La Joya de Mi Corazon - Rogers, Rosemary
La Joya de Mi Corazon - Rogers, Rosemary
La Joya de Mi Corazon - Rogers, Rosemary
La Joya de mi Corazón
LIBRO UNO
LONDRES
Capítulo 1
Londres, Inglaterra
Mansion Boxwood
Septiembre 1888
Madison limpió el pincel en la bata blanca hasta los pies que llevaba
encima del camisón. Aunque eran casi las cuatro de la tarde, aún no
había tenido tiempo de vestirse. A ella no le importaba, pero si su
madre conseguía entrar en el estudio, se pondría furiosa. Razón de
más para no salir todavía.
–Dile a lady Moran que estoy trabajando -gritó por encima del
hombro en dirección a la puerta-. Que la veré mañana, cuando haya
descansado de su viaje.
–Es zumo de naranja recién exprimido -dijo ella; sirvió dos vasos-.
Sé que te gustará.
Lettie apartó una esquina del tapiz que las ocultaba y observó
fascinada al hombre fuerte de color que cruzaba el estudio. Se lamió
los labios secos.
–¡No me digas!
–Por eso está lady Westcott tan alterada. La señorita no sólo vive
día y noche en su estudio, sino que ahora dice que no irá al baile de
presentación el sábado por la noche.
Lettie miró por encima del hombro la ventana abierta por donde
habían entrado a escondidas en el estudio.
Lettie suspiró.
–Y…
Lettie se agarró la cofia de modo que casi le cubriera los ojos y sacó
la cabeza por debajo de la mesa.
Pero lo que dijo aquella doncella, que no podía tener más de quince
años, le hizo gracia. Echó atrás la cabeza y soltó una carcajada.
–Claro que no, señorita -Aubrey se puso muy recta delante de ella-.
Le he dicho a Lettie lo hermosos que son sus cuadros y ha querido
verlos.
–No estáis aquí para ver mis cuadros, sino a mi modelo -Madison se
hizo a un lado-. Miradlo bien. Pero permitid que os presente como
es debido. Cundo -llamó-, aquí hay alguien que quiere conocerte.
–Pero ya sabe cómo son las chicas jóvenes -siguió lady Westcott
con una risita artificial-. Siempre necesitan más tiempo para
arreglarse.
–Gracias, lord Thomblin -Alba soltó una risita-. Por favor, puede
pasear por el jardín si lo desea -señaló las puertas de cristal que
daban a un patio de piedra y accedían a través de él a los jardines
formales de la mansión Boxwood.
–¿A quién?
–¿Jefford?
–No.
–Lady Moran…
–Por favor, Alba, sabes que nunca me han gustado los títulos.
Llámame Kendra.
–Kendra -dijo la otra sin aliento-. Creo que deberíamos esperar a
Madison. Estoy bastante segura de que…
Kendra encontró las puertas del estudio en el extremo del pasillo tal
y como las recordaba. Antes de llamar, captó el olor a óleos y los
recuerdos se agolparon en su mente.
–Tengo las herramientas que ha pedido, lady Westcott -anunció un
hombre calvo de edad mediana con delantal de trabajo. Dejó una
caja de herramientas en el suelo-. No tardaré ni dos minutos en
sacar la puerta de sus goznes.
Alba asintió.
–¿Está enferma?
–Llámame tía Kendra, por favor. ¿Y qué te hace creer que yo pueda
controlar los vientos de los siete mares? El barco ha atracado antes
de lo previsto, pero no sabía que necesitara una cita para ver a mi
sobrina predilecta.
Salió una joven que sólo podía ser hija de su hermano y Kendra le
abrió los brazos, sorprendida por la emoción que la embargó de
pronto.
–No haremos tal cosa. Yo creo que está muy bien así -repuso
Kendra, mirando a su sobrina.
–Ah…
–No sólo lo conozco -suspiró su tía Kendra-, sino que me temo que
soy responsable de su presencia aquí -señaló primero a uno y luego
a otro con una mano enjoyada-. La honorable Madison Westcott,
Jefford Harris.
–Gracias por posar para el retrato, Cundo -le apretó una mano con
las dos de ella-. Creo que es uno de los mejores que he hecho. Si te
necesito, ¿puedo buscarte en el muelle?
–Deja que se vaya. No es por ti. Está así de gruñón desde que
hemos puesto el pie en Londres.
Kendra sonrió.
Madison se ruborizó.
–Es una larga historia, señorita Westcott -la miró a los ojos-. Espero
tener tiempo de contársela antes de mi regreso a Kingston.
Apartó la vista. Tenía que salir de allí a toda costa. Hacía mucho
calor y la conversación entre su madre y lord Thomblin, a la que se
habían unido ahora Kendra y Catherine, resultaba cada vez más
aburrida.
–No sé por qué no come en la cocina -gruñó Albert, por encima del
borde de su vaso.
–Supongo.
Eran pasos.
El hombre iba casi desnudo. Sólo llevaba una bata de seda atada a
la cintura y que le caía hasta la pantorrilla. Iba descalzo.
–Ya lo veo -él avanzó otro paso-. Son impresionantes -dijo-. ¿Puedo
ver su dibujo?
–Jefford -estaba tan cerca que ella podía ver los estanques oscuros
del centro de sus ojos. Estanques embaucadores.
Se lamió el labio superior. Tenía la boca seca y la respiración
jadeante. Aquel hombre la alteraba mucho y no sabía por qué.
–Creo que no, señor -dijo-.Y desde luego, usted tampoco puede
dirigirse a mí por mi nombre de pila. Es muy poco apropiado -lo miró
de arriba abajo-. Sobre todo teniendo en cuenta las circunstancias
actuales, señor.
El soltó una risita y, para escándalo de ella, tendió una mano y tomó
un rizo de pelo rubio que se había soltado del moño.
.
Capítulo 3
Apoyó la boca entre los pechos de ella y pensó que quizá era
justamente eso lo que necesitaba para dormir.
–¿Sí?
–Sí, capitán.
–Y sin piojos.
Madison pasó una mano por la bata arrugada, la misma que había
llevado la noche anterior al jardín y con la que se había quedado
dormida.
–Tonterías -su tía movió una mano en el aire y siguió andando por el
pasillo-. Date prisa. Si no nos largamos antes de que se levante tu
madre, tendremos que invitarla a venir y eso no será divertido.
Madison levantó la vista hacia lord Thomblin, de pie bajo el arco del
comedor y muy atractivo con un traje azul marino bien cortado, el
pelo peinado a un lado y el mostacho recién encerado.
Sonrió con timidez, bajó la vista y pasó los dedos por los pétalos
delicados de la flor.
–Vamos, tía -dijo Madison cuando salían por la puerta-. ¿No es una
grosería dejar a lord Thomblin con tanta prisa?
Él sonrió.
–Por supuesto, lady Westcott -se inclinó y siguió a los demás fuera
del comedor.
–Madre, ¿qué es eso que no puede esperar? – preguntó Madison.
–¿Así cómo?
–¿Qué incidente?
–Lo único que quiero, lo que he querido siempre, es que seas feliz.
–Tal vez algunos no hayamos nacido para ser felices -repuso él con
sinceridad.
–No tienes por qué estar nerviosa -decía Kendra a la joven-. Sonríe,
baila cuando te inviten, no bebas mucho champán y todos se
enamorarán de ti igual que yo.
Madison se reía al oírla. Las dos semanas que llevaba lady Moran
en Londres habían pasado muy deprisa y le costaba aceptar que se
iría en un mes más. Había tantas cosas de las que quería hablar
con ella, arte, literatura, viajes, que estaba segura de que no tendría
tiempo. La fascinaba lo poco que había aprendido de Jamaica y su
gente, que luchaban por establecer una economía que ya no se
basara en la esclavitud y quería saber muchas más cosas.
–No estoy nerviosa por el baile ni por caerle bien a la gente -
confesó. Me importa un bledo gustarle o no a la gente. Yo soy lo que
soy -se miró en el espejo-. Me preocupa que no les guste mi trabajo.
Un artista necesita público.
–Seguramente no.
–¿Por qué?
–No puedo decirte lo que debes hacer, querida. Ya eres muy mayor
para eso.
–¿Pero qué harías tú en mi lugar?
Se volvió de pronto.
–Claro que sí, señorita. ¿Cree que los sirvientes no nos movemos
por esta casa sin que nos vean? – le guiñó un ojo-. Sígame y
seremos casi invisibles.
