Coronavirus Novela Acabada Corregida 13-12

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SUSURROS INDISCRETOS EN

LOS TIEMPOS DEL


CORONAVIRUS

HORACIO CUEVA BACA

RECOMENDADA PARA EL PLAN LECTOR

1
Susurros indiscretos en los tiempos del coronavirus
Horacio Cueva Baca.
ISBN: 978-612-48872-0-8
Segunda edición, octubre de 2022.
Francisco León Editor.
Av. Los Quechuas 1134, Ate-Vitarte
Email: [email protected]
[email protected]
Teléfono: (01) 964148546.

Impreso en Lima-Perú en octubre de 2022.


Imprenta de Francisco Adriano León Carrasco.
Av. Los Quechuas 1134 Salamanca de Monterrico, N°1134,
Ate-Vitarte.
Teléfono: 964148546
Email: [email protected]
Carátula:
Diseño y diagramación: Pool Carbajal.
Corrección: Márlet Ríos.
Tiraje de 1000 ejemplares

Hecho el depósito legal en la Biblioteca Nacional del


Perú N° 2022-00712

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Dedicado a mis hijas.

Lorena Celeste Cueva Ramírez


Milca Mirella Cueva Ramírez
Diana Carolina Cueva Estrada
A mi querida nieta María Alejandra Urbina Cueva.
Y también a mis amigos que se fueron debido a esta terrible
pandemia y a los que quedan y los que están por venir:
-A mi querido y consejero compadre, profesor Guillermo
Mejía Espinoza.
-Pablo Bruno, mi promoción de estudios (el popular
Remolacha) a quien el Altísimo lo tenga en su seno.
-Carlos Cruz el popular Cala, estás reunido con tu amada
hija, mi querido amigo.
-Carlos Flores, el popular Calulo, el Maradona de Pueblo
Nuevo de Colán y a todos aquellos que ahora no me vienen
a la mente.

También un sincero homenaje a esas 260 000 personas que


hoy ya no están en este mundo erial.

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CAPÍTULO I

Fue un catorce de febrero del año dos mil veinte por la tarde.
El viejo Samuel de la Piedra estaba cansado y dolido de las
piernas, pero aun así echaba avispas con la mirada.
A lo lejos, allá en el horizonte, el sol aún hervía. Un
mar humano entraba y salía del hospital, algo extraño
sucedía. El anciano había caminado mucho para llegar al
nosocomio de la seguridad social, sin embargo:
—Lo sentimos, no tenemos consultas para medicina
general, ni familiar. Vuelva otro día y para resonancias
magnéticas el próximo mes.
A Samuel solo le quedó darse media vuelta y regresar a
su casa, pero no sin antes rezarles un rosario de adjetivos:
—¡Burócratas de mierda! Traficantes del dolor y de la
desesperación humana. ¡Insensibles soldados del demonio!
¡Hasta cuándo se va a acabar esto por Dios! —exclamó.
Apesadumbrado llegó a su domicilio. Había hecho el
trayecto a pie, de ida y vuelta. De ahí el dolor de las piernas.
Miles de pensamientos deformes fluían por su agotado
cerebro, de cuando en cuando se desesperaba por recordar
algo de su pasado. La memoria se le iba cuando su cuerpo
estaba cansado.
Tenía setenta y cinco años y su edad le había abierto la
puerta a las enfermedades, no solo a los que se perdían en las
brumas del licor, las maldades, los talentos y no talentos.
Él no solo fue un picaflor, era un roble en sus tiempos
idos. Samuel reía y gozaba como un niño cuando le llegaban
los recuerdos y de cuando en cuando lidiaba con sus
monstruos y divagaciones.

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—¡Cómo era eso, no sé! —dijo el pobre Samuel de la
Piedra.
De pronto, se vio frente a una sociedad de espanto,
llena de tragedia y dolor. Se sentía perdido en un laberinto
donde eran muchos, pero a la vez no había nadie a su lado ni
siquiera sus amigos: Pocho, Otto Carvajal o el Ciego Mirón
que todo lo sabe y todo lo ve. Estaba solo en esas horas de
tedio. Sus alucinaciones eran su única compañía.
Cada día Samuel devoraba su libertad, mirando el
atardecer, escondido en su aposento, a través de un viejo
ventanal de una sola hoja. ¡De pronto! sus pupilas se
encendieron con un resquemor extraño.
La tarde se pintó de burbujas y colores vivos. ¡Eran
hermosos!, más incluso que el arcoíris y su padre estaba ahí,
frente a él. Le observó el rostro, oscuro y surtido de líneas
que le cubrían la frente. Era un rostro con hambre, de obrero.
Su boca mendigaba pan para dos. Le vio las manos, unas
manos sin salario. Sus cabellos pedían licencia al tiempo y las
piernas, al igual que su cuerpo, permiso para poder andar.
Con dulces palabras lo atrajo hacia sí. Samuel acarició
a su progenitor, lo que no hacían sus hijos. Acarició el cuerpo
enjuto del padre, rasguñado por la vida, y por primera vez
ansió esos abrazos matutinos que antaño le brindara.
—¡Hola, viejito adorado, cabecita blanca, tus cabellos
parecen copitos de nieve!
—¿Cómo has estado, hijo? —le preguntó con dulces
palabras.
—¡Ay, padre ya estoy tocando fondo, me duele hasta
el culo! ¡Pero menos mi compañero! —exclamó con aires de
tristeza. Una brisa fresca impregnó sus rostros mientras el
padre le sonreía, sin parar de acariciarlo. Samuel era un niño
perdido en un mundo donde no había juguetes, chocolates,

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ni dulces para los niños. Pero allí estaba su padre sonriendo
y acariciándolo.
—Estás fuerte como un roble, hijo.
—Gracias, padre, pero dime, ¿y mamá cómo está?
—A mamá nunca le dimos paz de hijos, se fue un día
cuando todo faltaba en casa, hasta yo falté ese maldito día
—dijo con ira.
—Pero, ¿está bien?
—Claro que está bien. ¡Feliz de verte! —contestó don
Pedro de la Piedra—. ¡Mira, ahí viene!
—Sí, ya la vi, ahí está —exclamó don Samuel hilarante
y empequeñecido. Luego corrió y abrazó a su progenitora en
esas horas mágicas, cargadas de ensueños y encantos.
—¡Muchacho! —dijo la madre llena de júbilo. Tenía la
misma edad que su esposo don Pedro de la Piedra. El mismo
cabello de algodón y el rostro castigado por los males y
desazones de la vida—. Sigues siendo el mismo, el mismo.
¡No has cambiado nada! ¡Fuerte como un toro, hijo!
¡Hermoso como un frondoso árbol!
—Si tú lo dices, madre, así será, ya que tus palabras son
sabias y guardan eternidad.
—Tus hermanos se mantienen aún bien, en este valle
de lágrimas, por eso que, aún le encuentran sentido a la vida.
Mientras que otros las dolencias ya les afligen. ¡Pero una cosa
te digo, hijo! Cuídate, días terribles se acercan para la
humanidad. Una pandemia azotará al mundo y millones
morirán y ayudarán a propagar ese virus, ay de ellos. Cuida a
tus rebaños de ovejas.
Samuel, por un momento, se quedó trémulo, mirando
a sus padres; pero luego se llenó de emoción y avizoró el
atardecer y respiró un aroma fresco, con sabor a fruta y a
mar. Sus padres, al compás de cada minuto, fueron

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despareciendo, figuras mágicas, refulgentes en un espacio
místico y ficticio. Samuel se quedó solo, solo con sus
enfermedades y tendido en su aposento. Días antes le
detectaron escoliosis y hernias discales. A pesar de su edad,
a veces se olvidaba de su edad, de su casa, de sus penas y de
él mismo. Era un anciano extraño. Cuando le faltaba la
dentadura parecía un viejo decrépito. Y cuando tenía puestos
sus dientes postizos de marfil era una persona llena de vida.
De contextura delgada y alto, sentía que su cuerpo se le iba
doblando como si a cada momento el suelo llamara a su
mirada. Su memoria a veces era fresca y lozana, y otras
retardada y simple, sin recuerdos, solo alucinaciones en una
canastilla, rellena de soledad y amargura. No era raro que
despertara llorando, sin consuelo alguno, mientras su esposa
Antonia lo escuchaba sollozar, al igual que los hijos, y muy
frescos atinaban a decir con desparpajo:
—¡Empezó el loco!, hay que encerrarlo en un
manicomio, mamá.
—Cálmate, va a hablar con Dios —dijo la esposa.
En efecto, Samuel empezó hablar con el Altísimo.
Sonreía y le pedía al creador que le regale su túnica.
—Te lo imploro. Regálamela; es linda, blanca como la
nieve —decía—. Y tu traje es tan verde como una selva. Y
tu rostro es tierno, sin edad. Sé quién eres. Tú estás en todo
lugar, te vi apagar el sol y luego prenderlo con furia, después
secaste el mar y al cabo de unos minutos alzaste tus manos y
el mar también se levantó. Parecía una bestia herida.
Chasqueaste los dedos y la tierra tembló. ¡Sí, tú eres Dios!
Porque esa niña, al momento que una piedra le iba a caer, de
pronto se movió y la piedra cayó donde un segundo antes
había estado. Yo te vi mover el dedo cuando miraste a la niña
en peligro a través de un televisor gigante que parece la esfera

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del mundo. Sí, tú eres Dios. Pero a mí ¿por qué no me miras?
¿Tan grandes son mis pecados? ¿Cómo…? ¿Mis dolores?
¿Tan grandes son?
Samuel ahora le reclamaba a Dios. Estaban ante un
paraje hermoso lleno de verdor, aguas tranquilas y diáfanas
que venían de ríos y arroyos se mezclaban en el mar.
—Pero yo siempre di de beber al sediento —dijo
Samuel.
—Y a muchos dejaste de sed —escuchó responder a
Dios, mientras su esposa e hijos lo miraban sin saber a quién
hablaba. No había duda, los hijos tenían razón, estaba
enloqueciendo. Lo miraban y volvían a mirarlo de hito en
hito. Samuel gesticulaba con las manos, las elevaba y hacía
reverencias.
—¿Pero qué culpa tengo yo, de mi presidente? De mis
autoridades… De mis soldados. ¡Normas, normas! ¡Todo
son normas y demora para ellos! ¿Y yo? —se preguntó. Las
manos elevadas en súplica. Ante él estaba un ser supremo
que los miraba con dulzura eterna, Samuel entrelazó las
manos y se postró en el suelo mientras Antonia y sus dos
hijos lo miraban atónitos.
—Sé que soy parte del mismo sistema, de la misma
especie. ¿Pero por qué tengo que pagar las culpas de Pedro?
Si llevamos diferente cruz, solo tú pudiste llevar la cruz del
mundo entero. Y te cubrieron de heridas en medio de la
noche y poco antes de la aurora te llevaron a crucificar y
María te miraba con ojos llorosos y desencajados. Amén,
Señor. Samuel se postró y le dijo al Señor:
—¡Dios mío! Soy tu raíz en la tierra y tú eres mi flor en
el cielo. Hágase tu voluntad.
—¡Este viejo está más rayado que una cebra!
—Ya la edad —dijo Antonia.

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—¿Y tú no le das de comer? —exclamó el hijo mayor
llamado Víctor.
—¡Mira, hijito!, él puede cocinarse o prepararse algo,
¿no?
Luego se hizo un silencio lúgubre, hasta el viento en un
estado silente reposó en el espacio. Tal vez tuvo miedo de
ser escuchado por aquellos seres sin conciencia humana.
Don Samuel cambió la expresión de su rostro. De un
zarpazo pasó a ser delirante, sus ojos cansados y sin
expresión se desorbitaron, se llevó las manos a la altura de la
cintura y se retorció de dolor. Miró a su esposa e hijos, y vio
en ellos seres macabros, espectros del mal, seres infernales
que impartían virus y contagiaban al mundo entero. Tal vez
ellos eran los causantes de sus males y los de los demás. Eran
el rostro mismo de la pandemia golpeando al planeta. Cada
día, cada hora era lo mismo. ¡Esos dolores eran terribles! A
cada momento le ganaban a su cuerpo. Su mente y
pensamientos eran dominados por el drama del olvido, o un
síntoma alucinatorio relacionado con un trastorno de
identidad.
Sus dolores se convirtieron en sombras fantasmales, en
animales raros, como ratas de dos manos y dos patas, de
cuando en cuando le sonreían mostrándole esos filudos
colmillos y rostro de humanoide, lobos reunidos en una mesa
redonda, repartiendo dádivas y comiendo gusanos. Algunos
se frotaban las manos, no tenían garras, sus narices eran
grandes y puntiagudas. Con los ojos desorbitados, don
Samuel observó como las ratas se unían a los lobos y pedían
dádivas.
—Un momento —se escuchó decir a una voz
deforme. ¡Era un lobo vestido con saco y corbata, de cuello
blanco reluciente!—. Para todos hay. Hoy y mañana el poder

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será nuestro. Por qué hacen tanto escándalo. Señor Abril
Corona. ¡Tranquilo nomás!
—A la orden, señor Limón Lagarto —exclamó una
rata de voz chillona.
Samuel cerró los ojos bruscamente, para borrar esas
imágenes, pero ellas seguían ahí ante él. En medio de un gran
salón dorado con figuras amorfas que se movían de un lugar
a otro, haciendo chirridos extraños. El experiodista
permanecía impávido en medio del salón. De pronto,
despertó. Se encontró con su dolor, esposa, hijos y con él
mismo. Las ratas y lobos habían desaparecido.
Samuel fue al Seguro Social, pero esta entidad del
Estado tardaba un mundo para atender a sus asegurados. Los
pacientes iban y venían, por los pasillos, en espera de una
atención adecuada. Al final: paracetamol, ibuprofeno y
diclofenaco sódico eran el alivio para sus males.
A diario tenía que tragarse como diez pastillas que lo
ponían en un estado de ansiedad y desajustes emocionales.
Lo aquejaban dolores terribles, piquetes como de agujas en
todo el cuerpo y adormecimiento en las piernas. El tiempo le
parecía cada vez más lento. Se perdía en las brumas de un
presente doloroso, cargado de odios y maldades. Samuel de
cuando en cuando, se transformaba en un anciano amargado.
Él mismo no sabía cuándo se había sucedido tal cambio; si
hasta hace poco era un pan de Dios y sigo siendo un pan de Dios,
pensó.
—Pero, a fin de cuentas, no tiene nada de malo la vida
que cada uno elige. Y eso es la vida moderna, jeje, casi la
mitad estamos ya corruptos, infectados del cáncer de la
sociedad.
A cada paso que daba pintaba tormentas, haciéndose
daño y haciéndoselo a otros. Y en ese delirio blanco y ya sin

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dolores en el cuerpo quiso probar su hombría. De inmediato
llamó (en su delirio) a su amiga Shirley; veintinueve años
menor que él. Shirley le subía la fogosidad. Con un poco de
paciencia podía reanimarlo, para que les entre a las estocadas
ya que ella era una vaca brava. La despampanante mujer hizo
que el anciano viviera las más alucinantes fantasías.
—A ver —maquinó— Dime, cuál fue la mujer que más
te ha gustado en toda tu vida y por la que hayas tenido un
apetito voraz, de hacerle el amor. Yo por hoy seré esa mujer,
Samuel. ¡Anda! Dime quién fue, o es, y empecemos, corazón.
De inmediato, los recuerdos llegaron a la mente del
viejo periodista: frente a él estaba Lizbeth Ugarte, una
hermosa morena de curvas anchas de un hermoso trasero,
que tenía enfermos a jóvenes, adultos y ancianos del barrio.
Don Samuel la había conocido muchos años atrás y se
enamoró perdidamente de ella, pero ella nunca lo supo.
Samuel siempre soñaba con la dulce Lizbeth.
Conversaban mucho, pero a Samuel el miedo de
perderla como amiga lo aterraba y por eso nunca le declaró
su amor. No quería ser rechazado.

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CAPÍTULO II

Era un 29 de febrero del año 2020, quince minutos antes de


la siete de la noche, en un hospital de Lima. El doctor
Horacio Reyes estacionó su vehículo en las inmediaciones
del nosocomio. Bajó rápido, tenía puesta su bata blanca y el
estetoscopio atravesado en los hombros. Hombre alto, de
contextura gruesa, al caminar arrastraba la pierna derecha.
Consultó por tercera vez su reloj, eran las siete p. m. menos
diez minutos. Observó el frontis del hospital, estaba atestado
de gente, por lo que prefirió ir por la parte posterior, por el
lado de emergencia. Su horario de entrada era a las siete p.
m. exacto. No le gustaba llegar tarde, era un hombre
entregado a su trabajo. Durante sus treinta y cinco años de
labor, ningún día había faltado ya sea en el horario de
mañana, tarde o noche.
Ahora estaba ahí, como un buen soldado y conocedor
de la salud pública. Le gustaba evaluar con detenimiento a
sus pacientes, ya sea por emergencia o consulta, y daba su
pronóstico, sin equivocarse, sobre la enfermedad que los
aquejaba.
Atrás de él se escuchaba el ulular de la sirena de una
ambulancia. El doctor Reyes tuvo que cederle el paso al
vehículo blanco con franjas amarillas fosforescentes, que
chisporroteaba lucecitas moribundas, como un presagio de
lo que se veía venir aquel 29 de febrero del dos mil veinte.
El vehículo se estacionó frente al pórtico del hospital,
mientras el doctor Reyes, de soslayo, vio bajar, al parecer, a
un pariente del paciente, que presentaba un rostro abatido y
sombrío. De pronto el hombre, corrió y sin medir
consecuencias, estuvo a punto de hacerlo caer, al querer
abrazarlo, pero soltó una tos aguda cerca del rostro del

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doctor. Por un momento quedó paralizado. Un
presentimiento de muerte se apoderó del médico.
—Doctor, por favor; mi hermano se ahoga, no puede
respirar. ¡Doctorcito!
—Cálmese. Llévenlo a atención rápida.
Las enfermeras obedecieron de inmediato, trayendo
una camilla rodante. Bajaron al paciente, que no traía
protección alguna, ni tampoco los acompañantes. El doctor
Reyes miró al paciente, y cuando se le iba a acercar, el
enfermo soltó una tos aguda, retorciéndose y ahogándose
por momentos. El doctor Reyes se detuvo a escasos metros,
pero, aun así, bolitas de saliva le salpicaron el rostro. Miró
con miedo al enfermo, luego se acordó de que el familiar
había tosido cerca de su rostro e igual gotitas de saliva le
habían caído.
—Señor —dijo el doctor al pariente—. Cuando usted
estornude o tenga tos, use un pañuelo, por favor.
—Disculpe, doctor, iba a pedirle que atienda a mi
hermano, tiene varios días esa tos y a cada momento se
ahoga.
—Ojalá que no sea lo que estoy pensando. De ser así,
estaríamos ante el primer caso del virus coronavirus —dijo
el doctor Reyes, mientras el paciente era llevado a los
servicios de emergencia.
Como por arte de magia, las luces de la ciudad se
apagaron. Se hizo un silencio lúgubre, que al doctor le
pareció eterno. Entonces, el galeno supo que a partir de aquel
momento todo sería diferente. Que el mundo iba a tener
momentos difíciles y los científicos de todas las naciones se
verían inermes para enfrentar a un enemigo invisible llamado
coronavirus o COVID-19.

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El doctor Reyes reanudó la marcha. Eran ya las siete,
con cinco minutos de la noche y la gran cantidad de gente
que atendió aquella noche le hizo olvidar el suceso, pero no
sin antes decir:
—Lo más probable es que sea una sugestión mía…
Cuánta gente viene a diario, debe de ser una fuerte pulmonía
del hombre... ¡Bah!
En los meses de febrero y marzo aún no era obligatorio
usar mascarillas para cubrirse nariz y boca y así evitar que
entrara el virus, pero algunos lo tomaron como una
exageración. Recién día cinco se supo que el hombre que
ingresó el 29 de febrero estaba contagiado con el terrible mal.
Antes, le habían realizado la prueba rápida dos veces
arrojando negativo, luego vino la del hisopado, que recién
dio positivo. El seis de marzo por la noche el presidente de
la república dio su primer mensaje. Un joven llegado de
España era el “paciente cero”.
El día 15 de marzo se declaró la emergencia nacional,
por tanto, el ciudadano fue confinado a guardar cuarentena
o el aislamiento social. Aquí se empezaba a ver recién el
rostro de una “pandemia golpeando al mundo”. Los
primeros casos antes del 29 de febrero no se reportaron
como coronavirus, sino como una gripe o pulmonía.
El doctor Horacio Reyes, para su mala suerte, fue
infectado por Prudencio Artiaga, hermano de Genaro
Artiaga, el paciente que llegó en la ambulancia blanca con
franjas amarillas fosforescentes.
Los doctores manifestaron que el virus para incubar
requería de ocho a quince días, por eso los primeros
infectados empezaron desde el 8 de marzo hacia adelante, en
el sistema oficial. Mientras que el “paciente cero”, junto con

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su familia, se aisló, siendo los primeros en hacer cuarentena.
Ellos eran asintomáticos.
A medida que pasaban los días el doctor Horacio Reyes
se sentía cansado, los sesenta años le pesaban demasiado: se
había convertido en una persona vulnerable. La tos, cada día,
era más persistente, el cuerpo le dolía, los pulmones estaban
inflamados, la fiebre le calaba los huesos. De inmediato, le
hicieron la prueba molecular y resultó positivo. Fue
internado en cuidados intensivos, con oxígeno y ayudado por
ventiladores mecánicos. La respiración del doctor era lenta y
poco a poco su vida se apagaba.
Roxana, su joven y bella esposa, lo miraba tiernamente
desde lejos, él apenas la alcanzaba a ver, ya casi no tenía
fuerzas.
—No te vayas, por favor —exclamó llorando, sus
labios dulces y delgados pronunciaron una oración al padre
celestial. Miró a su esposo, pero este ya no se movía. Ella dio
un grito lastimero y se presentaron dos doctores, protegidos
con trajes blancos que les cubrían desde los pies hasta la
cabeza. Parecían astronautas.
—Amigo —exclamó uno de los doctores, con ojos
desencajados, el doctor Horacio Reyes había muerto,
combatiendo hasta el último minuto a un enemigo invisible
llamado COVID-19.
El cuerpo del galeno fue llevado al crematorio. Las
cenizas se las entregaron a su esposa, que lloraba
desconsolada.
Genaro Artiaga logró vencer al virus. Tenía cuarenta
años, no fumaba, ni bebía alcohol, los pulmones los tenía
limpios, lo cual le valió para vencer al terrible mal. Mientras
el hermano pasó por triaje, fue examinado y resultó positivo.
Pero solo tuvo leves molestias.

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Prudencio Artiaga fue confinado a guardar cuarentena
en su casa. Pero no cumplió con las normas sanitarias,
poniendo en riesgo al resto de su familia y demás personas.
Salía cuando se le pegaba la gana al mercado y a otros lugares,
a comprar el diario de la mañana o dulces o cosas sin
importancia. Incluso, tuvo el descaro de hacer una inmensa
fila sin mascarilla para comprar cerveza. Prudencio Artiaga
sabía que venía contagiando a muchos, pero no le importaba
absolutamente nada. Fue denunciado por sus vecinos, la
policía lo condenó a pagar una fuerte multa y se quedó
confinado en su casa con resguardo policial.
En su claustro Prudencio tuvo tiempo para pensar y
darse cuenta de que lo que había hecho estuvo mal, pero ya
era demasiado tarde. Había contagiado a una de sus hijas.
Oraba a diario y no era para menos. Lo confinaron a un lugar
de refugio, mientras la niña de quince años era llevada al
hospital del Ministerio de Salud por presentar cuadro de
riesgo. Tenía una fuerte infección pulmonar. Fue puesta en
un ventilador mecánico.
Uno de esos días, Prudencio Artiaga dijo que el dolor
de no ver a su familia era más fuerte que las propias
dolencias. No se explicaba cómo había podido ser tan cruel,
al jugar con la vida de su propia hija, pensando que ella era
joven y por lo tanto era inmune al virus. Que la familia de
ellos era de puro roble. Por su culpa y por muchos como él,
los hospitales estaban a punto de desbordarse.
Prudencio se llevó las manos al rostro, un rostro
pasmado, sosteniendo un par de ojos cuajados de rojo
escarlata que hoy le tenían miedo a una noche helada y
desierta.
—Todo esto es como una película de ciencia ficción.
¿Qué es todo esto? —se dijo una, dos y mil veces.

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De cuando en cuando se quedaba helado, mirando los
noticieros de las siete de la noche y amanecía como un
autómata. A las ocho de la mañana se iba a dormir. Tenía
temor dormir por la noche, todos los enfermos contagiados
por este virus se levantaban de su cama queriéndolo coger y
contagiarlo, porque él era el culpable de sus desgracias.
Prudencio Artiaga retrocedía espantado y, con los ojos
desencajados, corría a prender el receptor, para no pensar en
aquellos pobres contaminados por ese maldito virus.
—¡Pandemia!, ¡pandemia! —gritaba por dentro; en el
patio de su refugio, estaba calcinándose bajo el sol, con un
olor a sudor humano, de los que muy pocos se bañan por el
miedo a contagiarse de un resfrío, de esos que se parecen al
coronavirus.

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CAPÍTULO III

—Estúpido de mí —dijo Samuel—. Nunca le dije que me


gustaba, a pesar de que tenía oportunidades, tal vez será algún
día…
Ese día llegó. Pero tenía setenta y cinco años y ella
estaba ahí, frente a él, despampanante, la mujer más deseada
por los hombres del barrio. La vio acostada boca arriba, casi
desnuda, sobre una cama amplia, limpia y con olor a pino
verde. Solo se cubría con una bata blanca transparente. Se le
notaba todo lo que la naturaleza le había dado. ¡Hermosas
piernas!, que eróticamente se abrían y cerraban ante los ojos
empequeñecidos de don Samuel que, de pie, miraba
extasiado.
En medio de aquellos muslos un hermoso corazón de
manzana, que invitaba a un suave mordisco, una cuarta
arriba, un ombligo perfecto y limpio, ¡excitante! Pero lo que
más llamó la atención al experiodista eran los hermosos
pechos de Lizbeth. Estos se alzaban furiosos hacia arriba,
eran cromados entre blancos y rosados, cada uno de ellos
mostraba una aureola de color rosado marrón que terminaba
en un cono, listo para ser servido en un delicioso helado.
Samuel volvió la mirada al marfil caliente con emoción y con
la voz deforme por la excitación dijo:
—Sí. ¡Ahora sé que la mujer es la belleza de la vida!
La hermosa Lizbeth se incorporó de la cama y sus pies
descalzos tocaron el frío suelo. Dio unos pasos y llegó
adonde estaba Samuel. Lo atrajo hacia ella y empezó a
desabotonarle la camisa. El anciano apenas podía mantenerse
en pie. ¡Temblaba! Luego ella, dando pasos fortuitos, lo llevó
a la cama, le acarició el dorso desnudo y ya marchito. Las
manos de Lizbeth eran mágicas.

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Se sentaron despacio en la tarima de la cama, ella le
tomó las manos y las posó en sus blancas y tersas piernas.
Las manos de Samuel temblaron al tocarlas. Eran tersas,
fuertes y provocativas.
Parecían Adán y Eva, mientras ella jugaba con la
cabellera blanca de Samuel, llenándole de caricias. Pero tanto
Samuel y su miembro viril ya estaban en decadencia. Una
decadencia total. Dos gruesas lágrimas rodaron por el rostro
cansado del viejo. No sabía si era rabia o dolor al no poder
tomarla y hacerle el amor. Ante él estaba la mujer que
siempre había deseado, pero no podía cumplirle.
—Ven, amor —la voz de Lizbeth era como un susurro,
suave cadencioso y tierno—. Vamos, tesoro —le dijo con
voz de una niña inocente. Tesoro enorme, estoy aquí y todo
esto es tuyo, haz lo que quieras conmigo —dijo con voz cada
vez más excitante. Era una escena mágica.
—Tanta carne desperdiciada, tanta carne para un solo gato
—pensó Samuel.
—Toda tuya, mi amor —torturó la hermosa Lizbeth a
Samuel. Esta vez la voz fue un murmullo, una ola lejana, una
hoja partida por el viento—. Anda, Samuel muéstrame lo que
tienes —pobre viejo, su vela estaba apagada, y lo único que
ahí resistía era su corazón.
—Ay, ay, compañero estamos ya en decadencia y justo
ahora que se avizoran tiempos de desesperanzas, de crisis y
de pandemias y todos los males que el hombre ha creado,
pues un virus hará temblar a la humanidad entera —Samuel
alucinaba dentro de su alucinación. Hablaba de pandemias,
de virus y de cremaciones.
—Y ahora qué —dijo mirando a Lizbeth que seguía
tendida y desnuda en la cama. Ella sonreía. El tiempo
transcurría lento, lleno de dolores y de espanto.

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Por momentos, Samuel creía tener alzas de
temperatura. Su libido creció, igual el ritmo de su reloj
biológico. Abrazó con pasión a Lizbeth bañándola de besos
y caricias mientras ella lo imitaba, era tan joven y experta.
Pero don Samuel seguía en sombras, lo que se le erizó fue el
cabello. Miró a su miembro y escuchó el sonido de las horas
lentas y un murmullo de agua lejana. Se quedó quieto, viendo
la cama vacía y la almohada desnuda. Otra vez había hablado
su locura. Sin poder contener su furia y llanto se quiso hacer
el amor con su mano: pero su mente despertó, estaba agitado.
Un nuevo panorama lo esperaba de pie. Víctor, el hijo mayor,
lo observaba con rabia avasalladora.
—Mírate cómo estás, esa facha, tú ya no estás para eso,
viejo. Cualquier día tienes una mala muerte…
—Toda muerte es mala, hijo —lo interrumpió Samuel.
—Te hablo de un ataque cardiaco que te puede dar en
cualquier momento.
—Mi corazón es el único que está bien. ¿Y sabes por
qué? Porque siempre he sabido amar. ¡Ay cómo alguien me
lo comprara! Gustoso se lo vendiera —por primera vez los
ojos de don Samuel le brillaron y en aquel momento el cielo
se volvió denso y de un color gris profundo.
—En vez de hablar huevadas, búscate un trabajo.
—¿Trabajo? ¿Adónde y de qué? Yo ya les he dado de
todo a ustedes. ¡Mi juventud a tu madre! Mi esfuerzo a
ustedes. Estoy viejo. ¿Sabes qué significa esa palabra, hijo?
El joven no decía nada, solo miraba a su padre. Como
muchos otros, no veía la realidad de su progenitor, o tal vez
poco le importaba que los años lo habían hecho prisionero.
Hombres, peregrinos y zombis de una sociedad que cada día
se olvidaba de ellos y de su estado emocional. El hijo mayor

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miró de soslayo al padre, luego tomó conciencia de los bienes
del anciano.
—¿Cuánto podría valer la casa, los muebles y ese televisor tan
grande, que un día el viejo se ganó en una rifa en el día del trabajo? El
viejo es una carga ya, además está loco —pensaba Víctor, mientras
lo observaba con indiferencia, como si le costara hacerlo—.
Sí, no hay duda este “ruco” ya está en decadencia y cada día nos roba
oxígeno.
Esta vez una sonrisa burlona floreció en esa boca
grande, la nariz ganchuda y sus ojos negros, que eran
pequeños, se le engrandaron, dándole un estirón a su rostro
moreno y largo. Mientras se llevaba las manos a la cabeza
peinándose con los dedos largos y flacos la negra cabellera.
Víctor era uno de aquellos hijos que ven al padre como
una carga para la familia cuando llegan a la ancianidad. Y no
solo era él, que pensaba de ese modo sobre los ancianos, de
igual parecer era Esteban Condolo, esposo de María.
Esteban, era amigo de Víctor. Víctor era sobrino de María.
Todos ellos querían encerrarlo, hasta Antonia quería meter
en un asilo de ancianos al buen Samuel, excepto María.
Días atrás Esteban, que era un borracho empedernido
junto con su hermanastro y Víctor, llevaron al señor
Mercedes Condolo de ochenta cinco años, a dejarlo a un asilo
de ancianos. Pero el hombre no soportó separarse de su casa
y su familia y nietos. Duró un día y una noche, al siguiente,
por la mañana murió.
Sebastián Gordillo y la madre llamada Sabina Morales
de cincuenta años y tía de Otto Carbajal, llevaba al esposo y
padre de Sebastián, don Benjamín Gordillo de ochenta años,
solo con una botella con agua cruda y lo sentaban en la calle
a pedir limosna, mientras ellos se iban a su casa a ver
televisión.

22
Don Samuel observaba con tristeza a su hijo. Estaba
lúcido, no había tragado aún una sola pastilla de las que tenía
que tomar y sentía un dolor extraño en el corazón. Era el
dolor de haber llegado a la vejez. Se preguntó en qué habría
fallado. Él siempre los educó, pero Antonia los consentía
demasiado, tanto que cuando Samuel les obligaba ir al
colegio, la mamá les pedía que se quedaran, pues tenían
derecho a descansar ya que no podían matarse estudiando.
—Para todo habrá tiempo —decía Antonia.
Los hijos de Samuel y Antonia nunca tuvieron tiempo
para estudiar, siempre se la pasaban divirtiéndose con los
Gordillos, los Rosales de la Puerta y con su primo tío
Esteban esposo de María y la familia Condolo. Por otro lado,
don Samuel no entendía por qué ese miedo que sentía, más
grande que todos los miedos a pesar de que la muerte podía
llegarle pronto. No sabía cuándo le había llegado, tal vez
siempre lo había tenido escondido en lo más profundo de su
ser.
El viejo Samuel pensaba ahora con sus cinco sentidos,
su mente estaba limpia, fresca, pero muchas veces quería
estar loco, porque de ese modo se sentía feliz, perdido en un
mundo sin fin. Palabras, “oscuras y sin nombre”, le sacaron
de sus sublimes pensamientos:
—Viejo, te vamos a llevar a un albergue, pero tienes
que dejarnos un poder para poder cobrar tu pensión,
nosotros te llevaremos el sobrante después de pagar el agua,
luz y los demás arbitrios. Además, allá te van a tratar mejor.
La tarde empezó a caer lenta, triste y amarga. A don
Samuel el otro dolor le hizo estragos, eran penas tan grandes
las que tenía en el corazón. Su voz fue como un gemido
cuando dijo:

23
—Quizás sí me van a tratar bien, mejor que ustedes
incluso. ¡Pero no! Esta es mi casa y he de morir en ella; de
una vez te digo: comunícale a tu mamá y a tus hermanos, que
solo muerto me han de sacar de aquí. ¡Qué carajo…!
Víctor miró con desprecio al ser que le dio la vida. La
mirada bestial asustó a don Samuel.
—Ay estos hijos de ahora creen que les vamos a
soportar el peso de sus acciones y maldades, e
incomprensión hacia sus mayores.
Afuera el viento empezó a soplar muy fuerte, la tarde
fue devorada por la noche, mientras esta se pintaba de negro,
en el cielo no había estrellas. Esa noche hubo sombras, y más
sombras en el alma de Samuel, en su mente hasta en sus ojos,
veía correr sombras ¡Por su cuarto, por la sala se enfrentaban
a él! ¡La sombra de su hijo salió del cuarto masticando su
rabia!
Después de dos horas de haber tenido el diálogo,
Samuel salió al exterior de su casa; era un patio sin techo.
Aparecieron las estrellas y en el horizonte se asomó la luna.
El viejo la miró y en sus ojos se pintaron ansias de amar. El
noble anciano dio un suspiro hondo, un frío venido del norte
bañó su rostro. Él seguía contemplando la luna, como si
fuera una mujer vestida de percal que volaba a su encuentro.

24
CAPÍTULO IV

Mientras tanto, en un lugar de Lima, el doctor Calixto Amaya


Corrales tomó en serio el caso de Prudencio Artiaga.
Fue una de esas mañanas frías cuando el otoño
empieza a morir de tristeza y héroes de blanco no se rinden,
pero gritan desesperados y se quiebran, pero no nos
abandonan. El doctor Amaya se levanta también cada
mañana; a pesar del frío de la capital. Pero él ya estaba en pie,
mirando la tele, un segundo, dejó que su mente se encontrara
con el pasado y con su paciente Prudencio. Amaya recordó
que se quedó helado cuando Prudencio, casi divagando, le
dijo:
—Doctor, estoy viendo la película Virus, mire usted.
El doctor posó su mirada en la televisión. En las
imágenes se veía a personas temblorosas caminando por las
calles, luego caían y allí quedaban. Nadie atinaba a acercarse
y huían del lugar, los mismos hospitales estaban confinados,
nadie más entraba, los cadáveres quedaban abandonados en
la calle, las funerarias habían colapsado, no había ataúdes, los
muertos por este virus no podían ser enterrados en los
cementerios comunes. Algunos cadáveres eran quemados en
la calle o quedaban tapados con periódicos…. Y de pronto…
silencio, solo el ruido del viento se escuchaba, como pujando
de dolor.
El doctor observó a Prudencio Artiaga y le conmovió
ese rostro envejecido en pocos días. A Prudencio estaba a
punto de darle una crisis, debido a la ansiedad, depresión,
miedo y el estrés. Entonces el doctor le explicó:
—Todo esto es la pura verdad, Prudencio, es lo que
estamos viviendo estos días.

25
—Yo siento que me ahogo doctor, un nudo en mi
pecho, un frío en el estómago y un terror que me viene de
adentro…
El doctor Amaya lo miró directo a los ojos y dijo:
—Es tu mente y tu alma, Prudencio, no te dejes vencer,
por favor. Es tu miedo y ansiedad, no te caigas. Todos hemos
visto ya a las naciones convertidas en fantasmas, a los
mismos humanos que van como zombis con la mascarilla
cubriéndose la boca y lentes oscuros que les tapan los ojos.
Tu miedo es también haber contagiado a mucha gente,
Prudencio, aun sabiendo que tenías el mal. ¡Pero fíjate!
—dijo el doctor Amaya atisbando primero a su alrededor
como cuidando lo que iba a afirmar—. Mira, Prudencio, el
problema que hayas salido o que la gente salga, sin hacer caso
a las advertencias, es que no cree en lo que les va a pasar. La
gente no es bruta o irracional, es su naturaleza humana que
los hace actuar de ese modo, somos niños adultos. Ahora el
mundo es otro, el humano es otro, la pobreza es casi
homogénea y los ancianos, no todos, van a morir.
Prudencio miró al doctor de soslayo, luego su mirada
se dirigió al televisor. Las imágenes anteriores se iban
desvaneciendo.
—¿Y ahora qué, doctor? ¿Qué voy a hacer? ¡Quiero a
mi familia, me siento solo! Es una soledad, doctor, que está
acabando con mi existencia, siento hambre, pero a la misma
vez tengo el estómago lleno, ¿qué voy a hacer, doctor…?
—preguntó desesperado.
—Cálmate, Prudencio, lo que tienes es pobreza de
espíritu—. ¡Arriba! —dijo el doctor—. Levántate, erraste una
vez, ya está bien, coge el timón y empieza a enrumbar tu
nave. Basta ya, deja tus temores.

