No5 Manuel Manas ColeccEI

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Centro Extremeño de Estudios y Cooperación con Iberoamérica 5 EL CACEREÑO

Colección Extremeños en Iberoamérica, 5


JUAN BLÁZQUEZ MAYORALGO
CONTADOR Y PRECEPTISTA POLÍTICO
EN NUEVA ESPAÑA

El cacereño Juan Blázquez Mayoralgo


Manuel Mañas Núñez es Profesor Titular de Filología Latina
(acreditado a Catedrático) de la Universidad de Extremadura,
habiendo ejercido con anterioridad su labor docente e
investigadora en las Universidades de Nantes (Francia), Coimbra
(Portugal) y Rey Juan Carlos de Madrid.

Es autor de numerosos libros y artículos científicos sobre literatura


latina clásica y medieval (retórica y filosofía ciceronianas, poética
horaciana y fábula latina), crítica textual y edición de textos latinos
humanísticos y la recepción del legado clásico (gramática, retórica,
poética y filosofía) en el Humanismo latino del Renacimiento.
Especialista en la obra latina de afamados humanistas como El
Brocense, Erasmo y Justo Lipsio, sus últimos libros han sido
Erasmo, El ciceroniano (Madrid, Akal, 2009); Justo Lipsio, Sobre la
constancia (Cáceres, Uex, 2010); Enrique Cornelio Agrippa,
Declamación sobre la incertidumbre y vanidad de las ciencias y las
artes (Cáceres, Uex, 2013); El obispo Galarza y las monjas de
Cáceres: estudio y edición del libro 'De clausura monialium
controversia' (Cáceres, Diputación, 2014).

Manuel Mañas Núñez

Manuel Mañas Núñez

Colección Extremeños en Iberoamérica


CEXECI
El cacereño Juan Blázquez Mayoralgo.
Contador y preceptista político
en Nueva España

Manuel Mañas Núñez

Presentación de César Chaparro Gómez

CEXECI 2017
Edita: CEXECI
Centro Extremeño de Estudios
y Cooperación con Iberoamérica
www.cexeci.org

Colección Extremeños en Iberoamérica, 5

©Manuel Mañas Núñez

Ilustración de portada: Puerto de la Vera Cruz Nueva,


ca. 1620. University of Texas. Atribuida a Adrián Boot.

Diseño de la colección: Guadalupe López y José Luis Forte.

ISBN: 978-84-943954-6-8

Depósito Legal:

Imprime: Solugrap. Badajoz.


ÍNDICE

PRESENTACIÓN, POR CÉSAR CHAPARRO GÓMEZ


Director Académico del CEXECI.........................................9

ACLARACIONES METODOLÓGICAS Y
CONCEPTUALES.............................................................15

CAPÍTULO I: SU VIDA Y OFICIO DE CONTADOR EN


VERACRUZ........................................................................21
1. La familia Blázquez Mayoralgo...............................23
2. Juan Blázquez Mayoralgo, nombramiento, primer
matrimonio y viaje...................................................27
3. El oficio de Contador.............................................32
4. Segundo matrimonio y rebelión de 1624...............34
5. El sustituto, Marqués de Cerralvo, y el inquisidor
Carrillo y Alderete...................................................41
6. Carrillo, Blázquez Mayorazgo y Del Valle
Alvarado................................................................45
7. Juan Blázquez y la trata de negros.........................54
8. Juan Blázquez y la Armada de Barlovento............58
9. Tercer matrimonio, fallecimiento y
descendencia..........................................................61
10. Los Blázquez de Cáceres Mayoralgo de nuevo en
Indias......................................................................67

CAPÍTULO II: LA PERFECTA RAZÓN DE ESTADO:


NEOTACITISMO Y NEOESTOICISMO................................71
1. Descripción formal de la obra...............................73
2. Contexto político-literario......................................75
Tácito en España...............................................76
Lipsio, Blázquez y el maquiavelismo
moderado y moralizado.....................................84
Política y Razón de Estado................................96
3. Contenido histórico: un panegírico.....................118
Libro I..............................................................121
Libro II............................................................133
Libro III...........................................................141
Libro IV............................................................152
Libro V.............................................................158
Libro VI...........................................................164
Libro VII.........................................................172
Libro VIII........................................................182
Libro IX...........................................................192
Libro X............................................................197
Libro XI...........................................................203
Libro XII.........................................................213
Libro XIII........................................................221
Libro XIV........................................................233
4. Contenido político: neotacitismo y
neoestoicismo.......................................................245
La religiosidad..................................................252
La providencia.................................................254
Teoría de la guerra justa..................................255
La fortaleza de ánimo en la guerra..................266
Presencia del rey en la guerra..........................269
El amor de los súbditos....................................272
El arte de la disimulación.................................273
La fe o la palabra dada....................................279
La clemencia....................................................283
La modestia......................................................286
Las paces y treguas...........................................287
La prudencia política.......................................289
La prudencia militar.........................................293
La monarquía, el Estado ideal.........................295
La ruina de los Estados. Las sediciones...........298
Consejeros.......................................................302
Antisemitismo..................................................304
Multitud de gentes...........................................305
Contra la tiranía...............................................307
Premios............................................................311
Fama o reputación...........................................312
Ardides de guerra.............................................315
Naturaleza del vulgo........................................317
Sustentar los bandos........................................318
Buena fortuna..................................................321
La majestad......................................................323
Consejo............................................................325
El secreto..........................................................330
Poderes secular y eclesiástico...........................335
Las confederaciones.........................................345
Los tributos.......................................................347
Obediencia de los ministros.............................353
Revocación de poderes a ministros..................357
El miedo prudencial.........................................361
La adulación....................................................365
Los privados.....................................................366
Conclusiones....................................................369

CAPÍTULO III: LOS AMIGOS NOVOHISPANOS DE


JUAN BLÁZQUEZ MAYORALGO.................................373
1. Fernández de Castro y su Elogio apologético...........376
2. Pedro Porter Casanate y sus Sentencias..................388
3. Las Memorias Agustas de Francisco de
Samaniego...........................................................398
Exaltación de Fernando el Católico.....................404
Exaltación de Juan Blázquez Mayoralgo.............415
4. La Licencia de Antonio de Ulloa Chaves...............426

CAPÍTULO IV: OBRAS MANUSCRITAS....................433


La Antuerpia................................................................437
El Carmelo..................................................................444

APÉNDICES......................................................................451

BIBLIOGRAFRÍA............................................................479
PRESENTACIÓN

Con gusto y satisfacción me dispongo a elaborar


unas líneas liminares al libro que, con el título El cacereño
Juan Blázquez Mayoralgo. Contador y preceptista
político en Nueva España, ha escrito Manuel Mañas
Núñez sobre un poco conocido personaje cacereño, y
que ve la luz en la Colección que el Centro Extremeño
de Estudios y Cooperación con Iberoamérica (CEXECI)
dedica a “Extremeños en Iberoamérica”. Espero y deseo
que los vínculos universitarios y de afecto que me unen
al autor de esta monografía no empañen el muy positivo
juicio que me he formado con su lectura y que ahora
manifiesto en estas líneas.

Hace aproximadamente veinte años, cuando ejer-


cía el officium de Rector de la Universidad de Extrema-
dura, escribía en el prólogo de un libro dedicado al pre-
sente y futuro de nuestra región extremeña lo siguiente:

“Extremadura ha sufrido inveteradamente la penuria


cultural, la sangría de sus mejores ciudadanos, la falta
de reconocimiento interno y externo... La creación de
la Universidad extremeña ha supuesto la apertura de un
horizonte nuevo y prometedor. Desde sus laboratorios y
mesas de estudio se ha investigado la realidad de esta
ancha y extensa tierra, desde su geografía y arte hasta su
historia, su fauna y su flora... Se han desempolvado los
archivos, se han restaurado los retablos de sus iglesias, se
ha escrito la historia espiritual y material de un pueblo
que creía no tener historia e identidad. Y ya lo sabemos,
del conocimiento verdadero de la realidad nace la estima
y la autoestima”.

9
El libro de Manuel Mañas, investigador y profesor
universitario perteneciente al Departamento de Ciencias
de la Antigüedad de la UEx, es un grano de arena más
en la construcción de ese edificio de la autoestima, cuyos
cimientos se asientan en gran medida en el conocimiento
del pasado, en esta ocasión del pasado que une las dos
orillas del Atlántico: España (Cáceres, Extremadura) y
América (Veracruz, México).

El primer y esencial valor de este libro está en que


se trata de la primera monografía dedicada a la vida y
obra de Juan Blázquez Mayoralgo, personaje cacereño
que marchó a Nueva España como Contador de la Real
Hacienda de la Nueva Veracruz y que permaneció en
el desempeño de ese cargo durante más de veinte años.
En ese tiempo, además de cumplir celosamente con
sus tareas burocráticas, fue testigo más que directo de
las vicisitudes y problemas por los que pasaba Nueva
España, a la par que encontró momentos de ocio para
satisfacer sus inquietudes literarias, con la elaboración y
publicación de su principal obra, titulada La perfecta razón
de Estado, un libro de historia y de teoría política sobre el
rey Fernando el Católico.

Entrando de manera sucinta en el contenido


del libro, hay que decir que en el primer capítulo se
da cumplida y rigurosa cuenta de la vida y oficio de
nuestro personaje, llegando hasta donde se puede (en
ocasiones faltan documentos fidedignos) a la fijación de
los más significativos hitos vitales, así como de la labor
desempeñada por él en Nueva España. El capítulo
segundo está dedicado al estudio de su obra principal,
La perfecta razón de Estado, incardinándola en su contexto
político-literario y analizando el contenido histórico y

10
político de cada uno de los libros que la componen. En
el capítulo tercero el Dr. Mañas da cuenta del círculo
de amigos novohispanos (Francisco de Samaniego,
Fernández de Castro, entre otros) que tuvo Juan Blázquez
en tierras americanas. Finalmente, en el último capítulo,
se analizan someramente otras dos obras de nuestro
personaje: La Antuerpia y El Carmelo.

Todo en el trabajo de Manuel Mañas resulta


interesante y, en muchas ocasiones, innovador. Sin
embargo, es el capítulo segundo el que resulta más
atractivo para historiadores, filósofos y filólogos, ya que
en él aparece todo un aparato doctrinal de temática
política sobre el Estado y el gobierno de los príncipes:
Juan Blázquez, partiendo de un antimaquiavelismo
declarado, deriva su pensamiento en un neotacitismo
y neoestoicismo que, heredado principal aunque no
exhaustivamente de Justo Lipsio, se constituyen en los
pilares teóricos de su idea de Estado.

En resumen, esta monografía goza del rigor


historiográfico exigido en todo estudio de este ámbito
científico, ya que se han consultado las fuentes
documentales, se han cotejado, se han interpretado
y, finalmente, se han apuntado tesis basadas en la
comprobación de las distintas hipótesis. Asimismo, se
han expuesto, para su comparación, las opiniones de
anteriores estudiosos e investigadores. Además, como valor
añadido, la lectura de este trabajo -a pesar del obstáculo
de las muchas referencias temporales y locales, de fechas
y lugares de América- se hace bastante amena para el
lector común, ya que los pasos vitales de estos personajes,
en medio de escaramuzas y peligros, entre juramentos de
adhesión y deslealtades, son auténticamente novelescos.

11
Con este estudio Manuel Mañas Núñez,
investigador cacereño e intelectual comprometido con
sus raíces, contribuye al mejor conocimiento del ayer
de nuestra región y de la aportación que en el pasado
hicieron las gentes de Extremadura al descubrimiento
y evangelización del Nuevo Mundo. Conocer el ayer
contribuye a entender mejor el presente y programar
de manera más certera el futuro. Además, el trabajo de
nuestro colega y amigo sobre un personaje relacionado
con los pueblos de Latinoamérica tiene para mí aquí y
ahora -al dirigir en estos momentos el Centro Extremeño de
Estudios y Cooperación con Iberoamérica- un aliciente más: nos
pone de manifiesto que Extremadura no se entiende sin
su dimensión latinoamericana, que en nuestros pueblos
y ciudades se oyen aún -por el nombre de muchas de sus
calles y plazas- los ecos de extremeños que mezclaron su
sangre y sus vidas con los habitantes de otros pueblos y
ciudades más allá del Mar Océano. Por ello, Extremadura
ha de tener entre sus objetivos y proyectos el desarrollo
y fortalecimiento de las relaciones en todos los ámbitos
con los pueblos de Iberoamérica. A esto contribuye sin
duda la monografía de Manuel Mañas Núñez.

César Chaparro Gómez


Director Académico del CEXECI

12
ACLARACIONES METODOLÓGICAS Y
CONCEPTUALES

Tiene el lector entre sus manos la que, según


creemos, es la primera monografía dedicada a la vida
y obra de Juan Blázquez Mayoralgo. Era don Juan un
linajudo cacereño que, posiblemente por problemas
de liquidez económica, marchó a Nueva España en
1624 como contador de la Real Hacienda de la Caja
de la Nueva Veracruz y allí, en México, permaneció
durante más de veinte años desempeñando su cargo de
funcionario real con bastante intensidad y minuciosa
dedicación, lo que le causó no pocos problemas. Durante
estos agitados años encontró además, entre sus numerosas
faenas burocráticas, los ratos de ocio necesarios para
ver realizadas sus aspiraciones literarias, escribiendo y
publicando un libro de historia y de teoría política sobre
Fernando el Católico y la razón de Estado: La perfecta
razón de Estado, y dejando manuscrito otro elenco de
obras de las que hemos logrado localizar dos: La Antuerpia
y El Carmelo.
Había algunas investigaciones importantes sobre
la figura y obra de nuestro personaje, entre las que destacan
el capítulo que le dedica Ferrari o los artículos científicos
de Salvador Cárdenas, pero ninguna monografía que
estudiara en conjunto, desde las perspectivas histórica
y política, su magno libro La perfecta razón de Estado,
centrado en una materia que estaba muy de moda en la
bibliografía europea del momento y de la que Blázquez
Mayoralgo puede ser considerado su máximo exponente
en Hispanoamérica.
Nosotros ofrecemos ahora un amplio estudio
biográfico sobre los años que Juan Blázquez residió en

15
Nueva España desempeñando las tareas propias de su
oficio de contador. Se trata de un periodo de tiempo de
algo más de cuatro lustros y son los años de su vida que
mejor están documentados, desde su llegada a Veracruz
en 1624 en tiempos del virrey Marqués de Gelves,
pasando por el desafortunado proceso judicial sostenido
con el inquisidor Carrillo y Alderete, hasta llegar a la
relación de méritos y servicios que el propio Blázquez
redacta el 21 de octubre de 1645, fecha aproximada de
su regreso a España.
De sus vicisitudes vitales y tareas burocráticas
en Nueva España hemos pasado a abordar el estudio
de la única obra que publicó Juan Blázquez en vida,
la Perfecta razón de Estado. Se trata de una biografía
panegírica de Fernando el Católico, motivo por el que
hemos realizado, libro por libro, una lectura crítica del
volumen, analizando cómo el autor selecciona los hechos
y escoge las fuentes históricas para lograr su objetivo
final de elogiar la figura de Fernando de Aragón como
modelo de rey absoluto. En este sentido, apreciamos, por
ejemplo, que el historiador selecciona los sucesos en los
que el rey tuvo mayor protagonismo, silenciando otros
en los que no participó activamente, como ocurrió con
el descubrimiento y evangelización de América, asuntos
de los que no dice prácticamente nada. La meta era
el encomio de Fernando y para eso necesitaba hechos
históricos en los que el monarca español brillara por sus
virtudes militares y políticas.
Pero la obra de Blázquez va insertando, entre
las narraciones históricas, todo un aparato doctrinal
de temática política sobre el Estado y el gobierno de
los príncipes. Por eso, hacía falta conocer el contexto
político-literario en el que Juan Blázquez (que no es
un pensador criollo al que le preocupen los problemas

16
novohispanos, sino un escritor hispano trasladado
al Nuevo Mundo) pretende integrarse con su obra.
Y, en efecto, descubrimos que, partiendo de un
antimaquiavelismo declarado, derivan sus pensamientos
en un neotacitismo y neoestoicismo que, seguramente
heredado de Justo Lipsio, aunque también de otros
autores que vamos señalando en nuestra investigación, se
constituyen en los pilares teóricos de su idea de Estado.
Las ideas que baraja en sus digresiones doctrinales están
basadas en los textos, el pensamiento y las actitudes
de Tácito, cuyo estilo sentencioso y aforístico también
imita, y por ello Blázquez es un autor tacitista. Pero, ese
tacitismo se vuelve neotacitismo desde el momento en
que conjuga y adapta las ideas y actitudes de Tácito a la
doctrina cristiana católica con la adición de numerosas
fuentes bíblicas, haciendo coincidir los planteamientos
taciteos con los cristianos de la Biblia. Asimismo, la
presentación que Juan Blázquez nos hace de Fernando
como príncipe ideal cristiano, en el que se dan cita las
más excelsas virtudes militares y civiles en medio de una
honda religiosidad y una intachable moral presididas por
su constantia y prudentia, coincide con la idea estoica del
gobernante modélico. Pero este estoicismo identificado
con el cristianismo da lugar a lo que entendemos
como neoestoicismo. Por tanto, la doctrina política
que nos ofrece Juan Blázquez es la del neotacitismo y
neoestoicismo lipsianos, pero enriquecida con la lectura
y aprovechamiento de otros autores como, por ejemplo,
Botero.
Tampoco es nada extraña esta filiación lipsiana
en Blázquez Mayoralgo, si tenemos en cuenta que
Justo Lipsio es un autor reverenciado en la España del
primer tercio del siglo XVII y arquetipo, por ejemplo,
del propio Quevedo. Mas si a ello añadimos que Tácito,

17
Séneca y, especialmente, Lipsio son autores muy leídos
también en Nueva España (sabemos que en 1634 había
ejemplares de sus obras en las tiendas mexicanas), parece
que el neotacitismo y neoestoicismo de Blázquez eran
inevitables, máxime cuando también sus más íntimos
amigos, que escribieron una abundante literatura en
torno a la Perfecta razón de Estado, eran tacitistas confesos.
Debió existir, en efecto, cierto círculo literario lipsiano
en Nueva España, quizás liderado por Blázquez, en
el que militaban plumas señeras como las de Juan de
Palafox, Francisco de Samaniego, Pedro Porter o Gaspar
Fernández de Castro.
Tiene, pues, el lector entre sus manos la que,
según creemos, es la primera monografía dedicada a la
vida y obra de Juan Blázquez Mayoralgo. Esperemos
que el presente libro sirva de acicate, incentivo y estímulo
a otros investigadores para realizar las ediciones críticas
y estudios que precisan las obras de este humanista que,
aunque oriundo de la villa de Cáceres, se asentó en
México y allí materializó las más gloriosas acciones de
su vida: allí ejerció como funcionario real; allí se casó y
nacieron sus hijos; allí escribió sus obras literarias; y allí
publicó, en fin, su Perfecta razón de Estado, que le ha dado
fama inmortal como historiador y preceptor político y
que, en palabras de Ángel Ferrari, constituye una obra
histórica y preceptiva “de las más importantes que
sobre Fernando el Católico se han escrito, tanto por el
escondido esquema realista que la inspira, como por las
doctrinas políticas que inserta sobre los hechos que trata
actualizados”.

Manuel Mañas Núñez.


Cáceres, a 12 de diciembre de 2016.

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CAPÍTULO I

SU VIDA Y OFICIO DE CONTADOR


EN VERACRUZ
1. La familia Blázquez Mayoralgo

Juan Blázquez Mayoralgo nació, probablemente,


en la villa de Cáceres en 15921 en el seno de una de
las familias cacereñas de más antiguo linaje, la de
los Blázquez, que se titulaban Blázquez de Cáceres
Mayoralgo, pues alegaban pertenecer a la misma familia
de los Mayoralgo, descendientes del conquistador Juan
Blázquez, ascendiente directo por línea paterna del
Capitán Diego de Cáceres Ovando2. Los Mayoralgo, no
obstante, negaron siempre este parentesco y los Blázquez,
por su parte, nunca lograron tampoco probarlo, de tal
forma que la discusión se fue dilatando en el tiempo y
llegó a su punto álgido durante el siglo XVIII, cuando
el primer Marqués de la Isla, Matías Jacinto Marín
Bullón de Figueroa, Caballero de Santiago y casado
con María Justa Blázquez, pretendió y solicitó al Rey
el cargo de Regidor Perpetuo de la Villa de Cáceres,
a lo que la nobleza secular de la ciudad se opuso
1
El año de nacimiento lo ofrece S. Cárdenas, “Juan Blázquez
Mayoralgo, un preceptista: de la ‘Razón de Estado’ en Nueva
España”, Revista chilena de Historia del Derecho 19 (2003), pp. 21-45,
concretamente en p. 21, pero no dice de dónde toma el dato. J. M.
Lodo de Mayoralgo, Viejos linajes de Cáceres, Cáceres, Ed. Extremadura,
1971, p. 40, desconoce la fecha de nacimiento y denomina a nuestro
autor indistintamente Juan Blázquez Mayoralgo “o Juan Blázquez
de Cáceres Mayoralgo”, creyendo que se trata de la misma persona,
de ahí los errores cronológicos que luego señalaremos. Más adelante,
en efecto, demostraremos que Juan Blázquez de Cáceres Mayoralgo
es el hijo de nuestro biografiado.
2
M. Muñoz de San Pedro, Conde de Canilleros, La Extremadura del
siglo XV en tres de sus paladines: Don Gutierre de Sotomayor, Francisco de
Hijosa y el capitán Diego de Cáceres Ovando, Cáceres, Obra Cultural de
la Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Cáceres, 1964, p. 208.

23
tajantemente, alegando que, al no ser dicho individuo
natural de la villa, se violaba el Fuero de Cáceres y que,
además, Matías Jacinto Marín era administrador de
los bienes de la condesa de Benavente, por lo que los
mencionados próceres cacereños consideraban que, si el
cargo se concedía a tal persona, no iba a servir debida
e íntegramente a los intereses del municipio cacereño3.
Pero pudieron más las influencias, los manejos y el dinero
de Matías Jacinto Marín que sus nobles opositores y
finalmente obtuvo del rey Carlos III en 1744 el título
de regidor que poseía D. Bernardino de Carvajal, conde
de la Enjarada, por renuncia de su titular y de su hijo
heredero, consiguiendo también el título de Marqués de
la Isla en 17624.
Los primeros Blázquez conocidos de esta
familia son tres hermanos que descollaron en el siglo
XVI. Según Publio Hurtado y Floriano Cumbreño5,
a mediados del siglo XVI hubo tres hermanos de este
esclarecido linaje que dieron nuevo vigor y pujanza a
esta familia. Se llamaban Juan, Miguel y Luis Blázquez
de Cáceres y Solís, los cuales, aun siendo de mermada
fortuna en su infancia, supieron crecer en consideración
social e intereses. Juan llegó a ser deán de la Catedral de
Plasencia; Miguel, tesorero de la Catedral de Coria; y
Luis, capitalista. Los hermanos clérigos fueron los que
edificaron la Casa de la Isla en Cáceres y fundaron un
gran mayorazgo para Luis y sus descendientes. A pesar

3
J. M. Lodo de Mayoralgo, “Un incidente nobiliario en el Cáceres
del siglo XVIII”, Hidalguía XX.111 (1972), pp. 193-202.
4
J. M. Lodo de Mayoralgo, Viejos linajes de Cáceres, p. 39.
5
P. Hurtado, Ayuntamiento y Familias cacerenses, Cáceres, Ed. L. Jiménez
Merino, 1915, pp. 171-182; A. Floriano Cumbreño, “Repertorio
heráldico de Cáceres. Escudos nacionales y locales de las familias
primates”, Revista de Estudios Extremeños VI (1950), 1-2, pp. 3-105.

24
de su abolengo, debían contribuir a las cargas concejiles,
así que Luis reclamó que se les eliminase del padrón
que cada siete años se hacía para el cobro de la moneda
forera, pero el Procurador del común de los vecinos
se opuso a ello. Ante tal situación, Luis se vio forzado
a incoar el correspondiente pleito ante la sala de los
Hijosdalgo de la Chancillería de Granada, para que le
expidiese la indispensable ejecutoria de hidalguía, que
consiguió en 1561, no sin reñidos pleitos, pues muchos
de los testigos alegaron que tales hermanos, no sólo no
eran nobles, sino que eran descendientes de conversos,
de moriscos, de arrieros y de otros diversos orígenes
poco ilustres. No obstante, gastaron mucho dinero para
lograr el expediente nobiliario, aunque, como señala
Publio Hurtado, nunca se mezclaron, porque tampoco
les dejaron, con la auténtica nobleza cacereña.
No obstante, Serafín Martín Nieto6 señala que los
datos ofrecidos por estos dos eruditos no son acertados.
Según él, hubo, en efecto, tres hermanos, dos de
cuales, llamados Luis y Juan de Cáceres, fueron nobles
eclesiásticos y los responsables de la construcción de la
casa conocida hoy como Palacio de la Isla en Cáceres.
Hijos de un segundón de la familia de los Mayoralgos,
se vieron agraciados por la protección de uno de los
entonces personajes más influyentes de la Curia Romana,
el cardenal don Bernardino de Carvajal. Éste se llevó a
los dos hermanos a Roma y los acogió en su séquito. Y,
a lo que parece, hubo lazos tan estrechos de amistad
entre don Luis de Cáceres y don Bernardino que el
cardenal le confió el importante cometido de dotar una
6 S. Martín Nieto, “De sinagoga nueva a capilla de Santa Cruz de
Jerusalén del cacereño Palacio de la Isla”, XLII Coloquios Históricos
de Extremadura: dedicados a Vasco Núñez de Balboa en el V Centenario del
descubrimiento del Océano Pacífico: Trujillo del 23 al 29 de septiembre de
2013, Trujillo, 2014, pp. 297-348.

25
capilla en la catedral de Plasencia para el traslado de los
restos mortales de su madre, la cacereña doña Aldonza
de Sande. Pero, como en 1508 el cardenal Carvajal fue
designado legado pontificio ante la corte de Maximiliano
de Austria y fue elevado a obispo de Plasencia don Gómez
de Toledo Solís, ambos hermanos regresaron y el nuevo
obispo los benefició nombrando racionero a Juan de
Cáceres y arcediano de Trujillo a don Luis, de tal forma
que dicho arcedianato de Trujillo, durante todo el siglo
XVI y comienzos del XVII, estuvo siempre ocupado,
por sucesivas designaciones, por algún miembro de la
familia Blázquez de Cáceres Mayoralgo. Esta rama de
los Blázquez se separó en fecha relativamente tardía
del tronco común de los Mayoralgo, pues, en el primer
cuarto del siglo XVI, el muy reverendo don Luis de
Cáceres, arcediano de Trujillo, y su hermano el racionero
Juan de Cáceres, dignidades de la iglesia placentina,
fundaron mayorazgo propio en favor de su hermano
menor Sancho Blázquez y sus descendientes. Sancho
Blázquez de Cáceres casó con la trujillana Isabel Álvarez
Altamirano y tuvieron tres hijos: Gonzalo Blázquez,
casado con Isabel González, con sucesión; Diego
Blázquez de Cáceres, casado con Isabel de Ovando,
también con sucesión; y Luis Blázquez de Cáceres,
procurador general de la villa de Cáceres, casado con
Catalina de Aldana, hija de Francisco Tapia y de Juana
de Guzmán, quienes tuvieron un hijo también llamado
Luis Blázquez de Cáceres, casado con Teresa de Torres
Santarén. Pues bien, Luis Blázquez y Teresa de Torres
tuvieron, al menos, tres hijos: Luis Blázquez Mayoralgo,
Catalina de Torres Santarén Blázquez Mayoralgo y

26
nuestro biografiado Juan Blázquez Mayoralgo7.

2. Juan Blázquez Mayoralgo, nombramiento,


primer matrimonio y viaje

Según todo lo dicho, Juan Blázquez Mayoralgo


nació, presumiblemente, en la villa de Cáceres en 1592,
teniendo por padres a Luis Blázquez de Mayoralgo8 y a
Teresa de Torres Santarén; y siendo descendiente, al fin
y al cabo, de aquel Sancho Blázquez, en quien recayó el
mayorazgo de sus dos hermanos clérigos.
Por la documentación del Archivo General de
Indias , sabemos que con fecha de 27 de noviembre de
9

1623 el rey Felipe IV expidió el nombramiento de don


Juan Blázquez Mayoralgo como contador de la Veracruz,
por fallecimiento del anterior contador de la Real
Hacienda de la ciudad de Veracruz, don Íñigo López
de Salcedo (Apéndice I). En este mismo provisto, manda
el rey a Juan Blázquez que tome juramento de su cargo
y que dé como fianzas por su cargo 20.000 ducados, de
los que la mitad, 10.000, debe pagarlos en la parte que
quiera “de estos Reynos”, y los otros 10.000 que restan
ha de darlos al llegar a Nueva España. Asimismo, se fija el
salario del oficio de contador en 510.000 maravedíes. Y
este real título lo mandó escribir, por orden del monarca,
7
J. M. de Mayoralgo y Lodo, La casa de Ovando (Estudio histórico-
genealógico), Cáceres, Real Academia de Extremadura, 1991, pp.
121-122.
8
J. M. Lodo de Mayoralgo, Viejos linajes de Cáceres, p. 40, lo denomina
Luis García Blázquez de Mayoralgo; S. Cárdenas, “Juan Blázquez
Mayoralgo”, p. 21.
9
AGI, CONTRATACION, 5788, L.2, ff.278r-279v. Transcribimos
el documento en su integridad en el apartado final del libro, bajo el
epígrafe de “Apéndices”.

27
Juan Ruiz de Contreras, secretario del rey.
Sabemos, asimismo, por esta misma
documentación, que Juan Blázquez tomó en seguida
juramento ante el Presidente y miembros del Consejo de
Indias el 11 de diciembre de 1623, de lo que dio fe, como
escribano de Cámara del rey, don Pedro Díaz de Zárate.
Y conocemos, por estos mismos medios, que la
situación económica de Juan Blázquez Mayoralgo no
debía de ser muy holgada por estas fechas, pues, a la hora
de pagar las fianzas debidas al cargo, no logró reunir los
10.000 ducados que debía abonar ante el Presidente y los
Jueces Oficiales de la Casa de Contratación de Sevilla,
ya que, según propia declaración del interesado, “no
tiene quien le fíe” en España. Así que hubo de negociar
su situación, primero en Cáceres y luego en la corte de
Madrid, hasta que por fin, dos meses más tarde, consigue
la orden de Felipe IV, dirigida a las autoridades de la
Casa de Contratación de Sevilla y de la Audiencia Real
de México, en donde se les daba orden de que dejaran
a Juan Blázquez hacer el viaje sin pagar la mitad de la
fianza en España y le admitieran en su puesto de contador
pagando sólo una mitad, esto es, 10.000 escudos, allí
mismo en Nueva España. Así, en efecto, lo manifestó
expresamente el monarca:

Quiero y es mi voluntad que el dicho don Juan Blázquez


Mayoralgo cumpla con dar los dichos diez mill ducados de fianzas
en la dicha Nueva España que había de dar en estos Reynos… y
a los dichos mi Presidente y Jueces Officiales de la dicha Cassa de
la Contratación que le dejen hazer su biaje… y de que no dé en
estos Reynos los dichos diez mill ducados de fianzas, que así es mi
voluntad (fol. 279v).

28
Y, como aparato jurídico, en la mencionada
orden de Felipe IV se explicita que se concede tal merced
a Juan Blázquez, dispensándolo de lo que se proveía por
una real Cédula que dictó su padre, D. Felipe III, por
Auto del Consejo en Madrid, a 3 de septiembre de 1608,
en la que se dictaba lo siguiente:

Que los Oficiales Reales den las fianzas donde por esta ley
se previene.
Los Oficiales Reales, que al tiempo de su provisión se
hallaren en estos Reynos, den fianzas conforme a sus títulos, la mitad
ante el Presidente y Jueces Oficiales de la Casa de Contratación de
Sevilla, y la restante cantidad en las Indias, donde fueren a exercer,
y póngase por cláusula en los títulos, y si se hallaren en las Indias,
den las fianzas en ellas. Y es nuestra voluntad, que si alguno de los
proveídos, hallándose en estos Reynos, quisiere darlas todas en ellos,
o todas en las Indias, pueda el Consejo dispensar y determinar,
según las causas que representare, con que para esta determinación
hayan de concurrir en votos conformes las dos tercias partes de los
del Consejo, que se hallaren al votarla10.

Así pues, el mismo rey Felipe IV concedía a Juan


Blázquez, primeramente la rebaja de las fianzas a la
mitad, y además poder pagar esos 10.000 ducados en
Nueva España. Y firmaba la orden, por mandato del rey,
su secretario Juan Ruiz de Contreras.
Y una de las razones de estos apuros económicos
que estaba pasando Juan Blázquez bien pudo ser la
demora que hubo de soportar en el cobro de la dote
proveniente de su primer matrimonio. En efecto, Juan
Blázquez se había casado, seguramente poco antes de

10
Recopilación de leyes de los Reynos de las Indias, mandadas imprimir y
publicar por la Magestad Católica del Rey don Carlos II, Madrid, Viuda de
J. Ibarra, 1791, tomo II, Libro VIII, Título III, Ley II, p. 426

29
recibir el cargo de contador y en Madrid, con Doña
Lucía de Gaztelu, “moza de cámara” de la reina doña
Ana de Austria11. Y con dicho matrimonio, además de
marchar ya casado a Indias, obtenía una dote de 500.000
maravedíes. El problema estuvo en que dicha dote, que
tenía que haberla recibido en Madrid antes de marchar
a Nueva España, no se le pudo pagar “por no haber de
qué pagársele en la parte que se le libró en estos reinos”.
Por este motivo, recibió Juan Blázquez una Cédula Real,
fechada en Madrid a 29 de diciembre de 1623 y dirigida
a los Oficiales reales de Veracruz, para que se le pagase
dicha cantidad en México12.
Ahora, pues, entendemos el interés que tenía
Juan Blázquez en que se le permitiera pagar en Nueva
España la mencionada suma de 20.000 ducados, que al
final fueron sólo 10.000, cantidad que correspondía a
las fianzas de ley por el ejercicio del cargo de contador.
Andaba escaso en dineros y el cobro de la dote en Indias
podría, sin duda, ayudarle a satisfacer el total de las
fianzas que debía.
Asimismo, también gracias a la documentación
del Archivo General de Indias, podemos leer el
“expediente de información y licencia de pasajero a
Indias de Juan Blázquez Mayoralgo, contador de la Real

11
J. Martínez Millán, M. A. Visceglia, La monarquía de Felipe III: La
casa del Rey, Madrid, Fundación MAPFRE, 2008, p. 1098.
12
AGI, INDIFERENTE, 451, L. A8, F. 34r-v, Real Cédula, fechada
en 29 de diciembre de 1623: “Real Cédula a los oficiales reales de
Veracruz para que paguen a Don Juan Blázquez Mayorazgo, que va
por contador de aquella caja, que casó con Dª Lucía de Gaztelu de
la cámara de la reina nuestra señora, 500.000 mrs. que le toca de
su dote por no haber de qué pagársele en la parte que se le libró en
estos reinos”.

30
Hacienda de Veracruz, a Nueva España” 13 (Apéndice
II), en el que el Presidente y Jueces oficiales de la Casa de
la Contratación de las Indias de Sevilla le dieron licencia
para poder viajar a Nueva España con fecha de 12 de
junio de 1624. Dicho documento nos informa también
de las personas que acompañaron a Juan Blázquez en su
viaje a México. Y las dichas personas eran su esposa y
un buen número de sirvientes, de quienes se nos dan sus
nombres, edad y descripción física:

- Lucía Castelo, Gastelo o Gaztelu, su mujer.


- Francisco de Castellanos, criado, natural de
Madrid, hijo de Bartolomé Castellanos y de María
Torres, “de hedad de veynte y dos años, pequeño de
cuerpo y moreno de rostro”.
- Sebastián de los Reyes y de la Hoz, criado,
natural de Colmenar Viejo, hijo de Juan Martínez de
los Reyes y de María Ponce de León y de la Hoz, “de
hedad de veynte y dos años, alto de cuerpo, con una
descalabradura grande en la caveza”.
- Isidro de Silba, “de hedad de diez y seis años,
cariredondo, con una señal de herida sobre el dedo
pulgar de la mano derecha”.
- Leonor de Silba, criada, natural de Sevilla, hija
de Andrés Aparicio de Lueches y de María de Silba, “de
hedad de treynta años, menuda de rostro y ojos negros
de color trigueña”.
- María de Solís, criada, vecina de Cáceres, hija
de Gonzalo de Solís y de Águeda de Baeza, “de hedad
de veynte y tres años, que mira bizco y la nariz quebrada
un poco”.
- Inés Hernanda, “de hedad de diez y ocho años,
13
AGI, CONTRATACION, 5390, N.26. El documento lo
transcribimos en los “Apéndices”.

31
morena de color, ojos negros”.
- María Martínez, criada, vecina de Cisneros,
hija de Baltasar Martínez y de Catalina Díaz.
- Bartolomé Gil, criado, vecino de Sevilla, hijo de
Francisco Gil y de Juana Ballalado.

3. El oficio de Contador

La organización administrativa del oficio


de contador quedó prácticamente diseñada en las
ordenanzas de 1552, de donde se pueden extraer los
aspectos fundamentales del desempeño de este oficio.
El contador había de tener sus libros
encuadernados de marca mayor y escribir y asentar
en ellos todo lo que el tesorero recibiera y cobrase, así
como todo aquello que era a cargo del factor. El sistema
contable que debía llevar era el de cargo y data: en el
cargo iba asentando todo lo que se recibía y cobraba y
en la data todo lo que se gastaba, y todo ello con todo
lujo de detalles, tanto sobre el origen del dinero (cargo),
como sobre su aplicación (data). Las datas tenían que
estar rubricadas por el presidente y jueces que firmasen
las libranzas y los cargos por tres jueces: factor, tesorero
y contador.
Además el contador era responsable de custodiar
los registros de las naos que iban y venían de España a
las Indias, con severas penas en caso de perder dichos
registros. Asimismo, debía tomar los memoriales de
los maestres de las naos de todas las mercaderías que
transportaban, quién las envía y a quién van dirigidas,
con el fin de evitar errores y fraudes en el registro de las
mercaderías que se envían. Las correcciones a realizar en
los registros sólo podían hacerlas el contador y su oficial.
Visto lo cual, es de suponer que Juan Blázquez, como

32
contador de Veracruz, debía estar al tanto de todos los
asuntos financieros del puerto y del oro, plata y otras
riquezas que embarcaban con destino a España todos los
que abandonaban la colonia14. Es, por tanto, un cargo, el
de contador, que podía resultar molesto a todos aquellos
que durante estos años, gracias a sus tejemanejes, volvían
enriquecidos a España y además intentaban evadir
impuestos.
Juan Blázquez, en efecto, cumplió con las
obligaciones que suponía su cargo de contador. Entre
ellas, se encargaba del cobro de los almojarifazgos,
esto es, los derechos de importación que debían pagar
los comerciantes y navieros. Tenía que ir al muelle del
puerto acompañado del tesorero para controlar las
embarcaciones que llegaban, otorgar la licencia y cuidar
de que se descargaran los cajones, pipas y barriles donde
iba contenida la mercancía. De allí se trasladaban dichas
mercancías a las casas de la Aduana para que el contador,
acompañado por el tesorero y por el alcalde mayor del
puerto, fijara las tasas que debían pagarse. Dicha revisión
la hacían teniendo a la vista un protocolo escrito y
firmado por el almojarife de la Casa de Contratación de
Sevilla, dirigido a los oficiales reales de Veracruz, donde
se manifestaban las mercaderías señalando el precio y el
impuesto que había pagado. Otra de las competencias
propias de Juan Blázquez era la teneduría de los libros
de cuentas, donde se llevaba el registro de la recaudación
fiscal aduanera, libros que habían de entregarse
periódicamente a los oficiales del Tribunal de Cuentas
de México para su revisión. Asimismo, tenía facultad
14
R. Donoso Anes, Una contribución a la historia de la contabilidad:
Análisis de las prácticas contables desarrolladas por la tesorería de la Casa de
la Contratación de las Indias de Sevilla, (1503-1717), Universidad de
Sevilla, 1996, pp. 87-88.

33
para confiscar y vender en pública almoneda los bienes
no declarados y denunciar los delitos de contrabando.
Igualmente, llevaba las cuentas del baluarte y presidio de
San Juan de Ulúa y el pago a los soldados allí destinados,
así como el control del número de esclavos negros que
allí trabajaban. Y, en fin, también administró los gastos,
la construcción y compra de los primeros ocho bajeles
que integraron la famosa Armada de Barlovento15.
Desempeñó Juan Blázquez todas estas tareas
administrativas y contables con pulcritud y rigurosidad,
como a continuación veremos, si bien se topó y tuvo
que lidiar con el inquisidor y visitador general de Nueva
España, Martín Carrillo y Alderete, en lo que fue,
probablemente, el hecho más escandaloso en el que se
vio envuelto Juan Blázquez como contador.

4. Segundo matrimonio y la rebelión de 1624

Apenas había llegado Juan Blázquez a Veracruz,


cuando su esposa, doña Lucía Castelo (Gastelo o
Gaztelu), falleció sin darle descendencia. Volvió entonces
a casarse, no sabemos en qué fecha, en la misma ciudad
de Veracruz con doña Francisca de Guzmán y Toledo,
mujer de alta alcurnia, prosapia y abolengo, quien
también falleció al poco tiempo de la boda, parece ser que
en la ciudad de Puebla, sin darle tampoco descendencia
a Juan Blázquez16.
Entretanto, pasando de nuevo a la esfera pública
de nuestro personaje, cuando Juan Blázquez llegó
a Veracruz en el año 1624 para ejercer su oficio de
contador y veedor de las Cajas Reales, el virreinato se
S. Cárdenas, “Juan Blázquez Mayoralgo”, p. 23.
15

S. Cárdenas, “Juan Blázquez Mayoralgo”, p. 22.


16

34
encontraba entonces sumido en una grave crisis política
y social, provocada por la inexactitud de límites entre la
esfera eclesiástica y secular, que acabó en el conocido
levantamiento de la muchedumbre contra el virrey
Diego Carrillo de Mendoza y Pimentel, Marqués de
Gelves, mandatario enérgico e intransigente.
El Marqués de Gelves, enviado por el Conde
duque de Olivares para poner orden en la burocracia
novohispana, había llegado a Veracruz en 1621 con el
firme propósito de reorganizar y acabar con los abusos
administrativos de la Nueva España. Se encontró la
ciudad de México en muy malas condiciones: en lo
económico, estaban agotadas las existencias de maíz
en el Valle y su precio se hallaba desorbitado, había
gran cantidad de regatones, las minas estaban repletas
de extranjeros y portugueses que desviaban la plata,
usurpando los 10 reales a la Corona, el contrabando
estaba a la orden del día, con el menoscabo que suponía
para la Hacienda pública; en lo social, los pobres estaban
oprimidos, los indios pasaban hambre por la carestía
de los bastimentos; en lo jurídico-administrativo, los
archivos estaban llenos de pleitos y causas de pobres
sin resolver. El nuevo virrey, el Marqués de Gelves, aun
sin experiencia en estos asuntos, examinó la cuestión y
concluyó que la penosa situación se debía a que se había
dejado la hacienda en manos de terceros con perjuicio
del bien público, razón por la que su principal propósito
era reorganizar la administración de los abastos. Y así,
el virrey, el Cabildo, el procurador mayor de la ciudad,
Luis Pacho Mejía, y los administradores del pósito
coincidieron en que era de capital importancia abastecer
al completo al pósito y la alhóndiga, para lo cual había
que conseguir dinero y comprar todo el maíz de 14 leguas
a la redonda. Así se hizo y se puede resumir la cuestión

35
diciendo que, por la carestía del año 1620, durante los
años siguientes se fueron tomando medidas preventivas
que cristalizaron en una gran acumulación de maíz en la
Alhóndiga y cuyo precio no fue fijado caprichosamente
por el virrey, sino en función del costo de producción y
almacenamiento.
La cuestión es que, a pesar de estar bien abastecidos
el pósito y la alhóndiga, el pueblo se encontraba molesto
por los intentos de suprimir los regatones y de regular el
abasto de maíz. Además, se decía que el maíz del pósito,
en vez de ser dado a los pobres a precio moderado, era
entregado a ricos, oidores, secretarios, oficiales, regidores
y demás ministros para especular con dicha mercancía,
revendiéndosela luego a los mismos pobres a precios
abusivos que ellos no podían pagar. Así, por ejemplo,
Melchor Pérez de Veráez, alcalde mayor de Metepec
y corregidor de la ciudad de México, fue acusado por
Manuel de Soto, un ciudadano particular de México
y luego por el propio virrey, Marqués de Gelves, de
monopolio, de abuso de poder y de regatonería y
condenado a cárcel. El acusado se refugió en el convento
de Santo Domingo; la causa prosiguió y fue condenado
al pago de 70000 pesos, a destierro perpetuo de las
Indias, inhabilitado para el oficio de justicia y al pago
de las costas; el virrey le puso guardas incluso dentro del
convento. Y fue entonces cuando intervino, a petición
del acusado, el arzobispo Pérez de la Serna. Desde este
momento comenzó a brotar y crecer el antagonismo
entre el virrey, la autoridad civil, y el arzobispo, la
autoridad eclesiástica, que a la postre acabó en el golpe
de estado de 1624.
El virrey, desde que tomó posesión de su cargo,
había recibido quejas del arzobispo, al que acusaban
de actuar con parcialidad en las sentencias del tribunal

36
eclesiástico, lo que hizo saber confidencialmente a La
Serna, quien a su vez tomó como agravio personal e
injurias las quejas que el virrey le manifestaba. De ahí
nació una animosidad entre ambos que fue creciendo y
agravándose cuando a finales de 1621 y principios de
1622 se decretaron dos ordenanzas que impedían al
clero intervenir y entrometerse en asuntos de gobierno,
justicia y en las elecciones de los indios. A ello se sumó en
1623 el embargo que el virrey hizo del maíz procedente
de los diezmos pertenecientes a la Iglesia y la orden de
que no se vendiese ni comprase carne fuera del rastro de
la ciudad y de las carnicerías. El arzobispo, que tenía una
carnicería pública en su propia casa, donde revendía la
carne a precio más elevado, montó en cólera contra el
virrey.
El arzobispo, entonces, aliado con el
encarcelado Melchor Pérez de Veráez, empezó a
despachar excomuniones a diestro y siniestro contra
jueces, abogados, escribanos y guardas. El notario del
arzobispado, a su vez, montó un alboroto en la Audiencia
y fue condenado por el virrey a destierro y pérdida de
temporalidades y llevado preso a San Juan de Ulúa. El
arzobispo, enfurecido, mandó tocar entredicho general
en todas las iglesias de la ciudad y publicó ceremonia de
anatema contra los jueces y guardas de Melchor Pérez
en el púlpito de la catedral. Con todas estas acciones,
en efecto, el arzobispo La Serna provocó y dirigió
la indignación del pueblo contra el virrey, al que se le
consideraba causante de todos los males.
El 11 de enero de 1624 el arzobispo, al saber
que se intentaba hacer efectiva la multa que el delegado
dominico le había impuesto por desacato, se presentó
ante la Audiencia acompañado de una muchedumbre
curiosa y alborotadora, por lo que los presidentes y

37
oidores le mandaron retirarse. El arzobispo se negó y,
entonces, el virrey y los oidores le impusieron multa de
4000 ducados, decretando que, si no la pagaba, perdería
temporalidades, sería desterrado y sacado del reino por
desobediencia. Ante la obstinación del arzobispo, fue
sacado a la fuerza del palacio y escoltado fuera de la ciudad
hasta San Juan Teotihuacán. Desde allí el arzobispo La
Serna expidió un decreto declarando la excomunión
del virrey, Marqués de Gelves, de los oidores y de los
ministros que le expulsaron de la ciudad. Hasta el 14
de enero permaneció el arzobispo en San Juan, cuando
llegó orden de que continuase la marcha hasta Veracruz.
Cuando los guardas y ministros intentaron obligarlo, se
metió en el templo y tomó la custodia en sus manos para
hacerse así inmune a todo intento de aprehensión. Dictó
de nuevo excomunión contra el virrey y mandó poner
entredicho a la ciudad.
Entretanto, en México se agravaba la situación.
Algunos oidores, bien para evitar un tumulto, bien por
favorecer al arzobispo, revocaron la orden de destierro
y mandaron su regreso, pero el virrey los envió a
prisión. La noticia corrió por la ciudad, se magnificó y
se congregó una gran multitud en la plaza mayor, sin
que los alguaciles lograran dominarla. El día 15 de enero
se publicó el entredicho de la ciudad y la excomunión
contra el virrey y corrió el rumor de que iban a ejecutar
al arzobispo La Serna en Teotihuacán. Pasó entonces
por la plaza el escribano Cristóbal de Osorio, uno de
los excomulgados, y empezaron a tirarle piedras, con
lo que comenzó así el tumulto, sin que la autoridad
gubernamental pudiera contener a la masa, que pedía a
gritos la libertad de los oidores presos. Ante la promesa
de calmar a la multitud, fueron libertados, pero los
amotinados ocuparon la Inquisición y se dirigieron al

38
templo de Santo Domingo para liberar a Pérez de Veráez
y llevarlo en triunfo a la catedral. La muchedumbre se
apaciguó momentáneamente cuando llegó el Marqués
del Valle prometiendo el regreso del arzobispo, pero en
seguida el pueblo se volvió a amotinar, rompió las puertas
del palacio y ocupó sus patios. El tumulto parecía otra vez
sofocado, ahora por la intervención de los franciscanos
que exhortaban a los indios a retirarse; pero de nuevo
se enardeció ante la noticia de que la Audiencia había
decretado la prisión contra el virrey y nombraba como
capitán general de Nueva España a Vergara Gabiria.
Había ya en la plaza mayor hasta 12000 hombres
armados. El virrey, dándose por muerto si caía en manos
de los rebeldes, escapó con la capa y sombrero de uno de
sus criados y llegó hasta el convento de San Francisco.
Entretanto, el arzobispo se encaminó a la ciudad
y, acompañado de más de 4000 hombres, atravesó la
plaza mayor, llegando a las casas del Cabildo, donde los
oidores le dieron la bienvenida, momento en el que la
ciudad quedó por fin tranquila y en paz.
Al terminar el tumulto, se acordó que gobernara
la Audiencia, que el 16 de enero dictó bandos para que
todos se sometieran a su obediencia, alegando que se hacía
así porque el virrey no aparecía ni se sabía nada de él. El
virrey, por su parte, pidió la restitución de su gobierno,
alegando que se le había desposeído de él mediante un
golpe de estado. Y, así, una de las primeras disposiciones
dadas por la Audiencia fue enviar un comisionado
a España para que informase al rey de lo ocurrido en
Nueva España. El virrey, por su parte, protestó por su
destitución desde el convento de San Francisco, a lo que
la Audiencia le contestó el 9 de febrero que se ratificaba
en su destitución y que no intentase volver al gobierno ni
causara disturbios y alborotos.

39
El Marqués de Gelves había sido enérgico
e intransigente en sus intentos de regeneración
administrativa y burocrática, mientras que la Audiencia,
tras derrocarlo, gobernó tiránicamente y consintió se
volviera a los desórdenes existentes antes de la llegada del
virrey en 1621. Y aunque había corrillos que hablaban
bien del gobierno del virrey y mal del de la Audiencia,
parece que se dispuso una restitución momentánea del
virrey Marqués de Gelves, sólo por cuatro días, para
que fuera él en persona quien entregase el mando del
gobierno a su sucesor, el Marqués de Cerralvo.
Tras la rebelión, económicamente, el abasto
siguió su curso normal. En lo religioso, el arzobispo
levantó la Cesatio a Divinis, dijo misa, repicaron todas las
campanas de las iglesias de la ciudad y envió un informe
en su defensa al Consejo de Indias (19 de enero). Al
arzobispo se le ordenó regresar a España y fue trasladado
posteriormente a la diócesis de Zamora (1627).
En conclusión, la rebelión de 1624 fue consecuencia
de una mala administración, de la corrupción imperante
en las colonias y de la tensión existente entre el clero y
la corona y, más concretamente, entre las distintas ramas
del campo secular y del eclesiástico, siendo las auténticas
víctimas de estos desencuentros el pueblo en general, los
indígenas y los negros o mestizos. El arzobispo, que fue
quien provocó realmente el incidente por su soberbia,
tozudez y también por sus propios intereses, supo dar
a la revuelta un cariz religioso y gracias a ello obtuvo el
apoyo del pueblo17. Tiempo después, en octubre de 1625,
el visitador Martín de Carrillo y Alderete, que había

17
R. Feijoo, “El tumulto de 1624”, Historia Mexicana 14.1 (1964), pp.
42-70.

40
recibido la comisión de ir a la capital de Nueva España
para investigar el estado general de la administración
pública y de la Real Hacienda, pero especialmente
los motivos del tumulto que había tenido lugar el año
anterior, envió al rey una descripción de las causas de
dichos disturbios, señalando que la conspiración fue
organizada, dirigida e impulsada por el clero, esto es,
por la clase que según la Corte es el soporte principal del
gobierno español; que la plebe fue su cómplice; y que el
odio a la dominación española, profundamente arraigado
en todas las clases de la sociedad, especialmente entre los
españoles que se establecieron en la ciudad de México,
fue utilizado eficazmente para soliviantar a la plebe18. El
visitador Carrillo mandó ejecutar la pena capital sobre
cuatro de los instigadores inmediatos del motín, condenó
a galeras a cinco clérigos ausentes y cesó a dos de los
oidores, Pedro de Vergara Gabiria y el doctor Alonso
Vázquez de Cisneros19.

5. El sustituto, Marqués de Cerralvo, y el


inquisidor Carrillo y Alderete

En sustitución del Marqués de Gelves fue


nombrado virrey, el 18 de junio de 1624, Rodrigo
Pacheco Osorio, Marqués de Cerralvo (1624-1635),
que desembarcó el 14 de septiembre acompañado de
su esposa, Francisca de la Cueva. El nuevo virrey tomó
posesión de su cargo e hizo su entrada triunfal en la
ciudad el 3 de noviembre de 1624. Al año de haberse
18
J. D. Cockcroft, La esperanza de México, México, Siglo XXI, 2001,
p. 56.
19
J. I. Rubio Mañé, El virreinato II. Expansión y defensa. Primera parte,
México, FCE, 1983, pp. 21-29.

41
iniciado el gobierno de Cerralvo, en septiembre de 1625,
desembarcó en Veracruz el visitador general, Martín
Carrillo y Alderete, inquisidor de Valladolid y prestigiado
miembro del Consejo de Indias. También entonces recibió
el inquisidor Martín Carrillo la mencionada comisión
para investigar el estado administrativo y económico
del virreinato y las causas del motín de 1624, llegando
a México en 1626, para dar inicio al temido juicio de
residencia al que fueron sometidos el Marqués de Gelves,
varios miembros de la Real Audiencia de México y los
oficiales y tenientes del Tribunal de Cuentas20. La visita
del inquisidor Martín Carrillo puso de manifiesto la
desconfianza de Madrid hacia la Audiencia de México.
Para sus averiguaciones, el inquisidor mantuvo
largas y repetidas conversaciones con el Marqués de
Gelves, que se encontraba refugiado en el convento de
San Francisco, aunque realmente estaba preso, y así
seguiría durante nueve meses, con la sola compañía de
los frailes, cuatro pajes y sus cocineros. El hecho de que el
Marqués pasara tanto tiempo en compañía del visitador
fue interpretado, especialmente por los adversarios del
exvirrey, como indicio de que Carrillo estaba de su lado y
provocó rápidamente sospechas de que el visitador había
entablado amistad con el virrey investigado y que sus
conclusiones no iban a ser imparciales. Y, efectivamente,
algo de razón había en tales sospechas, pues el Marqués
de Gelves había informado al visitador sobre más de
cien casos de burócratas sospechosos de corrupción.
Los informes de la visita permiten deducir que Carrillo
favoreció, con ciertas salvedades, la causa del Marqués
de Gelves. Y, al revelar su simpatía por el depuesto
20
S. Cárdenas, “Juan Blázquez Mayoralgo”, p. 24; AGNM, Reales
cédulas duplicadas, vol. 8, exp. 323, ff. 414-415v: “Comisión al
licenciado don Martín Carrillo y Alderete para la visita general”.

42
virrey, creció el temor a los posibles efectos de la visita,
sobre todo cuando, tras iniciarse las averiguaciones e
investigaciones, se pasó luego a las detenciones. Para
el 30 de enero tenía Carrillo en su lista de culpables o
sospechosos los nombres de 224 personas, de las que
36 ya estaban en la cárcel. Y el 9 de marzo de 1626
causó sensación en todo México la noticia de que el
propio Vergara Gabiria estaba detenido y sus bienes
habían sido embargados, incluso su biblioteca de 700
volúmenes. A mediados de 1626, tenía el visitador en
su lista de personas implicadas nada menos que 450
nombres. Con todo ello, Carrillo se estaba volviendo
molesto, principalmente a los detractores del Marqués
de Gelves, pero también al propio virrey Cerralvo, pues
tarde o temprano todos caerían acusados de algún delito.
Tan recalcitrante estaba resultando el afán investigador
de Carrillo, que los amigos de Vergara Gabiria enviaban
quejas a Madrid, describiendo a Carrillo como un
lacayo sin escrúpulos de los dos marqueses, a quien no le
interesaba otra cosa más que enriquecerse a expensas de
la justicia y de la verdad21.
Y, en efecto, el inquisidor Carrillo descubrió
también ciertos negocios oscuros del nuevo virrey
Cerralvo, que había intermediado en algunas ventas de
mercancía china en Manzanillo sin declarar ante la Real
Hacienda. Entretanto, a finales de 1628 el virrey pidió
al Consejo que destituyeran a Carrillo por los daños
que sus investigaciones podrían ocasionar al virreinato.
Mientras ello ocurría, se había comisionado en Madrid al
sacerdote Francisco de Manso y Zúñiga, experimentado
miembro del Consejo de Indias, para que llevara el
perdón general a México tras la rebelión de 1624 contra

J. I. Israel, Razas, clases sociales y vida política en el México colonial. 1610-


21

1670, México, FCE, 1996, p. 176.

43
el Marqués de Gelves, revocara allí las medidas dictadas
por el visitador Carrillo que le parecieran excesivamente
estrictas, tomara el lugar de éste como sustituto del virrey
si Cerralvo dejaba accidentalmente el cargo y, en fin, para
que sucediera a Pérez de la Serna como arzobispo de
México22. Tenemos, por tanto, como virrey al Marqués
de Cerralvo en sustitución del Marqués de Gelves; y al
nuevo arzobispo Manso y Zúñiga, que sustituía a Pérez
de la Serna en el arzobispado y al propio Carrillo en
sus averiguaciones. Pronto chocarán de nuevo el poder
político, Cerralvo, y el poder eclesiástico, Manso y
Zúñiga; y también será inevitable el encontronazo entre
el visitador Carrillo y su sustituto Manso y Zúñiga,
precisamente porque éste último, al parecer, figuraba en
la lista negra de acusados de corrupción que el visitador
Carrillo llevaba consigo a Madrid.
Y en medio de esta compleja trama de
corrupción y de intereses políticos y económicos, donde
virreyes, arzobispos y demás funcionarios, desde las más
altas esferas hasta la más baja escala, se servían de sus
cargos para enriquecerse y colmar sus vanidades, se vio
implicado y perjudicado nuestro contador Juan Blázquez
Mayoralgo. Conocemos bien el asunto gracias a los
generosos fondos documentales presentes en el Archivo
General de la Nación de México, en sus distintos grupos
documentales de “Inquisión”, “Reales cédulas originales”
y “duplicadas”, “General de Parte”, “Tierras”; gracias
también a los documentos del Archivo General de
Indias, en su apartado de “Pleitos del Consejo”; y a
un par de Porcones (alegaciones en derecho) que se
encuentran en la Biblioteca Nacional de Madrid: uno,
de 1628, con 18 hojas, titulado Por el Contador Don Juan
Blázquez Mayoralgo, y Tesorero Diego del Valle Alvarado, Juezes
J. I. Israel, Razas, pp. 177-178.
22

44
Oficiales de la Real Caxa y Hazienda de la ciudad de la Nueva
Veracruz, Con el Obispo de Oviedo don Martín Carrillo de Alderete,
Visitador general que fue de la Real Audiencia, y otros Tribunales
de la Nueva-España. Pretenden los Oficiales Reales ... se les ha
de mandar bolver, y restituir los [...] pesos (Porcones/26/13);
y otro, de 1636, con 31 hojas, que lleva por título Por
Don Martín Carrillo y Aldrete, Obispo de Oviedo, electo de Osma,
en el pleyto con Don Juan Blázquez Mayoralgo, y Diego del
Valle Alvarado, oficiales Reales de la ciudad de Nueva VeraCruz.
Sobre los diez mil pesos, daños, e interesses que el dicho Obispo
pretende le satisfagan por el embargo y registro que dellos hizieron
(Porcones/26/14). Asimismo, disponemos de un escrito
de Cristóbal Moscoso y Córdoba en forma de Consilium,
sobre problemas de jurisdicción entre los funcionarios
reales, cuyo título reza así: El Ldo Don Christóval de Moscoso
y Córdova, del Consejo de su Magestad, y su Fiscal en el Real
de las Indias, en defensa de su jurisdicción, con Don Martín
Carrillo de Alderete, del Consejo de la Santa y General Inquisición,
Visitador de la Nueva-España y Obispo de Oviedo. En el artículo
de competencia, sobre el pleyto con Don Juan Blázquez Mayoralgo
y Diego del Valle Alvarado, Contador y Tesorero, Jueces, Oficiales
Reales de la Veracruz. Es parte de información en derecho sobre la
justicia principal23, sin lugar de edición, ni nombre de editor.

6. Carrillo, Blázquez Mayoralgo y Del Valle


Alvarado

Fue, en efecto, en 1629 cuando el visitador Martín


Carrillo recibió la orden de volver a Madrid, por lo que
dispuso la venta de su casa de México en almoneda
pública y el cobro de los emolumentos no devengados.
Se encaminó a Veracruz, pues la flota en la que había
23
M. Luque Talaván, Un universo de opiniones. La literatura jurídica
indiana, Madrid, CSIC, 2003, p. 515.

45
de regresar a España iba a zarpar inmediatamente.
A nuestro inquisidor y visitador le acompañaban el
Marqués de Gelves y el oidor Vergara Gabiria, que
habrían de ser juzgados por el Consejo de Indias24.
Fue el 7 de noviembre de 1629, a las once de
la noche, cuando el visitador Martín Carrilló llegó al
puerto de Veracruz. Lo primero que hizo fue enviar una
misiva al contador de las Cajas Reales para notificarle su
llegada, presentarse a él con todos sus cargos y honores y
notificarle que, como parte de su equipaje, llevaba once
cajones llenos de plata por valor de diez mil pesos y ocho
reales, especificando que tal fortuna procedía “de los
gajes y salarios” y de lo que había obtenido “del precio
de las alhajas y menaje de su casa”. Asimismo, solicitaba
al contador del puerto que, como pago de los impuestos,
aceptara un cajón de plata y que, con ello, le concediera
acceso directo al barco que iba a zarpar con destino a
España.
Sin embargo, Francisco de Manso Zúñiga, que
era el nuevo arzobispo de México y, a la vez, sustituto de
Carrillo, había tomado la delantera a nuestro visitador
y había enviado a Veracruz el día anterior, esto es, el
6 de noviembre, al escribano real de México, Esteban
Martínez de Lazcano, portando una carta dirigida
al contador Juan Blázquez Mayoralgo, carta en la
que se daba orden de que se retuviera y consignara el
cargamento de Carrillo. Resulta llamativo que el nombre
del nuevo arzobispo, Francisco de Manso y Zúñiga, fuera
uno de los que figuraban en la lista negra de los acusados
de corrupción que Carrillo llevaba consigo a Madrid.
Parece, pues, que la intención del arzobispo era retrasar
o amedrentar al propio Carrillo, a quien había pasado
totalmente desapercibida la jugada que Francisco de
S. Cárdenas, “Juan Blázquez Mayoralgo”, p. 25.
24

46
Manso le tenía preparada.
El día 8 de noviembre, por la mañana, acudieron
el contador Juan Blázquez, el tesorero Diego del Valle
Alvarado y el mencionado escribano real y se presentaron
ante los sirvientes y arrieros de Martín Carrillo, dispuestos
a ejecutar la orden que había dado el arzobispo.
Ordenaron descargar las mulas, que se encontraban ya
preparadas para salir al muelle, y, tras haber registrado en
sus libros el material incautado, se lo entregaron a Juan
Miguel, que a la sazón era el primer maestre de la Nao
Capitana de la flota en la que Carrillo iba a embarcar
con destino a España. Los criados, estupefactos por lo
insólito de la situación, corrieron a notificar a su amo lo
que estaba ocurriendo. Carrillo se presentó de inmediato,
con la soberbia que lo caracterizaba, en las casas de la
Hacienda Real para reclamar sus posesiones, pero no
pudo hacerlo porque en ese momento no se encontraban
allí ni el contador Blázquez ni el tesorero del Valle. De
la Hacienda Real se dirigió a la Inquisición de Veracruz,
ante cuyas autoridades requirió a los oficiales de la
aduana, requerimiento que fue notificado a Blázquez y
del Valle, advirtiéndoles que habrían de ser castigados
duramente si no devolvían al visitador el cargamento
que era de su propiedad.
Blázquez y del Valle, una vez localizados y
enterados del requerimiento, comparecieron y alegaron
que no habían actuado motu proprio, sino obedeciendo
las órdenes del arzobispo de México. Pero el visitador
Carrillo, calificando las palabras del contador y
tesorero como “respuestas frívolas”, y apremiado por
la inminente salida del barco que lo había de llevar a
España, se dirigió de nuevo a la Inquisición e hizo
valer su condición de inquisidor apostólico, ordenando
que se advirtiera a los oficiales citados, emplazados

47
y requeridos las consecuencias que se seguirían de sus
actos, pues, si en el plazo de cuarenta y cinco minutos no
comparecían y restituían sus bienes a su legítimo dueño,
los excomulgaría, les impondría una multa de cuatro mil
pesos de oro común y además pondría sus nombres en las
tablillas de proscripción que los mostraría públicamente
como reos del Santo Oficio y como excomulgados a la
vista de todos. Y para todos estos castigos el visitador
Carrillo alegaba que él, como inquisidor, gozaba, no sólo
de la protección real, sino también de inmunidad para
evadir la inspección de los cargamentos de mercaderías
y de los registros de pasajeros, y ello en gracias a muchas
letras apostólicas y a la bula Si de protegendis de Pío V25.
Los oficiales de Hacienda, asustados por el peligro que

25
La bula, promulgada en 1569, llevaba por título Constitución de
nuestro muy santo padre Pío V contra los que ofenden el estado, negocios y
personas del Santo Oficio de la Inquisición contra la herética pravedad. Las
mencionadas penas canónicas recaían sobre “cualquiera persona, ya
sea particular, o privada, ciudad o pueblo, o señor, conde, marqués o
duque o de otro cualquier más alto y mejor título que matare, hiriese
o violentamente tocase y ofendiese o con amenazas, conminaciones
o temores, o en otra cualquier manera impidiere a cualquiera de
los inquisidores o sus oficiales, fiscales, promotores, notarios o a
otros cualesquier ministros del Santo Oficio de la Inquisición o a
los obispos que ejercitan el tal oficio en sus obispados y provincias
o al acusador o testigo traído o llamado como quiera que sea para
fe y testimonio de la tal causa, y el que combatiese o acometiese,
quemase o saquease las iglesias, casas u otra cualquier cosa pública
o privada del Santo Oficio, o de cualquiera de sus ministros y
cualquiera que quemase, hurtase o llevare cualesquiera libros o
procesos, protocolos, escrituras, trasuntos u otros cualesquiera
instrumentos públicos o privados, donde quiera que estén puestos
o cualquiera que llevase las tales escrituras o alguna de ellas de tal
fuego, saco o robo en cualquier manera”. Cf.P. M. Guibovich Pérez,
Censura, libros e inquisición en el Perú colonial, 1570-1754, Sevilla, CSIC,
Universidad de Sevilla, Diputación de Sevilla, pp. 88-89.

48
corrían de sufrir las mencionadas penas canónicas,
acudieron ante la autoridad inquisitorial, reafirmándose
en su anterior declaración e insistiendo en que no
actuaban por iniciativa propia, sino en cumplimiento
de órdenes superiores en servicio de su Majestad. Fue
entonces cuando Martín Carrillo, enfurecido por lo
que calificó de “contumacia de los oficiales”, ordenó
su excomunión y mandó que los nombres de Blázquez
Mayoralgo y del Valle Alvarado fueran escritos en las
tablillas y que éstas se colgaran en las puertas de todas las
iglesias de Veracruz.
Tras todos estos sucesos, al fin zarpó la flota,
aunque con retraso, camino a España con los cajones
de Carrillo secuestrados en la Nao Capitana. Pero con
esto no termina la triste historia de la visita de Martín
Carrillo, pues esa misma noche, durante la travesía,
sufrieron los rigores de una tormenta tan feroz que
algunos de los barcos encallaron en un islote cercano
a Cuba, obligándoles a permanecer allí durante varias
horas hasta que, una vez pasada la tormenta, pudieran
maniobrar para desencallar. Y fue precisamente durante
esta maniobra para poner a flote las naves cuando les
sorprendieron los piratas holandeses, que se apoderaron
de diversos objetos de valor y, entre ellos, claro está, los
cajones de plata del desafortunado Martín Carrillo26.
26
S. Cárdenas, “Juan Blázquez Mayoralgo”, a quien estamos
siguiendo en todo este relato, dice (p. 26) que fue el famoso pirata
holandés Nicolás Von Horn quien les atacó, pero este pirata, nacido
ca. 1620 y muerto en Cabo Catoche en 1663, no pudo ser, pues tenía
por estas fechas unos nueve años. J. I. Israel, Razas…, pp. 178-179,
aclara que fue la escuadra holandesa de las Indias Occidentales, bajo
el mando de Piet Heyn o Hein, quien les sorprendió y asaltó frente
a la isla de Cuba cerca de Matanzas, saqueando la flota española y
haciéndola encallar en la costa de la isla. El problema es que Israel
y todas estas fuentes datan el suceso a finales de 1628. Y, en efecto,

49
Ante tales imprevistos y, sin posibilidad de
marchar inmediatamente a España, Carrillo se quedó
durante algún tiempo en Cuba, desde donde emprendió
una nueva ofensiva contra Juan Blázquez y Diego del
Valle. En efecto, envió sendas cartas a la Audiencia y
a la Inquisición de México, demandando y abriendo
proceso judicial contra los oficiales reales de Veracruz, y
un escribano para que la autoridad les obligara a pagarle
sus diez mil pesos más la indemnización correspondiente
por los daños y perjuicios ocasionados. El argumento que
Carrillo alegaba era que desde hacía tiempo debía una
elevada suma de dinero a un comerciante de Sevilla y
que la plata contenida en sus once cajones iba destinada
a pagar esa deuda; pero que, como los oficiales de la Real
Hacienda le habían confiscado el dinero, consideraba
justo que fueran ellos quienes pagaran dicha deuda a
ese acaudalado comerciante sevillano, pues ellos eran
los últimos responsables de que ese dinero, al haber sido
robado por los piratas, no hubiera llegado a España; en
consecuencia, si él no podía hacer frente a sus deudas,
era por culpa de los mencionados oficiales. Asimismo,
Carrillo los acusaba de desacato por no haberle
obedecido y por haber actuado sin mayor facultad que
la que les concedía una carta del arzobispo.
En este proceso judicial se vio perjudicado Juan
Blázquez, quien en septiembre de 1630 fue encarcelado
en la ciudad de México. Comienza, a partir de ahora,

el mayor éxito de Piet Heyn fue el de Matanzas, cuando se apoderó


del “Convoy español de la plata”, comandado por Benavides, cuyos
tesoros robados estimaron los españoles en 11.499.176 reales oro
que, sumados al valor de los buques perdidos, hizo un total de
4.000.000 de ducados de oro en pérdidas para los españoles, cf. S.
Ullivarri, Piratas y corsarios en Cuba, Editorial Renacimiento, 2004,
pp. 195-199.

50
un auténtico calvario para nuestro contador, que tiene
que emplearse a fondo en defender no sólo sus acciones
ante los jueces, sino también su cargo, del que había sido
destituido, su honradez, honor y buen nombre. Es por
estas fechas cuando, por cédula real al virrey de Nueva
España, se recomienda a su propio hermano, Luis
Blázquez Mayoralgo, en consideración de sus servicios
y los de sus antepasados, para que actúe como defensor
de su causa. Luis Blázquez, ya como abogado defensor,
centró sus alegatos y argumentaciones ante el juez en
demostrar que los oficiales de la Real Hacienda, Juan
Blázquez y Diego del Valle, habían actuado conforme
a las órdenes recibidas por escrito del arzobispo Manso.
Durante tres años se alargó el pleito: Carrillo defendía
su causa desde la isla de Cuba, empobrecido y relegado;
Blázquez se esforzaba en probar su inocencia asistido
por la defensa de su hermano y ayudado por algunos
amigos de la Real Audiencia de México. Realmente,
como se ha señalado, la situación que estaba viviendo
Juan Blázquez era fruto más de una compleja trama de
intereses políticos que de unas realidades concretas de
carácter jurídico27.
Se alargó el pleito, al menos, hasta 1634, año
en el que el Marqués de Cerralvo envía una carta al
Tribunal de México dando orden de que se acelerara
el mencionado proceso judicial y se dictara pronta
sentencia. Además, a los pocos días, concretamente el
21 de enero de 1634, llegó una cédula real de Felipe IV,
dirigida al contador Pedro Montero, en la que mandaba
que se liberara a Blázquez del encierro en el que se
encontraba por orden del Marqués de Cerralvo. Se le
puso, por tanto, en libertad de forma inmediata y se
dictó sentencia absolutoria a favor de Juan Blázquez y su
S. Cárdenas, “Juan Blázquez Mayoralgo”, p. 26.
27

51
amigo y tesorero Diego del Valle. Se ordenó borrar sus
nombres de las tablillas que los mostraban en Veracruz
como reos de la Inquisición y se les restituyó en sus
respectivos cargos, concediéndoles una indemnización
como parte de los sueldos no devengados.
Fue, en efecto, en 1636 cuando Juan Blázquez,
ya libre de los veintiocho cargos que el Marqués de
Cerralvo le opuso y exento también de pagar las costas
judiciales, tras obtener sentencia favorable por la que
se le debía indemnizar con 34.000 pesos por daños y
perjuicios, fue repuesto en su cargo de contador por tres
Cédulas reales. Así nos lo cuenta el propio interesado,
jactándose además de que, si bien durante los seis años
en que estuvo despojado de su oficio (de 1630 a 1636)
los derechos de esclavos habían bajado a 66.000 pesos,
es decir, se encontraban prácticamente en la quiebra, en
cuanto él fue restituido en su cargo de contador, en tan
solo cuatro años (de 1636 a 1640), los multiplicó casi por
cinco, llegando a 270.000 pesos. Cuando Juan Blázquez
comunicó tales cifras al Rey en carta de 18 de julio de
1638, el monarca se sintió satisfecho y contento por el
gran aumento que había experimentado su Hacienda
desde su restitución en el cargo y le ordena por Cédula
de 10 de junio de 1639 que continúe administrando su
Hacienda del puerto de Veracruz con tan gran celo y
eficacia. Tenemos el testimonio directo de Juan Blázquez
y copia exacta de la Cédula real:

Y siendo dado por libre (ussando Vuestra Magestad de


su Real clemencia) de veinte i ocho capítulos que el Marqués de
Cerralvo, ya nombrado, le oppuso, sin condenazión de costas,
mandándole bolver todo su sueldo i emolumentos de el tiempo que
estubo despojado i rreservándole su derecho a salvo para los otros
gastos i daños recibidos (además de aver condenado al dicho Virrey
el dicho Juez de su rresidencia por los agravios que le hiço) en treinta
i quatro mill pessos, bolvió el año de seiscientos i treinta i seis por

52
tres Çédulas de Vuestra Magestad a servir sus officios, donde en
menos tiempo de quatro años después de restituido, valieron solos
los derechos de esclabos ducientos y setenta mill pessos, aviendo
valido en los seis años que administraron lo que sirvieron deínter no
más de sesenta i seis mill, i embiando testimonio de todo a Vuestra
Magestad en su Real Consejo de las Indias, mandó despachar la
zédula que sigue:
El Rey. Don Juan Blázquez Maioralgo, contador de mi
Real Hacienda de el puerto de la Veracruz, en mi Consejo Real de
las Yndias se ha visto la carta que me escribistis en diez i ocho de
jullio de el año passado de seiscientos i treinta i ocho y el testimonio
que con ella vino sobre el aumento grande que a tenido mi Real
Hacienda desde que fuistis restituido a vuestro officio, i la rrelación
jurada que embiastis al tribunal de quentas de México i han parecido
bien todas las diligencias que en esta razón hicistis, las quales son
muy conformes a vuestra obligación, i también el celo i cuidado
con que acudistis, i os mando continuéis en ellas i en todo lo demás
que tocare a la administración i beneficio de mi Real Hacienda, con
la atención que acostumbráis. De Madrid, a diez de junio de milll
y seiscientos i treinta i nueve. Yo, el Rey, por mandado de el Rey,
nuestro señor, D. Gabriel de Ocaña y Alarcón28.

Nuestro contador Juan Blázquez, en fin, se


vio envuelto en una situación complicada, injuriado,
vilipendiado, destituido, encarcelado, castigado, juzgado
y, a la postre, absuelto y compensado. Y en un ambiente
de total corrupción religiosa, política y económica, sólo
Blázquez y el tesorero Diego del Valle sufrieron los
rigores de la justicia. Y ello, quizás, porque de alguna
forma quisieron deshacerse del contador y del tesorero
todos aquellos que durante estos años, gracias a sus
tejemanejes, volvían enriquecidos a España y además
intentaban evadir impuestos. Es claro que el contador
y el tesorero estaban al tanto de quienes utilizaban los
fraudes y las corruptelas económicas para regresar ricos
de las Indias, por lo que no sería extraño un complot

AGI, INDIFERENTE, 112, N.130.


28

53
para suprimirlos de la escena burocrática, política y
económica de Veracruz.
Los demás implicados, en cambio, todos
evidentemente corruptos, escaparon impunes y sin
mayores problemas: Carrillo y Alderete regresó
finalmente a España, donde Felipe IV lo presentó en
1633 para el obispado de Oviedo, del que tomó posesión
en 1634, pasando luego al episcopado de Osma (1636)
y a la archidiócesis de Granada (1641); Manso y Zúñiga
embarcó para España a principios de 1635, dejando el
camino libre al Marqués de Cerralvo, que se convirtió
en el dueño de la Colonia durante los pocos meses que
aún permanecería en ella, hasta que en julio de 1635
desembarcara el nuevo virrey, el Marqués de Cadereita29.
Y todo ello, posiblemente, porque las listas negras que
llevaba Carrillo a España se perdieron en el fondo del
mar o, quizás, porque, como señala Cárdenas, era lo más
conveniente a la “razón de Estado”30.

7. Juan Blázquez y la trata de negros

Como ya se ha dicho, entre las obligaciones del


contador y del tesorero de la Real Hacienda figuraba
la de cobrar los almojarifazgos, esto es, los derechos
de importación que debían pagar los comerciantes y
navieros, y también la de confiscar y vender en pública
almoneda aquellos bienes no declarados ni manifestados,
así como denunciar el delito de contrabando.
Pues bien, poseemos un expediente31, actualmente
estudiado y transcrito por Castillo Palma, que refiere el
proceso de “comiso” al administrador del navío Monserrat
29
J. I. Israel, Razas…, pp. 190-191.
30
S. Cárdenas, “Juan Blázquez Mayoralgo”, p. 27.
31
AGI, Escribanía de Cámara, 291B, ff. 50r-64v y ff. 27r-65r.

54
y San Antonio, que varó con una carga de esclavos del
contrato de los asentistas, Melchor Gómez y Cristóbal
Méndez de Soussa, en las costas de Veracruz en 1636.
Ambos asentistas, vecinos de Lisboa, habían firmado
contrato en 1631 para introducir 2500 negros cada año
hasta 163932. El “asentista” era quien se comprometía
a abastecer de un cierto número de esclavos a través
de los puertos autorizados de las Indias Occidentales
(Cartagena y Veracruz), si bien en la práctica no sólo
era un intermediario entre el gobierno y el negrero,
sino también un “agente” encargado de buscar
compradores para las licencias y mantener “factores”
que contabilizaban las remesas de esclavos. El “factor”,
por su parte, gozaba del privilegio de visitar los navíos
antes que cualquier funcionario real y acordaba con los
maestres la cantidad de esclavos que debían manifestar
y los que iban a ocultarse. Así, se reducían los derechos
por pagar y se podían introducir más de los esclavos
permitidos. Por ello, el factor debía ser una persona de
la máxima confianza, preferiblemente un familiar, razón
por la que el asentista Cristóbal Méndez de Soussa colocó
como factor en Veracruz a su propio hermano Francisco
Hernández de Soussa. En la trata de negros eran también
fundamentales las licencias o permisos concedidos por
la Corona para la introducción de esclavos en el Nuevo
Mundo y la “demasía” era el porcentaje permitido para
compensar el número que moría en los barcos. Esta
trata de esclavos se dividía entre los mercaderes que
organizaban el transporte de esclavos por el Atlántico y
los que organizaban su traslado a las poblaciones dentro
de Hispanoamérica (factores, armadores y mercaderes
de esclavos).
32
F. Brito Figueroa, La estructura económica de Venezuela colonial,
Universidad Central de Venezuela, Ed. de la Biblioteca, 1983, p. 94.

55
En cuanto al expediente del que estamos
hablando, puede dividirse en tres secciones: el relato
de las vicisitudes de la travesía desde la factoría de San
Pablo de Loanda (Angola) y su derrotero por el Atlántico;
el encallamiento del navío en la desembocadura del río
Cazones y las peripecias de la ruta por tierra desde el
rancho Espantajudíos hasta la Nueva Veracruz; y las
acusaciones por fraude y los alegatos en su defensa
de Gerónimo Rodríguez, encargado del navío. La
importancia del expediente estriba en que permite
conocer algunas prácticas contrabandísticas de la
primera mitad del siglo XVII, sobre todo la conocida
como “arribada maliciosa”, esto es, alegar zozobra del
barco para encallar en puerto secundario o varar en la
desembocadura de un río para introducir esclavos de
forma disimulada. Era, en efecto, algo que ocurría con
frecuencia, pues los portugueses trataban de aprovechar
las licencias para traer más del doble de esclavos y no
pagar derechos por ello, es decir, cometían a todas luces
fraude fiscal.
El hecho es que el factor de este contrato, Francisco
Méndez, hermano del asentista Cristóbal, denunció
ante los oficiales de la Real Hacienda, el contador, juez
y oficial Juan Blázquez Mayoralgo y el tesorero Diego
de Valle Alvarado, al administrador del navío Gerónimo
Rodríguez por sospecha de fraude mediante arribada
maliciosa y “esclavos descaminados”. Se le acusaba del
hecho irregular de no contar con libro de registro y por
traer también demasía de esclavos e incurrir en fraude a
la Real Hacienda.
Se trata, por tanto, de un documento importante
en el que se describen los registros a las posadas donde
se encontraban los marineros y Gerónimo Rodríguez,
que se hospedaba casualmente en casa de Antonio Báez

56
Azevedo (el depositario). El fiscal de la Real Hacienda
trató de demostrar que todos los esclavos que posaban en
las casas donde estaban los marineros y del depositario
procedían del navío Monserrat y San Antonio. El oficial
real alegó que los esclavos excedentes, en número
de 56, llegaron por tierra en diferentes días y horas,
posteriormente a los registrados el día en que varó la
embarcación. Se le acusa, entonces, de fraude por haber
cargado 482 esclavos más de los autorizados, habida
cuenta que la licencia sólo le permitía cargar un máximo
de 190, y haber “descaminado” los excedentes. Por todo
ello, el administrador del navío fue enviado a prisión y
condenado al “comiso” de los esclavos.
Y en todo este proceso actúan como oficiales de la
Real Hacienda el contador, juez y oficial Juan Blázquez
Mayoralgo y su tesorero Diego de Valle Alvarado33.
Juan Blázquez, en efecto, como leemos en la
relación de méritos y servicios que redactó el 21 de
octubre de 1645 (Apéndice III), se encontraba muy
orgulloso de su labor administrativa y contable en el
cobro de los impuestos relativos a los derechos de esclavos,
resaltando que su gestión había sido muy beneficiosa
para la Hacienda real, pues había aumentado dicho
derecho de esclavos de los 24.000 pesos en que lo recibió
cuando se hizo cargo de él hasta los 83.000 pesos, es
decir, en seis años los había casi triplicado. No obstante,
explica que, cuando en 1630 fue destituido de su cargo
de contador por el Marqués de Cerralvo, durante los seis
años en que estuvo despojado de sus funciones, las rentas
bajaron considerablemente hasta llegar a la bancarrota,
33
N. A. Castillo Palma, “Las estrategias del contrabando de esclavos
en Nueva España: arribadas maliciosas y demasía con bambos y
muleques: el caso del navío Monserrat y San Antonio, 1636”,
Relaciones 145 (invierno, 2016), pp. 153-217.

57
situación que no se debía al azar o a las circunstancias,
sino a la mala gestión del Marqués de Cerralvo:

Y el derecho de esclavos, que al mismo tiempo valía en


cada un año veinte y quatro mill pessos, lo creció a ochenta i tres
mill. Y entrando el rreferido año de seiscientos i treinta a servir sus
officios que exercía las perssonas que nombra: el Virrey Marqués
de Cerralvo, por haverle de hecho despojado de ellos, començaron
luego a declinar las dichas rentas, tanto que en seis años que estubo
despojado, bajaron (según el aumento en que las dejó) novecientos
i setenta i siete mill ciento i setenta i un pessos, como se probó en
la demanda que por vía de rresidencia se pusso ante D. Pedro de
Quiroga, juez de ella, sin poderse atribuir a accidentes la dicha baja
o crecimiento, porque esto fuera resultando de los efectos de un año,
pero está averiguado en el dicho pleito de demanda que, desde que
començó a servir, començó tanvién a ir subiendo i aumentando las
dichas rentas, i los que sirvieron deínter a ir bajándolas, continuándose
esta quiebra de tal suerte que, lo que bajaron en un año, jamás subió
en otro, antes siempre fueron desfalleciendo con maior fuerça, hasta
la rruina en que las dejaron. Y assí no se a de atribuir a casso fortuito
ni la pérdida que caussó la mala administración, ni el aumento que
se originó de la buena, porque las flotas que rrecibieron en su tiempo
los que sirvieron deínter fueron más crecidas i rricas, i los derechos
tuvieron maior crecimientto aviendo el dicho Virrey embiado de
Méjico para gastos a los que tenía nombrados cincuenta mill pessos,
sin aver remitido de la casa de la Veracruz a Vuestra Magestad ni un
maravedí de la flota más rica que an bisto estos Reinos, que fue la de
el Cargo de Miguel de Echazarreta, el año de seiscientos i treinta,
donde a Vuestra Magestad iban registrados de su Real Hacienda un
millón y quatro cientos mill pessos34.

8. Juan Blázquez y la Armada de Barlovento

Otro de los oficios que desempeñó Juan Blázquez


fue el de miembro de la junta que convocó el virrey
Marqués de Villena en Veracruz, en 1640, concretamente
con la función de administrador y contable, para que se
34
AGI, INDIFERENTE, 112, N.130.

58
ocupara de administrar y proveer los fondos necesarios
para la creación de la famosa Armada de Barlovento,
que iba a servir, como se dirá más abajo, para defender
las flotas mercantes españolas contra los corsarios,
piratas y bucaneros. Juan Blázquez administró los gastos,
la fabricación y la compra de los primeros ocho bajeles
que integraron la flota35.
La Armada de Barlovento y la Armada del Mar
del Sur fueron dos escuadras proyectadas y ejecutadas
por España para proteger sus dominios americanos y
constituyeron el segundo peldaño defensivo tras la fijación
de las rutas y escalas de la travesía hispano-americana en
1543 con la expedición de Pedrarias Dávila.
Después de diversos intentos fallidos de formar
la Armada en el siglo XVI, es la presencia de navíos
corsarios en las Salinas de Araya en 1598 la que patentiza
la necesidad de crear cuanto antes esa Armada, formada
en 1610 con naves construidas en Indias y enviada a
España para servir en una base peninsular. Pero será
en 1627 cuando dicha Armada se refundará mediante
una Real Cédula expedida al presidente de la Audiencia
de Santo Domingo, don Gabriel de Chávez Osorio,
para que constituyera allí una pequeña armada, lo
que se consigue al fin en 1636. Y, si bien la Armada de
Barlovento se concibió en principio para defender las
costas indianas de los ataques piratas o de enemigos36, la
realidad es que sirvió constantemente de convoy para la
flota de Nueva España, teniendo su base de operaciones
en Veracruz.
Quien inició las gestiones en México para la
fabricación de los navíos fue el Marqués de Cadereita,

S. Cárdenas, “Juan Blázquez Mayoralgo”, p. 23.


35

O. Cruz Barney, El combate a la piratería en Indias. 1555-1700,


36

México, Oxford University Press, 1999, pp. 15-17

59
formándose finalmente bajo su sucesor, el Duque de
Escalona, quien, más realista que su antecesor y siendo
consciente de que no había dinero, dirigió sus esfuerzos
en aprestar sólo cinco o seis navíos, con los que la Armada
comenzaría su andadura. Con este propósito, convocó en
Veracruz una junta en la que tomaron parte el general
de la flota, don Roque Centeno; su almirante, Juan de
Campos; don Alonso de Contreras, castellano de San
Juan de Ulúa; don Juan Blázquez Mayoralgo, contador
de las cajas reales de Veracruz, y don José de Valdés, su
tesorero; don Diego de Aldana, capitán de mar y guerra
de la flota; y otras personas más de la ciudad37.
Se publicó enseguida un bando para embargar
entre cinco o seis navíos, tomados tanto de particulares
como de la flota, y éstas fueron las primeras
embarcaciones con que contó la Armada de Barlovento,
aunque simultáneamente se concertó la fabricación de
dos navíos de mayor tonelaje y se gestionó la adquisición
de las naos existentes en Cartagena.
Y Juan Blázquez, como él mismo nos confiesa
en la relación de méritos y servicios que redactó el 21
de octubre de 1645, se encontraba muy satisfecho de
su labor administrativa y contable en la formación de
dicha Armada, resaltando que su gestión había sido muy
beneficiosa para la Hacienda real:

Y que aviendo venido por Virrey de la Nueva España, el año


de seiscientos i quarenta, el Duque de Escalona, trató, hallándose en
el puerto de la Veracruz, fundar la Armada de Varlobento, para
cuia fábrica formando una junta, a quien cedió toda la comisión
que Vuestra Magestad le dio, fue uno de los quatro que nombró,
corriendo todo el gasto por su mano como contador i veedor,
obrándose en todo con tanto veneficio de la Hacienda de Vuestra

37
B. Torres Ramírez, La Armada de Barlovento, Sevilla, Escuela de
Estudios Hispanoamericanos, 1981, p. 42.

60
Magestad de su cargo, que desde que se començó la Armada hasta
constituirse de ocho bajeles con que salió comboiando la flota hasta
España de el cargo de el almirante Juan de Campos, montó el gasto
de fábrica i compras de nabíos, pertrechos, armas, municiones
i géneros trescientos i ochenta i dos mill ducientos i cincuenta i
cuatro pessos, sin mucha cantidad de géneros que en los almacenes
quedaron i los que llevaron más de lo que abían menester para ir
armados los dichos vajeles38.

Con altibajos en su funcionamiento, desapareció


la Armada en 1647 y volvió a surgir en 1667, quedando
restablecida en 1672 por el Marqués de Mancera, al
tiempo que volverá a integrar en Veracruz una escuadra
de cinco navíos en 1679 y recibirá una nueva y minuciosa
reglamentación en 1680. Pero los piratas franceses,
ingleses y holandeses llegaban constantemente a las
Indias hostigando el comercio de España con América
e incluso habían conseguido importantes enclaves en
el Caribe desde donde atacaban a las naves españolas
con mayor eficacia. La Armada de Barlovento, en fin,
intervino durante todo el siglo XVII en diversas acciones
defensivas, pero llegó al siglo XVIII en un estado
deplorable, quedando oficialmente disuelta a mediados
de siglo (1749).

9. Tercer matrimonio, fallecimiento y descendencia

Dado que, según hemos visto, don Juan enviudó


dos veces consecutivas en muy poco tiempo, volvió a
contraer nupcias, ahora por tercera vez, en 1633 con
doña María de Silva, vecina de Veracruz y viuda del
castellano don Antonio Figueroa, Caballero de la Orden
de Santiago y oficial del Puerto de Acapulco, y hermana
que era del famoso sargento de Filipinas don Fernando
AGI, INDIFERENTE, 112, N.130.
38

61
de Silva39. Se casaron exactamente el 21 de abril de 1633
en la parroquia de la Asunción de México40. Parece que
tuvo de este tercer y, seguramente, último matrimonio,
tres hijos: un varón, Juan Luis, seguramente nacido a
principios de 1634, pues fue bautizado el 17 de febrero
de 1634 en la parroquia de la Asunción (Sagrario
Metropolitano) de México41; y dos hijas: Teresa María
de Silva y Ana María Blázquez, nacida en 1634, que
murió soltera en Cáceres, a los 80 años, el 18 de enero de
171442.
En la relación que Juan Blázquez hace de
sus méritos el 2 de octubre de 1645 nos da cumplida
cuenta del nombre y ascendencia de su esposa y señala
orgullosamente el nombre de su hijo varón, omitiendo el
de sus hijas:

“Y que a estos servicios se llegan tener por hijo a D.


Juan Blázquez Maioralgo, cuia madre fue Doña María de Silva
y Córdoba, hermana legítima del sargento maior de Filipinas, D.
Fernando de Silva, que iendo por cavo del agente de la guerra que
el gobernador D. Alonso Faxardo enbió de socorros a Macán, murió
peleando, cuios servicios i los que hiço en Flandes constan de las
Çédulas con que Vuestra Magestad le onrró”.

Debió regresar a Cáceres por estas fechas, a


finales de la primera mitad del siglo XVII. Es lo lógico,
39
AGNM, Matrimonios, vol. 5, exp. 113, fs. 310. Cf. S. Cárdenas,
“Juan Blázquez Mayoralgo”, p. 22, n. 6. J. M. Lodo de Mayoralgo,
Viejos linajes de Cáceres, p. 40, dice que casó con Sebastiana de Silva,
hija de Alonso de Silva, Caballero de Santiago y Gobernador de las
Filipinas (de los Silvas de Jerez de los Caballeros).
40
México matrimonios, 1570-1950, referencia 2:2BKW58Q; FHL
microfilm 35267.
41
México bautismos, 1560-1950, referencia 1627-1639, p. 341; FHL
microfilm 35170.
42
Cf. J. M. Lodo de Mayoralgo, Viejos linajes de Cáceres, p. 40.

62
si tenemos en cuenta que en 1645 realiza la mencionada
relación de méritos y servicios prestados en la Nueva
España. Y seguramente volvió a su ciudad natal después
de haber publicado en México su Razón de Estado, esto es,
después de 1646.
Desde su regreso de México no hemos hallado
noticias biográficas de Juan Blázquez. Dice José Miguel
Lodo que murió en Cáceres el 13 de enero de 167043.
Y, efectivamente, hemos logrado localizar, en el libro
de registro de difuntos de la iglesia parroquial de Santa
María La Mayor de Cáceres, a un Don Juan Blázquez
Mayoralgo que murió en la dicha villa de Cáceres y fue
enterrado, recibiendo los santos sacramentos, en la iglesia
parroquial de Santa María La Mayor el 13 de enero
de 1670. Conocemos con detalle el lugar y fecha de su
muerte y entierro, así como el nombre del escribano ante
el que testó, gracias al propio registro de su defunción,
que transcribimos literalmente:

“Don Juan Blázquez recibió los Santos Sacramentos. En


treze días del mes de enero del año de 1670 años se enterró en
esta Iglesia don Juan Blázquez Maioralgo. Dijéronsele dos misas
cantadas ofrendadas. Dijéronsele el día de su entierro misas generales
rezadas. Asistió el Cabildo y las Religiones de San Francisco i Santo
Domingo. Testó ante Pedro Caballero, escribano de alcabalas. En
cuanto a el entierro, dejó a la disposición de su muger i lo firmé. V
A S Pª. Pº de Cabrera Delgadillos”44.

El problema está en que este Juan Blázquez
Mayoralgo que murió en la Villa de Cáceres el 13 de
enero de 1670 no es nuestro biografiado, sino su hijo Juan

Ibid.
43

Archivo Diocesano de Cáceres. Cáceres. Parroquia de Santa María. Difuntos


44

1651-1782, es el nº 39 del Inventario Diocesano. 170AP. 140/3, fol.


62v.

63
Blázquez de Cáceres Mayoralgo, quien, sintiéndose morir,
dictó testamento, como explicita su partida de defunción,
el 28 de diciembre de 1669, ante el escribano Pedro
Caballero, añadiendo posteriormente al testamento, el 9
de enero de 1670, esto es, cuatro días antes de su muerte,
un codicilo de cuatro folios a dicho testamento. Por el
testamento en cuestión y por el codicilo sabemos que no
se trata de Juan Blázquez Mayoralgo padre, sino de su
hijo Juan Blázquez de Cáceres Mayoralgo. En efecto, así
comienza el testamento en cuestión:

“Testamento de don Juan Blázquez Mayoralgo.


Diez maravedís. Sello Quarto, diez Maravedís, año de mil
y seyscientos y sesenta y nueve.
En el nombre de Dios, Amén. Sepan quantos esta carta
de testamento vieren cómo yo, don Juan Blázquez Cáceres y
Mayoralgo, vezino desta villa de Cáceres, hijo legítimo que soy de
don Juan Blázquez y Mayoralgo y de doña María Sevastiana de
Silva, su muger, mis padres difuntos, estando enfermo del cuerpo y
sano de la voluntad y en todo mi acuerdo y entendimiento natural y
en mi cumplida y buena memoria, tal qual Dios nuestro Señor fue
servido de me querar dar…”45.

Comprobamos, por tanto, que quien testó a
finales de diciembre de 1669, por encontrarse en el último
trance, fue el hijo; y que en estas fechas, sus padres, Juan
Blázquez y María de Silva se encuentran ya muertos los
dos.
Pero, además, el codicilo posterior de 9 de enero
de 1670 nos aporta una noticia interesante (Apéndice
IV). Si recordamos que Juan Blázquez padre, ya libre
en 1636 de los veintiocho cargos que el Marqués de
Cerralvo le había opuesto y exento también de pagar
Registro de Escrituras otorgadas ante Pedro Caballero en el año 1669 (fecha
45

de 28 de diciembre de 1669), Archivo Histórico Provincial de


Cáceres, Caja 3622, fols. 95r-96v.

64
las costas judiciales, obtuvo sentencia favorable por la
que el mencionado Marqués debía indemnizarle con
34.000 pesos por daños y perjuicios, sabemos por este
codicilo que ahora, en el año 1670, transcurridos treinta
y cuatro años de dicha sentencia judicial, la familia
Blázquez-Mayoralgo aún no había cobrado dicha
suma de dinero de parte de la hacienda del Marqués
de Cerralvo ni tampoco había recuperado la totalidad
de los bienes entonces embargados en Indias. Así nos
lo relata el propio Juan Blázquez hijo, a lo que parece,
bastante apurado económicamente en los días previos
a su muerte, declarando que, si dicha suma se llegare
a cobrar, pasaría a propiedad de su mujer hasta cubrir
el montante de lo que ella había aportado como dote;
lo mismo, si se recuperasen los bienes embargados en
Veracruz:

“Primeramente declaro que treinta mill pessos de plata que


el Consejo declaró se devían restituir a mi Padre y a su Compañero
Diego del Valle Alvarado los debe la Hacienda del Marqués de
Cerralvo, los quales proceden de algunos pleitos que uvo entre mi
padre y el dicho marqués, declaro que, si esto se cobrare, aya dello
doña Ana de Paniagua, mi muger, todo lo que montare su dote que,
como tengo declarado por mi testamento, se lo devo por haverlo
gastado todo. Y lo mismo se debe hazer de cualquiera hacienda que
de la embargada en Indias se cobrare”46.

Estaba, por tanto, equivocado Lodo de


Mayoralgo. Quien murió en 1670 fue Juan Blázquez
hijo, no Juan Blázquez padre, que ya a finales de 1669
estaba también difunto.
Juan Blázquez padre, nuestro biografiado, debió
de morir en torno a 1550. Y dejó, como hemos dicho
46
Registro de Escrituras otorgadas ante Pedro Caballero en el año 1670 (fecha
de 9 de enero de 1670), Archivo Histórico Provincial de Cáceres,
Caja 3622, fol. 1v.

65
ya, tres hijos, el más notorio de los cuales fue Juan
Luis Blázquez de Cáceres, al que José Miguel Lodo lo
califica como “poeta, que refleja en sus obras el estilo
decadente de la épica”47. Fue Juan Luis Blázquez capitán
de escuadrón y tomó parte en la Guerra de Sucesión y,
dentro de su faceta literaria, continuó y acabó el poema
épico La Antuerpia que había comenzado su padre en
México, poema que, como veremos, permanece aún
inédito. Tan sólo, que sepamos, publicó un raro libro, del
que se conserva un ejemplar en la Biblioteca del Museo de
Cáceres, donde Juan Luis Blázquez se ocupa de recoger
y describir todo el aparataje de arquitectura efímera
que se montó en la iglesia de Santa María La Mayor
de Cáceres, incluidos los poemas en latín y en español
que se escribieron, con motivo de la conmemoración de
la muerte de Felipe IV por parte de la Villa de Cáceres
(Apéndice V). Está este opúsculo encuadernado en
pergamino con otras tres obras de diversos autores. El
libro en cuestión es el siguiente:

- Reales Exequias que a la Magestad Católica del Rey


Nuestro Señor Don Felipe IV el Grande, celebró la Muy Noble
y Leal Villa de Cáceres, dedicadas a la misma Villa y al Señor
don Iuan Roco Campofrío, Señor de Roco, Villa, y Campofrío,
Alférez Mayor de la Villa de Alcántara, Regidor perpetuo en la
de Cáceres; y a Don Pedro Roco de Godoy su hijo, Cavalleros
del orden de Alcántara, Regidores Comisarios, Escritas por don
Iuan Blázquez de Cáceres Mayoralgo. Con licencia, en Madrid
por Mateo de Espinosa, Madrid, año de 1666, X+60; en la
primera página: “Soi de Joseph Blázquez Almaráz, año
de 1754, febrero 2”48.
47
Cf. J. M. Lodo de Mayoralgo, Viejos linajes de Cáceres, p. 40.
48
E. Cerrillo Martín de Cáceres, Claudio Constanzo y la epigrafía extremeña
del siglo XIX, Madrid, Real Academia de la Historia, 2007, pp. 79-80.

66
Casó Juan Luis Blázquez de Cáceres Mayoralgo
en Cáceres, el 18 de febrero de 1654, con Ana Paniagua
y Figueroa, nacida en Cáceres en 1623 y muerta en la
misma villa el 8 de enero de 1693, a los setenta años.
Tuvieron por hijos a Luis Antonio, Juan Lorenzo
(bautizado en Cáceres el 30-IV-1661) y a Mariana
Blázquez (bautizada en Cáceres el 16-VII-1665), monja
de la Encarnación de Garrovillas49.
Luis Antonio Blázquez de Cáceres, nieto de
nuestro biografiado Juan Blázquez, fue bautizado en
Cáceres el 4 de agosto de 1657 y murió en el mismo
Cáceres el 27 de septiembre de 1701. Se casó el 2 de
marzo de 1685 en dicha villa con María de Nogales
Cortés y Blázquez (muerta en Cáceres a los 70 años el
1-I-1716) y tuvieron 6 hijos, entre los que destacamos
al primogénito: Juan Antonio Blázquez de Cáceres,
bautizado en Cáceres el 20 de julio de 1680 y muerto en
Cáceres el 9 de febrero de 1748.