–¡Por fin! – exclamó lady Westcott, casi corriendo por el pasillo del
segundo piso-. He pedido a una de las doncellas que llamara a tu
puerta y me ha dicho que no había respuesta.
No la tocó, pero su voz estaba tan cerca que ella podía sentir su
aliento en la piel. En público, en la pista de baile, se había mostrado
como el auténtico caballero que era, pero a solas en el salón, se
arriesgaba un poco más, lo suficiente para resultar atrevido sin
llegar a ser peligroso.
Madison bajó las pestañas. Empezaba a entender por qué las
jóvenes podían comportarse a veces de un modo tan estúpido en
presencia de los hombres. La proximidad de lord Thomblin le
aceleraba el pulso.
La joven abrió los ojos. ¿Jefford Harris sólo había ido a Londres con
el propósito de enfurecerla?
Volvía a hablarle como si fuera una niña y eso la enfurecía aún más.
–Menos mal que nos marchamos pronto. Vamos -la tomó del codo
sin consideración y tiró de ella hacia el jardín-, Kendra quiere que
muestre ese cuadro y están todos esperando.
–Mejor.
–Carl…
–No les ha gustado mi retrato -susurró ella, con los ojos llenos de
lágrimas.
–Oh, yo diría que algunos lo han encontrado muy seductor -se burló
él.
–No estoy seguro de que Londres esté preparado para unas ideas
tan avanzadas -musitó.
–Jefford, por favor, sácala de aquí -dijo lady Moran detrás de ellos,
donde intentaba atender a lady Westcott.
Cerró los ojos y se dejó llevar. Apenas oía las voces de los
invitados. Todo el mundo hablaba a la vez y muchos pedían sus
carruajes y sus chales. Albert le gritaba a su madre con voz de
borracho que había arruinado a la familia. Catherine lloraba en voz
alta y Kendra gritaba órdenes.
–A tu estudio.
–Pero…
–¿Quieres pasar por la casa con toda esa gente?
–Claro que sí -él se llevó una mano a la levita y sacó una petaca de
plata-. Toma un trago de esto.
Él se acercó a la puerta.
–Sí.
–Madison…
–Puede irse -ella se quitó las flores del pelo y las arrojó al suelo-.
Estoy bien, de verdad.
–Madison, lo siento.
–No ha debido hacer eso -dijo, tan enfadada consigo misma como
con él.
Carraspeó.
–¿Puedo ir a Jamaica?
–Voy, querido.
–Estás aquí -Kendra salió al jardín. Hacía una noche oscura y sin
nubes-. Empezaba a pensar que habías zarpado sin mí.
–No deberías salir sin el chal -dijo-.Ya sabes lo que dijeron los
médicos de Milán, París y Londres -se quitó la chaqueta y se la puso
sobre los hombros.
–Alba sólo sabe lo que ocurre en esta calle -repuso Kendra con
impaciencia-.Y la chica estará mejor conmigo en Bahía Windward
que casándose aquí con el primer imbécil que llegue dispuesto a
cargar con ella. Un hombre equivocado podría arruinar su talento;
destruir su espíritu.
–No.
–Más vale.
Kendra lo miró.
–Jefford, hazlo por mí. ¿Quieres dejar que ésta sea mi última
aventura?
–Lo es.
–Creo que pasará una vida entera hasta que pueda volver a dormir -
murmuró.
Capítulo 6
–No sé qué hacer con ella -Kendra se frotó las manos con
nerviosismo-. Hace casi una semana que zarpamos de Londres y no
comprendo por qué sigue tan mareada.
–No todas las mujeres se adaptan al mar tan bien como tú -repuso
Jefford.
–Nadie se ha muerto por estar una semana con mareos -repuso él,
con la vista clavada en el mar.
El viaje en el Alicia Mae había durado ya más tiempo que el que los
había llevado a Londres y Jefford estaba nervioso, ansioso por
llegar a casa y a su trabajo en la plantación. Temía que su estancia
en Londres lo hubiera reblandecido y creía que pensaba tanto en
Madison porque no tenía nada mejor que hacer.
–Esto está sucio y mojado. Hay que cambiarte las sábanas y tienes
que levantarte y tomar el aire fresco.
–No.
Madison vaciló.
–Maha.
–Bien -le tocó el hombro, que encontró muy delgado. ¿Cómo podía
haber perdido tanto peso en una semana?-. Ahora voy a salir, pero
estaré en el pasillo.
–Está lista.
–Estoy mareada.
–¿Por qué?
–Prueba.
–No quiero que nadie me vea así -gimió ella-. Lord Thomblin…
Cruzó la cubierta con ella en brazos sin que apenas nadie se fijara
en ellos. La tripulación estaba ocupada con su trabajo y Thomblin y
Kendra no se hallaban a la vista.
–Ya te lo he dicho.
Ella levantó la cabeza para mirar por encima del costado del barco.
–El agua está hermosa hoy -apretó los labios agrietados-.Tengo sed.
–Pruébalo.
–Quiero más.
Dos días después, Madison estaba lo bastante bien para vestirse sin
ayuda de Maha y pasear sola por la cubierta. Jefford no había vuelto
a ir por su camarote y, cuando lo veía arriba, vestido como uno más
de la tripulación y a menudo trabajando con ellos, apenas si la
saludaba.
Thomblin carraspeó.
–¿Me buscabas?
–¿Qué haces?
–Se cree que los indios arawak fueron los primeros en colonizar
Jamaica y llegaron en canoas desde Sudamérica. Más tarde
llegaron los españoles y después los ingleses. Muchos opinan que
la verdadera historia de Jamaica no empezó hasta que se prohibió
la esclavitud en la década de 1830. Desde entonces luchamos por
encontrar nuestro sitio en el mundo y vivir juntos con esta mezcla de
culturas.
–¿Y cuánto falta para que lleguemos? Estoy deseando ver las
junglas.
–Desde luego que no. Ya sabes lo que siento por él. Cómo me trató
en mi propia casa.
Madison no podía hablar. Estaba tan cerca que podía oler su pelo
limpio recogido en una coleta y su ropa secada al sol en las cuerdas
de los mástiles del barco.
–Yo…
JAMAICA
Capítulo 7
Kingston, Jamaica
Noviembre 1888
Más allá del puerto, recostada contra las colinas verdes bajo un
cielo azul sin nubes, se extendía la ciudad con la que Madison
llevaba semanas soñando. La tripulación se afanaba a su alrededor,
enrollando sogas en cubierta y bajando botes y ella contemplaba
embrujada el paisaje desconocido.
–¡Madison!
–¿Qué…?
–Sólo unos pocos, querida, y están viejos y sin dientes, así que no
te preocupes -se inclinó hacia delante para hablar con Punta-. ¿Me
habéis echado de menos en Bahía Windward?
–Para nada, señorita Kendra. Los sirvientes han hecho lo que han
querido en la casa, dejando que las gallinas y las cabras entraran en
la cocina, poniéndose su ropa, durmiendo en su cama y bebiéndose
su vino.
Después de casi una hora de viaje, Kendra abrió los brazos y sonrió.
–Gracias.
Miró de nuevo al jardín y vio salir a Jefford por una puerta que daba
a otra parte de la casa. Se disponía a volverse cuando oyó el
murmullo de una voz femenina y permaneció donde estaba.
Apretó los labios y los miró cada vez más airada. Ahora se besaban
en la boca y Jefford tocaba las nalgas de la mujer a través de la tela
delgada del vestido.
–¿Quién te crees que eres? – preguntó ella con los brazos en jarras.
–¿Cómo dices?
–Esto no es un…
–Madison…
–¡No empieces, Jefford Harris! No creas que porque soy una mujer
no…
–Madison, es mía.
Ella parpadeó.
–¿Qué dices?
Madison dejó caer las manos a los costados. ¿Había llegado tarde y
aquel villano ya le había robado la propiedad a su tía? Dio un paso
hacia él, airada de nuevo.
–Madison -Jefford levantó una mano con una risita-. Por favor, no
sigas. No te pongas más en evidencia.
–¿Tú herencia?
–¿Sí?
Para alivio suyo, se encontró con Maha en uno de los pasillos del
segundo piso.
–Sí señorita -la doncella abrió unas puertas dobles con adornos
pesados de bronce brillante-. Pensaba que estaba descansando.
–Lo único que lamento es que este asunto te cause dolor, querida.
¿Podrás perdonarme?
–Sí, por supuesto. Has sido tan… -la joven la abrazó con emoción-.
Yo jamás podría juzgarte. He sido yo la que ha reaccionado…
–He visto que los dos os llevabais muy bien en el barco. ¿Es posible
que tengáis más en común de lo que pensabais al principio?
