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6 Filthy Coach

Sam Carson es un ex quarterback acabado que es más famoso por sus peleas de borrachos y sus vídeos sexuales en Internet que por sus touchdowns. Entonces, ¿por qué mi padre, el dueño de los Atlanta Trojans, contrató a Sam como nuevo entrenador en jefe? ¿Y qué papel espera que yo desempeñe en este peligroso juego?

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6 Filthy Coach

Sam Carson es un ex quarterback acabado que es más famoso por sus peleas de borrachos y sus vídeos sexuales en Internet que por sus touchdowns. Entonces, ¿por qué mi padre, el dueño de los Atlanta Trojans, contrató a Sam como nuevo entrenador en jefe? ¿Y qué papel espera que yo desempeñe en este peligroso juego?

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1º Edición Agosto 2021


©Amy Brent
FILTHY COACH
Serie Chicos Malos, 6
Título original: Filthy Coach
©2021 EDITORIAL GRUPO ROMANCE
©Editora: Teresa Cabañas
[email protected]
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, algunos lugares y
situaciones son producto de la imaginación de la autora, y cualquier
parecido con personas, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en las leyes,
queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita del copyright, la
reproducción total o parcial de esta obra por cualquier método o
procedimiento, así como su alquiler o préstamo público.
Gracias por comprar este ebook
Índice
 
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo11
Capítulo12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Epílogo
Capítulo 1
 
 
 
Sam Carson
¿Qué es lo mejor de ser famoso?, me pregunta la gente a menudo.
Suponen que tener toneladas de dinero en el banco o una flota de coches
exóticos en la entrada de tu mansión de cincuenta habitaciones, o la
adoración de millones de fans, que hace que a una estrella le tiemblen los
dedos de los pies.
Mentira.
Lo que más me gusta de ser famoso, si es que se me puede seguir
llamando así, son las seguidoras: esas señoras, algo ligeras de cascos, que te
chupan la polla por debajo de la mesa en un club nocturno, o que te follan
hasta la saciedad en una caseta del baño de un estadio de fútbol durante el
descanso.
Hay groupies de todas las edades y colores, de todas las formas y
tamaños, todas dispuestas a aceptar lo que quieras darles. En la boca, en el
coño, en el culo; lo que sea.
Para ellas siempre es lo mismo y para mí también.
Hay una cosa que se debe comprender de ellas, que no tienen nada que
ver contigo; al menos no con tu verdadero yo. Todo se relaciona con tu
«yo» famoso, el personaje público que creen conocer, el que ven en la
televisión o en las revistas.
No se tiran o se la chupan al famoso por satisfacción sexual, sino para
presumir ante sus amigas groupies.
«¡Eh, me lo he follado! Deja que te lo cuente», sería su conversación.
Piénsalo, ¿cuántas mujeres pueden decir con sinceridad que se han
follado a un quarterback de la Liga de Fútbol Americano, en el vestuario
del equipo durante el descanso de un partido de los playoffs del campeonato
nacional?
Solo una que yo sepa.
Y lo sé porque fui yo el que se la folló.
No recuerdo su nombre, pero se llevará esos derechos de jactancia a la
tumba. Nadie la creerá cuando cuente la historia, pero no importa porque
ella sabe en su corazón que es verdad.
Cuando se es famoso, independientemente del motivo, las seguidoras
forman parte del juego.
Mick Jagger tiene una fila de ocho kilómetros de veinteañeras excitadas,
dispuestas a follar con él, aunque sea más viejo que el Guardián de la Cripta
y parezca que se está descomponiendo ante nuestros ojos.
Los cantantes, los actores, los deportistas, los multimillonarios, todos
tienen sus fans.
Incluso los asesinos psicópatas tienen mujeres preparadas para tener
sexo con ellos.
Charles Manson sigue recibiendo cartas de amor de mujeres que quieren
tener un hijo suyo, a pesar de que lleva cuarenta y cuatro años encerrado en
la cárcel por asesino en serie.
Los dos hermanos Menéndez se casaron después de ir a la cárcel por
matar a tiros a sus padres.
El puto OJ Simpson consiguió más coños después de matar a su mujer y
a su amiga.
Las groupies no pueden controlarse, hay que comprender que eso forma
parte del encanto y del peligro.
Son como sabuesos. Te olfatean allá donde vayas, siempre al acecho de
un nombre conocido al que poder tirarse, chupar o follar, para luego
colgarlo en Facebook o presumir ante sus amigas de a qué famoso tuvieron
en algún agujero de su cuerpo.
Diablos, en realidad no hace falta ser una gran estrella para que se
sientan atraídas como las abejas por la miel. O las moscas a la mierda.
Solo hay que mirarme.
Soy un tipo guapo, pero no soy millonario; al menos, ya no. Soy más
popular por lo que solía ser que por lo que soy ahora.
Con los años, he notado una degradación de la sensualidad de las fans
que se me acercan. Tal vez sea eso. La calidad de la seguidora disminuye en
proporción directa a la disminución del nivel de fama.
Cuando eres Sammy Carson, el quarterback titular de un equipo de
fútbol universitario clasificado a nivel nacional, o Sam Carson, el
quarterback franquicia de un equipo de la AFL, que juega en la televisión
cada dos domingos por la noche, la calidad de la admiradora es
increíblemente alta.
Pero cuando eres Sam Carson, el ex quarterback cuyo brazo de lanzar se
destrozó en un accidente de coche, lo que prácticamente puso fin a tu
carrera como jugador de la noche a la mañana, y tienes que dedicarte a ser
entrenador solo para mantener un pie en el juego, las seguidoras bajan a la
mitad.
No me quejo. Incluso las pocas que me admiran están mucho más
buenas que las que siguen a la mayoría de los chicos del montón. Se dan
revolcones con cuatro o cinco coños y son felices de conseguirlos.
En los deportes profesionales, las groupies están por todas partes y
juegan en todos los niveles del fútbol.
Cuando yo era el pasador titular de los Nassau College Buccaneers, las
animadoras solían hacer cola fuera del vestuario para ver con cuál pasaba la
noche.
Algunos días, me llevaba a dos o tres a casa, lo que cabreaba al resto del
equipo porque se quedaban con mis sobras.
Lo siento, amigos. Tal vez podáis conseguir que una de ellas os la chupe
en el autobús de vuelta a casa. Si no, podéis abriros camino en el grupo de
ex alumnos que estarían encantados de llevarse a un jovencito a la cama.
Yo soy la estrella y escojo primero. ¡Si no os gusta, que os den por culo!
Cuando me reclutaron en los New York Thunder, las mujeres
comenzaron a surgir de la nada para estar conmigo.
Al convertirme en el quarterback titular del equipo, salía con una mujer
diferente cada noche y tenía que tomarme un día libre, de vez en cuando,
para dar un descanso a mi pobre polla.
Incluso ahora, como entrenador de los Troyanos de Atlanta, con cuarenta
y dos años de edad, todavía me admiran.
«Oye, ¿no eres Sam Carson, el que fue quarterback de los New York
Thunder?», me preguntan con los ojos muy abiertos y riéndose.
«Pues sí, lo fui», respondo con amabilidad. «¿Quieres mi polla en tu
boca o en tu coño?».
Así fue, más o menos, la conversación que mantuve cuando salí de
Atlanta por la Interestatal 16 para orinar. También eché gasolina a mi Land
Rover, de camino a la casa de playa de mi jefe en Hilton Head, Carolina del
Sur.
La chica que estaba detrás del mostrador tendría unos treinta y cinco
años, llevaba el pelo teñido de rojo y tenía un buen par de tetas.
Me miró y me reconoció enseguida.
—Hola, ¿no eres Sam Carson?
Sonreí y moví la cabeza.
—Lo soy.
—Soy Janine —dijo con un marcado acento sureño. Pasó la lengua por
sus carnosos labios—. Me encantan los Troyanos de Atlanta. Apuesto a que
estarás muy guapo ahí abajo, en la banda, con los auriculares puestos.
—Esperemos que sí. —Suspiré, señalando con la cabeza hacia los
surtidores de gasolina y añadí—: He puesto treinta y cinco de gasolina.
Puse los dos paquetes de seis cervezas en el mostrador y le mostré mi
tarjeta de crédito para que me cobrara. Ella la ignoró, me miró con ojos
soñadores y frunció los labios.
Bingo. Alerta de una groupie.
Volví a meter la tarjeta de crédito en la cartera y sonreí.
—Entonces, ¿quieres que te firme las tetas o algo así?
Eso fue todo lo que necesité. Ella se acercó al mostrador sin decir nada
más. Pasó por delante de mí para cerrar la puerta principal y luego me llevó
a la habitación trasera.
La incliné sobre una pila de cajas de cerveza y me la tiré por detrás.
El suyo no era el coño más estrecho en el que la había metido, pero
funcionó.
Diez minutos más tarde, estaba de vuelta en la carretera con un tanque
lleno de gasolina y dos paquetes de seis de cervezas; todo por cuenta de la
casa.
Ya lo dije. Las fans son jodidamente increíbles.
Capítulo 2
 
 
 
Allie Winston
Tardé casi cinco horas en mitad de un intenso tráfico en la interestatal.
Iba desde mi loft, en el centro de Atlanta, hasta la casa de playa de mi padre
en Hilton Head Island, justo en la costa de Carolina del Sur.
Fue un viaje lento, pero disfruté de la paz y la tranquilidad del largo
trayecto. Estaba deseando disfrutar de la soledad de un largo fin de semana
en la playa. Era viernes por la tarde y no tenía que volver a la oficina hasta
el martes.
Pensaba pasar todos los días con la única compañía de varias botellas del
mejor Chardonnay de mi padre y la última novela de John Grisham.
Ni siquiera me iba a llevar un ordenador. Iba a ser la primera vez que me
desconectara en años.
De acuerdo, no estaría totalmente alejada de las redes. Tenía mi iPhone,
pero no se podía esperar que una chica se desconectara de golpe.
Me prometí a mí misma que no navegaría por Internet ni respondería a
ninguna llamada que no fuera de mi padre o de Darcy, mi asistente en
Atlanta.
Ella enviaría un mensaje de texto al 911 si se incendiaba la oficina y solo
me avisaría si se convertía en un infierno que no podía apagar. Mi padre,
que era el dueño del equipo de fútbol profesional de los Troyanos de
Atlanta, estaba en Los Ángeles en una reunión, así que no esperaba saber
nada de él hasta la semana siguiente.
Sinceramente, si no viera, hablara o tuviera noticias de otro ser humano
en los próximos tres días, me parecería bien.
Una vez que salí del horror que es el tráfico de Atlanta y llegué a la
Interestatal 16 este, aceleré mi Audi, puse el último CD de Bruno Mars y
canté a todo pulmón. Me sentía muy bien, como si dejara atrás el mundo y
todos sus problemas, al menos durante unos días.
Conduje sin zapatos y con las ventanillas bajadas. Me encantaba la
sensación del viento acariciando mi cara y azotando mi larga melena rubia.
Era primavera en Georgia. El aire era cálido y húmedo, pero la brisa era
fresca y refrescante cuanto más me acercaba al océano. Miré por las
ventanillas laterales y di un suspiro de felicidad.
El mundo había vuelto a ser verde, después de un invierno aburrido que
me dejó muy necesitada de un descanso.
Lo llamo descanso en lugar de vacaciones porque si no me alejo de vez
en cuando para descomprimirme, soy capaz de romper cosas en la cabeza
de la gente.
Llevo bastante bien el estrés, pero de vez en cuando me afecta. Soy
asesora de imagen y relaciones públicas para una de las principales
empresas de marketing deportivo del país, con sede en Atlanta.
Trabajo sobre todo con deportistas profesionales que juegan en el
sureste, incluidos los que juegan en el equipo de mi padre, los Troyanos de
Atlanta.
Es un oficio estresante, pero me encanta y no puedo imaginarme
haciendo otra cosa. Trabajo con mi padre sin tener que rendirle cuentas
porque es mi cliente, no mi jefe. No me gustaría que fuera de otra manera.
Le quiero mucho, pero nunca podría estar a sus órdenes. Puede ser un poco
abusivo, como dice que hay que serlo si se quiere triunfar en el despiadado
mundo del deporte profesional.
Papá no me estresa, al menos, desde que soy una adulta que ha
demostrado que puedo cuidar de mí misma.
Mi ansiedad la produce mi vida personal; sobre todo, la larga lista de
gilipollas que se cuelan en mi cama y en mi corazón. Suelen ser auténticos
idiotas que tienen miedo al compromiso, o que ya están liados con alguien y
se han olvidado de decírmelo, o son delincuentes convictos que huyen de la
policía, o son homosexuales que quieren experimentar con mujeres. Incluso
pueden ser todo lo anterior.
No bromeo, es tal y como lo cuento.
El último imbécil que ha pasado por mi vida ha sido Brett, el hermano
pequeño de un ex amigo —antes era un amigo— que estaba deseando
conocerme, follar conmigo, robarme la tarjeta de débito y vaciar mi cuenta
corriente.
Al final, la broma fue para él. Mi banco retiene, en el acto, el dinero que
sobrepasa una cantidad determinada; de modo que el bueno de Brett solo
escapó con cien dólares y mi eterno desprecio.
No me habría importado tanto el robo si el sexo hubiera sido bueno, pero
los recién nacidos podían mantener la erección más tiempo que Brett. La
cocaína provoca ese problema y le llaman «Pene de cocaína».
¿Quién lo diría?
Aparté aquellos pensamientos sobre el despreciable culo de Brett y giré
por la interestatal 278. Estaba a menos de treinta minutos de la casa con
vistas a una playa privada, en el lado del océano de Hilton Head Island.
Me moría de ganas de descorchar una botella de vino y hundir los pies
en la arena.
Un fin de semana a solas era exactamente lo que necesitaba para
recuperar la cabeza.
Capítulo 3
 
 
 
Allie
Crucé el William Hilton Parkway, el puente que conecta la isla de Hilton
Head con el continente de Carolina del Sur, justo cuando el sol se ponía en
el oeste, a mi espalda.
Seguí la autopista a través de la isla hasta el lado del Atlántico. La casa
de la playa estaba a poca distancia del campo de golf Port Royal Barony. Si
había algo que papá amaba más que el fútbol, probablemente más que yo,
era el golf. Por eso compró aquella casa; para poder salir literalmente por la
puerta y estar en la casa club de uno de los campos de golf más bonitos del
planeta.
La construcción era bastante modesta para el nivel económico de mi
padre. Valía varios cientos de millones de dólares y vivía en una mansión de
dos mil quinientos metros cuadrados en el condado de Bucks, a las afueras
de Atlanta.
La casa de la playa tenía unos doscientos cincuenta metros cuadrados.
Era una vivienda de campo centenaria que había sido restaurada, y
triplicado en tamaño, añadiendo un segundo piso y un sótano completo.
Tenía cuatro dormitorios, tres baños, una pequeña cocina muy moderna
y una sala de estar, una bodega para vinos y una terraza en la parte trasera,
que estaba separada de la costa por treinta metros de arena blanca.
Como papá era dueño de un equipo de fútbol, y a menudo prestaba la
casa a sus directivos y jugadores, hizo que una empresa de construcción
excavara un sótano completo debajo de la casa para instalar un gran cine y
un gimnasio con todos los aparatos imaginables.
A mí no me gusta esa clase de ejercicio, no sé qué tiene de atractivo
estar levantando cosas pesadas, pero me encanta correr y, a veces, utilizaba
la cinta y la elíptica si llovía o hacía demasiado frío para salir a la playa.
Exhalé un largo suspiro cuando llegué al anochecer y me incliné para
mirar por el parabrisas. Había luces encendidas en la casa, pero no había
coches en la entrada. Las tres puertas del garaje estaban cerradas. Sabía que
papá guardaba un Jeep Wrangler en una de las plazas de garaje para pasear
por la isla en verano, y un par de Skidoos en otra. Por lo general, quedaba
un espacio vacío y ahí era donde normalmente aparcaba yo.
Abrí la consola para coger el mando del garaje, pero no estaba allí.
Fruncí el ceño pensando y pensé que se lo habría devuelto a mi padre
después de mi última visita. Al recordar que tenía mi llave, decidí que
entraría por la puerta principal y abriría el garaje desde dentro.
Salí del coche y contemplé el cielo oscuro y despejado mientras me
desperezaba. El aire era espeso y húmedo, pero una brisa fresca soplaba
desde el océano para darme la bienvenida a la isla.
Contemplé las aguas tranquilas. El único sonido era el de las suaves olas
que llegaban a la orilla. El horizonte estaba inundado de una luz púrpura
que se volvía negra a medida que se observaba la lejanía. No se preveían
tormentas en el horizonte, solo una navegación tranquila por delante.
 

 
Saqué mi bolsa de viaje del maletero y la llevé hasta la puerta. Cuando
llegué al porche, se encendió la luz de movimiento sobre la puerta. Dejé la
bolsa en el suelo y usé la llave para abrir la cerradura. Había un teclado del
sistema de seguridad en la pared, justo dentro de la puerta. Me giré
rápidamente para desarmarlo, pero descubrí que la alarma ya estaba
activada.
Entonces, recordé que había visto luces al llegar y pensé que podría
haber alguien en la casa. Alguien con permiso para entrar o tal vez no. Un
pequeño cosquilleo de alarma subió por mi columna vertebral.
Colgué mi bolso del hombro, metí la mano y saqué el revólver ligero
Smith & Wesson del 38 que llevaba siempre conmigo.
No comulgo con la violencia de las armas, pero si te atacan, hay que
tratar de hacerle razonar. 
Me paré en la puerta abierta y grité para hacerme oír.
—¿Hola? ¿Hay alguien aquí? —Asomé la cabeza para escuchar. La casa
estaba en silencio.
Por supuesto, que la casa estaba tranquila, qué idiota. ¿Acaso esperaba
que el malo asomara y dijera: «Aquí estoy»?
Volví a llamar, pero no obtuve respuesta. Tal vez la última persona que
me visitó dejó las luces encendidas. O tal vez las dejaron encendidas por
seguridad
Apreté la empuñadura de la pistola, respiré hondo y caminé lentamente
por la casa, revisando las habitaciones como hacían los policías en
televisión.
Probablemente tenía un aspecto bastante tonto, pero más valía prevenir
que curar.
Primero comprobé la planta baja, pasando sigilosamente por el salón y la
cocina, el dormitorio y el baño de la planta baja y el lavadero. La puerta del
garaje estaba al lado del lavadero. La abrí y encendí la luz. Como era de
esperar, el Jeep de papá estaba en el compartimento más lejano, y los dos
Skidoos en un remolque estaban en el compartimento central. En el
compartimento más cercano había un Land Rover negro.
Bajé para verlo de cerca. Puse la mano en el capó y noté que estaba
caliente, lo que significaba que el motor no llevaba mucho tiempo apagado.
Alguien acababa de aparcarlo allí.
Lo rodeé. El Rover tenía matrícula de Georgia y una gran pegatina de
los Troyanos de Atlanta en la ventanilla trasera.
Las ventanillas estaban tintadas, demasiado oscuras para ver el interior.
Tenía grandes neumáticos y elegantes llantas cromadas.
Respiré un poco más tranquila. Con toda seguridad, el vehículo
pertenecía a alguien relacionado con el equipo de fútbol de mi padre; lo más
probable es que fuera un jugador, ya que todos los ejecutivos conducían
Mercedes de la empresa.
La pregunta era, ¿por qué estaba el Rover allí?
¿Y a quién demonios iba a encontrar en la casa?
 