10. Los Blázquez de Cáceres Mayoralgo de nuevo


en Indias

Ya a finales del siglo XVII y comienzos del


XVIII la familia Blázquez de Cáceres se encontraba
de nuevo en apuros económicos. En efecto, cuando en
1701 moría el hidalgo don Luis Antonio Blázquez, la
situación económica familiar era muy complicada. En su
testamento había cargado los empeños de su mayorazgo
—propiedad modesta de una familia que comenzó su
ascenso social en el siglo XVI— a su hijo primogénito,
Juan Antonio Blázquez Cáceres y Mayoralgo, que
quedó al cargo de su madre y de tres hermanas solteras.
Para superar estos obstáculos, Juan Antonio intenta

49
Cf. J. M. Lodo de Mayoralgo, Viejos linajes de Cáceres, p. 40.

67
fallidamente acceder al servicio militar, por lo que optó
finalmente por probar suerte en las Indias, tal y como
había hecho su bisabuelo Juan Blázquez. Se embarcó,
pues, en 1708, acompañando como mayordomo a
un pariente suyo, el doctor Pedro Nogales Dávila,
nombrado obispo de Puebla de los Ángeles. Y allí Juan
Antonio se ocupó de la administración económica del
obispado, y, gracias a los contactos familiares, contrajo
matrimonio en 1721 con Ana Paula del Moral, hija de
un rico hacendado de la familia Moral Beristain.
En la ciudad de Tehuacán fundó su hogar y se
integró muy bien en la familia de su esposa, dedicándose
a actividades comerciales y teniendo allí en México tres
hijos. Pero su esposa Ana Paula murió en 1729, ante lo
cual Juan Antonio determinó regresar a Cáceres en 1733
con los dos hijos que sobrevivían: María Justa Blázquez
y Luis Antonio Blázquez de Cáceres, que murió de niño,
con sólo 12 años, ya en la villa de Cáceres (el 8-XII-
1734).
Pero el viaje de regreso a Extremadura no fue
fácil, pues un naufragio de la flota les obligó a Juan
Antonio y a sus dos hijos a permanecer varios meses
en Cuba, desde donde escribió y recibió cartas de sus
parientes mexicanos y también de su hermana mayor
soltera desde Extremadura. Ya en Cáceres, Juan Antonio
mantuvo una rica y abundante correspondencia con su
familiares mexicanos, especialmente con sus cuñados
Domingo, eclesiástico y alguacil mayor de la Inquisición
de México (ambos formaron una especie de compañía
mercantil de gran intensidad comercial), y Juan, con
quien colaboró estrechamente en la fundación de un
convento y hospicio carmelita en Tehuacán, un proyecto
que habían apoyado con ahínco los padres de Domingo
y de Juan. Mucha de la correspondencia de Juan Antonio
Blázquez con sus cuñados versó sobre este tema.
Juan Antonio Blázquez, ya viudo y con sólo

68
su hija María Justa, hizo gestiones para darle un
matrimonio ventajoso y, así, consiguió casarla en la
villa de Cáceres, el 15 de octubre de 1742, con Matías
Jacinto Marín, Caballero de Santiago, Regidor perpetuo
de Cáceres, y I marqués de la Isla desde 1762, con el
vizcondado previo de Santa Leocadia, concedido el 21
de diciembre de 1761. Era este Marín natural de Arroyo
del Puerco (Cáceres), e hijo de Sebastián Antonio Marín
y de Antonia Teresa Bullón y Figueroa. Era, pues, de
una acaudalada familia que estaba bien relacionada con
la corte. Juan Antonio Blázquez siguió desde Cáceres
con su actividad comercial y, con las ganancias de sus
operaciones mercantiles y con los dineros traídos desde
México, realizó inversiones en censos, compró bienes
raíces y muebles y liquidó las deudas que había dejado
su padre, Luis Antonio Blázquez, muerto en 1701.
Al casar a su hija María Justa con Matías consiguió
establecer estrechos lazos con la familia Marín y, cuando
Isidro Marín, hermano de Matías, fue nombrado obispo
de León en Nicaragua, fue recibido en México, en
Tehuacán, por los Moral y, ya desde estas fechas, ambas
ramas empezaron a planear la consecución de un título
nobiliario para Matías Marín y su esposa María Justa,
matrimonio que, gracias a diferentes herencias, fue
acumulando un gran patrimonio. Pasados unos años de
la muerte de María Justa Blázquez (1752), Matías logró,
como antes se reseñó, el título de marqués de la Isla en
1762, con lo que las ambiciones nobiliarias de la familia
Blázquez de Cáceres quedaban satisfechas50.

50
Cf. J. M. Lodo de Mayoralgo, Viejos linajes de Cáceres, pp. 40-41; R.
Sánchez Rubio, I. Testón Núñez, Lazos de tinta, lazos de sangre. Cartas
privadas entre el Nuevo y el Viejo Mundo (siglos XVI-XVIII), Cáceres,
Universidad de Extremadura, 2014; y la recensión de J. M. Usunáriz
en Memoria y Civilización 17 (2014), pp. 234-238.

69
CAPÍTULO II

LA PERFECTA RAZÓN DE
ESTADO: NEOTACITISMO Y
NEOESTOICISMO

1. Descripción formal de la obra

La obra literaria de Juan Blázquez Mayoralgo


que será objeto de nuestro estudio es la que lleva por
nombre Perfecta razón de Estado, pues es la única que
su autor entregó a imprenta y que fue efectivamente
publicada. Su título es largo, va dedicada a Felipe IV y
fue impresa en México. Su portada reza así:

Perfecta razón de Estado, deducida de los hechos de el Señor


Rey Don Fernando el Cathólico, Quinto de este nombre en Castilla
y Segundo en Aragón, contra los Políticos Atheístas. Escribiola a
la Magestad Augusta de el Rey Don Phelipe Quarto nuestro Señor,
Don Iuan Blázquez Mayoralgo, su Contador de la Nueva Ciudad
de la Veracruz, en los Reynos de la Nueva España y Veedor de su
Real Hacienda. Con licencia del Excellentíssimo Señor Conde de
Salvatierra, Virrey desta Nueva España. Impresso en México por
Francisco Robledo, impressor del Secreto del Santo Officio, Año de
1646.

Inmediatamente después de la portada, aparece


la Licencia redactada por el licenciado D. Antonio Ulloa
Chaves, paisano de Blázquez Mayoralgo.
A continuación, todavía en páginas sin numerar,
tenemos el Elogio apologético a la Perfecta razón de Estado del
licenciado don Gaspar Fernández de Castro, oidor en la
Real Audiencia de México, un texto que estudiaremos en
el capítulo sobre los amigos de Juan Blázquez Mayoralgo.
Siguen, también sin numeración, cuarto folios
de “yerros de la impressión”, tras los cuales vienen ya
las sentencias extraídas de la Perfecta razón de Estado de
Blázquez Mayoralgo por “La curiosa atención del
almirante don Pedro Porter Casanate”, amigo de don

73
Juan. Son unas sentencias que, ordenadas por criterio
alfabético, sirven de índice a la obra en cuestión y que
también las abordaremos en el capítulo sobre los amigos
de nuestro humanista.
Aún en folios sin numerar, se sucede luego la
epístola nuncupatoria de Juan Blázquez Mayoralgo “Al
rey nuestro señor”, en siete folios con una letra de mayor
cuerpo.
Después de todo esto, encontramos ya la Perfecta
razón de Estado, dividida en catorce libros que conforman
un total de 194 folios, cuya distribución es la siguiente:

Libro I: fols. 1r-9r.


Libro II: fols. 9v-20v.
Libro III: fols. 21r-32v.
Libro IV: fols. 33r-46v.
Libro V: fols. 47r-63v.
Libro VI: fols. 64r-78r.
Libro VII: fols. 78v-91r.
Libro VIII: fols. 91v-108r.
Libro IX: fols. 108v-124r.
Libro X: fols. 124v-138r.
Libro XI: fols. 138v-155v.
Libro XII: fols. 156r-169v.
Libro XIII: fols. 170r-181v.
Libro XIV: fols. 182r-194r.

Tras la obra en sí, hallamos, de nuevo en folios sin


numeración, los índices de autores citados, tanto bíblicos
y religiosos como paganos: “Lugares de la Sagrada
Escritura contenidos en estos libros”; o el “Índice de
los autores y lugares humanos escritos en estos catorce
libros”.
Tras dichos índices, aparece un resumen de

74
los principales hechos históricos y materias políticas
tratados en cada libro, es decir, se trata de un índice de
materias por libro. Su título concreto es: “Materias que
se tratan en estos catorce libros”. Tampoco están los
folios numerados.
Por último, cerrando el volumen, tenemos el
escrito de don Francisco de Samaniego titulado Memorias
Agustas al más soberano Príncipe, que estudiaremos en el
capítulo sobre los amigos de Juan Blázquez Mayoralgo.

2. Contexto literario-político

La obra de Blázquez Mayoralgo se inscribe en


el panorama doctrinal del neotacitismo y neoestoicismo
españoles del siglo XVII, por tanto hay que situar al autor
y a su obra en el marco específico de tal corriente política.
Por ello, en primer lugar nos ocuparemos del proceso de
recepción de Tácito en España, una recepción que, si la
comparamos con la europea, fue tardía, pues se temía
en los círculos culturales españoles que la difusión de
las ideas políticas de Tácito, especialmente mediante la
traducción a lengua vulgar de sus obras, pudiera suponer
una influencia perniciosa sobre la religión, la moral,
las costumbres y la sociedad en general. En segundo
lugar, abordaremos el tacitismo europeo y las vías de
penetración en España, centrándonos especialmente en
la vía flamenca o lipsiana, pues la influencia que Lipsio
ejerció en nuestro país explica bien el cambio de actitud
de los tratadistas españoles frente a Tácito. En tercer
lugar, nos ocuparemos de la posición de los escritores
políticos españoles frente a la llamada razón de Estado de
Maquiavelo, viendo cómo la mayoría de ellos conciben
el concepto de política como un derivado de la teología,
subyugando la eficacia y la conveniencia políticas a la

75
moral y al encumbramiento de la religión. Trataremos,
pues, de deslindar el tacitismo del maquiavelismo, viendo
si el empleo de las ideas políticas taciteas constituye en
España un “velo” bajo el que encubrir las tesis políticas
de Maquiavelo.

Tácito en España
El neotacitismo de la obra política de Blázquez de
Mayoralgo es indiscutible. Nada más hay que echar un
vistazo a los 194 folios de su Perfecta Razón de Estado para
comprobar que rara es la página donde Juan Blázquez
no cita frases y párrafos latinos de Tácito, combinados
con pasajes bíblicos, que le sirven de textos de autoridad
con los que demostrar sus teorías y doctrinas políticas.
Nos vemos, pues, obligados a ubicar su obra dentro del
panorama doctrinal del tacitismo español del siglo XVII,
pues no se entendería la obra de Blázquez sin relacionarla
y contrastarla con el proceso de recepción de las obras de
Tácito en España y el denominado tacitismo. Tácito y
el tacitismo, aun surgiendo casi a la vez en nuestro país,
deben ser diferenciados.
En España, en efecto, interesaba la obra de
Tácito más desde un punto de vista de teoría y doctrina
políticas que desde una perspectiva filológica. Por ello,
los estudiosos españoles no se dedicaron a realizar
ediciones críticas y comentarios filológicos de Tácito
(recurrían, para este menester, a las ediciones de Lipsio
y Pichena), sino que focalizaron sus esfuerzos en realizar
comentarios políticos, en extractar aforismos y máximas
y en traducirlo, sólo tardíamente a partir del siglo XVII,
a lengua vernácula, traducciones que muchas veces iban
acompañadas de aforismos, máximas, avisos políticos,
etc. Y, así, la primera traducción española de la obra de
Tácito fue la de Emanuel Sueyro, Las obras de C. Cornelio

76
Tácito, traducidas de latín en castellano (Anvers, Pedro Bellero,
1613); al año siguiente, aparece la de Baltasar Álamos
de Barrientos, Tácito español ilustrado con aforismos (Madrid,
L. Sánchez- J. Hasrey, 1614); y en 1629 se imprime en
Douay la traducción de Carlos Coloma51. Siguiendo,
en fin, esta tradición, dentro del volumen de nuestra
Perfecta Razón de Estado de Juan Blázquez, tenemos
también unos Avisos políticos o Sentencias entresacadas de
la obra por Pedro Porter Casanate, amigo del autor.
Centrándonos en el proceso de recepción de
Tácito en España, los estudiosos como Tierno Galván,
Sanmartí y Antón Martínez, señalan que hubo una
primera fase, desde finales del siglo XV, en que aparece
la editio princeps de sus textos (Venecia, ca. 1470), y
durante todo el siglo XVI, fechas en las que un reducido
número de eruditos españoles leía a Tácito en latín y lo
admiraba, tales como Arias Montano, Antonio Pérez e
incluso Felipe II. La segunda fase de recepción vendría
con las traducciones a lengua vernácula, a comienzos del
siglo XVII. Entretanto, Tácito era conocido en España
gracias a la labor erudita de humanistas europeos como
Andrés Alciato y Justo Lipsio, de tal modo que muchos lo
leían en latín por las ediciones y comentarios realizados
en Europa. Y así, Juan Luis Vives reconocía en su De
ratione studii puerilis (1523) que Tácito era de mucho
provecho; y otros humanistas como Gerónimo Zurita,
Antonio Agustín, Juan Verzosa, Pedro Simón Abril,
Arias Montano, Manuel Sarmiento de Mendoza o Diego
Hurtado de Mendoza lo conocían de primera mano,
antes de que se publicaran las primeras traducciones
españolas de Tácito52.
51
M. A. Guill Ortega, Carlos Coloma. 1566-1637. Espada y pluma de
los tercios, Alicante, Editorial Club Universitario, 2007, p. 313.
52
B. Antón Martínez, Tácito, Anales, Madrid, Akal, 2007, p. 72; y de

77
Pero también el historiador romano era
conocido, de forma indirecta, gracias a las lecturas de
obras que, sin ser ediciones ni traducciones de Tácito,
suponían publicaciones inspiradas él y que transmitían
a los lectores el pensamiento del autor latino, como,
por ejemplo, podemos comprobar en los Politicorum sive
civilis doctrinae libri sex (1589) de Justo Lipsio, una obra
construida mediante frases, preceptos y conceptos
taciteos, lo que incrementó la penetración del estilo
y doctrina de Tácito en España, especialmente tras la
traducción realizada por Bernardino de Mendoza: Los
seis libros de las políticas o doctrina civil de Justo Lipsio que sirven
para el gobierno del Reino o Principado (Madrid, J. Flamenco,
1604). Son, pues, Alciato, con sus Emblemas, donde toma
sentencias e ideas de Tácito, y Lipsio, con sus ediciones,
comentarios y obras políticas, ambos autores muy
apreciados y admirados en la España de los siglos XVI
y XVII, los que favorecieron la introducción indirecta
de Tácito en España y propiciaron el siguiente paso en
la fase de la recepción, que fue ya la de la traducción al
español de sus obras, las de Sueyro, Álamos Barrientos
y Coloma, siguiendo precisamente el texto latino fijado
por Lipsio y, en ocasiones, la edición de Pichena (1600).
Pero a todo esto, habría que sumar traducciones
parciales, algunas inéditas, manuscritas, como la de
Antonio de Toledo, titulada Libro primero de los Anales
(1590); y otras publicadas, como Los cinco primeros libros de
los Anales de Cornelio Tácito (Madrid, Juan Cuesta, 1615) en
traducción de Antonio de Herrera y Tordesillas, el mismo
que había traducido del italiano la obra antitacitea de
Juan Botero, Diez libros de la razón de Estado (Madrid, 1593).
Asimismo, hay muchos escritores políticos

forma más completa en su libro El Tacitismo en el siglo XVII en España.


El proceso de ‘receptio’, Valladolid, Universidad de Valladolid, 1992.

78
españoles que, inspirados directamente en Tácito o
en obras taciteas como la de Lipsio, se consagraron a
escribir aforismos y comentarios de teoría política de
corte taciteo. Entre ellos, podemos citar la Política civil
escrita en aforismos (Madrid, 1621) de Eugenio de Narbona,
con 294 aforismos de diversos autores, agrupados por
materias, pero de clara preponderancia tacitea. Mateo
del Prado tradujo los aforismos del arzobispo Querini
con el título Manual de Grandes o Aforismos Políticos del
Arzobispo Querini (Madrid, 1640). Luis de Mur escribió un
Tiberio, ilustrado con morales y políticos discursos (Zaragoza,
1645). Y Antonio Fuertes y Biota publicó en Amberes,
en 1651, Alma o aphorismos de Cornelio Tácito, que es una
adaptación de los aforismos de Álamos de Barrientos,
realizada por el Secretario Juan de Oñate53.
Todos estos autores y obras, sin duda, influyeron
en nuestro Juan Blázquez y su libro Perfecta Razón de
Estado. Y es que, al igual que Blázquez Mayoralgo,
que era funcionario real y, posiblemente jurista, todos
esos traductores, comentaristas e imitadores españoles
de Tácito que hemos mencionado son historiadores,
militares, juristas o diplomáticos, pero no filólogos.
Fueron, entonces, autores ajenos a la filología aquellos a
los que más interesó Tácito, los que lo fueron traduciendo,
divulgando sus ideas y, a la postre, conformando el
movimiento intelectual y político denominado tacitismo.
Según se ve, los profesores españoles no querían
acometer ediciones ni comentarios filológicos de Tácito
y las traducciones, que no fueron hechas por filólogos,
fueron muy tardías. Se temía, en efecto, que los textos de
Tácito pudieran ejercer una mala influencia en el sentir

M. T. Cid Vázquez, Tacitismo y razón de Estado en los ‘Comentarios


53

Políticos’ de Juan Alfonso de Lancina, Madrid, Fundación Universitaria


Española, 2002, pp. 20 ss.

79
religioso, en la moral y, en general, en los cánones sociales
de España. Las causas de este temor ante las obras de
Tácito y de la reticencia a traducirlas y divulgarlas están
expresadas en el manuscrito Censura sobre los Anales y las
Historias de C. C. Tácito para consultar si será bien imprimir
en español su traducción (Ms. 13086 B. N., Madrid, ff. 169-
190), de principios del siglo XVII54, donde se dice que
es un autor impío y defensor de la perversa razón de
Estado, con lo que queda así convertido en un escritor
contrario a los intereses de la Contrarreforma.
Surgen, entonces, dos bandos, el de los
admiradores y el de los detractores de Tácito. Los
primeros alegan en su defensa que, si representó los
vicios, fechorías y torpezas del Imperio romano, fue para
que supiéramos rehuirlos y evitarlos; que da excelentes
consejos políticos al príncipe y que todos los vicios que
describe son castigados. Los detractores, en cambio,
aducen que Tácito fue un autor pagano, republicano,
antimonárquico y ponderador de los vicios de la Roma
imperial; que se deleita en describir miserias, crueldades
e infamias que el lector puede intentar imitar; y que,
en fin, se equivocó al escoger como modelo de príncipe
al malvado Tiberio, dando así un mal ejemplo a los
gobernantes.
Los antitaciteos son también antimaquiavélicos,
contrarios a las doctrinas de Tácito y de los que
consideran sus seguidores: Maquiavelo, La Noue, Du
Plessis-Mornay o Bodino. Y, considerando a Tácito el
padre de perniciosos preceptos y costumbres, atacan a
los que llaman los “políticos”, que son los seguidores de
Tácito, que han usado sus obras para crear esa “política”
que estiman inmoral y destructora. Y es que el término
“político” se usa, dentro de esta tendencia, para señalar
Estudiado en M. T. Cid Vázquez, Tacitismo y razón de Estado, p. 29.
54

80
tanto al teórico de las doctrinas políticas que sigue a
Maquiavelo, como al príncipe que se ha dejado influir por
los preceptos del florentino y, en consecuencia, practica
la “política”, que, vista desde esta perspectiva peyorativa,
consiste en acudir a medios impíos e inmorales para el
engrandecimiento personal o colectivo y forjar y aplicar
la técnica de su empleo. Los “políticos” son, pues, los
seguidores de Maquiavelo y, dentro de esta tendencia
antitacitea, son identificados con los herejes y ateístas.
Así, por ejemplo, el Padre Rivadeneira habla de los
“políticos” de su tiempo con el mencionado significado
peyorativo y considera que beben de fuentes ponzoñosas,
siguen a guías descarriados y escuchan a preceptores
malvados, iniciando su nómina de “políticos” perversos
con Tiberio, “viciosísimo y abominable emperador”,
siguiendo con Tácito, “historiador gentil y enemigo de
cristianos”, con Maquiavelo, “consejero impío”, con
La Nue, “soldado calvinista”, con Morneo, “profano”,
y concluyendo con Bodino, “ni enseñado en teología
ni ejercitado en piedad”. Todos estos autores, que han
abandonado el recto camino marcado por la razón
natural y han optado por la “falsa razón de Estado”, son
los que sirven de inspiración, según Rivadeneira, a los
“políticos” de su tiempo:

Desventurados son estos nuestros tiempos y grandes


nuestros pecados, pues así han provocado contra nos la ira del
Señor, que permita que hombres en sangre ilustres y tenidos en la
doctrina por letrados, en la prudencia por cuerdos, en la apariencia
exterior por modestos y pacíficos, sigan a un hombre tan desvariado
e impío como Maquiavelo y tomen por regla sus preceptos y los de
otros hombres tan impíos y necios como él, para regir y conservar
los Estados… Y digo que toman por reglas lo que escriben otros
autores semejantes a Maquiavelo, porque tienen por oráculo lo
que Cornelio Tácito, historiador gentil, escribió en sus Anales del
gobierno de Tiberio César y alaban y magnifican lo que Juan

81
Bodino, jurisconsulto, y Monsieur de la Nue, soldado, y otro Plesis
Morneo, todos tres autores franceses, en nuestros días de esta
materia han enseñado. Pero, para mostrar el disparate de los que,
siendo cristianos, toman por guías de este camino a hombres tan
ciegos y descaminados como estos, basta decir que Cornelio Tácito
fue gentil e idólatra y enemigo de Cristo, nuestro redentor, y de
los cristianos (de los cuales, como hombre impío y desbaratado,
habla vil y despreciablemente), y que no es justo que en materia de
nuestra santa religión creamos a hombres tan contrarios a la religión
y a nuestro mismo enemigo, ni que los príncipes cristianos tomen
por dechado y modelo de su gobierno lo que hizo en el suyo un
emperador tan vicioso, deshonesto, avaro y cruel y tan vituperado
de todos los mismos historiadores gentiles como fue Tiberio55.

El problema está en que, entre los tacitistas del


momento, figuran los “políticos” y los que, aun no siendo
políticos, interpretan a Tácito literalmente y siguen sus
enseñanzas fielmente, sin darse cuenta de que Tácito era
un autor pagano y de que el retrato que hace de Tiberio
no se puede usar como modelo a seguir por los príncipes
modernos, sino como ejemplar que debe evitarse. La
culpa es de los políticos modernos, con Maquiavelo a la
cabeza, que al haber separado la política de la piedad
religiosa y de la moral, ha motivado una interpretación
de Tácito que ha ido perpetuándose e influyendo
en la formación ideológica de los “políticos” que,
intencionadamente, han tergiversado sus enseñanzas.
De hecho, se puede ser tacitista y, a la vez,
antimaquiavélico, siguiendo la interpretación que de
Tácito hacen “políticos” modernos, pero cristianos,
como Justo Lipsio, que extrae de Tácito preceptos
saludables y conjugables con la religión cristiana. Se

P. Rivadeneira, Tratado de la religión y virtudes que debe tener el Príncipe


55

Cristiano para gobernar y conservar sus Estados, contra lo que Nicolás


Maquiavelo y los políticos de este tiempo enseñan, en Obras Escogidas,
Madrid, BAE, 1868, pp. 455-456.

82
trataría, entonces, de un Neotacitismo, un intento de
conjugar los preceptos políticos de Tácito con la moral
de la religión cristiana, en lo que, de nuevo, no sería sino
otra tergiversación de los textos e ideología de Tácito. En
este camino lipsiano, seguidor de un Tácito pasado por
el tamiz del cristianismo, se encontraría Juan Blázquez
Mayoralgo y su Perfecta Razón de Estado contra los políticos
atheístas, para quien el príncipe modélico, en este caso
Fernando el Católico, sabe gobernar con prudencia,
virtud que sólo se adquiere y se manifiesta con “las
disposiciones que se encaminan a lo Cathólico”. Y, así,
nos ofrece su concepción de razón de Estado, como una
disciplina de experiencias, una ordenación de hechos, una
relación entre fenómenos, intelectualmente captada56; y
su juicio sobre Tácito. La perfecta razón de Estado, que
es la conformación del arte de gobernar o política con la
religión cristiana, la encarna el Rey Católico; y Tácito
sólo es utilizable como Blázquez lo emplea, esto es, en
consonancia con los preceptos y valores cristianos; en
caso contrario, no es más que un “político atheísta” más
y el padre, por así decirlo, de Maquiavelo:

“… no siendo otra cosa la Razón de Estado que una


disciplina de experiencias que abraça el entendimiento, entre
los escarmientos que persuaden mudos y entre los casos que
desengañan resueltos, cuya idea dejó eterna en sus gloriosos hechos
el Señor Rey D. Fernando el Cathólico, siendo el primero que supo
conformar el arte con la Religión, materia jamás entendida de otro,
porque Cornelio Tácito, padre de los políticos, escribió, como Ientil,
enseñanzas para perpetuar honores, pero no verdades en todo para
afirmar merecimientos”57.

56
J. A. Maravall, Estudios de historia del pensamiento español, Madrid,
Ediciones Cultura Hispánica, 1984, vol. 3, p. 33.
57
Juan Blázquez, Perfecta raçon de Estado, Epístola nuncupatoria “Al
rey, nuestro señor”, sin paginar. La misma definición de razón de
Estado la ofrece al final del libro I, fol. 8v: “¿Pues qué quiere dezir

83
Lipsio, Blázquez y el maquiavelismo moderado y
moralizado

Hemos visto, a grandes rasgos, cómo Maquiavelo


representó el punto culminante del proceso de
secularización de la política, con el que se pretendía
que la política y el poder civil se independizaran de la
moral y del poder eclesiástico y se desarrollaran con
autonomía propia. Y aunque Maquiavelo no habla
stricto sensu de la relación entre moral y política, ni de
una doble moral, ni tampoco emplea nunca las palabras
“razón de Estado”, fueron escritores posteriores quienes
las emplearon, como Francesco Guicciardini, en 1526 o
1527, o Giovanni della Casa en 1457, si bien fue Giovanni
Botero quien en 1589, con su obra titulada precisamente
La razón de Estado, introdujo este principio en la ciencia
política como síntesis del pensamiento de Maquiavelo,
a quien se acerca, en cierto modo, al plantear el empleo
de medios morales para la consecución de fines políticos
y, especialmente, al proponer ejemplos históricos de
prudencia política moralmente ambiguos.
El mundo había sufrido cambios sustanciales
y los autores de teoría política eran conscientes de
que el Estado moderno, con una sociedad cada vez
más compleja, no podía ya regirse por los principios
de la virtud moral y de la política tradicionales. Y así,
para poder conjugar la moral y la política se creó ese
nuevo prudencialismo y se le dio el nombre de “razón
de Estado”, que en su versión laica, representada por
Razón de estado? Si creemos al Príncipe de Franqueta, no es otra cosa
que una disciplina de experiencias, que abraça el entendimiento, o
por la lección que persuade muda, o por las materias que enseñan
vivas”, aludiendo al I Prencipe (Roma, B. Beccari, 1597) de Girolamo
Frachetta.

84
Maquiavelo y Bodino, casaba moral y política, pero
que en su vertiente católica, la predominante entre los
tratadistas españoles, adquirió una dimensión tripartita
en la que se combinaba ya religión, moral y política.
El punto de inflexión llegó con los problemas
religiosos en Europa y, principalmente, con Trento y
la Contrarreforma española, cuando Maquiavelo y
otros tratadistas políticos resultan ya incompatibles con
la versión hispana de la nueva y “auténtica” razón de
Estado “católica”, que trataba de definir un concepto de
política de Estado en clave moral y católica y acomodar,
por tanto, la razón de Estado a los límites de la moral
católica. Surge, así, una serie de teóricos que han recibido
el nombre de “eticistas”, muchos jesuitas, que se confiesan
debeladores de Maquiavelo, a quien ven como un hereje,
y defienden un concepto de razón de Estado sujeto a los
principios tradicionales y en comunión con el catolicismo.
Reclaman el uso exclusivo de medios morales, regidos
por la virtud y la prudencia civil, en el gobierno y en el
mantenimiento del mismo, y rechazan el empleo de la
religión para fines políticos, o mejor dicho, la sumisión de
la religión a la política, y las “malas artes” recomendadas
por Maquiavelo y sus seguidores, como la simulación,
la mentira, el incumplimiento de la fe o palabra dada,
la idea de Fortuna y el determinismo natural. A estos
eticistas habría que añadir los denominados “tacitistas”,
tratadistas más realistas y pragmáticos, que emplean
profusamente las ideas taciteas para asumir, aunque
pasados por el tamiz de la moderación y prudentia,
algunos presupuestos del florentino, aunque se declaran
abiertamente antimaquiavélicos. En definitiva, los
tratadistas españoles, unos más que otros, aconsejan

85
al príncipe regirse por una prudentia civil y católica
acomodada a la realidad política y destinada a conservar
y aumentar el Estado, pero no con toda clase de medios,
como defendía la razón de Estado maquiavélica (el
fin justifica los medios), sino siempre bajo la égida de
la virtudes cristianas de la justicia y de la prudencia,
aun sabiendo que la razón de Estado es un arte que el
príncipe dotado naturalmente para ello aprende con
la experiencia y el recuerdo o memoria de los hechos
históricos del pasado58.
Todos, no obstante, tienen un maestro claro en el
concepto de la razón de Estado: Justo Lipsio, que había
publicado en 1574 su edición de Tácito y en 1589 sus
Politicorum sive civilis doctrinae libri sex, traducido al español
en 1604 por Bernardino de Mendoza con el título Los seis
libros de las políticas o doctrina civil de Justo Lipsio, que sirven para
el gobierno del reino o principado. La Política de Lipsio, aunque
pocas veces citados autor y obra, gozó de gran favor y
fue ampliamente utilizada entre los tratadistas españoles,
pero siempre con mucho cuidado, pues ya en 1590
había sido incluida por el Vaticano en el Index librorum
prohibitorum, y el autor tuvo que revisarla y expurgarla
entre 1593-1595 para poder publicar la nueva edición
de Amberes en 159659. Lipsio, que había defendido con
cautela a Maquiavelo, lo que hace realmente es llenarlo de
contenido ético y moralizarlo católicamente, adaptando
la razón de Estado maquiavélica de la simulación, que
58
M. Ayala Martínez, “Prudencia y mundo en Baltasar Gracián”, en
M. Grande- R. Pinilla (eds.), Gracián: Barroco y modernidad, Madrid,
Universidad Pontifica Comillas, 2004, pp. 103-138, especialmente
pp. 110-113.
59
S. López Poza, “La Política de Lipsio y las Empresas políticas de
Saavedra Fajardo”, Res publica 19 (2008), pp. 209-234.

86
era un vicio, a una razón de Estado del disimulo, vista ya
como virtud. De Lipsio, por tanto, toman los preceptistas
españoles sus ideas del gobernante guiado por la virtud de
la prudencia, del gobernante bueno, cauto y eficaz, pero
no iluso ni infantilmente incauto, sino sabiendo emplear
el embozo y el disimulo cuando la razón de Estado lo
exige, aunque rechazando abiertamente la simulación
y la mentira maquiavélicas, así como la autocracia, la
falsedad y la tiranía en el gobernante.
Lipsio, en efecto, formula en su Política, por
más que esta obra sea esencialmente un centón de
frases de autores clásicos, especialmente de Tácito,
una teoría política propia con bases religiosas, morales
y humanísticas, que se pudiera adaptar, de forma
pragmática, a las necesidades de la razón de Estado. No
obstante, no podemos decir que Lipsio rompiera de forma
taxativa con las doctrinas de Maquiavelo, pues, si leemos
los Discursos sobre la primera década de Tito Livio y El Príncipe
del florentino, comprobamos que muchas de las teorías
maquiavélicas para la conservación y mantenimiento
del Estado coinciden con las planteadas por el autor
flamenco. De hecho Lipsio, al comienzo mismo de su
obra, cuando bosqueja los motivos que le han llevado a
escribirla y la forma en lo que lo ha hecho, manifiesta sin
reservas su adhesión a Maquiavelo, aunque matizando
que el florentino, por seguir en exceso los caminos de
la conveniencia, esto es, por ser demasiado realista y
pragmático, pero también por alejarse de los senderos
de la virtud y de la religión, formula planteamientos
erróneos:

[Maquiavelo es un autor fino]. Salvo porque hay un


solo autor, Maquiavelo, cuyo talento penetrante, sutil e ígneo no

87
condeno. ¡Y ojalá hubiera conducido directamente su libro El
príncipe al conocido templo de la Virtud y del Honor!
[Pero a menudo contiene errores]. Antes bien, con
demasiada frecuencia se desvió de esa ruta y, por seguir atentamente
los famosos senderos de la conveniencia, se apartó de ese camino
regio60.

Lipsio, entonces, lo que hará es presentarnos


una visión moderada, cauta, moralizada y católica del
maquiavelismo. Así, mientras que el florentino nos
ofrece una razón de Estado libre de ataduras religiosas
y morales, secularizando la virtud civil para ponerla al
servicio del Estado, Lipsio cristianiza la virtud y concibe
un Estado con implicaciones teológicas cuya defensa es
un fin moral y religioso. Y es que Lipsio nos presenta
una vida civil en la que la política ha de regirse por dos
principios o guías: la virtud y la prudencia, siempre
vistas desde un prisma religioso y moral, donde son
fundamentales la piedad, vista como fe y obediencia a
Dios, y la bondad, contemplada como una vida recta61.
También Blázquez entiende que el efecto de la razón
de Estado es precisamente la prudencia política que,
lejos ya de ser una virtud exclusivamente relacionada
con la política exterior y la ampliación de los Estados,
es ahora vista como la virtud fundamental por la que se
adquieren, aumentan y conservan los propios reinos y
la corona, entendida como un régimen monárquico en
el que su cabeza visible, el rey, debe ser un rey católico,
piadoso y respetuoso con la religión y con Dios, pero
también bondadoso y moralmente irreprochable, que
cumpla con su deber y con lo que está obligado a hacer,
60
J. Lipsio, Polit., De consilio et forma nostri operis, p. 230. La traducción
es nuestra. Seguimos la edición de I. Waszink, Justus Lipsius, Politica,
Assen, Royal van Gorcum, 2004.
61
J. Lipsio, Polit., 1.2 y 1.6.

88
pero sin derribar ni empujar violentamente a nadie para
abrirse paso y lograr sus aspiraciones y sin agraviar a
nadie empleando la violencia o abusando de su fuerza o
poder reales:

Sea el efecto de razón de estado la prudencia para governar


y ampliar los Reynos y conservar la Corona, acciones donde, si faltan
los medios, ni tendrán fuerza los fundamentos ni se podrá gozar de
la ocasión, quando el Príncipe Cathólico ni a de ir contra la Religión
en las empresas, ni a de atropellar en la violencia la obligación62.

Una segunda diferencia entre Maquiavelo y


Lipsio sería la pugna entre libertad y autoridad. En efecto,
mientras el florentino cree que la lucha de clases, entre
el pueblo y el senado, es necesaria para conformar una
república y ampliarla y, en suma, para la perfección del
Estado, abogando así por una constitución política mixta
donde el mantenimiento de la libertad es fundamental
para la grandeza y poderío del Estado, Lipsio, en cambio,
defiende la monarquía o principado como Estado ideal y
argumenta que sus fundamentos han de ser la disciplina,
la autoridad y el gobierno. Y es que, estando convencido
de que, cuando se entrega el gobierno a mucho, sólo
sobrevienen alborotos y altercados para el Estado,
propugna entonces la necesidad de un príncipe que,
teniendo por finalidad la vida feliz de sus súbditos, cuide
de ellos como lo hace un padre y aplicándoles la rigurosa
disciplina propia de un padre, pues dicho príncipe debe
ser un buen ciudadano así como un buen tutor y padre
para sus súbditos, porque ser príncipe supone el deber
moral de cuidar de los ciudadanos del Estado y mantener
el orden y la calma civiles63. También Juan Blázquez,
cuando está narrando cómo el Marqués de Villena se
J. Blázquez, Perfecta razón de Estado, “Dedicatoria”.
62

J. Lipsio, Polit. 2.1 y 2.6.


63

89
sometió en obediencia a Fernando el Católico (1480) tras
haber visto que los reyes de Portugal y Castilla habían
firmado la paz y se habían confederado con ellos los de
Francia, Inglaterra y Nápoles, atribuye este éxito político
y diplomático a la prudencia del rey Fernando, pero
también a su poder y autoridad, pues los reyes prudentes
han de oprimir con el respeto, veneración y acatamiento
que le deben sus súbditos las turbaciones que puede
acarrear la cavilación:

Gran razón de Estado de los Reyes ser dueños de su poder,


para que oprima el respeto lo que puede turbar la cavilación64.

Pero, claro está, estas reflexiones de Lipsio


y Juan Blázquez están hechas desde la teoría y la
generalidad. El problema sobreviene cuando se trata
de ofrecer preceptos que sean útiles para la vida real.
Y la realidad es que el gobernante vive entre “zorros”,
entre hombres, gobernantes y contrincantes maliciosos
y abiertos siempre a los fraudes, mentiras y engaños65.
Maquiavelo, efectivamente, había afirmado que hay
dos modos de combatir: con las leyes, propias del
hombre; y con la fuerza, propia de las bestias. Pero,
como a menudo no basta con las leyes, hay que acudir
a la fuerza. Luego, un príncipe debe saber comportarse
como bestia y como hombre, combatir con las leyes,
pero también con las fuerzas. Y, así, en el caso de tener
que obrar necesariamente siguiendo la naturaleza de los
animales, debe saber imitar entre ellos a la zorra y al
león a un mismo tiempo, porque el león no se defiende
de las trampas y la zorra no se defiende de los lobos. El
gobernante, pues, debe ser fuerte como el león y astuto

J. Blázquez, Perfecta razón de Estado, 26r.


64

J. Lipsio, Polit. 4.13.


65

90
como la zorra, pues es necesario ser zorra para conocer
las trampas y león para destrozar a los lobos. Y, de hecho,
los príncipes que lograron mayores éxitos en la historia
fueron los que supieron obrar como la zorra66, aunque,
advierte Maquiavelo:

Es necesario saber encubrir bien este natural y tener gran


habilidad para fingir y disimular: los hombres son tan simples… que
quien engaña encontrará siempre quien se deje engañar67.

El gobernante, pues, según Maquiavelo, ha de


engañar y mentir como zorra, si así lo exige la necesidad
y conveniencia políticas. Lipsio, entonces, coincidiendo
con el florentino, aunque matizando, moderando y
moralizando sus planteamientos, aboga también por
un príncipe que sepa gobernar con una prudentia mixta,
esto es, que sepa unir lo honestum con lo utile, lo moral y
religiosamente correcto con el provecho y conveniencia
políticos, que sepa ejecutar, en definitiva, una razón de
Estado regida siempre por la virtud y la moral, ética
y religiosa. Ahí está la diferencia entre Maquiavelo y
66
Esta comparación con el león y la zorra la toma Maquiavelo de
Plutarco (Vida de Lisandro 7.3-4), donde se cuenta que Lisandro,
comparado con Calicrátidas, era astuto y embustero, usaba en la
guerra diversas clases de engaños y sólo le gustaba la justicia cuando
iba unida con lo provechoso; si no era así, se servía de lo más
provechoso como si fuera lo bueno; no creía que la verdad fuera por
naturaleza preferible a la mentira y apreciaba la verdad o la mentira
según el provecho que se obtuviera de ellas. Y cuando le decían que
no era propio de los hijos de Heracles hacer la guerra con engaños,
se burlaba de ellos, los mandaba a paseo y añadía: “Cuando no llega
con la piel de león, hay que parchear con la de zorra” (Traducción
de A. Ledesma, Plutarco.Vidas paralelas. V, Madrid, Gredos, 2007). Lo
mismo leemos en Plutarco, Apoteg. Lac. 229B.
67
Maquiavelo, El príncipe, cap. 18 (traducción de A. Cardona,
Madrid, 1999).

91
Lipsio. Y el humanista flamenco pone el ejemplo de
Agrícola, quien era un experto en conjugar el interés y
utilidad con lo virtuoso y moralmente recto68.
Lipsio, en consecuencia, viendo que en la vida
real el gobernante debe habérselas continuamente con
hombres astutos, mentirosos y “zorros”, cree, como
Maquiavelo, que también a veces tiene que adoptar la
actitud del zorro, sobre todo cuando así lo requiere el
interés y bienestar públicos. Y estima Lipsio que esto
no supone apartarse de la virtud, pues, igual que el vino
no deja de ser vino si se rebaja con un poco de agua,
tampoco la prudencia deja de ser prudencia por el hecho
de que haya en ella algunas gotas de fraude o engaño,
pero siempre que sea poco y destinado a un buen fin69.
La fraus, por tanto, entendida como “un plan astuto que
se aparta de la virtud o de las leyes en beneficio del rey
o del reino”70, entraría dentro de la prudencia mixta o
mezclada del príncipe, pero siempre en dosis moderadas.
Dicha fraus, en efecto, puede ser, según Lispio, de tres
tipos: un engaño pequeño, mediano o grande (levis,
media, magna). Los dos últimos, el mediano y el grande,
son desaconsejables en el gobierno del príncipe, pues
el mediano, cercano al vicio, tiene por base la malicia;
y el grande, vicioso a todas luces, conlleva perfidia e
injusticia. Sólo, entonces, la fraus levis es la tolerada por
68
J. Lipsio, Polit. 4.13, p. 508: peritus obsequi eruditusque utilia honestis
miscere (Tácito, Agr. 8.1).
69
J. Lipsio, Polit. 4.13, p. 508: Quis me adeo culpet, aut cur a Virtute
abeam? Vinum, vinum esse non desinit si aqua leviter temperatum; nec prudentia,
prudentia, si guttulae in ea fraudis. Semper intellego, ut modice et ad Bonum
finem.
70
J. Lipsio, Polit. 4.14, p. 512: Argutum consilium a virtute aut legibus
devium, regis regnique bono.

92
Lipsio: “La mentira pequeña la aconsejo; la mediana, la
tolero; la grande, la condeno”71. El levis es el que debe
emplear el príncipe por el interés general, pues este
engaño pequeño y ligero no está muy lejos de la virtud y
se encuentra sólo levemente rociado de malicia; y dentro
de esta categoría de fraus levis entrarían la desconfianza
(diffidentia) y el disimulo (dissimulatio), que los considera
Lipsio esenciales para el gobernante, tanto en el trato
con los amigos como con los enemigos, pues quien no
sabe desconfíar ni disimular, concluye Lipsio, no sabe
gobernar. La fraus mediana, aunque dice tolerarla, no la
aconseja en el príncipe, pues con dicho tipo de fraudes se
pasaría ya del “disimulo” a la “simulación”, es decir, se
rebasaría el límite de lo utile y honestum y se entraría en la
maldad, en la corrupción, en la simulación maquiavélica
y en la perversidad, todo lo cual se aleja, como decimos,
de lo moralmente correcto.
También Juan Blázquez opina que no siempre
es forzoso en el príncipe decir la verdad, esto es, que
puede mentir, cuando el decir la verdad va a derivar en
un peligro para el Estado y el encubrirla y disimularla
supone un remedio para una situación crítica. Se
defiende, pues, el arte del disimulo y la mentira que
tiene un fin útil y honesto. Es lo que ocurre, por ejemplo,
cuando Blázquez nos presenta la destitución del Gran
Capitán, que era entonces virrey, como una de las
medidas que tomó Fernando para recobrar Nápoles. El
rey Católico sospechaba de las ambiciones y de la lealtad
de Gonzalo Fernández de Córdoba y se sentía incómodo
y quizás celoso con su esplendor y seguramente inquieto
por su popularidad, sabedor que sin las hazañas del
Gran Capitán sus propias acciones militares en Granada
podrían haber sido las más importantes de su época.
71
J. Lipsio, Polit. 4.14, p.512: Illam suadeo, hanc tolero, istam damno.

93
Tampoco quería Fernando tener a un poderoso virrey
castellano en un reino que Fernando deseaba para
Aragón. Todo ello llevó al monarca a prometer al Gran
Capitán la concesión de señoríos de Italia y España y el
maestrazgo de Santiago y, apresándolo, le ordenó regresar
a España72. En la caída, pues, del Gran Capitán pudo
haber motivos personales, pero sobre todo políticos73.
Además, lo más criticable de la conducta del rey Fernando
fue el procedimiento que empleó para destituir al Gran
Capitán: promesas grandes, como nuevos títulos, realce
de su figura y seguridad de un papel preponderante
en la Corte castellana, además del otorgamiento del
mencionado maestrazgo de la Orden de Santiago; pero,
a la postre, el medio empleado no fue otro que el engaño
deliberado y la política torticera74. Por ello, Blázquez, se
siente obligado a justificar los medios utilizados por el
rey Fernando. Y, aun admitiendo que la acción del rey,
si se mira de lejos, fue aparentemente injusta, inmoral y
sin arreglo a las leyes o a la razón, aduce que, desde el
punto de vista de la razón de Estado de la Corona, fue
una acción aprobada, celebrada y aplaudida:

Queda aora el segundo punto en que tanto los Políticos se


han desvelado, viendo que al mismo tiempo que el Rey Cathólico
ofrece al Gran Capitán con juramento el maestrazgo de Santiago,
embía a prenderle: acción, si se mira por lo lejos de la apariencia,
culpada; y si se mide con la razón de estado de la Corona, aplaudida75.

72
P. K. Liss, Isabel la Católica. Su vida y su tiempo, Madrid, Nerea, 1998,
p. 343.
73
H. Kamen, Fernando el Católico, Madrid, La esfera de los libros,
2015, pp. 333-337.
74
L. Suárez Fernández (Coord.), Historia general de España y América.
Los Trastámara y la unidad española (1369-1517), Madrid, Rialp, 1981,
p. 631.
75
J. Blázquez, Perfecta razón de Estado, 146v.

94
Intentando así justificar lo que parecía un engaño
maquiavélico y acallar las voces de los políticos ateístas,
comienza don Juan a divagar sobre lo difícil que es
ejercer el gobierno y lo incomprensible que resultan
muchas veces las determinaciones que el príncipe debe
tomar. Así, considera privilegio del rey decidir cuánto
había de durar el mandato del Gran Capitán, a la sazón
virrey de Nápoles, pues, atendiendo a las circunstancias
del momento, el rey Fernando podía resolver el conflicto
presente, ya fuera personal o político, por los medios que
mejor estimara, sin atender a las leyes que estableció la
sujeción ni a las costumbres consentidas por la necesidad,
esto es, sin atender ni al derecho natural o positivo ni
al consuetudinario. Y es que, a juicio de Blázquez, más
tolerable resulta el imperio, la hegemonía y autoridad
de un príncipe bueno (el rey Católico) que la libertad de
una república mal gobernada (Nápoles), pues en muchas
ocasiones quien llega a ser venerado por divino (el Gran
Capitán) puede acabar convirtiéndose en un tirano. Los
arcana imperii, esto es, “los secretos del reinar”, dice don
Juan, no pueden censurarse, porque muchas veces los
censores no entienden las causas subyacentes que obligan
a tomar determinadas decisiones. Y, para demostrar sus
argumentaciones, aduce Blázquez una serie de pasajes
bíblicos donde los personajes, forzados por la necesidad,
disimulan la verdad por escapar de algún peligro, como
fue el caso de David, quien al llegar a Nobe y preguntarle
Achimelec el motivo de su solitaria llegada, disimuló y le
respondió que el rey le había encargado una comisión,
sin dar a entender que iba en desgracia del rey (I Reg.
21.2). También David, en presencia del rey Achis de Get,
temiendo por su seguridad, se finge loco, empezando a
demudar su semblante y dejándose caer en brazos de la
gente, dando cabezadas contra las puertas y haciendo

95
correr la saliva por su barba (I Reg. 21.13). Estos
testimonios, en fin, y otros más tomados de la biblia y de
los Santos Padres, autorizan a Blázquez Mayoralgo para
concluir así el juicio sobre las acciones del rey Fernando:

No siempre es forzosa la verdad, si de confessarla se grangea


el peligro y de paliarla se consigue el remedio76.

Política y razón de Estado

Desde la baja Edad Media hasta los albores del


Renacimiento, esto es, entre los siglos XIII al XV, la
política se va liberando paulatinamente del yugo teológico
y se va transformando en un ars regendi o ars gubernandi, en
una estructura racional (ratio) revestida, por un lado, de
scientia, sustentada ésta en la sapientia, y, por otro lado,
de virtus, apoyada ella en la prudentia. Ciencia y virtud,
junto con sus basamentos, la sabiduría y la prudencia,
debían facilitar una doctrina que guiara la práctica del
gobierno. Es, no obstante, en los siglos XVI y XVII
cuando la política deja de ser un saber sobre las formas de
gobierno o sobre la naturaleza del poder y, adquiriendo
un carácter eminentemente técnico y práctico, pasa a
considerarse un conocimiento, reflejado en las reglas y
máximas de la razón de Estado, cuya finalidad es indicar
cómo se adquiere y se conserva el poder y el gobierno. La
política, pues, y la razón de Estado llegan a confundirse y
se entienden como los medios convenientes para adquirir,
conservar y engrandecer el poder y el Estado. La política,
entonces, adquiere una triple dimensión y es vista como
ciencia, técnica y arte: en cuanto ciencia, es considerada
como sabiduría y experiencia; como técnica, constituye
las reglas sobre el manejo y manipulación de las cosas
76
J. Blázquez, Perfecta razón de Estado, 147r.

96
y personas para alcanzar el fin que se persigue; y como
arte, supone el modo de conjugar prudentemente las
máximas de la razón de Estado77.
La razón de Estado, o la máxima del obrar
político, es entendida como el razonamiento que dice
que cualquier medio vale para apoyar y favorecer
al Estado, incluso aunque sean medios moralmente
dudosos o inaceptables, como la mentira, el fingimiento
o la disimulación78. Esta razón de Estado es la que dicta
al gobernante lo que tiene que hacer para la salvaguarda
del poder y del Estado; y dicho conocimiento, del que
obtendrá las máximas del obrar, ha de extraerlo el
gobernante de su propio reconocimiento y del de su
entorno y ambiente. En este contexto, la política deja de
considerarse como la afirmación de la voluntad divina,
deja de tener ese reflejo divino, y pasa a ser una práctica
y elaboración humanas: la política consiste ahora en
llevar a la práctica la razón de Estado79.
El origen de la expresión “razón de Estado” y el
pensamiento doctrinal que en ella radica fueron, durante
los siglos XVI y XVII, atribuidos a Nicolás Maquiavelo,
por más que el florentino no empleara nunca tal expresión
en su obra capital, El Príncipe, obra que, a juicio de
Meinecke80, supone una reflexión sobre la esencia de tal
locución. No obstante, hay estudiosos que han defendido
posturas diferentes, desde que el origen de tal expresión y
concepto es anterior a Maquiavelo y remonta a las teorías
77
E. Cantarino, “Baltasar Gracián y la razón de Estado. El político don
Fernando el Católico: del modelo a la teoría y de la teoría al modelo”,
eHumanista 31 (2015), pp. 342-356.
78
M. Beuchot, “Algunos opositores de Maquiavelo en España y la
Nueva España”, Signos Filosóficos VI.11 (2004), pp. 61-71.
79
E. Cantarino, “Baltasar Gracián”, pp. 342-343.
80
F. Meinecke, La idea de la razón de Estado en la Edad Moderna, Madrid,
Centro de Estudios Constitucionales, 1983.

97
políticas medievales, hasta que es posterior al italiano,
pasando por aquellos que postulan que, efectivamente,
dicho origen, aunque con antecedentes, se encuentra
en Maquiavelo y que sus presupuestos propician una
vasta literatura sobre la “verdadera razón de Estado”,
desarrollada contra él y contra su concepción falsa de
razón de Estado81.
Maquiavelo planteó en su obra las estrategias
necesarias para adquirir y conservar el poder, dejando
a un lado toda consideración jurídica, moral o religiosa,
rompiendo así en su doctrina con la tradición medieval,
donde la política estaba subordinada a la teología. Su
obra, pues, era innovadora y reflejaba bien los dos
signos que marcaron la Historia Moderna de España:
el descubrimiento y conquista de América; y la colisión
entre el realismo político moderno y la moral cristiana.
No obstante, como Maravall ha señalado, en la España
de los Reyes Católicos hubo ya precedentes del llamado
maquiavelismo, con un Ginés de Sepúlveda que admitía
en la guerra la simulación y el engaño o un escritor
político como Pérez de Guzmán, que afirmaba que el
arzobispo de Toledo, don Sancho de Rojas, utilizaba,
para alcanzar sus fines, medios un tanto cuestionados
por la moral y por la religión, usando “algunas cabtelas
e artes” ajenas a toda consideración moral-religiosa
81
G. Post, “Ratio publicae utilitatis, ratio status and ‘reason of State’
(1100-1300)”, en Studies in Medieval Legal Thought: Public Law and
the State, 1100-1322, Princeton University Press, 1964, cap. V, pp.
241-309; M. Foucault, Résumé des cours (1970-1982), Paris, Julliard,
1989, pp. 99-104; C. J. Friedrich, Constitutional Reason of State. The
Survival of the Constitutional Order, Providence, Brown University Press,
1957; M. Senellart, Machiavélisme et raison d’Etat (XIIe-XVIIe sièle),
Paris, PUF, 1989; E. Cantarino, “El concepto de razón de Estado
en los tratadistas de los siglos XVI y XVII (Botero, Rivadeneira y
Settala)”, Res Publica 2 (1998), pp. 7-24.

98
para extender su poder, una actitud que preludiaba el
empirismo maquiavélico82.
Maquiavelo, que se había propuesto mostrar
cómo deben los príncipes gobernar sus estados y
adaptarse a las circunstancias para conservarlos bajo
su poder, recurre a múltiples referencias a gobernantes
históricos para ejemplificar sus doctrinas. En su opinión,
si la conservación del Estado obliga a ello, habrá que
obrar en ocasiones contra la fe, contra la caridad,
contra la humanidad y contra la religión, porque los
intereses de la Res publica están por encima de todo. En
consecuencia, deja de idealizar gobiernos y huye de las
ciudades y Estados utópicos e irreales para decantarse
por los pueblos y hombres reales, examinando sus
comportamientos fácticos y asumiendo que la práctica
real de la política muchas veces se opone a la moral. Y,
pensando así, alude en ocasiones a papas como Alejandro
VI, cuyo éxito radica en que su máximo interés, dejando
de lado la moral y la religión, fue conservar el poder.
En este sentido, ofrece Maquiavelo algunos
consejos polémicos y posteriormente censurados por
los llamados escritores antimaquiavélicos, como, por
ejemplo, incumplir la palabra dada cuando sea necesario;
la aceptación de que puede haber un buen uso de la
crueldad; la preferencia de ser temido a ser amado; la
utilidad del engaño en la política y la guerra: son todos,
en efecto, principios de conducta que Maquiavelo asume
como perfectamente válidos, y para ilustrarlo recurre
en varias ocasiones precisamente a las acciones de
Alejandro VI y César Borgia, lo cual ha contribuido sin
duda a reforzar de manera recíproca la leyenda negra
que pesa sobre ellos. De hecho, a César Borgia lo utiliza
Maquiavelo como ejemplo de virtud, como modelo del
príncipe nuevo que Italia necesitaba para ser pacificada,
J. A. Maravall, Estudios de Historia del pensamiento español, vol. 3,
82

Madrid, Ediciones de Cultura Hispánica, 1984, p.43.

99
unificada y expurgada de los príncipes extranjeros
que entonces reclamaban para sí diferentes territorios
italianos83. Estos ejemplos maquiavélicos, como veremos,
serán desacreditados por Juan Blázquez Mayoralgo.
Asimismo, Maquiavelo también da testimonio
laudatorio de los logros de Fernando el Católico,
resaltando sus grandes y extraordinarias empresas
y sus acciones raras y maravillosas y viéndolo como
“un príncipe nuevo”, porque pasó de ser un rey débil
a erigirse, por su fama y gloria, en el primer rey de la
cristiandad, cimentando su Estado en la conquista del
reino de Granada, empeño en el que mantuvo ocupados
a los nobles de Castilla y con lo que adquirió sobre ellos,
sin que se dieran cuenta, mucho dominio y estimación.
Igualmente, apunta Maquiavelo que, con el dinero de
la Iglesia y de los pueblos, sostuvo un ejército glorioso
con el que, bajo la causa de la religión y de la piedad,
mezclada con la crueldad, ejecutó grandes empresas,
expoliando y expulsando a los judíos, marchando
contra África y emprendiendo campaña contra Italia y
Francia84. Así elogia Maquiavelo, de una forma empírica,
al rey de Aragón, alabando, no sólo sus virtudes, como
solían hacer los cronistas, sino también y especialmente
las acciones y empresas que le habían hecho alcanzar
el éxito. Para el florentino Fernando es un príncipe y
político realista en grado sumo, quizás hasta un cruel
villano, precisamente porque practicaba las artes que
procuraban el triunfo a un hombre de Estado. De hecho,
Maquiavelo lo elogia, por ejemplo, por no mantener ni
cumplir la palabra dada y también por emplear la guerra
83
R. García Jurado, “La influencia de los Borgia en el pensamiento
político de Maquiavelo”, Argumentos 26.72 (2013), pp. 241-267.
84
Maquiavelo, El príncipe, cap. 21.

100
como un instrumento político, valorando a Fernando
sobre todo por ser enemigo de los franceses, a quienes
Maquiavelo consideraba unos bárbaros que querían
despedazar Italia. Fernando de Aragón, en vez de
invadir o conquistar, como hicieron los franceses, empleó
su ejército en expulsar a los franceses, ayudando así a
los napolitanos y milaneses. Por ello, para Maquiavelo,
Fernando representaba el modelo y el arquetipo de rey
que Italia necesitaba85.
Pero no es tanto con su obra El Príncipe como
con la recepción e interpretación de su teoría, cuando
se gesta y se empieza a desarrollar la idea de que
Maquiavelo fue el inventor de esa formulación de la
política autónoma de la moral, una formulación que
desencadenó una ristra de ataques y condenas que los
tratadistas de la Contrarreforma no pudieron obviar.
Y fue fundamentalmente la aparición del tratado
antimaquiavélico de Giovanni Botero, Della Ragion di
Stato libri dieci (Venetia, 1589), traducida en seguida al
español por Antonio de Herrera, a petición de Felipe
II, y publicada con el título de Diez libros de la Razón de
Estado (Madrid, 1593), lo que desencadenó numerosas
obras de teoría política en las que sus autores, además de
expresar su rechazo del maquiavelismo, presentaban sus
propias concepciones políticas de la razón de Estado86.
Seguidor fiel de Botero, como tendremos ocasión de ver,
se mostrará Juan Blázquez Mayoralgo.
Al propio Botero, cuya definición del concepto
85
H. Kamen, Fernando el Católico. 1451-1516. Vida y mitos de uno de los
fundadores de la España moderna, Madrid, Esfera de los libros, 2015.
86
E. Cantarino, “Introducción a Introducciones a la política y a Razón
de Estado del Rey Católico Don Fernando”, en Rariora et minora, Diego de
Saavedra y Fajardo, Murcia, Tres Fronteras, 2008, pp. 149-150.

101
reza así: “Razón de Estado es una noticia de los medios
convenientes para fundar, conservar y engrandecer un
señorío”87, lo que le preocupaba, más que acuñar un
concepto ideal o un neologismo político, era atajar los
malentendidos y equívocos en los que la doctrina de
Maquiavelo había sumido al concepto en sí al haber
quedado emancipado de la esfera moral. La razón
de Estado era una cuestión sobre la que se hablaba
con frecuencia y deleite en las cortes europeas, así
que su propósito era ofrecer una visión correcta de tal
cuestión y, al mismo tiempo, rebatir y atajar las erróneas
doctrinas maquiavélicas que avanzaban preocupante e
inexorablemente, proponiendo, en cambio, una correcta
y genuina razón de Estado que contemple los valores
cristianos y no esté basada en la glorificación de las
artes de disimular de Tiberio César u otros príncipes
paganos88.
Los planteamientos de Botero, gracias a
la traducción española de Herrera, tuvieron gran
repercusión y constituyeron el fundamento de posteriores
posturas, como la de Gonzalo de Valcárcel, en su Discurso
sobre lo que conviene y no conviene en materia de Estado (1594), o
Pedro de Rivadeneira, en su Tratado de la Religión y Virtudes
que debe tener el Príncipe Christiano, para gobernar y conservar sus
estados (1595), para quienes los tratadistas españoles de la
época han asumido los errores de Maquiavelo, pero los
han ido aumentado bebiendo además de las fuentes de los
malfamados “políticos”, por lo que centran sus críticas,
no sólo contra el florentino, sino especialmente contra
sus seguidores los “políticos”, donde quedan incluidos
87
G. Botero, Diez libros de la Razón de Estado. Traduzido … por Antonio de
Herrera, Madrid, Luis Sánchez, 1593, fol. 1r.
88
L. Curzio, La razón de Estado desde una perspectiva antimaquiavélica,
México, UNAM, 2004, p. 20.

102
Tácito, Bodino, La Noue, y Du Plessis- Mornay.
En efecto, el jurisconsulto Valcárcel, en su
Discurso sobre lo que conviene y no conviene en materia de Estado,
para que la decisión del pleyto del Condado de Baylén aya de ser
a favor de don Pedro Ponce de León (s. l., 1594), explica en
el artículo primero “Qué cosa es prudencia de Estado y
razón de Estado, y la diferencia que ay entre uno y otra”
(fols. 3-4) y, desde el comienzo del artículo, deja bien claro
que para él, siguiendo fundamentalmente las teorías
políticas de Frachetta y Lipsio, hay dos clases de razón de
Estado: 1) la llamada prudencia civil; 2) la comúnmente
denominada razón de Estado. La primera, la prudencia
civil conlleva implícitas las virtudes morales, pues la
prudencia, como dicen Lipsio (Polit. 1.7), pero también
Platón (Men. 88c-89a) y Aristóteles (Et. Nic. 6.5.1140a-b),
es la guía de la virtud. Y es que, como argumenta Lipsio,
citado por Valcárcel, si toda virtud consiste en la elección
y en la medida y esto no puede darse sin prudencia, se
colige que tampoco la virtud puede darse sin prudencia89.
Así pues, para Valcárcel la verdadera regla de gobierno
es esta virtud civil, precisamente porque “anda siempre
junta con la virtud y con la Religión”. Y, así, tras haber
lanzado estos planteamientos previos, basados en
filósofos políticos antiguos como Platón y Aristóteles,
pero también modernos como Lipsio y Frachetta, pasa
nuestro jurisconsulto a ofrecernos su propia definición e
interpretación de lo que es la prudencia civil:

No es otra cosa la prudencia civil que una noticia y elección

89
J. Lipsio, Polit. 1.7: Viae tuae ducem unum habes, virtutem; adiungo nunc
alterum, quem prudentiam dixi. Is non tuus solum, sed si inspicis, virtutis ipsius
rector; certe director. Sine prudentia enim quae potest esse virtus?... Causa haec:
quod virtus omnis in electione et modo est; non haec sine prudentia; ergo nec
virtus.

103
de aquellas cosas que en el Estado se deven huir o dessear90,

definición que, realmente, es casi idéntica a la de Justo


Lipsio:

[Prudentiam] definio intellectum et dilectum rerum, quae


publice privatimque fugiendae aut appetendae91,

con la salvedad de que Lipsio está hablando de la


prudencia en su doble vertiente privada y pública,
aprovechando la primera a sí misma y la segunda a los
demás.
Pero Valcárcel, tras ofrecer su definición,
se extiende en explicar cada término de la misma,
siguiendo el mismo procedimiento que su modelo
Lipsio. Y, de este modo, explica que ha definido la
prudencia como “noticia” o conocimiento, porque ella,
la prudencia, lo ve todo y es algo así como el ojo del
alma, siendo a su vez la prudencia civil el ojo del “ánima
civil y del Estado”. Pero es también “selección” porque
la prudencia consiste en saber escoger lo bueno y lo útil
y saber también discernirlo y apartarlo de lo malo y de
lo dañoso. Asimismo, ha introducido en su definición el
sintagma “en el Estado”, porque ha seguido el precepto
platónico de que el hombre prudente es aquel que puede
darse provechoso consejo a sí mismo, pero también al
Estado92. Y, por último, ha añadido en su definición las
palabras: “aquellas cosas que en el Estado se deven huir
o dessear”, porque lo que puede darse en materia de
Estado es una triple contingencia: perder, conservar o
adquirir. La prudencia civil, por tanto, debe evitar y huir
de la “pérdida”, mientras que las otras posibilidades de

90
G. de Valcárcel, Discurso, 3r.
91
J. Lipsio, Polit. 1.7.
92
Platón, Alcib. II. 145c; Rep. 428c.

104
“conservación” y “adquisición” o engrandecimiento del
Estado son deseables y a ellas debe apuntar la prudencia
civil y constituyen lo que Frachetta denominó “el
interesse del Estado”93.
Pues bien, en todas estas reflexiones y preceptos
ha seguido Valcárcel muy de cerca a Lipsio (Polit. 1.7),
a veces literalmente y tomando los mismos ejemplos
clásicos del humanista flamenco.
Ésta es para Valcárcel la auténtica razón de Estado,
a la que la ha denominado “prudencia civil” precisamente
para distinguirla de la mala y perversa razón de Estado,
que es la que ahora pasa a presentar. Esta segunda y falsa
razón de Estado le parece a Valcárcel que no es real,
sino aparente, porque sólo busca el provecho propio de
quien la ejerce y se despreocupa de los tres pilares en los
que reposa la auténtica prudencia civil: el respeto a Dios
y a la religión, obrar virtuosamente y hacer lo debido
y, en definitiva, el interés general. Y esta mala razón de
Estado, que “no tiene en consideración ni a Dios ni a
lo que se deve”, bien por la maldad de los hombres que
intentan cubrir sus malas acciones con rimbombantes
palabras y títulos, bien por muchos otros motivos, es la
que hoy en día, aduce Valcárcel, ha usurpado para sí
el nombre de “razón de Estado”. Ahora Valcárcel está
siguiendo a Frachetta94 y, en consecuencia, nos ofrece la
misma definición que el italiano, que la define así, en
traducción de Valcárcel:

Ser una regla derecha, con la qual se goviernan todas las


cosas, según requiere el provecho de aquel a quien pertenencen95.
93
G. de Valcárcel, Discurso, 3r.
94
No su obra Il príncipe, que Frachetta no la publicó en Roma
hasta finales de 1597, sino L’idea del libro de’ governi di stato et di guerra,
Venetia, apresso D. Zenaro, 1592.
95
G. de Valcárcel, Discurso, 3v; G. Frachetta, L’idea del libro, 38r:

105
Y nos ofrece aún otra definición, ésta más amplia,
también traducida del propio Frachetta, para resaltar
que el sentido en el que comúnmente se emplea el
sintagma “razón de Estado” dista mucho de los objetivos
que el buen gobernante debe fijarse: respeto a Dios y a la
religión, acciones virtuosas y decisiones políticas en bien
del interés público y general :

Una pericia o destreza que nace parte de lo que otro


nos enseña, parte de la lectura de las Hystorias y de los Escritores
políticos, parte de las relaciones, parte del sentido y parte de la
experiencia de las cosas del mundo, por la qual govierna alguien sus
cosas o las agenas, según requiere el provecho de aquel cuyas son96.

La conclusión, pues, de Valcárcel es que hay que


distinguir claramente entre una buena y una mala razón
de Estado; que la buena razón de Estado ha de llamarse,
para diferenciarla de la mala, “prudencia de Estado”,
que es la que respeta la virtud, la religión y el interés
general; en cambio, la conocida como “razón de Estado”
ha degenerado y sólo atiende al provecho particular
de quien la ejerce, especialmente al interés egoísta del
“dueño del Estado”. Y es bajo este nombre degenerado
de “razón de Estado” bajo el que los malos gobernantes,
los que no son “prudentes”, se escudan y cubren sus

Significa adunque Ragione di Stato (nel modo che communemente soul prendersi)
una diritta regola, collaquale si governano tutte le cose, secondo che richiede l’utile
di colui a cui appartengono.
96
G. de Valcárcel, Discurso, 3v; G. Frachetta, L’idea del libro, 39r-
v: Diremo adunque che la Ragion di Stato e una pedia o peritia o disciplina,
che voglian dire, nascente parte da gli insegnamenti altrui, parte dalla lettura
delle Storie et de Scrittori Politici, parte dalle Relationi, parte dal senso e parte
dall’isperimento delle cose del mondo, per la quale altri governa le bisogne sue o
di qui si sia, secondo que richiede il cómodo di colui di cui sono.

106
perversas acciones, aduciendo que actúan por razón de
Estado, cuando realmente obran por interés propio. Son,
en fin, argumentaciones muy claras las de Valcárcel, en
las que sigue a pies juntillas y sin disimularlo a Lipsio y,
especialmente, a Girolamo Frachetta. Y es que Frachetta
había retomado en su L’idea del libro de’ governi la temática
de Botero, pero refutando que la razón de Estado tuviera
estatus de ciencia o de arte política, sino defendiendo
que era una disciplina, una forma de educación política
del príncipe, compuesta esencialmente de ejemplos
históricos y de máximas, y diferenciando entre la
verdadera y la falsa razón de Estado, declarando que la
verdadera razón de Estado no estaba en conflicto con la
religión y el derecho97.
También nuestro Blázquez Mayoralgo había
definido la “razón de Estado” en los mismos términos
que Frachetta, Lipsio o Valcárcel, aceptando que hay
una correcta razón de estado que debe distinguirse de la
falaz y perversa:

Pues ¿qué quiere decir ‘razón de estado’? Si creemos


al Príncipe de Franqueta, no es otra cosa que una disciplina de
experiencias que abraza el entendimiento o por la lección que
persuade muda, o por las materias que enseñan vivas; pero ¿qué
nombre tendrá aquella que por la extensión de la corona de el
príncipe atropella en el aumento particular la utilidad pública?
Declarada tiranía es, no sólo romper las leyes con la espada, pero
arbitrarlas con el poder98.

Pero más claramente aún defendía estos mismos


97
Cf. A.E. Baldini, “Le guerre di religione francesi nella trattatistica
italiana della ragion di Stato: Botero e Frachetta”, Il Pensiero Politico
XXI (1989), pp. 301-324; V. I. Comparato, “El pensamiento político
de la Contrarreforma y la razón de Estado”, Hispania Sacra LXVIII
(2016), pp. 13-30.
98
J. Blázquez, Perfecta razón de Estado, 8v.

107
argumentos el jesuita español Pedro de Rivadeneira
para quien los “políticos”, considerados por él más
peligrosos que los herejes, son irremediablemente
“ateos”, pues la combinación del maquiavelismo y de
la herejía da como resultado el “ateísmo”. Siguiendo,
en efecto, la estela teórica de Botero, pero con mayor
contundencia y vigor militante desde su profesión
jesuítica, denuncia que Maquiavelo hace del Estado una
religión, cuando lo que Rivadeneira proclama es que
la religión está por encima del Estado, el papa sobre
el rey. Y es que, aun admitiendo con Maquiavelo que
el mal es parte del mundo, Rivadeneira y los jesuitas
en general van más allá y declaran que, no basta con
reconocer el mal, sino que hay que combatirlo. Y quien
está en mejor disposición para hacerlo es el príncipe, por
ello Rivadeneira (también lo hacía Maquiavelo) exalta
la imagen del príncipe (la razón de Estado constituye
una exaltación de la imagen del poder) y reclama un
aumento de su poder, para lo cual se hace imprescindible
una educación previa del príncipe encauzada por el
buen camino de las virtudes cristianas, especialmente
dos: la virtud de la fortaleza, que haga un príncipe fuerte
y con una voluntad inspirada en la moral cristiana; y
la virtud de la prudencia, con la que sepa afrontar las
contingencias de su oficio y que responde a una filosofía
de la ocasión99. Y es que, opuesta a la maquiavélica, hay
una razón de Estado verdadera, que consiste en gobernar
según los preceptos de la política cristiana:

Y porque ninguno piense que yo desecho toda la razón de


Estado (como si no hubiese ninguna), y las reglas de prudencia con
que, después de Dios, se fundan, acrecientan, gobiernan y conservan

99
J. Velázquez Delgado, Antimaquiavelismo y razón de Estado. Ensayos de
filosofía política del Barroco, México, Ediciones del Lirio, 2011.

108
los Estados, ante todas cosas digo que hay razón de Estado, y que
todos los príncipes la deben tener siempre delante los ojos, si quieren
acertar a conservar y gobernar sus Estados. Pero que esta razón de
Estado no es una sola, sino dos: una falsa y aparente, otra sólida y
verdadera; una engañosa y diabólica, otra cierta y divina; una que
del Estado hace religión, otra que de la religión hace Estado… Pues
lo que en este libro pretendemos tratar es la diferencia que hay entre
estas dos razones de estado y amonestar a los príncipes cristianos y
a los consejeros… que se persuadan que Dios solo funda los estados
y los da a quien es servido, y los establece, amplifica y defiende a su
voluntad, y que la mejor manera de conservarlos es tenerle grato y
propicio, guardando su santa ley, obedeciendo a sus mandamientos,
respetando a su religión y tomando todos los medios que ella nos
da o que no repugnan a lo que ella nos enseña, y que ésta es la
verdadera, cierta y segura razón de estado; y la de Maquiavelo y de
los políticos es falsa, incierta y engañosa100.

Para Rivadeneira, la doctrina de Maquiavelo
se resume en la enseñanza de que el príncipe ha de
tener virtudes simuladas y fingidas y ser un hipócrita101,
lo que es inaceptable para el jesuita, quien se esfuerza
en su Tratado por diferenciar entre virtud verdadera y
virtud fingida. Así que, cuando Maquiavelo enseña en
El Príncipe, especialmente en el capítulo XVIII, que el
gobernante ha de aparentar guardar la fe, pero faltando
a la palabra dada, ejerciendo así, no sólo el disimulo
(que sería aceptable), sino también la simulación (que
resulta inaceptable), Rivadeneira entiende que lo que
está prescribiendo el florentino es mentir abiertamente y
100
P. Rivadeneira, Tratado de la religión y virtudes que debe tener el
Príncipe Cristiano para gobernar y conservar sus Estados, contra lo que Nicolás
Maquiavelo y los políticos de este tiempo enseñan, en Obras Escogidas, Madrid,
BAE, 1868, p. 456.
101
Cf. M. Beuchot, “Algunos opositores de Maquiavelo en España
y la Nueva España”, Signos Filosóficos VI.11 (2004), pp. 61-71,
especialmente 64-65.

109
engañar por razón de Estado. Si a todo ello sumamos la
idea de que Maquiavelo, según el jesuita, es claramente
un impío y aconseja una conducta contraria a razón,
su conducta resulta rechazable, porque esa política de
falsedades, esa doblez del gobernante y esa hipocresía
política no conduce más que a la ruina de los Estados y
sólo sirve para socavar la lealtad de los súbditos, que es el
pilar más firme de un príncipe.
No obstante, como decíamos, Rivadeneira hace
concesiones y, aunque rechaza abiertamente la

simulación, y con ella la sospecha, la desconfianza, el


engaño, la deslealtad, el perjurio, la injusticia, la impiedad y
menosprecio de toda virtud y religión102,

está dispuesto a enlazar la prudencia y el disimulo


y a aceptar que la prudencia enseña a disimular.
Efectivamente, aunque al gobernante no le está permitido
actuar en contra de la religión, la fe, la caridad o la
justicia y aunque no puede tampoco romper la palabra
dada, sí le es lícito, en cambio, ocultar celosamente
sus intenciones y pensamientos, ser reticente, acudir
al equívoco mediante acciones y actitudes ambiguas.
Es decir, no puede servirse de la simulación, que es
maquiavélica, y consiste en mentir sin causa ni provecho;
pero sí puede usar el disimulo, aunque con gran cautela
y sólo cuando lo reclame la necesidad, en dosis medidas
y siempre bajo las leyes de la moral y de la prudencia.
Pues el arte del disimulo es la:

de los que sin mal engaño y sin mentira dan a entender
una cosa por otra con prudencia, cuando lo pide la necesidad o
utilidad103.
102
P. Rivadeneira, Tratado 2.4, p. 524.
103
P. Rivadeneira, Tratado 2.4, p. 525.

110
También nuestro Blázquez Mayoralgo acepta
una razón de Estado “católica” en la que el príncipe
pueda usar el disimulo, pero no la simulación, para
desunir a sus rivales; o pueda cambiar de pactos y
modificar alianzas, pero sin engañar a quien se juró
fidelidad, porque eso no es mentir, sino traicionar.
Todo dependerá, según Blázquez, de la coyuntura. Y el
príncipe, si muda de consejo o de deliberación, no es por
capricho, sino forzado por las circunstancias:

No es ñudo indisoluble la confederación que hazen los


príncipes, pues aun las paces asentadas no lo son, y el que tiene
su Corona independiente de otros, podrá afirmar la unión por lo
que persuade el accidente, pero no perpetuarla por lo que obliga la
naturaleza, siendo tan conforme a la fortuna que oy favorecen unas
Vanderas, mañana tomen las armas contra ellas104.

Igualmente, puede usar el príncipe, según


Blázquez de estratagemas o atizar las guerras civiles de
los enemigos, como hizo el rey Fernando al ayudar a
Abohardiles contra su sobrino Boabdil:

En esta facción de sustentar los vandos de los enemigos se


hallan lisonjeados los políticos y tropiezan los que no lo son: si las
causas que el rey don Fernando tuvo para hazerlo fueran las que
ellos dan, no era ocioso reparo; pero, siendo tan ligítima la invasión
de aquel su tiranizado reyno, no sólo estava obligado a campear con
las armas, sino asegurarse con la industria valiéndose de todos los
medios105.

No obstante, como señalaba Rivadeneira, el


pequeño fraude y engaño, aunque sean lícitos al príncipe
cristiano, deben estar controlados por la más estricta
104
J. Blázquez, Perfecta razón de Estado, 160v.
105
J. Blázquez, Perfecta razón de Estado, 65v.

111
necesidad y por la medida que impondrá la prudencia,
pues si no, como para el caso de Blázquez advierte
Beuchot, se corre el riesgo de caer en el maquiavelismo,
a pesar de estar combatiéndolo106.
En la misma línea ideológica, como jesuita que es,
se mueve Juan de Mariana cuando en 1599 publica su De
rege et regis institutione libri tres, con la intención de ofrecer al
joven Felipe III un conjunto de consejos pragmáticos sobre
cómo defender la monarquía y mantener la fe católica en
un mundo corrupto y peligroso107. Rechazando entonces
teóricamente la doctrina maquiavélica de la simulación,
porque entiende que el príncipe debe ser fiel a la equidad
y demás virtudes, sin poder faltar a ellas por capricho,
se modera, en cambio, bastante con la doctrina del
disimulo, porque, ya desde un punto de vista práctico,
admite abiertamente que el príncipe puede mentir y usar
del fraude cuando las circunstancias le obliguen a ello o
haya graves peligros para el Estado. Se trata, pues, de dos
concesiones claramente pragmáticas y, que como ocurría
con las concesiones de Blázquez, pueden interpretarse
casi como maquiavélicas.
Y es que en un mundo tan dañado por la
corrupción, el principal aviso que lanza al gobernante
es que sea prudente y, así, la prudentia se erige en la
fuente primaria para definir nociones y prácticas de
razón de Estado. El gobernante prudente sabrá hacer
que la práctica del disimulo constituya una actitud de
flexibilidad lúcida y democrática, en palabras de Cruz
Cruz108:

106
Cf. M. Beuchot, “Algunos opositores”, p. 67.
107
H. E. Braun, “Juan de Mariana, la antropología política del
agustinismo católico y la razón de Estado”, Criticón 118 (2013), pp.
99-112, especialmente 102.
108
J. Cruz Cruz, “¿Qué significa simular y disimular? La difícil

112
Tampoco debe el príncipe en su gobierno del Estado
empeñarse en empresas que no puedan aprobar los ciudadanos,
tanto si hay que declarar la guerra, como imponer tributos o castigar
a los delincuentes. Deberá seguir en la mayoría de las ocasiones el
parecer de la muchedumbre… Cada nación tiene su manera de
enjuiciar la realidad. Y como el príncipe no puede modificar esa
forma de ver las cosas, debe acomodarse a él, no sea que se granjee
la animadversión del pueblo y turbe la paz del reino”109.

El gobernante, pues, debe practicar el disimulo


prudente y, antes de emprender ninguna acción, deberá
reflexionar y someter sus intenciones a tres registros
morales: 1) a su propia conciencia; 2) a sus consejeros
leales; y 3) a la muchedumbre, al pueblo y, en definitiva,
a la opinión pública. Si no, como leíamos antes, puede
provocar la rebelión y perturbar la paz. Se trata, pues,
una razón de Estado adaptada al carácter multinacional
de la monarquía española del momento. Y el mejor
sostén de un rey, como había dicho Rivadeneira, es el
cariño y lealtad de sus ciudadanos y súbditos, pues: “casi
nunca puede un príncipe sostenerse frente al odio de su
pueblo”110.
Sin embargo, Mariana abandona ese disimulo
prudente y respetable éticamente que defiende desde
el plano teórico y pronto se inclina, desde un punto
pragmático, a incitar conductas que, como decíamos, se
virtud política”, en red.
109
Juan de Mariana, De rege et regis institutione libri tres, Toleti, apud
P. Rodericum, 1599, 3.14, p. 393: Imo nunquam Princeps in Republica
conabitur, quod civibus probare non possit, sive bellum gerendum sit, sive
vectigalia imperanda, sive noxii plectendi. Multitudinis iudicium plerumque
sequatur…Suum cuique nationi iudicium est. Id quoniam evelli non potest,
Princeps sequatur, ne alienatis animis pacem turbari contingat.
110
Juan de Mariana, De rege, 3.14, p. 395: Vix unquam Princeps aliquis
populi invidiam sustinuit.

113
acercan peligrosamente a la simulación maquiavélica.
Otro antimaquiavélico es Diego Saavedra
Fajardo, que dejó manuscrita su Introducción a la política
y razón de Estado (1631), no publicada hasta 1853, en lo
que parece fue el germen de su Idea de un príncipe político
christiano representada en cien empresas (1640 y 1642)111. Critica
Saavedra a Maquiavelo su idea de príncipe despojado de
virtudes reales y disfrazado tan sólo de virtudes aparentes
y postizas, que sepa cambiarlas y manejarlas según su
propia conveniencia y según sopla el viento:

Con el mismo símbolo quisiera Macavelo a su príncipe,


aunque con diversa significación: que estuviese en las puntas de
su ceptro la piedad y impiedad, para volvelle y hacer cabeza de
la parte que más conviniese a la conservación o aumento de sus
estados. Y con este fin no le parece que las virtudes son necesarias
en él, sino que basta el dar a entender que las tiene; porque si fuesen
verdaderas y siempre se gobernase por ellas le serían perniciosas,
y, al contrario, fructuosas si se pensase que las tenía; estando de tal
suerte dispuesto, que pueda y sepa mudallas y obrar según fuere
conveniente y lo pidiere el caso. Y esto juzga por más necesario en
los príncipes nuevamente introducidos en el imperio, los cuales es
menester que estén aparejados para usar de las velas según soplare
el viento de la Fortuna y cuando la necesidad obligare a ello. Impío
y imprudente consejo, que no quiere arraigadas, sino postizas, las
virtudes112.

Saavedra, en cambio, que considera la política,
muy al modo barroco, como un gran escenario teatral,
111
Cf. S. López Poza, “Fernando el Católico en la emblemática y en
el pensamiento político del siglo XVII”, en A. Egido y J. E. Laplana
(eds.), La imagen de Fernando el Católico en la Historia, la Literatura y el
Arte, Zaragoza, Institución Fernando el Católico (CSIC), 2014, pp.
235-277.
112
D. Saavedra Fajardo, Idea de un príncipe político cristiano representada
en cien empresas, ed. E. Suárez Figaredo, en Lemir 20 (2016), Empresa
XVIII, p. 617.

114
se centra en el personaje central del mismo, que no será
otro que el príncipe. Y, para él, el modelo de príncipe
de estos nuevos tiempos es Fernando el Católico,
auténtico príncipe cristiano, metáfora del poder y de
la verdadera y católica razón de Estado, la que une en
mutua interacción religión, moral, política, prudencia y
sabiduría. El príncipe, pues, como lo presenta Saavedra,
debe ser pleno conocedor de la verdad y huir del engaño;
debe estar bien informado de todo para no juzgar las
cosas por las meras apariencias, aunque sin obviar
nunca la ocasión, las circunstancias y las causas. Así,
el príncipe debe conocer ante todo la naturaleza del
ser humano, con sus pasiones y sus intereses, y hacer
intervenir en todo a la razón, porque la razón es quien
mejor puede controlar las pasiones y afectos humanos y
fijar el equilibrio entre las buenas y las malas cualidades
humanas. El hombre común debe buscar siempre ese
equilibrio, pero el gobernante, que sobrepasa la esfera
de lo común, debe buscarlo con mayor ahínco. Aunque
tampoco ha de despojarse completamente de sus afectos,
tan solo basta con que no se deje llevar por ellos en
sus decisiones políticas. La ratio, por tanto, debe ser la
rectora de las pasiones en todo hombre, pero lo que en el
ciudadano corriente será sólo “razón”, en el gobernante
habrá de ser “razón de Estado”:

No es mi dictamen que se corten los afectos o que se
amortigüen en el príncipe, porque sin ellos quedaría inútil para
todas las acciones generosas, no habiendo la Naturaleza dado en
vano el amor, la ira, la esperanza y el miedo, los cuales, si no son
virtud, son compañeros della y medios con que se alcanza y con que
obramos más acertadamente. El daño está en el abuso y desorden
dellos, que es lo que se ha de corregir en el príncipe procurando que
en sus acciones no se gobierne por sus afectos, sino por la razón de

115
estado113.

Y es que el gobernante no es un hombre normal


y no debe actuar por inclinación, sino por razón de
gobierno, por arte, mirando por la conveniencia común,
así que su motor de arranque no es su naturaleza
humana, sino su ser como gobernante y rector del resto
de hombres. El arte de reinar no es algo natural, sino
algo que el hombre debe aprender con la especulación
y la experiencia, pues es invento humano: tras unirse el
hombre en sociedad y aparecer el organismo político,
el príncipe, por así decirlo, tuvo que dejar a un lado
su naturaleza y asumir el papel de guía de la conducta
política, guiada ya, no por la naturaleza, sino por la
razón de Estado:

El arte de reinar no es don de la Naturaleza, sino de la


especulación y de la experiencia. Sciencia es de las sciencias. Con
el hombre nació la razón de estado, y morirá con él sin haberse
entendido perfetamente114.

Ello, pues, justifica que, para Saavedra, el príncipe


pueda usar el disimulo cuando está en una situación de
necesidad, cuando el fin que persigue es, no engañar, sino
encubrir sus intenciones o, especialmente, hacer frente
a otros gobernantes que emplean malas artes, fraudes,
malicias y dobleces. Entonces, el príncipe, como legítima
defensa propia, está plenamente autorizado a emplear
las mismas armas que su contrincante. En caso contrario,
debe mostrar un alma cándida, aunque también ésta
pueda ser un eficaz instrumento para quienes piensan,
maquiavélicamente, que todos mienten y engañan, esto
es, para aquel que “es ladrón” y cree que “todos son de
113
D. Saavedra Fajardo, Idea de un príncipe, Empresa VII, p. 577.
114
D. Saavedra Fajardo, Idea de un príncipe, Empresa V, p. 571.

116
su condición”:

Sea, pues, el ánimo del príncipe cándido y sencillo, pero


advertido en las artes y fraudes ajenas. La misma experiencia
dictará los casos en que ha de usar el príncipe destas artes, cuando
reconociere que la malicia y doblez de los que tratan con él obliga
a ellas; porque en las demás acciones siempre se ha de descubrir en
el príncipe una candidez real. De la cual tal vez es muy conveniente
usar aun con los mismos que le quieren engañar, porque éstos, si la
interpretan a segundos fines, se perturban y desatinan, y es generoso
engaño el de la verdad115.

A Gracián, otro jesuita, hemos también de


considerarlo antimaquiavélico, pues, consciente de que
en su época el mundo está al revés, se requieren para estos
nuevos tiempos unas nuevas actitudes, un nuevo héroe
político, que él personificará en Fernando el Católico.
La política, entonces, en este mundo desquiciado tiene
por función, entre otros fines, reconciliar la política con
la moral tras la ruptura y la herejía de Maquiavelo. La
auténtica razón de Estado la identifica con el arte de
la prudencia, que no es sino el gobierno de sí mismo:
cada cual debe ser el gobierno o estado de sí mismo116.
Y es que el individuo que quiera llegar a ser singular
respecto a los demás y lograr el éxito necesita de reglas y
normas, necesita de una razón de estado de sí mismo que
le permita guiar su conducta y alcanzar el fin deseado.
Y, así, Gracián propuso en sus tratados político-morales
unas normas de conducta y unas máximas pragmáticas
para lograr los fines prácticos y concretos con los que
se puede alcanzar el éxito y la fama, cuya base consiste
en adquirir, conservar y aumentar su propio ser y su

D. Saavedra Fajardo, Idea de un príncipe, Empresa XLIII, p. 715.


115

J. Velázquez Delgado, Antimaquiavelismo y razón de Estado, pp. 249-


116

255.

117
estado117.
Vemos, pues, que los jesuitas fueron los principales
enemigos del maquiavelismo, especialmente durante
la Contrarreforma, aunque alguno, como Baltasar
Gracián, fuera sospechoso de seguir a Maquiavelo y
enseñar sus doctrinas. No obstante, no parece que fuera
un autor maquiavélico, sino que su carácter pragmático
coincidía con el del florentino, lo que le hace tener
intuiciones parecidas, dictadas por las circunstancias y la
experiencia de la vida118.
Así pues, en este contexto literario-político del
neotacitismo y neoestoicismo españoles hemos de
insertar a nuestro humanista Juan Blázquez Mayorazgo
y su Perfecta razón de Estado, cuyos contenidos pasamos a
abordar a continuación.

3. Contenido histórico: un panegírico


La biografía de Fernando el Católico que Juan
Blázquez Mayoralgo nos escribe en catorce libros está
destinada, como el título de la propia obra explicita, a
analizar, explicar y justificar el concepto de la buena
y católica razón de Estado, ejemplificada en la figura
privada y pública del monarca español y entendida en el
sentido moderno de engrandecimiento, conservación y
superación de un país por su política racional, escalonada
y concorde119, procurando siempre la unión de los
reinos propios y la defensa de la religión católica. El rey
Fernando, que acaba comparado al final de la obra con
117
E. Cantarino, “Gracián: de la moral a la política”, en AA.VV,
Baltasar Gracián: ética, política y filosofía, Oviedo, Fundación Gustavo
Bueno- Pentalfa Ediciones, 2000, pp. 15-42, concretamente p. 35.
118
M. Beuchot, “Algunos opositores de Maquiavelo”, pp. 62-64.
119
A. Ferrari, Fernando el Católico, p. 446.

118
Augusto, personifica la perfecta razón de Estado y todas
las tesis y doctrinas políticas que Blázquez va exponiendo
al hilo de sus narraciones históricas. Por eso, el historiador
tiene, primeramente, que seleccionar los acontecimientos
históricos que va a narrar y, posteriormente, referirlos y
adaptarlos a los datos y hechos biográficos de Fernando
el Católico, dando así a los sucesos históricos y a las
doctrinas políticas desarrolladas una única y unívoca
interpretación católica. El fin último es exaltar la grandeza
que el Imperio ha alcanzado gracias a la grandeza de
su artífice. Pero no tenía mucho sentido realizar un
amplio panegírico de un rey que hacía ya ciento treinta
años que había muerto, salvo que el historiador busque
otra finalidad. Y ésta no es otra sino alabar y elogiar
enfáticamente a Felipe IV, a quien Blázquez debía favores,
mediante el panegírico de su antepasado Fernando
de Aragón. El rey Fernando personifica, en la versión
histórica que nos ofrece Blázquez, todos los principios
de la buena y católica razón de Estado y, por ese motivo,
es el único monarca digno de aparecer como modelo o
referencia política para Felipe IV. Eso mismo ya lo había
hecho antes Quevedo120. La intención de Blázquez es,
pues, encomiar a Fernando el Católico, considerado
como el mejor y mayor rey de la monarquía española
y europea, y describir sus ejemplares dotes políticas y
virtudes cristianas para que Felipe IV intente emularlas
y superarlas. Eso es lo que parece querer decir Blázquez
en su dedicatoria “Al rey nuestro señor”:

Por donde V. Mag., imitando su grandeza [la de Fernando el


Católico], a dado exemplo al mundo con sus vitorias y atemorizado
sus enemigos con su espada, justificando las guerras para que la
malicia no las tenga por invasión y la fama las dé el aplaudimiento
C. Peraita, Quevedo y el joven Felipe IV. El príncipe cristiano y el arte del
120

consejo, Kassel, Edition Reichenberger, 1997.

119
como defensa. Quod si vita supeditet (como escribió Tácito), principatum
divi Nerve et imperium Traiani, uberiorem securioremque materiam, senectuti
seposui. Y entonces podré dezir que mi pluma se tendió por la
inmortalidad de los Reyes, que ni otros siglos los vieron mayores ni
iguales los conocieron estas edades.

El panegírico, entonces, de Fernando acaba siendo


panegírico de Felipe IV, pues, como su glorioso antepasado,
ha luchado, vencido y atemorizado a sus enemigos en
guerras justas, no invasivas, sino defensivas. Una visión
idílica del reinado de Felipe IV, que, por los años en que
Blázquez escribe esto (1645), ya se vislumbraba como
declive y ruina de la monarquía hispánica. No obstante,
Blázquez insiste en que tanto Fernando como Felipe IV
han sido los mejores reyes españoles. Y, sirviéndose de
Tácito como autoridad (Hist.1.1.4), parece Blázquez dar
a entender que, si llega a vivir lo suficiente, ha reservado
para su vejez escribir una obra biográfica sobre Felipe IV,
igual que Tácito reservaba para la suya el principado del
divino Nerva y el imperio de Trajano.
El único criterio ordenador que Blázquez ha seguido
en su exposición histórica ha sido el de la sucesión
cronológica de los hechos del reinado de Fernando el
Católico. Cada libro se abre con una sucinta y escueta
sinopsis de los acontecimientos históricos que va a tratar,
luego repetidos y amplificados al final de la obra en un
apartado titulado “Materias que se tratan en estos catorce
libros”, esto es, un índice de materias, donde también
se consignan las disquisiciones y doctrinas políticas que
sirven de sostén a los hechos narrados. Y la sucesión de
sucesos históricos narrados arranca con el matrimonio
de Fernando con Isabel (1469) hasta la muerte del propio
monarca (1516), es decir, se historian cuarenta y siete
años de la vida y obra del personaje biografiado.
El historiador nos va presentando la vida personal,

120
militar y política de Fernando como una sucesión
de los objetivos logrados que, caracterizados por su
racionalismo, prudencia y virtuosismo y medidos en
relación con los precedentes y consiguientes, le van
afianzando en su majestad y realeza, que llegan a su
culmen al final de la obra, cuando Blázquez compara a
Fernando y, por ende, a Felipe IV con Augusto.
Como ha señalado Ferrari, Juan Blázquez, fue,
en última instancia, quien inspiró al teórico francés
Monsieur Varillas, antiespañol y antifernandino, que
a finales del barroco diseñó un completo y sistemático
ensayo sobre la política de Fernando el Católico. Cuando
Varillas censura, denigra y deforma a los historiadores,
teólogos y casuistas españoles, aunque sin nombrarlos,
está pensando especialmente en Blázquez y en su Perfecta
razón de Estado121.

Libro I
El primer libro de la narración histórica de Blázquez
Mayoralgo comprende los hechos políticos de Fernando
de Aragón desde su matrimonio con Isabel hasta la
derrota de Zamora de Alfonso V “el Africano”, esto es,
abarca el relato entre los años 1469-1476.
La primera reflexión de Blázquez al comenzar su obra
biográfica sobre Fernando de Aragón es precisamente,
emulando los inicios de la Conjuración de Catilina y la
Guerra de Yugurta de Salustio, la justificación de por qué
ha decidido escribir historia, esto es, dedicarse al género
literario de la historiografía. Igual que el historiador
latino, advierte que la plenitud de nuestra fuerza humana
reside ante todo en el alma y en el cuerpo: el alma nos
sirve para gobernar y es algo que tenemos en común con
los dioses; el cuerpo nos sirve para obedecer y es lo que
121
A. Ferrari, Fernando el Católico, p. 448.

121
tenemos en común con las bestias. Por ello, lo importante
es buscar la gloria con los recursos del espíritu más que
con los del cuerpo y, dado lo breve de la vida y teniendo
en cuenta que la gloria de lo material es efímera y
frágil, hay que esforzarse en prolongar la memoria de
las acciones derivadas de la naturaleza del alma, porque
tales hechos son inmortales y pueden servir de ejemplo
para estimular la virtud de los hombres venideros para
que se vuelquen en actividades útiles y productivas y, lejos
de achacar los sucesos a la intervención de la fortuna o
del azar, busquen las causas de las cosas:

El nombre insigne de los grandes hechos, la fama inmortal


deducida de sus exemplos, son acciones que siguen la naturaleza
de el Alma, quedando eternas como los bienes de fortuna olvidados
porque imitan la del cuerpo: la riqueza y la hermosura se envejecen
porque nacen para acabarse, pero no las obras del ánimo que
tuvieron origen para no consumirse; y si los pasos que se pierden en
los engaños de el ocio se destinasen a los estímulos de la virtud, ni al
desseo humano faltara la industria, ni en los accidentes se temiera
la fortuna, siendo tan propio atribuir los sucesos a la desdicha y no
bolver el conocimiento a la causa (1r-v).

Esta paráfrasis salustiana (Cat. 1 y Iug. 1), le lleva a


nuestro humanista a considerar que no quiere malgastar
sus tiempos de sosiego (otium) en la indolencia y en la
ociosidad, sino que pretende poner por escrito los hechos
del pasado y conservarlos así en la memoria del pueblo
español, tanto porque ello supone la mayor actividad
intelectual que un hombre puede ejercer y de la que
puede venirle la mayor gloria literaria, como porque
con el correr de los años se olvidan los hechos históricos
o se deforman deliberadamente por la inconstancia o
variedad de los afectos o dictámenes de historiadores
tendenciosamente partidistas. Y si Salustio eligió el tema
de la conjuración de Catilina (Cat. 4) o la guerra que el

122
pueblo romano sostuvo con Yugurta (Iug. 5), Blázquez
ha escogido como materia histórica las “hazañas” de
Fernando el Católico, porque, en su opinión, fue el
primero que supo ser rey, quien instauró el régimen
político de la monarquía en España, frente a los reinos
que hasta entonces había habido en la península, y llevó
la hegemonía de la monarquía española a sus mayores
esplendores, imitando así las grandezas de imperios
antiguos (Asiria, Grecia o Roma), que él había leído en
los libros de historia, y llevándolas a efecto en España,
un rey, en fin, religiosamente intachable y militarmente
inigualable.
Pero el historiador debe seleccionar los hechos que
le parezcan especialmente dignos de conservarse en la
memoria. De este modo, e imitando ahora el comienzo
de la Farsalia (Bella … plus quam civilia… canimus 1.1-2)
de Lucano, nos avanza Blázquez, en tono programático,
cuáles van a ser los temas que ha de tratar en su obra:
las contiendas dinásticas-sucesorias en Castilla, la guerra
con Portugal, la expansión exterior y el descubrimiento
de América, la política mediterránea, los problemas con
Francia y las conquistas de Navarra y Granada:

E de tratar de unas guerras más que civiles: en Castilla por la


sucesión de sus Reynos; en Portugal por la aspiración de los estraños;
el nuevo descubrimiento de las Indias; las revoluciones en Italia; los
requentros con Francia; y las conquistas de Nabarra y Granada (1v).

Y de una forma muy sucinta nos ofrece Blázquez


cuál era el panorama en Castilla, cuya corona se
disputaban tres reyes a un mismo tiempo. Por un lado,
estaba Enrique IV, que en 1470, en Valdelozoya, había
desheredado a Isabel y había vuelto a declarar heredera e
hija legítima a Juana la Beltraneja, justificando su decisión
por la negativa de Isabel, contra lo prometido en el acto

123
de Guisando, a casarse con Alfonso V de Portugal, el
pretendiente elegido por el rey Enrique IV. Por otro lado,
el rey de Portugal, Alfonso V, había intervenido en la
cuestión sucesoria castellana al reconocer a su sobrina
Juana como reina de Castilla y anunciar su matrimonio
con ella, reclamando así la herencia de Enrique IV e
invadiendo finalmente Castilla con sus ejércitos, con
lo que la Corona castellana quedaba inmersa en una
guerra de sucesión que duraría desde 1475 a 1479. Y
el tercer rey que competía por la Corona castellana era
Fernando el Católico, cuyo matrimonio con Isabel en
1469 le procuraba Castilla por legítima herencia de su
esposa frente a Juana:

Este era el estado de la Corona de Castilla competida por tres


Reyes a un tiempo: Don Enrique, para que sucediese en ella Doña
Iuana; el de Portugal, para defenderla por el casamiento; Don
Fernando el Cathólico para eredarla por la acción de Doña Ysabel
su muger, cuyo ligítimo derecho se opponía al mal opinado de la
dudossa Princesa Doña Iuana (2r).

En consonancia con algunos estudiosos modernos122,


realiza Juan Blázquez una análisis de la personalidad de
Enrique IV, “el Impotente”, destacando que no brilló
por sus méritos ni grandezas, sino por sus condiciones
negativas, vacilaciones, contradicciones y su conducta
lamentable, factores que a la postre fueron los que
malograron las posibilidades de que su presunta hija
doña Juana ocupase el trono de Castilla, dejando así
libre el camino a Isabel la Católica. Era Enrique IV,
según lo ve Blázquez, un rey de desdichada fortuna,
cuyo reino se hallaba convulso por las luchas facciosas de
la nobleza, dividida en bandos: por un lado, la facción
122
Por ejemplo, J. A. Vaca de Osma, Los Reyes Católicos, Madrid,
Espasa, 2001, pp. 45-65.

124
liderada por los Mendoza defendía el fortalecimiento del
poder real para consolidar su poder; por otro, el sector
comandado por el marqués de Villena quería mermar el
poder regio para alcanzar un mayor protagonismo en el
gobierno. Todo ello se reflejó en movimientos sediciosos
de los nobles rebeldes a la autoridad de Enrique IV
y en la proclamación como heredero del trono a su
hermanastro Alfonso en la llamada farsa de Ávila. Pero
el recién coronado infante murió en 1468. Entonces,
una parte de la nobleza, precisamente la que había
proclamado la ilegitimidad de Juana, la apoyó, quizás
conscientes de la imposibilidad de controlar a Isabel; la
otra parte de la nobleza, apoyó a Isabel como princesa
heredera y Enrique IV firmó con los rebeldes el Tratado
de los Toros de Guisando, reconociendo a Isabel como
Princesa de Asturias. Así, Enrique IV se reconciliaba
con la nobleza, evitaba una guerra civil e Isabel accedía
legítimamente al trono. Isabel se había comprometido
a no casarse sin el consentimiento de Enrique IV, pero
celebró en secreto su matrimonio con Fernando, lo que
constituyó una nueva inestabilidad política, pues los
nobles que habían apoyado a Isabel para consolidar su
propio poder frente a la monarquía veían que Isabel
iba a resultarles indomable y poco favorecedora de sus
intereses. El matrimonio también cogió desprevenido
a Enrique IV, de quien dice Blázquez que era por
naturaleza proco previsor y prudente –todo lo contrario
de rey modélico imaginado por él–, pues no se imaginaba
el monarca que el elegido sería Fernando de Aragón,
cuando Isabel contaba con otros muchos pretendientes,
como el príncipe de Viana, Carlos de Guyena, hermano
del rey de Francia, Alfonso V de Portugal o Pedro Girón,
hermano del marqués de Villena:

125
La desdichada fortuna de el Rey Don Enrique… qualquiera
medio parecía fácil al Rey, porque no fiava de su libertad lo que les
persuadía la razón. Quando el Príncipe de Aragón don Fernando,
que de embozo avía llegado a Valladolid, tenía dada la mano a la
Princessa doña Isabel, cuyo casamiento ni los grandes de Aragón
querían, ni los de Castilla desseavan, cojió descuidado al Rey la nueva
o por su natural condición, poco atento a prevenir los accidentes,
o porque el estado de las cosas no los prometía embarazadas tan
inopinadas todas entre los muchos que pretendían la Princessa (2r-
v).

