No5 Manuel Manas ColeccEI
No5 Manuel Manas ColeccEI
No5 Manuel Manas ColeccEI
CEXECI 2017
Edita: CEXECI
Centro Extremeño de Estudios
y Cooperación con Iberoamérica
www.cexeci.org
ISBN: 978-84-943954-6-8
Depósito Legal:
ACLARACIONES METODOLÓGICAS Y
CONCEPTUALES.............................................................15
APÉNDICES......................................................................451
BIBLIOGRAFRÍA............................................................479
PRESENTACIÓN
9
El libro de Manuel Mañas, investigador y profesor
universitario perteneciente al Departamento de Ciencias
de la Antigüedad de la UEx, es un grano de arena más
en la construcción de ese edificio de la autoestima, cuyos
cimientos se asientan en gran medida en el conocimiento
del pasado, en esta ocasión del pasado que une las dos
orillas del Atlántico: España (Cáceres, Extremadura) y
América (Veracruz, México).
10
político de cada uno de los libros que la componen. En
el capítulo tercero el Dr. Mañas da cuenta del círculo
de amigos novohispanos (Francisco de Samaniego,
Fernández de Castro, entre otros) que tuvo Juan Blázquez
en tierras americanas. Finalmente, en el último capítulo,
se analizan someramente otras dos obras de nuestro
personaje: La Antuerpia y El Carmelo.
11
Con este estudio Manuel Mañas Núñez,
investigador cacereño e intelectual comprometido con
sus raíces, contribuye al mejor conocimiento del ayer
de nuestra región y de la aportación que en el pasado
hicieron las gentes de Extremadura al descubrimiento
y evangelización del Nuevo Mundo. Conocer el ayer
contribuye a entender mejor el presente y programar
de manera más certera el futuro. Además, el trabajo de
nuestro colega y amigo sobre un personaje relacionado
con los pueblos de Latinoamérica tiene para mí aquí y
ahora -al dirigir en estos momentos el Centro Extremeño de
Estudios y Cooperación con Iberoamérica- un aliciente más: nos
pone de manifiesto que Extremadura no se entiende sin
su dimensión latinoamericana, que en nuestros pueblos
y ciudades se oyen aún -por el nombre de muchas de sus
calles y plazas- los ecos de extremeños que mezclaron su
sangre y sus vidas con los habitantes de otros pueblos y
ciudades más allá del Mar Océano. Por ello, Extremadura
ha de tener entre sus objetivos y proyectos el desarrollo
y fortalecimiento de las relaciones en todos los ámbitos
con los pueblos de Iberoamérica. A esto contribuye sin
duda la monografía de Manuel Mañas Núñez.
12
ACLARACIONES METODOLÓGICAS Y
CONCEPTUALES
15
Nueva España desempeñando las tareas propias de su
oficio de contador. Se trata de un periodo de tiempo de
algo más de cuatro lustros y son los años de su vida que
mejor están documentados, desde su llegada a Veracruz
en 1624 en tiempos del virrey Marqués de Gelves,
pasando por el desafortunado proceso judicial sostenido
con el inquisidor Carrillo y Alderete, hasta llegar a la
relación de méritos y servicios que el propio Blázquez
redacta el 21 de octubre de 1645, fecha aproximada de
su regreso a España.
De sus vicisitudes vitales y tareas burocráticas
en Nueva España hemos pasado a abordar el estudio
de la única obra que publicó Juan Blázquez en vida,
la Perfecta razón de Estado. Se trata de una biografía
panegírica de Fernando el Católico, motivo por el que
hemos realizado, libro por libro, una lectura crítica del
volumen, analizando cómo el autor selecciona los hechos
y escoge las fuentes históricas para lograr su objetivo
final de elogiar la figura de Fernando de Aragón como
modelo de rey absoluto. En este sentido, apreciamos, por
ejemplo, que el historiador selecciona los sucesos en los
que el rey tuvo mayor protagonismo, silenciando otros
en los que no participó activamente, como ocurrió con
el descubrimiento y evangelización de América, asuntos
de los que no dice prácticamente nada. La meta era
el encomio de Fernando y para eso necesitaba hechos
históricos en los que el monarca español brillara por sus
virtudes militares y políticas.
Pero la obra de Blázquez va insertando, entre
las narraciones históricas, todo un aparato doctrinal
de temática política sobre el Estado y el gobierno de
los príncipes. Por eso, hacía falta conocer el contexto
político-literario en el que Juan Blázquez (que no es
un pensador criollo al que le preocupen los problemas
16
novohispanos, sino un escritor hispano trasladado
al Nuevo Mundo) pretende integrarse con su obra.
Y, en efecto, descubrimos que, partiendo de un
antimaquiavelismo declarado, derivan sus pensamientos
en un neotacitismo y neoestoicismo que, seguramente
heredado de Justo Lipsio, aunque también de otros
autores que vamos señalando en nuestra investigación, se
constituyen en los pilares teóricos de su idea de Estado.
Las ideas que baraja en sus digresiones doctrinales están
basadas en los textos, el pensamiento y las actitudes
de Tácito, cuyo estilo sentencioso y aforístico también
imita, y por ello Blázquez es un autor tacitista. Pero, ese
tacitismo se vuelve neotacitismo desde el momento en
que conjuga y adapta las ideas y actitudes de Tácito a la
doctrina cristiana católica con la adición de numerosas
fuentes bíblicas, haciendo coincidir los planteamientos
taciteos con los cristianos de la Biblia. Asimismo, la
presentación que Juan Blázquez nos hace de Fernando
como príncipe ideal cristiano, en el que se dan cita las
más excelsas virtudes militares y civiles en medio de una
honda religiosidad y una intachable moral presididas por
su constantia y prudentia, coincide con la idea estoica del
gobernante modélico. Pero este estoicismo identificado
con el cristianismo da lugar a lo que entendemos
como neoestoicismo. Por tanto, la doctrina política
que nos ofrece Juan Blázquez es la del neotacitismo y
neoestoicismo lipsianos, pero enriquecida con la lectura
y aprovechamiento de otros autores como, por ejemplo,
Botero.
Tampoco es nada extraña esta filiación lipsiana
en Blázquez Mayoralgo, si tenemos en cuenta que
Justo Lipsio es un autor reverenciado en la España del
primer tercio del siglo XVII y arquetipo, por ejemplo,
del propio Quevedo. Mas si a ello añadimos que Tácito,
17
Séneca y, especialmente, Lipsio son autores muy leídos
también en Nueva España (sabemos que en 1634 había
ejemplares de sus obras en las tiendas mexicanas), parece
que el neotacitismo y neoestoicismo de Blázquez eran
inevitables, máxime cuando también sus más íntimos
amigos, que escribieron una abundante literatura en
torno a la Perfecta razón de Estado, eran tacitistas confesos.
Debió existir, en efecto, cierto círculo literario lipsiano
en Nueva España, quizás liderado por Blázquez, en
el que militaban plumas señeras como las de Juan de
Palafox, Francisco de Samaniego, Pedro Porter o Gaspar
Fernández de Castro.
Tiene, pues, el lector entre sus manos la que,
según creemos, es la primera monografía dedicada a la
vida y obra de Juan Blázquez Mayoralgo. Esperemos
que el presente libro sirva de acicate, incentivo y estímulo
a otros investigadores para realizar las ediciones críticas
y estudios que precisan las obras de este humanista que,
aunque oriundo de la villa de Cáceres, se asentó en
México y allí materializó las más gloriosas acciones de
su vida: allí ejerció como funcionario real; allí se casó y
nacieron sus hijos; allí escribió sus obras literarias; y allí
publicó, en fin, su Perfecta razón de Estado, que le ha dado
fama inmortal como historiador y preceptor político y
que, en palabras de Ángel Ferrari, constituye una obra
histórica y preceptiva “de las más importantes que
sobre Fernando el Católico se han escrito, tanto por el
escondido esquema realista que la inspira, como por las
doctrinas políticas que inserta sobre los hechos que trata
actualizados”.
18
CAPÍTULO I
23
tajantemente, alegando que, al no ser dicho individuo
natural de la villa, se violaba el Fuero de Cáceres y que,
además, Matías Jacinto Marín era administrador de
los bienes de la condesa de Benavente, por lo que los
mencionados próceres cacereños consideraban que, si el
cargo se concedía a tal persona, no iba a servir debida
e íntegramente a los intereses del municipio cacereño3.
Pero pudieron más las influencias, los manejos y el dinero
de Matías Jacinto Marín que sus nobles opositores y
finalmente obtuvo del rey Carlos III en 1744 el título
de regidor que poseía D. Bernardino de Carvajal, conde
de la Enjarada, por renuncia de su titular y de su hijo
heredero, consiguiendo también el título de Marqués de
la Isla en 17624.
Los primeros Blázquez conocidos de esta
familia son tres hermanos que descollaron en el siglo
XVI. Según Publio Hurtado y Floriano Cumbreño5,
a mediados del siglo XVI hubo tres hermanos de este
esclarecido linaje que dieron nuevo vigor y pujanza a
esta familia. Se llamaban Juan, Miguel y Luis Blázquez
de Cáceres y Solís, los cuales, aun siendo de mermada
fortuna en su infancia, supieron crecer en consideración
social e intereses. Juan llegó a ser deán de la Catedral de
Plasencia; Miguel, tesorero de la Catedral de Coria; y
Luis, capitalista. Los hermanos clérigos fueron los que
edificaron la Casa de la Isla en Cáceres y fundaron un
gran mayorazgo para Luis y sus descendientes. A pesar
3
J. M. Lodo de Mayoralgo, “Un incidente nobiliario en el Cáceres
del siglo XVIII”, Hidalguía XX.111 (1972), pp. 193-202.
4
J. M. Lodo de Mayoralgo, Viejos linajes de Cáceres, p. 39.
5
P. Hurtado, Ayuntamiento y Familias cacerenses, Cáceres, Ed. L. Jiménez
Merino, 1915, pp. 171-182; A. Floriano Cumbreño, “Repertorio
heráldico de Cáceres. Escudos nacionales y locales de las familias
primates”, Revista de Estudios Extremeños VI (1950), 1-2, pp. 3-105.
24
de su abolengo, debían contribuir a las cargas concejiles,
así que Luis reclamó que se les eliminase del padrón
que cada siete años se hacía para el cobro de la moneda
forera, pero el Procurador del común de los vecinos
se opuso a ello. Ante tal situación, Luis se vio forzado
a incoar el correspondiente pleito ante la sala de los
Hijosdalgo de la Chancillería de Granada, para que le
expidiese la indispensable ejecutoria de hidalguía, que
consiguió en 1561, no sin reñidos pleitos, pues muchos
de los testigos alegaron que tales hermanos, no sólo no
eran nobles, sino que eran descendientes de conversos,
de moriscos, de arrieros y de otros diversos orígenes
poco ilustres. No obstante, gastaron mucho dinero para
lograr el expediente nobiliario, aunque, como señala
Publio Hurtado, nunca se mezclaron, porque tampoco
les dejaron, con la auténtica nobleza cacereña.
No obstante, Serafín Martín Nieto6 señala que los
datos ofrecidos por estos dos eruditos no son acertados.
Según él, hubo, en efecto, tres hermanos, dos de
cuales, llamados Luis y Juan de Cáceres, fueron nobles
eclesiásticos y los responsables de la construcción de la
casa conocida hoy como Palacio de la Isla en Cáceres.
Hijos de un segundón de la familia de los Mayoralgos,
se vieron agraciados por la protección de uno de los
entonces personajes más influyentes de la Curia Romana,
el cardenal don Bernardino de Carvajal. Éste se llevó a
los dos hermanos a Roma y los acogió en su séquito. Y,
a lo que parece, hubo lazos tan estrechos de amistad
entre don Luis de Cáceres y don Bernardino que el
cardenal le confió el importante cometido de dotar una
6 S. Martín Nieto, “De sinagoga nueva a capilla de Santa Cruz de
Jerusalén del cacereño Palacio de la Isla”, XLII Coloquios Históricos
de Extremadura: dedicados a Vasco Núñez de Balboa en el V Centenario del
descubrimiento del Océano Pacífico: Trujillo del 23 al 29 de septiembre de
2013, Trujillo, 2014, pp. 297-348.
25
capilla en la catedral de Plasencia para el traslado de los
restos mortales de su madre, la cacereña doña Aldonza
de Sande. Pero, como en 1508 el cardenal Carvajal fue
designado legado pontificio ante la corte de Maximiliano
de Austria y fue elevado a obispo de Plasencia don Gómez
de Toledo Solís, ambos hermanos regresaron y el nuevo
obispo los benefició nombrando racionero a Juan de
Cáceres y arcediano de Trujillo a don Luis, de tal forma
que dicho arcedianato de Trujillo, durante todo el siglo
XVI y comienzos del XVII, estuvo siempre ocupado,
por sucesivas designaciones, por algún miembro de la
familia Blázquez de Cáceres Mayoralgo. Esta rama de
los Blázquez se separó en fecha relativamente tardía
del tronco común de los Mayoralgo, pues, en el primer
cuarto del siglo XVI, el muy reverendo don Luis de
Cáceres, arcediano de Trujillo, y su hermano el racionero
Juan de Cáceres, dignidades de la iglesia placentina,
fundaron mayorazgo propio en favor de su hermano
menor Sancho Blázquez y sus descendientes. Sancho
Blázquez de Cáceres casó con la trujillana Isabel Álvarez
Altamirano y tuvieron tres hijos: Gonzalo Blázquez,
casado con Isabel González, con sucesión; Diego
Blázquez de Cáceres, casado con Isabel de Ovando,
también con sucesión; y Luis Blázquez de Cáceres,
procurador general de la villa de Cáceres, casado con
Catalina de Aldana, hija de Francisco Tapia y de Juana
de Guzmán, quienes tuvieron un hijo también llamado
Luis Blázquez de Cáceres, casado con Teresa de Torres
Santarén. Pues bien, Luis Blázquez y Teresa de Torres
tuvieron, al menos, tres hijos: Luis Blázquez Mayoralgo,
Catalina de Torres Santarén Blázquez Mayoralgo y
26
nuestro biografiado Juan Blázquez Mayoralgo7.
27
Juan Ruiz de Contreras, secretario del rey.
Sabemos, asimismo, por esta misma
documentación, que Juan Blázquez tomó en seguida
juramento ante el Presidente y miembros del Consejo de
Indias el 11 de diciembre de 1623, de lo que dio fe, como
escribano de Cámara del rey, don Pedro Díaz de Zárate.
Y conocemos, por estos mismos medios, que la
situación económica de Juan Blázquez Mayoralgo no
debía de ser muy holgada por estas fechas, pues, a la hora
de pagar las fianzas debidas al cargo, no logró reunir los
10.000 ducados que debía abonar ante el Presidente y los
Jueces Oficiales de la Casa de Contratación de Sevilla,
ya que, según propia declaración del interesado, “no
tiene quien le fíe” en España. Así que hubo de negociar
su situación, primero en Cáceres y luego en la corte de
Madrid, hasta que por fin, dos meses más tarde, consigue
la orden de Felipe IV, dirigida a las autoridades de la
Casa de Contratación de Sevilla y de la Audiencia Real
de México, en donde se les daba orden de que dejaran
a Juan Blázquez hacer el viaje sin pagar la mitad de la
fianza en España y le admitieran en su puesto de contador
pagando sólo una mitad, esto es, 10.000 escudos, allí
mismo en Nueva España. Así, en efecto, lo manifestó
expresamente el monarca:
28
Y, como aparato jurídico, en la mencionada
orden de Felipe IV se explicita que se concede tal merced
a Juan Blázquez, dispensándolo de lo que se proveía por
una real Cédula que dictó su padre, D. Felipe III, por
Auto del Consejo en Madrid, a 3 de septiembre de 1608,
en la que se dictaba lo siguiente:
Que los Oficiales Reales den las fianzas donde por esta ley
se previene.
Los Oficiales Reales, que al tiempo de su provisión se
hallaren en estos Reynos, den fianzas conforme a sus títulos, la mitad
ante el Presidente y Jueces Oficiales de la Casa de Contratación de
Sevilla, y la restante cantidad en las Indias, donde fueren a exercer,
y póngase por cláusula en los títulos, y si se hallaren en las Indias,
den las fianzas en ellas. Y es nuestra voluntad, que si alguno de los
proveídos, hallándose en estos Reynos, quisiere darlas todas en ellos,
o todas en las Indias, pueda el Consejo dispensar y determinar,
según las causas que representare, con que para esta determinación
hayan de concurrir en votos conformes las dos tercias partes de los
del Consejo, que se hallaren al votarla10.
10
Recopilación de leyes de los Reynos de las Indias, mandadas imprimir y
publicar por la Magestad Católica del Rey don Carlos II, Madrid, Viuda de
J. Ibarra, 1791, tomo II, Libro VIII, Título III, Ley II, p. 426
29
recibir el cargo de contador y en Madrid, con Doña
Lucía de Gaztelu, “moza de cámara” de la reina doña
Ana de Austria11. Y con dicho matrimonio, además de
marchar ya casado a Indias, obtenía una dote de 500.000
maravedíes. El problema estuvo en que dicha dote, que
tenía que haberla recibido en Madrid antes de marchar
a Nueva España, no se le pudo pagar “por no haber de
qué pagársele en la parte que se le libró en estos reinos”.
Por este motivo, recibió Juan Blázquez una Cédula Real,
fechada en Madrid a 29 de diciembre de 1623 y dirigida
a los Oficiales reales de Veracruz, para que se le pagase
dicha cantidad en México12.
Ahora, pues, entendemos el interés que tenía
Juan Blázquez en que se le permitiera pagar en Nueva
España la mencionada suma de 20.000 ducados, que al
final fueron sólo 10.000, cantidad que correspondía a
las fianzas de ley por el ejercicio del cargo de contador.
Andaba escaso en dineros y el cobro de la dote en Indias
podría, sin duda, ayudarle a satisfacer el total de las
fianzas que debía.
Asimismo, también gracias a la documentación
del Archivo General de Indias, podemos leer el
“expediente de información y licencia de pasajero a
Indias de Juan Blázquez Mayoralgo, contador de la Real
11
J. Martínez Millán, M. A. Visceglia, La monarquía de Felipe III: La
casa del Rey, Madrid, Fundación MAPFRE, 2008, p. 1098.
12
AGI, INDIFERENTE, 451, L. A8, F. 34r-v, Real Cédula, fechada
en 29 de diciembre de 1623: “Real Cédula a los oficiales reales de
Veracruz para que paguen a Don Juan Blázquez Mayorazgo, que va
por contador de aquella caja, que casó con Dª Lucía de Gaztelu de
la cámara de la reina nuestra señora, 500.000 mrs. que le toca de
su dote por no haber de qué pagársele en la parte que se le libró en
estos reinos”.
30
Hacienda de Veracruz, a Nueva España” 13 (Apéndice
II), en el que el Presidente y Jueces oficiales de la Casa de
la Contratación de las Indias de Sevilla le dieron licencia
para poder viajar a Nueva España con fecha de 12 de
junio de 1624. Dicho documento nos informa también
de las personas que acompañaron a Juan Blázquez en su
viaje a México. Y las dichas personas eran su esposa y
un buen número de sirvientes, de quienes se nos dan sus
nombres, edad y descripción física:
31
morena de color, ojos negros”.
- María Martínez, criada, vecina de Cisneros,
hija de Baltasar Martínez y de Catalina Díaz.
- Bartolomé Gil, criado, vecino de Sevilla, hijo de
Francisco Gil y de Juana Ballalado.
3. El oficio de Contador
32
contador de Veracruz, debía estar al tanto de todos los
asuntos financieros del puerto y del oro, plata y otras
riquezas que embarcaban con destino a España todos los
que abandonaban la colonia14. Es, por tanto, un cargo, el
de contador, que podía resultar molesto a todos aquellos
que durante estos años, gracias a sus tejemanejes, volvían
enriquecidos a España y además intentaban evadir
impuestos.
Juan Blázquez, en efecto, cumplió con las
obligaciones que suponía su cargo de contador. Entre
ellas, se encargaba del cobro de los almojarifazgos,
esto es, los derechos de importación que debían pagar
los comerciantes y navieros. Tenía que ir al muelle del
puerto acompañado del tesorero para controlar las
embarcaciones que llegaban, otorgar la licencia y cuidar
de que se descargaran los cajones, pipas y barriles donde
iba contenida la mercancía. De allí se trasladaban dichas
mercancías a las casas de la Aduana para que el contador,
acompañado por el tesorero y por el alcalde mayor del
puerto, fijara las tasas que debían pagarse. Dicha revisión
la hacían teniendo a la vista un protocolo escrito y
firmado por el almojarife de la Casa de Contratación de
Sevilla, dirigido a los oficiales reales de Veracruz, donde
se manifestaban las mercaderías señalando el precio y el
impuesto que había pagado. Otra de las competencias
propias de Juan Blázquez era la teneduría de los libros
de cuentas, donde se llevaba el registro de la recaudación
fiscal aduanera, libros que habían de entregarse
periódicamente a los oficiales del Tribunal de Cuentas
de México para su revisión. Asimismo, tenía facultad
14
R. Donoso Anes, Una contribución a la historia de la contabilidad:
Análisis de las prácticas contables desarrolladas por la tesorería de la Casa de
la Contratación de las Indias de Sevilla, (1503-1717), Universidad de
Sevilla, 1996, pp. 87-88.
33
para confiscar y vender en pública almoneda los bienes
no declarados y denunciar los delitos de contrabando.
Igualmente, llevaba las cuentas del baluarte y presidio de
San Juan de Ulúa y el pago a los soldados allí destinados,
así como el control del número de esclavos negros que
allí trabajaban. Y, en fin, también administró los gastos,
la construcción y compra de los primeros ocho bajeles
que integraron la famosa Armada de Barlovento15.
Desempeñó Juan Blázquez todas estas tareas
administrativas y contables con pulcritud y rigurosidad,
como a continuación veremos, si bien se topó y tuvo
que lidiar con el inquisidor y visitador general de Nueva
España, Martín Carrillo y Alderete, en lo que fue,
probablemente, el hecho más escandaloso en el que se
vio envuelto Juan Blázquez como contador.
34
encontraba entonces sumido en una grave crisis política
y social, provocada por la inexactitud de límites entre la
esfera eclesiástica y secular, que acabó en el conocido
levantamiento de la muchedumbre contra el virrey
Diego Carrillo de Mendoza y Pimentel, Marqués de
Gelves, mandatario enérgico e intransigente.
El Marqués de Gelves, enviado por el Conde
duque de Olivares para poner orden en la burocracia
novohispana, había llegado a Veracruz en 1621 con el
firme propósito de reorganizar y acabar con los abusos
administrativos de la Nueva España. Se encontró la
ciudad de México en muy malas condiciones: en lo
económico, estaban agotadas las existencias de maíz
en el Valle y su precio se hallaba desorbitado, había
gran cantidad de regatones, las minas estaban repletas
de extranjeros y portugueses que desviaban la plata,
usurpando los 10 reales a la Corona, el contrabando
estaba a la orden del día, con el menoscabo que suponía
para la Hacienda pública; en lo social, los pobres estaban
oprimidos, los indios pasaban hambre por la carestía
de los bastimentos; en lo jurídico-administrativo, los
archivos estaban llenos de pleitos y causas de pobres
sin resolver. El nuevo virrey, el Marqués de Gelves, aun
sin experiencia en estos asuntos, examinó la cuestión y
concluyó que la penosa situación se debía a que se había
dejado la hacienda en manos de terceros con perjuicio
del bien público, razón por la que su principal propósito
era reorganizar la administración de los abastos. Y así,
el virrey, el Cabildo, el procurador mayor de la ciudad,
Luis Pacho Mejía, y los administradores del pósito
coincidieron en que era de capital importancia abastecer
al completo al pósito y la alhóndiga, para lo cual había
que conseguir dinero y comprar todo el maíz de 14 leguas
a la redonda. Así se hizo y se puede resumir la cuestión
35
diciendo que, por la carestía del año 1620, durante los
años siguientes se fueron tomando medidas preventivas
que cristalizaron en una gran acumulación de maíz en la
Alhóndiga y cuyo precio no fue fijado caprichosamente
por el virrey, sino en función del costo de producción y
almacenamiento.
La cuestión es que, a pesar de estar bien abastecidos
el pósito y la alhóndiga, el pueblo se encontraba molesto
por los intentos de suprimir los regatones y de regular el
abasto de maíz. Además, se decía que el maíz del pósito,
en vez de ser dado a los pobres a precio moderado, era
entregado a ricos, oidores, secretarios, oficiales, regidores
y demás ministros para especular con dicha mercancía,
revendiéndosela luego a los mismos pobres a precios
abusivos que ellos no podían pagar. Así, por ejemplo,
Melchor Pérez de Veráez, alcalde mayor de Metepec
y corregidor de la ciudad de México, fue acusado por
Manuel de Soto, un ciudadano particular de México
y luego por el propio virrey, Marqués de Gelves, de
monopolio, de abuso de poder y de regatonería y
condenado a cárcel. El acusado se refugió en el convento
de Santo Domingo; la causa prosiguió y fue condenado
al pago de 70000 pesos, a destierro perpetuo de las
Indias, inhabilitado para el oficio de justicia y al pago
de las costas; el virrey le puso guardas incluso dentro del
convento. Y fue entonces cuando intervino, a petición
del acusado, el arzobispo Pérez de la Serna. Desde este
momento comenzó a brotar y crecer el antagonismo
entre el virrey, la autoridad civil, y el arzobispo, la
autoridad eclesiástica, que a la postre acabó en el golpe
de estado de 1624.
El virrey, desde que tomó posesión de su cargo,
había recibido quejas del arzobispo, al que acusaban
de actuar con parcialidad en las sentencias del tribunal
36
eclesiástico, lo que hizo saber confidencialmente a La
Serna, quien a su vez tomó como agravio personal e
injurias las quejas que el virrey le manifestaba. De ahí
nació una animosidad entre ambos que fue creciendo y
agravándose cuando a finales de 1621 y principios de
1622 se decretaron dos ordenanzas que impedían al
clero intervenir y entrometerse en asuntos de gobierno,
justicia y en las elecciones de los indios. A ello se sumó en
1623 el embargo que el virrey hizo del maíz procedente
de los diezmos pertenecientes a la Iglesia y la orden de
que no se vendiese ni comprase carne fuera del rastro de
la ciudad y de las carnicerías. El arzobispo, que tenía una
carnicería pública en su propia casa, donde revendía la
carne a precio más elevado, montó en cólera contra el
virrey.
El arzobispo, entonces, aliado con el
encarcelado Melchor Pérez de Veráez, empezó a
despachar excomuniones a diestro y siniestro contra
jueces, abogados, escribanos y guardas. El notario del
arzobispado, a su vez, montó un alboroto en la Audiencia
y fue condenado por el virrey a destierro y pérdida de
temporalidades y llevado preso a San Juan de Ulúa. El
arzobispo, enfurecido, mandó tocar entredicho general
en todas las iglesias de la ciudad y publicó ceremonia de
anatema contra los jueces y guardas de Melchor Pérez
en el púlpito de la catedral. Con todas estas acciones,
en efecto, el arzobispo La Serna provocó y dirigió
la indignación del pueblo contra el virrey, al que se le
consideraba causante de todos los males.
El 11 de enero de 1624 el arzobispo, al saber
que se intentaba hacer efectiva la multa que el delegado
dominico le había impuesto por desacato, se presentó
ante la Audiencia acompañado de una muchedumbre
curiosa y alborotadora, por lo que los presidentes y
37
oidores le mandaron retirarse. El arzobispo se negó y,
entonces, el virrey y los oidores le impusieron multa de
4000 ducados, decretando que, si no la pagaba, perdería
temporalidades, sería desterrado y sacado del reino por
desobediencia. Ante la obstinación del arzobispo, fue
sacado a la fuerza del palacio y escoltado fuera de la ciudad
hasta San Juan Teotihuacán. Desde allí el arzobispo La
Serna expidió un decreto declarando la excomunión
del virrey, Marqués de Gelves, de los oidores y de los
ministros que le expulsaron de la ciudad. Hasta el 14
de enero permaneció el arzobispo en San Juan, cuando
llegó orden de que continuase la marcha hasta Veracruz.
Cuando los guardas y ministros intentaron obligarlo, se
metió en el templo y tomó la custodia en sus manos para
hacerse así inmune a todo intento de aprehensión. Dictó
de nuevo excomunión contra el virrey y mandó poner
entredicho a la ciudad.
Entretanto, en México se agravaba la situación.
Algunos oidores, bien para evitar un tumulto, bien por
favorecer al arzobispo, revocaron la orden de destierro
y mandaron su regreso, pero el virrey los envió a
prisión. La noticia corrió por la ciudad, se magnificó y
se congregó una gran multitud en la plaza mayor, sin
que los alguaciles lograran dominarla. El día 15 de enero
se publicó el entredicho de la ciudad y la excomunión
contra el virrey y corrió el rumor de que iban a ejecutar
al arzobispo La Serna en Teotihuacán. Pasó entonces
por la plaza el escribano Cristóbal de Osorio, uno de
los excomulgados, y empezaron a tirarle piedras, con
lo que comenzó así el tumulto, sin que la autoridad
gubernamental pudiera contener a la masa, que pedía a
gritos la libertad de los oidores presos. Ante la promesa
de calmar a la multitud, fueron libertados, pero los
amotinados ocuparon la Inquisición y se dirigieron al
38
templo de Santo Domingo para liberar a Pérez de Veráez
y llevarlo en triunfo a la catedral. La muchedumbre se
apaciguó momentáneamente cuando llegó el Marqués
del Valle prometiendo el regreso del arzobispo, pero en
seguida el pueblo se volvió a amotinar, rompió las puertas
del palacio y ocupó sus patios. El tumulto parecía otra vez
sofocado, ahora por la intervención de los franciscanos
que exhortaban a los indios a retirarse; pero de nuevo
se enardeció ante la noticia de que la Audiencia había
decretado la prisión contra el virrey y nombraba como
capitán general de Nueva España a Vergara Gabiria.
Había ya en la plaza mayor hasta 12000 hombres
armados. El virrey, dándose por muerto si caía en manos
de los rebeldes, escapó con la capa y sombrero de uno de
sus criados y llegó hasta el convento de San Francisco.
Entretanto, el arzobispo se encaminó a la ciudad
y, acompañado de más de 4000 hombres, atravesó la
plaza mayor, llegando a las casas del Cabildo, donde los
oidores le dieron la bienvenida, momento en el que la
ciudad quedó por fin tranquila y en paz.
Al terminar el tumulto, se acordó que gobernara
la Audiencia, que el 16 de enero dictó bandos para que
todos se sometieran a su obediencia, alegando que se hacía
así porque el virrey no aparecía ni se sabía nada de él. El
virrey, por su parte, pidió la restitución de su gobierno,
alegando que se le había desposeído de él mediante un
golpe de estado. Y, así, una de las primeras disposiciones
dadas por la Audiencia fue enviar un comisionado
a España para que informase al rey de lo ocurrido en
Nueva España. El virrey, por su parte, protestó por su
destitución desde el convento de San Francisco, a lo que
la Audiencia le contestó el 9 de febrero que se ratificaba
en su destitución y que no intentase volver al gobierno ni
causara disturbios y alborotos.
39
El Marqués de Gelves había sido enérgico
e intransigente en sus intentos de regeneración
administrativa y burocrática, mientras que la Audiencia,
tras derrocarlo, gobernó tiránicamente y consintió se
volviera a los desórdenes existentes antes de la llegada del
virrey en 1621. Y aunque había corrillos que hablaban
bien del gobierno del virrey y mal del de la Audiencia,
parece que se dispuso una restitución momentánea del
virrey Marqués de Gelves, sólo por cuatro días, para
que fuera él en persona quien entregase el mando del
gobierno a su sucesor, el Marqués de Cerralvo.
Tras la rebelión, económicamente, el abasto
siguió su curso normal. En lo religioso, el arzobispo
levantó la Cesatio a Divinis, dijo misa, repicaron todas las
campanas de las iglesias de la ciudad y envió un informe
en su defensa al Consejo de Indias (19 de enero). Al
arzobispo se le ordenó regresar a España y fue trasladado
posteriormente a la diócesis de Zamora (1627).
En conclusión, la rebelión de 1624 fue consecuencia
de una mala administración, de la corrupción imperante
en las colonias y de la tensión existente entre el clero y
la corona y, más concretamente, entre las distintas ramas
del campo secular y del eclesiástico, siendo las auténticas
víctimas de estos desencuentros el pueblo en general, los
indígenas y los negros o mestizos. El arzobispo, que fue
quien provocó realmente el incidente por su soberbia,
tozudez y también por sus propios intereses, supo dar
a la revuelta un cariz religioso y gracias a ello obtuvo el
apoyo del pueblo17. Tiempo después, en octubre de 1625,
el visitador Martín de Carrillo y Alderete, que había
17
R. Feijoo, “El tumulto de 1624”, Historia Mexicana 14.1 (1964), pp.
42-70.
40
recibido la comisión de ir a la capital de Nueva España
para investigar el estado general de la administración
pública y de la Real Hacienda, pero especialmente
los motivos del tumulto que había tenido lugar el año
anterior, envió al rey una descripción de las causas de
dichos disturbios, señalando que la conspiración fue
organizada, dirigida e impulsada por el clero, esto es,
por la clase que según la Corte es el soporte principal del
gobierno español; que la plebe fue su cómplice; y que el
odio a la dominación española, profundamente arraigado
en todas las clases de la sociedad, especialmente entre los
españoles que se establecieron en la ciudad de México,
fue utilizado eficazmente para soliviantar a la plebe18. El
visitador Carrillo mandó ejecutar la pena capital sobre
cuatro de los instigadores inmediatos del motín, condenó
a galeras a cinco clérigos ausentes y cesó a dos de los
oidores, Pedro de Vergara Gabiria y el doctor Alonso
Vázquez de Cisneros19.
41
iniciado el gobierno de Cerralvo, en septiembre de 1625,
desembarcó en Veracruz el visitador general, Martín
Carrillo y Alderete, inquisidor de Valladolid y prestigiado
miembro del Consejo de Indias. También entonces recibió
el inquisidor Martín Carrillo la mencionada comisión
para investigar el estado administrativo y económico
del virreinato y las causas del motín de 1624, llegando
a México en 1626, para dar inicio al temido juicio de
residencia al que fueron sometidos el Marqués de Gelves,
varios miembros de la Real Audiencia de México y los
oficiales y tenientes del Tribunal de Cuentas20. La visita
del inquisidor Martín Carrillo puso de manifiesto la
desconfianza de Madrid hacia la Audiencia de México.
Para sus averiguaciones, el inquisidor mantuvo
largas y repetidas conversaciones con el Marqués de
Gelves, que se encontraba refugiado en el convento de
San Francisco, aunque realmente estaba preso, y así
seguiría durante nueve meses, con la sola compañía de
los frailes, cuatro pajes y sus cocineros. El hecho de que el
Marqués pasara tanto tiempo en compañía del visitador
fue interpretado, especialmente por los adversarios del
exvirrey, como indicio de que Carrillo estaba de su lado y
provocó rápidamente sospechas de que el visitador había
entablado amistad con el virrey investigado y que sus
conclusiones no iban a ser imparciales. Y, efectivamente,
algo de razón había en tales sospechas, pues el Marqués
de Gelves había informado al visitador sobre más de
cien casos de burócratas sospechosos de corrupción.
Los informes de la visita permiten deducir que Carrillo
favoreció, con ciertas salvedades, la causa del Marqués
de Gelves. Y, al revelar su simpatía por el depuesto
20
S. Cárdenas, “Juan Blázquez Mayoralgo”, p. 24; AGNM, Reales
cédulas duplicadas, vol. 8, exp. 323, ff. 414-415v: “Comisión al
licenciado don Martín Carrillo y Alderete para la visita general”.
42
virrey, creció el temor a los posibles efectos de la visita,
sobre todo cuando, tras iniciarse las averiguaciones e
investigaciones, se pasó luego a las detenciones. Para
el 30 de enero tenía Carrillo en su lista de culpables o
sospechosos los nombres de 224 personas, de las que
36 ya estaban en la cárcel. Y el 9 de marzo de 1626
causó sensación en todo México la noticia de que el
propio Vergara Gabiria estaba detenido y sus bienes
habían sido embargados, incluso su biblioteca de 700
volúmenes. A mediados de 1626, tenía el visitador en
su lista de personas implicadas nada menos que 450
nombres. Con todo ello, Carrillo se estaba volviendo
molesto, principalmente a los detractores del Marqués
de Gelves, pero también al propio virrey Cerralvo, pues
tarde o temprano todos caerían acusados de algún delito.
Tan recalcitrante estaba resultando el afán investigador
de Carrillo, que los amigos de Vergara Gabiria enviaban
quejas a Madrid, describiendo a Carrillo como un
lacayo sin escrúpulos de los dos marqueses, a quien no le
interesaba otra cosa más que enriquecerse a expensas de
la justicia y de la verdad21.
Y, en efecto, el inquisidor Carrillo descubrió
también ciertos negocios oscuros del nuevo virrey
Cerralvo, que había intermediado en algunas ventas de
mercancía china en Manzanillo sin declarar ante la Real
Hacienda. Entretanto, a finales de 1628 el virrey pidió
al Consejo que destituyeran a Carrillo por los daños
que sus investigaciones podrían ocasionar al virreinato.
Mientras ello ocurría, se había comisionado en Madrid al
sacerdote Francisco de Manso y Zúñiga, experimentado
miembro del Consejo de Indias, para que llevara el
perdón general a México tras la rebelión de 1624 contra
43
el Marqués de Gelves, revocara allí las medidas dictadas
por el visitador Carrillo que le parecieran excesivamente
estrictas, tomara el lugar de éste como sustituto del virrey
si Cerralvo dejaba accidentalmente el cargo y, en fin, para
que sucediera a Pérez de la Serna como arzobispo de
México22. Tenemos, por tanto, como virrey al Marqués
de Cerralvo en sustitución del Marqués de Gelves; y al
nuevo arzobispo Manso y Zúñiga, que sustituía a Pérez
de la Serna en el arzobispado y al propio Carrillo en
sus averiguaciones. Pronto chocarán de nuevo el poder
político, Cerralvo, y el poder eclesiástico, Manso y
Zúñiga; y también será inevitable el encontronazo entre
el visitador Carrillo y su sustituto Manso y Zúñiga,
precisamente porque éste último, al parecer, figuraba en
la lista negra de acusados de corrupción que el visitador
Carrillo llevaba consigo a Madrid.
Y en medio de esta compleja trama de
corrupción y de intereses políticos y económicos, donde
virreyes, arzobispos y demás funcionarios, desde las más
altas esferas hasta la más baja escala, se servían de sus
cargos para enriquecerse y colmar sus vanidades, se vio
implicado y perjudicado nuestro contador Juan Blázquez
Mayoralgo. Conocemos bien el asunto gracias a los
generosos fondos documentales presentes en el Archivo
General de la Nación de México, en sus distintos grupos
documentales de “Inquisión”, “Reales cédulas originales”
y “duplicadas”, “General de Parte”, “Tierras”; gracias
también a los documentos del Archivo General de
Indias, en su apartado de “Pleitos del Consejo”; y a
un par de Porcones (alegaciones en derecho) que se
encuentran en la Biblioteca Nacional de Madrid: uno,
de 1628, con 18 hojas, titulado Por el Contador Don Juan
Blázquez Mayoralgo, y Tesorero Diego del Valle Alvarado, Juezes
J. I. Israel, Razas, pp. 177-178.
22
44
Oficiales de la Real Caxa y Hazienda de la ciudad de la Nueva
Veracruz, Con el Obispo de Oviedo don Martín Carrillo de Alderete,
Visitador general que fue de la Real Audiencia, y otros Tribunales
de la Nueva-España. Pretenden los Oficiales Reales ... se les ha
de mandar bolver, y restituir los [...] pesos (Porcones/26/13);
y otro, de 1636, con 31 hojas, que lleva por título Por
Don Martín Carrillo y Aldrete, Obispo de Oviedo, electo de Osma,
en el pleyto con Don Juan Blázquez Mayoralgo, y Diego del
Valle Alvarado, oficiales Reales de la ciudad de Nueva VeraCruz.
Sobre los diez mil pesos, daños, e interesses que el dicho Obispo
pretende le satisfagan por el embargo y registro que dellos hizieron
(Porcones/26/14). Asimismo, disponemos de un escrito
de Cristóbal Moscoso y Córdoba en forma de Consilium,
sobre problemas de jurisdicción entre los funcionarios
reales, cuyo título reza así: El Ldo Don Christóval de Moscoso
y Córdova, del Consejo de su Magestad, y su Fiscal en el Real
de las Indias, en defensa de su jurisdicción, con Don Martín
Carrillo de Alderete, del Consejo de la Santa y General Inquisición,
Visitador de la Nueva-España y Obispo de Oviedo. En el artículo
de competencia, sobre el pleyto con Don Juan Blázquez Mayoralgo
y Diego del Valle Alvarado, Contador y Tesorero, Jueces, Oficiales
Reales de la Veracruz. Es parte de información en derecho sobre la
justicia principal23, sin lugar de edición, ni nombre de editor.
45
de regresar a España iba a zarpar inmediatamente.
A nuestro inquisidor y visitador le acompañaban el
Marqués de Gelves y el oidor Vergara Gabiria, que
habrían de ser juzgados por el Consejo de Indias24.
Fue el 7 de noviembre de 1629, a las once de
la noche, cuando el visitador Martín Carrilló llegó al
puerto de Veracruz. Lo primero que hizo fue enviar una
misiva al contador de las Cajas Reales para notificarle su
llegada, presentarse a él con todos sus cargos y honores y
notificarle que, como parte de su equipaje, llevaba once
cajones llenos de plata por valor de diez mil pesos y ocho
reales, especificando que tal fortuna procedía “de los
gajes y salarios” y de lo que había obtenido “del precio
de las alhajas y menaje de su casa”. Asimismo, solicitaba
al contador del puerto que, como pago de los impuestos,
aceptara un cajón de plata y que, con ello, le concediera
acceso directo al barco que iba a zarpar con destino a
España.
Sin embargo, Francisco de Manso Zúñiga, que
era el nuevo arzobispo de México y, a la vez, sustituto de
Carrillo, había tomado la delantera a nuestro visitador
y había enviado a Veracruz el día anterior, esto es, el
6 de noviembre, al escribano real de México, Esteban
Martínez de Lazcano, portando una carta dirigida
al contador Juan Blázquez Mayoralgo, carta en la
que se daba orden de que se retuviera y consignara el
cargamento de Carrillo. Resulta llamativo que el nombre
del nuevo arzobispo, Francisco de Manso y Zúñiga, fuera
uno de los que figuraban en la lista negra de los acusados
de corrupción que Carrillo llevaba consigo a Madrid.
Parece, pues, que la intención del arzobispo era retrasar
o amedrentar al propio Carrillo, a quien había pasado
totalmente desapercibida la jugada que Francisco de
S. Cárdenas, “Juan Blázquez Mayoralgo”, p. 25.
24
46
Manso le tenía preparada.
El día 8 de noviembre, por la mañana, acudieron
el contador Juan Blázquez, el tesorero Diego del Valle
Alvarado y el mencionado escribano real y se presentaron
ante los sirvientes y arrieros de Martín Carrillo, dispuestos
a ejecutar la orden que había dado el arzobispo.
Ordenaron descargar las mulas, que se encontraban ya
preparadas para salir al muelle, y, tras haber registrado en
sus libros el material incautado, se lo entregaron a Juan
Miguel, que a la sazón era el primer maestre de la Nao
Capitana de la flota en la que Carrillo iba a embarcar
con destino a España. Los criados, estupefactos por lo
insólito de la situación, corrieron a notificar a su amo lo
que estaba ocurriendo. Carrillo se presentó de inmediato,
con la soberbia que lo caracterizaba, en las casas de la
Hacienda Real para reclamar sus posesiones, pero no
pudo hacerlo porque en ese momento no se encontraban
allí ni el contador Blázquez ni el tesorero del Valle. De
la Hacienda Real se dirigió a la Inquisición de Veracruz,
ante cuyas autoridades requirió a los oficiales de la
aduana, requerimiento que fue notificado a Blázquez y
del Valle, advirtiéndoles que habrían de ser castigados
duramente si no devolvían al visitador el cargamento
que era de su propiedad.
Blázquez y del Valle, una vez localizados y
enterados del requerimiento, comparecieron y alegaron
que no habían actuado motu proprio, sino obedeciendo
las órdenes del arzobispo de México. Pero el visitador
Carrillo, calificando las palabras del contador y
tesorero como “respuestas frívolas”, y apremiado por
la inminente salida del barco que lo había de llevar a
España, se dirigió de nuevo a la Inquisición e hizo
valer su condición de inquisidor apostólico, ordenando
que se advirtiera a los oficiales citados, emplazados
47
y requeridos las consecuencias que se seguirían de sus
actos, pues, si en el plazo de cuarenta y cinco minutos no
comparecían y restituían sus bienes a su legítimo dueño,
los excomulgaría, les impondría una multa de cuatro mil
pesos de oro común y además pondría sus nombres en las
tablillas de proscripción que los mostraría públicamente
como reos del Santo Oficio y como excomulgados a la
vista de todos. Y para todos estos castigos el visitador
Carrillo alegaba que él, como inquisidor, gozaba, no sólo
de la protección real, sino también de inmunidad para
evadir la inspección de los cargamentos de mercaderías
y de los registros de pasajeros, y ello en gracias a muchas
letras apostólicas y a la bula Si de protegendis de Pío V25.
Los oficiales de Hacienda, asustados por el peligro que
25
La bula, promulgada en 1569, llevaba por título Constitución de
nuestro muy santo padre Pío V contra los que ofenden el estado, negocios y
personas del Santo Oficio de la Inquisición contra la herética pravedad. Las
mencionadas penas canónicas recaían sobre “cualquiera persona, ya
sea particular, o privada, ciudad o pueblo, o señor, conde, marqués o
duque o de otro cualquier más alto y mejor título que matare, hiriese
o violentamente tocase y ofendiese o con amenazas, conminaciones
o temores, o en otra cualquier manera impidiere a cualquiera de
los inquisidores o sus oficiales, fiscales, promotores, notarios o a
otros cualesquier ministros del Santo Oficio de la Inquisición o a
los obispos que ejercitan el tal oficio en sus obispados y provincias
o al acusador o testigo traído o llamado como quiera que sea para
fe y testimonio de la tal causa, y el que combatiese o acometiese,
quemase o saquease las iglesias, casas u otra cualquier cosa pública
o privada del Santo Oficio, o de cualquiera de sus ministros y
cualquiera que quemase, hurtase o llevare cualesquiera libros o
procesos, protocolos, escrituras, trasuntos u otros cualesquiera
instrumentos públicos o privados, donde quiera que estén puestos
o cualquiera que llevase las tales escrituras o alguna de ellas de tal
fuego, saco o robo en cualquier manera”. Cf.P. M. Guibovich Pérez,
Censura, libros e inquisición en el Perú colonial, 1570-1754, Sevilla, CSIC,
Universidad de Sevilla, Diputación de Sevilla, pp. 88-89.
48
corrían de sufrir las mencionadas penas canónicas,
acudieron ante la autoridad inquisitorial, reafirmándose
en su anterior declaración e insistiendo en que no
actuaban por iniciativa propia, sino en cumplimiento
de órdenes superiores en servicio de su Majestad. Fue
entonces cuando Martín Carrillo, enfurecido por lo
que calificó de “contumacia de los oficiales”, ordenó
su excomunión y mandó que los nombres de Blázquez
Mayoralgo y del Valle Alvarado fueran escritos en las
tablillas y que éstas se colgaran en las puertas de todas las
iglesias de Veracruz.
Tras todos estos sucesos, al fin zarpó la flota,
aunque con retraso, camino a España con los cajones
de Carrillo secuestrados en la Nao Capitana. Pero con
esto no termina la triste historia de la visita de Martín
Carrillo, pues esa misma noche, durante la travesía,
sufrieron los rigores de una tormenta tan feroz que
algunos de los barcos encallaron en un islote cercano
a Cuba, obligándoles a permanecer allí durante varias
horas hasta que, una vez pasada la tormenta, pudieran
maniobrar para desencallar. Y fue precisamente durante
esta maniobra para poner a flote las naves cuando les
sorprendieron los piratas holandeses, que se apoderaron
de diversos objetos de valor y, entre ellos, claro está, los
cajones de plata del desafortunado Martín Carrillo26.
26
S. Cárdenas, “Juan Blázquez Mayoralgo”, a quien estamos
siguiendo en todo este relato, dice (p. 26) que fue el famoso pirata
holandés Nicolás Von Horn quien les atacó, pero este pirata, nacido
ca. 1620 y muerto en Cabo Catoche en 1663, no pudo ser, pues tenía
por estas fechas unos nueve años. J. I. Israel, Razas…, pp. 178-179,
aclara que fue la escuadra holandesa de las Indias Occidentales, bajo
el mando de Piet Heyn o Hein, quien les sorprendió y asaltó frente
a la isla de Cuba cerca de Matanzas, saqueando la flota española y
haciéndola encallar en la costa de la isla. El problema es que Israel
y todas estas fuentes datan el suceso a finales de 1628. Y, en efecto,
49
Ante tales imprevistos y, sin posibilidad de
marchar inmediatamente a España, Carrillo se quedó
durante algún tiempo en Cuba, desde donde emprendió
una nueva ofensiva contra Juan Blázquez y Diego del
Valle. En efecto, envió sendas cartas a la Audiencia y
a la Inquisición de México, demandando y abriendo
proceso judicial contra los oficiales reales de Veracruz, y
un escribano para que la autoridad les obligara a pagarle
sus diez mil pesos más la indemnización correspondiente
por los daños y perjuicios ocasionados. El argumento que
Carrillo alegaba era que desde hacía tiempo debía una
elevada suma de dinero a un comerciante de Sevilla y
que la plata contenida en sus once cajones iba destinada
a pagar esa deuda; pero que, como los oficiales de la Real
Hacienda le habían confiscado el dinero, consideraba
justo que fueran ellos quienes pagaran dicha deuda a
ese acaudalado comerciante sevillano, pues ellos eran
los últimos responsables de que ese dinero, al haber sido
robado por los piratas, no hubiera llegado a España; en
consecuencia, si él no podía hacer frente a sus deudas,
era por culpa de los mencionados oficiales. Asimismo,
Carrillo los acusaba de desacato por no haberle
obedecido y por haber actuado sin mayor facultad que
la que les concedía una carta del arzobispo.
En este proceso judicial se vio perjudicado Juan
Blázquez, quien en septiembre de 1630 fue encarcelado
en la ciudad de México. Comienza, a partir de ahora,
50
un auténtico calvario para nuestro contador, que tiene
que emplearse a fondo en defender no sólo sus acciones
ante los jueces, sino también su cargo, del que había sido
destituido, su honradez, honor y buen nombre. Es por
estas fechas cuando, por cédula real al virrey de Nueva
España, se recomienda a su propio hermano, Luis
Blázquez Mayoralgo, en consideración de sus servicios
y los de sus antepasados, para que actúe como defensor
de su causa. Luis Blázquez, ya como abogado defensor,
centró sus alegatos y argumentaciones ante el juez en
demostrar que los oficiales de la Real Hacienda, Juan
Blázquez y Diego del Valle, habían actuado conforme
a las órdenes recibidas por escrito del arzobispo Manso.
Durante tres años se alargó el pleito: Carrillo defendía
su causa desde la isla de Cuba, empobrecido y relegado;
Blázquez se esforzaba en probar su inocencia asistido
por la defensa de su hermano y ayudado por algunos
amigos de la Real Audiencia de México. Realmente,
como se ha señalado, la situación que estaba viviendo
Juan Blázquez era fruto más de una compleja trama de
intereses políticos que de unas realidades concretas de
carácter jurídico27.
Se alargó el pleito, al menos, hasta 1634, año
en el que el Marqués de Cerralvo envía una carta al
Tribunal de México dando orden de que se acelerara
el mencionado proceso judicial y se dictara pronta
sentencia. Además, a los pocos días, concretamente el
21 de enero de 1634, llegó una cédula real de Felipe IV,
dirigida al contador Pedro Montero, en la que mandaba
que se liberara a Blázquez del encierro en el que se
encontraba por orden del Marqués de Cerralvo. Se le
puso, por tanto, en libertad de forma inmediata y se
dictó sentencia absolutoria a favor de Juan Blázquez y su
S. Cárdenas, “Juan Blázquez Mayoralgo”, p. 26.
27
51
amigo y tesorero Diego del Valle. Se ordenó borrar sus
nombres de las tablillas que los mostraban en Veracruz
como reos de la Inquisición y se les restituyó en sus
respectivos cargos, concediéndoles una indemnización
como parte de los sueldos no devengados.
Fue, en efecto, en 1636 cuando Juan Blázquez,
ya libre de los veintiocho cargos que el Marqués de
Cerralvo le opuso y exento también de pagar las costas
judiciales, tras obtener sentencia favorable por la que
se le debía indemnizar con 34.000 pesos por daños y
perjuicios, fue repuesto en su cargo de contador por tres
Cédulas reales. Así nos lo cuenta el propio interesado,
jactándose además de que, si bien durante los seis años
en que estuvo despojado de su oficio (de 1630 a 1636)
los derechos de esclavos habían bajado a 66.000 pesos,
es decir, se encontraban prácticamente en la quiebra, en
cuanto él fue restituido en su cargo de contador, en tan
solo cuatro años (de 1636 a 1640), los multiplicó casi por
cinco, llegando a 270.000 pesos. Cuando Juan Blázquez
comunicó tales cifras al Rey en carta de 18 de julio de
1638, el monarca se sintió satisfecho y contento por el
gran aumento que había experimentado su Hacienda
desde su restitución en el cargo y le ordena por Cédula
de 10 de junio de 1639 que continúe administrando su
Hacienda del puerto de Veracruz con tan gran celo y
eficacia. Tenemos el testimonio directo de Juan Blázquez
y copia exacta de la Cédula real:
52
tres Çédulas de Vuestra Magestad a servir sus officios, donde en
menos tiempo de quatro años después de restituido, valieron solos
los derechos de esclabos ducientos y setenta mill pessos, aviendo
valido en los seis años que administraron lo que sirvieron deínter no
más de sesenta i seis mill, i embiando testimonio de todo a Vuestra
Magestad en su Real Consejo de las Indias, mandó despachar la
zédula que sigue:
El Rey. Don Juan Blázquez Maioralgo, contador de mi
Real Hacienda de el puerto de la Veracruz, en mi Consejo Real de
las Yndias se ha visto la carta que me escribistis en diez i ocho de
jullio de el año passado de seiscientos i treinta i ocho y el testimonio
que con ella vino sobre el aumento grande que a tenido mi Real
Hacienda desde que fuistis restituido a vuestro officio, i la rrelación
jurada que embiastis al tribunal de quentas de México i han parecido
bien todas las diligencias que en esta razón hicistis, las quales son
muy conformes a vuestra obligación, i también el celo i cuidado
con que acudistis, i os mando continuéis en ellas i en todo lo demás
que tocare a la administración i beneficio de mi Real Hacienda, con
la atención que acostumbráis. De Madrid, a diez de junio de milll
y seiscientos i treinta i nueve. Yo, el Rey, por mandado de el Rey,
nuestro señor, D. Gabriel de Ocaña y Alarcón28.
53
para suprimirlos de la escena burocrática, política y
económica de Veracruz.
Los demás implicados, en cambio, todos
evidentemente corruptos, escaparon impunes y sin
mayores problemas: Carrillo y Alderete regresó
finalmente a España, donde Felipe IV lo presentó en
1633 para el obispado de Oviedo, del que tomó posesión
en 1634, pasando luego al episcopado de Osma (1636)
y a la archidiócesis de Granada (1641); Manso y Zúñiga
embarcó para España a principios de 1635, dejando el
camino libre al Marqués de Cerralvo, que se convirtió
en el dueño de la Colonia durante los pocos meses que
aún permanecería en ella, hasta que en julio de 1635
desembarcara el nuevo virrey, el Marqués de Cadereita29.
Y todo ello, posiblemente, porque las listas negras que
llevaba Carrillo a España se perdieron en el fondo del
mar o, quizás, porque, como señala Cárdenas, era lo más
conveniente a la “razón de Estado”30.
7. Juan Blázquez y la trata de negros
54
y San Antonio, que varó con una carga de esclavos del
contrato de los asentistas, Melchor Gómez y Cristóbal
Méndez de Soussa, en las costas de Veracruz en 1636.
Ambos asentistas, vecinos de Lisboa, habían firmado
contrato en 1631 para introducir 2500 negros cada año
hasta 163932. El “asentista” era quien se comprometía
a abastecer de un cierto número de esclavos a través
de los puertos autorizados de las Indias Occidentales
(Cartagena y Veracruz), si bien en la práctica no sólo
era un intermediario entre el gobierno y el negrero,
sino también un “agente” encargado de buscar
compradores para las licencias y mantener “factores”
que contabilizaban las remesas de esclavos. El “factor”,
por su parte, gozaba del privilegio de visitar los navíos
antes que cualquier funcionario real y acordaba con los
maestres la cantidad de esclavos que debían manifestar
y los que iban a ocultarse. Así, se reducían los derechos
por pagar y se podían introducir más de los esclavos
permitidos. Por ello, el factor debía ser una persona de
la máxima confianza, preferiblemente un familiar, razón
por la que el asentista Cristóbal Méndez de Soussa colocó
como factor en Veracruz a su propio hermano Francisco
Hernández de Soussa. En la trata de negros eran también
fundamentales las licencias o permisos concedidos por
la Corona para la introducción de esclavos en el Nuevo
Mundo y la “demasía” era el porcentaje permitido para
compensar el número que moría en los barcos. Esta
trata de esclavos se dividía entre los mercaderes que
organizaban el transporte de esclavos por el Atlántico y
los que organizaban su traslado a las poblaciones dentro
de Hispanoamérica (factores, armadores y mercaderes
de esclavos).
32
F. Brito Figueroa, La estructura económica de Venezuela colonial,
Universidad Central de Venezuela, Ed. de la Biblioteca, 1983, p. 94.
55
En cuanto al expediente del que estamos
hablando, puede dividirse en tres secciones: el relato
de las vicisitudes de la travesía desde la factoría de San
Pablo de Loanda (Angola) y su derrotero por el Atlántico;
el encallamiento del navío en la desembocadura del río
Cazones y las peripecias de la ruta por tierra desde el
rancho Espantajudíos hasta la Nueva Veracruz; y las
acusaciones por fraude y los alegatos en su defensa
de Gerónimo Rodríguez, encargado del navío. La
importancia del expediente estriba en que permite
conocer algunas prácticas contrabandísticas de la
primera mitad del siglo XVII, sobre todo la conocida
como “arribada maliciosa”, esto es, alegar zozobra del
barco para encallar en puerto secundario o varar en la
desembocadura de un río para introducir esclavos de
forma disimulada. Era, en efecto, algo que ocurría con
frecuencia, pues los portugueses trataban de aprovechar
las licencias para traer más del doble de esclavos y no
pagar derechos por ello, es decir, cometían a todas luces
fraude fiscal.
El hecho es que el factor de este contrato, Francisco
Méndez, hermano del asentista Cristóbal, denunció
ante los oficiales de la Real Hacienda, el contador, juez
y oficial Juan Blázquez Mayoralgo y el tesorero Diego
de Valle Alvarado, al administrador del navío Gerónimo
Rodríguez por sospecha de fraude mediante arribada
maliciosa y “esclavos descaminados”. Se le acusaba del
hecho irregular de no contar con libro de registro y por
traer también demasía de esclavos e incurrir en fraude a
la Real Hacienda.
Se trata, por tanto, de un documento importante
en el que se describen los registros a las posadas donde
se encontraban los marineros y Gerónimo Rodríguez,
que se hospedaba casualmente en casa de Antonio Báez
56
Azevedo (el depositario). El fiscal de la Real Hacienda
trató de demostrar que todos los esclavos que posaban en
las casas donde estaban los marineros y del depositario
procedían del navío Monserrat y San Antonio. El oficial
real alegó que los esclavos excedentes, en número
de 56, llegaron por tierra en diferentes días y horas,
posteriormente a los registrados el día en que varó la
embarcación. Se le acusa, entonces, de fraude por haber
cargado 482 esclavos más de los autorizados, habida
cuenta que la licencia sólo le permitía cargar un máximo
de 190, y haber “descaminado” los excedentes. Por todo
ello, el administrador del navío fue enviado a prisión y
condenado al “comiso” de los esclavos.
Y en todo este proceso actúan como oficiales de la
Real Hacienda el contador, juez y oficial Juan Blázquez
Mayoralgo y su tesorero Diego de Valle Alvarado33.
Juan Blázquez, en efecto, como leemos en la
relación de méritos y servicios que redactó el 21 de
octubre de 1645 (Apéndice III), se encontraba muy
orgulloso de su labor administrativa y contable en el
cobro de los impuestos relativos a los derechos de esclavos,
resaltando que su gestión había sido muy beneficiosa
para la Hacienda real, pues había aumentado dicho
derecho de esclavos de los 24.000 pesos en que lo recibió
cuando se hizo cargo de él hasta los 83.000 pesos, es
decir, en seis años los había casi triplicado. No obstante,
explica que, cuando en 1630 fue destituido de su cargo
de contador por el Marqués de Cerralvo, durante los seis
años en que estuvo despojado de sus funciones, las rentas
bajaron considerablemente hasta llegar a la bancarrota,
33
N. A. Castillo Palma, “Las estrategias del contrabando de esclavos
en Nueva España: arribadas maliciosas y demasía con bambos y
muleques: el caso del navío Monserrat y San Antonio, 1636”,
Relaciones 145 (invierno, 2016), pp. 153-217.
57
situación que no se debía al azar o a las circunstancias,
sino a la mala gestión del Marqués de Cerralvo:
58
ocupara de administrar y proveer los fondos necesarios
para la creación de la famosa Armada de Barlovento,
que iba a servir, como se dirá más abajo, para defender
las flotas mercantes españolas contra los corsarios,
piratas y bucaneros. Juan Blázquez administró los gastos,
la fabricación y la compra de los primeros ocho bajeles
que integraron la flota35.
La Armada de Barlovento y la Armada del Mar
del Sur fueron dos escuadras proyectadas y ejecutadas
por España para proteger sus dominios americanos y
constituyeron el segundo peldaño defensivo tras la fijación
de las rutas y escalas de la travesía hispano-americana en
1543 con la expedición de Pedrarias Dávila.
Después de diversos intentos fallidos de formar
la Armada en el siglo XVI, es la presencia de navíos
corsarios en las Salinas de Araya en 1598 la que patentiza
la necesidad de crear cuanto antes esa Armada, formada
en 1610 con naves construidas en Indias y enviada a
España para servir en una base peninsular. Pero será
en 1627 cuando dicha Armada se refundará mediante
una Real Cédula expedida al presidente de la Audiencia
de Santo Domingo, don Gabriel de Chávez Osorio,
para que constituyera allí una pequeña armada, lo
que se consigue al fin en 1636. Y, si bien la Armada de
Barlovento se concibió en principio para defender las
costas indianas de los ataques piratas o de enemigos36, la
realidad es que sirvió constantemente de convoy para la
flota de Nueva España, teniendo su base de operaciones
en Veracruz.