 
Continué mi búsqueda en el piso superior, comprobando el resto de las
habitaciones y los baños, encontrándolos vacíos.
La casa tenía dos dormitorios principales con baños individuales, uno en
cada piso.
En el de arriba, había una bolsa de viaje de los Troyanos de Atlanta
sobre la cama. Como vi que estaba abierta, me acerqué de puntillas y miré
dentro.
Había un par de camisetas, un par de bañadores, unos vaqueros, un par
de calzoncillos y calcetines. Un kit de afeitado de cuero negro estaba sobre
la cama, junto a la bolsa de viaje. Abrí la cremallera para ver su contenido.
Encontré artículos masculinos habituales: una maquinilla de afeitar,
crema de afeitar, desodorante, un champú genérico de tamaño de viaje y un
pequeño frasco de colonia Aramis. Me encantaba el aroma de Aramis. Uno
de mis profesores de marketing en la universidad prácticamente se bañaba
con aquel perfume.
Su aroma fue lo primero que me atrajo de él. Acabamos follando como
conejos durante todo un semestre, hasta que me puso una C en su clase.
Me dijo que era una gran folladora, pero muy mala estudiante. Yo lo
comprendí y repliqué, «vamos a follar».
Le hice fotos con su móvil mientras estaba desnudo, atado a la cama con
una mordaza en la boca, y las subí a su cuenta personal de Facebook.
La próxima vez, me das una C, hijo de puta.
Robé su botella de Aramis al salir y nunca más lo volví a ver. Todavía
tengo el frasco. Está en el cajón de mi mesita de noche. Lo saco y lo huelo a
veces, cuando jugueteo conmigo misma en la cama.
No he podido resistirme a tomar el frasco de Aramis del kit de afeitado y
llevármelo a la nariz.
Una voz grave me sorprendió por la espalda y me hizo dar un salto.
—¿Has encontrado algo que te guste?
Me giré rápidamente, con la colonia en una mano y la pistola en la otra.
El hombre que estaba en la puerta con las manos en alto me dejó sin aliento.
Tendría unos cuarenta años, la complexión delgada y musculosa de un
atleta, y el pelo rubio arenoso echado hacia atrás de la frente y cubierto de
sudor. Llevaba unos pantalones cortos de gimnasia y zapatillas de tenis. Su
musculoso torso estaba oscuro por el sol y brillaba de sudor. Sus hombros y
brazos estaban cubiertos de oscuros tatuajes tribales y me recordaba a
alguien con quien había soñado.
Llevaba una toalla enrollada al cuello, sujetando los extremos con las
manos en el aire. Señaló con la cabeza la pistola con la que le apuntaba y
frunció el ceño.
—No tienes que dispararme —advirtió muy serio—. Si quieres llevarte
la colonia, tómala y sigue tu camino.
Me di cuenta de que le estaba apuntando. Miré el arma como si nunca la
hubiera visto, me la llevé a la espalda y dije en voz baja:
—¿Qué? No. Yo...
Sonrió al ver que lo recorría con la mirada. Sus piernas eran musculosas.
Llevaba unos ajustados pantalones cortos de deporte y la parte delantera
sobresalía de forma prominente, lo que me produjo un cosquilleo por todo
el cuerpo.
Me obligué a mirarle a los ojos.
Se pasó la toalla por el cuello y volvió a sonreír. Utilizó su sonrisa como
un arma. Tenía mucho más poder que la pequeña pistola que escondía en mi
espalda.
—Lo siento. Soy Allie Winston. —Forcé una sonrisa nerviosa.
—¿Como Ben Winston? ¿El dueño de los Troyanos?
—Sí, soy su hija.
—¡Impresionante! —Se frotó la mano derecha en la toalla, luego la sacó
y volvió a sonreír—. Soy Sam Carson. El nuevo entrenador de tu padre.
Capítulo 4
 
 
 
Sam
Estaba en el gimnasio del sótano de la casa de la playa de Ben Winston
con los auriculares puestos y los grandes éxitos de Metallica martilleando
mi cerebro.
No podía oír nada más que el trueno del heavy metal y el sonido de mi
propia respiración, mientras terminaba la carrera de ocho kilómetros en la
cinta de correr.
Parecía un cerdo, con grandes gotas de sudor que corrían por mi frente y
goteaban por mi nariz. Llevaba una gruesa toalla alrededor del cuello para
limpiarme la cara y evitar que me quemaran los ojos.
La cinta de correr redujo el ritmo al llegar a la marca de los ocho
kilómetros, pasando de una carrera completa a un trote constante. Pulsé el
control manual para reducirlo a un paseo y me agarré a las asas laterales
para estabilizarme.
Mi mente me reprendió para que siguiera corriendo otros ocho
kilómetros, pero mi corazón y mis pulmones gritaron que ya tenían
suficiente.
«Ya no eres tan joven, Sam», me dijo mi agente hace unas semanas,
cuando llegó la oferta para entrenar a los Troyanos. «Mira, te has dejado la
piel para llegar a este punto. Has pagado las cuotas durante siete años como
entrenador y has adiestrado a dos quarterback de la Super Bowl en cuatro
años. Ya te has ganado los galones y ahora tienes la oportunidad de dirigir
tu propio programa. Acepta este trabajo, quédate al margen y dirige a los
jugadores durante un par de años, hazte con unos cuantos millones de
dólares y luego retírate a las islas, joder».
Tuve ganas de mandarlo a la mierda en ese momento, pero no lo hice
porque sabía que me estaba diciendo lo que me convenía, en lugar de lo que
quería oír.
Y tenía razón.
Mi cuerpo había sido golpeado hasta el infierno.
Me esforzaba demasiado en entrenar a jóvenes e intentaba demostrar que
seguía siendo tan bueno como ellos, aunque ya no pudiera jugar.
Era el momento de dejar que otros hicieran el trabajo duro mientras yo
me limitaba a dirigir las jugadas y a ganar dinero.
Apagué la cinta de correr, me quité los auriculares y utilicé la toalla para
secarme el sudor de la cara. Miré la lectura digital de mi carrera y me alegré
al ver que había hecho ocho kilómetros en treinta y cinco minutos.
No estaba nada mal, para alguien de mi edad.
Miré alrededor y observé las diferentes máquinas que se dirigían a
ciertos grupos musculares; los bancos planos e inclinados, las barras
pesadas y los pesos libres variados, y el estante de mancuernas que se
extendía a lo largo de una pared con espejos.
En mi época de jugador, prácticamente vivía en el gimnasio. Habría
utilizado todas las máquinas y levantado todas las pesas de la sala antes de
parar. En ese momento, me contentaba con terminar la carrera. Había sido
suficiente para un día.
Sentí mi edad cuando exhalé un largo suspiro y me dirigí a las escaleras.
Necesitaba una ducha, unas cuantas cervezas y lo que hubiera en el
congelador.
La secretaria de Ben me dijo cuando me dio las llaves que aquel lugar
estaba siempre abastecido, así que no me molesté en llevar comida.
También dejó que sus dedos se posaran en los míos por un momento cuando
me entregó la llave.
Me sonrió con los ojos y me preguntó si iba a la playa solo. Contesté que
sí y me dijo que era una pena.
Tomé nota mental de buscarla cuando regresara a casa y terminar lo que
ella había propuesto con su mirada.
Agarré mi iPhone con los auriculares y apagué la luz.
No me di cuenta de que no estaba solo hasta que salí del sótano y oí el
crujido del suelo sobre mi cabeza.
Subí las escaleras tan silenciosamente como pude. Cuando llegué arriba,
vi el trasero de una mujer en el dormitorio principal. Estaba de pie junto a la
cama, revisando mis cosas.
Llevaba unos pantalones de yoga negros y un top holgado sobre un
sujetador deportivo negro. Naturalmente, lo primero que me vino a la mente
fue lo impresionante que se veía su trasero, ya que tenía el tamaño y la
forma perfectos. «Burbujeante», creo que lo llaman los jóvenes. O un culo
de burbuja, algo así. Me importaba una mierda cómo lo llamaran, solo
quería saber qué se sentiría al tenerlo entre mis manos.
Su pelo era largo y rubio. Lo llevaba recogido en una coleta suelta en la
nuca.
Imaginé que sería una animadora, o la novia, amante o esposa de un
jugador. O una groupie que me había seguido hasta allí para atarme y
follarme.
Aunque, era imposible que tuviera esa suerte.
Si la parte delantera de ella coincidía con la trasera, iba a ser un hombre
muy feliz.
Me apoyé en la puerta abierta y flexioné los músculos. Me aclaré la
garganta y dije algo sarcástico para llamar su atención.
Ella dio un pequeño grito y se giró.
Espectacular. La parte delantera coincidía con la trasera. Era una belleza
natural, con una piel perfecta, labios carnosos, ojos azules y pequeñas pecas
en la nariz.
Tardé un momento en darme cuenta de que la había asustado, aunque
tardé menos en fijarme que tenía una pistola en la mano y de que le
temblaba.
Levanté los brazos a modo de rendición y le sonreí. Ella guardó el arma
en la espalda y me miró la entrepierna.
«Por favor, sé una animadora... por favor... por favor... por favor».
Entonces me dijo que era la hija de Ben Winston.
Mierda. Tal vez no iba a tener suerte después de todo.
Capítulo 5
 
 
 
Allie
Parpadeé un momento porque pensé que me estaban tomando el pelo.
Me costó creer que se trataba de Sam Carson, el nuevo entrenador de los
Troyanos con el que padre estaba tan entusiasmado.
Cuando me dijo que iba a contratar a Sam Carson, supuse que se refería
a Samuel Carson, el coordinador ofensivo de sesenta y tantos años de los
Chicago Blaze, y no a Sam Carson, la antigua estrella universitaria y
quarterback profesional conocido, tanto por sus vídeos virales sobre alcohol
y sexo como por establecer récords de pases en la universidad.
—¿Eres el Sam Carson que es el nuevo entrenador de los Troyanos?
—El mismo. —Cerró un ojo y movió un dedo hacia mí—. Déjame
adivinar. ¿Esperabas que fuera más viejo, más gordo, con las cejas blancas
y tupidas, con un gran tapón de tabaco en la mejilla?
—¿Conoces a Samuel Carson? —Sentí que me sonrojaba.
—Debería —dijo con un movimiento de cabeza—. Es mi padre.
—Bueno, eso tiene sentido —repliqué, aunque no lo tenía. Estaba
tratando de pensar en algo para quitar la atención de que me hubiera pillado
revisando sus cosas—. No sabía que habías dejado Los Ángeles. Estabas
entrenando a sus jugadores, creo.
—Parece que sabes mucho de fútbol. —Entró en la habitación. Extendió
la palma de la mano y me hizo un pequeño gesto con la cabeza.
Me di cuenta de que aún tenía en la mano el pequeño frasco de Aramis.
Lo puse en su mano y me aparté para que pudiera llegar a la cama.
Dejó caer la colonia dentro del kit de afeitado y cerró la cremallera. De
repente, me di cuenta de lo mucho que había invadido su intimidad. Me
acerqué a la puerta y cambié de lugar con él.
—Mi padre es el dueño del equipo desde hace veinte años —expliqué—.
He estado rodeada de fútbol toda mi vida y es parte de mi trabajo.
—¿Sí? ¿A qué te dedicas? —preguntó, girándose para sentarse en el
borde de la cama.
Estiró sus largas piernas y señaló los dedos de los pies. Los músculos de
sus muslos parecían placas de carne. Sus pantorrillas sobresalían por debajo
de las piernas. Sabía que no había jugado en casi una década, pero, joder,
había aguantado excepcionalmente bien.
Se quitó la toalla del cuello y se frotó el cuello y el pecho con ella. Vi
cómo se arremolinaba sobre los músculos, sobre sus duros pezones.
Intenté concentrarme.
—Trabajo en marketing deportivo... Asesoría de imagen... Relaciones
públicas... Trabajo con muchos jugadores de mi padre.
—¿Muchos jugadores de papá necesitan asesoramiento de imagen? —
preguntó con el ceño fruncido y juguetón.
Me encogí de hombros.
—Algunos sí, sí.
—¿Y qué hay de los entrenadores? ¿Alguno necesita asesoramiento de
imagen?
No pude resistirme a regalarle una sonrisa.
—No. Tú serás el primero.
Puso cara de bobo y se llevó los pulgares al pecho.
—¿Crees que mi imagen necesita ser trabajada? ¿En serio?
Me burlé de su cara de incrédulo y levanté las cejas.
—Bueno, digamos que soy consciente de tu historia. De hecho, te
utilizaron como caso de estudio en una de mis clases de marketing en
Alabama.
—¿En serio? No sé si debería sentirme halagado u horrorizado. —
Entrecerró los ojos y se llevó un dedo a la barbilla—. Déjame adivinar, ¿el
caso de estudio se llamaba: cómo emborracharse y joder tu carrera en una
noche?
Él sonreía, pero yo no. El caso de estudio al que me refería era cómo se
las arreglaba para mantener una imagen tan positiva con las fans, mientras
hacía todo lo posible para destruir su carrera, como la intoxicación en
público, los vídeos de revolcones sexuales y las innumerables peleas de bar
con seguidores de equipos contrarios.
Estaba segura de que hablaba de la noche en que se emborrachó y
estrelló su Lamborghini contra la parte trasera de un camión de dieciocho
ruedas, destruyendo su hombro y poniendo fin a su carrera.
De repente me sentí muy incómoda. Levanté las manos y di un paso
atrás hacia la puerta. Había olvidado que la pistola seguía en mi espalda.
—Siento mucho haber mirado en tu bolso. No sabía quién estaba aquí y
al verlo…
—Puedes compensarme —sugirió, arqueando las cejas.
Al ver su mirada burlona se me hizo un nudo en la garganta.
—¿Cómo?
Señaló con la cabeza la puerta del baño. Por un momento, pensé que iba
a sugerir algo totalmente fuera de lugar; al menos en aquel punto de nuestra
relación.
—Me muero de hambre, pero necesito una ducha rápida porque huelo a
calcetín viejo de gimnasio. ¿Tal vez puedas meter una pizza congelada en el
horno y así charlamos mientras cenamos? —Frunció el ceño al verme—.
Quiero decir, si te gusta la pizza congelada.
Sonreí.
—Me encanta la pizza congelada.
—Genial. —Se levantó de la cama. Recogió el kit de afeitado y se lo
llevó a la puerta del baño. Se volvió y sonrió de nuevo—. ¿Me pongo un
poco de Aramis detrás de las orejas?
No esperó una respuesta. Me guiñó un ojo, entró en el baño y cerró la
puerta.
No me moví hasta que oí abrir la ducha.
Me dejé caer contra el marco de la puerta y solté la respiración que había
estado conteniendo. Me llevé las manos a los pechos y me di cuenta de que
tenía los pezones duros, debajo del sujetador deportivo. Además, la
entrepierna de mis pantalones de yoga parecía estar en llamas.
Sam Carson era el hombre más sexy que había visto en mucho tiempo,
aunque también era problemático. Sus hazañas eran materia de leyenda en
mi negocio.
Esperaba que mi padre no se hubiera equivocado al contratarlo. Podía
ser muy difícil de manejar, en más de un sentido.
Capítulo 6
 
 
 
Sam
Abrí la ducha y dejé correr el agua hasta que el baño se llenó de vapor.
Me quité las zapatillas de tenis, me bajé los pantalones cortos y la ropa
interior sudados por las piernas y los aparté.
Froté el vapor del espejo con el dorso de la mano, apoyé las palmas de
las manos en el lavabo y me incliné para mirarme bien en el espejo.
Tenía un cuerpo acorde a mi edad, pero me veía muy bien. Había
aprendido a mirarlo de esa forma y solía decirme: «Te ves bien, para tu
edad. Estás en buena forma, para tu edad. Eres realmente atractivo, para tu
edad...».
Me veía bien, maldita sea, a pesar de mi edad.
Era todo músculo y estaba muy tonificado, sin un gramo de grasa
corporal. Mi pelo siempre había sido de un rubio arenoso, por lo que había
que mirar de cerca para ver que había algunas canas entremezcladas.
Mi cara y mi cuerpo estaban siempre bronceados porque cuando no
estaba en el campo, estaba en una playa o en un barco de pesca.
Mi aspecto era bueno para un tipo que estaba al norte de los cuarenta,
aunque tenía algunas arrugas en las comisuras de los labios y los ojos al
sonreír. Las mujeres nunca se quejaban, así que por qué iba a preocuparme.
Eché un vistazo a la cicatriz que se abría paso por la parte delantera de
mi hombro derecho. Lo hacía muy a menudo. Los cirujanos habían sido
precisos al reconstruirlo y los tatuajes la disimulaban, pero sabía que estaba
allí. Representaba mucho más que una simple cicatriz. Representaba la
rapidez con la que la vida podía salirse de control.
Me metí en la ducha y bajé la cabeza para que los chorros golpearan mi
cuello y mis hombros.
Sentí que la tensión del día se desprendía de mi cuerpo.
Me lavé el pelo y utilicé la espuma para enjabonarme el cuerpo. Siempre
usaba el champú para lavarme por completo, era más rápido que como lo
hacían las mujeres, con un jabón especial para cada parte del cuerpo. Uno
para la cara, otro para las axilas, otro para el coño…
Esa era una de las cosas por las que me gustaba ser un tío.
Me lavé la polla y las pelotas con la misma espuma que usé para el pelo
y luego seguí con el resto. Al frotar el champú por la entrepierna, no me
sorprendió estar excitado; en realidad, mi miembro había crecido después
de conocer a Allie Winston.
Era una chica preciosa por los cuatro costados.
No solo tenía el culo burbujeante, también unas bonitas tetas que
llenaban a la perfección su sujetador deportivo. Podía ver los débiles bultos
de sus pezones bajo la tela.
Me fijé que los pantalones de yoga se habían abierto paso dentro de su
sexo y me costó apartar la mirada, ya que no dejaba de imaginar cómo
estaría sin ellos.
Mientras ascendía el vapor a mi alrededor, cerré los ojos y rodeé mi
polla con los dedos. Moví la mano enjabonada, hacia adelante y hacia atrás,
y rápidamente creció hasta alcanzar sus veintidós centímetros. Me miré a
mí mismo y apreté mientras deslizaba la mano hacia la cabeza que se
oscureció.
—Joder... —Suspiré. Apoyé la mano izquierda en la pared de la ducha y
cerré los ojos.
Pude ver a Allie de pie en la puerta, pero su ropa había desaparecido. Se
agarraba las tetas con las manos y pellizcaba los pezones entre los dedos.
Abrió un poco la boca y gimió.
Imaginé que su coño estaba cubierto de pequeños rizos rubios, incluso
pude ver su clítoris hinchado, asomando entre los labios.
Se chupó un dedo para humedecerlo y luego sonrió mientras lo deslizaba
entre los pliegues de su coño. Abrió las piernas para que yo pudiera ver
cómo el dedo desaparecía dentro de ella.
—Sí... —gruñí, bombeando mi polla más rápido mientras cada músculo
de mi cuerpo se tensaba.
Su dedo se deslizó dentro y fuera, dentro y fuera.
Mi mano ordeñaba mi polla, cada vez más rápido.
Sentí que me corría mientras la presión aumentaba en mis pelotas,
pidiendo a gritos su liberación. Me puse de puntillas y tensé los músculos
de las piernas, al mismo tiempo que me mordía el labio para no gritar.
Disparé gruesas gotas de semen sobre la pared de la ducha hasta que no
quedó nada que dar y, entonces, abrí los ojos para mirar el desastre que
había hecho.
Sonreí y me dije que no estaba nada mal para un hombre de mi edad.
Capítulo 7
 