26
El doctor Amaya casi gritaba al hombre que se perdía
en un laberinto de espanto y sentimientos encontrados. Se
perdía como aquellos caminantes que dejaban a una Lima
desnuda, ya que un éxodo era inminente. Donde a diario el
contagio no quería quedarse en un mismo lugar, avanzaba
con ellos, siguiéndoles los pasos. El virus los estrechaba,
obligándolos a apurar el paso. Muchos en aquel éxodo sabían
que llevaban el mal a cuestas y lo preferían. Para no morir de
hambre.
El doctor Amaya vio en Prudencio los pesares de un
país, las argucias de alguna gente hacia el hijo del pueblo. Los
esfuerzos de un presidente y de los que venían detrás de él,
de la magia del cebollero para restarle peso a su propia
hambre, observó en él un país lleno de estiércol que poco a
poco se iba descontaminando. La astucia, pasividad y apatía
de las autoridades que no hacían nada por el pueblo.
Del señor de la estocada, de la palta emocionada calata.
De la mujer que le pega al policía y llora rezándole a la virgen
de la buena muerte, para que antes de ir a la cárcel le envíe la
parca.
Y, por último, ahí escondido en la suela de sus zapatos
estaba la escoria y aquellos que se benefician en los
momentos de emergencia y de pandemias, dejando más
calata de lo que estaba ayer a la gente.
A estos “Aros” no les importaba el dolor de sus
hermanos, de un anciano gruñón como don Samuel,
tampoco les importaba las temperaturas altas de María, o la
maldad de Antonia. No. El tiempo de crisis por ellos es
bienvenido: Y “Bendito sea el aceite”. Ellos son los
demonios de la tierra, se regocijan cuando hay emergencias.
Se emborrachan con miel que les dan.
—No tienen vergüenza —exclamó el psicólogo.

27
En este laberinto, los demonios se pelean entre
parientes. El que está afuera se pelea con el que está adentro,
a pesar de que por sus venas corre la misma sangre. Prevalece
una política feudal, un reino para uno. Y te daré migajas y si
dices algo escribiré para ti una crónica de muerte. El doctor
Amaya dejó de explorar la mente de Prudencio.
El hombre estaba agotado, le dolía mucho la cabeza, la
tos por un momento se le prendió. Se preguntó si él también
tendría el virus, pero estuvo a más de un metro de él, y
Prudencio tenía una máscara grande y lentes de buzo. Al fin
qué importaba, si todo el mundo estaba por contagiarse. Si
no era hoy sería mañana, pues otros en tiempos de
emergencia o de pandemias, se contagiaron al instante.
De pronto, la noche abrió sus puertas y dejó salir a la
luna, preñada y pálida. Parecía avanzar a pasos agigantados,
huir de algo o alguien. ¡O de la misma rotación!
El doctor Amaya de una sola cosa estaba seguro. Todas
las autoridades eran merecedoras de un regalo: un pelotón de
fusilamiento. Y rio para sus adentros, después de todo él no
era nadie para juzgar a Prudencio. Este comprendió y,
dándole vergüenza ajena, bajó la mirada y fue directo a apagar
el televisor. Mientras que por la ventana se vio surcar en el
cielo limeño una especie de cohete o meteoro, yendo directo
al mar, o al menos eso parecía.

28
CAPÍTULO V

Esa noche don Samuel de la Piedra no pudo dormir


tranquilo, porque le había puesto la etiqueta de psicópata a
su hijo mayor, por querer sacarlo de su casa. Al igual su
esposa Antonia y su hijo menor no habían llegado a conciliar
el sueño.
Un día antes madre e hijo fueron a visitar a un pariente
de ella, al parecer se encontraba con tos y fiebre y le llevaron
remedios caseros. Don Samuel sabía que cuando la “bruja”
se iba no regresaba hasta después de tres días; qué felicidad
para él. Por dos o más días se sentía tranquilo, ¡solo, pero
contento! A duras penas se preparaba los alimentos, pero
podía ver sus programas sin ser molestado.
—Apaga la luz, que los recibos van a venir recargados.
Apaga el televisor y ve a dormir —y en ese momento
empezaba la guerra.
—Pero por qué te quejas mujer —argumentaba don
Samuel—. Al final. Soy yo el que paga todos los recibos y los
demás gastos, no sé por qué hablas, Antonia Micaela jeje.
—¡A tu abuela con esos nombres! —le gritaba Antonia
—Por favor deja ver y oír mi programa, mujer.
Eran el agua y el aceite cuando estaban juntos, no se
soportaban.
—Allá estás mejor, querida —pensó don Samuel,
mientras con un rollo de papel higiénico se encerraba en el
baño, porque su cuerpo requería ir cuatro veces y las cuatro
se bañaba tras sentarse en el excusado.
Mientras, Antonia se reunía con sus familiares.
Departiendo y brindando y se rendían tributo entre ellos
mismos en una noche de tertulias.

29
Samuel se preparó el desayuno, tenía que volver a ir al
hospital. Desde mucho tiempo atrás viene luchando para
conseguir una cita y una resonancia magnética. Pero cada vez
que intentaba, le hacían ir de lugar en lugar, sin éxito.
—Lleve este documento a admisión y este otro a
referencia y de ahí sube usted al tercer piso; luego baja a rayos
x, después con los documentos firmados viene usted a
referencia y en cinco días regresa.
Transcurridos cinco días, le decían al anciano que aún
no había convenio con las instituciones que se encargaran de
hacer los exámenes. Y de nuevo.
—Vuelva usted a fin de mes.
Era aquí que le volvían los arrebatos y la desesperanza.
Para Samuel, y muchos ancianos asegurados, el estrés y la
diabetes por la aguda depresión, los volvían presas fáciles del
virus. Al no encontrar alivio para sus males Samuel maldecía
a la burocracia, a los médicos, ni el Gobierno se salvaba de
sus arrebatos.
—Desgraciados, poco les importa la salud del pueblo.
Estamos desprotegidos por las autoridades, tantos años
yendo y viniendo y no somos atendidos, todo esto está patas
arriba. ¿Qué es lo que quieren…? ¿Que venga una plaga y
que muchos mueran o que el pueblo se levante para hacer
valer nuestros derechos?...
El viejo gritaba en medio de la estancia del hospital. El
resto solo miraba. Alguien sonreía, otros pasaban de largo, ni
siquiera volteaban a verlo. Algunos movían la cabeza como
aprobando lo que decía. Pero nada más; de ahí no pasaban.
Había algunos que estiraban el cuello sin saber por qué.
Luego se sentaban y empezaban a ver su celular. Hasta que
la voz se le apagó a Samuel de tanto gritar y nadie se
preocupó por el hombre. Pero sintiendo que aún le quedaban

30
fuerzas, miró a los presentes con vergüenza ajena. Luego
dijo:
—Esta generación de hoy no tiene formación política
para desarrollar una sociedad. Por eso las autoridades vienen
y les lavan el cerebro con frases bonitas. ¡Todos están
despolitizados, nos faltan dirigentes de clase, carajo!
El viejo se incorporó lentamente y se retiró, algunos
ancianos lo seguían, otros solo con la mirada. Caminaron por
la calle perdidos en sí mismos. A punto de la depresión,
atribulados y desencajados, enjutos. Pero los problemas no
quedaban ahí, para cada uno de ellos. En su casa, un mar de
estos les esperaba.
Esa mañana un sol bruñido resplandecía en el cielo. La
ciudad se agitaba con el ir y venir de un mar humano. La
plaza de armas era el lugar donde se acobijaban ciudadanos
de diferentes edades. Aquí también se veía la pasividad de las
autoridades, pues a diario eran chamuscados por el
inclemente sol, debido a que los parques de la ciudad carecían
de árboles.
Samuel fue a casa, su esposa no estaba, además era
amigo de la soledad y así podía recordar tiempos idos, en
especial en el amor. ¡Ese amor!, que un día tuvo con
Mercedes Cruzado, una hermosa niña de dieciocho años.
Mercedes se comprometió muy joven y a los diecinueve años
fue abandonada con un bebé en su vientre. Ella tuvo que
trabajar duro, ya que en aquel tiempo la pobreza apremiaba.
Eran los años noventa, el país estaba en la más completa
bancarrota y con ello sus ciudadanos.
El Banco Mundial cerró todos los créditos a Perú y,
por otro lado, el Gobierno se negó a pagar la deuda externa.
El país fue declarado “inelegible” por el Fondo Monetario
Internacional. Es decir, no podía obtener nuevos préstamos

31
o créditos. La situación económica de los peruanos se
agudizaba cada vez más…
—Y una de aquellas era mi Mercedes —pensó el viejo. Su
rostro se iluminó como por arte de magia. Un rostro lleno de
surcos, vertidos por los anales del tiempo. Y los chorros de
un sufrimiento y pesares dados por las vicisitudes de la vida.
Y su mente ya volátil, volvió a recordar y pensar en su bella
Mercedes.
—Era hermosa. En el poco tiempo que estuve con ella fui el
hombre más feliz, fue mía tantas veces y eso nadie podrá borrarlo, ni
siquiera el tiempo. Este tiempo escabroso y lleno de maldad. Ahora sé
que está bien y me alegra. Dios la guarde.
Samuel fue hecho prisionero por su propia soledad y
recuerdos. Tuvo suerte; no había nadie en casa, solo silencio.
Se sentía tranquilo. Suspiró hondo y sus cansados pulmones
quedaron por un momento despejados y llenos de aire
caliente y contaminado por el medio ambiente.
A duras penas llegó a su cuarto, convertido en una
especie de almacén de lo que no les servía a Antonia y a sus
hijos. Todo ello estaba guardado en el cuarto de don Samuel.
Los anaqueles, por todos lados, conteniendo zapatos viejos,
libros y ropa sucia. Además, bolsas de plástico negro y
taburetes le recortaban el paso. El viejo miraba aquel espanto
y atinaba a mover la cabeza.
—Estoy durmiendo en un depósito de mierda.
Se desvistió malhumorado, sin apuro, y sus piernas ya
flácidas y nervudas, quedaron al descubierto. El trasero
apenas se le notaba.
—Ay de mí; ya no me está quedando nada —se dijo
con una ya cansada voz. Dio un leve suspiro y encaminó sus
pasos cansados al baño. Como pudo subió el primer y último
peldaño. La aldaba de la puerta estaba dura. Tuvo que hacer

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un esfuerzo que le llegó hasta la cintura y por fin abrió la
puerta.
Sus piernas flácidas apenas podían sostener aquel
magullado cuerpo.
Al parecer a Samuel lo seguían los problemas, pues al
querer abrir la llave. ¡Oh sorpresa! no había agua. Era la una
de la tarde, hora que el agua ya se había terminado en el
vecindario.
Solo pequeños chorros y flujos llegaban a los sectores,
o tal vez hoy no había habido, como solía suceder,
simplemente don Samuel salió temprano, y no se dio cuenta.
Por suerte para él los depósitos estaban llenos.
—Como la familia no estaba no hubo gasto de agua.
Jeje —era su primera risa del mes.
De pronto, se quedó mirando el pequeño baño, luego
su mirada pasó al cuarto, olió.
—Esto huele a mierda: mi baño huele a mierda, el país
huele a mierda… Hasta yo huelo a mierda, qué carajo —se
echó el primer jarro con agua a su escuálido cuerpo. Don
Samuel tembló, estaba a punto de caerse debido al agua
demasiado helada.
—Ves, soy yo el que huele a mierda, jeje.
Rato después salió corriendo del ajustado baño, un
poco más liviano. Se sirvió café que había en la mesa de la
cocina. Estaba frío y un poco agrio aun así lo tomó; recolectó
pedazos de pan que habían quedado del día anterior, también
los comió.
Pero el viejo Samuel tenía hambre y no dudó en
preparar su almuerzo.
—Dos tazas de agua más dos tazas de arroz, aceite, ajo,
y sal al gusto y listo dejémoslo allí todo el día, jeje.

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Prendió la cocina a fuego lento; la olla estaba puesta,
vertió el arroz, le dio vuelta con la cuchara, luego la tapó en
un dos por tres partió un par de huevos para echarlos en una
pequeña cacerola con aceite.
Casi al instante cortó cebolla, en cuadritos tomate y
brócoli y los vertió en la cacerola; dio unas cuantas movidas
con la cuchara de palo. El almuerzo estaba listo. Un eructo
que le salió de lo más profundo dio el veredicto: el almuerzo
estaba okey.
Recordó que la noche anterior había soñado con su
madre.
—Hijo, cuídate, no estés saliendo demasiado por
favor. Ya viene está cerca, es un virus letal provocará una
pandemia en el mundo, los hospitales colapsarán, igual el
sistema de salud, estará peor de lo que hoy está. Fácilmente
podrán ser infectadas las personas. Estarán reacios a no
acatar las órdenes en épocas de crisis. Muchos querrán ir a
un hospital, es decir a curarse, pero para mí es como ir a la
guerra, porque uno no sabe, si vas a regresar vivo o muerto.
Minutos después don Samuel estaba sentado,
pensando, en la situación que se encontraba.
—Estoy harto de este mundo, carajo y tal vez de mí
mismo.
Por momentos don Samuel se exaltaba, al parecer
estaba por darle una de sus crisis.
—Y más cuando el huevón del médico te dice lo que
vas a padecer, en tus males de inmediato te empiezas a
enfermar y a sentir lo que nunca había sentido.
Samuel hablaba como si hubiera alguien frente a él. Sus
palabras estaban llenas de pesares. La desesperanza lo
agobiaba cada vez que entraba en crisis. Un viento helado
envolvió su cuerpo, mientras temblaba y un leve calambre le

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sorprendió a su pierna izquierda, como pudo se arrecostó a
la pared de la cocina, para no caer, ya estaba acostumbrado,
a los calambres y a sus demás dolores y solo le quedaba
apretar los dientes y cerrar los ojos, como un buen soldado
de sus males. Después de algunos minutos el calambre pasó
y con ello la crisis de la gota.
Ahora la mente de don Samuel estaba lúcida y limpia.
Era increíble; sus males y crisis desparecían en segundos.
Como si él no sufriera ningún tipo de enfermedad. Sus
necesidades eran otras.

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CAPÍTULO VI

Treinta años atrás Samuel era un joven fuera de borda


¡sencillo, siempre modesto y jovial, pero un barba azul, un
enamorador por las tres regiones. Gustaba de vestir bien:
pantalón de bota ancha, zapatos macarios o botas de montar,
al estilo vaquero; la correa también era de hebilla ancha y la
camisa incorporaba un conjunto de colores. Era la moda de
aquellos tiempos.
Por otro lado, las damas usaban faldas de un corte y
vuelo ancho y cuatro dedos arriba de la rodilla. Los vestidos
eran largos, hermosos y sexis, siempre guardaban respeto,
eran sencillos, algunos con tiras que colgaban sobre los
hombros, otros tapados y cerrados hasta el cuello, aunque
ciertas chicas ya se atrevían a usar la minifalda y el short
apretado.
Los humanos de aquel tiempo estaban llenos de
valores y, un tercio aún, de inocencia.
Todo el mundo saludaba:
—Día de Dios, señor.
—Día de Dios, joven.
—Día de Dios, señora.
—Día de Dios, niño —contestaban las mayores.
—Qué tiempos aquellos —pensó don Samuel.
De pronto cortó sus pensamientos, para tomar aire y
repasar un diario de fecha pasada: “Un extraño virus llamado
coronavirus en China y se está esparciendo por todo el
mundo, hasta la fecha van miles de muertos y se está
extendiendo por todo el mundo”. Aquello fue por un
instante; los recuerdos volvieron como por arte de magia, y
volvió a recordar su juventud.

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—Aquel tiempo teníamos más respeto por las mujeres,
el policía y el profesor. Los padres eran anfitriones de ellos y
si no pobre de nosotros —decía don Samuel en voz baja. Y
mirando, el diario como si lo que dijera su madre aquella vez
ahora estaba escrito en aquel diario.
Una terrible pandemia amenaza al mundo: China,
Italia, España, Estados Unidos y el Perú están inermes ante
este virus del mal. Y no le prestó más tiempo al pedazo de
diario.
—¡Qué tiempos! —volvió a decir—. Recuerdo uno de
aquellos días. Bertha, una enamorada de aquel tiempo, se
quedó conmigo. No había ni un solo carro para que ella viaje,
tuvimos que quedarnos en un hotel y no pasó nada a pesar
de que dormimos juntos, abrazados y besándonos con
pasión. Ella quería llegar virgen al matrimonio ¡Pero después
de cinco años todo eso se acabó! Lloré como una Magdalena,
mis ojos estaban inflados, de tanto llorar y para salir a la calle
tuve que usar lentes de color negro. Mierda. ¡Todo se fue a
la mierda! Y después de tantos amores tuve que casarme con
esta bruja. Pero antes, no era bruja. Ay pobre de mí y pobre
de aquellos que están con brujas jeje —don Samuel rio, pero
esta vez melancólicamente.
—Y después de cabalgar mucho en los caminos del
amor, encontré a mi chula Mercedes. ¡Qué hermosa era!
El viejo Samuel posó la mirada en el viejo diario, para
luego depositarlo en el piso dorado por las relucientes
mayólicas
—Pero también se marchó... A veces pienso que la televisión es
el arte de nuestra desgracia, al comenzar la era tecnológica allá por el
año 1939 se dio la primera señal en Perú, pero fue recién 1959 que
tuvimos programas buenos hasta el noventa; eran programas educativos

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de ahí que yo recuerde, no —pensaba el viejo Samuel. Luego sus
facciones cambiaron, se tornaron más alegres.
—En mi juventud, nunca me atacó alguna enfermedad
ni siquiera una gripa, mi familia estaba sorprendida en
especial mi madre cuando veía que todos enfermaban menos
yo. En aquel tiempo era un superhumano. ¡Dios! —exclamó
don Samuel—. Y qué bien me sentía cuando mi madre decía:
este hijo es un extraterrestre, todos estamos enfermos, con
gripe menos él, es inmune a las enfermedades —dos gotas
de lágrimas escapaban de los ojos de Samuel, al recordar a su
progenitora.
Vio el diario que estaba tirado en el piso:
—Y ahora este virus que se está expandiendo cada
hora, cada día, se dice que es una gripe más fuerte que la
misma gripe hum.
El viejo Samuel también tuvo recuerdos de su amigo
de toda la vida: Francisco Casaverde.
En aquellos tiempos Francisco o Pancho era un joven
enfermizo y debilucho, le gustaba beber en demasía, su
amigo Samuel siempre tenía que sacarlo de las cantinas,
cargado y llevarlo a su casa. Era tan frágil y de un peso pluma.
Cuando Pancho cumplió treinta años tuvieron que internarlo
de emergencia; los médicos le recomendaron a su familia
hacerle una endoscopía para saber cuál era la causa de sus
males. La madre de Francisco le había dicho a Samuel, que
su segunda esposa lo había “chonteado” es decir: ella le sirvió
un plato de comida y esta tenía ciertos elementos que le
malograrían el estómago, manteniéndoselo hinchado.
El mal lo tenía destemplado y pasaba días y noches
quejándose con el dolor que no lo soportaba. Tiempo
después le hicieron el examen, y el resultado fue úlcera
estomacal y colon inflamado. Los médicos no lograron

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curarlo y le daban pocos meses de vida. Pero su amiga
Ramona Huamán le ofreció llevarlo donde un tío, quien le
daría fin a sus males. La familia de Pancho era creyente de
los chamanes y otros brujos. No dudaron ni un segundo y de
inmediato lo alzaron y lo llevaron a las Huaringas. Después
de dos meses el hombre vino sanito y con unos kilos de más.
A partir de aquel día jamás se enfermó. De ahí para adelante
Pancho ya no fue a ver a un médico, mucho menos visitó el
Seguro Social, a pesar de gozar de tal beneficio al ser profesor
de una prestigiosa escuela. Solo atinaba a decir:
—Sé lo que me espera si voy al seguro, porque en esa
institución, no estamos seguros, sino inseguros. ¡Sí, señores,
inseguros! Con decir, amigo Samuel, que una consulta te va
a demorar meses, igual una operación. Equipos para
resonancia no hay, tienen que alquilar a otra institución o a
terceros. Aquí se tiene que batallar duro para que te den cita
y te puedan ser una resonancia.
—Todo aquí es una mermelada —intervino el joven
Samuel—, solo espero yo nunca ocupar esta institución por
mi propio bien. Para las repartijas que se hacen estos
miserables, solo esperan que haya una emergencia o una
crisis y la ayuda que es para el pueblo son ellos los que se la
llevan. Demonios de la tierra, merecen un potente
fusilamiento, hijos de puta.
El joven Samuel cursaba su último año de periodismo,
y siempre denunciaba tales hechos en los diarios en los que
practicaba en sus horas libres. Él sabía que las instituciones
del Estado no servían, sino que se servían del pueblo.
Lejos estaba Samuel de saber que años más tarde, esos
pesares y sufrimientos iba a llevarlos a cuesta durante la
enfermedad que padecería en su vejez.

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—Ay, amigo Samuel, aquí la vida no vale nada. Hasta
los valores se van perdiendo —dijo Pancho—, pareciera que
los seres humanos se movieran por fuerzas extrañas.
—Y a mí me lo dices. Porque creo que creo eso estoy
viviendo; veo cosas extrañas, sombras que me acechan como
si quisieran advertirme algo. Hace tiempo cuando tú estabas
en Huancabamba, tuve un sueño. Soñé que caía de espaldas,
pero lo extraño y raro era que mi cuerpo era el que quedaba
inerte, estaba ahí en el piso. Pero luego una sombra de las
que te he explicado, me levantaba y no me pasaba
absolutamente.
—Caray, parece que alguien te quiere advertir algo o
prevenirte —dijo Pancho un tonto preocupado.
—¿O será que Dios me está olvidando? —preguntó el
joven Samuel.
—Te equivocas, amigo. Nosotros nos estamos
olvidando de él. Con nuestras mentiras, con la podredumbre
de las autoridades y de estos congresistas y de toda esa
burocracia que hay. Hoy nuestro país está en crisis, igual que
nuestro planeta.
—Parece que va a haber cambios en el noventa y que
estos congresistas se van a ir a la porra. Vamos a salir de esta
crisis económica, pero aún faltan tres años. ¿Mientras qué
hacemos…? —preguntó Samuel. Hizo una pausa y se alisó
los cabellos. Después del silencio prosiguió—. No debemos
olvidar a Dios, Él es el único que nos puede salvar de este
desgobierno y del desenfreno total que se avecina.
—¿Qué dices, amigo? —preguntó Pancho.
—Acaso no sabes que solo nos acordamos de Dios
cuando solo nos falta algo, o la misma naturaleza empieza a
protestar por la depredación de los bosques y de lo que tiran
al mar y malogran el medio. O cuando nos manda a sus

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ángeles, para advertirnos de nuestro mal comportamiento
—terminó diciendo el joven Samuel.
—Tienes razón, solo ahí nos acordamos de Él.
¡Hipócritas! —bramó Pancho con ira—. Pero, ¿quiénes
somos nosotros Samuel, para juzgar?, si somos cortados con
la misma tijera y de la misma tela —hizo una pausa. Luego
dijo:
—Todo esto es una mermelada y aquí están
enquistadas hasta las más altas esferas del Gobierno.
—Tienes razón: toda es nuestra culpa, por no elegir
bien a nuestras autoridades.
—Basta que nos hablen bonito y caemos como
quinceañeras.
—Jaja —Pancho reía al escuchar que Samuel se refería
a las muchachitas.
—Bueno esto es grande si yo pudiera enamorarme de
una de quince.
—No te da el pelo —respondió Samuel riendo.
Pancho lo miró fingiendo molestia. Luego dijo:
—Somos sádicos al maltrato, tanto de hombres como
de las mujeres, y propensos al olvido. Si las autoridades
mañana roban y pasado salen y al año siguiente estamos
votando o eligiendo a las mismas autoridades.
—Qué carajo. ¿No? —exclamó Pancho, herido de
coraje.
—Mira, mi estimado amigo Francisco Casaverde
—dijo Samuel un tanto serio y cabizbajo—. Así es este país.
Donde hay dos clases de hombres: el que nace para mandar
y el que es mandado, como un sirviente. ¡Huevones!
—Eso son. Unos huevones —dijo Pancho mientras
reían.

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CAPÍTULO VII

La puesta del sol era hermosa, los discos dorados se


reflejaban en las aguas azulinas del mar. Era la hora cero, es
decir empezaba el toque de queda en la nación. Mientras, el
astro rey seguía su rápido descenso hasta perderse en las
aguas diáfanas, ahora embravecidas. Dio un último suspiro
iluminando un mundo extraño, donde la vida marina es otro
universo. El mundo marino no se doblegaba ante enemigos
invisibles, pero sí ante los relaves de las minas o estiércol de
los hospitales o a la misma intoxicación de los desechos
creados por los humanos.
La soledad de las calles daba terror, el sistema de salud
había colapsado y los hospitales nadaban de muertos, un
virus maligno esperaba agazapado y tranquilo en esa tarde
agónica; llena de crisis, estigmas y soledades encontradas.
Silencio en medio de temores, en un país que ya era un caldo
de cultivo, donde se iban a cosechar cajas mortuorias de un
“ciudadano verde”, que permitía la concentración, la
delicadeza y ternura, pero con miedo a un mal invisible que
atacaba a cada minuto, a cada hora, del enfermero con salud
moribunda, porque también era humano. O la destreza y
valentía del doctor Horacio Reyes, que enarboló su vida, o
del policía y del soldado, que estaba en el frente de batalla, a
pesar de que los problemas eran grandes. Ellos tenían la
esperanza que pronto se encontraría la cura para el mal.
Pero, por otro lado, miles de animales acuáticos, o
especies marinas, en esta noche que recién empezaba,
parecían felices, revoloteaban en las aguas diáfanas, algo
había pasado en el ecosistema, era difícil saberlo, hasta las
algas aleteaban cobrando vida. Igual, lobos de mar, focas,
pingüinos y delfines sacaban la cabeza de las aguas frías y

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miraban arriba y hacia todos lados, como buscando algo en
aquel inmenso mar, su hábitat. Miraban al sur, al norte,
miraban hacia donde sale el sol. Era impresionante ver tantas
cabezas afuera de las aguas. Ballenas revoloteaban en un
paraíso de colores y también miraban el lugar por donde salía
el astro rey. Por momentos el silencio envolvía al viento,
mientras miles de ojos brillaban en la penumbra espesa de la
noche quieta, y majestuosa. Las aguas se agitaron y se
movieron coquetamente, luego la calma, siempre la calma o
un descanso o dormir encerrando sus tempestades.
Y en medio de la nada y como por arte de magia,
aparecieron los extravagantes pingüinos con un caminar
gracioso y sus sonidos chirriantes, mostrando la historia de
los animales marinos. Esperaban tal vez un acontecimiento,
que pronto estaba por suceder en el océano Pacífico. ¡Un
acontecimiento en estos tiempos de pandemia! ¡De pronto!,
el viento y los pesares cobraron vida, parecía venir de todos
lados y de todo lugar.
Los animales marinos daban saltos y se alegraban de
algo que el ojo humano aún no veía, ruidos de gansos
hicieron presente a la especie.
Allá en la ciudad, las calles permanecían frías y
abandonadas al trabajo de los héroes anónimos: soldados,
policías, vigilantes en esas noches de terror. Donde un
enemigo invisible llamado coronavirus era algo así como una
espora o corona a la que de pronto le salieron un par de ojos
y nariz y permanecía agazapado en el silencio o envuelto en
las brumas de un cuerpo o en sí mismo, o boqueando en el
suelo al contacto de un talón, embriaga la noche para que
alguien quede atrapado, indefenso y empiecen los redobles
de los tambores de la muerte.

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Ahora solo eso ¡redobles silenciosos, más silenciosos
que el mismo silencio! Calles llenas de una infección
contaminante. Aquí en la ciudad golpeaba eso… El maldito
virus en el hombre. El hambre en el hombre. El dolor y la
muerte en el hombre y la miseria obligándolo a pensar que
era mejor volver al lugar de donde nunca debió salir.
Mientras los inteligentes animales marinos observaron
el éxodo… donde muchos regresaron con sus penas y el
hambre a cuestas, a sus lugares de origen, en el que vivían su
confinamiento social. Donde irían los héroes de blanco y
celeste para darles consuelo y brindarles la fe que cada vez
parecía perderse entre los vientos del norte y del oriente.
Mientras, los animales marinos seguían a la espera de
ese algo que cada vez los impulsaba a ser más benignos entre
sí. Y en aquel instante se regocijaban agrupándose cada quien
en su especie. ¡Era hermoso ver! aquel panorama, en una
noche solitaria y un mar lleno de especies raras y
desconocidos para el hombre. Y la noche se hizo más oscura
y sin estrellas, solo una pequeña luz parecía venir de los ojos
acuáticos. Noche lúgubre, perdida en solitarias calles de todas
las naciones del planeta.
¡Y allí estaba! Arriba, un aleteo, un zumbido en el cielo,
el grito casi humanoide de las orcas y un miedo efímero en
la tierra sur. En el firmamento se vio una luz circunferencial
a más de mil metros de longitud. Y más atrás de la luz un
bólido, un meteorito o meteoro, que entró a la atmosfera,
desplazándose a una velocidad vertiginosa por los cielos de
Lima. Había recorrido todas las naciones en veinte segundos.
Y se hizo una música hermosa en el mar, era como el
canto de sirena, una melodía dulce, no se sabía de dónde
provenía. Los animales, en un círculo, miraban atónitos el
pasar del meteoro, que mismo cohete, atrás ventilaba fuego,

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como si llevara un tubo propulsor. Solo breves segundos
estuvo en los cielos limeños, luego desapareció de todo ojo
o ser viviente. Luego hubo un silencio en el mundo que hirió
al mismo silencio, e hizo que el planeta quedara limpio de
repente.
Brillaron las estrellas, igual el mundo, la selva y los
bosques tendieron un manto verde vivo, jamás visto. Las
aves marinas y los animales terrestres invadieron las calles, el
aire se respiró limpio y puro, mientras, los monstruos de
acero y fierro se paralizaban.
En el mar los animales empezaban a dispersarse
lentamente. Hasta los animales sentían tristeza en ese tiempo
de pandemia. Y con esos pesares se perdieron en el mar del
Pacífico.

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CAPÍTULO VIII

Fue en el año 1973, que Samuel tuvo que emigrar a Piura.


Las lluvias torrenciales de aquella época dejaron a los pueblos
sumidos en la más completa pobreza. Los campos quedaron
inundados y los trabajos escasearon por mucho tiempo, en la
región norte. Esto obligó a la mayoría de ciudadanos a
emigrar en busca de mejoras. Samuel no fue el primero, ni el
último, familias enteras emigraron a la capital que acogió
aquel éxodo de pueblos y, por ende, la creación de nuevas
ciudades.
Villa el Salvador, en Lima, fue uno de los primeros
pueblos que albergó a familias enteras venidos de los más
recónditos del país. Allá se fueron a habitar los amigos más
queridos de Samuel, mientras él se iba a la ciudad del tondero
y del cajón.
Una mañana de lluvias Samuel acomodó su ropa en
una vieja maleta, donde iban todas sus ilusiones. Pensaba
estudiar periodismo de investigación. Les dijo a sus padres
que se venía a Piura. A ellos les dolía la partida de su hijo,
pero tenía que ser así, Samuel debía ir a buscar trabajo para
poder estudiar. Al menos el padre pensaba de esa manera.
Mientras la madre rogaba al cielo para que Samuel se quede
en casa.
—Por favor, hijo —exclamó la señora Clara—. Las
lluvias después traen abundancia de alimentos, solo hay que
esperar, hijo, te ruego, te imploro que no te vayas.
Pero Samuel ya estaba decidido a irse a buscar su futuro
y pedía a sus padres su pronta bendición. Les dijo que no se
pusieran tristes, que la hora para él había llegado. Tenía
veintiún años y sus alas estaban listas para volar donde él

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quisiera ir. A sus padres no les quedó más que resignarse y
aceptar su partida.
—¿Y qué le decimos a tu amigo Pancho?
—le preguntaron sus padres.
—Primero, voy a buscar trabajo y si encuentro también
para él lo mando a llamar.
Así fue, Samuel recogió su maleta, sus sueños y sus
ilusiones y con ellos a cuestas viajó a la ciudad del eterno
calor. El hombre tuvo suerte, apenas llegó, se hospedó en un
hotel en la avenida Paita-Castilla, el único que pudo
encontrar de acuerdo a sus posibilidades, mientras buscaba
trabajo.
Después de dejar su equipaje salió a la calle a comprar
el diario y vio un aviso donde solicitaban ayudantes y presto
se encaminó en la dirección indicada y ahí encontró trabajo.
Siempre había sido un hombre con suerte, él los llamaba sus
tres ases: suerte en el amor, en el trabajo, y en la salud. Su
primer trabajo fue de mozo en el restaurante “Los tejados del
norte”. Este recinto estaba ubicado en pleno centro de la
ciudad: entre Ica y la calle Lima.
Un mes después mandó a llamar a su entrañable amigo
Francisco Campoverde, había un puesto para él. Al día
siguiente, el amigo llegó, y de inmediato, trabajaron juntos.
La hora de entrada para estos jóvenes era de siete de la
mañana a cinco de la tarde. Por la noche se daban tiempo
para estudiar, llegando a realizar cada uno sus sueños. Samuel
se graduó como periodista de investigación y Pancho de
profesor de secundaria.
Nunca se separaban: donde iba uno, iba el otro, hasta
la edad de cincuenta años anduvieron, aún casados, en la vida
de amores bohemios. De pronto, a los 60 años los males se
manifestaron en Samuel, mientras Pancho era el más sano y

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fuerte. Tuvo que viajar a Sullana, pues de aquel lugar era su
nueva esposa. Añoraba ser padre a los 65 años y con ello
también jubilarse de sus labores educativas. Aun a los sesenta
años lucía joven y pocos le creían cuando alguien le
preguntaba la edad. Él siempre decía fue gracias a unas
curaciones que le hicieron los chamanes de la “ciudad
andante”, jamás volvería a caer enfermo y se mantendría
siempre joven. Cada uno ejerció su trabajo con
profesionalismo. Samuel fue corresponsal de guerra en 1995
durante el conflicto Perú-Ecuador en la Cordillera del
Cóndor, “Sobre la cuenca del río Cenepa en territorio
peruano”. Lo confundieron con un soldado. Lo capturaron
y retuvieron dos días con sus noches. Los soldados
ecuatorianos en cada momento lo golpeaban para sacarle
información, el rango y fuente de su base. Naturalmente el
periodista nunca dijo una sola palabra que fuera en contra de
las fuerzas patriotas.
En el segundo día por la madrugada, lo levantaron y le
cubrieron el rostro con una capucha negra, lo amarraron con
las manos hacia atrás y lo subieron en una camioneta negra.
Casi media hora duró el trayecto por caminos inhóspitos
cubiertos de matorrales, árboles gigantes, pantanos, en
algunas partes el terreno estaba minado. Solo los
ecuatorianos conocían aquel infierno resguardado por
animales salvajes, zancudos y moscos. Después de una hora
de haber caminado a pie lo subieron a un cerro, cubierto de
páramos, niebla roja espesa y un frío vapor que congelaba los
huesos. Luego sin compasión lo arrojaron, como un saco de
papas, al interior de una cueva.
—Te salvaste, gallina concha de tu madre, el Chino ya
arregló a favor de nosotros —gritó un soldado ecuatoriano.

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Estuvo cerca de dos horas casi congelado y medio
muerto cuando lo encontró una patrulla peruana a eso de las
ocho de la mañana, el periodista se iba en delirios que eran
palabras encontradas.
—¡Cueva de los Tallos es nuestra, carajo!
—¡Paquisha es nuestra, carajo!
Una semana duró su restablecimiento. A la semana
siguiente Samuel de la Piedra ya estaba listo para embarcarse
a otra aventura como corresponsal de guerra y de
investigación.

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CAPÍTULO IX

Era un 14 de febrero del año 1995, año de cambios y


zozobra, debido a los ajustes económicos. Pero también, del
amor y la amistad. Pancho y Samuel tenían un compromiso
con la sociedad, pero también eran hombres con
sentimientos y corazón, no todo era trabajo.
—Este día tiene que ser nuestro, ¡Samuelito!
—dijo Pancho con la emoción reflejada en sus ojos negros y
saltones.
—Por supuesto, eso sí o sí.
—Lo haremos como siempre —exclamó Samuel.
—¿A qué hora te vas a encontrar con Sonia, Pancho?
—A las cinco de la tarde. ¿Y tú?
—A las cuatro de la tarde, me da el tiempo para ir a
comer algo y de ahí a disfrutar con mi Palomita.
Efectivamente Pancho se encontró con Sonia Miranda
a la hora señalada, mientras que Samuel tuvo que esperar
hasta las cinco y media, pues Paloma trabajaba hasta las cinco
y de ahí tenía que ir a casa de sus padres. El pretexto de ella
fue que ese día se iría con unas amigas a la playa y que
regresaría al otro día, que era domingo.
Samuel estaba curándose de viejas heridas, había
sufrido demasiado. Conoció, en esos días, a Paloma. Y ella
fue su pañuelo de lágrimas. Paloma estaba radiante de
hermosura, Samuel quedó impactado por la belleza de su
enamorada.
—Hola, querido —dijo con una voz sensual.
—Hola, mi Palomita. ¡Estás linda!
—¡Para ti mi bien! Pero no sabes lo que he tenido que
pasar para llegar a verte.
—¿Qué ha pasado, mi amor?

