SOLO DE NOCHE. Ana María Shua y Paloma Fabrykant

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SOLO DE NOCHE.

Ana María Shua y Paloma Fabrykant

Leandro tenía mucho miedo de quedarse solo de noche, pero nunca lo hubiera
confesado. A los 10 años, se sentía demasiado grande para pedirles a sus
padres que se quedaran en casa.

Pero cuando se iban, todo a su alrededor se volvía amenazador. Le parecía ver


cosas por el rabillo del ojo. Cuando daba vuelta la cabeza para mirarlas de
frente, las cosas desaparecían. Quedarse en su cuarto, sobre todo, le resultaba
intolerable. Taparse la cabeza con la frazada era todavía peor: si los monstruos
que se imaginaba lo encontraban así, sin que él pudiera verlos llegar, estaría
completamente indefenso.

Lo curioso es que, al mismo tiempo, a Leandro le encantaba leer cuentos de


terror. Entonces, lo que hacía cuando sus papás salían era sentarse a leer en el
living, con todas las luces prendidas, hasta que volvieran. Un día estaba leyendo
un cuento que le gustaba y le daba mucha impresión.

Se trataba de un hombre que había entrado en una cabaña perdida en medio del
bosque. Pasaba la noche allí y a la mañana descubría que había dos puertas
para salir, pero no podía acordarse por cuál de las dos había entrado. Abría una
puerta al azar y se encontraba de pronto en otra dimensión.

Un desierto inmenso y horrible se extendía hasta el infinito.

Aquí y allá había unos cactus que se movían lentamente y parecían tener ojos.
Una extraña fuerza lo atraía hacia el desierto.

Con un gran esfuerzo de la voluntad, el hombre conseguía resistir esa fuerza y


se encontraba otra vez dentro de la cabaña. Pero, una vez más, no sabía cuál de
las dos puertas daba al bosque y cuál daba al horror. Y tenía tanto miedo que se
quedaba encerrado para siempre en la cabaña.

Leandro levantó la cabeza sobre el libro y miró a su alrededor. Su casa estaba


llena de puertas.

La de la cocina, la del baño, la de su cuarto, la del cuarto de sus padres…


Cualquiera de ellas podía conducir a un lugar desconocido y terrible. Varias
estaban abiertas. Pero la de la cocina estaba cerrada. Y ahora tenía sed, mucha
sed. ¿Se atrevería a abrir la puerta de la cocina? Dudó un momento con la mano
sobre el picaporte. Finalmente, abrió de un empujón. Azulejos, microondas,
alacenas, cocina, heladera. Todo bien.

Entonces abrió la heladera para sacar una gaseosa y se encontró de golpe en un


desierto blanco y frío, infinito. Formas de hielo de extraño diseño se movían
hacia él, primero lentamente, después cada vez más rápido. La puerta de la
heladera había quedado a sus espaldas. Se volvió hacia allí y trató de correr para
volver a la cocina, pero el suelo parecía estar hecho de un barro frío y poroso
que se adhería a sus pantuflas. Por suerte la heladera no se había cerrado.
De algún modo logró aferrarse al borde de la puerta y saltar del otro lado,
mientras el barro se tragaba sus pantuflas con un desagradable sonido de
absorción.

–¡Leandro! ¡Leandro! –la voz de su madre lo despertó– ¡Te quedaste dormido


leyendo en el sillón del living!

Era maravilloso volver a ver a sus padres.

–¿Qué te pasó? –preguntó su papá– ¿Otra vez tuviste un mal sueño?

–Pero mirá cómo tenés los pies embarrados… ¿Saliste al jardín sin pantuflas? –
preguntó la mamá.

Durante mucho tiempo Leandro se negó a abrir la puerta de la heladera, y se


mostraba muy cauteloso con todas las puertas en general. Con el tiempo se le
fue pasando el susto y empezó a comportarse más normalmente. Había muchas
explicaciones para lo que le había pasado.

Una simple pesadilla, por ejemplo, que lo había hecho caminar en sueños por el
jardín. Eso sí: las pantuflas no aparecieron nunca más.

Pero hay tantas maneras de que se pierdan unas pantuflas…

¿O no?

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