Tras el bosquejo de la personalidad de Enrique IV,


a quien don Juan Blázquez define como un hombre
cuyo “pecho era tan fácil en persuadirse como inclinado
a olvidarse” (2v), se pasa al capítulo de la llamada
concordia de Segovia de 1475. En efecto, se narra cómo,
tras la muerte del rey de Portugal (12 de diciembre de
1474), Isabel reaccionó rápidamente y el mismo día 13
de diciembre se alzaron en la plaza mayor de Segovia
los pendones reales proclamándola reina de Castilla,
mientras que tres días después emisarios suyos partían
hacia las ciudades castellanas llevando la buena nueva.
Fernando, que se encontraba en Aragón en el momento
de ser proclamada reina Isabel, regresó rápidamente a
Castilla, llegando a Segovia el día 2 de enero de 1475,
cruzando la frontera entre los dos reinos por Ariza,
haciendo conde de Monteagudo a Pedro de Mendoza en
Almazán y recibiendo la sumisión de Luis de la Cerda,
conde de Medinaceli:

Y el príncipe don Fernando vino a Segovia, donde con mayor


aplaudimiento se confirmaron las partes que permanecieron hasta la
muerte de el Rey Don Enrique… Desembarazose el Reyno de estas
disensiones y, junta en Segovia la mayor grandeza que conducirse
pudo, juró por Reyna a Doña Ysabel, repitiendo en alta voz el
nombre suyo y de Fernando, a tiempo que se hallaba en Zaragoza a
las cortes de Aragón… partió a Castilla… Llegó el Rey a Almazán,

126
donde el Conde Medina Celi Don Luis de la Cerda le representó
la acción que tenía al Reyno de Nabarra por su muger, hija de don
Carlos Príncipe de Viana… Entró el Rey en Segovia… (2v-3v).

Llegado a este punto, aborda Blázquez la figura del


Marqués de Villena y el papel que desempeñó, pues
sabido es que el vasto territorio del marquesado de
Villena, que comprendía casi toda la Mancha y partes
occidentales de los reinos de Valencia y Murcia, no
respetó el poder real y se sustrajo al control de Isabel. Y
es que el marquesado estaba ahora en manos de Diego
López Pacheco, hijo del anterior marqués, que se había
ahora convertido en el custodio de la princesa Juana123.
A Blázquez Mayoralgo, por ser el marqués de Villena
valedor y custodio de Juana, le resulta antipática la figura
de dicho marqués y nos lo presenta como un individuo
medrador, inconstante y carente de moral, que sabía usar
todo tipo de artimañas, amoldarse a las circunstancias y
aprovecharse de ellas, un personaje oscuro, camaleónico
y hábil en cambiar de actitud y conducta, adoptando en
cada caso la más ventajosa para sí y para sus intereses.
De hecho, dice Blázquez que le daba igual Castilla que
Portugal, pues sólo se movía por su propio provecho.
Era, en fin, todo un personaje maquiavélico:

A este tiempo el Marqués de Villena se mostraba indiferente


entre los dos Reyes de Castilla y Portugal burlando a entrambos,
porque no se inclinaba a ninguno, atento a favorecer la parte que
más asegurase la conservación de su grandeza y la riqueza de sus
estados, haziendo pública, tan sin recato, esta determinación que
más parecía obligar con fuerza que proponer sujeción: era el último
fin de sus pretensiones perpetuarse Maestre de Santiago, tomando
la mano poderosa de el Rey para derribar los competidores… (3v).

123
A. Simón Tarrés, La monarquía de los Reyes Católicos. Hacia un Estado
hispánico plural, Madrid, Historia 16, 1996, p. 22.

127
Pero se topó con Fernando de Aragón, un rey
también experto en las artimañas del disimulo y de
quien Blázquez dice que “también sabía disimular
adversidades” (3v). Fernando intentó convencerle con
razones, pero sobre todo con promesas y ofrecimientos,
que es el argumento que más convencía a alguien tan
ambicioso como el marqués de Villena, y le propuso
que, si renunciaba a proteger a doña Juana, “hallaría en
él todo el valimiento que pudiese darle” (3v), al tiempo
que le aclaraba que intentarían casarla conforme a
su dignidad. Pero el marqués se excusaba alegando la
confianza que había depositado en él Enrique IV y, según
nos cuenta Blázquez, escribió al rey de Portugal, Alfonso
V, recordándole que a él le tocaba la protección de su
sobrina Juana y atizándole a marchar contra Castilla,
aduciendo que, si se mostraba activo en vez de ocioso,
tenía ahora una oportunidad única para reclamar la
herencia de Enrique IV, porque Castilla se encontraba
dividida en dos bandos, uno en favor de Isabel y el otro
partidario de Juana. Y parece que esta carta hizo mella
en el rey Alfonso, a quien Blázquez nos lo pinta como
un monarca ambicioso y, en cierta manera, presa de las
malevolencias del marqués de Villena. Si no hubiera
sido por estos incentivos que le animaron desde el propio
territorio castellano, Alfonso V se habría quedado tan
tranquilo en su reino, sin venir a importunar a unos
reyes, Isabel y Fernando, que acababan de asentarse en
el trono compartido124. Estos incentivos, provenientes de
los Pacheco, Stúñiga, marqués de Cádiz y otros nobles
descontentos con los nuevos reyes que temían represalias
por haber apoyado a la Bertraneja, junto con su ambición
personal llevaron a Alfonso V a dejarse persuadir por
la “razón de Estado”, calificada por Blázquez como
124
J. A. Vaca de Osma, Los Reyes Católicos, p. 127.

128
“bárbara ley introducida”, a convocar a una junta y
proponer el caso, decidiéndose entonces la invasión de
Castilla con sus ejércitos portugueses, lo que dejó a la
Corona castellana inmersa en una guerra de sucesión
que se extendería desde 1475 a 1479:

Escribió de secreto al Rey de Portugal, representando quán a


quenta de su cuidado corría la protección de su sobrina, y que el
ocio jamás avía dilatado los imperios, … que Castilla estava dividida
secretamente en vandos en favor de Doña Ysabel y Doña Juana,
donde unos peleaban por la libertad y otros se defendían por el
temor… que si dejaba passar esta ocasión desopinaba su valor y
dejava titubeante su Corona. Halló al Rey la carta de el Marqués
descuidado de estas inquietudes y, como la ambición halla campo
en el mayor retiro, comenzando por la razón de estado (bárbara ley
introducida) a proponer el caso en la junta que hizo, se mostró más
inclinado a tomar las armas… ((3v-4r).

Realmente, como se ha apuntado, la disputa


dinástica era solo la causa aparente del conflicto, pues lo
que subyacía en el fondo era la lucha intestina entre las
facciones nobiliarias castellanas y las tensiones derivadas
de los equilibrios y alianzas de la política internacional
del occidente europeo, especialmente en el ámbito
ibérico. También animó a Alfonso V en su invasión la
ayuda ofrecida por el monarca francés, Luis XI, que
proseguía así su política antiaragonesa125.
Además, el rey portugués se veía incitado por el joven
príncipe de Portugal Juan II, “El perfecto”, tildado por
Blázquez como “mozo soberbio y poco experimentado
en apariencias de fortuna” (4r). Y si el príncipe Juan II es
presentado como prototipo de soberbia e imprudencia,
el duque de Berganza aparece como la persona sensata
que intenta evitar el conflicto armado, denunciando
A. Simón Tarrés, La monarquía de los Reyes Católicos, p. 24; J. A. Vaca
125

de Osma, Los Reyes Católicos, p. 128.

129
las dobleces del marqués de Villena y desvelando
sus auténticos intereses personales, tendenciosos y
partidistas. Pero, al final, no se hizo caso a las reflexiones
cabales del duque de Berganza y se tomó la decisión de
la guerra. Estos descerebrados, en opinión de Blázquez,
se volvieron aún más osados cuando en febrero de 1475
un mensajero portugués, Lope de Alburquerque, había
entrado en Castilla trayendo cartas a los principales
“grandes” para incitarles a una revuelta126. Entonces ya
desistieron Isabel y Fernando en sus intentos de negociar
con Portugal para evitar la guerra. El rey de Portugal se
encontraba en la frontera con un ejército bien armado de
cinco mil caballos y catorce mil infantes y, apercibiéndose
ya Fernando de lo inevitable de la confrontación, intentó
que la guerra fuera lo menos dañina posible para Castilla,
por lo que tomó la iniciativa para forzar a su enemigo a
hacer la guerra en territorio portugués, sabedor de que
siempre es mejor hacer la guerra en el país enemigo
que en el propio. Así lo expresa Blázquez, aduciendo
una larga lista de reyes y militares antiguos, bíblicos y
grecorromanos, que prefirieron hacer la guerra fuera de
sus países:

El de Portugal se hallaba a la raya de el Reyno con un poderoso


campo de cinco mil caballos y catorze mil infantes, todos bien
armados. Fernando, desconfiado de reducir a concierto lo que ya
era resolución desesperada, acudió a las armas para forzar a su
enemigo orgulloso que hiziese la guerra en sus Reynos, atajándole
el paso antes que fatigase los de de Castilla, porque siempre ha sido
consejo de hombres sabios que vale más buscar al enemigo en su
casa que aguardarle en la propia… (4v-5r).

Y, como demostración de su tesis, plenamente tacitista

L. Suárez Fernández, Los Reyes Católicos. La conquista del trono,


126

Madrid, Rialp, 1989, pp. 105-106.

130
y neoestoica, aduce Blázquez una cita de autoridad que,
según dice, es de Livio, pero que realmente corresponde
a los Anales (15.1) de Tácito y que también hallamos en
los Politica (4.14) de Lipsio, una cita que, si la leemos
en su contexto, está puesta en boca de Tiridates, quien
decía que los grandes imperios no se defienden con la
cobardía, sino con hombres y armas, que la mayor justicia
está donde hay más fuerza y que “si es propio de una
casa particular luchar por conservar sus propiedades, el
competir por la ajena era gloria de reyes”:

Que como dixo Libio, es elevación intrépido ánimo: Sua retinere


privatae domus, de aliena certare regiam laudem esse (5r).

Fernando, entonces, se nos presenta como un rey


que se ve forzado a hacer la guerra, por lo que Blázquez
entiende que la del rey Católico es una “causa justa”
y legítima, frente a la de Alfonso V, que aparece como
injusta y fruto de la ambición. Asimismo, el monarca
español es visto como un militar brillante, pero arrojado
en estas primeras contiendas de juventud, porque “ardía
en juveniles bríos”, aún no había sufrido los reveses de
la fortuna y se dejaba llevar más por el ansia de fama
que por el temor a los resultados (5v). Salió entonces
Fernando de su campamento buscando al enemigo y el 1
de marzo de 1476 logró el decisivo triunfo militar de los
ejércitos capitaneados por él mismo, aunque Blázquez
no quiere dejar de resaltar el papel decisivo que jugaron
dos insignes capitanes suyos, cuando Fernando y su
consejo se mostraron titubeantes. Las palabras de Luis
de Tovar ante dicho consejo parece que fueron decisivas
para acometer la batalla y de hecho Alonso de Palencia
lo califica como “noble y valiente caballero”127. Pero

A. Palencia, Crónica de Enrique IV, vol. II, p. 270.


127

131
a quien más elogia Blázquez, quizás por ser paisano
y antepasado suyo, es al capitán Diego de Cáceres de
Ovando, a quien nos lo pinta como un auténtico capitán
prudente y neoestoico, para quien el mundo y, más
concretamente, aquel campo de batalla era una comedia,
un teatro de farsa, donde la fortuna representa el papel
principal y muda el aparato por instantes, y todos los que
allí estaban para luchar eran farsantes en ese gran teatro
del mundo. No obstante, señalaba Diego de Caceres que
era necesaria la lucha e intentaba animar al rey Fernando
a que siguiese el heroico ejemplo de su padre, el rey don
Juan, en su lucha contra los franceses, aunque, muy en
tono estoico, ni el vencedor debía ensoberbecerse ni el
vencido abatirse. Y es que el capitán Diego de Cáceres,
según señala Blázquez, gozaba de gran influjo y crédito
en el rey Católico por los buenos servicios que había
prestado antaño a su padre. Este aparente desencuentro
entre Fernando, que titubeaba, y el capitán cacereño
sobre cómo había que llevar a cabo la acción armada
contra Portugal fue trascendental para insuflar ánimos
a los ejércitos castellanos. Blázquez, entonces, sin querer
mermar los méritos del rey Católico, parece atribuir
directamente a la determinación de Diego de Cáceres
el triunfo sobre el ejército portugués. No podía tener
la guerra otro resultado, pues, según Blázquez, el rey
de Portugal se guiaba por la ambición, mientras que
Fernando se esforzaba por derecho:

El capitán Diego de Cáceres de Ovando, que vía indiferente


el ánimo de el Rey, con más disciplina que elogios, dixo que tan
mal seguro acierto era arrojarse con temeridad al peligro como
perder la ocassión por cobardía y que aquel campo era un teatro
donde la fortuna representava uno de los grandes juegos de sus
mudanzas… Era antiguo crédito el que tenía el Capitán con el Rey
Don Fernando, por los grandes servicios hechos al Rey don Iuan su
padre…Este fin tuvo la guerra que un Rey seguía por ambición y

132
otro esforzaba por derecho (6r-v).

Blázquez de Mayoralgo, por tanto, envuelve la guerra


contra Portugal en una completa teoría de la guerra justa
y sostiene la tesis principal de que Fernando de Aragón,
en esta fase inicial de su vida regia, tuvo como objetivo
principal de su política librarse de Portugal, su primer
enemigo natural128.

Libro II
La narración de este segundo libro comienza en el
mismo año de 1476, contando cómo, inmediatamente
después de la derrota portuguesa, numerosos aristócratas
que habían apoyado a doña Juana se pasaron al bando
isabelino: miembros del linaje de los Stúñiga, el duque
de Arévalo y Juan Téllez Girón, conde de Uruña, de la
familia de los Pachecos, se acercaron a Isabel y Fernando
y, ya a finales de 1476, lo acabaron haciendo también
el marqués de Villena y el arzobispo Carrillo. Fernando
e Isabel domeñaron a los nobles vencidos, pero tal
sometimiento no estuvo presidido por las represalias,
sino que hay que considerarlo como un reajuste político
y jurídico entre el poder real y sus ilustres “vassallos”,
incluidos los nobles vencidos. No obstante, aunque la
guerra terminaba como enfrentamiento civil castellano,
seguía como conflicto internacional por la alianza
siempre buscada de Alfonso V con Luis XI de Francia129.
Fernando de Aragón, según Blázquez, usando de su
conocida prudencia política, tacitista y neoestoica, como
buen disimulador que era, prefirió mostrarse clemente
con los vencidos, aun a sabiendas de que las ofensas que
no se castigan y encima se premian acaban volviendo

A. Ferrari, Fernando el Católico, p. 449.


128

A. Simón Tarrés, La monarquía de los Reyes Católicos, pp. 25-26.


129

133
soberbios a los injuriadores:

Parece que la fortuna (siempre amiga de estragos) dava lugar que


el ocio suspendiese las armas, aunque el Rey de Portugal, que pedía
su favor a Francia, no desconfiava de sus vanderas, hallándose más
dichoso en aventurarse a los Reynos ajenos que gozar los propios.
El de Castilla, que más atendía a reducir con disimulación lo que
no podía castigar con derecho, vino a concierto con el Arzobispo
de Toledo, y el Marqués de Villena, el Maestre de Calatrava y el
Conde de Ureña, vassallos poderosos para enemigos y atrevidos
para quejossos, no estava olvidado el Rey de las injurias recibidas
ni dejava de conocer que ensobervecen premios a quien se debe
castigo (9v-10r).

Tras los fracasos franceses de invadir Castilla por las


provincias vascas (1476), se demora Juan Blázquez en
narrar las turbaciones originadas por el nombramiento
de Alonso de Cárdenas como maestre de Santiago. En
efecto, para premiar a Rodrigo Manrique, caballero
veterano y valiente, su penetración en Extremadura y
su conquista de Almagro y Ocaña, con lo que mermó
significativamente la capacidad ofensiva de la orden
de Calatrava, controlada por Rodrigo Girón, Isabel
lo confirmó como maestre de la orden de Santiago.
Pero al morir Manrique en noviembre de 1476, Isabel
abandonó Valladolid y partió inmediatamente a
Uclés, donde estaba el cuartel general de la orden de
Santiago, llegando en diciembre de 1476 y logrando
así detener la inminente elección del nuevo maestre. Y
asegurando de este modo para la corona la provechosa
y lucrativa administración del maestrazgo, los monarcas
propusieron y aprobaron el nombramiento, como nuevo
maestre, de Alonso de Cárdenas, comendador de León y
tío de Gutierre de Cárdenas. Este nombramiento, relata
Blázquez, provocó nuevos malestares y la reina hubo
de ir a Ocaña a sofocarlos (11r). Asimismo, se cuenta

134
que los Reyes Católicos revocaron la merced que el rey
Enrique IV había hecho de la ciudad de Orduña al
mariscal García López de Ayala, pues Orduña había
permanecido siempre, desde el siglo XIII, al señorío de
Vizcaya y éste era inseparable de la Corona. Así, en 1477
determinaron los Reyes colocar Orduña bajo tercería y
desalojaron a García López de Ayala del castillo:

Esforzó esta resolución la diligencia que ponía el señorío de


Vizcaya en que esta ciudad bolviese a la Corona, representando
al Rey, que aviendo jurado guardarle sus privilegios, no era justo,
por tener contento a un vassallo, ir contra su palabra, quando ellos
tomaron las armas para servirle y el mariscal para defenderse (11r).

Blázquez Mayoralgo, como buen cacereño, cuenta


con bastante más lujo de detalles que otras fuentes cómo
Isabel, tras haber ya sometido la fortaleza y ciudad de
Ocaña junto con la rendición del joven Pacheco (enero
de 1477), marchó a Badajoz y, una vez asegurada la
frontera, llegó a Trujillo y a los pocos días de entregada
la fortaleza de Trujillo partió dirección a Cáceres,
adonde llega el 30 de junio de 1477. La reina llegaba
a una ciudad donde la lucha de bandos era un mal
endémico. Desde los elevados torreones de sus palacios
los linajes cacereños se hacían constantemente la guerra.
Por ello, en mayo de 1476, estando Isabel y Fernando en
Madrigal, habían ordenado ya desmochar los torreones
a nivel de las casas y la destrucción de sus defensas, con
la excepción de los torreones de algunos de sus más leales
vasallos y partidarios en la ciudad, como la fortaleza del
capitán Diego de Cáceres y Ovando, al que premiaron
así los servicios prestados en los sucesos de Toro130.
130
A. I. Carrasco Manchado, Isabel I de Castilla y la sombra de la
ilegitimidad. Propaganda y representación en el conflicto sucesorio (1474-
1482), Madrid, Sílex, 2006, p. 293.

135
Blázquez cuenta cómo había entonces en Cáceres dos
bandos, llamados coloquialmente el de arriba y el de
abajo y luego ya denominados el de los Ovandos y el de
los Carvajales, enfrentándose en encarnizadas “guerras
más que civiles”, provocadas y atizadas por el conflicto
que había entre don Gómez de Cáceres y Solís, Maestre
de Alcántara, y su clavero don Alonso de Monroy, que
pretendía arrebatar el maestrazgo a don Gómez por
nombramiento del rey Enrique IV. La reina, no menos
prudente ni hábil que su marido Fernando, determinó
una solución salomónica, repartir en condición de
igualdad los doce oficios de regidores, para que siempre
estuvieran ambos bandos igualados. La reina temía que
estos enfrentamientos intestinos pudieran dar ocasión
al rey de Portugal, que se encontraba al acecho, a una
nueva invasión:

Bolvió a Cáceres, deseando apaciguar unas grandes


parcialidades que allí avía, llamadas entonces el vando de arriba
y el de abajo, y después de Ovandos y Carvajales… Inquietava
el corazón de la Reyna ver que estas guerras más que civiles se
atizaban de las que tenía Don Gómez de Cáceres y Solís, Maestre
de Alcántara, con su clavero Don Alonso de Monroy… Y no halló
otro medio más poderoso que partir con igualdad los doze oficios
de regidores, ordenando que siempre estuviesen tantos a un vando
como a otro… estando tan alterada la Estremadura por los Maestres
y el Rey de Portugal atento a gozar de la ocasión que estas rebueltas
pudiesen dar (13r-v).

Entretanto, Fernando, que se encontraba en Toro,


envió al Conde de Monteagudo con tropas para asegurar
Navarra (1477). Y pasa Juan Blázquez a contarnos
sumariamente cómo acabó la revuelta de Jaime de
Aragón, que se había hecho fuerte con el ducado de
Villahermosa: al verse sitiado y declarado como rebelde,
se entregó, fue llevado a Barcelona y le cortaron la

136
cabeza, entrando luego en el ducado de Villahermosa su
hijo Juan de Aragón (13v-14r).
Por estas mismas fechas, prosigue Blázquez, consiguió
Alfonso V de Portugal la dispensa papal de Sixto IV
para poder casarse con su sobrina Juana, lo que “fue
bolver a su principio las turbaciones de las dos Coronas”
(15r). Asimismo, confirmaron los reyes el maestrazgo
de Santiago a don Alonso de Cárdenas, suscitando la
envidia de otros muchos grandes de España, pero era
un premio que los monarcas le otorgaban, a juicio de
Blázquez Mayoralgo, por haber sido “el que más se
havía arrojado contra el Rey de Portugal” (15r).
Se ocupa también Juan Blázquez con cierto detalle
de la pacificación de Extremadura, que quedó casi
terminada en la primvamera de 1477, cuando Isabel
hace su largo viaje por el sur de la península. Se
sometieron primeramente Guadalupe y Trujillo, pero
no fue hasta finales del invierno de 1478 a 1479 cuando
consienta la condesa de Medellín, doña Beatriz Pacheco,
hija del marqués de Villena, en entregar las ciudades de
Medellín y Mérida, motivado todo ello por la decisión
de los portugueses de pedir el cese de las hostilidades.
Nuestro historiador nos cuenta cómo Beatriz Pacheco
tiene preso a su hijo mayor don Pedro Portocarrero y
cómo la reina, usando de su prudencia política, le pide
su libertad con mucho disimulo, pues conocía el carácter
altivo y arrogante de doña Beatriz:

Estava la Reyna en Trugillo, desseando reparar con prudencia


los daños que amenazaba la discordia, porque la condesa de
Medellín, Doña Beatriz Pacheco, muger altiva y reboltosa y que
nunca avía rendido el ánimo a la sujeción, era principio de todos
los movimientos, sin perdonar a su mismo hijo eredero don Pedro
Portocarrero que tenía preso (15-r-v).

137
Partió Isabel luego a Andalucía, porque la situación
era allí inquietante. Había allí grandes señores feudales
que gobernaban a su antojo (los Guzmán, duques de
Medinasidonia, y los Ponce de León, marqueses de Cádiz)
y llevaban lustros enfrentados entre sí, disputándose las
ciudades más importantes. Isabel y Fernando fueron allí
a fines de 1477 y, usando prudencialmente un combinado
de persuasión y amenazas, imponen su autoridad, cierran
viejos conflictos y acaban con los abusos de poder131
(15v-16r). Con estos mismos propósitos pacíficos,
intenta el rey Fernando establecer una tregua con el rey
de Granada, Albuhacén, sirviéndose para ello de don
Diego Fernández de Córdoba, conde de Cabra, que era
gran amigo del musulmán (16r). Entretanto, el pérfido
rey de Portugal, a quien Blázquez considera un audaz e
insolente, seguía hostigando las fronteras de Extremadura
por mano de su hijo Juan II, el que sus contemporáneos
llamaron “príncipe tirano”, capitaneadas sus tropas por
el Obispo de Évora y refrenadas por el Conde de Feria
y don Manuel Ponce de León, hermano del marqués de
Cádiz, llegándose a una tregua de dos años (16r-v).
Se cuenta también rápidamente cómo el marqués de
Cádiz y el duque de Medina Sidonia, que estaban en
continua tensión bélica, tras entrevistarse con los Reyes,
prestaron su servicio incondicional a los monarcas (1477),
al tiempo que se firma una tregua de tres años con el rey
de Granada, Albuhacén, narrada también por Alonso de
Palencia y por Zurita132. Entretanto, el rey de Portugal se
reunía con el duque de Austria, pariente suyo, causando
la desconfianza del rey de Francia (18r). Y de la política
131
J. Pérez, Isabel y Fernando. Los Reyes Católicos, Hondarribia, Nerea,
1988, p. 68.
132
J. De Mata Carriazo, En la frontera de Granada, Granada, Universidad
de Granada, 2002, p. 209.

138
peninsular pasa Juan Blázquez a la italiana, deteniéndose
en el estado en que se encontraba Sicilia, gobernada por
los virreyes Guillén de Peralta y Guillén de Pujadas y
sublevada en estos momentos por el casamiento de Ana
de Cabrera, condesa de Módica. El rey don Juan de
Aragón, intentado aliviar la situación de conflicto, trató
de casarse con ella, pero el rey don Fernando cambió de
opinión en el asunto del casamiento de la Condesa de
Módica con su hijo don Alonso de Aragón y finalmente
la casa con don Fadrique Enríquez, hijo del almirante de
Castilla y primo hermano del propio Fernando, en enero
de 1481 (18r-v). Estas alteraciones de Sicilia, al entender
de Blázquez, se veían agravadas por Leonardo II de
Alagón y Arborea, marqués de Oristán, que pretendía
casarse con la hija del conde de Módica, por lo que el
virrey fue a Barcelona acusando a Leonardo de haber
sublevado la isla contra el rey, obteniendo así la sentencia
de muerte para Leonardo y la confiscación de sus bienes
el 15 de octubre de 1477 (19r-20r):

Huyó el virrey a Barcelona deseando hazer gente para bolver


de nuevo a las competencias, pero el Rey, que más atendía a evitar
los daños públicos que dar campo de venganza al odio secreto,
procedió a sentencia y fue condenado el Marqués, sus hijos y
hermanos por rebeldes, con nombre de averse querido levantar con
la Isla de Cerdeña y otras cosas que, en semejantes rumores, o toman
principio de verdad o las introduce el pueblo con su ignorancia:
Yerro es que no se puede perdonar tomar las armas contra el Rey y
assí debe ser castigado, porque no basta que el Príncipe sea querido,
si es desestimado (20r).

Jerónimo Zurita, que parece ser la fuente de Juan


Blázquez, ofrece, en el libro XX de sus Anales de la
Corona de Aragón (año 1477), un detallado relato de los
acontecimientos y expresa la sentencia en términos muy
parecidos a los de nuestro humanista:

139
Viéndose el Visorey acossado, vino a Barcelona para procurar
de llevar socorro de gentes y entonces el Rey procedió a dar sentencia
contra el Marqués y condenole a él y a sus hijos y hermanos por
rebeldes y confiscó sus Estados, oponiéndole que se avía querido
alzar con la Isla de Cerdeña…

Pero lo que Zurita considera una sublevación


comprobada y malévola del marqués de Oristán contra
el rey, Juan Blázquez parece querer suavizarlo, atenuando
las culpas de Leonardo de Alagón y entendiendo que, más
que contra el rey, las desavenencias y el levantamiento
apuntaban contra el virrey. Realmente, Juan II se había
dejado convencer por Nicolò Carròs de que Leonardo
era un individuo peligroso, porque podía desencadenar
de nuevo la guerra de independencia en la región; por
ello Juan II hizo condenar al marqués como felón y
traidor y dictó sentencia de muerte contra toda la familia
Alagón. Además, Blázquez insiste en que los rumores y la
maledicencia aumentaron la magnitud de los altercados,
rumores que, como señala nuestro humanista, acaban
cobrando visos de verdad, sobre todo a ojos del pueblo
ignorante que entiende las habladurías como hechos
consumados. La población, en efecto, era aún muy
sensible al argumento de que Leonardo podría provocar
una nueva guerra de independencia. No obstante, lo
que Blázquez no podía tolerar es que nadie tomara las
armas contra el rey. Y levantarse contra el virrey suponía
sublevarse contra la Corona.
Este segundo libro, en opinión de Ferrari, sostiene la
tesis general de que antes de introducirse en política un
nuevo orden de leyes y derechos hay que agenciarse el
imperio y la autoridad por los medios adecuados a cada
caso133.

133
A. Ferrari, Fernando el Católico, p. 449.

140
Libro III
Comienza Blázquez el libro con los embajadores
castellanos y los franceses reunidos en Fuenterrabía
para tratar las paces entres los reyes de Aragón, Castilla
y Francia, en cuyas negociaciones el mayor escollo era
precisamente la restitución de los estados de Rosellón y
Cerdaña. Se firmó el 9 de octubre de 1478 el llamado
tratado de San Juan de Luz. Era un acuerdo esperado y
que Isabel y Fernando estaban intentando cerrar desde
1477, pero respecto a estas paces castellano-francesas se
encontraban con la oposición de Juan II de Aragón, que
no estaba dispuesto a aceptar un tratado que le privara
de los territorios del Rosellón y la Cerdaña. Así que el
enfrentamiento del rey de Aragón era inevitable, pues la
alianza entre Castilla y Francia había sido uno de los ejes
principales de la política internacional llevada a cabo
por los anteriores Trastámaras castellanos. Era, pues,
necesario el acuerdo de paz con Francia, máxime cuando
Alfonso de Portugal había firmado ya previamente un
tratado durante su larga estancia en Francia134. Blázquez,
en este punto, señala que el acuerdo no era del gusto del
rey de Castilla, pero que las circunstancias le obligaban
a firmarlo, pues la suerte podría sonreír al rey de Francia
y resultar un molesto enemigo, al tiempo que el rey de
Portugal preparaba de nuevo la guerra contra Castilla. El
rey Católico, por tanto, hace lo que tiene que hacer, como
gobernante prudente que es y obligado por la “razón de
estado” a plegarse a este concierto. No obstante, destaca
nuestro humanista el ánimo soberbio de Juan II y expone
que él era el principal opositor al que Fernando tenía
que enfrentarse, pues, como hombre experimentado que
era en las perfidias francesas, no dejaba de advertirle y
acabó pasando a la acción:
A. I. Carrasco Manchado, Isabel I de Castilla, p. 422.
134

141
Era el rey de Aragón de altivo espíritu y el uso de reynar le
tenía disciplinado en los sucessos y oppuesto a los intentos del Rey
de Francia (como quien ya le conocía). Advirtiendo a su hijo el Rey
de Castilla las máquinas que contra él armaba, no dio lugar que los
conciertos passasen adelante, resolviendo hazer la guerra a Portugal
dentro de sus límites y que, estrechando las fronteras de Fuente
Rabía, passadas las treguas, acometerían el Condado de Rosellón
que el Rey de Nápoles pretendía tener en su poder mientras las
cosas se componían (21v-22r).

Los estados de Rosellón quedarían aún en poder de


Francia, hasta que el rey de Castilla pagara quinientos
mil escudos.
Y vuelve Blázquez de nuevo a la política italiana y
narra las disputas entre los hermanos Carlo y Galeotto
Manfredi por el estado de Faenza, concretamente cómo
Galeotto, tras un intento fallido de conquistarlo por las
armas, provoca una rebelión popular en la ciudad y
logra suceder a su hermano Carlo como vicario papal
de Faenza (1477).
Italia, en fin, sigue convulsa, lo que lleva a Blázquez a
continuar la narración sobre el marqués de Oristán (22r-
v). Recordemos cómo en el año 1477 Juan II se había
dejado convencer por Nicolò Carròs de que Leonardo
era un elemento peligroso porque podía desencadenar
de nuevo la guerra de independencia en la región,
llegando así a dictar una atroz sentencia de muerte para
Leonardo de Alagón y toda su familia y seguidores,
incluida la confiscación del gran patrimonio que poseía
y su incorporación a los bienes de la Corona. Tras esta
sentencia tan contundente, el marqués de Oristán se
vio forzado a seguir luchando. De Cataluña llegaron
refuerzos al virrey y ambos ejércitos se enfrentaron, tras
varias batallas, cerca de la plaza fortificada de Macomer
el 15 de marzo de 1478. La contienda fue encarnizada,

142
murieron numerosos sardos, incluido el hijo mayor de
Leonardo, y las fuerzas sardas quedaron desbaratadas. El
marqués intentó huir, pero fue traicionado y trasladado a
Sicilia, quedando bajo la custodia del almirante aragonés
Joan Vilamarí, quien lo escoltó a Valencia, y desde allí
fue enviado a la cárcel de Játiva, donde murió el 3 de
noviembre de 1494. Así, el marquesado de Oristán y el
condado del Goceano pasaron definitivamente a poder
de la Corona de Aragón. Por ello, los reyes españoles
tenían también el título de reyes de Cerdeña, marqueses
de Oristán y condes del Goceano. Blázquez, no obstante,
justifica como una necesidad el acto de confiscación del
patrimonio y de los estados del marqués y su inclusión
entre los bienes de la Corona, que no buscaba con ello
extender y ampliar sus territorios, sino la evitación de
futuras guerras. Desbaratado el marquesado, se acabaron
las guerras:

Llevado con sus hijos al Rey de Aragón, que, teniéndole


declarado (como queda escrito) por rebelde, avía metido en la
Corona Real sus estados, más por evitar tantas guerras que dilatar
su Reino, porque la casa de Arborea siempre fue oppuesta a la de
Aragón, de que resultaron tantas discordias entre los potentados de
Ytalia, divididos en parcialidades y aora reduzidos a siglos de paz
(22v).

Aborda seguidamente Juan Blázquez las grandes


disensiones, que iban en aumento, entre Rodrigo Ponce
de León, marqués de Cádiz, y el duque de Medina
Sidonia. Tras la conquista militar de Utrera, donde el
mariscal Hernando Arias de Saavedra (Fernandarias de
Saavedra) se resistió a la autoridad de los reyes, el 6 de
febrero de 1478, Fernando regresó a Madrid e Isabel
permaneció en Sevilla, donde no detuvo su actividad
política, prohibiendo al duque de Medina Sidonia y al

143
marqués de Cádiz habitar en la ciudad. Al mismo tiempo,
el rey de Portugal, según Blázquez, con el pretexto de
“consumar el matrimonio con su sobrina Doña Iuana,
determinaba bolver contra Castilla” (22v), lo cual no
cogía desprevenidos a los reyes. Asimismo, lamenta
nuestro historiador el estado en que se encontraban
los reinos de Castilla, convulsos por las sediciones y los
daños que causaban tales guerras, tanto al pueblo como
a los señores poderosos (23r).
Tras la toma de Utrera y Tarifa en 1478, arrebatadas
al mariscal Arias de Saavedra (23r-v)135, analiza Blázquez
los enfrentamientos que tuvieron lugar en las fronteras
de Portugal entre el Maestre de Santiago, don Alonso de
Cárdenas, y don Juan, el príncipe de Portugal. El relato
está bien referido por Zurita en sus Anales (20.24) y por
Mariana en su Historia general de España (24.18), quien
nos dice que el motivo del conflicto vino por el hecho
de que Lope Vasco tomó el castillo de Mora en nombre
de Fernando, tras lo cual el rey Católico, que tenía gran
deseo de hacer la guerra en persona a Portugal para
granjearse una mayor reputación, encargó la contienda
al Maestre de Santiago. En cambio, Blázquez nos ofrece
su personal visión del hecho, pues, seguramente para
preservar la figura del rey Fernando, culpa de esta guerra
al rey de Portugal y a sus deseos de invadir Castilla, al
tiempo que elogia la valentía del Maestre. Era agosto de
1478:

El rey de Portugal en esta ocasión persuadía, con la gran


prevención de armas que tenía, que en persona passava a Castilla; y
corriendo público este rumor, dio orden al Maestre de Santiago que
saliese a las fronteras donde el Príncipe de Portugal le aguardava
para darle la batalla; no la rehusaba el Maestre, ni por falta de

P. Rufo Ysern, “Los Reyes Católicos y la pacificación de Andalucía


135

(1475-1480)”, Historia. Instituciones. Documentos 15 (1988), pp. 217-249.

144
valentía ni por fuerza de el exército… (23v).

Y si el Maestre de Santiago gozaba del aprecio de


Blázquez, no ocurre lo mismo con el Marqués de Villena,
al que califica como “altivo de espíritu”, “inquieto de
condición”, dado a “acometimientos”, obstinado y
arrogante, cuando nos narra cómo defendió sus estados
el Marqués de Villena contra don Jorge Manrique, el
famoso poeta; cómo se quejaba de que la reina quería
arrebatarle todas sus posesiones y lugares; y, en fin,
cómo muere el poeta Manrique en una escaramuza en
abril de 1479, para acabar el Marqués entregándose a
la obediencia del rey, seguro ya de que su victoria era
imposible (23v). Y es que, desde principios de 1477,
la Hermandad comenzó a actuar con eficacia desde
Gibraltar a Galicia, contribuyendo así a la sumisión total
del marquesado de Villena.
Tampoco es vista con simpatía Beatriz Pacheco, la
condesa de Medellín y hermana del marqués de Villena,
la cual, según Blázquez, tenía tiranizada a Mérida y
estaba “aunada” con el clavero don Alonso de Monroy,
militando ambos en el bando del rey de Portugal. La
condesa, “que, como muger, ni desistía de su pretensión,
ni aflojava en su porfía, entregó al Rey de Portugal la
fortaleza de Mérida” (24r). El Maestre de Santiago,
don Alonso de Cárdenas, pasó con su ejército a Lobón,
mientras el obispo de Évora, García de Meneses, venía
con sus gentes a reunirse con las del clavero Alonso de
Monroy, resultando de todo ello la conocida batalla
de la Albuera o Albuhera a principios de 1479, cerca
de Mérida, en donde los invasores fueron destrozados
por los caballeros de la Orden de Santiago, viéndose
obligados a iniciar las negociaciones para la paz (24r)136.
136
L. Suárez Fernández, Los Reyes Católicos, I, p. 319.

145
El Maestre pudo así poner cerco a Mérida, al tiempo que
el capitán Diego de Cáceres de Ovando, ayudado por
el Comendador mayor de Alcántara, su hijo Nicolás de
Ovando, sitia “muchos lugares de la orden, tiranizados
por las discordias de los Maestres y la protección de el
Rey de Portugal” (24v). Pero estaba Extremadura en
suspenso, relata Blázquez, por el enfrentamiento entre
el bando de los Monroy y los Estúñigas, siendo así que
el clavero don Alonso de Monroy pretendía aún el
Maestrazgo de Alcántara cuando el papa Sixto IV, por
bulas de 9 de junio y 20 de diciembre de 1477, y los
Reyes Católicos, por provisión real de 25 de julio de
1480 en Toledo, ya habían confirmado el maestrazgo
de la Orden de Alcántara a Juan de Estúñiga (Zúñiga y
Pimentel). De nuevo, el clavero y Beatriz Pacheco, aliados
con Portugal, son vistos con malos ojos por Blázquez:

El Clavero Don Alonso de Monroy passaba adelante con la


pretensión de el Maestrazgo contra Don Iuan de Estúniga, que ya
tenía el nombre; esforzava los intentos de el Clavero la Condesa de
Medellín, aunque el Maestre de Santiago, con las fuerzas y castillos
que les iba quitando, no dava lugar a su resolución, ni consentía
libertad a sus armas: ¡assí avía alternado la Fortuna unos y otros
sucessos! (24v).

Refiere, en fin, Blázquez cómo en diciembre de


1478 el papa Sixto IV revocaba la dispensa canónica
concedida en 1476 a Alfonso V para casarse con su
sobrina, todo un mazazo para el rey portugués, según
Blázquez, pues perdía así toda excusa para proseguir en
sus ávidos intentos de invadir Castilla:

Golpe que hizo ruido en la fortaleza de su pecho, porque como


este color era la sombra con que los grandes disculpaban las guerras
civiles que avían introducido, no les quedaba apariencia de que
valerse ni hallavan camino para no sujetarse (24v).

146
Y continúa haciendo una breve alusión a las
negociaciones de paz llevadas a cabo por la reina
castellana y la duquesa Beatriz de Braganza, tía de
Isabel y cuñada de Alfonso V, que se reunieron en la
fortaleza de Alcántara entre los días 18 y 22 de marzo
de 1479, barajaron hasta cuatro propuestas para acabar
con las hostilidades. Aunque estas vistas de Alcántara no
cristalizaron realmente en la firma de ningún acuerdo,
sino que la negociación castellano-portuguesa continuó
en los meses siguientes, Juan Blázquez, llevado por lo
patético, atribuye a estas dos mujeres la paz entre los dos
reyes:

La Reyna de Castilla y la Infanta Doña Beatriz, su tía, que en


Alcántara avían quedado, pudieron tanto con lágrimas y ruegos que
ellas acabaron lo que no pudieron conseguir tan porfiadas guerras;
asentose la paz entre los dos reyes y no tiempo limitado, sino
perpetuas; dejando tan apagadas las cenizas de aquel antiguo fuego,
que más parece que avía sido sembrar felicidades que escarmentar
disensiones (24v).

Finalmente, el orgulloso clavero y la “avilantez”


de la Condesa de Medellín hubieron de reducirse a la
obediencia del rey Fernando (24v-25), al tiempo que el
Marqués de Villena, al ver pacificados a los dos reyes
y recluida en Coimbra a Juana como monja, acordó
someterse a la voluntad de los monarcas. Pero no
cesaban las inquietudes para los Reyes Católicos, matiza
Blázquez, pues en 1480 don Diego López de Haro había
desafiado a Pedro Fajardo, Adelantado mayor de Murcia,
por la prisión que sufría su padre137 (26r).
Pero se está fraguando la guerra de Granada y,

J. Torres Fontes, Don Pedro Fajardo. Adelantado Mayor del Reino de


137

Murcia, Madrid, Patronato Marcelino Menéndez Pelayo,1953, pp.


167 ss.

147
para introducirnos en los acontecimientos, Blázquez
narra cómo era fundamental la toma de Granada para
asegurar el flanco mediterráneo de la monarquía ante
la ofensiva turca que en 1480 había sitiado a Rodas y
capturado Otranto, en el sur de Italia, comandado el
ejército otomano por Acamat Bassa, nombre con el
que designan Zurita y Blázquez a Gedik Ahmed Pashà,
gobernador de Valona. Estallaba así la guerra entre
otomanos y aragoneses, uno de los acontecimientos más
dramáticos que vivió el sur de Italia al final del siglo XV.
Además, la invasión turca dejaba ver la crisis del reinado
de Fernando de Aragón y la profunda fragmentación de
los estados italianos138 (26r-v). La flota turca desistió del
asedio de Rodas y Otranto fue liberada en septiembre
de 1481 por tropas pontificias y napolitanas antes de
llegar la flota que los Reyes Católicos enviaron. Otranto
se había recuperado gracias a la colaboración del papa
Sixto IV y de Fernando el Católico con Nápoles y al
final de la guerra iniciada contra los Médicis en 1478.
Pero los conflictos no cesaban. El duque de Calabria,
Alfonso, juntó sus ejércitos con los de su padre Ferrante
I, rey de Nápoles, ambos aliados con los duques de
Milán, Ferrara y Florencia, para luchar contra Venecia y
proseguir la empresa de Toscana contra el Papa (1482).
El turco, entretanto, se había hecho fuerte porque,
según Blázquez, “el capitán que sin ver al enemigo lo
desestima, después le teme” (26v), y el rey de Castilla
junta una poderosa armada contra esta amenaza, cosa
que el papa, un ingrato a ojos de nuestro historiador, no
sólo no le agradece, sino que incluso se le mostró poco
favorable:
138
R. Mondola, “La conquista otomana de Otranto de 1480 en la
historiografía italiana y española (siglos XV-XVI -XVII)”, Stud.
His., H.ª mod. 36 (2014), pp. 35-58.

148
Atendió poco el Papa (con ser en necessidad tan estrecha) a la
fineza de el Rey de Castilla, que donde falta la inclinación, nunca
se obliga la voluntad; y desdeñoso y aun poco favorable a sus cosas,
no uvo ruego que pudiese conseguir concederle algo de lo que
pretendía (26v-27r).

Se acusaba, en efecto, a Lorenzo de Médicis de


que, por el gran odio que tenía al rey de Nápoles y al
duque de Calabria, había pagado al turco trescientos mil
ducados para que atacase Otranto (28r), dato tomado de
Zurita, quien también estima que la responsabilidad de
la invasión otomana fue de Lorenzo el Magnífico, que
“por el odio que tenía al rey de Nápoles y al duque de
Calabria su hijo, envió secretamente embajada al turco
con presente de trescientos mil ducados porque viniese
sobre Otranto” (Anales 20.40).
Y cuando el rey Fernando se hallaba “desembarazado
de las guerras domésticas y estrangeras, y desseando
arrojar de España los Moros…, prevenía con aquel su
Cathólico zelo la conquista, si no imposible, dificultosa…”
(28r-v) de Granada. En efecto, vivía Granada bajo el
reinado de Abul Hasan ‘Alí (1464-1482), el Muley Hacen
de las crónicas castellanas. Y, como las últimas treguas
estaban a punto de expirar, el conde de Cabra, aliado de
los Reyes Católicos, consiguió prorrogarlas en 1475, 1476
y 1478, aunque el sultán granadino no las respetaba,
pues en 1477 había atacado Cieza y Villacarrillo. Pero
la Corona castellana, que no reaccionó contra estas
agresiones y no exigió a los granadinos los tradicionales
tributos que pagaban, daba evidencias de la división y
debilidad coyuntural que padecía durante estos años.
Los nazaríes, entretanto, habían conquistado Zahara el
27 de diciembre de 1481, lo que es considerado como el
inicio formal de la guerra de Granada, pues este episodio

149
se erigió en el casus belli empleado por Isabel y Fernando
para llevar a cabo una gran guerra cuyos objetivos tenían
mucho mayor alcance que el simple hecho de expulsar a
los musulmanes. Efectivamente, esta guerra buscaba el
reforzamiento y prestigio del poder real en Castilla, una
mayor seguridad exterior frente al avance del Turco en
el Mediterráneo, una expansión territorial-dinástica y
motivos, en fin, religiosos alentados por el papa y por el
ambiente providencialista y mesiánico que se respiraba
en Castilla139:

Eran cumplidas las treguas últimas que el Conde de Cabra


asentó con los Moros y viendo alteradas las armas de Castilla,
contra ellos acometieron a Cahara, lugar cerca de Ronda… Llegó
la nueva al Rey y llegole también el sentimiento de la pérdida, por
aver ganado aquel lugar el infante Don Fernando, su aguelo, en la
guerra de Antequera. Pero tanto estimuló este sucesso su valor que,
encendido en ira, resolvió enojado lo que dilatava prevenido (28v).

Determinó, por tanto, el rey Fernando la conquista


de Granada sopesando el peligro que ello conllevaba y
planeando el modo de ejecutarla, al tiempo que ponía en
orden sus reino para poder comenzar la guerra sin que
ningún otro asunto le estorbara. Así, la primera reacción
a la toma de Zahara partió de los “capitanes que tenía en
la Andaluzía” (30r), concretamente de D. Rodrigo Ponce
de León, marqués de Cádiz, quien el 28 de febrero de
1482 tomó la fortaleza de Alhama, importante enclave
que dominaba la vega de Granada y a sólo ocho leguas
de la ciudad. Le ayudaron en la empresa Pedro Enríquez,
adelantado de Andalucía, Diego de Merlo, Juan de Robles
y Sancho Sánchez de Ávila (30r). La caída de Alhama
provocó las iras de Muley Hacén, que no se resignaba a
perder la plaza fuerte y aún la sitió tres veces (en marzo,
139
A. Simón Tarrés, La monarquía de los Reyes Católicos, p. 50.

150
abril y julio-agosto de 1482) para intentar recuperarla.
La noticia de la toma de Alhama cogió al rey en Medina
del Campo, desde donde partió a toda prisa para reunirse
con sus hombres y dirigir directamente la contienda,
respecto a lo que Blázquez comenta: “¡Grande amago de
la Fortuna contra el enemigo la presencia de el Rey en la
Guerra!” (31r), esto es, que es importante para la victoria
la presencia física del rey en la batalla. Ante el éxito de
Alhama se decidió sitiar Loja, poniendo al mando de la
frontera a Luis Portocarrero:

Llegó a este tiempo el Rey Don Fernando y, viendo la seguridad


con que Alhama estava defendida, trató de proseguir la conquista, no
sin varios pareceres de lo que se debía hazer. Al fin se resolvió sitiar
Loxa, dejando por capitán de aquella frontera a Luis Portocarrero,
insigne cavallero de aquellos tiempos y valiente soldado en todos
(31r).

El asedio de Loja (junio-julio de 1482) fue fallido


y supuso un fracaso para los cristianos, muriendo allí
Rodrigo Téllez Girón, maestre de la Orden de Calatrava.
El fracaso en el cerco de Loja fue una lección, pues las
fuerzas empleadas no iban acordes con la envergadura de
la guerra. Lo de Alhama había sido un golpe de suerte,
porque cogieron a los musulmanes desprevenidos140.
Este libro tercero, por tanto, ha abordado los años de
pacificación interior de Castilla, el nuevo giro que le dieron
las alianzas externas del rey Fernando y los comienzos
de la guerra de Granada. Fernando, en efecto, usando
de su prudencia militar, ha sabido pactar con Francia,
aliada de Portugal, y así ha logrado atraerse a la propia
Portugal, sofocando de este modo la oposición interior
en sus reinos. Convirtiendo así Fernando a Castilla en
140
L. Suárez Fernández, Los Reyes Católicos. El tiempo de la Guerra de
Granada, p. 83.

151
un reino respetado y seguro, pudo abordar un amplio
proyecto político de alianzas, como las dirigidas contra
el Turco, y otro no menos grandioso plan de aumento y
engrandecimiento del reino, cual fue la reconquista de
Granada141.

Libro IV
El siguiente libro abarca los hechos contenidos bajo
el periodo temporal que va desde el sitio de Loja hasta
la batalla de Lucena. Aunque los granadinos fueron
afortunados en esta primera fase de la guerra, fue la
firmeza (constantia) de Fernando en Granada, a ojos de
Blázquez Mayoralgo, la que originó las victorias. La
tesis, pues, que nuestro historiador baraja en el presente
libro es que, para alcanzar la victoria, el número de
efectivos, el poderío o la fortuna no son tan importantes
como la fe y la defensa de la religión. Lo que procura
la confianza en las armas y, por tanto, la victoria y la
felicidad a los pueblos es la fe y la defensa de la religión,
incluso aunque los recursos militares sean escasos en
número y en potencia. En caso contrario, lo esperable es
la derrota. Tales son los conceptos que maneja Blázquez
Mayoralgo142.
Comienza, así, este libro con el rey Católico saliendo
de Écija para sitiar Loja, con un ejército escaso e
insuficiente para la empresa, como señala Blázquez,
mientras que el marqués de Cádiz intenta convencerle
de que tome otro camino, pero sin lograr persuadirle. Se
asentaron los reales sobre Loja en un lugar inadecuado
que hizo que el ataque fuera temerario. El resultado fue
desastroso y la derrota cristiana, más que por méritos
de los musulmanes, Blázquez la achaca a una mala
141
A. Ferrari, Fernando del Católico, p. 450.
142
Ibid., p. 451.

152
planificación y dirección de la ofensiva. Un conocido
recurso de la historiografía clásica: echar la culpa de la
derrota al “sitio del lugar” y a la superioridad numérica
del enemigo:

Asentose el real sobre Loxa en parte tan estrecha que faltava


salida a los caballos para acometer los enemigos, el vado del río era
tan peligroso que les impedía el passo… no quedaba otro remedio
que arrojar el ánimo a la temeridad y a la ciudad las armas, y assí
los aragoneses y vizcaínos arremetieron con tanto ímpetu que sólo
pudo hazerles resistencia el sitio del lugar y la multitud de los Moros,
bolviendo de el asalto, si no vencidos de su fuerza, desengañados de
su poder, aunque ganaron un cerro… (33v).

Perdiendo el rey momentáneamente la esperanza


de conquistar Loja, se retiró a Córdoba para volver a
talar la vega de Granada y fortificar de nuevo Alhama.
Y quiso ir de nuevo en persona para infundir ánimos
a sus hombre y abajar el atrevimiento e insolencia de
los enemigos: “para hazer menos presumidos los Moros
y más atrevidos sus soldados yendo en persona” (35v).
Mientras estaba talando y quemando la vega de Granada
le atacaron unos seiscientos moros, una escaramuza de la
que ahora sí salieron airosos los cristianos, lo que supuso
además un revulsivo para intentar de nuevo recuperar
Loja. Así, decidió el rey Fernando volver sobre Loja en la
primavera del año siguiente, pero escondió en su pecho
el plan y guardó el secreto a todos, amigos y enemigos
(35v), demostrando así una gran prudentia militar.
Pero, según el análisis de Blázquez, la guerra de
Granada se veía estorbada por los problemas que se
encontraba Fernando en Italia. Y es que en 1482 Venecia
y el papa en mutua unión formaron una liga contra el
rey de Nápoles, el duque de Florencia y las ciudades
de Milán y Ferrara, donde bajo el mando del Roberto
Malatesta, nombrado general de la República de Venecia

153
en 1480, lograron la victoria sobre el duque de Calabria,
Alfonso, hijo del rey de Nápoles. En efecto, las tropas
napolitanas, que estaban en las afueras de Roma el 30
de mayo, fueron expulsadas de los territorios de la Iglesia
y, pese al apoyo de los Colonna, acabaron por sufrir la
tremenda derrota del Campo Morto (21 de agosto de
1482)143. Estas guerras civiles, en opinión de Blázquez,
impedían luchar contra los enemigos comunes: los turcos
y los musulmanes (36r).
Tras haber sosegado los disturbios en Navarra,
donde Juan de Fox, señor de Navarra, pretendía la
herencia y sucesión del reino, y en Galicia, donde tras la
muerte del conde de Lemos en 1483 se había iniciado el
enfrentamiento por el condado entre su segunda esposa
y sus hijas por un lado y su nieto bastardo don Rodrigo
Álvarez de Osorio por otro, el rey Fernando “deseava
continuar la guerra de Granada” (36r), sobre todo porque
parecería un momento propicio ahora precisamente que

El Reyno de los Moros estava diviso en parcialidades,


unos siguiendo a Mahomet Boabdili, y otros favoreciendo al
rey Albohacén, su padre; determinaron ir contra Boabdili, que
desvergonzado con su gente caminaba sobre Málaga (36v).

Emprendieron así los “capitanes de la Andalucía”


la guerra por la Ajarquía, “región fertilíssima, más
cónmoda a la blandura de el ocio que a al aspereza de las
armas” (36v). Era marzo de 1483. Al frente de las fuerzas
castellanas iba don Alonso de Cárdenas, ayudado por las
huestes del conde de Cifuentes, de Alonso de Aguilar y del
Marqués de Cádiz. Acometieron una insensata aventura
que acabó en un señalado desastre. Se internaron en una
143
L. Suárez Fernández, Historia General de España y América, Los
Trastámara y la unidad española (1369-1517), vol .V, Madrid, Rialp,
1981, p. 525.

154
región de montes espesos y hondos desfiladeros en la que
vivaqueaban los granadinos más fanáticos y se vieron
envueltos en refriegas propias de guerrillas. Además, en
las tropas cristianas iban numerosos cazadores de botines,
atraídos por los suculentos despojos que rapiñarían en
caso de vencer, que suponían más un estorbo que una
ayuda. Ante la fiereza enemiga, la desbandada fue
generalizada entre montones de muertos y heridos. El
Marqués de Cádiz sobrevivió, pero la desesperación
entre los cristianos fue grande:

El Marqués de Cádiz se escapó favorecido de algunos que le


conocieron, quedando muertos en la refriega tres hermanos suyos
y muchos deudos. Esta desdicha se hizo más lamentable con la
ausencia del Marqués, tendiéndole por perdido de todo punto, entre
la desesperación de el socorro y lo inevitable de la muerte (37r).

Pero un episodio inesperado vino a favorecer a


los Reyes Católicos para contrarrestar los efectos del
desastre de Ajarquía. El hijo del rey moro, Mohamed
Abu Abd Allah, llamado por los cristianos Boabdil,
envidioso, según Blázquez, de los éxitos militares de
su padre Albohacén (Muley Hacen) por la reputación
ganada en la guerra de la Ajarquía, se rebela contra él
y acaban produciéndose luchas intestinas en el emirato
granadino. Boabdil se lanzó a la conquista de Lucena
para demostrar a los granadinos que era mejor jefe que su
padre y que su tío (Mohamed el Zagal), orgulloso por su
victoria en las sierras rondeñas. Esta rebelión de Boabdil
contra su padre Muley Hacen a comienzos de 1483 y la
afortunada captura de Boabdil tras sus correrías sobre
Lucena en el mes de abril de ese mismo año, ofrecieron
a los Reyes Católicos una gran oportunidad diplomática:
a cambio de su libertad, obligaron a firmar a Boabdil
una tregua y un pacto de vasallaje consistente en el pago

155
de doce mil doblas de parias por cada uno de los dos
años de tregua, a liberar cuatrocientos cautivos cristianos
designados por los reyes cristianos y a otros setenta cada
año cuando Boabdil entrara de nuevo en Granada.
Asimismo, se sometería Boabdil al vasallaje de los Reyes
Católicos y habría de continuar la guerra contra su padre
y favorecer a los castellanos con una ayuda de setecientas
lanzas. Y, como garantía de lo pactado, el príncipe nazarí
ofrecía como rehenes a su hijo, a su hermano y a otros
diez hijos de personajes relevantes. El éxito, pues, de los
Reyes Católicos fue muy productivo144 (39r-40v).
Pero, según Blázquez Mayoralgo, esta guerra de
Granada ya estaba destinada por la providencia divina
a inclinarse a favor de los Reyes Católicos y, por ello,
Fernando estaba más preocupado por el problema de
los judíos, que vivían en los reinos de Castilla “desde sus
antiguos reyes” (40r). La visión que nuestro historiador
ofrece de los judíos no es positiva, pues los tilda de
soberbios y poderosos y los considera como un posible
detonante para futuras guerras civiles y de religión:

Nacía este daño de la comunicación de los Judíos, introducidos


en los Reynos de Castilla desde sus antiguos Reyes, donde se hallavan
tan sobervios y poderosos que se animavan a publicar que allí tenía
su Cetro la casa de Judá (40r).

Por ello, Blázquez, haciendo un recorrido histórico


sobre cómo se introdujeron los judíos en Castilla y
cuántas veces fueron echados de ella, intenta justificar
los intentos de Fernando por expulsarlos alegando, sobre
todo, argumentos religiosos, viéndolos como “gente
enemiga de Dios” y “rebelde a Dios, que le desconoce
entre milagros y adora un becerro entre idolatrías”,
siendo además por naturaleza “constantes en el mal”,
144
A. Simón Tarrés, La monarquía de los Reyes Católicos, p. 51.

156
pues “vinculada tienen la perfidia” (41r). Consecuencia
directa de ello, para combatir las malévolas prácticas
judaizantes en Sevilla, aclara Blázquez, se creó en 1478
la Inquisición, extendiéndose en 1483 a los reinos de
la Corona de Aragón, incluidos Sicilia, Cerdeña y los
territorios de América. La cifra que nos ofrece Blázquez
es la de ciento veinticuatro mil familias desterradas:

Considerado, pues, por los Reyes Don Fernando y Doña Ysabel


el daño que hazía en sus Reynos la comunicación de esta gente,
miradas las causas y experimentando el peligro…, resolvieron
apagar de todo punto las cenizas de el antiguo fuego cuyo incendio
sumergiese las llamas, fundando aquel divino y santo tribunal cuyo
nombre fue Inquisición y cuya virtud poderosa a hecho temblar
con el castigo lo que no pudo introducir la ley. Fundose, en fin,
y publicose edicto de la total expulsión de los Judíos… se les dio
término de quatro meses para vender sus haziendas y, cumplido el
plazo, se executó el destierro, saliendo ciento y veinte y quatro mil
familias que se esparcieron por las provincias del mundo (42r).

Y es que, como observa Blázquez, el papel


fundamental del príncipe cristiano es conservar la
religión católica, razón por la que está justificada, no sólo
la expulsión de los judíos, sino también la de los moros.
Por esta razón de estado y otras que Blázquez silencia
expulsó Felipe III a los moriscos de España (1610-
1611), además de por posible alianza con los turcos y
berberiscos, su impopularidad entre la población y la
necesidad de controlar sus riquezas y valores:

Bueno es que los reinos tengan gente, pero no la que obedece


por conveniencia, deseando sacudir el yugo con venganza, que
por esto el gloriosíssimo Rey Don Phelipe tercero arrojó de todos
sus Reynos aquellas mal domeñadas reliquias de los Moros, que se
habían naturalizado en ellos (44r-v).

Pero ello no impide que Fernando prosiga con su

157
guerra granadina. Así, los anteriores fracasos de Loja y la
Ajarquía se ven ahora ampliamente compensados con la
recuperación de Zahara (1483) y las nuevas conquistas de
Tajara, Alora y Setenil, además de expediciones exitosas
de avituallamiento, socorro y reforzamiento de Alhama y
las repetidas talas en la Vega de Granada, que castigaban
la agricultura granadina. Entre tanto, los nazaríes no
salen a defender la Vega, pues están embarazados en
guerras civiles y la ciudad se halla levantada contra su
rey Albohacén, situación que con su astucia política y
militar aprovecha Fernando, dando libertad a Boabdil
para que el enfrentamiento fratricida de padre e hijo
socave los cimientos del reino musulmán. Prácticamente
viene a decir Blázquez que la victoria final dependía, no
tanto de los cristianos, como de que los propios moros se
dividieran en bandos y se destruyeran a sí mismos:

La ciudad se avía levantado contra Albohazen, siendo mayor


la guerra civil que los mismos ciudadanos entre sí tenían que la
estrangera que les amenazaba, porque las maldades domésticas
más encienden la rabia contra el pariente que contra el enemigo…
Todo se llevaba a fuego y sangre, que por este camino disponía la
fortuna las victorias del el Rey Don Fernando… Y dio libertad a
Boabdili porque los de Granada… deseavan hazerle Rey y, de nuevo
esforzando con esto las guerras civiles, no era posible que Reyno
tan rebuelto se conservase… Que todo haze más justa la razón de
el Rey Don Fernando, dando libertad a Boabdili para que de nuevo
esforzase los vandos y caminar por sus inquietudes a sus victorias
(44v-45r).

Libro V
Este libro analiza las acciones políticas del rey
Fernando desde la campaña contra Albohacén, que fue
castigado, hasta el perdón de Boabdil145.
Aparece, en efecto, el rey Católico en las fronteras
145
A. Ferrari, Fernando el Católico, p. 452.

158
de Navarra, intentando reparar los desencuentros de
aquellos reinos y, tras narrar brevemente el origen de
los estados del Ampurdán, provincia de la corona de
Aragón, cuenta cómo los vasallos de estos estados estaban
oprimidos y cómo el rey de Castilla los libró de tal opresión.
En dicho territorio del Ampudán se conservaban aún
los vasallos llamados de remensa, que satisfacían tributos
tiránicos, según Blázquez, a sus señores. Tal es así que se
levantaron contra sus señores, acudiendo al rey para que
hiciera cumplir las disposiciones de sus predecesores que,
a solicitud de dichos vasallos, habían mandado cesar
aquellos inmoderados impuestos. Llegaron a tomar
las armas unos contra otros, pero al final las partes se
avinieron a lo fijado por el rey, que moderó los tributos y
fijó la cantidad con cuyo pago los vasallos podían quedar
libres de satisfacerlos, conformando así el rey castellano
la razón de estado con la religión y las leyes (1484):

El Rey Don Fernando puso mayor esfuerzo para que los señores
viniesen a concordia con sus vassallos, moderando los tributos de
suerte que no pareciese señorío de esclavos lo que se terminava
en sujeción de libres. No lo pudo acabar con ellos y assí tomó
resolución de enmendar con poder lo que no reducía con blandura.
Reciviolos debajo de su amparo y protección real y, armándolos a
todos Cavalleros, quedaron esemptos de la servidumbre (48v-49r).

Entretanto, el rey de Granada, Albohacén, forzado


por la merma de su reputación y el creciente favor del
que gozaba su hijo Boabdil, se vio obligado a correr los
campos de Morón y de Utrera. Acudieron, desde Écija,
Martín Fernández de Portocarrero y, desde Jerez, el
marqués de Cádiz. El resultado fue una derrota de los
moros junto al castillo de Lopera. La batalla de Utrera y
la recuperación de Zahara tuvieron lugar en septiembre y
octubre, respectivamente, de 1483. Suponía esta victoria

159
cristiana una especie de venganza por el desastre de
Ajarquía y la inclinación definitiva de la guerra a favor
de los Reyes Católicos (51r-52r)146.
El Conde de Cabra se dirigió a Vitoria, donde
estaban los Reyes Católicos, que le recibieron con gran
pompa (52r), mientras que las turbaciones de Navarra
habían amainado (53r), por lo que el rey Fernando partió
a Córdoba y llegó allí el 29 de mayo de 1484, siguiendo
luego camino a Sevilla, para dirigir el nuevo ataque a los
moros, en el que todas las ciudades y señores andaluces
debían ayudarle. El rey, entonces, a propuesta del marqués
de Cádiz, señaló Álora como el próximo objetivo,
en cuya toma se emplearon ocho días, obteniendo los
cristianos un resonante éxito (53v). Asimismo, la artillería
avanzó hasta los campos de Antequera, sin resolverse la
incógnita de si pasarían a Málaga o Loja, estratagema,
señala Blázquez, que desconcertó a los musulmanes y los
amedrentó, viendo tan gran aparato militar y cómo iban
talando e incendiando la Vega:

Caminava entretanto la artillería, hasta que se vio en los


campos de Antequera, donde se avía de resolver el camino de
Loxa o Málaga, passando uno de los puertos: estratagema que hizo
temblar los Moros, viendo a la margen de su gran ciudad tantos
pertrechos de guerra y que, por otra parte, el Rey de Castilla iba
talando la Vega, saqueada de los cavallos y reducida a cenizas por
el fuego (54r).

La consecuencia inmediata sería el sitio de Loja


(1484), aunque habría que esperar hasta 1486 para el
asedio definitivo (55r). Siguió el rey avanzando por los
lugares convecinos para reconocerlos, en los que sostuvo
diversas escaramuzas con los moros, en una de las cuales

L. Suárez Fernández, Los Reyes Católicos. El tiempo de la guerra de


146

Granada, p. 89.

160
resultó muerto don Gutierre de Sotomayor, conde de
Belalcázar (55r). De ahí, partió el rey a fortificar Alhama
y, tras ganar Setenil, pasa a reconocer Ronda, “ciudad la
más populosa y rica de todas aquellas serranías” (56r), y
a talar sus campos. Entretanto, el conde de Cabra, que
ya había puesto en evidencia su valor en la batalla de
Lucena (1483), donde fue hecho prisionero por Boabdil,
quiso demostrar de nuevo su enorme valentía, poniendo
rumbo a Granada y saliendo al encuentro de los moros
con la idea de hacer una gran escaramuza; y lo logró,
pues, aun siendo desiguales las fuerzas cristianas y
musulmanas, que los moros, que lo habían infravalorado,
huyeran despavoridos a la primera embestida:

Los Moros, desestimando tan pocos soldados atrevidos contra


tantos esquadrones bien armados, se arrojaron soberbios a la batalla,
en cuyo combate más se peleaba por la venganza que por la vitoria;
pero fue tanto el número de los que cayeron heridos de el primer
ímpetu, que uvieron de retirarse cobardes, quando si prosiguieran la
guerra, pudieran trocar la fortuna por la desigualdad de fuerzas, ya
que no por el impulso de la valentía (56r).

No obstante, el rey no cejaba en su empeño y ponía


toda su esperanza en la conquista definitiva de Loja,
pues ello le abriría directamente las puertas de Granada.
Así que, siguiendo el consejo del marqués de Cádiz,
juntó Fernando, “un Rey por las victorias temido y
por la grandeza respetado” (57r), todas sus tropas para
acometer de una vez Granada. Boabdil, entretanto,
vencido por su padre Albohacén, se volvió al rey de
Castilla, implorándole clemencia (57v). Tras la victoria
sobre Setenil (1484), los moros de Ronda andaban
desesperanzados, asustados por la crueldad de la anterior
conquista, desfallecidos por la falta de abastecimientos
y, sobre todo, se sentían enemigos de Albohacén. Por

161
todo ello, informaron al marqués de Cádiz de todos los
pormenores para poder ejecutar la definitiva conquista
de Ronda. Según Blázquez, fue un moro llamado Juceff
Jarife, calificado como “moro de prendas”, esto es, dotado
de unas íntegras cualidades morales, quien informó a los
cristianos de los puntos flacos de la ciudad:

Estava en Ronda Iuceff Iarife, Moro de prendas, y de antiguo


conocimiento con el Marqués de Cádiz, y dejándose obligar de sus
halagos, le dio aviso que era tan flaco el poder de aquella ciudad
que más se defendía con apariencias que con pertrechos y que, si
todo el exército junto acometía a Málaga y su tierra, se ganaría con
poca sangre, con que los moros de Ronda, que tan desanimados se
hallavan, se entregarían pronto (57v).

Todo el episodio, en fin, lo toma Blázquez de Zurita


(Anales 20.62) y casi con sus mismas palabras:

Entre los otros Iuceff Xariffe, que era de Ronda, descubrió al


Marqués de Cádiz la confusión y miedo de los vecinos de aquel
lugar; y quán flacas eran sus fuerzas; y que si el Rey convirtiesse
todo su poder contra la ciudad de Málaga y su comarca, la poca
gente que quedava en Ronda, después de perdida Setenil, se yría
disminuyendo.

Así que comenzaron los cristianos a amenazar a


Málaga para que depusiera las armas. Cártama y Coín
se entregaron al rey Católico (57v-58r), con lo que pasó
al asedio de Málaga, defendida por Muley Abohardiles,
hermano del rey Albohacén, si bien el objetivo auténtico
y secreto de esta campaña de primavera de 1485 era
Ronda. La escaramuza delante de Málaga fue el cuatro
de mayo, mientras que al día siguiente, el cinco de mayo,
ya salió el marqués de Cádiz para sitiar por sorpresa a
Ronda. Se establecieron posiciones y el propio rey llegó
en persona. Tras cinco días de lucha y sin agua, Ronda

162
solicitó la rendición en los mismos términos generosos
que se le había concedido a Cártama y Coín: los que
aceptaran ser mudéjares, serían recolocados en otras
villas y pueblos andaluces; los que quisieran marchar a
África, podrían hacerlo; y dejarían ir a Granada a los
que así lo prefiriesen. Así se ganaba Ronda, donde ya el
2 de junio de 1485 se celebró el Corpus Christi y cientos
de prisioneros procedentes de la derrota de Ajarquía
se veían puestos en libertad. Entretanto, se entregaron
Mijas, Casarabonela y Marbella, aun haciendo algún
amago de defensa, quizás para lograr capitulaciones
semejantes a las de Ronda. Casarabonela se rindió el dos
de junio y Marbella el quince del mismo mes147. Málaga
ya estaba a la vista (59r-v).
Pero hubo contratiempos, el tío de Boabdil,
Abohardiles (Mohamed el Zagal), yendo de Málaga
a Granada, pues querían proclamarle rey, encontró
desprevenidos a un grupo de cristianos, caballeros de
Calatrava, que estaban descansando en la vega de un
río y, embistiendo contra ellos, causó grandes estragos,
matando a noventa y siete y apresando a los demás.
Asimismo, el conde de Cabra, ensoberbecido por sus
anteriores triunfos, quiso conquistar en solitario la plaza
de Moclín, donde los moros le cerraron el paso en un
desfiladero y lo masacraron, con más de mil cristianos
muertos y muchos prisioneros (60r-v). En septiembre
de 1485 ganó el rey Fernando Cambil y Alhabar, para
finalmente volver sobre Loja y, tras dura pelea con
Abohardiles, tomarla definitivamente, no sin antes haber
vencido en astucia al taimado Boabdil, que invitaba a
Fernando a emprender otras conquistas alegando el
pacto que con él tenía firmado. Loja, al fin, cayó:

L. Suárez Fernández, Los Reyes Católicos. El tiempo de la Guerra de


147

Granada, p. 140.

163
Se combatió la ciudad, dividió el campo en tres quarteles y
levantadas dos puentes en el Río Guadagenil, cuyo ímpetu negava
el passo por sus ondas. Comenzó a batir la artillería con tanta furia
que tantos matava la munición como atemorizaba el ruido; y viendo
entregado a su fuerza el reparo, se rindió la ciudad y Boabdili, que
tantas vezes avía experimentado la clemencia del rey (siendo el
último que dejó el lugar), hizo mayor su victoria dando campo su
desdicha en que corriese su piedad (62r-v).

Libro VI
Seis años ocuparán los hechos relatados en este libro,
que concluirá con la definitiva conquista del reino de
Granada (1492), vista, desde una perspectiva sumamente
realista, como una obra singular y exclusiva del rey
Fernando, que triunfó porque aunó los mayores medios
mientras su enemigo se hallaba dividido en bandos y
guerras intestinas. Según Blázquez, el rey Católico fue,
gracias a su prudencia y favor divino, el gran guerrero de
la cristiandad, el Augusto católico.
Tras la toma de Loja, había dejado Fernando el
Católico a Boabdil en libertad, por lo que pudo partir
camino de Vera, escoltado por Gonzalo de Córdoba.
Algunos criticaron la excesiva indulgencia del rey, pero
la verdad es que su figura salió engrandecida de esta
campaña y quedó como ejemplo de rey clemente. Dejó,
en fin, guarnecida Loja y por alcalde a don Álvaro de
Luna, para marchar a la conquista de Illora (1486),
donde jugó un papel esencial, igual que en la toma de
Loja, la artillería, así como también en la conquista de
Moclín (1486). También en este mismo año se rindieron
Colomera y Montefrío y pasó el rey a la tala de la Vega
(64r-v).
Aún quedaba por ocurrir en la campaña de 1486 un
famoso episodio, cuando el rey ordenó cambiar el real
de sitio y pasó adelante don Íñigo de Mendoza, duque
164
del Infantado, con el obispo de Jaén, don Luis Osorio, y
el corregidor Francisco de Bobadilla. Pero, de repente,
los moros acometieron por la retaguardia, cercaron a los
cristianos, les cortaron la retirada en el paso del puente
del Pino y abrieron las compuertas de las acequias.
Aunque se defendieron valerosamente, cayeron muchos
cristianos, entre ellos el comendador Martín Vázquez de
Arce, el Doncel de Sigüenza (64v-65r).
Pero las desavenencias entre los dos reyes moros
continuaban y Boabdil y su tío Abohardiles se enfrentan
en batalla, saliendo victorioso Boabdil. Cuando se enteró
de ello el rey Fernando, le envió fielmente tropas de
socorro, pues aunque Boabdil había vencido, como la
mayor parte del reino nazarí seguía a su tío Abohardiles,
se encontraba con pocos efectivos militares (65v). Don
Fernando, a juicio de Blázquez, lo que pretendía es que
Boabdil no desfalleciera y siguieran las luchas fraticidas
entre tío y sobrino, pues veía astutamente que ello sería
decisivo para su victoria final. Tal era la razón de estado
de Fernando, sustentar las guerras civiles entre los moros,
una razón de estado justificada y avalada por importantes
ejemplos sagrados y humanos (65v).
Determinó entonces el rey Católico sitiar Málaga
para desgastar las fuerzas de Baza y de Guadix. Mientras
tanto, nos informa Blázquez que los turcos estaban
preparando una pujante armada, amenazando a Sicilia
y habiéndose confederado con el soldán del Cairo,
antiguo enemigo suyo. No obstante, el rey de Castilla, sin
pasar por alto estas noticias ni tampoco achantándose
por tan gran poderío, asentó su campamento frente a
Vélez-Málaga y la sitió, para posteriormente avanzar
sobre Málaga. Eran finales de marzo de 1487. Don
Fernando en Córdoba se puso al frente de un gran
ejército de doce mil caballos y cuarenta mil infantes,

165
más la artillería al mando de Francisco Ramírez. En
un primer encontronazo con los moros, “peleando sin
orden la gente de Galicia” (68r), tomaron la delantera
los nazaríes. Tan mal vio la situación el rey Fernando,
que tuvo que salir él en persona a combatir al enemigo,
armado de lanza y escudo, para así evitar la defección de
los suyos e insuflar ánimo a sus soldados. Al final, a pesar
de la intervención de Abohardiles, se ganó Vélez el 27 de
abril de 1487 (68r-v).
Ganado Vélez, lo dejó fortificado y pasó el rey a
acometer Málaga, una campaña de gran trascendencia
a juicio de Blázquez Mayoralgo, pues dedica un folio
entero a nombrar a todos “los grandes señores que se
hallaron en esta guerra (69r). El campamento se instaló
en un cerro alto frente al Gibralfaro. El asedio fue largo.
Los moros no desfallecían y estaban “resueltos a morir
vencidos y no rendirse necessitados” (70r). Intentaron
incluso matar al rey Fernando, enviando a un santón
que, bajo pretextos religiosos, solicitó ver a los reyes.
Logró así infiltrarse en las líneas cristianas y, como no lo
llevaban a ver al rey porque éste se encontraba dormido,
entró por su cuenta en una lujosa tienda donde estaba el
noble portugués don Álvaro de Portugal con su esposa
Beatriz de Bobadilla jugando al ajedrez. Creyó el santón
moro que era el rey Fernando y, sacando una daga,
hirió gravemente a don Álvaro, pero no pudo acabar
con él ni con su esposa, pues acudieron en socorro
varios caballeros que mataron al santón que había sido
llamado por Alá para matar al rey cristiano. El episodio,
muy parecido al célebre de Mucio Escévola, lo relata así
Blázquez, de forma algo diferente a otras fuentes, porque
está siguiendo los Anales (20.71) de Zurita:

Y haziendo caveza de una conjuración a un Moro tenido


entre ellos por sancto, determinaron matar al Rey, ayudados de

166
una traición. Entró por su campo y, dejando que le prendiesen,
fue llevado al Marqués de Cádiz, que luego le embió al Rey para
que informase del estado que tenían las cosas de Granada y lo que
pensaban hazer los de Málaga. Mientras el Rey dio licencia que
le hablase, fue llamado a la tienda de el Marqués de Moya, donde
viendo a la Marquessa y juzgando por la grandeza de el aparato que
ella y uno de los cavalleros que allí estavan eran los Reyes, acometió
a herirla manchando el acero con la sangre de el que se le opusso
al brazo, y acudiendo la gente a las vozes fue muerto a puñaladas el
Moro (70r).

Después de más de tres meses de asedio y tras las


negociaciones del comerciante malagueño Alí Dordux,
partidario de Boabdil, con Gutierre de Cárdenas,
comendador mayor de León, el 18 de agosto de 1487,
rendida por el hambre, la población de Málaga capituló
(70v-71r).
Concluida la toma de Málaga, pasaron los reyes a
Aragón, a resolver las parcialidades entre el maestre de
Montesa y don Juan de Valterra, muerto a traición. Y,
acabadas las cortes de Valencia, llegaron a Murcia con
la intención de hacer la guerra a las comarcas de Baza,
Guadix y Almería (71r-v). Mientras tanto, tras ganar
diversos pueblos y ciudades, volvió don Fernando a
Castilla a intentar remediar las discordias de los Zúñigas
y los Carvajales de Plasencia, donde había estallado
una revuelta acaudillada por el linaje de Carvajal, que
pretendía conseguir el retorno al realengo restableciendo
su propio poder. Los sublevados obligaron a la guarnición
a recluirse en el castillo y le pusieron cerco. Fernando viajó
rápidamente a Plasencia. Isabel se entrevistó con el joven
duque y le recomendó que entregara el castillo al rey.
Había de acomodarse, por tanto, a las indemnizaciones
a cambio de Plasencia. Álvaro de Zúñiga aceptó y
Plasencia fue entregada al rey el 29 de octubre de 1488

167
(72r)148.
También en 1488 se había sublevado Huch Roger,
conde de Pallars, antiguo caudillo foralista, dispuesto
a liderar las reivindicaciones remensas, por lo que el rey
Fernando decidió no actuar por la fuerza, por no atizar
los rescoldos antitrastámaras entre los catalanes. También
tuvo que reforzar las defensas de Malta y Sicilia ante
la gran armada que preparaba el Turco. Tras lo cual,
volvió el rey Católico sobre Baza con el mayor ejército,
dice Blázquez, que jamás se vio, con sesenta mil infantes
y trece mil caballos (72r). Hasta mediados de junio de
1489 no empezó el ataque a Baza, la campaña más dura
y larga emprendida por las tropas cristianas en la guerra.
Duró cinco meses el cerco de la plaza defendida por
Yahaya al Nayar de acuerdo con su cuñado Abohadiles.
Pero, al fin, se firmó la rendición y el rey Fernando entró
en la ciudad el 4 de diciembre. Almería cayó juntamente
días después y Guadix el treinta de diciembre (72r-73v).
Relata Juan Blázquez que estas victorias del
rey Católico, especialmente la de Almería, fueron
consideradas milagrosas por los historiadores de la
época, pues un rey cristiano con un ejército mermado
tras la campaña de Baza pudo hacer frente y someter a
unos efectivos musulmanes mucho más poderosos. Para
Blázquez no hubo tal milagro, sino que Fernando el
Católico, favorecido por Dios, cumplió con la misión que
la providencia divina le tenía encomendada: combatir
y vencer a los enemigos de Dios. Por ello, lo compara
Blázquez con Gedeón, jefe y juez de Israel, famoso por la
magnitud de su empresa guerrera contra los madianitas,
enemigos de Israel:

148
L. Suárez Fernández, Los Reyes Católicos. Fundamentos de la monarquía,
p. 104.

168
Todos los claros escriptores de aquel tiempo atribuyen esta
vitoria a milagro, porque quando el poder de los Moros era bastante,
si no a hazerla imposible, a resistirla dificultosa, y las armas de el
Rey enflaquecidas con aver perdido en el sitio de Baza veinte mil
hombres, se le viene a las manos la gloria de tan gran sucesso que se
perdía de vista a los pensamientos. Pero, ¿qué le avía de suceder a un
Príncipe que por el Cetro era temido y por las virtudes amado? Con
la voz de las trompetas hizo Gedeón que sus enemigos se matasen
unos a otros… (73v).

También se evoca a otros “capitanes de el pueblo de


Dios”, como Josué y Moisés, porque “con fáciles medios
sabe Dios dar la vitoria a sus capitanes” y “más pelean
quando les atan las manos con la virtud que con las
armas quando le ofenden” (74r).
Boabdil, mientras tanto, que no conocía la concordia
que su tío Abohardiles había asentado con el rey de
Castilla por obra de don Gutierre de Cárdenas, animaba
al rey cristiano a la toma de Granada (74r). Al mismo
tiempo, narra Blázquez, los moros de todo el mundo
estaban temerosos de estas victorias; y, así, el soldán
de Babilonia amenazaba a los cristianos de Egipto y
Siria y destruyó el gran sepulcro de Israel, enviando
embajadores al papa y al rey de Nápoles y advirtiéndoles
que tomaría represalias si el rey de Castilla no suspendía
sus operaciones militares en Granada. El rey de Nápoles,
confederado con el sultán mameluco para hacer la guerra
a los turcos, apadrina estas quejas contra el rey Católico.
Es el año 1490 y los datos que ofrece Blázquez son
compendio apretado de lo que Zurita (Anales 20.83) trata
por extenso. De hecho, la propia crítica que Blázquez
lanza al rey de Nápoles por reprochar la actitud del rey
Católico contra los moros, cuando él se había levantando
contra el papa y, según se rumoreaba, favorecía en
secreto a los moros de Granada, está tomada fielmente
de Zurita:

169
Blázquez, fol. 74v Zurita, Anales 20.83

Estava el rey de Nápoles Pero causa mucha admiración


confederado con el Soldán ver el término de que usó el
para hazer guerra al Turco y, Rey de Nápoles con el Rey,
apadrinando las quejas que le siendo aquel Príncipe de los
dava de el Rey Don Fernando, más prudentes y sabios que
persuadía con engaños lo que uvo en aquellos tiempos y
no pudiera introducir con que, por sustentarse en su
fuerza. ¡Indigna acción de un reyno y defenderse en él de
Rey de los más prudentes que sus rebeldes, tantas vezes hizo
vieron aquellos tiempos, querer guerra a los Sumos Pontífices y
que fuese culpa en el Rey de a la misma ciudad de Roma y
Castilla hazer guerra a infieles a todo el estado de la Iglesia, y
que le tiranizaban su Reyno! por la misma causa puso tanta
Aviendo el de Nápoles, por turbación y guerra en toda
conveniencias de su Corona, Italia, y que fue infamado de
tomado las armas contra el aver dado favor y armas a los
Papa y contra su misma ciudad Moros.
de Roma, rebolviendo en
turbaciones a Ytalia y todos
los estados de la Iglesia, siendo
infamado de aver favorecido
los Moros de Granada

Las últimas páginas, en fin, de este libro VI, las dedica


Blázquez al sitio de Granada, desde abril de 1491 a enero
de 1492, caracterizado por la resistencia y la capacidad
de negociación de los Reyes Católicos desde el campo de
Santa Fe más que por grandes operaciones militares. El
25 de noviembre de 1491 se firmaron tres documentos
donde se fijaban las condiciones de la rendición y los
acuerdos alcanzados entre los Reyes Católicos y Boabdil,

170
concediéndose a este último un plazo de dos meses (hasta
finales de enero de 1492) para entregar la ciudad. Pero
temiendo los reyes revueltas por parte de los granadinos
más radicales, hicieron que Boabdil les reclamase el 1 de
enero de 1492 tropas cristianas para ocupar la Alhambra
y sus fortalezas. El 2 de enero, los reyes en persona,
vestidos al modo morisco, fueron a Granada y Boabdil
les entregó las llaves de la ciudad y se retiró a su señorío
de la Alpujarra, alzándose ya en la colina de la Alhambra
la cruz, el estandarte real y el de Santiago:

Boabdil, que se vía en la última fortuna, aborrecido de


sus vassallos, sin gobierno en la paz ni valimiento en la guerra,
acordó entregar la Ciudad al Rey y, efectuados los conciertos, le
embió en reconocimiento de vassallo una espada y dos cavallos
enjaezados. Llegado el día de entrar los Reyes en Granada, se vio
en la ostentación de la gala la grandeza de el poder y, ordenadas
las batallas, comenzó a marchar el campo y a media legua salió
Boabdil con grande acompañamiento a bessar la mano a los Reyes,
pero más abrazos granjeó la humildad que a la altivez concediera lo
magestuoso. Quando esto sucedía, ya en la Alhambra las Vanderas
y Estandartes de Santiago ondeaban al viento (78r).

Y vitoreando a Fernando e Isabel, resalta Blázquez


que con esta guerra de sólo once años se expulsaba a los
infieles que habían tiranizado durante más de setecientos
años a un reino cristiano, obteniendo el rey Fernando “la
mayor vitoria que alcanzó Romano Emperador”, para
que este triunfo fuera “epítome de quantos concedió
Roma a sus Céssares” (78r). Fernando el Católico,
que para Blázquez fue el Augusto cristiano, queda así
encumbrado, mediante esta barroca mística del número,
y comparado con David, con Gedeón y con Moisés,
haciendo de él el ejemplo más conspicuo de cuantos
guerreros hubo de la fe y de la paz149.
A. Ferrari, Fernando el Católico, p. 454.
149

171
Libro VII
Este libro abarca el tiempo transcurrido entre el
ataque a Bretaña de Carlos VIII de Francia y la llegada
a Nápoles de González de Córdoba. Es un libro en
donde Blázquez destaca en el rey Católico su fortuna
política, su capacidad de disimulo, su resolutiva decisión
y su reputación como valores máximos con los que
Fernando supo agitar los intereses ajenos contra Francia
e, inclinándose por el más fuerte, erigirse en dueño del
mismo150.
Carlos VIII, rey de Francia, pretendió hacer la guerra
al Duque de Bretaña, Francisco II de Montfort, para así
quitarle sus estados. En este, caso, aclara Blázquez, el rey
de Castilla le defiende porque consideraba que la justicia
estaba de parte de la causa del duque, aunque el objetivo
último que perseguía Fernando el Católico era “cobrar
los estados de Rosellón y Cerdaña que Carlos le tenía
usurpados” (79r). Envió entonces Fernando a Bretaña
una fuerza de mil hombres de armas (caballería pesada)
bajo el mando de Pedro Gómez Sarmiento, conde de
Salinas, a la que se unieron luego cuatrocientos peones
asturianos.
La situación, en efecto, era complicada. Francisco
II de Bretaña (de Montfort) había participado en la
llamada “Guerra loca”, en la que la movilización
general de Bretaña en abril de 1487 fracasó, quizás
porque se enfrentaba al ejército europeo más poderoso
del momento. Dos expediciones reales en 1487 y 1488
y la decisiva victoria de la Batalla de Saint-Aubin-du-
Cormier posibilitaron a la regente de Francia, Ana de
Francia, la exigencia de que la princesa Ana no se pudiera
casar sin el asentimiento de Francia (tratado de Verger,
150
A. Ferrari, Ibid.

172
1488). Y es que, tras invadir Carlos VIII de Francia el
ducado de Bretaña, Ana de Bretaña, hija de Francisco II
de Montfort, fue forzada a casarse con él, firmando un
pacto por el que, si no tenía descendencia, debía casarse
con el siguiente heredero al trono francés (79r). Aunque
Carlos estaba prometido con Margarita de Austria, los
regentes rompieron el acuerdo y lo prometieron con
Ana, heredera del Ducado de Bretaña. Se celebró el
matrimonio el 6 de diciembre de 1491, lo que permitió
a Carlos liberarse de la tutela familiar y asumir el reino.
El 8 de febrero de 1492 Ana sería coronada reina de
Francia.
El desbarajuste aumentó en Bretaña por la desunión
entre los dos bandos principales de la nobleza bretona,
dirigidos por el mariscal De Rieux y Jean Chalons,
príncipe de Orange, mientras que las fuerzas invasoras
extranjeras con sus abusos provocaban el descontento de
la población. La confusión creció cuando Maximiliano
envió una tropa de setecientas lanzas y selló un acuerdo
con los franceses. Las partes rivales acudieron al arbitraje
del papa Inocencio VIII, quien invitó a todos a concertar
la paz y concentrar todas las fuerzas contra los turcos, que
ya habían atacado Otranto. Fernando, entonces, intentó
convencer al papa por boca de su embajador Bernardino
de Carvajal (mayo de 1490) de que el acuerdo con
Francia sería imposible mientras ésta no le devolviera los
condados del norte de Cataluña. Entretanto, fue enviado
a Castilla el emisario francés Juan de Mauleón, portando
cartas de Ana de Bretaña y Carlos VIII que proponían
un encuentro de los Reyes Católicos y el rey de Francia.
Las conversaciones continuaron y Mauleón viajó varias
veces a España intentando mantener la paz.
Y, entre todo este contenido de tensiones e intentos
de acuerdos, inserta Blázquez una breve noticia sobre

173
un hecho tan importante como el descubrimiento de
América. No quiere Blázquez o no le interesa ahondar
en este acontecimiento, quizás porque prefiere escoger
hechos históricos que, aun siendo de menor calado, le
sirvan para resaltar más el carácter del rey Fernando. El
caso es que Blázquez, aduciendo como argumento que
grandes historiadores han contado tal acontecimiento,
lo ventila en apenas medio folio. Llama la atención el
desinterés de Blázquez Mayoralgo por el tema americano:

Llegó Colón a proponerle la conquista y descubrimiento de el


nuevo mundo. Los sucessos de ella escritos yacen y eternos en las
plumas de aquellos grandes ingenios que los hallaron más capaces
de una insigne historia que de un abreviado Epítome (79v).

Entretanto, continúa Blázquez, el rey de Castilla


no ceja en sus esfuerzos por recuperar los estados del
Rosellón, mientras que el rey de Francia, temeroso de
tener en contra al rey de Inglaterra y al Archiduque
Conde de Flandes, se obligó a entregar el Rosellón.
Tras una difícil negociación diplomática se llegó al
tratado de Barcelona en enero de 1493, por el que se
devolvía el Rosellón y la Cerdaña a los reyes de Aragón.
No obstante, Blázquez muestra su desconfianza en los
franceses y añade que tal acuerdo era sólo aparente y
que realmente se trataba de “estratagema francessa para
enemistar al Rey de Romanos [Maximiliano I] con el de
Castilla” (79v).
Los nobles napolitanos desterrados por estas fechas
en Francia, viendo la coalición de los dos reyes, atizaban
a Carlos para que tomara las armas contra el rey don
Fernando de Nápoles, pero, al no hacerles caso el rey de
Francia, se dirigieron al de Castilla. Blázquez, en efecto,
siguiendo a Zurita, añade que, poco antes de la invasión
francesa, el monarca español envió a un tal Nicolás de

174
Taciis a Roma y Francia para sondear opiniones entre
dichos nobles y que Antonelo de Sanseverino, el más
importante de todos, le había respondido que seguirían
antes a Fernando, si decidía reclamar la corona, que a
Carlos VIII (80r)151.
Carlos persevera en hacer la guerra a Nápoles y el
papa, cauto, se confedera con los Esforzas y venecianos,
liga con la que el rey de Castilla se ofendió por los
rumores que corrían de que el papa favorecía en secreto
a los franceses (80v). El 23 de octubre de 1494 salió
Carlos VIII de Piacenza y al poco entró en Florencia,
preparada por las predicaciones de Savonarola y por el
movimiento interior que derribó a los Médicis, donde
fue aclamado como libertador y padre de la patria (81r).
Asimismo, el rey Católico apresta una poderosa armada
para defender Sicilia y al papa,

porque Carlos se hallava tan sobervio aviendo entrado en


Nápoles, que desestimava toda resistencia, por el aparato de las
armas conducidas y por el valimiento de las fuerzas confederadas
(81r).

Da así paso Blázquez a la entrada de Gonzalo


Fernández de Córdoba, capitán de dicha armada, quien
llega con ella a Sicilia (1495) al tiempo que los franceses
tenían ocupado el reino de Nápoles (81v), donde se hacía
fuerte Carlos VIII tras haber derrotado al ejército de
Venecia en las llanuras del río Tarro (81v). Entretanto
el Gran Capitán se va apoderando de algunas fuerzas
de la provincia de Calabria. Y el duque de Borbón,
que cautamente había armado las provincias de
Lenguadoque y las fronteras de Narbona, envió emisarios
al rey de Castilla quejándose de cómo, teniendo un pacto
con Francia, se atrevía a romper dicha confederación
151
L. Suaréz Fernández, Los Reyes Católicos. El camino a Europa, p. 23.

175
apoyando al rey de Nápoles contra Carlos VIII, que
tenía todo el derecho sobre aquella Corona. Blázquez,
en este punto, destacando el semblante majestuoso
del rey Católico y la grandeza de sus palabras, expone
las razones que le dio al duque de Borbón: que había
propuesto muchas veces a Carlos que no llevaba razón
y que había de devolver a la Iglesia las tierras usurpadas
y que él, como príncipe Católico, visto que Carlos no
retiraba sus ejércitos, se sentía libre de cumplir el pacto
aludido, “porque de mayor importancia era morir por
el celo de la Religión que aspirar a la grandeza de los
Señoríos” (82r).
Don Fernando no quería la guerra, pero si era
inevitable, la emprendería promoviendo una gran
alianza de Inglaterra, Portugal y el Imperio contra
Francia. Carlos no cedía y proseguía su avance, entrando
en Roma el 31 de diciembre de 1494 y obligando al
papa a encerrarse en su castillo de Sant’Angelo. El rey
Católico, dilatando la entrada en guerra hasta asentar
paz con el Imperio e Inglaterra y aun consciente de los
inconvenientes de emprender dicha guerra, “más fió
al consejo la seguridad de atreverse que a la ocasión la
libertad de determinarse” (82v). La reacción de los Reyes
Católicos fue entonces fulgurante y crearon la Liga Santa
o Santísima, incorporando al emperador Maximiliano,
al duque de Milán y la Señoría de Venecia.
El rey Católico se decidió entonces a hacer la guerra
a Francia, en lo que Blázquez, dentro de su código
neotacitista y neoestoico, interpreta con una “guerra
justa” en la que Carlos había incumplido su palabra
y, por tanto, Fernando tampoco estaba obligado a
cumplir el anterior pacto establecido, al tiempo que se
luchaba contra un excomulgado y enemigo de la Iglesia.
Don Fernando, de nuevo, es visto como paladín del

176
cristianismo y la guerra era razón de Estado:

Confederado estaba Carlos, pero no se debe fe a quien no


guarda palabra y, estando declarado por enemigo de la Iglesia y
justificada la guerra con averle excomulgado el Papa, no avía otro
motivo que consultar ni otra razón que seguir (83v).

Enrique Enríquez de Guzmán fue el capitán


encargado de acometer por el Rosellón y, tras lograr
varias victorias y evitando la colaboración de Navarra
con Francia, incursionó en tierras de Narbona y se retiró
dejando guarnecidas Salses y Colliure (83v) (1495).
Fernando el Católico desestimó la tregua con el rey
francés y, confederado con el de Inglaterra por la Liga
Santa, combate a Carlos VIII, mientras que Gonzalo
Fernández de Córdoba se abría paso a la fuerza contra
los condes de Nicastro, Melito y Lauria (febrero de
1496). En este punto se extiende Blázquez en elogiar
la grandeza del Gran Capitán, sin desaprovechar la
ocasión para criticar a Francesco Guicciardini, uno de
esos políticos italianos cuya emulación y envidia, dice
Blázquez, no pudieron soportar los éxitos magníficos de
Fernández de Córdoba. Recuerda, entonces, Blázquez
que el título de “Magno” otorgado a este insigne capitán
español ya lo ostentaron antiguamente Alejandro Magno,
Quinto Fabio, Sila, Pompeyo y otros muchos generales
eximios con los que, indirectamente, queda asimilado el
Gran Capitán (84r). Y fue la presencia de Fernández de
Córdoba lo que alentó al rey de Nápoles a conquistar
Atella (1496) (84r-v), mientras el Gran Capitán seguía
ocupando diversos territorios, resistiéndosele tan sólo
el señorío de Aubigny (84v). Entra en Italia el Rey de
Romanos, Maximiliano, llamado por el duque de Milán
y los venecianos, un emperador al que Blázquez pinta
como indeciso y confuso y con unos planes imperialistas

177
más destinados al fracaso que al éxito:

Cuya confusión de pensamientos más era para perderse en las


empressas que salir victorioso de imposibles, porque aspirava a hazer
sucessión la elección de el Imperio y que fuesen súbditos de él los
reynos de Ytalia, determinado a entrar en Roma y coronarse y de
camino introducir que, aviendo héchose de la liga como Archiduque
de Austria y Duque de Borgoña, por Rey de Romanos le havían de
ayudar contra el Imperio los Príncipes confederados, pues él traería
contra el Rey de Francia los de Alemania sujetos (84v-85r).

Entretanto había muerto el rey de Nápoles Fernando


II (1496) y con su muerte habían surgido nuevas
revoluciones en Italia, pues, sin descendencia, nombró
heredero a su tío el duque Federico de Calabria, que
reinaría con el nombre de Federico I, el don Fadrique
que menciona Blázquez, príncipe de Altamura. César
Borgia había ido a Nápoles a coronarlo. Fernando el
Católico no disimuló su decepción, pero estimaba que en
todo caso sus derechos sobre la corona de Nápoles eran
superiores a los de los demás pretendientes, por ser el
heredero más directo de Alfonso el Magnánimo152 (85v).
El papa, entretanto, viendo que no iba a poder hacer rey
de Nápoles a uno de sus hijos, pretendía que el duque de
Milán y los venecianos asegurasen el reino para Federico,
porque, como acota Blázquez, “son hombres los papas y
es tan poderosa la ambición quando el amor ciega los
ojos al crédito” (85v). Fernando el Católico, en cambio,
haciendo gala de su conocida prudencia y disimulo, optó
por no decantarse por ningún bando, pues pensaba que,
sin hacer nada, los mismos enfrentamientos entre ellos
procurarían éxito a sus aspiraciones,

Porque estando el Reyno en manos de Don Fadrique, era


forzoso dar en las suyas; y assí disimuló con prudencia lo que podía
152
J. Pérez, Isabel y Fernando. Los Reyes Católicos, p. 183.

178
aventurar por jactancia (86r).

Don Fadrique era un soberbio, aclara Blázquez, con


lo que Fernando el Católico abandonó entonces Italia,
causando así mayor turbación, pues los príncipes de la
Liga se pensaron que iba a aliarse con el rey francés.
Carlos VIII, en cambio, viendo tantas fuerzas políticas
y militares contra él, intentaba estorbar la confederación
entre el rey castellano y el inglés, al tiempo que el monarca
Católico pretendía entretener al Rey de Romanos y
ganar tiempo para que no se confederase con el rey de
Francia (87r-v).
Resalta, asimismo, Blázquez, siguiendo de nuevo a
Zurita, la inteligente iniciativa del papa Alejandro VI,
de orígenes valencianos y siempre aliado de la Corona
de Aragón, pues, al frente del colegio cardenalicio,
procuró que se otorgara a los reyes españoles el título de
Reyes Católicos (1496), por oposición al título de Reyes
Cristianísimos que ostentaban los de Francia, apoyando
así al imperio español en ámbitos internacionales:

En esta ocasión el Pontífice representava al Colegio de los


Cardenales los aumentos de la Religión Cathólica que el Rey de
Castilla tenía hechos: el ensalzamiento de la fe, las armas con que
avía defendido a la Iglesia, el trabajo de las conquistas de el Reyno
de Granada; y propuso (por no hallar otro título más conforme a
sus merecimientos) que fuese llamado el Cathólico, como antes
se intitulaba Rey de Castilla y León; y después de la sujeción de
Granada… el mismo Papa Alexandro le dio nombre de Rey de las
Españas (88r).

Conseguía sí Alejandro VI que la Corona


española beneficiara su papado y, aunque permaneció
aparentemente neutral respecto al reino de Nápoles,
flirteó en el ámbito internacional tanto con la Corona
Española como Francesa, según las circunstancias y sus

179
intereses.
Este título de Rey Católico provocó el disgusto de
Francia y el de Rey de las Españas los recelos de Portugal.
Pero en Italia no cesaban las luchas y seguía hecha, en
palabras de Blázquez, “un theatro de Marte” (88r).
Había disparidad de opiniones entre los príncipes que se
hallaban en Italia: el rey de Francia atacaba a Génova,
mientras el duque de Milán la defendía y el rey Católico
le ayudaba; el cardenal Bernardino de Carvajal proponía
que se dispusieran dos ejércitos, entrando uno en Francia
por Italia y el otro desde España; el papa se excusaba
y encubría sus intenciones proclamándose neutral; el
Gran Capitán intentaba reducir a los Orsini; el Rey de
Romanos se decidía a atacar Borgoña; los venecianos se
esforzaban en expulsar de Italia al Rey de Romanos. Todo
amenazaba, dice Blázquez, sangrientos enfrentamientos,
cuando el rey Católico, “con su prudencia”, consigue
que se pacte una tregua (88r-v).
Fernando, que confiaba más en sus dotes diplomáticas
que en sus fuerzas militares, había firmado en febrero de
1497 el tratado de Lyon con Carlos VIII. Pero las tropas
francesas seguían ocupando Ostia y tenían cortados los
suministros a Roma. El papa estaba en apuros, por lo que
pidió ayuda a Fernández de Córdoba, quien, subiendo
desde Nápoles, abandonó el cerco de Rocca Gugliellma
y llegó a Roma. El rey Fernando estaba al tanto y de
acuerdo, por lo que la Santa Sede le correspondió
nombrando cuatro nuevos cardenales españoles (eran
ya nueve), entre ellos Juan, hijo del papa153. La plaza de
Ostia estaba al mando del llamado Menoldo Guerri,
gascón, vasco o navarro, al servicio de Carlos VIII de
Francia. El asedio se desarrolló entre febrero y marzo de
1497. Tras la victoria, el Gran Capitán entró victorioso
153
J. A. Vaca de Osma, Los Reyes Católicos, pp. 236-237.