Quien inició las gestiones en México para la
fabricación de los navíos fue el Marqués de Cadereita,
59
formándose finalmente bajo su sucesor, el Duque de
Escalona, quien, más realista que su antecesor y siendo
consciente de que no había dinero, dirigió sus esfuerzos
en aprestar sólo cinco o seis navíos, con los que la Armada
comenzaría su andadura. Con este propósito, convocó en
Veracruz una junta en la que tomaron parte el general
de la flota, don Roque Centeno; su almirante, Juan de
Campos; don Alonso de Contreras, castellano de San
Juan de Ulúa; don Juan Blázquez Mayoralgo, contador
de las cajas reales de Veracruz, y don José de Valdés, su
tesorero; don Diego de Aldana, capitán de mar y guerra
de la flota; y otras personas más de la ciudad37.
Se publicó enseguida un bando para embargar
entre cinco o seis navíos, tomados tanto de particulares
como de la flota, y éstas fueron las primeras
embarcaciones con que contó la Armada de Barlovento,
aunque simultáneamente se concertó la fabricación de
dos navíos de mayor tonelaje y se gestionó la adquisición
de las naos existentes en Cartagena.
Y Juan Blázquez, como él mismo nos confiesa
en la relación de méritos y servicios que redactó el 21
de octubre de 1645, se encontraba muy satisfecho de
su labor administrativa y contable en la formación de
dicha Armada, resaltando que su gestión había sido muy
beneficiosa para la Hacienda real:
37
B. Torres Ramírez, La Armada de Barlovento, Sevilla, Escuela de
Estudios Hispanoamericanos, 1981, p. 42.
60
Magestad de su cargo, que desde que se començó la Armada hasta
constituirse de ocho bajeles con que salió comboiando la flota hasta
España de el cargo de el almirante Juan de Campos, montó el gasto
de fábrica i compras de nabíos, pertrechos, armas, municiones
i géneros trescientos i ochenta i dos mill ducientos i cincuenta i
cuatro pessos, sin mucha cantidad de géneros que en los almacenes
quedaron i los que llevaron más de lo que abían menester para ir
armados los dichos vajeles38.
61
de Silva39. Se casaron exactamente el 21 de abril de 1633
en la parroquia de la Asunción de México40. Parece que
tuvo de este tercer y, seguramente, último matrimonio,
tres hijos: un varón, Juan Luis, seguramente nacido a
principios de 1634, pues fue bautizado el 17 de febrero
de 1634 en la parroquia de la Asunción (Sagrario
Metropolitano) de México41; y dos hijas: Teresa María
de Silva y Ana María Blázquez, nacida en 1634, que
murió soltera en Cáceres, a los 80 años, el 18 de enero de
171442.
En la relación que Juan Blázquez hace de
sus méritos el 2 de octubre de 1645 nos da cumplida
cuenta del nombre y ascendencia de su esposa y señala
orgullosamente el nombre de su hijo varón, omitiendo el
de sus hijas:
62
si tenemos en cuenta que en 1645 realiza la mencionada
relación de méritos y servicios prestados en la Nueva
España. Y seguramente volvió a su ciudad natal después
de haber publicado en México su Razón de Estado, esto es,
después de 1646.
Desde su regreso de México no hemos hallado
noticias biográficas de Juan Blázquez. Dice José Miguel
Lodo que murió en Cáceres el 13 de enero de 167043.
Y, efectivamente, hemos logrado localizar, en el libro
de registro de difuntos de la iglesia parroquial de Santa
María La Mayor de Cáceres, a un Don Juan Blázquez
Mayoralgo que murió en la dicha villa de Cáceres y fue
enterrado, recibiendo los santos sacramentos, en la iglesia
parroquial de Santa María La Mayor el 13 de enero
de 1670. Conocemos con detalle el lugar y fecha de su
muerte y entierro, así como el nombre del escribano ante
el que testó, gracias al propio registro de su defunción,
que transcribimos literalmente:
Ibid.
43
63
Blázquez de Cáceres Mayoralgo, quien, sintiéndose morir,
dictó testamento, como explicita su partida de defunción,
el 28 de diciembre de 1669, ante el escribano Pedro
Caballero, añadiendo posteriormente al testamento, el 9
de enero de 1670, esto es, cuatro días antes de su muerte,
un codicilo de cuatro folios a dicho testamento. Por el
testamento en cuestión y por el codicilo sabemos que no
se trata de Juan Blázquez Mayoralgo padre, sino de su
hijo Juan Blázquez de Cáceres Mayoralgo. En efecto, así
comienza el testamento en cuestión:
64
las costas judiciales, obtuvo sentencia favorable por la
que el mencionado Marqués debía indemnizarle con
34.000 pesos por daños y perjuicios, sabemos por este
codicilo que ahora, en el año 1670, transcurridos treinta
y cuatro años de dicha sentencia judicial, la familia
Blázquez-Mayoralgo aún no había cobrado dicha
suma de dinero de parte de la hacienda del Marqués
de Cerralvo ni tampoco había recuperado la totalidad
de los bienes entonces embargados en Indias. Así nos
lo relata el propio Juan Blázquez hijo, a lo que parece,
bastante apurado económicamente en los días previos
a su muerte, declarando que, si dicha suma se llegare
a cobrar, pasaría a propiedad de su mujer hasta cubrir
el montante de lo que ella había aportado como dote;
lo mismo, si se recuperasen los bienes embargados en
Veracruz:
65
ya, tres hijos, el más notorio de los cuales fue Juan
Luis Blázquez de Cáceres, al que José Miguel Lodo lo
califica como “poeta, que refleja en sus obras el estilo
decadente de la épica”47. Fue Juan Luis Blázquez capitán
de escuadrón y tomó parte en la Guerra de Sucesión y,
dentro de su faceta literaria, continuó y acabó el poema
épico La Antuerpia que había comenzado su padre en
México, poema que, como veremos, permanece aún
inédito. Tan sólo, que sepamos, publicó un raro libro, del
que se conserva un ejemplar en la Biblioteca del Museo de
Cáceres, donde Juan Luis Blázquez se ocupa de recoger
y describir todo el aparataje de arquitectura efímera
que se montó en la iglesia de Santa María La Mayor
de Cáceres, incluidos los poemas en latín y en español
que se escribieron, con motivo de la conmemoración de
la muerte de Felipe IV por parte de la Villa de Cáceres
(Apéndice V). Está este opúsculo encuadernado en
pergamino con otras tres obras de diversos autores. El
libro en cuestión es el siguiente:
66
Casó Juan Luis Blázquez de Cáceres Mayoralgo
en Cáceres, el 18 de febrero de 1654, con Ana Paniagua
y Figueroa, nacida en Cáceres en 1623 y muerta en la
misma villa el 8 de enero de 1693, a los setenta años.
Tuvieron por hijos a Luis Antonio, Juan Lorenzo
(bautizado en Cáceres el 30-IV-1661) y a Mariana
Blázquez (bautizada en Cáceres el 16-VII-1665), monja
de la Encarnación de Garrovillas49.
Luis Antonio Blázquez de Cáceres, nieto de
nuestro biografiado Juan Blázquez, fue bautizado en
Cáceres el 4 de agosto de 1657 y murió en el mismo
Cáceres el 27 de septiembre de 1701. Se casó el 2 de
marzo de 1685 en dicha villa con María de Nogales
Cortés y Blázquez (muerta en Cáceres a los 70 años el
1-I-1716) y tuvieron 6 hijos, entre los que destacamos
al primogénito: Juan Antonio Blázquez de Cáceres,
bautizado en Cáceres el 20 de julio de 1680 y muerto en
Cáceres el 9 de febrero de 1748.
49
Cf. J. M. Lodo de Mayoralgo, Viejos linajes de Cáceres, p. 40.
67
fallidamente acceder al servicio militar, por lo que optó
finalmente por probar suerte en las Indias, tal y como
había hecho su bisabuelo Juan Blázquez. Se embarcó,
pues, en 1708, acompañando como mayordomo a
un pariente suyo, el doctor Pedro Nogales Dávila,
nombrado obispo de Puebla de los Ángeles. Y allí Juan
Antonio se ocupó de la administración económica del
obispado, y, gracias a los contactos familiares, contrajo
matrimonio en 1721 con Ana Paula del Moral, hija de
un rico hacendado de la familia Moral Beristain.
En la ciudad de Tehuacán fundó su hogar y se
integró muy bien en la familia de su esposa, dedicándose
a actividades comerciales y teniendo allí en México tres
hijos. Pero su esposa Ana Paula murió en 1729, ante lo
cual Juan Antonio determinó regresar a Cáceres en 1733
con los dos hijos que sobrevivían: María Justa Blázquez
y Luis Antonio Blázquez de Cáceres, que murió de niño,
con sólo 12 años, ya en la villa de Cáceres (el 8-XII-
1734).
Pero el viaje de regreso a Extremadura no fue
fácil, pues un naufragio de la flota les obligó a Juan
Antonio y a sus dos hijos a permanecer varios meses
en Cuba, desde donde escribió y recibió cartas de sus
parientes mexicanos y también de su hermana mayor
soltera desde Extremadura. Ya en Cáceres, Juan Antonio
mantuvo una rica y abundante correspondencia con su
familiares mexicanos, especialmente con sus cuñados
Domingo, eclesiástico y alguacil mayor de la Inquisición
de México (ambos formaron una especie de compañía
mercantil de gran intensidad comercial), y Juan, con
quien colaboró estrechamente en la fundación de un
convento y hospicio carmelita en Tehuacán, un proyecto
que habían apoyado con ahínco los padres de Domingo
y de Juan. Mucha de la correspondencia de Juan Antonio
Blázquez con sus cuñados versó sobre este tema.
Juan Antonio Blázquez, ya viudo y con sólo
68
su hija María Justa, hizo gestiones para darle un
matrimonio ventajoso y, así, consiguió casarla en la
villa de Cáceres, el 15 de octubre de 1742, con Matías
Jacinto Marín, Caballero de Santiago, Regidor perpetuo
de Cáceres, y I marqués de la Isla desde 1762, con el
vizcondado previo de Santa Leocadia, concedido el 21
de diciembre de 1761. Era este Marín natural de Arroyo
del Puerco (Cáceres), e hijo de Sebastián Antonio Marín
y de Antonia Teresa Bullón y Figueroa. Era, pues, de
una acaudalada familia que estaba bien relacionada con
la corte. Juan Antonio Blázquez siguió desde Cáceres
con su actividad comercial y, con las ganancias de sus
operaciones mercantiles y con los dineros traídos desde
México, realizó inversiones en censos, compró bienes
raíces y muebles y liquidó las deudas que había dejado
su padre, Luis Antonio Blázquez, muerto en 1701.
Al casar a su hija María Justa con Matías consiguió
establecer estrechos lazos con la familia Marín y, cuando
Isidro Marín, hermano de Matías, fue nombrado obispo
de León en Nicaragua, fue recibido en México, en
Tehuacán, por los Moral y, ya desde estas fechas, ambas
ramas empezaron a planear la consecución de un título
nobiliario para Matías Marín y su esposa María Justa,
matrimonio que, gracias a diferentes herencias, fue
acumulando un gran patrimonio. Pasados unos años de
la muerte de María Justa Blázquez (1752), Matías logró,
como antes se reseñó, el título de marqués de la Isla en
1762, con lo que las ambiciones nobiliarias de la familia
Blázquez de Cáceres quedaban satisfechas50.
50
Cf. J. M. Lodo de Mayoralgo, Viejos linajes de Cáceres, pp. 40-41; R.
Sánchez Rubio, I. Testón Núñez, Lazos de tinta, lazos de sangre. Cartas
privadas entre el Nuevo y el Viejo Mundo (siglos XVI-XVIII), Cáceres,
Universidad de Extremadura, 2014; y la recensión de J. M. Usunáriz
en Memoria y Civilización 17 (2014), pp. 234-238.
69
CAPÍTULO II
LA PERFECTA RAZÓN DE
ESTADO: NEOTACITISMO Y
NEOESTOICISMO
1. Descripción formal de la obra
73
Juan. Son unas sentencias que, ordenadas por criterio
alfabético, sirven de índice a la obra en cuestión y que
también las abordaremos en el capítulo sobre los amigos
de nuestro humanista.
Aún en folios sin numerar, se sucede luego la
epístola nuncupatoria de Juan Blázquez Mayoralgo “Al
rey nuestro señor”, en siete folios con una letra de mayor
cuerpo.
Después de todo esto, encontramos ya la Perfecta
razón de Estado, dividida en catorce libros que conforman
un total de 194 folios, cuya distribución es la siguiente:
74
los principales hechos históricos y materias políticas
tratados en cada libro, es decir, se trata de un índice de
materias por libro. Su título concreto es: “Materias que
se tratan en estos catorce libros”. Tampoco están los
folios numerados.
Por último, cerrando el volumen, tenemos el
escrito de don Francisco de Samaniego titulado Memorias
Agustas al más soberano Príncipe, que estudiaremos en el
capítulo sobre los amigos de Juan Blázquez Mayoralgo.
2. Contexto literario-político
75
moral y al encumbramiento de la religión. Trataremos,
pues, de deslindar el tacitismo del maquiavelismo, viendo
si el empleo de las ideas políticas taciteas constituye en
España un “velo” bajo el que encubrir las tesis políticas
de Maquiavelo.
Tácito en España
El neotacitismo de la obra política de Blázquez de
Mayoralgo es indiscutible. Nada más hay que echar un
vistazo a los 194 folios de su Perfecta Razón de Estado para
comprobar que rara es la página donde Juan Blázquez
no cita frases y párrafos latinos de Tácito, combinados
con pasajes bíblicos, que le sirven de textos de autoridad
con los que demostrar sus teorías y doctrinas políticas.
Nos vemos, pues, obligados a ubicar su obra dentro del
panorama doctrinal del tacitismo español del siglo XVII,
pues no se entendería la obra de Blázquez sin relacionarla
y contrastarla con el proceso de recepción de las obras de
Tácito en España y el denominado tacitismo. Tácito y
el tacitismo, aun surgiendo casi a la vez en nuestro país,
deben ser diferenciados.
En España, en efecto, interesaba la obra de
Tácito más desde un punto de vista de teoría y doctrina
políticas que desde una perspectiva filológica. Por ello,
los estudiosos españoles no se dedicaron a realizar
ediciones críticas y comentarios filológicos de Tácito
(recurrían, para este menester, a las ediciones de Lipsio
y Pichena), sino que focalizaron sus esfuerzos en realizar
comentarios políticos, en extractar aforismos y máximas
y en traducirlo, sólo tardíamente a partir del siglo XVII,
a lengua vernácula, traducciones que muchas veces iban
acompañadas de aforismos, máximas, avisos políticos,
etc. Y, así, la primera traducción española de la obra de
Tácito fue la de Emanuel Sueyro, Las obras de C. Cornelio
76
Tácito, traducidas de latín en castellano (Anvers, Pedro Bellero,
1613); al año siguiente, aparece la de Baltasar Álamos
de Barrientos, Tácito español ilustrado con aforismos (Madrid,
L. Sánchez- J. Hasrey, 1614); y en 1629 se imprime en
Douay la traducción de Carlos Coloma51. Siguiendo,
en fin, esta tradición, dentro del volumen de nuestra
Perfecta Razón de Estado de Juan Blázquez, tenemos
también unos Avisos políticos o Sentencias entresacadas de
la obra por Pedro Porter Casanate, amigo del autor.
Centrándonos en el proceso de recepción de
Tácito en España, los estudiosos como Tierno Galván,
Sanmartí y Antón Martínez, señalan que hubo una
primera fase, desde finales del siglo XV, en que aparece
la editio princeps de sus textos (Venecia, ca. 1470), y
durante todo el siglo XVI, fechas en las que un reducido
número de eruditos españoles leía a Tácito en latín y lo
admiraba, tales como Arias Montano, Antonio Pérez e
incluso Felipe II. La segunda fase de recepción vendría
con las traducciones a lengua vernácula, a comienzos del
siglo XVII. Entretanto, Tácito era conocido en España
gracias a la labor erudita de humanistas europeos como
Andrés Alciato y Justo Lipsio, de tal modo que muchos lo
leían en latín por las ediciones y comentarios realizados
en Europa. Y así, Juan Luis Vives reconocía en su De
ratione studii puerilis (1523) que Tácito era de mucho
provecho; y otros humanistas como Gerónimo Zurita,
Antonio Agustín, Juan Verzosa, Pedro Simón Abril,
Arias Montano, Manuel Sarmiento de Mendoza o Diego
Hurtado de Mendoza lo conocían de primera mano,
antes de que se publicaran las primeras traducciones
españolas de Tácito52.
51
M. A. Guill Ortega, Carlos Coloma. 1566-1637. Espada y pluma de
los tercios, Alicante, Editorial Club Universitario, 2007, p. 313.
52
B. Antón Martínez, Tácito, Anales, Madrid, Akal, 2007, p. 72; y de
77
Pero también el historiador romano era
conocido, de forma indirecta, gracias a las lecturas de
obras que, sin ser ediciones ni traducciones de Tácito,
suponían publicaciones inspiradas él y que transmitían
a los lectores el pensamiento del autor latino, como,
por ejemplo, podemos comprobar en los Politicorum sive
civilis doctrinae libri sex (1589) de Justo Lipsio, una obra
construida mediante frases, preceptos y conceptos
taciteos, lo que incrementó la penetración del estilo
y doctrina de Tácito en España, especialmente tras la
traducción realizada por Bernardino de Mendoza: Los
seis libros de las políticas o doctrina civil de Justo Lipsio que sirven
para el gobierno del Reino o Principado (Madrid, J. Flamenco,
1604). Son, pues, Alciato, con sus Emblemas, donde toma
sentencias e ideas de Tácito, y Lipsio, con sus ediciones,
comentarios y obras políticas, ambos autores muy
apreciados y admirados en la España de los siglos XVI
y XVII, los que favorecieron la introducción indirecta
de Tácito en España y propiciaron el siguiente paso en
la fase de la recepción, que fue ya la de la traducción al
español de sus obras, las de Sueyro, Álamos Barrientos
y Coloma, siguiendo precisamente el texto latino fijado
por Lipsio y, en ocasiones, la edición de Pichena (1600).
Pero a todo esto, habría que sumar traducciones
parciales, algunas inéditas, manuscritas, como la de
Antonio de Toledo, titulada Libro primero de los Anales
(1590); y otras publicadas, como Los cinco primeros libros de
los Anales de Cornelio Tácito (Madrid, Juan Cuesta, 1615) en
traducción de Antonio de Herrera y Tordesillas, el mismo
que había traducido del italiano la obra antitacitea de
Juan Botero, Diez libros de la razón de Estado (Madrid, 1593).
Asimismo, hay muchos escritores políticos
78
españoles que, inspirados directamente en Tácito o
en obras taciteas como la de Lipsio, se consagraron a
escribir aforismos y comentarios de teoría política de
corte taciteo. Entre ellos, podemos citar la Política civil
escrita en aforismos (Madrid, 1621) de Eugenio de Narbona,
con 294 aforismos de diversos autores, agrupados por
materias, pero de clara preponderancia tacitea. Mateo
del Prado tradujo los aforismos del arzobispo Querini
con el título Manual de Grandes o Aforismos Políticos del
Arzobispo Querini (Madrid, 1640). Luis de Mur escribió un
Tiberio, ilustrado con morales y políticos discursos (Zaragoza,
1645). Y Antonio Fuertes y Biota publicó en Amberes,
en 1651, Alma o aphorismos de Cornelio Tácito, que es una
adaptación de los aforismos de Álamos de Barrientos,
realizada por el Secretario Juan de Oñate53.
Todos estos autores y obras, sin duda, influyeron
en nuestro Juan Blázquez y su libro Perfecta Razón de
Estado. Y es que, al igual que Blázquez Mayoralgo,
que era funcionario real y, posiblemente jurista, todos
esos traductores, comentaristas e imitadores españoles
de Tácito que hemos mencionado son historiadores,
militares, juristas o diplomáticos, pero no filólogos.
Fueron, entonces, autores ajenos a la filología aquellos a
los que más interesó Tácito, los que lo fueron traduciendo,
divulgando sus ideas y, a la postre, conformando el
movimiento intelectual y político denominado tacitismo.
Según se ve, los profesores españoles no querían
acometer ediciones ni comentarios filológicos de Tácito
y las traducciones, que no fueron hechas por filólogos,
fueron muy tardías. Se temía, en efecto, que los textos de
Tácito pudieran ejercer una mala influencia en el sentir
79
religioso, en la moral y, en general, en los cánones sociales
de España. Las causas de este temor ante las obras de
Tácito y de la reticencia a traducirlas y divulgarlas están
expresadas en el manuscrito Censura sobre los Anales y las
Historias de C. C. Tácito para consultar si será bien imprimir
en español su traducción (Ms. 13086 B. N., Madrid, ff. 169-
190), de principios del siglo XVII54, donde se dice que
es un autor impío y defensor de la perversa razón de
Estado, con lo que queda así convertido en un escritor
contrario a los intereses de la Contrarreforma.
Surgen, entonces, dos bandos, el de los
admiradores y el de los detractores de Tácito. Los
primeros alegan en su defensa que, si representó los
vicios, fechorías y torpezas del Imperio romano, fue para
que supiéramos rehuirlos y evitarlos; que da excelentes
consejos políticos al príncipe y que todos los vicios que
describe son castigados. Los detractores, en cambio,
aducen que Tácito fue un autor pagano, republicano,
antimonárquico y ponderador de los vicios de la Roma
imperial; que se deleita en describir miserias, crueldades
e infamias que el lector puede intentar imitar; y que,
en fin, se equivocó al escoger como modelo de príncipe
al malvado Tiberio, dando así un mal ejemplo a los
gobernantes.
Los antitaciteos son también antimaquiavélicos,
contrarios a las doctrinas de Tácito y de los que
consideran sus seguidores: Maquiavelo, La Noue, Du
Plessis-Mornay o Bodino. Y, considerando a Tácito el
padre de perniciosos preceptos y costumbres, atacan a
los que llaman los “políticos”, que son los seguidores de
Tácito, que han usado sus obras para crear esa “política”
que estiman inmoral y destructora. Y es que el término
“político” se usa, dentro de esta tendencia, para señalar
Estudiado en M. T. Cid Vázquez, Tacitismo y razón de Estado, p. 29.
54
80
tanto al teórico de las doctrinas políticas que sigue a
Maquiavelo, como al príncipe que se ha dejado influir por
los preceptos del florentino y, en consecuencia, practica
la “política”, que, vista desde esta perspectiva peyorativa,
consiste en acudir a medios impíos e inmorales para el
engrandecimiento personal o colectivo y forjar y aplicar
la técnica de su empleo. Los “políticos” son, pues, los
seguidores de Maquiavelo y, dentro de esta tendencia
antitacitea, son identificados con los herejes y ateístas.
Así, por ejemplo, el Padre Rivadeneira habla de los
“políticos” de su tiempo con el mencionado significado
peyorativo y considera que beben de fuentes ponzoñosas,
siguen a guías descarriados y escuchan a preceptores
malvados, iniciando su nómina de “políticos” perversos
con Tiberio, “viciosísimo y abominable emperador”,
siguiendo con Tácito, “historiador gentil y enemigo de
cristianos”, con Maquiavelo, “consejero impío”, con
La Nue, “soldado calvinista”, con Morneo, “profano”,
y concluyendo con Bodino, “ni enseñado en teología
ni ejercitado en piedad”. Todos estos autores, que han
abandonado el recto camino marcado por la razón
natural y han optado por la “falsa razón de Estado”, son
los que sirven de inspiración, según Rivadeneira, a los
“políticos” de su tiempo:
81
Bodino, jurisconsulto, y Monsieur de la Nue, soldado, y otro Plesis
Morneo, todos tres autores franceses, en nuestros días de esta
materia han enseñado. Pero, para mostrar el disparate de los que,
siendo cristianos, toman por guías de este camino a hombres tan
ciegos y descaminados como estos, basta decir que Cornelio Tácito
fue gentil e idólatra y enemigo de Cristo, nuestro redentor, y de
los cristianos (de los cuales, como hombre impío y desbaratado,
habla vil y despreciablemente), y que no es justo que en materia de
nuestra santa religión creamos a hombres tan contrarios a la religión
y a nuestro mismo enemigo, ni que los príncipes cristianos tomen
por dechado y modelo de su gobierno lo que hizo en el suyo un
emperador tan vicioso, deshonesto, avaro y cruel y tan vituperado
de todos los mismos historiadores gentiles como fue Tiberio55.
82
trataría, entonces, de un Neotacitismo, un intento de
conjugar los preceptos políticos de Tácito con la moral
de la religión cristiana, en lo que, de nuevo, no sería sino
otra tergiversación de los textos e ideología de Tácito. En
este camino lipsiano, seguidor de un Tácito pasado por
el tamiz del cristianismo, se encontraría Juan Blázquez
Mayoralgo y su Perfecta Razón de Estado contra los políticos
atheístas, para quien el príncipe modélico, en este caso
Fernando el Católico, sabe gobernar con prudencia,
virtud que sólo se adquiere y se manifiesta con “las
disposiciones que se encaminan a lo Cathólico”. Y, así,
nos ofrece su concepción de razón de Estado, como una
disciplina de experiencias, una ordenación de hechos, una
relación entre fenómenos, intelectualmente captada56; y
su juicio sobre Tácito. La perfecta razón de Estado, que
es la conformación del arte de gobernar o política con la
religión cristiana, la encarna el Rey Católico; y Tácito
sólo es utilizable como Blázquez lo emplea, esto es, en
consonancia con los preceptos y valores cristianos; en
caso contrario, no es más que un “político atheísta” más
y el padre, por así decirlo, de Maquiavelo:
56
J. A. Maravall, Estudios de historia del pensamiento español, Madrid,
Ediciones Cultura Hispánica, 1984, vol. 3, p. 33.
57
Juan Blázquez, Perfecta raçon de Estado, Epístola nuncupatoria “Al
rey, nuestro señor”, sin paginar. La misma definición de razón de
Estado la ofrece al final del libro I, fol. 8v: “¿Pues qué quiere dezir
83
Lipsio, Blázquez y el maquiavelismo moderado y
moralizado
84
Maquiavelo y Bodino, casaba moral y política, pero
que en su vertiente católica, la predominante entre los
tratadistas españoles, adquirió una dimensión tripartita
en la que se combinaba ya religión, moral y política.
El punto de inflexión llegó con los problemas
religiosos en Europa y, principalmente, con Trento y
la Contrarreforma española, cuando Maquiavelo y
otros tratadistas políticos resultan ya incompatibles con
la versión hispana de la nueva y “auténtica” razón de
Estado “católica”, que trataba de definir un concepto de
política de Estado en clave moral y católica y acomodar,
por tanto, la razón de Estado a los límites de la moral
católica. Surge, así, una serie de teóricos que han recibido
el nombre de “eticistas”, muchos jesuitas, que se confiesan
debeladores de Maquiavelo, a quien ven como un hereje,
y defienden un concepto de razón de Estado sujeto a los
principios tradicionales y en comunión con el catolicismo.
Reclaman el uso exclusivo de medios morales, regidos
por la virtud y la prudencia civil, en el gobierno y en el
mantenimiento del mismo, y rechazan el empleo de la
religión para fines políticos, o mejor dicho, la sumisión de
la religión a la política, y las “malas artes” recomendadas
por Maquiavelo y sus seguidores, como la simulación,
la mentira, el incumplimiento de la fe o palabra dada,
la idea de Fortuna y el determinismo natural. A estos
eticistas habría que añadir los denominados “tacitistas”,
tratadistas más realistas y pragmáticos, que emplean
profusamente las ideas taciteas para asumir, aunque
pasados por el tamiz de la moderación y prudentia,
algunos presupuestos del florentino, aunque se declaran
abiertamente antimaquiavélicos. En definitiva, los
tratadistas españoles, unos más que otros, aconsejan
85
al príncipe regirse por una prudentia civil y católica
acomodada a la realidad política y destinada a conservar
y aumentar el Estado, pero no con toda clase de medios,
como defendía la razón de Estado maquiavélica (el
fin justifica los medios), sino siempre bajo la égida de
la virtudes cristianas de la justicia y de la prudencia,
aun sabiendo que la razón de Estado es un arte que el
príncipe dotado naturalmente para ello aprende con
la experiencia y el recuerdo o memoria de los hechos
históricos del pasado58.
Todos, no obstante, tienen un maestro claro en el
concepto de la razón de Estado: Justo Lipsio, que había
publicado en 1574 su edición de Tácito y en 1589 sus
Politicorum sive civilis doctrinae libri sex, traducido al español
en 1604 por Bernardino de Mendoza con el título Los seis
libros de las políticas o doctrina civil de Justo Lipsio, que sirven para
el gobierno del reino o principado. La Política de Lipsio, aunque
pocas veces citados autor y obra, gozó de gran favor y
fue ampliamente utilizada entre los tratadistas españoles,
pero siempre con mucho cuidado, pues ya en 1590
había sido incluida por el Vaticano en el Index librorum
prohibitorum, y el autor tuvo que revisarla y expurgarla
entre 1593-1595 para poder publicar la nueva edición
de Amberes en 159659. Lipsio, que había defendido con
cautela a Maquiavelo, lo que hace realmente es llenarlo de
contenido ético y moralizarlo católicamente, adaptando
la razón de Estado maquiavélica de la simulación, que
58
M. Ayala Martínez, “Prudencia y mundo en Baltasar Gracián”, en
M. Grande- R. Pinilla (eds.), Gracián: Barroco y modernidad, Madrid,
Universidad Pontifica Comillas, 2004, pp. 103-138, especialmente
pp. 110-113.
59
S. López Poza, “La Política de Lipsio y las Empresas políticas de
Saavedra Fajardo”, Res publica 19 (2008), pp. 209-234.
86
era un vicio, a una razón de Estado del disimulo, vista ya
como virtud. De Lipsio, por tanto, toman los preceptistas
españoles sus ideas del gobernante guiado por la virtud de
la prudencia, del gobernante bueno, cauto y eficaz, pero
no iluso ni infantilmente incauto, sino sabiendo emplear
el embozo y el disimulo cuando la razón de Estado lo
exige, aunque rechazando abiertamente la simulación
y la mentira maquiavélicas, así como la autocracia, la
falsedad y la tiranía en el gobernante.
Lipsio, en efecto, formula en su Política, por
más que esta obra sea esencialmente un centón de
frases de autores clásicos, especialmente de Tácito,
una teoría política propia con bases religiosas, morales
y humanísticas, que se pudiera adaptar, de forma
pragmática, a las necesidades de la razón de Estado. No
obstante, no podemos decir que Lipsio rompiera de forma
taxativa con las doctrinas de Maquiavelo, pues, si leemos
los Discursos sobre la primera década de Tito Livio y El Príncipe
del florentino, comprobamos que muchas de las teorías
maquiavélicas para la conservación y mantenimiento
del Estado coinciden con las planteadas por el autor
flamenco. De hecho Lipsio, al comienzo mismo de su
obra, cuando bosqueja los motivos que le han llevado a
escribirla y la forma en lo que lo ha hecho, manifiesta sin
reservas su adhesión a Maquiavelo, aunque matizando
que el florentino, por seguir en exceso los caminos de
la conveniencia, esto es, por ser demasiado realista y
pragmático, pero también por alejarse de los senderos
de la virtud y de la religión, formula planteamientos
erróneos:
87
condeno. ¡Y ojalá hubiera conducido directamente su libro El
príncipe al conocido templo de la Virtud y del Honor!
[Pero a menudo contiene errores]. Antes bien, con
demasiada frecuencia se desvió de esa ruta y, por seguir atentamente
los famosos senderos de la conveniencia, se apartó de ese camino
regio60.
88
pero sin derribar ni empujar violentamente a nadie para
abrirse paso y lograr sus aspiraciones y sin agraviar a
nadie empleando la violencia o abusando de su fuerza o
poder reales:
89
sometió en obediencia a Fernando el Católico (1480) tras
haber visto que los reyes de Portugal y Castilla habían
firmado la paz y se habían confederado con ellos los de
Francia, Inglaterra y Nápoles, atribuye este éxito político
y diplomático a la prudencia del rey Fernando, pero
también a su poder y autoridad, pues los reyes prudentes
han de oprimir con el respeto, veneración y acatamiento
que le deben sus súbditos las turbaciones que puede
acarrear la cavilación:
90
como la zorra, pues es necesario ser zorra para conocer
las trampas y león para destrozar a los lobos. Y, de hecho,
los príncipes que lograron mayores éxitos en la historia
fueron los que supieron obrar como la zorra66, aunque,
advierte Maquiavelo:
91
Lipsio. Y el humanista flamenco pone el ejemplo de
Agrícola, quien era un experto en conjugar el interés y
utilidad con lo virtuoso y moralmente recto68.
Lipsio, en consecuencia, viendo que en la vida
real el gobernante debe habérselas continuamente con
hombres astutos, mentirosos y “zorros”, cree, como
Maquiavelo, que también a veces tiene que adoptar la
actitud del zorro, sobre todo cuando así lo requiere el
interés y bienestar públicos. Y estima Lipsio que esto
no supone apartarse de la virtud, pues, igual que el vino
no deja de ser vino si se rebaja con un poco de agua,
tampoco la prudencia deja de ser prudencia por el hecho
de que haya en ella algunas gotas de fraude o engaño,
pero siempre que sea poco y destinado a un buen fin69.
La fraus, por tanto, entendida como “un plan astuto que
se aparta de la virtud o de las leyes en beneficio del rey
o del reino”70, entraría dentro de la prudencia mixta o
mezclada del príncipe, pero siempre en dosis moderadas.
Dicha fraus, en efecto, puede ser, según Lispio, de tres
tipos: un engaño pequeño, mediano o grande (levis,
media, magna). Los dos últimos, el mediano y el grande,
son desaconsejables en el gobierno del príncipe, pues
el mediano, cercano al vicio, tiene por base la malicia;
y el grande, vicioso a todas luces, conlleva perfidia e
injusticia. Sólo, entonces, la fraus levis es la tolerada por
68
J. Lipsio, Polit. 4.13, p. 508: peritus obsequi eruditusque utilia honestis
miscere (Tácito, Agr. 8.1).
69
J. Lipsio, Polit. 4.13, p. 508: Quis me adeo culpet, aut cur a Virtute
abeam? Vinum, vinum esse non desinit si aqua leviter temperatum; nec prudentia,
prudentia, si guttulae in ea fraudis. Semper intellego, ut modice et ad Bonum
finem.
70
J. Lipsio, Polit. 4.14, p. 512: Argutum consilium a virtute aut legibus
devium, regis regnique bono.
92
Lipsio: “La mentira pequeña la aconsejo; la mediana, la
tolero; la grande, la condeno”71. El levis es el que debe
emplear el príncipe por el interés general, pues este
engaño pequeño y ligero no está muy lejos de la virtud y
se encuentra sólo levemente rociado de malicia; y dentro
de esta categoría de fraus levis entrarían la desconfianza
(diffidentia) y el disimulo (dissimulatio), que los considera
Lipsio esenciales para el gobernante, tanto en el trato
con los amigos como con los enemigos, pues quien no
sabe desconfíar ni disimular, concluye Lipsio, no sabe
gobernar. La fraus mediana, aunque dice tolerarla, no la
aconseja en el príncipe, pues con dicho tipo de fraudes se
pasaría ya del “disimulo” a la “simulación”, es decir, se
rebasaría el límite de lo utile y honestum y se entraría en la
maldad, en la corrupción, en la simulación maquiavélica
y en la perversidad, todo lo cual se aleja, como decimos,
de lo moralmente correcto.
También Juan Blázquez opina que no siempre
es forzoso en el príncipe decir la verdad, esto es, que
puede mentir, cuando el decir la verdad va a derivar en
un peligro para el Estado y el encubrirla y disimularla
supone un remedio para una situación crítica. Se
defiende, pues, el arte del disimulo y la mentira que
tiene un fin útil y honesto. Es lo que ocurre, por ejemplo,
cuando Blázquez nos presenta la destitución del Gran
Capitán, que era entonces virrey, como una de las
medidas que tomó Fernando para recobrar Nápoles. El
rey Católico sospechaba de las ambiciones y de la lealtad
de Gonzalo Fernández de Córdoba y se sentía incómodo
y quizás celoso con su esplendor y seguramente inquieto
por su popularidad, sabedor que sin las hazañas del
Gran Capitán sus propias acciones militares en Granada
podrían haber sido las más importantes de su época.
71
J. Lipsio, Polit. 4.14, p.512: Illam suadeo, hanc tolero, istam damno.
93
Tampoco quería Fernando tener a un poderoso virrey
castellano en un reino que Fernando deseaba para
Aragón. Todo ello llevó al monarca a prometer al Gran
Capitán la concesión de señoríos de Italia y España y el
maestrazgo de Santiago y, apresándolo, le ordenó regresar
a España72. En la caída, pues, del Gran Capitán pudo
haber motivos personales, pero sobre todo políticos73.
Además, lo más criticable de la conducta del rey Fernando
fue el procedimiento que empleó para destituir al Gran
Capitán: promesas grandes, como nuevos títulos, realce
de su figura y seguridad de un papel preponderante
en la Corte castellana, además del otorgamiento del
mencionado maestrazgo de la Orden de Santiago; pero,
a la postre, el medio empleado no fue otro que el engaño
deliberado y la política torticera74. Por ello, Blázquez, se
siente obligado a justificar los medios utilizados por el
rey Fernando. Y, aun admitiendo que la acción del rey,
si se mira de lejos, fue aparentemente injusta, inmoral y
sin arreglo a las leyes o a la razón, aduce que, desde el
punto de vista de la razón de Estado de la Corona, fue
una acción aprobada, celebrada y aplaudida:
72
P. K. Liss, Isabel la Católica. Su vida y su tiempo, Madrid, Nerea, 1998,
p. 343.
73
H. Kamen, Fernando el Católico, Madrid, La esfera de los libros,
2015, pp. 333-337.
74
L. Suárez Fernández (Coord.), Historia general de España y América.
Los Trastámara y la unidad española (1369-1517), Madrid, Rialp, 1981,
p. 631.
75
J. Blázquez, Perfecta razón de Estado, 146v.
94
Intentando así justificar lo que parecía un engaño
maquiavélico y acallar las voces de los políticos ateístas,
comienza don Juan a divagar sobre lo difícil que es
ejercer el gobierno y lo incomprensible que resultan
muchas veces las determinaciones que el príncipe debe
tomar. Así, considera privilegio del rey decidir cuánto
había de durar el mandato del Gran Capitán, a la sazón
virrey de Nápoles, pues, atendiendo a las circunstancias
del momento, el rey Fernando podía resolver el conflicto
presente, ya fuera personal o político, por los medios que
mejor estimara, sin atender a las leyes que estableció la
sujeción ni a las costumbres consentidas por la necesidad,
esto es, sin atender ni al derecho natural o positivo ni
al consuetudinario. Y es que, a juicio de Blázquez, más
tolerable resulta el imperio, la hegemonía y autoridad
de un príncipe bueno (el rey Católico) que la libertad de
una república mal gobernada (Nápoles), pues en muchas
ocasiones quien llega a ser venerado por divino (el Gran
Capitán) puede acabar convirtiéndose en un tirano. Los
arcana imperii, esto es, “los secretos del reinar”, dice don
Juan, no pueden censurarse, porque muchas veces los
censores no entienden las causas subyacentes que obligan
a tomar determinadas decisiones. Y, para demostrar sus
argumentaciones, aduce Blázquez una serie de pasajes
bíblicos donde los personajes, forzados por la necesidad,
disimulan la verdad por escapar de algún peligro, como
fue el caso de David, quien al llegar a Nobe y preguntarle
Achimelec el motivo de su solitaria llegada, disimuló y le
respondió que el rey le había encargado una comisión,
sin dar a entender que iba en desgracia del rey (I Reg.
21.2). También David, en presencia del rey Achis de Get,
temiendo por su seguridad, se finge loco, empezando a
demudar su semblante y dejándose caer en brazos de la
gente, dando cabezadas contra las puertas y haciendo
95
correr la saliva por su barba (I Reg. 21.13). Estos
testimonios, en fin, y otros más tomados de la biblia y de
los Santos Padres, autorizan a Blázquez Mayoralgo para
concluir así el juicio sobre las acciones del rey Fernando:
96
y personas para alcanzar el fin que se persigue; y como
arte, supone el modo de conjugar prudentemente las
máximas de la razón de Estado77.
La razón de Estado, o la máxima del obrar
político, es entendida como el razonamiento que dice
que cualquier medio vale para apoyar y favorecer
al Estado, incluso aunque sean medios moralmente
dudosos o inaceptables, como la mentira, el fingimiento
o la disimulación78. Esta razón de Estado es la que dicta
al gobernante lo que tiene que hacer para la salvaguarda
del poder y del Estado; y dicho conocimiento, del que
obtendrá las máximas del obrar, ha de extraerlo el
gobernante de su propio reconocimiento y del de su
entorno y ambiente. En este contexto, la política deja de
considerarse como la afirmación de la voluntad divina,
deja de tener ese reflejo divino, y pasa a ser una práctica
y elaboración humanas: la política consiste ahora en
llevar a la práctica la razón de Estado79.
El origen de la expresión “razón de Estado” y el
pensamiento doctrinal que en ella radica fueron, durante
los siglos XVI y XVII, atribuidos a Nicolás Maquiavelo,
por más que el florentino no empleara nunca tal expresión
en su obra capital, El Príncipe, obra que, a juicio de
Meinecke80, supone una reflexión sobre la esencia de tal
locución. No obstante, hay estudiosos que han defendido
posturas diferentes, desde que el origen de tal expresión y
concepto es anterior a Maquiavelo y remonta a las teorías
77
E. Cantarino, “Baltasar Gracián y la razón de Estado. El político don
Fernando el Católico: del modelo a la teoría y de la teoría al modelo”,
eHumanista 31 (2015), pp. 342-356.
78
M. Beuchot, “Algunos opositores de Maquiavelo en España y la
Nueva España”, Signos Filosóficos VI.11 (2004), pp. 61-71.
79
E. Cantarino, “Baltasar Gracián”, pp. 342-343.
80
F. Meinecke, La idea de la razón de Estado en la Edad Moderna, Madrid,
Centro de Estudios Constitucionales, 1983.
97
políticas medievales, hasta que es posterior al italiano,
pasando por aquellos que postulan que, efectivamente,
dicho origen, aunque con antecedentes, se encuentra
en Maquiavelo y que sus presupuestos propician una
vasta literatura sobre la “verdadera razón de Estado”,
desarrollada contra él y contra su concepción falsa de
razón de Estado81.
Maquiavelo planteó en su obra las estrategias
necesarias para adquirir y conservar el poder, dejando
a un lado toda consideración jurídica, moral o religiosa,
rompiendo así en su doctrina con la tradición medieval,
donde la política estaba subordinada a la teología. Su
obra, pues, era innovadora y reflejaba bien los dos
signos que marcaron la Historia Moderna de España:
el descubrimiento y conquista de América; y la colisión
entre el realismo político moderno y la moral cristiana.
No obstante, como Maravall ha señalado, en la España
de los Reyes Católicos hubo ya precedentes del llamado
maquiavelismo, con un Ginés de Sepúlveda que admitía
en la guerra la simulación y el engaño o un escritor
político como Pérez de Guzmán, que afirmaba que el
arzobispo de Toledo, don Sancho de Rojas, utilizaba,
para alcanzar sus fines, medios un tanto cuestionados
por la moral y por la religión, usando “algunas cabtelas
e artes” ajenas a toda consideración moral-religiosa
81
G. Post, “Ratio publicae utilitatis, ratio status and ‘reason of State’
(1100-1300)”, en Studies in Medieval Legal Thought: Public Law and
the State, 1100-1322, Princeton University Press, 1964, cap. V, pp.
241-309; M. Foucault, Résumé des cours (1970-1982), Paris, Julliard,
1989, pp. 99-104; C. J. Friedrich, Constitutional Reason of State. The
Survival of the Constitutional Order, Providence, Brown University Press,
1957; M. Senellart, Machiavélisme et raison d’Etat (XIIe-XVIIe sièle),
Paris, PUF, 1989; E. Cantarino, “El concepto de razón de Estado
en los tratadistas de los siglos XVI y XVII (Botero, Rivadeneira y
Settala)”, Res Publica 2 (1998), pp. 7-24.
98
para extender su poder, una actitud que preludiaba el
empirismo maquiavélico82.
Maquiavelo, que se había propuesto mostrar
cómo deben los príncipes gobernar sus estados y
adaptarse a las circunstancias para conservarlos bajo
su poder, recurre a múltiples referencias a gobernantes
históricos para ejemplificar sus doctrinas. En su opinión,
si la conservación del Estado obliga a ello, habrá que
obrar en ocasiones contra la fe, contra la caridad,
contra la humanidad y contra la religión, porque los
intereses de la Res publica están por encima de todo. En
consecuencia, deja de idealizar gobiernos y huye de las
ciudades y Estados utópicos e irreales para decantarse
por los pueblos y hombres reales, examinando sus
comportamientos fácticos y asumiendo que la práctica
real de la política muchas veces se opone a la moral. Y,
pensando así, alude en ocasiones a papas como Alejandro
VI, cuyo éxito radica en que su máximo interés, dejando
de lado la moral y la religión, fue conservar el poder.
En este sentido, ofrece Maquiavelo algunos
consejos polémicos y posteriormente censurados por
los llamados escritores antimaquiavélicos, como, por
ejemplo, incumplir la palabra dada cuando sea necesario;
la aceptación de que puede haber un buen uso de la
crueldad; la preferencia de ser temido a ser amado; la
utilidad del engaño en la política y la guerra: son todos,
en efecto, principios de conducta que Maquiavelo asume
como perfectamente válidos, y para ilustrarlo recurre
en varias ocasiones precisamente a las acciones de
Alejandro VI y César Borgia, lo cual ha contribuido sin
duda a reforzar de manera recíproca la leyenda negra
que pesa sobre ellos. De hecho, a César Borgia lo utiliza
Maquiavelo como ejemplo de virtud, como modelo del
príncipe nuevo que Italia necesitaba para ser pacificada,
J. A. Maravall, Estudios de Historia del pensamiento español, vol. 3,
82
99
unificada y expurgada de los príncipes extranjeros
que entonces reclamaban para sí diferentes territorios
italianos83. Estos ejemplos maquiavélicos, como veremos,
serán desacreditados por Juan Blázquez Mayoralgo.
Asimismo, Maquiavelo también da testimonio
laudatorio de los logros de Fernando el Católico,
resaltando sus grandes y extraordinarias empresas
y sus acciones raras y maravillosas y viéndolo como
“un príncipe nuevo”, porque pasó de ser un rey débil
a erigirse, por su fama y gloria, en el primer rey de la
cristiandad, cimentando su Estado en la conquista del
reino de Granada, empeño en el que mantuvo ocupados
a los nobles de Castilla y con lo que adquirió sobre ellos,
sin que se dieran cuenta, mucho dominio y estimación.
Igualmente, apunta Maquiavelo que, con el dinero de
la Iglesia y de los pueblos, sostuvo un ejército glorioso
con el que, bajo la causa de la religión y de la piedad,
mezclada con la crueldad, ejecutó grandes empresas,
expoliando y expulsando a los judíos, marchando
contra África y emprendiendo campaña contra Italia y
Francia84. Así elogia Maquiavelo, de una forma empírica,
al rey de Aragón, alabando, no sólo sus virtudes, como
solían hacer los cronistas, sino también y especialmente
las acciones y empresas que le habían hecho alcanzar
el éxito. Para el florentino Fernando es un príncipe y
político realista en grado sumo, quizás hasta un cruel
villano, precisamente porque practicaba las artes que
procuraban el triunfo a un hombre de Estado. De hecho,
Maquiavelo lo elogia, por ejemplo, por no mantener ni
cumplir la palabra dada y también por emplear la guerra
83
R. García Jurado, “La influencia de los Borgia en el pensamiento
político de Maquiavelo”, Argumentos 26.72 (2013), pp. 241-267.
84
Maquiavelo, El príncipe, cap. 21.
100
como un instrumento político, valorando a Fernando
sobre todo por ser enemigo de los franceses, a quienes
Maquiavelo consideraba unos bárbaros que querían
despedazar Italia. Fernando de Aragón, en vez de
invadir o conquistar, como hicieron los franceses, empleó
su ejército en expulsar a los franceses, ayudando así a
los napolitanos y milaneses. Por ello, para Maquiavelo,
Fernando representaba el modelo y el arquetipo de rey
que Italia necesitaba85.
Pero no es tanto con su obra El Príncipe como
con la recepción e interpretación de su teoría, cuando
se gesta y se empieza a desarrollar la idea de que
Maquiavelo fue el inventor de esa formulación de la
política autónoma de la moral, una formulación que
desencadenó una ristra de ataques y condenas que los
tratadistas de la Contrarreforma no pudieron obviar.
Y fue fundamentalmente la aparición del tratado
antimaquiavélico de Giovanni Botero, Della Ragion di
Stato libri dieci (Venetia, 1589), traducida en seguida al
español por Antonio de Herrera, a petición de Felipe
II, y publicada con el título de Diez libros de la Razón de
Estado (Madrid, 1593), lo que desencadenó numerosas
obras de teoría política en las que sus autores, además de
expresar su rechazo del maquiavelismo, presentaban sus
propias concepciones políticas de la razón de Estado86.
Seguidor fiel de Botero, como tendremos ocasión de ver,
se mostrará Juan Blázquez Mayoralgo.
Al propio Botero, cuya definición del concepto
85
H. Kamen, Fernando el Católico. 1451-1516. Vida y mitos de uno de los
fundadores de la España moderna, Madrid, Esfera de los libros, 2015.
86
E. Cantarino, “Introducción a Introducciones a la política y a Razón
de Estado del Rey Católico Don Fernando”, en Rariora et minora, Diego de
Saavedra y Fajardo, Murcia, Tres Fronteras, 2008, pp. 149-150.
101
reza así: “Razón de Estado es una noticia de los medios
convenientes para fundar, conservar y engrandecer un
señorío”87, lo que le preocupaba, más que acuñar un
concepto ideal o un neologismo político, era atajar los
malentendidos y equívocos en los que la doctrina de
Maquiavelo había sumido al concepto en sí al haber
quedado emancipado de la esfera moral. La razón
de Estado era una cuestión sobre la que se hablaba
con frecuencia y deleite en las cortes europeas, así
que su propósito era ofrecer una visión correcta de tal
cuestión y, al mismo tiempo, rebatir y atajar las erróneas
doctrinas maquiavélicas que avanzaban preocupante e
inexorablemente, proponiendo, en cambio, una correcta
y genuina razón de Estado que contemple los valores
cristianos y no esté basada en la glorificación de las
artes de disimular de Tiberio César u otros príncipes
paganos88.
Los planteamientos de Botero, gracias a
la traducción española de Herrera, tuvieron gran
repercusión y constituyeron el fundamento de posteriores
posturas, como la de Gonzalo de Valcárcel, en su Discurso
sobre lo que conviene y no conviene en materia de Estado (1594), o
Pedro de Rivadeneira, en su Tratado de la Religión y Virtudes
que debe tener el Príncipe Christiano, para gobernar y conservar sus
estados (1595), para quienes los tratadistas españoles de la
época han asumido los errores de Maquiavelo, pero los
han ido aumentado bebiendo además de las fuentes de los
malfamados “políticos”, por lo que centran sus críticas,
no sólo contra el florentino, sino especialmente contra
sus seguidores los “políticos”, donde quedan incluidos
87
G. Botero, Diez libros de la Razón de Estado. Traduzido … por Antonio de
Herrera, Madrid, Luis Sánchez, 1593, fol. 1r.
88
L. Curzio, La razón de Estado desde una perspectiva antimaquiavélica,
México, UNAM, 2004, p. 20.
102
Tácito, Bodino, La Noue, y Du Plessis- Mornay.
En efecto, el jurisconsulto Valcárcel, en su
Discurso sobre lo que conviene y no conviene en materia de Estado,
para que la decisión del pleyto del Condado de Baylén aya de ser
a favor de don Pedro Ponce de León (s. l., 1594), explica en
el artículo primero “Qué cosa es prudencia de Estado y
razón de Estado, y la diferencia que ay entre uno y otra”
(fols. 3-4) y, desde el comienzo del artículo, deja bien claro
que para él, siguiendo fundamentalmente las teorías
políticas de Frachetta y Lipsio, hay dos clases de razón de
Estado: 1) la llamada prudencia civil; 2) la comúnmente
denominada razón de Estado. La primera, la prudencia
civil conlleva implícitas las virtudes morales, pues la
prudencia, como dicen Lipsio (Polit. 1.7), pero también
Platón (Men. 88c-89a) y Aristóteles (Et. Nic. 6.5.1140a-b),
es la guía de la virtud. Y es que, como argumenta Lipsio,
citado por Valcárcel, si toda virtud consiste en la elección
y en la medida y esto no puede darse sin prudencia, se
colige que tampoco la virtud puede darse sin prudencia89.
Así pues, para Valcárcel la verdadera regla de gobierno
es esta virtud civil, precisamente porque “anda siempre
junta con la virtud y con la Religión”. Y, así, tras haber
lanzado estos planteamientos previos, basados en
filósofos políticos antiguos como Platón y Aristóteles,
pero también modernos como Lipsio y Frachetta, pasa
nuestro jurisconsulto a ofrecernos su propia definición e
interpretación de lo que es la prudencia civil:
89
J. Lipsio, Polit. 1.7: Viae tuae ducem unum habes, virtutem; adiungo nunc
alterum, quem prudentiam dixi. Is non tuus solum, sed si inspicis, virtutis ipsius
rector; certe director. Sine prudentia enim quae potest esse virtus?... Causa haec:
quod virtus omnis in electione et modo est; non haec sine prudentia; ergo nec
virtus.
103
de aquellas cosas que en el Estado se deven huir o dessear90,
90
G. de Valcárcel, Discurso, 3r.
91
J. Lipsio, Polit. 1.7.
92
Platón, Alcib. II. 145c; Rep. 428c.
104
“conservación” y “adquisición” o engrandecimiento del
Estado son deseables y a ellas debe apuntar la prudencia
civil y constituyen lo que Frachetta denominó “el
interesse del Estado”93.
Pues bien, en todas estas reflexiones y preceptos
ha seguido Valcárcel muy de cerca a Lipsio (Polit. 1.7),
a veces literalmente y tomando los mismos ejemplos
clásicos del humanista flamenco.
Ésta es para Valcárcel la auténtica razón de Estado,
a la que la ha denominado “prudencia civil” precisamente
para distinguirla de la mala y perversa razón de Estado,
que es la que ahora pasa a presentar. Esta segunda y falsa
razón de Estado le parece a Valcárcel que no es real,
sino aparente, porque sólo busca el provecho propio de
quien la ejerce y se despreocupa de los tres pilares en los
que reposa la auténtica prudencia civil: el respeto a Dios
y a la religión, obrar virtuosamente y hacer lo debido
y, en definitiva, el interés general. Y esta mala razón de
Estado, que “no tiene en consideración ni a Dios ni a
lo que se deve”, bien por la maldad de los hombres que
intentan cubrir sus malas acciones con rimbombantes
palabras y títulos, bien por muchos otros motivos, es la
que hoy en día, aduce Valcárcel, ha usurpado para sí
el nombre de “razón de Estado”. Ahora Valcárcel está
siguiendo a Frachetta94 y, en consecuencia, nos ofrece la
misma definición que el italiano, que la define así, en
traducción de Valcárcel:
105
Y nos ofrece aún otra definición, ésta más amplia,
también traducida del propio Frachetta, para resaltar
que el sentido en el que comúnmente se emplea el
sintagma “razón de Estado” dista mucho de los objetivos
que el buen gobernante debe fijarse: respeto a Dios y a la
religión, acciones virtuosas y decisiones políticas en bien
del interés público y general :
Significa adunque Ragione di Stato (nel modo che communemente soul prendersi)
una diritta regola, collaquale si governano tutte le cose, secondo che richiede l’utile
di colui a cui appartengono.
96
G. de Valcárcel, Discurso, 3v; G. Frachetta, L’idea del libro, 39r-
v: Diremo adunque che la Ragion di Stato e una pedia o peritia o disciplina,
che voglian dire, nascente parte da gli insegnamenti altrui, parte dalla lettura
delle Storie et de Scrittori Politici, parte dalle Relationi, parte dal senso e parte
dall’isperimento delle cose del mondo, per la quale altri governa le bisogne sue o
di qui si sia, secondo que richiede il cómodo di colui di cui sono.
106
perversas acciones, aduciendo que actúan por razón de
Estado, cuando realmente obran por interés propio. Son,
en fin, argumentaciones muy claras las de Valcárcel, en
las que sigue a pies juntillas y sin disimularlo a Lipsio y,
especialmente, a Girolamo Frachetta. Y es que Frachetta
había retomado en su L’idea del libro de’ governi la temática
de Botero, pero refutando que la razón de Estado tuviera
estatus de ciencia o de arte política, sino defendiendo
que era una disciplina, una forma de educación política
del príncipe, compuesta esencialmente de ejemplos
históricos y de máximas, y diferenciando entre la
verdadera y la falsa razón de Estado, declarando que la
verdadera razón de Estado no estaba en conflicto con la
religión y el derecho97.
También nuestro Blázquez Mayoralgo había
definido la “razón de Estado” en los mismos términos
que Frachetta, Lipsio o Valcárcel, aceptando que hay
una correcta razón de estado que debe distinguirse de la
falaz y perversa:
107
argumentos el jesuita español Pedro de Rivadeneira
para quien los “políticos”, considerados por él más
peligrosos que los herejes, son irremediablemente
“ateos”, pues la combinación del maquiavelismo y de
la herejía da como resultado el “ateísmo”. Siguiendo,
en efecto, la estela teórica de Botero, pero con mayor
contundencia y vigor militante desde su profesión
jesuítica, denuncia que Maquiavelo hace del Estado una
religión, cuando lo que Rivadeneira proclama es que
la religión está por encima del Estado, el papa sobre
el rey. Y es que, aun admitiendo con Maquiavelo que
el mal es parte del mundo, Rivadeneira y los jesuitas
en general van más allá y declaran que, no basta con
reconocer el mal, sino que hay que combatirlo. Y quien
está en mejor disposición para hacerlo es el príncipe, por
ello Rivadeneira (también lo hacía Maquiavelo) exalta
la imagen del príncipe (la razón de Estado constituye
una exaltación de la imagen del poder) y reclama un
aumento de su poder, para lo cual se hace imprescindible
una educación previa del príncipe encauzada por el
buen camino de las virtudes cristianas, especialmente
dos: la virtud de la fortaleza, que haga un príncipe fuerte
y con una voluntad inspirada en la moral cristiana; y
la virtud de la prudencia, con la que sepa afrontar las
contingencias de su oficio y que responde a una filosofía
de la ocasión99. Y es que, opuesta a la maquiavélica, hay
una razón de Estado verdadera, que consiste en gobernar
según los preceptos de la política cristiana:
99
J. Velázquez Delgado, Antimaquiavelismo y razón de Estado. Ensayos de
filosofía política del Barroco, México, Ediciones del Lirio, 2011.
108
los Estados, ante todas cosas digo que hay razón de Estado, y que
todos los príncipes la deben tener siempre delante los ojos, si quieren
acertar a conservar y gobernar sus Estados. Pero que esta razón de
Estado no es una sola, sino dos: una falsa y aparente, otra sólida y
verdadera; una engañosa y diabólica, otra cierta y divina; una que
del Estado hace religión, otra que de la religión hace Estado… Pues
lo que en este libro pretendemos tratar es la diferencia que hay entre
estas dos razones de estado y amonestar a los príncipes cristianos y
a los consejeros… que se persuadan que Dios solo funda los estados
y los da a quien es servido, y los establece, amplifica y defiende a su
voluntad, y que la mejor manera de conservarlos es tenerle grato y
propicio, guardando su santa ley, obedeciendo a sus mandamientos,
respetando a su religión y tomando todos los medios que ella nos
da o que no repugnan a lo que ella nos enseña, y que ésta es la
verdadera, cierta y segura razón de estado; y la de Maquiavelo y de
los políticos es falsa, incierta y engañosa100.
Para Rivadeneira, la doctrina de Maquiavelo
se resume en la enseñanza de que el príncipe ha de
tener virtudes simuladas y fingidas y ser un hipócrita101,
lo que es inaceptable para el jesuita, quien se esfuerza
en su Tratado por diferenciar entre virtud verdadera y
virtud fingida. Así que, cuando Maquiavelo enseña en
El Príncipe, especialmente en el capítulo XVIII, que el
gobernante ha de aparentar guardar la fe, pero faltando
a la palabra dada, ejerciendo así, no sólo el disimulo
(que sería aceptable), sino también la simulación (que
resulta inaceptable), Rivadeneira entiende que lo que
está prescribiendo el florentino es mentir abiertamente y
100
P. Rivadeneira, Tratado de la religión y virtudes que debe tener el
Príncipe Cristiano para gobernar y conservar sus Estados, contra lo que Nicolás
Maquiavelo y los políticos de este tiempo enseñan, en Obras Escogidas, Madrid,
BAE, 1868, p. 456.
101
Cf. M. Beuchot, “Algunos opositores de Maquiavelo en España
y la Nueva España”, Signos Filosóficos VI.11 (2004), pp. 61-71,
especialmente 64-65.
109
engañar por razón de Estado. Si a todo ello sumamos la
idea de que Maquiavelo, según el jesuita, es claramente
un impío y aconseja una conducta contraria a razón,
su conducta resulta rechazable, porque esa política de
falsedades, esa doblez del gobernante y esa hipocresía
política no conduce más que a la ruina de los Estados y
sólo sirve para socavar la lealtad de los súbditos, que es el
pilar más firme de un príncipe.
No obstante, como decíamos, Rivadeneira hace
concesiones y, aunque rechaza abiertamente la
110
También nuestro Blázquez Mayoralgo acepta
una razón de Estado “católica” en la que el príncipe
pueda usar el disimulo, pero no la simulación, para
desunir a sus rivales; o pueda cambiar de pactos y
modificar alianzas, pero sin engañar a quien se juró
fidelidad, porque eso no es mentir, sino traicionar.
Todo dependerá, según Blázquez, de la coyuntura. Y el
príncipe, si muda de consejo o de deliberación, no es por
capricho, sino forzado por las circunstancias:
111
necesidad y por la medida que impondrá la prudencia,
pues si no, como para el caso de Blázquez advierte
Beuchot, se corre el riesgo de caer en el maquiavelismo,
a pesar de estar combatiéndolo106.