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—He tenido que mentirles a mis padres. ¡Imagínate!
—Lo importante que ya estás aquí, mi amor.
—¡Sí…! —dijo ella con una voz dulce y fresca.
Mientras él le tomaba la mano, y empezaron a caminar.
Entonces ella dijo:
—¡Feliz día de la amistad y del amor, mi amor!
—Feliz día, mi reina.
Paloma era alta y delgada, con un rostro tierno y
moreno de una niña de quince años, ojos grandes color café.
De boca pequeña, sus labios resaltaban un color rojo bajo.
Vestía un vestido azul brillante con escotes bajos de acuerdo
a la moda, una flor blanca le pendía a la altura del seno
derecho.
Samuel era más pequeño que ella por escasos
centímetros, pero ese día ella llevaba zapatos altos, eso le
daba chance para ver cada momento sus voluptuosos
pechos.
Ella se dio cuenta y le dijo con coquetería.
—¡Ya te vi, mañoso!
—¡Son hermosos!
—¿Verdad? ¿Lo son…? Son para ti, mi amor, y
después de tus hijos, jiji. —esta vez su voz y su sonrisa fueron
más hermosas y sensuales.
Habían llegado al centro de la ciudad, sin darse cuenta.
El corazón de Samuel palpitaba tanto que parecía que se le
iba a salir en cualquier momento.
—Estás nervioso —dijo Paloma.
—No sé qué me pasa.
—¡Oh amor! Pareces primerizo jiji —exclamó ella
riendo.

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—Para mí siempre serás mi primer amor, Paloma —en
aquel momento Samuel mintió porque de cuando en cuando
pensaba en Bertha.
—Gracias, tus palabras me hacen tan feliz y me
reconfortan.
Siguieron caminando hasta llegar a la avenida principal.
En la intersección de Tacna e Ica estaba el hotel Paraíso. Se
miraron y una leve sonrisa floreció en sus labios. Sin decir
nada avanzaron para traspasar la calzada, hasta llegar a la
puerta del hotel, mientras Samuel a cada momento le
apretaba la mano.
—¡Despacio, amor, uy! —dijo Paloma.
—Sí, perdón.
Un portero abrió la puerta de vidrio polarizado, de esos
que te ven por dentro, menos por fuera.
—Gracias —dijo el joven Samuel con elegancia.
Mientras otras parejas caminaban por la amplia estancia con
dirección al bar.
—Por favor un cuarto por veinticuatro horas, incluidos
cena y desayuno.
—Cómo no, joven. Son veintiocho soles.
Samuel sin inmutarse extrajo su billetera y canceló con
un billete de cincuenta.
—Cuarto con cama doble.
—Eres un zorro —aseveró Paloma riendo.
—¿Por qué?, serena.
— ¿Íbamos a ir a comer a la calle?
—Es verdad, amor, pero aquí hay de todo, hasta
piscina, para bañarnos.
—Además salón de baile, para qué vamos a salir… ¡Ah!
Ese día Samuel vestía camisa de color azul, pantalón
marrón bota ancha, correa de cuero negro de hebilla ancha.

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Avanzaron hacia el cuarto, adelantándose él para abrir
la puerta. Ya en medio de la estancia se miraron y sin poder
resistirse ninguno de los dos, se abrazaron dándose un
apasionado beso.
La temperatura de los dos subió y se tumbaron en la
cama, apretando su cuerpo entre sí, se miraron y por un
momento guardaron silencio. Ella dijo:
—Espera, amor, nos vamos a ajar la ropa.
—Tienes razón, mi amor. Me sacas la mía y yo saco tu
vestido.
En segundos se quedaron desnudos, sin pudor.
—Un baño nos vendría bien —dijo Samuel.
—Claro —replicó ella.
Paloma tenía la piel canela esbelta y suave, su cabellera
le caía sobre los hombros, alborotada, dando la imagen de
una hermosa medusa, su trasero también era hermoso y
sobresalía de su dorso en forma de una pera.
Samuel sentía que poco a poco se derretía. Pero se
calmó.
—Sabes, eres una diosa, mi amor.
—Y tú eres un Apolo.
—¿Y quién es ese? —preguntó Samuel fingiendo no
saber.
—Tonto, es un dios griego —y los dos rieron. Luego
se metieron al baño. Se escuchó el agua que caía sobre sus
cuerpos. Después de un momento salieron solamente
secándose con la toalla.
El cuarto no era tan grande ni tan chico, de un color
azul y su piso ajedrezado, con cama doble y sábanas color
naranja limpias, almohadas con relleno de algodón. Un
televisor blanco y negro, de marca Sony. Todo ello olía a
limpio.

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Samuel y Paloma se tendieron en la cama, boca arriba,
mirando el techo del cual pendía una araña incandescente. Se
cogieron de la mano, Samuel se llevó la mano de ella a la boca
y le dio un beso tierno.
Pronto se enlazaron entre sí; sus bocas se buscaban
desesperadamente, las manos de Samuel acariciaban los
senos de su amada, estaban duros y altivos, ella empezó a
jadear y llevarse las manos a la cabeza, Samuel fue más diestro
en sus caricias, Paloma cerraba los ojos y abría la boca,
Samuel estaba arriba de ella recorriéndole con sus labios el
cuello, los senos y más abajo del ombligo.
—Ay, amor.
Eran ya las siete de la noche del 14 de febrero.
Terminaron de hacer el amor y otra vez se metieron al baño.
Bajaron al bar. Cenaron un exquisito apanado de pescado,
arroz y ensalada de lechuga con rodajas de pepino y
zanahoria rayada, media hora después se levantaron y
cogidos de la mano entraron al salón de baile.
Se acostaron tarde ese día, casi no habían probado
trago, apenas un par de pisco sours, por lo que aún les
quedaban fuerzas. Y volvieron a hacer el amor.
Samuel se levantó temprano, era domingo y tenía que
escribir un artículo, referente a la situación política de los
países no alineados de América Latina.
Empezó a analizar un par de libros que tenía en su
maletín de mano, después escribió en su agenda. Por la tarde
lo tipearía a máquina y por la noche lo enviaría a prensa.
Cuando terminó, el disco dorado había hecho su aparición,
sus rayos de oro entraron por la ventana, pintando la estancia
de un color naranja-púrpura y fue en aquel momento que
Paloma se levantó.
—¡Amor, buenos días! ¿Qué haces?

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—Terminando un artículo, bebé.
—¡Oh, ven por favor! —lo llamó con una voz
excitante —Samuel caminó lentamente hacia la cama. Ella se
había retirado la sábana dejando ver su cuerpo hermoso que
se revolvía ahora entre las sábanas. Samuel se inclinó para
besarla
—Humm —ella jadeaba, el joven empezó a quitarse
la ropa.
—Para que sean cinco —dijo él.
—No, cuatro —exclamó ella, y los dos rieron mientras
se besaban. Después de un cuarto de hora de haber jugado
en caricias, Samuel la penetró.
—Oh mi amor, eres divino —exclamaba Paloma
jadeante.
—Tú me haces sentir la frescura que llevo adentro.
Pasaron diez minutos, estaban acostados retozando y
cogidos de la mano. Permanecieron así por varios minutos,
hasta que Samuel se incorporó para ir al baño, esta vez solo
porque quería ir al excusado. A la hora de sentarse, sentía que
le dolían las piernas y parte del estómago.
—Es por hacer el amor tantas veces, jaja —pensó.
En seguida el joven se metió a la ducha, abrió la llave
de la pileta y un chiflón de agua fría empapó su cabeza, luego
esta recorrió su cuerpo, dándole una sensación placentera
recobrando parte de su energía, los pequeños jabones que les
habían dado en el hotel se desgastaban fácilmente al recorrer
su dorso desnudo. Su rostro, orejas, piernas y sus partes que
yacían flácidas y dormidas.
—Vamos, “compañero”, levántate que te espera un
suculento desayuno ¡Levántate!
Al terminar de bañarse, Samuel se dio cuenta de que
no estaba la toalla. No quiso levantar a Paloma, por lo que

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decidió salir mojado, no se había dado cuenta de que al
caminar iba regando agua y la mayólica se iba poniendo
resbaladiza. Confiado avanzó unos pasos fuera del baño
cuando, de pronto, cayó aparatosamente de espaldas y se dio
un fuerte golpe entre el temporal y el parietal y por breves
segundos, quedó tendido. El ruido despertó a Paloma que
dormitaba en la cama. Samuel alcanzó a gritar, mientras
Paloma saltó de la cama y corrió a levantar a su amado.
—Háblame, ¡por Dios, amor!
—Estoy bien —balbuceó. La habitación le daba
vueltas y le dolía mucho la cabeza. Ayudado por Paloma se
fue incorporando, para luego recostarse en la cama.
Enseguida se le inflamó el lado izquierdo de la cabeza. Lo
increíble fue que el golpe no se la hubiera roto, solo se le
hinchó hasta llegar a parecer una bola en forma de chancay.
Paloma le hizo masajes en esa zona. Samuel sentía que
los ojos se le cerraban, quería dormir, pero escuchó la voz de
su amada:
—No te duermas por favor levántate y camina
—Paloma casi gritaba y sollozaba.
Él se levantó y empezó a dar pasos por el cuarto.
—Camina, mi amor, mientras me visto y voy a la
farmacia. Debe de haber alguna cerca y de turno.
Paloma se vistió y corrió escalera abajo con dirección a
ver una farmacia que ese día esté de turno. Samuel volvió a
acostarse.
Rato después llegó Paloma. Traía un ungüento,
desinflamantes, pastillas y una bolsa de hielo que le habían
dado en el hotel. Lloró al ver tremendo chichón.
—Por favor no llores, ya no llores —le decía Samuel,
queriendo consolarla.
—Pero mira, amor, el tremendo bolón que tienes.

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—Sóbame con la palma de tu mano fuerte y luego me
vas a pasar el hielo o a frotarlo.
—Sí, pero toma esta pastilla, con esta se va a
desinflamar.
—Sí, dame.
Los masajes eran fuertes para estirar el pedúnculo. La
frotación constante, el hielo más las pastillas, dieron sus
frutos. La inflamación bajó. El dolor había desaparecido
como por arte de magia y Samuel se restableció pronto.
Pero el golpe que Samuel se había dado aquella vez,
años más tarde le iba a cobrar la factura.

57
CAPÍTULO X

—Ese golpe fue el resultado de lo que hoy tengo —decía el


viejo Samuel. Sentado en el filo de su cama—. Era tan bello
ese entonces… Y ahora tengo este cuerpo de mierda, flácido
y cansado con solo caminar y caminar… ¡Oh, Dios! ¿Dónde
está mi juventud? Se quiso levantar, pero el cuarto estaba en
penumbras, sus ojos también se debilitaban por la edad.
—Qué triste es ser viejo y no tener a alguien a tu lado,
para mí la vejez ha llegado demasiado rápido y me ha traído
todos los infortunios de la vida —decía don Samuel
gimoteando, perdía otra vez la noción del tiempo y
empezaban las alucinaciones. Ahora estaba ante un mundo
de ratas y sombras ¡De nuevo las ratas! Lo perseguían,
trataban de alcanzarlo y arrastrarlo a su mundo sórdido.
No supo si quedó ahí o sus monstruos lo llevaron a un
lugar donde la gente lo miraba. Él les sonreía, se veía el ser
más grotesco, un loco que corría y corría, y al instante: una
metamorfosis, hombre con cara de rata, saco y corbata.
—Pero por qué me quejo si aquí hay muchos hombres
y mujeres —su delirio lo excitaba cada vez más. Sus cansados
ojos de fijaron en una niña.
—Inocentes ellas —dijo.
Pero esta vez su mente retorcida por sus alucinaciones,
debidas a los malos tratos que le habían hecho pasar sus
familiares y a la alimentación precaria que había recibido, vio
a la niña en una mujer sentada en el curul aplaudiendo a los
hombres rata y por supuesto él era uno de los hombres rata.
En otro extremo vio un caballero que llevaba en una de sus
manos la balanza de la justicia. Era alto, blanco y pálido como
la luna y sonreía. Le mostró la balanza a otro hombre alto y
colorado engorilado. Este hombre alto y pálido, con saco y

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corbata, hizo pesar al hombre alto y rojizo con saco y corbata
con un hombre rata. Entonces los dos pesaron iguales. La
niña, que ahora era mujer, empezó a aplaudir. Estupefacto
don Samuel se llevó las manos a las sienes.
—¿Está ahí él?, o todo aquello está dentro de mi cabeza
—se dijo y vio un hombre correr. Llevaba un bolso y en la
otra mano un arma de largo alcance. Y más atrás de él un
policía le daba el alto, pero el extraño cada vez corría más y
más. Apuntaba con el arma pesada al que se le interponía en
su camino.
El agente del orden le pidió que se detenga, pero el
sujeto se volvió y disparó contra el policía, antes de caer el
agente contestó el disparo, pero el arma del policía era de
corto alcance. Los disparos sonaron al mismo tiempo. El
hombre cayó, mientras el policía se doblaba hasta
arrodillarse, uno de los disparos le había rozado, mientras el
otro había tenido mala suerte, la bala le había dado a la altura
del pecho. La insignia que llevaba el policía le salvó
milagrosamente la vida. Pero la justicia no lo salvó.
Fue condenado a tres años de cárcel, por haber
disparado a un delincuente y haberle dado muerte en legítima
defensa. Ese día el delincuente había asaltado un banco y
había dado muerte a un agente de seguridad. Pero la justicia
pasó esto por alto y condenó al policía a tres años de prisión.
Samuel miró al hombre blanco y pálido que seguía con
balanza en la mano. Esta vez sostenía la balanza de la justicia
en la mano izquierda. Mientras que este hombre observaba
al hombre alto y sonrosado, sus miradas hicieron silenciar a
una gran corte. Casi al mismo tiempo movieron la cabeza en
señal de aprobación.
Los hombres rata y los blanquiñosos se miraban entre
sí, pero estaban mudos. De otro ángulo el viejo Samuel sentía

59
vergüenza ajena de todo aquello, pero esta vez bajaron la
cabeza avergonzados.
—Borracho —dijo una mujer minusválida, que
cojeaba de una de las piernas, se notaba cansada y exhausta.
Miró a Samuel, mientras con la mano izquierda se sostenía la
pierna. Entonces Samuel se vio el mismo, con una giba y una
cojera leve.
—¡Déjame pasar, hombre! —exclamó la mujer.
—Pasa, mierda —vociferó don Samuel.
—Mochilero de mierda —gritó la mujer.
El viejo Samuel estaba aterrado sus ojos inyectados de
sangre y en su boca se reflejaba un rictus de dolor. Le dolían
tanto la giba y la pierna. En sus alucinaciones Samuel vio que
la señora minusválida era él mismo, estaba al borde de la
locura. Ahora tenía un doble y le dijo:
—¿Hombre, acaso no sabes que todos somos
diferentes?
—Sí, somos diferentes —respondió don Samuel—.
Pensamos diferente y cada uno de nosotros nos hacemos
diferentes, hasta no reconocernos.
Se hizo un silencio largo en el aposento, el viejo Samuel
solo atinaba a tocarse la barbilla con la mano derecha,
mientras que con la mano izquierda sostenía su pierna. De
pronto empezó a llover. Se incorporó despacio, tocó su
espalda, no tenía giba. Dio unos pasos, sentía que las piernas
le pesaban, pero ya no cojeaba. Afuera gotas gruesas caían
cada vez más fuertes y el cielo se tiñó de gris. El agua
refrescaba el seno de la ciudad, Samuel cerró los ojos, aún los
tenía rojos. Estaba solo, completamente solo. El engaño de
su mente lo había vencido…

60
CAPÍTULO XI

La esposa de Samuel era quince años menor que él. Pero sus
años habían sido vacíos. Aun los proyectos más impactantes
y buenos, que él le mostraba, ella los tiraba a la basura. Eran
como el agua y el aceite. Los días eran pesados cuando
estaban juntos.
Samuel le había sembrado en los tiempos de zozobra
el virus de la infidelidad, dejándola de lado, cuántas veces
sola, retorciéndose en la cama. Mientras él calmaba su fiebre
con alguna amante adolescente o de las que ya estaban a
punto de entrar a la menopausia. Al final, Samuel, a
cualquiera de ellas dejaba contentas, de haber tenido un
orgasmo múltiple o un sobre en la cartera o un chicle en la
boca. Y se divertían más reventando burbujas de aire
encerradas en envolturas de plástico, de esas que vienen en
un teléfono o en un reloj chino de marca Zoka.
—Eres bueno para nada —le decía la señora Antonia.
Él solo la miraba como si tuviera miedo responder. Por otro
lado, a los hijos, poco les importaba su padre, no lo tomaban
en cuenta, tampoco su autorización, para que ellos hicieran
lo que se les venga en gana. Eran borrachos,
despreocupados. Poco les importaba trabajar. Comida tenían
de sobra gracias a la pensión del viejo Samuel. Además,
Antonia los apoyaba y estaban interesados en que el viejo se
fuera de la casa. A veces llegaban hasta el extremo de botarlo:
—¡Vete! Tú ya fuiste, nos estás robando oxígeno
—decían con burla al pobre Samuel.
Él los miraba triste, sollozante, algunas veces vencido,
quería gritar, pero sentía que no tenía ya siquiera fuerzas para
eso, cada día disminuían más y más y cabizbajo se retiraba a
su cuarto, de donde también era sacado por la esposa. No le

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quedaba otra cosa que ir a refugiarse al corral donde estaban
las aves. A raíz de esto Samuel caía en depresión.
—Tal vez mis hijos tengan razón y deba ir a reposar en
otro lugar, pero sería derrotarme yo mismo. ¡Aunque siento
que mi cuerpo se va mermando como un vaso con agua y no
tengo la ayuda de nadie! ¿Y María…? —se preguntó en voz
baja—. ¡Ay de mí…! Tengo miedo de ser cada día más viejo.
Sin fuerza, amor, hambre y esperanza… ¡Ay de mí!
—entonces Samuel volvió a ser el joven de esas tardes, esas
tardes alucinantes, y recordó a Antonia, hermosa ella. Tenía
veinte años y él treinta y cinco, había terminado su relación
de cinco años con Paloma, le había afligido tanto; era un
hombre que se enamoraba fácil de cualquier mujer. A veces
quería cortarse las venas para no seguir viviendo, la había
amado tanto, Antonia era su paño de lágrimas, más que a
Mercedes, o a Bertha, Milagros o Roxana. En aquel
momento de tristeza, soledad y dolor se hizo un juramento:
la primera mujer que se cruce en mi camino será mi esposa.
Y así fue el día en que, aún adolorido por haber
terminado con Paloma, caminó por una estrecha calle de
Piura y la vio.
—¡Oh, es hermosa! —pensó. Tenía un andar coqueto que
hacía resaltar sus caderas, el porte igual al de una yegua
salvaje, tan suelta y dueña de sí. Una mirada profunda de ojos
grandes y negros.
—Dios, ella va a ser mi esposa.
Y desde ese día empezó a cortejarla.
—Yo sé cómo amansar a esas potrancas salvajes —ese mismo
día la invitó a almorzar.
La muchacha era de Huancabamba y había venido con
una prima, llamada María, estaban en casa de una tía; andaba

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en busca de trabajo. Aceptó almorzar y quedarse una noche
con él, mejor dicho:
—Me quedo contigo, papá, toda la vida.
Fueron pocos años de felicidad para Samuel y Antonia.
Samuel seguía siendo un don Juan. Siempre seguía con sus
resbaladas. Un día fue encontrado por Antonia en casa de su
amiga Eddy Palacios y nunca le perdonó esa infidelidad.
Antonia tomó una actitud diferente con su esposo. El tiempo
iba pasando y las cosas también en el hogar de Samuel.
Pero a él, en ese instante, poco le importaba, pues
cuando estaba falto de cariño le bastaba con llamar a una
amiguita y llevársela a la cama.
—Total nunca la he querido y Antonia lo sabe. Solo lo
hice por despecho, porque Paloma me dejó por ese
blanquiñoso. No sé qué pasó ese día, lo único que recuerdo
es que tuve que viajar con un colega a cubrir una información
a Huancayo, y por lo que me dijeron, le habían informado a
Paloma que me fui con una mujer a pasarla bien, a otra
ciudad. Entonces ella aceptó al blanquiñoso, que desde
tiempo atrás la fastidiaba. Y el muy desgraciado, enseguida se
la llevó a otra ciudad. Recuerdo que después de diez años,
Paloma vino. Se había separado de él. ¡Pero fui tan cobarde!
No quise separarme de Antonia, le tuve lástima y también mi
orgullo pudo más. Ella también lo hizo por despecho. Los
dos tuvimos la culpa, nuestro amor fue tan débil, le faltó la
confianza de ella y la comunicación de mi parte, y cuando se
supo la verdad, ya era demasiado tarde.
En ese entonces Samuel tenía cuarenta años. El mismo
día que Paloma llegó a la ciudad habló con él, sabía dónde
encontrarlo. Samuel recién se enteró sobre el porqué de la
separación, y por supuesto, ella también.

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Esa noche la pasaron juntos, se amaron. Samuel no fue
a casa, inventó que tendría turno. Antonia atinó a mover la
cabeza al lado derecho de arriba hacia abajo. Paloma estaba
dispuesta a quedarse con él, le dijo que nunca lo dejó de amar.
Pero el orgullo de Samuel pudo más. Le explicó que otro día
se volverían a ver. Cuando aún rayaba la aurora, Paloma se
levantó muy triste, cogió su maletín de mano y se marchó.
Samuel nunca más volvió a verla, hasta después de quince
años, pero ya no era el mismo. Ahora era un hombre
solitario, triste, sumiso, que gustaba mucho de la soledad.
Ella tenía dos hijos y un esposo, que más quería el juego de
póker que a ella y creyendo encontrar un mundo mejor
cambió de religión.
Aquella mañana el viejo Samuel amaneció con un dolor
agudo en la pierna derecha, luego cambió a la pierna
izquierda y sintió hormigueos, como si una corriente
eléctrica, de pronto, lo sacudiera. Los pinchazos lo hacían
gemir. Visitó el hospital de la seguridad social donde para
conseguir una cita tardaba días, semanas y a veces hasta
meses.
Después de una larga espera de ir, venir y pelearse un
tanto con los burócratas, consiguió que le sacaran una
tomografía y después rayos equis en la columna. El resultado:
principios de escoliosis, es decir columna desviada en forma
de S, era el resultado de una caída que sufrió años.
A los pocos días fue operado de una hernia umbilical,
tenía otra hernia en la columna, colesterol, ácido úrico y otros
males como la gota, lo cual le producía inflamación de las
piernas y calambres en los pies.
—¡Maldita escoliosis, maldita hernia! Estoy condenado
en vida, ¿cómo iré a quedar, Dios mío? —se preguntaba
Samuel una y otra vez—. Siempre me sentí joven —exclamó.

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Jamás pensó en la vejez a pesar de que tenía sesenta
años, los ocultaba a donde iba, pasaba como de cincuenta,
era ágil y fuerte y trabajaba ya no como periodista, sino en
otros menesteres, siempre con una sonrisa en los labios, pero
a medida que pasaba el tiempo la enfermedad que padecía
iba en aumento.
—Ahora soy un vejete como dicen mis hijos, que estoy
robando oxígeno. A diario estoy siendo comido por las
polillas —don Samuel se daba cuenta de que su cuerpo se iba
mermando, se iba en caída, se veía un hombro más grande
que el otro, y al momento de dar el primer paso, se tropezaba,
los hijos se reían, igual que Antonia.
—Antonia —vociferó el hijo mayor a su madre—. El
viejo está cada día más loco, habla “huevadas” y no trabaja,
y su pensión es menos.
—¡Es verdad! Ya le dije que se ponga a trabajar, su
pensión no alcanza y a medio mes nos quedamos sin nada
—dijo Antonia.
—Ves, por casarte con un ¡viejo!
—Y dónde está ahora —exclamó el hijo menor,
Manuel.
—Está en el corral —respondió Antonia.
—Que se quede ahí a hablar con las gallinas y los patos.
Pues parece que se entienden —dijo el hijo mayor en un tono
burlón.
—Ya vámonos a casa de la tía —y los tres salieron
riendo, dejando al viejo Samuel solo en el corral.
Mientras el experiodista se encontraba leyendo un
diario regional.
—Quince infectados en Piura por el coronavirus.
Se quedó pensando, mientras se llevaba la mano
derecha al mentón.

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—Mi madre me dijo: Una pandemia arrasará al planeta.
¡Mi madre me lo dijo, oh Dios! Esto seguirá… ¿Hasta
cuándo? Aparte de muertes, ¿qué otras consecuencias traerá?
El viejo siguió leyendo. Una fuerza extraña hizo
temblar su alicaído cuerpo y un miedo más de lo que solía
tener lo invadió de pronto. Mientras la noche se adueñaba ya
de la tarde. Una noche egoísta y oscura, cruel como Antonia
y sus hijos.

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CAPÍTULO XII

El doctor Horacio Reyes murió a consecuencia del


coronavirus. A pesar de haber sido atendido a tiempo era una
persona vulnerable. Desde los primeros síntomas, el doctor
se aisló para no contagiar a su familia y a los demás. Su
esposa, de inmediato, llamó al hospital donde él trabajaba,
pero el doctor Reyes se desgastaba y fue demasiado tarde; sus
pulmones no aguantaron: se cerraron y poco a poco dejaron
de recibir aire.
Aquella noche fue fatal para la familia y para muchos
que murieron en esa jornada. Al virus en forma de corona le
habían brotado dos ojos, una nariz y una boca, cada vez se
iba mutando ¡más y más! Tenía un rostro maligno; diabólico,
que miraba burlonamente a la señora Roxana, viuda del
doctor Horacio Reyes. El virus trató de acercarse a la señora,
pero un escudo invisible le impedía hacerlo y por más que
hizo, no pudo romper esa barrera de protección que rodeaba
a la señora. No se sabía de dónde provenía o qué potencia
había sido capaz de crearlo, y con qué fin. Tal vez el de
vender a precios desorbitantes los medicamentos, referentes
a este mal. Otros decían que esta pandemia iba a acabar con
la mitad de los seres humanos, pero no a todos podía dañar,
y una de ellas era la señora Roxana y sus menores hijos.
Toda la familia empezó a lavarse las manos, luego se
rociaron alcohol y el maldito virus se fue destruyendo
lentamente no sin antes dar un grito lastimero; que solo la
señora Roxana pudo escuchar. ¡Luego nada!, el virus volvió
a la nada. A un mundo donde la razón era solo odio,
maldades de titulares, siniestros espantosos que se tejían en
este mundo sin control. Donde el buitre humano disfruta de
la pobreza, de las dolencias y de los pesares de sus hermanos.

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Pero estos seres vivían como prisioneros perpetuos
que solo salían y se alegraban cuando los problemas o
emergencias, atacaban a los desdichados. Luego se ocultaban
llenos de miserias humanas porque eso eran: restos de
miserias humanas. Y cuando eran descubiertos poco o nada
les importaba, volvían a ocultarse, en ese mundo de la nada,
porque ellos tampoco eran nada. Ante el verdadero mundo
humano. Algunas veces se creían superiores, pero superiores
de la propia escoria. Pues todos ellos traficaban con la salud,
con el hambre y con lo poco que tenían los supervivientes de
este mundo, que día a día se acercaba al final del sistema de
cosas.
La señora Roxana abrazó a sus pequeños hijos y por
un momento los tuvo unidos. Agarrados rogó a Dios que
nunca les pase nada. Sabía que su vida, así como la de todos,
después del COVID-19, no volvería a ser la misma, pero
lastimosamente, tampoco sería mejor.
—Tuvimos la oportunidad de salvar el planeta y no lo
hicimos, a pesar de que la naturaleza nos dio una segunda
oportunidad. Y seguimos enfermando nuestro planeta.
Ahora solo queda esperar que se encuentre la cura para que
todo esto termine. ¿Pero hasta cuándo, Dios? —susurró con
una voz queda.
Pronto las sombras de la muerte envolvieron parte
del planeta y en Lima un silbido ahogado de bala se escuchó
rozar el espacio. Y ahí en la calle yacía un cuerpo caído; era
de un médico, que a esa hora se prestaba a ir a sus labores, el
doctor fue asaltado, y al negarse a entregar lo poco que
llevaba fue baleado por dos asesinos, más peligrosos que el
coronavirus.
Los malhechores, después de cometer tremenda
barbarie, huyeron dejando atrás un cuerpo ensangrentado. La

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señora Roxana se asomó a medias por la ventana, el asalto
había sido cerca de su casa, y se dijo al ver al hombre tendido
en medio de la calle:
—¿Qué tan cerca está la muerte, mi Dios?
Estaba aletargada por el dolor y la pena mojó sus ojos
grandes y profundos, el bello rostro estaba pálido y
amarillento como la luna de aquella noche, en los cielos de
Lima. Esa luna hiriente devastó más a la señora, que
retrocedió espantada y se dejó caer en un mueble color
turquesa que permanecía en la sala. Y quedó ahí tendida,
seguida por la mirada de sus hijos. Un suspiro salió de cada
uno de esos tres cuerpos sufridos.
Amaneció y los primeros rayos de luz ponían un tinte
rojizo a las calles desiertas. Microscópicamente el virus
estaba ahí, envuelto en el misterio de algo: moco, saliva fresca
o gotas de agua.
La señora Roxana se había levantado temprano,
siempre lo hacía para preparar el desayuno a su ahora
desaparecido esposo. Tenía los ojos cansados y el rostro
desencajado por la dura jornada que le había tocado vivir.
El COVID-19 parecía jugar con las naciones,
poniendo intervalos de muertos, los lazos del destino unían
a todos hacia el mismo punto. Horas más tarde, las calles
hervían de gente sudorosa. Policías y soldados les suplicaban
que se pongan la mascarilla y guarden distancia. Parecían una
legión de espectros que caminaba en busca de la muerte.
¡Era una visión espantosa! Un espectáculo salido del
mismo infierno; de sus pasos brotaban cantos fúnebres, pues
cada uno de ellos transportaba el virus de la muerte.

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CAPÍTULO XIII

Y de pronto la señal se dio. Venía de las estrellas, desde las


galaxias más lejanas y se perdía en el océano Atlántico; es
decir, en el Triángulo de las Bermudas. Lugar en el que se
perdían barcos y aviones que lo sobrevolaban con pasajeros
rumbo a los Estados Unidos u otras regiones del mundo.
Sobre este, dantescas nubes de un color blanco y gris
parecían transformarse en monstruos o platillos voladores,
que resguardaban aquel entorno de islas.
La isla estaba formada por grandes túneles y laberintos,
ríos de agua dulce, inimaginables, y debajo de las aguas
marinas, inmensas carreteras que llevaban a puntos
determinados como aeropuertos o a una misma ciudad
perdida. Entre el dulce y el salado surgían grandes especies
marinas, fantásticas a los ojos del hombre. Especies
misteriosas en forma de humanoides o sirenas, que luego
desaparecían al ver a un humano.
El Triángulo de las Bermudas guardaba muchos
misterios y extraños lugares, como motores de aviones y
barcos abandonados en medio de los encerrados arrecifes y
portales que se abrían dando espacio a otros mundos, donde
parecían habitar seres extraterrestres.
De pronto islas mágicas resplandecieron en mil
colores, parecían abrirse y formar un triángulo enorme.
Discos incandescentes se sumergían en las aguas, para luego
salir de allí seres extraños como sirenas o grandes crustáceos
o seres mitológicos, como Poseidón o un Polifemo, gigante
al que le bastaba alzar la mano para capturar un avión en
pleno movimiento adentrándolo en la isla. Los escépticos
dicen que lo que parece ser la figura de un gigante en
movimiento no es más que una montaña que, a simple vista,

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no se puede ver por la cantidad de niebla espesa, color gris,
que se aparecen en aquellas alturas. Los aviones no la vieron
y se estrellaron. Pero “Zoraida Arias una niña que viajaba en
uno de los aviones perdidos. Antes de estrellarse la nave, la
niña pidió permiso a sus padres para ir al baño”. Casi al
minuto la nave parecía que se detuviera en el aire, luego vio
cómo una mano gigante hundía al avión en las profundidades
de la isla en el Triángulo de las Bermudas. A los pocos días
la niña fue salvada por rescatistas que la alcanzaron a ver en
una de las ventanillas del fuselaje o cabina de vuelo. Al
ingresar a la cabina de pasajeros se percataron de que no
había nadie, igual pasaba en la cabina de pilotaje mas la niña
se encontraba escondida en uno de los baños. No había
explicación. ¿Dónde estaban los pasajeros y pilotos, y el
personal de trabajo?
Lo más insólito fue cuando la niña salió se transformó
en una anciana, había sufrido un envejecimiento prematuro,
con solo haber estado dos días dentro del avión. Sus
familiares cercanos dijeron que ella nunca había manifestado
enfermedad alguna.
Mientras la niña-anciana lloraba, pedía ver a sus padres.
En el lapso de unos días la niña murió y lo insólito fue que
volvió a ser la niña de doce años.
—¡Cosas extrañas y misteriosas suelen ocurrir en el
Triángulo de las Bermudas! —dijo un investigador—. ¡Y no
sé por qué las autoridades quieren mantenerlo en silencio!
Esa noche la luna brillaba en su máximo esplendor y la
bóveda celeste estaba límpida. Una nave surcó el cielo
limeño, los escépticos dijeron que era un meteoro, a lo lejos
el ulular de las sirenas de las ambulancias parecía lamentos
humanos, en esa noche de muerte, noche de pandemia,

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noche de extraterrestres. Muchos como don Samuel de la
Piedra se preguntaron:
—¿Y si es un meteoro, por qué no se estrella en alguna
ciudad? ¿Por qué tiene que buscar el mar? ¿O es que tiene
vida…? ¡Tontos! —gritó don Samuel.
El bólido, con una velocidad increíble, llegó al
Triángulo de las Bermudas, tomó la forma de un disco
luminoso y el contorno de la isla se iluminó como en un día
resplandeciente. La nave se posó en el mar y se abrió un
portal. En medio de tierra seca, árboles frondosos rodeaban
una gran ciudad sumergida. Era la perdida Atlántida; ubicada
según textos esotéricos en el triángulo de las Bermudas.
En el acto, seres extraños con forma de pez tomaron
el aspecto humano y fueron al encuentro de cuatro
alienígenas con escafandras puestas. Hablaron en un lenguaje
ignorado por el ser humano. Después de unos segundos se
reprodujo en muchos idiomas, como el castellano. El diálogo
entre estos seres fue más o menos así:
—El mal ya está hecho, y por el hombre no hemos
podido controlarlo, naciones enteras, en especial las grandes
potencias, han contraído el virus. Hemos llegado tarde.
Parece que el gran soberano lo ha querido así. Pero siempre
está cuidando a su rebaño, además en este mundo la muerte
viaja al lado de la vida.
Se hizo un leve silencio, que para el humano era una
eternidad, luego una voz femenina aterciopelada dijo:
—Sus principios y procedimientos son muy arcaicos,
actúan de acuerdo a sus actos y sus actos son pecaminosos.
Su raza pronto se extinguirá.
—Son tributos, que tendrán que pagar, por su
terquedad y la traición a sus hermanos —dijo otra voz,

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masculina. Mientras la nave era llevada a un claro. Había
muchas ahí y estaban en paralelo.
Eran seres extraterrestres. Muy inteligentes, que, a cada
momento, tomaban la apariencia humana. Algunos
convivían ya en la tierra, la hembra había tomado la
apariencia de la mujer al igual el macho el aspecto de hombre.
Procreaban tanto en hombres como mujeres a seres
inteligentes para crear una raza superior a la humana. Antes
habían experimentado con semen artificial en probeta. Pero
no había resultado. Por lo tanto, tuvo que producirse una
unión entre un macho y hembra. Se pensaba que esta raza
iba a salvar a la humanidad, dándole un nuevo origen. De ahí
surgieron los grandes científicos, matemáticos, y niños
excepcionales.
También se decía que las grandes potencias habían
derribado naves o platillos voladores y dado muerte a seres
extraños, para estudiarles el cerebro y robarles la inteligencia.
Su idea era dar nacimiento a una raza con componente
alienígena en el ADN. Serían sabios y con poderes como la
telepatía y predecir el futuro. De ahí viene la supremacía de
algunas potencias y el silencio a no querer divulgar la
existencia de estos seres.
Por un momento el viejo periodista detuvo sus
pensamientos. Él lo había visto todo. Pero esta vez quedaba
al descubierto que en los cielos de los reyes y virreyes y
gracias a su pulcritud y belleza un objeto, no identificado,
surcó las alturas.