–Hola -la saludó Kendra desde una de las varias mesas pequeñas
que ocupaban el comedor.
Jefford, sentado de espaldas a ella, se levantó. También se había
cambiado, pero ya no llevaba el pantalón y levita ingleses, sino un
pantalón oscuro y una camisa abierta en el cuello, sin pechera.
–Jefford.
La joven obedeció.
–De muchos lugares. De las demás islas caribeñas. Aquí hay una
amplia población de haitianos. Chantal es haitiana. También hay
indios y chinos.
–¿Y por qué están tan enfadados que pueden significar una
amenaza? – preguntó la joven.
–No hagas eso, por favor -musitó Kendra-. Estropea los platos.
–¿Incidentes?
–Lord Thomblin…
–No puedes traer a nadie aquí sin una presentación formal hecha a
la luz del día.
Jefford hizo una mueca y apartó una rama de palmera para dejarla
pasar. En la otra mano llevaba una antorcha que lanzaba un círculo
de luz en torno a ellos.
–Chantal…
–Es una niña -dijo ella; caminaba detrás de él por la jungla tupida en
dirección a la aldea donde vivían la mayor parte de los trabajadores
de Bahía Windward-. No podría hacerte feliz como te hago yo.
–Veo cómo te mira con esos ojos ingleses azules. ¿Te gusta su pelo
largo dorado?
–Tenemos que darnos prisa. No quiero darle a Ling otra excusa para
no hablar con nosotros.
–Chantal, vamos.
–Te he perdido.
–Mujeres no.
–El señor Ling dice que no puede negociar con los indios y los
isleños porque no se puede confiar en ellos. Mienten.
Jefford golpeó al chino con todas sus fuerzas. Era mucho más alto
que el guarda pero no tan ancho. El chino lanzó un grito de
indignación y se volvió hacia él agitando el hacha con la furia de un
loco.
–Jefford -le pasó las manos por el pelo y tiró de su camisa-. Estás
quemado -gritó.
–Doy gracias a los dioses porque estés vivo, ya que sin ti no hay
esperanza. Pero ya te he dicho que Ling no será razonable. Es inútil
invitarlo de nuevo a hablar. Ha venido a mi aldea y ha sacado las
armas. Ese insulto debería…
Brilló una luz en los árboles más allá del jardín y se levantó para
mirar mejor. Los guardas reconocieron a Jefford y volvieron a sus
puestos. Madison lo vio entrar en el jardín con Chantal.
En el extremo del pasillo vio que salía luz por debajo de una puerta,
la única visible en la casa aparte de la suya. Vaciló un instante y
llamó con firmeza.
–Chantal, te he dicho…
–Lo siento -ella retrocedió otro paso y deseó poder dibujar su rostro
tal y como lo veía en ese momento, preñado de emoción, de
vulnerabilidad.
Una mujer joven de pelo rojizo y ataviada con un vestido rosa inglés
se volvió desde una de las muchas estanterías.
–¡Oh, sí, por favor, George! – pidió Alice-. Podemos enviar recado a
nuestros padres; sé que no dirán nada.
–No sé -vaciló.
–Tú no harás nada semejante. Mi tía dice que no es seguro que una
mujer viaje sola por la jungla. Enviaremos a uno de los hijos de
Punta.
–Como desee, señorita Madison -Sashi inclinó la cabeza y se alejó
hacia la casa.
–Me parece que no sólo nos quedamos a cenar sino que puede que
ahora te cueste librarte de nosotros.
–Siéntate con nosotros -le pidió Kendra -Bebo, trae otra silla -ordenó
a uno de los chicos que esperaban en las sombras.
Se cruzó de brazos.
–Y por eso no quiero que camines sola por la jungla ni por los
campos -añadió Kendra-. Miró a Alice-. Ni tú tampoco.
–Hasta mañana.
–Porque tengo trabajo -él levantó el pie en una silla para atarse el
cordón e hizo una mueca. La herida del hombro estaba limpia y
sanaba bien, pero por la mañana quemaba como un ascua
ardiendo-. Te puede acompañar uno de los hombres; seguro que
alguien va hoy a Kingston. Todos los días va alguien.
–Pero yo no quiero ir con otro hombre -ella se levantó de la cama y
se colocó detrás de él. Lo abrazó y apretó los pechos en su
espalda-. ¿Por favor?
–Ya veremos.
–Buenos días.
–Buenos días.
–Bebo ha traído tostadas y fruta -le sirvió una taza de café sin
esperar respuesta.
–Por eso quería hablar contigo -Madison tragó saliva con fuerza.
–¡Eres insufrible!
Miró el cielo, que estaba más nublado que una hora atrás. Jefford
había dicho que habría tormenta, ¿pero qué sabía él?
La mayoría eran hombres, pero había también alguna mujer, con los
carros o en el campo con palas.
Madison dejó el pincel y dio unos pasos al frente para ver mejor.
–¡Señorita! – gritó la joven del pañuelo rojo-. ¡No! ¡La van a matar!
–La próxima vez que apriete el gatillo caerá uno de ustedes -gritó
Jefford, que se acercaba por el campo-. Indio o jamaicano, me da
igual. Y ahora dejen las palas y descansen un rato a la sombra.
Beban agua porque juro que el sol de junio les está cociendo el
cerebro -miró al jamaicano, que había dejado la pala y tomado la
mano de su hija-. Johnny Boy, no esperaba esto de ti.
–Estoy bien.
–No tienes que hacer esto -dijo Madison, empujándolo por los
hombros.
–No lo sé, pero tengo mis sospechas. Y además hay otros peligros.
Serpientes. Que te pierdas y mueras de insolación -dejó el sombrero
en el suelo y siguió metiéndose en la jungla.
–Hay un arroyo por aquí abajo -dijo-. El agua está fría. Si te has roto
el tobillo…
–No está…
–Pero…
–Chantal. Tu amor.
Jefford sonrió.
El miró el arroyo.
–Eso no es lo que dicen los sirvientes. Chantal les dice que te vas a
casar con ella.
Jefford la miró.
–Eso no es asunto tuyo -dijo él, pero sin brusquedad-. Vamos a ver
cómo podemos llevarte a casa -miró el cielo oscurecido por las
nubes-. Tendremos suerte si llegamos antes de que empiece a
llover.
A la tarde siguiente, Madison estaba sentada en el jardín debajo de
un platanero con el tobillo herido colocado en un cojín. Enfrente, en
un caballete, estaba el cuadro que había empezado el día anterior
en el campo de caña. Se había puesto uno de los vestidos de tarde
que llevara consigo desde Londres, una prenda verde de manga
larga con zapatillas a juego y al lado tenía una sombrilla
encantadora y un abanico chino.
–¿Cómo dice?
–Mi tía y Jefford me han invitado a venir aquí -dijo con un gesto de
desafío.
–Chantal.
–Es un chico listo -sonrió su padre a Madison-. Más que yo. Debería
casarse con él antes de que se lo lleve una prima segunda de mi
esposa de Essex, que se muere por que la invitemos a venir a
vernos.
–¡Padre! – protestó George-. Por favor, me estás avergonzando.
–Estuve allí quince años. Allí conocí a Kendra -se tocó la cabeza-.
Querida, ¿no le has contado a tu sobrina que nos conocimos en la
India? Yo estaba completamente enamorado de tu enigmática tía
hasta que le puse la vista encima a mi hermosa Portia.
Thomblin carraspeó.
–Eso sí, pero asumía que el destino de las mujeres había sido otro.
Sashi dobló un recodo del pasillo con los brazos llenos de toallas
sucias y estuvo a punto de chocar con George.
–No pasa nada, Sashi -dijo él con voz vacilante-. ¿Puedo llamarte
Sashi?
–Si quiere…
–Puedo andar -le aseguró Madison-. Tú misma has dicho que será
una distancia corta.
Su tía le sonrió.
–Eres una alegría para mí, querida. Lo que prueba que nunca
sabemos qué buena fortuna nos reserva la vida, incluso en el ocaso
de nuestra vida.
–Como si fuera ayer -repuso el aludido-. Era una noche sin luna
como hoy…
–Señor, me halaga…
–Madison, querida -llamó lady Moran desde el frente del grupo-. Ven
aquí. Quiero que veas este dormilón gigante.
–Por supuesto.
–No, gracias.
Madison suspiró.
–¿Te la ha pedido?
–No.