 
 
Allie
Me apresuré a bajar a la cocina, pulsé el botón de precalentar en el horno
y luego comprobé si había pizzas congeladas. Afortunadamente, estaba
repleto de una gran variedad y elegí una suprema para los amantes de la
carne. Abrí la caja, la puse en un molde para pizza, comprobé las
instrucciones y puse el temporizador.
Tenía treinta y cinco minutos para ponerme presentable.
No era que sintiera la necesidad de vestirme para la cena o que intentara
impresionar a Sam Carson, pero tenía las bragas y los pantalones de yoga
pegados a mi entrepierna y podía oler el aroma ácido de mis propios jugos
flotando en el aire.
Y si yo podía olerlo, sabía que él también.
Los hombres tienen olfato de sabueso cuando se trata de coños, pueden
distinguir uno húmedo a un kilómetro de distancia.
Cogí mi bolsa del vestíbulo, corrí al dormitorio de abajo y cerré la puerta
de golpe. La tiré sobre la cama y entré en el baño para darme una ducha
rápida.
Abrí el grifo para que el agua se calentara y me quité el top y el
sujetador deportivo. Tenía las axilas empapadas de sudor y las tetas
húmedas, como si acabara de correr.
Los pantalones de yoga y las bragas empapadas se me pegaron a la
entrepierna cuando me los quité.
Mi coño estaba literalmente chorreando.
El olor a almizcle llenó la habitación y me hizo preguntarme por qué
Sam Carson provocaba aquel efecto en mí.
Era cierto que hacía tiempo que no tenía relaciones sexuales, pero
exprimirse como una adolescente cachonda era algo fuera de lo normal para
mí.
Me gustaba que me invitaran a cenar y que me cortejaran antes de
comenzar a juguetear.
Ya había tenido encuentros sexuales con hombres a los que acababa de
conocer, pero eran poco frecuentes y, normalmente, implicaban tremendas
cantidades de alcohol y el deseo de salir de un feo vestido de dama de
honor.
Giré el oído al escuchar la ducha que seguía funcionando en el
dormitorio principal del piso superior. Sam estaba en la ducha justo encima
de mí. Desnudo.  Mojado. Enjabonado.
—Basta, Allie —me reprendí en voz alta—. No necesitas esto. No
ahora. No con él.
Me recogí el pelo en un moño, me metí en la ducha y me enjaboné con
rapidez todo el cuerpo. Al llegar a mi sexo, mis dedos se detuvieron en mi
clítoris por un momento, pero los retiré y me enjuagué. No tenía tiempo
para nada de eso, quizá más tarde, después de acostarme, a solas con mis
pensamientos. Los juegos divertidos tendrían que esperar porque quería
estar vestida y en la cocina cuando Sam bajara.
Solo esperaba que no pensara que me había duchado para él, aunque él
fuera la razón por la que necesitaba una ducha.
 

 
Me dejé el pelo recogido en un moño desordenado sobre la cabeza. Me
puse un par de bragas limpias, unos pantalones anchos y una camiseta
grande de los Troyanos de Atlanta.
Mi aspecto podría describirse como «holgado». No es que intentara ser
lo menos sexy posible, simplemente resultó así. Así era como me vestía
cuando estaba sola y ese iba a ser mi plan para el fin de semana.
Después de la pizza, le sugeriría a Sam muy amablemente que buscara
otro lugar para pasar la noche.
Capítulo 8
 
 
 
Sam
Podía oler el característico aroma de la pizza congelada mientras bajaba
las escaleras. Mi estómago gruñó, recordándome que no había comido
desde el desayuno, pero no era nada que una pizza congelada y un paquete
de seis cervezas no pudieran arreglar. La inesperada compañía de una joven
encantadora sería la guinda del pastel.
O el pepperoni de la pizza. Lo que fuera.
Allie estaba, poniendo dos platos en la mesa de la cocina cuando entré
en la habitación. Nos miramos y sonreímos. Estábamos vestidos de forma
idéntica con un par de pantalones negros anchos y una camiseta gris de los
Troyanos.
—Vale, esto se está poniendo raro —dije con una sonrisa.
—Un poco —reconoció ella con una sonrisa irónica—. ¿Seguro que no
te asomaste para ver lo que llevaba puesto?
—¿Y tener exactamente la misma ropa en mi bolso para poder vestirme
como tú? —pregunté mientras iba a la nevera a por una cerveza. Abrí la
tapa y brindé por ella con la lata helada—. No, querida señorita Winston,
esto se llama coincidencia.
—Bueno, lo llames como lo llames, estás encantador —bromeó,
sonriendo mientras sacaba la pizza del horno.
—Al igual que tú.
—Toma asiento. La pizza está lista.
Me senté en un extremo de la pequeña mesa de la cocina y la vi coger el
cortador y dividirla en ocho trozos. Puso dos en un plato y cuatro en otro. El
de cuatro lo colocó delante de mí y el de dos frente a ella.
—Agradezco mucho esta comida rápida. —Agarré una rebanada y soplé
sobre el queso fundido que burbujeaba. Mordisqueé el extremo y aspiré con
rapidez para evitar que se derritiera de mi lengua.
—Cuidado, está caliente —advirtió ella. Tomó un tenedor de la mesa y
procedió a cortar la pizza en trozos pequeños. Clavó uno y se lo llevó a la
boca.
Vi cómo sus labios se fruncían para soplar aire fresco sobre el bocado
humeante. Me llevé la cerveza a los labios y bebí un sorbo, después me
relamí.
—Allie Winston, háblame de ti —le pedí mientras ella masticaba.
Agarró el vaso de vino que se había servido y bebió un trago. Se limpió
los labios con una servilleta y dijo:
—No hay mucho que contar, en realidad. Crecí en Atlanta, obtuve un
máster en marketing deportivo en la Universidad de Alabama, volví a
Atlanta y conseguí un trabajo en Image Sports Limited. Su sede está en
Nueva York, pero yo trabajo en la oficina de Atlanta, sobre todo, con atletas
del sureste. Llevo allí dos años y me encanta.
—¿Por qué no fuiste a trabajar para tu padre?
—¿Por qué no fuiste a trabajar para tu padre? —repitió con incredulidad
—. Porque mi padre ha sido un entrenador y no es lo mismo que ser Ben
Winston. —Apuñaló otro trozo de pizza con el tenedor y me miró a los ojos
—. No has trabajado para él durante mucho tiempo, ¿verdad?
Sacudí la cabeza.
—Menos de una semana, pero es temporada baja, así que nuestro
contacto ha sido mínimo. Nos veremos más cuando empiecen los
entrenamientos de primavera la semana que viene.
—Mi padre es un padre maravilloso y un brillante hombre de negocios
—dijo ella con respeto—. Pero Ben Winston también puede ser machista y
condescendiente con sus empleadas. Y con su hija. Por eso decidí que sería
mejor para nuestra relación no trabajar directamente juntos.
—El fútbol es un juego que siempre ha estado en manos de hombres —
le recordé—. Aunque ahora hay algunas mujeres propietarias de equipos
que dan tanto como reciben.
—Estoy segura de que tú sabrás más que yo —replicó, masticando una
sonrisa condescendiente. —¿No te liaste con la propietaria de los Huskies?
¿Cómo se llama, Lucinda?
—Mills —dije, entrecerrando los ojos—. Yo no diría que estuve liado
con ella.
—Claro, claro... Acababas de tener sexo con ella, a media mañana en el
palco presidencial del estadio de los Huskies, y un reportero de Sports
Illustrated que estaba allí para entrevistarte, casualmente, consiguió fotos
de los dos en su teléfono móvil. —Se llevó la copa de vino a los labios y me
miró por encima—. O al menos esa es la historia que escuché.
—En realidad, era de Sports Insider. —Forcé una sonrisa.
Ella me dedicó otra benévola.
—Ah, fallo mío. Lo siento.
Aquello estaba siendo demasiado para una cena agradable y civilizada.
Por eso prefiero a las groupies, que no te juzgan por las estupideces que has
hecho en la vida. Al contrario, desean acostarse contigo por esas mismas
tonterías. Ellas quieren formar parte de la mierda estúpida, no huir de ella y,
desde luego, no reprenderte por ella.
Ese no fue el caso de Allie Winston, la señorita «Mastico mi comida
cien veces antes de tragarla».
—Se dice que Lucinda Mills es una auténtica rompe pelotas —espetó de
forma despreocupada. Arqueó las cejas y suspiró en la copa de vino—. ¿Te
tocó las pelotas mientras entrenabas a sus muchachos para ella, entrenador
Carson?
—Mis pelotas están bien. —Recogí mi cerveza y me incliné hacia atrás
para mirarla fijamente—. Pero para responder a tu pregunta, sí, Lucinda
podría ser una verdadera tocapelotas. De todas formas, la mayoría de las
mujeres lo son, en cualquier momento.
Puso una cara inocente y se llevó una mano al pecho.
—¿De verdad? ¿Lo somos?
—¿No eres una tocapelotas, señorita Winston?
—Solo toco las que tienen que ser tocadas —explicó con un suspiro
despectivo.
—¿Crees que las mías necesitan que se las toque? —Lamí la pizza que
tenía entre los dientes y extendí las palmas de las manos—. Obviamente,
tienes algo que decir, así que dilo para que podamos seguir con esta
encantadora cena.
Dejó el tenedor a un lado y juntó los dedos sobre la mesa. Ladeó la
cabeza y se inclinó un poco hacia mí.
—Me pregunto si todo ese asunto ha quedado atrás. Todas esas cosas.
—¿Esas cosas?
—Oh, ya sabes, cosas como la intoxicación en público, los vídeos
sexuales con admiradoras y animadoras, las peleas en bares con aficionados
de otros equipos, las infracciones por conducir bajo los efectos del alcohol,
las pruebas de ADN para demostrar la paternidad... —Sonrió secamente—.
Las cosas que parecen seguirte, entrenador Carson. Las cosas que mi padre
no aguanta y las que no se pueden blanquear.
—Ah, esas cosas. —Respiré hondo y solté el aire muy despacio—.
Bueno, señorita Winston, todo eso es pasado y la mayoría de las cosas
ocurrieron en mis días de jugador. Cuando no estaba en el campo, me
emborrachaba o me drogaba con analgésicos, después me emborrachaba
otra vez y volvía a drogarme. Hice muchas tonterías de las que no estoy
orgulloso, pero todo ha quedado atrás.
—¿Eso es verdad?
Apreté la elata de cerveza entre los dedos hasta que estalló. Ella la miró
y puso los ojos en blanco. Si hubiera sido un hombre, le habría quitado de
un puñetazo aquella mirada de suficiencia.
—Le prometí a tu padre que los únicos titulares que generaría estarían
relacionados con llevar a su equipo a la Super Bowl el próximo año. Le di
mi palabra y eso le pareció suficiente.
—Entonces, también es suficiente para mí —dijo ella. Agarró el tenedor
y dio otro bocado—. Pero una advertencia justa; si pensabas que Lucinda
Mills era una tocapelotas, espera a ver lo que haré si intentas arrastrar a los
troyanos por la cuneta contigo.
La miré por un momento, luego exhalé un largo suspiro y sonreí.
—¿Pasas a todos los empleados nuevos de tu padre por este simulacro?
—No a todos —aseveró con la copa de vino en los labios. No sonrió.
Sus ojos recorrieron mi cara—. Solo a los que realmente lo necesitan.
Volví a mi pizza y la ignoré durante un rato. Quería mandarla a la
mierda, pero entonces me di cuenta de que tenía razón.
Me había pasado los últimos veinte años dando tumbos, borracho y
desordenado, por los restos de una carrera y una vida antes prometedoras.
«Es hora de madurar». Las palabras de mi agente resonaron en mi
cabeza.
—Entrenar a los Troyanos es tu última oportunidad de seguir en el
juego, Sam. Trata de no arruinarlo.
Capítulo 9
 
 
 
Allie
No quería empezar a insistir con Sam tan pronto, no soy tan mala
persona, aunque eso era lo que él pensaba en aquel momento.
Sin embargo, soy muy protectora cuando se trata de mi padre y su
equipo de fútbol. No es que él necesite mi ayuda. Papá no habría contratado
a Sam Carson si pensara que podría tener problemas. Ben Winston era uno
de los hombres de negocios más astutos del planeta y si lo contrató para ser
el entrenador de los Troyanos, tenía una buena razón para hacerlo. Solo que
no podía imaginar cuál podría ser.
Sam y yo comimos en silencio durante un rato.
Devoró las cuatro porciones que le había puesto en el plato; luego,
volvió a por las dos restantes sin preguntarme si quería más.
Aplastó la lata de cerveza y la tiró a la basura de camino a la nevera a
por otra. Mi copa estaba vacía y la botella de vino se había quedado en la
encimera, pero no se ofreció a llevarla a la mesa ni a rellenar mi vaso.
Traté de recordar todo lo que sabía sobre Samuel Carson, Junior y lo que
constaba en su expediente. Fue el quarterback estrella en la escuela
secundaria del condado de Lincoln, Nebraska; también estableció todo tipo
de récords de pases en su último año; jugó como quarterback estrella en
Nassau College, en Nueva York en su tercer y último año y ganó todos los
récords de pases de la NCAA.
Además, fue seleccionado en primera ronda por los New York Thunder a
los veintidós años y fue el sustituto de Kyle Holder, su quarterback titular,
durante tres años, hasta que se retiró.
Se convirtió en el quarterback de los Thunder a los veinticinco años y
jugó al máximo nivel durante diez años, hasta la noche en que se
emborrachó y condujo su Lambo de doscientos mil dólares, contra la parte
trasera de un camión que se había detenido en la carretera.
Se rompió el brazo derecho en tres partes y se aplastó el hombro.
Pasó dos meses en el hospital y un año en rehabilitación, pero su
capacidad de lanzar tantos murió al lado de esa carretera.
A los treinta y cinco años, los días de juego de Sam Caron habían
terminado. Los siete siguientes, trabajó como comentarista para ESPN y
como entrenador de quarterback para tres equipos diferentes.
Y en ese momento era el entrenador principal de los Troyanos de
Atlanta.
No sabía que idea llevaba mi padre porque Sam estaba cualificado para
entrenar a los quarterback y, tal vez, para coordinar la ofensiva, pero ¿para
ser el entrenador principal del equipo, especialmente después de dos
pésimas temporadas?
Los Troyanos necesitaban a alguien con amplia experiencia en convertir
la mierda en diamantes; no a alguien con experiencia en crear mierda allá
donde fuera.
Necesitábamos a Nick Saban, o a Andy Reid, pero no a Sam Carson.
¿En qué demonios pensaba mi padre?
Entonces, un pensamiento cruzó mi mente. Ben Winston no era tonto y
sabía muy bien lo que hacía.
¿Contrató a Sam Carson por su habilidad para entrenar a un equipo
ganador o por su habilidad para generar titulares?
La respuesta solo la sabía mi padre y se lo preguntaría en cuanto lo
viera.
 