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CAPÍTULO XIV

Otto Carbajal, gran amigo de don Samuel de la Piedra, fue


un policía al que le dieron de baja después de veinticinco años
de servicio. ¿La razón? Haber dado muerte a un sicario. El
maldito asaltó y golpeó a un empresario.
Como todos los días a las tres de la tarde, Otto Carbajal
terminó su servicio de resguardo en el Banco de la Nación.
Su relevo estuvo en la hora exacta. No había apuro pues a
esa hora el público era escaso y las medidas de resguardo
estaban bien dadas. Otto revisó por cuarta vez su arma de
reglamento y después de unos segundos la guardó en la funda
del correaje. Salió despacio de la agencia y sus pasos lo
llevaron al otro lado de la acera con la espontaneidad y
rapidez de un policía adiestrado. Subió la vereda, ya que una
camioneta blanca, cuatro por cuatro, intempestivamente hizo
su aparición. De ella bajó un hombre, alto y delgado de terno
azul, caminaba apurado, llevaba consigo un maletín de color
negro. Se veía nervioso y miraba a todos lados.
Con pisadas rápidas avanzó al banco, cuando de
pronto un auto de color negro sin placa lo interceptó,
haciéndolo caer al pavimento. Del vehículo bajaron tres
sujetos con armas de largo alcance. Apuntaron al hombre,
luego uno de ellos se inclinó y lo sujetó del cuello.
—¡Párate, coño! Ya perdiste, danos el maletín y nada
te va a pasar…
—Hazlo, concha de tu madre —vociferó el otro
delincuente.
—¡No por favor… no me hagan nada! ¡El maletín no!
—Calla, maricón, tú no estás para dar órdenes…
—Tengan piedad, por favor —suplicó el empresario,
pero de respuesta recibió un culatazo en la cabeza. De

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inmediato la víctima se desplomó. Tenía la cabeza envuelta
en sangre.
Eran ya las tres y veinte, la calle estaba desierta. Otto,
con ojos desorbitados miraba, sin saber si actuar o no, estaba
casi a veinte metros de ellos. Decidido desenfundó y dijo:
—¡Alto, policía! —mientras apuntaba a los
delincuentes. Estos, lejos de obedecer empezaron a disparar.
El policía se dejó caer y disparó. Aquello era un
infierno, las balas silbaban por la cabeza del agente, mientras
otros disparos impactaban en el suelo, haciendo hoyos
negros, arrancando chispas incandescentes y esquirlas que le
quemaban el brazo a Otto. Un pedazo de plomo le rozó el
hombro. Al instante se escuchó un alarido. Un delincuente
había caído al pavimento atravesado por una bala en el
pecho. Otro había sido herido en el brazo derecho, por tanto,
no podía disparar. El dolor hizo que soltara el arma y el
maletín que tenía agarrado con la mano izquierda. De
improviso, otro de los asaltantes se levantó rápido y huyó del
lugar, sin llevarse nada.
Otto Carbajal se levantó decidido y avanzó hacia los
delincuentes heridos. El empresario, golpeado y sangrando
de la cabeza, se arrastró hacia donde estaba el maletín. Una
vez que lo tuvo en sus manos, lo quiso ocultar bajo su
cuerpo. A lo lejos se escuchaba el ulular de las sirenas de las
patrullas que avanzaban por las calles desiertas. En efecto eso
salvó a muchos de una muerte segura.
El valiente policía esposó al delincuente herido
mientras el otro estaba muerto. La patrulla llegó y de
inmediato se hizo cargo de la situación. Ahora sí, la calle se
llenó de gente.
Un policía le tomaba manifestación al empresario,
mientras que Otto era subido a una patrulla para ser llevado

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al hospital. El delincuente herido también fue conducido,
pero en otra patrulla. Los demás policías se quedaron en
resguardo del delincuente muerto mientras esperaban la
llegada del fiscal. De inmediato se dio la orden para buscar al
tercero de los delincuentes que había huido.
Ahora Otto tenía sesenta y cinco años, diez menos, que
su amigo Samuel.
—El Poder Judicial me condenó a dos años de prisión
por el simple hecho de haber dado muerte a un asesino, que
esa tarde iba a asaltar y tal vez asesinar a un empresario, por
robarle el maletín con dinero. Cuando salí y quise recobrar
mi trabajo, me informaron que había sido dado de baja.
Recibí una pequeña indemnización por mi labor, si no me
moría de hambre —dijo Otto. Francisco Casaverde lo
observaba un tanto compungido por las vicisitudes que le
tocó vivir a su amigo. Don Francisco era un profesor
retirado, se le veía joven aún con setenta y cinco años a
cuestas y sin ninguna enfermedad desde que se curó de todo
mal. Allá en la laguna de las Huaringas.
—Jamás te vas a volver a enfermar, papá —le había
dicho el chamán. Y así fue, jamás un dolor de estómago, una
gripe, nada.
—Cuando era joven era un enfermizo, estaba maldito
todo me dolía, pero gracias a la cura que me hicieron los
chamanes de Huancabamba, jamás me volví a enfermar y
aquí estoy. ¡Mírame! —dijo Francisco Casaverde.
—Ya veo, amigo, se te ve bien no han pasado los años
para ti.
—Pero dime, ¿dónde está Samuel?
—Tengo dos días de haber llegado de Trujillo y
durante ese tiempo he preguntado por él y nadie me da razón
—dijo Otto Carbajal un tanto apenado.

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—Debe estar en su casa, nuestro amigo.
Otto iba a decir algo, pero una fuerte tos seca se lo
impidió.
—Guarda primero esa tos, en estos días de pandemia
hay que tener cuidado.
Otto no dijo nada, se fue en silencio. Luego, aclarando
la voz dijo:
—Yo creo que con un par de chelas esta gripe se acaba.
—Ya lo creo —respondió don Francisco.
—Bien, vamos a buscar a Samuel y nos iremos a donde
la Calzón con Hueco.
—Ni lo intentes, él ya no sale y lo que es peor no toma,
ni agua.
—Ah, ah caray —volvió a exclamar Otto.
—Pero qué le pasó a nuestro amigo, era uno de los más
cacheritos del grupo, tanto más que su amigo Cornelio del
Toro, el patita que dicen que es ciego y que solo ve con esos
lentes negros; que un día según él los encontró en un carro
jaja…
—No te burles, es verdad que el hombre es ciego, ya
los médicos lo han comprobado.
—¡Bah! yo no lo creo, en fin, vamos a chupar los dos,
ya mañana buscamos a Samuelito —dijo Otto, otra vez
atacado por la tos. El profesor lo miró un poco serio, pero
no dijo nada.
Era un tres de marzo del dos mil veinte y en China
como Europa se vivía una terrible pandemia, un virus
llamado coronavirus. Habían muerto muchos en estos países,
por causas de este virus que se expandía rápidamente por el
planeta.
Por un momento Francisco no se preocupó por la tos
seca que presentaba su amigo Otto. Hasta vio que le costaba

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respirar. Se reincorporó y pasó su mano derecha en la frente
de Otto. Este tenía una leve calentura.
—Es el cambio de clima, hombre, no te preocupes,
con un par de chelas desaparece todo esto. Vamos donde la
Calzón con Hueco, quiero saludarla, tiempos que no la veo,
pero siempre he tenido comunicación con ella.
—Vamos, pues —exclamó el profesor.
—No me cabe la idea de que Samuelito está mal.
—El hombre ha envejecido rápido, ya no es el de antes;
le ha ido mal con la mujer.
—Samuel fue bien perro, en sus propios ojos de la
mujer le sacaba la vuelta.
—¡Hombre! No te creo, y ¿qué hizo ella? —preguntó
Otto, en un estado lánguido, tal vez por la tos o por lo que
le estaba conversando don Francisco.
—Verdad. Samuel era un descarriado es por eso ahora
la mujer lo está haciendo pagar.
—Un día Antonia encontró a Samuel, en su propia
cama, con una de sus amantes —dijo don Francisco mientras
a Otto le rechinaban los dientes.

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CAPÍTULO XV

Fue recién en el año 2020 que don Samuel descubrió, gracias


a su madre, el significado de la palabra pitonisa. Ella había
abierto enigmas en sus pensamientos, apariciones, sueños y
hasta en sus alucinaciones y locura.
Antes de marzo del mismo año, un virus entró al Perú
dando la vuelta al mundo y en pocas semanas, se vivía ya una
pandemia, a nivel mundial. Don Samuel observaba por los
televisores, en países como China, España, Italia, etc., los
miles de contagiados que presentaban estos países. Pensó en
las palabras y los consejos de la madre. Entonces se dio
cuenta de que en el país había muchos infectados que
paseaban con el virus y que, un estornudo, o tos producía
una cadena de contagios.
—Esto es un mal apocalíptico y lo dice la Biblia
—pensaba don Samuel—. Mi madre me contó que la última
pandemia ocurrió hace cien años, allá por los años mil novecientos
dieciocho, y fue también gripe tan terrible como la de hoy y que algunos
se curaban con yerbas y ciertos preparados.
Samuel se puso serio y se llevó la mano derecha a la
cabeza, como queriendo saber si en este momento estaba en
un estado de lucidez.
—Aquí la cosa va en serio. ¡Nosotros los de edad somos
vulnerables, carajo! —pensó.
—Pero de una cosa estoy seguro: que esto va a hacer
cambiar en algo al mundo —dijo muy quedo y mirando al
cielo. Mientras un tibio sol acariciaba los techos y paredes
cubiertos por el polvo rojizo y por el tiempo.
—Aquí se verá la forma de ser de algunos humanos,
sus buenos y malas acciones, con sus semejantes —don
Samuel habló con porciones de lamentos.

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Los rayos solares se filtraban por los contornos de la
ventana. Don Samuel se alegró al ver un rayo de luz que se
filtraba en forma de carro.
—Esto es un desastre mundial, el comercio y la
economía y más de la mitad del mundo quedarán en banca
rota, los negocios van a fracasar… ojalá me equivoque.
Hablaba solo, pero como si alguien lo escuchara y así
siguió. Luego suspiró hondo, su mirada se elevó hacia el
techo e invocó a su madre.
El virus se propagó muy rápido traído y llevado por
las personas, algunas irresponsables, otras inocentes, otras
asintomáticas y con este mal, alguien llegó a Perú de Europa,
o de los Estados Unidos y contagió a los hermanos Artiaga y
estos al doctor Horacio Reyes.
Días más tarde, el Gobierno tuvo que declarar el país
en emergencia nacional. Rigió a partir de la fecha el toque de
queda. El ciudadano no podía desplazarse después de las
ocho de la noche hasta las cinco de la madrugada. Después
de esa hora, las calles se veían vestidas de un cortejo de
humanos caminando como autómatas, sin guardar el
distanciamiento social que se había decretado. Algunos
portaban mascarillas, otros no.
Por las noches las calles se quedaban en silencio y
parecían eternas, mientras la luz de la luna se filtraba
débilmente por las hendiduras de las paredes heridas.
Los productos de primera necesidad subieron de
precio, en especial los medicamentos que antes eran baratos,
elevaron su precio al mil por ciento; se veían grandes colas
en las farmacias. A medida que pasaban los días las
instituciones del Estado lucraban con el pueblo. Sin
importarles la pobreza que este sufría. Se evitó el beso y dar
la mano.

80
—Pa su madre. Estos desgraciados —dijo don Samuel,
su voz era grave y serena—, malnacidos, que en vez de orejas
tienen agallas, pues no escuchan ni sienten la miseria de la
gente. Porque ellos son más miserables y tienen el cerebro
primitivo —la emoción y la ira lo dejó perplejo, en un estado
lánguido, su delgada figura se reflejó en la blanca pared de la
sala.
Así era don Samuel, sentía pena por sus semejantes y
por él mismo. Dio unos pasos hacia la puerta de la calle, tenía
la cabeza inclinada como buscando respuesta en el suelo, o
tal vez un hueco para esconderse de aquella pandemia que se
avecinaba o quizás de la maldad humana que empezaba a
manifestarse en los momentos de emergencia, de zozobra de
lucha. La vestimenta de don Samuel era humilde y raída, y se
vio una piltrafa, pero enseguida se dijo:
—Piltrafas son ellos. ¡Desnaturalizados!
Abrió la puerta y un frío envolvió su cansado rostro.
Suspiró hondo. La noche le ganaba al día, la calle estaba
desierta y por primera vez sintió miedo, pero solo fue por un
momento. Entonces la vio. Ahí a unas cuantas casas estaba
María. Ella alzó la mano con emoción, él también lo hizo. Le
hacía una señal; algo le quería decir, pero don Samuel no le
entendió. Volvió a avizorar la calle de arriba abajo. No había
nadie, María había entrado. Al mirarla había sentido un nudo
en el corazón. Le floreció una leve sonrisa en los labios.
Entró a su vivienda, se sentía solo, con incertidumbre
en el corazón, de soslayo vio una foto prendida en medio de
la blanca pared de la sala. Era de su juventud.
—Qué tiempos aquellos —susurró.
Luego se preguntó si tendría fuerza para luchar contra
ese enemigo invisible llamado ¿coronavirus? Y cerró los ojos,
mordiéndose los labios.

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CAPÍTULO XVI

La tarde declinó y los rayos del sol, antes dorados, se


tornaban rojizos y débiles. Los ciudadanos llenaban las calles,
de norte y sur. Algunos salían de trabajar, otros entraban,
otros iban en busca de diversión. Era el último día de labores.
Al siguiente empezaría un proceso de cuarentena, sin fecha
de retorno. El pueblo no estaba preparado para lo que se veía
venir.
A Otto Carbajal y el profesor Francisco Casaverde
parecía que todo ello les llegaba, no se acordaban de
pandemias, de virus, de que ellos eran vulnerables. Pero la
muerte andaba en busca del humano y estaba cerca de ellos,
escondida en la puesta del sol.
Otto Carbajal dijo:
—Vamos de una vez donde la Calzón con Hueco
porque Samuel no va a ir.
—Sí, este no va a ir, es un pisado —el profesor casi
gritaba.
—Está bien, vamos —dijo Otto, mortificado. La tos
era seca y cada vez más intensa. Pero dejó de preocuparse,
apuró el paso para llegar a donde estaba un auto que los
llevaría al restaurante.
Después de diez minutos los amigos se encontraban
libando cervezas frías. En la pequeña mesa de madera había
también un cenicero de vidrio fino, el cual acumulaba colillas
de cigarrillos y un solo vaso del cual bebían. Era un quince
de marzo de 2020 y el mundo vivía un estado de zozobra.
Otto se llevó el vaso a los labios y el espumante líquido
resbaló por su garganta herida, sintió pequeños piquetes de
ardor y el líquido amargo le llegó al estómago. Su rostro se
humedeció de sudor helado que emanaba de su cuerpo y esto

82
le hizo turbar la conciencia por unos segundos. Pero como
policía rudo que fue, movió la cabeza y se pudo estabilizar.
—¡Oye qué pasa, te ves pálido, hermano! —dijo un
tanto preocupado don Francisco.
—Nada, solo un leve mareo.
—La cerveza está recontrahelada, hermano y estás
hasta las huevas de agripado.
—No te preocupes, con esto pasa. Jaja —y elevó otro
vaso del espumante y amarillento líquido.
—Oye cuéntame un poco más del porqué te sacaron
de la policía y los muy jijunas te guardaron —dijo el profesor.
—Está bien, te contaré —respondió Otto Carbajal.
—Cuando le di vuelta a uno de esos maleantes, otro de
ellos quedó herido, mientras el tercero logró huir. Tenían
armas de largo alcance y sofisticadas, y el juez no tomó en
cuenta esto. A las dos horas fue capturado el otro asaltante.
En ese momento yo estaba en la comisaría dando mi
manifestación y fue cuando este llegó. Estaba allí el fiscal de
apellido Ladrón de Guevara. El asaltante le contó al fiscal y
a la policía que ellos ya se habían rendido y que yo empecé a
dispararles y que él tuvo que huir, para no ser asesinado…
—Pero dime. —interrumpió don Francisco—. ¿Y el
empresario, dónde estaba? —mientras se llevaba un vaso de
licor a los labios—. Mierda está bien “Elena” esta chelita.
—Ese huevón, lo que le interesaba era su maletín, ahí
había doscientas lucazas, en ese tiempo era una millonada,
tenía miedo a los choros, a leguas se notaba. El concha de su
madre también dijo que los choros se iban a rendir, y como
a mí me conocían que era, y soy, un loco de mierda les
creyeron, pero el empresario cayó en contradicciones. Al
final se supo que lo tenían amenazado. Pero eso de nada
valió, al final mis amigos me respaldaron no así la plana

83
mayor y la Fiscalía me condenó a dos años. A los asaltantes
los liberaron. ¡Imagínate! A mí me condenaron, al siguiente
año de estar laborando me dieron de baja. Le dije la vida al
general. Y al fiscal lo traté de huevón. Después encontré
trabajo como guardaespaldas de un rector de una
universidad, y aquí estoy cagao, sobreviviendo con una
pensión que es una huevada. Todo apesta en esas y otras
instituciones.
La noche los sorprendió, ya en la mesa se encontraban
varias botellas vacías. Sus rostros brillaban intensamente bajo
la luz de las bombillas que parecían a punto de descolgarse y
castigar a esos dos seres que se perdían en las brumas del
licor.
—Bien la última, y nos vamos, hermano —exclamó
Otto un poco soñoliento.
—La Calzón con Hueco nos ha atendido, porque la
conozco desde hace años. Soy caserito ya.
—Tienes razón, hasta la puerta ha cerrado, para que
nadie nos moleste, llámala y paguemos y nos vamos —dijo
Francisco Casaverde.
Afuera el viento silbaba furibundo, amenazaba con
querer entrar por la ventana, la puerta y el techo. Úrsula, la
dueña del bar, se acercó a donde estaban los amigos. Los
lujuriosos ojos de Otto recorrieron la esbelta figura de la
mujer. Ella también lo miró, sonriéndole coqueta, él le cerró
el ojo mientras ella, provocativamente, abriendo la boca, le
mostró parte de su lengua.
Don Francisco, aturdido y ladeándose, hablaba
palabras incoherentes.
—Vengo mañana —dijo Otto.
—Te espero —exclamó ella, no antes sin decir—. Trae
jabón para que te bañes jaja.

84
—Lo haré —contestó él.
Úrsula era una morena alta de larga cabellera
ensortijada. Su rostro delgado y perfecto expresaba la ternura
de sus ojos negros y profundos, de labios carnosos, y nariz
afilada.
La hermosa mujer se alejó de Otto sonriendo,
cautivadora, su cuerpo hermoso y aún esbelto, y envuelto en
un traje verde olivo, marcaba la silueta tentadora de una
mujer moderna.
Eran ya las siete y media de la noche, cuando salieron
del bar. Esta vez el viento les golpeó el rostro obligándoles a
cerrar los ojos. Por un momento trastabillaron queriendo
caerse. Pero lograron agarrarse de una pared que estaba
frente a ellos. Revolotearon en busca de algo: un vehículo.
No había nadie en la calle, solo arriba del firmamento las
nubes, como mantas de algodón, que aparentemente corrían,
engañando al ojo humano, para alcanzar a la luna desnuda.
Los dos amigos, duros como rocas por el licor, se
perdieron en esa selva de cemento. Eran los tiempos del
coronavirus.

85
CAPÍTULO XVII

Ese día María, prima de Antonia, recibió un bono de 380


soles. Estaban entregándolo a las personas de extrema
pobreza y María lo era. Estaba feliz, nunca había tenido tres
billetes de cien soles y uno de cincuenta juntos. Su vida era
tan pobre, tenía que recoger botellas y cartones para después
venderlos para reciclaje. Sus ojos solo veían billetes de diez y
unas cuantas monedas, por vender sacos de botellas y
muchas filas de papel y cartón. Pero a María de esos
dieciocho o veinte soles, solo le quedaba la mitad. Esteban,
su marido, le quitaba el resto del dinero para irse a
emborrachar con aguardiente o chicha, dejando a la pobre
María sumida en la soledad, tristeza y sin mucho dinero, para
comprar.
Ahora estaba feliz saltando en un solo pie, para ella 380
soles era bastante dinero, le alcanzaría para comer un tiempo,
sus hijos, su mal hombre y ella, durante algunos días.
—Gracias, Diosito, estaba preocupada, no sabía qué
iba a hacer durante estos días sin trabajar —exclamó María
juntando las manos y llevándoselas al vientre. Tenía dos
hijos, eran aún menores de edad: Hilario tenía doce años y
Esteban Junior, ocho años. La pobre María no podía ver día
sin recibir un abanico de insultos y golpes. A su esposo,
incluso sin los efectos del alcohol, le entraba la salvajada.
Pero cuando don Samuel estaba en su casa y escuchaba
los gritos de María, salía como un torpedo, y no dejaba que
Esteban le pusiera la mano encima.
—¡Tío, ayúdame! —exclamaba ella. Mientras Samuel,
con palo en mano propinaba, en la cabeza, espalda, y donde
le cayeran los golpes al desgraciado.

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—¡Ay, ay viejo loco! —gritaba Esteban, luego venía
serenazgo y Esteban iba a parar a la comisaría. Pero este más
miedo le tenía a don Samuel que a la propia policía, pues para
ellos, Esteban era un pobre borracho indigente. Ahora María
estaba feliz. Su marido había salido desde la mañana y seguro
estaba emborrachándose.
—¡Trecientos ochenta soles! —dijo emocionada.
Pasaba por momentos apremiantes, sus hijos necesitaban
comer y el confinamiento social le impedía recoger botellas
y empaques. Y por eso no dudó ni un segundo cuando
Antonia, esposa de Samuel y prima de María le dijo:
—María, alístate, vamos a ir al banco, has salido
beneficiada con un bono. ¡A mí también me ha tocado!
—¿A ti o al tío? —preguntó María.
—Ya lo sabes —exclamó Antonia sarcástica.
—Espero que con esta carta notarial que aún tiene
validez y su DNI me suelten el billete.
Entonces María, sin siquiera lavarse, o vestirse, agarró
su DNI y se fue con Antonia. Su rostro estaba cubierto por
un pedazo de tela doble.
—Ni para la mascarilla tengo —gritó—. Pero creo que
así es mejor y me van a creer más pobre.
Pasaron cuatro horas y las mujeres llegaron a su casa.
María era la más contenta, traía dos bolsas llenas de
alimentos, mientras Antonia no traía nada.
—Lo que es yo y mis hijos nos vamos por la noche a
Huancabamba —por un momento a María le brillaron los
ojos.
—Toda la familia se va y yo no voy a ser la excepción,
además no voy a contagiarme, la Sierra es campo abierto y
allá no creo que haya contagio —exclamó Antonia a todo
pulmón.

87
—Y si tú quieres vamos —le dijo a María.
—No, Tebitan está un poco agripado.
—Ah, verdad —dijo Antonia.
Eran las seis de la tarde cuando Antonia y sus dos hijos
se prestaban a partir rumbo a la “ciudad que camina”. A la
familia de Antonia le contaron que era muy difícil que el virus
llegue al lugar, pues desde el día de mañana: nadie entraba y
nadie salía, esa era la consigna de una parte de la serranía
piurana.
Antonia se veía feliz y ni siquiera pensaba en Samuel.
Con esa felicidad y la mejor sonrisa se despidió de su prima,
mientras el viejo periodista quedaba otra vez solo, empapado
de todos sus males, temblando de rabia. Salió a la calle. Cerca
de ahí se estacionaron tres vehículos bajando de ellos un
enjambre entre hombres y mujeres, todos cargaban cuatro
paquetes de papel higiénico cada uno. Según ellos el virus
vendría con diarrea.
Muy despacio entró mirando la estancia de la sala. Un
silencio profundo reinaba en el aposento. Era un silencio
extraño, ¡lúgubre! Las aves de corral enmudecieron y Samuel
pensó en las personas que traían ya la marca de un demonio
invisible, que al anochecer y entre el amanecer estaría listo
para invadir aquel lugar. Suspiró hondo y un susurro
indiscreto escapó de sus labios en esa noche de coronavirus:
—A veces las tragedias sirven para unir a las personas,
Antonia se fue y yo me quedé solo, para mí esto es una
tragedia pues casi yo no puedo valerme por mí mismo y la
otra cara de la moneda es que Dios ha tenido que recurrir a
esto para reorganizar a los humanos y limpiar un poco el
planeta. Lo que no pueden hacer hoy los gobernantes quizás
lo ha hecho Dios para así crear conciencias.

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CAPÍTULO XVIII

La noche estaba llena de estrellas y a la luz plateada de la luna


se avizoraba una hermosa María, irreconocible. Después de
muchos días se había bañado y enjabonado hasta el último
rincón del cuerpo, tenía los cabellos sedosos, cálidos y
perfumados. Lentamente lo secó, con delicadeza, como a su
fino y entallado cuerpo. Parecía no tener prisa, abrió su
ropero y observó que solo tenía tres vestidos casi nuevos.
Recordó que mucho tiempo atrás los había comprado por un
precio cómodo en la Cachina:
—Pues algún día tengo que usarlos. Y hoy llegó ese día.
—susurró.
El vestido blanco le pareció apropiado. Era
transparente, de esos que se usan con una enagua. Pero ella
prefirió ponérselo solo. Era sencillo, adornado con bolitas
rosadas y claras el cuerpo de ella también era blanco, terso y
tentador. Los hombros desnudos de María sostenían las tiras
del vestido que le llegaban hasta la altura de los pequeños
senos, ahora altivos y perfectos y de ahí se desprendía un
perfume de jabón de tocador. Nadie podía imaginar que era
la misma mujer que andaba sucia y harapienta. Se
escudriñaba su pequeño, pero hermoso, trasero de modelo
que sobresalía del vestido ceñido. Luego con una voz suave
dijo:
—Como en los viejos tiempos. Ahora ser bonita es un
problema, tanto como para la mujer como para el hombre.
¡Yo me entiendo!
María era de talla mediana y delgada, su rostro era
ovalado y fino, la nariz era respingada como una cuchilla que
terminaba en punta. Los ojos de María eran negros, grandes,
profundos, mientras su boca pequeña dejaba ver unos labios

89
finos y tentadores. Los senos eran chicos pero recios y
provocativos. Alisaba sus cabellos negros como la noche, las
finas y tersas manos subían y bajaban hasta la altura de los
hombros. Un espejo azul que pendía de la pared de madera
de un cuarto reflejaba la hermosura de una nueva María.
—¿Dios mío, soy yo? —se preguntó—. Qué
escondido me lo tenía, ¿verdad, espejito? —dijo ella en voz
baja. Mientras examinaba sus cabellos con los ojos pegados
al espejo. Luego sonrió para sí misma, su mirada recorrió el
cuarto, llegando hasta donde dormían sus hijos.
Era una cama amplia de madera donde ella también
dormía. Una cortina de tela gruesa separaba el
compartimiento, dando lugar a otro cuarto. Lentamente
María se encaminó ahí; corrió un poco la cortina y atisbó a
su marido. Él dormía plácidamente, respiraba profundo, ella
lo observó sin preocupación.
—Qué inocente te ves cuando duermes, so
desgraciado —luego se inclinó para despertarlo, lo sacudió
con rabia y mucha fuerza, pero Esteban siguió inmóvil. María
fue hasta el tocador, cogió un cepillo de pelo y lo estrelló en
el cuerpo de Esteban, él ni siquiera se movió. Lo arrastró
haciéndolo caer de la cama, solo se escuchó un leve quejido.
Volvió a descargar un golpe con el cepillo. Jalándolo con
furia lejos de la cama este rodó como un muñeco de paja.
—Ahí te quedarás hasta mañana, desgraciado —le
gritó enfurecida.
Salió limpiándose las manos entre sí. Ahora estaba en
la reducida sala, una esquina de la misma hacía de cocina.
Una pequeña estufa de carbón le bastaba para preparar sus
alimentos y una mesa de madera le servía como alacena, aquí
depositaba platos, vasos, ollas y otras cosas o utensilios.
Además, cuatro sillas adornaban el contorno de la mesa

90
donde solían sentarse tanto Estaban, sus hijos y ella para
degustar sus alimentos. Había sobre la mesa una vianda y un
jarro con líquido parecido al té. Mientras María miraba la
vianda y sonreía, sus pensamientos evocaron a Samuel y con
una voz suave y tierna dijo:
—Recuerdo que me entregué a ti cuando tenía quince
años, el bichito me lo me pedía que lo hiciera contigo. Antes
ya lo había hecho, pero fue solo por experimentar. ¡Me
recorriste toda!, ¡me acariciabas todo! ¡Eso me gustó!
María cerró los ojos, su rostro se iluminó y se vio más
bonita, más joven casi una niña. La llama del recuerdo se
prendió y le brotaron chispitas que dibujaron a Samuel
quince años atrás…. En ese entonces era un joven guapo y
coqueto, un mujeriego empedernido. Por su parte María era
traviesa; tenía quince años, pero ya su cuerpo le había subido
temperatura de libido y cuando Samuel llegaba de su trabajo,
ella desde la ventana de su casa a escondidas lo observaba.
Un día Antonia tuvo que viajar a la Sierra, como
siempre lo hacía. María aprovechó para llevarle sus
alimentos, habló con su mamá. Que el tío Samuel se había
quedado solo, que la tenía Antonia había viajado a
Huancabamba.
—Llévale ese platito de comida —dijo la mamá—. Si
tienes ropa de lavar hazlo tú por ahí. Él es bueno, siempre
nos traes cositas, no es justo negarle ¿verdad?
Eso le sirvió de parche a María para ir sin preocupación
a la casa de Samuel, y ahí estaba, en sus manos portaba una
vianda con un exquisito arroz con un filete de pescado frito,
y una zarza de cebolla bien picante, dos trozos de yuca y un
vaso de té. María abrió la puerta. Samuel se sorprendió
cuando alguien tiró de ella.
—Ah, eres tú, pequeña bella —dijo Samuel

91
—Bella sí, pero pequeña no.
—¡Tú eres mi pequeña bella, mi María! —dijo él casi
en un susurro.
—¿Y quién creías que era; la bruja?
—No. La bruja ya se va volando a su tierra.
—Sí, es verdad. Te traía dos almuerzos.
—Pero yo solo veo uno.
—¿Y lo que tengo aquí? —dijo ella mostrando con una
de sus manos, parte de su cuerpo. Él sonrió, mientras se
incorporaba para recibir lo que traía María.
—Gracias, eres un amor —dijo Samuel mientras ella lo
miraba provocativamente. Entonces Samuel conocedor de
los sentimientos de María, se inclinó para robarle un beso,
ella entrecerró los ojos y se dejó robar varios.
—Estaba ansiosa por verte, Samuel. —dijo con voz
dulce y entrecortada.
—Yo también, mi pequeña bella —le dijo mientras la
estrechaba y alzaba en vilo. La llevó a su cama, ella se reclinó
en su pecho del hombre. La depositó en el lecho con
suavidad; ella abrió los labios como esperando un beso.
Samuel sabía lo que María deseaba y, por un momento, tuvo
miedo. Ella adivinó sus pensamientos y le dijo:
—Ven, porfa. Ya soy mujer de hace mucho tiempo.
Ven que estoy que ardo —su voz se hizo un susurro, su falda
azul claro estaba levantada, y un pequeño calzón rosado
asomaba entre sus piernas. La bella lo miraba y sus ojos que
eran grandes se empequeñecieron. Samuel se inclinó y volvió
a besarla. María le correspondió revolviéndose en la cama.
Parecía una mujer con experiencia. Samuel le quitó la
blusa, ella ayudó; luego la falda hasta hacer saltar los botones
y esta se corrió entre las piernas de María. Después fue el
sostén, entonces se dejaron ver dos pequeños senos

92
atractivos, Samuel los acarició con suavidad; estos
reaccionaron y se tornaron duros. ¡Eran tan pequeños que
los arropó con sus manos!
El periodista se tendió junto a ella y empezó a quitarse
la ropa. Una vez desnudos jugaron con suaves mordiscos. La
bella mujer posó sus dientes en la tetilla de Samuel. Él le besó
todo el cuerpo. La joven le abrió las piernas, Samuel
demoraba haciendo que María se desespere y le suplique al
macho.
—Hazlo, ya… —le rogó.
Samuel reía y después se ahogaron en el
apasionamiento y delirante fuego perpetuo. Ella gritó de
dicha y placer.
—Te quiero —susurró.
No fue la primera ni la última. Las escapadas siguieron
hasta que María se casó y Samuel la dejó de ver.

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CAPÍTULO XIX

María abrió los ojos, los recuerdos quedaron atrás. Me dejaste


porque me casé con Esteban, pero para mí eso no era impedimento. Yo
te quería y te sigo queriendo, pensó.
—Pero hoy es mi oportunidad, Antonia se ha ido, igual
que mi mamá, prácticamente estoy sola. ¡Qué diferente eres
a esa basura que tengo de esposo! Yo no quiero estar con él,
pero me toma a la fuerza, me golpea y después me viola: es
horrible. —se lamentaba contándose ella misma sus penurias
y lamentaciones—. Solo contigo era lindo hacerlo, bien rico,
mi adorado viejito.
María pensaba en sus horas locas de amor con Samuel.
Después con una suave, entristecida voz volvió a decir:
—Solo han pasado quince años, qué rápido has
envejecido, amor, la bruja te ha tratado mal, igual como me
ha tratado mi marido. Pero Esteban es más joven que
Samuel y parece de más edad. ¡Ay!, Samuel, si estuvieras
conmigo toda la vida te estuviera cuidando. Tu pensión
alcanzaría y bastaría para comer... Yo también por ahí me la
buscaría… Pero no fue. Hoy estoy con este borracho y tengo
que trabajar para mantenerlo.
Por un momento se quedó pensando luego dijo:
—Samuel, hoy me dirás qué es lo que tengo que hacer.
¡Basta ya de golpes, carajo! ¡Ya fuiste, Esteban! —dijo
mirando hacia el cancel donde se encontraba Esteban
durmiendo, su voz sonó ronca y fuerte. Luego su mirada
recorrió la sala, la luz de la lámpara eléctrica creaba sombras.
Recordó a Samuel y se llenó de gozo, sus ojos, negros
y profundos, brillaron. Bajó la mano derecha e
inconscientemente tocó su sexo. Suspiró hondo mientras
apretaba la mano contra su vulva. Segundos después la fue

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retirando. Su rostro delgado se iluminó libidinoso. Con pasos
lentos se encaminó hacia la ventana de la sala, la abrió, estiró
su bello rostro por entre las barras. No había nadie, solo un
viento frío golpeó su bello rostro. La cerró y con la misma
lentitud encaminó sus pasos a la precaria cocina para recoger
la vianda y el envase. Los introdujo en bolso de tela. Todo
estaba listo… Pero de pronto pensó en sus hijos. Ellos son
mi pasión. Avanzó al cuarto de telas y madera, los observó una
y otra vez, ellos seguían dormidos.
—Angelitos míos, suerte que se despiertan al siguiente
día y eso es bueno para mí —dijo en voz baja, mientras su
mirada recorrió al otro extremo donde dormía su marido,
este seguía en el suelo y roncaba como un cerdo. Empezó a
delirar su voz era ahogada y entrecortada:
—Veneca, zamba, cerveza, una —María lo contempló
furiosa. Se acercó a él y una vez que lo tuvo al frente le
propinó un fuerte puntapié en las costillas. El sujeto solo
alcanzó a dar un gemido y después quedó privado.
—Mañana te diré que por borracho te caíste so cornudo
desgraciado —pensó María llena de rabia.
Después cubrió, con una sábana blanca, a sus hijos,
dejó la luz de la pequeña alcoba improvisada prendida, le dio
un beso a cada uno y salió de la estancia, se encaminó a la
cocina, recogió el bolso y abrió despacio la puerta de la calle.
Esta estaba desierta. Era una noche fría y silenciosa, pero a
María no le importó, le aparecía linda. Cerró su puerta con
llave y sus pasos la llevaron a la casa de Samuel.
Tenía que caminar máximo cincuenta metros para
llegar. Estaba la luz prendida, también el televisor, tocó la
puerta con los nudillos, la calle seguía en silencio, golpeó la
ventana, los nervios la estaban traicionando y fue cuando la
puerta se abrió y apareció Samuel. María se echó en sus

95
brazos. Samuel no estaba prevenido y casi se cae, ella misma
tuvo que detenerlo, al instante cerró la puerta.
—Hola, Samuel, te traigo algo de comer y a quedarme
hoy contigo —exclamo María embriagada de amor—. ¿Y
qué estás viendo? —pregunto al instante.
—Una película de mayores.
—Uy, me encanta —exclamó radiante de felicidad.
Samuel aún no salía de su asombro, la miraba sin poder
creerlo. Por eso cuanto escuchó su voz, a sus flácidas piernas
le salieron resortes, y ahí estaba frente a ella una María
hermosa igual como la conoció muchos años atrás.
María lo observaba radiante, el amor que sentía por él
hacía que lo vea no tan viejo, solo un poco acabado por las
vicisitudes de la vida ¡Esa vida que Antonia y sus hijos le
regalaron! ¿Cómo iba a llamarlo viejo si hasta le parecía
joven, más joven que Esteban? Recordó que él siempre le
había ayudado a escondidas de Antonia y tantas veces se
hubo de enfrentar a Esteban cuando este le pegaba.
—Mientras yo esté aquí no le pones una mano a mi
sobrina. ¿Escuchaste?, hijo de político —le había dicho
Samuel a Estaban—. Porque si no puedo con la mano, agarro
un palo y te lo aplico. ¡Ya tú me conoces! —María lo miraba
con admiración. Un día Esteban estaba borracho y gritaba
que María le dé de comer. Era ya medianoche y la muchacha
llena de temor corrió a tocar la puerta de Samuel. Le informó
que Esteban tenía diablos azules, que tiraba las cosas al suelo
y como ella no tenía nada que darle de comer, Esteban la
había botado a la calle. Samuel, sin pensarlo dos veces, agarró
un palo pesado de algarrobo y se encaminó donde el hombre.
Le propinó un fuerte golpe en el hombro, este cayó al suelo,
luego Samuel le siguió pegando. Se sacó la correa y castigó a
Esteban tanto con el palo como con la correa.

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El infeliz estaba ensangrentado y a punto de perder el
conocimiento. La paliza que propinó Samuel a Esteban le
costó veinticuatro horas preso mientras que a Esteban una
semana de recuperación.
El tiempo pasaba y con ella las enfermedades de don
Samuel volvían. En sus horas locas y alucinantes iba en busca
de Esteban llevando el mismo garrote y el cinto. Esteban
tenía que esconderse para no ser golpeado por el
periodista…
—¡Oh María!, mi tierna María. Ya no soy el de antes
—exclamaba.
—No importa; yo te voy a ayudar. Hace mucho que no
hago el amor, mejor dicho, nunca lo hice, así como lo
solíamos hacer. ¿Recuerdas?
Esa noche, aquellos seres se olvidaron del mundo, del
virus llamado COVID-19, de la bruja de Antonia y del
borracho de Esteban.
Sutil con una experiencia que el mismo Samuel le había
enseñado acarició a Samuel. Esa noche fueron muy felices
mientras una llovizna empezaba a mojar la tierra seca y gris.

