El Tiempo de La Ira - Luis Spota
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Luis Spota
El tiempo de la ira
ePub r1.0
Titivillus 14.06.16
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Título original: El tiempo de la ira
Luis Spota, 1960
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… país de oro y limosna, país y paraíso,
país-infierno, país de policías…
Efraín Huerta
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el alba
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Un minuto después que el coronel Darío, entró Brosky. Se abanicaba con el sudado
panamá y limpiaba la transpiración de su calva con un pañuelo rojo. Saludó a Laurel;
y la mulata, gorda, sonriente y desparramada sobre la silla, le respondió con una
pregunta:
—Cansado el polaquito, ¿eh? —al tiempo que lo invitaba a servirse de la botella
de whisky que tenía en la mesa. Sentándose, maldijo Brosky la tarea que Joe Flynn, a
quien apodaban Gatillo, le había encomendado.
—Este coronelito, hijo de la gran perra, me ha traído trotando todo el día —
Brosky, que jamás decía malas palabras, se hurgó con el índice en la bragueta del
ajado pantalón de lino, y resopló—: Debo tener una llaga entre los muslos…
—¿Por qué no lo matas de una vez? —inquirió Laurel, con su sonrisa de anchos
dientes parejos. O ¿es que Gatillo no quiere hacerlo todavía?
Brosky movió la cabeza, desnuda y semejante a un garbanzo, pero no respondió.
El whisky, que Laurel conseguía de contrabando, le produjo un cálido placer interior;
extendió las gordas piernas fatigadas y, por primera vez en el día, se sintió aliviado.
Mientras Darío continuara al fondo, con sus amigos («con los otros puercos
conspiradores»), él podría descansar, beber, olvidarse de la ingrata misión por la que
le pagaba Flynn: vigilar al coronel y escribir un reporte diario de sus actividades.
—Estoy cansado —bufó, sirviéndose un nuevo trago.
Al beberlo, sus ojos se encontraron con los de Laurel, que eran alegres y vivaces:
dos luces negras en el fondo de cuencas rugosas, veladas por gruesos párpados
grasientos. Ella sonreía. Comenzó la música: la de un pianista jamaiquino que
acompañaba, por diez minutos cada hora, a la bailarina de burlesque que animaba la
variedad. Era, ésta, la rubia de Nueva Orleáns, de senos grandes y flojos y carne
opaca, que iba despojándose al compás del blues, con cansada precisión mecánica, de
cuanto trapo vestía. Bajo la humosa luz del reflector violeta, Brosky la miraba
moverse como la había mirado todas las noches de los últimos dos meses: sin deseo y
ya sin curiosidad: era alta y fornida y, como él recordaba por experiencia, bastante
apta en la cama.
—Porque —repitió la mulata dueña del lugar— ustedes quieren matar a Darío,
¿verdad, polaquito? Como a los otros; llenándole de plomo el estómago —hizo
Brosky un ademán de «yonosénada», y bebió de nuevo. La oscura mano de Laurel se
posó como un murciélago sobre la manga de su chaqueta—. Pero, por Dios, no lo
asesinen en mi casa. No quiero líos con la policía, ni con migración, ni con Ayala.
Los que ya tengo me bastan… Mira polaquito, el puerto es grande. Liquiden al
coronel en los muelles de donde esta mañana, ¿ya lo sabes?, sacaron dos carroñas; o
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en el pantano: allí hay pájaros que le pelarán los huesos así —y tronó los dedos, que
parecían dos barras de chocolate. Mátenlo donde quieran, pero no aquí. Soy
extranjera, cubana de Santiago, y necesito observar la ley aunque me cueste dinero…
A propósito de esto, un mal parido que durmió con una de mis chicas vino hoy
temprano con los de Sanidad y armó el gran alboroto, acusando a la muchacha de
haberlo enfermado. Y yo tuve que soltar los billetes para que no siguiera el jaleo. Así,
Brosky, si debes acabar con él, espera a que salga…
Brosky dijo, con su correcto castellano de suaves modulaciones:
—Lo van a matar otros, Laurel. Yo sólo soy el perro que le pisa la sombra.
César Darío hablaba en voz baja, casi junta su cabeza a las de los otros hombres, que
emocionados acababan de escuchar la noticia tanto tiempo esperada:
—Esa gente está, al fin, dispuesta a negociar con nosotros; a discutir
condiciones… —hizo una pausa, para escrutar los rostros ansiosos de quienes serían
sus compañeros en la aventura revolucionaria: el de don Héctor Gama, viejo maestro
universitario; el de Rómulo Real, coronel también, macizo y oscuro; el de Orestes
Vela, pálido y delgado como un cuchillo; el de Víctor, el más joven del grupo, un
niño casi, que era como su hijo y al que había recogido a raíz de su orfandad. Miró
esos rostros amigos antes de añadir—: En cuanto llegue a un acuerdo con ellos
podremos fijar fecha… —luego, solemne, advirtió—: Después de cruzar el río no
habrá para nadie boleto de regreso…
Mientras se disponía a ingerir su primer alimento desde la hora del almuerzo,
agregó aludiendo a Brosky:
—No he podido quitármelo de encima ni un minuto. Cuando me vaya, habrá que
enredarlo un poco, para que se despiste.
Don Héctor Gama habló reflexivamente:
—A él podremos detenerlo; pero, afuera, estarán de seguro los otros asesinos.
—No lo creo, maestro. Desde ayer sólo él me sigue.
—Acabar con Brosky será fácil, César. Yo me encargo de cortarle el pescuezo —
afirmó Rómulo Real, produciendo con la lengua un chirriante sonido.
El coronel Darío dijo que sería imprudente atacar a Brosky:
—Del otro lado tendrás muchos a quienes matar, Rómulo —para que no lo
olvidaran, les recordó—: Aquí somos refugiados políticos. Nos vigilan, lo mismo la
policía local que la gente de Flynn. Esperan que violemos abiertamente el asilo para
atraparnos y regresarnos por donde venimos, cosa que a ninguno de ustedes le
gustaría. Así que no hay que buscarnos problemas…
Asintieron.
El mayor Ayala detuvo el yip y alcanzó a escuchar los últimos aplausos que
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premiaban, sin entusiasmo, la triste actuación de la bailarina. Permaneció unos
segundos indeciso, con las manos apoyadas en el volante, preguntándose si la
inquietud que lo embargaba desde el principio de la noche se calmaría con un trago,
de los que Laurel tenía siempre para los amigos; especialmente si éstos eran, como él,
policías. «¿O es que también a mí me abruma y me pone nervioso la incertidumbre
que flota en el aire y que contagia a cuantos tenemos que tratar con los refugiados?»,
reflexionó. La brisa del río arrastraba un espeso tufo a lodo podrido y animales
putrefactos, y el eco del mar batiendo los bajos arenosos de la barra.
Aun antes de entrar adivinaba quiénes estarían en la mesa del fondo: los
exiliados; tipos a la deriva; hombres a los que había empujado hasta allí el viento de
la política. «Un viento —suspiró— que para desgracia de ellos y fastidio mío cambia
con demasiada frecuencia.» Tres lustros atrás, cuando Ayala llegó en misión oficial a
ese puerto fronterizo, había imaginado que los refugiados a los que debía vigilar y
hacer respetar la ley del país serían personas difíciles, dispuestas siempre a causarle
conflictos, a enredarse en tiroteos, a arrojarse mutuamente bombas de dinamita o a
apuñalearse en torvos callejones. No había sido así. «Son buenos, aunque a veces se
calientan; si en el río aparece un cadáver o varios cadáveres como esta mañana,
entonces es necesario arrestar a unos cuantos y enviarlos a la capital para nuevas
averiguaciones», pensaba. Las peleas, sin embargo, no eran frecuentes, y el mayor
Ayala, que era amigo de todos, que lo había sido de cuantos llegaron antes de César
Darío y que seguiría siéndolo de los que vendrían en el futuro, procuraba mantener en
equilibrio las fuerzas y las pasiones en pugna.
Los asilados reconocían en ese hombrón de secos rasgos y dulces ojos azules, al
amigo en quien podían confiar y de quien recibían, en todos los casos, el trato más
justo. En esos quince años el mayor habría aprendido, asimismo, que el ansia de
ejercer el poder dividía o hermanaba a los hombres, según el caso. Los que eran
íntimos en el destierro, los que por largos periodos compartían el ansia de cruzar la
frontera para recuperar la situación perdida, tornábanse enemigos dispuestos al
exterminio más cruel en cuanto se sentían amenazados por los apetitos de los otros; y
los que se habían odiado por pertenecer a bandos distintos, al encontrarse de nuevo en
la ribera extranjera del río (teniendo ya en común al mismo rival) aportaban la
potencia conjunta de su cólera contra quien, más fuerte o más hábil, los había
vencido, o traicionado, o engañado al no cumplirles las promesas formuladas en los
días difíciles.
Parecía monótono pero no lo era. Cada nuevo grupo arrojado a la orilla del exilio,
rumiaba su amargura y alimentaba el fuego helado de la venganza en torno a esa
larga mesa de madera, de la que habían partido para la gloria, la cárcel o la muerte,
hombres de los que Ayala más tarde volvía a tener noticias por los periódicos o por la
radio. (Otros se esfumaban simplemente, sin dejar rastro.) No era raro, tampoco, que
alguno de los que habían salido de allí, y ocupado la presidencia de su república,
regresara en derrota, con más dinero que cuando se fue, pero sin otro pensamiento
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que organizar una más violenta revolución. Como eran ricos, la amargura no
enraizaba en sus corazones; pronto se fatigaban de conspirar y se iban a la capital o a
algún país vecino.
Pero los hombres tenaces, como Darío, eran distintos. Ellos no cejaban. No les
intimidaba la persecución de sus enemigos ni de la: autoridades locales, siempre
aliadas por sórdidos vínculos de interés con los esbirros y espías del dictador en
turno. Se morían de hambre pero no desertaban. «Son como los que buscan oro
lavando las arena de los ríos. No ganan nunca, pero tampoco desmayan. Confían que
la suerte cambiará y que se harán ricos. Así éstos: no se alejan jamás de la frontera,
en espera de alguien dispuesto a proporcionarles apoyo militar, político o económico
para organizar su revolución. El tiempo que les deja libre la intriga lo emplean en no
dejarse matar», pensó el mayor Ayala, al entrar al establecimiento de Laurel.
Estaban, como supuso que estarían, sentados alrededor de la mesa con su
Caudillo: César Darío. Admiraba el mayor Ayala el magnetismo de ese hombre
delgado y no muy alto; de lacio pelo oscuro y ojos perpetuamente llenos de fuego.
«Su fuerza, ese dominio que ejerce sobre quienes lo siguen, radica en su manera de
mirar. Aun a mí me perturba. Casi diría que sus ojos tienen peso y fatigan.» Aunque
charlaban en voz bajísima, en cuanto el mayor entró al salón de lo que era al mismo
tiempo lupanar y restaurante, los exiliados dejaron de hablar y borraron de sus rostros
cualquier emoción que pudiera delatarlos. «Como siempre —se dijo el policía,
cruzando entre parroquianos y pupilas— como siempre callan como si yo no supiera,
como si no supieran que yo sé de qué tratan.» Con el rabo del ojo situó al polaco,
todavía acompañando a la dueña. «Él también sabe que algo serio prepara Darío; por
eso Flynn ha retirado a los demás, dejándolo a él solo, que es su mejor espía, para que
no desconfíen. Tres días con sus noches lleva Brosky a la cola del coronel. Cosas
importantes cocinan estos hombres pues de otro modo no estarían todos juntos. O
mucho me equivoco, o César Darío va a irse pronto. Desde hace una semana el puerto
está lleno de rumores y de misterios. Los que tenemos trato con los refugiados, a
ambos lados de la frontera, estamos nerviosos, como ocurre siempre que las cosas
van a cambiar. Después de casi un año de paz, huele a bronca. Éstos desaparecerán.
Volveré a saber de ellos en unos días más: los que precisen para conseguir lo que
buscan o los que necesite el Generalísimo-Presidente para aplastarlos. De todos
modos, algunos habrán de morir. No creo equivocarme demasiado al suponer que
antes de mucho habrá novedades. Las veces anteriores, ¿cinco, seis?, ha sido igual
que ahora: se juntan, hablan y se evaporan. En fin, si lo piensan hacer, poco me
importa. Soy partidario de vivir y dejar vivir en paz. Lo que hagan en su tierra, me
tiene sin cuidado. Mi gobierno me paga para que no perturben el orden aquí…»
El único que se levantó para saludarlo cuando llegó a la mesa fue César Darío.
Los demás farfullaron algunas palabras de bienvenida cortés y desconfiada. El
coronel insistió en que Ayala honrara la reunión bebiendo con ellos. Luego le ofreció
un habano. Al chocar su vaso con el del policía, el Caudillo hizo votos para que la
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buena fortuna lo acompañara siempre.
—Lo mismo le deseo a usted, coronel Darío.
—Buena suerte la necesitamos siempre, mayor —repuso Darío mirándolo sin
pestañear, antes de probar el ron.
En la pausa, Ayala encendió el habano. Mientras lo hacía, a través de la llama del
fósforo, examinó a los refugiados: jóvenes la mayoría, pero de muy diferente aspecto
y condición. Los había muy serios, como Héctor Gama, que se ganaba el sustento
impartiendo clases de literatura en un liceo porteño; rudos, como Rómulo, que era
panadero y cuyo diente de oro ponía destellos de insolencia a sus carcajadas; mustios
como Orestes, que se ocupaba de menesteres tan poco limpios como ser alcahuete de
los rubios marineros yanquis, suecos o daneses que vagaban por la ciudad mientras
sus barcos cargaban petróleo en la refinería de Arenal; o desdibujados como Víctor,
mozo de un café y también recadero del coronel; y éste, que por ser más pobre que
una rata, para subsistir manejaba un camión acarreador de materiales de construcción.
Apagó la cerilla y ponderó la calidad y el aroma del tabaco. Preguntó, a sabiendas de
que le respondería con evasivas:
—¿Qué haciendo todos juntos esta noche, coronel?
—Conspirando, mayor; conspirando como siempre.
—¿Con éxito?
—El éxito no depende sólo de nuestros deseos.
Por primera vez, y esto no dejaba de sorprender a Ayala, César Darío aceptaba,
abiertamente, aunque fuese en broma, dedicarse a la intriga. Su tono era festivo, hasta
frívolo. «Lo que significa que lo que fraguan va en serio.» En la misma forma
guasona y despreocupada, para no parecer autoritario o pedante, advirtió:
—No debía decírmelo, coronel. Represento a la ley y se supone, se supone nada
más, que debo impedir las conspiraciones.
—Tranquilícese, mayor. El orden y la ley que usted administra no sufrirán
quebranto. Pues —agregó Darío—, ¿qué otro pasatiempo nos queda a los que
vegetamos de este lado?
—¿Cómo anda la situación allá enfrente? —quiso saber Ayala como si lo
ignorara, señalando con el puro un punto a espaldas del coronel.
Apenas se movieron los labios de Darío, al responder lentamente:
—Mal…
—Y ya va siendo tiempo de ir a componerla, ¿verdad coronel?
—Sí. Aunque todo se hará cuando deba hacerse…
Saboreó Ayala un trago de ron y mirando reflexivo la ceniza que se había
acumulado en el extremo ardiente del habano, expresó:
—¡Cuántas veces he oído decir en esta mesa las mismas palabras! —dio la
impresión de que buscaba en algún recoveco de su memoria la frase exacta—: «Todo
anda mal allá y es necesario ir a arreglarlo» —encaró a Darío, sonriendo—. ¡Y usted,
imagino, está ya listo para marcharse! ¿Verdad? —hubo un silencio, tan seco y
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repentino, que hasta Brosky volvió hacia ellos su calvo cráneo. Los hombres de la
mesa parecían haber perdido toda capacidad de movimiento, toda aptitud para hacer o
decir algo. Gama se aclaró la garganta con ese modo peculiar con que lo hacía
siempre que estaba nervioso o se disponía a rebatir. Sin embargo, sólo removió la
silla, varió la posición de su cuerpo en el asiento, y aparentó indiferencia. Prosiguió el
mayor—: En el tiempo que llevo aquí, no he conocido a nadie que no lo dijera… la
víspera de irse…
Mientras diluía el ron con un poco más de agua mineral, aceptó el coronel que así
era, pues en cada hombre que come el amargo pan del destierro sólo alienta un
propósito, una única decisión:
—Todos queremos volver, porque todos creemos poder enderezar lo que está
torcido —dijo seriamente. Bebió un pequeño sorbo, antes de añadir en un suspiro—:
pero algunos se quedan sólo en las palabras…
Mirando también de frente a César Darío, Ayala manifestó con seca convicción:
—Usted, coronel, no es hombre de palabras.
—¿Podré serlo de acción? —preguntó, mas como si se interrogara a sí mismo.
Sonrió Ayala, asintiendo, y apuró el resto del licor:
—Lo discutiremos si alguna vez vuelve usted por aquí, y si esto —miró a través
del vaso ya vacío— no me ha reventado el hígado para entonces…
Tristemente, mientras en sus ojos, que sacaban chispas al mirar, fulguraba la
determinación, César Darío comentó:
—El tiempo lo dirá, mayor. Y creo que si volvemos a reunirnos para beber y
charlar como ahora, no será en este sitio, se lo garantizo…
Al despedirse (y quizá por efecto del ron, del calor o de la sincera simpatía que le
inspiraba César Darío) Ayala se inclinó para informarle, confidencial:
—Si de algo le sirve saberlo, coronel, entérese de que ninguno de los perros de
nuestro amigo Gatillo ha sido visto por aquí. Ninguno, excepto aquél —con el pulgar
señaló a Brosky—, pero ése es como de la familia.
Sin hablar, permanecieron los refugiados hasta que el mayor salió. Las miradas de
los hombres de la mesa volvieron a Darío; las de todos, excepto la de Víctor, que se
había quedado prendida al vestido de tela brillante que ceñía, como una mano llena
de avidez, el cuerpo de la bailarina. Bajaba ésta la escalera. Fascinado, el muchacho
seguía el vaivén de las caderas de la mujer, así que ella deambulaba entre las mesas,
esquivando las caricias de los parroquianos. Se acercó a la de Laurel, charló con
Brosky unos instantes y de él obtuvo un trago de whisky. «Está desnuda bajo la
ropa», pensó Víctor, y sus entrañas se estremecieron. «Con ese vestido se me antoja
más que cuando baila en cueros para esos negros y marinos borrachos, que cuando
mueve el ombligo frente a Brosky, que la ha tenido ya y que volverá a tenerla cuantas
veces quiera porque lleva dólares en la cartera, o ante Rómulo —se volvió a
escudriñarlo con celos y rencor— que anoche se gastó la paga de la semana para
dormir en su cama.» Por encima del humo y del olor a río, del ruido de la clientela
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que había ido llenando el lugar y del eco de las voces del coronel y los otros, pudo
Víctor percibir lo que le pareció una sonrisa en los labios de la rubia y en su mirada,
el fulgor de una insinuación. Eso lo turbó, le secó la saliva de la boca y le produjo
ahogo en el pecho.
César Darío estaba diciendo, cuando Víctor volvió a interesarse en lo que se
trataba en la mesa, que permanecería sólo unos minutos más con ellos, los necesarios
para que las personas con quienes debía encontrarse llegaran al exterior de Laurel
para conducirlo al sitio donde se discutirían los detalles finales del golpe de Estado.
El coronel no era más explícito porque no deseaba serlo. Sus acompañantes, Gama
especialmente, aprobaban su discreción, su hermética reserva, y nadie se atrevió a
pedir aclaraciones.
—De cuantos he visto, ellos son los que ofrecen mayores garantías. Los que
parecen más serios y solventes. Claro que la palabra final —dijo, para concluir— la
diremos nosotros después de que hayamos escuchado, considerado y sopesado las
condiciones que pretendan imponernos. ¿Alguna explicación?
Nadie la pidió. Se limitaron todos a esperar que fuera otro el primero en romper el
silencio. Darío no esperaba, tampoco, que discutieran siquiera superficialmente lo
que él había ya resuelto. Se limitó a decir, para borrar cualquier duda:
—De ninguna manera, a ningún precio, comprometeré la dignidad del
Movimiento, o de la patria. La revolución necesita dinero y si ninguno de nosotros lo
tiene, hay que tomarlo de donde lo haya, de quien lo ofrezca a menor interés —con
un dejo de amargura, resumió el Caudillo. ¡Sin embargo, cómo duele que sean
personas extrañas las únicas que estén dispuestas a ayudarnos…!
Fue entonces cuando el profesor Gama empezó a hablar, lentamente, con su
pareja voz. Mientras se miraba las manos manchadas de pecas y cruzadas por
abultadas venas oscuras, de sus labios iban cayendo como pedruscos las palabras:
—Ayudan, y la historia de nuestra república abunda en ejemplos, porque buscan
invariablemente canonjías, situaciones políticas y económicas —Gama parecía la
administradora de una casa pública que rememoraba el pasado, en tanto se enfrentaba
al presente—. Al principio, esos financieros de revoluciones tropicales sueltan la
plata con largueza; no reclaman dividendos, su altruismo es incondicional; su bondad
parece no tener límite. Pero, ¡el gran pero!, nada dan sin ulterior interés. La cuenta la
hacen efectiva, y con qué elevadas regalías, al triunfo de la causa. Es necesario,
coronel Darío, tener despejada la cabeza, alerta los sentidos y bien firmes los pies
sobre la tierra, para saber hasta qué punto conviene aliarse a ellos, aceptar la dádiva
—alzó la mirada y la posó en el Caudillo, que lo escuchaba con atención y respeto.
Porque lo conozco a usted, porque he valorado la pureza de sus ideales, no me atrevo
a recomendarle prudencia y no olvidar los principios y la lealtad, no sólo a los
hombres, sino a la patria…
Los ojos de Darío miraban rectamente los de Gama. Los ofrecía al examen del
viejo profesor incorruptible, cuya integridad jamás sometida habíale valido en
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diversas ocasiones (ésta, la última) la pena de exilio. Porque si Gama era honesto
también lo era Darío: honesto, incluso, hasta lo absurdo. ¿Necesitaba Héctor Gama
prueba más firme de la honradez de Darío que haber éste rechazado la amistad del
Generalísimo-Presidente, y lo que tal amistad significaba en poder y dinero, sólo
porque no compartía las ideas políticas ni aprobaba los sistemas de gobierno del
dictador al que aspiraba derrocar? De no haber sido fiel a esos ideales, ¿hubiera ese
coronel de 39 años rehusado el poder, la fama y la riqueza que el tirano le brindara en
charola de oro?
—Sé bien, profesor —dijo Darío con solemne acento—, cuáles son sus temores.
Nada haré, nada pactaré, nada aceptaré que pueda lesionar la soberanía de nuestra
infeliz república. Nada, en fin, que me abochorne y que me impida hablar como
deben hacerlo los hombres limpios: con la frente alta y tranquila la conciencia.
Una vez más consultó César Darío su reloj de pulso. La hora señalada para la cita
había llegado. Echando un vistazo a Brosky —que estaba atento, aunque disimulara,
al menor de sus movimientos— el coronel dictó las instrucciones finales:
—Quizá dejemos de vernos unos días. Cuántos, no lo sé. Mientras, no hagan nada
que pueda servir de pretexto a la policía, a Migración, a Ayala o a Flynn, para
detenerlos o interrogarlos… —se levantó, y con un gesto ordenó a sus camaradas,
que lo imitaron, que continuaran en sus sitios—: Nunca anden solos. Háganse
acompañar, por lo menos, de otro… Ahora: hay que impedir que el polaco me siga,
porque de este momento en adelante la situación es ya peligrosa…
Rómulo asintió, con una sonrisa en la que relampagueó su diente de oro:
—Ése no te seguirá, César.
Hizo el coronel un ademán final de despedida y se dirigió a la puerta. Como si
bruscamente despertara de una siesta Brosky tomó de un zarpazo el sombrero
panamá, y lo siguió. Dos o tres de los refugiados se alzaron con estrépito, para
cerrarle el paso.
—Ningún escándalo aquí, señores —recomendó Gama, impersonalmente.
