El Estado III

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El Estado III

El abordaje de esta lectura debe entenderse de manera integral. La mera división de


títulos y acápites representa una forma de organización, pero no que los términos
analizados puedan ser estudiados de manera aislada ni como compartimentos
independientes, los unos de los otros.

El Estado argentino

Referencias
LECCIÓN 1 de 2

El Estado argentino

Desde la Revolución…

En nuestro devenir histórico ese momento se remonta al 13 de mayo de 1810, cuando una fragata inglesa
hizo puerto en Montevideo, trayendo las noticias del triunfo napoleónico en territorio español. La razón de
elegir este momento recae en reconocer la necesaria participación de los actores políticos externos a
Buenos Aires, sobre todo a la Banda Oriental, que tendrá una injerencia directa en las tensiones ideológicas
entre unitarismo y federalismo.

Este hito conllevó la agitación política en la región, que en cuestión de días se plasmó en la reunión del
Cabildo de Buenos Aires, donde hacia el 22 del mismo mes se avizoraba una incipiente división ideológica: la
de aquellos que querían sostener la dependencia con la Corona española y la de aquellos que estaban a
favor de formar un gobierno independiente.

Es por todos conocido el debate encrudecido en aquel Cabildo y no es la intención de esta lectura abarcar
más que lo que se ha comentado al respecto, pero es necesario detenerse en la argumentación de dos
juristas: Manuel Genaro de Villota y Juan José Paso.

Villota, fiscal de la Real Audiencia de Quito y fiscal en lo criminal y Protector de Naturales de la Real
Audiencia de Buenos Aires basó su argumentación en defensa del poder español, sosteniendo que Buenos
Aires no podía por sí sola atribuirse la representación de toda la América española (Lohman Villena, 1922, p.
157). Los criollos se presumieron vencidos ante este argumento, pero este fue refutado por un discípulo de
Villota, el abogado Juan José Paso. Reconoció que un solo Cabildo no podía decidir por sí solo, pero debido a
la urgencia de la decisión, se subsanaría ese defecto estableciendo un gobierno provisorio que luego se
transformaría en definitivo, cuando pudiera hacerse la consulta general. Haciendo uso de teorías del derecho
privado sostuvo que, en tanto los representantes de los demás Cabildos reconocieran lo actuado por el de
Buenos Aires, se perfeccionaría el acto llevado a cabo en el puerto del Plata.
Los hechos que siguieron forman parte de los hitos que conocemos desde los primeros días de nuestra
escolaridad.

Pero no dejemos de observar la postura sostenida por Paso en respuesta a Villota, al sostener que los
cabildos deberían refrendar lo actuado por el de Buenos Aires, poniendo a todos en un mismo status jurídico.
Este es el primer antecedente de la posterior discusión que signa nuestro desarrollo institucional. 

Con el debate respecto de la independencia saneado, uno nuevo se erigía como obstáculo en las relaciones
entre las provincias y Buenos Aires: ¿unitarismo o federalismo?

En ese marco, una vez formada la Primera Junta y posteriormente la Junta Grande, no será hasta 1813 que
se corte definitivamente con la dependencia –al menos formal– respecto de la Corona española.

En efecto, la convocatoria a la Asamblea Constituyente en 1813 representó la posibilidad de discutir los


modelos de gobierno que se proponían para esta parte de la “América del Sud”, pero debido a las
necesidades geopolíticas, la sanción de un documento constitutivo definitivo se hará esperar cuatro

décadas1.

La batalla ideológica reinante, sumada a las necesidades constantes para sostener los resultados de la
independencia, arrojaron diversos modelos constituyentes, reflejando aquellas posiciones bien distinguidas
luego de 1810 respecto de la forma en la que debía diseñarse la incipiente Nación. Por un lado, aquellos que
perseguían un diseño unitario y, por otro, los que proponían la descentralización del poder, reflejando la
distribución territorial existente en unidades locales de gobierno denominadas, en su mayoría, “provincias”,
que en los años venideros aseguraron sus intenciones en diversos instrumentos previos a la sanción de la
Constitución Nacional.

