La Joya de Mi Corazon - Rogers, Rosemary

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Rosemary Rogers

La Joya de mi Corazón
LIBRO UNO

LONDRES

Capítulo 1

Londres, Inglaterra

Mansion Boxwood

Septiembre 1888

–¡Madison! – gritó lady Westcott-. ¡Madison Ann Westcott, abre la


puerta inmediatamente!

Madison no hizo caso a su madre; pasó el pincel por la pintura rojo


ocre que tenía en la paleta y pintó en el lienzo con gesto seguro la
curva oscura que formaba un hombro humano.

Miró un momento el modelo y luego el cuadro y sonrió, satisfecha al


fin. Llevaba dos días trabajando en el color de ébano de la piel del
modelo y sentía que al fin lo había conseguido.

–Madison, ¿qué haces ahí dentro? Abre la puerta enseguida o le


digo a Edward que la saque de sus goznes -amenazó lady Westcott.
Los ojos negros e intensos de Cundo se posaron en la puerta doble
de madera de castaño, pero no movió ni un músculo.

–Honorable señorita, quizá… -empezó a decir con voz melodiosa.

–Se rendirá y se retirará, Cundo. Siempre lo hace -Madison reparó


el músculo de su cuadro para hacerlo más oscuro-. ¿Necesitas
descansar? Porque yo, desde luego, sí. Llevamos horas con esto.

–Madison, no toleraré más tiempo este comportamiento, ¿me oyes?


– hubo un golpe fuerte en la puerta, cosa que no encajaba con el
carácter de su madre-. Ha llegado tu tía y te exijo que salgas de ahí
inmediatamente. Insisto en que vayas a tu cuarto, dejes que Aubrey
te bañe, te vistas y bajes al salón sin más demora.

Madison limpió el pincel en la bata blanca hasta los pies que llevaba
encima del camisón. Aunque eran casi las cuatro de la tarde, aún no
había tenido tiempo de vestirse. A ella no le importaba, pero si su
madre conseguía entrar en el estudio, se pondría furiosa. Razón de
más para no salir todavía.

–Dile a lady Moran que estoy trabajando -gritó por encima del
hombro en dirección a la puerta-. Que la veré mañana, cuando haya
descansado de su viaje.

En realidad, Madison estaba deseando conocer a la tía de la que


había oído contar historias románticas y aventureras, pero no
esperaban a lady Moran hasta el día siguiente y una artista tenía
que trabajar cuando atacaba la musa, ¿no?

Su madre movió el picaporte una vez más y después se alejó, tal y


como la joven había predicho.

–Por favor, Cundo -Madison dejó la paleta y el pincel en una mesita


al lado del caballete-. Suelta esas terribles cadenas y ven a tomar
un zumo conmigo.
Cundo era la única persona a la que había visto en tres días.
Cuando estaba trabajando, no quería que la molestaran bajo ningún
concepto y ordenaba a los sirvientes que le pasaran la comida y la
bebida por la ventana que daba al jardín.

–No pienso aceptar una negativa.

El hombre soltó de mala gana las cadenas pesadas y roñosas que


rodeaban sus muñecas y las dejó caer al suelo. Bajó del pedestal
donde Madison le hacía posar delante de una tela gruesa oscura.

–Es zumo de naranja recién exprimido -dijo ella; sirvió dos vasos-.
Sé que te gustará.

–¿De verdad ha traído aquí a esa criatura? – susurró la doncella de


la casa de al lado.

Aubrey, la doncella personal de Madison, le dio una palmadita en la


mano.

–Calla o nos oirá la señorita y se enfadará con nosotras -señaló con


la barbilla al hombre de piel negra-. Me pidió que lo colara sin que
nadie lo viera. Hace meses que te digo que no tiene ninguna
decencia.

Las dos doncellas estaban tumbadas boca abajo debajo de una


mesa en el extremo más alejado del estudio, ocultas por una tela
grande y montones de lienzos apiñados.

Lettie miraba atónita a la única hija del vizconde.

–Lady Westcott tiene que estar escandalizada.

–Tonterías -susurró Aubrey-. No creo que sepa que su hija tiene a


un africano desnudo en su estudio. La pobre se caería muerta si lo
supiera.

Lettie apartó una esquina del tapiz que las ocultaba y observó
fascinada al hombre fuerte de color que cruzaba el estudio. Se lamió
los labios secos.

–No está desnudo. Lleva taparrabos.

–Casi desnudo -rectificó Aubrey; miró las nalgas musculosas del


hombre, que aceptaba en ese momento un vaso de zumo-. Te dije
que valía cinco peniques verlo así de cerca.

–Escandaloso. Y ella está a punto de ser presentada en sociedad -


Lettie movió la cabeza, cubierta por la cofia.

–Puede que sí y puede que no -replicó Aubrey con una mueca.

Lettie abrió aún más sus ojos azules.

–¡No me digas!

–Por eso está lady Westcott tan alterada. La señorita no sólo vive
día y noche en su estudio, sino que ahora dice que no irá al baile de
presentación el sábado por la noche.

–No -musitó Lettie.

–¿Te mentiría yo? – susurró Aubrey.

–Claro que no.

–La señorita Madison dice que no quiere que la presenten en


sociedad y que no quiere casarse.

–¿Y qué va a hacer?

–Dice que se irá a París a pintar con un hombre, un maestro -


Aubrey se encogió de hombros-. Ayer llegó su vestido de debutante
y es lo más hermoso que he visto en mi vida. Lady Westcott intentó
durante dos horas que saliera a verlo, pero no lo consiguió. Claro
que ella no sabe lo que hace aquí -señaló en dirección al africano.

Lettie miró por encima del hombro la ventana abierta por donde
habían entrado a escondidas en el estudio.

–¿Por qué lady Westcott no…?

Aubrey frunció el ceño.

–¿Tú crees que lady Westcott se rebajaría a entrar por una


ventana?

–Claro que no.

–Claro que no -repitió Aubrey; miró a su ama, que conversaba en


ese momento con el hombre de color-.Y si la señorita Madison no
asiste a su baile de presentación en sociedad, ya sabes lo que eso
significa.

Lettie suspiró.

–Otro año sin proposiciones de matrimonio. Y ya tiene veintiuno.

–Y…

–¿Y? – suplicó Lettie.

–Y lady Westcott no se casará con el vizconde Kendal, escucha lo


que te digo.

–¿El vizconde Kendal? ¿O sea que es cierto lo que dicen? – Lettie


se rascó la axila-. Se van a casar.

–Todavía no es oficial. Lady Westcott tiene que librarse antes de la


señorita. El vizconde Kendal se lo dejó muy claro. Yo misma lo oí.
«Aunque la aprecio bastante, no tendré nada que ver con esa
salvaje».

Lettie la miró sorprendida.

–Y encima la tía de las islas llega un día antes de lo que esperaban


-prosiguió Aubrey, muy pagada de sí misma-. Es medio hermana del
difunto vizconde, viuda, rica y dicen que muy peculiar. Y la joven
señorita está aquí encerrada con su bruto africano.

–En Barton Place no sabíamos nada -Lettie se llevó una mano a la


mejilla sonrojada-. ¡Y pensar que vivimos a un tiro de piedra de aquí!
¿Qué pensaría lady Barton si lo supiera?

Aubrey le clavó el codo.

–No se te ocurra decir nada.

Lettie soltó un grito de sorpresa y las dos doncellas se asustaron.

–Vámonos antes de que nos pillen -susurró Aubrey.

Se pusieron a cuatro patas e intentaron dar la vuelta debajo de la


mesa, pero ésta no era muy ancha y las enaguas que llevaban
debajo del uniforme negro dificultaban la huida.

–¡Ay! – gruñó Aubrey. Tiró de su falda, que estaba debajo de la


rodilla de su compañera-.Vamos, déjame salir primero.

Inclinó la cabeza para avanzar, pero una mano la sujetó por el


tobillo.

Aubrey soltó un grito y la mano tiró de ella hacia atrás, obligándola a


caer de cara, y la arrastró de debajo de la mesa, haciendo volar
lienzos en todas direcciones.
–He encontrado a mi topo -dijo Madison Westcott-. ¿No te había
dicho que mi madre me había puesto un espía? – preguntó a
Cundo.

Aubrey se colocó de espaldas y la miró horrorizada.

–Señorita… señorita Madison. Usted sabe que yo jamás…

–Y tu cómplice -saludó Madison-. Sal aquí o iré por ti -advirtió.

Lettie se agarró la cofia de modo que casi le cubriera los ojos y sacó
la cabeza por debajo de la mesa.

–Señorita Madison -susurró, con voz temblando de miedo-. Está…


está muy guapa hoy.

La primera reacción de Madison al ver que una de las criadas se


había colado por la ventana que había dejado entreabierta, había
sido despedirla en el acto. No podía permitirse tener sirvientes que
no le fueran fieles.

Pero lo que dijo aquella doncella, que no podía tener más de quince
años, le hizo gracia. Echó atrás la cabeza y soltó una carcajada.

–¡Qué fatuidad! – se frotó la nariz, que sabía manchada de pintura-.


Estoy horrorosa.

–Horrorosa no, señorita Madison -Lettie encontró al mismo tiempo


su voz y sus pies-. Vestida con esa sábana, el pelo revuelto y la
pintura en la cara está más guapa que la señorita Fanny Barton
cualquier día.

Madison no pudo reprimir una sonrisa. Su madre la comparaba


constantemente con su vecina Fanny, que, aunque más joven que
ella, se había presentado en sociedad dos años atrás, había tenido
varias proposiciones de matrimonio y estaba prometida para
casarse en el otoño con uno de los solteros más codiciados de
Londres, un hombre rico y con título. En realidad, como Fanny tenía
cara de hiena, un carácter a juego y el cerebro de un mosquito,
Madison se alegraba por ella.

–¿Qué hacéis debajo de mi mesa? – preguntó a su doncella


personal-. ¿Me espías para mi madre?

–Claro que no, señorita -Aubrey se puso muy recta delante de ella-.
Le he dicho a Lettie lo hermosos que son sus cuadros y ha querido
verlos.

–Embustera -la acusó Madison.

Aubrey hizo pucheros, como si fuera a echarse a llorar.

–No estáis aquí para ver mis cuadros, sino a mi modelo -Madison se
hizo a un lado-. Miradlo bien. Pero permitid que os presente como
es debido. Cundo -llamó-, aquí hay alguien que quiere conocerte.

Cuando el hombre de color, desnudo aparte del taparrabos, avanzó


hacia ellas, Lettie soltó un gritito y se cubrió los ojos con el delantal.
Aubrey bajó la vista avergonzada.

–Lady Moran -lady Westcott entró en el salón con las manos a la


espalda-. Le pido disculpas, pero Madison todavía no está
preparada.

Lady Kendra Moran observaba fascinada la boca de su cuñada, que


aparecía congelada en una sonrisa y hablaba sin apenas mover los
labios. Una hazaña extraordinaria, en su opinión.

–Pero ya sabe cómo son las chicas jóvenes -siguió lady Westcott
con una risita artificial-. Siempre necesitan más tiempo para
arreglarse.

–¿Chicas jóvenes? – Kendra se levantó con una mueca y estiró las


manos por encima de la cabeza para aliviar sus músculos doloridos.
El viaje por mar desde Jamaica había sido largo y agotador-. Por el
amor de Dios, Alba; no creo que con veintiún años podamos
llamarla una chica joven.

Miró a su compañero de viaje, que era también su vecino más


cercano en Jamaica.

–Ya conoces esta ciudad, Carlton. Si tienes veintiún años y sigues


soltera, te miran como si tuvieras un tercer ojo en la frente o
estuvieras loca.

Lady Westcott inhaló con fuerza.

–Lord Thomblin, ¿puedo ofrecerle otro refresco?

–No, gracias -lord Thomblin sonrió a Alba, se recostó en su sillón de


orejas de pelo de camello y cruzó las piernas-. Pero me gustaría
decirle que su casa es una delicia.

–Gracias, lord Thomblin -Alba soltó una risita-. Por favor, puede
pasear por el jardín si lo desea -señaló las puertas de cristal que
daban a un patio de piedra y accedían a través de él a los jardines
formales de la mansión Boxwood.

Kendra observó divertida cómo se posaba la mirada de su cuñada


en Jefford Harris, quien se hallaba de pie de espaldas a ellos y
examinaba los libros de la estantería. A pesar de la distancia, podía
ver la mueca que arrugaba su frente. Era un hombre que
despreciaba el té de la tarde, los salones femeninos y las tonterías
que tan a menudo comentaban las mujeres inglesas.

–Y usted también… señor Harris.

–Jefford -gruñó el aludido, sin molestarse en mirar a Alba.

Kendra adivinó por su tono que ya había juzgado a la esposa de su


difunto hermano y su juicio no era favorable ni halagador. Por un
momento deseó haber insistido para que se quedara en Jamaica,
donde se encontraba en su elemento.

Bajó los brazos y miró a Alba.

–¿Vamos nosotros a verla a ella? – preguntó, consciente de que se


aburría tanto como Jefford.

Alba se puso seria. Se apretó las manos delgadas.

–¿A quién?

–A tu hija, por supuesto. Nada anima tanto a una mujer a vestirse


deprisa como tener visita en la puerta -miró a los hombres-.
¿Caballeros?

–Creo que yo aceptaré la oferta de lady Westcott y visitaré los


jardines -declaró lord Thomblin.

–¿Jefford?

Éste, que tenía un libro raro en la mano, ni siquiera levantó la vista.

–No.

Kendra levantó los ojos al cielo.

–Discúlpalo, Alba. Nació de mal humor. No lo puede evitar.

Echó a andar por el pasillo y su cuñada se apresuró a seguirla.

–Lady Moran…

–Por favor, Alba, sabes que nunca me han gustado los títulos.
Llámame Kendra.
–Kendra -dijo la otra sin aliento-. Creo que deberíamos esperar a
Madison. Estoy bastante segura de que…

–¿Dónde está? ¿Arriba? – Kendra se detuvo en el imponente


vestíbulo de la mansión y miró a su alrededor-. Esto está igual que
cuando yo vivía aquí de niña hace más de cincuenta años.

Observó las armaduras que flanqueaban la puerta enorme de


madera de nogal y las espadas y floretes que acumulaban polvo en
las paredes.

–Todavía huele a nogal pulido con limón y a parientes muertos -


musitó.

–¿Cómo dices? – preguntó Alba. Se llevó un pañuelo de encaje a la


boca.

–Recuerdos, querida; muchos recuerdos. ¿Dónde está esa hija


tuya? – Kendra le puso una mano en el hombro-. ¿Te encuentras
bien?

–Sí, sí, gracias -Alba apretó el pañuelo, claramente nerviosa-. En


realidad, puede que Madison esté todavía en su estudio.

–Excelente. Me gustaría mucho ver su trabajo. Harrison me habló


varias veces en sus cartas de su increíble talento, pero supuse que
sería orgullo de padre -cruzó el vestíbulo enlosado y siguió por un
pasillo familiar-. Me alegra que Madison utilice el viejo estudio de
papá. Ya sabes que se consideraba un artista, pero no tenía mucho
talento.

–¡Cielo santo! – murmuró Alba.

Kendra encontró las puertas del estudio en el extremo del pasillo tal
y como las recordaba. Antes de llamar, captó el olor a óleos y los
recuerdos se agolparon en su mente.
–Tengo las herramientas que ha pedido, lady Westcott -anunció un
hombre calvo de edad mediana con delantal de trabajo. Dejó una
caja de herramientas en el suelo-. No tardaré ni dos minutos en
sacar la puerta de sus goznes.

Kendra miró a su cuñada.

–¿Vamos a quitar las puertas en vez de entrar por ellas?

Lady Westcott recuperó su sonrisa congelada.

–¿Mi sobrina está dentro?

Alba asintió.

–No quiere salir -susurró.

–¿Está enferma?

–No lo creo. Dice… que está trabajando.

–¿Eso es todo? – Kendra movió la cabeza-. Papá era igual. ¿Sabes


que una vez se encerró aquí durante casi dos meses? Pintó algunos
de los cuadros más horribles que he visto nunca -llamó a la puerta
con los nudillos-. Espero que ella tenga más talento que él.

–Largo de aquí -dijo una voz femenina fuerte desde dentro.

Alba miró a su cuñada.

–Está muy nerviosa por su presentación en sociedad -murmuró.

Kendra llamó con más fuerza.

–¡Madre! Si no dejas de distraerme con ese ruido, no saldré en una


semana.
–Madison Ann Westcott -dijo Kendra-. Abre la puerta al instante o la
sacaré de sus goznes personalmente -respiró hondo y suavizó la
voz-.Vamos, sé buena y déjame entrar antes de que tu madre se
desmaye en el pasillo.

Oyó voces detrás de la puerta. Un grito de mujer que no parecía ser


Madison. Y hubiera jurado que se oía también una voz masculina.
Algo cayó y se rompió contra el suelo.

–¿Estás bien, querida? – preguntó Kendra.

–Lady Moran -repuso Madison. Hubo más movimientos y susurros-.


Llega… llega temprano.

–Llámame tía Kendra, por favor. ¿Y qué te hace creer que yo pueda
controlar los vientos de los siete mares? El barco ha atracado antes
de lo previsto, pero no sabía que necesitara una cita para ver a mi
sobrina predilecta.

–Soy tu única sobrina -repuso Madison con buen ánimo. Habló en


voz baja con alguien en la habitación.

–Vamos, vamos -dijo Kendra con impaciencia-. Abre la puerta.

El picaporte se movió desde dentro y se abrió una de las dos


puertas.

–Tía Kendra, es un placer conocerte por fin.

Salió una joven que sólo podía ser hija de su hermano y Kendra le
abrió los brazos, sorprendida por la emoción que la embargó de
pronto.

–Vete, Edward -ordenó lady Westcott al sirviente de las


herramientas.

Kendra abrazó a su sobrina alta y caprichosa.


–Cielos, es un placer verte -murmuró, avergonzada de su reacción.

Madison se apartó sonriente. Seguramente era la joven más guapa


que Kendra había visto en su vida. Desde luego, más guapa de lo
que había sido ella, ni siquiera en sus años mozos, aunque Madison
tenía su pelo rubio y sus ojos azules verdosos, los ojos de su padre.

–Corre a cambiarte -ordenó Alba-. Podemos esperarte en el salón.

–No haremos tal cosa. Yo creo que está muy bien así -repuso
Kendra, mirando a su sobrina.

La joven llevaba una bata blanca delgada que le llegaba a los


tobillos, con nada debajo, al parecer, excepto un camisón. La bata
estaba llena de manchas de pintura, coloridas como un arco iris. En
los pies llevaba zuecos gruesos, como los de los holandeses, y el
pelo, sujeto en la cabeza con un pañuelo de colores brillantes, caía
hacia atrás formando la cascada dorada más hermosa que podría
haber creado Dios.

–¿Puedo ver tu trabajo? – preguntó Kendra.

Metió la cabeza en el estudio, donde no se veía a nadie más,


aunque la ventana del extremo más alejado estaba abierta y daba a
los famosos jardines de Boxwood.

Madison tardó un momento en reponerse de la sorpresa y la


expresión del rostro de su madre era todo un poema.

A primera vista, su tía Kendra no era para nada como ella


esperaba… era mejor. Madison sujetó ambas puertas con las manos
sucias de pintura para impedir la entrada a su tía y miró por encima
del hombro hacia la ventana por donde habían salido las doncellas y
Cundo. Las cadenas con las que había posado estaban aún en el
suelo, no había tenido tiempo de esconderlas.
–Desde luego que puedes ver mi trabajo -musitó, esforzándose por
pensar con rapidez. Por lo menos se le había ocurrido tapar el
retrato inacabado de Cundo-. Pero creo que es mejor que antes me
vista, como ha dicho mi madre. Puedo llevar un cuadro al salón para
enseñártelo -dijo con dulzura.

Su tía Kendra, vestida con un traje de colores brillantes estilo caftán


y un turbante de seda blanca en la cabeza, estiró el cuello para
intentar ver dentro del estudio.

–Creo que sería lo mejor -dijo la madre de Madison, que se había


apoyado en la pared.

–Tonterías -Kendra apartó las manos de su sobrina-. Alba, tú no


tienes que ver el trabajo de Madison, seguro que lo has visto ya mil
veces. ¿Por qué no te retiras a tus aposentos a descansar y nos
vemos en la cena?

–Ah…

–No pienso aceptar una negativa -Kendra agitó un dedo en el aire-.


Sé que debes de estar agotada con todos los planes para la
presentación en sociedad de Madison y conmigo apareciendo así de
pronto y con acompañantes.

–Creo que podría descansar un momento -asintió lady Westcott


débilmente-. Ha sido una semana espantosa.

Se alejó y Madison miró a su tía.

–¿Acompañantes? ¿A quién has traído contigo?

–Sirvientes, un buen amigo mío, un vecino, lord Thomblin y…

–¿Has traído sirvientes? ¿Alguno jamaicano? – preguntó Madison-.


Daría algo por pintar a uno de ellos.
En el jardín se oyeron gritos y ladridos.

–¡Oh, no, Cundo! – exclamó Madison.

Corrió a la ventana, pero antes de que llegara apareció por allí


Cundo, escoltado por un hombre al que la joven no había visto en su
vida. Los dos eran perseguidos por dos podencos que ladraban
como locos.

Cundo se inclinó jadeante. Sangraba con profusión por el antebrazo.

–¡Maldición, los perros de mi hermano! ¡Cundo! Lo siento -Madison


se arrodilló delante de él para examinar la herida.

–Idiota -gritó el desconocido, mirándola-. Podría haber matado a


este hombre.
Capítulo 2

Madison se volvió al desconocido sin soltar el brazo de Cundo. Era


un hombre muy alto, de hombros anchos y pelo moreno que llevaba
algo más largo de lo que era la moda. Tenía una piel muy bronceada
y unos ojos penetrantes negrísimos. Llevaba unos pantalones grises
con levita a juego, ambos de buena calidad. ¿Quién era aquel
hombre y de dónde había salido?

–¿Cómo dice, señor? – preguntó ella, indignada-. ¿Y se puede


saber quién es usted para entrar así por mi ventana?

–¿Por qué ha enviado a este hombre a escabullirse a escondidas


por los jardines? – gritó el extraño-. Esos perros podrían haberlo
hecho pedazos.

–Jefford -intervino lady Moran-. No ha sucedido nada.

–¿Conoce a este… este hombre abominable? – preguntó Madison a


su tía con las mejillas sonrojadas por una mezcla de vergüenza y
rabia.

–No sólo lo conozco -suspiró su tía Kendra-, sino que me temo que
soy responsable de su presencia aquí -señaló primero a uno y luego
a otro con una mano enjoyada-. La honorable Madison Westcott,
Jefford Harris.

–Honorable señorita, no estoy herido -Cundo se puso en pie-. Por


favor, los perros se han retirado; tengo que irme antes de que me
vea alguien más.

–No harás nada de eso -Madison intentó examinarle de nuevo el


brazo herido-. Hay que limpiar y vendar la herida. Una mordedura de
perro se puede infectar fácilmente.

–Este hombre era su invitado y usted lo ha enviado a través del


jardín sabiendo que los perros…

–¡Señor Harris! – lo interrumpió Madison, furiosa porque un extraño,


fuera o no invitado de su tía, osara adoptar aquel tono con ella-.
Este hombre me estaba haciendo de modelo y cuando mi madre ha
llamado a la puerta para decir que iba a entrar con tía Kendra, me
ha parecido prudente…

–Tenía miedo de las consecuencias de que la pillaran a solas con él


y por eso ha sacrificado la vida de él a su bienestar -terminó el señor
Harris.

–Por supuesto que no -Madison se levantó y puso los brazos


enjarras-. No sabía que los perros de mi hermano estaban sueltos
en el jardín. No se les permite estar sueltos y mi doncella personal
tenía que acompañar a Cundo a la calle de detrás de la casa.

Aubrey entró en el estudio y se detuvo de golpe, con la cofia torcida


y el dobladillo del vestido cubierto de hojas y ramas.

–¡Oh, señorita Madison, está aquí! – exclamó-. Gracias a Dios. No


sabía qué hacer. Los perros de lord Westcott…

–Aubrey -dijo Madison, cortante-. No quiero oír tus excusas. Trae


vendas limpias para el brazo de Cundo.

–Honorable señorita, por favor -insistió el negro-. No es nada. Me


iré.

Dio un paso hacia la ventana, pero Madison lo sujetó por el brazo.

–Si insistes, sí, pero no por ahí -miró a su doncella personal-.


Aubrey, acompáñalo a la puerta principal.
–Honorable señorita, no es necesario que…

–Gracias por posar para el retrato, Cundo -le apretó una mano con
las dos de ella-. Creo que es uno de los mejores que he hecho. Si te
necesito, ¿puedo buscarte en el muelle?

El negro asintió con la cabeza.

–Gracias, honorable señorita.

Salió por la puerta y Madison miró al señor Harris con ojos


llameantes.

–Usted no debería hablar de lo que no conoce, señor mío.

–Creo que ya sé bastante de usted, querida -soltó una risita seca y


sin humor-. Una joven de la nobleza londinense, mimada y
obstinada que sólo piensa en divertirse aunque sea a costa de la
vida de otras personas -empezó a alejarse-. Kendra, si me
necesitas, estaré en mi habitación.

–¡Cómo se atreve…! ¡Insolente! – resopló Madison. Hizo ademán de


seguirlo, pero Kendra la sujetó por el brazo.

–Deja que se vaya. No es por ti. Está así de gruñón desde que
hemos puesto el pie en Londres.

Madison lo miró alejarse.

–Es el hombre más engreído y vulgar que he conocido.

Kendra soltó una risita y le pasó un brazo por la cintura.

–Vamos, vamos, querida. No quiero peleas en mi primer día en la


mansión Boxwood. Mejor enséñame el retrato de ese hombre
exquisito.
Madison se puso el pendiente de perlas mientras esperaba a
Kendra en la parte superior de las escaleras. Las dos habían
pasado una hora encantadora juntas comentando sus cuadros y
tenía la impresión de haber conocido toda su vida a lady Moran. Al
fin, a instancias de su tía, se habían retirado a sus aposentos a
vestirse para la cena, donde podrían continuar la conversación.
Madison estaba maravillada con su tía Kendra, que le parecía la
persona más emocionante que había conocido jamás. Era
inteligente, había viajado mucho y, lo más importante, no parecía
importarle un bledo lo que los demás pensaran de ella. Daba la
impresión de que comprendía el deseo de su sobrina de ser una
artista de verdad, no sólo una dama que se distraía pintando
mientras esperaba un matrimonio apropiado y la joven confiaba en
que pudiera ayudarla a convencer a su madre de que le dejara ir un
año a París a estudiar con uno de los maestros.

–Ya voy -Kendra apareció en el pasillo con un vestido exótico


formado por capas de brillantes colores. Esa noche llevaba un
turbante dorado, adornado con una tira de zafiros y diamantes-.
Estás preciosa, querida -tomó a Madison de la mano-.Vamos,
déjame verte.

Madison había elegido uno de sus vestidos favoritos, de un tono


azul pavo real y forma principesca, con falda de vuelo y borde de
satén verde. Tenía mangas apretadas en los codos y escote en
forma de V Llevaba el pelo recogido en un moño alto.

–Gracias -musitó-. Mi madre opina que los colores son demasiado


brillantes para mi avanzada edad, pero a mí me gusta.

–¿Tu edad? – rió Kendra.

–No te rías. Está loca de preocupación porque aún no me he casado


y tiene miedo de que me quede solterona como la prima Rosely. Y la
verdad es que yo creo que quiere librarse de mí para poder casarse
con el imbécil de lord Kendal y asegurarse una pensión y todos los
pasteles que pueda comer.

–Vamos, vamos -Kendra le dio unas palmaditas en la mano-. A tu


madre le resulta difícil la vida sin tu padre. Hace lo que puede y la
sociedad dicta…

–¡Oh, tonterías! A mí no me importa lo que dicte la sociedad, sólo


me importan mis cuadros -habían llegado al pie de la escalera y se
volvió hacia su tía-. Quiero ser como tú, quiero viajar por tierras
lejanas, ver cosas nuevas y pintar a personas de todas las razas -
permaneció un momento inmóvil-. ¿Para qué necesito un marido?
Tú hace casi treinta años que no tienes uno.

Kendra sonrió.

–¡Ah, quién fuera joven y llena de nobles ideales! Ven, vamos al


comedor antes de que salgan a buscarnos.

Cuando llegaron al comedor, los huéspedes de lady Westcott


empezaban a ocupar sus asientos alrededor de la gran mesa
ovalada puesta con porcelana de china y cubiertos de plata. El
hermano de Madison, el vizconde Albert Westcott, se había sentado
ya a la cabecera de la mesa y se servía vino. No le gustaba su
hermana y ella le pagaba con la misma moneda. Por lo que a él
respectaba, las hermanas menores no debían dejarse ver ni oír, sólo
tenían que casarse lo antes posible.

El señor Harris se acercó a ellas, saludó a Madison con una


inclinación de cabeza y ofreció su brazo a Kendra para escoltarla a
la mesa. La joven posó la mirada en el otro invitado. Lord Thomblin
aparentaba treinta y tantos años y le devolvió la mirada con interés.

–Usted debe ser la honorable Madison Westcott -se acercó


enseguida.

La joven hizo una pequeña reverencia, pero no bajó la vista, como


se enseñaba a las mujeres de su edad.
–Encantada de conocerlo, señor -le ofreció una mano enguantada y
él se la llevó a los labios.

Era un hombre encantador y bastante atractivo. Alto y delgado,


llevaba el pelo rubio corto y el rostro afeitado con excepción de un
mostacho con las puntas hacia arriba. Su ropa, pantalones a rayas
negras y azules y levita azul a juego, era exquisita.

Le ofreció el brazo para acompañarla a la mesa.

–Debo decir que la espera para conocerla ha sido larga, pero ha


merecido la pena.

Madison se ruborizó.

–Mi tía me ha dicho que es dueño de una plantación en Jamaica.


¿Cómo llegó un inglés como usted a esas islas?

–Es una larga historia, señorita Westcott -la miró a los ojos-. Espero
tener tiempo de contársela antes de mi regreso a Kingston.

Madison sonrió, encantada con él.

–Lo estoy deseando.

Albert se puso en pie con el vaso de vino en la mano.

–Un brindis -anunció, con voz que ya sonaba pastosa-. Por mi


encantadora tía, lady Moran, y su vuelta a casa.

Los hombres se pusieron en pie y todos levantaron su vaso. Cuando


volvieron a sentarse, los sirvientes comenzaron a servir la mesa y
lady Westcott empezó a interrogar a lord Thomblin sobre las
costumbres de las mujeres inglesas en las plantaciones de Jamaica.

Les sirvieron sopa, asado de cerdo, liebre en salsa, truchas


estofadas y capones. Madison jugueteaba con la comida,
empujándola en el plato con el tenedor hasta que servían el plato
siguiente.

Escuchaba sólo a medias la conversación de su madre con lord


Thomblin y se dedicaba a observar a todos.

Su hermano no hablaba con nadie, pero comía con apetito y bebía


sin mesura. Su esposa, Catherine, embarazada y sentada a su
derecha, intentaba, a menudo infructuosamente, limpiarle la barbilla
grasienta con la servilleta de hilo.

Madison miró a su tía, que conversaba con el señor Harris, sentado


a su lado, y saboreaba los bocados que le ponían en el plato.

Madison tomó su vaso de vino aguado y, aunque no quería mirar al


hombre moreno que tenía enfrente, no pudo evitarlo. Se dijo que era
por aburrimiento, pero lo cierto era que había algo en su aspecto
exótico y en su falta absoluta de cortesía que la fascinaba.

Cuando miraban los cuadros, Madison había preguntado a su tía


qué relación la unía con el señor Harris y la respuesta de Kendra
había sido vaga. Al parecer, el señor Harris dirigía la plantación de
ella en Jamaica, pero la joven tenía la impresión de que no era sólo
un capataz; era algo más y su tía no quería decirle en qué sentido.

De pronto se dio cuenta de que la había sorprendido mirándolo.


Aquel hombre arrogante le devolvía la mirada con una sonrisa
altanera de… ¿diversión? ¿Desprecio?

Apartó la vista. Tenía que salir de allí a toda costa. Hacía mucho
calor y la conversación entre su madre y lord Thomblin, a la que se
habían unido ahora Kendra y Catherine, resultaba cada vez más
aburrida.

Tendió la mano hacia el vaso de vino y lo acercó a ella.


El vaso cayó sobre la mesa.

–¡Oh, vaya! – exclamó, cuando se esparció el vino y unas gotas le


mancharon el vestido.

–¡Querida! – gritó lady Westcott-. ¡Martha!

Una de las doncellas se acercó a Madison, que se levantaba ya, y le


frotó el corpino. La joven confiaba en no haber arruinado el vestido,
que le gustaba de verdad; pero a veces era necesario hacer
sacrificios.

–No sé por qué no come en la cocina -gruñó Albert, por encima del
borde de su vaso.

–Lo siento mucho -se excusó Madison-. Si me disculpan, voy a


cambiarme.

Lord Thomblin y el señor Harris se levantaron a medias mientras ella


salía apresuradamente de la estancia.

Cuando Aubrey entró en su cuarto, estaba ya medio desnuda.

–Siento haber tardado tanto. Martha acaba de decírmelo.

Madison sabía que era más probable que hubiera estado


coqueteando con alguno de los sirvientes. Su doncella era popular
entre los varones.

Se volvió para que le desabrochara los últimos botones del vestido.

–¿Va a volver a vestirse y regresar al comedor, señorita?

–Por supuesto que no -gruñó Madison-. Sólo dame algo cómodo. La


bata de seda verde estará bien -miró por la ventana, que daba a los
jardines-. Esta noche hay una luna preciosa. Creo que la dibujaré
por encima de las ruinas cuando haya salido del todo.
–¿Va a salir en bata, señorita? – preguntó la doncella.

Madison se quitó una enagua.

–Sólo cuando todo el mundo esté acostado.

–Como quiera, señorita -Aubrey recogió el vestido manchado y la


enagua y se agachó en busca de las medias y zapatos.

–Ya termino yo aquí -dijo Madison-. ¿Puedes llevar el vestido a la


lavandera y ver si se puede hacer algo para salvarlo?

Cuando se quedó sola, se tumbó en la cama de columnas, tomó un


libro de poesía y miró las paredes empapeladas y adornadas con
varios de sus cuadros favoritos. Había una acuarela del Támesis y
un boceto de la cocinera amasando empanadas, pero su predilecto
era el óleo de su padre, que la miraba en ese momento con un gorro
escocés y la nariz algo enrojecida por el whisky.

Le hizo una inclinación de cabeza en señal de respeto y abrió el


libro para esperar a que todo el mundo se retirara y la casa quedara
en silencio.

Jefford siguió un camino de piedra que se alejaba de la casa.


Estaba nervioso, raro, y aunque se había quitado los molestos
pantalón y levita de estilo inglés y puesto una bata de seda, sabía
que, si se retiraba ya, sólo conseguiría dar vueltas en la cama y
pensar en lo que ocurriría en ese momento en la plantación de
Bahía Windward y en lo mucho que echaba de menos a Chantal.

Londres no era como había esperado, era peor. El ruido, el hedor,


las conversaciones interminables y sin sentido. ¿Cómo lo había
olvidado tan fácilmente? Casi le estallaba ya la cabeza y aún no
llevaba un día completo. Kendra pensaba estar en Inglaterra
alrededor de un mes, el tiempo suficiente para asistir al ridículo baile
de presentación en sociedad de su sobrina y atender a otro asunto,
pero Jefford dudaba seriamente de que pudiera sobrevivir ni siquiera
dos semanas.

¿A quién quería engañar? Haría lo que fuera por Kendra.

Siguió el sendero de piedra y al doblar un recodo divisó el ascua de


un puro y olió el tabaco en la brisa nocturna. Era Thomblin.

Estaba a punto de darse la vuelta porque no estaba de humor para


hablar, cuando vio por qué estaba el vizconde en la oscuridad y se
acercó a él.

–Buenas noches, Harris -dijo lord Thomblin-. ¿Un puro?

Jefford negó con la cabeza y siguió la línea de visión del otro.


Cincuenta pies más adelante, en lo más profundo del jardín, había
una figura sentada vestida de verde brillante delante de una enorme
columna romana colocada en mitad de unas ruinas. La luz de la luna
iluminaba el mármol de las ruinas y el pelo rubio de la joven, que era
obvio que no se sentía observada. La encantadora y mimada
señorita Madison Westcott.

–Una gente agradable, los Westcott -murmuró Thomblin.

–Supongo.

Los dos hombres siguieron observando a Madison.

–Una distracción aceptable mientras estemos aquí -musitó el lord.

–Yo creía que ya se habría ido -susurró Jefford-. Seguro que le


esperan las mejores calles de Londres, milord.

Thomblin no mordió el anzuelo. Tres años antes, en una visita a


Jamaica desde la India, había aprendido a no entrometerse en el
camino de Jefford si quería seguir disfrutando de las ventajas del
buen nombre de su tía abuela política. Sabía bien que le era
antipático a Jefford, pero también que Kendra insistía en que jamás
podría darle la espalda después de lo bien que se había portado lord
Moran con ella.

–Estaba esperando a que fuera más tarde -murmuró-. Saldré dentro


de un rato.

–Procure volver antes de que amanezca. No creo que a Kendra le


apetezca tener que explicar sus ausencias.

–Se preocupa demasiado, Harris. Debería relajarse más -lo miró un


momento-. ¿Quiere acompañarme? Le aseguro que puedo
conseguir que lo admitan en cualquier lugar que le interese.
Cualquiera.

Jefford hizo una mueca. Le asqueaban los apetitos lascivos de


Thomblin.

–Procure ser discreto.

–Siempre -lord Thomblin dejó en el suelo los restos del puro y lo


pisó sin dejar de mirar a la joven-. Puede que le dé las buenas
noches.

–Déjela en paz -gruñó Jefford-. O lamentará el día en que ha vuelto


a poner los pies en Inglaterra.

Thomblin soltó una risita.

–Ah, Jefford, ¡que aburrido es usted! ¿Qué vamos a hacer con


usted?

Madison dibujaba y contemplaba la columna de mármol a la luz de


la luna. Añadía sombras aquí y allá, cierta profundidad en un trazo
y… de pronto se quedó inmóvil al oír un ruido a sus espaldas.
Estaba acostumbrada a los sonidos nocturnos del jardín, pero lo que
había oído no era uno de los ruidos habituales.

Eran pasos.

Se levantó y se volvió con el cuaderno apretado contra el pecho. El


señor Harris estaba tres pies detrás de ella.

–Lo siento -dijo con calma-. No era mi intención asustarla.

–¿Asustarme? – consiguió decir ella, con el corazón latiéndole con


fuerza.

El hombre iba casi desnudo. Sólo llevaba una bata de seda atada a
la cintura y que le caía hasta la pantorrilla. Iba descalzo.

–¿Por qué cree que me ha asustado? ¿Y qué hace aquí en mitad de


la noche y… casi desnudo?

Él soltó una risita y se acercó un paso más.

–Yo podría preguntar lo mismo.

Madison se dio cuenta de que miraba el escote en forma de V de su


bata y se ciñó más la prenda al cuerpo.

–Estaba dibujando las ruinas -murmuró. Retrocedió un paso.

–Ya lo veo -él avanzó otro paso-. Son impresionantes -dijo-. ¿Puedo
ver su dibujo?

–Las hizo traer mi padre de Roma. Y no, no puede -apretó el


cuaderno contra sí-. No está completo, señor Harris.

–Jefford -estaba tan cerca que ella podía ver los estanques oscuros
del centro de sus ojos. Estanques embaucadores.
Se lamió el labio superior. Tenía la boca seca y la respiración
jadeante. Aquel hombre la alteraba mucho y no sabía por qué.

–Creo que no, señor -dijo-.Y desde luego, usted tampoco puede
dirigirse a mí por mi nombre de pila. Es muy poco apropiado -lo miró
de arriba abajo-. Sobre todo teniendo en cuenta las circunstancias
actuales, señor.

El soltó una risita y, para escándalo de ella, tendió una mano y tomó
un rizo de pelo rubio que se había soltado del moño.

–No tienes ni idea de lo atractiva que eres, ¿verdad Madison? De lo


peligrosa que puedes ser para un hombre…

La joven abrió mucho los ojos; la voz de él parecía llegar al centro


de su ser. Estaba tan cerca que podía ver una cicatriz minúscula en
la comisura de sus labios.

No podía dejar de mirar aquella boca y la suya empezó a temblar de


pronto, como si tuviera vida propia.

Él le sostenía todavía la mirada y ella se sentía mareada. Notó la


mano de él en la espalda…

El contacto la sacó de su estupor.

–¡Señor! – gritó con indignación; se apartó-. Si cree que voy a


permitir que me bese, está muy equivocado.

.
Capítulo 3

–¿Besarte? Madison, muchacha, te halagas demasiado.

Ella no se esperaba aquel desdén.

–¡Cómo se atreve! ¿Con quién se cree que habla? – retrocedió otro


paso, indignada, achicando los ojos. Se sujetó la larga falda del
camisón y echó a correr, sin darse cuenta de que se le caía el
cuaderno.

–¡Madison, espera! – la llamó Jefford.

Ella siguió corriendo y no se detuvo hasta que entró en su


habitación y cerró la puerta. Se tumbó en la cama con la cara en la
almohada. Temblaba entera, rabiosa y mortificada por su presunción
de que la iba a besar, furiosa porque él no fuera más caballero.

Y porque tendría que soportarlo allí un mes por lo menos.

Jefford encendió la lámpara de la mesilla y se sentó en el borde de


la cama. Sostenía con ambas manos el cuaderno de Madison y
observó el dibujo inacabado de las ruinas romanas del jardín.
Entendía poco de arte, pero sí lo suficiente para saber que aquello
era bastante bueno.

Llamaron a la puerta y se puso en pie. Dejó el cuaderno en la


mesilla de modo que la luz de la lámpara iluminara el dibujo y se
acercó a abrir.

–Empezaba a pensar que no vendrías.


Aubrey, vestida sólo con un camisón blanco fino, cruzó la puerta y
se apoyó en ella para cerrarla.

–Y yo que no me lo pediría -murmuró.

Tiró del cinturón de la bata de él y Jefford se olvidó de Madison


Westcott y apretó contra sí a la doncella.

Apoyó la boca entre los pechos de ella y pensó que quizá era
justamente eso lo que necesitaba para dormir.

Lord Thomblin salió del carruaje alquilado y entró en el débil círculo


de luz que proyectaba la lámpara de gas colocada encima. Una
niebla húmeda cubría la ciudad y ensordecía el ruido de las ruedas
de los carruajes, los ladridos de los perros y los chapoteos de sólo
Dios sabía qué en las cloacas abiertas. El hedor no había cambiado
nada desde su última visita a Londres, por lo que se llevó un
pañuelo perfumado a la nariz.

–¿Quiere que espere? – preguntó el cochero.

Lord Thomblin negó con la cabeza y echó a andar. Detrás de él oyó


alejarse los cascos de los caballos. A través de unas ventanas
abiertas se oían risas de mujer. Sí, había encontrado la calle que
buscaba.

La plaza estaba en un callejón paralelo a una calle concurrida, pero


era como si se tratara de otro mundo. Allí estaban los burdeles, las
tiendas de empeño y los talleres textiles de Londres. Y allí podía
divertirse un caballero que tuviera ganas de aventura y llevara
dinero encima. Se le erizaron los pelos de la nuca y lo invadió una
sensación de anticipación. Miró por encima del hombro y vio a un
policía que fumaba su pipa en la esquina. Si vio a Thomblin, no dio
muestras de ello. No estaba allí para vigilar a los hombres
acaudalados que entraban en el callejón sino para que los chorizos
no se acercaran a ellos.
Lord Thomblin pasó un arco oscuro y oyó una voz de mujer, que lo
llamaba desde la oscuridad y se abría la capa para mostrar unos
pechos colgantes y pálidos. Siguió andando. Siempre que iba a
Londres, hacía su primera parada en el local de Jack Pendleton, que
sabía tratar a los caballeros como él y conocía sus gustos.

Un perro flaco pasó a su lado y lord Thomblin le dio una patada en


las costillas. Odiaba a los perros. Se acercó a una casa y subió una
escalera podrida y fétida. Al llegar arriba, llamó a una puerta.

Le abrió un hombre con mal aliento y cara puntiaguda como la de


una rata.

–¿Sí?

Thomblin le tendió una moneda entre el pulgar y el índice, pero


cuando el portero intento tomarla, la sujetó con fuerza.

–La mejor habitación.

–Sí, capitán.

–Y sin piojos.

Se abrió la puerta y lord Thomblin entró en la luz pálida. El portero le


tomó la capa.

–Ha venido al lugar indicado, capitán; se lo garantizo.

Thomblin sonrió. Era un placer estar de vuelta.

La intención de Madison era permitirse un momento para pensar en


el incidente que acababa de suceder y encerrarse luego un mes en
su estudio, pero debió quedarse dormida, ya que lo siguiente que
supo fue que alguien golpeaba la puerta de su habitación.
–¡Madison! No me digas que eres una de esas chicas perezosas
que duermen hasta el mediodía -dijo la voz de Kendra desde el
pasillo.

La joven se sentó en la cama y su tía entró en el dormitorio.

–Bien. Estás despierta. ¿Pero piensas ir así? – enarcó las cejas.

Madison pasó una mano por la bata arrugada, la misma que había
llevado la noche anterior al jardín y con la que se había quedado
dormida.

–¿Ir adonde? – preguntó, confusa.

–De compras, por supuesto -Kendra cruzó la estancia y empezó a


descorrer las cortinas.

Madison cerró los ojos.

–No voy a ir de compras.

–No estoy segura de que sea inteligente llevar eso en público -


repuso Kendra-. Mírame a mí. Hasta yo voy vestida como una mujer
inglesa de alcurnia -abrió el armario de su sobrina, sacó un vestido
gris de paseo, arrugó la nariz, lo devolvió a su sitio y sacó otro.

–Tía Kendra, no voy a ir de compras -rió Madison. Saltó de la


cama-.Voy a ir a mi estudio, donde puede que me quede unos
cuantos días.

–No seas cobarde, hija. No es digno del apellido Westcott. Toma,


ponte éste de color melocotón. Es muy bonito -sacó un vestido de
mañana.

–¿Cobarde? – Madison se puso rígida-. ¿A qué te refieres?


Kendra lanzó el vestido sobre la cama deshecha, se acercó a la
cómoda y empezó a sacar ropa interior.

–Ya sabes a qué me refiero.

Madison apretó los puños. No era posible que Jefford le hubiera


contado a su tía lo ocurrido en el jardín. ¿O sí?

–A Jefford -Kendra lanzó medias y un corsé sobre la cama-. Sé que


puede asustar un poco cuando se lo propone, pero lo mejor que
puedes hacer es ignorarlo -arrugó la nariz, empolvada con polvos de
arroz-. Es algo que odia.

Madison la miró sin aliento.

–No te habrá dicho…

–¿Decirme qué? – su tía le lanzó una enagua y se dirigió a la


puerta-. No vendría anoche a tu habitación, ¿verdad?

–Por supuesto que no -Madison apretó la enagua contra el pecho


como si quisiera protegerse de él.

–Me alegro. Baja a desayunar conmigo en veinte minutos. Vamos a


ir a comprar cosas que toda mujer necesita cuando ha sido
presentada en sociedad -Kendra salió por la puerta convertida en un
remolino de joyas y perfume.

–Pero yo no pienso ir al baile de presentación -gritó Madison desde


el umbral.

–Tonterías -su tía movió una mano en el aire y siguió andando por el
pasillo-. Date prisa. Si no nos largamos antes de que se levante tu
madre, tendremos que invitarla a venir y eso no será divertido.

Madison miró un momento el pasillo sin saber qué hacer. Nunca


había conocido a una persona tan decidida como su tía.
Cerró la puerta y miró el montón de ropa. No quería ir de compras ni
asistir al baile en el que se suponía que sería la invitada de honor. Y
no quería bajar a desayunar y arriesgarse a encontrarse con Jefford.

Pero estaba en su casa, ¿no? Y él no tenía ningún derecho a


impedirle desayunar o pasar tiempo con su tía, a la que apreciaba
ya, aunque sólo hacía un día que se conocían.

Apretó la mandíbula, se quitó la bata arrugada y empezó a vestirse.


No, aquel villano no tenía ningún derecho a alterarla.

Quince minutos después, Madison se había lavado y vestido y


entraba en el comedor con la cabeza muy alta y un cuaderno de
dibujo debajo del brazo. Tenía por costumbre llevar uno encima en
todo momento porque nunca se sabía cuándo podía interesarle una
luz concreta o la expresión de la cara de un sirviente.

El desayuno estaba colocado en bandejas tapadas en el aparador


para que los comensales se sirvieran personalmente. Kendra estaba
ya sentada en el mismo lugar que había ocupado la noche anterior.

Madison entró en la estancia y vio una flor recién cortada en su


plato. Estuvo a punto de sonreír. Al parecer, el señor Jefford Harris
había decidido disculparse.

Rodeó la mesa hasta su sitio, dejó el cuaderno de dibujo y tomó la


hermosa orquídea color lavanda.

–Una belleza rara para otra belleza rara.

Madison levantó la vista hacia lord Thomblin, de pie bajo el arco del
comedor y muy atractivo con un traje azul marino bien cortado, el
pelo peinado a un lado y el mostacho recién encerado.

Sonrió con timidez, bajó la vista y pasó los dedos por los pétalos
delicados de la flor.

–Es un regalo precioso -sonrió-. Nunca había visto una orquídea de


este color. ¿Dónde la ha encontrado?

–Carlton, nos encantaría quedarnos a hablar de dónde sacas una


flor tan rara a estas horas de la mañana -declaró lady Moran-, pero
nos vamos de compras y no disponemos del tiempo que llevaría esa
conversación -se limpió los labios con la servilleta-. A menos que
quieras acompañarnos.

Lord Thomblin carraspeó e hizo una reverencia.

–Sería un placer, pero, desgraciadamente, esta mañana tengo que


ver a uno de mis banqueros.

–Lástima -musitó Kendra-. Ya he enviado a buscar el carruaje,


Madison. Vamos, querida.

La joven tomó su cuaderno y corrió detrás de su tía, con la orquídea


todavía apretada en la mano. Cuando llegó al vestíbulo, Kendra se
la quitó y se la pasó a una de las doncellas.

–Ponla en agua y déjala en el estudio. Seguro que la señorita


Westcott quiere pintarla o dibujarla -aceptó la sombrilla, los guantes
y la pamela que le tendía Maha, su doncella personal.

Aubrey también esperaba allí con el sombrero de paja de Madison,


la sombrilla y un bolso en el que cabía el cuaderno de dibujo.

–Vamos, tía -dijo Madison cuando salían por la puerta-. ¿No es una
grosería dejar a lord Thomblin con tanta prisa?

–No des tanta importancia a lord Thomblin -musitó lady Moran-. Un


hombre es algo más que el corte de su traje. Vamos, sube conmigo
y explícame esa tontería de que no vas a asistir a tu baile de
presentación. Yo he venido desde Jamaica para eso y no tengo
intención de perdérmelo, señorita.

Madison pasó un día muy agradable con su indómita tía e incluso


accedió a comprarse dos vestidos nuevos y un camafeo encantador,
aunque su compra favorita fue la caja de pinturas antigua que
encontraron en una tienda pequeña de los alrededores de Fleet
Street.

Esa noche Madison bajó a cenar ataviada con un vestido nuevo de


seda verde de la última moda de París y se encontró con que
Jefford Harris estaba ausente. Había dejado el mensaje de que
había encontrado a unos amigos y cenaría con ellos. Madison no
creía que fuera cierto, pero aquello no era de su incumbencia. La
velada sería mucho más agradable sin él.

Se sentó de nuevo al lado de lord Thomblin y conversaron


agradablemente durante la cena. Él le contó que había ido muchas
veces a París e incluso vivido una temporada allí y la distrajo con
historias fascinantes de la ciudad y de las personas que había
conocido allí. A medida que avanzaba la noche, Madison se sentía
más conquistada por el atractivo caballero, en parte porque él
parecía encantado con ella y empezaba a darse cuenta de que no
todos los hombres eran tan pesados como su hermano.

La cena se le hizo corta y, cuando terminó, todos se dispusieron a


trasladarse al salón con el vizconde Kendal, un invitado adicional.
Lord Thomblin ayudó a Madison a levantarse de la silla y le ofreció
el codo, pero lady Westcott se acercó a ellos.

–Señor, ¿puede disculpar un momento a mi hija?

Él sonrió.

–Por supuesto, lady Westcott -se inclinó y siguió a los demás fuera
del comedor.
–Madre, ¿qué es eso que no puede esperar? – preguntó Madison.

–Lady Moran dice que has cambiado de idea respecto al baile de


presentación.

–Ah, por eso has invitado al vizconde Kendal en el último momento -


sonrió Madison-. Madre, una vez más estás pensando en tu futuro,
no en el mío. ¿De verdad crees que en cuanto me presente en
sociedad los hombres harán cola para pedirme en matrimonio?

–Sólo quiero que sepas lo contenta que estoy -musitó su madre-. Tu


padre también se habría sentido complacido.

–Papá me comprendería -repuso Madison-. No es que quiera


hacerlo, pero he pensado que sería una lástima que tía Kendra y
lord Thomblin hubieran venido desde tan lejos para asistir al baile y
no tuviera lugar.

–Sé que tu presentación en sociedad te pone nerviosa, querida. Les


pasa a todas las jóvenes, pero…

–Madre, no estoy nerviosa -Madison la miró de frente, impaciente


por marcharse-. No me gustan los bailes, no me gusta bailar y
desde luego no me gusta la idea de que me enseñen a todo el
mundo.

–¡Tonterías! – rió lady Westcott-. ¿A qué mujer no le gusta bailar?

–Pero mi consentimiento no es incondicional. ¿Tía Kendra no te ha


dicho mi petición?

–Sí, que quieres mostrar públicamente uno de tus cuadros en el


baile -lady Westcott sacó un pañuelo de encaje perfumado de la
manga y se lo pasó por la frente-. Eso sería altamente irregular.

–Yo lo llamaría original -dijo Kendra, que volvía al comedor. Esa


noche llevaba un vestido rosa pálido de muselina que le daba aire
de estar flotando. En cualquier otra mujer de su edad habría
resultado ridículo, pero a Madison le gustaba cómo le quedaba.

–Después de todo, ¿por qué hacemos esas cosas? Madison tiene


razón, es para exhibir a nuestras jóvenes, para mostrar la mercancía
y ver si hay compradores.

–¡Lady Moran! – exclamó lady Westcott-. ¡Qué modo tan poco


delicado de…!

–Es la verdad -la interrumpió su cuñada-.Y si exhibimos a Madison,


¿por qué no mostrar lo que tiene? Puede que no le guste bailar,
pero su talento es increíble. Y seguro que hay muchos jóvenes
interesados en tener una esposa tan dotada.

–¿Tú crees? – lady Westcott se mostraba de pronto interesada.

Kendra miró a Madison y asintió. Esa tarde, mientras tomaban el té


en un hotel, habían negociado. Si Madison asistía al baile, hacía lo
que quería su familia y a cambio podía mostrar públicamente uno de
sus cuadros y sacar también algo de todo aquello. Madison no había
podido resistirse a la idea de mostrar una de sus obras a más de
doscientos invitados. Como todos los artistas, anhelaba enseñar sus
cuadros, sus mensajes, al mundo.

Lady Westcott se tiró un momento del lóbulo de la oreja.

–Supongo que podríamos salir en la columna de sociedad -


murmuró.

–Estoy segura de que sí, querida. La familia Westcott será la


comidilla de la ciudad durante días y todos los que no hayan sido
invitados al baile se mostrarán muy decepcionados -lady Moran
rodeó con sus brazos las cinturas de las otras dos mujeres-. Y ahora
vamos a jugar un rato al salón. La pobre Catherine debe estar a
punto de terminar esa horrible pieza de música que intenta tocar y
yo adoro los juegos.
Jefford ayudó a Kendra a subir al carruaje, entró detrás de ella y
cerró la puerta. Se sentó enfrente y posó en ella la mirada.

Kendra dejó a un lado la sombrilla y se ajustó las cintas anchas del


gorro. Era temprano y la mansión estaba en silencio; seguramente
sólo unos pocos sirvientes sabían que habían salido. El carruaje se
puso en marcha y ella se agarró a una correa de cuero y cerró los
ojos un momento.

–¡Deja de mirarme así! – dijo cortante cuando volvió a abrirlos.

–¿Así cómo?

–Ya sabes cómo.

Jefford abrió los brazos en un gesto de inocencia.

–No he dicho nada.

–No hace falta.

Él se recostó en el asiento y extendió los brazos a lo largo del


respaldo.

–Sólo pensaba que querrías descansar mientras estuviéramos aquí.


Hacer lo que hacen las mujeres inglesas, tomar té y visitar jardines,
quizá incluso dormir hasta tarde y pedir el desayuno en la cama.

Kendra soltó una risita seca.

–¿Alguna vez me has visto dormir hasta tarde o desayunar en la


cama?

Él no pudo resistir una mueca.


–Sólo si tenías compañía en la cama con la que compartir el
desayuno.

La mujer levanto la sombrilla y lo empujó con ella.

–Madison tiene razón; debes de ser uno de los hombres más


vulgares que caminan sobre la tierra.

Jefford levantó las cejas con curiosidad.

–¿Ella ha dicho eso?

Kendra lo miró con aquellos ojos verdes que él tanto adoraba.

–Sí. Cree que eres el hombre más grosero de Londres.

–Pues yo creo que es una niña mimada y terca que no duraría ni


dos días en las junglas de Jamaica.

Kendra asintió pensativa.

–Pero es muy hermosa, ¿no crees?

Él se encogió de hombros. Su chaqueta era estrecha e incómoda y


añoraba la ropa que había dejado en Jamaica.

–De un modo infantil, sí.

–Tonterías. Es una de las mujeres más hermosas de Inglaterra y lo


sabes.

–Inglaterra no es el mundo, querida -Jefford miraba por la ventanilla


las mansiones de mármol con paredes de piedra y árboles bien
cuidados que pasaban.

–A mí no puedes engañarme -se burló Kendra-. Sé que te has fijado


en su belleza y su talento. Lo sé por lo furiosa que estaba ella
contigo la otra noche por algún incidente que había ocurrido.

Jefford la miró sin moverse.

–¿Qué incidente?

–No tengo ni idea. Ella no es ninguna chivata -Kendra se relajó en el


asiento, obviamente complacida consigo misma-. Es muy inteligente
e independiente…

–No le importan nada los demás -intervino él.

–Si no te conociera, diría que te has encaprichado de ella.

–Un hombre de mi edad no se encapricha de nadie -gruñó él-.Y si


yo fuera a fijarme en una belleza, no sería en la de una chica joven
que no tiene ni una onza de altruismo en el cuerpo.

–Jefford, ya no eres tan joven. ¿Has pensado en casarte? – sonrió


ella.

–¡Maldita sea, Kendra! ¿Para qué necesito otra mujer? Tengo a


Chantal, te tengo a ti. El doble de mujeres de las que necesita
ningún hombre.

–Pero necesitas una esposa -insistió ella.

–¿Por qué? – el carruaje avanzaba ahora por otro tipo de calles,


donde se veían boticas y carteles de médicos cirujanos.

–Niños, por supuesto -contestó Kendra-. Un hijo. Un modo de


continuar tu apellido.

–¿Y qué te hace pensar que yo quiera un hijo? – él apartó la vista-.


¿Qué te hace pensar que quiera traer a otro ser humano a este
mundo terrible en el que vivimos? La pobreza, la angustia…
–Tu hijo no nacería en la pobreza y la angustia -repuso ella con
gentileza-. Nacería en Bahía Windward, rodeado de personas que lo
querrían hasta el fin de sus días, con un padre que daría su vida por
él.

–La vida en Bahía Windward ya no es como antes y tú lo sabes -dijo


Jefford con pasión-. Con los disturbios de los trabajadores, podemos
ver arder nuestras casas cualquier día.

Kendra levantó los ojos al cielo.

–Siempre has sido muy melodramático. Debería haberte enviado a


los escenarios de Londres en vez de a Oxford.

–¿Por qué será que nuestras conversaciones siempre acaban


versando sobre mí, eh? – él se inclinó hacia delante y tomó una
mano de ella entre las suyas-. Este viaje es sobre ti, no sobre mí. Yo
no he venido a Londres para asistir al baile ridículo de una
debutante; he venido por ti.

La mujer sonrió con ternura y le sostuvo la mirada.

–Lo único que quiero, lo que he querido siempre, es que seas feliz.

–Tal vez algunos no hayamos nacido para ser felices -repuso él con
sinceridad.

–Pues yo creo que estás equivocado. Muy equivocado.


Capítulo 4

–No tenía que haber consentido -gruñó Madison mientras su tía


Kendra tiraba del corpiño del vestido de baile y Aubrey colocaba las
flores de seda que adornaban su elaborado tocado.

El sonido de un vals de Chabrier se filtraba ya por la ventana abierta


desde los jardines de abajo. Debido al número de invitados y a la
bendición de un clima agradable, lady Westcott había aceptado la
sugerencia de su cuñada de permitir que el baile se «extendiera»
por los jardines.

Aunque en la casa seguían estando las habitaciones de descanso


de las damas, el guardarropa y cuartos de servir refrescos, el jardín
se había transformado en un salón de baile al aire libre. Habían
construido una plataforma para bailar, que aparecía ahora adornada
con rosas y lilas importadas de Holanda. Y lady Moran insistía en
que, cuando se encendieran las velas después de anochecer, la
entrada en sociedad de Madison sería la mejor que se había visto
en Londres en la época victoriana.

–No tienes por qué estar nerviosa -decía Kendra a la joven-. Sonríe,
baila cuando te inviten, no bebas mucho champán y todos se
enamorarán de ti igual que yo.