El mayor Ayala aguardó en el yip, sin encender el motor, un buen tiempo después de
que hubo salido de Laurel. «Tal vez —pensó— porque quiero averiguar a quién
espera esa limusina que acaba de llegar, y que vigila con los faros apagados y la
máquina en marcha.» En efecto, un gran sedán negro habíase estacionado a medio
centenar de pasos del yip, al extremo opuesto de la calle. Le era imposible al mayor
saber cuántos, a más del chofer, viajaban en el coche. Desechó la hipótesis de que
fueran Flynn y algunos agentes venidos del otro lado del río. «Gatillo no usa autos
tan vistosos; tampoco el embajador.» Había en Ayala, pese a su característico aplomo
profesional, cierta inquietud por las intenciones que pudieran albergar los ocupantes
del vehículo. «Si son pistoleros, qué fácil les será disparar una ráfaga de
ametralladora, o un rifle, o un revólver, contra quien aparezca por la puerta del
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burdel.» Decidió prevenir a Darío, por si era a éste a quien deseaban cazar; mas no
tuvo tiempo siquiera de saltar del yip, porque en ese instante la silueta del refugiado
se recortó, como figura de tiro al blanco, en el contraluz amarillento. Pasaron unos
segundos y en el aire de la noche no estallaron las detonaciones. Por el contrario, sin
apurar el paso, simplemente como si se dirigiera a una cita con amigos, César se
encaminó a la limusina, y entró a ella. Brosky apareció poco después, cuando ya su
presa escapaba.
—¡Brosky, venga acá! —ordenó Ayala.
Pero Brosky no lo obedeció. Corriendo precariamente con sus fatigadas piernas
regordetas, el soplón pretendía alcanzar la limusina. Cuando ésta dobló en la primera
esquina, el polaco se detuvo. Desalentado, volvió sobre sus pasos y se acercó al
mayor.
—Se le ha ido el hombre, ¿eh? —preguntó Ayala. Brosky tenía fastidio y
ansiedad en la cara sudorosa. Ya no lo alcanzará, señor Brosky. Y de seguro que
Flynn va a enojarse mucho con usted…
Divertía a Ayala la desesperación del espía. «Parece un mono rojo y calvo, con su
panza ridícula.» Se ofreció a conducirlo al centro del puerto, en dirección contraria a
la que había tomado la limusina. El polaco se dejó caer, enfurruñado, en el duro
asiento contiguo al del mayor. Desde la puerta de Laurel, Rómulo, Orestes y Víctor se
hallaban a la expectativa.
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Brosky había pedido la tercera taza de café (de ese café negro, fuerte y muy
caliente, típico del país) y aguardaba que se la llevaran. Hacía una hora que se hallaba
en el portal lleno de voces, de estrépito de bocinas y de la alharaca de los negros
pajarracos que correteaban por la plaza; atestado de parroquianos en mangas de
camisa que llamaban a gritos a los mozos o que disputaban entre sí a causa de la
política, las mujeres o el futbol. El polaco resopló molesto porque los fondos de los
pantalones se le pegaban a los muslos sudorosos. Experimentaba contra esa ociosa
multitud un desdén furioso porque le parecía estúpido que desperdiciara el tiempo, de
la mañana a la noche, sin nada más que hacer que hablar, mirar a las hembras o
recordarse la madre. Brosky había vivido años en países tropicales y aún no había
aprendido a comprender a sus habitantes. «Son así, quizá, a causa del sol; de esta
barbara luz que los enerva, que los vuelve flojos, que les enciende el genio y los
excita a pelear. Tal vez si el clima fuera diferente, si el sol no quemara como quema,
si la sangre no hirviera como hierve, habría menos revoluciones y menos asesinatos.»
Como los moscos que no lo dejaban dormir por las noches en el agujero que llamaba
casa, así la palabra «asesinatos», le zumbó por unos minutos en la cabeza. Aunque no
lo había olvidado, recordó que se hallaba allí porque aún traía entre manos el sucio
asunto del asesinato de César Darío. No podía menos que encolerizarse al rememorar
aquella noche de dos semanas antes cuando, a causa del mayor Ayala y de la falta de
un taxi, había perdido la pista del hombre al que vigilaba. ¡Lo que había tenido que
soportarle a Joe Flynn, sus crueles majaderías y sus abominables insultos, luego de
haberle informado de su fracaso! La desaparición del coronel había desencadenado
más allá de la frontera una crisis de la que aun no salían Gatillo y sus agentes. «A
Flynn —pensó Brosky— le están apretando las tuercas los tipos para los que trabaja,
y él me las aprieta a mí. Y no sólo a mí, sino también a los que ha traído para que
vigilen a los amigos del coronelito hijo de la gran perra.» El polaco suspiró al ver
aparecer al fondo de la arcada, con el servicio de café en una charola de níquel, a
Víctor, a quien llevaba esperando poco más de una hora. Nervioso, el muchacho
colocó en la mesa la tacita y la nota de cuenta.
—¿Algo más? —preguntó, sin mirar al cliente para que éste no viera en sus ojos
el temor y la ansiedad. Mas no podía impedir que le temblaran las manos.
—Quiero hablar contigo —dijo Brosky, tranquilamente.
—Estoy ocupado.
—Será entonces después, cuando termines. Esperaré.
—Con usted nada tengo que hablar.
—Oh, sí —indicó Brosky, poniendo un terroncito en la taza. Hablaremos del
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coronel Darío. Quiero comunicarme con él.
—No sé dónde está.
—No importa que no lo recuerdes, o no lo sepas ahora. Quizá para esta noche
tengas alguna noticia suya —Brosky le guiñó un ojo, y Víctor, repentinamente,
enrojeció, incómodo. Andaré por aquí, para que charlemos.
Hizo a un lado la taza, dejó unas monedas de propina y se alejó por la acera
sombreada, pequeño y ventrudo, balanceándose como un bote sobrecargado.
Volvió a encontrarlo por la noche. El calor seguía siendo sofocante y el aire olía a
café con leche y a pescado puesto a secar. Con su chaqueta bajo el brazo, Víctor
cruzaba la plaza, rebosante a esa hora nocturna de jóvenes que daban la vuelta (ellas
en un sentido; ellos, en el contrario) pasando y repasando frente a personas de edad, o
parejas en relaciones formales, sentadas en las bancas de granito que bordeaban el
jardín público. Lo vio tomar por una de las estrechas calles sinuosas que
desembocaban en lo que los nativos con provinciano orgullo llamaban el corazón del
puerto, y lo siguió. Víctor marchaba sin apresurarse; sin sospechar que era seguido; o
como si no recordara que el agente había prometido esperarlo. De su camisa blanca
arrancaba destellos azulosos la luz mercurial de los faroles. Brosky apretó el paso y lo
emparejó al del muchacho. Éste se detuvo sobresaltado cuando el polaco lo tomó por
el brazo, con sonriente y untuosa afabilidad.
—¿Te molesta que te acompañe? —preguntó.
Advirtió Víctor que en la calle no había otros transeúntes más que ellos dos, y
experimentó pánico al intuir que se había dejado atrapar. Pese a la vigilancia del
mayor Ayala, los esbirros de Flynn se arriesgaban a secuestrar en el puerto, aun a la
luz del día, a quienes les interesaba. En las dos últimas semanas tres personas ligadas
al Movimiento Liberador de César Darío habían desaparecido, sin dejar rastro, y
entre los exiliados asegurábase que habían sido llevados al otro lado de la frontera.
Fuera eso cierto o no, Gama y Rómulo Real habían dispuesto que los miembros del
grupo de amigos íntimos del coronel no se aventuraran solos por las calles,
especialmente después del oscurecer. «Brosky —pensó Víctor, mirando receloso en
torno— no está solo; por aquí, escondidos en los quicios, deben andar los demás.»
Pero mientras limpiaba con rutinaria parsimonia el sudor que le perlaba la calva,
Brosky pareció interpretar sus pensamientos.
—He venido solo, muchacho —dijo, palmeándole el hombro—. Soy enemigo de
la violencia y de hacerle daño a la gente. Si hubiésemos hablado por la tarde, en el
café, de seguro no estaría aquí contigo —y lo miró a los ojos, con afecto.
Desconfiado, Víctor escudriñaba los conos de sombra que se alzaban, casi
corpóreos entre los faroles. Lentamente, por el extremo opuesto, aparecieron las luces
de un auto. Al muchacho se le doblaron las piernas a causa del miedo. «Me van a
meter en ese coche para llevarme no sé dónde», se dijo, y por un instante pensó en
escapar; mas Brosky, como si hubiese previsto su reacción, lo agarró con firmeza por
el brazo. La claridad los envolvió, deslumbrándolos. Era un vehículo de la policía
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municipal que pasó junto a ellos, sin detenerse, dobló la esquina, y los dejó otra vez
uno frente a otro.
Brosky retiró entonces su mano del brazo del muchacho, como si ya no temiera
que escapase:
—¿Quieres ir a algún sitio para que charlemos? —insistió.
—No.
—Debías, al menos, dejarme que te explique para qué quiero hablarte.
—Ya me lo dijo, y no me interesa.
—Si acabaras de oírme apuesto que cambiarías de opinión —agregó Brosky,
suavemente. Vine solo porque estaba seguro de interesarte; porque deseaba que
habláramos sin testigos, como dos buenos amigos…
—Yo no soy su amigo —repuso Víctor con aspereza.
—Podrías serlo fácilmente. Y no te arrepentirías.
—¿A cambio de qué?
Brosky pareció desconcertarse por la pregunta tan abruptamente formulada por el
muchacho, que ya no se veía tan confuso o atemorizado como cuando lo abordó, allí,
a mitad de la calle, con el cinismo de los viejos homosexuales que merodeaban por
los alrededores en busca de aventuras galantes. Acostumbrado a tasar todo en función
del interés monetario, del dinero que se ofrece y el que se pide, el polaco analizó,
sopesándolo, el sentido oculto que pudiese haber en las palabras de Víctor.
—Sí —insistió éste. ¿A cambio de qué? Porque si quiere que abra el pico ha de
ser por algo…
Quizá para ganar tiempo, o sólo porque en efecto le obstruía la garganta, Brosky
desgarró una flema; la escupió, escudriñó a Víctor y se encogió de hombros.
—Sí, es por algo. Y habrá bastante plata para ti. Más de la que has soñado ganar.
Sólo necesito saber dónde está el coronel. Dónde y con quién…
—¿Para matarlo? —disparó Víctor en un tono que el polaco juzgó demasiado
insolente.
—¿Por qué todos han de preguntarme lo mismo? —exclamó Brosky, con
desaliento. Mi oficio no es matar a nadie.
—Pero sí encontrarlos para que otros los maten.
Se dijo Brosky que en Víctor, en sólo un par de minutos habíase operado un
cambio importante. Ya no era el joven inexperto y lleno de miedo que era cuando lo
tomó por el brazo, sino un hombre templado en el peligro; un veterano que podía
encarar y resolver situaciones desesperadas y permitirse incluso el lujo de ser
fanfarrón.
—Nadie va a matar al coronel, te lo aseguro…
—Creí que Gatillo y sus otros asesinos lo buscaban para eso.
—El señor Flynn —dijo Brosky, seriamente— sólo quiere hablar con Darío. Le
interesa, repito, comunicarse con él…
—Que ponga un anuncio en el periódico…
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—Déjate de chistes —gruñó Brosky, a quien los desplantes del muchacho
enfurecían—. Lo que te trato es serio. Es un negocio serio —insistió enfatizando la
palabra negocio. Luego, ya más tranquilo, porque no era cuestión de que Víctor
advirtiera que sus puyas lo habían irritado, el agente agregó—: El señor Flynn puede
encontrar al coronel sin necesidad de valerse de ti; pero le llevaría tiempo. De no
mediar un interés urgente del señor Flynn por reunirse con Darío, no estaría yo
pidiéndote que me llevaras a él, o me dijeras dónde hallarlo.
No cesaba Víctor de sonreír; no por la hipócrita socarronería de Brosky, sino
porque acababa de descubrir algo que era tranquilizador: que el coronel César Darío
(del que no había vuelto a tener noticia desde la noche que se marchó con los
desconocidos en la limusina) estaba vivo, y no en poder de Gatillo. De otro modo
¿qué caso tendría que tratase el polaco de sonsacarlo? «Ellos —y ellos eran Flynn y
el Generalísimo-Presidente— tampoco saben dónde está y buscan quién se los diga,
aunque tengan que pagar.»
—Naturalmente —continuó Brosky— tu información sería confidencial. Como
ya dije, se te pagaría muy bien. El precio lo fijarás tú.
Víctor interrogó:
—¿Y si le dijera que ninguno de nosotros sabemos dónde está el coronel?
Lo atajó Brosky, con acento duro, y fastidio en el gesto:
—No lo creería —levemente amenazador le recordó. No me vengas ahora con
bromas estúpidas.
—Es cierto, señor Brosky —por vez primera, Víctor mencionó el nombre del
agente de Flynn. Hablaba con sinceridad, deseando ser convincente. No sé dónde está
el coronel.
—Bien… —resopló Brosky—. Bien… Si tú lo dices debo creerte —extrajo de la
bolsa interior de su chaqueta el húmedo pañuelo rojo y con él secó su cráneo
sudoroso.
Como Brosky no añadió más, Víctor creyó que aceptaba su respuesta y que el
silencio significaba que la entrevista había concluido; pero el polaco suspiró
cansadamente moviendo la cabeza como si rechazara alguna absurda idea; luego,
dispuesto a ensayar un nuevo ataque, un más efectivo método de persuasión.
—Admiro tu lealtad, muchacho —empezó frotando mecánicamente con el trapo
la badana de su sombrero panamá. Es magnífico que el hombre sea fiel a sus amigos.
¿Qué sería de nosotros, pobres gusanos, si no respetáramos los afectos? Pero a veces,
tan ciega devoción puede ser contraproducente como lo es para ti.
Aventuró Víctor, cauteloso como ciego que tanteara un piso desigual antes de
avanzar:
—¿Para mí, por qué?
Brosky interrogó dulcemente:
—¿Cuántos años tienes, hijo?
—Dieci… siete…
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—¿Y qué esperas de la vida? —Víctor no respondió, porque no sabía qué; porque
era la primera vez que se le preguntaba tal cosa; la primera, también, que alguien lo
enfrentaba a la incógnita del futuro. Reconocía que hasta entonces se había limitado a
vivir, que es la forma más estéril de pasar por el mundo. «Pobre muchacho que no
ambiciona, ni ama, ni odia» —reflexionó el polaco. Como carecía de respuesta fingió
Víctor no haber comprendido. Añadió Brosky—: ¿Ser una rata del puerto, un mozo
de café, un mantenido o un objeto al que se aparta cuando ya no sirve? ¿O, quizá,
morir estúpidamente por un ideal que no comprendes; servir de instrumento para que
otros, más listos que tú, como Darío, consigan lo que buscan? No me extrañaría oírte
decir, porque sólo has vivido diecisiete años y a esa edad aún suele tenerse fe en la
humanidad, que darías gustoso tu vida por él. Mas, ¿sabrá él reconocer el valor de tu
lealtad, muchacho? Cuando seas hombre, si es que llegas a serlo algún día, recordarás
lo que hoy te digo y lamentarás haber dejado ir la oportunidad que te ofrezco —
Brosky lo tomó por el cuello, lo sacudió con efusión, como si quisiera persuadirlo de
que el camino bueno era el que le mostraba—. Mira, hijo, escucha a este viejo y
ayúdalo… Darío está empeñado en una lucha insensata, porque la ambición lo ciega.
Pero tú, ¿qué buscas? ¿Qué recompensa te aguarda? ¿A quién va a importar tu
sacrificio? Darío, Gama, Rómulo, Orestes, por ejemplo, se llevarán el botín en el
caso, muy remoto, de que triunfen. Tú serás excluido, olvidado, traicionado… No,
espera; no me interrumpas… Creerás, muchacho, que trato de enredarte para que
delates a tus camaradas: no es ése mi deseo, porque admiro el entusiasmo de la
juventud… Tuve tu edad y creí y ahora tendría menos amargura si hubiese escuchado
el consejo de mis mayores… —con el pañuelo rojo, el polaco se enjugó el sudor;
luego lo extendió para que el aire ardiente de la noche lo secara un poco. Volvió a
librar de flemas su garganta, y continuó con su baja voz inalterable—: Ayúdame y
ayúdate. Dime dónde está Darío y…
—No lo sé…
Brosky colocó sus dos manos en los hombros del muchacho. Lo miró a la cara,
habló patéticamente:
—Escucha bien lo que voy a decirte, hijo… Tú no eres reo de traición, como lo es
Darío; tú no has sido condenado a muerte en ausencia, por un tribunal militar, como
lo fue él; nadie ha puesto precio a tu cabeza. La gente del otro lado del río no tiene
nada contra ti. Estás limpio de culpa, Víctor. Limpio. Ellos, Flynn y el señor
presidente, quieren al coronel. Sólo a él. Si por tu conducto viene a nosotros, serás
bien recompensado. El precio lo fijarás tú…
Bruscamente Víctor se libró de las manos de Brosky y echó a correr, calle arriba.
Le ardía la cara, quizá por efecto de la rabia y de las lágrimas que, sin darse cuenta,
había comenzado a llorar. «¿Tendré cara de Judas, para que ese puerco me pida que
venda al coronel?», se preguntaba furioso, recordando que ya una vez, la primera que
un viejo libertino le propuso un trato inmoral, habíase sentido así de vejado y
colérico. El pequeño espía ventrudo lo llamaba a gritos, pidiéndole que regresara.
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Cuando Víctor hubo desaparecido en la oscuridad, Brosky resopló con rencor:
—Estúpido…
Por calles desiertas, iluminadas a trechos por foquitos que despedían mustios fulgores
rojizos, caminaban Rómulo y Víctor. Rómulo blasfemaba contra el calor del horno
(en el que había trabajado desde el amanecer) y el de la noche, cuya brisa salada, al
soplar ocasionalmente en ráfagas, refrescaba sus brazos y su espalda desnudos.
Ruidoso y extrovertido, el soldado-panadero salpicaba su charla con risotadas que
hacían saltar las capas de grasa de su abdomen y con denuestos cuartelarios que en
sus labios adquirían, no el tono corrosivo del insulto sino el pintoresco lenguaje de
quienes han remontado, de prisa y sin detenerse a adquirir cultura o al menos buenos
modales, la escala de la prosperidad. Porque ese rudo coronel, prieto y obeso, en nada
distinto a un estibador porteño, había tenido fortuna y gozado de todos los placeres
que ésta proporciona, antes de cruzar el río y vivir en el destierro con otros militares
en desgracia. Dejaron atrás las últimas casuchas de madera sin pintar, en cuyos
portalitos o traspatios tomaban el fresco silenciosas sombras humanas sentadas en
rechinantes mecedoras o tendidas en inmóviles hamacas; gente casi toda ella vieja, o
por lo menos mayor, que no hablaba, o que lo hacía sólo en murmullos, como los que
por conocerse de antiguo o habérselo dicho todo nada tienen ya que decirse. Algunos
chicos panzudos jugueteaban en la penumbra con botes de lata, o con perros sarnosos
y malhumorados. Víctor y Rómulo siguieron por el recto malecón de cemento que
bordeaba la corriente. Las aguas parecían sólidas de lo quietas. Una gabarra hizo
sonar su sirena en los bajos que los lugareños llamaban del Diablo. Río arriba, en el
desembocadero iluminado por temblorosas luces envueltas en mosquitos, la chalana
que una hora antes había zarpado de la ribera opuesta se disponía a atracar entre
bocinazos y gritos de sus tripulantes. A mitad de un silencio llegó a ellos, en jirones,
la música que se tocaba en Laurel. Víctor pensó en la bailarina. Su imagen, como una
llamarada, lo sacudió de inquietud. Para no pensar en la mujer, ni en los lúbricos
espasmos de su desnudez, ni en sus grandes pechos blancos, se puso a referir a su
acompañante, tartamudeando, los detalles de su entrevista con Brosky.
—Hiciste muy bien en mandarlo de vuelta al coño de su madre —opinó Rómulo,
cuando Víctor concluyó el relato. A ésos, ni oírlos…
Luego Víctor preguntó al coronel Rómulo si no le parecía extraño no haber tenido
noticia alguna de César Darío en los últimos quince días.
—Otras veces —recalcó—, siempre habíamos sabido dónde estaba.
—Si algo malo le hubiese pasado a Darío, ya lo sabríamos.
—¡Quién sabe! —opinó el muchacho.
Vivamente, ya casi a las puertas de Laurel, Rómulo detuvo a Víctor por el brazo.
—Que está vivo, es seguro. Ellos no lo tienen. Si no, ¿para qué te buscaron?
—Suponiendo que el coronel estuviera muerto a estas horas, ¿quién mandaría la
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revolución? ¿Usted, don Rómulo? —preguntó seriamente Víctor.
Rómulo pareció cavilar. También él había meditado sobre las extrañas
circunstancias que rodeaban la ausencia del Caudillo. Compañeros de armas desde
jóvenes, se consideraba el más íntimo de sus amigos. No importaba que sus culturas,
ya que no sus orígenes sociales, fueran tan distintas. Frente al coronel, Rómulo
asumía siempre, pese a ostentar ambos el mismo grado militar, la discreta actitud del
subordinado, del segundo. Había un detalle que lo preocupaba más que todos: César
Darío era meticuloso en extremo y por ello le parecía extraño e incomprensible que
se hubiese marchado del puerto aquella noche sin llevarse más ropa que la que
llevaba encima; sin recoger de su casa, como Rómulo pudo comprobarlo, ni la navaja
de afeitar, ni el cepillo de dientes, ni una camisa. Lo que Víctor suponía no era
irrazonable. Efectivamente, César Darío podría estar muerto y no era forzoso o
necesario que lo supieran Flynn y sus amos. Un hombre no escoge un sitio
determinado para morir. Muere simplemente donde le toca. Si al menos supieran
adónde se había dirigido el coronel en aquella limusina, les sería en cierto modo fácil
hacer indagaciones; mandar a alguien de confianza para que investigara. Mas no lo
sabían, porque buen cuidado había puesto César Darío en borrar, inclusive para sus
íntimos, todo rastro. Había dicho que debía entrevistar a los que ofrecían financiar el
Movimiento. Que no se hallaba en el puerto, era seguro. ¿Acaso en la capital? Lo
dudaban, pues los correligionarios de allí carecían también de información. ¿Dónde,
pues? ¿Dónde tan oculto, o lejos, que ni siquiera los sabuesos del dictador lo
sospechaban?
Víctor insistió:
—Si el coronel hubiese ya muerto, ¿quién sería el jefe? ¿Usted o don Héctor?
No quería Rómulo pensar en ello, dar una respuesta o una opinión, y por eso
vagamente, cabeceando hacia el interior de Laurel, indicó:
—Sería cuestión de pensarlo bien, de oír lo que ellos opinen…
—¿Por qué no usted, coronel? —reiteró el muchacho.
—¿Yo? —fingió Rómulo un poquito de asombro. Yo no sirvo para eso.
—De no poder ser él nuestro jefe, el coronel Darío lo nombraría a usted…
Como si en eso también estuviera de acuerdo, asintió Rómulo, súbitamente
aplanado, como si ya lo abrumara el peso de una responsabilidad que se sabía incapaz
de poder cumplir:
—Soy coronel, sí; pero tres estrellas de cobre no me hacen jefe: el jefe de un
Movimiento como el nuestro. Puedo ser el segundo del que mande, la mano que hace
las cosas, y que las hace mejor que nadie; no la cabeza que piensa. Ésa, sólo la de
César Darío —Rómulo parecía debatirse dolorosamente en la confusión que le
causaba su sinceridad. Cuanto había dicho era cierto, se sabía apto para realizar lo
que otros planeaban; no para proyectar. Luego, sin transición, volviendo a ser el que
siempre era, hizo refulgir en una risotada el destello agresivo de su diente de oro y
comentó, empujando a Víctor al interior del lupanar de la gorda mulata. ¿Para qué
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calentarnos los sesos buscando otro jefe, si el que tenemos volverá cualquier día de
éstos?
Entraron.
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—Ya les dije —gritó. Ya les dije que no sé dónde está…
Comenzaron a golpearlo metódicamente; no uno sólo como al principio, sino tres
individuos; en tanto que la alta y desgarbada sombra de Flynn, pellejudo, rojizo,
silencioso como un vaquero de Texas, alumbraba la escena con la lámpara. Deseaba
Víctor con toda su alma conocer el paradero de Darío y revelarlo, a quien quería
arrancárselo, para que no siguieran castigando su rostro, su estómago, sus riñones,
sus testículos; pero los dueños de las voces creían que callaba por lealtad y porque era
valiente; y proseguían sin prisa y ni siquiera con furia su tarea de causarle daño con
sus manoplas de hierro y sus filudos anillos. Por un segundo, se escuchó más intenso
y próximo el ruido de la tormenta que en el exterior se desgajaba y el cuarto se llenó
del fresco y húmedo olor a lluvia. Alguien había entrado, cerrando rápidamente la
puerta tras de sí.