 
—¿Hola? ¿Hay alguien en casa?
Sacudí la cabeza para aclarar mis pensamientos. Levanté la vista y vi a
Sam de pie junto a la mesa, meneando la botella de vino hacia mí.
—Lo siento. ¿Qué decías? —Parpadeé.
—Te he preguntado que si quieres más vino. —Señaló con la cabeza el
vaso vacío que tenía en la mano.
—Oh, sí, claro. Gracias.
Le tendí la copa y él puso su mano sobre la mía para estabilizarla
mientras servía. Su mano era áspera, como papel de lija, pero cálida, como
un abrazo amistoso. Cuando la llenó hasta arriba, dejó la botella en la mesa,
abrió otra cerveza y se sentó.
Di un sorbo al vino y lo miré de reojo. Él estaba ocupado, mirando la
pantalla de su móvil y jugueteando con las teclas.
—Lo siento —dije en voz baja—. No quería tocarte las pelotas.
No levantó la vista. Se encogió de hombros y dijo:
—Mis pelotas son duras. Pueden soportarlo.
Suavicé la voz en un triste intento de justificar mi comportamiento.
—Es que, bueno, el equipo no necesita más prensa negativa.
—Lo entiendo. —Siguió concentrado en el teléfono—. No hay
problema.
—Después de que Vern Davis fuera despedido como entrenador
principal, al final de la temporada pasada, y de que ese idiota de Malcolm
Jamar fuera pillado en vídeo comprando crack a una prostituta, bueno,
como he dicho, los Troyanos ya han tenido suficiente mala prensa.
—No habrá mala prensa por mi parte —explicó, levantando una mano
sin mirarme—. Lo juro por mi honor de explorador. Solo quiero hacer mi
trabajo y conseguir un equipo ganador.
Por fin levantó la mirada y me sorprendió observándolo. Cuando mis
ojos se concentraron en los suyos, sentí que la duda y la ira desaparecían de
mi cuerpo, sustituidas por algo mucho más difícil de controlar.
La camiseta le quedaba mucho mejor que a mí. Se ajustaba a su
musculoso cuerpo como una segunda piel. Los hombros anchos y su pecho
empujaban la fina tela. Las mangas abrazaban sus gruesos bíceps y sus
recios antebrazos se movían mientras pulsaba las teclas con los pulgares.
—¿Qué significan todos esos tatuajes? —Intenté una nueva
conversación sin resultar fastidiosa.
Extendió los brazos para que pudiera ver los lados de sus gruesos bíceps.
Los tatuajes sobresalían debajo de las mangas de la camisa hasta los codos.
Se levantó la manga derecha para mostrarme la parte superior del brazo,
que parecía haber sido cincelada en piedra oscura.
—Son tatuajes tribales hawaianos —dijo con orgullo, antes de levantar
la otra manga.
Dios, si estaba así de bueno, siendo un entrenador de cuarenta y dos
años, me pregunté qué aspecto tendría durante sus días de jugador en Nueva
York.
—Interesante. —Me incliné para admirar sus musculosos brazos y las
obras de arte que los cubrían. Resistí el impulso de meter la mano por
debajo de la mesa para tocarlos… Es decir, estirar la mano por encima de la
mesa para tocar su brazo. «Jesús, toma otra copa de vino, Allie», me dije,
antes de preguntar—: ¿Tienen un significado especial? ¿Tienes sangre
hawaiana?
—No, pero soy un gran admirador. —Sonrió—. Entré en una tienda de
tatuajes con una foto de La Roca y dije. «hazme estos». Unas cuantas
sesiones y unos cuantos miles de dólares después, soy un homenaje andante
al mismísimo gran hombre. Tengo los tatuajes de la roca. O al menos todos
los que pude soportar. Esas malditas agujas duelen como un millón de
picaduras de abeja.
Parpadeé, esperando que me dijera que estaba bromeando. La amplia
sonrisa de su cara me dijo que hablaba totalmente en serio.
—¿Te hiciste todos esos tatuajes porque te gustaban los de la roca?
Tomó un sorbo de cerveza y dejó que su cabeza se moviera.
—Las mujeres se arreglan el pelo para parecerse a Jennifer Anniston
todo el tiempo. Es lo mismo.
—No, no lo es.
—Claro que sí.
—Arreglarse el pelo no implica que alguien te clave agujas en el cuerpo.
Lo pensó un segundo, luego se bajó las mangas y sonrió.
—Vale, quizá no sea exactamente lo mismo. Pero es más o menos lo
mismo.
—Más o menos. —Sonreí, mientras levantaba mi copa de vino y tomaba
otro sorbo.
Podía ver por qué las mujeres se sentían atraídas por Sam Carson.
No solo era extremadamente guapo y estaba en forma, sino que tenía un
aire desenfadado que te absorbía en su mundo y te hacía pasar un buen rato.
Incluso cuando intentabas no hacerlo.
Sentí que me balanceaba un poco en la silla. El vino se me estaba
subiendo a la cabeza. Estaba agotada y un poco borracha. Tal vez también
un poco excitada. Me di cuenta de que estaba a una copa de vino y a un mal
vestido de dama de honor de saltar a la cama con Sam Carson.
Era hora de que se fuera.
Miré alrededor de la mesa. Los platos estaban vacíos. La pizza se había
acabado. Respiré hondo y dije:
—Bueno, ha sido una velada encantadora, pero no te entretendré más.
Su atractiva frente se arrugó.
—¿Perdón?
—Se hace tarde. —Miré el reloj de la pared de la cocina—. Debes estar
cansado. Probablemente querrás encontrar un hotel y dormir un poco antes
de volver a casa. En Hilton Head hay varios hoteles muy bonitos. ¿Es eso lo
que buscabas en tu teléfono? ¿Un lugar para pasar la noche?
—Estaba eligiendo jugadores para mi equipo de fútbol de fantasía —
dijo, levantando el teléfono para mostrarme la pantalla. Sacudió la cabeza
—. No voy a ninguna parte. Voy a pasar el fin de semana aquí.
—¿Qué? —Negué con la cabeza—. ¡No puedes quedarte aquí!
—¿Por qué no? —Miró alrededor de la cocina—. Este lugar es enorme.
Hay mucho espacio para los dos. No me vas a molestar ni un poco.
—He venido aquí para estar sola el fin de semana —espeté, apretando
los dientes.
—Yo también.
—No quiero compañía.
—Yo tampoco.
Dejó el teléfono sobre la mesa, luego cruzó los brazos sobre el pecho y
levantó las cejas.
Yo crucé los brazos sobre mis senos y lo miré con desprecio.
—Tienes que irte —dije.
—Yo estaba aquí primero —dijo él.
Me quedé con la boca abierta.
—¿En serio? ¿Estabas aquí primero? ¿Qué edad tienes? ¿Doce años?
—Cuarenta y dos, pero me veo bien para mi edad.
—¿Qué? —Sacudí la cabeza para asegurarme de que estaba escuchando
bien. Por un momento, pensé que me tomaba el pelo—. ¿Qué tiene que ver
tu aspecto con todo esto?
—Obviamente, no mucho. —Empujó sus grandes hombros hacia arriba
y hacia abajo. Me lamí los labios sin querer. Mierda, sí se veía bien,
independientemente de su edad.
—Mira, Sam, sería inapropiado que los dos pasáramos la noche aquí —
le advertí—. Realmente, sería mejor que te fueras.
—Bueno, señorita Winston, como me has recordado toda la noche,
inapropiado es mi segundo nombre. Así que...
Se levantó de la silla y fue a la nevera a por otra cerveza. Si se estaba
emborrachando, no lo demostraba. Sus ojos estaban claros y su andar era
recto.
—¿A dónde vas? —le pregunté, mientras se dirigía a las escaleras.
—Me voy a la cama —declaró, sin darse la vuelta. Me hizo un pequeño
saludo por encima del hombro y agregó—: Buenas noches, señorita
Winston. Que descanses. Seguro que mañana querrás tocarme las pelotas un
poco más.
Capítulo 10
 
 
 
Allie
Me quedé boquiabierta por un momento, esperando que Sam volviera a
bajar las escaleras con su maleta para dejarme sola.
Oí cómo se cerraba la puerta del dormitorio y, dos minutos más tarde, oí
que tiraba de la cadena del inodoro. Luego, ya no escuché nada. Resultó
cierto que se había ido a la cama a dormir.
—Hijo de puta —arrastré las palabras en voz baja.
Recogí la copa de vino y, al ver que estaba vacía, agarré la botella, pero
también estaba vacía. No era de extrañar que me sintiera mareada, me había
bebido toda la botella de chardonnay.
Bien. Lo mejor era que se quedara, ya me encargaría de él por la
mañana. Necesitaba dormir.
Puse la alarma de seguridad y apagué las luces de camino al dormitorio
principal de la planta baja. Cerré la puerta y me quité la ropa mientras
arrastraba los pies hasta el baño. Luego, me senté desnuda en el inodoro y
apoyé la mejilla en la mano. Cerré los ojos y oriné durante lo que me
parecieron horas. Me quedé dormida un momento, hasta que me desperté de
golpe. Me limpié y tiré de la cadena.
Apagué la luz y me metí en la cama sin preocuparme del pijama.
«Que te den, Sam Carson», pensé mientras me dormía. «Hay una mujer
desnuda y cachonda durmiendo en la habitación justo debajo de la tuya.
Una mujer con tetas grandes y muchas ganas de sexo, debo añadir. Tendrías
que haber sido más amable conmigo. Tú, con tantos músculos y tu bonita
sonrisa... Y tus abultados pantalones de deporte».
—Vete a la mierda... Joder —murmuré en voz alta, medio dormida.
 

 
—¿Más vino?
Abrí los ojos y me di cuenta de que estaba tumbada de espaldas en la
arena. Podía ver el cielo azul claro sobre mí y oír el oleaje rompiendo en la
orilla.
Miré mi cuerpo y vi que estaba desnuda. Tenía los pechos turgentes y
brillaban con un fino velo de sudor. Mis pezones rosados brillaban a la luz
del sol.
Sam estaba de pie sobre mí con la botella de vino en la mano. También
iba desnudo, todo músculos, tatuajes y sudor.
Su polla era larga y rígida, sobresalía de su pubis oscuro como una
serpiente lista para atacar. Era venosa y se curvaba hacia arriba cerca de la
punta. La cabeza parecía una gran seta que florecía ante mis ojos.
Volvió a preguntar:
—¿Más vino?
—Sí —gemí—. Más vino.
Inclinó la botella y me bañó con vino tinto desde mis pechos hasta la
entrepierna. El vino estaba fresco y resultaba agradable en el calor del
verano.
Sam vació la botella y la tiró. Se acarició la polla mientras me miraba de
forma diabólica.
—¿Es esto lo que quieres? —preguntó.
El cielo sobre él comenzó a llenarse de nubes oscuras, como si una
tormenta de verano soplara desde el Atlántico.
—Sí, Sam —gemí otra vez, abriendo mis muslos para él—. Quiero tu
polla.
—¿Dónde la quieres? —Aumentó de tamaño al mover la mano hacia
delante y hacia atrás.
Me lamí los labios al pensar tenerlo en mi boca, pero antes quería sentir
su gigantesco miembro dentro de mí, embistiéndome, abriéndome y
empujándome más allá del punto de no retorno.
—Fóllame, Sam. —Me agarré los pechos y los apreté hasta que me
dolieron—. Métemela, ahora...
Descendió sobre mí, su piel estaba muy caliente y se fundía con la mía.
Noté la arena en nuestros cuerpos sudorosos y cerré los ojos…
Al abrirlos, Sam estaba de espaldas, tumbado en una cama con sábanas
de raso rojo y grandes almohadas del mismo color. Su polla se erguía como
el mástil de un barco. Lo rodeé con las manos y lo acaricié de arriba a
abajo, viendo cómo se alargaba y engrosaba aún más con mi tacto.
—Fóllame, Allie —jadeó.
Me subí encima de él. Mi coño fluía, enviando ríos de jugo caliente que
corrían por el interior de mis piernas. Se agitaron mis pechos al ponerme a
horcajadas sobre él y descendí sobre la cabeza de su pene.
Apoyé las palmas de las manos en su pecho musculoso y clavé las uñas,
arrancándole un gemido. Al penetrarme, aguanté la respiración mientras
sentía como mi sexo se dilataba para él.
Bajé un centímetro, luego dos.
Sam me puso las manos en las caderas y me obligó a bajar sobre su
cuerpo, empalándome completamente con su enorme polla. Pude sentir los
latidos de su corazón dentro de mí, desde mi coño hasta mis sienes.
Comenzó a levantarme y a bajarme, impulsándome sobre su gran
erección, entrando hasta el fondo, empujando contra mi cuello uterino.
—Sam… —Suspiré. Mi corazón latía al ritmo del suyo—. Me voy a
correr...
—Me correré contigo —susurró. Sus músculos se flexionaron mientras
me levantaba con facilidad y me volvía a colocar completamente sobre él.
Apreté los ojos. El orgasmo crecía en mi interior. Cada nervio de mi
cuerpo se puso en marcha y él seguía moviéndose, mientras mi sexo lo
agarraba como un millar de pequeños dedos.
—Ahora —advirtió, arqueando su espalda para empujar más—. Ahora...
Grité su nombre y exploté contra él.
Mis jugos lo bañaron, cubriendo su cuerpo y empapando toda la cama.
Noté su cálido semen llenándome, incluso podía saborearlo en mi garganta.
Me lamí los labios... Era como si lo tuviera en la parte posterior de mi
lengua.
Me incliné para besarlo...
Y me desperté de golpe.
Miré hacia abajo y vi que tenía dos dedos de la mano derecha enterrados
profundamente en mi coño. Me había corrido y estaba cubierta de mis
propios jugos. La sábana que tenía debajo estaba caliente y húmeda.
Deslicé la mano y la limpié en la sábana, luego me di la vuelta y volví a
dormir.
Ya había tenido suficiente de Sam Carson por una noche.
Capítulo11
 
 
 
Sam
La puerta de la habitación de Allie seguía cerrada cuando bajé las
escaleras para ir a correr por la mañana. Eran las ocho, pasé de puntillas por
la cocina y salí en silencio por la puerta trasera. Todavía no estaba lo
suficientemente despierto como para enfrentarme a ella, ni tenía ganas de
discutir tan temprano.
Su cara era preciosa, poseía un buen par de tetas y un culo redondo y
apretado en el que podría rebotar una moneda; pero, lamentablemente, no
creía que Allie Winston y yo estuviéramos destinados a ser muy buenos
amigos.
Y mucho menos amantes.
No tenía que gustarme una mujer para tirármela. Después de todo, yo era
un hombre y los tipos como yo se tiran a una tía buena, tanto si les gusta
como si no. Las mujeres son diferentes, ellas no follan con odio. Es una
pena. No saben lo que se pierden. Algunas de las mejores relaciones
sexuales que he tenido han sido con chicas que no soportaba.
Sin embargo, lo mejor era que Allie Winston no me agregara a su lista
de amigos en Facebook.
Tenía suficientes amigos y contaba con mi numeroso grupo de
seguidoras, así que me mantendría fuera de su radar; sería un buen chico y
ella podría mantenerse fuera del mío.
 

 
La parte trasera de la casa daba al océano. Las aguas del Atlántico eran
tranquilas y me sentí tentado a nadar después de correr. El cielo era de un
azul brillante y sin nubes. El sol estaba bastante alto y eso indicaba que iba
a ser un hermoso día de primavera.
Había una amplia terraza que atravesaba la parte trasera de la casa, con
un conjunto de ocho escaleras que descendían hasta la playa. La arena
blanca se extendía unos treinta metros hasta el borde de la costa.
Me paré al pie de la escalera y me tomé un minuto para estirar la rigidez
de mis articulaciones.
Aquellos días, mi cuerpo gruñía como el de un anciano cuando me
estiraba.
Tenía buen aspecto para mi edad, pero mis articulaciones y varias
lesiones —las obtenidas dentro y fuera del campo— me recordaban que ya
no era un muchacho.
Cuando hacía frío, me dolía como un demonio el hombro que me
lesioné. Algunos días, mi espalda crujía como un plástico de burbujas y mis
rodillas estallaban al caminar. Prácticamente, podía predecir el tiempo con
los dolores y molestias que se arrastraban por los tendones, músculos y
huesos reparados de mi cuerpo.
Llevaba los mismos pantalones cortos y las mismas zapatillas de correr
de la noche anterior. La temperatura exterior ya estaba en treinta grados, así
que no me molesté en ponerme una camiseta. Dejé que la cálida brisa del
mar secara el sudor de mi cuerpo mientras corría por la orilla.
Enganché el iPhone a la cintura y me puse los auriculares. Eché un
vistazo a mi biblioteca de iTunes y elegí los grandes éxitos de The Beach
Boys, porque me pareció una buena elección musical para acompañarme.
Miré hacia la casa, pero no vi ni rastro de Allie. Respiré fuerte un par de
veces y me dispuse a correr por la arena.
Ya me enfrentaría a Allie Winston cuando volviera.
 
Capítulo12
 
 
 