Entonces, entendida la importancia de los cabildos y las provincias, se configuran las causales sostenidas
por Alberdi en sus Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina (2012),
que justifican la adopción del federalismo.

[1] Derrota de Napoleón e inminente invasión por parte del ejército español (Vilcapugio y Ayohuma).
Forma de Estado y de gobierno

Según el artículo primero de nuestra Constitución Nacional, “La Nación Argentina adopta para su gobierno la

forma representativa republicana federal”2, (teniendo en cuenta que la redacción de esta declaración trae
consigo la necesidad de aclarar algunas distinciones) y según la literalidad de la norma, “representatividad”,
“republicanismo” y “federación” hacen a la forma de gobierno.

¿Podemos decir que forma de Estado y de gobierno pueden entenderse sin distinciones? La respuesta es
negativa. Debemos distinguir entre una y otra, puesto que la forma de Estado es una división territorial y la
forma de gobierno es la elección de los canales que se usarán para el desarrollo de las políticas públicas.

[2]Art. 1, Ley 24.430 (1994). Constitución de la Nación Argentina. Honorable Congreso de la Nación Argentina.

Recuperado de https://bit.ly/30hYIY6

I. El Estado federal

Como vimos en el breve análisis efectuado a lo largo de las lecturas precedentes, la caída de los gobiernos
monárquicos luego de las revoluciones de los s. XVIII y XIX, trajo consigo el desarrollo de varias teorías que
tuvieron como objeto limitar el poder del gobierno.
Dichas teorías recalaron en los revolucionarios de nuestra incipiente Nación, desatando a su vez diversas
tensiones, que arrojan como resultado el actual diseño de repartición de competencias, que aún refleja
aquellas viejas discusiones, como si el tiempo se hallase detenido pero en constante ebullición. 
A su vez, la experiencia integracionista que originó nuestro Estado central3, remarca la importancia de las
soberanías de los Estados miembros, que también discutían por medio de las armas el modelo político a
seguir. Si bien la denominación actual de nuestra forma de Estado alude a la facción vencedora en las
disputas, la centralización real de las competencias de gobierno hacen de nuestra forma federativa un
híbrido al que debemos admirar: buscaron crear un perfecto Atlas que sostenga nuestra Nación y en
cambio obtuvieron un monstruo digno de alguna novela de ficción.
Así resulta en la práctica, puesto que la negociación del texto constitucional reflejó el poderío –o la
pobreza– de cada uno de los gobiernos representados. El resultado: la sanción de la Constitución histórica
mediante la cesión de competencias a un gobierno central por encima de los ya existentes y la reserva de
algunas competencias propias de cada gobierno provincial –cuya característica más significativa es el
reconocimiento de la existencia de los regímenes municipales en las constituciones provinciales–4.
Entonces, el tiempo llevó a las provincias a reafirmar en sus instrumentos constitutivos la división de
poderes y la forma representativa de gobierno, por ser requisitos indispensables para que el gobierno
denominado “federal” garantice el pleno ejercicio de las facultades locales. Ahora bien, debemos entender
qué diferentes subsistemas rigen a lo largo y ancho del país: asambleas legislativas formadas por una
única cámara de representantes provinciales o también bicamerales; órganos jurisdiccionales
especializados o con facultades multifuero; gobernaciones con alto grado de descentralización de poder u
otras con escasos ministerios, etcétera.
No obstante estas diferencias, se presume la igualdad de todas las unidades de gobiernos provinciales
representadas en el Senado de la Nación. Pero la igualdad formal no alcanza.
Habiendo recorrido las variables que justifican la conformación de nuestro Estado bajo el sistema
federativo, con sus órdenes de gobierno establecidos en la Constitución Nacional y reafirmados en las
Constituciones provinciales, debemos analizar la realidad de los gobiernos locales.
Para ello debemos entender que el extenso territorio nacional abarca la segunda geografía de Sudamérica y
no obstante ello nuestro país carece de una población acorde a su extensión territorial. Esto ocasiona que
el desarrollo industrial –entre otros factores– sea escaso y que los centros urbanos que ofrecen mayores
ofertas en el campo laboral alberguen la mayor cantidad de habitantes que migran en busca de
oportunidades.
Entonces, si tomamos una radiografía de nuestro país, mostraría una fuerte mancha que refleja la
concentración poblacional hacia Buenos Aires, que para ser contrarrestada necesitaría la sumatoria de las
provincias de Córdoba, Santa Fe, Mendoza, Entre Ríos, Tucumán y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires –
sin dejar de mencionar la interacción directa que hay entre ésta y la Provincia que la rodea
geográficamente5–.
Esta cuestión genera un desarrollo ineficiente de las provincias que, a su vez, se encuentran atadas a la
repartición de los fondos provenientes de la facultad impositiva, cuya normativa tiene jerarquía
constitucional, pero que desde la reforma de 1994 se encuentra sin reglamentar.
Respecto de los caracteres del federalismo argentino, recordemos que fueron abordados en la lectura
anterior, a la que nos remitimos.