—¿Nada todavía? —preguntó en inglés.
—Nada —repuso Gatillo, en castellano malhumorado. El bastardo parece que se
ha tragado la lengua.
Los anónimos verdugos habían cesado de aporrear al muchacho, quizá en espera
de que el hombre que había entrado al último ordenara algo. Pero fue Flynn quien,
con sólo un movimiento de la lámpara, indicó que reanudaran el vapuleo. Con
eficacia profesional los golpeadores volvieron a la carga. Ya al borde del desmayo,
mientras le zumbaban los oídos y en el cerebro iban apagándose una a una las luces
de la conciencia, Víctor sufría cada vez menos; hasta que de pronto, tras de sus ojos,
se encendió un sol rojizo; y todo terminó. El desconocido acababa de asestar ese
puñetazo final sobre el ceño del muchacho; quizá para satisfacer (como Flynn
conjeturó al mirarlo sonreír y frotarse los nudillos doloridos) su íntimo deseo de ser
cruel.
—Ése ya no hablará, míster Flynn —dijo, volviéndose, y parpadeando
deslumbrado al quedar de frente a la luz.
—Le pegó demasiado fuerte y lo ha desmayado —indicó Flynn con fastidio;
detestaba a quienes gustaban de entrometerse en asuntos ajenos. Y el jefe de la
policía del puerto era muy afecto a hacerlo.
—Échenle un cubetazo y revivirá —comentó el jefe policiaco, odioso sujeto al
que Flynn detestaba, y a quien sin embargo trataba cortésmente porque le era útil en
esa clase de sucios asuntos, para realizar los cuales requería la complicidad de las
autoridades.
Joe Flynn no necesitaba que se le recordara que con un balde de agua vaciado en
la cabeza recobraría Víctor el sentido; pero estaba seguro de que el muchacho, al
gritar que no sabía dónde se hallaba Darío, estaba diciendo la verdad.
—Es inútil zumbarle más —expresó. Con lo que ha recibido otro habría
denunciado hasta a su madre…
—Esos tipos son muy mañosos, míster Flynn, y muy buenos para desmayarse
antes que abrir el pico —opinó el jefe de la policía porteña. Déjeme que yo le dé una
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calentadita a mi manera y…
Lo atajó Gatillo:
—No me interesa, ya, lo que diga. Además, no esperaba hacerlo hablar, de todos
modos. Sólo quería comprobar si en efecto, como nos lo ha dicho Laurel y usted
mismo, los amigos de Darío ignoran dónde diablos está él.
—De todos modos —terqueó el otro—, hagamos la prueba. Podemos llevarlo a la
oficina y allí zurrarle un poquito más.
Sin responder, Flynn salió del cuarto. Los que habían entrado con él, lo siguieron.
El último en hacerlo, tras de clavar un brutal puntapié en el vientre del muchacho, fue
el jefe policiaco. Partieron todos en el auto oficial que hasta allí los había conducido.
No supo Víctor cuanto tiempo permaneció inconsciente. Amainaba la tormenta en
el exterior cuando abrió los ojos. Tenía frío y no recordaba mucho: sólo que alguien
lo había despertado a mitad de la noche para golpearlo. Le dolía la carne; sus dedos
temblorosos recorrieron su cara cubierta de costras de sangre, de gruesos verdugones
tumefactos. Comenzó a llorar, sin saber por qué; tal vez porque el miedo volvía a
metérsele bajo la piel. Quiso alzarse y no pudo; otro dolor, más intenso que el del
rostro, le paralizaba los muslos; se hacía insoportable entre sus piernas. Escupió un
salivazo rojizo y dulzón y experimentó, irreprimible, el acoso del vómito. Tras de
vaciar su estómago empezó a sentirse mejor, aunque débil y cansadísimo. Al tenderse
de nuevo en el catre, sucio de basca y orines se abandonó al sueño.
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3
Dos noches después, poco antes de las nueve, César Darío reapareció en el café del
portal. Recatado tras la columna de un arco, fingiendo que leía un periódico, esperó a
que Víctor, que no lo había visto, se aproximara a él. «Algo le ha pasado a éste», se
dijo al advertir los moretones y cortadas en el rostro del muchacho, y su renquera al
caminar. Cuando lo tuvo cerca lo llamó con disimulo y con un gesto, como a un hijo
o a un cómplice, le impuso silencio. Resplandecieron los ojos de Víctor al descubrir
vivo, como no creyó verlo más, a quien era su jefe, su amigo y casi su padre.
—Cuando salgas, búscame en el atrio de la catedral —dijo Darío rápidamente, y
se marchó.
Media hora más tarde se reunieron al cobijo de las sombras, en el atrio
catedralicio: César Darío en algún punto de la penumbra, a espaldas de Víctor, que
disimulaba como si aguardase a alguien antes de entrar.
—¿Quién te golpeó?
—Ellos.
—¿Por qué?
—Querían que les dijera dónde estaba usted. Pero no lo dije…
—Porque no lo sabías —afirmó Darío, y Víctor sintió enrojecer. El coronel
indagó después de que hubo pasado una pareja de beatas. ¿De haberlo sabido, qué?
Se alegraba Víctor de no estar hablando cara a cara con César Darío, porque le
hubiese resultado muy difícil mentirle: ocultar la cobardía que asomó a sus ojos
cuando respondió:
—Hubiera sido igual, coronel. No hubiese hablado. Más de lo que me pegaron —
agregó con orgullo de valentón— no podían pegarme. Yo sé aguantar y aguanté, mi
coronel: aunque lleve dos días meando sangre.
—De todos modos, gracias Víctor —el muchacho lo escuchó suspirar a su
espalda. Pero, si hubieses hablado, tampoco te culparía. La resistencia del hombre
tiene un límite. Rebasado éste, todos somos cobardes. Y Gatillo, porque supongo que
Gatillo estuvo allí, ¿verdad? —Víctor asintió lentamente— lo rebasa siempre —
luego, con voz que a Víctor le pareció dulce, tierna y paternal, comentó Darío—: Sí,
incluso mientras te zumbaban, llegaste a desear saber dónde estaba para decirlo, no te
censuro. Es muy difícil saber cuánto podemos aguantar en tales momentos.
Sintió Víctor deseos de llorar; no porque el hombre con el que hablaba hubiese
adivinado el más profundo, secreto y vergonzoso de sus pensamientos, su casi
traición; sino de gratitud, porque con sus palabras lo aliviaba de la punzadura del
íntimo reproche que le hacía daño desde que rememoró que efectivamente había
deseado, mientras lo torturaban, conocer el paradero de Darío, y revelarlo. Sólo con
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lágrimas, creía poder demostrar el amor de su amistad a quien tenía la nobleza de
absolverlo sin exigir confesión y de justificar que flaqueara en aquellos terribles
minutos de prueba.
—Tal vez —comentó Darío, como si quisiera convencer a Víctor de que su
perdón era definitivo— yo mismo hubiese hablado, denunciándote, de haber sido tú
al que buscaban…
Agradeció Víctor las palabras del coronel, aunque sabía que no eran sinceras. «Él
se muere pero no traiciona a nadie: y si me dice eso es para que no me sienta más
cobarde de lo que soy», pensó. El ruido de la multitud que llenaba los cafés, el
parloteo de los paseantes, el escándalo de las bocinas de los autos, el retumbar lejano
del mar; todo ello, muy claramente, se escuchó en los dos o tres segundos que ambos
quedaron silenciosos en la penumbra protectora del atrio. Un grupo de monjas, o
enfermeras, o hermanitas de alguna orden, con sus tocas blancas como almidonados
resplandores de luna, pasó entre ellos dejando una estela de olor a cera, incienso,
naftalina o hipocresía. Aunque lo deseaba con toda su alma, no se atrevía Víctor a
preguntar al coronel en dónde había estado y por qué, durante tantas semanas, nada
habían sabido de él. El Caudillo, como si también ese pensamiento del muchacho
hubiese adivinado, preguntó:
—¿Me extrañaron?
—Mucho mi coronel.
—De seguro que hasta llegaron a pensar que algo malo me había pasado. Por
ejemplo, que el amigo Gatillo me había puesto la mano encima…
—Sí. Eso mismo —Víctor, entonces, se volvió a la sombra de la que surgía la voz
—. Hubiera sido horrible, coronel —añadió, vivamente. Por usted, claro, y por
nosotros…
—Me imagino que el puerto está lleno de gente de Gatillo.
—Hay ocho o diez nuevos, aparte de los que conocemos. Llegaron apenas ayer.
—¿A quién más han tratado de convencer, así como a ti?
—A nadie, mi coronel. Sólo a mí.
—¿Dónde te pescaron?
—En mi cuarto. Ni las manos metí, porque me encontraron dormido.
—¿Cómo supieron dónde vives?
—No lo sé, coronel. Nadie nos siguió esa noche. Estoy seguro…
—¿Había alguien contigo?
—Estaba yo solo.
—Has dicho: ¡Nadie nos siguió! Nos eran tú, ¿y quién más? —Víctor oyó, o
creyó oír una risita burlona. Si era, al fin, una mujer, no necesitas decírmelo. ¿La
rubia de Laurel?
—No. No señor —protestó Víctor encendiéndose. Estaba yo solo. Hacía rato que
Orestes se había ido cuando ellos llegaron…
—¿Orestes? ¿Él te acompañó?
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—Sí. Estuvo un rato conmigo, mientras se fumaba un cigarro.
—¿Por qué fue Orestes y no otro?
—El coronel Rómulo se quedó en Laurel con don Héctor y los demás. Como el
polaco Brosky había tratado de enredarme, Rómulo no quiso que fuera solo. Orestes
se ofreció a…
En un murmullo repitió el coronel Darío:
—Orestes. ¡El buen amigo Orestes te acompañó! Bien, hijo —expresó Darío con
tranquila voz que no alteraban la furia o la emoción—, anda y busca a la gente, a
Orestes inclusive. Reúnelos donde quieras, pero que no sea en Laurel. Cuando estén
todos juntos llévalos allí —la mano de Darío surgió de pronto a la luz; en sus dedos
había un trozo de papel que entregó a Víctor—: Ninguno debe faltar. Los esperaré
dentro de dos horas… Ahora, márchate…
—Sí, coronel.
—Y… Víctor. Si la gente de Gatillo te pesca, no importa ya que les digas que he
vuelto… Pero, de todos modos, que no te pesquen… Espero verlos a todos… A
todos.
Cuando Víctor pudo recuperarse del aturdimiento que le produjeron las últimas
palabras del coronel, éste se había desvanecido en las sombras. «Hay quien no
perdona la sinceridad. ¿Acaso será él uno de éstos?» —se preguntó.
De pie tras una mesa en la que solamente se hallaba una maleta de viaje, César
Darío (sonriente, cordial, muy limpio y con unos kilos más de peso en su magro
cuerpo) fue saludándolos uno a uno, y los invitó después a que ocuparan las sillas
dispuestas en semicírculo ante él. Rómulo se colocó un cigarro en los labios morenos
y, cuando se disponía a encenderlo, lo retiró casi avergonzado al recordar que al
Caudillo no le agradaba el olor del tabaco.
Pero César Darío, con tanta amabilidad que todos se sorprendieron, pidió:
—Fuma, Rómulo. Y ustedes, amigos, fumen si quieren.
Tal gentileza les parecía extraña. No obstante, tímidamente hicieron circular
cigarrillos y fósforos. El humo parecía aliviar la tensión. Se relajaron los cuerpos
tensos; surgieron los murmullos; empezaron los ojos, antes cohibidos, a escudriñar a
Darío, que a su vez los miraba, todavía de pie, con la complacencia bonachona de un
profesor en el primer día de clases. Cuando todos hubieron callado, César comenzó a
hablar, y siguió haciéndolo por casi una hora. No pormenorizaba, no decía más que lo
estrictamente necesario para informarles, pero tampoco se perdía en generalidades.
Era evidente que de sus labios no salían más palabras que las que él quería que
salieran. Era la suya una exposición limpia, clara, sencilla y fluida. Al referirse a
quienes habían sido sus anfitriones durante las últimas semanas, utilizaba el término:
«Nuestros amigos», más no revelaba quienes eran y dónde los había entrevistado. El
pequeño grupo de exiliados se removió, nervioso cuando el coronel concluyó,
anunciando:
—Nuestras condiciones han sido aceptadas. Lo que quiere decir —añadió con una
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sonrisa— que el obstáculo que nos impedía empezar la Revolución, la falta de dinero,
ha sido felizmente superado… ¿Contentos?
Nadie respondió inmediatamente. La noticia, más que entusiasmarlos, parecía
haber abrumado a los hombres. Hubo toses; discretos carraspeos; ruido de sillas
removidas. El coronel dejó caer el peso de su mirada sobre esos rostros terrosos y
desconfiados, que se volvían, en consulta hacia el profesor Gama. «Don Héctor —se
dijo Darío— es la otra fuerza del grupo. Me reconocen como jefe, sí; pero me
obedecen sólo después de que él aprueba lo que digo, lo que propongo para el futuro.
Si es que deseo mantener firme mi rango de Caudillo de la Revolución y,
eventualmente, del régimen que de ésta surja, será preciso que nulifique su influencia.
Los intelectuales como Gama son útiles mientras las revoluciones no se convierten en
gobierno. Por fortuna, siempre queda el recurso de nombrarlos para un puesto
diplomático, para que satisfagan su vanidad, y den prestigio social a su país. No es
que yo tenga prejuicio contra los intelectuales, pero el poder deben ejercerlo los
políticos o los fuertes.» El profesor Gama interpretó lo que las miradas de apremio
exigían de él. Le agradaba también experimentar la sensación de ser un elemento
indispensable, un guía espiritual respetado y apreciado, cuya sensatez de opinión era
siempre tomada en cuenta. Con voz tranquila, el maestro glosó el discurso o informe
del coronel; aclaró algunos puntos, amplió otros; sometió a la rigurosa prueba del
análisis lo que Darío, por no ser orador, había expuesto sin elegancia oratoria: sólo
con pasión y entusiasmo.
Para resumir el pensamiento del jefe (pero más que nada, para que éste no
olvidara ciertos principios fundamentales) Gama expresó al reducido y expectante
auditorio:
—Como Caudillo del Movimiento de Liberación, el coronel César Darío cuenta
con todo nuestro respeto, porque al designarlo lo hicimos de acuerdo con sus
virtudes, que son muchas, y sus defectos, que no son menos —los exiliados volvieron
a removerse, como si de pronto descubrieran que había tachuelas bajo los fondos de
sus pantalones. César Darío, frunciendo el ceño, trataba de adivinar a dónde quería
llegar Gama aludiendo a sus cualidades de índole personal. El profesor continuó—: A
los hombres de poder hay que valorarlos sin piedad —giró levemente y miró a Darío;
en el cuello de éste resaltaba, abultada, una gruesa arteria, que se hacía más
prominente cuando se encontraba bajo los efectos de la cólera. Valorizarlos, y poner
en la balanza del juicio lo positivo y lo negativo; y si lo que resulta nos conviene,
aceptarlo sin reservas. Eso hemos hecho con él; y él, en correspondencia, ha debido
admitir responsabilidades extraordinarias; la más importante de todas; ser leal. En
honor a la verdad, el coronel no ha sido todo lo explícito que esperábamos, que
teníamos derecho a esperar. Empero —sonrió con una sonrisa diagonal y poco franca
que irritó a Darío, porque con ella Gama estaba llamándolo insincero—: ser discreto
es una de las virtudes de nuestro jefe. Respetemos, pues, su discreción —continuó
hablando sin titubeos; sus frases, como ininterrumpida serpentina, fluían de sus labios
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como si no las improvisara, como si las hubiese ensayado antes de entrar a esa casa
de un suburbio residencial cuya existencia desconocía hasta esa noche; una casa
moderna y espaciosa, de elegante mobiliario; pero que daba la impresión de haber
sido alquilada sólo para recibir, por una única vez, a unos juerguistas, o a unos
conspiradores. El profesor se perdía en la retórica, en las palabras. Lo embriagaban.
«Es un hombre —pensó Darío— que gusta de escucharse. Su oratoria es solemne,
pero no dice nada, se queda en el estilo.» Conocía a Gama de tiempo atrás (cuando
ambos servían al régimen que ahora pensaban derrocar), pero su amistad era reciente:
se estrechó en el destierro, se ahondó en el diario ejercicio de la intriga. Gama tenía
en su país y en muchos del extranjero, gran prestigio intelectual, humanístico. Había
sido, sucesivamente, catedrático, decano y rector de la Universidad. Desde hacia una
generación, su figura y su leyenda habían sido siempre respetadas, aun por
gobernantes de ideología contraria a la suya, que era conservadora hasta la
intransigencia. En la república don Héctor era llamado Faro de la Juventud, y tal
mote servía desde que se lo endilgaron, en ocasión de cumplir sus primeros treinta
años de educador, para que sus enemigos hicieran chistes a sus costillas; un santón, a
quien se debían importantes victorias, como la autonomía universitaria, que hubo que
ganar a pulso en sangrientos combates. Héctor Gama, campeón de esa justa, fue
designado primer rector del alma mater, y continuó siéndolo hasta el mes de agosto
del año anterior cuando abortó la huelga general y comenzaron los motines de Olidia
y Santa Cruz, de los que fueron líderes Darío, Rómulo y otros oficiales. El
Generalísimo-Presidente comandó personalmente las tropas que seguían siendo leales
al gobierno y aplacó sin muchos problemas la revuelta. Como los estudiantes habían
suspendido las clases y apoyado ruidosamente a los gremios que exigían la
derogación de la nueva ley que elevaba considerablemente los impuestos y por reflejo
el costo de la vida, el dictador dispuso la ocupación militar de la Universidad, con el
pretexto de que era foco de intrigas comunistas. Luego de una violentísima escena
con el déspota, en la que abundaron las palabras gruesas y no se disimularon las más
terribles amenazas, el rector prefirió marcharse al extranjero antes que aceptar las
exigencias del tirano, que pretendía hacerlo declarar que los instigadores de la
zacapela eran los radicales. Aunque acusar a los bolcheviques hubiese sido lo más
cómodo, aunque no lo cierto, Héctor Gama no accedió; el paro, que fue total en la
metrópoli, era consecuencia lógica, como el presidente no lo ignoraba, del disgusto
que el aumento en los tributos había provocado entre los conservadores, que eran los
más directa y gravemente afectados. Ante la negativa del maestro, el generalísimo le
concedió la gracia, «en atención a su personalidad», de no encarcelarlo si prometía
abandonar el territorio nacional en un plazo no mayor de 48 horas. En el exilio, en
ese puertecito fronterizo, Gama se unió a Darío y a los otros cabecillas de la
fracasada aventura revolucionaria. Darío acepto la alianza del exrector, porque
consideraba que por su conducto conseguiría ganarse la confianza de los
conservadores (que ya alguna vez habían apoyado la candidatura del humanista a la
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presidencia de la República), y principalmente porque tenía la esperanza de obtener
de ellos el crédito que necesitaría para financiar otra revolución. Pero los banqueros
no soltaron la plata debido a que pocas semanas después de los motines, el presidente
anuló la ley, y desaparecieron las causas de su desacuerdo con el régimen. Sin
embargo, designado nuevo rector de la Universidad su más irreductible rival, Héctor
Gama no hizo gestión alguna, ni autorizó que las hicieran en su nombre, para obtener
la amnistía. Orgulloso y amargado prefirió seguir en el destierro; buscó y halló
empleo de profesor en una escuela, y se afilió abiertamente al Movimiento Libertador
de César Darío. «Con Gama en nuestro bando —pensaba el pequeño oficial— el
Movimiento deja de ser una conspiración de soldados y se transforma en una lucha
con ideales.» Como fin a su larga perorata, cuando ya el auditorio comenzaba a
fastidiarse, el maestro Gama planteó la necesidad de plasmar, en una proclama, el
programa ideológico de los insurgentes.
—Porque —recalcó con voz grandilocuente—: una revolución sin programa está
condenada al fracaso…
César Darío estuvo totalmente de acuerdo y expresó que nadie había más
capacitado para tarea tan delicada que don Héctor Gama, «nuestro ideólogo»; hizo
después una prolija enumeración de lo que él consideraba que debía escribirse en la
proclama, y concluyó:
—… así, pues, el pueblo de nuestra patria debe saber que la revolución que lo
librará de la tiranía tiene como ideales: la libertad de creencia y de asociación; el
respeto al voto popular; la no reelección de los gobernantes y, sobre todo, la
reafirmación de nuestro nacionalismo.
Al mencionar Darío la cuestión del nacionalismo, lo interrumpió vivamente don
Héctor Gama:
—Sugiero, coronel, que suprimamos esa palabra.
—¿Y por qué? —saltó Darío, picado. El nacionalismo es nuestro postulado
fundamental.
—De acuerdo, coronel —Gama hablaba tranquilamente; su actitud y, sobre todo,
su voz, contrastaban con la actitud y la voz del Caudillo. En estos tiempo es peligroso
enarbolar la bandera del nacionalismo. Esto no quiere decir, por supuesto, que no sea
el nacionalismo nuestro ideal básico, mas no podemos enunciarlo en la proclama, ni
en ninguna otra forma, si deseamos que la Revolución no sufra tropiezos y no muera
al nacer… o antes.
—¿Qué otra esperanza podemos ofrecer, profesor Gama? ¿Qué, más puro y
legítimo? —ardían, en su exaltación, los ojos del coronel. Ya es tiempo de hablar con
la verdad; de sacudir al pueblo; de hacerlo despertar de su letargo…
Esperó Gama que Darío se apaciguara. No era cuestión de interrumpirlo, pues
ello significaría empezar una polémica inútil. Cuando al Caudillo se le terminaron las
palabras, el exrector prosiguió:
—A veces, la prudencia aconseja disfrazar nuestros verdaderos propósitos.
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—¡Eso es hipocresía!
—Lo sería si no fuéramos políticos. En política —sonrió— a la hipocresía se le
llama sagacidad, agudeza, facto. Decía… —carraspeó—, decía que no es prudente
postular nuestro nacionalismo. Equivaldría, coronel, si me permite el símil, a mostrar
nuestro juego. En los actuales momentos, qué riesgoso es declararse nacionalista;
cuánto peligro entraña tal declaración para un país, como el nuestro, débil y
subdesarrollado en todos los órdenes, y expuesto por lo mismo a la presión de
potencias que confunden el justo deseo de reivindicación nacional con doctrinas
disolventes, como la marxista…
—Nosotros no somos comunistas. Usted conoce mi opinión respecto a ellos y a
sus amos —le recordó Darío, con acritud.
Pacientemente asintió Gama:
—Conozco, en efecto, su ideología, coronel. Mas, ¿esas potencias a quienes me
refiero la conocen? ¿Se le ocurre un medio mejor para que lo crean comunista, o
procomunista, que viene a ser lo mismo, que anunciar desde el principio
reivindicaciones nacionalistas? No, coronel, no es prudente mencionar siquiera el
término. No olvidemos la lección que nos han dado esos infelices y
bienintencionados gobiernos de América que han sido suprimidos violentamente en
cuanto enarbolaron tan noble estandarte. No juguemos con dinamita antes de tiempo.
En consecuencia propongo —y entonces se dirigió a la asamblea, que había seguido
recogida y silenciosa la pequeña disputa— que sustituyamos tal palabra por la de
«legalidad», que tiene la ventaja de llevar a los espíritus la sensación de que nos
apoya, aparte de la fuerza de las armas, la de la ley, la razón y la justicia…
La asamblea estuvo de acuerdo. Darío aceptó la decisión de los otros. En lo
íntimo experimentaba una especie de cólera resentida contra Gama y contra los que,
con sólo alzar la mano aprobatoriamente, le habían hecho perder un punto en la
pequeña batalla verbal. «Mucho tengo que aprender todavía a este viejo taimado»,
admitió antes de anunciar que la junta había concluido.
—Saldrán de aquí de uno en uno y a intervalos de cinco minutos —ordenó de
malhumor. Le hervía la rabia en las entrañas, especialmente contra los que
consideraba sus más leales, como Rómulo y Víctor, que habían sumado su voto a los
demás, sin consultarlo siquiera con una mirada. Les atribuía algo que no se arriesgaba
a calificar de traición, pero que casi lo era por el solo hecho de no haberse puesto de
su bando. Se preguntó qué importancia tenía realmente haber sustituido una palabra
por otra: ninguna—. Volveremos a vernos a la hora definitiva, que no tardará ya —
sonrió entonces a todos, como si hubiese olvidado el agravio; abrió la maleta y vació
su contenido sobre la mesa. Las cabezas de los exiliados se apiñaron y en los ojos de
casi todos hubo rápidos destellos de codicia al ver las doce pistolas flamantes, las
cajas de cartuchos y los cartones de cigarros estadunidenses que les mostraba el
Caudillo—. ¿Bonitos, juguetes, eh? —preguntó, y le respondió un murmullo
ininteligible. Tomó una automática, una caja de balas y otra de cigarros, y las entregó
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al camarada más próximo; y así, sucesivamente, hasta que nadie quedó sin recibir lo
suyo; todos, excepto Gama.