Allie
Sam ya se había ido cuando me levanté. Asomé la cabeza por la puerta
del dormitorio y escuché un momento, luego subí las escaleras de puntillas
y miré en el dormitorio principal. Vi su maleta en el suelo y la cama estaba
desordenada, así que, al parecer, no se había ido muy lejos e iba a regresar.
Preparé una cafetera y me serví una taza, luego la llevé a la terraza. Era
un día precioso. Un cielo azul brillante. Aguas tranquilas. Sin nubes. Una
cálida brisa que soplaba desde el océano, todo perfecto, tal y como lo había
planeado para mi fin de semana de soledad.
Me pasé una mano por los ojos y miré hacia la playa. Aquella zona era
privada y estaba destinada a los propietarios y a sus invitados. Observé
algunas personas en ambas direcciones, aunque la parte de atrás de la casa
era solo para mí.
Tenía todo el día planeado. Me tomaría un café, me pondría mi nuevo
bikini rojo y mi sombrero de paja, me engrasaría como una cerda y me
llevaría mi libro a la orilla, para sentarme con los dedos de los pies en el
agua. Perfecto.
Y con un poco de suerte, Sam volvería de dondequiera que estuviera y
recogería sus cosas antes de la hora de comer. Seguro que ya se había dado
cuenta de que no tenía nada que hacer allí, a solas conmigo.
En realidad, no conocía de nada a aquel tipo, aunque sabía de su
reputación cuando se trataba de mujeres.
Mujeres... Más bien, eran admiradoras.
Me acomodé en una tumbona y tomé un sorbo de café. Entonces recordé
el sueño. Sam y su monstruosa polla... yo con vino por todo mi cuerpo
desnudo... yo montándolo como un poni de polo... mis propios dedos
enterrados en mi sexo.
Mi teléfono móvil estaba apoyado en el brazo de la tumbona. Sonó y
cayó sobre mi muslo, haciéndome volver a la realidad.
Al mirar la pantalla vi la foto de mi padre, indicando que me estaba
haciendo una videollamada.
Deslicé el botón para responder y levanté el teléfono para que pudiera
ver mi cara. Esbocé una sonrisa y lo saludé.
—Hola, papá, ¿cómo estás?
Siempre ponía el iPhone demasiado cerca de la cara. Solo podía ver su
nariz y su boca. Le dije que lo apartara para poder verle mejor.
—¿Así está bien? —me preguntó, esbozando una sonrisa bobalicona.
—Perfecto.
—Entonces, ¿cómo está mi niña? —Se llevó el teléfono a los labios para
hablar y luego lo apartó para escuchar, como si estuviera hablando por un
walkie-talkie.
Puse los ojos en blanco.
—Tu niña tiene veinticuatro años y está bien. —Se oía ruido detrás de
él, como en la sala de espera de un aeropuerto—. ¿Dónde estás?
Miró a su alrededor y se llevó el teléfono a los labios.
—Todavía estoy en la reunión de propietarios en Los Ángeles, pero
quería avisarte de algo. ¿Sabes quién es Sam Carson?
Me mordí la lengua. Vaya si lo sabía.
Al menos en mis sueños.
—¿Sam Carson, el nuevo entrenador de los Troyanos?
—Sí. ¿Lo conoces?
—No. ¿Por qué?
—Necesito que trabajes con él —me pidió muy serio—. Supongo que
estás al tanto de sus indiscreciones del pasado.
—Soy vagamente consciente —murmuré—. De hecho, me preguntaba
por qué lo has contratado, dado su pasado.
—Ah, ese tipo de cosas no me molestan —resopló—. Lo único que me
importa es reconstruir este maldito equipo. Si tenemos otro año como los
dos últimos, bueno, podría ser desastroso.
—¿Y crees que Sam Carson es la elección correcta para ayudarte a
reconstruir el equipo? —Mi pregunta sonó demasiado incrédula—.
Sinceramente, papá, no habría sido mi primera opción.
Se echó a reír y movió la cabeza.
—Eres una chica inteligente. No te preocupes. Sam Carson es solo un
peón. Se irá antes de que empiece la temporada.
Fruncí el ceño ante el teléfono y luego recordé que podía verme la cara,
por lo que procuré mostrarme inexpresiva—. Lo siento. ¿Qué significa eso?
—Llevo meses negociando con Dan Bradford —explicó con suavidad,
refiriéndose a uno de los mejores entrenadores en activo que, al parecer,
estaba cansado de entrenar en la gélida Minnesota—. No deja de tomarme
el pelo, así que le amenacé con contratar a otro y no se creyó que lo haría,
por eso me marqué un farol.
—¿Así que has contratado a Sam Carson para forzar la mano de Dan
Bradford? —Sacudí la cabeza—. Papá, eso es brillante, pero muy mierdoso.
—¿Cómo que es una mierda? —Hizo aspavientos en la pantalla—. Sam
Carson ganará un millón de dólares de indemnización cuando cancele su
contrato. Dios sabe que es diez veces más de lo que vale.
—¿Lo Sabe Sam? ¿Sabe que lo estás utilizando para que Dan Bradford
firme?
—Claro que no, y no necesita saberlo.
—Entonces, ¿qué quieres que haga? —Hice la pregunta mientras temía
la respuesta. No me gustaba Sam Carson, pero tampoco me gustaban las
tácticas de mi padre. Era el clásico Ben Winston. Utilizaba a la gente para
sus propios fines, luego les extendía un cheque gordo para justificar sus
acciones y los enviaba por su camino.
—Solo necesito que hagas tu magia de relaciones públicas para que la
contratación de Sam parezca un movimiento mucho más inteligente de lo
que es —dijo con un fuerte suspiro—. Estoy recibiendo demasiadas críticas
de los otros propietarios de equipos por contratarlo. Piensan que he perdido
la cabeza, al firmar con un entrenador fracasado para dirigir un equipo
importante de la AFL.
—Pero no has perdido la cabeza en absoluto, ¿verdad, papá? —pregunté
con un suspiro.
—No, querida, no he perdido la cabeza. Espera... —La pantalla se
oscureció por un momento. Pude oírle hablar con otra persona y luego
apareció su boca de nuevo—. Escucha, la semana que viene necesito que
vengas al estadio a conocer a Sam Carson. Trae un fotógrafo y un buen
periodista, prepara un artículo para enviar a Sports Insider o Sports
Illustrated, algo que puedan publicar de inmediato.
—¿En serio, papá? ¿Quieres que prepare un artículo sobre Sam Carson
para justificar su contratación?
—Por supuesto —resopló—. Es un tipo guapo y saldrá bien en las fotos.
Incluso, con todas las tonterías que ha hecho, tiene un historial
impresionante como entrenador de quarterback. Solo necesito que justifique
la contratación para poder convencer a Dan Bradford de que firme con los
Troyanos. Si Dan está de acuerdo con que Sam Carson se quede como
entrenador, le ofreceremos un trabajo. Si no, le daré un cheque y podrá
seguir su camino.
Algo en la orilla me llamó la atención. Era Sam, corriendo hacia mí.
—¿De verdad crees que Dan Bradford va a caer en la trampa? —
pregunté con rapidez.
Papá se echó a reír y se llevó el teléfono a la oreja. Lo supe porque lo
único que podía ver en la pantalla era su oreja y muchos pelitos. El hombre
era multimillonario, pero nunca entendería cómo hacer una videollamada.
—Cariño, por la cantidad de dinero que le ofrezco a Dan Bradford, solo
un tonto dejaría pasar esto. Solo tienes que ir con Sam Carson y hacer que
parezca mejor de lo que es. Solo lo necesito en su lugar hasta que comience
la temporada. ¿Puedes hacer eso por mí?
—Por supuesto, papá —dije, viendo a Sam acercarse. Su musculoso
torso brillaba de sudor bajo el sol de la mañana y me obligué a apartar la
mirada—. Haré todo lo que necesites.
—Esa es mi chica. —Sonrió—. Vale, tengo que irme. Avísame en el
momento en que la historia esté en línea para que pueda llamar a Dan y
adelantar las cosas.
—Sí, señor. Te quiero, papá.
—Yo también te quiero, pequeña.
La pantalla se oscureció. También mi buen humor.
 
Capítulo 13
 
 
 
Allie
Sam aminoró el paso cuando me vio sentada en la cubierta, en lo alto de
la playa. Se detuvo un momento al pie de la escalera para recuperar el
aliento. Puso las manos en las caderas y caminó en círculos lentos con la
cabeza baja, dándole a su corazón el tiempo para reducir la velocidad.
Lo observé desde detrás de mi taza de café.
Subió los escalones de la playa lentamente, como si se acercara a una
víbora lista para atacar.
Llevaba los mismos pantalones cortos de correr e iba sin camiseta. Su
musculoso torso parecía haber sido bañado en aceite ya que el sudor cubría
su pecho y sus hombros.
Me pregunté a qué sabría su sudor en la punta de mi lengua. Vi cómo
una gota se deslizaba por la línea central de sus abdominales para hasta
perderse en la cintura de los pantalones cortos. Ahí estaba el bulto de
nuevo...
«Tierra llamando a Allie. ¡Para de pensar en eso!».
—Buenos días —saludó con amabilidad cuando llegó al último escalón.
Se quitó los auriculares y los colgó en el cuello—. ¿Has dormido bien?
—Muy bien. —Sonreí—. ¿Y tú?
—Como una roca.
Mis ojos recorrieron su apuesto rostro y de repente me sentí un peor que
Judas. Mi padre estaba utilizando a Sam Carson como un peón en un
tablero de ajedrez y no había una maldita cosa que pudiera hacer al
respecto. Incluso había accedido a ayudarlo a empujar a Sam por el tablero.
No estaba tratando de evitar que algo sucediera, en ese momento
formaba parte del juego.
Sam sería recompensado por su tiempo, pero eso no hacía que pareciera
correcta la idea de mi padre.
Podía decir, desde el poco tiempo que lo conocía, que Sam se tomaba en
serio el trabajo de entrenador. No estaba allí solo por un cheque, como
podrían haber hecho muchos. Estaba allí para salvar lo que quedaba de su
carrera y, posiblemente, de su vida. Y para ayudar a reconstruir el equipo
después de dos temporadas desastrosas.
No podía detener el plan ni advertir a Sam. Mi padre me había colocado
en medio y eso hacía que me sintiera como una mierda.
—Hay café dentro —dije, levantando mi taza. Me obligué a mantener
los ojos por encima de su cuello—. Y todo tipo de comida para el desayuno.
Se limpió el sudor de la cara con el dorso de un antebrazo musculoso y
entrecerró los ojos hacia mí.
—¿Te parece bien que me quede a tomar café y desayunar?
Tomé aire y lo exhalé lentamente.
—Mira, sobre lo de anoche, tenías razón. Es una casa grande y hay
mucho espacio para los dos. Siento haberme comportado como una tonta.
Una sonrisa recelosa cruzó sus labios.
—¿Lo dices en serio?
—Lo digo. —Levanté mi taza—. Tómate un café y ven a disfrutar del
sol.
Me lanzó una mirada de alivio, luego se frotó las manos y entró.
Sorbí el café y observé una bandada de alcatraces que volaba en círculos
en el cielo, por encima del océano. A los alcatraces se les llama «aves
misileras» porque pueden sumergirse en el océano a cien kilómetros por
hora para pescar.
Daban vueltas lentamente, buscando peces para abalanzarse sobre ellos
y comerlos.
Los peces no sabían que estaban en peligro y las aves de aspecto
inocente eran los depredadores.
Los peces desprevenidos eran presa fácil.
Sam Carson era un pez.
¿En qué me convertía eso? 
Capítulo 14
 
 
Sam
No tenía ni idea de por qué Allie había cambiado de opinión sobre
dejarme pasar el fin de semana en la casa de la playa de su padre, pero me
alegré porque no quería irme.
El tiempo era perfecto y la playa era perfecta.
Y las cuatro jóvenes que había conocido durante mi carrera eran
perfectas; o tan perfectas como podían serlo las ninfas de veinte años.
Una de ellas creo que se llamaba Dierdre. Era rubia, menuda y tenía
enormes tetas y un culo tipo Kardashian. Me dijo que su padre era un gran
seguidor de los Troyanos y que era el dueño de la casa donde estaba
pasando el fin de semana con sus mejores amigas.
Sus mejores amigas estaban aún más buenas que ella.
Había una pelirroja alta con tetas pequeñas, pero con unos pezones
gruesos que se notaban bajo la parte superior de su bikini mojado. Otra
amiga era morena y bajita, llevaba un tanga y no paraba de lamerse los
labios mientras me miraba de arriba abajo. La última era una voluptuosa
chica negra que iba envuelta en una toalla. Su piel brillaba con la tonalidad
de la miel oscura y casi podía saborearla, literalmente, en la punta de la
lengua.
Pensé que me había muerto y había ido al cielo.
—Vamos a dar una fiesta esta noche —dijo Dierdre—. Deberías venir.
—Sí, debería ir. —Sonreí—. Definitivamente.
Prometí verlas más tarde y volví a trotar hacia la casa de la playa.
Cuando vi a Allie sentada en la cubierta, maldije en voz baja. No podía
evitarla, pero no iba a discutir con ella. Si quería que me fuera, me iría.
Haría la maleta y volvería a la playa para pasar el fin de semana metido
hasta el cuello en un coño de adolescente.
Entonces Allie se disculpó por ser una tonta y me invitó a quedarme.
Aquello me pilló por sorpresa y no supe negarme.
 
 
—¿Has tenido una buena carrera? —preguntó Allie, mientras me
sentaba a su lado en la tumbona, con una taza de café en una mano y otro de
tarta de fresa en la otra.
—¿Existe realmente una buena carrera? —Sonreí. Estiré las piernas y
crucé los tobillos. Señalé con la cabeza mis rodillas—. De momento, mis
rodillas y mis tobillos me están diciendo lo gilipollas que soy por hacerles
correr por la arena. En cuanto recupere la sensibilidad, estoy seguro de que
el resto de mi cuerpo hará lo propio.
—Sin embargo, estás en muy buena forma.
—Para mi edad.
Ella frunció el ceño.
—Eso dijiste anoche. ¿Es tu nuevo eslogan? «Para mi edad».
Me reí y tomé un sorbo de café.
—Sí, tengo que ponerlo en una camiseta. «Te ves bien, para tu edad.
Estás en buena forma, para tu edad».
Me echó una mirada de reprimenda.
—¿La gente te dice eso? ¿O es solo tu ego el que habla?
—Es un poco temprano para el psicoanálisis, doctora Winston. —Sonreí.
Al hacerlo, sus labios también se curvaron en los bordes. Me gustaba
mucho más su sonrisa que su ceño fruncido, que era todo lo que había
obtenido de ella hasta ahora.
—¿Siempre has estado obsesionado con la edad? —preguntó.
—Solo desde que envejecí.
—Cuarenta y dos años no es viejo.
—Lo es en mi trabajo. —Suspiré.
—Cuarenta y dos años es joven para un entrenador. Pete Carroll tiene
sesenta y cinco años. Y Bill Belichick ha cumplido sesenta y cuatro.
—¿Cómo sabes tanto de fútbol americano? —pregunté.
—Es mi trabajo —dijo, encogiéndose de hombros—. La cuestión es que
eres uno de los entrenadores jefe más jóvenes de la liga. Así que lo de «para
mi edad» no se aplica exactamente a tu carrera.
—Ah, pero sí se aplica a mi vida —repliqué.
—Solo eres tan viejo como te sientas. —Se llevó la taza a los labios.
—Estoy seguro de que a quien se le ocurrió esa frase ya está muerto de
viejo.
Moví las cejas y ella volvió a sonreír.
Me gustaba cuando sonreía. Me hacía sentir un cosquilleo en las pelotas.
Seguimos en silencio durante un momento. Ella dio un sorbo a su café y
observó cómo los alcatraces bajaban en picado para pescar a un kilómetro
de la costa. Yo me comí el trozo de tarta y me limpié las migas del pecho.
Después de un rato, se giró y dijo:
—¿Puedo hacerte una pregunta seria?
La miré de reojo.
—¿Más psicoanálisis?
—No, solo curiosidad. —Sonó sincera.
—Bien. Dispara.
—¿Por qué aceptaste el puesto de entrenador de los Troyanos?
Arrugué la nariz.
—¿Por qué acepté el trabajo de entrenador de los Troyanos? —Era una
buena pregunta con una respuesta difícil. Me encogí de hombros—.
Necesitaba un trabajo y tu padre me hizo la oferta.
—Ganaste mucho dinero durante tus días de jugador —me recordó,
como si tuviera la cifra exacta en su bonita cabeza—. Dudo mucho que
necesitaras un trabajo.
—Necesitar un trabajo no siempre significa necesitar dinero.
—Entonces, no es por el dinero.
Me giré en la silla para mirarla.
—¿Por qué me preguntas esto?
—No quiero entrometerme. —Levantó una mano—. Solo trato de
entender la situación.
—La verdadera pregunta que deberías hacer es por qué tu padre contrató
a un antiguo jugador para dirigir su equipo. —Eso pareció dejarla en
silencio por un momento. Tomé un sorbo de café y me relamí los labios—.
Es casi como una mala película de Kevin Costner —agregué—. ¿Por qué
contrató Ben Winston a Sam Carson cuando había tantos otros candidatos
mejor cualificados? Yo soy Kevin Costner en este escenario. Tu padre sería
interpretado por Gene Hackman o Robert Duvall.
—Mi padre se parece más a John Goodman —bromeó.
—Vale, entonces John Goodman.
Ella sonrió. Después, arrugó la frente de forma pensativa.
—¿Por qué crees que te contrató?
Me encogí de hombros porque me había hecho la misma pregunta varias
veces y aún no había dado con una respuesta lógica. Ben Winston evitó la
respuesta y comenzó a hablarme de traer sangre fresca e ideas nuevas y
direcciones diferentes. Eran las típicas patrañas que los propietarios de los
equipos daban a los deportistas cuando no querían decirles la verdad.
—Esa es una pregunta que tendrás que hacerle a él —repuse mirándola.
—Nunca cuestiono los motivos de mi padre cuando se trata de negocios.
Le molesta mucho.
Le dediqué una sonrisa irónica.
—¿Pero tú cuestionarás los míos?
Ella me miró de forma conciliadora, aunque no me tranquilizó.
—No estoy cuestionando tus motivos. Es solo que, bueno, como vamos
a ser compañeros de casa durante el fin de semana, y nos veremos mucho
en los próximos meses, siento que deberíamos conocernos mejor. Y no solo
a nivel superficial.
Tomé un sorbo de café y la miré de reojo.
—Estás en modo asesora de imagen, ¿no?
—Un poco, tal vez. Es mi trabajo. —Sus mejillas se sonrojaron. Sus
bonitos ojos brillaron—. Hablando de hacer mi trabajo, me gustaría ir al
estadio la semana que viene para hacer una entrevista formal contigo.
—¿Una entrevista formal?
—Sí, puedo traer un fotógrafo y un periodista. Prepararemos un artículo
para enviarlo a Sports Illustrated y Sports Insider. Y, por supuesto, lo
publicaremos en la página web de los Troyanos y en las redes sociales.
Me encogí de hombros.
—Claro, lo que quieras. Soy un libro abierto.
—Oh, soy muy consciente de ello —dijo con una sonrisa—. Te enviaré
un mensaje de texto y fijaremos una hora.
—Me parece bien. —Vacié la taza de café y la dejé a un lado.
Me incliné hacia el borde de la silla y estiré los brazos por encima de mi
cabeza mientras gruñía al desperezarme.
—Vaya, sí que pareces viejo. —Observó, esforzándose por no sonreír.
—A este viejo cuerpo le vendría bien un baño — dije con un largo
suspiro—. ¿Quieres venir? El agua está un poco fría, pero no está mal.
Ella miró mi torso sudoroso por un momento, luego deslizó la mirada
hasta mis ojos.
—Claro, voy a cambiarme.
Se levantó de la silla y desapareció en la casa.
Bajé las escaleras hacia la playa, mientras pensaba que nadaría con los
pantalones cortos de deporte.
Caminé por la arena y miré hacia la casa antes de meterme en el agua.
Había algo muy extraño en Allie Winston, algo que no podía determinar.
Parecía tener dos caras. Simpática, arisca. Caliente, fría. Divertida, seria.
No sabía si también habría un tercer lado por revelar.
Cuando la vi bajar las escaleras hacia la playa, con sus grandes tetas
rebotando en la diminuta parte superior de un bikini rojo, me pregunté qué
tenía que hacer para conocer a Allie Winston por dentro y por fuera.
Capítulo 15
 
 
 
