
—Me suena. Está cerca del auditorio. Tiene fama de ser un lugar caro y
de famosos.
—Tú lo has dicho. Dinero fácil.
—¿Qué vas a hacer? Lo tuyo es engañar y seducir.
—No me infravalores, no parece tan complicado… Esta mujer sospecha
de su socio y de los trapicheos que lleva dentro, nada más. Quiere pruebas
que lo justifique para sacárselo de encima y evitar que la fama se derrumbe.
—¿Para eso quieres mi cámara?
—Debo espiar al personal.
—No sé, Javier… Hay algo perturbador que me hace desconfiar de ella.
—Me encanta la gente perturbada. Es la clase de clientes que más dinero
deja.
—¿Y qué piensas hacer después? Te conozco y sé que irás hasta el
fondo…
—Cobrar, como siempre —explicó y le regaló una sonrisa—. Lo vigilaré,
tomaré algunas fotos y esperaré a sorprenderlo en acción. Si dices que es un
lugar de encuentro de más de un rostro famoso, quizá eso me dé algo.
—Puedes meterte en un problema serio. Faltar a la intimidad de las
personas…
—Uno más, uno menos… ¿Dónde está la diferencia?
Ella arqueó las cejas y encogió los hombros, antes de coger el vaso de
cartón y darle un sorbo al café.
—Tú sabrás… Pero ya te digo que hay algo que no me gusta de esa mujer.
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—No te pongas celosa. Tus ojos también son bonitos.
—Ni en tus mejores sueños… —comentó, arrogante—. Solamente digo
que ha pagado por adelantado.
—¿Y desde cuándo es el problema?
—Desde que estoy aquí, no he visto tanto dinero junto en un sobre.
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amigo para que él lo hiciera y se limitó a cumplir con la promesa. En cuestión
de un cuarto de hora tenía el nombre del propietario, un tal Joaquín Ulloa, el
modelo del coche y una dirección registrada en la calle de Cartagena. ¿Fin del
asunto? ¿Y para qué diablos buscaba un Volvo S40 de color azul marino?, se
preguntó, sintiéndose como si aquello no tuviera pies ni cabeza.
«Ulloa, Ulloa… Un apellido familiar, pero nada cercano, como el
Santiago Bernabéu».
Aplazó la visita al domicilio para más tarde, pues aún le quedaban algunas
horas por delante y debía pensar en ponerse con el trabajo serio. Las
directrices que había dejado la señora Rodríguez eran concisas. Su socio
terminaba la regencia del restaurante a las nueve de la noche, aunque el
restaurante siguiera funcionando. Comprobó la dirección del establecimiento
y observó que ambas direcciones no estaban muy separadas la una de la otra.
Visto de esa manera, volvió a cambiar de idea y decidió aprovechar la
excursión para matar dos pájaros de un tiro: primero, atendería la petición de
Berlanga y, cuando acabase, visitaría el restaurante, tomaría algunas fotos y
pegaría un vistazo en busca de sospechas.
«En fin. De todo se cobra, hasta de lo aburrido».
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en el interés de Berlanga por el propietario del vehículo. A esas alturas, estaba
más que convencido de que su amigo iba detrás de un asunto turbio, lo
suficiente como para asignárselo a él. Abandonó el cinturón por la salida del
tanatorio y cruzó el frondoso parque de las Avenidas para llegar al distrito de
La Guindalera. De pronto, como si estuviera en otro territorio, los bloques de
ladrillo y las largas vías de asfalto daban lugar a un barrio satélite con alma de
pueblo y edificios de poca altura, que habían sido absorbidos y cercados por
el monstruo de la gran ciudad.
Después de varias vueltas por el laberinto de calles que formaban el
barrio, localizó el domicilio del propietario del turismo y aparcó en batería.
Con cada segundo que pasaba, más sentía que perdía el tiempo.
Tras varios minutos de espera frente al portal y notar que allí no pasaba
nada, salió del vehículo y se acercó para comprobar el listín de los timbres.
Cuando estaba husmeando entre ellos, la puerta del edificio se abrió,
sorprendiéndolo por la espalda.
—¿Busca a alguien? —preguntó un hombre con aspecto de portero, que
empujaba un contenedor de basuras y sujetaba un cigarrillo entre los labios.
—Joaquín Ulloa. ¿Lo conoce?
Al pronunciar su nombre, el portero irguió el cuello, desafiante.
—¿Quién es usted?
Maldonado lo miró y vaciló en insistir al encontrar una silenciosa y hostil
respuesta que no parecía estar dispuesta a cambiar.
—¿Eso es que sí o que no?
—¿Es policía?
—Lo fui. ¿Le sirve?
Con el gesto serio e inquebrantable, movió la cabeza hacia ambos lados.
—Aquí no vive ningún señor con ese nombre… Y, aunque lo hiciera, no
se lo diría a un extraño.
—Estoy convencido de que mantiene peores conversaciones con los
vecinos.
—¿Busca un problema?
—No, ya entiendo… Me he equivocado de edificio —respondió
quedándose quieto.
—Sí, eso me parece. ¿Me permite salir? —dijo, echando el humo hacia la
calle—. Esto apesta a pescado.
—Claro —contestó y se apartó para que el portero sacara las basuras.
En ese momento se dio cuenta de que su misión allí había terminado.
Pensó que podía quedarse en el coche, a la espera de que ese menda terminara
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su turno y con la esperanza de sorprender al sujeto que buscaba. O podía
largarse y regresar en otro momento más tranquilo.
Sacó el teléfono móvil y marcó el número de Berlanga.
Un tono.
Dos tonos.
—¿Javier?
—Escucha, Miguel. He conseguido lo que me has pedido.
—Ah, ¿sí?
—Joaquín Ulloa, calle de Cartagena, número cincuenta y tres…
—¿Estás de coña?
—Créeme que no.
Berlanga chasqueó la lengua.
—Joder, Javier…
—¿Qué? Escucha, estoy en la zona de este tipo y no hay manera de…
—Está bien, gracias… —comentó con apuro. De fondo se oía el ruido del
tráfico de la calle y el sonido de sus zapatos al caminar—. Es suficiente, no
tengo tiempo ahora para refrescarte la memoria…
—¿Suficiente?
—No puedo hablar.
—¿Dónde estás?
—Ya te he dicho que no puedo hablar… —respondió y oyó un zumbido
silencioso. Intuyó que iba en el interior de un vehículo—. Te llamaré cuando
termine.
—Está bien… Adiós —dijo y colgó, lanzando el teléfono sobre el asiento
del copiloto.
Malhumorado por la contestación, se sintió como un idiota. Detestaba los
cabos sueltos y la falta de información. Arrancó el motor con rabia, puso la
primera marcha y salió disparado hacia el restaurante de su cliente.
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Pasadas dos horas, estaba aburrido de merodear por los alrededores del Fetén,
el selecto local de Rodríguez y su socio. No le sorprendió que fuera uno de
esos modernos lugares en los que las raciones son escasas y la clientela ríe a
carcajadas para que la escuchen los demás. Muebles modernos, espacios
diáfanos y mucha luz en un local amplio y con aspecto de bar neoyorquino.
Un sitio en el que su presencia llamaba la atención. Finalmente, decidió hacer
guardia mientras el cielo se hacía más y más oscuro hasta cerrar la noche y la
hora de salida del encargado llegaba. Con el automóvil estacionado a escasos
metros de la puerta principal, notó una presencia masculina que se
aproximaba a la salida. Al verlo, lo reconoció en la distancia. Era el mismo
hombre de cabello rizado y corto que la cliente le había mostrado en su
teléfono. Salió de la modorra en la que se había sumergido durante la espera y
agarró la cámara de fotos para guardar constancia de su trabajo. El socio de la
empresaria caminó en dirección al vehículo que había unos metros delante del
detective. Este salió del viejo Golf y se acercó, sin llamar la atención, para
capturar la matrícula y su figura. De repente, sin saber muy bien lo que
tocaba, pulsó el botón y la cámara provocó un destello que alarmó al
empresario.
«Mierda, el maldito flash».
El rostro de aquel tipo no podía ser otro que el del asombro.
—¡Eh, tú!
Maldonado se giró y caminó de regreso a su utilitario, pero notó cómo los
pasos se acercaban a él con rapidez.
Sin esperarlo, una embestida lo empujó hacia delante, haciéndole perder
el equilibrio y provocando que la cámara cayera al suelo.
—¿Qué haces fotografiándome?
Desconocía si el aparato había sufrido daños irreparables, pero, por el
aspecto que presentaba, no auguraba muchas esperanzas en su
funcionamiento. Lo primero que pensó fue en Marla. Ese imbécil se había
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cargado su cámara y eso le provocó una rabia que empezó a contagiarse por
todo el cuerpo.
—¡La has roto! —exclamó, dándose la vuelta y encarando al hombre—.
¿De qué vas?
—¿Tú quién te crees que eres?
Uno.
Dos.
Apretó los puños e intentó reprimir las ansias.
No quería que el caso terminara tan rápido. Fuera cierto o no que estaba
manipulando a su socia, consideró que no solucionaría nada si le rompía la
mandíbula.
—Será mejor que me largue.
—¿Cómo? —preguntó, desafiante y le empujó por segunda vez, esta vez
en busca de una confrontación—. No irás a ninguna parte hasta que me
expliques por qué me estabas fotografiando.
Tres.
Cuatro.
—Ya me has oído, colega.
Otro zarandeo aumentó su malestar.
Los ojos del detective ardían de furia.
—No me vuelvas a tocar… Te lo advierto —respondió, acompañando sus
palabras con el dedo índice, pero el aviso no sirvió para nada.
Tan pronto como volvió a darle la espalda, el hombre lo golpeó, esta vez
con una mano, para provocarlo nuevamente.
Por desgracia, aquel memo no sabía con quién trataba.
Antes de que parloteara, Maldonado apretó el puño y le clavó los nudillos
en la cara. El golpe, certero, desplazó al oponente varios pasos hacia atrás,
provocando un estrépito crudo y desagradable. Con el puño todavía en alto,
vio la sangre que había dejado en el suelo y, sin esperarlo, avistó la presencia
de los dos guardias de seguridad que velaban por el restaurante.
—Diablos, lo que me faltaba…
—¡Desgraciado!
—¿Está bien, señor? —preguntó uno de ellos, ayudándolo a levantarse—.
Está sangrando por la nariz… Debemos llamar a una ambulancia.
Maldonado se acercó a la cámara y la recuperó.
El segundo gorila lo miró y se aproximó a él, pero este retrocedió para
alcanzar su coche.
—¡Que no se vaya! —exclamó el empresario—. ¡Llamad a la policía!
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—Acabas de cagarla hasta el fondo, desgraciado.
El guardia lo sujetó con una mano y se apoyó en la otra para agarrarlo del
cuello, pero este se resistió. De pronto, un fuerte porrazo lo alcanzó en el
costado, dejándolo sin respiración.
—Ya te tengo… —musitó el guardia, reteniéndolo con una mano—. Vas
a dormir caliente esta noche…
Sin margen de reacción, entendió que solamente podía salir de allí por una
vía.
«Lo siento, Marla».
Antes de que aquel tipo le partiera el brazo, sacó fuerzas y le golpeó en la
cabeza con la cámara fotográfica, dejándolo aturdido y sin fuerzas. Después
aprovechó el momento de confusión para largarse. Corrió hacia el coche, se
metió en él y huyó por la carretera.
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complicaciones. Porque todo el mundo buscaba la manera de progresar, en un
espacio lleno de personas dispuestas a meter la zancadilla.
Pegó el último trago al caldo de cebada y dejó la lata sobre la mesa, antes
de deshacerse de la bolsa de guisantes descongelados.
—Qué desastre eres… —lamentó en voz alta, al notar el agua de la bolsa
empapando su camisa.
Se incorporó con dificultad para dejar la bolsa descongelada en el
fregadero y sintió una vibración procedente de algún lado. Era el teléfono y
estaba en el bolsillo de su cazadora. Por un segundo, desistió de atender a la
llamada.
Esa noche no estaba de humor.
Agarró el aparato y comprobó la pantalla, pero no reconoció el número.
—¿Diga?
Al otro lado, escuchó el profundo sollozo de una mujer.
—Javier… —contestó finalmente y este hizo un esfuerzo por reconocer su
voz—. Es Miguel…
«Diablos», pensó al identificar a la mujer de Berlanga.
No eran buenas noticias.
—Clara, ¿qué sucede?
—Ha sucedido una desgracia… Miguel… está en el hospital…
Un fuerte latigazo lo sacudió por la espalda, acelerándole el ritmo
cardíaco, sintiendo los latidos del corazón en la garganta.
—¿Qué? ¿Cómo dices?
—Javier… tienes que venir, por favor… No sé a quién llamar…
—Está bien, Clara… Tranquila. Dime dónde estás e iré enseguida.
La mujer le dio la dirección.
Este tragó saliva con dificultad y colgó. Después cogió el abrigo, se puso
los zapatos y salió del apartamento.
«Diablos, Berlanga, dime que ha sido una maldita casualidad».
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el más reciente distrito financiero de la ciudad. Se dirigió a la puerta del
departamento de Urgencias y no tardó en avistar la presencia de dos agentes
uniformados del Cuerpo Nacional de Policía. La visita no le produjo buen
augurio y se limitó a pasar como si fuera un visitante más. Dio un vistazo a su
alrededor, en busca de un rostro conocido y palpó la desgracia reciente, en
mayor o menor medida, en quienes no esperaban que la noche acabara en
tragedia.
—Javier… —musitó una voz de mujer.
Cuando inclinó la vista, advirtió a Clara, la esposa de Berlanga,
caminando hacia él, con el maquillaje corrido por las lágrimas y un pañuelo
con el que se limpiaba los ojos. La mujer lo abrazó con fuerza, derrumbada
por el disgusto y la incomprensión sobre lo que le había sucedido a su marido.
Él no supo cómo reaccionar. Su relación con Clara había sido cordial, aunque
hacía años que no se veían. Siempre le había parecido una mujer atractiva y
con estilo, con ese aire altanero a clase media-alta castiza que desprendían las
mujeres de Chamberí y Salamanca. Pese a todo, Clara era una buena esposa y
una madre que se preocupaba por su familia y él siempre le decía a su amigo
que era un hombre afortunado por haberse casado con ella. No obstante, ese
no era el problema. Llevaba demasiado tiempo sin abrazar con sinceridad a
una dama y sentía que había olvidado lo que significa aquello. Los brazos de
Clara lo apretaron con fuerza y su rostro se hundió en el pecho del Barbour.
Maldonado le cubrió la espalda con las manos y se limitó a permitir que se
desahogara.
La recepcionista les indicó que no podían permanecer allí y que debían
salir del edificio. El detective asintió con la cabeza.
—¿Qué ha ocurrido, Clara? —le susurró al oído mientras la acompañaba a
la salida.
—Javier… Miguel está muy grave…
—Cálmate…
—Muy grave… Ha perdido mucha sangre…
—Saldrá de esta, ya lo sabes… Miguel no os va a abandonar… —le dijo
al oído, intentando creerse sus palabras, buscando la manera de hacerla
confesar—, pero tienes que contarme con detalle lo que ha pasado.
Los cuerpos se separaron y ella se quedó frente a él. Se alejaron unos
metros del edificio para hablar en privado. Después, la mujer se limpió la
nariz con el pañuelo y el frío la calmó. Él le ofreció un cigarrillo y ella lo
aceptó.
—No sabía que fumabas —comentó, acercándole la llama del mechero.
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Ella encendió el light y le dio una calada profunda, exhalando el humo y
formando una nube blanca en la oscuridad.
—Lo dejé hace quince años, cuando me quedé embarazada —comentó y
miró al interior—. Le prometí a Miguel que lo haría.
Por encima del hombro de la dama, él vigilaba a los dos policías que
custodiaban la entrada.
—¿Y esos?
Ella se encogió de hombros y fumó. Tenía estilo.
—No lo sé. Compañeros de Miguel, supongo.
Maldonado se fijó en sus caras. Demasiado púberes para ser íntimos del
inspector. No los había visto en la vida.
—No te preocupes, tu secreto está a salvo. ¿Qué ha sucedido?
—Lo han asaltado en plena calle… a cuchilladas… ¡Malditos salvajes!
El grito despertó la atención de la pareja de agentes, que se giró para
mirar.
—Cálmate, por favor… —dijo, sujetándola por los hombros—. ¿Sabes
dónde o quién lo ha hecho?
—No, no lo sé… —contestó y fumó con ansia—. Esta mañana ha sido la
última vez que he hablado con él. Me ha dicho que comía contigo y que
después volvería a casa pronto…
—¿Se lo has contado a la Policía?
Ella lo miró a los ojos y asintió, consciente del error que había cometido.
—Lo siento…
—Está bien, Clara. Es lo correcto. Al menos, ¿te han dicho dónde lo han
encontrado?
De repente, la mujer cambió su postura corporal, dio otra calada, esta vez
más intensa y observó fijamente al expolicía.
—Tirado por los alrededores del parque de las Avenidas. Su coche no
estaba muy lejos…
Maldonado frunció el ceño.
—¿Algo más?
—¿A qué viene esa expresión?
—No sé de qué hablas.
—¿Qué hacía por esa zona, Javier? ¿Qué hacía Miguel a esas horas por
allí?
«Mierda», pensó. ¿Había ido Berlanga tras la pista de ese coche?
—No tengo ni idea. Quizá intentaran robarle…
Ella negó con la cabeza.
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—Lo único que sé es que mi marido está muriéndose…
La colilla de la mujer cayó al suelo y su cabeza regresó al pecho de la
chaqueta del detective. El llanto era tan doloroso y desesperado que hasta a él
le generaba mal cuerpo. No podía entender nada de lo que sucedía, pero lo
cierto era que la mujer tenía razón. Desde que Berlanga había sido ascendido
a inspector jefe, rara vez abandonaba el distrito Centro y sus rutinas siempre
eran las mismas.
—¿Has notado algo raro en él durante las últimas semanas?
—No…
—Si recuerdas algo…
—Tienes que ayudarme, Javier. Tienes que encontrar a la persona que le
ha hecho esto, por favor…
En ese instante, se sintió incapaz de responder a las súplicas y entendió
que su influencia, sin Berlanga, era inexistente. Ya no era policía, pero la
mujer que le lloraba encima seguía confiando en él.
—Clara…
—Te lo ruego… Por mí, por él, por nuestra familia, por vuestra amistad…
Es tu amigo, él habría hecho lo mismo por ti, no me cabe la menor duda…
—Ya…
—No quiero que mi hija se quede sin padre tan pronto…
Las palabras lo ponían en un apuro aún más enrevesado.
De pronto, un Peugeot 307 irrumpió en la entrada del hospital, desviando
la conversación hacia el silencio. Del interior apareció la figura de alguien
que no tardó en reconocer.
«Cojonudo. Llega el sheriff».
Los ojos de Ledrado se clavaron en él y ambos mantuvieron la mirada
durante unos segundos.
El inspector, recto y con el semblante tieso, como era lo habitual en él, iba
acompañado de otro agente, bastante más joven, con el cabello oscuro y corto
por los laterales. Por su aspecto, intuyó que era una de las muchas caras
nuevas que habían llegado a la comisaría. La pareja de policías se acercó a
ellos.
—Clara, quieren hablar contigo —comentó, separándola de él y
advirtiéndole de su presencia—. No te preocupes por nada. Te llamaré más
tarde.
—Buenas noches… —saludó Ledrado y se dirigió a la señora, para
después regresar al detective—. En realidad, con quien quiero hablar es
contigo, Maldonado.
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—¿Conmigo? —preguntó, después apuró el light y entornó los ojos,
observando con incomprensión a la pareja, intentando descifrar sus
intenciones—. Sé cortés. Las damas van primero…
—¿Nos acompañas a comisaría?
Clara sintió la tensión del choque y él le guiñó un ojo para demostrarle
que todo estaba bajo control.
—Si me disculpan… —se excusó la mujer y se alejó del trío.
—¿No nos vas a presentar, Ledrado?
—Inspector Del Hierro —respondió el otro, sin más detalles y sin mostrar
un ápice de empatía—. Ahora, ¿viene con nosotros?
—¿Es una orden?
—No seas bobo, detective, o en dos minutos tendrás a los municipales
revisando tu coche.
Marla, la cámara de fotos, el coche, el alquiler… La deuda se hacía más
grande.
—Ya veo… —comentó y se encontró acorralado en un callejón sin salida.
Por supuesto, podía negarse, pero su insolencia agravaría el estado de la
cuenta corriente—. Deberían contratarte como negociador. —Corta el rollo y
sube.
Los tres se dirigieron al vehículo.
—A todo esto, Del Hierro…
—¿Sí?
—¿Puedo ir delante?
—No.
Ledrado lo miró avergonzado.
—Tenía que intentarlo, inspector —dijo, aplastando la colilla con la suela
del zapato. Después subió en la parte trasera del Peugeot y juntos pusieron
rumbo a la comisaría Centro.
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Subieron las escaleras que llevaban a la segunda planta. Por delante de él
caminaba Del Hierro, que se adelantaba firme, como un robot, acompasando
las pisadas con el movimiento de brazos. Sospechó que practicaría algún tipo
de deporte de contacto. No le convenía llevarse mal con él, pensó, pues aquel
Robocop, como ya había bautizado en su cabeza, no parecía ser de la clase de
personas que preguntan antes de agarrarte por el cuello.
Cuando llegaron al piso, el inspector se dirigió a un escritorio con
ordenador. El resto de las mesas estaban vacías.
—¿Un café? —le ofreció Ledrado, antes de ir a la máquina.
Maldonado echó un vistazo y reconoció la dispensadora del pasillo.
—No, gracias.
El inspector alzó las cejas y negó con la cabeza.
—Como gustes —dijo y señaló al compañero—. Ve con él. Os alcanzo
enseguida.
Aceptó la orden y marchó con paso lento hacia la mesa. De camino,
estudió el entorno y le sorprendió ver la cantidad de tecnología desconocida
para sus ojos que había por allí. Para él, eso era, cuando menos, curioso. «A
mayor número de máquinas, mayor ineficiencia», se dijo con sorna, sin
compartir el comentario y se preguntó en qué momento aquel sitio se había
modernizado.
—Siéntese —ordenó Del Hierro y señaló la silla que tenía delante—. Nos
gustaría hacerle unas preguntas.
—¿Mucho tiempo aquí? No me suena haberte visto antes.
—Es obvio.
—Aquí lo único obvio es que te falta calle.
Del Hierro llenó los pulmones y contuvo la respuesta.
—Lo expulsaron hace años. Simplemente… no coincidimos.
—Me fui, que es diferente.
—Llámelo como quiera —respondió y sonrió—. ¿Comenzamos?
—¿Así que conoce mi historia?
Él inspiró hondo y puso las manos sobre la mesa.
—Por supuesto.
—Puede tutearme si quiere.
Del Hierro alzó la mirada y se la clavó como una estaca.
—Prefiero no hacerlo.
Maldonado hizo una mueca y le mostró las palmas de las manos,
aceptando las reglas del juego. Tenía curiosidad por saber lo que Ledrado le
habría contado de él.
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—¿Le has puesto al día? —preguntó el inspector, acercándose al
escritorio con dos vasos de plástico humeantes. Uno era para él y el otro para
el compañero.
No lo podía creer.
«Ledrado siendo agradable con alguien».
Se sentó en la silla y se recostó, mirándolos desde su posición.
—Vosotros diréis.
—No queríamos hacerlo delante de su esposa. Espero que lo entiendas.
—Lo que no entiendo es qué hago aquí.
—Ha sido ella quien nos ha contado sobre su encuentro con Berlanga —
añadió Del Hierro—. Ha sido la última persona que lo ha visto, antes del
ataque.
Maldonado entornó los ojos y miró a ambos.
—La última, tampoco.
—Déjate de juegos —respondió Ledrado—. ¿Te ha contado algo que nos
pueda interesar?
El detective notó una ligera tirantez en la conversación. Como
sospechaba, a ellos tampoco les parecía común lo que Berlanga había hecho.
—No.
—¿Por qué motivo se han reunido?
—Esto es absurdo. Hemos quedado para comer en El Buey del centro, hay
testigos… —dijo y se dirigió al inspector conocido—. A Berlanga le gustan
estas cosas.
—Lo sé.
—He sido el primero en largarme.
—¿Algún motivo? —preguntó el otro, sujetando el bolígrafo para tomar
notas.
—Trabajo. ¿A qué viene esto?
—No te estamos acusando de nada.
—Me quitas un peso de encima —respondió con sorna.