Madison se reía al oírla. Las dos semanas que llevaba lady Moran
en Londres habían pasado muy deprisa y le costaba aceptar que se
iría en un mes más. Había tantas cosas de las que quería hablar
con ella, arte, literatura, viajes, que estaba segura de que no tendría
tiempo. La fascinaba lo poco que había aprendido de Jamaica y su
gente, que luchaban por establecer una economía que ya no se
basara en la esclavitud y quería saber muchas más cosas.
–No estoy nerviosa por el baile ni por caerle bien a la gente -
confesó. Me importa un bledo gustarle o no a la gente. Yo soy lo que
soy -se miró en el espejo-. Me preocupa que no les guste mi trabajo.
Un artista necesita público.

Kendra, con un vestido encantador azul mar, se movió hacia la


puerta. Su pelo rojo iba ese día recogido encima de la cabeza y
llevaba un collar y pendientes de diamantes y zafiros. En conjunto,
parecía diez años más joven de su edad.

–¿Es tu mejor trabajo, querida? – preguntó con solemnidad.

Madison pensó en la naturaleza muerta que pensaba mostrar.


Pintada al modo clásico, consistía en una mesa pequeña con un
tazón de fruta exótica y la orquídea rara regalo de lord Thomblin. El
frutero lo había pintado con anterioridad, pero le parecía que le
faltaba algo al cuadro y la orquídea, colocada en un vaso delicado,
lo había completado. Era muy bueno, pero…

–¿Es tu mejor trabajo? – insistió su tía.

Madison apretó los labios, manchados con pétalos de rosa. Había


elegido el cuadro porque resultaba apropiado, no porque fuera el
mejor. Su mejor obra eran los retratos, por la emoción que podía
mostrar en ellos.

–Seguramente no.

–¿Por qué?

–Porque quería elegir algo apropiado -frunció el ceño-. Algo


aceptable.

Kendra guardó silencio un momento.

–No puedo decirte lo que debes hacer, querida. Ya eres muy mayor
para eso.
–¿Pero qué harías tú en mi lugar?

–Mostraría mi mejor cuadro -sonrió Kendra-. Nunca se sabe. Tal vez


haya un invitado galerista que quiera exponer tu trabajo.

–¡Tía Kendra! Madre me dijo que habías invitado tú a gente, pero no


sabía… -Madison se apretó las manos con nerviosismo. Apartó a
Aubrey, que seguía empeñada en colocarle algo en el pelo-. No
puedo mostrarles un frutero. Cualquier artista mediocre puede pintar
fruta.

–Haz lo que te dicte el corazón, querida. No siempre es el momento


oportuno para destacar -su tía la besó en la mejilla-. Pero decidas lo
que decidas, date prisa porque tendrás que bajar pronto.

Madison permaneció un momento en el centro de la estancia,


indecisa, ataviada con su vestido verde de seda. Aubrey revoloteaba
a su alrededor como una abeja, recogiendo paquetes y colocando
peines y cepillos en su sitio.

La música, el olor de las gardenias que había encargado su tía y las


voces de los invitados se colaban por la ventana abierta. Aquella
velada estaba dedicada a ella, pero tenía la sensación de estar al
margen de todo.

Se volvió de pronto.

–Aubrey, necesito que me lleves por la escalera de servicio hasta mi


estudio sin ser vista. ¿Puedes hacerlo?

–Claro que sí, señorita. ¿Cree que los sirvientes no nos movemos
por esta casa sin que nos vean? – le guiñó un ojo-. Sígame y
seremos casi invisibles.

–¡Por fin! – exclamó lady Westcott, casi corriendo por el pasillo del
segundo piso-. He pedido a una de las doncellas que llamara a tu
puerta y me ha dicho que no había respuesta.

–No la he oído -repuso Madison con dulzura, mientras se ponía los


guantes de seda blanca hasta el codo y caminaba al lado de su
madre.

–Bueno, lo que importa es que estás preparada -lady Westcott se


secó el labio superior con un pañuelo de encaje-. Permíteme ir
delante y le diré a Albert que te escolte.

Madison hubiera querido protestar. No necesitaba que Albert la


escoltara en su propia escalinata; pero dejó marchar a su madre.
Teniendo en cuenta lo que acababa de hacer, eso era lo menos que
podía hacer por su madre, cuya intención era buena.

Esperó unos minutos en la sombra del pasillo, pero su hermano no


apareció. Se disponía ya a bajar sola la escalinata cuando se
presentó lord Thomblin, muy elegante con frac y corbata blancos.

–Tengo el honor de escoltarla, si me lo permite, señorita Westcott.

Ella se tomó de su brazo y miró sus ojos azules.

–Será un placer, señor.

Respiró hondo y empezaron a bajar.

–La honorable Madison Westcott -dijo una voz masculina cuando


estaban por la mitad. Y los invitados empezaron a aplaudir.

Al pie de la escalinata, hizo una reverencia a su madre y a lord


Kendal, besó a su madre en la mejilla y empezó a sonreír y aceptar
felicitaciones.

Durante más de una hora, mantuvo la sonrisa en la cara y conversó


amablemente con los invitados. Al fin, cuando pudo retirarse de la
línea donde recibían a la gente, fue en busca de lord Thomblin,
quién le había pedido el primer baile. Aunque a Madison no le
gustaba mucho bailar, sí le apetecía permitir que lord Thomblin la
rodeara con un brazo.

Creyó oír su voz en un salón y avanzó hacia allí, pero al doblar un


recodo se encontró con Jefford Harris.

Estaba solo en el pasillo, apoyado en la pared, con un vaso de


whisky en la mano.

Madison estuvo tentada de volverse y cambiar de dirección, pero


recordó que su tía le había dicho que los Westcott no eran cobardes
y siguió su camino con labios apretados.

–Está encantadora esta tarde, señorita Westcott.

Sus palabras eran un cumplido, pero su tono era de burla.

La joven levantó la barbilla.

–¿Bebiendo whisky tan pronto, señor?

–Sólo un poco -sonrió él-. No lo suficiente para animarme en esta


velada tediosa.

Madison enrojeció de rabia.

–¿Tediosa? ¡Cómo se atreve! A usted nadie le impide marcharse,


señor.

Él levantó el vaso y tomó un trago con lentitud.

–No puedo. Estoy aquí por Kendra.

Madison apretó la mandíbula.


–Es usted arrogante y grosero. ¿Puedo preguntarle cuál es su
relación con mi tía?

–No -él levantó el vaso como para brindar-. Disfrute de su gran


noche.

Se alejó antes de que ella pudiera replicar.

–Señorita Westcott -dijo la voz de lord Thomblin a sus espaldas.

Madison se volvió, de nuevo sonriente.

–Temía que se hubiera escondido para no tener que bailar conmigo


-musitó él.

Ella se echó a reír y aceptó el brazo que le ofrecía.

–Por supuesto que no -lo miró a los ojos en un gesto bastante


directo-. En realidad lo estaba buscando.

Él la observó con detenimiento y ella disfrutó de su aprobación. Era


evidente que la consideraba hermosa, ingeniosa y con talento. Y ella
temía estarse enamorando…

Madison, acalorada y confusa por la excitación de la noche y las


atenciones de lord Thomblin, se dejó sacar de la pista de baile y
llevar al salón a beber algo.

–Tome champán francés -le susurró lord Thomblin al oído.

No la tocó, pero su voz estaba tan cerca que ella podía sentir su
aliento en la piel. En público, en la pista de baile, se había mostrado
como el auténtico caballero que era, pero a solas en el salón, se
arriesgaba un poco más, lo suficiente para resultar atrevido sin
llegar a ser peligroso.
Madison bajó las pestañas. Empezaba a entender por qué las
jóvenes podían comportarse a veces de un modo tan estúpido en
presencia de los hombres. La proximidad de lord Thomblin le
aceleraba el pulso.

Recordó las palabras de su tía Kendra.

–No, es mejor que no tome champán -repuso. No necesitaba añadir


alcohol a la química de lo que se había convertido ya en una noche
mágica.

–¿Qué pasa? – se burló él con voz ronca-. ¿Su madre le ha


advertido que no tome champán para que un hombre no la arrastre
a la oscuridad y…? – le rodeó la cintura con el brazo y tiró de ella a
un rincón de la estancia, donde un biombo pintado ocultaba una
mesa de servicio llena de platos sucios. Allí estaban completamente
ocultos de la gente.

–¿Y qué? – musitó ella.

–Y… -susurró él. Le apretó la parte baja de la espalda y se inclinó.

Madison cerró los ojos.

–Thomblin -ladró una voz-. ¿Dónde está? ¿Madison? La esperan en


el jardín.

La joven abrió los ojos. ¿Jefford Harris sólo había ido a Londres con
el propósito de enfurecerla?

Lord Thomblin la soltó y se rompió el embrujo.

–¿Qué hacemos? – preguntó ella asustada. No podían sorprenderla


detrás de un biombo chino con el lord. Sería un escándalo.

Él le apretó el brazo e inmediatamente se hizo cargo de la situación.


–Sal sola. Di que has venido a dejar un vaso roto para que no lo
usaran los invitados.

Ella asintió con furia. El señor Harris gritaba en ese momento en


otra habitación.

–¿Y qué harás tú? – murmuró.

–Esperaré un tiempo razonable y me acercaré al cuarto de fumar.


Nadie se dará cuenta.

Madison asintió con la boca seca. Respiró hondo y salió de detrás


del biombo como si no pasara nada.

–¡Está ahí! – dijo el señor Harris con impaciencia-. Kendra la está


buscando por todas partes. La están esperando -la miró a los ojos-.
¿Estaba con Thomblin?

Ella negó con la cabeza, temerosa de que, si hablaba, se notara la


mentira en su voz.

–Ya la advertí de que no se acercara a él -dijo Harris.

Volvía a hablarle como si fuera una niña y eso la enfurecía aún más.

–A usted no le importa con quién esté yo, señor -replicó.

–Menos mal que nos marchamos pronto. Vamos -la tomó del codo
sin consideración y tiró de ella hacia el jardín-, Kendra quiere que
muestre ese cuadro y están todos esperando.

Cuando salieron al jardín, rutilante por las velas y las estrellas, la


multitud de invitados se apartó para dejarlos pasar. Todos sonreían y
murmuraban. Un suceso tan inusual en un baile de presentación en
sociedad producía ya un gran interés.

A mitad del jardín, Madison empezó a tener dudas.


–¡Oh, cielos! – susurró.

Vaciló y el señor Harris le sujetó el brazo con firmeza.

–No me diga que se va a desmayar.

Ella lo miró, con una sonrisa en el rostro en honor de los invitados.

–Yo no me desmayo -musitó.

–Mejor.

–Y aquí está por fin. Mi querida sobrina, la señorita Madison


Westcott -anunció tía Kendra con grandilocuencia.

Madison se volvió hacia la multitud de invitados. Había diputados del


Parlamento, damas y caballeros de la nobleza… y amantes del arte,
quizá incluso artistas de talento. Se mordió el labio inferior y se
obligó a serenarse.

–Como muchos de ustedes saben, la hija de mi querido hermano no


es sólo una belleza formada en muchas disciplinas, sino también
una artista.

Hubo unos aplausos corteses.

–Y esta noche, la familia Westcott quiere presentarles no sólo a esta


joven de talento sino también su trabajo. Sé que esto es altamente
inusual, pero cuando vean el cuadro, comprenderán por qué no
podemos seguir manteniéndolo oculto -lady Moran agarró una
esquina de la seda negra que cubría el lienzo de dos metros de alto
por casi metro y medio de ancho-. Así que, sin más preámbulo…

Madison oyó el susurro de la tela y volvió la cabeza para mirar a los


invitados. Le gustaba ver la reacción de otros a su arte.
Los invitados abrieron la boca, enarcaron las cejas, gimieron y
soltaron respingos. Algunos se volvieron y muchas damas se
cubrieron los ojos con sus manos enguantadas o con sus abanicos.

Madison dejó de sonreír.

Oyó el grito de su madre seguido de una gran conmoción. Lady


Westcott se había desmayado.

Los sonidos y expresiones de la multitud pasaron del shock al


disgusto y de éste al desdén.

Madison sintió un nudo en la garganta y se volvió a mirar el lienzo.

Era, en verdad, su mejor trabajo. Un autorretrato en el que ella se


reflejaba en un espejo de cuerpo entero con los ojos color turquesa
fijos en el espectador y el largo pelo rubio cayendo hasta la cintura.
Un desnudo.
Capítulo 5

Madison sintió un brazo en la cintura y el calor de un cuerpo


próximo al suyo.

Lord Thomblin había acudido en su ayuda.

–Madison, chérie, creo que tenemos que sacarte de aquí.

Flotando todavía en la sensación etérea de que el tiempo se había


detenido, se volvió despacio hacia él.

–Carl…

–Y descubrió sorprendida que no era lord Thomblin el que la


sostenía con gentileza, sino el señor Harris.

Éste tiró de su cintura.

–Madison, hay que sacarte de aquí.

–No les ha gustado mi retrato -susurró ella, con los ojos llenos de
lágrimas.

–Oh, yo diría que algunos lo han encontrado muy seductor -se burló
él.

Ella dio un paso vacilante.

–Era el mejor -susurró; lo miró a los ojos, ansiosa de que lo


comprendiera-. Les he dado el mejor.

Él se inclinó y le susurró al oído.


–Pero estás desnuda, chérie.

–Es arte -protestó ella-. Miguel Ángel y Rubens también pintaban


desnudos.

El rostro de él estaba tan cerca que casi tocaba el suyo.

–No estoy seguro de que Londres esté preparado para unas ideas
tan avanzadas -musitó.

–Jefford, por favor, sácala de aquí -dijo lady Moran detrás de ellos,
donde intentaba atender a lady Westcott.

–Madison -susurró el señor Harris, intentando ocultarla a los


invitados-.Ven conmigo.

La joven quería huir de allí, pero los miembros no la obedecían.

El señor Harris la miró un instante y la tomó en sus brazos.

Ella se abrazó a su cuello y enterró el rostro en la solapa de su


levita. Olía bien, a tabaco y whisky, pero sobre todo a virilidad. En
sus brazos se sentía segura.

Cerró los ojos y se dejó llevar. Apenas oía las voces de los
invitados. Todo el mundo hablaba a la vez y muchos pedían sus
carruajes y sus chales. Albert le gritaba a su madre con voz de
borracho que había arruinado a la familia. Catherine lloraba en voz
alta y Kendra gritaba órdenes.

–¿Adonde me lleva? – preguntó, al darse cuenta de que no iban


hacia la casa, sino que se metían más en el jardín.

–A tu estudio.

–Pero…
–¿Quieres pasar por la casa con toda esa gente?

Madison negó con la cabeza, y volvió a enterrar el rostro, ahora


empapado de lágrimas, en su levita.

–Yo he estado antes en tu estudio -dijo él-. Las ventanas estaban


abiertas. Y los dos sabemos que se puede entrar y salir por ellas.

–¿Ha estado en mi estudio? – preguntó ella. Levantó la cabeza para


mirarlo.

–Tu trabajo es bastante bueno y la última vez no tuve ocasión de


verlo.

–¡No tenía derecho! – protestó ella.

Él entró por la ventana al estudio, iluminado suavemente por una


lámpara de queroseno.

–No quiero quitarte mérito. Tu retrato del africano es extraordinario.


Se puede sentir la agonía de las cadenas, la agonía de las cadenas
de sus antepasados.

La emoción de su voz era evidente y Madison tembló y de pronto le


pareció imprescindible poner distancia entre ellos.

–Bájeme, por favor -apoyó las palmas en su pecho amplio.

–¿Puedes tenerte en pie?

La dejó en el suelo y ella se sostuvo un momento y después vaciló.

Él la tomó de nuevo en brazos.

–Tranquila. Siéntate -la ayudó a llegar a un sillón tapizado en


brocado que Madison había encontrado en el desván y hecho
transportar allí.

–Estoy bien -en cuanto estuvo sentada, lo apartó.

–Claro que sí -él se llevó una mano a la levita y sacó una petaca de
plata-. Toma un trago de esto.

Se lo puso debajo de la nariz y ella captó el fuerte aroma a whisky y


le apartó la mano.

–No quiero eso.

–Puede que no lo quieras, pero te aseguro que lo necesitas.

–Señor, en Jamaica no sé, pero en la sociedad de aquí eso es


inaceptable.

–Entonces ya somos dos los inaceptables en la sociedad de aquí -


repuso él.

Madison comprendió la verdad de sus palabras y se acercó la


petaca a los labios. Bebió. Tosió. Y volvió a beber.

–Despacio -el señor Harris le cubrió la mano con la suya y le quitó la


petaca-. Si te emborracho, Albert nos echará a los dos a la calle.

Madison se llevó una mano a los labios, ardientes a causa de la


bebida.

–Jefford, Jefford, ¿estáis ahí?

Él se acercó a la puerta.

–Sí.

Kendra la abrió y asomó la cabeza.


–Quédate aquí con Madison hasta que se hayan ido todos y
después súbela a su habitación. Hay que esperar a que Albert esté
sobrio para lidiar con esto -miró a su sobrina-. ¿Estás bien, querida?

La joven asintió, intentando ser valiente, aunque el rostro amigable


de su tía hacía que sintiera ganas de llorar de nuevo.

–Procura no preocuparte -dijo Kendra-. Me siento fatal por haberte


metido en este lío, pero te prometo que se me ocurrirá algo -sonrió-.
Deja que Jefford cuide de ti. Y cerrad la puerta -añadió antes de
irse.

El señor Harris obedeció. Miró a Madison, que se levantó del sillón.


Tenía la boca un poco dormida, pero se sentía mejor.

Él se quitó la levita y la colgó en un caballete.

–Madison…

–Puede irse -ella se quitó las flores del pelo y las arrojó al suelo-.
Estoy bien, de verdad.

–No puedo irme. Le he dicho a Kendra que me quedaré aquí hasta


que puedas subir.

Se colocó delante de ella, que levantó la barbilla y lo miró a los ojos.


Estaba tan cerca que podía oler su aliento. Quería ordenarle que
saliera de allí, pero cuando sus ojos se encontraron, descubrió que
no podía apartar la vista. Algo en la profundidad de los lagos
oscuros de él se lo impedía. Se le aceleró el pulso.

–Madison -murmuró él. Apartó un instante la vista y volvió a mirarla-.


¡Ah, qué diablos! – susurró. La sujetó por la cintura y la atrajo hacia
sí.

Bajó la boca, la besó en los labios y ella se abrazó a su cuello y le


devolvió el beso. Cerró los ojos, perdida en la sensación del cuerpo
de él apretado contra el suyo, en la sensación de su boca y su
sabor. No sabía que un beso podía ser tan… primitivo.

Cuando la soltó, estaba sin aliento y se veía obligada a agarrarse a


él.

Se separó de pronto, asustada por lo que había hecho.

–Madison, lo siento.

Ella se limpió la boca con el dorso de la mano y lo miró rabiosa, con


ganas de abofetearlo pero temerosa de hacerlo.

–No ha debido hacer eso -dijo, tan enfadada consigo misma como
con él.

Harris bajó la cabeza y se pasó una mano por el pelo.

–Tienes razón. Te pido disculpas de nuevo.

Madison se acercó a la puerta.

–Debo advertirle, señor Harris, de que no debe poner sus miras en


mí. Otra persona es ya objeto de mis afectos. Lord Thomblin…

–Lord Thomblin -la interrumpió él-. Madison, no debes acercarte a


él. En cuanto a que me enamore de ti, no tienes nada que temer.
Seguramente eres la última mujer en la tierra a la que entregaría mis
afectos.

Madison abrió la boca para replicar. Cuando se dio cuenta de que


no se le ocurría nada que decir, abrió la puerta y salió corriendo.

–¿Está aquí todo el mundo? – preguntó Albert, desde el umbral del


salón.
Estaban todos. La madre de Madison, su cuñada, su tía Kendra y,
por alguna razón impensable, también el señor Harris. Por suerte,
lord Thomblin no había sido invitado a la reunión familiar y había
salido a organizar el envío a Jamaica de algunos artículos que había
comprado.

–Bien -dijo Albert, frotándose las manos-. En ese caso vamos a


empezar. Como saben, he pedido esta reunión debido al incidente
que tuvo lugar anoche en el baile.

Miró a la joven con aire acusador y Madison sintió ganas de sacarle


la lengua.

–Tengo la esperanza -continuó Albert con aire pomposo- de que se


nos ocurra un modo de paliar este terrible incidente lo antes posible.

–Este escándalo arruinará nuestro apellido -declaró lady Westcott-.


No volverán a invitarme a ninguna fiesta ni reunión. Lord Kendal… -
se interrumpió con un sollozo y Catherine le tendió un pañuelo.

Madison levantó los ojos al cielo. Su tía Kendra, sentada a su lado,


le puso una mano en la rodilla para calmarla.

–Quizá no es tan malo como lo percibís vosotros -dijo esperanzada.

–Seguramente es peor, lady Moran -replicó su sobrino-. Esta


mañana he salido a buscar el periódico y mucha gente me ha
parado para decirme lo mucho que sienten este terrible incidente.
Antes de que acabe el día, todo el mundo sabrá que mi hermana se
ha desnudado delante de todo Londres.

Madison se levantó del diván.

–Yo no me he desnudado delante de nadie -le pareció oír una risita


procedente del señor Harris, pero no hizo caso-. Simplemente
mostré un autorretrato -continuó-. Todos los artistas pintan
autorretratos.
–Siéntate enseguida o sal de esta habitación -le gritó Albert.

–¿Cómo te atreves a sugerir que sea impropio que muestre un


cuadro? – escupió ella-.Y aunque lo fuera, no creo que fuera peor
que tú engañando a…

–¡Madison! – sintió la mano de Kendra en la suya-. Siéntate -bajó la


voz-. Cállate y confía en mí.

Carraspeó.

–Me parece, Albert, que todo esto se ha exagerado mucho -declaró


en voz más alta-. Sin embargo, si crees que vendría bien sacar a
Madison de Londres una temporada hasta que esto se olvide o lo
cubra otro escándalo, quisiera ofrecer una sugerencia.

–Es lo menos que puede hacer, teniendo en cuenta que nada de


esto habría ocurrido si usted no hubiera venido aquí -intervino lady
Westcott.

–¡Madre! – gritó Madison.

Kendra la miró con indignación.

–¿Cómo te atreves, Alba?

–Porque es la verdad -lady Westcott miró a su hijo-. Esto no habría


ocurrido si ella no hubiera alentado a Madison. Mi hija no tenía
intención de enseñar ningún cuadro hasta que llegó ella. Pintar es
sólo un modo de pasar el tiempo para una joven.

–¡Madre! – protestó Madison-. ¿Cómo puedes ser tan grosera con


lady Moran? ¿Tan poco conoces a tu hija?

–¿Qué propone usted, lady Moran? – preguntó Albert.


Kendra se puso en pie.

–Mi propuesta -anunció- es que acorte este viaje, parta enseguida y


me lleve a Madison conmigo a Jamaica.

–Absolutamente no -dijo el señor Harris desde su asiento.

–Jefford, por favor -Kendra miró a su sobrino-. Puede venirse a


Jamaica conmigo. Tenemos varios caballeros ingleses ricos que
buscan esposa y pocas inglesas solteras. Nunca se sabe, puede
que uno de ellos acepte a una artista por esposa -levantó un
brazo-.Y no creo que el escándalo llegue hasta Kingston.

–¿Y si descubrimos que tampoco podemos casarla en Jamaica? –


preguntó Albert.

A Madison le llamearon los ojos. Apretó el cuaderno de dibujo contra


su pecho. ¿Viajar a Jamaica y vivir con su tía Kendra? Podía ser un
regalo del cielo.

Kendra se encogió de hombros.

–Hablaremos de eso cuando ocurra. Supongo que puede regresar a


Londres. Seguramente nadie recuerde el incidente dentro de uno o
dos años.

–Kendra -el señor Harris se acercó a ella-. No puedes hablar en


serio. En Bahía Windward no hay lugar para esa niña.

–Ahora no -musitó Kendra.

El señor Harris le lanzó una mirada que habría hecho llorar a


muchas mujeres, pero ella se mantuvo firme y él lanzó un juramento
y salió de la estancia.

–¿Hablas en serio? – preguntó lady Westcott, secándose los ojos


con el pañuelo-. ¿Tú te la llevarías?
–Nuestro padre sólo le dejó una herencia pequeña -le advirtió Albert.

Kendra movió una mano en el aire.

–Quédatela. Si se casa, puedes enviarla para pagarle el ajuar.

Albert miró a su madre interrogante.

Madison apretó las manos con fuerza en el regazo y rezó en silencio


para que aceptaran.

–Creo que a Madison le vendría bien un cambio de aires -lady


Westcott miró a su hija-. Quizá después de un año en la jungla sin
los refinamientos de aquí, pensará mejor en sus acciones.

Madison no pudo contenerse más y se levantó de un salto.

–¿Puedo ir a Jamaica?

Kendra le lanzó una mirada de advertencia y la joven bajó la vista.

–Quiero decir que, si es tu deseo, madre, te obedeceré.

–Bien, está decidido -Albert se volvió-. Y creo que cuanto antes


salga de aquí, mejor -chasqueó los dedos-. Catherine.

Su esposa se levantó en el acto y se apresuró a seguirlo.

–Voy, querido.

Madison apretó los labios y miró a su tía.

–¿Debo hacer el equipaje?

–Desde luego. Te enviaré una lista a tu habitación con la ropa y los


artículos personales que vas a necesitar.
–¿Y las pinturas y lienzos?

–Guarda el material que tengas y yo encargaré que envíen más al


barco. Me temo que en Jamaica no tenemos esas cosas.

–Oh, gracias, tía Kendra -Madison la abrazó; se apartó y se inclinó


ante su madre-. Empezaré enseguida -declaró desde la puerta.

–Estás aquí -Kendra salió al jardín. Hacía una noche oscura y sin
nubes-. Empezaba a pensar que habías zarpado sin mí.

Jefford hizo una mueca.

–No deberías salir sin el chal -dijo-.Ya sabes lo que dijeron los
médicos de Milán, París y Londres -se quitó la chaqueta y se la puso
sobre los hombros.

–Ahora no -ella lo tomó del brazo y le dio palmaditas en la mano-.


Estás enfadado porque no te has salido con la tuya en lo de mi
sobrina.

–No es por mí -repuso él-. Es por ella. ¿Sabe su familia lo peligroso


que es el clima político en este momento? ¿No saben nada de la
rebelión de los trabajadores?

–Alba sólo sabe lo que ocurre en esta calle -repuso Kendra con
impaciencia-.Y la chica estará mejor conmigo en Bahía Windward
que casándose aquí con el primer imbécil que llegue dispuesto a
cargar con ella. Un hombre equivocado podría arruinar su talento;
destruir su espíritu.

–En este momento me gustaría agarrar su espíritu y…

Kendra se echó a reír.


–Jefford, querido. Hace años que no te oía apasionarte así.

–No vas a cambiar de idea, ¿verdad? – preguntó él.

–No.

–¿Ni siquiera si te digo que cree estar enamorada de Thomblin?

–Sólo está jugando con ella -Kendra se apoyó en él y apoyó la


mejilla en su manga-. Una simple distracción mientras está aquí. No
le interesa de verdad.

–Más vale.

Kendra lo miró.

–Jefford, hazlo por mí. ¿Quieres dejar que ésta sea mi última
aventura?

Jefford se ablandó a su pesar. No podía negarle nada a Kendra y


ella lo sabía.

–¿De verdad crees que podrás casarla?

–Con su belleza, es muy posible. Quizá con George Rutherford -


enarcó una ceja con aire interrogante.

Jefford hizo una mueca y apartó la vista.

–Dime que la protegerás de Thomblin -le pidió Kendra-. Que


cuidarás de ella como has cuidado de mí tantos años.

–Si es lo que deseas…-musitó él.

–Lo es.

Él la miró y la besó en la mejilla.


–Vete a la cama -murmuró-. Mañana será un día duro. Zarparemos
dentro de tres días.

–Gracias -ella lo miró con los ojos llenos de lágrimas-. Tu lealtad


hacia mí se verá recompensada en la tierra o en el cielo.

–Vete a la cama -repitió él-. Empiezas a decir tonterías.

–¿Tú no entras? – preguntó ella.

El negó con la cabeza.

–No creo que pueda dormir en horas.

Contra su voluntad, imágenes de Madison y del beso que se habían


dado invadían sus pensamientos. Su inocencia lo afectaba como no
lo había afectado nada en mucho tiempo, y eso lo ponía nervioso.

–Creo que pasará una vida entera hasta que pueda volver a dormir -
murmuró.
Capítulo 6

–No sé qué hacer con ella -Kendra se frotó las manos con
nerviosismo-. Hace casi una semana que zarpamos de Londres y no
comprendo por qué sigue tan mareada.

–No todas las mujeres se adaptan al mar tan bien como tú -repuso
Jefford.

–Creo que necesita levantarse y tomar el aire. Ese camarote es


sofocante. No come, apenas bebe el agua que le llevo y dice que no
puede dormir. Estoy muy preocupada.

–Nadie se ha muerto por estar una semana con mareos -repuso él,
con la vista clavada en el mar.

El viaje en el Alicia Mae había durado ya más tiempo que el que los
había llevado a Londres y Jefford estaba nervioso, ansioso por
llegar a casa y a su trabajo en la plantación. Temía que su estancia
en Londres lo hubiera reblandecido y creía que pensaba tanto en
Madison porque no tenía nada mejor que hacer.

–¿Quieres ir a verla, por favor? – Kendra le puso una mano en el


brazo-. Sólo a verla. Seguramente tienes razón y no está tan
enferma como parece. Es joven y las jóvenes tienden a exagerar,
pero…

–Está bien, iré a verla, pero envía a Maha -gruñó él.

–La enviaré ahora mismo. Quizá si tú pudieras sacar a Madison de


la cama, Maha tendría ocasión de cambiarle las sábanas y llevarle
agua y toallas para que se lave.
Jefford hizo una mueca. Él no era una enfermera. ¿Por qué Kendra
no se lo pedía a Thomblin?; desde luego, le había prestado mucha
atención durante su estancia en la mansión Boxwood, aunque
Jefford sabía muy bien que el estado de salud de la joven le
importaba un bledo.

–Más vale que acabe con esto cuanto antes -murmuró.

Cruzó hasta la escotilla de proa y bajó a la cubierta inferior. Siguió el


pasillo y vio que Maha lo esperaba al final.

–¿Has llamado? – preguntó a la mujer india de edad mediana. Su


esposo era uno de los capataces de Jefford y él sabía que estaba
ansiosa por regresar a Bahía Windward con él.

–Dice que me marche -repuso Maha.

Jefford llamó con impaciencia a la puerta.

–Por favor, Maha -dijo una voz débil-. Márchate.

La fragilidad de la voz de Madison lo sobresaltó.

–Soy Jefford -dijo-.Voy a entrar.

–No -musitó ella.

–Madison… -abrió la puerta y lo envolvieron el calor y el mal olor del


camarote.

Miró el rostro pálido y demacrado de la joven y se arrepintió de no


haber hecho aquello días atrás.

–Abre la ventana -ordenó a Maha-. Y saca ese cubo sucio de aquí -


intentó respirar por la boca en vez de por la nariz-. Trae un cubo de
agua y algo con lo que limpiar la cama y el suelo. Pide ayuda si la
necesitas -agachó la cabeza para sentarse en el borde del
camastro, construido en la curva del casco.

Madison se apartó de él. Estaba envuelta en una manta sucia y


apretaba un cuaderno de dibujo contra el pecho.

–Márchese. No quiero que nadie me vea así -sollozó.

–No digas tonterías. Estás enferma -miró a la doncella, que salía ya


del camarote-. Pensándolo mejor, antes traeme una palangana de
agua fría y un paño limpio. Y algo para que se cambie. Uno de los
caftanes de Kendra tal vez -hizo un gesto-. Algo que la tape entera
para que pueda llevarla a la cubierta.

–Sí, sahib -la sirvienta se alejó apresuradamente.

Jefford miró a Madison y agarró la manta sucia que la cubría.

–No -gimió ella, con la cara oculta.

–Esto está sucio y mojado. Hay que cambiarte las sábanas y tienes
que levantarte y tomar el aire fresco.

–No puedo -gimió ella-. Me estoy muriendo.

–Tonterías -él le tocó el pelo rubio aplastado a la cabeza-. Te


sentirás mejor si te levantas y metes algo en el estómago.

–No.

Soltó la manta para apretarse el abdomen y él aprovechó para


quitársela. Sujetó el dobladillo del camisón y tiró de él hacia abajo.

–Madison, chérie -dijo con ternura-. Pueden pasar dos semanas


hasta que lleguemos a Jamaica y no puedes seguir dos semanas
más sin comida y sin agua -le apartó el pelo de la cara-. Eso te
mataría.
–Quiero morir -susurró ella.

–No, no quieres. Quieres levantarte, pasear conmigo por la cubierta


y comer y beber algo porque hay lugares maravillosos que quiero
enseñarte cuando lleguemos a Jamaica. Lugares que te gustará
pintar. Cataratas, playas… Tienes que ver a los trabajadores al final
del día cuando llegan de los campos de caña de azúcar o de los
cafetales con los sacos de la comida a la espalda y cantando. Te
prometo que querrás pintarlos.

–Puede ser hermoso -susurró ella.

–Más de lo que te imaginas -le prometió él. Oyó pasos y Maha


apareció en el umbral con una palangana, una toalla y un caftán
verde esmeralda en el brazo-. Ahora voy a salir y dejar que Maha te
lave.

–No -la joven tomó la almohada debajo de su cabeza e intentó


taparse la cara con ella-. Déjenme todos.

Jefford se levantó, pero mantuvo la cabeza baja para no darse en la


viga del techo.

–O te lava Maha o te lavo yo. Tú eliges.

Madison vaciló.

–Maha.

–Bien -le tocó el hombro, que encontró muy delgado. ¿Cómo podía
haber perdido tanto peso en una semana?-. Ahora voy a salir, pero
estaré en el pasillo.

Ella no contestó y él salió por la puerta.

–Cuando termines de lavarla y vestirla, la subiré a cubierta para que


puedas limpiar el camarote -dijo a Maha.
Salió al pasillo y se apoyó a esperar en la pared. La mujer lo llamó
veinte minutos después.

–Está lista.

Jefford metió la cabeza por la puerta y vio a Madison sentada en la


cama. Tenía la cara limpia y el pelo sujeto atrás con una cinta. El
caftán le quedaba muy largo, pero la cubría bien.

–¿Estás preparada para subir a tomar el aire a cubierta? – preguntó.

Madison bajó la cabeza y se llevó una mano a la frente.

–Estoy mareada.

–Todo irá bien.

–No estoy decente. No llevo corsé. No puedo ir en público…

–Tonterías. Estás deshidratada. En la cubierta te daré algo de beber,


algo que puedas retener.

Ella se inclinó un poco y él se acercó a sujetarla.

–Vamos, Madison. Enséñame aquel espíritu que vi en el jardín la


noche que estabas dibujando. ¿Te acuerdas? – la ayudó a
levantarse con gentileza y ella se apoyó en él, demasiado débil para
sostenerse sola-. Tengo algo que confesar. Aquella noche dejaste
caer tu cuaderno de dibujo en el jardín y yo lo guardé.

Ella levantó la vista.

–¿Por qué?

Jefford se encogió de hombros.


–El dibujo era muy bueno.

–Creo que no puedo andar -murmuró ella.

–Prueba.

Madison echó un pie hacia delante, después el otro y después vaciló


y cayó de nuevo sobre él.

–¿Quieres que te lleve yo y volvemos a intentarlo arriba? – preguntó


él.

Ella asintió y él la tomó en brazos.

–Espera -Madison estiró un brazo-. Necesito un cuaderno de dibujo


y un lápiz.

Jefford gruñó con impaciencia, pero la acercó a la cama para que


recogiera dichos artículos y salió del camarote. Cuando llegó a la
cubierta, apretó la cara de ella en su pecho para que no le diera la
luz brillante. Intentó pensar en el trabajo que le esperaba en casa en
lugar de la sensación de la mujer en sus brazos y de su aliento en el
pecho.

–No quiero que nadie me vea así -gimió ella-. Lord Thomblin…

–No te preocupes -la calmó él, aunque enojado por la alusión a su


vecino-. Conozco un lugar oculto cerca de los botes salvavidas.
Podemos sentarnos y nadie sabrá que estamos allí.

Cruzó la cubierta con ella en brazos sin que apenas nadie se fijara
en ellos. La tripulación estaba ocupada con su trabajo y Thomblin y
Kendra no se hallaban a la vista.

–Es aquí -Hay un montón de sogas donde podemos sentarnos -la


depositó en ellas con delicadeza.
Madison se cubrió el rostro un momento con el cuaderno de dibujo
para resguardarse del sol y después lo bajó y empezó a abrir los
ojos.

–El aire fresco sienta bien -musitó temblorosa.

Jefford se acuclilló a su lado.

–Ya te lo he dicho.

Ella levantó la cabeza para mirar por encima del costado del barco.

–El agua está hermosa hoy -apretó los labios agrietados-.Tengo sed.

–Eso esperaba -él se puso en pie-. ¿Puedes quedarte sola un


momento?

Madison le tomó una mano y él se soltó con gentileza.

–Enseguida vuelvo -musitó.

Madison oyó sus pasos alejarse por la cubierta y bajó la cabeza.


Seguía mareada, pero se sentía mejor.

Jefford volvió unos minutos después.

–Aquí tienes -se agachó y le puso una taza en la mano.

–¿Qué es? – preguntó ella.

–Pruébalo.

La joven se llevó la taza a los labios. Era un líquido fresco y dulce y


tan delicioso que tomó varios tragos seguidos.

–Tranquila, no tan deprisa -él le quitó la taza.


–¿Qué es?

–Agua, azúcar y algo de zumo recién exprimido.

–Quiero más.

Jefford le pasó la taza.

–Si puedes sostenerte en pie, tengo algo que enseñarte -dijo.

Madison terminó el contenido de la taza y aceptó la mano que él le


tendía. Cuando se levantó le temblaban las piernas, pero se sentía
mucho mejor. El calor del sol y la brisa fresca del mar le producían
una sensación agradable en la piel.

–¿Qué es? – preguntó.

Él señaló y ella siguió la dirección del dedo.

–¡Oh! – exclamó-. ¡Delfines!

–Hace un rato que nos siguen. Los he visto antes.

Madison le soltó el brazo y dio un paso hacia la barandilla. Apoyó la


frente en la madera pulida y se inclinó por el borde.

–¡Qué hermosos! – los observó moverse por el agua-. Gracias -


susurró.

Jefford no respondió, pero, por una vez, a ella no la molestó su


descortesía. Observó su perfil, la línea de la mandíbula, la longitud y
el ancho de la nariz, su piel bronceada, que no revelaba sus
ancestros pero le daba un aire de misterio.

¿Quién era aquel hombre?

Él notó que lo observaba y le sonrió. Ella apartó la vista.


–¿Me pasa mi cuaderno de dibujo? – preguntó-. Tengo que dibujar a
los delfines antes de que se vayan.

Dos días después, Madison estaba lo bastante bien para vestirse sin
ayuda de Maha y pasear sola por la cubierta. Jefford no había vuelto
a ir por su camarote y, cuando lo veía arriba, vestido como uno más
de la tripulación y a menudo trabajando con ellos, apenas si la
saludaba.

Pero a ella no le importaba.

–Señorita Westcott, es un placer verla -lord Thomblin se acercó a


ella en la barandilla de estribor.

–Buenas tardes, señor.

Lord Thomblin, ataviado con pantalones y levita color amarillo pálido


y un sombrero de paja, parecía un caballero de Londres que se
dispusiera a pasear por Hyde Park.

–Tengo entendido que no se ha sentido bien. Es un placer volver a


verla levantada. Espero que esta noche cene con nosotros. Las
comidas han sido muy aburridas sin usted.

Le sonrió y ella se tocó el gorro con nerviosismo.

–Creo que esta noche me reuniré con ustedes; me siento mucho


mejor -afirmó.

Vio acercarse a Jefford por el rabillo del ojo. Llevaba pantalones


cortados en la rodilla y una camisa que se le pegaba al torso y
resaltaba todos sus músculos. El viento movía su pelo largo y
moreno.

–Madison, Kendra te está buscando -gruñó; pasó de largo con una


soga al hombro-. En la cubierta de proa.

Thomblin carraspeó.

–¿Nos veremos esta noche, pues?

–Será un placer, señor.

La joven hizo una pequeña reverencia y se alejó, irritada con


Jefford. ¿Acaso no había visto que estaba conversando con lord
Thomblin?

Encontró a su tía sentada en una caja pequeña, con los ojos


cerrados, la cara levantada al sol y el pelo suelto sobre los hombros.

–¿Me buscabas?

–¿Qué? – Kendra abrió los ojos.

–Jefford ha dicho que me buscabas -Madison no sabía cuándo


había empezado a usar su nombre de pila, pero le parecía tonto
llamarlo de otro modo teniendo en cuenta la familiaridad con que la
trataba él.

–Oh, sí, por supuesto. Ven a sentarte conmigo -señaló un montón


de cajas-. Saca una, querida.

Madison obedeció con un suspiró y se sentó con el cuaderno de


dibujo en el regazo.

–¿Qué haces?

–Tomar el sol -Kendra le pasó un mapa-. Pronto estaremos en casa.


Mira, hemos cruzado el Atlántico navegando hacia el suroeste.

Madison tomó el mapa doblado y lo apoyó en el cuaderno para


estudiarlo.
–No sabía que estábamos tan cerca de América del Sur -comentó.

–Se cree que los indios arawak fueron los primeros en colonizar
Jamaica y llegaron en canoas desde Sudamérica. Más tarde
llegaron los españoles y después los ingleses. Muchos opinan que
la verdadera historia de Jamaica no empezó hasta que se prohibió
la esclavitud en la década de 1830. Desde entonces luchamos por
encontrar nuestro sitio en el mundo y vivir juntos con esta mezcla de
culturas.

Madison miró el mapa.

–¿Y cuánto falta para que lleguemos? Estoy deseando ver las
junglas.

–Una semana -lady Moran frunció el ceño-. Quítate el sombrero,


querida. El sol te sentaría bien.

–Mi madre dice que me saldrán pecas si me da el sol -Madison se


desató las cintas y se quitó el sombrero.

–Pero ella ignora sus propiedades curativas. Cierra los ojos y


levanta la cara al sol. ¿No es maravilloso? Te sientes años más
joven.

La joven cerró los ojos e imitó a su tía. La sensación era buena.

–¿Qué opinas de Jefford? – preguntó Kendra.

Madison abrió los ojos y la miró.

–¿Qué opino? – abrió el cuaderno para empezar a dibujar el mapa


de las islas del Caribe y estudiarlo luego mejor a solas.

–Sí, ¿te parece atractivo?


–Ah… supongo que sí.

–Y es muy inteligente. Yo diría que sería un buen marido. ¿Tú no?

La joven observó a su tía. A pesar de unas pequeñas arrugas en


torno a los ojos y boca, seguía siendo muy guapa.Y muy rica.

–¡Tía Kendra! – exclamó, preocupada de pronto-. ¿El señor Harris te


ha dicho que quiere casarse contigo? Porque yo creo que debes
tener cuidado. Un hombre de su edad, sin dinero, puede querer…

La risa de su tía la interrumpió.

–Hablo en serio -insistió-. No sería la primera vez que un hombre


intentara aprovecharse de una mujer para hacerse rico.

–Madison, querida -Kendra abrió los ojos, riendo todavía-. La


pregunta era si tú te sentías atraída por él.

–¿Yo? – Madison se tocó el pecho con el lápiz-. No, por supuesto


que no.

–¿No considerarías la posibilidad de casarte con él?

Madison se levantó de la caja.

–Desde luego que no. Ya sabes lo que siento por él. Cómo me trató
en mi propia casa.

–Vamos, vamos, cálmate -Kendra le tomó una mano-. No te alteres;


sólo era una pregunta.

–¿Cuál es exactamente tu relación con él, tía?

–Siéntate, siéntate -Kendra tiró de ella hacia abajo-. Nuestra


relación no es fácil de explicar. Es mi amigo, mi socio, muchas
cosas -cerró de nuevo los ojos-. He visto que has colocado un lienzo
en tu camarote. ¿Qué estás pintando?

–El mar -suspiró Madison, no muy satisfecha con la explicación de


su tía-.Y los delfines. Espero que vuelvan.

Madison se apartó para mirar el cuadro del mar y limpió el pincel en


un trapo con aire ausente. El barco oscilaba rítmicamente bajo ella,
pero ahora que se había acostumbrado, el movimiento la calmaba,
sobre todo cuando trabajaba.

Llamaron a la puerta del camarote.

–He dicho que no quiero comer, Maha. Gracias, pero estoy


trabajando.

Se abrió la puerta y se volvió sobresaltada. Jefford se agachó y


entró en el camarote sin esperar invitación.

–Te he traído algo de comer -dejó una bandeja de madera en la


cama.

Madison no podía hablar. Estaba tan cerca que podía oler su pelo
limpio recogido en una coleta y su ropa secada al sol en las cuerdas
de los mástiles del barco.

–He enviado recado de que no asistiría a la cena en el camarote del


capitán porque iba a trabajar -dejó el pincel en el caballete y procuró
apartarse sin rozarlo. En aquel espacio pequeño parecía más alto y
más ancho de hombros-. He pedido que no me molesten.

Jefford le lanzó una sonrisa encantadora y levantó la tapa de plata


de la bandeja para mostrarle pan reciente, galletas y fruta.

–Si no comes, volverás a enfermar. Aún no has recuperado todas


las fuerzas y llegaremos a Jamaica…
El barco se movió con brusquedad y Madison levantó ambos brazos
para sujetar el caballete con el cuadro. Al mismo tiempo, Jefford la
sujetaba a ella.

–¡Oh! – gritó la joven, que no pudo mantener el equilibrio. Jefford la


apretó contra sí y sujetó el caballete con una mano para impedir que
cayera al suelo.

El barco volvió a su posición inicial, el suelo se niveló y el caballete


apoyó de nuevo las patas en el suelo. Madison levantó la vista y se
encontró con los ojos de Jefford.

–Yo…

Él bajó la cabeza y la besó en los labios. Y ella abrió la boca para


protestar pero no emitió ningún sonido. Intentó soltarse, pero no lo
consiguió; él la apretaba en sus brazos y no la dejaba escapar.

Cerró los ojos. No podía respirar ni pensar. Una sensación de placer


la embargó contra su voluntad. Sentía la cabeza ligera, como si
fuera a desmayarse. No podía detenerlo, y lo más preocupante era
que no quería hacerlo.

–Por favor -murmuró contra su boca.

Él la soltó tan de repente que estuvo a punto de caerse.

–Lo siento -gruñó Jefford-. Había jurado…

La miró un instante a los ojos y se secó los labios con el dorso de la


mano.

–Lo siento -repitió-. No volverá a ocurrir.

Madison se sentó en la cama y lo observó salir de la estancia.


–Claro que no -musitó-. Sería imposible… -una lágrima cayó por su
mejilla-. Impensable.
LIBRO DOS

JAMAICA

Capítulo 7

Kingston, Jamaica

Noviembre 1888

–Ahí está Kingston, querida -lady Moran señaló con el brazo el


muelle atestado de barcos y botes.

Más allá del puerto, recostada contra las colinas verdes bajo un
cielo azul sin nubes, se extendía la ciudad con la que Madison
llevaba semanas soñando. La tripulación se afanaba a su alrededor,
enrollando sogas en cubierta y bajando botes y ella contemplaba
embrujada el paisaje desconocido.

–¿Decepcionada? – sonrió Kendra.

–No. ¿Pero cómo voy a capturar su esencia en el lienzo? – preguntó


Madison, contemplando los edificios de madera que se prolongaban
hasta el borde del agua.

–Vamos, querida. Hay mucho que hacer antes de desembarcar.


Madison se agarró a la barandilla y miró el colorido de los muelles
mientras escuchaba los gritos de las gaviotas y de los marineros y
los crujidos de la madera del barco.

–¡Madison!

La joven se apartó de mala gana de aquella visión del paraíso y


corrió detrás de su tía.

Dos horas más tarde, Madison bajaba el tablón de madera hasta el


muelle y enseguida se sintió abrumada por el olor del lujurioso
bosque tropical. La capital de la isla se extendía ante ella, pero
podía oler la abundante vegetación, con sus palmeras, sus helechos
gigantes y las orquídeas salvajes, que los rodeaba. El aire de la
tarde era caliente y húmedo y zumbaba con el sonido de los
insectos.

–Vamos -Kendra se abrió paso entre la multitud de nativos con su


caftán de color naranja brillante flotando en la brisa.

Madison apretó contra su pecho el lienzo del cuadro que había


pintado y siguió a su tía, abrumada por el calor y las conversaciones
de los hombres y mujeres que llevaban cajas o cestas en los
hombros y cabezas, por el olor a pescado, plátanos maduros y lo
que sólo podía ser pan de jengibre caliente. Las mujeres llevaban
vestidos de colores que sólo les llegaban a las rodillas e iban
descalzas. Se recogían el pelo en rectángulos chillones de tela, más
o menos al estilo de su tía.

–Lord Thomblin ha enviado recado de nuestra llegada a Bahía


Windward. No tardará en venir alguien -le dijo su tía por encima del
hombro-. Es un placer estar en casa.

Una moneda de plata brilló en el aire y dos chicos desnudos


pasaron corriendo al lado de Madison, seguidos por un perro que
ladraba y una niña vestida con pantalones a rayas verdes y blancas.
Los cuatro se lanzaron al agua y levantaron la cabeza tan alegres
como delfines, con el mayor de ellos mostrando la moneda en el
aire. Un capitán de mar de piel color aceituna y bigotes hasta la
barbilla soltó una carcajada y lanzó una lluvia de peniques sobre los
aventureros. Kendra no prestaba atención ni a los niños, ni al
capitán ni a la cabra suelta que le mordisqueaba el caftán.

–¿No deberíamos esperar en el muelle? – preguntó Madison.

No estaba habituada a que la gente se le acercara tanto. En


Inglaterra las damas y caballeros, e incluso los sirvientes, tenían
cuidado de permanecer en su espacio y no invadir el de otros. Allí
todo el mundo se rozaba con ella.

–Jefford ha dicho que volvería por nosotras.

–¡Oh, tonterías! – Kendra siguió andando entre la multitud-. No


necesitamos escolta, ¿verdad, Maha? – preguntó a la doncella, que
cerraba la marcha con la sombrilla de su ama en la mano-. Soy muy
capaz de encontrar un carruaje sola, te lo aseguro.

Madison intentaba seguirle el paso y al mismo tiempo no perderse


las imágenes y sonidos que la rodeaban. El muelle de Kingston
parecía tan ajetreado como el de Londres. Había barcos cargándose
y descargándose hasta donde alcanzaba la vista. Y en todas partes
había gente, no sólo jamaicana e ingleses, sino también de Haití,
China, India y de otras nacionalidades que no conseguía identificar.

Captó un olor extraño y volvió la cabeza para mirar al jamaicano


viejo de pelo blanco que fumaba lo que parecía un puro grueso
hecho en casa y envuelto en hojas.

–¿Qué…?

–Marihuana -Kendra la tomó del brazo y tiró de ella-. Algunos la


llaman el cáñamo indio. Muchos ingleses de aquí lo usan con
propósitos medicinales -enarcó las cejas-. Pero en mi casa no.
Madison notaba su desaprobación y quería hacerle más preguntas,
pero su tía casi corría ya.

–Ahí están. ¿Los ves? El carruaje del borde verde es el nuestro.


¡Punta! – llamó.

Un hombre de piel oscura vestido todo de blanco y con un gorro rojo


ocupaba el pescante del carruaje. Se levantó y agitó la mano con
una sonrisa.

–Señorita Kendra, me alegra ver que el gran océano no se la ha


tragado -gritó.

Al acercarse, Madison miró un carro aparcado detrás. Vio que


Jefford se acercaba a él y la escandalizó ver a una mujer joven de
piel oscura vestida al estilo de Kendra que saltaba del carro y se
echaba en sus brazos.

–¿Por qué abres así la boca, querida? – preguntó su tía. Miró el


carro-. Oh, ésa es Chantal, querida, no necesitas preocuparte por
ella. Vamos, sube. Me parece que va a empezar a llover.

Madison pasó el cuadro a su tía y permitió que Punta la ayudara a


subir. Desde más cerca, notó que el tono de piel del cochero no era
el mismo que el de los demás isleños y que su acento también era
distinto. No tenía mucha experiencia con extranjeros, pero supuso
que él no era de allí sino de la India.

Cargaron rápidamente el carro con cajas y paquetes transportados


desde el barco y los dos vehículos se pusieron en marcha a lo largo
de King Street. Madison miraba las casas de porche abierto de la
calle y se esforzaba por no mirar atrás, donde Jefford compartía el
pescante del carro con Chantal a su lado.

–Kingston es una ciudad encantadora -anunció su tía cuando una


lluvia ligera empezaba a golpear la lona encima de sus cabezas-. Al
noreste están los Montes Azules -señaló-. La cordillera más
hermosa del mundo. Bahía Windward queda al oeste, entre
Kingston y Port Royal, que antes fue una ciudad pirata.

–¿Ahora hay piratas allí? – preguntó la joven.

Su tía le dio una palmadita en el brazo.

–Sólo unos pocos, querida, y están viejos y sin dientes, así que no
te preocupes -se inclinó hacia delante para hablar con Punta-. ¿Me
habéis echado de menos en Bahía Windward?

–Para nada, señorita Kendra. Los sirvientes han hecho lo que han
querido en la casa, dejando que las gallinas y las cabras entraran en
la cocina, poniéndose su ropa, durmiendo en su cama y bebiéndose
su vino.

Kendra se echó a reír y le dio una palmada en el hombro, encantada


con la broma. A Madison la fascinaba la relación de su tía con los
sirvientes, de los que parecía más una amiga que un ama.

El carruaje dejó atrás Kingston y siguió un camino quebrado entre


las colinas. Pasaron chozas y campos abiertos. También pasaron
hombres, mujeres y niños en el camino, que iban o volvían de la
ciudad. Todo el mundo parecía amigable y contento. Las mujeres los
saludaban con la mano y los hombres se tocaban el sombrero, real
o imaginario. Los niños corrían riendo detrás del carro e intentaban
subirse a él.

Después de casi una hora de viaje, Kendra abrió los brazos y sonrió.

–Mira a tu alrededor, querida. Todo lo que ves es Bahía Windward -


anunció con orgullo.

Madison llevaba un rato observando la jungla florida que los


rodeaba, los pájaros de colores que volaban entre las palmeras y las
serpientes que se arrastraban a lo largo del camino. Respiró hondo.
¿Aquello iba a ser su casa al menos por un año o quizá para toda la
vida?

El camino se ensanchó y vio lechos de orquídeas a ambos lados de


él.

–¡Oh, qué bonito! – exclamó.

–Mis orquídeas. Son exquisitas, ¿verdad? Tengo cuarenta y siete


especies en las proximidades de la casa, muchas oriundas de aquí,
pero algunas traídas desde China. Tengo mano con ellas. Carlton se
pone verde de envidia.

–¿Lord Thomblin cultiva orquídeas? – preguntó la joven-. Tú dijiste


que era vecino. ¿A qué distancia vive de aquí? – el hombre había
dejado el barco en cuanto llegaron, ya que insistía en que tenía
asuntos urgentes que atender pero había prometido a Madison que
la vería pronto.

–Más al oeste, a lo largo de la costa, pero no debes preocuparte por


lord Thomblin, querida. En Bahía Windward tendrás mucho que
hacer para ocupar tu tiempo -Kendra se volvió en su asiento-. Al fin
en casa.

El carruaje dobló un recodo del camino y ante ellos apareció una


casa enorme, un oasis blanco de piedra y eso en mitad de la jungla
esmeralda.

–Tía Kendra, es… espectacular -murmuró Madison, que no sabía


qué decir. Sabía que su tía, viuda desde los diecinueve años, había
heredado una fortuna de su esposo, lord Moran, pero nadie le había
dicho nunca que fuera tan rica.

Madison se agarró al respaldo del asiento y se incorporó un poco.


Vio una galería en el segundo piso que daba la vuelta a la casa,
decorada con macetas de helechos y hiedra. La casa, enorme y con
muchas alas, tenía dos pisos en algunos lugares y enormes
ventanales abiertos de par en par con cortinas blancas moviéndose
en la brisa. Había multitud de bancos de piedra, balcones y plantas
por todas partes.

Detrás de una pared de piedra rosa ladraban perros y Kendra se


levantó antes de que el carruaje parara por completo.

–¡Mi casa! – musitó con ojos húmedos.

Punta bajó del pescante y le ofreció la mano.

–Eres mi joya, Punta. Sabía que la cuidarías bien.

Madison se levantó a su vez y miró de nuevo la casa. Por las


puertas y arcadas salían sirvientes a recibir a su ama. Dos niñas con
vestidos de colores vivos saludaban con las manos desde el balcón
principal.

La joven volvió la vista y vio que Jefford saltaba al suelo desde el


carro y tomaba a Chantal en brazos para bajarla. La escandalizó
aquella muestra de familiaridad delante de todos. Los vio caminar
juntos hacia el lateral de la casa y desaparecer por un arco
adornado con flores rosas.

–Madison, debes estar cansada -su tía le ofreció la mano-. Te


mostraré tus aposentos. En la parte delantera tengo una habitación
perfecta con un estudio largo donde podrás pintar.

–¿Esto es la parte de atrás? – preguntó la joven, admirada.

–La delantera da a la bahía, por supuesto. Ven y te presentaré a los


empleados. Ya sé quién será tu doncella personal. Sashi es una
joven encantadora de tu edad y también está lejos de su casa. Os
llevaréis muy bien.

Madison salió a la terraza que ocupaba toda la longitud de sus


aposentos, se apoyó en la barandilla de hierro donde se enroscaba
una enredadera de flores rosas e inhaló el aroma floral de la tarde.

Las habitaciones que le habían destinado eran espléndidas y


constaban de un dormitorio, un estudio y una habitación pequeña
para su doncella situados en el rincón noroeste del segundo piso. A
la terraza, amueblada con sillones, mesas y abundancia de plantas,
se accedía desde el estudio y desde el dormitorio. La mitad de la
terraza daba a un terreno abierto que bajaba hasta el agua azul y la
arena blanca de la bahía y la parte lateral daba a los jardines y la
jungla. Madison, rodeada de palmeras y heléchos gigantes, tendió la
mano y arrancó una hoja. A su alrededor se oía el zumbido de los
insectos y el rumor de las ramas y hojas.

–Señorita Madison -Sashi salió a la terraza-. La señorita Kendra dice


que la cena estará en una hora.

Madison le sonrió. Sashi era amable y enseguida la había hecho


sentirse como en casa. Era de la India y había llegado a Jamaica
sola a los quince años, después de la muerte de su familia en una
epidemia de tifus. Había trabajado para lady Moran desde entonces
y Bahía Windward era su hogar. Era una joven pequeña y muy bella
que llevaba un vestido extraño que llamaba sari y recogía su cabello
negro en un moño elaborado.

–Gracias.

–Le he preparado un vestido que le envía la señorita Kendra, un


regalo. Cuando quiera, la ayudaré a vestirse.

Madison se apoyó de nuevo en la barandilla.

–De acuerdo. Te llamaré cuando esté lista.

Sashi se retiró y ella miró de nuevo lo que la rodeaba. A lo largo del


jardín habían colocado antorchas encendidas, que alumbraban
aquel caos espléndido, donde los lechos de flores invadían los
senderos y los árboles crecían contra muros viejos de piedra. En
algunos lugares, las enredaderas cubrían vallas y bancos y daban la
impresión de atar el jardín entero. Y en todas partes se colaban
pájaros de colores vivos, algunos tan pequeños como su pulgar.

Se volvió a mirar el caballete que había instalado ya en la terraza, al


lado de la pared de la casa, sabedora de que sería allí donde haría
su mejor trabajo. Miró con frustración el cuadro que había llevado
consigo desde el barco, el retrato del hombre del que se había
enamorado. Había empezado con un fondo de colores diversos y
después se había centrado en la cara. Pero lo extraño era que,
aunque veía claramente en su mente el rostro de lord Thomblin, no
podía darle forma en el lienzo. Conocía bien su boca fruncida, su
nariz aristocrática, sus pestañas espesas y sus ojos azules, pero no
podía pintarlos.

Miró de nuevo al jardín y vio salir a Jefford por una puerta que daba
a otra parte de la casa. Se disponía a volverse cuando oyó el
murmullo de una voz femenina y permaneció donde estaba.

Jefford y Chantal caminaban por un sendero de piedra. Ella se paró


a arrancar una flor, se la puso detrás de la oreja y miró a Jefford con
expresión juguetona. Él le colocó una mano en el hombro y la miró a
los ojos.

Madison se ruborizó. ¿Aquel hombre carecía de decencia? Casi


todas las habitaciones daban a alguna de las terrazas. Cualquiera
podía verlos allí.

Chantal echó atrás la cabeza, ofreciendo su garganta esbelta, y


Jefford se la besó.

Madison dio un respingo y se llevó una mano a la garganta. ¿Cómo


se atrevía a aprovecharse de Kendra y tener después la indecencia
de exhibirse en el jardín con aquella… aquella perdida?

Apretó los labios y los miró cada vez más airada. Ahora se besaban
en la boca y Jefford tocaba las nalgas de la mujer a través de la tela
delgada del vestido.

Madison se apartó de la barandilla y entró con furia en el dormitorio.

–Ahora vuelvo, Sashi -dijo a través de la puerta de su doncella.

–De acuerdo, señorita.

Madison siguió el corredor en la dirección que creía haber ido con


su tía. Pasó una puerta tras otra, un pasillo tras otro, no muy segura
de dónde estaba, pero decidida a encontrar las escaleras. Y al fin
encontró unas que llevaban directamente al jardín.

Salió entre dos árboles de troncos gigantes. El camino se bifurcaba


y ella intentó orientarse en la penumbra del atardecer. Delante vio
una antorcha y unos pasos más allá la estatua de un elefante que
había visto desde la terraza. Pasó un estanque de peces tropicales,
dobló un recodo y los vio. Jefford y Chantal fundidos en un abrazo
de amantes ilícitos. Se acercó a ellos.