Allie
El sol se estaba poniendo cuando me metí en la ducha para lavarme el
sudor y la arena que cubría mi cuerpo. Me sorprendí un poco al pensar que
el día había salido bien, aunque no era una descripción del todo exacta. No
fue solo un buen día; de hecho, había sido un día increíble.
Mis planes para un fin de semana solitario se fueron por la ventana.
Había pasado todo el día con Sam Carson y odiaba admitirlo, pero había
disfrutado mucho.
¿Quién habría pensado que algo así sería posible?
Después de nuestra sesión matutina de café y psicoanálisis, me puse el
nuevo bikini rojo que había traído y me revisé cuatro veces antes de salir a
nadar con él.
Me recogí el pelo en una coleta, volví a revisarme en el espejo del baño
y reconocí, de forma irónica, que me veía muy bien para mi edad.
Me puse las manos en las caderas y me giré de lado a lado. Mis pechos
no estaban operados y se mostraban llenos, se notaba que eran naturales.
Al apretarlos en la parte superior del bikini se formaba un escote sexy y
sonreí al preguntarme qué pensaría Sam al respecto.
La braguita del bikini era diminuta; solo un triángulo rojo en la
entrepierna y apenas suficiente tela para cubrir mis nalgas. Giré el culo
hacia el espejo y miré por encima del hombro. Mis glúteos eran redondos y
firmes, sin celulitis todavía, gracias a Dios. Además, las piernas se veían
largas y tonificadas por los años de correr.
En definitiva, estaba muy guapa.
Y estaba segura de que Sam pensaría lo mismo.
No sé por qué sentía la necesidad de impresionarlo. La noche anterior
solo deseaba que me dejara en paz y, al día siguiente, me parecía encantador
y sincero. Muy agradable.
Y Jesús, José y María, estaba buenísimo sin camisa.
Me ajusté las tiras de la braga del bikini y me reprendí a mí misma por
aquellos pensamientos.
Mi problema no era cómo llevar a Sam Carson a la cama. Sabía que, con
chasquear los dedos, podía conseguirlo. Sobre todo, teniendo en cuenta sus
bien documentados actos sexuales en el pasado, estaba segura de que Sam
se acostaría con cualquier cosa que llevara falda.
Mi dilema era cómo hacer que Sam se diera cuenta de su situación sin
traicionar a mi padre.
Él se habría cuestionado cómo consiguió el trabajo, si es que no le había
preguntado a mi padre. Aunque, podría no querer saber el motivo.
Tal vez solo aceptó la propuesta con la esperanza de que funcionara
como él esperaba.
A pesar de todo su machismo y bravuconería, Sam Carson me parecía
un hombre que no tenía tanta confianza en sí mismo como decía.
Estar a punto de morir en un accidente de coche, que prácticamente
acabó con su carrera y mató sus sueños, podía haber influido en un hombre
como Sam.
Tal vez, aquel trabajo era el último intento que hacía para aferrarse a lo
que quedaba del sueño que comenzó casi cuarenta años antes, la primera
vez que salió a jugar un partido.
Cuando volví a salir, Sam ya estaba jugando en el agua. No se había
molestado en cambiarse. Llevaba puestos los pantalones cortos de correr y
estaban empapados, lo que mostraba su bulto muy bien.
Podía ver el contorno de su polla bajo la tela mojada, el tronco largo a
pesar del agua fría. Sentí que mi sexo se humedecía y traté de centrar mi
atención en otra parte, como su amplio pecho y sus duros pezones.
Mierda.
—Estás increíble —dijo, metido en el agua hasta las rodillas. Noté el
calor de sus ojos mientras me revisaba de pies a cabeza—. ¿Cómo sabías
que el rojo era mi color favorito?
—Otra coincidencia. —Me metí hasta que el agua me llegó a la cintura,
y luego me sumergí.
Estaba fresca, pero no ayudó a apagar el fuego que ardía entre mis
piernas.
Sam se zambulló detrás de mí, nadamos veinte metros y chapoteamos en
el agua como dos niños en una piscina de barrio.
—Está estupenda —dije, resoplando—. ¿Una carrera de vuelta a la
orilla?
Sonrió con el agua lamiendo su barbilla.
—Tengo que advertirte, señorita Winston. Soy un nadador bastante
rápido para mi edad.
—Vamos, abuelo —grité—: ¡Uno, dos, tres, ya!
Le gané por dos segundos.
Después, pasamos un rato en la playa. Puse un par de sillas plegables en
la arena mientras Sam traía una nevera con seis cervezas y una botella de
vino.
Llenó un vaso de plástico para mí y abrió una cerveza para él.
Nos sentamos en la arena, bebimos y hablamos durante horas como
viejos amigos, hasta que la cerveza y el vino se acabaron y nuestros
estómagos rugieron.
Preparé un par de sándwiches de ensalada de pollo y comimos en la
terraza. Sam seguía con los pantalones cortos de correr y yo con el bikini,
ambos todavía mojados.
Le sorprendí mirándome las tetas más de una vez. Cuando mis pezones
se endurecieron con la cálida brisa, no intenté ocultarlos a la vista.
—Esta mañana he conocido a unas amigas en la playa —dijo Sam,
señalando varias casas más abajo.
Seguí su dedo con la mirada y vi a varias jóvenes en bikini que estaban
tomando el sol sobre toallas. Una de ellas, una pelirroja delgada, estaba de
espaldas, en topless.
Tomó un sorbo de cerveza y se lamió los labios.
—Van a dar una fiesta esta noche. Estamos invitados.
—¿Nosotros? ¿No querrás decir tú?
Negó con la cabeza.
—Me niego a asistir a cualquier fiesta sin mi mejor amiga. Puede que
seamos los más viejos, pero podría ser divertido.
—En primer lugar, no soy mucho mayor que ellas —repliqué,
entornando los ojos de forma juguetona—. Y en segundo lugar, creo que la
invitación era para ti, no para mí. Ve tú. Diviértete. Yo me quedaré aquí y
me relajaré.
Me dedicó una sonrisa que hizo que se me caldeara el cuerpo.
—Tienes dos días más para relajarte y no hacer nada. Vamos, habrá
música, comida y bebida.
—¿Y admiradoras?
Se lamió los labios y se mordió la mejilla. Después de un momento,
sonrió y bajó la voz.
—Míralo de esta manera, si vienes conmigo, no haré nada estúpido.
Como emborracharme y hacer un vídeo sexual con las chicas del arco iris
de ahí abajo.
Miré a las jóvenes repartidas por la playa.
—¿Las chicas del arco iris?
—Sí, una rubia, una pelirroja, una castaña y otra negra.
—Qué hombre tan diverso —observé.
—Cierto y, precisamente, por eso deberías venir. —Se llevó la cerveza a
los labios y arqueó las cejas—. Dios no quiera que beba demasiado y haga
otro vídeo sexual viral.
Tomé aire muy despacio y lo solté lentamente. Odiaba admitirlo, pero lo
que decía tenía sentido. O, tal vez, solo trataba de conciliar el hecho de que
quería acompañarme.
—Bien, iré, pero en el momento en que hagas algo que avergüence al
equipo... —acepté.
—Lo sé, lo sé. —Levantó una mano—. Mamá me hará abandonar el
partido.
Me dio una pequeña palmadita en la rodilla y se levantó de la silla.
—¿Adónde vas? —le pregunté.
—Me espera una gran noche. —Se llevó una mano a la espalda—. El
abuelo necesita una ducha y una siesta.
Se detuvo en la puerta de la cocina y se pasó las manos por los hombros,
el pecho y el estómago sudorosos; luego, las levantó y entró.
Por un momento, pensé que iba a pedirme que me uniera a él en la ducha
y en su cama. Por suerte, no lo hizo porque podría haberlo hecho.
Me quedé sentada un rato más y luego entré para darme una ducha.
Una agradable y húmeda.
Me quité el bikini rojo y me metí bajo el agua caliente para quitarme el
sudor y la arena. Después, me enjaboné y deslicé la pastilla por los pezones
con un suave suspiro.
Cerré los ojos y pensé en Sam en la ducha, encima de mí.
Capítulo 16
 
 
 
Sam
Me di mi habitual ducha rápida, menos de cinco minutos, y me quedé
desnudo frente al espejo mientras me secaba con la toalla. Me había
quemado los hombros y el pecho con el sol y estaban de color rojo.
Había sido un buen día y Allie Winston me demostró que no era tan
desagradable como yo creía. Al contrario, era muy agradable y resultó tener
buena conversación. Era inteligente, ingeniosa y sarcástica. Y, por supuesto,
muy sexy.
Hice todo lo que pude para mantener mis ojos fuera de sus tetas, del
escote… de sus pezones, que pedían a gritos salir de aquel bikini.
¡Ayúdanos, Sam! ¡Libéranos!
Y la braga se ajustaba a su culo como un tanga. La fina tira de tela de
color rojo desaparecía entre sus perfectas nalgas.
Me hubiera gustado arrancársela con los dientes., morderla y…
Mi fantasía se detuvo cuando oí que se abría la ducha en el baño de la
planta baja, justo debajo de mí. Era una casa antigua con tuberías viejas. Al
abrir los grifos podía escucharse en cualquier parte de la casa.
Pensé en Allie entrando en la ducha. Estaría desnuda, caliente y
sudorosa.
Cerré los ojos y la imaginé enjabonando sus grandes tetas y su culo.
Metiendo sus dedos enjabonados entre sus piernas.
Mi polla se estremeció y abrí los ojos. Se había puesto dura en mi mano
porque la había acariciado sin darme cuenta.
Mi cerebro volvió a dar vueltas a lo mismo: Allie estaba en la ducha.
Desnuda. Enjabonada.
Abrí los ojos cuando un plan diabólico vino a mi mente.
Allie estaba en la ducha y yo no lo estaba.
No pude resistir la tentación de mirar. Me enrollé una toalla alrededor de
la cintura y bajé las escaleras de puntillas, escuchando mientras me
acercaba a la puerta del dormitorio.
Mis dedos tocaron el pomo de la puerta, esperando encontrarla cerrada,
pero giró en mi mano. Empujé para abrirla lo suficiente como para mirar
dentro. Al otro lado de la habitación, escuché el ruido de la ducha porque la
puerta estaba abierta. Oí gemir a Allie y mi polla creció dentro de la toalla.
Me arrastré por el dormitorio y la vi dentro de la ducha.
La puerta de cristal transparente estaba llena de vapor, pero se distinguía
la silueta de su cuerpo.
Estaba apoyada en la pared, con la cabeza hacia atrás y los ojos cerrados,
mientras se enjabonaba los pechos con la mano derecha.
Tenía los muslos abiertos. Su mano izquierda estaba enterrada entre sus
piernas y me puse duro por completo. La toalla cayó de mi cintura.
Me agaché para recogerla y salir de la habitación cuando oí que me
llamaba por mi nombre.
—¿Sam?
Levanté la vista para encontrar a Allie mirándome fijamente. Sostenía la
cristalera de la ducha y observé su cuerpo a la perfección a través del vapor
que se arremolinaba en el cuarto de baño.
Era preciosa, sonrosada, tan jodidamente deliciosa.
Sus ojos bajaron hasta mi polla, que se había puesto tan dura que pedía
ser ordeñada.
Extendió una mano y dijo:
—Ven, déjame ayudarte con eso.
Capítulo 17
 
 
 
Allie
Estaba apoyada en la pared de la ducha con los ojos cerrados y las
piernas abiertas. El agua caía en cascada sobre mi cuerpo, por el cuello, por
los pechos, deslizándose por mi pubis rubio. Me masajeaba el pecho con
una mano y el clítoris con la otra.
Entonces oí un ruido, tenue, casi imperceptible, como un suave suspiro.
Abrí los ojos y miré a través de la puerta de cristal de la ducha.
Sam estaba allí de pie, con un aspecto muy parecido al del niño al que
habían pillado con la mano en el tarro de las galletas.
Excepto que aquel niño tenía una polla larga, gruesa y venosa que
parecía a punto de estallar. No sabía qué hacer o decir. ¿Debía gritar para
ahuyentarle? ¿Reírme y seguir con mi ducha como si no fuera gran cosa?
¿O le invitaba a entrar en la ducha conmigo?
Teniendo en cuenta que apenas unos segundos antes estaba imaginando
esa misma polla entre mis piernas, no era una decisión difícil de tomar.
Abrí la puerta y le tendí la mano.
—Ven, déjame ayudarte con eso. —Sam parpadeó por un momento,
como un ciervo atrapado por los faros. Tenía una toalla en la mano, pero no
hizo ningún esfuerzo por cubrir su virilidad. Le dediqué una sonrisa
soñadora y moví los dedos—. Date prisa, antes de que se acabe el agua
caliente.
—¿Estás segura? —preguntó, acercándose.
Me lamí los labios mientras miraba su polla. Levanté los ojos para
encontrarme con los suyos y suspiré.
—Sí. Te deseo... quiero eso... aquí... ahora.
Dejó caer la toalla y entró en la ducha. Me puso las manos en las caderas
y me atrajo bruscamente hacia él. Nuestros cuerpos se fundieron bajo el
vapor. Me rodeó el culo con las manos y me besó el cuello, deslizando los
labios hasta llegar a mi boca.
Enmarqué su cara con mis manos y lo atraje hacia mí. Inspiré
profundamente cuando nuestras lenguas se encontraron y fue como clavar
un tenedor en un enchufe. Un rayo de electricidad me atravesó, haciendo
que mis pezones se pusieran de punta y mi coño brotara. Note, literalmente,
los jugos calientes que goteaban de mis pliegues.
La polla de Sam estaba dura contra mi estómago. Acaricié su pecho y
bajé la mano izquierda hasta sus apretados huevos, mientras que los dedos
de mi mano derecha rodeaban su polla. Apoyé el pulgar en la parte inferior
de la cabeza y la froté lentamente hacia arriba y hacia abajo. Sam gimió en
mi boca.
Sus dedos se clavaron en mi culo mientras no dejaba de masturbarlo.
Rocé la punta contra mi estómago. Podía sentir el rastro caliente de semen
que dejaba en mi piel la raja rezumante.
—Dios... esto es increíble —dijo, con su lengua en mi oído. Sus dedos
pasaron de mi culo a mis pechos. Amasó la carne e hizo rodar mis pezones
bajo sus pulgares—. Me encantan tus tetas... y ese culo...
—Me gusta tu polla —gemí muy flojo. Apreté con los dedos y subí y
bajé la piel por el eje—. Tan larga... tan dura... la quiero dentro de mí...
—Pronto —suspiró. Rozó sus labios con los míos, luego dobló las
rodillas para arrastrar besos por mi cuello y por mis pechos. Me empujó
contra la pared y se puso de rodillas—. Quiero lamerte. He fantaseado con
esto todo el día.
Apoyé las palmas de las manos en la pared de la ducha, mientras Sam
levantaba mi pierna izquierda y la colocaba doblada por la rodilla, sobre su
hombro derecho. Su mano izquierda se deslizó bajo mi culo para
mantenerme firme, se inclinó y me dio un breve beso en el clítoris.
Gemí ante el contacto de sus labios. Pasó su lengua alrededor durante un
momento y luego la deslizó entre mis pliegues hasta mi culo para regresar.
Lo agarré por el pelo y cerré los ojos. Levantó un poco más mi pierna
para acceder perfectamente a mi empapado coño. Su lengua se arremolinó
alrededor de mis pliegues, luego encontró el pequeño agujero y sondeó con
la punta.
—Oh... Dios... Sam... —jadeé. Mis dedos se deslizaron hasta sus
hombros—. Lámeme... Sam... Lame mi coño... Fóllame con tu lengua...
Sam endureció su lengua y folló mi agujero con ella hasta que no pude
contenerme más. Me corrí en una gran oleada, chorreando jugo caliente
sobre sus labios y su lengua. Empapó su barbilla y goteó sobre su pecho.
Sam gimió cuando le llené la boca con mi jugo caliente. Apretó sus labios
contra mi coño y lo lamió hasta que no pude soportarlo más.
—Oh... Dios... Oh… mierda... —Me acerqué a él—. Mi turno.
Sam se puso de pie y cambiamos de lugar. Lo empujé bruscamente
contra la pared y me arrodillé frente a él. Su polla era aún más larga que en
mi sueño. La cogí con las dos manos y la bombeé hasta que la cabeza se
volvió de color carmesí. La rodeé con los labios y lamí la raja. Su salado
exudado cubrió mi lengua. Sam se estremeció contra la pared.
—Sí... Allie... —gimió—. Sí...
Abrí mis labios y tomé todo lo que pude de él en mi boca. Me incliné y
solo me detuve cuando la punta de su polla golpeó el fondo de mi garganta.
Resistí las ganas de vomitar.
Mantuve su miembro firme y empecé a deslizar mi boca hacia delante y
hacia atrás sobre el tronco. Mientras se la chupaba, mi otra mano pasó por
debajo de sus pelotas y encontró su culo. Le di un toque, deslizando la
punta de mi dedo, y luego un poco más.
—Dios... voy a explotar... —dijo. Se inclinó, puso sus manos bajo mis
brazos y me levantó fácilmente.
Me atrajo hacia él y me besó con fuerza.
Me empujó contra la pared y volvió a levantar mi pierna, exponiendo mi
coño a la cabeza de su palpitante y monstruosa polla. La tomé con la mano
y tiré de ella hacia mí, guiándola hasta mi abertura y le dediqué una sonrisa
soñadora.
—Fóllame, Sam. Fóllame fuerte.
Me besó de nuevo y, cuando su lengua se deslizó en mi boca, enterró su
polla con fuerza en mi coño. El aliento se me escapó de los pulmones
cuando golpeó mi pared más interna.
Movió las caderas, metiendo y sacando la polla con fuerza.
Le rodeé la nuca con los dedos y me aferré a él que me penetraba con
fuerza y rapidez. Jadeé como una perra, exhalando cuando cada empuje me
sacaba el aire de los pulmones.
Sam cerró los ojos y apoyó su frente en la mía. Yo lo observé mientras el
orgasmo empezaba a crecer. Su frente se arrugó. La piel alrededor de sus
ojos se tensó. Apretó los dientes y tomó bocanadas de aire entre ellos.
El fuego ardiente que había dentro de mi cuerpo se convirtió en un
infierno. La polla de Sam estaba estirando mi coño, despertando nuevas
terminaciones nerviosas. Podía sentirlo en mi garganta, en mis pechos, en
mi alma.
—Me estoy corriendo... —gimió, sus caderas encajaban entre las mías.
—Córrete, cariño... Yo también me corro… contigo.
Sentí que todo el cuerpo de Sam se envaraba, mientras sus músculos se
tensaban y se introducía en mí tan profundamente como podía. Sentí que mi
coño se contraía alrededor de él, ordeñándolo, sacando la semilla caliente y
lechosa que me estaba llenando a tope.
Me corrí contra él, chorreando jugo sobre su polla y sus pelotas, caliente
y pegajoso. Podía sentir cómo nuestros jugos se mezclaban y se deslizaban
por el interior de mis piernas.
Después de un momento, nos abrazamos por última vez y soltamos el
aire que habíamos contenido. Sam bajó mi pierna y apreté los muslos para
mantenerlo dentro de mí.
—Ha sido... increíble —declaró, con sus labios en mi oído.
—Sí... es verdad. —Suspiré con fuerza—. ¿Aún quieres ir a esa fiesta?
Sería una pena decepcionar a tus chicas del arco iris.
Me miró a los ojos, luego rozó la punta de su nariz con la mía y sonrió.
—En realidad, señorita Winston, preferiría pasar el resto del fin de
semana aquí. A solas contigo.
Me acerqué y susurré en su oído:
—Creo que eso se puede arreglar, entrenador Carson. 
 Capítulo 18
 