[3] Dice Hernández, en Federalismo y Constitucionalismo Provincial, que este modelo es resultado de la
agregación de Estados previamente independientes que dan origen a uno nuevo, como puede ser el ejemplo de
los Estados Unidos de América y los Estados Unidos Mexicanos. (Hernández, 2009)
[4] La Constitución de 1853 reconocía la existencia de los regímenes municipales en su artículo 5°, que no estaba
previsto en el modelo alberdiano propuesto en sus Bases…. La razón de ser de esta norma se puede rastrear en un
antecedente legislativo. El modelo de repartición de competencias se reafirmó posteriormente, luego de la
reforma de 1860 y la adhesión de Buenos Aires. Más adelante, con la creación de nuevas provincias y
últimamente con la creación de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, se utilizó el mismo modelo de repartición
con algunos matices.
[5] Datos del censo 2010. Resultados provisionales: cuadros y gráficos. Total del país. Población por sexo, tasa de
variación intercensal, según provincia. Años 2001 – 2010.

II. La forma de gobierno



Habiendo distinguido entre forma de Estado y de gobierno, debemos abordar ahora la cuestión del
republicanismo y la representatividad.
En ese sentido, el ideario ateniense de democracia en el ágora –aún con sus limitaciones y exclusiones por
todos conocidas–, las concepciones autonomistas del ser humano –hijas del Renacimiento– o los
ensayos de repúblicas en Gran Bretaña, fueron algunas de las cuestiones que nutrieron el pensamiento de
los diversos artífices que fundamentaron, de una manera u otra, la nueva forma de gobierno a lo largo y
ancho del mundo. La Argentina no fue excepcional al respecto.
¿Pero se han cumplido las máximas de aquellos pensadores? ¿Podemos hablar de autogobierno real?
¿Podemos sostener que la democracia presupone igualdad? ¿Cuántos privilegios esconde el actual
sistema democrático?
El objetivo de esta sección de la lectura es resumir brevemente los principales argumentos de una de las
piedras angulares donde reposa el sistema democrático moderno: la idea de representación política.

La formación de la voluntad popular: ¿soberanía o imposición?

La influencia de autores como Rousseau, Kant, o Sieyès –por mencionar solo a algunos, todos ellos con

diversos enfoques respecto de la soberanía y la voluntad6–, aportaron a la concreción de un concepto que


se ha cristalizado con el nombre de soberanía popular, que implica la ruptura con el viejo orden natural-
religioso impuesto en los sistemas monárquicos que legitimaba las decisiones de manera unilateral y sin
posibilidad de crítica. Ahora el poder político reside en la soberanía del pueblo. Pero ¿qué entendemos por
pueblo?

Ante la complejidad que supone aproximar una respuesta a este interrogante, recurriremos a lo sostenido
por Giovanni Sartori (2012, pp. 34 y ss.), donde se aproxima a seis posibles conceptos de pueblo: i)
como  todos; ii) como  pluralidad aproximada; iii) como populacho; iv) como totalidad indivisible; v)
como mayoría absoluta y; vi) como mayoría moderada.

Si bien podríamos generar algún tipo de crítica sobre las seis concepciones de pueblo que aporta el autor
italiano, las mismas nos sirven para observar a los sistemas como entes dinámicos, que pueden ir variando
sus caracteres en el tiempo y utilizando los matices conceptuales mencionados. En ese sentido, es
necesario volver a la idea que los pioneros de la filosofía política postrevolucionaria tenían de pueblo. 