—Bien sabe, coronel, que no creo en la eficacia de las armas. Cedo la mía a
alguien a quien le guste —dijo, gravemente, enlazando sus viejas manos por la
espalda.
—Tiene razón, don Héctor —Darío lo miró oblicuamente, con resentimiento.
Volvió a sonreír. Una pistola se tiene para usarla… Ahora amigos, pueden empezar a
irse… Aunque estoy seguro de que la gente de Flynn no pudo seguirles el rastro hasta
aquí, les recomiendo que extremen las precauciones… No debemos perder el
contacto entre nosotros a partir de esta noche…
Fue Orestes el primero en marcharse. Después, conforme lo había dispuesto
Darío, lo hicieron los demás, con cinco minutos de diferencia entre uno y otro. Al
tomar su turno, Gama indicó:
—Mañana por la tarde tendré lista la proclama, coronel.
—Magnífico, don Héctor…
—Pero hace falta que yo conozca un dato más…
—¿Cuál?
Desconfiado, Gama miró en torno: en la habitación, y ni siquiera próximos para
que pudieran escuchar sus palabras, se hallaban todavía, aparte de Darío y de él
mismo, Rómulo y Víctor; pero a pesar de ello, El Faro de la Juventud se inclinó para
preguntar casi al oído del coronel:
—La fecha. Saber la fecha…
Pensó Darío: «El viejo mañoso se muere de curiosidad. Para nada necesita saber
la fecha, pero se la diré». Le palmeó el hombro flaco:
—Póngale la de pasado mañana, don Héctor.
—¿Quiere decir, entonces…?
—… que pasado mañana empezará la revolución —complementó el Caudillo.
Por unos instantes el profesor lo miró con asombro y respeto; como si saber ya la
fecha exacta en que se iniciaría la gran aventura lo anonadara. Hizo una silenciosa
reverencia, tendió al coronel su delgada mano seca, y salió a la opaca madrugada
porteña. Cuando don Héctor se hubo marchado, Rómulo preguntó:
—Entonces, ¿ahora sí?
—Ahora sí —repuso Darío, sentándose por primera vez en la noche. La
habitación olía a rancio humo y a gente no toda aseada.
Víctor gozaba de una indefinible felicidad con sólo sentir clavada entre el cinto y
la camisa, la hermosa pistola 45. Cómo deseaba hallarse a solas, y mirarla, y cargarla,
y… Cesó de pensar, porque el corazón estaba latiéndole muy de prisa, y tuvo miedo
al recordar que el coronel había dicho: «Una pistola se tiene para usarla». ¿No habría
querido decir en realidad: «se tiene para matar»? Ahora, dueño de un arma, el
muchacho se preguntaba con terror si sería capaz de dispararla contra un hombre.
Rómulo preguntaba al coronel, que había vuelto a ponerse de pie y que iba
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apagando, una a una, las luces:
—¿Te quedas aquí?
—No. El lugar es ya peligroso. Doce lo conocen, y un secreto es difícil de
guardar entre tantos… —cuando todas las luces hubieron sido apagadas, dijo César
Darío—: Pero nosotros tres, sí seguiremos juntos. Vamos.
Echaron a caminar, no hacia la salida que habían utilizado los otros, sino en
dirección a las habitaciones interiores. Cruzaron varias estancias amplias, silenciosas
y amuebladas; y pasillos y vestíbulos igualmente desiertos. Darío marcha delante
guiándolos sin titubeos, como si la topografía del palacete le fuera bien conocida.
—¿Es tuya esta casa? —preguntó Rómulo.
—No.
—Es muy grande y bonita.
—Mucho.
—Debe costar un platal.
—Seguramente y, si lo que quieres saber es por qué estamos aquí, te diré que nos
la prestaron para la junta.
—¿Quiénes?
—Preguntas demasiado, Rómulo.
Amoscado, dijo Real:
—Estoy en el mismo barco que tú, César, y tengo derecho a saber qué terreno
piso.
—El más firme del mundo… Esa gente arregló las cosas para que salieran bien.
—¿Esa gente?
—La que nos ayuda. Los amigos, en una palabra. Y los que arriesgan su plata por
tipos como nosotros, carecen de nombre. Sólo son: los amigos… —habían llegado
ante una puertecita. Darío la abrió y dijo—: Salgan…
Pasaron Rómulo y Víctor; luego César Darío cerró la puerta con una llave y
deslizó ésta por la hendidura inferior. Reanudó la marcha, siempre él delante, a través
de un amplísimo jardín. Debía ser un jardín porque pisaban un césped parejo y muy
bien cuidado; que lo era lo confirmaron Rómulo y Víctor al bordear una alberca de
forma irregular. Por una tronera, que el Caudillo localizó sin dificultad en el muro,
salieron a una calle oscura y angosta. Allí, en la sombra del amanecer que comenzaba
a entibiarse, que presagiaba una mañana y una tarde calurosas, aguardaba un
automóvil pequeño, vulgar; ni siquiera de modelo reciente.
—Suban —indicó Darío.
Rómulo se guardó las nuevas preguntas que acudieron a su cabeza. «César
siempre ha sido un poco misterioso. Primero la casa, ahora este coche. ¿De dónde
sale todo ello?» Partieron. Con sólo las luces pequeñas encendidas, el automóvil
recorrió algunas calles bordeadas de palacetes semejantes al que había hospedado a
los conspiradores, y enfiló hacia el puerto.
—Me preocupa Orestes —comentó César Darío, después de un tiempo durante el
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cual nadie había hablado—. Me preocupa mucho —repitió, bien apoyadas las manos
en la rueda del volante—. Parece estar nervioso, y un hombre que no controla sus
nervios suele producir dolores de cabeza a sus compañeros —a media marcha el auto
cruzó el puerto, dejo atrás los collares de coral del alumbrado público, y enfiló hacia
la carretera que conducía a las tierras altas del interior. Ni Rómulo ni Víctor
deseaban, al parecer, preguntar a dónde iba; ni siquiera lo hicieron cuando el vehículo
se apartó de la cinta asfáltica y siguió por la brecha llena de hoyancos que bordeaba
el pantano. Como si hablara para sí, expresó el Caudillo—: Me gustaría hablar con él;
saber qué lo inquieta…
—¿Crees que Brosky tenga algo que ver en esto? —preguntó Rómulo.
Hubo un fruncimiento apenas perceptible en los hombros del coronel:
—Brosky o Gatillo, que viene a ser lo mismo —indicó, para añadir luego—:
Ojalá y no se confirme lo que sospecho, y que la paliza que le dieron a Víctor no haya
sido por una delación de Orestes.
En la penumbra pudo Víctor espiar el rostro de Darío, cuando Rómulo encendió
un cigarro. Un rostro que parecía estar hecho de cemento. Advirtió un temblor en sus
maxilares, como si el coronel hubiese ya juzgado y hallado culpable a Orestes y
dictado una sentencia que no podía ser revocada por la piedad o por la simpatía. Se
estremeció el muchacho en el asiento y a su boca afluyó la saliva amarga. «¿Me
habré precipitado al echar sobre Orestes la sombra de la sospecha?», se interrogó.
«Cierto que después de acompañarme a un lugar que sólo él sabía, me cayeron
Gatillo y los suyos. Pero, ¿no habrá sido por casualidad? Brosky no es el único que
nos espía. También los pistoleros del jefe de la policía, y el mismo mayor Ayala. No.
Ayala no pudo haber sido, porque es amigo nuestro.»
Suavemente César Darío detuvo el auto en el último recodo de la brecha. Desde
allí podían ver, sobre podridos pilotes de madera hincados a orillas de la charca, la
chata silueta de la casa de Orestes: una viejísima y destartalada choza de madera.
Comenzaron a acercarse sin hacer ruido. En la ventana, la luz de un foco ponía una
pincelada anaranjada. Al asomarse, los ojos apenas al ras del antepecho, miraron a
Orestes: vestía pantalón y una pardusca camiseta en lo que destacaba como peine, su
costillar; no llevaba zapatos. En el centro de lo que más que hogar parecía una
pocilga, había una mesa; en ésta, una botella de ron, y una silla. Con el codo, Darío
llamó la atención de Rómulo sobre la chaqueta blanca puesta en el respaldo.
—¿Brosky? —inquirió Rómulo, quedamente.
Asintió Darío. Aparte de la mulata con la que vivía, acompañaba a Orestes el
pequeño polaco. En mangas de camisa, abanicándose con su pañuelo rojo, Brosky
gesticulaba, pero sin alzar la voz, y trataba sin duda de convencer de algo a Orestes,
que parecía titubear, resistirse. La luz del foco acusaba con firmeza los huesos de su
delgado rostro. «Parece una calavera», se dijo Darío cuando Orestes avanzó, quizá
para escapar al acoso del agente de Flynn, unos pasos hacia la ventana. Oyeron
entonces, claramente, la oferta:
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—Dímelo, y la plata es tuya…
Pero Orestes no respondió. Rechinaron algunas tablas, y el silencio; un largo
silencio. Cauteloso, el coronel tornó a espiar. Orestes estaba sentado en la silla, de
espaldas a la ventana; no se le veía la cabeza, porque la tenía oculta entre sus manos.
Semejaba un cuerpo decapitado. De puños sobre la mesa, Brosky aguardaba
ansiosamente. La mulata se acercó a los hombres, levanto la botella y bebió un trago;
eructó y volvió a beber. Su embarazo era quizá de seis o siete meses y su cuerpo
parecía una gigantesca pera.
—¿Vas a decirlo o no? —exigió Brosky, alzando la voz.
Orestes se libró de la máscara de sus dedos y levantó la cabeza. El polaco sacó de
la bolsa trasera de su pantalón un largo sobre, y de éste un montoncito de billetes
nuevos. Los puso bajo las narices del hombre que lo miraba boquiabierto; quizá
todavía resistiéndose.
—Todo esto para ti ahora, y bastante más cuando lo pesquemos… Es mucho
dinero, Orestes. Dinero bueno; y fíjate qué bien huele…
Por fin, Orestes hizo un movimiento de cabeza. Rebrillaron los ojitos de Brosky,
que se inclinó un poco, acodándose en la tabla, para escuchar lo que el camarada del
Caudillo iba a decirle. César Darío y Rómulo se miraron. La sospecha se había
confirmado.
—¡El muy cabrón! —gruñó Rómulo.
—¡Shh! —hizo Darío. Soslayando a Víctor, susurró—: Atrás debe de haber una
puerta. Cuídala. Si quieren largarse, mátalos…
El muchacho, encogido, corrió rápidamente hacia la parte posterior de la casucha.
Quizá pisó algo, un bote de lata, porque se escuchó un ruido seco, cuya dimensión
amplificó al silencio. Brosky pareció alarmarse; alzó la cabeza; con su mano hizo
pantalla sobre sus ojos y miró hacia la ventana.
—¿Qué es? —preguntó.
—El perro o el cerdo —dijo Orestes sin voltear.
Repuesto ya del aturdimiento que le había causado la orden del coronel, Víctor se
encontró apostado junto a la puerta trasera de la casa. Empuñaba la automática
fuertemente, para dominar el temblor en su diestra. Se preguntaba si se atrevería a
disparar, como se le había dicho que hiciera, en caso de que Orestes, Brosky o la
mulata, o los tres juntos, intentaran huir. Imaginar que debía oprimir el gatillo contra
alguien, así fuera un traidor como Orestes, le descompuso el estómago. Se dobló un
poco sobre sí mismo y escupió un goterón amargo. El sudor que le humedecía la cara
se le hizo helado. «Soy tan cobarde que no podré siquiera levantar la pistola», se dijo.
Mientras Rómulo vigilaba por la ventana, César Darío llamó a la puerta con el
cañón de su automática. Las voces de Brosky y Orestes se apagaron como la llamita
de una vela. Luego los ojos de uno buscaron los del otro, amiedados, o quizá sólo
sorprendidos de que alguien, a tales horas del alba, se atreviera a importunarlos.
«Ahora —pensó Rómulo— Orestes va a sacar la pistola.» Pero no lo hizo.
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Continuaba en suspenso, muy quieto; tanto que parecía no respirar. Al cabo se movió,
pero fue únicamente para guardar en la bolsa del pantalón el fajo de billetes. Tres
nuevos golpes, y sin que nadie se lo pidiera, sólo dando por descontado que los dos
hombres repentinamente mudos esperaban que lo hiciera, la mujer abrió. César Darío
quedó ante ellos, un poco separadas las piernas; muy pálido, no se sabía si por efecto
de la emoción o por el de la luz del amanecer. De su magra figura y, sobre todo, de la
mano que empuñaba la 45, trascendía una especie de ira pronta a estallar. De pie,
terrible, sin avanzar ni retroceder seguía el Caudillo; el ojo negro de su arma a la
altura del estómago de los otros. Habló con lentitud y sarcasmo; pidiendo perdón por
haber interrumpido esa conferencia de negocios.
—Coronel, déjeme explicarle —tartamudeó entonces Orestes.
—¿Te han pagado bien, camarada? —preguntó Darío, afable. ¿Siquiera más de
las treinta monedas…?
Brosky estaba aterrado, y su cara gordinflona, vista a la luz del foco, parecía una
vejiga a medio deshinchar. Al ver la pistola había levantado los brazos y los mantenía
así, con un temblor como aleteo en los codos. Hilillos de transpiración le bajaban por
la frente.
Orestes parpadeaba con nerviosa rapidez. Con la lengua blanquizca se humedecía
los labios:
—Mi coronel —imploró—, óigame; no se haga malas ideas. Yo…
—¿Sí, amigo Orestes?
Un torrente de palabras comenzó a brotar, como vómito, de la boca del delator.
Trataba de explicar, de hallar una buena razón que justificara la presencia de Brosky
en su casa. Su alegato era casi ininteligible; le fallaban la respiración y las frases de
excusa; volvía sobre lo que había dicho, trillándolo; enredándose, como animal
empavorecido, en la cuerda del terror. Nadie lo interrumpía, pero él a gritos
demandaba ser oído. César Darío pensó: «Jamás he visto a nadie con tanto miedo», y
cuando Orestes insistió en que lo dejaran terminar, le dijo:
—Estoy dejando que hables lo que quieras, amigo Orestes. Tienes todo el derecho
del mundo a defenderte…
Orestes guardó silencio bruscamente al darse cuenta de que había estado ya
tratando de probar su inocencia sin lograrlo. Su cara se veía tan pálida que parecía no
haber piel sobre los pómulos, y sus labios tan blancos como si acabase de comer un
puñado de harina. La mujer embarazada aprovechó el silencio para beber un trago de
ron; tras de limpiar con la palma de su mano el pico de la botella la ofreció al coronel.
Rehusó éste, con un cabeceo. Ella entonces volvió a beber y fue a tenderse en el
catre. Era la única persona a la que no le importaba lo que estaba sucediendo.
Darío miró a Brosky, y se dirigió a él por primera vez:
—¿Pagó bien, Brosky?
—Señor coronel Darío… —comenzó Brosky, haciendo un esfuerzo; pero
tampoco pudo continuar.
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—Me interesa saberlo, Brosky, por simple curiosidad: conocer la cifra en la que
usted, o Gatillo, valúan mi vida.
—Co… coronel, yo… Está usted equivocado… —los ojos de Brosky se movían
de un lado a otro, como empavorecidas lunas llenas. Aleteaban sus brazos más de
prisa; parecía un cebado ganso tratando de remontar el vuelo.
—¿Equivocado, Brosky? —Darío parecía estar ya de buen humor; inclusive,
aunque mantenía el dedo apoyado en el gatillo de la automática, ya no la dirigía a los
hombres. ¿Acaso va a decirme que vino a comprarle al camarada Orestes tarjetas
pornográficas de las que vende? ¿A eso vino, Brosky? Ande, responda…
Burbujas de sudor cegaban al polaco; parecían gotas de lluvia suspendidas en sus
pestañas descoloridas.
—¡Señor coronel…! —exclamó, patéticamente, poniéndose de rodillas y
comenzando a gemir; a decir cosas en un idioma que sólo él comprendía.
Tal acto de cobardía encolerizó al coronel. Gritó:
—Levántese, imbécil. No quiero matarlo así…
A espaldas de Darío apareció Rómulo. El polaco seguía en el suelo, ya no
hincado, sino a gatas, como un niño, con la cabeza colgante. El sudor, como lentejas
de sombra, caía al piso de tablas, entre sus brazos. Orestes miró al coronel Real, y su
terror se acentuó.
—Voy a decirle lo que vino a comprar, Brosky —expresó Darío. Pero se equivocó
de tienda, amigo. Usted quería saber, y pagó por ello, cuándo empezaremos la
revolución. Si eso le interesaba mucho pudo ahorrarse el viaje. Yo se lo hubiera
dicho; será pasado mañana. Lo único malo es que no podrá avisarle a Gatillo…
Vivamente preguntó Orestes:
—¿Qué va a hacerme, coronel?
Aun a riesgo de parecer melodramático respondió César Darío:
—Lo que se le hace a los traidores.
—¿Matarme?
—Sí —con la pistola señaló a Brosky. Éste se irá contigo…
Brosky alzó la cabeza, intentó levantarse; su gordura y el pánico lo agarrotaron;
resoplando, se dejó caer sobre su amplio trasero. Ya no hablaba, ni gemía; se limitaba
a mirar a Darío. Orestes aludió a la mujer, a la sombra de mujer que yacía en el
camastro.
—¿A ella también?
Brusco terció Rómulo:
—A todos. Punta de…
Lo interrumpió Darío:
—La Revolución te ha juzgado, Orestes, y te ha condenado.
—Ella… —imploró el hombre. Ella no sabe nada… está… está embarazada…
No era tiempo de sentir piedad, ni siquiera por una mujer embarazada. Darío se
encogió de hombros:
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—Lo siento… —levantó la pistola lentamente.
Rómulo Real puso una de sus manazas en el brazo del coronel. Casi ordenó:
—Tú no debes hacerlo, César. Déjame a mí…
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Cruzaban el río, dos kilómetros abajo del Recodo del Diablo, protegidos por la
niebla amarillenta del amanecer. Desde el océano soplaban ráfagas de viento norte
que sacudían, a veces con violencia, las barcazas a remo en las que César Darío y sus
compañeros trataban de alcanzar la orilla opuesta. Hubo un estremecimiento en todos,
excepto en el coronel, cuando pasó muy cerca, pero sin que sus tripulantes los vieran,
una de las veloces lanchas que patrullaban la corriente. Surgió y desapareció como
una ilusión, dejando tras de sí, como único testimonio de su existencia real, el eco de
su máquina alejándose por una desgarradura de la neblina.
Se preguntó Víctor qué habría sucedido si la patrulla fluvial, con sus
ametralladoras y su pequeña pieza de artillería, les hubiera marcado el alto para
exigirles identificación y preguntarles qué hacían en esa parte del río, ya extranjera.
Si bien cuantos ocupaban la barca delantera se habían inquietado, en su propio
instante de terror comprendió Víctor que nada les podía ocurrir. «Si César Darío no se
movió siquiera cuando ellos casi nos atropellaron, fue porque no había peligro»,
reflexionó después. Apenas una sombra más oscura en la mortecina luminosidad del
alba, el coronel iba a proa, las manos en los bolsillos de la chaqueta de tela cruda; el
rostro, severo y casi negro como la tierra campesina después de la lluvia; una máscara
de madera vieja, de rasgos inmóviles; de quijadas obstinadamente quietas; de afilado
perfil rapaz.
Mirándolo así de silencioso y concentrado, se preguntaba Víctor si el coronel no
estaría pensando en la sangre que habría de verterse. «Porque él nos advirtió ya una
vez que no habrá boleto de regreso para nadie en cuanto desembarquemos»,
rememoraba: «Quisiera tener su valor; no asustarme». Mientras el tiempo pasaba
lentamente, parejo al golpe de los remos, reconocía qué tan ligada estaba su vida a la
suerte de ese hombre al que por propia voluntad había decidido seguir; él, pobre
animal huérfano que de su madre sólo conservaba un desvaído recuerdo, y de su
padre, un padre brutal que lo golpeaba, otro recuerdo, pero de odio y rencor. «No. No.
Mi único padre es Darío, que me recogió de la calle, que me dio de comer, que me
procuró trabajo. Si le toca morir hoy, o mañana, o algún otro día, pido a Dios poder
morir con él, o si fuera posible, por él.» Sólo después de que Rómulo Real lo hubo
librado de la íntima emoción de sus pensamientos, preguntándole:
—¿Tienes miedo tan pronto, muchacho? —y sacudiéndolo con una ruda palmada
en la espalda, notó Víctor que estaba llorando.
Abruptamente, salieron las barcas de la niebla y se encontraron frente, y ya muy
cerca, de la otra ribera. Víctor había imaginado que aquél sería un desembarco
erizado de peligros y pletórico de acción con soldados enemigos aguardándolos,
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armados hasta los dientes, bien ocultos en los playones fangosos, listos para cazarlos
como a patos. Pero fue una operación sencillísima, ordenada y tranquila, que tuvo
hasta un toquecito de buen humor cuando Rómulo perdió pie por un inesperado
balanceo del bote y cayó al agua, de la que salió escupiendo lodo, y palabrotas contra
quienes reían de su lamentable aspecto.
Pero hubo, además, un minuto de gran emoción, más inolvidable que un combate:
el que necesitó el Caudillo para despedir a los barqueros y responder: «No» cuando le
preguntaron si deseaba que volviera a recogerlos en caso de que la invasión fracasara.
—Si fracasara —respondió dramáticamente— no nos interesa volver.
Al desvanecerse las barcas en la niebla del centro del río, los revolucionarios
comprendieron que de esa hora en adelante no les quedaba más recurso que triunfar
para seguir viviendo. A una voz de Darío, el centenar de invasores se desparramó,
como una ola tardía, por el talud ribereño que empezaba o concluía, al filo mismo del
agua. Iban armados, y a la mayoría no los había visto Víctor hasta la noche anterior,
cuando se concentraron en los suburbios del puerto. Eran, casi todos, exsoldados,
obreros, estudiantes. «La resaca —como dijera Rómulo— de las dos últimas
revoluciones.» ¿Quién les había avisado la fecha y señalado el sitio en que debían
reunirse? Lo ignoraba el muchacho, como también dónde habían estado viviendo:
«Deben ser —decíase— los tipos bravos con los que decía contar el coronel para
empezar el ataque.»
En lo alto del bordo se detuvieron. Estaban tranquilos, como si anduviesen de
cacería, y no ya en plena rebelión. Al cabo de un tiempo, surgiendo de la espesura,
aparecieron otros hombres. Eran seis y portaban fusiles automáticos, y de sus
gastados cintos militares pendían racimos de granadas de mano. Algunos usaban
barbas, y todos se veían fatigados y sucios. Cinco se rezagaron; el sexto enarbolando
la ametralladora portátil, gritó:
—¡Viva César Darío!
Asustados, algunos pájaros graznaron en el matorral. Quien había gritado trepó
rápidamente, se plantó ante el Caudillo y, cuadrándose a la usanza militar, le dio la
bienvenida:
—Mi coronel Darío, a sus órdenes…
—Gracias, capitán Lecuona —y le estrechó la mano.
—Viva el Movimiento de Liberación. Viva el coronel César Darío —vitoreó
nuevamente Lecuona, y todos le respondieron:
—¡Viva…! ¡Viva!
Lecuona debía ser conocido por casi todos, pues lo rodearon y cambiaron con él
abrazos, apretones de manos, sonrisas, preguntas y cigarros. Luego, Darío impuso
silencio. Se retiraron los hombres, para que el coronel, el capitán, Gama y Rómulo
pudieran hablar libremente. Lecuona, como si eso esperaran de él, rindió un informe
sucinto: la comarca estaba tranquila; la vigilancia por parte del ejército gobiernista
era casi nula; la patrulla más próxima se hallaba a treinta kilómetros; en el interior del
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país los simpatizantes habían sido advertidos.
—La División del Oeste no se ha movido —informó Lecuona, y añadió—: Desde
hace una semana están movilizando soldados hacia Puerto Lima, porque creen que
por allá empezara el zafarrancho… Nuestros amigos del Ministerio de Guerra andan
locos de trabajo, mandando equipo y municiones a la refinería… Uno de nuestros
contactos informó anoche que el presidente en persona irá hoy a la costa. Nadie se
imagina que el golpe les vendrá por aquí.
