Con Estas Palabras Del Apóstol Pablo

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Con estas palabras del apóstol Pablo, 

que el Concilio Vaticano II cita al comienzo de la


exposición sobre la bienaventurada Virgen María, deseo iniciar también mi reflexión sobre el
significado que María tiene en el misterio de Cristo y sobre su presencia activa y ejemplar en la
vida de la Iglesia. Esta misma plenitud señala el momento en que el Espíritu Santo, que ya
había infundido la plenitud de gracia en María de Nazaret, plasmó en su seno virginal la
naturaleza humana de Cristo. 

La Iglesia, confortada por la presencia de Cristo, camina en el tiempo hacia la consumación de


los siglos y va al encuentro del Señor que llega. Tomo estas palabras tan densas y evocadoras
de la Constitución Lumen gentium, que en su parte final traza una síntesis eficaz de la doctrina
de la Iglesia sobre el tema de la Madre de Cristo, venerada por ella como madre suya
amantísima y como su figura en la fe, en la esperanza y en la caridad.

Este « preceder » suyo a la venida de Cristo se refleja cada año en la liturgia de Adviento. Por
consiguiente, si los años que se acercan a la conclusión del segundo Milenio después de Cristo
y al comienzo del tercero se refieren a aquella antigua espera histórica del Salvador, es
plenamente comprensible que en este período deseemos dirigirnos de modo particular a la
que, en la « noche » de la espera de Adviento, comenzó a resplandecer como una verdadera «
estrella de la mañana ». En efecto, igual que esta estrella junto con la « aurora » precede la
salida del sol, así María desde su concepción inmaculada ha precedido la venida del
Salvador, la salida del « sol de justicia » en la historia del género humano. 

Nos prepara a esto el Concilio Vaticano II, presentando en su magisterio a la Madre de Dios en


el misterio de Cristo y de la Iglesia. Sólo en el misterio de Cristo se esclarece plenamente su
misterio. 

María es la Madre de Dios, ya que por obra del Espíritu Santo concibió en su seno virginal y dio
al mundo a Jesucristo, el Hijo de Dios. Así pues, mediante el misterio de Cristo, en el horizonte
de la fe de la Iglesia resplandece plenamente el misterio de su Madre. A su vez, el dogma de la
maternidad divina de María fue para el Concilio de Éfeso y es para la Iglesia como un sello del
dogma de la Encarnación, en la que el Verbo asume realmente en la unidad de su persona la
naturaleza humana sin anularla. 

En efecto, María, como Madre de Cristo, está unida de modo particular a la Iglesia, « que el


Señor constituyó como su Cuerpo ». El texto conciliar acerca significativamente esta verdad
sobre la Iglesia como cuerpo de Cristo a la verdad de que el Hijo de Dios « por obra del Espíritu
Santo nació de María Virgen ». 

En las presentes reflexiones, sin embargo, quiero hacer referencia sobre todo a aquella «


peregrinación de la fe », en la que « la Santísima Virgen avanzó », manteniendo fielmente su
unión con Cristo. De esta manera aquel doble vínculo, que une la Madre de Dios a Cristo y a la
Iglesia, adquiere un significado histórico. 

Su excepcional peregrinación de la fe representa un punto de referencia constante para la


Iglesia, para los individuos y comunidades, para los pueblos y naciones, y, en cierto modo, para
toda la humanidad.

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