Primero, para ellos el pueblo era solo una porción de la totalidad de quienes habitan los territorios a gobernar,
en ese sentido pensar al pueblo como totalidad es falaz. Segundo, gran parte del pueblo carece de las
posibilidades mínimas para el desarrollo, ergo, las cuestiones políticas están distantes y la pluralidad es un
anhelo. Tercero, la desconfianza a las masas va a llegar a limitar el ejercicio de los incipientes derechos
políticos, por lo que en ese sentido podríamos entender que pueblo es el común de la gente que dista de las
decisiones de gobierno. Cuarto, debido a las tensiones que atravesaron los procesos que instauraron los
regímenes republicanos, pensar la cuestión como totalidad indivisible es inútil. Por último, las mayorías,
sean absolutas o moderadas, también generan complicaciones en tanto siempre hay exclusiones. No
obstante, son las cuestiones que más arraigo han tenido en el desarrollo de los diversos sistemas
democráticos.

En efecto, para mitigar estos matices se enfrentó la necesidad de formar reglas de gobierno consensuadas
por los nuevos detentadores del poder.

Ahora bien, estas reglas de gobierno por consenso reflejaron la imposibilidad de formar asambleas donde se
oyeran las voluntades individuales de la sociedad en su conjunto, dando paso a los mecanismos de
representación política que se arrastran hasta hoy en día y que reflejan lo que, a mi entender, presupone la
mayor asimetría del sistema: la no representación de intereses minoritarios.

En ese sentido la soberanía popular –sea lo que ello signifique–, madre de la voluntad reflejada en las
normas de convivencia del nuevo orden, se encontró sujeta a distintos procedimientos funcionales,
erigiendo como gobierno a representantes de sectores privilegiados que distaban de satisfacer los reclamos
de la sociedad en pleno. La alarma a esta cuestión fue descripta por Tocqueville en su misión a los Estados
Unidos, a la que advirtió como “tiranía de la mayoría”7.

Frente a esta cuestión, ¿podemos sostener que la representación política pueda entenderse como
argumento fundamental para el sistema democrático o implica la imposición de gobernantes que no
representan verdaderamente nuestros intereses?

Para responder esta cuestión vamos a abordar –solo dos– cuestiones que pretenden legitimar el modelo:
imposibilidad y desconfianza.

En la nueva democracia naciente y a través de la obra de varios de los autores que la fundamentan, incluso
hasta nuestros días, podemos encontrar diversos justificantes en pos del concepto de gobierno por
representación. Por la extensión de esta monografía, voy a rescatar solo dos aspectos relevantes: i) el
principio de la imposibilidad y ii) la cuestión de la desconfianza en la participación política.
[6] Los principales aportes al estudio de la teoría política de Rousseau, Kant y Sieyès pueden resumirse en lo

siguiente: el primero, en su Contrato Social, propone el pacto que representa el reconocimiento de que lo universal

es más importante que lo particular. Anteponiéndose así la justicia al instinto y lo social sobre lo natural,

superando el estado de naturaleza, donde es preciso obedecer la voluntad general como expresión de la libertad

para de esta manera obedecernos a nosotros mismos. El segundo desarrolla, desde la filosofía, el concepto de

autonomía de la voluntad que sirve como argumento para el autogobierno. Por último, el tercero aporta la

concepción del tercer Estado como superación de los antiguos estamentos gubernamentales. Este tercer Estado

es el único capaz de darse su ordenamiento fundamental.

[7] Se interroga el autor de La democracia en América:

Considero como impía y detestable la máxima de que, en materia de gobierno, la mayoría de

un pueblo tiene el derecho a hacerlo todo y, sin embargo, sitúo en la voluntad de la mayoría el

origen de todos los poderes. ¿Estoy en contradicción conmigo mismo? (Tocqueville, 2015, p.

257).