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CAPÍTULO XX

Cinco días habían transcurrido desde que Francisco


Casaverde y Otto Carbajal estuvieron libando licor donde la
Calzón con Hueco. El veintiuno de marzo Francisco
“Fierro”, como lo llamaban sus amigos por su resistencia de
las enfermedades, amaneció con estornudos, que le duraron
desde la mañana hasta la tarde. Por la noche tuvo un leve
ardor de garganta, una tocecita sin flema, al tercer día un
dolor de cabeza, que le atribuyó a la cerveza helada, el cuarto
día la fiebre lo atacó. Por su parte Otto Carbajal presentaba
una tos seca que lo venía preocupando.
—¡Carajo! Creo que debo buscarle la cura, jaja. Otro
vaso de cerveza jeje —pero lo que tomó no fue cerveza, sino
un cuarto de aguardiente de caña, el extracto de caña
macerada que solía tener unos de sus sobrinos y que
llamaban “Guarapero”. Tomó la porción de alcohol, entre
fuerte y dulce, que le hizo rechinar los dientes y le quemó la
garganta.
Al día siguiente ya no tenía la bendita tos. Pero su
cuerpo lo sentía magullado, cansado y la cabeza le pesaba
demasiado. Por su parte Pancho “Fierro”, escondido en la
penumbra del cuarto, lidiaba con una tos seca y ardía de
fiebre. Sentía que el cuerpo le quemaba. Era como volver a
los tiempos idos y recordar a aquel joven debilucho al que
todo le afectaba. Tos, calentura, ardor de garganta… Y de
pronto la pérdida de gusto, ese sinsabor y un asco raro a los
alimentos. Don Francisco sentía miedo y anheló ver a su
amigo Samuel y al amigo de este Cornelio del Toro, el Ciego
Mirón que todo sabe y todo lo ve. Él podía decirle las
consecuencias de su mal.

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Después de quince días de haber contraído la
enfermedad, le hicieron la prueba rápida y dio falso negativo,
por un momento le vino la alegría a los ojos, pero su mal
siguió avanzando; su cuerpo perdía fuerzas, era un muñeco
de trapo. Le hicieron la segunda prueba, el hisopado, y dio
positivo el miedo se le vino encima a don Pancho “Fierro”.
Sofía Cárdenas, su tercera esposa, le atendía de cierta
distancia cubriendo su rostro con una máscara blanca o tapa
boca. La mascarilla azul de don Pancho llevaba un ají tejido
con un hilo de color blanco. Al día siguiente llegaron Otto
Carbajal y Samuel de la Piedra, guardando la distancia de un
metro. Saludaron al viejo Francisco. Les era triste volverlo a
ver en ese estado después de treinta años. En ese momento
don Samuel le entró la locura y sin medir las consecuencias,
corrió y abrazó a su amigo gimoteando.
—No hagas eso, hombre —exclamó Otto
—¿Qué pasó? —preguntó don Samuel como si
volviera a la realidad.
—Abrazaste al hombre y está con la huevada esa y te
puede contagiar, nosotros somos vulnerables a la pandemia.
Samuel lo miró con ojos tristes, después lo hizo con
Francisco para decir:
—Verdad —estiró la mano derecha hacia arriba y
dijo—. A la mierda; me toca me toca —y se sentó en cuclillas;
ahora si a un metro de distancia.
Francisco, desde su amplia ventana, miraba la puesta
del sol. Bajo el horizonte se veía venir una noche triste. En
esos momentos él estaba en silencio mientras la fiebre iba
aumentando poco a poco y le costaba respirar. La señora
Sofía Cárdenas, bañada en llanto, llamó a la familia de
Francisco, así como a los hijos que tenía en otras mujeres.
No se supo cómo, pero los hijos estaban ahí mirándolo muy

99
tristes. El hombre estaba muy enfermo. Francisco era
portador del COVID-19. Los vecinos de la cuadra cinco de
la avenida Paredes estaban alarmados, querían desalojar a la
familia, pero los hijos de don Francisco defendieron a su
padre no permitiendo que nadie lo sacara de la casa.
Por su parte, María estaba triste, aunque no sentía
síntomas estaba preocupada y de inmediato aisló a sus hijos,
proporcionándoles mascarillas y dándoles infusiones
calientes macerados con vitamina C, hasta Esteban fue
obligado a ponerse mascarilla y no salir de casa, pero este
hombre no podía vivir sin el alcohol y por las noches se
escapaba para luego ir a parar a la comisaría y quedarse hasta
dos días y seguir después su vida de bohemio. Eso era un
alivio para María, en vez de molestarse, se sentía libre.
Tras quince días de una lucha constante por su vida
Francisco Casaverde murió en una lenta agonía, debido a que
le pusieron oxígeno industrial, vendido por los buitres que
salen en tiempos de emergencia o de pandemia. Y no solo
fue él quien murió por recibir este oxígeno, fueron muchos
a nivel nacional. Cuando las autoridades se dieron cuenta, ya
era demasiado tarde.
Don Francisco fue cremado en un hospital y después
de dos semanas sus cenizas fueron entregadas a la familia
Casaverde de Cárdenas.
Al mismo tiempo don Samuel y Otto Carbajal
cumplían cuarentena aislados, ellos también tenían COVID-
19, pero eran asintomáticos, no tenían síntomas de este mal
que contagió y dio muerte a don Francisco “Fierro”, hombre
que durante su adultez nunca sufrió mal alguno.

100
CAPÍTULO XXI

—No te preocupes, cariño —le había dicho el viejo Samuel


a María, tú no tienes nada es solo sugestión tuya, por lo que
está pasando.
—Puede ser, amor, y esta fiebre es la que tengo por ti,
es más fuerte que la fiebre del virus ese —dijo María
sonriendo. Pero su bello y finito rostro estaba rojo como una
granada en verano.
María no quería preocupar al periodista pues apenas se
podía mantener en pie, la cabeza le dolía tanto. Mientras
sentía que le arrancaban los maxilares y don Samuel no se
daba por enterado.
—Mi Pancho fue contagiado por Otto. Y este desgraciado es
asintomático, con una copa de cañazo se curó de la tos, pero su mal
persiste y lo lleva adentro y contagia. Mismo una película de terror, de
aquellas en que un ser humano es contagiado por un alienígena o
mutante, y de resultado el humano engendra una cosa “oscura” como un
insecto o una mosca gigante, una larva de algo, para después empezar
una metamorfosis terrorífica. Como el virus COVID-19. Mi pobre
amigo fue contagiado por un virus mortal, que camina con Otto. Lo
extraño es que yo tampoco he sido contagiado tanto su organismo como
el mío han tenido defensas contra esta plaga del demonio —posó su
mirada en el pequeño y frágil cuerpo de María. Se dio cuenta
de que hervía de fiebre y temblaba, como un cachorro
indefenso. La abrazó y los brazos debiluchos de él pudieron
con el cuerpo frágil de María, la depositó en la cama de
madera.
Se sorprendió de estar lúcido. No le habían vuelto los
males y tampoco quiso que su amada se enterase de que era
un posible portador del maldito virus desde quince días atrás.

101
No había sentido ningún síntoma. Abrazó fuerte a
María y tuvo miedo.
—Dios, desde mucho tiempo atrás arrastro estos males
que día a día me están acabando. No hagas que este maldito
se meta en mi cuerpo, pues ahí sí sería el fin de mis días.
Amén.
—Qué susurras, mi amor —dijo María con voz débil y
entrecortada.
—Estaba pensando en voz alta.
—Puedo saber ¿de qué o en quién? —dijo María con
voz queda.
—En esta maldición que le han impuesto al mundo.
—Ya va a pasar, Samuel. Hay que tener fe; todo va a
estar bien —de pronto dijo con voz preocupada—. Samuel,
te has dado cuenta de que hemos estado juntos en la cama,
en todo lugar, estamos infectados, mi amor es decir te he
infectado.
Samuel tomó su dulce rostro en entre sus manos, y le
dijo:
—¿Acaso no me has dicho que si muero yo mueres tú,
o viceversa? No te preocupes; los dos estamos en esta batalla.
María lo miró con ternura. Le parecía un hombre lindo.
Y en vez de dolor sintió un remezón en el cuerpo y su libido
dejándola inquieta como una gata. Sus dolores se iban
desapareciendo de a pocos y solo le quedaba una leve
calentura, pero este era la de su libido que empezaba a alzarse
—Mi Samuel, eres mágico, mi Samuel. —decía María
con una mirada efervescente y una voz clara y melodiosa, lo
atrajo hacia ella y lo besó en las comisuras de los labios.
Sentados en la cama jugueteaban con sus manos como
si fueran niños.

102
Ya era de noche y sus hijos se despertaron mirando
cómo los adultos se tomaban de las manos. María los miró y
con la astucia de las que tienen las mujeres dijo:
—Gracias, tío, por el regalo que les has traído a mis
hijos.
—Sí, tío, gracias —dijeron los niños desde su cama.
María le guiñó el ojo derecho a Samuel.
Mientras afuera la noche se iluminó por unos
segundos, pues arriba otra vez la nave surcó el espacio como
una bola de fuego, rumbo a las estrellas o a un planeta
desconocido por el hombre.

103
CAPÍTULO XXII

Amanecía y el astro rey dejaba caer sus cálidos rayos


perpendicularmente formando ángulos de noventa grados,
en las intersecciones de las paredes y columnas de la casa de
María. Ella abrió los ojos lentamente, se sentía mejor, a su
lado el viejo periodista también despertaba. La miró con
dulzura y la dio un beso, con la pasión y ternura que guardaba
su alma. María se incorporó. Se sentía débil, sus piernas
estaban adoloridas. Se alejó de Samuel sonriendo. Su cuerpo
aún hermoso y esbelto estaba envuelto en una bata blanca,
transparente, que marcaba su silueta tentadora. Olvidándose
de que tal vez estaba infectada, se puso a preparar el
desayuno. Rato después terminaban de desayunar los cuatro.
Los niños guardaban distancia y portaban mascarilla y de
cuando en cuando, los miraban con ojitos contentos.
—Ahora que estaba el tío Samuel había un buen desayuno para
todos. Papá esteban ya no llegaba a pegarle a mamá —pensaba el
pequeño Esteban Junior.
María no podía tocarlos, temía estar contagiada pues
no se veía bien de salud ¿estaré contagiada? Se preguntó. Los
primeros contagiados serían sus hijos.
—¡Ay! —exclamó ella.
—¿Qué pasa, pequeña? —preguntó Samuel.
—Oh, Samuel, tengo tanta rabia y llanto, tantas penas
y sentimientos encontrados.
—Dime, pequeña. ¿Qué es lo que pasa? ¿Por qué te
pones así de pronto?
—Mira ahí —señaló con un dedo el televisor—.
¿Acaso no escuchas las noticias?
—Un señor llamado Pedro Pérez se suicida por no
tener de comer para darles a sus hijos. Él ha dejado una carta

104
donde dice que da por terminada su vida porque no quiere
ver sufrir a sus hijos. Su negocio de zapatos fue decomisado
por la policía y serenazgo por vender en la vía pública. Tenía
que salir a trabajar, si no de dónde iba a sacar dinero para que
coman sus hijos. Mientras los que nos prohíben salir están
sentados en su mansión, comiendo los mejores potajes.
Otros, en tiempo de pandemias y fronteras vigiladas, en los
tiempos prohibidos salen firmes, sin pasar cuarentena,
burlándose del país y de sus autoridades. Este es mi país
donde no hay canasta para el más necesitado y ese bono mal
llamado universal jamás existió para el más pobre. ¡Oh Dios!
Samuel, si no fuera por ti, yo también me hubiera suicidado.
Esto parece una novela de ciencia ficción —dijo María
sollozante.
Estaba como poseída; su rostro cambiaba cada
momento de tonalidades y se tornó pálida como si estuviera
privada de vida o poseída por una fuerza extraña. Samuel,
trémulo por la emoción, le dijo:
—Ahora en Lima la gente muere en la calle igual que
otros lugares, cálmate esto va a pasar. A lo mejor estás
delirando por la fiebre, mi adorada pequeña.
—¿Cuándo, Samuel?
—Pronto, ya lo verás.
—No lo creo, todo esto es terrorífico. Te repito es
como una película de ciencia ficción y tendremos que luchar
contra esta pandemia apocalíptica, y te aseguro que será
como pelear contra los cuatro elementos —Samuel miró a
María admirado, pensando que estaba en un estado de
epifanía. De pronto María se llevó las manos a las sienes;
empezaba a tener fiebre. Samuel se dio cuenta al observar
que sus facciones cambiaban.

105
—Acuéstate. Yo te ayudo, pequeña. —le dijo casi entre
un susurro y un ruego. La fiebre le llegaba a intervalos a
María, desconcertando a Samuel.
—Qué raro es este virus, se está manifestando en cualquier parte
de nuestro organismo —pensó Samuel mirando apenado a
María. Su temperatura era elevada y respiraba con dificultad.
Samuel extrajo de uno de sus bolsillos dos pastillas de
paracetamol y otra de la familia de la amoxicilina. En seguida
le preparó un caldo de jengibre, eucalipto, jugo de naranja y
miel de abeja. Ratos después a María le bajaba la fiebre por
completo.
—Eres mi doctor —le dijo con voz suave pero
entristecida.
—Ya no estés triste, lo vas a superar —dijo Samuel.
—Es que anoche tuve un mal sueño.
—Anda cuéntame.
—Las calles estaban desiertas, lúgubres y preñadas de
COVID-19 y de pronto surgió un mar humano. Algunos
tenían rostros cadavéricos; otros no podían caminar, otros
lanzaban gritos desesperados y lastimeros; algunos quedaban
caídos lamentando su dolor y otros tapados con periódicos.
¡Estaban muertos! Y entre ellos estabas tú, Samuel —rompió
en llanto.
—Es un solo un sueño.
—Lo sé, el sueño es parte de la vida, como la vida es
parte de la muerte, tal vez ese tropel de humanos son los
tambores que anuncian la muerte.
—Vamos, María, te vas a poner bien.
—Pero déjame seguir contándote. Alguien ordenó:
“Pónganse sus máscaras y guarden distancia, los besos
guárdenlos para más adelante”. Pero otro alzó su voz más
fuerte diciendo: “Todos sufriremos porque somos parte de

106
este sistema, este es un segundo virus donde no todos serán
infectados, el tercero que vendrá será más fuerte y contagiará
al noventa por ciento de habitantes, aquí no se salvarán ni los
buitres, ni los perros callejeros”.
María hizo una pausa, la que aprovechó para tomar
otro sorbo de agua de hierbas curativas, luego procedió:
—Alguien detrás de mí exclamó: dónde están los ojos
del sarampión, de la tisis, dónde están esos, los ojos de la
polio, de la bubónica, dónde están los ojos de los parásitos
gigantes, que albergan en el estómago de los niños. Entonces
elevando mi voz dije casi en súplica: “¡Oh Dios son tantas
pandemias!”. Pero alguien se me adelantó y gritó: “Ya viene
lo de los zombis, esta vez experimentarán con cadáveres
humanos y dará resultado y vendrá la era, mejor dicho, una
pandemia llamada de los muertos vivientes”. “Dónde están
los ojos del bebé probeta”, alguien gritó atrás de mí y la voz
siguió haciendo donaciones a mis oídos. “Los ojos la oveja
Dolly de la que fue clonada, quieren ver sus ojos, sus vísceras
y su ADN”. “Sé dónde están”, dijo otra voz deforme como
si saliera de ultratumba. Entonces me levanté asustada, no
tenía calentura, más bien me invadía un sudor frío, casi
helado. Oh, Samuel, yo creo que atrás de esta pandemia hay
algo extraño, oscuro y misterioso. Es un verdadero
apocalipsis. ¿Qué significa el bebé probeta, los muertos
vivientes que ya vienen? Oh Dios, la clonación de una tal
oveja Dolly ¿qué es eso? Samuel, explícame.
—Bueno un bebé probeta es aquel que se fecunda
fuera del útero de otra madre. También se puede decir in vitro.
Después te explico, ahora hay que llegar a la conclusión de
tu sueño. En cuanto a la clonación es “una copia idéntica de
un organismo impartiendo su ADN”, naturalmente que se
pueden producir copias, genéticamente idénticas de un ente

107
biológico. Ahora muertos vivientes o zombis ahí está la
respuesta: somos nosotros que diariamente salimos a la calle
en busca de algo para llevar a nuestra casa, para nuestros
hijos. Afuera está el virus que es una muerte lenta, adentro el
hambre, que también es muerte lenta, miles de personas que
caminan por la calle, sin trabajo, sin dinero, sin comida. Ellos
son los muertos vivientes, mi adorada María…
De pronto el viejo periodista calló, un nudo se le formó
en la garganta y le impidió seguir hablando, dos gruesas
lágrimas mojaron su cansado rostro por primera vez en su
vida el viejo Samuel sollozaba, sentía un dolor más fuerte que
los que llevaba en su cansado cuerpo.
—¿Qué tienes, amor? ¿Qué te pasa? —preguntó
inquieta María.
—No sé, fue algo espontáneo, el virus ese me está
poniendo sensible.
—Yo creo que debes buscar a tu amigo el señor
Cornelio del Toro. El que le dicen el Ciego Mirón, que todo
lo sabe y todo lo ve. Llámalo por favor o ve a buscarlo. Él,
sí, solo él, nos podrá decir sobre lo extraño que está
ocurriendo, en estos tiempos de pandemia.
—Tienes toda la razón. Él nos podrá decir algo más de
tu sueño.
La televisión informaba que una nueva víctima del
COVID-19 estaba muerta en medio de la calle.
—¡Ay Dios! —exclamó María, bañada en llanto—. Por
favor llámalo a tu amigo, ¿sí?
Samuel por un instante se quedó inmóvil, mirando el
fulgor del rostro de María, brillante como el de un amanecer.

108
CAPÍTULO XXIII

En esos tiempos de pandemia bajo las asoladas calles, la


gente deambulaba, sudorosa y sin respetar la distancia
sanitaria, en la cola que hacían en los bancos, en las farmacias,
algo jamás visto en la historia.
Otros ingresaban al mercado y después de varias horas
traían el “regalo” en sus manos, ropa, cabellos y en las suelas
de los zapatos: el maldito virus llamado coronavirus o
COVID-19.
El viejo Cornelio del Toro no era ajeno a esto y
avanzaba lento a la casa de su hermana. Una pequeña cojera
lo hacía tambaleante, se apoyaba en un bastón de color negro
con mango de cristal púrpura. Era alto, de cabellera larga
entrecana, de rostro ovalado y extremadamente delgado,
tenía una barba blanca. La cojera evidente se debía a un
accidente que tuvo en su automóvil. Hace muchos años el
vehículo en que viajaba volcó dando cuatro vueltas de
campana. Cornelio se golpeó en la cabeza haciéndose una
herida. Lo intervinieron haciéndole una saturación de quince
puntos.
Cinco días duró en el hospital, pero a medida que iba
pasando el tiempo se le iba borrando la visión y llegó el
momento que Cornelio del Toro no veía. No tenía esposa ni
hijos, solo una hermana y muchos perros educados y leales a
él. De estos siempre lo acompañaban dos. Necesitaba ir a su
parcela y creyó que los canes eran la mejor solución y los
adiestró para que conozcan el camino, bastaba ordenarles
para que lo lleven a la chacra. Muchas veces se dejaba crecer
la barba, y la gente lo confundía con un pastor o un profeta.
La necesidad de ver era grande, tenía el trabajo
arrumado en su parcela, además estaba muy distante en un

109
lugar llamado Góngora, cerca de la provincia de Paita
colindando con las tierras de la comunidad de San Lucas de
Colán. A espaldas del Cerro Azul, un lugar lleno de leyendas
y misterios. Se cuenta que, en aquel cerro los incas
escondieron sus riquezas para que no sean robadas por los
españoles; otros dicen que ahí existía un portal donde llegan
naves extraterrestres y que brujas de todo tipo realizaban sus
misas negras o mesadas.
Por esos lares tenía que pasar Cornelio para llegar a su
destino y fue ahí que un día según contaba, subió para sentir
el aire fresco y que el viento le golpeara el rostro. Le costó
casi media hora llegar a la cima. Seguido por sus leales perros,
el pobre invidente tropezaba cada momento con las piedras.
Desde la cima se podía ver un inmenso llano, a la
izquierda; a la derecha hondonadas y árboles con figuras
deformes, el panorama era extraño. Desde ahí la cuidad era
como masas deformes, moles distantes. Pero,
lamentablemente, Cornelio no las podía ver. Experimentó un
sentimiento de congoja. El viento soplaba fuerte desde los
cuatro puntos cardinales. De pronto, le pareció que sus ojos
cobraban vida, una leve visión borrosa fue su recompensa.
Ahora sí se sentía feliz porque pudo avizorar aquel campo
mágico lleno de un verdor entre una niebla que
caprichosamente avanzaba hacia él. La visión borrosa de don
Cornelio le hizo observar el cerro:
—¡Veo, poco, pero veo!
Las piedras de aquel cerro tenían la apariencia de un
cono gordo azul, no solo era de un color azul; había
diferentes colores brillantes, morados, verdes, rosados, tomó
una con manos temblorosas y de ella brotó agua blanquísima,
algo así como leche. Avanzó explorando la colina, de pronto
sintió miedo extraño, las brumas de la niebla rodearon el

110
contorno del cerro y leves luces aparecieron a veinte metros.
Los perros se pusieron inquietos y empezaron a aullar.
—Cálmense —dijo don Cornelio y los canes se
metieron entre sus piernas. La mirada borrosa del hombre se
fijó en el suelo empedrado y distinguió aquellos lentes negros
junto a las patas de los perros
—¿Y estos? —pensó—. Son lentes, caray.
Un impulso extraño como una orden hizo que los
recogiera y se los llevara al rostro, se los puso.
—Dios, veo y claro y mucho más de lo que antes veía
—dijo riendo.
Ese día no fue a su parcela. Se regresó muy contento
con los lentes puestos. Quería darles la noticia a sus amigos.
En los días siguientes don Cornelio volvió a perder la visión,
pues no se había puesto los lentes, pero le bastaba ponérselos
y la visión le volvía como por arte de magia y lo dejaba
desconcertado. Los lentes tenían el poder de traspasar las
vestimentas de las personas como los rayos x o como los
rayos gamma. Don Cornelio se volvió más confianzudo con
las mujeres, las miraba con ferocidad para ver qué ropa
interior tenían. Ellas ni cuenta se daban porque no sabían el
poder de los lentes. Un día armándose de valor le dijo a la
señora Gertrudis que, a pesar de ser ciego, él era capaz de
adivinar de qué color era la ropa interior que traía puesta.
—Qué va a poder ver... —riéndose.
Entonces don Cornelio sin más preámbulos y de un
solo zarpazo le dijo el color de la prenda íntima que tenía
puesta en aquel momento. La señora quedó impactada y no
tuvo más remedio que contarle al marido lo que el señor
Cornelio le había adivinado. El esposo montó en cólera y le
dio una feroz paliza al pobre Cornelio. Tuvieron que

111
quitárselo de encima porque don Ambrosio, hombre celoso,
lo iba a matar.
—Me desgracio, me desgracio contigo —vociferaba
como loco.
Pero con el tiempo entendió; le hicieron entender que
era una simple coincidencia. A raíz de esto le pusieron el
sobrenombre del Ciego Mirón, que todo lo sabe y todo lo ve.
Don Cornelio del Toro jamás le dijo a alguien, ni
siquiera a su mejor amigo, que era don Samuel de la Piedra,
el secreto de los lentes. En las horas de sus pensares y
cavilaciones decía:
—No es malo mirar a una exquisita mujer al menos yo
me lo guardo, no como otros. ¡Esos hijos de mi buen amigo
Samuel, esos desgraciados divulgan todo lo que hacen como
si no fueran hombres, cobardes! —dijo don Cornelio.
Eran ya las doce del día, el sol estaba en todo su
esplendor y como siempre en las calles la gente se iba
guardando por el confinamiento social, aunque empezaba a
las seis de la tarde, pero algunos ciudadanos temían andar en
las calles, a otros igual les daba, hacían fiestas, jugaban al
balón; no portaban mascarilla. Era como si vivieran en un
mundo de desorden, la violencia imperaba, no respetaban a
la autoridad y algunas autoridades lucraban con el
sufrimiento del pueblo. “Donde lo que gané ayer, es para la
comida de hoy” todo ello lo sabía don Cornelio del Toro y
se enfurecía. Soltaba un mundo de rosarios, al igual que su
amigo Samuel, que les bajaba el dedo a los buitres que se
camuflaban en los tiempos de emergencia y pandemia.
—Los más grandes delincuentes de este país y de otros
son los de saco y corbata. Porque en el incógnito pueden
acechar a sus pobres víctimas y desnudarlas más de sus
pobrezas en este mundo de injusticia —de pronto quedaba

112
trémulo—. Por eso me gusta ser un ermitaño. Estar lejos de
estos vándalos, porque si no terminaría matando a unos de
estos buitres concha de sus madres, que se dicen
representantes del pueblo, mientras son lo peor, escorias de
los mismos buitres. Allá en el campo como mi repollo, mi
lechuga y mis camotes, aunque me parta el lomo algunas
veces, carajo —dijo don Cornelio rechinando los dientes.
Tocaron su puerta. Por unos segundos se quedó
quieto, luego extendió su mano derecha para recoger los
lentes y ponérselos. Miró hacia la puerta y por lo increíble
que pareciera los rayos gamma atravesaron la madera y
visualizaron la figura de un hombre; avanzó atravesando la
estancia de la sala, porque solo era una pieza, abrió y la puerta
chirrió.
—Samuel —casi gritó don Cornelio. Gusto verte
hombre, ¿qué tal, ah?
—Necesito tu ayuda, viejo amigo.
—Soy todo oídos.
—Se trata de María, parece que tiene el maldito virus,
hombre.
—Uy, hay que cuidarla bien, vamos a tu casa. ¿Desde
cuándo presentó molestias?, porque el viernes que estuve en
tu casa todo estaba bien.
—El miércoles empezó con la fiebre y el dolor de
cabeza.
Llegaron a la casa de Samuel. Ahí estaba María sentada
leyendo un libro de García Márquez.
—Cornelio —dijo María.
—Hola, bonita, me dice tu Romeo que estás malita, ¿sí?
—Me duele la cabeza, espera voy a ponerme mi
mascarilla y sentarme a un metro. Tú no, Samuel, no amor,
si duermes conmigo. ¡Ahora, Cornelio, dime los síntomas

113
que tuviste la semana pasada porfa! —dijo María un poco
preocupada.
—No te preocupes, todo va a estar bien —dijo don
Cornelio—. Solo ustedes saben que yo he tenido el virus,
pero gracias a mi salud, no tomo ni fumo y por comer
verduras me salvé.
—Pero si estás bien flaco —dijo María.
—¿Quién te ha dicho a ti que ser gordo es estar lleno
de salud? —preguntó don Cornelio a María, mas esta se
calló—. Tú eres delgadita, al igual que tu Romeo, pero eso
nada significa. El que responde ante el mal es tu organismo,
lo demás está en espera de qué reacción va a tener. Se
presentan dos alternativas: sintomáticos o asintomáticos. Si
resulta ser lo primero eres una persona con síntomas y si
resultas ser el segundo, eres una persona sin síntomas; pero
el virus está ahí en tu cuerpo y puedes contagiar a alguien. La
persona que sabe que tiene COVID-19 va a tener cuidado.
En cambio, en el asintomático el riesgo del contagio es más
eminente.
—¿Por qué? —preguntó María, observada por el
periodista.
—Simple —replicó el Ciego Mirón, que todo lo sabe y
todo lo ve—. El asintomático es la persona que lleva el virus
dentro sin sentir, pero al tener contacto con otro individuo,
está propagándolo sin saberlo.
—¡Ah! —dijo María mirándolo.
—El día catorce de abril del dos mil veinte creí
conveniente salir de compras, eran las diez de la mañana de
un día muy soleado —don Cornelio hizo una pausa, para
beber un sorbo de café que Samuel le había servido en una
taza de porcelana, color marrón, luego prosiguió—. Era
aterrador ver tanta gente en ir y venir por una ciudad

114
devastada, herida e infectada por un terror invisible. Sin
darnos cuenta, este penetra para infectar una célula y
reproducirse. Los agentes virulentos esparcidos en las calles,
en los colectivos, alimentos, en tu ropa, en tus cabellos y en
las manos, se presentan como coronas puntiagudas, pero con
ojos, boca y nariz. Yo lo he visto —puntualizó don Cornelio
señalando sus lentes de alta dimensión y con rayos gamma.
—Igual he visto. —intervino Samuel—. Hay miles y
miles en los mercados, esperando una señal letal, que alguien
pase y se la adhiera en el cuerpo, zapatos y manos o se toque
la nariz para que estos se activen y se reproduzcan en una
célula.
—Por descuido me contagié, el virus se prendió en mi
uña, a pesar de que me lavé las manos. ¡Igual!, bien se ocultó.
¡Desgraciado! Inconscientemente me llevé las manos a la
nariz y te juro que vi cómo el virus se prendía como si fuera
un imán. Al segundo día vinieron mis males, un estornudo y
al tercer día una leve picazón en la garganta, ya en los días
posteriores me vino una tos seca acompañada de dolor de
cabeza. Tuve mareos fuertes. Sentía que mis dientes me los
arrancaban y mucha fiebre. Luego me dio diarrea. Lo más
triste fue la pérdida del gusto y sabor y el malestar en todo
mi cuerpo, las piernas se me tornaron flácidas y luego llegó
el momento: solo dos veces podía inhalar aire. Ahí mismo
vino la tos seca. Era terrible, a diario veía a miles de pequeñas
coronas de grasa que al lavarme las manos se destruían
gritando, gimiendo y chirriando grotescamente.
Inmediatamente, me corté las uñas.
—Y yo me pregunto —interrumpió Samuel—: ¿por
qué esos buitres que tienen las uñas largas no se contagian?
—Jaja, ellos están curados con la sangre del pueblo
—exclamó don Cornelio—. Después de quince días mi

115
cuerpo se fue recuperando a base también de remedios
caseros. Nuestra Sierra tiene varias plantas que son curativas
para diferentes males; una de ellas es el eucalipto, que es la
planta de la que sacan el mentol, también hay un árbol
llamado el sauce que contiene sustancias químicas similares a
la aspirina. Yo me peleaba miles de veces con los boticarios,
esos desgraciados que han subido el precio de los
medicamentos dejando más dolido al pueblo.
—Cálmate, hombre, y síguenos contando —dijo la
bella María.
—Tú sí que tienes ese mal, eres sintomática, gracias a
Dios que las reacciones de este virus han sido leves, el dolor
te viene de a poco. Y tú, Samuel, en tu cuerpo solo tienes un
virus. Y tus células no quieren ser poseídas, lo rechazan, es
algo raro. Cuando llegaba la noche para mí era terrible. Solo
solito, solo como ha sido mi vida, la muerte la veía por mis
pies paseando desesperada, me miraba lánguida y creía
escuchar que me decía que no comiera, que no tomara
líquido; quería que sucumbiera, que mi sistema inmunitario
se debilite y que las defensas decaigan. Créeme, que no sentía
la necesidad de comer, la comida me parecía horrible, tenía
que comer cual un niño al que le dan su remedio y llora
porque no quiere tragarlo. Pastosa era mi boca seca, sin
sabor, solo la muerte tenía olor en esos momentos de
angustia. Lo juro.
—¿Y a qué olía la muerte? —preguntó María.
—A muerte —respondió don Cornelio muy serio.
—¡Caray! —replicó María mientras don Samuel miraba
a su amigo.
—Valientes de aquellos —pensó.
—No se olviden, amigos; tienen que estar prevenidos,
lavarse las manos; si es que salen, usen mascarilla, tener los

116
medicamentos apropiados sobre todo sueros, antibióticos y
el familiar paracetamol. Estos medicamentos no van a
curarlos, pero sí aliviar el dolor hasta que pase el periodo del
virus, ah… y el suero casero y la alimentación que es
apropiada para levantar las defensas
—¿Y no tener miedo? —preguntó María.
—Por supuesto que no —respondió Cornelio—. Eso
es lo más importante, pero yo fui un cobarde; lloraba y me
volví sensible y me di cuenta de que lo que tienes en
materiales no vale nada a la hora en que te enfrentas a la
muerte.
De pronto los tres se miraron. El Ciego Mirón desvió
la mirada y la perdió en la estancia de la sala; no quería ver de
frente a María pues vería sus partes íntimas. María miró a
Samuel; este al instante le apretó las manos.
Afuera el sol había sido derrotado por los gigantes y
oscuros nubarrones, estos se acercaban amenazantes, así
como el virus, pero aparte de amenazante, traía la consigna
de la muerte.

117
CAPÍTULO XXIV

—Ese señor puede ser tu abuelo, María, ¡reacciona por Dios!


—alcanzaba a oír María a través del móvil. Era una de sus
hermanas llamada Cándida.
— ¡A mí no me importa! ¡Yo lo amo desde cuando
tenía quince años, hermana! —refutó triste María.
—¿No será que lo confundes con un amor paternal?
Por lo que te has criado sola. —la voz de Cándida apenas se
escuchaba, había ruidos extraños, en esa tarde de pandemia.
—Por favor, hermana, cómo voy a confundir un amor
paternal con un amor sincero de mujer a hombre. He estado
muchas veces con él y es algo maravilloso que nunca sentí
con Esteban.
—Pero es un viejo.
— ¡Por favor! No voy a permitir que te expreses así de
Samuel, respétalo por favor, además ya tengo edad para saber
qué es lo quiero, ¿sí? —María respiró hondó y le tembló la
mano que cogía el aparato.
—Entiende que en cualquier momento puede
infectarse con el virus, está propenso por ser vulnerable.
—Escucha. No te preocupes, es asintomático, más
bien cuida de mí, lo que no hacía tu adorado cuñadito
Esteban.
Ahora la histérica era Cándida y la escuchó refunfuñar.
—Bueno yo ya te advertí, tú eres joven y más tarde lo
estarás llevando al baño.
—Él es fuerte y todavía aguanta y si así fuera es mi vida
y es la persona que yo quiero. Entiende, hermana —María
no aguantó más. Se quebró cortando la comunicación. Sabía
que amaba a Samuel, aunque era un amor extraño y él le
llevaba veinticuatro años, pero eso no le importaba; le

118
gustaba tener su amor y punto. Tenían intimidad cuando
había oportunidad y el viejo Samuel rejuvenecía, los dos
encontraban un buen equilibrio en sus noches de pasión, que
sostenían en un estado de infidelidad a sus parejas, pero a
ninguno le importaba, habían sido coronados con coronas
de espinas, por sus respectivas parejas. Y María justificaba a
Samuel y así recíprocamente.
Ambos se creían ángeles caídos en el desamor e
infortunios. Sí, nos amamos, no hay duda, pensó María y no iba
a permitirse perder a Samuel. El viejo periodista era, en sus
horas lúcidas, un erudito de las palabras, pero cuando su
cerebro abría el portal de las alucinaciones y remedos de la
locura, entraba a otra dimensión donde veía su vida cruda,
virulenta, cargada de un virus que cada día condenaba a la
confinación a millones de seres humanos: con un hambre y
un dolor más grande que el del mismo dolor. Un familiar era
arrancado por la muerte a cada minuto y en cada segundo.
—¡En este momento de tragedia y llanto nace en mí un
odio hacia algunos hombres de mi país!, esos que
permanecen impávidos ante el dolor de los humanos y ante
Dios —dijo la voz desesperada de una mujer al ver una
clínica en donde le cobraban más de mil quinientos por
internar a su esposo.
En el otro extremo de la vida, Samuel estaba lúcido y
feliz, pensaba en los días de felicidad a lado de su dulce María,
cuidándola del virus para que no la haga sufrir. Sabían que
estaban infectados, pero él era asintomático, como le había
informado su amigo Cornelio el Ciego Mirón.
Samuel se había olvidado de sus viajes, de Antonia y
hasta del virus, que veía persiguiéndolo en sus noches de
ensueño. Sí, don Samuel, sabía que el COVID-19 lo atacaba
en la hora de sus sueños y en los momentos de locura. Por

119
otro lado, María, veía a Samuel completo, sin defectos,
alucinaciones ni dolores. ¡Para ella era algo místico! Un
encanto, que cada día la llevaba al borde de la demencia del
amor. Los dos se olvidaban que, afuera en la calle, personas
insensatas se contaminaban de un virus mortal, que ellos
mismos propiciaban.
—Solo eres mi hombre; el resto no me interesa —le
susurró al oído y se regocijaba en la cama, a su lado.
Samuel se alegraba de saber que había alguien
preocupándose por él y eso lo hacía sentir fuerte. La amaba
cada día más. Aun así, pensaba en sus males y en la hora de
su muerte. Una muerte que él, a veces, creía ver, en el
momento de dormir y en sus ensueños. La soledad de tantos
años era un factor que lo había traumatizado y lo traicionaba
al caer la noche en medio de esa pandemia que muchas veces
le había profetizado su madre.

120
CAPÍTULO XXV

Era una noche oscura como un cuervo humano, una noche


larga y negra como el perfil de un gallinazo en espera de su
presa. Era una noche llena de pesares; de esos cuando el
pánico se apodera de los seres vivientes ante un enemigo
invisible. Samuel le temía a la noche porque lo asaltaba el
delirio, las locuras fortuitas. Ahí estaba otra vez el maldito
virus, mirándolo, era una especie de corona con púas. Y
Samuel le descubrió dos ojos, nariz y una boca babeante. Una
capa de grasa cubría su alrededor. Vio una espora gigante
arrastrando una cadena y dando saltos fortuitos. La corona
avanzaba hacia Samuel mirándolo grotescamente, lágrimas
de grasa brotaban de sus fosas nasales que disparaban miles
de miles de esporas similares a una corona, pero su
circunferencia estaba rodeada de pelambre oscuro y viscoso
con olor a grasa y muerte. Trataban de alcanzar a Samuel,
pero él estaba inmóvil queriendo despertar del sueño y
entonces escuchó una voz venida de ultratumba:
—No te he podido destruir en tus mañanas de lujuria
y en tus tardes de placeres turbulentos, pero eso se acabó, lo
haré en tus noches y en tus sueños...
La voz cesó. El viejo Samuel se revolvía en medio de
un pasacalle de fantasmas que lo atormentaban. Él pedía
clemencia para sus males y la voz le presentaba esa cosa
extraña en forma de corona con dos ojos y nariz y boca. La
voz trató de perderlo y denigrarlo en calles oscuras. Este
virus les quitaba la respiración a las personas y se adueñaba
de sus pulmones. Las fronteras se cerraban y las grandes
potencias se arrodillaban ante un virus que, de pronto, se
prendió de una suela de zapato. Muchos enfermaban en su
casa, los hospitales sucumbieron ante tantos infectados, el

121
dolor y muerte se veían en las calles llenas de muertos por
asfixia pulmonar.
María se acomodó en la silla de madera color marrón,
velando el sueño de Samuel, este se veía pálido, el mal se lo
apoderaba haciéndole dormir hasta el mediodía. Se vio
rodeado de doctores. Era un extraño laboratorio donde se
experimentaba con virus inyectando animales, pero también
estaba ahí como un conejillo de indias, un reo para
experimentar con las enfermedades humanas. Le extrajeron
sangre de uno de los brazos, separando el plasma rico en
proteínas y con este hicieron un suero que más tarde serviría
para complementar una vacuna. Y por primera vez les creyó
a sus sueños.
Ahora ya no había confinamientos, entonces iba y
venía al hospital en busca de atención para sus otros males.
Pero los nosocomios solo atendían a pacientes afectados por
el coronavirus no así: oncología, diabetes, diálisis,
fisioterapia, etc. Samuel creía encontrarse en el ocaso de su
vida.
Por más pruebas que le tomaron siempre daba
negativo. Los doctores y los enfermeros quedaban perplejos.
Entonces Samuel decía:
—Esa tal prueba rápida es una huevada. No se
manifiesta en nada, de qué vale que se la apliquen a alguien
si no va a servir; siempre saldrá negativo y cuando se den
cuenta del mal será ya demasiado tarde.
El hombre andaba triste y meditabundo, a pesar de que
María trataba de reanimarlo, dándole suculento caldo de
gallina criolla, sin importarle quedarse sin animales de corral
ya que todas estaban siendo sacrificadas. Sin embargo,
Samuel desfallecía sugestionándose por el virus y miraba a
María con cara de rata hambrienta.