César Darío estaba tranquilo y satisfecho. «La cosa marcha», pensó. «La gente
que nos ayuda sabe lo que hace. Para cuando se repongan de la sorpresa, estaremos
ya bien adentro de la República.» Preguntó por el equipo de radio.
—Listo también, mi coronel —informó Lecuona. Nuestra gente de transmisiones
espera la señal para interferir todas las frecuencias.
—Vamos, pues —indicó Darío.
Guiados por los guerrilleros, los invasores caminaron una media hora al amparo
de la selva. Era preferible hacerlo así, aunque se asaran de calor, para no ser
sorprendidos por algún aeroplano de observación. Víctor miraba el súbito cambio que
se había operado en Darío. «Parece otro hombre: muy duro, muy seco, muy seguro de
lo que hace.»
El viaje concluyó en un claro, al que daba sombra una ceiba gigantesca. Junto a
ésta había un yip sin toldo y una triangular tienda de lona.
—El transmisor es fenómeno —explicó Lecuona, con innegable satisfacción,
mostrando a César Darío el aparato colocado en la parte trasera del yip. Onda larga y
onda corta; antena direccional y toda la cosa… Lo van a oír hasta en la luna, mi
coronel…
Debían ser apenas las siete de la mañana y el calor era ya excesivo. Rodando muy
arriba de la masa de follaje, el viento norte no alcanzaba a refrescar a los hombres,
que se habían echado al suelo. «Es curioso —reflexionaba Víctor— que no hayamos
visto más que a los barbudos que fueron a recibirnos. Debe haber otros, ¿pero, dónde
están?» La cortina que servía de puerta a la tienda fue levantada, y surgió primero la
cabeza de pelo rojizo y, después, la alta figura de un hombre. Víctor observó que el
desconocido, que calzaba botas nuevas y vestía un pantalón de montar, aunque no
camisa, estaba limpio y bien afeitado. Lecuona fue a su encuentro y lo llevó ante
Darío. Ambos se saludaron ceremoniosos, estrecharon sus diestras y comenzaron a
hablar. Rómulo y Gama guardaban silencio. La conversación parecía ser
exclusivamente del coronel y del pelirrojo. Éste asentía, respondía moviendo apenas
los labios y continuaba escuchando.
De la espesura, como acudiendo a un reclamo misterioso, comenzaron a surgir
más hombres; muy jóvenes casi todos, sucios y fatigados; con ametralladoras
livianas, grandes y maltratadas automáticas, y granadas en los cintos. Alguien dijo
que eran los miembros de una patrulla nocturna. Miraban con desdén de veteranos a
los bisoños, y se tumbaban a la sombra, con las gorras sobre los rostros. Uno, no
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mayor que él, se acomodó junto a Víctor; sacó una caja de cigarros arrugados como
gusanos y se la ofreció.
—No fumo —rehusó Víctor.
—Son americanos —explicó el otro, pero sin jactancia; sólo enunciando la
procedencia del tabaco.
—Es que no fumo —respondió Víctor, y sin saber por qué sintió que enrojecía.
Gracias.
No insistió el otro. Mientras encendía, Víctor miró su cara; esa cara, quizá de su
misma edad, pero ya endurecida por el diario morir; por las noches pasadas a campo
raso; viejísima y cruel, marcada por los bichos de la selva.
Después de escupir un salivazo, dijo al otro:
—Qué bueno que llegaron. Había mucho aburrimiento aquí.
Con un poco de asombro, expresó Víctor:
—¿Se aburren?
—Claro. Nunca pasa nada.
—¿Nada? —insistió Víctor, y tuvo la impresión de que el otro le tomaba el pelo.
—Bueno, pasa poco. De cuando en cuando quemamos un campo… o volamos un
decoville… ¿Sabes qué es un decoville? —Víctor negó con la cabeza. Un trenecito
que lleva caña a los ingenios… Cosas bobas, que fastidian… Otros compañeros, los
que viven cerca de las refinerías, sí tienen trabajos buenos. Ellos dinamitan puentes,
tramos de tubería, o tanques de petróleo…
—¿Y no hay soldados por aquí?
—Pscht… —el muchacho de la cara vieja y cruel volvió a escupir—. Son unos
maricones, y además muy pocos. Nos tienen miedo, ¿sabes?, y no se meten a los
matorrales porque se les frunce el culo… —tomó la ametralladora que descansaba en
el suelo, junto a sus piernas—. Mira —le mostró dos profundas incisiones en la cacha
del arma—: yo he matado a dos de ellos —sonreía vagamente, como si hablar de eso
le produjera placer. El primero, el mismo día que me dieron esta pistolita… El otro,
hace como un mes.
—¿Te gusta eso… digo matar?
—Te guste o no, tienes que hacerlo… Si ellos te pescan, te descuartizan. Por eso
hay que matarlos uno primero… Claro que no siempre tiene uno suerte de tirarles…
No les gusta la selva, y luego están las órdenes… Las órdenes del capitán Lecuona; él
también las recibe de más arriba —apuntó con el índice mugroso y señaló a Darío.
Del coronel, ese que está junto al tipo cabeza de tomate… cuando el coronel dice:
«Zúmbenles» y nosotros, pues, ¡les zumbamos!
—¿Conoces al coronel Darío? —interrogó Víctor.
—Claro. Vino la semana pasada, con los gringos que mandaron el transmisor;
estuvo sólo un día… Luego se marchó, y llegó después el que ahora está con él…
Jim, se llama.
Enterarse así, por un extraño, de cosas que desconocía, que se creía con derecho a
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conocer, causaba a Víctor una especie de desaliento, algo semejante a los celos.
¿Acaso el coronel dudaba de la lealtad de Víctor? Si no era así, ¿por qué todos, aun el
piojoso de al lado, sabían dónde estaba en esas semanas de ausencia, menos él?
Resentido, cerró los ojos y recriminó mentalmente al Caudillo su falta de franqueza.
«No tiene confianza en mí.» Se preguntó luego, ya más sereno, si tenía César Darío
alguna obligación de darle cuenta de sus actos a él, que era el último de sus amigos.
Saber que no, lo hizo sentirse molesto y defraudado por un tiempo.
También de la selva salieron otros doce o quince hombres y dos jóvenes mujeres
en pantalones, que llevaban como ellos ligeras ametralladoras en banderola, y botes
de lata y desportillados platos y tazas, con carne asada y café. Después de lo que no
fue propiamente un almuerzo (pues la carne y el café no alcanzaban para todos, y se
les sirvió sólo a César Darío, al estadunidense llamado Jim, a Lecuona, y a los que
acompañaban al Caudillo) sino un frugal refrigerio, el coronel se dirigió por radio al
pueblo de la República. Anunció que ese día empezaba la era definitiva de liberación.
Su voz no era clara, ni su elocuencia notable; tartamudeaba, tosía sin apartar el
micrófono, y hacía pausas demasiado largas. Gama no disimulaba su disgusto. Movía
la cabeza, desaprobando tan defectuosa forma de hablar. Quizá pensara que el primer
mensaje debía haberlo dicho él; un discurso hermoso, elegante, bien razonado, sin los
frecuentes balbuceos de César Darío. Leída la proclama, el Jefe del Movimiento
continuó por su cuenta. Si bien su oratoria era deficiente en forma y estilo, en cambio
sus conceptos (el contenido de las palabras titubeantes de sus frases machaconas y
mal construidas) electrizaba y sacudía a quienes lo escuchaban, allí, en un abra de la
selva. «Como deben electrizar y sacudir —admitía el profesor— a los que lo oyen a
través de la radio en este momento.» Ya no era el coronel un hombre pequeño de
aspecto débil, sino una especie de gigante al que animaba alguna fuerza divina, o al
menos desconocida.
—Hermanos —gritaba el Caudillo, y Jim se esforzaba para que la transmisión
resultara técnicamente buena—. Hermanos: comienza hoy la Jornada de la Libertad.
Nos esperan, a ustedes y a nosotros, horas de prueba y sacrificios. El Movimiento de
Liberación tiene partidarios en todos los rincones del país. A esos partidarios van
dirigidas mis palabras, mis órdenes: ¡Obreros, campesinos, soldados, maestros,
intelectuales, las armas nos esperan! ¡A tomarlas! La huelga general, compañeros de
los gremios, debe estallar inmediatamente. Hay que paralizar las fábricas, los
ingenios, los talleres, las refinerías, los ferrocarriles, los transportes. El Tirano se
alista a huir cargado de oro. Debemos impedirlo; debemos obligarlo a que responda,
ante los tribunales del pueblo, de los crímenes que ha cometido; reclamarle la sangre
que ha derramado o mandado derramar —la voz de César Darío silbaba a causa de la
furia. Gama paseó una rápida mirada sobre los rostros de los hombres que asistían,
silenciosos y atentos, puestos de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho, a ese
suceso trascendental. Unos rostros apresados, como moscas, en la invisible red del
interés. «Ahora —pensó el catedrático— Darío es sólo un orador de plazuela; pero
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llegará a ser un gran líder capaz de provocar la histeria de quienes lo escuchan. Hay
en él un auténtico conductor de masas; un demagogo intuitivo. Tiene —y se sacudió
al descubrir inesperadamente la verdad— los tamaños, los recursos y la madera de los
dictadores. ¿Nos habremos equivocado confiándole el mando?» Como los demás,
Víctor se dejaba arrastrar por la emoción. No podía ser de otro modo, porque la
emoción, como el pánico, es contagiosa. «Ese muchacho —reflexionó don Héctor
observándolo— me da la medida del poder que Darío llegará a ejercer sobre los
hombres: seguro estoy de que las palabras del coronel lo han enloquecido, a tal grado
que quisiera estar ya jugándose la vida, decidido a aportar la parte de sangre que le
corresponde ceder en este sacrificio colectivo que anuncia, con tanta brutalidad, el
coronel.»
César Darío, interrumpido varias veces por los vítores de los revolucionarios hizo
una pausa. Jim le indicaba, con una seña de sus dedos índice y medio, que debía
concluir su alocución. Asintió. A Gama le parecieron demasiado crueles sus últimas
palabras: esas palabras que salieron como chispas, no de sus labios, sino de más
adentro:
—Hermanos: no olvidemos que todos sin excepción tenemos una vieja deuda que
cobrar, un antiguo agravio que vengar. Que los verdugos paguen con su sangre la
sangre inocente que hicieron correr. Cuando cada uno de nosotros haya liquidado a su
enemigo, al soldado, al policía, al oficial, al espía criminales, habremos librado
definitivamente a nuestra amada patria de la feroz dictadura que la asfixia…
Julapa capituló sin más resistencia que un leve tiroteo. Atacada desde fuera por los
hombres de César Darío, a los que se habían unido varios centenares de campesinos
con escopetas y centelleantes machetes; y desde dentro por los aliados del
Movimiento, la guarnición militar se rindió. Aun el propio coronel aceptaba que el
triunfo había sido sorprendentemente fácil, y casi incruento: apenas unas cuantas
bajas entre los suyos. Al escuchar por radio la proclama de los insurgentes, el alcalde
y algunos vecinos habían escapado hacia la capital a bordo de autos particulares o de
camiones de la alcaldía.
A media tarde, el coronel Darío y sus fuerzas entraron a Julapa, una población
caliente y apacible que había crecido en torno a la primera ermita construida por lo
misioneros que acompañaban al conquistador español. Confusos y amiedados, los
habitantes asistían desde las ventanas de sus casas, desde los amplios portones
entreabiertos, desde las azoteas, al paso de los invasores. Algunos estadunidenses,
turistas de fin de semana, encontraban divertido y pintoresco el desfile de los
rebeldes, y tomaban fotografías de esos hombres barbudos y polvorientos, que
descendían por la calle principal y que exploraban en busca de enemigos los
retorcidos y empedrados callejones laterales. En los aparadores de los comercios y
dentro de éstos; en los pórticos o pendiendo de los faroles del alumbrado público, era
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también espectador del triunfo de los milicianos, el multiplicado, policromo y
sonriente retrato del déspota: general aún joven, ya obeso, de pequeños ojitos vivaces
sombreados por la áurea y recamada visera del quepis militar. Una apretada salva de
aplausos premió a Rómulo cuando, al pasar frente a uno de esos carteles, colocó
cinco tiros de su pistola automática en la cara de la imagen.
La recta avenida principal desembocaba en la plaza de armas, a la que daban
sombra las veinticuatro ceibas centenarias que, se decía, habían plantado los
religiosos de la conquista cuando inauguraron la ermita que después fue capilla, luego
monasterio y, por último, reliquia colonial. En el centro del jardín se levantaba la
consabida estatua ecuestre del Generalísimo-Presidente, que jamás se había puesto a
lomos de un caballo auténtico. «Y sin embargo —pensó Darío, que conocía sus
debilidades—, verse así, jinete en bestia de bronce en todos los parques de la
República, es lo que más le agrada. Eso y amasar fortunas y rodearse de prostitutas.»
Cuando los insurgentes se agruparon en la plaza para recibir las órdenes de sus jefes
(Darío, Rómulo, Lecuona) volvió inesperadamente a encenderse la pelea. Desde
alguna parte cayó sobre ellos una andanada de balas.
—Es una ametralladora —gritó Darío, echándose al suelo.
Cundió la confusión, porque no era posible precisar con exactitud de dónde
partían los disparos que los diezmaban. Corrían los rebeldes y se parapetaban tras de
cualquier cosa que significara refugio: una banca, un árbol, algún vehículo
abandonado. Víctor corría también hacía el interior del templo, sin importarle, al
parecer, convertirse en blanco perfecto de los tiradores. «Imbécil», resopló el
Caudillo. Los revolucionarios no contestaban el fuego porque no sabían contra quién
y porque les preocupaba más no dejarse alcanzar por los proyectiles.
Rómulo, arrastrándose, llegó al coronel:
—¿Estás bien?
—Sí. ¿Y tú?
—Claro.
Las ráfagas continuaban cayéndoles encima como granizo.
Darío comprendía que su situación era desventajosa frente a un enemigo invisible
que se defendía a la desesperada; le era imposible avanzar o retroceder, intentar
cualquier cosa, inclusive levantarse del suelo, mientras no supieran desde qué sitio
los atacaban.
—Es sólo una ametralladora —opinó Rómulo. Fíjate cómo se calla de cuando en
cuando, mientras le ponen cargador nuevo.
—Hay que averiguar dónde está.
—A la espalda no la tenemos, César, sino allá, enfrente —y señaló con su pistola
un edificio, grande y pesado (el más importante en la plaza después de la catedral y la
casa de gobierno), que erguía sus muros de cantera en la esquina opuesta.
—¿Cuántos de los nuestros cayeron?
—No sé; pero son muchos. Unos veinte…
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La ametralladora había vuelto a funcionar. Pasado el primer instante de pánico,
los rebeldes estaban ya más tranquilos. Los disparos venían de una sola dirección, y
eso les permitía protegerse mejor. Alguno, imprudente, quiso pasar de un tronco a
otro. Como un viento de ordenada violencia lo abatieron las balas: pegó un salto, y
cayó, retorciéndose como un conejo. Nadie intentó ir en su auxilio.
Lecuona, acompañado de un sujeto con ropas civiles que llevaba una escopeta de
dos cañones, reptó hasta reunirse con Darío.
—Están en el Correo, coronel. Allí —y apuntó al edificio que había ya señalado
Rómulo.
Dijo éste:
—Hay que ir a callarlo.
—No —rebatió Darío. Debemos ahorrar vidas.
—Pero no podemos pasarnos toda la tarde aquí, como maricas —protestó el
gordo coronel.
—El de la ametralladora tendrá que cansarse —expresó Darío. Miró en torno—.
Nuestra gente está bien protegida. No tiene caso que mueran más —continuaban los
disparos; el follaje de las ceibas tronaba, tac, tac, tac, al ser alcanzado por los
proyectiles; a cada descarga seguía el estrépito de vidrios rotos; el silbido del acero
rebotando en las baldosas. El coronel preguntó entonces—: ¿Dónde está don Héctor?
—Allí, mi coronel —dijo Lecuona, aludiendo a un vehículo situado a unos veinte
metros a la derecha.
Don Héctor Gama se hallaba inmóvil, tendido sobre el estómago bajo un camión.
Con las manos se protegía la cabeza encanecida.
—¿Está herido?
—No, mi coronel. Yo estaba con él, cuando empezó esto…
Del edificio del Correo salió un nuevo huracán de fuego. Algún perro debió haber
sido alcanzado, pues lastimeros aullidos comenzaron a escucharse.
—¡Lo que nos faltaba! —resopló Rómulo.
Pasaron dos o tres minutos y no hubo más disparos; ni siquiera cuando el joven
guerrillero que había hablado con Víctor en la selva, cruzó corriendo el espacio entre
dos bancas para aproximarse a Lecuona.
—Parece que el de la ametralladora no lo vio —comentó Lecuona.
—O ya se le acabó el parque —conjeturó Darío.
—Entonces hay que ir por él —decidió Rómulo, poniéndose sobre las rodillas.
Colérico, Darío lo jaló por un brazo:
—Agáchate, animal…
Pero Rómulo, no sólo desobedeció la orden, sino que se irguió por completo. Al
verlo de pie, algunos otros guerrilleros lo imitaron. Nadie disparó contra ellos.
—¿Lo ves? —exclamó Rómulo, jactancioso. Ahora, si tú lo ordenas, voy a
callarlo…
César Darío se sentía ridículo de seguir tendido en el suelo, mientras Rómulo y
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muchos de los otros estaban ya de pie, exponiéndose a un nuevo ataque. Se levantó.
—Está bien. Ve… —concedió, levemente irritado.
El diente de oro de Rómulo brilló, alegre, al invitar a los hombres que los
rodeaban:
—A ver: cinco bravos para que vengan conmigo…
Lo menos diez de los más próximos se ofrecieron; el primero, el adolescente de la
cara viejísima y cruel. Con los cinco escogidos Rómulo comenzó a cruzar el jardín.
«Tienen pocas probabilidades de llegar», consideró el Caudillo; pero sin pena, como
si no le importara; alegrándose un poco de que Rómulo Real acudiera con tan resuelta
determinación, al encuentro de la muerte. Que morirían los voluntarios era seguro.
«Quien defiende el Correo resistirá muchas horas, mientras tenga municiones. Caerá
al fin, pero antes acabará con Rómulo y bastantes de nosotros.» El tiroteo se reanudó
abruptamente; uno de los compañeros de Rómulo quedó rezagado; lo vieron llevarse
las manos al estómago y caer de rodillas como si sufriera un cólico. Fue inclinándose
poco a poco hasta apoyar la cara en los baldosas, y quedó así, ridículo e inmóvil. Era
el más joven de la partida, ya no haría otra hendidura en su fusil guerrillero. Sus
camaradas no se detuvieron a auxiliarlo, continuaron su carrera agazapados, entre las
bancas de granito; de tronco en tronco.
Llegaron casi al borde de la otra calle y se apiñaron tras lo último que podía
protegerlos: Un largo banco de piedra. «Ahora los matarán a todos», pensó Darío y
sintió pena, más por perder a los anónimos seguidores de Rómulo que a éste mismo.
«Él quiere jugar al héroe; lucirse para que lo crean valiente. Los muchachos son unos
insensatos.» Lo irritaba el alarde fanfarrón de su viejo amigo. «Este súbito odio que
me produce verlo intentar algo que es imposible, este deseo mío de que lo maten, ¿no
será cobardía? Se supone que, como jefe, lo que Rómulo está haciendo debía hacerlo
yo. Si él es tan loco que busca morir como un bravo, que con su pan se lo coma. Qué
estúpido sería dejarme agujerear el pellejo por presuntuoso.» La ametralladora había
enmudecido. «Tal vez quien la maneja, conjeturó el Caudillo, espera que Rómulo
pretenda cruzar la calle para acabarlos». A pólvora y miedo olía el silencio. Mientras
ese silencio hacía suponer que todo había concluido ya, no que lo peor apenas iba a
comenzar, el coronel admitió que no era digno de un jefe, de un soldado y mucho
menos de un camarada, permitir fríamente el sacrificio de Real. Aun a riesgo de que
le asesinaran más hombres que los que debía proteger, el coronel inició un fragoroso
contraataque para cubrir a su segundo. Y Rómulo, comprendiendo la maniobra, salvó
el arroyo y llegó ileso al portón del Correo. Los emboscados, de pronto sorprendidos
por la reacción inesperada de los rebeldes, distraían en múltiples objetivos dispersos
el blanco de sus descargas.
Con granadas de mano, Rómulo y los cuatro guerrilleros hicieron saltar la férrea
puerta del edificio, y se desplegaron por los anchos, frescos y desiertos corredores
que bordeaban el patio interior, con su jardín de suntuosas plantas tropicales y su
vieja fuente. El silencio, estriado del rumor de insectos invisibles, estalló al descender
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de la ancha escalera de cantera que tenían enfrente una nueva andanada. Dos o tres de
los atacantes fueron abatidos y todo, otra vez, quedó quieto. Mirando a los que
agonizaban sobre los rojos adoquines del piso, hombres muy jóvenes que morían sin
haber tenido tiempo siquiera de saber exactamente por quién o para qué, Rómulo
insultó al que manejaba la ametralladora, y a quien suponía parapetado en algún sitio
de la escalera. «Debo acabar con el hijo de la gran puta», blasfemó en el
pensamiento. «Acabarlo yo solo.» No ignoraba Rómulo que desesperación engendra
desesperación, y que el defensor del reducto se jugaba la piel desesperadamente.
«Sabe que no puede matarnos a todos —meditó— y también que va a morir. Pero,
mientras, ¡cómo jode…!» Juzgaba Rómulo que para acallar la pieza enemiga, era
indispensable sorprender al tirador con una embestida frontal. Para ello era preciso
que alguien abandonara la momentánea seguridad que les proporcionaba estar
tendidos inmóviles, y desafiara al enemigo. «Mientras matan a ése —reflexionó—,
los demás pueden adelantar un poco; incluso, matarlo a él.» Era un plan suicida, pero
el único que podían poner en práctica en tales momentos. Era imposible replegarse a
la calle o mandar por refuerzos. «Nadie puede salir ni entrar sin que le llenen de
agujeros el cuerpo —tenía la boca seca, por la cólera y la angustia. Maldecía su
obesidad que lo ahogaba— con uno de nosotros que se arriesgue, se acaba el lío…»
Se volvió a los dos guerrilleros ilesos: lo miraban, tensos y jadeantes, con un oscuro
temor en las pupilas. Se le encogió el corazón al gordo coronel. «Sería no tener madre
ordenar a uno de ellos que sirva de carnada», admitió. «Eso tengo que hacerlo yo.»
—Óiganme bien —gruñó. Cuando yo corra, echen bala para cubrirme. Todas
contra la escalera. ¿Entendido?
—Sí, coronel —dijeron a una los dos.
—Bueno, pues… —resopló Rómulo.
Deslizándose sobre el vientre como un hipopótamo, empezó Rómulo a avanzar
hacia la más próxima de las arcadas. Las probabilidades que tenía de alcanzarla eran
las mismas que de morir en el intento. Durante unos segundos estaría expuesto al
fuego de la ametralladora, y sería irremisiblemente tocado. «De seguro el tipo ya me
tiene en el centro de la mira», y se estremeció como si le hubiesen echado un balde de
agua helada.
Había ya alcanzado el espacio abierto, la tierra de nadie, los pocos metros que
mediaban entre dos arcos. Su vida dependía de la voluntad y del buen tino del tirador.
«Ahora… ahora… empezará a disparar», repetíase Rómulo, a cada avance; le dolían
los codos con los que se impulsaba. «Tiene que disparar. ¿Por qué demonios no jala
el gatillo?» Lo irritaba la incertidumbre. «Está jugando conmigo. De seguro quiere
que piense que me he salvado, para ¡zas!, convertirme en coladera.» Asombraba al
coronel Real que el otro no se decidiera, y no comprendía su extraña actitud. Le
faltaba salvar ya menos de la mitad del camino. Se irguió un poco y, a gatas, como un
niño, en un esfuerzo final alcanzó la base de la otra columna. Libre
momentáneamente del peligro inmediato, hizo una pausa en la zozobra para
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reordenar el ritmo de su aliento y aplacar la tormenta que había provocado el pánico
en sus vísceras. Como en una revelación comprendió que ya nada, ni nadie podría
matarlo ese día, y sostenido por tan supersticiosa convicción se lanzó hacia la
escalera. Al pie de ésta, untado al muro para no ofrecer blanco, hizo saltar la espoleta
de una granada y la arrojó hacia arriba. Cuando volvió el silencio, después del
bárbaro estallido, gritó el guerrillero.