La imposibilidad como límite a la democracia directa

La cuestión de la “imposibilidad” de un autogobierno directo ha sido sostenida por diversos autores a lo largo
de la historia. Si bien casi todos ellos poseen diferentes aproximaciones a dicho problema, sostienen que –
por diversos motivos– resulta inviable la participación directa de todo el pueblo, como también la
imposibilidad de que exista un órgano que contenga y refleje las voluntades de toda la comunidad. Veamos
tres argumentos sobre el tema, abordados por diferentes autores en contextos distintos.

Un punto de partida en torno a la imposibilidad de gobierno directo es sostenido desde la teoría


contractualista: 

Puesto que en un Estado libre todo hombre, considerado como poseedor de un alma libre,
debe gobernarse por sí mismo, sería preciso que el pueblo en cuerpo desempeñara el
poder legislativo. Pero como esto es imposible en los grandes Estados, y como está sujeto
a mil inconvenientes en los pequeños, el pueblo deberá realizar por medio de sus
representantes lo que no puede hacer por sí mismo. (Montesquieu, 1980, p. 145).

El autor, en su Del espíritu de las leyes, reconoce la libertad de un ser autónomo, demostrando así la
influencia de la filosofía kantiana. Este ser, también libre para reunirse en asamblea y dictar sus propias
reglas de juego, se ve limitado debido a la extensión del Estado –y también dejando en claro que aún en las
pequeñas extensiones territoriales, el pueblo se halla imposibilitado de formar asambleas para legislarse–,
justificando la necesidad de recurrir al gobierno por medio de la representación.

Por su parte, J. S. Mill sostiene una aproximación al Estado social ideal que requiere de la participación de
todo el pueblo: 

Es evidente que el único gobierno que satisface por completo todas las exigencias del
estado social es aquel en el cual tiene participación el pueblo entero... Pero puesto que en
toda comunidad que exceda los límites de una pequeña población nadie puede participar
personalmente sino de una porción muy pequeña de los asuntos públicos, el tipo ideal de
un gobierno perfecto es el gobierno representativo. (1990, p. 282).

Una particularidad: entre Montesquieu y Mill han pasado un centenar de años.

Por último, en el siglo XX, Hans Kelsen sostuvo que:

 
Solo en la democracia directa, que, dada la magnitud de los Estados modernos y la
diversidad de sus fines no puede encarnar en ninguna forma política viable, es factible la
creación de una ordenación social por acuerdo de la mayoría de los titulares de derechos
políticos mediante el ejercicio de éstos en la Asamblea del pueblo. (1934, p. 47).

Ante la clara afrenta de esta presunta imposibilidad en contra de la democracia directa, me adelanto a uno
de los interrogantes que intentaré resolver en las conclusiones de ésta monografía: ¿es posible hablar de
autogobierno, frente a las dimensiones los Estados modernos?

La desconfianza: ¿republicanismo o aristocracia?

La cuestión de la imposibilidad y su consecuente necesidad de gobernar por medio de la representación


política trajo aparejado otro interrogante: ¿quiénes deberán ser los representantes?

En tal sentido, la desconfianza de dejar el nuevo modelo en manos de cualquiera también desveló a los
pensadores que delimitaron las bases del pensamiento político liberal. En ese sentido, James Madison –
quien ya justificaba las ventajas del modelo de democracia representativa en el siglo XVIII por oposición a la
“imposible” democracia directa– observando la degeneración en la que habían caído las democracias

antiguas debido a la eterna lucha entre “facciones”[8], sostuvo que el sistema representativo resultaba
novedoso, en tanto permitía ampliar la idea de democracia a grandes territorios. 

Ahora bien, esta nueva forma de gobierno, a la que denominaron "república", suponía encontrar remedios que
mitigaran los excesos y las desviaciones de la democracia directa reunida en cuerpo legislativo, recurriendo

a la elección periódica de representantes.[9] Entonces este procedimiento que surgió como una de las
formas de evitar el desbarranco del sistema, nos acerca a una de las respuestas que los clásicos
encontraron a la pregunta que nos hicimos anteriormente: los que deben representarnos serán los virtuosos,
los mejores. Una élite despojada de las pasiones y los enfrentamientos cabales que reinaban en el común
de la población.
En consonancia, los derechos políticos se encontraban reducidos entre estos grupos privilegiados, por lo

que estas élites alternaban de manera mínima o casi nula en las instituciones políticas, 10 generando
sectores excluidos de la participación en el gobierno y, por ende, sin proyecciones ni posibilidades de lograr
el tan deseado fin último, heredado de las revoluciones liberales que proclamaban, entre otras cosas, la
libertad, la igualdad y la fraternidad de la sociedad.