–Si tiene algo que ver con que Jefford quiera entrometerse…
–Yo creo que sí. Tú estás deslumbrada por lord Thomblin, les pasa a
muchas jóvenes. Es un hombre atractivo, habla bien, sabe halagar y
distraer, pero eso no significa que pueda ser un buen marido.
–Bebes demasiado.
–No.
–Ya hemos hablado de esto antes, pero creo que es hora de que
tomes esposa.
–Hijo mío, quiero morirme sabiendo que eres amado -Kendra tomó
un sorbo de ponche-. Tú precisamente mereces que te quieran. Ya
sé lo que dices que opinas de Madison, pero…
–Un momento -él se colocó ante ella-. No vamos a tener otra vez
esta conversación.
–Es inteligente, tiene talento y adora esto. Sería una buena esposa
y una buena madre. Si le das una oportunidad, sé que te querría
como te quiero yo. Como todos los hombres y mujeres merecen que
los quieran. Y tú la querrías a ella. Creo que ya la quieres.
–No son buenos días -dijo. Tomó un cuchillo para pelar la fruta.
Un perro marrón delgado entró por una puerta abierta y salió por
otra, perseguido por dos niños jamaicanos desnudos que no
tendrían más de tres o cuatro años.
–¿Por qué no? – preguntó su tía-. Eres una muchacha con muchas
ventajas.
–Ah, así que los rumores son ciertos -asintió su tía-. Por supuesto,
tú no pensarías que ibas a ser siempre la amante del amo. Sabías
que un día se casaría y que no es hombre que conserve a otra
mujer después de casarse.
–Antes te gustaba tu trabajo aquí, hija. Tienes mano con los viejos y
los enfermos. Tus manos tienen un toque especial -mostró las
palmas a Chantal-. Tienes mano con las plantas y las hierbas, un
don que te dio mi sé, Dios lo tenga en su gloria.
–Muchas gracias por traerme hoy, tía -dijo Madison, sentada junto a
Kendra en el asiento de madera del carro-. Le pedí a Jefford que me
enseñara cómo se hace el ron y me dijo que no se admitían mujeres
cerca de la destilería.
–Se aprende a apreciarlo, querida. Pasa igual que con el ron -le dijo
su tía.
El carro se detuvo en el borde del claro y lady Moran se levantó en
el acto y esperó impaciente a que el hijo de Punta la ayudara a
bajar.
–¿No has dicho que querías hacer una visita? – preguntó a éste.
El hijo corrió desde el carro con una jarra de cerámica en una mano
y la cesta en la otra.
–Perfecto. Ahora vete, Punta. Disfruta de la tarde.
–En aquel cobertizo -su tía señaló un edificio en peor estado aún
que el de la estufa-. El jugo pasa a un depósito y de ahí lo llevan con
calderos de cobre hasta la sala de destilación. Esa estufa es para
hervir el zumo. Luego añaden agua y ponen a fermentar la mezcla
nueve días en barriles de madera.
–¿Qué?
Era Jefford.
–Os pago para trabajar -gritó por encima del alboroto-. No para
pelear. Dejaos de tonterías o tendréis que recoger piñas para
Thomblin.
–Decidme qué hacéis aquí las dos sin guardas -miró a su madre-. Al
menos tú deberías tener más sentido común.
–Sube al carro.
–Has venido.
–Esto está mal -susurró ella-. No debes hacerles esto a tus padres.
–No debes desobedecer a tus padres -insistió ella. Cerró los ojos y
lo besó en los labios.
Ella abrió los ojos y miró los de él, de un marrón tan claro que
resultaban casi dorados. Tenía miedo y, sin embargo, en dos
semanas, aquel hombre blanco se había convertido en todo su
mundo.
–¿Sí?
–Lo siento. Tienes razón. Es muy insensible por mi parte decir eso
cuando tú eres huérfana.
–Es más que eso, amor mío -le tocó la mejilla, mareada sólo con el
contacto de su piel, con su olor-. Tienes un deber para tus padres y
tu hermana. Con tus antepasados.
–Sashi…
–Promételo -insistió ella-. Escúchame. Hay cambios en perspectiva.
Se huelen -lo miró a los ojos-. Prométeme que no harás nada
todavía.
–Sashi -dijo la misma voz del jardín, ahora más cerca. Era otra de
las sirvientas.
–Cansada.
–¿Y el dolor?
–¿Qué susurráis?
–Un beso -murmuró ella-. Debe ser algo serio -miró a Maha-.
Puedes irte, querida. Vete con tu marido.
–Sí.
–¿Cómo de serio?
Se pondría, pues, su mejor traje e iría a oír lo que tenía que decir
Jefford. Además, si los nativos empezaban de verdad a quemar
casas de ingleses, no tenía deseos de que le ocurriera a él. No era
tampoco contrario a cambiar de aires, pues ya llevaba mucho
tiempo en Jamaica y, ahora que se hablaba de confiscar su
plantación, quizá había llegado el momento de pasar página.
–¿Milord?
–Sí, milord.
Por el rabillo del ojo, vio que Jefford cruzaba el jardín y lo observó a
hurtadillas. Iba descalzo, con pantalones y llevaba una camisa
blanca colgada al hombro.
Sashi le había dicho que cerca del jardín había un estanque con una
cascada pequeña donde nadaban muchos de los sirvientes. Se
preguntó si él se dirigiría allí.
–¿Señorita Madison?
–¿Separar a esos dos? Yo diría que ya es tarde para eso, ¿tú no?
–Vamos.
–No sé nadar.
–¿Quitarme la ropa?
–No toda, claro, a menos que quieras. Mira, sé que debes llevar al
menos veinte capas de ropa debajo de eso, así que quítate las dos
primeras.
Madison vaciló.
–Vuélvete o me marcho.
Él obedeció.
–Estoy bien.
–Creo que nunca he visto a nadie aprender tan deprisa -asintió él-.
Aunque, por supuesto, yo soy un profesor excelente.
–Es fácil -él se incorporó-. Túmbate de espaldas así -la tomó por la
cintura y la tumbó de espaldas-. Pero tienes que relajarte.
Ella sabía que tenía que pararlo, pero no podía encontrar las
palabras. Sus brazos y piernas no le respondían.
–Chantal…
–Madison, espera.
Chantal corrió hacia él por fuera, armada con una piedra del tamaño
de su cabeza.
–Por favor, dile a Madison que siento que esté enferma -dijo al fin-.
Que hablaré con ella mañana.
–Sí, señor.
Una antorcha ardía detrás del cristal y la voz volvió a sonar, seguida
de unos golpes urgentes.
–¿Punta?
Abrió la puerta.
–¿Qué…?
–La señorita Kendra dice que tiene que vestirse. Dése prisa -la
interrumpió Sashi-. Tenemos que estar en el jardín en media hora.
–¿Y si vienen?
–Nos vamos.
–Tía Kendra.
–¡No se quede ahí parada, chica tonta! – ordenó Maha, que pasó a
su lado-. Lleve la caja al jardín y envíe a uno de los hijos de Punta a
buscar las demás. Hay que darse prisa antes de que los sublevados
lleguen aquí.
–No, pero tenemos que irnos -la mujer permitió que un sirviente la
ayudara a subir a uno de los carros tirados por mulas.
–Sí, sí, ya nos vamos. Jefford nos alcanzará. Madison, sube -miró a
su sobrina-. Y procura no mostrarte tan asustada, querida. La vida
está hecha de estas cosas.
Uno de los hijos de Punta subió al carro y tomó las riendas. Madison
miró confusa los cuatro carros cargados de cosas.
Chantal salió por la puerta trasera del jardín y corrió hacia el carro.
–Nos pisan los talones -jadeó Ojar-. Hay que darse prisa.
Le volvió la espalda.
La joven tomó el lienzo sin mirarlo y los envolvió todos juntos en una
cortina.
–Jefford -susurró.
La luz detrás de ellos era ya más brillante y las voces más altas.
Corrieron al jardín.
–Ahora no es seguro.
–¿Pero cómo…?
–Madison, por lo que más quieras, cállate -él empujó una puerta
pesada de hierro en la pared del jardín y se apartó para dejarla
pasar-. Adelante.
La joven corrió todo lo que pudo con el corazón latiéndole con
fuerza, sujetando el almohadón de seda con las pinturas y el agua.
Estaba muy oscuro y no había sendero. Las ramas se enredaban en
su pelo y las enredaderas le arañaban los pies y las manos.
–No puedo.
–Sí puedes.
–Puedo seguir.
–¿Dónde estamos?
–No, sólo…
–No tengas miedo -le subió y bajó una mano por el brazo-. Aquí se
está mucho más fresco.