—Pero sé que esas reuniones no son para poneros al día.
—¿Qué insinúas ahora?
El inspector carraspeó.
—Conmigo… no.
Maldonado miró al segundo.
—Ya os lo he dicho, no me ha contado nada que os pueda ser de utilidad.
—¿Está seguro?
—Berlanga es mi amigo.
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Los dos policías suspiraron.
—Verás, Maldonado… No quiero alargar esto más de lo necesario —
intervino, rascándose el mentón y buscando las palabras adecuadas para no
perder más tiempo—, pero nos parece sospechoso lo que ha sucedido.
—Es la vida privada del inspector… Hay quien pregunta por mí y yo
intento echarle una mano. No hago nada que vaya contra vosotros…
—No, no me refiero a eso —rectificó—. El inspector lleva unas semanas
comportándose de una manera… inusual.
—Lo sé. También lo he encontrado un poco distante conmigo. ¿Qué
tenéis sobre el asalto?
—Un testigo.
—¿Qué ha visto?
—Una silueta masculina corriendo en dirección opuesta a la víctima —
aclaró el más joven.
—¿Sabes qué hacía el inspector en el parque de las Avenidas a esas
horas?
—¿Me lo preguntas a mí, Ledrado? No soy su jefe.
—Lo conoces bien. No es habitual en él…
—Define que es habitual para ti…
A modo de retomar su posición de poder, el policía dio un golpe en la
mesa y tomó aire.
—Está bien, está bien… —dijo el detective, bajando los humos—. Retiro
lo dicho.
—¿Dónde ha estado el resto del día?
—Trabajando, ¿y vosotros?
—¿En qué?
Carraspeó. Necesitaba fumar.
—He ido a hacer unas fotografías a un restaurante… Un trabajo para una
cliente.
—Espero que nada ilegal —añadió Ledrado.
—Puedes dormir tranquilo. Me han destrozado la cámara de fotos…
Del Hierro anotaba en el cuaderno y lo miraba extrañado.
—¿Cómo que destrozado? ¿A qué se refiere?
Ledrado le hizo un gesto para que obviara la respuesta. El detective lo
miró como si se dirigiera a un niño.
—Vas, haces unas fotos, cabreas a alguien, te parten la cara… Que
pareces nuevo, Del Hierro.
—¿Vas a denunciar? —quiso saber Ledrado.
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—No. Seguramente, se me adelanten… Ahora solo me preocupa saber
qué le diré a Marla. Es probable que el aparato no tenga ni seguro de daños…
—¿Quién es Marla, su cliente?
—Su secretaria —aclaró Ledrado.
—¿A qué viene tanta pregunta?
—Nos alarma lo sucedido y también debería preocuparte a ti.
—¿Corro peligro?
—Es el último con quien se ha reunido —comentó el nuevo.
—¿Ahora te preocupo, Del Hierro?
—Si tienes algo que ver con esto… —prosiguió Ledrado, con una
amenaza entre líneas—, lo averiguaremos.
—Suerte con ello.
—Iremos a por ti.
Las palabras le ofendieron.
—Sabes que no es así.
—Siempre tramas algo.
Hastiado de sentirse insultado, captó que no tenían nada y que, por tanto,
él tampoco conseguiría respuestas. Conocía la ley, el protocolo, las reglas y
no lo retendrían sin más. Se puso en pie y carraspeó antes de despedirse.
Uno.
Dos.
Las ganas por golpearle aumentaron.
—Ledrado, nunca te lo he dicho, pero eres más idiota de lo que todos
piensan.
Del Hierro se levantó de la silla.
—Es usted un valiente. Podríamos detenerlo por lo que acaba de decir.
—No lo hará. Sabe que tengo razón.
—Deja que se marche. Le jode no poder mandar sobre nosotros.
Tres.
Cuatro.
Sabía lo que el otro hacía y no le iba a dar ese placer.
Cinco.
Descompresión.
Respiró y aguantó, antes de propinarle un puñetazo.
—Sea lo que sea en lo que se haya metido… —comentó el detective, con
el entrecejo arrugado, notando una extraña vibra en el interior de esa planta
—, encontrad a quien lo ha hecho.
—¿Es una advertencia al Cuerpo? —cuestionó Ledrado, desafiante.
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—En absoluto… Esto es cosa vuestra —contestó y les dio la espalda para
caminar hacia las escaleras—. Pero, recuerda el dicho… Si cae un madero,
puede caer otro… porque, en ocasiones, vale más la seguridad que la Policía.
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Viernes.
Día 1.
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De llegada al despacho, elucubró cómo parchear el drama. A la secretaria
no le haría ninguna gracia recibir la noticia sobre el estado del aparato. Le
compraría otra, sentenció, aunque todavía no tuviera el dinero para hacerlo.
En la puerta del Starbucks que había en Gran Vía con San Bernardo, hizo
una parada obligatoria, a regañadientes, para agasajar a la muchacha con un
buen desayuno y compensar los percances de su torpeza.
Minutos más tarde, con una bolsa de papel en la mano, giraba la cerradura
del despacho.
—¡Javier! —exclamó ella, sentada frente a la pantalla, como cada mañana
—. ¡Por Dios, qué susto!
Él entró y cerró la puerta con un elegante golpe de talón.
Los ojos de la chica se dirigieron a la bolsa de papel.
Luego entornó un ojo y ladeó el rostro.
—¿Qué celebramos? —preguntó, intrigada.
Maldonado se acercó al escritorio y dejó el paquete encima. Después se
quitó el abrigo mientras ganaba tiempo para darle una explicación que sonara
elocuente.
—Pensé que te vendría bien un café.
—¿Javier?
—Sí, Marla…
—¿Qué ha sucedido?
—¿Por qué tiene que ocurrir algo para tener un detalle contigo? —
preguntó dejando la prenda sobre la percha—. Come y bebe. Aún está
caliente.
Ella abrió la bolsa, sin disimular la sospecha. Cuando vio el contenido, se
dirigió a él:
—¿¿Javier??
—Si no te gusta el bocadillo, me lo zamparé yo.
—Cuéntamelo.
—¿El qué, Marla?
Ella sacó el café de la bolsa, lo puso junto al teclado y cruzó los brazos.
—Habla.
Su mirada comenzaba a removerse como la de un toro.
—Verás… Es acerca de tu cámara.
—¿Qué has hecho con ella?
—Ha tenido un accidente.
La pálida piel de Marla se sonrojó.
—¿Qué?
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—Sí, destrozada. No se puede reparar… —detalló—, pero te compraré
otra, lo prometo.
—¡Javier!
—Fue un percance.
Ella bufó. Ni siquiera era capaz de articular palabra.
—Ni un día, Javier…
—Lo sé, lo sé… Tuve que defenderme de un matón de discoteca y,
bueno… una cosa llevó a la otra… Puedes imaginar lo que sobrevino después.
Lo hiciera o no, estimó que sería mejor no contarle el final de la historia.
—Está bien, me da igual… —dijo, decepcionada, intentando enmascarar
el enojo. Después de todo, no podía esperar demasiado de un tipo como él—.
Por cierto, la nueva cliente… Ha llamado por teléfono esta mañana.
—¿Qué le has dicho?
—La verdad —contestó, fría.
—Marla, por Dios. Dame un respiro.
—Le he dicho que vuelva a llamar más tarde. Con suerte, te encontrará
aquí.
Pero la explicación no le convenció.
—No, ni hablar. Si llama, dile que no estoy.
—Esa mujer es capaz de telefonear muchas veces.
—Al menos, dile que no estoy hasta que se me ocurra algo creíble.
—Como siempre, tú mandas…
El detective suspiró. La jornada no empezaba con buen pie. Quizá había
llegado el momento de añadir algo más fuerte al café que había comprado.
—Por cierto…
—¿Sí, Marla?
—Han llamado del depósito.
—Oh… Demonios…
—¿Qué hacía tu coche en el Hospital de la Paz?
Maldonado guardó silencio, sacó el café de la bolsa y caminó a su
escritorio. Ella lo observaba con asombro y expectación. Cogió la botella de
segoviano del cajón, roció un chorro en el café y pegó un trago, notando
cómo la mezcla le quemaba la garganta.
—Se supone que es viernes —musitó ella.
—Hasta la medianoche.
—¿Te encuentras bien?
Al terminar el trago, dejó el vaso sobre la mesa de la secretaria y respiró
hondo.
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—Anoche intentaron matar a Berlanga… y lo peor de todo es que
presiento que necesita mi ayuda.
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multa y el arrastre del coche hasta el depósito, pero tendría que renunciar a la
cámara de Marla hasta que ingresara más dinero.
«Te prometo que lo haré», se dijo en silencio, a pesar de que la chica se
encontraba a escasos metros de él.
Después salió disparado hacia el perchero, se puso el Barbour y se dirigió
a ella:
—Si llama esa mujer, no le digas dónde estoy, ni que he venido.
—Ni siquiera sé a dónde vas.
—Hazle saber que la contactaré más tarde.
—¿Javier?
—Es hora de que el viejo Golf regrese a casa.
—¿Qué hay de mí?
—Aliméntate y márchate cuando creas conveniente.
—Prométeme lo que te he dicho —espetó, con tono maternal—. Necesitas
descansar… y alejarte de ese asunto.
—El mal nunca descansa, Marla… Por ende, yo tampoco. Te llamaré más
tarde.
—Adiós, Javier.
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entusiasmo humano de una muchedumbre que abandonaría las oficinas en
busca del elixir del fin de semana, el único bálsamo existente para afrontar un
nuevo lunes.
Salió de la avenida y rodeó la carretera que lo llevaba al parque de las
Avenidas. No había rastro de la policía, ni tampoco había ninguna señal que
prohibiera la circulación.
Aparcó próximo al supuesto lugar del asalto y caminó para asegurarse de
que había sucedido allí. No tardó en encontrar los restos de sangre que habían
quedado incrustados sobre el asfalto. Flexionó las rodillas y estudió las
manchas, que no eran del todo visibles, aunque sí lo suficiente como para
hacerse una idea del ataque. No necesitaba el análisis de un especialista de la
Unidad Científica para reconstruir la escena: Berlanga había caído hacia atrás,
por lo que dedujo que había sido atacado de frente. De alguna manera, se
figuró que no lo vio venir, por lo que tenía aún menos sentido. Llevaba
demasiados años en la profesión como para pasar por alto un cuerpo a cuerpo.
«¿Conocía al atacante? Es una posibilidad… Sobre todo, si este vino de
frente, a esa hora y en ese punto».
Debía existir una explicación. Se puso de pie y dio un giro visual
completo, observando cada una de las salidas del recinto. La calle conectaba
la entrada al parque con el área residencial. Dio un vistazo a su alrededor,
imaginando cómo sería el entorno de noche y por dónde habría huido el
asaltante. Hasta donde sabía, un testigo había confirmado la silueta de un
hombre que corrió en dirección contraria a la víctima. Siguiendo la dirección
en línea recta, curiosamente, no tardó ni un minuto en conectarla con un punto
concreto: el domicilio del propietario del vehículo que Berlanga le había
pedido buscar, estaba a un par de calles de aquel paraje.
«El domicilio de Joaquín Ulloa».
Tal vez fuera a encontrarse con ese hombre, deliberó, o quizá hubiese sido
víctima de una trampa. Lamentablemente, el último recurso que le quedaba
era el de convencer a Ledrado para que le tendiera una mano.
«Ni harto de vino», se dijo, consciente de la tóxica rivalidad que los unía
desde hacía años. El inspector siempre había sido la mosca incómoda que
zumba sin llegar a picar, pero que molesta hasta cuando está dormida.
Sin embargo, no tenía más alternativa. Guste o no, en ocasiones, la vida es
capaz de enfrentar a las personas en busca de redención y parecía que este era
uno de esos casos. Con Berlanga en la UCI, Ledrado era su único comodín
para trabajar más rápido y así enterarse de lo que ocurría dentro de la
comisaría.
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Desde su salida del Cuerpo, Ledrado se había tomado la revancha en cada
ocasión que había tenido para frenarlo. La amistad con Berlanga lo convertía
en un blanco fácil y la relación entre los dos era como la del ratón y el gato.
Pero, ahora, la situación era diferente, como si algo se hubiese roto para
siempre. No tenía tiempo para pensar en los desquites. Por mucho que le
pesara, la realidad era que carecía de influencia, más allá de la protección de
su amigo y Ledrado disfrutaba vigilándolo de cerca.
«Al infierno con todo».
Debía ayudar a Berlanga como fuera y estaba dispuesto a renunciar a su
orgullo.
Pero… ¿sería el inspector capaz de dar su brazo a torcer?, se cuestionó.
Consciente de que no podría saber más sobre Ulloa sin la ayuda policial y de
que sus indagaciones no aportarían luz, decidió retirarse y continuar con sus
pesquisas, antes de que el parque se llenara de las miradas de los ojos
anónimos que merodean en la oscuridad.
Sin tirar la toalla, recordó la conversación con la secretaria y también a la
esposa de Berlanga. Pensó que, con un poco de suerte, ella le daría lo que
necesitaba.
Subió al Golf, encendió el motor y el radiocasete disparó la cinta quemada
de Los Rodríguez. Reticente a escuchar música, apagó el estéreo del botón y
permitió que el sonido ambiente pusiera la banda sonora a su jornada. No
estaba de humor para cantar.
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secretaria, sin presionarla más de lo debido. En el fondo, era la esposa de su
mejor amigo y merecía tratarla como tal.
—¿Cómo está? —preguntó, rompiendo el hielo.
—Parece que se ha estabilizado… —explicó, con la voz áspera y agotada
—, pero necesitan observarlo unas horas más.
—¿Ha hablado ya la Policía contigo?
—Sí. Me han hecho preguntas, pero no sé nada, Javier.
—¿Esos dos?
—¿Quiénes? —preguntó, confundida.
—No importa… Ya conoces el procedimiento. Tienen que hacerlo así.
—Ahora mismo soy incapaz de concentrarme en nada más que en él…
Pensar en que vuelva a casa, en que todo sea como antes… Pero sé que eso no
ocurrirá.
Él la sujetó del brazo para que no se rompiera en pedazos.
—Todo volverá a la normalidad cuando llegue el momento oportuno.
Estas cosas llevan tiempo… No es la primera vez que pasáis por un bache así.
Miguel es una persona fuerte.
—¿Y si no despierta?
—Lo hará por vosotros.
Aguantó el temple ante la mirada de una mujer desesperada. Ella se rindió
y siguieron caminando.
—¿Has averiguado algo ya?
—Todavía no, aunque estoy trabajando en ello.
—Por favor, no me trates como a una de tus clientes. He oído eso muchas
veces.
—Te digo la verdad, Clara, aunque debes saber que esta vez es diferente.
—¿Qué lo hace diferente?
—Ya no soy policía, ni tengo los mismos contactos que antes… Pese a
todo, no pienso abandonar a mi amigo.
—Ya…
—Tienes mi palabra. Por eso necesito que hagas algo por mí.
—¿Por ti?
—Sé que prefieres no involucrarte y te comprendo, pero debes confiar en
mí y contarme lo que te guardas.
Ella se separó unos centímetros, demostrando cierta contrariedad en su
rostro.
—¿Cómo osas?
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—No seas ahora la que me trata como hacen ellos… —espetó, marcando
el tono de la interacción—. Miguel es un hombre con principios y tú eres su
esposa. Os conozco desde hace muchos años y me hago una idea de los pactos
que tenéis acerca del trabajo. Tal vez no te contara nada, pero tienes dos ojos
y dos oídos.
La respuesta fue tan contundente que ella no esperaba escuchar algo así.
Por un momento, vaciló a la hora de decidirse a hablar, pero la mirada del
detective era la de un lobo a punto de devorar a su presa. No podía mentirle,
no era capaz.
—Sé que estaba metido en un caso, aun así, no sabría decirte cuál.
—Es un comienzo que intuía. ¿Tiene algo que ver con la muerte del «niño
de la navaja»?
—¿Por qué dices eso?
—Lo suponía… Ayer sacó el tema, ya sabes… Ha pasado un tiempo
desde aquella operación —explicó, dándole lo que ella quería. No podía
contarle todo lo que pasaba por su cabeza, pero llegaría a un acuerdo si le
sacudía una de cal y otra de arena—. Después me encargó algo poco habitual
por su parte. Normalmente, me remite a un cliente, a una tercera persona que
necesita un servicio, pero esta vez era él quien me lo pedía personalmente.
—¿Un favor gordo?
—En realidad, no. Una tarea que podía hacer él desde su despacho. Y eso
fue lo que más llamó mi atención.
—¿De qué tipo?
Él se dio cuenta de que estaba a punto de irse de la lengua. No es que
Clara tuviera la boca muy grande o que fuera a usarlo en su contra, pero
Maldonado sabía que el mejor modo de guardar la información era no
revelándola.
—Una comprobación rutinaria. Quería que chequeara el domicilio de una
persona.
—Entiendo… ¿Y sabes para qué?
—Ulloa, ¿te suena?
—No.
Esperó un segundo eterno para comprobar si seguía hablando, pero no lo
hizo.
—Ya… Pues sé lo mismo que tú, Clara —dijo y zanjó el asunto para
retomar el rumbo de la conversación—. Tengo la sensación de que existe una
relación entre esta persona y lo que le ocurrió.
—¿Tú crees?
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—Es una corazonada.
—Lo siento, soy médico.
—Ya, ya lo sé. No crees en esas cosas.
—¿Qué puedo hacer por ti, Javier?
La pregunta llegó y titubeó en ser directo con ella, sin paños calientes, a
pesar del rechazo. No tenía tiempo ni más cartas que jugar.
—Conozco bien a mi amigo y sé que lo anota todo por miedo a olvidar los
detalles…
—¿Y? —preguntó, intrigada.
—Me pregunto si podría echar un vistazo a su despacho privado.
—¿En mi casa?
—Sí.
La mujer no esperaba una proposición como esa y lo manifestó con toscos
movimientos. Con los agentes de policía alrededor de la UCI, levantarían las
sospechas.
—Pero…
—No te preocupes por ellos. Tengo el coche aparcado al otro lado. Les
dirás que vas a tu casa a por ropa y que regresarás en breve.
—No son ellos los que me inquietan.
Y entonces se dio cuenta de que todo ese tiempo había estado pensando en
la pérdida su marido.
—Si pudiera, él te diría que lo hicieras. Es la única manera de ayudarlo.
En silencio, maduró la respuesta unos segundos que se hicieron eternos
para el detective. Una vez que tenía tan cerca la ocasión, el miedo que se le
escapara se hizo eterno.
—Está bien, tú ganas, pero prométeme que no moverás nada de su sitio.
—Conociéndolo y por el bien de mi integridad, Miguel nunca sabrá que
estuve husmeando entre sus cosas.
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«Hogar, dulce hogar», rumió el detective al avistar el corredor de madera
y las paredes de color vainilla que daban paso al interior. Ella se adentró, dejó
el bolso sobre el recibidor y se dirigió hacia el amplio salón que conectaba
con la entrada. Él cerró con cuidado y dio un vistazo a los detalles de la
vivienda, algo que no había tenido tiempo a hacer en sus visitas anteriores.
«Qué bien lo tienes montado, Miguelito», se dijo al escudriñar aquel lugar
tan ordenado y limpio, parecido a un palacete a escala pequeña. El estado de
la casa era una representación de la vida de quien la habitaba. Para él, todo
encajaba en una armonía de orden, calma y felicidad. A diferencia de la suya,
que era lo más parecido un a vertedero, el matrimonio había decorado el salón
con muebles de diseño, óleos y estanterías con libros que el detective supuso
que no habían leído. No importaba, se dijo, pues el fin justificaba el medio y
habían convertido ese espacio en un hogar acogedor en el que vivir.
—¿Quieres algo de beber? —preguntó ella, amable y frágil a la vez. Él
negó con la cabeza, pues aún era pronto para sumergirse en un pelotazo.
—¿Dónde está el despacho?
—Ahí —dijo, señalando la puerta de una habitación que había junto a un
dormitorio.
Después se dirigió a él, giró la manivela y se lo mostró.
Del interior salió un olor a colonia que desestabilizó a la mujer.
Maldonado reconoció la fragancia e intuyó lo que podía evocar en ella. Sus
sentimientos, en ese momento, eran un cúmulo de esperanza, miedos y
contradicciones. Él se colocó junto a ella y le agradeció el detalle.
Comprobó que la oficina de Berlanga era pequeñita, pero suficiente para
tener un escritorio, un ordenador y unos cuantos libros fetiche. Al igual que
las prendas que vestía, como su característica gabardina de color crema, cada
objeto de ese cuarto tenía una razón por la que estar ahí. Los años en el
Cuerpo habían dado para mucho más que unas cuantas guardias nocturnas, un
puñado de discusiones pazguatas, decenas de casos resueltos y algunas
conversaciones profundas sobre la vida. Cuanto más tiempo pasaba
Maldonado con él, más aprendía sobre sus manías interiores. Con los años se
dio cuenta de que sus secretos residían en los detalles más profundos. En el
fondo, pensaba, era inevitable no conocer a una persona con la que se pasaba
la mayor parte de las jornadas. Si bien es cierto que nunca se llega a conocer a
alguien porque siempre está cambiando, existen ciertos matices que hacen a
cualquiera predecible y que sacan a la superficie sus características únicas.
Se fijó en las estanterías, en el orden de los tomos y también en el
escritorio y en cómo el teclado, la alfombrilla del ratón y el pie de la lámpara
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formaban una línea recta. Todo estaba tan ordenado que no había nada que
llamara la atención. Desconocía si Berlanga tenía alguna clase de trastorno,
pero lo cierto era que le gustaba el orden y la perfección. Primero se fijó en el
único cajón que había bajo el escritorio. Tenía una cerradura y cuando intentó
abrirlo, descubrió lo que esperaba. Estaba cerrado con llave, por lo que no
podría hacer mucho más. Siguió con su rastreo en busca de notas o de algún
tipo de señal que lo llevara a alguna parte. Debía fijarse en lo evidente a los
ojos porque allí residía lo oculto. Junto al teclado encontró una agenda de
piel, del tamaño de una cuartilla, cerrada con una goma que sujetaba la
cubierta. Le sorprendió que estuviera a la vista y, por otro lado, sospechó que
la había dejado ahí por alguna razón. La abrió con cuidado y pasó las páginas
con detenimiento, fijándose en las fechas marcadas. En ella solamente
encontró tareas personales: citas con los médicos, revisiones del coche, el
concierto de su hija en el auditorio… Pasó los meses, acercándose a las
últimas semanas previas al trágico suceso. Era su última baza.
De pronto, aumentaron las reuniones para comer. No indicaba el lugar,
pero sí la hora y siempre era a las 13, un poco pronto para él. El inspector
había dejado un registro de su actividad hasta el día anterior de la comida en
El Buey.
Con el dedo sobre la fecha, encontró dos citas escritas a mano. La primera
llevaba su nombre, tal y como habían acordado. La segunda hacía referencia a
Segarra.
«¿Qué diablos?», se preguntó, al reconocer el apellido del comisario.
En ese momento, Clara lo sorprendió por el umbral de la puerta, con un
vaso de agua entre las manos.
Él levantó la vista y se apartó del cuaderno.
—¡Oh! Disculpa, yo… —expresó, excusándose—. Estaba echando un
vistazo.
—Te he traído agua. He pensado que tendrías sed.
—Gracias —dijo él y cerró la agenda. Después accedió a tomar el
recipiente y lo bebió de un trago—. Estaba seco.
—¿Qué estabas comprobando?
—Nada y todo, a la vez.
—¿Y has encontrado algo de interés en esa agenda?
—¿Es su agenda personal?
—Sí.
—Pues me temo que Miguel no es tan descuidado como yo.
—¿Has encendido el ordenador?
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Maldonado arqueó una ceja. Ella parecía interesada en conocer en qué
andaba metido su marido.
—No, pero puedo hacerlo…
—Inténtalo —ordenó la mujer con intriga.
Entendió que deseaba que alguien asumiera la responsabilidad.
Maldonado le devolvió el vaso y se acercó a la torre. Pulsó el botón,
encendió el monitor y esperó a que el sistema se iniciara. Tal y como había
esperado, la pantalla de bienvenida requería un usuario y una clave de acceso.
—Era de esperar.
—Y no conoces la clave…
Él negó con la cabeza.
—Demasiada información para mí.
—Tenemos ordenadores separados.
—En ese caso, no hay nada más que pueda hacer.
—Espera, déjame probar.