180
en Roma y proclamado como libertador y “aplaudido
de la [gente] popular con toda la familia de el Papa, el
Senado Romano y los Cardenales” (89v).
No obstante, señala Blázquez que el rey Católico
quería sellar la paz con Francia y que también entrase en
tal tregua el Imperio del Rey de Romanos, considerando
que había conseguido el fin de sus empresas, que no
era otro que defender a la Iglesia y devolver a Roma
lo usurpado; que, muerto don Fernando de Nápoles,
le había sucedido don Fadrique, cuya ruina esperaban
los venecianos para ocupar la parte del reino que
pudieran; que los potentados italianos eran poco de fiar
por sus dobleces; y que “la acción legítima al Reyno de
Nápoles” estaba indefinida entre él y el Rey de Francia
(90r). El papa, entretanto, se arrepentía de la unión de
Italia, según relata Blázquez, y de que Maximiliano
pretendiera coronarse sustrayéndose ingratamente al
poder del rey Fernando el Católico. Al mismo tiempo,
Roma se encontraba sumida en la más alta degradación
moral, por lo que Europa entera esperaba que Fernando
el Católico “aplicase a tanto mal con prudencia lo que
no se avía podido remediar con repugnancia” (90v). Y
era especialmente en “casa” del pontífice donde mayores
escándalos sucedían.
La corrupción era generalizada. El rey don Fadrique,
“aunado con el papa”, había recibido de Alejandro VI la
investidura del reino de Nápoles el 11 de junio de 1497
a cambio de cien mil ducados, mientras que el propio
papa decide traer a uno de sus hijos, Juan de Borgia o
Borja, entonces duque de Gandía, y le ofrece el territorio
de Benevento, que había pertenecido a la iglesia y con
la sola misión de atacar a la familia de los Orsini. Pero
el embajador de España no lo consintió (90v-91r). Y
como culmen de atrocidades, cierra el libro Blázquez

181
Mayoralgo con la narración del asesinato del hijo del
papa, el duque de Gandía, que es vista por nuestro
historiador como una especie de castigo divino. Juan de
Borja fue asesinado la noche del 14 de junio de 1497.
Venía de un banquete y parece que, acompañado sólo
de un criado, se retiró al margen del río Tíber, donde fue
apuñalado y arrojado al río. Fue uno de los asesinatos
más sonados del siglo y corrieron rumores de que su
propio hermano, el cardenal de Valencia, lo había
matado ambicionando los estados que le correspondían
como hermano mayor:

Venían de un vanquete celebrado en un jardín el Duque y los


Cardenales de Borxa y Valencia, y el Duque aquella noche (a quien
sólo acompañaba un criado), retirado a la margen del Tíber, fue
muerto a puñaladas y arrojado en él, donde le hallaron sin que
le faltase alguna de sus galas… corrió la voz (entre otras) que el
Cardenal de Valencia su hermano le avía muerto, ambicioso de
sucederle en los estados que pretendía ser suyos como hermano
mayor (91r).

Libro VIII
En el libro VIII se exponen los objetivos políticos
perseguidos por el rey Fernando el Católico desde el
momento de su amenaza de guerra con Francia hasta el
reparto de Nápoles. Según Ferrari, tales objetivos serían,
a juicio de Blázquez, defender al amigo político hasta que
sus alianzas fueran más peligrosas que las propias fuerzas
del enemigo, y entenderse con dicho enemigo antes de
que le pudieran beneficiar las ayudas generosamente
ofrecidas al amigo, es decir, no beneficiar a ninguno a
su costa, legitimando al mismo tiempo sus actos por los
motivos más puros. Estos objetivos, de difícil agrupación
y definición en unidad, los mezcla Juan Blázquez con la
teoría del secreto del consejo político y con la doctrina

182
del poder absoluto154.
Comienza, entonces, nuestro historiador con la
situación que se vivía en parte de Italia a finales del siglo
XV, concretamente con don Fadrique, que en 1496 se
había hecho rey de Nápoles tras la muerte del rey Ferrante,
sobrino suyo. Fadrique pronto demostró sus simpatías
por los franceses, actitud que Fernando el Católico no
podía permitir. No obstante, había contemporizado
hasta la fecha, por respeto a Juana de Aragón, viuda
de Ferrante, y por no romper oficialmente con Francia.
El rey católico consideraba que ya era hora de dejarse
de contemplaciones y de reclamar sus derechos de rey
aragonés a la Corona de Nápoles. El papa Alejandro VI
era un individuo cada vez menos de fiar. Había decidido
el reconocimiento e investidura del rey Fadrique en
Nápoles, cosa que suponía una auténtica afrenta para
Fernando el Católico, que lo había reclamado para sí,
pues aunque pudiera ceder el gobierno a su pariente
Fadrique, la investidura tenía que ser suya como cabeza
de la casa de Aragón, con derechos medievales sobre el
reino de Nápoles155. El rey Fadrique, por tanto, se había
puesto en manos del papa para que lo defendiera, un
pontífice voluble e inmoral que se había puesto al lado
de los franceses y al que Blázquez censura duramente
como un verdadero político maquiavélico y ateísta, “que
embolvía en apariencias lo que era simulación” (92r),
pues había fingido dejar el pontificado por el dolor que le
había causado la muerte de su hijo, aunque a Fernando
el Católico no era fácil engañarlo y “burlose de sus
amagos” (92r). Y es que, como Blázquez bosqueja, con
los Borjas o, con el nombre italianizado, Borgias era difícil
mantener alianzas y lealtades duraderas y las asechanzas

A. Ferrari, Fernando el Católico, p. 455.


154

J. A. Vaca de Osma, Los Reyes Católicos, pp. 236 y 238.


155

183
estaban a la orden del día: el duque de Gandía había
muerto apuñalado, quizás por su hermano; César Borgia
pretendía colgar los hábitos para medrar políticamente;
el pontífice, Alejandro VI, proponía otorgar dispensa
para que el cardenal de Valencia se casara con la princesa
de Esquilache, Sancha de Aragón y Gazela, que desde
1494 estaba casada con Jofré Borgia, aunque parece
que vivía un romance con los hermanos mayores de su
esposo, primero con Juan y luego con César Borgia; y
resolvió también el papa el divorcio de su hija Lucrecia
de Borja, casada con Giovanni Sforza, señor de Pésaro,
quedando oficialmente disuelto el matrimonio del 20
de diciembre de 1497 (92r-v). En definitiva, un sinfín
de maniobras escandalosas fruto del nepotismo con el
que actuaba el propio papa, ante todo lo cual los Reyes
Católicos manifestaron su total oposición y rechazo.
Entretanto, Fernando el Católico intentaba
convencer a sus aliados que las paces con Francia
resultaban casi imposibles, pues, a pesar de la tregua
entre las monarquías francesa y española de febrero de
1497 y la posterior prolongación indefinida de la paz en
Alcalá de Henares, lo cierto es que Carlos VIII no había
abandonado su proyecto de conquistar el reino del sur de
Italia. Por ello, el rey Fernando pide el apoyo de todos sus
aliados y les informa que para hacer la guerra pondría
en los mares occidentales una poderosa armada, pero les
repetía que necesitaba la ayuda de todos los confederados
y que, si no recibía dicho apoyo, él haría lo que mejor le
conviniera cuando el rey de Francia atacara Italia:

Pero que todos los de la liga avían de ayudarle, executando con


resolución lo que antes ofrecieron con empeño; y que quando a esto
faltasen y el Rey de Francia bolviese a tomar las armas contra Italia,
inclinaría las suyas a sus conveniencias (92v).

184
La razón de estado en la que el rey Fernando fundaba
esta solicitud y amenaza es que siempre rechazaba
romper relaciones con Francia de forma unilateral si
todos los confederados de la liga no lo hacían también.
Entretanto, hubo nuevas alteraciones en Navarra y
su rey Juan de Labrid (Juan III de Albret) se valió de
los franceses contra lo que se había estipulado en el
Tratado de Madrid de 1494, cuando para garantizar
un equilibrio político se constituyó un protectorado
castellano sobre Navarra con el establecimiento de
guarniciones castellanas en diversas fortalezas de aquel
reino. Pero esta neutralización política y militar de
Navarra, gracias a la cual sobrevivieron los Foix-Albret
en el trono, era débil, pues los reyes franceses nunca
renunciaron a reincorporar a su vasallaje los dominios
de la casa Foix-Albret al sur de Francia, para lo que
apoyaron al duque de Nemours, Gastón de Foix, en
sus reclamaciones sobre la herencia navarra y bearnesa
que había dejado Leonor156. La situación, pues, en 1497
era conflictiva y se vivía un ambiente de guerra civil.
De hecho, los Reyes Católicos intentaron anexionarse
Navarra mediante un acuerdo con el monarca francés,
quien a cambio recibiría Nápoles. Se estaba fraguando
la Conquista de Navarra (92v).
El rey Católico tenía en armas las provincias de
Cataluña y envió como capitán de las costas del Rosellón
al duque de Alva. Aconteció entonces la muerte repentina
de Carlos VIII (8 de abril de 1498) sin descendencia, por
lo que su primo Luis de Orleáns se convirtió en el nuevo
monarca con el nombre de Luis XII (92v), ocasión que
Blázquez Mayoralgo no desaprovecha para censurar su
doblez política:

156
A. Simón Tarrés, La monarquía de los Reyes Católicos, p.125.

185
La muerte inopinada de el Rey Carlos, Príncipe vengativo y de
inconstante fe, a quien no se podía fiar ni lo que de palabra prometía
ni en lo que su crédito se empeñava, cuya ambición de ensanchar
sus Reynos ni la disimulava en el odio que al Rey Cathólico tenía ni
en la emulación que a sus vitorias inclinaba (92v).

Luis XII enseguida logró la adhesión a sus planes en


Italia del duque de Milán, de Florencia, de Bolonia y de
Génova y, lo que era peor, del propio papa Alejandro
VI, al que el monarca francés correspondió nombrando
a César Borgia duque de Valentinois. El rey Fernando,
que conocía bien a los franceses, italianos y al papa no se
sorprendía ya de nada y, siempre diplomático y partidario
de la paz, empezó a negociar el tratado de Marcoussis
(agosto de 1498)157. En medio de todo ello, el pontífice
atizaba las guerras civiles entre los Orsini y los Colonna
y convencía a los venecianos para que se apoderasen de
los territorios de Apulia del rey de Nápoles (93r). Y el
rey Católico permanecía expectante, con su prudencia y
astucia, sin pronunciarse, en un silencio confuso hasta ver
en qué acababan las paces de Francia, pues tampoco se
fiaba de Luis XII, del que Blázquez destaca su soberbia:

Pretendía tener a todos en un silencio equívoco hasta ver qué


fin tenían las paces de Francia, rebuelta con la nueva sucessión del
Duque de Orliens, cuya soberbia iba construyendo en amagos lo que
después se leyó en escarmientos. Todo estava en secreto en el pecho
de el Rey Cathólico, porque descubrir la intención al enemigo, más
sirve de enseñarle el reparo que executar el golpe (93v).

También temeroso del monarca francés, el Rey de


Romanos, Maximiliano I de Habsburgo, determinó
en 1498 acometer las fronteras de Borgoña y combatir
así a Francia (96r). El papa, por su lado, daba largas a
la dispensa solicitada por Luis XII para casarse con la
157
J. A. Vaca de Osma, Los Reyes Católicos, p. 240.

186
duquesa de Bretaña, viuda del rey Carlos, con la excusa
de que tenía que consultar el asunto con el rey Católico,
si bien, señala Blázquez, quería, como siempre, engañar
al monarca español y sus verdaderas intenciones eran
otras: estrechar amistad con el rey francés y enemistarle
con el rey Católico (96r-v). Este intrigante y malvado
papa logró además enfadar al monarca español con su
resolución de que su hijo César Borgia tomara hábito
seglar, pues Fernando mandó embargar todas sus rentas,
lo que supuso a su vez la irritación del pontífice que ya
tenía la excusa perfecta para aliarse con el rey francés
(96v). El rey Católico deploraba que la ambición del
papa de encumbrar a su hijo había de poner en grave
riesgo y miserable estado a Italia. Entretanto, Garcilaso
de la Vega, embajador ordinario de España, intentó
asustar al pontífice enseñándole una carta del rey
Católico echándole en cara su simonía y nepotismo,
ante lo que el papa intentó justificarse e inculpó a
Garcilaso atribuyéndole falsas relaciones (96v). Mientras
esto sucedía, se celebraban las bodas de don Alonso de
Aragón, hijo segundo del rey Fadrique, con Lucrecia
Borgia, hija del papa, lo que Blázquez lamenta como
una aberración:

¡Tales son los humanos accidentes, a un tiempo la terribilidad


de la vida de un Pontífice y el regocijo de el casamiento de una
muger, quitada a su marido por fuerza y aora suspensión de tantas
fortunas! (97r).

El estado moral de la Iglesia estaba en continuo


declive, por lo que el monarca español propone al
papa que haga reformas, puesto que estaba actuando
temerariamente al confederarse con Francia y Venecia,
siendo la causa de todo ello, según Blázquez, el deseo
irrefrenable que tenía el pontífice de engrandecer a su

187
hijo César Borgia, “nuevo Atila de Ytalia” (97r). El rey
Católico, enterado de todas las acciones del pontífice
con su hijo César Borgia, decide entonces romper con el
papado, ordenando salir a todos sus vasallos y súbditos
de las tierras del pontificado y Curia Romana, para que
sirviera como una amenaza de la necesaria reforma del
estado eclesiástico (97v).
Asimismo, el rey Fernando montó en cólera con
el planeado matrimonio de César Borgia con la hija
de Gastón de Fox, señor de Candale, y sobrina del
rey Católico, pues consideraba que tal matrimonio
evidenciaba “la avilantez de un vassallo” y que su
sobrina “nació para muger de Ladislao Rey de Ungría”
(100r). Fernando el Católico, incapaz de aguantar ya
los abusos papales, conminó al papa a que restituyera
Benevento a la Iglesia y todo lo que le había usurpado,
al tiempo que envió a Roma a Íñigo de Córdoba y Felipe
Ponce, quienes, junto con el embajador Garcilaso de la
Vega, escoltaron al prelado el 17 de abril de 1499 y lo
expulsaron fuera de Roma junto con toda su familia:

Todos estos medios ponía el Rey por no empeñarse en otros


más terribles, reconociendo su dignidad por cabeza de la Iglesia y
desdeñando sus costumbres por la alteración de Roma (100v).

Ante las negativas del papa a devolver Benevento y


su descaro al decirle al rey Católico que, si tan interesado
estaba en ello, restituyera él primero los reinos de Sicilia
y Cerdeña, al tiempo que le lanzaba distintas amenazas,
el monarca español se mostraba confuso, sin saber qué
hacer, entre la condición del papa y la gravedad del
asunto (103r). Volvió el rey Fernando a insistir en sus
pretensiones ante el papa, pensando que ahora, apoyado
por el rey de Portugal, que pretendía lo mismo que el
español, el prelado se atendría a razones. Y así fue, pues

188
revocó el papa la donación de Benevento que había
hecho a su hijo el Duque de Gandía, lisonjeando al rey
Católico de que lo hacía por complacerle, si bien no
remedió los escándalos de Roma y de su casa (103v).
El rey francés, por estas fechas, había invadido Italia
con un gran ejército, haciendo en Milán prisionero a su
aliado Ludovico el Moro y enviándolo a Francia, donde
murió prisionero; luego pasó a Nápoles, que era lo único
que le quedaba por dominar en toda la península. El
papa pretendía hacer la guerra al rey don Fadrique
de Nápoles; Maximiliano se juntaba con los príncipes
alemanes para resistir el daño que le infligían los suizos; los
venecianos apoyaban a los franceses; el Turco aprestaba
una enorme flota para combatir a la cristiandad. Este es
el estado turbulento de Europa que nos pinta Blázquez
(103v). Por ello, Fernando el Católico comprendió que
su enemigo francés había cobrado ventaja y que lo
más provechoso para él era conseguir ralentizar todo y
obtener un compás de espera, cosa que logró mediante
sus embajadores, Pérez de Santisteban y Miguel Juan
Gralla, que negociaron con Francia hasta alcanzar un
acuerdo que se firmó en Granada el 11 de noviembre de
1500. En dicho tratado se repartían el reino de Nápoles,
quedándose los Reyes Católicos con el sur del territorio,
la Apulia y la Calabria, con el título de duques, mientras
que Luis XII sería duque de Nápoles renunciando al
Rosellón y la Cerdaña, pero no al señorío de Montpellier.
Fadrique III, desesperado, había llegado a pedir ayuda al
sultán Bayaceto, para entregarse finalmente al monarca
francés y morir tres años después en Francia (104r-v)158.
Al tiempo que esto ocurría, los turcos estaban ya
inquietando los mares casi a la vista de Italia, mientras
que los príncipes italianos se hallaban inmersos en
J. A. Vaca de Osma, Los Reyes Católicos, pp. 240-241.
158

189
guerras intestinas. Sólo el rey Católico, nos dice Blázquez,
estaba atento a la amenaza turca y tenía preparada una
gran armada comandada por Gonzalo Fernández de
Córdoba. Los venecianos habían solicitado ayuda, pues
su plaza de Modón, en el Peloponeso, estaba siendo
atacada por los turcos. Así que va en su ayuda la armada
castellana con sesenta barcos y diez mil hombres de
infantería y caballería (104v). El papa, mientras tanto,
intentaba convencer al rey don Fadrique que se entregara
a él y que intentaría ponerlo a bien con el rey de Francia,
pero don Fadrique no le hacía caso, narra Blázquez,
bien porque no se fiaba de un pontífice tan mentiroso,
bien porque estaba esperando la poderosa armada del
rey Católico. El papa, por su lado, no dejaba de atizar
la guerra entre los Orsini y los Colonna y su hijo César
Borgia, “duque Valentín”, en un acto atroz más, ordena
matar a su cuñado don Alonso de Aragón, duque de
Viseli, posiblemente, según rumores que recoge Blázquez
siguiendo a Zurita (Historia del rey don Hernando el Cathólico
4.14), por su esposa Lucrecia de Borgia o por instigación
del propio papa. Era el año de 1500:

Tan cautelosa era su condición, governada por el Duque


Vallentín su hijo, que desenfrenado corría donde la ambición le
despeñaba o la crueldad le persuadía, hasta hazer poner las manos
en el Duque de Viseli su cuñado, muerto a puñaladas por su orden
en su mismo lecho. Atribuíase la causa a su muger Lucrecia de Borja
entre otras que en Roma se discurría, al passo que el rumor público
culpava a la persona de el Papa (104v).

Las naves de Fernández de Córdoba llegaron


a Mesina, donde se unieron unos dos mil soldados
españoles y varias naves vizcaínas. El 2 de octubre de
1500 llegan a tiempo para socorrer Candía. Se unió a la
expedición la flota veneciana y dos carracas francesas. El

190
acuerdo fue reconquistar Cefalonia, considerada la llave
del Mediterráneo, que había sido ocupada por los turcos.
Tras cincuenta días de duros combates y mes y medio de
asedio, la isla fue tomada el mismo día de navidad del
año 1500, con la conquista de la fortaleza de San Jorge
(105r). Ésta fue primera empresa de envergadura con
la que se enfrentó el Gran Capitán en esta su segunda
etapa italiana159.
Ya en 1501 el rey Fadrique, agotado militar y
económicamente, no pudo hacer frente a los reyes francés
y español y trató de asegurar el paso a los turcos enviando
a su hijo “en rehenes” a Belona, lo que Blázquez narra
siguiendo de nuevo a Zurita (Historia del rey don Hernando
el Cathólico 4.42). Mientras, el rey Católico alimenta el
enfrentamiento entre los Orsini y los Colonna, porque
le convenía, pero no actuó en esto maquiavélicamente
el rey don Fernando, pues, según Blázquez, su actitud
se debió a una legítima razón de Estado, porque había
que considerar que el rey don Fadrique “no era ligítimo
sucessor de la Corona de Nápoles” y, así como al principio
se hizo con el trono don Fadrique por la simple razón
de Estado de evitar mayores peligros, así también ahora
fue la misma razón de Estado la que lo había derrocado
(105v).
Francia y España, en fin, confederadas comenzaron
a conquistar la parte del reino de Nápoles que les
correspondía (107v). Y, aunque el acuerdo de Granada
no fue del agrado de Fernández de Córdoba, porque
tenía amistad y estimaba al rey de Nápoles, antepuso
su fidelidad al rey Católico, al que conocía bien,
entendiendo que la maniobra del monarca español era
un ardid político para recuperar el Rosellón y la Cerdaña
y caminar hacia el objetivo final que perseguía: ser rey de
159
J. A. Vaca de Osma, Los Reyes Católicos, p. 241.

191
Nápoles. Por ello, la Calabria y la Apulia no eran más que
el punto de partida para lograr su meta. Juan Blázquez,
no obstante, intentando desmentir las habladurías de los
historiadores movidos por la maliciosa envidia o por la
ignorancia, aclara que esta acción del reparto de Nápoles
estaba justificada y además legitimada por la investidura
del propio papa:

Confederados ya los dos Reyes de Francia y España, comenzó


cada uno por su parte a conquistar la que podía tocarle de el Reyno
de Nápoles, acción en que tanto a tropezado la malicia embidiosa
o la curiosidad ignorante, pues, quando no estuviera justificado
el derecho de los dos, no emprendían la guerra menos que con la
envestidura de el Papa que ligitimó tanto su justicia (107v).

Libro IX
Entretanto, el intrigante papa Alejandro VI, que,
según Blázquez, se lamentaba en privado de este acuerdo
franco-español, alentaba al rey don Fadrique para que
tomase de nuevo las armas ayudado por los venecianos
y estimulando a Maximiliano a que cooperara con ellos
(108v-109r). Pero el papa había hecho público el acuerdo
secreto entre Francia y España y los franceses ocuparon
su parte con veinte mil hombres, encontrando sólo
resistencia en Capua. El Gran Capitán, por su parte, va
ocupando la zona adjudicada a España y sólo encuentra
alguna dificultad en Tarento, que se acaba rindiendo a
España en 1502 (109r-v). Mientras, la fortuna del rey de
Nápoles, don Fadrique, había llegado a su más penoso
estado, lo que Blázquez narra con gran patetismo para
resaltar la clemencia del rey Fernando el Católico, una
de las virtudes más destacables en un príncipe perfecto:

Avía llegado a la última miseria la fortuna de el Rey don


Fadrique y, viéndose perdido en los juegos de sus inconstancias,
determinó acogerse a la clemencia de el Rey Cathólico, ofreciendo

192
por un breve estado con que vivir la grandeza de un Reyno cuya
soberanía otro tiempo tuviera por ofensa lo que aora solicitava por
sagrado (109v).

Pero los límites entre las dos zonas, la francesa y la


española, estaban mal fijados y originarían numerosos
incidentes, como el nacido en las provincias llamadas
Basilicata y Capitanata, que los españoles consideraban
parte de Apulia, pero que, como advirtió pronto
Fernández de Córdoba, tenían organización propia. Por
ello, antes de la llegada del Virrey, duque de Nemours,
se produjeron injerencias francesas en la zona española
(agosto de 1501). Pretendieron, entonces, los franceses
hacerse con la provincia de Basilicata, que el rey Católico
creía que le correspondía a él, y el Gran Capitán la
defiende enviando una protesta al comandante francés,
“por no llegar a rompimiento” (109v) con los galos. El
comandante francés respondió que los límites no estaban
claros y que lo mejor era que Basilicata permaneciera
bajo las dos banderas hasta que se aclarase el destino por
negociación o sentencia arbitral160.
En este punto, inserta don Juan Blázquez un epítome
sobre el origen de los reinos de Francia, redactando
así un excursus histórico que entrecorta la narración
de los hechos acaecidos en esta Guerra de Nápoles,
seguramente por ostentación erudita, pero también para
que el lector comprenda el carácter de los franceses,
forjado desde que los francos ocuparon la Galia tras
domeñar las armas romanas hasta que Carlos V y
Francisco I, igual que Felipe II de España y Enrique II
de Francia, se enfrentaron bélicamente (110r-111r). Se
trata de poner de relieve la inveterada enemistad de

L. Suárez Fernández, Los Reyes Católicos. El camino hacia Europa, p.


160

226.

193
ambas naciones y la perpetua perfidia francesa, siempre
provocando guerras contra España.
El Gran Capitán continuaba su avance y, tras
apoderarse del castillo de Cosenza, pasó a Apulia, donde
se le quisieron entregar muchos lugares y fortalezas
que estaban bajo bandera francesa, pero Fernández de
Córdoba no lo consintió, para que “justificando más
la causa, se conociese que originava la soberbia de los
Franceses la guerra y no la ambición de sus empressas
el rompimiento de las paces” (114r). Al mismo tiempo,
el duque Valentín, César Borgia, que ya se intitulada
duque de Romaña, se jactaba, por el odio que tenía al
rey Católico, según Blázquez, de ser el lugarteniente del
rey de Francia (114r). Y es que desde febrero de 1502,
cuando visitó con su padre la ciudad de Piombino,
tomada unos meses antes y considerada la puerta de la
Toscana, no albergaba otra aspiración la familia Borgia
más que tomar Pisa, Florencia o Siena y así unificar la
Italia central.
El infortunado rey de Nápoles, mientras tanto,
sin fuerzas ni ánimos, ofreció entregar la ciudad a los
franceses en seis días, saliendo el rey de su castillo en
lo que Blázquez define, en tono neoestoico, como un
espectáculo teatral, “representando [don Fadrique] una
de las tragedias en que mostró la fortuna la poca firmeza
que se puede vincular a la pompa vana de sus amagos”
(114r). Pero, apenas los franceses se habían apoderado
de Nápoles, comenzó a fraguarse una gran discordia
ocasionada por los nombres de algunas ciudades y los
límites mal fijados entre las dos zonas española y francesa.
En efecto, como se mencionó antes, el desacuerdo sobre
la interpretación del tratado de Granada, donde se
mencionaban cuatro provincias, mientras que el reino
de Nápoles estaba dividido desde Alfonso I en doce,

194
provocó que Francia, la culpable a ojos de Blázquez,
ocupara zonas españolas; de ahí las disputas:

Nació la diferencia de querer introducir los Franceses en sus


conquistas lo que con mayor desengaño se consideraba de el Rey
Católico (114v).

La realidad es que las primeras escaramuzas tuvieron


lugar en junio de 1502, cuando Francia ocupó Atripalda
y España tomó Troia, estando cada una de estas
localidades en territorio contrario.
El Gran Capitán se entera de que los franceses estaban
atacando los confines de Apulia y apoderándose de los
lugares que estaban poco fortificados, por lo que fue a
verse con el general francés, el duque de Nemours, pero,
incapaces de llegar a un acuerdo, se declara la guerra
entre ellos (116v). La fuerza ofensiva de Fernández de
Córdoba era imparable y, adelantándose a los franceses,
se hizo con cinco de las ciudades más poderosas, dice
Blázquez, del Abruzzo y otras muchas posiciones
(116v-117r). Y en medio de esta ocupación francesa
y española de los territorios que a cada cual le había
correspondido, con las mutuas injerencias que se estaban
produciendo, el rey de Francia se quejó al de España
respecto a la forma de actuar de Gonzalo Fernández de
Córdoba, pero el rey Fernando no le hizo caso porque,
según dice Blázquez, conocía bien la condición embustera
del rey francés y la lealtad de su Gran Capitán (117v).
Tenía ya en estos momentos fortificados los castillos de
Basilicata y Calabria y “puestas en defensa las fuerzas de
Manfredonia, Cosenza y Tarento” (118r).
El rey Católico convencía entonces a Maximiliano,
Rey de Romanos, de cómo había sido el rey francés, con
su inconstancia, el causante de la guerra y le recordaba
que con el rey de Francia ni le obligaba juramento ni

195
podía tampoco fiarse de él, intentando con estas y otras
razones justificar ante Maximiliano la guerra contra
Francia (118r). Mientras, el rey francés, para deshacer esta
alianza entre España y el Imperio, se valía del arzobispo
de Besançon, “gran privado de el Príncipe Archiduque”
(118v). Pero la guerra proseguía y el duque de Nemours,
asistido por dos mil suizos y doscientas lanzas, ganó
algunos pueblos e intentó mayores conquistas, pero el de
Córdoba lo frena, reúne a toda la gente que tiene Apulia,
la concentra en Andria y Barletta y la dispone para la
defensa de Canosa (1502). Y es que un gran ejército
francés se había lanzado sobre Canosa y el duque
de Nemours exigía su rendición a Pedro Navarro, el
encargado de su defensa, pero éste aguantó hasta que el
Gran Capitán le ordenó rendirse con honra y abandonar
la plaza para reincorporarse a la guarnición de Barletta.
Es evidente que esto supuso para el de Nemours un
motivo de vanagloria, aclara Blázquez, cuando, si las
fuerzas francesas no hubieran sido tan superiores a las
españolas, en modo alguno habría podido vencer a
Fernández de Córdoba (118v).
El caso es que la contienda se dilataba y el rey
de Francia se quejó al duque de Nemours, porque,
habiéndole prometido que en un mes daría fin a las
conquistas, habían pasado ya siete meses y sólo había
logrado ganar unas cuantas posiciones de poco valor.
Aparece claramente la subjetividad de Blázquez
Mayoralgo y su espíritu antifrancés, ridiculizando al
conde de Nemours, al que nos lo presenta reprendido,
como un cobarde, por un sanguinario Luis XII:

Quejávase el Rey de Francia de el Duque de Nemours, porque


aviéndole prometido que en un mes le daría acabadas las conquistas,
eran passados siete y sólo vía unos entretenimientos cobardes, más
dignos de vituperio afrentoso que de valor temerario; y escriviole

196
que si luego no iba sobre Barleta y se la ganava sin dejar vivo un
español (jactancia francesa), le embiaría capitanes que peleasen con
osadía y no soldados que se desanimasen con flaqueza (119r-v).

Cuando esto sucedía, se encontraba el rey Fernando


en Zaragoza, asistiendo a las Cortes de Aragón,
pidiéndoles ayuda para las guerras que estaba librando
(119v). Y, concluidas dichas Cortes (1503), se determinó
que los reinos de Aragón lo socorrerían y le concederían
quinientos hombres a su costa (124r), tal y como también
nos cuenta más ampliamente Zurita (Historia del Rey Don
Hernando el Cathólico, 5.23).

Libro X
El periodo de tiempo que Blázquez analiza en el
presente libro abarca desde el encuentro de D’Aubigny
con Gonzalo de Córdoba hasta la revocación de los
poderes de éste dictada por Fernando el Católico.
Sostiene el historiador en esta ocasión la tesis de que
el monarca español, convencido de que sus armas en
Italia eran temidas por su valor y fortuna y de que el
rey de Francia no era suficientemente poderoso para
resistirlas ni tampoco se encontraba con ánimos para
acometerlas, se decidió por la negociación en asuntos que
no podía fiar al poder porque resultarían más costosos y
peligrosos. Entre dichos negocios se hallaba el escándalo
de la administración de Italia por parte de Fernández de
Córdoba, cuya grandeza allí hacía sombra a la majestad
del rey Fernando. Este será el contenido histórico del
libro X, si bien doctrinalmente está dedicado a estudiar
el tema político de la obediencia de los ministros y la
revocación de los poderes161.
La narración histórica del presente libro comienza

161
A. Ferrari, Fernando el Católico, p. 457.

197
con la batalla que, dentro del contexto de la guerra
de Nápoles, libraron las tropas francesas de Bérault
Stuart d’Aubigny contra las españolas comandadas por
Fernando de Andrade en Seminara el 21 de abril de
1503. El resultado fue favorable al ejército español. En
efecto, en febrero había zarpado de Cartagena la armada
enviada por el rey Católico a Nápoles para apoyar a
Fernández de Córdoba, dirigida por Luis Portocarrero,
llegando a Mesina el 5 de marzo, de donde pasaron a
Regio. Portocarrero murió y se nombró sucesor suyo
a Fernando de Andrade o, como lo llama Blázquez
Mayoralgo, Andrada. Cuando D’Aubigny se enteró de
la llegada de la armada española, juntó una importante
tropa y marchó sobre Terranova, defendida entonces
por el capitán Alvarado. Pero, ante la llegada de tropas
auxiliares españolas, D’Aubigny levantó el asedido y
marchó a San Martino, mientras Andrade concentraba
sus fuerzas en Seminara. Tras parlamentar ambos
generales, decidieron entrar en batalla el 21 de abril,
fecha en la que ambos ejércitos se encontraron entre
Seminara y Gioia. Mientras D’Aubigny parlamentaba
con Benavides, el grueso español atravesaba el río por
otro camino. Cuando el francés se apercibió de ello, los
españoles ya habían cruzado y avanzaban contra los
franceses, quienes, al acelerar el paso, se desordenaron
y fueron vencidos por los españoles de forma rápida.
La infantería de D’Aubigny se refugió en un bosque,
donde fue aniquilada, sufriendo también la caballería
gran merma. Los españoles, por su parte, sufrieron sólo
tres bajas. El general francés fue asediado en el Castillo
de Angitola, donde se rindió a los treinta días, siendo
encarcelado en Castel Nuovo (124-125v). La provincia
de Calabria quedaba ya bajo control español.
Una semana después de esta batalla, el Gran Capitán

198
volvería a vencer a los franceses en Ceriñola (Cerignola),
inclinando ya definitivamente la guerra a favor de
España. Pero antes de narrarnos este nueva acción
bélica, señala Blázquez que por estas fechas el príncipe
Archiduque, Felipe de Austria, yerno de Fernando el
Católico, negociaba la paz franco-española, concluyendo
con el monarca galo Luis XII el tratado de Lyon de abril
de 1503, no ratificado por el rey Católico y, a lo que
parece, tampoco del gusto de Blázquez Mayoralgo, quien
nos cuenta que Felipe de Austria, amparándose en este
tratado, escribió al Gran Capitán para que suspendiese
la guerra. Felipe, en este caso, se nos aparece, en la pluma
de Blázquez, como un joven inexperto e incauto, que se
fiaba de la palabra dada por Francia, en clara oposición
con el Gran Capitán, bregado en mil combates y, por
ende, gran conocedor de la malevolencia francesa. Nos
avanza Blázquez su antipatía por Felipe el Hermoso en
su enfrentamiento con Fernando el Católico, que será
expuesto posteriormente en el libro XI. Los términos en
los que habla de Felipe son cristalinos:

El Príncipe Archiduque avía asentado paces con Francia y


escrito al Gran Capitán que suspendiese la guerra, pero, como
experimentado en las estratagemas de el Francés, más atento estuvo
a resistirlas prevenido que perderlas el miedo confiado, porque el
Archiduque aún no avía conocido en el desengaño del gobierno los
daños de tener segura fe y no fácil escarmiento (126r).

Y ahora sí pasa Blázquez a narrarnos los


acontecimientos de la famosa batalla de Ceriñola.
Fernández de Córdoba salió de Barletta el 27 de abril de
1503 y el rasgo más destacable del suceso fue la rapidez,
pues el 28 de abril ya se estaba librando la batalla. Los
franceses, tras la derrota de Seminara, querían retrasar
el combate, pero Gonzalo Fernández de Córdoba, con

199
gran decisión y una infantería poderosa, a lo que se
sumaron el ardor y la táctica militar del Gran Capitán,
libró una batalla fulgurante y en poco más de una hora
aconteció lo inverosímil: el primer ejército de Europa
quedó aniquilado y se iniciaba una nueva fase en el
arte militar moderno, consolidando el prestigio de la
infantería española y haciendo de España una gran
potencia europea. Según algunas fuentes, murieron
más de cuatro mil franceses, entre ellos el jefe francés, el
duque de Nemours, cuya muerte lloró el Gran Capitán.
La consecuencia inmediata fue la entrada de Fernández
de Córdoba en Nápoles entre aclamaciones el 16 de
mayo de 1503 (129r-130r). Y cuenta Blázquez una
anécdota ocurrida a un soldado italiano que, pensando
que la batalla había acabado, empezó a rapiñar y
prendió fuego al carro de la pólvora, lo que causo una
gran explosión e incendio, sucesso que es interpretado
por nuestro historiador como presagio y agüero de la
victoria final española:

Un soldado Ytaliano, despavorido con la fuerza del enquentro,


se persuadió que la guerra era acabada y, pareciéndole que quitava
despojos al enemigo, puso fuego a los carros de la pólvora, levantando
tan súbito incendio que, con ser tanta la llama, estuvo algún rato
embozada entre las sombras: ¡Accidente que sólo pudo desmentir
el valor de hombre tan insigne, para no perder en presagios lo que
fortuna le vaticinaba en vitorias! (130r).

Y, siguiendo con el balance del éxito final en Ceriñola,


vuelve Blázquez a arremeter contra Felipe de Austria,
de quien dice que, aunque ayudó con su esfuerzo a la
victoria, “embarazó la execución con su desorden”
(131r), aprovechando de nuevo para oponer la figura del
Gran Capitán a la del bisoño Felipe.
De este modo, el rey Católico hizo temibles sus armas

200
en Italia, al tiempo que veía que, dada la debilidad del
rey de Francia, su mejor baza era “encaminar por la
industria lo que no podía fiar al poder” (131r). Y, tras
asentar las concordias con el príncipe Archiduque Felipe
de Austria, no porque le apeteciera, sino “por razón de
estado” (131r), prosiguió el rey Fernando sus empresas
en Nápoles, pues sabía que el rey de Francia no se había
dado por vencido y que preparaba tres ejércitos para
atacar por Navarra, por Cataluña y en Nápoles162.
Entretanto, el papa Alejandro VI muere víctima
de un veneno que su hijo, el duque Valentín, había
preparado para asesinar al cardenal de Corneto (18 de
agosto de 1503). De nuevo, pues, vuelta a las intrigas
políticas protagonizadas por los Borgia. El colegio
cardenalicio consiguió desechar la candidatura del
Cardenal de Ruán, Georges D’Amboise, marcadamente
pro-francés y apadrinado por el rey de Francia, eligiendo
a dos candidatos más propicios al bando Trastámara: Pío
III (septiembre de 1503) y Julio II (diciembre de 1503)
(131v-132v)163.
El siguiente acontecimiento que narra Blázquez es
el sitio de Gaeta por los españoles. El rey Católico va en
persona a socorrer el castillo de Salses y hace levantar
el cerco a los franceses. En efecto, el mariscal De la
Trémouille, el único militar francés que podía estar a
la altura del Gran Capitán, lo había desafiado, pero no
tuvo ocasión de trabar combate con él, porque murió
prematuramente y fue remplazado por el marqués de
Mantua, cuyas fuerzas, enriquecidas con sus aliados
italianos, triplicaban las de Fernández de Córdoba.
A su vez, el bando español se veía aumentado por los
162
J. A. Vaca de Osma, Los Reyes Católicos, pp. 242-243.
163
J. Catalán Deus, El príncipe del Renacimiento. Vida y leyenda de César
Borgia, Barcelona, Debate, 2008, pp. 472-474.

201
compatriotas que habían abandonado el disuelto ejército
de César Borgia y también por los Orsini y los Colonna,
que habían recuperado los territorios que los Borgia
les arrebataron. El Gran Capitán va conquistando
hábilmente sucesivas plazas (Montecasino, Rocaseca)
para defender la línea de Garellano, donde tuvo lugar
una de las batallas más importantes del ejército español,
más larga de lo esperado, ante lo cual el duque de
Mantua se retiró a sus Estados y le sustituyó el marqués
de Saluzzo. En el lado opuesto, el Gran Capitán, que
con su brillante táctica destrozó al enemigo. A los pocos
días, hizo lo mismo con Gaeta, ocupada el 1 de enero
de 1504 (132r-135r). Sólo quedaba por reducir alguna
parte del Abruzzo y de Calabria. De nuevo el Gran
Capitán entraba triunfalmente en Nápoles entre vítores
y aclamaciones.
Blázquez dedica también unas líneas a la tajante
decisión de Fernando el Católico de revocar los poderes
al Gran Capitán por las quejas que habían emitido
contra él los Colonna, envidiosos, a juicio de Blázquez,
del glorioso Fernández de Córdoba. Se percibe el aprecio
de Blázquez por el militar español, pues nos describe a
un rey Católico que se hallaba confuso e indeciso en
decidir si lo destituía o no. Lo que imperó, a juicio de
Blázquez, fue “la razón de estado”, lo que convenía al rey
y a España, pues era contraproducente que los italianos
estuvieran descontentos con el Gran Capitán, no fuera a
ser que se originasen nuevas revoluciones:

Viose confuso el Rey Cathólico entre las victorias que le avía


dado el mejor vassallo que tuvo Rey y entre la mayor fortuna que
tuvo Capitán, y hazía embarazo a la reputación que de él tenía
ver descontentos los súbditos en Reynos distantes, donde aún las
mercedes hechas con liberalidad no avían apagado el odio, nacido
de la introducida sujeción, no de el todo temida, ni la grandeza de

202
la majestad de el todo venerada. Al fin, si no indignados los oídos
por la información, resuelta la razón de estado por el escándalo, le
revocó poderes (135r).

Las causas de tal revocación de poderes las expone


nuestro historiador con claridad meridiana: a un soldado
tan glorioso y leal como Gonzalo Fernández de Córdoba,
¿podían afectarle ante el rey Católico unas quejas
infundadas, que iban encaminadas a minar la fama de
tan gran general simplemente por envidia? La respuesta
de Blázquez es tajante: Sí. Pues un solo hombre, en este
caso el Gran Capitán, no puede poner en riesgo la paz y
tranquilidad de los reinos (135r). Otra vez la justificación
es la razón de estado.

Libro XI
El libro undécimo contiene los acontecimientos
ocurridos en el reinado de Fernando el Católico entre la
muerte de Isabel de Castilla y la de Felipe el Hermoso.
Fernando encontró por el camino del matrimonio
la alianza con Francia, que para el rey Católico era
un objetivo político clave, puesto que Francia estaba
preparando unirse al Imperio y Borgoña. Tal es la
tesis sostenida por Bláquez Mayoralgo en este libro
undécimo, todo ello aderezado con la doctrina política
sobre los peligros de las novedades, los recelos de los
príncipes inexpertos, el disimulo de los gobernantes
experimentados, la murmuración de los que más tienen
que callar, la ingratitud de los favorecidos y la dilación
política en general164.
Como se ha visto, la alianza militar firmada en
1500 entre Francia y Aragón, conocida como Tratado
de Granada, había tenido sus dificultades y en 1502

164
A. Ferrari, Fernando el Católico, p. 458.

203
surgieron las hostilidades entre ambos ocupantes por
la posesión de los territorios intermedios, llegando a
un enfrentamiento armado franco-español que en esta
época era generalizado. Aunque en un principio las
tropas francesas hicieron retroceder a las españolas, a lo
largo de 1503 los españoles derrotaron a los franceses en
las batallas de Seminara, Ceriñola y Garellano, acosando
al mismo tiempo Gaeta, que se acabó entregando el 1
de enero de 1504 ante Fernández de Córdoba. Pisa,
Florencia, Siena y Génova pasaron a dominio español
y Venencia y Austria militaron en el bando español.
Luis XII temía una invasión española del Milanesado,
pero Fernando el Católico, por el desgaste humano y
económico que habían provocado tres años de guerras,
era más partidario de la paz que de seguir avanzando
al norte de Nápoles. Estos acontecimientos, junto con
el enfrentamiento de Fernando con Felipe el Hermoso
tras la muerte de Isabel la Católica (26 de noviembre
de 1504), son los que Juan Blázquez va a analizar en el
presente libro.
Comienza la narración con el encarcelamiento de
César Borgia por el Gran Capitán, obedeciendo órdenes
de los Reyes Católicos (1503), y la ruptura de las paces
pactadas por los reyes de España y Francia, al tiempo
que el monarca español se aliaba con el rey de Inglaterra
para defender Nápoles. Italia toda, explica Blázquez, se
encontraba abatida por la esterilidad de las guerras, había
una confusión general y España sufría desastres naturales
como terremotos nunca vistos, fenómenos que eran
claros presagios (así lo interpreta Blázquez, acudiendo
a un recurso bien conocido en la historiografía clásica)
de la inminente muerte de la reina Isabel la Católica en
1504:

204
España se vía atemorizada con los terremotos nunca vistos,
presagios todos de la muerte de la Reyna Cathólica, a cuya
tramontada luz tanto llanto dieron las Provincias estrangeras como
las naturales (137r).

Cuando falleció la reina, sobrevino el problema


sucesorio. Las cláusulas sucesorias del testamento,
dictado el 12 de octubre de 1504 con un codicilo
añadido el 23 de noviembre, tenían una importancia
suprema, pues instituía a su hija Juana por universal
heredera y reina, aunque las últimas voluntades de Isabel
preveían que, si su hija se encontrase fuera de los reinos
o incapacitada para gobernar, sería su padre, Fernando
el Católico, quien se ocuparía de gobernarlos y regirlos
hasta que el infante don Carlos, el primogénito de Felipe
y Juana, alcanzase la edad de veinte años, expresando así
su desconfianza de lo que podría suponer que Castilla
estuviera gobernada por un príncipe extranjero. Isabel,
era notorio, aun sin poder apartar de la línea sucesoria
a Felipe y a Juana, intentaba privarlos del gobierno en
beneficio de Fernando (137r-v). Leído el testamento,
sobrevinieron la inquietud y confusión a Fernando
el Católico sobre cómo gobernar los reinos, si como
sucesor por ser descendiente de los reyes de Castilla o
como elegido por la reina para su administración (137v).
La disensión, por tanto, se originó entre los Grandes de
España, pues, a pesar de las disposiciones testamentarias
de Isabel, la posición de Fernando en Castilla quedó en
entredicho y expuesta al desafío, habida cuenta de que
Felipe podía reclamar los derechos de la tutela o regencia
de Juana y hacerse con el poder. Barajaban los poderosos
de España diversos razonamientos entre las dos opciones:
Fernando o Felipe. Fernando era un glorioso militar,
experimentado en el gobierno, astuto y diplomático,
pero podía acusar el desgaste de tantas empresas bélicas

205
y políticas. Felipe, en cambio, era más joven, pero, “con
menos años de los que eran menester para cargar sobre
sus ombros máquina tan grande” (137v), el gobierno de
tan gran imperio podía exceder sus fuerzas.
La proclamación de Juana la Loca a la muerte de Isabel
de Castilla le ofrece a Juan Blázquez ocasión para hablar
de la forma de gobierno que entonces inició y ejecutó
Fernando el Católico, quien, aunque “hizo levantar los
pendones por la Princessa Doña Juana su hija”, no cambió
su forma de gobierno y prosiguió ejerciendo como rey
“absoluto en el imperio”. Entretanto, el rey de Francia,
siempre enemigo de España, aguardaba expectante a ver
si Fernando y Felipe se enfrentaban en guerra civil para
obtener pingües beneficios de tal enfrentamiento (140r).
Las tensiones se templaron porque Fernando, consciente
del peligro que podía suponer el marido de Juana, buscó
el apoyo de las dieciocho ciudades castellanas con voto
en Cortes, obteniendo de ellas en enero de 1505 el
reconocimiento del carácter permanente de su gobierno
(Cortes de Toro) (140v).
Pero la guerra en Italia seguía abierta y la pretendida
rivalidad entre el rey y el capitán Fernández de Córdoba
la recoge Blázquez, indicando que el monarca Católico
escribió al Gran Capitan para que hiciese volver a
España buena parte de sus ejércitos (abril de 1504),
sin duda pensando en apaciguar cualquier conato de
rebeldía y en reducir gastos. El Gran Capitán se quedó
sin la mayor parte de sus efectivos militares, aunque la
capital de Nápoles disponía de guarniciones suficientes
(140v)165.
Entretanto, los reyes de Navarra intentaban casar
a su hijo el Príncipe de Viana con la princesa hija del
165
J. M. Sánchez de Toca, F. Martínez Laínez, El Gran Capitán.
Gonzalo Fernández de Córdoba, Madrid, Edaf, 2008, p. 173.

206
Rey Archiduque, para estrechar la antigua alianza; el
duque Valentín (César Borgia) estaba preso en el castillo
de la Mota de Medina del Campo, solicitando muchos
cardenales su libertad; el rey Católico desconfiaba del
Gran Capitán. Este es el ambiente de confusión que nos
pinta Bláquez, “porque ni los medios de paz se disponían,
ni los aparatos de guerra se exercitavan” (141r). Los
Grandes de Castilla eran poco favorables a Fernando
el Católico y, acudiendo al descrédito de los rumores,
hicieron correr el bulo de que doña Juana, la Beltraneja,
se casaba, lo que vino a aumentar la agitación; también
algunos decían que la enfermedad de la reina Juana le
permitía tomar el título de rey de Castilla (141v). Lo que
ocurrió después de Toro fue una traición y rebelión de
los nobles en toda regla166.
Pisa había sido sitiada por el ejército de Florencia,
ante lo que César Borgia tienta al Gran Capitán y le
ofrece sus efectivos militares para acudir en ayuda de
Pisa, con el señuelo de poner la ciudad bajo la soberanía
de los Reyes Católicos, a cambio de protegerla de las
ambiciones de sus vecinos167. Pero el Gran Capitán no
se deja engañar y envía a Nuño de Ocampo con mil
soldados españoles para defenderla y levantar el cerco
(142r).
Mientras, Maximiliano y Felipe el Hermoso se
ven en Haguenau con el cardenal de Ruán, Georges
D’Amboise, quien, en nombre de Luis XII, hace acto de
homenaje, conforme a lo estipulado en los tratados de
Blois, del Estado de Milán y se procede a la investidura
del ducado de Milán hecha a Luis XII (abril de 1505),
aunque tal ducado no iba a salir de la Casa de Austria,
pues, en caso de morir Luis XII sin descendencia
166
J. A. Vaca de Osma, Los Reyes Católicos, pp. 332-333.
167
J. M. Sánchez de Toca, F. Martínez Laínez, El Gran Capitán, p. 176.

207
masculina, la investidura pasaría a Carlos de Austria y su
mujer Claudia (142r).
Tras las maniobras de Felipe el Hermoso, que
había hecho que doña Juana escribiera una carta a su
padre desde Flandes diciendo que, al estar bastante
recuperada, pedía a todos que aceptaran a su marido
como gobernador de los reinos; tras las gestiones del
señor de Veyre en Castilla; tras el segundo tratado de
Blois firmado por Felipe, prometiendo entregar a Luis
XII el ducado de Milán y ayudar a Nápoles si Francia
le ayudaba contra el Rey Católico; tras intentar Felipe
captarse incluso la adhesión del Gran Capitán, a
Fernando el Católico no le quedaba más remedio que
acudir a sus dotes diplomáticas y así, enviando a Francia
en misión secreta a fray Juan de Enguera, concertó el
matrimonio del monarca español con Germana de
Foix, sobrina de Luis XII. No obstante, para lograr el
matrimonio hubo de pagar el rey Católico un precio
alto: la cesión de derechos en Nápoles a los posibles
herederos del nuevo matrimonio y el pago al rey francés
de un millón de ducados en diez años. La boda fue el 19
de octubre de 1505, Germana con 18 años y Fernando
con 53 (142r). La boda fue por razón de Estado. Tenía
noticias de que Felipe se iba a presentar en Castilla sin
doña Juana para encargarse del gobierno de los reinos
y desplazar a su suegro. Fernando, entonces, tuvo que
unirse con el rey francés casándose con una de sus
sobrinas para neutralizar las maniobras de Felipe, que
unido a Luis XII pensaba alzarse contra Fernando de
Aragón para que quedase aislado entre Castilla y Francia
y perdiese consiguientemente el Rosellón y la Cerdaña.
Pasa a continuación Blázquez a indagar en las
relaciones entre el rey Católico y el Gran Capitán,
quien había concedido grandes señoríos territoriales

208
en Nápoles a sus capitanes, que ahora, en virtud de lo
pactado en Blois, habría que devolverlos a sus dueños,
los barones angevinos. Para compensar a Fernández de
Córdoba, el rey le prometió el maestrazgo de la Orden
de Santiago:

El Rey Cathólico escribe al Gran Capitán, que atendiendo a


los grandes servicios que le tiene hechos y al valor y méritos de su
persona, le promete y asegura por su fe y palabra Real y jura a Dios
nuestro Señor que, luego que llegue a España, resignará en él el
maestrazgo de Santiago, entregándole las villas y fortalezas, de la
suerte que él lo disponga para mayor seguridad de sus intentos y
confirmación de todos sus estados (143r-v).

Pero nunca cumplió el rey tal promesa y se produjo


un distanciamiento entre ambos personajes. Fernando,
muy tacaño, no veía bien los grandes lujos entre los
que vivía el Gran Capitán en Nápoles y, alegando su
mala administración, aunque también subyacían celos
personales por la gloriosa fama del militar y motivos
políticos, apresándolo, le ordenó regresar a España.
Lo más criticable fue el recurso que empleó el rey
Fernando para destituir al Gran Capitán, el engaño. Por
ello, Blázquez, se siente obligado a justificar los medios
utilizados por el rey Fernando. Y, aun admitiendo que
la acción del rey, si se mira de lejos, fue aparentemente
injusta, inmoral y sin arreglo a las leyes o a la razón,
aduce que, desde el punto de vista de la razón de Estado
de la Corona, fue una acción aprobada, celebrada y
aplaudida (146v).
Se suceden mientras tanto graves discordias de los
Grandes en la Coruña, que, en palabras neoestoicas
de Blázquez, “era un theatro de discordias” (148r).
Competían, en efecto, don Juan Manuel, señor de
Belmonte, y el señor de Veyre por obtener el primer lugar

209
en la gracia y confianza de Felipe el Hermoso (148r).
Mas los nobles castellanos estaban en contra de don
Fernando, más por sus propios intereses que por lealtad
a Juana. En cambio, como se vio antes, las ciudades,
desde las Cortes de Toro, se mostraron favorables al
rey. Este apoyo y la alianza de Blois permitieron al rey
Católico negociar con su yerno la llamada Concordia de
Salamanca (noviembre de 1505), por la que se admitía
la incapacidad de Juana y Fernando y Felipe compartían
el gobierno de Castilla y se repartían las rentas por la
mitad. Estos acuerdos, pronto se vio, era casi imposible
ejecutarlos. El señor de Veyre y don Juan Manuel, señor
de Belmonte, lo enredaban todo. La llegada de Felipe y
Juana a la Coruña en abril de 1506, acompañados de
una hueste de dos mil alemanes, hizo que muchos se
adhirieran a él, por lo que Fernando tuvo que firmar en
Villafáfila (27 de junio) y en Benavente (28 de junio) un
nuevo acuerdo por el que renunciaba al desempeño del
gobierno y de la administración de Castilla, recibiendo
en compensación el mayorazgo de las Órdenes Militares
y las rentas castellanas concedidas por Isabel. Fernando
regresaba a sus dominios aragoneses y embarcaba en
Barcelona con destino a Nápoles, mientras Felipe repartía
en Castilla rentas y favores a los nobles partidarios para
lograr poderes completos. Pero Juana se negó a firmar
nada, quedando entonces Felipe simplemente como
verdadero y legítimo señor por ser marido de la reina y
propietaria. Felipe no dejaba de porfiar por la clausura
de su mujer y los nobles, entregados a la adulación, lo
consentían. Todo lo manejaban los criados extranjeros
de Felipe (149v-150r). Obligaba el rey Fernando al
archiduque Felipe que le entregase a César Borgia para
ponerlo a buen recaudo, por miedo a que atizara de
nuevo las revueltas sofocadas de Italia, pero su consejo

210
lo impidió, como queriendo, dice Blázquez, que se
encendiera el fuego apagado de Italia y demostrándose la
poca personalidad de Felipe, manejado por sus favoritos
y erigiéndose por ello en el antipríncipe:

Hazía fuerza el Rey con su yerno el Archiduque para que le


entregase al Duque Valentín, por evitar de una vez los escándalos,
poniéndole en prisión segura, porque de su inquieta y reboltosa
condición podía temerse que bolviese a encender el ya apagado
fuego de Ytalia. Tenía resuelto el Archiduque embiarle, pero la
facilidad de su condición (gran desdicha en los Príncipes) dio lugar a
que el consejo embarazase esta determinación con causas aparentes
para no ser creídas y razones de pocos fundamentos para no ser
escuchadas (151r).

Y Blázquez continúa en este punto justificando las


razones de Fernando para destituir al Gran Capitán. El
rey Católico decidió entrar en Nápoles, pues se decía
de él que no quería abandonar el lugar, que aguardaba
a Maximiliano para que le hiciera señor de aquellos
dominios, que mantenía intrigas con el rey de Francia
y que aceptaría el cargo de General de la Iglesia para
libertar Bolonia, al tiempo que intentaba emparentar con
Próspero Colonna para lograr todo esto. Rumores, de
nuevo, que, aun no creyéndoselos, hicieron a Fernando
entrar en Nápoles. El Gran Capitán salió en sus galeras
a encontrarse con él (151r-v).
Entre este mar de turbaciones, cayó enfermo el
Archiduque Felipe, quizás envenenado, matiza Blázquez,
que achaca la muerte al ejercicio de la pelota. Y murió
el 25 de septiembre de 1506, a los veintiocho años de
edad (152v-153r). Tras la muerte de Felipe se hizo visible
la confusión de los reinos, al borde de nuevas guerras
civiles; los nobles estaban desavenidos y descontentos,
porque la mayor parte del poder estaba en manos de
los flamencos, calificados por Blázquez como tiranos;

211
todos suspiraban por el gobierno pasado y reprochaban
a Fernando el Católico haberlos dejado desamparados,
aunque, aclara Blázquez, la realidad era que los propios
nobles castellanos habían rechazado a Fernando y se
habían entregado a Felipe. Se discurría, entonces, a
quién encomendar el gobierno y concluye Blázquez lo
que para él era evidente:

Sólo quedava la esperanza de bolver al Rey Cathólico, cuya


prudencia y valor conocían por fuerza los que le aborrecían, como
por la necessidad los que le desseavan (153v).

Entretanto, el rey Fernando, iba de camino a Génova


y Savona, cuando salió a su encuentro el Gran Capitán
y le rindió el más sentido vasallaje (154r). Arribó luego
el rey a Portofino el 5 de octubre de 1506, donde le
llegó la nueva del inesperado fallecimiento de Felipe el
Hermoso, con muchas cartas que le rogaban se volviera
a Castilla para hacerse cargo del gobierno, a lo que
respondió que, tras haber puesto en orden las cosas de
Nápoles, volvería a Castilla (154r). Nápoles lo acogió
con grandes alegrías y fiestas y, alojándose en casa del
Gran Capitán, permaneció Fernando allí ocho meses
que empleó en visitar el país, reunir el Parlamento,
atemperar voluntades y granjearse amigos, preparando
así el terreno a su sobrino don Juan de Aragón, conde
de Ribagorza, que quedaría como virrey, relevando a
Fernández de Córdoba.
Castilla, prosigue Blázquez, ardía en disensiones y
parcialidades; la reina “ni atendía al govierno, ni podía”
(154v); había cierta anarquía y se pretendía convocar
Cortes, aunque no se pudo lograr que la reina firmase
las provisiones. Los detractores de Fernando proponían
diversas alternativas, mientras que prevalecía el parecer
de sus seguidores. Se publicaron entonces las paces con

212
Francia, al tiempo que el enredador don Juan Manuel
seguía atizando la discordia, a pesar de que, muerto
Felipe, había perdido ya su privanza. Enemigo como
era de Fernando, no goza tampoco de las simpatías de
Blázquez Mayoralgo:

Rebolvía don Juan Manuel estas cenizas, aunque apagado


el fuego de su privanza y por escusar el público odio (que no ay
quien dessee ser aborrecido), desmentía con apariencias de reparar
escándalos la solicitud de apadrinar disensiones (155r).

Libro XII
Abarca este libro el espacio de tiempo comprendido
entre la llamada de los castellanos a Fernando para
que vuelva al trono hasta la acometida del rey Católico
contra Venecia. Aparecen aquí diversas teorías políticas:
la disolubilidad de las confederaciones, la prudencia
política como medio para conservar las conquistas, la
presencia de los príncipes en las empresas, acometimiento
de empresas de mayor envergadura o la idea de que
las empresas de religión son las más importantes.
Fernando, según Blázquez, es el ejemplo y enseña que
toda confederación en beneficio propio es legítima,
rechazando, en consecuencia, cualquier liga que a su
costa pudiera beneficiar a otros, tanto si se trata de su
aliado Maximiliano de Austria como si es su enemigo
Luis XII. Entretanto, la tesis de Blázquez Mayoralgo
para este libro es, según Ferrari, que el rey Católico,
sospechando que pudieran sobrevenir males mayores,
se aseguró de Nápoles por la enfeudación papal. Este
libro, según el mismo Ferrari, quizás sea el más cuidado
de la obra por la narración de los hechos guerreros y
diplomáticos que contiene168.
Comienza el libro, en efecto, con Fernando aún en
168
A. Ferrari, Fernando el Católico, pp. 459-460.

213
Nápoles, donde le llegaban noticias de las alteraciones
castellanas, si bien el monarca “dejaba correr el tiempo”
(156v), considerando que las disputas de los bandos se
calmarían y así conseguiría con mayor facilidad sus
objetivos. Escribió entonces a todos con agradecimiento
hasta poder hacer justicia, lo que aplacó las revueltas,
pero no eliminó las discordias. Iba la reina por estas
fechas “caminando en compañía de su muerto esposo”,
esto es, embarazada, como estaba, seguía al féretro en
una silla de mano, hasta llegar a Torquemada (156v),
donde el 14 de enero de 1507 dio a luz a su sexto hijo y
póstumo de su marido, la niña bautizada como Catalina.
Los nobles, mientras tanto, a quienes no gusta la futura
llegada del rey Católico, intentaban casar a la viuda
reina Juana, unos con el duque de Calabria, otros con
don Alonso de Aragón, hijo del infante don Enrique,
el viejo rey de Inglaterra también pretendía lo mismo
y hasta su padre el rey Fernando, según rumores que
recoge Blázquez, intentaba casarla con Gastón de Fox,
señor de Narbona (157r). La reina rechazaba todos estos
planes de matrimonio. A su vez, el rey de Francia intenta
convencer al papa para que entre en la liga franco-
española que se proyectaba contra los venecianos, la
que luego se denominaría liga de Cambray (157r).
Los asuntos de Italia se iban calmando porque el rey
Católico restituyó sus estados a todos los príncipes que
los habían perdido en las pasadas guerras (157r). Juan III
de Albret, rey de Navarra, aprovechando que el monarca
español estaba fuera, encuentra la ocasión propicia
para vengarse de su condestable, el conde de Lerín, y
acometió la fortaleza de Viana, defendida por don Luis
de Beamonte, hijo del condestable. César Borgia (el
duque Valentín) militaba en el bando de su cuñado el
rey Juan Albret y allí, durante el intento de conquistar

214
la villa de Viana, murió víctima de una emboscada a
traición el 12 de marzo de 1507 perpetrada por tres
hombres del conde de Lerín: le despojaron de sus ropas
y de sus bienes, dejaron su cadáver totalmente desnudo y
lo arrojaron por un barranco. Blázquez narra con cierto
patetismo la muerte de César Borgia, sobre el que tantas
críticas ha lanzado ya a lo largo de su libro, recordando
que tanta maldad, perfidia y soberbia no le valieron de
nada en la fatal hora:

Salió de el campo de el Rey con setenta lanzas el Duque Valentín,


que con aquel su antiguo natural indómito iba siguiendo alguna
gente que se retiraba con valor desmentido en huida y, haziéndole
dar en manos de los que le aguardavan emboscados, fue muerto
y en un punto despojado de sus armas y vestidos, aquel que poco
antes fue árbitro de la paz y guerra de Ytalia, aquel que rebolvió
tantas Coronas y que emprendió ponerse la de Nápoles y aquel
cuya sobervia ni se pudo vencer por resistencias ni dejó supeditarse
por arrogancias: ¡Entonces admiración de la fama y aora fábula de
la fortuna, muerto en los campos de Pamplona (que fue su primer
obispado) otro tal día como el que fue recibido a él! (157v).

El rey Católico, narra Blázquez, estaba arrepentido


de las capitulaciones que había hecho en su matrimonio
con Germana, especialmente de la cesión de los derechos
de Nápoles. Y, dándose cuenta de que, si no tenía hijos
con Germana, Nápoles pasaría al rey de Francia, hizo
jurar por reina de la Corona de Nápoles a su hija doña
Juana en vez de a Germana. El rey de Francia se molestó
con tal decisión y, para remediarlo, se vieron ambos
monarcas en Savona, en una entrevista cordial, pero
con recelos y rivalidades de fondo. Estaban de acuerdo
en promover la liga de Cambray para cortar las alas a
los venecianos. Estuvo con don Fernando en Savona
su esposa Germana, pero como figura decorativa, para
complacer a su tío y calmar su enfado; también estuvo

215
allí Fernández de Córdoba. Tras cuatro días en Savona,
don Fernando embarcó con destino a Castilla, pero pasó
antes por su reino de Valencia, para dejar allí a Germana
(107v-108r).
El siguiente episodio narrado es precisamente la
determinación del Emperador de hacer la guerra a los
venecianos por el ducado de Milán, uniéndose a dicha
empresa el papa Julio II, el rey Católico y el rey francés
Luis XII, todos coaligados contra Venecia. La liga, en
efecto, se asentó en Cambray en diciembre de 1508 y,
por ello, fue denominada liga de Cambray, siendo en
principio auspiciada como una alianza contra el Turco.
Venecia se vería despojada de todos sus territorios en
tierra firme y se preveía el completo desmembramiento
de los territorios venecianos en la península itálica y su
reparto entre los coaligados: Maximiliano se quedaría,
junto con la conquista de Istria, con los territorios
de Verona, Vicenza, Padua y Friuli; Francia uniría a
sus territorios milaneses Brescia, Crema, Bérgamo y
Cremona; Fernando se quedaría con Otranto; y los
Estados Pontificios con Rímini y Rávena. Entretanto,
el papa se hallaba confuso, dice Blázquez, porque los
venecianos le ofrecían por contrato lo que él pretendía
quitarle con las armas. El Emperador, por su parte,
además de haber ganado las ciudades y tierras que la
correspondían según lo acordado en la liga, pretendía
que se atacara Venecia y que se la repartieran los cuatro
príncipes confederados. El rey de Francia intenta disponer
todo para hacerse rey de Italia. El rey Católico trataba
de convencer al Emperador para que se concertara con
los venecianos, recordándole lo peligrosa que podía
ser una amistad con el rey de Francia, quien pretendía
tiranizar Italia y nombrar papa al cardenal de Ruán.
Pero como Fernando no pudo convencer al Emperador,

216
se alió con el papa en defensa de los venecianos. En fin,
la liga tenía poco de sincera, los aliados no se fiaban
entre sí, concertaban pactos secretos bilaterales, intrigas
o treguas fingidas. Aliados tan dispares y en otro tiempo
tan enemigos pronto chocaron entre sí, por lo que la liga
se disolvió en 1510 (158r-160r).
El rey Católico, por tanto, se apartó de la liga y lo
hizo por una razón de Estado. Fernando, en opinión de
Blázquez, no estaba de acuerdo en la total destrucción
de Venecia y su reparto entre los cuatro aliados: tal cosa
le parecía aborrecible, “porque no se gana el amor de las
Provincias con el daño común de los confederados, sino
con el bien público de los que se entregan reducidos”
(160r). Fernando, entonces, se desvincula de la liga,
porque, en palabras de nuestro historiador, ni había
de permanecer en ella “por obligación”, ni tampoco
le convenía a sus Estados; además, los planes del
Emperador sólo iban a hacer más poderoso a Luis XII.
Ésa era la razón de Estado por la que Fernando se retiró
de la liga, pero también porque lo convenido era quitar
a los venecianos lo que habían usurpado a cada aliado,
conseguido lo cual

era contra todo derecho divino y humano acabar con aquella


República, famossa en los siglos passados y de grande opinión en los
tiempos presentes (160v).

Los venecianos, nos cuenta Blázquez, comienzan


a recuperar los territorios que Maximiliano les había
quitado y el Emperador, tras haber sido expulsadas las
tropas alemanas de Treviso y Padua en junio y julio de
1509, emprendió un infructuoso asedio de un mes a
Padua, por lo que tuvo que retroceder a Alemania en
octubre. Para Blázquez era el declive del Emperador y
su sumisión a Fernando, con lo que Alemania quedaba

217
fuera de juego:

Declinava por todos caminos la fortuna del Emperador y, antes


que las adversidades hiziesen con fuerza lo que podía asegurar con
medios, asentó la paz con el Rey Católico, dejándole el gobierno
perpetuo de los Reynos de Castilla contra las asechanzas de Don
Juan Manuel y otros Cavalleros que se habían retirado a Alemania
(161v).

Y pasa Blázquez a ofrecernos noticias sobre la política


africana de Fernando el Católico y sus avances en el
norte de Áfica. En efecto, tras los éxitos de la jornada
de Mazalquivir (1505) y la toma del peñón de Vélez
de la Gomera (1508), vino la toma de Orán (1509) por
iniciativa del cardenal Cisneros con apoyo de Fernando
el Católico, con lo que la política expansionista en el
norte de África fue tomando diversas plazas costeras sin
penetrar en el continente, como ocurrió con las tomas de
Bugía y Trípoli en 1510 y el vasallaje ofrecido al monarca
español por parte de Túnez y Argel (162v-163r). El
general estrella de las contiendas fue el conde Pedro
Navarro. Blázquez lo entiende como una prolongación
de la conquista de Granada y de la guerra contra los
moros, que no tenían nada que hacer con un príncipe
Católico iluminado por la providencia divina. Así nos
cuenta el cerco y conquista de Trípoli de Berbería:

La obstinación de los Moros no sólo se reducía a pelear con


rabia, sino a morir con desesperación, y assí se defendieron hasta
que el estrago de las armas desmayó el valor de la resistencia,
ganándose la ciudad a sangre y fuego, con tan lastimosa execución
que apenas quedó vivo quien pudiese ver la vitoria (163r).

Y es que la pretensión última de don Fernando, en


opinión de Blázquez, era propagar la religión católica.
Así que, viendo que con la liga de Cambray estaban

218
todos unidos y quedaban “fuerzas de exércitos de
tanto Príncipes confederados”, intenta que se dirijan
los esfuerzos bélicos de Europa contra el Turco. Pero
lamenta nuestro historiador que no llegasen los aliados
europeos a un acuerdo y no se dejaran convencer por las
razones que exponía don Fernando, tan impedidos como
estaban por la ambición particular y por los antiguos
odios que se tenían que ni siquiera lograban concertarse
contra el enemigo común:

Pudo poco con los Príncipes de la liga toda esta representación,


porque quando las passiones proprias hazen que se entregue el
ánimo a la ambición, tarde se reducen los afectos a la justicia y,
aunque parece que no humeava el fuego de las antiguas discordias,
con dificultad se apagó siempre entre iguales (164r).

Los venecianos, por su parte, quedaron victoriosos


contra el Emperador (164v), mientras que el rey
Católico seguía preocupado por lo capitulado sobre la
sucesión del reino de Nápoles, pretendiendo que ese
contrato fuera revocado, a lo que el rey francés no estaba
dispuesto. Como Fernando no podía convencer de ello
a Luis XII, acudió al papa a pedirle la investidura de
aquel reino, cosa complicada pues el rey francés tenía
por derecho otorgado por el papa Alejandro el título de
Rey de Nápoles y Jerusalén. No obstante, el papa Julio
II accedió a ello, más porque le interesaba a él que por
favorecer las pretensiones de Fernando, así que consintió
y quitó el título al rey francés alegando que no había
pagado el reconocimiento debido y que había enajenado
la Corona al rey Católico sin consentimiento suyo:

Como jamás faltó al poder color para arbitrar la ley y se reduce


más presto el que concede interessado que el que resiste severo,
declaró por perdido el derecho de el Rey de Francia, a título de
no aver pagado en tantos años el reconocimiento que debía y aver

219
enagenado el feudo al Rey Católico sin consentimiento (166r).

En compensación Fernando el Católico, aunque


estaba más centrado en la conquista de África que en
nuevas guerras civiles, ayudó al papa a defender Bolonia,
antiguo patrimonio de la Iglesia, para lo cual mandó a
Fabricio Colonna que con las tropas del reino de Nápoles
se juntara con los efectivos del papa y que el almirante
Vilamarí hiciera lo mismo con sus galeras. El Emperador
y el rey de Francia resultaron vencidos, razón por la
que los cardenales opuestos al papa aprovecharon para
promover un concilio que acabara con Julio II (166v). Así
pues, la diplomacia francesa consiguió apartar al Imperio
de su alianza con el papado y los nuevos coaligados se
lanzaron a destituir a Julio II a través de la convocatoria
del Concilio de Pisa (1511), justificándolo en términos
conciliaristas, apelando al repetido incumplimiento del
decreto Frequens y a la obstrucción del papa frente a
cualquier reforma. Dicho concilio antipapal, que nunca
contó con más de treinta prelados y todos franceses,
renovó los decretos conciliaristas de Constanza y Basilea,
pero fue un fracaso169. El Rey Fernando, por supuesto,
escribió a su embajador para que “en ninguna cosa fuera
contra el papa” (167r) y volvió de nuevo a proponer
la guerra contra el Turco. A su vez, el rey de Francia,
que aborrecía al papa, y el Emperador, llevado por su
ambición o por su ánimo de venganza, pretenden de
nuevo hacer la guerra contra Venecia, como un simple
pretexto, dice Blázquez, para ocultar sus intenciones
reales: combatir contra el papa:

En estas confusiones tenaz el Rey de Francia en el

J. Belda Plans, Historia de la Teología, Madrid, Ediciones Palabra,


169

2010, p. 112.

220
aborrecimiento de el Papa y resuelto el Emperador en la crueldad
de los acometimientos por la vanidad de las empressas o por la
venganza de las tierras perdidas, pretenden otra vez bolver las
armas contra Venecia, achaque para desmentir que las desnudaban
contra el Papa (168r).

Entretanto, el papa había reaccionado a la


convocatoria del Concilio de Pisa declarándolo nulo,
calificándolo como “conciliábulo”, castigando a los
cardenales que participaron en él y convocando el
Quinto Concilio Lateranense para la primavera de 1512,
condenando así el de Pisa y el conciliarismo, a la vez
que se derogaba la Pragmática Sanción de Bourges. Los
cardenales franceses, en opinión de Blázquez, recibieron
el justo castigo a su insolencia:

Seguían el camino de su desesperación los Cardenales de el


Concilio de Pisa y, aviéndole convocado el Papa para San Juan
de Letrán, pronunció sentencia contra ellos, privándolos de sus
dignidades, que quando la pública insolencia levanta pensamientos
al trono, más justo es sacar los escarmientos del castigo que animar
sediciosos con la conmiseración (168v).

Libro XIII
Fuera ya Fernando de la liga y despreocupado de
todos los incidentes de las guerras, con la prolongación
de las mismas en país ajeno y lejano del suyo, consiguió
aunar a sus aliados, divididos entre sí en luchas, y
concertar una paz destinada a atacar todos juntos a
Francia. Estos eran, tal y como lo plantea Blázquez,
los objetivos del rey Católico, con los que el historiador
encubre y justifica la derrota española en Rávena. Don
Fernando es presentado como el paladín del papado,
de la Iglesia y de la cristiandad, mientras que Francia
es vista como la enemiga de Europa y de la religión. La
Liga Santa (1511) se erigió así en una coalición, formada

221
por los Estados Pontificios, Venecia, España, Suiza, el
Sacro Imperio Romano Germánico e Inglaterra para
combatir a Francia. Y el artífice de tal empresa fue, en la
versión de Blázquez, Fernando el Católico. Italia, donde
ondeaban tantas banderas, estaba siempre en armas;
Alemania andaba revuelta por las distintas conquistas;
Francia, soberbia como siempre, estaba crecida por el
éxito de algunas batallas; España, presuntuosa por sus
victorias; los pueblos, deseosos de libertad, pero también
inclinados a promover disensiones. Todo ello lo atribuye
Blázquez al aborrecimiento general que se sentía por
Francia:

Opinión fue recibida en toda Ytalia que, por aver resistido


el Papa y el Rey Cathólico la destrucción de los Venecianos, se
originaron en aquel siglo revuelto las empresas llenas de varios casos:
las guerras atroces; las sediciones y alborotos, crueles aun quando no
se exercitavan las armas; quatro Príncipes, los mayores del mundo,
unas vezes ligados a un mismo fin, y otras diversos hasta derramar
sangre; guerras civiles y estrangeras y mucha vezes embueltas unas
en otras; Ytalia, como teatro de tantas Vanderas, puesta siempre
en arma; Alemania, rebuelta por la variedad de las conquistas;
Francia, soberbia y recatada por los halagos de algunas vitorias;
España, presuntuosa por la felicidad de tantos vencimientos; los
pueblos, inclinados en unos acometimientos a la libertad y en otros
favorenciendo las disensiones: atribuíase todo al Rey de Francia,
porque en llegando un Príncipe a ser aborrecido, no sólo se le
imputa la culpa de lo que quiere, pero la temeridad de lo que no
piensa (177r-v).

Este estado convulso de la política europea fue


aprovechado por el rey Católico para lograr su objetivo:
la reprobación general de Luis XII y de Francia170. Este
libro XIII, pues, se va a centrar en la salida de Nápoles, el
asedio de Bolonia y el cerco de Rávena por los franceses.
Y frente a ellos, los ejércitos españoles del rey Católico, el
170
A. Ferrari, Fernando el Católico, p. 462.

222
auténtico valedor de la liga y quien inspiraba confianza
cierta, pues los otros confederados, recalca Blázquez,
eran poco de fiar y se movían por intereses personales,
pero quienes más exasperaban a nuestro historiador era
el voluble papa y los ingratos venecianos (172r).
En efecto, la narración171 comienza en una fecha muy
precisa, el 29 de octubre de 1511, cuando comenzaron a
salir de Nápoles, dirección a Aversa, los primeros hombres
del ejército de la liga, al tiempo que Pedro Navarro partió
desde Gaeta con su infantería. Ramón de Cardona, virrey
de Nápoles, ha concentrado un ejército numeroso, con
mil doscientos hombres y la caballería de la liga (170r). El
papa desea vivamente recuperar Bolonia y pide al virrey
que se ponga en camino para asediarla, diciéndole que
se entregará sin resistencia, si bien Cardona no opina lo
mismo. Aunque Cardona prefiere apoderarse primero de
Florencia, ciudad aliada del rey de Francia y partícipe de
los cismáticos, para sitiar Bolonia en primavera, el papa
le obliga a emprender directamente la toma de Bolonia
atravesando los Abruzzos, territorio abrupto y frío,
cuya consecuencia más inmediata fue la enfermedad de
muchos soldados y el regreso a Nápoles de la artillería
para ser trasladada por barco. Desde Aversa continúa el
ejército por Rocaseca en dirección a Collolungo; el 16 de
noviembre llega a Castellovecchio, cerca de Aquila; el 21
pernoctan en Tolentino; el 26 arriban a Fossombrone;
el 2 de diciembre descansan varios días en Cesena; el 13
del mismo mes se trasladan a Forlín Populo, donde se
enteran de que el ejército francés que estaba en Bolonia se
había retirado hacia Lombardía. La infantería del virrey
se reúne con la del conde de Olvieto, Pedro Navarro.
Pasan por Russi (18 de diciembre) y por Massa
171
Completo las informaciones de Blázquez con J. A. Planells, Ramón
de Cardona y la Batalla de Ravenna. 1512, Madrid, Bubok, 2012.

223
Lombarda (día 20), donde se reparten los ejércitos
entre el fuerte de Lug, Bagnacavallo y Santa Agata sul
Santerno, mientras que el coronel Zamudio se dirige
a Rávena para traer la artillería que había llegado por
barco. El conde Pedro Navarro acomete la Bastida, una
fortaleza situada a ocho millas, para que sus ocupantes
no intercepten los avituallamientos que, transportados
desde Rávena, iban destinados a mantener el asedio de
Bolonia. La Bastida fue arrasada con tres asaltos, siendo
el definitivo el del 1 de enero de 1513:

En tanto el Conde Pedro Nabarro acomete la Bastida, fortaleza


inexpugnable del el Duque de Ferrara, situada en las riberas de el Po
y defendida por la desesperación de los sitiados: a tres combates fue
entrada y muerta toda la gente que tenía (170v).

El rey francés continuaba con sus “estratagemas”,


animoso porque pensaba que su actuación respondía a
una cuestión de Estado, pero a sabiendas de que era a
todas luces injusta, según resalta Blázquez.
Al día siguiente de la toma de la Bastida, el 2 de
enero, el conde Navarro regresa a Imola, se entrevista
con el virrey y se aloja en Butrio, enviando el virrey un
emisario a Bolonia con el mensaje de que se entregue
la ciudad en nombre del papa. La respuesta fue que se
entregarían con gusto al rey Fernando el Católico, pero no
al papa. Y es que, como se encarga de señalar Blázquez,
“era grande la opinión que tenía el exército de la liga
por las fuerzas y gente de el Rey Cathólico, a quien se le
atribuía todo su valimiento” (172r). Entonces el virrey les
comunica que tomará la ciudad por las armas y dispone
todos los preparativos para la empresa. El 16 de enero se
reúne el consejo de capitanes y se barajan las opciones
de ataque. Fabricio Colonna propone asentar el real
en Cento, sugiriendo también la toma de Castelfranco,

224
situado entre Carpi, donde se alojaban los franceses, y
Bolonia. Pedro Navarro, al que Blázquez caracteriza
como intransigente con quien no opina como él y como
un hombre tozudo y soberbio, decide que es mejor sitiar
directamente Bolonia:

Tomó la contraria el Conde Pedro Nabarro, o por no parecer


que se reducía a ageno consejo, o porque su natural no se inclinava
a conformarse con todos y, porfiando con su envejecida tenacidad,
dixo con una confianza que parecía desprecio, que el más feliz
acierto era sitiar a Bolonia, cuya empressa ni a sus fuerzas sería la
de mayor nombre, ni tendría por soberbia asegurarla al lado de sus
vitorias (171v).

El virrey entonces se decanta por la propuesta de


Navarro y el ejército permanece en el lugar donde se
encuentra, pues se rumoreaba que Gastón de Foix, el
duque de Nemours, andaba con su ejército entre Reggio
Emilia y Módena. Se traslada el real a una “casa de
placer” denominada Belpoggio (172v). Fabricio Colonna
se coloca en vanguardia y la artillería queda colocada ante
las murallas de Bolonia. Pero, mientras se preparaban
todos estos dispositivos, se habían introducido en Bolonia
“quinientas lanzas y dos mil soldados” que, comandados
por Ives d’Alègre, acudían en socorro de la ciudad
(172v). Al mismo tiempo, el duque de Nemours estaba
en Parma dispuesto para salir con poderosos efectivos y
para reunirse con los del duque de Ferrara. Comienza la
artillería boloñesa a disparar y los aliados respondieron,
en un bombardeo que duró desde el 19 hasta el 21 de
enero. Se construyen inmediatamente trincheras, una
por el oeste de la ciudad y otra por el este, instalando
una empalizada que llegaba hasta el monasterio de San
Miguel, para que desde la ciudad no se pudieran ver los
movimientos de los aliados.

225
Entretanto llegan rumores de que el rey francés se
acerca con un poderoso ejército; el papa, supuestamente,
ha muerto; los venecianos vienen para unirse con las tropas
del virrey; y el Emperador envía auxilio al papa. Eran
rumores, pero el 26 de enero existe ya la certeza de que
los venecianos han conquistado Brescia y están luchando
con los franceses a treinta millas de Bolonia. Dispuestas,
pues, las trincheras, el 27 de enero comienza a disparar
la artillería y el redoble de los tambores ensordecía el
ruido subterráneo de los zapadores, que excavaban un
túnel para colocar una mina bajo la muralla, lo que a
Blázquez le parece una valiente y heroica hazaña:

cae parte de la muralla en tierra, por cuya ruina los que más cerca
se hallaron se arrojan a ganar una torre que defiende la obstinación
de quien la guarda y conquista el valor de quien la acomete. El vulgo
de esta Ciudad, inclinado a sospechas, se persuadió que era traición
de sus soldados la que fue de los Españoles valentía (173r).

Los encuentros eran extremadamente cruentos y


todo parecía inclinarse a favor del ejército del virrey,
quien, según Blázquez, estaba ya decidido a “empeñarse
en el último combate” (173v), convencido de que tomaría
la ciudad. Pero nuestro historiador considera que la
conquista final se vio estorbada por la precipitación del
virrey, en lo que empieza ya a ser la narración de una
serie de circunstancias que le servirán a Blázquez para
justificar la derrota española. Los sitiados no daba abasto
a defenderse, los aliados estaban resueltos a no alejarse,
cuando de repente interviene el elemento natural, la
meteorología, y cae una gran nevada que puso tregua
a tantos estragos, descrita por el historiador con gran
detalle y lirismo (173v), para concluir que el sitio escogido
para sentar el real había sido equivocado y que mejor
hubieran ido las cosas si se hubiese hecho caso a Fabricio

226
y se hubiera instalado donde él decía, en vez de donde
dijo el conde Pedro Navarro, que, como siempre, se
opuso a la opinión de Fabricio, e impuso la suya propia,
siendo ésta la que el virrey acató (174r). Aprovechando
esta circunstancia, el duque de Nemours había entrado
en Finale, junto al río Panaro, fuertemente armado con
cinco mil soldados de infantería y setecientas cincuenta
lanzas. La opinión de Fabricio y de Héctor Piñatelo,
conde de Monteleón, fue que salieran al encuentro
del enemigo, a lo que el conde Pedro Navarro, como
siempre, se oponía, insistiendo en que no se levantase
el real de donde estaba asentado. El duque de Nemours
dio prioridad al auxilio de los sitiados, así que, dejando
atrás a la artillería en Finale, acudió ligero y se metió en
Bolonia a socorrer a los cercados. Entonces, confuso el
virrey al enterarse de que la ayuda estaba dentro de la
ciudad, juntó a su consejo para ver qué hacer: se decidió
levantar el real “sin descrédito de la acción, antes con
la alabanza del acierto de la retirada” (174v). Pero,
cuando los de la ciudad vieron “remontado el ejército”,
atacaron a algunas gentes que andaban descuidada y
sembraron el caos, especialmente entre los soldados
del papa que, atemorizados, huyeron despavoridos en
vergonzosa espantada hasta Imola. Y, tras dos días (6
de febrero), el virrey se recogió en Castel de San Pedro,
cerca de Bolonia; el conde ocupó Viriniano; y Fabricio
y los demás capitanes se alojaron en lugares convecinos
(174v). La nieve, entretanto, seguía cayendo sin descanso.
Se decide, entonces, dado que el tiempo no mejoraba,
alojar a la mayoría del ejército en Budrio, donde queda
el virrey, mientras Pedro Navarro se sitúa en Cento. Allí
permanecen alojados hasta el 22 de febrero, cuando
llega el rumor de que los franceses han derrotado a los
venecianos y recuperado Brescia. El 25 de febrero el

227
conde Navarro vuelve a Budrio y el marqués de Padula
marcha a Roma a informar al papa de que los problemas
reales los tienen con las inclemencias meteorológicas, no
con los enemigos, pues se mueren de frío y no pueden
recibir avituallamientos. El 8 de marzo regresa de Roma
el marqués de Padula con la noticia de que el Emperador
va a entrar en la liga y, punto seguido, llega un correo
de Fernando el Católico al virrey informándole de que
se ha roto la paz con Francia, que el rey de Inglaterra
está con España y que Maximiliano prepara un gran
ejército para ir a Roma a coronarse emperador. Era una
noticia muy esperada, porque el papa consideraba que
el ejército de la liga estaría desvalido si no entraba en
ella el Emperador en concierto con los venecianos. En
el análisis efectuado por Blázquez, aparece un pontífice
impulsivo y deseoso de atacar por el odio que tenía a los
franceses, a quienes pensaba aniquilarlos y despojarlos
sin contemplaciones, mientras el rey Fernando, como
monarca ideal de carácter neoestoico, sabía contener
sus pasiones y, prudentemente, prefería “entretener la
guerra”:

No era el Papa quien menos cuidados tenía, porque considerava


desvalido el exército de la liga si el Emperador no entrava en
ella, cuyos medios avían de ser concertarse con los Venecianos…
Porfiaba el Papa en que el exército passase adelante, que, como no
era soldado, disponía sin prevención los accidentes… hasta que
uviese peleado con los Franceses y que entonces, no sólo saquearía
sus tesoros para la guerra, pero quedaría su sangre para las armas.
Sentía el rey Cathólico verle con esta resolución, quando ponía todo
su cuidado en prevenir al Virrey que entretuviese la guerra, porque
nada podía asegurar tanto la vitoria como aguardar que la paz se
concluyese entre el Emperador y los Venecianos (177v-178r).

Esa temeridad del papa sería a la postre una de las


causas del fatal resultado de la batalla final, pues, como

228
adoctrina Blázquez, hay que ejercer la fuerza armada
y luchar bien por defender lo propio o por conquistar
lo ajeno, pero cuando se emprende el combate
temerariamente y sin “consideración en los casos”, “más
cerca está de ser vencido en la resistencia forzossa, que
salir victorioso de lo que no emprende necessitado”
(178r).
El 22 de marzo el ejército español está reunido en
Medicina; el virrey, en Castelgüelfo, a cuatro millas; la
infantería y los soldados de Navarro se trasladan a Castel
de San Pedro, cuando corre el rumor de que el ejército
francés ha llegado a Argenta, por lo que se ordena que
los soldados tomen juramento y reciban su sueldo. El 26
de marzo Pedro Navarro hace salir a la infantería, como
si fuera a trabar combate. Se rumorea que los franceses
han perdido Brescia y que, acampados cerca, solicitan
librar batalla el día 27. El virrey convoca al Consejo
General y, preparados para guerrear, el enemigo francés
no se presentó. El día 29 llega a Roma Hernando Valdés,
capitán de la guardia de Fernando el Católico, para
informar al papa Julio II que es inminente el acuerdo
con el rey de Inglaterra para atacar a los franceses por
Guipúzcoa, Navarra y Guyena, con la ayuda de los
suizos, y que los venecianos invadirán el Milanesado y
el Véneto.
El papa está confuso con la conducta de su sobrino
el duque de Urbino, que se ha negado a participar en la
próxima batalla de la liga, ante lo que Julio II le prohíbe
militar en el ejército de Gastón de Foix. Al duque de
Urbino, en principio ni a favor ni en contra de nadie,
atribuye Blázquez una revuelta suscitada entre los
soldados y planeada, cuenta nuestro historiador, por el
pérfido rey de Francia:

229
El teniente de el Duque de Urbino, de la gente de armas de
el Papa… tomando por color la falta de los pagamentos (como si
fuera novedad en guerra tan larga), solicita conspirar los Soldados, a
quien propone debajo de una fe fingida una traición determinada…
Tuvo noticia el Virrey de el tumulto y de la retirada y, disimulándose
con el Duque de Urbino, porque sabía que él lo avía dispuesto por
orden de el Rey de Francia… (177r).

El capitán Valdés va a Castelgüelfo a llevar las


órdenes al virrey y allí se reúnen Fabricio Colonna, Pedro
Navarro y todos los capitanes con el virrey. La división
y desencuentros eran habituales entre todos ellos, por lo
que Fernando el Católico, mediante su emisario Valdés,
los amonesta. Les comunica de parte del rey Fernando
que, para defender a la Iglesia, se había dispuesto el
concierto del Emperador y de los venecianos, al que
también se unía el rey de Inglaterra; que tomaren ejemplo
de lo sucedido en el cerco de Bolonia, donde la desunión
de los mandos y la indisciplina del ejército, pero, sobre
todo, la temeridad habían arrojado resultados nefastos
(179v-180r).
Estaba el real de la liga en el Castel de San Pedro
del condado de Bolonia y el francés a ocho millas
del suyo. El virrey quería atacarlos, pero los galos
se dirigieron directamente a Rávena para cortar los
suministros que desde allí recibía la liga. Con lo que
levanta el campamento Cardona y persigue al ejército
francés, realizando algunas escaramuzas y matando
a quinientos infantes y poniendo en fuga a doscientos
estradiotes. Eso le hizo confiarse al virrey, pensando que
eran los preludios de una final victoria, pero realmente,
estima Blázquez, era más bien “amago de una felicidad
mentirosa” y “más pudo ser presagio de temer las
desdichas, que anuncio de prometerse la vitoria” (180v).
Resalta el historiador las ansias de combate del virrey,

230
pero destaca la confusión de los aliados sobre cómo
dirigir la ofensiva. Fabricio Colonna proponía que su
sobrino Marco Antonio se adelantara por la noche y
entrara en Rávena, donde con la ayuda de la gente de
Pedro de Castro y Luis Dentichi no debían temer asalto
alguno. Pero los franceses se les adelantan, plantan su
real entre los dos ríos poco caudalosos que tiene la ciudad
y comienzan a bombardearla con las cincuenta piezas
de su poderosa artillería, destrozando su muralla. El
virrey decidió pasar con su ejército a Rávena, aunque su
artillería sólo disponía de cuatro piezas y eran menores
sus efectivos (180v-181r).
Los dos ejércitos estaban ya muy juntos y de nuevo
surge la duda entre los aliados sobre cómo acometer la
ofensiva. Fabricio proponía hacer un fuerte para proteger
los avituallamientos y, cuando los franceses lucharan
para abatir la ciudad, atacarlos por la retaguardia. El
conde Pedro Navarro se opuso a su plan, en opinión
de Blázquez porque era hombre que a todo se oponía
y además se mostraba envidioso de Colonna; el plan
alternativo de Navarro era, pues, atacar directamente con
gran ímpetu, pero también, como aclara el historiador,
con gran temeridad. El virrey, que era quien tenía que
decidir en última instancia, prefiere de nuevo la táctica
impulsiva, irreflexiva y temeraria de Navarro, en lo que a
Blázquez Mayoralgo le parece una tamaña imprudencia,
culpando al virrey de insensatez: “gran culpa en los que
goviernan no pesar los consejos” (181r).
El caso es que el virrey ordenó al ejército avanzar
una milla adelante, donde había un fuerte asentamiento
francés. El conde marchó con su infantería; Fabricio
iba en la retaguardia con ochocientos hombres de
armas (caballería pesada), seiscientos caballos y cuatro
mil infantes; y el virrey se quedó con todo el cuerpo

231
del ejército formado en dos escuadrones, ordenando
a Fabricio y al conde de Monteleón que avanzaran.
Fabricio respondió que era imposible sin pelear, acción
que debía considerarse y sopesarse, pues todo estaba
repleto de franceses en orden de batalla. De nuevo, el
virrey no hace caso a Colonna y bajó con su ejército
a un lado de Rávena. Se vieron los dos ejércitos, el de
los aliados y el francés, y se produjo una sangrienta
escaramuza:

Viéronse una milla los dos campos uno de otro, adelantándose


dos escuadrones de lanzas Francesas que echaron algunos hombres
de armas y cavallos lijeros delante que acometiesen la parte del
exército inclinada acia el río, travándose una sangrienta escaramuza,
socorrida por Fabricio con dificultad, porque hizo la desorden lo
que pudiera el estrago (181v).

Y aquí, en mitad de la batalla de Rávena, termina el


libro XIII. A lo largo de toda su obra no había dedicado
Blázquez Mayoralgo tanto espacio a la narración de una
sola batalla. Que un único acontecimiento bélico ocupe
un libro y medio, todo el libro XIII y la mitad del XIV,
se debe a que el historiador tiene que justificar la derrota
de los ejércitos españoles ante Francia en Rávena. Fue
el resultado lógico, según Blázquez, de no acatar la
prudente decisión del rey Católico de “entretener las
armas”, pues Fernando deseaba mantener y prolongar la
guerra en Italia, según la tesis de Blázquez que veremos
en el siguiente libro, para forzar al papa a condenar,
como culpable de dicha guerra, al rey de Francia. A ello
se unieron las rivalidades entre Fabricio Colonna y el
conde Pedro Navarro, “hombre caprichoso mal reducido
a ageno consejo y antiguo émulo de Fabricio” (181r).
La poca consideración y sensatez del virrey Ramón de
Cardona, que, ávido de lucha contra el francés y quizás

232
de fama militar, solía obviar las opiniones y consejos
de Colonna y aceptar como viables los de Navarro.
La indisciplina del ejército aliado tampoco era un mal
menor. Estaba también la cuestión de los siempre volubles
venecianos, que se cambiaban de bando cuando mejor
les convenía. Y, por último, un papa Julio II confuso e
irresoluto, que se dejaba malmeter, especialmente por
parte de los franceses, contra el rey Fernando, que era el
auténtico valedor de los Estados Pontificios y el paladín
de la cristiandad. El papa, en efecto, nos narra Blázquez,
escuchaba y quizás se creía “las asechanzas de el Rey
de Francia contra la potencia de el Cathólico” (179v),
cuando le decía al papa que la causa de su enemistad con
Francia era el rey Fernando; y que no se fiara de él, pues
el virrey Cardona había podido tomar Bolonia antes de
ser socorrida, pero no lo había hecho por orden del rey
Fernando “que tenía dispuesto quedarse con ella por
aquel camino” (179v). Todo ello, en fin, serán factores
que influirán en el posterior desenlace de la batalla.

Libro XIV
El libro final de obra, que termina con la muerte de
Fernando, principia con la batalla de Rávena mediada.
La tesis que Blázquez sostiene es que el rey Católico
estaba interesado en el mantenimiento y prolongación
de la guerra en Italia para hacer que el papa condenase
a Francia como responsable y culpable de la misma.
Por ello, don Fernando apremió a sus aliados a que la
abandonaran, con el objetivo final de apoderarse de
Navarra y ofrecer así a sus reinos unidos unas fronteras
bien definidas172.
El virrey, “menos aconsejado que pudiera” (182r),
decide levantar el campamento y marchar a la ribera
172
A. Ferrari, Fernando el Católico, p. 462.

233
del río para levantar un fuerte. Fabricio Colonna y el
marqués de Padula intentan persuadirle de que, en vez
de hacer eso, cortara el paso a los franceses. Pero de
nuevo, el virrey no hace caso, estimando Blázquez que,
si hubiera cortado el paso del puente a los galos, habría
entorpecido el avance enemigo. Otra vez “la emulación
que el conde Pedro Navarro tenía a Fabricio” (182v)
mermaba la efectividad del ejército español.
Se relata, en fin, con gran detalle el despliegue de
ambos ejércitos. Era el 11 de abril. Colocados enfrente
los dos contingentes, empieza el cañoneo, durante el
cual la artillería española, que disparaba desde el bosque
de la Sabina, mató a muchos infantes franceses del ala
izquierda, sin que éstos dañasen a los españoles (182v).
El marqués de Ferrara, al mando de la vanguardia
francesa, al ver el poco provecho obtenido de sus tiros,
se retira a la retaguardia y se coloca ante los gascones y
picardos, abriendo fuego contra el flanco de la caballería
de Fabricio Colonna, que formaba la vanguardia
confederada.
La batalla de Rávena podía haber sido un éxito si los
españoles hubieran permanecido firmes en su posición,
pues habrían desbaratado las tropas de Nemours, cuya
retirada habría sido imposible por tener a la espalda
un río y la guarnición de una plaza enemiga. Pero la
exasperación de Colonna y sus desavenencias con
Navarro le hacen olvidar la orden de permanecer
en su puesto y ordena cargar, lanzándose con toda su
caballería sobre el ala izquierda francesa. El refuerzo de
los franceses y el movimiento envolvente de sus tropas
obligan a los españoles a batirse en retirada tras perder
a su jefe, que cae prisionero, así como el marqués de
Pescara, que dirigía los caballos ligeros. Insiste Blázquez
que era un resultado esperable por la superioridad de los

234
franceses y continúa defendiendo a Colonna, diciendo
que cayó preso por estar herido, pero que en modo
alguno resultó vencido:

Fabricio Colona, que no se pudo recoger entre la infantería


ni poner sus cavallos en salvo, herido y no vencido, fue preso por
la gente del duque de Ferrara, quedando los franceses (por la
disparidad del número de gente) señores de el campo, con tanta
pérdida y estrago de los suyos que ni exército se pudo considerar ni
por imagen se pudo tener (185v).

Los prisioneros aliados son muchos: Pedro Navarro,


Fabricio Colonna, el marqués de Pescara, el cardenal
Juan de Médicis, legado pontificio, el conde de
Monteleón, Juan de Cardona o Hernando de Alarcón.
Otros muchos mueren, como el famoso coronel Zamudio
y Pedro de Paz. El virrey Ramón de Cardona se fue
replegando con los restos de las tropas hacia Cesena y
sucesivamente a Ancona para reorganizar el ejército
(186r), donde se le unieron, tras la rendición del Castillo
de Rávena, los capitanes Marco Antonio Colonna,
Froylo Savello, Gentile Baglione y Pedro de Castro con
la guarnición que se había refugiado en la fortaleza
y que salió con los honores de la guerra. El repliegue
del virrey, muy denostado, sirvió realmente para salvar
al ejército de un completo desastre173. El número de
muertos en ambos bandos estuvo bastante equilibrado y
Blázquez, defendiendo su oficio de historiador, expone
que, según las fuentes que se consulten, las cifras varían
considerablemente, ofreciendo los autores muchas veces
números interesados. Pero especialmente arremete
contra los historiadores franceses que, según él, han
deformado el resultado, ofreciendo cifras de muertos
V. de Cadenas y Vicent, El saco de Prato, Madrid, Hidalguía,
173

1982, p. 22.

235
españoles que resultan imposibles. Blázquez, en efecto,
opina que los franceses mienten, que la batalla obtuvo
un resultado dudoso y que es difícil discernir entre los
vencedores y vencidos:

Un autor alemán (debió de informarle algún Francés) afirma


que murieron nuebe mil Españoles, siendo cierto que jamás los tuvo
el exército y que de ellos quedó la mayor parte; y otro estrangero
se arroja a dezir que fueron diez y ocho mil los muertos, con
cuya opinión se conforman nuestros autores, averiguando que de
el campo de la liga murieron aun no mil y quinientos y de el de
Francia más de doze mil. Pero están los franceses tan enseñados a ser
vencidos de los Españoles, que, aviendo quedado tan en duda esta
batalla, la celebran sus Coronistas por victora, siendo de tan dudosa
fortuna que ni al vencedor se puede cantar la gala, ni al vencido
ayudar a lamentar la tragedia (186r).

Lo que no desaprovecha Blázquez es la ocasión de


relatar el saqueo con el que los franceses, como lobos
hambrientos, castigaron a Rávena (186r-v). La tropa
se dedicó a robar, saquear y matar con crueldad,
abominación y atrocidad. No respetaron nada, ni los
hogares particulares, ni lo más sagrado de los templos e
iglesias, robando cálices y objetos de valor, arremetiendo
contra clérigos y frailes, maltratando y forzando a monjas
y beatas, que fueron sacadas de los monasterios y puestas
en los burdeles. Todo ello demostraba, declara Blázquez,
el odio que Francia tenía a la Iglesia y al papado. Y no
deja tampoco de recordar Blázquez la posterior conducta
sacrílega de las tropas del mariscal Mos de Chatillon,
que en 1635, en Tirlemont, profanaron iglesias, violaron
a monjas y dieron hostias a los caballos (186v). Así pues,
Francia y sus reyes, Luis XII y XIII, son presentados por
nuestro historiador como enemigos de la causa católica.
La victoria francesa atemorizó a Julio II, que pensó
llamar al Gran Capitán para que defendiera su solio,

236
cosa que el rey Católico no le permitió y tampoco hizo
falta, porque los franceses, al morir su jefe, el duque de
Nemours, en Rávena, se retiraron. Unida a todo ello
la diplomacia fernandina, que consiguió atraer a la
liga a Enrique VIII, rey de Inglaterra, y al Emperador,
mientras los venecianos se pasaban al bando francés, el
virrey Cardona logró vengarse de Rávena y venció en
Novara y en La Motta (1513) a los ejércitos de Luis XII,
reponiendo a los Médicis en su señorío de Florencia.
Entretanto, el rey francés, temeroso del poderío
militar del rey de Inglaterra, fortifica las fronteras y
refuerza la amistad con el rey de Navarra (187r). En
efecto, los enfrentamientos franco-españoles no cesaban.
Luis XII había querido encabezar una revuelta conciliar
contra el papa Julio II; el duque de Nemours había muerto
sin hijos, por lo que sus derechos y reclamaciones sobre
Navarra y el Bearne pasaron a su hermana Germana, la
segunda esposa de Fernando de Aragón. El rey francés
tuvo entonces que cambiar su política y, por el tratado
de Blois (julio de 1512), Luis XII ofreció a Juan de Albret
y Catalina la plena soberanía en el Bearne, la herencia
completa de los Foix y una renta anual elevada, todo ello
a cambio de que rompieran definitivamente con el rey
Católico declarando formalmente la guerra a Inglaterra.
Viendo Fernando la deriva que iban tomando los
acontecimientos, había ya solicitado del papa Julio II dos
bulas para apoyar o justificar la conquista de Navarra,
que fue ejecutada en julio de 1512 con un ejército al
mando del duque de Alba. El papa, además, ofendido
por el hecho de que Luis XII favoreciera a los enemigos
de la Iglesia, le había privado de la dignidad y título de
rey y había “concedido la invasión de sus Reynos al que
primero la determinase” (187r).
El rey Católico, por tanto, promotor de la Liga

237
Santa, se decide a atacar a Francia por Aquitania desde
Guipúzcoa, a partir de Fuenterrabía. Penetrando así
por el sudoeste de la Guyena, obligaba a Luis XII a
retirar las tropas de Italia. Para todo ello contaba con
la ayuda inglesa. Así, sabedor Fernando de lo contenido
en el mencionado tratado de Blois, exigió a sus
sobrinos Catalina y Juan de Navarra que garantizasen
su neutralidad poniendo por rehén a su hijo Enrique,
príncipe de Viana. Pero sustituyó el rey Católico esta
dura condición por la entrega de las plazas fuertes de
San Juan de Pie del Puerto, Malla y Estrella. Después el
rey pidió paso para sus tropas que se dirigían a Francia,
pero como Albret se lo negó, activó todo el dispositivo de
guerra desde Salvatierra de Álava al mando de Fadrique
de Toledo, duque de Alba. Los ingleses, cansados de
aguardar, se habían reembarcado. La empresa así
quedaba como totalmente española.
Logró el rey Católico que el papa declarase cismáticos
a los Albret por no haber querido unirse a la liga y apoyar
el cisma de Pisa. En cuatro días el duque de Alba llegaba
a Pamplona, que se entregó al no llegarle la prometida
ayuda francesa del duque de Longueville. Fue el 25 de
julio de 1512 (187r-189v)174.
El papa, por su parte, hacía cuanto podía para que
se acometiera la guerra contra el Turco por la división
que había entre los hijos de Bayaceto (Beyazid II), cuyo
hijo Salim I, ayudado por los jenízaros, había destronado
al padre mediante una conspiración y matado
posteriormente a sus hermanos (1512). Pero corría la voz
de que el papa se servía de esta estratagema para sacar
de Italia a los españoles (189v).
174
J. A. Vaca de Osma, Los Reyes Católicos, pp. 365-367; L. Suárez
Fernández, Fernando el Católico y Navarra, Madrid, Rialp, 1985, pp.
236-244.