Jefford usó una mano para guiarse y cuándo la penetró, ella echó
atrás la cabeza, no a causa del dolor, sino maravillada.
–Lady Moran.
Lady Moran estaba tan cansada que le costaba mantener los ojos
abiertos. Le dolían todos los huesos y sentía también un dolor
intenso en la espalda. Estaba muy preocupada por Jefford y
Madison. Su corazón sabía que estaban bien y juntos, que
simplemente esperaban el momento oportuno de llegar a la cueva,
pero su preocupación aumentaba a medida que pasaban las horas.
–Yo creía que teníamos un barco. Se suponía que nuestro viaje era
seguro -Thomblin levantó las manos en el aire, con un deje de
histeria en la voz-. Creía que la semana pasada habíamos forjado
un plan de fuga.
–Eso no lo sabe.
–Madison…
–No. Cerca de la ciudad hay otra cueva más grande que ésta, una
caverna. Un lugar donde solían esconderse los piratas. Mi madre y
los demás nos esperan allí. Está muy cerca del muelle.
–¿Vamos a tomar un barco?
–¿Para Londres?
–¡Cielos, no!
–¿Adonde, pues?
–A la India.
Algo en su voz hizo que ella lo mirara, pero él apartó la vista con
brusquedad.
–Jefford…
Madison dormitó casi toda la tarde, sobre todo para no tener que
soportar el silencio incómodo que se había instalado entre ellos. Se
despertó ya muy tarde.
–Pero todo está más tranquilo. He visto a uno de los hijos de Lali en
la jungla y muchos de los sublevados están durmiendo la
borrachera, aunque hay grupos organizándose en muchas aldeas y
seguramente saldrán de nuevo con antorchas cuando caiga la
noche. Culpan a los ingleses de todas sus desgracias. Ya es
imposible negociar con ellos.
–Sí.
–Ya casi estamos -le dijo Jefford al fin por encima del hombro.
Se detuvo y ella se apoyó en un árbol y suspiró aliviada. Él se puso
las manos alrededor de la boca y lanzó un sonido muy similar a
otros que había oído ella en la jungla. Alguien le contestó con el
mismo ruido.
–Está bien, señor. Están todos aquí. Su madre, los Rutherford, lord
Thomblin.
–La jungla empieza a despertar de nuevo. Ya hay fuegos otra vez -le
advirtió Ojar.
–Lo sé. Por eso tenemos que irnos enseguida -Jefford se alejó
agachando la cabeza por debajo de las enredaderas y Ojar y
Madison lo siguieron.
Madison lo miró.
–¿Sashi…?
–George no quiere que mamá y papá sepan quién es y que está con
nosotros -explicó su hermana.
Pero cuando llegó la luz, empezó a ver las cosas de otra manera.
Madison era una niña rica y mimada que no tenía mucha cabida en
la vida de un hombre como él.
–¿Sí, Ojar?
–¿Sabe a qué capitán vamos a buscar para que nos lleve a través
del mar?
Jefford miró los alrededores del bar del puerto. Olía a pescado
podrido y agua de mar. Un gato maulló y bajó por el callejón que
corría a lo largo del bar.
–No sé.
–Para usted.
–¿Por qué?
–¿Para qué?
–Eso no es asunto suyo.
–¡Jesucristo!
–Willey Silbidos.
–No, pero para lo que usted lo necesita, no hay nadie que le vaya a
ofrecer un barco decente, con los jamaicanos tocando así los
tambores y encendiendo hogueras. Es arriesgado ayudar a un
inglés como usted.
–La moneda es suya.
INDIA
Capítulo 18
Bombay, India
Los viajes de los tres últimos meses parecían ya sólo una mancha
en las páginas de uno de los muchos cuadernos de dibujo que había
llenado. A medida que iban de un continente a otro, sus cuadros
adquirían más vitalidad; eran su forma de escapar, su vida, su
pasión, y llenaban todos sus momentos despierta.
Madison se ruborizó.
–Es lo que mejor hace la sociedad inglesa, querida -su tía se acercó
al maître.
Lord Thomblin caminaba por la acera con los brazos apretados a los
costados para que la multitud no tropezara con él y manchara su
chaqueta blanca inmaculada. Dos chicos nativos trotaban detrás de
él acarreando sus bolsas de viaje de cuero.
El largo viaje desde Jamaica no había sido tan provechoso como
esperaba. En lugar de ganar en las mesas de juego, ahora que
había llegado a la India se encontraba más pobre que cuando salió
de allí tres años antes.
–No tengas miedo, querida. Lord Thomblin sabe apreciar una cara
bonita -sonrió con adoración y cerró la puerta tras de sí.
–Yo no me escondo.
–No has visto a Madison desde que llegamos a Bombay hace casi
una semana -señaló su madre.
–No pasó nada. Te he dicho mil veces que esperamos en una cueva
hasta el amanecer y luego fuimos a reunirnos con vosotros.
–Kendra…
–No.
–Oh, mi querido Jefford -ella soltó una risita-. No fuiste un niño fácil,
pero escucha…
–Yo pensaba que tu último deseo era casarme con tu sobrina -sonrió
él.
–Sí -repuso ella, animosa. Tomó un chal de seda que había sobre la
cama-. Al menos por esta noche. Vámonos ya. Los demás nos
esperan en el vestíbulo.
–Gracias por la oferta -repuso lady Rutherford-, pero creo que ahora
que estamos tan cerca, George está ansioso por volver a la casa
que construyó su padre.
–Hace casi treinta años que no la veo -dijo su marido con voz ronca
por la emoción-. Imagino que habrá que sacudir las alfombras.
–Ya verás cuando oscurezca -dijo lady Moran-. Aquí hay aún más
criaturas nocturnas.
–Ya casi hemos llegado -susurró lady Moran cuando llevaban casi
una hora de viaje-. No puedo creer que no haya estado aquí desde
que nació Jefford y sin embargo recuerde tan bien cada recodo del
camino. Las cosas han cambiado, claro. Entonces no había vías de
tren por aquí. Lord Moran y yo viajábamos a Bombay en elefante.
–No como antes. Hace cien años habitaban un espacio muy amplio,
igual que los tigres. Pero no temas. Con el tiempo estoy segura de
que podremos adquirir un elefante o dos.
–Sí, bueno, todavía conservo algo de decoro -la mujer le dio unas
palmaditas en la rodilla-. Y nunca es bueno presumir. La familia de
lord Moran la llamaba El Palacio de los Cuatro Vientos.
–El sistema de castas puede ser muy complicado, sobre todo aquí,
donde hay una mezcla -murmuró Kendra al oído de su sobrina-. En
la punta de la pirámide están los brahmanes, seguidos de muchas
castas como los andavares, nadares, vedhares, todos en fluctuación
constante y luchando por acercarse a la cima. Y después, por
supuesto, está la cuestión de la religión: hinduismo, budismo,
musulmana, cristiana.
El hombre del turbante se inclinó ante ella, con las manos juntas y la
mirada fija en el suelo en señal de deferencia.
–No puedo creer que el palacio esté tan bien cuando la tía lleva más
de treinta años sin vivir aquí -comentó.
–¡Santo cielo!
–¿Te complace?
–Y tú eres una mujer vieja -repuso él, con ojos brillantes-. Hermosa
todavía, pero vieja.
–He esperado esto mucho tiempo -susurró él-. Toda una vida.
–Todos estos años, sí. Los mismos años que he rezado a Indra para
que volvieras a mí.
–Sí, gracias -soltó una risita-. Creo que al fin mi cuerpo ha dormido
ya bastante -aceptó el sombrero y vio que su doncella estaba al
borde de las lágrimas-. ¿Qué sucede?
–Vamos.
–Pero Sashi, tu padre murió hace años. Ésta es una casa inglesa.
Más aún, es la casa de lady Moran y aquí las mujeres se casan con
personas a las que aman. Si George es el hombre con el que
quieres pasar el resto de tu vida, no puedes huir.
–Bien.
–Creo que han llegado los Rutherford. Eso son las campanillas de la
puerta principal -Madison sujetó a Sashi por los hombros-. Quédate
en nuestras habitaciones, yo encontraré una excusa para enviarte a
George. No puedo prometerte que tendréis mucho tiempo para estar
solos, pero al menos…
–No, con eso basta -repuso Sashi con pasión. Tomó las manos de
Madison y se las apretó-. Gracias. No sé cómo corresponder a su
bondad.
–¿De veras?
Kendra sonrió.