En la misma línea ideológica, como jesuita que es,
se mueve Juan de Mariana cuando en 1599 publica su De
rege et regis institutione libri tres, con la intención de ofrecer al
joven Felipe III un conjunto de consejos pragmáticos sobre
cómo defender la monarquía y mantener la fe católica en
un mundo corrupto y peligroso107. Rechazando entonces
teóricamente la doctrina maquiavélica de la simulación,
porque entiende que el príncipe debe ser fiel a la equidad
y demás virtudes, sin poder faltar a ellas por capricho,
se modera, en cambio, bastante con la doctrina del
disimulo, porque, ya desde un punto de vista práctico,
admite abiertamente que el príncipe puede mentir y usar
del fraude cuando las circunstancias le obliguen a ello o
haya graves peligros para el Estado. Se trata, pues, de dos
concesiones claramente pragmáticas y, que como ocurría
con las concesiones de Blázquez, pueden interpretarse
casi como maquiavélicas.
Y es que en un mundo tan dañado por la
corrupción, el principal aviso que lanza al gobernante
es que sea prudente y, así, la prudentia se erige en la
fuente primaria para definir nociones y prácticas de
razón de Estado. El gobernante prudente sabrá hacer
que la práctica del disimulo constituya una actitud de
flexibilidad lúcida y democrática, en palabras de Cruz
Cruz108:
106
Cf. M. Beuchot, “Algunos opositores”, p. 67.
107
H. E. Braun, “Juan de Mariana, la antropología política del
agustinismo católico y la razón de Estado”, Criticón 118 (2013), pp.
99-112, especialmente 102.
108
J. Cruz Cruz, “¿Qué significa simular y disimular? La difícil
112
Tampoco debe el príncipe en su gobierno del Estado
empeñarse en empresas que no puedan aprobar los ciudadanos,
tanto si hay que declarar la guerra, como imponer tributos o castigar
a los delincuentes. Deberá seguir en la mayoría de las ocasiones el
parecer de la muchedumbre… Cada nación tiene su manera de
enjuiciar la realidad. Y como el príncipe no puede modificar esa
forma de ver las cosas, debe acomodarse a él, no sea que se granjee
la animadversión del pueblo y turbe la paz del reino”109.
113
acercan peligrosamente a la simulación maquiavélica.
Otro antimaquiavélico es Diego Saavedra
Fajardo, que dejó manuscrita su Introducción a la política
y razón de Estado (1631), no publicada hasta 1853, en lo
que parece fue el germen de su Idea de un príncipe político
christiano representada en cien empresas (1640 y 1642)111. Critica
Saavedra a Maquiavelo su idea de príncipe despojado de
virtudes reales y disfrazado tan sólo de virtudes aparentes
y postizas, que sepa cambiarlas y manejarlas según su
propia conveniencia y según sopla el viento:
114
se centra en el personaje central del mismo, que no será
otro que el príncipe. Y, para él, el modelo de príncipe
de estos nuevos tiempos es Fernando el Católico,
auténtico príncipe cristiano, metáfora del poder y de
la verdadera y católica razón de Estado, la que une en
mutua interacción religión, moral, política, prudencia y
sabiduría. El príncipe, pues, como lo presenta Saavedra,
debe ser pleno conocedor de la verdad y huir del engaño;
debe estar bien informado de todo para no juzgar las
cosas por las meras apariencias, aunque sin obviar
nunca la ocasión, las circunstancias y las causas. Así,
el príncipe debe conocer ante todo la naturaleza del
ser humano, con sus pasiones y sus intereses, y hacer
intervenir en todo a la razón, porque la razón es quien
mejor puede controlar las pasiones y afectos humanos y
fijar el equilibrio entre las buenas y las malas cualidades
humanas. El hombre común debe buscar siempre ese
equilibrio, pero el gobernante, que sobrepasa la esfera
de lo común, debe buscarlo con mayor ahínco. Aunque
tampoco ha de despojarse completamente de sus afectos,
tan solo basta con que no se deje llevar por ellos en
sus decisiones políticas. La ratio, por tanto, debe ser la
rectora de las pasiones en todo hombre, pero lo que en el
ciudadano corriente será sólo “razón”, en el gobernante
habrá de ser “razón de Estado”:
No es mi dictamen que se corten los afectos o que se
amortigüen en el príncipe, porque sin ellos quedaría inútil para
todas las acciones generosas, no habiendo la Naturaleza dado en
vano el amor, la ira, la esperanza y el miedo, los cuales, si no son
virtud, son compañeros della y medios con que se alcanza y con que
obramos más acertadamente. El daño está en el abuso y desorden
dellos, que es lo que se ha de corregir en el príncipe procurando que
en sus acciones no se gobierne por sus afectos, sino por la razón de
115
estado113.
116
su condición”:
255.
117
estado117.
Vemos, pues, que los jesuitas fueron los principales
enemigos del maquiavelismo, especialmente durante
la Contrarreforma, aunque alguno, como Baltasar
Gracián, fuera sospechoso de seguir a Maquiavelo y
enseñar sus doctrinas. No obstante, no parece que fuera
un autor maquiavélico, sino que su carácter pragmático
coincidía con el del florentino, lo que le hace tener
intuiciones parecidas, dictadas por las circunstancias y la
experiencia de la vida118.
Así pues, en este contexto literario-político del
neotacitismo y neoestoicismo españoles hemos de
insertar a nuestro humanista Juan Blázquez Mayorazgo
y su Perfecta razón de Estado, cuyos contenidos pasamos a
abordar a continuación.
118
Augusto, personifica la perfecta razón de Estado y todas
las tesis y doctrinas políticas que Blázquez va exponiendo
al hilo de sus narraciones históricas. Por eso, el historiador
tiene, primeramente, que seleccionar los acontecimientos
históricos que va a narrar y, posteriormente, referirlos y
adaptarlos a los datos y hechos biográficos de Fernando
el Católico, dando así a los sucesos históricos y a las
doctrinas políticas desarrolladas una única y unívoca
interpretación católica. El fin último es exaltar la grandeza
que el Imperio ha alcanzado gracias a la grandeza de
su artífice. Pero no tenía mucho sentido realizar un
amplio panegírico de un rey que hacía ya ciento treinta
años que había muerto, salvo que el historiador busque
otra finalidad. Y ésta no es otra sino alabar y elogiar
enfáticamente a Felipe IV, a quien Blázquez debía favores,
mediante el panegírico de su antepasado Fernando
de Aragón. El rey Fernando personifica, en la versión
histórica que nos ofrece Blázquez, todos los principios
de la buena y católica razón de Estado y, por ese motivo,
es el único monarca digno de aparecer como modelo o
referencia política para Felipe IV. Eso mismo ya lo había
hecho antes Quevedo120. La intención de Blázquez es,
pues, encomiar a Fernando el Católico, considerado
como el mejor y mayor rey de la monarquía española
y europea, y describir sus ejemplares dotes políticas y
virtudes cristianas para que Felipe IV intente emularlas
y superarlas. Eso es lo que parece querer decir Blázquez
en su dedicatoria “Al rey nuestro señor”:
119
como defensa. Quod si vita supeditet (como escribió Tácito), principatum
divi Nerve et imperium Traiani, uberiorem securioremque materiam, senectuti
seposui. Y entonces podré dezir que mi pluma se tendió por la
inmortalidad de los Reyes, que ni otros siglos los vieron mayores ni
iguales los conocieron estas edades.
120
militar y política de Fernando como una sucesión
de los objetivos logrados que, caracterizados por su
racionalismo, prudencia y virtuosismo y medidos en
relación con los precedentes y consiguientes, le van
afianzando en su majestad y realeza, que llegan a su
culmen al final de la obra, cuando Blázquez compara a
Fernando y, por ende, a Felipe IV con Augusto.
Como ha señalado Ferrari, Juan Blázquez, fue,
en última instancia, quien inspiró al teórico francés
Monsieur Varillas, antiespañol y antifernandino, que
a finales del barroco diseñó un completo y sistemático
ensayo sobre la política de Fernando el Católico. Cuando
Varillas censura, denigra y deforma a los historiadores,
teólogos y casuistas españoles, aunque sin nombrarlos,
está pensando especialmente en Blázquez y en su Perfecta
razón de Estado121.
Libro I
El primer libro de la narración histórica de Blázquez
Mayoralgo comprende los hechos políticos de Fernando
de Aragón desde su matrimonio con Isabel hasta la
derrota de Zamora de Alfonso V “el Africano”, esto es,
abarca el relato entre los años 1469-1476.
La primera reflexión de Blázquez al comenzar su obra
biográfica sobre Fernando de Aragón es precisamente,
emulando los inicios de la Conjuración de Catilina y la
Guerra de Yugurta de Salustio, la justificación de por qué
ha decidido escribir historia, esto es, dedicarse al género
literario de la historiografía. Igual que el historiador
latino, advierte que la plenitud de nuestra fuerza humana
reside ante todo en el alma y en el cuerpo: el alma nos
sirve para gobernar y es algo que tenemos en común con
los dioses; el cuerpo nos sirve para obedecer y es lo que
121
A. Ferrari, Fernando el Católico, p. 448.
121
tenemos en común con las bestias. Por ello, lo importante
es buscar la gloria con los recursos del espíritu más que
con los del cuerpo y, dado lo breve de la vida y teniendo
en cuenta que la gloria de lo material es efímera y
frágil, hay que esforzarse en prolongar la memoria de
las acciones derivadas de la naturaleza del alma, porque
tales hechos son inmortales y pueden servir de ejemplo
para estimular la virtud de los hombres venideros para
que se vuelquen en actividades útiles y productivas y, lejos
de achacar los sucesos a la intervención de la fortuna o
del azar, busquen las causas de las cosas:
122
pueblo romano sostuvo con Yugurta (Iug. 5), Blázquez
ha escogido como materia histórica las “hazañas” de
Fernando el Católico, porque, en su opinión, fue el
primero que supo ser rey, quien instauró el régimen
político de la monarquía en España, frente a los reinos
que hasta entonces había habido en la península, y llevó
la hegemonía de la monarquía española a sus mayores
esplendores, imitando así las grandezas de imperios
antiguos (Asiria, Grecia o Roma), que él había leído en
los libros de historia, y llevándolas a efecto en España,
un rey, en fin, religiosamente intachable y militarmente
inigualable.
Pero el historiador debe seleccionar los hechos que
le parezcan especialmente dignos de conservarse en la
memoria. De este modo, e imitando ahora el comienzo
de la Farsalia (Bella … plus quam civilia… canimus 1.1-2)
de Lucano, nos avanza Blázquez, en tono programático,
cuáles van a ser los temas que ha de tratar en su obra:
las contiendas dinásticas-sucesorias en Castilla, la guerra
con Portugal, la expansión exterior y el descubrimiento
de América, la política mediterránea, los problemas con
Francia y las conquistas de Navarra y Granada:
123
de Guisando, a casarse con Alfonso V de Portugal, el
pretendiente elegido por el rey Enrique IV. Por otro lado,
el rey de Portugal, Alfonso V, había intervenido en la
cuestión sucesoria castellana al reconocer a su sobrina
Juana como reina de Castilla y anunciar su matrimonio
con ella, reclamando así la herencia de Enrique IV e
invadiendo finalmente Castilla con sus ejércitos, con
lo que la Corona castellana quedaba inmersa en una
guerra de sucesión que duraría desde 1475 a 1479. Y
el tercer rey que competía por la Corona castellana era
Fernando el Católico, cuyo matrimonio con Isabel en
1469 le procuraba Castilla por legítima herencia de su
esposa frente a Juana:
124
liderada por los Mendoza defendía el fortalecimiento del
poder real para consolidar su poder; por otro, el sector
comandado por el marqués de Villena quería mermar el
poder regio para alcanzar un mayor protagonismo en el
gobierno. Todo ello se reflejó en movimientos sediciosos
de los nobles rebeldes a la autoridad de Enrique IV
y en la proclamación como heredero del trono a su
hermanastro Alfonso en la llamada farsa de Ávila. Pero
el recién coronado infante murió en 1468. Entonces,
una parte de la nobleza, precisamente la que había
proclamado la ilegitimidad de Juana, la apoyó, quizás
conscientes de la imposibilidad de controlar a Isabel; la
otra parte de la nobleza, apoyó a Isabel como princesa
heredera y Enrique IV firmó con los rebeldes el Tratado
de los Toros de Guisando, reconociendo a Isabel como
Princesa de Asturias. Así, Enrique IV se reconciliaba
con la nobleza, evitaba una guerra civil e Isabel accedía
legítimamente al trono. Isabel se había comprometido
a no casarse sin el consentimiento de Enrique IV, pero
celebró en secreto su matrimonio con Fernando, lo que
constituyó una nueva inestabilidad política, pues los
nobles que habían apoyado a Isabel para consolidar su
propio poder frente a la monarquía veían que Isabel
iba a resultarles indomable y poco favorecedora de sus
intereses. El matrimonio también cogió desprevenido
a Enrique IV, de quien dice Blázquez que era por
naturaleza proco previsor y prudente –todo lo contrario
de rey modélico imaginado por él–, pues no se imaginaba
el monarca que el elegido sería Fernando de Aragón,
cuando Isabel contaba con otros muchos pretendientes,
como el príncipe de Viana, Carlos de Guyena, hermano
del rey de Francia, Alfonso V de Portugal o Pedro Girón,
hermano del marqués de Villena:
125
La desdichada fortuna de el Rey Don Enrique… qualquiera
medio parecía fácil al Rey, porque no fiava de su libertad lo que les
persuadía la razón. Quando el Príncipe de Aragón don Fernando,
que de embozo avía llegado a Valladolid, tenía dada la mano a la
Princessa doña Isabel, cuyo casamiento ni los grandes de Aragón
querían, ni los de Castilla desseavan, cojió descuidado al Rey la nueva
o por su natural condición, poco atento a prevenir los accidentes,
o porque el estado de las cosas no los prometía embarazadas tan
inopinadas todas entre los muchos que pretendían la Princessa (2r-
v).
126
donde el Conde Medina Celi Don Luis de la Cerda le representó
la acción que tenía al Reyno de Nabarra por su muger, hija de don
Carlos Príncipe de Viana… Entró el Rey en Segovia… (2v-3v).
123
A. Simón Tarrés, La monarquía de los Reyes Católicos. Hacia un Estado
hispánico plural, Madrid, Historia 16, 1996, p. 22.
127
Pero se topó con Fernando de Aragón, un rey
también experto en las artimañas del disimulo y de
quien Blázquez dice que “también sabía disimular
adversidades” (3v). Fernando intentó convencerle con
razones, pero sobre todo con promesas y ofrecimientos,
que es el argumento que más convencía a alguien tan
ambicioso como el marqués de Villena, y le propuso
que, si renunciaba a proteger a doña Juana, “hallaría en
él todo el valimiento que pudiese darle” (3v), al tiempo
que le aclaraba que intentarían casarla conforme a
su dignidad. Pero el marqués se excusaba alegando la
confianza que había depositado en él Enrique IV y, según
nos cuenta Blázquez, escribió al rey de Portugal, Alfonso
V, recordándole que a él le tocaba la protección de su
sobrina Juana y atizándole a marchar contra Castilla,
aduciendo que, si se mostraba activo en vez de ocioso,
tenía ahora una oportunidad única para reclamar la
herencia de Enrique IV, porque Castilla se encontraba
dividida en dos bandos, uno en favor de Isabel y el otro
partidario de Juana. Y parece que esta carta hizo mella
en el rey Alfonso, a quien Blázquez nos lo pinta como
un monarca ambicioso y, en cierta manera, presa de las
malevolencias del marqués de Villena. Si no hubiera
sido por estos incentivos que le animaron desde el propio
territorio castellano, Alfonso V se habría quedado tan
tranquilo en su reino, sin venir a importunar a unos
reyes, Isabel y Fernando, que acababan de asentarse en
el trono compartido124. Estos incentivos, provenientes de
los Pacheco, Stúñiga, marqués de Cádiz y otros nobles
descontentos con los nuevos reyes que temían represalias
por haber apoyado a la Bertraneja, junto con su ambición
personal llevaron a Alfonso V a dejarse persuadir por
la “razón de Estado”, calificada por Blázquez como
124
J. A. Vaca de Osma, Los Reyes Católicos, p. 127.
128
“bárbara ley introducida”, a convocar a una junta y
proponer el caso, decidiéndose entonces la invasión de
Castilla con sus ejércitos portugueses, lo que dejó a la
Corona castellana inmersa en una guerra de sucesión
que se extendería desde 1475 a 1479:
129
las dobleces del marqués de Villena y desvelando
sus auténticos intereses personales, tendenciosos y
partidistas. Pero, al final, no se hizo caso a las reflexiones
cabales del duque de Berganza y se tomó la decisión de
la guerra. Estos descerebrados, en opinión de Blázquez,
se volvieron aún más osados cuando en febrero de 1475
un mensajero portugués, Lope de Alburquerque, había
entrado en Castilla trayendo cartas a los principales
“grandes” para incitarles a una revuelta126. Entonces ya
desistieron Isabel y Fernando en sus intentos de negociar
con Portugal para evitar la guerra. El rey de Portugal se
encontraba en la frontera con un ejército bien armado de
cinco mil caballos y catorce mil infantes y, apercibiéndose
ya Fernando de lo inevitable de la confrontación, intentó
que la guerra fuera lo menos dañina posible para Castilla,
por lo que tomó la iniciativa para forzar a su enemigo a
hacer la guerra en territorio portugués, sabedor de que
siempre es mejor hacer la guerra en el país enemigo
que en el propio. Así lo expresa Blázquez, aduciendo
una larga lista de reyes y militares antiguos, bíblicos y
grecorromanos, que prefirieron hacer la guerra fuera de
sus países:
130
y neoestoica, aduce Blázquez una cita de autoridad que,
según dice, es de Livio, pero que realmente corresponde
a los Anales (15.1) de Tácito y que también hallamos en
los Politica (4.14) de Lipsio, una cita que, si la leemos
en su contexto, está puesta en boca de Tiridates, quien
decía que los grandes imperios no se defienden con la
cobardía, sino con hombres y armas, que la mayor justicia
está donde hay más fuerza y que “si es propio de una
casa particular luchar por conservar sus propiedades, el
competir por la ajena era gloria de reyes”:
131
a quien más elogia Blázquez, quizás por ser paisano
y antepasado suyo, es al capitán Diego de Cáceres de
Ovando, a quien nos lo pinta como un auténtico capitán
prudente y neoestoico, para quien el mundo y, más
concretamente, aquel campo de batalla era una comedia,
un teatro de farsa, donde la fortuna representa el papel
principal y muda el aparato por instantes, y todos los que
allí estaban para luchar eran farsantes en ese gran teatro
del mundo. No obstante, señalaba Diego de Caceres que
era necesaria la lucha e intentaba animar al rey Fernando
a que siguiese el heroico ejemplo de su padre, el rey don
Juan, en su lucha contra los franceses, aunque, muy en
tono estoico, ni el vencedor debía ensoberbecerse ni el
vencido abatirse. Y es que el capitán Diego de Cáceres,
según señala Blázquez, gozaba de gran influjo y crédito
en el rey Católico por los buenos servicios que había
prestado antaño a su padre. Este aparente desencuentro
entre Fernando, que titubeaba, y el capitán cacereño
sobre cómo había que llevar a cabo la acción armada
contra Portugal fue trascendental para insuflar ánimos
a los ejércitos castellanos. Blázquez, entonces, sin querer
mermar los méritos del rey Católico, parece atribuir
directamente a la determinación de Diego de Cáceres
el triunfo sobre el ejército portugués. No podía tener
la guerra otro resultado, pues, según Blázquez, el rey
de Portugal se guiaba por la ambición, mientras que
Fernando se esforzaba por derecho:
132
otro esforzaba por derecho (6r-v).
Libro II
La narración de este segundo libro comienza en el
mismo año de 1476, contando cómo, inmediatamente
después de la derrota portuguesa, numerosos aristócratas
que habían apoyado a doña Juana se pasaron al bando
isabelino: miembros del linaje de los Stúñiga, el duque
de Arévalo y Juan Téllez Girón, conde de Uruña, de la
familia de los Pachecos, se acercaron a Isabel y Fernando
y, ya a finales de 1476, lo acabaron haciendo también
el marqués de Villena y el arzobispo Carrillo. Fernando
e Isabel domeñaron a los nobles vencidos, pero tal
sometimiento no estuvo presidido por las represalias,
sino que hay que considerarlo como un reajuste político
y jurídico entre el poder real y sus ilustres “vassallos”,
incluidos los nobles vencidos. No obstante, aunque la
guerra terminaba como enfrentamiento civil castellano,
seguía como conflicto internacional por la alianza
siempre buscada de Alfonso V con Luis XI de Francia129.
Fernando de Aragón, según Blázquez, usando de su
conocida prudencia política, tacitista y neoestoica, como
buen disimulador que era, prefirió mostrarse clemente
con los vencidos, aun a sabiendas de que las ofensas que
no se castigan y encima se premian acaban volviendo
133
soberbios a los injuriadores:
134
que los Reyes Católicos revocaron la merced que el rey
Enrique IV había hecho de la ciudad de Orduña al
mariscal García López de Ayala, pues Orduña había
permanecido siempre, desde el siglo XIII, al señorío de
Vizcaya y éste era inseparable de la Corona. Así, en 1477
determinaron los Reyes colocar Orduña bajo tercería y
desalojaron a García López de Ayala del castillo:
135
Blázquez cuenta cómo había entonces en Cáceres dos
bandos, llamados coloquialmente el de arriba y el de
abajo y luego ya denominados el de los Ovandos y el de
los Carvajales, enfrentándose en encarnizadas “guerras
más que civiles”, provocadas y atizadas por el conflicto
que había entre don Gómez de Cáceres y Solís, Maestre
de Alcántara, y su clavero don Alonso de Monroy, que
pretendía arrebatar el maestrazgo a don Gómez por
nombramiento del rey Enrique IV. La reina, no menos
prudente ni hábil que su marido Fernando, determinó
una solución salomónica, repartir en condición de
igualdad los doce oficios de regidores, para que siempre
estuvieran ambos bandos igualados. La reina temía que
estos enfrentamientos intestinos pudieran dar ocasión
al rey de Portugal, que se encontraba al acecho, a una
nueva invasión:
136
cabeza, entrando luego en el ducado de Villahermosa su
hijo Juan de Aragón (13v-14r).
Por estas mismas fechas, prosigue Blázquez, consiguió
Alfonso V de Portugal la dispensa papal de Sixto IV
para poder casarse con su sobrina Juana, lo que “fue
bolver a su principio las turbaciones de las dos Coronas”
(15r). Asimismo, confirmaron los reyes el maestrazgo
de Santiago a don Alonso de Cárdenas, suscitando la
envidia de otros muchos grandes de España, pero era
un premio que los monarcas le otorgaban, a juicio de
Blázquez Mayoralgo, por haber sido “el que más se
havía arrojado contra el Rey de Portugal” (15r).
Se ocupa también Juan Blázquez con cierto detalle
de la pacificación de Extremadura, que quedó casi
terminada en la primvamera de 1477, cuando Isabel
hace su largo viaje por el sur de la península. Se
sometieron primeramente Guadalupe y Trujillo, pero
no fue hasta finales del invierno de 1478 a 1479 cuando
consienta la condesa de Medellín, doña Beatriz Pacheco,
hija del marqués de Villena, en entregar las ciudades de
Medellín y Mérida, motivado todo ello por la decisión
de los portugueses de pedir el cese de las hostilidades.
Nuestro historiador nos cuenta cómo Beatriz Pacheco
tiene preso a su hijo mayor don Pedro Portocarrero y
cómo la reina, usando de su prudencia política, le pide
su libertad con mucho disimulo, pues conocía el carácter
altivo y arrogante de doña Beatriz:
137
Partió Isabel luego a Andalucía, porque la situación
era allí inquietante. Había allí grandes señores feudales
que gobernaban a su antojo (los Guzmán, duques de
Medinasidonia, y los Ponce de León, marqueses de Cádiz)
y llevaban lustros enfrentados entre sí, disputándose las
ciudades más importantes. Isabel y Fernando fueron allí
a fines de 1477 y, usando prudencialmente un combinado
de persuasión y amenazas, imponen su autoridad, cierran
viejos conflictos y acaban con los abusos de poder131
(15v-16r). Con estos mismos propósitos pacíficos,
intenta el rey Fernando establecer una tregua con el rey
de Granada, Albuhacén, sirviéndose para ello de don
Diego Fernández de Córdoba, conde de Cabra, que era
gran amigo del musulmán (16r). Entretanto, el pérfido
rey de Portugal, a quien Blázquez considera un audaz e
insolente, seguía hostigando las fronteras de Extremadura
por mano de su hijo Juan II, el que sus contemporáneos
llamaron “príncipe tirano”, capitaneadas sus tropas por
el Obispo de Évora y refrenadas por el Conde de Feria
y don Manuel Ponce de León, hermano del marqués de
Cádiz, llegándose a una tregua de dos años (16r-v).
Se cuenta también rápidamente cómo el marqués de
Cádiz y el duque de Medina Sidonia, que estaban en
continua tensión bélica, tras entrevistarse con los Reyes,
prestaron su servicio incondicional a los monarcas (1477),
al tiempo que se firma una tregua de tres años con el rey
de Granada, Albuhacén, narrada también por Alonso de
Palencia y por Zurita132. Entretanto, el rey de Portugal se
reunía con el duque de Austria, pariente suyo, causando
la desconfianza del rey de Francia (18r). Y de la política
131
J. Pérez, Isabel y Fernando. Los Reyes Católicos, Hondarribia, Nerea,
1988, p. 68.
132
J. De Mata Carriazo, En la frontera de Granada, Granada, Universidad
de Granada, 2002, p. 209.
138
peninsular pasa Juan Blázquez a la italiana, deteniéndose
en el estado en que se encontraba Sicilia, gobernada por
los virreyes Guillén de Peralta y Guillén de Pujadas y
sublevada en estos momentos por el casamiento de Ana
de Cabrera, condesa de Módica. El rey don Juan de
Aragón, intentado aliviar la situación de conflicto, trató
de casarse con ella, pero el rey don Fernando cambió de
opinión en el asunto del casamiento de la Condesa de
Módica con su hijo don Alonso de Aragón y finalmente
la casa con don Fadrique Enríquez, hijo del almirante de
Castilla y primo hermano del propio Fernando, en enero
de 1481 (18r-v). Estas alteraciones de Sicilia, al entender
de Blázquez, se veían agravadas por Leonardo II de
Alagón y Arborea, marqués de Oristán, que pretendía
casarse con la hija del conde de Módica, por lo que el
virrey fue a Barcelona acusando a Leonardo de haber
sublevado la isla contra el rey, obteniendo así la sentencia
de muerte para Leonardo y la confiscación de sus bienes
el 15 de octubre de 1477 (19r-20r):
139
Viéndose el Visorey acossado, vino a Barcelona para procurar
de llevar socorro de gentes y entonces el Rey procedió a dar sentencia
contra el Marqués y condenole a él y a sus hijos y hermanos por
rebeldes y confiscó sus Estados, oponiéndole que se avía querido
alzar con la Isla de Cerdeña…
133
A. Ferrari, Fernando el Católico, p. 449.
140
Libro III
Comienza Blázquez el libro con los embajadores
castellanos y los franceses reunidos en Fuenterrabía
para tratar las paces entres los reyes de Aragón, Castilla
y Francia, en cuyas negociaciones el mayor escollo era
precisamente la restitución de los estados de Rosellón y
Cerdaña. Se firmó el 9 de octubre de 1478 el llamado
tratado de San Juan de Luz. Era un acuerdo esperado y
que Isabel y Fernando estaban intentando cerrar desde
1477, pero respecto a estas paces castellano-francesas se
encontraban con la oposición de Juan II de Aragón, que
no estaba dispuesto a aceptar un tratado que le privara
de los territorios del Rosellón y la Cerdaña. Así que el
enfrentamiento del rey de Aragón era inevitable, pues la
alianza entre Castilla y Francia había sido uno de los ejes
principales de la política internacional llevada a cabo
por los anteriores Trastámaras castellanos. Era, pues,
necesario el acuerdo de paz con Francia, máxime cuando
Alfonso de Portugal había firmado ya previamente un
tratado durante su larga estancia en Francia134. Blázquez,
en este punto, señala que el acuerdo no era del gusto del
rey de Castilla, pero que las circunstancias le obligaban
a firmarlo, pues la suerte podría sonreír al rey de Francia
y resultar un molesto enemigo, al tiempo que el rey de
Portugal preparaba de nuevo la guerra contra Castilla. El
rey Católico, por tanto, hace lo que tiene que hacer, como
gobernante prudente que es y obligado por la “razón de
estado” a plegarse a este concierto. No obstante, destaca
nuestro humanista el ánimo soberbio de Juan II y expone
que él era el principal opositor al que Fernando tenía
que enfrentarse, pues, como hombre experimentado que
era en las perfidias francesas, no dejaba de advertirle y
acabó pasando a la acción:
A. I. Carrasco Manchado, Isabel I de Castilla, p. 422.
134
141
Era el rey de Aragón de altivo espíritu y el uso de reynar le
tenía disciplinado en los sucessos y oppuesto a los intentos del Rey
de Francia (como quien ya le conocía). Advirtiendo a su hijo el Rey
de Castilla las máquinas que contra él armaba, no dio lugar que los
conciertos passasen adelante, resolviendo hazer la guerra a Portugal
dentro de sus límites y que, estrechando las fronteras de Fuente
Rabía, passadas las treguas, acometerían el Condado de Rosellón
que el Rey de Nápoles pretendía tener en su poder mientras las
cosas se componían (21v-22r).
142
murieron numerosos sardos, incluido el hijo mayor de
Leonardo, y las fuerzas sardas quedaron desbaratadas. El
marqués intentó huir, pero fue traicionado y trasladado a
Sicilia, quedando bajo la custodia del almirante aragonés
Joan Vilamarí, quien lo escoltó a Valencia, y desde allí
fue enviado a la cárcel de Játiva, donde murió el 3 de
noviembre de 1494. Así, el marquesado de Oristán y el
condado del Goceano pasaron definitivamente a poder
de la Corona de Aragón. Por ello, los reyes españoles
tenían también el título de reyes de Cerdeña, marqueses
de Oristán y condes del Goceano. Blázquez, no obstante,
justifica como una necesidad el acto de confiscación del
patrimonio y de los estados del marqués y su inclusión
entre los bienes de la Corona, que no buscaba con ello
extender y ampliar sus territorios, sino la evitación de
futuras guerras. Desbaratado el marquesado, se acabaron
las guerras:
143
marqués de Cádiz habitar en la ciudad. Al mismo tiempo,
el rey de Portugal, según Blázquez, con el pretexto de
“consumar el matrimonio con su sobrina Doña Iuana,
determinaba bolver contra Castilla” (22v), lo cual no
cogía desprevenidos a los reyes. Asimismo, lamenta
nuestro historiador el estado en que se encontraban
los reinos de Castilla, convulsos por las sediciones y los
daños que causaban tales guerras, tanto al pueblo como
a los señores poderosos (23r).
Tras la toma de Utrera y Tarifa en 1478, arrebatadas
al mariscal Arias de Saavedra (23r-v)135, analiza Blázquez
los enfrentamientos que tuvieron lugar en las fronteras
de Portugal entre el Maestre de Santiago, don Alonso de
Cárdenas, y don Juan, el príncipe de Portugal. El relato
está bien referido por Zurita en sus Anales (20.24) y por
Mariana en su Historia general de España (24.18), quien
nos dice que el motivo del conflicto vino por el hecho
de que Lope Vasco tomó el castillo de Mora en nombre
de Fernando, tras lo cual el rey Católico, que tenía gran
deseo de hacer la guerra en persona a Portugal para
granjearse una mayor reputación, encargó la contienda
al Maestre de Santiago. En cambio, Blázquez nos ofrece
su personal visión del hecho, pues, seguramente para
preservar la figura del rey Fernando, culpa de esta guerra
al rey de Portugal y a sus deseos de invadir Castilla, al
tiempo que elogia la valentía del Maestre. Era agosto de
1478:
144
valentía ni por fuerza de el exército… (23v).
145
El Maestre pudo así poner cerco a Mérida, al tiempo que
el capitán Diego de Cáceres de Ovando, ayudado por
el Comendador mayor de Alcántara, su hijo Nicolás de
Ovando, sitia “muchos lugares de la orden, tiranizados
por las discordias de los Maestres y la protección de el
Rey de Portugal” (24v). Pero estaba Extremadura en
suspenso, relata Blázquez, por el enfrentamiento entre
el bando de los Monroy y los Estúñigas, siendo así que
el clavero don Alonso de Monroy pretendía aún el
Maestrazgo de Alcántara cuando el papa Sixto IV, por
bulas de 9 de junio y 20 de diciembre de 1477, y los
Reyes Católicos, por provisión real de 25 de julio de
1480 en Toledo, ya habían confirmado el maestrazgo
de la Orden de Alcántara a Juan de Estúñiga (Zúñiga y
Pimentel). De nuevo, el clavero y Beatriz Pacheco, aliados
con Portugal, son vistos con malos ojos por Blázquez:
146
Y continúa haciendo una breve alusión a las
negociaciones de paz llevadas a cabo por la reina
castellana y la duquesa Beatriz de Braganza, tía de
Isabel y cuñada de Alfonso V, que se reunieron en la
fortaleza de Alcántara entre los días 18 y 22 de marzo
de 1479, barajaron hasta cuatro propuestas para acabar
con las hostilidades. Aunque estas vistas de Alcántara no
cristalizaron realmente en la firma de ningún acuerdo,
sino que la negociación castellano-portuguesa continuó
en los meses siguientes, Juan Blázquez, llevado por lo
patético, atribuye a estas dos mujeres la paz entre los dos
reyes:
147
para introducirnos en los acontecimientos, Blázquez
narra cómo era fundamental la toma de Granada para
asegurar el flanco mediterráneo de la monarquía ante
la ofensiva turca que en 1480 había sitiado a Rodas y
capturado Otranto, en el sur de Italia, comandado el
ejército otomano por Acamat Bassa, nombre con el
que designan Zurita y Blázquez a Gedik Ahmed Pashà,
gobernador de Valona. Estallaba así la guerra entre
otomanos y aragoneses, uno de los acontecimientos más
dramáticos que vivió el sur de Italia al final del siglo XV.
Además, la invasión turca dejaba ver la crisis del reinado
de Fernando de Aragón y la profunda fragmentación de
los estados italianos138 (26r-v). La flota turca desistió del
asedio de Rodas y Otranto fue liberada en septiembre
de 1481 por tropas pontificias y napolitanas antes de
llegar la flota que los Reyes Católicos enviaron. Otranto
se había recuperado gracias a la colaboración del papa
Sixto IV y de Fernando el Católico con Nápoles y al
final de la guerra iniciada contra los Médicis en 1478.
Pero los conflictos no cesaban. El duque de Calabria,
Alfonso, juntó sus ejércitos con los de su padre Ferrante
I, rey de Nápoles, ambos aliados con los duques de
Milán, Ferrara y Florencia, para luchar contra Venecia y
proseguir la empresa de Toscana contra el Papa (1482).
El turco, entretanto, se había hecho fuerte porque,
según Blázquez, “el capitán que sin ver al enemigo lo
desestima, después le teme” (26v), y el rey de Castilla
junta una poderosa armada contra esta amenaza, cosa
que el papa, un ingrato a ojos de nuestro historiador, no
sólo no le agradece, sino que incluso se le mostró poco
favorable:
138
R. Mondola, “La conquista otomana de Otranto de 1480 en la
historiografía italiana y española (siglos XV-XVI -XVII)”, Stud.
His., H.ª mod. 36 (2014), pp. 35-58.
148
Atendió poco el Papa (con ser en necessidad tan estrecha) a la
fineza de el Rey de Castilla, que donde falta la inclinación, nunca
se obliga la voluntad; y desdeñoso y aun poco favorable a sus cosas,
no uvo ruego que pudiese conseguir concederle algo de lo que
pretendía (26v-27r).
149
se erigió en el casus belli empleado por Isabel y Fernando
para llevar a cabo una gran guerra cuyos objetivos tenían
mucho mayor alcance que el simple hecho de expulsar a
los musulmanes. Efectivamente, esta guerra buscaba el
reforzamiento y prestigio del poder real en Castilla, una
mayor seguridad exterior frente al avance del Turco en
el Mediterráneo, una expansión territorial-dinástica y
motivos, en fin, religiosos alentados por el papa y por el
ambiente providencialista y mesiánico que se respiraba
en Castilla139:
150
abril y julio-agosto de 1482) para intentar recuperarla.
La noticia de la toma de Alhama cogió al rey en Medina
del Campo, desde donde partió a toda prisa para reunirse
con sus hombres y dirigir directamente la contienda,
respecto a lo que Blázquez comenta: “¡Grande amago de
la Fortuna contra el enemigo la presencia de el Rey en la
Guerra!” (31r), esto es, que es importante para la victoria
la presencia física del rey en la batalla. Ante el éxito de
Alhama se decidió sitiar Loja, poniendo al mando de la
frontera a Luis Portocarrero:
151
un reino respetado y seguro, pudo abordar un amplio
proyecto político de alianzas, como las dirigidas contra
el Turco, y otro no menos grandioso plan de aumento y
engrandecimiento del reino, cual fue la reconquista de
Granada141.
Libro IV
El siguiente libro abarca los hechos contenidos bajo
el periodo temporal que va desde el sitio de Loja hasta
la batalla de Lucena. Aunque los granadinos fueron
afortunados en esta primera fase de la guerra, fue la
firmeza (constantia) de Fernando en Granada, a ojos de
Blázquez Mayoralgo, la que originó las victorias. La
tesis, pues, que nuestro historiador baraja en el presente
libro es que, para alcanzar la victoria, el número de
efectivos, el poderío o la fortuna no son tan importantes
como la fe y la defensa de la religión. Lo que procura
la confianza en las armas y, por tanto, la victoria y la
felicidad a los pueblos es la fe y la defensa de la religión,
incluso aunque los recursos militares sean escasos en
número y en potencia. En caso contrario, lo esperable es
la derrota. Tales son los conceptos que maneja Blázquez
Mayoralgo142.
Comienza, así, este libro con el rey Católico saliendo
de Écija para sitiar Loja, con un ejército escaso e
insuficiente para la empresa, como señala Blázquez,
mientras que el marqués de Cádiz intenta convencerle
de que tome otro camino, pero sin lograr persuadirle. Se
asentaron los reales sobre Loja en un lugar inadecuado
que hizo que el ataque fuera temerario. El resultado fue
desastroso y la derrota cristiana, más que por méritos
de los musulmanes, Blázquez la achaca a una mala
141
A. Ferrari, Fernando del Católico, p. 450.
142
Ibid., p. 451.
152
planificación y dirección de la ofensiva. Un conocido
recurso de la historiografía clásica: echar la culpa de la
derrota al “sitio del lugar” y a la superioridad numérica
del enemigo:
153
en 1480, lograron la victoria sobre el duque de Calabria,
Alfonso, hijo del rey de Nápoles. En efecto, las tropas
napolitanas, que estaban en las afueras de Roma el 30
de mayo, fueron expulsadas de los territorios de la Iglesia
y, pese al apoyo de los Colonna, acabaron por sufrir la
tremenda derrota del Campo Morto (21 de agosto de
1482)143. Estas guerras civiles, en opinión de Blázquez,
impedían luchar contra los enemigos comunes: los turcos
y los musulmanes (36r).
Tras haber sosegado los disturbios en Navarra,
donde Juan de Fox, señor de Navarra, pretendía la
herencia y sucesión del reino, y en Galicia, donde tras la
muerte del conde de Lemos en 1483 se había iniciado el
enfrentamiento por el condado entre su segunda esposa
y sus hijas por un lado y su nieto bastardo don Rodrigo
Álvarez de Osorio por otro, el rey Fernando “deseava
continuar la guerra de Granada” (36r), sobre todo porque
parecería un momento propicio ahora precisamente que
154
región de montes espesos y hondos desfiladeros en la que
vivaqueaban los granadinos más fanáticos y se vieron
envueltos en refriegas propias de guerrillas. Además, en
las tropas cristianas iban numerosos cazadores de botines,
atraídos por los suculentos despojos que rapiñarían en
caso de vencer, que suponían más un estorbo que una
ayuda. Ante la fiereza enemiga, la desbandada fue
generalizada entre montones de muertos y heridos. El
Marqués de Cádiz sobrevivió, pero la desesperación
entre los cristianos fue grande:
155
de doce mil doblas de parias por cada uno de los dos
años de tregua, a liberar cuatrocientos cautivos cristianos
designados por los reyes cristianos y a otros setenta cada
año cuando Boabdil entrara de nuevo en Granada.
Asimismo, se sometería Boabdil al vasallaje de los Reyes
Católicos y habría de continuar la guerra contra su padre
y favorecer a los castellanos con una ayuda de setecientas
lanzas. Y, como garantía de lo pactado, el príncipe nazarí
ofrecía como rehenes a su hijo, a su hermano y a otros
diez hijos de personajes relevantes. El éxito, pues, de los
Reyes Católicos fue muy productivo144 (39r-40v).
Pero, según Blázquez Mayoralgo, esta guerra de
Granada ya estaba destinada por la providencia divina
a inclinarse a favor de los Reyes Católicos y, por ello,
Fernando estaba más preocupado por el problema de
los judíos, que vivían en los reinos de Castilla “desde sus
antiguos reyes” (40r). La visión que nuestro historiador
ofrece de los judíos no es positiva, pues los tilda de
soberbios y poderosos y los considera como un posible
detonante para futuras guerras civiles y de religión:
156
pues “vinculada tienen la perfidia” (41r). Consecuencia
directa de ello, para combatir las malévolas prácticas
judaizantes en Sevilla, aclara Blázquez, se creó en 1478
la Inquisición, extendiéndose en 1483 a los reinos de
la Corona de Aragón, incluidos Sicilia, Cerdeña y los
territorios de América. La cifra que nos ofrece Blázquez
es la de ciento veinticuatro mil familias desterradas:
157
guerra granadina. Así, los anteriores fracasos de Loja y la
Ajarquía se ven ahora ampliamente compensados con la
recuperación de Zahara (1483) y las nuevas conquistas de
Tajara, Alora y Setenil, además de expediciones exitosas
de avituallamiento, socorro y reforzamiento de Alhama y
las repetidas talas en la Vega de Granada, que castigaban
la agricultura granadina. Entre tanto, los nazaríes no
salen a defender la Vega, pues están embarazados en
guerras civiles y la ciudad se halla levantada contra su
rey Albohacén, situación que con su astucia política y
militar aprovecha Fernando, dando libertad a Boabdil
para que el enfrentamiento fratricida de padre e hijo
socave los cimientos del reino musulmán. Prácticamente
viene a decir Blázquez que la victoria final dependía, no
tanto de los cristianos, como de que los propios moros se
dividieran en bandos y se destruyeran a sí mismos:
Libro V
Este libro analiza las acciones políticas del rey
Fernando desde la campaña contra Albohacén, que fue
castigado, hasta el perdón de Boabdil145.
Aparece, en efecto, el rey Católico en las fronteras
145
A. Ferrari, Fernando el Católico, p. 452.
158
de Navarra, intentando reparar los desencuentros de
aquellos reinos y, tras narrar brevemente el origen de
los estados del Ampurdán, provincia de la corona de
Aragón, cuenta cómo los vasallos de estos estados estaban
oprimidos y cómo el rey de Castilla los libró de tal opresión.
En dicho territorio del Ampudán se conservaban aún
los vasallos llamados de remensa, que satisfacían tributos
tiránicos, según Blázquez, a sus señores. Tal es así que se
levantaron contra sus señores, acudiendo al rey para que
hiciera cumplir las disposiciones de sus predecesores que,
a solicitud de dichos vasallos, habían mandado cesar
aquellos inmoderados impuestos. Llegaron a tomar
las armas unos contra otros, pero al final las partes se
avinieron a lo fijado por el rey, que moderó los tributos y
fijó la cantidad con cuyo pago los vasallos podían quedar
libres de satisfacerlos, conformando así el rey castellano
la razón de estado con la religión y las leyes (1484):
El Rey Don Fernando puso mayor esfuerzo para que los señores
viniesen a concordia con sus vassallos, moderando los tributos de
suerte que no pareciese señorío de esclavos lo que se terminava
en sujeción de libres. No lo pudo acabar con ellos y assí tomó
resolución de enmendar con poder lo que no reducía con blandura.
Reciviolos debajo de su amparo y protección real y, armándolos a
todos Cavalleros, quedaron esemptos de la servidumbre (48v-49r).
159
cristiana una especie de venganza por el desastre de
Ajarquía y la inclinación definitiva de la guerra a favor
de los Reyes Católicos (51r-52r)146.
El Conde de Cabra se dirigió a Vitoria, donde
estaban los Reyes Católicos, que le recibieron con gran
pompa (52r), mientras que las turbaciones de Navarra
habían amainado (53r), por lo que el rey Fernando partió
a Córdoba y llegó allí el 29 de mayo de 1484, siguiendo
luego camino a Sevilla, para dirigir el nuevo ataque a los
moros, en el que todas las ciudades y señores andaluces
debían ayudarle. El rey, entonces, a propuesta del marqués
de Cádiz, señaló Álora como el próximo objetivo,
en cuya toma se emplearon ocho días, obteniendo los
cristianos un resonante éxito (53v). Asimismo, la artillería
avanzó hasta los campos de Antequera, sin resolverse la
incógnita de si pasarían a Málaga o Loja, estratagema,
señala Blázquez, que desconcertó a los musulmanes y los
amedrentó, viendo tan gran aparato militar y cómo iban
talando e incendiando la Vega:
Granada, p. 89.
160
resultó muerto don Gutierre de Sotomayor, conde de
Belalcázar (55r). De ahí, partió el rey a fortificar Alhama
y, tras ganar Setenil, pasa a reconocer Ronda, “ciudad la
más populosa y rica de todas aquellas serranías” (56r), y
a talar sus campos. Entretanto, el conde de Cabra, que
ya había puesto en evidencia su valor en la batalla de
Lucena (1483), donde fue hecho prisionero por Boabdil,
quiso demostrar de nuevo su enorme valentía, poniendo
rumbo a Granada y saliendo al encuentro de los moros
con la idea de hacer una gran escaramuza; y lo logró,
pues, aun siendo desiguales las fuerzas cristianas y
musulmanas, que los moros, que lo habían infravalorado,
huyeran despavoridos a la primera embestida:
161
todo ello, informaron al marqués de Cádiz de todos los
pormenores para poder ejecutar la definitiva conquista
de Ronda. Según Blázquez, fue un moro llamado Juceff
Jarife, calificado como “moro de prendas”, esto es, dotado
de unas íntegras cualidades morales, quien informó a los
cristianos de los puntos flacos de la ciudad:
162
solicitó la rendición en los mismos términos generosos
que se le había concedido a Cártama y Coín: los que
aceptaran ser mudéjares, serían recolocados en otras
villas y pueblos andaluces; los que quisieran marchar a
África, podrían hacerlo; y dejarían ir a Granada a los
que así lo prefiriesen. Así se ganaba Ronda, donde ya el
2 de junio de 1485 se celebró el Corpus Christi y cientos
de prisioneros procedentes de la derrota de Ajarquía
se veían puestos en libertad. Entretanto, se entregaron
Mijas, Casarabonela y Marbella, aun haciendo algún
amago de defensa, quizás para lograr capitulaciones
semejantes a las de Ronda. Casarabonela se rindió el dos
de junio y Marbella el quince del mismo mes147. Málaga
ya estaba a la vista (59r-v).
Pero hubo contratiempos, el tío de Boabdil,
Abohardiles (Mohamed el Zagal), yendo de Málaga
a Granada, pues querían proclamarle rey, encontró
desprevenidos a un grupo de cristianos, caballeros de
Calatrava, que estaban descansando en la vega de un
río y, embistiendo contra ellos, causó grandes estragos,
matando a noventa y siete y apresando a los demás.
Asimismo, el conde de Cabra, ensoberbecido por sus
anteriores triunfos, quiso conquistar en solitario la plaza
de Moclín, donde los moros le cerraron el paso en un
desfiladero y lo masacraron, con más de mil cristianos
muertos y muchos prisioneros (60r-v). En septiembre
de 1485 ganó el rey Fernando Cambil y Alhabar, para
finalmente volver sobre Loja y, tras dura pelea con
Abohardiles, tomarla definitivamente, no sin antes haber
vencido en astucia al taimado Boabdil, que invitaba a
Fernando a emprender otras conquistas alegando el
pacto que con él tenía firmado. Loja, al fin, cayó:
Granada, p. 140.
163
Se combatió la ciudad, dividió el campo en tres quarteles y
levantadas dos puentes en el Río Guadagenil, cuyo ímpetu negava
el passo por sus ondas. Comenzó a batir la artillería con tanta furia
que tantos matava la munición como atemorizaba el ruido; y viendo
entregado a su fuerza el reparo, se rindió la ciudad y Boabdili, que
tantas vezes avía experimentado la clemencia del rey (siendo el
último que dejó el lugar), hizo mayor su victoria dando campo su
desdicha en que corriese su piedad (62r-v).
Libro VI
Seis años ocuparán los hechos relatados en este libro,
que concluirá con la definitiva conquista del reino de
Granada (1492), vista, desde una perspectiva sumamente
realista, como una obra singular y exclusiva del rey
Fernando, que triunfó porque aunó los mayores medios
mientras su enemigo se hallaba dividido en bandos y
guerras intestinas. Según Blázquez, el rey Católico fue,
gracias a su prudencia y favor divino, el gran guerrero de
la cristiandad, el Augusto católico.
Tras la toma de Loja, había dejado Fernando el
Católico a Boabdil en libertad, por lo que pudo partir
camino de Vera, escoltado por Gonzalo de Córdoba.
Algunos criticaron la excesiva indulgencia del rey, pero
la verdad es que su figura salió engrandecida de esta
campaña y quedó como ejemplo de rey clemente. Dejó,
en fin, guarnecida Loja y por alcalde a don Álvaro de
Luna, para marchar a la conquista de Illora (1486),
donde jugó un papel esencial, igual que en la toma de
Loja, la artillería, así como también en la conquista de
Moclín (1486). También en este mismo año se rindieron
Colomera y Montefrío y pasó el rey a la tala de la Vega
(64r-v).
Aún quedaba por ocurrir en la campaña de 1486 un
famoso episodio, cuando el rey ordenó cambiar el real
de sitio y pasó adelante don Íñigo de Mendoza, duque
164
del Infantado, con el obispo de Jaén, don Luis Osorio, y
el corregidor Francisco de Bobadilla. Pero, de repente,
los moros acometieron por la retaguardia, cercaron a los
cristianos, les cortaron la retirada en el paso del puente
del Pino y abrieron las compuertas de las acequias.
Aunque se defendieron valerosamente, cayeron muchos
cristianos, entre ellos el comendador Martín Vázquez de
Arce, el Doncel de Sigüenza (64v-65r).
Pero las desavenencias entre los dos reyes moros
continuaban y Boabdil y su tío Abohardiles se enfrentan
en batalla, saliendo victorioso Boabdil. Cuando se enteró
de ello el rey Fernando, le envió fielmente tropas de
socorro, pues aunque Boabdil había vencido, como la
mayor parte del reino nazarí seguía a su tío Abohardiles,
se encontraba con pocos efectivos militares (65v). Don
Fernando, a juicio de Blázquez, lo que pretendía es que
Boabdil no desfalleciera y siguieran las luchas fraticidas
entre tío y sobrino, pues veía astutamente que ello sería
decisivo para su victoria final. Tal era la razón de estado
de Fernando, sustentar las guerras civiles entre los moros,
una razón de estado justificada y avalada por importantes
ejemplos sagrados y humanos (65v).
Determinó entonces el rey Católico sitiar Málaga
para desgastar las fuerzas de Baza y de Guadix. Mientras
tanto, nos informa Blázquez que los turcos estaban
preparando una pujante armada, amenazando a Sicilia
y habiéndose confederado con el soldán del Cairo,
antiguo enemigo suyo. No obstante, el rey de Castilla, sin
pasar por alto estas noticias ni tampoco achantándose
por tan gran poderío, asentó su campamento frente a
Vélez-Málaga y la sitió, para posteriormente avanzar
sobre Málaga. Eran finales de marzo de 1487. Don
Fernando en Córdoba se puso al frente de un gran
ejército de doce mil caballos y cuarenta mil infantes,
165
más la artillería al mando de Francisco Ramírez. En
un primer encontronazo con los moros, “peleando sin
orden la gente de Galicia” (68r), tomaron la delantera
los nazaríes. Tan mal vio la situación el rey Fernando,
que tuvo que salir él en persona a combatir al enemigo,
armado de lanza y escudo, para así evitar la defección de
los suyos e insuflar ánimo a sus soldados. Al final, a pesar
de la intervención de Abohardiles, se ganó Vélez el 27 de
abril de 1487 (68r-v).
Ganado Vélez, lo dejó fortificado y pasó el rey a
acometer Málaga, una campaña de gran trascendencia
a juicio de Blázquez Mayoralgo, pues dedica un folio
entero a nombrar a todos “los grandes señores que se
hallaron en esta guerra (69r). El campamento se instaló
en un cerro alto frente al Gibralfaro. El asedio fue largo.
Los moros no desfallecían y estaban “resueltos a morir
vencidos y no rendirse necessitados” (70r). Intentaron
incluso matar al rey Fernando, enviando a un santón
que, bajo pretextos religiosos, solicitó ver a los reyes.
Logró así infiltrarse en las líneas cristianas y, como no lo
llevaban a ver al rey porque éste se encontraba dormido,
entró por su cuenta en una lujosa tienda donde estaba el
noble portugués don Álvaro de Portugal con su esposa
Beatriz de Bobadilla jugando al ajedrez. Creyó el santón
moro que era el rey Fernando y, sacando una daga,
hirió gravemente a don Álvaro, pero no pudo acabar
con él ni con su esposa, pues acudieron en socorro
varios caballeros que mataron al santón que había sido
llamado por Alá para matar al rey cristiano. El episodio,
muy parecido al célebre de Mucio Escévola, lo relata así
Blázquez, de forma algo diferente a otras fuentes, porque
está siguiendo los Anales (20.71) de Zurita:
166
una traición. Entró por su campo y, dejando que le prendiesen,
fue llevado al Marqués de Cádiz, que luego le embió al Rey para
que informase del estado que tenían las cosas de Granada y lo que
pensaban hazer los de Málaga. Mientras el Rey dio licencia que
le hablase, fue llamado a la tienda de el Marqués de Moya, donde
viendo a la Marquessa y juzgando por la grandeza de el aparato que
ella y uno de los cavalleros que allí estavan eran los Reyes, acometió
a herirla manchando el acero con la sangre de el que se le opusso
al brazo, y acudiendo la gente a las vozes fue muerto a puñaladas el
Moro (70r).
167
(72r)148.
También en 1488 se había sublevado Huch Roger,
conde de Pallars, antiguo caudillo foralista, dispuesto
a liderar las reivindicaciones remensas, por lo que el rey
Fernando decidió no actuar por la fuerza, por no atizar
los rescoldos antitrastámaras entre los catalanes. También
tuvo que reforzar las defensas de Malta y Sicilia ante
la gran armada que preparaba el Turco. Tras lo cual,
volvió el rey Católico sobre Baza con el mayor ejército,
dice Blázquez, que jamás se vio, con sesenta mil infantes
y trece mil caballos (72r). Hasta mediados de junio de
1489 no empezó el ataque a Baza, la campaña más dura
y larga emprendida por las tropas cristianas en la guerra.
Duró cinco meses el cerco de la plaza defendida por
Yahaya al Nayar de acuerdo con su cuñado Abohadiles.
Pero, al fin, se firmó la rendición y el rey Fernando entró
en la ciudad el 4 de diciembre. Almería cayó juntamente
días después y Guadix el treinta de diciembre (72r-73v).
Relata Juan Blázquez que estas victorias del
rey Católico, especialmente la de Almería, fueron
consideradas milagrosas por los historiadores de la
época, pues un rey cristiano con un ejército mermado
tras la campaña de Baza pudo hacer frente y someter a
unos efectivos musulmanes mucho más poderosos. Para
Blázquez no hubo tal milagro, sino que Fernando el
Católico, favorecido por Dios, cumplió con la misión que
la providencia divina le tenía encomendada: combatir
y vencer a los enemigos de Dios. Por ello, lo compara
Blázquez con Gedeón, jefe y juez de Israel, famoso por la
magnitud de su empresa guerrera contra los madianitas,
enemigos de Israel:
148
L. Suárez Fernández, Los Reyes Católicos. Fundamentos de la monarquía,
p. 104.
168
Todos los claros escriptores de aquel tiempo atribuyen esta
vitoria a milagro, porque quando el poder de los Moros era bastante,
si no a hazerla imposible, a resistirla dificultosa, y las armas de el
Rey enflaquecidas con aver perdido en el sitio de Baza veinte mil
hombres, se le viene a las manos la gloria de tan gran sucesso que se
perdía de vista a los pensamientos. Pero, ¿qué le avía de suceder a un
Príncipe que por el Cetro era temido y por las virtudes amado? Con
la voz de las trompetas hizo Gedeón que sus enemigos se matasen
unos a otros… (73v).
169
Blázquez, fol. 74v Zurita, Anales 20.83
170
concediéndose a este último un plazo de dos meses (hasta
finales de enero de 1492) para entregar la ciudad. Pero
temiendo los reyes revueltas por parte de los granadinos
más radicales, hicieron que Boabdil les reclamase el 1 de
enero de 1492 tropas cristianas para ocupar la Alhambra
y sus fortalezas. El 2 de enero, los reyes en persona,
vestidos al modo morisco, fueron a Granada y Boabdil
les entregó las llaves de la ciudad y se retiró a su señorío
de la Alpujarra, alzándose ya en la colina de la Alhambra
la cruz, el estandarte real y el de Santiago:
171
Libro VII
Este libro abarca el tiempo transcurrido entre el
ataque a Bretaña de Carlos VIII de Francia y la llegada
a Nápoles de González de Córdoba. Es un libro en
donde Blázquez destaca en el rey Católico su fortuna
política, su capacidad de disimulo, su resolutiva decisión
y su reputación como valores máximos con los que
Fernando supo agitar los intereses ajenos contra Francia
e, inclinándose por el más fuerte, erigirse en dueño del
mismo150.
Carlos VIII, rey de Francia, pretendió hacer la guerra
al Duque de Bretaña, Francisco II de Montfort, para así
quitarle sus estados. En este, caso, aclara Blázquez, el rey
de Castilla le defiende porque consideraba que la justicia
estaba de parte de la causa del duque, aunque el objetivo
último que perseguía Fernando el Católico era “cobrar
los estados de Rosellón y Cerdaña que Carlos le tenía
usurpados” (79r). Envió entonces Fernando a Bretaña
una fuerza de mil hombres de armas (caballería pesada)
bajo el mando de Pedro Gómez Sarmiento, conde de
Salinas, a la que se unieron luego cuatrocientos peones
asturianos.
La situación, en efecto, era complicada. Francisco
II de Bretaña (de Montfort) había participado en la
llamada “Guerra loca”, en la que la movilización
general de Bretaña en abril de 1487 fracasó, quizás
porque se enfrentaba al ejército europeo más poderoso
del momento. Dos expediciones reales en 1487 y 1488
y la decisiva victoria de la Batalla de Saint-Aubin-du-
Cormier posibilitaron a la regente de Francia, Ana de
Francia, la exigencia de que la princesa Ana no se pudiera
casar sin el asentimiento de Francia (tratado de Verger,
150
A. Ferrari, Ibid.
172
1488). Y es que, tras invadir Carlos VIII de Francia el
ducado de Bretaña, Ana de Bretaña, hija de Francisco II
de Montfort, fue forzada a casarse con él, firmando un
pacto por el que, si no tenía descendencia, debía casarse
con el siguiente heredero al trono francés (79r). Aunque
Carlos estaba prometido con Margarita de Austria, los
regentes rompieron el acuerdo y lo prometieron con
Ana, heredera del Ducado de Bretaña. Se celebró el
matrimonio el 6 de diciembre de 1491, lo que permitió
a Carlos liberarse de la tutela familiar y asumir el reino.
El 8 de febrero de 1492 Ana sería coronada reina de
Francia.
El desbarajuste aumentó en Bretaña por la desunión
entre los dos bandos principales de la nobleza bretona,
dirigidos por el mariscal De Rieux y Jean Chalons,
príncipe de Orange, mientras que las fuerzas invasoras
extranjeras con sus abusos provocaban el descontento de
la población. La confusión creció cuando Maximiliano
envió una tropa de setecientas lanzas y selló un acuerdo
con los franceses. Las partes rivales acudieron al arbitraje
del papa Inocencio VIII, quien invitó a todos a concertar
la paz y concentrar todas las fuerzas contra los turcos, que
ya habían atacado Otranto. Fernando, entonces, intentó
convencer al papa por boca de su embajador Bernardino
de Carvajal (mayo de 1490) de que el acuerdo con
Francia sería imposible mientras ésta no le devolviera los
condados del norte de Cataluña. Entretanto, fue enviado
a Castilla el emisario francés Juan de Mauleón, portando
cartas de Ana de Bretaña y Carlos VIII que proponían
un encuentro de los Reyes Católicos y el rey de Francia.
Las conversaciones continuaron y Mauleón viajó varias
veces a España intentando mantener la paz.
Y, entre todo este contenido de tensiones e intentos
de acuerdos, inserta Blázquez una breve noticia sobre
173
un hecho tan importante como el descubrimiento de
América. No quiere Blázquez o no le interesa ahondar
en este acontecimiento, quizás porque prefiere escoger
hechos históricos que, aun siendo de menor calado, le
sirvan para resaltar más el carácter del rey Fernando. El
caso es que Blázquez, aduciendo como argumento que
grandes historiadores han contado tal acontecimiento,
lo ventila en apenas medio folio. Llama la atención el
desinterés de Blázquez Mayoralgo por el tema americano:
174
Taciis a Roma y Francia para sondear opiniones entre
dichos nobles y que Antonelo de Sanseverino, el más
importante de todos, le había respondido que seguirían
antes a Fernando, si decidía reclamar la corona, que a
Carlos VIII (80r)151.
Carlos persevera en hacer la guerra a Nápoles y el
papa, cauto, se confedera con los Esforzas y venecianos,
liga con la que el rey de Castilla se ofendió por los
rumores que corrían de que el papa favorecía en secreto
a los franceses (80v). El 23 de octubre de 1494 salió
Carlos VIII de Piacenza y al poco entró en Florencia,
preparada por las predicaciones de Savonarola y por el
movimiento interior que derribó a los Médicis, donde
fue aclamado como libertador y padre de la patria (81r).
Asimismo, el rey Católico apresta una poderosa armada
para defender Sicilia y al papa,
175
apoyando al rey de Nápoles contra Carlos VIII, que
tenía todo el derecho sobre aquella Corona. Blázquez,
en este punto, destacando el semblante majestuoso
del rey Católico y la grandeza de sus palabras, expone
las razones que le dio al duque de Borbón: que había
propuesto muchas veces a Carlos que no llevaba razón
y que había de devolver a la Iglesia las tierras usurpadas
y que él, como príncipe Católico, visto que Carlos no
retiraba sus ejércitos, se sentía libre de cumplir el pacto
aludido, “porque de mayor importancia era morir por
el celo de la Religión que aspirar a la grandeza de los
Señoríos” (82r).