Ella lo apartó con la mano y se acercó al teclado. Después tecleó con
rapidez una contraseña compuesta de letras y números, sorprendiendo al
detective. Cuando pulsó la tecla intro, la consola dio acceso al escritorio
virtual.
—Vaya. Qué suerte…
—Llámalo instinto, más bien. Es la fecha de nuestro aniversario.
Pero él sabía que mentía y por eso prefirió no comentar nada sobre
aquello. Que Clara conociera la clave de acceso al ordenador personal de
Berlanga y que fingiera que no era así, resultaba, cuando menos, de lo más
escalofriante.
—¿Puedo? —preguntó él, para que le dejara tomar el control del ratón.
—Todo tuyo. —Se colocó detrás.
El escritorio virtual estaba igual de ordenado y de limpio que el físico. En
él no había nada más que una carpeta llamada «Mis Documentos», el icono de
un ordenador y el de un navegador que daba acceso a la Red. Los ordenadores
no eran el fuerte del detective, pero sabía manejarse lo justo entre las carpetas.
Marla se lo había enseñado todo.
Abrió «Mis Documentos» y apareció una segunda ventana. En ella, había
otra carpeta amarilla llamada «Trabajo». Pulsó dos veces sobre su icono y
accedió a un listado de carpetas y archivos con nombres extraños.
—¿Qué es todo eso?
—No tengo ni idea —respondió él, intentando leer más rápido que ella—.
Me imagino que serán investigaciones de la comisaría.
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Intuyó que Berlanga utilizaba nombres en clave, tan absurdos e
irrelevantes como «Camaleón», «Troya» o «Colchoneros». Sin embargo,
podía reconocer lo que estaba haciendo. Eran nombres de operaciones que
llevaba a escondidas. La lista era larga y no tenía tiempo para revisarla de
principio a fin. Bajó la rueda del ratón para leer el nombre de cada una de las
carpetas, hasta que dio con un término que le resultó familiar: «Valdivia».
Valdivia no era una abreviatura, sino el nombre real de la última
investigación en la que habían trabajado juntos, poco antes de su marcha del
Cuerpo y de que mandara su carrera al carajo.
Por aquel entonces, Maldonado vivía entre dos infiernos, afectado por el
alcohol, por el desamor y por una agresividad que le hacía perder el control.
Así que recordaba el asunto vagamente a causa de la bebida.
El nombre del caso hacía referencia a la famosa operación Valquiria, el
intento fallido para matar a Hitler y desmontar las SS. Era una broma
conjunta entre él y el inspector, ya que se les ocurrió después de tomar un
café en el bar que había en la calle de Valdivieso.
En su caso, iban tras la pista de una manada de violadores que actuaban en
los parques como lobos solitarios, en principio, pero que demostraron más
tarde que no era así. Cuando encontraron el cadáver de uno de ellos, tirado en
Aravaca, cerca del parque de la Golondrina, después de estar desaparecido
durante tres semanas, el resto del grupo dejó de actuar. Era el segundo
presunto violador que encontraban en menos de un mes y en el mismo
distrito, por lo que el caso había llegado a la comisaría Centro, debido a las
demandas del inspector jefe de la brigada y ellos habían tomado la
investigación.
Mientras la policía se encargaba de dar con los autores de los asesinatos,
él y Berlanga continuaron buscando pruebas para meter al resto del grupo en
la cárcel. Por desgracia, los testigos fallaron, las víctimas no quisieron
declarar en contra de los agresores y los tres presuntos culpables quedaron en
libertad.
—Manolo Sepúlveda, el niño de la navaja —musitó, revisando los
documentos.
—¿Qué? —preguntó ella, confundida.
Sepúlveda era uno de los acusados que había quedado libre y sin cargos.
Una extraña impresión lo inundó como si aquello hubiera ocurrido unos
días antes. Le sorprendió que Berlanga aún guardara los informes.
«Hay recuerdos que no se olvidan y otros de los que no queremos
desprendernos».
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Guiado por la intuición, hizo doble clic en él y se desplegó otra ventana.
En ella aparecían tres documentos de texto.
—¿Qué es, Javier? ¿Qué significa?
—No lo sé… pero vamos a descubrirlo.
Abrió el primero, que se llamaba «Lista» y apareció un candado.
«Demonios, Miguel. ¿Después de haber llegado hasta aquí? No me hagas
esto ahora».
—¿No se puede abrir?
—Parece que tiene un código de seguridad.
—Probemos con la misma contraseña —sugirió ella, pero no funcionó.
Lo intentó con los otros y tuvo el mismo éxito.
El nombre de Valdivia resonaba en su cabeza, aunque no podía encontrar
la conexión del pasado con el interés presente de su amigo.
«Maldita sea, si tan solo pudieras responderme a esto».
Empezaba a hablar solo, aunque fuera en silencio y se preguntó si Clara
estaría haciendo lo mismo. El tiempo, cuando se estira de más, saca lo peor de
cualquiera. Y él llevaba muchas horas sin dormir lo conveniente. Necesitaba
un respiro, pensar con claridad y hacerlo sin la presencia de la mujer.
Se apartó del ordenador e irguió la espalda.
—Será mejor que me vaya. Necesitas descansar.
—No te preocupes por mí. Voy a regresar al hospital. No puedo quedarme
aquí.
—¿Te llevo?
—Gracias, pero cogeré un taxi.
—Como desees —dijo y suspiró, no sin antes desviar los ojos hacia la
agenda—. Clara, ¿te importaría prestármela?
Ella se quedó pensativa.
—¿Le molestaría a Miguel?
Él no entendió muy bien la intención de la pregunta.
—Supongo que no.
—En ese caso… devuélvela antes de que regrese.
El desgarro de sus palabras le provocó un mal cuerpo tremebundo.
Sonaban como un fino hilo de esperanza en un océano de desolación.
—Por supuesto que lo haré —respondió, buscando la manera de culminar
el encuentro y agarró el cuaderno—. Gracias, Clara.
Después abandonó el despacho y atravesó el pasillo escuchando el eco de
sus pasos en medio de un silencio incómodo y hostil. Ella se quedó atrás,
junto a la puerta, observando cómo se marchaba. No podía verla, pero sí
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sentirla allí, perdida en el abismo de su vivienda. A pesar de la perfección del
hogar, el apartamento se sentía frío y vacío, inundado de una profunda
desolación.
«En el fondo, a nadie le gustan las despedidas».
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fama de sus pollos asados y platos de cocido. A Maldonado le traía buenos
recuerdos visitar ese lugar.
Entró en el amplio local, alto, de madera, en el que se podían observar las
vigas del techo y los barriles que ocupaban el fondo del comedor y tomó
asiento en un rincón, a la espera que lo atendieran. Pidió pollo asado, como
buen animal de costumbres que era, unas croquetas de jamón y un tercio de
cerveza. La comanda no tardó en llegar y engulló ansioso, en soledad,
sintiéndose extraño, mientras divagaba y saciaba el hambre con un dilema que
lo atormentaba por dentro: salvar la vida de su amigo y arrodillarse ante
Ledrado, o hacer las cosas a su manera y esperar a que obrara un milagro.
Lamentablemente, su fe no estaba pasando por un momento fértil. Los
milagros solo sucedían cuando tenía el respaldo policial. El caso iba más allá
que la situación privada de un tercero. Le afectaba a él y lo hacía con todas las
consecuencias.
Terminó la comida y pidió la cuenta. Cuando estaba con la panza llena y
la cabeza abotargada por los pensamientos, el teléfono vibró en el abrigo. La
dulce mirada de la secretaria apareció en su cabeza. Llevaba demasiadas
horas fuera, por lo que Marla se preguntaría dónde estaría. Resopló al
imaginar la situación. No tenía el espíritu listo para más trabajo. Después
cayó en la cuenta de que esto último era poco probable.
Cuando sacó el aparato, comprobó la pantalla y leyó un número que le era
desconocido.
—¿Sí? —descolgó, caminando hacia el paseo del Manzanares.
—Señor Maldonado…
Reconoció la voz al instante y sintió un ligero nudo en la boca del
estómago. Se había olvidado por completo de ella.
—Señora…
—Rodríguez.
—Perdón —rectificó y se quedó extrañado—. ¿Cómo demonios ha
conseguido mi número?
—Me lo ha facilitado su secretaria.
—Ya veo…
—Tras mucho insistir y viendo que usted sería incapaz de acudir a su
puesto de trabajo, le rogué que me lo diera.
Maldonado resolló. No tenía nada para dar a esa mujer.
—Y no podía esperar unas horas.
—No.
—Supongo que se trata de una emergencia.
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—Lo es. Mi socio y yo hemos discutido.
—No es la única con quien ha tenido un roce.
—¿Tiene lo que le pedí?
—Pero necesito más.
—Reunámonos.
—¿Ahora?
—No, ahora no —dijo, con un halo de misterio—. ¿Qué le parece a las 20
horas, en el Dry Martini del Hotel Meliá?
—¿El hotel de la plaza de Colón?
—Sí.
Aunque no era santo de su devoción por la estirada clientela que acudía
por allí, consideró que no le vendría mal un buen trago. No era precisamente
el lugar más discreto para reunirse, pero dio por hecho que la cliente se haría
cargo de las bebidas.
—Entiendo que no tengo opción.
—Me gustaría mostrarle algo. Quizá esto le haga cambiar de parecer. —
Detesto las sorpresas.
—Le veré más tarde, detective —respondió y colgó, dejándolo con la miel
en los labios.
—Adiós, señora…
La situación se complicaba para Maldonado. Le hubiese gustado saber a
qué se refería con aquello, pero debía asegurarse de que el trato seguía en pie.
De lo contrario, los problemas económicos regresarían a su vida.
O, mejor dicho, nunca se irían de ella.
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trabajadores con ganas de abrazar la almohada de la cama. Una amalgama de
rostros hastiados, chulos, envejecidos y hartos de todo. Pero, sin aquel atrezo,
sin la mala baba que le provocaba, la urbe se convertía en una más, sin
identidad, sin gracia, sin anécdotas y sin un motivo por el que seguir en ella.
Avistó lo alto del hotel cuando llegó a la plaza de Colón, capitaneada por
la escultura de piedra que había en lo alto y rodeada de vehículos que giraban
alrededor de la glorieta y dio vueltas hasta que logró dejar el vehículo en un
aparcamiento.
Llegaba tarde, pero no le importaba.
«Lo bueno siempre se hace esperar».
Su aparición no dejó indiferentes a los botones que custodiaban el acceso
al hotel. El Meliá Fénix no era el Ritz, pero sí entraba en la categoría de un
cinco estrellas, ubicado en una de las zonas más ricas de la ciudad y en el que
se hospedaban numerosas celebridades internacionales.
Cuando alcanzó la entrada, el botones lo miró con recelo antes de abrirle
la puerta.
Maldonado plegó el entrecejo y expresó el desagrado.
«Ya veo… Perro no come perro».
En ese momento, una mujer, procedente del interior, interrumpió el
choque.
—Detective… —murmuró la suave voz de Claudia Rodríguez, al otro
lado de la puerta.
El botones bufó.
Y él casi se queda sin palabras.
No la reconocía.
Su cliente se había transformado en un colorido cisne, lleno de maquillaje
perfectamente puesto. Su larga melena oscura, antes ondulada y cuidada por
un cepillo, ahora brillaba como la luna sobre el mar.
No le sorprendió el cambio. Sabía cuándo una persona podía sacar la
mejor versión de sí misma, pero de ningún modo imaginó que aquella mujer
recatada que se había plantado en el despacho, una señora de falda larga y con
voz inocente, fuera capaz de atreverse con un vestido negro que se ajustaba a
cada una de las curvas de su cuerpo.
A modo de capa y por encima de los hombros, llevaba un abrigo de piel
que la protegía de las miradas ajenas y la dotaba de un halo de intriga que la
tornaba más cautivadora.
Entró, pasó al vestíbulo y se acercó a ella.
—Llega tarde —expresó la mujer su descontento.
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—Y usted está espléndida —comentó, provocando el rubor—. Apuesto
que esta noche tiene una cita importante y no es conmigo.
Fría e indiferente, siguió su paso. Después señaló al interior.
—¿Le importa si hablamos dentro?
—Por supuesto —afirmó, agachando la cabeza y señalando el camino con
la mano—. Usted primero. Yo la sigo.
La mujer echó a caminar delante de él.
Entonces aprovechó para girarse y mirar de nuevo al botones, que lo
observaba desde fuera con un cigarrillo entre los dedos.
«Perro no come perro… pero algunos sí que cenamos caviar».
Le guiñó un ojo, sonrió y siguió los pasos de su cliente.
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El otro lado del vestíbulo daba lugar a un enorme salón de sofás Chesterfield,
sillones de piel, mesas redondas, tapices y lámparas de araña. Con un vistazo,
se dio cuenta de lo distinguida que era la clientela. Algunos de los presentes
se movían con comodidad por el salón, como si fueran habituales. Otros
tenían el aire de huéspedes forasteros que esperaban un taxi o que consumían
las horas en el bar del hotel. El Dry Martini era una conocida coctelería y se
encontraba a un lado del salón. Siguió los pasos de la cliente, que se movía
sugerente hacia la barra. Claudia Rodríguez se apoyó en el mostrador de
madera y el detective imitó sus movimientos.
—¿Qué va a tomar? —preguntó, educada.
Él comprobó la hora, dio un vistazo a la galería de botellas que había
sobre los estantes y se cuestionó si era buena hora para empezar con algo
fuerte.
—Un irlandés con hielo —indicó, sin excederse. El whisky le entraba bien
y tampoco quería salir de la rutina.
—Para mí, un Martini seco —ordenó y observó la cara del detective—.
¿Sorprendido?
—No. Es la expresión que tengo siempre —contestó mientras miraba de
reojo al barman que preparaba las bebidas—. No quiero parecer descortés,
señora Rodríguez.
—Entonces, no lo sea.
—Pero soy un hombre leal al trabajo.
—¿Perdone?
Él arqueó las cejas.
—Parece que pretenda impresionarme, trayéndome aquí…
—¿Coquetea conmigo?
—Es solo cuestión de tiempo.
—Me sorprende la confianza que tiene en usted… —comentó con saña—.
Como ya le he dicho, tengo una cita más tarde.
—Ajá. Era eso.
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—¿Le molesta?
—Al contrario, me encanta —le respondió con sorna. Las bebidas
llegaron y él cogió la suya para alzarla—. No soporto a la gente que anda con
rodeos… Salud.
Dio un pequeño sorbo y notó el whisky quemándole la garganta. Sabía
que, en unos minutos, se sentiría mejor y ella también. Para él, el alcohol era
un desengrasante conversacional que ayudaba a llegar a lo más profundo de
las personas.
Cuando la miró a los ojos, percibió un brillo extraño en ellos, una cortina
de temor que ocultaba tras el brillo que la rodeaba.
—Supongo que tiene algo para mí —comentó ella, apoyando la fina copa
ancha sobre la barra para ir directa al grano—. Le escucho.
—Le dije que necesitaba tiempo. Sigo necesitándolo.
—No es lo que esperaba escuchar —comentó con una ligera sonrisa
nerviosa—. Pero ya no importa.
—¿Se encuentra bien, Claudia?
Ella dio un largo y sonoro trago y sonrió, esta vez, con más entusiasmo.
Él percibió que algo la perturbaba y que, sin embargo, su compañía la
hacía sentir segura.
—Estoy perfectamente.
—Todo esto es una farsa, ¿verdad? —preguntó y notó cómo sus ojos se
movían por el salón—. Ha acudido a mí por otra razón.
Al ver que no reaccionaba, la tocó por el antebrazo y ella se apartó de
inmediato.
—Sé que necesita mi ayuda. Dígame qué es lo que ocurre…
—Ya le he dicho que estoy bien.
Lo más sorprendente para él era la frialdad con la que Claudia Rodríguez
respondía a las preguntas. No podía juzgarla, pues cada persona tenía sus
motivos para contratar sus servicios, pero no había sido honesta con él y la
mentira era una de las pocas cosas que no aceptaba.
Ella sonrió, estirando los labios y bajó la mirada hacia el pequeño bolso.
Maldonado se fijó en su boca, sugerente, seductora y nada que ver con la
imagen que había proyectado en la oficina. Se preguntó si habría más
mentiras y si en realidad era una alborotadora jugando a los bailes de
máscaras. Después puso atención en el discreto bolso, que tendría un valor de
miles de euros en las tiendas y aventuró lo que estaba a punto de suceder. Los
finos dedos de la mujer sacaron un sobre del interior. Era un envoltorio
grueso, macizo, con una sorpresa que le haría olvidar todo lo anterior. Ella lo
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puso sobre la mesa, sin desviar los ojos de los suyos y él no vaciló al tomarlo
y guardarlo en el interior del Barbour.
—Con esto, olvidamos lo ocurrido.
—Vaya. Esto sí que no lo esperaba. ¿A qué se debe el cambio?
—Supongo que está todo solucionado.
—¿Sabe? —preguntó, mirándola fijamente—. No la he creído ni un
segundo desde que la vi.
—No sabe nada sobre mí —contestó con voz dolida—. Coja el dinero y
olvídese del asunto.
—¿Cuál de ellos? —preguntó, arqueando una ceja y acercándose a ella—.
Quizá quiera contarme algo que no sé…
—Es complicado.
—La vida lo es y aquí seguimos.
—No insista, de verdad que no quiere saberlo.
—Es un poco tarde, querida… ¿Así que esta era la sorpresa?
—Debo marcharme, me esperan. Que tenga suerte en la vida.
—Un momento.
—Es hora de irme.
—¿Ya hemos terminado?
Ella miró a ambos lados, desconcertada.
—Sí.
—No es manera de despedirse de un hombre…
—Coja el dinero, cómprele una nueva cámara a su secretaria y siga con su
vida.
—¡Claudia! —dijo él, insistente, agarrándola del brazo. Ella se soltó,
antes de llamar la atención. En el fondo, había algo de ella que lo atraía. Las
mujeres complicadas eran su debilidad. Tenían vidas tan dispares que le
provocaba un interés profundo por descubrir qué había tras la fachada. Ella lo
era y él lo sabía. Ocultaba una verdad y él quería descubrirla—. ¿Cómo sabe
lo de la cámara?
—Déjeme, se lo ruego… Si no llego puntual, perderé la oportunidad de
mi vida.
—Tal vez la esté perdiendo al no quedarse.
Ella sonrió con tristeza.
—En serio, no insista, Maldonado.
—Tengo el coche cerca. La llevaré a donde me diga.
Se alejó unos pasos y se quedó mirándole.
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Ella no contestó y asintió con la cabeza. Después le dio la espalda y se
perdió por la salida que separaba el vestíbulo del salón.
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Caminó cuesta abajo dando varias caladas hasta que alcanzó el paseo de la
Castellana, lleno de transeúntes a esa hora, y se dirigió hacia Colón. No podía
quitarse de la cabeza las últimas palabras de esa mujer, si es que significaban
algo. Pensó que estaba rizando el rizo más de la cuenta. Llamó a Marla para
asegurarse de que había sido ella, pero esta no descolgaba. Llegó al
aparcamiento, pagó el tique de estacionamiento y subió al coche. El interior
estaba helado y la calefacción tardaba en responder. Se frotó las manos,
arrancó el motor y salió de allí para regresar a su distrito. Decidió evitar el
recorrido que atravesaba Génova y así no caer en el atasco de esas horas.
Condujo hacia Atocha, dejando atrás el Banco de España, el esplendor del
paseo del Prado y a los turistas. A la altura de Atocha, salió por Delicias,
notando cómo el flujo de automóviles bajaba y se dejó caer en dirección
Madrid Río. De repente, notó un ligero movimiento de otro utilitario a
escasos metros de él. Se había fijado antes en él, a la altura del Prado, pero no
le dio ninguna importancia.
«Hasta un reloj roto da la hora dos veces».
Había sido policía demasiados años como para no reconocer cuándo
alguien seguía a otra persona. Se fijó en el modelo, un Sköda negro, parecido
al de los Uber. No logró ver el rostro del conductor, aunque intuyó que era un
varón. Mosqueado, jugó a cambiar de carril para desorientarlo. En un primer
giro, notó cómo el conductor reculaba y se mantenía en su sitio. Poco
después, salió de dudas cuando este se movió para incorporarse al mismo que
él. El tercer intento fue demoledor para cerciorarse de que las casualidades y
los cuentos de hadas únicamente existen en la imaginación de los niños.
«¿Qué demonios?»
Primero cruzó un túnel y apareció al otro lado del río, apurando un
semáforo que cruzaba con el puente de Segovia. Después giró a la izquierda,
provocando que las pastillas de freno chirriaran y se incorporó a la entrada al
túnel de la M-30, que lo llevaba directo a su barrio.
Maldonado frenó en seco, sintiendo cómo su cuerpo impactaba contra el
rígido volante, libre de protección. La peligrosa curva subterránea lo
sorprendió cuando un vehículo casi lo arroya por no respetar el ceda el paso
que había en su carril. Un susto que lo dejó sin aliento. Continuó por la cuesta
y dio varias vueltas hasta que salió del cinturón subterráneo y condujo directo
a la parte trasera de la Rosaleda. Allí ganaría el tiempo suficiente para
despistar al otro vehículo. A esas horas, la cuesta que llevaba al paseo de
Camoens era una exhibición de mujeres que hacían la noche en la más
profunda y helada soledad.
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Aparcó, bajó del coche, caminó entre las sombras y avistó el vehículo a la
altura del paseo del Rey. Por desgracia, no logró identificar al conductor, ni
anotar la matrícula a causa del desasosiego.
Esa noche, plantado junto a una loma de hierba, sintió un macabro
escalofrío al recrear qué habría pasado si le hubiera dado el alto a ese coche.
Tal vez, su final no hubiese sido muy diferente a lo que le pasó a
Berlanga.
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y resolvían los casos entre perritos calientes o puestos de comida china. A él
no le hubiese importado resolverlos en las mesas del Óskar de Santo
Domingo, pero Berlanga era un sibarita.
Cuando estaba fantaseando con su imaginación, a la vez que perdía el hilo
de la película, el timbre del teléfono fijo lo sacó del trance en el que se
encontraba. El timbrazo lo puso en alerta.
Apoyó el vaso en la mesa y se levantó para descolgar.
—¿Sí?
—Javier, soy Clara.
Pasmado, se preguntó si estaría más borracho de lo que imaginaba.
Comprobó la botella, pero solamente llevaba un par de tragos en el
organismo.
—Clara, ¿qué sucede?
—Es sobre Miguel. Lo han trasladado a planta.
La noticia le alegró. Era lo más parecido a un milagro.
—¿Aceptan visitas?
—Hoy, no —dijo la esposa—. Pero puedes venir mañana.
—¿Está despierto?
Notó cómo la pregunta la desestabilizó emocionalmente.
—No.
—Pero lo estará, Clara. Dale tiempo.
—Sí…
—¿Qué dicen los médicos?
—De momento, que se mantiene estable.
—Te dije que Miguel es duro de roer.
—Buenas noches, Javier.
—Gracias por llamar, Clara. Iré a primera hora.
—Perfecto.
—Una última cosa…
—¿Sí?
—No avises a nadie. Ni siquiera a la comisaría.
—No te entiendo.
—Confía en mí… y descansa.
Colgó y sintió una ligera preocupación que lo atravesó por dentro.
No era conveniente que la mejora de Berlanga se aireara. Algo le decía
que no estaba a salvo. Si habían intentado asesinarle, era porque conocía algo
que no podía largarse. El mayor peligro que existía era que el inspector
despertara y volviera a hablar. De tener la razón, el detective comprendió que
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la amenaza no había hecho más que florecer. Debía apurarse y encontrar a la
persona que estaba detrás de su intento de asesinato. De lo contrario, esta vez
no habría más errores.
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Sábado.
Día 2.
La Taberna del Príncipe abría sus puertas a las ocho de la mañana. El trasiego
laboral desaparecía y los primeros clientes eran aquellos que paraban para
almorzar, oliendo a alcohol y nicotina tras una larga noche o quienes
madrugaban para sacarle tajada al día. Maldonado, que se sentía como un
funambulista caminando por el ecuador que separaba los dos mundos, decidió
romper el ayuno antes de visitar el hospital. El local aún estaba tranquilo y las
camareras, con las habituales ojeras a causa del cansancio, respiraban calma,
que ya era un decir.
—¿Me enciendes la máquina? Y ponme un café solo bien cargado, por
favor —pidió, tras saludar al entrar, para que le activaran la máquina
expendedora de tabaco. Después introdujo unas monedas y pulsó el botón de
sus cigarrillos preferidos.