–Sí -rió lord Rutherford-. Hijo, sólo tienes que casarte con una
princesa india y quizá también puedas vivir en un palacio así.
–Estamos casi a finales del siglo XIX, querida -repuso el lord-. Los
tiempos viejos desaparecen rápidamente. Si hubiera una candidata
de buena familia, consideraría esa unión. Después de todo, los
brahmanes son como la familia real en Inglaterra.
Madison miró a George con una sonrisa. Acababa de tener una idea
maravillosa.
–Alice, George, ¿os he dicho que tía Kendra me ha pedido que pinte
un mural en uno de los vestíbulos? Tenéis que venir a verlo.
–Ya está -dijo la doncella-. Y muy hermosa. El azul del sari hace
juego con el de sus ojos.
Madison sonrió.
–Gracias.
–No me las des todavía. Aún tengo que pensar bien mi plan y
después hablar con mi tía. Para que funcione, ella tiene que estar de
acuerdo.
–Las ha enviado lady Kendra. Dice que eran suyas y que le irán
perfectamente con el sari.
–Disfrute de la velada.
Madison salió de su habitación y bajó por el pasillo con la tela
sedosa del sari frotando sobre los hombros.
–Buenas noches.
–¿Has tenido ocasión de viajar más allá del palacio? Estoy seguro
de que hay muchas cosas que querrás pintar.
La mujer lo abrazó.
–¿Cómo te encuentras?
–Estoy radiante.
Madison sonrió.
Madison sonreía todavía, con la vista fija en el raja, pero cuando vio
que a él le cambiaba la cara, se volvió a mirar a Jefford.
–Es… un placer, señor -dijo éste. Se acercó despacio, con los ojos
clavados en el raja.
Él movió la cabeza.
–No estoy seguro, pero creo que mi madre y yo vamos a tener una
conversación en cuanto pueda pillarla a solas.
–Jefford, ¡lo estamos pasando tan bien los cuatro! ¿Se puede saber
qué te ocurre?
–Me parece que ya lo sabes, madre.
Jefford lo miró.
–Creo que es mejor que lo diga usted -el raja tomó su vaso-. Temo
perder el control y estrangularla aquí mismo, delante de tantos
testigos. Al Gobierno no le gusta mucho que los indios asesinen a
aristócratas inglesas.
–Ceo que ya hemos hablado bastante por esta noche -miró al raja-.
Señor, si me disculpa, debo irme o seré yo el que estrangule a mi
madre. Con franqueza, creo que lo mejor será que hablemos en otro
comento, cuando hayamos tenido tiempo de pensar en esto.
–Ha sido un placer conocerlo, señor -hizo una reverencia-. Creo que
yo también me voy a retirar. Buenas noches, tía.
–Desde luego que no. Lo he conocido esta noche, igual que tú.
Él hizo una mueca.
–Ella vivió aquí con su padre, eran invitados de lord Moran. Los dos
hombres pasaban mucho tiempo fuera en campañas militares y ella
se quedaba sola con los sirvientes. Yo había asumido…
–Y ahora lo tengo.
–No entiendo por qué estáis los dos así. Antes de ahora no ha
habido necesidad de entrar en detalles -se quitó el turbante y se
alisó el pelo rojo que le quedaba. Aunque había vuelto a la India, se
negaba a llevar velo. Un turbante de hombre encajaba mejor con su
disposición-. Y ahora ya lo sabéis.
–¿Y ahora piensas seguir así toda la noche o vas a venir a hacerme
el amor? Ninguno de los dos somos ya muy jóvenes, ¿sabes?
Él se echó a reír.
–Ya sabes con qué. ¿He hecho algo malo? ¿Por qué me miras así?
–No quiero que se ofenda, pero tengo que hacerle una pregunta.
–¿Cuál?
–¡No! Claro que no. Desde luego que no. Yo… -le tembló la voz y
cerró los ojos.
Ella había pensado lo mismo más de una vez, sobre todo en las dos
últimas semanas.
–No puede ser -murmuró. Abrió los ojos-. ¡Oh, Sashi! – susurró,
sabiendo en su corazón que era cierto-. ¿Qué voy a hacer? – sus
ojos se llenaron de lágrimas-. Sí, puede haber… puede que haya un
niño.
–¿Cómo lo sabes? – Madison abrió los ojos-. ¿Lo sabe más gente?
–Madison, mírame.
–Claro que no. ¿Por qué iba a estar enfadada? De hecho, debo
admitir que me siento encantada -se levantó de la cama y se acercó
al vestidor-. Vamos, levanta y vístete. Dile a Sashi que te peine y
ven a verme a mis habitaciones, donde hablaremos del tema con
sensatez -se acercó a la puerta-. Y repito que estoy encantada. ¡Voy
a ser abuela!
Madison se ruborizó.
–Debo irme para atender los asuntos de mi palacio, pero espero que
nos veamos esta noche en la cena.
Él no dijo nada.
–Sí -confesó ella, con los ojos llenos de lágrimas. Se las secó con
impaciencia-. Claro que es tuyo. Nunca he estado con ningún
hombre, sólo contigo -miró el suelo verde pálido-. Sólo esa vez.
Él se encogió de hombros.
–Soy un hombre adulto. Conocía los riesgos -dijo con voz fría.
El la miró un momento.
–Esta semana está llena de sorpresas, así que creo que ahora me
iré a ver ese campo que te dije. ¿Me acompañas?
-¿Sahib? -movió las caderas con aire sugerente. Era evidente que
era mitad india, mitad blanca y le gustaba. Limpia y arreglada podía
resultar muy atrayente. Las mujeres como ella estaban deseando
complacer. Era increíble lo que podía hacer un ser humano por agua
y comida.
–Ábrala.
Thomblin lo miró.
Varios días más tarde, Jefford paseaba por el pequeño pero lujoso
salón de audiencias privadas del palacio del raja. Se detuvo y
estudió los murales de las paredes, con escenas de caza y jardines
exuberantes, y pensó para sí que no eran tan buenas como las que
hacía Madison. Sonrió en su interior. La joven seguía jurando que no
se casaría con él, pero en la casa todos parecían ignorar sus
deseos, sobre todo Kendra, que había empezado a preparar la boda
más grande que se había visto nunca en el Palacio de los Cuatro
Vientos y estaba convencida de que su sobrina cambiaría de idea.
Jefford confiaba en que así fuera, ya que no quería que un hijo suyo
naciera bastardo, aunque tuviera que llevar a Madison al altar atada
de pies y manos.
Jefford lo siguió por un pasillo tras otro del viejo palacio. El sirviente
se detuvo ante unas puertas talladas, decoradas con hojas de oro,
las abrió y se hizo atrás. Jefford encontró al raja sentado ante un
escritorio de madera y le sorprendió ver que la estancia recordaba a
una biblioteca inglesa, con estanterías oscuras del suelo al techo.
Hasta olía a tabaco inglés.
–Sí -el raja cruzó los brazos sobre el pecho-. Kendra me partió el
corazón cuando se fue. Si me hubiera dado una oportunidad, la
habría hecho mi primera esposa.
–Sí. Nunca supe lo que había pasado. Hasta vivió una temporada
aquí en el palacio conmigo cuando su padre y lord Moran estaban
fuera.
–No. Es tan terca ahora como cuando tenía veinte años -sonrió él-.
Le he pedido una y otra vez que se case conmigo, pero se niega.
Mis esposas han muerto todas, no he tenido hijos y mis hijas están
casadas y viven con las familias de sus esposos. Quiero que Kendra
sea mi auténtica esposa, como debería haber sido hace años.
Quiero que viva sus últimos días con la alegría que merece.
El raja asintió.
Jefford sonrió para sí. Por eso se había ido Kendra a Jamaica,
porque no quería ser la segunda ni siquiera de nombre.
–¡No!
–Guarda tus cosas -dijo; de pronto comprendió que tenía que haber
hecho aquello hacía tiempo-. Por la mañana vendrá alguien a
buscarte.
–Cometes un error -dijo-. Nunca serás feliz con esa zorra blanca.
–No quiero volver a oír eso nunca más, ¿entiendes? – preguntó él.
Madison vio entrar a Sashi por el rabillo del ojo, acercarse a su tía y
susurrarle algo al oído.
–Como desee, sahiba -la mujer inclinó la cabeza e hizo una seña a
sus ayudantes.
Madison había hablado varias veces con ella sobre su situación con
George y deseaba consultarla con su tía, pero tanto George como
Sashi habían insistido en que de momento tenía preferencia su boda
con Jefford y era más prudente esperar un poco.
–¡Es un elefante!