Don Fernando no quería la guerra, pero si era
inevitable, la emprendería promoviendo una gran
alianza de Inglaterra, Portugal y el Imperio contra
Francia. Carlos no cedía y proseguía su avance, entrando
en Roma el 31 de diciembre de 1494 y obligando al
papa a encerrarse en su castillo de Sant’Angelo. El rey
Católico, dilatando la entrada en guerra hasta asentar
paz con el Imperio e Inglaterra y aun consciente de los
inconvenientes de emprender dicha guerra, “más fió
al consejo la seguridad de atreverse que a la ocasión la
libertad de determinarse” (82v). La reacción de los Reyes
Católicos fue entonces fulgurante y crearon la Liga Santa
o Santísima, incorporando al emperador Maximiliano,
al duque de Milán y la Señoría de Venecia.
El rey Católico se decidió entonces a hacer la guerra
a Francia, en lo que Blázquez, dentro de su código
neotacitista y neoestoico, interpreta con una “guerra
justa” en la que Carlos había incumplido su palabra
y, por tanto, Fernando tampoco estaba obligado a
cumplir el anterior pacto establecido, al tiempo que se
luchaba contra un excomulgado y enemigo de la Iglesia.
Don Fernando, de nuevo, es visto como paladín del
176
cristianismo y la guerra era razón de Estado:
177
más destinados al fracaso que al éxito:
178
aventurar por jactancia (86r).
179
intereses.
Este título de Rey Católico provocó el disgusto de
Francia y el de Rey de las Españas los recelos de Portugal.
Pero en Italia no cesaban las luchas y seguía hecha, en
palabras de Blázquez, “un theatro de Marte” (88r).
Había disparidad de opiniones entre los príncipes que se
hallaban en Italia: el rey de Francia atacaba a Génova,
mientras el duque de Milán la defendía y el rey Católico
le ayudaba; el cardenal Bernardino de Carvajal proponía
que se dispusieran dos ejércitos, entrando uno en Francia
por Italia y el otro desde España; el papa se excusaba
y encubría sus intenciones proclamándose neutral; el
Gran Capitán intentaba reducir a los Orsini; el Rey de
Romanos se decidía a atacar Borgoña; los venecianos se
esforzaban en expulsar de Italia al Rey de Romanos. Todo
amenazaba, dice Blázquez, sangrientos enfrentamientos,
cuando el rey Católico, “con su prudencia”, consigue
que se pacte una tregua (88r-v).
Fernando, que confiaba más en sus dotes diplomáticas
que en sus fuerzas militares, había firmado en febrero de
1497 el tratado de Lyon con Carlos VIII. Pero las tropas
francesas seguían ocupando Ostia y tenían cortados los
suministros a Roma. El papa estaba en apuros, por lo que
pidió ayuda a Fernández de Córdoba, quien, subiendo
desde Nápoles, abandonó el cerco de Rocca Gugliellma
y llegó a Roma. El rey Fernando estaba al tanto y de
acuerdo, por lo que la Santa Sede le correspondió
nombrando cuatro nuevos cardenales españoles (eran
ya nueve), entre ellos Juan, hijo del papa153. La plaza de
Ostia estaba al mando del llamado Menoldo Guerri,
gascón, vasco o navarro, al servicio de Carlos VIII de
Francia. El asedio se desarrolló entre febrero y marzo de
1497. Tras la victoria, el Gran Capitán entró victorioso
153
J. A. Vaca de Osma, Los Reyes Católicos, pp. 236-237.
180
en Roma y proclamado como libertador y “aplaudido
de la [gente] popular con toda la familia de el Papa, el
Senado Romano y los Cardenales” (89v).
No obstante, señala Blázquez que el rey Católico
quería sellar la paz con Francia y que también entrase en
tal tregua el Imperio del Rey de Romanos, considerando
que había conseguido el fin de sus empresas, que no
era otro que defender a la Iglesia y devolver a Roma
lo usurpado; que, muerto don Fernando de Nápoles,
le había sucedido don Fadrique, cuya ruina esperaban
los venecianos para ocupar la parte del reino que
pudieran; que los potentados italianos eran poco de fiar
por sus dobleces; y que “la acción legítima al Reyno de
Nápoles” estaba indefinida entre él y el Rey de Francia
(90r). El papa, entretanto, se arrepentía de la unión de
Italia, según relata Blázquez, y de que Maximiliano
pretendiera coronarse sustrayéndose ingratamente al
poder del rey Fernando el Católico. Al mismo tiempo,
Roma se encontraba sumida en la más alta degradación
moral, por lo que Europa entera esperaba que Fernando
el Católico “aplicase a tanto mal con prudencia lo que
no se avía podido remediar con repugnancia” (90v). Y
era especialmente en “casa” del pontífice donde mayores
escándalos sucedían.
La corrupción era generalizada. El rey don Fadrique,
“aunado con el papa”, había recibido de Alejandro VI la
investidura del reino de Nápoles el 11 de junio de 1497
a cambio de cien mil ducados, mientras que el propio
papa decide traer a uno de sus hijos, Juan de Borgia o
Borja, entonces duque de Gandía, y le ofrece el territorio
de Benevento, que había pertenecido a la iglesia y con
la sola misión de atacar a la familia de los Orsini. Pero
el embajador de España no lo consintió (90v-91r). Y
como culmen de atrocidades, cierra el libro Blázquez
181
Mayoralgo con la narración del asesinato del hijo del
papa, el duque de Gandía, que es vista por nuestro
historiador como una especie de castigo divino. Juan de
Borja fue asesinado la noche del 14 de junio de 1497.
Venía de un banquete y parece que, acompañado sólo
de un criado, se retiró al margen del río Tíber, donde fue
apuñalado y arrojado al río. Fue uno de los asesinatos
más sonados del siglo y corrieron rumores de que su
propio hermano, el cardenal de Valencia, lo había
matado ambicionando los estados que le correspondían
como hermano mayor:
Libro VIII
En el libro VIII se exponen los objetivos políticos
perseguidos por el rey Fernando el Católico desde el
momento de su amenaza de guerra con Francia hasta el
reparto de Nápoles. Según Ferrari, tales objetivos serían,
a juicio de Blázquez, defender al amigo político hasta que
sus alianzas fueran más peligrosas que las propias fuerzas
del enemigo, y entenderse con dicho enemigo antes de
que le pudieran beneficiar las ayudas generosamente
ofrecidas al amigo, es decir, no beneficiar a ninguno a
su costa, legitimando al mismo tiempo sus actos por los
motivos más puros. Estos objetivos, de difícil agrupación
y definición en unidad, los mezcla Juan Blázquez con la
teoría del secreto del consejo político y con la doctrina
182
del poder absoluto154.
Comienza, entonces, nuestro historiador con la
situación que se vivía en parte de Italia a finales del siglo
XV, concretamente con don Fadrique, que en 1496 se
había hecho rey de Nápoles tras la muerte del rey Ferrante,
sobrino suyo. Fadrique pronto demostró sus simpatías
por los franceses, actitud que Fernando el Católico no
podía permitir. No obstante, había contemporizado
hasta la fecha, por respeto a Juana de Aragón, viuda
de Ferrante, y por no romper oficialmente con Francia.
El rey católico consideraba que ya era hora de dejarse
de contemplaciones y de reclamar sus derechos de rey
aragonés a la Corona de Nápoles. El papa Alejandro VI
era un individuo cada vez menos de fiar. Había decidido
el reconocimiento e investidura del rey Fadrique en
Nápoles, cosa que suponía una auténtica afrenta para
Fernando el Católico, que lo había reclamado para sí,
pues aunque pudiera ceder el gobierno a su pariente
Fadrique, la investidura tenía que ser suya como cabeza
de la casa de Aragón, con derechos medievales sobre el
reino de Nápoles155. El rey Fadrique, por tanto, se había
puesto en manos del papa para que lo defendiera, un
pontífice voluble e inmoral que se había puesto al lado
de los franceses y al que Blázquez censura duramente
como un verdadero político maquiavélico y ateísta, “que
embolvía en apariencias lo que era simulación” (92r),
pues había fingido dejar el pontificado por el dolor que le
había causado la muerte de su hijo, aunque a Fernando
el Católico no era fácil engañarlo y “burlose de sus
amagos” (92r). Y es que, como Blázquez bosqueja, con
los Borjas o, con el nombre italianizado, Borgias era difícil
mantener alianzas y lealtades duraderas y las asechanzas
183
estaban a la orden del día: el duque de Gandía había
muerto apuñalado, quizás por su hermano; César Borgia
pretendía colgar los hábitos para medrar políticamente;
el pontífice, Alejandro VI, proponía otorgar dispensa
para que el cardenal de Valencia se casara con la princesa
de Esquilache, Sancha de Aragón y Gazela, que desde
1494 estaba casada con Jofré Borgia, aunque parece
que vivía un romance con los hermanos mayores de su
esposo, primero con Juan y luego con César Borgia; y
resolvió también el papa el divorcio de su hija Lucrecia
de Borja, casada con Giovanni Sforza, señor de Pésaro,
quedando oficialmente disuelto el matrimonio del 20
de diciembre de 1497 (92r-v). En definitiva, un sinfín
de maniobras escandalosas fruto del nepotismo con el
que actuaba el propio papa, ante todo lo cual los Reyes
Católicos manifestaron su total oposición y rechazo.
Entretanto, Fernando el Católico intentaba
convencer a sus aliados que las paces con Francia
resultaban casi imposibles, pues, a pesar de la tregua
entre las monarquías francesa y española de febrero de
1497 y la posterior prolongación indefinida de la paz en
Alcalá de Henares, lo cierto es que Carlos VIII no había
abandonado su proyecto de conquistar el reino del sur de
Italia. Por ello, el rey Fernando pide el apoyo de todos sus
aliados y les informa que para hacer la guerra pondría
en los mares occidentales una poderosa armada, pero les
repetía que necesitaba la ayuda de todos los confederados
y que, si no recibía dicho apoyo, él haría lo que mejor le
conviniera cuando el rey de Francia atacara Italia:
184
La razón de estado en la que el rey Fernando fundaba
esta solicitud y amenaza es que siempre rechazaba
romper relaciones con Francia de forma unilateral si
todos los confederados de la liga no lo hacían también.
Entretanto, hubo nuevas alteraciones en Navarra y
su rey Juan de Labrid (Juan III de Albret) se valió de
los franceses contra lo que se había estipulado en el
Tratado de Madrid de 1494, cuando para garantizar
un equilibrio político se constituyó un protectorado
castellano sobre Navarra con el establecimiento de
guarniciones castellanas en diversas fortalezas de aquel
reino. Pero esta neutralización política y militar de
Navarra, gracias a la cual sobrevivieron los Foix-Albret
en el trono, era débil, pues los reyes franceses nunca
renunciaron a reincorporar a su vasallaje los dominios
de la casa Foix-Albret al sur de Francia, para lo que
apoyaron al duque de Nemours, Gastón de Foix, en
sus reclamaciones sobre la herencia navarra y bearnesa
que había dejado Leonor156. La situación, pues, en 1497
era conflictiva y se vivía un ambiente de guerra civil.
De hecho, los Reyes Católicos intentaron anexionarse
Navarra mediante un acuerdo con el monarca francés,
quien a cambio recibiría Nápoles. Se estaba fraguando
la Conquista de Navarra (92v).
El rey Católico tenía en armas las provincias de
Cataluña y envió como capitán de las costas del Rosellón
al duque de Alva. Aconteció entonces la muerte repentina
de Carlos VIII (8 de abril de 1498) sin descendencia, por
lo que su primo Luis de Orleáns se convirtió en el nuevo
monarca con el nombre de Luis XII (92v), ocasión que
Blázquez Mayoralgo no desaprovecha para censurar su
doblez política:
156
A. Simón Tarrés, La monarquía de los Reyes Católicos, p.125.
185
La muerte inopinada de el Rey Carlos, Príncipe vengativo y de
inconstante fe, a quien no se podía fiar ni lo que de palabra prometía
ni en lo que su crédito se empeñava, cuya ambición de ensanchar
sus Reynos ni la disimulava en el odio que al Rey Cathólico tenía ni
en la emulación que a sus vitorias inclinaba (92v).
186
duquesa de Bretaña, viuda del rey Carlos, con la excusa
de que tenía que consultar el asunto con el rey Católico,
si bien, señala Blázquez, quería, como siempre, engañar
al monarca español y sus verdaderas intenciones eran
otras: estrechar amistad con el rey francés y enemistarle
con el rey Católico (96r-v). Este intrigante y malvado
papa logró además enfadar al monarca español con su
resolución de que su hijo César Borgia tomara hábito
seglar, pues Fernando mandó embargar todas sus rentas,
lo que supuso a su vez la irritación del pontífice que ya
tenía la excusa perfecta para aliarse con el rey francés
(96v). El rey Católico deploraba que la ambición del
papa de encumbrar a su hijo había de poner en grave
riesgo y miserable estado a Italia. Entretanto, Garcilaso
de la Vega, embajador ordinario de España, intentó
asustar al pontífice enseñándole una carta del rey
Católico echándole en cara su simonía y nepotismo,
ante lo que el papa intentó justificarse e inculpó a
Garcilaso atribuyéndole falsas relaciones (96v). Mientras
esto sucedía, se celebraban las bodas de don Alonso de
Aragón, hijo segundo del rey Fadrique, con Lucrecia
Borgia, hija del papa, lo que Blázquez lamenta como
una aberración:
187
hijo César Borgia, “nuevo Atila de Ytalia” (97r). El rey
Católico, enterado de todas las acciones del pontífice
con su hijo César Borgia, decide entonces romper con el
papado, ordenando salir a todos sus vasallos y súbditos
de las tierras del pontificado y Curia Romana, para que
sirviera como una amenaza de la necesaria reforma del
estado eclesiástico (97v).
Asimismo, el rey Fernando montó en cólera con
el planeado matrimonio de César Borgia con la hija
de Gastón de Fox, señor de Candale, y sobrina del
rey Católico, pues consideraba que tal matrimonio
evidenciaba “la avilantez de un vassallo” y que su
sobrina “nació para muger de Ladislao Rey de Ungría”
(100r). Fernando el Católico, incapaz de aguantar ya
los abusos papales, conminó al papa a que restituyera
Benevento a la Iglesia y todo lo que le había usurpado,
al tiempo que envió a Roma a Íñigo de Córdoba y Felipe
Ponce, quienes, junto con el embajador Garcilaso de la
Vega, escoltaron al prelado el 17 de abril de 1499 y lo
expulsaron fuera de Roma junto con toda su familia:
188
revocó el papa la donación de Benevento que había
hecho a su hijo el Duque de Gandía, lisonjeando al rey
Católico de que lo hacía por complacerle, si bien no
remedió los escándalos de Roma y de su casa (103v).
El rey francés, por estas fechas, había invadido Italia
con un gran ejército, haciendo en Milán prisionero a su
aliado Ludovico el Moro y enviándolo a Francia, donde
murió prisionero; luego pasó a Nápoles, que era lo único
que le quedaba por dominar en toda la península. El
papa pretendía hacer la guerra al rey don Fadrique
de Nápoles; Maximiliano se juntaba con los príncipes
alemanes para resistir el daño que le infligían los suizos; los
venecianos apoyaban a los franceses; el Turco aprestaba
una enorme flota para combatir a la cristiandad. Este es
el estado turbulento de Europa que nos pinta Blázquez
(103v). Por ello, Fernando el Católico comprendió que
su enemigo francés había cobrado ventaja y que lo
más provechoso para él era conseguir ralentizar todo y
obtener un compás de espera, cosa que logró mediante
sus embajadores, Pérez de Santisteban y Miguel Juan
Gralla, que negociaron con Francia hasta alcanzar un
acuerdo que se firmó en Granada el 11 de noviembre de
1500. En dicho tratado se repartían el reino de Nápoles,
quedándose los Reyes Católicos con el sur del territorio,
la Apulia y la Calabria, con el título de duques, mientras
que Luis XII sería duque de Nápoles renunciando al
Rosellón y la Cerdaña, pero no al señorío de Montpellier.
Fadrique III, desesperado, había llegado a pedir ayuda al
sultán Bayaceto, para entregarse finalmente al monarca
francés y morir tres años después en Francia (104r-v)158.
Al tiempo que esto ocurría, los turcos estaban ya
inquietando los mares casi a la vista de Italia, mientras
que los príncipes italianos se hallaban inmersos en
J. A. Vaca de Osma, Los Reyes Católicos, pp. 240-241.
158
189
guerras intestinas. Sólo el rey Católico, nos dice Blázquez,
estaba atento a la amenaza turca y tenía preparada una
gran armada comandada por Gonzalo Fernández de
Córdoba. Los venecianos habían solicitado ayuda, pues
su plaza de Modón, en el Peloponeso, estaba siendo
atacada por los turcos. Así que va en su ayuda la armada
castellana con sesenta barcos y diez mil hombres de
infantería y caballería (104v). El papa, mientras tanto,
intentaba convencer al rey don Fadrique que se entregara
a él y que intentaría ponerlo a bien con el rey de Francia,
pero don Fadrique no le hacía caso, narra Blázquez,
bien porque no se fiaba de un pontífice tan mentiroso,
bien porque estaba esperando la poderosa armada del
rey Católico. El papa, por su lado, no dejaba de atizar
la guerra entre los Orsini y los Colonna y su hijo César
Borgia, “duque Valentín”, en un acto atroz más, ordena
matar a su cuñado don Alonso de Aragón, duque de
Viseli, posiblemente, según rumores que recoge Blázquez
siguiendo a Zurita (Historia del rey don Hernando el Cathólico
4.14), por su esposa Lucrecia de Borgia o por instigación
del propio papa. Era el año de 1500:
190
acuerdo fue reconquistar Cefalonia, considerada la llave
del Mediterráneo, que había sido ocupada por los turcos.
Tras cincuenta días de duros combates y mes y medio de
asedio, la isla fue tomada el mismo día de navidad del
año 1500, con la conquista de la fortaleza de San Jorge
(105r). Ésta fue primera empresa de envergadura con
la que se enfrentó el Gran Capitán en esta su segunda
etapa italiana159.
Ya en 1501 el rey Fadrique, agotado militar y
económicamente, no pudo hacer frente a los reyes francés
y español y trató de asegurar el paso a los turcos enviando
a su hijo “en rehenes” a Belona, lo que Blázquez narra
siguiendo de nuevo a Zurita (Historia del rey don Hernando
el Cathólico 4.42). Mientras, el rey Católico alimenta el
enfrentamiento entre los Orsini y los Colonna, porque
le convenía, pero no actuó en esto maquiavélicamente
el rey don Fernando, pues, según Blázquez, su actitud
se debió a una legítima razón de Estado, porque había
que considerar que el rey don Fadrique “no era ligítimo
sucessor de la Corona de Nápoles” y, así como al principio
se hizo con el trono don Fadrique por la simple razón
de Estado de evitar mayores peligros, así también ahora
fue la misma razón de Estado la que lo había derrocado
(105v).
Francia y España, en fin, confederadas comenzaron
a conquistar la parte del reino de Nápoles que les
correspondía (107v). Y, aunque el acuerdo de Granada
no fue del agrado de Fernández de Córdoba, porque
tenía amistad y estimaba al rey de Nápoles, antepuso
su fidelidad al rey Católico, al que conocía bien,
entendiendo que la maniobra del monarca español era
un ardid político para recuperar el Rosellón y la Cerdaña
y caminar hacia el objetivo final que perseguía: ser rey de
159
J. A. Vaca de Osma, Los Reyes Católicos, p. 241.
191
Nápoles. Por ello, la Calabria y la Apulia no eran más que
el punto de partida para lograr su meta. Juan Blázquez,
no obstante, intentando desmentir las habladurías de los
historiadores movidos por la maliciosa envidia o por la
ignorancia, aclara que esta acción del reparto de Nápoles
estaba justificada y además legitimada por la investidura
del propio papa:
Libro IX
Entretanto, el intrigante papa Alejandro VI, que,
según Blázquez, se lamentaba en privado de este acuerdo
franco-español, alentaba al rey don Fadrique para que
tomase de nuevo las armas ayudado por los venecianos
y estimulando a Maximiliano a que cooperara con ellos
(108v-109r). Pero el papa había hecho público el acuerdo
secreto entre Francia y España y los franceses ocuparon
su parte con veinte mil hombres, encontrando sólo
resistencia en Capua. El Gran Capitán, por su parte, va
ocupando la zona adjudicada a España y sólo encuentra
alguna dificultad en Tarento, que se acaba rindiendo a
España en 1502 (109r-v). Mientras, la fortuna del rey de
Nápoles, don Fadrique, había llegado a su más penoso
estado, lo que Blázquez narra con gran patetismo para
resaltar la clemencia del rey Fernando el Católico, una
de las virtudes más destacables en un príncipe perfecto:
192
por un breve estado con que vivir la grandeza de un Reyno cuya
soberanía otro tiempo tuviera por ofensa lo que aora solicitava por
sagrado (109v).
226.
193
ambas naciones y la perpetua perfidia francesa, siempre
provocando guerras contra España.
El Gran Capitán continuaba su avance y, tras
apoderarse del castillo de Cosenza, pasó a Apulia, donde
se le quisieron entregar muchos lugares y fortalezas
que estaban bajo bandera francesa, pero Fernández de
Córdoba no lo consintió, para que “justificando más
la causa, se conociese que originava la soberbia de los
Franceses la guerra y no la ambición de sus empressas
el rompimiento de las paces” (114r). Al mismo tiempo,
el duque Valentín, César Borgia, que ya se intitulada
duque de Romaña, se jactaba, por el odio que tenía al
rey Católico, según Blázquez, de ser el lugarteniente del
rey de Francia (114r). Y es que desde febrero de 1502,
cuando visitó con su padre la ciudad de Piombino,
tomada unos meses antes y considerada la puerta de la
Toscana, no albergaba otra aspiración la familia Borgia
más que tomar Pisa, Florencia o Siena y así unificar la
Italia central.
El infortunado rey de Nápoles, mientras tanto,
sin fuerzas ni ánimos, ofreció entregar la ciudad a los
franceses en seis días, saliendo el rey de su castillo en
lo que Blázquez define, en tono neoestoico, como un
espectáculo teatral, “representando [don Fadrique] una
de las tragedias en que mostró la fortuna la poca firmeza
que se puede vincular a la pompa vana de sus amagos”
(114r). Pero, apenas los franceses se habían apoderado
de Nápoles, comenzó a fraguarse una gran discordia
ocasionada por los nombres de algunas ciudades y los
límites mal fijados entre las dos zonas española y francesa.
En efecto, como se mencionó antes, el desacuerdo sobre
la interpretación del tratado de Granada, donde se
mencionaban cuatro provincias, mientras que el reino
de Nápoles estaba dividido desde Alfonso I en doce,
194
provocó que Francia, la culpable a ojos de Blázquez,
ocupara zonas españolas; de ahí las disputas:
195
podía tampoco fiarse de él, intentando con estas y otras
razones justificar ante Maximiliano la guerra contra
Francia (118r). Mientras, el rey francés, para deshacer esta
alianza entre España y el Imperio, se valía del arzobispo
de Besançon, “gran privado de el Príncipe Archiduque”
(118v). Pero la guerra proseguía y el duque de Nemours,
asistido por dos mil suizos y doscientas lanzas, ganó
algunos pueblos e intentó mayores conquistas, pero el de
Córdoba lo frena, reúne a toda la gente que tiene Apulia,
la concentra en Andria y Barletta y la dispone para la
defensa de Canosa (1502). Y es que un gran ejército
francés se había lanzado sobre Canosa y el duque
de Nemours exigía su rendición a Pedro Navarro, el
encargado de su defensa, pero éste aguantó hasta que el
Gran Capitán le ordenó rendirse con honra y abandonar
la plaza para reincorporarse a la guarnición de Barletta.
Es evidente que esto supuso para el de Nemours un
motivo de vanagloria, aclara Blázquez, cuando, si las
fuerzas francesas no hubieran sido tan superiores a las
españolas, en modo alguno habría podido vencer a
Fernández de Córdoba (118v).
El caso es que la contienda se dilataba y el rey
de Francia se quejó al duque de Nemours, porque,
habiéndole prometido que en un mes daría fin a las
conquistas, habían pasado ya siete meses y sólo había
logrado ganar unas cuantas posiciones de poco valor.
Aparece claramente la subjetividad de Blázquez
Mayoralgo y su espíritu antifrancés, ridiculizando al
conde de Nemours, al que nos lo presenta reprendido,
como un cobarde, por un sanguinario Luis XII:
196
que si luego no iba sobre Barleta y se la ganava sin dejar vivo un
español (jactancia francesa), le embiaría capitanes que peleasen con
osadía y no soldados que se desanimasen con flaqueza (119r-v).
Libro X
El periodo de tiempo que Blázquez analiza en el
presente libro abarca desde el encuentro de D’Aubigny
con Gonzalo de Córdoba hasta la revocación de los
poderes de éste dictada por Fernando el Católico.
Sostiene el historiador en esta ocasión la tesis de que
el monarca español, convencido de que sus armas en
Italia eran temidas por su valor y fortuna y de que el
rey de Francia no era suficientemente poderoso para
resistirlas ni tampoco se encontraba con ánimos para
acometerlas, se decidió por la negociación en asuntos que
no podía fiar al poder porque resultarían más costosos y
peligrosos. Entre dichos negocios se hallaba el escándalo
de la administración de Italia por parte de Fernández de
Córdoba, cuya grandeza allí hacía sombra a la majestad
del rey Fernando. Este será el contenido histórico del
libro X, si bien doctrinalmente está dedicado a estudiar
el tema político de la obediencia de los ministros y la
revocación de los poderes161.
La narración histórica del presente libro comienza
161
A. Ferrari, Fernando el Católico, p. 457.
197
con la batalla que, dentro del contexto de la guerra
de Nápoles, libraron las tropas francesas de Bérault
Stuart d’Aubigny contra las españolas comandadas por
Fernando de Andrade en Seminara el 21 de abril de
1503. El resultado fue favorable al ejército español. En
efecto, en febrero había zarpado de Cartagena la armada
enviada por el rey Católico a Nápoles para apoyar a
Fernández de Córdoba, dirigida por Luis Portocarrero,
llegando a Mesina el 5 de marzo, de donde pasaron a
Regio. Portocarrero murió y se nombró sucesor suyo
a Fernando de Andrade o, como lo llama Blázquez
Mayoralgo, Andrada. Cuando D’Aubigny se enteró de
la llegada de la armada española, juntó una importante
tropa y marchó sobre Terranova, defendida entonces
por el capitán Alvarado. Pero, ante la llegada de tropas
auxiliares españolas, D’Aubigny levantó el asedido y
marchó a San Martino, mientras Andrade concentraba
sus fuerzas en Seminara. Tras parlamentar ambos
generales, decidieron entrar en batalla el 21 de abril,
fecha en la que ambos ejércitos se encontraron entre
Seminara y Gioia. Mientras D’Aubigny parlamentaba
con Benavides, el grueso español atravesaba el río por
otro camino. Cuando el francés se apercibió de ello, los
españoles ya habían cruzado y avanzaban contra los
franceses, quienes, al acelerar el paso, se desordenaron
y fueron vencidos por los españoles de forma rápida.
La infantería de D’Aubigny se refugió en un bosque,
donde fue aniquilada, sufriendo también la caballería
gran merma. Los españoles, por su parte, sufrieron sólo
tres bajas. El general francés fue asediado en el Castillo
de Angitola, donde se rindió a los treinta días, siendo
encarcelado en Castel Nuovo (124-125v). La provincia
de Calabria quedaba ya bajo control español.
Una semana después de esta batalla, el Gran Capitán
198
volvería a vencer a los franceses en Ceriñola (Cerignola),
inclinando ya definitivamente la guerra a favor de
España. Pero antes de narrarnos este nueva acción
bélica, señala Blázquez que por estas fechas el príncipe
Archiduque, Felipe de Austria, yerno de Fernando el
Católico, negociaba la paz franco-española, concluyendo
con el monarca galo Luis XII el tratado de Lyon de abril
de 1503, no ratificado por el rey Católico y, a lo que
parece, tampoco del gusto de Blázquez Mayoralgo, quien
nos cuenta que Felipe de Austria, amparándose en este
tratado, escribió al Gran Capitán para que suspendiese
la guerra. Felipe, en este caso, se nos aparece, en la pluma
de Blázquez, como un joven inexperto e incauto, que se
fiaba de la palabra dada por Francia, en clara oposición
con el Gran Capitán, bregado en mil combates y, por
ende, gran conocedor de la malevolencia francesa. Nos
avanza Blázquez su antipatía por Felipe el Hermoso en
su enfrentamiento con Fernando el Católico, que será
expuesto posteriormente en el libro XI. Los términos en
los que habla de Felipe son cristalinos:
199
gran decisión y una infantería poderosa, a lo que se
sumaron el ardor y la táctica militar del Gran Capitán,
libró una batalla fulgurante y en poco más de una hora
aconteció lo inverosímil: el primer ejército de Europa
quedó aniquilado y se iniciaba una nueva fase en el
arte militar moderno, consolidando el prestigio de la
infantería española y haciendo de España una gran
potencia europea. Según algunas fuentes, murieron
más de cuatro mil franceses, entre ellos el jefe francés, el
duque de Nemours, cuya muerte lloró el Gran Capitán.
La consecuencia inmediata fue la entrada de Fernández
de Córdoba en Nápoles entre aclamaciones el 16 de
mayo de 1503 (129r-130r). Y cuenta Blázquez una
anécdota ocurrida a un soldado italiano que, pensando
que la batalla había acabado, empezó a rapiñar y
prendió fuego al carro de la pólvora, lo que causo una
gran explosión e incendio, sucesso que es interpretado
por nuestro historiador como presagio y agüero de la
victoria final española:
200
en Italia, al tiempo que veía que, dada la debilidad del
rey de Francia, su mejor baza era “encaminar por la
industria lo que no podía fiar al poder” (131r). Y, tras
asentar las concordias con el príncipe Archiduque Felipe
de Austria, no porque le apeteciera, sino “por razón de
estado” (131r), prosiguió el rey Fernando sus empresas
en Nápoles, pues sabía que el rey de Francia no se había
dado por vencido y que preparaba tres ejércitos para
atacar por Navarra, por Cataluña y en Nápoles162.
Entretanto, el papa Alejandro VI muere víctima
de un veneno que su hijo, el duque Valentín, había
preparado para asesinar al cardenal de Corneto (18 de
agosto de 1503). De nuevo, pues, vuelta a las intrigas
políticas protagonizadas por los Borgia. El colegio
cardenalicio consiguió desechar la candidatura del
Cardenal de Ruán, Georges D’Amboise, marcadamente
pro-francés y apadrinado por el rey de Francia, eligiendo
a dos candidatos más propicios al bando Trastámara: Pío
III (septiembre de 1503) y Julio II (diciembre de 1503)
(131v-132v)163.
El siguiente acontecimiento que narra Blázquez es
el sitio de Gaeta por los españoles. El rey Católico va en
persona a socorrer el castillo de Salses y hace levantar
el cerco a los franceses. En efecto, el mariscal De la
Trémouille, el único militar francés que podía estar a
la altura del Gran Capitán, lo había desafiado, pero no
tuvo ocasión de trabar combate con él, porque murió
prematuramente y fue remplazado por el marqués de
Mantua, cuyas fuerzas, enriquecidas con sus aliados
italianos, triplicaban las de Fernández de Córdoba.
A su vez, el bando español se veía aumentado por los
162
J. A. Vaca de Osma, Los Reyes Católicos, pp. 242-243.
163
J. Catalán Deus, El príncipe del Renacimiento. Vida y leyenda de César
Borgia, Barcelona, Debate, 2008, pp. 472-474.
201
compatriotas que habían abandonado el disuelto ejército
de César Borgia y también por los Orsini y los Colonna,
que habían recuperado los territorios que los Borgia
les arrebataron. El Gran Capitán va conquistando
hábilmente sucesivas plazas (Montecasino, Rocaseca)
para defender la línea de Garellano, donde tuvo lugar
una de las batallas más importantes del ejército español,
más larga de lo esperado, ante lo cual el duque de
Mantua se retiró a sus Estados y le sustituyó el marqués
de Saluzzo. En el lado opuesto, el Gran Capitán, que
con su brillante táctica destrozó al enemigo. A los pocos
días, hizo lo mismo con Gaeta, ocupada el 1 de enero
de 1504 (132r-135r). Sólo quedaba por reducir alguna
parte del Abruzzo y de Calabria. De nuevo el Gran
Capitán entraba triunfalmente en Nápoles entre vítores
y aclamaciones.
Blázquez dedica también unas líneas a la tajante
decisión de Fernando el Católico de revocar los poderes
al Gran Capitán por las quejas que habían emitido
contra él los Colonna, envidiosos, a juicio de Blázquez,
del glorioso Fernández de Córdoba. Se percibe el aprecio
de Blázquez por el militar español, pues nos describe a
un rey Católico que se hallaba confuso e indeciso en
decidir si lo destituía o no. Lo que imperó, a juicio de
Blázquez, fue “la razón de estado”, lo que convenía al rey
y a España, pues era contraproducente que los italianos
estuvieran descontentos con el Gran Capitán, no fuera a
ser que se originasen nuevas revoluciones:
202
la majestad de el todo venerada. Al fin, si no indignados los oídos
por la información, resuelta la razón de estado por el escándalo, le
revocó poderes (135r).
Libro XI
El libro undécimo contiene los acontecimientos
ocurridos en el reinado de Fernando el Católico entre la
muerte de Isabel de Castilla y la de Felipe el Hermoso.
Fernando encontró por el camino del matrimonio
la alianza con Francia, que para el rey Católico era
un objetivo político clave, puesto que Francia estaba
preparando unirse al Imperio y Borgoña. Tal es la
tesis sostenida por Bláquez Mayoralgo en este libro
undécimo, todo ello aderezado con la doctrina política
sobre los peligros de las novedades, los recelos de los
príncipes inexpertos, el disimulo de los gobernantes
experimentados, la murmuración de los que más tienen
que callar, la ingratitud de los favorecidos y la dilación
política en general164.
Como se ha visto, la alianza militar firmada en
1500 entre Francia y Aragón, conocida como Tratado
de Granada, había tenido sus dificultades y en 1502
164
A. Ferrari, Fernando el Católico, p. 458.
203
surgieron las hostilidades entre ambos ocupantes por
la posesión de los territorios intermedios, llegando a
un enfrentamiento armado franco-español que en esta
época era generalizado. Aunque en un principio las
tropas francesas hicieron retroceder a las españolas, a lo
largo de 1503 los españoles derrotaron a los franceses en
las batallas de Seminara, Ceriñola y Garellano, acosando
al mismo tiempo Gaeta, que se acabó entregando el 1
de enero de 1504 ante Fernández de Córdoba. Pisa,
Florencia, Siena y Génova pasaron a dominio español
y Venencia y Austria militaron en el bando español.
Luis XII temía una invasión española del Milanesado,
pero Fernando el Católico, por el desgaste humano y
económico que habían provocado tres años de guerras,
era más partidario de la paz que de seguir avanzando
al norte de Nápoles. Estos acontecimientos, junto con
el enfrentamiento de Fernando con Felipe el Hermoso
tras la muerte de Isabel la Católica (26 de noviembre
de 1504), son los que Juan Blázquez va a analizar en el
presente libro.
Comienza la narración con el encarcelamiento de
César Borgia por el Gran Capitán, obedeciendo órdenes
de los Reyes Católicos (1503), y la ruptura de las paces
pactadas por los reyes de España y Francia, al tiempo
que el monarca español se aliaba con el rey de Inglaterra
para defender Nápoles. Italia toda, explica Blázquez, se
encontraba abatida por la esterilidad de las guerras, había
una confusión general y España sufría desastres naturales
como terremotos nunca vistos, fenómenos que eran
claros presagios (así lo interpreta Blázquez, acudiendo
a un recurso bien conocido en la historiografía clásica)
de la inminente muerte de la reina Isabel la Católica en
1504:
204
España se vía atemorizada con los terremotos nunca vistos,
presagios todos de la muerte de la Reyna Cathólica, a cuya
tramontada luz tanto llanto dieron las Provincias estrangeras como
las naturales (137r).
205
y políticas. Felipe, en cambio, era más joven, pero, “con
menos años de los que eran menester para cargar sobre
sus ombros máquina tan grande” (137v), el gobierno de
tan gran imperio podía exceder sus fuerzas.
La proclamación de Juana la Loca a la muerte de Isabel
de Castilla le ofrece a Juan Blázquez ocasión para hablar
de la forma de gobierno que entonces inició y ejecutó
Fernando el Católico, quien, aunque “hizo levantar los
pendones por la Princessa Doña Juana su hija”, no cambió
su forma de gobierno y prosiguió ejerciendo como rey
“absoluto en el imperio”. Entretanto, el rey de Francia,
siempre enemigo de España, aguardaba expectante a ver
si Fernando y Felipe se enfrentaban en guerra civil para
obtener pingües beneficios de tal enfrentamiento (140r).
Las tensiones se templaron porque Fernando, consciente
del peligro que podía suponer el marido de Juana, buscó
el apoyo de las dieciocho ciudades castellanas con voto
en Cortes, obteniendo de ellas en enero de 1505 el
reconocimiento del carácter permanente de su gobierno
(Cortes de Toro) (140v).
Pero la guerra en Italia seguía abierta y la pretendida
rivalidad entre el rey y el capitán Fernández de Córdoba
la recoge Blázquez, indicando que el monarca Católico
escribió al Gran Capitan para que hiciese volver a
España buena parte de sus ejércitos (abril de 1504),
sin duda pensando en apaciguar cualquier conato de
rebeldía y en reducir gastos. El Gran Capitán se quedó
sin la mayor parte de sus efectivos militares, aunque la
capital de Nápoles disponía de guarniciones suficientes
(140v)165.
Entretanto, los reyes de Navarra intentaban casar
a su hijo el Príncipe de Viana con la princesa hija del
165
J. M. Sánchez de Toca, F. Martínez Laínez, El Gran Capitán.
Gonzalo Fernández de Córdoba, Madrid, Edaf, 2008, p. 173.
206
Rey Archiduque, para estrechar la antigua alianza; el
duque Valentín (César Borgia) estaba preso en el castillo
de la Mota de Medina del Campo, solicitando muchos
cardenales su libertad; el rey Católico desconfiaba del
Gran Capitán. Este es el ambiente de confusión que nos
pinta Bláquez, “porque ni los medios de paz se disponían,
ni los aparatos de guerra se exercitavan” (141r). Los
Grandes de Castilla eran poco favorables a Fernando
el Católico y, acudiendo al descrédito de los rumores,
hicieron correr el bulo de que doña Juana, la Beltraneja,
se casaba, lo que vino a aumentar la agitación; también
algunos decían que la enfermedad de la reina Juana le
permitía tomar el título de rey de Castilla (141v). Lo que
ocurrió después de Toro fue una traición y rebelión de
los nobles en toda regla166.
Pisa había sido sitiada por el ejército de Florencia,
ante lo que César Borgia tienta al Gran Capitán y le
ofrece sus efectivos militares para acudir en ayuda de
Pisa, con el señuelo de poner la ciudad bajo la soberanía
de los Reyes Católicos, a cambio de protegerla de las
ambiciones de sus vecinos167. Pero el Gran Capitán no
se deja engañar y envía a Nuño de Ocampo con mil
soldados españoles para defenderla y levantar el cerco
(142r).
Mientras, Maximiliano y Felipe el Hermoso se
ven en Haguenau con el cardenal de Ruán, Georges
D’Amboise, quien, en nombre de Luis XII, hace acto de
homenaje, conforme a lo estipulado en los tratados de
Blois, del Estado de Milán y se procede a la investidura
del ducado de Milán hecha a Luis XII (abril de 1505),
aunque tal ducado no iba a salir de la Casa de Austria,
pues, en caso de morir Luis XII sin descendencia
166
J. A. Vaca de Osma, Los Reyes Católicos, pp. 332-333.
167
J. M. Sánchez de Toca, F. Martínez Laínez, El Gran Capitán, p. 176.
207
masculina, la investidura pasaría a Carlos de Austria y su
mujer Claudia (142r).
Tras las maniobras de Felipe el Hermoso, que
había hecho que doña Juana escribiera una carta a su
padre desde Flandes diciendo que, al estar bastante
recuperada, pedía a todos que aceptaran a su marido
como gobernador de los reinos; tras las gestiones del
señor de Veyre en Castilla; tras el segundo tratado de
Blois firmado por Felipe, prometiendo entregar a Luis
XII el ducado de Milán y ayudar a Nápoles si Francia
le ayudaba contra el Rey Católico; tras intentar Felipe
captarse incluso la adhesión del Gran Capitán, a
Fernando el Católico no le quedaba más remedio que
acudir a sus dotes diplomáticas y así, enviando a Francia
en misión secreta a fray Juan de Enguera, concertó el
matrimonio del monarca español con Germana de
Foix, sobrina de Luis XII. No obstante, para lograr el
matrimonio hubo de pagar el rey Católico un precio
alto: la cesión de derechos en Nápoles a los posibles
herederos del nuevo matrimonio y el pago al rey francés
de un millón de ducados en diez años. La boda fue el 19
de octubre de 1505, Germana con 18 años y Fernando
con 53 (142r). La boda fue por razón de Estado. Tenía
noticias de que Felipe se iba a presentar en Castilla sin
doña Juana para encargarse del gobierno de los reinos
y desplazar a su suegro. Fernando, entonces, tuvo que
unirse con el rey francés casándose con una de sus
sobrinas para neutralizar las maniobras de Felipe, que
unido a Luis XII pensaba alzarse contra Fernando de
Aragón para que quedase aislado entre Castilla y Francia
y perdiese consiguientemente el Rosellón y la Cerdaña.
Pasa a continuación Blázquez a indagar en las
relaciones entre el rey Católico y el Gran Capitán,
quien había concedido grandes señoríos territoriales
208
en Nápoles a sus capitanes, que ahora, en virtud de lo
pactado en Blois, habría que devolverlos a sus dueños,
los barones angevinos. Para compensar a Fernández de
Córdoba, el rey le prometió el maestrazgo de la Orden
de Santiago:
209
en la gracia y confianza de Felipe el Hermoso (148r).
Mas los nobles castellanos estaban en contra de don
Fernando, más por sus propios intereses que por lealtad
a Juana. En cambio, como se vio antes, las ciudades,
desde las Cortes de Toro, se mostraron favorables al
rey. Este apoyo y la alianza de Blois permitieron al rey
Católico negociar con su yerno la llamada Concordia de
Salamanca (noviembre de 1505), por la que se admitía
la incapacidad de Juana y Fernando y Felipe compartían
el gobierno de Castilla y se repartían las rentas por la
mitad. Estos acuerdos, pronto se vio, era casi imposible
ejecutarlos. El señor de Veyre y don Juan Manuel, señor
de Belmonte, lo enredaban todo. La llegada de Felipe y
Juana a la Coruña en abril de 1506, acompañados de
una hueste de dos mil alemanes, hizo que muchos se
adhirieran a él, por lo que Fernando tuvo que firmar en
Villafáfila (27 de junio) y en Benavente (28 de junio) un
nuevo acuerdo por el que renunciaba al desempeño del
gobierno y de la administración de Castilla, recibiendo
en compensación el mayorazgo de las Órdenes Militares
y las rentas castellanas concedidas por Isabel. Fernando
regresaba a sus dominios aragoneses y embarcaba en
Barcelona con destino a Nápoles, mientras Felipe repartía
en Castilla rentas y favores a los nobles partidarios para
lograr poderes completos. Pero Juana se negó a firmar
nada, quedando entonces Felipe simplemente como
verdadero y legítimo señor por ser marido de la reina y
propietaria. Felipe no dejaba de porfiar por la clausura
de su mujer y los nobles, entregados a la adulación, lo
consentían. Todo lo manejaban los criados extranjeros
de Felipe (149v-150r). Obligaba el rey Fernando al
archiduque Felipe que le entregase a César Borgia para
ponerlo a buen recaudo, por miedo a que atizara de
nuevo las revueltas sofocadas de Italia, pero su consejo
210
lo impidió, como queriendo, dice Blázquez, que se
encendiera el fuego apagado de Italia y demostrándose la
poca personalidad de Felipe, manejado por sus favoritos
y erigiéndose por ello en el antipríncipe:
211
todos suspiraban por el gobierno pasado y reprochaban
a Fernando el Católico haberlos dejado desamparados,
aunque, aclara Blázquez, la realidad era que los propios
nobles castellanos habían rechazado a Fernando y se
habían entregado a Felipe. Se discurría, entonces, a
quién encomendar el gobierno y concluye Blázquez lo
que para él era evidente:
212
Francia, al tiempo que el enredador don Juan Manuel
seguía atizando la discordia, a pesar de que, muerto
Felipe, había perdido ya su privanza. Enemigo como
era de Fernando, no goza tampoco de las simpatías de
Blázquez Mayoralgo:
Libro XII
Abarca este libro el espacio de tiempo comprendido
entre la llamada de los castellanos a Fernando para
que vuelva al trono hasta la acometida del rey Católico
contra Venecia. Aparecen aquí diversas teorías políticas:
la disolubilidad de las confederaciones, la prudencia
política como medio para conservar las conquistas, la
presencia de los príncipes en las empresas, acometimiento
de empresas de mayor envergadura o la idea de que
las empresas de religión son las más importantes.
Fernando, según Blázquez, es el ejemplo y enseña que
toda confederación en beneficio propio es legítima,
rechazando, en consecuencia, cualquier liga que a su
costa pudiera beneficiar a otros, tanto si se trata de su
aliado Maximiliano de Austria como si es su enemigo
Luis XII. Entretanto, la tesis de Blázquez Mayoralgo
para este libro es, según Ferrari, que el rey Católico,
sospechando que pudieran sobrevenir males mayores,
se aseguró de Nápoles por la enfeudación papal. Este
libro, según el mismo Ferrari, quizás sea el más cuidado
de la obra por la narración de los hechos guerreros y
diplomáticos que contiene168.
Comienza el libro, en efecto, con Fernando aún en
168
A. Ferrari, Fernando el Católico, pp. 459-460.
213
Nápoles, donde le llegaban noticias de las alteraciones
castellanas, si bien el monarca “dejaba correr el tiempo”
(156v), considerando que las disputas de los bandos se
calmarían y así conseguiría con mayor facilidad sus
objetivos. Escribió entonces a todos con agradecimiento
hasta poder hacer justicia, lo que aplacó las revueltas,
pero no eliminó las discordias. Iba la reina por estas
fechas “caminando en compañía de su muerto esposo”,
esto es, embarazada, como estaba, seguía al féretro en
una silla de mano, hasta llegar a Torquemada (156v),
donde el 14 de enero de 1507 dio a luz a su sexto hijo y
póstumo de su marido, la niña bautizada como Catalina.
Los nobles, mientras tanto, a quienes no gusta la futura
llegada del rey Católico, intentaban casar a la viuda
reina Juana, unos con el duque de Calabria, otros con
don Alonso de Aragón, hijo del infante don Enrique,
el viejo rey de Inglaterra también pretendía lo mismo
y hasta su padre el rey Fernando, según rumores que
recoge Blázquez, intentaba casarla con Gastón de Fox,
señor de Narbona (157r). La reina rechazaba todos estos
planes de matrimonio. A su vez, el rey de Francia intenta
convencer al papa para que entre en la liga franco-
española que se proyectaba contra los venecianos, la
que luego se denominaría liga de Cambray (157r).
Los asuntos de Italia se iban calmando porque el rey
Católico restituyó sus estados a todos los príncipes que
los habían perdido en las pasadas guerras (157r). Juan III
de Albret, rey de Navarra, aprovechando que el monarca
español estaba fuera, encuentra la ocasión propicia
para vengarse de su condestable, el conde de Lerín, y
acometió la fortaleza de Viana, defendida por don Luis
de Beamonte, hijo del condestable. César Borgia (el
duque Valentín) militaba en el bando de su cuñado el
rey Juan Albret y allí, durante el intento de conquistar
214
la villa de Viana, murió víctima de una emboscada a
traición el 12 de marzo de 1507 perpetrada por tres
hombres del conde de Lerín: le despojaron de sus ropas
y de sus bienes, dejaron su cadáver totalmente desnudo y
lo arrojaron por un barranco. Blázquez narra con cierto
patetismo la muerte de César Borgia, sobre el que tantas
críticas ha lanzado ya a lo largo de su libro, recordando
que tanta maldad, perfidia y soberbia no le valieron de
nada en la fatal hora:
215
allí Fernández de Córdoba. Tras cuatro días en Savona,
don Fernando embarcó con destino a Castilla, pero pasó
antes por su reino de Valencia, para dejar allí a Germana
(107v-108r).
El siguiente episodio narrado es precisamente la
determinación del Emperador de hacer la guerra a los
venecianos por el ducado de Milán, uniéndose a dicha
empresa el papa Julio II, el rey Católico y el rey francés
Luis XII, todos coaligados contra Venecia. La liga, en
efecto, se asentó en Cambray en diciembre de 1508 y,
por ello, fue denominada liga de Cambray, siendo en
principio auspiciada como una alianza contra el Turco.
Venecia se vería despojada de todos sus territorios en
tierra firme y se preveía el completo desmembramiento
de los territorios venecianos en la península itálica y su
reparto entre los coaligados: Maximiliano se quedaría,
junto con la conquista de Istria, con los territorios
de Verona, Vicenza, Padua y Friuli; Francia uniría a
sus territorios milaneses Brescia, Crema, Bérgamo y
Cremona; Fernando se quedaría con Otranto; y los
Estados Pontificios con Rímini y Rávena. Entretanto,
el papa se hallaba confuso, dice Blázquez, porque los
venecianos le ofrecían por contrato lo que él pretendía
quitarle con las armas. El Emperador, por su parte,
además de haber ganado las ciudades y tierras que la
correspondían según lo acordado en la liga, pretendía
que se atacara Venecia y que se la repartieran los cuatro
príncipes confederados. El rey de Francia intenta disponer
todo para hacerse rey de Italia. El rey Católico trataba
de convencer al Emperador para que se concertara con
los venecianos, recordándole lo peligrosa que podía
ser una amistad con el rey de Francia, quien pretendía
tiranizar Italia y nombrar papa al cardenal de Ruán.
Pero como Fernando no pudo convencer al Emperador,
216
se alió con el papa en defensa de los venecianos. En fin,
la liga tenía poco de sincera, los aliados no se fiaban
entre sí, concertaban pactos secretos bilaterales, intrigas
o treguas fingidas. Aliados tan dispares y en otro tiempo
tan enemigos pronto chocaron entre sí, por lo que la liga
se disolvió en 1510 (158r-160r).
El rey Católico, por tanto, se apartó de la liga y lo
hizo por una razón de Estado. Fernando, en opinión de
Blázquez, no estaba de acuerdo en la total destrucción
de Venecia y su reparto entre los cuatro aliados: tal cosa
le parecía aborrecible, “porque no se gana el amor de las
Provincias con el daño común de los confederados, sino
con el bien público de los que se entregan reducidos”
(160r). Fernando, entonces, se desvincula de la liga,
porque, en palabras de nuestro historiador, ni había
de permanecer en ella “por obligación”, ni tampoco
le convenía a sus Estados; además, los planes del
Emperador sólo iban a hacer más poderoso a Luis XII.
Ésa era la razón de Estado por la que Fernando se retiró
de la liga, pero también porque lo convenido era quitar
a los venecianos lo que habían usurpado a cada aliado,
conseguido lo cual
217
fuera de juego:
218
todos unidos y quedaban “fuerzas de exércitos de
tanto Príncipes confederados”, intenta que se dirijan
los esfuerzos bélicos de Europa contra el Turco. Pero
lamenta nuestro historiador que no llegasen los aliados
europeos a un acuerdo y no se dejaran convencer por las
razones que exponía don Fernando, tan impedidos como
estaban por la ambición particular y por los antiguos
odios que se tenían que ni siquiera lograban concertarse
contra el enemigo común:
219
enagenado el feudo al Rey Católico sin consentimiento (166r).
2010, p. 112.
220
aborrecimiento de el Papa y resuelto el Emperador en la crueldad
de los acometimientos por la vanidad de las empressas o por la
venganza de las tierras perdidas, pretenden otra vez bolver las
armas contra Venecia, achaque para desmentir que las desnudaban
contra el Papa (168r).
Libro XIII
Fuera ya Fernando de la liga y despreocupado de
todos los incidentes de las guerras, con la prolongación
de las mismas en país ajeno y lejano del suyo, consiguió
aunar a sus aliados, divididos entre sí en luchas, y
concertar una paz destinada a atacar todos juntos a
Francia. Estos eran, tal y como lo plantea Blázquez,
los objetivos del rey Católico, con los que el historiador
encubre y justifica la derrota española en Rávena. Don
Fernando es presentado como el paladín del papado,
de la Iglesia y de la cristiandad, mientras que Francia
es vista como la enemiga de Europa y de la religión. La
Liga Santa (1511) se erigió así en una coalición, formada
221
por los Estados Pontificios, Venecia, España, Suiza, el
Sacro Imperio Romano Germánico e Inglaterra para
combatir a Francia. Y el artífice de tal empresa fue, en la
versión de Blázquez, Fernando el Católico. Italia, donde
ondeaban tantas banderas, estaba siempre en armas;
Alemania andaba revuelta por las distintas conquistas;
Francia, soberbia como siempre, estaba crecida por el
éxito de algunas batallas; España, presuntuosa por sus
victorias; los pueblos, deseosos de libertad, pero también
inclinados a promover disensiones. Todo ello lo atribuye
Blázquez al aborrecimiento general que se sentía por
Francia:
222
auténtico valedor de la liga y quien inspiraba confianza
cierta, pues los otros confederados, recalca Blázquez,
eran poco de fiar y se movían por intereses personales,
pero quienes más exasperaban a nuestro historiador era
el voluble papa y los ingratos venecianos (172r).
En efecto, la narración171 comienza en una fecha muy
precisa, el 29 de octubre de 1511, cuando comenzaron a
salir de Nápoles, dirección a Aversa, los primeros hombres
del ejército de la liga, al tiempo que Pedro Navarro partió
desde Gaeta con su infantería. Ramón de Cardona, virrey
de Nápoles, ha concentrado un ejército numeroso, con
mil doscientos hombres y la caballería de la liga (170r). El
papa desea vivamente recuperar Bolonia y pide al virrey
que se ponga en camino para asediarla, diciéndole que
se entregará sin resistencia, si bien Cardona no opina lo
mismo. Aunque Cardona prefiere apoderarse primero de
Florencia, ciudad aliada del rey de Francia y partícipe de
los cismáticos, para sitiar Bolonia en primavera, el papa
le obliga a emprender directamente la toma de Bolonia
atravesando los Abruzzos, territorio abrupto y frío,
cuya consecuencia más inmediata fue la enfermedad de
muchos soldados y el regreso a Nápoles de la artillería
para ser trasladada por barco. Desde Aversa continúa el
ejército por Rocaseca en dirección a Collolungo; el 16 de
noviembre llega a Castellovecchio, cerca de Aquila; el 21
pernoctan en Tolentino; el 26 arriban a Fossombrone;
el 2 de diciembre descansan varios días en Cesena; el 13
del mismo mes se trasladan a Forlín Populo, donde se
enteran de que el ejército francés que estaba en Bolonia se
había retirado hacia Lombardía. La infantería del virrey
se reúne con la del conde de Olvieto, Pedro Navarro.
Pasan por Russi (18 de diciembre) y por Massa
171
Completo las informaciones de Blázquez con J. A. Planells, Ramón
de Cardona y la Batalla de Ravenna. 1512, Madrid, Bubok, 2012.
223
Lombarda (día 20), donde se reparten los ejércitos
entre el fuerte de Lug, Bagnacavallo y Santa Agata sul
Santerno, mientras que el coronel Zamudio se dirige
a Rávena para traer la artillería que había llegado por
barco. El conde Pedro Navarro acomete la Bastida, una
fortaleza situada a ocho millas, para que sus ocupantes
no intercepten los avituallamientos que, transportados
desde Rávena, iban destinados a mantener el asedio de
Bolonia. La Bastida fue arrasada con tres asaltos, siendo
el definitivo el del 1 de enero de 1513:
224
situado entre Carpi, donde se alojaban los franceses, y
Bolonia. Pedro Navarro, al que Blázquez caracteriza
como intransigente con quien no opina como él y como
un hombre tozudo y soberbio, decide que es mejor sitiar
directamente Bolonia:
225
Entretanto llegan rumores de que el rey francés se
acerca con un poderoso ejército; el papa, supuestamente,
ha muerto; los venecianos vienen para unirse con las tropas
del virrey; y el Emperador envía auxilio al papa. Eran
rumores, pero el 26 de enero existe ya la certeza de que
los venecianos han conquistado Brescia y están luchando
con los franceses a treinta millas de Bolonia. Dispuestas,
pues, las trincheras, el 27 de enero comienza a disparar
la artillería y el redoble de los tambores ensordecía el
ruido subterráneo de los zapadores, que excavaban un
túnel para colocar una mina bajo la muralla, lo que a
Blázquez le parece una valiente y heroica hazaña:
cae parte de la muralla en tierra, por cuya ruina los que más cerca
se hallaron se arrojan a ganar una torre que defiende la obstinación
de quien la guarda y conquista el valor de quien la acomete. El vulgo
de esta Ciudad, inclinado a sospechas, se persuadió que era traición
de sus soldados la que fue de los Españoles valentía (173r).
226
y se hubiera instalado donde él decía, en vez de donde
dijo el conde Pedro Navarro, que, como siempre, se
opuso a la opinión de Fabricio, e impuso la suya propia,
siendo ésta la que el virrey acató (174r). Aprovechando
esta circunstancia, el duque de Nemours había entrado
en Finale, junto al río Panaro, fuertemente armado con
cinco mil soldados de infantería y setecientas cincuenta
lanzas. La opinión de Fabricio y de Héctor Piñatelo,
conde de Monteleón, fue que salieran al encuentro
del enemigo, a lo que el conde Pedro Navarro, como
siempre, se oponía, insistiendo en que no se levantase
el real de donde estaba asentado. El duque de Nemours
dio prioridad al auxilio de los sitiados, así que, dejando
atrás a la artillería en Finale, acudió ligero y se metió en
Bolonia a socorrer a los cercados. Entonces, confuso el
virrey al enterarse de que la ayuda estaba dentro de la
ciudad, juntó a su consejo para ver qué hacer: se decidió
levantar el real “sin descrédito de la acción, antes con
la alabanza del acierto de la retirada” (174v). Pero,
cuando los de la ciudad vieron “remontado el ejército”,
atacaron a algunas gentes que andaban descuidada y
sembraron el caos, especialmente entre los soldados
del papa que, atemorizados, huyeron despavoridos en
vergonzosa espantada hasta Imola. Y, tras dos días (6
de febrero), el virrey se recogió en Castel de San Pedro,
cerca de Bolonia; el conde ocupó Viriniano; y Fabricio
y los demás capitanes se alojaron en lugares convecinos
(174v). La nieve, entretanto, seguía cayendo sin descanso.
Se decide, entonces, dado que el tiempo no mejoraba,
alojar a la mayoría del ejército en Budrio, donde queda
el virrey, mientras Pedro Navarro se sitúa en Cento. Allí
permanecen alojados hasta el 22 de febrero, cuando
llega el rumor de que los franceses han derrotado a los
venecianos y recuperado Brescia. El 25 de febrero el
227
conde Navarro vuelve a Budrio y el marqués de Padula
marcha a Roma a informar al papa de que los problemas
reales los tienen con las inclemencias meteorológicas, no
con los enemigos, pues se mueren de frío y no pueden
recibir avituallamientos. El 8 de marzo regresa de Roma
el marqués de Padula con la noticia de que el Emperador
va a entrar en la liga y, punto seguido, llega un correo
de Fernando el Católico al virrey informándole de que
se ha roto la paz con Francia, que el rey de Inglaterra
está con España y que Maximiliano prepara un gran
ejército para ir a Roma a coronarse emperador. Era una
noticia muy esperada, porque el papa consideraba que
el ejército de la liga estaría desvalido si no entraba en
ella el Emperador en concierto con los venecianos. En
el análisis efectuado por Blázquez, aparece un pontífice
impulsivo y deseoso de atacar por el odio que tenía a los
franceses, a quienes pensaba aniquilarlos y despojarlos
sin contemplaciones, mientras el rey Fernando, como
monarca ideal de carácter neoestoico, sabía contener
sus pasiones y, prudentemente, prefería “entretener la
guerra”:
228
adoctrina Blázquez, hay que ejercer la fuerza armada
y luchar bien por defender lo propio o por conquistar
lo ajeno, pero cuando se emprende el combate
temerariamente y sin “consideración en los casos”, “más
cerca está de ser vencido en la resistencia forzossa, que
salir victorioso de lo que no emprende necessitado”
(178r).
El 22 de marzo el ejército español está reunido en
Medicina; el virrey, en Castelgüelfo, a cuatro millas; la
infantería y los soldados de Navarro se trasladan a Castel
de San Pedro, cuando corre el rumor de que el ejército
francés ha llegado a Argenta, por lo que se ordena que
los soldados tomen juramento y reciban su sueldo. El 26
de marzo Pedro Navarro hace salir a la infantería, como
si fuera a trabar combate. Se rumorea que los franceses
han perdido Brescia y que, acampados cerca, solicitan
librar batalla el día 27. El virrey convoca al Consejo
General y, preparados para guerrear, el enemigo francés
no se presentó. El día 29 llega a Roma Hernando Valdés,
capitán de la guardia de Fernando el Católico, para
informar al papa Julio II que es inminente el acuerdo
con el rey de Inglaterra para atacar a los franceses por
Guipúzcoa, Navarra y Guyena, con la ayuda de los
suizos, y que los venecianos invadirán el Milanesado y
el Véneto.
El papa está confuso con la conducta de su sobrino
el duque de Urbino, que se ha negado a participar en la
próxima batalla de la liga, ante lo que Julio II le prohíbe
militar en el ejército de Gastón de Foix. Al duque de
Urbino, en principio ni a favor ni en contra de nadie,
atribuye Blázquez una revuelta suscitada entre los
soldados y planeada, cuenta nuestro historiador, por el
pérfido rey de Francia:
229
El teniente de el Duque de Urbino, de la gente de armas de
el Papa… tomando por color la falta de los pagamentos (como si
fuera novedad en guerra tan larga), solicita conspirar los Soldados, a
quien propone debajo de una fe fingida una traición determinada…
Tuvo noticia el Virrey de el tumulto y de la retirada y, disimulándose
con el Duque de Urbino, porque sabía que él lo avía dispuesto por
orden de el Rey de Francia… (177r).
230
pero destaca la confusión de los aliados sobre cómo
dirigir la ofensiva. Fabricio Colonna proponía que su
sobrino Marco Antonio se adelantara por la noche y
entrara en Rávena, donde con la ayuda de la gente de
Pedro de Castro y Luis Dentichi no debían temer asalto
alguno. Pero los franceses se les adelantan, plantan su
real entre los dos ríos poco caudalosos que tiene la ciudad
y comienzan a bombardearla con las cincuenta piezas
de su poderosa artillería, destrozando su muralla. El
virrey decidió pasar con su ejército a Rávena, aunque su
artillería sólo disponía de cuatro piezas y eran menores
sus efectivos (180v-181r).