Antes de que cayera el paquete, las noticias de la televisión le hicieron
desviar la atención. El informativo matinal abría el sábado con otro cuerpo sin
vida encontrado en el polígono de Alcobendas, a las afueras de Madrid.
Recogió la cajetilla de tabaco y se acercó a la barra con la mirada fija en la
pantalla. Las imágenes capturadas por las cámaras de televisión mostraban el
lugar donde la Policía había retirado el cadáver. La periodista no daba
demasiada información, pero todo apuntaba a que había sido un ajuste de
cuentas entre bandas criminales. Maldonado no se creía nada de lo que decían
los medios. Ya no. Estaba seguro de que la Policía habría pasado el soplo para
evitar que las moscas merodearan por allí. No era habitual que aparecieran
dos muertos de manera tan continuada y con un modo de operar parecido.
Madrid podía ser muchas cosas, pero no todos los días sucedía lo mismo.
Acompañó el café con un pincho de tortilla, con el fin de matar el hambre
hasta que llegara el mediodía y siguió escuchando el noticiario, que se
convertía en un ruido de fondo, vacuo y sin interés.
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—¿Hoy trabajas, Maldonado? —preguntó la camarera, con ese acento
latino que le parecía tan seductor.
—El mal nunca descansa, Sol —dijo y puso un billete de diez sobre la
mesa—. Cóbrate y lo que sobre, para vosotras.
—Eres un encanto.
—Solo cuando madrugo.
—Deja que te invite a un chupito.
—Ni hablar. Estoy de servicio.
Ella sonrió y él se despidió hasta más tarde. Luego salió del bar, encendió
un light, caminó hasta la cuesta en la que había dejado el coche la noche
anterior y se dirigió al hospital.
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—Su mejor amigo.
—¿Es policía? No tiene la pinta.
—Ha visto pocos.
—Suficientes.
—Dice la verdad —comentó Clara, echándole un capote—. Estará un
momento y se marchará.
La enfermera dio un respingo y se sorbió la nariz.
—Lo siento, pero no puedo hacer excepciones.
—No le pido que las haga —espetó el detective, esta vez mirándola con
misericordia—. Por favor…
—Volveré en un minuto y le pediré que se marche.
Maldonado entró y cerró la puerta con cuidado. Berlanga descansaba con
los ojos cerrados, cubierto con una manta hasta el pecho y ayudado por un
tubo que le asistía la respiración. Dio un vistazo y se dio cuenta de lo absurdo
de aquella postal: mientras allí dentro se abría el infierno, hacía un día
maravilloso al otro lado de la ventana.
—¿Cómo está?
—Estable.
Arqueó una ceja y comprobó que no se movía.
—¿Cuándo abrirá los ojos?
Ella negó con la cabeza.
—No lo quieren decir, pero es obvio que pronto lo inducirán a un coma.
—Mal asunto.
—¿Has descansado? —preguntó la esposa del compañero, fingiendo que
estaba bien.
—Menos que él —dijo y notó que no era el momento más oportuno para
bromear. Tenía poco tiempo y mucho que averiguar, así que fue directo al
grano—. Escucha, Clara. Esta vez, necesito que me cuentes la verdad.
—Ya lo hice —dijo y miró a su esposo.
—Es sobre la agenda —comentó y no evitó mirar al compañero, como si
estuviera allí presente, mudo, viéndolo todo. ¿Acaso no era así?, se preguntó
—. Lo siento, tenía que husmear entre tus cosas, ¿vale?
—Javier…
Él se frotó los ojos. No sabía cómo comportarse.
—En fin, es igual… Encontré varias citas en las últimas semanas —dijo y
ella se encogió de hombros—. También he visto que se iba a reunir con el
comisario. ¿Notaste algo raro en las últimas semanas? ¿Algún cambio de
rutina?
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Ella negó con la cabeza.
—¿Te llevó a cenar a algún restaurante nuevo?
—No.
—¿Te suena algo el nombre de Fetén?
—No sé, Javier. No lo recuerdo.
—Haz memoria, por favor —comentó y suspiró—. Ayer me acosaron…
Tengo muchos enemigos en esta ciudad, pero ninguno se toma la molestia de
seguirme en coche…
De pronto, los dos notaron un ligero movimiento en la cama. Él ladeó el
rostro y fijó la mirada en el compañero. Berlanga se había movido. ¿Qué
carajo significaba eso?
Quiso saber si realmente escuchaba.
Lo que para él fue un atisbo, para ella se convirtió en una razón de
esperanza. De repente, su frágil cuerpo se estremeció y se arrodilló ante la
cama para sujetarle la mano.
—Cariño, Miguel, ¿nos oyes?
El detective se puso en alerta. Pronto aparecería esa señora con carácter
agriado. Si era cierto que el inspector estaba al otro lado, atrapado en alguna
parte y podía escucharle, debía intentarlo.
—Miguel… ¿Estás ahí?
Esperaron unos segundos y, de nuevo, el dedo índice se movió. Era como
si todas sus fuerzas se concentraran para agitar la falange.
La mirada de Clara se volcó en el detective. Berlanga seguía vivo y no
estaba dispuesto a marcharse.
—Tiene que irse —dijo la mujer, abriendo la puerta sin avisar.
—Ni siquiera me ha dado tiempo a despedirme.
—No me obligue a echarlo.
—Descuide, no le daré esa satisfacción.
—Se ha movido, mi marido…
La mujer dio un vistazo al cuarto y se abrió paso entre los dos.
—El paciente necesita descansar —argumentó y la invitó también a
marcharse—. Debería volver a su casa, traer algo de ropa y darse un baño
caliente.
—Pero se ha movido… Lo hemos visto, ¿verdad, Javier?
Él no dijo nada.
—Las reacciones nerviosas aleatorias son habituales en los pacientes que
sufren un estado como el suyo —explicó la enfermera, acompañándolos al
pasillo—. Siento decepcionarla, pero el médico se lo explicará mejor que yo.
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Las dos mujeres echaron a andar afuera, cuando la enfermera se dirigió al
detective, esperando que las siguiera.
—Tan solo un segundo.
La mujer resopló.
—Lo esperaré fuera.
Él asintió, agradecido y se acercó a los pies de la cama de su amigo.
Berlanga no se movía, respiraba a través de la máquina y tenía la postura de
un faraón antes de meterlo en un sarcófago.
Se quedó en silencio, incapaz de espetar palabra.
Sintió el peso de la vida igual de ligero que el de una pluma.
«Es curioso cómo intentando alejarme del problema… me has arrastrado
hacia él. Encontraré a quien te ha dejado así, aunque sea lo último que haga».
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—¿Maldonado? —preguntó la voz del inspector. Él alzó la mirada y lo
encontró vestido de uniforme, atlético, bien peinado e impoluto, sin rayas ni
arrugas en la ropa.
Guardó la documentación, antes de que llegara a las manos del agente que
lo había atendido y se giró hacia el inspector.
—Ledrado… —mencionó y después vio a su cachorro, en el pasillo—, y
Del Hierro.
—¿Renovando el DNI, Maldonado? —preguntó el segundo.
—Qué gracioso… ¿También cobras por los chistes? —preguntó con
desprecio y se dirigió al alto mando—. Quería hablar contigo. ¿Tienes un
minuto?
El inspector arqueó las cejas y asintió.
—Sube.
Recorrieron las escaleras que llevaban a su despacho.
Maldonado tomó asiento y dio un vistazo a la habitación.
—Lo tienes muy limpio —comentó y cogió un cubo de Rubik que había
sobre el escritorio—. Se nota que pasas poco tiempo aquí.
Se puso a jugar con él, moviéndolo de manera aleatoria, notando cómo
sacaba de quicio a su excompañero.
—¿Qué es lo que quieres contarme? —preguntó y le arrebató el cubo de
colores para devolverlo a su sitio—. No tengo todo el día.
—Es sobre Berlanga.
—Estupendo. Porque hay algo de lo que quiero hablar contigo.
—¡Oh! Dispara… Soy todo oídos.
—No. Háblame de eso tan importante.
—Entiendo que llevas su caso.
—Tú entiendes lo que quieres.
—Ahora me dirás que figuro como sospechoso… —dijo y se rio. Lo suyo
no era el humor, pensó y apoyó las manos sobre el sillón—. ¿Pruebas?
—Habla, Maldonado.
—Está bien, está bien… —dijo y respiró hondo—. Mira, no quiero
meterme en tu trabajo, ya me entiendes…
—Entonces, no lo hagas.
—Pero, el otro día, no te lo conté todo.
Ledrado cruzó los brazos.
—¿Quieres cambiar la declaración?
—Al carajo —espetó y se acercó para hablarle de cerca—. Quiero que me
escuches. ¿Tanto pido?
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El inspector hizo un gesto con el índice, recordándole dónde estaba
sentado.
—Soy yo quien da las órdenes y el inspector Berlanga no está aquí en
estos momentos para hacer de canguro —matizó, aguantando la bilis,
exprimiendo sus modales de colegio de pago—. Cuéntame eso de lo que
quieres hablar.
—¿Por dónde empezar?
—Por el principio.
—Ya veo, ya… —dijo y chasqueó la lengua—. Durante la comida del
otro día, Berlanga me hizo un encargo. Nada serio, al parecer.
—Uno de tus encargos…
—No me juzgues, me gano la vida como puedo, pero ese no es
trascendente ahora… La cuestión es que él parecía preocupado por una
reunión que tenía a la vez…
—Una reunión.
—Me comentó que iba a ver al comisario, si no recuerdo mal… —explicó
y esperó a la reacción del otro. Por supuesto, aquel farol debía hacer efecto en
la expresión de Ledrado, pero entendió que este no estaba al corriente de la
dichosa cita—. ¿Sabes algo al respecto?
Apretó los labios y negó.
—¿Al comisario?
—Sí, Ledrado —dijo y le ofreció uno de los bolígrafos que había en el
interior de un bote de aluminio—. Toma, anótalo antes de que se te olvide.
Indiferente, el inspector se echó hacia atrás y giró la butaca a un lado.
—A ver, Maldonado… Esta es una comisaría y Berlanga es un inspector
de Homicidios. No veo nada extraño en que el comisario Segarra y él se
reúnan.
—No sé a ti, pero, a mí, rara vez me citó.
Ledrado se guardó la opinión.
—Lo tendré en cuenta.
—¿A ti también te entrevista en un restaurante para cenar?
La exclusiva lo cogió por sorpresa, pero parecía tener preguntas en mente.
—¿Te dijo algo más?
—No. Eso fue todo.
Había mordido el anzuelo y no podía ocultar el interés, a pesar de que se
escondiera en su coraza. En ese momento se cuestionó si podía confiar en él,
o si estaba jugando con fuego. Acercó la mano a un plato con caramelos, para
ganar tiempo.
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—Bueno, sí.
—No empieces con tus juegos.
—Una matrícula de coche. Es un Volvo y pertenece a un tal Ulloa. Vive
en La Guindalera, cerca del parque en el que atacaron al inspector. Eso es
todo lo que sé.
—No me hagas reír.
—Eso es imposible.
—No tiene ninguna gracia.
—Hablo en serio.
—Haré como que no lo he oído o comenzaré a pensar que estás
tomándome el pelo…
—Escucha, Ledrado.
El inspector se puso en pie, dispuesto a despedirlo.
—No, no… Mejor, escúchame a mí. No sé qué pretendes, pero no sigas
por ahí.
El detective no entendía su reacción.
—No estoy aquí por gusto. Te recuerdo que Berlanga está conectado a
una máquina —respondió y le entregó el número de la matrícula del Volvo.
Esa era su última baza, pero no parecía ser útil—. Si he recurrido a ti, es
porque no confío en nadie más.
Ledrado observó la nota arrugada y se quedó plantado ante él,
aguantándole la mirada. En las distancias cortas, imponía bastante.
La súplica del detective despertó el interés del inspector, que parecía saber
de quién hablaba.
Cogió el papel y la guardó en su mano.
—Vengo en son de paz. Quiero encontrar al cerdo que ha metido a
Berlanga en el hospital.
—Déjalo ya.
—¿Qué carajo te pasa?
—¿Cómo te atreves a mencionar a Ulloa, crees que soy idiota?
—No me tires de la lengua…
—Me estás llevando al límite, Maldonado.
—¿Debería?
Ledrado tiró la toalla ante la actitud del detective. Puso los ojos en blanco
y guardó la nota.
Después suspiró.
—Ulloa era un inspector de la comisaría de Carabanchel —explicó, harto
de perder el tiempo—. Lo asesinaron hace un año y medio. Fue un caso muy
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sonado en el Cuerpo.
—¿Cómo?
—Como lo oyes. Me sorprende que…
—Pero, hace un año, yo…
—Sí, lo sé. No hace falta que te excuses para saber que estabas borracho
todas las noches por los bares de Madrid.
El hormigueo de la rabia brotó en sus piernas.
Uno.
Dos.
Respira.
—No fue exactamente así —respondió y sintió la urgencia de pegar un
trago. Por una vez, la ira se manifestó en forma de culpa—. Eso no importa
ahora… Cuéntame qué le pasó a Ulloa.
—Fue una desgracia… —lamentó, como si le incomodara hablar del
asunto—. Murió de servicio. Iba solo y no interesaba causar más revuelo
social… En el fondo, ¿a quién le importa la vida de un policía?
—A su familia y a sus compañeros. ¿No te parece suficiente?
—Pero no a la prensa.
—¿Quién lo hizo?
—Nadie lo sabe… Una nueve milímetros, comprada en cualquier parte…
y un balazo en la cabeza. Lo encontraron tirado en unos contenedores de
Rivas–Vaciamadrid.
—¿Bandas?
—Es probable que se buscara algún enemigo.
—¿Quién lleva la investigación?
—Ni idea.
—Pasó hace un año. He visto casos abiertos más tiempo…
—No te puedo dar esa información.
—Venga, hombre…
—No pretendo hacerlo.
—¿Estaba metido en algo?
—¿Qué más da eso ahora? Nos podría haber pasado a cualquiera. Hay
barrios en los que ya no somos una autoridad.
—Como sueles hacer, pones la atención en el ángulo equivocado.
—Vaya, me lo dice el ejemplo a seguir. ¿Y en qué debería fijarme?
—En qué carajo hacía Berlanga siguiendo el vehículo de un fiambre.
La respuesta lo dejó mudo.
—¿Ves? De nada.
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—No te pases conmigo.
—Hay demasiadas irregularidades en todo esto, Ledrado, incluso para
mí…
—Le echaré un ojo. No te prometo más.
—No, no me vale. Dame tu palabra.
El inspector suspiró nuevamente, esta vez, llenando sus pulmones hasta
alzar los hombros y miró fijamente al detective.
—Esto no funciona así. No me puedes exigir nada.
—El honor y la lealtad está para algo. Berlanga te aprecia.
El policía guardó silencio.
—Márchate. Te llamaré cuando sea preciso.
El detective se levantó, aguantando la sonrisa.
En el umbral de la puerta vio a Del Hierro, acompañado de otro agente.
La pareja esperaba a que la conversación terminara.
—No tardes —dijo, antes de clavarles la mirada a los dos cachorros. Estos
lo observaban sin miramientos—. ¿Qué os pasa, habéis visto un fantasma o
qué?
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—¿Por qué no te has dado un paseo? La Gran Vía es muy larga.
—Temía que te fueras.
—¿A dónde, Javier? ¡Dios! —exclamó, mirando al cielo—. Es demasiado
para un sábado por la mañana.
—¿Qué ocurre? ¿Estás bien?
—¿Desde cuándo te importa?
—Desde que te necesito despierta, Marla —dijo, con humor, le quitó el
abrigo por los hombros y lo colgó en el perchero. Ella se dio cuenta del gesto
y comenzó a sospechar de sus intenciones—. Ahora, siéntate y enciende el
ordenador.
—¿Qué tramas?
—Necesito que me ayudes a buscar algo ahí —explicó, señalando la
pantalla del monitor. Ella no evitó la risa.
—Tú dirás.
—Busca sobre Joaquín Ulloa. Eso bastará para que aparezcan noticias.
La chica tecleó intrigada en la barra del buscador y pulsó la tecla. Acto
seguido, numerosos resultados aparecieron en la pantalla del ordenador.
De un vistazo, él leyó los titulares. La mayoría eran repetidos, como si
hubiesen salido de la misma nota de prensa. Marla movía la rueda del ratón
siguiendo las órdenes del jefe, hasta que este le indicó que abriera una noticia
de un conocido diario digital. La página cambió y se desplegó una imagen a
todo color del polígono de Rivas–Vaciamadrid, a las afueras de la ciudad,
donde habían encontrado el cadáver del policía. La imagen no decía nada, ya
que era una representación de la escena del crimen y la entradilla del texto
mencionaba lo ocurrido aquella fatídica noche para el inspector.
—Ahora que lo pienso… fue una noticia impactante —comentó la chica,
leyendo el artículo con él—. Hasta yo la recuerdo…
—¿Qué recuerdas?
—Los programas de televisión hablaron sobre la corrupción policial, los
ajustes de cuentas, las organizaciones criminales… Los periodistas se
inventaron muchas cosas.
—¿Como cuáles?
«¿Y por qué Ledrado no ha mencionado ninguna?»
—Decían que Ulloa colaboraba con los narcos. Por eso lo mataron.
—¿Un inspector? Es absurdo.
—¿Por qué tanto interés por esto?
En ese momento, se dio cuenta de lo que sucedía. Desde su posición, miró
de reojo al detective, que concentraba la furia en el puño, haciendo fuerza
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sobre el respaldo de la silla. Para entonces, aún no había abierto la oficina y
ellos dos no se conocían. Maldonado nunca le había contado toda la verdad
sobre su situación laboral. Sabía que había dejado el Cuerpo y que le habían
invitado a marcharse, pero nunca había oído una versión que fuera diferente a
la del detective. Por alguna razón, sintió que la noticia estaba relacionada con
una época triste de su pasado.
—¿Puedes imprimir algunas de estas noticias? —preguntó, ignorándola
por completo—. Me gustaría leerlas con detenimiento.
—Por supuesto. Si necesitas algo más, solo tienes que pedírmelo.
—Está bien. Eso es todo.
La tensión era incómoda. Ella respiró con alivio y cambió el tono de la
conversación. La impresora comenzó a hacer ruido y a manchar de tinta las
páginas.
—¿Cómo está Berlanga?
—Lo han subido a planta. Parece que se ha estabilizado.
—¿Te han dejado visitarlo?
—Más o menos.
—¿Y tú, Javier? ¿Cómo te encuentras? No tienes buena cara.
—¿Alguna vez la he tenido? —preguntó y recogió las páginas que habían
salido por la bandeja—. La vida es compleja, Marla… Puedes marcharte a
casa. No quiero estropearte el sábado.
—Ni yo a ti. Por cierto… Sobre la señora Rodríguez…
—¿Otra vez, Marla?
—Sé que no me vas a creer, pero juro haberla visto… actuando de una
manera extraña.
—¿Estás segura de lo que dices? —preguntó, recordando la noche del
hotel—. ¿Cuándo ha sido?
—Esta mañana. Iba acompañada de un hombre.
—¿De un policía? —preguntó, extrañado, antes de entrar en su despacho
—. ¿Cómo era?
—No lo sé… Moreno, joven…
—No lo tienes claro… ¿Dónde la has visto?
—Estoy casi convencida de que era ella… Sé que me ha reconocido, pero
ha mirado a otro lado. Todo ha pasado demasiado rápido, a la salida del
intercambiador de Avenida de América. Después ha subido a un coche.
La explicación activó un mecanismo escondido en la cabeza del detective.
No quería escuchar lo que la intuición le decía, e intentaba ignorar la
vocecilla como fuera.
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La pólvora había prendido su interés.
—Dame más detalles del vehículo.
—Largo, amplio, lujoso, aunque antiguo…
—¿Un Volvo?
—No sé nada de vehículos, Javier. Oye, hay algo más…
—¿Quién lo conducía?
—Ya te he dicho que…
—Y ella, ¿cómo iba vestida?
—¡Javier!
—¡Contesta, maldita sea! —bramó, generando una tensión violenta entre
los dos. Se estaba dejando llevar por las ansias de conocer todas las
respuestas. Cuando se dio cuenta del error, recapacitó y rompió el tenso
silencio—. Perdona, Marla…
—Ayer llegó un burofax —respondió, en voz baja. Después puso los ojos
en blanco, abrió el cajón de su escritorio y le entregó una carta—. Ahora sé
qué le sucedió a mi cámara.
La carta que llevaba en las manos procedía de un bufete de abogados.
Podía intuir su contenido.
—Oye…
—No vuelvas a mentir, por favor.
La secretaria le dio la espalda y regresó a su escritorio.
Maldonado abrió el sobre y leyó el contenido. Tal y como esperaba, el
socio de la señora García estaba dispuesto a ir a los tribunales por violar su
derecho de intimidad, además del acoso recibido en la puerta del restaurante.
La noticia cayó como un jarrón de agua helada sobre su cabeza. Con la
situación de Berlanga, lo último que esperaba era acudir a un juzgado. Desde
el umbral de la puerta, observó los hombros caídos de la chica, que seguía
allí, frente a la pantalla, moviendo la rueda del ratón, buscando noticias sobre
el asesinato de Ulloa. Sabía que era su manera de comunicarle que estaba con
él, junto a él, aunque enfadada y decepcionada por su comportamiento.
«Amor propio, algo que yo no tengo».
Sacó el manojo de llaves y abrió el único cajón que tenía cerradura.
Después tomó el revólver y se lo guardó en la cintura.
«Será mejor que soluciones este entuerto», se dijo y salió disparado hacia
la puerta.
—Vete a casa. Estaré fuera un buen rato.
—¿Javier?
Después se oyó un portazo.
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Se sentía encendido por dentro, colérico, no por él, sino por cómo Marla le
había mirado. Maldonado era consciente de que tendía a decepcionar a todas
las personas que se acercaban a él, pero Marla no lo merecía. Al menos, no de
una manera tan baladí y clara. La experiencia le había mostrado que esa
actitud nunca llegaba a buen puerto, siempre y cuando su vida no corriera
peligro. No era el caso. Pensó que había acudido allí para encontrar la forma
de solucionar aquel malentendido, sin llegar a los juzgados. No es que temiera
pisar uno, pero no le agradaba la idea de costearse otro problema.
Un taxi lo dejó a escasos metros de la entrada del restaurante Fetén. Pagó
en efectivo y caminó por la acera hasta que llegó a las inmediaciones del
local. Cerca del mediodía, este se preparaba para un aluvión de reservas.
Pronto, las mesas vacías se llenarían de comensales: amigos, familias, parejas
consolidadas, amantes, primeras citas…
Decidió darse prisa. Se acercó a la puerta, que aún estaba libre de escoltas
y entró en el local. Dos empleados vestidos con uniforme advirtieron su
llegada.
—Aún no hemos abierto —le advirtió uno de ellos, que se encargaba de
colocar los cubiertos—. ¿Busca a alguien?
—Al jefe.
La pregunta cayó en el vacío y el silencio inundó el salón. La mirada
esquiva del chico lo delató. Maldonado entendió que no llevaba mucho
tiempo trabajando allí y que no tenía la confianza suficiente como para
facilitar esa clase de información.
La segunda empleada, que había advertido su puesta en escena, no tardó
en trasladar el aviso a la oficina.
El sonido de unos zapatos retumbó en la sala.
—¿Usted? No puede estar aquí.
El tipo apareció por un pasillo que el detective no había visto. Este se giró
para observarlo de frente. El socio llevaba el cabello engominado hacia atrás,
unas monturas con cristales redondos y una barba fina y perfectamente
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perfilada. A ojos de Maldonado, era un hortera por cómo vestía, con esa
camisa colorida y un chaleco de tela que le ayudaba a realzar el pectoral.
—¿Está sordo? ¿A qué ha venido?
—Deme un minuto para aclarar las cosas.
—No tengo nada que aclarar —sentenció y miró de reojo a los empleados.
El sabueso entendió la dinámica de roles. Si le presionaba un poco más,
quizá accediera a conversar en privado.
—No es necesario que lleguemos a esto.
—Ya me ha oído.
—¿Cómo sabe quién soy?
La pregunta lo sorprendió hasta el punto de desarmarlo. Finalmente y de
manera repentina, accedió.
—Vayamos fuera.
Lo guio hasta la parte trasera de las cocinas, junto a los contenedores de
basura, para hacerlo sentir una porquería, pero no se lo iba a poner tan fácil.
Pronto notó que su presencia le incomodaba. Tenía que averiguar quién le
había hablado de él y por qué actuaba de esa manera. Sacó un light y le
ofreció el paquete, pero este lo rechazó y buscó su propio tabaco.