–Perdona, Jefford -dijo en voz alta-. ¿Puedo hablar un momento


contigo?

Él levantó la cabeza y la miró divertido.

–¿No puede esperar? – preguntó con el regocijo evidente también


en su tono-. Como puedes ver, ahora estoy ocupado -no hizo
ademán de soltar a la mujer.

–Preferiría que fuera ahora -dijo Madison, cortante.

Chantal la miró de arriba abajo con desdén.

–Si no puede esperar…-musitó Jefford.

–No puede -ella miró a Chantal con el mismo desprecio.


Jefford se inclinó y susurró algo al oído de la negra, que susurró
también algo a su vez y se apartó.

–¿Qué ocurre? – preguntó él-. Es casi hora de cenar, deberías


vestirte. Si llegas tarde a una cena de Kendra, se pondrá furiosa.

–¿Quién te crees que eres? – preguntó ella con los brazos en jarras.

–¿Cómo dices?

–¿Quién te crees que eres para comportarte así en un jardín


público?

Jefford soltó una risita.

–Esto no es un…

–Por supuesto que es público. Cualquiera puede verte desde la


casa abrazando a esa… a esa mujer. No sé cuál es tu
responsabilidad aquí, amiguito, pero creo que es hora de que te
pongan en tu sitio. Ésta es la casa de mi tía y no permitiré que sigas
aprovechándote de ella como es evidente que has hecho en el
pasado.

–Madison…

–No sé con qué intención te metiste en la vida de mi tía y en su


casa, pero creo que es hora de dar un paso atrás. Bahía Windward
es su propiedad y es hora de que dejes de tomarte libertades con su
dinero y con sus sirvientes.

–¡Madison, maldita sea! ¿Quieres escuchar un momento?

–¡No empieces, Jefford Harris! No creas que porque soy una mujer
no…
–Madison, es mía.

Ella parpadeó.

–¿Qué dices?

Él se cruzó de brazos y la miró a los ojos.

–Bahía Windward no pertenece a Kendra sino a mí.


Capítulo 8

–¿Cómo puedes… cómo que es tuya? – preguntó Madison con


furia.

–Porque lo es. Tengo casi mil acres aquí, a lo largo de la bahía -


señaló-. Y una parcela más grande aún en los Montes Azules,
donde cultivamos café.

Madison dejó caer las manos a los costados. ¿Había llegado tarde y
aquel villano ya le había robado la propiedad a su tía? Dio un paso
hacia él, airada de nuevo.

–Mi tía heredó esta tierra a la muerte de su esposo, ¿y tú crees que


puedes estafársela? Pues tengo noticias para ti, amiguito. Ya no es
una mujer sola e indefensa que…

–Madison -Jefford levantó una mano con una risita-. Por favor, no
sigas. No te pongas más en evidencia.

–¡Ponerme yo en evidencia! Eres tú el que debería avergonzarse.


Aprovecharse de una mujer de tan buen corazón…

–Madison -él le tocó la manga-. Bahía Windward es mía porque es


mi herencia.

–¿Tú herencia?

–De mi madre, que me pasó la escritura hace unos años.

–Tú Mad…-Madison se interrumpió-. No…-susurró.

–Soy hijo de Kendra.


Madison quería gritar que no era cierto, que le mentía, pero sabía
que decía la verdad. Lo sabía por su sonrisa de suficiencia. Se
sujetó las faldas con ambas manos, mortificada por haber cometido
un error así, rabiosa porque él le hubiera permitido llegar hasta allí.

–Deberías… -se interrumpió.

–¿Sí?

Ella gimió con frustración.

–Perdona, pero tengo que vestirme o llegaré tarde a cenar.

–Ya te lo he dicho -repuso él, riendo todavía-. Nos vemos en el


comedor.

Madison corría sudorosa por el pasillo que llevaba a sus aposentos.


Jefford no llevaba el apellido Moran, y si no era hijo del difunto
marido de su tía… La palabra bastardo acudió a su mente, pero la
apartó. ¿Ilegítimo? Jefford tenía que haber nacido fuera del tálamo.
Madison estaba atónita. ¿Por qué su tía no se lo había dicho?

Apoyó una mano en la pared para no caerse. Estaba confusa y


alterada y seguramente perdida en una casa enorme.

Para alivio suyo, se encontró con Maha en uno de los pasillos del
segundo piso.

–Maha, ¿dónde está mi tía? – preguntó jadeante.

–¿Qué ocurre, niña?

Madison movió la cabeza.

–Nada, sólo… -estaba al borde del llanto-.Tengo que ver a mi tía.


–La cena se servirá pronto, señorita, y hay…

–Madison -llamó Kendra desde detrás de una puerta-. ¿Eres tú,


querida? Maha, ¿hablas con Madison?

–Sí señorita -la doncella abrió unas puertas dobles con adornos
pesados de bronce brillante-. Pensaba que estaba descansando.

Madison entró en una habitación enorme con las paredes cubiertas


de telas enjoyadas. Su tía se levantaba de un diván lleno de cojines.

La joven se detuvo. Kendra estaba pálida y, ataviada sólo con un


camisón, parecía más delgada que nunca.

–¿Te sientes mal? – preguntó.

–Claro que no. ¿Qué ocurre, querida? Pareces acalorada.

–¿Por qué no me lo has dicho? – preguntó Madison.

Kendra la miró un momento y volvió a sentarse en el diván.

–Jefford -suspiró-. Supongo que te lo habrá dicho uno de los


sirvientes.

La joven apretó los labios.

–No, ha sido él -sus ojos se llenaron de lágrimas-. Después de que


lo haya acusado de aprovecharse de ti y de tu hospitalidad.

Kendra le tomó una mano y la hizo sentarse a su lado.

–¿Creías que era mi amante? – preguntó divertida.

–¿Por qué no me lo dijiste? ¡He dicho tantas cosas de él! Me siento


tonta.
–Vamos, vamos. Yo no soy tan cobarde ni tan mentirosa como
debes creer. No presenté a Jefford como mi hijo en Londres porque
él me pidió que no lo hiciera. Sólo pensábamos estar allí unas
semanas y volver a casa -se encogió de hombros.

–Él pensó que sería más fácil para ti -comentó su sobrina.

–Sinceramente, ¿me imaginas presentándole a tu madre mi hijo


ilegítimo de treinta y cinco años? ¿O a la sociedad de Londres? –
Kendra soltó una risita-. Me habrían expulsado y no habría podido
conocer a mi encantadora sobrina la artista.

–Y no te habrían permitido traerme aquí -susurró Madison,


secándose las lágrimas.

–Lo único que lamento es que este asunto te cause dolor, querida.
¿Podrás perdonarme?

–Sí, por supuesto. Has sido tan… -la joven la abrazó con emoción-.
Yo jamás podría juzgarte. He sido yo la que ha reaccionado…

–Vamos, no te preocupes por lo que le hayas dicho a Jefford. Se lo


merece por no haberte contado antes la verdad.

Madison apartó la mano.

–Sí, pero lo he insultado. Lo he visto en el jardín con esa mujer y…

–No te dejes alterar por Chantal, querida -rió Kendra-. Si no se ha


casado todavía con ella, no lo hará nunca. Es simplemente una
diversión. Todos los hombres las necesitan, ¿sabes?

Madison se levantó del diván.

–¿Alterarme? ¿A qué te refieres?


Kendra sonrió con astucia.

–He visto que los dos os llevabais muy bien en el barco. ¿Es posible
que tengáis más en común de lo que pensabais al principio?

Madison frunció el ceño.

–Yo no tengo intenciones amorosas hacia ese… hacia tu hijo, te lo


aseguro -retrocedió un paso-. Voy a vestirme para la cena. Nos
veremos abajo.

–Por supuesto -lady Moran se levantó despacio del diván-. Vamos,


vístete. Te he enviado un vestido para que disfrutes de tu primera
noche aquí. Jefford ha prometido cenar con nosotros y así
podremos solucionar esta tontería de una vez por todas.

Madison salió de la estancia, cerró las puertas tras de sí y, por


primera vez desde que saliera de Londres, se preguntó si alguna
vez lamentaría el día en que había ido a Jamaica.

Madison se puso el vestido estampado hecho con telas turquesa y


blanca casi transparentes que le había dado su tía. El vestido,
cosido al estilo de los caftanes de lady Moran, era suelto y se podía
llevar con poca ropa interior.

A la joven le encantaba el color y el roce de la tela en la piel. Se dejó


retirar el pelo de los hombros en un recogido de rizos rubios
decorado con una flor blanca de aroma dulce y bajó a cenar con su
tía… y su primo.

Sashi le señaló una estancia abierta, con estanterías que llenaban


todas las paredes y muebles oscuros con cojines de colores y
Madison la cruzó vacilante hasta la siguiente puerta.

–Hola -la saludó Kendra desde una de las varias mesas pequeñas
que ocupaban el comedor.
Jefford, sentado de espaldas a ella, se levantó. También se había
cambiado, pero ya no llevaba el pantalón y levita ingleses, sino un
pantalón oscuro y una camisa abierta en el cuello, sin pechera.

–Madison -le apartó una silla entre ellos dos.

La joven lo saludó con una inclinación de cabeza.

–Jefford.

–Siéntate y dime qué te parece Bahía Windward -la instó su tía.

Madison miró a su alrededor y pensó que nunca había visto un


comedor tan raro. Tenía seis mesas pequeñas, unas redondas y
otras cuadradas, pero ninguna lo bastante grande para más de seis
personas. Las paredes estaban cubiertas de madera de castaño y
decoradas con espejos y cuadros de pájaros y plantas exóticos.
Toda la pared exterior estaba formada por dos enormes puertas de
cristal que se abrían al jardín. Fuera, en un patio de piedra, ardían
antorchas y hacían guardia dos hombres vestidos con pantalones
blancos cortos y con rifles en las manos.

Madison abrió mucho los ojos al verlos.

–Es sólo una precaución, querida. Siéntate antes de que se


impacienten los sirvientes y quemen la cena.

La joven obedeció.

–¿Una precaución contra qué? – preguntó.

–Como ya te he dicho, tenemos problemas con los trabajadores de


la isla -respondió Jeffbrd.

Tomó asiento a su vez.


–Desde el final de la esclavitud en la década de 1830, los ingleses
se ven obligados a pagar por el trabajo, y como no había
jamaicanos suficientes dispuestos a trabajar por poco dinero,
empezaron a traer trabajadores de fuera.

Le sirvió un vaso de bebida de una jarra corta de colores vivos.

–Es ponche -le explicó Kendra. Tendió también su vaso-.


Básicamente zumo de piña con algo de mango y papaya.

Madison levantó su vaso. La bebida era fría y dulce, pero también le


quemó la garganta.

Su tía le dio una palmada en la espalda con buen humor.

–Ah, y ron. Receta secreta mía, hecho de caña de azúcar de mis


campos.

Le guiñó un ojo y Madison carraspeó y dejó el vaso en la mesa.

–¿De dónde venían esos trabajadores? – preguntó a Jefford.

Unos sirvientes vestidos de blanco empezaron a colocar bandejas


de comida en la mesa. Kendra sirvió los platos con alimentos que la
joven no supo identificar.

–De muchos lugares. De las demás islas caribeñas. Aquí hay una
amplia población de haitianos. Chantal es haitiana. También hay
indios y chinos.

–¿Y por qué están tan enfadados que pueden significar una
amenaza? – preguntó la joven.

–Es complicado. Trabajan muy duro y sienten que no les pagan lo


suficiente. Los dueños ingleses de plantaciones aún intentan
adaptarse a una economía que antes se basaba en la esclavitud. Al
igual que en el Sur de los Estados Unidos, tenemos que luchar por
sacar beneficios con cosechas que requieren mucha mano de obra.
Otro problema es que las condiciones de vida y trabajo no son tan
buenas como deberían. Aquí cuidamos bien a los trabajadores, pero
no todos lo hacen.

–Jefford lucha por los derechos de los trabajadores -explicó Kendra.

Madison tomó su tenedor, sin saber por dónde empezar.

Su tía señaló con el cuchillo.

–Pollo curado, cabra al curry, plátano frito y salsa de papaya.


Cuidado, es picante -miró a su hijo-. Creo que no siempre se aprecia
el esfuerzo de Jefford. Los trabajadores quieren cambios
rápidamente.

–Hay familias que llevan casi cincuenta años viviendo en la miseria


y les han negado sus derecho básicos como seres humanos -Jefford
dio un puñetazo en la mesa y Madison se sobresaltó.

–No hagas eso, por favor -musitó Kendra-. Estropea los platos.

–Tú no te tomas esto en serio -protestó él-. Hace años que te lo


digo.

–Y ahora no sólo luchan contra las condiciones de trabajo, sino


también entre sí.

Madison mordisqueó un trozo de pollo con sabor a canela, clavo y


otra hierba que no reconoció.

–¿Por qué luchan entre sí?

–Sus culturas son muy diversas -Jefford parecía


pensativo-.Tenemos budismo, hinduismo, vudú y además están los
misionarios ingleses y americanos que quieren imponer el
cristianismo. Quizá en otras circunstancias todos pudieran aprender
a llevarse bien, pero ahora empieza a haber muchos incidentes.

Madison tomó un sorbo del ponche de ron.

–¿Incidentes?

–Al principio eran sólo peleas entre los mismos trabajadores,


aunque de vez en cuando atacaban a un capataz. Después
empezaron los robos y ahora se sublevan abiertamente. Hasta el
momento han podido pararlos antes de que sea grave, pero esta
tarde me han dicho que hace dos semanas quemaron a un inglés y
a su familia.

–¿Cerca de aquí? – preguntó la joven.

–En el lado norte de la isla.

–No quiero que te preocupes por nada, querida -sonrió Kendra; le


sirvió más ponche de ron-. Sólo te pido que no salgas sola más allá
de los límites de esta casa. Punta está siempre disponible para
escoltarte adonde quieras ir y sus hijos también.

Madison asintió con solemnidad y tomó su vaso. En lugar de


asustarse del peligro, quería saber más de los problemas de los
trabajadores y sus distintas procedencias, así que, durante la hora
siguiente, comieron, conversaron y bebieron ponche. Después de
las primeras bandejas de comida, llegaron otras de fruta y nueces,
servidas con un vino de postre, que la joven rehusó, considerando
que había tomado ya bastante ron.

–Ha sido encantador, señora, pero debo retirarme -anunció Jefford


en cierto momento.

–¿Adonde vas? – preguntó Kendra claramente enojada-. Creía que


íbamos a pasar una velada agradable todos juntos. Quería ganarte
a las cartas y pasear por el jardín.
–Tengo una reunión con algunos líderes de los trabajadores
haitianos de nuestro distrito. Llevan semanas esperando mi regreso.

Madison lo vio mirar al jardín y se volvió. Chantal lo esperaba en la


puerta, en el patio de piedra.

La joven giró de nuevo la cabeza con irritación, aunque sabía que,


como dueño y heredero de la casa, tenía derecho a hacer lo que
quisiera, incluido estar con mujeres perdidas. Además, a ella no le
importaba nada.

Kendra ignoró a la haitiana.

–Ten cuidado -dijo.

Jefford se puso en pie.

–Lo tendré. Buenas noches -besó a su madre en la mejilla y salió al


jardín.

Madison miró a su tía, que arrugó la nariz.

–No lo necesitamos -dijo la mujer-. Pasearemos por el jardín sin él,


te ganaré a las cartas y tomaremos la copa de plátano y chocolate
más rica que has probado en tu vida. ¿Qué te parece?

–Me parece una primera noche perfecta en Jamaica -sonrió la joven.

Lord Thomblin oyó una llamada en la puerta y la abrió. La antorcha


que ardía en la entrada lanzaba un brillo amarillento sobre el rostro
del visitante. Carlton reconoció al hombre de la puerta, pero no al
que estaba en las sombras detrás de él.

–Lord Thomblin…

–¿Quién es? – quiso saber con irritación-.Ya conoces las normas,


Patterson.

–Sí, señor, pero…

–No puedes traer a nadie aquí sin una presentación formal hecha a
la luz del día.

–Éste es mi primo, Henry DuMoine…

Carlton se puso el puro entre los labios.

–Como si es el mismísimo rey de Francia.

–Monsieur, nombre su precio -dijo el desconocido en un inglés con


fuerte acento extranjero.

Carlton miró al francés moreno. Por la puerta se filtraba el sonido de


música de violín, puntuado por risas femeninas. Carlton miró por
encima del hombro y captó el aroma a hachís en el aire húmedo de
la noche.

–Esto es muy irregular, monsieur DuMoine. Mis invitados confían en


que pueda proteger su intimidad. Comprenderá…

El francés sacó un billetero del bolsillo de la levita. Carlton miró los


billetes ingleses.

–Quizá pueda hacer una excepción -cedió. A su regreso a casa se


había encontrado varias cartas de acreedores y era una situación de
lo más incómoda.

–Mi primo tiene una predilección… especial -Patterson se apoyó en


la jamba-. Y le he dicho que podría satisfacerla.

Carlton aceptó los billetes que le tendía el francés y se apartó para


abrir la puerta.
Patterson miró sonriente la sombra de una joven jamaicana que
bailaba encima de una mesa con una cadena atada al tobillo.

–Tú primero, primo -dijo.

Carlton dejó entrar a los dos en su dominio secreto y cerró la puerta.


Capítulo 9

–No me gusta cómo miras a esa mujer -protestó Chantal.

Jefford hizo una mueca y apartó una rama de palmera para dejarla
pasar. En la otra mano llevaba una antorcha que lanzaba un círculo
de luz en torno a ellos.

–No sé de lo que hablas y, francamente, no estoy de humor para


eso.

–Sabes muy bien de lo que hablo -insistió ella.

Su inglés era excelente. Había nacido en Haití y se había criado en


una plantación inglesa en el extremo más alejado de la isla, pero
conservaba todavía el acento haitiano, mezcla de francés y criollo,
que Jefford normalmente consideraba encantador. Esa noche, sin
embargo, lo irritaba.

–Chantal…

–Es una niña -dijo ella; caminaba detrás de él por la jungla tupida en
dirección a la aldea donde vivían la mayor parte de los trabajadores
de Bahía Windward-. No podría hacerte feliz como te hago yo.

–No es una niña, tiene veintiún años.

A medida que se adentraba en la jungla, Jefford sentía al fin que


había dejado atrás el mundo de Londres. Era un placer estar de
vuelta y respirar el aire húmedo y preñado de olores.

–Hace muchos años que te conozco -continuó Chantal-. Te conozco


mejor que tú y te digo que ella sólo te traerá mala suerte. Sólo te
traerá…

–¿Qué pasa? – Jefford se volvió hacia ella-. ¿Estás celosa?

Su llegada no había sido como esperaba, como había fantaseado


en las noches pasadas solo en la litera del barco. Chantal lo había
bombardeado con preguntas desde que bajara del barco. La mayor
parte eran acusaciones, todas relativas a la sobrina de su madre;
suponía que técnicamente era su prima, aunque su madre y el
padre de Madison no tuvieran la misma sangre materna.

–Estás celosa de ella -repitió.

Chantal apretó sus pechos voluptuosos en el torso de él.

–Veo cómo te mira con esos ojos ingleses azules. ¿Te gusta su pelo
largo dorado?

Él sintió que se excitaba contra su voluntad.

–No pienso tener esta conversación contigo -se volvió y siguió


andando-. No puedo hacer esperar más a esos hombres.

–No lo toleraré -insistió ella con su voz líquida. Le agarró la camisa,


lo obligó a volverse y le hincó los dientes en la barbilla-. ¿Me oyes?

Jefford clavó el palo largo de la antorcha en el suelo de la jungla y la


sujetó por los hombros.

–Tú no me dirás lo que debo y no debo hacer; a quién puedo tener y


a quién no -le dijo con rabia.

Le cubrió la boca con la suya, sabedor de que le hacía daño y ella lo


abrazó y le clavó las uñas en la espalda. Jefford se encogió, pero el
dolor se diferenciaba poco del placer. Le introdujo la lengua en la
boca para hacerla callar.
Chantal gimió y se aferró a él.

Jefford la apretó contra el tronco duro de un cocotero y le subió la


falda verde.

Ella le apartó la mano, pero él no se dejó disuadir. Apretó el rostro


en el cuello de ella, clavándola así al árbol para tener las manos
libres. Inhaló su aroma acre y procuró entusiasmarse con ella como
en otro tiempo.

–Creía que teníamos prisa. Los hombres…

–Esperarán -murmuró él. Subió la mano por el muslo desnudo de


ella hasta encontrar los rizos negros que buscaba.

Ella ya estaba mojada… esperándolo. Se bajó los pantalones con la


mano libre y la penetró. Chantal lanzó un grito, pero él sabía que ya
no le hacía daño. Sus gritos sonaban espesos por la pasión.

Chantal gemía al ritmo de los movimientos de él. Le clavaba los


dientes en la carne blanda de los hombros y las uñas en la espalda.
Él terminó pronto y la abrazó un momento jadeante.

Se apartó de ella y se secó el sudor de la frente.

Chantal se bajó la falda y siguió apoyada en el árbol.

–Tu inglesa de pelo rubio no puede darte eso -murmuró.

Jefford se subió los pantalones.

–¡Maldita sea! No merezco que me trates así. Hace mucho tiempo


que estamos juntos y has sido muy buena conmigo -se pasó la
mano por el pelo-. ¿Estás bien? – preguntó.

Ella soltó una risita.


–Claro que sí.

Jefford se ató los pantalones.

–Tenemos que darnos prisa. No quiero darle a Ling otra excusa para
no hablar con nosotros.

Ella siguió apoyada en el árbol.

–Dime que me quieres -murmuró.

–Chantal, vamos.

Ella suspiró y al fin se movió.

–Te he perdido.

Jefford tomó la antorcha y la levantó en alto sin hacer caso de sus


palabras.

–Cuando entremos quiero que guardes silencio, pero que estés


vigilante. Ya sabes cómo puede ser Ling.

Cinco minutos después llegaban a una aldea formada por un grupo


de chozas de palma. Ladraron los perros y un hombre moreno y
delgado, su escolta, salió de la oscuridad vestido sólo con
taparrabos y se colocó en silencio detrás de ellos. Unas antorchas
iluminaban el último tramo del camino.

A pesar de lo tardío de la hora, niños curiosos, casi todos desnudos,


los miraban desde detrás de las paredes de las chozas abiertas, con
los adultos en las sombras detrás de ellos. La tensión en el aire
parecía crear un zumbido en sus oídos. Todos en la aldea sabían
que tendría lugar esa reunión y sabían que el resultado podía
acabar en derramamiento de sangre.

Pero los niños, que desconocían el propósito de la asamblea o no


entendían plenamente sus ramificaciones, conversaban entre sí en
una mezcla de inglés y haitiano con alguna palabra de indio,
español e incluso chino. Jefford miró a Napoleón, un niño que
trabajaba en la casa y al que apreciaba, y lo saludó con la mano.
Napoleón le devolvió el saludo con timidez. Un perro amarillo oscuro
los recibió en la puerta de una choza amplia. La entrada estaba
flanqueada por dos de los hombres de Ling, que lo miraron con
dureza. Jefford clavó la antorcha en el suelo y entró en la choza.

Uno de los chinos atravesó su hacha en la entrada para impedir que


Chantal pudiera seguirlo.

–Mujeres no.

–Voy con el amo Jefford.

–Quédate ahí -le dijo éste-.Y estate atenta.

Miró a los hombres que lo esperaban dentro. Una lámpara colocada


encima de un tronco en el centro llenaba la habitación de una luz
amarilla pálida y de olor a queroseno.

Dos haitianos se sentaban en el suelo. Girish, un indio con turbante,


estaba también sentado enfrente de ellos. Ling, el líder chino, se
encontraba de pie, con la mandíbula apretada, y lo observaba con
ojos penetrantes. Jiao, su lugarteniente y traductor, estaba detrás de
él.

–Jefford, me alegro de verte -dijo Jean-Claude, el líder


haitiano-.Tenemos suerte de que Ague, el dios del mar, te haya
protegido -era un hombre de edad mediana, ojos oscuros amables y
una cicatriz roja que se extendía desde la oreja izquierda hasta la
comisura de los labios, regalo de los trabajadores chinos durante
una revuelta del año anterior en los campos de caña de azúcar.

Jefford asintió con respeto.


–Es un placer estar en casa -saludó a Girish con una inclinación de
cabeza y luego a Ling.

Girish aceptó el saludo y respondió de igual modo. Ling miró a


través de él como si estuviera hecho de cristal.

–Tengo entendido que hay un desacuerdo sobre quién debe trabajar


qué campos en qué días -comentó Jefford, que no veía motivo para
posponer la causa de la reunión-. Yo ya dije que nos da igual qué
campo elijan los indios, los chinos o los jamaicanos siempre que se
haga el trabajo.

Jiao tradujo sus palabras en voz baja.

–Eso es lo mismo que digo yo -asintió Girish-, pero los chinos no


escuchan. No quieren negociar, quieren los mejores campos. Jean-
Claude y yo hemos…

Ling soltó una ristra de palabras furiosas que Jefford no pudo


entender. Miró al traductor.

–El señor Ling dice que no puede negociar con los indios y los
isleños porque no se puede confiar en ellos. Mienten.

–¿Mienten? – se enfadó Jean-Claude-. Yo soy un hombre de


palabra, Ling, mientras que todo el mundo sabe que tú sólo miras
por ti -lo apuntó con un dedo largo y negro-. Tú sólo quieres dinero;
ni siquiera trabajas en el campo, sino que pones a tu mujer y tus
hijas a…

–Jean-Claude -lo interrumpió Jefford-. Vamos a limitarnos al


problema que nos ocupa.

–Éste es el problema -el haitiano, vestido con una camisa inglesa


con las mangas cortadas, se levantó del suelo, apuntando todavía
con el dedo al representante chino-. Queremos ayudar a nuestra
gente, hacer lo mejor para preservar nuestra vida, pero Ling…
Jefford sintió más que oyó la reacción de los chinos detrás de él en
el momento en que Chantal lanzaba un grito de advertencia. Jean-
Claude se lanzó sobre Ling. Girish se levantó de un salto y sacó una
navaja de los pliegues de su ropa. Los guardas chinos entraron en
la choza agitando un hacha y Jefford tuvo el tiempo justo de
apartarse y evitar quedar atrapado entre los chinos y los haitianos.

Chantal, todavía fuera de la choza, lanzó un grito agudo e intentó


entrar. Jefford vio el brillo de la navaja que sabía que guardaba en la
cintura y la vio saltar para proteger a Jean-Claude mientras el
segundo haitiano agitaba un sable por encima de la cabeza del
guarda chino con un grito de fiereza.

Jefford golpeó al chino con todas sus fuerzas. Era mucho más alto
que el guarda pero no tan ancho. El chino lanzó un grito de
indignación y se volvió hacia él agitando el hacha con la furia de un
loco.

Jefford se agachó y giró a la izquierda y luego a la derecha. La


lámpara cayó al suelo de tierra y prendió una de las paredes. Jefford
miró la zona inmediata en busca de un arma, arrepentido de no
haber llevado su pistola. Su gesto de paz podía costarle la vida.

El chino volvió a agitar el hacha y esa vez le dio en el hombro


izquierdo, donde la hoja le cortó la manga e hizo brotar una capa
fina de sangre.

Jefford, ahogado por el humo negro, se lanzó al suelo, agarró a su


atacante por las rodillas y lo hizo caer. Los dos rodaron una y otra
vez, con Jefford intentando arrebatarle el hacha. Su manga se
prendió fuego e intentó apagarlo en el suelo mientras seguía encima
del guarda.

El sudor caía por su rostro y luchaba por respirar. Empezaban a


caer trozos grandes del tejado en llamas. Hizo acopio de todas sus
fuerzas y consiguió golpear el cuello del chino con el mango del
hacha.

–¿Quieres levantarte y salir de aquí? – le preguntó-. ¿O prefieres


arder en este infierno?

Un trozo de bambú ardiente cayó del techo y le dio en la espalda,


pero, por suerte, rebotó en él y aterrizó en el suelo.

El guarda miró el tejado en llamas y dejó de debatirse. Jefford se


levantó con el hacha y tendió la mano para ayudar al chino a
incorporarse. Los dos se tambalearon entre el humo, que era tan
espeso que tuvo que guiarse por la voz de Chantal para encontrar la
salida.

Los dos salieron juntos de la choza en llamas y Jefford cayó de


rodillas, apretando el hacha en sus manos y tosiendo con violencia.

Chantal se lanzó sobre él.

–Jefford -le pasó las manos por el pelo y tiró de su camisa-. Estás
quemado -gritó.

El, que seguía tosiendo, negó con la cabeza.

–Sólo la camisa -consiguió decir cuando sus pulmones se llenaron


al fin con el aire cálido y dulce de la noche.

Chantal le quitó la camisa de la espalda y uno de los haitianos tomó


el hacha. Después de varias respiraciones más, Jefford consiguió
rodar y sentarse en el suelo.

Napoleón apareció a su lado y le acercó una cascara de coco con


agua a la boca. El niño parecía tan asustado que Jefford extendió la
mano y le tocó el pelo antes de beber.

Los haitianos se afanaban a su alrededor para evitar que el fuego se


extendiera a otras chozas. Después del segundo coco de agua,
Jefford pudo levantarse al fin. Chantal intentó ayudarle, pero él la
apartó. Ling y sus hombres se habían ido. Miró a Girish y a Jean-
Claude, que se acercaron con expresión preocupada.

–Deberíamos aplazar las conversaciones un par de noches, dar


tiempo a Ling a calmarse -dijo Jefford.

Jean-Claude sonrió débilmente.

–Doy gracias a los dioses porque estés vivo, ya que sin ti no hay
esperanza. Pero ya te he dicho que Ling no será razonable. Es inútil
invitarlo de nuevo a hablar. Ha venido a mi aldea y ha sacado las
armas. Ese insulto debería…

–Tú eres su líder -lo interrumpió Jefford-. Nada de venganzas. Las


peleas y muertes no arreglarán las diferencias entre vosotros, sólo
las empeorarán -sufrió otro acceso de tos -Girish, díselo tú.

Chantal le pasó la mano por el brazo.

–Tenemos que irnos. El humo tiene malos espíritus.

Jefford suspiró, se pasó una mano por el pelo y captó su olor


chamuscado.

–Hablaré con vosotros mañana. No hagáis nada hasta entonces.

Chantal tomó una de las antorchas de la aldea y alumbró el camino


hacia Bahía Windward.

Madison, vestida con un camisón rosa de batista, estaba sentada en


un sillón de la terraza y miraba la jungla en sombras. Respiraba
hondo el aire húmedo e inhalaba el olor a jazmín y otras flores.

Aunque era más de medianoche, no podía dormir.Y no porque


sintiera nostalgia de su casa, que no la sentía, sino porque Jamaica
no se lo permitía. Los sonidos, olores, incluso el calor, parecían
llamarla y sus pensamientos, tanto sus miedos como sus
esperanzas, le impedían conciliar el sueño.

Miraba el jardín, que permanecía iluminado por antorchas durante la


noche y protegido por hombres armados que seguían de guardia
hasta que volviera el dueño de la casa.

¿Dónde narices estaba Jefford a esa hora? ¿Y con qué mujer?


Movió la cabeza. Si a su tía no le importaba, a ella tampoco debía
importarle.

Un movimiento abajo atrajo su atención y se asomó por encima de


la barandilla. Ladró un perro y vio que uno de los guardas se alejaba
en dirección a la jungla.

Brilló una luz en los árboles más allá del jardín y se levantó para
mirar mejor. Los guardas reconocieron a Jefford y volvieron a sus
puestos. Madison lo vio entrar en el jardín con Chantal.

Cuando estuvieron más cerca, vio que no llevaba camisa. Sus


hombros musculosos, su abdomen plano y la piel oscura que
rodeaba sus pezones brillaban a la luz de la antorcha. Su cuerpo era
tan perfecto que parecía un dios griego.

Madison se lamió los labios secos y deseó tener pinturas y un lienzo


a mano.

–Tienes que acostarte, amoreux -dijo Chantal.

–Puedo acostarme solo.

–Hay que curarte las quemaduras.

–Chantal, por favor… -Jefford se apartó el pelo de la frente-. Esta


noche no.
La haitiana dejó caer las manos a los costados. Jefford levantó la
vista y Madison vio en sus ojos una tristeza que le oprimió el pecho.
Enseguida él se marchó, desapareció en la casa.

Y la joven permaneció un momento indecisa y corrió a buscar su


bata.
Capítulo 10

Recorría el pasillo con una lámpara de aceite en la mano en busca


de los aposentos de Jefford. Aunque no estaba segura de adonde
se dirigía, intuía que avanzaba en la dirección correcta.

En el extremo del pasillo vio que salía luz por debajo de una puerta,
la única visible en la casa aparte de la suya. Vaciló un instante y
llamó con firmeza.

La puerta se abrió del golpe.

–Chantal, te he dicho…

Madison, sobresaltada, retrocedió un paso y estuvo a punto de


tropezar con el dobladillo de su camisón largo. Jefford estaba
descalzo delante de ella, desnudo excepto por una tela alrededor de
la cintura que sujetaba con la mano.

–Perdona…-dijo ella-. Te he visto… en el jardín -miró su hombro,


donde había un arañazo largo-. ¿Puedo hacer algo por ti? – señaló
la quemadura-. Eso tiene mal aspecto.

–Vete a la cama, Madison. No te quiero aquí.

–Lo siento -ella retrocedió otro paso y deseó poder dibujar su rostro
tal y como lo veía en ese momento, preñado de emoción, de
vulnerabilidad.

–No quiero entrometerme -musitó-. Sólo quiero…

–No me pasa nada -el tono de él era más suave-. Ya me he lavado y


ahora me pondré ungüento.
–¿Cómo ha ocurrido?

–Te lo contaré mañana -empezó a cerrar la puerta-. Vete a la cama.


No vuelvas aquí.

Cerró la puerta y ella echó a correr y no se detuvo hasta llegar a su


cuarto.

–Madison, Madison, ¿dónde estás? – preguntó la voz de su tía en el


jardín.

–Aquí -Madison se levantó y agitó el pincel en dirección a la voz.

Llevaba horas pintando al viejo jardinero chino, que cuidaba un


lecho de flores sentado casi inmóvil en un cojín. Descalzo y con un
sombrero en forma de cono hecho de ramas, era un modelo ideal.

–Sí, ya te veo. Pero quiero que entres. Tenemos visita, incluido un


caballero.

Madison dejó el pincel y se apartó un rizo que había escapado de su


moño, debajo del sombrero de paja.

–¿Ha venido lord Thomblin? – preguntó, animada. Llevaban ya casi


una semana en Jamaica y Carlton no había cumplido aún su
promesa de ir a visitarla.

–Claro que no. Estamos tomando el té en la biblioteca. Lali ha hecho


galletas, así que date prisa.

Madison entró en la casa con curiosidad y se dirigió a la biblioteca,


donde habían puesto una mesa, con mantel blanco, para el té de la
tarde.

–Aquí está -anunció Kendra-. Mi sobrina, la honorable Madison Ann


Westcott.

Una mujer joven de pelo rojizo y ataviada con un vestido rosa inglés
se volvió desde una de las muchas estanterías.

–Ésta es Alice Rutherford, una de mis vecinas más queridas. Y su


hermano George -señaló a un joven atractivo que entraba en ese
momento por la puerta.

–No te imaginas las ganas que tenía de conocerte -declaró Alice; se


acercó a ella con las manos extendidas-. En la isla no hay nadie de
mi edad y no tengo compañía -apretó las dos manos de Madison
con afecto.

–¿No tienes compañía? – preguntó George con irritación fingida-.


¿Y yo qué soy?

–Está bien, corrijo. No tengo compañía femenina.

George miró a Madison.

–Encantado de conocerla, señorita Westcott -le tomó la mano y se la


besó.

Madison se echó a reír y se apartó. Los dos le cayeron bien


enseguida.

–¿Sois vecinos nuestros? – preguntó-. ¿A qué distancia vivís de


aquí?

–A sólo cuatro millas al norte.

–Pero cuando empiezan las lluvias parecen cuarenta -declaró Alice.

–Vamos, sentaos todos -los llamó Kendra-. Quiero que probéis mi


mermelada de mango. Magnífica.
En la hora siguiente, tomaron té y conversaron en la biblioteca.
Kendra tomó la primera taza y una galleta y luego se disculpó.

A los pocos minutos, Madison tenía ya la sensación de que los


hermanos fueran los buenos amigos que no había tenido nunca, ni
en la infancia, pero con los que siempre había soñado. Después del
té, George sugirió que salieran a jugar al croquet. Era un buen
comediante e hizo reír a las jóvenes toda la tarde.

El sol bajaba ya por el horizonte cuando Sashi salió al jardín en


busca de Madison.

–Lady Moran pregunta si sus invitados quieren quedarse a cenar.

–¿Queréis quedaros? – preguntó Madison a los hermanos-. Por


favor, aceptad.

–¡Oh, sí, por favor, George! – pidió Alice-. Podemos enviar recado a
nuestros padres; sé que no dirán nada.

Madison miró a George y le pareció que miraba a Sashi.

–¿Nos quedamos? – insistió Alice.

Su hermano apartó la vista de la doncella.

–No sé -vaciló.

–Yo puedo llevar un mensaje a la plantación Rutherford -se ofreció


Sashi-. No está lejos.

Madison frunció el ceño.

–Tú no harás nada semejante. Mi tía dice que no es seguro que una
mujer viaje sola por la jungla. Enviaremos a uno de los hijos de
Punta.
–Como desee, señorita Madison -Sashi inclinó la cabeza y se alejó
hacia la casa.

–¿Quién es? – preguntó George.

–Sashi, mi doncella personal -Madison se sentó al lado de Alice en


un banco de piedra-. Aunque en realidad es una amiga.

–Encantadora -suspiró él.

Alice se echó a reír.

–George, ¿qué te ocurre? Sashi lleva aquí desde que conocemos a


lady Moran.

Su hermano se encogió de hombros. Era un joven bastante


atractivo. A sus veinticinco años, y como heredero de la fortuna y el
título de su padre, era un soltero muy codiciado, según su hermana,
quien explicó a Madison que, a la muerte de su padre, George
heredaría el título de conde así como grandes propiedades en tres
continentes. Madison enseguida comprendió que Alice esperaba
que le gustara su hermano. Su tía había insinuado lo mismo, pero,
aunque era atractivo, inteligente, divertido y cuatro años mayor que
ella, a la joven le parecía más un hermano pequeño que un
pretendiente en potencia.

–¿Seguro que ha estado siempre aquí? – preguntó George,


reuniéndose con ellas a la sombra de las palmeras-. Yo no habría
olvidado un rostro tan angelical.

Alice miró a Madison y soltó una carcajada.

–Me parece que no sólo nos quedamos a cenar sino que puede que
ahora te cueste librarte de nosotros.

Kendra ordenó que sirvieran la cena en el jardín después de


atardecer. Cenaron pescado fresco de mar, verduras de los huertos
de la plantación y una deliciosa combinación de frutas de la zona.

En la sobremesa, los cuatro comensales siguieron sentados a la


mesa partiendo nueces y sorbiendo el famoso ponche de ron de
lady Moran.

–Siento curiosidad, Madison -dijo George en cierto momento-.


¿Quieres enseñarnos uno de tus cuadros?

–Kendra -llamó Jefford desde una de las ventanas abiertas.

Madison se sobresaltó. Apenas lo había visto desde la noche que


había ido a su cuarto.

–Estamos en el jardín, querido -lo llamó Kendra.

Él salió al exterior y Madison apartó la vista adrede.

–Perdona -Jefford se quitó el sombrero de paja viejo que llevaba-.


No sabía que teníais invitados -saludó con la cabeza-. Señorita
Rutherford, George. Me alegro de verlos.

Alice sonrió y sorbió su ponche de ron.

George se levantó, le estrechó la mano y volvió a sentarse.

–Buenas noches, Madison -Jefford apenas miró en su dirección.

–Buenas noches -musitó ella.

–Siéntate con nosotros -le pidió Kendra -Bebo, trae otra silla -ordenó
a uno de los chicos que esperaban en las sombras.

–Gracias, pero no -Jefford señaló su atuendo-. Llevo todo el día en


los campos de caña de azúcar. No voy vestido para la ocasión.
–¿Y desde cuándo te importa a ti eso? – preguntó Kendra con
firmeza-. Siéntate y dame ese asqueroso sombrero. Juro que lo
quemaré la próxima Nochebuena.

Para sorpresa de Madison, Jefford aceptó la silla que le llevó Bebo.

–Y traedle una bandeja de la cocina -dijo Kendra al muchacho. Miró


a su hijo-. ¿Has pasado un buen día?

Jefford se encogió de hombros y tomó un puñado de nueces.

–Esas riñas incesantes nos están retrasando. Los trabajadores se


quejan de sueldos pequeños, sin darse cuenta de que sus peleas y
protestas constantes alteran la producción y así no podemos
permitirnos aumentar los salarios.

Se cruzó de brazos.

–Después de los problemas de la otra noche, los chinos y los


haitianos no se hablan y se niegan a negociar juntos -suspiró-. No
sé dónde va a terminar todo esto.

Madison examinó su perfil a la luz dorada de la antorcha que había


detrás de él y pensó en el retrato que esperaba en su terraza. Había
intentado trabajar en él varias veces desde su llegada pero siempre
acababa por dejar los pinceles con frustración. Escuchando ahora a
Jefford y observándole mover la mandíbula, se le ocurrió lo fácil que
sería pintarlo a él en lugar de a lord Thomblin.

–¿Se sabe algo de la mujer jamaicana desaparecida? – preguntó


George.

Jefford hizo una mueca de desagrado. Era obvio que no quería


tratar aquel tema delante de las damas.

–¿Qué mujer? – preguntó Kendra en el acto.


–Desapareció en la plantación de Thomblin hace tres días -Jefford
aceptó la bandeja de comida que le llevó Bebo-. El capataz dice que
posiblemente se ahogó.

–¿Ahogarse una jamaicana? – preguntó lady Moran-. Imposible.


Nadan como peces.

Jefford se metió un tenedor de pescado blanco en la boca.

–Todo es posible. Quizá se perdió en la jungla. O se cayó de un


cocotero y se rompió el cuello.

Miró a Madison y ella apartó la vista y fingió observar una lagartija


verde y gruesa que subía lentamente por la pata de la silla de él.

–O… -dijo Jefford.

–O pudo tener un destino peor -termino George en su lugar.

–¿Un destino peor que caerse de un cocotero y matarse? –


preguntó Alice.

–Pudo encontrarse con un hombre extraño -repuso su hermano-.


Recuerda lo que le ocurrió a aquella china joven el invierno pasado.

Kendra miró a su sobrina.

–La violó un grupo de trabajadores. La llevaron a los cafetales y la


tuvieron casi un día encerrada mientras se turnaban para violarla.

Madison palideció. Sabía que esas atrocidades existían, pero en


Londres no era un tema que se tratara en la mesa.

–Y por eso no quiero que camines sola por la jungla ni por los
campos -añadió Kendra-. Miró a Alice-. Ni tú tampoco.

–Yo nunca lo haría -repuso la última-. ¿Pero podemos hablar de otra


cosa, por favor?

–Tiene razón. Mis disculpas, señorita Rutherford -Jefford apartó la


bandeja de comida y se levantó-. Necesito un baño y una buena
dosis de ron. Buenas noches, señoras. George, ¿puedes venir a mi
estudio? Quiero darte una información para tu padre.

–Por supuesto -George se puso en pie-. Si me disculpan, señoras.

Madison y Alice murmuraron su permiso y los hombres se retiraron


al interior de la casa.

–Quería hablarte de Thomblin -dijo Jefford mientras servía dos


copas de ron y pasaba una a George-. Hace tiempo que tenía mis
sospechas, pero en Londres me encontré con un conocido común
y…

Vaciló; tomó el ron de un trago y se sirvió otro.

–Parece que Thomblin no es el caballero que aparenta. Aunque


tiene el título, su fortuna ha desaparecido y se rumorea que se vio
obligado a abandonar Bombay hace unos años debido a las deudas
-se sentó en un sillón de cuero-. Sus propiedades en Londres han
sido confiscadas y subastadas y me temo que es sólo cuestión de
tiempo que le ocurra lo mismo a su plantación de Jamaica.

George bebió también de su ron.

–Nunca me ha caído bien. En nuestra casa sólo lo recibimos por


respeto a Kendra.

–Lo sé. A veces me pregunto si el corazón blando de mi madre no


nos pondrá a todos en peligro -Jefford hizo una pausa-. Pero más
que la situación financiera de Thomblin me preocupa el hombre en
sí. He oído que le fascinan todas las desviaciones sexuales. Parece
ser que en Londres organizaba fiestas para satisfacer los apetitos
contra natura de los aristócratas de las mejores familias.

–¿Y dónde saca mujeres dispuestas a participar en eso?

Jefford miró por encima del borde de su copa.

–Buena pregunta. Tengo mis teorías, pero sin pruebas… -dejó la


frase sin terminar-. En cualquier caso, sólo quería avisaros de su
situación financiera por si acude a vosotros con alguna proposición
de negocios. No se puede confiar en él.

–Pasaré la información a mi padre -George dejó la copa en el


escritorio de caoba cubierto de papeles-. ¿Hay algo que debamos
hacer del otro tema?

–Sólo observarlo. Kendra prometió a lord Moran en su lecho de


muerte que cuidaría de su sobrino nieto y no puedo hacerle cambiar
de idea -Jefford movió la cabeza-. Dudo de que lord Moran supiera
la clase de hombre que acabaría siendo Thomblin.

–Agradezco tu interés por mi padre -George le tendió la mano-. Le


avisaré de que hay una serpiente entre nosotros.

Aquella noche, Madison se sentó en la terraza en camisón y con los


pies descalzos. El viento cálido silbaba entre las palmeras y le
removía el pelo. Había intentado trabajar en el retrato de lord
Thomblin y cambiado el perfil con fuerza, pero al retroceder le había
sorprendido comprobar que no era ésa la cara que quería dibujar.
Ahora el retrato inacabado parecía mirarla con burla, y en el lienzo
no estaban la frente amplia ni la nariz patricia de lord Thomblin sino
una silueta más fuerte.

Sashi apareció en la puerta del dormitorio.

–¿Necesita algo más antes de que me acueste?


–No, gracias. Hasta mañana.

–Hasta mañana.

La doncella bajó la cabeza y se metió en la habitación. Madison se


levantó y se acercó al dormitorio, intranquila. Comprendía que, si
quería vivir en Jamaica y ser parte de la isla, tenía que sumergirse
más en su vida. ¿Le permitiría Jefford acompañarlo a los campos?
Ella quería captar a la gente de Jamaica tal y como eran, no
posando. Si iba con Jefford, tal vez la aceptaran más fácilmente.

Se sentó ante la cómoda y empezó a cepillarse el pelo largo. El


problema era que tendría que pedirle a Jefford que la llevara y eso
implicaba pasar tiempo juntos, algo que él parecía empeñado en
evitar… y ella también. Pero su pintura era importante y valía la
pena sacrificarse un poco.

Decidió, pues, que se tragaría su orgullo y pediría a Jefford que la


llevara con él cuando hiciera la ronda de los campos. Se levantaría
temprano, prepararía un caballete y pinceles y desayunaría con su
tía y con él en el jardín. ¿Cómo iba a negárselo, sobre todo delante
de su madre? Madison sabía que no podía negarle nada a Kendra.

Sonrió y se acercó a tapar el retrato de la terraza.

–¿Se puede saber qué miras? – preguntó.

–¿Por qué no me llevas a la ciudad? – Chantal estaba sentada


desnuda en la cama de Jefford con un mohín en los labios.

–Porque tengo trabajo -él levantó el pie en una silla para atarse el
cordón e hizo una mueca. La herida del hombro estaba limpia y
sanaba bien, pero por la mañana quemaba como un ascua
ardiendo-. Te puede acompañar uno de los hombres; seguro que
alguien va hoy a Kingston. Todos los días va alguien.
–Pero yo no quiero ir con otro hombre -ella se levantó de la cama y
se colocó detrás de él. Lo abrazó y apretó los pechos en su
espalda-. ¿Por favor?

–Ya te he dicho que tengo trabajo -él dejó el pie en el suelo y


levantó el otro. Se secó el sudor del labio superior con el hombro.
Apenas había amanecido y ya hacía calor-. El aire huele a lluvia.
Hoy tengo que inspeccionar varios campos y necesito hacerlo con
buen tiempo. Tendré que darme prisa si quiero anticiparme a la
tormenta.

–Pero tanto trabajar no es divertido -protestó ella.

–Te dije hace mucho tiempo que, si buscabas diversión, te


equivocabas de hombre.

Chantal le mordió el lóbulo de la oreja.

–Ah, pero tú puedes ser divertido cuando quieres. ¿Eh?

Jefford se ató el segundo cordón y bajó el pie.

–Tengo trabajo -se levantó, tomó el vestido de ella y lo lanzó a la


cama-. Póntelo y vete. Ya sabes lo que opina Kendra de que estés
aquí.

–¿Vendré esta noche? – preguntó ella.

–Ya veremos.

Jefford abrió una de las puertas que daban al jardín y salió al


exterior. Necesitaba una taza de café fuerte, algo de comer y podría
marcharse.

Quería inspeccionar los campos situados entre la propiedad de


Thomblin y la suya; en parte por un insecto nuevo aparecido en la
caña de azúcar, pero también porque quería hablar con hombres
que pudieran conocer a los trabajadores de Thomblin. Ya habían
desaparecido tres mujeres jóvenes ese año de la plantación de su
vecino y no le gustaba nada.

Cuando se acercaba a las mesas del patio de piedra, vio a su madre


de espaldas con uno de sus sombreros enormes, sirviendo café. Se
alegró de verla.

La noche anterior le había parecido muy cansada y eso le


preocupaba, pero Kendra se negaba a hablar del tema.

–Buenos días.

–Buenos días.

Jefford se quedó inmóvil donde estaba.

–¿Café? – preguntó Madison con dulzura, volviéndose hacia él.

Jefford sintió tentaciones de dar media vuelta y alejarse. Esa


mañana no tenía tiempo para tonterías.

–Bebo ha traído tostadas y fruta -le sirvió una taza de café sin
esperar respuesta.

–¿Dónde está Kendra? – preguntó él.

–Duerme todavía. No creo que tarde en bajar.

Jefford tomó la taza de café y la bebió de pie. Ella lo miró y él


contuvo el aliento. Estaba muy guapa a la luz de la mañana, con el
rostro marcado aún por el sueño y una expresión de inocencia que
resultaba muy atrayente.

–¿No quieres sentarte? – preguntó ella.

–No, tengo que irme -miró en dirección a la jungla-. Tengo que


inspeccionar unos campos -señaló el cielo-. Se avecina una
tormenta.

–Por eso quería hablar contigo -Madison tragó saliva con fuerza.

Jefford esperó, pero no la alentó.

Ella tomó un sorbo de café fuerte para darse ánimos.

–Me gustaría acompañarte hoy a los campos a pintar. No te


molestaré nada, te lo prometo, sólo…

La carcajada de Jefford la hizo callar.

–¿No me molestarás? – se burló él-. No haces otra cosa -dejó la


taza en la mesa-. No, no vendrás conmigo a los campos de caña.
No es seguro, y aunque lo fuera… -movió la cabeza y empezó a
alejarse-. Habla con Kendra; seguro que puede organizarte un
safari.

–¡Eres insufrible!

Madison descubrió con sorpresa que tenía los ojos llenos de


lágrimas. Apretó los labios con fuerza. Ella quería pintar ese día y, si
no la llevaba él, iría por su cuenta.
Capítulo 11

–Ah, te has despertado, ¿eh? – Carlton extendió su cuerpo


desnudo en la cama y se colocó de lado para apretar el pene contra
las nalgas desnudas de la joven de color tumbada a su lado.

Ella gimió e intentó apartarse, pero él le puso una mano en la


cadera.

–Vamos, vamos, no toleraremos nada de eso -acercó la boca a la


espalda de ella y le mordió, no con fuerza, sólo lo bastante para que
se estremeciera.

Ella gimió de nuevo.

Carlton sintió que su pene se endurecía y se apretó más contra el


trasero de ella.

–Sé buena -susurró. Pasó una mano delante y le pellizcó un pezón-.


Y después desayunaremos juntos. Una agradable compota de frutas
y pan, ¿eh? – le apretó las nalgas con la mano e introdujo con
fuerza el pene rígido entre ellas.

Brigitte sollozó suavemente y se agarró al borde del colchón. Las


cadenas que rodeaban sus muñecas y tobillos chirriaron cuando ella
cerró los ojos contra el dolor.

Madison siguió el camino que había tomado Jefford con un caballete


pequeño plegable en una mano y un hatillo de tela a la espalda. En
la otra mano llevaba un bastón.

Los mosquitos zumbaban alrededor de su cabeza y pájaros de


brillantes colores volaban entre las ramas de los cocoteros. Su tía la
había advertido de que no debía alejarse del jardín que rodeaba la
casa sin compañía, pero Madison había pasado toda su vida en
Londres escuchando advertencias sobre peligros que no existían y
no les prestaba mucha atención.

Miró el cielo, que estaba más nublado que una hora atrás. Jefford
había dicho que habría tormenta, ¿pero qué sabía él?

El sendero y la jungla terminaron bruscamente y un campo enorme


se extendió ante ella. Reconoció la caña de azúcar que crecía en él
y buscó la sombra de un árbol, donde dejó el caballete, abrió el
hatillo y extendió las pinturas y pinceles. Aunque las personas de
color del campo la miraban con curiosidad, nadie se acercó a
cuestionar su presencia.

Madison respiró hondo el aroma intenso de la libertad y contempló


la escena que se desarrollaba ante ella. Las plantas de caña
llegaban hasta la rodilla y, a juzgar por el olor, los trabajadores
fertilizaban el campo con excrementos de vaca.

En el campo había tanto indios como jamaicanos, pero estaban


divididos en dos grupos de acuerdo con su etnia y no se mezclaban
ni hablaban entre ellos. Trabajaban cada grupo en un extremo del
campo y avanzaban los dos hacia el centro.

La mayoría eran hombres, pero había también alguna mujer, con los
carros o en el campo con palas.

Se fijó en una jamaicana joven con un pañuelo rojo y empezó a


pintarla en el fondo del lienzo. El hecho de que el modelo se
moviera complicaba la tarea, pero no era imposible y la mujer fue
tomando forma lentamente.

Madison levantaba la cabeza, estudiaba el modelo, bajaba la vista al


lienzo y añadía unas pinceladas. Siguió ese proceso una y otra vez,
intentando ignorar el calor abrumador de la mañana. El sudor le
bajaba por las sienes y se lo secaba con el dorso de la mano
mientras limpiaba el pincel en la manga.

Pasaba el tiempo. Cuando la mujer del lienzo le pareció tan viva


como la del campo, Madison empezó a añadir otras figuras, con
cuidado de reflejar bien las diferencias en el tono de piel de los
jamaicanos y de los indios.

Una voz alzada le llamó la atención en cierto momento. Levantó la


vista y vio a un indio y un jamaicano a la distancia de un brazo, con
la mujer del pañuelo rojo entre ellos. El indio, con el pecho desnudo
y un turbante blanco sucio en la cabeza, apoyaba una mano en el
brazo desnudo de la chica y el jamaicano, un hombre grueso y
calvo, le gritaba.

Madison dejó el pincel y dio unos pasos al frente para ver mejor.

–¡Ha cruzado la hilera! – gritó el indio-. Mi hilera.

–No es tu hilera ni es tu caña -gritó a su vez el jamaicano.

La joven intentaba soltarse del indio.

–Sólo quería ayudar -dijo-. Va a empezar a llover -señaló el cielo


con la barbilla-. Tenemos que terminar.

–¡Suelta a mi hija! – resopló el jamaicano-. Si no fuerais tan


perezosos, no tendríamos que terminar nosotros vuestras hileras.

El indio lanzó un grito de furia y blandió su pala por encima de la


cabeza. La jamaicana gritó. Su padre la empujó a un lado con una
mano y levantó su pala con la otra. El ruido de metales al chocar
resonó con fuerza en el campo y el abono salió volando en todas
direcciones. La joven intentó agarrar el brazo del indio y éste la
empujó y la tiró al suelo.

Madison, sin pensar, se agarró la falda con las manos y echó a


correr por el borde del campo.

–¡Basta! ¡Dejen de pelear! – gritó.

Otro indio se unió a su amigo en la pelea y dos jamaicanos más


saltaron sus hileras para acudir en ayuda de su compañero.

–¿No me oyen? – gritó Madison con furia. Se acercó a ellos entre


las cañas-. Parecen una pandilla de niños. Al final alguien se hará
daño -llegó hasta ellos y adelantó ambas manos para quitarle la pala
a uno de los jamaicanos, que se disponía a golpear a otro situado
una hilera más allá.

–¡Señorita! – gritó la joven del pañuelo rojo-. ¡No! ¡La van a matar!

Madison apretó los dientes y le quitó la pala al indio.

–Si no dejan esta pelea infantil, les juro que…

Un disparo cortó el aire y Madison se volvió en la dirección en que


había sonado.

–La próxima vez que apriete el gatillo caerá uno de ustedes -gritó
Jefford, que se acercaba por el campo-. Indio o jamaicano, me da
igual. Y ahora dejen las palas y descansen un rato a la sombra.
Beban agua porque juro que el sol de junio les está cociendo el
cerebro -miró al jamaicano, que había dejado la pala y tomado la
mano de su hija-. Johnny Boy, no esperaba esto de ti.

El jamaicano bajó la cabeza avergonzado.

–Lo siento, señor Jefford, pero es mi hija. No podía dejar que le


hiciera algo.

–¿Qué narices haces tú aquí, Madison? – preguntó Jefford. Se


guardó la pistola y le quitó la pala de la mano-. ¿Tú diriges la pelea?
Madison se pasó una mano por el pelo. Se le había soltado el moño
y había perdido el sombrero de su tía en el campo.

–No. Pero no podía dejar que se pelearan -vio el sombrero una


hilera más allá, dio un paso hacia allí e hizo una mueca al sentir un
dolor en el tobillo.

Oyó a Jefford lanzar un juramento.

–Te has hecho daño.

Ella siguió andando a pesar del terrible dolor.

–Estoy bien.

–Espera, Madison -le tomó la muñeca-. Puede estar roto.

–No está roto -repuso ella, negándose a mirarlo-. Sólo se ha torcido.


Estoy bien.

Jefford la tomó por la cintura y la levantó en vilo.

–¡Bájame! – protestó ella, retorciéndose-. Bájame inmediatamente.

Jefford ignoró sus protestas, se acercó a levantar su sombrero y


echó a andar con ella entre dos hileras hasta donde esperaba el
caballete.

–No tienes que hacer esto -dijo Madison, empujándolo por los
hombros.

–No has contestado a mi pregunta. ¿Qué haces aquí? ¿Cómo has


llegado sola?

La joven lo golpeó con el canto de la mano.

–Estoy pintando, pero eso a ti no te importa.


–O sea que te digo que no puedes venir y te vienes sola. ¿Quieres
que te secuestren y asesinen como a la chica jamaicana?

Madison dejó de debatirse.

–¿La secuestraron y asesinaron? – preguntó, mirándolo a los ojos.

Jefford apartó la vista.

–No lo sé, pero tengo mis sospechas. Y además hay otros peligros.
Serpientes. Que te pierdas y mueras de insolación -dejó el sombrero
en el suelo y siguió metiéndose en la jungla.

–Por favor, bájame.

Él tomó el camino que había seguido ella hasta allí.

–Hay un arroyo por aquí abajo -dijo-. El agua está fría. Si te has roto
el tobillo…

–No está…

–¿Quieres hacer el favor de callarte por una vez? – la miró-. Si está


roto o si sólo es un esguince, el agua fría detendrá la hinchazón.

Se miraban y Madison podía sentir la energía que había entre ellos.

Él bajó la cabeza y la jungla pareció dar vueltas cuando sintió la


boca caliente de Jefford y después la punta de la lengua en los
labios. Estaba horrorizada… fascinada por la sensación de
humedad, por su sabor. Abrió los labios y sintió la lengua de él entre
ellos… y después en el interior de la boca.

No podía respirar. Hundió los dedos en el pelo oscuro de él.

–Por favor… -jadeó, mareada por la falta de aire-. Jefford.


Él respiró hondo y le cubrió de nuevo la boca con la suya. Madison
sintió un calor indescriptible en el vientre y se aferró a él con la boca
abierta y jadeante.

El tercer beso hizo que Jefford recuperara el sentido común, o quizá


lo dejó también sin aliento y al borde del colapso.

–Madison -bajó la cabeza y enterró la cara en el cuello de ella, en su


pelo rubio.

La joven cerró los ojos y le rozó la mejilla con la mano.

–Lo siento -murmuró él después de un momento. Levantó la cabeza


y la transportó otro tramo por la jungla.

Se detuvo al lado del arroyo y la bajó con gentileza. Ninguno dijo


nada. Jefford le subió un poco la falda, vio el tobillo hinchado, le
quitó la zapatilla y le metió el pie en el agua fría.

Madison soltó un respingo al notar el frío del agua.

–Calla -murmuró él-. Aguanta un minuto. Ya sé que duele, pero…

–No -susurró ella, mirándolo-. Está bien.

Jefford le soltó el pie en el agua y se sentó a su lado.

–No sé qué decir.

–No tienes que decir nada.

–Pero…

Ella le puso una mano en la rodilla.

–Lo siento, tienes razón. No he debido venir sola. He sido una


irresponsable, pero sólo quería…

–Querías pintar y yo no quería llevarte conmigo -la interrumpió él-.


Madison, no es que no te quiera conmigo, es que…

–Es por ella, ¿verdad?

Él enarcó las cejas.

–¿Quién? ¿Mi madre?

–Chantal. Tu amor.

Jefford sonrió.

–Ella no quiere que vaya contigo -repitió Madison.

El miró el arroyo.

–Chantal no tiene ningún control sobre lo que yo haga o deje de


hacer.

–Eso no es lo que dicen los sirvientes. Chantal les dice que te vas a
casar con ella.