—Entrégate… ¡Sal de una vez…!
Transcurrió un par de minutos, y nadie apareció con las manos en alto; ninguna
voz respondió a la de Rómulo. Los otros atacantes se reunieron con el coronel. Los
desconcertaba tanto silencio.
Uno de ellos indicó:
—A la mejor lo alcanzó, coronel.
—Puede que sí. Vamos… —dijo y lanzó otra granada.
Rómulo se adelantó, con su arma empuñada a la altura de la cintura y el índice en
el gatillo. La explosión de la segunda granada había destruido un tramo del barandal:
los peldaños estaban cubiertos de escombros. Entre ellos, en el primer rellano, yacía
un hombre, y junto a él, con el cerrojo descompuesto, una ametralladora. Con la
puntera de la bota el coronel empujó el cuerpo, que rodó sobre su flanco y quedó
bocarriba. Era el de un adolescente.
—Está vivo —informó uno de los guerrilleros, tras inclinarse sobre él.
Lo estaba, en efecto, y de su garganta, como de un caño agujereado, brotaba un
surtidor de sangre.
—¿Lo remato, coronel?
—Todavía no.
Quizá el moribundo había escuchado las palabras, porque abrió los ojos; una débil
lucecita de esperanza animó sus claras y tranquilas pupilas, cuando las fijó en las
turbias y coléricas de Rómulo. Por un fugaz instante las dos miradas se enlazaron
como los dedos de unas manos. Recordando cuántas vidas había cegado con su
ametralladora, el muchacho que agonizaba entre las ruinas polvosas; recordando
también los bárbaros segundos de miedo que lo había hecho sufrir, Real comenzó a
patear brutalmente al herido, hasta que la chispa de vida que alentaba en su cuerpo
ensangrentado se apagó.
—Ya se murió, coronel —le avisó uno de los voluntarios. Pero Romulo parecía
no haberlo escuchado; siguió pateando el cadáver, hasta que las piernas se le
engarrotaron. Pero aún no estaba satisfecho; aún no consideraba saciada su ira; aún lo
estremecía la cólera. Cuando ya no pudo golpear más con el pie, disparó la carga de
su automática sobre la cabeza del francotirador. Sólo entonces se sintió tranquilo,
limpio de furia.
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Pero no todos habían podido huir antes de que llegaran los rebeldes. El capitán
Lecuona recibió de César Darío la orden de concentrar en el atrio del templo a las
personas cuyos nombres aparecían, escritos a máquina, en la hoja de papel que le
entregó. Mientras Lecuona, al frente de una patrulla, buscaba rehenes, Rómulo Real
requisaba los dos únicos hospitales de Julapa para que en ellos se atendiera a los
heridos, y disponía lo necesario para sepultar a los que habían caído en el primer
combate: diecisiete revolucionarios y un civil. Los que no cumplían labor de
centinelas o de enterradores, continuaban agrupados en la plaza. Concluidos los
tiroteos, restablecida la calma, disipado el terror, los lugareños comenzaron a
concentrarse en los alrededores del jardín municipal. Desde las esquinas, en grupos
de dos o tres, veían a los insurgentes sin que al parecer los intimidaran sus armas y su
fiereza; éstos, a su vez, los miraban a ellos, como a hermanos de la misma tierra; de
idéntico origen y apariencia. Se observaban no con miedo, pero sí con reserva y
curiosidad. Algunos iniciaban pequeños diálogos con los fatigados guerrilleros; y así,
poco a poco, iba suprimiéndose la barrera del temor y anudándose la camaradería.
Puertas y ventanas antes cerradas empezaron a ser abiertas, y a asomarse caras aun
asombradas pero ya tranquilas. Admiraba a casi todos enterarse que el país estaba en
revolución, y que el Movimiento del coronel Darío expulsaría del poder al
Generalísimo-Presidente y a su pandilla de asesinos y prevaricadores.
César Darío había instalado su cuartel en el despacho del alcalde fugitivo: una
amplísima y luminosa estancia con ventanales a la plaza. Mil pequeños asuntos lo
atareaban: los reportes de Jim informando de los éxitos parciales del Movimiento en
el interior del país: motines aislados en la capital; actos de sabotaje en las provincias;
defecciones de contingentes, aun reducidos, en el ejército gobiernista; o las
exigencias de los improvisados intendentes de la Revolución, que pedían víveres para
alimentar a los rebeldes; o visitas de los jefes de la quinta columna local que,
habiendo hecho posible el fácil triunfo de los atacantes, comenzaban ya a reclamar
parte del botín. Y todo tenía que resolverlo el Caudillo; para cada pregunta, una
respuesta; para cada conflicto una solución, y una palabra amable para todos. Gama
lo observaba desenvolverse con facilidad, aplomo y rapidez. Si hacia falta comida,
que la buscara donde la hubiere; si alguien pretendía algún cargo ejecutivo, una
evasiva, una promesa, o cuando menos una sonrisa que el interesado interpretaba a su
gusto. A media tarde regresó Lecuona para informar que había cumplido la
encomienda.
—Los tenemos a todos, mi coronel —informó. Pero matamos a uno que quiso
huir.
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—Gracias, capitán.
—Puede verlos desde la ventana, coronel.
Los prisioneros, unos cincuenta, permanecían en grupo compacto en el atrio,
inmóviles, callados y sudorosos en la ardiente luz. Habían sido sacados de sus casas y
llevados a la plaza entre el silencio temeroso de sus amigos y vecinos, o la
indiferencia de quienes no eran ni lo uno ni lo otro. Somnolientos milicianos los
vigilaban, por mera fórmula, porque estaban tan asustados que no acertaban a hacer
otra cosa que fumar y mirar hacia el cielo azul y sin nubes, como si esperasen que de
allí fuera a venirles alguna tranquilizadora señal. Grupos de mujeres —quizá las
esposas, madres, hermanas, compañeras de los cautivos— lloraban, gemían o rezaban
más allá de la verja del templo; algunas, furiosas, insultaban a los centinelas
llamándolos asesinos, y escupiéndolos. El pueblo anónimo observaba tranquilamente
lo que ocurría y se preguntaba por qué tenían enjaulados como borregos a varios de
los más conspicuos vecinos: al señor juez don Julio Cánovas, por ejemplo, o al dueño
del hotel; o a los dos hermanos López, gerentes del Club Recreativo; o al señor
Inaurrizar, de quien se decía que era compadre del Generalísimo-Presidente y de cuyo
brazo se le vio, apenas el año anterior, cuando las fiestas del cuarto centenario de
Julapa.
Desde el balcón, César Darío miraba silenciosamente a los prisioneros. No
conocía personalmente a ninguno, pero los odiaba, porque todos, en mayor o menor
grado, eran espías, verdugos y colaboradores de la dictadura. El profesor Gama
preguntó entonces:
—¿Qué piensa hacer con ellos, coronel?
—Fusilarlos, don Héctor —repuso Darío, tranquilamente.
—No tenemos ningún derecho, coronel.
—Son los verdugos del pueblo y el pueblo quiere que se les castigue.
—Que se les asesine, dirá usted —dijo Gama, con acritud.
—He prometido justicia y justicia he de hacer.
—¿Esta clase de justicia?
—¿Hay alguna otra, profesor?
—La de la ley. El libro que no podemos olvidar. Hay que dar a esos infelices, no
importa qué graves sean sus faltas, la oportunidad de probar su inocencia.
Con los ojos fijos en aquellos cincuenta individuos, César Darío parecía meditar
las palabras de Héctor Gama. «El profesor es demasiado blando; demasiado miope
para no ver que es necesario exterminar a estos hombres; si la Revolución comienza
perdonando a los enemigos del pueblo, a verdugos y delatores, el pueblo se sentirá
defraudado. Y eso no me conviene.» El exrector, por su parte, interpretaba el silencio
del Caudillo en sentido favorable: «Tiene que reconocer que no puede derramar la
sangre de esos hombres, por culpables que sean. Asesinato colectivo de tal magnitud
sería negativo para la causa». Para apoyar, para reforzar su pensamiento, indicó:
—Y para que prueben su inocencia, hay primero que someterlos a juicio, coronel
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Darío.
En un suspiro, que podía ser de cólera o de fastidio, repuso el Caudillo:
—El pueblo de Julapa, todo del país, está pendiente de lo que hagamos. Usted no
ignore que la fuerza es la base de la Revolución, especialmente en la etapa en que la
nuestra se halla. No es cuerdo en los actuales momentos parecer débiles o
compasivos.
—No es cuestión de ser débiles o compasivos; sólo de ser justos.
Sonriendo tristemente y volviéndose a él, comento Darío:
—Un poco de sangre ayuda a la salud pública —hablaba en voz baja y
confidencial; tan baja que ni siquiera el capitán Lecuona, que estaba junto, podía
escucharlo. Sus palabras, fríamente dichas, más parecían escupidas que pronunciadas.
Usted y yo, don Héctor, sabemos que aquí en Julapa, no hace aún dos meses, hubo
una matanza de patriotas, cuyos cuerpos fueron colgados de esas ceibas para terror y
escarmiento del pueblo. ¿Quién denunció a la sanguinaria Policía Política los
nombres de las víctimas? Ésos que están allí abajo; ésos para los cuales usted
demanda ahora clemencia.
Agriamente puntualizó Gama:
—Entiéndame, coronel. No he solicitado clemencia para nadie, me limito a
señalarle los peligros que entraña, para nuestra Revolución, asesinarlos… —iba a
rebatir Darío, pero Gama no se lo permitió, al añadir secamente—: Quede bien claro
que sólo trato de evitar que se cometan actos que manchen los ideales, purísimos, de
nuestro Movimiento. ¡Qué absurdo sería, coronel, utilizar los mismos métodos de
terror que usa el gobierno que venimos a combatir! ¡Por qué nuestros ideales…!
Darío lo interrumpió sin cortesía:
—Guárdese los ideales para cuando la Revolución haya triunfado. Ya tendrá
tiempo de ponerlos en práctica y defenderlos —cordial, sonriendo con una dulzura
que desarmaba, se excusó—. A veces, don Héctor, los nervios nos hacen ver las cosas
distintas a como son —luego, casi alegre, como si hubiese al fin encontrado una
fórmula conciliatoria, preguntó—: Fusilarlos sin justicia sería un crimen, ¿verdad?
—Exactamente…
—Entonces, no nos metamos a un berenjenal…
—Claro, coronel. No hay necesidad de que nos cuelguen el sambenito de ser
sanguinarios.
—De acuerdo. Pero como a estos tipos hay que castigarlos, los juzgaremos…
legalmente. Formaremos un tribunal del pueblo, y dejaremos que éste se encargue de
hacer lo que estime correcto… —se volvió a Lecuona. Capitán…
—Sí, coronel…
—Consígase una docena de vecinos y…
Pasó un brazo sobre los hombros al capitán Lecuona e inclinándose un poco a su
oído siguió hablando rápidamente.
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En menos de una hora el diligente capitán Lecuona reunió a la docena de hombres y
mujeres justos que debían juzgar a los prisioneros. Convencido que el juicio sería una
farsa, Gama se abstuvo de intervenir. «Será asesinato de todos modos —rumiaba en
un rincón— por más que Darío quiera acallar mis escrúpulos y los suyos con esta
caricatura legal.» En torno a la mesa del despacho se sentaban los miembros del
jurado: obreros, campesinos, soldados, fregonas. En la cabecera, tímido y encogido,
el juez de Julapa, al que el coronel había hecho traer del atrio. Era un sujeto
pequeñito y cetrino, cuya mirada saltaba de un lado a otro, sin fijarse sobre nadie.
«Darío es un farsante afecto a lo espectacular», repetía Gama, porque el tribunal pese
a estar ya integrado, no comenzaba aún su labor en espera de que Jim terminara de
hacer los necesarios ajustes al equipo transmisor. «Un farsante que, por lo que veo, no
vacila en recurrir inclusive a lo más sagrado y respetable, como la ley, para encubrir
sus crímenes.» Cuando Jim, con un movimiento de brazo, indicó que estaban ya en el
aire, el coronel tomó el micrófono, y empezó a hablar. Luego de anunciar a la
República que esa tarde, en Julapa, primera ciudad capturada por el Ejercito de
Liberación, iba a celebrarse la causa sumarísima de un grupo de sujetos acusados de
traicionar, vejar, explotar y asesinar al pueblo, enfatizó, exaltado ya:
—No queremos que se nos acuse de ser como los esbirros que venimos a
expulsar; no queremos que se diga que asesinamos inocentes a los que negamos el
derecho de defensa. Nuestra Revolución tiene como ideal básico el respeto a la vida y
la libertad del hombre. Para decidir la suerte de sus verdugos, hemos invitado al
pueblo para que forme un jurado de personas justas y sin prejuicios; lo que este
jurado decida será aceptado por el Movimiento Libertario. El señor abogado, don
Julio Cánovas, uno de los más distinguidos jurisconsultos del país, persona
estimadísima en Julapa, presidirá los debates —dirigiéndose a Cánovas, que bajo el
peso de la voz del Caudillo parecía empequeñecerse más y más, expresó—: Sólo pido
a usted, señor juez, que este juicio sea ejemplar. No regatee su piedad a quien la
amerite; ni el castigo a quien lo merezca.
En grupos de cinco los acusados eran conducidos del atrio a la alcaldía. Allí,
Rómulo les aconsejaba que lo más convincente para todos sería que se declararan
culpables de los delitos de que se les acusara. El jurado consideraría con suma
benevolencia a quienes así procedían.
—No se les va a hacer nada, señores —les decía Rómulo—. Si ustedes no
enredan las cosas alegando ser inocentes, el juicio será rápido y las sentencias muy
cortas. Unas multitas y dos o tres días en la cárcel. No hagan difícil la cuestión. El
Movimiento no desea perjudicar a ninguno de ustedes, y si los ha llamado es para
darle gusto al pueblo… —a los desconfiados o remisos; a los que alegaban ser ajenos
a los delitos que se les imputaban, Rómulo formulaba una inquietante pregunta—:
¿Usted, que tiene familia, no querrá que a su mujer y a sus hijos les pase algo,
verdad? Claro que no, mi amigo; por eso le recomiende que coopere. Si no lo hace,
no le garantizo lo que a ellos pueda sucederles… Además, se les ha nombrado un
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buen defensor…
Y los hombres pasaban al despacho del alcalde, se situaban entre el micrófono, y
sin presión alguna, como si repitieran una lección bien aprendida, se declaraban
culpables de cuanto, cierto o no, los acusaba el fiscal: un burócrata de tercer orden
que había mantenido vivo, durante meses sangrientos de trabajo clandestino, el
espíritu revolucionario. Sus palabras eran incisivas; sus conceptos terriblemente
crueles, como si aprovechase el proceso para cobrar antiguos agravios.
Gama no soportaba la farsa, y abandonó la alcaldía. Darío no le pidió que se
quedara. Mientras cruzaba a pie, lentamente, los corredores, los patios y después la
plaza, seguía escuchando a través de los altoparlantes las voces del fiscal, del
defensor de oficio (un litigante que simpatizaba con la Revolución, y que no se
esforzaba en lo absoluto por ayudar a sus defendidos); del juez, y del acusado en
turno, cuya respuesta a todas las acusaciones era siempre la misma:
—Culpable…
—Culpable…
—Culpable…
Sesenta minutos más tarde, mientras en su espíritu había arraigado firmemente la
convicción de que había sido un error gravísimo de su parte haberse aliado a César
Darío, el Faro de la Juventud escuchó sin asombro la voz del juez Cánovas dando a
conocer su veredicto:
—Considerando que todas las personas ante mí legalmente juzgadas han admitido
su culpabilidad, y considerando, además, que los delitos por ellas cometidos son tan
graves que merecen la pena máxima estipulada por el Código, el Tribunal del pueblo
que presido, ha condenado a muerte a… —y comenzó a leer, con acento tembloroso,
los nombres de quienes figuraban en la lista que le proporcionó Darío. Después del
último, y de aspirar profundamente, el juez Cánovas anunció—: La sentencia será
cumplida hoy mismo, antes de la puesta del sol, en el sitio y forma que disponga el
Ejército Libertador…
De la plaza se levantó un clamoreo. «Como cuando se anunciaban nuevas
sentencias al populacho de París», se dijo el profesor Gama. La muchedumbre,
súbitamente agitada, gozando ya del brutal placer de ver ajusticiados a sus enemigos,
movíase multicolor y voluble como una mancha de aceite en el agua. En el balcón del
alcalde apareció César Darío y una estruendosa ovación lo saludó. «Igual que al
César en el circo romano», citó don Héctor. Bañado por la muriente luz del día, el
Caudillo parecía compartir el indescriptible regocijo de la plebe. El crepúsculo
púrpura lo envolvía, y el viejo catedrático reflexionó: «Sobre la sangre de sus
víctimas comienza César Darío a fincar su propia dictadura».
En el balcón, compartiendo con el Caudillo el interminable aplauso, se hallaban
Lecuona, Rómulo, Jim —que alistaba otro micrófono para que el coronel pudiera
hablar—, el fiscal, el defensor y una docena más de guerrilleros y simpatizantes. Con
los brazos en alto, César Darío demandaba silencio. Cuando el entusiasmo de la
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multitud se aplacó un poco, comenzó a hablar:
—El pueblo exigía justicia, y el Movimiento ha hecho justicia. —Un alarido le
impidió continuar. «El olor de la sangre vuelve loca a la gente. Si no fuera así, ¿cómo
explicar esta reacción de alegría? ¿Cómo justificar los gritos, y los aplausos, y los
vivas? Siento un poco de pena por los pobres diablos que vamos a matar; los
perdonaría si su muerte no conviniera a los intereses revolucionarios.» Prosiguió, un
minuto después—: El Tribunal ha condenado a morir a cuarenta y nueve hombres y
ha fijado un plazo: la puesta del sol… —los ojos de todos se alzaron al cielo rojizo, y
de todas las bocas salió un rugido imponente—. Sí… —gritó Darío a toda voz—, el
sol está poniéndose… No aplazaremos la sentencia. Los verdugos de Julapa no serán
fusilados… No serán fusilados porque nos duele desperdiciar las balas en ellos —una
carcajada, nuevas explosiones de entusiasmo corearon lo dicho por Darío. Ellos
gustaban de colgar inocentes de esas hermosas ceibas. Lo mismo haremos nosotros.
El juez Cánovas sumaba su aplauso a los de la muchedumbre cada vez que ésta
acallaba al Caudillo. Su alegría era sincera y lo asombraba su buena suerte. «De no
haber sido llamado por el coronel para dirigir el proceso, yo mismo habría terminado
mi vicia colgado de un árbol, como la terminarán los infelices que me ordenaron
juzgar y sentenciar. La mitad de ellos no son culpables y me consta; pero no es
cuestión de que trate ahora de salvarlos. Tuvieron su oportunidad y no la
aprovecharon.» Haber salvado la piel, bastaba para que Cánovas se sintiera libre de
remordimientos. Tampoco los había sentido cuando se presentaba a darle carácter
legal a los crímenes de la Policía Política de Joe Flynn. Apenas sesenta días antes,
luego de un remedo de causa, el señor juez había enviado a la horca a un grupo de
enemigos del tirano. El juicio que acababa de presidir por cuenta de los
revolucionarios había sido una copia al carbón del organizado por el gobierno. Acabó
de tranquilizarlo este razonamiento: «La política es así. Los mismos métodos. Sólo
cambian los que dan las órdenes».
El coronel Darío terminó su alocución con un anuncio que entusiasmó a la turba:
—Las ejecuciones comenzarán inmediatamente…
Era innecesario continuar en el balcón y volvió al interior del despacho.
Asustados y confusos los miembros del jurado se hallaban en un ángulo. A ellos se
dirigió César Darío; los abrazó uno a uno y, con apasionadas palabras, les agradeció
haber prestado tan extraordinario servicio a la patria. Hizo luego que apuntaran sus
nombres en una libreta, a fin de tenerlos muy en cuenta y recompensarlos, cuando la
Revolución hubiese triunfado. En la plaza empezaba la matanza. El primero de los
que debían morir se resistió un poco y fue preciso que lo desmayara un guerrillero de
un culatazo; le echaron alrededor del cuello una soga, ataron un extremo de ésta a la
defensa de un yip que el capitán Lecuona hizo avanzar hasta que la cuerda quedó bien
tensa.
César Darío, mientras mordisqueaba un emparedado que alguien había hecho
preparar para él, preguntó a Rómulo:
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—¿Dónde está Víctor?
—No sé. No lo he visto —Darío lo miró con aprensión, y Rómulo lo tranquilizó.
No está muerto, te lo aseguro; ni herido tampoco. Debe andar por allí…
Recordó el Caudillo el incidente ocurrido por la mañana, cuando la ametralladora
comenzó a diezmar a los revolucionarios. «El muy marica fue a esconderse a la
iglesia», se dijo, y nuevamente la cólera lo molestó.
—Debe estar en la iglesia. Búscalo.
—¿Lo traigo acá?
—Sólo quiero saber dónde está.
Unos minutos después regresó Rómulo. Víctor estaba en la iglesia. César Darío
apenas si lo escuchó. Leía los extractos informativos que había redactado Jim. Don
Héctor Gama entró al despacho. Parecía malhumorado y sombrío. Como si no lo
advirtiera, alegremente lo saludó el Caudillo:
—Buenas noticias, profesor… Magníficas… La guarnición de la capital se
tambalea… La huelga es un hecho… Lo estudiantes apedrean los ministerios…
Nuestra gente se está portando…
Gama se limitaba a asentir. Era evidente que no compartía la alegría insincera del
coronel. «¿Cómo secundar sus bufonadas si cada alarido que entra por esa ventana
significa que han ahorcado a otro hombre?» Reapareció Jim, con una nueva nota.
Darío le echó un vistazo y dijo:
—Una comisión de azucareros viene a vernos, profesor. Escuche esto —y leyó—:
«Los dueños de ingenios de la provincia se congratulan con el triunfo del
Movimiento de Liberación. Solicitan ser recibido por el señor coronel César Darío
para presentarle personalmente sus respetos y ofrecerle su desinteresada
colaboración». ¿Qué le parece, don Héctor? La cosa marcha… Marcha, sí, señor…
Encontró a Víctor en un ángulo del templo, donde la oscuridad era casi húmeda.
Tenía la cabeza colgando sobre el pecho; bien hundida la barbilla en el esternón. Al
verlo tan abatido sintió piedad por él. «¡Qué terrible es ser cobarde a la vista de todos
en el momento de prueba!», pensó. El muchacho se volvió para mirarlo. «Ahora
vuelve a sufrir el mismo terror que ante las balas porque cree que voy a insultarlo.
Siente que me ha defraudado, por eso hay tanto sufrimiento en sus ojos.»
—¿Te sientes ya mejor? —inquirió suavemente.
—Sí, mi coronel… Tuve… tuve mucho miedo —repuso y los ojos se le arrasaron.
—Yo también lo tuve. Es normal que así suceda, Víctor.
—Pero yo, coronel, lo dejé solo, allá fuera…
Enterneció a Darío tanta devoción:
—Bueno, solo no estaba… Se quedaron Rómulo, Lecuona; los demás…
—Sí, pero no yo —comenzó a sollozar. El único que corrió fui yo…
Dejó Darío que Víctor desahogara en lágrimas sus íntimos y dolorosos reproches.
Luego, para tranquilizarlo, indicó:
—Era la primera vez que olías la pólvora. Así que no te apures. Ahora ya pasó
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todo… Ven…
Se levantó y esperó a que Víctor hiciera lo mismo. A través de la distancia y del
espesor recalentado de los muros de la iglesia, les llegaba el aullido del populacho.
«Chillan más fuerte cuando cuelgan a otro.» Caminaban, no rumbo a la puerta
principal, sino a la sacristía. Sus pasos resonaban en la tibia quietud olorosa a
incienso de la enorme nave desierta. «¿Se habrá ido el cura con el alcalde y los
demás? No tendría nada de raro», pensó el coronel.
Cruzaron la amplia estancia que los clérigos destinaban a guardarropa, bautisterio
y sala de reposo, y salieron a lo que debió ser el huerto y que no era ya más que un
salvaje matorral. Pájaros de brillantes plumas y una guacamaya, a la que Rómulo
irritaba con una varita, se movían en el follaje.
—Allí están —dijo Darío, tomando a Víctor por el brazo y conduciéndolo hacia
un grupo de hombres que fumaban y reían en torno a otro, en camisa, que no fumaba
y mucho menos reía, y cuya palidez se acentuó cuando miró al Caudillo.