238
El virrey don Ramón de Cardona tenía su campo
sobre Florencia y su pretensión era devolver a aquella
república su antigua libertad para que guardara a la
Iglesia la fe que le debía, quitando a los cismáticos el
derecho que sobre ella solicitaban. Todo se consiguió y
Florencia se declaró contra el rey de Francia, entregándose
a la protección del rey Católico. Lo mismo hicieron
Siena, Luca y Génova (190r). Mas la situación italiana
era aún convulsa y Fernando llamó al Gran Capitán a
Burgos para que preparase una expedición a Nápoles
para el verano de 1513, pero, cuando todo estaba ya
listo, el rey cambió de opinión y “desbaratando de todo
punto aquellos grandes aparatos de guerra prevenidos,
enmudeció los discursos de todos con la novedad” (190v),
esto es, suspendió esta expedición. Justifica Blázquez en
este punto el cambio de decisión de Fernando, alegando
que el príncipe puede mudar de pensamiento cuando las
circunstancias lo requieren (191r).
Tras una intensa campaña comandada por Ramón
de Cardona en el Véneto, en la que sitió a Padua y llegó
a bombardear desde Mestre (Venecia) las lagunas, se
fue retirando hasta Vicenza, logrando así que acudiera
Bartolomé de Alviano y Baglioni con sus tropas resuelto
a librar batalla. El 6 de octubre de 1513 se plantaron
los ejércitos frente a frente en las proximidades de La
Motta, cerca de Vicenza. El día 7 se reunió el Consejo
de Capitanes y se decidió demorar el ataque por la
superioridad enemiga. Pero Alviano, al ver la retirada
de las tropas, manda atacarlas. Al enterarse Próspero
Colonna, al mando del ejército hispano-pontificio, baja
entre la montaña y el río Orolo para la defensa. El ataque
de los venecianos se convirtió en una desastrosa derrota:
“los Venecianos perdieron el brío y los Franceses todo
quanto señoreavan en Lombardía” (192r).

239
Entretanto, la tregua entre España y Francia estaba a
punto de concluir, con lo que el rey Católico, queriendo
convertir la tregua en paz más duradera, decidió
prorrogarla durante un año más, a pesar de que el papa
Julio II se oponía por el odio que tenía a Francia. Pero el
papa, como buscaba la forma de echar de suelo italiano a
los españoles, que se estaban convirtiendo en sus nuevos
amos, volcó ahora su odio, según narra Blázquez, contra
el rey Católico, no porque sospechara que Fernando
hubiera estado tras la revolución del ducado de Milán,
sino por su natural condición altercadora e ingrata,
que nuestro historiador califica como “más inclinada a
placerse de disensiones que reconocer beneficios” (192r).
Quería, en efecto, hacer rey de Nápoles al Emperador
para después arrojar de Italia a los alemanes y poner en
la Corona a su sobrino el duque de Urbino y quitar el
estado al duque de Saboya. Eso maquinaba: expulsar a
los españoles para ponerse en manos de otra potencia
extranjera, cuando se había entregado previamente a los
españoles por esa misma razón.
Y, llegados a este punto de la obra, Juan Blázquez
Mayoralgo se dispone a clausurarla. Así que, como broche
final, elabora un epítome panegírico de las grandezas
del rey Católico comparándolo y equiparándolo con
Augusto, todo ello aderezado con citas de autoridad
latinas que desvelan su filiación tacitista. Sin querer
caer en la adulación recordando sus hazañas, pero sin
tampoco querer silenciarlas y dejarlas en el olvido, se
compara a Fernando con Augusto en tres dimensiones
distintas.
En el plano militar, en efecto, ambos son
comparables por las guerras que hubieron de afrontar
en sus comienzos políticos. Augusto hubo de vencer en la
batalla de Filipos (42 a.C.) a Bruto y Casio, deshaciendo

240
el segundo triunvirato hecho con Lépido y Antonio. El
rey Fernando, por su parte, lo primero que tuvo que
hacer fue acabar las guerras civiles con su cuñado el rey
don Enrique sobre la sucesión de los reinos de Castilla:

El primero passo que puso en el Señorío fue entre guerras más


que civiles con su cuñado el Rey Don Enrique sobre la sucessión de
los Reynos de Castilla, en que pretendía introducir su llamada hija
Doña Juana, que concertada de casar con nombre de Reyna con el
Rey de Portugal, llegaron a las manos en batallas tan sangrientas,
hasta que acabó la fuerza y la constancia lo que pretendió contrastar
la resistencia (192v).

En el apartado político ambos son dignos de elogio


por la paz que mantuvieron en sus Estados. Las políticas
de Augusto, inteligentes, decisivas y sagaces, iniciaron,
ciertamente, la Paz Romana también llamada Pax
Augusta. Las políticas de rey Fernando también trataron
de pacificar y unificar los reinos, pero “sin dejar de ser un
Numa en la paz el que tantas veces supo ser Céssar en las
vitorias” (192v).
Y, bajo el prisma imperialista, ambos dilataron los
pequeños países que recibieron de sus antepasados y los
ampliaron hasta convertirlos en imperios175. Si Augusto
fue un gran conquistador y supo crear el Imperio romano,
también Fernando conquistó numerosos reinos y “de una
abreviada Corona hizo una dilatada Monarchía” (192v).
Ambos, además, tras morir, hubieron de sufrir los
vituperios. En contra de Augusto se decía que la piedad
hacia su padre y los tiempos que atravesaba la república
le habían servido de excusa para ocultar su ambición y
sus ansias de poder (Tácito, Anales 1.10) (192v). En contra
del rey Fernando los autores extranjeros, pero también
los nacionales, aclara Blázquez, le imputaron diversos

A. Ferrari, Fernando el Católico, p. 463.


175

241
vicios. Se le censuraba, en efecto, que no guardaba la
fe ni cumplía la palabra que daba, porque anteponía
la propia utilidad a la causa pública. Inculparle de este
delito era, a todas luces, acusarle de ser un príncipe
maquiavélico, cosa que Blázquez no puede consentir
y, aceptando que en alguna ocasión Fernando actuara
así, justifica su comportamiento alegando que ése era el
modo de actuar de todos los príncipes de la época y que
la inconstancia en los príncipes se convirtió en aquella
época en razón de Estado. Si se acusaba a Fernando
de esto, todos los demás príncipes quedaban también
inculpados de esa misma falta:

Atribúyenle los estrangeros y aun los naturales que ni guardó


fe ni cumplió palabra, anteponiendo la propia utilidad a la causa
pública, sin entender la embidia que la inconstancia de tantos
Príncipes embarazados en sus discordias hizo ley de razón de estado
este género de Política, que introducida o por la necesidad que
halló la ambición o forzosa por lo que ocasionaron los tiempos, fue
lenguaje con que todos se entendían (192v-193r).

También, dice Blázquez, acusan al rey Católico de


codicioso, pero en su defensa alega el historiador que la
extensión de su Corona no supuso delito alguno, porque
todas fueron “invasiones justas” (193r). Asimismo,
aludiendo a la fama de hombre frugal y hasta tacaño
que tenía don Fernando, lo defiende Blázquez diciendo
que su corazón, lejos de ser ambicioso, era generoso y
que, habiendo hecho tantas guerras y conquistas, no
acumuló tesoros para él, sino para sus súbditos y para la
Corona, siendo además sabido que “el día de su muerte
no se halló con qué celebrar sus exequias” (193r). El tono
panegírico de Blázquez es evidente.
También se le culpa, añade Blázquez, de la
conquista de Navarra, pero como ha demostrado el

242
historiador era una conquista justa, porque contaba con
el beneplácito del papa y porque además era un reino
que le correspondía por ser “heredero de el Rey don
Enrique de Castilla, a quien la Infanta de Nabarra Doña
Blanca dejó la sucesión, por averla tiranizado el Reyno su
hermana Doña Leonor, mujer de Gastón de Fox” (193r).
Y este alegato en defensa del rey Fernando va
dirigido a rebatir y desmentir las censuras y acusaciones
con las que los escritores políticos italianos y franceses,
más antiespañoles que franceses, pretendieron ensuciar
la imagen del rey Católico. Blázquez Mayoralgo intenta
limpiarla sirviéndose de todos los recursos posibles, tanto
con ocultaciones como con deformaciones históricas,
una técnica que años después emplearía, precisamente
para refutar a Blázquez, Monsieur Varillas con su
libro La politique de Ferdinand le Catholique, Roy d’Espagne
(Amsterdam, 1688)176.
Clausura Blázquez su obra con la muerte de Fernando,
atribuida a su debilidad creciente por “la edad larga de
el Rey, los trabajos de las guerras y las enfermedades
continuas” (193r), y aderezada con una cita de Tácito
sobre Augusto, en la que se dice que, mientras estuvo en
plenitud de sus fuerzas, cuidó de sí mismo, de su casa y
de la paz; pero que, cuando enfermó y era inminente su
muerte, unos pocos albergaron expectativas de cambio
y hablaron de las ventajas de la libertad, temiendo la
mayoría una guerra (Tácito, Anales 1.4). Algunos, añade
Blázquez, atribuían la causa de sus males a su esposa
Germana, “moza de robustos años y mal enseñada a
estar sin él” (193v). Y pasa, a continuación, al tema de la
sucesión de Fernando, cuestión ante la que el monarca

A. Ferrari, “Fernando el Católico en la teoría antiespañola de los


176

intereses de Estado”, Escorial 22 (1942), pp. 181-238 y 23 (1942), pp.


315-364.

243
estuvo lleno de incertidumbres. Se debatía internamente,
explica Blázquez, entre si dejar la sucesión a su nieto
Fernando, educado en tierras españolas como regente de
Castilla, maestre de las Órdenes Militares y su heredero
de Aragón, o hacerlo a su otro nieto el príncipe Carlos,
el futuro Carlos V. En su último testamento, dictado un
día antes de su muerte en Madrigalejo, nombraba a
Juana como heredera universal de todos sus reinos, pero
era una pura formalidad, pues, estando incapacitada,
el designado para regirlos era el príncipe Carlos, que se
encontraba en Flandes, por lo que durante su ausencia
se confiaba el gobierno de Castilla al cardenal Cisneros
y el de Aragón a Alfonso, arzobispo de Zaragoza e hijo
natural del rey Católico. A su otro nieto, el infante don
Fernando, le dejó el principado de Tarento en Nápoles
y varias ciudades de Calabria177. Según Blázquez, los
argumentos que aducían sus consejeros para la elección
del príncipe Carlos eran varios, pero el más determinante
parece que fue el hecho de que el infante don Fernando
no reunía “seguros fundamentos” para el reino y que
la grandeza que le otorgaban los maestrazgos también
podía hacerle “competidor de muchos Reyes, quanto
más de un hermano ausente, ni querido por averle
visto los Reynos, ni respetado por conocerle capaz los
súbditos” (194r).
Pero el rey Católico, que ya estaba más pendiente
“de lo que hallaría en el otro siglo que de lo que dejava
en éste”, hizo uso de su siempre certera consideración
y, cambiando su primera opinión de dejar los reinos al
infante Fernando, “dejó unido todo el imperio en Carlos”.
Éste fue, dice Blázquez, el último de sus grandes actos en
vida, pues la muerte le llegó enseguida, el 23 de enero
de 1516, “en tan corto albergue como una pobre aldea”
177
A. Simón Tarrés, La monarquía de los Reyes Católicos, p. 139.

244
(194r), esto es, en Madrigalejo, cuyo nombre no cita
Blázquez. Y cierra el historiador su libro pronunciando
una especie de laudatio funebris del finado:

El que vivo halló límite estrecho en tantos Reynos, el que


temido sujetó tantas naciones, el que levantó sus pendones en el Polo
Antártico, Príncipe que vivió sesenta y cuatro años, que guerreó
cuarenta, que conquistó a Nápoles, que se apoderó de Nabarra, que
ganó a Granada, que hizo obedientes a los mayores Reyes de la
África, que sujetó las Indias, que guardó las leyes y defendió la Iglesia,
entonces asombro de la fama por las vitorias y aora escarmiento de
las Coronas por las cenizas” (194r).

4. Contenido político: neotacitismo y neoestoicismo


El motivo que alega Blázquez para escribir esta
Perfecta razón de Estado no es otro que refutar el concepto
maquiavélico de razón de Estado de los políticos ateístas,
como reza el subtítulo de la obra, y, uniendo política
y religión, formular una nueva idea de razón católica
de Estado, encarnada, por supuesto, por Fernando el
Católico. En este sentido, la obra de Blázquez está escrita
contra Maquiavelo y los políticos italianos y franceses
considerados por el historiador cacereño seguidores
suyos, especialmente Bodino, La Noue y Du Plessis-
Mornay, en la misma línea que antes lo habían hecho,
entre otros, Rivandeinera o Gracián.
El término “razón de Estado”, así, un simple
sintagma “sin sujeto”, como dice Blázquez en su epístola
nuncupatoria “Al rey nuestro señor”, siendo, como es,
un mero concepto nacido de la especulación y que los
escritores políticos maquiavélicos han convertido en ley
para los gobernantes, ha corrompido a grandes ingenios
porque, al desunir política y religión, han antepuesto la
ley humana, que ellos reducen a esa razón de Estado,

245
a la ley divina, ejerciendo en consecuencia un tipo de
poder ateo, inmoral y tiránico.
Blázquez admite que la razón de Estado es, en
efecto, “la prudencia para governar y ampliar los Reynos
y conservar la Corona”, pero los medios para lograr tal
objetivo deben ser una prudencia católica que no puede
ir contra la religión ni tampoco “atropellar en la violencia
la obligación”. Ahí radica la diferencia con la razón de
Estado de los políticos ateístas, cuyos bárbaros preceptos
los cifra Blázquez en los siguientes: que todo depende
del hado y de la fortuna; que la religión debe estar
supeditada al Estado, que se servirá de ella para someter
a los súbditos, porque no es necesario que el príncipe
sea religioso ni piadoso, sino que le basta con parecerlo
y saber fingir y simular su religiosidad; que la religión
cristiana debilita la virtud y el animo del gobernante;
que el último fin de los Estados es su conservación; que
al príncipe no le resulta necesario atesorar auténticas
virtudes, sino que para el cometido de la razón de Estado
le basta con fingirlas, pues el arte del gobierno no deja de
ser un arte de la simulación y, por ello, puede el príncipe
romper la fe jurada, negar lo piadoso y apartarse de lo
humano para perpetuar su estado y condición. Todas
estas leyes que conforman la mala razón de Estado,
preceptos “principalmente de su Capitán Machiavello”,
son leyes establecidas por los tiranos para disculpar y
encubrir sus malas acciones. Y los políticos, los discípulos
de Maquiavelo, bien sean gobernantes que siguen en
la práctica sus consejos o escritores que teorizan sus
preceptos, siguiendo esta doctrina falsa y emulando
a su creador, se han convertido, según Blázquez, “en
étnicos, adorando ídolos y dejando la verdad, para
llamarse políticos”. Lo que estos políticos ateístas han
denominado “razón de Estado” y sistematizado como

246
un arte de gobernar, los autores cristianos lo entienden
como “ley para regir con prudencia” y su justificación no
puede estar, como sostienen los autores maquiavélicos,
en la conservación del Estado por cualquier medio, sino
que ha de manar “de las disposiciones que se encaminan
a lo Cathólico”. La auténtica razón de Estado, entonces,
será entendida como una disciplina que se encamina a
gobernar, conservar y ampliar los reinos, sirviéndose de la
prudencia del príncipe católico y erigiéndose en un arte o
“disciplina de experiencias que abraza el entendimiento,
entre los escarmientos que persuaden mudos y entre los
casos que desengañan resueltos”, según queda definida
en la epístola nuncupatoria, definición que ya en el
primer libro de la obra vuelve a retomar y ampliar:

Pues ¿qué quiere dezir ‘razón de estado’? Si creemos al Príncipe


de Franqueta, no es otra cosa que una disciplina de experiencias que
abraza el entendimiento, o por la lección que persuade muda, o por
las materias que enseñan vivas; pero ¿qué nombre tendrá aquella
que por la extensión de la Corona de el príncipe atropella en el
aumento particular la cualidad pública? Declarada tiranía es (8v).

Esta perfecta razón de Estado, que se distingue de


la perversa y falaz, es la que está basada en la justicia,
la que prefiere la paz a la guerra, la tregua al combate,
la amistad a la violencia178 y, sobre todo, aquella que
sabe conformar el arte o disciplina del gobierno con la
religión, “cuya ydea dejó eterna en sus gloriosos hechos
el Señor Rey D. Fernando el Cathólico”, el primero que
supo aunar en feliz encuentro razón de Estado y religión
católica. Y, si alguien censura a Fernando en la idea de
que no pudo conseguir tan excelsos logros sin acudir a
los medios violentos de la guerra y aprovecharse de las
discordias, según la necesidad le obligó y según el arte le
M. Beuchot, “Algunos opositores de Maquiavelo”, pp. 66-67.
178

247
enseñó, esas críticas y censuras las considera Blázquez
falsas y las atribuye a la perfidia de los políticos ateístas
adoctrinados por Maquiavelo. Si estos malvados políticos,
insiste Blázquez, afirman que no es necesario al príncipe
ser religioso, sino parecerlo, porque, en opinión de ellos,
no se puede conservar la grandeza del Estado siendo un
gobernante dotado de puras y verdaderas virtudes, sino
violando la fe, negando la piedad, olvidando la religión
y sometiéndose a los accidentes de la fortuna, siendo
bueno cuando puede y malo cuando la necesidad lo
requiere, Fernando el Católico, asegura Blázquez, no fue
un príncipe como éste que pintan estos políticos, no fue
un gobernante maquiavélico, sino que, lejos de acudir a
esos medios inmorales e irreligiosos de la simulación y
de la mentira, actuó siempre como un príncipe cristiano,
buscando la unión y concordia de los demás reyes para
extender la Corona española y de los demás gobiernos
para conservar sus provincias:

en la disposición de los medios obró como Cathólico y en la


fortuna de las armas executó como soldado, formando nivel a los
Reyes para la extensión de la Corona y a los goviernos para la
conservación de las Provincias (“Dedicatoria”, s. p.).

Y esto, aunque evidente, aduce Juan Blázquez, es


algo que también lo afirma un autor moderno, pero
autorizado, al que cita por extenso para que le sirva
de fundamento a su biografía panegírica del monarca
español. La cita, que ocupa un par de páginas de la
epístola nuncupatoria, está tomada de Mateo López
Bravo, que en 1616, cuando publicó su libro De rege et
regendi ratione, había sido ya gobernador de Sierra de Gata
(Cáceres) y quizás, por ello, conocido por Blázquez. En
la cita en cuestión dice lo siguiente:

248
Un extraordinario ejemplo tenemos, un ejemplo extraordinario
tenemos: el de Fernando, celtíbero y compatriota nuestro, quien
se vio tan instruido por la experiencia, alcanzó con su prudencia
tan gran conocimiento de lo que era reinar y ejerció el reinado
con tal arte que permanecerá para los siglos futuros como el
más ilustre maestro de la facultad de gobernar. Y no me extraña,
pues su disposición natural, a la que unió la experiencia, tuvo por
bandera la verdad. Así que, todo lo que de forma general aprendiste
teóricamente en las escuelas, aplícalo y pruébalo en los individuos
y la práctica te enseñará qué súbditos soportan con facilidad la
servidumbre y las cargas y cuáles las llevan con dificultad, quiénes
deben ser gobernados con favores y quiénes con la vara y con el
hierro, qué derecho de amistad, de parentesco o (el más poderoso)
de utilidad une a los vecinos o enemigos, de dónde te vendrá a
ti o a ellos la robustez y la debilidad y, en fin, con la experiencia
alcanzarás la ciencia y los engaños del gobierno y aprenderás cuán
ardua y sujeta a la fortuna es la carga de quien todo lo gobierna.
El príncipe, pues, debe primeramente ser sagaz, justo y vigilante
por naturaleza; el arte luego le ha de adornar, según conviene, de
todo tipo de virtudes mentales y anímicas; y, por último, obtendrá
de la experiencia la prudencia y el arte entero de gobernar. En caso
contrario, será indigno del gobierno179.

Así pues, el príncipe perfecto que nos va a bosquejar


Blázquez en la figura de Fernando el Católico será,
según la terminología empleada por López Bravo, un
príncipe de natural sagax: inteligente, sagaz, agudo y de
fino olfato, aequus: justo y equitativo, y vigilans: despierto
y viligante; que gracias al arte estará tum mentis, tum animi
virtutibus, ut oportet, cultus, esto es, adornado de todo tipo
de virtudes mentales y anímicas, sabiendo que las virtutes
mentis son cinco: scientia, ars, prudentia, intelligentia o habitus
principiorum y sapientia180; y que ha conseguido gracias a la
experiencia del gobierno la prudencia civil y militar y el
179
M. López Bravo, De rege et regendi ratione, Matriti, ex typographia I.
Sánchez, 1616, fols. 22v-23r. La traducción es nuestra.
180
B. Del Bene, Civitas veri sive morum, Parisiis, apud A. y H. Drouart,
1609, p. 226.

249
conocimiento pleno del arte de gobernar.
Y todo esto lo va a hacer por medio de dos vías:
el neotacitismo y el neoestoicismo. En efecto, aunque
Blázquez reniega en principio de Tácito, porque lo
considera el maestro del empirismo realista y utilitarista
de Maquiavelo, diciendo de Cornelio Tácito que es “el
padre de los políticos” y que, como pagano que era,
escribió “enseñanzas para perpetuar honores, pero
no verdades para afirmar merecimientos”, lo cierto es
que todas las doctrinas políticas que Blázquez expone
están repletas de citas del historiador romano. De
hecho, cuando está expresando cuáles son sus criterios
historiográficos y alude a la pretendida objetividad,
ya convertida en tópica, de su oficio como historiador,
recurre a la fórmula retórica del makarismós y alaba los
tiempos presentes que le ha tocado vivir, esto es, la época
de Felipe IV, por poder escribir con total libertad de
palabra, y afirma que no escribirá ni llevado por el amor
ni por el odio, en una variante del célebre dicho taciteo
sine ira et studio (Ann. 1.1): “sin encono ni parcialidad”.
Tales principios programáticos y las frases latinas
empleadas son también de Tácito:

Dichosos son aquellos siglos (dize Cornelio Tácito) donde cada


uno puede entender lo que quiere y dezir lo que entiende, y éstos
son quando el poder ni embaraza la verdad que se escribe ni la
adulación aclama la fama que se vitupera: Rara temporum foelicitate ubi
sentire quae velis et quae sentias dicere licet [Tácito, Hist. 1.1.4). Yo, ni por
injuria ni por premio escribiré ofendido, ni callaré obligado, porque
el odio no me tiranice el crédito ni el amor me haga sospechoso. Nec
beneficio nec iniuria cogniti, dize el mismo Tácito [Hist. 1.1.4] (2r).

Lo mismo hace Blázquez cuando, narrando la


ocupación de Nápoles por parte del Gran Capitán
y centrándose en la desdichada fortuna del rey don
Fadrique, alude también a la “terrible naturaleza de
250
los franceses” (109v). Entonces, inserta de nuevo Juan
Blázquez, de forma programática, qué principios
historiográficos va a seguir: contar la historia de Francia
desde sus inicios, para ver por qué se han visto arrojados
de sus provincias y reinos; la verdad del historiador; o
evitación de la lisonja y adulación. Y sirve de marco para
estas ideas programáticas una cita de Tácito (Hist. 1.1):

Y aunque parezca digressión…, no dexaré de hazer discurso


de los sucessos suyos desde sus principios hasta los siglos presentes
donde son tendidas sus vanderas contra las de España… quando
el escritor desmiente la verdad con la lisonja, más vituperio halla
en los cómputos que adoptó a sus papeles que grandeza en los
exemplos que hurtó ala fama. Lo primero es género de servidumbre
maliciosa y lo segundo una libertad mal empeñada. Palabras son de
Tácito en el primero libro de el segundo de sus Anales [sic], notables:
Sed ambitionem scriptoris facile adverseris, obtrectatio et livor pronis auribus
accipiuntur. Quippe adulationi foedum crimen servitutis, malignitati falsa species
libertatis inest. Yo, sin afirmar lo dudoso ni dejar de escribir lo cierto,
ni me dará vestigios la adulación ni me deberá encomios la ruin
fama (109v-110r).

Su crítica a Tácito, pues, es sólo aparente. Era


habitual, no sólo en Juan Blázquez, sino en muchos
moralistas barrocos, atacarlo y al mismo tiempo
adoptar actitudes típicamente tacitistas, como hicieron
Ribadeneira o Saavedra Fajardo. Es evidente que
Blázquez emplea el pensamiento y el nombre de Tácito,
que no lo oculta cada vez que aduce una cita suya, para
dar mayor realismo a sus planteamientos éticos181. Pero,
¿lo hace también para encubrir su maquiavelismo?
Creemos que no. El antimaquiavelismo blazquiano
parece sincero. Él emplea la doctrina de Tácito, porque
le parece provechosa, pero siempre y cuando se tome
desde una perspectiva católica. Lo que Blázquez está

S. Cárdenas, “Juan Blázquez Mayoralgo”, p. 41, n. 71.


181

251
haciendo es cristianizar a Tácito, rodeando los textos
taciteos que aduce de múltiples ejemplos tomados de
la historia antigua y coetánea, pero especialmente de
pasajes sacados de la Biblia y de autores cristianos. Por
eso, Blázquez no es un autor tacitista, sino neotacitista.
Pero, ¿de dónde le viene a Blázquez ese neotacitismo?
Creemos que, fundamentalmente, de su lectura de la
Política de Justo Lipsio. No obstante, hay también otras
fuentes empleadas por nuestro historiador que iremos
desvelando a lo largo del estudio de sus doctrinas
filosóficas-políticas.

La religiosidad
La prudencia que el príncipe debe tener puede ser
de dos tipos: civil y militar. La civil es la que se ocupa
del gobierno cotidiano de los asuntos humanos y divinos
cuando están tranquilos. Y, dentro de esos asuntos divinos,
está el gobierno de la religión y de las cosas sagradas, cuyo
cuidado le corresponde al príncipe. No es que el príncipe
tenga ningún libre derecho sobre las cosas sagradas, sino
sólo una cierta inspección y ello más para protegerlas
que para conocerlas. Y es que el fundamento de todos los
Estados es el cuidado de lo sagrado y lo divino, algo que
no sólo es conveniente, sino también necesario, en primer
lugar para la defensa y conservación del propio príncipe
y, en segunda instancia, para el acrecentamiento del reino
y del imperio. Sin ese cuidado de la religión el Estado no
podrá gozar de salud ni de seguridad. Y esta religión que
el príncipe debe cuidar, claro está, es la cristiana católica,
que debe ser una religión unida, porque la unidad de
la religión es causa de la unión y conformidad entre los
hombres, mientras que una religión desunida es fuente
de confusión, alborotos y turbaciones. El cuidado de la
religión constituye, por tanto, la auténtica prudencia y

252
el príncipe es su máximo valedor, hasta el punto de que
habrá de castigar a quien alterase o atacara la religión.
Tal es la doctrina de Justo Lipsio (Polit. 4.2).
Pues bien, la felicidad política de los reyes, preceptúa
Blázquez en tono neoestoico, es fruto de su religiosidad y
de su incondicional defensa de los intereses de la Iglesia,
que están por encima de los intereses particulares de
los pontífices. De hecho, aun cuando el papa Sixto
IV se había mostrado poco favorable a Fernando el
Católico cuando éste juntó una poderosa armada para
ir contra el Turco, mostrando así el pontífice su aspereza
e ingratitud para con el rey, Fernando no desfallece y
aparece como el monarca que con razón era llamado
el Católico, en el que resplandecen las virtudes, “tanto
como en las segundas causas la prudencia militar y civil,
dilatada en dos términos: humano y divino” (27r), que
atendía al gobierno de la religión y del culto sagrado, en
la parte que concierne al príncipe, por razón de Estado,
pero no por derecho libre ni mano poderosa, sino con el
celo suficiente como para atender a la conservación de
la Iglesia y con la espada presta para defenderla de los
posibles ataques de los infieles. Aunque el papa sea un
ingrato, Dios premia esta actitud y por ello, cuando el
príncipe atiende a todo esto y lleva por bandera la piedad
y la religión, como ocurrió con los romanos, se hará señor
de pueblos y naciones. No hay que imitar la costumbre
bárbara de los egipcios, que introdujeron variedad de
religiones para estorbar las conspiraciones y extender su
dominio, dice Blázquez traduciendo literalmente a Lipsio
(Polit. 4.2). Fernando el Católico, gracias a su piedad y
religiosidad, hizo regresar a sus reinos la antigua Edad
de Oro:

Aquellas Repúblicas viven eternas, donde el Príncipe cuida más


de el culto divino que de los sucesos humanos, como se ha visto en la

253
piedad de Fernando, premiada con hazer Monarchía tan poderosa,
Reynos que eredó entre guerras y Provincias que eternizó con la
paz, a quien el Cielo parece que comenzaba a derramar felicidades
bolviendo en Siglo de Oro aquel de hierro manchado con sangre de
Repúblicas y ahora sereno con triunfos de ciudadanos (27r-v).

De hecho, la religiosidad es sumamente importante,


preceptúa Lipsio (Polit. 4.2), para el acrecentamiento del
reino e imperio, pues está claro que Dios se muestra más
benigno y favorable a los que más se preocupan de servirle
y de adorarle y a los que combaten la irreligiosidad con
guerras justas y católicas. Así, argumenta Juan Blázquez
que las victorias del rey Católico sobre los moros,
especialmente la de Almería, fueron consideradas
milagrosas por los historiadores de la época, pues un
rey cristiano con un ejército mermado tras la derrota
de Baza pudo hacer frente y someter a unos efectivos
musulmanes mucho más poderosos. Pero para Blázquez
no hubo tal milagro, sino que Fernando el Católico, “un
Príncipe que por el cetro era temido y por las virtudes
amado” (73v), favorecido por Dios, cumplió con la
misión que la providencia divina le tenía encomendada:
combatir y vencer a los enemigos de Dios. Por ello, lo
compara Blázquez con Gedeón, jefe y juez de Israel,
famoso por la magnitud de su empresa guerrera contra
los madianitas, enemigos de Israel (73v-74r).

La providencia
En cuanto a la providencia, es un principio aceptado
por los neoestoicos (Lipsio, Polit. 1.4) y negado por
los políticos ateístas, que le dan el nombre de hado o
fortuna. Pero el cristiano no debe atribuir nunca nada
al hado, sino que debe creer en la providencia como la
razón y ley de donde procede el orden inmutable de las
cosas, como un ordenamiento y ley promulgados por

254
el mismo Dios, cuyas santas e inviolables palabras son
definitivas, inmutables y obedecidas por los cielos. Todo,
pues, está previsto y determinado ab aeterno por la divina
providencia.
Pero los políticos malvados y ateos, incluidos los
autores paganos, atribuyen al hado este poder de la
providencia. Mas son “opiniones ciegas de jentiles”
(12v), porque atribuyen los eternos orbes de los cielos,
la mudanza de los elementos y el curso de las estrellas
al fatum y no a Dios y a su providencia, definida como
“una perfecta y absoluta razón de Dios, a quien sirven
el hado y la fortuna” (12v), en tanto que al hado sirven,
a su vez, las estrellas y los hombres. En definitiva, todo
depende de la providencia divina. Así pues, puntualiza
Blázquez, la buena razón de Estado tiene siempre por
blanco la justicia, pues, en caso contrario, es tirana razón
de Estado. Y, poniendo como ejemplo de mala razón de
Estado el caso de Pilatos, que, cuando el pueblo acusaba
a Cristo, dijo que no veía en él razón para condenarle a
muerte, pero luego, al oír que no era amigo del César,
lo entregó a sus enemigos, concluye Blázquez que la
buena razón de Estado, la católica y la que confía en
la providencia, fue la que llevó al rey Fernando a no
cumplir con el mariscal García de Ayala lo prometido,
pues dicho personaje había conquistado por la fuerza lo
que bien podría haberse ganado por sus servicios y, visto
que el cometido máximo del buen príncipe es conseguir
la seguridad del Estado, hubo de anteponer como causa
más legítima la de un Señorío tan leal que la ambición
de un vasallo tan inconstante (13r). Mejor eliminar a uno
solo, que poner en riesgo todo el Estado.

Teoría de la guerra justa


Escribir la biografía de un rey como Fernando

255
el Católico es escribir sobre las guerras que desde el
comienzo de su reinado se van sucediendo hasta la
propia muerte del monarca. Es una vida llena de guerras,
empezando por las primeras luchas interiores, con la
guerra de sucesión castellana y la guerra con Portugal,
pasando, aun en la península, con la conquista del reino
de Granada, y continuando con la conquista de las
Islas Canarias, la expansión atlántica y descubrimiento
de América, la expansión y conquistas africanas, la
conquista de Nápoles y la preponderancia española en
Italia y, por último, la conquista e incorporación del reino
de Navarra. Todo es guerras, conquistas y anexiones, por
lo que Juan Blázquez tendrá que justificar la presencia
de todas estas guerras en la vida de Fernando el Católico
y considerarlas como legítimas, pues unas estuvieron
motivadas por la conservación de sus reinos y hacer
valer sus derechos sucesorios, otras por la defensa de la
religión, otras por el engrandecimiento del Estado y la
evangelización de pueblos. Todas, pues, son legítimas y
justas. Por ello Blázquez expone una completa teoría de
la guerra justa al principio de su obra, para que el lector
sepa que todas las guerras que va a leer en los siguientes
catorce libros son guerras legítimas y justas.
Parte Blázquez del presupuesto de que las guerras,
al igual que la paz, tienen sus propias leyes y hay que
apartar de ellas siempre la injusticia y la temeridad,
siendo siempre requisito básico para tomar las armas
guardar lo que la costumbre y la razón admitan. Nunca,
pues, debe acometerse una guerra por el impulso de las
pasiones y, especialmente, por la ambición de mandar y
la codicia de riquezas. Es doctrina de Lipsio (Polit. 5.3),
expresada así por Blázquez:

Las empressas que no se justifican con la razón nunca hallan


disculpa en la temeridad, porque no se an de fiar los accidentes

256
al acometimiento, sino la felicidad a los medios y, ¡desdichado el
Príncipe que emprende en fe de violencias lo que le repugna
la justicia!, porque la mayor parte de los yerros que causa la
deliberación nace de dar oídos al afecto, passión que aun pierde en
los arrojos de la voluntad el valimiento de la fortuna (6v).

El príncipe, por tanto, debe huir de las pasiones


referidas y nunca ha de empeñarse en ninguna guerra que
no sea justa. Ahora bien, preceptúa Blázquez, las causas
que hacen que una guerra sea justa son tres: el autor, la
causa y el fin. El autor justo es sólo el príncipe absoluto,
pues es el único que tiene autoridad para emprenderla.
La causa se reduce a dos límites: la defensa y la invasión.
La defensa, sigue exponiendo Blázquez, no sólo es justa,
sino también forzosa y necesaria, pues es algo natural
“resistir una fuerza con otra” (6v). Y la defensa puede
ser de dos tipos: propia, cuando el príncipe aparta la
violencia de sí y de los suyos, amparando con las armas
la libertad de la patria, a los parientes o a los deudos; y
ajena, que también obedece a dos razones: reparar las
injurias de los confederados o “volver por el derecho
de los oprimidos”. La invasión, a su vez, también está
permitida, es lícita y justa cuando el príncipe venga la
injuria y por derecho común de gentes pide lo que es
suyo, es decir, en palabras de Blázquez la invasión está
“tan permitida en la execución como la defensa en el
reparo”, siendo sólo legítima la invasión que el príncipe
acomete forzado “para vengar la injuria ofendido o
amparar su reyno provocado” (7r). En cuanto al fin de
la guerra no debe ser otro que asentar la paz, el sosiego
y la seguridad, pues las guerras que tienen por fin la
venganza, la gloria o la ambición del mando constituyen
pecado. Esta es la teoría de la guerra justa expuesta por
Blázquez, que no es otra que la desarrollada por Justo
Lipsio en su Política (5.4). Sigue al pie de la letra al autor

257
flamenco y, por la forma de traducir el texto latino,
parece que está manejando la traducción de Bernandino
de Mendoza.
Pero Blázquez desarrolla esta teoría con exempla,
tomados todos de las historias sagradas de la Biblia,
pues el fin último de estas doctrinas es precisamente
justificar como justas y legítimas las guerras emprendidas
por Fernando el Católico. Por ello, aborda una serie de
ejemplos en los que los políticos ateístas, Maquiavelo a
la cabeza, han visto que faltaron las razones pertinentes
para que fueran consideradas guerras justas. Tal es el caso
de David cuando ataca y mata a Nabal, hombre rico y
malvado de Karmel, por no querer dar a sus soldados las
vituallas que tenía para sus soldados (I Sam. 25); o la guerra
que Gedeón hizo a los hombres de Sukkot y Fanuel sólo
porque no le dieron lo que pedía cuando seguía a Zebah
y Salmuna (Iud. 8.15); también pidió paso David a Sihon,
rey de los amorreos, y, como se negó a dárselo, tomó las
armas contra él (Deut. 2.26-31); asimismo, David hizo la
guerra a Ammón porque éste castigó a los embajadores
de David pensando que venían a espiarle (II Sam. 10.4-
7); del mismo modo, Josías hizo guerra a Necao, rey de
Egipto, cuando le avisa de que va por orden de Dios a
conquistar una ciudad de gentiles (II Cron. 35.20). Pues
bien, todas estas guerras, aclara Blázquez, parecen
incumplir los requisitos necesarios de la guerra justa,
pero eran guerras justificadas, pues David arremetió
contra Nabal porque le había ofendido; Gedeón, que
convencía de la paz a los de Sukkot, los amenazó con el
castigo debido a su desconfianza, pero luego templó la
ira; los amorreos eran idólatras; David estaba ofendido
con las injurias que Ammón infligió a sus embajadores;
Josías, si hubiera sabido que Necao iba a combatir a
un pueblo idólatra, no sólo no le habría atacado, sino

258
que incluso le hubiera ayudado (7v-8r). Todos estos
ejemplos los aduce Blázquez, tomándolos literalmente,
pero resumidos y desprovistos del andamiaje teológico,
de Juan Márquez, quien nos habla por extenso en el libro
II de su obra El governador Christiano (2.35-37) sobre los
fundamentos con los que han de mover las guerras los
príncipes cristianos y sobre la justicia de algunas guerras
de la Biblia. Blázquez, pues, pretende demostrar, ahora
por vía de los textos sagrados, que muchas guerras
pueden parecer ilegítimas, pero que, si se conocieran los
motivos intrínsecos y secretos, entrarían en el apartado
de las guerras justas:

Las acciones de los Reyes y más de los Reyes santos, no se


regulan por las formas ordinarias, que muchas vezes les es forzoso
mostrar el brazo en la execución y esconder el secreto en la razón de
estado: hablo de aquella que sigue las leyes de la Justicia para acertar
y no las del engaño para perderse (8v).

Fernando, entonces, se nos presenta como un rey que


se ve forzado a hacer la guerra con Portugal, por lo que
Blázquez entiende que la del rey Católico es una “causa
justa” y legítima, frente a la de Alfonso V, que aparece
como injusta y fruto de la ambición: “Este fin tuvo la
guerra que un Rey se guía por ambición y otro esforzaba
por derecho” (6v).
Había llegado el rey de Portugal a la raya de
Castilla con un ejército poderoso y Fernando el Católico
determina salirle al encuentro, para forzar a su enemigo
a hacer la guerra en sus reinos, porque siempre ha sido
mejor, adoctrina Blázquez, hacer la guerra en el país
ajeno y enemigo que en el propio:

Acudió a las armas para forzar a su enemigo orgulloso que


hiziese la guerra en sus Reynos, atajándole el passo antes que
fatigase los de Castilla; porque siempre ha sido consejo de hombres

259
Sabios que vale más buscar al enemigo en su casa que aguardarle
en la propia (5r).

Y, para demostrar su teoría, acude a una batería de


citas históricas grecolatinas y, especialmente, bíblicas,
para probar que era una práctica habitual entre los
antiguos y aprobada por los textos sagrados. Así, se citan
los casos históricos de Ciro, Demóstenes o Aníbal, o un
texto atribuido a Livio, cuando en realidad es de Tácito
(Ann. 15.1), reforzados por la autoridad de las actuaciones
de David, rey de Israel, y Ioas, rey de Samaria. Si los
reyes bíblicos lo hicieron, Fernando estaba legitimado
para hacerlo también. Todos estos razonamientos y
ejemplos los toma Blázquez, a veces al pie de la letra, del
libro El governador christiano (2.12.2), publicado en 1612,
del agustino Juan Márquez, un autor antimaquiavélico
y eticista, que opinaba que la política debía estar
subordinada a la moral y a la religión.
Esta práctica era algo útil y beneficioso para el
Estado y eso lo sabía bien Fernando y fue una práctica
española muy seguida durante los siglos XVI y XVII.
Paz en el interior y guerra en el exterior; conseguir la
hegemonía por medio de la guerra ofensiva, que puede
estar justificada cuando se trata de agredir por necesidad
para salvaguardar la seguridad nacional. El propio
monarca Felipe II, cuando se dirige a las Cortes de julio
de 1596 para solicitar ayuda económica para las guerras
en Europa, expone perfectamente este ideal, declarando:
“¡Cuán conveniente ha sido tener ocupado al enemigo
en su tierra, pues ninguna defensa se puede hallar para
la casa propia como hacer la guerra en la ajena”. En
los tiempos de Blázquez, en los que España está inserta
en numerosas guerras ofensivas que están mermando la
moral y la economía españolas y ya se atisba una cierta
decadencia nacional, se alzan algunas voces partidarias,
260
a pesar de su alto coste, de todo tipo de guerra exterior,
que siempre debe considerarse defensiva, tal y como
lo exponen reputados escritores políticos. Bodin, por
ejemplo, comparaba la situación de Francia y España y
envidiaba a España, porque estaba volcada en guerras
exteriores y disfrutaba en casa de una paz social
duradera, mientras que Francia, al contrario, no tenía
guerras exteriores, pero tenía que aguantar una guerra
civil larga y penosa. Botero, por su parte, establece que la
conservación del Estado se consigue con la defensa y que
su engrandecimiento y acrecentamiento se logran con
la agresión y la ofensiva182. Juan de Palafox (1600-1659),
virrey temporal de Nueva España y arzobispo de México
(1643), conocido seguramente por Juan Blázquez,
también celebra que España se encuentre inmersa en
guerras exteriores y extranjeras, pues considera que ello
es garantía de estabilidad política interior:

La felicidad de España es tener apartada la guerra y comprar


la seguridad con su dinero. ¡Ay de España, quando tenga la guerra
dentro de su misma casa! ¿Sabéis qué tal es la cara de la guerra?
¿Qué tales son sus efectos? Aun nombrarla solamente atemoriza.
Sanguinolenta, fiera, cruel, destruyendo, talando y asolándolo todo:
las haciendas, las honras y las vidas… la religión pisada, la tiranía
poderosa, la justicia, la razón, la piedad a las espaldas: todo esto
padecen las demás naciones, entretanto que España desde lejos está
oyendo estas nuevas183.

Palafox, como Blázquez, habían encontrado en las


enseñanzas de Tácito y en las obras de Lipsio eficaces
antídotos contra la división y decadencia; por ello,
siguiendo a sus maestros, ponen el énfasis en la estabilidad
182
A.M. Bernal, España, proyecto inacabado. Los costes/beneficios del
Imperio, Madrid, Marcial Pons, 2005, pp. 86-88.
183
J. Palafox, Diálogo político, en Obras, tomo X, Madrid, imprenta de
G. Ramírez, 1762, párrafo 51, p. 74.

261
interior y en la prudencia como ventajas más valiosas para
el político, lo que conllevaba también orden, obediencia
y disciplina como bases para la tranquilidad184.
El rey Fernando es además tolerante, esto es, paciente
y sufridor, concepto claramente estoico, pues prefiere
aguantar con cordura las insolencias de los tiranos antes
que castigarlos y poner en riesgo la estabilidad del país
con guerras. Es lo que, según Blázquez, ocurrió cuando
a mediados de julio de 1470 se negoció en Dueñas el
matrimonio de Ana de Navarra, hija del Príncipe de
Viana, con Luis de la Cerda, conde de Medinaceli.
Pues bien, llegado Fernando a Almazán, el conde de
Medinaceli le declara que tiene derecho a la corona de
Navarra por su esposa, envolviendo el pretendido derecho
de sucesión con la amenaza de la guerra de Francia.
El rey Católico, entonces, aun a sabiendas de que tal
derecho le correspondía a él, sabe sufrir con cordura los
excesos de este engreído conde y sabe también refrenar
la ira y contener las pasiones, pensando qué era lo mejor
para el bien público:

El rey [Fernando] sufrió cuerdo por no castigarle riguroso y


porque, como Augusto, más avía de hazer en las guerras civiles
el consejo que en las resistencias la espada: Scutum tibi magis quam
gladium sume, dize Libio hablando de la tolerancia que debe tener el
príncipe (3r).

Y lo ilustra Blázquez con sendos ejemplos de la


patientia y tolerancia de Augusto y de Tiberio, tomados
de Livio (3.53) y Tácito (Ann. 1.12). Y, aunque el primero
de ellos aparece citado así: Scutum tibi magis quam gladium
sume, esto es, “toma mejor el escudo que la espada”, el
texto original de Livio presenta otra sintaxis: Scuto vobis
C. Álvarez de Toledo, Juan de Palafox, obispo y virrey, Madrid,
184

Centro de Estudios Europa Hispánica- Marcial Pons, 2011, p. 53.

262
magis quam gladio opus est (“más necesitáis del escudo que de
la espada”). El cambio de sintaxis se debe a que Blázquez
está tomando la cita, no directamente de Livio, sino de
los Politica de Lipsio (6.5), quien aduce esta misma cita
para ilustrar su mensaje de que mejor es sufrir al tirano
que matarlo; y hay que aguantarlo con ese escudo que,
según dice, es “el escudo de la tolerancia” (hoc Tolerantiae
scutum).
En cambio, el mal rey, como Alfonso V de Portugal,
prefiere la guerra, aunque sea en territorio propio, antes
que la paz. Así, en efecto, se dejó influir el rey portugués
por las intrigantes palabras del Marqués de Villena,
visto por Blázquez como un auténtico maquiavélico,
y, llevado por la ambición, alegó ante la junta reunida
que era razón de Estado emprender la guerra contra
Castilla, mostrándose, matiza Blázquez, “más inclinado
a tomar las armas que conservar la paz” (4r), decisión a
la que todos los del Consejo, viendo que estaba decidido
a luchar, se sumaron, alabando su resolución en lo que
nuestro historiador considera pura y dañina adulación
de los validos a los poderosos, “porque el desseo de
complazer al Príncipe haze perder el respeto a las leyes”
(4r). Ante un mal rey como éste, no obstante, parece que
lo mejor, como antes vimos con el tirano, es oponerle el
escudo del sufrimiento que matarlo con la espada, mejor
aguantar pacientemente sus decisiones que oponerse a
ellas, porque, como sentencia Blázquez con una larga cita
atribuida a Salustio (Ps-Salustio, Caes. 1.1-2), “siempre
fue peligroso opponerse a su inclinación o advertirle con
el desengaño” (4r).
El libro de Blázquez está lleno de guerras justas
emprendidas por el rey Católico y como tales las justifica
nuestro historiador. Guerra justa, desde luego, fue la que
don Fernando emprendió para la conquista de Granada,

263
pues luchaba contra enemigos de la Iglesia que habían
usurpado territorios que pertenecían a la Corona
española. También con plena justicia se decidió el rey
Católico a hacer la guerra a Francia, en lo que Blázquez,
dentro de su código neotacitista y neoestoico, interpreta
como una “guerra justa” en donde Carlos había
incumplido su palabra y, por tanto, Fernando tampoco
estaba obligado a cumplir el anterior pacto establecido,
al tiempo que se luchaba contra un excomulgado y
enemigo de la Iglesia. Don Fernando, de nuevo, es visto
como paladín del cristianismo y la guerra era razón de
Estado:

Confederado estaba Carlos, pero no se debe fe a quien no


guarda palabra y, estando declarado por enemigo de la Iglesia y
justificada la guerra con averle excomulgado el Papa, no avía otro
motivo que consultar ni otra razón que seguir (83v).

También justa es la guerra que se libra años después


contra Francia. En efecto, Fernando el Católico había
roto la paz con Francia y el rey de Inglaterra se había
unido a España al tiempo que Maximiliano preparaba
un gran ejército para ir a Roma a coronarse emperador,
algo que el papa consideraba muy positivo, pensando
que el ejército de la liga estaría desvalido si no entraba
en ella el Emperador en concierto con los venecianos. En
el análisis efectuado por Blázquez, aparece un pontífice
impulsivo y deseoso de atacar por el odio que tenía a los
franceses, a quienes pensaba aniquilarlos y despojarlos
sin contemplaciones, mientras el rey Fernando, como
monarca ideal de carácter neoestoico, sabía contener
sus pasiones y, prudentemente, prefería “entretener la
guerra” (177v-178r). Y es precisamente en ese contexto
cuando el historiador cacereño pasa a preceptuar,
desde perspectivas lipsianas, sobre la importancia de la

264
consideración y los consejos en la guerra así como de
lo nocivo que resulta la temeridad (Lipsio, Polit. 5.16) y
sobre los tipos de guerras justas que hay (Lipsio, Polit.
5.4).
Efectivamente, frente a la conducta temeraria del
papa, establece Blázquez que el buen caudillo debe
en todo momento servirse de la consideración y de los
consejos, especialmente de los consejos rectos, entre los
que se incluyen saber aprovechar la ocasión y estar alerta
a cuando se muestra la ocasión propicia y no faltar a la
fortuna, atribuyendo a la propia providencia y consejo
del general o rey lo que parece producto de la fortuna
o suerte. Pero, al mismo tiempo, habrá que evitar el
deseo fervoroso de pelear y huir de la excesiva confianza,
seguridad y temeridad:

La consideración en los casos de la guerra es tan poderosa


que parece compañera de la fortuna en disponer los sucessos; y el
Capitán que sin ella se arrojare a las empresas o perderá el crédito
en la desconfianza o se hallará burlado en el accidente, porque no es
obligación de el Soldado prevenirlos (178r).

Y ello lo ilustra Blázquez citando, con textos de


Tácito, lo que Otón les decía a sus soldados: “Vosotros
preocupaos de las armas y de vuestro buen ánimo;
dejadme a mí las decisiones y el gobierno de vuestro
valor” (Hist. 1.84.2); o cómo Antonio distinguía las
diversas obligaciones de los soldados y de los generales,
asegurando que “a los soldados le convenía el deseo
vehemente de luchar, mientras que los generales
resultaban más útiles con su prudencia, deliberación y
tiento que con la temeridad” (Hist. 3.20.1).
Y para legitimar el ataque a Francia, teoriza Blázquez
sobre la doble naturaleza que puede tener la aplicación
de las fuerzas y la ejecución de las armas: la defensa

265
propia, que es natural y común con los animales; y la
conquista o invasión de lo que es ajeno, facultad propia
de los príncipes. Dicha conquista será lícita y justa
cuando va encaminada a vengar injurias o a reclamar lo
que le pertenece por derecho común de gentes:

Las fuerzas se deben ejercitar o por defensa de la propia


acción o por conquista de lo que es ageno: la primera es naturaleza
constituida aun en los animales; y la segunda es potencia introducida
en los Príncipes (178r).

Eran, por tanto, justas la indignación del papa


y sus ansías por pelear contra el francés, pero debía
hacerlo con consideración y no con temeridad. Pues esa
temeridad del papa sería a la postre una de las causas del
fatal resultado de la batalla final, ya que, como adoctrina
Blázquez, hay que ejercer la fuerza armada y luchar
bien por defender lo propio o por conquistar lo ajeno,
pero cuando se emprende el combate temerariamente y
sin “consideración en los casos”, “más cerca está de ser
vencido en la resistencia forzossa, que salir victorioso de
lo que no emprende necessitado” (178r). Todo, en fin,
doctrina neoestoica tomada de Lipsio, ilustrada con citas
taciteas y con un texto de Cicerón (Off. 1.73) y, como
no podía faltar algún autor santo, cristianizada con un
párrafo de Tomás de Aquino (Summ. II-II, q. 180, a. 3
ad 1).

La fortaleza de ánimo en la guerra


En la guerra el príncipe puede vencer o salir derrotado.
En la victoria, debe saber gozar y conservar dicha
victoria con cautela, con blandura y con templanza. En
la derrota, el príncipe debe sobrellevar dicha desdicha o
pérdida con prudencia y con fortaleza, valor y entereza.
El príncipe cristiano lo que debe hacer en estos casos es,

266
en vez de ignorar los males, reconocerlos, examinarlos
y sopesarlos con consideración y reflexión; y esa propia
desdicha, antes que sumirlo en el temor, habrá de
encender en él la cólera o ira; no deberá desesperarse por
la pérdida de una batalla, pues lo que cuenta es el final
de la guerra; un pequeño tropiezo no impedirá que el
príncipe llegue al final del camino. Doctrina plenamente
neoestoica que Lipsio expone por extenso (Polit. 5.18).
Tal será el comportamiento de Fernando el Católico
ante la derrota, cuando los nazaríes conquistaron Zahara
el 27 de diciembre de 1481. Será una pequeña derrota,
pero el objetivo final se verá cumplido: la victoria en
la guerra de Granada. Tan pronto como la noticia de
esa derrota llegó al rey, la pena que sintió fue grande,
sobre todo porque aquel lugar lo había ganado su abuelo
en la guerra de Antequera. Pero el rey Católico supo
sobreponerse a esta pérdida con entereza y la propia
derrota estimuló en él su valor, “que encendido en ira
resolvió enojado lo que dilatava prevenido” (28v). Este
episodio, en efecto, se erigió en el casus belli empleado por
Isabel y Fernando para llevar a cabo una gran guerra
cuyos objetivos tenían mucho mayor alcance que el
simple hecho de expulsar a los musulmanes. El deseo de
venganza atizó el ánimo de Fernando, encendió aquella
benéfica ira que despierta la fortaleza de ánimo y le incitó
a la batalla para combatir al infiel y castigar su impiedad;
y todo ello en beneficio de la religión:

Esta es la ira que ocupó el corazón de el Rey don Fernando:


enojarse por lo justo y acudir al castigo por lo forzoso (29r).

Pero no sólo esa ira es incentivo para la fortaleza,


sino que también el dolor estimula el valor “quando la
injuria provoca o el acometimiento persuade” (29r). Y
es que en el corazón del monarca, explica Blázquez en

267
términos tomistas, porfiaban a un mismo tiempo dos
estímulos, apetitos o, mejor dicho, virtudes: la irascible y
la fortaleza. Por un lado, la virtud irascible, que supone
pasiones anímicas como el valor (frente al temor), la
esperanza (frente a la desesperación) o la ira (que no
tiene opuesto), tiene por objeto formal el bien sensible en
cuanto experimentamos adversidades o repugnancias en
la realización de dicho bien (Santo Tomás, Summ. Theol.
I-II, q. 23, a. 1). De ahí la importancia de la virtud moral
de la fortaleza, que hemos de entenderla como el valor
que equilibra el apetito irascible185. El rey Católico, por
tanto, armado de ira y fortaleza, dos virtudes capitales,
emprendió lo que era a la postre su cometido final:

Armado en fin el Rey de ira y de fortaleza para tan grande


facción y éstas no desfavorecidas de el dolor con que avía oído la
pérdida de Zahara, determinó la conquista de el Reyno de Granada
(29v).

Del mismo modo, ante algunos contratiempos, como


los estragos que causó Abohardiles al grupo de caballeros
de Calatrava que estaban descansando en la vega de un
río o como el desafortunado intento del conde de Cabra
de conquistar en solitario la plaza de Moclín (60r-v), ante
los que los ejércitos cristianos empezaron a desfallecer,
apareció el rey Fernando, como ejemplo virtuoso de
constantia, haciendo alarde de su valor para dar aliento a
sus soldados y desmoralizar a los enemigos. La constantia,
por tanto, es alta razón de Estado:

¡Alta razón de Estado ostentar valor para alentar los propios en


las conquistas y desmayar al enemigo en la fortuna! La constancia
en los Reyes es una de las mayores lisonjas de su Corona y de las

G. Angelini, Las virtudes y la fe, Madrid, Ediciones Cristiandad,


185

2004, pp. 117 ss.

268
virtudes que más acreditan la grandeza de sus acciones (61r).

Presencia del rey en la guerra


“¡Grande amago de la Fortuna contra el enemigo
la presencia de el Rey en la guerra!” (31r), sentencia
Juan Blázquez. Y es que Lipsio, cuando habla sobre los
caudillos y generales de los ejércitos, establece que hay
dos tipos de generales: los primeros, que son los que
mandan con suprema autoridad sin depender de nadie,
son los reyes y príncipes de los Estados; los segundos, que
mandan siguiendo las directrices de los primeros, son
sus lugartenientes y sus legados. Los que nos interesan
ahora son los primeros, sobre los que se plantea la duda,
expone Lipsio, de si, cuando hay guerra, deben asistir a
la batalla o han de quedarse ausentes y apartados de ella.
La respuesta es clara: siendo preciso que estos caudillos
reales estén presentes en todas las cosas y pendientes de
todo, y teniendo en cuenta que, si no están personalmente
entre los ejércitos, muchas veces se hacen las cosas de
modo inconveniente, también en la guerra deben estar
presentes e infundir con su presencia fuerza y brío a sus
soldados (Polit. 5.14).
Ahora, entonces, se entiende la tajante afirmación de
Blázquez, aseverando que el monarca debe estar presente
en la guerra, porque, aparte de servir ello de estímulo a
sus capitanes y soldados, desmoraliza al mismo tiempo
a los enemigos. Por ello, ante la noticia de la toma de
Alhama, Fernando el Católico, que estaba en Medina del
Campo, partió desde allí a toda prisa para reunirse con
sus hombres y dirigir directamente la contienda, porque
era de suma importancia para la victoria la presencia
física del rey en la batalla. Y, como siempre, ameniza
Blázquez sus doctrinas con exempla tomados de la historia
antigua y moderna. Hay casos en los que el rey obtuvo

269
triunfos sin estar presente en las confrontaciones, como
Justiniano, que expulsó a los godos de Italia (siglo VI),
o Carlos V de Francia (Blázquez se equivoca y lo llama
Carlos VI), llamado el Sabio, que expulsó a los ingleses
gobernando desde Brujas. Pero son excepciones, según
Blázquez, pues lo preferible es que el rey sea soldado:

Pero si el Rey es Soldado, si la sangre Real arde en las venas,


esso llevará de bentaja al Capitán que tiene de Rey, siendo alma de
su campo, cuya persona hará invencible el valor de los soldados y lo
animoso de los capitanes (31r).

Lo que no admite de ninguna manera Blázquez es


el consejo de Maquiavelo de que, cuando se conquistan
Estados en distinta provincia, con distintas lenguas,
costumbres y leyes, el rey o príncipe que haga esa
conquista deba trasladarse a vivir al territorio conquistado
(El Príncipe, cap. 3). Según lo ve Blázquez, “fue engaño de
Machiavelo persuadir al Príncipe que ponga su silla en
las tierras conquistadas” (32r). Si el Turco lo hizo con
Rodas, añade nuestro historiador, fue porque el imperio
turco “no tiene vasallos naturales y aquel sitio está en
medio de todos sus Estados” (32v).
En definitiva, los reyes deben salir a las guerras,
concluye Blázquez, como hicieron los reyes de León y
Castilla o el emperador Carlos V, porque, citando los
Apotegmas de Erasmo, “deber del general es servirse de la
audacia para con los rebelados y de la benevolencia para
con los vencidos” (Plutarco, Cic. 865B-C y 873D-E); y
“cosa muy fea es que el rey se desentienda alguna vez de
los asuntos del Estado”. El rey, por tanto, no ha de estar
ocioso y debe asistir personalmente a la guerra, atento a
la conservación de sus reinos; pero si no pudiera,

“oyga las batallas en su aposento, que en él se hace capaz de las

270
materias, porque dispone el consejo con prudencia lo que executan
las armas con valor” (32v).

No ocurre nada si no puede asistir a las batallas.


También Moisés, añade Blázquez, cuando no peleaba
personalmente, alzaba las manos a Dios y vencía su
pueblo. “Mucho más digno de un rey es fundar ciudades
que derruirlas”, dice de nuevo Erasmo en sus Apotegmas,
citado por Blázquez, y el camino más seguro es la
religión. La victoria no dependerá, entonces, de si el
rey o príncipe asiste en persona a la guerra, aunque ello
ayuda, sino de si el monarca es respetuoso y defensor de
la religión católica, si sabe “acudir a Dios por los sucessos
y no desobligarse para el remedio” (32v).
De hecho, lo que realmente da la victoria al rey
católico, no es el poderío de sus ejércitos, sino su valor,
su grandeza y su fe en Cristo, ante todo lo cual nada
pueden los ejércitos enemigos, especialmente cuando
son infieles, ya sean los moros o los turcos. De este modo,
cuando el rey fortifica Alhama, a pesar del gran ejército
de Albohacén frente al más reducido de Fernando el
Católico, ya se veía adónde se inclinaría la victoria final,
porque “más sobrava de valor y grandeza en el corazón
de Fernando, que poder en los exércitos de los moros”
(55v).
Asimismo, la importancia de tener un rey-caudillo
se aprecia tras la insensata empresa que acometieron los
capitanes de Andalucía y que culminó en el desastre de
la Ajarquía. Consciente Blázquez de que aquello no fue
una guerra, sino una especie de refriegas de guerrillas y
de que en las tropas cristianas iban numerosos cazadores
de botines, atraídos por los suculentos despojos que
rapiñarían en caso de vencer, que suponían más un
estorbo que una ayuda, señala como posibles causas de
la derrota española la ambición, la excesiva confianza
271
de las tropas castellanas y el desprecio que hicieron del
enemigo, al que minusvaloraron. Todos estos motivos,
en efecto, son señalados por Lipsio (Polit. 5.16) como
causantes de sangrientas derrotas.
Pero el motivo determinante que Blázquez sugiere
como productor de este desastre fue la ausencia del rey en
la batalla. El rey no estaba presente y, por tanto, también
faltaron su ciencia, virtud, providencia, autoridad y buena
suerte, virtudes todas que sólo acompañan al rey-caudillo
neoestoico (Lipsio, Polit. 5.15). Del suceso de Ajarquía
“se conoce también la falta que haze el Rey”. El combate
fue fallido porque, a juicio de Blázquez, hubo muchos
capitanes, cuya variedad de opiniones controvertidas,
más que ayudar al éxito, condujo al fracaso. Faltó el rey,
quien, como Dios, tiene

el Imperio de las acciones de los que le están sujetos y no ay


estímulo tan fuerte para los soldados como tener presente a quien les
ha de premiar los hechos o vituperar la culpa (38r).

El amor de los súbditos


Establecía Lipsio (Polit. 4.8) que el príncipe, aunque
tenga que usar alguna vez la fuerza, debe valerse
preferentemente de la virtud, donde reside el principal
vigor y peso del principado. Y esa virtud, definida como
un afecto loable y provechoso al Estado que se tiene del
rey o para con el rey, podía ser doble: la benevolencia y
la autoridad, siendo la benevolencia, que es lo que aquí
nos interesa, una afición para con el rey, concretamente
la de los súbditos para con el rey y su Estado, una
pronta inclinación y muestra de amor hacia él; y es muy
provechosa y necesaria para gobernar, pues la eficacia
de las acciones y obras procede de tener contentos a
los hombres y vasallos. El príncipe, pues, debe intentar
alcanzar esta benevolencia o bienquerencia por el

272
camino de la mansedumbre, de hacer el bien y favores
y del perdón.
Esta misma doctrina, aplicada al rey Fernando el
Católico, la hallamos también en Juan Blázquez, quien
preceptúa que nunca es buena la ira en el príncipe, pues,
aunque le pueda hacer respetado, le hará aborrecible. Y
citando a Claudiano y Séneca, paganos, que condenan
la ira y defienden la mansedumbre y clemencia del
príncipe, o el ejemplo de Tito y Vespasiano, que
compraron la estabilidad del Imperio con perdones,
disimulos y atenciones, aduce también Blázquez el
ejemplo cristiano de la tristeza de David por la muerte
alevosa de Abner (II Sam. 3.28-38) y cómo contuvo
su ira por razones del gobierno, pues era preferible
sufrir al enemigo que atacarlo y mejor perdonarlo con
templanza o disimulación que embestirlo violentamente,
para concluir apelando a la mansedumbre del príncipe
como medio más efectivo para conseguir el amor de sus
vasallos:

El amor de los vasallos es la defensa de los Reynos… Si el


Príncipe (necessitado de el exemplo) a de castigar, tienda una vez la
mano al rigor y embaine el cuchillo, porque no acabará la crueldad
lo que no pudo la demonstración (10v-11r).

El arte de la disimulación
Ya hemos visto que el disimulo, el guardarse la
verdad o acudir a una pequeña mentira, es un recurso
permitido al príncipe cristiano y católico, siempre y
cuando lo haga forzado por las circunstancias y en aras
de un fin superior186. Pues bien, el rey Fernando también
se vio obligado en ocasiones a ocultar sus pensamientos
o planes.
Así, cuando el rey portugués se hallaba en Francia
186
Véase pp. 77 ss.

273
buscando apoyos para volver a atacar a Castilla,
Fernando el Católico se alió con los poderosos castellanos
y tuvo que echar mano del disimulo, siendo así que “más
atendía a reducir con disimulación los que no podía
castigar con derecho” (10r). No olvidaba Fernando las
injurias recibidas ni dejaba de ver que, aun mereciendo
castigos, les estaba ofreciendo premios con los que a la
postre se ensoberbecerían. Pero Fernando, rey prudente,
sabía que primero tenía que “asegurar el Imperio que
introducir las leyes” (10r). Por ello, emuló a Augusto,
quien rechazó el apelativo de triunviro, se presentó
como cónsul y, dando a entender que se conformaba
con la potestad tribunicia para velar por la plebe antes
que con el cetro de emperador, se ganó a los soldados y
al pueblo con dádivas y fue acaparando poco a poco la
totalidad del poder; e incluso intentó asegurar su persona
ensalzando a Claudio Marcelo con el pontificado y a
Marco Agripa con dos consulados seguidos (Tácito,
Ann. 1.2-3). Así se sirvió de la disimulación Augusto
para granjearse las simpatías de los grandes y del
pueblo, para alcanzar luego el poder absoluto. Pero lo
más importante, también aduce Blázquez un ejemplo
bíblico de la disimulación de David cuando, ofendido
por Ioab, disimula, en vez de castigarlo, y le encomienda
a su hijo Salomón. El disimulo, por tanto, de Fernando
está plenamente justificado y es legítimo, pues, deseando
asentar la paz y eludir la guerra, disimula con los grandes
de Castilla para ganarse su confianza y lealtad. Y es que,
según escribe Blázquez, “el govierno económico” sujeta
los ánimos en la lealtad del príncipe y, cuando la razón
lo reclama y la necesidad lo exige, se pueden alterar
las costumbres y obviar lo establecido para introducir
novedades, de modo que, concluye nuestro historiador,
“la disimulación justa en el Príncipe tanto le acredita de

274
cuerdo como después le haze temido” (10v).
En este sentido, critica duramente Blázquez la
conducta del rey de Nápoles, confederado con el
sultán mameluco para hacer la guerra a los turcos, por
reprochar la actitud del rey Católico en sus operaciones
militares en Granada contra los moros, cuando él, el
rey de Nápoles, se había levantando contra el papa y,
según se rumoreaba, favorecía en secreto a los moros
de Granada (1490). Lo que realmente hacía el rey de
Nápoles, según Blázquez, era ocultar sus asechanzas y
encubrir la verdad de sus propósitos con las quejas y
amenazas que el sultán lanzaba a don Fernando para
que dejara de hostigar el reino de Granada. Y el medio
empleado por el rey de Nápoles fue el de la simulación,
vicio detestado en la doctrina política neoestoica:

Afrentossa razón de estado en un Rey hazer vicio de la verdad,


aviendo de resplandecer en él las virtudes por exercicio, porque no
basta vestirlas de el nombre; y el mayor objecto de la sabiduría… es
la verdad (74v).

El rey católico, como representante y ejecutor de


la justicia, debe siempre proteger la prevalencia de la
verdad, nunca debe engañar. No obstante, el oficio de su
prudentia puede llevarle a impedir ser engañado, así que
le es lícito acudir al disimulo, no para mentir, sino para
evitar verse defraudado. El disimulo es lícito, pero no la
simulación maquiavélica que empleaba el rey Fadrique.
Así, cuando el rey de Nápoles le trasladó a Fernando
el Católico las quejas y amenazas del sultán, cometió
también la osadía de pedirle cuentas por la guerra
de Granada, exigiéndole que le expusiera las causas
por las que emprendía dicha conquista. Pero el rey
español, explica Blázquez, conocía bien las estratagemas
fraudulentas del rey de Nápoles y, para no originar un

275
quebrantamiento de las paces, le trajo a la memoria las
primeras guerras de conquistas españolas encabezadas
por su ascendiente don Pelayo, esgrimiendo que era
derecho suyo “quitar a los Moros con justicia lo que
ellos avían tiranizado con insolencia”. El rey de Nápoles,
aduce Blázquez, no era superior al rey de Castilla, y, sin
embargo, éste le hizo juez de su causa, le manifestó, sin
tener por qué hacerlo, los motivos por los que llevaba
a cabo la guerra, porque Fernando no deseaba que su
fama se viera empañada por el descrédito en el que la
envidia del rey de Nápoles quería envolverle. Entonces,
Blázquez nos presenta al rey católico como paradigma
de una de las virtudes neoestoicas que los príncipes
cristianos deben atesorar: la circunspección, una virtud
que va de la mano de la providencia, y que dotan al rey
de una fama y reputación inmortales. Por ello, concluye
Blázquez, el simulador rey de Nápoles se vio forzado
a liberarse de los empeños que tenía contraídos con el
sultán de Babilonia, para que la fama de que ayudaba a
los moros se esfumara. Pero, el rey Fernando, prudente,
circunspecto y conocedor de las estratagemas del rey
Fadrique, no se dejó engañar, a pesar de que el rey de
Nápoles era, al juicio de Blázquez, uno de esos necios
que hablan necedades y cuyo corazón no maquina
más que maldades, sirviéndose de la hipocresía y la
simulación maquiavélica, hablando de Dios con doblez
y urdiendo tramas para perder con mentirosas palabras
al rey Católico, que hablaba y pedía lo que era justo.
Así, parafraseando un texto bíblico de Isaías (32.6-7),
concluye Blázquez:

Engaño desacreditado el que haze el Príncipe desmintiendo


con apariencias lo que se construye en asechanzas (76r).

Maestro de la disimulación se mostró también el rey


276
Fernando con ocasión de la destitución del Gran Capitán
en Nápoles, anunciándole que pensaba llevárselo
consigo a España y prometiéndole, para convencerlo, el
maestrazgo de la Orden de Santiago, que nunca se lo dio
y que seguramente nunca tuvo intención de concedérselo.
Era una forma de asegurarse el rey que contaba con él en
España para desempeñar una importante función, algo
que el virrey cesante se creyó porque no tenía motivos
para ponerlo en duda. Es una cuestión que Blázquez
analiza en profundidad, sabedor de que en tal decisión
del rey Fernando el Católico y, sobre todo, en el modo
de llevarla a cabo “los políticos se han desvelado” (146v).
El rey Fernando, como se ha dicho, nunca cumplió
esa promesa y se produjo un distanciamiento entre
ambos personajes. Fernando, muy tacaño, no veía bien
los grandes lujos entre los que vivía el Gran Capitán en
Nápoles y, alegando su mala administración, aunque
también subyacían celos personales por la gloriosa fama
del militar y motivos políticos, apresándolo, le ordenó
regresar a España. Lo más criticable fue el recurso que
empleó el rey Fernando para destituir al Gran Capitán,
el engaño. Por ello, Blázquez, se siente obligado a
justificar los medios utilizados por el rey Fernando.
Y, aun admitiendo que la acción del rey, si se mira de
lejos, fue aparentemente injusta, inmoral y sin arreglo
a las leyes o a la razón, aduce que, desde el punto de
vista de la razón de Estado de la Corona, fue una acción
aprobada, celebrada y aplaudida (146v). A este respecto,
justifica la actuación del rey Católico aduciendo ejemplos
bíblicos de personajes (David, Samuel o Moisés) que, en
momentos en los que la necesidad lo requería, acudieron
a la mentira liviana, a la ocultación de la verdad, al arte
del disimulo y de la transformación o metamorfosis
edificante y útil, porque, como preceptúa Lipsio (Polit.

277
4.13-14), no siempre es obligación decir la verdad, si de
confesarla derivan más inconvenientes que soluciones.
Además, como el mismo Moisés, que es para Blázquez
ejemplo de gobernante que sabía metamorfosearse y
“símbolo de el govierno de los Imperios (147r), el rey
Católico conocía muy bien el oficio de reinar y cómo
era necesario transformarse, según las circunstancias,
de paloma en león o de león en astuta zorra e incluso
cambiar el tono y contenido de sus palabras, si con ello se
aseguraba la perpetuación del gobierno y de la Corona:

No siempre es forzossa la verdad, si de confessarla se grangea


el peligro y de paliarla se consigue el remedio…La bara de Moisés,
que tantas veces se transformava, no fue otra cosa que símbolo de
el govierno de los Imperios... Esto es reinar, esto es variar las formas
para que se gane por govierno lo que puede perderse por confussión.
Si el rey no se transforma según el accidente, menos sabrá resolverse
según la causa… y si fuere menester rugir como león, no se contente
con adular como paloma… tan forzoso es mudar el lenguaje para
introducirla [la conservación de la Corona] como poner los medios
para perpetuarla… Porque no siempre los Reyes an de gobernar
por las leyes introducidas la naturaleza de los casos inopinados
(147r-148r).

Faltó el rey a su palabra, es verdad, pero, como


argumenta Blázquez, fue por una razón de Estado
superior: la conservación y perpetuación de la
Corona. Ante estos casos inopinados, tuvo el rey, como
aconsejaba Lipsio, que recurrir, como paloma, a las
palabras bondadosas y lisonjeras para convencer al
Gran Capitán, pero sabiéndose metamorfosear en astuta
zorra que escondía otros propósitos con su disimulación,
para acabar ejecutando sus actos con la firmeza y
autoridad del león. Gran virtud en el príncipe el arte de
la transformación y la disimulación.

278
La fe o la palabra dada
Es precepto neoestoico, explicado por Lipsio (Polit.
2.14 y 4.14), que al príncipe le está prohibida la mentira
y que, si en todas sus acciones debe andar precavido,
desconfiado y recatado, mucho más aún a la hora de
prometer algo o dar su palabra en algún asunto. Pero,
cuando dé su fe o crédito, cuando dé su palabra o
prometa algo, debe procurar cumplirlo.
Así, cuando el rey Fernando logró tomar Málaga
(1487) tras más de tres meses de asedio y tras las
negociaciones del comerciante malagueño Alí Dordux,
partidario de Boabdil, con Gutierre de Cárdenas,
comendador mayor de León, el monarca cumplió con lo
que había prometido a Dordux, concediéndole la libertad
a él y a ocho familias de su sangre y dejándole vivir allí
en Málaga con toda su hacienda, un comportamiento
parecido, aduce Blázquez para ensalzar la acción del rey
Católico, al de Josué cuando tomó Jericó y excluyó del
asalto la casa de Raab (Jos. 6.20-27). Y es que:

Siempre debe el rey cumplir la palabra que se da en su


nombre, porque es más fuerte la obligación de hazerla firme que la
conveniencia que se puede ofrecer para quebrantarla (71r).

No obstante, hay ocasiones en que, igual que podía el


príncipe acudir al disimulo, también puede quebrar sus
promesas o juramentos, siempre que tal quebrantamiento
de la fe esté justificado por un motivo superior que no
será otro que una razón de Estado católica.
Es, por ejemplo, lo que le ocurrió a Fernando el
Católico cuando revocó la merced que el rey Enrique IV
había hecho de la ciudad de Orduña al mariscal García
López de Ayala (1477), pues Orduña había pertenecido
siempre, desde el siglo XIII, al señorío de Vizcaya y éste
era inseparable de la Corona. Le recriminaron, entonces,

279
al rey Católico que hubiera roto su palabra y, Blázquez,
para justificar este rompimiento de las promesas
reales, acude al ejemplo de Gabaón. Los gabaonitas,
aprovechándose de que la política israelita era asentar la
paz con ciudades sumisas que estuvieran lejos de Israel
y que no formaran parte de las naciones condenadas
como corruptoras, declaran que establecen un estado
de paz con los israelitas, cosa que Josué se creyó y, por
eso, juró él la paz. Pero, cuando se descubre que es un
engaño y estratagema y que no van a cumplir la palabra
dada, el pueblo de Israel pretende castigar con las armas
tal engaño. Sin embargo, el consejo de ancianos y Josué
deciden romper la paz que prometieron y que se someta
a los gabaonitas a esclavitud. Josué, pues, no cumplió
lo que había jurado porque las paces propuestas por
Gabaón no eran ciertas, sino engañosas (Jos. 9). Pues,
por ese mismo motivo, aduce Blázquez, pudo también
Fernando el Católico revocar lo prometido al mariscal
García López de Ayala, “pues conquistó con violencia
lo que el Rey no pudo negar estimulado” (11v). La
obligación del rey Católico era colocar Orduña bajo
tercería, porque siempre había pertenecido al Señorío
de Vizcaya y éste era inseparable de la Corona; y para
ello era obligado desalojar a García López de Ayala del
castillo. El fin último y supremo por el que Fernando
actuó así es porque tenía que “concordar los tiempos
para ajustar las leyes” (11v).
Pero, como decimos, el precepto general es que el
juramento, en condiciones normales, es inviolable; por
ello dedica Blázquez un largo excursus a encomiar el
cumplimento de lo prometido o jurado, explicando que
en Roma era la Fides, la buena fe, algo tan sagrado que
estaba colocada en el Capitolio junto a Júpiter, para
significar que ella es la que sustenta y hace eternos los

280
Estados. Y, al mismo tiempo, censura Blázquez a los
políticos, identificándolos con los “ateístas” (12r), esto es,
los escritores políticos de tendencia maquiavélica, que
aconsejan al príncipe, desde un punto de vista irreligioso,
que sea mentiroso, taimado, rompa sus juramentos y sólo
los cumpla cuando le convenga a su razón de Estado,
cosa que a Blázquez le parece que no sirve sino para
“provocar la ira de Dios” (12r).
De hecho, el cumplimiento del juramento es una
de las virtudes del príncipe atribuidas a la justicia y “sin
ella, oscura [es] la fama de los hechos y cobarde la voz
de las vitorias” (25r). Y, como decimos, la guarda de la
fe o palabra dada, el cumplimiento de las promesas y
juramentos, no debe regirse por criterios de utilidad, sino
que es una obligación impuesta por la religión, así como
su incumplimiento supone el quebrantamiento de las
leyes divinas, porque:

No sólo es obligación de el Príncipe hazer firme el juramento,


pero deuda inescusable sin que los accidentes puedan romper la ley
ni la mudanza acometerla con sospechas (25v).

Lo dicen los textos sagrados: el que jurare que ha de


hacer algún mal o algún bien y no lo cumpliera, hará
penitencia por el pecado (Lev. 5.4-6); el que jurare por el
templo es nada, pero el que jurare por el oro del templo,
deudor es; el que jurare por el altar, es nada; pero el
que jurare por el presente que está sobre él, es deudor;
porque el que jurare por el altar, jura por él y por todo lo
que está sobre él; y el que jurare por el templo, jura por
él y por el que habita en él; y el que jurare por el cielo,
jura por el trono de Dios y por el que en él está sentado
(Mt. 23.16-22).
Jurar en falso, por tanto, es pecado mortal y, cuando
los políticos aconsejan quebrantar los juramentos si

281
la utilidad lo requiere, es porque son políticos ateos,
concluye Blázquez, y porque reniegan de Dios, queriendo
ellos erigirse en árbitros de la ley de Dios y, negando su
providencia, atribuir cuanto sucede al hado o fortuna.
Otra cosa diferente es cambiar de opinión cuando
no hay de por medio juramento alguno. El rey prudente,
como era Fernando el Católico, puede cambiar de idea
y mudar lo acordado cuando a ello le obliga la razón
superior de la conveniencia o cuando advierte un peligro
inminente si continúa con sus planes. Es, efectivamente,
lo que le ocurrió a Fernando cuando, al comprobar que
la situación italiana era aún convulsa, llamó al Gran
Capitán a Burgos para que preparase una expedición
a Nápoles para el verano de 1513. Pero, cuando todo
estaba ya listo, el rey cambió de opinión y “desbaratando
de todo punto aquellos grandes aparatos de guerra
prevenidos, enmudeció los discursos de todos con la
novedad” (190v), esto es, suspendió esta expedición.
Justifica Blázquez en este punto el cambio de decisión
de Fernando, alegando que el príncipe puede mudar
de pensamiento cuando las circunstancias lo requieren
(191r). Y lo ilustra con ejemplos históricos de Tácito
(Ann. 15.36), cuando Nerón tenía decidido marchar a
Acaya, pero, tras entrar en Roma en el templo de Vesta,
suspendió su viaje; y con textos bíblicos, en los que Saúl
pidió a Samuel que volviera con él y el profeta le contesta
que no volverá con él porque ha desechado la palabra
del Señor y el Señor le ha desechado a él para ser rey
sobre Israel; mas, porfiando Saúl, al fin le acompañó (I
Reg. 15.26 y 31). Si Nerón o el propio Samuel cambiaron
de opinión, el rey Católico también estaba legitimado
para hacerlo:

Assí que no es defeto de el gobierno mudar los Reyes lo


acordado, porque puede obligarles o la razón que le ofreció de

282
conveniencia o lo que advirtió el conocimiento por el peligro (191r).

La clemencia
La clemencia, entendida como una virtud anímica
que juiciosamente se inclina del castigo y la venganza a
la suavidad y blandura, es tratada por Lipsio (Polit. 2.12)
y es vista como una cualidad necesaria en el príncipe
porque lo convierte en querido por el pueblo, glorioso
en sus acciones y seguro de peligros. Desde que Séneca
escribiera su diálogo De clementia, pasaría a ser una virtud
estoica. De forma general, preceptúa Blázquez que “una
de las virtudes de el Príncipe es la clemencia: ¡grande
atributo de su valor saber perdonar!” (14r).
Pero a este planteamiento general le pone una serie
de reservas: hay que perdonar y ser clemente cuando la
ofensa se hace, de forma particular, a una persona, por
ejemplo al rey. Entonces, el rey podrá perdonar. Pero,
cuando la ofensa se hace a algo superior a los hombres,
por ejemplo a una institución u órgano como la Corona,
la clemencia no tiene lugar y hay que castigar, pues la
justicia, como fin supremo al que debe tender el príncipe
cristiano, debe ejecutar su brazo riguroso contra el delito
para que las leyes no caigan en el menosprecio. “Una
cosa es vengar la propria passión”, que no debe hacerse
y es donde cabe la clemencia; “y otra escarmentar la
República con el ejemplo” (14r), que es algo obligado para
que las leyes sean respetadas. Y todo este razonamiento
lo expone Blázquez para justificar la contundencia
con la que fue sofocada la revuelta promovida por
Jaime de Aragón, quien se había hecho fuerte con el
ducado de Villahermosa: al verse sitiado y declarado
como rebelde, se entregó, fue llevado a Barcelona y le
cortaron la cabeza, entrando luego en el ducado de
Villahermosa su hijo Juan de Aragón (13v-14r). Se le

283
cortó la cabeza porque su afrenta, en vez de ir dirigida
contra una persona concreta que lo pudiera perdonar
clementemente, supuso un atentado al Estado, ante lo
cual no cabe la clemencia. Hay que hacer valer la justicia
y ejecutar la pena máxima, porque, en caso contrario, se
estarán fomentando futuras revoluciones:

Puede el rey perdonar su agravio, pero no puede la parte que


toca a la Justicia civil, que a de ser freno a la República, para que
reprima el temor lo que acomete la libertad (14v).

Y no debemos temer la aplicación de duras penas


como ésta, pues, además de estar tal conducta avalada
por multitud de ejemplos clásicos citados por Blázquez,
también está legitimada por los textos bíblicos, que nos
cuentan, por ejemplo, cómo Josué, “capitán del pueblo
de Dios”, mató a los cinco reyes que le rindieron las
armas, sin que de nada les valiera esconderse en una
cueva ni su rendición (Jos. 10.16-28); o como Moisés, que
dio muerte a treinta mil hebreos por adorar al becerro
(Ex. 32.28); o como Acham, cuyo pecado de codicia
quedó castigado con la muerte, pues se atrevió a ocultar
y guardar para sí parte del saqueo destinado por Josué al
anatema (Jos. 7). La idolatría va contra Dios y no cabe
clemencia. El pecado de Acham, convertido en delito
cometido en la guerra, hizo tambalear el éxito de Israel
y tuvo que ser castigado con dureza sin que hubiera
lugar para la clemencia. También, pues, Fernando tuvo
que castigar a Jaime de Aragón, pues “si quando el Rey
aún no tiene firme la Corona perdona los delitos que se
cometen contra ella, ni tendrá seguro en la espada ni la
defenderán las leyes” (14v-15r).
La clemencia, por tanto, es la expresión concreta
de la justicia, exactamente lo contrario del miedo que
predicaba Maquiavelo como instrumento para asegurar

284
la paz social187.
Así, la clemencia del rey Católico es ponderada
por doquier en la Perfecta razón de Estado, especialmente
apreciada cuando se ejerce contra un enemigo infiel,
cruel y amigo de los fraudes y mentiras como eran los
musulmanes. Blázquez, entonces, señala con mayor
fervor la clemencia de Fernando para que contraste
más frontalmente con el carácter del moro. Es, por
ejemplo, lo que sucede cuando se fueron entregando
Mijas, Casarabonela y Marbella, victorias cristianas en
las que el historiador resalta, no tanto la gloria de ver
vencido al enemigo ni la pompa del vencimiento, como
la generosidad, conmiseración, piedad y clemencia del
vencedor:

No ay triumfo ni corona que compita con la gloria de ver


derribado al enemigo, pero no está la grandeza en la pompa de el
vencimiento, sino en la generosidad de la conmiseración y assí el
Rey, no sólo vino en perdonar los vencidos, pero a los principales
Moros acogió en Sevilla, donde halló más seguro el albergue su
desdicha que en la propia patria les avía quitado su fortuna (59r).

Y, si el príncipe cristiano destaca, frente al vulgo,


por saber dominar sus pasiones y, especialmente, por
saber controlar la ira frente al enemigo, está claro que
una de sus virtudes principales será la clemencia. Así,
clemente en grado sumo, se mostró Fernando cuando
definitivamente conquistó Cambil, Alhabar y Loja
(1485), porque siendo un rey católico, cuya victoria venía
dictada por Dios, tenía que ejercitar esa virtud divina y
tan propia de un rey cristiano como es la clemencia. Y
Blázquez lo ilustra con un largo discurso en el que elogia
y recomienda, en términos neoestoicos y lipsianos (Polit.
187
K. Krabbenhoft, Neoestoicismo y género popular, Salamanca,
Ediciones Universidad de Salamanca, 2001, p. 136.

285
2.12-13), la clemencia en el monarca católico, porque
“nada asegura tanto las conquistas como la piedad con
el vencido” (63r). Y es que la victoria final depende,
no tanto de la competencia y número de los efectivos
militares, como de la competencia y número de las
virtudes del príncipe.

La modestia
Tras las virtudes de la justicia y la clemencia, alaba
Lipsio (Polit. 2.15) la virtud de la modestia del príncipe,
tanto en la opinión de sí mismo como en sus acciones.
El resplandor de la modestia ha de salir de la anterior
luminaria de la clemencia. El rey, por tanto, ha de
tener una opinión de sí y de los suyos templada por la
razón, sin evidenciar demasiada alegría en las acciones;
y tampoco debe insolentarse ni ensoberbecerse con
sus súbditos o vasallos, pues, aunque príncipe, no debe
olvidar que es también hombre. Ha de menospreciar,
pues, las fuerzas y riquezas mundanas, que son frágiles y
caducas, moderando sus proyectos y fantasías así como
sus acciones, sus palabras, sus atavíos y galas.
De este modo, cuando el rey francés, Luis XII, se
apodera de Nápoles y comienza una gran discordia, con
el enfrentamiento final entre el francés y el monarca
Católico, Blázquez destaca la inmoderación del rey Luis,
que estaba “desseando romper la guerra”, mientras que se
ensalza la modestia y templanza del rey Fernando, como
símbolo del príncipe neoestoico, que estaba “desseando
continuar la paz” (116r). Por ello, se enfatiza la modestia
del monarca español tanto en las acciones, como en la
compostura de su semblante, todo ello ilustrado con un
buen número de citas clásicas y bíblicas que bien pueden
haber sido tomadas del capítulo Modestia praeteriri non debet,
maximum Principis decus et ornamentum (“No debe pasarse

286
por alto la modestia, que es el mayor orgullo y ornato
del príncipe”), del Thesaurus politicorum aphorismorum (2.7)
de Chokier188:

Persuadía el Rey Cathólico con modestia lo que pudiera acabar


con perseverancia ¡Virtud heroica en los Reyes la modestia!... ¡Virtud
más que grande la modestia de el que puede tender la mano y retira
el poder!... Y no sólo se piden modestas en el Príncipe las acciones,
pero aun la compostura de el semblante (115r-v).

Las paces y treguas


La paz, hija de la clemencia, es el fin que toda guerra
debe tener para aplacar los odios y furores, porque,
mientras que el enfrentamiento bélico lo perturba y lo
arrasa todo, la paz engendra la seguridad y tranquilidad
sociales. El irenismo, entonces, tan brillantemente
ensalzado por Vives o por Erasmo, constituye un ideal
neoestoico del que también se ocupa Lipsio (Polit. 5.19-
20), quien considera la paz como la mejor cosa del mundo
para el hombre, un bien que los príncipes deben buscar
tanto si lo que buscan es la conservación de su majestad y
reino como si lo que anhelan es la honra y la gloria, siendo
además provechosa tanto para los vencedores como para
los vencidos. Pero la paz debe reunir dos condiciones:
que sea honrosa, sin duras cláusulas tiránicas, y que sea
verdadera y sencilla, no fingida, pues, en este último caso,
resulta más segura la guerra que una paz sospechosa y
falaz.
Pues bien, dentro de este contexto neoestoico,
adoctrina Juan Blázquez sobre las paces con ocasión de
la tregua de dos años que se pactaron entre Fernando
el Católico y el rey de Portugal (16r-v), unas treguas
que Blázquez considera cortas e insuficientes, porque
188
L. Chokier, Thesaurus politicorum aphorismorum, Moguntiae,
sumptibus I. T. Schönwetten, 1613, p.73.

287
es preferible una paz duradera a una tregua que ha
de terminarse (16v). Y, al hilo de ello, critica a Tácito,
cuando dice que hay que acoger con satisfacción todo
crimen entre extranjeros y sembrar entre ellos el odio
(Ann. 12.48), porque, en opinión de Blázquez, no quiere
que haya paz entre los príncipes, sino sólo tregua o
suspensión de las armas, no “la confederación de la fe”
(16v), igual que Filipo de Macedonia establecía treguas
sólo durante el tiempo que le era útil y le convenía (Justino
10.8). No es ese el proceder de un príncipe cristiano,
añade Blázquez, sino el de los políticos ateístas. Las paces
y amistades cristianas son de otro tenor, deben tener su
arraigo en la caridad, en el amor de Dios, en el celo de la
religión y de su gloria, esto es, en fundamentos eternos,
para que la paz sea también eterna. La paz que busque
el príncipe cristiano debe ser desinteresada y duradera
y, como dice Pedro de Blois (Am. 2), ese lazo de amistad
sólo puede romperse por cuatro motivos: “iracundia,
inconstancia, sospechas y no guardar secreto” (16v). Las
paces, por tanto, que hagan los príncipes cristianos deben
ser, según Blázquez, duraderas. Pero no ocurre lo mismo
con las treguas, que sólo suponen la suspensión de las
armas, “porque no es tan fácil ajustar dos competencias
poderosas como reconciliar dos voluntades oppuestas”
(17r). Las treguas son sólo una solución temporal y pueden
obedecer a un fin o interés concretos, así que, citando
a personajes clásicos (César, Metelo) y bíblicos (Josué)
que pactaron treguas en momentos críticos, queda así
legitimada la tregua que Fernando el Católico concertó
durante dos años con el rey de Portugal. Blázquez,
en todo este desarrollo, sigue otra vez de cerca a Juan
Márquez, cuando en su obra El governador christiano (2.22)
se ocupa del tema de si conviene a los reyes católicos
hacer paces perpetuas o temporales.

288
La prudencia política
La prudencia, concebida como un conocimiento y
distinción de las que cosas que hay que desear o evitar
tanto en el ámbito público como en el privado y nacida de
la experiencia y conocimiento de la historia, es doctrina
neoestoica estudiada por Lipsio (Polit. 1.7-8).
Una ramificación de la prudencia es la previsión o
providencia humana, una virtud muy apreciada en el
príncipe cristiano, que no consistirá en la adivinación
del futuro, sino en el conocimiento de lo que es posible
que suceda. La previsión, por tanto, consistiría en atisbar
lo que está determinado a ocurrir por la providencia
divina. Y aunque la providencia en sí, advierte
Blázquez, es efecto de Dios, es al hombre a quien le
toca ejecutarla. Consejo, discernimiento, prudencia
o atención podrían ser sinónimos de esta providencia
humana. Providente, en efecto, se mostró el rey Católico
en el asunto del casamiento de la condesa de Módica,
pues sus determinaciones iban encaminadas a sofocar las
revueltas de Sicilia (18v).
La prudencia, en opinión de Blázquez, es la que
puede aportar felicidad a los reinos, pues gracias a ella los
reyes son dueños de su propio poder y no se dejan influir
por las intenciones y palabras de los ministros, cuando
por adulación o favores debidos intentan transformar la
realidad a los ojos y oídos de los reyes:

Que no hay otros [tiempos] tan felizes como quando el Rey lo


oye todo y lo remedia todo, sin dar lugar que los ministros, o por
la adulación con que los aplauden o por los empeños con que los
obligan, transformen en los oídos del Rey la tiranía de el poderoso
para disculparla y la queja de el pobre para desmentirla (26r).

También Fernando el Católico se muestra como un


príncipe disimulador, prudente y providente cuando en

289
1496 murió el rey de Nápoles, Fernando II, nombrando
heredero a su tío don Fadrique (Federico I). El monarca
español no quedó muy satisfecho con tal nombramiento,
mientras que el papa, viendo que no iba a poder hacer rey
de Nápoles a uno de sus hijos, pretendía que el duque de
Milán y los venecianos asegurasen el reino para Federico.
Fernando el Católico, en cambio, haciendo gala de su
conocida prudencia y disimulo, optó por no decantarse
por ningún bando, pues pensaba que, sin hacer nada, los
mismos enfrentamientos entre ellos procurarían éxito a
sus aspiraciones:

El Rey de Castilla, atento a tan grandes accidentes, dio passo


a estos rumores, sin declararse por ninguno, pues, embarazados en
tantas guerras, ellos mismos harían lugar a sus esperanzas, porque
estando el Reyno en manos de don Fadrique, era forzoso dar en
las suyas; y assí disimuló con prudencia lo que podía aventurar por
jactancia (85r-86v).

Y en este contexto, alabando Blázquez la


“consideración de las empressas” como virtud intrínseca
del rey Católico y justificando como forzosa la conquista
de Nápoles, entiende con Lipsio (Polit. 5.4) que la guerra
invasiva es lícita y justa cuando el príncipe pide lo que
es suyo, porque le han quitado lo que le pertenece o
le niegan el derecho legítimo que tiene sobre algo. Si
Fernando el Católico aspira a hacerse con Nápoles es,
preceptúa Blázquez, porque la majestad de la Corona
implica saber, no tanto heredarla, como defenderla (86r).
Se alaba, entonces, la providencia del monarca español,
pues preveía, gracias a su prudentia y consideración, que,
estando Nápoles en manos de Fadrique, pronto se haría
con ella, sin necesidad de tomar inmediatamente las armas.
Y es que el rey Católico temía que, habiendo defendido
siempre el reino de Nápoles, ahora, si tomaba las armas

290
para conquistarlo, iba a parecer más “inconstancia de
su grandeza que valimiento de su justicia” (86v). Pues
el príncipe cristiano, para cuidar su reputación, debe
cuidarse bien Del non fare novità, en palabras de Botero,
a quien sigue Blázquez fielmente en este razonamiento,
cuando sentencia: “terrible cosa introducir la novedad
donde haze esfuerzo la repugnacia” (86)189.
Fernando el Católico, sin duda, es el prototipo
de príncipe prudente y encarna la prudencia política
aplicada a la conservación del Estado y de lo conquistado.
Así nos lo presenta Blázquez por oposición al Emperador
Maximiliano, quien empieza a perder los territorios
conquistados frente a los venecianos y, tras haber sido
expulsadas las tropas alemanas de Treviso y Padua en
junio y julio de 1509, emprendió un infructuoso asedio
de un mes a Padua, por lo que tuvo que replegarse a
Alemania en octubre. Para Blázquez era el declive
del Emperador y su sumisión a Fernando, con lo que
Alemania quedaba fuera de juego. El rey Católico, en
cambio, se retiró de la liga de Cambray, por lo que actuó
como un monarca prudente, más atento a conservar sus
reinos que atraído por la ambición de nuevas conquistas.
Y es que, según el ideal neotacitista y neoestoico,
supone mayor muestra de prudencia y resulta más difícil
conservar un Estado que acrecentarlo o extenderlo, y
ello lo demuestra Blázquez con la cita de diversos textos
de Tácito, Floro y Vegecio, pero sobre todo siguiendo los
preceptos de Botero, quien asegura que es más difícil y
obra de mayor empeño conservar lo conquistado, porque
las cosas humanas están sujetas a la inconstancia y unas
veces crecen y otras menguan, como la luna, por lo que
es misión del rey prudente mantenerlas firmes cuando
189
G. Botero, Della Ragione di Stato, Roma, V. Pellagallo, 1590, libro
II, p. 75.

291
han crecido y sustentarlas de tal forma que no mengüen.
Y, si el adquirir territorios es lo que parece que da más
gloria a un príncipe, aunque sea muchas veces el mero
resultado de la ocasión o suerte y de los desórdenes de los
enemigos, sin embargo conservar lo adquirido es fruto
de la virtud y de la sabiduría. Se adquiere con la fuerza,
común a muchos, y se conserva con la inteligencia, que
pocos la tienen. Son, en fin, razonamientos de Blázquez
que ha tomado al pie de la letra del libro primero de la
obra Della ragione di Stato de Botero, concretamente del
capítulo Qual sia opera Maggiore, l’aggrandine o’l conservar uno
Stato. Comparamos los textos de Botero, en traducción
española de Antonio de Herrera, y de Blázquez para que
se aprecie la semejanza de ambos, aunque el humanista
cacereño tiene delante el texto original de Botero, pues
en alguna ocasión corrige la traducción de Herrera:

Botero, Razón Destado, 3r-v Blázquez, 161v-162r.


Sin duda que es mayor obra Las cosas humanas tienen
el conservar, porque las cosas un continuo movimiento de
humanas naturalmente van creciente y menguante, como
una vez faltando, otra vez el curso de la Luna, a cuya
creciendo, como la Luna, a inconstancia están sugetas. En
la qual están sugetas. Y por las conquistas es poderosa la
esto el tenerlas firmes, quando ocassión para la mundanza y
han crecido y sustentarlas en tiene gran fuerza la resistencia
tal manera que no mengüen de los enemigos para la
ni precipiten, es empressa de declinación, pero conservar lo
singular valor y casi más que ganado sólo pende de los efectos
humano; y en el adquirir tiene de la prudencia, si bien la fuerza
gran parte la ocasión y las es comunicable a muchos y la
desórdenes de los enemigos sabiduría concedida a pocos: In
y el ayuda de otro, pero el turbas et discordias pessimo cuique
conservar lo adquirido es fruto maxima vis; pax et quies bonis
de virtud excelente. Se adquiere artibus indigent [Tac., Hist. 4.1]
con la fuerza, se conserva con Los romanos castigaban al que

292
de virtud excelente. Se adquiere artibus indigent [Tac., Hist. 4.1]
con la fuerza, se conserva con Los romanos castigaban al que
la sabiduría; la fuerza es común en la guerra perdía el escudo,
a muchos, la sabiduría a pocos; porque era símbolo de la paz,
el que adquiere y engrandece como la espada de la guerra:
el señorío no trabaja sino Scutum reliquisse praecipuum
contra las causas externas de la flagitium nec aut sacris adesse
perdición de los Estados, pero aut consilium inire ignominioso
el que conserva trabaja con las fas [Tac., Germ. 6]. No ay
externas e internas juntamente. duda que las conquistas se
Los lacedemonios, queriendo llevan los ojos de el Pueblo,
mostrar que es más el conservar que como amigo de novedades,
que el adquirir, castigavan a el acometimiento le parece
los que en la batalla perdían grandeza y la consideración
el escudo y no la espada… descuido…

La decisión, pues, de Fernando el Católico fue acertada


y, tras atenerse a lo convenido: quitar a los venecianos
lo que habían usurpado a cada aliado, se apartó
prudentemente de la liga de Cambray:

Y assí más vale al Príncipe tener seguros los estados que puede
afirmar que aventurar lo que no puede defender. Doctrina que
abrazó la prudencia de el Rey Cathólico para retirar las armas de
una guerra que le dejó la victoria en las manos, quando la tuvo en
las mudanzas de la fortuna (162v).

La prudencia militar
La prudencia militar es recomendada encarecida-
mente por Lipsio (Polit. 5.2) como algo necesario para
la salud, salvación y conservación del reino, pues solo
con ella se puede defender y asegurar el Estado contra
las fuerzas enemigas. La virtud militar es además propia
del buen caudillo, quedando bajo su amparo la patria,
la libertad, los vasallos e incluso los mismos reyes, todo
lo cual se perdería sin la existencia de dicha prudencia
militar. Y baluarte de esta prudencia militar ha de ser la

293
disciplina militar, que debe resplandecer con modestia,
pero que ha de ser respetada, mandando el capitán con
autoridad e imperio y obedeciendo los soldados con
temor, pues, de no ser así, el fracaso y la derrota están
garantizados. Es lo que ocurrió, según Blázquez, en la
conocida batalla de la Albuera a principios de 1479,
cerca de Mérida, en donde los invasores portugueses (el
obispo de Évora, García de Meneses, y el clavero Alonso
de Monroy) fueron destrozados por los caballeros de
la Orden de Santiago, viéndose obligados a iniciar las
negociaciones para la paz (24r). Los invasores, faltos de
disciplina militar, parecían alarbes:

No parece que exercitaba las armas una misma nación, sino


que se peleava contra Alarbes; y era más terrible la crueldad porque
ambas partes fiaban a la conmiseración de el vencedor la desdicha
de ser vencidos (24r).