Retomando la obra de J.S. Mill, podemos encontrarnos con una de las primeras críticas al sistema clásico
heredado del liberalismo. En ella se plantea que la ampliación de derechos políticos para promover la
inclusión de sectores desventajados –alcanzando una mínima participación por medio del voto universal–
haría valer los intereses que hasta entonces quedaban relegados. (1865).

No obstante, la imposibilidad de los sectores minoritarios de formar parte del gobierno, sigue latente. En
resumen, la clase política es una aristocracia que se valida por medio del voto popular.

[8] Dice Madison:

Por facción entiendo cierto número de ciudadanos, estén en mayoría o en minoría, que actúan

movidos por el impulso de una pasión común, o por un interés adverso a los derechos de los

demás ciudadanos o a los intereses permanentes de la comunidad considerada en conjunto.

(2014, p. 36).

 [9] Nos ilustra Baños, J. (2006, p. 37):

Se suponía que la elección de representantes mediante elecciones imparciales y frecuentes

permitiría elegir a los mejores miembros de la sociedad y a los ciudadanos más aptos para la

tarea legislativa. Por otro lado, se consideraba que la toma de decisiones en el seno del poder

legislativo permitiría aislar a los representantes de la política de los intereses y de las

facciones. Para Madison, el efecto de la delegación del poder en los representantes sería el de

refinar y ampliar las opiniones públicas pasándolas por la deliberación en el parlamento. Creía

que la gran ventaja de la representación era que, mediante la capacidad de discutir y deliberar

los asuntos públicos, los representantes podían alejarse de consideraciones parciales y

facciosas y adoptar las mejores decisiones en favor del interés común, (El Federalista, núm.
10).

[10] Basta con observar los firmantes de la Declaración de la Independencia en 1776, o los que rubricaron la

Constitución 1787 y contrastarlos con los primeros nombres de la política estadounidense, para presumir que la

rotación de las élites en el poder era más bien una excepción al principio republicano de alternancia en el poder.

Las cuestiones en acción

Observando brevemente el desarrollo de estos tópicos que argumentan y dan motivos para sostener como
mejor forma de gobierno a la democracia representativa, ¿podemos decir que tuvieron influencia en nuestro
sistema de gobierno? 

Para tratar de obtener una respuesta, recurriremos al texto original de nuestra Constitución Nacional,
sancionada en 1853, que en su artículo 22 –aún vigente- norma: 

El pueblo no delibera ni gobierna, sino por medio de sus representantes y autoridades


creadas por esta Constitución. Toda fuerza armada o reunión de personas que se atribuya

los derechos del pueblo y peticione a nombre de éste, comete delito de sedición.11

Recordemos que la imposibilidad analizada anteriormente estaría configurada en la propia distribución


territorial de nuestra incipiente nación. Debemos mencionar también la imposibilidad de deliberar contenida

en la norma, lo que incluso pareciera estar en contra del modelo actual de división territorial12.
Por otra parte, nada decía el texto originario respecto de la forma de canalizar la participación política,
haciendo alusión a la desconfianza que se tenía de las facciones políticas –hasta entonces el partido
unitario y el partido federal– que representaban intereses sectoriales y contrapuestos. Se reserva así la
concesión de participación política a las regulaciones que el propio Congreso –en caso del gobierno
federal– sancionase al efecto. No será hasta mediados del s. XX que el voto cumplirá con la ansiada
universalidad promovida por Mill y recién en 1994 los partidos políticos tendrán mención en el texto
constitucional.

[11]Art. 22, Ley 24.430 (1994). Constitución de la Nación Argentina. Honorable Congreso de la Nación Argentina.