122
—No desmayes, tío, por favor —le decía cuando
Esteban estaba en casa. Tú no eres joven.
—Yo soy aún joven, sobrina, y te puedo defender de
este troglodita, borracho de mierda. A propósito, toma diez
soles, vete a tomar una chicha donde tú ya sabes que venden
a escondidas.
—Jeje, esto me cae de perillas, tío Samuel. ¡Te pasaste!,
van a ser las dos, aún tengo tiempo —exclamó Esteban,
mientras salía como un torpedo. Tal vez no llegaría hasta
mañana y dormiría en la comisaría.

123
CAPÍTULO XXVI

María miró al periodista y luego le movió la cabeza para


decirle:
—¡Eres el mismo diablo, amor, con diez soles te lo
sacas de encima!
—Yo conozco a los borrachos. En mi pueblo hubo
uno de estos que hasta vendía a su esposa por un par de
cervezas. Jeje.
—Ves que eres un diablo —dijo María alisándole los
cabellos—. Hace poco se te veía mal; gracias a Dios ya te
estás entonando. No dejaba de mirar a Samuel como
queriendo descubrir lo que había dentro de él. Era tan
extraño, pensó en esos males que lo visitaban por la noche y
en sus fantasmas. Y tal vez el espíritu de sus amantes. María
sonrió, pero al final yo le he ganado a la bruja de mi prima, jaja.
—¿De qué te ríes, mi amor?, ¿de cuál de tus pecados te
acuerdas? —preguntó Samuel con voz cansada.
—De nada. De mis pecados me cuido, me rio de los
tuyos bribón, jaja —y los dos rieron.
—Es bonito levantarse y que me recibas así, sería
hermoso que tu sonrisa me acompañara en sueños, para que
me libre de todos los males que ahora me atacan —dijo
Samuel con una lamentación profunda.
Lo atrajo hacia ella y le susurró al oído:
— Entonces yo seré la pastilla que aliviará todos tus
males de rato en rato, mi amor.
Samuel, con un timbre de voz diferente, le dijo casi en
súplica:
—Te adoro, María, hoy representas mi destino, mi
camino final.

124
Apasionado la miró ahí donde algunos pervertidos
miran diciéndole:
—Soy un mayor joven pues las fisuras de mi memoria
se abren y mi compañero de cuando en cuando se yergue
queriendo tener tu sexo, María.
—Amor. ¿Y el coronavirus?
—Estamos empatados con él.
—¿Y los niños?
—Les daremos un caldo de cabeza de suco; es lo único
que encontré ayer.
—Claro enseguida haremos un chupe y tú me vas a
ayudar. ¿Verdad?
—Con gusto, amor —pero María sabía que la
enfermedad de Samuel era irremediable, que poco a poco lo
iría acabando. Lo quería demasiado y jamás iba a dejarlo, su
amor, aunque tardío, era bonito y sólido.
Sin embargo, el sacrificio de ella ya había empezado.
Las noches tórridas que solía tener con Samuel, de un
momento a otro y como por de arte de magia, se habían
terminado. Ahora fingía los orgasmos, pues a Samuel en sus
momentos sublimes solía dormírsele su “compañero”
quedando a media asta. De inmediato ella empezaba a dar
gemidos fingidos y rogaba a san Judas Tadeo para que el
“compañero” de Samuel se levante de una buena vez y
termine la tarea encomendada.
En algunas noches Samuel gritaba aterrado que estaba
vivo. En sus sueños, aquel maldito virus se transformaba en
una esfera gigante propiciando una pandemia que ponía de
rodillas a todos los presidentes del mundo. Eso jamás en la
historia se había visto, ahora la corona o espora se
transformaba cada momento, se metía a cualquier cuerpo,
pero lo extraño es que jamás pudo meterse en el cuerpo de

125
Samuel, por más esfuerzo que ella hiciera, no podía penetrar
y buscaba el rostro de Samuel tratando de arañarlo, jalarle la
vida por los ojos o taparle las fosas nasales para ahogarle los
pulmones.
Cuántas veces a Samuel sus sueños lo
teletransportaban al reino de los dioses y de los castigados.
Ahí los inspectores de la muerte estaban vigilantes, sin
quitarle los ojos de encima. Samuel se veía joven y hermoso
tendido de espalda en una cama de cristal rodeado de las
hermosas diosas Afrodita y Artemisa, hermana de Apolo que
estaba acostada junto a él.
Estaban también los más prominentes doctores del
Olimpo, aquellos que operaban sin anestesia, solo les bastaba
introducir las manos en la parte donde estaba el mal y extraer
tumores malignos o reemplazar órganos infectados.
Utilizaban las manos o aparatos de ultrasonido y el mal
estaba resuelto. Todos trataban de arrancarle la enfermedad
que lo ahogaba en sueños, pero era imposible, por más que
lo intentaban. Los poderosos doctores de los dioses se
rindieron ante lo terrible pandemia que azotaba a los
humanos y en especial a un humano en sus sueños.
La diosa Artemisa aplicaba hielo sobre su frente para
calmarle la fiebre. ¡Era imponente y hermosa!, un agradable
aroma a perfume de mujer y un rostro angelical fue lo
primero que percibió. Don Samuel comparó a la diosa con la
luna radiante, era como el arco iris ahogándose en el mar. De
ojos azules como el mismo cielo y sus labios rojos y dulces
como la granada de los campos encantados del mismo
Olimpo.
Los doctores observaban a Samuel tratando de
descubrir las debilidades del mal. Pero ahí, en lo más
recóndito de un suelo áspero de mugre y de anaqueles

126
improvisados, desde ahí, los miraba la maldita corona con
ojos, nariz y boca. Los ojos malignos eran los mismos de los
que se habían beneficiado en los momentos de pandemia
traficando con la salud de los humanos. Su nariz
representaba la satisfacción y el beneficio de aquellos que
vendían el oxígeno industrial por el medicinal; acabando más
rápido con los pulmones de los infectados. Un olor rancio
escapaba de su grotesca boca, exactamente igual a la sonrisa
que experimentaban los burócratas cuando una fila enorme
de gente esperaba un expediente o servicio a ser resuelto.
Pero ellos permanecían indiferentes. Algunos se acicalaban,
otros hablaban por teléfono o decían simplemente: vuelvan
mañana. Ni qué decir de las farmacias que subieron veinte
veces los precios y las empresas telefónicas que te suspendían
la línea en esos momentos de pandemia. Era la sonrisa
burlona de todos los mencionados.
—Es así como bailan, mientras otros sufren sus
desgracias —dijo Samuel mientras Artemisa le calmaba la
fiebre aplicándole hielo en el cuerpo desnudo.
De pronto Samuel con las piernas temblorosas y la
voz quebrada dijo:
—María, quiero verte desnuda —y en esa noche de
delirio por la fiebre Artemisa encarnada en María se desnudó.
Sus carnes eran sonrosadas, frescas y tersas, sus manos
jugueteaban con los cabellos de Samuel, al mismo tiempo los
doctores, aquellos que todo lo curaban, extraían sangre de
unos de los brazos de Samuel. La sangre de Samuel era más
roja que las mismas rosas. De la sangre separaban un líquido
llamado plasma, rico en hemoglobina, que luego fue
convertido en un potente suero, mientras que la parte sólida,
llamada hiperinmune, estaba lista para el siguiente
experimento…

127
De pronto Samuel se puso pálido, como los
inspectores de la muerte casi, era una calavera humana, solo
unos segundos le bastó para adquirir esa forma grotesca, era
un cadáver viviente, un cuerpo enjuto, del cual quedaban
miserias y dolores contraídos por las manipulaciones
diabólicas y experimentos fatales en estos tiempos de
pandemia.
—Es el viral —dijo la diosa Artemisa—. Este no ha
incubado en el cuerpo de Samuel, a pesar de que se ha vuelto
más resistente, su cuerpo lo rechazó. Este hombre es inmune
ahora al virus como los dioses del Olimpo.
Los otros dioses y los doctores observaban a Samuel
sin perderlo de vista y lo mismo hacían los inspectores de la
muerte.
—Este virus es invisible ante nuestros ojos —dijo uno
de los doctores.
—Pero no para los ojos de este humano. En sus sueños
lucha titánicamente y logra vencer al mal que tanto daño está
causando al mundo.
Todo era verdad; había momentos en que Samuel se
veía agonizante viendo cómo el virus quería saltarle al rostro.
Era algo espectral. Una circunferencia en forma de corona
por las puntas que se veía ante sus ojos, en horas de sueño.
Samuel, al menos lo que quedaba de él, en sus sueños
macabros y tenebrosos tenía los ojos hundidos igual la boca,
la nariz roma también le había sobresalido. Su cuerpo
rápidamente se había llenado de canales de carne flácida.
Hizo un esfuerzo para atisbar a los dioses y de soslayo, vio
sus rostros, se veían preocupados y la desesperanza los
afligía.

128
Las naciones estaban siendo derrotadas por un simple
virus, los gobernantes se veían inermes e impotentes ante ese
mal que a cada segundo exterminaba a miles de humanos.
Pero no todo quedaba ahí, algunos presidentes de las
más grandes potencias se olvidaron de sus súbditos,
prefiriendo la economía de su país, no faltó alguien que dijo:
“Que mueran los viejos para nosotros salir a pasear”. Esa
niña fue, seguro, producto de una violación. Pues a la postre
diría que no tenía padre ni madre. Otros gobernantes no
creyeron en la cuarentena y el virus se propagó rápidamente
y muchos murieron por el contagio, las más grandes
potencias como los Estados Unidos, España y Rusia estaban
preparadas para una guerra, pero eran inermes ante el
COVID-19.

129
CAPÍTULO XXVII

Mientras Samuel seguía en un estado crítico, este a cada


momento se revolvía en su lecho y en su estado agonizante,
sentía algo escalofriante y aterrador que flotaba en el aire, que
obligaba a los humanos a quedarse en su casa, dejando a las
calles desnudas y sombrías. Por las noches el viento rugía
como un león herido o perdido en un laberinto, donde el
enemigo se multiplicaba, a miles por segundo y en esa noche
de lamentos se preguntó:
—Oh Dios, ¿cuándo terminará esto? —solo fue un
susurro de Samuel en esa noche de sinsabores y pandemias.
No cesaba de preguntarse. Incluso, en su sueño de muerte,
llegó a pensar cómo sería la vida pos-COVID y al instante
alguien respondió:
—Nadie sabe lo que nos espera en esta pandemia o
quizás debemos prepararnos para una nueva infección
mundial.
—¡Dios, ayúdanos, un patógeno del diablo está suelto!
—exclamó el otro Samuel, el joven de antaño.
—Dios… —volvió decir Samuel.
—Sé que esto no es el fin, ni siquiera se acerca —el
joven Samuel vio los cadáveres regados por las calles—. Esto
es una guerra viral y apena comienza.
Samuel se regeneraba y la diosa observó cómo su
cuerpo se le llenaba de vida, ella estaba desnuda y se prestaba
a hablarle al oído de los dulces sueños que esa noche había
tenido al lado de él. Le explicó que era asintomático. Que
deje sus pesares de lado y que lo más raro de él era que no
podía contagiar a nadie y por ello, muchas sombras del mal
lo perseguían. Ahora Samuel flotaba en ese momento irreal,

130
donde su delirio era lo único que lo acompañaba en sus
noches de locura.
Artemisia lo miró y alisándole los cabellos le dijo que
todo estaba bien, que dejara las sábanas y se levante. Samuel
desde su lecho atisbó a la diosa, en esa cabellera dorada creyó
ver el sol, cuyos rayos eran las hebras de su pelo que
salvajemente ventilaba el viento del norte, mientras su rostro
sonrosado brillaba como el perfil de la luna y sus ojos eran el
cielo en tardes despejadas. Artemisa era hermosa, de nariz
respingada y brillante, moldeada como la espada de Apolo,
sus labios las mismas rosas del jardín encantado del Olimpo,
y su cuerpo esculpido y bruñido lleno de pecas doradas.
Era un remanso, una fuente de agua cristalina
escondida en un más allá donde los males de una pandemia
no llegan. Sus pechos exuberantes eran el elixir de una fruta
prohibida. Samuel quiso acariciar el cuerpo sonrosado y frágil
de Artemisa.
—¿Sabías que hace poco antes de la pandemia los
humanos estaban prohibidos de tocarnos? —dijo la diosa, los
demás dioses observaban la escena, mientras permanecían de
pie, ante la osadía de Samuel. Pero aun así el periodista se
atrevió a acariciar los pechos de la diosa. Ella se revolvió
entre las sábanas y dijo:
—Espera; también nosotros decidimos cuándo y en
qué momento podemos estar con un humano, tú fuiste el
elegido porque tienes semillas de los dioses. Tu sistema
inmunológico así lo demuestra, pero aún no es tiempo.
De pronto Samuel cerró los ojos y se vio con la diosa
flotando en el espacio, en un colchón de nubes sin saber
adónde iban, ella envolvía en su hermoso cuerpo una bata
blanca de lino transparente. Artemisa le apretaba la mano
con ternura, llevándosela a los labios.

131
Samuel abrió los ojos y atisbó a la diosa, ella empezaba
a vestirse. La contempló solemnemente, no quería perderse
la oportunidad de acompañarla y se dispuso a seguirla. Ella
se unió a los dioses, estos observaron a Samuel y arrogantes
murmuraban en silencio. Samuel también los miró de frente,
mientras se revolvía en la cama, mordiendo sus culpas y
lujurias y en él mismo vio la maldad humana y el apetito
sexual de los humanos, también a los que jugaban con las
necesidades del pueblo y por primera vez tuvo miedo, un
miedo profundo, no al coronavirus sino a sus ansiedades y el
afán de lucro de los buitres. Samuel por primera vez vio el
corazón de los que vendían el oxígeno industrial por el
medicado, sus risas burlonas cuando contaban el dinero mal
habido y juntado con tanto esfuerzo para pagarles a esas ratas
y traficantes de la salud humana.
Samuel seguía en su estado delirante, su locura precoz,
se levantó y empezó a dar vueltas en la estancia de la alcoba,
sus pies desnudos tocaron el piso alfombrado y revestido con
terciopelo. Las paredes estaban adornadas por un escuadrón
de espejos paralelos, enmarcados en pan de oro.
Los espejos multiplicaban la figura enjuta de Samuel.
No se sabía cuál de las imágenes era la del verdadero Samuel.
Todos caminaban en una misma dirección, hacia el mismo
confinamiento, la misma cuarentena. Ya el mal de Samuel se
había multiplicado, como su imagen, en los espejos. Samuel
era un virus contagiando a muchos, a pesar de ser
asintomático en realidad. Mientras él seguía soñando su
rostro tomaba un gesto de dolor que lo hacía transpirar. A su
lado, desnuda y abrazada a él, estaba María; con los mismos
síntomas del sueño de Samuel.

132
CAPÍTULO XXVIII

Eran las cinco de la madrugada del último día del mes de


marzo del 2020. El viejo Samuel seguía en un sueño
profundo al que lo habían confinado los dioses. De cuando
en cuando era interrumpido por divagaciones y sobresaltos,
María siguió a su lado, se acompañaban entre sí y se daban
apoyo mutuo. A la muchacha poco le importaba ser vista
llegar a la casa de Samuel o que este llegue a la suya, no le
importaba ser otra vez contagiada; por su parte, el periodista
no presentaba ningún cuadro de infección; el problema
radicaba en las horas de sueño.
En una mesa había mascarillas, guantes, alcohol y un
jabón, todos ellos sin usar. Con un pañuelo blanco ella le
secaba el sudor frío que emanaba de su cadavérico rostro.
Con sus finas y suaves manos alisaba su blanca cabellera.
María no dejaba de mirar a Samuel sintiéndose una
adolescente a su lado, suspiraba impregnada de un
sentimiento jamás sentido hacia alguien que no haya sido el
periodista. Le acariciaba las manos llevándoselas a su regazo.
Estaban frías. María podía sentir que, por dentro, muy al
fondo de su alma y más allá de sus sueños, el anciano tenía
una lucha con alguien que lo hacía jadear y estremecerse a
cada momento.
—Dios, este maldito virus es cada vez portador de más muertes.
Pero tú vas a vencerlo, ¿verdad, mi amor? —pensaba María
mientras en el más recóndito lugar de los sueños, donde todo
es posible, donde Samuel iba cuando era pequeño, los dioses
le daban poder para volar sin alas, solo por su fuerza de
voluntad. Pero el vuelo era de poca altura, nunca podía
remontarse y nunca era a velocidad, siempre “despacio muy
despacio”... Exclamaba.

133
—Samuel, hijo, levántate. ¿Qué pasa? —decía la
madre al levantarlo.
Samuel era sacado a la fuerza por los inspectores de la
muerte, seres siniestros, amortajados y de negro, sus cabezas
adornadas por la corona del mal, es decir, el virus, portaban
un báculo del color de su investidura, pero con empuñadora
blanca y cubierta de escarcha en forma de corona y terminada
en un puño. A su lado, Minerva la diosa de la sabiduría y de
las artes de la guerra vestía de un rojo intenso y era más
hermosa que la propia Artemisa. Lentamente la diosa se
separó de Samuel y sus pasos galantes y provocativos se
acercaron a los inspectores de la muerte y estos con rostro
cetrino, por un instante, la miraron desconfiados. Ella musitó
algo al oído de uno de ellos:
—“Le onamuh ocitomotnisa” —luego le entregó algo.
Este sin apuro cogió el extraño objeto con una mano
enguantada de negro. La siniestra figura de negro avanzó
hacia donde estaba Samuel, que tenía un rostro cetrino.
Y la siniestra figura alzó el brazo derecho y esparció un
polvo amarillento sobre el rostro del anciano. El hombre
refunfuñó, quiso abalanzarse a la siniestra figura, pero no
pudo. Quedó paralizado.
—A partir de hoy serás vulnerable a este virus —de
pronto Samuel despertó. María estaba a su lado dándole
besos y con una voz que parecía el arrullo del viento venido
del oeste. Samuel aún tenía el rostro demacrado.
—¿Qué haces, María? —preguntó.
—Ya lo ves dándote besitos, mi amor.
—He tenido sueños atroces, seres extraños, unos
dioses y diosas me sacaban sangre… Pero mira, mi brazo está
infectado.

134
—Uy es verdad —dijo María revisándole el brazo
derecho.
—¿Raro no? Pero otros, vestidos de negro desde los
pies hasta la cabeza me esparcieron un polvo amarillento en
el rosto. Por un momento me quedé ciego hasta que alguien
posó sus manos por mi rostro y todo volvió a la normalidad.
¿Sabes? ¡Estoy cansado!
—Se te ve un poco cansado, sí, pero estás bien —dijo
María golpeando sus puños entre sí.
Tenía que engañarle, porque Samuel era la misma
estampo de un cadáver. Pero no le dijo nada.
—Me comuniqué con tu amigo el doctor Pacheco. Me
dijo que podíamos ser asintomáticos, pero que debemos
cuidarnos y no salir para no contagiar a nadie. Me parece
bien, pues hasta la fecha no hemos salido.
—Estando a tu lado, ¿por qué tengo que salir?
—preguntó Samuel—. Pero tenemos que proteger a tus
hijos, te mudarás a mi casa con los niños y se quedarán acá,
cuidados y alimentados mientras termine el toque de queda y
la cuarentena.
La mañana era fresca y serena, por la madrugada gotas
de lluvia habían mojado las empedradas calles, ahora
desiertas y estériles.
—Sí, aquí estaremos mejor; además Dios decidirá
—dijo María.
—María, esto no es cosa de Dios, nosotros mismos
debemos cuidarnos no saliendo de casa. Nosotros estamos
infectados, tal vez a mí me infectaron en el hospital al ir a ver
mis citas y medicamento —agregó Samuel apretándole las
manos.
—Voy a preparar un caldito de hierbas de esas que
quitan la gripe al instante —murmuró María que llevaba

135
puestas las sandalias blancas. Una bata blanca transparente
cubría su fino y bonito cuerpo. Manuel lo miró por unos
instantes. Su mirada se empequeñeció ante ese talle frágil
pero hermoso. María le pareció una adolescente y al lado de
Samuel daba la impresión de ser su hija. Y así lo creían los
vecinos.
Los primeros rayos solares tiñeron de rojo a la ciudad.
Adentro de la casa Samuel trató de incorporarse. Lo logró
con grandes esfuerzos. La fuerza que había hecho le costó
que se fuera de gases y estornudos. Estas bombardas llegaron
hasta los oídos de la dulce María. Ella solo movió la cabeza.
Sonriendo a los pocos momentos María le trajo una taza llena
de un líquido amarillento.
—Tómalo, amor, tiene miel de abeja— Samuel bebió
el líquido a grandes sorbos. Un rato más tarde, por increíble
que pareciera, estaba completamente restablecido.
María se le acercó tierna, sumisa y sus labios sensuales
le acariciaron las orejas y con una voz como un susurro le
dijo:
—Amado mío, no temas lo tuyo solo fue un sueño.
Luego se prendió de los labios de Samuel sin temor a estos
tiempos del coronavirus.

136
CAPÍTULO XXXIX

El catorce de abril María se enteró, por el doctor Pacheco


que ella había sido contagiada por Esteban, quien se negaba
a quedarse en casa y ponerse mascarilla.
Tenía muchas llamadas de atención por la policía,
algunas veces lo confinaron por un día en la carceleta o
calabozo con el fin de mantenerlo aislado. Un día le hicieron
la prueba de hisopado y resultó positivo, de inmediato lo
dejaron en libertad. Lo confinaron solo en su casa, pero el
hombre, afiebrado y maltrecho, se iba a seguir bebiendo con
varios amigotes, que por su estado parecían espectros de la
muerte.
A Esteban muchas veces lo habían encontrado tirado
por la calle y era confundido con un cadáver. Nadie se atrevía
a recogerlo. Las personas pasaban y con ellas los estragos de
la borrachera también; así que se levantaba y se iba a su casa
a dormir la mona, para levantarse al siguiente día y seguir
bebiendo.
María le había dado pastillas de paracetamol que el
sujeto no dudaba en tragar como si fueran el néctar de los
incas y ratos después se iba corriendo a los baños. Sin
embargo, días después Esteban fue llevado de emergencia al
hospital, para su suerte contaba con el servicio de salud del
SIS. Tenía problemas respiratorios, le costaba respirar, una
grave pulmonía y neumonía lo estaban acabando, después
una infección y la fiebre terminaron de complicar su
situación.
A los pocos días el hombre murió, víctima del
COVID-19. Muchos le habían aconsejado que no saliera,
entre ellos María, aunque ya no lo quería, pero le daba una
infinita pena por ser el padre de sus hijos, aunque uno de

137
ellos tenía parecido al viejo Samuel. La muerte de Esteban
fue lo más triste que los ojos de María presenciaron.
Tuvo que ser cremado en uno de los hornos del
hospital, nadie fue a reclamar sus cenizas; su soberbia, tal vez
su propia ignorancia no le hizo ver el peligro del terrible
virus. No faltó quien le dijera: “Este mal está afuera,
vigilando como un espectro de la muerte. Por eso no salgas,
hijo, por favor esto tiene que pasar”.
Dos lágrimas rodaron por el bello rostro de María y
desde ese día volvió a sentirse otra vez mal. Le hicieron la
prueba rápida y el resultado fue negativo. Samuel se volvió a
sacar la prueba, pero como él era asegurado, exigió que le
tomaron con el hisopado, dio negativo. Ese día Samuel
pensó que si María iba al hospital moriría más rápido. A
Samuel no le quedó otro medio que confinarla en su casa.
Los hospitales habían colapsado, faltaban camas, oxígeno y
eran solo un mundo de muertos, un mundo de nada y nadie.
Por otro lado, la gente no sabía qué era la distancia social,
otros usaban la mascarilla como un amuleto y solo se cubrían
la boca; muchos otros se reunían para libar licor con un solo
vaso, mientras afuera el virus esperaba a alguien que lo lleve
directo a la casa para empezar los redobles de la muerte.
Samuel se había olvidado de sus males, hasta de la
esquizofrenia que lo hacía perderse de la realidad del mundo
actual, para refundirlo en sus alucinaciones y delirios en sus
horas y noches de pandemias.
María se recostó en los hombros de Samuel, sentía que
la cabeza le dolía demasiado. Samuel volvió a suministrarle
pastillas como paracetamol, panadol y los caldos de
eucalipto. La hecatombe de síntomas que le había
manifestado don Cornelio del Toro, el Ciego Mirón, que
todo lo sabe y todo lo ve, se le vinieron en menos de tres

138
días: la irritación de la garganta, la tos, hacían llorar a la dulce
María, mientras Samuel dormía, viviendo sus propias
pesadillas, sus propias pandemias, sus alucinaciones de dolor
y locura. Las sombras nocturnas y los insectos que solían
posarse en las lámparas acompañaban a María; mientras los
anaqueles y las sillas tomaban vida transformándose en
exóticas estatuas vivientes; mientras ella, de cuando en
cuando, iba sintiendo las frías manos de la muerte. Y por las
mañanas, cuando el dolor se le había ido, muy despacio y con
las piernas temblantes hacía algunos quehaceres de la casa.
Entre tanto Samuel seguía sumido en sus sueños
profundos. María se arrastraba como una discapacitada para
darles de comer a sus hijos. Y cuando Samuel despertaba con
un rostro dolorido y los ojos inyectados de rojo escarlata se
quedaba mirando a María con un gesto estúpido y haciendo
sonidos guturales y extraños. Samuel se recuperaba al
instante y de inmediato ayudaba a María, aquella muchachita
tierna, a la que ahora se le iba la vida por culpa de un maldito
virus llamado coronavirus.
Había momentos en que a la pobre María le faltaba el
aire. Samuel le suplicaba para llevarla al hospital, pero ella se
negaba, algunas veces haciéndose la valiente.
—¡Ya va a pasar, amor! —le decía, aunque sus ojos
estaban llenos de lágrimas.
Las pruebas rápidas jamás probaron que María tenía el
virus, pero Samuel lo sabía por los síntomas y por los
mensajes subliminales de sus noches de alucinaciones y
delirios desbordantes. Y así pasaban los días, apremiantes y
decisivos para la muchacha, mientras el causante de toda esta
pandemia estaba ahí con ella y con Samuel, el maldito virus
que de a poco iba consumiéndola.

139
CAPÍTULO XXX

El día en que se levantó el confinamiento nacional por fin


llegó. Fue el 1 de julio del 2020 y hasta allí las cosas aún no
estaban bien en toda la nación. En varios lugares el COVID-
19 seguía propagándose. Muchos levantaron el
confinamiento antes de la fecha programada, a otros les daba
igual y terceros se peleaban con las autoridades cuando les
pedían que se pongan las mascarillas, como siempre los
faltosos se iban por un día a dormir a la comisaria y allí el
contagio era inminente.
Eran las diez de la mañana, cuando un vehículo se
estacionó frente de la casa del viejo periodista. Antonia bajó
con un pelotón de gente que no traía mascarillas. Era
impresionante verlos revoloteando, bajando de la camioneta
y mezclándose con los mirones que habían llegado hasta allí.
Estaban sucios y maltrechos. Luego el batallón entró a la casa
de Samuel haciendo alarde y burlándose de todos los que le
pedían ponerse mascarilla.
—Qué virus ni virus. Muere aquel que tiene miedo,
nosotros venimos bien curadas y no pasa nada —dijo
Antonia con desparpajo. Los “mirones” se quedaron
destemplados al escucharla hablar en ese tono tan vulgar.
—¡Un momento! —reclamó don Samuel—. ¿Qué
gritó es ese?, ¿ah? ¿Quiénes son esta sarta de ñejos?
Todos lo quedaron mirando. Eran más de diez
personas; Antonia y sus dos hijos, dos mujeres adultas y
cinco niños que promediaban entre los cinco años y catorce,
vestidos humildemente.
—¿Qué gritos son esos? Tenemos a María enferma y
ustedes vienen gritando. ¡Qué modales son esos ah!
—reclamó airado.

140
—¿Qué pasa con María? —murmuró Antonia.
—Tiene el COVID-19.
—Que tome un poco de cañazo y punto.
—Por favor no hables sandeces, Antonia, esto es serio.
—Yo también te estoy hablando en serio. Muchos
toman caliente este líquido con clara de huevo y su pastilla
para la infección, más su ayuda de eucalipto y listo.
—María y sus hijos están acá desde la cuarentena y no
se pueden mover para no contagiar, ella está en mi cuarto. Y
a sus hijos les he construido una pequeña tienda en la
biblioteca. Y no podrán salir hasta que se mejoren. Por lo
tanto, una parte de esta gente que ha venido contigo se
quedará en la casa de María y quien quiera quedarse en el
corral puede hacerlo. Ahí hay una tienda y mucho espacio.
Una sola persona puede asistir a María y seré yo, pues tengo
también el virus, no se preocupen estaré aislado de ustedes.
Esteban murió de este virus, que es un terror “invisible” para
la humanidad. Así que nadie está libre, pues hoy con el
desconfinamiento social se va a propagar más y hay que tener
más cuidado y sobre todos ustedes, los mayores.
El viejo periodista explicaba con lujo de detalles
mientras sus hijos dejaban ver una sonrisa burlona y cínica.
Don Samuel los miró sin decirles nada, porque
dependía de ellos cuidarse. Eran mayores de edad y quizás
sus palabras no las iban a tomar en cuenta.
—¡Pobre mi sobrina! —sollozó Antonia mirando
hacia el cuarto de Samuel, que era donde se encontraba
María—. Cómo pudo ser contagiada por Esteban y por qué
él tuvo que morir, si esta plaga allá no ha matado a nadie;
todos están curados hasta nosotras estamos curadas. Nadie
muere por el mal, solo los que tienen miedo… —Samuel
movía la cabeza al escucharla hablar.

141
—Antonia. Si tú no sabes mejor cállate esto no es un
juego, es una pandemia universal, más peligrosa que todas las
que ha habido hasta hoy.
—Jaja —la mujer empezó a reír.
Entonces uno de los hijos se adelantó en decir:
—Santo señor los que mueren son los viejos, los
jóvenes como nosotros somos inmunes. Así, el que se debe
cuidar eres tú, viejito, jaja.
Y los hijos y la madre rieron burlándose de las palabras
de Samuel y del coronavirus.
—Hijos, no saben lo que dicen, lo que estamos
viviendo es más peligroso que todas las pandemias juntas.
No respeta a jóvenes, adultos y mayores, si el sistema
inmunológico es débil no resistirán sus pulmones, se cerrarán
por el maldito virus impidiéndoles respirar. ¡Por favor! vivan
la realidad o mejor se hubiesen quedado allá hasta fin de año,
para que no les pase nada por sus torpezas.
—Tienes que darme dinero para hacer las compras
—lo interrumpió Antonia.
—Por eso no te preocupes, aquí se comprará, se vivirá
y se comerá a lo que manda el bolsillo. A nivel nacional
estamos mal económicamente y nuestros hijos, a partir de
hoy tendrán que salir a buscar trabajo. El Samuel de antes ha
muerto, el virus lo mató, ahora hay uno nuevo; un Samuel
que va a hacer que las cosas sean diferentes porque el mundo
será diferente. ¡Diferente! Donde autoridades y pueblo vayan
a partir de hoy y mañana de la mano y trabajen de hombro a
hombro priorizando salud, educación y trabajo. Solo así
podremos salir adelante.
—Vaya, hoy el viejo está inspirado —murmuró el hijo
mayor de Samuel.

142
Este prefirió no decir nada, solo miró a Antonia y a sus
hijos de soslayo, luego ordenó a su esposa:
—Anda ve a María que está muy enferma, pero no te
acerques por favor; solo de la puerta le hablas ¿está claro?
Antonia no podía creer lo que estaba oyendo, Samuel
estaba completamente cambiado, nunca lo había visto
autoritario ni en su juventud; siempre fue un ovejito o gatito
ronronero. Sí, no cabía la menor duda, los hechizos y
brebajes que fueron entregados por el brujo Arcadio
Ticliahuanca estaban haciendo efecto, pero de manera
contraria en el cuerpo de Samuel.
—¡Diablos, el chamán se ha equivocado! —susurró
Antonia. Y por primera vez se sintió débil, ante las palabras
de Samuel. Ella vio a su marido más altivo y prepotente.
—Y te vuelvo a repetir: tú y todos esos ñejos se ponen
mascarillas si no todos se me regresan por el mismo camino
que han venido. ¿Está claro? —preguntó con voz airada.
Los hijos se quedaron perplejos mirando a su padre.
Samuel les contuvo la mirada, impávido y con los ojos
echando avispas y también ellos por primera vez sintieron
miedo de su progenitor. Víctor, el hijo mayor, dijo
balbuceando a su madre:
—Oye, vieja, creo que el viejo se ha vuelto loco. ¡Tiene
un garrote en la mano!
—Cálmate, hijo, no creo que se atreva.
—El coronavirus lo ha cambiado.
—No le digas nada, el chamán Carabina ha jugado mal
las barajas, era para mantenerse manso y mira se ha vuelto
como un toro.
—Solo respeta al virus y está como loco. Dice el
chamán que este virus ni siquiera lo ha tocado.

143
—Yo creo que está poseído. Antes hablaba solo, se reía
solo. Todo esto es raro. ¿No?
—Yo creo que hay que internarlo —dijo el hijo mayor.
Pero Samuel lo escuchó y sin pensarlo le descargó un fuerte
garrotazo en el trasero.
—Ay —el hijo mayor se lamentó de haber hablado así
de su padre.
—Te dije que te quedaras quieto —exclamó Antonia.
Esta vez miraba de pies a cabeza a Samuel.
—Sus antepasados han sido los brujos más
reconocidos, según me dijo Carabina —murmuró Antonia
en voz baja—. También me dijo el maestro Carabina que a
él le cedieron poderes, pero el muy bruto y tonto los rechazó,
pero su boca es de un santo si te echa una maldición estás
frito, y si te da parabienes te irá siempre bien, es mejor no
decirle nada, mira cómo está, parece ido, no escucha, pero sí
nos ve —dijo Antonia. Ellos eran creyentes en lo
sobrenatural, en la brujería, el “chucaque”, el daño y eran
devotos de San Dimas.
Samuel volvió de su letargo, de lo desconocido,
sacudió la cabeza, miró a la manada y dijo:
—Tú, Antonia, ve a ver a tu sobrina, de lejos nomás
con la mascarilla puesta y todos se dan un baño, se me
cambian de ropa y si no lo hacen, meto a todos en un ataúd
de esos que abundan en las calles.
Los presentes miraron el cuerpo enjuto del hombre,
que parecía arrastrarse en medio de la estancia. Antonia se
encaminó al cuarto donde estaba María y como no tenía
mascarilla, tuvo que cruzarse un polo por el cuello y taparse
la mitad del rostro.
Samuel dio media vuelta, cogió entre sus manos un par
de viandas que había cubierto con bolsa negra. Avanzó a una

144
habitación improvisada donde se encontraban los niños de
María.
—Hola, fortachones, les traigo su almuerzo, no se
mueven de ahí. Ustedes están bien, así que se deben cuidar,
no salir hasta que su mamá venga a verlos, está un poco
delicada pero pronto se restablecerá.
Samuel dejó los alimentos en una mesa que estaba en
la entrada, a dos metros de distancia de ellos. Los pequeños
movieron la cabeza afirmativamente.
—De otro momento vendrá su tía Antonia, de lejitos
nomás, ¿sí?
—Ya, tío, gracias —contestaron los niños. Samuel
desapareció entre las cortinas de tela del cuarto improvisado.
—Estos niños son un pan de Dios, ojalá Él quiera que
no les pase nada —murmuró—. Están débiles y desnutridos
—dijo mientras se encaminaba a la sala.

145
CAPÍTULO XXXI

Al día siguiente Antonia, desobedeciendo las órdenes y


recomendaciones de su esposo, se fue de compras con cuatro
de sus familiares que habían venido de la “ciudad andante”.
Sin proponérselo iban en busca del enemigo invisible y lo que
era más terrible Antonia había dicho que no era necesario
llevar mascarillas, que les bastaba llevar un poco de alcohol.
—Esos trapos no sirven, además el virus es para las
personas débiles de carácter y personalidad. ¡Para esos
asustadizos! Ya tú sabes — dijo a las mujeres que estaban a
su lado.
—¿Yo sé qué, mujer? —preguntó su prima llamada
Renata.
—Tú sabes que los verdaderos peruanos, para ellos no
hay pandemias, ni para esos que salen cada día en busca de
un sustento, para llevar a sus casas. Para ellos no hay
pandemias ni virus, su único enemigo es el hambre y el
dolor…
—Qué hablas, insensata, o estás bajo el poder de una
droga, acaso no te das cuenta de que este mal es invisible,
que puede acabar con tu sobrina —gritó Samuel que estaba
atrás de ellas—. Reacciona, no seas cabeza hueca, tenemos
bajo nuestros pies un micromundo que fácilmente
podríamos derrotar, si obedeciéramos lo que se nos dice en
salud pública. Pero nos creemos superiores a cualquier cosa,
evadiendo reglas, desobedeciendo a nuestras autoridades;
enfrentándonos a ellos. Eso haces tú ya me cansaste,
Antonia, te comportas como una niña. Desde hoy te vas a
casa de María, porque yo tengo COVID-19 y María también
y tú no entiendes nada de salud pública, te puedes contagiar
aquí o en la calle —Antonia lo miraba estupefacta.