—Nos dejamos las formalidades.
—No… Le daré un minuto. —Exhaló el humo—. Lo que tarde en
fumarme esto.
—Será suficiente.
—Hay que tenerlos bien gordos para volver aquí… Esos dos de la puerta
podrían darle una buena paliza.
Por un instante, reaccionó a las amenazas y pensó en enseñarle el revólver
que llevaba detrás, pero reculó a tiempo, siendo más inteligente que sus
emociones.
—Todavía no ha respondido a mi pregunta.
—No sé de lo que habla.
—¿Cómo sabe que soy detective?
—Me lo acaba de decir usted.
Maldonado ignoró el comentario.
—Esa no es la respuesta.
Lo miró con desprecio y exhaló el humo.
—¿Hemos terminado?
En un último intento para bajarle los humos, descubrió el Barbour hacia
un lado, mostrándole la culata del revólver.
El empresario se rio.
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—¿Me va a disparar? Hágalo, si es que tiene coj…
La respuesta lo enfadó aún más.
Uno.
Dos.
Tres.
Sacó el arma y le apuntó a la pierna.
Vaciló a la hora de accionar el gatillo, pero el rostro de su interlocutor
cambió por completo cuando lo vio tan decidido. Tiró el cigarrillo al suelo, se
abalanzó sobre él y lo agarró de las solapas de la camisa, poniéndolo contra la
pared. La mirada del hostelero se encogió de miedo, cuando vio el rostro del
detective a escasos centímetros del suyo.
—Escúchame bien, pedazo de cretino… Más te vale decirme quién te ha
dado la información.
—No puedo…
El detective tiró del cuello de la camisa, ejerciendo más presión.
—Ya lo creo que sí.
—De veras, ¿por qué no te largas y te olvidas de esto?
La mirada temerosa lo alentó a soltarlo. Maldonado respiró hondo y se
alejó unos centímetros.
—¿Qué sabes de la señora Rodríguez?
El hombre lo miró de reojo.
—¿Es la mujer de algún cliente?
Algo no encajaba en su forma de hablar.
—Si me engañas…
—Te juro que no tengo la menor intención de hacerlo.
—Es tu socia. Claudia Rodríguez.
—Yo no tengo socios, te doy mi palabra… —balbuceó, aterrado—.
Pensaba que ellos…
—Espera… ¿Ellos?
—Ya te lo he dicho. No sé quién es esa mujer.
El hombre se apartó asustado.
Los primeros clientes llegaban al comedor.
—Mira, no sé qué mosca te ha picado, pero hoy seré piadoso contigo…
Márchate antes de que llame a los porteros.
—Vas a contarme quién te dio mi dirección…
Pero el empresario lo ignoró y cruzó la puerta trasera que llevaba a la
cocina, para desaparecer tras ella.
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Con la palabra en la boca, en un callejón iracundo y rodeado de
contenedores de basura, el volcán interior del expolicía se calentaba cada vez
más. A esas alturas, ya se había olvidado del burofax, de la cámara y de los
abogados. Se sentía ofendido y, lo peor de todo, utilizado como una
marioneta. Claudia Rodríguez lo había engañado como a un idiota.
Y eso era lo que más le preocupaba.
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el aceite frito de los bares y el tufo del estofado de cerdo que salía de las
cocinas de los bares que solía frecuentar.
—Deberías descansar un poco —le aconsejó, acomodándose en el sofá.
Todo estaba igual que en su visita anterior. Aquel salón se había convertido
en una estancia de catálogo—. Y también te vendría bien ingerir algo
consistente.
—Gracias por los consejos, pero somos adultos. ¿Cómo quieres el café?
—Solo, sin azúcar y bien fuerte.
Ella fue a la cocina para bajar la intensidad de los fogones y él la miró de
perfil. La piel de la mujer se hundía cada vez más en los huesos de su rostro.
Por su aspecto, dedujo que pronto sufriría anemia o alguna enfermedad
parecida. Él no era quién para juzgarla, ni tampoco un médico para darle un
diagnóstico, pero sentía la responsabilidad de advertirla, consciente de que
Berlanga hubiera hecho lo mismo.
Se recostó en el cómodo sofá de piel, muy diferente al que tenía él en su
casa y dio un vistazo a la estantería de libros que había al fondo. Casi todo
eran novelas policíacas, libros sobre el Cuerpo de Policía Nacional y algunos
tomos sobre España y Europa. Los libros de historia siempre jugaban un papel
en los domicilios de la gente. Era como si, al poseerlos, dotaran al propietario
de un grado cultural que no tenía. Una careta para ocultar lo que no sabía. Por
el contrario, la única historia que a él le interesaba era la de la calle, la de su
vida y la del Metropolitano cuando jugaba su equipo.
Clara apareció con una taza y un platillo de cerámica. Después le ofreció
una caja de pastas y galletas.
—¿No tomas nada?
—Estoy cansada de los brebajes.
—No es para menos —comentó y se fijó en la foto de familia—. ¿Y la
niña?
—Con los abuelos… hasta que todo pase.
—Será pronto.
Ella se sentó en el brazo del sofá y lo observó desde lo alto. No parecía
dispuesta a entretenerse con la conversación.
—¿En qué te puedo ayudar esta vez?
Dio un sorbo al café y dejó la taza sobre el plato que apoyaba en los
muslos.
—¿Te suena el nombre de Joaquín Ulloa?
Ella miró hacia otro lado y él se percató del gesto. Lo que viniera a
continuación, no sería más que un mal embuste.
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—¿No era el policía al que mataron? —preguntó, extrañada y con
molestia en la voz—. Dios, fue un suceso monstruoso…
—¿Conocía a Miguel?
Ella agachó la vista.
—No lo sé.
—Es importante, Clara —insistió.
—¿Y también relevante?
—Eso, depende.
—¿De qué, Javier?
—De si me cuentas la verdad o seguimos jugando al gato y al ratón.
La contestación la puso en pie. No le agradaron sus palabras, aunque él no
conocía el motivo por la que se había erizado como un felino.
—Será mejor que te vayas. Estoy cansada y necesito cenar algo.
Dejó la taza sobre la mesa y regresó al pasillo. Ella lo acompañaba por
detrás y él temía marcharse de allí sin una respuesta válida. Cuando llegó a la
puerta, la abrió y salió al rellano. Luego llamó al ascensor y se dio la vuelta
para encararla. La lámpara del pasillo hacía un contraluz curioso bajo la
figura de la mujer.
—Gracias por el café. Te llamaré para preguntar cómo está.
Los ojos de Clara lo observaban con desdén.
—Él siempre estuvo ahí cuando lo necesitaste.
—Y ahora es él quien me necesita. Por eso hago todo esto.
—No, Javier… Ahora es tarde y es mejor dejarlo así, que todo pase, que
nada vuelva a repetirse.
—No te entiendo, Clara.
—¿Dónde estabas cuando se le metió en la cabeza todo el asunto del
inspector? Cuando decidió averiguar por su cuenta lo que había pasado con
ese policía…
—Disculpa, pero me he perdido algo.
—¿Dónde estaba su mejor amigo para decirle que iba a cometer un error
que pagaría más tarde? Si tan solo me hubiera escuchado…
El ascensor llegó a la planta y emitió un pitido que provocó una pausa en
la conversación.
Clara no le había dicho nada y, a la vez, se lo había contado todo. No
necesitaba oír más, ni pasar más tiempo allí.
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Bajó en Gran Vía y regresó al despacho con una idea fija en la cabeza.
Tenía el presentimiento de que algo olía a podrido en la ciudad y no era
precisamente él.
Cruzó la amplia calle, subió a la oficina y descubrió que la secretaria ya se
había ido cuando giró la cerradura dos veces. El perfume de la chica seguía
flotando en el aire del cuarto. Se dirigió a su despacho, abrió la puerta y
encontró los artículos que ella le había imprimido. En la papelera estaba el
ejemplar del diario de la mañana.
Con un gesto de satisfacción, salió de allí escaleras abajo.
Sentado a una de las mesas de la planta superior del Óskar, la
emblemática cafetería de emparedados y hamburguesas que ocupaba uno de
los locales de la plaza de Santo Domingo desde hacía décadas, bebía cerveza
y repasaba los artículos, subrayando algunos párrafos. Aquel era un sitio
singular, casi tanto como él, con una banda de camareros con la misma
eficacia que la justa simpatía que desprendían a veces. Por la enorme
cristalera podía contemplar la plaza, los transeúntes y las bombillas que
iluminaban los locales contiguos. El olor a filete empanado, a hamburguesa
de pollo, a patatas fritas y a sándwich con huevo, le hacía sentir como en los
viejos tiempos.
Dando sorbos al doble de cerveza, pasó las páginas del diario hasta
encontrar la noticia sobre la muerte que había llenado la sección de sucesos.
No le había dado importancia al asunto hasta ese momento. Ahora que
conocía la historia de Ulloa, la partida tomaba otro rumbo. Era demasiada
casualidad que tanto Ulloa como esos violadores murieran de una manera
parecida.
Él no creía en las casualidades.
«Solo un memo tiene un descuido así… o un aficionado que confía
demasiado en sí mismo», sopesó, llevándole a plantearse qué tenía que ver
aquel tipo con un policía.
Con Berlanga fuera de servicio, no existía manera de acceder al caso de
Ulloa, ni a las razones que le habían llevado a terminar de esa manera.
Ledrado no era, precisamente, su mano de confianza. Existían demasiadas
rencillas entre los dos y se conocían lo suficiente como para saber de qué pie
cojeaba cada uno.
Pidió un sándwich de jamón cocido con queso fundido y siguió divagando
sobre el caso, intentando encontrar un fallo entre los últimos acontecimientos.
En la Operación Valdivia habían participado ellos dos, más un grupo de
subinspectores y agentes en los que delegaban el trabajo. Ahora, dos de los
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acusados criaban malvas en un ataúd. Pasó las páginas. Dio otro bocado al
emparedado y apaciguó la sed con la cerveza. Necesitaba más pruebas.
Alguien estaba utilizando de manera ilegal el vehículo de un expolicía. Era un
delito y uno de los graves. Pensó que quizá debiera regresar al domicilio en el
que estaba registrada la matrícula. «Para averiguar ¿qué?» La única relación
con el domicilio era el lugar en el que Berlanga había sido atacado. No tenía
sentido nada de lo que decía, pero tampoco lo que estaba sucediendo.
«¿Qué diablos buscabas allí y por qué no me contaste nada sobre Ulloa?»,
se planteó, preguntándole a Berlanga en el comedor de esa cafetería, como si
el inspector, desde la cama del hospital, fuera a responder. Hizo una nota
mental para investigar a fondo al expolicía. Posiblemente, de ese modo se
acercara a quien le había hecho daño a Berlanga. Acto seguido, un
pensamiento se le cruzó en la cabeza, trasladándolo a las páginas de la agenda
del inspector. Con las manos manchadas de grasa, agarró una servilleta y se
limpió la barbilla. Luego dio un trago de cerveza para ayudarse a masticar los
últimos bocados del emparedado y pidió la cuenta. Debía regresar a casa y
revisar de principio a fin las notas de su amigo. También tenía que encontrar a
Ledrado y hablar con él sobre ello.
El camarero le trajo el tique y este abonó la cantidad con un billete que
superaba la cifra. Luego miró por la ventana. La plaza de Santo Domingo
estaba colmada de gente y hermosa bajo el reflejo de una luna más blanca de
lo habitual.
Nadie le llamaba a esas horas y menos durante el fin de semana, pensó
cuando escuchó el timbre de su teléfono.
—¿Sí? —preguntó, curioso por el número que no había reconocido en la
pantalla.
—Hay algo que quiero que veas.
—La gente cena, Ledrado.
—Otros trabajamos.
—Parece urgente. ¿Me paso por la comisaría?
—No, te mandaré la ubicación. Apresúrate.
La llamada se cortó y recibió un mensaje con la dirección del lugar. Al
leerla, tardó varios segundos en situarla y tuvo un mal presentimiento de todo
ello.
Ledrado no jugaba al escondite, ni era de gastar bromas. Fuera cual fuere
la razón de la cita, estaba seguro de que presenciaría una desgracia.
Abandonó la cafetería y corrió hacia la plaza para alcanzar un taxi.
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—Interesante.
—No me sorprende que fuera tu cliente.
—¿Por qué dices eso?
—Todo apunta a que ejercía la prostitución.
—¿Te resulta familiar?
—Muy gracioso… El contenido de su bolso es una buena pista.
Soltó la bolsa, dio una calada y sujetó el cigarrillo con los dedos.
—En cualquiera de los casos… esta tarjeta puede haberla conseguido en
cualquier parte.
—Seguro que sí, Maldonado.
—¿Puedo ver el cadáver?
La expresión de Ledrado se arrugó.
—No creo que sea lo más apropiado.
—Un vistazo te ahorrará tiempo.
Por fortuna, el inspector era de esa clase de personas que necesitaba atar
los cabos sueltos antes de irse a la cama. Le pidió que aguardara un segundo y
después le indicó el camino para se acercara al cuerpo, que estaba protegido
bajo una manta térmica.
—Te lo he advertido.
—A estas alturas…
Cuando le pidió que destapara el rostro de la víctima, encontró una cara
desfigurada a golpes, hinchada, manchada de sangre e irreconocible. Los ojos
se le abrieron como platos. Hacía años que no veía un horror como ese y
sintió unas enormes ganas de devolver, a la vez que necesitaba con urgencia
golpear algo. Entonces recordó por qué había terminado de esa manera. No
era fácil sumar y guardar esas imágenes en la cabeza por mucho tiempo.
Tarde o temprano, el subconsciente terminaba por devolver toda la broza que
guardaba en él, como el mar hacía arrastrando la basura a la orilla de la playa.
A veces olvidaba el mundo salvaje en el que vivía.
—Demonios, qué salvajada…
—Un repartidor ha avisado a la comisaría de San Blas. Se metía en la
circunvalación cuando ha visto un bulto extraño en medio del descampado…
—A estas horas, casi sin luz.
—Siempre hay alguien observando.
Ledrado dio la orden para que ocultaran el rostro de la mujer, cuando
Maldonado se dio cuenta de algo en la zona baja del cuello.
—Espera un momento —dijo, antes de que lo tapara del todo—. ¿Qué es
eso que llevaba en el cuello?
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El agente que estaba de rodillas, lo miró con asco.
—Una cadena, un colgante.
—¿Puedo verlo?
—No —dijo sin más—. Es una prueba. La Científica se encargará de…
—Muéstraselo, Ramírez —ordenó Ledrado, autoritario.
—Pero, inspector…
—El caso no es nuestro.
El agente bajó unos centímetros la manta y sujetó el colgante con los
guantes de látex. La mirada de Maldonado cobró un brillo especial cuando vio
aquella medalla dorada con una virgen tallada en ella.
—Carajo… No puede ser…
Ledrado reaccionó extrañado.
—¿Algo que destacar, Maldonado?
El detective palideció por unos momentos. Se alejó del cadáver y Ledrado
le dio la orden al subordinado para que cubriera el cuerpo y se largara de allí.
Después caminaron hacia el otro lado del cordón y dieron un corto paseo.
—Te veo más afectado de lo habitual.
—Los huevos con chistorra no me han sentado bien.
El inspector se paró de frente y lo agarró del brazo.
—¿Qué diablos te ha pasado?
—Conocía a esa mujer.
—Entonces, me das la razón.
Maldonado dio una calada, exhaló una nube de humo blanco que se quedó
en el aire y le clavó los ojos al policía.
—No era una fulana y tenía un nombre. Se llamaba Claudia Rodríguez.
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esa mujer.
—La conocía, o eso creo… —expresó, melancólico, limpiándose los
dedos—. Supongo que me mintió desde el principio.
—¿Mentir?
—Contrató mis servicios para un trabajo de espionaje…
—¿Y no verificaste su identidad? Es probable que no se llame Claudia, ya
me entiendes.
Maldonado se encogió de hombros.
«¿Desde cuándo importa eso?»
—Vestía bien, con ropa cara y parecía legal. No cuestiono a quien me
paga.
—No cuestionas al dinero.
—El encargo no era gran cosa.
—Sigue…
—Pero he descubierto que el socio no era su socio, que ella no tenía nada
con él. Me he sentido como un idiota.
—¿Y no has hecho nada al respecto?
—¿Para qué? Tenía el dinero y había cumplido con mi parte. Ayer me citó
en el bar del Meliá Fénix para dármelo… Debí insistir un poco más.
—¿Insistir?
—Estaba nerviosa. Me dijo que tenía una cita importante, pero, en
realidad, parecía huir de alguien.
Ledrado se metió el último trozo de hamburguesa en la boca y se limpió
las manos dando dos palmadas en el aire. Después se frotó la cara.
—Hablaré con el hotel. Revisaremos las grabaciones de las cámaras.
—No te darán las grabaciones por las buenas. Les importa más cobrar una
estancia que colaborar con la policía.
—En tal caso, hablaremos con el personal.
—Suerte con eso.
—Por otro lado, necesito que me des el nombre de ese socio y del
restaurante.
—No creo que tenga nada que ver con esto.
—Hay que comprobar cada vía. Si existe un hilo entre ese hombre y ella,
hay que conocer la razón.
—Ya has dicho que el caso no es vuestro —respondió con una ligera
sospecha—. ¿A qué viene tanto interés?
—Se lo queda la comisaría de San Blas-Canillejas. Sus hombres, sus
reglas.
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—Siempre y cuando no derive a la comisaría Centro.
—No me gusta agitar el avispero. Ya sabes las ampollas que levantan
estas cosas.
—¿Crees que tiene algo que ver con lo que le ha pasado a Berlanga?
—Por eso te he traído aquí.
—Muy romántico para una cita…
Ledrado dio un vistazo a su alrededor y del interior de su abrigo sacó un
sobre de burbujas arrugado, del tamaño de una cuartilla.
Maldonado agarró el bulto y comprobó el interior. Eran un montón de
folios, doblados por la mitad.
—Alégrame el día, Ledrado.
—Es el informe del caso de Joaquín Ulloa —aclaró en voz baja—.
Querías la verdad. Ahí la tienes.
El detective se sintió abrumado. No entendía la razón por la que Ledrado
había tenido aquel gesto.
—No pareces muy contento.
—No confío en los informes, pero te lo agradezco —respondió y dio un
sorbo al café—. Tú también crees que existe una conexión entre lo que le
pasó a Ulloa y a Berlanga.
—¿Es una pregunta?
—Es una certeza.
—Quizá.
—¿Por qué?
—La matrícula del coche que me diste. Hay algo raro en el registro.
Supuestamente, el coche quedó a disposición judicial. La noche en la que
Ulloa murió, conducía ese Volvo… Hubo un forcejeo antes de que muriera.
Él intentó subir al vehículo, pero no lo logró. La forense quiso analizar el
interior, en busca de alguna prueba de tejido en la tapicería… No encontraron
nada, más allá de un arañazo y de fibra de la tapicería bajo las uñas.
—Ulloa regresaba al coche y le atacaron por la espalda —matizó el
detective, recreando la noche de su muerte—. Siendo policía y en un lugar
como el polígono de Rivas-Vaciamadrid, a esas horas de la noche, ¿no te
parece extraño?
—¿Que regresara a su coche?
—Que lo estuvieran esperando.
Ledrado se frotó el párpado izquierdo. Tenía los ojos inyectados en
sangre. El detective se preguntó si le estaría prestando atención.
—No lo sé, Maldonado… Lo tienes todo ahí.
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—El vehículo sigue en circulación. ¿Cómo es que nadie hace nada al
respecto?
—Ulloa estaba soltero, no tenía hijos, ni familia. Todo un caso. Supongo
que nadie lo ha denunciado.
—¿Has averiguado algo sobre la reunión de Berlanga con el comisario?
El inspector negó en silencio.
—Son anotaciones de Berlanga, nada más.
—Hay que explorar todas las vías. Su agenda es una de ellas.
—No puedo presentarme ante el comisario Segarra y pedirle
explicaciones. Imagínate qué sucedería…
—¿A qué viene tanto temor alrededor de Segarra?
El inspector carraspeó.
—Nadie quiere problemas con él. Dicen que se transformó en otra
persona desde la muerte de su hija… Lo siento, no me gusta comentar las
desgracias ajenas.
Maldonado prefirió no continuar en esa dirección. Ledrado no estaba
dispuesto a arriesgar su carrera.
—¿Qué me puedes contar de Del Hierro? —preguntó, interesado. No le
gustaba ese agente. Lo había visto demasiadas veces en muy poco tiempo.
—¿Qué quieres saber de él?
—¿Es de fiar?
—Todos lo somos.
—¿Trabaja contigo ahora?
—Está supliendo a Berlanga, hasta que todo vuelva a la normalidad.
—¿Quién lo ha asignado?
—El comisario Segarra.
La respuesta alimentó sus sospechas. Estaba acercándose a la verdad y
temía que esta fuera peligrosa.
Reprimió los pensamientos y se centró en el asunto.
—Mira, es tu equipo, pero creo que deberías alejar a Del Hierro de
Berlanga.
—Dame un motivo para ello.
—Lo llamo intuición y nunca me falla.
—Claro… Eso lo tendrá que decidir el comisario.
—Porque tú te limitas a obedecer órdenes.
—Suena fácil desde el otro lado, ¿verdad? —preguntó, cambiando la
distensión de la conversación hacia un escenario hostil.
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La mirada de aquel hombre lo decía todo. Ledrado detestaba que
cuestionaran sus principios.
—Tú ganas.
—No quiero jugármela. Considero que ya he hecho bastante por ti.
Ese era el miedo del inspector, tomar riesgos, dar un paso en falso y ser
aplastado por un superior.
—Necesito un último favor.
—He sido claro.
De pronto, Ledrado se volvió frío y distante, como si hubiera olvidado lo
que les unía y por qué estaban allí. Se puso en pie y se dispuso a marcharse
del restaurante de comida rápida. Maldonado no entendió muy bien por qué
actuaba de ese modo, aunque sospechó que el exceso de favores le hubiese
activado las alertas.
—Lo dejamos aquí —señaló, limpiándose las manos con una servilleta y
haciendo de esta una bola—. Me espera una larga noche por delante.
El detective buscó su mirada.
—¿Qué quieres decir con eso?
Ledrado se aclaró la garganta y miró desde lo alto, asintiendo con la
cabeza, como si no hubiese sido claro con él.
—Me tengo que ir.
—Estamos en el mismo bando, Ledrado.
Una ligera mueca se dibujó en el rostro del inspector. Conocía aquel
juego.
—Lee el informe y dime qué piensas. Valoraré tu opinión. Buenas noches,
detective.
Luego caminó hacia la salida, dándole la espalda. Maldonado vio cómo
llegaba a su vehículo, subía en él y desaparecía.
Le importó un cuerno que a Ledrado le preocupara todo aquello. Berlanga
estaba en peligro y sus sospechas cobraban más fuerza. La lista de
perjudicados aumentaba: los acusados del caso Valdivia, dos policías y una
prostituta que ocultaba un secreto. A simple vista, la relación era impensable,
ilógica, si no fuera por las migajas que cada sujeto había dejado por el
camino: Berlanga y sus notas, el vehículo robado de Ulloa, la sospechosa
aparición de Claudia Rodríguez en su vida y el misterioso asunto del
restaurante, el comentario de Marla, que la vio subir a un coche junto a un
desconocido y el modo en el que cada una de las víctimas había sido atacada.
Su interior le decía que existía una relación entre todos esos elementos, como
si tejiera una tela de araña. No era un trabajo solitario, como había llegado a
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determinar en un primer momento. Más bien, era una obra orquestada, aunque
no sabía aún por quién. Terminó el café, abandonó el incómodo sofá y salió
del restaurante de comida rápida. Era tarde, hacía frío y estaba lejos de casa.
Sacó un light y lo prendió en la soledad, quitándose el amargo sabor del
café.
¿Qué haría con Ledrado cuando lo pusiera entre la espada y la pared?, se
preguntó. Llegado a ese extremo, tendría tiempo para pensar en una solución.
Por el momento, debía mover los hilos de aquella investigación sin que el
policía se diera cuenta. De lo contrario, se las vería en un grave problema.