Y fruto de esa prudencia militar son las conquistas,


que no pueden efectuarse sin contar con la virtud del
príncipe, una virtud que no consiste en que él mismo
salga a combatir, sino en el valor para saber vencer.
De este modo, cuando Blázquez nos informa sobre la
política africana de Fernando el Católico y sus avances
en el norte de Áfica, con los éxitos de Mazalquivir
(1505), del peñón de Vélez de la Gomera (1508), de
Orán (1509), de Bugía y Trípoli (1510) y del vasallaje
ofrecido al monarca español por parte de Túnez y
Argel (162v-163r), adoctrina, como Lipsio (Polit. 6.5),
que la virtud del príncipe hace más llevadero el yugo
de la obediencia, porque los súbditos se muestran más
inclinados a obedecer a quien ven superior que a quien
sienten como un igual. Considera, entonces, Blázquez
que los moros se sometieron gustosos a Fernando el
Católico, porque lo veían un príncipe virtuoso y superior

294
a ellos, así que les era preferible obedecer con seguridad
que porfiar con daño:

Las empressas adquiridas por la virtud de el Príncipe (que no consiste


en que salga a pelear, sino en valor para saber vencer) hazen apacible el
iugo de el Imperio, porque los súbditos más se inclinan a obedecer al que
reconocen superior que al que desestiman por igual (163r-v).

La monarquía, el Estado ideal


Consciente de que el imperium, mando o gobierno,
es necesario, porque debe haber un orden en el mandar
como en el obedecer, pasa Lipsio a examinar qué régimen
político es el mejor y, desechadas la democracia y la
aristocracia, determina que la mejor forma de Estado es
el principado o la monarquía absoluta (Polit. 2.1-3). Se
trata, en efecto, de una doctrina totalmente asumida por
Blázquez y considera artífice de ese logro en España a
Fernando el Católico:

E de escribir las hazañas de el mayor Rey que tuvo el mundo,


assí por la gloria de ellas como porque fue el primero que supo ser
Rey y porque fue el que dio principio a la Monarchía de España
(1v).

En consecuencia, la institución real es para Juan


Blázquez algo sagrado, venerando e inviolable, pues no
puede haber un Estado estable, grande y poderoso si no
es bajo el signo de la corona. El súbdito no debe temerla,
sino adorarla. Y tan importante es tener un buen rey
que sepa gobernar, como unos buenos súbditos que
sepan obedecer. Ahí están los casos históricos aducidos
por Blázquez (Teopompo o Alejandro), quien intenta
justificar su elección de la monarquía como mejor régimen
político en el hecho de que también Dios es considerado
por Homero y en los textos bíblicos como el “rey de
hombres”. La monarquía, aun teniendo sus limitaciones

295
e imperfecciones, es el mejor régimen posible y como tal
hay que respetarla. Concluye, entonces, nuestro autor,
siguiendo ahora a Francesco Patrizi190, que:

No ay Imperio más conforme a la humana naturaleza que el de


el Rey, ni que deba ser más venerado, pues el Poeta llama al summo
Dios ‘Rey de hombres’ y assí se ha de respetar, por imperfecto que
sea, pues no todos los que goviernan dexaron de entregarse a algún
vicio (20r-v).

En definitiva, cuando se demostró que Leonardo


II de Alagón y Arborea, marqués de Oristán, había
sublevado Sicilia contra el rey y contra la Corona (1477),
su castigo fue el de la pena capital (20v), pues la Corona
es sagrada e inviolable.
Asimismo, siguiendo principios heredados de
Erasmo, Lipsio señala que el príncipe estaba por encima
del pueblo, pero que debía servirlo y preocuparse por su
bienestar, al tiempo que la autoridad del monarca debía
estar limitada por las leyes, si bien tenía que intentar
que éstas no proliferaran, para evitar así interminables
pleitos y el enriquecimiento de los juristas y letrados. El
amor de los súbditos lo obtendría mediante el ejercicio
de las virtudes, especialmente la justicia y la clemencia,
recomendando de este modo un absolutismo legitimista y
patriarcal191. Y, aunque Lipsio distingue bien al monarca
absoluto del tirano (Polit. 6.5), puede ser que el monarca
resulte en su comportamiento un mal rey que abraza la
tiranía y, a pesar de que en este caso Blázquez se está
190
F. Patricio, De reyno y de la institución del que ha de reynar, Madrid, Luis
Sánchez, 1591, 9.2, fol. 372r (traducción de Henrique Garces).
191
L. Schwartz, “Justo Lipsio en Quevedo: neoestoicismo, política y
sátira”, en W. Thomas y R. A. Verdonk (eds.), Encuentros en Flandes,
Leuven, Leuven University Press/Presses Universitaires de Louvain,
2000, pp. 227-274, concretamente p. 242.

296
refiriendo al papa Alejandro VI, vale la pena leer sus
argumentos, en los que expone que el príncipe absoluto
no está sujeto a las formas ordinarias ni a las leyes
comunes y, por tanto, el pueblo no puede derrocarlo,
sino, con talante estoico, sufrirlo. Estos malos Príncipes
han sido enviados por Dios para castigar los pecados del
pueblo:

La potencia de el Príncipe absoluto no se reduce a las formas


ordinarias y assí está esempta de las leyes comunes. No puede el
Pueblo reprimir sus acciones por tiranas que se consideren… ¡De
suerte que Dios castiga los pecados de el Pueblo embiando los malos
Príncipes!… No pueden los súbditos derribarlos de el trono, por su
mano a Dios se ha de acudir, y entretanto sufrirlos como a Dueño y
reverenciarlos como a Señores (100v-101r).

Son ideas neotacitistas que, en este caso, están tomadas


de los Monita politica de Pietro Andrea Canonieri, quien
comentando a Tácito en sus Discursus politici in Cornelium
Tacitum, dice: “Ninguna ley ordena que los súbditos
puedan matar a los príncipes malos y Dios los permite
para castigar los pecados del pueblo”192. Y, siguiendo este
mismo argumento y considerando la separación entre el
poder civil y eclesiástico, tampoco el rey absoluto podrá
acabar con un papa si éste resulta ser un tirano, sino
sufrirlo y aguantarlo.
Arremetiendo, entonces, Blázquez contra la perfidia
y maldad tiránica del papa Alejandro VI, y defendiendo
la monarquía católica absoluta universal, ataca el sistema
de poder aristocrático, entendiendo que el gobierno de
muchos, aunque fueran los mejores o los potentados,
siempre fue desastroso, porque siempre miran más por
sus propios intereses que por la salud del Estado:
192
P. Andrea, Monita politica, Francofurti, apud Schonwetterum,
1616, p. 69.

297
La aristocracia es un monstruo informe, terrible porque se
reparte entre tantos el dominio de uno… Nunca tuvo consistencia
el gobierno de muchos, porque siempre se arrojan más a la utilidad
de la conveniencia propria que a la salud de la República (101r-v).

Tácito, dice Blázquez, aunque pagano, lo muestra


cuando dice: “a la patria en sus discordias no le quedó
otro remedio más que fuera gobernada por uno solo”
(Ann.1.9). Fernando el Católico, ideal de príncipe
absoluto para Blázquez, garantiza que todas sus acciones,
frente al tirano o a la aristocracia, van encaminadas a
la conservación y defensa de los intereses generales del
Estado. Puesto está por Dios para ello:

Los Reyes no son más que un suppuesto de la voluntad divina


en quien hizo deppósito de los Reynos, para que con las armas los
defiendan y con las leyes los conserven (102r).

En fin, la conclusión última que Blázquez obtiene


de la fatal experiencia de la Ajarquía, siguiendo a Lipsio
(Polit. 2.2), es que no es bueno el gobierno de muchos ni
tampoco el de los mejores, sino que el Estado ideal, tanto
en la paz como en la guerra, es que el mando e imperio
recaigan en uno solo, que no podrá ser otro que el rey–
caudillo, representante del Estado ideal: la monarquía
absoluta:

Es violentar el curso de la naturaleza reducir los Imperios a


Democracias y Aristocracias. Uno es el Sol y uno a de ser el Rey,
cuya atención informa como alma y da vida como corazón (38v).

La ruina de los Estados. Las sediciones


Las cosas que arruinan los Estados son varias, en
opinión de Lipsio (Polit. 4.10), pero la más importante
es la fuerza, que puede materializarse bajo los modos de

298
asechanzas o conjuraciones y traiciones. Pero Blázquez
realiza un examen más exhaustivo del tema, estableciendo
que las ruinas de los estados se fundan en dos causas:
intrínsecas, cuales son los excesos, la corrupción o las
ilegalidades; y extrínsecas, como el fuego, las armas y la
violencia por la falta de respeto y estima hacia el príncipe.
Y expone esta doctrina al hilo del suceso histórico de la
derrota del Emperador Maximiliano ante los venecianos,
con lo que, según Blázquez, “las armas Imperiales que
fueron asombro de Ytalia, quedaron hechas amago de la
fortuna” (164v). Como veremos, en este caso Blázquez,
para ofrecernos este sistemático y detallado análisis de
los motivos que arruinan los Estados, sigue de cerca a
Botero, quien, desde una perspectiva antimaquiavélica,
explica que los Estados decaen por causas internas y
externas. Entre las internas figura la incapacidad del
príncipe tanto por niñez, ineptitud o idiotez como por la
pérdida de reputación; pero también arruina los Estados
la crueldad ejercida sobre los súbditos y la concupiscencia,
al mismo tiempo que la envidia, las controversias y
ambiciones de los grandes, etc. Entre las causas externas
la principal, según Botero, son los engaños y el poder
de los enemigos, aunque advierte que lo normal es que
las fuerzas externas destruyan un Estado cuando éste
ya se encuentra corrompido por las divisiones internas
o los vicios del príncipe o los poderosos193. Blázquez
argumenta igual y casi con las mismas palabras que su
fuente, Botero, pero resumiéndolo, aunque algunos de
los ejemplos que emplea están tomados también del
italiano:

193
L. Curzio, Conceptos. La razón de Estado desde una perspectiva
antimaquiavélica, México, UNAM, 2004, p. 29.

299
Botero, Razón Destado, 2r-v Blázquez, 164v
Las obras de naturaleza faltan La ruina de los estados se funda
por dos maneras de causas, en dos causas: intrínseca y
porque algunas son intrínsicas extrínseca. La intrínseca es los
y otras estrínsicas. Intrínsicas excessos, la corrupción de las
llamo a los excessos y las costumbres y la transgresión de
corrupciones de las primeras las leyes; la extrínseca: el fuego,
calidades. Estrínsicas, el hierro, las armas y la violencia por la
el fuego y otras violencias poca reputación de la grandeza
semejantes. Los Estados caen con que desestiman al Príncipe
por causas internas o esternas: o por la falta de mérito con que
internas son la incapacidad le aborrecen…
del Príncipe o por niñez, o por
inhabilidad o por simpleza o
por pérdida de reputación…
Es también causa de la pérdida
de los Estados intrínsicamente
la crueldad con los súbditos, la
sensualidad de la carne… Son
también causas intrínsicas de los
Estados las invidias, los bandos,
las porfías, las ambiciones de
los grandes señores, la ligereza
y la inconstancia, el furor de
la multitud, la inclinación de
los señores y del pueblo a otro
señor. Estrínsicas causas son
los engaños y la potencia de
los enemigos… Pero, ¿qué
causas son más dañosas? Sin
duda lo son las internas, porque
raras vezes acontece que las
esternas destruyan un Estado,
si primero no han corrompido
las intrínsicas.

Así, con el añadido de diversas citas de autoridad


tomadas de Tácito, Séneca o Salustio, pero también del

300
Antiguo Testamento, entiende Blázquez que la ruina del
Imperio que propició el Emperador fue debida sobre
todo a causas intrínsecas, como la ineptitud, la crueldad
y, en especial, la ambición:

Y assí mire el Príncipe cómo emprende, que si ejecuta como


ambicioso, tendrá los sucessos como desdichado (166r).

Además, la autoridad del rey es fundamental para


la estabilidad del Estado. Pero, entre los males que
arruinan los estados, como se ha visto, figura la fuerza
que se ejerce contra el rey y la monarquía, que puede
exteriorizarse bajo las formas de asechanzas, traiciones
o sediciones (Lipsio, Polit. 4.9-10). En este sentido,
siguiendo el tratado De constancia de Lipsio, entiende
Blázquez que los tiempos revueltos no traen más que
calamidades que pueden poner en peligro la estabilidad
del Estado. Tal situación era la que se vivía cuando se
produjo en 1478 la alianza entre Castilla y Francia con
la oposición de Juan II de Aragón. Los reinos de Castilla,
explica Blázquez, en estos momentos estaban “fatigados
por la sedición con que la gente popular los inquietaba”
(23r), sin observarse las leyes ni las costumbres antiguas
y subvirtiendo las virtudes sin castigo alguno, con las
consiguientes calamidades que tanto el pueblo como
los poderosos tuvieron que sufrir. Estas sediciones y
sus consabidas consecuencias nefastas, como son la
profanación de lo sagrado y la oportunidad que se brinda
al enemigo para hacerse con la victoria, son fruto de las
guerras civiles o del poder tiránico, ambas cosas opuestas
al ideal del príncipe cristiano:

Efectos lamentables de las Repúblicas o por las guerras civiles


turbadas o por la tiranía de el Príncipe destruidas (23r).

301
Las sediciones también son causa de la ruina de los
Estados (Lipsio, Polit. 4.10), incluidas las sediciones de
los religiosos. Así, en efecto, lo ve Blázquez cuando la
diplomacia francesa consiguió apartar al Imperio de su
alianza con el papado y los nuevos coaligados se lanzaron
a destituir a Julio II a través de la convocatoria del Concilio
de Pisa (1511). Se trató, a juicio de nuestro historiador,
de una sedición en toda regla, pero el papa reaccionó
a la convocatoria del Concilio de Pisa declarándolo
nulo, calificándolo como “conciliábulo”, castigando a
los cardenales que participaron en él y convocando el
Quinto Concilio Lateranense para la primavera de 1512,
condenando así el de Pisa y el conciliarismo, a la vez que
se derogaba la Pragmática Sanción de Bourges (168v). El
rey Fernando, por supuesto, no participó en dicha sedición
e incluso escribió a su embajador para que “en ninguna
cosa fuera contra el papa” (167r), porque, como buen rey
piadoso y católico, sabía que la primera obligación del
príncipe era la defensa de la religión (Lipsio, Polit. 1.3),
siendo una impiedad alzarse en rebelión contra el papa,
como habían hecho los franceses:

La primera obligación de el Príncipe es la defensa de la religión


y más quando a lo sagrado de la Iglesia se atreve lo precipitado de
la Corona… No sólo [no] deben los Príncipes seguir las sediciones,
pero apartarse de los sediciosos (168v).

Consejeros
En la toma de Loja se aprecia bien el papel que juega
el consejero en las decisiones del rey. El consejero, en
efecto, según la doctrina lipsiana, es una persona leal
al rey que, conocedor de los asuntos del mundo y de la
condición humana, le da avisos saludables tanto en la
paz como en la guerra (Polit. 3.4). Así era el marqués de
Cádiz, Rodrigo Ponce de León, quien aconsejó al rey

302
que tomara otro camino, pero sin lograr persuadirle. Se
asentaron, entonces, los reales sobre Loja (junio-julio
1482) en un lugar inadecuado que hizo que el ataque
fuera temerario. El resultado fue desastroso y la derrota
cristiana, más que por méritos de los musulmanes,
Blázquez la achaca a una mala planificación y dirección
de la ofensiva (33v). Frente al buen consejero y vasallo
leal tenemos al rey Fernando, que actuó también como
Lipsio prescribe: tomó su decisión tras consultar, dejar
hablar y escuchar al marqués, guardando en secreto su
determinación final sin comunicársela a nadie ((Polit. 3.8).
El caso es que, lo que parece fue un error de planificación
del rey, Blázquez lo intenta maquillar recurriendo al
poder de la fortuna, citando textos latinos de los Apotegmas
de Erasmo, lo que demuestra que Blázquez es un autor
que participa de la moda de los apotegmas, adagios y
de las máximas de raíz tacitista, senequista, neoestoica y
humanista:

El marqués de Cádiz, valiente y exercitado Cavallero, persuadió


al Rey que tomase otro camino, más no pudo acabarlo con él, porque
no siempre el consejo de el vasallo leal halla crédito en los oídos
de el Príncipe determinado, y después se atribuye al consejo en los
accidentes dichosos o infelices que fue yerro de el discurso lo que fue
execución de la Fortuna. Tota belli Fortuna pendet a virtute prudentiaque
ducis. In tranquilissimis rebus interdum existit periculum quod nullus expectat,
escribió Erasmo (33v).

Resalta Blázquez esta derrota inicial para ponderar


el espíritu neoestoico del rey Católico, en cuyo corazón,
nos dice, “siempre estuvo firme el valor y la prudencia
y donde jamás faltó la constancia” (34v). Con estos
términos lipsianos y traduciendo buena parte del capítulo
que el humanista flamenco dedica al comportamiento
del rey tras una derrota (Polit. 5.18), concluye Blázquez
que el rey supo levantarse de su tropiezo y examinar

303
juiciosamente la situación, porque “por la pérdida de
una batalla no a de desmayar el Príncipe” (34v). Y, en fin,
usando prudentemente de su imperio y consciente de que
“grandes an de ser en la necesidad los metamorphoseos
de el Rey” y de que “no puede ser en todo igual” y
“conforme al accidente a de vestirse el trage” (34v-35r),
demoró la conquista de Loja por un tiempo, hasta que,
haciendo gala de su constantia, decidió el rey Fernando
volver sobre Loja en la primavera del año siguiente,
pero ahora, sin consultar a nadie, escondió en su pecho
el plan y guardó el secreto a todos, amigos y enemigos
(35v), demostrando así una gran prudentia militar.

Antisemitismo
Centrándose Blázquez en un problema español de la
época, el de los judíos y conversos, Blázquez, realiza un
recorrido histórico sobre cómo se introdujeron los judíos
en Castilla y cuántas veces fueron echados de ella, para
justificar así los intentos de Fernando por expulsarlos
alegando, sobre todo, argumentos religiosos, y viéndolos
como “gente enemiga de Dios” y “rebelde a Dios, que
le desconoce entre milagros y adora un becerro entre
idolatrías”, siendo además por naturaleza “constantes
en el mal”, pues “vinculada tienen la perfidia” (41r).
Consecuencia directa de ello, para combatir las malévolas
prácticas judaizantes en Sevilla, aclara Blázquez, se creó
en 1478 la Inquisición, extendiéndose en 1483 a los
reinos de la Corona de Aragón, incluidos Sicilia, Cerdeña
y, posteriormente, los territorios de América. Los judíos
son vistos por Blázquez como seres pérfidos, impíos,
idólatras y por naturaleza malignos, muy identificados
con los moros, especialmente por ser “gente enemiga de
Dios” (41v).
El motivo que apunta Blázquez para justificar el

304
“edicto de total expulsión de los judíos” (42r) por parte
del rey Católico es el de la salvaguarda de la religión
católica. Y es que, con tesis de nuevo lipsianas (Polit.
4.2-3), el papel fundamental del príncipe cristiano es
conservar la religión católica, razón por la que está
legitimada, no sólo la expulsión de los judíos, sino
también la de los moros. Por esta razón de estado y otras
que Blázquez silencia expulsó Felipe III a los moriscos de
España (1610-1611), además de por su posible alianza
con los turcos y berberiscos, por su impopularidad entre
la población y la necesidad de controlar sus riquezas y
valores:

Bueno es que los reinos tengan gente, pero no la que obedece


por conveniencia, deseando sacudir el yugo con venganza, que
por esto el gloriosíssimo Rey Don Phelipe tercero arrojó de todos
sus Reynos aquellas mal domeñadas reliquias de los Moros, que se
habían naturalizado en ellos (44r-v).

Estima, entonces, Blázquez que el camino que debe


seguir el rey para ejercer su gobierno de forma óptima
es el de “poner toda el alma en conservar la religión
(42r), pero no por razón de Estado, como podían hacer
los políticos maquiavélicos, sino de forma sincera y
permanente, y diferenciando siempre la religión de la
superstición. Y todo ello lo demuestra con abundantes
citas de la historia antigua y sagrada.

Multitud de gentes
Pero en España estaba surgiendo un grave problema.
La conquista de Granada, no sólo supuso una gran
mortandad que mermó considerablemente la población
española, sino que también derivó en la salida de
un importante contingente hacia el norte de África.
Asimismo, la expulsión de los judíos siguió diezmando la

305
población. Blázquez, entonces, consciente del problema
expone su teoría de que en la multitud está la fuerza,
esto es, que un reino no puede ser grande y pujante si no
tiene una población numerosa que esté dispuesta para
defender el país o para acometer empresas guerreras en
el exterior:

Pero los grandes Reynos no tienen más poderoso nervio que la


multitud de la gente en quien está segura la fuerza para la defensa o
las armas para las empressas, porque en los pocos siempre es mayor
la pérdida (43v).

Esparta, en efecto, vencidos por los tebanos, con


la sola muerte de mil setecientos ciudadanos perdió la
soberanía sobre Grecia. Lo mismo le pasó a Tebas. En
cambio, los romanos, por ser tan numerosos, capaces
de sustentar guerras exteriores, se hicieron señores del
mundo. Por tanto, el consejo de Blázquez al rey no es
otro que mire por la conservación de sus reinos y los
pueble de gentes, pero poniendo siempre cuidado en que
sean gentes piadosas, religiosas y católicas, excluyendo,
en consecuencia, a los que practican otra religión y,
especialmente, a los judíos y a los moros:

Y assí el Príncipe deve mirar por la conservación de sus reynos,


porque no haga la falta de gente lo que pudiera el estrago de las
armas; mas no por esto a de permitir que se pueblen de naciones en
religión contrarias a la suya, que no siempre la multitud es muralla
de la Corona (44r).

El aviso de Blázquez puede ir perfectamente dirigido


a Felipe IV, pues, teniendo en cuenta que se refiere a la
expulsión de los moriscos por parte de Felipe III entre
1609-1610 (44r), con la consiguiente pérdida de unas
trescientas veinte cinco mil personas en un país con unos
ocho millones y medio de habitantes, nuestro humanista

306
le da al monarca español actual, Felipe IV, diversas
soluciones al problema:

Hazerse pueden numerosas las Provincias con premiar a los


soldados, con favorecer los amigos, con ofender y obligar a los
contrarios, con hazer firmes las confederaciones y guardar las leyes
(44v).
Era una cuestión importante y, de hecho, durante
la etapa del Conde-duque de Olivares se fomentó el
aumento de la demografía española, prohibiendo la
emigración, favoreciendo la inmigración y las familias
numerosas.

Contra la tiranía
Al hilo de la narración sobre cómo en el territorio
del Ampudán se conservaban aún los vasallos llamados
de remensa, que satisfacían tributos tiránicos a sus señores,
elabora Blázquez todo un discurso contra los males de la
tiranía (47r-51r).
La tiranía, entendida como el gobierno violento de
uno solo contra las leyes y costumbres, es un mal que
hay que erradicar, pues desde la concepción política
neoestoica es uno de los motivos que provoca guerras
civiles. Así lo preceptúa Lipsio (Polit. 6.5) y establece
cuál es la diferencia entre monarquía o rey y tiranía o
tirano valiéndose de una cita de Séneca (Clem. 1.2.3):
alter arma habet, quibus in munimentum pacis utitur, alter, ut
magno timore magna odia compescat, que queda así traducida
por Blázquez, quien sigue, a su vez, la traducción que
Bernardino de Mendoza hace del texto lipsiano:

307
Bernardino de Mendoza, Blázquez, Perfecta razón de
Lipsio, Políticas, p. 326 Estado, 47v.
Entre otras diferencias del rey Ésa es la diferencia que ay de el
al tirano hay ésta, y es que rey al tirano, que el Rey se vale
aquél se sirve de las armas para de las armas para conservar la
el amparo y conservación de paz y el tirano las toma para
la paz; y el otro para deshacer asegurar los aborrecimientos.
y destruir con gran espanto
y miedo grandes odios y
aborrecimientos.

Y continúa Blázquez, siguiendo fielmente a Lipsio,


que el tirano funda su derecho en la fuerza y el temor,
transgrediendo las leyes y cambiándolas por homicidios,
sediciones, usurpaciones de honras y arrebatamiento
de los patrimonios a los ciudadanos. Tal es el gobierno
que ejerce el tirano, una clase de gente infame, ruina
de los Estados, llena de vicios que, cuanto más graves,
más premiados resultan, un tipo de hombres que se
encuentran tanto más seguros cuantos más daños
causan; y no hay para los tiranos nadie más sospechoso
y odiado que la gente de bien y virtuosa, porque siempre
les resulta espantosa la virtud ajena (47v-48r). Todo está
tomado literalmente de Lipsio.
Los ampurdanos, entonces, ante estos abusos llegaron
a tomar las armas unos contra otros, pero intervino
Fernando el Católico y al final las partes se avinieron a
lo fijado por el monarca, que moderó los tributos y fijó la
cantidad con cuyo pago los vasallos podían quedar libres
de satisfacerlos, conformando así el rey castellano la
razón de estado con la religión y las leyes. El rey Católico,
por tanto, es presentado por Blázquez como paradigma
de rey religioso, justo, comprensivo y benéfico para sus
vasallos:

308
¡Alta razón cathólica de Estado de el mayor Rey que supo
conformarla con la Religión y introducirla con las leyes! ¡Qué buen
Príncipe el que acoje en la conmiseración la voz de el pobre que le
llama y la desdicha de el afligido que le invoca! (49r).

Blázquez, resumiendo otra vez la doctrina lipsiana,


explica que los tiranos ya tienen bastante castigo con
su condición tiránica, porque están llenos de envidia,
crueldades, infamias, codicias, tormentos interiores y
maldades que les consumen y corroen en su interior. Y se
pregunta entonces: “¿Por qué se ha de sufrir la tiranía?”
(49r). En efecto, aunque tengan castigo suficiente con su
forma de ser, no hemos de conformarnos con ese castigo
interior, porque hay dos posibles remedios contra la
tiranía: quitar de en medio al tirano o soportarlo (auferre
aut ferre). Lipsio no condena el tiranicidio, pero considera
más conveniente y provechoso para el bien público
soportar al tirano con el escudo del sufrimiento y de la
resignación. Blázquez, en cambio, y en esto se separa
de Lipsio, prefiere la solución, si no del tiranicidio, sí
la de derrocar o arrancar del poder al ministro tirano.
La aparente discordancia con Lipsio, en este caso, está
motivada porque lo que hizo Fernando el Católico no fue
sufrir o aguantar a los opresores de los ampurdanos, sino
librar a éstos de esos señores que los tenían atenazados
con tributos tiránicos. Al rey, dice Blázquez siguiendo
a Lipsio, hay que sufrirlo, sea bueno o malo, pero al
ministro tirano no hay por qué aguantarlo, sino que
debe ser castigado y verse despojado del gobierno. Justo
lo que hizo Fernando el Católico con los opresores de los
ampurdanos:

Los Reyes (sean los que fueren) se han de obedecer… pero el Ministro
tirano, que haze el mando executor de sus passiones, que se vale de el poder
para tomar venganza, éste no ha de ser sufrido por el Rey, éste ha de ser
castigado por el escarmiento, que no es rigor quitar el gobierno a quien le

309
alcanzó indigno y le exercita cruel (49r).

La disonancia, por tanto, con Lipsio era sólo aparente.


Blázquez dice que al rey, puesto como está por Dios, sea
como sea, incluso si es un tirano, hay que aguantarlo.
Pero, derivando el tema al asunto de los ministros,
concluye que los ministros tiranos deben ser castigados y
arrancados del poder. Y todo esto lo ilustra Blázquez con
alusiones y citas de la historia antigua y sagrada, a las
que añade también una muy significativa de Francesco
Guicciardini (49v), opositor de Maquiavelo y defensor de
un realismo político basado en la experiencia inmediata:

“Ser rey es algo que la mayoría de las veces lo concede la fortuna;


pero que sea rey alguien que anteponga la salvación y felicidad de
sus ciudadanos, como si ése fuera el único fin de su reinado, a todas
las demás cosas, eso es algo que dimana exclusivamente del propio
rey y de la virtud que le es propia”194.

Y es que el rey es el representante de la justicia y de la


piedad, mientras que el tirano sólo encarna la violencia
y la crueldad, por lo que no se debe la misma reverencia
al rey que gobierna con leyes justas y equitativas que al
mal ministro que mantiene tiránicamente oprimidos a
sus súbditos. El buen rey católico debe oír y escuchar las
quejas de su pueblo y, una vez sopesadas y contrastadas,
poner remedio a las injusticias y quitar del cargo al
ministro tirano, pues los súbditos obedecen de buen

194
F. Guicciardini, Historiarum sui temporis libri viginti, Basileae, 1566,
libro I, p. 47: Nam regem esse a fortuna plerumque datur, verum eum regem
esse, qui salutem ac felicitatem suorum civium, quasi unicum regnandi finem,
rebus omnibus anteponat, id ab ipso tantum atque a propria virtute proficiscitur.
Hay traducción española: La historia del señor Francisco Guichardino,
traduzida por Antonio Florez de Benavides, Baeza, en casa de Juan Baptista
de Montoya, 1581.

310
grado al rey, pero no soportan la tiranía de los malos
ministros:

Gran seguridad de el Imperio oír el Rey las quejas de el Pueblo


para remediarlas y no cerrar los oídos para no entenderlas. Si el
ministro es malo… conviene quitarle antes que cumpla, porque los
súbditos no se despeñan de obedecer al Príncipe, sino de sufrir al
tirano (50r).

La legitimidad para ello, según Blázquez, se


encuentra en los mismos textos sagrados que aduce, en
los que distintos personajes bíblicos se vieron privados de
su reino: Ococías, Yoas o Nabuconodosor (Dan. 4.27-28).

Premios
El rey, entonces, en aras de la justicia que personifica
y para granjearse el amor de los vasallos, evitando así
la malquerencia de los mismos, procurando que el
vasallo leal sirva de ejemplo a otros súbditos y poder
de este modo engrandecer y extender su imperio, debe
premiar “los servicios de el vassallo leal para introducir
la imitación con la honra y dilatar los imperios con la
fama” (52r). Era doctrina de Lipsio (Polit. 4.11) que el rey
reparta premios y mercedes a los buenos, mostrándose
benigno, cariñoso y generoso con los súbditos que poseen
y ejercitan la virtud. Premiar a los buenos es indicio de
un Estado bien establecido.
Y para ilustrar este consejo hace Blázquez un excursus
sobre cómo los mandatarios romanos tenían muy en
cuenta los buenos servicios prestados y los premiaban
con la entrada en triunfo, en caso de que fuera un general
leal y victorioso, y, muy especialmente, con la concesión
de las distintas coronas. Y, explicando, los distintos tipos
de coronas: la cívica y la obsidional, remite Blázquez a
un texto de Lipsio, ahora citado nominalmente, donde

311
explica el humanista belga todos estos pormenores195.
Dato curioso que, siendo los Politica de Lipsio la obra
fundamental en la que Blázquez se basa para sus doctrinas
filosófico-políticas, no cite nunca al autor ni dicha obra
y sí mencione ahora explícitamente el nombre de Lipsio
y el título de uno de sus libros (De milita romana), cuando
trata un tema menor como el tipo de coronas con que
en la antigüedad se premiaban los buenos servicios de
los vasallos. En fin, Blázquez entiende que este tipo de
premios estimula la virtud en los súbditos y que, si se
da a los soldados la recompensa que merecen por sus
buenas obras, se consolidan las monarquías y se levantan
grandes imperios:

Assí se conservan las Monarchías, assí de humildes Reynos se


levantan grandes Imperios, favoreciendo los Soldados y dando el
premio a quien le merece por las obras y no a quien le solicita por
las cavilaciones (53r).

Fama o reputación
Tras el fallido cerco de Loja (1482), causado, según
Blázquez, por la “emulación de los capitanes” cristianos
(53v), decidió el rey Católico ir en persona, porque la
presencia del rey en la guerra asegura la victoria. Pero
el monarca acudió, no sólo para insuflar ánimo a sus
ejércitos, sino también para buscar la gloria y la fama
de su nombre y de sus gloriosas empresas, pues consejo
neoestoico es que los príncipes han de tener la fama por
blanco de todas sus acciones, deben mirar siempre por
la alabanza y por la posteridad, dejando de sí honrosa
y dichosa memoria, porque si un príncipe deja tras de sí
mala fama es que tampoco sus virtudes fueron preciadas
(Lipsio, Polit. 2.17).
195
Lipsio, De militia romana, Antuerpiae, ex officina Plantiniana, 1598,
lib. V, p. 336.

312
El menosprecio de la fama, por tanto, supone
también el menosprecio de sus virtudes, por ello el rey
católico ha de buscar la fama y la reputación poniendo
en práctica sus virtudes, es decir, no debe sustentar su
fama en la de sus antepasados, sino que debe ganársela
esforzándose por ser un monarca virtuoso.

¡Desdichada la fama de el Rey que se sustenta de el crédito


eredado y que las imágenes de sus mayores más le sirven de confusión
para temerlas que de estímulo para imitarlas! (53r)

Es la conclusión a la que llega Blázquez tras poner el


ejemplo de Eneas, quien, siendo nieto del rey Príamo y
aun habiendo ya realizado gloriosas gestas en Troya, y
sufrido las iras de Juno y los naufragios del mar, cuando
va a enfrentarse con Turno, le dice a su hijo Ascanio que
no se fíe de la fama de sus progenitores, pues cada cual
tiene señalados sus días y, si deja pasar la edad, morirá
sin fama (Aen. 12.435-440 y 10-467-469).
Según esta misma idea de que los reinos se adquieren
por herencia, pero que la fama o reputación no pasan de
padres a hijos, sino que cada príncipe debe ganárselas
con el ejercicio de sus virtudes, especialmente con su
prudencia y valor, sentencia también Blázquez que

los Imperios se eredan y las Monarchías propagando la sangre,


pero no la opinión, que es efecto de las virtudes (89r).

La opinión, fama o reputación era, entonces, algo


de lo que estaba muy pendiente el rey Católico, porque
son razones de Estado que convienen a su grandeza y
majestad. Por tanto, una vez adquiridas, debe también
saber conservarlas. Y eso fue lo que hizo durante los
momentos de turbación que se vivían en Italia, cuando
había disparidad de opiniones entre los príncipes que se

313
hallaban en Italia: el rey de Francia atacaba a Génova,
mientras el duque de Milán la defendía y el rey Católico
le ayudaba; el cardenal Bernardino de Carvajal proponía
que se dispusieran dos ejércitos, entrando uno en Francia
por Italia y el otro desde España; el papa se excusaba
y encubría sus intenciones proclamándose neutral; el
Gran Capitán intentaba reducir a los Orsini; el Rey de
Romanos se decidía a atacar Borgoña; los venecianos se
esforzaban en expulsar de Italia al Rey de Romanos. Todo
amenazaba, dice Blázquez, sangrientos enfrentamientos,
cuando el rey Católico, “con su prudencia”, consigue
que se pacte una tregua (88r-v).
Ahí reside la razón de Estado con la que granjearse
reputación o conservar la ya adquirida. Y es que, dentro
de los modos posibles de conservar la reputación,
encontramos que el príncipe, cuando ha emprendido
una empresa de importancia, no la debe abandonar o
desamparar con facilidad, para no mostrar así que tomó
una decisión precipitada cuando determinó emprenderla
o que no tenía ánimo suficiente para concluirla.
Fernando el Católico estaba defendiendo Italia de los
franceses, una empresa que había acometido de forma
acertada y que no iba a dejarla a medias. No obstante,
atendiendo al interés general de Italia y España, pero
no por miedo a salir derrotado, decide pactar treguas,
pues era algo que todos se lo pedían. No obstante, las
verdaderas causas por las que el rey se decidió a dichas
treguas, añade Blázquez, no podemos saberlas, porque
ello forma parte de los arcana imperii, de los secretos del
gobierno, sabiendo que el secreto es de gran importancia
en la concepción política tacitea, neoestoica y boteriana,
pues, como el propio Botero explica, el secreto asemeja al
hombre a Dios, motiva que los demás hombres estén en
suspenso por no conocer los pensamientos del príncipe

314
y expectantes por ver adónde apuntan sus designios.
Es, todo ello, en efecto, doctrina de la Razón de Estado
de Botero, del capítulo De’modi di conservare la riputatione,
en el libro II. Es el modelo que sigue ahora Blázquez,
expresando sus doctrinas del siguiente modo:

A todas las razones de estado convenientes a su grandeza debe


estar atento el Príncipe; y la mayor es conservar la reputación,
porque no es la gloria acometer empresas, sino justificar las vitorias.
Ostentado avía el Rey Cathólico la fuerza de su poder, más temido
se hallava para proseguir fortunas que desconfiar de vencimientos,
pero no es el mayor laurel (quando la ofensa no incita) bañar en
sangre las vanderas. Aquella fama es inmortal que con justa causa
consagra trofeos a la inmortalidad… Y si fuera posible escudriñar
los secretos de aquel su grande pecho, se hallara mayor razón en lo
profundo de los fundamentos que en lo exterior de las consonancias,
porque no siempre los Príncipes deben hazer común la soberanía
de la Magestad que está en el ánimo… La reputación de el Príncipe
en los hechos es el blassón de la Corona…, sin estar siempre
obligado ni a comunicar lo oculto de los motivos ni lo receloso de las
congruencias (88v-89r).

Ardides de guerra
Tras la toma de Álora, la artillería avanzó hasta los
campos de Antequera, sin resolverse la incógnita de si
pasarían a Málaga o Loja, estratagema, señala Blázquez,
que desconcertó a los musulmanes y los amedrentó,
viendo tan gran aparato militar y cómo iban talando e
incendiando la Vega (54r).
Así, dentro la prudencia militar, es lícito usar de astutas
resoluciones, ardides o estratagemas para defenderse del
enemigo o para vencerlo. Es doctrina de Lipsio (Polit.
5.17) que Blázquez la asume como propia, afirmando
que “las estratagemas o ardides an vencido más batallas
sin armas que las armas sin cautela” (54r). Es, además,
un recurso guerrero lícito, no sólo porque fuera muy
empleado por griegos y romanos, según la detallada

315
lista de citas aportadas, sino porque también en la biblia
se encuentra. Pero, hay que distinguir bien, continúa
Blázquez siguiendo a pies juntillas a Lipsio, entre lo que es
un ardid de guerra o estratagema militar y lo que supone
una asechanza, un fraude, una mentira y traición contra
la “fe jurada” u obligación (54v): lo primero es lícito, lo
segundo es ilícito. Así, el fraude de los gabaonitas contra
Josué no fue ardid de guerra, sino mentira y traición y,
por ello, fueron castigados (Jos. 9.22-23). Lo que sí está
permitido es la disimulación, el encubrimiento de la
verdad, pero sin mentir y sin quebrantar la palabra dada,
y provocar las discordias entre los enemigos, tal y como
Pablo, cuando dijo que era fariseo e hijo de fariseos y
que “de la esperanza y de la resurrección de los muertos
soy yo juzgado”, concitó una gran contienda entre los
fariseos y los saduceos, dividiendo así a la multitud. Y, en
relación con este pasaje de los Hechos de los apóstoles (23.6-
7), alude Blázquez a un texto de Santo Tomás, padre de
la Escolástica (Sum. II-IIae., q. 37, a. 2), para ofrecer un
argumento autorizado a su doctrina de que sembrar la
discordia no es pecado. Pero no lo hace citando al mismo
Santo Tomás, sino a través de los comentarios de Pedro
de Lorca al texto tomista, quien explica claramente que
Pablo no excitó propiamente esta discordia, sino que tan
sólo permitió el altercado y se sirvió de aquella disensión
en provecho propio, planteando a los oídos de todos una
cuestión sobre la que sabía que ellos disentían, previendo
y permitiendo el posterior enfrentamiento, pero no
alentándolo ni fomentándolo (55r)196. La conclusión,
pues, de Blázquez es que:

Permitida es al Príncipe en la necesidad la industria, quando el

P. de Lorca, Commentaria et disputationes in secundam secundae Divi


196

Thomae, Matriti, L. Sánchez, 1614, p. 934.

316
enemigo acomete la traición en la defensa (54v).

Naturaleza del vulgo


Es doctrina neoestoica (Lipsio, Polit. 4.5) que el vulgo
es inconstante e incierto, incapaz de someterse a la razón,
al juicio o a la verdad, envidioso, inclinado a sospechas,
desprovisto de autocontrol, entregado a las pasiones,
deslenguado y, sobre todo, turbulento, codicioso de
los cambios políticos, sedicioso, amigo de novedades y
enemigo de la quietud y tranquilidad. Y así nos pinta
Blázquez al vulgo nazarí cuando, tras la toma de Mijas,
Casarabonela y Marbella, se vio envuelta Granada en
revueltas y turbaciones movidas de la desconfianza. El
pueblo estaba alterado y dividido en bandos, echando la
culpa de todas sus desgracias a Boabdil y encareciendo
las victorias y el valor de su padre Albohacén:

Estaba alterado el Pueblo y tan rebelde a las desdichas, que


más presumía morir en la fuerza de su execución que asegurarse
en la disensión de sus Reyes… ¡Efectos propios de la inconstancia
de su naturaleza, llorar en las desdichas al que en las prosperidades
derribó la infamia! (59v-60r).

Muestra de esa inconstancia del vulgo nos la ofrece


Blázquez cuando, en el año 1506, Castilla ardía en
disensiones y parcialidades; la reina “ni atendía al
govierno, ni podía” (154v); había cierta anarquía y se
pretendía convocar Cortes, aunque no se pudo lograr
que la reina firmase las provisiones. Los detractores de
Fernando proponían diversas alternativas, mientras que
prevalecía el parecer de sus seguidores. Se publicaron
entonces las paces con Francia, al tiempo que el
enredador don Juan Manuel seguía atizando la discordia,
a pesar de que, muerto Felipe el Hermoso, había ya
perdido su privanza. Es entonces cuando Blázquez nos

317
muestra su antipatía por don Juan Manuel y nos avisa de
sus tejemanejes para provocar las disensiones populares,
habida cuenta de que el vulgo es inconstante y se dejaba
llevar por el viento que más soplaba:

El vulgo venía en todo y todo lo contradecía, moviéndose como


las olas al viento que con más ímpetu soplava (155r).

Sustentar los bandos


Entre las causas de las guerras civiles, según prescribe
Lipsio (Polit. 6.3), una de las más determinantes, junto con
la sedición y la tiranía, son los bandos y parcialidades,
que siempre han sido motivo de ruina y perdición para
los Estados y cuyo efecto ha sido también más nocivo
que las propias guerras extranjeras, hambrunas o
enfermedades. El origen de estos bandos suele estar en
los odios públicos y particulares o en la ambición que
hay entre familias y linajes; y pueden ofrecer al enemigo
una muy buena oportunidad para vencer a estos pueblos
divididos en facciones. Así que el príncipe neoestoico,
cristiano y católico, como don Fernando, procurará
sustentar los bandos y favorecer las parcialidades dentro
de los pueblos con los que está en guerra, pues eso puede
resultarle muy provechoso. Además, es una conducta
legitimada por los textos sagrados.
Por ello, ante la situación bélica que nos pinta Blázquez
en las guerras de Granada, en las que los nazaríes están
embarazados en guerras civiles y la ciudad se halla
levantada contra su rey Albohacén, situación que con
su astucia política y militar aprovecha Fernando, dando
libertad a Boabdil para que el enfrentamiento fratricida
de padre e hijo socave los cimientos del reino musulmán,
nuestro humanista nos ofrece la doctrina lipsiana (Polit.
6.3) de que no hay cosa más importante en la guerra que
enflaquecer las fuerzas de los enemigos favoreciendo y
318
fomentando los bandos y discordias que entre sí mismos
ya tienen los propios contrincantes, así como impedir
que los pueblos y provincias se confederen (45r-v). La
razón es sencilla y Lipsio la expone claramente: los
bandos y parcialidades han sido y serán siempre la ruina
y perdición de los pueblos; y esta situación debe ser
aprovechada por el rey Católico. ¿Cómo sacar provecho
de estas discordias intestinas de los nazaríes? Sirviéndose
de ardides y estratagemas, cuyo uso no sólo son lícitos,
sino también honrosos y, por supuesto, beneficiosos para
la victoria final. Es precepto neoestoico de Lipsio (Polit.
5.17), secundado por Blázquez, quien demuestra además
su doctrina con una larga cita de textos bíblicos que
autorizan y legitiman estos ardides, para concluir que:

En las guerras a sangre y fuego, no sólo es permitido valerse de


la flaqueza, sino usar de las insidias (45v-46r).

Lo mismo hizo el rey español cuando vio que las


discordancias entre los dos reyes moros continuaban
y que Boabdil y su tío Abohardiles se enfrentaban en
batalla, saliendo victorioso Boabdil. Entonces Fernando
envió tropas de refuerzo y ayuda a Boabdil, para que no
desfalleciera y siguieran las luchas fraticidas entre tío y
sobrino, pues veía astutamente que ello sería decisivo para
su victoria final. Tal era la razón de estado de Fernando,
sustentar las guerras civiles entre los moros, una razón
de estado justificada y avalada por importantes ejemplos
sagrados y humanos (65v).
Y, para defender al rey Católico de las censuras que
los políticos ateístas han vertido contra él por servirse de
esta estratagema política, elabora Blázquez un amplio
capítulo dedicado a justificar el comportamiento del
monarca, alegando que su invasión del reino de Granada,
seguramente en oposición a lo que Maquiavelo había

319
dicho en el capítulo XXI de El príncipe, fue una acción
legítima para librar, en nombre de la religión, a aquel
pueblo de la tiranía a la que se encontraba subyugado.
No fue sólo una acción legítima, sino una empresa a la
que él, como rey Católico, estaba obligado:

En esta facción de sustentar los vandos de los enemigos se hallan


lisonjeados los Políticos y tropiezan los que no lo son. Si las causas
que el Rey Don Fernando tuvo para hazerlo fueran las que ellos dan,
no era ocioso reparo, pero siendo tan ligítima la invasión de aquel su
tiranizado Reyno, no sólo estaba obligado a campear con las armas,
sino asegurarse con la industria, valiéndose de todos medios (65v).

Su industria política y militar, por tanto, estaba


forzada a librar de la tiranía al reino de Granada. Y si
lo hizo fomentando las diferencias entre los reyes moros
que se encontraban enfrentados, tal fue un medio lícito.
No hizo ni más ni menos que lo que ya hicieron David (I
Sam. 20.20-22; II Reg. 15.33; II Sam. 17.7.16) o Moab (II
Reg. 3.23): lanzarse a la presa cuando los reyes estaban
peleando entre sí; o lo mismo que, entre los paganos,
hizo Solón o aconseja Vegecio (3.9). En guerra abierta,
advierte Blázquez, cualquier camino de vencer está
permitido, máxime cuando Fernando puso toda su
industria en recuperar algo que le había sido usurpado y
que le pertenecía por derecho:

Don Fernando, pues, peleava por una Corona enagenada


tantos años siendo suya, donde executó la violencia lo que aún oy se
leía en el estrago. Quando se executa la guerra a sangre y fuego, no
puede el Príncipe limitar los medios de las vitorias (66v-67r).

El rey podría permanecer neutral “en las guerras


de los vezinos”, pero en la propia guerra que él está
sosteniendo para recuperar lo que por ley le pertenece,
estando además en juego la grandeza de su Estado, don

320
Fernando, argumenta Blázquez, no podía quedarse
impasible, sino que tenía que actuar tomando partido
y, la mejor forma de sacar provecho de la situación, era,
no quedarse neutral, sino fomentar las disensiones entre
sus enemigos y dejar que ellos mismos “se apaguen los
bríos ayudando sus discordias” (67r). Demuestra, por
tanto, Blázquez, que en la persona del rey Católico se vio
cómo en las guerras resulta más poderosa “la industria
con el consejo que las armas con la valentía”, esto es, en
la guerra el ingenium vale más, porque todos los imperios
en sus comienzos se fundaron con el favor de la fortuna
y con los medios de la industria y se mantienen mejor en
su soberanía con las mismas artes con las que se crearon,
idea que Blázquez encuentra en Salustio (Cat. 2). Las
doctrinas de Blázquez encuentran apoyo no sólo en los
Politica de Lipsio, sino también en la Idea de un príncipe
político cristiano (1640) de Saavedra Fajardo:

Más seguro y no menos provechoso es el arte de dividir las


fuerzas del enemigo sembrando discordias dentro de sus mismos
estados, porque éstas dan medios a la invasión. Con tales artes
mantuvieron los fenicios su dominio en España, dividiéndola en
parcialidades. Lo mismo hicieron contra ellos los cartagineses. Por
esto fue prudente el consejo del marqués de Cádiz, el cual, preso el
rey de Granada Boabdil, propuso al rey don Fernando el Católico
que le diese libertad para que se sustentasen las disensiones que
había entre él y su padre sobre la Corona, las cuales tenían en
bandos el reino197.

Buena fortuna
Es doctrina neoestoica que una de las bases de la
autoridad del príncipe es la buena fortuna, pues cuanta
mayor y más favorable fortuna tenga un rey tanta
mayor estimación, cordura, prudencia y sabiduría se
D. Saavedra Fajardo, Idea de un príncipe político cristiano, Empresa
197

XC, p. 921.

321
le atribuye. Pero, habida cuenta de que la fortuna es
voluble y quebradiza por no estar afirmada en ninguna
razón, el príncipe debe regocijarse de su buena dicha de
forma templada y moderada, esto es, no debe alegrarse
mucho cuando las cosas le van bien, porque, aunque
parece favorecer a los buenos príncipes, también puede
desampararlos (Lipsio, Polit. 4.9). La buena fortuna o
felicidad también suele acompañar al caudillo militar que
se guía por la razón y por el consejo, pero nadie puede
agenciársela por sus propios medios, sino que es un don
de Dios, que la concede a quien se la merece. Aunque
la providencia sea determinante en los éxitos guerreros,
está claro que el arte e industria de la guerra necesita de
buena suerte. Por ello, aconseja Lipsio que en la elección
de los generales y caudillos militares hay que tener en
gran consideración la fortuna. A los grandes generales
del pasado: Máximo, Marcelo, Escipión o Mario, se les
concedieron los cargos y la guía de los ejércitos no sólo
por su virtud, sino también por su buena fortuna, que en
cierta manera nace de aquélla (Lipsio, Polit. 5.15).
En este contexto, tras la larga, pero exitosa guerra
de Granada, acontece el suceso del descubrimiento
y conquista del Nuevo Mundo. En estos años el rey
Católico, visto por Blázquez como el guerrero de la
fe y de la paz, está viviendo un cúmulo de victorias y
conquistas, a las que se une el hecho, parece que fortuito,
según el historiador lo presenta, del descubrimiento de
América. Realmente, era grande la fortuna de Fernando
el Católico, una fortuna que tenía su origen en una serie
continua de éxitos de todo tipo y, aunque esa buena
suerte la lleva el rey en su interior de forma innata, la
tiene que saber conservar y mantener por medios que
sólo dependen de él, como son su buen consejo, su
prudencia y sus virtudes. La fortuna la concede Dios

322
a quien se la merece y la del rey Católico, estaba claro
para Blázquez, era un premio a sus virtudes. Era único
el rey don Fernando por aunar de forma tan equilibrada
buena fortuna y buen consejo:

Víase con admiración en las acciones de el Rey Don Fernando


lo que en nadie se avía conocido, que siendo tan grande su
fortuna, no era menor su consejo, porque la buena fortuna nace
de una continuación de felicidades, que se adquiere por naturaleza
y se conserva por los medios, y la consideración de la prudencia
proviene de una larga experiencia continuada en la variedad de los
accidentes. En efecto, era premio de sus virtudes la fortuna para los
acometimientos y el consejo para las vitorias (79v).

La majestad
Lo que en el hombre normal se denomina autoridad,
preceptúa Lipsio, en el príncipe recibe el nombre de
majestad. Se trata de una de las virtudes principescas
más importantes y consiste, en palabras del propio
humanista belga, en una “grandeza venerable fundada
en los méritos de la virtud o de cualidades afines a ella”.
Es un arma muy poderosa para el rey en su gobierno,
tanto en la paz como en la guerra. En propiedad, se
origina de la virtud, pero también de las circunstancias
externas. Así, por ejemplo, la majestad nace de la
gravedad de costumbres, siempre que se templen de
tal modo que se abandone el aire serio y la arrogancia;
también se procura con el buen talle corporal y con el
lenguaje o palabras, siempre que sean graves, elocuentes
y adecuadas; y, asimismo, la engendran actos ensayados,
como el retiro y la separación, porque los que aparecen
demasiado en público suelen ser menos apreciados. Tal
es la doctrina neoestoica sobre la majestad del príncipe
(Lipsio, Polit. 2.16).
Pues bien, esa majestad real está perfectamente
representada y encarnada en Fernando el Católico, si

323
hacemos caso a la descripción que nos ofrece Blázquez
de él. En efecto, cuando en 1495 el duque de Borbón
envió emisarios al rey de Castilla, quejándose de cómo,
teniendo un pacto con Francia, se atrevía a romper dicha
confederación apoyando al rey de Nápoles contra Carlos
VIII (81r-v), Blázquez destaca el semblante majestuoso
del rey Católico y la grandeza de sus palabras antes de
exponer las razones que le dio al duque de Borbón. Y, en
la pintura que se nos ofrece, a medio camino entre écfrasis
y etopeya, podemos imaginarnos a un rey Fernando cuya
natural compostura y semblante eran majestuosos, pero
sin seriedad ni arrogancia; su verbo parecía fluido, pues
habló sobre los asuntos en cuestión, pero sin meterse
en temas que no eran de su incumbencia ni tampoco
ignorar los asuntos que había de conocer; sus palabras
transparentaban su magnanimidad y su lenguaje era en
todo moderado y templado, sin palabras ofensivas, sin
amplificaciones ni hipérboles que pudieran magnificar
sus palabras. No le hacía falta, pues toda su persona era
reflejo de majestuosidad:

Con la natural compostura de semblante magestuoso el Rey


de Castilla, aviendo acogido a los Embaxadores, discurrió sobre los
negocios, sin atribuirse ni la professión de lo que no le tocava ni la
ignorancia de lo que a la obligación de Príncipe convenía… No dejó
de pronunciar sus labios palabra que no fuese hija de la grandeza
de su corazón, ni arrogante en la fuerza, ni presumida en la voz…
A de ser muy recatado el lenguaje de el Príncipe, ni a de escribir la
passión en los ojos ni a de tener la espada en los labios y, assí, ni usó
de amplificaciones ni ponderó su razón con ipérboles (81v-82r).

Aunque la doctrina es plenamente lipsiana, aduce


Blázquez un par de ejemplos históricos referidos a
Escipión Africano (Livio 26.19) y Vespasiano (Tácito, Hist.
2.80), lo que, sumado a la alusión a las amplificaciones e
hipérboles oratorias, deja ver que tuvo Blázquez también

324
en cuenta el capítulo que Botero dedicó al modo de
conservar la reputación en el libro segundo de su obra
Della Ragione di Stato, traducido al español desde 1603:

E nel parlare reca riputatione la gravità e la sodezza, e’l


promettere meno di sé di quello che può, e’l non lasciarsi uscir di
bocca parole di vanto o di bravezza, nel che fu mirabile Scipione
Africano, di cui scrive Livio che, ragionando agli ambasciatori delle
città di Spagna, loquebatur ita elato ab ingenti virtutum suarum fiducia animo,
ut nullum ferox verbum excideret, ingensque omnibus quae ageret cum maiestas
inesset, tum fides. Schivi nel ragionare le amplificationi e le maniere
di dire iperboliche, perché tolgono il credito a quello che si dice et
arguiscono poca sperienza delle cose, onde le usano naturalmente le
donne et i fanciulli198.

Consejo
La prudencia y el razonado consejo cuerdo y maduro
son atributos del príncipe, tanto en la paz como en la
guerra. Es doctrina neoestoica expuesta por Lipsio (Polit.
5.15). También Blázquez nos bosqueja a un rey Católico
con capacidad de adoptar la mejor decisión y consejo en
cada momento. Así ocurre cuando se nos cuenta cómo
Don Fernando no quería la guerra, pero si era inevitable,
198
G. Botero, Della Ragione di Stato, Roma, V. Pellagallo, 1590, p. 78.
La traducción española es de Antonio de Herrera, Razón Destado,
con tres libros de la Grandeza de las ciudades, de Juan Botero, Burgos, en
casa de Sebastián de Cañas, 1603, 39v: “Da reputación en el hablar
la gravedad y la firmeza, y el prometer uno de sí menos de lo que
puede, y no alabarse, en lo qual fue notable Scipión Africano, de
quien escrive Livio que, hablando a los Embaxadores de las ciudades
de España, hablava con tanta presunción, confiado de las grandes
virtudes de su ánimo, que no se le escapava palabra sobervia ni
arrogante, y en todo quanto tratava mostrava gran magestad y
grande crédito. Guárdese de hablar con amplificaciones y términos
semejantes, porque demás de que quitan el crédito a lo que se dize,
arguyen poca experiencia de las cosas, y ésta es manera de hablar
de mugeres y niños”.

325
la emprendería promoviendo una gran alianza de
Inglaterra, Portugal y el Imperio contra Francia. Carlos
no cedía y proseguía su avance, entrando en Roma el 31
de diciembre de 1494, obligando al papa a encerrarse
en su castillo de Sant’Angelo. El rey Católico, dilatando
la entrada en guerra hasta asentar paz con el Imperio
e Inglaterra y aun consciente de los inconvenientes de
emprender dicha guerra, “más fió al consejo la seguridad
de atreverse que a la ocasión la libertad de determinarse”
(82v).
Al hilo, pues, de estos sucesos históricos escribe
Blázquez un excursus sobre los distintos consejos que
son convenientes o inapropiados a los reyes. De este
modo, entiende nuestro humanista que los consejos
demasiados sutiles suelen desvanecerse y ser poco
efectivos. Si el asunto es de gran magnitud, la ejecución
del mismo requiere “dificultosos medios” (82v) y estos
“remontados y magníficos” consejos suelen conllevar
cierta imposibilidad y generar odio y aborrecimiento,
como se vio en los ejemplos de Antíoco y Quinto
Flaminio. Hay que huir también de los consejos que
sólo buscan la apariencia. Y los que hay que abrazar,
siendo los convenientes para los reyes, son los consejos
templados, equilibrados, que no desfallezcan por ser
demasiado humildes ni tampoco se vuelvan imposibles
por ser demasiado elevados. Y en los casos urgentes
y precipitados el mayor enemigo es el consejo tímido,
pues para tales situaciones es más efectiva la ejecución
resolutiva que los discursos preventivos, aunque siempre
será lo mejor el punto medio.
Están todos estos preceptos tomados literalmente del
libro segundo de la obra Della Ragione di Stato de Botero:

326
Botero, libro II, De´ consegli. Blázquez, 82v-83r.
Non si debbono stimare i con- Pero no todos los consejos son
segli, ch’hanno molto del sottile convenientes a los Reyes, por-
e dell’acuto, perché, per lo più, que los demasiadamente sutiles
non riescono; con ciò sia che, suelen como vapor levantarse
quanto la lor sottigliezza è ma- por el ayre y desvanecerse…
ggiore, tanto bisogna che la es- En las cosas grandes pide la
secutione sia più per appunto… execución dificultosos me-
perché l’imprese grandi ricerca- dios…también los remontados
no nella loro amministratione y magníficos traen consigo una
molti mezi e, per consequenza, especie de imposibilidad y
ricevono molti casi impensa- odio, que está más cerca de
ti… Né si debbono anco molto engendrar aborrecimiento que
apprezzare quei, che hanno del sujetar voluntades, como se vio
grande, e del magnifico, anziché en la ostentación de Antíoco el
del facile e del sicuro, perché Grande, haziendo enterrar con
sogliono per l’ordinario frut- tanta pompa los Macedonios,
tar vergogna e danno. Tal fu il muertos en la batalla de Filio,
dissegno di Antioco il grande, y Quinto Flaminio. Común
quando egli fece sepellire con daño en los Reyes dejar por los
molta onorevolezza e pompa i consejos de la apariencia los
Macedoni morti nella battaglia que construye más eficaces la
tra il re Filippo e Q. Flaminio, importancia. Aquellos se han
col qual egli non s’acquistò pun- de abrazar: que ni desmayen
to la gratia di quei popoli e fu por humildes ni se pierdan por
cagione che si alienasse affatto elevados, para conservar lo ad-
il re; dove dice Livio, che, per la quirido y conquistar lo forzoso:
natura e vanità loro, li re soglio- Agendo audendoque res Romana cre-
no ordinariamente abbracciare vit. Pero en los casos urgentes y
consegli di molta apparenza, precipitados el mayor enemigo
ma di poca sostantialità…. Ma, es el consejo tímido, como dice
dove si tratta di conservare il Tácito de Favio Valente: Quod
suo e di mantenere l’acquistato, inter ancipitia deterrimum est, dum
nissuna cosa manco conviene media sequitur, nec ausus est satis, nec
al re savio che’l risicare, perché providuit. Inutili cunctatione agendi
il danno è troppo maggiore che tempora conslendo consumpsit.
l’utile. I consegli lenti conven-
gono a’ prencipi grandi, perché
debbono attendere più presto
a conservare, che ad acquistare

327
Et è cosa chiara, potentiam cau-
tis, quam acrioribus consiliis tutius
haberi.I pronti e gli spediti più
a quei che attendono più pres-
to ad accrescere, che a con-
servare, agendo, audendoque res
Romana crevit. Ma ne’ casi ur-
genti e precipitosi nissuna cosa
è peggiore, che i consegli, e
partiti mezani. Onde di Fabio
Valente scrive Tacito: quod inter
ancipitia deterrimum est, dum me-
dia sequitur, nec ausus est satis, nec
providuit. Inutili cunctatione agen-
di tempora consulendo consumpsit.

Como se aprecia, la literalidad con la que traduce


Blázquez es clara. Toda la doctrina sobre los consejos
está tomada de Botero, pero su aplicación a la figura de
Fernando el Católico puede haberla encontrado nuestro
humanista en la Empresa LXIV de Saavedra Fajardo,
donde se trata largo y tendido sobre este asunto y donde
leemos al comienzo:
Grandes cosas acabó el rey don Fernando el Católico porque
con maduro consejo prevenía las empresas y con gran celeridad las
acometía. Cuando ambas virtudes se hallan en un príncipe, no se
aparta de su lado la fortuna, la cual nace de la ocasión, y ésta pasa
presto y nunca vuelve.

Sirviéndose, entonces, el rey don Fernando del


prudente y maduro consejo, visto que el rey francés
Carlos no retiraba sus ejércitos y estaba pidiendo a
gritos guerrear, determinó la creación de la Liga Santa
o Santísima en coalición con otras naciones, porque
por la infidelidad y “recato” del francés se sentía libre

328
de cumplir lo pactado anteriormente con él. Blázquez,
entonces, concluye que Fernando, guiado por su
consejo, se dio cuenta de que, para el acometimiento de
grandes empresas ya deliberadas, no tenía que guardar
las confederaciones ni ligas pactadas con reyes pérfidos
y perjuros, sino que debía tomar la resolución que le
conviniese y ejecutarla con firmeza:

En dando el Rey lugar al consejo, no ha de aguardar para


las grandes empressas ya deliberadas las confederaciones de los
príncipes recatados ni las ligas de los poderosos mal reducidos,
porque es mayor fundamento la resolución de la conveniencia que
el amago de la alianza. La razón a de ser el impulso de las armas
y éstas, no sólo encomendadas a la fortuna, sino faborecidas de la
prevención… No se pueden vencer de una vez todos los imposibles…
Resuelta la facción no ay medio tan importante como ejecutarla con
firmeza (83r-v).

Este mismo tema de la disolubilidad de las


confederaciones se trata también al hilo de la liga de
Cambray de 1508, en la que se unieron el papa Julio II,
el rey Católico y el rey francés Luis XII, todos coaligados
contra Venecia. El rey Católico intentaba convencer al
Emperador Maximiliano que se concertara con Venecia
y no entrase en una peligrosa amistad con el rey de
Francia, pero no logró su objetivo Fernando y, cuando
vio que el Emperador se aliaba con el papa en defensa
de los venecianos, se apartó de la liga y lo hizo por una
razón de Estado. Fernando, en opinión de Blázquez, no
estaba de acuerdo en la total destrucción de Venecia y
su reparto entre los cuatro aliados: tal cosa le parecía
aborrecible, “porque no se gana el amor de las Provincias
con el daño común de los confederados, sino con el
bien público de los que se entregan reducidos” (160r).
Fernando, entonces, se desvincula de la liga, porque, en
palabras de nuestro historiador, ni había de permanecer

329
en ella “por obligación”, ni tampoco le convenía a sus
Estados; además, los planes del Emperador sólo iban
a hacer más poderoso a Luis XII. Ésa era la razón de
Estado por la que Fernando se retiró de la liga, pero
también porque lo convenido era quitar a los venecianos
lo que habían usurpado a cada aliado. Visto lo cual, se
siente Blázquez obligado a justificar la disolubilidad de
las confederaciones con ejemplos tomados de la historia
antigua y bíblica. El rey Fernando actuó como un
príncipe prudente, justo y católico, porque:

No es ñudo indisoluble la confederación que hazen los príncipes,


pues aun en las paces asentadas no lo son y el que tiene su Corona
independiente de otros podrá afirmar la unión por lo que persuade
el accidente, pero no perpetuarla por lo que obliga la naturaleza,
siendo tan conforme a la fortuna que oy favorecen unas vanderas,
mañana tomen las armas contra ellas (160v).

El secreto
Cuando el rey Católico permanece expectante, con
su prudencia y astucia, sin pronunciarse, en un silencio
confuso hasta ver en qué acababan las paces de Francia,
pues no se fiaba de Luis XII, introduce Blázquez una
larga digresión doctrinal sobre la importancia de el
“consejo secreto” en el príncipe y lo provechoso que
puede resultarle guardar en su pecho, en silencio, sus
consejos y determinaciones, sin darlas a conocer a nadie
y, menos aún, a los aliados sospechosos o al enemigo.
Ese silencio, argumenta Blázquez, es lícito en el príncipe,
porque no es un engaño o fraude maquiavélico, sino, en
todo caso, “un engaño que no induce a ofensa” (94r) o
simple disimulación.
Aunque tal doctrina está basada en las teorías políticas
lipsianas (Polit. 4.13), concretamente en esa prudencia
mixta en la que caben ciertos fraudes, engaños y

330
disimulos, porque la prudencia no deja de serlo por
el hecho de que se mezclen con ella algunas gotas de
disimulación, los preceptos que ofrece Blázquez sobre el
secreto consejo están tomados directamente de Botero,
pero no de la traducción española de Herrera, sino de
la versión italiana original, pues Blázquez cita el caso
de Tántalo que en la traducción española de Herrera
aparece suprimido:
Botero, Lib. II, p. 71. Blázquez 93v
Non è parte alcuna più neces- El más poderoso nerbio en el
saria a chi tratta negotii d’im- gobierno de el Rey, paz o gue-
portanza, di pace o di guerra, rra, es el consejo secreto, por-
che la secretezza. Questa faci- que viene a ser un instrumento
lità l’essecutione de’ dissegni inmediato de la execución de-
e’l maneggio dell’imprese, che, terminada en el entendimiento
scoverte, averebbono molti e y ajustada con las empressas en
grandi incontri… Onde i Poe- la ocasión. Los poetas fingieron
ti fingono che li Dei puniro- el castigo de Tántalo para sig-
no Tantalo per la palesatione nificar la culpa de aver hecho
de’consegli loro… Tal si legge público lo que debió recatar
esser stato Antigono re d’Asia, en el silencio. Preguntó Deme-
che, essendo una volta diman- trio a su padre el rey Antígono
dato da Demetrio suo figliuolo, que quándo avía de sacar los
quando volesse cavar l’esserci- soldados de los alojamientos y
to dagli alloggiamenti, rispo- respondiole que no a de oír él
se tutto turbato: “Credi forse solo la voz de la trompeta. Me-
di non dover tu solo il suono tello hazía la guerra a España
delle trombe udire?”. Tal fu y al más estrecho amigo que
Metello Macedonico, di cui fu investigó los secretos que escon-
quella risposta ad uno, che’l ri- día en su pecho le dixo que se
cercava del suo dissegno nella contentase con no entenderlos.
guerra di Spagna: “Conténtati Los mismo respondió el Rey
- gli disse - di non saperlo...”. Don Pedro de Aragón al Papa
Pietro di Aragona fè la me- Martino Quarto, quando vio
desima risposta a Martino IV, junta aquella poderosa arma-
che voleva intender da lui a da que arrojó los Franceses
che fine avesse apparecchiata de Sicilia y les quitó el Reyno.
una grossa armata, con la qua-
le tolse poi a’ Francesi Sicilia.

331
Blázquez, entonces, alaba este prudente secreto del rey
Fernando, porque, además de estar avalado por los textos
taciteos, está consignado en las sagradas letras, como
lo dice el Eclesiástico (20.7): “El hombre sabio callará
hasta que sea tiempo, mas el liviano y el imprudente no
guardarán tiempo”. Se trata, en efecto, de la idea tacitista
de los arcana imperii, esto es, los secretos de los príncipes
como estrategia de guerra que se traslada a la política.
Y, dentro de estos secretos, había dos tipos. Existe, en
efecto, el secreto legítimo y necesario, al que también se le
llamaba “disimulación”, que era equiparable al ars silendi
y ars nesciendi de la doctrina jurídica clásica, expresado
por Blázquez de forma enfática: “¡Grande argumento de
sabiduría saber callar!” (94r). Este secreto forma parte de
las estratagemas del rey-caudillo para turbar al enemigo.
El segundo tipo de secreto es el engaño doloso y ése no
está permitido al príncipe cristiano.
Y de este modo aborda de nuevo Blázquez su teoría,
neotacitista y neoestoica, de la dissimulatio, entendiendo
que “desmentir con apariencias lo que pueden destruir
asechanzas” (94r), no es engaño fraudulento, siendo así
que el príncipe debe y puede usar del fraude cuando la
necesidad le obliga a ello, pero nunca para quebrantar la
fe, sino para asegurar la justicia. Y es que, siguiendo la
doctrina jurídica romana del dolus bonus, según la cual el
dolus puede entenderse en un buen sentido, como recurso
bueno y lícito, y en un mal sentido, como acción realizada
con malicia, deduce Blázquez que el rey Fernando,
cuando en sus negociaciones con el Duque de Milán se
mantenía cauteloso, dueño de sí y guardando en secreto
su opinión, para así descubrir la intención del enemigo,
no estaba recurriendo al dolus fraudulento, porque era un
engaño que no inducía a ofensa, sino al dolus bonus. Estas
son las conclusiones a las que Blázquez llega, aportando

332
para ello un texto jurídico de Ulpiano, junto a otros de
Tácito, Plutarco o Curcio, sin faltar una buena lista de
citas bíblicas:

No es engaño que haze el rey desmentir con apariencias lo que


pueden destruir asechanzas. Forzoso es al Príncipe (y más en tiempo
de guerras) usar del fraude en la necesidad, no para quebrantar la
fe, sino para asegurar la justicia… De suerte que el engaño que no
induce a ofensa, no sólo es necessario al Rey, pero asiento de las
puntas de la Corona… Forzosa es a los Reyes la simulación (94r-v).

Lo que Blázquez no acepta de ninguna manera es


la doctrina de Maquiavelo de que el príncipe pueda
concertar la paz con el enemigo y, al mismo tiempo,
haciendo uso del dolo malo, quebrante la fe y palabra
dada. Al príncipe le está permitido el engaño pequeño
y no malintencionado, el disimulo y el recato para su
propio provecho y cuando la situación lo requiera:

No ajustándose a la falsa doctrina de Machiavelo, que el


Príncipe, al mismo tiempo que asienta la paz, puede quebrantar
la fe: opinión mal entendida, porque sólo podrá con algún engaño
disimular sus motivos, no en vituperio ageno, sino en conveniencia
propria (95v).

Por tanto, el rey Fernando actuó de forma prudente,


lícita y acorde con su condición católica, valiéndose del
recurso de los arcana imperii para sus propios intereses,
guardando silencio y cauteloso secreto sobre su decisión
sobre si casaría a su hija, la infanta de España doña
María, con el duque de Calabria, que la pretendía:

Podrá el Príncipe prudente en la necessidad, valiéndose de el


secreto con este género de fraude, paliar sus motivos, como se ve
en el Rey Cathólico, ni asegurando el casamiento de su hija con el
Duque de Calabria, ni cerrando los oídos a la proposición de el Rey
su padre, hasta poder declararse. Porque en tiempos tan turbados

333
más peligrosa es la resolución que desengaña que la neutralidad que
entretiene (96r).

También, cuando el rey francés, Luis XII, se


apodera de Nápoles y comienza una gran discordia,
con el enfrentamiento final entre el francés y monarca
Católico, se enfatiza que el de Francia estaba loco por
ponerse a guerrear, mientras que el español deseaba
continuar la paz, previniendo entretanto en secreto los
medios necesarios para tan gran empresa a la que se veía
forzado por las fuerzas galas, “por no perder confiado
lo que podía darle la ocasión prevenido” (116r). Ambos
reyes, que desconfiaban uno del otro, “tratavan medios
en público y prevenían las armas en secreto” (166v). Y
es que

Las Repúblicas se constituyen por el valor de los hombres, pero


se eternizan o por la virtud secreta de la naturaleza que las defiende
o por los medios de el interés que las ampara (116v).

En consonancia con esto, hizo ostentación el Gran


Capitán de sus fuerzas y se le rindieron cinco ciudades
poderosas del Abruzzo y otras muchas posiciones, cuando
intercala Blázquez las quejas del rey don Fadrique contra
el Gran Capitán por haber encarcelado a su hijo, el duque
don Fernando, solicitándole que lo pusiera en libertad.
Pero no obtuvo más respuesta que el silencio sospechoso
de Gonzalo Fernández de Córdoba, porque realmente
estaba obedeciendo órdenes del rey Católico, órdenes
secretas que él, como buen ministro, tenía que guardar
en lo hondo de su pecho sin desvelárselas a nadie:

Quexávase a este tiempo el Rey Don Fadrique de el Gran


Capitán por la prisión de el Duque Don Fernando su hijo y, alegando
lo que a él le parecía justificado, pedía que se le pusiese en libertad.
Pero todas estas vozes no tuvieron más respuesta que un silencio

334
sospechoso, porque más conviene al ministro (aunque aventure su
reputación) obedecer la orden de el Rey secreta que arbitrar en
público la confianza del recato (117r).

Poderes secular y eclesiástico


Cuando se analiza la situación política del México
del siglo XVII, se comprueba que los miembros de la
jerarquía eclesiástica, sobre todo los arzobispos de
México y los obispos de Puebla, estuvieron siempre
inmiscuidos en los conflictos político-sociales del
momento y dicha conflictividad fue especialmente
patente entre los virreyes y las autoridades episcopales,
lo que dio lugar a una relación entre los poderes secular
y eclesiásticos bastante tormentosa. En esta relación y
enfrentamiento Iglesia-Estado el monarca español era,
en teoría, la cabeza secular de la Iglesia colonial, que
formaría, entonces, parte de la burocracia real. Pero
en la práctica no era así, pues los conflictos existentes
evidencian que la Iglesia no estaba sometida a la
Corona. Y es que en la sociedad colonial el poder no se
organizaba según criterios estatistas ni tampoco la Iglesia
tenía una estructura unitaria, pues había divisiones
flagrantes entre el clero secular y el regular que restaban
efectividad a los dictámenes de la jerarquía eclesiástica.
La realidad novohispana de los siglos XVI y XVII era
que la monarquía española, entendida como monarquía
católica universal, intentaba controlar al clero, pero la
Iglesia no se encontraba por lo general subordinada
al poder del Estado. La potestad civil internacional,
representada por el monarca, era en México encarnada
por la figura del virrey; y la potestad espiritual que el
papa representaba en el mundo era desempeñada en
México por el arzobispo; y las relaciones entre ambos
poderes se desenvolvían en un contexto en el que la
legislación canónica tenía gran relevancia, lejos aún de

335
concebir al Estado como el único ente auténticamente
soberano. Había, pues, una constitución dual del poder
que, duplicada, impedía crear una organización política
estatal.
El poder, entonces, se concebía de una forma dual
y se expresaba en términos de “jurisdicciones”: una
jurisdicción temporal o secular, cuya cabeza era el
rey; y una jurisdicción espiritual o eclesiástica, cuya
autoridad última descansaba en el papa. No había, pues,
una separación Iglesia-Estado tal cual la entendemos
modernamente, porque el ideal era que ambos poderes,
pero cada uno dentro de su esfera o jurisdicción,
colaboraran estrechamente en el gobierno de la
República199.
Tales reflexiones debían latir en la mente de Blázquez,
que reside en México al escribir esto, cuando argumenta
que a finales del siglo XV el estado moral de la Iglesia
estaba en continuo declive, por lo que el monarca español
propuso al papa que hiciera reformas, puesto que estaba
actuando temerariamente al confederarse con Francia y
Venecia, siendo la causa de todo ello, según Blázquez, el
deseo irrefrenable que tenía el pontífice de engrandecer
a su hijo César Borgia, “nuevo Atila de Ytalia” (97r). El
rey Católico, enterado de todas las acciones del pontífice
con su hijo César Borgia, decidió entonces romper con
el papado, ordenando salir a todos sus vasallos y súbditos
de las tierras del pontificado y Curia Romana, para que
sirviera como una amenaza de la necesaria reforma del
estado eclesiástico (97v). Y, esa ruptura de Fernando el
Católico con el papado es lo que tiene Blázquez que
explicar y justificar.
199
A. Cañeque, “Cultura vicerregia y Estado colonial. Una
aproximación crítica al estudio de la historia política de la Nueva
España”, Historia Mexicana LI:1 (2001), pp. 5-57.

336
Expone nuestro historiador el asunto de las dos
jurisdicciones de forma clara y concibiendo el poder
de forma dual, ilustrándolo con la doctrina de las dos
potestades o de los dos “cuchillos”: el temporal y el
divino, distinguiendo que ambos, monarca y papa,
fueron puestos por Dios, si bien tales potestades fueron
siempre diferentes, ocupándose el rey de lo temporal y el
pontífice de lo divino. Juan Blázquez lo expresa siguiendo
fielmente a Castillo de Bovadilla:

Castillo de Bovadilla, Política Blázquez, Perfecta razón de


para corregidores, 2.17, p. 756 . Estado, 97v-98r.
Dos grandes lumbreras hizo Crió Dios aquellas dos grandes
Dios en el firmamento del cie- lumbreras, al Sol que presidiese
lo… El sol, que es la mayor, al día y a la Luna que resplande-
para que alumbrase de día, y la ciese la noche; y aunque ambas
luna, que es la menor, para que separadas en distintos imperios,
resplandeciese de noche. Y assí tan abrazadas las fuerzas, que la
también, para firmamento de luz de el un planeta es lámpara
la Iglesia universal, creó estas del otro. Assí también para fun-
dos grandes lumbreras, que son damento de la universal Iglesia
dos dignidades, una la Pontifi- constituyó las dos Monarchías
cal autoridad, que es la mayor, divina y humana, significadas
para que presidiese a las cosas por aquellos dos cuchillos que
del día, que son las espirituales, refiere San Lucas aver repre-
y la otra la Real potestad, que sentado a Christo nuestro Se-
es la menor, para que pressi- ñor sus discípulos. Pero, como
diese a las de la noche, que son estos dos cuchillos que son las
las temporales. Y también estas dos jurisdiciones se terminen,
dos potestades se significan por hoc opus hic labor est.
aquellos dos cuchillos que, se-
gún San Lucas, representaron
los discípulos a Cristo, Nuestro
Señor, uno la temporal y otro la
espiritual. Pero es muy contro-
vertido si estos cuchillos ambos
están y residen, y de qué mane-
ra, en la Iglesia y en el Romano
Pontífice.

337
Blázquez, según parece, sostiene la idea de que
ambos poderes son distintos, aunque complementarios.
Lo que no está dispuesto a aceptar es que el pontífice,
que se rige por un ordenamiento jurídico (derecho
canónico) independiente del temporal, esté por encima
del rey Católico, aunque es sabido que la Iglesia y los
clérigos estaban exentos de la jurisdicción del príncipe,
que carecía de poder espiritual y, por tanto, no podía
imponer su poder sobre instituciones que no fueran
temporales. El poder regio, no obstante, y más en una
monarquía católica universal, intentará controlar e
incluso limitar la autonomía eclesiástica de diversas
maneras (exigiendo, por ejemplo, la aprobación regia
de los decretos pontificios; afirmando el derecho de los
súbditos de apelar a los reyes en las decisiones de los
tribunales eclesiásticos; imponiendo el patronato regio).
De hecho, aunque la Iglesia tuviera cierta autonomía, el
poder regio, como cabeza del cuerpo político, prevalecía
sobre el pontifical. Y en Indias, por ejemplo, los monarcas
españoles tenían el derecho de presentación, pero no
de nombramiento, de los obispos, convirtiendo así a la
Iglesia colonial en un aparato burocrático más del poder
real.
En este sentido, Blázquez quiere probar con una serie
de textos bíblicos que, aunque ambas potestades siempre
fueron distintas, fue mayor la potestad real, pues Moisés
nombró pontífice a Aarón o el propio Carlomagno fue
autorizado por el papa Adriano para nombrar pontífice
y elegir obispos (98r). Con lo que la potestad temporal,
que dimanó del pueblo, pero que éste la transfirió al
emperador, no puede estar en el papa, siendo así que sólo
podría arrogarse dicha potestad para la conservación del
estado de la Iglesia:

338
La potestad temporal tuvo origen de el Pueblo, que transfirió
el dominio en el Emperador, con que parece que ni en jurisdición
ni en acto está en el Pontífice como en los Emperadores y Príncipes
seglares sino en quanto necessita para el estado de la Iglesia en
orden a su conservación (98r).

De modo que estas dos potestades no son enemigas,


aunque sí independientes, sino que “recíprocamente
están ligadas” (98v). El problema está, según el análisis
de Blázquez, cuando alguno de los dos intenta acaparar
las dos jurisdicciones y, en este caso, fue el pontífice,
Alejandro VI, quien rompió esa recíproca colaboración,
pues dicho papa parecía tener mayor interés en lo
temporal y mundano que en lo eclesiástico y divino. El
pontífice se había introducido en la jurisdicción temporal,
confederándose con Francia y Venecia, por simples
intereses políticos mundanos y para engrandecer a su
hijo César Borgia. Por ello, justifica Blázquez, siguiendo
en todos sus argumentos el referido capítulo de Castillo
de Bovadilla en su Política para corregidores (2.17), que
Fernando el Católico rompiera relaciones con Alejandro
VI, pues se había inmiscuido en su jurisdicción y le estaba
alterando Italia, todo lo contrario que el rey, que había
sabido respetar los límites de lo material y lo divino:

Pero quando el Rey no se introduce en el oficio del Pontífice,


quando no le turba su jurisdición, no es adoptarle lo que no le toca,
porque no es lo mismo hazer resistencia a sus yerros que sacrificar
en Galgala; ni el rey Cathólico pretendía ser su Juez (99v).

Y es que Fernando el Católico, aun siendo el rey


absoluto, no puede hacer nada contra el pontífice,
monarca también absoluto, pero de la jurisdicción
divina, aunque bien le habría gustado, parece querer
decir Blázquez, cortarle la cabeza:

339
En el cuerpo político de la República, por la salud de los
miembros, cortar puede el Príncipe la cabeza, pero no en el cuerpo
Ecclesiástico, donde… lo es Christo (101r).

Son ideas neotacitistas que, en este caso, están


tomadas de los Monita politica de Pietro Andrea, quien
comentando a Tácito en sus Discursus politici in Cornelium
Tacitum, dice: “Ninguna ley ordena que los súbditos
puedan matar a los príncipes malos y Dios los permite
para castigar los pecados del pueblo”200. Da, entonces,
la impresión de que Dios ha enviado a un papa tirano
para castigar los pecados del pueblo. Y el rey absoluto,
Fernando el Católico, tiene que sufrirlo. Así, cuando
se embarca en combatir contra el rey Fadrique por la
conquista de Nápoles, Blázquez legitima tal ofensiva
y entiende que el rey Fernando lo hace como príncipe
absoluto que debe velar por los intereses de ambas
jurisdicciones civil y eclesiástica:

Permitido fue siempre a los Príncipes dilatar sus Imperios


amparando el bien público que se entiende lo espiritual y temporal:
el temporal es la paz común de la civil Política; el espiritual es la
Religión y la unión de la Iglesia de Dios. Todo esto hazía justificada
la acción de el Rey Cathólico, porque acabándose la guerra con el
Rey Don Fadrique se embaynarían las armas de todos (107r).

La misma cuestión de las competencias entre las


potestades civil y espiritual surge de nuevo cuando, en
1512, se conforma la Liga Santa en Italia contra Luis
XII, que domina Milán, y Fernando el Católico se
anexiona Navarra arguyendo que Catalina y Juan de
Albret, aliados con Luis XII, han perdido sus derechos,
produciéndose así un simple cambio de dinastía201.
200
P. Andrea, Monita politica, Francofurti, apud Schonwetterum,
1616, p. 69.
201
L. Suárez, Fernández, Fernando el Católico y Navarra, Madrid, Rialp,

340
Para Blázquez, Fernando el Católico conquista con
todo derecho el reino de Navarra, una acción avalada
por bulas del papa Julio II, si bien tiene que justificar
el poder que tenía el papa para investirlo como rey de
dicho dominio:

Este es el derecho con que el Rey Cathólico conquistó los Reynos


de Nabarra, dejándolos unidos a la Corona de Castilla. Véase aora
la potestad de el Papa para conceder la envestidura (188r).

Y se detiene Blázquez en esta cuestión jurídica,


porque había grandes pensadores que negaban que el
papa tuviera potestad para investir a los reyes. Uno de
los más conspicuos opositores de esta “jurisdicción”
papal era Francisco de Vitoria, que negó tajantemente el
reconocimiento de la investidura divina del emperador
Carlos, considerando tal pretensión como un pecado
grave de idolatría, porque consideraba que los reyes
y gobernantes son instituidos por la república, que
es la que crea al rey, estimando que el poder dimana
directamente del pueblo, de la comunidad política en
cuanto tal con una base democrática. Se negaba así que
el poder del rey tuviera un origen divino directo o fuera
instaurado a través del papa. Vitoria, pues, preconizando
la independencia del poder civil respecto al eclesiástico,
declara que el poder no le llega al rey desde Dios a través
del papa202. Pero Blázquez opina de forma diferente y se
adhiere a la opinión de quienes sostenían la mediación
del papa en la instauración del poder de los reyes,
entendiendo que los reyes y demás príncipes temporales
no son sino vicarios o delegados del pontífice romano,
ministros del poder papal, porque todo poder temporal
1985, p. 244.
202
J. Cordero Pando, Francisco de Vitoria. Relectio de Potestate Civili.
Estudios sobre su Filosofía Política, Madrid, CSIC, 2008, pp. 432-434.

341
deriva del romano pontífice. Se admitiría, pues, el
dominio universal del papa y su capacidad para investir o
destruir a los príncipes y, en consecuencia, la supremacía
del poder eclesiástico sobre el civil.
Y, para apoyar su idea de que el papa tiene potestad
para investir a los reyes, acudirá Blázquez a la cita y
explanación de largos textos jurídicos de los glosadores
del derecho y de teólogos reputados. Tal es el caso de los
amplios párrafos que transcribe literalmente y en latín
de la obra Commentaria ac Disputationes in Tertiam partem S.
Thomae (1610) del jesuita Gabriel Vázquez203. Lo que hace
Blázquez es glosar estos textos, que apelan a la naturaleza
humana de Cristo que, gracias a la unión con el verbo y
la deificación, alcanzó el poder político, civil y temporal
sobre todos los reyes y emperadores del mundo. Tuvo,
pues, el derecho sobre las repúblicas y la potestad del
político gobierno espiritual, pudiendo promulgar leyes y
dictar sentencias. Y esa humanidad de Cristo, al estar
deificada, tenía pleno dominio sobre todas las Coronas,
que estaban a ella sometidas y le debían obediencia. De
tal modo que, según sigue glosando Blázquez, como
Cristo es por excelencia el Rey absoluto sobre todos los
reyes temporales, dejó a su vicario esta parte de soberanía
y poder: no es que el papa tenga un imperio de reino
temporal por dominio directo ni que tampoco sea el Rey
de todo el mundo, sino que su imperio es la potestad
espiritual de la Iglesia y, para conservarla y aumentarla,
puede emplear todos los medios convenientes a ello:

La naturaleza humana de Christo, para la unión y deificación,


tuvo el dominio Político y civil, temporal sobre todos los Reyes
203
G. Vázquez Bellomontano, Commentariorum ac disputationum in
Tertiam partem S. Thomae. Tomus primus, Ingolstadii, excudebat A.
Angermarius, 1610, q. XXII, a. VI, disp. 87, c. IV, párrafo 31, p.
874; y q. XXII, a. V, disp. 87, c. V, párrafo 37, p. 875.

342
y Emperadores de el mundo; y este dominio fue el derecho
sobre las Repúblicas, la potestad de el mando en todas aquellas
acciones concernientes al político govierno espiritual: hazer leyes
y pronunciar sentencias; y estando (como estava) la humanidad
de Christo Deificada, por la misma razón (si él quisiera) usar de
el poder que tenía, le devían estar sujetos y reconocer Imperio las
mayores Coronas, no sólo por consentimiento de la divina voluntad,
como los Profetas, que obedientes a ella, y no siendo Reyes, por
naturaleza fueron obedecidos por la dignidad, pero la unión de el
verbo a la naturaleza humana de Christo que la deificó tuvo en
sí (como se dize), aunque no usó de él, libre y absoluto dominio
sobre los más poderosos Cetros de Reyes y Monarchas humanos…
de suerte que, siendo Christo por excelencia absoluto Rey sobre
todos los temporales, aunque no quiso usar de el poder, dejó a su
Vicario esta parte de soberanía de imperio, no de Reyno temporal
por dominio directo, para constituirle rey de todo el mundo, sino la
potestad espiritual de la Iglesia, para que en orden a su conservación
y aumento pusiese y executase todos los medios convenientes a esto
(188r-v).

No admite, por tanto, Blázquez que el poder emane


del pueblo y que éste se lo confiera al rey. Eso sería una
democracia y no es el caso de Fernando el Católico,
que es un monarca absoluto y católico, cuyo poder le
viene en primera instancia de Dios, aunque en segunda
instancia sea su Vicario en la tierra, el papa, el que tiene
la potestad de investirlo, siempre y cuando sea para la
buena conservación y engrandecimiento de la Iglesia.
Y reafirma Blázquez su opinión con otro texto en latín
tomado de Diego de Covarrubias y Leyva, importante
jurista y teólogo de la Escuela de Salamanca, quien en
su obra Relectiones (1568) aborda el tema con meridiana
claridad y expresa la opinión de Blázquez en un párrafo
que traducimos al español así:

El papa tiene verdaderamente la potestad temporal, incluso


sobre el propio emperador, en la medida en que ella sea útil y
necesaria para el gobierno de la Iglesia Católica y para el uso de la

343
potestad espiritual, no de otra manera. Por ello, esta potestad será
más bien espiritual que temporal… El sumo pontífice puede alguna
vez ejercer la jurisdicción temporal y ello es procedente siempre que
su práctica sea útil y necesaria para la tranquilidad de la Iglesia y su
jurisdicción espiritual; y entonces, hasta aquí, el papa se sirve de la
potestad espiritual (189r)204.

Así, en efecto, para Blázquez la investidura del


rey Fernando el Católico como rey de Navarra por
parte del papa está jurídicamente legitimada, pues el
pontífice, aliado del rey Católico, tenía que neutralizar
las pretensiones de Luis XII de acaudillar una revuelta
conciliar contra el papa Julio II. Viendo Fernando
que nada tenía que hacer con los Albret, que estaban
entregados al rey francés, decidió titularse, de hecho y
de derecho, rey de Navarra y el papa lo invistió como
tal para conservación y aumento de la Iglesia, ante lo
que Luis XII, excomulgado, tuvo que firmar la tregua de
Orthez el 1 de abril de 1513. Fernando el Católico, una
vez más, es presentado como el defensor y paladín de la
cristiandad católica contra los tiranos y herejes (Luis XII):

Ayudando el Rey de Nabarra las armas de el Francés, no sólo


peleaba contra la Iglesia esforzando la tiranía de averle quitado el
Condado de Bolonia, antiguo patrimonio suyo, pero favorecía la
cisma de los Cardenales de el Concilio de Pisa, contumaz y rebelde
a las proposiciones de el Rey Cathólico; y assí el Pontífice usó aquí
del dominio indirecto en orden a la conservación de la Iglesia,
declarando que se le conquistase el Reyno… Amenazas terribles de
Dios a los Reyes que le desconocen y, para castigarlos en orden a la
conservación de la Iglesia, dejó el dominio indirecto a su Vicario,
que usando de este poder, descomulgó al Rey de Francia y levantó el
juramento de fidelidad a los de el ducado de Guiena y Normandía
(189r-v).

204
D. Covarrubias a Leyva, In varios civilis ac Pontificii iuris titulos
Relectionum, tomus primus, Lugduni, apud haeredes I. Iunctae, 1568,
p. 701.

344
Las confederaciones
Los reyes francés y español se aliaron en 1500 y
firmaron el tratado de Granada, acordando la ocupación
militar del reino de Nápoles para deponer al Rey Fadrique
I. Mientras, el rey Católico alimentaba el enfrentamiento
entre los Orsini y los Colonna, porque le convenía. Por
ello, se ve obligado Juan Blázquez a justificar esta alianza
y este afán de Fernando el Católico por “sustentar
los vandos de Italia” (105v), acciones ambas que tan
aborrecibles parecieron a los estadistas católicos. De
este modo, argumenta que las confederaciones están
permitidas a los reyes, siempre que no deriven en daños
ajenos:

En la primera acción parece cosa terrible que el Rey Cathólico


hallase conveniencia en sustentar los vandos de Italia, que tanto a
repugnado a los Estadistas Políticos. Las confederaciones permitidas
son a los Reyes, pero no aquellas que en daño ageno, ni la justificación
disculpa el agravio ni el desempeño acredita la fuerza (105v).

Pero no actuó en esto maquiavélicamente el rey don


Fernando, pues, según Blázquez, su actitud se debió a una
legítima razón de Estado, porque había que considerar
que el rey don Fadrique “no era ligítimo sucessor de la
Corona de Nápoles” y, así como al principio se hizo con
el trono don Fadrique por la simple razón de Estado de
evitar mayores peligros, así también ahora fue la misma
razón de Estado la que lo había derrocado (105v).
Y es que todas las revueltas italianas derivaban de
Nápoles, mientras que la otra amenaza del Turco,
alimentada por Fadrique, ponía en riesgo la cristiandad.
Por ello a Blázquez le parece adecuada la determinación
del rey Católico de que “uno se perdiese [Fadrique] y no
peligrasen tantos” (105v). La pretensión última era una
gran coalición contra el poderío turco.

345
En este contexto, justifica Blázquez el principio
político de “sembrar cizaña” (106r), empleado por el rey
Fernando y que tan reprobable resulta a los ojos cristianos,
siguiendo al pie de la letra a Juan Márquez, en su obra
El governador Christiano (1.25), cuando se ocupa de que
“Deben atajar con cuidado los reyes los encuentros de
sus ministros”. El auténtico dogma cristiano, en opinión
de Márquez y Blázquez, sería que los príncipes cristianos
han de procurar en la medida de sus posibilidades que
sus ministros vivan en paz, aunque Bodino aconseje lo
contrario, pretendiendo que los príncipes deben tener en
sus Consejos ministros enfrentados,

porque desta suerte (dize) nadie les echará dado falso, temeranse
los unos a los otros y no se atreverán a lo que dessearen205.

Ejemplos políticos que avalan este principio de


“sembrar discordias” los tenemos, citados por ambos
humanistas, en Catón, Julio César, Licurgo. Pero el
caso es que Fernando no se fiaba de los Colonna y sólo
pretendía, dice Blázquez, tener neutralizada a Italia por
medio de aquel enfrentamiento entre estos dos bandos. Y
pone el ejemplo bíblico, para dar autoridad al proceder
del rey Católico, de Josué, quien, teniendo por costumbre
guerrera vencer y arrasar las ciudades tomadas para
infundir así miedo y asombro a sus enemigos, recibió
de Dios la orden de que dejara en pie las tres ciudades
más populosas de aquellas tierras (Quedes, Siquem y
Hebrón, cf. Jos. 20.7), con el fin de que sus gentes, al verse
impedidas para coger las armas, se volvieran cobardes.
Asimismo, Escipión propuso al senado no destruir del
todo Cartago, para que así sintiera esta nación mayor

J. Márquez, El governador Christiano, Salamanca, por F. de Cea


205

Tesa, 1612, p. 147.

346
ruina por el “descuido de la seguridad” (106v). No
obstante, concluye Blázquez, estos ejemplos no legitiman
el medio político de “sembrar cizañas”:

Pero esta razón no haze disculpada la opinión de los Políticos


[Bodino], que el Príncipe puede armar los súbditos y fomentar los
enquentros civiles de que siempre salieron lastimadas las Repúblicas
(106v).

Si Fernando el Católico se alió con Francia y


sustentó los bandos de los Orsini y de los Colonna fue
por una legítima razón de Estado: porque Fadrique no
era el legítimo sucesor de la Corona de Nápoles; tenía
el rey Fernando que hacer frente al Turco para salvar
a la cristiandad; y, además, podía de paso recuperar
el Rosellón y la Cerdaña y alzarse con la Corona de
Nápoles. La confederación, por tanto, y la siembra de la
discordia eran males menores para conseguir intereses
generales a la Corona española.

Los tributos
Hay, en la doctrina neotacitista y neoestoica de
Lipsio (Polit. 4.11), dos vicios que arruinan los reinos:
el odio y el menosprecio que se proyectan hacia el rey,
siendo en especial el odio un afecto antipático y adverso,
una malquerencia y aversión obstinadas contra el rey
y su Estado. Hay, por ello, que huir de las ocasiones y
circunstancias que engendran este odio ciudadano y
también de las imágenes exteriores que representan tal
odio, como son los castigos, los tributos y la censura.
En efecto, entre estos tres detonantes que
desencadenan el odio contra el rey, figuran los tributos y
la mejor política que un rey puede hacer respecto a ellos
es mitigarlos, pues sólo el nombre ya provoca repulsión
e infunde odios en los oídos del vulgo y los efectos de

347
tales tributos levantan auténtica animadversión en los
corazones de los ciudadanos. Siendo, entonces, tan
denostados los tributos, hay, según Lipsio, cinco lenitivos
que pueden aliviar o templar el odio que los tributos
conllevan contra el rey y el Estado: su necesidad, su
moderación, la represión de la avaricia y crueldad, el
gasto y la igualdad.
Tendrá, pues, el príncipe que intentar convencer
al pueblo de que los impuestos son necesarios para la
conservación del Estado y el sustento de los gastos que
conlleva su administración general, especialmente para
el pago de los ejércitos, sin los que el reino no podrá estar
en paz. No obstante, si el pueblo se muestra reacio a pagar
los tributos, el príncipe debe proceder preferentemente
con persuasión, aunque, si es necesario, podrá usar
también la violencia. Asimismo, tendrá que procurar el
príncipe que haya moderación en los tributos, que no sean
excesivos y recaudarlos poco a poco para evitar revueltas
populares; tampoco es aconsejable añadir nuevos
tributos a los que ya hay. En tercer lugar, el rey católico
y neoestoico deberá cuidar que los ministros encargados
de cobrar estos impuestos lo hagan sin avaricia y sin
crueldad, por lo que tendrá que reprimir la avaricia que
procede con fraude y la crueldad que actúa con violencia
sobre los contribuyentes. Es, por ello, necesario que el
príncipe ejerza un control férreo sobre sus ministros para
que no cobren los tributos con violencia y crueldad, sino
con blandura y por partes. El cuatro lenitivo para hacer
que los tributos no resulten odiosos al pueblo consistirá
en controlar los gastos, procurando que se administren
los dineros públicos como si se tratara de la renta privada
de una familia particular, evitando que sean excesivos e
improductivos, esto es, procurando que los gastos sean
ajustados y provechosos. El propio príncipe debe dar

348
ejemplo y ser austero en su gasto propio, pero generoso en
la distribución del dinero público. Y, por último, se debe
buscar la igualdad en los tributos, que la contribución
sea justa e igualitaria y que no se grave más a unos que a
otros por favor o disfavor.
Ésta, en líneas generales, es la doctrina que expone
Lipsio, seguida por buena parte de los escritores políticos
españoles del primer tercio del Barroco. Por poner un
ejemplo antes de centrarnos en Blázquez, el mismo
Quevedo afirmaba que los tributos eran imprescindibles
para el mantenimiento del reino y que el rey, si lo
consideraba necesario, tenía derecho a exigirlos, aunque
con las restricciones antes marcadas, si bien los ministros
no tenían tal capacidad; y, como Lipsio, declaraba que
son indispensables para la subsistencia del reino, pero
que no deben establecerse nuevos impuestos ni tampoco
deben ser excesivos. Quevedo, en fin, en su Política de Dios,
concretamente en el capítulo titulado “De los tributos e
imposiciones” (2.8), sigue de cerca a Lipsio206. Veamos
si también lo hace Juan Blázquez en su Perfecta razón de
Estado.
Nuestro historiador introduce una larga digresión
doctrinal sobre los impuestos en el libro IX de su obra,
precisamente cuando está narrando los momentos de
apuro económico en los que se encontraba Fernando el
Católico y la Corona por los muchos gastos que le habían
supuestos tantas guerras internas y exteriores. Así, se
encontraba el rey Fernando en Zaragoza, asistiendo a
las Cortes de Aragón, pidiéndoles ayuda para las guerras
que estaba librando y especialmente para la conquista
de Nápoles, en cuyo reino su tío Alfonso había dejado
las finanzas exhaustas (119v). Y, concluidas dichas

L. Schwartz, Política y literatura en Quevedo: El prudente consejero de la


206

monarquía, Santander, Universidad de Cantabria, 2006, pp. 19-27.

349
Cortes (1503), se determinó que los reinos de Aragón lo
socorrerían (124r).
Es entonces cuando Blázquez, siguiendo la doctrina
lipsiana, nos presenta a un rey Católico temeroso
de imponer nuevos tributos a sus vasallos, porque el
monarca, como corazón y alma del Estado, debe cuidar
de sus miembros, que constituyen los cuerpos de la
República, sus vasallos, y no oprimirlos con cargas
excesivas, sabedor de que ello conllevaría la ruina del
reino, porque al rey se le paga con gusto, pero al ministro
por miedo, pues cobra con vejación de los súbditos:

La mayor ruina de los estados nace de la opresión de los pueblos


lastimados con demasiados tributos, donde no sólo se interesa lo que
al Rey se paga con gusto, sino lo que el ministro cobra con vexación
(119v).

Es necesario, por tanto, cobrar impuestos de forma


moderada, equitativa, y no gravar demasiado a los
contribuyentes, no sea que, por causa de los demasiados
tributos e impuestos se conviertan en ciudadanos malos,
despechados, arruinados, miserables y endeudados, que
no tendrían entonces reparos en ir contra el rey y contra el
Estado. Y es que, según sentencia Blázquez, es obligación
de los reyes “saber el estado en que se hallan sus Reynos”
(120r), para aplicar una carga impositiva acorde a sus
fuerzas, sin sobrecargar excesivamente sus hombros. Y,
tras exponernos una lista de príncipes griegos y romanos
que midieron bien el peso de los impuestos, nos propone
Blázquez a Moisés como modelo de rey justo en el cobro
de tributos. El príncipe, en efecto, puede introducir
nuevos tributos cuando la necesidad le obliga a ello, pero,
cuando se ejecutan con violencia, son impuestos propios
de un tirano, por lo que la imposición de los tributos debe
gozar del consentimiento de los reinos y de las Cortes,

350
para que no ocurra lo que le sucedió al rey Carlos VII de
Francia por haber querido poner un tributo:

Pero no es possible que se cierre la puerta de todo punto al


derecho positivo que el Rey puede introducir en la necessidad y el
tirano executa con el poder. No puede el Príncipe absolutamente
imponer tributos sin consentimiento de sus Reynos, porque no le
suceda lo que a Carlos Sétimo de Francia, de que nacieron tantas
desdichas que lloró en memorias lo que después admiró en ruinas
(120v).

Lo mismo declaraba Saavedra Fajardo en la Empresa


LXVII de su Idea de un príncipe político christiano:

Cuando el reino se hubiese dado con condición que sin su


consentimiento no se puedan echar tributos, o se le concediese
después con decreto general, como se hizo en las cortes de Madrid en
tiempo del rey don Alonso Undécimo, o adquiriese por prescripción
inmemorial este derecho, como en España y Francia, en tales casos
sería obligación forzosa esperar el consentimiento de las Cortes y no
exponerse el príncipe al peligro en que se vio Carlos Séptimo, rey de
Francia, por haber querido imponer de hecho un tributo207.