-Sahiba -un joven vestido con los colores del rajá se inclinó ante
lady Moran y después ante Madison-. El rajá envía sus felicitaciones
por la gloriosa boda y ofrece este elefante como regalo a la señorita.
Acarició la piel rugosa del animal y miró sus ojos pequeños. Bina
agitó al trompa adelante y atrás, arrancó con ella unas hojas de una
morera y se las metió en la boca.
–Es para los dos -corrigió su madre-. Y creo que deberíais dar una
vuelta. Hizo una seña a Vijay, que tocó la pata del elefante con un
palo que llevaba en la mano.
Jefford se lo devolvió.
–Me fugaré.
–Me han dicho que lord Thomblin está con los Rutherford. Puedo
acudir a él; él me ayudaría.
–¿Cómo te ayudaría?
Apartó la boca.
–¡Déjame! – gritó, tan furiosa consigo misma como con él-. ¡Déjame
en paz! – apartó la cortina-. Vijay, devuélvame a casa, por favor -se
secó los ojos y se dejó caer en el diván, tan lejos de Jefford como le
fue posible.
Vijay guió al elefante en un círculo lento y volvió hacia el patio del
palacio. Madison suspiró y cerró los ojos. Daba igual lo que dijeran
los demás, ella no tenía intención de casarse con él y no podían
obligarla.
–Por favor -suplicó Sashi, con unas cuantas toallas blancas en los
brazos-. Se sentirá mejor, se lo prometo.
Abrió los ojos, pero se quedó inmóvil, sabiendo lo que había oído
pero rezando por estar equivocada.
Hsssssss…
Jefford, que bajaba por uno de los senderos del jardín hacia su
habitación, se quedó paralizado al oír el grito de terror que salía de
la casa y cruzaba el jardín.
–¡Madison!
–¡Madison! – gritó.
Jefford llegó a la pared del palacio y entró por las cortinas verdes
que cubrían la puerta. Se detuvo en seco, incapaz de apartar la vista
de la cobra, calculando la distancia entre la serpiente y el hombro de
la joven.
–Sí, señor -la doncella tomó una toalla y la abrió para su ama.
–No -la voz de Madison era ya más fuerte; se apartó de él-. Estoy
bien. Gracias por lo que has hecho. Y ahora, si me disculpas, tengo
que vestirme para la cena.
–Madison, querida, hay algo que quería decirte hace tiempo -lady
Moran se recostó en los cojines que había sacado un sirviente y
miró a su sobrina.
–Madison, mírame.
–¿Qué situación?
–Por supuesto que no hay nada más importante que el amor -dijo su
tía con indignación-. Por eso no entiendo por qué no has acudido
antes a mí.
–Eso es cierto.
–No puedo seguir con esto -declaró Madison con fervor a Alice.
Madison levantó los brazos porque era más fácil que discutir. Se
sentía empujada hacia delante a la velocidad de una locomotora de
vapor, incapaz de frenar ni de cambiar de dirección aunque se
acercaba a una bifurcación de las vías.
–No puedo -dijo-. No hay nada que hacer -comprobó que nadie la
oía-. Y en tu estado, no tienes elección. No puedes dar a luz a un
bastardo, no te recibiría nadie de la buena sociedad, ni siquiera aquí
en la India. Sería la ruina de tu familia. La noticia llegaría a Londres
y Madison se llevó una mano a la frente. Empezaba a arrepentirse
de haberle hablado a Alice del niño; lo había hecho para reclutar su
ayuda, pero la otra no parecía capaz de superar la idea de que
hubiera hecho el amor con un hombre.
–No puedo hacer esto, tía -declaró con voz temblorosa. Se cubrió el
rostro con las manos-. Él no quiere casarse conmigo.
–Un regalo del rajá hace muchos años -le murmuró Kendra al oído-.
Y ahora es tuyo.
–Me alegro mucho por Jefford y por ti -le dijo una voz al oído.
Volvió la cabeza para mirar al rajá y vio que ahora era Jefford el que
la llevaba del brazo. Un Jefford muy atractivo, ataviado con el kurta
blanco tradicional con bordes dorados y un saffa dorado.
–Soy feliz.
Él frunció el ceño.
–¿Lo eres?
–Sí.
Lady Moran se abrió paso entre los invitados del brazo del rajá
hasta uno de los muchos divanes de seda que habían sacado al
jardín.
–Lady Moran, debo darle las gracias por su amable invitación -dijo
con voz majestuosa.
–¿No? Entonces será de otra parte -hizo un gesto-. Del norte, creo.
Los Himalayas, quizá. Oh, no sé bien de dónde. Sabes que no se
me da bien la geografía y éste es un país muy grande.
–No, yo no podría -la joven pasó las manos por su vestido de seda-.
No soy tan valiente como Madison.
–Pareces cansada.
–Pero no lo estoy.
Jefford gimió.
–Madison…
Ella lo lamió hasta que se endureció y, fascinada por su respuesta,
bajó la mano hasta su abdomen. Más abajo…
–Por favor -susurró ella, con los ojos cerrados-. Por favor.
–¡Qué novia tan ansiosa! Tenemos toda la noche -se burló él.
Empezó a ponerse de rodillas-. No hay prisa.
Madison intentó retroceder, pero él la sujetó por las rodillas y las
manos de ella se hundieron en su pelo.
El frunció el ceño.
–¿No sabías? ¿No notaste que estaba como en una nube? ¿No te
pareció raro que te dijera que sí a todo?
–¡Estaba drogada!
–Ahora no -musitó.
–¿Está enferma?
El rajá asintió.
Madison lo miró.
–Por supuesto.
–Sí.
–Pues lo es. Así que tendrás que esperar a que despierte para ir a
quejarte por haberte obligado a casarte conmigo para que tu hijo
tenga un apellido.
Los ojos de Madison se llenaron de lágrimas.
Madison pasó el día en los jardines con los invitados, donde había
más comida, más vino y más espectáculos que había llevado el rajá
de toda la provincia. Había juegos, tanto ingleses como indios, y el
cuidador del elefante daba paseos en Bina a los ingleses.
–¿El dolor?
–Mejor.
El rajá asintió.
Madison se puso en pie.
Caminó con Madison hasta la zona del palacio donde estaban los
aposentos de la familia.
–Lo haré. Tienes que acostarte. Ha sido un día duro y sé que estás
cansada.
–Yo no…
–Gracias por quedarte todo el día con ella -le dijo Jefford-. Ve con tu
esposo; hay más gente que puede velar su sueño.
–Te habrías negado -repuso ella-. A veces las madres tienen que
hacer lo mejor por sus hijos sin su aprobación.
–La verdad es que hoy no he visto a Alice, pero con tanta gente
puede estar en cualquier parte.
–¿Cansada?
–Más bien aliviada de que Madison y tú estéis casados.
Él guardó silencio.
Jefford no contestó.
–Sí.
–He comido…
–Madison…
–Lo siento -dijo Jefford, que se quitaba las botas sentado en una
silla-. No pretendía despertarte.
Madison parpadeó.
–No.
–¿Desapareció?
–Se lo comió.
–¿Qué ha pasado?
–Creo que esta mañana has dejado muy claro lo que opinas de eso
-él se acercó a la mesa y apagó la lámpara-. Pronto será de día,
intenta dormir. Le he dicho a George que descansaré un par de
horas y organizaremos una partida de búsqueda más eficaz.
–Puede que esté todo el día fuera -dijo él-. A la vista de lo ocurrido,
supongo que la mayoría de los invitados se marcharán hoy. Sé que
prometimos tres días de celebraciones, pero…
–¿Cómo te llamas?
–Chura.
–Sí.
–Sí, señora.
–Me temo que no hay nada que hacer -repuso-. La hemos perdido.
–¿Mis padres?
–He estado con ella hace dos horas; dice que se encuentra mucho
mejor.
–¿Sí?
–Señor.
Carlton levantó la vista del vaso del licor hecho de arroz que le
habían servido en el bar del muelle.
–¡Maldita sea! ¿Tengo que hacerlo todo yo? – dejó una moneda en
la barra y bajó del taburete.
Se volvió al sirviente.
El agente vaciló.
–Está casi terminado -se dejó ayudar a bajar las escaleras-. Sólo
quería añadir algo de dimensión al cielo.
Madison sonrió.
–¿Pintura?
El asintió.
–¿A los perros? – preguntó ella-. Claro que no. Eran animales
estúpidos. Prefiero los tigres como Rani.
–El niño.
–¿Duele?
–No. Es muy fuerte. ¿Te importaría que fuera niña? – preguntó ella.