Vivamente, el hombre gritó:
—Señor coronel, por favor, quiero que me oiga…
—¡Cállese! —ordenó Darío ásperamente, y el otro obedeció. Menos violento,
continuó el coronel. Usted ha sido sentenciado a muerte. Pero le voy a dar una última
oportunidad…
El hombre en mangas de camisa temblaba como si estuviera sufriendo un ataque
de malaria. No tendría más de cuarenta años y era alto y delgado.
—Yo no he hecho nada, coronel.
—Usted aceptó ser culpable de… Pero, en fin, eso no vamos a discutirlo ahora…
—Es que… aquí el señor —con su índice titubeante señaló a Rómulo. El señor
dijo que… —súbitamente se dejó caer de rodillas al suelo y gritó—: No quiero
morir… No quiero morir… —húmeda de lágrimas la cara, gimoteó con
desesperación—: Tengo hijos… cinco hijos… y no quiero morir.
Irritado, pensó Darío: «Igual que Brosky. Mientras pueden y obtienen provecho,
causan daño; pero cuando les llega la hora se hincan y piden clemencia». El
prisionero había delatado a un miembro del Movimiento, y eso bastaba. Ordenó
secamente:
—Deje de gritar… —cesaron las frases entrecortadas del otro, pero no sus
sollozos. Ahora, óigame bien. Todavía puede salvarse…
—¿Cómo, señor?
Darío miró de soslayo a Víctor, que estaba tan pálido como el sentenciado; indicó
seriamente:
—Este joven, que cometió un error por la mañana, tiene ahora que convencerse
de que no es cobarde… Y para eso, va a matarlo… a intentar matarlo, a usted…
El prisionero, con la boca bien abierta, se volvió lentamente a Víctor. Éste no
soportó la mirada lastimera que aquel le dirigía. Él mismo comenzó a temblar y a
sentir un agudo dolor en el estómago.
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—Se trata de que usted corra y de que él lo alcance… Mire —apuntó hacia el
muro más alejado, donde se veía una ancha hendidura semicubierta por la vegetación
—: Si llega usted a ese agujero, le perdono la vida, esté o no herido… Ésa es su
oportunidad.
—Pero, señor… —volvió a gemir el hombre arrodillado.
—Usted decide; si dice que no, lo mataré aquí mismo. Víctor, tu pistola…
Lentamente Víctor sacó el arma de la funda y la entregó a Darío. Comprobó éste
que la carga estaba completa, cortó cartucho y la devolvió al muchacho. Al prisionero
le explicó las reglas del juego:
—Son nueve balas. Nada más nueve, y este muchacho no sabe tirar. A lo mejor
sale usted sin un rasguño…
Terció Rómulo, divertido:
—Que es lo más seguro, porque Víctor no creo que le pegue ni a una casa.
—Repito: si al terminarse las balas éste no lo ha matado, queda usted libre. Y le
garantizo que sólo él disparará. ¿Le conviene así?
Asintió el otro, lentamente. César Darío retrocedió unos pasos y se situó, con los
demás, a espaldas de Víctor; éste mantenía colgante el brazo derecho y sus dedos no
ceñían con firmeza la culata de la automática.
—Cuando yo cuente tres, uno, dos, tres —explicó Darío a la liebre de ese juego
macabro—, usted echa a correr. Ya sabe: se trata de llegar a aquel agujero en la
pared… Y tú, Víctor, déjalo que se aleje diez pasos… Y comienzas.
Insistió el prisionero:
—Si no me alcanza, ¿me dejará ir?
—Eso prometí. Eso cumpliré. Esté tranquilo —Darío le guiñó un ojo. Usted
cenará en su casa esta noche…
El hombre sonrió a Darío y luego a Víctor. «Ni siquiera cuando corrí esta mañana
sentía el miedo que ahora siento. Yo no quiero matar a este señor, no me ha hecho
nada y no quiero matarlo.» Se volvió, resuelto, al Caudillo.
—No quiero matarlo —dijo, con firmeza.
—Tienes que hacerlo… para que yo no crea que eres cobarde. Ahora todas las
ventajas son tuyas… Dispara y listo. Un buen soldado, y tú eres soldado Víctor, debe
obedecer órdenes, y no tentarse el corazón para cumplirlas… —como si se dispusiera
a marcar la salida en una carrera deportiva, Darío alzó el brazo y comenzó a contar
—: Uno… dos… tres… —el hombre de la camisa se lanzó y cuando había dado ya
media docena de pasos, el Caudillo gritó a Víctor—: ¡Dale… Dale…!
El primer disparo lo hizo Víctor cuando ya el hombre había alcanzado a
refugiarse entre las plantas. Sudaba el muchacho y un extraño zumbido dentro de su
cerebro lo ensordecía. En la espesura selvática del jardín se agitaban, como
empujadas por el viento, las grandes hojas de una piñanona. Volvió Víctor a tirar del
gatillo, y la bala al atravesar la frágil barrera provocó un seco y repetido sonido de
tallos quebrados. «Quedan aún siete cartuchos —pensó, sintiendo que se ahogaba.
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Siete cartuchos para no matarlo.» Deseaba que el tiempo, el breve tiempo que le
tomaría agotar la carga de la automática, hubiese ya transcurrido. ¿Qué le llevaría
apretar otras siete veces el llamador del arma que con tan poca firmeza sostenía su
mano? Medio minuto, o acaso menos. «Gastaré las balas sin acertarle y el hombre
podrá salvar su vida. El coronel cumple lo que promete, y le hará buena la palabra
que le dio», se dijo. Pero había que proceder inteligentemente, para que César Darío
no sospechara que a propósito desperdiciaba todas las oportunidades de acertar. Con
un poco de orgullo, Víctor razonó: «Claro que si me decido, por mal tirador que sea,
le pego». En ese instante, por ejemplo, el hombre estaba mostrándose entre el follaje.
«Podría matarlo ahora, pero no puedo, ni debo, ni quiero. Prefiero el insulto a que me
llamen asesino.»
—Tírale ahora… —oyó que le decía Rómulo.
El hombre seguramente escuchó el comentario, pues se ocultó a toda prisa.
Víctor, entonces, volvió a disparar.
—Sí que eres bruto. Lo tenías perfecto —volvió a decir Rómulo. Hubo una corta
carcajada. ¿Ves, César, cómo éste no le da ni al mundo?
César Darío se acercó a Víctor y lo obligó a que lo mirara a los ojos. Los del
coronel brillaban. «Con el brillo de la cólera», reconoció el muchacho:
—¿Te faltan huevos o qué? —preguntó abruptamente, en un tono que jamás
empleaba para hablarle; ni siquiera para reñirlo.
—No, coronel.
—¿Entonces quieres tomarme el pelo?
Víctor no respondió, tenía los ojos puestos en la punta de sus botas, mirando la
arenilla rojiza de un viejo senderito del jardín. Le ardían las orejas. No sabía qué
responder; qué otra cosa hacer más que odiar, no al Caudillo que lo incitaba a
manchar de sangre sus manos, sino a Rómulo y a los otros que se mofaban y que,
seguramente, estarían pensando también que no tenía los testículos en su sitio.
—¿Eso es lo que quieres, verdad? ¡Tomarme el pelo disparando pero sin ganas de
atinar! —insistió el coronel.
—No, señor —repitió Víctor, obstinadamente.
—Mira —le hizo levantar la barba; le buscó los ojos—: Si te rehusas a matarlo,
ese hombre morirá de todos modos. Ha sido sentenciado por un tribunal. No ha
podido probar que es inocente. Lo que te ordeno hacer no es asesinato. Nada más di:
«No quiero seguir en esto» y no te obligaré. Claro que después de eso, sí voy a pensar
que eres cobarde; y los cobardes, igual que los traidores, no me gustan. ¿Entendido?
—asintió Víctor. Bien: sigue, pues. Pero apúntale a él, no al aire.
—Sí, coronel…
El hombre continuaba deslizándose entre la herbosa maraña; pero ya sus
movimientos, sus avances hacia la hendidura en el muro, parecían más tranquilos,
más despreocupados, aunque no menos cuidadosos; como si hubiese adivinado él
también, que Víctor no quería matarlo y que por eso erraba. Fuera de tiempo
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nuevamente hizo Víctor funcionar en dos ocasiones la pistola. «Quedan cinco tiros —
pensó con alegría—, cinco, y habré terminado.» No necesitaba volverse para saber
que las miradas de todos, especialmente la de Darío, estaban puestas sobre él, como si
quisieran forzar su voluntad y obligarlo a matar al prisionero. Las hojas se agitaron a
orillas de la espesura y Víctor volvió a disparar un par de veces.
—Vaya —festejó Rómulo—, ahora sí lo tocaste…
Sintió Víctor que las piernas se le aflojaban. El segundo de los dos últimos
disparos parecía haber herido al prisionero, porque lo vieron erguirse un poco, alzar
un brazo; caer de nuevo, y permanecer inmóvil. «No quería matarlo, y por fin lo he
hecho», pensó con angustia.
—Vamos a ver cómo quedó… —sugirió Rómulo.
—Espera —ordenó César Darío. Todavía quedan tres balas.
Pasó casi un minuto, y las plantas no habían vuelto a moverse. «Está muerto; está
muerto, y yo lo mate», repetíase Víctor, repentinamente aterido, como si estuviese, no
en un jardín quemado por el sol tropical, sino en una nevera. De pronto la cabeza del
hombre reapareció en un hueco entre las hojas. De nuevo sus ojos buscaron, y
encontraron, los de Víctor. Y Víctor tuvo la sensación de que recibía un mazazo en la
nuca. «Bendito sea Dios que no le hice nada», pensó. El hombre le sonrió, como si le
diera las gracias y él respondió con idéntica sonrisa, en la que había una sincera
promesa de piedad. «Ahora —se dijo tranquilo— el coronel Darío no dudará de mí,
ni pensará que soy cobarde.»
Entre el sitio en que se hallaba el prisionero y el muro había un espacio abierto;
una tierra de nadie de unos veinte metros de ancho. Conjeturó Víctor: «Va a echar a
correr, y entonces sí tendré que darle». Era preciso, pues, agotar cuanto antes la carga.
Disparó de nuevo. «Solo dos balas me quedan.» Se estableció una pausa de silencio
pero fue fugaz, casi instantánea, porque a espaldas de Víctor se escucharon los pasos
y la voz del coronel:
—Con un demonio…
En ese preciso instante el follaje se agitó con fuerza y el sentenciado salió a
escape hacia la grieta de la pared; corría encogido, para hacerse menos vulnerable. En
la manga derecha de su camisa había una húmeda huella roja.
—Se te va; se te va —chillaba Rómulo, desesperado.
—Dispara… Dispara ya… —gritó Darío sobre las orejas de Víctor. Pero Víctor,
como si estuviese paralizado, continuaba con el brazo extendido. Al hombre que huía
le faltaba por recorrer un tercio de la distancia, y el coronel comprendió que
escaparía.
—Ahora… —urgió de nuevo.
Víctor no obedecía. César Darío, violentamente, asió la diestra del muchacho;
apoyó su índice en el crispado índice de Víctor, y presionó. Sonaron, en tan rápida
sucesión que parecieron uno, dos tiros; los últimos. Quien corría se detuvo en seco, se
irguió y pareció que iba a quedar suspendido en el aire; su pálido rostro se volvió un
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poco: había en él un dramático estupor, tal que si Víctor hubiese violado el tácito
acuerdo de no matarlo. Se derrumbó después, como si a su cuerpo le hubiesen
sustraído todos los huesos, dejándole sólo un zurrón de carne y piel sin consistencia.
Ya en el suelo no se movió más. Corrieron a verlo Rómulo y los guerrilleros.
—Le diste, muchacho —gritó Rómulo con alegría feroz. ¡En el cogote!
Entonces, aliviando a la de Víctor de la presión que le transmitía su propia mano,
comentó César Darío simplemente:
—Has matado a tu primer hombre. Y no te fue difícil…
Se alejó rápidamente, para no ver que Víctor comenzaba a llorar; para no verlo
inclinarse y vomitar.
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Contra la opinión de todos, César Darío decidió que el siguiente objetivo de las
tropas rebeldes fuera Copala. Rómulo, Gama y Jim preferían atacar Mayán o La
Cruz, cuyas guarniciones eran débiles y mal pertrechadas, lo que les permitiría
obtener un par de rápidas victorias en las veinticuatro horas inmediatas. Copala, por
el contrario, presentaba problemas de orden militar casi imposibles de vencer.
—De todos modos, insisto en Copala.
—No veo por qué, coronel —rebatía Rómulo, picando con el índice el plano que
estudiaban. La Cruz y Mayán están casi a la misma distancia de aquí; hay buenos
caminos para llegar a ellos. Si las tomamos, controlaremos las comunicaciones, por
carretera y ferrocarril, de toda la provincia. No veo por qué quieres ir a Copala, que
está en lo alto de un cerro y llena de tropas del gobierno para defenderla…
El Caudillo lo dejaba hablar. «Rómulo y los demás deben irse acostumbrando a
saber que la única voluntad es la mía, y que mía ha de ser la palabra final de cada
discusión», reflexionaba, permitiéndole discutir, pero ya decidido a no hacerle caso.
Tras de hacer la salvedad de que no sabía nada de cuestiones estratégicas, pero sí
confiaba en su personal sentido común, don Héctor Gama terció:
—Que yo sepa, coronel, Copala carece de valor estratégico. Es una pequeña aldea
serrana, alejada de toda vía de comunicación. Creo, en consecuencia…
Lo interrumpió Rómulo:
—Eso es también muy importante. Que no haya buenos caminos para llegar allí,
César. Piénsalo, coronel: olvídate de Copala y entrémosles de frente a Mayán o La
Cruz.
Sonriente, cruzándose de brazos, con voz que no era inamistosa, pero sí firme y
decidida, el coronel indicó:
—No me convencen. Iremos a Copala. Después nos encargaremos de La Cruz y
de Mayán —Jim había permanecido silencioso; protegido en la reserva de su
hermetismo. A él preguntó Darío—: ¿Usted qué dice, Jim?
Tras un breve carraspeo, repuso:
—Bueno: creo que podría haber una fórmula…
—¿Cuál? —insistió Darío, impaciente, porque Jim dejó en puntos suspensivos su
respuesta.
—Tomar primero Mayan y La Cruz, como sugiere el coronel Real, y después
Copala…
Picado, perdiendo levemente el control, retó César Darío:
—¿Tienen miedo de pelear de verdad?
—No es eso, César —dijo Rómulo. Militarmente convienen más los otros dos
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pueblos.
El Caudillo miró a Jim, como si esperase que el estadunidense dijera algo. Lo
dijo, al cabo:
—Nuestra gente de Copala avisa que allí hay bastantes tropas; las que se
quedaron descansando después de las maniobras de hace una semana. Están frescas y
tienen mejor armamento que nosotros. Ellos, la gente que nos ayuda, opinan que lo
mejor sería no tocar el pueblo; dejarlo atrás, cortado, sin posibilidad de recibir
auxilio…
—¿Y echarnos a la espalda a un enemigo desesperado, Jim? La retaguardia
debemos tenerla abierta, inclusive para retroceder si es necesario.
César Darío se apartó de la mesa y fue a plantarse, con las manos por la espalda,
ante la ventana de la alcaldía. El jardín municipal estaba sucio de papeles, cáscaras de
frutas, restos de comida. «Como si anoche hubiese habido una verbena», se dijo. A la
sombra de las ceibas, de las que temprano habían sido retirados los cadáveres de los
ahorcados, sesteaban los rebeldes. Los cuatro lados de la plaza se hallaban colmados
de vehículos y una larga fila de éstos se perdía avenida del centro arriba.
Rómulo se acercó a César Darío y se detuvo a un paso de su espalda. Lo apremió:
—Bueno, hay que decidir a dónde vamos.
—Está decidido, Rómulo. Vamos a Copala —el coronel no se había vuelto para
responder; continuaba mirando rectamente hacia el charco verde tierno de las copas
de las ceibas. Alista a la gente, para salir dentro de una hora.
Secamente, a su vez, repuso Rómulo:
—Está bien, coronel —y se marchó taconeando sobre el piso de gastado parquet
de encino.
«No entenderían por qué quiero ir a Copala —razonaba el coronel. Ellos ven todo
en función de victorias militares. Ya tendremos tiempo de obtenerlas. No comprenden
que debo tomar Copala porque allí está el tanque.» La palabra tanque lo estremeció.
«El tanque», pronunció con el pensamiento, acariciando las dos sílabas casi con
voluptuosidad. «No me importa cuánto esfuerzo haya que hacer, ni cuánta sangre
derramar, pero el tanque ha de ser mío.» Abajo, Rómulo y el mayor Lecuona
comenzaban a disparar las órdenes. Los insurgentes abandonaban el fresco refugio de
las sombras y trepaban, alegres algunos, enfurruñados otros, a los vehículos en que
deberían viajar. César Darío volvió a la mesa. Acodado en ella se hallaba Héctor
Gama. «El viejo sigue enojado por los tipos que ahorcamos.» Pensó que no era
conveniente prolongar esa situación desagradable.
—¿Qué le parece todo, don Héctor? —preguntó amable.
—¿Lo de Copala…?
—No, eso no. Me refiero a como están saliéndonos las cosas.
—Ah. Parece que bien. Casi demasiado bien, diría yo…
—¿Teme que se descompongan? —aceptó Gama con una ligera afirmación de
cabeza que eso temía. Olvídelo, don Héctor. Lo que bien se comienza, bien se
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termina…
Dubitativamente, el Faro de la Juventud apuntó:
—Tiene demasiada confianza, coronel. Es peligroso.
—Según como lo mire, profesor. Necesito tener confianza en lo que hago.
—No lo digo por usted. ¿Ha pensado que es muy extraña y sospechosa la
pasividad del gobierno?
—Extraña, ¿por qué? Hemos jugado, y bien, el elemento sorpresa. Esperaban el
golpe en otra parte, no aquí.
—De acuerdo. Mas, ¿no cree que la sorpresa ya pasó? ¿Qué de un momento a
otro, quizá esta misma noche, el ejército caiga sobre nosotros y nos aplaste? Porque
hasta usted estará de acuerdo conmigo en que nuestra situación militar no es firme
todavía. Prácticamente apenas comenzamos a pelear…
César Darío tranquilizó a don Héctor palmeándole, zalamero, el hombro:
—El Generalísimo-Presidente ya no tiene ejército, don Héctor —tomó unos
papeles y los mostró a Gama. Son los partes que trajo Jim hace una hora. Escuche: La
base aérea de Limoní está con nosotros… Los regimientos 27 y 42, se rebelaron en la
capital… Y cuente, además, la huelga, el sabotaje, el pánico. Todo eso nos ayuda…
De aquí a Palacio Nacional no hay soldados… Los pueblos están en armas, esperando
a nuestra gente para unírsele… ¿Qué nos preocupa, querido profesor?
Lentamente pronunció don Héctor:
—Olvida usted a la División del Oeste…
—Bah —hizo Darío; dejó de enfrentar a Gama y fingió atarearse ordenando los
papeles que permanecían sobre la mesa.
Advirtió Gama que la sola alusión había desconcertado a Darío. «A ésa sí le tiene
miedo —se dijo— porque sabe que no puede vencerla en una batalla, ni en mil. No es
lo mismo atacar a unos cuantos soldados llenos de pánico y faltos de oficiales, que a
un ejército modernísimo y eficaz, al que comanda un hombre que sabe lo que trae
entre manos.» El coronel metió los documentos en un portafolios y dejó pasar un
minuto antes de enfrentarse de nuevo a la mirada del catedrático.
—La División —expresó— no se ha movido. Lo reconfirmamos esta mañana…
—Pero ello no excluye la posibilidad de que se mueva esta tarde. Usted conoce al
coronel Macín: es hombre que toma decisiones rápidas.
—Obedece órdenes, no lo olvide. Mientras el presidente no quiera, Orlando
Macín no levantará un dedo…
—¿Y quién le garantiza, coronel, que el presidente no haya ordenado al coronel
Macín salirnos al paso?
—Cuando eso ocurra, estaremos bien adentro. Será difícil que nos echen…
Además —agregó, caminando con Gama hacia la puerta—, no pierda de vista que
entre los elementos de la División hay gente nuestra. Oficiales jóvenes, y soldados.
Orlando Macín no ignora, tampoco, que no todos sus hombres son de fiar… —así
que descendía por la escalera de la alcaldía, protegidos por media docena de
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guerrilleros armados, comentó el Caudillo—: Este país nuestro está podrido por
dentro, don Héctor. Demasiada corrupción de toda índole. Aparentemente nada
sucede en la superficie, pero bajo ésta hay grietas, túneles, galerías cavadas por las
ratas. El derrumbe está a la vista… —llenó de aire sus pulmones, para sentenciar—:
Macín no presentará pelea; y no le tengo miedo…
La columna hizo un alto para que los hombres estiraran las piernas, vaciaran las
vejigas y comieran el rancho. Tendidos a lo largo de las cunetas parecían, no
soldados, sino colegiales en día de campo. César Darío recorrió la línea, para bromear
con ellos, para reír de sus guasas, para compartir la ración. «Para muchos —admitió
fríamente realista— serán éstas las últimas risas, los últimos chistes, los últimos
minutos de descanso, porque dentro de tres horas empezarán a morir en la cuesta de
Copala.» Jim, que no se apartaba del transmisor, llevó al coronel los partes de la hora.
Los leyó el Caudillo: eran magníficos. El más tranquilizador de todos: la División del
Oeste continuaba acuartelada en su provincia. En la metrópoli escaseaban los víveres;
los grupos de saboteadores continuaban dinamitando edificios, plantas de energía
eléctrica y de bombeo. «El terror se ha desbordado. Es nuestro mejor aliado; nuestro
Caballo de Troya.»
—Bien, Jim. La cosa marcha…
Oscurecía lentamente. Los cantos guerrilleros lo adormecían, mientras la columna
de camiones, autos y yips, continuaba su plácido avance sobre una recta y tersa
carretera de cemento. Una patrulla de tres vehículos, comandada por Rómulo,
marchaba un kilómetro a la vanguardia de la comitiva. Pasaban sin detenerse frente a
pueblecitos miserables. Los vecinos, quizá creyendo que se trataba del Generalísimo-
Presidente, se asomaban curiosos; en los rostros no se alcanzaba a ver ninguna
alegría. Son caras de gente muerta; de hombres y mujeres que han perdido la fe en
sus gobernantes. Qué triste es que el ciudadano no ame a sus caudillos —meditaba el
coronel. No quería hundirse en el sopor y hacía esfuerzos por mantener abiertos los
ojos. «Estoy muy cansado. Hace por lo menos tres noches que no duermo.» La fatiga,
como dos férreos pulgares, se le clavaba entre los omóplatos y en torno al cuello.
«Dios mío: estoy muerto…» Para no dejarse vencer por el sueño pensaba,
asombrándose: «Tal parece que no hay revolución; que la república está en paz. Una
fuerza invasora que aumenta con rapidez increíble avanza sin que nadie le salga al
paso; nadie ofrece resistencia; nadie se preocupa por destruir un puente para retardar
nuestra marcha. ¿Dónde está el ejército de la dictadura?». Las canciones que los
insurgentes entonaban parecían sonar más lejanas cada minuto, como si las voces
fueran rezagándose. «Es que, al fin, estoy durmiéndome.»
Era imposible resistirse. Juan, el chofer que manejaba el yip y a quien el mayor
Lecuona le había escogido personalmente, canturreaba una tonadita. Don Héctor
Gama, junto al coronel, cabeceaba su cansancio. Las voces se apagaron; se amortiguó
el ruido de los motores. César Darío escapaba al mundo de la realidad, poblado de
ruidos y cánticos y gritos, para entrar al mágico del sueño. Quizá en efecto llegó a
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dormirse por completo porque se encontró pensando, o soñando, en Laikipú.
(Laikipú —que en la lengua indígena del país significa «Padre y Salvador de
todas las cosas»— vino del mar, según la leyenda, a bordo de un hermoso bajel
dorado, y escogió esas feraces tierras, de clima ideal y abundante riqueza, para vivir.