 
 
Sam
Cuando llegué a la casa de Ben Winston en la playa, no tenía ningún
otro plan para el fin de semana que no fuera relajarme, emborracharme y
quizás divertirme un poco con una o dos mujeres de la zona.
Desde luego, no esperaba conocer a una mujer increíble que podía
hacerme reír, enloquecer y hacer que se me encresparan los dedos de los
pies, todo en el mismo momento.
Allie Winston no era como ninguna otra mujer que hubiera conocido.
Era hermosa, fuerte, independiente, inteligente, divertida... y estaba en lo
más alto de mi lista de mejor sexo. Sí, los hombres llevan la cuenta de esas
cosas. Y llegar al número uno no era poca cosa, dado el número de mujeres
con las que me había acostado.
Pasamos el resto del fin de semana comiendo, bebiendo, nadando,
tomando el sol y follando. No salimos de casa, excepto para darnos un
chapuzón a la luz de la luna en el océano, lo que resultó en sexo a la luz de
la luna en la playa.
Y no nos molestamos en ponernos la ropa hasta la hora de salir el lunes.
No era necesario. Tan rápido como nos poníamos la ropa, nos la volvíamos
a arrancar.
Fue un fin de semana increíblemente maravilloso y agotador. Realmente
me gustaba Allie. Mucho. Tanto, que quería pasar más tiempo con ella
cuando volviéramos a casa. Había una chispa allí que ninguno de los dos
podía negar. No podía creer que yo, el eterno soltero y con fobia al
compromiso, me preguntara si algún día podríamos ser algo más que
amantes de fin de semana.
Tenía que volver a Atlanta el lunes por la tarde, así que me fui por la
mañana. Allie no tenía que volver al trabajo hasta el martes, así que iba a
holgazanear unas horas más antes de volver a casa.
—He pasado un fin de semana estupendo —me dijo mientras metía mi
bolsa en el asiento trasero del Land Rover. Cerré la puerta y la tomé en
brazos.
—Yo también. —Sonreí y besé la punta de su nariz—. ¿Quién iba a decir
que la chica huraña que me sirvió la pizza congelada iba a resultar tan
jodidamente agradable?
Me lanzó una mirada de reprimenda.
—¿Y quién iba a decir que el tipo odioso con el gran bulto en sus
pantalones de gimnasia resultaría ser tan jodidamente agradable?
—Supongo que los dos estamos un poco en shock —reconocí,
acercándola—. ¿Puedo verte cuando vuelvas a la ciudad?
Ella me rodeó el cuello con los brazos y acercó mis labios a los suyos.
Me dio un suave beso de despedida y se apartó lentamente.
—Te enviaré un mensaje sobre la entrevista para Sports Illustrated. Tal
vez podamos hacerlo el martes por la tarde.
—Me parece bien. —Abrí la puerta y me subí frente al volante. Hice una
pausa para sonreírle—. Adiós, Allie Winston.
—Adiós, Sam Carson.
Se inclinó por la ventanilla abierta y me besó de nuevo. Luego, me
despidió con la mano mientras me alejaba.  
Capítulo 19
 
 
 
Allie
Forcé una sonrisa mientras veía a Sam alejarse. Cuando el Land Rover
se perdió de vista, apreté los puños y los agité hacia el cielo azul.
—¡Joder! —grité—. Jesús, Allie, ¿en qué coño piensas?
Sacudí la cabeza mientras volvía a entrar en la casa. Tenía que estar loca,
involucrándome con el hombre que mi padre estaba usando como peón; un
hombre por el que había desarrollado fuertes sentimientos en muy poco
tiempo.
No me estaba enamorando de Sam Carson, pero me gustaba.
Me gustaba mucho y realmente era un buen tipo. También era
encantador, divertido, sexy y sorprendente en la cama.
Había tenido mi cuota de amantes, pero nadie me había hecho sentir
como Sam, por eso me daba pena saber que nuestro romance duraría poco.
Cuando Sam supiera que estaba ayudando a mi padre, probablemente no
volvería a hablarme.
Dos días atrás, eso no me habría molestado en lo más mínimo; pero
después de dos días en sus brazos, la idea de que no volviera a hablarme era
suficiente para hacerme llorar.
Capítulo 20
 
 
 
Allie
Me senté en la parte de atrás de la sala de entrenamiento, jugueteando
con mi teléfono, mientras el periodista entrevistaba a Sam para el artículo
que publicaríamos en todos los medios de comunicación, ese mismo día.
Había informado al hombre, al que se le pagaba para que escribiera
exactamente lo que yo le dijera.
Sería un artículo de propaganda sobre el guapo, exjugador y entrenador
que había conseguido el puesto principal como entrenador de los Troyanos,
a pesar de la feroz competencia y la poca experiencia. El artículo ignoraría
por completo la notoriedad de Sam como chico malo, mujeriego y bebedor
empedernido. Era un viejo truco de relaciones públicas: enterrar lo malo,
promover lo bueno y confiar en la corta capacidad de atención del público
estadounidense para que creyera lo que se le decía.
Mi padre se refería a la inyección de sangre nueva en el equipo, a la
adopción de un nuevo enfoque y al deseo de dirigir el equipo en una nueva
dirección, ya que la anterior no había funcionado en años.
El fotógrafo tomó fotos durante la entrevista, y luego tomó una más de
Sam de pie, frente al logotipo de los Troyanos en la pared, sosteniendo un
balón de fútbol entre sus manos. Parecía fuerte y guapo, seguro de sí
mismo, como Héctor a las puertas de Troya, listo para defender su reino
contra Aquiles y todos los demás. Por desgracia, Héctor no vivió para ver la
victoria.
Respiré hondo y aparté la analogía de mi mente.
—Todo listo, Allie. —El periodista y el fotógrafo se acercaron.
—¿Consiguió todo lo que necesitaba? —pregunté.
—Sí. Tengo la cita con su padre y las notas que envió. Lo redactaré
inmediatamente y se lo enviaré para que lo apruebe.
—Genial —dije con un suspiro—. Me gustaría que saliera lo antes
posible. Miré a Sam que estaba alejado. Charlaba de pie con dos de los
entrenadores asistentes que quedaban del antiguo régimen y sonreía y reía
como si no le importara nada.
No tenía ni idea de que la entrevista que acababa de hacer sería
probablemente el obituario de su carrera.
Capítulo 21
 
 
 Sam
—¿Has visto el artículo en la página web de Sports Insider? —preguntó
Allie. Su bonita cara ocupaba el gran monitor del ordenador de mi mesa—.
Lo publicaron anoche y ya tienen más de cincuenta mil visitas.
—¿Qué llevas puesto? —Me incliné y fingí que miraba por la parte
delantera de la pantalla. Flexioné las cejas ante la webcam—. Vamos,
enséñame las tetas.
—Eres horrible —replicó con una sonrisa—. Estoy en mi oficina y hay
una norma estricta de no enseñar las tetas. Lo siento.
—Vamos, tú me enseñas las tuyas y yo te enseño lo mío.
—No creo que lo tuyo quepa en mi pantalla. —Mostró una sonrisa
diabólica.
Yo también sonreí, algo que hacía mucho desde que la conocí.
—¿Quieres cenar esta noche?
—¿Solo cenar?
—Ahora, ¿quién es horrible? —El teléfono de la oficina que estaba
sobre mi escritorio empezó a sonar. El identificador de llamadas indicaba
que era Ben Winston—. Oye, déjame llamarte luego. Tengo una llamada en
camino.
—Vale, me parece bien. —Me sonrió, pero había un toque de tensión en
su voz—. ¿Sam?
—Sí.
Suspiró y sacudió la cabeza.
—Nada. Te veré esta noche.
—De acuerdo.
Apagué el monitor y pulsé el botón para contestar el teléfono del
escritorio. Era la secretaria de Ben Winston, con la que había pensado
acostarme cuando volviera a la ciudad. Mierda, iba a tener que dejarla
tranquila. Ahora solo me interesaba tirarme a una mujer. Y no era ella.
—Sam, el señor Winston quiere verte ahora mismo en su despacho —
dijo formalmente. No había ningún indicio de coqueteo en su voz. Tal vez
había malinterpretado las señales. Desde luego, no habría sido la primera
vez.
—Claro, ahora mismo voy.
Colgué y silbé alegremente mientras me dirigía al ascensor que me
llevaría a los tres pisos de las suites ejecutivas. Ben debía de haber visto la
entrevista y quería felicitarme en persona. Yo era la nueva cara de su
equipo. Estaba seguro de que solo quería oír que iba a hacer todo lo posible
por no defraudarle.
Suspiré con felicidad al entrar en el ascensor y pulsé el botón. La vida
era bastante buena.
Nuevo trabajo, nueva chica, nuevo día.
Tal vez no iba a joder las cosas después de todo.
 

 
—Puede entrar directamente — dijo la secretaria sin mirarme a los ojos.
Señaló con la cabeza la puerta cerrada con el nombre de Ben Winston.
No me molesté en llamar. Abrí la puerta y entré como si no me
importara nada.
—Sam, gracias por venir tan rápido —saludó Ben, acercándose al
escritorio y estrechándome la mano. Me indicó que me sentara en una de las
dos sillas que había frente a su escritorio. En la otra había un hombre
delgado con un traje caro. Se levantó y me tendió la mano—. Sam,
¿conoces a Earl Holly, nuestro asesor jurídico interno?
—No, encantado de conocerle —dije, estrechando su mano.
—Lo mismo digo —saludó él.
Los dos nos sentamos, mientras Ben volvía a rodear el escritorio y se
acomodaba en la silla de cuero de respaldo alto. Juntó los dedos sobre el
escritorio y sonrió.
Allie debía de haber heredado el físico de su madre, porque no se
parecía en nada a su padre, gracias a Dios. Era un hombre grande, de tez
rojiza y con el pelo canoso, que llevaba peinado hacia atrás como un
mafioso. Tenía unos ojos oscuros y profundos que se cerraban cuando
sonreía.
Se aclaró la garganta y dijo:
—Así que, Sam, la razón por la que te hemos llamado es para hacerte
saber que ha surgido algo y que vamos a tener que hacer un cambio.
—¿Un cambio? —Miré de reojo al abogado. Cada vez que había un tipo
de aquellos en la habitación me ponía nervioso—. ¿Qué tipo de cambio?
Ben respiró hondo.
—Bueno, para ser franco, Sam, hemos decidido contratar a Dan
Bradford como entrenador del equipo este año.
Parpadeé.
 —Uhm, ¿no me han contratado ya para ese trabajo?
—El contrato nunca se cerró —dijo el abogado con una voz nasal que
sonaba casi como un personaje de dibujos animados.
Fruncí el ceño al verlo.
—¿Qué significa eso exactamente?
—Significa que el contrato se envió a su agente para que lo firmara, pero
nunca nos fue devuelto, por lo tanto, el contrato no es válido.
—Yo firmé el contrato.
—¿Está seguro? —preguntó el abogado.
—Yo… —No, no estaba seguro. Recordaba vagamente un mensaje de
voz de mi agente sobre la obtención de mi firma en algo... Mierda.
—De todos modos, Sam, es un punto discutible. El contrato nunca nos
fue devuelto, así que el contrato no es válido.
—Entonces, ¿me está despidiendo? —Lo dije con calma, pero mis
entrañas se revolvían.
Me agarré a los brazos de la silla. Estaba perdiendo otro trabajo antes de
tener siquiera la oportunidad de pisar el campo de prácticas.
—Técnicamente, no estás despedido porque nunca fuiste contratado —
explicó Ben, encogiéndose de hombros—. Llevamos un tiempo detrás de
Dan Bradford y esta mañana ha decidido que le gustaría venir a Atlanta.
Está cansado del clima de Minnesota.
—Dan Bradford me va a quitar el trabajo. —Lo dije en voz baja para mí.
—Técnicamente, nunca fue tu trabajo. —Se hizo eco el abogado.
Le lancé una mirada que lo obligó a cerrar la boca. Un buen codazo le
clavaría la nariz en la cara y le haría tambalearse. Pareció leer mis
pensamientos porque se calló y miró a Ben en busca de ayuda.
—La buena noticia es que a Dan le gustaría hablar contigo para entrenar
a sus quarterback si estás interesado en quedarte en el equipo. —Ben me
dedicó una sonrisa apaciguadora que me hizo hervir la sangre—. Podríamos
discutir el salario si Dan decide incorporarte.
Le miré a los ojos y asentí lentamente.
—Te lo agradezco, pero creo que paso.
Ben extendió las manos.
—Bueno, es tu decisión.
Yo seguía asintiendo, pensando.
—Es curioso, el momento de todo esto.
Ben entrecerró los ojos.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que me hiciste la oferta hace dos semanas, pero acabas
de decir que llevabas tiempo detrás de Dan Bradford.
Ben miró al abogado y luego volvió a mirarme.
 —Sí. ¿Y?
—Entonces, la entrevista sobre que soy el nuevo entrenador jefe se
difunde por todo Internet, y luego Dan decide venir a trabajar para ti al día
siguiente.
Ben se encogió de hombros.
—Coincidencia. La sincronización. Llámalo como quieras. De cualquier
manera, no vamos a necesitar sus servicios.
—Entiendo. —Estaba claro por el tono de su voz que era un trato hecho
y no tenía sentido discutir. La pregunta que tenía era, ¿quién más estaba en
el trato?
—Me ha utilizado —dije en voz baja. Fijé mis ojos en los suyos. —Me
ha utilizado para que Dan Bradford firmara con usted.
—Está el asunto de la indemnización —intervino el abogado.
—Ah, sí. —Ben metió la mano en su chaqueta y sacó un sobre. Lo
deslizó por el escritorio hacia mí—. Esto es para ti.
Cogí el sobre y miré dentro. Había un cheque de un millón de dólares. El
cheque no estaba firmado. Lo levanté.
—¿Para qué es esto?
—Necesitamos que firmes un documento en el que se establece que, una
vez que aceptes este cheque, no podrás interponer ningún otro recurso legal
contra los Troyanos.
—¿Recurso legal? Si mi contrato no es válido, como dicen, no tengo
ningún recurso legal. Entonces, ¿por qué me pagan?
—No es un pago, Sam. —El dueño del equipo levantó una mano para
cortar al abogado—. Digamos que me siento fatal por cómo han acabado las
cosas. Es solo mi manera de mostrarte mi gratitud. Una vez que firmes el
documento, que no es más que para atar cabos sueltos, firmaré ese cheque y
podrás seguir tu camino.
—Ya veo. —Asentí lentamente y volví a meter el cheque en el sobre.
Hice la pregunta que me rondaba por la cabeza—. ¿Su hija sabía lo que
estaba haciendo?
Ben frunció la frente.
—¿Allie?
—Sí, Allie. —Dejé el sobre sobre su escritorio.
Al hablar con ella por la mañana tuve la sensación de que estaba algo
distraída y sentí que pasaba algo. Me pregunté si sabría lo que estaba
sucediendo.
Él se encogió de hombros.
—Allie y yo trabajamos muy juntos.
—Si quiere que firme ese papel diciendo que no lo haré por
incumplimiento de contrato, responderá a mi pregunta —exigí—. ¿Sabía
Allie que me estaban utilizando para conseguir a Dan Bradford? —Ben
intercambió una mirada con el abogado. Asintió y el abogado me dio el
documento para que lo firmara. Luego me dio un bolígrafo. Puse el
documento sobre el escritorio y acerqué el bolígrafo a la línea de la firma.
Miré fijamente a Ben. Volví a preguntar, rezando para que no fuera a
confirmar mis sospechas—. ¿Lo sabía?
Ben se infló las mejillas y extendió las manos.
—Como he dicho, mi hija y yo trabajamos muy estrechamente. Por
supuesto, ella lo sabía.
Empujé hacia él el cheque. Lo sacó del sobre y firmamos al mismo
tiempo. Luego, deslicé el documento firmado por el escritorio y él me
entregó el cheque firmado.
Y con eso, mi breve carrera como entrenador de un equipo de la AFL
llegó a su fin.
Y también mi breve enamoramiento de Allie Winston.
Capítulo 22
 
 
 
Allie
—¡Allie, pon la ESPN, rápido!
Levanté la vista para encontrar a Darcy, mi asistente personal, de pie en
la puerta de mi despacho con una mirada alarmada. Cogí el mando de la
televisión del escritorio y lo dirigí a la pantalla plana montada en la pared.
—Noticias de última hora procedentes de Atlanta —dijo la modelo de
Playboy convertida en presentadora de la ESPN, haciendo todo lo posible
por poner una expresión seria en su perfecto rostro—. Sam Carson ha sido
despedido como entrenador de los Troyanos, después de solo dos semanas
en el trabajo. Ocupará su lugar el legendario entrenador Dan Bradford, que
se convertirá en el entrenador mejor pagado de la AFL con un salario de
siete millones de dólares al año. El propietario de los Troyanos, Ben
Winston, ha programado una rueda de prensa para hoy a las tres de la tarde,
hora del este. Por supuesto, transmitiremos esa conferencia de prensa en
vivo aquí en ESPN.
Vi el reportaje con la boca abierta. Sabía que iba a ocurrir, pero me
quedé boquiabierta.
Darcy me miró.
—¿Lo sabías?
Hice un pequeño gesto con la cabeza.
 —Sí.
—Vaya, pobre Sam Carson. ¿Quieres que llame a tu padre por teléfono?
Estoy segura de que querrá que vayas a la rueda de prensa.
Sacudí la cabeza.
—No, yo lo llamaré. —Forcé una sonrisa—. Gracias. Por favor, cierra
mi puerta.
Esperé a que se fuera para empezar a llorar. No necesitaba hablar con mi
padre. Necesitaba hablar con Sam. Solo podía imaginar cómo se debía
sentir. Especialmente si mi padre le había dicho que yo sabía de su nefasto
plan todo el tiempo.
 