Los dos ejércitos estaban ya muy juntos y de nuevo
surge la duda entre los aliados sobre cómo acometer la
ofensiva. Fabricio proponía hacer un fuerte para proteger
los avituallamientos y, cuando los franceses lucharan
para abatir la ciudad, atacarlos por la retaguardia. El
conde Pedro Navarro se opuso a su plan, en opinión
de Blázquez porque era hombre que a todo se oponía
y además se mostraba envidioso de Colonna; el plan
alternativo de Navarro era, pues, atacar directamente con
gran ímpetu, pero también, como aclara el historiador,
con gran temeridad. El virrey, que era quien tenía que
decidir en última instancia, prefiere de nuevo la táctica
impulsiva, irreflexiva y temeraria de Navarro, en lo que a
Blázquez Mayoralgo le parece una tamaña imprudencia,
culpando al virrey de insensatez: “gran culpa en los que
goviernan no pesar los consejos” (181r).
El caso es que el virrey ordenó al ejército avanzar
una milla adelante, donde había un fuerte asentamiento
francés. El conde marchó con su infantería; Fabricio
iba en la retaguardia con ochocientos hombres de
armas (caballería pesada), seiscientos caballos y cuatro
mil infantes; y el virrey se quedó con todo el cuerpo
231
del ejército formado en dos escuadrones, ordenando
a Fabricio y al conde de Monteleón que avanzaran.
Fabricio respondió que era imposible sin pelear, acción
que debía considerarse y sopesarse, pues todo estaba
repleto de franceses en orden de batalla. De nuevo, el
virrey no hace caso a Colonna y bajó con su ejército
a un lado de Rávena. Se vieron los dos ejércitos, el de
los aliados y el francés, y se produjo una sangrienta
escaramuza:
232
de fama militar, solía obviar las opiniones y consejos
de Colonna y aceptar como viables los de Navarro.
La indisciplina del ejército aliado tampoco era un mal
menor. Estaba también la cuestión de los siempre volubles
venecianos, que se cambiaban de bando cuando mejor
les convenía. Y, por último, un papa Julio II confuso e
irresoluto, que se dejaba malmeter, especialmente por
parte de los franceses, contra el rey Fernando, que era el
auténtico valedor de los Estados Pontificios y el paladín
de la cristiandad. El papa, en efecto, nos narra Blázquez,
escuchaba y quizás se creía “las asechanzas de el Rey
de Francia contra la potencia de el Cathólico” (179v),
cuando le decía al papa que la causa de su enemistad con
Francia era el rey Fernando; y que no se fiara de él, pues
el virrey Cardona había podido tomar Bolonia antes de
ser socorrida, pero no lo había hecho por orden del rey
Fernando “que tenía dispuesto quedarse con ella por
aquel camino” (179v). Todo ello, en fin, serán factores
que influirán en el posterior desenlace de la batalla.
Libro XIV
El libro final de obra, que termina con la muerte de
Fernando, principia con la batalla de Rávena mediada.
La tesis que Blázquez sostiene es que el rey Católico
estaba interesado en el mantenimiento y prolongación
de la guerra en Italia para hacer que el papa condenase
a Francia como responsable y culpable de la misma.
Por ello, don Fernando apremió a sus aliados a que la
abandonaran, con el objetivo final de apoderarse de
Navarra y ofrecer así a sus reinos unidos unas fronteras
bien definidas172.
El virrey, “menos aconsejado que pudiera” (182r),
decide levantar el campamento y marchar a la ribera
172
A. Ferrari, Fernando el Católico, p. 462.
233
del río para levantar un fuerte. Fabricio Colonna y el
marqués de Padula intentan persuadirle de que, en vez
de hacer eso, cortara el paso a los franceses. Pero de
nuevo, el virrey no hace caso, estimando Blázquez que,
si hubiera cortado el paso del puente a los galos, habría
entorpecido el avance enemigo. Otra vez “la emulación
que el conde Pedro Navarro tenía a Fabricio” (182v)
mermaba la efectividad del ejército español.
Se relata, en fin, con gran detalle el despliegue de
ambos ejércitos. Era el 11 de abril. Colocados enfrente
los dos contingentes, empieza el cañoneo, durante el
cual la artillería española, que disparaba desde el bosque
de la Sabina, mató a muchos infantes franceses del ala
izquierda, sin que éstos dañasen a los españoles (182v).
El marqués de Ferrara, al mando de la vanguardia
francesa, al ver el poco provecho obtenido de sus tiros,
se retira a la retaguardia y se coloca ante los gascones y
picardos, abriendo fuego contra el flanco de la caballería
de Fabricio Colonna, que formaba la vanguardia
confederada.
La batalla de Rávena podía haber sido un éxito si los
españoles hubieran permanecido firmes en su posición,
pues habrían desbaratado las tropas de Nemours, cuya
retirada habría sido imposible por tener a la espalda
un río y la guarnición de una plaza enemiga. Pero la
exasperación de Colonna y sus desavenencias con
Navarro le hacen olvidar la orden de permanecer
en su puesto y ordena cargar, lanzándose con toda su
caballería sobre el ala izquierda francesa. El refuerzo de
los franceses y el movimiento envolvente de sus tropas
obligan a los españoles a batirse en retirada tras perder
a su jefe, que cae prisionero, así como el marqués de
Pescara, que dirigía los caballos ligeros. Insiste Blázquez
que era un resultado esperable por la superioridad de los
234
franceses y continúa defendiendo a Colonna, diciendo
que cayó preso por estar herido, pero que en modo
alguno resultó vencido:
1982, p. 22.
235
españoles que resultan imposibles. Blázquez, en efecto,
opina que los franceses mienten, que la batalla obtuvo
un resultado dudoso y que es difícil discernir entre los
vencedores y vencidos:
236
cosa que el rey Católico no le permitió y tampoco hizo
falta, porque los franceses, al morir su jefe, el duque de
Nemours, en Rávena, se retiraron. Unida a todo ello
la diplomacia fernandina, que consiguió atraer a la
liga a Enrique VIII, rey de Inglaterra, y al Emperador,
mientras los venecianos se pasaban al bando francés, el
virrey Cardona logró vengarse de Rávena y venció en
Novara y en La Motta (1513) a los ejércitos de Luis XII,
reponiendo a los Médicis en su señorío de Florencia.
Entretanto, el rey francés, temeroso del poderío
militar del rey de Inglaterra, fortifica las fronteras y
refuerza la amistad con el rey de Navarra (187r). En
efecto, los enfrentamientos franco-españoles no cesaban.
Luis XII había querido encabezar una revuelta conciliar
contra el papa Julio II; el duque de Nemours había muerto
sin hijos, por lo que sus derechos y reclamaciones sobre
Navarra y el Bearne pasaron a su hermana Germana, la
segunda esposa de Fernando de Aragón. El rey francés
tuvo entonces que cambiar su política y, por el tratado
de Blois (julio de 1512), Luis XII ofreció a Juan de Albret
y Catalina la plena soberanía en el Bearne, la herencia
completa de los Foix y una renta anual elevada, todo ello
a cambio de que rompieran definitivamente con el rey
Católico declarando formalmente la guerra a Inglaterra.
Viendo Fernando la deriva que iban tomando los
acontecimientos, había ya solicitado del papa Julio II dos
bulas para apoyar o justificar la conquista de Navarra,
que fue ejecutada en julio de 1512 con un ejército al
mando del duque de Alba. El papa, además, ofendido
por el hecho de que Luis XII favoreciera a los enemigos
de la Iglesia, le había privado de la dignidad y título de
rey y había “concedido la invasión de sus Reynos al que
primero la determinase” (187r).
El rey Católico, por tanto, promotor de la Liga
237
Santa, se decide a atacar a Francia por Aquitania desde
Guipúzcoa, a partir de Fuenterrabía. Penetrando así
por el sudoeste de la Guyena, obligaba a Luis XII a
retirar las tropas de Italia. Para todo ello contaba con
la ayuda inglesa. Así, sabedor Fernando de lo contenido
en el mencionado tratado de Blois, exigió a sus
sobrinos Catalina y Juan de Navarra que garantizasen
su neutralidad poniendo por rehén a su hijo Enrique,
príncipe de Viana. Pero sustituyó el rey Católico esta
dura condición por la entrega de las plazas fuertes de
San Juan de Pie del Puerto, Malla y Estrella. Después el
rey pidió paso para sus tropas que se dirigían a Francia,
pero como Albret se lo negó, activó todo el dispositivo de
guerra desde Salvatierra de Álava al mando de Fadrique
de Toledo, duque de Alba. Los ingleses, cansados de
aguardar, se habían reembarcado. La empresa así
quedaba como totalmente española.
Logró el rey Católico que el papa declarase cismáticos
a los Albret por no haber querido unirse a la liga y apoyar
el cisma de Pisa. En cuatro días el duque de Alba llegaba
a Pamplona, que se entregó al no llegarle la prometida
ayuda francesa del duque de Longueville. Fue el 25 de
julio de 1512 (187r-189v)174.
El papa, por su parte, hacía cuanto podía para que
se acometiera la guerra contra el Turco por la división
que había entre los hijos de Bayaceto (Beyazid II), cuyo
hijo Salim I, ayudado por los jenízaros, había destronado
al padre mediante una conspiración y matado
posteriormente a sus hermanos (1512). Pero corría la voz
de que el papa se servía de esta estratagema para sacar
de Italia a los españoles (189v).
174
J. A. Vaca de Osma, Los Reyes Católicos, pp. 365-367; L. Suárez
Fernández, Fernando el Católico y Navarra, Madrid, Rialp, 1985, pp.
236-244.
238
El virrey don Ramón de Cardona tenía su campo
sobre Florencia y su pretensión era devolver a aquella
república su antigua libertad para que guardara a la
Iglesia la fe que le debía, quitando a los cismáticos el
derecho que sobre ella solicitaban. Todo se consiguió y
Florencia se declaró contra el rey de Francia, entregándose
a la protección del rey Católico. Lo mismo hicieron
Siena, Luca y Génova (190r). Mas la situación italiana
era aún convulsa y Fernando llamó al Gran Capitán a
Burgos para que preparase una expedición a Nápoles
para el verano de 1513, pero, cuando todo estaba ya
listo, el rey cambió de opinión y “desbaratando de todo
punto aquellos grandes aparatos de guerra prevenidos,
enmudeció los discursos de todos con la novedad” (190v),
esto es, suspendió esta expedición. Justifica Blázquez en
este punto el cambio de decisión de Fernando, alegando
que el príncipe puede mudar de pensamiento cuando las
circunstancias lo requieren (191r).
Tras una intensa campaña comandada por Ramón
de Cardona en el Véneto, en la que sitió a Padua y llegó
a bombardear desde Mestre (Venecia) las lagunas, se
fue retirando hasta Vicenza, logrando así que acudiera
Bartolomé de Alviano y Baglioni con sus tropas resuelto
a librar batalla. El 6 de octubre de 1513 se plantaron
los ejércitos frente a frente en las proximidades de La
Motta, cerca de Vicenza. El día 7 se reunió el Consejo
de Capitanes y se decidió demorar el ataque por la
superioridad enemiga. Pero Alviano, al ver la retirada
de las tropas, manda atacarlas. Al enterarse Próspero
Colonna, al mando del ejército hispano-pontificio, baja
entre la montaña y el río Orolo para la defensa. El ataque
de los venecianos se convirtió en una desastrosa derrota:
“los Venecianos perdieron el brío y los Franceses todo
quanto señoreavan en Lombardía” (192r).
239
Entretanto, la tregua entre España y Francia estaba a
punto de concluir, con lo que el rey Católico, queriendo
convertir la tregua en paz más duradera, decidió
prorrogarla durante un año más, a pesar de que el papa
Julio II se oponía por el odio que tenía a Francia. Pero el
papa, como buscaba la forma de echar de suelo italiano a
los españoles, que se estaban convirtiendo en sus nuevos
amos, volcó ahora su odio, según narra Blázquez, contra
el rey Católico, no porque sospechara que Fernando
hubiera estado tras la revolución del ducado de Milán,
sino por su natural condición altercadora e ingrata,
que nuestro historiador califica como “más inclinada a
placerse de disensiones que reconocer beneficios” (192r).
Quería, en efecto, hacer rey de Nápoles al Emperador
para después arrojar de Italia a los alemanes y poner en
la Corona a su sobrino el duque de Urbino y quitar el
estado al duque de Saboya. Eso maquinaba: expulsar a
los españoles para ponerse en manos de otra potencia
extranjera, cuando se había entregado previamente a los
españoles por esa misma razón.
Y, llegados a este punto de la obra, Juan Blázquez
Mayoralgo se dispone a clausurarla. Así que, como broche
final, elabora un epítome panegírico de las grandezas
del rey Católico comparándolo y equiparándolo con
Augusto, todo ello aderezado con citas de autoridad
latinas que desvelan su filiación tacitista. Sin querer
caer en la adulación recordando sus hazañas, pero sin
tampoco querer silenciarlas y dejarlas en el olvido, se
compara a Fernando con Augusto en tres dimensiones
distintas.
En el plano militar, en efecto, ambos son
comparables por las guerras que hubieron de afrontar
en sus comienzos políticos. Augusto hubo de vencer en la
batalla de Filipos (42 a.C.) a Bruto y Casio, deshaciendo
240
el segundo triunvirato hecho con Lépido y Antonio. El
rey Fernando, por su parte, lo primero que tuvo que
hacer fue acabar las guerras civiles con su cuñado el rey
don Enrique sobre la sucesión de los reinos de Castilla:
241
vicios. Se le censuraba, en efecto, que no guardaba la
fe ni cumplía la palabra que daba, porque anteponía
la propia utilidad a la causa pública. Inculparle de este
delito era, a todas luces, acusarle de ser un príncipe
maquiavélico, cosa que Blázquez no puede consentir
y, aceptando que en alguna ocasión Fernando actuara
así, justifica su comportamiento alegando que ése era el
modo de actuar de todos los príncipes de la época y que
la inconstancia en los príncipes se convirtió en aquella
época en razón de Estado. Si se acusaba a Fernando
de esto, todos los demás príncipes quedaban también
inculpados de esa misma falta:
242
historiador era una conquista justa, porque contaba con
el beneplácito del papa y porque además era un reino
que le correspondía por ser “heredero de el Rey don
Enrique de Castilla, a quien la Infanta de Nabarra Doña
Blanca dejó la sucesión, por averla tiranizado el Reyno su
hermana Doña Leonor, mujer de Gastón de Fox” (193r).
Y este alegato en defensa del rey Fernando va
dirigido a rebatir y desmentir las censuras y acusaciones
con las que los escritores políticos italianos y franceses,
más antiespañoles que franceses, pretendieron ensuciar
la imagen del rey Católico. Blázquez Mayoralgo intenta
limpiarla sirviéndose de todos los recursos posibles, tanto
con ocultaciones como con deformaciones históricas,
una técnica que años después emplearía, precisamente
para refutar a Blázquez, Monsieur Varillas con su
libro La politique de Ferdinand le Catholique, Roy d’Espagne
(Amsterdam, 1688)176.
Clausura Blázquez su obra con la muerte de Fernando,
atribuida a su debilidad creciente por “la edad larga de
el Rey, los trabajos de las guerras y las enfermedades
continuas” (193r), y aderezada con una cita de Tácito
sobre Augusto, en la que se dice que, mientras estuvo en
plenitud de sus fuerzas, cuidó de sí mismo, de su casa y
de la paz; pero que, cuando enfermó y era inminente su
muerte, unos pocos albergaron expectativas de cambio
y hablaron de las ventajas de la libertad, temiendo la
mayoría una guerra (Tácito, Anales 1.4). Algunos, añade
Blázquez, atribuían la causa de sus males a su esposa
Germana, “moza de robustos años y mal enseñada a
estar sin él” (193v). Y pasa, a continuación, al tema de la
sucesión de Fernando, cuestión ante la que el monarca
243
estuvo lleno de incertidumbres. Se debatía internamente,
explica Blázquez, entre si dejar la sucesión a su nieto
Fernando, educado en tierras españolas como regente de
Castilla, maestre de las Órdenes Militares y su heredero
de Aragón, o hacerlo a su otro nieto el príncipe Carlos,
el futuro Carlos V. En su último testamento, dictado un
día antes de su muerte en Madrigalejo, nombraba a
Juana como heredera universal de todos sus reinos, pero
era una pura formalidad, pues, estando incapacitada,
el designado para regirlos era el príncipe Carlos, que se
encontraba en Flandes, por lo que durante su ausencia
se confiaba el gobierno de Castilla al cardenal Cisneros
y el de Aragón a Alfonso, arzobispo de Zaragoza e hijo
natural del rey Católico. A su otro nieto, el infante don
Fernando, le dejó el principado de Tarento en Nápoles
y varias ciudades de Calabria177. Según Blázquez, los
argumentos que aducían sus consejeros para la elección
del príncipe Carlos eran varios, pero el más determinante
parece que fue el hecho de que el infante don Fernando
no reunía “seguros fundamentos” para el reino y que
la grandeza que le otorgaban los maestrazgos también
podía hacerle “competidor de muchos Reyes, quanto
más de un hermano ausente, ni querido por averle
visto los Reynos, ni respetado por conocerle capaz los
súbditos” (194r).
Pero el rey Católico, que ya estaba más pendiente
“de lo que hallaría en el otro siglo que de lo que dejava
en éste”, hizo uso de su siempre certera consideración
y, cambiando su primera opinión de dejar los reinos al
infante Fernando, “dejó unido todo el imperio en Carlos”.
Éste fue, dice Blázquez, el último de sus grandes actos en
vida, pues la muerte le llegó enseguida, el 23 de enero
de 1516, “en tan corto albergue como una pobre aldea”
177
A. Simón Tarrés, La monarquía de los Reyes Católicos, p. 139.
244
(194r), esto es, en Madrigalejo, cuyo nombre no cita
Blázquez. Y cierra el historiador su libro pronunciando
una especie de laudatio funebris del finado:
245
a la ley divina, ejerciendo en consecuencia un tipo de
poder ateo, inmoral y tiránico.
Blázquez admite que la razón de Estado es, en
efecto, “la prudencia para governar y ampliar los Reynos
y conservar la Corona”, pero los medios para lograr tal
objetivo deben ser una prudencia católica que no puede
ir contra la religión ni tampoco “atropellar en la violencia
la obligación”. Ahí radica la diferencia con la razón de
Estado de los políticos ateístas, cuyos bárbaros preceptos
los cifra Blázquez en los siguientes: que todo depende
del hado y de la fortuna; que la religión debe estar
supeditada al Estado, que se servirá de ella para someter
a los súbditos, porque no es necesario que el príncipe
sea religioso ni piadoso, sino que le basta con parecerlo
y saber fingir y simular su religiosidad; que la religión
cristiana debilita la virtud y el animo del gobernante;
que el último fin de los Estados es su conservación; que
al príncipe no le resulta necesario atesorar auténticas
virtudes, sino que para el cometido de la razón de Estado
le basta con fingirlas, pues el arte del gobierno no deja de
ser un arte de la simulación y, por ello, puede el príncipe
romper la fe jurada, negar lo piadoso y apartarse de lo
humano para perpetuar su estado y condición. Todas
estas leyes que conforman la mala razón de Estado,
preceptos “principalmente de su Capitán Machiavello”,
son leyes establecidas por los tiranos para disculpar y
encubrir sus malas acciones. Y los políticos, los discípulos
de Maquiavelo, bien sean gobernantes que siguen en
la práctica sus consejos o escritores que teorizan sus
preceptos, siguiendo esta doctrina falsa y emulando
a su creador, se han convertido, según Blázquez, “en
étnicos, adorando ídolos y dejando la verdad, para
llamarse políticos”. Lo que estos políticos ateístas han
denominado “razón de Estado” y sistematizado como
246
un arte de gobernar, los autores cristianos lo entienden
como “ley para regir con prudencia” y su justificación no
puede estar, como sostienen los autores maquiavélicos,
en la conservación del Estado por cualquier medio, sino
que ha de manar “de las disposiciones que se encaminan
a lo Cathólico”. La auténtica razón de Estado, entonces,
será entendida como una disciplina que se encamina a
gobernar, conservar y ampliar los reinos, sirviéndose de la
prudencia del príncipe católico y erigiéndose en un arte o
“disciplina de experiencias que abraza el entendimiento,
entre los escarmientos que persuaden mudos y entre los
casos que desengañan resueltos”, según queda definida
en la epístola nuncupatoria, definición que ya en el
primer libro de la obra vuelve a retomar y ampliar:
247
enseñó, esas críticas y censuras las considera Blázquez
falsas y las atribuye a la perfidia de los políticos ateístas
adoctrinados por Maquiavelo. Si estos malvados políticos,
insiste Blázquez, afirman que no es necesario al príncipe
ser religioso, sino parecerlo, porque, en opinión de ellos,
no se puede conservar la grandeza del Estado siendo un
gobernante dotado de puras y verdaderas virtudes, sino
violando la fe, negando la piedad, olvidando la religión
y sometiéndose a los accidentes de la fortuna, siendo
bueno cuando puede y malo cuando la necesidad lo
requiere, Fernando el Católico, asegura Blázquez, no fue
un príncipe como éste que pintan estos políticos, no fue
un gobernante maquiavélico, sino que, lejos de acudir a
esos medios inmorales e irreligiosos de la simulación y
de la mentira, actuó siempre como un príncipe cristiano,
buscando la unión y concordia de los demás reyes para
extender la Corona española y de los demás gobiernos
para conservar sus provincias:
248
Un extraordinario ejemplo tenemos, un ejemplo extraordinario
tenemos: el de Fernando, celtíbero y compatriota nuestro, quien
se vio tan instruido por la experiencia, alcanzó con su prudencia
tan gran conocimiento de lo que era reinar y ejerció el reinado
con tal arte que permanecerá para los siglos futuros como el
más ilustre maestro de la facultad de gobernar. Y no me extraña,
pues su disposición natural, a la que unió la experiencia, tuvo por
bandera la verdad. Así que, todo lo que de forma general aprendiste
teóricamente en las escuelas, aplícalo y pruébalo en los individuos
y la práctica te enseñará qué súbditos soportan con facilidad la
servidumbre y las cargas y cuáles las llevan con dificultad, quiénes
deben ser gobernados con favores y quiénes con la vara y con el
hierro, qué derecho de amistad, de parentesco o (el más poderoso)
de utilidad une a los vecinos o enemigos, de dónde te vendrá a
ti o a ellos la robustez y la debilidad y, en fin, con la experiencia
alcanzarás la ciencia y los engaños del gobierno y aprenderás cuán
ardua y sujeta a la fortuna es la carga de quien todo lo gobierna.
El príncipe, pues, debe primeramente ser sagaz, justo y vigilante
por naturaleza; el arte luego le ha de adornar, según conviene, de
todo tipo de virtudes mentales y anímicas; y, por último, obtendrá
de la experiencia la prudencia y el arte entero de gobernar. En caso
contrario, será indigno del gobierno179.
249
conocimiento pleno del arte de gobernar.
Y todo esto lo va a hacer por medio de dos vías:
el neotacitismo y el neoestoicismo. En efecto, aunque
Blázquez reniega en principio de Tácito, porque lo
considera el maestro del empirismo realista y utilitarista
de Maquiavelo, diciendo de Cornelio Tácito que es “el
padre de los políticos” y que, como pagano que era,
escribió “enseñanzas para perpetuar honores, pero
no verdades para afirmar merecimientos”, lo cierto es
que todas las doctrinas políticas que Blázquez expone
están repletas de citas del historiador romano. De
hecho, cuando está expresando cuáles son sus criterios
historiográficos y alude a la pretendida objetividad,
ya convertida en tópica, de su oficio como historiador,
recurre a la fórmula retórica del makarismós y alaba los
tiempos presentes que le ha tocado vivir, esto es, la época
de Felipe IV, por poder escribir con total libertad de
palabra, y afirma que no escribirá ni llevado por el amor
ni por el odio, en una variante del célebre dicho taciteo
sine ira et studio (Ann. 1.1): “sin encono ni parcialidad”.
Tales principios programáticos y las frases latinas
empleadas son también de Tácito:
251
haciendo es cristianizar a Tácito, rodeando los textos
taciteos que aduce de múltiples ejemplos tomados de
la historia antigua y coetánea, pero especialmente de
pasajes sacados de la Biblia y de autores cristianos. Por
eso, Blázquez no es un autor tacitista, sino neotacitista.
Pero, ¿de dónde le viene a Blázquez ese neotacitismo?
Creemos que, fundamentalmente, de su lectura de la
Política de Justo Lipsio. No obstante, hay también otras
fuentes empleadas por nuestro historiador que iremos
desvelando a lo largo del estudio de sus doctrinas
filosóficas-políticas.
La religiosidad
La prudencia que el príncipe debe tener puede ser
de dos tipos: civil y militar. La civil es la que se ocupa
del gobierno cotidiano de los asuntos humanos y divinos
cuando están tranquilos. Y, dentro de esos asuntos divinos,
está el gobierno de la religión y de las cosas sagradas, cuyo
cuidado le corresponde al príncipe. No es que el príncipe
tenga ningún libre derecho sobre las cosas sagradas, sino
sólo una cierta inspección y ello más para protegerlas
que para conocerlas. Y es que el fundamento de todos los
Estados es el cuidado de lo sagrado y lo divino, algo que
no sólo es conveniente, sino también necesario, en primer
lugar para la defensa y conservación del propio príncipe
y, en segunda instancia, para el acrecentamiento del reino
y del imperio. Sin ese cuidado de la religión el Estado no
podrá gozar de salud ni de seguridad. Y esta religión que
el príncipe debe cuidar, claro está, es la cristiana católica,
que debe ser una religión unida, porque la unidad de
la religión es causa de la unión y conformidad entre los
hombres, mientras que una religión desunida es fuente
de confusión, alborotos y turbaciones. El cuidado de la
religión constituye, por tanto, la auténtica prudencia y
252
el príncipe es su máximo valedor, hasta el punto de que
habrá de castigar a quien alterase o atacara la religión.
Tal es la doctrina de Justo Lipsio (Polit. 4.2).
Pues bien, la felicidad política de los reyes, preceptúa
Blázquez en tono neoestoico, es fruto de su religiosidad y
de su incondicional defensa de los intereses de la Iglesia,
que están por encima de los intereses particulares de
los pontífices. De hecho, aun cuando el papa Sixto
IV se había mostrado poco favorable a Fernando el
Católico cuando éste juntó una poderosa armada para
ir contra el Turco, mostrando así el pontífice su aspereza
e ingratitud para con el rey, Fernando no desfallece y
aparece como el monarca que con razón era llamado
el Católico, en el que resplandecen las virtudes, “tanto
como en las segundas causas la prudencia militar y civil,
dilatada en dos términos: humano y divino” (27r), que
atendía al gobierno de la religión y del culto sagrado, en
la parte que concierne al príncipe, por razón de Estado,
pero no por derecho libre ni mano poderosa, sino con el
celo suficiente como para atender a la conservación de
la Iglesia y con la espada presta para defenderla de los
posibles ataques de los infieles. Aunque el papa sea un
ingrato, Dios premia esta actitud y por ello, cuando el
príncipe atiende a todo esto y lleva por bandera la piedad
y la religión, como ocurrió con los romanos, se hará señor
de pueblos y naciones. No hay que imitar la costumbre
bárbara de los egipcios, que introdujeron variedad de
religiones para estorbar las conspiraciones y extender su
dominio, dice Blázquez traduciendo literalmente a Lipsio
(Polit. 4.2). Fernando el Católico, gracias a su piedad y
religiosidad, hizo regresar a sus reinos la antigua Edad
de Oro:
253
piedad de Fernando, premiada con hazer Monarchía tan poderosa,
Reynos que eredó entre guerras y Provincias que eternizó con la
paz, a quien el Cielo parece que comenzaba a derramar felicidades
bolviendo en Siglo de Oro aquel de hierro manchado con sangre de
Repúblicas y ahora sereno con triunfos de ciudadanos (27r-v).
La providencia
En cuanto a la providencia, es un principio aceptado
por los neoestoicos (Lipsio, Polit. 1.4) y negado por
los políticos ateístas, que le dan el nombre de hado o
fortuna. Pero el cristiano no debe atribuir nunca nada
al hado, sino que debe creer en la providencia como la
razón y ley de donde procede el orden inmutable de las
cosas, como un ordenamiento y ley promulgados por
254
el mismo Dios, cuyas santas e inviolables palabras son
definitivas, inmutables y obedecidas por los cielos. Todo,
pues, está previsto y determinado ab aeterno por la divina
providencia.
Pero los políticos malvados y ateos, incluidos los
autores paganos, atribuyen al hado este poder de la
providencia. Mas son “opiniones ciegas de jentiles”
(12v), porque atribuyen los eternos orbes de los cielos,
la mudanza de los elementos y el curso de las estrellas
al fatum y no a Dios y a su providencia, definida como
“una perfecta y absoluta razón de Dios, a quien sirven
el hado y la fortuna” (12v), en tanto que al hado sirven,
a su vez, las estrellas y los hombres. En definitiva, todo
depende de la providencia divina. Así pues, puntualiza
Blázquez, la buena razón de Estado tiene siempre por
blanco la justicia, pues, en caso contrario, es tirana razón
de Estado. Y, poniendo como ejemplo de mala razón de
Estado el caso de Pilatos, que, cuando el pueblo acusaba
a Cristo, dijo que no veía en él razón para condenarle a
muerte, pero luego, al oír que no era amigo del César,
lo entregó a sus enemigos, concluye Blázquez que la
buena razón de Estado, la católica y la que confía en
la providencia, fue la que llevó al rey Fernando a no
cumplir con el mariscal García de Ayala lo prometido,
pues dicho personaje había conquistado por la fuerza lo
que bien podría haberse ganado por sus servicios y, visto
que el cometido máximo del buen príncipe es conseguir
la seguridad del Estado, hubo de anteponer como causa
más legítima la de un Señorío tan leal que la ambición
de un vasallo tan inconstante (13r). Mejor eliminar a uno
solo, que poner en riesgo todo el Estado.
255
el Católico es escribir sobre las guerras que desde el
comienzo de su reinado se van sucediendo hasta la
propia muerte del monarca. Es una vida llena de guerras,
empezando por las primeras luchas interiores, con la
guerra de sucesión castellana y la guerra con Portugal,
pasando, aun en la península, con la conquista del reino
de Granada, y continuando con la conquista de las
Islas Canarias, la expansión atlántica y descubrimiento
de América, la expansión y conquistas africanas, la
conquista de Nápoles y la preponderancia española en
Italia y, por último, la conquista e incorporación del reino
de Navarra. Todo es guerras, conquistas y anexiones, por
lo que Juan Blázquez tendrá que justificar la presencia
de todas estas guerras en la vida de Fernando el Católico
y considerarlas como legítimas, pues unas estuvieron
motivadas por la conservación de sus reinos y hacer
valer sus derechos sucesorios, otras por la defensa de la
religión, otras por el engrandecimiento del Estado y la
evangelización de pueblos. Todas, pues, son legítimas y
justas. Por ello Blázquez expone una completa teoría de
la guerra justa al principio de su obra, para que el lector
sepa que todas las guerras que va a leer en los siguientes
catorce libros son guerras legítimas y justas.
Parte Blázquez del presupuesto de que las guerras,
al igual que la paz, tienen sus propias leyes y hay que
apartar de ellas siempre la injusticia y la temeridad,
siendo siempre requisito básico para tomar las armas
guardar lo que la costumbre y la razón admitan. Nunca,
pues, debe acometerse una guerra por el impulso de las
pasiones y, especialmente, por la ambición de mandar y
la codicia de riquezas. Es doctrina de Lipsio (Polit. 5.3),
expresada así por Blázquez:
256
al acometimiento, sino la felicidad a los medios y, ¡desdichado el
Príncipe que emprende en fe de violencias lo que le repugna
la justicia!, porque la mayor parte de los yerros que causa la
deliberación nace de dar oídos al afecto, passión que aun pierde en
los arrojos de la voluntad el valimiento de la fortuna (6v).
257
flamenco y, por la forma de traducir el texto latino,
parece que está manejando la traducción de Bernandino
de Mendoza.
Pero Blázquez desarrolla esta teoría con exempla,
tomados todos de las historias sagradas de la Biblia,
pues el fin último de estas doctrinas es precisamente
justificar como justas y legítimas las guerras emprendidas
por Fernando el Católico. Por ello, aborda una serie de
ejemplos en los que los políticos ateístas, Maquiavelo a
la cabeza, han visto que faltaron las razones pertinentes
para que fueran consideradas guerras justas. Tal es el caso
de David cuando ataca y mata a Nabal, hombre rico y
malvado de Karmel, por no querer dar a sus soldados las
vituallas que tenía para sus soldados (I Sam. 25); o la guerra
que Gedeón hizo a los hombres de Sukkot y Fanuel sólo
porque no le dieron lo que pedía cuando seguía a Zebah
y Salmuna (Iud. 8.15); también pidió paso David a Sihon,
rey de los amorreos, y, como se negó a dárselo, tomó las
armas contra él (Deut. 2.26-31); asimismo, David hizo la
guerra a Ammón porque éste castigó a los embajadores
de David pensando que venían a espiarle (II Sam. 10.4-
7); del mismo modo, Josías hizo guerra a Necao, rey de
Egipto, cuando le avisa de que va por orden de Dios a
conquistar una ciudad de gentiles (II Cron. 35.20). Pues
bien, todas estas guerras, aclara Blázquez, parecen
incumplir los requisitos necesarios de la guerra justa,
pero eran guerras justificadas, pues David arremetió
contra Nabal porque le había ofendido; Gedeón, que
convencía de la paz a los de Sukkot, los amenazó con el
castigo debido a su desconfianza, pero luego templó la
ira; los amorreos eran idólatras; David estaba ofendido
con las injurias que Ammón infligió a sus embajadores;
Josías, si hubiera sabido que Necao iba a combatir a
un pueblo idólatra, no sólo no le habría atacado, sino
258
que incluso le hubiera ayudado (7v-8r). Todos estos
ejemplos los aduce Blázquez, tomándolos literalmente,
pero resumidos y desprovistos del andamiaje teológico,
de Juan Márquez, quien nos habla por extenso en el libro
II de su obra El governador Christiano (2.35-37) sobre los
fundamentos con los que han de mover las guerras los
príncipes cristianos y sobre la justicia de algunas guerras
de la Biblia. Blázquez, pues, pretende demostrar, ahora
por vía de los textos sagrados, que muchas guerras
pueden parecer ilegítimas, pero que, si se conocieran los
motivos intrínsecos y secretos, entrarían en el apartado
de las guerras justas:
259
Sabios que vale más buscar al enemigo en su casa que aguardarle
en la propia (5r).
261
interior y en la prudencia como ventajas más valiosas para
el político, lo que conllevaba también orden, obediencia
y disciplina como bases para la tranquilidad184.
El rey Fernando es además tolerante, esto es, paciente
y sufridor, concepto claramente estoico, pues prefiere
aguantar con cordura las insolencias de los tiranos antes
que castigarlos y poner en riesgo la estabilidad del país
con guerras. Es lo que, según Blázquez, ocurrió cuando
a mediados de julio de 1470 se negoció en Dueñas el
matrimonio de Ana de Navarra, hija del Príncipe de
Viana, con Luis de la Cerda, conde de Medinaceli.
Pues bien, llegado Fernando a Almazán, el conde de
Medinaceli le declara que tiene derecho a la corona de
Navarra por su esposa, envolviendo el pretendido derecho
de sucesión con la amenaza de la guerra de Francia.
El rey Católico, entonces, aun a sabiendas de que tal
derecho le correspondía a él, sabe sufrir con cordura los
excesos de este engreído conde y sabe también refrenar
la ira y contener las pasiones, pensando qué era lo mejor
para el bien público:
262
magis quam gladio opus est (“más necesitáis del escudo que de
la espada”). El cambio de sintaxis se debe a que Blázquez
está tomando la cita, no directamente de Livio, sino de
los Politica de Lipsio (6.5), quien aduce esta misma cita
para ilustrar su mensaje de que mejor es sufrir al tirano
que matarlo; y hay que aguantarlo con ese escudo que,
según dice, es “el escudo de la tolerancia” (hoc Tolerantiae
scutum).
En cambio, el mal rey, como Alfonso V de Portugal,
prefiere la guerra, aunque sea en territorio propio, antes
que la paz. Así, en efecto, se dejó influir el rey portugués
por las intrigantes palabras del Marqués de Villena,
visto por Blázquez como un auténtico maquiavélico,
y, llevado por la ambición, alegó ante la junta reunida
que era razón de Estado emprender la guerra contra
Castilla, mostrándose, matiza Blázquez, “más inclinado
a tomar las armas que conservar la paz” (4r), decisión a
la que todos los del Consejo, viendo que estaba decidido
a luchar, se sumaron, alabando su resolución en lo que
nuestro historiador considera pura y dañina adulación
de los validos a los poderosos, “porque el desseo de
complazer al Príncipe haze perder el respeto a las leyes”
(4r). Ante un mal rey como éste, no obstante, parece que
lo mejor, como antes vimos con el tirano, es oponerle el
escudo del sufrimiento que matarlo con la espada, mejor
aguantar pacientemente sus decisiones que oponerse a
ellas, porque, como sentencia Blázquez con una larga cita
atribuida a Salustio (Ps-Salustio, Caes. 1.1-2), “siempre
fue peligroso opponerse a su inclinación o advertirle con
el desengaño” (4r).
El libro de Blázquez está lleno de guerras justas
emprendidas por el rey Católico y como tales las justifica
nuestro historiador. Guerra justa, desde luego, fue la que
don Fernando emprendió para la conquista de Granada,
263
pues luchaba contra enemigos de la Iglesia que habían
usurpado territorios que pertenecían a la Corona
española. También con plena justicia se decidió el rey
Católico a hacer la guerra a Francia, en lo que Blázquez,
dentro de su código neotacitista y neoestoico, interpreta
como una “guerra justa” en donde Carlos había
incumplido su palabra y, por tanto, Fernando tampoco
estaba obligado a cumplir el anterior pacto establecido,
al tiempo que se luchaba contra un excomulgado y
enemigo de la Iglesia. Don Fernando, de nuevo, es visto
como paladín del cristianismo y la guerra era razón de
Estado:
264
consideración y los consejos en la guerra así como de
lo nocivo que resulta la temeridad (Lipsio, Polit. 5.16) y
sobre los tipos de guerras justas que hay (Lipsio, Polit.
5.4).
Efectivamente, frente a la conducta temeraria del
papa, establece Blázquez que el buen caudillo debe
en todo momento servirse de la consideración y de los
consejos, especialmente de los consejos rectos, entre los
que se incluyen saber aprovechar la ocasión y estar alerta
a cuando se muestra la ocasión propicia y no faltar a la
fortuna, atribuyendo a la propia providencia y consejo
del general o rey lo que parece producto de la fortuna
o suerte. Pero, al mismo tiempo, habrá que evitar el
deseo fervoroso de pelear y huir de la excesiva confianza,
seguridad y temeridad:
265
propia, que es natural y común con los animales; y la
conquista o invasión de lo que es ajeno, facultad propia
de los príncipes. Dicha conquista será lícita y justa
cuando va encaminada a vengar injurias o a reclamar lo
que le pertenece por derecho común de gentes:
266
en vez de ignorar los males, reconocerlos, examinarlos
y sopesarlos con consideración y reflexión; y esa propia
desdicha, antes que sumirlo en el temor, habrá de
encender en él la cólera o ira; no deberá desesperarse por
la pérdida de una batalla, pues lo que cuenta es el final
de la guerra; un pequeño tropiezo no impedirá que el
príncipe llegue al final del camino. Doctrina plenamente
neoestoica que Lipsio expone por extenso (Polit. 5.18).
Tal será el comportamiento de Fernando el Católico
ante la derrota, cuando los nazaríes conquistaron Zahara
el 27 de diciembre de 1481. Será una pequeña derrota,
pero el objetivo final se verá cumplido: la victoria en
la guerra de Granada. Tan pronto como la noticia de
esa derrota llegó al rey, la pena que sintió fue grande,
sobre todo porque aquel lugar lo había ganado su abuelo
en la guerra de Antequera. Pero el rey Católico supo
sobreponerse a esta pérdida con entereza y la propia
derrota estimuló en él su valor, “que encendido en ira
resolvió enojado lo que dilatava prevenido” (28v). Este
episodio, en efecto, se erigió en el casus belli empleado por
Isabel y Fernando para llevar a cabo una gran guerra
cuyos objetivos tenían mucho mayor alcance que el
simple hecho de expulsar a los musulmanes. El deseo de
venganza atizó el ánimo de Fernando, encendió aquella
benéfica ira que despierta la fortaleza de ánimo y le incitó
a la batalla para combatir al infiel y castigar su impiedad;
y todo ello en beneficio de la religión:
267
términos tomistas, porfiaban a un mismo tiempo dos
estímulos, apetitos o, mejor dicho, virtudes: la irascible y
la fortaleza. Por un lado, la virtud irascible, que supone
pasiones anímicas como el valor (frente al temor), la
esperanza (frente a la desesperación) o la ira (que no
tiene opuesto), tiene por objeto formal el bien sensible en
cuanto experimentamos adversidades o repugnancias en
la realización de dicho bien (Santo Tomás, Summ. Theol.
I-II, q. 23, a. 1). De ahí la importancia de la virtud moral
de la fortaleza, que hemos de entenderla como el valor
que equilibra el apetito irascible185. El rey Católico, por
tanto, armado de ira y fortaleza, dos virtudes capitales,
emprendió lo que era a la postre su cometido final:
268
virtudes que más acreditan la grandeza de sus acciones (61r).
269
triunfos sin estar presente en las confrontaciones, como
Justiniano, que expulsó a los godos de Italia (siglo VI),
o Carlos V de Francia (Blázquez se equivoca y lo llama
Carlos VI), llamado el Sabio, que expulsó a los ingleses
gobernando desde Brujas. Pero son excepciones, según
Blázquez, pues lo preferible es que el rey sea soldado:
270
materias, porque dispone el consejo con prudencia lo que executan
las armas con valor” (32v).
272
camino de la mansedumbre, de hacer el bien y favores
y del perdón.
Esta misma doctrina, aplicada al rey Fernando el
Católico, la hallamos también en Juan Blázquez, quien
preceptúa que nunca es buena la ira en el príncipe, pues,
aunque le pueda hacer respetado, le hará aborrecible. Y
citando a Claudiano y Séneca, paganos, que condenan
la ira y defienden la mansedumbre y clemencia del
príncipe, o el ejemplo de Tito y Vespasiano, que
compraron la estabilidad del Imperio con perdones,
disimulos y atenciones, aduce también Blázquez el
ejemplo cristiano de la tristeza de David por la muerte
alevosa de Abner (II Sam. 3.28-38) y cómo contuvo
su ira por razones del gobierno, pues era preferible
sufrir al enemigo que atacarlo y mejor perdonarlo con
templanza o disimulación que embestirlo violentamente,
para concluir apelando a la mansedumbre del príncipe
como medio más efectivo para conseguir el amor de sus
vasallos:
El arte de la disimulación
Ya hemos visto que el disimulo, el guardarse la
verdad o acudir a una pequeña mentira, es un recurso
permitido al príncipe cristiano y católico, siempre y
cuando lo haga forzado por las circunstancias y en aras
de un fin superior186. Pues bien, el rey Fernando también
se vio obligado en ocasiones a ocultar sus pensamientos
o planes.
Así, cuando el rey portugués se hallaba en Francia
186
Véase pp. 77 ss.
273
buscando apoyos para volver a atacar a Castilla,
Fernando el Católico se alió con los poderosos castellanos
y tuvo que echar mano del disimulo, siendo así que “más
atendía a reducir con disimulación los que no podía
castigar con derecho” (10r). No olvidaba Fernando las
injurias recibidas ni dejaba de ver que, aun mereciendo
castigos, les estaba ofreciendo premios con los que a la
postre se ensoberbecerían. Pero Fernando, rey prudente,
sabía que primero tenía que “asegurar el Imperio que
introducir las leyes” (10r). Por ello, emuló a Augusto,
quien rechazó el apelativo de triunviro, se presentó
como cónsul y, dando a entender que se conformaba
con la potestad tribunicia para velar por la plebe antes
que con el cetro de emperador, se ganó a los soldados y
al pueblo con dádivas y fue acaparando poco a poco la
totalidad del poder; e incluso intentó asegurar su persona
ensalzando a Claudio Marcelo con el pontificado y a
Marco Agripa con dos consulados seguidos (Tácito,
Ann. 1.2-3). Así se sirvió de la disimulación Augusto
para granjearse las simpatías de los grandes y del
pueblo, para alcanzar luego el poder absoluto. Pero lo
más importante, también aduce Blázquez un ejemplo
bíblico de la disimulación de David cuando, ofendido
por Ioab, disimula, en vez de castigarlo, y le encomienda
a su hijo Salomón. El disimulo, por tanto, de Fernando
está plenamente justificado y es legítimo, pues, deseando
asentar la paz y eludir la guerra, disimula con los grandes
de Castilla para ganarse su confianza y lealtad. Y es que,
según escribe Blázquez, “el govierno económico” sujeta
los ánimos en la lealtad del príncipe y, cuando la razón
lo reclama y la necesidad lo exige, se pueden alterar
las costumbres y obviar lo establecido para introducir
novedades, de modo que, concluye nuestro historiador,
“la disimulación justa en el Príncipe tanto le acredita de
274
cuerdo como después le haze temido” (10v).
En este sentido, critica duramente Blázquez la
conducta del rey de Nápoles, confederado con el
sultán mameluco para hacer la guerra a los turcos, por
reprochar la actitud del rey Católico en sus operaciones
militares en Granada contra los moros, cuando él, el
rey de Nápoles, se había levantando contra el papa y,
según se rumoreaba, favorecía en secreto a los moros
de Granada (1490). Lo que realmente hacía el rey de
Nápoles, según Blázquez, era ocultar sus asechanzas y
encubrir la verdad de sus propósitos con las quejas y
amenazas que el sultán lanzaba a don Fernando para
que dejara de hostigar el reino de Granada. Y el medio
empleado por el rey de Nápoles fue el de la simulación,
vicio detestado en la doctrina política neoestoica:
275
quebrantamiento de las paces, le trajo a la memoria las
primeras guerras de conquistas españolas encabezadas
por su ascendiente don Pelayo, esgrimiendo que era
derecho suyo “quitar a los Moros con justicia lo que
ellos avían tiranizado con insolencia”. El rey de Nápoles,
aduce Blázquez, no era superior al rey de Castilla, y, sin
embargo, éste le hizo juez de su causa, le manifestó, sin
tener por qué hacerlo, los motivos por los que llevaba
a cabo la guerra, porque Fernando no deseaba que su
fama se viera empañada por el descrédito en el que la
envidia del rey de Nápoles quería envolverle. Entonces,
Blázquez nos presenta al rey católico como paradigma
de una de las virtudes neoestoicas que los príncipes
cristianos deben atesorar: la circunspección, una virtud
que va de la mano de la providencia, y que dotan al rey
de una fama y reputación inmortales. Por ello, concluye
Blázquez, el simulador rey de Nápoles se vio forzado
a liberarse de los empeños que tenía contraídos con el
sultán de Babilonia, para que la fama de que ayudaba a
los moros se esfumara. Pero, el rey Fernando, prudente,
circunspecto y conocedor de las estratagemas del rey
Fadrique, no se dejó engañar, a pesar de que el rey de
Nápoles era, al juicio de Blázquez, uno de esos necios
que hablan necedades y cuyo corazón no maquina
más que maldades, sirviéndose de la hipocresía y la
simulación maquiavélica, hablando de Dios con doblez
y urdiendo tramas para perder con mentirosas palabras
al rey Católico, que hablaba y pedía lo que era justo.
Así, parafraseando un texto bíblico de Isaías (32.6-7),
concluye Blázquez:
277
4.13-14), no siempre es obligación decir la verdad, si de
confesarla derivan más inconvenientes que soluciones.
Además, como el mismo Moisés, que es para Blázquez
ejemplo de gobernante que sabía metamorfosearse y
“símbolo de el govierno de los Imperios (147r), el rey
Católico conocía muy bien el oficio de reinar y cómo
era necesario transformarse, según las circunstancias,
de paloma en león o de león en astuta zorra e incluso
cambiar el tono y contenido de sus palabras, si con ello se
aseguraba la perpetuación del gobierno y de la Corona:
278
La fe o la palabra dada
Es precepto neoestoico, explicado por Lipsio (Polit.
2.14 y 4.14), que al príncipe le está prohibida la mentira
y que, si en todas sus acciones debe andar precavido,
desconfiado y recatado, mucho más aún a la hora de
prometer algo o dar su palabra en algún asunto. Pero,
cuando dé su fe o crédito, cuando dé su palabra o
prometa algo, debe procurar cumplirlo.
Así, cuando el rey Fernando logró tomar Málaga
(1487) tras más de tres meses de asedio y tras las
negociaciones del comerciante malagueño Alí Dordux,
partidario de Boabdil, con Gutierre de Cárdenas,
comendador mayor de León, el monarca cumplió con lo
que había prometido a Dordux, concediéndole la libertad
a él y a ocho familias de su sangre y dejándole vivir allí
en Málaga con toda su hacienda, un comportamiento
parecido, aduce Blázquez para ensalzar la acción del rey
Católico, al de Josué cuando tomó Jericó y excluyó del
asalto la casa de Raab (Jos. 6.20-27). Y es que:
279
al rey Católico que hubiera roto su palabra y, Blázquez,
para justificar este rompimiento de las promesas
reales, acude al ejemplo de Gabaón. Los gabaonitas,
aprovechándose de que la política israelita era asentar la
paz con ciudades sumisas que estuvieran lejos de Israel
y que no formaran parte de las naciones condenadas
como corruptoras, declaran que establecen un estado
de paz con los israelitas, cosa que Josué se creyó y, por
eso, juró él la paz. Pero, cuando se descubre que es un
engaño y estratagema y que no van a cumplir la palabra
dada, el pueblo de Israel pretende castigar con las armas
tal engaño. Sin embargo, el consejo de ancianos y Josué
deciden romper la paz que prometieron y que se someta
a los gabaonitas a esclavitud. Josué, pues, no cumplió
lo que había jurado porque las paces propuestas por
Gabaón no eran ciertas, sino engañosas (Jos. 9). Pues,
por ese mismo motivo, aduce Blázquez, pudo también
Fernando el Católico revocar lo prometido al mariscal
García López de Ayala, “pues conquistó con violencia
lo que el Rey no pudo negar estimulado” (11v). La
obligación del rey Católico era colocar Orduña bajo
tercería, porque siempre había pertenecido al Señorío
de Vizcaya y éste era inseparable de la Corona; y para
ello era obligado desalojar a García López de Ayala del
castillo. El fin último y supremo por el que Fernando
actuó así es porque tenía que “concordar los tiempos
para ajustar las leyes” (11v).
Pero, como decimos, el precepto general es que el
juramento, en condiciones normales, es inviolable; por
ello dedica Blázquez un largo excursus a encomiar el
cumplimento de lo prometido o jurado, explicando que
en Roma era la Fides, la buena fe, algo tan sagrado que
estaba colocada en el Capitolio junto a Júpiter, para
significar que ella es la que sustenta y hace eternos los
280
Estados. Y, al mismo tiempo, censura Blázquez a los
políticos, identificándolos con los “ateístas” (12r), esto es,
los escritores políticos de tendencia maquiavélica, que
aconsejan al príncipe, desde un punto de vista irreligioso,
que sea mentiroso, taimado, rompa sus juramentos y sólo
los cumpla cuando le convenga a su razón de Estado,
cosa que a Blázquez le parece que no sirve sino para
“provocar la ira de Dios” (12r).
De hecho, el cumplimiento del juramento es una
de las virtudes del príncipe atribuidas a la justicia y “sin
ella, oscura [es] la fama de los hechos y cobarde la voz
de las vitorias” (25r). Y, como decimos, la guarda de la
fe o palabra dada, el cumplimiento de las promesas y
juramentos, no debe regirse por criterios de utilidad, sino
que es una obligación impuesta por la religión, así como
su incumplimiento supone el quebrantamiento de las
leyes divinas, porque:
281
la utilidad lo requiere, es porque son políticos ateos,
concluye Blázquez, y porque reniegan de Dios, queriendo
ellos erigirse en árbitros de la ley de Dios y, negando su
providencia, atribuir cuanto sucede al hado o fortuna.
Otra cosa diferente es cambiar de opinión cuando
no hay de por medio juramento alguno. El rey prudente,
como era Fernando el Católico, puede cambiar de idea
y mudar lo acordado cuando a ello le obliga la razón
superior de la conveniencia o cuando advierte un peligro
inminente si continúa con sus planes. Es, efectivamente,
lo que le ocurrió a Fernando cuando, al comprobar que
la situación italiana era aún convulsa, llamó al Gran
Capitán a Burgos para que preparase una expedición
a Nápoles para el verano de 1513. Pero, cuando todo
estaba ya listo, el rey cambió de opinión y “desbaratando
de todo punto aquellos grandes aparatos de guerra
prevenidos, enmudeció los discursos de todos con la
novedad” (190v), esto es, suspendió esta expedición.
Justifica Blázquez en este punto el cambio de decisión
de Fernando, alegando que el príncipe puede mudar
de pensamiento cuando las circunstancias lo requieren
(191r). Y lo ilustra con ejemplos históricos de Tácito
(Ann. 15.36), cuando Nerón tenía decidido marchar a
Acaya, pero, tras entrar en Roma en el templo de Vesta,
suspendió su viaje; y con textos bíblicos, en los que Saúl
pidió a Samuel que volviera con él y el profeta le contesta
que no volverá con él porque ha desechado la palabra
del Señor y el Señor le ha desechado a él para ser rey
sobre Israel; mas, porfiando Saúl, al fin le acompañó (I
Reg. 15.26 y 31). Si Nerón o el propio Samuel cambiaron
de opinión, el rey Católico también estaba legitimado
para hacerlo:
282
conveniencia o lo que advirtió el conocimiento por el peligro (191r).
La clemencia
La clemencia, entendida como una virtud anímica
que juiciosamente se inclina del castigo y la venganza a
la suavidad y blandura, es tratada por Lipsio (Polit. 2.12)
y es vista como una cualidad necesaria en el príncipe
porque lo convierte en querido por el pueblo, glorioso
en sus acciones y seguro de peligros. Desde que Séneca
escribiera su diálogo De clementia, pasaría a ser una virtud
estoica. De forma general, preceptúa Blázquez que “una
de las virtudes de el Príncipe es la clemencia: ¡grande
atributo de su valor saber perdonar!” (14r).
Pero a este planteamiento general le pone una serie
de reservas: hay que perdonar y ser clemente cuando la
ofensa se hace, de forma particular, a una persona, por
ejemplo al rey. Entonces, el rey podrá perdonar. Pero,
cuando la ofensa se hace a algo superior a los hombres,
por ejemplo a una institución u órgano como la Corona,
la clemencia no tiene lugar y hay que castigar, pues la
justicia, como fin supremo al que debe tender el príncipe
cristiano, debe ejecutar su brazo riguroso contra el delito
para que las leyes no caigan en el menosprecio. “Una
cosa es vengar la propria passión”, que no debe hacerse
y es donde cabe la clemencia; “y otra escarmentar la
República con el ejemplo” (14r), que es algo obligado para
que las leyes sean respetadas. Y todo este razonamiento
lo expone Blázquez para justificar la contundencia
con la que fue sofocada la revuelta promovida por
Jaime de Aragón, quien se había hecho fuerte con el
ducado de Villahermosa: al verse sitiado y declarado
como rebelde, se entregó, fue llevado a Barcelona y le
cortaron la cabeza, entrando luego en el ducado de
Villahermosa su hijo Juan de Aragón (13v-14r). Se le
283
cortó la cabeza porque su afrenta, en vez de ir dirigida
contra una persona concreta que lo pudiera perdonar
clementemente, supuso un atentado al Estado, ante lo
cual no cabe la clemencia. Hay que hacer valer la justicia
y ejecutar la pena máxima, porque, en caso contrario, se
estarán fomentando futuras revoluciones:
284
la paz social187.
Así, la clemencia del rey Católico es ponderada
por doquier en la Perfecta razón de Estado, especialmente
apreciada cuando se ejerce contra un enemigo infiel,
cruel y amigo de los fraudes y mentiras como eran los
musulmanes. Blázquez, entonces, señala con mayor
fervor la clemencia de Fernando para que contraste
más frontalmente con el carácter del moro. Es, por
ejemplo, lo que sucede cuando se fueron entregando
Mijas, Casarabonela y Marbella, victorias cristianas en
las que el historiador resalta, no tanto la gloria de ver
vencido al enemigo ni la pompa del vencimiento, como
la generosidad, conmiseración, piedad y clemencia del
vencedor:
285
2.12-13), la clemencia en el monarca católico, porque
“nada asegura tanto las conquistas como la piedad con
el vencido” (63r). Y es que la victoria final depende,
no tanto de la competencia y número de los efectivos
militares, como de la competencia y número de las
virtudes del príncipe.
La modestia
Tras las virtudes de la justicia y la clemencia, alaba
Lipsio (Polit. 2.15) la virtud de la modestia del príncipe,
tanto en la opinión de sí mismo como en sus acciones.
El resplandor de la modestia ha de salir de la anterior
luminaria de la clemencia. El rey, por tanto, ha de
tener una opinión de sí y de los suyos templada por la
razón, sin evidenciar demasiada alegría en las acciones;
y tampoco debe insolentarse ni ensoberbecerse con
sus súbditos o vasallos, pues, aunque príncipe, no debe
olvidar que es también hombre. Ha de menospreciar,
pues, las fuerzas y riquezas mundanas, que son frágiles y
caducas, moderando sus proyectos y fantasías así como
sus acciones, sus palabras, sus atavíos y galas.
De este modo, cuando el rey francés, Luis XII, se
apodera de Nápoles y comienza una gran discordia, con
el enfrentamiento final entre el francés y el monarca
Católico, Blázquez destaca la inmoderación del rey Luis,
que estaba “desseando romper la guerra”, mientras que se
ensalza la modestia y templanza del rey Fernando, como
símbolo del príncipe neoestoico, que estaba “desseando
continuar la paz” (116r). Por ello, se enfatiza la modestia
del monarca español tanto en las acciones, como en la
compostura de su semblante, todo ello ilustrado con un
buen número de citas clásicas y bíblicas que bien pueden
haber sido tomadas del capítulo Modestia praeteriri non debet,
maximum Principis decus et ornamentum (“No debe pasarse
286
por alto la modestia, que es el mayor orgullo y ornato
del príncipe”), del Thesaurus politicorum aphorismorum (2.7)
de Chokier188:
287
es preferible una paz duradera a una tregua que ha
de terminarse (16v). Y, al hilo de ello, critica a Tácito,
cuando dice que hay que acoger con satisfacción todo
crimen entre extranjeros y sembrar entre ellos el odio
(Ann. 12.48), porque, en opinión de Blázquez, no quiere
que haya paz entre los príncipes, sino sólo tregua o
suspensión de las armas, no “la confederación de la fe”
(16v), igual que Filipo de Macedonia establecía treguas
sólo durante el tiempo que le era útil y le convenía (Justino
10.8). No es ese el proceder de un príncipe cristiano,
añade Blázquez, sino el de los políticos ateístas. Las paces
y amistades cristianas son de otro tenor, deben tener su
arraigo en la caridad, en el amor de Dios, en el celo de la
religión y de su gloria, esto es, en fundamentos eternos,
para que la paz sea también eterna. La paz que busque
el príncipe cristiano debe ser desinteresada y duradera
y, como dice Pedro de Blois (Am. 2), ese lazo de amistad
sólo puede romperse por cuatro motivos: “iracundia,
inconstancia, sospechas y no guardar secreto” (16v). Las
paces, por tanto, que hagan los príncipes cristianos deben
ser, según Blázquez, duraderas. Pero no ocurre lo mismo
con las treguas, que sólo suponen la suspensión de las
armas, “porque no es tan fácil ajustar dos competencias
poderosas como reconciliar dos voluntades oppuestas”
(17r). Las treguas son sólo una solución temporal y pueden
obedecer a un fin o interés concretos, así que, citando
a personajes clásicos (César, Metelo) y bíblicos (Josué)
que pactaron treguas en momentos críticos, queda así
legitimada la tregua que Fernando el Católico concertó
durante dos años con el rey de Portugal. Blázquez,
en todo este desarrollo, sigue otra vez de cerca a Juan
Márquez, cuando en su obra El governador christiano (2.22)
se ocupa del tema de si conviene a los reyes católicos
hacer paces perpetuas o temporales.
288
La prudencia política
La prudencia, concebida como un conocimiento y
distinción de las que cosas que hay que desear o evitar
tanto en el ámbito público como en el privado y nacida de
la experiencia y conocimiento de la historia, es doctrina
neoestoica estudiada por Lipsio (Polit. 1.7-8).
Una ramificación de la prudencia es la previsión o
providencia humana, una virtud muy apreciada en el
príncipe cristiano, que no consistirá en la adivinación
del futuro, sino en el conocimiento de lo que es posible
que suceda. La previsión, por tanto, consistiría en atisbar
lo que está determinado a ocurrir por la providencia
divina. Y aunque la providencia en sí, advierte
Blázquez, es efecto de Dios, es al hombre a quien le
toca ejecutarla. Consejo, discernimiento, prudencia
o atención podrían ser sinónimos de esta providencia
humana. Providente, en efecto, se mostró el rey Católico
en el asunto del casamiento de la condesa de Módica,
pues sus determinaciones iban encaminadas a sofocar las
revueltas de Sicilia (18v).
La prudencia, en opinión de Blázquez, es la que
puede aportar felicidad a los reinos, pues gracias a ella los
reyes son dueños de su propio poder y no se dejan influir
por las intenciones y palabras de los ministros, cuando
por adulación o favores debidos intentan transformar la
realidad a los ojos y oídos de los reyes:
289
1496 murió el rey de Nápoles, Fernando II, nombrando
heredero a su tío don Fadrique (Federico I). El monarca
español no quedó muy satisfecho con tal nombramiento,
mientras que el papa, viendo que no iba a poder hacer rey
de Nápoles a uno de sus hijos, pretendía que el duque de
Milán y los venecianos asegurasen el reino para Federico.
Fernando el Católico, en cambio, haciendo gala de su
conocida prudencia y disimulo, optó por no decantarse
por ningún bando, pues pensaba que, sin hacer nada, los
mismos enfrentamientos entre ellos procurarían éxito a
sus aspiraciones:
290
para conquistarlo, iba a parecer más “inconstancia de
su grandeza que valimiento de su justicia” (86v). Pues
el príncipe cristiano, para cuidar su reputación, debe
cuidarse bien Del non fare novità, en palabras de Botero,
a quien sigue Blázquez fielmente en este razonamiento,
cuando sentencia: “terrible cosa introducir la novedad
donde haze esfuerzo la repugnacia” (86)189.