No obstante, como ya decía Lipsio, también Blázquez


manifiesta que los príncipes, cuando tienen una causa
legítima, como es una guerra forzosa o una necesidad
urgente, si sus reinos no quieren pagar con humildad
los tributos, tendrán fuerza ejecutoria para usar su
imperio y forzarles a pagarlos, de lo que se colige que los
impuestos que el príncipe puede cargar sobre sus vasallos
deben estar justificados y ser equitativos, gravando más
al rico que al pobre, una idea, como se comprueba,
muy moderna y progresista, quizás heredada de Mateo
López Bravo208, quien advertía que los ricos y poderosos
D. Saavedra Fajardo, Idea de un príncipe político christiano, p. 832.
207

H. Mechoulan, Mateo López Bravo. Un socialista español del siglo XVII,


208

Madrid, Editora Nacional, 1977.

351
consiguen desprenderse de la carga de los tributos y
arrojarla sobre los humildes:

El tributo que el Rey puede cargar a de ser con causa justa,


forzosa y tanteando a medida de las fuerzas, para que el peso no
haga gemir los ombros de el pobre y quede jactancioso el valimiento
de el rico (121r).

Del daño que suponen los tributos excesivos, pasa


Blázquez a ocuparse del agravio de los ministros que
ejecutan y cobran los impuestos, algo muy antiguo, intuye
Blázquez, pues ya en el Deuteronomio (23.18) se decía:
Non erit vectigal pendens ex filiis Ysrael, que en traducción del
propio Blázquez suena así: “Que no tendría Ysrael quien
continuamente cobrase tributos”, porque “no ay tan
grave azote como un mal ministro” (121v), en el mismo
tono conceptual y formal que lo explica Juan Márzquez
en su obra El governador christiano (1.16), en el capítulo
dedicado a cómo los reyes cristianos han de imponer los
tributos a sus vasallos.
Y es que la venalidad y compra-venta de cargos
públicos era algo habitual en la España de finales del
siglo XVI, especialmente en Indias, e incluso era una
práctica fomentada por la propia Corona, necesitaba
como estaba de fondos para sus gastos de guerra o
administrativos209; por ello Blázquez critica con dureza
que los cargos que debieran otorgarse por merecimiento
estuvieran sometidos a la tiranía de los malos ministros
que los compraban, no en beneficio general del reino,
sino para su propio provecho, advirtiendo que:

siempre las Repúblicas se lastimaron de que los premios se


tiranizasen al merecimiento… Que si al ministro se vende el oficio,

J. B. Ruiz Rivera, A. Sanz Tapia, La venta de cargos y el ejercicio del


209

poder en Indias, Universidad de León, 2007.

352
¿quién le podrá castigar quando venda la justicia? (121v).

Mal, pues, va el Estado cuando los malos ministros


compran sus cargos y se erigen en mano ejecutora de la
cobranza de los impuestos, por lo debe el príncipe, para
asegurar su gobierno, impedir al ministro “que arbitre las
leyes” (122v). Y Blázquez explica, quizás rememorando
su actual cargo de contador de la Real Hacienda de
Veracruz, que el daño que estos ministros pueden hacer
al Estado y al rey es más irreparable cuando se trata
de los ministros encargados de la hacienda real y de
distribuirla y recogerla en sus “caxas Reales, cuyo oficio
llamó questores el Imperio Romano” (122v). El rey, por
tanto, siguiendo de nuevo a Lipsio (Polit. 3.10-11), debe
poner mucho cuidado en la elección de sus ministros,
especialmente en los llamados cuestores o recaudadores
de impuestos, porque debe ser consciente de que “los
nerbios de las Monarchías son los tesoros” (123r).
Y tras este largo excursus sobre los tributos y los
ministros encargados de recaudarlos, concluye ya
Blázquez que, acabadas las Cortes de Zaragoza, Fernando
consiguió ayuda del reino de Aragón, si bien se ocuparía
el mismo de la cuestión económica, escarmentado por
las exacciones acostumbradas de los malos ministros:

Acabadas en fin las cortes, se concedió en ellas que servirían al


Rey los Reynos de Aragón con quinientos hombres a su costa por
tres años, cuyos Capitanes el Rey avía de nombrar y el Reyno pagar
por su mano la gente, escarmentado de los que, a título de cobrar el
tributo impuesto, executan la tiranía positiva (124r).

Obediencia de los ministros


Cuando, dentro del contexto de la guerra de
Nápoles, se libró dura batalla en Seminara (1503) entre
las tropas francesas de Bérault Stuart d’Aubigny y las

353
españolas comandadas por Fernando de Andrade, y,
tras la victoria española, ordenó el príncipe Archiduque,
Felipe de Austria, al Gran Capitán que suspendiera la
guerra, parece que Gonzalo Fernández de Córdoba,
“esperimentado en las estratagemas de el Francés”,
no obedeció dicha orden, porque consideraba que
el archiduque estaba falto de experiencia militar y lo
mandado no era una buena decisión.
En este contexto de desobediencia de un ministro,
el Gran Capitán, a un rey, Felipe el Hermoso, es donde
inserta Blázquez su digresión sobre la obediencia de
los ministros y su declaración de que “permitido es al
Governador replicar a la orden de el Príncipe, quando
de la advertencia de no obedecerla más se puede deducir
lealtad al ministro que sospecha de vassallo” (126v).
Seguirá nuestro historiador de cerca los avisos políticos
de Juan Márquez en su obra El governador christiano (1.11),
donde se ocupa justamente de “Hasta dónde pueden
replicar los Ministros Christianos a sus Reyes”.
Blázquez, aduciendo multitud de citas bíblicas y
clásicas, disculpa que alguna vez pueda el ministro,
siempre que no esté movido por la malicia, replicar al
príncipe, quien no se deberá enfadar si el ministro le avisa
con intenciones benignas para que su orden sea exitosa:

Donde no ay malicia de el ministro, nunca puede ser justo el


enojo de el Príncipe, porque el desseo de el acierto haze disculpado
el escándalo de el yerro (126r).

Pero la doctrina general que se desprende de esta


digresión de Blázquez es que los ministros siempre deben
obedecer al rey, siempre deben cumplir y ejecutar sus
órdenes, pues lo que el príncipe determina no puede ser
incumplido por el vasallo a su conveniencia ni tampoco
ser interpretado a su criterio. Y ello se deduce a partir de

354
muchos ejemplos citados:

Exemplos dignos de inmortal memoria para la educación de los


ministros, a quien es mayor la obligación de obedecer la orden de el
Príncipe que interpretar la disposición para el acierto (128r).

Pero el caso es que el Gran Capitán halló peligroso


obedecer la orden de Felipe de Austria y se encuentra
Blázquez con el escollo de tener que justificar esta
desobediencia de un ministro frente a un príncipe. Lo
hará teniendo en cuenta la doctrina de Juan Márquez,
quien preceptuaba que el ministro puede y debe replicar
la orden del príncipe hasta llegar a convencerle de
que esa orden está errada. Y estas réplicas, lejos de ser
entendidas como desobediencias, habrá que verlas como
avisos que el ministro hace al rey cuando entiende que
está equivocado o que se encuentra engañado por los
ardides de alguien:

Pero en caso que el Príncipe sea dócil, sencillo y bien intencionado


y el Ministro lo tenga entendido assí, dizen algunos que puede y
debe replicar, hasta que se persuada que le tiene entendido, y que en
llegando a este punto, lo ha de dexar. Fúndanse en que las réplicas
no pueden purgarse de desobediencia, sino mientras se puede creer
que el Príncipe padece engañado y que no se encaminando a sacarle
del, son vanas y infructuosas y esto comienza a acaecer desde el
punto que el Ministro echa de ver que se ha hecho el Príncipe capa
de sus consultas, desde quando todo lo que no es baxar la cabeza
sería repugnar y desobedecer210.

Según esta doctrina, entiende Blázquez que el Gran


Capitán vio claramente que el archiduque estaba siendo
engañado, dada su juventud y bisoñez, por el rey de
Francia, quien, pérfido como era, no iba a cumplir su
palabra, y estaba sólo ávido de lograr victorias sobre
210
J. Márquez, El governador christiano, 1.11, p. 54.

355
España. Por ello, como Gonzalo de Córdoba encontró
peligrosa la orden dada por Felipe de Austria, decidió
replicarla y desobedecerla, acción que alaba Blázquez,
pues era más un acto de lealtad al rey y a España que
de desobediencia, y porque, gracias a esta prudencia y
previsión, consiguió el Gran Capitán vencer de nuevo
al francés una semana después en Ceriñola, inclinando
así ya definitivamente la guerra a favor de España. Si
hubiera obedecido Gonzalo al archiduque el resultado
histórico habría sido muy diferente:

¡Acción de tan Grande Capitán resistir con prudencia lo que el


enemigo dispone con malicia! Porque quando la réplica es lealtad en
favor de el Príncipe, bien se puede hazer, mas quando es engaño de
el que a de executar, no se debe admitir (128v).

Pero, como decimos, la norma general que preceptúa


Blázquez es que la desobediencia de los ministros debe ser
castigada. Es lo que se desprende del análisis que efectúa
respecto al comportamiento del señor de Veyre frente a
su rey Felipe el Hermoso. Y lo compara con la actitud
de Saúl, quien, cuando, agradecido a Dios por hacerle
rey, debía buscar los medios de serle obediente, hizo
todo lo posible para serle ingrato “haziéndose político
quando avía de conservarse religioso” (152r), porque, a
juicio de Blázquez, no hay vasallo que respete la Corona
si no tiene también temor al cielo. La pena, dicta nuestro
preceptor, se hizo para el delito, así como el premio se
erigió para el merecimiento. Contrastado está en todas
las citas bíblicas que aduce. Al ministro que gobierna
mal hay que destituirlo. Dios escogió a Saúl para hacerlo
rey, pero viendo que, en vez de reinar, estaba tiranizando
al pueblo, se arrepintió el Señor de haberlo establecido
rey sobre Israel (I Reg. 15.35) y le quitó el reino. Si Dios
hizo esto, también puede hacerlo el rey católico. Lo que

356
más debe castigar el rey es al ministro desobediente que
interpreta las órdenes a su capricho:

¿Por qué no imitará el Príncipe lo que Dios haze? Lo más que


deben castigar los Reyes en los ministros es la transgresión de las
leyes interpretando sus órdenes, en cuya pintura lucen más los
colores de la malicia que las sombras que forma la imagen (152v).

Y de este razonamiento pasa don Juan Blázquez a


informarnos, de modo intimista, sobre sus experiencias en
Nueva España respecto a los abusos de los gobernadores
y de los virreyes, quizás pensando en sus encontronazos
y pleitos con el inquisidor apostólico Martín Carrillo
y Alderete, a quien podría estar refiriéndose Blázquez
cuando dice de Saúl que se hizo “político quando avía de
conservarse religioso”. El hecho es que nuestro preceptista
arremete duramente contra la corrupta política y los
malos ministros del México en el que vivía, los cuales, a
su juicio, merecen el duro castigo del monarca:

¿Qué razón ay para que los Governadores y Virreyes de las


Provincias se consideren tan eternos en el mando que castiguen en
el vassallo por delito dezir que le viene sucessor si el Rey le embía?
Yo lo e visto y si me preguntan dónde, lo diré. Castíguense las
libertades, que si el exemplo no se introduce con el escarmiento de
la pena, poca fuerza tendrá lo severo de la ley con el amago (152v).

Revocación de poderes a los ministros


Con ocasión de la tajante decisión de Fernando el
Católico de revocar los poderes al Gran Capitán por
las quejas que habían lanzado contra él los Colonna,
envidiosos, a juicio de Blázquez, del glorioso Fernández
de Córdoba, introduce nuestro historiador un amplio
aparte doctrinal sobre si puede el rey absoluto y católico
revocar los poderes a un ministro y las causas que llevaron
al monarca español a tomar tal decisión. Se percibe el

357
aprecio de Blázquez por el militar español, pues nos
describe a un rey Católico que se hallaba confuso e
indeciso en decidir si le destituía o no. Lo que imperó,
a juicio de Blázquez, fue “la razón de Estado”, lo que
convenía al rey y a España, pues era contraproducente
que los italianos estuvieran descontentos con el Gran
Capitán, no fuera a ser que se originasen nuevas
revoluciones. Asimismo, las causas de tal revocación de
poderes las expone Blázquez con claridad meridiana: a
un soldado tan glorioso y leal como Gonzalo Fernández
de Córdoba, ¿podían afectarle ante el rey Católico unas
quejas infundadas, que iban encaminadas a minar la
fama de tan gran general simplemente por envidia?
La respuesta de Blázquez es tajante: Sí. Pues un solo
hombre, en este caso el Gran Capitán, no puede poner
en riesgo la paz y tranquilidad de los reinos. Otra vez
la justificación es la razón de Estado, en este caso la del
escándalo que podría perjudicar a la Corona (135r):

Al fin, si no indignados los oídos por la información, resuelta


la razón de estado por el escándalo, le revocó los poderes. Veamos
por qué. A un valor tan invencible, a un soldado que le ganó tantos
Reynos, a una lealtad que le aseguró tantos dominios, ¿haze guerra
una queja, pone en contingencia la fama un estímulo vengativo de
una sedición vituperada? Sí, porque no es justo aventurar por solo
un hombre (aunque tan grande) la confianza de las Repúblicas, ni la
visagra de el amor que abraza los Imperios: el amor de los súbditos
al Rey hace firme la Corona (135r).

La razón de Estado de Fernando el Católico es


simple: independientemente de que las quejas emitidas
contra Gonzalo de Córdoba fueran o no infundadas,
el monarca no puede permitir que los súbditos de sus
reinos distantes estén descontentos, porque de este
descontento pueden nacer odio y miedo, que, según el
Thesaurus politicorum aphorismorum (6.5) del tacitista Juan

358
Chokier, “son causas de la ruina de los príncipes y de
revoluciones en la República”. Y citamos a Chokier
porque era en España un autor muy conocido gracias a
la traducción parcial que de estos Aforismos políticos hizo
Lorenzo Ramírez de Prado por mandato del Duque de
Lerma, publicándola con el título de El Consejo y Consejero
de príncipes (Madrid, 1617). El caso es que Blázquez
escribe su digresión sobre la revocación de los poderes
del Gran Capitán basándose en el mencionado capítulo
que Chokier dedica al odio y al miedo como causa de
la ruina de los príncipes y de revueltas, cuyo comienzo
suena así en traducción nuestra:

El odio es algo latente y oculto y por eso resulta más funesto


para el gobierno. En efecto, cuando los súbditos se hallan inmersos
en un nuevo miedo por no poder aguantar al que gobierna, es
indudable que todos, uno a uno, se sienten incitados por los más
duros estímulos del odio: unos, a la venganza por la injuria ya
recibida; otros, por la injuria que pueda venir en el futuro; uno da
cuenta con sus gritos de los graves dolores que sufre; otro, lanza
maldiciones y pone asechanzas211.

Esto era, realmente, lo que el rey Católico quería


evitar: que sus súbditos pasaran de las quejas y expresiones
de dolor al temor y al odio, que se lanzaran a vengar las
ofensas recibidas y provocaran disturbios y revueltas. Y
la solución no era castigar a los que se quejaban, pues
eso habría empeorado la situación. La razón de Estado
de un rey prudente y sabio era más bien lo contrario,
satisfacer al pueblo con mercedes para ganarse, en vez
del odio que derriba reinos, el amor de los súbditos,
que es lo que afirma y robustece la Corona. Son ideas
neotacitistas y neoestoicas, que vienen aderezadas

211
L. Chokier, Thesaurus politicorum aphorismorum, Moguntiae,
sumptibus I. T. Schönwetten, 1613, p. 306.

359
con una buena batería de citas de autoridad bíblicas
y clásicas, especialmente de escritores políticos como
Tácito y Aristóteles:

Esta dotrina avía leýdo en desengaños el Rey Cathólico y assí


atendía a que los súbditos antes le amasen obligados con mercedes
que le temiesen irritados con castigos. Nada haze tan tolerable el
iugo de el Imperio como hallar remedio la queja de el vassallo en la
acogida de el Príncipe (136r).

Blázquez justifica, con realismo político taciteo, que,


cuando los posibles agravios que el ministro pueda hacer
a los vasallos llegan a oídos del rey, éste debe atender
más al desahogo de los que sufren y emiten sus quejas
que a las disculpas de quien engaña. En definitiva, que es
más fácil y seguro cambiar a un ministro que tener a un
pueblo descontento y exponerse a sediciones y revueltas:

Si el agravio que el ministro superior haze al vassallo informa


los oýdos de el Rey, ¿por qué no se a de atender más al desahogo de
el que padece que a la disculpa de el que engaña? ¿No es más fácil
y más seguro mudar el govierno de uno que aventurar la obligación
de tantos? (136v).

La solución, por tanto, Blázquez la expone


contundentemente: “Castigar, castigar al ministro”
(137v) en aras de un fin superior como es tener contento
al pueblo y evitar que engendre odios contra el monarca
y el Estado, porque

Si el Rey está informado de la ofensa, si las quejas de los vassallos


suenan a sus oýdos, más vale corregir al ministro con la severidad
que lastimar el Pueblo con la duda. Los estados se conservan con las
acusaciones, aunque se acometan contra el que govierna, porque
el Príncipe, oyéndolas, puede examinar si la introdución es hábito
para disfrazar la calunia o es verdadero lamento para conseguir la
justicia, y entonces o se remedia el peligro con hazerla o se conocen

360
los ánimos para afirmarla; y si premia la verdad y castiga la mentira,
el que halló sagrado en su valimiento morirá por defenderla y el que
se opusso falso se arrepentirá de contrastarla (138r).

La conclusión de Blázquez parece ser que las


acusaciones vertidas sobre el Gran Capitán quizás
fueran verdaderas, aunque lo que era indiscutible era
el descontento y las quejas del pueblo. Por tanto, el
rey prudente y justo hubo de corregir severamente al
ministro revocándole sus poderes antes que permitir el
sufrimiento de los vasallos ante la duda sobre si tales
quejas eran o no verídicas. ¡Perfecta razón de Estado de
un rey absoluto y católico, que más velaba por el pueblo
y por la salud del reino que por sus ministros!

El miedo prudencial
Cuando Blázquez se adentra en las relaciones entre
el rey Católico y el Gran Capitán, quien había concedido
grandes señoríos territoriales en Nápoles a sus capitanes
y que ahora, en virtud de lo pactado en Blois, habría
que devolverlos a sus dueños, los barones angevinos,
se nos explica cómo el rey Católico le envió una carta
prometiéndole que, si volvía a España, le resignaría en
el maestrazgo de la Orden de Santiago. Pero apenas
despachó esta carta, nos dice Blázquez, el rey Fernando
envió a su hijo, el arzobispo de Zaragoza, a Nápoles para
prender al Gran Capitán (143r-v). Estaba Fernando el
Católico temeroso de que Gonzalo de Córdoba se pasara
al bando conjunto de Luis XII y Felipe de Austria.
Esta situación le da pie a Blázquez para tratar el tema
doctrinal del miedo en los príncipes, una perturbación
que, desde el prisma estoico, hay que erradicar del
ánimo para que no se turbe la razón. Y es que, entre
las virtudes principales del príncipe estoico figuran la
fortaleza y la constancia, pero no el miedo y la cobardía.

361
El rey, como sabio estoico, debe permanecer, tanto ante
las prosperidades como ante las desventuras, firme como
una roca azotada por el oleaje del mar. Así que, adoctrina
Blázquez, debe burlar al miedo, porque, opuesto como
está a la fortaleza y al valor, conturba la razón y supone
un riesgo importante para la Corona. Y para demostrar
todo esto, Blázquez nos ofrece una larga cita del libro
De regno et regis institutione de Francesco Patrizi de Siena
sobre los distintos tipos de miedo que hay. Pero no se
detiene Blázquez en esta simple cita, sino que toma todos
sus argumentos y textos de autoridad del mencionado
libro en su versión latina, aunque había una traducción
española que vierte así el pasaje citado por Blázquez:

El miedo tiene las especies siguientes: pereza, vergüenza, temor,


terror, pavor, falta de ánimo, conturbación y recelo o formidine.
La principal de las virtudes que pertenecen a Reyes es la fortaleza,
ansí que la covardía y las semejantes serán muy lexanas y agenas
dellos, porque todo el toque de bien governar consiste en grandeza y
fortaleza y en un cierto desprecio y descuydo de las cosas humanas,
al qual siguen con facilidad las demás virtudes. Que como los
peñascos quebrantan y rebaten las olas que los combaten, ansí el
ánimo del Rey ha de rebatir y quebrantar todas las cosas adversas
y permanecer siempre en su virtud y fortaleza. A este propósito
fingen los poetas al dios Marte vestido en una ropa diamantina, por
dar a entender que los ánimos de los Reyes y Emperadores han de
ser firmes y constantes… Annibal fue el más prevenido de todos
los capitanes externos y era destríssimo en desechar los peligros…
De Perseo escrive Polybio que fue tan medroso que al punto que
havía de dar batalla a Paulo Emilio se acogió a una ciudad cercana,
fingiendo yva hazer sacrificio a Hércules212.
El miedo, por tanto, es un vicio político muy nocivo
para los reyes. Pero el caso es que el rey Fernando estaba
212
F. Patricio, De Reyno y de la Institucion del que ha de Reynar, traduzido
por Henrique Garces, Madrid, por L. Sánchez, 1591, 191r-v. El
texto latino se encuentra en el capítulo De metu et aegritudine, dentro
del libro F. Patricii Senensis, De regno et regis institutione, Parisiis, apud
A. Gorbinum, 1567, libro V, tit. 1, fol. 199v-200.

362
ahora “inclinado a temer novedades” (143v), algo que no
cuadra con la idea de un rey ideal, neoestoico, virtuoso y
prudente, sino que dicho temor suponía un grave riesgo
para su fortaleza, valor y prudente consejo. Blázquez
declara que el miedo es imperdonable en un rey católico
como Fernando. Pero, entonces, ¿cómo justificar el miedo
que sentía el monarca español? Explica Blázquez que no
todo miedo es un temor “cobarde oppuesto a la virtud
de los Príncipes”, sino que hay un género de miedo que
puede calificarse como temor bueno y productivo, que
“tiene más de generoso para encaminar las acciones a
la fama que de émulo para entregarlas al olvido” (144r).
Este tipo de miedo, lejos de ofuscar las mentes de los
reyes para caer en el vicio, en el descrédito y, en suma, en
la sima del olvido, es un miedo o temor que da ánimos,
fortaleza y vigor para lograr los objetivos provechosos
a la Corona y al rey y alcanzar, consiguientemente, la
fama; es un temor que “no causa desmayo para perder
los hechos gloriosos, sino que esfuerza el ánimo para
conseguirlos” (145v).
Este temor vivificador y productivo es el que sentía
el rey Fernando cuando veía a Gonzalo de Córdoba,
el Gran Capitán, con tantísimo poderío en Nápoles, a
quien el Rey de Romanos y Felipe de Austria se lo querían
ganar ofreciéndole hacer reina a su hija casándola con el
hijo del rey Fadrique; cuando veía que el Gran Capitán,
por mucho que se le pedía regresara a España, estaba
demorando su venida. Todo ello hacía sospechar al rey
Católico y esa continua sospecha le hacía temer, no
tanto de la confianza y lealtad de Gonzalo de Córdoba,
como que pudiera dejarse convencer por enemigos tan
pérfidos como el archiduque Felipe y su aliado el rey de
Francia. Y no hay nada de malo, según Blázquez, en
este temor que sentía Fernando, porque también reyes
y personajes bíblicos como Ecequías, Judas Macabeo,
los mismos hebreos o el propio Jacob temieron en

363
determinados momentos (145r-v). Pero ese temor, como
el que sentía el rey Católico, no era un miedo insano,
vicioso ni perjudicial, sino un temor virtuoso, edificador
y productivo, que le infundía ánimos y fuerzas, que le
proporcionaba cautela y que le prevenía de cualquier
peligro que pudiera derivarse del rey Felipe el Hermoso
y de su padre Maximiliano, andando así precavido por
si padre e hijo intentaban y conseguían atraerse a su
bando e intereses al Gran Capitán. Y este temor virtuoso
(valga el oxímoron) que prevenía al rey Fernando tiene
un nombre: miedo prudencial. Lo que en principio era
un vicio se convierte, en la interpretación de Blázquez,
en una virtud:

Esta especie de miedo prudencial es la que asistía en el


cuidado de el Rey Cathólico, porque como tenía contra sí al Rey
Archiduque, su yerno, y al Céssar, su padre, temía que si las armas
que gobernaba el Gran Capítan se inclinaban en favor suyo, ni
asegurava las empressas futuras ni tenían firmeza las conquistas de
Nápoles (145v).

Y para encontrar Blázquez este tipo de miedo


bueno y prudencial ha tenido que irse a otra fuente,
concretamente a un autor llamado Carolus Paschalius
o Carlo Pasquale o Pascalio, un estudioso de las ideas
políticas de Tácito, que introdujo el tacitismo en París
y que, como Lipsio, fluctuó entre el protestantismo y el
catolicismo. Ambos, Pascalio y Lipsio, publicaron un
comentario de Tácito en 1581213. De nuevo, por tanto,
neotacitismo y neoestoicismo en las argumentaciones
de Juan Blázquez, que se sirve del libro Virtutes et vitia
213
A. Momigliano, The Classical Foundations of Modern Historiography,
Berkeley, Los Angeles, London, University of California Press, 1990,
especialmente el capítulo “Tacitus and the Tacitist Tradition”, pp.
109-131, en concreto p. 124.

364
de este Pascalio o Pascassio, como nuestro humanista
lo llama, para exponer la doctrina de este miedo bueno
o prudencial que asistió a Fernando el Católico en sus
prevenciones contra el Gran Capitán. La cita que ofrece
Blázquez del libro de Pascalio está en latín, es muy
amplia y ocupa más de una cara de folio214. Necesitaba
un buen argumento para explicar cómo el temor del rey
podía cuadrar con la imagen de un monarca virtuoso.

La adulación
Analizando Blázquez los posibles motivos por los
que el rey Fernando se encontraba temeroso, aunque
fuera con un miedo prudencial, ante el Gran Capitán,
parece achacar tal inclinación negativa a la propia
culpa del rey Católico, que abrió sus oídos a quienes,
envidiosos, difamaban a Gonzalo de Córdoba y,
lisonjeros, adulaban al monarca. Gran mal, dentro del
código ético-político neoestoico, es la adulación. Ya en la
Antigüedad, Teofrasto (Caracteres 2) dedicaba un capítulo
a la adulación y, siguiendo su estela, Alciato criticó a los
aduladores en su emblema In adulatores (Emblemas 53)
y Quevedo en su Política de Dios (2.9). También Lipsio
(Polit. 3.8) dictaba que el príncipe debe cerrar los oídos
a las palabras lisonjeras y aduladoras de palacio, porque
la lisonja y adulación destruye y arruina por lo general
el poder y las riquezas de los príncipes, criticando así a
aquellos príncipes que hacen lo contrario: escuchar las
palabras que buscan alabar afectadamente su persona
para ganarse su voluntad y, en cambio, desdeñar las
palabras de los consejeros que, en vez de adularles, les
ofrecen avisos útiles y provechosos.
De este modo, aduciendo Blázquez numerosos

C. Paschalius, Virtutes et vitia, Genevae, excudebat S. Gamonetus,


214

1620, pp. 180-181.

365
textos senequianos donde se critica la adulación y
analizando el temor prudencial de Fernando el Católico
ante la posibilidad de que Felipe el Hermoso y su padre
Maximiliano se ganaran la adhesión del Gran Capitán,
llega a la conclusión de que el rey Fernando se dejó
dominar por la emulación y por las mentiras de los
aduladores, que, a la postre, fueron los que lo malmetieron
contra el Gran Capitán. Ahí, parece colegir Blázquez,
se equivocó el monarca español por abrir su alma y
oídos a los cantos de sirenas, bajo los que se ocultaban la
seducción y el engaño, ofuscando de este modo su recto
entendimiento:

No se dejara llevar tanto el corazón de tan gran Rey si no hiziera


la emulación con fuerza lo que resistía la confianza con desengaños:
¡árbitro cruel de las leyes la adulación!... ¡Gran desdicha que la
mentira de el lisonjero halle acogida en los oídos de el Príncipe para
sembrar odios y que no tenga sagrado la razón de el vassallo leal
para afirmar merecimientos!... No a de tener el Príncipe abiertas
las puertas de el alma para la voz de las Sirenas que le despeñan ni
vendados los ojos de el entendimiento a los avisos de atarse al árbol
como Ulises (146r-v).

No parece, por tanto, a juicio de Blázquez, que la


lealtad del Gran Capitán estuviera en duda. En ello se
equivocó el monarca español, pero no en destituirlo,
pues este hecho se produce mientras el rey mantiene una
intensa actividad diplomática en Milán, Génova, Venecia,
Florencia y el Vaticano, con la intención de fortalecer la
proyección exterior de las coronas de Castilla y Aragón
y consolidar la unidad nacional, para lo que necesitaba
prescindir de Gonzalo Fernández de Córdoba y asentar
a su nieto Carlos como rey indiscutible de sus territorios
italianos215.

215
J. M. Sánchez de Toca, F. Martínez Laínez, El Gran Capitán, p. 194.

366
Los privados
Lipsio se había ocupado de los ministros y oficiales
del Estado (Polit. 3.10-11), dando suculentos avisos
sobre cómo había de elegirlos el príncipe, atendiendo
principalmente a que fueran nobles y de buen linaje,
hombres virtuosos en la vida privada y pública, de talento
inclinado al ministerio y de ingenio bueno y recto, no
elevado ni soberbio. Atendiendo a estas prescripciones,
Blázquez suele alabar la elección que el rey Fernando
el Católico hace de sus ministros y privados, como, por
ejemplo, cuando elogia la lealtad del duque de Alba,
“que sólo este grande (entre tantos) no mudó su valor
mudándose la fortuna” (149v).
Otra cosa diferente le ocurre al rey archiduque, el
antipríncipe, a ojos de Blázquez, pues escoge ministros
o privados acordes a su mala cabeza. En efecto, cuando
se suceden las graves discordias de los Grandes en la
Coruña, que, en palabras neoestoicas de Blázquez,
“era un theatro de discordias” (148r), se achacan estos
disturbios a la competencia y rivalidades entre don Juan
Manuel, señor de Belmonte, y el señor de Veyre por
obtener el primer lugar en la gracia y confianza de Felipe
el Hermoso:

La Coruña en esta ocasión era un theatro de discordias, donde


la ambición de la privanza arrastrava las cortesías devidas a la
grandeza de la sangre: el Señor de Vere (persona de gran quenta
entre las de el Rey Archiduque) competía a campo abierto con Don
Juan Manuel, que ya se dejava llevar de la desconfianza, oyéndose
en su voca más quejas que agradecimientos y, entre la pompa de
tantos grandes como vía, más réditos pagava a la turbación que
cogía favores de la privanza (148r).

Estas rivalidades, a juicio de Blázquez, podían llegar


a ser la perdición de Felipe el Hermoso, pero eran unos
privados acordes a la calidad de este príncipe. Y trae a

367
colación Blázquez una cita bíblica, tomada del Libro de
Esther (16.2-7), en la que se habla de la mala calidad de
muchos privados que, para ensoberbecerse, han abusado
de la bondad de los príncipes y del honor que se les
ha conferido, oprimiendo a los vasallos, maquinando
asechanzas, mostrándose ingratos a los beneficios
recibidos, violando los derechos de la humanidad y
pensando que escaparán del juicio de Dios, intentando
derribar a los buenos ministros, engañando con fraudes
a los príncipes y pervirtiendo las buenas inclinaciones de
los reyes con sus malas sugestiones. Todo esto, a juicio
de Blázquez, representaban estos dos malos privados
para la figura del rey Felipe, ante lo que Blázquez siente
compasión por un príncipe que de ningún modo gozaba
de su aprecio:

Si el privado es de esta condición, ¡desdichado de el Rey que


le escoge por amigo! Pues, quando abra los ojos al conocimiento,
hallará cerrados los caminos de el remedio al daño (148v).

Se percibe también en este asunto el tema de la


ingratitud de los favorecidos y Blázquez insiste en el
comportamiento inadecuado del señor de Veyre y en las
continuas quejas que sus acciones suscitaban. Asimismo,
se resalta también la incompetencia del rey Felipe y su
pusilanimidad ante la toma de decisiones necesarias en
una situación tan comprometida como la que se vivía.
Mas Felipe seguía una razón de Estado equivocada,
porque era el antirrey y no sabía ejecutar con firmeza
las determinaciones necesarias y más se lamentaba como
damisela que ponía remedio a los problemas. Se percibe
el encono de Blázquez contra el rey archiduque:

Eran continuas al Príncipe las quejas que se davan de el Señor


de Vere, pero la razón de estado que con exemplos desdichados

368
siguieron algunos que governaron, queriendo que a sus hechuras se
guarde el mismo respeto siendo tiranos que se debe a los ministros
siendo piadosos, tenía tan retirada de el castigo la mano de el
Archiduque que más atendía a los lamentos por oír la novedad que
escuchaba los agravios para darles el remedio (152r).

Conclusiones
Hemos observado cómo, desde una perspectiva
neotacitista y neoestoica, Blázquez ha ido insertando, al
hilo de sus narraciones históricas, todo un compendio
de doctrina política que toma las dimensiones de un
auténtico “espejo de príncipes”. Sus teorías políticas,
emanadas de Lipsio, Botero y otros preceptores que
hemos ido señalando en nuestra exposición, han versado,
especialmente, sobre la triple vertiente militar, religiosa
y civil que el príncipe debe aunar virtuosamente en su
persona para poder ser un buen gobernante. Así, en
efecto, dentro de la dimensión militar, hemos leído sus
opiniones sobre la doctrina de la guerra justa, sobre la
importancia de la presencia del rey en las guerras, sobre
la justificación de las guerras de conquista, sobre las paces
y treguas unidas a la disolubilidad de las confederaciones
o sobre la fortuna o suerte de los caudillos militares, con
grandes excursus sobre el Gran Capitán. Dentro de la
perspectiva religiosa, hemos comprobado que el rey debe
ser el gran defensor de la religión y de la fe, porque la
felicidad política deriva de la religiosidad, al tiempo que
todas las acciones son justificadas si el fin que persiguen
es santo, porque las empresas de religión son las mayores.
Y, en fin, dentro del apartado político, tenemos también
abundantes temas y avisos tocantes al rey, a sus ministros
y vasallos, tales como el amor y temor políticos, la justicia,
la constancia política, el vencimiento de las pasiones, la
industria política, el cumplimiento de las promesas, la
circunspección, la fortuna política, el disimulo, la decisión,

369
la reputación, la teoría del secreto consejo o del poder
absoluto del rey, la modestia en política, la prevención,
el socorro del rey ante los impuestos y tributos a los
vasallos, la obediencia de los ministros, la revocación de
sus poderes, las críticas y censuras políticas, el peligro de
las novedades, los recelos de los príncipes inexpertos, el
disimulo de los gobernantes avezados, la murmuración
de los que más obligados están a recatar, la ingratitud
de los favorecidos, la dilación en política, la prudencia
civil o política unida a la militar para la conservación
del Estado y de los territorios conquistados, el talento
y prevención de los monarcas, la venganza regia de las
ofensas o las investiduras de los reyes.
Son, en fin, temas doctrinales en los que Blázquez se
ha centrado para ofrecer una guía de virtudes militares,
políticas y morales que sirva para orientar a los reyes,
especialmente a Felipe IV, en sus acciones de gobierno.

370
CAPÍTULO III

LOS AMIGOS NOVOHISPANOS DE


JUAN BLÁZQUEZ MAYORALGO
Por los abundantes paratextos que acompañan al
libro Perfecta razón de Estado de Juan Blázquez Mayoralgo,
concretamente por el Elogio apologético del Oidor
Gaspar Fernández de Castro, por las Memorias Agustas
de Francisco de Samaniego, por los Aforismos de Pedro
Porter Casanate e incluso por la Licencia de Antonio
de Ulloa Chaves, se puede comprobar que también
en Nueva España se conoció la teoría moderna de la
razón de Estado así como el pensamiento tacitista y
lipsiano. Así que el neotacitismo y neoestoicismo de Juan
Blázquez no fue un hecho aislado, sino que hubo un
auténtico círculo literario y político-filosófico mexicano
que, centrado en la teoría española del Estado, conoció y
censuró la obra de Maquiavelo, por más que los escritos
del florentino estuvieran sometidos a los férreos controles
de la Inquisión. Asimismo, y como contrapartida a las
ideas maquiavélicas, se confirma que en los ambientes
intelectuales novohispanos se leían con reverencia
los textos de Tácito, los libros del estoico Séneca y los
escritos políticos de Justo Lipsio como comentarista de
la obra tacitista y senequiana. Y, aunque el principal
representante en Hispanoamérica de estas doctrinas
neotacitistas y neoestoicas es Juan Blázquez Mayoralgo,
al que quizás habría que sumar también la figura de Juan
de Palafox, es en torno al escritor cacereño en donde
podemos vislumbrar un círculo de conocidos y amigos
que tenían los mismos intereses literarios y políticos, por
lo que vamos a hablar de ellos216.

216
S. Cárdenas, “Juan Blázquez Mayoralgo”, pp. 31-32; “La lucha
contra la corrupción en la Nueva España según la visión de los
Neoestoicos”, Historia Mexicana LV.3 (2006), pp. 717-765; “Los
orígenes históricos de la ciencia política moderna en el México
del siglo XVII: el tacitista Juan Blázquez Mayoralgo”, Ars Iuris 25
(1996), pp. 13-49; “Razón de Estado y Emblemática política en

375
1. Fernández de Castro y su Elogio apologético

Don Gaspar Fernández de Castro, miembro de


la oligarquía burgalesa, fue nombrado corregidor de la
ciudad de Huamanga, en el Perú, el 22 de diciembre de
1636, cargo que desempeñó con eficiencia, pues, como
premio a los servicios prestados, Felipe IV le concedió
el título de oidor de la Audiencia Real de México el 8
de noviembre de 1641. Al año siguiente, el tres de julio
de 1642, se le permitió pasar al virreinato junto con su
mujer Leonor María de Unzueta, donde fue nombrado
Juez de Traslados del Consulado de México en 1643 por
el Conde de Salvatierra, para verse luego responsable de
cuidar de la elección de alcaldes y oficiales en algunos
barrios de indios de la ciudad de México y, finalmente,
nombrado juez de alzada en el año 1657. Cuatro años
después, en 1661, fue ascendido a numerario, pero en
seguida fue suspendido y desterrado hasta 1663, fecha
en que el Consejo de Indias lo restituye en el cargo.
Asimismo, al poco tiempo de haber llegado a México
había solicitado el ingreso como Caballero de la Orden
de Santiago, obteniendo el hábito de dicha orden el 6 de
mayo de 1646 tras el abono de las costas, que ascendieron
a 200 ducados de plata. Y, aunque regresó a la península
en 1666 por motivos de salud, mantuvo el cargo de oidor
hasta su muerte, pues el monarca siempre mantuvo la
esperanza de que don Gaspar se recuperara y regresara
a México217. Además de en sus labores profesionales y
burocráticas, empleó parte de su tiempo en escribir y
los impresos novohispanos de los siglos XVII y XVIII”, Relaciones
XVIII. 71 (1997), pp. 62-99.
217
Datos biográficos tomados de S. Cárdenas, “Juan Blázquez
Mayoralgo”, p. 42, y de A. Pereda López, “Legados y fundaciones
en el Monasterio de San Juan en la ciudad de Burgos (España) a
cargo de don Gaspar Fernández de Castro, oidor de la Chancillería
de México”, Estudios de historia novohispana 21 (2000), pp. 147-166.

376
plasmar sus experiencias dentro de la administración
indiana, y nos han llegado tres obras suyas:

- Elogio apologético de el Licenciado Don


Gaspar Fernández de Castro, Oydor en la Real
Audiencia de México, a la ‘Perfecta Razón
de Estado’ deducida de los hechos del Señor
Rey D. Fernando el Cathólico por Don Juan
Blázquez Mayoralgo (México, 1646);
- Memorial al Rey en que el autor se justifica de
los cargos que le hizo el Visitador de la Nueva
España (México, 1651);
- Relación de las fiestas con que celebró México
el Nacimiento del Príncipe Felipe Próspero
(México, 1658)218.

El texto que ahora nos interesa es el Elogio


apologético, que aparece al comienzo mismo del libro Perfecta
razón de Estado de Blázquez, inmediatamente después de
la aprobación del Licenciado D. Antonio Ulloa Chaves
y antes de los “yerros de la impressión”. Este Elogio es
muy breve, tiene tan sólo 5 folios y medio (11 páginas),
y aparece a doble columna: la primera de ellas, la de la
izquierda, está ocupada por textos latinos; la segunda,
a la derecha y en español, contiene el texto del Elogio
propiamente dicho. Así que el texto en sí del Elogio ocupa
realmente la mitad del espacio que antes hemos señalado
(unos tres folios), pues está repleto de notas (en total,
52 notas) que remiten a multitud de citas latinas y que
aparecen en la columna de la izquierda. La intención,
pues, de Fernández de Castro es documentar todas las
ideas recogidas en su Elogio, mediante continuas llamadas

Cf. J. M. Beristáin y Souza, Biblioteca Hispano-Americana Septentrional,


218

México, 1883. v. II, p. 90.

377
a notas, con la autoridad de los autores grecolatinos
de la Antigüedad, pero también con la de escritores y,
especialmente, juristas modernos y contemporáneos.
El Elogio de Fernando de Castro es un discurso
panegírico, una pieza oratoria que se puede encuadrar
dentro del genus demostrativum, enfocado a encomiar, por
un lado, la figura política del rey Fernando y, por otro,
a Blázquez Mayoralgo y su obra Perfecta razón de Estado
como escritor antimaquiavélico, piadoso y cristiano.
El discurso comienza contrastando la virtud del
valor, claramente encarnada por el rey don Fernando,
con su émula la envidia, representada por los detractores
del monarca. El propósito, pues, de Fernández de
Castro es desacreditar a esos envidiosos escritores, los
“políticos”, que han calumniado e injuriado a Fernando
el Católico, y demostrar a todo el mundo (“en el theatro
del Orbe”, dice don Gaspar en tono neoestoico), con
las “luces puríssimas” de la verdad, la gloria, “el valor y
prudencia de este Monarca”, destruyendo los “borrones
estrangeros que se embarazan”. Estos tendenciosos
escritores llamados “políticos”, con Maquiavelo a la
cabeza, en su mayoría italianos y franceses, habían
intentado zaherir a Fernando el Católico, reprochándole
que la conquista y evangelización de América iban en
contradicción con un monarca que llevaba el apelativo
de “Cathólico”; echándole en cara que era un experto
en el arte maquiavélica de la simulación, engañando,
manipulando y practicando el “mañoso engaño”; y que
sus conquistas peninsulares e itálicas eran ilícitas. Estas
son las acusaciones de los detractores del rey Fernando,
así resumidas por Fernández de Castro:

Éstas son las que glorioso muestran oy en el theatro del


Orbe al Señor Rey Don Fernando el Cathólico, a pesar de los
borrones estrangeros que le embarazan entre el valor y prudencia

378
de este Monarca como que aver dilatado sin límite lo ceñido de su
Corona no conviniese con el renombre de Cathólico; y que fuese
todo uno hazer su negocio con mañoso engaño o restaurar lo que es
propio con advertida providencia.

Conectando Fernández de Castro con las ideas


del propio Blázquez y también, aunque de forma
más remota, con las de Gracián, sigue el esquema
quintuplicista que observamos en las biografías políticas
españolas del Barroco y, centrándose en las virtudes,
dones, dotes, facultades y carácter del biografiado, en este
caso el rey Fernando, lo estima digno por su conciencia,
justo por su conducta, grande por sus creencias, valeroso
por sus hazañas y apto por su ejemplo219. Y así es como
articula su panegírico en torno a las cinco conquistas
más memorables del Rey Católico: la de Granada, la de
América, la de Navarra, la de Nápoles y la de Castilla
tras su regreso a ella. En todas estas conquistas, como
decimos, aparece Fernando de Aragón como prototipo
de rey católico y virtuoso, por más que sus detractores,
esos “políticos” envidiosos y antiespañoles, hayan
intentado restarle méritos y deformar su valor y su gloria
en deméritos y pecados, erigiéndose así en enemigos, no
sólo del rey Fernando, sino también de la Iglesia y de
España.
En este sentido, dirigiéndose con interrogaciones
retóricas a la envidia, estima don Gaspar que el reino
nazarí de Granada no era más que una duradera
tiranía ejercida por “la canalla África” y enarbolada
por el símbolo de la media luna. El rey Fernando, con
su reconquista, lo que hizo fue, en opinión de nuestro
panegirista, devolver la libertad a Granada e integrarla
en la religión católica simbolizada por la cruz; su

219
A. Ferrari, Fernando del Católico, pp. 489-490.

379
reconquista fue, por tanto, una acción en favor del
derecho y de la fe:

Dime, ¿es patrimonio de tu corona la que injustamente


detenía usurpada con tiranía de tantos siglos la canalla Africana,
que condenas las rojas Cruces mezcladas con las medias lunas de
Granada?

Fernández de Castro, aludiendo tácitamente


a los “políticos” que habían satirizado y criticado la
dominación española, y quizás atacando en este caso a
Traiano Boccalini, apela a la tan traída y llevada razón
de Estado que estos políticos enemigos de España y del
catolicismo proclaman siempre en sus escritos como
base de sus principios. Y, así, convierte la reconquista
de Granada en un acto legítimo y prudente de razón
de Estado, pues los envidiosos y enemigos de España
no entendían otro lenguaje y habían negado la licitud
de dicha reconquista. Fue razón de estado por parte
de Fernando recuperar y unir al reino cristiano lo que,
siendo español, fue usurpado por la “agena mano”,
creando la discordia y la confusión de religiones, razas y
lenguas:

Legítimo y prudente derecho de estado es coger el


fruto propio de la discordia que sembró agena mano. Gozo será
Christiano la fertilidad de la mies en la cortedad de obreros que la
recogieron. ¿Es mejor en los ojos divinos y humanos la confusión de
Babel de tus exércitos impíos que conspiran contra el cielo? ¡O, baje
el Señor, dissipe vuestras máquinas, confunda vuestros labios!

Lo mismo ocurría con la conquista de América.


Fernández de Castro proclama, frente a los detractores
de tal empresa, la cristiana gloria del descubrimiento y
de dicha conquista, cuyo fin, en su opinión, fue llevar
la palabra de Dios a los gentiles o, dicho de otra forma,
380
civilizar a los salvajes. El rey Fernando, según don
Gaspar, guiado directamente por “la divina mano”, sin
regatear sudores y afanes, llevó la auténtica fe católica a
unos pueblos bárbaros e idólatras:

Previno con religioso zelo el passo y assiento a la fe


verdadera donde la barbaridad negaba la entrada, asistida de
atrocidades.

Y es que los llamados “políticos ateístas”


habían acusado a Fernando el Católico y a Carlos V
de que los verdaderos fines de esta empresa fueron la
explotación colonial, los intereses económicos y los
ardides imperialistas de los monarcas españoles. Por
ello, Fernández de Castro reivindica la religiosidad de
la conquista y tilda a tales políticos de impíos y crueles,
por preferir que aquellos pueblos hubieran permanecido
infieles, politeístas y bárbaros con sus sacrificios humanos:

¡O, que te parece mejor ésta [la atrocidad] y condolida


te tiene sin agrado la sangre humana, que no vees en las aras de
los Dioses de dura piedra las mezclas nefandas que la naturaleza
rehúsa, la tiranía enemiga de toda quietud! ¿Burlas del poder divino
o atropellas con todo lo humano?

Semejantes argumentos esgrime Fernández de


Castro respecto a la invasión definitiva de Navarra que
el rey Católico llevó a cabo en 1512 y los posteriores
intentos del rey Juan Labrit o Juan III de Albret (junto
con Catalina de Foix), ayudado del reino de Francia, por
recobrar el reino. En efecto, recriminando don Gaspar
a la ciega envidia, esto es, a los difamadores del rey
Fernando, y dirigiéndose especialmente contra Du Puy
y los pretensionistas franceses secuaces de De Thou220,
220
A. Ferrari, Fernando del Católico, p. 492.

381
que habían defendido como legítima la causa del rey
Juan III de Albret, proclama que lo lícito y conforme a la
leyes, no era la causa del rey don Juan, sino “el derecho
y sucessión de la infanta doña Blanca” y “de la reina
Germana” de Foix. El caso es que nuestro panegirista,
para justificar la conquista de Fernando de Aragón,
aparte de aludir a la legitimidad de la infanta Blanca
y de la reina Germana, reprocha a Juan III de Albret
su inobediencia a la Iglesia, su carácter conspirador,
su oposición al Papa, su impiedad al prender a un
“obispo embaxador” (Antonio de Acuña), su ingratitud,
su afición a romper la fe o palabra dada y, en fin, sus
artimañas de engañador y simulador, todo lo cual cuadra
perfectamente con los rasgos del príncipe maquiavélico
y supone un ataque directo, no sólo a las aspiraciones
de dicho Juan Labrit, sino también a la defensa de su
causa que habían hecho los políticos “ateístas” franceses.
En todo ello, advierte Ferrari, Fernández de Castro
argumenta, como jurista que era, con razones procesales
y evidencia “una orgánica idea política de justicia”221.
Admirables también le parecen a don Gaspar las
exitosas campañas militares, concebidas por la astucia
del rey Fernando y dirigidas por Gonzalo Fernández de
Córdoba, para expulsar de Nápoles y Sicilia a la dinastía
reinante y, en 1504, a los franceses. La crítica del jurista
novohispano se centra de nuevo contra la envidia de
los “políticos” antifernandinos, cuya sagacidad queda
definida con el oxímoron “ciego lince”, calificativo que
también se puede hacer extensible al rey de Nápoles, pues
también sus acciones son, a la postre, hijas de la envidia.
Así que contra el rey de Nápoles, Fadrique (Federico I), y
contra las aspiraciones de los monarcas franceses, primero
Carlos VIII y luego Luis XII de Francia y Francisco I,
221
Ibid.

382
se dirigen las críticas de don Gaspar, acusándolos de
haberse confederado con los infieles, tanto musulmanes
como turcos, y ser, a la postre, enemigos del catolicismo
y defensores o, al menos, tolerantes con el protestantismo
político. Por ello, hace responsable de las injurias contra
el rey Fernando a toda la publicística francesa222 y
proclama que el rey de Nápoles, como un musulmán
más, es enemigo a un tiempo del turco y de la cristiandad.
Sus interrogaciones retóricas no dejan lugar a dudas de
que los franceses actuaban movidos por la envidia, por la
injusticia y por la impiedad:

¿Es para el rey de Nápoles, como para el soldán, enemigo


común el Turco y el Christiano?... ¿Es conveniencia propia la que
haze con el Turco ya confederado, entregándole en rehenes su hijo,
para franquear el passo contra toda la Chistiandad…? … ¿Es mejor
derecho el de Fadrique que el de Roberto Guiscado y Fernando Rey
de Aragón, éstos arriesgados por el estado de la Iglesia agradecida,
aquél, olvidado del beneficio, retorna odio? ¿Es el de Francia
Christianíssimo en Nápoles y no será el de España Cathólico en una
parte de Pulla y Calabria?

Asimismo, Fernández de Castro, glosando


la última sedición que se levantó en Castilla contra
Fernando el Católico tras haber destituido al Gran
Capitán, la considera efecto seguro de la envidia y de
la impiedad. Y también denuncia la parcialidad de los
“políticos” que en Italia y Francia escribieron contra
Fernando. En efecto, Paolo Giovio, en Le vite di dicenove
huomini illustri (1549), lo había presentado poco más o
menos que como un catalán miserable por el trato que
dio a Gonzalo de Córdoba, alentando así a todos aquellos
que estaban molestos en Italia por la presencia hispánica

222
Ibid.

383
en sus territorios223. Varillas, luego en Francia, escribiría
también para fomentar el descrédito de Fernando el
Católico. Y, así, se dirige don Gaspar directamente contra
la envidia que inspiraron las obras de estos escritores
antifernandinos:

Fatales son tus discursos (no me admiro, que tienes enferma


la voluntad, imán de las potencias), ya los encamines a hazer mal
conformes los príncipes, ya a malquistarlos con los vassallos en las
quejas que tu ambición les persuade. Tiras la piedra y escondes
la mano. Fuera mejor aver desviado tus impulsos de los émulos
del Gran Capitán, terror de las naciones, eterno honor de la de
España, menoscabando su crédito con su rey, que calumniar los
prudentíssimos recatos deste.

Y ahí concluye Fernández de Castro sus


ataques y vituperios contra los enemigos y detractores
del rey Católico en lo podría calificarse como la parte
destructiva de su discurso. Pero reservó la segunda mitad
de su Elogio, unos dos folios y medio, a la redacción de
un encendido encomio del autor de la Perfecta razón de
Estado, nuestro Juan Blázquez, en cuya obra, según don
Gaspar, se describe al auténtico Fernando como príncipe
prudente, cristiano, católico, pacificador y conciliador
(“que redujo a consonancias suaves las voces tantas vezes
destempladas de los grandes poco acordes entre sí y el
pueblo turbulento y mal ajustado”), debelador de los
enemigos de España y de la cristiandad, alabado tanto
por sus súbditos como por los “mejores”. La obra de
Blázquez, calificada por don Gaspar como “colirio” para
los ojos enfermos de envidia, nos muestra la historia real
y auténtica de la grandeza, valor, piedad y prudencia de
Fernando y desenmascara las mentiras y maquinaciones
223
J. L. Palos, La mirada italiana. Un relato visual del imperio español en la
corte de sus virreyes en Nápoles (1600-1700), Valencia, PUV, 2010, p. 158.

384
que los “políticos” maquiavélicos, italianos y franceses,
idearon para desprestigiar al rey Católico, un rey que en
todo actuó siempre de forma justificada, que destacó por
su fe religiosa y católica, que descolló por sus hazañas y
cuyas “reliquias”, prudencia y providencia, tal y como las
describe Blázquez en su Perfecta razón de Estado, se erigirán
como modelos para futuros reyes y como “espejo de
Príncipes y súbditos”:

Sea ya colirio a tus ojos, si no escudo de diamante a tus


impulsos vanos, quando no la veneración de tanto Príncipe, este
volumen de fondos y quilates preciossísimos. Desembuélbele curiosa,
que tantas luces tiene quantas letras y rayos que pueden deshazer
tus máquinas contra un piadoso y valeroso Príncipe, que supo
serlo, y dar a entender que lo sabía. Cuya justificación admirarán
los siglos; cuya religión y fe no conocerán mayor; cuyas hazañas
serán su mausoleo y eterna maravilla; y cuyas reliquias, prudencia y
providencia pueden ser espejo de Príncipes y súbditos.

Y así, Fernández de Castro, aclara, en su tono


panegírico, que no había otro escritor mejor que Juan
Blázquez para restaurar el buen nombre de Fernando el
Católico. De este modo, proclama a nuestro autor, frente
a los tendenciosos “políticos” de las naciones extrajeras
(“véolas conspiradas”, dice don Gaspar), como el
representante de la verdadera “política y Perfecta razón
de Estado”. Y lo que más alaba en su libro es, por un lado,
la gravedad y variedad de la materia, pero, por otro, sobre
todo el peso de sus sentencias, su conceptismo, su estilo
lacónico y ático y su erudición romana, a lo que nosotros
añadiríamos su dominio de los textos bíblicos. Es, en
suma, el espíritu neotacitista de Blázquez Mayoralgo el
que cautiva a su panegirista, el haber sabido escribir una
historia que, lejos de la adulación, según don Gaspar, nos
ofrece una visión realista y católica del príncipe y de su
política. Por ello, se elogian las ajustadas descripciones

385
que Juan Blázquez hace de las advertencias y desengaños
del príncipe y de los súbditos, y cómo supo penetrar en
los arcana imperii, expresión que hizo famosa Tácito (Ann.
2.36; Hist. 1.4) para referirse a los secretos del poder o
a los principios del poder o del Estado, pero también
a los entresijos e intrigas palaciegas y a las dobleces de
los gobernantes. Por ello, resaltando su Neotacitismo,
lo califica de “Tácito español”, pero añadiéndole el
apelativo de “piadoso”, matizando así que no se escuda
bajo la piel de Tácito para encubrir su maquiavelismo o
su impiedad:

¡O, que bien que describe las advertencias y desengaños de


ambos [del Príncipe y de sus súbditos] nuestro autor Juan Blázquez
Mayoralgo, Tácito español y piadoso destos tiempos… Penetró bien
nuestro autor los secretos y cuydados palaciegos, donde tanto suele
parecer uno y ser otro.

Y esto último, visto como la virtud principal de


nuestro humanista, unido a todo lo antedicho, hacen
proclamar a Fernández de Castro su convicción de que
“mil vezes leýdo este volumen mil vezes es agradable”,
añadiendo en primera persona: “La eternidad le prometo
al genio y ingenio de su autor y a ti, o lector, el mejor día
el de su lección”.
Ahora bien, la consonancia entre elogiador y
elogiado se entiende perfectamente cuando descubrimos
que el oidor novohispano, sagaz observador del apreciado
espíritu neotacitista de Blázquez, es también él afecto
a la corriente del neotacitismo americano. En efecto,
como jurista que es, Fernández de Castro se implica en
los sucesos históricos que glosa y sus argumentaciones
están fundadas la mayoría de las veces en razones de
legitimación procesal, citando profusamente fuentes
jurídicas que avalan sus interpretaciones históricas.

386
Así, efectivamente, en el ingente aparato de notas
que acompaña a su Elogio apologético, aparecen citados,
entre otros, Palacios Rubios (De retentione regni Nabarrae),
Solórzano (De Indiarum iure), López Bravo (De rege), Mario
Giurba (Consilia seu decisiones criminales), el Dr. Navarro,
Bodino (aunque para censurarlo), Juan Estéfano
Menocchio (Hieropoliticon), Octaviano Cacheranus
(Consilia sive responsa; Disputatio an Principi Christiano fas
sit… foedus inire cum infidelibus), Wendelinus (Doctrina
politica), Carlos Escribanius (Institutio politica), José Micheli
Márquez (Momus) y, en fin, su propio hermano Nicolás
Fernández de Castro (Exercitationes Salmanticenses). Pero,
como apologista, tanto del rey Católico como de la
obra de Blázquez, el autor clásico más citado es Tácito,
al que en tan corto discurso remite en sus notas hasta
en veinticinco ocasiones. Demuestra, por tanto, no
sólo ser un avezado jurista, sino también un destacado
neotacitista, al igual que su admirado Blázquez.
Este Elogio apologético, en fin, ofrece para Ferrari
una visión del príncipe más emparentada con Baltasar
Gracián que las de Blázquez y Francisco de Samaniego
en su Memorias augustas224. En cambio, en opinión de
Cárdenas, el texto de Fernández de Castro es fiel reflejo
del pesimismo antropológico y existencial que caracteriza
tanto a Gracián como, en general, a todo el Barroco
español. Y, como muestra de ello, resalta la acritud que
se respira en todo el Elogio, centrado, como hemos visto,
en la envidia de los émulos, en la suspicacia del príncipe,
en las advertencias a éste sobre los recelos y traiciones
de parte de sus iguales y súbditos, en el carácter belicoso
de la humanidad, cuya política no es más que guerra y
destrucción. Asimismo, insiste Cárdenas en la resignación
(neoestoica) y visión fatalista con las que don Gaspar
A. Ferrari, Fernando del Católico, p. 490.
224

387
aconseja un cierto pragmatismo en su doctrina política.
Además resulta muy valioso el vínculo que este jurista
novohispano establece entre el fernandismo español y el
tema americano, pues mientras que Blázquez no hace ni
una mención al descubrimiento y conquista de América,
Fernández de Castro le dedica más de una página y lo
incluye entre las conquistas memorables que hicieron de
Fernando un gran caudillo, un excelente político y un
piadoso rey evangelizador225.
No obstante, aun siendo verdad que todo ello se
da cita en el Elogio apologético de Fernández de Castro,
creemos que por lo que más destaca dicho discurso es
por las argumentaciones jurídicas con que documenta
y justifica las acciones de Fernando de Aragón y, sobre
todo, por estar escrito, quizás queriendo rendir honores
a su amigo Blázquez, con el mismo estilo conceptista e
idéntico espíritu neotacitista que su homenajeado exhibe
en su Perfecta razón de Estado. Este Elogio apologético sería,
pues, una muestra más del Neotacitismo novohispano.

2. Pedro Porter Casanate y sus Sentencias

Procedente de una familia que desde el siglo


XIII había ocupado diversos puestos gubernativos
y eclesiásticos en el reino de Aragón, Pedro Porter y
Casanate, el segundo de los siete hijos nacidos de Juan
Porter y Esperanza Casanate, nació en Zaragoza y allí fue
bautizado el 30 de abril de 1611. El padre desempeñaba
entonces el oficio de asesor de justicia en el Pirineo de
Huesca y llegó en 1622 a ejercer como abogado fiscal del
Reino de Aragón.
Dos de sus hijos se doctoraron en Leyes por la
Universidad de Zaragoza, centro universitario donde
S. Cárdenas, “Juan Blázquez Mayoralgo”, p. 42.
225

388
también estudió nuestro Pedro Porter, si bien decidió en
1627 seguir la carrera militar e ingresó en la compañía
del capitán Gaspar de Carasa para servir en la Armada
Real. Tomó parte ese mismo año en la guerra contra
Francia y en 1628, a las órdenes del almirante don
Francisco de Vallecilla, sirvió en su armada para proteger
los galeones de plata de las Indias de los ataques turcos.
Durante los años 1629-1630 hizo su primer viaje al
Nuevo Mundo y sus buenos servicios en la armada contra
los ingleses le valieron el ascenso a alférez en 1631. En
1632 embarcó de nuevo a Indias en la flota del azogue
y a su regreso a España en 1634 fue nombrado capitán
de mar y cabo de infantería del navío San Antonio,
embarcando a la Isla Margarita y Cartagena de Indias
para recoger los impuestos de aquellos lugares.
Además de marino, fue también un destacado
explorador y, así, en 1635 ofreció sus servicios al marqués
de Cerralvo, virrey de Nueva España, para hacer nuevos
descubrimientos en las Californias, pero sus licencias le
fueron revocadas y sus planes se vieron fracasados por
diversos motivos. Regresó a España en 1637 para formular
sus solicitudes directamente al Consejo de Indias, pero fue
capturado su navío por los piratas holandeses. No cejó en
sus intentos de explorar las Californias y consiguió que en
febrero de 1638 le fuera expedida real cédula a su favor
por el virrey de Nueva España, marqués de Cadreita.
En 1640 ya era capitán de mar y guerra y tenía a su
mando el galeón Santo Cristo de Burgos y luego el navío
San Diego, consiguiendo además nueva licencia para sus
incursiones en California. Tras un nuevo viaje a España
e ingresar en la Orden de Santiago en 1641, regresó a
Nueva España en 1643, llegando a Veracruz el 22 de
agosto con la idea de preparar su viaje a las Californias.
Durante el último cuatrimestre de 1643 estuvo, pues,

389
en Veracruz haciendo todo tipo de preparativos para su
misión de descubrimiento: reclutamiento de personal,
compra de provisiones, equipos, marineros, soldados,
misioneros, etc. Se empezaron a construir sus fragatas
en el astillero que para tal fin se había establecido
en el Río Santiago. Marchó de nuevo a Veracruz a
comprar anclas, lonas y jarcia y allí recibió la noticia
del incendio y total destrucción de su astillero y de
los navíos en construcción en mayo de 1644. Tras las
pérdidas sufridas y la búsqueda incesante de fondos para
sufragar los gastos de su expedición, regresó a Sinaloa
en 1647 y retomó la fallida empresa de construcción de
las fragatas. Le fue entretanto encomendado el gobierno
civil y militar de Sinaloa en 1647, cargo que le impidió
sus viajes de exploración hasta octubre de 1648, fecha
en que llegó y exploró la California. Durante 1649-1650
realizó también breves viajes de descubrimiento, pero
sus responsabilidades como gobernador le impedían las
exploraciones en California. Finalmente, en 1652 cayó
enfermo e imposibilitado para sus viajes exploratorios,
fue nombrado en 1655 capitán general interino de
Chile, tomando posesión del cargo en Concepción
(1566) y trasladándose luego a Santiago. Tras diversas
campañas militares contra las tribus hora y mapuche
(1657-1661) y después de haber pacificado la provincia
de Chillón y socorrido a los damnificados del terremoto
de 1657 en Concepción, solicitó la baja en 1659 y pasó
a dirigir extensas campañas contra los araucanos (1660-
1661), pero su salud estaba ya muy maltrecha y acabó
falleciendo en Concepción el 27 de febrero de 1662 a los
51 años de edad.
Además de sus actividades militares, exploradoras y
políticas, mostró un gran interés por la ciencia náutica,
siendo su principal obra escrita el Reparo a errores de la

390
navegación española (Zaragoza, 1634), un libro en el que
aconseja la modernización y revisión de las principales
obras de navegación, incluyendo la cosmografía, y con
el que adquirió notable fama literaria que le permitió
establecer relaciones epistolares con figuras importantes
de la época, tales como Tomás Tamayo de Vargas,
bibliófilo, polígrafo y erudito, Vicencio Juan de Lastanosa,
erudito, coleccionista, numismático y mecenas, Juan
Francisco Andrés de Ustarroz, poeta e historiador, y el
escritor jesuita Baltasar Gracián226.
Vemos, pues, que Pedro Porter fue un hombre
plenamente renacentista y humanista227 por su espíritu
aventurero y viajero y por su destreza tanto en el uso de
la pluma como de la espada. Ejerció una sobresaliente
carrera militar, política y literaria y llegó a ser un enérgico
soldado, marino, geógrafo, explorador, científico y
gobernante.
Pero si estamos hablando de Pedro Porter es porque
era amigo personal de Blázquez Mayoralgo y escribió
unas Sentencias ordenadas alfabéticamente y que sirvieron
de índice temático a nuestra obra Perfecta razón de Estado.
La pregunta pertinente, ya formulada y respondida por
Salvador Cárdenas, es la siguiente: ¿cuándo conoció
Porter a Juan Blázquez, cuánto duró el trato que
mantuvieron, habida cuenta de que el propio Porter
se denomina a sí mismo “amigo de don Juan Blázquez
Mayoralgo”? Como hemos visto en la reseña biográfica

226
Todos los datos han sido tomados de W. M. Mathes, “Datos
biográficos sobre el almirante de las Californias, Pedro Porter y
Casanate”, Estudios de Historia Novohispana 5 (1974), pp. 79-87.
227
Cf. R. M. Pérez Martínez- A. Grageda Bustamante, Las dos
historias de Pedro Porter Casanate, explorador del Golfo de California. Estudio y
edición de dos relaciones manuscritas del siglo XVII, Sonora, El Colegio de
Sonora-Universidad de Sonora, 2012, pp. 49-58.

391
que hemos hecho, Porter estuvo en Veracruz, aunque con
interrupciones, desde septiembre de 1643 hasta 1647,
pasando allí bastante tiempo adquiriendo provisiones
y organizando su viaje a las Californias. Seguramente,
como señala Cárdenas, fue por estas fechas, desde
1643 hasta 1646, cuando conoció al Contador de las
Cajas de Veracruz, con quien necesariamente tuvo
que tratar asuntos económicos y burocráticos al hilo
de los preparativos para sus exploraciones. Suponemos
que de ese trato profesional se pasó al trato personal y
que llegaron a establecer una relación de amistad tan
estrecha como para que Juan Blázquez le encargara la
redacción de estas Sentencias tomadas de la Perfecta razón
de Estado para que sirvieran de índice temático de la
misma, si no es que la iniciativa de escribir estas Sentencias
aforísticas partió del propio Porter y Blázquez accedió a
que aparecieran publicadas precediendo a su obra228.
Como antes vimos, la publicación del libro Reparo a
errores de la navegación española le granjeó a Pedro Porter
cierta fama literaria que le permitió cartearse con algunos
intelectuales españoles de talla importante. En efecto, no
era un desconocido en los círculos literarios de su época:
se le menciona con frecuencia en la correspondencia
entre Uztarroz (cronista de Aragón) y Tamayo de Vargas
(cronista mayor de la Corona en los reinos de Castilla e
Indias). Y será Tamayo de Vargas quien contribuirá al
conocimiento que Porter tenía de la historia de América
y quien le facilitará las relaciones con los cronistas de
Indias, como León Pinelo, a quien conoció y trató en
Madrid. Es posible, entonces, que el interés que Porter
tiene por la historiografía no obedezca sólo a sus deseos
de plasmar por escrito sus viajes y expediciones, sino
que también debió estar motivado por una genuina
228
S. Cárdenas, “Juan Blázquez Mayoralgo”, p. 43.

392
curiosidad que quizás alentaron estos intelectuales con
los que se relacionó. Así, el oscense Juan de Lastanosa,
erudito y mecenas, escribió de Porter que fue “conocido
por sus escritos y hazañas en ambos mares”; y el jesuita
Baltasar Gracián lo cita en su Agudeza y arte de ingenio con
admiración y respeto, considerándolo prototipo de estilo
sentencioso: “Cuando la sentencia es útil, se eterniza
en la memoria. El no menos ingenioso que valiente
zaragozano, el almirante don Pedro Porter y Casanate,
suele decir que para valer, méritos y medios”. Y, por todo
ello, Félix Latassa, en su Biblioteca nueva de autores
aragoneses de 1798, lo tilda de “docto matemático,
náutico y soldado de reputación, que únicamente debió
al mérito sus ascensos”229.
Como señala Cárdenas atendiendo a las diversas
referencias de Gracián a Porter, se puede suponer
que la relación con Gracián, también aragonés, fuera
relativamente estrecha y que fuera el jesuita quien le
imbuyera de esas nuevas corrientes políticas españolas
tan teñidas de neotacitismo y neoestoicismo que luego
observamos en la obra de Juan Blázquez, esto es, que
Porter pudo ejercer de puente entre Gracián y Blázquez
Mayoralgo en la transmisión de dichas teorías de Estado.
La obra que ahora nos interesa de Porter es
precisamente las Sentencias que el almirante escribe para
que sirvan de índice temático de la Perfecta razón de Estado
de Blázquez Mayoralgo, publicada en 1646. Debemos,
pues, pensar que tales Sentencias están escritas en torno
a 1645-1646 y que Porter, para redactarlas, debió leer
algún ejemplar manuscrito de la obra de Blázquez.
El título exacto y completo con que aparecieron estas
Sentencias o aforismos es el siguiente:
229
R. M. Pérez Martínez- A. Grageda Bustamante, Las dos historias
de Pedro Porter Casanate, p. 52.

393
La Curiosa atención del almirante Don Pedro Porter Casanate,
cavallero de la Orden de Santiago, amigo de Don Juan Blázquez
Mayoralgo, entre los muchos avisos Políticos de su perfecta razón de
estado, deducida de los gloriosos hechos del Señor Rey Don Fernando
el Catholico, observó estas Sentencias por dignas de Índice, y de
estar en la Memoria por Notables.

Aparecen estas Sentencias inmediatamente después


de los “yerros de la impresión” y antes de la dedicatoria
de Blázquez “Al rey nuestro señor”, ocupan un total
de treinta y tres folios a doble cara sin paginar y están
ordenadas alfabéticamente para servir de índice,
resumen, compendio o guía al lector y facilitar la lectura
de la Perfecta razón de Estado de Bláquez. La crítica le
ha dedicado poca atención y, así, Ferrari apenas si la
menciona para restarle valor y decir de estas Sentencias
de Porter que, “entre los muchos avisos políticos que
se le dan a esta obra y que le preceden, no tienen un
superior valor al de su propio esfuerzo, obligado en libro
de tanta ambición como el referido”230. Tan sólo Viejo
y Cárdenas le dedican algunas páginas y ponderan el
valor intrínseco del esfuerzo sentencioso y compilatorio
de nuestro almirante231.
Si analizamos las Sentencias en sí mismas, efectivamente
no podemos conceder a Porter ningún mérito creativo ni
230
A. Ferrari, Fernando el Católico, pp. 464-465.
231
J. Viejo Yharrassarry, “Razón de Estado católica y Monarquía
hispánica”, Revista de Estudios Políticos 104 (1999), pp. 233-244;
S. Cárdenas, “Juan Blázquez Mayoralgo”, pp. 43-45; ídem, “La
‘Rueda de la fortuna’: un emblema del estado moderno en los arcos
de triunfo novohispanos”, en H. Pérez Martínez- B. Skinfill Nogal
(eds.), Esplendor y ocaso de la cultura simbólica, Zamora, Mich.- México
D.F., El Colegio de Michoacán- Consejo Nacional de Ciencia y
Tecnología, 2002, pp. 285-302, concretamente p. 287.

394
literario, pues las sentencias o aforismos, muchos de los
cuales parecen auténticos refranes y podrían integrarse
en el género paremiológico, están tomadas literalmente
del texto de la Perfecta razón de Estado de Blázquez y se
les añade incluso el número de folio de la obra donde
aparecen. En este sentido, Porter no realiza más que un
índice o tabla de materias, ordenadas alfabéticamente y
con indicación del folio donde se encuentran ubicadas.
No obstante, la labor que efectúa el almirante Porter
tiene un gran mérito y valor, si no como literatura propia
y original, sí como selección. En efecto, el auténtico
mérito radica en haber sabido entresacar, de la ingente
cantidad de hechos históricos narrados, la doctrina
política de la razón de Estado en la concepción de Juan
Blázquez Mayoralgo, procediendo luego a seleccionarla
y reducirla a sentencias, máximas, aforismos y refranes,
para que de este modo, casi sin necesidad de tener que
leer la obra de Blázquez, el lector tenga a mano una
especie de prontuario o “catecismo” de la verdadera y
católica razón de Estado.
La influencia de Gracián es palpable en el mismo
título que Porter pone a su colección: Sentencias, pues,
como antes vimos en la cita de Gracián que ofrecimos,
el jesuita entiende la sentencia como pensamiento
profundo y agudo, “cualquier sentencia es concepto”
y dedica todo el discurso XXIX de su Agudeza y Arte de
ingenio a la “agudeza sentenciosa”. También, en fin, para
Porter sus Sentencias tomadas de la obra de Blázquez son
conceptos y agudezas. Y es que, como también decía
Gracián, la sentencia es una herramienta útil para
transmitir conocimiento, pues se retiene fácilmente en
la memoria mucho “concepto” en pocas palabras. De
hecho, era un recurso educativo muy empleado por los
humanistas para facilitar la enseñanza de las artes, un

395
medio de aprendizaje en el que tomaron por modelo los
Apotegmas de Plutarco y a sus seguidores renacentistas,
especialmente a Erasmo. Así no es difícil encontrar
traducciones o libros originales que lleven en el título los
términos “dichos”, “sentencias” o “agudezas”, como,
por poner sólo un par de ejemplo, la versión de Juan de
Jávara de la obra de Plutarco traducida por Erasmo se
titulaba: Libro de vidas y dichos graciosos, agudos y sentenciosos,
de muchos notables varones griegos y romanos… en los quales
se contienen graves sentencias e avisos no menos provechosos que
deleytables (1549); y la traducción de Támara apareció
como Libro de Apothegmas que son dichos graciosos y notables
de muchos reyes y príncipes illustres….que bien hablaron para
nuestra doctrina y exemplo (1549). Y, como éstas, se publican
muchas obras con títulos semejantes durante los siglos
XVI y XVII en España. Se comprueba, por tanto, que
la finalidad de las sentencias o aforismos era claramente
didáctica, donde se daban lo utile y lo dulce, esto es, la
enseñanza deleitable, provechosa y ejemplarizante.
Pues bien, fue este género literario de la sentencia del
que estamos hablando un medio muy utilizado por los
autores neotacitistas y también, por influjo de Lipsio, por
los neoestoicos para la enseñanza de la teoría política232. Y
es que era una forma muy cómoda y rápida de aprender
los rudimentos políticos, sin necesidad de tener que leer
atentamente los gruesos volúmenes dedicados al tema.
Así, por ejemplo, si queremos conocer qué se entiende
por “razón de Estado”, no tenemos más que irnos a la
letra R y allí encontramos hasta diez entradas, donde se
nos ofrece la definición del concepto y la diferencia entre
las buenas y las malas. La definición es la siguiente:

Razón de estado: no es otra cosa que una disciplina de

232
S. Cárdenas, “Juan Blázquez Mayoralgo”, p. 44.

396
experiencias que abraza el entendimiento, o por la lección que
persuade muda, o por las materias que enseñan vivas, fol. 8.
Razón de estado: aquella es buena que sigue las leyes de justicia
para acertar y no las del engaño para perderse, fol. 8.
Razón de estado grande en los reyes: ser dueños de su poder
para que oprima el respeto lo que puede turbar la cavilación, fol. 26.
Razón de estado afrentosa en un rey: hazer vicio de la verdad,
aviendo de resplandecer en él las virtudes por exercicio, fol. 74.

Y, efectivamente, como señala Cárdenas, dado que


Porter toma sus máximas literalmente de Blázquez, tan
sospechoso aparece el almirante como el contador de
Veracruz en muchas de estas sentencias, donde resulta
difícil discernir el arte de la guerra del prudencialismo
político. También en Porter, como en Blázquez,
encontramos avisos maquiavélicos velados bajo el manto
del neotacitismo y del neoestoicismo, como cuando
se recomienda al gobernante, si no el engaño ni la
simulación, sí la disimulación justa y prudente:

Disimulación justa en el príncipe: tanto le acredita de cuerdo


como después le haze temido, fol. 10.
Disimular combiene con prudencia lo que se puede aventurar
por jactancia, fol. 86.

Asimismo, se habla profusamente de la paz y de la


guerra, pues para ambos autores, Porter y Blázquez,
la conservación de la paz es el principio de toda razón
de Estado. El tema de la fortuna, muy importante para
Maquiavelo y los preceptistas políticos barrocos, recibe
también una gran atención en las Sentencias de Porter,
con catorce entradas, pues Blázquez se refiere a ella
en numerosas ocasiones: se ofrece su definición y se
descubren las dos armas con que puede ser vencida, la
virtud moral y la táctica calculada. También tenemos
más de cincuenta entradas para la idea de príncipe que

397
concibe Porter y, por ende, Blázquez: un príncipe justo,
prudente, religioso, indulgente, caritativo (“Príncipe
grande el que acoge en la conmiseración la voz del pobre
que le llama y la desdicha del afligido que le imboca, fol.
49”), querido por sus súbditos, que guarde siempre la fe
o palabra dada, pero que sepa también usar el disimulo
en beneficio del Estado (“Deve esconder en su pecho con
recato el intento que puede dar prevención al enemigo,
fol. 35”), pacífico (“Príncipes cathólicos más obligados
están a solicitar la paz que impedirla, fol. 17”), promotor
de una libertad sustentada en la paz y en la justicia (“Si no
rige en paz, si no govierna con la justicia, no es príncipe,
sino tirano, fol. 63”) y, en fin, un príncipe que se erija en
el fundamento y sostén del Estado.

3. Las Memorias Agustas de Francisco de


Samaniego

Francisco de Samaniego y Tuesta, según él mismo


cuenta, había nacido en 1598 en Caicedo, no muy
lejos de Vitoria, en la diócesis de Calahorra, provincia
de Álava, en una familia noble. Estudió Derecho en la
Universidad de Salamanca, donde obtuvo en 1620 el
grado de bachiller. Intentó también, con la ayuda de su tío,
el licenciado Juan de Samaniego, consejero de Castilla,
optar a una beca del Colegio Mayor de Santa Cruz de
Valladolid, pero la muerte de su tío en 1622 malogró sus
aspiraciones. No obstante, las influencias de otro de sus
parientes, el Dr. D. Pedro Hurtado de Gaviria, miembro
del Consejo Supremo de la Inquisición, le facilitaron
la entrada en el Colegio Mayor de la Universidad de
Osuna, donde obtuvo sus grados superiores de licenciado
y doctor y enseñó por algún tiempo derecho canónico y
civil.

398
En 1629 fue nombrado Relator en la Sala del
Crimen de la Audiencia Real de la Ciudad de México,
un puesto modesto y retribuido sólo con 500 pesos de
oro común, mientras que los ocho oidores y los dos
procuradores ganaban 3000 pesos anuales. Catorce
años estuvo Samaniego ocupando este cargo sin lograr
ningún ascenso, por lo que regresó a España en 1643
para hacer valer sus servicios prestados y reclamar el
merecido ascenso. Su estancia en España fue breve (de
agosto de 1643 a abril de 1644), pero fructífera, pues en
1645 fue propuesto Samaniego por el Consejo de Indias
para un puesto de auditor o procurador en la Audiencia
de Manila y, finalmente, el 23 de septiembre de 1645, fue
nombrado fiscal de Manila por el rey Felipe IV, aunque
él no se enteró de su nombramiento hasta el 29 de
enero de 1646 por una carta que le envió a México Juan
Bautista Sáenz Navarrete, secretario para Nueva España
en el Consejo de Indias. No obstante, no tomó posesión
de su cargo hasta 1649, tres años y medio después de su
nombramiento, por una serie de dificultades en los enlaces
marítimos entre Nueva España y el archipiélago233.
No cabe duda de que los ascensos en su carrera
administrativa, política y judicial se vieron beneficiados
por el mérito de sus escritos. De hecho, tenemos
un escrito suyo pidiendo merced al monarca Felipe
IV, alegando los méritos y motivos en que funda su
solicitud: Memorial al rey n. s. d. Felipe Quarto, ¿México,
1637? Y es que Samaniego era experto, no sólo en
cuestiones jurídicas (como lo muestra su publicación De
la irregularidad de ilegitimidad, sobre que siendo occulta pueden
dispensarla los señores obispos, conforme al santo concilio de
233
Datos tomados de J. P. Berthe y M. F. G. de los Arcos, “Les Iles
Philippines, ‘Troisième Monde’, selon D. Francisco de Samaniego
(1650), Archipel 44 (1992), pp. 141-152.

399
Trento, México, 1645), sino también un especialista en
panegíricos. Así, escribió un discurso fúnebre a la muerte
de Francisco Gómez de Sandoval y Padilla, II Duque
de Lerma (1625-1635), el nieto del primer ministro y
valido de Felipe III, titulado Oración fúnebre a la muerte del
excelentíssimo señor don Francisco de Sandoval, Padilla y Acuña,
México, en la imprenta de Francisco Salbago por Pedro
de Quiñones, 1636. También para el obispo de México,
Manso y Zúñiga (1587-1656), redactó Samaniego un
discurso encomiástico, titulado: Panegírico al ilustríssimo
señor don Francisco Manso y Zúñiga, arzobispo de la ciudad
de México, metrópoli y corte de la Nueva España, México,
en la imprenta de Pedro Quiñones, 1637. Y, en fin, un
Elogio a las letras, prudencia y virtud del Doctor Juan Rodríguez
de León, Canónigo de la Santa Iglesia Catedral de Tlaxcala en
Nueva España, México, 1639, en el que confiesa hallarse
compenetrado literariamente con Rodríguez de León,
calificado por Ferrari como el “más barroco escritor de
Méjico” e iniciador de los “panegíricos augustos” en
aquellos territorios234.
Asimismo, compuso un tratado sobre El Primipilario,
su origen, significación, ocupación y privilegios, México, 1640,
obra erudita y que le valió luego en 1648 los elogios de
Juan Solórzano Pereira en su Política Indiana, calificando
así al autor y a su libro:

“… y novíssimamente el Licenciado Don Francisco de


Samaniego, Fiscal meritíssimo de las Islas Filipinas, en un particular
y docto tratado, que ha impresso de este argumento”235.

Y también cultivó el género poético en su Elogio a la


234
Las referencias exactas de todas estas obras las ofrece A. Ferrari,
Fernando el Católico, pp. 466-467.
235
Juan Solórzano Pereira, Política Indiana, libro VI, cap. 15, p. 529
de la edición de Amberes, H. y C. Verdussen, 1703.

400
hermosura de Amarilis y amores castos de Adonis, México, por
Francisco Robledo, 1643. El asunto del citado poema
Adonis eran sus castos amores con una sobrina que
trajo de España a México, con la que pensaba casarse,
pero que falleció poco antes del matrimonio, lo que dio
motivo a Samaniego a escribir otro opúsculo236 titulado
Nenias fúnebres, en la muerte de Doña Elena de la Vega Samaniego,
que murió en México, México, 1642237, aunque realmente
estaba escrito en latín y su título exacto era: Novendialia
manium nobilissimae Helenae a Vega Samaniego, quam pulcra,
sed importuna mors, in ipso aetatis limine, vix mundum ingressam,
primae crepuscula vitae, nondum floribus iuventae vestitam, pridie
nonas aprilis anni MDCXLII, Mexici, 1642, “una elegía en
versos latinos a la memoria de una sobrina con quien el
autor iba a casarse”238, uno de los poquísimos poemas
erótico-amorosos publicados en México durante la
dominación española.
Pero nosotros estamos hablando de Francisco de
Samaniego porque era amigo personal de don Juan
Blázquez Mayoralgo y, a instancias de éste o por propia
iniciativa, escribió un nuevo panegírico, el último suyo que
conocemos, del rey Fernando el Católico y de su amigo
Juan Blázquez. Tal panegírico aparece anejo a la Perfecta
razón de Estado, al final del volumen, inmediatamente
después de las “materias” del libro, consta de quince
folios a doble cara y está dividido en parágrafos, sumando
un total de 104 párrafos. Este panegírico supone, a
juicio de Ferrari y Cárdenas, una especie de “segunda

236
J. M. Beristain de Souza, Biblioteca Hispano Americana Septentrional,
México, oficina de D. A. Valdés, 1819, pp. 214-215.
237
A. León Pinelo, Epítome de la Biblioteca oriental y occidental, náutica y
geográfica, Madrid, en la oficina de F. Martínez Abad, 1737, I, c. 766.
238
F. Pimentel, Obras completas, México, Tipografía Económica,
1903, IV, p. 127.

401
introducción” de la obra de Blázquez y un texto con
entidad suficiente para erigirse en libro aparte, tanto
por su extensión, como por su singular metodología y
doctrina respecto al volumen de Blázquez239. Su título,
largo en exceso, pero muy significativo de lo que es el
texto, es el siguiente:

Memorias Agustas al más soberano Príncipe que ha merecido


España, el Rey Don Fernando el Cathólico, Quinto de Castilla,
Segundo de Aragón y Primero de todo el orbe, Panegirizábalas Don
Francisco de Samaniego, Relator en la Sala del Crimen Audiencia
Real de México, gloriando lo admirable de sus virtudes, aplaudiendo
los aciertos de sus execuciones, vitoreando los laureles de sus triunfos,
recordando los sucesos de su Reynado, jurisprudenciando lo mucho
de sus méritos y cortejando la Perfecta razón de Estado, que
con tan dichosos estudios y acertados periodos a impresso, llebado
de su devoción, Don Juan Blázquez Mayoralgo, hijo de la
Villa de Cáceres, Primogénito de Minerba, Año de 1645, a 27 de
diziembre.

A ello acompaña el texto latino Super aspidem et


basiliscum ambulabis et conculcabis leonem et draconem, Psal.
90. Dicha cita latina de los Salmos nos muestra ya la
visión que Samaniego tiene de Fernando, el rey que
“andará sobre áspides y basiliscos y hollará a los leones y
dragones”. Y el título de la obra, en su conjunto, avanza
de forma clara lo que va a ser la tónica dominante de
estas Memorias Agustas, la estimación más idealizada,
la ponderación más vehemente, la exaltación más
febril y barroca de cuantas se han escrito del monarca
aragonés, gloriando, según las propias palabras de
Samaniego, sus admirables virtudes, aplaudiendo los

A. Ferrari, Fernando el Católico, p. 465; S. Cárdenas, “Juan Blázquez


239

Mayoralgo”, p. 40.

402
aciertos de sus ejecuciones, victoreando los laureles de
triunfos, recordando los sucesos (éxitos) de su reinado,
“jurisprudenciando” lo mucho de sus méritos y, en fin,
cortejando, como si de una amable dama se tratara, la
Perfecta razón de Estado de su amigo Juan Blázquez. Y todo
ello en el más alambicado estilo que podamos imaginar,
barroco, lacónico, artificioso, con una prosa concisa
donde la brevitas campea a sus anchas.
Estas Memorias Agustas, de corta extensión, como se
ha dicho, están distribuidas por el propio autor en 104
parágrafos. Y, según ha señalado Ferrari, pueden y
deben dividirse, desde una perspectiva estructural, en
dos partes bien diferenciadas:

1) Una primera parte dedicada a hacer la


semblanza panegírica de Fernando de
Aragón, que ocuparía 75 parágrafos. A su
vez, Ferrari ve en esta parte una estructura
compleja, geométrica y matemática, muy del
gusto barroco, en donde encontramos diez
estimaciones exaltadoras desarrollada cada
una de ellas en siete parágrafos, en los que
hay un primer párrafo que constituye la tesis,
cinco párrafos centrales y demostrativos de la
tesis y un último párrafo que funciona como
conclusión. Tendríamos, así, 70 parágrafos de
exaltación, para concluir esta primera parte
con los cinco últimos párrafos (71-75) en los
que se compara al rey Católico con Fernando
el Santo.
2) La segunda parte de las Memorias Agustas
estarían conformadas por 29 parágrafos,
centrados en la ponderación, no menos
exaltadora y panegírica, de Juan Blázquez y

403
su obra literaria240.

Exaltación de Fernando el Católico


Samaniego concibe su elogio del rey Fernando
siguiendo el quintuplicismo propio de las biografías
barrocas, deteniéndose de este modo en las virtudes,
ejecuciones, triunfos, sucesos (o éxitos y fortuna) y méritos
personales del sujeto biografiado. Y también, desde esa
perspectiva quintuplicista, Samaniego, como él mismo
advierte en el propio título de su obra, procederá a
glorificar, aplaudir, vitorear, recordar y jurisprudenciar
cada una de las diez tesis panegíricas que plantea, en
lo que constituyen, asimismo, las cinco modalidades
metodológicas que el autor emplea y diferencia.
Comienza, por tanto, su exposición por la naturaleza
(nacimiento) e iniciación (comienzos de su reinado en
Castilla y Aragón) de Fernando el Católico, destacando
que su realeza fue única y exclusiva y que, aunque nació
rey, superó a sus antepasados y fue, por sus obras, el
propio artífice de su fortuna y el autor mismo de su dicha.
Así, celebrando el lugar y la fecha de su nacimiento y
el pronóstico y profecía que lo sublimaron, demuestra
Samaniego la singularidad natural y el excepcional
carácter natural que concede a su héroe (1-7) 241.
Asimismo, nos presenta al monarca como “sujeto
de dichas crecidas” desde que su vida política se inició
felizmente en Castilla y Aragón, recordando la idoneidad
de su matrimonio con Isabel de Castilla, que aparece
como mujer amorosa y fiel esposa que sabe retener
para sí lo que es propio de la mujer y dejar al marido
lo que es propio del hombre. Y si sus inicios políticos en

Sobre esta estructura, cf. A. Ferrari, Fernando el Católico, pp. 465-467.


240

241
Las referencias entre paréntesis remiten al número de parágrafo
señalado en el texto original, cuyos folios están sin paginar.

404
Castilla fueron felices, su dicha aumentó con la herencia
de Aragón, concluyendo Samaniego que esta dicha
creciente de Fernando se mostraba ya como una dicha
imperecedera (8-14).
Y pasando el panegirista a las obras y “execuciones”
del monarca, expone que de la perfección de la que
el aragonés estuvo dotado devienen su propia fama
y su historia misma. Así, dice Samaniego, lo han visto
los “políticos bien entendidos”, los filósofos políticos e
historiadores que, como él, circunscriben sus historias
a las cinco esferas de triunfo, felicidad, logro, trabajo y
conservación, porque el papel del buen historiador es
dar luz a la verdad histórica. Se ve, entonces, Samaniego
en la obligación de narrar fidedignamente las obras de
Fernando el Católico, máxime cuando su figura y fama
han sido vilipendiadas por las envidias. Se analiza, pues,
la fama del rey y se concluyen de ella las perfecciones
externas e internas que adornaron al héroe: sus dotes, que
siempre le llevaron a realizaciones felices, le granjearon
la fama, pero también le dieron universalidad a sus
méritos (15-21).
Samaniego termina deificando a su héroe y
llevándolo a la apoteosis, pues entiende que los atributos
de la divinidad son también los de la soberanía,
asegurando en su tesis que Fernando el Católico gozó
de una grandeza inefable, una reputación invariable,
una majestad imponderable, una previsión inspirada
desde el cielo y una resolución que gozaba siempre
del beneplácito divino. Insiste en la inefabilidad de la
grandeza del rey, en la invariabilidad de su reputación y
en su imponderable majestad, para pasar a argumentar
que, asistido, sin duda, por Dios en su previsión y en sus
resoluciones, Fernando obró según Dios. El resultado de
todas estas excelencias fue la fe que tuvo siempre el rey

405
en sí mismo (22-28).
Se detiene luego Samaniego a examinar los triunfos del
rey Católico, valorando sólo aquellos que se debieron a su
talento o a sus exclusivas dotes personales. Así, respecto a
los triunfos derivados de su talento, el panegirista recuerda
primeramente el agudo talento que tuvo Fernando para
elegir a sus ministros y colaboradores, siempre “personas
de letras, satisfacción, méritos y nobleza” (29), tanto
que no le acarrearon nunca ninguna carga, ninguna
injusticia, ninguna novedad, ninguna sedición ni ningún
error, exponiendo así, mediante negaciones, cómo debe
ser un buen ministro. Tales ministros, aclara Samaniego,
sólo le reportaron fidelidades y buenos servicios y, aunque
los detractores de Fernando digan lo contrario, tampoco
sus ministros fueron injustos. Y, de este modo, abordando
nuestro historiador los problemas doctrinales de las
novedades y de los ministros y analizando sus causas e
inconvenientes, acaba ocupándose de las sediciones, cuya
responsabilidad recae en muchos casos en los mismos
ministros. Asimismo, tras el examen del error en política
y de la actitud del monarca ante las razones de Estado, se
concluye que Fernando el Católico supo aprovechar toda
colaboración e incluso supo sacar provecho del propio
enemigo, gracias, claro está, a su propia prudencia y a la
de sus consejeros (29-35).
Pero Fernando de Aragón obtuvo también
renombrados triunfos derivados de sus dotes, que
se manifestaron claramente en sus extraordinarias
resoluciones políticas, todas ellas, siguiendo el
quintuplicismo normal de la obra, templadas, respetadas,
asistidas, previsoras y cordiales. Todas sus resoluciones,
por tanto, fueron tan sobresalientes que por ello fueron
exitosas y felices y lograron trascender al mundo de sus
seguidores, pues el rey Católico “sabía que hacer odioso

406
al enemigo entre sus mismos vasallos, era lo mismo que
quitarle el reino” (42). Y termina la conclusión de su tesis
reflexionando sobre la tiranía con unas ideas que, en
palabras de Ferrari, pueden ser “quizá de las más agudas
que sobre la misma se hizo en el barroco español”242 (36-
42).
La siguiente tesis que sostiene Samaniego es que
el reino de Fernando se sostuvo con los puntales de la
majestad y del respeto que devinieron, a la postre, en
los “sucesos” y en la continuidad de su reinado, pues
el monarca supo ganarse la inclinación de todos por
ser siempre asequible, afable, claro, grande, poderoso
y triunfante, tanto para sus contemporáneos, súbditos
y enemigos, como para la historia. Ahí residía su
grandeza. Y es que su claridad, lejos de la doblez de
otros príncipes, y su grandeza están fuera de discusión,
por lo que Samaniego rehúsa entrar en discusión con
sus detractores, “contra aquellos políticos ateístas que
malquistan acciones del Rey tan soberano y grande, pues
la valentía no consiste en arrojarse a los sucesos, sino en
saber usar bien de la fuerza” (46). Su poder era igual a
su grandeza y tenía por timbre “prudenciar y reñir con
razón” (47). Fernando el Católico triunfó en esta lucha
por la verdad y sobre su majestad (43-49).
La majestad de este monarca, argumenta Samaniego,
fue continua y permaneció inalterable y, por el ejemplo
que daba de sí mismo, sin mostrarse nunca altivo,
descortés, menospreciador, impaciente ni desalentado,
supo hacerse respetar de los demás reyes e incluso llegó
indirectamente a enmendarlos, haciendo de tal “suceso”,
es decir, éxito, la mayor gloria de su vida. Y es que,
señala el panegirista, haciendo del monarca aragonés
un auténtico neoestoico, si por algo destacaba Fernando
242
A. Ferrari, Fernando el Católico, p. 478.

407
era por su paciencia y resignación (patientia), aun rodeado
de enemigos e incomprensiones, y por su perseverancia,
firmeza, tenacidad y constancia (constantia), dando de sí
un ejemplo digno de ser seguido por los demás reyes de
su tiempo y más aún por sus descendientes españoles
(50-56).
Pasa, entonces, Samaniego a ocuparse de su siguiente
tesis: los méritos eternos, trascendentes e invariables
del monarca, entre los que destacó la entereza con la
que sabía lidiar, por el lado positivo, con la adulación
y, por el lado negativo, con las adversidades, las
injurias, las amenazas, la envidia y el descrédito con
que continuamente le zaherían sus detractores. Su
triunfo sobre la labor de descrédito que desplegaron sus
enemigos se vio además favorecido por sus virtudes, por
su potencia, por su firmeza, rectitud y ecuanimidad,
siendo, en consecuencia, superior a todos precisamente
porque siempre sus ejecuciones y cumplimientos fueron
justos. La conclusión inferida por Samaniego es que el rey
Católico se alaba por sí mismo, como Dios, y no necesita
de artificios, arremetiendo contra los infamadores del
monarca y denunciando cómo se sirvieron de la infamia
artificiosa para atacarlo (57-63).
Asimismo, convencido Samaniego de que a Fernando
nada podía dañarlo:

Estos pretestos tenían para confederarse a triunfos tan


merecidos por este gloriosíssimo rey, fingiéndole descréditos asta los
más obligados príncipes; pero de estas dobleces y de las de sus más
vezinos y amigos reyes siempre salió victorioso, siempre triunfando
de todos (64),

se abordan los méritos de su alma de hombre y político,


los méritos activos y operantes con los que se mostró
superior a todos sus contemporáneos: sus virtudes

408
triunfaron sobre los odios ciegos; sus potencias vencieron
sobre los tergiversadores, deformadores y “discursistas”
(66); su firmeza se midió con los “desiguales” (67); su
rectitud, providencia, autoridad en sus palabras y fe en sus
promesas fueron, sin duda, inequívocas; su ecuanimidad
y su trato igual a todos demuestran la superioridad de
los méritos de Fernando. La conclusión, pues, es que el
aragonés fue siempre superior sobre sus contemporáneos
porque siempre cumplió lo que consideró justo (64-70).
La apoteosis, pues, del monarca se impone: Fernando
fue como un Dios en su inmensidad, estimabilidad e
incomprensibilidad y los políticos ateístas que lo injurian
y atacan cometen sacrilegio y están forzados a confesarse
y a cumplir la penitencia para lograr el perdón por
lesionar y profanar a persona tan sagrada.
Y, así, tras estas diez estimaciones tan exageradas e
hiperbólicas, cada una integrada por siete parágrafos,
añade Samaniego la comparación final de Fernando de
Aragón con Fernando el Santo, esto es, con Fernando III
de Castilla (ca. 1200-1252). Como Fernando el Santo,
el aragonés fue renombrado por su inquebrantable fe
católica y, también como su semejante, expulsó de España
a los infieles y levantó templos a Dios. Igualmente, como
el Santo, Fernando el Católico engrandeció sus reinos y
luchó por la unificación de España:

Si en tiempo del Rey don Fernando el Santo se unieron los reynos


de León y Galicia con el de Castilla, en el de este Cathólico rey se
incorporaron en ellos el de Aragón, Valencia, Cataluña, Mallorca,
Nápoles, Sicilia, Cerdeña y Nabarra, todos con tan nobles, fieles y
ricos vasallos… (74).

Y así, a la manera de Gracián y de Juan de Pineda243,


concluye Samaniego que Fernando el Católico debe ser
243
A. Ferrari, Fernando el Católico, pp. 487-488.

409
llamado “Sol” y celebrado como tal, pues lució por todo
el orbe con mayor fuerza que sus contemporáneos y con
mayor gloria para España.
Tras esta exaltación panegírica, caben resaltar varias
ideas. Efectivamente, una de las tesis principales de este
texto es que Fernando fue el artífice de su propia gloria.
Asimismo, Samaniego ve y exalta al aragonés como
el fundador del primer Estado moderno de Europa,
entendido como una “empresa racional”, fruto de su
ratio, de su cálculo y de su capacidad para concebir una
organización artificial y política que fuera sustituyendo
gradualmente a la guerra como modo de coexistencia244.
Por ello, destaca Samaniego que la grandeza de
Fernando, aun siendo grande por nacimiento, no se debe
a la nobleza de su sangre, sino a su ratio, virtud adquirida,
prudencia aprendida y habilidad personal para crear
redes de poder:

Nunca fue mérito lo que se granjea con acasos. No ennoblece


las dignidades lo grande, ni soberaniza lo Real los puestos, las
virtudes son las que merecen, los méritos los que aclaman. La más,
según esto, estimable nobleza es la que se granjea por la virtud
adquirida, no la que se recibe de la sangre heredada. Qui maiores
tantum ostendit, de se et virtute sua diffidit. Pares hic omnes natura fecit, virtus
discrimen interposuit… No hay, pues, que agradecerle tanto al que
nació Rey, como al Idalgo que supo adelantar a sus padres medras
y a sus abuelos mejoras: Regem nasci nihil magni est, at regno dignum se
praestitisse maximum. Multo enim praeclarius est meritorum, quam tropheorum
gloria florere (1-2)245.

244
S. Cárdenas, “Juan Blázquez Mayoralgo”, pp. 40-41.
245
La primera cita latina: “Quien sólo muestra a sus antepasados,
desconfía de sí mismo y de su virtud. En esto la naturaleza nos hizo
a todos iguales, pero fue la virtud la que estableció la diferencia”,
procede del emblema VII: Probis probari, de los Emblemata politica
de M. Zuerius Boxhornius, Amstelodami, ex officina J. Janssonii,
1635, p. 34. La segunda cita, atribuida a Jenofonte: “Nacer rey no

410
Y es que Fernando es visto por Samaniego a lo largo
de todo el texto como un príncipe nuevo, artífice de su
propia fortuna derivada de sus propios actos, un príncipe
grande por sus méritos personales, en lo que constituye
una visión bastante cercana a la que Maquiavelo, Paolo
Sarpi o Francesco Guicciardini habían ofrecido del
monarca. En efecto, si para Maquiavelo era Fernando
un “principe nuovo”, retratándolo así:

Ninguna cosa le granjea mayor estimación a un príncipe que


las grandes empresas y las acciones raras. Tenemos en nuestros
tiempos a Fernando de Aragón, actual rey de España. A éste se le
puede llamar casi príncipe nuevo, porque de rey débil que era se
convirtió, guiado por la astucia y la fortuna más que por el saber y
la prudencia, en el primer rey de la Cristiandad246,

y si para Guicciardini Fernando sobresale por


sus capacidades, definiéndolo primero como un
“prudentissimo principe” por su “matrimonio certo
fortunatissimo” con Isabel, para luego dedicarle un
retrato que comienza con estas palabras:

Las obras que ha hecho, sus palabras y maneras y la


opinión común que hay de él muestran a un hombre muy sabio247,

es ninguna grandeza, pero distinguirse como digno del reino es la


mayor de las grandezas. Pues la gloria de los méritos florece mucho
más ilustremente que la de los trofeos” está tomada del tratado de
Hernicus Farnesius titulado Diphtera Iovis sive de antiqua principis gloria,
Mediolani, apud H. Bordonum et P. M. Locarnum, 1607, p. 181.
246
Maquiavelo, El príncipe, cap. XIX (trad. A. Cardona): si può
chiamare quasi principe nuovo, perché, d’uno re debole è divenuto per fama e per
gloria el primo re de’ cristiani.
247
F. Guicciardini, Relazione di Spagna, en Scritti autobiografici e rari,
ed. Roberto Palmarocchi, Bari, Laterza, 1936, pp. 125-146; las
citas en pp. 134 y 138: Le opere che gli ha fatte, le parole e’ modi, e la
opinione commune che ne è, mostrano un uomo molto savio. Cf. A. Gargano,

411
para Samaniego, que no deja de ser formalmente
antimaquiavélico y está redactando unas memorias,
no objetivas, sino panegíricas de Fernando, lo más
admirable en el monarca Católico no es tanto su
arte político y su capacidad militar, como su virtud
prudencial y católica, que es más fecunda en éxitos que
la simple razón de Estado proveniente del arte bélico, tal
y como la concebían los italianos. Por eso, Samaniego
pondera la “razón de Estado” del rey católico como más
fructífera que las razones de Estado paganas de Tácito o
las “inhumanas” de Maquiavelo:

No sé qué cariños se tienen las acciones de este Cathólico


Rey entre los políticos bien entendidos. Más razones dizen supo
de estado Cathólicas que Cornelio Tácito gentiles y Machiabelo
inhumanas248.