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similitudes eran odiosas. La primera víctima fue Paquito «El Cables», un
violento ladrón de bancos de Carabanchel, que había pasado quince años en
prisión. Le sumaban dos condenas, una por robo y la otra por abuso sexual a
dos mujeres. En el informe se especificaba que sus dos víctimas trabajaban
como camareras en un club de alterne. Le sorprendió que las víctimas se
atrevieran a declarar contra él, después de conocer cómo funcionaban los
antros de prostitución. Lo más rápido habría sido propinarle una paliza a ese
cretino, pensó y dio un trago a la cerveza. Poco más tarde, Paquito «El
Cables» reincidió, abusando de una joven menor de edad. El asunto quedó en
el absoluto silencio, ya que el acusado apareció ahorcado con un cable en los
terrenos de una obra en construcción.
Cogió el bolígrafo y marcó la página.
La segunda víctima era otro varón, Miguel Lagartos, nieto de un conde y
presunto violador y asesino de Miriam García, una joven burgalesa cinco años
menor que él. Maldonado recordaba el caso, pues había sonado en todas las
cadenas de televisión, pero jamás tuvo la repercusión de otros como el de las
chicas de Alcàsser o Marta del Castillo. Tal vez porque Miriam García
apareció sin vida en noviembre, un mes previo a las Navidades, una época en
la que los medios de televisión prefieren calentar la parrilla con otros temas
navideños. Para su fortuna, el aristócrata salió impune del juicio, gracias a una
defensa costosa pero brillante y más tarde se escondió en uno de los muchos
pisos que poseía en Madrid, alejado de las cámaras y del ruido mediático. Sin
embargo, la suerte le duró poco y, aunque disfrutó de la cena de Nochebuena
que la familia de la chica no celebró, su cuerpo apareció sin vida a principios
de año, con un tiro en la cabeza y notables señales de tortura.
Agarró un folio y anotó el nombre de la chica.
Maldonado comenzó a inquietarse. Ulloa había dado con algo que él
también podía ver. Dejó el bocadillo en el plato, dio un trago a la cerveza y se
encendió un cigarrillo. Los asesinatos tenían muchas semejanzas con los
actuales, a diferencia de que todos eran hombres. El modo de operar, las
razones, el perfil… El patrón era idéntico y por eso dejó fuera a los
imitadores. Partiendo de la base de que operaban en equipo, todo encajaba a
que podían ser los mismos.
En ese instante, el ruido de la televisión quedaba lejos, casi imperceptible
para sus oídos y toda la energía estaba concentrada en sus cavilaciones.
Para él, era evidente que existía una relación entre los dos crímenes, por lo
que alguien se estaba tomando la justicia por su mano. Comprobó las fechas.
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Por aquel entonces, todavía seguía activo en el Cuerpo. No entendía cómo
nadie había oído hablar de ello.
Pasó las páginas, leyendo actas de denuncias de otros criminales,
revisando las notas que Ulloa había dejado escritas entre medias. Algunos
informes eran fotocopiados de otras comisarías, por lo que no todo sucedía en
la de Carabanchel. Poco a poco, el inspector se estaba metiendo en un agujero
sin saberlo. No podía leer su mente, pero sí interpretar sus pasos. De alguna
manera, Ulloa tenía la certeza de que habría una próxima víctima, por lo que
intentaba acercarse a ella antes de que fuera tarde.
«Algo se te escapa de las manos, igual que a Ulloa», pensó, casi en voz
alta, sintiendo cómo las burbujas de la cerveza recorrían su garganta.
Quería saber cuál era la razón por la que Berlanga seguía sus pasos.
Conocía bien a su amigo y era muy probable que hubiera descubierto lo que a
él se le escapaba.
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Lunes.
Día 3.
La claridad de la mañana se colaba por la ventana. Abrió los ojos, miró hacia
sus pies y, desde la cama, vio el desorden de la noche anterior. Estaba tan
cansado, que no había tenido tiempo a limpiar, pensando que sería una buena
idea dejarlo para el día siguiente. Ahora se arrepentía de ello. Detestaba el
desorden innecesario, aunque nunca lograba mantener el apartamento en
armonía. Buscó los pantalones con la mirada y los encontró encima de una
silla. Antes de apoyarse en el suelo, el teléfono móvil sonó. Se acercó a la
mesilla y lo cogió.
—¿Sí? —preguntó con voz ronca.
—Parece que la situación no te quita el sueño.
—Estaba despierto.
Ledrado emitió un gruñido al otro lado del aparato y después suspiró.
—¿Le diste un vistazo al informe?
—Por supuesto.
—¿Y?
De repente, desconfió de la llamada.
—No con el estómago vacío. Invítame a desayunar y te lo cuento.
La intención de su respuesta no surtió efecto.
—Me viene mal hoy. Lo comentaremos en otro momento… —reparó y
dio otro suspiro—. Maldonado, te llamo por otro tema.
—Espero que no sea por una multa.
—La mujer que encontramos ayer…
—¿Habéis averiguado su identidad?
—En su teléfono hay un par de fotografías contigo. Eso no es bueno para
ti.
El detective tragó saliva con dificultad. Tenía la garganta reseca a causa
del humo del tabaco.
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—No lo entiendo.
—Dos fotos. Estaban en la memoria del terminal. A los del departamento
no les ha costado desbloquearlo.
Él no recordaba que ella lo hubiese fotografiado, pero los teléfonos se
habían convertido en silenciosas armas de espionaje que lograban pasar
desapercibidas y podían arruinarle la vida a cualquiera.
—¿Y dices que salgo en ellas?
—En el bar del hotel en el que os reunisteis. Alguien os las tomó de
espaldas.
—Entiendo… —contestó, pensativo y cayó en la cuenta de que los
estaban espiando mientras hablaban en la barra del Dry Martini. Quizá ella no
lo supiera y por eso había decidido reunirse allí. Quizá creyera que estaba a
salvo cuando, en realidad, ya estaba muerta. Sintió un profundo lamento, pero
no podía hacer nada por cambiar el pasado—. No tengo nada que ver con eso,
Ledrado. Es probable que la chantajearan.
—Nadie te acusa de nada.
—¿Habéis rastreado el origen?
—Lo siento, no puedo contarte más.
—Entonces, ¿por qué me llamas?
—Quería que lo supieras —señaló—. Es probable que te citen en
Carabanchel para testificar.
—Para perder el tiempo.
—Para lo que sea necesario, Maldonado. No estás en una posición de
poder.
Entendió lo que sugería.
Porque, era evidente para él, que esa llamada era a cobro revertido.
—¿Qué quieres a cambio?
—No menciones nada sobre Fetén, ni su relación con la víctima.
—¿Y por qué iba a protegerte?
—Despierta, era una prostituta… —dijo y chasqueó la lengua. Su tono de
voz cambió—: Tengo que dejarte. Hablaremos en otro momento.
El inspector colgó sin despedirse, dejándolo con la miel en los labios.
«Era una prostituta», repitió para sus adentros con la voz educada del
policía.
Detestaba que etiquetaran a las damas con ese desprecio. Él era un adalid
de las causas perdidas.
Salió del dormitorio y se dirigió hacia la cocina. Preparó una cafetera
moka y encendió el fuego. Luego se acercó a la mesa del salón, apartó el
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cenicero y los papeles que había desperdigado la noche anterior y cogió la
agenda de Berlanga. Tal vez no se hubiera dado cuenta de ello durante la
noche, ya que estaba abotargado, pero ahora podía pensar con más claridad.
Pasó las páginas, en busca del nombre del restaurante. Algo le decía que lo
encontraría allí. Cuando salió el café, apagó el gas y vertió el contenido de la
cafetera en una taza roja. Buscó una caja de cigarrillos, pero se lo había
fumado todo. El café humeaba casi tanto como su cabeza, que ya funcionaba
a toda velocidad.
«Cena con V.S. en Fetén», leyó.
Después se fijó en la fecha, que correspondía al día en el que había sido
atacado.
Miró al techo, descartando los posibles nombres.
—Es inevitable no pensar en él —murmuró en voz alta y dio un sorbo al
café pensando en pronunciar el nombre del comisario. El aura que lo rodeaba
tenía un tufo sobrecogedor. No necesitaba darle más vueltas.
La noche del asalto, el inspector Berlanga se había reunido con Segarra en
el restaurante en el que esa mujer le había obligado a ir. Muchas
coincidencias para una ciudad tan grande. Si era una prostituta, también era
probable que conociera a ambos. ¿Por eso se había acercado a él? ¿Y
Berlanga?, se cuestionó. No era un hombre de esa clase de ambientes. Las
preguntas lo abrumaron. Tanta incertidumbre lo consumía por dentro como se
consume una colilla. Lo peor de todo era que se sentía atascado, sin saber
muy bien cómo avanzar.
Con la mirada clavada en el fregadero y las neuronas procesando
información a toda prisa, sintió un pálpito que le aportó la luz que buscaba. Se
pegó una ducha, se vistió con ropa limpia y salió de casa para ir al hospital.
En ese momento, toda esperanza residía en Clara.
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Llegó al hospital y cruzó la entrada, esta vez sin preguntar a nadie. Cuando
salió del ascensor, la enfermera que se había dirigido a él en los días
anteriores, le detuvo el paso. Maldonado la miró desde arriba, a pesar de que
él no era muy alto.
—Esto no es un patio de recreo, ya se lo dije —le reprendió la mujer,
frente a la puerta de la habitación del inspector—. ¿Qué se creen?
—No vengo desde hace días.
—Aquí únicamente puede estar su esposa. El resto, encuentros cortos.
Maldonado no estaba al tanto de que Berlanga hubiese recibido visitas,
aunque tampoco le sorprendía. Después de todo, era una figura querida en el
Cuerpo.
—Cálmese, que es lunes.
—Ya me ha oído.
Se apartó de su camino y giró la manivela de la puerta. Berlanga seguía
dormido, conectado a esa máquina, tapado hasta el pecho y vestido como un
enfermo. Acto seguido oyó los tacones de unos zapatos que se acercaban a él.
—Hola, Javier… —dijo Clara, apresurada. Le faltaba el aliento—. Me he
dado toda la prisa que he podido.
El detective miró a ambos lados del pasillo y la invitó a entrar.
Después cerró con sigilo.
—He pasado una noche horrible. He tenido unas pesadillas… —prosiguió
la mujer, después se quitó el abrigo y lo colgó en el perchero—. Esta
situación me está dejando sin energía…
—¿Estuviste aquí ayer?
—Sí.
—¿Hasta qué hora?
Ella arqueó las cejas, confundida.
—No lo sé… Me fui un poco antes de las siete. Estaba derrotada, lo
siento.
—¿Quién más ha venido a visitar a Miguel?
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Él inquirió con la mirada. Ella negó con el rostro.
—Nadie más, que yo sepa.
—Demonios… —murmuró y miró a su amigo, que seguía con los ojos
cerrados.
De repente, ella leyó más allá de su mirada. Podía sentir la preocupación.
—¿Qué ocurre, Javier?
—Berlanga necesita protección. ¿Por qué no hay policía aquí?
—Les pedí que no lo hicieran. Ya tengo suficiente, ¿comprendes?
Pero no era una cuestión de empatizar con ella.
Ocultó el malestar rascándose la cabeza. Necesitaba hablar con Ledrado
para que alguien hiciera guardia en la puerta. Por supuesto, alguien de
confianza y eso era algo complicado de conseguir en ese momento.
La miró a los ojos e intentó transmitirle la verdad, pero le faltaban las
palabras. Por desgracia y por respeto al hombre que había delante, no podía
explicarle que la vida de su marido corría peligro y que desconfiaba de
aquellos para quien había entregado su carrera.
—Dame un minuto. Tengo que hacer algo —dijo y salió al pasillo. A lo
lejos, reconoció la figura chata de la señora que le había llamado la atención.
Caminó hacia ella y la alcanzó por detrás.
—Usted, otra vez —dijo, mirándolo por encima de las lentes.
—Le pido una disculpa —comentó él, ganándose su simpatía. El rostro de
la enfermera no se inmutó—. Necesito preguntarle algo… Ha dicho que el
paciente ha recibido más visitas, además de la mía y de la de su esposa.
—Dos, para serle más clara.
—¿Varones?
—Sí. Uno era moreno y el otro tenía el cabello castaño. Han dicho que
eran compañeros del trabajo… Han sido discretos, educados y solo se han
quedado un par de minutos… Lo sé porque estaba como testigo.
—Gracias… —dijo y sintió la congoja del peligro.
—Oiga, ¿a qué viene este interrogatorio?
El detective la ignoró y corrió hacia las escaleras. Si se daba un poco de
prisa, tal vez los alcanzaría en las inmediaciones del hospital. Sintió un mal
presagio de aquello.
Uno.
Dos.
Corre.
Salió del edificio y miró a ambos lados. Entonces notó el rugir de un
motor que se encendía a sus espaldas. A esas horas, el tráfico aún era ligero,
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pero el ruido de los vehículos llenaba la Castellana. Se giró y vio un coche
alargado a lo lejos, que reconoció al instante. Era el mismo que lo había
seguido días antes en Delicias. Corrió hacia él, sin pensar en las
consecuencias, pero el vehículo aceleró para incorporarse a los cuatro carriles
del paseo. El sol impedía reconocer el rostro de los ocupantes. Maldonado
daba zancadas por el bulevar nuevo que había junto a las torres de oficinas,
abriéndose paso entre la multitud de empleados que caminaban en dirección
contraria hacia sus puestos de trabajo. Poco a poco, el vehículo se alejaba
hacia la plaza de Castilla.
Se detuvo, con el corazón en la garganta, latiendo como una bomba
hidráulica y el vehículo se perdió en el tráfico hasta que desapareció.
Con la respiración entrecortada, buscó el móvil y marcó el número de
Ledrado.
—Hay que proteger a Berlanga —ordenó, antes de que el otro hablara—.
Han venido a por él y sospecho quién está detrás de esto.
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La prueba de balística resumía que la nueve milímetros había sido robada.
—¿Qué demonios es esto?
—A Ulloa lo mataron y a Baptiste lo cazaron meses después. Ahora
cumple condena en Meco.
Maldonado arrugó la hoja y negó dos veces con la cabeza.
—Esto es una farsa. Ulloa trabajaba en Homicidios y Desaparecidos, no
en Estupefacientes.
—Cuestionas el trabajo de toda una unidad.
—¿Por qué no hay nada publicado sobre este tipo?
Ledrado suspiró.
—Por entonces, el horno no estaba para bollos. Imagina el titular:
narcotraficante, inmigrante y haitiano… mata a un policía. Las calles habrían
ardido en todos los sentidos.
—Me parece un argumento deplorable.
—El informe deja claro que lo mataron, ¿qué más necesitas?
—Proteger a Berlanga. Tienes que poner a alguien de confianza ahí o no
habrá segundo aviso.
—Dame una razón para escucharte.
—A Claudia Rodríguez la mataron porque sabía algo sobre el
comisario… Seguramente, las fotografías fueron el último chantaje para que
callara.
—¿Por qué una prostituta iba a molestarse en denunciar a un alto cargo de
la policía?
—Era una persona, ante todo.
—Por supuesto —comentó desdeñoso.
—Berlanga se reunió con el comisario Segarra para cenar en el restaurante
Fetén, la noche en la que fue atacado… —explicó y encendió un cigarrillo
para calmar las ansias—. Por eso, esa mujer me buscó, me pagó con un dinero
que no era suyo y me citó en ese hotel por alguna razón.
—No te sigo, ¿a dónde quieres llegar?
—Como Berlanga, Ulloa se dio cuenta de las incongruencias en los
informes de los asesinatos de los violadores y decidió reabrir los casos. Fue
entonces cuando descubrió la verdad y por eso lo mataron. Berlanga tomó el
relevo, por alguna razón que aún desconozco. Casualmente, los últimos dos
asesinatos presentan semejanzas con lo que sucedió hace un año.
—¿Y qué pasa con ella? Era una fulana.
Maldonado se rascó el mentón y prefirió ignorar la tiña con la que se
refería a ella. Su intuición le indicaba que estaba cerca de descubrir algo.
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—Su papel era clave en este meollo. Por eso sospecho que la mataron.
—Entiendo.
Un silencio de incredulidad se apoderó de la conversación.
—Conozco esa mirada, inspector. Me sorprende que, un año después de la
muerte de Ulloa, se estén repitiendo los crímenes.
—Solo son conjeturas.
—No, no lo son.
—¿Crees que alguien se está cobrando la justicia por su mano y fue Ulloa
quien lo descubrió?
—Te estoy diciendo que existe un patrón común entre las víctimas. Todos
han maltratado o violado a una mujer. Una de las víctimas no declaró en
contra del agresor. Las familias se abrazaron al miedo y los culpables salieron
airosos. De un modo u otro, la justicia falló y no pagaron por lo que hicieron,
pero todos han muerto de un modo parecido…
—De ser así lo que dices, si Ulloa está muerto, ¿por qué no han matado ya
a Berlanga? No es tan complicado, no tiene protección.
Maldonado se quedó en blanco por un instante.
—No les hace falta… Es probable que no vuelva a hablar.
—Estás chiflado —respondió con desprecio—. Debes dejarte el
segoviano.
—Existe un patrón, no lo quieres ver, como tampoco quieres aceptar que
es muy jodido que no exista ni una maldita prueba de balística. Qué
casualidad que lo mataran con un arma robada…
—No sé si quiero seguir escuchando lo que dices.
—Este es un trabajo meditado y de policías. Tienes un topo dentro de la
comisaría y se llama Del Hierro.
—¡Basta ya! Será mejor que lo dejemos aquí —respondió, enfadado y
decepcionado, como si estuviera escuchando a un demente—. Es suficiente.
Tengo trabajo que hacer.
—Habrá otro muerto, Ledrado, te guste o no.
El inspector subió al coche y bajó la ventanilla antes de partir para
dirigirse a él.
—Berlanga estará bien. Tómate un respiro de unos días hasta que se
calme todo.
—Sigo sin convencerte, ¿verdad?
—Esa mujer no se llamaba Claudia Rodríguez… Lo siento, te mintió
hasta en eso. Su nombre era Amalia Vilaplana, trabajaba de escort y la
conocían como Cristal… Hasta donde hemos averiguado, era una persona
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conflictiva, tenía problemas de acciones, varios meses sin pagar el alquiler y a
un proxeneta al que debía dinero.
—Me cuesta creerte.
—Tal vez tengas razón y quisiera que la ayudaras, pero dudo que juegue
un rol decisivo en esto. Lamento ser yo quien te lo cuente.
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Decidió jugar su última carta, regresando al último lugar en el que había visto
con vida a su cliente. La puerta del hotel Meliá Fénix seguía custodiada por el
mismo botones de la primera visita. Dada su experiencia con el personal de
los hoteles, aquellas personas eran auténticas cajas de secretos, dispuestos a
callar hasta que el dinero les obligara a hacer lo contrario. Todo dependía de
la predisposición y de la lealtad que tuvieran a la empresa. El Fénix era un
hotel de renombre, con buena fama y sospechó que la plantilla también
contaría con buenos salarios, lo suficientemente altos como para silenciar las
bocas de los más chismosos.
Entró en el hotel, bajo la mirada atenta del botones y fue directo al bar,
fijándose en las esquinas del techo, en busca de las cámaras de seguridad.
Probablemente, las cintas de esa noche ya estarían borradas, después del
interés de la Policía por hacerse con ellas. No era ilegal retener las
grabaciones, siempre y cuando no se presentara una orden para confiscarlas.
Pero con los hoteles siempre existían problemas que hacían los procesos más
lentos. En primer lugar, la política de la empresa, con tal de preservar la
intimidad de los huéspedes, intentaba frenar la orden a todo coste. Cuando eso
ocurría, no era para entorpecer el trabajo de la policía, sino para proteger a
aquellos clientes que guardaban secretos y que, probablemente, estos habían
sido filmados en algún rincón del edificio. Por otro lado, la Policía solía
guardar las imágenes a su favor para emplearlas más tarde.
«Uno nunca sabe cuándo tendrá que ponerse esa corbata tan fea que le
regalaron por Navidad».
Acudió a la barra del Dry Martini y reconoció al barman que los había
atendido durante su encuentro.
—¿Qué desea tomar?
—¿Me recuerda?
—Un escocés con hielo.
—No tiene buena memoria, pero sabe fingir con elegancia —espetó
tensando la mandíbula y se metió unos centímetros dentro de la barra.
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Después sacó un billete de cincuenta euros y lo dejó encima de la superficie
—. Estuve aquí, acompañado de una mujer… Quizá esto le refresque la
memoria.
—Ahora que lo dice, sí. Estuvo con Cristal.
—Veo que nos entendemos. ¿Qué me puedes decir de ella?
Los ojos del barman se entornaron. Estaba hablando más de la cuenta.
—Lo mismo que de todas las que son como ella —dijo y agitó la
coctelera. Después sirvió el contenido en la copa de cristal—. Que les gusta el
Martini bien seco y los tipos maduros.
Maldonado sacó el teléfono móvil y le mostró una de las fotografías que
había tomado del dueño del restaurante.
—¿Como yo? —preguntó, fijándose en su rostro.
—Por aquí pasa mucha gente, pero no como usted.
—¿Y se acuerda de todos?
—De los que dejan buenas propinas.
—Entiendo —comentó, guardó el teléfono y dio un sorbo al trago,
sintiendo cómo el alcohol atravesaba su garganta—. A Cristal la encontraron
tirada en un descampado, como un trapo…
La fingida frialdad descolocó al barman. Maldonado hablaba como si la
noticia perteneciera al resultado de un final de liga de fútbol. Sin embargo,
obtuvo lo que esperaba: una sorpresa descontrolada.
—¿Es una broma de mal gusto? —reaccionó con torpeza, tirando un
cubierto al suelo—. No, no le creo. Nos habríamos enterado por la Policía.
El detective seseó y le hizo un gesto para que bajara la voz. El salón del
hotel estaba casi vacío y muy tranquilo. Lo último que deseaba era llamar la
atención.
—Si esa chica te importaba algo, necesito que me cuentes con quién se
veía aquí.
El barman vaciló por unos instantes. Era como si dudara entre la
confesión y salvar su pellejo.
—Se reunía aquí con un hombre de cabello largo y gafas… —comentó,
acompañando las palabras con un tono melancólico—. No sé qué relación
tenían, pero no era una pareja, no sentimental, ya me entiende…
—Te refieres a su chulo.
—Yo no he dicho tal cosa —aclaró, ofendido—. Le cuento lo que vi y ese
hombre no se mostraba en actitud cariñosa, a diferencia del otro.
—¿El otro?
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—La mayoría de las veces, Cristal venía sola al hotel. Tomaba algo, daba
un vistazo y subía a las habitaciones cuando los huéspedes ya estaban en
ella… Pero un día cambió su manera de actuar. De pronto, empezó a citarse
con ese tipo del pelo largo… Hablaban, discutían. Querían llegar a un acuerdo
y ella accedió… Entonces apareció ese hombre mayor con el pelo ensortijado
y canoso.
—¿Conoces su nombre?
—No. Solo sé que era alguien importante. Vestía traje y desprendía un
aura de autoridad.
La descripción encajaba con la del comisario Segarra.
—¿Te enteraste de qué hacía aquí?
—Glennfiddich con hielo para el hombre mayor, London Gin para el de la
barba y un Martini seco para ella… —recordó, como si los tuviera delante,
sentados en los sofás del salón—. Se reunieron tres veces. El hombre del
cabello largo los presentó y después desapareció. Los dos se quedaban
hablando hasta que terminaban el trago y posteriormente, el hombre mayor se
iba. La relación era cariñosa, aunque no del modo en el que piensa… Era
como paternal, algo extraño. Y eso fue todo… Se sentaban y hablaban. Él le
mostraba algunas fotografías y ella atendía. Luego desaparecieron y no los
volví a ver, hasta que ella regresó contigo.
—Soy detective y Cristal era mi cliente. Estábamos cerrando un trato —
aclaró para disipar las dudas—. ¿Conoces el motivo de los encuentros?
—Ella parecía otra mujer después del segundo encuentro…
—¿Otra?
—A Cristal no le iban mal las cosas, pero todos sabíamos a qué se
dedicaba. Ese cambio de indumentaria, sin más, no era lo que atraía a su
clientela.
—Entiendo.
—Era una buena mujer. Nunca dio problemas y sabía comportarse. A
veces estaba en el bar, otras en el Ritz o en el Palace. Tenía un gran atractivo,
pero he visto mujeres más explosivas que ella… Sin embargo, no le faltaba
demanda. Se adaptaba a los entornos como un camaleón y quizá ese era el
valor añadido que todos deseaban.
—¿Y por qué crees que accedió a verse con ese hombre?
El barman lo miró y se encogió de hombros, como si la pregunta fuera
obvia.