Fernando el Católico, sin duda, es el prototipo
de príncipe prudente y encarna la prudencia política
aplicada a la conservación del Estado y de lo conquistado.
Así nos lo presenta Blázquez por oposición al Emperador
Maximiliano, quien empieza a perder los territorios
conquistados frente a los venecianos y, tras haber sido
expulsadas las tropas alemanas de Treviso y Padua en
junio y julio de 1509, emprendió un infructuoso asedio
de un mes a Padua, por lo que tuvo que replegarse a
Alemania en octubre. Para Blázquez era el declive
del Emperador y su sumisión a Fernando, con lo que
Alemania quedaba fuera de juego. El rey Católico, en
cambio, se retiró de la liga de Cambray, por lo que actuó
como un monarca prudente, más atento a conservar sus
reinos que atraído por la ambición de nuevas conquistas.
Y es que, según el ideal neotacitista y neoestoico,
supone mayor muestra de prudencia y resulta más difícil
conservar un Estado que acrecentarlo o extenderlo, y
ello lo demuestra Blázquez con la cita de diversos textos
de Tácito, Floro y Vegecio, pero sobre todo siguiendo los
preceptos de Botero, quien asegura que es más difícil y
obra de mayor empeño conservar lo conquistado, porque
las cosas humanas están sujetas a la inconstancia y unas
veces crecen y otras menguan, como la luna, por lo que
es misión del rey prudente mantenerlas firmes cuando
189
G. Botero, Della Ragione di Stato, Roma, V. Pellagallo, 1590, libro
II, p. 75.
291
han crecido y sustentarlas de tal forma que no mengüen.
Y, si el adquirir territorios es lo que parece que da más
gloria a un príncipe, aunque sea muchas veces el mero
resultado de la ocasión o suerte y de los desórdenes de los
enemigos, sin embargo conservar lo adquirido es fruto
de la virtud y de la sabiduría. Se adquiere con la fuerza,
común a muchos, y se conserva con la inteligencia, que
pocos la tienen. Son, en fin, razonamientos de Blázquez
que ha tomado al pie de la letra del libro primero de la
obra Della ragione di Stato de Botero, concretamente del
capítulo Qual sia opera Maggiore, l’aggrandine o’l conservar uno
Stato. Comparamos los textos de Botero, en traducción
española de Antonio de Herrera, y de Blázquez para que
se aprecie la semejanza de ambos, aunque el humanista
cacereño tiene delante el texto original de Botero, pues
en alguna ocasión corrige la traducción de Herrera:
292
de virtud excelente. Se adquiere artibus indigent [Tac., Hist. 4.1]
con la fuerza, se conserva con Los romanos castigaban al que
la sabiduría; la fuerza es común en la guerra perdía el escudo,
a muchos, la sabiduría a pocos; porque era símbolo de la paz,
el que adquiere y engrandece como la espada de la guerra:
el señorío no trabaja sino Scutum reliquisse praecipuum
contra las causas externas de la flagitium nec aut sacris adesse
perdición de los Estados, pero aut consilium inire ignominioso
el que conserva trabaja con las fas [Tac., Germ. 6]. No ay
externas e internas juntamente. duda que las conquistas se
Los lacedemonios, queriendo llevan los ojos de el Pueblo,
mostrar que es más el conservar que como amigo de novedades,
que el adquirir, castigavan a el acometimiento le parece
los que en la batalla perdían grandeza y la consideración
el escudo y no la espada… descuido…
Y assí más vale al Príncipe tener seguros los estados que puede
afirmar que aventurar lo que no puede defender. Doctrina que
abrazó la prudencia de el Rey Cathólico para retirar las armas de
una guerra que le dejó la victoria en las manos, quando la tuvo en
las mudanzas de la fortuna (162v).
La prudencia militar
La prudencia militar es recomendada encarecida-
mente por Lipsio (Polit. 5.2) como algo necesario para
la salud, salvación y conservación del reino, pues solo
con ella se puede defender y asegurar el Estado contra
las fuerzas enemigas. La virtud militar es además propia
del buen caudillo, quedando bajo su amparo la patria,
la libertad, los vasallos e incluso los mismos reyes, todo
lo cual se perdería sin la existencia de dicha prudencia
militar. Y baluarte de esta prudencia militar ha de ser la
293
disciplina militar, que debe resplandecer con modestia,
pero que ha de ser respetada, mandando el capitán con
autoridad e imperio y obedeciendo los soldados con
temor, pues, de no ser así, el fracaso y la derrota están
garantizados. Es lo que ocurrió, según Blázquez, en la
conocida batalla de la Albuera a principios de 1479,
cerca de Mérida, en donde los invasores portugueses (el
obispo de Évora, García de Meneses, y el clavero Alonso
de Monroy) fueron destrozados por los caballeros de
la Orden de Santiago, viéndose obligados a iniciar las
negociaciones para la paz (24r). Los invasores, faltos de
disciplina militar, parecían alarbes:
294
a ellos, así que les era preferible obedecer con seguridad
que porfiar con daño:
295
e imperfecciones, es el mejor régimen posible y como tal
hay que respetarla. Concluye, entonces, nuestro autor,
siguiendo ahora a Francesco Patrizi190, que:
296
refiriendo al papa Alejandro VI, vale la pena leer sus
argumentos, en los que expone que el príncipe absoluto
no está sujeto a las formas ordinarias ni a las leyes
comunes y, por tanto, el pueblo no puede derrocarlo,
sino, con talante estoico, sufrirlo. Estos malos Príncipes
han sido enviados por Dios para castigar los pecados del
pueblo:
297
La aristocracia es un monstruo informe, terrible porque se
reparte entre tantos el dominio de uno… Nunca tuvo consistencia
el gobierno de muchos, porque siempre se arrojan más a la utilidad
de la conveniencia propria que a la salud de la República (101r-v).
298
asechanzas o conjuraciones y traiciones. Pero Blázquez
realiza un examen más exhaustivo del tema, estableciendo
que las ruinas de los estados se fundan en dos causas:
intrínsecas, cuales son los excesos, la corrupción o las
ilegalidades; y extrínsecas, como el fuego, las armas y la
violencia por la falta de respeto y estima hacia el príncipe.
Y expone esta doctrina al hilo del suceso histórico de la
derrota del Emperador Maximiliano ante los venecianos,
con lo que, según Blázquez, “las armas Imperiales que
fueron asombro de Ytalia, quedaron hechas amago de la
fortuna” (164v). Como veremos, en este caso Blázquez,
para ofrecernos este sistemático y detallado análisis de
los motivos que arruinan los Estados, sigue de cerca a
Botero, quien, desde una perspectiva antimaquiavélica,
explica que los Estados decaen por causas internas y
externas. Entre las internas figura la incapacidad del
príncipe tanto por niñez, ineptitud o idiotez como por la
pérdida de reputación; pero también arruina los Estados
la crueldad ejercida sobre los súbditos y la concupiscencia,
al mismo tiempo que la envidia, las controversias y
ambiciones de los grandes, etc. Entre las causas externas
la principal, según Botero, son los engaños y el poder
de los enemigos, aunque advierte que lo normal es que
las fuerzas externas destruyan un Estado cuando éste
ya se encuentra corrompido por las divisiones internas
o los vicios del príncipe o los poderosos193. Blázquez
argumenta igual y casi con las mismas palabras que su
fuente, Botero, pero resumiéndolo, aunque algunos de
los ejemplos que emplea están tomados también del
italiano:
193
L. Curzio, Conceptos. La razón de Estado desde una perspectiva
antimaquiavélica, México, UNAM, 2004, p. 29.
299
Botero, Razón Destado, 2r-v Blázquez, 164v
Las obras de naturaleza faltan La ruina de los estados se funda
por dos maneras de causas, en dos causas: intrínseca y
porque algunas son intrínsicas extrínseca. La intrínseca es los
y otras estrínsicas. Intrínsicas excessos, la corrupción de las
llamo a los excessos y las costumbres y la transgresión de
corrupciones de las primeras las leyes; la extrínseca: el fuego,
calidades. Estrínsicas, el hierro, las armas y la violencia por la
el fuego y otras violencias poca reputación de la grandeza
semejantes. Los Estados caen con que desestiman al Príncipe
por causas internas o esternas: o por la falta de mérito con que
internas son la incapacidad le aborrecen…
del Príncipe o por niñez, o por
inhabilidad o por simpleza o
por pérdida de reputación…
Es también causa de la pérdida
de los Estados intrínsicamente
la crueldad con los súbditos, la
sensualidad de la carne… Son
también causas intrínsicas de los
Estados las invidias, los bandos,
las porfías, las ambiciones de
los grandes señores, la ligereza
y la inconstancia, el furor de
la multitud, la inclinación de
los señores y del pueblo a otro
señor. Estrínsicas causas son
los engaños y la potencia de
los enemigos… Pero, ¿qué
causas son más dañosas? Sin
duda lo son las internas, porque
raras vezes acontece que las
esternas destruyan un Estado,
si primero no han corrompido
las intrínsicas.
300
Antiguo Testamento, entiende Blázquez que la ruina del
Imperio que propició el Emperador fue debida sobre
todo a causas intrínsecas, como la ineptitud, la crueldad
y, en especial, la ambición:
301
Las sediciones también son causa de la ruina de los
Estados (Lipsio, Polit. 4.10), incluidas las sediciones de
los religiosos. Así, en efecto, lo ve Blázquez cuando la
diplomacia francesa consiguió apartar al Imperio de su
alianza con el papado y los nuevos coaligados se lanzaron
a destituir a Julio II a través de la convocatoria del Concilio
de Pisa (1511). Se trató, a juicio de nuestro historiador,
de una sedición en toda regla, pero el papa reaccionó
a la convocatoria del Concilio de Pisa declarándolo
nulo, calificándolo como “conciliábulo”, castigando a
los cardenales que participaron en él y convocando el
Quinto Concilio Lateranense para la primavera de 1512,
condenando así el de Pisa y el conciliarismo, a la vez que
se derogaba la Pragmática Sanción de Bourges (168v). El
rey Fernando, por supuesto, no participó en dicha sedición
e incluso escribió a su embajador para que “en ninguna
cosa fuera contra el papa” (167r), porque, como buen rey
piadoso y católico, sabía que la primera obligación del
príncipe era la defensa de la religión (Lipsio, Polit. 1.3),
siendo una impiedad alzarse en rebelión contra el papa,
como habían hecho los franceses:
Consejeros
En la toma de Loja se aprecia bien el papel que juega
el consejero en las decisiones del rey. El consejero, en
efecto, según la doctrina lipsiana, es una persona leal
al rey que, conocedor de los asuntos del mundo y de la
condición humana, le da avisos saludables tanto en la
paz como en la guerra (Polit. 3.4). Así era el marqués de
Cádiz, Rodrigo Ponce de León, quien aconsejó al rey
302
que tomara otro camino, pero sin lograr persuadirle. Se
asentaron, entonces, los reales sobre Loja (junio-julio
1482) en un lugar inadecuado que hizo que el ataque
fuera temerario. El resultado fue desastroso y la derrota
cristiana, más que por méritos de los musulmanes,
Blázquez la achaca a una mala planificación y dirección
de la ofensiva (33v). Frente al buen consejero y vasallo
leal tenemos al rey Fernando, que actuó también como
Lipsio prescribe: tomó su decisión tras consultar, dejar
hablar y escuchar al marqués, guardando en secreto su
determinación final sin comunicársela a nadie ((Polit. 3.8).
El caso es que, lo que parece fue un error de planificación
del rey, Blázquez lo intenta maquillar recurriendo al
poder de la fortuna, citando textos latinos de los Apotegmas
de Erasmo, lo que demuestra que Blázquez es un autor
que participa de la moda de los apotegmas, adagios y
de las máximas de raíz tacitista, senequista, neoestoica y
humanista:
303
juiciosamente la situación, porque “por la pérdida de
una batalla no a de desmayar el Príncipe” (34v). Y, en fin,
usando prudentemente de su imperio y consciente de que
“grandes an de ser en la necesidad los metamorphoseos
de el Rey” y de que “no puede ser en todo igual” y
“conforme al accidente a de vestirse el trage” (34v-35r),
demoró la conquista de Loja por un tiempo, hasta que,
haciendo gala de su constantia, decidió el rey Fernando
volver sobre Loja en la primavera del año siguiente,
pero ahora, sin consultar a nadie, escondió en su pecho
el plan y guardó el secreto a todos, amigos y enemigos
(35v), demostrando así una gran prudentia militar.
Antisemitismo
Centrándose Blázquez en un problema español de la
época, el de los judíos y conversos, Blázquez, realiza un
recorrido histórico sobre cómo se introdujeron los judíos
en Castilla y cuántas veces fueron echados de ella, para
justificar así los intentos de Fernando por expulsarlos
alegando, sobre todo, argumentos religiosos, y viéndolos
como “gente enemiga de Dios” y “rebelde a Dios, que
le desconoce entre milagros y adora un becerro entre
idolatrías”, siendo además por naturaleza “constantes
en el mal”, pues “vinculada tienen la perfidia” (41r).
Consecuencia directa de ello, para combatir las malévolas
prácticas judaizantes en Sevilla, aclara Blázquez, se creó
en 1478 la Inquisición, extendiéndose en 1483 a los
reinos de la Corona de Aragón, incluidos Sicilia, Cerdeña
y, posteriormente, los territorios de América. Los judíos
son vistos por Blázquez como seres pérfidos, impíos,
idólatras y por naturaleza malignos, muy identificados
con los moros, especialmente por ser “gente enemiga de
Dios” (41v).
El motivo que apunta Blázquez para justificar el
304
“edicto de total expulsión de los judíos” (42r) por parte
del rey Católico es el de la salvaguarda de la religión
católica. Y es que, con tesis de nuevo lipsianas (Polit.
4.2-3), el papel fundamental del príncipe cristiano es
conservar la religión católica, razón por la que está
legitimada, no sólo la expulsión de los judíos, sino
también la de los moros. Por esta razón de estado y otras
que Blázquez silencia expulsó Felipe III a los moriscos de
España (1610-1611), además de por su posible alianza
con los turcos y berberiscos, por su impopularidad entre
la población y la necesidad de controlar sus riquezas y
valores:
Multitud de gentes
Pero en España estaba surgiendo un grave problema.
La conquista de Granada, no sólo supuso una gran
mortandad que mermó considerablemente la población
española, sino que también derivó en la salida de
un importante contingente hacia el norte de África.
Asimismo, la expulsión de los judíos siguió diezmando la
305
población. Blázquez, entonces, consciente del problema
expone su teoría de que en la multitud está la fuerza,
esto es, que un reino no puede ser grande y pujante si no
tiene una población numerosa que esté dispuesta para
defender el país o para acometer empresas guerreras en
el exterior:
306
le da al monarca español actual, Felipe IV, diversas
soluciones al problema:
Contra la tiranía
Al hilo de la narración sobre cómo en el territorio
del Ampudán se conservaban aún los vasallos llamados
de remensa, que satisfacían tributos tiránicos a sus señores,
elabora Blázquez todo un discurso contra los males de la
tiranía (47r-51r).
La tiranía, entendida como el gobierno violento de
uno solo contra las leyes y costumbres, es un mal que
hay que erradicar, pues desde la concepción política
neoestoica es uno de los motivos que provoca guerras
civiles. Así lo preceptúa Lipsio (Polit. 6.5) y establece
cuál es la diferencia entre monarquía o rey y tiranía o
tirano valiéndose de una cita de Séneca (Clem. 1.2.3):
alter arma habet, quibus in munimentum pacis utitur, alter, ut
magno timore magna odia compescat, que queda así traducida
por Blázquez, quien sigue, a su vez, la traducción que
Bernardino de Mendoza hace del texto lipsiano:
307
Bernardino de Mendoza, Blázquez, Perfecta razón de
Lipsio, Políticas, p. 326 Estado, 47v.
Entre otras diferencias del rey Ésa es la diferencia que ay de el
al tirano hay ésta, y es que rey al tirano, que el Rey se vale
aquél se sirve de las armas para de las armas para conservar la
el amparo y conservación de paz y el tirano las toma para
la paz; y el otro para deshacer asegurar los aborrecimientos.
y destruir con gran espanto
y miedo grandes odios y
aborrecimientos.
308
¡Alta razón cathólica de Estado de el mayor Rey que supo
conformarla con la Religión y introducirla con las leyes! ¡Qué buen
Príncipe el que acoje en la conmiseración la voz de el pobre que le
llama y la desdicha de el afligido que le invoca! (49r).
Los Reyes (sean los que fueren) se han de obedecer… pero el Ministro
tirano, que haze el mando executor de sus passiones, que se vale de el poder
para tomar venganza, éste no ha de ser sufrido por el Rey, éste ha de ser
castigado por el escarmiento, que no es rigor quitar el gobierno a quien le
309
alcanzó indigno y le exercita cruel (49r).
194
F. Guicciardini, Historiarum sui temporis libri viginti, Basileae, 1566,
libro I, p. 47: Nam regem esse a fortuna plerumque datur, verum eum regem
esse, qui salutem ac felicitatem suorum civium, quasi unicum regnandi finem,
rebus omnibus anteponat, id ab ipso tantum atque a propria virtute proficiscitur.
Hay traducción española: La historia del señor Francisco Guichardino,
traduzida por Antonio Florez de Benavides, Baeza, en casa de Juan Baptista
de Montoya, 1581.
310
grado al rey, pero no soportan la tiranía de los malos
ministros:
Premios
El rey, entonces, en aras de la justicia que personifica
y para granjearse el amor de los vasallos, evitando así
la malquerencia de los mismos, procurando que el
vasallo leal sirva de ejemplo a otros súbditos y poder
de este modo engrandecer y extender su imperio, debe
premiar “los servicios de el vassallo leal para introducir
la imitación con la honra y dilatar los imperios con la
fama” (52r). Era doctrina de Lipsio (Polit. 4.11) que el rey
reparta premios y mercedes a los buenos, mostrándose
benigno, cariñoso y generoso con los súbditos que poseen
y ejercitan la virtud. Premiar a los buenos es indicio de
un Estado bien establecido.
Y para ilustrar este consejo hace Blázquez un excursus
sobre cómo los mandatarios romanos tenían muy en
cuenta los buenos servicios prestados y los premiaban
con la entrada en triunfo, en caso de que fuera un general
leal y victorioso, y, muy especialmente, con la concesión
de las distintas coronas. Y, explicando, los distintos tipos
de coronas: la cívica y la obsidional, remite Blázquez a
un texto de Lipsio, ahora citado nominalmente, donde
311
explica el humanista belga todos estos pormenores195.
Dato curioso que, siendo los Politica de Lipsio la obra
fundamental en la que Blázquez se basa para sus doctrinas
filosófico-políticas, no cite nunca al autor ni dicha obra
y sí mencione ahora explícitamente el nombre de Lipsio
y el título de uno de sus libros (De milita romana), cuando
trata un tema menor como el tipo de coronas con que
en la antigüedad se premiaban los buenos servicios de
los vasallos. En fin, Blázquez entiende que este tipo de
premios estimula la virtud en los súbditos y que, si se
da a los soldados la recompensa que merecen por sus
buenas obras, se consolidan las monarquías y se levantan
grandes imperios:
Fama o reputación
Tras el fallido cerco de Loja (1482), causado, según
Blázquez, por la “emulación de los capitanes” cristianos
(53v), decidió el rey Católico ir en persona, porque la
presencia del rey en la guerra asegura la victoria. Pero
el monarca acudió, no sólo para insuflar ánimo a sus
ejércitos, sino también para buscar la gloria y la fama
de su nombre y de sus gloriosas empresas, pues consejo
neoestoico es que los príncipes han de tener la fama por
blanco de todas sus acciones, deben mirar siempre por
la alabanza y por la posteridad, dejando de sí honrosa
y dichosa memoria, porque si un príncipe deja tras de sí
mala fama es que tampoco sus virtudes fueron preciadas
(Lipsio, Polit. 2.17).
195
Lipsio, De militia romana, Antuerpiae, ex officina Plantiniana, 1598,
lib. V, p. 336.
312
El menosprecio de la fama, por tanto, supone
también el menosprecio de sus virtudes, por ello el rey
católico ha de buscar la fama y la reputación poniendo
en práctica sus virtudes, es decir, no debe sustentar su
fama en la de sus antepasados, sino que debe ganársela
esforzándose por ser un monarca virtuoso.
313
hallaban en Italia: el rey de Francia atacaba a Génova,
mientras el duque de Milán la defendía y el rey Católico
le ayudaba; el cardenal Bernardino de Carvajal proponía
que se dispusieran dos ejércitos, entrando uno en Francia
por Italia y el otro desde España; el papa se excusaba
y encubría sus intenciones proclamándose neutral; el
Gran Capitán intentaba reducir a los Orsini; el Rey de
Romanos se decidía a atacar Borgoña; los venecianos se
esforzaban en expulsar de Italia al Rey de Romanos. Todo
amenazaba, dice Blázquez, sangrientos enfrentamientos,
cuando el rey Católico, “con su prudencia”, consigue
que se pacte una tregua (88r-v).
Ahí reside la razón de Estado con la que granjearse
reputación o conservar la ya adquirida. Y es que, dentro
de los modos posibles de conservar la reputación,
encontramos que el príncipe, cuando ha emprendido
una empresa de importancia, no la debe abandonar o
desamparar con facilidad, para no mostrar así que tomó
una decisión precipitada cuando determinó emprenderla
o que no tenía ánimo suficiente para concluirla.
Fernando el Católico estaba defendiendo Italia de los
franceses, una empresa que había acometido de forma
acertada y que no iba a dejarla a medias. No obstante,
atendiendo al interés general de Italia y España, pero
no por miedo a salir derrotado, decide pactar treguas,
pues era algo que todos se lo pedían. No obstante, las
verdaderas causas por las que el rey se decidió a dichas
treguas, añade Blázquez, no podemos saberlas, porque
ello forma parte de los arcana imperii, de los secretos del
gobierno, sabiendo que el secreto es de gran importancia
en la concepción política tacitea, neoestoica y boteriana,
pues, como el propio Botero explica, el secreto asemeja al
hombre a Dios, motiva que los demás hombres estén en
suspenso por no conocer los pensamientos del príncipe
314
y expectantes por ver adónde apuntan sus designios.
Es, todo ello, en efecto, doctrina de la Razón de Estado
de Botero, del capítulo De’modi di conservare la riputatione,
en el libro II. Es el modelo que sigue ahora Blázquez,
expresando sus doctrinas del siguiente modo:
Ardides de guerra
Tras la toma de Álora, la artillería avanzó hasta los
campos de Antequera, sin resolverse la incógnita de si
pasarían a Málaga o Loja, estratagema, señala Blázquez,
que desconcertó a los musulmanes y los amedrentó,
viendo tan gran aparato militar y cómo iban talando e
incendiando la Vega (54r).
Así, dentro la prudencia militar, es lícito usar de astutas
resoluciones, ardides o estratagemas para defenderse del
enemigo o para vencerlo. Es doctrina de Lipsio (Polit.
5.17) que Blázquez la asume como propia, afirmando
que “las estratagemas o ardides an vencido más batallas
sin armas que las armas sin cautela” (54r). Es, además,
un recurso guerrero lícito, no sólo porque fuera muy
empleado por griegos y romanos, según la detallada
315
lista de citas aportadas, sino porque también en la biblia
se encuentra. Pero, hay que distinguir bien, continúa
Blázquez siguiendo a pies juntillas a Lipsio, entre lo que es
un ardid de guerra o estratagema militar y lo que supone
una asechanza, un fraude, una mentira y traición contra
la “fe jurada” u obligación (54v): lo primero es lícito, lo
segundo es ilícito. Así, el fraude de los gabaonitas contra
Josué no fue ardid de guerra, sino mentira y traición y,
por ello, fueron castigados (Jos. 9.22-23). Lo que sí está
permitido es la disimulación, el encubrimiento de la
verdad, pero sin mentir y sin quebrantar la palabra dada,
y provocar las discordias entre los enemigos, tal y como
Pablo, cuando dijo que era fariseo e hijo de fariseos y
que “de la esperanza y de la resurrección de los muertos
soy yo juzgado”, concitó una gran contienda entre los
fariseos y los saduceos, dividiendo así a la multitud. Y, en
relación con este pasaje de los Hechos de los apóstoles (23.6-
7), alude Blázquez a un texto de Santo Tomás, padre de
la Escolástica (Sum. II-IIae., q. 37, a. 2), para ofrecer un
argumento autorizado a su doctrina de que sembrar la
discordia no es pecado. Pero no lo hace citando al mismo
Santo Tomás, sino a través de los comentarios de Pedro
de Lorca al texto tomista, quien explica claramente que
Pablo no excitó propiamente esta discordia, sino que tan
sólo permitió el altercado y se sirvió de aquella disensión
en provecho propio, planteando a los oídos de todos una
cuestión sobre la que sabía que ellos disentían, previendo
y permitiendo el posterior enfrentamiento, pero no
alentándolo ni fomentándolo (55r)196. La conclusión,
pues, de Blázquez es que:
316
enemigo acomete la traición en la defensa (54v).
317
muestra su antipatía por don Juan Manuel y nos avisa de
sus tejemanejes para provocar las disensiones populares,
habida cuenta de que el vulgo es inconstante y se dejaba
llevar por el viento que más soplaba:
319
dicho en el capítulo XXI de El príncipe, fue una acción
legítima para librar, en nombre de la religión, a aquel
pueblo de la tiranía a la que se encontraba subyugado.
No fue sólo una acción legítima, sino una empresa a la
que él, como rey Católico, estaba obligado:
320
Fernando, argumenta Blázquez, no podía quedarse
impasible, sino que tenía que actuar tomando partido
y, la mejor forma de sacar provecho de la situación, era,
no quedarse neutral, sino fomentar las disensiones entre
sus enemigos y dejar que ellos mismos “se apaguen los
bríos ayudando sus discordias” (67r). Demuestra, por
tanto, Blázquez, que en la persona del rey Católico se vio
cómo en las guerras resulta más poderosa “la industria
con el consejo que las armas con la valentía”, esto es, en
la guerra el ingenium vale más, porque todos los imperios
en sus comienzos se fundaron con el favor de la fortuna
y con los medios de la industria y se mantienen mejor en
su soberanía con las mismas artes con las que se crearon,
idea que Blázquez encuentra en Salustio (Cat. 2). Las
doctrinas de Blázquez encuentran apoyo no sólo en los
Politica de Lipsio, sino también en la Idea de un príncipe
político cristiano (1640) de Saavedra Fajardo:
Buena fortuna
Es doctrina neoestoica que una de las bases de la
autoridad del príncipe es la buena fortuna, pues cuanta
mayor y más favorable fortuna tenga un rey tanta
mayor estimación, cordura, prudencia y sabiduría se
D. Saavedra Fajardo, Idea de un príncipe político cristiano, Empresa
197
XC, p. 921.
321
le atribuye. Pero, habida cuenta de que la fortuna es
voluble y quebradiza por no estar afirmada en ninguna
razón, el príncipe debe regocijarse de su buena dicha de
forma templada y moderada, esto es, no debe alegrarse
mucho cuando las cosas le van bien, porque, aunque
parece favorecer a los buenos príncipes, también puede
desampararlos (Lipsio, Polit. 4.9). La buena fortuna o
felicidad también suele acompañar al caudillo militar que
se guía por la razón y por el consejo, pero nadie puede
agenciársela por sus propios medios, sino que es un don
de Dios, que la concede a quien se la merece. Aunque
la providencia sea determinante en los éxitos guerreros,
está claro que el arte e industria de la guerra necesita de
buena suerte. Por ello, aconseja Lipsio que en la elección
de los generales y caudillos militares hay que tener en
gran consideración la fortuna. A los grandes generales
del pasado: Máximo, Marcelo, Escipión o Mario, se les
concedieron los cargos y la guía de los ejércitos no sólo
por su virtud, sino también por su buena fortuna, que en
cierta manera nace de aquélla (Lipsio, Polit. 5.15).
En este contexto, tras la larga, pero exitosa guerra
de Granada, acontece el suceso del descubrimiento
y conquista del Nuevo Mundo. En estos años el rey
Católico, visto por Blázquez como el guerrero de la
fe y de la paz, está viviendo un cúmulo de victorias y
conquistas, a las que se une el hecho, parece que fortuito,
según el historiador lo presenta, del descubrimiento de
América. Realmente, era grande la fortuna de Fernando
el Católico, una fortuna que tenía su origen en una serie
continua de éxitos de todo tipo y, aunque esa buena
suerte la lleva el rey en su interior de forma innata, la
tiene que saber conservar y mantener por medios que
sólo dependen de él, como son su buen consejo, su
prudencia y sus virtudes. La fortuna la concede Dios
322
a quien se la merece y la del rey Católico, estaba claro
para Blázquez, era un premio a sus virtudes. Era único
el rey don Fernando por aunar de forma tan equilibrada
buena fortuna y buen consejo:
La majestad
Lo que en el hombre normal se denomina autoridad,
preceptúa Lipsio, en el príncipe recibe el nombre de
majestad. Se trata de una de las virtudes principescas
más importantes y consiste, en palabras del propio
humanista belga, en una “grandeza venerable fundada
en los méritos de la virtud o de cualidades afines a ella”.
Es un arma muy poderosa para el rey en su gobierno,
tanto en la paz como en la guerra. En propiedad, se
origina de la virtud, pero también de las circunstancias
externas. Así, por ejemplo, la majestad nace de la
gravedad de costumbres, siempre que se templen de
tal modo que se abandone el aire serio y la arrogancia;
también se procura con el buen talle corporal y con el
lenguaje o palabras, siempre que sean graves, elocuentes
y adecuadas; y, asimismo, la engendran actos ensayados,
como el retiro y la separación, porque los que aparecen
demasiado en público suelen ser menos apreciados. Tal
es la doctrina neoestoica sobre la majestad del príncipe
(Lipsio, Polit. 2.16).
Pues bien, esa majestad real está perfectamente
representada y encarnada en Fernando el Católico, si
323
hacemos caso a la descripción que nos ofrece Blázquez
de él. En efecto, cuando en 1495 el duque de Borbón
envió emisarios al rey de Castilla, quejándose de cómo,
teniendo un pacto con Francia, se atrevía a romper dicha
confederación apoyando al rey de Nápoles contra Carlos
VIII (81r-v), Blázquez destaca el semblante majestuoso
del rey Católico y la grandeza de sus palabras antes de
exponer las razones que le dio al duque de Borbón. Y, en
la pintura que se nos ofrece, a medio camino entre écfrasis
y etopeya, podemos imaginarnos a un rey Fernando cuya
natural compostura y semblante eran majestuosos, pero
sin seriedad ni arrogancia; su verbo parecía fluido, pues
habló sobre los asuntos en cuestión, pero sin meterse
en temas que no eran de su incumbencia ni tampoco
ignorar los asuntos que había de conocer; sus palabras
transparentaban su magnanimidad y su lenguaje era en
todo moderado y templado, sin palabras ofensivas, sin
amplificaciones ni hipérboles que pudieran magnificar
sus palabras. No le hacía falta, pues toda su persona era
reflejo de majestuosidad:
324
en cuenta el capítulo que Botero dedicó al modo de
conservar la reputación en el libro segundo de su obra
Della Ragione di Stato, traducido al español desde 1603:
Consejo
La prudencia y el razonado consejo cuerdo y maduro
son atributos del príncipe, tanto en la paz como en la
guerra. Es doctrina neoestoica expuesta por Lipsio (Polit.
5.15). También Blázquez nos bosqueja a un rey Católico
con capacidad de adoptar la mejor decisión y consejo en
cada momento. Así ocurre cuando se nos cuenta cómo
Don Fernando no quería la guerra, pero si era inevitable,
198
G. Botero, Della Ragione di Stato, Roma, V. Pellagallo, 1590, p. 78.
La traducción española es de Antonio de Herrera, Razón Destado,
con tres libros de la Grandeza de las ciudades, de Juan Botero, Burgos, en
casa de Sebastián de Cañas, 1603, 39v: “Da reputación en el hablar
la gravedad y la firmeza, y el prometer uno de sí menos de lo que
puede, y no alabarse, en lo qual fue notable Scipión Africano, de
quien escrive Livio que, hablando a los Embaxadores de las ciudades
de España, hablava con tanta presunción, confiado de las grandes
virtudes de su ánimo, que no se le escapava palabra sobervia ni
arrogante, y en todo quanto tratava mostrava gran magestad y
grande crédito. Guárdese de hablar con amplificaciones y términos
semejantes, porque demás de que quitan el crédito a lo que se dize,
arguyen poca experiencia de las cosas, y ésta es manera de hablar
de mugeres y niños”.
325
la emprendería promoviendo una gran alianza de
Inglaterra, Portugal y el Imperio contra Francia. Carlos
no cedía y proseguía su avance, entrando en Roma el 31
de diciembre de 1494, obligando al papa a encerrarse
en su castillo de Sant’Angelo. El rey Católico, dilatando
la entrada en guerra hasta asentar paz con el Imperio
e Inglaterra y aun consciente de los inconvenientes de
emprender dicha guerra, “más fió al consejo la seguridad
de atreverse que a la ocasión la libertad de determinarse”
(82v).
Al hilo, pues, de estos sucesos históricos escribe
Blázquez un excursus sobre los distintos consejos que
son convenientes o inapropiados a los reyes. De este
modo, entiende nuestro humanista que los consejos
demasiados sutiles suelen desvanecerse y ser poco
efectivos. Si el asunto es de gran magnitud, la ejecución
del mismo requiere “dificultosos medios” (82v) y estos
“remontados y magníficos” consejos suelen conllevar
cierta imposibilidad y generar odio y aborrecimiento,
como se vio en los ejemplos de Antíoco y Quinto
Flaminio. Hay que huir también de los consejos que
sólo buscan la apariencia. Y los que hay que abrazar,
siendo los convenientes para los reyes, son los consejos
templados, equilibrados, que no desfallezcan por ser
demasiado humildes ni tampoco se vuelvan imposibles
por ser demasiado elevados. Y en los casos urgentes
y precipitados el mayor enemigo es el consejo tímido,
pues para tales situaciones es más efectiva la ejecución
resolutiva que los discursos preventivos, aunque siempre
será lo mejor el punto medio.
Están todos estos preceptos tomados literalmente del
libro segundo de la obra Della Ragione di Stato de Botero:
326
Botero, libro II, De´ consegli. Blázquez, 82v-83r.
Non si debbono stimare i con- Pero no todos los consejos son
segli, ch’hanno molto del sottile convenientes a los Reyes, por-
e dell’acuto, perché, per lo più, que los demasiadamente sutiles
non riescono; con ciò sia che, suelen como vapor levantarse
quanto la lor sottigliezza è ma- por el ayre y desvanecerse…
ggiore, tanto bisogna che la es- En las cosas grandes pide la
secutione sia più per appunto… execución dificultosos me-
perché l’imprese grandi ricerca- dios…también los remontados
no nella loro amministratione y magníficos traen consigo una
molti mezi e, per consequenza, especie de imposibilidad y
ricevono molti casi impensa- odio, que está más cerca de
ti… Né si debbono anco molto engendrar aborrecimiento que
apprezzare quei, che hanno del sujetar voluntades, como se vio
grande, e del magnifico, anziché en la ostentación de Antíoco el
del facile e del sicuro, perché Grande, haziendo enterrar con
sogliono per l’ordinario frut- tanta pompa los Macedonios,
tar vergogna e danno. Tal fu il muertos en la batalla de Filio,
dissegno di Antioco il grande, y Quinto Flaminio. Común
quando egli fece sepellire con daño en los Reyes dejar por los
molta onorevolezza e pompa i consejos de la apariencia los
Macedoni morti nella battaglia que construye más eficaces la
tra il re Filippo e Q. Flaminio, importancia. Aquellos se han
col qual egli non s’acquistò pun- de abrazar: que ni desmayen
to la gratia di quei popoli e fu por humildes ni se pierdan por
cagione che si alienasse affatto elevados, para conservar lo ad-
il re; dove dice Livio, che, per la quirido y conquistar lo forzoso:
natura e vanità loro, li re soglio- Agendo audendoque res Romana cre-
no ordinariamente abbracciare vit. Pero en los casos urgentes y
consegli di molta apparenza, precipitados el mayor enemigo
ma di poca sostantialità…. Ma, es el consejo tímido, como dice
dove si tratta di conservare il Tácito de Favio Valente: Quod
suo e di mantenere l’acquistato, inter ancipitia deterrimum est, dum
nissuna cosa manco conviene media sequitur, nec ausus est satis, nec
al re savio che’l risicare, perché providuit. Inutili cunctatione agendi
il danno è troppo maggiore che tempora conslendo consumpsit.
l’utile. I consegli lenti conven-
gono a’ prencipi grandi, perché
debbono attendere più presto
a conservare, che ad acquistare
327
Et è cosa chiara, potentiam cau-
tis, quam acrioribus consiliis tutius
haberi.I pronti e gli spediti più
a quei che attendono più pres-
to ad accrescere, che a con-
servare, agendo, audendoque res
Romana crevit. Ma ne’ casi ur-
genti e precipitosi nissuna cosa
è peggiore, che i consegli, e
partiti mezani. Onde di Fabio
Valente scrive Tacito: quod inter
ancipitia deterrimum est, dum me-
dia sequitur, nec ausus est satis, nec
providuit. Inutili cunctatione agen-
di tempora consulendo consumpsit.
328
de cumplir lo pactado anteriormente con él. Blázquez,
entonces, concluye que Fernando, guiado por su
consejo, se dio cuenta de que, para el acometimiento de
grandes empresas ya deliberadas, no tenía que guardar
las confederaciones ni ligas pactadas con reyes pérfidos
y perjuros, sino que debía tomar la resolución que le
conviniese y ejecutarla con firmeza:
329
en ella “por obligación”, ni tampoco le convenía a sus
Estados; además, los planes del Emperador sólo iban
a hacer más poderoso a Luis XII. Ésa era la razón de
Estado por la que Fernando se retiró de la liga, pero
también porque lo convenido era quitar a los venecianos
lo que habían usurpado a cada aliado. Visto lo cual, se
siente Blázquez obligado a justificar la disolubilidad de
las confederaciones con ejemplos tomados de la historia
antigua y bíblica. El rey Fernando actuó como un
príncipe prudente, justo y católico, porque:
El secreto
Cuando el rey Católico permanece expectante, con
su prudencia y astucia, sin pronunciarse, en un silencio
confuso hasta ver en qué acababan las paces de Francia,
pues no se fiaba de Luis XII, introduce Blázquez una
larga digresión doctrinal sobre la importancia de el
“consejo secreto” en el príncipe y lo provechoso que
puede resultarle guardar en su pecho, en silencio, sus
consejos y determinaciones, sin darlas a conocer a nadie
y, menos aún, a los aliados sospechosos o al enemigo.
Ese silencio, argumenta Blázquez, es lícito en el príncipe,
porque no es un engaño o fraude maquiavélico, sino, en
todo caso, “un engaño que no induce a ofensa” (94r) o
simple disimulación.
Aunque tal doctrina está basada en las teorías políticas
lipsianas (Polit. 4.13), concretamente en esa prudencia
mixta en la que caben ciertos fraudes, engaños y
330
disimulos, porque la prudencia no deja de serlo por
el hecho de que se mezclen con ella algunas gotas de
disimulación, los preceptos que ofrece Blázquez sobre el
secreto consejo están tomados directamente de Botero,
pero no de la traducción española de Herrera, sino de
la versión italiana original, pues Blázquez cita el caso
de Tántalo que en la traducción española de Herrera
aparece suprimido:
Botero, Lib. II, p. 71. Blázquez 93v
Non è parte alcuna più neces- El más poderoso nerbio en el
saria a chi tratta negotii d’im- gobierno de el Rey, paz o gue-
portanza, di pace o di guerra, rra, es el consejo secreto, por-
che la secretezza. Questa faci- que viene a ser un instrumento
lità l’essecutione de’ dissegni inmediato de la execución de-
e’l maneggio dell’imprese, che, terminada en el entendimiento
scoverte, averebbono molti e y ajustada con las empressas en
grandi incontri… Onde i Poe- la ocasión. Los poetas fingieron
ti fingono che li Dei puniro- el castigo de Tántalo para sig-
no Tantalo per la palesatione nificar la culpa de aver hecho
de’consegli loro… Tal si legge público lo que debió recatar
esser stato Antigono re d’Asia, en el silencio. Preguntó Deme-
che, essendo una volta diman- trio a su padre el rey Antígono
dato da Demetrio suo figliuolo, que quándo avía de sacar los
quando volesse cavar l’esserci- soldados de los alojamientos y
to dagli alloggiamenti, rispo- respondiole que no a de oír él
se tutto turbato: “Credi forse solo la voz de la trompeta. Me-
di non dover tu solo il suono tello hazía la guerra a España
delle trombe udire?”. Tal fu y al más estrecho amigo que
Metello Macedonico, di cui fu investigó los secretos que escon-
quella risposta ad uno, che’l ri- día en su pecho le dixo que se
cercava del suo dissegno nella contentase con no entenderlos.
guerra di Spagna: “Conténtati Los mismo respondió el Rey
- gli disse - di non saperlo...”. Don Pedro de Aragón al Papa
Pietro di Aragona fè la me- Martino Quarto, quando vio
desima risposta a Martino IV, junta aquella poderosa arma-
che voleva intender da lui a da que arrojó los Franceses
che fine avesse apparecchiata de Sicilia y les quitó el Reyno.
una grossa armata, con la qua-
le tolse poi a’ Francesi Sicilia.
331
Blázquez, entonces, alaba este prudente secreto del rey
Fernando, porque, además de estar avalado por los textos
taciteos, está consignado en las sagradas letras, como
lo dice el Eclesiástico (20.7): “El hombre sabio callará
hasta que sea tiempo, mas el liviano y el imprudente no
guardarán tiempo”. Se trata, en efecto, de la idea tacitista
de los arcana imperii, esto es, los secretos de los príncipes
como estrategia de guerra que se traslada a la política.
Y, dentro de estos secretos, había dos tipos. Existe, en
efecto, el secreto legítimo y necesario, al que también se le
llamaba “disimulación”, que era equiparable al ars silendi
y ars nesciendi de la doctrina jurídica clásica, expresado
por Blázquez de forma enfática: “¡Grande argumento de
sabiduría saber callar!” (94r). Este secreto forma parte de
las estratagemas del rey-caudillo para turbar al enemigo.
El segundo tipo de secreto es el engaño doloso y ése no
está permitido al príncipe cristiano.
Y de este modo aborda de nuevo Blázquez su teoría,
neotacitista y neoestoica, de la dissimulatio, entendiendo
que “desmentir con apariencias lo que pueden destruir
asechanzas” (94r), no es engaño fraudulento, siendo así
que el príncipe debe y puede usar del fraude cuando la
necesidad le obliga a ello, pero nunca para quebrantar la
fe, sino para asegurar la justicia. Y es que, siguiendo la
doctrina jurídica romana del dolus bonus, según la cual el
dolus puede entenderse en un buen sentido, como recurso
bueno y lícito, y en un mal sentido, como acción realizada
con malicia, deduce Blázquez que el rey Fernando,
cuando en sus negociaciones con el Duque de Milán se
mantenía cauteloso, dueño de sí y guardando en secreto
su opinión, para así descubrir la intención del enemigo,
no estaba recurriendo al dolus fraudulento, porque era un
engaño que no inducía a ofensa, sino al dolus bonus. Estas
son las conclusiones a las que Blázquez llega, aportando
332
para ello un texto jurídico de Ulpiano, junto a otros de
Tácito, Plutarco o Curcio, sin faltar una buena lista de
citas bíblicas:
333
más peligrosa es la resolución que desengaña que la neutralidad que
entretiene (96r).
334
sospechoso, porque más conviene al ministro (aunque aventure su
reputación) obedecer la orden de el Rey secreta que arbitrar en
público la confianza del recato (117r).
335
concebir al Estado como el único ente auténticamente
soberano. Había, pues, una constitución dual del poder
que, duplicada, impedía crear una organización política
estatal.
El poder, entonces, se concebía de una forma dual
y se expresaba en términos de “jurisdicciones”: una
jurisdicción temporal o secular, cuya cabeza era el
rey; y una jurisdicción espiritual o eclesiástica, cuya
autoridad última descansaba en el papa. No había, pues,
una separación Iglesia-Estado tal cual la entendemos
modernamente, porque el ideal era que ambos poderes,
pero cada uno dentro de su esfera o jurisdicción,
colaboraran estrechamente en el gobierno de la
República199.
Tales reflexiones debían latir en la mente de Blázquez,
que reside en México al escribir esto, cuando argumenta
que a finales del siglo XV el estado moral de la Iglesia
estaba en continuo declive, por lo que el monarca español
propuso al papa que hiciera reformas, puesto que estaba
actuando temerariamente al confederarse con Francia y
Venecia, siendo la causa de todo ello, según Blázquez, el
deseo irrefrenable que tenía el pontífice de engrandecer
a su hijo César Borgia, “nuevo Atila de Ytalia” (97r). El
rey Católico, enterado de todas las acciones del pontífice
con su hijo César Borgia, decidió entonces romper con
el papado, ordenando salir a todos sus vasallos y súbditos
de las tierras del pontificado y Curia Romana, para que
sirviera como una amenaza de la necesaria reforma del
estado eclesiástico (97v). Y, esa ruptura de Fernando el
Católico con el papado es lo que tiene Blázquez que
explicar y justificar.
199
A. Cañeque, “Cultura vicerregia y Estado colonial. Una
aproximación crítica al estudio de la historia política de la Nueva
España”, Historia Mexicana LI:1 (2001), pp. 5-57.
336
Expone nuestro historiador el asunto de las dos
jurisdicciones de forma clara y concibiendo el poder
de forma dual, ilustrándolo con la doctrina de las dos
potestades o de los dos “cuchillos”: el temporal y el
divino, distinguiendo que ambos, monarca y papa,
fueron puestos por Dios, si bien tales potestades fueron
siempre diferentes, ocupándose el rey de lo temporal y el
pontífice de lo divino. Juan Blázquez lo expresa siguiendo
fielmente a Castillo de Bovadilla:
337
Blázquez, según parece, sostiene la idea de que
ambos poderes son distintos, aunque complementarios.
Lo que no está dispuesto a aceptar es que el pontífice,
que se rige por un ordenamiento jurídico (derecho
canónico) independiente del temporal, esté por encima
del rey Católico, aunque es sabido que la Iglesia y los
clérigos estaban exentos de la jurisdicción del príncipe,
que carecía de poder espiritual y, por tanto, no podía
imponer su poder sobre instituciones que no fueran
temporales. El poder regio, no obstante, y más en una
monarquía católica universal, intentará controlar e
incluso limitar la autonomía eclesiástica de diversas
maneras (exigiendo, por ejemplo, la aprobación regia
de los decretos pontificios; afirmando el derecho de los
súbditos de apelar a los reyes en las decisiones de los
tribunales eclesiásticos; imponiendo el patronato regio).
De hecho, aunque la Iglesia tuviera cierta autonomía, el
poder regio, como cabeza del cuerpo político, prevalecía
sobre el pontifical. Y en Indias, por ejemplo, los monarcas
españoles tenían el derecho de presentación, pero no
de nombramiento, de los obispos, convirtiendo así a la
Iglesia colonial en un aparato burocrático más del poder
real.
En este sentido, Blázquez quiere probar con una serie
de textos bíblicos que, aunque ambas potestades siempre
fueron distintas, fue mayor la potestad real, pues Moisés
nombró pontífice a Aarón o el propio Carlomagno fue
autorizado por el papa Adriano para nombrar pontífice
y elegir obispos (98r). Con lo que la potestad temporal,
que dimanó del pueblo, pero que éste la transfirió al
emperador, no puede estar en el papa, siendo así que sólo
podría arrogarse dicha potestad para la conservación del
estado de la Iglesia:
338
La potestad temporal tuvo origen de el Pueblo, que transfirió
el dominio en el Emperador, con que parece que ni en jurisdición
ni en acto está en el Pontífice como en los Emperadores y Príncipes
seglares sino en quanto necessita para el estado de la Iglesia en
orden a su conservación (98r).
339
En el cuerpo político de la República, por la salud de los
miembros, cortar puede el Príncipe la cabeza, pero no en el cuerpo
Ecclesiástico, donde… lo es Christo (101r).
340
Para Blázquez, Fernando el Católico conquista con
todo derecho el reino de Navarra, una acción avalada
por bulas del papa Julio II, si bien tiene que justificar
el poder que tenía el papa para investirlo como rey de
dicho dominio:
341
deriva del romano pontífice. Se admitiría, pues, el
dominio universal del papa y su capacidad para investir o
destruir a los príncipes y, en consecuencia, la supremacía
del poder eclesiástico sobre el civil.
Y, para apoyar su idea de que el papa tiene potestad
para investir a los reyes, acudirá Blázquez a la cita y
explanación de largos textos jurídicos de los glosadores
del derecho y de teólogos reputados. Tal es el caso de los
amplios párrafos que transcribe literalmente y en latín
de la obra Commentaria ac Disputationes in Tertiam partem S.
Thomae (1610) del jesuita Gabriel Vázquez203. Lo que hace
Blázquez es glosar estos textos, que apelan a la naturaleza
humana de Cristo que, gracias a la unión con el verbo y
la deificación, alcanzó el poder político, civil y temporal
sobre todos los reyes y emperadores del mundo. Tuvo,
pues, el derecho sobre las repúblicas y la potestad del
político gobierno espiritual, pudiendo promulgar leyes y
dictar sentencias. Y esa humanidad de Cristo, al estar
deificada, tenía pleno dominio sobre todas las Coronas,
que estaban a ella sometidas y le debían obediencia. De
tal modo que, según sigue glosando Blázquez, como
Cristo es por excelencia el Rey absoluto sobre todos los
reyes temporales, dejó a su vicario esta parte de soberanía
y poder: no es que el papa tenga un imperio de reino
temporal por dominio directo ni que tampoco sea el Rey
de todo el mundo, sino que su imperio es la potestad
espiritual de la Iglesia y, para conservarla y aumentarla,
puede emplear todos los medios convenientes a ello:
342
y Emperadores de el mundo; y este dominio fue el derecho
sobre las Repúblicas, la potestad de el mando en todas aquellas
acciones concernientes al político govierno espiritual: hazer leyes
y pronunciar sentencias; y estando (como estava) la humanidad
de Christo Deificada, por la misma razón (si él quisiera) usar de
el poder que tenía, le devían estar sujetos y reconocer Imperio las
mayores Coronas, no sólo por consentimiento de la divina voluntad,
como los Profetas, que obedientes a ella, y no siendo Reyes, por
naturaleza fueron obedecidos por la dignidad, pero la unión de el
verbo a la naturaleza humana de Christo que la deificó tuvo en
sí (como se dize), aunque no usó de él, libre y absoluto dominio
sobre los más poderosos Cetros de Reyes y Monarchas humanos…
de suerte que, siendo Christo por excelencia absoluto Rey sobre
todos los temporales, aunque no quiso usar de el poder, dejó a su
Vicario esta parte de soberanía de imperio, no de Reyno temporal
por dominio directo, para constituirle rey de todo el mundo, sino la
potestad espiritual de la Iglesia, para que en orden a su conservación
y aumento pusiese y executase todos los medios convenientes a esto
(188r-v).
343
potestad espiritual, no de otra manera. Por ello, esta potestad será
más bien espiritual que temporal… El sumo pontífice puede alguna
vez ejercer la jurisdicción temporal y ello es procedente siempre que
su práctica sea útil y necesaria para la tranquilidad de la Iglesia y su
jurisdicción espiritual; y entonces, hasta aquí, el papa se sirve de la
potestad espiritual (189r)204.
204
D. Covarrubias a Leyva, In varios civilis ac Pontificii iuris titulos
Relectionum, tomus primus, Lugduni, apud haeredes I. Iunctae, 1568,
p. 701.
344
Las confederaciones
Los reyes francés y español se aliaron en 1500 y
firmaron el tratado de Granada, acordando la ocupación
militar del reino de Nápoles para deponer al Rey Fadrique
I. Mientras, el rey Católico alimentaba el enfrentamiento
entre los Orsini y los Colonna, porque le convenía. Por
ello, se ve obligado Juan Blázquez a justificar esta alianza
y este afán de Fernando el Católico por “sustentar
los vandos de Italia” (105v), acciones ambas que tan
aborrecibles parecieron a los estadistas católicos. De
este modo, argumenta que las confederaciones están
permitidas a los reyes, siempre que no deriven en daños
ajenos:
345
En este contexto, justifica Blázquez el principio
político de “sembrar cizaña” (106r), empleado por el rey
Fernando y que tan reprobable resulta a los ojos cristianos,
siguiendo al pie de la letra a Juan Márquez, en su obra
El governador Christiano (1.25), cuando se ocupa de que
“Deben atajar con cuidado los reyes los encuentros de
sus ministros”. El auténtico dogma cristiano, en opinión
de Márquez y Blázquez, sería que los príncipes cristianos
han de procurar en la medida de sus posibilidades que
sus ministros vivan en paz, aunque Bodino aconseje lo
contrario, pretendiendo que los príncipes deben tener en
sus Consejos ministros enfrentados,
porque desta suerte (dize) nadie les echará dado falso, temeranse
los unos a los otros y no se atreverán a lo que dessearen205.
346
ruina por el “descuido de la seguridad” (106v). No
obstante, concluye Blázquez, estos ejemplos no legitiman
el medio político de “sembrar cizañas”:
Los tributos
Hay, en la doctrina neotacitista y neoestoica de
Lipsio (Polit. 4.11), dos vicios que arruinan los reinos:
el odio y el menosprecio que se proyectan hacia el rey,
siendo en especial el odio un afecto antipático y adverso,
una malquerencia y aversión obstinadas contra el rey
y su Estado. Hay, por ello, que huir de las ocasiones y
circunstancias que engendran este odio ciudadano y
también de las imágenes exteriores que representan tal
odio, como son los castigos, los tributos y la censura.
En efecto, entre estos tres detonantes que
desencadenan el odio contra el rey, figuran los tributos y
la mejor política que un rey puede hacer respecto a ellos
es mitigarlos, pues sólo el nombre ya provoca repulsión
e infunde odios en los oídos del vulgo y los efectos de
347
tales tributos levantan auténtica animadversión en los
corazones de los ciudadanos. Siendo, entonces, tan
denostados los tributos, hay, según Lipsio, cinco lenitivos
que pueden aliviar o templar el odio que los tributos
conllevan contra el rey y el Estado: su necesidad, su
moderación, la represión de la avaricia y crueldad, el
gasto y la igualdad.
Tendrá, pues, el príncipe que intentar convencer
al pueblo de que los impuestos son necesarios para la
conservación del Estado y el sustento de los gastos que
conlleva su administración general, especialmente para
el pago de los ejércitos, sin los que el reino no podrá estar
en paz. No obstante, si el pueblo se muestra reacio a pagar
los tributos, el príncipe debe proceder preferentemente
con persuasión, aunque, si es necesario, podrá usar
también la violencia. Asimismo, tendrá que procurar el
príncipe que haya moderación en los tributos, que no sean
excesivos y recaudarlos poco a poco para evitar revueltas
populares; tampoco es aconsejable añadir nuevos
tributos a los que ya hay. En tercer lugar, el rey católico
y neoestoico deberá cuidar que los ministros encargados
de cobrar estos impuestos lo hagan sin avaricia y sin
crueldad, por lo que tendrá que reprimir la avaricia que
procede con fraude y la crueldad que actúa con violencia
sobre los contribuyentes. Es, por ello, necesario que el
príncipe ejerza un control férreo sobre sus ministros para
que no cobren los tributos con violencia y crueldad, sino
con blandura y por partes. El cuatro lenitivo para hacer
que los tributos no resulten odiosos al pueblo consistirá
en controlar los gastos, procurando que se administren
los dineros públicos como si se tratara de la renta privada
de una familia particular, evitando que sean excesivos e
improductivos, esto es, procurando que los gastos sean
ajustados y provechosos. El propio príncipe debe dar
348
ejemplo y ser austero en su gasto propio, pero generoso en
la distribución del dinero público. Y, por último, se debe
buscar la igualdad en los tributos, que la contribución
sea justa e igualitaria y que no se grave más a unos que a
otros por favor o disfavor.
Ésta, en líneas generales, es la doctrina que expone
Lipsio, seguida por buena parte de los escritores políticos
españoles del primer tercio del Barroco. Por poner un
ejemplo antes de centrarnos en Blázquez, el mismo
Quevedo afirmaba que los tributos eran imprescindibles
para el mantenimiento del reino y que el rey, si lo
consideraba necesario, tenía derecho a exigirlos, aunque
con las restricciones antes marcadas, si bien los ministros
no tenían tal capacidad; y, como Lipsio, declaraba que
son indispensables para la subsistencia del reino, pero
que no deben establecerse nuevos impuestos ni tampoco
deben ser excesivos. Quevedo, en fin, en su Política de Dios,
concretamente en el capítulo titulado “De los tributos e
imposiciones” (2.8), sigue de cerca a Lipsio206. Veamos
si también lo hace Juan Blázquez en su Perfecta razón de
Estado.
Nuestro historiador introduce una larga digresión
doctrinal sobre los impuestos en el libro IX de su obra,
precisamente cuando está narrando los momentos de
apuro económico en los que se encontraba Fernando el
Católico y la Corona por los muchos gastos que le habían
supuestos tantas guerras internas y exteriores. Así, se
encontraba el rey Fernando en Zaragoza, asistiendo a
las Cortes de Aragón, pidiéndoles ayuda para las guerras
que estaba librando y especialmente para la conquista
de Nápoles, en cuyo reino su tío Alfonso había dejado
las finanzas exhaustas (119v). Y, concluidas dichas
349
Cortes (1503), se determinó que los reinos de Aragón lo
socorrerían (124r).
Es entonces cuando Blázquez, siguiendo la doctrina
lipsiana, nos presenta a un rey Católico temeroso
de imponer nuevos tributos a sus vasallos, porque el
monarca, como corazón y alma del Estado, debe cuidar
de sus miembros, que constituyen los cuerpos de la
República, sus vasallos, y no oprimirlos con cargas
excesivas, sabedor de que ello conllevaría la ruina del
reino, porque al rey se le paga con gusto, pero al ministro
por miedo, pues cobra con vejación de los súbditos:
350
para que no ocurra lo que le sucedió al rey Carlos VII de
Francia por haber querido poner un tributo:
351
consiguen desprenderse de la carga de los tributos y
arrojarla sobre los humildes:
352
¿quién le podrá castigar quando venda la justicia? (121v).
353
españolas comandadas por Fernando de Andrade, y,
tras la victoria española, ordenó el príncipe Archiduque,
Felipe de Austria, al Gran Capitán que suspendiera la
guerra, parece que Gonzalo Fernández de Córdoba,
“esperimentado en las estratagemas de el Francés”,
no obedeció dicha orden, porque consideraba que
el archiduque estaba falto de experiencia militar y lo
mandado no era una buena decisión.
En este contexto de desobediencia de un ministro,
el Gran Capitán, a un rey, Felipe el Hermoso, es donde
inserta Blázquez su digresión sobre la obediencia de
los ministros y su declaración de que “permitido es al
Governador replicar a la orden de el Príncipe, quando
de la advertencia de no obedecerla más se puede deducir
lealtad al ministro que sospecha de vassallo” (126v).
Seguirá nuestro historiador de cerca los avisos políticos
de Juan Márquez en su obra El governador christiano (1.11),
donde se ocupa justamente de “Hasta dónde pueden
replicar los Ministros Christianos a sus Reyes”.
Blázquez, aduciendo multitud de citas bíblicas y
clásicas, disculpa que alguna vez pueda el ministro,
siempre que no esté movido por la malicia, replicar al
príncipe, quien no se deberá enfadar si el ministro le avisa
con intenciones benignas para que su orden sea exitosa:
354
muchos ejemplos citados:
355
España. Por ello, como Gonzalo de Córdoba encontró
peligrosa la orden dada por Felipe de Austria, decidió
replicarla y desobedecerla, acción que alaba Blázquez,
pues era más un acto de lealtad al rey y a España que
de desobediencia, y porque, gracias a esta prudencia y
previsión, consiguió el Gran Capitán vencer de nuevo
al francés una semana después en Ceriñola, inclinando
así ya definitivamente la guerra a favor de España. Si
hubiera obedecido Gonzalo al archiduque el resultado
histórico habría sido muy diferente:
356
más debe castigar el rey es al ministro desobediente que
interpreta las órdenes a su capricho:
357
aprecio de Blázquez por el militar español, pues nos
describe a un rey Católico que se hallaba confuso e
indeciso en decidir si le destituía o no. Lo que imperó,
a juicio de Blázquez, fue “la razón de Estado”, lo que
convenía al rey y a España, pues era contraproducente
que los italianos estuvieran descontentos con el Gran
Capitán, no fuera a ser que se originasen nuevas
revoluciones. Asimismo, las causas de tal revocación de
poderes las expone Blázquez con claridad meridiana: a
un soldado tan glorioso y leal como Gonzalo Fernández
de Córdoba, ¿podían afectarle ante el rey Católico unas
quejas infundadas, que iban encaminadas a minar la
fama de tan gran general simplemente por envidia?
La respuesta de Blázquez es tajante: Sí. Pues un solo
hombre, en este caso el Gran Capitán, no puede poner
en riesgo la paz y tranquilidad de los reinos. Otra vez
la justificación es la razón de Estado, en este caso la del
escándalo que podría perjudicar a la Corona (135r):
358
Chokier, “son causas de la ruina de los príncipes y de
revoluciones en la República”. Y citamos a Chokier
porque era en España un autor muy conocido gracias a
la traducción parcial que de estos Aforismos políticos hizo
Lorenzo Ramírez de Prado por mandato del Duque de
Lerma, publicándola con el título de El Consejo y Consejero
de príncipes (Madrid, 1617). El caso es que Blázquez
escribe su digresión sobre la revocación de los poderes
del Gran Capitán basándose en el mencionado capítulo
que Chokier dedica al odio y al miedo como causa de
la ruina de los príncipes y de revueltas, cuyo comienzo
suena así en traducción nuestra:
211
L. Chokier, Thesaurus politicorum aphorismorum, Moguntiae,
sumptibus I. T. Schönwetten, 1613, p. 306.
359
con una buena batería de citas de autoridad bíblicas
y clásicas, especialmente de escritores políticos como
Tácito y Aristóteles:
360
los ánimos para afirmarla; y si premia la verdad y castiga la mentira,
el que halló sagrado en su valimiento morirá por defenderla y el que
se opusso falso se arrepentirá de contrastarla (138r).
El miedo prudencial
Cuando Blázquez se adentra en las relaciones entre
el rey Católico y el Gran Capitán, quien había concedido
grandes señoríos territoriales en Nápoles a sus capitanes
y que ahora, en virtud de lo pactado en Blois, habría
que devolverlos a sus dueños, los barones angevinos,
se nos explica cómo el rey Católico le envió una carta
prometiéndole que, si volvía a España, le resignaría en
el maestrazgo de la Orden de Santiago. Pero apenas
despachó esta carta, nos dice Blázquez, el rey Fernando
envió a su hijo, el arzobispo de Zaragoza, a Nápoles para
prender al Gran Capitán (143r-v). Estaba Fernando el
Católico temeroso de que Gonzalo de Córdoba se pasara
al bando conjunto de Luis XII y Felipe de Austria.