Samaniego, además, aunque aparentemente critica a


Tácito, muestra actitudes típicamente tacitistas y se erige,
en efecto, como un neotacitista novohispano más, junto
a su encumbrado Juan Blázquez y a sus compañeros
panegiristas Gaspar Fernández de Castro y Pedro Porter.
Y, de esta forma, entiende que la ciencia política cristiana
o perfecta razón de Estado católica se compone, como
ha señalado Cárdenas, de dos partes sustanciales: por
un lado, los principios éticos universales derivados de
los primeros principios y de la sindéresis; y por otro, del
dominio técnico o artístico sobre los acontecimientos

“La imagen de Fernando el Católico en el pensamiento histórico y


político de Maquiavelo y Guicciardini”, en A. Egido- J. E. Laplana
Gil (eds.), La imagen de Fernando el Católico en la Historia, la Literatura y el
Arte, Zaragoza, Institución Fernando el Católico (CSIC), 2014, pp.
83-104.
248
S. Cárdenas, “Juan Blázquez Mayoralgo”, p. 41.

412
(relacionado con el ars belli) o, dicho en palabras de
Samaniego, de un “prudenciar y reñir con razón” (47)249.
Otra idea notablemente desarrollada en las Memorias
Agustas de Samaniego tiene que ver con el arte de la
disimulación como parte de la perfecta razón de Estado.
A Fernando se le presenta siempre subido en el pedestal
neoestoico, sin inmutarse ante los avatares del mundo
exterior, con un señorío singular y una ratio con la que
siempre dominaba sus pasiones e impulsos, lo que le hizo
siempre vencer a las circunstancias y zafarse de los lazos
de los enemigos. Fernando, en el escrito de Samaniego,
se muestra como un iusnaturalista, como un auténtico
neoestoico que ve el orden dinámico del mundo dirigido
por una ley universal, racional, eterna, divina e inmanente
que él, como hombre, aunque casi un hombre divino, va
descubriendo con su ratio y su consciencia. De esa ley,
alma del mundo, lógos o recta ratio, hace derivar el rey
aragonés la ley y la norma. Viviendo, pues, según la recta
ratio, esto es, según la naturaleza y según su naturaleza,
es como Samaniego entiende que Fernando el Católico
tenía un autodominio absoluto que se traslucía en virtud
moral con un sentido útil y pragmático, pues luchando
el rey contra sus debilidades personales y venciéndolas,
actuando siempre según la recta ratio, sus actos fueron
siempre justos por ser también congruentes con la ley
de la naturaleza, lo que no resultaba, en modo alguno,
incompatible con el arte y la práctica, no del engaño o
simulación, sino de la disimulación, que tan importante
es tanto para la guerra como para la política250:

Al tiempo que se sentía menesteroso de todo, acudía con más


valor a su remedio, por no dar a entender a sus enemigos que las
fuerzas se embarazavan en el govierno doméstico: Arte in bello est
Ibid.
249

250
Ibid., p. 43.

413
simulatio tegenda, nam quod caret suspitione est fraudi opportunum (39).

Así que “en la guerra hay que tener arte para saber
ocultar la simulación, pues, cuando el enemigo no
sospecha nada, es el momento oportuno para engañarle”.
Tal es el arte de la disimulación que, según Samaniego,
tan bien ejercía Fernando el Católico, totalmente
compatible con la perfecta razón de Estado católica.
Y esta cita nos lleva a otra cuestión. Todas estas
Memorias Agustas están repletas de citaciones de textos
latinos de autoridad que le sirven a Samaniego para
demostrar sus argumentaciones. La media de citas bien
puede ser de dos por parágrafo, con lo que nos vamos a
una suma de más de doscientas citas latinas en tan sólo
quince folios. Y salvo alguna cita en la que el panegirista
consigna de qué autor está tomada, como, por ejemplo,
una de Justino o alguna de Séneca, el resto de textos
latinos de autoridad aducidos carecen de indicación y
localización, esto es, no se señala de dónde están tomadas
las frases latinas, con lo que, a primera vista, el lector
podría pensar que son textos originales de Samaniego,
pero escritos, no en español, sino en latín. Pero nada
más lejos de la realidad. En algún caso, como la cita que
aparecía en un texto ante transcrito: Qui maiores tantum
ostendit, de se et virtute sua diffidit. Pares hic omnes natura fecit,
virtus discrimen interposuit (1), la sentencia está tomada de
la literatura emblemática, concretamente del holandés
Marco Zuerius van Boxhorn (1612-1653), de su obra
Emblemata politica (Amsterdam, 1635)251.
Pero la mayoría de las veces, por no decir en casi
todas las ocasiones, la fuente latina para las sententiae de
autoridad aducidas por Samaniego es la obra Diphtera

Del emblema VII: Probis probari, de los Emblemata politica de M.


251

Zuerius Boxhornius, Amstelodami, ex officina J. Janssonii, 1635, p. 34.

414
Iovis sive de antiqua principis gloria (Milán, 1607), del autor
belga Henricus Farnesius, Enrique Farnesio o Henri du
Four (ca. 1550 – 1616) natural de Lieja y un reputado
jurista, filólogo, orador y teórico político que enseñó en la
Universidad de Pavía y fue miembro de la Academia252.
Así, sucede, por ejemplo, en la frase latina recién citada y
traducida por nosotros: Arte in bello est simulatio tegenda, nam
quod caret suspitione est fraudi opportunum, que se encuentra
en el libro III, en el apartado De potentia principis, del
libro de Farnesio, con la simple variante de un igitur y
el término Bello en plural: Arte igitur in Bellis…253 En este,
libro, pues, titulado Diphtera Iovis o Sobre la antigua gloria del
príncipe encuentra Samaniego la mayoría de las citas de
autoridad con las que demuestra sus tesis desarrolladas
en español. Debía ver, por tanto, Samaniego a Enrique
Farnesio como un autor tacitista y neoestoico y cuyas
ideas políticas comulgaban con la perfecta razón de
Estado cristiana para tomar de él tantísimas frases latinas.

Exaltación de Juan Blázquez Mayoralgo


El resto de las Memorias Agustas de Samaniego,
cuatro folios con veintinueve parágrafos, se centra en
la laudatio de Juan Blázquez y su Perfecta razón de Estado.
Primeramente, en efecto, se realza la calidad histórica
del libro de nuestro contador novohispano (76-83); luego
se exalta el concepto de razón de Estado que el escritor
ha desarrollado en su obra (84-94); y, por último, celebra
252
Cf. D. Canfora, “Il Vocabolario volgare et latino di Luca Antonio
Bevilacqua: un repertorio pliniano mancato”, en V. Maraglino,
(ed.), La ‘Naturalis Historia’ di Plinio nella tradizione medievale e umanistica,
Bari, Caccuci Editore, 2012, pp. 105-112, concretamente pp. 105-
106; S. Colonna, La Galleria dei Carracci in Palazzo Farnese a Roma: Eros,
Anteros, Età dell’Oro, Roma, Gangemi Editore, 2007, pp. 72-74.
253
Hernicus Farnesius, Diphtera Iovis sive de antigua principis gloria,
Mediolani, apud H. Bordonum et P. M. Locarnum, 1607, p. 378.

415
Samaniego las cualidades personales y literarias de su
admirado Juan Blázquez (95-104).
En primer lugar, Samaniego resalta la importancia
histórica de la Perfecta razón de Estado, pues se trata de
una obra cuyo mayor mérito estriba en haber sabido
justificar los hechos del rey Católico de una forma tan
convincente que, consiguientemente, han quedado al
descubierto los malvados errores de los políticos ateístas.
De hecho, para Samaniego, Blázquez está a la misma
altura literaria e histórica que Plinio o Plutarco: si Plinio
no hubiera escrito su Panegírico de Trajano, no lo veríamos
hoy en día como un emperador “tan justiciero”; si
Plutarco no hubiera escrito la biografía de Alejandro,
no sería actualmente un rey “tan famoso”; si Blázquez,
en fin, no hubiera escrito su Perfecta razón de Estado, no
tendríamos una visión tan positiva y tan justificada
del reinado y acciones de Fernando de Aragón. Juan
Blázquez, por tanto, al escribir la biografía política del
rey Católico, ha sido crucial para que los siglos venideros
tengan una idea ajustada de la grandeza del monarca,
porque, citando de nuevo a Enrique Farnesio, “el paso
del tiempo lo cubre todo y nada pasa a la posteridad sino
lo que se ha transmitido por escrito”254 (76).
Y es que, aunque muchos historiadores han escrito
buenas biografías del rey Fernando, Samaniego, como
buen panegirista, entiende que la mejor es la de Juan
Blázquez, porque con su escrito, y remedando el Exegi
monumentum horaciano (Carm. 3.30), ha erigido al monarca
un monumento más duradero que el bronce, que ni el
tiempo podrá consumir: “a le lebantado en este libro otras
tantas estatuas como se compone de ojas”. Cada hoja de
esta Perfecta razón de Estado es un monumento perenne,
254
Hernicus Farnesius, Diphtera Iovis, p. 130: Omnia obruit aetas, nec
quidquam ad posteros pervenit, nisi quod proditum est literis.

416
una estatua eterna consagrada al “primer padre de la
patria” (77), porque, citando de nuevo a Farnesio, “las
estatuas e imágenes fabricadas en papel y tinta no sólo
representan los cuerpos de los biografiados, sino también
la dignidad y honor de sus espíritus y virtudes255.
Como vemos, el texto de Samaniego está tan
entreverado de continuas citas latinas que hacen difícil
seguir el hilo del discurso. Farnesio, como decimos, es
uno de sus autores preferidos, pero también encontramos
textos tomados de los Politica de Justo Lipsio. Y, así, para
demostrar que la obra de Blázquez es excelsa, no sólo
por la excelsitud de su narrador, sino especialmente por
la grandeza de los hechos narrados, argumenta que
nadie, ni siquiera los detractores de Fernando, podrá
desautorizar las acciones aquí narradas, porque, citando
a Séneca (Epist. 92.18), “las calamidades, los daños y las
vejaciones no pueden contra la virtud más de lo que las
nubes pueden contra el sol”. Quienes lean este libro, por
muy émulos y enemigos que sean del monarca, quedarán
vencidos por la fuerza de la verdad y “an de quedar
leyéndole tan mejorados, que digan con ingenuidad
corteses: Bonum est a veritate vinci” (78). Y ello será gracias
al saber historiográfico de Blázquez, que ha sabido, más
que narrar en su libro la biografía del rey con todo lujo
de detalles, seleccionar las acciones fructuosas que mejor
podían poner de relieve las virtudes del rey Fernando,
porque el sabio no es el que conoce muchos detalles, sino
datos productivos y útiles: Qui fructuosa, non qui multa scit,
sapit (78). Y en ese sentido, sobrepujando Samaniego este
manido tópico, explica que el contador novohispano ha
sabido “esculpir en láminas de oro” las glorias útiles del
rey Fernando, pues, historiador insigne y admirable, ha
255
Hernicus Farnesius, Diphtera Iovis, p. 185: Statuae et imagines cartacae,
non solum sunt corporum simulacra, sed animorum et virtutum insignia.

417
logrado con su “briosa imaginatiba” un justo equilibrio
entre las res y los verba, ha expresado el contenido de los
brillantes hechos históricos del rey con una prosa no
menos lucida, de tal forma que ningún disputador podrá
nunca decir contra Juan Blázquez: “Por todos lados
veo en este libro la verborrea de su autor, pero ni una
gota de sensatez”, que fue precisamente la frase con que
Lipsio criticó a cierto dialogista que había censurado unos
capítulos sobre la religión contenidos en sus Politica:

Con circunstancias para insigne, le sobran méritos para


admirable, de tan merecido aprecio que a sabido vertir, al denuedo
de tan briosa imaginatiba, que no se hallará en él contestura de
un pensar que no se vizarre con las galas de un extraordinario
dezir. Todo es sentencias quando todo es osadías. Ni la lima más
severa hallará qué moder, ni el crisol del más riguroso examen
superfluydades que arrojar. No se hallará dialogista que diga contra
él: Flumina verborum ubique video, mentis vix gutam (79)256.

Y continúa así Samaniego ensalzando las “dulces


proporciones, la atención más remirada y erudición más
estudiada” junto con la “más aliñada frase”, el “más
encumbrado conceto, más alegre la voz, más cortesano el
estilo, más crespa la locución, ni más garboso el discurso”
256
Todos estos argumentos basados en citas latinas de autoridad
han sido tomados de los Politica de Lipsio. La cita de Séneca está en
Lipsio, Polit. 1.1 (p. 262). La frase qui fructuosa… es de Lipsio, Notae
ad Politica (p. 737), que la ha extraído de una anécdota de Aristipo
contada por Diógenes Laercio 2.71: “A uno que andaba orgulloso de
su erudición, le dijo: ‘De igual modo que no tienen más salud los que
comen muchísimo que los que ingieren lo necesario, así tampoco
son inteligentes los que leen mucho, sino los que leen cosas útiles’”
(trad. García Gual, Madrid, Alianza, 2007). La frase flumina… está
en la obrita de Lipsio De una religione adversus dialogistam liber, in quo
tria capita libri quarti Politicorum explicantur, Lugduni Batavorum, ex
officina Plantiana, 1596, p. 4.

418
de la Perfecta razón de Estado (80). Alaba en Blázquez su
conceptismo y tacitismo, su concisa locución, abundancia
de conceptos y sus “abrebiadas muchas sentencias
políticas”, todo ello pasado por el tamiz de “una pluma
tan cathólica, noble, prudente y sutil” que ha sido muy
efectiva para desautorizar “las osadías de políticos tan
desmesurados como leemos en nuestros tiempos” (81).
El libro, en fin, de Blázquez es entretenido, no pesado, y
ofrece advertencias, no lisonjas (82), donde nada sobra ni
falta, pues la virtud misma de este conceptismo del que
hace gala el autor reside en enseñar muchos preceptos
con pocas y apretadas palabras:

Toda la superioridad del escrebir se funda en que pocas palabras


angustiadas enseñen más documentos que muchas esparcidas (83).

Pasa seguidamente nuestro panegirista a encomiar


las razones de Estados argüidas por Blázquez Mayoralgo,
unas razones de Estado auténticas y católicas que
destacan por ser abundantes y provechosas y que saben
denunciar y rechazar los errores de la errónea y fingida
razón de Estado de los políticos ateístas (84). Son las
de don Juan razones de Estado que siguen de cerca la
doctrina católica y que no beben, a juicio de Samaniego,
del espíritu pagano de Tácito, como hicieron otros
políticos malvados y maquiavélicos bajo cuyos aforismos
se esconden doctrinas atroces y ateas. Y culmina su
razonamiento con una cita latina (“Lo que sólo es
placentero o es inútil o dañino”), tomada de otro de sus
autores favoritos, Marco Zuerius van Boxhorn y su obra
Emblemata politica et orationes:

Lo que no se sazonara con exercicio continuo de sucesos,


reduce Don Iuan aquí a términos proporcionados. Pues desdobla en
pocas ojas casos de muchos siglos y, sin perder de vista la doctrina

419
Cathólica, se entra por las puertas de las razones de estado sin bever
(como otros) el espíritu de Cornelio Tácito, con tanta crueldad que
a bueltas de sus Aforismos an impreso desconocidas atrocidades.
Quidquid solam habet voluptatem aut inutile est aut damnosum (85)257.

Y es que aunque Blázquez Mayoralgo y su panegirista


Samaniego son autores neotacitistas y neoestoicos, era
habitual entre algunos moralistas y escritores políticos
del barroco criticar nominalmente a Tácito, a pesar de
que tales críticas eran sólo aparentes y dichos censores
adoptaban en la realidad actitudes típicamente tacitistas.
Así lo hicieron, no sólo Blázquez y Samaniego, sino
también el Padre Ribadeneyra y el mismo Saavedra
Fajardo, pensando que de este modo quedaban libres
de las posibles acusaciones de que empleaban el nombre
y el pensamiento de Tácito, no tanto para dar mayor
realismo a sus planteamientos ético-políticos, como
para encubrir su maquiavelismo258. No hay riesgo de
maquiavelismo, porque estos autores emplean los textos
de Tácito en plena armonía con la doctrina católica, por
lo que son autores plenamente neotacitistas.
Son, por tanto, razones de Estado canónicas y
útiles, pues enseñan a cada estamento o clase social a
cumplir perfectamente con su cometido: a los ministros a
gobernar, a los súbditos a obedecer y, lo más importante,
a los reyes a gobernar tanto sobre los súbditos como
sobre los ministros (86). Y la mayor y mejor razón de
Estado que puede alegarse en favor de don Juan es “aver
procurado industrioso merecerse aclamación y prudente
diligenciarse méritos” (87), pues en su libro se centra en
reivindicar la verdad de las gloriosas acciones del rey
Fernando y en restituirlo de las maliciosas acusaciones
257
La cita se encuentra en M. Zuerii Boxhornii, Emblemata politica et
orationes, Amstelodami, ex officina J. Janssonii, 1635, p. 137.
258
S. Cárdenas, “Juan Blázquez Mayoralgo”, p. 41, n. 71.

420
que le lanzaron los políticos ateos, coronándole con
“alabanzas notorias”, pero “sin notar defectos de
príncipes estraños” (88).
Se queja, en efecto, amargamente Samaniego de
que, si los reyes actuales que rigen Europa (Luis XIII
y Luis XIV de Francia; Carlos I de Inglaterra; los
germanos Fernando II y Fernando III de Habsburgo,
etc.) atendieran e hicieran buen uso de estos avisos que
nos ofrece don Juan, no veríamos tantos enfrentamientos
sangrientos (89). No obstante, el panegirista no quiere
rivalizar con el historiador, pues cree que es ocupación
inútil “añadir volumen a tan christianas y cortesanas
doctrinas” (90), por lo que renuncia a escribir “puntos
ni avisos”, pues no cree que esté a la altura ni de un
rey tan magnífico ni de un biógrafo cuyos estudios
son tan “ingeniosos” y “nobles” (91) y cuyos textos se
caracterizan por estar tan imbuidos de los secretos de
todas las ciencias, expresados con una lengua latina tan
pura, tan elocuente y convincente desde el punto de
vista retórico y dialéctico, que su autor, Blázquez, aun
escribiendo historia, se revela como un auténtico orador,
un agudísimo dialéctico y un profundísimo filósofo (92).
Según Samaniego, Blázquez se erige en el más elevado
escritor de literatura política, en el historiador más
completo y agudo y, en definitiva, en el cultivador más
eximio en lengua castellana (93-94). Pero el panegirista
no expresa todos estos conceptos de forma sencilla, sino
en un estilo altamente alambicado, barroco y plagado
de largas citas latinas, ahora de autores cristianos como
Tertuliano, Casiodoro, Salviano o el propio salmo 90259
259
Las citas son de Tertuliano, De spectaculis 15.3: Vbi studium, ibi
emulatio (92) (“Donde hay empeño, ahí también hay emulación”);
Casiodoro, Variae 11.1.6: Nativi sermonis ubertate gloriatur: excellit cunctos
in propriis, cum sit aequaliter ubique mirabilis. Nam si vernaculam linguam

421
con el que inicia sus Memorias Agustas.
Y pasa finalmente el encomiasta escritor al plano más
personal de su panegírico, a ensalzar la estrecha amistad
que le une con don Juan Blázquez, sin importarle que
puedan decir que sus alabanzas no son objetivas o son
fruto del afecto personal: “No importa ser yo su amigo,
pues saben todos que lo soy de la razón” (95). Nos
presenta así el libro de la Perfecta razón de Estado, aludiendo
a los prolegómenos, esto es, a la dedicatoria “Al rey
nuestro señor” que Blázquez escribe al principio del
volumen y la calificación que del libro hace el también
cacereño Licenciado D. Antonio de Ulloa Chaves,
sin desaprovechar Samaniego la ocasión para elogiar
también a “nuestro invictíssimo Rey y Señor don Felipe
IIII” y ensalzar la alta cualificación en derecho civil de
Antonio de Ulloa, otro amigo novohispano, experto
jurista que llegaría años después a ser gobernador
presidente del Reino de la Nueva Galicia y Presidente de
la Audiencia de Guadalajara260 (95).
Pero lo más importante de esta tercera parte exaltadora

bene nosse prudentis est, quid de tali sapientia poterit aestimari, quae tot genera
eloquii inoffensa exercitatione custodit? (“Es digno de honor por su riqueza
expresiva cuando escribe en su lengua materna, pues supera a
todos en su propia lengua y la domina de tal forma que todos se
asombran. Y es que, si es propio de un sabio conocer bien la lengua
vernácula, ¿qué valor podremos dar a una persona tan sabia que
custodia tantos géneros elocutivos practicándolos de manera tan
correcta?”). Salviano, Epist. 8.1: Legi libros, quos transmisisti, stilo breves,
doctrina uberes, lectione expeditos, instructione perfectos, menti tuae et pietati pares
(“He leído los libros que me enviaste, breves por su estilo, pero ricos
en doctrina, de fácil lectura, pero consumados por sus enseñanzas,
totalmente dignos de tu espíritu y piedad”). Psal. 90.13: Super aspidem
et basiliscum ambulabis et conculcabis leonem et draconem (“Andarás sobre
áspides y basiliscos y hollarás a los leones y dragones”).
260
R. Cruces Carvajal, Lo que México aportó al mundo, México, Ed.
Lectorum, p. 144.

422
de la figura y obra de Blázquez es precisamente los datos
biográficos que el panegirista, como buen amigo que
era del personaje elogiado, nos ofrece. Son datos a los
que hemos de conceder total crédito, por más que no
encontremos en ellos referencias ni fechas exactas y estén
revestidos del ropaje apasionado del encomio. Lo que
hemos de descartar es la apreciación de Cárdenas, quien
afirma que Blázquez Mayoralgo “no fue un humanista
consagrado al cultivo de las letras…, tampoco fue un
universitario ni un orador o un escritor consumado”261,
pues su íntimo amigo Samaniego lo elogia, no sólo como
un destacado escritor de doctrinas políticas, sino como
gran orador y excelente poeta, resaltando su poema
épico titulado La Antuerpia, otro libro también en octavas
reales que lleva por título El Carmelo, otro volumen de
varias rimas y un tratado en prosa cuyo título exacto
desconocemos, pero que, por lo que dice Samaniego,
debía intitularse De los desengaños poéticos o Sobre los tres
estilos, libros todos que están preparados para ser enviados
a la imprenta:

No sólo es don Juan ventajoso en la política y oratoria, sino


también en la poesía… Tres mil octavas tiene en que describe y
historea la conquista de Ambers por el Duque de Parma Alexandro
Farnesio, en que ha gastado veinte años. Otro libro también en
otavas que intitula El Carmelo; otro de varias Rimas, otro en prosa de
los desengaños poéticos, sobre los tres estilos. Todos para dar a las
prensas (96).

Y resalta nuestro panegirista, ante todo, la alta


inspiración poética de don Juan (97-98), destacando
tanto en su faceta lírica, como en su vertiente épica y
bucólica (99). Blázquez, por tanto, sí es un consumado
poeta. De hecho, para Samaniego, que recurre de nuevo
261
S. Cárdenas, “Juan Blázquez Mayoralgo”, p. 27.

423
al elogio enfático propio del encomio, es Blázquez tan
gran poeta cristiano que podría ser comparado con el
propio Homero, con el mártir San Lorenzo, con el poeta
hispano-cristiano Prudencio o con los grandes poetas
latinos, pues igual que siete ciudades pelearon por ser la
patria de Homero (Colofón, Quíos, Salamina, Esmirna,
etc, según Cicerón, Arch. 19), así como las ciudades de
Huesca, Valencia y Córdoba se disputaron la cuna de San
Lorenzo262, del mismo modo que Zaragoza y Calahorra
disputan por ser la ciudad natal de Prudencio263, y de la
misma manera que otros poetas como Virgilio, Ovidio,
Horacio o Marcial declararon en sus escritos el lugar
donde nacieron (100-102), así también, nos aclara
Samaniego, don Juan Blázquez Mayoralgo lo ha hecho
en un soneto que comienza así:

Genil me dio la cuna, antiguo asiento


Cáceres, desde el tiempo de Pelayo,
Alfonso el Nono de León que rayo
El África su estoque vio sangriento, etc. (102),

matizando en seguida que “muchos derechos puede


alegar Granada para que se deba declarar por su hijo y
muchos Cáceres para repetirle por propio” (103). ¿Sigue
Samaniego con el juego poético de las ciudades que
se disputan la cuna de los poetas famosos? ¿Son datos
reales que conocía el autor de estas Memorias Agustas
por habérselo confesado su íntimo amigo? ¿Fueron
a ayudar los Blázquez a la conquista de Granada?
262
Cf. A. Durán Gudiol, “San Lorenzo, arcediano de la Santa
Romana Iglesia y mártir”, Argensola: Revista de Ciencias Sociales del
Instituto de Estudios Altoaragoneses, 27 (1956), pp. 209-224.
263
Cf. A. Ortega Carmona, “Prudencio, el poeta celebrador de los
mártires San Emeterio y San Celedonio”, Kalakorikos 13 (2008), pp.
175-184.

424
¿Proceden los Blázquez de Granada y se asentaron tras
la Reconquista en Cáceres? Nada de ello nos consta. La
explicación creemos encontrarla en que de los Blázquez
hay dos ramas: una andaluza y otra castellana, siendo
los castellanos, con Juan Blázquez a la cabeza, los que
vienen a la reconquista de Cáceres con Alfonso IX,
formando en Extremadura casas ilustres, con los Godoy
en Castuera, con los Mayoralgo en Cáceres y con los
Mogollón en Alcántara, enlazando con el Marquesado
de la Isla264.
El propio Samaniego, en fin, que en la portada
de estas Memorias Agustas que estamos comentando, había
dejado bien claro que Juan Blázquez Mayoralgo era
cacereño y el mejor de los poetas: “Don Juan Blázquez
Mayoralgo, hijo de la Villa de Cáceres, Primogénito de
Minerba”, vuelve a recordarnos al final de su discurso
panegírico, en una especie de Ringkomposition (composición
anular o circular), que merece la primogenitura de las
letras, si bien admite Samaniego que sus apreciaciones
pueden ser subjetivas y fruto de la amistad con don Juan
o de su gusto por la literatura política:

Él ha sabido merecer entre los Caballeros de capa y espada


la primogenitura de las letras. Gloriam literarum deprimimus, cum earum
hostes non debellamus. Qui ergo debitum solvit, nullam liberatitatem exercet.
Verdades son todas que professa mi ingenuidad, llebada o del amor
a su amistad, o del afición a la leyenda política, alius aliis delectatur
negotiis (103)265.
264
Cf. J. M. Lodo de Mayoralgo, “Los Blázquez de Cáceres, los
Mayoralgos y los Ovandos: Estudio crítico sobre su origen y
genealogía (siglos XIII al XV)”, Estudios Genealógicos y Heráldicos 1
(Madrid, 1985), pp. 65-168; y A. Barredo de Valenzuela y Arrojo,
A. Alonso de Cárdenas y López, Nobiliario de Extremadura, Madrid,
Hidalguía, 1996, I, pp. 190-191, s. v. “Blázquez”.
265
La primera cita procede de nuevo de M. Zuerius, Emblemata et
orationes, p. 140: “Abatimos la gloria de las letras, cuando no vencemos

425
4. La Licencia de Antonio de Ulloa Chaves

Don Antonio de Ulloa Chaves y Aponte, Chaves


Orellana y Ponce de León, natural de Cáceres, fue
colegial del Colegio Mayor de Cuenca y obtuvo el grado
de licenciado en la Facultad de Leyes y Cánones de
Salamanca, estando en aquella ciudad desde 1615 hasta
1626266. De fecha de 5 de abril de 1629 conservamos
el Expediente de información y licencia de pasajero a
Indias del licenciado Antonio de Ulloa y Chaves, fiscal
de la Audiencia de Charcas, a Perú, con los siguientes
criados: Miguel de la Corte, natural de Granada, hijo de
Domingo de la Corte y de María Polo; Francisco Martín
de Baeza, natural de Villarramiel, hijo de Alonso Martín
y de Inés de Baeza; Alonso Pérez Cotrina, natural de
Cáceres, hijo de Sebastián Cotrina y de Inés González.
Tiene licencia propia del 30 de junio de 1629267. Una
Real Provisión (24 septiembre de 1632) designa al fiscal
de la Audiencia de Charcas, el licenciado Antonio de
Ulloa Chaves, superintendente de la guerra contra
los indios calchaquíes, quedando el gobernador del
Tucumán (Argentina) subordinado a él en lo militar

a sus enemigos”. La segunda cita es de orden jurídico: “Quien da


justo pago a lo que debe no practica ningún acto de generosidad”.
La última cita es una máxima que deriva de Homero, Od. 14.228:
“Cada cual se deleita con trabajos diferentes”.
266
Cf. A. M. Carabias Torres y C. Möller, “Los estudiantes de
derechos del Colegio Mayor de Cuenca (1500-1845)”, en S. de
Dios de Dios, M. Domínguez-Berrueta de Juan, J. Infante Miguel-
Mota (Coords.), Salamanca y los juristas, número monográfico de
Salamanca. Revista de Estudios 47 (2001), Salamanca, 2001, pp.
69-126, concretamente p. 49.
267
Archivo General de Indias, ES.41091.AGI/10.42.3.197//
CONTRATACION, 5404, N.20.

426
y judicial (diciembre 1632 – junio 1633)268. Realizó
pruebas para su ingreso en la Orden de Alcántara en
1640269. Fue Oidor de la Real Audiencia de México y
llegó a gobernador presidente del Reino de la Nueva
Galicia y Presidente de la Audiencia de Guadalajara en
México (1654-1661).
Así pues, Antonio de Ulloa, también cacereño, como
Juan Blázquez, y jurista reputado, como Fernández de
Castro y Samaniego, debió conocer y tener relaciones
con estos personajes, incluido su paisano Juan Blázquez.
Todos estaban por estas fechas en México, eran
burócratas que ocupaban distintos cargos administrativos
y, posiblemente, profesaban todos parejas inquietudes
intelectuales. No obstante, cuando a Antonio de Ulloa
le remiten el libro de Blázquez para que lo informe y
le otorgue el nihil obstat, lo único que hace es cumplir
con su encargo y emitir “licencia”, fechada el 10 de julio
de 1645, para que pueda imprimirse en México el libro
Perfecta Razón de Estado. Que Antonio de Ulloa y Juan
Blázquez se conocían y tenían cierta amistad se puede
colegir del texto de la propia “licencia” emitida, donde el
puro trámite del informe se convierte en un breve elogio
del autor y de la obra sujetos a examen.
Ulloa, en efecto, comienza haciendo una mera
descripción del libro y, parafraseando el propio título
del libro, estima que los fundamentos de la Perfecta
razón de Estado contra los políticos atheístas están deducidos
de los gloriosos hechos del rey Fernando, unos hechos

268
Cf. M. D. Gómez Tejedor-Cánovas, “Campaña realizada por
D. Antonio de Ulloa y Chaves contra los indios Calchaquíes”, en
Hernán Cortés y su tiempo, Mérida, Editora Regional, 1987, vol. 2, pp.
640-644.
269
Cf. A. Barredo de Valenzuela y Arrojo, A. Alonso de Cárdenas y
López, Nobiliario de Extremadura, vol. 8, p. 29.

427
que, aun a pesar de los envidiosos que han tratado de
vilipendiarlos, se han convertido en eternos y en dignos
de aplauso y de alabanza en todo el mundo.

Ulloa emite un ajustado juicio de los méritos que


atesora el presente libro y los reduce a dos apartados
claramente diferenciados, la perspectiva histórica y la
vertiente ético-política. Desde el punto de vista histórico,
cree Ulloa que la principal aportación del libro ha sido
ofrecer al lector una visión real de las victorias militares
conseguidas por el rey Católico y haberlas limpiado de
los “desengaños” e injurias que muchos políticos ateístas
lanzaron contra ellas. Desde la perspectiva ético-política,
resalta Ulloa que el libro en cuestión pone al rey Fernando
de Aragón como modelo de lo que ha de ser la necesaria
unión entre valor y virtudes, dejando así un ejemplo
digno de ser seguido por todos los monarcas posteriores.
Fernando, entonces, es visto como el monarca ideal que
ha sabido ajustar acciones militares e históricas de gran
altura a políticas virtuosas y católicas.
Destaca también Ulloa el gran mérito intelectual de
Blázquez, pues la redacción de su libro ha necesitado
de un gran estudio previo; resalta la habilidad literaria
del autor para escoger los acontecimientos adecuados a
la materia y cómo ha logrado probar sus tesis, no sólo
científicamente, sino aduciendo “las historias sagradas
por imitación”. Ulloa, entonces, pone de relieve que
el mérito de Blázquez no reside sólo en haber ejercido
como científico historiador, dando fiel cuenta de los
hechos históricos y acudiendo a fuentes taciteas y estoicas
para la demostración de las virtudes del monarca, sino
también en haber probado estas tesis ético-políticas con
textos paralelos tomados de las historias sagradas. Haber
convertido el tacitismo y el estoicismo en neotacitismo y

428
neoestoicismo es lo que Ulloa considera verdaderamente
meritorio.
Alaba también el informante la novedad del estilo
empleado por Blázquez: “lacón por lo sucinto y ático por
lo sustancial”, esto es, barroco, aforístico y conceptista,
estilo en el que considera a Blázquez su máximo
exponente y modelo para futuros escritores en lengua
española.
Se elogia, asimismo, la idea de razón de Estado
aportada por Blázquez, considerando Ulloa que vendrá
a abatir la razón de Estado que en otros escritores
políticos “se ve confundida”. La de Blázquez, pues, es la
razón de Estado buena, verdadera y católica y servirá de
parapeto contra la mala razón de Estado de los políticos
maquiavélicos y ateístas.
Y expresa, por último, Ulloa su orgullo y alegría por
haber visto en el libro de don Juan celebrados los grandes
servicios que su ascendiente el capitán Diego de Cáceres
de Ovando prestó al rey Fernando, interviniendo, por
ejemplo, en la batalla de Toro (1476) al mando de la
caballería. Concluye el informante que, a pesar de
haberse sentido lisonjeado por encontrar en el libro las
alabanzas de su antepasado, la censura que ha emitido
es objetiva y no se ha dejado llevar por la inclinación y
admiración que siente por su autor:

Y aunque la lisonja de ver en lo escrito celebrados los servicios


del Capitán Diego de Cáceres de Ovando, cuyo descendiente soy,
y el Comendador mayor de Alcántara, Nicolás de Ovando, su
hijo270, primero Conquistador y Governador de la Isla Española,

270
El Capitán Diego de Cáceres Ovando contrajo matrimonio por
vez primera hacia el año 1440 en Brozas con doña Isabel de Flores,
dama de la Reina doña Isabel la Católica. De este matrimonio tuvo
cinco hijos. El menor de estos fue fray Nicolás de Ovando, Paje del
Príncipe don Juan, Comendador de Lares en la Orden de Alcántara

429
pudo llevar la afición a apadrinar la censura, dexando esta parte
puede servirse V.E., por lo que el libro contiene, dar licencia que
se imprima a México y Iulio diez de 1645. Licenciado D. Antonio
Ulloa Chaves.

y luego Comendador Mayor de ésta. Por sus relevantes cualidades


los Reyes Católicos le designaron Gobernador de la Española. Fue
fray Nicolás de Ovando, según Bartolomé de las Casas, Primer
Gobernador de Indias. Cf. M. Muñoz de San Pedro, El Capitán
Diego de Cáceres Ovando, paladín extremeño de los Reyes Católicos, Badajoz,
Diputación Provincial, 1952.

430
CAPÍTULO IV

OBRAS MANUSCRITAS
La sola obra Perfecta Razón de Estado de Juan
Blázquez Mayoralgo ya valdría para tildar a su autor de
auténtico humanista, un humanista consumado por el
dominio que muestra de toda la literatura grecolatina,
de los textos bíblicos, de los tratados jurídicos y de las
publicaciones renacentistas y barrocas sobre teoría
política tanto en el ámbito nacional hispano como en el
europeo y novohispano.
Para justipreciar la altura y dedicación literarias
de nuestro humanista hemos de acudir (no tenemos
muchas más referencias donde agarrarnos) a los datos
biobibliográficos que nos ofrece Francisco de Samaniego,
amigo y compañero novohispano de don Juan, pues,
aunque el tono en el que lo alaba en sus Memorias Agustas
es claramente encomiástico, no por ello hemos de
pensar que las noticias que nos ofrece sobre Blázquez
son erróneas o inciertas. Todo lo contrario. Veremos que
decía la verdad.
En efecto, muy importantes, dentro del apartado
de sus Memorias Agustas dedicado a la exaltación de la
figura y obra de Blázquez, son precisamente los datos
biográficos que el panegirista, como buen amigo que
era del personaje elogiado, nos ofrece. Son datos a los
que hemos de conceder total crédito, por más que no
encontremos en ellos referencias ni fechas exactas y
estén revestidos del ropaje apasionado del encomio. Lo
que hemos de descartar es la apreciación de Cárdenas,
cuando afirma que Blázquez Mayoralgo “no fue
un humanista consagrado al cultivo de las letras…,
tampoco fue un universitario ni un orador o un escritor
consumado”271, pues su íntimo amigo Samaniego lo
elogia, no sólo como un destacado escritor de doctrinas
políticas, sino como gran orador y excelente poeta,
271
S. Cárdenas, “Juan Blázquez Mayoralgo”, p. 27.

435
resaltando su poema épico titulado La Antuerpia, otro libro
también en octavas reales que lleva por título El Carmelo,
otro volumen de varias rimas y un tratado en prosa cuyo
título exacto desconocemos, pero que, por lo que dice
Samaniego, debía intitularse De los desengaños poéticos o
Sobre los tres estilos, libros todos que estaban preparados
para ser enviados a la imprenta, pero que, por razones
que desconocemos, no llegaron a ver la luz:

No sólo es don Juan ventajoso en la política y oratoria, sino


también en la poesía… Tres mil octavas tiene en que describe y
historea la conquista de Ambers por el Duque de Parma Alexandro
Farnesio, en que ha gastado veinte años. Otro libro también en
otavas que intitula El Carmelo; otro de varias Rimas, otro en prosa de
los desengaños poéticos, sobre los tres estilos. Todos para dar a las
prensas (Memorias Agustas, 96).

Y resalta Francisco de Samaniego, sobre todo, la alta


inspiración poética de don Juan, destacando tanto en su
faceta lírica, como en su vertiente épica y bucólica.
Blázquez, pues, tanto por su obra publicada como
por los textos reseñados que no llegó a imprimir, sí es
un consumado humanista, un gran historiador, un buen
preceptista político, un rétor y, en fin, un gran poeta.
De hecho, para Samaniego, que recurre de nuevo al
elogio enfático propio del encomio, es Blázquez tan
gran poeta cristiano que podría ser comparado con el
propio Homero, con el mártir San Lorenzo, con el poeta
hispano-cristiano Prudencio o con los grandes poetas
latinos.
Y llevaba razón don Francisco de Samaniego, pues
al menos dos de esas obras manuscritas que Blázquez no
llegó a publicar se han encontrado y están estudiándose
por filólogos hispanistas italianos, esperando que pronto
puedan verse publicadas con modernas ediciones

436
críticas, algo que, sin duda, hubiera querido su autor.
Nos referimos a estos dos poemas manuscritos:

- La Antuerpia. Guerras de Flandes por el Sereníssimo Señor


Duque de Parma Alexandro Farnesio… Comenxólas a escribir
D. Juan Blázquez Mayoralgo. Acabólas D. Juan Blázquez
Mayoralgo su hijo. [Poema de 2603 octavas reales
divididas en 14 libros]. Segunda mitad del siglo XVII.
440 ff., 210x135 mm. Manuscrito 4115 de la Biblioteca
Nacional de España.

- El Carmelo; poema épico en octavas reales. 1641; 129


h.; 20x15 cm. Poema épico sobre Santa Teresa de Jesús.
Al final: 3 de marzo, año 1641, sub correctione SSe. Matris
Ecclesiae. Ex libris de José Joaquín Silva Bazán Samiento-
Sotomayor, Marqués de Santa Cruz272. Manuscrito
17543 de la Biblioteca Nacional de España.

1. La Antuerpia
Perteneció este manuscrito a la Biblioteca de Gámez,
de la que se conserva el número 348 en la guarda. Ingresó
en la Biblioteca Nacional en 1873 con la Biblioteca
de Serafín Estébanez Calderón. En el f. 1, margen
izquierda, dice: “Este libro le dio el R. Mosén Vicente
Ebrí, Presbítero de Alcalá de Chivert a su sobrino Fr.
Agustín Mulet y Ebrí, dominico, para que le use durante
su vida, y después pase a sus hermanos. En Alcalá a 25
de abril del año 1773”. En f. 440v, una nota en latín:
“Commitatur admodum Reverendo P. F. Jacobo Castellar Ordinis
Beatae Mariae de Mercede Redemptionis captivorum”. Y, en la
272
P. Roca y López, P. de Gayangos, Catálogo de los manuscritos que
pertenecieron a D. Pascual de Gayangos existentes hoy en la Biblioteca Nacional,
Madrid, Tip. de la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, 1904,
p. 258, n. 762.

437
portada, ex-libris de Tomás Muñoz, tachado273.
Se aprecian en el documento dos manos distintas:
una, que escribe los preliminares; y otra, el texto del
poema. Al principio, en efecto, encontramos una
dedicatoria en prosa dirigida a Alejandro Farnesio
(bisnieto del protagonista el poema) y firmada por Juan
Blázquez Mayoralgo hijo. El cuerpo del poema, a su vez,
está formado por 55 cuadernos de 8 folios, dando como
resultado 440 folios copiados por una sola mano (salvo
en la segunda octava real del f. 133v) y dando cabida
cada cara de folio a tres octavas, salvo al comienzo de
cada libro, donde, por el encabezamiento, sólo entran
dos.
Merece la pena transcribir y leer la dedicatoria que
aparece al principio del manuscrito, pues nos ofrece
datos interesantes:

[I] La Antuerpia,
Guerras de Flandes,
Por el Sereníssimo Señor Duque de Parma
Alexandro Farnesio.
Al
Sereníssimo Señor Alexandro Farnesio, Príncipe de Parma,
Capitán General de la Cavallería de Ytalia.
Començolas a escribir D. Juan Blázquez Mayoralgo.
Acabolas Don Juan Blázquez Mayoralgo, su hijo.

[IIr] Al Sereníssimo Señor Alexandro Farnesio, Príncipe


de Parma y Placencia, Capitán General de la Cavallería de Ytalia.
Señor:
Sólo es grandeza sublime la que, excediéndose assí misma,
no acaba dentro de sí propia. Aspirar a grande en la opinión de
273
Inventario General de Manuscritos de la Biblioteca Nacional, X (3027 a
5699), Madrid, Ministerio de Cultura, 1984, nº 4115, p. 270. Cf.
P. Pintacuda, “Apuntes para un estudio de la ‘Antuerpia’ de Juan
Blázquez Mayoralgo”, en Intorno all’epica ispanica, Como - Pavia, Ibis,
2016, pp. 143-162.

438
los vasallos es ambiçión gloriosa; emprender serlo en el común
aplauso de las naçiones, magnanimidad esclareçida. No se vincula
a la eternidad el nombre que creçe en el afecto de los súbditos;
las aççiones que fixan el punto de su crédito en la verdad de los
despassion[IIv]ados son inmortales; en aquellos suele ser o el
amor o el odio dictamen de la justificación, en los estraños vençe
siempre la verdad. Tan generosos espíritus naçen algunos Príncipes,
que la dilatada capaçidad de todo el orbe hallan corto theatro a la
Magestad de sus proezas. Por esso lloró Alexandro no hubiese para
que él los conquistasse mundos infinitos; y por eso dixo elegante
el Poeta de su Eneas que, no cabiendo los blasones de su fama en
los ángulos de la tierra, erat super aetera natus274. Héroe le fingió por
hijo de Venus, Deidad fingida y mentirosamente aplaudida, y de
Anchises, deçendiente de los Reyes de Troya; no acredito la fiççión,
pero alabo el buen gusto en el assumpto de su poema, que (a ser
possible) lo fuera sólo ýnclito quien naçió de una Deidad en la tierra,
la más soberana, y de un Monarca en el Orbe, el más aplaudido.
Nieto veneró el mundo de la [IIIr] Beatitud de Paulo III y de la
Magestad Cesarea del Señor Emperador Carlos V a el Sereníssimo
Señor Alexandro Farnesio, visabuelo de V.A., terçero Duque de
Parma y Plaçentia, General por sus aciertos aclamado el Prudente,
por sus victorias temido el Soldado. Héroe del poema que consagro
a la sombra de el más digno nieto, discurrido a la luz de el abuelo
más çélebre, sugeto mejorado (a desvelos de su valor gigante, de sus
abuelos Carlos V y Paulo III) en el terçio y quinto de las prendas
adquiridas y heredadas, que forman de un Prínçipe cabal la ydea.
Bien lo experimentaron las campañas de Flandes en el govierno
de sus países, bien Françia en la disçiplina de sus exérçitos, bien lo
publicó Roma, levantándole por decreto estatua que colocó en su
Capitolio en nombre de el Senado. Pero, ¿quándo la Sereníssima
cassa Farnesia no dio Capitanes Generales que fueron el más elevado
timbre de las armas? Con luçimiento me desempeña seisçientos años
ha la memoria de los dos Pedros Farnesios, maior y menor. Capitán
General aquél que [IIIv] restituyó a la Iglesia a Orbitelo; y Capitán
General éste, que entre los vandos de Gebellinos y Güelfos, coronó
de trofeos a Ytalia en tiempo de Pasqual II a los años MXC, gozando
dende esta era el título de Carffalonios maiores de la Yglessia.
Soberanas fueron las hazañas de este generossísimo
Prínçipe, pero entre todas la más illustre la conqusita de Antuerpia,
que pongo a las plantas de V.A. historiada de dos mui desiguales
Verg., Aen. 1.379.
274

439
plumas. Empeçola escribir D. Joan Blázquez Mayoralgo, Veedor
General por su Magestad y Comissario General de la gente de
guerra en los Reynos de la Nueva España, mi padre, ingenio que
en la empressa de el assumpto descubrió la gallardía de su talento.
Prosiguiola la cortedad de el mío, heredando mi pluma (si no las
consonançias de su lyra) las bien naçidas obligaciones de su affecto.
Con libertad correrá mi atrevimiento en las aras de Señor tan alto.
Valga el seguro de la protección a quien se acoge a la immunidad
de el sagrado. Que, si fue memorable de este poema el Héroe en lo
heredado por [IVr] una corona y una Tyara, V.A. lo es hallándose
(enrriqueçida oy su Real sangre de diversas Tyaras) desçendiente
de un Capitán milagroso por sus triunfos, el más lisongeado de la
Fortuna por sus exemplos. Siendo V.A. el maior señor Meçenas, a
quien ni falta la grandeza de Augusto para honrrar con laureles,
ni dexa de premiar con estimaçiones su juizio, divino lo pareçen,
Señor, tantas nobles ocurrencias cuia ponderaçion es digna de la
más bien cortada pluma. Non haec sine numine eveniunt275. Divina a la
tabla deste poema se arrojó la primera línea quarenta años ha en
Europa, continuáronse muchas en la América, volviendo a Castilla
a buscar la última con tan buen logro, post varios casus, per tot discrimina
rerum276, que en las plantas de V.A. halla al sagrado de su protección
los seguros de la immortalidad.
Sereníssimo Señor.
B.L.P.D.V.A. Don Juan Blázquez Mayoralgo

De esta dedicatoria, en efecto, escrita por Juan


Blázquez Mayoralgo iunior, podemos extraer datos
interesantes. El poema está dedicado a Alejandro Farnesio
(Parma, 1635-Madrid, 1689), que estuvo por España
a partir de 1662, combatiendo en Extremadura en las
guerras contra Portugal, recibiendo el 2 de septiembre
de 1663 el cargo de “General de la caballería italiana”,
por lo que, si Blázquez le denomina “Capitán General
de la Cavallería de Ytalia”, hemos de concluir que el
prólogo transcrito está redactado entre 1664, año en el
que efectivamente tomó posesión de su cargo, y 1666,
Verg., Aen. 2.777-778.
275

Verg., Aen. 1.204.


276

440
fecha en que se le concedió el comando general de la
caballería del ejército de Extremadura. Pues si, al escribir
Blázquez esta dedicatoria hubiera sido ya capitán de la
caballería extremeña, le habría aplicado ese cargo y no el
de general de la caballería italiana. Además, si tenemos
en cuenta que Juan Blázquez hijo dice que el poema
lo comenzó su padre “quarenta años ha en Europa”,
podemos deducir que La Antuerpia fue comenzada en
España, posiblemente en Madrid, inmediatamente antes
de marchar Juan Blázquez senior a Indias, esto es, debió
ser comenzado el poema a finales de 1623 o principios
de 1624.
Dicho poema, además, parece que no pudo
ser terminado por el padre y que fue el hijo quien lo
revisó y pulió. Aunque, como afirma Pintacuda, no se
aprecian cambios estilísticos ni diferencias importantes
que permitan dilucidar qué fue escrito por el padre y
qué por el hijo. Nosotros nos inclinamos a pensar, por
la uniformidad del poema, que debió ser escrito casi
íntegramente por el padre y que Juan Blázquez hijo
sólo escribió la dedicatoria, revisando y corrigiendo el
original. Y llegamos a esta conclusión especialmente
movidos por la afirmación de don Francisco de
Samaniego quien, íntimo amigo de Juan Blázquez
padre, afirma tajantemente en sus Memorias Agustas de
diciembre de 1645 que don Juan es un brillante poeta
y que, en esta fecha, tiene ya acabado el poema de la
“conquista de Ambers” en honor de Alejandro Farnesio,
poema que consta de tres mil octavas y en el que el autor
“ha gastado veinte años”. Así que, comenzado en torno
a 1625, ya en 1645 estaba concluido. Además, por estas
fechas, la obra debía ser conocida en determinados
círculos literarios mexicanos, concretamente en el círculo
de amigos de Juan Blázquez senior. La labor, entonces, de

441
Juan Blázquez hijo debe haber sido simplemente la de
revisor y corrector.
Otra cuestión interesante puede ser el motivo que
llevó a Juan Blázquez a escribir sobre un hecho histórico
menor como es la toma de Amberes por Alejandro
Farnesio en 1585, durante el reinado de Felipe II, un
acontecimiento que ahora, cuarenta años después, había
perdido ya trascendencia y ni siquiera fue protagonizado
por un general español. Es posible que, así como con
la Perfecta razón de Estado quiso Blázquez engrandecer
la figura de Fernando el Católico para rendir sumiso
homenaje y declarar su agradecimiento a Felipe IV,
de mismo modo pretenda ahora magnificar la victoria
española de Farnesio y recordar cómo desde entonces las
provincias meridionales de los Países Bajos quedaron de
nuevo bajo el control de la corona española, cuya cabeza
visible es en estos momentos Felipe IV. Sería, quizás, el
poema otra muestra más de agradecimiento y homenaje
de un fiel vasallo al monarca español.
Pero también es posible que, así como ha
mostrado Juan Blázquez sus buenas capacidades como
historiador y preceptor político en su Perfecta razón de
Estado, quiera ahora con La Antuerpia exhibir sus dotes
poéticas elaborando un poema épico en el que se dan la
mano la realidad histórica y la ficción literaria. Entonces
estaríamos ante un simple cambio de género literario
para deleitarnos el autor con su inspirada vena poética,
un rasgo que también hemos apreciado y señalado en la
prosa histórica y política de la Perfecta razón de Estado. Y es
que, como ha señalado Pintacuda, aunque La Antuerpia
está bien documentada históricamente, muestra de que
Juan Blázquez conoce bien la historia de España y maneja
con soltura las fuentes historiográficas que le convienen,
no se trata de un epopeya estrictamente histórica, sino que

442
podría estar más cerca de las novelas de caballerías que de
la narración histórica fidedigna, pues la materia histórica
le sirve al autor de base para orquestar un gran relato
histórico novelado en el que, sin faltar al rigor histórico,
introduce elementos novelescos y ficticios que, por otra
parte, responden bien a los cánones de la épica clásica,
género literario que Blázquez conoce perfectamente.
Por ello, además de los hechos históricos concretos y
las escenas bélicas pertinentes, hallamos intervenciones
divinas, seres malignos e infernales (la katábasis o bajada
al mundo de los muertos era un requisito de la épica
clásica), nigromantes, encantamientos, pirámides de
cristal mágicas que dan lugar a visiones, prospectivas
y profecías, viajes por media Europa, tempestades y
naufragios (la poetica tempestas era también ineludible
en la épica), episodios secundarios donde encontramos
enredos amorosos, mujeres en armas, desfiles de tropas,
etc. Podríamos, en efecto, estar ante un poema épico
parecido a la Farsalia de Lucano o al Carlo famoso del
extremeño Luis Zapata de Chaves277.
El resultado final es una magna composición
épica en catorce libros, con 2603 octavas reales y 20824
endecasílabos, cuya distribución en libros, folios y octavas
señala minuciosamente Pintacuda.
Otra cuestión sería la de los modelos, ámbito
en el que Pintacuda señala dos modelos evidentes: la
Gerusalemne liberata de Torcuato Tasso en lo tocante
a la arquitectura de la obra y los poemas mayores (las
Soledades) de Luis de Góngora en lo que respecta al estilo
y a la lengua. También en la Perfecta razón de Estado hemos

M. Mañas Núñez, “Poetica tempestas. La Eneida de Virgilio en el


277

Carlo famoso de Luis Zapata”, en C. Chaparro, M. Mañas, D. Ortega


(eds.), Nulla dies sine linea. Humanistas extremeños: de la fama al olvido,
Cáceres, Universidad de Extremadura, 2009, pp. 175-196.

443
comprobado que Juan Blázquez conoce y maneja con
soltura obras políticas italianas como la de Botero y que
su estilo tiende a un culteranismo en armonioso equilibrio
con el conceptismo senequista, taciteo o quevediano.
Pero tampoco debemos olvidar que se trata de un poema
épico y que los calcos virgilianos están presentes. Leamos
el comienzo de la obra para comprobarlo:

Las armas canto y capitán valiente


Que, temido en el mar y en la campaña,
Sufrió tantas fortunas y, prudente,
Del Belga instable la ençendida saña;
El que de Antuerpia levantó en la frente
Las coronadas Águilas de España,
Haciendo a un tiempo con sangriento corte
Temblar al Austro, estremeçerse al Norte.

¡O Musa, tú, que de laurel dorado


Ciñes la blanca frente en Elicona,
Quando mereçe tu esplendor sagrado
De nueve estrellas la immortal corona!
Lleve mi voz tu heroico plectro airado
Del blanco Cita a la trinada zona,
Fragua del sol: podré, si tú la llevas,
Mover los montes y cercar a Thebas (1r-v).

Aunque, como Pintacuda señala, la inspiración


directa le viene del comienzo de la Jerusalén liberada de
Tasso, está clara la intención de Blázquez de recoger,
aunque sea por imitación tassiana, el arma virumque cano
del comienzo de la Eneida de Virgilio con la consiguiente
invocación a la musa épica.

2. El Carmelo
El Carmelo es otra de las composiciones de Blázquez
Mayoralgo que citaba don Francisco de Samaniego y se
conserva manuscrito, como La Antuerpia, en la Biblioteca

444
Nacional de España. En este caso, el poema está fechado
y, gracias a ello, sabemos cuándo fue terminado por su
autor. Aparece tal dato al final del manuscrito, donde se
lee: “Fin de el libro octavo y último de el Carmelo. En 3
de março, año 1641” (129v), por lo que, efectivamente,
tiene razón Samaniego y el poema está concluido en una
fecha en que Blázquez Mayoralgo aún se encuentra en
Veracruz.
El poema278 en cuestión nada tiene que ver con La
Antuerpia, ni por extensión ni por temática. Efectivamente,
se trata de una composición mucho más reducida que
la anterior. Está conformada por 129 folios y dividida
tan sólo en ocho libros, de los que cinco constan de 87
octavas, uno de 88, uno de 94 y otro, el más largo, de 100.
La suma, entonces, de todo ello arroja una cantidad final
de 717 estrofas y 5736 endecasílabos. La distribución es
la siguiente:

Libro I: 100 octavas.


Libro II: 87 octavas.
Libro III: 87 octavas.
Libro IV: 94 octavas.
Libro V: 87 octavas.
Libro VI: 88 octavas.
Libro VII: 87 octavas.
Libro VIII: 87 octavas.

Como se comprueba, el poema está escrito

278
Paola Laskaris, según afirma Pintacuda (“Apuntes”, p. 149, n.
13), ha presentado una ponencia centrada en el poema que nos
ocupa, cf. P. Laskaris, “Estasi epica. Santa Teresa protagonista del
poema barocco El Carmelo”, ponencia presentada en el Congreso
Internacional “Io ti darò un libro vivo”: nei testi de Teresa di Gesù, Pavía,
18-20 de noviembre de 2015.

445
también en octavas reales, por lo que habría que
calificarlo como poesía épica, pero en esta ocasión la
temática es puramente religiosa y mística. Por ello,
el héroe épico ha sido cambiado por una heroína del
misticismo, Santa Teresa de Jesús; y en vez de cantar
las batallas del guerrero, lo que se celebra en tono
ensalzador es el celo de Santa Teresa como fundadora
de las carmelitas descalzas, rama de la Orden de Nuestra
Señora del Monte Carmelo. Por ello, se invoca también
a Elías y se evoca la conocida imagen del profeta tirando
su manto desde el carro de fuego que lo conduce al cielo
(II Reg. 2.11-15), con lo que Blázquez quiere simbolizar
al superior (Elías) transmitiendo su poder a su sucesor
(Santa Teresa). Asimismo, la preceptiva invocación a las
musas ha sido sustituida por una invocación a la virgen
María como madre de Cristo. Lo vemos claramente en
las dos primeras estrofas:

Yo canto el çelo de Theresa; canto


La planta celestial que dio el Carmelo,
A quien Elías arrojó su manto,
Faetón de el sol i lámpara de el cielo:
Plumas de un Cherubín las que levantó
Alas devieran ser para que el buelo,
Beviendo incendios sin temer desmaios,
Pisando nubes tropeçase en raios.

¡O Sagrada Christífera María,


A quien el sol es corto monumento
En reinos de oro, es breve Monarchía
El manto azul de el ameno firmamento!
Mi voz te invoca, Celestial Talía,
Por que suene tan dulce mi instrumento
Que remontado allá, tanto se esconda… (1r)279.

279
La copia que tenemos del poema no es buena y no logramos leer
el último verso de la octava.
Se trata, en fin, de poesía religiosa y misticismo
épico, lo que demuestra la honda religiosidad y piedad de
Juan Blázquez, ya detectada en la Perfecta razón de Estado.
El motivo, sin duda, de elaborar un poema laudatorio
con tintes épicos sobre la vida y obra de Santa Teresa
de Jesús reside en la profunda admiración que don Juan
siente por la santa y la profunda devoción que le profesa,
aun cuando Teresa había fallecido en fechas recientes
(1582) y acababa de ser beatificada por Paulo V (1614) y
canonizada por Gregorio XV (1622). Seguramente, estos
procesos de beatificación y canonización, totalmente
contemporáneos de Juan Blázquez, le motivaron para
componer este poema. La propia lectura de las Obras
de la santa debió también dejar huella en el corazón
de Blázquez. Había además bibliografía donde nuestro
poeta podía apoyarse para escribir sus versos, como
el libro publicado a finales del siglo XVI por el jesuita
Francisco de Ribera, La vida de la Madre Teresa de Iesús
(Salamanca, P. Lasso, 1580). Ahí podía encontrar el
sustento histórico al que aplicar su inspiración poética.
Pero también contaba Blázquez con alguna muestra
de poesía épica, ahora escrita en quintillas, en la que se
celebraban la vida y obra de la madre Teresa, cual el
libro de Pablo Verdugo de la Cueva, Vida, muerte, milagros
y fundaciones de la B. Madre Teresa de Iesús (Barcelona, S.
Matevad, 1615).
El poema, en fin, termina con Santa Teresa
alzándose muerta al cielo y el poeta invocando el canto
de los cisnes del Tormes, con mención expresa de
Eurídice, que ahora, con la llegada de Teresa de Jesús
al cielo, cesará en su llanto eterno por la pérdida de
Orfeo. Blázquez, en cambio, haciendo referencia a que
se encuentra en el Nuevo Mundo, muestra su orgullo
por haber concluido una obra en la que, mezcladas

447
la poesía, la epopeya y la historia, queda sublimada la
madre Teresa, a la que denomina rosa de púrpura del
Carmelo y de la que subraya el éxtasis de su alma que la
une místicamente con Dios:

Cisnes de el Tormes, que con raudo buelo


Al cielo os remontáis: moved el canto,
Que si Theressa os oie allá en el cielo,
Eurídice será suspensa al llanto.
Yo donde ve el Antípoda, no el ielo,
Sino el sol por cenibt, soberbio tanto,
Consagro esta epopeia a su memoria,
Fingió el poema y persuadió la historia.

En este tiempo la purpurea rossa


De el Carmelo, en un éxtasi abrasada,
Llega a la muerte i queda tan hermossa
Que están los raios entre nieve elada.
El alma sube a la región dichossa
De la mortal ceniça desatada
I elevada en divinos resplandores
Bevió la luz i eternizó las flores (129r-v).

448
APÉNDICES
Apéndices
I
NOMBRAMIENTO DE JUAN BLÁZQUEZ
MAYORALGO (27-XI-1623)
Archivo general de Indias
Contratación, 5788, L. 2, F. 278r-279v

[279r] “Don Juan Blázquez Mayoralgo, contador de la


Veracruz.
Don Phelipe, por la gracia de Dios Rey de Castilla,
de León, etc., por quanto Ínigo López de Salzedo,
contador que fue de mi Real Hacienda de la ciudad de
la nueba Veracruz, falleció en mi corte y así conbiene
probeer persona que sirba a dicho oficio de la calidad
y suficiencia que se rrequiere y teniendo satisfación que
estas y otras muy buenas partes concurren en la de vos,
don Juan Blázquez Mayoralgo, es mi [279v] merced que
agora y de aquí en adelante, todo el tiempo que fuere
mi boluntad, seáis contador de mi Real Hacienda de la
dicha Ciudad de la nueba Veracruz y que como tal vos y
no otra persona alguna huséis el dicho oficio en los casos
y cosas a él anexas y concernientes, según y como lo husó
y pudo y devió usar el dicho Ínigo López de Salcedo
y como lo hacen, pueden y deber hacer los otros mis
contadores de las otras ciudades y puertos de las Yndias,
guardando en ello las ordenanzas e instrucciones, cédulas
y provisiones que tengo dadas y mandare dar; y por esta
mi carta mando al presidente y los de mi Consejo Real
de las Yndias tomen y recivan de vos, el dicho don Juan
Blázquez Mayoralgo, el juramento con la solemnidad
que en tal casso se rrequiere y debéis hazer, y al mi
Virey, Presidente y oydores de mi Audiencia Real de la
Ciudad de México, y al mi thesorero de la Vera Cruz,

453
que luego, como con esta mi carta fueren requeridos,
contándoles que abéis echo juramento, os ayan, reciban
y tengan por contador de mi hazienda della y husen con
vos el dicho oficio, según dicho es, en todos los casos y
cosas a él anexas y concernientes, y os guarden y hagan
guardar todas las honras, gracias, mercedes, franquezas,
libertades, preheminencias, prerrogativas, ynmunidades
y todas las otras cossas y cada una de ellas que por Razón
del dicho officio debéis haber y gozar y os deben ser
guardadas todo bien y cumplidamente, sin que os falte
cosa alguna, y que en ello ni en parte de ello enbargo
ni ympedimiento alguno os no pongan ni consientan
poner, que yo por la presente os recibo y he por recivido
el dicho officio y al huso y exercición del, y os doy poder
y facultad para lo usar y ejercer casso que por ellos o
algunos dellos a él no seáis recibido, con tanto que ayáis
de dar y deis veynte mill ducados de fianzas, los diez mil
dellos en la parte que quisiéredes de estos Reynos, legas,
llanas y abonadas a contento de mis presidentes y jueces
officiales de la Cassa de la contratación de Sevilla y con
su misión a los del dicho mi Consejo de las Yndias y
a ellos con ynformación de abono y aprovación de las
justicias donde las diéredes para el buen recaudo de mi
hacienda y para que en todo guardareis y cumplireis las
dichas cédulas, ordenanzas, ynstrucciones y provisiones
Reales. Y por la presente mando a qualesquier mis
justicias de estos Reynos de las partes donde quisieredes
dar las dichas fianzas que las reciban como dicho es; y a
los dichos mi presidente, jueces, oficiales, que guarden a
buen recaudo las escripturas dellas, para quando fuere
necesario hacer de ellas. Y los otros diez mill ducados,
en la Nueva España, que ansí mismo sean legas, llanas
y abonadas y a contento del dicho mi Virey y Audiencia
de México, a los cuales mando que haga guardar a buen

454
recaudo [279r] las escripturas dellas. Y es mi merced que
ayáis y llevéis de salario en cada uno año con el dicho
officio quinientos y diez mill ms. de las rentas, derechos
y probechos que yo tubiere en la dicha ciudad y puerto
de la Veracruz, el qual mando mi tesorero dellas os dé y
page desde el día que costare haberos echo a la bela en
unos de los puertos de Sanlúcar de Barrameda o Cádiz,
para hazer vuestro biaje, en adelante todo el tiempo
que me sirbiéredes en el dicho oficio de mi contador;
y mando que asiente esta mi carta el dicho thesorero
de la Veracruz en los libros de su cargo y os la bolba
originalmente para que la tengáis por título del dicho
oficio del qual tomen la razón mis contadores de quentas
que residen en el dicho mi Consejo de las Yndias.
Dada en Madrid a veynte y siete de nobiembre
del mill y seiscientos y veinte y tres años. Yo, el Rey.
Yo, Juan Ruiz de Contreras, secretario del Rey nuestro
señor, la fize escrivir por su mandado. El Licenciado don
Juan de Billeta. El Licencidado don Rodrigo de Agiar
y Acuña. Doctor don Pedro Marmolexo. El Licenciado
Sancho Flores. El Licenciado Francisco Manco y Zúñiga.
El Licenciado Marcos de Tores tomó la razón. Antonio
Días Navarete y Reynoso tomó la razón. Gerónimo de
Plaça: Registrada. Pedro Formerio de Ocaña por el gran
Chanciller y su teniente. Pedro Formerio de Ocaña.
Yo, Pedro Días de Çárates, escrivano de cámara
del Rey nuestro señor y de su Consejo Real de las
Yndias, certifico y doy fe que ante los señores Presidente
y los del dicho Consejo, don Juan Blázquez Mayoralgo
presentó este Real escrito para el oficio de contador en
él contenido, el qual fue leýdo por mí; y visto y oýdo por
los dichos señores, mandaron que hiziere el juramento
que por él se manda, el qual se hiço; e yo se lo tomé
en presencia de los dichos señores, en la forma y con

455
la solemnidad que se acostumbra; y para que de ello
conste, de pedimiento del susodicho, doy la presente fee
y certificación en Madrid, a once de diciembre de mill y
seiscientos y veynte tres años. Pedro Días de Çárate.
Lo escrivió del Rey, nuestro señor, que a aquí
signamos y firmamos, certificamos y damos fe que Pedro
Días de Çárate, de quien está firmada la certificación de
arriva es tal Escribano de Cámara de su Magestad en su
Consejo Real de las Yndias, [279v] como se nombra y en
sus certificaciones, decretos y autos se a dado y da entera
fee y crédito en juicio y fuera dél y para que dello conste,
damos éste en Madrid a doce de diciembre de mill y seis
cientos y veynte y tres años, y lo signe en testimonio de
lo cual Juan Ruiz de Calderón, escrivano. En testimonio
y verdad, Juan de Retuerta. En testimonio de verdad,
Antonio de Auñón.
El Rey.
Por quanto yo he fecho merced a don Juan
Blázquez Mayoralgo de proberle por contador de mi Real
Hacienda de la ciudad y puerto de la Nueva Beracruz
y mandé diese veynte mill ducados de fianzas, los diez
mill de ellos en la parte que quisiere de estos Reynos,
legas, llanas y abonadas a contento de mis Presidente y
Jueces oficiales de la Casa de la contratación de Sevilla;
y los otros diez mill al de mi Virrey y Audiencia de la
Ciudad de México de la Nueva España, para el buen
huso y exercicio de su officio y buen recaudo de mi
hazienda; y por su parte se me a hecho relación que en
estos Reynos no tiene quien le fíe, suplicándome atento
a ello mandare que las pudiese dar en la Nueva España,
como se a hecho con otros ministros, y aviéndose visto en
mi Consejo Real de las Indias, abastando lo sobredicho,
lo e tenido por bien y por la presente declaro, quiero y es
mi voluntad que el dicho don Juan Bláquez Mayoralgo

456
cumpla con dar los dichos diez mill ducados de fianzas
en la dicha Nueva España que había de dar en estos
Reynos y que sean legas, llanas y abonadas a satisfación
del dicho mi Virrey y Audiencia de la dicha Ciudad
de México, a los quales mando que las rrecivan y que
las escripturas dellas hagan guardar a buen recaudo
para que, siendo necesarios, se pueda husar dellas; y a
los dichos mis Presidente y Jueces officiales de la dicha
Casa de la Contratación que le dejen hazer su biaje, sin
enbargo de lo proveýdo en contrario por Cédula del Rey
mi señor, que sea en gloria, de tres de setiembre del año
pasado de seiscientos y ocho, y de que no dé en estos
Reynos los dichos diez mill ducados de fianzas, que así
es mi voluntad. Fecha en Córdoba a veynte y tres de
Febrero de mill y seis cientos y veynte y quatro años. Yo,
el Rey. Por mandado del Rey, nuestro señor, Juan Ruiz de
Contreras. Y a las espaldas de la dicha Real Cédula están
ocho señales de firmas.
Asentóse el título y cédula de su Majestad en los
libros de la Conta de la Casa de la contratación de las
Yndias de la ciudad de Sevilla, en ocho de junio de mill
y seis cientos y veinte y quatro años. Y se advierte que el
dicho don Juan Blázquez no ha dado en esta casa fianzas
ningunas por quanto su Magestad por cédula de veinte y
tres de febrero deste año manda las de todas en la Nueva
España.

457
II
EXPEDIENTE DE INFORMACIÓN Y LICENCIA
DE PASAJERO A INDIAS DE JUAN BLÁZQUEZ
MAYORALGO (12-VI-1624)
Archivo general de Indias
Contratación, 5390, N. 26
[Fol. 1r].
Don Juan Blázquez Mayoralgo, contador de la
Veracruz.
Doña Lucía Gastelo, su muger.
Francisco de Castellanos, soltero, natural de
Madrid.
Sebastián de los Reyes, soltero, natural de la villa
de Colmenar Viejo.
Leonor de Silba, soltera, natural de Sevilla.
María de Solís, soltera, natural de la villa de
Cáceres.
Bartolomé Gil, soltero, natural de Sevilla.
María Martínez, soltera, vecina de Cisneros.
Todos Criados.

Don Juan Blázquez Mayoralgo, digo: Vuestra


Magestad me ha fecho merced del officio de contador de
las rreales aziendas de la ciudad y Puerto de la Veracruz,
como consta deste título pressente.
A vuestra señoría pido y suplico que en la
contaduría desta cassa se tome la razón dél y se me
buelba el original…
Otrossi digo: Su Magestad manda por el dicho
título rreal que de ffianças para el dicho officio en
cantidad de beynte mill ducados, la mitad dellos en la
parte y lugar que me pareciere destos Reynos, a contento
de vuestra señoría; y la otra mitad en la Nueva España,
según por el dicho título más largamente parece a me

458
preffiero y es anssí. Yo pedí y supliqué a su Magestad
me hiziera merced, atento a que no tenía ffianzas en
estos Reynos en la cantidad se me manda dar en él, con
dallas todas en la dicha Nueva España viniese cunplido;
y su Magestad fue servido en darme esta cédula que así
mismo pressento, su fecha en Córdoba de 23 de febrero
deste año, por la qual manda todas las dichas ffianças
delos dichos veinte mill ducados las dé en la dicha Nueva
España. Con esto Vuestra Magestad es cumplido. Por
tanto,
A vuestra señoría pido y suplico mande que,
en la contaduría desta cassa, sin embargo de las dichas
ffianzas, como su Magestad lo manda, se me dé el
despacho necesario y que assimismo se me buelba el
original, tomando la razón de la dicha cédula.
Juan Blázquez Mayoralgo.
En Sevilla, en la Cassa de la Contratación de
las Yndias, a veintiquatro de mayo de mill y seiscientos
veyntiquatro. A la atención de los sseñores Presidente y
Juezes Officiales de su Magestad desta dicha Cassa…
El escribano por los dichos señores, mándalo
cursar a la contaduría desta Cassa donde se tome la razón
de los dichos título y zédula rreal y see dé el despacho
necesario en virtud de la dicha Real Zédula y todo se le
buelva original y así lo proveyeron.
Benito Ruy Dávila. Escribano.

[Fol. 2r-v].
Sevilla, en la Cassa de contratación de las Yndias,
a doze de junio de mill y seis cientos y veinte y quatro
años, los señores Presidente y Jueces officiales de la dicha
casa dixeron que daban y dieron licencia a Don Juan
Blázquez Mayoralgo, para que pueda pasar y pase a la
provincia de Nueva España, donde ba por contador de la

459
Real Hacienda de la ciudad de la Veracruz y que pueda
llebar a Doña Lucía Gastello, su muger, y a Francisco
de Castellanos, Sebastián de los Reyes, Leonor de Silba
y María de Solís, sus criados. Dáseles la dicha licencia
en virtud de dos cédulas de su Magestad que tiene
presentadas y que en la licencia que se les diere se ponga
la hedad y señas de los dichos criados.
Traslado de dos cédulas de su magestad que
presentó en esta cassa don Juan Blázquez.
El Rey.
Mi presidente y jueces officiales de la casa de
la contratación de Sevilla. Yo bos mando dejéis pasar
a la Nueva España a don Juan Blázquez Mayoralgo, a
quien e proveýdo por contador de mi Real Hazienda
de la Ciudad de la nueva Vera Cruz, llevando consigo
a su muger, sin les pedir informaciones algunas. Fecha
en Madrid a quatro de diciembre de mill y seis cientos
y veynte y tres años. Yo, el Rey. Por mandado del Rey,
nuestro señor, Juan Ruiz de Contreras. Y a las espaldas
de la dicha Real Cédula están siete señales de firmas.
El Rey. Mis presidentes y jueces oficiales de la
cassa de contratación de Sevilla, Yo os mando que a
don Juan Blázquez Mayoralgo, a quien he proveýdo por
contador de mi Real Hazienda de la Ciudad de la Vera
Cruz le dejéis llevar a Francisco de Castellanos, de hedad
de veynte y dos años, pequeño de cuerpo y moreno de
rostro; y a Sevastián de los Reyes de la Hoz, de hedad de
veynte y dos años, alto de cuerpo, con una descalabradura
grande en la caveza; y a Ysidro de Silva, de hedad de
diez y seis años, cariredondo, con una señal de herida
sobre el dedo pulgar de la mano derecha; y a Leonor de
Silba, de hedad de treynta años, menuda de rostro y ojos
negros de color trigueña; y a María de Solís, de hedad
de veynte y tres años, que mira bizco y la nariz quebrada

460
un poco; y a Ynés Hernanda, de hedad de diez y ocho
años, morena de color, ojos negros. Presentando ante vos
ynformaciones echas en sus tierras ante la justicia dellas
y con aprovación de las mismas justicias de cómo no son
cassados ni de los prohibidos a pasar aquellas partes.
Fecha en Madrid, a cinco de mayo de mill y seiscientos y
veynte y quatro años. Yo, el Rey. Por mandado del Rey,
nuestro señor, Juan Ruiz de Contreras. Y a las espaldas
de la dicha Real Cédula están seis señales de firmas.
Concuerdan con los originales donde fueron
sacadas en Sevilla a doce de Junio de 1624 años.

461
III
MÉRITOS Y SERVICIOS DE JUAN BLÁZQUEZ
MAYORALGO (21-X-1645)
Archivo General de Indias
Indiferente, 112, N.130

Don Juan Blázquez Maioralgo dice que a más de


veinte años que, por título y merced de vuestra Magestad
sirve los officios de contador y veedor en la nueva Ciudad
de la Veracruz y puerto de San Juan de Ulúa en las Yndias
de la Nueva España. Y que cuando començó a servir
halló la rrenta de almojarifazgo en ciento y cinquenta y
nueve mill trescientos i ssesenta y ochos pessos, la qual
fue aumentando de suerte que desde el año de seiscientos
y veinte y quatro hasta el de seiscientos i treinta las arribó
a ducientos y cuarenta i un mill setecientos y veinte i
ocho pessos.
Y el derecho de esclavos, que al mismo tiempo
valía en cada un año veinte y quatro mill pessos, lo
creció a ochenta i tres mill. Y entrando el rreferido año
de seiscientos i treinta a servir sus officios que exercía las
perssonas que nombra: el Virrey Marqués de Cerralvo,
por haverle de hecho despojado de ellos, començaron
luego a declinar las dichas rentas, tanto que en seis años
que estubo despojado, bajaron (según el aumento en que
las dejó) novecientos i setenta i siete mill ciento i setenta
i un pessos, como se probó en la demanda que por vía
de rresidencia se pusso ante D. Pedro de Quiroga, juez
de ella, sin poderse atribuir a accidentes la dicha baja o
crecimiento, porque esto fuera resultando de los efectos
de un año, pero está averiguado en el dicho pleito de
demanda que, desde que començó a servir, començó
tanvién a ir subiendo i aumentando las dichas rentas, i
los que sirvieron deínter a ir bajándolas, continuándose

462
esta quiebra de tal suerte que, lo que bajaron en un año,
jamás subió en otro, antes siempre fueron desfalleciendo
con maior fuerça, hasta la rruina en que las dejaron.
Y assí no se a de atribuir a casso fortuito ni la pérdida
que caussó la mala administración, ni el aumento que se
originó de la buena, porque las flotas que rrecibieron en
su tiempo los que sirvieron deínter fueron más crecidas
i rricas, i los derechos tuvieron maior crecimientto
aviendo el dicho Virrey embiado de Méjico para gastos
a los que tenía nombrados cincuenta mill pessos, sin aver
remitido de la casa de la Veracruz a Vuestra Magestad
ni un maravedí de la flota más rica que an bisto estos
Reinos, que fue la de el Cargo de Miguel de Echazarreta,
el año de seiscientos i treinta, donde a Vuestra Magestad
iban registrados de su Real Hacienda un millón y quatro
cientos mill pessos.
Y siendo dado por libre (ussando Vuestra
Magestad de su Real clemencia) de veinte i ocho capítulos
que el Marqués de Cerralvo, ya nombrado, le oppuso,
sin condenazión de costas, mandándole bolver todo su
sueldo i emolumentos de el tiempo que estubo despojado
i rreservándole su derecho a salvo para los otros gastos
i daños recibidos (además de aver condenado al dicho
Virrey el dicho Juez de su rresidencia por los agravios
que le hiço) en treinta i quatro mill pessos, bolvió el
año de seiscientos i treinta i seis por tres Çédulas de
Vuestra Magestad a servir sus officios, donde en menos
tiempo de quatro años después de restituido, valieron
solos los derechos de esclabos ducientos y setenta mill
pessos, aviendo valido en los seis años que administraron
lo que sirvieron deínter no más de sesenta i seis mill, i
embiando testimonio de todo a Vuestra Magestad en su
Real Consejo de las Indias, mandó despachar la zédula
que sigue.

463
El Rey. Don Juan Blázquez Maioralgo, contador
de mi Real Hacienda de el puerto de la Veracruz, en
mi Consejo Real de las Yndias se ha visto la carta que
me escribistis en diez i ocho de jullio de el año passado
de seiscientos i treinta i ocho y el testimonio que con
ella vino sobre el aumento grande que a tenido mi Real
Hacienda desde que fuistis restituido a vuestro officio, i
la rrelación jurada que embiastis al tribunal de quentas
de México i han parecido bien todas las diligencias que
en esta razón hicistis, las quales son muy conformes a
vuestra obligación, i también el celo i cuidado con que
acudistis, i os mando continuéis en ellas i en todo lo
demás que tocare a la administración i beneficio de mi
Real Hacienda, con la atención que acostumbráis. De
Madrid, a diez de junio de milll y seiscientos i treinta i
nueve. Yo, el Rey, por mandado de el Rey, nuestro señor,
D. Gabriel de Ocaña y Alarcón.
Dize que a estos efectos se siguió otro de no
menor importancia al servicio de Vuestra Magestad,
ynformando en la Real Junta de guerra de Indias que
todas las plaças de la gente de guerra i officiales que sirve
en las fuerzas de San Juan de Ulúa se pagava con solo
certificar el castellano quántas, y lo que avían servido
sin tomar muestras, como se hace en todos los exércitos
i pressidios de Vuestra Magestad, de que resultava el
peligro de el Reino por faltar la gente, i los fraudes a la
Hazienda Real de vuestra Magestad, por ser menos los
que servían que los que se pagavan, i mandando Vuestra
Magestad por el informe que hizo que se tome memoria
cada quatro messes, como se executan, a ssido tan grande
la enmienda que a dos castellanos cuio nombres (por
ser muertos deja en silencio) adicionó diez i ocho mill
pessos de plazas supuestas, sin la de alférez de las dichas
fuerças por tener officio de juez de caminos de Xalapa,

464
donde asistía lo más de el año i por no poder llevar dos
sueldos, en conformidad de tenerlo, así mandado Vuestra
Magestad.
Dize también que en las dichas fuerzas de San
Juan de Ulúa avía más de cinquenta esclabos de Vuestra
Magestad que, sin servír de nada, era tanta la costa
que, desde que nacía uno hasta que llegava a edad de
doce años, según lo que se le dava en cada uno, venía
a estar en mill i quatrocientos pessos, que quando de
aquel tiempo fuera menester se hallara por menos de
trescientos pessos.
Y que la rrenta de avería se administrava por
receptores que nombravan los Virreyes con ochocientos
pessos de sueldo al año, a los quales nunca se les tomó
quenta, distribuiendo toda la otra venta a su arbitrio;
i para remediar este daño, avisso a Vuestra Magestad
quantto convenía que entrase en la Real Caja de su cargo
i mandándolo assí, escusándose el dicho sueldo de los
ochocientos pesos, se reparó de todo punto como tanvién
el del gasto que hacían los esclabos, vendiéndolos todos
por el informe que hizo.
Y que aviendo venido por Virrey de la Nueva
España, el año de seiscientos i quarenta, el Duque de
Escalona, trató, hallándose en el puerto de la Veracruz,
fundar la Armada de Varlobento, para cuia fábrica
formando una junta, a quien cedió toda la comisión
que Vuestra Magestad le dio, fue uno de los quatro que
nombró, corriendo todo el gasto por su mano como
contador i veedor, obrándose en todo con tanto veneficio
de la Hacienda de Vuestra Magestad de su cargo, que
desde que se començó la Armada hasta constituirse de
ocho bajeles con que salió comboiando la flota hasta
España de el cargo de el almirante Juan de Campos,
montó el gasto de fábrica i compras de nabíos, pertrechos,

465
armas, municiones i géneros trescientos i ochenta i dos
mill ducientos i cincuenta i cuatro pessos, sin mucha
cantidad de géneros que en los almacenes quedaron i
los que llevaron más de lo que abían menester para ir
armados los dichos vajeles.
Y que quando començó a servir los dichos officios
de contador i veedor, sólo avía que administrar la venta
de almojarifazgo, para lo qual se crearon, i después se
an aumentado la de veinte i cinco pesos en cada pipa de
vino, la de la avería de armada, la de la media annata,
la de el nuebo derecho impuesto para la Armada de
Barlovento, las alcavalas, el derecho de el papel sellado
y quatro compañías de infantería, tomar muestra cada
quatro meses a la gente de guerra de las fuerzas de San
Juan de Ulúa, socorrer i pagar cada quince días las
compañías de presidio, que continuamente asisten en la
dicha ziudad de la Veracruz i la superintendenzia de la
nueva artillería de bronze que se fabrica.
Y que desde que se fundó la dicha Armada de
Barlovento (que, como si diçe, fue el año de seiscientos y
cuarenta), siempre a corrido por su mano, pues, abiendo
buelto a las Indias el de seiscientos i cuarenta i quatro,
comboiando la flota de el general D. Martín Carlos De
Mencos, i viniendo officiales de sueldo para la dicha
Armada, nombrados por Vuestra Magestad, por órdenes
diferentes que le dio el Virrey Conde de Salvatierra
bolvió de nuevo a obrar en ella en compañía de los que
trajeron título de Vuestra Magestad, sin que por todo lo
rreferido en este memorial ahora ni en ningún tiempo
se le aia aumentado sueldo, gajes, ayuda de costa ni
emolumento alguno. Antes en el dicho tiempo ha tenido
ocho diferentes jueces que le han visitado, oidores,
alcaldes de cortes i otros por cuias aberiguaciones (no
aviéndole perdonado ninguna) jamás se le a hecho cargo,

466
teniendo desde que sirve presentadas en el tribunal de
quentas todas las de su cargo, con relaciones juradas,
ajustado siempre cargo y datta.
Y que a estos servicios se llegan tener por hijo a D.
Juan Blázquez Maioralgo, cuia madre fue Doña María
de Silva y Córdoba, hermana legítima del sargento
maior de Filipinas, D. Fernando de Silva, que iendo por
cavo del agente de la guerra que el gobernador D. Alonso
Faxardo enbió de socorros a Macán, murió peleando,
cuios servicios i los que hiço en Flandes constan de las
Çédulas con que Vuestra Magestad le onrró.
JUAN BLÁZQUEZ MAYORALGO

467
IV
CODICILO DE JUAN BLÁZQUEZ
MAYORALGO (9 DE ENERO DE 1670)

Registro de scripturas otorgadas ante Pedro


Caballero en el año 1670, fols. 1r-2v.
Archivo Histórico Provincial de Cáceres (Caja
3622)

[1r]Codocilo de Don Juan Blázquez Mayoralgo.


Sello Quarto, diez Maravedís, año de mil y
seyscientos y setenta.

En el nombre de Dios, Amén. Sepan quantos


esta carta de codicilo vieren cómo yo, don Juan Blázquez
Cáceres Mayoralgo, vecino desta villa de Cáceres,
estando enfermo del cuerpo y sano de la voluntad y
en todo mi acuerdo y entendimiento natural y en mi
cumplida y buena memoria, tal qual Dios nuestro Señor
fue servido de me querar dar, creyendo, como firme y
verdaderamente creo en el Misterio de la Santíssima
Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres personas
distintas y un solo Dios verdadero, y en todo lo demás que
tiene y confiesa y predica nuestra Santa Madre Iglesia
Católica Romana, y debajo destas fe y creencia protesto
bivir y morir como fiel y Católico christiano, digo que por
quanto yo tengo fecho y otorgado mi testamento ante el
presente escrivano en veinte y ocho de diziembre del año
passado de mill y seiscientos y sesenta y nueve y porque
se me ha ofrecido que enmendar y añadir del dicho mi
testamento, otorgo y conozco que hago mi codicillo en la
forma y manera siguiente:
[1v] Primeramente declaro que treinta mill pessos
de plata que el Consejo declaró se devían restituir a mi

468
Padre y a su Compañero Diego del Valle Alvarado los
debe la Hacienda del Marqués de Cerralvo, los quales
proceden de algunos pleitos que uvo entre mi padre y el
dicho marqués, declaro que, si esto se cobrare, aya dello
doña Ana de Paniagua, mi muger, todo lo que montare su
dote que, como tengo declarado por mi testamento, se lo
devo por haverlo gastado todo. Y lo mismo se debe hazer
de cualquiera hacienda que de la embargada en Indias
se cobrare; y lo mismo declaro en horden a una merzed
que tengo noticia hizo su Magestad a mi padre de un
hávito; y de qualquiera cossa que pareciere tocarme por
qualquier título declaro y es mi voluntad sea preferida a
todo la paga de la dicha dote, que declaro serán siete mill
ducados más o menos los quales tengo gastados sin que
aya de que podérselos satisfazer.
[2r] Declaro que una capellanía que posee y
goza el lizenziado Cordero, clérigo, toca a mi sucessor
la presentación y todos los papeles con arreglo a la dicha
capellanía los tiene en su poder el dicho licenziado
Cordero.
Yten nombro y señalo por tutora y curadora de las
personas y bienes de don Luis Blázquez Paniagua y María
Teresa, menores – hijos, a la dicha doña Ana de Paniagua,
mi mujer, su madre, y pido y suplico a cualesquier juezes
y justicias ante quien este nombramiento se presentare le
disciernan el dicho cargo sin le pedir fianzas por quanto
yo le relevo dellas por la mucha satisfación que tendo de
la dicha doña Ana de Paniagua, mi mujer.
Y en todo lo demás ratifico y apruebo el dicho mi
testamento el qual [2v], en lo que no fuere contrario al
dicho mi codicilo y este otro mi codicilo, mando que se
guarde, cumpla y exequte en todo y por todo como en
ello se contiene, en firmeza de lo qual otorgue la presente
carta de mi codicilo ante el presente escrivano del rey

469
nuestro Señor público desta villa de Caceres y su tierra
por su majestad en la dicha villa de Cáceres, en nueve
días del mes de Henero de mill y seiscientos y settenta
años. Siendo testigos…

470
V
PRÓLOGO Y COMIENZO DE LAS REALES
EXEQUIAS DE JUAN BLÁZQUEZ DE CÁCERES
MAYORALGO

Reales exequias que a la Magestad Católica del Rey nuestro


Señor, Don Felipe IV el Grande, celebró la muy noble y leal villa
de Cáceres, dedicadas a la misma villa y al señor Don Iuan
Francisco María de Miranda, Cavallero del Orden de Santiago,
su corregidor; a Don Iuan Roco Campofrío, señor de Roco, Villa
y Campofrío, alférez mayor de la Villa de Alcántara, Regidor
perpetuo en la de Cáceres; y a Don Pedro Roco Godoy, su hijo,
Cavalleros del orden de Alcántara, Regidores Comissarios,

Escritas por Don Iuan Blázquez de Cáceres Mayoralgo,


con licencia, en Madrid, por Mateo de Espinosa, 1666.

[2r] A la nobilíssima y antiquíssima Villa de Cáceres y


a los señores D. Iuan Francisco María de Miranda, su
Corregidor; Don Juan Roco Pantoja Campofrío y Don
Pedro Roco de Godoy, sus Regidores Comissarios.
La rectitud de la justicia no sólo consiste en que
al tiempo de su distribución se dé con igualdad lo que
toca a cada uno, sino que es necessaria siempre en
quien la distribuye una voluntad constante y firme de
administrarla en el rigor de la verdad que la naturaleza del
derecho requiere. Con ambos miembros de la difinición
he cumplido, poniendo en execución el segundo, oy
que ofrezco a la protección de Cavalleros tan generosos
lo breve desta relación sucinta. El primero ya le avía
puesto por obra mi voluntad, teniéndola siempre firme
y constante de que a sombras de Mecenas tan ilustres
corriessen los rasgos que en cifra pretende dar mi pluma
a las prensas. Pareciérame ingratitud desconocida que,

471
debiendo seguir siempre lo accessorio la naturaleza de lo
principal, quando (en la erección del más rico Túmulo,
que aun en la representación de la esperança pudo
parecer mucho aliento) lo fue el cuydado y la solicitud
de V.S. (siendo tan grande, que la mayor providencia
lo desconoció milagro en el común aprieto de [2v]
tan continuas invasiones del enemigo), no pretendiera
esta relación de su lúcida fábrica, de sus nobles aras el
seguro. Sin temor correrá a diligenciarse en los buelos
de la fama la inmortalidad del nombre, teniendo por
escudos Cavalleros, en cuyos blasones se veneran de
la Antigüedad sagrados timbres. Acreditando los del
señor D. Iuan Francisco María de Miranda la successión
gloriosa en su Casa de los Marías, antiquíssimos Duques
de Milán, y la de los Mirandas, señores de la Casa de
Miranda, en el Principado de Asturias; y en las de D.
Iuan Roco Campofrío la línea de Bernardo Roco, ramo
que produxo el tronco de los Condes de Urgel, Capitán
General de las Asturias, que vino a conquistar la Villa
de Alcántara con el señor Rey Don Alonso, de cuyas
Reales manos recibió mercedes dignas de sus servicios
y su sangre, que unida a D. Pedro Roco de Godoy, su
hijo, con las de los Godoyes, ínclitos descendientes de los
Godos, con la de los Carbajales de los Reyes de León,
con la de los Saavedras, conquistadores de Cáceres, y
la de los Ovandos, clara successión del Emperador Iulio
César, hazen a mi protección un invencible amparo y
a España conocidos lustres. Guarde Dios a V.S. en su
mayor grandeza, etc.
Don Iuan Blázquez de Cáceres Mayoralgo.

****************************************************
[1] Reales Exequias

472
Derrotaron los Filisteos el pueblo de Dios, que, para
seguro de sus victorias, lleva el Arca del Testamento
consigo (Regum I, cap. 4)280; y si bien avía en el primero
reencuentro perdido quatro mil infantes, teniendo en
el Arca depositado de sus esperanças el tesoro, ni lloró
la ruina ni le alteró el estrago; pero como al segundo
combate no la pudo librar del cautiverio, embió a Elí
Sacerdote Sumo con un varón del Tribu de Benjamín
el aviso. Llegó a sus pies, las vestiduras rasgadas, de
ceniças cubierta la cabeça, y díxole cómo avían muerto
en la batalla Oni y Phines. Recibió el venerable anciano
inmóvil la desdichada nueva de sus hijos, con cuyo fin
le tuvo en su familia el sacerdocio. Prosiguió la relación
el correo, avisándole cómo quedaba el Arca cautiva,
a cuyos últimos acentos el Sacerdote Sumo pisó los
primeros umbrales de la muerte, faltándole el aliento
para oír la pérdida del Arca a quien le sobró el valor
para desestimar el natural afecto de la sangre, que en la
fidelidad siempre tuvo mejor lugar que la naturaleza la
razón.
Fluctuava Cáceres, Ilustríssima y antiquíssima
Villa, entre las ondas de una enfermedad que violenta,
a pocos lances, no dexó familia en que no hiziesse la
demostración pública reseña de de pérdida sensible, pero
blasonando en sus generosos hijos el valor, la constancia,
sólo se llevava el sentimiento lo que no podía negársele
a la naturaleza, quando llamó a sus oídos la más infeliz
nueva en la pérdida de su mayor Monarca, y los que
antes, al duro golpe de funestas desgracias proprias, no
doblavan la cerviz del ánimo, en sabiendo que el Arca
(que siempre la Imperial Casa de Austria lo fue de la luz,
de quien aquella fue sombra) estava de la muerte cautiva,
quando desatando del corazón los suspiros, de los ojos las
Todo ello en I Sam. 4.2-18. Los hijos de Elí son Jofní y Pinjás.
280

473
lágrimas y de la verdad los sentimientos, acudió para la
libertad del Arca a los sacrificios y para la demostración
[2] de la congoja a las bayetas, arrastrándolas desde el
más ilustre Cavallero hasta el ciudadano más humilde.
Común disputa ha sido entre los doctos (D. Tho.
2.2) si pueden privar de la vida las passiones del alma;
y assientan todos que, consistiendo la vida en la rectitud
del movimiento del corazón, principio della, como
las passiones del alma pueden impedir del corazón
el movimiento, pueden con efecto privar también al
hombre de la vida. Verdad que en el político cuerpo
desta generosa República de quien era corazón su Rey,
principio de su vida, se miró evidencia; pues, apenas el
vital movimiento faltó a su príncipe, quando sin vida se
desanimó su lealtad cortesana; pero ninguna República
en el orbe pudo, con razón más justa, presumir el
sentimiento más crecido, porque ninguna puede blasonar
la nobleza más ventajosa.
Una sentencia que intimó el Propheta Isaías en esta
cláusula: His, qui laetantur super muros cocti lateris, loquimini
plagas suas [Is. 16.7], expone un escritor doctíssimo
(Hector Pin., Sup. Isaiae in Annotat. Ex Hebr. ad. c.
16281) de los vasallos que saben debidamente honrar la
muerte de sus príncipes: Vos claudi, qui solum evasistis, eritis
281
Se trata de los comentarios de Hector Pinto, F. Hectoris Pinti
Lusitani… In Esaiam commentaria, Lyon, Th. Paganus, 1561, 1567,
etc. Manejamos la edición publicada en Colonia Agrippina, apud,
I. Crithium, 1615; y la cita está en pp. 149-150, con la variante prae
interitu. La traducción de Isaías es así: “A los que se glorían sobre los
muros de ladrillo cocido, anunciad sus plagas”. Y la traducción del
comentario de Pinto es así: “Vosotros, que tan sólo os quedasteis
cojos, os angustiaréis apasionadamente y os veréis sumidos en
comunes miserias con un increíble dolor por la muerte de vuestros
príncipes, y pensaréis en cómo los hombres principales, los llamados
fundamentos del pueblo, mueren y dirigiréis vuestro corazón y
pensamiento al luctuoso ocaso de tales hombres”.

474
vehementer soliciti et in communibus miseriis pro interitu Principum
vestrorum incredibili dolore affecti, meditabimini quemadmodum
Magnates, qui populi fundamenta dicuntur, interierint ad eorumque
luctuosum Occasum animum et cogitationem converteris. Donde
es digna de reparo la palabra claudi, que parece haze
alusión a una fiel, aunque bárbara costumbre de la
Etiopía, en cuyo dilatado Imperio, en muriendo el Rey,
los nobles, cortándose un nervio, se valdaban los braços,
para quedar mancos, o se herían los muslos con deseo
de parecer cojos, en crédito del dolor que les ocasionava
la ausencia de su príncipe (Diod. Sicul. li. 4, c. 1, de
reb. antiq.). Desta gentil ceremonia los antiquíssimos
Cavalleros desta Coronada Villa imitaron la verdad
del sentimiento, sin la superstición de la vana idolatría,
y quedando suspensos a los ecos de la voz más trágica,
pareció en las demonstraciones de su afecto que la
Parca usó de las dos hozes con que San Iuan la describe
(Apocalip. c. 14 y apud Vega eodem cap. comment.
3, sect. 2), segando con la una al Rey nuestro señor la
vida, y, en su atrocidad, a sus nobles vassallos con la otra
el aliento. Murió la Magestad Católica, sagrado Rey,
en cuyas virtudes se veneraron las propriedades que
en sentir de Chilon, uno de los siete Sabios de Grecia,
eternizan cabal la idea de un Príncipe perfecto: Summa
omnia et inmortalia Principi perfecto esse concipienda. Murió, en
fin, bien afortunado en la opinión de Thales, que escrivió:
Beatum esse Regem, cui datum est consenescere immorique natura
ad id ducente (apud Coel. Rodig., lib. lect. Antiq.). Abatió
España las cervizes a la crueldad [3] del golpe; llora
y llorará la fatalidad de su pena; desahoga el Orbe la
lealtad en pomposas y lucidas Exequias, padrones que
levanta a la inmortalidad de su memoria. Hizo Cáceres
reseña de su fidelidad; oy repite el assumpto a la lástima,
obedeciendo el orden de la Reyna nuestra señora, a cuyo

475
Real Imperio pudiéramos dezir, como a la Reyna Dido
el piadoso Eneas (Virg. Enea. lib. 2):

Infandum, Regina, iubes renovare dolorem.

A mí, el más afectuoso de sus vassallos, me tocó


(como la disposición poética del Túmulo) la obligación
de publicar de su Patria las finezas, justamente debidas
a su Monarca soberano. No sé yo que dexen correr la
pluma sus lágrimas, porque

Quis talia fando


Myrmidonum, Dolopumve duri miles Vlisis
Temperet a lacrimis? (Virg. ibi.).

Pero suplirá la falta del aliento el empeño de la


piedad, por ver si puede igualarse la obligación:

Interdum lacrymae pondera vocis habent (Ovid.).

A veinte de octubre se publicó el glorioso fin del


Catolicíssimo Rey de las Españas, Don Felipe Quarto
el Grande, nuestro señor; y como la brevedad del
achaque no dio lugar a que en las esperanças divirtiesse
la fidelidad del deseo y el golpe de tan crecida pena
(mayor por impensada), llegó al oído susto y al corazón
ahogo; sin vida el ánimo de vassallos tan grandes, en
unos acreditaron los suspiros la lealtad de sus pechos:
Mitissimis ferventes gemitibus, nam specissimis singulibus luctus
obstabat282; y en otros, sin voces, el dolor del sentimiento
asseguró la valentía, porque

Es de J. Barcley (Barclaius), Argenis (ed. M. Riley & D. P. Huber),


282

Assen, Royal Van Gorcum, 2004, 1.3, p. 148.

476
Ille vere dolet, qui sine teste dolet (Martial).

Haziéndose en todos la passión que a la creída


muerte de Poliarco Barclayo mintió en Selenisa y
Argenis (Barclaius in Policarco et Argenide), quando
sin voz, donec primus lacrymarum turbo concederit, quedaron
ambas inmóviles et in alterna tantum ora defixa283. Aun en
la experiencia de venerables canas admira el fin de una
Corona; y más si quien la ciñe no desdeña morir Cordero,
aunque nació Monarca. Siglos de prudencia registró un
Águila en veinte y quatro Ancianos y, al oír la muerte de
un Cordero, dexando las coronas, los coronó la novedad
de assombros (Apocalips. [4.4]). En el monte Olimpo,
como excedía su cumbre la región del ayre, quien en ella
le escrivía, hazía inmortal su nombre; pero, quando dexó
el Olimpo de medir al compás de su grandeza la altura
de sus sombras,

Maioresque cadunt altis de montibus umbrae (Virg. Eglog. 1).

Cantó de Mantua el Cisne y, como el de Castilla era


el mayor [4] del Orbe y a sombra suya vivían seguros
sus vassallos, sin ella lloraron la fatalidad que en la
muerte de Sansón los Filisteos (Lib. Iud. c. 16); pues
si tuvo fin en la muerte de un Caudillo tan glorioso la
variedad de tantos enemigos, oy, con sólo el fin de un Rey
tan Grande, se desalienta a tanto golpe el más crecido
Imperio. Pero, porque la vanidad de los afectos no se
llevasse el triunfo, aspiró Ilustre Cáceres al desempeño
de las obras y, determinando el día diez y siete de
noviembre para las fúnebres Reales Exequias, el señor
Don Iuan Francisco María de Miranda, Cavallero del
Orden de Santiago, Corregidor y Capitan a guerra de
283
J. Barcley, ibid.

477
Orden de Santiago, Corregidor y Capitan a guerra de
todo su Partido, sugeto en quien la virtud no es lisonja,
porque es la verdad el mayor seguro de su virtud, a cuya
actividad, prudencia y discreción debió la pompa deste
día el más proporcionado efecto que pudo idear la fama,
assistido de Don Iuan Roco Campofrío y D. Pedro Roco
de Godoy, su hijo, uno y otro Cavalleros del Orden de
Alcántara, Regidores Comissarios, quando esta generosa
Villa se halla en los mayores aprietos por las invasiones
del Rebelde de Portugal y por los gastos ocasionados
todos de servicios hechos al Rey nuestro señor de sus
proprios (que es muy proprio de Cáceres no tener más
empeño en el servicio de su Rey), puso feliz la mano a
donde subió feliz el pensamiento.
Determinado el día y el lugar, que lo fue la Parroquia
de Santa María la Mayor, sumptuoso templo de tres
naves sobre elevadas colunas, sin dos que de Capillas
guarneçen los costados, en su capacíssimo cruzero se
començó la fábrica del Túmulo. Murió Mausolo, rey de
Caria, y Artemisa, en vida del rey Gira, sol de sus cariños
en muerte, quiso parecer idólatra de sus memorias y,
en crédito de su amor, discurrió a la inmortalidad de
la fama el célebre y sobervio Mausoleo, cuya hermosa
pesadumbre estrivava sobre treinta y seis altíssimas
colunas, siendo el ámbito de quatrocientos y onze pies.

478
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