146
—Está bien estaremos en casa de María, pues a ti no
se te quita lo gruñón. Y para que no le des vergüenza a mi
familia nos vamos a la casa de ella.
—Yo lo hago con el fin de que no se contagien.
—No te preocupes, mi banda y yo somos inmunes a
ese virus, no pasará nada, después de todo, ayer pasó la
cuarentena y todo el mundo ha salido a festejar el fin del
confinamiento. Y en ese grupo estamos nosotros
—vociferaba Antonia con una sonrisa al viento—. Hoy y
mañana y después, hasta que todo esto se vaya olvidando y
solo quede el recuerdo del mencionado virus.
—¿Estás loca, crees que porque ha terminado el
confinamiento el virus se acabó? No sabes que el mal asecha
desde afuera y si salen ese terror invisible se apoderará de
ustedes.
—Para qué llevar ese trapo, si mi chamán me ha dicho
que estamos protegidas, así que no hay de qué preocuparse,
el virus es solo para débiles y miedosos. Si no mira a mis
paisanos, hombres fuertes y recios y su medicina de ellos es
el guarapo y viven bien y no se han infectado.
Parte de la multitud escuchaba a Antonia, sin decir una
sola palabra. De pronto alguien atinó a mover la cabeza, en
señal de vergüenza ajena. Y allá iba Antonia con su pelotón,
mezclándose entre ese hormiguero humano mientras se
erguía contorneándose y balaceando su cabeza en una forma
extraña y elevando las manos hasta la altura de ella y
chasqueando los dedos sobre su rostro. Como queriendo
espantar algo. Sus pasos furtivos resonaban sobre una vereda
mohosa, virulenta, el cual se impregnaba en los desgastados
zapatos del tropel humano que poco o nada les interesaba y
vivían el momento; unos sin mascarilla, otros la llevaban solo
para cubrirse la boca.

147
—Miren, chicas —dijo Antonia a sus dos primas, que
iban tras de ella—. Ahí, en aquel lugar, vamos a comprarle
las hierbas curativas que le preparemos a María, ¿sí?
—De acuerdo, prima —dijo Renata y volvieron a
confundirse entre ese mar humano, chocándose,
empujándose, tocándose con las manos, tosiendo y tirando
escupitajos hacia el suelo.
Algunas gentes caminaban jadeantes, cansadas y sin
saber por qué se detenían y su respiración se tornaba lenta y
agónica. Los ojos negros de Antonia miraban a su alrededor.
Por unos momentos permanecieron inmóviles, brillando y
con una impresión constante, miraban solo eso: la
hecatombe que se veía venir ante ellas.

148
CAPÍTULO XXXII

Mientras en el sector sur de la ciudad, el ermitaño Cornelio


del Toro, más conocido como el Ciego Mirón que todo lo
sabe y todo lo ve, ahora ya restablecido después de haberse
contagiado del coronavirus, preparaba su equipaje para
macharse al campo, donde creía, según él, encontrarse más
protegido del virus y de los asaltos que otra vez volvían a
hacer noticia.
—Hoy mismo me voy al campo de donde nunca debí
salir. Ojalá que mis animales no hayan muerto. Creo que les
dejé bastante comida y agua para varios días, así como a los
perros, pero hay que pensar en todo. Humm.
—Lo importante, hermano, es que estás con vida —le
dijo la señora Clarita, su hermana.
—Por fin se ha levantado esta cuarentena y el
confinamiento social, y no volveré después de mucho tiempo
hasta que pase este maldito enemigo invisible, o yapa de la
muerte.
—¿Y por qué yapa hermano?
—Ummm, ¿por qué?, por pequeño y porque viene en
toda cosa, jaja. Este mal es tan terrible y doloroso que parece
que la vida se nos va en los intervalos de la fiebre que suele
dar. Es más doloroso que el mismo cólera, que el mismísimo
dengue, pues parece que todos esos males, al mismo tiempo,
se te ajuntan.
—Cómo así...
—Mira, mujer: del cólera tienes esa maldita diarrea, ese
espasmo en tu cuerpo. Y del dengue, la fiebre alta que nos
hace dar movimientos espasmódicos y la boca seca y amarga
como si te hubieses tirado un troncho de padre y señor mío.
Y al final el coronavirus que te busca todo el sistema

149
inmunológico para después a adherirse a los pulmones, como
diría mi amigo Samuel tres en uno. Cólera, dengue y
coronavirus estas tres enfermedades en una sola el COVID-
19. Quiere decir que… Sí, Clarita, estas tres enfermedades se
han unido al virus para que se haga más fuerte. Y así vendrán
otras y otras, solo con respirar el aire moriremos porque esta
vez será el aire el que estará sobrecargado de bacterias y virus
de los más peligrosos. Eso causará la destrucción de la
humanidad, a los humanos no solo les cubrirá un trapo la
boca, sino que en su espalda llevarán un tanque en forma de
mochila lleno de oxígeno. De allí saldrán dos conductos que
llegarán hasta la base de la mascarilla y en la mascarilla habrá
una pequeña válvula que serviría para cerrar el aire, un
conducto llevará el aire hasta las fosas nasales y el otro
conducto será para regresar el aire al tanque. Aquellos serán
los últimos tiempos de pandemias apocalípticas. Será el
principio del fin, mi querida hermana —Clarita estaba
estupefacta y con una expresión de dolor por las revelaciones
que su hermano le había manifestado. Luego, con una voz
cavernosa preguntó:
—¿Cómo tú sabes eso?
—Un sueño me ha revelado lo que te estoy diciendo,
hermana. Se vienen días atascados de maldades y
sufrimientos; días donde los humanos en vez de un corazón
tendrán uno piedra y su alma será de buitre, pues ellos
querrán solamente saciar su hambre. Se pelearán, se querrán
sacar los ojos unos a otros como verdaderos animales,
porque reñirán entre hermanos, hijos y padres y esto se verá
más entre los políticos. He dicho, hermana. Ya me voy; la
cuarentena ha terminado y mi campo me espera, ya no hay
confinamiento. Por fin, somos libres, pero hay que volar con

150
cuidado, hermana, siempre decimos guardar distancia a dos
metros y con su mascarilla.
—Lo tendré en cuenta, hermanito, cuídate, ¿sí? —dijo
Clarita con un tono de súplica.
—Tendrá que pasar mucho tiempo para volver,
hermana, tendrás que cuidarte y no salir demasiado, hasta
que pase esta maldita yapa.
—Sí, hermano, lo tendré en cuenta.
—No te olvides, me despides de mi pobre amigo
Samuel.
—¿Por qué lo llamas así?
—Es que ya llegó la bruja.
—Jaja.
—Y esa es peor que el virus. Pobre de María tendrá
que andar con cuidado, porque a los dos les ha caído la parca.
Explicó a su hermana del contagio de María y de la
relación que mantenía con Samuel. Clarita quedó por un
instante en silencio, presagiando tragedia, iba a decir algo,
pero Cornelio la cortó.
—No, Clarita, esas cosas son de ellos, nosotros no
somos nadie para intervenir.
—Tienes razón, hermano.
—Ahora, si te pregunta Samuel por mí le dices que ya
me fui a Góngora.
—¿Cómo es, Góngora o Congora?
—Su verdadero nombre es Góngora, según nuestro
bisabuelo José; cuando llegaron a colonizar estas tierras vino
un fraile de apellido Juan Melquiades de Góngora, después
de un tiempo adquirió esas vastas tierras a las que les puso su
último apellido. Pero al pasar el tiempo se le tergiversó su
nombre el cual lo llamaron Congora, pero esa es otra historia.

151
La tarde despuntó alegre y una leve sonrisa del sol
pareció alegrar los cuerpos dormidos de Clarita y de don
Cornelio del Toro, que se prestaba a partir a su hibernación,
perdido en un Congo misterioso.
—Bien, hermana, dame tu bendición y me despides de
los demás hermanos.
—Vaya con Dios y que lo bendiga —Cornelio a dos
metros de su hermana Clarita estiró el brazo haciendo un
puño y alcanzó a tocarle el puño de la mano. Cogió la maleta
y con ella llegó al corral, ahí la esperaban sus amigos: su burro
Juancho y su burrita Lina y sus fieles perros Remo, Rómulo,
Mario y Tiro, de raza chusca. Pero a excepción de Mario
todos eran enormes y fuertes, mientras el perrito Mario era
corto y musculoso y de fuerza descomunal, inteligentes los
cuatro. En total eran diez perros a los cuales les había
enseñado las técnicas para no ser sorprendidos y comer solo
la comida que él les daba, así como a reconocer el veneno.
En conclusión, los perros se encargaban de cuidar más de
treinta cabezas de ganado.
A la hora de pastear el ganado uno de los perros iba
adelante, dos al costado y dos cerraban fila, mientras que los
demás se quedaban al cuidado de la casa. Cornelio también
los había adiestrado para que hagan mandados o lleven
mensajes. La casa y el corral eran rústicos y de madera
maciza; lo suficientemente grande para la protección de los
animales y para el mismo Cornelio.
A media hora de camino don Cornelio ya había salido
de la ciudad. Iba montado en la silla que descansaba sobre el
lomo del burro Juancho, seguido de la burrita Lina, la cual
cargaba los alimentos. Los animales conocían el camino, los
perros iban al costado de los jumentos como si fueran el
resguardo de la comitiva. Cada vez se adentraban más y más

152
a un paraje agreste y espinado: San Pedro, zapotes y toda
clase de arbustos, propios de los bosques secos. Cada vez el
ambiente se iba tornando más pesado, conforme dejaban la
Panamericana Norte con dirección a Paita. Llegaron al lugar
llamado Boca del Diablo, un sitio tenebroso, enigmático.
Cuando llovía aquí se formaban tempestades y rayos
eléctricos cuyas chipas despertaban a la oscuridad de la
noche. Al entrar allí los jumentos empezaron a parar las
orejas y dar soplidos por la boca y de las grandes y redondas
narices, les brotaron chiflones de agua viscosa. Los perros
comenzaron a aullar.
La oscuridad se hizo más intensa, estaban por llegar al
tenebroso Cerro Azul, un lugar donde se tejen historias
espeluznantes. Los animales seguían el camino con precisión
matemática, entre los más de veinte caminos que surgieron
de pronto. Cornelio del Toro iba inmóvil en la silla, mirando
a su alrededor. El frío se hacía más intenso y la niebla
aumentaba. La linterna de batería que llevaba don Cornelio
barría el panorama, creando a la distancia figuras amorfas que
avanzaban al ritmo de la luz.
El campo se tornaba más agreste e inhóspito, tal vez
cargado de fantasmas y espíritus malignos. Según contaban
los antiguos esos lugares habían sido ruta constante de los
cuatreros, asaltantes y asesinos mucho tiempo atrás. Venían
de Sechura, Catacaos, Piura. Iban hacia Paita para que botes
artesanales lleven su mercadería a Talara o Ecuador. Cuando
un comerciante era asaltado y le daban muerte o lo dejaban
agonizando en ese lugar, allí mismo los asaltantes se repartían
el botín. A veces la ambición les ganaba y se mataban entre
ellos. Esas sombras eran los espíritus que deambulaban en
busca de venganza para poder descansar en paz.

153
Un viento intenso y helado le dio de lleno a don
Cornelio traspasándole a los pulmones; por un momento se
sobresaltó, no lo comprendía si llevaba doble polo y un saco
que lo cubría hasta la punta de los pies.
Don Cornelio tuvo que bajar para caminar y darle calor
a su cuerpo. Sus lentes misteriosos les daban vida a sus ojos
y por la noche esa visión era impresionante, como esos lentes
en 3D que usan las fuerzas del Ejército.
El silencio absoluto fue interrumpido por “algo” que
estaba cerca de él. Entonces Cornelio miró a todos lados. ¡Y
ahí estaban!, eran pequeños cuerpos gelatinosos que se
arrastraban por el suelo. Cornelio dijo:
—Esas cosas extrañas parece que fueran de otro
mundo y buscan algo, tal vez un cuerpo para adherirse a él.
Luego un pequeño cuerpo gelatinoso tomó la forma de
un ser, un ente o duendecillo de algo más de veinte
centímetros. Y como si fuera una pelota dio rebotes con
dirección al Cerro Azul. Cornelio recordó que muchos años
atrás había visto una nave más pequeña que un disco de arar
la tierra. El pequeño platillo volador desapareció, en
segundos, en el espacio. Nunca contó lo sucedido.
De pronto Cornelio interrumpió sus pensamientos,
delante suyo vio prenderse algo así como un foco de luces
multicolores, a intervalos, como ojos de monstruos vigilantes
en medio del campo. El aire se tornó pesado, se oían voces
y quejidos. Pero él no volteó, tal lo indicaba la Biblia en el
pasaje sobre Sodoma y Gomorra. El hombre fingía no oír.
Era mejor obrar con prudencia y siguió mirando hacia
adelante, donde surgieron figuras fantasmagóricas imitando
sonidos huecos y rítmicos como el latido de corazón.

154
El Ciego Mirón, que todo lo sabe y todo lo ve, sudaba
frío. Un líquido viscoso le recorrió la espina dorsal, mientras
de su rostro brotaba una mezcla de sangre y lágrimas.
—Pero, ¡qué me pasa, carajo! Soy Cornelio del Toro,
sin cuernos porque no tengo mujer, la última murió a los
setenta y cinco años, pues yo tengo ciento cincuenta años.
¡Soy de acá y no temo al más allá así que vete ya! —la
amenaza de Cornelio hacia lo desconocido surtió efecto; de
inmediato, las figuras fantasmales desaparecieron—. Los
dioses me eligieron para cuidar las riquezas que guardan en
el Cerro Azul así que usted váyase al carajo —ya estaba cerca
de su rancho. El hombre de barba blanca y mirada serena
alzó la vista. El cielo estaba oscuro y tapizado de estrellas.
Eran ya las once de la noche cuando Cornelio del Toro
llegó a su rancho. La oscuridad era profunda, a lo lejos el
canto de las lechuzas hacía poner los pelos de punta a
cualquiera. Los perros que resguardaban la casa se
adelantaron dándole la bienvenida con sonoros ladridos.
Cornelio los contempló con sus lentes mágicos.
—Entonces todos están con vida —dijo sonriendo y
se encaminó a la puerta de su rancho.

155
CAPÍTULO XXXIII

Los días de pandemia pasaban lentos y la ciudad hervía de


gente que iba y venía entre las calles, a través de mercados
repletos. Deambulaban de un lugar a otro como un enjambre
de abejas. Las voces de los comerciantes se confundían con
ecos y súplicas de verduleras y el canto a través de los
parlantes anunciando ofertas de ropa, zapatos y todo tipo de
productos comestibles y los gritos simultáneos de
vendedores de helados y gaseosas. Nadie respetaba el
distanciamiento social ni el sanitario. Ni siquiera llevaban un
tapaboca, los niños iban como rabos de cometas prendidos
de la vestimenta de las madres.
Era un espectáculo increíble ver tanta gente
arremolinarse para poder llevar algo a su casa. Ese segundo
día de finalizado el confinamiento social Antonia y su tropa
apenas podían abrirse paso ante tanta gente. El sol enfilaba
sus primeros rayos sobre las espaldas de aquellos seres que
pululaban por ir de compras.
—Avanza, prima, y no suelten a Erasmo; él no conoce
el lugar, además esto está atestado —Antonia gritaba a su
prima—. Y estos “chiruzos” tanto vaina por un simple virus
—algunos solo la miraban. De pronto una mujer regordeta y
mofletuda estornudó cerca al rostro de las tres mujeres y de
los niños. Antonia le increpó de inmediato, la mujer la miró
altiva y desafiante. La sangre de Antonia fluía mientras se le
acrecentaba la cólera. La gorda, que tampoco llevaba
mascarilla, se paró en seco cuando oyó la voz de Antonia:
—Oye, imbécil, acaso no puedes estornudar a otro
lado —le dijo Antonia con furia.
La mujer regordeta miró con odio a Antonia, las
arrugas de sus párpados casi hacían perder sus ojos.

156
—El virus solo les da a los flacuchos y débiles
—exclamó la regordeta.
—A mí no me interesa eso, solo te reclamo porque has
estornudado casi encima de nuestros rostros ¡saco de papas!
—gritó histérica Antonia.
—Sin insulto, oye “mocha”, no te he visto y punto
—dijo la mujer y se aprestó a seguir su camino—. No tengo
tiempo de escucharte; búscame mañana —dijo con
desparpajo.
Antonia, sin poder contenerse, jaló de los pelos a la
mujer y no pudo moverla por más fuerza que puso a sus
manos. La regordeta le tiró manotazo y se zafó fácilmente de
Antonia.
—Déjala ya —le dijo su prima Ricarda.
—Sí, vamos —recalcó Antonia y sus pisadas cansadas
se confundieron con el estiércol y las aguas sucias del
mercado y ahí entre la mugre estaba el maldito virus. Ese
terror invisible.
Después de recorrer todo el contorno del mercado,
Antonia y sus primas volvieron a casa de Samuel. De
inmediato se pusieron a preparar los alimentos. Era la una de
la tarde y María tenía veinte días de luchar contra ese maldito
virus que de rato en rato parecía robarle la vida; haciéndola
por momentos sucumbir.
María había sufrido dolores de cabeza, intervalos de
fiebre con dolor de garganta, tos seca y una diarrea
preocupante. Se había deshidratado y debido a ello perdía la
noción del tiempo. Muchas veces se sentía como si fuera un
guiñapo, sin fuerzas para comer, para caminar. Tenía un
cuerpo decadente y tembloroso. La fiebre le traía
alucinaciones y por las noches un extraño dolor de cabeza
apenas la dejaba mantenerse en pie.

157
De cuando en cuando se reanimaba gracias al buen
Samuel y a sus arrumacos y besos. De pronto se impulsaba
como un resorte y se aferraba a la vida, mientras el terror se
apoderaba de muchos humanos. Pero ella jamás se doblegó.
Lo que más cuidaba eran sus pulmones. Por la tarde María
recibió la visita de su tía Antonia y sus primas y primos, así
como alimentos. La visita fue breve, cargadas de sorpresas.
Todos estaban a prudente distancia.

158
CAPÍTULO XXXIV

Antonia no podía con su genio, pues seguía saliendo de


compras, simplemente no creía en la existencia del virus y
por ello arrastraba a su familia. Nunca hizo caso al
confinamiento, ni a guardar la distancia, lavarse las manos y
tener la mascarilla puesta; es más se burlaba de estas normas.
—Soy inmune a este y a todos virus que vengan
—dijo riendo desenfrenada, de pronto se quedó petrificada.
Miró a Renata, su prima, y esta a su sobrina, los niños
también se habían quedado paralizados.
Un grupo de policías les cerraban el paso. Ellas no
podían entrar a hacer compras a los interiores del mercado,
porque no tenían tapaboca ni alcohol. Un mayor de apellido
Linares les dio un sermón a las tres mujeres.
—Esto es el colmo, caramba, ustedes no saben a lo que
se están exponiendo —les dijo casi gritándoles—. Aquí hasta
donde pisan está el virus y ustedes sin tapaboca. ¿Qué se
creen? ¿Ah? ¡Exponen a la familia de la casa a sus abuelitos y
a sus padres!
El policía se calmó un poco, pero Antonia parecía no
entender y se limitaba a sonreír como idiota. Mientras la
autoridad le hablaba ella empezó a sonreírles a las primas. El
policía se dio cuenta y le increpó tal actitud.
—En este momento se va una de ustedes a comprar
mascarillas a la farmacia, una para cada una. Para que puedan
entrar o, de lo contrario, se van a su casa y no me salen más.
—¡Ay no, oficial! —dijo algo Antonia.
—Vaya, la muda habló —dijo el mayor.
—Está bien —exclamó Antonia.
—Vaya nomás mientras los demás esperan. Y den pasó
para que la gente pueda entrar y siempre mantengan la

159
distancia. Entiendan que se pueden contagiar, si es que ya no
están contagiadas —esta vez el oficial lo dijo en una actitud
de lamento y mirando al grupo.
—Yo iré —dijo Antonia fastidiada y con paso de
soldado se fue a comprar el requerimiento.
—Ustedes esperen aquí —dijo el mayor a los demás.
Se marchó, no sin antes darle a uno de los niños una
palmada de confianza. Después de media hora Antonia llegó
con los utensilios y se los dio a una cada uno de ellos.
—Policías de mierda — dijo dirigiendo la mirada hacia
la autoridad, este no le escuchó, estaba un poco retirado.
—Ahora sí estamos “vendadas” —dijo, riendo,
Ricarda.
—Vamos, que se hace tarde y ese gruñón de Samuel ha
de estar con los crespos hechos.
—¡Mi tía! —dijo uno de los niños.
—Me preocupa —dijo ella.
—Ahora vi que le estaba o acariciando el pelo a María
—dijo de pronto el niño—. Cuando me vio me dijo sal de
aquí concha de tu madre.
—Sí, me dijo que le estaba recogiendo el pelo a la niña,
y que tú metiste la cabeza, eso no se hace: es mala educación.
Samuel ha cambiado; es más decidido. Me tiene a raya, antes
era como un ovejito, ahora todo me encrespa y le brillan
fieros sus ojos que me hacen dar miedo —dijo Antonia
mientras caminaba sin guardar la distancia.
—Le tienes miedo, tía.
—No, no sé, es como si algo hubiese despertado en él.
—¿Y qué te dijo tu brujo?
—Bueno, que le diera lo de siempre para mantenerlo a
raya, pero ha sido lo contrario.
—Gua —Renata hizo expresión de lugar.

160
—Pero esa me gusta, no sé a pesar de que es odioso y
está enfermo de su espalda lo he visto un poco rejuvenecido.
—Tía… —alcanzó a decir Ricarda ya que fue
empujada hacia adelante por un grupo de mozalbetes que le
habían robado un celular a un anciano moderno que iba
enviando mensajes o viendo los últimos avances de “Esto es
guerra”.
—Cuidado, uy qué feo este lugar —dijo la agraviada
mientras un grupo de policías seguía a los desadaptados.
—¿Qué ibas a decirme, Ricarda? Tú ibas a decirme una
barbaridad. ¡Qué muchacha!
Ricarda como si dudara o temiera un poco al fin dijo:
—Y mi tío puede todavía, jaja.
—No, muchacha, el hombre no pasa ni por boletería
—y las tres rieron. Los niños iban tan entretenidos, mirando
y chocando con el tumulto con la gente, que no alcanzaron a
oír lo que decían.
—Mira, vamos al hierbero, a comprarle los remedios a
la María, ¿sí? —dijo Renata.
—Verdad que nos ha encargado “el paico”; es que va
a desparasitar a sus hijos.
—Miren, muchachos —les decía Antonia a los
niños—. Se quedarán aquí, mientras nosotros compramos
pescado ¿sí?
Los niños se sentaron a esperar a sus tías. Pero Antonia
no cumplió con el protocolo, porque la mascarilla no la
llevaba donde verdaderamente iba.
Mientras el tropel humano iba y venía como si fuera un
día cualquiera, no se percataban o no querían ver el
inminente peligro que acechaba. ¡El maldito virus estaba en
todo lugar esperando! ¡En el suelo, en los bordes de las

161
paredes y de las mesas! ¡En los vendedores que llevaban el
virus hasta en mismo pelo!
—Hasta moco y sudor me ha salido de tanto estar aquí
sentado esperando a mis queridas tías, ojalá que compren
muchos huevos para comer bastante, ya que tenemos
hambre.
Las tres mujeres habían entrado al sector pescado, uno
de los más afectados por el virus. Todos se chocaban y
rozaban y en el suelo las aguas sucias se mezclaban con
escupitajos. No se querían dar cuenta del riesgo de infección.
Antonia incluso reía, ¡se creía inmune al virus! Quizás no
sabía que este mataba tanto al hombre como a la mujer.
Después de dos horas, terminaron de hacer sus compras y
volvieron a sumergirse en la multitud enfebrecida. Antonia
no tenía mascarilla; seguía burlando el protocolo.
—¡Esta cochinada me ahoga! ¡Yo no estoy para cargar
huevadas!
—Pero, prima, todos andan con ella.
—¿Sí? Y si todos se tiran al río, yo no me voy a tirar,
prima. Por favor.
—Déjala ya, tú sabes que ella es terca como una mula.
—dijo Renata un poco asustada.
Antonia las miró, pero no dijo nada, su rostro se tornó
rojizo y se hizo un silencio absoluto en el grupo.
—Póngase la mascarilla —se escuchó decir una voz
áspera y autoritaria.
—Ve a joder a tu abuela —gritó Antonia con rabia.
—Vamos en esa moto, prima —interrumpió Renata.
—Sí, vamos.
Y el mototaxista por ganarse unos diez soles, metió a
todo el batallón; llevando a los niños entre sus faldas.

162
—Qué bárbara, mi tía —alcanzó a decir uno de los
niños y apiñados llegaron a la casa de Samuel.
Llegaron riendo, burlándose de los que llevaban
mascarilla, a excepción del mototaxista que, mirando el
grupo, se mantenía distante de ellos revisando la máquina
pues había traído un excesivo peso. Don Samuel solo miraba
desde lejos; después de un breve momento se acercó
lentamente a dos metros de la tropa.
—Bien, señoritas, eso que han traído viene con yapa,
así que lleven todo a la casa de María y ahí desinféctenlo, allá
se van a quedar todos. ¿Sí?, Ah, nuestros hijos también
porque acá los dos, es decir María y yo estamos de repente
infectados y podemos contagiarlos.
—Es verdad —murmuró uno de los hijos de Samuel y
Antonia.
—¡Acomódense como puedan; es mejor vivir
apretados que infectados!
—Tal vez tengas razón, pero no tenemos televisión
—se quejó Antonia
—Por eso no te preocupes, la esposa del difunto
Francisco me ha vendido a un precio de ganga, ellos
necesitaban dinero.
—Bravo, tío, ahora sí podré ver mi “Gata salvaje”
—exclamó Ricarda, mientras Antonia sonreía, luego miró a
Samuel y dijo:
—Hasta más tarde, querido —y se marchó con su
caballería —Samuel sonrió.
—¡Hasta que se me hizo! Antonia me cree indefenso.
Hoy es mi día; hay que volar, gozar ¡sí! —dijo Samuel en un
susurro, mientras miraba por la ventana por si volvía
Antonia.

163
—Nadie —murmuró y volvió al cuarto donde estaba
María. Ella, sentada, parecía un poco restablecida. Ese día
cumplió veinte días de haber sido contagiada con el
coronavirus.

164
CAPÍTULO XXXV

El sol de julio bañaba el techo de las casas y a los ciudadanos


que a esa hora de la mañana ya pululaban en la calle como
hormigas hambrientas. Era como si la tierra temblara y el
terror se apoderara de los humanos.
El virus estaba, ahí, allá y en todo lugar: tierra, aire, agua
clavándose como un aguijón que salía de las profundidades,
mientras arriba las nubes convertidas en girones que
colgaban del cielo, temblaban, tal vez temían caerse y
contagiarse, ellas también, del virus.
Esa mañana Antonia se levantó con una leve picazón
de garganta y estornudos, los cuales se iban acrecentando a
medida que pasaban los días. Iba empeorando cada día, ahora
no solo era el ardor de garganta y carraspera sino un dolor de
cabeza y fiebre que hasta los dientes le hacían rechinar.
Presentaba calentura mañana, tarde y noche.
Samuel se alarmó y empezó por darle el caldo de
eucalipto, ajo, kion, naranja y miel de abeja. Lo tomaba en
pequeños sorbos y después le daba una pastilla de
paracetamol. Las primas también empezaron a preparar
remedios caseros, pero no daban resultados. Llamaron a
EsSalud pero no los atendieron. Después de tanto insistir, le
dijeron a don Samuel que mientras Antonia no se sacara la
prueba rápida no podían pronosticarle nada; así que le
siguieron dando el paracetamol. Por otro lado, Antonia casi
no tomaba los remedios caseros y los botaba a escondidas. Y
también se resistía a ir al hospital y sacarse la prueba rápida.
Los doctores recomendaron que solo le dieran remedios
caseros.
A los quince días víctima del terrible virus, estaba
condenada por sí misma, nunca hizo caso, era una mujer

165
vulnerable, no así sus primas que habían también recibido la
“yapa” en las compras que habían realizado días atrás.
De inmediato quedaron aisladas. Estaban llenas de
terror y cada momento lloraban tanto ellas como niños, las
noticias del mundo sobre las muertes diarias les habían
impactado; creían que iban a morir.
Todos estaban confinados en la sala, a cierta distancia.
Los hijos de Samuel ocupaban el cuarto de Esteban. Ellos
también estaban aislados, no se sabía si estaban contagiados,
no presentaban síntomas, pero podían ser asintomáticos.
Esperaban la llegada de un doctor para que les realice las
pruebas respectivas.
Samuel les preparaba sus bebidas calientes y les daba
pastillas cuando presentaban fiebre, él se había adelantado a
los hechos con sus hijos y con los familiares de Antonia. Ella,
por el contrario, se reía de los remedios.
—Pareces vieja preocupándote por tus nietos, jaja.
Samuel no le dijo nada, solo atinó a mover la cabeza,
dio la media vuelta y se fue a su casa.
Las horas pasaban; mientras el viento empujaba las
sombras de la noche, los perros ladraban al mismo tiempo
que otros aullaban y escarbaban esa tierra gris, seca y áspera
tal vez han olfateado el olor o grasa de un virus escondido en
un moco, en una mascarilla insignificante que ha condenado
a muerte a miles. Mientras las voces de los deudos susurraban
oraciones en llanto ahogado.
Y ahogadas de dolor y terror estaban Renata y Ricarda
por el estado de Antonia. Ella era presa del delirio por la
fiebre y el dolor de cabeza. Había perdido el gusto y las ganas
de comer; ese fue su error: no se alimentaba y empezó a
perder peso. La fiebre la deshidrataba y sus pulmones se
cansaban, sus hijos nunca la visitaban por temor; y a ella le

166
dolía no verlos, aunque desde lejos. Mas los hijos se negaron
y se negaron a salir a comprar medicamentos; solo vivían
escondidos, algunas veces se arropaban de pies a cabeza,
haciéndoles dos huecos a las sábanas, para ver el exterior,
simplemente ellos habían obtenido el mal llamado
hipocondría, debido al estado de angustia e inquietud en que
vivían.
Se levantaban a comer y después de lavarse bien las
manos, hasta con lejía, corrían a meterse a la cama. Nunca
quisieron salir a comprar medicamentos para su madre.
Samuel, exponiéndose, salía y venía como un rayo y de
inmediato empezaba a repartir los medicamentos a los
contagiados y a sus hijos les daba solo caldos caseros con
vitamina C y minerales necesarios para aumentar las
defensas. Además, vegetales licuados en jugos. No
descuidaba a ninguno y debido a ello gastó hasta sus últimos
ahorros en medicamentos.
Antonia se agravaba, por las noches su mal era más
doloroso. La fiebre la quemaba las entrañas. No solo se le
infectaron los pulmones, sino también los riñones. La pobre
mujer no resistió y se quedó inmóvil. Los perros aullaban esa
noche, Antonia tenía los ojos abiertos y un color moribundo
en el rostro marchito. El viento gemía en la calle como un
llanto humano y a pesar del dolor nadie podía entrar a ver el
cadáver.
Samuel la lloró mucho, después de todo había sido su
esposa y años atrás fueron felices, pero las vicisitudes de la
vida los fueron alejando y se dejaron de amar. Antonia estaba
muerta y el dolor de su cuerpo había sido tan insoportable
como la culpabilidad de su alma. Simplemente jugó con la
muerte, se dejó infectar; no respetó el confinamiento social,
tampoco la distancia y mucho menos se puso mascarilla y fue

167
arrastrada por un enemigo que a miles esperaba fuera de casa.
Era el “terror invisible” que estaba en todas partes.
Qué dolor y tristeza que nadie acompañe tu funeral.
No pudieron asistir ni los mejores amigos que un día se
encontraban para ir de jarana y para hablar un momento de
las “pavadas de las autoridades”, de los asaltos en la “cuadra”,
entre otros chismes, que encontraron al vecino Samuel con
la vecina de frente; ni los que sin previo aviso llegaban los
días domingos de visita a la casa y saboreaban un rico ceviche
preparado por el buen Samuel o por la misma Antonia. Ese
amigo jamás se vio en el entierro de Antonia. El protocolo
lo ordenaba, porque se temía un contagio inminente. Todo
eso era triste. Ver una tarde de gris, un solitario auto llevando
en su plataforma un ataúd negro y cuatro contratados para
que se encargaran del funeral.
El viento rugió enfurecido. Alguien gemía apartado del
cementerio, era Samuel devastado por el dolor ante la muerte
de la que había sido su esposa. Mientras rugían las sogas al ir
descendiendo el ataúd hacia la oscura fosa recién abierta.
Después sonaron las palas clavándose en la tierra removida.
Poco a poco el negro ataúd con los restos de Antonia iba
desapareciendo bajo el manto de tierra reseca que cubría la
fosa. Samuel lloraba hincado con la cara sumida en el pecho,
sus manos oprimían con fuerza un crucifijo, dio un último
gemido y miró cómo el viento empujaba las copas de los
árboles. Caminó despacio, mientras los contratados se
marchaban en el vehículo y se fue desvaneciendo entre las
sombras de la noche.

168
CAPÍTULO XXXVI

La luz del mediodía rompía la oscuridad del cuarto donde


estaba María. Cuando vio a Samuel, sus labios dibujaron una
leve sonrisa. Ella le había ganado al COVID-19, después de
mes y medio y de una increíble y larga lucha. María estaba ahí
sentada en el borde de la cama de madera tallada color caoba.
El viejo periodista le tomó la cabeza con ambas manos e hizo
que lo mirara, su voz sonó pausada y grave.
—Venciste, amor —ella también lo miró con dulzura.
Samuel parecía más rejuvenecido, aunque sus ojos estaban
un poco marchitos.
—Me enteré, por la mañana, sobre la muerte de
Antonia y créeme que me siento muy triste. ¿Cuándo va a
terminar esto, Samuel? —se revolvió nerviosa en la cama—.
Ya van miles y miles de muertes, aunque el Gobierno diga
que los muertos no sobrepasan los cuarenta mil hoy veinte
de julio. ¿Cuándo va a terminar esto por Dios? —María casi
gritaba a Samuel zarandeándolo por la camisa.
—Esto va a terminar, María, este es un asesino
invisible que ha hecho que el terror se apodere de los
humanos.
Un extraño fulgor apareció de pronto en los ojos de
María y su cuerpo tembló como si una corriente la sacudiera.
—Esto es como una persecución de los fantasmas
hacia el mundo, María, como los fantasmas de mis
enfermedades, como la pérdida de mis amigos: Pancho el que
durante años nunca se enfermó. Como la muerte de Antonia
y su estupidez por dejarse matar por no seguir un simple
protocolo. Como la “hipocondría” de mis hijos, que no es
más que su cobardía. Como la muerte y heroísmo del doctor
Horacio Reyes, como los malos y amargos momentos, tal

169
vez, que le hice pasar a Antonia y por no tener la correa bien
puesta, a la hora de luchar conmigo mismo —lágrimas
aparecieron de pronto en los ojos negros del anciano. María
lo miraba con vehemencia y su rostro lozano y fresco se
transformó en la ternura de una niña.
—Oh, Samuel, no te aflijas más; son las vicisitudes de
la vida y yo soy tu recompensa —dijo María con un singular
fervor.
—Tú eres mi recompensa, la mejor recompensa que
me ha dado Dios. —la acarició mientras escuchaban el
mensaje del presidente.
Al finalizar, Samuel dijo con cara de velorio:
—Es el mensaje más pobre y aburrido del presidente
de toda su vida, es una alabanza a él mismo; no hay nada
prometedor para la nación o para Piura. Todas han sido
palabras y más palabras. ¡Nada más!
—Ya todo está consumado en este año, Samuel, los
pobres serán más pobres y los ricos más ricos, sobre todo los
que han lucrado con la fe del pueblo.
—Sí, amada mía, tienes mis pensamientos y mis
sentimientos, pero no lo divulgues a nadie… ¿Sí? Jaja
—Samuel rio.
—Tonto —dijo ella con una voz dulce como si lo que
había dicho fuera una caricia.
Mientras allá en Lima, el presidente salía de una
reunión del Congreso y junto con los ministros de Estado
que lo acompañaban prefirieron irse caminando. Tal vez para
tener un baño de popularidad de los vecinos, que estaban
arriba de los balcones mirando pasar a la comitiva. Era un
paso silencioso el de aquellos hombres vestidos de terno
oscuro, como oscura estaba esa mañana de aquel veintiocho
de julio de 2020. Los pasos de los hombres de poder eran

170
casi mudos como mudas caminaban las mayorías en estos
tiempos modernos y de pandemias. Iban enmascarados
cuidándose del virus y lamentando ver las calles vacías. Era
como un cortejo fúnebre; agrupados en filas caminaban con
la mirada de soslayo.
—Y pensar que hoy me quería lucir. ¡Qué carajo!
—susurró un ministro de cabeza calva y ojos saltones, pues
era lo único que se le podía ver.
Hasta los comentaristas de la televisión estaban
apagados, ese veintiocho de julio y que años atrás era una
fiesta transcendental. Se veían tan cansinos. Sin ninguna
emoción. ¡Esa emoción! que solían tener tiempo atrás. Hasta
el espíritu patriótico brillaba por su ausencia.
El mensaje de la Nación fue parco, sin matices, lo
dicho de siempre, palabras efímeras que se van con el viento
del norte y regresan por la noche cargados de emociones
fuertes y decires, los mismos cabos amarrados a una lancha
para no dejarla partir. La plaza de armas solía estar por estos
tiempos abarrotada de gente, hoy la soledad era eminente,
empezaban los tiempos difíciles que no se sabía hasta cuándo
durarían.
—Qué carajo —gritó Samuel—. ¡No ha dicho nada de
nada! solo se ha limitado a leer un papel de… Que le ponen,
sus asesores en las manos mientras a él no se le nota ningún
sentimiento. Soy un ciudadano que no está de acuerdo con
lo que hace y dice el presidente, María.
—Bueno, es el presidente. ¿No? —dijo María, como si
sintiera una montaña rusa de emociones y sinsabores.
—Estamos indefensos ante tantas cosas y las
autoridades ni siquiera se han querido dar cuenta, ya estamos
llenos de palabras cargadas de mentiras del presidente
—vociferaba Samuel mirando a María, mientras de costado

171
observaba el televisor—. También estamos llenos de
promesas y tragamos promesas carajo. Nos alimentamos de
noticias que son cada vez más tóxicas, aterradoras, como esas
muertes y hombres tirados en las calles, asaltos, muertes,
violaciones, secuestros y toda esa escoria.
—Ese es el mundo, Samuel —interrumpió María con
voz entrecortada.
—¿Mundo? —preguntó un tanto contrito—. Mejor
diría yo que es el mundo que está luchando contra otro
mundo, mientras de uno de ellos vienen rateros de saco y
corbata, asesinos absueltos y más crema y nata, el otro
mundo es ese donde hay una cosa invisible que cada día está
haciendo que el pánico y el terror se apodere de los seres
vivientes, es el mundo del COVID-19.