Jefford la miró.

–Madison, yo no me voy a casar con nadie. ¿Qué tal va el tobillo?

Ella observó su rostro un momento y pensó en lo atractivo que era.

–¿Quién era tu padre? – preguntó de pronto.

–Eso no es asunto tuyo -dijo él, pero sin brusquedad-. Vamos a ver
cómo podemos llevarte a casa -miró el cielo oscurecido por las
nubes-. Tendremos suerte si llegamos antes de que empiece a
llover.
A la tarde siguiente, Madison estaba sentada en el jardín debajo de
un platanero con el tobillo herido colocado en un cojín. Enfrente, en
un caballete, estaba el cuadro que había empezado el día anterior
en el campo de caña. Se había puesto uno de los vestidos de tarde
que llevara consigo desde Londres, una prenda verde de manga
larga con zapatillas a juego y al lado tenía una sombrilla
encantadora y un abanico chino.

Confiaba en que, cuando llegara lord Thomblin, tuvieran tiempo de


dar un paseo por el jardín antes de la cena. Esperaban también a
George, Alice y sus padres, en lo que sería la primera cena-fiesta a
la que asistía desde su llegada a Jamaica.

Mojó el pincel en la pintura y retocó con cuidado las hojas verdes


que formaban las hileras de plantas de caña. La obra estaba casi
completa. Después de que Jefford hubiera enviado a buscar un
carro para llevarla de vuelta a la casa, Madison se había sentado a
la sombra del árbol y él la había observado pintar. Normalmente,
eso la ponía nerviosa, pero el día anterior no había sido así,
seguramente por los besos que habían compartido y en los que
había decidido dejar de pensar después de haberles buscado
inútilmente una explicación durante horas. Pero el día anterior había
sucedido algo diferente entre Jefford y ella. Algo excitante en el
sentido de prohibido.

–¿Tiene el pie roto?

Madison levantó la vista y se encontró con Chantal; era la primera


vez que la haitiana le hablaba directamente.

–No -miró el tobillo aún hinchado apoyado en el taburete-. Sólo es


una torcedura. Estará bien en unos días. Gracias por preguntar.

La otra la miró con una mueca de desagrado. Llevaba el pelo


recogido en un montón de trenzas, cada una de ellas entrelazada
con un hilo de distinto color, y un vestido naranja que le dejaba
desnudos los hombros y las piernas a partir de la rodilla.

–Me alegro, porque cuando antes se cure, antes se puede ir de


aquí.

Madison la miró sorprendida.

–¿Cómo dice?

–Ya ha oído a Chantal -la negra se inclinó achicando los ojos-. Su


sitio no está en Jamaica -tenía un acento espeso pero
comprensible-. Tiene que cruzar el gran océano antes de que le
pase algo peor -señaló el mar con una mano-. Antes de que usted
haga daño a otros.

Madison dejó el pincel.

–Mi tía y Jefford me han invitado a venir aquí -dijo con un gesto de
desafío.

–No es verdad -Chantal levantó la voz y su acento se volvió más


espeso-. Él no la quiere aquí; me dice que quiere que cruce el gran
mar lejos de él. De nosotros.

Madison sabía que mentía. Aunque Jefford pensara así, jamás se lo


diría a una sirvienta, por muy amante que fuera. ¿O sí?

–Madison -llamó su tía desde la terraza-. Han llegado nuestros


invitados. Enviaré a Jefford a buscarte.

–No -contestó la joven-. Estoy bien, puedo andar. De verdad.

Se levantó todo lo deprisa que pudo y se apoyó en el respaldo de la


silla. Por el rabillo del ojo vio que Chantal se alejaba corriendo por
un sendero cubierto de enredaderas.
–Ya baja -dijo su tía, sin hacerle caso.

Madison empezó a guardar sus cosas con cuidado.

–¿Qué hacía ella aquí?

La joven miró a Jefford. Se había puesto pantalones largos para


variar y una camisa blanca que realzaba el tono bronceado de su
piel.

–¿Quién? – preguntó ella, aunque sabía a quién se refería.

–Chantal.

–¿Y yo que sé? Supongo que te buscaba a ti.

Él hizo una mueca.

–¿No te ha dicho nada?

Ella soltó una risita.

–Claro que no. ¿Qué podría decirme a mí tu amante?

Pasó a su lado cojeando, negándose a aceptar el brazo que le


ofrecía y, cuando vio a lord Thomblin en la puerta del comedor,
sonrió ampliamente y agitó su abanico con alegría.

–Es un placer verlo por fin.


Capítulo 12

–Vamos, lord Rutherford, eso no puede ser cierto -rió Madison,


cubriéndose la boca con la mano.

Los invitados de lady Moran estaban sentados en dos mesas


distintas y, aunque hacía una hora que habían terminado de cenar,
seguían en el comedor, tomando bebidas frías y picando nueces y
fruta. Jefford y lord Thomblin se habían disculpado para salir al
jardín a fumar un puro y los demás comensales se habían sentado
juntos.

Lord Rutherford acababa de contar una anécdota sobre su


encuentro con un lagarto del tamaño de un perro pequeño en el río
Amazonas. Había viajado bastante en sus años jóvenes y ahora,
casi setentón, todavía tenía los ojos chispeantes de un hombre que
disfrutaba plenamente de la vida.

–No crea ni una palabra de lo que dice -intervino su esposa-. Es un


viejo senil.

–¡Ja! Hijo, ¿Por qué no me defiendes?

–¿De una manada de mujeres inglesas? – George levantó su copa


de ron en un brindis-. Porque no tienes nada que hacer, padre.

Alice rió y se abanicó con un abanico precioso hecho de plumas de


loro.

–Es un chico listo -sonrió su padre a Madison-. Más que yo. Debería
casarse con él antes de que se lo lleve una prima segunda de mi
esposa de Essex, que se muere por que la invitemos a venir a
vernos.
–¡Padre! – protestó George-. Por favor, me estás avergonzando.

–Sólo le digo a esta joven encantadora que eres un buen partido.


¿Qué tiene eso de malo? – miró a Madison-. Cuando yo muera,
heredará no sólo el título y dinero, sino también tierras aquí, en
Inglaterra y en la India.

–No sabía que había vivido en la India -comentó la joven.

–Estuve allí quince años. Allí conocí a Kendra -se tocó la cabeza-.
Querida, ¿no le has contado a tu sobrina que nos conocimos en la
India? Yo estaba completamente enamorado de tu enigmática tía
hasta que le puse la vista encima a mi hermosa Portia.

–George, vamos -protestó lady Rutherford-. Ahora me avergüenzas


a mí.

–Me rompiste el corazón, George. Lo sabes, ¿no? – se burló


Kendra.

–No te creo -él levantó su vaso en un saludo-. Además, para


entonces ya te habías fijado en otro.

Lady Rutherford, lord Rutherford y lady Moran se miraron y hubo un


momento de silencio tenso.

Madison se moría de ganas de preguntar a lord Rutherford si se


refería al padre de Jefford, pero sabía que no era el momento ni el
lugar. Miró a su tía.

–No sabía que habías vivido en la India.

–Eso fue hace mucho tiempo, querida -repuso ella-. Antes de


casarme con lord Moran.

Lord Rutherford se puso en pie.


–Si me disculpan, creo que voy a fumar al jardín con los otros
caballeros.

–Saldremos enseguida -le dijo Kendra-. Podemos ir a dar un paseo.

–Discúlpenme también a mí, señoras -George hizo una reverencia y


se retiró con su padre.

–¡Vaya! – suspiró Alice, sin dejar de mover su abanico.

Jefford vio que se acercaba lord Rutherford con un puro en la mano.

–Una noche serena -dijo.

–¿Lo es? – preguntó Jefford.

–Bueno, Thomblin, ¿se sabe algo de la chica desaparecida? – lord


Rutherford apretó el puro entre los dientes y se inclinó a encenderlo
en una antorcha.

Thomblin carraspeó.

–Nada. Me temo que ya estará muerta. O muy lejos.

–¿Lejos? – preguntó Jefford-. ¿Lejos dónde?

–Los esclavistas, por supuesto -lord Rutherford echó una nube de


humo.

–¿Esclavistas? Yo no he oído hablar de esclavistas en Jamaica,


George.

–Yo sí, milord -intervino Thomblin.

–Más de una joven ha desaparecido de la zona en los últimos


meses, Jefford -añadió Rutherford-. Me sorprende que no lo hayas
oído.

–Eso sí, pero asumía que el destino de las mujeres había sido otro.

–No se han encontrado cuerpos.

Jefford se encogió de hombros.

–Si me disculpan, creo que voy a ver a las damas. Si todavía


quieren dar una vuelta por el jardín, tengo que buscarles portadores
de antorchas.

Sashi dobló un recodo del pasillo con los brazos llenos de toallas
sucias y estuvo a punto de chocar con George.

–Lo siento, señor. Perdone, por favor.

Levantó una mano avergonzada y volvió la cabeza.

–No pasa nada, Sashi -dijo él con voz vacilante-. ¿Puedo llamarte
Sashi?

Ella asintió con timidez.

–Si quiere…

Se atrevió a levantar la cabeza y mirar y vio que él le sonreía.

–Lo cierto es que confiaba en verte esta noche -comentó George-.


No podía más, así que he decidido aventurarme a subir un
momento.

La chica pasó la mano por su sari verde.

–¿Me buscaba a mí, señor?


–Llámame George, por favor. Espero que no te importe que sea tan
directo.

Abrió los brazos.

–Pero soy muy descortés. ¿Puedo llevarte eso?

Sashi soltó una risita.

–Soy una sirvienta… George. Es mi trabajo llevar las cosas de mi


señora.

–¿Adonde vas, a la lavandería? Te acompaño.

Antes de que Sashi pudiera protestar, él le quitó las toallas y echó a


andar a su lado.

–Dime cómo llegaste a esta casa. Debo confesar que siento


curiosidad por saber más cosas de ti.

–¿Seguro que puedes andar, querida? – preguntó Kendra-. Tengo


una litera y pueden llevarte los hijos de Punta. Todos son jóvenes y
fuertes.

Los invitados se habían reunido en la puerta norte del jardín para


dar un paseo nocturno por la jungla. Al parecer, era una de las
diversiones preferidas de Kendra cuando tenía visita.

–Puedo andar -le aseguró Madison-. Tú misma has dicho que será
una distancia corta.

Su tía le sonrió.

–Eres una alegría para mí, querida. Lo que prueba que nunca
sabemos qué buena fortuna nos reserva la vida, incluso en el ocaso
de nuestra vida.

Madison arrugó la frente, sin saber muy bien cómo interpretar


aquellas palabras.

–Si te cansas o te duele el tobillo, avisa -Kendra se acercó al grupo-.


¿Está George? No sé dónde se ha metido ese chico. No está con
Chantal, ¿verdad, Jefford?

Este miró a su madre con rabia y a Madison le costó reprimir una


sonrisa.

Lady Moran miró a su fiel sirviente, que esperaba pacientemente


con una antorcha levantada en alto.

–Empieza el safari, Punta -dijo.

El grupo echó a andar, rodeados de hombres que portaban


antorchas y machetes.

–Nunca se sabe lo que puedes ver de noche en la jungla -dijo lady


Moran en voz baja-. ¿Recuerda aquel tigre que encontramos en el
río durante la fiesta de Shiva, lord Rutherford?

–Como si fuera ayer -repuso el aludido-. Era una noche sin luna
como hoy…

Madison se situó al lado de Alice. Era cierto que el tobillo estaba un


poco mejor.

–¿Dónde se ha metido tu hermano? – susurró.

–No lo sé de cierto, pero seguro que ha ido a buscar a tu doncella.

–Vamos, ¿qué murmuráis ahí? – preguntó George. Adelantó a lord


Thomblin, que ahora quedó en último lugar.
–Le decía a Madison que te has enamorado de su doncella india.

–¡Alice! – su hermano le dio un pellizco en el brazo-. Tenías que


guardarme el secreto.

Alice se rió y apartó el brazo.

Madison miró al joven, curiosa por la idea de aquel amor ilícito. Un


matrimonio honorable entre un caballero inglés y una doncella india
era totalmente imposible, incluso en la jungla remota de Jamaica.

–Podías habérmelo dicho y os habría organizado un encuentro -


murmuró.

–La he encontrado solo -sonrió él.

Conversaron los tres un rato; después Madison se quedó atrás


adrede para colocarse al lado de lord Thomblin.

–¡Qué noche tan ideal para pasear! – comentó.

–Sí que lo es -sonrió él-. Creo que Jamaica te sienta bien, mi


querida Madison.

La joven se sintió alentada por sus palabras.

–Creo que tienes razón, Carlton. Y espero que mi tía me encuentre


un partido aceptable para que pueda quedarme aquí.

Él le sonrió y le ofreció el brazo.

–Todos los ingleses solteros de la isla se enamorarán de ti. Yo casi


lo estoy ya.

Madison aceptó el brazo que le ofrecía.

–Señor, me halaga…
–Madison, querida -llamó lady Moran desde el frente del grupo-. Ven
aquí. Quiero que veas este dormilón gigante.

La joven suspiró con frustración.

–Si me disculpa, señor…

Thomblin asintió y la soltó.

–Por supuesto.

Después de mirar al animal, el grupo dio la vuelta e inició el regreso.


Ya en el jardín, los invitados dieron gracias a la anfitriona por la
velada y subieron a sus carruajes.

–¡Qué velada tan encantadora! – exclamó Kendra; se sentó en una


silla que le había llevado un sirviente-. Ponche -pidió al muchacho-.
¿Y tú? – preguntó a Madison.

La joven negó con la cabeza.

–No, gracias.

Se sentó con alivio en la silla que le ofrecía el sirviente.

–¿Te quedas a tomar una copa, Jefford? – preguntó lady Moran.

–Creo que ya he socializado bastante por una noche -empezó a


alejarse.

–Buenas noches, querido -le gritó su madre.

Madison lo miró hasta que entró por la puerta de su habitación, en el


extremo de la casa.

–Supongo que se irá con ella -comentó; apoyó el tobillo en el


taburete que le acercó un muchacho.

–Ya te he dicho que no tienes que preocuparte de Chantal -dijo su


tía.

–No me preocupa nada -repuso la joven-. Supongo que él tiene


derecho a…

Su tía soltó una risita.

–Dudo que veamos mucho más a Chantal -musitó-. Algo me dice


que eso se acaba.

Madison suspiró.

Lady Moran tomó el vaso de ponche que le tendía Bebo.

–¿Has disfrutado esta noche, querida?

–Ha sido muy agradable -sonrió Madison-. Me gustan los Rutherford


y me ha alegrado ver a lord Thomblin de nuevo. Debo decir que lo
he echado de menos.

Ahora le tocó suspirar a su tía.

–Yo no soy quién para hablar de amores, querida, pero debo


advertirte de que Carlton Thomblin no es un hombre apropiado para
ti.

Madison miró un mosquito verde grande que se acercaba a un


helecho.

–Tía, no quiero herir tus sentimientos y George Rutherford me cae


bien, pero si esperas que…

–¡Oh, por el amor de Dios! – la interrumpió su tía. No hagas caso a


lo que dice lord Rutherford; se lo dice a todas las jóvenes inglesas
que ve; creo que sólo pretende alentar a su hijo a buscar esposa -
tomó un trago de ponche.

–Me alegro -musitó Madison-. Porque él y yo nunca haríamos buena


pareja.

–Lo comprendo, querida. El amor es cuestión de alquimia, de lo que


sientes dentro -se llevó una mano al corazón-. Aunque debo decirte
que a tu edad es fácil confundir un deslumbramiento sin sentido con
el amor.

–Ahora hablas de lord Thomblin.

–Querida mía -Kendra se echó hacia delante y le tomó una mano


entre las suyas-. Lord Thomblin…

–Es un caballero que sabe apreciar a una dama. Es considerado y…

Su tía le soltó la mano.

–Jamás daré mi aprobación para que Carlton Thomblin te corteje.

Madison la miró en el acto.

–¿Te la ha pedido?

–No.

La joven apartó la vista e intentó ocultar su decepción. Después de


todo, Carlton era un caballero y seguramente sabía lo que opinaba
lady Moran de él y por eso mantenía las distancias. O quizá su tía
no tenía nada que ver con eso.

–Si tiene algo que ver con que Jefford quiera entrometerse…

–Madison -dijo Kendra con firmeza-. Es cierto que Jefford tiene


mucha influencia en las cosas que hago, pero no pienses ni por un
momento que me controla. Los dos estamos de acuerdo en este
tema, pero soy yo la que te prohíbe pensar en Thomblin como otra
cosa que un vecino. Prometí a mi esposo moribundo que no
abandonaría a su sobrino, pero eso no significa que vaya a dejar
que alguien a quien quiero se relacione con él. No estoy de acuerdo
con Jefford, que opina que es diabólico; yo pienso simplemente que
está confundido, pero no permitiré que mi sobrina se confunda con
él.

Madison levantó la barbilla con terquedad.

–No sé a qué te refieres.

–Yo creo que sí. Tú estás deslumbrada por lord Thomblin, les pasa a
muchas jóvenes. Es un hombre atractivo, habla bien, sabe halagar y
distraer, pero eso no significa que pueda ser un buen marido.

–Creo que me voy a la cama -Madison se puso en pie. No quería


ser grosera con su tía, pero tampoco quería más consejos por el
momento-. Me empieza a doler el tobillo.

Lady Moran suspiró.

–No te vayas enfadada. Yo no digo estas cosas para herirte, sino


para protegerte. Vamos, dale un abrazo a tu tía antes de retirarte.

Madison no podía negarse.

–Buenas noches -se agachó a abrazarla-. Nos vemos por la


mañana.

–Sí. Ya le he pedido a Punta que nos lleve a la destilería para que


puedas pintar a los obreros. Nos llevaremos una cesta de picnic.

Jefford esperó en las sombras hasta que Madison subió las


escaleras hasta el segundo piso y desapareció en la casa. Entonces
salió y se sentó al lado de su madre. Le quitó el ponche de ron y dio
un trago.

–Bebes demasiado.

Ella se lo quitó a su vez.

–Hace que me sienta mejor.

Él le observó el rostro y pensó en lo mucho que había envejecido el


último año.

–¿Te sientes peor?

–No.

–¿Tomas la medicina que te dieron para el dolor?

–No. Me confunde la mente.

Jefford apretó los puños con frustración. Le resultaba difícil aceptar


la enfermedad de su madre y saber que no podía hacer nada.

–Hijo, tenemos que hablar.

El guardó silencio. Ella era su mundo. Su razón de vivir. Estaba


convencido de que estaba en la tierra para cuidar de ella.

–Ya hemos hablado de esto antes, pero creo que es hora de que
tomes esposa.

–No hemos hablado de esto. Has hablado tú sola.

Jefford se levantó. No tenía por qué oír aquello.

–Antes o después me voy a morir y…


–Kendra…

–Deja de interrumpir a tu madre -gruñó ella-. Escúchame ahora y no


volveré a mencionar el tema.

–Por lo menos esta noche.

–Quiero que te cases. No quiero que te quedes solo en esta casa


grande cuando yo me vaya. Esta casa necesita risas de niños y
amor. Quiero que te quieran.

Se le quebró la voz y Jefford sintió un nudo de emoción en la


garganta.

–Hijo mío, quiero morirme sabiendo que eres amado -Kendra tomó
un sorbo de ponche-. Tú precisamente mereces que te quieran. Ya
sé lo que dices que opinas de Madison, pero…

–Un momento -él se colocó ante ella-. No vamos a tener otra vez
esta conversación.

–Es inteligente, tiene talento y adora esto. Sería una buena esposa
y una buena madre. Si le das una oportunidad, sé que te querría
como te quiero yo. Como todos los hombres y mujeres merecen que
los quieran. Y tú la querrías a ella. Creo que ya la quieres.

–Es tarde -dijo él-. Te ayudaré a subir a tu cuarto.

Kendra suspiró y le tendió la mano.

–Eres terco. Terco como tu padre -susurró.


Capítulo 13

Chantal entró en la cocina adyacente a la casa principal y tomó


una papaya del frutero que había en el centro de la mesa de trabajo.

–Buenos días a ti también -le dijo Lali, la cocinera, que preparaba


muslos de pollo en una parrilla.

Apenas había amanecido y la tía de Chantal estaba ya en su


puesto. No sólo tenía que preparar las comidas de los señores y sus
invitados, sino también las de todos los empleados de la casa.
Chantal opinaba que trabajaba demasiado.

–No son buenos días -dijo. Tomó un cuchillo para pelar la fruta.

Un perro marrón delgado entró por una puerta abierta y salió por
otra, perseguido por dos niños jamaicanos desnudos que no
tendrían más de tres o cuatro años.

–¿Por qué no? – preguntó su tía-. Eres una muchacha con muchas
ventajas.

Chantal hizo una mueca.

–Tal vez no las tenga mucho más tiempo.

–Ah, así que los rumores son ciertos -asintió su tía-. Por supuesto,
tú no pensarías que ibas a ser siempre la amante del amo. Sabías
que un día se casaría y que no es hombre que conserve a otra
mujer después de casarse.

–¡Casarse! No se va a casar. ¿Con quién se va a casar? Me quiere


a mí -Chantal se tocó el pecho con el mango del cuchillo-. Sólo a mí.
Lali dejó un tazón limpio de madera en la mesa y no contestó.

–No es él, es esa mujer. Le ha hecho un conjuro a su miembro.

Su tía levantó un cuchillo, tomó una piña del frutero y le cortó el


principio de un tajo limpio.

–¡Me ha maldecido y maldecido a mi amor! – gritó Chantal-. Ha


enviado bussu a mi cama.

–Tonterías -rió Lali-. Tú no crees en el vudú de tu madre.

–El vudú de mi madre cumplía su propósito -Chantal se apoyó en la


mesa y se cruzó de brazos-. A lo mejor yo estaba equivocada y sí
hay espíritus diabólicos. Tiene que haberlos. No puede haber otra
razón para que mi amor se porte así.

–Tienes que ir con cuidado, hija. Cuando llegue el momento, debes


retirarte sin protestar; acepta los regalos que te ofrezcan, que sé
que serán generosos, y busca tu nuevo destino.

–¡Mi destino! – se burló Chantal-. Mi destino era Bahía Windward.

Su tía le dio un golpe en la mano.

–Cierra la boca -miró a su alrededor-. Pueden oírte y


desaparecerías como esa Brigitte -chasqueó los dedos debajo de la
nariz de su sobrina.

Chantal frunció el ceño y se frotó la mano, pegajosa de la papaya,


en la falda.

–¿Qué haces? – señaló la mezcla de fruta que preparaba su tía en


el tazón.

–Un picnic. La señorita Kendra y la señorita Madison van hoy a la


destilería.

–¿Por qué? Si a ella no le gusta el ron.

Lali se encogió de hombros.

–¿Quién entiende a las mujeres blancas? Dice que va a pintar


cuadros de los obreros.

–Y un picnic -gruñó Chantal-. Ella se va de picnic y yo tengo que


cuidar todo el día a las mujeres viejas y a los enfermos de la aldea.

–Antes te gustaba tu trabajo aquí, hija. Tienes mano con los viejos y
los enfermos. Tus manos tienen un toque especial -mostró las
palmas a Chantal-. Tienes mano con las plantas y las hierbas, un
don que te dio mi sé, Dios lo tenga en su gloria.

–Pero tengo sueños, tía -miró el tazón de fruta-. Si esa mujer


volviera a cruzar el mar…

–La señorita Madison no volverá a Inglaterra, Chantal. Y tú eres una


tonta al pensar que sí -Lali terminó de echar la piña en el bol y tomó
una papaya-. Y si se fuera, habría otra mujer blanca. Él no es para
una chica de color y serías muy tonta si pensaras que sí.

–¿Pero y si Jamaica no le sienta bien? – preguntó Chantal; pensaba


en su don con las hierbas, un don que no se extendía sólo a curar-.
¿Entonces se iría?

Lali la miró primero a ella y luego el tazón de fruta.

–Cierra tu estúpida boca -murmuró con dureza-. No digas nada


semejante.

–No he dicho nada.

–Si envenenas a la señorita Madison, se lo diré al amo -la amenazó


Lali-. No arruinarás la vida que esta familia se ha hecho aquí. Yo
tengo hijos y nietos que comen, duermen y trabajan aquí. Tú no les
harás daño, ¿me oyes, bruja?

–Yo no haría nada semejante -suspiró la chica; avanzó hacia la


puerta moviendo las caderas-. Chantal conoce otros modos.

–Muchas gracias por traerme hoy, tía -dijo Madison, sentada junto a
Kendra en el asiento de madera del carro-. Le pedí a Jefford que me
enseñara cómo se hace el ron y me dijo que no se admitían mujeres
cerca de la destilería.

–¡Oh, tonterías! – lady Moran inclinó su sombrilla de colores vivos


para ver mejor a su sobrina-. Hay una superstición de que no deben
entrar mujeres, pero son idioteces. Aunque es más fácil seguir las
normas de los nativos en cuyos países vives.

–¿En la India también?

–¡Vaya! Sientes curiosidad por mi estancia allí, ¿verdad? – la mujer


tomó una mano de Madison entre las suyas-. Puede que uno de
estos días te hable de esa gran aventura.

Sonrió, pero a Madison le pareció una sonrisa triste.

–Mira, ya hemos llegado -dijo Kendra.

El carro, tirado por un par de mulas y conducido por Punta, entró en


un claro amplio. Madison vio un edificio de madera que parecía muy
viejo. Una especie de estufa gigante negra descansaba
precariamente en un saliente de piedra y una tubería iba desde allí
al edificio. La joven arrugó la nariz al inhalar el aroma de lo que sólo
podía ser zumo de caña hirviendo.

–Se aprende a apreciarlo, querida. Pasa igual que con el ron -le dijo
su tía.
El carro se detuvo en el borde del claro y lady Moran se levantó en
el acto y esperó impaciente a que el hijo de Punta la ayudara a
bajar.

Madison observó a los hombres que trabajaban. Dos jamaicanos


musculosos se turnaban alimentando la estufa con cañas secas,
otros tres cargaban un carro de barriles de madera y otro carro
entraba en ese momento en el claro cargado con más caña.

La joven miró de nuevo a los dos hombres de la estufa. Ambos


vestían sólo pantalones cortos y el sudor caía a chorros por sus
sienes.

–Quiero saber lo que hacen todos -dijo, en cuanto el hijo de Punta la


bajó del carro.

–Ven aquí, Punta -ordenó lady Moran. Eligió un lugar a la sombra


debajo de un platanero.

–Perfecto -sonrió Madison. Miró al hijo de Punta-. Sí, el caballete


puede ir ahí -sacó una caja de pinturas del carro.

Su tía se sentó en una silla y tomó la sombrilla que le tendía el


criado.

–¿No has dicho que querías hacer una visita? – preguntó a éste.

–A la prima de mi esposa -contestó Punta-. Pero no es obligatorio.

–Tonterías. Madison tardará horas y yo estoy muy bien aquí sentada


tomando ponche. ¿Has traído el ponche y la cesta que ha preparado
Lali?

El hijo corrió desde el carro con una jarra de cerámica en una mano
y la cesta en la otra.
–Perfecto. Ahora vete, Punta. Disfruta de la tarde.

–Si se cansa, señorita Kendra…

–No me cansaré -repuso ella, indignada-. Y si me canso, soy muy


capaz de conducir ese carro hasta casa. Después de todo, tú sabes
que he llevado una manada de elefantes a través de media India
durante un monzón.

Punta asintió con respeto.

–Creo que es muy capaz.

Madison miraba a su tía, pero sabía que no debía hacer preguntas.

–Estaremos bien, Punta -dijo-. No te preocupes.

El criado y su hijo se metieron en la jungla y Madison se dispuso a


trabajar.

–Sé que primero cortan la caña y la pasan por el molino de prensar -


dijo.

–En aquel cobertizo -su tía señaló un edificio en peor estado aún
que el de la estufa-. El jugo pasa a un depósito y de ahí lo llevan con
calderos de cobre hasta la sala de destilación. Esa estufa es para
hervir el zumo. Luego añaden agua y ponen a fermentar la mezcla
nueve días en barriles de madera.

–¿Y ya se puede vender?

–No, no -lady Moran tomó el abanico de bambú que le había dejado


Punta-. La mezcla fermentada se hierve otra vez y, cuando alcanza
cierta temperatura, se produce el alcohol, que pasan por coladores
de cobre.

Madison se arremangó el vestido azul pálido. Hacía calor, pero no le


importaba. Tenía sus pinturas y a su tía; era un día perfecto.

Durante la hora siguiente, pintó y conversó con su tía. Había


plasmado ya en el cuadro el lateral de la colina rocosa y la estufa y
empezaba a trabajar en el primer hombre.

Kendra guardaba silencio y la joven vio que se había dormido.


Sonrió con ternura y volvió a su trabajo.

Llegó un carro desde el camino, con dos chinos a bordo, y se acercó


a la zona de carga, pero esa vez los hombres que salieron del
cobertizo no empezaron a cargar barriles de madera.

Uno de los chinos dijo algo en su idioma nativo y después algo en


inglés sobre los barriles.

El jamaicano movió la cabeza como si no entendiera.

El más alto de los chinos señaló con impaciencia el montón de


barriles que esperaba en la zona de carga.

El jamaicano se cruzó de brazos y se sentó en uno de los barriles.

De pronto el aire húmedo de la jungla parecía cargado de tensión.


Madison dejó el pincel. Los dos chinos agitaban los puños y gritaban
en una mezcla de su idioma, inglés y francés.

Los jamaicanos que alimentaban la estufa dejaron su puesto y se


acercaron a la zona de carga. Otros jamaicanos salían también de
los edificios.

–¡Tía Kendra! – susurró Madison. Avanzó despacio hasta la silla de


su tía, ya que no quería ser vista-. ¡Tía! – repitió; le puso una mano
en el brazo.

Lady Moran despertó con un sobresalto.


–Parece que están discutiendo -dijo en voz baja Madison.

–¿Qué?

La joven señaló la zona de carga.

–Creo que los jamaicanos se niegan a cargarles el carro a los


chinos y se están peleando.

–¡Oh, cielos! – suspiró lady Moran. Se levantó de la silla-. Bueno,


vamos al carro, querida.

–¿Al carro? ¿No vas a intervenir?

–Madison, querida. Eso que llevan esos hombres en el cinturón son


machetes. ¿Tú tienes un machete?

–No -la joven acompañó a su tía al carro. Las mulas seguían


uncidas y esperaban con paciencia.

–Yo tampoco. Y no pienso meterme desarmada entre hombres con


machetes. Subimos al carro, nos vamos a casa y envío recado a
Jefford.

–Pero puede ser demasiado tarde -dijo Madison. Miró a los


hombres. El jamaicano no se había levantado del barril, pero los que
estaban detrás de él se acercaban cada vez más.

Su tía se sentó en el asiento y tomó las riendas.

–Corre a por tu lienzo, yo te recojo por el camino. Sólo el lienzo. Ya


traerán las demás cosas.

Madison corrió hasta su caballete. Cuando quitaba el lienzo, oyó


gritar a uno de los hombres. Se volvió a tiempo de ver que el
jamaicano del barril levantaba el pie descalzo y empujaba al chino
que tenía más cerca.
Un instante después empezaba la pelea a puñetazos.

–¡Madison! – gritó su tía; llevó el carro hacia ella-. Date prisa,


querida.

Un jinete salió de entre los árboles con un grito y Madison apretó el


cuadro contra el pecho.

Era Jefford.

–Os pago para trabajar -gritó por encima del alboroto-. No para
pelear. Dejaos de tonterías o tendréis que recoger piñas para
Thomblin.

Uno de los chinos salió despedido hacia atrás y se golpeó el trasero


con el carro, pero todos los demás se quedaron paralizados.

–¡Johnny Red! – gritó Jefford, señalando al modelo de Madison-.


Vuelve a la estufa. Barkley…

El jamaicano que había hablado primero con los chinos se volvió y


levantó uno de lo barriles de ron que se habían volcado.
Milagrosamente, no se había roto ninguno.

–Señor Jefford, el chino dice que tenemos que cargar su carro.


Acordamos que los jamaicanos no cargaban el carro de los chinos,
que lo cargaban los chinos.

–¡Lon, Chen! – gritó Jefford-. Subid al carro y salid de aquí.

–Pero tenemos que…

–Mañana -lo interrumpió Jefford-. Mañana trabaja el turno de los


chinos. Venid mañana, ¿entendido? Y si Lo Fen tiene algún
problema, que venga a verme -miró a su alrededor-. ¡Todos a
trabajar!
Los dos chinos subieron al carro y se retiraron apresuradamente.
Los jamaicanos volvieron a sus puestos. Jefford se dirigió hacia
Madison y el carro.

–Decidme qué hacéis aquí las dos sin guardas -miró a su madre-. Al
menos tú deberías tener más sentido común.

–A mí no me hables en ese tono. Madison y yo nos disponíamos a


volver a casa.

Jefford saltó del caballo y tomó el cuadro que sostenía la joven.

–Cuidado, está húmedo -le advirtió ella.

–Sube al carro.

–¿Se puede saber a qué viene tanta prisa? Ya ha pasado todo.

–Eso si no vuelven Chen y Lo con veinte primos y machetes afilados


-repuso él-. Vamos, sube al carro -ató su caballo detrás del vehículo
y avanzó hacia el caballete.

Madison subió al asiento y él volvió y dejó el caballete y las pinturas


en la parte de atrás.

Kendra se hizo a un lado.

–Sube al lado de Madison -dijo.

Jefford obedeció y la joven se apartó todo lo que pudo para evitar


tocarlo.

El carro se lanzó hacia delante y, cuando pasaron al lado de las dos


sillas situadas debajo del platanero, Madison vio la cesta de picnic.

–Espera. La comida -se incorporó un poco.


Jefford tiró de ella hacia abajo sin contemplaciones.

–Déjala -gruñó-. Yo te haré otro maldito picnic.

Sashi salió por la puerta de atrás del jardín y miró a su alrededor. En


la cadera llevaba una cesta hecha al estilo ibo tradicional. Si alguien
le preguntaba lo que hacía, podía decir que había salido a buscar
flores para la casa.

Como no vio a nadie, aparte de Madison, que pintaba en la galería,


bordeó una pared de piedra que ya estaba allí antes de que se
construyera la casa, y se metió detrás.

Una mano le tomó la muñeca y la chica no pudo reprimir un


respingo.

–Calla -George la tomó en sus brazos.

Sashi dejó caer la cesta y se abrazó a su cuello.

–Has venido.

–Claro que sí. Recibiste mi nota, ¿no?

–Esto está mal -susurró ella-. No debes hacerles esto a tus padres.

–¿Mal? – Él la besó en la mejilla-. ¿Cómo puede estar mal amar,


Sashi?

–No debes desobedecer a tus padres -insistió ella. Cerró los ojos y
lo besó en los labios.

–No los he desobedecido. Mírame, Sashi.

Ella abrió los ojos y miró los de él, de un marrón tan claro que
resultaban casi dorados. Tenía miedo y, sin embargo, en dos
semanas, aquel hombre blanco se había convertido en todo su
mundo.

–¿Sí?

–Si mi padre no te acepta como la mujer con la que quiero casarme,


la mujer a la que amo, renunciaré a todo, al título, el dinero y las
tierras. Lo dejaré todo por ti, amor mío. Estoy dispuesto a ser un
sirviente a tu lado con tal de ver tu rostro cada mañana en mi cama -
dijo George con pasión.

Sashi le tapó la mano con la boca, temerosa de que lo oyera


alguien.

–¡Chist! No digas eso. No sabes lo afortunado que eres de tener


padres que te quieren, una hermana…

–Lo siento. Tienes razón. Es muy insensible por mi parte decir eso
cuando tú eres huérfana.

Ella movió la cabeza.

–Es más que eso, amor mío -le tocó la mejilla, mareada sólo con el
contacto de su piel, con su olor-. Tienes un deber para tus padres y
tu hermana. Con tus antepasados.

Él negó con la cabeza.

–Me da igual, quiero estar contigo siempre. Le hablaré a mi padre


de nosotros y, si no está dispuesto a aceptarte, nos fugaremos y nos
casaremos.

–No, no digas eso -ella le apretó el labio con un dedo-. Prométeme


que no se lo dirás. Todavía no.

–Sashi…
–Promételo -insistió ella-. Escúchame. Hay cambios en perspectiva.
Se huelen -lo miró a los ojos-. Prométeme que no harás nada
todavía.

Al fin George asintió con la cabeza.

–Esperaré, pero no eternamente. No puedo esperar siempre.

–Sashi -llamaron desde el jardín.

–Tengo que irme -se soltó de él y se agachó a recoger la cesta.

George la atrajo hacia sí y la besó una vez más.

–Volveré mañana por la noche si puedo. Búscame desde la terraza


de Madison.

–La jungla es peligrosa por la noche -protestó ella.

–Sashi -dijo la misma voz del jardín, ahora más cerca. Era otra de
las sirvientas.

–Mañana por la noche -insistió él. La soltó y se metió en la jungla.

Sashi corrió sin aliento hacia la puerta del jardín.

–Estoy aquí -gritó-. Buscando flores.

Esa misma noche, Jefford estaba de pie indeciso en la puerta del


dormitorio de su madre. Quería hablar con ella, pero no estaba
seguro de que debiera ser esa noche. Al fin llamó a la puerta, que
se abrió enseguida.

–¿Está despierta? – preguntó a Maha.


La doncella miró la habitación en penumbra.

–Está en la cama, pero intranquila.

–Eso me parecía. He visto luz desde el jardín.

Maha retrocedió para dejarlo entrar.

–¿Cómo ha estado hoy? – preguntó él.

–Cansada.

–¿Y el dolor?

–¡Jefford! – llamó su madre-. ¿Eres tú?

Él entró en el dormitorio. Kendra apartó el mosquitero de su enorme


cama, que había ordenado colocar casi en la terraza.

–¿Qué susurráis?

Jefford la besó en la mejilla.

–Un beso -murmuró ella-. Debe ser algo serio -miró a Maha-.
Puedes irte, querida. Vete con tu marido.

Maha miró a Jefford, que asintió con la cabeza.

Esperó a que se cerrara la puerta y se sentó en una silla al lado de


la cama.

–Me he reunido con algunos hombres -le dijo-. Ha habido otra


sublevación, esta vez al norte de Port Royal.

–¡Qué cerca! – murmuró Kendra-. ¿Ha sido serio?

–Sí.
–¿Cómo de serio?

Jefford la miró a los ojos.

–Creo que deberíamos hablar con los Rutherford y con Thomblin.


Me parece que puede ser el momento de hacer planes por si
tenemos que escapar.
Capítulo 14

Carlton, en bata en su terraza, tomaba café y contemplaba las


hermosas vistas que tenía delante. El verano en Jamaica era muy
cálido, pero las flores que producía en esos meses valían de sobra
la molestia de las altas temperaturas.

Miró con orgullo las nuevas especies de orquídeas que empezaban


a florecer justo al lado de la baranda de piedra. La ansellia africana
producía unas flores moradas de manchas marrones que
seguramente serian la envidia de Kendra cuando las viera.

Tomó un sorbo de café. Esa noche Jefford lo había convocado a una


reunión con su madre y los Rutherford porque quería forjar un plan
en caso de que fuera necesario evacuar la isla. Carlton opinaba que
era un paranoico. Los nativos llevaban años luchando, desde que
los esclavos alcanzaran la libertad en los años treinta. Si los
ingleses tuvieran agallas para fusilar a unos cuantos chinos y colgar
a un par de haitianos, los demás volverían a los campos y dejarían
de pedir mejores sueldos.

Suspiró. En cualquier caso, él no podía hacerle un feo a lady Moran,


que tenía demasiada influencia en la isla. Algunos meses sólo lo
mantenía a flote su amistad con ella.

Se pondría, pues, su mejor traje e iría a oír lo que tenía que decir
Jefford. Además, si los nativos empezaban de verdad a quemar
casas de ingleses, no tenía deseos de que le ocurriera a él. No era
tampoco contrario a cambiar de aires, pues ya llevaba mucho
tiempo en Jamaica y, ahora que se hablaba de confiscar su
plantación, quizá había llegado el momento de pasar página.

Entro en su dormitorio y su mirada se posó en la cama.


–Jonathan -gritó con irritación.

Un joven mulato ataviado con pantalón corto y sin camisa apareció


en la puerta.

–¿Milord?

–Quita esas sábanas de ahí enseguida. Quémalas.

–Sí, milord.

El chico cruzo la estancia y tiró de las sábanas manchadas de


sangre.

–Pon otras limpias y prepárame el baño.

–Sí, milord -murmuró el sirviente-. Enseguida, milord.

Madison estaba pintando en el jardín a la sombra de un cocotero.


En el mes que llevaba en Jamaica se había adaptado bien. Por las
mañanas cada vez se ponía más los vestidos amplios y cómodos
que su tía parecía tener a cientos; con ellos sentía que formaba
parte del mundo que la rodeaba y que ese mundo la aceptaba.
Dondequiera que iba pintaba. Los hombres, mujeres y niños que
trabajaban en la tierra, en los molinos y los almacenes parecían
aceptarla tan bien como los lagartos que recorrían el suelo de su
dormitorio y los loros que gritaban en el jardín por la mañana
temprano.

Al oír la voz de Jefford, miró en su dirección sin volver la cabeza. En


la última semana pasaban cosas raras en Bahía Windward y
Madison sentía curiosidad. Veía sirvientes atareados poniendo
orden en habitaciones vacías y haciendo acopio de provisiones. Su
tía y Jefford también estaban raros, pero cuando les preguntaba, le
decían que no tenía de qué preocuparse.
Unos días atrás habían salido los dos en el carruaje por la tarde
diciendo que iban a Kingston y sin proponerle en absoluto que los
acompañara.

Por el rabillo del ojo, vio que Jefford cruzaba el jardín y lo observó a
hurtadillas. Iba descalzo, con pantalones y llevaba una camisa
blanca colgada al hombro.

Sashi le había dicho que cerca del jardín había un estanque con una
cascada pequeña donde nadaban muchos de los sirvientes. Se
preguntó si él se dirigiría allí.

Pensó lo agradable que sería sumergir los pies en el agua y tomó su


cuaderno de dibujo y una lata de lápices y se encaminó hacia el
sendero de piedra que iba hacia el final del jardín. Al llegar a la
puerta, miró una vez más a su alrededor y la cruzó.

–¿Señorita Madison?

La joven se volvió en el acto.

–Punta. Me has asustado.

–¿Va a alguna parte, señorita? ¿La acompaño?

–No, no… no hace falta. Iba… -miró el camino-. Quería alcanzar a


Jefford -señaló el cuaderno- para mostrarle un dibujo que quería ver.

Punta asintió con la cabeza.

–Pues dése prisa, señorita -señaló en la dirección que había


seguido Jefford-. Todavía puede alcanzarlo. Ya sabe que debe girar
en el cruce.

–Sí, sí -ella siguió andando-. Gracias.


Al llegar a una bifurcación, tomó el sendero de la izquierda y poco
después oyó el sonido del agua. El terreno se volvió más rocoso y
ella aflojó el paso.

Casi enseguida divisó una cascada encantadora. Aunque no era


muy alta, más o menos como el techo de Bahía Windward, el agua
clara azulada que caía sobre la roca resultaba impresionante. Y el
aire allí resultaba más fresco, lo que suponía un alivio en un día de
tanto calor.

Dejó el sendero y bordeó el claro, pero se detuvo al oír una voz


masculina, seguida de otra femenina.

Pensó que Jefford se había reunido allí con Chantal y se sonrojó.

Oyó chapoteos y una risa de mujer. Se colocó detrás de un helecho


grande y miró al estanque. Y vio a George Rutherford y Sashi.

El joven saltó en el aire, mostrando unas nalgas pálidas blancas y


Sashi rió y giró en círculo, con lo que dejó ver sus pequeños pechos
desnudos. Madison soltó escandalizada las hojas del helecho.

–Parece que se nos han adelantado, ¿eh?

Se volvió sorprendida y vio a Jefford detrás de ella.

–Yo iba… -comentó mortificada.

–¿Quieres relajarte? Hace calor y todos hemos tenido la misma idea


-la tomó de la mano y tiró de ella hacia la jungla-. Pero tú no
deberías estar aquí sola. Le he dicho a Punta…

–No ha sido culpa suya -explicó ella-. Le he mentido y le he dicho


que iba a enseñarte uno de mis dibujos. Por favor, no te enfades con
él -miró a su alrededor-. ¿Adónde me llevas?

–Tú querías nadar, ¿verdad?


–No, yo…

–Oh, vamos, hoy no tengo energía para discutir. Vamos a darnos un


baño.

Madison lo miró sin saber qué decir.

–Tú no creerás que deberíamos…

–¿Separar a esos dos? Yo diría que ya es tarde para eso, ¿tú no?

–Si se entera lord Rutherford…

–Seguramente enviará a George a Londres o en un viaje alrededor


del mundo, lo sé -se encogió de hombros-. Pero creo que están
enamorados.

Madison guardó silencio y lo siguió sin protestar por el sendero.

–Ya estamos. Yo lo llamo mi estanque secreto -la miró por encima


del hombro-. Seguro que no es un gran secreto, pero está lo
bastante lejos de la cascada para no molestar a los enamorados.

Le soltó la mano y entraron en un claro parecido al que rodeaba al


otro estanque.

Jefford empezó a meterse en el agua.

–Vamos, está buenísima.

La joven dejó el cuaderno de dibujo y las pinturas en la hierba, al


lado de la camisa de él, y lo vio caminar hasta que el agua le llegó a
la rodilla.

–Vamos.
–No sé nadar.

Él lanzó un gruñido y se tumbó en el agua.

–No tenía dónde aprender -protestó ella.

–Pues quítate la ropa y ven aquí. Yo te enseñaré.

–¿Quitarme la ropa?

Jefford se puso de pie en el agua.

–No toda, claro, a menos que quieras. Mira, sé que debes llevar al
menos veinte capas de ropa debajo de eso, así que quítate las dos
primeras.

Madison vaciló.

–Date la vuelta -dijo.

–¿Has olvidado cuando estuviste enferma en el barco? Te vi con


menos…

–Vuélvete o me marcho.

Él obedeció.

–No encontrarías el camino sin mí -dijo.

Madison se quitó el vestido verde y blanco. Hacía días que no usaba


corsé ni medias, pero llevaba todavía pololos, camisola y enagua.

–Deja de ser tan puritana -protestó Jefford-. Entra en el agua.

Madison se quitó la enagua y corrió al agua antes de que tuviera


tiempo de arrepentirse. Estaba más fría de lo que esperaba y dio un
respingo. Cuando le llegaba justo por encima de la rodilla, tropezó y
cayó de cabeza.

Se hundió en el agua y una mano la agarró del brazo y tiró de ella


hacia arriba.

–Ya está -Jefford le palmeó la espalda-. Has aprendido la primera


lección de natación. Tener la boca cerrada.

Madison se rió, tosió y se atragantó de nuevo.

–Estoy bien.

–Claro que sí -le soltó el brazo-. Vamos a entrar un poco más.

Ella lo siguió con cautela, cubriéndose los pechos con un brazo y la


mano.

–Se trata de tumbarse en el agua con los brazos y piernas


extendidos y empujarte hacia delante -se tumbó delante de ella y
avanzó un poco-. O hacia atrás -desanduvo el camino-. Prueba tú.

–De acuerdo, pero no me toques.

–No se me ocurriría. Ni aunque te hundas como una piedra.

La joven respiró hondo para llenar los pulmones todo lo posible,


cerró los ojos con fuerza, estiró los brazos, levantó los pies… y
enseguida empezó a hundirse.

Pero antes de que tuviera tiempo de asustarse, notó una mano


debajo del estómago. Jefford apenas la sostenía, pero la sensación
de su mano, saber que estaba allí, le hacían relajarse y se sintió
flotar hacia arriba. Movió las piernas y las manos y le sorprendió
descubrir que avanzaba en el agua.

Repitió el proceso, levantando la cabeza para tomar aire. Él retiró la


mano, pero ella apenas lo notó.
–¡Estoy nadando! – gritó. Tragó agua y escupió.

–Tranquila -la tomó por la cintura y ella se puso en pie riendo y


tosiendo.

–Lo he conseguido. A la primera.

–Creo que nunca he visto a nadie aprender tan deprisa -asintió él-.
Aunque, por supuesto, yo soy un profesor excelente.

–Claro que sí -rió ella-. Ahora enséñame cómo lo haces de


espaldas.

–¿Qué? ¿Esto? – se dejó caer hacia atrás con mucho chapoteo y


ella se apartó riendo.

Jefford flotó entonces de espaldas y trazó un círculo alrededor de


ella.

–Sí, eso -se volvió para mirarlo.

–Es fácil -él se incorporó-. Túmbate de espaldas así -la tomó por la
cintura y la tumbó de espaldas-. Pero tienes que relajarte.

Madison, que confiaba plenamente en él, abandonó todo su peso y


subió los pies. Cerró los ojos, incapaz de negar lo placentero que
resultaba el brazo de él en el agua fría.

–Eso es. Perfecto.

Madison abrió los ojos y vio que la miraba.

–Pareces una sirena -musitó él-. Con el pelo dorado flotando a tu


alrededor, esa sonrisa serena en el rostro y esos pechos lujuriosos.

La joven sintió un calor extraño.


–Ya estamos otra vez -dijo él.

Ella lo miró a los ojos.

–Ya estamos otra vez.

Jefford bajó la cabeza y ella abrió los labios y suspiró. La lengua de


él tocó su labio mojado… el borde de los dientes… el paladar.

Madison se abrazó a él. La mano de Jefford encontró el botón de su


pecho mojado y ella gimió sorprendida por la sensación de placer
que le producía la caricia.

Estaba sin aliento… necesitaba aire. Arqueó el cuello y echó atrás la


cabeza.

–Madison -jadeó él. La besó en la boca, en la garganta, y siguió


bajando.

Ella sabía que tenía que pararlo, pero no podía encontrar las
palabras. Sus brazos y piernas no le respondían.

Jefford posó la boca en la tela fría de su ropa interior y ella lanzó un


grito cuando la boca se cerró sobre su pecho.

Deslizó los dedos en él pelo de él. Quería apartarlo, pero sólo


consiguió llevar su boca al otro pezón.

–Jefford, por favor -murmuró.

–Madison, no dejo de soñar contigo -dijo él en voz baja y ronca.


Frotó su mejilla rugosa en el pecho de ella, lanzando oleadas de
placer a través de su cuerpo-. No dejo de decirme…

–¡Bastardo! – gritó una voz desde la orilla.


–¡Chantal! – dijo Jefford-. Ni se te ocurra.

Madison se volvió y vio que la haitiana tenía en la mano una piedra


de aspecto respetable.

–Chantal…

La mujer lanzó la piedra y Jefford saltó en el agua y arrastró a


Madison consigo. La piedra cayó en el agua, en el lugar exacto
donde estaban los dos un momento atrás.

–¡Ou manti! -gritó Chantal desde la orilla; se agachó a por otra


piedra-. ¡Ou vole!

–Yo no te he mentido -contestó Jefford con rabia-. Nunca te prometí


nada y tú lo sabes.

La haitiana levantó otra piedra y Madison se apartó de Jefford y


chapoteó hacia la orilla.

–Madison, espera.

Chantal lanzó la piedra. Jefford la maldijo y se lanzó en dirección


contraria.

–¡Escúchame! – gritó, chapoteando hacia la orilla contraria.

Chantal corrió hacia él por fuera, armada con una piedra del tamaño
de su cabeza.

Madison salió tambaleante a la hierba seca, tomó su ropa y sus


zapatos y corrió a la jungla; estaba tan alterada que le temblaba
todo el cuerpo.

–Madison, ¿quieres hacer el favor de esperar? – gritó Jefford.

Hubo un grito de Chantal, seguido de otro chapoteo, y lo último que


oyó Madison antes de alejarse demasiado por el sendero fue a
Jefford maldecir en una mezcla de inglés, francés y nativo.
Capítulo 15

Antes de que Jefford llegara a la casa, se encontró con uno de los


capataces de Rutherford, que le contó que se habían peleado dos
hombres en un campo de caña de azúcar. Habían sacado navajas y
cuando lord Rutherford llegó a la escena e intentó separarlos, los
dos se habían vuelto contra él, lo habían tirado del caballo y el lord
se había visto obligado a disparar a uno de ellos para salvarse.
Después se habían levantado todos contra él y al capataz le había
costado mucho trabajo sacar a su señor sano y salvo de allí.

Jefford fue a buscar a George, que seguía divirtiéndose en el agua


con Sashi, y se dirigieron juntos a la plantación Rutherford. Cuando
Jefford se convenció de que el viejo estaba alterado pero ileso, dejó
guardas para proteger a su familia y fue con sus hombres en busca
de los instigadores. Los dos de la pelea se habían escondido: las
aldeas estaban muy sublevadas y a Jefford le preocupaban las
consecuencias de la muerte del haitiano a manos de lord
Rutherford.

Jefford no regresó a Bahía Windward hasta después de la cena, y


encontró a su madre ya en la cama y a Madison encerrada en sus
aposentos.

–¡Madison! – golpeó la puerta con impaciencia.

Esa tarde le había costado lo suyo tranquilizar a Chantal y enviarla a


casa, sin arreglar nada entre ellos. Pero ahora sabía que su relación
con la belleza haitiana había terminado. Y no por causa de Madison,
simplemente se había cansado de ella o algo parecido. Tenía que
encontrar el modo de decírselo con gentileza y asegurarle que
nunca le faltaría de nada.
La puerta se abrió al fin. Sashi bajó la cabeza y habló con suavidad.

–La señorita Madison quiere que le diga que no se siente bien.

Jefford miró por encima de la cabeza de ella. Había dos caballetes


con cuadros en ellos. Uno era un óleo de la destilería bastante
bueno. El otro estaba tapado con una tela. El vestido que había
llevado Madison esa tarde estaba echado en el respaldo de una
silla, pero no había ni rastro de ella. Vaciló un momento.

–Por favor, dile a Madison que siento que esté enferma -dijo al fin-.
Que hablaré con ella mañana.

Sashi inclinó la cabeza con deferencia.

–Sí, señor.

Jefford fue a ver a su madre y le alivió encontrarla dormida. Dijo a la


doncella que podía marcharse, apagó las lámparas y se retiró a sus
aposentos.

A solas en su habitación, se quitó la ropa sucia y sudada y, ataviado


sólo con un taparrabos, se sirvió una buena porción de whisky y se
estiró en la cama. Tomó un trago y estudió a la luz de la lámpara el
dibujo que había hecho Madison en el jardín de la mansión
Boxwood en Londres. Parecía que hacía siglos de eso, de la
primera vez que la viera…

Lanzó un gruñido, dejó el vaso, apagó la lámpara y se dispuso a


intentar dormir.

Un ruido en la ventana despertó a Jefford en mitad de la noche.

–¡Señor Jefford! ¡Señor Jefford! – gritaron desde el jardín.

Una antorcha ardía detrás del cristal y la voz volvió a sonar, seguida
de unos golpes urgentes.

Jefford saltó de la cama, sacó una navaja de debajo del colchón y


corrió hacia las puertas de la terraza.

–¿Punta?

Abrió la puerta.

–La plantación Rutherford está en llamas, señor. Hay muchos


hombres avanzando por la jungla. Tienen rifles y navajas.

–¿Dónde está la familia Rutherford? – gruñó Jefford, mientras se


ponía unos pantalones que encontró en el suelo.

–En la jungla. He hablado con el hombre de lord Rutherford. La


familia está a salvo, pero han tenido que huir con lo puesto.

Jefford se metió una camisa por la cabeza y se sentó en la cama a


ponerse las botas. Al final había ocurrido lo que él temía. Se habían
prendido las llamas del odio y no se extinguirían hasta que el suelo
de la isla quedara empapado en sangre.

–¿Sabes adonde van?

–Sólo me han dicho que al lugar de encuentro -Punta lo siguió con


sus ojos negros-. Pensé que usted sabría dónde es eso.

–Sí. ¿Eran haitianos?

Punta asintió, claramente asustado. Pero era un hombre valiente y


Jefford se encargaría de recompensarlo por su lealtad cuando todo
eso pasara.

–Eran haitianos, pero también había chinos; los grupos luchaban


entre sí. Quieren matar a los ingleses. Y quieren matarse unos a
otros.
–¿Cuántos? – Jefford se puso en pie.

Punta movió la cabeza.

–Muchos. Más de cien; quizá el doble. Tenía miedo de que me


vieran y me mataran. He venido corriendo a decírselo.

Jefford maldijo entre dientes y se acercó al baúl a sacar una bolsa


que había preparado unos días atrás y que era todo lo que
necesitaba.

–Punta, hay una posibilidad de que tengamos que huir de Jamaica.


Pediré soldados a Kingston, pero puede que lleguen tarde.

Los ojos del indio se llenaron de lágrimas.

–Señor Jefford, no comprendo. Los que se han lanzado contra la


casa han matado a inocentes. Buscaban a los ingleses, pero…

–Punta, escúchame -le tomó ambas manos-. Voy a la plantación


Rutherford a ver los daños por mí mismo…

–Señor Jefford, no. No vaya.

–Punta, quiero que despiertes a lady Kendra y le digas lo que me


has dicho a mí. Después busca a tu mujer y tus hijos y volved aquí.
No podemos llevarnos a mucha gente, sólo a los sirvientes más
cercanos. Los que quieran venirse, claro -se acercó a la mesilla,
tomó el dibujo de Madison y lo metió en el saco de lona que llevaba
al hombro-. Si esto es tan grave corno yo me temo, tendremos que
dejar la isla.

–¿Dejarla? ¿Para ir adonde? – Punta miró a su amo, que se dirigía


ya hacia la puerta.

–A casa, Punta -dijo éste por encima del hombro.


Madison, aún medio dormida, percibió más que oyó la conmoción a
su alrededor.

–Señorita Madison -susurró Sashi-. Despierte, por favor.

Abrió los ojos y vio varias lámparas encendidas en la habitación y un


montón de bolsas de lona al lado de la puerta del pasillo. Fuera se
oían sirvientes que corrían y ladridos de perros. Había voces por
todas partes, en el pasillo y en el jardín. Unos hablaban en susurros
asustados y otros gritaban órdenes.

–Sashi, ¿qué sucede? – saltó de la cama, aún no despierta del


todo-. Tía Kendra no…

–La señorita Kendra está bien.

La doncella se volvió y Madison vio que iba completamente vestida,


con un sari y sandalias de cuero. Miró el reloj de la chimenea. Era la
una de la mañana.

–¿Qué…?

–La señorita Kendra dice que tiene que vestirse. Dése prisa -la
interrumpió Sashi-. Tenemos que estar en el jardín en media hora.

–¿Quiénes? – Madison estaba descalza en el suelo de baldosas-.


Sashi, ¿por qué guardas las cosas? ¿Adonde vamos?

La doncella siguió guardando con calma ropa de cama en bolsas de


tela.

–Los trabajadores se han sublevado y atacado la plantación


Rutherford. Le han prendido fuego y asesinado a los sirvientes.

–¡No! – Madison contuvo el aliento-. ¿Y George…?


Los ojos oscuros de la doncella se llenaron de lágrimas.

–Ha escapado toda la familia, pero han matado a muchos de su


casa. Y ahora está ardiendo.

–¿Y nosotros corremos peligro? – preguntó Madison-. ¿Pueden


venir también aquí?

–Esta noche nos vamos a un lugar donde estaremos seguros. Si los


hombres que han hecho esas cosas malas no vienen aquí,
volveremos a casa -le explicó la doncella.

Madison se puso el vestido que había llevado el día anterior.

–¿Y si vienen?

–Nos vamos.

–¿Adonde? No habría ningún lugar en esta isla que esté a salvo.

Sashi le pasó unas medias de algodón.

–No habrá ningún lugar en Jamaica donde estemos a salvo -repitió.

Los ojos de Madison se llenaron de lágrimas. Se sentó a ponerse


las medias.

–Tengo que hablar con mi tía.

Sashi le dejó unas botas de cabritilla en el suelo.

–Póngase esto y un gorro.

–Sí, desde luego -Madison se movía ya más deprisa, aunque le


daba vueltas la cabeza-. Voy a ver a tía Kendra y te veo luego en el
jardín.
Salió de sus aposentos. Los sirvientes iban y venían por el pasillo,
transportando muebles y bolsas llenas de ropa. Parecía haber tanta
gente en la casa como abajo en el jardín.

Las puertas dobles de la suite de lady Moran estaban entreabiertas.

–Tía Kendra.

–Sí, querida -repuso su tía con calma.

Madison apartó una cortina de seda y la encontró vestida con uno


de sus caftanes y un turbante verde brillante en la cabeza. Vaciaba
un joyero en un almohadón.

–Ah, ya estás vestida -sonrió; la miró de arriba abajo-. Me alegra ver


que no estás histérica -dejó el joyero en la cama y le dio el
almohadón a Maha, que llenaba de rodillas una mochila de cuero.

–Histérica no -repuso Madison-. Pero no comprendo lo que ocurre.


Sashi dice que quizá tengamos que dejar Jamaica, pero todo el
mundo parece…

–No te alteres, querida -lady Moran levantó en el aire una mano


enjoyada-. Hace tiempo que sabíamos que podía llegar este día.

Se alejó y la joven la siguió, procurando conservar la calma.

–No, no, yo no lo sabía.

–Seguramente todo esto es mucho ruido y pocas nueces -lady


Moran empezó a echar tarros de crema en una cajita de madera que
había en una silla-. Seguro que Jefford llegará enseguida y nos dirá
que el informe de Punta era muy exagerado.

–¿Jefford ha ido a la plantación Rutherford? – Madison tomó a su tía


del brazo-. Sashi ha dicho que los trabajadores querían matar
ingleses. No es seguro que…

–Vamos, vamos -su tía le dio unas palmaditas en la espalda-. No


tengas miedo. Jefford volverá enseguida y, si no vuelve, nos
reuniremos en un lugar acordado previamente. Sospecho que los
Rutherford ya están allí y Carlton también.

Madison se llevó una mano al pecho.

–¿Lord Thomblin viene con nosotros?