–Si fuera rubia como tú, no -levantó la vista, con la mano aún en su
abdomen-. Si tuviera el color de tus ojos, no. El color del mar Caribe
en un día soleado.
–¿Kendra? – llamó.
–No te quedes ahí con la boca abierta, hijo -lady Moran le hizo
señas de que se acercara-. Dame un beso y acabemos de una vez
con esta tontería.
–¿Qué tontería? – Jefford soltó la mano de Madison para besar a su
madre.
–Eso parece.
–Felicidades.
–Me alegro mucho por los dos -murmuró Madison. Abrazó a su tía y
la besó en la mejilla.
La joven obedeció.
–Tía Kendra, tenías que habernos dicho que veníamos a una boda.
Al menos me habría puesto zapatos.
–Te prometo que duraré al menos hasta que le vea la cara -le
aseguró su tía-. Después de eso, ya veremos.
–Gracias.
–Sí -murmuró.
–¿Sí?
–¿Sí? – gruñó.
La llamada se repitió y el movió la cabeza.
–Vuelvo enseguida.
–Es Chantal.
–No es eso.
–No, por supuesto que no -se puso las botas y tomó la camisa-. No
tardaré.
Tomó la bolsa. Ese día pintaría, pero no allí. Se iría con Bina a la
jungla y nadie podría impedírselo.
Según los aldeanos, ella había estado andando por campo abierto y
en India las cobras vivían entre la hierba. Su compañera había
corrido a buscar ayuda a la aldea, pero ya era demasiado tarde.
Se levantó.
–Enviaré a buscar el cuerpo -dijo al chico-. Gracias por haber venido
a avisarme -le dio una moneda.
–¿Llamo un palanquín?
Al principio, Vijay había vacilado en salir con ella de los confines del
palacio, pero había acabado por obedecer sus órdenes y habían
salido por una puerta donde no había guardias y el indio llevaba un
rifle de repetición de fabricación norteamericana.
–No pasa nada -dijo Vijay con la voz llena de miedo-. No tema,
señora.
El tigre volvió a gruñir; estaba mucho más cerca. Vijay disparó el rifle
y Bina se lanzó a la carrera por la jungla.
Cuando sus pies tocaron el escalón más bajo, los dejó en el aire y
se colgó de los brazos. Así consiguió bajar un par de escalones
más, hasta que sus manos ya no pudieron soportar su peso. Cerró
los ojos y se dejó caer.
–¿Andando?
–Con la elefanta.
–No comprendo.
Él movió la cabeza.
Jefford tomó el cuadro de Buda que ella debía haber pintado esa
mañana. Movió la cabeza. Era muy bueno.
Jefford asintió.
–Sí, señor.
–Yo voy a seguir a Bina. No puede ser muy difícil seguirle el rastro a
un elefante.
–¿Irá solo?
–Sí, señor.
Era sangre.
Apretó los dientes al sentir el dolor de nuevo. Cerró los ojos con
fuerza y se agarró a los trapos atados a los lados de la cama. Contó
los segundos que faltaban para que pasara el espasmo.
El dolor la invadió como una ola y tiró con fuerza de los trapos
atados a la cama. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Quería a Jefford
allí; necesitaba oír su voz tranquila y sentir su contacto. Si él
estuviera allí, se aseguraría de que su hijo naciera con vida. El los
protegería.
–No. Shea dice… -el chico se esforzaba por encontrar las palabras
exactas-. No ir. Viene niño.
–Hola.
–Estás despierta.
Madison sonrió.
Ella sonrió.
–¿Decepcionado?
–¿Y Vijay?
–¿Alguna idea?
–¿De verdad?
–El chico que vino ayer a buscarme me dijo que Chantal se moría.
–¿Se moría?
No decía que la amaba, pero Madison pensó que quizá eso podría
llegar con el tiempo.
–Bien, me alegro de verlo -dijo con una sonrisa forzada-, pero tengo
que ir con mi hijo. Supongo que habrá venido a ver a lady Moran.
–Estaba en Bombay.
Indicó que sirvieran más vino a los dos hombres y salió del comedor.
Entró en sus habitaciones y se encontró a Sevti tumbada al lado de
Wills en unos cojines en el suelo, charlando con el niño. Ella se
levantó en el acto y se tapó la cara con el velo.
Thomblin había ido ese día de visita después de meses sin verlo.
Jefford sabía que ella se había creído enamorada de él en el pasado
y no pudo evitar preguntarse si aquel villano tendría algo que ver
con la desaparición de su esposa.
Miró a la niñera.
–¿Cuándo?
–No lo sé. Cuando tenga hambre. Las madres saben cuándo tiene
hambre el niño.
Jefford hizo una mueca.
–Sí, señor.
–Ahí está.
–Estaba trabajando.
-Sahib.
–Señor Jefford -dijo ella con suavidad-. Tiene que venir. Su madre
está… -soltó un gritito de angustia.
Madison cerró los ojos y las lágrimas rodaron por sus mejillas.
Jefford volvió a la estancia y buscó una camisa limpia en el baúl. Su
madre se moría.
Se volvió a mirarla descalzo.
–¿Vienes?
–¿Qué…?
–¡Tráela enseguida! – dijo una voz suave desde las puertas del
jardín-. Ya te he dicho que no tendríamos mucho tiempo.
La estancia estaba como la había dejado casi dos horas atrás. Ardía
la misma lámpara, la tapa del baúl seguía abierta y las cortinas se
movían con la brisa del jardín. Hasta la cama estaba hecha. Sus
ojos se posaron en el brazalete del tobillo de Madison. Se lo había
quitado. Lo había dejado.
–Madre.
–¡Oh, por favor! – gruñó ella. Su voz era débil, pero poseía todavía
el espíritu con el que siempre había vivido-. Nunca me has llamado
madre en vida, así que no empieces ahora. Es insultante.
–¿Jefford?
–No me ama.
Kendra suspiró.
¿Thomblin?
Frotó los pies adelante y atrás aún más deprisa. Dolía, pero sólo
quería escapar. Wills la necesitaba. Su tía se moría. No podía dejar
que se fuera sin despedirse.
Se oyó un disparo.
–¡Se ha ido!
–Madison -gritó.
–Jefford!
¡Estaba viva!
Jefford se agachó.
Sonó otro disparo detrás de él, esa vez de Ojar. Había tres hombres
muertos y otro, herido por Ojar, se había internado en la jungla.
Según sus cálculos, sólo quedaban Thomblin y el hombre que
sujetaba a Madison.
–¡Ojar! – llamó.
–Sí, sahib.
Ojar pasó volando a su lado.
–¿Ojar?
–Son los soldados de mi padre -le explicó él-. Han oído los disparos.
–Estoy aquí.
–Tía Kendra…
–Aquí -él le tomó la mano que sostenía Madison-. Quiero que sepas
que te quiero -dijo con voz emocionada.
–Lo prometo.
–Ha muerto.
–Gracias -dijo él, con las manos a los costados-. Y ahora que ella ha
muerto, quiero que sepas que te libero de tu matrimonio.
Oyó un trueno fuera. Lady Moran había ordenado que abrieran las
ventanas para poder oler la lluvia y ahora las gotas caían más
deprisa, con más fuerza.
Salió a la lluvia.
–¡Jefford!
–No lo sé -la risa que salió de labios de él fue casi un grito-. Tenía
miedo. Pensaba que tú no podrías amarme. Una mujer tan hermosa,
tan inteligente y tan terca como tú.
Wills se echó a reír y Jefford se dejó caer del árbol y aterrizó de pie
al lado de su esposa. Hizo una seña y el niño se lanzó a sus brazos
sin dudarlo.
–Vete con Sevty -le ordenó, con su mejor voz de madre-. Tienes que
dormir un rato si quieres estar levantado para la fiesta de esta
noche.
–Sabes cuánto me gusta ese mural, sobre todo ahora que estoy yo
en él. Preferiría que no cambiaras nada.
Jefford la miró.
Él la abrazó.
–Muy bien.
–Me alegro.
–¿Y si es niño?
–¿Estás segura?
–Dilo.
–Te amo.
–Dilo otra vez.
–Te amo, rajá -murmuró contra sus labios-. Te amaré toda la vida y
más allá.
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RESEÑA BIBLIOGRÁFICA
Rosemary Rogers
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Título original: Jewel of My Heart
S A.
LOGISTA
I.S.B.N.: 84-671-3121-7
S.L.
Fotomecánica: PREIMPRESION
2000
Impresión y encuadernación:
20.3.06