172
CAPÍTULO XXXVII

Dos días después de la muerte de Antonia, Samuel estaba


sentado en el poyo que estaba adelante de su casa. Era de
tarde y el sol estaba a punto de sucumbir en el ocaso. El
humilde anciano se revolvía de un lado a otro. Tenía el rostro
lánguido y la mirada ida. Se lamentaba de no haber podido
convencer a su esposa Antonia de lo erróneo de sus ideas de
ir de compras a los lugares más peligrosos, infectados por un
maldito virus.
Ahora ella estaba muerta. El virus no la perdonó y se
la llevó. Samuel miró de hito en hito el atardecer profundo,
rostros enmascarados iban y venían por su lado, algunos muy
cerca de sí. Y esto lo hizo entender que él nunca existió en la
vida de Antonia, que su relación fue algo burdo, infectados
por un falso amor. Aun así, se sentía culpable por su
machismo durante los años que pasó con la difunta.
—Le supliqué que tuviera tanto cuidado. Que
respetara la distancia social, que se ponga mascarilla; pero ella
se reía de mis recomendaciones. ¿Y ahora qué? —se
preguntó. Y en aquel momento sublime recordó cuando ella
cerró los ojos para siempre.
—Esto es una desgracia para mis hijos.
En aquel momento el viejo periodista quiso pagar sus
pecados y desgracias.
—No me puedo alegrar de su muerte, y hoy estamos
ante una crisis de vulnerabilidad y yo también estoy en este
grupo fatal, sin poder tomar acciones que al parecer no las
hay para mí. ¿Y María? Mi pobre María. Es el pan que me
alimenta y la dulzura que endulza mis noches de pesares.
Estoy tan decaído en esta tarde de pandemia, mis ideas y mis
emociones se han ido, ya no tengo nada, no sé qué voy a

173
hacer, la única solución es dedicarme a la política, jeje, sí, es
la única solución a mis problemas económicos: ser político…
—dijo pensando en Antonia—. Ay, Antonia, te volviste
sensible en la hora en que ibas a cerrar por última vez tus
ojos.
Samuel miró el horizonte, la puesta del sol era ya
inminente y salpicaban respingos de las primeras sombras
nocturnas.
—Solo fuiste una mujer tóxica. ¿Pero quién se atreve a
dominar sus demonios? Tal vez yo te convertí de ese modo,
dándote forma con mi locura, con mi corona de lágrimas y
los placeres que te impartía en noches de desenfrenos y
amores prohibidos. Yo la moldeé a mi forma, hice que se
llenara de hiel, sin saberlo, sin miedo a esta selva urbana y
que tenga un corazón de cemento. Ella no creyó en
pandemias, ni en virus. ¿Acaso no sabía que el mundo
descansa en maldades, desgracias y en virus? Por eso arrastró
a su propia familia a ese terror invisible que está matando a
miles en todo el mundo.
El anciano estaba tan absorto en sus pensamientos
mirando y no mirando a María, que no se había dado cuenta
de que alguien estaba frente a él.
—¡Grande, hermano! —dijo el visitante con voz grave
Samuel alzó la mirada y una exclamación de sorpresa
hizo esforzar su garganta dando un grito gutural.
—Hermano —por un momento se olvidó del
distanciamiento social, pero reaccionó a tiempo y extendió el
brazo, con el puño de la mano chocó el puño de su hermano.
—¡Samuel, grande, hermano! —dijo el recién llegado
arrebatándose en júbilo y emociones encontradas.
—¡Oh, hermano mío! Tanto tiempo sin verte ¿Cómo
has estado? —el anciano se desbordó en lágrimas.

174
—Vamos, che, no es para tanto, ¡no llores!
—¡Pero han sido tantos años sin verte! Dime, ¿y Carlos
Manuel?
—Ese boludo jamás volverá a Perú; no quiere que lo
vuelvan robar, al poner el primer pie en esta tierra.
—No, hermano, aún queda gente de grandes bondades
con sentimientos de humildad en estos tiempos difíciles, ahí
tenemos al buen hombre llamado el “Ángel del oxígeno”…
—Verdad. Ah allá en Córdova se habla mucho de este
pibe, como se habla acá de un baile de Corazón Serrano.
—Jaja tal vez no habrá ya esos bailes —Samuel hizo
una pausa en los momentos precisos en que se sacaba un
pañuelo blanco y se limpiaba la frente mientras el hermano
lo observaba con gran interés.
—Tú no has cambiado nada, hermano. Sigues grande.
—Gracias, pero tengo males que me han cambiado
como han cambiado estos tiempos —el recién llegado solo
rio.
Era el hermano menor de Samuel, su nombre: Dos
Santos, sí, un nombre de apellido brasilero que él odiaba
mucho y por el cual a diario culpaba a sus ya desaparecidos
padres. Tuvo que emigrar a la Argentina pues no soportaba
el bullying que le hacían sus amigos:
—Dicen que el día que lo bautizaron con ese nombre
de “Dos Santos” el diablo se molestó mucho —decía uno de
ellos riendo. Cuando Dos Santos se encontraba solo se
ponía a meditar el porqué de ese nombre y empezaba a
hacerse muchas conjeturas sobre él.
—Mejor me hubiesen puesto Alan Damián, aunque a
mí no me gusta la política porque es para los mentirosos.

175
Los amigos de rato en rato lo observaban y volvían a
la carga; fastidiándolo y burlándose de su nombre una y otra
vez.
—Mejor te hubiesen puesto Lucifer, ese nombre te
hubiese caído al pelo. ¡Carajo! ¿No te parece? —vociferó
Enanias, uno de los amigos de Dos Santos. Los demás rieron.
Dos Santos era un muchacho que tenía correa para
aguantar las bromas y para no quedarse atrás dijo:
—Verdad me hubiese venido mejor ese nombre.
—¡Está claro! —gritó Enanias.
—Porque al nacer viste la luz y el diablo se alegró,
porque también al principio su nombre era Lucifer —dijo
otros de los impertinentes llamado Cocomello.
Después que rio al escuchar su nombre, el demonio se
ocultó entre las sombras temblando de ira porque alguien
quería usurpárselo. ¡Y luego sombras! Así seguían pasando
los días en tinieblas, pero cuando se acordaba de ese
usurpador de Dos Santos, se mordía la cola. ¡Era una cola
llena de pelambre negro y grueso, pestilente! Desde aquel día
dicen que el diablo anda suelto buscando pleito.
—La voz del anciano lo sacó de sus pensamientos.
—Vamos, hombre. ¿Qué pasa?
—¡Estaba pensando en mis amigos! Cuando me hacían
bullying por mi bendito nombre.
—Te juro, hermano, cómo odio el día que me
bautizaron con este nombre…
—Bah, ¿por qué te quejas? Un nombre es simplemente
eso: un nombre.
—Pero ¿qué decís, che? Un nombre es el impacto que
da a la persona además soy un hombre cargado de pecados y
mujeres desnudas, pibe —de pronto Dos Santos miró a

176
Samuel y recordó cuál había sido la causa de su regreso al
Perú.
—Hermano, te acompaño en tu dolor y más sentido
pésame por la irreparable pérdida de tu esposa Antonia.
—Gracias, hermano, deja tu equipaje en uno de los
cuartos. Mis hijos están en casa de María. Ella ha tenido
coronavirus, pero no te preocupes: está fuera de peligro y ya
no contagia. Presentó todos los síntomas, pero las pruebas
rápidas le salieron falso negativo, ¡imagínate! Pruebas de
marras. A pesar de que tiene treinta ocho años resultó ser
sintomática, ha estado al bordo de la muerte, mi niña.
—¿Che, gran boludo no me digas que te estás
almorzando a la sobrina?
—No. Quizás más adelante la haga mi esposa.
—Quién lo diría, a tu edad, jaja —dijo Dos Santos
soltando una estridente carcajada.
—Mira, hermano Santos, este va a ser tu cuarto por el
tiempo que desees.
—Tranquilo, hermano, es solo por hoy. Mañana salgo
a recorrer el país. ¿Porque ya hay viajes verdad? —preguntó
Dos Santos un tanto sobresaltado.
—Sí, viajes humanitarios hoy escuché al presidente
decir que vuelve el encierro los domingos.
—A tu presidente se le han ido las patas; che, boludo.
—Bueno como te decía, mañana salgo al Cusco y de
ahí a Huancayo. Tengo veinte días de vacaciones y voy a
gozarlos como debe ser. Pero a la misma vez un pequeño
laburo que me ha dado el organismo donde trabajo —dijo
Dos Santos alegre y jovial—. A ver si tú vienes conmigo.
—Te agradezco, pero tengo cosas que hacer y además
mi edad no me permite viajar de un lado a otro —Dos Santos
lo observó; esta vez lo hizo con más atención.

177
—Está bien, hermano, te entiendo estás de luto y eso
se respeta.
Los dos entraron al cuarto de Víctor, el hijo mayor.
El visitante desempacó solo algunas piezas de ropa y
esa noche conoció a María y también a los niños. Cenaron
juntos.
Había momentos en los que Dos Santos se sentía un
tanto nervioso, pensativo y preocupado. Era como si algo le
inquietara o como si él ocultara algo. Observaba a los niños
con una mirada perversa y lujuriosa, Samuel se percató de
ello.
El hermano menor era alto y distinguido, de cabellera
blanca, plateada y brillante. Ese día vestía con extraordinaria
elegancia.
Dos Santos diez años atrás tuvo que viajar a la
Argentina por motivo de trabajo y por el bullying de sus
amigos, llevándose al último de los hermanos de la Piedra.
La familia era conocida como buenos elementos. Dos
Santos estaba casado en Córdova, en aquel tiempo era un
mundano buscador de pleitos, pero nunca se metía con la
familia.
Además, Dos Santos le dijo a Samuel que tenía cuatro
hijos y que él nunca los dejaba salir demasiado, siempre
preguntaba dónde iban y con quién iban, teniéndolos
vigilados. Esto fastidiaba a los jóvenes que decían que su
padre era un verdadero inquisidor.
Samuel recordaba que los niños le tenían miedo a su
padre, siempre recurrían a él para que le hable o intervenga
para que Dos Santos no los maltrate.
—Está bien, hablaré con su padre para que le dé su
espacio a cada uno.

178
CAPÍTULO XXXVIII

Dos Santos era un gran politólogo, que llegó a ocupar un


importante cargo en una sede de Gobierno en el país que
residía. Hablaba tanto de la realidad nacional que se
comparaba con Mariátegui.
—A las autoridades de Perú les faltan huevos —decía
a sus amigos—. Las leyes le favorecen al delincuente, al
corrupto y al que tiene más dinero. Yo me zurro en ellos
porque siempre hemos tenido a esos que se dicen políticos.
¿Por qué? —se preguntaba con la voz sin modulación y
empalagosa—. Porque siempre engañan al pueblo con un
kilo de arroz, con una humildad que no sienten.
Sus amigos lo escuchaban trémulos de emoción.
—Hombre de buen corazón —murmuraban, mientras
Dos Santos se revolvía en medio de una pandemia de
pobrezas y desastres que día a día se agudizaba más y más en
el Perú. Y de pronto se convertía en un “demonio bueno” y
rogaba tener poderes para acabar de una buena vez con tanta
maldad humana y dando un giro de trescientos ochenta
grados, de esos ojos negros y saltones le brotaba un mar de
lágrimas, para después sentir una sensación térmica y al
mismo tiempo buscaba el porqué en esa alma ya tan
inundada de pasiones descabelladas y de pronto un refugio
de nostalgia afloraba en ese rostro blanco y en aquel
momento lívido y triste.
Pero Dos Santos convivía con el sistema, se
embriagaba con el sistema y hablaba bien del Gobierno
mientras hacía gestos de buen colaborador y súbdito de él.
El hombre a veces tropezaba con el poder y la pobreza y cada
una de estos le daba pataditas de niño bueno cuando estaba

179
terco y manso, sobrio y ebrio, mil veces cantaba canciones
de protestas y en otras alabanzas al Gobierno.
—Que oigan los sordos. Este Gobierno es buen
corredor y se inclina ante el pueblo y le da pase a la
reconstrucción nacional.
Y cuando estaba con la masa popular se olvidaba del
Gobierno, se volvía contra el sistema, se peleaba con el
sistema.
—Por qué el Gobierno y el sistema callan —vociferaba
a los cuatro vientos—. Nos están matando de hambre y frío
allá en la puna y en el norte.
Era un declamador perfecto en su actitud comprada en
esos tiempos de lluvias y de crisis. Y volvía otra vez como un
toro a embestir al Gobierno:
—Este oculta el número de muertos. ¿Por qué será?
—se preguntaba mientras se alzaba solitario en arrebato de
cólera fingida mientras los amigos lo miraban ahora ya con
respeto. Él les sonreía mostrándoles su dentadura blanca
como el marfil y les movía la cabeza a los amigos, zalameros
y apegados a él.
—Tal vez con esa cultura autóctona, de dame y toma y
sobones que alguien nos heredó, pues el pueblo tiempo antes
tenía otra cultura, otros preceptos: No matarás, no hurtar o
simplemente (Ama Sua, Ama Quella, Ama Lllulla) no seas
mentiroso.
Pero Dos santos no tenía principios de los incas ni del
pueblo. Era un pastor de ovejas; que pastaba cuando el
rebaño estaba en descanso.
Y después de muchos años, Dos Santos estaba en Perú;
había venido, según decía, a darle el pésame a su hermano
mayor y a recorrer su país con ansias locas y trémulo de
emoción. Su sonrisa era casi una mueca muerta, no sabía si

180
era de fastidio o de calor andante, todo era nuevo ahora para
Dos Santos tal vez: El mundo ahora es talante o cambiante
—pensó.
Mientras Samuel observaba a su hermano de soslayo,
en medio de la tarde grisienta dijo:
—Ya sabía, hermano, vienes por momentos como
visita de doctor en aprietos o como si huyeras de alguien o
algo. —Dos Santos lo miró un poco ofuscado.
—A poco me crees uno del Sodalicio o un padrastro
violador o un esposo salvaje que se va de juerga con niñas de
quince o amante a las que las acechan y las asesinan,
simplemente porque no quieren estar con él.
—Ya quisiera tener frente a mí a uno de esos para
descoserlo a palos —dijo Samuel un tanto molesto.
Dos Santos lo miró de pies a cabeza, pensó que Samuel
no tenía fuerza ni siquiera para levantar la mano y rio para
sus adentros.
Mientras tanto, afuera el astro rey hacía reflejar un
mundo multicolor allá en el horizonte. El rostro de Dos
Santos cambiaba y Samuel no se daba cuenta de ello. En un
instante se iluminó, le brotaron destellos y fulgores y luego
volvió a ser él mismo. Pero, ¿quién era verdaderamente Dos
Santos? ¿Qué escondía? Una cosa sí era cierta: era un aliado
del Gobierno en tiempos de crisis, uno más del sistema. Sin
embargo, cuando estaba cerca de los de a pie era uno de ellos.
Por otro lado, Dos Santos, desde muchos años atrás tenía
cierto interés por los niños. ¿Acaso era un pedófilo?, los
abrazaba, jugaba con ellos y los llenaba de atenciones.
Él siempre decía que nunca abusaría de una niña o de
un niño, que el diablo estaba muy lejos para alcanzarlo, pero
Samuel se había dado cuenta de miradas que le parecían
libidinosas. El anciano tenía miedo de que su hermano

181
tuviera la enfermedad de la pedofilia y esa duda lo
atormentaba cada vez que Dos Santos venía al país. Una y
dos veces se llevaba las manos a la cabeza sacudiéndolas para
borrar aquellos malsanos pensamientos.
Por otro lado, Samuel sabía que a Dos Santos nunca le
interesaron las chicas de su edad, siempre le gustaban las
niñas, tal era la obsesión por ellas que se casó con una de
trece cuando él tenía veintidós años. En aquel tiempo la niña
se enamoró perdidamente de ese joven apuesto de carnaval,
las leyes no eran tan rígidas como las de hoy. La niña salió en
estado, no quedándole más remedio a Dos Santos que
casarse con ella, contando con la aprobación de los padres.
Cuando la esposa joven cumplió dieciocho años Dos
Santos, ella y su hermano menor viajaron a Buenos Aires,
Argentina. Cada año venían a Perú, pero después que le
robaron a Juan Carlos, el hermano menor, las visitas
mermaron.
Ahora Dos Santos otra vez estaba en el país con la
mirada, según Samuel, libidinosa y de pronto un poco
preocupada, hacia los niños de la cuadra incluyendo a los de
María.
—Bueno, hermano, a qué hora va a ser la partida el día
de mañana —Dos Santos había cambiado el día de su viaje.
—Estaré saliendo a eso de las diez.
—Voy a preparar chifles para que lleves y vayas
comiendo durante el viaje —dijo María dejándose notar.
—No quisiera causar molestias.
—Bah, hermano —dijo Samuel—, no es nada.
—Si a cada casa que voy me tratan bien los padres, aquí
les estoy llevando regalos a los pibes —al dar la vuelta posó
las manos en la cabeza de los niños lisándoles los cabellos.
María sonrió, igual Samuel—. Grande, hermano, siempre

182
preocupándote por nosotros, tus hermanos, eres igual que
mamá, pero eso está bien, aunque ahora en estos tiempos los
hijos lo toman a mal, no quieren ser controlados; son grandes
boludos esos pibes. A mí me gustan muchos los niños, jugar
con ellos porque a esa edad se pueden moldear para
formarlos y adiestrarlos e incorporarlos a la vida. Ahora que
voy me reuniré con los padres de los niños que tengo a cargo,
porque es bueno reunirse con los padres, hoy que el diablo
anda suelto y está furioso haciendo caer a los más nobles y
notables hombres de todos los cleros y clases. ¡Muchos han
caído! Satanás me tiene un hambre y trata por todos los
medios de hacerme caer en su trampa de maldad. A muchos
les hace creer y ver lujurias donde no las hay. Hace creer al
más incrédulo que el benefactor es aliado de él y está
abusando de ese pibe ya a muchos ha hecho caer en su
telaraña y ahora son sus discípulos. En eso me quiere hacer,
atraparme; hacerme uno de súbditos. Jamás le voy a dar ese
gusto, Cristo dijo: “Dejad que lo niños vengan a mí”. Yo digo
lo mismo, tal vez ahora, hermano, el porqué de mi nombre,
de mis andanzas. Yo amo a los niños porque a esa edad son
ángeles vestido de blanco, pero al pasar el tiempo algunos se
visten de negro y se vuelven lúgubres y se convierten, los
pobres, en parte del mal y como dijo tu presidente: a mí el
diablo no me va a doblegar.
Samuel miró a su hermano, esta vez con amor y una
ternura infinita invadió su alma. Ahora sabía que era un pan
de Dios, no era un pedófilo. No era uno de ellos, de esos
ángeles que existen en la tierra y en este mundo de maldad.
Samuel pensó que todo lo que había visto era producto de su
imaginación, o una ilusión generada por el demonio de esa
que hace caer a los humanos para que sigan pecando y divide
a las familias. Sabía que su hermano no era de esos. Trataba

183
de orientar a padres y a hijos para evitar los abusos y
maltratos a los niños por parte de los mayores, que fueron
influenciados por el mismo demonio, porque en estos
tiempos; Lucifer estaba furioso debido a que la hora estaba
llegando, su hora de ajusticiamiento al igual que la de sus
ángeles oscuros.
Dos Santos se despedía de su hermano mayor, los dos
estaban en pecado, como todo hombre en la tierra, pero
sabían pagar parte de estos con amor, preocupándose de sus
semejantes y recibiendo de ellos un vuelto de esperanza para
hacer un mundo mejor. Abrazó a su hermano, era alto,
vestido con elegancia, tenía el pelo largo y la barba crecida,
de rostro delgado y fino; sus ojos eran saltones profundos y
negros, él también abrazó a su hermano olvidándose del
maldito virus.
Dos Santos miró a María y ella le sonrió, le devolvió
esa sonrisa mostrando unos dientes blancos y tentadores que
daban forma a su mediana boca de sensibles y delgados
labios. María le dio la sensación que ese físico lo había visto
antes en un conocido entrenador de fútbol.
Luego ella miró a Samuel y le pareció que eran casi
idénticos, mismas dos gotas de agua, salvo por la barba,
volvió a sonreír, pero esta vez se acercó a Samuel y dejó que
sus cuerpos se tocaran acariciándose.
Dos Santos se colocó la mochila sobre los hombros y
acarició la cabeza de los niños. Samuel supo que su hermano
menor era uno de esos ángeles buenos que aún quedan en la
tierra para aliviar un poco las maldades de algunos humanos.
Le dio su bendición al igual como hacia la madre en aquellos
tiempos idos que ya nunca volverían en este mundo erial.

184
—El nombre del padre y del Espíritu Santo, amén
—susurró Samuel mientras dos lágrimas rodaban ya por su
cansado rostro—. Vuelve pronto, hermano.
—No te preocupes; yo he de volver. María, cuida de él
—exclamó el caminante.
—Lo haré. Pero él cuida de mí; es aún fuerte como un
toro y noble como un santo.
Dando unos pasos largos y ágiles el caminante se
encaminó hacia la puerta y se paró otra vez en el marco,
acomodó su bastón en la mano izquierda mientras alzaba la
derecha y la hizo lado a lado. Luego con el mismo andar se
echó a la calle. María y Samuel salieron a la puerta, para verlo
perderse a la distancia. Samuel pensó que su hermano era un
héroe como aquellos vestidos de blanco, los policías o esos
de celeste y azul que daban honor a los caídos en esa hora
apremiante y moribunda. Al periodista le saltó una leve
sonrisa, María lo contempló y también sus hijos, ellos lo iban
a querer como un padre. ¡De eso no había duda! Se tomaron
de las manos mientras el buen anciano miraba hacia la calle y
el sol acariciaba los cuerpos, algunos de ellos tal vez
contagiados por el maldito virus.
Era ya de noche, muy noche. De pronto una radio dio
a conocer una fatal noticia; en Lima cientos de jóvenes
fueron encontrados en una fiesta COVID-19. Habían
desobedecido la orden impartida por el Gobierno de no salir,
otra vez se había declarado el confinamiento total aquel
sábado del mes de agosto; todos tenían el rostro
despreocupado y sediento de diversión.
Cuentan que se agitaban al compás de la música, cada
nota musical era un aliciente para ellos. Sedienta de baile y de
juerga aquella juventud se mezclaba entre buenos y malos
pedidos por la ley y el orden, y otras pedidas por sus padres

185
que a esa hora lloraban tal vez presintiendo el trágico final de
aquella fiesta. Después de mucho tiempo la policía se hizo
presente en aquel antro lleno de jóvenes. Fue justo ahí
cuando se originó la estampida Unos corrían sin saber a
dónde, algunas mujeres querían ir por una escalera que tenía
solo una puerta de madera pesada. Cuando trataban de salir,
uno de los policías la cerró. Y esta se atascó con el tropel
humano, chocaban entre sí queriendo huir de la policía, pero
caían uno sobre otro. Por más esfuerzos que hacían
resbalaban en medio de un charco de licor y luces tristes de
un color púrpura; que también se apagaban como se apagaba
la vida de trece jóvenes por su imprudencia aquel sábado de
pandemia. También el virus había hecho presa de algunos de
ellos que se preparaban para dar un contagio masivo.
Trece cuerpos quedaban regados, pisoteados, los
cuerpos eran más mujeres que hombres algunos con hijos
que los habían dejado a cargo con la madre; otros con
antecedentes policiales tal vez ello originó la tragedia en esa
noche de pandemia o noche fiesta de COVID-19 y de
muerte.
En los días siguientes la nación se sumergió en un
escándalo que tocó a la puerta de palacio de Gobierno.
Ciertos audios habían sido descubiertos donde al presidente
se le escuchaba dar órdenes para que reconsideren y dar un
buen trato a un discípulo de su Gobierno y también
apaciguar la pelea de dos secretarias por un trato mejor a una
de ellas; llegando esto hasta la Fiscalía y la separación de estos
dos elementos del palacio, ya que eran secretarias personales
del presidente todo esto por un simple humano que estuvo a
punto de poner en jaque a la nación y costarle la vacancia al
presidente en esos tiempos de pandemia y de coronavirus. La
Fiscalía se hizo cargo de la investigación mientras en el

186
Congreso se dictaban leyes que al mismo presidente le
parecían populistas. Esa noche, Samuel, recuperado del
terrible mal, preparó la cena mientras María alistaba la mesa
y cenaron juntos los cuatro.
—Mañana será otro día, pero el maldito virus seguirá
allí afuera como un “terror invisible”. Pero nada nos pasará
si nos sabemos cuidar.
La salida del sol de la madrugada rompió los encantos
de la oscuridad, era ya otro día, un día más del maldito virus,
de una muerte digna de un poema trágico: he ahí quedó el
herido, he ahí quedó el muerto en medio de pérgolas y
aldabas que los vecinos habían tirado por estar infectadas con
el mal.
Se iba a cumplir un año desde el inicio de la pandemia
y ya había más de cincuenta mil muertos, cifras que el
Gobierno y las autoridades de salud no querían dar a conocer
a la nación. El mal se había iniciado en los primeros días de
diciembre del año dos mil diecinueve y, por lo tanto, las
autoridades de salud no se habían dado cuenta de las muertes
que ocurrían en aquel entonces tomando como referencia las
muertes como una simple pulmonía, naturalmente algunos
eran asintomáticos.
Se hablaba de que aquí en el Perú se había creado una
vacuna por un biólogo de apellido Fernández, pero que el
mismo Estado no quería el desarrollo de la misma, poniendo
trabas al doctor y a su laboratorio “FARVET”. El laboratorio
quedaba en Chincha, pero ya se había hecho un pedido de
un millón de dosis a China, la cual no estaría aprobada por la
OMS.
Esa mañana del mes de diciembre del 2021 los
peruanos se encontraban con los sentimientos encontrados.
Día a día ocurrían muertes, todo era un caos.

187
Más aún se anunciaba una segunda ola del terrible
virus; esta segunda ola sería más fuerte que la primera, en
aquel momento el país se asfixiaba por la falta de oxígeno
tanto los hospitales como en las plantas que lo producían
habían colapsado. Otra vez el país entraba en cuarentena, en
otros países se vivía lo mismo, el virus mataba ahora a niños
y jóvenes.
Mientras tanto la gente seguía saliendo: algunos a
trabajar otros a los mercados y otros por mera diversión o
quizás por el confinamiento. Esto los había vuelto
demasiado tóxicos o tal vez el estrés les estaba jugando una
mala pasada hasta el extremo de no poder soportarse el uno
al otro.
Los días pasaban y se hablaba de que en otros países se
empezaba a vacunar al personal que estaba en primera línea,
doctores, enfermeras, policías todos aquellos que tenían que
ver y enfrentarse al virus. Mientras en el Perú en el mes de
febrero llegarían un millón de dosis. Serían traídas en dos
remesas. La primera sería de trecientas mil y luego la restante
para que sean vacunadas, también acá, el personal que estaba
combatiendo el virus.
Pero de pronto los medios de comunicación dieron la
noticia de que se había descubierto la llegada de un lote de
cuatro mil quinientas vacunas para los voluntarios y otro más
que un laboratorio había donado a fin de que les compren
luego.
Algunas autoridades, como el presidente Vizcarra, que
aún no había sido vacado y otros allegados a su Gobierno,
como la ministra de salud, se habían vacunado en secreto con
esas vacunas donadas. Sin consulta alguna se inmunizaron a
espaldas del pueblo, manchando la ciencia y dejando un
sabor amargo a todos aquellos que no habían sido

188
vacunados, mientras que el Gobierno ya había sido
inmunizado totalmente.
Después de su vacancia el expresidente fue convocado
por un partido político para que postule como congresista de
la nación y empezaron a correr las apuestas si iba o no iba y
en caso de no ser juzgado por la justicia el pueblo entonces
era el que iba a definir. Era una vergüenza nacional porque
tanto el presidente como los demás sabían que se habían
inmunizado. Engañaron a la nación y se daban el lujo de usar
mascarilla para cubrir su vergüenza. El país comentaba con
tristeza: y a los enfermos del COVID-19 que necesitan
verdaderamente una vacuna ¿por qué se les ha dejado de lado
o por qué estos señores se han vacunado? Samuel y María
miraban y escuchaban las noticias con lamento y vergüenza
ajena.
—¿Cómo es posible que las autoridades en vez de
luchar por los más necesitados se adueñen del país?,
asegurándose primero ellos y a su familia y dejando atrás a
los enfermos por esta terrible pandemia. ¡No puedo creerlo!
—dijo Samuel lamentándose de sus autoridades—. ¡Vizcarra
es un mitómano, un mentiroso, un judas! Dice que fue
elegido como voluntario, cuando no es así y no sé por qué el
país permite tanta injusticia y engaño de estas autoridades
¡acaso no somos conscientes de que estas autoridades siguen
burlándose de nosotros!
María lo miraba con dulzura y sin poder resistirse lo
atrajo hacia ella y le dio un apasionado beso. Él lo saboreó
mirándola. Era tan joven, pero al mismo tiempo él se sentía
con el vigor para hacerla feliz.
Rato después todos estaban sentados a la mesa
desayunando, a una distancia apropiada, la felicidad parecía

189
inminente. Incluso las alucinaciones y la locura de Samuel
quedaban ya lejos, eso parecía….
En la Ciudad de los Reyes una lluvia loca y persistente
se había apoderado de ella en esa mañana de coronavirus.
Lima otra vez era declarada en cuarentena, pero no todos
cumplían con este encierro, la gente se desbordaba en las
calles desafiando la muerte que estaba allí latente acechando
al más débil y al vulnerable mientras el expresidente Vizcarra
y un grupo de sus autoridades, que le había dado la espalda
al pueblo, estaban ya inmunizados. Riéndose para sus
adentros, mientras los infectados por el terrible virus
luchaban para sobrevivir.

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CAPÍTULO XXXIX

Ese día Samuel estaba pensativo y en su rostro se marcaban


los años de sufrimiento que había llevado en su vida. María
lo miraba de cerca.
—Mis pesares y dilemas yo mismo los busqué.
Después de veinte años, Antonia empezó a cobrarse mis
andadas de gran hidalgo y conquistador —decía a María, esta
lo miraba con dulzura y ojos tristes. Samuel se confesaba ante
ella. Había llegado el momento de decirle a María por qué la
desaparecida Antonia lo había tratado como la suela de sus
zapatos.
—Grises eran los días y las noches, mis dolores y mis
males se acrecentaban cada momento como cada día mi
amarga suerte me llenaba de quimeras amenazas y en seguida
la casa se transformaba en jaula, donde vivía el agua y el
aceite, el gato y el ratón. ¡Eso éramos Antonia y yo, María!
—dijo Samuel un tanto melancólico y cansino.
María no dejaba de mirarlo y un dolor extraño le
estrujaba su pecho y de en rato en rato se acongojaba.
—¡Oh! cuánto habrás sufrido, amor mío.
—Sí. Aquí era cuando mis dolores y males se hacían
mayores. Antonia me ignoraba por completo. Pero te repito,
yo inicié la lucha y terminé cediendo porque su voz era un
funeral y la mía era un llanto.
María acercó su rostro exquisito al de Samuel y las
terciadas púas de la espesa barba la hicieron vibrar, su cuerpo
se erizó como tocado por una corriente eléctrica.
—¡Uy, tus barbas me hacen una cosquilla rica!
—rieron.
El COVID-19 seguía su carrera de contagio. La gente
se desbandaba por las calles como potros salvajes y chivas

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locas retozando entre sí. Hasta Samuel salía a ventilarse y a
solear sus males, pero el hombre tenía que cuidarse con una
mascarilla y un protector facial, aunque algunas veces volvía
a las andanzas y a las alucinaciones del día viernes, de los
sábados y de los lunes. De las alucinaciones y la locura que
lo llevaba de pelearse con todo el mundo, por los dolores y
los problemas de otros. Y decía a los cuatro vientos:
—Ya nadie está obligado a quedarse en su casa, pero
deberían saber que afuera en las calles hay un enemigo
invisible llamado virus, que nos espera para atacarnos. Hoy
jóvenes de sesenta han sido devueltos al encierro por el
presidente del turno privándolos de trabajar y de llevar un
pan a la casa. Nos dice que somos vulnerables. ¿Y de dónde
carajo esa gente va a comer? A algunos viejos como yo ni el
bono nos ha llegado.
Samuel se revolvía y en cada esquina gritaba y gritaba
como un loco, predicando, mientras la televisión presentaba
al presidente con su vestidura blanca sin mascarilla, tan ajeno
al dolor de los que tras de la pantalla lo escuchaban, Samuel
lo miraba con ojos desorbitados y en sus alucinaciones decía:
—¡Ese hombre está mintiendo!
Y otra vez volvía en sí, revolviéndose en las calles, y
volvía a decir:
—¡Mierda; qué estoy haciendo! —entonces, se
acomodaba la ropa, se alisaba el cabello y enrumbaba a su
casa y cuando estaba por llegar, María salía corriendo y del
brazo lo entraba diciéndole palabras bellas.
—Por qué, amor, eres tan obcecado e impertinente
¿Acaso no sabes que tú no puedes estar saliendo? Y peor aún
ponerte contra el sistema.
—Sí, lo sé, pero hoy he salido y he visto que no hay
nada más bonito que la libertad; pero por encima de todo

192
esto está la salud y para que haya salud tiene que haber
educación.
A Samuel volvían a brillarle esas alucinaciones
enfermizas, que lo transportaban a unas dimensiones
tridimensionales. Don Samuel se multiplicaba en muchos y
se infectaba con el COVID-19 por seguir saliendo.
Recordaba a sus grandes amigos que habían muerto y a los
que el maldito virus aún no había tocado
—Ellos saben cuidarse —exclamaba—. Pero hasta
cuándo durará, tendrán que seguir en su confinamiento. Que
Dios los guarde —decía en sus horas grises. Rogó por los
amigos que ya no estaban.
—Ese terror invisible se los llevó —con una voz
apagada volvió a decir—. Ayer la tierra fue invadida por un
enemigo invisible, terrorífico y el contagio es inminente y el
pánico se ha apoderado de los seres vivientes. ¡Ay! En honor
a mis amigos y a todos los caídos les recitaré un poema.
Entonces, Samuel, bañado en sus delirios tiernos y
tristes, hizo que su rostro se llene de luz púrpura y esta
invadió su ser. Luego empezó a declamar un poema tomando
de la mano a María.
Ella lo miraba fascinada, nunca había visto declamar a
nadie con esa emoción, más erguido, repitiendo en alto:
—Voces cantadas parecían salir de repente, de un coro
de ángeles. En esa hora mustia. Y un torrente de gente se
infectaba de repente.
María miró a Samuel, embriagada de amor, mientras el
viento gemía como un llanto ante la muerte del humano.
Samuel terminó de recitar aquel poema. María lo
aplaudió, los niños también, todos estaban fascinados,
mientras que Samuel, un poco deshidratado, atisbó a su

193
alrededor. El silencio le decía todo. Afuera el virus cobraba
otra vida más... y otra y otra más.
—Pero lo cierto es que este terrible virus nunca va a
desaparecer de nosotros, aprenderemos a convivir con él
—dijo María mirando serpentear a los niños, dando vueltas
y vueltas ante un camino que no existía, solo en sus mentes
infantiles llenas de juegos—. Porque además nos hacemos
fuertes y cuidadosos... Tal vez esperando, sin saber, la
aparición de otro virus, otras pandemias, quizás vengan más
fuertes. —dijo María regocijándose en el cuerpo enjuto de
Samuel.
—Sí… Puede ser, pero lo cierto es que la raza humana,
por hoy o mañana no se ha de acabar hasta que el mismo
hombre lo determine con sus guerras —afirmó Samuel
atrayendo a María hacia él, y sin poder resistirse, la apretó
suavemente, ella lo besó con pasión. A Samuel le invadió un
torrente de amor.
—Espero que así te encuentres por la noche
—dijo ella vehemente. Sus ojos negros le saltaban, él solo
sonrió para después decir:
—Ten por seguro que así será, mi amor —los dos
rieron.
Lo cierto fue que el anciano periodista, aún sin
presentar los síntomas del COVID-19, logró vencerlo y en
medio de sus males, alucinaciones y locura fue feliz con
María. La dulce y encantadora mujer dejó de ser recicladora
para convertirse en su amante.
Y también la tierna María logró vencer el terror
invisible. A pesar de las pruebas rápidas, que daban falsos
negativos, ella sí tuvo COVID-19. Gracias al cuidado de
Samuel y de ella misma pudo salir adelante.

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Esa noche un viento suave invadió la casa, viento
extraño, cuyo silbido era un murmullo o un susurro
indiscreto en los tiempos del coronavirus. Samuel y María
jugueteaban en la cama como niños, hablándose con los ojos,
haciendo el amor con el pensamiento.
Sus miradas derramaban ternura, mientras allá arriba
una bella y majestosa luna parecía sonreírles y agitar su manto
blanco, trasladándose lentamente por la rotación de la tierra,
para luego desaparecer entre aquellos cúmulos de nubes,
dejando la noche en una oscuridad tierna, liviana… de amor
y de coronavirus.

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