–Sí, aunque a Jefford no le gusta -lady Moran levantó con irritación


la caja de madera y la puso en los brazos temblorosos de Madison-.
Yo no puedo dejarlo aquí. Carlton es lo que es, pero sigue siendo un
amigo. Deja eso en la puerta al salir y nos vemos luego en el jardín.
Saldremos en carro, pero es aconsejable que lleves zapatos fuertes
por si tenemos que huir por la jungla.

Madison apretó la caja con fuerza.

–¿Huir? – susurró, paralizada de pronto.

–¡No se quede ahí parada, chica tonta! – ordenó Maha, que pasó a
su lado-. Lleve la caja al jardín y envíe a uno de los hijos de Punta a
buscar las demás. Hay que darse prisa antes de que los sublevados
lleguen aquí.

Madison tragó aire con fuerza y salió de la habitación. Cuando


bajaba las escaleras del jardín, tropezó con un niño que lloraba
sentado en uno de los escalones. Descubrió que era nieto de Lali, lo
llevó con ella y, cuando al fin llegó al jardín, Kendra ya estaba allí
gritando órdenes. Además de Sashi y Maha, estaban el esposo de
la segunda y su hija, Punta y su esposa y varias doncellas indias
jóvenes. No había ni rastro de Jefford.

Madison dejó la caja de madera de su tía en la parte de atrás del


carro más cercano.
–Tía Kendra, ¿ha vuelto Jefford?

–No, pero tenemos que irnos -la mujer permitió que un sirviente la
ayudara a subir a uno de los carros tirados por mulas.

Uno de los hijos adolescentes de Punta salió de la oscuridad,


pisando uno de los lechos de orquídeas de Kendra.

–¡Ya vienen, padre! ¡Hay muchos hombres! – jadeó-. Están


borrachos y llevan antorchas. Quieren quemar también Bahía
Windward.

–Señorita Kendra, hay que irse -Punta miró a su ama con


preocupación.

–Sí, sí, ya nos vamos. Jefford nos alcanzará. Madison, sube -miró a
su sobrina-. Y procura no mostrarte tan asustada, querida. La vida
está hecha de estas cosas.

Madison se agarró al lateral del carro y miró a su tía. Sirvientes


jamaicanos y haitianos corrían por todas partes. Ahora que habían
terminado sus tareas, tenían prisa por volver a sus aldeas antes de
que los sublevados atacaran la casa.

Uno de los hijos de Punta subió al carro y tomó las riendas. Madison
miró confusa los cuatro carros cargados de cosas.

–¡Señorita Kendra! – gritó una voz familiar.

Chantal salió por la puerta trasera del jardín y corrió hacia el carro.

–Chantal, debes regresar a tu aldea -le dijo lady Moran-. Aquí no


estarás segura cuando llegue esa gente.

–No puedo, señorita -Chantal se arrojó jadeante sobre la rueda del


carro-. Por favor, déjeme ir con ustedes. Aquí todos saben quién es
Chantal y lo que ha hecho. Por favor, señorita. Me matarán. Déjeme
ir con ustedes.

Lady Moran frunció el ceño.

–Supongo que tienes razón. Sube -levantó el índice en el aire-. Pero


te juro que si me causas algún problema, te arrojo a los peces antes
de que salgamos del puerto.

¿Chantal iba con ellos?

Madison apartó la vista furiosa, asustada. Confusa. ¿Adonde iban?


No podía volver a Londres ni a la vida protegida que había llevado
allí.

¡Sus cuadros! ¡Sus lienzos!

Se sujetó la falda con ambas manos y subió corriendo las escaleras


mientras oía el sonido de los carros alejándose por el jardín.

Jefford se detuvo en el cruce de caminos, se limpió el sudor de los


ojos y se reacomodó la correa del rifle en el hombro.

–Quiero que vosotros tres sigáis hasta el lugar de encuentro sin mí -


dijo a los hombres que lo habían acompañado a la plantación
Rutherford. Uno de ellos era Ojar, el hijo mayor de Punta. Otro un
primo indio de Punta y el tercero un haitiano. Ninguno tenía esposas
ni hijos y los tres habían elegido acompañarlo adondequiera que
fuera.

–Yo iré a la casa, veré si se han ido todos y nos veremos en la


cueva cerca de Port Royal.

–Nos pisan los talones -jadeó Ojar-. Hay que darse prisa.

–Ya me habéis oído -gruñó Jefford.


–Señor, ¿una luz? – Ojar le tendió una de las antorchas.

–Estaré más seguro en la oscuridad. Ahora daos prisa. No quiero


que os tropecéis con ellos.

Recorrió el sendero familiar hasta la casa, con la mente dándole


vueltas, sabedor de que había hecho todo lo que estaba en su poder
por ayudar a la causa de los trabajadores. Sabía desde hacía años
que el momento de los ingleses en Jamaica había pasado ya y que
era poco probable que su madre y él pudieran acabar su vida en la
isla. Pero amaba tanto aquella jungla que no había podido evitar
mantener la esperanza.

Entró por la verja principal de Bahía Windward y encontró la casa


oscura y silenciosa, llena de fantasmas. Era la primera vez en su
vida que estaba solo allí.

Cuando pasó por la escalera principal, lo sobresaltó un ruido


procedente de arriba. Tomó el rifle, dispuesto a disparar, se agarró a
la barandilla de madera de castaño y subió en silencio las escaleras.

El ruido se hizo más fuerte. Alguien movía muebles con prisas.


Robando sin duda lo que podía antes de que los sublevados
llegaran a la casa y la quemaran hasta los cimientos.

Jefford bajó por el pasillo, dejó la lámpara en el suelo y entró en la


habitación de los ruidos con el rifle listo para disparar.

Vio una mancha de color y un movimiento y colocó el dedo en el


gatillo.

Madison, que estaba a cuatro patas, se volvió asustada.

–¿Cómo te atreves a entrar así aquí? – gritó.

–¡Madison! – él bajó el rifle-. ¿Qué narices haces tú aquí?


Capítulo 16

–¡Me has asustado! – gritó ella, con el corazón latiéndole con


fuerza y las manos temblorosas-. He tirado las pinturas -sacó una de
debajo de la cama.

Jefford apoyó una rodilla en el suelo y se apartó el pelo de los ojos.

–¿Dónde están todos?

–Han ido al lugar de encuentro. Yo quería alcanzarlos. Sólo he


vuelto…

–¿Mi madre no sabe que estás aquí? – él empezó a recoger


pinturas y pinceles del suelo y echarlos en una cesta-. ¿Sabes
dónde es el lugar de encuentro y cómo llegar allí?

–Sólo quería subir un momento -a ella le tembló el labio inferior-.


¡Estaba todo tan confuso!

–Madison, no pasa nada. Escúchame. Tenemos que salir de aquí.


Están a punto de llegar.

–Entiendo -tomó la cesta de pinturas, agarró un almohadón vacío y


echó en él las pinturas y pinceles como había visto hacer a Kendra
con las joyas-. Y los lienzos de la cama. No necesito nada más.

–No podemos llevarnos todo esto -Jefford se acercó a la cama y


tomó un lienzo grande donde estaba pintado el jardinero chino y las
orquídeas al fondo-. Son excelentes, pero…

–No puedo dejarlos aquí.


–Está bien, nos llevaremos algunos de los pequeños, pero nada
más -vaciló con uno de ellos en la mano-. Soy yo. ¿Me has pintado
de memoria?

Madison se lo quitó de la mano.

–Puedo llevarme el del campo de caña y el de la destilería -los


colocó encima del retrato-. También debe haber uno pequeño del
jardín.

Le volvió la espalda.

–Aquí está -dijo él-. El de las mariposas.

La joven tomó el lienzo sin mirarlo y los envolvió todos juntos en una
cortina.

–Yo llevo éstos, no es problema.

Jefford tomó el almohadón con las pinturas.

–Vamos -dijo-. Hay que darse prisa.

Madison lo siguió por la escalera de atrás y por una puerta lateral. Él


se dirigía a la cocina, adyacente con la casa principal. Vio un
resplandor de luz procedente del noroeste y le pareció oír voces.

–Jefford -susurró.

–Lo sé -él abrió la puerta de la cocina-. Mete algo de comida en el


saco -dejó la lámpara encima de la mesa de trabajo del centro de la
estancia-. Yo llevaré agua.

Ella sacó galletas de una cesta y las metió en el almohadón con


mangos y papayas.

Jefford abrió el grifo de un barril de madera y empezó a llenar una


de las cantimploras que colgaban de un gancho cerca de la puerta.

Los ruidos sonaban cada vez más cerca.

–¡Jefford! – susurró ella.

–Vámonos -metió la cantimplora en el bolso de ella, se echó el rifle


al hombro, tomó el fardo de los lienzos, dio la otra mano a Madison
y tiró de ella hacia la puerta.

La luz detrás de ellos era ya más brillante y las voces más altas.
Corrieron al jardín.

–Madison, no pueden vernos -dijo él en voz baja.

El jardín se llenó de una luz brillante y los hombres sublevados


empezaron a llenarlo. Algunos entraron en la casa y ella oyó madera
rota.

Jefford y Madison corrieron hacia la verja, pero en vez de seguir el


sendero, él tiró de ella hacia la izquierda.

–Tía Kendra ha ido por allí -protestó ella.

–Ahora no es seguro.

–Pero tenemos que reunimos con ellos.

–Cuando mi madre se dé cuenta de que faltamos los dos, sabrá que


estás conmigo. Sabe que no me iría de aquí sin ti.

–¿Pero cómo…?

–Madison, por lo que más quieras, cállate -él empujó una puerta
pesada de hierro en la pared del jardín y se apartó para dejarla
pasar-. Adelante.
La joven corrió todo lo que pudo con el corazón latiéndole con
fuerza, sujetando el almohadón de seda con las pinturas y el agua.
Estaba muy oscuro y no había sendero. Las ramas se enredaban en
su pelo y las enredaderas le arañaban los pies y las manos.

–¡Corre! – la animó Jefford. La empujó hacia delante y se volvió.


Madison le oyó disparar el rifle y reprimió un grito.

Un momento después, estaba de nuevo detrás de ella,


empujándola.

Madison no sabía adónde iba; simplemente corría. El sudor le


bajaba por la cara y le picaba en los ojos. Corrió hasta que le
dolieron los costados y creyó que le iban a explotar los pulmones.

–Tienes que seguir -dijo él, justo detrás.

–No puedo.

–Sí puedes.

El sendero de la jungla era muy estrecho para avanzar juntos, pero


él corría tras ella o delante de ella, tirando de su mano.

–Por favor -suplicó ella-. Tengo que… respirar.

–Tira las pinturas. Yo te compraré otras.

–No. Puedo llevarlas. De verdad.

–Sólo un poco más. Conozco un sitio donde podemos escondernos.

–¿Escondernos? – susurró ella, asustada.

–Sí. Creo que no nos sigue nadie, pero, para asegurarnos,


deberíamos quedarnos parados unas horas. Tú estás al límite de tus
fuerzas.
Ella se apartó el pelo de la frente.

–Puedo seguir.

–Seguro que sí, pero pararemos de todos modos -señaló con la


mano-. Es justo aquí -la guió hasta el claro de la cascada-. Es un
escondite. Tienes que hacer lo que te diga. Es una cortina de agua.
Es fuerte, pero no te hará daño. Aquí en el extremo no cae mucha.
¿Preparada?

Madison asintió y él tiró de ella hacia la pared de agua. La cortina le


mojó la cara y cerró los ojos. Un paso después la había atravesado.

–¿Dónde estamos?

–Dentro de la cascada, en una cueva -Jefford le soltó la mano y se


apartó despacio-. Ven a sentarte.

Madison olía la humedad de la cueva, el agua condensada en la


roca y el aroma de los helechos que sabía crecían alrededor de la
cascada, pero sobre todo olía a Jefford; el olor de su piel y su pelo.

–¿Tienes frío? – él se sentó, tiró de ella y le pasó un brazo por los


hombros.

–No, sólo…

–No tengas miedo -le subió y bajó una mano por el brazo-. Aquí se
está mucho más fresco.

Había vuelto la cabeza y ella sentía su aliento en el rostro… en los


labios.

Se inclinó hacia él. No tenía intención de besarlo ni de dejar que la


besara, pero sus bocas se encontraron de común acuerdo. Fue
como si no hubieran terminado el beso del día anterior en el
estanque, como si fuera el mismo beso.

Madison se sentía flotar en la oscuridad de la cueva, en el agua que


caía por las paredes, en los brazos fuertes de Jefford. La sentó en
su regazo y ella se abrazó a sus hombros fuertes, a su cuello. No se
cansaba del sabor de su boca.

El corazón le latía con fuerza. Nunca había imaginado que un


hombre pudiera saber así. Nunca.

Jefford le acarició el estómago y los pechos y ella gimió cuando el


pulgar de él encontró el pezón y sintió calor y frío al mismo tiempo.
Apartó la boca.

Jefford la abrazó, la tumbó de espaldas y se colocó de lado para


besarle el cuello, el lóbulo de la oreja y los pechos. Abrió los
botones del vestido y deslizó su mano fría sobre la piel caliente de
ella.

Madison suspiró y cuando los dedos de él encontraron su pezón,


lanzó un gemido. Jefford la besó muchas veces entre los pechos
mientras levantaba el dobladillo del vestido hasta el muslo y
deslizaba una mano bajo él. Ella gimió de placer.

–Madison, Madison -le susurró él al oído-. No te imaginas la de


veces que he soñado con tocarte así -terminó de abrir los botones
del vestido y se lo quitó, con lo que ella quedó vestida sólo con el
camisón fino-. Con besarte así.

Le quitó el camisón y acercó su boca al estómago de ella. Madison


contuvo el aliento. Jefford bajó más la boca y ella le introdujo los
dedos en el pelo húmedo y cuando la boca de él encontró los rizos
oscuros de su pubis, soltó un grito asustado… maravillado.

–Calla -murmuró él-. No pasa nada -le acarició el vientre con la


palma de la mano-. Tranquila. Déjame amarte.
Su mejilla rugosa apretada en la piel sensible de ella era irresistible.
Contra toda lógica, ella sintió que su cuerpo se abría, se relajaba y
levantó instintivamente las caderas hacia la lengua masculina.

Algo se acumulaba en el interior de su cuerpo. El corazón le latía


con tanta fuerza que temía que se iba a salir del pecho. Jadeaba,
gemía y levantaba las caderas una y otra vez. De pronto, sin previo
aviso, el placer estalló en una miríada de puntos de luz. Todos los
músculos de su cuerpo se contrajeron. Y volvieron a relajarse.

–¡Oh! – suspiró-. ¡Oh!

Jefford se colocó encima, aunque apoyándose en los brazos para


no echar todo el peso sobre ella.

Madison siguió tumbada con los ojos cerrados, inmersa en las


sensaciones de placer. Él le besó el cuello, la mejilla, los labios.

Ella sentía su cuerpo duro y masculino apretado contra ella. Un


cuerpo sólido… cálido. Levantó las caderas contra él y notó que se
abría los pantalones. Sabía lo que hacía y sabía que debía
detenerlo, pero el anhelo estaba allí de nuevo, más fuerte aún que
antes. Su necesidad era más grande que la razón.

Sintió el miembro de él caliente y duro sobre la pierna desnuda. La


besó en la boca y sus lenguas iniciaron un baile que sólo los
amantes podían comprender del todo.

Abrió las piernas, casi sin darse cuenta. Estaba húmeda y


anhelante.

Jefford usó una mano para guiarse y cuándo la penetró, ella echó
atrás la cabeza, no a causa del dolor, sino maravillada.

–¿Estás bien? – susurró él.

Ella asintió con los ojos cerrados.


–¿Quieres que pare?

Madison negó con la cabeza. No, no quería que aquello parara.


Quería seguir así eternamente.

Jefford empezó a moverse en su interior. Madison pensó que


aquello no debería ser tan bueno, que nadie le había dicho nunca
que sería tan bueno. Y las mujeres hablaban de ello como de un
deber para con el marido. Estuvo a punto de soltar una carcajada.

Pero sentía que la sensación de antes crecía de nuevo en su interior


y esa vez sabía lo que era. Abrazó a Jefford y le clavó las uñas en la
espalda. Levantó las caderas cada vez más deprisa y la cueva
empezó a dar vueltas. Su mundo explotó una vez más en una
miríada de olas pequeñas de placer intenso.

Oyó gritar a Jefford y después ambos se quedaron inmóviles. Salió


de ella, se colocó de espaldas y la tomó en sus brazos. Ella, que no
sabía qué decir y estaba agotada, apoyó la cabeza en su hombro y
se quedó dormida.
Capítulo 17

–Lady Moran.

Kendra levantó la vista y vio a Carlton Thomblin de pie ante ella,


vestido con un traje amarillo pálido y un sombrero de paja en la
cabeza. Parecía que fuera a dar un paseo por Hide Park en lugar de
estar escondido en una cueva de Jamaica.

–Empieza a amanecer y debo insistir en que, si vamos a llegar al


barco del muelle sin que nos asesinen, tenemos que partir antes de
que el sol salga del todo.

Kendra miró a los distintos grupos de refugiados. Los Rutherford


descansaban contra una roca grande y lady Rutherford le limpiaba
la frente a su marido. El joven George se hallaba al lado, con la
cabeza de su hermana en el regazo.

En el extremo más alejado de la cueva, donde los rayos del sol no


alcanzaban todavía, se congregaban los sirvientes en torno a las
pertenencias que Thomblin y ella habían conseguido llevar consigo.
Había más de una docena de sirvientes y sus familias y tres
hombres con rifles, enviados por Jefford, vigilaban fuera de la cueva.

Lady Moran estaba tan cansada que le costaba mantener los ojos
abiertos. Le dolían todos los huesos y sentía también un dolor
intenso en la espalda. Estaba muy preocupada por Jefford y
Madison. Su corazón sabía que estaban bien y juntos, que
simplemente esperaban el momento oportuno de llegar a la cueva,
pero su preocupación aumentaba a medida que pasaban las horas.

–Lady Moran -dijo Carlton-. ¿Me ha oído?


La mujer enderezó la espalda en el sillón encantador estilo reina
Ana que había pertenecido a su madre, uno de los pocos muebles
que había llevado de Bahía Windward, y lo miró con irritación.

–¿Subir al barco a la luz del día y llamar la atención sobre nosotros?


Por supuesto que no.

–Por eso tenemos que partir enseguida -insistió él.

–Sería una idea estupenda, si tuviéramos un barco.

–¿No nos hemos procurado un barco? – gritó él.

Ojar, que hacía guardia fuera de la cueva, metió la cabeza y frunció


el ceño. Llevaba un rifle en cada hombro.

–Baja la voz -musitó lady Moran.

–Señor -lord Rutherford se levantó y se acercó a ellos con ayuda de


un bastón de bambú-. Debo pedirle que no utilice ese tono con lady
Moran.

–Yo creía que teníamos un barco. Se suponía que nuestro viaje era
seguro -Thomblin levantó las manos en el aire, con un deje de
histeria en la voz-. Creía que la semana pasada habíamos forjado
un plan de fuga.

–Y así fue. Te hemos traído aquí de una pieza, ¿verdad? – preguntó


lady Moran indignada.

–A una cueva llena de telarañas y murciélagos -él movió la mano en


el aire-. ¿Y cuánto tiempo vamos a esperar aquí? ¿Hasta que nos
encuentren y nos quemen vivos?

–Jefford nos procurará un barco, de ser necesario.

–¿De ser necesario? – resopló Carlton-. Señora, ese chico indio ha


dicho que la mitad de la isla parece estar ardiendo, que están
quemando incluso almacenes del puerto. Si hubiéramos ido a
Kingston…

–Me da igual lo que digas. Lord Rutherford y Jefford acordaron que


sería más seguro salir desde Port Royal. Está más cerca de casa y
nos verá zarpar menos gente.

–Yo no veo que estemos zarpando, señora.

–Lord Thomblin -resopló lord Rutherford-. Si no se controla, me veré


obligado a…

–George, no pasa nada -Lady Moran levantó una mano en el aire


para separar a los dos hombres-. Por favor, no te acalores. Ve con
tu esposa. Yo puedo ocuparme de esto.

Rutherford miró con disgusto al otro y volvió con su mujer y sus


hijos.

Lady Moran se cruzó de brazos.

–Jefford no tardará en llegar.

–Eso no lo sabe.

–Estoy segura de que, cuando Madison se separó de los carros, se


encontró con mi hijo y ahora viajan juntos en esta dirección. Y los
vamos a esperar aquí todo el día.

–¿Y si oscurece y no han llegado?

–Enviaré a Punta al muelle a buscar un barco. Y ahora, si me


disculpas, estoy muy cansada -cerró los ojos-. Creo que voy a
descansar -llamó a su sirviente con un gesto de la mano-. Punta.

Éste se levantó y corrió hacia ella.


–Más ron, sí.

Madison se despertó y se encontró sola. Era de día y el sol entraba


por los bordes de la cascada y lanzaba su luz en la cueva. Se frotó
los ojos, con la mente aún confusa por el sueño, se sentó y vio que
llevaba sólo el camisón y las botas y estaba tumbada en la cortina
en la que había envuelto los cuadros.

–Ah, estás despierta -Jefford apareció en el borde de la cascada con


la cantimplora en la mano y el pelo mojado, como de haberse
bañado-. He traído agua fresca. ¿Quieres un trago?

La joven no se atrevía a mirarlo. Aceptó la cantimplora y bebió.

–Madison…

–No -lo interrumpió ella-. Por favor, no quiero hablar de anoche.

Él volvió la cabeza, apartando la vista de ella.

–Está bien -suspiró-. Supongo que tenemos asuntos más urgentes


que atender, ¿no es verdad?

Madison se levantó y buscó su vestido.

–Tenemos que ir al lugar de encuentro -dijo con voz temblorosa-. Tía


Kendra estará muy preocupada. ¿Dónde están ellos?

–En Port Royal.

–Eso no está lejos -dijo ella esperanzada.

–No. Cerca de la ciudad hay otra cueva más grande que ésta, una
caverna. Un lugar donde solían esconderse los piratas. Mi madre y
los demás nos esperan allí. Está muy cerca del muelle.
–¿Vamos a tomar un barco?

–Claro que sí.

Madison lo miró al fin.

–¿Para Londres?

–¡Cielos, no!

–¿Adonde, pues?

–A la India.

–¡La India! – exclamó ella-. Eso está muy lejos de aquí.

–Cierto. En el otro extremo del mundo. Tomaremos cualquier pasaje


que podamos encontrar que nos saque de la isla y nos lleve a las
Américas, a un lugar llamado Charleston. Cuando lleguemos allí,
enviaremos recado a tu familia.

–A ellos no les importa dónde esté -lo interrumpió ella-. Sólo se


alegran de librarse de mí -empezaba a entusiasmarse a su pesar.
Había oído muchas historias de la India.

–Y en Charleston tomaremos un vapor para Bombay -siguió él.

–¿Cuánto tiempo dura ese viaje?

–Entre dos y tres meses, supongo. Depende de lo deprisa que


podamos encontrar pasaje y de las paradas que haga el barco. A
menudo paran en Portugal, en Gibraltar y luego van al puerto de
Alejandría, el canal de Suez, el Mar Rojo y de allí a Bombay.

–¿Por qué a la India? – preguntó ella.


–Mi madre tiene tierras allí y los Rutherford también. Thomblin vivió
allí -guardó silencio un momento-. Y creo que allí hay alguien al que
a Kendra le gustaría volver a ver.

Algo en su voz hizo que ella lo mirara, pero él apartó la vista con
brusquedad.

–Jefford…

–Puedes salir a ocuparte de tus necesidades personales -le informó


él-. Pero no estés fuera mucho tiempo. He ido a Bahía Windward
antes de que amaneciera y parte de la casa sigue en pie, pero… -
guardó silencio.

Madison observó su espalda amplia y sintió una opresión en el


pecho. Bahía Windward había sido su hogar desde niño y ahora lo
había perdido.

Madison dormitó casi toda la tarde, sobre todo para no tener que
soportar el silencio incómodo que se había instalado entre ellos. Se
despertó ya muy tarde.

–Creo que debemos irnos -musitó él.

Ella se sentó en la cueva.

–Todavía hay luz.

–Pero todo está más tranquilo. He visto a uno de los hijos de Lali en
la jungla y muchos de los sublevados están durmiendo la
borrachera, aunque hay grupos organizándose en muchas aldeas y
seguramente saldrán de nuevo con antorchas cuando caiga la
noche. Culpan a los ingleses de todas sus desgracias. Ya es
imposible negociar con ellos.

Madison intentó peinarse el pelo revuelto con los dedos y volver a


atarlo con la cinta.

–¿Crees que es seguro ir a Port Royal con los otros?

–Te llevaré a la cueva y después iré a buscar un barco.


Seguramente hay más familias que intentan marcharse, así que
puede que nos lleve un par de días.

–No crees que se habrán ido sin nosotros, ¿verdad?

–No. Mi madre esperaría al menos un día -ató los lienzos en la


cortina y se los echó al hombro-. ¿Estás lista?

Ella tomó el almohadón con los restos de la comida, las pinturas y el


agua.

–Sí.

En las dos horas siguientes caminaron a buen ritmo por la jungla


que se oscurecía. Ella a menudo tenía que correr para alcanzar a
Jefford, pero él no aflojaba el paso y ella no quería pedirle que la
esperara. Cuanto más tiempo pasaba, más convencida estaba de
que lo mejor que podía hacer sobre lo de la noche anterior era fingir
que no había ocurrido.

Jefford no lo mencionó. Ni se disculpó ni le hizo declaraciones de


amor. Nada. Y cuanto más miraba su espalda, más convencida
estaba de que tenía que olvidar el incidente. Sencillamente, no
había ocurrido nunca.

Un momento de debilidad humana en una noche de locura.

En torno al atardecer, empezaba a cansarse ya. Le dolían los


músculos de andar sobre piedras y tenía picaduras de mosquitos en
los brazos y en la cara.

–Ya casi estamos -le dijo Jefford al fin por encima del hombro.
Se detuvo y ella se apoyó en un árbol y suspiró aliviada. Él se puso
las manos alrededor de la boca y lanzó un sonido muy similar a
otros que había oído ella en la jungla. Alguien le contestó con el
mismo ruido.

–Están todos allí -dijo él-. Vamos.

Poco después Ojar salía de entre los árboles.

–¿Mi madre? – preguntó Jefford después de pasarle el bulto de los


cuadros.

–Está bien, señor. Están todos aquí. Su madre, los Rutherford, lord
Thomblin.

Jefford le quitó el almohadón a Madison sin mirarla.

–Bien. Lleva dentro a la señorita Madison y que le den de comer. Yo


quiero hablar con mi madre y después contigo antes de salir a
buscar un barco que nos saque de aquí.

–La jungla empieza a despertar de nuevo. Ya hay fuegos otra vez -le
advirtió Ojar.

–Lo sé. Por eso tenemos que irnos enseguida -Jefford se alejó
agachando la cabeza por debajo de las enredaderas y Ojar y
Madison lo siguieron.

–Ya era hora de que llegarais -dijo la voz de lady Moran.

Madison pasó por las enredaderas que le apartaba Ojar y se


encontró en una cueva parecida a la de la cascada, pero de techo
más alto y que parecía prolongarse muy adentro.

–Madison, querida -lady Moran soltó a su hijo y abrazó a su


sobrina-. Sabía que estabais bien. Le dije a Portia que Jefford te
traería sana y salva.

La joven estaba tan cansada y embargada por la emoción que no


pudo hacer otra cosa que abrazarse a su tía.

–¿Te encuentras bien? – preguntó ésta.

Madison tragó saliva.

–Sí -susurró-. Sólo muy cansada y hambrienta.

–Bien, eso podemos arreglarlo.

Kendra la soltó y Alice y su hermano se acercaron a ella enseguida.

–¡Menos mal que has llegado! – la abrazó la primera. Empezó a


llorar-. Tenía miedo de que te hubiera ocurrido algo terrible.

–Estoy bien, de verdad -le aseguró Madison.

George les pasó un brazo por el hombro a cada una.

–Vamos, señoritas, éste no es lugar para llorar -dijo con emoción-.


Estamos todos bien.

Madison lo miró.

–¿Sashi…?

Él se llevó un dedo a los labios.

–George no quiere que mamá y papá sepan quién es y que está con
nosotros -explicó su hermana.

Madison frunció el ceño, pero no preguntó nada. Por el rabillo del


ojo vio a Chantal de pie al lado de un cajón. Jefford se había
acercado a hablar con ella.
Cerró los ojos, temerosa de echarse a llorar. El había vuelto a sus
viejas costumbres.

–Creo que necesito sentarme -susurró.

Jefford salió de la cueva lo antes posible y echó a andar con Ojar en


dirección al muelle de Port Royal. No sabía cómo se le había
ocurrido hacerle el amor a Madison. Y por un momento, cuando ella
dormía en sus brazos, había pensado incluso pedirle que se casara
con él. Después de todo, era lo más correcto después de haberle
arrebatado lo que por derecho sólo le pertenecía a su esposo. Y su
madre quería un matrimonio entre ellos, ¿no?

Pero cuando llegó la luz, empezó a ver las cosas de otra manera.
Madison era una niña rica y mimada que no tenía mucha cabida en
la vida de un hombre como él.

–Señor Jefford -susurró Ojar, cuando llegaron al camino principal


que iba a la ciudad.

Este revisó la pistola que había cambiado en la cueva por el rifle y


que escondía con una navaja debajo de la chaqueta.

–¿Sí, Ojar?

–¿Sabe a qué capitán vamos a buscar para que nos lleve a través
del mar?

Jefford vio un grupo de caribeños borrachos que avanzaba por la


calle con antorchas en dirección a ellos y se colocó detrás de un
edificio que parecía abandonado. Más de cien años antes, Port
Royal había sido uno de los puertos más ajetreados del mundo,
hasta que un huracán había alterado para siempre la costa de
Jamaica y matado a centenares de personas. La ciudad no había
vuelto a recuperar su gloria anterior.
–No sé a quién, pero sí sé dónde.

Jefford miró los alrededores del bar del puerto. Olía a pescado
podrido y agua de mar. Un gato maulló y bajó por el callejón que
corría a lo largo del bar.

–Tienes que quedarte fuera -dijo a Ojar. Lo miró a los ojos-. No


porque no crea que tienes derecho a estar ahí, pero…

–Comprendo, sahib -el indio tocó el rifle que llevaba al hombro-. Me


quedaré en la oscuridad, pero estaré vigilante.

Jefford volvió a comprobar su pistola.

–De acuerdo, espérame aquí a menos que oigas tiros dentro. Si es


así, puedes echarme una mano.

Ojar asintió con la cabeza.

Jefford entró en el Loro de Jade, que parecía más un gallinero que


un bar y olía peor, a pesar de las ventanas y la puerta abierta. Dos
gallinas escarbaban en la tierra al lado de la puerta.

–Buenas noches -gruñó al gigante tuerto que vigilaba la entrada.

Tenía piernas del tamaño de troncos de árbol y una cabeza tan


grande como un coco verde recién caído de una palmera.

–Jimbo no quiere líos aquí -murmuró el Goliath.

Jefford pasó a su lado.

–No busco líos, sólo un trago de ron.

El Loro de Jade estaba lleno de ruido, que era lo que Jefford


buscaba. Había un par de partidas de cartas en marcha entre
marineros sentados alrededor de barriles. Una prostituta con una
falda amarilla y los pechos desnudos ofrecía sus servicios en el
rincón más alejado.

Jefford se acercó a la barra, se apoyó en la madera sucia y dejó una


moneda.

El barman, un hombre delgado de dientes negros y cinturón atado a


la cintura, le puso una taza de madera delante y tomó una botella de
un líquido claro.

–¿Eso no me va a matar? – gruñó Jefford.

–No sé.

Jefford echó atrás la cabeza y tomó el ron de un trago. Era malo, no


como el que producía su madre. Carraspeó y dejó otra moneda.

El barman le sirvió otra copa.

Jefford evitó mirarlo; sacó otra moneda de la bolsa que llevaba


atada al cinturón, ésa de mucho más valor, y la depositó en la barra.

–¿Y eso por qué?

Jefford apartó la mano.

–Para usted.

–¿Por qué?

–Una información. Necesito un barco. Esta noche. El nombre de un


capitán.

–¿Para qué?
–Eso no es asunto suyo.

–Hum -el barman adelantó despacio la mano hacia la moneda.

Jefford sacó la navaja del cinturón y la hundió con fuerza en la


madera podrida de la barra, entre los dedos extendidos del otro.

–¡Jesucristo!

Jefford lo observó, sin soltar el mango de la navaja.

–¿Tiene un nombre para mí?

El barman tenía los ojos muy abiertos.

–Willey Silbidos.

Jefford sacó la navaja de la madera.

–¿Y dónde puedo encontrarlo?

–Justo allí -el barman señaló a un hombre sentado solo en un barril


apoyado contra la pared. Jefford no le veía la cara, pero tenía unos
bigotes naranja largos sujetos en dos trenzas y se cubría la cabeza
calva con una gorra de oficial naval francés. Su chaqueta era
española y los botones estaban hechos de chelines ingleses.
Agarraba una botella de ron con una mano sucia, que sólo tenía tres
dedos.

Jefford lo miró un instante.

–¿Tiene un barco decente?

–No, pero para lo que usted lo necesita, no hay nadie que le vaya a
ofrecer un barco decente, con los jamaicanos tocando así los
tambores y encendiendo hogueras. Es arriesgado ayudar a un
inglés como usted.
–La moneda es suya.

Jefford se acercó a la pared, se dejó caer en un barril más pequeño


que hacía las veces de taburete para los pies y le clavó el codo al
capitán del barco, que estaba desmayado o dormido.

–Despierte. Le interesa oír esto.

–¿Qué? ¿Qué pasa? – Willey Silbidos abrió los ojos confuso.

Jefford bajó la voz.

–Me llamo Harris y quiero ofrecerle mucho dinero por sacarnos de


aquí a mi familia y a mí.
LIBRO TRES

INDIA

Capítulo 18

Bombay, India

Tres meses más tarde

–¡Vaya, es igual que Londres! – exclamó Madison; se apoyó en la


barandilla de caoba y miró el magnífico vestíbulo de mármol del
hotel Reina Jasmine, situado en el hermoso campo de las afueras
de Bombay.

Habían llegado a puerto la noche anterior y Madison apenas había


tenido tiempo de acostumbrarse a la tierra firme, por lo que aún no
había explorado el hotel espléndido donde se hospedarían hasta
que partieran para la propiedad de lady Moran.

–Supongo que es muy inglés -repuso Kendra, mientras se ponía los


guantes de seda amarilla que le tendía Maha en la galería del
segundo piso-. Mi padre me traía aquí a tomar el té por lo menos
dos veces al año. Nos lo servían allí -señaló las mesas cubiertas
con elegantes manteles blancos y que contenían cubiertos de plata
y porcelana de china. Era la hora del té y había hombres y mujeres
ingleses sentados ya en las mesas.
Madison se inclinó más sobre la barandilla, incapaz de contener su
entusiasmo. Había disfrutado de la aventura de zarpar en el vapor
moderno y parar en lugares exóticos como Lisboa, Gibraltar, Argel,
Trípoli, Alejandría, cruzar el canal de Suez y el Mar Rojo para llegar
finalmente a Bombay, pero le encantaba estar ya en la India.

–He traído mi cuaderno -sacó un lápiz del bolso de seda bordada


que llevaba en la muñeca y que hacía juego con su vestido nuevo,
comprado en uno de los muchos puertos donde habían parado y
que ya le había alabado lord Thomblin en otra ocasión-. No será una
grosería que me ponga a dibujar mientras tomamos el té, ¿verdad?

Su tía sonrió y movió la cabeza.

–Teniendo en cuenta lo que cuestan las habitaciones, querida, yo


diría que no. Este hotel, el más elegante de esta costa del
continente, consta de trescientos cincuenta acres dedicados al
confort de los ingleses y sus damas. ¿Te imaginas? Hay campos de
cricket y de croquet, campos para montar a caballo y un balneario
con baños romanos, además de estatuas griegas auténticas traídas
desde la bahía de Alejandría.

Madison apenas escuchaba, ya que dibujaba con rapidez, temerosa


de que pudiera perderse algún detalle si no se daba prisa.

–¿Y sólo nos vamos a quedar una semana? – preguntó-. ¿Cómo lo


voy a captar todo?

Los viajes de los tres últimos meses parecían ya sólo una mancha
en las páginas de uno de los muchos cuadernos de dibujo que había
llenado. A medida que iban de un continente a otro, sus cuadros
adquirían más vitalidad; eran su forma de escapar, su vida, su
pasión, y llenaban todos sus momentos despierta.

–Es un dibujo excelente -comentó su tía-. Debo decir que tu talento


ha mejorado aún más estos últimos meses. Esas sombras -señaló
con un dedo enguantado- son extraordinarias.

Madison se ruborizó.

–No hay de qué avergonzarse, querida -comentó su tía-. Has


pintado mucho estos últimos meses -miró a su sobrina-. Cuando no
coqueteabas descaradamente con lord Thomblin, y eso es algo de
lo que tenemos que hablar.

Madison apretó los labios. En cuando zarparon de Jamaica sanos y


salvos, empezó a preocuparse de cómo lidiar con lo ocurrido en la
cueva, pero Jefford no tardó en volver a ser el hombre distante de
los días previos y ella decidió que lo mejor que podía hacer era
olvidar el tema. Una vez en el vapor, él se había instalado en un
camarote privado y los sirvientes comentaban que Chantal vivía con
él y ninguno de los dos había salido mucho.

–¿Dónde están lady Rutherford y Alice? – preguntó lady Moran-.


Llevo más de treinta años esperando los sándwiches del Jasmine.

–Lady Moran -dijo lady Rutherford, que se acercaba a ellas seguida


por Alice-. Por favor, acepte mis disculpas por la tardanza. Mi hija se
mostraba muy obstinada y yo me negaba a salir de la habitación
hasta que estuviera vestida como es debido.

–Este sombrero da mucho calor -murmuró Alice, tirando de la cinta


rosa atada debajo de la barbilla-. No sabía que hacía tanto calor en
la India.

–Id delante -indicó Kendra a las jóvenes.

Madison y Alice bajaron la escalera curva de mármol seguidas de


lady Moran y lady Rutherford y, cuando aparecieron, tanto los
caballeros como las damas miraron en su dirección. Algunas
cabezas se inclinaron para susurrar detrás de los abanicos y los
caballeros carraspeaban e inclinaban la cabeza para escuchar.
–Mantened la barbilla alta, chicas -dijo lady Moran-. Si quieren mirar,
tenemos que hacer una gran entrada, ¿no os parece?

Madison bajaba las escaleras procurando no pisarse el vestido.

–¿Por qué nos miran? – susurró.

–Caras nuevas. Se aburren -repuso su tía-. La India puede ser


grande, pero la comunidad inglesa es muy pequeña. Conocemos
todos los defectos y los secretos de nuestros vecinos.

Lady Rutherford soltó una risita.

–Lady Moran, le va a crecer la nariz. Los comentarios no han


cesado ni un momento desde que llegamos anoche. Al parecer,
querida, ha sido usted famosa todos estos años después de
desaparecer en mitad de la noche para no volver a ser vista en la
buena sociedad inglesa.

Lady Moran sonrió y movió su abanico chino.

–Desconocía el impacto de mi marcha hasta que me encontré


anoche con lord Henderson, un viejo amigo de mi padre. Pensaba
que me había fugado con el mayordomo de mi padre, asesinado a
lord Moran y huido a China.

Las dos mujeres mayores soltaron una carcajada.

–¿Y siguen cotilleando después de treinta años? – preguntó


Madison.

–Es lo que mejor hace la sociedad inglesa, querida -su tía se acercó
al maître.

–Buenas tardes, señor.

–Lady Moran, es un honor tenerla entre nosotros -repuso el indio


vestido de blanco, inclinándose con las manos juntas-. Le he
reservado nuestra mejor mesa.

Las acompañó a una mesa ovalada elegante, donde brillaban la


plata y la china, y sacó una silla para cada una de las damas. Los
sirvientes se afanaron enseguida a su alrededor con teteras y
bandejas de sándwiches y dulces.

–¿No vendrán los hombres? – preguntó Madison.

Aunque había cenado varias veces a la semana con lord Thomblin


en el vapor, no se habían visto mucho en los tres últimos meses. El
pasaba la mayor parte del tiempo en la sala de juegos de los
caballeros y Madison llenaba sus días pintando y dibujando. Varios
pasajeros le habían encargado retratos de sus familias y no había
tardado en convertirse en una celebridad en el barco.

–Lord Thomblin no vendrá ni esta noche ni ninguna otra de esta


semana -repuso su tía-. Parece ser que ha decidido hospedarse en
otro hotel.

–Yo no preguntaba eso -Madison bajó la cabeza y se puso una


servilleta en el regazo-. ¿Pero por qué se ha hospedado en otra
parte? Éste es el hotel más hermoso que he visto en mi vida.

Lady Moran y lady Rutherford cruzaron una mirada a través de la


mesa.

–Cambiemos de tema, ¿de acuerdo? – comentó la primera-. Quiero


que probéis todas estos sándwiches de pepino y me digáis si no son
los mejores que habéis comido nunca.

Lord Thomblin caminaba por la acera con los brazos apretados a los
costados para que la multitud no tropezara con él y manchara su
chaqueta blanca inmaculada. Dos chicos nativos trotaban detrás de
él acarreando sus bolsas de viaje de cuero.
El largo viaje desde Jamaica no había sido tan provechoso como
esperaba. En lugar de ganar en las mesas de juego, ahora que
había llegado a la India se encontraba más pobre que cuando salió
de allí tres años antes.

Ignoró el hedor de la calle que bordeaba el agua y entró en un


callejón familiar. Apretó el paso en anticipación de lo que le
esperaba. El viaje en el vapor había sido tedioso, con pocas mujeres
y hombres jóvenes disponibles para sus gustos refinados.

Dio una patada a un perro escuálido que se cruzó en su camino.

–¡Por aquí! – gritó a los chicos que lo seguían. El corazón le latía


con rapidez, había llegado casi a su destino y el capitán
Bartholomew le había prometido que la joven sería justo lo que
necesitaba, un bálsamo para consolarlo.

En el edificio indicado, más un cobertizo que un hotel, fue contando


el número de puertas.

–Dejadlas ahí -dijo a los chicos. De pronto tenía mucho calor y le


sudaban las manos.

Los muchachos dejaron las bolsas a sus pies y lo miraron.

–¡Por el amor de Dios! – Carlton dio a cada uno un penique de


cobre que sacó de la chaqueta y ellos se alejaron entre la multitud.

Lord Thomblin giró el picaporte y empujó la puerta.

Ella lo esperaba con las manos y los tobillos atados.

Carlton sonrió, incapaz de apartar la vista del rostro moreno


asustado y lanzó las bolsas, una detrás de otra, a través de la
puerta.
–Vaya, vaya, vaya, ¿qué tenemos aquí?

–La joven lanzó un sonido a través de la mordaza que le cubría la


boca.

–No tengas miedo, querida. Lord Thomblin sabe apreciar una cara
bonita -sonrió con adoración y cerró la puerta tras de sí.

Jefford vaciló en la puerta de la habitación de su madre y tiró con


irritación de su pechera de seda. Había accedido a escoltar a
Kendra a la ópera en el gran salón del hotel Jasmine, pero sólo
porque sabía cómo adoraba ella la ópera y sabía también que sería
la última a la que asistiera, no porque él apreciara especialmente
Fígaro ni al gran compositor Mozart y ahora que había llegado el
momento pensaba que había cometido un error. Tenía mucho que
hacer antes de partir hacia las propiedades de su madre. Muchos
asuntos financieros pendientes.

La puerta se abrió antes de que llamara.

–Aja, estás aquí -Kendra llevaba un vestido elaborado de seda y tul


color turquesa con un tocado de plumas-. Iba a buscarte. No puedes
pasarte la vida escondido, ¿sabes?

Jefford dejó caer las manos a los costados.

–Yo no me escondo.

–Claro que te escondes. Vamos, entra.

Jefford suspiró y la siguió a la suite.

–No has visto a Madison desde que llegamos a Bombay hace casi
una semana -señaló su madre.

–Estoy ocupado y ella está pintando.


Kendra se puso un pendiente de diamantes y zafiros y miró a su hijo
en el espejo.

–¿Te importaría decirme qué pasó la noche que salimos de Bahía


Windward?

Jefford apretó los dientes; se negaba a permitir que su mente lo


llevara a lugares a los que no quería ir.

–No pasó nada. Te he dicho mil veces que esperamos en una cueva
hasta el amanecer y luego fuimos a reunirnos con vosotros.

–A mí no puedes engañarme. ¿No pasó nada y lleváis meses sin


hablaros?

–Kendra, por el amor de Dios, hemos estado viajando -suspiró-.


Además, quería proteger a tu sobrina. Ahora que estamos aquí,
cuando nos hayamos instalado tendrá muchas posibilidades de
buscar un marido inglés. Y yo no quiero poner en peligro…

–Oh, tonterías -su madre se puso el otro pendiente-. Está bien. No


vamos a hablar ahora de tu matrimonio con Madison.

–Kendra…

–¡Cállate y demuestra un poco de respeto! Estoy hablando yo -se


volvió hacia él-. En ese caso, vamos a hablar de otro tema
incómodo.

–No.

–Jefford, maldita sea, mírame.

Él observó su cara delgada. El tocado de plumas que llevaba tapaba


su cabello rojizo, que había disminuido mucho en los últimos meses;
obviamente, no quería que nadie lo supiera.
–¿Y ahora qué? – preguntó con gentileza.

–Hace meses te mostraste de acuerdo conmigo en que lo mejor era


volver a la India.

–Y lo es. Incluso cuando… cuando tú te vayas -le dolió mucho


pronunciar esas palabras-, yo estaré mejor aquí que en Inglaterra.

Kendra apoyó una mano en su brazo y lo miró a los ojos.

–Nunca has mencionado que tu padre nació aquí.

Jefford apartó la vista.

–¿Y qué podía decir yo?

–Nunca me has preguntado por él.

–Nunca me has hablado de él -repuso su hijo con sequedad-. Así


que consideraba que era una información personal.

–Oh, mi querido Jefford -ella soltó una risita-. No fuiste un niño fácil,
pero escucha…

–Sabes que nunca he resentido que tuvieras un hijo fuera del


tálamo, aunque sea yo -lo cierto era que, protegido como había
estado en Jamaica, había sufrido muy poco por ser ilegítimo. La
fortuna y la determinación de su madre se habían encargado de
eso.

–¿Quieres dejar de interrumpirme? – preguntó ella-. No estoy


segura de que tu padre siga vivo, pero si lo está y nos cruzamos con
él, no quiero que lo odies.

–¿Odiarlo? – se burló Jefford-. Lo cierto es que nunca he pensado


mucho en él. Me da igual quién sea o las circunstancias de mi…
concepción. Lo que me ha importado siempre eres tú y tu felicidad.
¿Cómo voy a odiar a un hombre que no conozco?

–Quiero decir que es mi deseo, mi último deseo…

–Yo pensaba que tu último deseo era casarme con tu sobrina -sonrió
él.

Kendra lo miró de hito en hito.

–Mi deseo es que le des una oportunidad. Puede que no viva


todavía, pero si vive, me gustaría que intentaras conocerlo un poco.

Jefford apartó la vista y la fijó en la ventana. Al día siguiente, su


madre y todos los demás tomarían un tren hacia el sur y después al
este, a los límites de la jungla donde estaban los terrenos de su
madre, miles de acres heredados a la muerte de lord Moran. Él
permanecería unos días más en Bombay para terminar negocios y
transacciones financieras y después se reuniría con ellos. Si el
hombre al que ella llamaba su padre seguía vivo y en la propiedad,
no podría evitarlo eternamente.

–¿Eso es todo? – preguntó.

–Sí -repuso ella, animosa. Tomó un chal de seda que había sobre la
cama-. Al menos por esta noche. Vámonos ya. Los demás nos
esperan en el vestíbulo.

Jefford la miró un momento y después la ayudó a ponerse el chal y


le ofreció el brazo. De algún modo, ella había vuelto a ganar.

Thomblin dejó el peso del saco en el suelo para recuperar la


respiración. Se pasó el dorso de la mano por la boca y pensó en lo
mucho que necesitaba beber y comer algo. No sabía qué hora era,
sólo que era de noche. Ni siquiera sabía bien qué día era; había
perdido la noción del tiempo en el calor del momento.
Lo que sí sabía era que olía casi tan mal como el callejón. Tenía que
ir a un hotel decente, tomar un baño, dormir y comer. Y entonces
podría pensar en su próximo plan.

Tiró de las dos esquinas del saco y empezó a arrastrarlo de nuevo.


Habría sido más fácil pedir ayuda, pero no se había atrevido.
Después del tiempo que llevaba fuera de la India, necesitaba hacer
nuevos contactos; formar alianzas para saber en quién podía
confiar.

Al final del callejón, entró en el muelle decrépito que seguía la orilla


del mar. Arrastró el bulto unos pasos más y lo lanzó al agua.
Cuando se hundía, vio el reflejo de una mano delgada.

Se volvió pensando si, al llegar al hotel, pediría cordero o ternera.


Capítulo 19

–¡Oh, Sashi! – suspiró Madison-. El tren avanza tan deprisa que no


puedo dibujar el escenario -cerró el cuaderno y lo dejó a un lado-.
¿Cuándo llegaremos?

La joven india sonrió y le dio una palmadita en el brazo.

–Antes de la puesta de sol. Mire por la ventana la belleza de mi


país.

Madison se volvió a mirar el campo interminable. Bombay no le


había gustado mucho. Como cualquier ciudad, era grande, ruidosa y
maloliente, aunque le habían fascinado los templos, los
encantadores de serpientes y los acróbatas que se exhibían en la
calle; los artesanos del metal y los vendedores que gritaban. Le
habían gustado los rostros fascinantes de los hombres y mujeres y
encantado los niños descalzos con rostro de ángeles del color del
cobre.

En el tren habían tenido la suerte de encontrar asientos para todos


los de su grupo que seguían el viaje, aunque la mayoría de los
sirvientes estaban en una zona mucho menos lujosa que la de los
asientos de terciopelo que ocupaban su tía, ella y las dos doncellas
personales. Los Rutherford iban en otro vagón y lord Thomblin se
había quedado en Bombay para atender negocios. Jefford también
había optado por quedarse atrás con varios de sus hombres para
arreglar unos asuntos económicos y organizar el transporte del resto
de sus pertenencias. Por lo que a Madison respectaba, los dos eran
tal para cual.

Mientras observaba el paisaje, notó que empezaba a cambiar. Los


árboles y matorrales desconocidos se volvían más densos y verdes
y había menos espacios abiertos. Apoyó la mejilla en el cristal
polvoriento y observó fascinada a un rebaño de antílopes negros
cruzar un prado de hierba con sus largas patas.

Lady Moran se inclinó hacia ella y le puso una mano en el hombro.

–¿Qué opinas hasta el momento? – preguntó.

–Es enorme. Mucho más de lo que esperaba -repuso Madison-. Y el


paisaje no deja de cambiar. Ahora es muy distinto a cuando salimos
de Bombay.

–Estamos yendo hacia el este y acercándonos a la jungla. Mis


propiedades ocupan una zona que incluye desde bosque más seco
y llanuras abiertas hasta bosque tropical.

–¿Y cultivas índigo?

–Además de caña de azúcar y café. Y seguro que en cuanto Jefford


se haga cargo, intentará otras cosas. Más al sur, están probando
con arroz.

–¿Y cómo es tu casa?

–No sé si podremos llamarla casa, querida. Hace décadas que


nadie vive allí. Tenemos capataces, por supuesto, pero es difícil
saber si te cuidan la propiedad a diez mil millas de distancia.

Madison asintió y miró por la ventanilla, donde vio más antílopes y


ciervos cruzando la pradera en rebaños grandes.

–No importa cómo esté la casa -siguió su tía-. Tendremos un techo y


estaremos juntos. Nosotros haremos que sea un hogar.

Desembarcaron en la estación de tren, que era poco más que una


plataforma hecha de tablas de madera. Todos llevaban varias piezas
de equipaje. Los Rutherford habían comprado lo más necesario en
varios puertos a lo largo del viaje. Después de tres meses, todo el
mundo parecía ansioso por llegar a casa, aunque esa casa fuera un
misterio que no habían visto en décadas.

Después de enviar a Punta y su hijo a la aldea en busca de


transporte, lady Moran se dirigió a los Rutherford.

–¿Seguro que no aceptan mi invitación de pasar esta noche en mi


casa y seguir el viaje a la suya mañana?

–Gracias por la oferta -repuso lady Rutherford-, pero creo que ahora
que estamos tan cerca, George está ansioso por volver a la casa
que construyó su padre.

–Hace casi treinta años que no la veo -dijo su marido con voz ronca
por la emoción-. Imagino que habrá que sacudir las alfombras.

–Pero tienen que venir a verme en cuanto se hayan instalado. Y


mañana quiero oír un recado de que todo va bien.

Madison se despidió de la familia.

–Nos vemos en un par de días, supongo.

–Oh, eso espero, sí -declaró Alice.

Llegó el hijo de Punta con varios carros tirados por parejas de


bueyes y seguidos de cuatro hombres que llevaban una caja abierta
a hombros. En la caja había dos bancos acolchados uno frente a
otro, y estaba decorada con una tela verde lujosa.

–Un palanquín, querida. Vamos, no lo mires tanto -lady Moran le


tendió la mano y Madison se acercó a la caja, que habían
depositado en el suelo-. Vienen más carros -dijo a los Rutherford.
Se despidió con la mano y Punta la ayudó a entrar en el palanquín.
Madison subió a su lado, Punta hizo una seña a los porteadores y
éstos agarraron los palos y levantaron el palanquín. Madison no
pudo reprimir un grito y se agarró al brazo de su tía para sujetarse.

–Adiós, hasta pronto -se despidió lady Moran de sus vecinos.

Madison les dijo adiós con la mano y se volvió a mirar lo que la


rodeaba. Cuanto más avanzaban, más aspecto de jungla adquiría el
terreno. Pájaros de colores saltaban de árbol en árbol, las plantas
tipo helecho se volvían más altas que Madison y las hierbas se
mezclaban con las enredaderas para formar alfombras verdes que
pedían a gritos que las pintaran. En menos de media hora de
marcha, la joven vio ciervos, jabalíes y monos. La jungla en la que
habían entrado parecía menos densa y de cielos más altos que la
de Jamaica, pero resultaba consoladoramente familiar.

–Ya verás cuando oscurezca -dijo lady Moran-. Aquí hay aún más
criaturas nocturnas.

Madison sonrió al oírla. Era evidente que a su tía le gustaba la India.

–Ya casi hemos llegado -susurró lady Moran cuando llevaban casi
una hora de viaje-. No puedo creer que no haya estado aquí desde
que nació Jefford y sin embargo recuerde tan bien cada recodo del
camino. Las cosas han cambiado, claro. Entonces no había vías de
tren por aquí. Lord Moran y yo viajábamos a Bombay en elefante.

–¿Hay elefantes aquí? – preguntó Madison.

–No como antes. Hace cien años habitaban un espacio muy amplio,
igual que los tigres. Pero no temas. Con el tiempo estoy segura de
que podremos adquirir un elefante o dos.

La joven miró la jungla, incapaz de reprimir un escalofrío al oír


hablar de los tigres. Empezaba a caer la oscuridad y el aire nocturno
se llenaba de sonidos de insectos y otros animales.
–¿Hay tigres aquí? – preguntó.

–Sí, lo que significa que debes llevarte guardas en tus excursiones


para pintar. Guardas armados. Aquí hay muchas serpientes
venenosas incluida la cobra, además de tigres, leones, perros
salvajes y jabalíes.

–Prometo que tendré cuidado -le dijo Madison.

Lady Moran, a su lado, respiró hondo.

–Jazmín -sonrió-. Y ya hemos llegado. Parece que han recibido los


mensajes de Jefford, mira cuántas lámparas hay en las ventanas.
¿Cómo podían saber que llegaríamos de noche?

Los porteadores del palanquín doblaron un recodo y Madison tuvo


que agacharse para evitar ser golpeada por una rama baja. Cuando
levantó de nuevo la cabeza, vio muchas luces a través de los
árboles. Eran tres docenas por lo menos.

El palanquín y los carros entraron en un camino más ancho y


Madison miró la casa admirada.

–¡Tía Kendra! No me habías dicho que vivías en un palacio.

–Sí, bueno, todavía conservo algo de decoro -la mujer le dio unas
palmaditas en la rodilla-. Y nunca es bueno presumir. La familia de
lord Moran la llamaba El Palacio de los Cuatro Vientos.

–Aquí caben tres casas como la de Bahía Windward -declaró


Madison-. Cuatro.

–La construyó la familia de mi difunto esposo hace más de ciento


cincuenta años, al estilo de los palacios indios antiguos, en una
versión más pequeña, por supuesto. Verás una mezcla de
arquitecturas, en su mayoría rajasthani y mughal -le explicó su tía-.
Dentro y fuera hay muestras admirables de arte rajput.
El edificio rosa pálido de piedra era a la vez sencillo y magnífico, con
tres bases cuadradas, la más grande de tres pisos de altura en el
centro, cada una con cúpulas que se elevaban hacia el cielo y con
una serie de ventanas semioctogonales y con formas de panales de
miel.

Los porteadores indios bajaron el palanquín delante de un pabellón


pequeño que llevaba a una verja grande y Punta se acercó
inmediatamente a ayudar a bajar a lady Moran.

–Tiene buen aspecto, ¿verdad? – preguntó la mujer con ojos


brillantes.

Madison aceptó la mano de Punta y bajó también, incapaz de


apartar la vista del palacio que había aparecido entre la jungla
tropical como un espejismo en el desierto.

El pabellón se convirtió de pronto en una masa de gente y


confusión; perros que ladraban, hombres que corrían en la
oscuridad hablando en dialectos nativos… Las dos puertas enormes
de hierro del final del pabellón, lo bastante grandes para dejar pasar
un carruaje, se habían abierto como por arte de magia y por ellas
salía una procesión de indios vestidos con uniforme rojo y dorado.
Punta se adelantó a hablar con el primero, cuyo turbante difería del
de los demás, ya que llevaba una joya brillante a la altura de la
frente.

Punta se inclinó un poco y el hombre del turbante se inclinó aún


más.

–El sistema de castas puede ser muy complicado, sobre todo aquí,
donde hay una mezcla -murmuró Kendra al oído de su sobrina-. En
la punta de la pirámide están los brahmanes, seguidos de muchas
castas como los andavares, nadares, vedhares, todos en fluctuación
constante y luchando por acercarse a la cima. Y después, por
supuesto, está la cuestión de la religión: hinduismo, budismo,
musulmana, cristiana.

Madison asintió, no porque lo comprendiera, sino porque sabía que


ya tendría tiempo de entenderlo más tarde.

Punta y el hombre de la joya en el turbante hablaron y después el


primero hizo una seña a lady Moran, quien se acercó despacio por
el camino de piedra.

El hombre del turbante se inclinó ante ella, con las manos juntas y la
mirada fija en el suelo en señal de deferencia.

–Milady Moran, bienvenida a casa -dijo en un inglés perfecto.

Ella sonrió y asintió con la cabeza.

–Soy Eknath, me envía el raja de Darshan para darle la bienvenida -


dijo él, todavía con la vista baja-. Espero que encuentre el palacio
adecuado a sus necesidades. Si hay algo que mis hombres o yo
podamos ofrecerle, será un gran honor -vio a Madison detrás y
volvió a inclinar la cabeza-. O a sus invitados.

–Es un placer conocerlo -dijo lady Kendra-. Esta es mi sobrina, la


honorable Madison Westcott. Debo confesar que me sorprende
gratamente su recibimiento. ¿Cómo sabía el raja que llegaba?

–No lo sé, sahiba. Sólo sé que llevamos semanas esperando su


llegada.

Lady Moran miró las lámparas que ardían en las ventanas.

–¿Semanas? – preguntó divertida-. ¡Vaya, vaya, vaya!

–Permítanos escoltarla a sus aposentos. Debe estar muy cansada


del largo viaje -Eknath echó a andar delante de ella; Punta los siguió
y Madison siguió a éste. Al menos una docena de sirvientes indios la
seguían a ella.
El vestíbulo de la entrada era una habitación redonda de unos
sesenta pies de diámetro y techo altísimo; las paredes de color
pálido estaban pintadas con murales exóticos de mujeres de ojos
pintados de kohl y vestidas con saris y hombres indios atractivos en
batas y turbantes. Había elefantes, tigres, monos y plantas que
Madison no reconocía. El suelo era de baldosas.

–Por favor, dé mis saludos al raja -dijo lady Kendra.

–Sí, sahiba, ya ha salido un mensajero con la noticia de su llegada.

El hombre las precedió a otro vestíbulo redondo, similar al primero


pero con sillones a lo largo de las paredes y murales menos
exóticos. Desde allí siguieron un corredor amplio de baldosas
azules, uno de muchos que partían del segundo vestíbulo, cada uno
de un color diferente.

–Nunca podré encontrar la salida -murmuró Madison, abrumada por


la magnificencia del palacio.

Lady Kendra se detuvo y la tomó del brazo.

–Cuando llegaste a Bahía Windward, también pensaste lo mismo -le


recordó.

–Pero esto es un palacio -su voz resonó en la cúpula del cielo,


pintada de azul pálido con estrellas que parecían parpadear-.
¿Quién es ese raja que te ha enviado todos estos sirvientes que
llevan semanas aquí?

–Un viejo amigo, querida. Ni siquiera sabía si vivía todavía.


Habíamos perdido el contacto -le dio una palmadita en el brazo-.
Ven a ver mis aposentos y después te acompaño a los tuyos. Te
encantarán los jardines de aquí en cuanto los arreglemos un poco.
Pronto tendrás mucho que pintar.
Los aposentos de su tía eran espectaculares, compuestos de una
habitación tras otra, muchas redondas, todas adornadas con sedas
y las paredes pintadas de colores suaves y con murales exquisitos
por todas partes. Y los de Madison, aunque más pequeños, eran
igual de magníficos, y tan amplios que podía llevarle una hora
explorarlos. Cuando Sashi la arropó en la cama grande de sábanas
de seda y llena de cojines, tuvo la sensación de que flotaba en un
sueño.