Recuperado de https://bit.ly/30hYIY6

[12] En el proyecto de Constitución que Alberdi adjuntó a sus Bases… se hallaban disposiciones similares, en los

artículos 25 y 26, con la diferencia de que la prohibición de deliberar estaba limitada a las fuerzas armadas, de

las que también se desconfiaba por ser factor constante de rupturas institucionales.

III. La arquitectura de gobierno: el sistema presidencialista



La cuestión de la arquitectura institucional que adopta nuestra Constitución suele tratarse en conjunto con
la forma de gobierno, pero para su estudio pormenorizado hemos decidido abordarla por separado, en tanto
que podríamos jugar a pensar una arquitectura diferente, sin modificar el texto del artículo primero que
vimos anteriormente. Por lo tanto, el sistema presidencialista es una característica de la forma de gobierno,
y no una forma en sí misma.
Habiendo formulado las críticas a la democracia representativa, debemos ahora entender que ésta puede
presentar diversas variables en la práctica. Los sistemas democráticos de gobierno pueden ser
clasificados según vayan acentuando sus componentes de índole presidencialista o sean más
parlamentarios. 
Empezaremos describiendo al sistema parlamentario puro, en el que el gobierno –representado por el Jefe
de Estado– depende enteramente de la confianza del Parlamento, habiendo entre ambos una división de
funciones pero no una división de poderes. Generalmente se da una relación de dependencia recíproca, ya
que el Parlamento puede destituir al gobierno en cualquier momento y a su vez el gobierno puede disolver
el Parlamento y llamar a nuevas elecciones. 
En este sistema puro la Jefatura de Estado es ejercida por un funcionario, monarca o presidente, que no es
elegido popularmente sino que es hereditario o designado por algún procedimiento indirecto, generalmente
con participación del Parlamento. La forma pura se va desvaneciendo en la medida en que se dificulta la
censura del Parlamento al gobierno, con lo que el gobierno va adquiriendo mayor independencia del
Parlamento.
También puede ocurrir que el Presidente o monarca tenga mayores funciones que las meramente
simbólicas de representar al Estado –por ejemplo, cierta discrecionalidad en la elección del primer ministro
en situaciones de empate o en algunos otros casos–.
En el marco de las clasificaciones encontramos las formas mixtas de gobierno cuando además de un
Primer Ministro encargado de las funciones de gobierno y con responsabilidad parlamentaria (que se ejerce
a través del voto de confianza o censura), hay un Presidente elegido directamente por el pueblo. Este tiene
ciertas funciones directas de gobierno –como ocurre en Francia con la defensa y las relaciones
exteriores–, además de la función de designar al primer ministro. Esta función no es moralmente formal
cuando el Presidente tiene control de una mayoría parlamentaria, que de tal modo dará confianza o no
censurará al primer ministro que designe.
Este sistema mixto se va transformando en un sistema presidencialista atenuado cuando las funciones de
gobierno son primariamente del Presidente y el primer ministro, aun cuando puede ser censurado por el
Parlamento, tiene sólo las funciones que aquél le delegue. 
Por último, estamos frente a un sistema presidencialista puro, como el de Estados Unidos y la mayoría de
los países Latinoamericanos, cuando los ministros–exista o no uno que sea el jefe de gabinete– duran
según la discrecionalidad del Presidente, más allá de que haya un procedimiento de confianza o de
censura, siempre que la primera sea incondicionada, o muy dificultosa en el caso de la segunda.
La Argentina se encuentra ubicada en el extremo del presidencialismo más acentuado: tenemos un
hiperpresidencialismo. Esto no es casualidad sino que fue pensado así explícitamente por Juan Bautista
Alberdi en el proyecto originario de Constitución, apartándose conscientemente del modelo norteamericano
y siguiendo en esto a la Constitución chilena que regía en la época.13
El apartamiento del modelo norteamericano hacia un presidencialismo todavía más exagerado del que rige
en ese país se manifiesta en varios aspectos de la Constitución de 1853/60 que hoy nos rige. Por ejemplo
el que no sea necesario el acuerdo del Senado –a diferencia de Estados Unidos– para designar a los
miembros del gabinete. O que tampoco haya censura parlamentaria, aún dificultosa, de tales miembros,
como ocurre en varias constituciones latinoamericanas, sino una tenue interpelación sin mayores
consecuencias. Otro aspecto es que el Presidente pueda dictar el estado de sitio con el Congreso en
receso, teniendo entonces el poder hasta para detener a la gente sin juicio previo. También que, según la
interpretación que se ha hecho del artículo sexto de la Constitución, el Presidente tenga, bajo ciertas
circunstancias, la facultad de intervenir provincias o que el período parlamentario sea excesivamente breve
y sólo el Presidente esté autorizado a convocar al Congreso a sesiones extraordinarias para tratar los
temas que él fije, etcétera.
Pero este exceso de facultades del Presidente, según el mismo texto de la Constitución, se fue ampliando
en la práctica por interpretaciones concesivas de los tribunales y por una serie de circunstancias fácticas.
Por ejemplo:

la doctrina de las "cuestiones políticas" de la Corte Suprema14, que implicó que los tribunales
debieran abstenerse de examinar la forma en que actúa el Presidente en una serie de cuestiones
como la declaración y aplicación del estado de sitio; 

la intervención federal; 

la doctrina de la delegación de facultades del Congreso al Presidente15; 

la doctrina de los decretos de necesidad y urgencia, que le permite al Presidente asumir funciones
legislativas en ciertas circunstancias; 
la doctrina sobre la competencia de tribunales administrativos que dependen exclusivamente del
Presidente, como los fiscales, los militares y los policiales, habiéndose en un momento hasta
aceptado las facultades legislativas del jefe de policía16.

[13]En el capítulo XXV de las Bases…, su autor decía:


 
Llamaré únicamente la atención, sin salir de mi objeto, a dos puntos esenciales que han de
tenerse en vista en la constitución del poder ejecutivo tanto nacional como provincial. Este es
uno de los rasgos en que nuestra Constitución hispanoamericana debe separarse del ejemplo
de la Constitución federal de los Estados Unidos (…) "Ha de continuar el virrey de Buenos Aires
con todo el lleno de superior autoridad y omnímodas facultades que le conceden mi real título
e instrucciones y las leyes de la India", decía el artículo 2do. de la Ordenanza de Intendentes
para el virreinato de Buenos Aires. Tal era el vigor del Poder Ejecutivo en nuestro país, antes del
establecimiento del gobierno independiente. Bien sabido es que no hemos hecho la revolución
para restablecer ese sistema de gobierno que antes no   existía, ni se trata de ello
absolutamente; pero si queremos que el Poder Ejecutivo de la democracia tenga la estabilidad
del Poder Ejecutivo realista, debemos poner alguna atención en el modo como se había
organizado aquél para llevar a efecto su mandato. El fin de la revolución estará salvado con
establecer el origen democrático y representativo del poder y su carácter constitucional y
responsable. En cuanto a su energía y vigor, el Poder Ejecutivo debe tener todas las facultades
que hacen necesarios los antecedentes y las condiciones del país y la grandeza del fin para el
que es instituido. De otro modo habrá gobierno en el nombre, pero no en la realidad; y no
existiendo gobierno, no podrá existir la constitución, es decir, no podrá haber ni orden ni
libertad, ni Confederación Argentina (…) Chile empleó una Constitución en vez de la voluntad
de un hombre; y por esa Constitución dio al Poder Ejecutivo los medios de hacerla respetar con
la eficacia de la dictadura misma. El tiempo ha demostrado que la solución de Chile es la única
racional en repúblicas que poco antes fueron monárquicas. (2012).

[14] CSJN,"Cullen c/Llerena". Fallos 53: 420. (1893). 


[15] CSJN, “Delfino”. Fallos148:439. (1927).
[16]CSJN, “Bonevo”. Fallos 155:178. (1929).Retractada en CSJN “Mouviel”. Fallos 237:637. (1957).

C O NT I NU A R
LECCIÓN 2 de 2

Referencias

Alberdi, J. B. (2012). Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina.
Buenos Aires: Ed. Losada.

Baños, J. (2006). Teorías de la democracia: debates actuales. En revista Andamios, 2(4).

CSJN, "Cullen c/Llerena". Fallos 53: 420. (1893). 

CSJN, “Delfino”. Fallos 148:439. (1927).

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