Esta situación le da pie a Blázquez para tratar el tema
doctrinal del miedo en los príncipes, una perturbación
que, desde el prisma estoico, hay que erradicar del
ánimo para que no se turbe la razón. Y es que, entre
las virtudes principales del príncipe estoico figuran la
fortaleza y la constancia, pero no el miedo y la cobardía.
361
El rey, como sabio estoico, debe permanecer, tanto ante
las prosperidades como ante las desventuras, firme como
una roca azotada por el oleaje del mar. Así que, adoctrina
Blázquez, debe burlar al miedo, porque, opuesto como
está a la fortaleza y al valor, conturba la razón y supone
un riesgo importante para la Corona. Y para demostrar
todo esto, Blázquez nos ofrece una larga cita del libro
De regno et regis institutione de Francesco Patrizi de Siena
sobre los distintos tipos de miedo que hay. Pero no se
detiene Blázquez en esta simple cita, sino que toma todos
sus argumentos y textos de autoridad del mencionado
libro en su versión latina, aunque había una traducción
española que vierte así el pasaje citado por Blázquez:
362
ahora “inclinado a temer novedades” (143v), algo que no
cuadra con la idea de un rey ideal, neoestoico, virtuoso y
prudente, sino que dicho temor suponía un grave riesgo
para su fortaleza, valor y prudente consejo. Blázquez
declara que el miedo es imperdonable en un rey católico
como Fernando. Pero, entonces, ¿cómo justificar el miedo
que sentía el monarca español? Explica Blázquez que no
todo miedo es un temor “cobarde oppuesto a la virtud
de los Príncipes”, sino que hay un género de miedo que
puede calificarse como temor bueno y productivo, que
“tiene más de generoso para encaminar las acciones a
la fama que de émulo para entregarlas al olvido” (144r).
Este tipo de miedo, lejos de ofuscar las mentes de los
reyes para caer en el vicio, en el descrédito y, en suma, en
la sima del olvido, es un miedo o temor que da ánimos,
fortaleza y vigor para lograr los objetivos provechosos
a la Corona y al rey y alcanzar, consiguientemente, la
fama; es un temor que “no causa desmayo para perder
los hechos gloriosos, sino que esfuerza el ánimo para
conseguirlos” (145v).
Este temor vivificador y productivo es el que sentía
el rey Fernando cuando veía a Gonzalo de Córdoba,
el Gran Capitán, con tantísimo poderío en Nápoles, a
quien el Rey de Romanos y Felipe de Austria se lo querían
ganar ofreciéndole hacer reina a su hija casándola con el
hijo del rey Fadrique; cuando veía que el Gran Capitán,
por mucho que se le pedía regresara a España, estaba
demorando su venida. Todo ello hacía sospechar al rey
Católico y esa continua sospecha le hacía temer, no
tanto de la confianza y lealtad de Gonzalo de Córdoba,
como que pudiera dejarse convencer por enemigos tan
pérfidos como el archiduque Felipe y su aliado el rey de
Francia. Y no hay nada de malo, según Blázquez, en
este temor que sentía Fernando, porque también reyes
y personajes bíblicos como Ecequías, Judas Macabeo,
los mismos hebreos o el propio Jacob temieron en
363
determinados momentos (145r-v). Pero ese temor, como
el que sentía el rey Católico, no era un miedo insano,
vicioso ni perjudicial, sino un temor virtuoso, edificador
y productivo, que le infundía ánimos y fuerzas, que le
proporcionaba cautela y que le prevenía de cualquier
peligro que pudiera derivarse del rey Felipe el Hermoso
y de su padre Maximiliano, andando así precavido por
si padre e hijo intentaban y conseguían atraerse a su
bando e intereses al Gran Capitán. Y este temor virtuoso
(valga el oxímoron) que prevenía al rey Fernando tiene
un nombre: miedo prudencial. Lo que en principio era
un vicio se convierte, en la interpretación de Blázquez,
en una virtud:
364
de este Pascalio o Pascassio, como nuestro humanista
lo llama, para exponer la doctrina de este miedo bueno
o prudencial que asistió a Fernando el Católico en sus
prevenciones contra el Gran Capitán. La cita que ofrece
Blázquez del libro de Pascalio está en latín, es muy
amplia y ocupa más de una cara de folio214. Necesitaba
un buen argumento para explicar cómo el temor del rey
podía cuadrar con la imagen de un monarca virtuoso.
La adulación
Analizando Blázquez los posibles motivos por los
que el rey Fernando se encontraba temeroso, aunque
fuera con un miedo prudencial, ante el Gran Capitán,
parece achacar tal inclinación negativa a la propia
culpa del rey Católico, que abrió sus oídos a quienes,
envidiosos, difamaban a Gonzalo de Córdoba y,
lisonjeros, adulaban al monarca. Gran mal, dentro del
código ético-político neoestoico, es la adulación. Ya en la
Antigüedad, Teofrasto (Caracteres 2) dedicaba un capítulo
a la adulación y, siguiendo su estela, Alciato criticó a los
aduladores en su emblema In adulatores (Emblemas 53)
y Quevedo en su Política de Dios (2.9). También Lipsio
(Polit. 3.8) dictaba que el príncipe debe cerrar los oídos
a las palabras lisonjeras y aduladoras de palacio, porque
la lisonja y adulación destruye y arruina por lo general
el poder y las riquezas de los príncipes, criticando así a
aquellos príncipes que hacen lo contrario: escuchar las
palabras que buscan alabar afectadamente su persona
para ganarse su voluntad y, en cambio, desdeñar las
palabras de los consejeros que, en vez de adularles, les
ofrecen avisos útiles y provechosos.
De este modo, aduciendo Blázquez numerosos
365
textos senequianos donde se critica la adulación y
analizando el temor prudencial de Fernando el Católico
ante la posibilidad de que Felipe el Hermoso y su padre
Maximiliano se ganaran la adhesión del Gran Capitán,
llega a la conclusión de que el rey Fernando se dejó
dominar por la emulación y por las mentiras de los
aduladores, que, a la postre, fueron los que lo malmetieron
contra el Gran Capitán. Ahí, parece colegir Blázquez,
se equivocó el monarca español por abrir su alma y
oídos a los cantos de sirenas, bajo los que se ocultaban la
seducción y el engaño, ofuscando de este modo su recto
entendimiento:
215
J. M. Sánchez de Toca, F. Martínez Laínez, El Gran Capitán, p. 194.
366
Los privados
Lipsio se había ocupado de los ministros y oficiales
del Estado (Polit. 3.10-11), dando suculentos avisos
sobre cómo había de elegirlos el príncipe, atendiendo
principalmente a que fueran nobles y de buen linaje,
hombres virtuosos en la vida privada y pública, de talento
inclinado al ministerio y de ingenio bueno y recto, no
elevado ni soberbio. Atendiendo a estas prescripciones,
Blázquez suele alabar la elección que el rey Fernando
el Católico hace de sus ministros y privados, como, por
ejemplo, cuando elogia la lealtad del duque de Alba,
“que sólo este grande (entre tantos) no mudó su valor
mudándose la fortuna” (149v).
Otra cosa diferente le ocurre al rey archiduque, el
antipríncipe, a ojos de Blázquez, pues escoge ministros
o privados acordes a su mala cabeza. En efecto, cuando
se suceden las graves discordias de los Grandes en la
Coruña, que, en palabras neoestoicas de Blázquez,
“era un theatro de discordias” (148r), se achacan estos
disturbios a la competencia y rivalidades entre don Juan
Manuel, señor de Belmonte, y el señor de Veyre por
obtener el primer lugar en la gracia y confianza de Felipe
el Hermoso:
367
colación Blázquez una cita bíblica, tomada del Libro de
Esther (16.2-7), en la que se habla de la mala calidad de
muchos privados que, para ensoberbecerse, han abusado
de la bondad de los príncipes y del honor que se les
ha conferido, oprimiendo a los vasallos, maquinando
asechanzas, mostrándose ingratos a los beneficios
recibidos, violando los derechos de la humanidad y
pensando que escaparán del juicio de Dios, intentando
derribar a los buenos ministros, engañando con fraudes
a los príncipes y pervirtiendo las buenas inclinaciones de
los reyes con sus malas sugestiones. Todo esto, a juicio
de Blázquez, representaban estos dos malos privados
para la figura del rey Felipe, ante lo que Blázquez siente
compasión por un príncipe que de ningún modo gozaba
de su aprecio:
368
siguieron algunos que governaron, queriendo que a sus hechuras se
guarde el mismo respeto siendo tiranos que se debe a los ministros
siendo piadosos, tenía tan retirada de el castigo la mano de el
Archiduque que más atendía a los lamentos por oír la novedad que
escuchaba los agravios para darles el remedio (152r).
Conclusiones
Hemos observado cómo, desde una perspectiva
neotacitista y neoestoica, Blázquez ha ido insertando, al
hilo de sus narraciones históricas, todo un compendio
de doctrina política que toma las dimensiones de un
auténtico “espejo de príncipes”. Sus teorías políticas,
emanadas de Lipsio, Botero y otros preceptores que
hemos ido señalando en nuestra exposición, han versado,
especialmente, sobre la triple vertiente militar, religiosa
y civil que el príncipe debe aunar virtuosamente en su
persona para poder ser un buen gobernante. Así, en
efecto, dentro de la dimensión militar, hemos leído sus
opiniones sobre la doctrina de la guerra justa, sobre la
importancia de la presencia del rey en las guerras, sobre
la justificación de las guerras de conquista, sobre las paces
y treguas unidas a la disolubilidad de las confederaciones
o sobre la fortuna o suerte de los caudillos militares, con
grandes excursus sobre el Gran Capitán. Dentro de la
perspectiva religiosa, hemos comprobado que el rey debe
ser el gran defensor de la religión y de la fe, porque la
felicidad política deriva de la religiosidad, al tiempo que
todas las acciones son justificadas si el fin que persiguen
es santo, porque las empresas de religión son las mayores.
Y, en fin, dentro del apartado político, tenemos también
abundantes temas y avisos tocantes al rey, a sus ministros
y vasallos, tales como el amor y temor políticos, la justicia,
la constancia política, el vencimiento de las pasiones, la
industria política, el cumplimiento de las promesas, la
circunspección, la fortuna política, el disimulo, la decisión,
369
la reputación, la teoría del secreto consejo o del poder
absoluto del rey, la modestia en política, la prevención,
el socorro del rey ante los impuestos y tributos a los
vasallos, la obediencia de los ministros, la revocación de
sus poderes, las críticas y censuras políticas, el peligro de
las novedades, los recelos de los príncipes inexpertos, el
disimulo de los gobernantes avezados, la murmuración
de los que más obligados están a recatar, la ingratitud
de los favorecidos, la dilación en política, la prudencia
civil o política unida a la militar para la conservación
del Estado y de los territorios conquistados, el talento
y prevención de los monarcas, la venganza regia de las
ofensas o las investiduras de los reyes.
Son, en fin, temas doctrinales en los que Blázquez se
ha centrado para ofrecer una guía de virtudes militares,
políticas y morales que sirva para orientar a los reyes,
especialmente a Felipe IV, en sus acciones de gobierno.
370
CAPÍTULO III
216
S. Cárdenas, “Juan Blázquez Mayoralgo”, pp. 31-32; “La lucha
contra la corrupción en la Nueva España según la visión de los
Neoestoicos”, Historia Mexicana LV.3 (2006), pp. 717-765; “Los
orígenes históricos de la ciencia política moderna en el México
del siglo XVII: el tacitista Juan Blázquez Mayoralgo”, Ars Iuris 25
(1996), pp. 13-49; “Razón de Estado y Emblemática política en
375
1. Fernández de Castro y su Elogio apologético
376
plasmar sus experiencias dentro de la administración
indiana, y nos han llegado tres obras suyas:
377
a notas, con la autoridad de los autores grecolatinos
de la Antigüedad, pero también con la de escritores y,
especialmente, juristas modernos y contemporáneos.
El Elogio de Fernando de Castro es un discurso
panegírico, una pieza oratoria que se puede encuadrar
dentro del genus demostrativum, enfocado a encomiar, por
un lado, la figura política del rey Fernando y, por otro,
a Blázquez Mayoralgo y su obra Perfecta razón de Estado
como escritor antimaquiavélico, piadoso y cristiano.
El discurso comienza contrastando la virtud del
valor, claramente encarnada por el rey don Fernando,
con su émula la envidia, representada por los detractores
del monarca. El propósito, pues, de Fernández de
Castro es desacreditar a esos envidiosos escritores, los
“políticos”, que han calumniado e injuriado a Fernando
el Católico, y demostrar a todo el mundo (“en el theatro
del Orbe”, dice don Gaspar en tono neoestoico), con
las “luces puríssimas” de la verdad, la gloria, “el valor y
prudencia de este Monarca”, destruyendo los “borrones
estrangeros que se embarazan”. Estos tendenciosos
escritores llamados “políticos”, con Maquiavelo a la
cabeza, en su mayoría italianos y franceses, habían
intentado zaherir a Fernando el Católico, reprochándole
que la conquista y evangelización de América iban en
contradicción con un monarca que llevaba el apelativo
de “Cathólico”; echándole en cara que era un experto
en el arte maquiavélica de la simulación, engañando,
manipulando y practicando el “mañoso engaño”; y que
sus conquistas peninsulares e itálicas eran ilícitas. Estas
son las acusaciones de los detractores del rey Fernando,
así resumidas por Fernández de Castro:
378
de este Monarca como que aver dilatado sin límite lo ceñido de su
Corona no conviniese con el renombre de Cathólico; y que fuese
todo uno hazer su negocio con mañoso engaño o restaurar lo que es
propio con advertida providencia.
219
A. Ferrari, Fernando del Católico, pp. 489-490.
379
reconquista fue, por tanto, una acción en favor del
derecho y de la fe:
381
que habían defendido como legítima la causa del rey
Juan III de Albret, proclama que lo lícito y conforme a la
leyes, no era la causa del rey don Juan, sino “el derecho
y sucessión de la infanta doña Blanca” y “de la reina
Germana” de Foix. El caso es que nuestro panegirista,
para justificar la conquista de Fernando de Aragón,
aparte de aludir a la legitimidad de la infanta Blanca
y de la reina Germana, reprocha a Juan III de Albret
su inobediencia a la Iglesia, su carácter conspirador,
su oposición al Papa, su impiedad al prender a un
“obispo embaxador” (Antonio de Acuña), su ingratitud,
su afición a romper la fe o palabra dada y, en fin, sus
artimañas de engañador y simulador, todo lo cual cuadra
perfectamente con los rasgos del príncipe maquiavélico
y supone un ataque directo, no sólo a las aspiraciones
de dicho Juan Labrit, sino también a la defensa de su
causa que habían hecho los políticos “ateístas” franceses.
En todo ello, advierte Ferrari, Fernández de Castro
argumenta, como jurista que era, con razones procesales
y evidencia “una orgánica idea política de justicia”221.
Admirables también le parecen a don Gaspar las
exitosas campañas militares, concebidas por la astucia
del rey Fernando y dirigidas por Gonzalo Fernández de
Córdoba, para expulsar de Nápoles y Sicilia a la dinastía
reinante y, en 1504, a los franceses. La crítica del jurista
novohispano se centra de nuevo contra la envidia de
los “políticos” antifernandinos, cuya sagacidad queda
definida con el oxímoron “ciego lince”, calificativo que
también se puede hacer extensible al rey de Nápoles, pues
también sus acciones son, a la postre, hijas de la envidia.
Así que contra el rey de Nápoles, Fadrique (Federico I), y
contra las aspiraciones de los monarcas franceses, primero
Carlos VIII y luego Luis XII de Francia y Francisco I,
221
Ibid.
382
se dirigen las críticas de don Gaspar, acusándolos de
haberse confederado con los infieles, tanto musulmanes
como turcos, y ser, a la postre, enemigos del catolicismo
y defensores o, al menos, tolerantes con el protestantismo
político. Por ello, hace responsable de las injurias contra
el rey Fernando a toda la publicística francesa222 y
proclama que el rey de Nápoles, como un musulmán
más, es enemigo a un tiempo del turco y de la cristiandad.
Sus interrogaciones retóricas no dejan lugar a dudas de
que los franceses actuaban movidos por la envidia, por la
injusticia y por la impiedad:
222
Ibid.
383
en sus territorios223. Varillas, luego en Francia, escribiría
también para fomentar el descrédito de Fernando el
Católico. Y, así, se dirige don Gaspar directamente contra
la envidia que inspiraron las obras de estos escritores
antifernandinos:
384
que los “políticos” maquiavélicos, italianos y franceses,
idearon para desprestigiar al rey Católico, un rey que en
todo actuó siempre de forma justificada, que destacó por
su fe religiosa y católica, que descolló por sus hazañas y
cuyas “reliquias”, prudencia y providencia, tal y como las
describe Blázquez en su Perfecta razón de Estado, se erigirán
como modelos para futuros reyes y como “espejo de
Príncipes y súbditos”:
385
que Juan Blázquez hace de las advertencias y desengaños
del príncipe y de los súbditos, y cómo supo penetrar en
los arcana imperii, expresión que hizo famosa Tácito (Ann.
2.36; Hist. 1.4) para referirse a los secretos del poder o
a los principios del poder o del Estado, pero también
a los entresijos e intrigas palaciegas y a las dobleces de
los gobernantes. Por ello, resaltando su Neotacitismo,
lo califica de “Tácito español”, pero añadiéndole el
apelativo de “piadoso”, matizando así que no se escuda
bajo la piel de Tácito para encubrir su maquiavelismo o
su impiedad:
386
Así, efectivamente, en el ingente aparato de notas
que acompaña a su Elogio apologético, aparecen citados,
entre otros, Palacios Rubios (De retentione regni Nabarrae),
Solórzano (De Indiarum iure), López Bravo (De rege), Mario
Giurba (Consilia seu decisiones criminales), el Dr. Navarro,
Bodino (aunque para censurarlo), Juan Estéfano
Menocchio (Hieropoliticon), Octaviano Cacheranus
(Consilia sive responsa; Disputatio an Principi Christiano fas
sit… foedus inire cum infidelibus), Wendelinus (Doctrina
politica), Carlos Escribanius (Institutio politica), José Micheli
Márquez (Momus) y, en fin, su propio hermano Nicolás
Fernández de Castro (Exercitationes Salmanticenses). Pero,
como apologista, tanto del rey Católico como de la
obra de Blázquez, el autor clásico más citado es Tácito,
al que en tan corto discurso remite en sus notas hasta
en veinticinco ocasiones. Demuestra, por tanto, no
sólo ser un avezado jurista, sino también un destacado
neotacitista, al igual que su admirado Blázquez.
Este Elogio apologético, en fin, ofrece para Ferrari
una visión del príncipe más emparentada con Baltasar
Gracián que las de Blázquez y Francisco de Samaniego
en su Memorias augustas224. En cambio, en opinión de
Cárdenas, el texto de Fernández de Castro es fiel reflejo
del pesimismo antropológico y existencial que caracteriza
tanto a Gracián como, en general, a todo el Barroco
español. Y, como muestra de ello, resalta la acritud que
se respira en todo el Elogio, centrado, como hemos visto,
en la envidia de los émulos, en la suspicacia del príncipe,
en las advertencias a éste sobre los recelos y traiciones
de parte de sus iguales y súbditos, en el carácter belicoso
de la humanidad, cuya política no es más que guerra y
destrucción. Asimismo, insiste Cárdenas en la resignación
(neoestoica) y visión fatalista con las que don Gaspar
A. Ferrari, Fernando del Católico, p. 490.
224
387
aconseja un cierto pragmatismo en su doctrina política.
Además resulta muy valioso el vínculo que este jurista
novohispano establece entre el fernandismo español y el
tema americano, pues mientras que Blázquez no hace ni
una mención al descubrimiento y conquista de América,
Fernández de Castro le dedica más de una página y lo
incluye entre las conquistas memorables que hicieron de
Fernando un gran caudillo, un excelente político y un
piadoso rey evangelizador225.
No obstante, aun siendo verdad que todo ello se
da cita en el Elogio apologético de Fernández de Castro,
creemos que por lo que más destaca dicho discurso es
por las argumentaciones jurídicas con que documenta
y justifica las acciones de Fernando de Aragón y, sobre
todo, por estar escrito, quizás queriendo rendir honores
a su amigo Blázquez, con el mismo estilo conceptista e
idéntico espíritu neotacitista que su homenajeado exhibe
en su Perfecta razón de Estado. Este Elogio apologético sería,
pues, una muestra más del Neotacitismo novohispano.
388
también estudió nuestro Pedro Porter, si bien decidió en
1627 seguir la carrera militar e ingresó en la compañía
del capitán Gaspar de Carasa para servir en la Armada
Real. Tomó parte ese mismo año en la guerra contra
Francia y en 1628, a las órdenes del almirante don
Francisco de Vallecilla, sirvió en su armada para proteger
los galeones de plata de las Indias de los ataques turcos.
Durante los años 1629-1630 hizo su primer viaje al
Nuevo Mundo y sus buenos servicios en la armada contra
los ingleses le valieron el ascenso a alférez en 1631. En
1632 embarcó de nuevo a Indias en la flota del azogue
y a su regreso a España en 1634 fue nombrado capitán
de mar y cabo de infantería del navío San Antonio,
embarcando a la Isla Margarita y Cartagena de Indias
para recoger los impuestos de aquellos lugares.
Además de marino, fue también un destacado
explorador y, así, en 1635 ofreció sus servicios al marqués
de Cerralvo, virrey de Nueva España, para hacer nuevos
descubrimientos en las Californias, pero sus licencias le
fueron revocadas y sus planes se vieron fracasados por
diversos motivos. Regresó a España en 1637 para formular
sus solicitudes directamente al Consejo de Indias, pero fue
capturado su navío por los piratas holandeses. No cejó en
sus intentos de explorar las Californias y consiguió que en
febrero de 1638 le fuera expedida real cédula a su favor
por el virrey de Nueva España, marqués de Cadreita.
En 1640 ya era capitán de mar y guerra y tenía a su
mando el galeón Santo Cristo de Burgos y luego el navío
San Diego, consiguiendo además nueva licencia para sus
incursiones en California. Tras un nuevo viaje a España
e ingresar en la Orden de Santiago en 1641, regresó a
Nueva España en 1643, llegando a Veracruz el 22 de
agosto con la idea de preparar su viaje a las Californias.
Durante el último cuatrimestre de 1643 estuvo, pues,
389
en Veracruz haciendo todo tipo de preparativos para su
misión de descubrimiento: reclutamiento de personal,
compra de provisiones, equipos, marineros, soldados,
misioneros, etc. Se empezaron a construir sus fragatas
en el astillero que para tal fin se había establecido
en el Río Santiago. Marchó de nuevo a Veracruz a
comprar anclas, lonas y jarcia y allí recibió la noticia
del incendio y total destrucción de su astillero y de
los navíos en construcción en mayo de 1644. Tras las
pérdidas sufridas y la búsqueda incesante de fondos para
sufragar los gastos de su expedición, regresó a Sinaloa
en 1647 y retomó la fallida empresa de construcción de
las fragatas. Le fue entretanto encomendado el gobierno
civil y militar de Sinaloa en 1647, cargo que le impidió
sus viajes de exploración hasta octubre de 1648, fecha
en que llegó y exploró la California. Durante 1649-1650
realizó también breves viajes de descubrimiento, pero
sus responsabilidades como gobernador le impedían las
exploraciones en California. Finalmente, en 1652 cayó
enfermo e imposibilitado para sus viajes exploratorios,
fue nombrado en 1655 capitán general interino de
Chile, tomando posesión del cargo en Concepción
(1566) y trasladándose luego a Santiago. Tras diversas
campañas militares contra las tribus hora y mapuche
(1657-1661) y después de haber pacificado la provincia
de Chillón y socorrido a los damnificados del terremoto
de 1657 en Concepción, solicitó la baja en 1659 y pasó
a dirigir extensas campañas contra los araucanos (1660-
1661), pero su salud estaba ya muy maltrecha y acabó
falleciendo en Concepción el 27 de febrero de 1662 a los
51 años de edad.
Además de sus actividades militares, exploradoras y
políticas, mostró un gran interés por la ciencia náutica,
siendo su principal obra escrita el Reparo a errores de la
390
navegación española (Zaragoza, 1634), un libro en el que
aconseja la modernización y revisión de las principales
obras de navegación, incluyendo la cosmografía, y con
el que adquirió notable fama literaria que le permitió
establecer relaciones epistolares con figuras importantes
de la época, tales como Tomás Tamayo de Vargas,
bibliófilo, polígrafo y erudito, Vicencio Juan de Lastanosa,
erudito, coleccionista, numismático y mecenas, Juan
Francisco Andrés de Ustarroz, poeta e historiador, y el
escritor jesuita Baltasar Gracián226.
Vemos, pues, que Pedro Porter fue un hombre
plenamente renacentista y humanista227 por su espíritu
aventurero y viajero y por su destreza tanto en el uso de
la pluma como de la espada. Ejerció una sobresaliente
carrera militar, política y literaria y llegó a ser un enérgico
soldado, marino, geógrafo, explorador, científico y
gobernante.
Pero si estamos hablando de Pedro Porter es porque
era amigo personal de Blázquez Mayoralgo y escribió
unas Sentencias ordenadas alfabéticamente y que sirvieron
de índice temático a nuestra obra Perfecta razón de Estado.
La pregunta pertinente, ya formulada y respondida por
Salvador Cárdenas, es la siguiente: ¿cuándo conoció
Porter a Juan Blázquez, cuánto duró el trato que
mantuvieron, habida cuenta de que el propio Porter
se denomina a sí mismo “amigo de don Juan Blázquez
Mayoralgo”? Como hemos visto en la reseña biográfica
226
Todos los datos han sido tomados de W. M. Mathes, “Datos
biográficos sobre el almirante de las Californias, Pedro Porter y
Casanate”, Estudios de Historia Novohispana 5 (1974), pp. 79-87.
227
Cf. R. M. Pérez Martínez- A. Grageda Bustamante, Las dos
historias de Pedro Porter Casanate, explorador del Golfo de California. Estudio y
edición de dos relaciones manuscritas del siglo XVII, Sonora, El Colegio de
Sonora-Universidad de Sonora, 2012, pp. 49-58.
391
que hemos hecho, Porter estuvo en Veracruz, aunque con
interrupciones, desde septiembre de 1643 hasta 1647,
pasando allí bastante tiempo adquiriendo provisiones
y organizando su viaje a las Californias. Seguramente,
como señala Cárdenas, fue por estas fechas, desde
1643 hasta 1646, cuando conoció al Contador de las
Cajas de Veracruz, con quien necesariamente tuvo
que tratar asuntos económicos y burocráticos al hilo
de los preparativos para sus exploraciones. Suponemos
que de ese trato profesional se pasó al trato personal y
que llegaron a establecer una relación de amistad tan
estrecha como para que Juan Blázquez le encargara la
redacción de estas Sentencias tomadas de la Perfecta razón
de Estado para que sirvieran de índice temático de la
misma, si no es que la iniciativa de escribir estas Sentencias
aforísticas partió del propio Porter y Blázquez accedió a
que aparecieran publicadas precediendo a su obra228.
Como antes vimos, la publicación del libro Reparo a
errores de la navegación española le granjeó a Pedro Porter
cierta fama literaria que le permitió cartearse con algunos
intelectuales españoles de talla importante. En efecto, no
era un desconocido en los círculos literarios de su época:
se le menciona con frecuencia en la correspondencia
entre Uztarroz (cronista de Aragón) y Tamayo de Vargas
(cronista mayor de la Corona en los reinos de Castilla e
Indias). Y será Tamayo de Vargas quien contribuirá al
conocimiento que Porter tenía de la historia de América
y quien le facilitará las relaciones con los cronistas de
Indias, como León Pinelo, a quien conoció y trató en
Madrid. Es posible, entonces, que el interés que Porter
tiene por la historiografía no obedezca sólo a sus deseos
de plasmar por escrito sus viajes y expediciones, sino
que también debió estar motivado por una genuina
228
S. Cárdenas, “Juan Blázquez Mayoralgo”, p. 43.
392
curiosidad que quizás alentaron estos intelectuales con
los que se relacionó. Así, el oscense Juan de Lastanosa,
erudito y mecenas, escribió de Porter que fue “conocido
por sus escritos y hazañas en ambos mares”; y el jesuita
Baltasar Gracián lo cita en su Agudeza y arte de ingenio con
admiración y respeto, considerándolo prototipo de estilo
sentencioso: “Cuando la sentencia es útil, se eterniza
en la memoria. El no menos ingenioso que valiente
zaragozano, el almirante don Pedro Porter y Casanate,
suele decir que para valer, méritos y medios”. Y, por todo
ello, Félix Latassa, en su Biblioteca nueva de autores
aragoneses de 1798, lo tilda de “docto matemático,
náutico y soldado de reputación, que únicamente debió
al mérito sus ascensos”229.
Como señala Cárdenas atendiendo a las diversas
referencias de Gracián a Porter, se puede suponer
que la relación con Gracián, también aragonés, fuera
relativamente estrecha y que fuera el jesuita quien le
imbuyera de esas nuevas corrientes políticas españolas
tan teñidas de neotacitismo y neoestoicismo que luego
observamos en la obra de Juan Blázquez, esto es, que
Porter pudo ejercer de puente entre Gracián y Blázquez
Mayoralgo en la transmisión de dichas teorías de Estado.
La obra que ahora nos interesa de Porter es
precisamente las Sentencias que el almirante escribe para
que sirvan de índice temático de la Perfecta razón de Estado
de Blázquez Mayoralgo, publicada en 1646. Debemos,
pues, pensar que tales Sentencias están escritas en torno
a 1645-1646 y que Porter, para redactarlas, debió leer
algún ejemplar manuscrito de la obra de Blázquez.
El título exacto y completo con que aparecieron estas
Sentencias o aforismos es el siguiente:
229
R. M. Pérez Martínez- A. Grageda Bustamante, Las dos historias
de Pedro Porter Casanate, p. 52.
393
La Curiosa atención del almirante Don Pedro Porter Casanate,
cavallero de la Orden de Santiago, amigo de Don Juan Blázquez
Mayoralgo, entre los muchos avisos Políticos de su perfecta razón de
estado, deducida de los gloriosos hechos del Señor Rey Don Fernando
el Catholico, observó estas Sentencias por dignas de Índice, y de
estar en la Memoria por Notables.
394
literario, pues las sentencias o aforismos, muchos de los
cuales parecen auténticos refranes y podrían integrarse
en el género paremiológico, están tomadas literalmente
del texto de la Perfecta razón de Estado de Blázquez y se
les añade incluso el número de folio de la obra donde
aparecen. En este sentido, Porter no realiza más que un
índice o tabla de materias, ordenadas alfabéticamente y
con indicación del folio donde se encuentran ubicadas.
No obstante, la labor que efectúa el almirante Porter
tiene un gran mérito y valor, si no como literatura propia
y original, sí como selección. En efecto, el auténtico
mérito radica en haber sabido entresacar, de la ingente
cantidad de hechos históricos narrados, la doctrina
política de la razón de Estado en la concepción de Juan
Blázquez Mayoralgo, procediendo luego a seleccionarla
y reducirla a sentencias, máximas, aforismos y refranes,
para que de este modo, casi sin necesidad de tener que
leer la obra de Blázquez, el lector tenga a mano una
especie de prontuario o “catecismo” de la verdadera y
católica razón de Estado.
La influencia de Gracián es palpable en el mismo
título que Porter pone a su colección: Sentencias, pues,
como antes vimos en la cita de Gracián que ofrecimos,
el jesuita entiende la sentencia como pensamiento
profundo y agudo, “cualquier sentencia es concepto”
y dedica todo el discurso XXIX de su Agudeza y Arte de
ingenio a la “agudeza sentenciosa”. También, en fin, para
Porter sus Sentencias tomadas de la obra de Blázquez son
conceptos y agudezas. Y es que, como también decía
Gracián, la sentencia es una herramienta útil para
transmitir conocimiento, pues se retiene fácilmente en
la memoria mucho “concepto” en pocas palabras. De
hecho, era un recurso educativo muy empleado por los
humanistas para facilitar la enseñanza de las artes, un
395
medio de aprendizaje en el que tomaron por modelo los
Apotegmas de Plutarco y a sus seguidores renacentistas,
especialmente a Erasmo. Así no es difícil encontrar
traducciones o libros originales que lleven en el título los
términos “dichos”, “sentencias” o “agudezas”, como,
por poner sólo un par de ejemplo, la versión de Juan de
Jávara de la obra de Plutarco traducida por Erasmo se
titulaba: Libro de vidas y dichos graciosos, agudos y sentenciosos,
de muchos notables varones griegos y romanos… en los quales
se contienen graves sentencias e avisos no menos provechosos que
deleytables (1549); y la traducción de Támara apareció
como Libro de Apothegmas que son dichos graciosos y notables
de muchos reyes y príncipes illustres….que bien hablaron para
nuestra doctrina y exemplo (1549). Y, como éstas, se publican
muchas obras con títulos semejantes durante los siglos
XVI y XVII en España. Se comprueba, por tanto, que
la finalidad de las sentencias o aforismos era claramente
didáctica, donde se daban lo utile y lo dulce, esto es, la
enseñanza deleitable, provechosa y ejemplarizante.
Pues bien, fue este género literario de la sentencia del
que estamos hablando un medio muy utilizado por los
autores neotacitistas y también, por influjo de Lipsio, por
los neoestoicos para la enseñanza de la teoría política232. Y
es que era una forma muy cómoda y rápida de aprender
los rudimentos políticos, sin necesidad de tener que leer
atentamente los gruesos volúmenes dedicados al tema.
Así, por ejemplo, si queremos conocer qué se entiende
por “razón de Estado”, no tenemos más que irnos a la
letra R y allí encontramos hasta diez entradas, donde se
nos ofrece la definición del concepto y la diferencia entre
las buenas y las malas. La definición es la siguiente:
232
S. Cárdenas, “Juan Blázquez Mayoralgo”, p. 44.
396
experiencias que abraza el entendimiento, o por la lección que
persuade muda, o por las materias que enseñan vivas, fol. 8.
Razón de estado: aquella es buena que sigue las leyes de justicia
para acertar y no las del engaño para perderse, fol. 8.
Razón de estado grande en los reyes: ser dueños de su poder
para que oprima el respeto lo que puede turbar la cavilación, fol. 26.
Razón de estado afrentosa en un rey: hazer vicio de la verdad,
aviendo de resplandecer en él las virtudes por exercicio, fol. 74.
397
concibe Porter y, por ende, Blázquez: un príncipe justo,
prudente, religioso, indulgente, caritativo (“Príncipe
grande el que acoge en la conmiseración la voz del pobre
que le llama y la desdicha del afligido que le imboca, fol.
49”), querido por sus súbditos, que guarde siempre la fe
o palabra dada, pero que sepa también usar el disimulo
en beneficio del Estado (“Deve esconder en su pecho con
recato el intento que puede dar prevención al enemigo,
fol. 35”), pacífico (“Príncipes cathólicos más obligados
están a solicitar la paz que impedirla, fol. 17”), promotor
de una libertad sustentada en la paz y en la justicia (“Si no
rige en paz, si no govierna con la justicia, no es príncipe,
sino tirano, fol. 63”) y, en fin, un príncipe que se erija en
el fundamento y sostén del Estado.
398
En 1629 fue nombrado Relator en la Sala del
Crimen de la Audiencia Real de la Ciudad de México,
un puesto modesto y retribuido sólo con 500 pesos de
oro común, mientras que los ocho oidores y los dos
procuradores ganaban 3000 pesos anuales. Catorce
años estuvo Samaniego ocupando este cargo sin lograr
ningún ascenso, por lo que regresó a España en 1643
para hacer valer sus servicios prestados y reclamar el
merecido ascenso. Su estancia en España fue breve (de
agosto de 1643 a abril de 1644), pero fructífera, pues en
1645 fue propuesto Samaniego por el Consejo de Indias
para un puesto de auditor o procurador en la Audiencia
de Manila y, finalmente, el 23 de septiembre de 1645, fue
nombrado fiscal de Manila por el rey Felipe IV, aunque
él no se enteró de su nombramiento hasta el 29 de
enero de 1646 por una carta que le envió a México Juan
Bautista Sáenz Navarrete, secretario para Nueva España
en el Consejo de Indias. No obstante, no tomó posesión
de su cargo hasta 1649, tres años y medio después de su
nombramiento, por una serie de dificultades en los enlaces
marítimos entre Nueva España y el archipiélago233.
No cabe duda de que los ascensos en su carrera
administrativa, política y judicial se vieron beneficiados
por el mérito de sus escritos. De hecho, tenemos
un escrito suyo pidiendo merced al monarca Felipe
IV, alegando los méritos y motivos en que funda su
solicitud: Memorial al rey n. s. d. Felipe Quarto, ¿México,
1637? Y es que Samaniego era experto, no sólo en
cuestiones jurídicas (como lo muestra su publicación De
la irregularidad de ilegitimidad, sobre que siendo occulta pueden
dispensarla los señores obispos, conforme al santo concilio de
233
Datos tomados de J. P. Berthe y M. F. G. de los Arcos, “Les Iles
Philippines, ‘Troisième Monde’, selon D. Francisco de Samaniego
(1650), Archipel 44 (1992), pp. 141-152.
399
Trento, México, 1645), sino también un especialista en
panegíricos. Así, escribió un discurso fúnebre a la muerte
de Francisco Gómez de Sandoval y Padilla, II Duque
de Lerma (1625-1635), el nieto del primer ministro y
valido de Felipe III, titulado Oración fúnebre a la muerte del
excelentíssimo señor don Francisco de Sandoval, Padilla y Acuña,
México, en la imprenta de Francisco Salbago por Pedro
de Quiñones, 1636. También para el obispo de México,
Manso y Zúñiga (1587-1656), redactó Samaniego un
discurso encomiástico, titulado: Panegírico al ilustríssimo
señor don Francisco Manso y Zúñiga, arzobispo de la ciudad
de México, metrópoli y corte de la Nueva España, México,
en la imprenta de Pedro Quiñones, 1637. Y, en fin, un
Elogio a las letras, prudencia y virtud del Doctor Juan Rodríguez
de León, Canónigo de la Santa Iglesia Catedral de Tlaxcala en
Nueva España, México, 1639, en el que confiesa hallarse
compenetrado literariamente con Rodríguez de León,
calificado por Ferrari como el “más barroco escritor de
Méjico” e iniciador de los “panegíricos augustos” en
aquellos territorios234.
Asimismo, compuso un tratado sobre El Primipilario,
su origen, significación, ocupación y privilegios, México, 1640,
obra erudita y que le valió luego en 1648 los elogios de
Juan Solórzano Pereira en su Política Indiana, calificando
así al autor y a su libro:
400
hermosura de Amarilis y amores castos de Adonis, México, por
Francisco Robledo, 1643. El asunto del citado poema
Adonis eran sus castos amores con una sobrina que
trajo de España a México, con la que pensaba casarse,
pero que falleció poco antes del matrimonio, lo que dio
motivo a Samaniego a escribir otro opúsculo236 titulado
Nenias fúnebres, en la muerte de Doña Elena de la Vega Samaniego,
que murió en México, México, 1642237, aunque realmente
estaba escrito en latín y su título exacto era: Novendialia
manium nobilissimae Helenae a Vega Samaniego, quam pulcra,
sed importuna mors, in ipso aetatis limine, vix mundum ingressam,
primae crepuscula vitae, nondum floribus iuventae vestitam, pridie
nonas aprilis anni MDCXLII, Mexici, 1642, “una elegía en
versos latinos a la memoria de una sobrina con quien el
autor iba a casarse”238, uno de los poquísimos poemas
erótico-amorosos publicados en México durante la
dominación española.
Pero nosotros estamos hablando de Francisco de
Samaniego porque era amigo personal de don Juan
Blázquez Mayoralgo y, a instancias de éste o por propia
iniciativa, escribió un nuevo panegírico, el último suyo que
conocemos, del rey Fernando el Católico y de su amigo
Juan Blázquez. Tal panegírico aparece anejo a la Perfecta
razón de Estado, al final del volumen, inmediatamente
después de las “materias” del libro, consta de quince
folios a doble cara y está dividido en parágrafos, sumando
un total de 104 párrafos. Este panegírico supone, a
juicio de Ferrari y Cárdenas, una especie de “segunda
236
J. M. Beristain de Souza, Biblioteca Hispano Americana Septentrional,
México, oficina de D. A. Valdés, 1819, pp. 214-215.
237
A. León Pinelo, Epítome de la Biblioteca oriental y occidental, náutica y
geográfica, Madrid, en la oficina de F. Martínez Abad, 1737, I, c. 766.
238
F. Pimentel, Obras completas, México, Tipografía Económica,
1903, IV, p. 127.
401
introducción” de la obra de Blázquez y un texto con
entidad suficiente para erigirse en libro aparte, tanto
por su extensión, como por su singular metodología y
doctrina respecto al volumen de Blázquez239. Su título,
largo en exceso, pero muy significativo de lo que es el
texto, es el siguiente:
Mayoralgo”, p. 40.
402
aciertos de sus ejecuciones, victoreando los laureles de
triunfos, recordando los sucesos (éxitos) de su reinado,
“jurisprudenciando” lo mucho de sus méritos y, en fin,
cortejando, como si de una amable dama se tratara, la
Perfecta razón de Estado de su amigo Juan Blázquez. Y todo
ello en el más alambicado estilo que podamos imaginar,
barroco, lacónico, artificioso, con una prosa concisa
donde la brevitas campea a sus anchas.
Estas Memorias Agustas, de corta extensión, como se
ha dicho, están distribuidas por el propio autor en 104
parágrafos. Y, según ha señalado Ferrari, pueden y
deben dividirse, desde una perspectiva estructural, en
dos partes bien diferenciadas:
403
su obra literaria240.
241
Las referencias entre paréntesis remiten al número de parágrafo
señalado en el texto original, cuyos folios están sin paginar.
404
Castilla fueron felices, su dicha aumentó con la herencia
de Aragón, concluyendo Samaniego que esta dicha
creciente de Fernando se mostraba ya como una dicha
imperecedera (8-14).
Y pasando el panegirista a las obras y “execuciones”
del monarca, expone que de la perfección de la que
el aragonés estuvo dotado devienen su propia fama
y su historia misma. Así, dice Samaniego, lo han visto
los “políticos bien entendidos”, los filósofos políticos e
historiadores que, como él, circunscriben sus historias
a las cinco esferas de triunfo, felicidad, logro, trabajo y
conservación, porque el papel del buen historiador es
dar luz a la verdad histórica. Se ve, entonces, Samaniego
en la obligación de narrar fidedignamente las obras de
Fernando el Católico, máxime cuando su figura y fama
han sido vilipendiadas por las envidias. Se analiza, pues,
la fama del rey y se concluyen de ella las perfecciones
externas e internas que adornaron al héroe: sus dotes, que
siempre le llevaron a realizaciones felices, le granjearon
la fama, pero también le dieron universalidad a sus
méritos (15-21).
Samaniego termina deificando a su héroe y
llevándolo a la apoteosis, pues entiende que los atributos
de la divinidad son también los de la soberanía,
asegurando en su tesis que Fernando el Católico gozó
de una grandeza inefable, una reputación invariable,
una majestad imponderable, una previsión inspirada
desde el cielo y una resolución que gozaba siempre
del beneplácito divino. Insiste en la inefabilidad de la
grandeza del rey, en la invariabilidad de su reputación y
en su imponderable majestad, para pasar a argumentar
que, asistido, sin duda, por Dios en su previsión y en sus
resoluciones, Fernando obró según Dios. El resultado de
todas estas excelencias fue la fe que tuvo siempre el rey
405
en sí mismo (22-28).
Se detiene luego Samaniego a examinar los triunfos del
rey Católico, valorando sólo aquellos que se debieron a su
talento o a sus exclusivas dotes personales. Así, respecto a
los triunfos derivados de su talento, el panegirista recuerda
primeramente el agudo talento que tuvo Fernando para
elegir a sus ministros y colaboradores, siempre “personas
de letras, satisfacción, méritos y nobleza” (29), tanto
que no le acarrearon nunca ninguna carga, ninguna
injusticia, ninguna novedad, ninguna sedición ni ningún
error, exponiendo así, mediante negaciones, cómo debe
ser un buen ministro. Tales ministros, aclara Samaniego,
sólo le reportaron fidelidades y buenos servicios y, aunque
los detractores de Fernando digan lo contrario, tampoco
sus ministros fueron injustos. Y, de este modo, abordando
nuestro historiador los problemas doctrinales de las
novedades y de los ministros y analizando sus causas e
inconvenientes, acaba ocupándose de las sediciones, cuya
responsabilidad recae en muchos casos en los mismos
ministros. Asimismo, tras el examen del error en política
y de la actitud del monarca ante las razones de Estado, se
concluye que Fernando el Católico supo aprovechar toda
colaboración e incluso supo sacar provecho del propio
enemigo, gracias, claro está, a su propia prudencia y a la
de sus consejeros (29-35).
Pero Fernando de Aragón obtuvo también
renombrados triunfos derivados de sus dotes, que
se manifestaron claramente en sus extraordinarias
resoluciones políticas, todas ellas, siguiendo el
quintuplicismo normal de la obra, templadas, respetadas,
asistidas, previsoras y cordiales. Todas sus resoluciones,
por tanto, fueron tan sobresalientes que por ello fueron
exitosas y felices y lograron trascender al mundo de sus
seguidores, pues el rey Católico “sabía que hacer odioso
406
al enemigo entre sus mismos vasallos, era lo mismo que
quitarle el reino” (42). Y termina la conclusión de su tesis
reflexionando sobre la tiranía con unas ideas que, en
palabras de Ferrari, pueden ser “quizá de las más agudas
que sobre la misma se hizo en el barroco español”242 (36-
42).
La siguiente tesis que sostiene Samaniego es que
el reino de Fernando se sostuvo con los puntales de la
majestad y del respeto que devinieron, a la postre, en
los “sucesos” y en la continuidad de su reinado, pues
el monarca supo ganarse la inclinación de todos por
ser siempre asequible, afable, claro, grande, poderoso
y triunfante, tanto para sus contemporáneos, súbditos
y enemigos, como para la historia. Ahí residía su
grandeza. Y es que su claridad, lejos de la doblez de
otros príncipes, y su grandeza están fuera de discusión,
por lo que Samaniego rehúsa entrar en discusión con
sus detractores, “contra aquellos políticos ateístas que
malquistan acciones del Rey tan soberano y grande, pues
la valentía no consiste en arrojarse a los sucesos, sino en
saber usar bien de la fuerza” (46). Su poder era igual a
su grandeza y tenía por timbre “prudenciar y reñir con
razón” (47). Fernando el Católico triunfó en esta lucha
por la verdad y sobre su majestad (43-49).
La majestad de este monarca, argumenta Samaniego,
fue continua y permaneció inalterable y, por el ejemplo
que daba de sí mismo, sin mostrarse nunca altivo,
descortés, menospreciador, impaciente ni desalentado,
supo hacerse respetar de los demás reyes e incluso llegó
indirectamente a enmendarlos, haciendo de tal “suceso”,
es decir, éxito, la mayor gloria de su vida. Y es que,
señala el panegirista, haciendo del monarca aragonés
un auténtico neoestoico, si por algo destacaba Fernando
242
A. Ferrari, Fernando el Católico, p. 478.
407
era por su paciencia y resignación (patientia), aun rodeado
de enemigos e incomprensiones, y por su perseverancia,
firmeza, tenacidad y constancia (constantia), dando de sí
un ejemplo digno de ser seguido por los demás reyes de
su tiempo y más aún por sus descendientes españoles
(50-56).
Pasa, entonces, Samaniego a ocuparse de su siguiente
tesis: los méritos eternos, trascendentes e invariables
del monarca, entre los que destacó la entereza con la
que sabía lidiar, por el lado positivo, con la adulación
y, por el lado negativo, con las adversidades, las
injurias, las amenazas, la envidia y el descrédito con
que continuamente le zaherían sus detractores. Su
triunfo sobre la labor de descrédito que desplegaron sus
enemigos se vio además favorecido por sus virtudes, por
su potencia, por su firmeza, rectitud y ecuanimidad,
siendo, en consecuencia, superior a todos precisamente
porque siempre sus ejecuciones y cumplimientos fueron
justos. La conclusión inferida por Samaniego es que el rey
Católico se alaba por sí mismo, como Dios, y no necesita
de artificios, arremetiendo contra los infamadores del
monarca y denunciando cómo se sirvieron de la infamia
artificiosa para atacarlo (57-63).
Asimismo, convencido Samaniego de que a Fernando
nada podía dañarlo:
408
triunfaron sobre los odios ciegos; sus potencias vencieron
sobre los tergiversadores, deformadores y “discursistas”
(66); su firmeza se midió con los “desiguales” (67); su
rectitud, providencia, autoridad en sus palabras y fe en sus
promesas fueron, sin duda, inequívocas; su ecuanimidad
y su trato igual a todos demuestran la superioridad de
los méritos de Fernando. La conclusión, pues, es que el
aragonés fue siempre superior sobre sus contemporáneos
porque siempre cumplió lo que consideró justo (64-70).
La apoteosis, pues, del monarca se impone: Fernando
fue como un Dios en su inmensidad, estimabilidad e
incomprensibilidad y los políticos ateístas que lo injurian
y atacan cometen sacrilegio y están forzados a confesarse
y a cumplir la penitencia para lograr el perdón por
lesionar y profanar a persona tan sagrada.
Y, así, tras estas diez estimaciones tan exageradas e
hiperbólicas, cada una integrada por siete parágrafos,
añade Samaniego la comparación final de Fernando de
Aragón con Fernando el Santo, esto es, con Fernando III
de Castilla (ca. 1200-1252). Como Fernando el Santo,
el aragonés fue renombrado por su inquebrantable fe
católica y, también como su semejante, expulsó de España
a los infieles y levantó templos a Dios. Igualmente, como
el Santo, Fernando el Católico engrandeció sus reinos y
luchó por la unificación de España:
409
llamado “Sol” y celebrado como tal, pues lució por todo
el orbe con mayor fuerza que sus contemporáneos y con
mayor gloria para España.
Tras esta exaltación panegírica, caben resaltar varias
ideas. Efectivamente, una de las tesis principales de este
texto es que Fernando fue el artífice de su propia gloria.
Asimismo, Samaniego ve y exalta al aragonés como
el fundador del primer Estado moderno de Europa,
entendido como una “empresa racional”, fruto de su
ratio, de su cálculo y de su capacidad para concebir una
organización artificial y política que fuera sustituyendo
gradualmente a la guerra como modo de coexistencia244.
Por ello, destaca Samaniego que la grandeza de
Fernando, aun siendo grande por nacimiento, no se debe
a la nobleza de su sangre, sino a su ratio, virtud adquirida,
prudencia aprendida y habilidad personal para crear
redes de poder:
244
S. Cárdenas, “Juan Blázquez Mayoralgo”, pp. 40-41.
245
La primera cita latina: “Quien sólo muestra a sus antepasados,
desconfía de sí mismo y de su virtud. En esto la naturaleza nos hizo
a todos iguales, pero fue la virtud la que estableció la diferencia”,
procede del emblema VII: Probis probari, de los Emblemata politica
de M. Zuerius Boxhornius, Amstelodami, ex officina J. Janssonii,
1635, p. 34. La segunda cita, atribuida a Jenofonte: “Nacer rey no
410
Y es que Fernando es visto por Samaniego a lo largo
de todo el texto como un príncipe nuevo, artífice de su
propia fortuna derivada de sus propios actos, un príncipe
grande por sus méritos personales, en lo que constituye
una visión bastante cercana a la que Maquiavelo, Paolo
Sarpi o Francesco Guicciardini habían ofrecido del
monarca. En efecto, si para Maquiavelo era Fernando
un “principe nuovo”, retratándolo así:
411
para Samaniego, que no deja de ser formalmente
antimaquiavélico y está redactando unas memorias,
no objetivas, sino panegíricas de Fernando, lo más
admirable en el monarca Católico no es tanto su
arte político y su capacidad militar, como su virtud
prudencial y católica, que es más fecunda en éxitos que
la simple razón de Estado proveniente del arte bélico, tal
y como la concebían los italianos. Por eso, Samaniego
pondera la “razón de Estado” del rey católico como más
fructífera que las razones de Estado paganas de Tácito o
las “inhumanas” de Maquiavelo:
412
(relacionado con el ars belli) o, dicho en palabras de
Samaniego, de un “prudenciar y reñir con razón” (47)249.
Otra idea notablemente desarrollada en las Memorias
Agustas de Samaniego tiene que ver con el arte de la
disimulación como parte de la perfecta razón de Estado.
A Fernando se le presenta siempre subido en el pedestal
neoestoico, sin inmutarse ante los avatares del mundo
exterior, con un señorío singular y una ratio con la que
siempre dominaba sus pasiones e impulsos, lo que le hizo
siempre vencer a las circunstancias y zafarse de los lazos
de los enemigos. Fernando, en el escrito de Samaniego,
se muestra como un iusnaturalista, como un auténtico
neoestoico que ve el orden dinámico del mundo dirigido
por una ley universal, racional, eterna, divina e inmanente
que él, como hombre, aunque casi un hombre divino, va
descubriendo con su ratio y su consciencia. De esa ley,
alma del mundo, lógos o recta ratio, hace derivar el rey
aragonés la ley y la norma. Viviendo, pues, según la recta
ratio, esto es, según la naturaleza y según su naturaleza,
es como Samaniego entiende que Fernando el Católico
tenía un autodominio absoluto que se traslucía en virtud
moral con un sentido útil y pragmático, pues luchando
el rey contra sus debilidades personales y venciéndolas,
actuando siempre según la recta ratio, sus actos fueron
siempre justos por ser también congruentes con la ley
de la naturaleza, lo que no resultaba, en modo alguno,
incompatible con el arte y la práctica, no del engaño o
simulación, sino de la disimulación, que tan importante
es tanto para la guerra como para la política250:
250
Ibid., p. 43.
413
simulatio tegenda, nam quod caret suspitione est fraudi opportunum (39).
Así que “en la guerra hay que tener arte para saber
ocultar la simulación, pues, cuando el enemigo no
sospecha nada, es el momento oportuno para engañarle”.
Tal es el arte de la disimulación que, según Samaniego,
tan bien ejercía Fernando el Católico, totalmente
compatible con la perfecta razón de Estado católica.
Y esta cita nos lleva a otra cuestión. Todas estas
Memorias Agustas están repletas de citaciones de textos
latinos de autoridad que le sirven a Samaniego para
demostrar sus argumentaciones. La media de citas bien
puede ser de dos por parágrafo, con lo que nos vamos a
una suma de más de doscientas citas latinas en tan sólo
quince folios. Y salvo alguna cita en la que el panegirista
consigna de qué autor está tomada, como, por ejemplo,
una de Justino o alguna de Séneca, el resto de textos
latinos de autoridad aducidos carecen de indicación y
localización, esto es, no se señala de dónde están tomadas
las frases latinas, con lo que, a primera vista, el lector
podría pensar que son textos originales de Samaniego,
pero escritos, no en español, sino en latín. Pero nada
más lejos de la realidad. En algún caso, como la cita que
aparecía en un texto ante transcrito: Qui maiores tantum
ostendit, de se et virtute sua diffidit. Pares hic omnes natura fecit,
virtus discrimen interposuit (1), la sentencia está tomada de
la literatura emblemática, concretamente del holandés
Marco Zuerius van Boxhorn (1612-1653), de su obra
Emblemata politica (Amsterdam, 1635)251.
Pero la mayoría de las veces, por no decir en casi
todas las ocasiones, la fuente latina para las sententiae de
autoridad aducidas por Samaniego es la obra Diphtera
414
Iovis sive de antiqua principis gloria (Milán, 1607), del autor
belga Henricus Farnesius, Enrique Farnesio o Henri du
Four (ca. 1550 – 1616) natural de Lieja y un reputado
jurista, filólogo, orador y teórico político que enseñó en la
Universidad de Pavía y fue miembro de la Academia252.
Así, sucede, por ejemplo, en la frase latina recién citada y
traducida por nosotros: Arte in bello est simulatio tegenda, nam
quod caret suspitione est fraudi opportunum, que se encuentra
en el libro III, en el apartado De potentia principis, del
libro de Farnesio, con la simple variante de un igitur y
el término Bello en plural: Arte igitur in Bellis…253 En este,
libro, pues, titulado Diphtera Iovis o Sobre la antigua gloria del
príncipe encuentra Samaniego la mayoría de las citas de
autoridad con las que demuestra sus tesis desarrolladas
en español. Debía ver, por tanto, Samaniego a Enrique
Farnesio como un autor tacitista y neoestoico y cuyas
ideas políticas comulgaban con la perfecta razón de
Estado cristiana para tomar de él tantísimas frases latinas.
415
Samaniego las cualidades personales y literarias de su
admirado Juan Blázquez (95-104).
En primer lugar, Samaniego resalta la importancia
histórica de la Perfecta razón de Estado, pues se trata de
una obra cuyo mayor mérito estriba en haber sabido
justificar los hechos del rey Católico de una forma tan
convincente que, consiguientemente, han quedado al
descubierto los malvados errores de los políticos ateístas.
De hecho, para Samaniego, Blázquez está a la misma
altura literaria e histórica que Plinio o Plutarco: si Plinio
no hubiera escrito su Panegírico de Trajano, no lo veríamos
hoy en día como un emperador “tan justiciero”; si
Plutarco no hubiera escrito la biografía de Alejandro,
no sería actualmente un rey “tan famoso”; si Blázquez,
en fin, no hubiera escrito su Perfecta razón de Estado, no
tendríamos una visión tan positiva y tan justificada
del reinado y acciones de Fernando de Aragón. Juan
Blázquez, por tanto, al escribir la biografía política del
rey Católico, ha sido crucial para que los siglos venideros
tengan una idea ajustada de la grandeza del monarca,
porque, citando de nuevo a Enrique Farnesio, “el paso
del tiempo lo cubre todo y nada pasa a la posteridad sino
lo que se ha transmitido por escrito”254 (76).
Y es que, aunque muchos historiadores han escrito
buenas biografías del rey Fernando, Samaniego, como
buen panegirista, entiende que la mejor es la de Juan
Blázquez, porque con su escrito, y remedando el Exegi
monumentum horaciano (Carm. 3.30), ha erigido al monarca
un monumento más duradero que el bronce, que ni el
tiempo podrá consumir: “a le lebantado en este libro otras
tantas estatuas como se compone de ojas”. Cada hoja de
esta Perfecta razón de Estado es un monumento perenne,
254
Hernicus Farnesius, Diphtera Iovis, p. 130: Omnia obruit aetas, nec
quidquam ad posteros pervenit, nisi quod proditum est literis.
416
una estatua eterna consagrada al “primer padre de la
patria” (77), porque, citando de nuevo a Farnesio, “las
estatuas e imágenes fabricadas en papel y tinta no sólo
representan los cuerpos de los biografiados, sino también
la dignidad y honor de sus espíritus y virtudes255.
Como vemos, el texto de Samaniego está tan
entreverado de continuas citas latinas que hacen difícil
seguir el hilo del discurso. Farnesio, como decimos, es
uno de sus autores preferidos, pero también encontramos
textos tomados de los Politica de Justo Lipsio. Y, así, para
demostrar que la obra de Blázquez es excelsa, no sólo
por la excelsitud de su narrador, sino especialmente por
la grandeza de los hechos narrados, argumenta que
nadie, ni siquiera los detractores de Fernando, podrá
desautorizar las acciones aquí narradas, porque, citando
a Séneca (Epist. 92.18), “las calamidades, los daños y las
vejaciones no pueden contra la virtud más de lo que las
nubes pueden contra el sol”. Quienes lean este libro, por
muy émulos y enemigos que sean del monarca, quedarán
vencidos por la fuerza de la verdad y “an de quedar
leyéndole tan mejorados, que digan con ingenuidad
corteses: Bonum est a veritate vinci” (78). Y ello será gracias
al saber historiográfico de Blázquez, que ha sabido, más
que narrar en su libro la biografía del rey con todo lujo
de detalles, seleccionar las acciones fructuosas que mejor
podían poner de relieve las virtudes del rey Fernando,
porque el sabio no es el que conoce muchos detalles, sino
datos productivos y útiles: Qui fructuosa, non qui multa scit,
sapit (78). Y en ese sentido, sobrepujando Samaniego este
manido tópico, explica que el contador novohispano ha
sabido “esculpir en láminas de oro” las glorias útiles del
rey Fernando, pues, historiador insigne y admirable, ha
255
Hernicus Farnesius, Diphtera Iovis, p. 185: Statuae et imagines cartacae,
non solum sunt corporum simulacra, sed animorum et virtutum insignia.
417
logrado con su “briosa imaginatiba” un justo equilibrio
entre las res y los verba, ha expresado el contenido de los
brillantes hechos históricos del rey con una prosa no
menos lucida, de tal forma que ningún disputador podrá
nunca decir contra Juan Blázquez: “Por todos lados
veo en este libro la verborrea de su autor, pero ni una
gota de sensatez”, que fue precisamente la frase con que
Lipsio criticó a cierto dialogista que había censurado unos
capítulos sobre la religión contenidos en sus Politica:
418
de la Perfecta razón de Estado (80). Alaba en Blázquez su
conceptismo y tacitismo, su concisa locución, abundancia
de conceptos y sus “abrebiadas muchas sentencias
políticas”, todo ello pasado por el tamiz de “una pluma
tan cathólica, noble, prudente y sutil” que ha sido muy
efectiva para desautorizar “las osadías de políticos tan
desmesurados como leemos en nuestros tiempos” (81).
El libro, en fin, de Blázquez es entretenido, no pesado, y
ofrece advertencias, no lisonjas (82), donde nada sobra ni
falta, pues la virtud misma de este conceptismo del que
hace gala el autor reside en enseñar muchos preceptos
con pocas y apretadas palabras:
419
Cathólica, se entra por las puertas de las razones de estado sin bever
(como otros) el espíritu de Cornelio Tácito, con tanta crueldad que
a bueltas de sus Aforismos an impreso desconocidas atrocidades.
Quidquid solam habet voluptatem aut inutile est aut damnosum (85)257.
420
que le lanzaron los políticos ateos, coronándole con
“alabanzas notorias”, pero “sin notar defectos de
príncipes estraños” (88).