–No puedo creer que el palacio esté tan bien cuando la tía lleva más
de treinta años sin vivir aquí -comentó.

–Creo que el raja lleva muchas semanas preparándolo para su


regreso -repuso la doncella.

Madison miró el toldo de seda de la cama. Se sentía de maravilla.


Después de una cena ligera con su tía, se había retirado a sus
aposentos y encontrado un baño caliente y cuatro sirvientas
dispuestas a ocuparse de ella. Le habían lavado el pelo, frotado el
cuerpo cansado del viaje y después Sashi le había masajeado la
piel con esencias de perfume sutil. Ahora le costaba mantener los
ojos abiertos, pero tenía miedo de cerrarlos y que se acabara el
sueño.

–Que duerma bien -susurró Sashi antes de soplar la última


lámpara-. Si me necesita, estoy en la habitación de al lado.

Madison se rindió al fin al agotamiento y se quedó dormida en una


cama lo bastante grande para tres personas.

A la mañana siguiente, Kendra se bañó de nuevo, aunque ya lo


había hecho la noche anterior, y Maha la ayudó a ponerse un sari de
seda esmeralda con borde dorado que le había hecho durante el
viaje hasta la India. Se puso también sus anillos de oro predilectos,
pendientes y collar de esmeraldas y se sonrió en el espejo. No
había usado esas joyas desde que saliera de la India. Añadió
turbante y zapatillas dorados y salió de sus aposentos a desayunar
en el jardín.

–¡Por Hindi! – murmuró. Se detuvo a mirar el jardín.

Esperaba que, después de tantos años, estuviera casi en ruinas,


con plantas y enredaderas subiendo por las paredes y verjas y
ocupando los caminos. En lugar de eso, el jardín estaba casi igual
que el día en que lord Moran y ella salieron de allí, pero más
frondoso, más bello aún.

Tres fuentes, la del centro más grande, salpicaban gotas de agua al


camino de piedra cercano. Verjas blancas de madera se elevaban
hacia el cielo cubiertas de una profusión de rosas rojas y blancas. El
jazmín crecía en abundancia en urnas enormes alrededor del patio
de piedra. Detrás de las fuentes se extendía un laberinto de
senderos bien cuidados, bancos de piedra y setos verdes.

–¡Santo cielo!

Era tan hermoso que los ojos de Kendra se llenaron de lágrimas.

–¿Te complace?

Kendra dio un respingo. La voz la sobresaltó de tal modo que por un


momento temió que había muerto durante la noche e ido al cielo.
Pero las fuentes eran muy reales y el olor del jazmín tan dulce y
espeso que sabía que sólo podía estar en el Palacio de los Cuatro
Vientos. Se volvió despacio en dirección a la voz.

Y allí estaba él. Y Kendra, después de treinta y cinco años, apretó


los labios y sus ojos se llenaron de lágrimas.

–¡Kendra! – susurró él.

La boca pintada de ella se abrió en una sonrisa.


–¿Aún no estás muerto? Eres un hombre viejo.

Él sonrió y a ella el corazón le golpeó con fuerza en el pecho. De


pronto volvía a tener veinte años y estaba a punto de entrar en el
dormitorio del raja. Nada más importaba. Ni su familia, ni las normas
de la sociedad, sólo esa sonrisa y la sonrisa de él.

–Y tú eres una mujer vieja -repuso él, con ojos brillantes-. Hermosa
todavía, pero vieja.

El raja de Darsham era un hombre alto y esbelto, de piel bronceada


y cabello negro, entreverado ahora de gris y ojos casi negros que
todavía la atormentaban en sueños. Vestía pantalón de seda dorada
y un kurta largo rojo y blanco con un turbante tradicional en la
cabeza. Abrió los brazos y Kendra no vaciló.

–He esperado esto mucho tiempo -susurró él-. Toda una vida.

Kendra se rió y reprimió un sollozo de alegría.

–Has cuidado mi jardín todos estos años -murmuró. Apretó la cara


en el hombro de él e inhaló el olor de su piel.

–Todos estos años, sí. Los mismos años que he rezado a Indra para
que volvieras a mí.

Kendra se echó a reír.

–No tenía intención de regresar, Tushar. De no haber sido por lo


ocurrido en Jamaica, habría terminado mi vida allí.

–Y yo habría seguido llorando miles de lágrimas durante mil años -


murmuró él. Le acarició la mejilla y se la besó-. Tu piel sigue siendo
tan suave como un pollito que acaba de romper el huevo.

Kendra se apartó con una carcajada; se secó los ojos.


–Siempre fuiste un hombre de palabras melosas. Tenía que haber
aprendido ya a no hacer caso a esas tonterías -lo observó un
momento y movió la cabeza sorprendida-. Ni siquiera sabía si vivías
todavía.

–Yo no me habría muerto sin ti, querida mía.

Kendra le sostuvo la mirada y pensó que no volvería a perderlo de


vista; le daba igual las esposas que tuviera.

–¿Quieres desayunar conmigo? – preguntó-. Tenemos mucho de lo


que hablar y hay alguien a quien debes conocer.
Capítulo 20

Tres días más tarde, Madison estaba sentada a la sombra de un


tamarindo grande, vestida con un sari color melocotón. Pájaros
exóticos gritaban y volaban por encima de su cabeza y los insectos
zumbaban y piaban en la espesura. Tenía el cuaderno de dibujo en
el regazo y hacía bocetos de dos niñas pequeñas, hijas de
sirvientes, que jugaban con piedrecitas que lanzaban al sendero de
piedra.

–¿Está ya descansada? – preguntó Sashi, que se acercaba con un


sombrero jamaicano para el sol hecho de palmera.

Madison levantó la vista.

–Sí, gracias -soltó una risita-. Creo que al fin mi cuerpo ha dormido
ya bastante -aceptó el sombrero y vio que su doncella estaba al
borde de las lágrimas-. ¿Qué sucede?

La doncella movió la cabeza y apartó la vista.

Madison dejó el sombrero y el cuaderno y se levantó. Al igual que


Sashi, iba descalza, ya que había adoptado rápidamente no sólo la
forma de vestir de las mujeres sino también otras costumbres.

–Vamos.

–Los Rutherford van a venir a comer.

–Sí, lo sé. No tardarán en llegar.

–George cree… -Sashi apretó los labios-. Cree que deberíamos ir a


casarnos a Bombay, pero yo pienso que debería marcharme de aquí
y regresar a aldea de mi padre en Bombay. Trabajar allí.

–Sashi, escúchame -Madison le tomó ambas manos-. ¿Amas a


George?

–Con todo mi corazón -susurró la doncella.

–¿Y quieres casarte con él?

–Sí. Pero entre mi gente una mujer no elige a su marido. Lo elige su


padre y ella debe obedecer.

–Pero Sashi, tu padre murió hace años. Ésta es una casa inglesa.
Más aún, es la casa de lady Moran y aquí las mujeres se casan con
personas a las que aman. Si George es el hombre con el que
quieres pasar el resto de tu vida, no puedes huir.

–No quiero apartarlo de su familia. Él no comprende el dolor de


estar sin los seres que te quieren.

–Entiendo -dijo Madison.

–Pero no sé qué hacer -susurró Sashi con desesperación y los ojos


llenos de lágrimas-. Le he rezado a Devi. Se me parte el corazón,
pero prefiero renunciar a él a hacerle daño.

–¡Oh, Sashi! – Madison la abrazó-. Ya pensaremos en algo, te lo


prometo; pero no llores más, ¿de acuerdo?

La doncella levantó la cabeza y asintió.

–Bien.

De pronto sonaron campanas, empezaron a ladrar perros y uno de


los sirvientes pasó corriendo.

–Creo que han llegado los Rutherford. Eso son las campanillas de la
puerta principal -Madison sujetó a Sashi por los hombros-. Quédate
en nuestras habitaciones, yo encontraré una excusa para enviarte a
George. No puedo prometerte que tendréis mucho tiempo para estar
solos, pero al menos…

–No, con eso basta -repuso Sashi con pasión. Tomó las manos de
Madison y se las apretó-. Gracias. No sé cómo corresponder a su
bondad.

–¡Madison! – gritó la voz de Kendra-. Han llegado los Rutherford,


querida.

–¡Voy, tía Kendra!

Más tarde, después de una gira corta de la casa, se sentaron todos


a comer en una habitación que daba a los jardines. Casi una docena
de sirvientes vestidos con los colores del raja se afanaban con
bandejas de carnes con curry, cuencos de fruta, panes planos y
bebidas dulces. Madison aún no había visto al raja, aunque sabía
que había ido al palacio en más de una ocasión y empezaba a sentir
curiosidad.

–Es muy amable de tu parte invitarnos a comer -musitó lady


Rutherford-. Lord Thomblin envía recuerdos. Lamenta no haber
podido venir.

Madison levantó la vista al oírla.

–¡Lástima! – murmuró su tía-. ¿Dónde está?

–Anoche estuvo en casa, pero al parecer ha vuelto a Bombay -


contestó lady Rutherford en voz baja.

–¿Para qué? – preguntó Madison-. ¿No tiene casa por aquí?

–No estamos seguros -confesó lady Rutherford, apartando la vista.


–Parece que a lord Thomblin lo han alcanzado sus deudas -comentó
George-. Creo que sus problemas económicos son más serios de lo
que pensábamos.

Lady Moran enarcó las cejas pintadas.

–¿De veras?

Madison no sabía de lo que hablaban, pero tomó nota de


preguntarle a su tía más tarde.

–Éste no es tema de conversación durante la comida -interrumpió


lord Rutherford-. Lord Thomblin es nuestro amigo y no sabemos
cuáles son sus circunstancias. Seguro que es todo un malentendido.

–Seguro -repitió su hijo.

–¡Qué casa tan encantadora! – exclamó lady Rutherford-. Había


olvidado qué lugar tan mágico es este palacio.

Kendra sonrió.

–Encantador, ¿verdad? Distinto a Jamaica, pero encantador.

–Sí -rió lord Rutherford-. Hijo, sólo tienes que casarte con una
princesa india y quizá también puedas vivir en un palacio así.

–¡Cielos, lord Rutherford! – intervino Madison-. ¿Usted permitiría


que se casara con una mujer india? Yo pensaba que no.

–Estamos casi a finales del siglo XIX, querida -repuso el lord-. Los
tiempos viejos desaparecen rápidamente. Si hubiera una candidata
de buena familia, consideraría esa unión. Después de todo, los
brahmanes son como la familia real en Inglaterra.

Madison miró a George con una sonrisa. Acababa de tener una idea
maravillosa.

–Alice, George, ¿os he dicho que tía Kendra me ha pedido que pinte
un mural en uno de los vestíbulos? Tenéis que venir a verlo.

El joven se había levantado ya y dejaba la servilleta en la mesa.

–¡Qué magnífica oportunidad! Quiero verlo.

Tiró de la mano de su hermana.

–Si nos disculpa, señor -George se inclinó ante su padre-. Señoras.

–Por supuesto -comentó lady Moran.

Los tres jóvenes salieron de la estancia.

–Vamos a mi habitación, donde está Sashi; quiero contaros una idea


-comentó Madison.

–Gracias -murmuró George-. No sabes lo mucho que significa para


mí que nos comprendas. Ha sido muy duro estar todos estos meses
tan cerca y fingir que no la conozco.

Madison abrió la puerta de sus aposentos y Sashi se levantó


inmediatamente de un montón de cojines en el suelo. Al ver a
George, se cubrió la cara con el velo. Desde su regreso a la India,
había vuelto a usar velo de nuevo. Le había explicado a Madison
que los únicos hombres que podían ver a la mujer sin el velo eran su
esposo y los miembros de su familia.

–Sashi, amor mío -dijo George.

Ella se echó en sus brazos.

–¡Oh, cómo te he echado de menos!


–Ya tendréis tiempo para eso más tarde -los interrumpió Madison-.
Escuchadme bien porque creo que he encontrado el modo de que
os caséis y que George pueda conservar su fortuna y su apellido.

Esa noche Madison estaba sentada en un banco, delante de un


espejo y Sashi le frotaba esencia de jazmín en el pelo y le hacía las
trenzas.

–Ya está -dijo la doncella-. Y muy hermosa. El azul del sari hace
juego con el de sus ojos.

Madison sonrió.

–Gracias.

–No, gracias a usted.

–No me las des todavía. Aún tengo que pensar bien mi plan y
después hablar con mi tía. Para que funcione, ella tiene que estar de
acuerdo.

–Si se niega, estará en su derecho.

–No se negará -le aseguró Madison. Suspiró-. Supongo que debo


bajar.

Sashi se inclinó y le acercó unas sandalias de cabritilla enjoyadas.

–Las ha enviado lady Kendra. Dice que eran suyas y que le irán
perfectamente con el sari.

–¡Son preciosas! – Madison se las puso-. Y parecen hechas para


mí.

–Disfrute de la velada.
Madison salió de su habitación y bajó por el pasillo con la tela
sedosa del sari frotando sobre los hombros.

Cuando salió al jardín, Jefford estaba allí, de pie delante de la más


grande de las tres fuentes y de espaldas a ella.

La joven se quedó inmóvil. Apretó los labios y respiró hondo el aire


perfumado de la noche.

–Buenas noches.

Él se volvió a mirarla, ataviado con pantalones y el kurta tradicional


índico.

–Buenas noches -repuso-. El sari te sienta bien. Estás muy guapa y


tienes un brillo radiante en las mejillas.

–Me siento descansada y estoy comiendo bien -ella se situó a su


lado y miró los jardines.

–¿Qué opinas de la India hasta el momento? – preguntó él.

–Es magnífica, muy hermosa y al mismo tiempo extraña.

–¿Has tenido ocasión de viajar más allá del palacio? Estoy seguro
de que hay muchas cosas que querrás pintar.

–No, todavía no; hemos estado instalándonos y no quería molestar


a tía Kendra para que me buscara guardas. Además, sólo me
quedan unos cuantos lienzos después de los retratos que pinté en el
barco.

–Pues estás de suerte. Por partida doble, ya que mañana tengo


intención de ir a ver uno de nuestros campos y te he traído lienzos
suficientes de Bombay para que pintes un año entero -la miró a los
ojos-. Puedes acompañarme mañana si quieres.
A ella le dio un vuelco el corazón. ¿Por qué se mostraba tan
amable?

De pronto sonaron las campanas de la puerta, que anunciaban la


llegada de invitados y Jefford se volvió y le ofreció el brazo.

–¿Vamos a conocer a ese raja misterioso que hace que mi madre


parlotee como una colegiala?

Madison se echó a reír.

–Creo que deberíamos.

Entraron del brazo en el palacio y se dirigieron a un salón privado,


una habitación muy hermosa, de columnas elaboradas que
sujetaban un techo alto cóncavo y paredes pintadas con un dibujo
intrincado en tonos rojo y oro.

Lady Moran los esperaba, flanqueada por sirvientes de uniforme,


ataviada con un sari y un turbante dorados, con las muñecas, el
cuello y las orejas adornadas con joyas de oro.

–Kendra -Jefford soltó a Madison y se acercó a ella-. Estás


magnífica.

La mujer lo abrazó.

–Ah, es un placer tenerte en casa.

Él se apartó para mirarla a los ojos.

–¿Cómo te encuentras?

–Estoy radiante.

Eknath, el indio al cargo de la casa, entró en el salón e hizo una


reverencia.
-Sahiba, el raja de Darshan -anunció.

Entró un indio alto y atractivo, de unos setenta y tantos años y pelo


gris en las sienes. Vestía pantalones dorados y un kurta negro y oro
con turbante dorado en la cabeza y botas elegantes de cuero
inglesas en los pies. Todos los sirvientes indios se inclinaron
profundamente. Lady Moran dejó las manos a los costados e hizo
una reverencia sencilla. Madison la imitó.

–Me alegro de verte, Tushar. Ven, quiero que conozcas a mi familia -


Kendra tomó la mano de Madison y la acercó al raja-. Ésta es la hija
de mi hermano, la honorable Madison Westcott de Londres.

El raja le tomó una mano, se inclinó sobre ella y la besó.

Madison sonrió.

–Es un placer conocerlo, señor.

–El placer es mío, señorita -repuso él en un inglés perfecto.

–Y éste -anunció lady Moran- es mi hijo Jefford.

Madison sonreía todavía, con la vista fija en el raja, pero cuando vio
que a él le cambiaba la cara, se volvió a mirar a Jefford.

–Es… un placer, señor -dijo éste. Se acercó despacio, con los ojos
clavados en el raja.

–Un placer -murmuró el raja con una inclinación de cabeza.

–Vamos, vamos, basta de formalidades -intervino lady Moran-.


Vamos a comer, beber y disfrutar.

Jefford se acercó a Madison y le ofreció el brazo.


–¿Qué te pasa? – susurró ella.

Él movió la cabeza.

–No estoy seguro, pero creo que mi madre y yo vamos a tener una
conversación en cuanto pueda pillarla a solas.

En las tres horas siguientes, Madison, Jefford, lady Moran y el raja


cenaron platos con curry, verduras exóticas hervidas, carnes,
truchas y fruta. Después contemplaron un espectáculo de acróbatas
acompañados de monos vestidos con turbantes pequeños. A
Madison le cayó muy bien el raja, que se había educado en
Londres. La fascinaban sus anécdotas sobre el gobierno de aquel
distrito y lo difícil que era contentar a la vez a sus súbditos y a los
ingleses, aunque durante las pausas fue siendo cada vez más
consciente de la tensión que había no sólo entre su tía y Jefford sino
también entre su tía y el raja.

Era cerca de medianoche y se habían trasladado al patio a tomar


una copa de jerez. El jardín estaba iluminado con antorchas y los
sirvientes movían en silencio hojas de palma gigantes para espantar
a los mosquitos y otros insectos. La conversación había cesado y
vuelto a empezar varias veces y la tensión aumentaba a cada
momento que pasaba.

Madison se disponía a disculparse y retirarse cuando Jefford se


inclinó y habló a su madre con firmeza.

–Vale, Kendra, ya es suficiente -miró al raja-. Por favor, disculpe si


me encuentra grosero, señor, pero no puedo reprimir más tiempo la
pregunta y presumo que a usted le ocurre lo mismo.

Lady Moran movió su abanico favorito de loros pintados.

–Jefford, ¡lo estamos pasando tan bien los cuatro! ¿Se puede saber
qué te ocurre?
–Me parece que ya lo sabes, madre.

–Sí, yo estoy de acuerdo, Kendra -intervino el raja.

La mujer señaló su vaso para que un sirviente lo llenara de vino


dulce.

–Esta noche he cenado con las personas que más quiero en el


mundo -sonrió al raja.

Jefford lo miró.

–¿Lo dice usted o lo digo yo, señor?

–Creo que es mejor que lo diga usted -el raja tomó su vaso-. Temo
perder el control y estrangularla aquí mismo, delante de tantos
testigos. Al Gobierno no le gusta mucho que los indios asesinen a
aristócratas inglesas.

Madison se sentía cada vez más tensa.

Jefford miró a su madre.

–En todos estos años, nunca has dicho…

Los ojos de ella brillaron de rabia.

–Tú nunca has preguntado.

–Y yo nunca he tenido ocasión de preguntar -intervino el raja.

–Está bien, sí -Kendra dejó el abanico-. Jefford, querido, Tushar, el


raja de Darshan, es tu padre -miró al indio-. Jefford es tu hijo. No sé
por qué os ponéis así. Pensaba decíroslo, pero me parecía mejor
que os conocierais un poco antes.
Madison miró al raja, a su tía y por fin a Jefford. Estaba tan atónita
que no sabía qué decir.

Jefford se levantó de la silla.

–Creo que me retiraré por el momento.

Su madre golpeó la mesa con la mano y los vasos temblaron.

–No harás nada semejante, Jefford. Siéntate ahora mismo.

–Ceo que ya hemos hablado bastante por esta noche -miró al raja-.
Señor, si me disculpa, debo irme o seré yo el que estrangule a mi
madre. Con franqueza, creo que lo mejor será que hablemos en otro
comento, cuando hayamos tenido tiempo de pensar en esto.

El raja se levantó también.

–Sí, desde luego. Por favor, venga a mi palacio y… pasaremos


tiempo juntos.

Jefford apartó su silla y se marchó.

–Bueno -musitó su madre-. Por eso no tenía tanta prisa en


decíroslo. Juro que no sé cuál de los dos es peor.

Madison se levantó a su vez.

–Ha sido un placer conocerlo, señor -hizo una reverencia-. Creo que
yo también me voy a retirar. Buenas noches, tía.

Corrió a la casa y alcanzó a Jefford en el pasillo amarillo, donde


echó a andar a su lado sin saber qué decir.

–¿Tú lo sabías? – preguntó él después de un momento.

–Desde luego que no. Lo he conocido esta noche, igual que tú.
Él hizo una mueca.

–Es propio de ella dejar pasar tantos años y después soltárnoslo


así.

–¿Nunca te había hablado de tu padre?

Jefford negó con la cabeza.

–Ella vivió aquí con su padre, eran invitados de lord Moran. Los dos
hombres pasaban mucho tiempo fuera en campañas militares y ella
se quedaba sola con los sirvientes. Yo había asumido…

–Que eras hijo de uno de los sirvientes -susurró ella,


escandalizada-. Comprendo.

Jefford se detuvo en el pasillo. La miró a los ojos.

–Nunca me ha importado quién era él. Su padre murió en la revuelta


de la India, sin saber que su hija estaba embarazada. Lord Moran
vino a casa, ella le contó su situación y él se casó con ella. Se retiró
del servicio de la reina y los dos se fueron a sus propiedades de
Jamaica. Lord Moran se portó bien con ella y conmigo, pero yo
siempre supe que no era mi padre. Nunca he tenido padre.

–¿Y ahora? – preguntó ella con suavidad.

Él levantó una mano en el aire.

–Y ahora lo tengo.

Madison lo miró emocionada. Sufría por él y, al mismo tiempo,


también se alegraba por él. En el poco tiempo que había pasado
con el raja, le resultaba evidente que era un buen hombre y también
que el hijo se parecía al padre.
–Vete a la cama -murmuró Jefford. Le rozó la mejilla con la mano-.
Pareces cansada.

Ella le tomó la mano, tan confundida por sus sentimientos que no


sabía cómo intentar comprenderlos.

–No debes guardarle rencor al raja. Me parece que no supo nunca


que tenía un hijo.

–Oh, no estoy enfadado con él -replicó Jefford-. Es Kendra la que


tiene algo que explicar.

–Bueno, ¿qué tienes que decir a eso?

Kendra no miró a Tushar a los ojos, ni siquiera cuando él le apoyó la


mano en el hombro.

–No entiendo por qué estáis los dos así. Antes de ahora no ha
habido necesidad de entrar en detalles -se quitó el turbante y se
alisó el pelo rojo que le quedaba. Aunque había vuelto a la India, se
negaba a llevar velo. Un turbante de hombre encajaba mejor con su
disposición-. Y ahora ya lo sabéis.

–Eso no es una explicación suficiente -dijo él con dureza.

Kendra se levantó, se quitó la bata de seda blanca y la dejó en la


cama. Había alejado a las sirvientas y estaban solos en la
habitación.

–Es la única explicación que tengo y, si no te gusta, lo siento. En su


momento hice lo que me pareció mejor para todos.

Se puso unas zapatillas de cabritilla y subió a la gran cama de


columnas y doseles.

–Lord Moran supo que estaba embarazada antes de que nos


casáramos. No lo engañé en ningún aspecto y fui una buena esposa
para él -miró al indio con aire retador-. En todos los sentidos de la
palabra, a pesar de las heridas terribles que había sufrido en la
guerra y que le impedían tener un heredero.

Se volvió de espaldas y se sacó el camisón por la cabeza,


quedándose desnuda.

–¿Y ahora piensas seguir así toda la noche o vas a venir a hacerme
el amor? Ninguno de los dos somos ya muy jóvenes, ¿sabes?

El raja sonrió y se quitó el kurta.

–No te vas a librar tan fácilmente, te lo advierto. Esta noche te haré


el amor, sí, pero mañana…

Ella se dejó caer en la cama. Se desperezó.

–¡Oh, Tushar, olvídate del mañana! ¡Quién sabe si estaremos aquí!


– levantó una mano en una especie de ofrenda de paz.

El raja vaciló un instante, pero la tomó y bajó la cabeza para


besarla.

–Sigues siendo tan magnífica como siempre. Si vivo hasta el


amanecer, sólo hay un modo de que puedas compensarme por esto.

–¿Cuál? – preguntó ella, sonriente-. Creo que todavía conozco


algunos trucos -le guiñó un ojo.

Él se echó a reír.

–Cásate conmigo. Haz feliz a este viejo raja.


Capítulo 21

Madison apoyó la cabeza en la almohada y observó a Sashi retirar


las cortinas de seda de la cama. La doncella llevaba unos días rara,
como si quisiera hablar de algo y no se atreviera.

–Vale, suéltalo ya -le pidió Madison-. ¿Qué pasa?

–¿Qué pasa con qué? – dijo Sashi.

–Ya sabes con qué. ¿He hecho algo malo? ¿Por qué me miras así?

Sashi se acercó a la cama.

–No quiero que se ofenda, pero tengo que hacerle una pregunta.

–¿Cuál?

–Las sirvientas de la lavandería dicen… ya sabe cómo son los


sirvientes -Sashi se interrumpió, vacilante-. Dicen que sus sábanas
siempre llegan limpias. ¿Es posible…? – vaciló de nuevo-. ¿Es
posible que esté esperando un hijo? He notado que no tiene usted el
mes desde que salimos de Jamaica.

Madison abrió mucho los ojos y se cubrió la boca con la mano.

–¡No! Claro que no. Desde luego que no. Yo… -le tembló la voz y
cerró los ojos.

Ella había pensado lo mismo más de una vez, sobre todo en las dos
últimas semanas.

–No puede ser -murmuró. Abrió los ojos-. ¡Oh, Sashi! – susurró,
sabiendo en su corazón que era cierto-. ¿Qué voy a hacer? – sus
ojos se llenaron de lágrimas-. Sí, puede haber… puede que haya un
niño.

Sashi cruzó las manos en el regazo con calma.

–Tiene que decírselo a lady Kendra.

–No -Madison cerró los ojos y movió la cabeza con vehemencia-. No


puedo decírselo. No puedo decírselo a nadie.

–¿Cuánto tiempo? – preguntó la doncella. Esperó un momento-.


Tiene que decírmelo para que pueda ayudarla. ¿Es de la noche
antes de que saliéramos de Jamaica?

–¿Cómo lo sabes? – Madison abrió los ojos-. ¿Lo sabe más gente?

–No creo -Sashi bajó la cabeza-. Esa noche me pareció usted


distinta. Pensé que el señor Jefford…

–Por favor, no quiero ni oír su nombre -gimió Madison.

–Sabe que eso no es cierto -repuso Sashi-. Sólo está alterada. Le


traeré té y galletas. Y diré a su tía que venga.

–No, no. No puedo decírselo -Madison empezó a llorar-. Me da


mucha vergüenza.

Sashi le dio una palmadita en la mano.

–No llore. Es malo para el niño. Se pondrá triste. Llamaré a lady


Kendra. Ella sabrá lo que hay que hacer.

La doncella volvió poco después acompañada de Kendra.

–Vamos, vamos, no puedes pasarte el día en la cama -declaró ésta-.


Sashi, abre las cortinas para que entre el sol y tráenos té.

La india asintió y salió de la estancia.

Lady Kendra se sentó en el borde de la cama.

–Madison, mírame.

La joven abrió despacio los ojos llorosos.

–Esto no es el fin del mundo, querida. Siéntate y sécate esos ojos


maravillosos -sacó un pañuelo de la mesilla y se lo tendió-. No sólo
no es el fin del mundo sino que puede ser el principio de una
aventura maravillosa. Mi embarazo de Jefford lo fue.

Madison aceptó el pañuelo.

–Lo siento mucho. Yo no pretendía que ocurriera esto. Nunca


pensé…

–Vamos, vamos, no hace falta que me des detalles, querida.

Madison la miró sorprendida.

–¿No estás enfadada conmigo?

–Claro que no. ¿Por qué iba a estar enfadada? De hecho, debo
admitir que me siento encantada -se levantó de la cama y se acercó
al vestidor-. Vamos, levanta y vístete. Dile a Sashi que te peine y
ven a verme a mis habitaciones, donde hablaremos del tema con
sensatez -se acercó a la puerta-. Y repito que estoy encantada. ¡Voy
a ser abuela!

Una hora después, Madison entraba en los aposentos de su tía, de


donde vio escandalizada salir al raja con la misma ropa de la noche
anterior.
–Buenos días -le sonrió él.

Madison se ruborizó.

–Buenos… días -tartamudeó.

–Debo irme para atender los asuntos de mi palacio, pero espero que
nos veamos esta noche en la cena.

–Sí… hasta la noche.

El raja salió de la estancia.

–Pase -dijo Maha. Señaló una puerta.

La joven encontró a su tía sentada a la mesa firmando documentos,


con Jefford de pie al lado del ventanal que daba al jardín. Se detuvo
en seco.

–Vamos, jovencita -lady Moran no levantó la vista del documento


que firmaba-. Vamos, hijos. Este asunto es fácil de arreglar. ¡Ojalá
todos mis problemas fueran tan sencillos!

Madison apoyó la mano en el cerco de la puerta, deseando estar en


cualquier parte menos allí.

–Os casaréis enseguida -ordenó lady Moran.

–Por supuesto, acepto plena responsabilidad. Me casaré con ella -


declaró Jefford.

–Yo no… no me casaré con él.

Tanto Jefford como su tía la miraron.

–No -repitió la joven.


Jefford la miró de hito en hito.

–¿El niño es mío?

–¡Cómo te atreves! Eres insoportable…

Él no dijo nada.

–Sí -confesó ella, con los ojos llenos de lágrimas. Se las secó con
impaciencia-. Claro que es tuyo. Nunca he estado con ningún
hombre, sólo contigo -miró el suelo verde pálido-. Sólo esa vez.

–No se necesita más, querida -su tía se levantó de la silla-. Yo voy a


bañarme y vestirme. ¿Por qué no habláis un rato? Y después ven a
verme, querida. Tenemos mucho que hacer. Según mis cálculos
estás de más de tres meses, así que no hay tiempo que perder.

Lady Moran se retiró y Madison se quedó en el umbral sin saber qué


decir. Jefford se había vuelto de nuevo a la ventana.

–Lo siento -susurró ella.

Él se encogió de hombros.

–Soy un hombre adulto. Conocía los riesgos -dijo con voz fría.

–Tú no quieres casarte conmigo ni yo contigo -ella dio un paso hacia


él-. Le diremos a tu madre que no lo vamos a hacer.

–Eso es imposible. Esto no es Jamaica, esto es la joya de la corona


del Imperio Británico y aquí no hay sitio para chicas inglesas con
hijos bastardos excepto en ciertos establecimientos de las calles de
Bombay de los que seguro podría hablarte mucho tu amigo lord
Thomblin.

Ella apretó los labios y miró al suelo.


–¿No quieres casarte conmigo porque soy mitad indio? ¿Porque el
niño será mulato? ¿Es por eso?-preguntó él.

Madison lo miró horrorizada.

–¡Por supuesto que no!

El la miró un momento.

–Esta semana está llena de sorpresas, así que creo que ahora me
iré a ver ese campo que te dije. ¿Me acompañas?

Madison lo miró airada.

–¡No, no te acompaño! No me dejaré manipular como un muñeco de


trapo ni por tu madre ni por ti. No me casaría contigo aunque fueras
el último hombre sobre la tierra -se volvió y salió de la habitación.

Carlton se abrió paso por la calle estrecha y oscura, con cuidado de


evitar a los peatones y los charcos hediondos. Oyó el llanto de un
niño, bajó la vista y vio que uno le tendía la mano. ¡Malditos
mendigos! Estaban por todo Bombay.

Siguió andando por la calle. No tenía que mirar la dirección, sabía


bien dónde estaba el fumadero de opio.

Su reunión en el Club de Caballeros de Bombay no había ido bien.


Aunque había dicho insistentemente al banquero que le habían
enviado ya de Londres el dinero que debía, el hombre había
amenazado con confiscar sus propiedades de la India. ¿Y adonde
iría entonces?

Y ya empezaban a perseguirlo también las deudas de juego que


había contraído en el vapor durante el viaje. Y eso que aún no
llevaba dos semanas en el país.
Pasó a una chica descalza, de piel pálida, que llevaba un sari sucio
y estaba de pie delante de una puerta. Era difícil saber cuántos años
tenía, pero sí estaba ya en edad de menstruar.

-¿Sahib? -movió las caderas con aire sugerente. Era evidente que
era mitad india, mitad blanca y le gustaba. Limpia y arreglada podía
resultar muy atrayente. Las mujeres como ella estaban deseando
complacer. Era increíble lo que podía hacer un ser humano por agua
y comida.

Se detuvo y lanzó una moneda al aire.

–¿Hablas inglés? – preguntó.

Ella levantó una mano, impaciente por arrebatarle la moneda.

–Tómala y compra algo de comer. Luego vuelve y te daré más.


¿Entendido?

La chica asintió con la cabeza.

Thomblin lanzó la moneda al aire, ya que no quería tocarla hasta


que estuviera limpia. Siguió andando media manzana más y se
detuvo ante una puerta, a la que llamó.

Cuando se abrió, el olor a opio le llenó la nariz. Era un hábito al que


él no sucumbía porque hacía débiles a los hombres.

–Capitán Bartholomew -dijo al portero, al que dio una moneda.

–En la parte de atrás. La puerta roja.

Thomblin cruzó una habitación en penumbra, donde unos hombres


se sentaban en mesas redondas pequeñas mientras otros fumaban
pipas tumbados en cojines.
Llamó a la puerta roja y entró. Un grupo de oficiales ingleses
jugaban a las cartas. El capitán Bartholomew levantó la vista, con un
puro grueso en la boca. Era un hombre muy delgado, con cara de
gordo, lo cual sin duda tenía algo que ver con que sus aposentos
estuvieran situados en la parte de atrás de un fumadero de opio.

–¿Quería verme? – preguntó.

Thomblin miró a los otros hombres.

–¡Por el amor de Dios! – murmuró el capitán-. Está bien -dejó las


cartas en la mesa-. Salid de aquí.

Los otros se levantaron gruñendo y salieron de la estancia.

Bartholomew tomó dos vasos de la mesa y sirvió whisky en ellos.


Thomblin prefería vasos limpios y sin usar, pero bebió lo que le
tendían.

–¿Ha vuelto a los negocios? – preguntó el capitán.

–Nunca he estado en ellos -repuso Thomblin-. Sólo he ofrecido a


veces lo que me pedían algunos amigos.

–Y tomado el oro que le ofrecían, ¿no? – el capitán dejó su vaso en


la mesa-. El negocio ha cambiado desde la última vez que estuvo
aquí. Dos años es mucho tiempo para estar fuera.

–¿En qué sentido ha cambiado?

–Lo que usted ofrece abunda en la calle. Es fácil salir a comprarlo o


robarlo uno mismo. No, mis nuevos clientes son un poco más
especiales -tomó una calada del puro.

Thomblin apartó la vista. No le gustaba tener que lidiar con basura


como Bartholomew, pero tenía poca opción.
–¿Le interesa comprar, sí o no?

–Oh, me interesa y pago bien -el capitán se levantó-. Pero no quiero


la basura que me traía antes -tomó una lámpara de aceite de la
mesa e indicó a Thomblin con la cabeza que lo siguiera.

Salieron por una puerta que no era la roja y bajaron un pasillo


estrecho que olía a orina. El capitán se detuvo hacia la mitad y
señaló una puerta estrecha.

–Ábrala.

Thomblin obedeció y Bartholomew levantó la lámpara para


iluminarle el interior.

Una mujer joven, de ojos azules distorsionados por el terror,


amordazada y con las manos atadas a la espalda, estaba
acurrucada en el rincón. Estaba sucia y olía mal, pero eso no era
raro. Lo extraordinario era que se trataba de una mujer blanca, y no
una blanca de la calle precisamente; tenía pelo castaño claro
espeso y parecía bien alimentada. Era la hija de un inglés… o la
esposa.

–¿Puede ofrecer esto? – preguntó Bartholomew-. Esto, no nativos


de piel clara ni mestizos.

Thomblin lo miró.

–Déme un precio y quizá podamos hacer negocio.

Varios días más tarde, Jefford paseaba por el pequeño pero lujoso
salón de audiencias privadas del palacio del raja. Se detuvo y
estudió los murales de las paredes, con escenas de caza y jardines
exuberantes, y pensó para sí que no eran tan buenas como las que
hacía Madison. Sonrió en su interior. La joven seguía jurando que no
se casaría con él, pero en la casa todos parecían ignorar sus
deseos, sobre todo Kendra, que había empezado a preparar la boda
más grande que se había visto nunca en el Palacio de los Cuatro
Vientos y estaba convencida de que su sobrina cambiaría de idea.
Jefford confiaba en que así fuera, ya que no quería que un hijo suyo
naciera bastardo, aunque tuviera que llevar a Madison al altar atada
de pies y manos.

–Señor Harris -dijo un sirviente indio desde el umbral-. El raja lo verá


en sus aposentos privados.

Jefford lo siguió por un pasillo tras otro del viejo palacio. El sirviente
se detuvo ante unas puertas talladas, decoradas con hojas de oro,
las abrió y se hizo atrás. Jefford encontró al raja sentado ante un
escritorio de madera y le sorprendió ver que la estancia recordaba a
una biblioteca inglesa, con estanterías oscuras del suelo al techo.
Hasta olía a tabaco inglés.

–Raja -dejó las manos a los costados e inclinó la frente, sorprendido


de comprobar que estaba nervioso.

–Por favor -el raja se levantó-. Prefiero que no haya formalidades


entre nosotros -llevaba unas gafas de montura estrecha y observaba
al joven sin ambages-. Me complace mucho que hayas venido.

–Pido disculpas por no haberlo hecho antes, señor -Jefford apartó la


vista, incómodo con el escrutinio del otro-. Tengo mucho que
aprender sobre las propiedades de Kendra; esta tierra es muy
distinta a Jamaica.

El raja salió de detrás de la mesa. Vestía al estilo inglés, con


pantalones, camisa blanca y pechera. En el respaldo de su silla
había una levita.

–Por favor, no te disculpes -levantó una mano-. Sé que habrás


necesitado unos días para hacerte a la idea.

–¿Yo? – rió Jefford-. Al menos yo sabía que tenía un padre. Usted


no sabía que tenía un hijo.

–Sí -el raja cruzó los brazos sobre el pecho-. Kendra me partió el
corazón cuando se fue. Si me hubiera dado una oportunidad, la
habría hecho mi primera esposa.

–Pero debió decirle que esperaba un hijo.

–Sí. Nunca supe lo que había pasado. Hasta vivió una temporada
aquí en el palacio conmigo cuando su padre y lord Moran estaban
fuera.

–En su harén -dijo Jefford con dureza.

El raja levantó la vista. Se quitó las gafas inglesas y las dejó en la


mesa.

–La vida ha cambiado mucho en los últimos treinta y cinco años. Mi


padre acababa de morir, yo era joven y de pronto me vi arrojado a
un mundo que apenas conocía. Después de años en Inglaterra, tuve
que venir e intentar reconciliar las necesidades de mi gente con las
exigencias de los británicos. Yo echaba de menos Inglaterra y tu
madre era parte del mundo al que quería pertenecer. Era lista,
hermosa y muy decidida.

Jefford soltó una risita.

–Entonces no ha cambiado mucho.

–No. Es tan terca ahora como cuando tenía veinte años -sonrió él-.
Le he pedido una y otra vez que se case conmigo, pero se niega.
Mis esposas han muerto todas, no he tenido hijos y mis hijas están
casadas y viven con las familias de sus esposos. Quiero que Kendra
sea mi auténtica esposa, como debería haber sido hace años.
Quiero que viva sus últimos días con la alegría que merece.

Jefford apartó la vista y luchó por reprimir la emoción que lo


embargaba.

–Le ha hablado de su enfermedad.

El raja asintió.

–Acordamos que no tendríamos secretos. La última vez que me dejó


salió de mis aposentos y no regresó -respiró hondo-. Yo le había
prometido casarme con ella, pero cuando murió mi padre, me vi
obligado a tomar la decisión de hacer antes un matrimonio político y
al parecer no le gustó -sonrió-. Los sirvientes me contaron más tarde
que se había casado con lord Moran y había zarpado para Jamaica.

Jefford sonrió para sí. Por eso se había ido Kendra a Jamaica,
porque no quería ser la segunda ni siquiera de nombre.

–Bien, quería venir a presentar mis respetos -dijo. Levantó una


mano-. No lo distraigo más.

–Por favor, vuelve cuando quieras; siempre serás bienvenido en mi


casa. Si quieres hablar de las cosechas de índigo o café con mis
capataces, están a tu disposición.

–Gracias. No tardaré en volver. Aunque estos días estoy muy


ocupado.

–Tu futura esposa es una mujer hermosa e inteligente, llena de amor


por la vida. Y Kendra dice que es una artista excelente.

–Sí. Bien, señor…

–Por favor -lo interrumpió el raja-. Me sentiría muy honrado si me


llamaras Tushar, como hacen mis amigos -vaciló-. Porque me
gustaría que fuéramos amigos.

–Hasta la próxima vez, Tushar. Las invitaciones para mi boda


llegarán pronto. Espero que pueda asistir.
–No me la perdería por nada. ¿Y tengo entendido que tu futura
esposa y tú queréis elefantes como regalo de boda?

Jefford soltó una risita.

–Si quiere ganarse a mi prometida, un elefante le causaría una


impresión excelente.

Salió sonriente de la estancia. Tenía una visita más que hacer y


sospechaba que no iba a ser tan agradable.

–Jefford, mi amor -Chantal le tendió los brazos en cuanto cruzó la


puerta de la habitación pequeña que compartía con otras sirvientas
del palacio-. Tenías que haberme llamado y habría ido yo.

Él le apartó las manos y se retiró un poco.

–Chantal, por favor. Tengo que hablar contigo.

–Las otras chicas están trabajando. Ven a tumbarte conmigo -le


tomó la mano e intentó arrastrarlo hacia una de las camas sencillas
alineadas a lo largo de las paredes.

–¡Chantal, maldición! ¿Quieres escucharme?

Ella lo soltó; lo miró con ojos llameantes.

–Dime que no es cierto -susurró con dureza.

Jefford la miró a los ojos, que se habían llenado de lágrimas, y


apartó la vista. Sabía que había sido un error acostarse con ella en
el barco y de haber sabido entonces que Madison estaba
embarazada, no lo habría hecho.

–Chantal, me voy a casar con Madison.


–¡No! – gritó ella.

Se arrojó hacia él, que abrió instintivamente los brazos y ella se


echó en ellos, metió la pierna entre las suyas y le apretó el pene.

–Jefford, amor -apoyó la mejilla en su pecho.

En otro tiempo esa mujer le había alterado la sangre como ninguna


otra, pero en ese momento no sentía nada por ella, ni un asomo de
deseo.

–¡No! – sollozó ella-. Tienes que casarte conmigo. Me lo prometiste.

El la sujetó por los hombros y la apartó.

–¡No, Chantal! – dijo con firmeza-. Yo nunca dije que me casaría


contigo. Nunca.

–¡Mentiroso! – gritó ella-. Ou manti.

–Chantal, tú sabías lo que había entre nosotros. Siempre has sabido


lo que era.

–¡No!

Se arrojó de nuevo sobre él con las uñas sacadas y Jefford levantó


el brazo para parar el ataque.

–Escúchame con atención. Tú y yo hemos terminando -dijo-. Hace


tiempo que hemos terminado.

–¿Por ella? ¿Por ese pez inglés frío? ¿Y yo qué?

–Yo procuraré que no te falte de nada, eso sí te lo prometí. Pero


tienes que dejar el palacio.
–¡No! – gritó ella furiosa. Le dio una patada-. ¡Jamás!

Jefford la miró con rabia.

–Te trasladas a la aldea -dijo con calma- o te envío a Bombay a


trabajar en la casa que tiene allí el raja. Quizá prefieras vivir más
lejos…

–No, por favor -murmuró ella, contrita de pronto-. No envíes a


Chantal lejos -le suplicó con ojos llenos de lágrimas-. Chantal no
podría soportar estar lejos.

Jefford empezó a retroceder hacia la puerta.

–Guarda tus cosas -dijo; de pronto comprendió que tenía que haber
hecho aquello hacía tiempo-. Por la mañana vendrá alguien a
buscarte.

Ella se secó los ojos y lo siguió al pasillo.

–Cometes un error -dijo-. Nunca serás feliz con esa zorra blanca.

Jefford levantó la mano, sin pensar, pero se contuvo justo a tiempo


para no golpearla.

Chantal se encogió y lo miró con miedo.

–No quiero volver a oír eso nunca más, ¿entiendes? – preguntó él.

Ella retrocedió un paso.

–Es un error -susurró, cuando él ya se alejaba-. Un error terrible y


ella verá…
Capítulo 22

–Madison, por favor, tienes que estarte quieta -rió Kendra en el


diván donde estaba sentada. A su lado había una tigresa blanca
adulta tumbada entre los cojines de seda y lentejuelas.

Madison apretó los puños en los costados. Quería estar fuera


pintando, no atrapada allí con aquellas mujeres. Llevaba seis
semanas en la India y la única criatura salvaje que había visto era
Nanda, la nueva mascota de su tía, un regalo del rajá porque uno de
sus hombres la había encontrado herida en la jungla. El rajá la había
curado y la tigresa se había adaptado tan bien a los humanos que
había decidido conservarla por miedo a que ahora resultara presa
fácil para los cazadores.

–Ese vestido te queda muy bien -comentó su tía, refiriéndose a la


prenda que le probaban en ese momento.

Madison no podía negar que era hermoso. Un vestido que seguía un


diseño mogul de más de tres siglos de antigüedad, hecho en seda
blanca con joyas brillantes cosidas a lo largo del escote, sobre las
mangas delicadas y bajo los pliegues de la falda.

Por supuesto, ella no tenía intención de llevarlo ni de casarse con


Jefford. Se lo había dicho así a todo el mundo, pero los preparativos
de la boda continuaban y habían empezado a llegar regalos, que
llenaban ya uno de los grandes salones públicos del palacio.

Madison vio entrar a Sashi por el rabillo del ojo, acercarse a su tía y
susurrarle algo al oído.

–¡No te creo! – exclamó lady Moran.


Sashi asintió sonriente.

–Madison, querida, acaba de llegar otro regalo -Kendra se levantó


del diván con ayuda de Sashi.

–Espero que alguien lleve un inventario -comentó la joven con


sarcasmo-, porque algún día habrá que devolverlos.

Su tía dio unas palmadas y la modista, una mujer india, se retiró


unos pasos y bajó la cabeza.

–Es suficiente por el momento. Nuestra novia está contrariada.

–Como desee, sahiba -la mujer inclinó la cabeza e hizo una seña a
sus ayudantes.

–No quiero ver más regalos -protestó Madison, mientras éstas le


quitaban el vestido y la ayudaban a ponerse un sari de dos piezas
de colores brillantes.

Siguió a su tía de mala gana. No quería ver más regalos, pero


cualquier cosa era mejor que probarse vestidos.

–¿Dónde está esa maravilla? – preguntó, cuando cruzaban un


vestíbulo hacia una zona del palacio que usaban muy poco.

–En el patio occidental -dijo Sashi, con una sonrisa.

Madison había hablado varias veces con ella sobre su situación con
George y deseaba consultarla con su tía, pero tanto George como
Sashi habían insistido en que de momento tenía preferencia su boda
con Jefford y era más prudente esperar un poco.

Llegaron a una habitación con puertas abiertas que daban a un patio


y Madison miró por la ventana y vio a varios niños que reían y
corrían por un pabellón de baldosas, empeñados al parecer en ver
algo.
–¿Qué te propones, tía Kendra? – preguntó.

Lady Moran miró a Sashi y las dos se echaron a reír.

–Nada. El regalo es del rajá -repuso lady Moran.

Madison salió de la estancia al patio y abrió mucho la boca.

–¡Es un elefante!

Varios sirvientes se congregaron alrededor mientras los niños se


adelantaban a frotar la piel áspera de la gigantesca criatura.

Madison se llevó una mano a la frente a modo de visera. Sobre el


lomo del animal había una caja cuadrada forrada de seda roja y
amarilla, parecida al palanquín en el que habían llegado al palacio.

-Sahiba -un joven vestido con los colores del rajá se inclinó ante
lady Moran y después ante Madison-. El rajá envía sus felicitaciones
por la gloriosa boda y ofrece este elefante como regalo a la señorita.

–¿Es para mí? – preguntó Madison, atónita.

–Se llama Bina -le explicó el hombre-. Y yo soy Vijay, su mahout.

–Kendra, se puede saber qué… -Jefford salió al patio y se detuvo en


seco.

–Un regalo de bodas del rajá -respondió su madre. Levantó los


brazos-. He creído que te gustaría verlo.

Madison mantuvo la vista fija en el elefante. Apenas había hablado


con Jefford desde el día en que su tía había dicho que debían
casarse y, cuando hablaban, era sólo para discutir.

Acarició la piel rugosa del animal y miró sus ojos pequeños. Bina
agitó al trompa adelante y atrás, arrancó con ella unas hojas de una
morera y se las metió en la boca.

–Creo que deberías dar una vuelta -sugirió lady Moran.

–Es muy hermosa -murmuró Madison-. ¡Y tan grande!

Jefford se acercó con un puñado de hojas de un arbusto y se las dio


al animal.

–Así que el rajá me envía un elefante -musitó divertido.

–Es para los dos -corrigió su madre-. Y creo que deberíais dar una
vuelta. Hizo una seña a Vijay, que tocó la pata del elefante con un
palo que llevaba en la mano.

El animal empezó a arrodillarse sobe las patas delanteras y Madison


retrocedió fascinada, todavía nerviosa. Vijay sacó una escalera de la
caja que llevaba la elefanta en el lomo.

Madison vaciló. No quería estar a solas con Jefford, pero sí subir al


elefante. Dado que no podría aceptar el regalo, quizá no estaría mal
pasear un rato.

–Arriba -Jefford se acercó por detrás, la levantó en vilo, la colocó en


el palanquín y subió tras ella.

Madison se sentó en uno de los divanes rojos y oro, cubiertos de


cojines, y Jefford se acomodó enfrente.

El animal empezó a levantarse y Madison se agarró a un poste de


madera.

–¡Qué altos estamos! – exclamó.

La elefanta salió del patio hacia el jardín.


–Pero es muy cómodo -repuso Jefford-. Escucha -dijo-. Sé que esto
no es exactamente lo que querías, pero vas a tener un hijo mío, me
siento responsable de tu estado y es mi deber para con el niño
casarme contigo.

Madison se puso de rodillas para ver mejor la jungla que los


rodeaba y se metió un mechón de pelo detrás de la oreja.

–Una vez más, no dices que te importemos ni el niño ni yo. Sólo


hablas de la responsabilidad que crees que tienes, pero a mí me
importa un bledo tu responsabilidad -replicó. Lo miró un momento y
levantó los brazos al cielo-. Pero no me escuchas, nadie me
escucha. No quiero seguir adelante con esto -tomó un cojín y se lo
lanzó.

Jefford se lo devolvió.

–No tienes elección.

–Me fugaré.

–Una respuesta muy madura. ¿Adónde? ¿Cómo? ¿Te vas a llevar


este elefante tú sola?

Ella se dio la vuelta.

–Me han dicho que lord Thomblin está con los Rutherford. Puedo
acudir a él; él me ayudaría.

–¿Cómo te ayudaría?

–Quizá se casaría conmigo.

–¿Thomblin? – Jefford echó la cabeza atrás y soltó una carcajada.

–No tiene gracia -se enfadó ella-. A Carlton le importo.


–Escúchame -él le agarró la muñeca con fuerza-. A Thomblin no le
importa nadie aparte de él y es un hombre muy peligroso. No quiero
que te acerques a él, ¿me comprendes?

Madison sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas, pero se


negaba a llorar delante de él.

–¿Comprendes? – repitió Jefford.

Madison apretó los labios con terquedad.

Jefford tiró más de ella y la besó en la boca. La joven se tragó las


lágrimas e intentó apartarse, pero en cierto modo le gustaba la
sensación de sus brazos y de su cuerpo.

Jefford la colocó de espaldas en el diván, debajo de las cortinas


colgantes, para que nadie pudiera verlos.

–Madison, por favor -murmuró. Le cubrió el rostro de besos-. Por


favor, deja de luchar conmigo y entiende que ésta es la mejor
solución.

La besó de nuevo y ella no pudo evitar responder a la caricia. Pero


de pronto oyó a su corazón por encima del deseo. No quería que
aquello se produjera por su situación, quería que él la amara, que
quisiera casarse con ella.

Él hablaba de deber y ella quería deseo y amor. Y no se conformaría


con menos.

Apartó la boca.

–¡Déjame! – gritó, tan furiosa consigo misma como con él-. ¡Déjame
en paz! – apartó la cortina-. Vijay, devuélvame a casa, por favor -se
secó los ojos y se dejó caer en el diván, tan lejos de Jefford como le
fue posible.
Vijay guió al elefante en un círculo lento y volvió hacia el patio del
palacio. Madison suspiró y cerró los ojos. Daba igual lo que dijeran
los demás, ella no tenía intención de casarse con él y no podían
obligarla.

–Por favor -suplicó Sashi, con unas cuantas toallas blancas en los
brazos-. Se sentirá mejor, se lo prometo.

Madison estaba sentada con las piernas cruzadas en el patio de


piedra cercano a sus aposentos y recogía su caja de pinturas. Ese
día no había trabajado bien. Amenazaba tormenta y la luz no era la
adecuada.

Se rascó detrás de la acera con el mango de un pincel.

–No tengo tiempo para un baño. He de recoger todo esto, elegir el


vestido y las joyas para la velada y el rajá no tardará en llegar con
ese diplomático que quiere que conozca.

Sashi le quitó el pincel de la mano.

–Yo limpiaré esto y prepararé el sari y las joyas. Se sentirá mejor si


se baña y se relaja un rato. Pasa mucho tiempo pintando y muy
poco preparando su boda.

Madison le quitó las toallas de los brazos.

–Ya te he dicho que no me casaré con él -se volvió-. Me voy a


bañar, pero no porque me lo diga nadie, sino porque quiero yo.

–Claro que sí -sonrió la doncella-. Claro que sí.

Chantal se acurrucó detrás de una tumbona en el borde del


pequeño estanque, abrió la cesta y retrocedió enseguida. La cobra
salió de la cesta, cruzó el suelo de baldosas y desapareció detrás de
una mesa pequeña que se usaba para masajes.

–¡No tardaré! – oyó que decía Madison en sus habitaciones-. Si me


quedo dormida, ven a despertarme.

Chantal recogió apresuradamente la cesta y corrió descalza hasta la


puerta que llevaba al exterior. La puerta de la sala de baño se abrió
a sus espaldas justo en el momento en que ella salía ya al jardín.

Madison dejó las toallas y se quitó las sandalias al lado de la puerta


de su sala de baño privada, situada al lado de sus aposentos. Era
una sala circular, con azulejos verdes y blancos en el suelo y las
paredes y siempre parecía el lugar más fresco del palacio. Los
únicos muebles era un taburete pequeño para descansar y una
mesa estrecha para masajes; el resto estaba ocupado por un
estanque lo bastante grande para tres personas y lo bastante
profundo para sumergirse entera si lo deseaba. Alrededor había
jarrones verdes y blancos con helechos y flores de la jungla.

La joven suspiró y se quitó el sari. La habitación estaba en


penumbra, con la puerta y las ventanas cubiertas de cortinas
verdes, y resultaba refrescante después del calor del día en el patio.

Entró en el agua y bajó los escalones con un suspiro de placer.


Caminó hasta el centro del estanque, donde el agua le cubría los
pechos y retrocedió para apoyarse en el lateral y estirar los brazos.
El agua olía de maravilla, como un jardín después de la lluvia.

Cerró los ojos, ansiosa por descansar un momento, y su mente se


llenó de imágenes y pensamientos. Volvió la cabeza y respiró
hondo.

Seguía nerviosa. La sala de baño normalmente la relajaba, pero ese


día nada parecía estar bien. Cerró los ojos de nuevo e intentó vaciar
la mente.
Pero su mente no se vaciaba.

La boda se acercaba y ella aún no había forjado ningún plan.


¿Cómo evitar casarse con Jefford y seguir protegiendo al niño que
llevaba en el vientre? ¿Cómo…?

Abrió los ojos, pero se quedó inmóvil, sabiendo lo que había oído
pero rezando por estar equivocada.

Hsssssss…

Se tensaron todos los músculos de su cuerpo. En la India había


muchas serpientes, ella las veía a diario en el jardín, pero el sonido
de ésa era macabro y sabía instintivamente que debía tener miedo.

Volvió la cabeza despacio, muy despacio.

En reacción a su movimiento, la cobra se levantó del suelo de


baldosas y la miró con sus ojos negros y fríos. Se movió, se relajó,
se acercó más, silbó y sacó su lengua mortífera.

Jefford, que bajaba por uno de los senderos del jardín hacia su
habitación, se quedó paralizado al oír el grito de terror que salía de
la casa y cruzaba el jardín.

–¡Madison!

Sacó su machete del cinturón y corrió todo lo que pudo.

–¡Madison! – gritó.

–¡Una serpiente! – aulló ella-. ¡En mi baño!

Jefford llegó a la pared del palacio y entró por las cortinas verdes
que cubrían la puerta. Se detuvo en seco, incapaz de apartar la vista
de la cobra, calculando la distancia entre la serpiente y el hombro de
la joven.

–No te muevas -susurró-. Por lo que más quieras, no te muevas.

Ella se quedó inmóvil, con los pechos desnudos brillantes por el


agua.

Jefford adelantó un pie, con los dedos tensos en el machete. No


podría alcanzar a la serpiente a tiempo de cortarle la cabeza. En
cuanto captara su movimiento, atacaría a Madison.

–¡Mátala! – gimió ella-. Por favor.

–Calla -murmuró él-. No te asustes, querida. Mi madre se ha


gastado gran parte de mi herencia en mi boda y no permitiré que me
dejen sin novia.

A ella le tembló el labio inferior.

–Tranquila -susurró él. Deslizó el pie unos centímetros más y calculó


la distancia entre la cobra y él.

Sólo tenía una oportunidad. Si fallaba, se arrepentiría todos los días


de su vida.

La cobra levantó medio cuerpo del suelo y llenó el aire con un


silbido ominoso.

–No te muevas -repitió Jefford.

Echó atrás el brazo lentamente, con los músculos tensos.

La cobra se levantó más y se preparó a atacar. Jefford lanzó el


machete, que cruzó el aire y cortó de un tajo la cabeza de la
serpiente. El cuerpo se enrolló y se retorció, y golpeó el suelo,
lanzando chorros de sangre por la habitación.
Madison se lanzó hacia delante para salir del agua. Jefford se lanzó
al estanque.

–¿Estás bien? – la tomó en sus brazos-. No te ha atacado,


¿verdad?

Ella negó con la cabeza y se apretó contra él.

–Creía que me iba a morder -sollozó-. Y sólo podía pensar en el


niño…

–Calla -susurró él, le acarició el cabello mojado-. No ha pasado


nada, lo dos estáis bien.

–¡Señorita Madison! – Sashi abrió la puerta y miró el cuerpo de la


serpiente que se retorcía en el suelo.

–Sashi, está temblando -Jefford levantó a Madison en brazos y


chapoteó hasta los escalones-. El susto la ha enfriado.

–Sí, señor -la doncella tomó una toalla y la abrió para su ama.

Jefford depositó a Madison en el suelo y tomó la toalla, que enrolló


en torno a su cuerpo.

–¿Necesitas tumbarte? – preguntó con gentileza.

–No -la voz de Madison era ya más fuerte; se apartó de él-. Estoy
bien. Gracias por lo que has hecho. Y ahora, si me disculpas, tengo
que vestirme para la cena.

Jefford la vio desaparecer en su cuarto con la doncella y dio una


patada al cuerpo ya inerte de la cobra. ¿Qué había hecho ahora
para irritarla?

–Madison, querida, hay algo que quería decirte hace tiempo -lady
Moran se recostó en los cojines que había sacado un sirviente y
miró a su sobrina.

Estaban sentadas en el patio privado de los aposentos de Kendra,


solas, sin sirvientes, cosa rara desde que empezaran los
preparativos de la boda.

La joven tenía el presentimiento de que sabía de lo que quería


hablarle su tía y no estaba preparada para oírlo. Sabía que lady
Moran estaba enferma y seguramente lo había estado algún tiempo.
Los síntomas estaban allí: perdía peso, perdía pelo y había días en
los que no podía salir de la cama por la mañana, pero la joven no
quería saber qué le ocurría ni el pronóstico. Sencillamente porque
no podía soportar la posibilidad de algunas respuestas.

–Madison, mírame.

Ella levantó la vista.

–Sí, tía Kendra.

–Esta situación no puede continuar más tiempo.

Madison frunció el ceño.

–¿Qué situación?

Kendra se inclinó hacia ella.

–La situación entre tu doncella y el joven George Rutherford. Es una


vergüenza.

Madison abrió mucho los ojos.

–No me digas que no sabes nada -comentó su tía-. Sospecho que lo


sabes desde el principio.
–Tía Kendra, entiendo tu preocupación, pero no puedo evitar pensar
que lo que más importa es su amor. Los dos se aman y…

–Por supuesto que no hay nada más importante que el amor -dijo su
tía con indignación-. Por eso no entiendo por qué no has acudido
antes a mí.

Madison soltó una carcajada de alivio.

–¡Oh, tía! Te quiero y te admiro por lo llena de sorpresas que estás.


Yo quería contártelo, pero ellos me pidieron que esperara. Lord
Rutherford jamás permitirá que su hijo se case con una sirvienta
india.

–Eso es cierto.