—Aunque lo desmintiera, la vida de Cristal no era fácil… Supongo que le
ofreció una salida, un billete de ida, sin retorno… y esa fue la razón que la
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hizo cambiar de parecer.
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Martes.
Día 4.
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La secretaria tecleó una serie de comandos en el buscador para cotejar la
búsqueda para filtrar los resultados.
Mientras que ella buscaba, él comenzó a cavilar. Debía remontarse al
inicio de los asesinatos. El primer acto le daría el motivo y la justificación del
resto. Recordó el dosier que había leído. Ulloa intentaba resolver dos
asesinatos. El primero era el de Paquito «El Cables». Tres víctimas. Las dos
primeras eran camareras en un prostíbulo. La tercera, una menor de edad que
no presentó denuncia. El segundo asesinato era el de Miguel Lagartos, el
aristócrata. La razón, pensó, tal vez fuese la injusticia. Lagartos había usado
su poder para librarse de la cárcel. ¿La venganza? Castigarlo desde una
posición de autoridad superior.
Respiró hondo.
Regresó al caso de Paquito «El Cables», preguntándose quién sería la
víctima menor de edad que había guardado silencio.
«¿Por qué? ¿Con qué motivo?»
—¿Quién es Eva Segarra? —preguntó él, al ver el nombre en la pantalla.
—No lo sé —respondió, extrañada—. Debe de haberse mezclado con los
resultados, por culpa del apellido.
Él la miró por encima del hombro y se acercó a su cuello para ver de cerca
la pantalla. Al leer el titular, le indicó que lo abriera.
De repente, notó cómo el cuerpo de la chica temblaba de los nervios.
La noticia hablaba de la muerte de una joven de veintidós años, estudiante
de Periodismo en la Universidad Complutense de Madrid. La causa había sido
el suicidio. De un primer vistazo, Eva Segarra no tenía ninguna relación con
el comisario, más allá del apellido, pero Maldonado sintió una pequeña
corazonada.
—Busca más sobre esa chica.
Los resultados no tardaron en aparecer.
Eran noticias antiguas, aunque aún conservaban las fotografías en el
servidor.
Ninguno de los dos pudo evitar la sorpresa cuando vieron la única
fotografía que circulaba por el ciberespacio.
La joven, morena y con la piel blanca, tenía un asombroso parecido con
Claudia Rodríguez, tanto en su rostro como en su apariencia.
Eva Segarra se había quitado la vida años después de haber sido violada
por el reincidente Francisco Quintana, también conocido como Paquito «El
Cables».
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Abrumado, se echó el pelo hacia atrás y sintió el peso del cansancio sobre
su cuerpo. Le costaba respirar. Llevaba demasiados días durmiendo poco y
mal y alimentándose peor. Lo que estaba a punto de hilar le producía vértigo
contarlo en voz alta. Si aquello era cierto y sus pesquisas tenían sentido, su
teoría era un disparate. Incluso a él le costaba asimilar que el comisario
Segarra estuviera detrás de un escándalo así: buscar venganza para curar una
herida que nunca cicatrizaría.
—Diablos… —expresó y se apoyó en el escritorio de la secretaria,
tomando un respiro, sintiéndose pequeño, demasiado insignificante para
hacerle frente a un aparato policial.
—Dime que no estoy alucinando… —comentó Marla, refiriéndose al
asombroso parecido entre las dos mujeres.
—No hay peor ciego que el que no quiere ver.
Marla movió la pestaña a un lado y abrió una de las noticias en las que
aparecía el comisario con otros policías. Padre e hija compartían un notable
parecido facial.
—Espera… Creo que he visto a esta persona antes —dijo, señalando a un
muchacho con el pelo ondulado que había en una esquina de la imagen—. Es
él, Javier.
El detective, aún abrumado por el descubrimiento, se fijó en la pantalla. A
él también le resultaba familiar y no descartó que fuera el hijo de Segarra.
—Se parece mucho a su hermana.
Ella lo agarró del antebrazo, con fuerza.
—¡No! Es el hombre que la invitaba a subir a ese coche…
Maldonado sintió un escalofrío por todo el cuerpo.
—¿Estás segura de que era él?
—Tan segura como que te sorprendí fumando en el despacho.
Tocarle las narices al comisario era meterse en el ojo del huracán. Las
palabras de Marla cobraban sentido. Se fijó en el chico de la fotografía y
sintió haberlo visto en alguna parte, aunque la memoria no lograba aclararle
dónde. Por desgracia, el ejemplo de Ulloa ya había sido suficiente como para
repetirlo. Si estaba en lo cierto, sospechó que lo más probable era que Segarra
blanqueara a sus cachorros, dejándolos actuar sin compasión. De ahí los
informes falsos, la disposición del coche de un fallecido, las declaraciones
impostadas, el asesinato de Cristal por miedo a que alzara la voz y el silencio
de los medios de comunicación.
Lo más nauseabundo era la relación de Segarra con Cristal. Para él, había
que tener una mente muy oscura para contratar los servicios de una mujer que
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se hiciera pasar por su hija fallecida.
«El dolor por la pérdida puede ser tan grande, que el hombre es capaz de
aferrarse a una mentira, por miedo a no sanar nunca».
En ese instante, el detective comprendió que, si seguía actuando de esa
manera, lo más probable es que él fuera el siguiente, tan pronto como
supieran que estaba metiendo las narices donde no debía.
«Quizá ya sea tarde para hacerlo».
La paranoia y la desconfianza se hizo acopio de sus pensamientos,
cuestionándose si Ledrado estaría involucrado en ello.
«No, él no puede ser uno de ellos».
Necesitaba pensar en algo y no disponía de tiempo.
La chica lo seguía observando, expectante a que hablara.
—¿De cuándo son las noticias?
Ella comprobó las fechas.
—Más o menos… recientes, de hace dos años.
Maldonado disipó las pocas dudas de la muerte de esa chica y la relación
con los crímenes. Sin embargo, antes debía asegurarse de que su coartada era
cierta. De lo contrario, pagaría demasiado por el error.
—¿Pone por alguna parte cuándo murió esa chica?
—Hoy…
—Maldita sea, Marla. No estoy para bromas…
—Quiero decir que murió tal día como hoy, hace dos años… ¿No es una
casualidad?
—Nunca he creído en las casualidades. Hoy tampoco haré una excepción.
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Bajo la presión del jefe, Marla telefoneó a las oficinas de registro de los
diferentes cementerios de la ciudad hasta localizar el nicho de la hija del
comisario, que estaba enterrada en el Cementerio de Carabanchel.
Cuarenta minutos más tarde, los dos viajaban en el interior del viejo
Volkswagen, poniendo rumbo a la necrópolis del sur de la ciudad. No era lo
más apropiado en un día tan señalado como ese, pero el detective temía no
tener otra oportunidad para descartar la única hipótesis válida que guardaba.
Si la corazonada no le fallaba, estaba convencido de que Segarra les había
mentido a todos para cobrarse la justicia por su mano. El comisario no era tan
estúpido como para mancharse las manos, con toda la responsabilidad que
tenía a su cargo. Para llegar a él por la vía judicial, debía averiguar quiénes
eran los que hacían el trabajo sucio. Un ligero miedo recorrió el cuerpo del
expolicía. Sentía que esa era la misma conclusión a la que habían llegado los
otros inspectores.
Atravesaron la ciudad con el ruido de las obras de fondo. Madrid era una
ciudad sin terminar, en plena construcción y de manera intermitente.
Maldonado no la recordaba de otra manera, igual que recordaba las palabras
de su padre al decir que la capital quedaría hermosa cuando la terminaran.
«Eso nunca lo veremos, padre», pensaba, riéndose hacia dentro, pero también
sintiendo que no había manera de parar el crecimiento de una urbe que se
encarecía, se apretujaba y devoraba a los que no eran capaces de adaptarse a
ella.
La cinta de música se había quedado atascada en el radiocasete. Marla
tenía frío y movía la palanca giratoria para subir la ventanilla, pero el cristal
se atoraba cuando llegaba a la parte más alta.
—¿Cómo puedes conducir en invierno con este trasto?
Él sonrió y dio un golpecito al volante.
—Este coche no se achanta con el frío.
—Pronto prohibirán que circules con él.
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—Y pronto prohibirán que pensemos con la cabeza —respondió, evitando
la confrontación. Ella tenía razón, pero él no tenía el dinero para hacerse con
un nuevo utilitario, ni las ganas de cambiar al viejo Golf.
—¿Estás seguro de lo que vas a hacer? No es de buen recibo presentarte a
la familia en un día tan señalado…
—Siempre me pides que te incluya en mis casos.
Ella puso los ojos en blanco y giró el rostro hacia el otro lado de la
ventanilla.
—¿Qué pasó con esa mujer?
—Una desgracia.
Le hubiese gustado contarle que la realidad era mucho peor que la ficción.
Los buenos no siempre ganaban y los malos caminaban impunes por las
calles, buscando una víctima o planeando la siguiente fechoría. La Policía no
era perfecta, así como tampoco lo eran quienes mataban por placer o por
alguna razón que parecía loable para ellos. En el Cuerpo no estaban los
mejores, sino quienes habían renunciado a otras vidas por dedicarse a esa,
nada más. Y cada cual tenía sus motivos, unas ideas subjetivas que iban en
paralelo a lo que dictaba la ley. En todos sus años, no había conocido a
muchos policías de cuna. Ser hijo de uno o nacer entre galones tampoco te
aseguraba el instinto. Había que poseer algo que iba más allá del talento. Una
tara, un trauma o un deseo por cerrar los rompecabezas. Pero también había
que poseer un estómago sin fondo para tragar todo aquello que la sociedad
tiraba a la calle sin mirar atrás. La muerte de esa mujer era una más en un
registro de víctimas que cada año terminaba en una estadística, en un informe
policial redactado por un novato y en un archivo de cartón que acumulaba
polvo en las dependencias policiales. Esa era la realidad.
Aparcaron cerca del cementerio y caminaron juntos al interior. Entrada la
tarde, el frío se aguantaba mejor debido al sol de invierno que aún calentaba
la piel. El detective nadaba en un mar de dudas, dándole la razón a la
secretaria, que lo acompañaba en silencio. Tenía la esperanza de encontrarlo
allí, junto a la tumba, o de encontrar una corona de flores, un detalle que
cerrara la conexión. Todo era una cuestión de fe que podía caer como un
castillo de naipes si sus pesquisas lo llevaban a un callejón sin salida.
Tras un largo paseo, encontraron la tumba de la chica.
—Parece que llegamos tarde —señaló ella.
Alguien había depositado dos ramos de flores junto a unas velas
encendidas.
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—Tu familia te recuerda —leyó él en voz alta, rascándose la barba de
varios días, que comenzaba a sentirse como una lija áspera—. Dicen que un
padre es capaz de hacer cualquier cosa por una hija. Me pregunto qué pensará
ella al respecto…
Cuando decidieron tomar el camino de regreso, sintieron unas pisadas
sobre la grava que se acercaban a ellos. Maldonado se giró y el contraluz le
impidió ver con claridad sus rostros.
—Segarra… —musitó, sin que el otro lo oyera.
—¿Le importaría alejarse de la tumba de mi hija? —preguntó el
comisario, vestido de traje. A su lado iban dos hombres. Uno de ellos era el
chico de la fotografía, el mismo que Marla había reconocido. El otro era el
inspector Del Hierro.
La tensión era palpable entre ellos. Notó el nerviosismo de Marla al
moverse, la tensión que petrificaba su cuerpo y al fin encontró la conexión
con ese chico.
El hijo de Segarra era también un agente de policía. El mismo con el que
se había cruzado anteriormente.
No entendía cómo había dejado pasar aquella señal. La había tenido
delante todo ese tiempo.
Allí estaban, frente a él, los tres hombres encargados de limpiar la ciudad
de maleantes.
—Buenos días, inspector… —le dijo a Del Hierro, que lo observaba con
desprecio—. La ciudad es un pañuelo.
—Estábamos dando una vuelta —intervino la secretaria y agarró del brazo
al detective—. Ya nos íbamos.
La expresión de los tres no se relajó, pero guardaron silencio, a la espera
de que se marcharan.
Abandonaron el cementerio, sintiendo la mirada punzante del comisario
en sus nucas y subieron al coche.
—Ya sabemos quién está detrás del ataque a Berlanga.
—Estás hablando del comisario Segarra.
Sacó el móvil y marcó el teléfono del inspector, pero no logró localizarlo.
—Será mejor que nos vayamos… Tengo que reunirme con Ledrado lo
antes posible. Sabía que Del Hierro era quien estaba detrás de la
investigación.
—La próxima vez, asegúrate de guardar la conversación en una nota de
voz —dijo y le pidió el teléfono. Después le mostró un icono—. Esta
aplicación registra el sonido y lo guarda en un servidor remoto. No lo olvides.
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—Eso es ilegal. ¿Lo has hecho antes?
—Nunca sabes cuándo necesitarás esas conversaciones…
—¿Desde cuándo ha florecido en ti ese lado tan retorcido?
—Lleva cuidado, Javier —dijo con voz maternal y preocupada por la
situación—. Sin Berlanga, presiento que algunas cosas están cambiando y
puedes correr peligro…
—Sé cuidarme solito, Marla. Para bien o para mal, nos guste o no… la
vida es un constante cambio.
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—Tampoco me dijiste que su hijo trabaja contigo.
Ledrado arqueó las cejas.
—Conmigo y con el resto del Cuerpo. ¿De qué va esto, detective?
—¿Has hablado ya con Del Hierro?
El policía negó con la cabeza.
—Te gustará saber que me he tropezado con Segarra y con su hijo, juntos,
en el cementerio del sur, acompañados de Del Hierro… Créeme, no hay duda
de que los tres están metidos en el caso, inspector. Estoy convencido de que
son quienes mataron a esos hombres, además de manipular el informe de
Ulloa, las pruebas de balística y silenciar a esa mujer.
—Echa el freno, sabueso.
—Pero sin tu ayuda, no puedo ir a ninguna parte…
A Ledrado le costaba digerir lo que oía.
—No lo harás, ¿te estás oyendo? —preguntó, avergonzado—. Es un
disparate lo que dices. Lo de asesinato múltiple, incluyendo a un policía, así
que déjalo estar y olvídate del asunto.
Pero el tono inquisitivo no podía frenar al detective.
—Un padre haría lo que fuese por una hija…
—Maldonado, no eres policía.
—Segarra pagó los servicios de Cristal para que esta se hiciera pasar por
su hija… ¡Por su hija muerta! Y orquestó los asesinatos, uno a uno,
poniéndolos en manos de Del Hierro y de su hijo… De ahí los fallos que
cometieron. Por eso, Cristal vino a mí y por esa razón guardaba mi tarjeta en
el bolso. De alguna manera, descubrió lo que estaban haciendo y vino
buscando ayuda. Si aún no te parece retorcido el asunto, tienes un problema…
—¿Cómo sé que puedo creer lo que dices?
—He hecho mi trabajo.
—Esto no tiene sentido. No sé cómo te habrás informado, pero Segarra es
el comisario. Nadie, con un cargo así, en su sano juicio…
—Berlanga sigue conectado a un tubo para respirar. Si te parece, puedes
meterte tu código de lealtad por el culo…
Por primera vez en su vida, encontró a un inspector desarmado, frágil y
confundido. Imaginó la batalla interna que estaría librando en ese momento,
contemplando cómo su ejemplo de conducta ardía como un hereje en su
corazón. Tal vez él no lo viera, pero Maldonado era consciente de que Segarra
no era el policía ejemplar, sino un bastardo dolido y con sed de venganza.
Tras el largo silencio, se fijó en el inspector, que no había tocado el vaso
de refresco.
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—¿Estás bien?
—No te metas, detective. Ya has hecho suficiente —dijo, sin más
explicación y le regaló una palmada en el hombro—. Aclararé lo que ha
sucedido. Seguro que existe una explicación diferente a la que cuentas.
—Ledrado, espera, carajo…
Pero no le dio opción para responder.
El policía dio media vuelta y desapareció por la esquina.
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A la altura de la facultad de Ciencias Políticas, un agente de Policía
Nacional le dio el alto.
«Estupendo, la secreta», dijo, arrogante, y redujo la velocidad.
Lo habitual era que alguna patrulla circulara por allí en busca de camellos
que trapicheaban con droga para vendérsela a los estudiantes, así que tan solo
esperó que no le cayera una multa. El agente le obligó a echarse a un lado,
bajo una farola de luz amarilla que iluminaba bien poco. La noche invernal
volvía el campus todavía más oscuro, debido a los árboles del parque.
Por el espejo observó la silueta del agente acercándose a él con una
linterna en la mano.
—Buenas noches, caballero —saludó, apuntándole con la luz en el rostro.
Maldonado giró la vista.
—Baje eso, por Dios… No soy un criminal.
—¿Me enseña la documentación, por favor?
—Claro… —dijo y abrió la guantera—. No debe de andar muy lejos,
espere…
—Lleva un faro fundido.
—Pues no lo sabía… Me lo acaba de decir usted.
—Ya…
Maldonado sacó toda la basura del salpicadero y los papeles arrugados
que almacenaba en la guantera. Primero, aparecieron paquetes de tabaco
arrugados y vacíos. Después, folletos de bares, periódicos, cajetillas de
chicles… El policía comenzó a impacientarse.
—Le juro que la tengo en alguna parte.
—La documentación, si es tan amable.
—Por supuesto —contestó y le mostró el carné de identidad.
—Ábrame el maletero, si es tan amable.
—Si es por lo del faro, lo arreglaré…
—Ya me ha oído.
—Está bien, está bien… —murmuró, apagó el motor y bajó del Golf con
las llaves en la mano. A unos metros divisó el otro vehículo en la oscuridad.
En el interior esperaba un segundo agente. Siguió la orden y deseó que el
control terminara lo antes posible. No quería más problemas con ellos.
Metió la llave en la cerradura y abrió la puerta trasera.
—Como puede observar, no hay nada. ¿Puedo marcharme ya?
—Me temo que no —dijo y apagó la linterna.
El detective notó un extraño acento en su forma de hablar que le resultó
cercano. Después se dirigió a él, bajo la oscuridad y reconoció esa mirada: era
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el hijo de Segarra. Rápidamente, sus ojos se dirigieron a la cintura del policía.
Antes de que lograra darse la vuelta, un brazo lo sujetó por el cuello,
inmovilizándolo y echándolo atrás. Luego un paño húmedo le tapó las fosas
nasales y la boca. Canalizó la rabia en resistencia para deshacerse del segundo
que lo sujetaba e intentó golpearle con el codo, pero el fuerte olor del éter
volvió sus músculos más y más pesados, hasta adormecerlo por completo.
Lo siguiente que vio, fue el cielo estrellado, silencioso, rodeado de árboles
negros y el resplandor de una luz amarillenta que se apagó lentamente.
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Despertó por los agudos pinchazos de la jaqueca. Sintió las gotas de sudor
frío bajo la camisa, empapándole el pecho y la camiseta interior de tirantes.
Le dolía pensar, como también respirar y le molestaba la claridad al abrir los
ojos. Aturdido, intentó moverse, pero las muñecas le rozaban con un plástico
que se le clavaba en la piel. Llevaba el abrigo puesto. Reconoció su propia
fragancia característica, formada por nicotina y colonia varonil. Intentó dar
una respiración más profunda y llenar los pulmones, pero el aire estaba
viciado y el olor a humedad era fuerte. La humedad no era propia de Madrid,
siempre y cuando no estuviera a ras de suelo. Supuso que debía de
encontrarse cerca del Manzanares. Intentó moverse con los pies, pero sufrió el
dolor en los tobillos y comprendió que estaba atado de pies y manos.
Cuando logró abrir los ojos, avistó un tubo de luz en el techo, que
parpadeaba, a punto de fundirse. No había ventanas, ni puertas, así que
calculó que estaría en el sótano de algún edificio. La luminosidad le permitía
alcanzar unos metros. Luego, todo se convertía en penumbra.
Si se agitaba demasiado en la silla, lo más probable era que diese de
bruces contra el suelo, perdiendo así la poca movilidad que aún tenía.
Primero pensó que no lograría abandonar aquel zulo quedándose allí
parado. Optimista, se alegró de que no le ataran las muñecas por detrás del
respaldo de la silla, lo cual le permitía moverse hasta que la flexibilidad
marcara los límites. Con fuerza, estiró los brazos hacia el bolsillo del pantalón
donde guardaba el teléfono móvil. Lo sacó con maña, utilizando el dedo
índice y encendió la pantalla. Comprobó la hora. Eran las dos de la
madrugada.
«El éter debió de ser fuerte», musitó, recordando las últimas imágenes
antes de desmayarse.
Estaba convencido de que los cachorros de Segarra lo habían encontrado.
Su final estaba cerca y Madrid amanecería con un nuevo titular en la sección
de sucesos, siendo él esta vez el protagonista.
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Desplazó el bloqueo con la yema del dedo y buscó el número de Ledrado
en la agenda, pero allí abajo no había señal telefónica. Entonces oyó unos
pasos que se acercaban desde lo lejos. Observó el menú de la pantalla y se fijó
en un botón rojo que había junto al resto de las aplicaciones. Lo pulsó y abrió
la grabadora que Marla le había instalado. Si le ocurría algo, aquel sería el
único testimonio.
Activó la grabación y guardó el terminal en el pantalón.
Una puerta se abrió, una sombra se acercó a él y después la acompañó una
segunda presencia. La luz alumbró sus rostros con debilidad.
Maldonado, que seguía aturdido, reconoció las dos caras que tenía
enfrente. Por algún motivo, no le sorprendió encontrarse con ellas.
—Qué cosas, ¿verdad? —comentó el hijo de Segarra, vestido con una
sudadera con capucha y unos pantalones negros. Poco se parecía al policía
uniformado con buenos modales—. Dile a un hombre que no puede hacer
algo, y moverá cielo y tierra para conseguirlo… Somos más predecibles de lo
que creemos.
—Tu padre debe de estar orgulloso de ti. De tal palo, tal astilla.
El policía miró a Del Hierro, que era el tercero en discordia. Maldonado
comprobó que, entre los dos, existía un juego de roles. Del Hierro supervisaba
las acciones del novato, como si estuviera examinándolo.
—Esto se podría haber evitado. Ya no eres policía —respondió el
inspector—. Este asunto no va contigo.
—Sabía que estabas en esto, desde que te vi —explicó. Debía medir las
fuerzas y las palabras. Tenía la boca seca, necesitaba un trago de agua—.
¿Creías que no me iba a enfadar?
El joven se rio, pero el inspector no. Maldonado se preguntó quién de los
dos sería el más descerebrado.
—Berlanga se metió donde no debía. Quiso remover el pasado y seguir
los pasos de Ulloa… y, mira… Ahora tenemos un drama innecesario y una
esposa infeliz. Parece mentira que no aprendieras la lección.
—Me pregunto qué ganáis con esto.
El comentario les cambió la cara a los policías.
—Defender el honor de las mujeres como mi hermana, que han sido
víctimas y a las que han destrozado la vida por completo —respondió
Segarra, acercándose a él y mirándolo con asco desde arriba—. Aunque no lo
comprendas, le hacemos un favor a la sociedad, limpiándola de escoria
innecesaria. ¿Acaso eres consciente del daño que produce uno de esos hijos
de puta cada vez que pisa la calle?
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—Para esos sois policías, ¿no? Para detenerlos y que la Justicia haga su
trabajo.
—¡No! —bramó furioso y lo señaló con el dedo—. El sistema es una
mierda que los defiende y los cuida. ¡Tú lo sabes bien! Esa basura merece
morir aplastada como lo que son, gusanos… Nadie los echará de menos,
nadie llorará por ellos… En el fondo, a nadie les importa lo que sientan, pero
a todos nos preocupa que sigan ahí fuera.
—Estoy de acuerdo contigo, pero sabes que esto no funciona así.
—Por eso les proporcionamos el derecho a sufrir como sus víctimas y la
obligación de pudrirse en el infierno.
Presintió que el discurso enlatado del chico sería una reproducción literal
de las palabras de su padre, aunque con menos énfasis y bilis acumulada.
Entendía su dolor y sus motivos para hacerlo, pero matando a un criminal, se
convertía en otro. Sin embargo, no le tenía ninguna clase de estima ni
tampoco le daba pena. Ambos cargaban una lista de crímenes propia de un
sanguinario profesional.
En silencio, echó un vistazo a Del Hierro, que no parecía conectar con la
conversación y eso le preocupaba un poco. Era probable que fuera quien lo
torturaría.
«El que menos habla, menos siente».
Debía ganar tiempo antes de que le arrancaran las uñas.