 
Llamé al móvil de Sam, pero saltó el buzón de voz.
Llamé a su agente, Alan Dunleavy, pero su secretaria me dijo que Alan
estaba en reuniones todo el día y no atendía llamadas. Dejé un mensaje,
pero sabía que mi llamada nunca sería devuelta.
Sam no había estado en la ciudad el tiempo suficiente para encontrar un
lugar para vivir, así que se estaba quedando en el Atlanta Marriott del
centro. Llamé y pedí que me comunicaran con su habitación. El
recepcionista me dijo que se había marchado una hora antes.
Mi teléfono móvil sonó en el escritorio. Era mi padre, probablemente
llamando para saber si iba a ir a la rueda de prensa. Dejé que saltara el
buzón de voz. En ese momento, no sabía qué iba a hacer.
Me aparté del escritorio y me acerqué a la pared de ventanas que daban
al centro de Atlanta. Tenía lágrimas en los ojos y veía borroso. Sam Carson
estaba en alguna parte, pero no tenía ni idea de dónde. Solo sabía que,
independientemente de dónde estuviera, yo sería la última persona del
mundo con la que querría hablar.
Capítulo 23
 
 
 
Sam
Nací y crecí en Tipton, Nebraska, un pueblecito anodino en las afueras
de Lincoln. Mi madre seguía viviendo allí, en la misma casa; una granja
centenaria en medio de trescientas hectáreas de maíz.
Mi familia ya no lo cultivaba desde que murió mi abuelo materno y ella
arrendaba la tierra a los agricultores vecinos. Siempre decía que se
arrepentía de no haberse casado con un agricultor que se quedara a su lado
y cultivara el campo, pero se había casado con un hombre de fútbol que
nunca estaba en casa y que llevaba una vida muy diferente.
Yo le había ofrecido muchas veces comprarle una casa nueva en
cualquier lugar del planeta, pero ella siempre se negaba. Decía que tenía
profundas raíces en Tipton, que no podía imaginarse viviendo en otro lugar.
Nunca se quejó, pero sabía que estaba decepcionada de que yo hubiera
cortado aquellas raíces y nunca mirara atrás.
Mi padre, técnicamente, también vivía allí, pero rara vez estaba en casa.
Había sido entrenador durante cuatro décadas, y eso significaba que tenía
que ir donde el trabajo lo llevara. Estaba con nosotros unos pocos meses y
el resto del año se iba de viaje.
Una vez le oí decir a un amigo que el único momento en que era
verdaderamente feliz era cuando estaba en el campo de fútbol. Lo odiaba
por pensar así, pero luego llegué a comprenderlo. Llevábamos el fútbol en
la sangre. Teníamos que estar en el juego de alguna manera o nos
volveríamos locos.
En aquel momento, mi padre estaba ahora en Chicago, trabajando como
coordinador ofensivo de los Blaze. Tenía más de sesenta años. Fumaba
como una chimenea y bebía como un pez. Tomaba Viagra como si fueran
caramelos y se acostaba con cualquier mujer que lo deseara. Y no tenía
ninguna intención de retirarse.
Siempre decía que moriría en el banquillo y que esperaba fuera al
terminar un partido para que pudieran llevarse su cuerpo.
***
 
—¿Más café, cariño? —Mi madre me rellenó la taza sin esperar a que
respondiera. Levanté la vista con una sonrisa soñolienta y le di las gracias.
Puso la cafetera en la estufa y ocupó la silla de enfrente mientras fruncía el
ceño al ver que no me terminaba el desayuno—. No has comido mucho —
agregó.
—Ya tengo suficiente —repliqué con una sonrisa—. Ya no tengo
dieciocho años, mamo. No puedo comerme una docena de huevos yo solo.
—Tienes que alimentar la máquina —advirtió con una sonrisa. Sus ojos
brillaban detrás de las gafas que llevaba—. ¿No es eso lo que solías decir
cuando os pillaba a ti y a tus compañeros de fútbol limpiando mi nevera?
—Bueno, la máquina ya no puede comer como antes —reconocí con un
suspiro. Me recosté y me froté la barriga—. Y esta máquina va a engordar
como un cerdo si sigues alimentándola así.
Cogió su taza y la sostuvo entre sus manos. Me dirigió la misma mirada
de preocupación que había recibido desde que aparecí de repente en su
puerta tres semanas antes.
—Entonces, ¿qué hay en tu lista de cosas por hacer hoy?
Me encogí de hombros y me rasqué la barbilla, cubierta de una semana
de barba.
—En realidad, no tengo una lista de cosas pendientes. ¿Hay algo en lo
que pueda ayudarte?
Tomó un lento sorbo de café y se lamió los labios.
—No, querido, creo que has arreglado todo lo que había que arreglar.
Puedes alimentar a las gallinas si quieres. El pienso está en el cubo del
granero. Y recoge los huevos mientras estás allí.
—Alimentaré a las gallinas y traeré los huevos.
Sonrió por un momento y luego dejó que la sonrisa se borrara de sus
labios.
—¿Cuál es tu plan para volver al trabajo?
Parpadeé.
—No tengo ningún plan. —Me encogí de hombros—. Soy rico, mamá,
no tengo que trabajar.
—También te pareces mucho a tu padre —observó, aunque no estaba
seguro de que lo dijera en el buen sentido—. Llevas el fútbol en la sangre,
Sammy. Nunca te conformarás con verlo en la televisión. —Extendió una
mano por encima de la mesa para acariciar mi brazo—. No dejes que lo que
pasó en Atlanta te impida hacer lo que te gusta, querido. Todavía eres un
hombre joven. Hay muchas cosas que puedes lograr para mantenerte en
activo. Siempre me gustó verte en ESPN. Tan guapo con tu trajecito y
corbata.
—Lo sé, mamá. —Puse los ojos en blanco. Mi madre siempre me vería
con diez años—. Solo necesito un pequeño descanso, eso es todo.
—Bueno, estoy segura de que lo resolverás —consideró con suavidad—.
Mientras tanto, estoy encantada de tenerte en casa. Quédate todo el tiempo
que quieras.
—Gracias, mamá.
Se levantó y empezó a recoger los platos. Los puso en el fregadero y
abrió el grifo, luego miró por la ventana mientras esperaba que el agua se
calentara.
—¿Quién puede ser a estas horas de la mañana?
Terminé el café, llevé la taza al fregadero y seguí su mirada por la
ventana.
—Ni idea.
Vi un coche que se acercaba por el camino de tierra desde la carretera
principal. El sol brillaba en el parabrisas, así que no podíamos saber quién
iba en el coche.
—No reconozco el coche —dijo mi madre.
—Voy a ver quién es. —Me despedí de ella con un beso en la mejilla.
Me lamí el café de los labios y salí por la puerta principal.
Me apoyé en una de las columnas junto a los escalones del porche
delantero y observé cómo se acercaba el coche. Era un Chevy negro y tenía
una etiqueta de una empresa de alquiler en la parte delantera.
El conductor se detuvo al final del camino y apagó el motor. La puerta
se abrió y salió una mujer con pantalones cortos de color caqui y una
camiseta azul.
Era Allie Winston.
—Hola —saludó, caminando hacia mí con una tímida sonrisa en su
rostro—. He intentado llamarte, pero sigo recibiendo un mensaje de que la
llamada no se realiza.
—Aquí no hay servicio de telefonía móvil —expliqué. Crucé los brazos
sobre el pecho y la miré sin comprender—. ¿Qué haces aquí?
—Quería hablar contigo.
Vino a pararse al pie de los tres escalones. Llevaba el pelo largo
recogido y estaba radiante. Su cara sonrosada resultaba deliciosa y le
temblaba el labio inferior, como si luchara por contener las lágrimas.
—¿Cómo me has encontrado?
—Tu padre me dijo que estabas aquí —reconoció—. ¿Podemos hablar?
—Has desperdiciado un viaje —espeté, malhumorado—. No hay nada
que hablar.
—Sam, por favor, tienes que entender...
—¿Quién es? —Mi madre salió por la puerta mosquitera, secándose las
manos en un paño de cocina. Miró a Allie y sonrió—. Hola, soy Evelyn.
¿Eres amiga de Sam?
—En realidad no —dije. Señalé con la cabeza a Allie—. Esta es la hija
de Ben Winston, Allie.
Allie trató de sonreír.
Mi madre no lo hizo.
—Tu padre es un hombre horrible —Mi madre movió un dedo en su
dirección—. Hacer lo que le hizo a mi hijo. ¿Quién trata a la gente así?
Debería avergonzarse de sí mismo.
—Eso es exactamente lo que le dije, señora Carson —confesó Allie,
moviendo la cabeza en señal de acuerdo—. Mi padre es un buen hombre,
pero puede hacer cosas despreciables.
—¿Estás aquí para disculparte por él? —Mi madre cruzó los brazos
sobre el pecho, imitándome, y se colocó junto a mí en el porche, como un
frente unido.
—No. —Allie me miró con lágrimas en los ojos—. Estoy aquí para
disculparme por mí misma.
 

 
Allie volvió a preguntar si podíamos hablar, pero volví a negarme y le
pedí que se fuera.
Mi madre sintió que había algo más entre Allie y yo. Me miró durante
un rato. Había estado casada con un futbolista durante cuatro décadas y
sabía lo duros que podíamos ser los imbéciles.
—No seas grosero, Sam —me pidió, golpeándome con el codo—.
Parece una joven muy agradable. Deberías escucharla.
—Sí, Sam, por favor —insistió Allie—. Solo dame cinco minutos.
Tomé aire y lo exhalé lentamente. Bajé los escalones y señalé con la
cabeza hacia el granero, donde mamá tenía dos vacas lecheras y el
gallinero.
—Bien. Vamos. Puedes hablar mientras doy de comer a las gallinas.
Luego, te marchas.
Capítulo 24
 
 
 
Allie
Mi corazón se aceleró al salir del coche y ver a Sam de pie en el porche.
No estaba segura de cómo esperaba que reaccionara.
¿Me tomaría en sus brazos y me perdonaría por lo que había hecho? O
me rechazaría y diría que no quería volver a verme.
No le culparía si me rechazara. Tampoco estaba segura de que me fuera
a perdonar, yo no lo haría si estuviera en su lugar.
Seguí a Sam hasta el granero y observé cómo sacaba maíz molido de un
cubo y se inclinaba por encima de una valla para esparcirlo por el suelo.
Una docena de gallinas bajaron volando de sus nidos en las vigas y
comenzaron a comer. Me recordó a los alcatraces cuando se lanzaban a por
los peces en la costa de Hilton Head.
Dios, parecía que eso fue hace una vida.
—Vale —dijo Sam, quitándose el polvo del pienso de las manos—.
Tienes cinco minutos. Vamos a escucharte.
Respiré profundamente y le di el discurso que había estado practicando
en el coche de alquiler durante la última hora.
—Sam, creo que lo que hizo mi padre fue horrible. Y lamento si jugué
algún papel en ello.
—¿Sí? —Se burló y sacudió la cabeza—. ¿Esa es tu disculpa?
—Bueno, está bien. Cuando me enteré de lo que había planeado, debí
habértelo dicho, pero tienes que entender que quedé atrapada entre los dos.
Él es mi padre y tú... bueno, en realidad no te conocía en absoluto. Me pidió
que organizara la entrevista y eso es todo lo que hice. Honestamente,
esperaba que la entrevista lo convenciera de que tú eras la mejor opción. No
pensé que Dan Bradford fuera a firmar.
Puso los ojos en blanco.
—¿Vas a desperdiciar tus cinco minutos diciéndome tonterías, Allie? ¿O
vas a decirme la verdad?
—Te estoy diciendo la verdad —declaré con desesperación.
—¿Cuándo descubriste lo que había planeado?
Parpadeé.
—¿Cuándo?
—Acabas de decir que quería que organizaras la entrevista. Me lo
mencionaste antes de que nos acostáramos.
—¿Lo hice?
Ensanchó los ojos y asintió.
—Sabías lo que había planeado. Por eso te acostaste conmigo. —Se
llevó las manos a la cabeza—. ¡Dios mío, te acostaste conmigo para
mantenerme apaciguado hasta que tu padre consiguiera que firmara
Bradford!
—¿Qué? No, eso no es lo que pasó.
—Papá te dijo que me mantuvieras contento, así que me follaste todo el
fin de semana, hiciste la entrevista y luego te quitaste de en medio. Seré
gilipollas...
Mi boca se movió, pero no salieron palabras. No sabía qué decir. Tenía
razón sobre la forma en que se desarrollaron los acontecimientos, pero no
sobre mis motivos para estar con él.
—Te equivocas —dije, con lágrimas en los ojos—. Me acosté contigo
porque quise. No tuvo nada que ver con mi padre.
—Mentira. —Agitó las manos hacia mí—. Eres tan mentirosa como tu
viejo. —Se apartó de mí y sacudió la cabeza—. Déjame en paz, Allie.
Acepté el cheque de tu padre y conseguí follarme a su hija. No es un mal
plan, en realidad. Así que métete en tu puto coche y vete. Ya no tienes que
fingir que te gusto.
—¡No estoy fingiendo, maldito idiota! —Mi voz se quebró y hablé entre
sollozos—. Maldita sea, Sam, ¿habría venido hasta aquí si no...?
Se giró para mirarme.
—¿Si no hicieras qué?
Tomé aire y me limpié la nariz con el dorso de la mano.
—¿Habría venido hasta aquí si no te quisiera?
Me lanzó una mirada de incredulidad.
—¿Me quieres?
—Sí. Quiero decir, creo que sí.
Negó con la cabeza.
—No entiendo, ¿por qué me dices esto?
—Te lo digo porque es verdad. —Me acerqué a él—. Sé que parece una
locura, pero el fin de semana que pasé contigo... las cosas que hicimos... no
puedo sacarte de mi mente. Y sí, creo que te quiero.
Sam entrecerró los ojos y recorrió mi cara con la mirada hasta que se
posó en mis labios.
—Hiciste una verdadera mierda —espetó.
—Lo sé.
—Todavía estoy enfadado contigo.
—Lo sé.
Me miró a los ojos.
—¿De verdad me quieres?
Sonreí.
—Realmente lo creo.
Extendió sus manos.
—Demuéstramelo.
Me derretí en sus brazos. Me puse de puntillas y lo besé en los labios.
Inhalé profundamente mientras nuestras lenguas danzaban y me invadió su
aroma. Aramis. Podía olerlo en su ropa y en su piel.
—Vamos arriba —indicó, rompiendo el beso lo suficiente para llevarme
a una escalera que se elevaba al pajar por encima de nosotros.
Subí a toda prisa con Sam pisándome los talones.
Me empujó a un lecho de heno blando y se sacó la camiseta por encima
de la cabeza. Se quitó los vaqueros y los calzoncillos y suspiré cuando vi su
polla, tiesa y preparada, esperándome.
—¿Qué pasa con tu madre? —pregunté, mientras me quitaba la blusa.
Desabroché el sujetador, me bajé los pantalones cortos y las bragas por las
piernas y me eché hacia atrás con las piernas abiertas.
—Es alérgica al heno —dijo Sam con una sonrisa, inclinándose sobre
mí.
Me besó los labios con abandono mientras sus manos amasaban mis
tetas y sus dedos hacían rodar mis pezones.
Gemí en su boca y busqué su polla. Dios, era maravilloso sentirla en mis
manos, tan dura, larga y palpitante. La bombeé un momento y luego la
conduje hacia mi sexo húmedo.
—Dios, qué gusto. —Suspiré mientras me penetraba.
Lo agarré por el culo y lo empujé hasta que se introdujo completamente
en mí. Jadeé y lo rodeé con las piernas.
—Te he echado de menos. —Jadeó en mi oído.
Apoyó las palmas de las manos junto a mí y empezó a mover sus
caderas dentro y fuera, dentro y fuera. Podía sentir cómo me llenaba por
completo.
Mi coño lo engulló, se aferró a él, lo ordeñó con su semilla caliente.
Me acaricié las tetas y las apreté hasta que me dolió. Mis pezones
estaban duros como piedras entre mis dedos y Sam se abalanzó sobre mí.
Su polla me empalaba por completo, sacando la respiración de mis
pulmones, haciendo que mis pechos rebotasen en mis manos.
—Me... corro... Allie... —gimió.
Lo sujeté por la nuca.
—Fóllame fuerte... Sam... Haz que me corra.
Él aceptó el reto. Sus embestidas se hicieron más rápidas y profundas
hasta que un tremendo orgasmo desgarró mi cuerpo, cruzando mis pechos y
saliendo disparado de mi coño como un volcán en erupción.
Sam me empujó y se mantuvo ahí, con todos los músculos de su cuerpo
tensos. Nos corrimos juntos y no nos soltamos hasta que nuestros cuerpos
nos dijeron que podíamos relajarnos.
Me besó en los labios con suavidad.
—Creo que yo también te quiero —confesó antes de mirarme a los ojos
—. Hagamos un trato.
Le aparté el pelo de la frente y suspiré.
—Dime.
—Intenta no parecerte a tu padre y yo haré lo mismo.
Le sonreí.
—Trato hecho. Ahora, cállate y bésame otra vez.
Epílogo
 
 
 
Allie
Seis meses después.
Si alguna vez me hubieran dicho que sería feliz como esposa de un
entrenador de fútbol americano de instituto en Tipton, Nebraska, habría
dicho que estaban locos.
Después de crecer y trabajar en Atlanta, Tipton me parecía otro mundo.
No había aglomeraciones ni atascos, nadie intentaba robarte o robarte el
coche, el aire era fresco y limpio, y la vida parecía transcurrir a un ritmo
más lento.
Y eso me parecía bien.
Quería que mi vida con Sam durara mucho tiempo, cuanto más lento
fuera el ritmo, mejor.
 

 
Estaba sentada en las gradas en una fresca noche de viernes de otoño,
viendo a Sam entrenar a su equipo en una victoria sobre el instituto de
Somerville.
Me encantaba verlo trabajar. Estaba claro que amaba a sus jugadores y
ellos a él.
Mientras lo miraba, mi mente se preguntaba sobre todo lo que había
pasado en los últimos meses.
Sam me pidió que me casara con él y le dije que sí. Me preguntó si le
daría una oportunidad a la vida en Tipton y le dije que sí. Se ofreció a
entrenar al pequeño equipo de la escuela secundaria de forma gratuita y
ellos dijeron que sí.
Me preguntó si viviría en la granja en la que creció con su madre hasta
que pudiera hacernos construir una casa en la propiedad.
Le dije que sí, si a su madre le parecía bien. Y dijo que sí.
Éramos tan felices como podían serlo dos personas que se querían.
Mientras observaba a Sam en el banquillo, saqué de mi bolso el pañuelo
que había rociado con Aramis y me lo llevé a la nariz. Aspiré su aroma con
fuerza y enseguida noté las bragas húmedas. Me moría de ganas de llevar a
Sam a casa.
Aramis olía de maravilla en un pañuelo, pero olía mucho mejor en el
cuello del hombre que amaba.

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