–George quería fugarse y renunciar a su familia y su herencia.

–Ridículo. ¿Y tú se lo ibas a permitir?

–No, claro que no -Madison miró a su tía-. Yo tengo una idea. No sé


si funcionará, pero…

–Vamos, suéltala ya.

Kendra la escuchó con atención, interrumpiéndola varias veces para


hacerle preguntas o aclarar algo. Al fin se puso en pie con una
palmada.

–En conjunto, creo que tu plan es excelente. ¿Y qué mejor lugar


para lanzarlo que mañana en tu boda?

–La boda -suspiró Madison.

–Sí, por supuesto. Mañana, con el palacio lleno de invitados. ¿Qué


lugar mejor para presentar la princesa a todo el mundo?
A Madison le daba vueltas la cabeza. Había estado segura de que
encontraría un modo de evitar ese matrimonio. ¡Y la boda era al día
siguiente!

–Hay mucho que hacer si queremos estar preparadas -lady Moran


se dirigió a la puerta-. En esta casa tengo baúles llenos de ropa que
pueden resultarnos útiles. Enviaré a buscar al joven George con
algún pretexto. Tú llama a Sashi y nos reunimos en mis aposentos.
Un ponche de ron, una lección rápida sobre tradición y etiqueta y
creo que podremos conseguirlo -se detuvo a mitad de camino del
patio-. Bueno, levántate. Deja de compadecerte y vamos a ver lo
que podemos hacer por los dos amantes.
Capítulo 23

–No puedo seguir con esto -declaró Madison con fervor a Alice.

–Levante los brazos -ordenó la modista.

Madison levantó los brazos porque era más fácil que discutir. Se
sentía empujada hacia delante a la velocidad de una locomotora de
vapor, incapaz de frenar ni de cambiar de dirección aunque se
acercaba a una bifurcación de las vías.

La sala de recibir de sus aposentos se había llenado de mujeres


desde el amanecer: tres costureras y sus ayudantes, la sombrerera,
la esposa de un joyero, dos doncellas y muchas sirvientas más que
iban y venían. El palacio entero era un caos, lleno de antiguos
amigos de lady Moran, de dignatarios locales y de oficiales militares
y sus esposas, tanto ingleses como indios.

–Alice, ¿me oyes? – preguntó en voz baja-. Tienes que ayudarme.


No puedo casarme con Jefford. ¿Sabes que ayer vi a Chantal
paseando desvergonzadamente por el jardín con un sari nuevo?
Jefford dice que la ha enviado a la aldea, ¿pero cómo sabré si es
cierto?

Alice apartó la vista.

–Estás nerviosa, como todas las novias. Todo se arreglará, ya lo


verás.

–Pero él no me ama. Y no es la clase de hombre con la que quiero


casarme.

–Levante los brazos -ordenó la modista.


Madison obedeció de nuevo.

–Tienes que ayudarme -gimió.

Alice jugueteaba con sus guantes de seda blancos.

–No puedo -dijo-. No hay nada que hacer -comprobó que nadie la
oía-. Y en tu estado, no tienes elección. No puedes dar a luz a un
bastardo, no te recibiría nadie de la buena sociedad, ni siquiera aquí
en la India. Sería la ruina de tu familia. La noticia llegaría a Londres
y Madison se llevó una mano a la frente. Empezaba a arrepentirse
de haberle hablado a Alice del niño; lo había hecho para reclutar su
ayuda, pero la otra no parecía capaz de superar la idea de que
hubiera hecho el amor con un hombre.

Lady Moran entró en la sala acompañada de Maha y la tigresa.


Madison bajó del taburete y se acercó vacilante hasta el diván.

–No puedo hacer esto, tía -declaró con voz temblorosa. Se cubrió el
rostro con las manos-. Él no quiere casarse conmigo.

–¡Oh, tonterías! – su tía la miró a los ojos-. Escúchame. No creas ni


por un momento que Jefford Harris hace algo que no quiera. Finge
querer complacerme a mí, pero la verdad es que siempre hace lo
que le place a él. Te ama, Madison, y creo que tú lo amas a él.
Simplemente es tan testarudo como tú y no está dispuesto a
expresar sus verdaderos sentimientos.

Madison se miró las manos, adornadas con dibujos de henna, como


era costumbre en la India. Quería creer a su tía, pero sabía que no
era cierto.

–No se te ocurra pensar la tontería de que tus afectos descansan en


otra parte ni que a ti te aman por otro lado -lady Moran la miró con
astucia-. Es hora de levantar la barbilla, salir de esta habitación y
casarte con el hombre destinado a ser tu marido -se volvió-. Maha.
La doncella le tendió un frasquito de oro y Kendra se lo puso a
Madison en la mano.

–Bébete esto. Te calmará los nervios.

La joven obedeció y tragó el líquido dulce de sabor desconocido.

Lady Moran hizo una seña y dos doncellas ayudaron a Madison a


levantarse y le colocaron un velo transparente mientras una tercera
le ponía anillos de zafiros en los dedos. Una más le colocó un collar
pesado de oro cargado de zafiros y diamantes.

–Un regalo del rajá hace muchos años -le murmuró Kendra al oído-.
Y ahora es tuyo.

–Gracias -Madison rozó las piedras con los dedos.

Cuando todo el mundo salía de la estancia, notó que empezaba a


relajarse.

–¿Te sientes mejor? – preguntó su tía.

–Sí, mucho mejor, gracias.

Oyó música en la distancia. Trompetas y dholaks.

El tiempo pareció detenerse hasta quedar inmóvil. Todo el mundo se


afanaba a su alrededor, pero ella ya no sentía ninguna ansiedad.

–Es hora de salir, querida -susurró lady Moran.

Alguien le echó el velo por la cara y tiró de ella.

–Me alegro mucho por Jefford y por ti -le dijo una voz al oído.

Madison volvió la cabeza y descubrió que estaba en el comedor y el


rajá se hallaba a su lado. Recordó que él la iba a escoltar al jardín,
donde se casaría.

Lo siguiente que supo es que estaba ya en el jardín del palacio. La


ceremonia la llevaría a cabo un vicario inglés de Bombay, pero por
todas partes había símbolos de la cultura en la que vivía ahora.

Volvió la cabeza para mirar al rajá y vio que ahora era Jefford el que
la llevaba del brazo. Un Jefford muy atractivo, ataviado con el kurta
blanco tradicional con bordes dorados y un saffa dorado.

–Madison, di sí -le dijo en voz baja; le apretó la mano.

La joven sentía que la miraban un millar de ojos, pero no importaban


ninguno excepto los de Jefford.

–Sí -murmuró, incapaz de apartar la vista de él.

Habló el vicario; Jefford le tiró de la mano y ella se arrodilló a su lado


en un cojín de satén blanco.

Lo siguiente que supo fue que el vicario ya no estaba ante ellos,


ahora era el rajá. Les colocó un espejo delante y Madison miró a la
mujer rubia con un zafiro colgado en la frente. Tenía los ojos
pintados con kohl y miraba al hombre moreno de turbante dorado
situado a su lado. Jefford. Su marido.

Éste la ayudó a incorporarse y todos aplaudieron. Empezó a sonar


música y se vio rodeada de gente que quería felicitarla.

El jardín parecía dar vueltas a su alrededor. El aroma del jazmín y


las gardenias resultaba casi abrumador. Jefford la sostenía con
fuerza del brazo y respondía por los dos a los buenos deseos de los
invitados.

–¿Te encuentras bien? – le susurró al oído mientras la escoltaba


hacia la zona situada encima de la plataforma levantada para el
baile.

Madison asintió con la cabeza y le sonrió a través del velo.

Jefford se sentó en un diván bajo cubierto de cojines y ella se


acomodó a su lado, disfrutando de la sensación del brazo de él en la
cintura. Le pusieron delante bandejas con comida y había ya gente
bailando y riendo.

–¿Seguro que estás bien? – Jefford la miró a los ojos.

Ella asintió soñadora.

–Soy feliz.

Él frunció el ceño.

–¿Lo eres?

–Sí.

–Me alegro -él le acarició la mano-. Ya te dije que era lo mejor.

–Lo mejor -murmuró ella.

Jefford tomó un plato de uno de los sirvientes y se lo ofreció.

–Creo que deberías comer algo.

Ella le sonrió y tomó una rodaja de fruta.

–Si tú quieres, lo haré.

Jefford soltó una risita y le rozó la mejilla con los labios.

–No sé qué te ha pasado, pero confieso que tu actitud de novia


sumisa me sorprende agradablemente.
Madison mordió un trozo de papaya y le tendió el resto. Lo vio
metérselo en la boca y su mente se llenó de imágenes de aquella
boca besándola.

Lady Moran se abrió paso entre los invitados del brazo del rajá
hasta uno de los muchos divanes de seda que habían sacado al
jardín.

–Pareces cansada -susurro él.

–Déjame en paz -sonrió ella-. Déjame disfrutar del día.

El rajá se acomodó a su lado. En un instante aparecieron docenas


de sirvientes con vasos de vino y bandejas de comidas exóticas de
todo el país. Había platos de pollo y cabra con curry, bandejas de
fruta fresca recogida esa misa mañana, pasteles de miel y pétalos
de rosa dulces.

–Tushar -dijo Kendra de pronto-. Ayúdame a levantarme, por favor -


dejó su vaso en manos de un sirviente.

El rajá se incorporó y le tendió las manos. Kendra cruzó el patio con


una sonrisa.

–Princesa Sashi, me complace mucho que haya aceptado mi


invitación.

Sashi, vestida con un sari oro y violeta y adornada con joyas


antiguas de amatista, le tendió la mano.

–Lady Moran, debo darle las gracias por su amable invitación -dijo
con voz majestuosa.

Unos oficiales ingleses, del brazo de sus esposas, se volvieron con


interés para mirar a la invitada real. Lady Moran tomó la mano de
Sashi y se inclinó a besarla en la mejilla a través del velo
transparente.

–Tengo miedo -susurró Sashi.

–Tranquila. Los has conquistado en cuanto has entrado en el jardín -


Kendra se apartó y, tal y como esperaba, empezaba a congregarse
un grupo de curiosos alrededor de la princesa, entre ellos George
Rutherford y su hermana.

–Princesa Sashi, por favor, permítame presentarle a algunos de mis


amigos más queridos -dijo-. El honorable George Rutherford, hijo de
lord Rutherford y su hermana, la honorable Alice Rutherford.

–Encantada de conocerla -dijo Alice solemnemente, con una


reverencia.

George se inclinó a su vez.

–Alteza Real, ¡qué placer tan inesperado!

–Es un honor, Alteza -declaró lady Rutherford, abriéndose paso


entre los oficiales y sus esposas para ser la primera en ser
presentada después de sus hijos-. Lady Moran no nos había dicho
que vendría usted.

Sashi bajó un momento los ojos, pero no tardó en levantar los


párpados, como una verdadera princesa.

–No sabía si podría aceptar su amable invitación -musitó-. Pero al


final he podido venir con mis tíos.

–En ese caso, me gustaría conocerlos -repuso lady Rutherford.


Tomó a su esposo del brazo-. Tenemos a una princesa de verdad.

–Por favor, Alteza, está usted en su casa -insistió Kendra-. Si


necesitan algo, tanto usted como sus tíos, no duden en pedirlo -
señaló en dirección a Japar, el anciano jardinero sin dientes, que
vestía uno de los trajes del rajá. Su esposa, Indiri, la jefa de
lavanderas, llevaba un sari de lady Moran y se adornaba con
pendientes de diamantes y brazaletes de oro.

–No puedo creerlo -musitó Alice.

George ofreció un brazo a la princesa y ella lo aceptó. Con el otro


brazo escoltaba a su hermana y los tres se acercaron a la supuesta
familia real de Sashi, que estaban ocupados devorando todo el
cordero con ajo y romero y toda la ensalada de pepino que podían
consumir.

–¿Princesa Seghal? – susurró el rajá en el oído de Kendra-. No


conozco a ninguna princesa Seghal en nuestra región.

Kendra lo miró fingiendo sorpresa.

–¿No? Entonces será de otra parte -hizo un gesto-. Del norte, creo.
Los Himalayas, quizá. Oh, no sé bien de dónde. Sabes que no se
me da bien la geografía y éste es un país muy grande.

El rajá la miró a los ojos.

–No sé lo que te propones, pero oiré la historia completa esta noche


en tu cuarto.

Kendra le tendió la mano.

–Sé que vosotros no tenéis costumbre de que los hombres bailen


con las mujeres, pero creo que esto es un vals. ¿Quieres bailar,
amor mío?

–No me lo perdería por nada -declaró él.

Kendra sintió un nudo en la garganta. Ese día tenía todo lo que


podía desear. A su hijo casado con su querida sobrina y al fin,
después de tantos años, a Tushar, al que creía tanto tiempo perdido.
Si esa noche moría en su sueño, no podría quejarse de nada.

Bailó despacio al son de la música y suspiró al pensar que sólo le


quedaban unos meses más. ¡Si pudiera vivir lo suficiente para ver a
su nieto! Era su último deseo.

–Lord Thomblin, buenas noches -sonrió Alice Rutherford.

–Señorita -se inclinó él-. Su vestido es adorable, querida. Es


agradable ver que quedan inglesas que no han adoptado la forma
de vestir de aquí.

–No, yo no podría -la joven pasó las manos por su vestido de seda-.
No soy tan valiente como Madison.

–La valentía no es necesariamente algo que admire un hombre en


una mujer, señorita Rutherford -la miró a los ojos-. ¿Me concede
este baile? Creo que están tocando un vals inglés.

Alice movió su abanico, abrumada por las atenciones del lord.


Siempre le había parecido muy refinado y atractivo, pero él nunca le
había hecho ningún caso más allá de unos saludos cordiales.

Tenía veintitrés años y se acercaba rápidamente a una edad en la


que el matrimonio ya no sería una opción. Un hombre como lord
Thomblin… Alice no era tonta; sabía que no era guapa ni divertida
como Madison, pero ahora que ella se había casado, no perdía
nada intentando averiguar cuáles eran los sentimientos de lord
Thomblin.

Levantó los párpados y se estremeció con una mezcla de miedo y


excitación.

–Será un honor bailar con usted, milord.


–Madison -le murmuró Jefford al oído-. Creo que es hora de
retirarse a la cámara nupcial -miró la multitud de invitados, que
llevaban horas bailando y celebrando.

Madison levantó la vista al círculo de hombres que bailaban una


danza tradicional india de celebración con el rajá en el centro.

–¿Tú crees? – preguntó, sintiéndose todavía como en una nube.

–Pareces cansada.

Ella se echó a reír.

–Pero no lo estoy.

–Se espera que nos retiremos, querida -le murmuró él al oído.

Ella abrió mucho los ojos y le dio la mano. La cámara nupcial


implicaba el lecho nupcial y la idea le gustaba.

Jefford hizo una seña a su madre, sentada a la derecha, y se


levantó.

Madison caminó de su brazo entre los invitados. Alguien les tiró


pétalos de rosas; las mujeres se acercaban a besarla y los hombres
daban la enhorabuena a Jefford.

Éste la condujo hasta los aposentos de ella, transformados durante


el día en una lujosa cámara nupcial. En las paredes colgaban sedas
enjoyadas como las de las habitaciones de lady Moran. Habían
puesto alfombras persas y barritas de incienso llenaban la estancia
de un aroma a sándalo.

Madison se sentó en la cama, cubierta de seda dorada y con cojines


nuevos de colores. Se quitó el velo y lo observó flotar despacio
desde su mano hasta la alfombra persa que había a sus pies.
Jefford sirvió algo en dos vasos dorados y se acercó.

–¿Quieres beber algo?

Madison aceptó el vaso.

–Gracias -tomó un trago de vino.

–No te imaginas la sorpresa tan agradable que ha sido esto -susurró


Jefford; dejó su vaso y le quitó la corona de joyas que sujetaba el
velo de ella y las horquillas-. Estaba seguro de que tendría que
arrastrarte hasta el altar.

El pelo rubio de ella le cayó en cascadas sobre los hombros y él le


acarició el cuello, produciéndole escalofríos de placer.

La besó en la boca y ella respondió con fervor y se dejó tumbar en


la cama. La mano de él atravesó las distintas capas de seda y tul y
ella dio un respingo cuando al fin llegó a su pecho.

–Hueles como una flor de la jungla -susurró él.

A Madison le daba vueltas la habitación. La presión del cuerpo de


Jefford contra el suyo, la sensación de su mano en el pecho, el
pulgar que acariciaba el pezón… eran demasiado para ella. Le pasó
las manos por el pecho y la espalda, gimiendo de placer. La boca de
él encontró la suya una y otra vez.

Madison le apartó el kurta y deslizó ambas manos por los músculos


duros de sus hombros y pecho. Tocó su pezón vacilante y, cuando lo
oyó dar un respingo, sonrió. Se incorporó en la cama y cubrió el
pezón con la boca.

Jefford gimió.

–Madison…
Ella lo lamió hasta que se endureció y, fascinada por su respuesta,
bajó la mano hasta su abdomen. Más abajo…

–Todavía no -susurró él-. Antes quiero verte. Verte entera, no como


en la oscuridad de la cueva.

La sentó en la cama, le quitó las sandalias y empezó a desnudarla.

Madison no se sentía nada avergonzada, sino que disfrutaba del


modo en que la miraba. Se sentía como si ella fuera la princesa, la
más amada.

Poco después estaba de pie desnuda enfrente de él, que empezó a


acariciarle los brazos, la cintura, los muslos, la curva de las
caderas… El deseo de Madison aumentaba sin cesar hasta que
todo el cuerpo le tembló con un anhelo que sabía que sólo podía
satisfacer él.

Al fin él se incorporó y se quitó los pantalones blancos.

–Por favor -susurró ella, con los ojos cerrados-. Por favor.

Jefford la abrazó por la cintura y la apretó contra sí de modo que su


miembro duro rozaba la piel sensible del vértice de los muslos de
ella. Madison le pasó un brazo por los hombros y se aferró a él.

–Por favor, ámame -susurró ella.

Él la besó detrás de la oreja.

–Ya te amo -le acarició las nalgas.

–Ya sabes a lo que me refiero -musitó ella.

–¡Qué novia tan ansiosa! Tenemos toda la noche -se burló él.
Empezó a ponerse de rodillas-. No hay prisa.
Madison intentó retroceder, pero él la sujetó por las rodillas y las
manos de ella se hundieron en su pelo.

La lengua caliente y húmeda de Jefford empezó a acariciarla y ella


gimió de placer y se tambaleó. Jadeaba y el corazón le latía con
violencia.

Él siguió acariciándola y ella gritó y echó atrás la cabeza. Jefford le


masajeaba la piel suave de las nalgas y la parte de atrás de los
muslos.

–No -gimió ella-. Por favor.

Él se levantó despacio. La tumbó de espaldas, se colocó encima de


ella y la penetró.

Madison gritó de alivio… y placer. Él empezó a moverse y ella se


retorció bajo él y levantó las caderas una y otra vez para acoplarse a
sus movimientos.

Caliente y empapada en sudor, se aferró a él y se dejó llevar cada


vez más arriba, más cerca del pináculo del éxtasis. Al fin soltó un
grito y Jefford se movió una última vez, gimió y se quedó inmóvil.

Madison no podía respirar. Movió la cabeza para intentar inhalar el


aire impregnado de sándalo, y ahora también de olor a sexo. Jefford
se incorporó y tomó un tazón pequeño colocado discretamente en la
mesilla.

Le secó el rostro con una tela suave y húmeda y la pasó después


entre sus muslos. Madison suspiró y apoyó la cabeza en la
almohada con una sonrisa. La habitación había dejado de dar
vueltas y su mente estaba más clara. Pero se sentía agotada.

–Madison -le susurro él al oído.


–¿Sí?

–Tengo un regalo de bodas para ti.

Se levantó de la cama y regresó un momento después. Madison


notó que le levantaba el pie y le colocaba algo en el tobillo. Abrió los
ojos.

–¡Oh! – exclamó-. Es precioso.

–Oro blanco, un metal muy raro -murmuró él. Levantó su muñeca y


le mostró una joya idéntica a la del tobillo de ella-. Y ahora estamos
unidos para siempre -susurró. La besó en los labios-. Aquí -le tocó el
vientre-. Y aquí -hizo sonar el brazalete de la muñeca.

Madison sonrió, más feliz de lo que podía expresar con palabras, y


cerró los ojos. Jefford se tumbó a su lado y la abrazó. Ella apoyó la
cabeza en su hombro y se quedó dormida en la nube encantadora
que la había envuelto todo el día.
Capítulo 24

Madison emergió despacio de un sueño muy vivido con la cabeza


llena de imágenes perturbadoras. Había soñado que se había
casado con Jefford y que quería casarse. Había soñado con música,
baile y risas. Y después se habían ido a la cama. Recordó las
caricias de él y suspiró. Habían hecho el amor tres veces como
flotando en una nube.

Oyó vagamente unos ruidos en la estancia. Dos susurros, el tintineo


de una bandeja. Le llegó el olor a puttu fresco, un desayuno que
adoraba, y sintió hambre.

Se desperezó, sintió el roce de las sábanas de satén en la piel


desnuda y sonrió, regodeándose en la sensación erótica.

¿La piel desnuda?

Madison abrió los ojos y se encontró en su cama, desnuda,


enredada en las sábanas y con las almohadas descolocadas. Oyó
un sonido y movió la cabeza. Jefford, desnudo, tomaba un café al
lado de la ventana del patio.

–Buenos días -la saludó con la sonrisa lánguida de un hombre


satisfecho.

Madison abrió la boca horrorizada al comprender que el sueño no


había sido un sueño y se había casado con Jefford el día anterior.
Peor aún, había disfrutado todo lo que habían hecho en la cama.

Tragó saliva, tiró de la sábana y se cubrió los pechos desnudos.

–¿Quieres comer algo? Tenemos…


–¡Hijo de perra! – gritó ella. Se arrodilló en la cama.

Él la miró un momento confuso.

–Hijo de perra, tú me drogaste -lo acusó ella-. Me obligaste a


casarme contigo, a… -se ruborizó.

El frunció el ceño.

–¿De qué hablas?

–¡Ayer! – se sujetó la sábana con una mano y se apartó el pelo con


la otra-. Me diste algo para confundirme. Me lo pusiste en la bebida
que…

Se interrumpió y bajó la vista, intentado recordar lo sucedido el día


anterior. Alice estaba en su habitación y después había llegado
Kendra y se habían sentado en el diván… y Maha le había dado el
frasco…

Saltó de la cama, arrastrando la sábana consigo.

–¡Fuera! – gritó-. ¡Sal de aquí!

Jefford se acercó a ella.

–¿Qué es eso de que alguien te ha drogado? Yo no…

–Tía Kendra. Yo estaba muy alterada antes de… -se interrumpió. No


podía decidirse a decirlo en voz alta-. Y ella me dio una bebida. Dijo
que me calmaría los nervios.

Jefford lanzó una maldición.

–Ya me extrañaba que estuvieras tan complaciente -murmuró-. Y yo


que pensaba que era porque…-maldijo de nuevo y empezó a
ponerse los pantalones de la boda, que estaban en el suelo-. La
mataré -murmuró.

Madison dejó caer la sábana y corrió al vestidor.

–Ni se te ocurra -gritó-. Quiero matarla yo.

Se puso una bata blanca y salió corriendo tras él. Lo alcanzó en el


pasillo rosa.

–¿Cómo pudiste casarte conmigo en ese estado?

–¿Qué estado? Yo no sabía nada -siguió avanzando sin aflojar la


marcha.

–¿No sabías? ¿No notaste que estaba como en una nube? ¿No te
pareció raro que te dijera que sí a todo?

Jefford hizo una mueca.

–Tienes razón. Tenía que haber adivinado que te pasaba algo. Tú no


eres tan agradable.

Madison lo miró de hito en hito.

–Deja de mirarme así. Yo no te forcé físicamente. Y te pregunté si


estabas bien.

Ella levantó los brazos en el aire.

–¡Estaba drogada!

En los aposentos de lady Moran, Jefford golpeó con fuerza la puerta


y entró sin detenerse.

–Kendra Westcott Harris Moran -gritó.


Se abrió la puerta del dormitorio y salió el rajá, abrochándose una
bata roja.

Madison, avergonzada, se detuvo detrás de Jefford y bajó la


cabeza.

–Quiero hablar con ella -dijo Jefford entre dientes.

El rajá movió la cabeza; parecía cansado.

–Ahora no -musitó.

–¿Está enferma?

El rajá asintió.

–El dolor empezó poco después de que os retirarais. Mi médico le


ha dado una medicina fuerte para el dolor y ahora al fin se ha
dormido.

Jefford miró el suelo.

–Estaba preocupada por hoy. No sabía quién se ocuparía de los


invitados.

Jefford se pasó una mano por el pelo.

–Nosotros nos ocuparemos.

Madison lo miró.

–Si crees que…

–Ahora no -dijo él con dureza.

Los ojos de Madison se llenaron de lágrimas.


–¿Se quedará con ella? – preguntó Jefford al rajá.

–Por supuesto.

–¿Y me enviará recado cuando se despierte?

–Sí.

Jefford tiró de la mano de Madison y la sacó de los aposentos de su


madre.

–Pero tía Kendra…

–¿Quieres hacer el favor de callarte hasta que lleguemos a nuestras


habitaciones? El palacio está lleno de gente y no me gusta compartir
mi vida personal con nadie.

Madison intentó soltarse, pero no lo consiguió.

–¿Qué ocurre aquí? – preguntó en cuanto estuvieron de vuelta en


su habitación.

–¿Cómo puedes ser tan mujer en algunos momentos y tan cría en


otros?

Ella lo miró con los brazos en jarras.

–¡Maldita sea! ¿No lo entiendes? Mi madre se está muriendo. Se ha


estado muriendo desde que la conoces.

Madison lo miró horrorizada.

–No -susurró. Movió la cabeza-. No puede ser.

–Pues lo es. Así que tendrás que esperar a que despierte para ir a
quejarte por haberte obligado a casarte conmigo para que tu hijo
tenga un apellido.
Los ojos de Madison se llenaron de lágrimas.

–Escucha -dijo él-, el hecho es que estamos casados, tenemos una


casa llena de invitados y mi madre está demasiado enferma para
atenderlos. Los dos le debemos esto, así que te vas a vestir y te vas
a reunir con nuestros invitados y conmigo en el jardín.

Sacó un sari verde y rosa del vestidor.

–Y vas a sonreír y fingir que tu vida está ya completa. ¿Me


entiendes?

Madison tomó el sari. Estaba triste, enfadada, dolida de que le


hablara así cuando sólo la noche anterior…

–¿Me entiendes? – repitió él en voz más alta.

–No me hables como si fuera idiota. Sí te entiendo. Necesito una


doncella.

–No tienes. La princesa Seghal está ocupada con su nuevo


pretendiente.

Madison lo miró a los ojos.

–Sí, conozco toda la farsa -dijo él-. Me sonaba a cosa de mi madre,


así que me sorprendió que me dijera que había sido idea tuya -
levantó las cejas-. Hasta que encontremos otra doncella apropiada,
yo te ayudaré a vestirte.

–Preferiría que me ayudara un chacal -murmuró ella, colocándose


detrás de un biombo de madera tallada.

Madison pasó el día en los jardines con los invitados, donde había
más comida, más vino y más espectáculos que había llevado el rajá
de toda la provincia. Había juegos, tanto ingleses como indios, y el
cuidador del elefante daba paseos en Bina a los ingleses.

Madison se relacionó toda la tarde con los invitados, riendo y


fingiendo ser la novia feliz. En cierto momento habló en privado con
Sashi, que le estaba profundamente agradecida. Lord Rutherford se
había tragado la historia e incluso le había sugerido ya que su hijo
sería un partido excelente y George juraba que pondría a su primera
hija el nombre de Madison.

Al atardecer se sirvió otro gran banquete, igual al del día anterior, y


Madison se vio obligada a sentarse en el diván al lado de su esposo
y escuchar los brindis en su honor.

Sobre las nueve de la noche apareció el rajá, vestido con un kurta


rojo muy elegante; circuló entre los invitados y se abrió paso hasta
la plataforma nupcial.

–¿Está despierta? – preguntó Jefford.

El rajá asintió. El joven había dicho a sus invitados que su madre


tenía dolor de cabeza debido al ponche y la gente se había reído.
Les había prometido que se reuniría con ellos en cuanto se sintiera
mejor.

–Está despierta pero débil -susurró el rajá.

–¿El dolor?

–Mejor.

Madison apartó la vista para lidiar con sus emociones. Le costaba


aceptar la enfermedad de su tía.

–Quiero verla -murmuró Jefford.

El rajá asintió.
Madison se puso en pie.

–Yo también voy.

Jefford le tomó la mano y le sonrió. Bajó la cabeza para hablarle en


privado.

–No, tú vas a nuestras habitaciones y me esperas allí -le susurró


entre dientes-. No consentiré que la perturbes con tus acusaciones
de cría.

–¿Acusaciones de cría? – se enojó ella.

Jefford la besó en la boca para silenciarla. Los invitados


aplaudieron.

–Creo que mi esposa y yo nos vamos a retirar -anunció Jefford


jovialmente-. Por favor, coman y beban y nos veremos mañana.

Caminó con Madison hasta la zona del palacio donde estaban los
aposentos de la familia.

–Espérame en nuestras habitaciones -dijo.

Ella apretó los labios.

–Por favor, dile que quiero que se mejore.

–Lo haré. Tienes que acostarte. Ha sido un día duro y sé que estás
cansada.

–Yo no…

–Madison, es hora de que dejes de pensar sólo en ti. Esperas un


hijo y debes comer y dormir como es debido.
La joven entró en su habitación esforzándose por reprimir las
lágrimas.

Jefford cerró los ojos un momento antes de entrar en la habitación


de su madre, donde sólo la acompañaban Maha y el rajá.

La doncella se levantó y se bajó el velo en cuanto lo vio entrar.

–Gracias por quedarte todo el día con ella -le dijo Jefford-. Ve con tu
esposo; hay más gente que puede velar su sueño.

Maha asintió y salió de la estancia.

Jefford se acercó a la cama.

–¿Quién necesita que le velen el sueño? – preguntó Kendra


débilmente-. Jefford, ven aquí.

El joven miró a su padre y ambos sonrieron.

–Estoy aquí, así que deja de gritar.

Su madre parecía haber envejecido diez años en un día. Su rostro


estaba delgado y demacrado y, sin el turbante en la cabeza, el poco
pelo que le quedaba le hacía parecer una caricatura de sí misma.

Lady Moran le sonrió.

–Siempre fuiste un niño difícil, hijo -palmeó la cama a su lado-.


Siempre fue un niño difícil -dijo al rajá, sentado en un sillón al otro
lado.

Jefford se sentó en la cama.

–¿Cómo estás? – preguntó.


–Bien. He estado muy ocupada y me he cansado, pero estaré bien
en un par de días. ¿Y tú? ¿Cómo está la novia?

–Bien. Estamos bien.

–¿Se ha enfadado esta mañana al despertar y darse cuenta de que


le había dado algo para calmarla?

–No debiste hacerlo sin consultarme.

–Te habrías negado -repuso ella-. A veces las madres tienen que
hacer lo mejor por sus hijos sin su aprobación.

Jefford no pudo evitar sonreír.

–¿Se ha enfadado? – insistió su madre.

–Digamos que sí.

–Se le pasará. Al final comprenderá que era lo mejor para todos -


sonrió-. ¿Y cómo le va a la princesa con nuestro vecino George
Rutherford?

–Bastante bien. Lord y lady RutherFord parecen muy complacidos


con ella.

–Y Alice seguro que la adora.

Jefford se quedó un momento pensativo.

–La verdad es que hoy no he visto a Alice, pero con tanta gente
puede estar en cualquier parte.

Lady Kendra apoyó la cabeza en la almohada.

–¿Cansada?
–Más bien aliviada de que Madison y tú estéis casados.

Él guardó silencio.

–Jefford, puede que esto no fuera lo que pensabais que queríais,


pero es cierto que a veces las madres saben más. Ella es una mujer
que te amará con tanta fiereza como yo. Puede que le cueste
aceptar su nueva situación. Cuando una mujer está embarazada,
sus sentimientos pueden ser… bueno, digamos que es un momento
difícil para ella. No sabe lo que siente. Pero dale una oportunidad.

Jefford no contestó.

Kendra le apretó la mano.

–¿Me has oído?

–Sí.

Su madre le soltó la mano.

–Ven mañana -susurró-. Y jugaremos al parchís.

Jefford se llevó la mano de ella a los labios y la besó.

–Hasta mañana -susurró.

Madison esperaba, vestida con un camisón y una bata con el cuello


más alto que había podido encontrar; estaba nerviosa y muy
preocupada por su tía.

En cuanto oyó que giraba el picaporte de la habitación exterior, se


puso en pie en el acto.

–¿Cómo está? – preguntó.


Jefford se sentó en un sillón y enterró el rostro en las manos.

–Consciente. Con molestias, pero consciente.

Madison reprimió un sollozo.

–¿Has comido algo? – preguntó él-. No te he visto comer en todo el


día.

–He comido…

–Madison…

Una llamada en la puerta los interrumpió.

–¿Sí? – preguntó él.

Entró uno de los sirvientes.

–Siento molestarlos, sahib; el señor Rutherford insiste en hablar con


el señor Harris.

–¿George? – Madison se levantó y Jefford hizo lo mismo.

En cuanto entró George por la puerta, notaron que ocurría algo.

–¿Qué pasa? – preguntó Jefford.

–Siento molestaros, pero no sé a quién más…

–¿Qué sucede? – Madison se acercó a él-. Sashi…

–No es Sashi. Es mi hermana. No la encontramos.


Capítulo 25

Jefford salió enseguida con George en busca de Alice e insistió en


que Madison se quedara en su habitación, convencido de que la
joven desaparecida estaría en algún lugar del palacio.

Madison se quedó, pues, e intentó leer, decidida a permanecer


despierta hasta que volviera Jefford, pero en algún momento se
quedó dormida.

Abrió los ojos al oír que alguien se movía en la estancia. La lámpara


de su mesilla ardía todavía, pero amanecía ya más allá de las
ventanas.

–Lo siento -dijo Jefford, que se quitaba las botas sentado en una
silla-. No pretendía despertarte.

Madison parpadeó.

–¿La habéis encontrado?

–No.

–¿No? ¿Pero dónde puede estar?

–No lo sé -contestó él con aire cansado.

Se levantó y se quitó la camisa de lino, que estaba manchada de


sudor y de verde. Un trozo de hoja cayó de su pelo a la alfombra
persa.

–¿La has buscado en la jungla? – preguntó la joven-. No


comprendo. ¿Cómo puede haber desaparecido?
–No lo sé -él estaba irritable y su voz sonaba tensa por la
preocupación y la falta de sueño-. Ni siquiera sabemos cuándo la
vieron por última vez. Una de las mujeres inglesas de su edad la
había invitado a pasar la noche aquí en el palacio. Mary no sé qué…
su padre es diplomático. George y sus padres volvieron a Palm Hall
después de la boda. Mary dice que Alice no durmió con ella en sus
aposentos y asumió que se había ido a casa con su familia.

Madison se miró las manos, que tenía encima de la sábana.

–¿Cómo es posible que nadie sepa dónde está?

–Madison, todavía hay más de cien invitados entre este palacio y el


del rajá. Puede estar en cualquier parte.

–¿Has mirado en el palacio del rajá?

–Todo lo que hemos podido, teniendo en cuenta la hora.

–¿Pero volveréis a mirar cuando se haya despertado todo el


mundo?

–Por supuesto -repuso él-. También hemos buscado en la parte más


cercana de la jungla. Al oeste de aquí han visto un tigre y un niño de
una aldea desapareció hace unas semanas.

–¿Desapareció?

–Se lo comió.

Se acercó a la cama y ella vio que tenía arañazos en los brazos.

–¿Qué ha pasado?

–Nada, hemos mirado entre los matorrales por si…


–Por si se la había llevado un tigre -terminó ella, horrorizada.

–No lo creo. Alice tiene que estar por aquí.

Se detuvo en el borde de la cama y tomó una sábana fina que


estaba doblada en un extremo.

Madison lo miró. Estaba claramente agotado. Alterado. Por Alice y


por su madre. Él se volvió con la sábana en la mano y a ella le dio
un vuelco el corazón.

–¿No… no quieres dormir aquí? – preguntó.

–Creo que esta mañana has dejado muy claro lo que opinas de eso
-él se acercó a la mesa y apagó la lámpara-. Pronto será de día,
intenta dormir. Le he dicho a George que descansaré un par de
horas y organizaremos una partida de búsqueda más eficaz.

Madison lo oyó tumbarse en el diván. Le dolía que no quisiera


dormir con ella, pero también estaba enfadada consigo misma por
dejar que eso le importara. Se habían casado por el niño, para
evitarle a ella la deshonra; nadie había sugerido otra cosa. Y ahora
que habían consumado la unión y era ya legal, ¿para qué iba a
seguir durmiendo con ella?

Escuchó con atención. Unos minutos después, él respiraba


rítmicamente, lo que indicaba que se había dormido.

Jefford y Madison se levantaron a media mañana. Él había pedido el


desayuno en la habitación y empezó a vestirse enseguida,
impaciente por salir en busca de Alice.

Madison tomó un sorbo de zumo de frutas y lo miró.

–Puede que esté todo el día fuera -dijo él-. A la vista de lo ocurrido,
supongo que la mayoría de los invitados se marcharán hoy. Sé que
prometimos tres días de celebraciones, pero…

–Lo comprenderán -dijo ella-. Me vestiré y me aseguraré de que


tienen todo lo necesario para el viaje a su casa.

–De acuerdo -Jefford la miró a los ojos-. Si la encontramos, si


descubrimos algo, te enviaré recado.

Salió de la estancia y Madison llamó a una sirvienta que se afanaba


en recoger el desayuno.

–¿Cómo te llamas?

La chica, que no tendría más de catorce o quince años, inclinó la


cabeza.

–Chura.

–¿Y hablas inglés?

–Sí.

–Bien. Necesito una doncella personal, ya que la mía ha regresado


a su aldea en el norte. ¿Quieres serlo tú?

–Sí, sahiba -asintió con la cabeza-. Será un gran honor.

–Excelente -Madison respiró hondo-. Tienes que ayudarme a


vestirme para que pueda salir con los invitados. Ya recogerás esto
más tarde.

–Sí, señora.

–Por favor, lady Rutherford -Madison le dio una palmadita en la


mano a través de la mesa-. Tiene que comer algo. Tome un té o
fruta. ¿O prefiere vino dulce?
La habitación tranquila donde había instalado a los Rutherford,
estaba alejada del alboroto del palacio y estaba decorada al estilo
de un salón inglés.

–No puedo -repuso la mujer-. Sencillamente no puedo.

Madison miró a lord Rutherford, que había pasado el día entero


buscando a su hija y acababa de regresar a instancias de Jefford
para ocuparse de su esposa. Su rostro estaba cubierto de sudor y
suciedad y tenía la ropa arrugada. Madison no pudo evitar pensar
que él también envejecía ante sus ojos.

Después de registrar ese palacio y el del rajá, los hombres habían


empezado a hacer lo mismo con la jungla. El tigre no había sido
visto por la zona en varios días, pero sí había rastros de sangre que
indicaban que algún animal había cobrado una pieza grande y la
había arrastrado.

Llamaron a la puerta y el sirviente descalzo con taparrabos y


turbante que hacía funcionar el ventilador del techo corrió a abrir.

Entró lord Thomblin, vestido con un traje de lino blanco y con un


pañuelo azul pálido en el bolsillo del pecho y un sombrero de paja
blanco debajo del brazo.

–Milord y milady, señora Harris -hizo una inclinación-. Me disponía a


volver a Bombay cuando he oído la noticia en la estación de tren -se
acercó a lady Rutherford y le tomó la mano-. ¿Hay algo que yo
pueda hacer?

Lord Rutherford se dejó caer de nuevo en el sillón y tomó el whisky


que Madison le había pedido.

–Me temo que no hay nada que hacer -repuso-. La hemos perdido.

Su esposa empezó a llorar.


Madison se levantó de la silla.

–Ha sido muy amable de su parte volver, lord Thomblin.

–Después de lo que hemos pasado juntos, no podría haber seguido


mi viaje. ¿Es cierto que no hay nada que hacer? – preguntó a
Madison.

–Supongo que lo mejor que puede hacer es participar en una de las


partidas de búsqueda -respondió ella-. Sospecho que volverán a
salir al anochecer -pidió al chico del ventilador que fuera en busca
de Maha.

Cuando el chico salía por la puerta, oyó la voz de Jefford en el


pasillo y salió a esperarlo.

George se acercaba con él, con la cabeza hundida en un gesto de


derrota.

–¿Mis padres?

Madison le puso la mano en el hombro y señaló hacia dentro.

–¿No la habéis encontrado? – preguntó con suavidad.

–No, pero había un rastro de sangre. Mucha sangre -carraspeó-.


También hemos encontrado un guante de dama manchado de
sangre. George dice que era de ella y teme lo peor.

Madison sintió un nudo en la garganta.

–Pero puede que no esté muerta. ¿Seguiréis buscando?

–Por supuesto. También hemos enviado recado a otras aldeas,


aunque este tipo de noticias viajan muy deprisa en la jungla.
Madison asintió con la cabeza y le acarició el brazo con las yemas
de los dedos.

–Tienes que comer, lavarte y dormir un poco.

–También quiero ver a Kendra.

–He estado con ella hace dos horas; dice que se encuentra mucho
mejor.

–Miente -murmuró él.

Madison guardó silencio.

–Escucha -dijo Jefford después de un momento-. He estado


pensando en nuestro… matrimonio.

Ella contuvo el aliento.

–¿Sí?

–Para mi madre era importante vernos casados. Por alguna extraña


razón, creía que hacíamos buena pareja. Te quiere mucho y… le
queda poco tiempo. Sé que tú no querías esto, pero… -carraspeó-.
No vendría mal que guardáramos las apariencias unos meses, quizá
sólo sean semanas.

A Madison le tembló el labio inferior. Lo que él quería decir era que


tampoco deseaba estar casado con ella, que también se había visto
obligado. Le pedía que fingiera que eran felices por el bien de su
madre. Y si le pedía que fingiera, era porque no tenía intención de
hacer que el matrimonio fuera real.

–Ya sé que… -continuó él.

–Jefford -dijo ella-. Tenemos invitados. Yo tengo que volver con


ellos. Lord Thomblin…
–¿Thomblin? – él levantó la vista sin molestarse en ocultar su
disgusto-. Pensaba que se había ido.

–Sí. Iba para Bombay por negocios, pero ha vuelto al enterarse de


que faltaba Alice.

Jefford hizo una mueca de desdén.

–¿Negocios? Me pregunto en qué andará metido ahora.

–Ve a nuestros aposentos. Pediré que te preparen un baño y te


lleven comida -vio a Maha que se acercaba-. Y ahora, si me
disculpas, tengo cosas que hacer.

Levantó la barbilla y se alejó sin mirar atrás. Por eso no vio la


tristeza pintada en el rostro de Jefford.

Un sirviente con la cara sucia y el turbante roto se inclinó ante lord


Thomblin con las manos a los costados.

–Señor.

Carlton levantó la vista del vaso del licor hecho de arroz que le
habían servido en el bar del muelle.

–¿Qué pasa ahora?

–Hay un problema con la carga, señor.

–¿Problema? ¿Qué clase de problema? – Carlton terminó el vaso


de un trago y pidió otro.

–Hace ruido, señor.

–¡Maldita sea! ¿Tengo que hacerlo todo yo? – dejó una moneda en
la barra y bajó del taburete.

El sirviente salió delante de él.

–Por aquí, señor.

Carlton lo siguió a lo largo del muelle y en dirección a un vapor


pequeño que estaban cargando y tenía previsto zarpar para
Singapur. El aire hedía a pescado podrido y cuerpos sudorosos, por
lo que sacó un pañuelo blanco del bolsillo y se cubrió la boca y la
nariz.

Delante de él, a la luz de varias antorchas, veía cuatro estibadores


del muelle congregados alrededor de una caja grande de madera
que acababan de descargar de un carro.

–¿Qué rayos pasa aquí? Si le ha pasado algo a mi carga, os


despellejaré vivos -amenazó Carlton.

El sirviente se detuvo delante de la caja con la mirada baja.

–Hace ruido -repitió-. Los hombres tienen miedo.

Carlton lo miró y suspiró con irritación. Guardó el pañuelo en el


bolsillo y tomó una ganzúa que sujetaba uno de los estibadores, la
introdujo en una rendija, empujó, se rompió la madera y se soltó el
lateral.

Miró un instante por encima del hombro y se inclinó a apartar la


madera para asomarse dentro. El olor a vómito lo obligó a retirarse
inmediatamente.

–¡Santo cielo! – murmuró. Se tapó la nariz con la mano y volvió a


asomarse.

A la luz tenue de la antorcha, vio a las tres mujeres blancas juntas


en el rincón opuesto de la caja. Una de las morenas estaba
inconsciente, pero las otras dos temblaban y lo miraban con ojos
muy abiertos y aterrorizados. De la boca hinchada de Alice
Rutherford salían gemidos lastimeros, como los de un perro herido.
Al verlo, extendió las manos en una súplica muda. Las drogas que
les habían dado para tenerlas calladas empezaban a perder efecto.

–Tenéis que estar calladas -las amenazó-, si no queréis que tiremos


esta caja al muelle. Sólo será un rato más y prometo que te
liberarán, querida. Nadie te va a tocar ni un pelo. Lo juro por la
tumba de mi madre.

Se volvió al sirviente.

–Si hace otro ruido, la amordazas y le atas las manos a la espalda -


susurró-. Quiero que vuelvas a poner la tapa antes de que nadie las
vea y las quiero a bordo del barco antes de que se sofoquen aquí.
¿Acaso tengo que hacerlo todo yo? La caja es para la zona del
barco reservada a las cargas valiosas. Vamos, date prisa.

Una hora más tarde, Carlton observaba a través de un agujero en la


pared a una india muda que ofrecía una toalla algo sucia a Alice
Rutherford, quien se hallaba desnuda. En una parte de la bodega
del barco se había construido una habitación con bancos para
dormir y un cubo para las necesidades personales. La sirvienta, que
no podía hablar, cuidaba de la carga durante el viaje y había comida
y agua suficiente para que las mujeres llegaran a su destino en
buena salud.

Alice se metió temblando en un cubo de agua fría y la sirvienta le


frotó la piel pálida hasta que se puso roja.

–Como puede ver, tienen buena salud -murmuró Carlton al agente


que le había enviado el capitán Bartholomew-. Jóvenes y vigorosas.

–¿Todas vírgenes? – preguntó el hombre de piel oscura y raza difícil


de identificar.
–Por supuesto -Carlton se lamió los labios, observando todavía a la
sirviente, que pasaba la toalla por la espalda y las nalgas desnudas
de Alice-. Y lo más importante, las tres blancas -miró al hombre-.
¿Me han dicho que usted garantiza que llegarán sanas y salvas a
Singapur?

–Nunca hay garantías -rió el hombre-. Pero puedo prometer que


haremos lo que podamos -se asomó por la grieta de la pared-. El
zumo que beben tiene una droga que no les hará daño, pero sólo
les permitirá dormir y poco más.

Alice, ya limpia, salió del cubo y tomó la taza que le ofrecía la


sirvienta. Tenía tanta sed que bebió con ansia.

–¿Tiene el dinero? – preguntó Carlton.

El agente vaciló.

–Estas mujeres servirán, pero no son de la calidad que buscamos.

–¿Qué tonterías son ésas? – preguntó Carlton irritado.

–A nuestro hombre en Singapur le gustan más fuertes y animosas.


Estas mujeres son delgadas. El precio más alto sólo se paga por las
fuertes.

–Animosas -repitió Carlton. Tendió la mano-. Puedo hacerlo, pero


sube el precio.

El hombre le puso un billetero de cuero en la mano y sonrió.

–Entonces volveremos a hacer negocio -dijo antes de alejarse.

Carlton guardó el dinero en la levita y se inclinó para echar un último


vistazo a las mujeres desnudas antes de marcharse.
Capítulo 26

Madison estaba sentada con las piernas cruzadas en una


plataforma sólida levantada seis pies por encima del suelo. Mojó el
pincel en pintura azul y dio unas pinceladas en el cielo. El mural
estaba casi terminado y se sentía muy complacida con él.

Hacía cuatro meses de su matrimonio con Jefford. Los primeros días


después de la boda pensaba que se iba a volver loca. Los hombres
abandonaron la búsqueda de Alice, a la que dieron por perdida y la
salud de Kendra se estabilizó, pero Jefford no volvió al tálamo. En
las primeras semanas, Madison no dejaba de decirse que volvería,
pero, a medida que pasaba el tiempo, parecían distanciarse cada
vez más.

Jefford se ocupaba de los campos y hacía mejoras en las aldeas de


los trabajadores, donde llevaba medicinas para los enfermos y había
montado dos escuelas para niños y para niñas. Estaba tan ocupado
que pasaba poco tiempo en el palacio y cuando estaba allí estaba
durmiendo o conversando con su madre y el rajá.

Lady Moran apenas salía ya de la cama, pero cuando estaba lo


bastante bien para sentarse, Madison y Jefford podían reunirse con
el rajá y con ella para cenar o jugar al parchís. Madison esperaba
impaciente esas ocasiones, porque en presencia de su madre,
Jefford fingía ser un esposo cariñoso y atento y ella también fingía.
Reían juntos, se gastaban bromas y a veces hasta se hacían una
caricia o un beso.

Pero en cuanto salían al pasillo y se dirigían a su habitación, todo


cambiaba. Ya no se peleaban. Simplemente él se mostraba
indiferente y eso era lo que más la enloquecía.
Madison suspiró y miró el mural. Su tía le había pedido que lo
pintara en la segunda sala de recibir que cruzaban las visitas al
llegar al palacio. Había preparado una escena de jungla y cielos
azules, que rodeaban a las visitas al entrar, y añadido pájaros
tropicales de coloridos brillantes, tigres que se asomaban entre la
fronda y tortugas arrastrándose por la hierba. Pero su parte favorita
era Bina, su elefanta, a la que había pintado en el lado oeste de la
pared, con un palanquín en el lomo y una mujer inglesa rubia dentro.

Oyó unos pasos familiares y se volvió. Jefford se acercaba por el


pasillo.

–¿Cómo está? – preguntó ella.

–No lo sé -gruñó él-. Maha no me ha dejado entrar.

–¿Crees que está peor?

–Maha dice que no, que ya me llamará mi madre a mí -Jefford se


acercó al andamio-. Hace dos semanas me dijiste que habías
terminado esto. No deberías estar ahí subida.

Le tendió la mano y ella la aceptó. Se levantó despacio, torpe a


causa del embarazo avanzado y se agarró a la barandilla hasta que
llegó a los escalones de madera construidos para que pudiera subir
al andamio y no tuviera que subir y bajar de una escalera de mano.

–Está casi terminado -se dejó ayudar a bajar las escaleras-. Sólo
quería añadir algo de dimensión al cielo.

Él miró el elefante en la pared.

–¿Subes tú sola ahí arriba?

Madison se encogió de hombros.

–Quizá añada al niño cuando nazca.


–¿Y si es niña? – preguntó él.

Madison sonrió.

–Entonces la pondré en la cabeza de Bina, entre las orejas, como


les gusta montar a los niños nativos.

Jefford la miró serio.

–Tienes buen aspecto -le tocó la mejilla.

–¿Pintura?

El asintió.

–Yo te conocí así -comentó-. ¿Te acuerdas?

–Entraste por la ventana gritándome y me acusaste de poner en


peligro la vida de mi modelo con los perros de mi hermano.

–¿Los echas de menos?

–¿A los perros? – preguntó ella-. Claro que no. Eran animales
estúpidos. Prefiero los tigres como Rani.

Rani, una hijita de la tigresa blanca que le había regalado Kendra,


oyó su nombre y estiró un momento las patas antes de volver a
hacerse una bola.

–Está creciendo -comentó Jefford.

–Siempre tiene hambre. Por la mañana se come su desayuno y el


mío.

–No debería dejarle -la riñó Jefford-. Es importante que comas.


–Sí -sonrió ella, contenta de tenerlo tan cerca-. Y mírame -se llevó
una mano al vientre redondo cubierto con un sari rosa de seda-. No
parece que pase hambre, ¿verdad?

Jefford colocó la mano en su vientre, algo que sólo hacía en los


aposentos de su madre, y ella contuvo el aliento.

Le temblaron todos los nervios del cuerpo. Le escandalizaba que, a


pesar de su avanzado estado de embarazo, su cuerpo todavía lo
deseara, anhelara sentir sus manos en los pechos, la boca…

Se humedeció los labios secos y lo miró. Él miraba su mano en el


vientre.

–¿Qué ha sido eso? – preguntó.

–El niño.

Jefford arrugó la frente.

–¿Se mueve así?

–Sí -sonrió ella.

–¿Duele?

–No. Es muy fuerte. ¿Te importaría que fuera niña? – preguntó ella.

Jefford negó con la cabeza.

–Si fuera rubia como tú, no -levantó la vista, con la mano aún en su
abdomen-. Si tuviera el color de tus ojos, no. El color del mar Caribe
en un día soleado.

A Madison se le aceleró el corazón. Él levantó la mano de su vientre


y le tocó la mejilla. Inclinó la cabeza y ella se puso de puntillas para
salirle al encuentro. Sus bocas se encontraron y ella suspiró y abrió
los labios.

Un gemido suave brotó de su garganta. Se abrazó a él, necesitaba


respirar, pero no quería separar la boca.

Oyó unos pasos en el pasillo.

–Señora Madison, señor Jefford.

Era Maha. Carraspeó al verlos.

–Lady Moran los recibirá ahora -dijo.

–Tengo que irme -susurró Jefford.

–Lady Moran los espera a los dos.

Madison sintió un escalofrío de miedo.

–De acuerdo. Iremos juntos -dijo Jefford.

Le tomó la mano y echaron a andar por el pasillo.

–¿Kendra? – llamó.

–Entrad, entrad, el vicario y el mullah no pueden esperar


eternamente -dijo lady Moran con voz animosa.

Entraron de la mano y encontraron a Kendra de pie, vestida con un


sari rojo y un turbante de oro y con rubíes en el cuello, las muñecas
y en los tobillos. El rajá sonreía a su lado con un traje tradicional
muy parecido al que había llevado Jefford el día de su boda.

–No te quedes ahí con la boca abierta, hijo -lady Moran le hizo
señas de que se acercara-. Dame un beso y acabemos de una vez
con esta tontería.
–¿Qué tontería? – Jefford soltó la mano de Madison para besar a su
madre.

–La de casarse conmigo -explicó el rajá-. ¿Vamos, Kendra? –


señaló hacia los dos hombres religiosos colocados al lado de los
ventanales abiertos.

–¿Se van a casar? – murmuró Madison cuando Jefford volvió a su


lado.

–Eso parece.

Las únicas otras personas presentes eran Maha y Zafar, el ayudante


personal y confidente del rajá.

–¿Queréis dejar de murmurar? – preguntó lady Moran-. Me voy a


casar.

Madison reprimió una carcajada y presenció en silencio la boda de


su tía, realizada dos veces, una según el ritual cristiano y otra con el
hindú. Y cuando el rajá se inclinó para besar a su nueva esposa en
los labios delante del espejo colocado ante ellos por Zafar, los ojos
de la joven se llenaron de lágrimas.

Al terminar la ceremonia, el rajá llevó a Kendra a un sillón con


cojines y la estancia empezó a llenarse de sirvientes que portaban el
banquete de boda. Los músicos personales del rajá se situaron justo
fuera de la ventana y empezaron a tocar.

Jefford le pasó un vaso de zumo, se sirvió algo más fuerte y se


acercaron a los recién casados.

–Felicidades.

A pesar de su enfermedad, a Kendra le brillaba la cara.

–Al fin he cedido, principalmente porque no tenía fuerzas para


seguir negándome, pero no quería celebraciones grandes.

–Ni siquiera ha aceptado un elefante como regalo -comentó el rajá,


con irritación fingida-. Pero sí ha aceptado el título de princesa de
Darshan.

–Me alegro mucho por los dos -murmuró Madison. Abrazó a su tía y
la besó en la mejilla.

Se apartó para dejar paso a Jefford.

–¿No estás enfadado conmigo? – le preguntó su madre.

–Claro que no. El rajá es un buen hombre y tú mereces ser feliz.

Los ojos de Kendra se llenaron de lágrimas.

–Gracias, hijo -suspiró-. ¿Dónde está mi ponche, muchacho? –


preguntó a un sirviente. No imagináis cómo echo de menos mi ron
jamaicano, aunque el que hacemos aquí no está mal tampoco.

Jefford soltó una risita y levantó su vaso para brindar.

–Os admiro a los dos. Por vuestra felicidad.

Todos levantaron los vasos según la tradición inglesa.

–Jefford, quiero hacerte una pregunta -dijo el rajá-. Si me disculpas,


amor mío -besó a su princesa y se levantó-. Siéntate en mi silla -le
dijo a Madison.

La joven obedeció.

–Tía Kendra, tenías que habernos dicho que veníamos a una boda.
Al menos me habría puesto zapatos.

Lady Moran soltó una risita.


–Ha sido una decisión repentina. Y más por motivos prácticos que
románticos. La idea de dejar viudo a Tushar tan pronto no me gusta
mucho.

–No digas eso.

–¡Escúchame! Ninguna mujer en Inglaterra, Jamaica o la India ha


sido tan afortunada como yo. Todos estos años he tenido un hijo que
me quiere, amantes a los que he apreciado mucho y ahora vengo a
morir en brazos de mi amor. ¿Qué más puede pedir una mujer,
aparte de un nieto?

–Falta menos de un mes -sonrió Madison, emocionada.

–Te prometo que duraré al menos hasta que le vea la cara -le
aseguró su tía-. Después de eso, ya veremos.

–Princesa, han llegado sus invitados -anunció Maha-. Lord y lady


Rutherford, lord Thomblin, el honorable George Rutherford y la
princesa Seghal.

Madison sonrió para sí. George había pedido recientemente la mano


de la princesa y su padre había enviado recado desde el norte de
que sería un honor entregar a su hija en matrimonio al joven inglés.
Aunque faltaban meses para la boda, la dote había llegado ya,
gracias a la generosidad de lady Moran.

–¿Thomblin también está aquí? Creo que ha perdido su plantación


al norte de aquí -lady Moran hizo un ruido con los labios-. Temía que
acabaría así -miró a Maha-. Diles que pasen. Y tráeme más ponche.

Esa noche, Madison y Jefford caminaban juntos y de la mano por el


pasillo que llevaba a sus habitaciones. La joven era tan feliz que
creía que iba a estallar. Después de tanto tiempo, Jefford parecía
más relajado, menos enfadado con ella. ¿Se acostaría esa noche
con ella?

Una vez en sus aposentos, él la ayudó a quitarse el sari y ponerse


un camisón blanco fino. Se quitó las botas y la camisa y se quedó
mirándola.

–Estás muy hermosa esta noche.

La joven bajó la vista.

–Gracias.

–No, lo digo en serio. El rajá me ha dicho que se sentía muy


afortunado de tener a mi madre por esposa y… -vaciló un
momento-. Yo debería sentir lo mismo contigo.

Levantó la mano para acariciarle la mejilla y ella oyó tintinear su


brazalete y comprendió que, a pesar de sus diferencias, ni una sola
vez había pensado en quitarse el brazalete del tobillo.

Lo miró a los ojos y él bajó la cabeza y la besó en la boca.

–Quiero preguntarte…-dijo vacilante-. Y si la respuesta es no, lo


entenderé. Te falta poco para dar a luz y…

Madison le puso un dedo en los labios.

–Sí -murmuró.

–¿Sí?

–Sí, puedes venir a mi cama. A nuestra cama.

Jefford sonrió. Entonces llamaron a la puerta.

–¿Sí? – gruñó.
La llamada se repitió y el movió la cabeza.

–Vuelvo enseguida.

Salió a la otra estancia y giró el picaporte. Un hombre joven al que


ella no reconoció le dijo algo en voz baja. Jefford respondió,
claramente irritado. Cuando volvió a su lado, el desconocido seguía
en la puerta.

–Lo siento -dijo Jefford-, tengo que ir a una de las aldeas.

–¿Por qué? ¿Qué ocurre?

–Es Chantal.

–¿Quiere que vayas con ella?

–No es eso.

–Entonces iré contigo.

–No, por supuesto que no -se puso las botas y tomó la camisa-. No
tardaré.

Madison intentó reprimir la furia que la invadía. Su ramera lo


llamaba y él acudía corriendo. Se cruzó de brazos.

–Volveré pronto -le dio un beso rápido-. Tengo que ir.

–No tienes que ir.

Él le rozó la mejilla con los labios.

–No quiero discutir por esto. Espérame levantada.

Madison lo miró salir por la puerta y no supo si echarse a llorar o


romper algo.
Capítulo 27

Madison esperó y esperó y, cuanto más tiempo pasaba, más se


enfurecía. Primero paseó por sus aposentos y cuando estuvo muy
cansada para dar un paso más, se metió en la cama y siguió
rabiando allí. Las manecillas del reloj bañado en oro de la mesilla
giraban con lentitud, pero cuando la noche dio paso a la mañana,
seguía sin haber ni rastro de Jefford.

Madison se sentía demasiado dolida y furiosa para llorar. Chantal


había estado siempre cerca y Jefford no había dejado de verla
nunca.

Se levantó, abrió las cortinas y el sol de septiembre entró en la


estancia. Le costaba creer que un año atrás vivía en el Londres
lluvioso sin imaginar lo que le depararían los meses siguientes.

Pensó lo que podía hacer a continuación. No quería quedarse allí


compadeciéndose. Cuando volviera Jefford, le diría que se fuera de
esas habitaciones; ya le daba igual lo que pensaran los sirvientes o
su tía. Kendra lo comprendería.

Sí, era lo mejor. Si él quería seguir con la vida de antes de casarse,


muy bien, pero no lo haría delante de ella; no lo permitiría.