—Esto no saldrá bien. Habéis dejado demasiados cabos sueltos… Ulloa,
Berlanga, ahora yo… Habrá más, ya lo creo. Si desaparezco, Ledrado me
buscará.
—No vas a desaparecer.
—¿Os habéis puesto creativos?
Los dos se rieron. Era como si ya hubiesen oído esa frase antes. Tal vez el
miedo era lo que hacía a las personas predecibles y repetitivas.
—Te tomaba por un tipo más inteligente.
—Suelo decepcionar.
—Es tarde —respondió Del Hierro, dándole un toque de atención al
compañero—. Se acabó la conversación. Tenemos que movernos.
—Vaya, ahora eres tú quien da las órdenes…
El inspector respondió con un puñetazo que lo impulsó hacia atrás,
haciéndole ver las estrellas y dejándolo en el suelo. El rostro le ardía y sentía
el frío del pavimento en el otro lado de la cara. Movió la lengua y sintió el
sabor metálico de la sangre y un incipiente dolor en la mandíbula. Por suerte,
aún no había perdido ningún diente.
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El policía lo incorporó del suelo sin ningún cuidado y volvió a sentarlo en
la silla.
—Me vais a matar como a Ulloa.
—No lo dudes —respondió Del Hierro, sonriente, frotándose los nudillos
—. Y como a Berlanga.
Las palabras removieron las tripas del detective que aún coleaba.
—Ese os costará más.
—Es probable que no vuelva a hablar —agregó Segarra.
—Maldito cabronazo…
Furioso, intentó levantarse de la silla, pero el joven agente lo sentó y le
propinó un golpe en la boca del estómago. Se le escapó un grito seco, casi
ahogado y cerró los ojos para contener el dolor.
—Ya me he cansado. Vamos a llevarlo directamente al coche. Duérmelo.
Segarra sacó el pañuelo y el bote de cloroformo con el que lo había
dormido y se dispuso a noquearlo de nuevo.
—Yo que tú no lo haría… —murmuró, jugando su última carta.
—No le escuches y hazlo —insistió Del Hierro.
—Si no doy señales de vida en las próximas horas, se harán públicos una
serie de documentos que relacionan a tu padre con la muerte de esa prostituta.
—No le hagas caso, Segarra. Voy a hacer que se calle de una jodida vez.
Me tiene harto.
—¡Espera! —gritó y le hizo un gesto con la mano para que se detuviera
—. ¿Qué has dicho?
Maldonado suspiró y sus ojos cobraron un brillo diferente. El farol había
funcionado y Segarra había mordido el señuelo.
—Antes quiero hablar con tu padre.
—Eso no sucederá.
—Entonces, puede que yo muera, pero será él quien ocupe las portadas de
los periódicos. Créeme que os recordarán por lo que habéis hecho.
Jugar a ser los buenos bajo el capote y la protección del comisario, había
sido divertido hasta ese instante. Pero la vida se podía complicar en cuestión
de segundos, albergando la posibilidad de un futuro muy turbio. No había
peor divertimento en una cárcel, que un policía con expediente criminal.
—Mi padre no va a venir aquí para hablar contigo —respondió,
finalmente.
El otro no se inmutaba. Era como si no fuese la partida con él.
Maldonado asintió con la cabeza y suspiró.
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—Los galones de papá no os servirán en el patio de la cárcel… Con
suerte, os pondrán una placa en el pasillo de la fama.
—Estoy cansado de escuchar gilipolleces —dijo el inspector y sacó la
pistola—. Déjame terminar con esto.
Parecía haber esperado ese momento toda la noche.
—A ti también te traicionará, Del Hierro.
—Cierra el pico —dijo y le apuntó a la cara. Después cargó la primera
bala en la recámara y le clavó el cañón entre las cejas—. Nunca me has
gustado, Maldonado. Ledrado dice que eres un jodido bocazas, pero yo pienso
que tu problema es otro muy distinto…
—Ah, ¿sí? —preguntó, con el acero marcando su frente—. ¿Y cuál es?
—Que no sabes cuándo quedarte callado.
Antes de que disparara, Segarra lo mandó callar y le pidió que bajara el
arma. Algo estaba cambiando dentro de él y Maldonado lo podía notar en su
forma nerviosa de moverse. Después se acercó y lo miró fijamente.
Sacó el teléfono móvil, buscó un contacto y le mostró la pantalla.
En ella aparecía el nombre de «Papá».
—Él decidirá qué hacemos contigo.
—Que así sea… —murmuró, sin desviar los ojos de su rostro. Solamente
rezó para que el aparato siguiera grabando la conversación—. ¿Tenéis un
cigarrillo? Esta será mi última voluntad.
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Maldonado daba caladas al cigarrillo que sujetaba entre los labios. Segarra
marcó el número de teléfono y dejó el terminal en el suelo con el altavoz
encendido. Expectantes, los tres hombres aguardaron varios tonos hasta que
una voz ronca se escuchó al otro lado.
—Te he dicho mil veces que no me llames a este número… —reprendió
el comisario, cansado, como si hubiera despertado de una pesadilla. Después
hizo un silencio largo y se le oyó desplazándose de ubicación hasta que
regresó al aparato—. ¿Qué sucede? Espero que sea urgente.
—Lo es…
—Comisario Segarra, no nos han presentado todavía… —comentó
Maldonado, alzando la voz para que el aparato recogiera sus palabras.
El comisario reaccionó con un carraspeo y el detective intuyó que ya lo
daba por muerto a esas horas.
Era su única oportunidad para sonsacarle una declaración irrefutable.
—¿Qué es esto?
—Lo sabe todo y amenaza con publicarlo si nos deshacemos de él —
intervino el hijo, haciendo un esfuerzo por contener la ansiedad que
acumulaba en su voz.
—Comisario, soy Del Hierro. Deme la orden y acabemos con esto de una
vez. Este pringado no es una amenaza.
—Tengo un hijo más inútil de lo que imaginaba… —comentó, sin
alterarse—. ¿No ves que ese idiota intenta confundirte? Jamás dejaría flecos
sueltos. Recuerda quién soy, quiénes somos y por qué lo hacemos.
—Eso, no olvides tu linaje, chico… —añadió Maldonado, burlándose de
los dos.
Antes de que terminara de reír, Del Hierro no dudó en responderle con un
sonoro sopapo que le picó hasta en la sesera. El cigarrillo cayó al suelo por el
impacto y la ceniza se esparció por sus pantalones.
—Carajo… No sabéis aceptar una broma…
—¿Qué hacemos con él?
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—Ya lo sabéis.
—Déjemelo a mí, comisario.
—¿Y si lo que dice es cierto? —preguntó el hijo—. Esa ramera se lo
contó todo. Te dije que era una equivocación.
—¡Cierra la boca! ¡Te está confundiendo, tarado!
—Su hijo tiene razón… No debió intimar demasiado con esa chica. La
conocía demasiada gente. Si me pasa algo, todo el mundo sabrá lo retorcido
que es su cabecita, contratando a una dama para que se haga pasar por su
difunta hija… Cuando menos, demencial.
—¿Por qué sigue hablando esa rata inmunda?
Maldonado miró a los dos hombres, que atendían la conversación con
desconcierto.
—Podéis hacer conmigo lo que queráis, pero lo cogerán, Segarra… La
muerte de Ulloa dejó demasiados cabos sueltos… y estos llevarán a su hija, a
los asesinatos y a Berlanga… Lo que han hecho es injustificable.
El comisario reaccionó con una carcajada siniestra por el altavoz. Tanta
confianza desalentó al detective.
—Hay que tener muchas agallas para decir eso en su situación,
Maldonado…
—¿A cuántos policías está dispuesto a fusilar?
La pregunta cayó en un silencio perturbador. Segarra aguardó unos
segundos antes de emitir una respuesta.
—No lo matéis… Este idiota tiene razón.
—Me alegra que lleguemos a un entendimiento…
—Se me ha ocurrido algo más brillante.
El hijo del comisario cogió el teléfono del suelo, desactivó el altavoz y se
lo puso al oído. El inspector se acercó a Maldonado con una mordaza para
taparle la boca.
—Entiendo… Perfecto —dijo el joven agente—. Te avisaré cuando haya
terminado. Adiós.
Del Hierro le tapó la boca, impidiéndole hablar. Había subestimado al
comisario, quien tendría siempre un plan de emergencia a mano. La había
pifiado, pensó, teniendo en cuenta de que no lograría salir de ese agujero por
su propio pie. Callado, maniatado y amordazado, se convertía en un maniquí
pesado. Lo peor de todo era que no tenía la más remota idea de cómo se iban
a deshacer de él, y eso lo ponía en un grave apuro.
—Esta vez no habrá cloroformo.
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Del Hierro desapareció de su campo de visión y una fuerte sacudida le
golpeó la nuca, dejándolo inconsciente al instante.
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le provocaba un fuerte latigazo en la cabeza, aumentando la jaqueca. La
tensión comenzó a ahogarlo. Si no salía de allí, pronto estaría bajo el agua y
moriría ahogado.
Poco a poco, los hombres desaparecieron del espejo retrovisor. Advirtió la
primera embestida cuando el vehículo entró en el agua y comenzó a
sumergirse en el pantano. La profundidad de la laguna hizo que el turismo se
hundiera en cuestión de segundos. A lo lejos logró oír unas sirenas de Policía,
pero el ruido se cortó en cuanto el agua cubrió todo el coche. Por la ventanilla
no veía nada más que un azul turquesa borroso que se oscurecía más y más.
«Si rompo la ventanilla, moriré ahogado», pensó cuando sintió el agua
helada humedeciendo sus pies. Estaba sucediendo más rápido de lo que había
calculado. La fuerza del agua rompió el vehículo y se adentró en la carrocería.
El nivel del líquido aumentaba con rapidez y ahora le alcanzaba el pecho.
No sintió miedo, ni tampoco pena por marcharse.
«No puedes temer a la muerte cuando ya no te queda nada», dijo y cerró
los ojos, dispuesto a dejarse llevar por el destino que le había tocado sufrir.
Pasaría rápido, pensó, pues una vez que se ahogara, no sentiría nada más.
En el escaso tiempo que tuvo para pensar, se acordó de Marla, de
Berlanga y de su colección de novelas policíacas. Eso fue todo, nada más y se
lamentó por no haber tratado mejor a las únicas dos personas que realmente le
importaban en la vida. Le hubiese gustado contarle la verdad a Marla, haber
sido más generoso y amable con ella. Hubiese deseado comenzar otra vez
todo.
«Ni morirás joven, ni dejarás un bonito cadáver, pero te has divertido
intentándolo», reflexionó antes de relajar los músculos, ya paralizados por el
agua, que le alcanzaba la barbilla.
El agua le acarició los labios. El fin estaba cerca. El telón se cerraba y la
función terminaba. Se imaginó a alguien llevando una corona de flores
bonitas a su funeral.
Cuando estaba ya casi desconectado de la realidad, oyó un crujido
molesto cerca de su cabeza. Abrió los ojos, pero todo estaba borroso bajo el
agua, aunque logró ver lo suficiente como para no perder la esperanza de
seguir con vida.
Aún debía seguir luchando.
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Un sueño eterno. Esa fue la sensación que tuvo cuando despertó lentamente
del letargo. La temperatura era agradable, cálida, aunque no calurosa. De
pronto, una silueta femenina asomó por la puerta de la habitación. Marla se
retiró con un movimiento automático, instintivo, como si intentara ocultar la
intimidad que les unía.
—Espero no interrumpir —dijo la esposa de Berlanga, con una apariencia
mejorada.
Movió los dedos de la mano derecha y sintió el tacto de un tejido suave.
Le dolían los ojos. Era como si nunca los hubiera utilizado. Sus últimos
recuerdos eran vagos. Pensó que había sido una pesadilla de las que se tarda
en salir. Creyó que había muerto ahogado en el interior de ese coche, pero no
era así. Levantó los párpados con esfuerzo, notando cómo la visión se tornaba
más clara con el paso de los segundos. Lo primero que vio fue una melena
anaranjada y el rostro de porcelana de una muchacha, sentada a un escaso
metro de la cama. La reconoció al instante. Esa silueta estaba grabada a fuego
en su memoria. Tan pronto como reaccionó, Marla se levantó del sofá y se
acercó a él para sujetarle la mano.
Era consciente de que estaba en un estado lamentable y que la secretaria
no sentía más que pena y preocupación por él, pero hacía tiempo que una
mujer no lo tocaba de esa manera.
—¿Estás despierto?
—Supongo que esto no es aún el infierno… ¿Dónde diablos estoy?
Los ojos claros de la chica lo miraron con ternura. Se sentía dolorido,
como si le hubieran dado una buena tunda.
—Lleva cuidado, por favor —dijo ella—. Te han roto dos costillas.
—¿Solo? No es para tanto…
—Menudo susto me has dado, Javier.
Él suspiró y la observó en silencio. En ocasiones como aquella, lo mejor
era quedarse callado. Se dio cuenta de que su mano seguía sujetándole los
dedos. Esa joven valía demasiado como para seguir solucionando sus
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problemas, pero no iba a desprenderse de ella tan rápido. Sus razones tenía y
eso era lo que más le asustaba. Como muestra de agradecimiento, le apretó la
mano a modo de corresponderla.
—Marla…
—¿Sí? —preguntó, aleteando la mirada, expectante a sus palabras.
—¿No tendrás un cigarrillo?
De pronto, la ilusión desapareció en los ojos de ella.
—Estás en un hospital. Está prohibido fumar.
Maldonado dio un vistazo por la habitación en busca del teléfono.
—Quiero salir de aquí… —comentó, intentando arrancar el cable del
gotero—. Hay un asunto que debo resolver antes de que sea demasiado tarde
para todos…
—Escucha, Javier…
—No tengo tiempo para explicaciones. Debes ayudarme y confiar en lo
que digo…
—No puedes ir a ninguna parte.
—Al carajo con los médicos. Es importante, Marla. Ayúdame a quitarme
esto… No sabes de lo que hablas…
—El inspector Ledrado se ha hecho cargo de todo.
De pronto, se quedó quieto y no opuso más resistencia.
—Ledrado… —repitió y recordó las últimas imágenes, antes de salir a la
superficie. Su mente seguía con lagunas.
—Las conversaciones que grabaste, el testimonio del comisario Segarra y
de su hijo… —explicó, tranquilizándolo—. El inspector Ledrado lleva ahora
la investigación y el juez del caso ha aprobado la orden de detención
preventiva.
—Pero, es imposible… El teléfono se quedó en el coche.
Ella negó con la cabeza y después sonrió.
—No, no lo es… La aplicación guardaba una copia de las grabaciones en
un servidor remoto… —aclaró, apaciguando los nervios—. De este modo
pudimos recuperar los datos.
—¿Eso es posible?
—Sí… Intenté explicártelo, pero…
—¿Han detenido al comisario Segarra y a sus hombres?
Ella asintió, sonriente.
—Vaya… Esa sí que es una noticia.
—En absoluto —respondió Marla y regresó al sofá.
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—Me he enterado de lo que ha sucedido —dijo Clara—. Estaremos
siempre en deuda contigo.
—Gracias por venir a verme, Clara, pero ha sido cosa de Ledrado.
La mujer dio un paso al frente, intentando ocultar la emoción, pero una
lágrima salió de su ojo derecho y le bajó por el rostro.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Marla.
La esposa de Berlanga agachó la cabeza con una sonrisa.
—He venido por otro motivo… Miguel ha despertado, Javier —
respondió, dejando que las lágrimas se manifestaran junto a la sonrisa de
alegría—. La doctora dice que se recuperará. Pronto volverá a casa.
Maldonado sintió un fuerte latido en el pecho.
Se giró hacia Marla y le tendió el brazo.
—Sácame de aquí. Quiero ir a verlo ahora mismo.
—Pero, no puedes caminar, Javier.
—Busca una maldita silla de ruedas, pero tengo que ver a Berlanga ahora
mismo.
Marla miró a Clara y ambas encontraron la complicidad en sus miradas.
—¿Qué hago con él? —preguntó la secretaria.
—No se puede hacer nada —contestó la otra mujer, riéndose.
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—Dejaste demasiadas pistas como para que mirara a otra parte… Primero,
Ulloa, luego tú… El caso Valdivia… Segarra acumulaba demasiado odio por
la muerte de su hija… Espero que aprenda a curarlo en la cárcel…
No llegó a terminar la frase porque alguien abrió la puerta de la
habitación. Maldonado se giró para ver quién era.
—¿Inspector? —se presentó Ledrado, vestido de uniforme—. Acabo de
escuchar la noticia.
Los ojos del inspector se cruzaron con los del detective. Pensó en
quedarse allí, como si perteneciera al equipo, pero comprendió que ese ya no
era su sitio y que debía dejarlos hablar en privado. Echó las manos a las
ruedas y se dispuso a salir, no sin antes despedirse de su amigo.
—Te veré pronto, Miguel. Cuídate.
Luego salió de la habitación, pasando por delante de Ledrado.
—Inspector…
—Gracias —dijo Ledrado y cerró la puerta.
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—Tiene un morro que se lo pisa.
—Mi amigo ha despertado, ¿sabe? El policía…
—Me alegro por él. Llamaré a alguien para que lo suba a su planta.
—No tan rápido, señora, espere unos minutos…
—¿Unos minutos, a qué?
—A veces, la vida no es más que una espera en la que uno se para a
observar…
Ella dio un respingo y suspiró.
—Le diré algo y no se lo repetiré —respondió, tajante—. Tengo que
visitar a un paciente en esa habitación. Cuando salga, no quiero volver a verle
aquí, ¿me oye?
—Como el cantar de los gorriones.
—De lo contrario, tendrá un problema conmigo. Y le aseguro que nadie
quiere tener problemas conmigo en este hospital.
En el fondo, como él, nadie quería estar allí, ni por asomo.
Inmediatamente, la puerta del cuarto de Berlanga se abrió. Ledrado lo
encontró por sorpresa, como si no lo esperara allí.
—¿Tienes un minuto?
—¿No deberías estar en tu habitación?
—Recibo un trato especial en este hospital —dijo y señaló las
empuñaduras de la silla—. Anda, sácame a dar un paseo. Necesito un poco de
aire fresco.
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—Me dejas más tranquilo.
—Sé que el fin no justifica los medios, pero nunca sabremos quién estuvo
de parte de quién.
Ledrado se acercó a él y le dio una palmada en la espalda, antes de
despedirse.
—Recupérate y tómate unas vacaciones. Te vendrán bien.
—¿Estás preparado para lo que viene?
—No lo sé, pero tampoco me preocupa. Mis emociones son la última
prioridad.
Lo que dijera Maldonado a partir de entonces, era irrelevante para el
inspector.
En los siguientes días, tendría que lidiar con una presión desmesurada:
medios de comunicación, opiniones de terceros, abogados, jueces,
comentarios en el trabajo, vacíos personales, persuasiones, intimidaciones
para que cambiara de opinión y que así diera un paso atrás y un largo etcétera
de maquiavelismo, con distintos fines e intereses. Tumbar a Segarra no iba a
ser tan sencillo, pero, si aún quedaba un poco de fe en la Justicia, Ledrado era
la persona adecuada para ir hasta el final.
Cuando se dispuso a marcharse, Maldonado giró la silla hacia él.
—Inspector…
Ledrado se detuvo y giró la cabeza.
—¿Sí?
—¿Puedo pedirte un último favor?
—Inténtalo.
—Acuérdate de ella cuando estés en el juicio.
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temporada entre rejas, sin excepción alguna. La investigación comandada por
Ledrado presentaba pruebas fehacientes para meterlos unos cuantos años
entre rejas, por muy buenos abogados que tuvieran. No obstante, en los
procesos, como en las finales de Champions, nunca se podía predecir nada,
por mucho que uno confiara en la superioridad de su equipo.
El terminal vibró sobre la mesa.
Los dos miraron la pantalla.
—Cógelo tú —dijo y se lo pasó a la secretaria—. Diles que me he muerto.
—¡Javier!
—Cuéntales lo que sea para que me dejen tranquilo.
Ella cogió el teléfono y canceló la llamada.
Él la miró inquieto.
—¿Qué haces?
—Lo que me has pedido.
—Marla, ¿y si era importante?
—Necesitas unas vacaciones.
—No, lo que me vendría bien es trabajar.
—Nos llueven las ofertas de trabajo. Probablemente, ahora seamos la
agencia más famosa de Madrid.
—¿Más que la Agencia ALCÁZAR?
—Por supuesto…
—Pero…
—Rechazas todos los encargos que nos llegan.
«Porque no son casos reales», se dijo para sus adentros, sin ánimo de
ofenderla. Marla tenía razón y de ese modo no iban a ninguna parte. Pero le
costaba superar el caso de Cristal.
De alguna manera, se sentía en deuda con ella.
Se levantó con cuidado, aún dolorido por las dos costillas que le habían
fracturado y pidió la cuenta.
—¿A dónde vas?
—Necesito que me hagas un favor —dijo y le entregó las llaves de su
coche—. Es hora de cerrar un capítulo.
Una hora más tarde, Maldonado sujetaba un ramo de flores frente a uno de los
muchos nichos del cementerio. El tránsito de visitantes era escaso,
descontando al personal de mantenimiento, que siempre merodeaba sin
molestar. Algo en su interior lo obligaba a darle un último adiós. No entendía
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las razones que albergaban en su interior, pero tampoco necesitaba
comprender algo, ni asegurarse de que todo debía tener un sentido racional.
En ocasiones es mejor así. No hacen falta respuestas para todo. Tan solo basta
con decir adiós y seguir adelante. Para él, la vida también representaba
impulsos guiados por una fuerza externa. Los mismos que lo arrastraban a la
más profunda oscuridad eran aquellos que podían sacar su lado más humano.
La mujer, abandonada a su suerte, había sido enterrada de manera austera,
apilada en una pared de cemento que parecía un armario enorme,
compartiendo un espacio común con las otras personas que descansaban a su
alrededor.
—¿Sabes, Marla? Dicen que todos somos iguales, pero yo no lo creo
así…
—Yo tampoco lo creo.
—Somos seres complejos, construidos de maneras diferentes. Supongo
que eso nos hace únicos y especiales… —continuó. Ella escuchaba en
silencio, sin interrumpirle—. Nos obsesionan los vacíos, los cabos sueltos… y
por eso ansiamos querer saberlo todo de alguien… Jamás conocí a esta mujer,
en lo que se refiere a su pasado, pero hizo algo que marcó su vida y la mía…
—Últimamente, estás tan intenso…
—Le prometieron esperanza, un futuro mejor… y prefirió arriesgar su
vida para salvar la mía… No podemos juzgar a alguien por lo que creemos
que es, sino por cómo es con nosotros.
Maldonado bajó el ramo para dejarlo en el suelo. Marla le sujetó el brazo
para que mantuviera el equilibrio y después le ayudó a incorporarse.
Las nubes grises cubrían el cielo y un viento helado comenzó a soplar de
la nada.
—Será mejor que nos vayamos —comentó ella, alzando la vista—. Se
avecina tormenta.
El detective se fijó en la mujer que tenía a su lado, y sintió que las
palabras que había pronunciado resonaban más que nunca en él. Por
desgracia, las cosas no eran tan sencillas y en ellos dos habitaban seres tan
complejos que era mejor si no chocaban.
Encendió un cigarrillo en el más absoluto silencio, haciendo sonar la
piedra del mechero como si estuviera golpeando dos rocas. Dio una larga
calada y exhaló. Se sentía vivo, aunque fuera por unos segundos, y consciente
de que el humo lo mataría lentamente. Después de todo, seguía allí y no
importaba lo que sucediera, porque Marla siempre estaba cerca. Todavía
estaba a su lado.
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Al fin y al cabo, era lo único que necesitaba en esos momentos.
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PABLO POVEDA (Cartagena, 1989) es escritor, profesor y periodista. Autor
de más de doce libros, incluyendo La Isla del Silencio, El Profesor o Don.
Vive en Alicante donde escribe todas las mañanas. Cree en la cultura sin
ataduras y en la simplicidad de las cosas.
«Periodista licenciado que pisó un diario para preguntar dónde estaba el aseo,
toqué en una banda de pop, grabé un siete pulgadas y un puñado de
canciones. Salí en MTV, revistas y diarios, me hice fotos con famosos y
dormí en habitaciones de hoteles con sábanas limpias. Recorrí parte de
Europa, me congelé en el Mar Báltico y dejé la vida convencional para
perseguir mi sueño de escritor».
Autor finalista del Premio Literario Amazon 2018 y 2020 con las novelas El
Doble y El Misterio de la Familia Fonseca.
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