Se queja, en efecto, amargamente Samaniego de
que, si los reyes actuales que rigen Europa (Luis XIII
y Luis XIV de Francia; Carlos I de Inglaterra; los
germanos Fernando II y Fernando III de Habsburgo,
etc.) atendieran e hicieran buen uso de estos avisos que
nos ofrece don Juan, no veríamos tantos enfrentamientos
sangrientos (89). No obstante, el panegirista no quiere
rivalizar con el historiador, pues cree que es ocupación
inútil “añadir volumen a tan christianas y cortesanas
doctrinas” (90), por lo que renuncia a escribir “puntos
ni avisos”, pues no cree que esté a la altura ni de un
rey tan magnífico ni de un biógrafo cuyos estudios
son tan “ingeniosos” y “nobles” (91) y cuyos textos se
caracterizan por estar tan imbuidos de los secretos de
todas las ciencias, expresados con una lengua latina tan
pura, tan elocuente y convincente desde el punto de
vista retórico y dialéctico, que su autor, Blázquez, aun
escribiendo historia, se revela como un auténtico orador,
un agudísimo dialéctico y un profundísimo filósofo (92).
Según Samaniego, Blázquez se erige en el más elevado
escritor de literatura política, en el historiador más
completo y agudo y, en definitiva, en el cultivador más
eximio en lengua castellana (93-94). Pero el panegirista
no expresa todos estos conceptos de forma sencilla, sino
en un estilo altamente alambicado, barroco y plagado
de largas citas latinas, ahora de autores cristianos como
Tertuliano, Casiodoro, Salviano o el propio salmo 90259
259
Las citas son de Tertuliano, De spectaculis 15.3: Vbi studium, ibi
emulatio (92) (“Donde hay empeño, ahí también hay emulación”);
Casiodoro, Variae 11.1.6: Nativi sermonis ubertate gloriatur: excellit cunctos
in propriis, cum sit aequaliter ubique mirabilis. Nam si vernaculam linguam
421
con el que inicia sus Memorias Agustas.
Y pasa finalmente el encomiasta escritor al plano más
personal de su panegírico, a ensalzar la estrecha amistad
que le une con don Juan Blázquez, sin importarle que
puedan decir que sus alabanzas no son objetivas o son
fruto del afecto personal: “No importa ser yo su amigo,
pues saben todos que lo soy de la razón” (95). Nos
presenta así el libro de la Perfecta razón de Estado, aludiendo
a los prolegómenos, esto es, a la dedicatoria “Al rey
nuestro señor” que Blázquez escribe al principio del
volumen y la calificación que del libro hace el también
cacereño Licenciado D. Antonio de Ulloa Chaves,
sin desaprovechar Samaniego la ocasión para elogiar
también a “nuestro invictíssimo Rey y Señor don Felipe
IIII” y ensalzar la alta cualificación en derecho civil de
Antonio de Ulloa, otro amigo novohispano, experto
jurista que llegaría años después a ser gobernador
presidente del Reino de la Nueva Galicia y Presidente de
la Audiencia de Guadalajara260 (95).
Pero lo más importante de esta tercera parte exaltadora
bene nosse prudentis est, quid de tali sapientia poterit aestimari, quae tot genera
eloquii inoffensa exercitatione custodit? (“Es digno de honor por su riqueza
expresiva cuando escribe en su lengua materna, pues supera a
todos en su propia lengua y la domina de tal forma que todos se
asombran. Y es que, si es propio de un sabio conocer bien la lengua
vernácula, ¿qué valor podremos dar a una persona tan sabia que
custodia tantos géneros elocutivos practicándolos de manera tan
correcta?”). Salviano, Epist. 8.1: Legi libros, quos transmisisti, stilo breves,
doctrina uberes, lectione expeditos, instructione perfectos, menti tuae et pietati pares
(“He leído los libros que me enviaste, breves por su estilo, pero ricos
en doctrina, de fácil lectura, pero consumados por sus enseñanzas,
totalmente dignos de tu espíritu y piedad”). Psal. 90.13: Super aspidem
et basiliscum ambulabis et conculcabis leonem et draconem (“Andarás sobre
áspides y basiliscos y hollarás a los leones y dragones”).
260
R. Cruces Carvajal, Lo que México aportó al mundo, México, Ed.
Lectorum, p. 144.
422
de la figura y obra de Blázquez es precisamente los datos
biográficos que el panegirista, como buen amigo que
era del personaje elogiado, nos ofrece. Son datos a los
que hemos de conceder total crédito, por más que no
encontremos en ellos referencias ni fechas exactas y estén
revestidos del ropaje apasionado del encomio. Lo que
hemos de descartar es la apreciación de Cárdenas, quien
afirma que Blázquez Mayoralgo “no fue un humanista
consagrado al cultivo de las letras…, tampoco fue un
universitario ni un orador o un escritor consumado”261,
pues su íntimo amigo Samaniego lo elogia, no sólo como
un destacado escritor de doctrinas políticas, sino como
gran orador y excelente poeta, resaltando su poema
épico titulado La Antuerpia, otro libro también en octavas
reales que lleva por título El Carmelo, otro volumen de
varias rimas y un tratado en prosa cuyo título exacto
desconocemos, pero que, por lo que dice Samaniego,
debía intitularse De los desengaños poéticos o Sobre los tres
estilos, libros todos que están preparados para ser enviados
a la imprenta:
423
al elogio enfático propio del encomio, es Blázquez tan
gran poeta cristiano que podría ser comparado con el
propio Homero, con el mártir San Lorenzo, con el poeta
hispano-cristiano Prudencio o con los grandes poetas
latinos, pues igual que siete ciudades pelearon por ser la
patria de Homero (Colofón, Quíos, Salamina, Esmirna,
etc, según Cicerón, Arch. 19), así como las ciudades de
Huesca, Valencia y Córdoba se disputaron la cuna de San
Lorenzo262, del mismo modo que Zaragoza y Calahorra
disputan por ser la ciudad natal de Prudencio263, y de la
misma manera que otros poetas como Virgilio, Ovidio,
Horacio o Marcial declararon en sus escritos el lugar
donde nacieron (100-102), así también, nos aclara
Samaniego, don Juan Blázquez Mayoralgo lo ha hecho
en un soneto que comienza así:
424
¿Proceden los Blázquez de Granada y se asentaron tras
la Reconquista en Cáceres? Nada de ello nos consta. La
explicación creemos encontrarla en que de los Blázquez
hay dos ramas: una andaluza y otra castellana, siendo
los castellanos, con Juan Blázquez a la cabeza, los que
vienen a la reconquista de Cáceres con Alfonso IX,
formando en Extremadura casas ilustres, con los Godoy
en Castuera, con los Mayoralgo en Cáceres y con los
Mogollón en Alcántara, enlazando con el Marquesado
de la Isla264.
El propio Samaniego, en fin, que en la portada
de estas Memorias Agustas que estamos comentando, había
dejado bien claro que Juan Blázquez Mayoralgo era
cacereño y el mejor de los poetas: “Don Juan Blázquez
Mayoralgo, hijo de la Villa de Cáceres, Primogénito de
Minerba”, vuelve a recordarnos al final de su discurso
panegírico, en una especie de Ringkomposition (composición
anular o circular), que merece la primogenitura de las
letras, si bien admite Samaniego que sus apreciaciones
pueden ser subjetivas y fruto de la amistad con don Juan
o de su gusto por la literatura política:
425
4. La Licencia de Antonio de Ulloa Chaves
426
y judicial (diciembre 1632 – junio 1633)268. Realizó
pruebas para su ingreso en la Orden de Alcántara en
1640269. Fue Oidor de la Real Audiencia de México y
llegó a gobernador presidente del Reino de la Nueva
Galicia y Presidente de la Audiencia de Guadalajara en
México (1654-1661).
Así pues, Antonio de Ulloa, también cacereño, como
Juan Blázquez, y jurista reputado, como Fernández de
Castro y Samaniego, debió conocer y tener relaciones
con estos personajes, incluido su paisano Juan Blázquez.
Todos estaban por estas fechas en México, eran
burócratas que ocupaban distintos cargos administrativos
y, posiblemente, profesaban todos parejas inquietudes
intelectuales. No obstante, cuando a Antonio de Ulloa
le remiten el libro de Blázquez para que lo informe y
le otorgue el nihil obstat, lo único que hace es cumplir
con su encargo y emitir “licencia”, fechada el 10 de julio
de 1645, para que pueda imprimirse en México el libro
Perfecta Razón de Estado. Que Antonio de Ulloa y Juan
Blázquez se conocían y tenían cierta amistad se puede
colegir del texto de la propia “licencia” emitida, donde el
puro trámite del informe se convierte en un breve elogio
del autor y de la obra sujetos a examen.
Ulloa, en efecto, comienza haciendo una mera
descripción del libro y, parafraseando el propio título
del libro, estima que los fundamentos de la Perfecta
razón de Estado contra los políticos atheístas están deducidos
de los gloriosos hechos del rey Fernando, unos hechos
268
Cf. M. D. Gómez Tejedor-Cánovas, “Campaña realizada por
D. Antonio de Ulloa y Chaves contra los indios Calchaquíes”, en
Hernán Cortés y su tiempo, Mérida, Editora Regional, 1987, vol. 2, pp.
640-644.
269
Cf. A. Barredo de Valenzuela y Arrojo, A. Alonso de Cárdenas y
López, Nobiliario de Extremadura, vol. 8, p. 29.
427
que, aun a pesar de los envidiosos que han tratado de
vilipendiarlos, se han convertido en eternos y en dignos
de aplauso y de alabanza en todo el mundo.
428
neoestoicismo es lo que Ulloa considera verdaderamente
meritorio.
Alaba también el informante la novedad del estilo
empleado por Blázquez: “lacón por lo sucinto y ático por
lo sustancial”, esto es, barroco, aforístico y conceptista,
estilo en el que considera a Blázquez su máximo
exponente y modelo para futuros escritores en lengua
española.
Se elogia, asimismo, la idea de razón de Estado
aportada por Blázquez, considerando Ulloa que vendrá
a abatir la razón de Estado que en otros escritores
políticos “se ve confundida”. La de Blázquez, pues, es la
razón de Estado buena, verdadera y católica y servirá de
parapeto contra la mala razón de Estado de los políticos
maquiavélicos y ateístas.
Y expresa, por último, Ulloa su orgullo y alegría por
haber visto en el libro de don Juan celebrados los grandes
servicios que su ascendiente el capitán Diego de Cáceres
de Ovando prestó al rey Fernando, interviniendo, por
ejemplo, en la batalla de Toro (1476) al mando de la
caballería. Concluye el informante que, a pesar de
haberse sentido lisonjeado por encontrar en el libro las
alabanzas de su antepasado, la censura que ha emitido
es objetiva y no se ha dejado llevar por la inclinación y
admiración que siente por su autor:
270
El Capitán Diego de Cáceres Ovando contrajo matrimonio por
vez primera hacia el año 1440 en Brozas con doña Isabel de Flores,
dama de la Reina doña Isabel la Católica. De este matrimonio tuvo
cinco hijos. El menor de estos fue fray Nicolás de Ovando, Paje del
Príncipe don Juan, Comendador de Lares en la Orden de Alcántara
429
pudo llevar la afición a apadrinar la censura, dexando esta parte
puede servirse V.E., por lo que el libro contiene, dar licencia que
se imprima a México y Iulio diez de 1645. Licenciado D. Antonio
Ulloa Chaves.
430
CAPÍTULO IV
OBRAS MANUSCRITAS
La sola obra Perfecta Razón de Estado de Juan
Blázquez Mayoralgo ya valdría para tildar a su autor de
auténtico humanista, un humanista consumado por el
dominio que muestra de toda la literatura grecolatina,
de los textos bíblicos, de los tratados jurídicos y de las
publicaciones renacentistas y barrocas sobre teoría
política tanto en el ámbito nacional hispano como en el
europeo y novohispano.
Para justipreciar la altura y dedicación literarias
de nuestro humanista hemos de acudir (no tenemos
muchas más referencias donde agarrarnos) a los datos
biobibliográficos que nos ofrece Francisco de Samaniego,
amigo y compañero novohispano de don Juan, pues,
aunque el tono en el que lo alaba en sus Memorias Agustas
es claramente encomiástico, no por ello hemos de
pensar que las noticias que nos ofrece sobre Blázquez
son erróneas o inciertas. Todo lo contrario. Veremos que
decía la verdad.
En efecto, muy importantes, dentro del apartado
de sus Memorias Agustas dedicado a la exaltación de la
figura y obra de Blázquez, son precisamente los datos
biográficos que el panegirista, como buen amigo que
era del personaje elogiado, nos ofrece. Son datos a los
que hemos de conceder total crédito, por más que no
encontremos en ellos referencias ni fechas exactas y
estén revestidos del ropaje apasionado del encomio. Lo
que hemos de descartar es la apreciación de Cárdenas,
cuando afirma que Blázquez Mayoralgo “no fue
un humanista consagrado al cultivo de las letras…,
tampoco fue un universitario ni un orador o un escritor
consumado”271, pues su íntimo amigo Samaniego lo
elogia, no sólo como un destacado escritor de doctrinas
políticas, sino como gran orador y excelente poeta,
271
S. Cárdenas, “Juan Blázquez Mayoralgo”, p. 27.
435
resaltando su poema épico titulado La Antuerpia, otro libro
también en octavas reales que lleva por título El Carmelo,
otro volumen de varias rimas y un tratado en prosa cuyo
título exacto desconocemos, pero que, por lo que dice
Samaniego, debía intitularse De los desengaños poéticos o
Sobre los tres estilos, libros todos que estaban preparados
para ser enviados a la imprenta, pero que, por razones
que desconocemos, no llegaron a ver la luz:
436
críticas, algo que, sin duda, hubiera querido su autor.
Nos referimos a estos dos poemas manuscritos:
1. La Antuerpia
Perteneció este manuscrito a la Biblioteca de Gámez,
de la que se conserva el número 348 en la guarda. Ingresó
en la Biblioteca Nacional en 1873 con la Biblioteca
de Serafín Estébanez Calderón. En el f. 1, margen
izquierda, dice: “Este libro le dio el R. Mosén Vicente
Ebrí, Presbítero de Alcalá de Chivert a su sobrino Fr.
Agustín Mulet y Ebrí, dominico, para que le use durante
su vida, y después pase a sus hermanos. En Alcalá a 25
de abril del año 1773”. En f. 440v, una nota en latín:
“Commitatur admodum Reverendo P. F. Jacobo Castellar Ordinis
Beatae Mariae de Mercede Redemptionis captivorum”. Y, en la
272
P. Roca y López, P. de Gayangos, Catálogo de los manuscritos que
pertenecieron a D. Pascual de Gayangos existentes hoy en la Biblioteca Nacional,
Madrid, Tip. de la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, 1904,
p. 258, n. 762.
437
portada, ex-libris de Tomás Muñoz, tachado273.
Se aprecian en el documento dos manos distintas:
una, que escribe los preliminares; y otra, el texto del
poema. Al principio, en efecto, encontramos una
dedicatoria en prosa dirigida a Alejandro Farnesio
(bisnieto del protagonista el poema) y firmada por Juan
Blázquez Mayoralgo hijo. El cuerpo del poema, a su vez,
está formado por 55 cuadernos de 8 folios, dando como
resultado 440 folios copiados por una sola mano (salvo
en la segunda octava real del f. 133v) y dando cabida
cada cara de folio a tres octavas, salvo al comienzo de
cada libro, donde, por el encabezamiento, sólo entran
dos.
Merece la pena transcribir y leer la dedicatoria que
aparece al principio del manuscrito, pues nos ofrece
datos interesantes:
[I] La Antuerpia,
Guerras de Flandes,
Por el Sereníssimo Señor Duque de Parma
Alexandro Farnesio.
Al
Sereníssimo Señor Alexandro Farnesio, Príncipe de Parma,
Capitán General de la Cavallería de Ytalia.
Començolas a escribir D. Juan Blázquez Mayoralgo.
Acabolas Don Juan Blázquez Mayoralgo, su hijo.
438
los vasallos es ambiçión gloriosa; emprender serlo en el común
aplauso de las naçiones, magnanimidad esclareçida. No se vincula
a la eternidad el nombre que creçe en el afecto de los súbditos;
las aççiones que fixan el punto de su crédito en la verdad de los
despassion[IIv]ados son inmortales; en aquellos suele ser o el
amor o el odio dictamen de la justificación, en los estraños vençe
siempre la verdad. Tan generosos espíritus naçen algunos Príncipes,
que la dilatada capaçidad de todo el orbe hallan corto theatro a la
Magestad de sus proezas. Por esso lloró Alexandro no hubiese para
que él los conquistasse mundos infinitos; y por eso dixo elegante
el Poeta de su Eneas que, no cabiendo los blasones de su fama en
los ángulos de la tierra, erat super aetera natus274. Héroe le fingió por
hijo de Venus, Deidad fingida y mentirosamente aplaudida, y de
Anchises, deçendiente de los Reyes de Troya; no acredito la fiççión,
pero alabo el buen gusto en el assumpto de su poema, que (a ser
possible) lo fuera sólo ýnclito quien naçió de una Deidad en la tierra,
la más soberana, y de un Monarca en el Orbe, el más aplaudido.
Nieto veneró el mundo de la [IIIr] Beatitud de Paulo III y de la
Magestad Cesarea del Señor Emperador Carlos V a el Sereníssimo
Señor Alexandro Farnesio, visabuelo de V.A., terçero Duque de
Parma y Plaçentia, General por sus aciertos aclamado el Prudente,
por sus victorias temido el Soldado. Héroe del poema que consagro
a la sombra de el más digno nieto, discurrido a la luz de el abuelo
más çélebre, sugeto mejorado (a desvelos de su valor gigante, de sus
abuelos Carlos V y Paulo III) en el terçio y quinto de las prendas
adquiridas y heredadas, que forman de un Prínçipe cabal la ydea.
Bien lo experimentaron las campañas de Flandes en el govierno
de sus países, bien Françia en la disçiplina de sus exérçitos, bien lo
publicó Roma, levantándole por decreto estatua que colocó en su
Capitolio en nombre de el Senado. Pero, ¿quándo la Sereníssima
cassa Farnesia no dio Capitanes Generales que fueron el más elevado
timbre de las armas? Con luçimiento me desempeña seisçientos años
ha la memoria de los dos Pedros Farnesios, maior y menor. Capitán
General aquél que [IIIv] restituyó a la Iglesia a Orbitelo; y Capitán
General éste, que entre los vandos de Gebellinos y Güelfos, coronó
de trofeos a Ytalia en tiempo de Pasqual II a los años MXC, gozando
dende esta era el título de Carffalonios maiores de la Yglessia.
Soberanas fueron las hazañas de este generossísimo
Prínçipe, pero entre todas la más illustre la conqusita de Antuerpia,
que pongo a las plantas de V.A. historiada de dos mui desiguales
Verg., Aen. 1.379.
274
439
plumas. Empeçola escribir D. Joan Blázquez Mayoralgo, Veedor
General por su Magestad y Comissario General de la gente de
guerra en los Reynos de la Nueva España, mi padre, ingenio que
en la empressa de el assumpto descubrió la gallardía de su talento.
Prosiguiola la cortedad de el mío, heredando mi pluma (si no las
consonançias de su lyra) las bien naçidas obligaciones de su affecto.
Con libertad correrá mi atrevimiento en las aras de Señor tan alto.
Valga el seguro de la protección a quien se acoge a la immunidad
de el sagrado. Que, si fue memorable de este poema el Héroe en lo
heredado por [IVr] una corona y una Tyara, V.A. lo es hallándose
(enrriqueçida oy su Real sangre de diversas Tyaras) desçendiente
de un Capitán milagroso por sus triunfos, el más lisongeado de la
Fortuna por sus exemplos. Siendo V.A. el maior señor Meçenas, a
quien ni falta la grandeza de Augusto para honrrar con laureles,
ni dexa de premiar con estimaçiones su juizio, divino lo pareçen,
Señor, tantas nobles ocurrencias cuia ponderaçion es digna de la
más bien cortada pluma. Non haec sine numine eveniunt275. Divina a la
tabla deste poema se arrojó la primera línea quarenta años ha en
Europa, continuáronse muchas en la América, volviendo a Castilla
a buscar la última con tan buen logro, post varios casus, per tot discrimina
rerum276, que en las plantas de V.A. halla al sagrado de su protección
los seguros de la immortalidad.
Sereníssimo Señor.
B.L.P.D.V.A. Don Juan Blázquez Mayoralgo
440
fecha en que se le concedió el comando general de la
caballería del ejército de Extremadura. Pues si, al escribir
Blázquez esta dedicatoria hubiera sido ya capitán de la
caballería extremeña, le habría aplicado ese cargo y no el
de general de la caballería italiana. Además, si tenemos
en cuenta que Juan Blázquez hijo dice que el poema
lo comenzó su padre “quarenta años ha en Europa”,
podemos deducir que La Antuerpia fue comenzada en
España, posiblemente en Madrid, inmediatamente antes
de marchar Juan Blázquez senior a Indias, esto es, debió
ser comenzado el poema a finales de 1623 o principios
de 1624.
Dicho poema, además, parece que no pudo
ser terminado por el padre y que fue el hijo quien lo
revisó y pulió. Aunque, como afirma Pintacuda, no se
aprecian cambios estilísticos ni diferencias importantes
que permitan dilucidar qué fue escrito por el padre y
qué por el hijo. Nosotros nos inclinamos a pensar, por
la uniformidad del poema, que debió ser escrito casi
íntegramente por el padre y que Juan Blázquez hijo
sólo escribió la dedicatoria, revisando y corrigiendo el
original. Y llegamos a esta conclusión especialmente
movidos por la afirmación de don Francisco de
Samaniego quien, íntimo amigo de Juan Blázquez
padre, afirma tajantemente en sus Memorias Agustas de
diciembre de 1645 que don Juan es un brillante poeta
y que, en esta fecha, tiene ya acabado el poema de la
“conquista de Ambers” en honor de Alejandro Farnesio,
poema que consta de tres mil octavas y en el que el autor
“ha gastado veinte años”. Así que, comenzado en torno
a 1625, ya en 1645 estaba concluido. Además, por estas
fechas, la obra debía ser conocida en determinados
círculos literarios mexicanos, concretamente en el círculo
de amigos de Juan Blázquez senior. La labor, entonces, de
441
Juan Blázquez hijo debe haber sido simplemente la de
revisor y corrector.
Otra cuestión interesante puede ser el motivo que
llevó a Juan Blázquez a escribir sobre un hecho histórico
menor como es la toma de Amberes por Alejandro
Farnesio en 1585, durante el reinado de Felipe II, un
acontecimiento que ahora, cuarenta años después, había
perdido ya trascendencia y ni siquiera fue protagonizado
por un general español. Es posible que, así como con
la Perfecta razón de Estado quiso Blázquez engrandecer
la figura de Fernando el Católico para rendir sumiso
homenaje y declarar su agradecimiento a Felipe IV,
de mismo modo pretenda ahora magnificar la victoria
española de Farnesio y recordar cómo desde entonces las
provincias meridionales de los Países Bajos quedaron de
nuevo bajo el control de la corona española, cuya cabeza
visible es en estos momentos Felipe IV. Sería, quizás, el
poema otra muestra más de agradecimiento y homenaje
de un fiel vasallo al monarca español.
Pero también es posible que, así como ha
mostrado Juan Blázquez sus buenas capacidades como
historiador y preceptor político en su Perfecta razón de
Estado, quiera ahora con La Antuerpia exhibir sus dotes
poéticas elaborando un poema épico en el que se dan la
mano la realidad histórica y la ficción literaria. Entonces
estaríamos ante un simple cambio de género literario
para deleitarnos el autor con su inspirada vena poética,
un rasgo que también hemos apreciado y señalado en la
prosa histórica y política de la Perfecta razón de Estado. Y es
que, como ha señalado Pintacuda, aunque La Antuerpia
está bien documentada históricamente, muestra de que
Juan Blázquez conoce bien la historia de España y maneja
con soltura las fuentes historiográficas que le convienen,
no se trata de un epopeya estrictamente histórica, sino que
442
podría estar más cerca de las novelas de caballerías que de
la narración histórica fidedigna, pues la materia histórica
le sirve al autor de base para orquestar un gran relato
histórico novelado en el que, sin faltar al rigor histórico,
introduce elementos novelescos y ficticios que, por otra
parte, responden bien a los cánones de la épica clásica,
género literario que Blázquez conoce perfectamente.
Por ello, además de los hechos históricos concretos y
las escenas bélicas pertinentes, hallamos intervenciones
divinas, seres malignos e infernales (la katábasis o bajada
al mundo de los muertos era un requisito de la épica
clásica), nigromantes, encantamientos, pirámides de
cristal mágicas que dan lugar a visiones, prospectivas
y profecías, viajes por media Europa, tempestades y
naufragios (la poetica tempestas era también ineludible
en la épica), episodios secundarios donde encontramos
enredos amorosos, mujeres en armas, desfiles de tropas,
etc. Podríamos, en efecto, estar ante un poema épico
parecido a la Farsalia de Lucano o al Carlo famoso del
extremeño Luis Zapata de Chaves277.
El resultado final es una magna composición
épica en catorce libros, con 2603 octavas reales y 20824
endecasílabos, cuya distribución en libros, folios y octavas
señala minuciosamente Pintacuda.
Otra cuestión sería la de los modelos, ámbito
en el que Pintacuda señala dos modelos evidentes: la
Gerusalemne liberata de Torcuato Tasso en lo tocante
a la arquitectura de la obra y los poemas mayores (las
Soledades) de Luis de Góngora en lo que respecta al estilo
y a la lengua. También en la Perfecta razón de Estado hemos
443
comprobado que Juan Blázquez conoce y maneja con
soltura obras políticas italianas como la de Botero y que
su estilo tiende a un culteranismo en armonioso equilibrio
con el conceptismo senequista, taciteo o quevediano.
Pero tampoco debemos olvidar que se trata de un poema
épico y que los calcos virgilianos están presentes. Leamos
el comienzo de la obra para comprobarlo:
2. El Carmelo
El Carmelo es otra de las composiciones de Blázquez
Mayoralgo que citaba don Francisco de Samaniego y se
conserva manuscrito, como La Antuerpia, en la Biblioteca
444
Nacional de España. En este caso, el poema está fechado
y, gracias a ello, sabemos cuándo fue terminado por su
autor. Aparece tal dato al final del manuscrito, donde se
lee: “Fin de el libro octavo y último de el Carmelo. En 3
de março, año 1641” (129v), por lo que, efectivamente,
tiene razón Samaniego y el poema está concluido en una
fecha en que Blázquez Mayoralgo aún se encuentra en
Veracruz.
El poema278 en cuestión nada tiene que ver con La
Antuerpia, ni por extensión ni por temática. Efectivamente,
se trata de una composición mucho más reducida que
la anterior. Está conformada por 129 folios y dividida
tan sólo en ocho libros, de los que cinco constan de 87
octavas, uno de 88, uno de 94 y otro, el más largo, de 100.
La suma, entonces, de todo ello arroja una cantidad final
de 717 estrofas y 5736 endecasílabos. La distribución es
la siguiente:
278
Paola Laskaris, según afirma Pintacuda (“Apuntes”, p. 149, n.
13), ha presentado una ponencia centrada en el poema que nos
ocupa, cf. P. Laskaris, “Estasi epica. Santa Teresa protagonista del
poema barocco El Carmelo”, ponencia presentada en el Congreso
Internacional “Io ti darò un libro vivo”: nei testi de Teresa di Gesù, Pavía,
18-20 de noviembre de 2015.
445
también en octavas reales, por lo que habría que
calificarlo como poesía épica, pero en esta ocasión la
temática es puramente religiosa y mística. Por ello,
el héroe épico ha sido cambiado por una heroína del
misticismo, Santa Teresa de Jesús; y en vez de cantar
las batallas del guerrero, lo que se celebra en tono
ensalzador es el celo de Santa Teresa como fundadora
de las carmelitas descalzas, rama de la Orden de Nuestra
Señora del Monte Carmelo. Por ello, se invoca también
a Elías y se evoca la conocida imagen del profeta tirando
su manto desde el carro de fuego que lo conduce al cielo
(II Reg. 2.11-15), con lo que Blázquez quiere simbolizar
al superior (Elías) transmitiendo su poder a su sucesor
(Santa Teresa). Asimismo, la preceptiva invocación a las
musas ha sido sustituida por una invocación a la virgen
María como madre de Cristo. Lo vemos claramente en
las dos primeras estrofas:
279
La copia que tenemos del poema no es buena y no logramos leer
el último verso de la octava.
Se trata, en fin, de poesía religiosa y misticismo
épico, lo que demuestra la honda religiosidad y piedad de
Juan Blázquez, ya detectada en la Perfecta razón de Estado.
El motivo, sin duda, de elaborar un poema laudatorio
con tintes épicos sobre la vida y obra de Santa Teresa
de Jesús reside en la profunda admiración que don Juan
siente por la santa y la profunda devoción que le profesa,
aun cuando Teresa había fallecido en fechas recientes
(1582) y acababa de ser beatificada por Paulo V (1614) y
canonizada por Gregorio XV (1622). Seguramente, estos
procesos de beatificación y canonización, totalmente
contemporáneos de Juan Blázquez, le motivaron para
componer este poema. La propia lectura de las Obras
de la santa debió también dejar huella en el corazón
de Blázquez. Había además bibliografía donde nuestro
poeta podía apoyarse para escribir sus versos, como
el libro publicado a finales del siglo XVI por el jesuita
Francisco de Ribera, La vida de la Madre Teresa de Iesús
(Salamanca, P. Lasso, 1580). Ahí podía encontrar el
sustento histórico al que aplicar su inspiración poética.
Pero también contaba Blázquez con alguna muestra
de poesía épica, ahora escrita en quintillas, en la que se
celebraban la vida y obra de la madre Teresa, cual el
libro de Pablo Verdugo de la Cueva, Vida, muerte, milagros
y fundaciones de la B. Madre Teresa de Iesús (Barcelona, S.
Matevad, 1615).
El poema, en fin, termina con Santa Teresa
alzándose muerta al cielo y el poeta invocando el canto
de los cisnes del Tormes, con mención expresa de
Eurídice, que ahora, con la llegada de Teresa de Jesús
al cielo, cesará en su llanto eterno por la pérdida de
Orfeo. Blázquez, en cambio, haciendo referencia a que
se encuentra en el Nuevo Mundo, muestra su orgullo
por haber concluido una obra en la que, mezcladas
447
la poesía, la epopeya y la historia, queda sublimada la
madre Teresa, a la que denomina rosa de púrpura del
Carmelo y de la que subraya el éxtasis de su alma que la
une místicamente con Dios:
448
APÉNDICES
Apéndices
I
NOMBRAMIENTO DE JUAN BLÁZQUEZ
MAYORALGO (27-XI-1623)
Archivo general de Indias
Contratación, 5788, L. 2, F. 278r-279v
453
que luego, como con esta mi carta fueren requeridos,
contándoles que abéis echo juramento, os ayan, reciban
y tengan por contador de mi hazienda della y husen con
vos el dicho oficio, según dicho es, en todos los casos y
cosas a él anexas y concernientes, y os guarden y hagan
guardar todas las honras, gracias, mercedes, franquezas,
libertades, preheminencias, prerrogativas, ynmunidades
y todas las otras cossas y cada una de ellas que por Razón
del dicho officio debéis haber y gozar y os deben ser
guardadas todo bien y cumplidamente, sin que os falte
cosa alguna, y que en ello ni en parte de ello enbargo
ni ympedimiento alguno os no pongan ni consientan
poner, que yo por la presente os recibo y he por recivido
el dicho officio y al huso y exercición del, y os doy poder
y facultad para lo usar y ejercer casso que por ellos o
algunos dellos a él no seáis recibido, con tanto que ayáis
de dar y deis veynte mill ducados de fianzas, los diez mil
dellos en la parte que quisiéredes de estos Reynos, legas,
llanas y abonadas a contento de mis presidentes y jueces
officiales de la Cassa de la contratación de Sevilla y con
su misión a los del dicho mi Consejo de las Yndias y
a ellos con ynformación de abono y aprovación de las
justicias donde las diéredes para el buen recaudo de mi
hacienda y para que en todo guardareis y cumplireis las
dichas cédulas, ordenanzas, ynstrucciones y provisiones
Reales. Y por la presente mando a qualesquier mis
justicias de estos Reynos de las partes donde quisieredes
dar las dichas fianzas que las reciban como dicho es; y a
los dichos mi presidente, jueces, oficiales, que guarden a
buen recaudo las escripturas dellas, para quando fuere
necesario hacer de ellas. Y los otros diez mill ducados,
en la Nueva España, que ansí mismo sean legas, llanas
y abonadas y a contento del dicho mi Virey y Audiencia
de México, a los cuales mando que haga guardar a buen
454
recaudo [279r] las escripturas dellas. Y es mi merced que
ayáis y llevéis de salario en cada uno año con el dicho
officio quinientos y diez mill ms. de las rentas, derechos
y probechos que yo tubiere en la dicha ciudad y puerto
de la Veracruz, el qual mando mi tesorero dellas os dé y
page desde el día que costare haberos echo a la bela en
unos de los puertos de Sanlúcar de Barrameda o Cádiz,
para hazer vuestro biaje, en adelante todo el tiempo
que me sirbiéredes en el dicho oficio de mi contador;
y mando que asiente esta mi carta el dicho thesorero
de la Veracruz en los libros de su cargo y os la bolba
originalmente para que la tengáis por título del dicho
oficio del qual tomen la razón mis contadores de quentas
que residen en el dicho mi Consejo de las Yndias.
Dada en Madrid a veynte y siete de nobiembre
del mill y seiscientos y veinte y tres años. Yo, el Rey.
Yo, Juan Ruiz de Contreras, secretario del Rey nuestro
señor, la fize escrivir por su mandado. El Licenciado don
Juan de Billeta. El Licencidado don Rodrigo de Agiar
y Acuña. Doctor don Pedro Marmolexo. El Licenciado
Sancho Flores. El Licenciado Francisco Manco y Zúñiga.
El Licenciado Marcos de Tores tomó la razón. Antonio
Días Navarete y Reynoso tomó la razón. Gerónimo de
Plaça: Registrada. Pedro Formerio de Ocaña por el gran
Chanciller y su teniente. Pedro Formerio de Ocaña.
Yo, Pedro Días de Çárates, escrivano de cámara
del Rey nuestro señor y de su Consejo Real de las
Yndias, certifico y doy fe que ante los señores Presidente
y los del dicho Consejo, don Juan Blázquez Mayoralgo
presentó este Real escrito para el oficio de contador en
él contenido, el qual fue leýdo por mí; y visto y oýdo por
los dichos señores, mandaron que hiziere el juramento
que por él se manda, el qual se hiço; e yo se lo tomé
en presencia de los dichos señores, en la forma y con
455
la solemnidad que se acostumbra; y para que de ello
conste, de pedimiento del susodicho, doy la presente fee
y certificación en Madrid, a once de diciembre de mill y
seiscientos y veynte tres años. Pedro Días de Çárate.
Lo escrivió del Rey, nuestro señor, que a aquí
signamos y firmamos, certificamos y damos fe que Pedro
Días de Çárate, de quien está firmada la certificación de
arriva es tal Escribano de Cámara de su Magestad en su
Consejo Real de las Yndias, [279v] como se nombra y en
sus certificaciones, decretos y autos se a dado y da entera
fee y crédito en juicio y fuera dél y para que dello conste,
damos éste en Madrid a doce de diciembre de mill y seis
cientos y veynte y tres años, y lo signe en testimonio de
lo cual Juan Ruiz de Calderón, escrivano. En testimonio
y verdad, Juan de Retuerta. En testimonio de verdad,
Antonio de Auñón.
El Rey.
Por quanto yo he fecho merced a don Juan
Blázquez Mayoralgo de proberle por contador de mi Real
Hacienda de la ciudad y puerto de la Nueva Beracruz
y mandé diese veynte mill ducados de fianzas, los diez
mill de ellos en la parte que quisiere de estos Reynos,
legas, llanas y abonadas a contento de mis Presidente y
Jueces oficiales de la Casa de la contratación de Sevilla;
y los otros diez mill al de mi Virrey y Audiencia de la
Ciudad de México de la Nueva España, para el buen
huso y exercicio de su officio y buen recaudo de mi
hazienda; y por su parte se me a hecho relación que en
estos Reynos no tiene quien le fíe, suplicándome atento
a ello mandare que las pudiese dar en la Nueva España,
como se a hecho con otros ministros, y aviéndose visto en
mi Consejo Real de las Indias, abastando lo sobredicho,
lo e tenido por bien y por la presente declaro, quiero y es
mi voluntad que el dicho don Juan Bláquez Mayoralgo
456
cumpla con dar los dichos diez mill ducados de fianzas
en la dicha Nueva España que había de dar en estos
Reynos y que sean legas, llanas y abonadas a satisfación
del dicho mi Virrey y Audiencia de la dicha Ciudad
de México, a los quales mando que las rrecivan y que
las escripturas dellas hagan guardar a buen recaudo
para que, siendo necesarios, se pueda husar dellas; y a
los dichos mis Presidente y Jueces officiales de la dicha
Casa de la Contratación que le dejen hazer su biaje, sin
enbargo de lo proveýdo en contrario por Cédula del Rey
mi señor, que sea en gloria, de tres de setiembre del año
pasado de seiscientos y ocho, y de que no dé en estos
Reynos los dichos diez mill ducados de fianzas, que así
es mi voluntad. Fecha en Córdoba a veynte y tres de
Febrero de mill y seis cientos y veynte y quatro años. Yo,
el Rey. Por mandado del Rey, nuestro señor, Juan Ruiz de
Contreras. Y a las espaldas de la dicha Real Cédula están
ocho señales de firmas.
Asentóse el título y cédula de su Majestad en los
libros de la Conta de la Casa de la contratación de las
Yndias de la ciudad de Sevilla, en ocho de junio de mill
y seis cientos y veinte y quatro años. Y se advierte que el
dicho don Juan Blázquez no ha dado en esta casa fianzas
ningunas por quanto su Magestad por cédula de veinte y
tres de febrero deste año manda las de todas en la Nueva
España.
457
II
EXPEDIENTE DE INFORMACIÓN Y LICENCIA
DE PASAJERO A INDIAS DE JUAN BLÁZQUEZ
MAYORALGO (12-VI-1624)
Archivo general de Indias
Contratación, 5390, N. 26
[Fol. 1r].
Don Juan Blázquez Mayoralgo, contador de la
Veracruz.
Doña Lucía Gastelo, su muger.
Francisco de Castellanos, soltero, natural de
Madrid.
Sebastián de los Reyes, soltero, natural de la villa
de Colmenar Viejo.
Leonor de Silba, soltera, natural de Sevilla.
María de Solís, soltera, natural de la villa de
Cáceres.
Bartolomé Gil, soltero, natural de Sevilla.
María Martínez, soltera, vecina de Cisneros.
Todos Criados.
458
preffiero y es anssí. Yo pedí y supliqué a su Magestad
me hiziera merced, atento a que no tenía ffianzas en
estos Reynos en la cantidad se me manda dar en él, con
dallas todas en la dicha Nueva España viniese cunplido;
y su Magestad fue servido en darme esta cédula que así
mismo pressento, su fecha en Córdoba de 23 de febrero
deste año, por la qual manda todas las dichas ffianças
delos dichos veinte mill ducados las dé en la dicha Nueva
España. Con esto Vuestra Magestad es cumplido. Por
tanto,
A vuestra señoría pido y suplico mande que,
en la contaduría desta cassa, sin embargo de las dichas
ffianzas, como su Magestad lo manda, se me dé el
despacho necesario y que assimismo se me buelba el
original, tomando la razón de la dicha cédula.
Juan Blázquez Mayoralgo.
En Sevilla, en la Cassa de la Contratación de
las Yndias, a veintiquatro de mayo de mill y seiscientos
veyntiquatro. A la atención de los sseñores Presidente y
Juezes Officiales de su Magestad desta dicha Cassa…
El escribano por los dichos señores, mándalo
cursar a la contaduría desta Cassa donde se tome la razón
de los dichos título y zédula rreal y see dé el despacho
necesario en virtud de la dicha Real Zédula y todo se le
buelva original y así lo proveyeron.
Benito Ruy Dávila. Escribano.
[Fol. 2r-v].
Sevilla, en la Cassa de contratación de las Yndias,
a doze de junio de mill y seis cientos y veinte y quatro
años, los señores Presidente y Jueces officiales de la dicha
casa dixeron que daban y dieron licencia a Don Juan
Blázquez Mayoralgo, para que pueda pasar y pase a la
provincia de Nueva España, donde ba por contador de la
459
Real Hacienda de la ciudad de la Veracruz y que pueda
llebar a Doña Lucía Gastello, su muger, y a Francisco
de Castellanos, Sebastián de los Reyes, Leonor de Silba
y María de Solís, sus criados. Dáseles la dicha licencia
en virtud de dos cédulas de su Magestad que tiene
presentadas y que en la licencia que se les diere se ponga
la hedad y señas de los dichos criados.
Traslado de dos cédulas de su magestad que
presentó en esta cassa don Juan Blázquez.
El Rey.
Mi presidente y jueces officiales de la casa de
la contratación de Sevilla. Yo bos mando dejéis pasar
a la Nueva España a don Juan Blázquez Mayoralgo, a
quien e proveýdo por contador de mi Real Hazienda
de la Ciudad de la nueva Vera Cruz, llevando consigo
a su muger, sin les pedir informaciones algunas. Fecha
en Madrid a quatro de diciembre de mill y seis cientos
y veynte y tres años. Yo, el Rey. Por mandado del Rey,
nuestro señor, Juan Ruiz de Contreras. Y a las espaldas
de la dicha Real Cédula están siete señales de firmas.
El Rey. Mis presidentes y jueces oficiales de la
cassa de contratación de Sevilla, Yo os mando que a
don Juan Blázquez Mayoralgo, a quien he proveýdo por
contador de mi Real Hazienda de la Ciudad de la Vera
Cruz le dejéis llevar a Francisco de Castellanos, de hedad
de veynte y dos años, pequeño de cuerpo y moreno de
rostro; y a Sevastián de los Reyes de la Hoz, de hedad de
veynte y dos años, alto de cuerpo, con una descalabradura
grande en la caveza; y a Ysidro de Silva, de hedad de
diez y seis años, cariredondo, con una señal de herida
sobre el dedo pulgar de la mano derecha; y a Leonor de
Silba, de hedad de treynta años, menuda de rostro y ojos
negros de color trigueña; y a María de Solís, de hedad
de veynte y tres años, que mira bizco y la nariz quebrada
460
un poco; y a Ynés Hernanda, de hedad de diez y ocho
años, morena de color, ojos negros. Presentando ante vos
ynformaciones echas en sus tierras ante la justicia dellas
y con aprovación de las mismas justicias de cómo no son
cassados ni de los prohibidos a pasar aquellas partes.
Fecha en Madrid, a cinco de mayo de mill y seiscientos y
veynte y quatro años. Yo, el Rey. Por mandado del Rey,
nuestro señor, Juan Ruiz de Contreras. Y a las espaldas
de la dicha Real Cédula están seis señales de firmas.
Concuerdan con los originales donde fueron
sacadas en Sevilla a doce de Junio de 1624 años.
461
III
MÉRITOS Y SERVICIOS DE JUAN BLÁZQUEZ
MAYORALGO (21-X-1645)
Archivo General de Indias
Indiferente, 112, N.130
462
esta quiebra de tal suerte que, lo que bajaron en un año,
jamás subió en otro, antes siempre fueron desfalleciendo
con maior fuerça, hasta la rruina en que las dejaron.
Y assí no se a de atribuir a casso fortuito ni la pérdida
que caussó la mala administración, ni el aumento que se
originó de la buena, porque las flotas que rrecibieron en
su tiempo los que sirvieron deínter fueron más crecidas
i rricas, i los derechos tuvieron maior crecimientto
aviendo el dicho Virrey embiado de Méjico para gastos
a los que tenía nombrados cincuenta mill pessos, sin aver
remitido de la casa de la Veracruz a Vuestra Magestad
ni un maravedí de la flota más rica que an bisto estos
Reinos, que fue la de el Cargo de Miguel de Echazarreta,
el año de seiscientos i treinta, donde a Vuestra Magestad
iban registrados de su Real Hacienda un millón y quatro
cientos mill pessos.
Y siendo dado por libre (ussando Vuestra
Magestad de su Real clemencia) de veinte i ocho capítulos
que el Marqués de Cerralvo, ya nombrado, le oppuso,
sin condenazión de costas, mandándole bolver todo su
sueldo i emolumentos de el tiempo que estubo despojado
i rreservándole su derecho a salvo para los otros gastos
i daños recibidos (además de aver condenado al dicho
Virrey el dicho Juez de su rresidencia por los agravios
que le hiço) en treinta i quatro mill pessos, bolvió el
año de seiscientos i treinta i seis por tres Çédulas de
Vuestra Magestad a servir sus officios, donde en menos
tiempo de quatro años después de restituido, valieron
solos los derechos de esclabos ducientos y setenta mill
pessos, aviendo valido en los seis años que administraron
lo que sirvieron deínter no más de sesenta i seis mill, i
embiando testimonio de todo a Vuestra Magestad en su
Real Consejo de las Indias, mandó despachar la zédula
que sigue.
463
El Rey. Don Juan Blázquez Maioralgo, contador
de mi Real Hacienda de el puerto de la Veracruz, en
mi Consejo Real de las Yndias se ha visto la carta que
me escribistis en diez i ocho de jullio de el año passado
de seiscientos i treinta i ocho y el testimonio que con
ella vino sobre el aumento grande que a tenido mi Real
Hacienda desde que fuistis restituido a vuestro officio, i
la rrelación jurada que embiastis al tribunal de quentas
de México i han parecido bien todas las diligencias que
en esta razón hicistis, las quales son muy conformes a
vuestra obligación, i también el celo i cuidado con que
acudistis, i os mando continuéis en ellas i en todo lo
demás que tocare a la administración i beneficio de mi
Real Hacienda, con la atención que acostumbráis. De
Madrid, a diez de junio de milll y seiscientos i treinta i
nueve. Yo, el Rey, por mandado de el Rey, nuestro señor,
D. Gabriel de Ocaña y Alarcón.
Dize que a estos efectos se siguió otro de no
menor importancia al servicio de Vuestra Magestad,
ynformando en la Real Junta de guerra de Indias que
todas las plaças de la gente de guerra i officiales que sirve
en las fuerzas de San Juan de Ulúa se pagava con solo
certificar el castellano quántas, y lo que avían servido
sin tomar muestras, como se hace en todos los exércitos
i pressidios de Vuestra Magestad, de que resultava el
peligro de el Reino por faltar la gente, i los fraudes a la
Hazienda Real de vuestra Magestad, por ser menos los
que servían que los que se pagavan, i mandando Vuestra
Magestad por el informe que hizo que se tome memoria
cada quatro messes, como se executan, a ssido tan grande
la enmienda que a dos castellanos cuio nombres (por
ser muertos deja en silencio) adicionó diez i ocho mill
pessos de plazas supuestas, sin la de alférez de las dichas
fuerças por tener officio de juez de caminos de Xalapa,
464
donde asistía lo más de el año i por no poder llevar dos
sueldos, en conformidad de tenerlo, así mandado Vuestra
Magestad.
Dize también que en las dichas fuerzas de San
Juan de Ulúa avía más de cinquenta esclabos de Vuestra
Magestad que, sin servír de nada, era tanta la costa
que, desde que nacía uno hasta que llegava a edad de
doce años, según lo que se le dava en cada uno, venía
a estar en mill i quatrocientos pessos, que quando de
aquel tiempo fuera menester se hallara por menos de
trescientos pessos.
Y que la rrenta de avería se administrava por
receptores que nombravan los Virreyes con ochocientos
pessos de sueldo al año, a los quales nunca se les tomó
quenta, distribuiendo toda la otra venta a su arbitrio;
i para remediar este daño, avisso a Vuestra Magestad
quantto convenía que entrase en la Real Caja de su cargo
i mandándolo assí, escusándose el dicho sueldo de los
ochocientos pesos, se reparó de todo punto como tanvién
el del gasto que hacían los esclabos, vendiéndolos todos
por el informe que hizo.
Y que aviendo venido por Virrey de la Nueva
España, el año de seiscientos i quarenta, el Duque de
Escalona, trató, hallándose en el puerto de la Veracruz,
fundar la Armada de Varlobento, para cuia fábrica
formando una junta, a quien cedió toda la comisión
que Vuestra Magestad le dio, fue uno de los quatro que
nombró, corriendo todo el gasto por su mano como
contador i veedor, obrándose en todo con tanto veneficio
de la Hacienda de Vuestra Magestad de su cargo, que
desde que se començó la Armada hasta constituirse de
ocho bajeles con que salió comboiando la flota hasta
España de el cargo de el almirante Juan de Campos,
montó el gasto de fábrica i compras de nabíos, pertrechos,
465
armas, municiones i géneros trescientos i ochenta i dos
mill ducientos i cincuenta i cuatro pessos, sin mucha
cantidad de géneros que en los almacenes quedaron i
los que llevaron más de lo que abían menester para ir
armados los dichos vajeles.
Y que quando començó a servir los dichos officios
de contador i veedor, sólo avía que administrar la venta
de almojarifazgo, para lo qual se crearon, i después se
an aumentado la de veinte i cinco pesos en cada pipa de
vino, la de la avería de armada, la de la media annata,
la de el nuebo derecho impuesto para la Armada de
Barlovento, las alcavalas, el derecho de el papel sellado
y quatro compañías de infantería, tomar muestra cada
quatro meses a la gente de guerra de las fuerzas de San
Juan de Ulúa, socorrer i pagar cada quince días las
compañías de presidio, que continuamente asisten en la
dicha ziudad de la Veracruz i la superintendenzia de la
nueva artillería de bronze que se fabrica.
Y que desde que se fundó la dicha Armada de
Barlovento (que, como si diçe, fue el año de seiscientos y
cuarenta), siempre a corrido por su mano, pues, abiendo
buelto a las Indias el de seiscientos i cuarenta i quatro,
comboiando la flota de el general D. Martín Carlos De
Mencos, i viniendo officiales de sueldo para la dicha
Armada, nombrados por Vuestra Magestad, por órdenes
diferentes que le dio el Virrey Conde de Salvatierra
bolvió de nuevo a obrar en ella en compañía de los que
trajeron título de Vuestra Magestad, sin que por todo lo
rreferido en este memorial ahora ni en ningún tiempo
se le aia aumentado sueldo, gajes, ayuda de costa ni
emolumento alguno. Antes en el dicho tiempo ha tenido
ocho diferentes jueces que le han visitado, oidores,
alcaldes de cortes i otros por cuias aberiguaciones (no
aviéndole perdonado ninguna) jamás se le a hecho cargo,
466
teniendo desde que sirve presentadas en el tribunal de
quentas todas las de su cargo, con relaciones juradas,
ajustado siempre cargo y datta.
Y que a estos servicios se llegan tener por hijo a D.
Juan Blázquez Maioralgo, cuia madre fue Doña María
de Silva y Córdoba, hermana legítima del sargento
maior de Filipinas, D. Fernando de Silva, que iendo por
cavo del agente de la guerra que el gobernador D. Alonso
Faxardo enbió de socorros a Macán, murió peleando,
cuios servicios i los que hiço en Flandes constan de las
Çédulas con que Vuestra Magestad le onrró.
JUAN BLÁZQUEZ MAYORALGO
467
IV
CODICILO DE JUAN BLÁZQUEZ
MAYORALGO (9 DE ENERO DE 1670)
468
Padre y a su Compañero Diego del Valle Alvarado los
debe la Hacienda del Marqués de Cerralvo, los quales
proceden de algunos pleitos que uvo entre mi padre y el
dicho marqués, declaro que, si esto se cobrare, aya dello
doña Ana de Paniagua, mi muger, todo lo que montare su
dote que, como tengo declarado por mi testamento, se lo
devo por haverlo gastado todo. Y lo mismo se debe hazer
de cualquiera hacienda que de la embargada en Indias
se cobrare; y lo mismo declaro en horden a una merzed
que tengo noticia hizo su Magestad a mi padre de un
hávito; y de qualquiera cossa que pareciere tocarme por
qualquier título declaro y es mi voluntad sea preferida a
todo la paga de la dicha dote, que declaro serán siete mill
ducados más o menos los quales tengo gastados sin que
aya de que podérselos satisfazer.
[2r] Declaro que una capellanía que posee y
goza el lizenziado Cordero, clérigo, toca a mi sucessor
la presentación y todos los papeles con arreglo a la dicha
capellanía los tiene en su poder el dicho licenziado
Cordero.
Yten nombro y señalo por tutora y curadora de las
personas y bienes de don Luis Blázquez Paniagua y María
Teresa, menores – hijos, a la dicha doña Ana de Paniagua,
mi mujer, su madre, y pido y suplico a cualesquier juezes
y justicias ante quien este nombramiento se presentare le
disciernan el dicho cargo sin le pedir fianzas por quanto
yo le relevo dellas por la mucha satisfación que tendo de
la dicha doña Ana de Paniagua, mi mujer.
Y en todo lo demás ratifico y apruebo el dicho mi
testamento el qual [2v], en lo que no fuere contrario al
dicho mi codicilo y este otro mi codicilo, mando que se
guarde, cumpla y exequte en todo y por todo como en
ello se contiene, en firmeza de lo qual otorgue la presente
carta de mi codicilo ante el presente escrivano del rey
469
nuestro Señor público desta villa de Caceres y su tierra
por su majestad en la dicha villa de Cáceres, en nueve
días del mes de Henero de mill y seiscientos y settenta
años. Siendo testigos…
470
V
PRÓLOGO Y COMIENZO DE LAS REALES
EXEQUIAS DE JUAN BLÁZQUEZ DE CÁCERES
MAYORALGO
471
debiendo seguir siempre lo accessorio la naturaleza de lo
principal, quando (en la erección del más rico Túmulo,
que aun en la representación de la esperança pudo
parecer mucho aliento) lo fue el cuydado y la solicitud
de V.S. (siendo tan grande, que la mayor providencia
lo desconoció milagro en el común aprieto de [2v]
tan continuas invasiones del enemigo), no pretendiera
esta relación de su lúcida fábrica, de sus nobles aras el
seguro. Sin temor correrá a diligenciarse en los buelos
de la fama la inmortalidad del nombre, teniendo por
escudos Cavalleros, en cuyos blasones se veneran de
la Antigüedad sagrados timbres. Acreditando los del
señor D. Iuan Francisco María de Miranda la successión
gloriosa en su Casa de los Marías, antiquíssimos Duques
de Milán, y la de los Mirandas, señores de la Casa de
Miranda, en el Principado de Asturias; y en las de D.
Iuan Roco Campofrío la línea de Bernardo Roco, ramo
que produxo el tronco de los Condes de Urgel, Capitán
General de las Asturias, que vino a conquistar la Villa
de Alcántara con el señor Rey Don Alonso, de cuyas
Reales manos recibió mercedes dignas de sus servicios
y su sangre, que unida a D. Pedro Roco de Godoy, su
hijo, con las de los Godoyes, ínclitos descendientes de los
Godos, con la de los Carbajales de los Reyes de León,
con la de los Saavedras, conquistadores de Cáceres, y
la de los Ovandos, clara successión del Emperador Iulio
César, hazen a mi protección un invencible amparo y
a España conocidos lustres. Guarde Dios a V.S. en su
mayor grandeza, etc.
Don Iuan Blázquez de Cáceres Mayoralgo.
****************************************************
[1] Reales Exequias
472
Derrotaron los Filisteos el pueblo de Dios, que, para
seguro de sus victorias, lleva el Arca del Testamento
consigo (Regum I, cap. 4)280; y si bien avía en el primero
reencuentro perdido quatro mil infantes, teniendo en
el Arca depositado de sus esperanças el tesoro, ni lloró
la ruina ni le alteró el estrago; pero como al segundo
combate no la pudo librar del cautiverio, embió a Elí
Sacerdote Sumo con un varón del Tribu de Benjamín
el aviso. Llegó a sus pies, las vestiduras rasgadas, de
ceniças cubierta la cabeça, y díxole cómo avían muerto
en la batalla Oni y Phines. Recibió el venerable anciano
inmóvil la desdichada nueva de sus hijos, con cuyo fin
le tuvo en su familia el sacerdocio. Prosiguió la relación
el correo, avisándole cómo quedaba el Arca cautiva,
a cuyos últimos acentos el Sacerdote Sumo pisó los
primeros umbrales de la muerte, faltándole el aliento
para oír la pérdida del Arca a quien le sobró el valor
para desestimar el natural afecto de la sangre, que en la
fidelidad siempre tuvo mejor lugar que la naturaleza la
razón.
Fluctuava Cáceres, Ilustríssima y antiquíssima
Villa, entre las ondas de una enfermedad que violenta,
a pocos lances, no dexó familia en que no hiziesse la
demostración pública reseña de de pérdida sensible, pero
blasonando en sus generosos hijos el valor, la constancia,
sólo se llevava el sentimiento lo que no podía negársele
a la naturaleza, quando llamó a sus oídos la más infeliz
nueva en la pérdida de su mayor Monarca, y los que
antes, al duro golpe de funestas desgracias proprias, no
doblavan la cerviz del ánimo, en sabiendo que el Arca
(que siempre la Imperial Casa de Austria lo fue de la luz,
de quien aquella fue sombra) estava de la muerte cautiva,
quando desatando del corazón los suspiros, de los ojos las
Todo ello en I Sam. 4.2-18. Los hijos de Elí son Jofní y Pinjás.
280
473
lágrimas y de la verdad los sentimientos, acudió para la
libertad del Arca a los sacrificios y para la demostración
[2] de la congoja a las bayetas, arrastrándolas desde el
más ilustre Cavallero hasta el ciudadano más humilde.
Común disputa ha sido entre los doctos (D. Tho.
2.2) si pueden privar de la vida las passiones del alma;
y assientan todos que, consistiendo la vida en la rectitud
del movimiento del corazón, principio della, como
las passiones del alma pueden impedir del corazón
el movimiento, pueden con efecto privar también al
hombre de la vida. Verdad que en el político cuerpo
desta generosa República de quien era corazón su Rey,
principio de su vida, se miró evidencia; pues, apenas el
vital movimiento faltó a su príncipe, quando sin vida se
desanimó su lealtad cortesana; pero ninguna República
en el orbe pudo, con razón más justa, presumir el
sentimiento más crecido, porque ninguna puede blasonar
la nobleza más ventajosa.
Una sentencia que intimó el Propheta Isaías en esta
cláusula: His, qui laetantur super muros cocti lateris, loquimini
plagas suas [Is. 16.7], expone un escritor doctíssimo
(Hector Pin., Sup. Isaiae in Annotat. Ex Hebr. ad. c.
16281) de los vasallos que saben debidamente honrar la
muerte de sus príncipes: Vos claudi, qui solum evasistis, eritis
281
Se trata de los comentarios de Hector Pinto, F. Hectoris Pinti
Lusitani… In Esaiam commentaria, Lyon, Th. Paganus, 1561, 1567,
etc. Manejamos la edición publicada en Colonia Agrippina, apud,
I. Crithium, 1615; y la cita está en pp. 149-150, con la variante prae
interitu. La traducción de Isaías es así: “A los que se glorían sobre los
muros de ladrillo cocido, anunciad sus plagas”. Y la traducción del
comentario de Pinto es así: “Vosotros, que tan sólo os quedasteis
cojos, os angustiaréis apasionadamente y os veréis sumidos en
comunes miserias con un increíble dolor por la muerte de vuestros
príncipes, y pensaréis en cómo los hombres principales, los llamados
fundamentos del pueblo, mueren y dirigiréis vuestro corazón y
pensamiento al luctuoso ocaso de tales hombres”.
474
vehementer soliciti et in communibus miseriis pro interitu Principum
vestrorum incredibili dolore affecti, meditabimini quemadmodum
Magnates, qui populi fundamenta dicuntur, interierint ad eorumque
luctuosum Occasum animum et cogitationem converteris. Donde
es digna de reparo la palabra claudi, que parece haze
alusión a una fiel, aunque bárbara costumbre de la
Etiopía, en cuyo dilatado Imperio, en muriendo el Rey,
los nobles, cortándose un nervio, se valdaban los braços,
para quedar mancos, o se herían los muslos con deseo
de parecer cojos, en crédito del dolor que les ocasionava
la ausencia de su príncipe (Diod. Sicul. li. 4, c. 1, de
reb. antiq.). Desta gentil ceremonia los antiquíssimos
Cavalleros desta Coronada Villa imitaron la verdad
del sentimiento, sin la superstición de la vana idolatría,
y quedando suspensos a los ecos de la voz más trágica,
pareció en las demonstraciones de su afecto que la
Parca usó de las dos hozes con que San Iuan la describe
(Apocalip. c. 14 y apud Vega eodem cap. comment.
3, sect. 2), segando con la una al Rey nuestro señor la
vida, y, en su atrocidad, a sus nobles vassallos con la otra
el aliento. Murió la Magestad Católica, sagrado Rey,
en cuyas virtudes se veneraron las propriedades que
en sentir de Chilon, uno de los siete Sabios de Grecia,
eternizan cabal la idea de un Príncipe perfecto: Summa
omnia et inmortalia Principi perfecto esse concipienda. Murió, en
fin, bien afortunado en la opinión de Thales, que escrivió:
Beatum esse Regem, cui datum est consenescere immorique natura
ad id ducente (apud Coel. Rodig., lib. lect. Antiq.). Abatió
España las cervizes a la crueldad [3] del golpe; llora
y llorará la fatalidad de su pena; desahoga el Orbe la
lealtad en pomposas y lucidas Exequias, padrones que
levanta a la inmortalidad de su memoria. Hizo Cáceres
reseña de su fidelidad; oy repite el assumpto a la lástima,
obedeciendo el orden de la Reyna nuestra señora, a cuyo
475
Real Imperio pudiéramos dezir, como a la Reyna Dido
el piadoso Eneas (Virg. Enea. lib. 2):
476
Ille vere dolet, qui sine teste dolet (Martial).
477
Orden de Santiago, Corregidor y Capitan a guerra de
todo su Partido, sugeto en quien la virtud no es lisonja,
porque es la verdad el mayor seguro de su virtud, a cuya
actividad, prudencia y discreción debió la pompa deste
día el más proporcionado efecto que pudo idear la fama,
assistido de Don Iuan Roco Campofrío y D. Pedro Roco
de Godoy, su hijo, uno y otro Cavalleros del Orden de
Alcántara, Regidores Comissarios, quando esta generosa
Villa se halla en los mayores aprietos por las invasiones
del Rebelde de Portugal y por los gastos ocasionados
todos de servicios hechos al Rey nuestro señor de sus
proprios (que es muy proprio de Cáceres no tener más
empeño en el servicio de su Rey), puso feliz la mano a
donde subió feliz el pensamiento.
Determinado el día y el lugar, que lo fue la Parroquia
de Santa María la Mayor, sumptuoso templo de tres
naves sobre elevadas colunas, sin dos que de Capillas
guarneçen los costados, en su capacíssimo cruzero se
començó la fábrica del Túmulo. Murió Mausolo, rey de
Caria, y Artemisa, en vida del rey Gira, sol de sus cariños
en muerte, quiso parecer idólatra de sus memorias y,
en crédito de su amor, discurrió a la inmortalidad de
la fama el célebre y sobervio Mausoleo, cuya hermosa
pesadumbre estrivava sobre treinta y seis altíssimas
colunas, siendo el ámbito de quatrocientos y onze pies.
478
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