Abrió los ventanales que daban al jardín. El palacio empezaba a


despertar. Oyó que sacaban agua del pozo cerca de la cocina y un
nativo corrió descalzo por el jardín, con una cesta pesada de fruta
en los brazos.

Madison decidió que no podía pasarse el día allí esperando. Miró la


bolsa de lona en la que llevaba las pinturas al jardín o a los patios.
Lo que necesitaba ese día era mantener la mente ocupada.
Empezar un cuadro nuevo, algo fresco.

Tomó la bolsa. Ese día pintaría, pero no allí. Se iría con Bina a la
jungla y nadie podría impedírselo.

Jefford estiró el cuello a un lado y a otro y se frotó los músculos


doloridos de estar toda la noche sentado en la silla. La choza
empezaba a bañarse de luz. Miró a Chantal, tumbada con los ojos
cerrados en la cama estrecha de bambú. Al fin descansaba en paz.

Cerró los ojos un momento y se pasó la mano por la cara. No había


sido nada agradable ver el dolor de ella cuando el veneno se
extendía por su cuerpo. Sabía que a veces la gente mataba a
miembros de su familia antes que dejarles sufrir ese dolor terrible en
la cabeza y el pecho y esperar la parálisis inevitable antes de la
muerte.

Según los aldeanos, ella había estado andando por campo abierto y
en India las cobras vivían entre la hierba. Su compañera había
corrido a buscar ayuda a la aldea, pero ya era demasiado tarde.

-Sahib -preguntó el joven que había ido a buscarlo al palacio desde


la puerta-. ¿Está muerta?

Jefford asintió, pero no hizo ademán de levantarse. Se sentía


culpable por no haberle buscado un marido en cuanto llegaron a la
India; quizá, si la hubiera casado con uno de los capataces, su vida
habría sido diferente.

Se inclinó sobre la cama y le tapó el rostro con la sábana fina de


gasa que le cubría el cuerpo.

–Descansa en paz -murmuró.

Se levantó.
–Enviaré a buscar el cuerpo -dijo al chico-. Gracias por haber venido
a avisarme -le dio una moneda.

–¿Llamo un palanquín?

–No, iré andando; no está lejos.

Sólo deseaba ya volver a casa con Madison. Quería dormir en su


cama y abrazarlos a ella y al niño que pronto nacería.

Madison iba recostada en los cojines de la cesta encima del elefante


con los ojos cerrados. El paso lento de Bina resultaba cómodo y el
calor de la jungla la inducía a dormir. Después de la noche de
insomnio y de las horas pintando, estaba cansada.

Al principio, Vijay había vacilado en salir con ella de los confines del
palacio, pero había acabado por obedecer sus órdenes y habían
salido por una puerta donde no había guardias y el indio llevaba un
rifle de repetición de fabricación norteamericana.

La había llevado a un lugar pintoresco de la jungla donde yacía una


estatua caída de Buda entre enredaderas del grosor de su muñeca.
Vijay la ayudó a bajar del elefante, le instaló el caballete y se sentó
con paciencia a esperarla a la sombra de una palmera. Bina estaba
cerca, eligiendo las hojas más suculentas de los árboles.

Ahora Madison estaba ansiosa por regresar a sus aposentos, beber


algo frío y quizá hasta dormir un poco antes de ir a cenar con el rajá
y su tía.

Se estaba adormilando cuando oyó un ruido extraño. El palanquín


se movió y ella se agarró a los lados.

–Vijay -llamó, asomándose entre las cortinas.

El elefante vaciló de nuevo y el palanquín se movió de un modo


precario.

–¡Vijay! – se agarró a la cesta e intentó mirar al hombre-. ¿Qué


ocurre?

Se repitió el ruido de antes y comprendió que se trataba del rugido


de un tigre; un tigre que podía llevarse a una mujer adulta por
sorpresa.

–No pasa nada -dijo Vijay con la voz llena de miedo-. No tema,
señora.

El tigre gruñó de nuevo y Bina se levantó sobre las patas traseras.


Madison gritó y se agarró a la cesta con todas sus fuerzas. Bina
bajó las patas con un aullido de miedo. Vijay le gritaba intentando
calmarla.

El tigre volvió a rugir y Madison oyó a Vijay soltar un grito


estrangulado. Sonó un tiro y el elefante se levantó de nuevo sobre
las patas de atrás. Madison seguía fuertemente agarrada, pero la
bolsa de lona con las pinturas le golpeó el estómago y gritó, más de
sorpresa que de dolor. El lienzo que había pintado esa mañana y un
pellejo de agua salieron por el lateral.

El tigre volvió a gruñir; estaba mucho más cerca. Vijay disparó el rifle
y Bina se lanzó a la carrera por la jungla.

–¡Sahiba! – la voz de Vijay se volvía cada vez más lejana-. ¡Sahiba!

Bina seguía corriendo por la jungla, con Madison agarrada con


fuerza a la cesta y demasiado atónita para tener miedo. Levantó la
cabeza dos veces para intentar ver por dónde iba, pero desde la
altura de los árboles, todo parecía igual. Sólo sabía que no iban en
dirección al palacio.

Al fin Bina empezó a frenar y terminó parando. Madison se asomó a


mirarla por encima de la cesta; el animal parecía nervioso, pero se
consolaba metiéndose hojas de bambú en la boca.

La joven se apoyó en los cojines y miró el desastre que la rodeaba.


Las pinturas y pinceles estaban tirados por los divanes de seda y su
hermoso cuadro del Buda había desaparecido. Pero estaba ilesa y
rezó para que Vijay también lo estuviera.

Se frotó la parte de atrás de la espalda, que le dolía. Necesitaba ir al


baño, cosa que le ocurría cada vez más a menudo. Miró por el
lateral del elefante. ¿Cómo iba a bajar de allí? Había una escalera
pequeña de cuerda que Vijay bajaba en la jungla para ayudarla a
subir y bajar, pero eso era con Bina arrodillada.

Tomó la escalera y la lanzó hacia abajo, pero se quedó a casi dos


metros del suelo, más distancia de la que ella se atrevía a saltar en
su estado.

Después de un momento de duda, empezó a tirar los cojines del


palanquín justo debajo de la escalera y, cuando terminó, hizo lo
mismo con el pellejo de agua. Sabía que no podría volver a subir a
menos que convenciera a Bina de que se arrodillara, algo poco
probable.

Respiró hondo, se volvió y salió por el lateral de la cesta. La


escalera de cuerda se movió de un modo precario, pero se agarró
bien y, por suerte, Bina no se movió, contenta con masticar sus
hojas de bambú.

Cuando sus pies tocaron el escalón más bajo, los dejó en el aire y
se colgó de los brazos. Así consiguió bajar un par de escalones
más, hasta que sus manos ya no pudieron soportar su peso. Cerró
los ojos y se dejó caer.

Su aterrizaje fue sorprendentemente blando. Los pies tocaron el


suelo, se le doblaron las rodillas y cayó de costado encima de los
cojines. Se echó a reír de alivio, se levantó y se acercó a un árbol.
Después de responder la llamada de la naturaleza se sintió mucho
mejor. Transportó los cojines a la sombra de un árbol, tomó el pellejo
de agua y se sentó a esperar a Vijay o alguien del palacio.

–¿Ido? – gritó Jefford-. ¿Cómo que se ha ido? – Chura retrocedió


hasta un rincón de la estancia con la vista baja.

–Ido, señor. A pintar.

–¿Andando?

–Con la elefanta.

Jefford dio un puñetazo en una mesa y una caja pequeña de


madera cayó por el lateral y se rompió en el suelo. Las horquillas de
plata y marfil de Madison se esparcieron por el suelo.

Jefford sintió una opresión en el pecho. Sabía que Madison se había


ido a causa de Chantal; sabía que debía haberle enviado recado de
lo que ocurría, pero cuando velaba la agonía de Chantal no se le
había ocurrido.

–¡Maldita sea! – gruñó-. ¿Es que no puede confiar un poco en mí?

Se limpió la boca con amargura. Si le hubiera dado el beneficio de la


duda, todo podría haber sido distinto. Y ahora…

Entró sin llamar en los aposentos de su madre y la encontró sentada


sola en la cama, leyendo un libro que le había regalado el rajá. El
autor era un inglés nacido en Bombay; se llamaba Rudyard Kipling.

–¿Sabías que Madison ha salido del palacio? – preguntó Jefford.

Kendra dejó el libro en su regazo y lo miró preocupada.

–Claro que no. ¿Habéis peleado?


Jefford se pasó una mano por el pelo.

–No, no hemos peleado. No me ha dado ninguna oportunidad.

–No comprendo.

Él movió la cabeza.

–No te preocupes, la encontraré -la besó en la mejilla-. ¿Dónde está


el rajá?

–En su palacio. Vendrá enseguida.

Jefford salió de la estancia antes de que su madre terminara de


hablar.

Madison despertó con un dolor agudo en el abdomen, un dolor que


subía… y cesaba. Miró confusa a su alrededor y vio que se había
quedado dormida en los cojines.

Luchó por respirar, sobresaltada por la intensidad del dolor, y se


sujetó el vientre con las manos.

Se incorporó y vio que Bina se había marchado mientras dormía.


Sus ojos se llenaron de lágrimas y las secó con el dorso de la mano.

Salir a pintar había sido una estupidez. Su vientre se tensó y el dolor


la invadió de nuevo. Un líquido caliente bajó por sus piernas.

Se agarró al tronco del árbol y jadeó.


Capítulo 28

–¿Por dónde, Vijay? – preguntó Jefford con calma, arrodillado


delante del indio herido.

A menos de diez pies de él yacía el cuerpo de un tigre de Bengala


que medía más de dos metros de largo y pesaba más que dos
hombres juntos. Jefford y sus hombres acababan de encontrar al
indio, casi inconsciente por la pérdida de sangre. Contó que el tigre
lo había atacado, pero que había podido contenerlo con su rifle.

–Siento mucho lo ocurrido, señor -le dijo a Jefford.

–No te preocupes -repuso éste, con voz tranquila-. Tú no sabías que


yo no quería que saliera del palacio.

–El rajá me dijo que la señorita era mi nueva ama. Que la


obedeciera y protegiera.

–Y lo has hecho, ¿no? – señaló el tigre muerto con la cabeza-. No


has cedido al pánico y abandonado a mi esposa. Serás
recompensado por tu valor.

–No es necesario, señor. Sólo quiero ver a salvo a la señora.

Ojar se acercó en ese momento.

–Hemos encontrado esto.

Jefford tomó el cuadro de Buda que ella debía haber pintado esa
mañana. Movió la cabeza. Era muy bueno.

–¿Por dónde? – preguntó de nuevo a Vijay.


Él levantó la mano y señaló hacia el norte.

Jefford asintió.

–Ojar, envía a dos hombres por un palanquín y que lleven a Vijay al


palacio. Vamos a necesitar más hombres con antorchas si no la
encontramos pronto.

–Sí, señor.

–Yo voy a seguir a Bina. No puede ser muy difícil seguirle el rastro a
un elefante.

–¿Irá solo?

–Quiero que guardéis a este hombre herido y alguien tiene que


quedarse también aquí por si mi esposa encuentra el camino de
vuelta.

–Sí, señor.

Jefford tomó su rifle y echó a correr en la dirección del elefante.


Como sospechaba, el rastro no era difícil de seguir y no tardó
mucho en encontrar el lugar donde el elefante había parado.

Bina había desaparecido, pero enseguida vio un montón de cojines


rosas y azules debajo de un árbol.

Luchó contra el miedo que se apretaba en su pecho y se obligó a


examinar la zona en busca de pistas. Los cojines y el pellejo de
agua indicaban que ella había podido bajar de la elefanta y no había
vuelto a subir.

¿Por qué no había esperado allí? ¿Por qué se había marchado?


Tenía que haber sabido que él iría en su busca.
Vio una mancha oscura en uno de los cojines y se arrodilló a mirar
mejor.

Era sangre.

Madison oía los susurros de las mujeres. No comprendía la mayor


parte de lo que decían, pero sabía que las aldeanas intentaban
ayudarla.

Apretó los dientes al sentir el dolor de nuevo. Cerró los ojos con
fuerza y se agarró a los trapos atados a los lados de la cama. Contó
los segundos que faltaban para que pasara el espasmo.

El dolor se debilitó y respiró aliviada. Alguien le puso un paño


húmedo en la frente y otra persona le acercó un trozo de papaya a
los labios. Lo mordió.

Le palpitaba la espalda y tenía que hacer un esfuerzo consciente


por relajarse, sabedora de que el dolor regresaría en un momento y
de que tenía que conservar energías.

Su vientre se contrajo de nuevo y se mordió el labio inferior. Se juró


que, si sobrevivía a eso y su hijo nacía bien, cambiaría y pensaría
antes de actuar.

El dolor la invadió como una ola y tiró con fuerza de los trapos
atados a la cama. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Quería a Jefford
allí; necesitaba oír su voz tranquila y sentir su contacto. Si él
estuviera allí, se aseguraría de que su hijo naciera con vida. El los
protegería.

Jefford corría por la oscuridad, siguiendo un sendero estrecho que


tenía que llevar a una aldea. En la distancia veía el brillo de fuegos
para cocinar y olía a asado de cabra. En el lugar de los cojines no
había visto señales de lucha ni más sangre que las pocas manchas
que había encontrado en la tela mojada.

Había encontrado a Bina a menos de media milla de allí, masticando


alegremente brotes de bambú, pero ni rastro de Madison, aunque
sabía que debía estar cerca. Una mujer a punto de dar a luz no
podía ir muy lejos.

La lógica le decía que siguiera el camino de la aldea. Cerca de la


primera choza que vio encontró a un chico y le preguntó por su
esposa en un hindi bastante pobre.

El chico lo llevó a otra choza y llamó dentro. Apareció una india


mayor que olía a incienso. El chico habló con ella, que miró a Jefford
y asintió con la cabeza.

–¿Está dentro? – preguntó éste con el corazón latiéndole con


fuerza-. ¿Está herida? – se adelantó un paso y el chico extendió la
mano.

–No. Shea dice… -el chico se esforzaba por encontrar las palabras
exactas-. No ir. Viene niño.

–¿Niño? – murmuró Jefford-. ¿Está dando a luz?

Entró en la choza sin hacer caso de los gritos de la mujer.

Madison dio un respingo e intentó respirar en cuanto pasó la


contracción. Tenía la sensación de flotar entre dolores. Nada le
parecía ya real. La presencia de las mujeres a su alrededor se había
difuminado, sólo existía el niño y su prisa por salir al mundo.

–Quiero luz aquí -oyó decir.

Era una voz de hombre. La voz de Jefford.

–No la toquen. Quiero agua para lavarme las manos. ¡Agua!


¿Por qué quería agua?

Madison sintió que sus músculos se contraían de nuevo y se


preparó para el dolor. La presión era ya tan grande en el vientre que
casi esperaba los dolores con impaciencia.

Sintió que unas manos tocaban sus piernas desnudas.

–Madison -la voz de Jefford penetró en la niebla de dolor-. Madison -


le tomó la mano-. No sé qué puedo hacer, pero veo la cabeza.
Tienes que empujar.

La necesidad de empujar se volvió abrumadora y ella gritó de dolor


y el dolor de pronto desapareció. Pasó en un instante y oyó reír a
Jefford y después un llanto de niño. Sonrió, demasiado cansada
para abrir los ojos.

Lo siguiente que supo Madison fue que la cama se movía


rítmicamente. Estaba tumbada de espaldas y el dolor había
desaparecido. Oyó una especie de maullido y notó que procedía de
un bulto colocado a su lado en la cama.

Abrió los ojos y vio luces a su alrededor. Antorchas. Árboles que


pasaban. La transportaban en un palanquín con el niño en brazos.
Levantó la cabeza.

–Hola.

Jefford se inclinaba sobre ella.

–Estás despierta.

Madison sonrió.

–Niño o niña -susurró.


–Niño.

Ella sonrió.

–¿Decepcionado?

–No -él la besó-. Contento de que estéis los dos bien.

–¿Y Vijay?

–Se pondrá bien. Tiene arañazos serios, pero se curará.

–Le disparó al tigre -murmuró ella-. Bina salió corriendo.

–La hemos encontrado. Va de camino al palacio.

–A casa -suspiró ella.

–Sí, amor mío. Nos vamos a casa.

A la mañana siguiente, Madison despertó entre los cojines blandos


de su cama. Chura le llevó el niño, que mamó con ansia, y Madison
disfrutó un desayuno de estofado de cabra y fruta.

Cuando terminaron, Chura la ayudó a levantarse para que pudiera


lavarse y ponerse un camisón limpio. Acababa de volver a la cama,
donde dormía el niño, cuando entro Jefford.

–Es precioso, ¿verdad? – sonrió ella.

Él se acerco a la cama y Chura tomó la bandeja del desayuno y


salió de la estancia.

–Tómalo en brazos -murmuró Madison. Y Jefford así lo hizo,


sosteniéndolo como si fuera de porcelana y pudiera romperse.
–Necesita un nombre -murmuró ella.

–¿Alguna idea?

Madison negó con la cabeza.

–No. Es un niño, debe ponérselo su padre.

Jefford meció al niño contra su pecho.

–Lo pensaremos unos días -levantó la cabeza-. Madison, siento…

–No -lo interrumpió ella-. Soy yo la que debo disculparme. Estaba


celosa de Chantal, porque la has amado tanto tiempo y…

–No la he amado nunca. Si la hubiera amado, me habría casado con


ella.

Madison lo miró a los ojos.

–¿De verdad?

–El chico que vino ayer a buscarme me dijo que Chantal se moría.

–¿Se moría?

–Murió ayer por la mañana de una mordedura de cobra.

Los dos guardaron silencio un momento.

–Quiero que empecemos de nuevo -musitó él al fin-. Estamos


casados y tenemos un hijo y yo… -pareció que buscaba las palabras
exactas-. Y yo quiero ser bueno con los dos. No quiero que seas
infeliz por mi causa.

No decía que la amaba, pero Madison pensó que quizá eso podría
llegar con el tiempo.

–Yo quiero lo mismo -musitó.

–Entonces, ¿vamos a intentar hacerlo bien?

–Vamos a intentarlo -sonrió ella.


Capítulo 29

Seis semanas después del nacimiento del niño, Madison estaba de


pie en el andamio y añadía los últimos toques al mural de la cúpula
del salón de recibir. En la cesta del lomo de Bina había pintado a
William, su hijo, llamado así en honor del padre de Kendra, un niño
que tenía la piel morena de su padre y el pelo rubio y los ojos azules
de ella.

Miró su trabajo y sonrió complacida, aunque sabía que faltaba algo;


pero no se atrevía a añadir a Jefford.

En las últimas semanas, éste se había mostrado agradable y atento,


pero seguía durmiendo en el diván y no daba muestras de pasar a la
cama, aunque últimamente había empezado a coquetear con ella y
Madison había descubierto que disfrutaba del juego. Se había
recuperado ya del parto y pensaba cada vez más en él y su
matrimonio, pero no sabía qué hacer para cerrar la brecha que los
separaba.

Oyó que se abría la puerta principal y uno de los sirvientes invitaba


a entrar a alguien. Unos minutos después se oían pasos y aparecía
lord Thomblin, vestido impecablemente.

Madison bajó de la plataforma, complacida de ver al amigo de su tía,


pero sin sentir nada de la atracción de otro tiempo.

–Señora Harris, es un placer verla -Carlton le tomó la mano y se la


besó-. Debo decir que está usted radiante.

Ella sonrió agradablemente y retiró la mano.

–Me sorprende verlo. Me habían dicho que estaba en Bombay y no


sabía si podría asistir a la boda de George Rutherford.

Éste y la princesa Seghal se casarían dos semanas después allí, en


el Palacio de los Cuatro Vientos. Lady Moran había ofrecido su
hospitalidad porque la familia de la princesa vivía muy lejos. Una vez
casados, la pareja permanecería en el palacio, en unos aposentos
situados en el ala este.

La producción de índigo de Jefford aumentaba de tal modo que


George Rutherford se encargaba cada vez más de venderlo y
enviarlo a su destino. Aunque un día heredaría el título y el dinero
de su padre, era un joven que, como Jefford, no apreciaba la vida
tediosa de los nobles y estaba demostrando poseer una mente
excepcional para los negocios.

–Sí -carraspeó lord Thomblin-. Tenía negocios que me retenían en


Bombay, pero he podido escaparme y espero poder quedarme hasta
la boda.

–¿Se hospeda usted con los Rutherford?

–Sí, sí, desde luego -Thomblin movió la cabeza-. Debo decir de


nuevo que, a pesar de haber sido madre hace tan poco tiempo, está
usted increíblemente hermosa.

Ella frunció el ceño.

–Bien, me alegro de verlo -dijo con una sonrisa forzada-, pero tengo
que ir con mi hijo. Supongo que habrá venido a ver a lady Moran.

–Sí, por supuesto. Me han dicho que no se ha encontrado muy bien


y quería presentarle mis respetos.

Madison se apartó de él.

–Preguntaré si recibe todavía. Siéntese y alguien vendrá a buscarlo.


Pasó el recado a Maha y se dirigió a su habitación. Wills despertaba
en ese momento de la siesta, bajo la atenta vigilancia de Sevti, una
nieta de Maha. Madison dijo a la chica que podía retirarse y se sentó
en la cama a dar de mamar al niño. Cuando éste volvió a quedarse
dormido, abrió un libro y se puso a leer.

Poco después entró Jefíbrd.

–No olvides que esta noche viene a cenar el príncipe Omparkash, el


primo del rajá -le recordó-. Sus contactos con los mercaderes de
Bombay pueden ser vitales para la venta del índigo. Ha oído que
eres artista y tiene mucho interés en conocerte. Cenaremos en el
comedor principal y el rajá nos acompañará.

Madison se levantó de la cama.

–¿Crees que tu madre podrá…? – se interrumpió al ver la cara de


él. La angustia que se reflejaba en ella hizo que deseara acercarse
a abrazarlo-. No, supongo que no -intentó mostrarse animosa-. Pero
tendrá un buen día. Lord Thomblin ha venido a verla.

–¿Thomblin ha vuelto a aparecer? – Jefford se sacó la camisa por la


cabeza-. Hace meses que no lo veíamos.

–Estaba en Bombay.

–Sí, bueno, tú lo sabrás mejor.

Madison contuvo la lengua, ya que no quería discutir con él.

–Nos vemos esta noche -dijo, cuando él salía ya por la puerta.

Jefford se despidió con la mano y se alejó.

Cuando volvió Sevti, Madison decidió ir a las habitaciones que


ocuparían George y Sashi después de la boda. Quizá podía pintar
un mural en una de las paredes y ofrecérselo como regalo. Le había
prometido a Sashi que decorarían las habitaciones juntas cuando se
casara.

Jefford, vestido con un kurta azul, se llevó el vaso a la boca con la


mirada clavada en la puerta de doble arco. Había escoltado al rajá y
a su primo desde el palacio del primero y habían paseado después
por el jardín hablando de negocios. El primo de su padre también se
había educado en Inglaterra y hablaba bien inglés, además de
francés, hindi, sánscrito clásico, árabe y alemán. Al ver que Madison
no había aparecido aún media hora después de la asignada para la
cena, había enviado recado a sus habitaciones de que la esperaban
y ordenado a los sirvientes que empezaran la cena sirviendo fruta,
nueces y vino.

–¿Dijo que su esposa se reuniría con nosotros? – preguntó el


príncipe Omparkash.

–Sí -repuso Jefford, avergonzado y enfadado-. Estoy seguro de que


acabará por aparecer.

–¡Mujeres! – intervino el rajá.

Los hombres sonrieron y Jefford miró de nuevo la puerta. Los


sirvientes entraban ya con las bandejas de plata y oro de los
segundos platos. Los músicos, instalados justo en la salida de las
puertas al jardín, tocaban melodías suaves. Era una velada perfecta,
excepto por el hecho de que su esposa no se había molestado en
presentarse.

Jefford dobló su servilleta de seda y la dejó al lado del plato.

–Si me disculpan, caballeros, creo que voy en busca de mi esposa.


No sé por qué tarda tanto.

Indicó que sirvieran más vino a los dos hombres y salió del comedor.
Entró en sus habitaciones y se encontró a Sevti tumbada al lado de
Wills en unos cojines en el suelo, charlando con el niño. Ella se
levantó en el acto y se tapó la cara con el velo.

–¿Dónde está mi esposa?

–No lo sé, señor.

–¿Cómo que no lo sabes?

–Sé que está en el palacio -contestó la chica a punto de llorar-, pero


no sé dónde.

–No comprendo. Sabía que tenemos invitados a cenar.

–Sí, señor. Ha dicho que volvería a bañarse y vestirse, pero no ha


vuelto todavía.

Él hizo una mueca. ¿Dónde demonios estaba?

Thomblin había ido ese día de visita después de meses sin verlo.
Jefford sabía que ella se había creído enamorada de él en el pasado
y no pudo evitar preguntarse si aquel villano tendría algo que ver
con la desaparición de su esposa.

Miró a la niñera.

–¿Por qué sabes que está en el palacio?

–Porque tiene que alimentar al niño.

–¿Cuándo?

Sevti movió la cabeza.

–No lo sé. Cuando tenga hambre. Las madres saben cuándo tiene
hambre el niño.
Jefford hizo una mueca.

–Bien. Si aparece, dile que la estamos esperando en el comedor.

–Sí, señor.

Él echó a andar por el pasillo, preguntando a todos los sirvientes


que veía dónde estaba su esposa, pero ninguno parecía saberlo.
Hasta que tropezó con un niño que llevaba unas telas manchadas
de pintura.

–¡Eh, niño! ¿Adonde vas con eso?

–La señorita Madison -sonrió él-. Me ha dicho que las lleve y me


pintará en el cuadro.

–¿De veras? Pues deja que se las lleve, yo se lo recordaré. ¿Cómo


quieres que te pinte? ¿Como un guerrero Feroz?

–Quiero ser profesor.

–De acuerdo, profesor, pues -Jefford le revolvió el pelo-. ¿Dónde


está la señorita Madison?

–En las habitaciones del este.

Jefford se hallaba a mitad de camino del pasillo siguiente cuando


oyó la voz de su padre.

–Ahí está.

Se detuvo y esperó a que lo alcanzaran el rajá y el príncipe.

–Siento tardar tanto. Al parecer, mi esposa está trabajando y


seguramente ha perdido la noción del tiempo. Pueden empezar a
comer, no tardaremos.
–¡Tonterías! – declaró el príncipe, que a diferencia del rajá y Jefford
vestía ropa occidental y llevaba un bastón de mango de plata-. Me
gustaría ver más de su trabajo. El mural del vestíbulo es exquisito.

Jefford sonrió con aire tenso.

–Por aquí, señor -indicó con la mano.

Los tres hombres siguieron el pasillo lavanda y después el amarillo


hasta las habitaciones que serían de George y Sashi después de la
boda.

Cuando Jefford abrió la puerta, el olor a pintura asaltó de inmediato


su olfato. Y cuando vio a Madison subida precariamente a una
escalera, vestida con una bata manchada de pintura y el pelo
revuelto y salido del moño, olvidó la presencia de sus invitados y
gritó:

–¿Qué demonios haces aquí? Llegas tarde.

Ella lo miró sorprendida. Apretó los labios con irritación.

–¿Tarde para qué? – preguntó entre dientes.


Capítulo 30

–Tarde para atender a nuestros invitados -replicó Jefford.

Madison vio entonces al rajá y al hombre indio vestido con un traje


verde oscuro.

–Rajá -bajó la escalera y dejó el pincel en la mano que había


extendido su marido para ayudarla-. Príncipe, es un placer
conocerlo. Por favor, acepten mis disculpas por el retraso. He
empezado hoy este trabajo y me temo que el tiempo ha pasado
volando -se echó a reír.

Los dos indios rieron con ella.

–Por favor, no se disculpe, señora Harris -dijo el príncipe-. Es un


gran honor conocer a una artista como usted y además tan bella.

Tomó la mano manchada de pintura de ella y se la llevó a los labios.


Jefford creyó que iba a explotar.

–Permitan que les enseñe lo que he hecho y después iré a


cambiarme y nos veremos en el comedor -Madison señaló la pared
que acababa de preparar para un mural-. ¿Conocen la estatua de
Buda que hay a unas millas de aquí?

–Sí -exclamó el príncipe-. Y esto será el Buda; se ve el contorno.


Debo decir, señora Harris, que he estado en París y visto el trabajo
de los grandes maestros, pero el suyo tiene una profundidad…

–Si me disculpan, caballeros -lo interrumpió Jefford-, tengo un


asunto urgente que atender y nos veremos en el comedor dentro de
un momento.
–¿Qué opina de este color, príncipe? – preguntó Madison, sin hacer
ningún caso a su marido-. Hay tantos verdes que es imposible
captarlos todos. Le falta reflejo, ¿verdad?

–¿Cómo te atreves a traerlos a mi estudio sin consultarme antes? –


gritó Madison en cuanto Jefford y ella entraron en sus aposentos
después de la cena con el rajá y el príncipe-. Ha sido una
desconsideración por tu parte.

–¿Cómo te atreves tú a no presentarte a una cena con el príncipe


Omparkash después de que te dijera lo importante que puede ser su
influencia para nuestras plantaciones de índigo?

–No sabía qué hora era -repuso ella.

Sevti se acercó a ellos con cautela.

–El joven amo duerme -musitó.

–Gracias, Sevti. ¿Te importa llevarlo un rato a la cuna de tu


habitación? Yo iré a buscarlo luego -miró a Jefford, que se quitaba
las botas malhumorado-. Sólo tenías que enviar a buscarme.

–Nadie sabía dónde estabas.

–Estaba trabajando.

–Pues quizá deberías trabajar menos y cumplir más con tu deber de


esposa y madre.

–¡Cómo te atreves! Yo no descuido a Wills. ¿Y quieres que me pase


el día aquí sentada por si tú me necesitas? Espera un momento.
¿Quieres también que me ponga el velo para que tú seas el único
que me vea la cara?
–¿Y a quién tienes tantas ganas de mostrársela?

Madison dio un respingo.

–¿Qué quieres decir con eso?

Él se quitó el kurta y lo arrojó en la cama.

–Que si quieres que te libere de tus votos matrimoniales, sólo tienes


que pedirlo.

–¿Liberarme de mis votos? – repitió ella-. ¿Cuándo he dicho yo…?

–Quítate el brazalete que te puse en el tobillo como una promesa a


ti y te liberaré -explotó él-. Podrás volver a Inglaterra si quieres.
Divorciarte de mí, casarte con Thomblin o hacer lo que quieras, lo
que te haga feliz porque, por encima de todo, yo quiero hacerte feliz.

Madison lo miró un momento, tan horrorizada que no podía


reaccionar. ¿Quería divorciarse de ella? Un sollozo subió por su
garganta y se volvió, tan afectada que sentía náuseas.

Llamaron en la puerta exterior.

-Sahib.

Era Maha, y a Madison se le encogió el corazón de miedo. Maha


nunca iba allí, siempre enviaba a otros sirvientes.

–¿Sí? – Jefford corrió a la puerta.

–Señor Jefford -dijo ella con suavidad-. Tiene que venir. Su madre
está… -soltó un gritito de angustia.

Madison cerró los ojos y las lágrimas rodaron por sus mejillas.
Jefford volvió a la estancia y buscó una camisa limpia en el baúl. Su
madre se moría.
Se volvió a mirarla descalzo.

–¿Vienes?

–Sí -ella se estremeció, a punto de derrumbarse-. Iré enseguida. Ve


tú delante.

Jefford salió y ella se dejó caer de rodillas y empezó a sollozar. El


mundo se hundía a su alrededor. Su marido le había dicho que
quería divorciarse y ahora su tía, la única persona en el mundo que
la amaba tal y como era, se moría. Enterró la cara en las manos.

Una mano en el hombro le causó un sobresalto.

Se volvió y vio a un hombre grande de piel oscura al que no


conocía.

–¿Qué…?

Él se colocó de rodillas detrás de ella, le tapó la boca con la mano y


la tomó en brazos.

Madison intentó gritar. Le dio una patada y él gritó y cayó hacia


atrás. Ella se lanzó hacía delante y golpeó el suelo. Intentó gritar de
nuevo, pero no podía respirar. Se agarró al borde de la cama y trató
de levantarse, pero el hombre la sujetó por el tobillo. Lo golpeó con
el otro pie, pero él era muy fuerte para ella.

–¡Tráela enseguida! – dijo una voz suave desde las puertas del
jardín-. Ya te he dicho que no tendríamos mucho tiempo.

Ella conocía aquella voz…

Su atacante la empujó de espaldas y la arrastró hacia él; Madison le


dio otra patada y él le agarró el tobillo y se lo retorció. El brazalete
de ella se rompió en el proceso y cayó sobre la cama.
–¡No! – gritó.

El hombre le dio la vuelta y le puso un trapo en la boca. Después le


tapó la cabeza con una bolsa de tela.

–Por favor -murmuró ella, contra la tela sucia.

Jefford sostenía la mano de su madre y miraba la puerta por


enésima vez.

–No sé por qué tarda tanto -murmuró.

Le avergonzaba que Madison no acudiera al lecho de muerte de su


madre, que permitiera que su padre y los sirvientes vieran esa falta
de respeto hacia él. Peor aún, se sentía herido. Su negativa a ir allí
en aquel momento por una pelea estúpida le dolía físicamente en el
pecho.

Sólo quería que Madison lo amara un poco. Que le diera un pedazo


de su corazón y se entregaría a ella para siempre. Pero ella estaba
demostrando ser la niña mimada que había pensado que era en
Londres.

–¿Quizá deberías ir a ver si esta bien? – sugirió el rajá con


gentileza-. Todavía no nos va a dejar. Ve.

Jefford se levantó despacio de la silla de madera. Iría, se disculparía


por su furia infundada… por sus celos. Y no de Thomblin, sino de su
pintura, de que tuviera algo aparte de Wills y él y de que a él, quizá,
pronto no le quedara nada.

Al llegar a la puerta, se volvió a mirar una vez más. El rajá había


ocupado su silla y se inclinaba sobre Kendra, a la que susurraba
palabras tiernas.
Jefford se dirigió a sus aposentos con el corazón pesado.

–Madison -llamó-. Por favor, necesito que… -se detuvo.

La estancia estaba como la había dejado casi dos horas atrás. Ardía
la misma lámpara, la tapa del baúl seguía abierta y las cortinas se
movían con la brisa del jardín. Hasta la cama estaba hecha. Sus
ojos se posaron en el brazalete del tobillo de Madison. Se lo había
quitado. Lo había dejado.

–¡Suéltame, hijo de perra! – Madison intentaba soltarse las ligaduras


que le ataban las muñecas y tobillos. Estaba muy oscuro, pero al
menos le habían quitado la tela de la boca. Estaba dentro de un
palanquín que transportaban cuatro hombres corriendo. De vez en
cuando oía la voz de Thomblin que daba órdenes.

–¿Me has oído, Thomblin? No te saldrás con la tuya. Mi esposo


vendrá en mi busca.

Estaba aterrorizada. Había oído a Carlton hablar de la «venta» y de


la «mujer blanca» al hombre grande que la había sacado de sus
habitaciones. Thomblin quería venderla y, por su modo de hablar, no
era la primera vez que secuestraba a una mujer. Comprendió con
horror que seguramente había secuestrado también a Alice.

–Jefford vendrá a buscarme y te matará -gritó-. Sabes que con él no


habrá un juicio, ¿verdad? Estamos en el distrito del rajá. Jefford te
atará a unas estacas clavadas en el suelo de la jungla y te dejará
como cebo para los tigres.

–Alguien debería hacerla callar -murmuró Thomblin muy cerca.

Hubo otra voz, pero Madison no consiguió entender lo que decía.

–¡Me da igual! – gritó Thomblin-. Mientras siga viva cuando


hagamos la transacción… ¡Haz que se calle!
Jefford se acercó a la cama y tomó el brazalete con un nudo en la
garganta. Aquélla era la respuesta de Madison. Y ni siquiera había
tenido la decencia de abrir el broche. En su prisa por quitárselo,
había roto el brazalete.

Se asomó al cuarto de Sevti, donde dormían tanto ella como Wills.


Al menos Madison había tenido el sentido común de dejar al niño
allí. Sin duda sabía que él jamás le permitiría llevarse a su hijo.
Apretó el picaporte con fuerza. ¿Pero cómo era posible? Podía
entender que Madison lo dejara a él, ¿pero al niño?

Cerró la puerta con cuidado y se apoyó en ella. ¿Cómo podía perder


a las dos el mismo día? Su madre, al menos, iría con Dios, ¿pero su
esposa? ¿Había huido con Thomblin? ¿Lo habían planeado con
anterioridad? ¿Habían decidido que ella se quedaría allí hasta que
naciera el niño y después se iría con él?

Volvió al cuarto de su madre como en una nube. Maha lo recibió en


la puerta.

–Está despierta y pregunta por usted.

–Gracias -susurró él.

El rajá seguía sentado al lado de la cama, pero se cambió de silla al


verlo entrar.

–Madre.

–¡Oh, por favor! – gruñó ella. Su voz era débil, pero poseía todavía
el espíritu con el que siempre había vivido-. Nunca me has llamado
madre en vida, así que no empieces ahora. Es insultante.

Él se sentó a su lado y ella cerró los ojos, pero no le soltó la mano.


–¿Dónde está Madison?

Jefford no se atrevió a mirarla.

Kendra abrió los ojos.

–¿Jefford?

No quería decírselo, no quería hacerle daño. Pero siempre habían


sido sinceros entre ellos y no se decidió a mentir.

–Se ha ido -susurró.

–¿Pero qué tontería dices?

El rajá se echó hacia delante en su silla.

–Madison me ha dejado. Ha dejado a Wills -Jefford respiró con


fuerza-. Creo… creo que se ha ido con Thomblin.

–¡Oh, sandeces! – exclamó su madre-. ¿Por qué se iba a ir con ese


pervertido? Te ama a ti.

–No me ama.

Kendra suspiró.

–¿Por qué piensas que te ha dejado?

El levantó el brazalete que llevaba todavía en la mano.

–Se ha quitado el brazalete que le di a juego con el mío. Era… un


símbolo de nuestra unión.

El rajá se puso las gafas y observó la joya.

–Está roto -dijo-, no quitado.


–Sí. Supongo que lo ha roto y lo ha tirado en la cama.

El rajá miró a su esposa.

–¿Ella haría eso? ¿Dejar a su marido?

–Jamás -repuso Kendra con firmeza.

–¿Dónde está el niño? – preguntó el rajá.

–Duerme con su niñera.

–Madison jamás dejaría a Wills -lady Moran intentó incorporarse-.


Tushar, tengo miedo de que le haya ocurrido algo terrible a mi
sobrina -sus últimas palabras eran muy jadeantes y terminaron en
un ataque de tos.

Jefford se levantó en el acto.

–Tushar -dijo su madre-. Por favor, si mi hijo no se da cuenta de que


a Madison le ha pasado algo y sale en su busca, ¿lo harás tú?

–Por supuesto, mi amor -el rajá le apretó la mano y le besó los


labios secos-. La encontraré y te la traeré a casa.

Kendra asintió con la cabeza y pareció relajarse. El rajá tiro de la


manga de su hijo y salió con él de la habitación.

–No es mi intención entrometerme entre tu esposa y tú -le dijo-,


cada uno debe encontrar su propia felicidad. Pero estoy de acuerdo
con Kendra. Madison jamás se iría así, con su tía a punto de dejar
este mundo.

Jefford apartó la vista. Tenían razón. No tenía sentido. ¿Por qué se


iba a ir esa noche, sabiendo que Kendra podía no llegar al
amanecer? Y la idea de que abandonara a Wills no lo convencía. Se
le erizó el vello de la nuca. En los últimos cuatro meses habían
desaparecido dos inglesas más en la zona aparte de Alice.

Pensó en las mujeres desaparecidas en Jamaica. No eran inglesas,


pero tampoco habían vuelto a saber nada de ellas.

¿Qué tenían en común todas esas mujeres?

¿Thomblin?

Jefford conocía las depravaciones sexuales, de Carlton. ¿Estaban


relacionadas con la desaparición de las mujeres?

–Hijo mío -dijo el rajá con gentileza-. Hay que ir en su busca.


Enviaré a un mensajero a buscar soldados a mi palacio.

–Sí -murmuró Jefford, mareado de miedo-. Tenemos que


encontrarla.
Capítulo 31

Madison recuperó el conocimiento y oyó el ruido de un trueno.


Alguien le había golpeado la cabeza y dejado inconsciente. No
sabía cuánto tiempo había pasado desde entonces.

Seguía habiendo oscuridad, pero el palanquín no se movía ya.


Seguía teniendo las manos y pies atados. Se echó a un lado e
intentó abrir la cortina del palanquín con la barbilla. Había dos
antorchas que iluminaban la noche.

La voz de Thomblin era un murmullo seco.

–Tendrás tu dinero, Abdul. Y ahora diles a esos hombres que sigan.


No podemos permanecer más tiempo aquí. ¿Sabes lo que os harán
los soldados del rajá si os encuentran con ella?

Madison empezó a mover los pies adelante y atrás. Moviendo así


los pies y estirando los dedos como una bailarina, consiguió
empezar a sacarlos de la tela que los ataba.

–¿Qué ha sido eso? – oyó preguntar a Thomblin-. Prepara el rifle e


investígalo. Si ves algo o a alguien, dispara.

Uno de los hombres respondió en hindi.

–¡Jesús, Abdul! Diles que se muevan -gritó Thomblin-. Díselo o te


vuelo los sesos.

Madison separó otra vez la cortina. Detrás de él había algo que


creyó reconocer. Una silueta.

Contuvo el aliento. Sabía dónde estaba; en el lugar del Buda caído.


Si conseguía soltarse, podría correr hasta casa, aunque estuviera
descalza.

Frotó los pies adelante y atrás aún más deprisa. Dolía, pero sólo
quería escapar. Wills la necesitaba. Su tía se moría. No podía dejar
que se fuera sin despedirse.

Se oyó un disparo.

–¡Coged a la mujer! – ordenó Thomblin-. ¡Vamos!

Madison levantó los hombros para darse impulso y rodó de lado a


través de la cortina del palanquín, hasta el suelo. Cayó con un golpe
sordo, pero las ligaduras de sus pies se soltaron. Se levantó y echó
a correr a través de la oscuridad.

–¡Se ha ido!

–¿Ido? Está atada -replicó Thomblin- No puede haberse ido.

Madison, con las manos atadas todavía, llegó hasta la estatua de


Buda.

–¡Ahí está! ¡Alcánzala, Abdul!

Jefford se acurrucó para recargar el Winchester de repetición. Dos


disparos más pasaron por encima de su cabeza, alterando la
tranquilidad del Buda tumbado.

–Madison -gritó.

–Jefford!

¡Estaba viva!

–Jefford, ayúdame -gritó ella-. Es Thomblin. También se llevó a


Alice.

–¡Alcanzadla! – oyó gritar a Thomblin en la oscuridad.

–¡Madison, tírate al suelo! Voy a disparar -gritó él.

Una sombra se lanzó sobre ella desde las enredaderas y la joven


soltó un aullido. A Jefford le dio un vuelco el corazón y volvió la
cabeza para mirar a Ojar.

El indio asintió con solemnidad. Le cubriría las espaldas mientras


viviera.

Jefford saltó de detrás de un helecho gigante. A pesar de la


oscuridad, podía ver a Madison, con el cabello rubio flotando a su
alrededor. Luchaba con un hombre moreno y alto de piel oscura.

–¡Suélteme! – gritó ella-. ¡Suélteme!

–Suéltala -ordenó Jefford-. Suéltala y te daré una oportunidad de


huir antes de disparar. Si no la sueltas, te vuelo la cabeza aquí
mismo.

–¿Y correr el riesgo de matarla a ella? – gritó Thomblin desde su


escondite.

Un disparó surgió de detrás de un tronco y pasó por encima de la


cabeza de Jefford. Otro salió de detrás del Buda de granito.
Seguramente era uno de los hombres que Thomblin había enviado a
la jungla.

Jefford se agachó.

–Prefiero matarla que dejarla ir a donde tú la llevarías.

–Pagan muy bien por las mujeres blancas. Tú eres hombre de


negocios, Harris. Deberías entenderlo.
Jefford examinó la línea oscura de la jungla, rota sólo por las hojas
enormes y los troncos de árboles que parecían escalar hacia el cielo
por encima de su cabeza.

Sonó otro disparo detrás de él, esa vez de Ojar. Había tres hombres
muertos y otro, herido por Ojar, se había internado en la jungla.
Según sus cálculos, sólo quedaban Thomblin y el hombre que
sujetaba a Madison.

El hombre intentó dar la vuelta a Madison para cargarla, pero ella se


agarró a una enredadera que colgaba delante de la cara del Buda y
empujó su cuerpo en dirección opuesta. La luz de la luna iluminó en
ese instante la cabeza del hombre y Jefford no vaciló.

Sintió el retroceso del rifle en el brazo, oyó el disparó y olió la


pólvora quemada. Oyó golpear la bala y partirse la carne y el hueso.

Madison gritó, pero él sabía que su puntería era buena y no era la


sangre de su esposa la que salpicaba el rostro de piedra del Buda.

Jefford corrió hacia ella entre la maleza.

–¡Jefford! – grito ella; se dejó caer a la izquierda, lejos del hombre


muerto.

–Madison. ¿Estás bien?

–Sí -se tambaleó hacia él-. Thomblin. ¡Él se llevó a Alice!

Jefford oyó que alguien corría ciegamente entre la maleza. Tenía


que ser Thomblin.

–¡Ojar! – llamó.

–Sí, sahib.
Ojar pasó volando a su lado.

–Lo quiero vivo -ladró Jefford. Apretó a Madison contra su pecho y


le cortó las ligaduras de las muñecas con su navaja.

Ojar acababa de desaparecer en la oscuridad detrás de la estatua


cuando se oyó un tiro de pistola.

–¿Ojar?

Madison temblaba entera, pero él sabía que estaba ilesa.

–No he sido yo, señor -gritó Ojar desde la oscuridad.

–No, he sido yo -Thomblin apareció con una pistola en la mano. Les


apuntó y Jefford empujó a Madison al suelo y se lanzó en dirección
contraria. No apretó el gatillo porque sabía que estaba sin munición.

La pistola de Thomblin disparó y Madison lanzó un grito. Thomblin


cayó a suelo.

Ojar apareció entre la maleza, con el rifle preparado; se detuvo en


seco.

–Se ha quitado la vida -musitó con desdén-. Cobarde.

Madison se incorporó de rodillas, tapándose el rostro con las manos,


y Jefford gateó hasta ella y la abrazó.

De pronto se vieron rodeados por ruidos de hombres que se


acercaban desde todas las direcciones.

–¿Quién…? – preguntó la joven.

–Son los soldados de mi padre -le explicó él-. Han oído los disparos.

Madison enterró el rostro en su camisa.


–¿Tu madre? – susurró.

Jefford la apartó para mirarla a los ojos, que estaban llenos de


lágrimas.

–Tenemos que volver deprisa si queremos verla viva.

La muerte de lady Moran no fue para nada como Madison había


temido. Después de amamantar a Wills, se reunió con Jefford y el
rajá al lado del lecho de su tía. No había lágrimas ni lamentos. Por
primera vez en meses, la mujer a la que Madison había llegado a
querer tanto no parecía sufrir.

Kendra abrió varias veces los ojos y sonrió.

–Madison -susurró una de esas veces.

La joven le tomó la mano y se la llevó a los labios.

–Estoy aquí.

–¡Vaya aventura que hemos tenido este año!

Madison soltó una risita y reprimió un sollozo.

–Una gran aventura.

–Tú fuiste un regalo para mí -siguió la mujer-. Trajiste mucha luz a


mi vida. A la vida de mi hijo.

–Tía Kendra…

–Calla -murmuró la mujer-. Lo sé. Lo sé. ¿Jefford?

–Aquí -él le tomó la mano que sostenía Madison-. Quiero que sepas
que te quiero -dijo con voz emocionada.

–Lo sé -sonrió la mujer-. Prométeme que cuidarás de mi Madison.

–Lo prometo.

–Sed felices. Y ahora pásame a mi Tushar -murmuró Kendra.

Jefford la besó en la mejilla y se apartó con Madison para dar algo


de intimidad a sus padres.

Se quedaron en las sombras de la habitación, sin tocarse, y la joven


sentía que él se alejaba de ella a cada momento que pasaba.

Casi enseguida les llegó la voz del rajá.

–Ha muerto.

Las lágrimas bajaron por las mejillas de Madison. Miró a Jefford y,


aunque no lloraba, la tristeza de su rostro resultaba más difícil de
soportar que la pérdida que acababa de producirse.

–Lo siento -susurró ella, que deseaba acompañarlo en su dolor pero


sentía que sus atenciones podían no ser bien recibidas.

–Gracias -dijo él, con las manos a los costados-. Y ahora que ella ha
muerto, quiero que sepas que te libero de tu matrimonio.

–¿Qué? – gritó ella, sorprendida.

–Sé que no querías casarte conmigo y aunque Thomblin no fuera tu


objetivo, eso no significa que lo fuera yo.

Madison se sentía mareada. Quería librarse de ella. Ahora que su


madre ya no estaba, ahora que había cumplido su deber para con
ella, ya no la quería.
–Jefford…

Él levantó una mano.

–Escúchame un momento. No te quitaré a Wills, no podría.


Podemos vivir como tú decidas. Puedo instalarme en casa de mi
padre y así veré a Wills todos los días. Pondré este palacio a tu
nombre para que algún día pase a él.

Madison tenía el corazón roto por la muerte de su tía y ahora los


pedazos caían al suelo y Jefford los aplastaba bajo su bota. No la
amaba; nunca la había amado. Se había casado con ella por su
madre y ahora que Kendra ya no estaba, no quería seguir con la
farsa.

Oyó un trueno fuera. Lady Moran había ordenado que abrieran las
ventanas para poder oler la lluvia y ahora las gotas caían más
deprisa, con más fuerza.

–Sí -susurró, con el pecho oprimido por la rabia de que la tratara


así-. Puedes divorciarte de mí. Haz lo que quieras.

Salió de la estancia incapaz de mirarlo y, en el pasillo rosa, miró el


cielo azul pintado en la cúpula. Estaba demasiado destrozada para
llorar, demasiado enfadada para romper algo. En sus habitaciones
se tumbó en la cama con el rostro vuelto para oír la lluvia. La lluvia
del monzón.

Madison se colocó de lado para mirar la lluvia que caía a cántaros.


Casi amanecía ya y el jardín se veía muy hermoso a pesar del agua.

Un movimiento fuera atrajo su atención y enseguida reconoció la


silueta.

Reprimió un sollozo y observó a Jefford sentarse en un banco de


piedra, cubrirse el rostro con las manos y echarse a llorar.
Pensó que Jefford no tenía que estar solo en ese momento.

¿Pero acaso lo sabía? ¿Sabía que lo amaba? ¿Que si le daba


aunque fuera un poco, ella podía darle mucho?

Se incorporó de pronto en la cama. ¿Y si él no sabía lo que sentía


ella? No se lo había dicho nunca.

Se secó las lágrimas apresuradamente y saltó de la cama. Avanzó


hacia las puertas abiertas del jardín. Tenía que decírselo, aunque le
diera la espalda; aunque él no la amara, no pudiera amarla nunca,
ella tenía que decírselo.

Salió a la lluvia.

–¡Jefford!

Él se levantó del banco.

Ella se acercó a él, con sus lágrimas mezclándose con la lluvia.

–Jefford, te amo -dijo cuando llegó a su altura-. Y aunque tú no me


ames, por favor, no te divorcies de mí.

El la abrazó con fuerza.

–¿Aunque no te ame? ¿Cómo podría no amarte? Te amo desde el


día que entré por la ventana de tu estudio.

El calor de sus brazos penetraba el frío de la lluvia y la niebla de la


mente de ella. Se apartó un poco para mirarlo a los ojos.

–¿Me amas? – estuvo a punto de echarse a reír de felicidad-. ¿Por


qué no me lo has dicho nunca?

–No lo sé -la risa que salió de labios de él fue casi un grito-. Tenía
miedo. Pensaba que tú no podrías amarme. Una mujer tan hermosa,
tan inteligente y tan terca como tú.

La tomó en brazos y volvió a reír, ahora con más fuerza.

–¡Me ama! – gritó ella. Levantó la cabeza a la lluvia.

–He sido un tonto -dijo él-. Perdona.

–Yo también -musitó ella-. Perdóname tú.

–Nos perdonaremos los dos -Jefford la estrechó contra sí-. Te amo.


Te amaré siempre, te lo juro.

–No necesito promesas -murmuró ella-. Sólo ámame ahora.

Jefford la levantó en vilo y entró con ella en la habitación y en su


nueva vida juntos.
Epilogo

Tres años después

–¡Wills! – llamó Madison, que seguía el sendero del jardín. Encontró


primero una sandalia, después otra y al fin un rastro de ropa por la
hierba-. ¿Dónde estás?

La tigresa Rani gruñó juguetona y Madison siguió el sonido entre la


maleza.

–Si vamos a jugar al escondite, sabes que tienes que avisarme


antes.

Oyó la risa de su hijo. La tigresa blanca gruñó y después ronroneó.


Estaban ya muy cerca.

–¿Dónde me escondería yo si fuera un niño pequeño y una tigresa


grande y quisiera huir de mi madre para no tener que echarme la
siesta?

Oyó otra risa y el murmullo de una voz profunda de hombre.

Un árbol de flores blancas se movió de un modo antinatural cerca de


ella y Madison levantó la vista. En el árbol, por encima de su
cabeza, estaba Wills sentado en una rama, desnudo y moviendo las
piernas adelante y atrás. Tenía el pelo mojado y el cuerpo brillante
por el agua. Era evidente que había estado jugando en una de las
fuentes de piedra del jardín.

–¡Wills! – gritó ella, intentando que no se le notara el miedo-. ¿Cómo


has subido ahí?
La tigresa salió con languidez de los matorrales detrás del árbol y se
tumbó al sol en el sendero de piedra.

Wills se echó a reír y miró encima de su cabeza.

Madison siguió su mirada. Jefford estaba sentado en una rama,


varios pies por encima de él, vestido sólo con un par de pantalones.

–¡Jefford! – gritó con indignación-. ¡Bajad los dos de ahí


inmediatamente!

Wills se echó a reír y Jefford se dejó caer del árbol y aterrizó de pie
al lado de su esposa. Hizo una seña y el niño se lanzó a sus brazos
sin dudarlo.

–¿Princesa? – llamó Sevti, que corría hacia ellos por el sendero.

Madison miró a su hijo.

–Vete con Sevty -le ordenó, con su mejor voz de madre-. Tienes que
dormir un rato si quieres estar levantado para la fiesta de esta
noche.

–¿Habrá monos? – preguntó el niño, con los ojos muy abiertos.

–Creo que sí.

El niño se echó a reír y se alejó bailando de la mano de su niñera.

Madison los observó irse y pensó en lo extraño que le resultaba


todavía que la llamaran princesa y a Jefford rajá. Habían ocurrido
tantas cosas desde que saliera de Londres que su vida anterior ya
no le parecía real.

Después de la muerte de Kendra, el rajá había empezado a


preparar a su hijo para que ocupara su puesto a su muerte. Y
cuando murió mientras dormía sólo un año después de la muerte de
su esposa, Madison estaba segura de que había muerto de tristeza
y sabiendo que dejaba a su gente en las manos capaces de su hijo.

Jefford y ella habían decidido seguir viviendo en el Palacio de los


Cuatro Vientos, porque les recordaba a Kendra. El palacio del rajá
albergaba ahora las oficinas de gobierno, así como una escuela y un
hospital pequeño. Jefford había dejado casi todos los negocios de la
plantación en manos de George, que vivía todavía en el ala este con
Sashi y la pequeña Alice, llamada así en honor de su tía
desaparecida.

Lord Thomblin llevaba tres años muerto y había paz en el distrito,


sin miedo a que secuestraran a las mujeres. Después de la muerte
de Thomblin, el rajá y Jefford habían investigado sus crímenes. Por
desgracia, no habían podido encontrar a Alice, pero habían acabado
con la banda de traficantes de mujeres y metido en la cárcel a más
de una docena de hombres, entre ellos algunos oficiales británicos
de alto rango.

Madison miró a su esposo y sonrió. Sabía que era una auténtica


bendición haber encontrado un hombre con el que compartir su vida,
un hombre que la amaba tanto como ella a él. Jefford la besó en la
boca.

–Hum. Sabes bien.

–¿A pintura? – preguntó ella.

Jefford le limpió una mancha de la nariz.

–¿Qué has hecho hoy?

–¿Quieres venir a verlo?

Echaron a andar de la mano.

–¿Adónde vamos? – preguntó él.


Caminaban hacia el vestíbulo que Madison había pintado el primer
año de su matrimonio.

–He retocado algunas cosas y creo que te gustaría verlas.

–Sabes cuánto me gusta ese mural, sobre todo ahora que estoy yo
en él. Preferiría que no cambiaras nada.

–Oh, creo que este cambio te gustará -pasaron al lado de una


escalera y de la tela donde ella colocaba sus pinturas y se
detuvieron delante del elefante y de la cesta atada en su lomo.

Jefford miró un momento el cuadro.

–¿Qué cambio? Yo no…

Madison se echó a reír. En la cesta del animal estaban Jefford, Wills


y ella, que tenía un bulto en las manos.

Jefford la miró.

–¿Un niño? – murmuró.

–¿Estás contento? – preguntó ella.

Él la abrazó.

–Encantado -la miró a los ojos-. ¿Cuándo?

–Todavía faltan seis meses.

–¿Te encuentras bien?

–Muy bien.

–Un niño -murmuró él.


Caminaron de la mano hacia los aposentos que antes habían sido
de Kendra.

–Soy muy feliz -musitó Jefford.

–Me alegro.

–¿Has pensado ya un nombre para ese principito o princesita?

–Sí. Su alteza real la princesa Kendra II.

–¿Y si es niño?

–Príncipe Kendar. Pero será niña.

–¿Estás segura?

–Intuición de madre -en la intimidad de su cuarto, le echó los brazos


al cuello y lo besó con pasión en la boca.

–¿Estás segura de que podemos…? – preguntó él.

–Claro que sí -susurró ella, moviendo las caderas con aire


provocativo-. Estoy embarazada, no enferma -frotó la nariz contra la
de él y lo miró a los ojos-. Además, hay quien dice que es lo mejor
para combatir las náuseas del embarazo.

–¿De veras? – sonrió Jefford-. En ese caso, procuraré cumplir con


mi deber.

Madison echó la cabeza atrás y soltó una carcajada.

–Dilo.

–Te amo.
–Dilo otra vez.

Era un juego que se traían, importante para los dos. Después de la


muerte de Kendra, se habían prometido que, por mucho que se
enfadaran o frustraran con el otro, se dirían esas palabras todos los
días durante el resto de sus vidas.

Jefford la depositó en el lecho cubierto de seda verde y bajó la


cabeza hacia ella.

–Te amo, princesa Madison. Te amaré todos los días de mi vida y


más allá.

La besó en la boca y ella cerró los ojos.

–Te amo, rajá -murmuró contra sus labios-. Te amaré toda la vida y
más allá.

***
RESEÑA BIBLIOGRÁFICA

Rosemary Rogers

Nació en una familia adinerada en el esplendor colonial de Ceilán,


ahora Sri Lanka. Propensa a soñar y tener fantasías desde la niñez,
escribió la primera novela con sólo ocho años, y en su adolescencia
escribió poemas románticos al estilo de sus escritoras favoritas.

Rosemary empezó su carrera como escritora mientras trabajaba


como secretaria para el Departamento de Parques de California.

Madre divorciada con cuatro hijos, Rosemary se esforzaba por criar


a sus hijos con el sueldo de una secretaria. En las horas de la
comida y por la noche, después de que los niños se hubieran
dormido, Rosemary ponía la pluma sobre el papel, plasmando las
fantasías románticas que salían de su imaginación.

Daba mucha importancia a los detalles. Rosemary escribió su primer


manuscrito veintitrés veces, esforzándose por la máxima precisión
hasta límites insospechados. Hasta que un día su hija adolescente
se encontró el manuscrito en un cajón, y la animó a que lo enviara a
una editorial.

Las horas de revisión le sirvieron para que su espontáneo


manuscrito fuera aceptado para su inmediata publicación.

Su novela, Sweet Savage Love, subió como un cohete en las listas


de éxito, y se convirtió en una de las novelas históricas más
populares. A lo largo de su carrera, Rosemary ha escrito más de
dieciséis novelas, ha vendido millones de copias por todo el mundo,
y sus novelas se han traducido a once idiomas.
La joya de mi corazón

Madison Westcott era una joven inconformista que no tenía ningún


deseo de casarse. Se burlaba de la buena sociedad de Londres y
convirtió su baile de debutante en un espectáculo donde exhibió un
autorretrato escandaloso. Para evitar que se dañara aún más su
reputación, la enviaron a una plantación de lujo que la familia tenía
en Jamacia, con su tía rica y el oscuro y misterioso Jefford Harris,
por el que Madison pronto sintió una atracción poderosa que se
esforzaba desesperadamente en negar.

Pero cuando el fuego de la revuelta barrió la isla, Madison y Jefford


huyeron a la India, un país impregnado de jazmín y joyas. En la
corte del rajá, Madison sucumbió al fin a las caricias de Jefford; pero
ni siquiera la pasión de su noche prohibida podía protegerlos de un
peligro inesperado que amenazaba el amor callado que había entre
ellos…

***
Título original: Jewel of My Heart

© 2004 Rosemary Rogers.

© 2005, HARLEQUÍN IBÉRICA,

S A.

Editor responsable: Luis Pugni

Distribuidor exclusivo para España:

LOGISTA

I.S.B.N.: 84-671-3121-7

Depósito legal: B-33346-2005


Composición: M.T. Color Diseño,

S.L.

Fotomecánica: PREIMPRESION

2000

Impresión y encuadernación:

LITOGRAFÍA ROSES, S.A.

Fecha impresión Argentina:

20.3.06

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07/09/2008

LRS to LRF parser v.0.9; Mikhail Sharonov, 2006; msh-tools.com/ebook/

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