Enseñó a los nativos, luego de aprender su idioma, la ciencia de la astronomía y la
matemática; a edificar templos y palacios; a beneficiar metales y pulir las piedras
preciosas que hallaban entre las rocas; a fabricar implementos agrícolas y a roturar
con ellos los campos. Convivió con ese pueblo, que le dio el nombre de Padre, más
de una generación; y un hermoso día, sintiéndose Laikipú nostálgico del remoto
imperio del que había venido, se despidió de sus amigos. Al marcharse prometió
regresar alguna vez para continuar gobernando con sabiduría y justicia. No dejaba
hijos, pero sí discípulos.) Era, claro, una leyenda similar a cuantas se encuentran en la
tradición y aun en la historia de los países de América, pero César Darío la juzgaba
fascinante. El más secreto de todos sus pensamientos era el de considerarse él mismo
capaz de reencarnar al «Padre y Salvador de todas las cosas»; porque, ¿no lo
animaban acaso profundos y purísimos deseos de conducir a la república por la senda
del orden y la prosperidad? ¿No había venido él también a través del agua, para
liberar a su patria de los males que la aquejaban? ¿Y no deseaba el tanque de Copala
para entrar a bordo de él a la capital?
Súbitamente, cuando el yip cesó de moverse porque había frenado en la
encrucijada de la que partía el camino a Copala, dijo César Darío, en un murmullo:
—El tanque, como un bajel jamás antes visto por ojos humanos…
Copala los recibió con las luces de sus casas apagadas, no porque fuera tarde y todos
durmiesen, sino porque tenía miedo. «Ésta será nuestra primera batalla realmente
dura», decíase César Darío, en tanto que sus hombres comenzaban a agruparse.
Situada en lo alto de una montaña, Copala parecía una formidable ciudad amurallada
e inexpugnable. Para alcanzarla era preciso recorrer un angosto camino sinuoso.
«Camino de cabras, una simple cornisa en la roca, que media docena de soldados, con
una ametralladora, pueden defender indefinidamente», calculó con desaliento.
«Perderemos mucho tiempo y muchas vidas, lo sé; pero yo necesito el tanque. El
tiempo que se pierda lo repondremos después, forzando la marcha a Mayán y La
Cruz», se prometió. «Y las vidas de los que van a morir, ¿podré reponerlas?» Le
parecía estúpido pensar en tales cosas en ese momento. «En las revoluciones o en las
guerras alguien tiene que morir; de otro modo no tendrían sentido. Pero el tanque vale
la pena…»
Atacaron al principio de la madrugada, y fueron rechazados. Un nido de
ametralladoras y morteros les impedía forzar la entrada a Copala. La ofensiva no
progresaba. Rómulo informó:
—No podremos pasar, César. Es imposible.
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—Tenemos que pasar, como sea.
—Ellos tienen morteros y ametralladoras 50, y están mejor situados que nosotros.
Yo sabía esto, pero tú te pusiste terco…
—No olvides que las órdenes las doy yo, Rómulo. La responsabilidad es mía…
—De acuerdo, coronel. Pero es un crimen lo que esta pasando…
Lo era en verdad. Los defensores de Copala mantenían fuego cerrado, ladera
abajo, y no se ganaba ni un metro en cada acometida insurgente. De la barricada
lanzaban bengalas para iluminar el área de combate. Sorprendidos como ratas en
bodega, los rebeldes huían de un lado a otro, en busca de un refugio. Las bajas eran
numerosas.
—Mejor nos retiramos, César. La gente…
—Está asustada; mírala cómo corre…
—No la culpes. Sabe pelear en guerrillas, en la selva: no a campo abierto como
aquí, y sin armas.
—Son unos cabrones…
El tiroteo era intensísimo; las granadas de los morteros, al estallar, empavorecían
a los atacantes. «Es un asesinato efectivamente —pensaba Darío, bien apretadas las
mandíbulas. Pero ya no puedo retroceder. Una derrota sería desastrosa para la causa;
una derrota por huida.» Rómulo continuaba junto a él, esperando que decidiera
ordenar la retirada. Argumentó:
—Si nos replegamos, todavía podremos llegar a Mayán al amanecer. Allí no será
tan difícil. No hay cerros que la protejan…
Pero Darío se rehusó:
—Seguiremos aquí… —agriamente lo riñó—: Y tú, en lugar de estar alegando
conmigo, espabila a tu gente; a ese atajo de castrados que no sirven para nada…
César Darío se hallaba a retaguardia, un kilómetro atrás de la línea de fuego. De
cuando en cuando alguna granada estallaba cerca, sacudiendo el aire; llenándole los
pulmones con su acre olor a pólvora. Ni Víctor ni Gama andaban cerca; o al menos,
él no los había visto desde que empezó la ofensiva. «Deben estar escondidos, par de
maricas.» Sólo Juan el chofer, permanecía a su lado.
—Busca a míster Jim —ordenó. Que venga…
—Sí, mi coronel…
Cuando el nuevo ataque que Rómulo Real comandó fue contenido, el Caudillo
admitió que ésa no sería noche de victoria. «Aquellos idiotas tenían razón —tuvo que
aceptar. Con esta gente jamás tomaré Copala. Si yo estuviese defendiéndola no
dejaría pasar a nadie.» Un colérico pensamiento desplazó a ése: «Pero en Copala hay
gente nuestra; la quinta columna que debe ayudarnos. No sé qué demonios esperan
para hacer lo suyo». Llegó Jim.
—A sus órdenes, coronel.
Bruscamente habló Darío:
—Y los de adentro, ¿qué hacen?
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—No lo sé, coronel. Se supone que…
—Se supone, se supone… —el coronel chillaba enfurecido. Todos fallan a la
buena hora… Contaba yo con esos hijos de perra para entrar a Copala, ¡y vea lo que
hacen! Nos dejan solos…
Jim prefería no hablar; no recordar a ese coronelito neurasténico a cuyas órdenes
debía servir, porque le pagaban bien, que el fracaso de Copala era responsabilidad
suya. «Más que un fracaso, es una estupidez. Se le advirtió que este pueblo estaba
bien defendido; pero él decidió venir cuando le informé de ese tanque averiado.»
César Darío continuaba vociferando, cargando sobre otros la culpa que le pertenecía.
De pronto una formidable explosión se escuchó en la cumbre de la montaña, y
casi simultáneamente, en el centro de Copala, se vieron los resplandores de un
incendio, que iluminaba con mayor brillantez que las bengalas, los campos del valle y
las colinas próximas. Al estallido siguieron otros, de menor intensidad, en diversos
puntos del reducto serrano.
—Es nuestra gente, al fin —informó Jim.
—Ya era tiempo —comentó Darío, de mal humor.
—Volaron los cuarteles y las santabárbaras, seguramente…
Se combatió una hora más. Tomados entre dos fuegos, los defensores se batían
con fiereza. César Darío, personalmente, encabezó la nueva ofensiva. Los
ametralladoristas resistían, pero ya no eran sus descargas tan eficaces como al
principio. Las bajas revolucionarias seguían siendo, sin embargo, muy crecidas. «Uno
de cada tres está cayendo. Un precio muy alto que hay que pagar.» El resplandor de
los incendios se fundía con la claridad del alba; los hombres parecían vestir de
púrpura y tener ensangrentada la piel. Silbantes llamaradas escarlatas brotaban de la
cumbre. Cuando asaltaban el primer reducto, que era la llave de la cornisa rocosa, el
coronel miró a Víctor: corría al parejo de sus compañeros, disparando la automática,
sin precaución alguna, tal como si quisiera ser tocado por las balas enemigas. «Se
porta como un hombre», reconoció el Caudillo. «Quizá trata, sin que nadie se lo pida,
de buscar la muerte; o de purificarse de su cobardía por medio de este acto de
insensato valor».
Copala se rindió a las ocho de la mañana. César Darío y sus hombres libraron su
última escaramuza en la plaza mayor. Como en Julapa, el ejército rebelde —reducido
casi a la mitad— ocupó los pocos edificios que no ardían, y limpió de francotiradores
al pueblo. El coronel recibió la visita de los cabecillas, los felicitó por su patriotismo
y valentía; designó a quienes gobernarían civil y militarmente el lugar y, cuando Jim
tuvo instalado el transmisor, dirigió un breve mensaje a la república:
—Hermanos: Les habla el coronel César Darío, comandante del Ejército de
Liberación… nuestros gloriosos guerrilleros han tomado Copala…
Su alocución fue muy brillante. «La misma demagogia barata de Julapa», como la
calificó don Héctor Gama. Mientras se daba sepultura a los muertos y auxilio a los
heridos, César Darío sacó de su portafolios otra hoja de papel con una lista de
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nombres. La entregó al delegado del Movimiento y ordenó a Rómulo:
—Encárgate que fusilen a todos esos.
—Sí, coronel.
—Y que compongan el tanque que esta en el cuartel.
Alojaron a Darío en la mejor casa de Copala: una quinta recién pintada, en una
colina verde. A través de las ventanas del comedor-terraza se veían los campos
cubiertos de vegetación. Un macizo de bugambilia ponía un toque escarlata en la
hondonada. «Rojo como la sangre que corrió anoche.» Mientras almorzaba el
Caudillo, llegaron Gama y Víctor, a quienes había conducido hasta allí, Juan, el
chofer. Se veían fatigados y sucios. «Y Víctor parece ya otro; un hombre maduro y
serio.» Le palmeó el brazo:
—Ahora sí te portaste como me gusta —expresó sencillamente.
—Gracias, coronel —respondió el muchacho, pero sin que en sus ojos apareciera
el brillo de agradecido placer que los iluminaba cuando de César Darío recibía un
cumplido, una frase amable.
Dirigiéndose a Gama agregó el Caudillo:
—Víctor se batió como los buenos… como tipo bravo.
Ningún comentario hizo el viejo profesor; se limitó a sonreír y a pensar: «Está
feliz porque Víctor aprendió a matar».
Al terminar el almuerzo, el coronel se excusó para retirarse antes que sus
compañeros.
—Estoy muy cansado; y quiero reposar unos minutos…
No fue necesario que César Darío atacara La Cruz para ocuparla. La guarnición
entregó la plaza a los rebeldes. Una nueva lista con nombres escritos a máquina paso
del portafolios del Caudillo a las manos de Rómulo:
—Fusila a éstos…
Ya no había juicio. Simplemente los milicianos comandados por Rómulo iban a
las direcciones anotadas en la lista, sacaban al hombre señalado; lo reunían con los
demás; los conducían a la cárcel y allí, de espaldas a un paredón, los abatían con
ametralladoras. Fuera de ésos a nadie más ajusticiaban los rebeldes. Héctor Gama
consideraba monstruosa tal forma de proceder y reclamaba para ellos siquiera la
oportunidad de probar su inocencia.
—Todos son malos bichos, don Héctor —lo tranquilizaba Darío. Espías,
delatores, individuos a sueldo del tirano.
—Es que la justicia…
—Justicia es lo que hacemos, profesor. Justicia revolucionaria…
Halagüeñas y abundantes eran las noticias que captaba la radio de Jim. La
provincia del Este era escenario de sangrientos motines; de enconados combates en
pueblos, campos y ciudades. Los esbirros realizaban gigantescas redadas de
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sospechosos; todo aquel a quien se acusaba de ser amigo, aliado o simpatizante del
Movimiento de Liberación era pasado por las armas. En la capital, los estudiantes
atrincherados en la Universidad se batían furiosamente; continuaban estallando
bombas de dinamita en las estaciones del ferrocarril y en los ministerios. En el Sur
una turba revolucionaria había apresado al gobernador y a su familia. Se les condenó
a muerte; las cárceles de las zonas dominadas por los insurgentes se abrían para que
salieran sus huéspedes: lo mismo presos políticos que delincuentes comunes. En el
Norte, mil quinientos soldados y una docena de oficiales desertaron del ejército para
sumarse a los insurrectos. César Darío desconocía a casi todos esos tenientes,
capitanes y mayores. «Pero se alian a nosotros porque saben que las horas del
Generalísimo-Presidente están contadas, y no quieren hallarse en el bando perdedor
cuando el desastre final ocurra.» Y así era, en efecto. El pánico diezmaba a los
profesionales de la milicia tanto como a los civiles. «Quizá más —decíase el Caudillo
— porque saben que los espera el Consejo de Guerra si se resisten».
Después de un silencio de casi cinco horas, la radio del gobierno perifoneó un
aviso alarmante:
—Esta noche, a las diez, el coronel Orlando Macín, comandante de la gloriosa
División del Oeste, dirigirá un mensaje al pueblo… Por otra parte, el Generalísimo-
Presidente hace saber a la ciudadanía que debe conservar la calma y no creer los
infundios que circulan… El país está tranquilo; el ejército controla la situación.
Ninguna plaza importante ha sido tomada por los mercenarios comunistas que han
profanado el sagrado suelo de la patria… En la línea fronteriza hubo algunos brotes
aislados, pero fueron prontamente…
César Darío se apartó del receptor. «Quieren tapar el sol con un dedo», pensó con
desprecio. «El desastre está a la vista y lo único que busca el tirano con pedir al
pueblo que tenga calma es preparar su escapatoria», se decía. Una llamada de Jim lo
hizo aproximarse nuevamente al aparato.
—Es nuestra gente de Mayán —informó. Quieren hablar con usted.
—Está bien…
Una voz, que se identificó como la del capitán Ojeda, delegado del Movimiento
en Mayán, saludo al Caudillo y le anunció que la población capitulaba; pedía
instrucciones para proceder. Se las dio César Darío:
—Rendición incondicional, capitán Ojeda —en una libretita que sacó de la bolsa
del pecho, y en la página destinada a la letra O figuraba el nombre de ese capitán
Ojeda: maestro escolar, hijo de un patriota muerto en el destierro, persona valiente,
astuta y leal. Tome usted el mando allí. Dentro de un momento se le transmitirá un
lista de personas; apréselas y fusílelas… ¿Entendido?
—Sí, mi coronel…
El tanque de Copala, ya reparado, arribó a La Cruz avanzada la noche. En la
torreta ostentaba, en esmalte, una placa con el nombre y la efigie del dictador. César
Darío ordenó que la removieran; penetró después al interior de la máquina y por unos
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minutos se sintió el hombre más feliz de la tierra, operando palancas y volantes.
Como el sistema de orugas estaba sucio y embarrado, dispuso que lo lavaran. Rómulo
y Víctor se miraron entre sí, quizá con el mismo pensamiento en el cerebro. La
alegría de poseer aquel importante artefacto no conseguía disipar las preocupaciones
que inquietaban al coronel. El tiempo corría despacio y las diez de la noche parecían
no llegar nunca.
César Darío no dejaba de pensar en Orlando Macín, en la División del Oeste, y en
el mensaje anunciado por la radio gobiernista. Acostumbrado a valorar a los
individuos más que por sus virtudes, por sus debilidades y ambiciones, sabía que las
del coronel Macín eran inmensas. «Quiere poder, ahora que ya tiene riqueza»,
reflexionaba. Orlando era un buen soldado; el segundo después del presidente, según
pregonaban los aduladores; y soñaba con ser político. «Tal vez, al no movilizar la
División en contra nuestra, Orlando persiga algún fin. Porque es inadmisible que no
haya dejado sus cuarteles para venir a atacarme, sabiendo como sabe, que sus tropas
son más abundantes que las mías. Si no hubiese algo extraño de por medio, la
División ya estaría aquí», meditaba. Poniéndose en lugar de Macín trataba de hallar
una justificación lógica a la inactividad de su ejército. «No es difícil que desee que yo
derrote al gobierno, para luego él presentarse y acabar conmigo. De estar en su caso,
tal haría yo.»
El mensaje de Orlando confirmó sus sospechas. El glorioso Paladín del Orden,
como lo presentó el locutor, pronunció un ampuloso discurso lleno de ditirambos para
el dictador, de insultos para César Darío, y de promesas para todos.
—La División del Oeste —declamaba su jefe— sabrá cumplir con su deber. Cada
uno de sus diez mil soldados ofrendará su vida gustoso, antes de permitir que los
traidores, esos canallas a sueldo de los comunistas y de otros de la misma ralea,
avancen un metro más. Yo, Orlando Macín, garantizo que los invasores serán
despedazados y que la patria será salvada… Un renegado, que responde al nombre
abominable de César Darío, comanda las hordas de asesinos que han ensangrentado
ya nuestra tierra generosa… Yo le advierto a César Darío que se rinda
inmediatamente pero no le prometo, ni le puedo prometer, clemencia. Cada uno de
los asesinos que lo acompañan pagará por los crímenes que ha cometido. La
República no debe tener miedo, porque la División del Oeste, y yo con ella, estamos
para defenderla y exterminar al Atila de Julapa, César Darío…
Al concluir la transmisión, Rómulo preguntó a Darío:
—¿Qué te parece lo que dijo?
—Palabrería rimbombante y demagógica, nada más. De sustancia, cero…
Terció Gama:
—Y para usted un apodo: El Atila de Julapa… —con una hipócrita sonrisa,
complementó—: Totalmente injusto, por otra parte…
Fingió ignorar César Darío el retintín burlón que había en el comentario de Gama,
y sentenció:
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—El Atila de Julapa no se detendrá a las puertas de Roma, don Héctor.
El Caudillo dispuso reanudar la ofensiva, a marchas forzadas, esa misma noche.
Aguardó para partir de La Cruz sólo el tiempo que necesitaron para llegar los
refuerzos mandados pedir a Copala, Julapa y Mayán. Era preciso para la batalla
definitiva, quizá la más larga y sangrienta de la campaña, contar con el mayor
número posible de hombres.
Iremos directamente a la capital, dejando a un lado todo lo demás —explicó a
Rómulo, Gama, Víctor y los otros guerrilleros con rango de oficiales. Información
dice que el camino está intacto. Debemos ganarle la carrera a la División del Oeste, y
llegar antes…
Así que viajaban velozmente bajo la noche, el profesor Gama meditaba: «A César
Darío no le importa la batalla militar, sino la política. Ha dicho que debemos ganarle
la carrera a la División, y ha acertado. Ésta es una carrera de ambiciones; la victoria
será para quien entre primero a palacio. César Darío no ignora que si Macín le toma
ventaja, Macín se adueñará del poder. Sin embargo, me pregunto ¿por qué los
financieros de esta aventura prefirieron a Darío, un militar en desgracia, y no a
Orlando Macín? Los filántropos de la guerra toman en cuenta sólo sus intereses; de
donde se deduce que Darío es, para ellos, mucho más de fiar que el otro. Si este
razonamiento es exacto, si no se ha deslizado ningún error en mis conjeturas, César
Darío resultará triunfador a la larga o a la corta».
El Caudillo también meditaba y, curiosamente, sus pensamientos eran casi
idénticos a los del hombre que viajaba, balanceándose en el duro asiento del yip, a su
lado. «Orlando Macín no moviliza la División para salvar a la capital, sino para
ocuparla. Esto va lo pensé antes, ahora estoy convencido. En su discurso no
mencionó siquiera que piensa combatir contra mí; si eso quisiera lo hubiera dicho
porque es más vanidoso que un pavo. No. Sabe que el gobierno está al caer, y quiere
que sea yo quien lo derrumbe, facilitándole las cosas. Luego él tendrá la mesa
puesta… Mas, ¿qué pensarán de esto los que pusieron plata para la Revolución? De
seguro que lo mismo que yo; y no permitirán que Orlando se adueñe del poder porque
entonces las cosas seguirían igual, o peor, que como están.» Estas reflexiones lo
tranquilizaban; lo hacían recuperar la confianza en sí mismo y la fe en su destino.
La caravana de vehículos rebeldes avanzaba, avanzaba, avanzaba, sin que nadie
intentara detenerla. Pueblecitos dormidos y hasta desiertos quedaban a la retaguardia.
Preguntábase Darío cuántas horas hacía que no escuchaba un disparo. Tantas que no
las recordaba.
«Parece —se dijo— como si alguien estuviera empeñado en que nada ni nadie
retrase el avance.» Y así era en efecto. Al entrar a una población no le sorprendió
mucho ver a una partida de peones, a las órdenes de un clérigo de sotana blanca,
ocupados en reparar un puente.
El religioso se acerco al vehículo del Caudillo, saludó a éste, y anunció
alegremente:
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—Tiene libre el camino, señor coronel. Los soldados que había por aquí
destruyeron algunos pasos ayer, cuando se retiraban, pero ya los arreglamos.
Darío bajó del yip y continuó conversando con el párroco de la iglesia, hasta que
los peones anunciaron haber concluido la reparación. Al partir nuevamente el
Caudillo, el religioso gritó:
—Viva César Darío…
Y a su grito se unieron los de los peones, y a los de éstos el de los guerrilleros:
—Viva Darío…
—Viva la Revolución…
—Mueran los tiranos…
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—Es demasiado pronto para cantar victoria, coronel.
—No la canto, don Héctor. Analizo los hechos. Si Macín no quisiera permanecer
al margen, ¿no habría ya venido a combatirnos?
—Macín llegó esta madrugada; sus hombres están cansados. Quizá espera que se
repongan…
Lo atajó Darío:
—Nosotros también estamos cansados y mírenos… Avanzamos a pesar de
nuestra fatiga porque queríamos avanzar. En una guerra como ésta no puedes alegar
que te duelen los pies, Rómulo. Caminas o te mueres… ¿No lo cree así, don Héctor?
Neutramente dijo éste:
—Tal vez. ¿Y qué supone que hará Macín, coronel?
—Ignoro lo que hará él, pero sí puedo decirle qué haría yo de estar en su caso:
pactar, parlamentar, salvarme de la quema…
Para las seis de la tarde, mientras un lento crepúsculo se diluía sobre el angosto
valle en que se asentaba la capital, el anillo de montañas había sido ocupado por las
tropas revolucionarias. En la metrópoli se combatía encarnizada, aunque
desordenadamente. El suministro de agua había sido suspendido desde temprano,
cuando grupos de civiles se apoderaron de la plantas de bombeo; las de luz tampoco
funcionaban. Barrios enteros ardían y una gran nube de humo blanco flotaba inmóvil
en el espacio. A las ocho, por la onda de Radio Rebelde, César Darío exigió la
rendición incondicional. Su mensaje fue muy breve, certero y elocuente. Gama
juzgaba que era el mejor que le había escuchado. En síntesis el Caudillo dijo:
—Me llaman el Atila de Julapa y eso implica que me llamen asesino —su voz era
clara y brillante, y no la interrumpían u opacaban tartamudeos ni toses—. Rechazo la
acusación. Mis manos no se han manchado con sangre de inocentes. Nadie ha sido
castigado, no importa qué abominables fueran sus crímenes, sin haber recibido la
oportunidad de probar su inocencia frente a un tribunal. El pueblo del país apoya la
Rebelión de la Libertad. A ese pueblo noble y maravilloso puedo anunciarle que
gracias a la Revolución, el tiempo de la ira ha pasado, y que no volverá —hizo una
pausa, antes de abordar el tema político. No soy comunista, como me acusan de serlo
los sicarios del gobierno. No tengo nexos de ninguna clase, tampoco, con los fascistas
o los clericales ni mucho menos con los capitalistas extranjeros, como el régimen ha
hecho escribir en la prensa internacional a sus editorialistas a sueldo. Mi único
compromiso, ¡porque tengo uno muy grande!, es con el pueblo, y esto no es un lugar
común. A ese pueblo, mi pueblo, empeño hoy mi palabra de hombre y de soldado. No
ambiciono ni poder ni fortuna; cuando la República vuelva a ser libre, yo la pondré
en manos de quien ese pueblo designe para gobernarlo —otros muchos minutos
empleó César para filosofar en torno a la libertad, el derecho inalienable del
ciudadano de escoger a sus mandatarios, a la auténtica democracia y al bien
colectivo. Luego, con acento que era casi de amenaza, puntualizó—: La capital está
rodeada y no tiene salvación. Sabemos que carece de agua, luz y víveres; que en sus
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calles se combate; que los verdugos están asesinando sin piedad a los patriotas. El
ejército revolucionario exige, pues, la rendición incondicional. De no ser atendido
este llamado arrasaremos todo. Aguardaremos hasta las diez de la noche.
Garantizamos absoluto respeto a las vidas de quienes, debidamente autorizados,
deseen parlamentar —y concluyó, con un grito que estremeció a todos—: Hermanos,
¡salvemos a la patria, evitemos que más sangre siga vertiéndose!
César Darío instaló su cuartel general en una suntuosa finca situada en la más alta de
las colinas que limitaban, por el sur, a la capital. Aquella altura formaba parte del
barrio de los potentados. A solas en la gran terraza en la que había hecho colocar
butacas de reposo, contemplaba el coronel la metrópoli a la que había puesto sitio:
una hermosa ciudad de casi un millón de habitantes; de calles coloniales, angostas y
empedradas, con algunas de las iglesias más bellas del continente. Hacia el este, las
colinas pobres, sucias y polvorientas, en una de las cuales había nacido él; zocos de
miseria, olvidados por los urbanistas. Sentía emoción de ver todo aquello. «Algún día
—prometíase— he de transformarla totalmente.»
A varios centenares de metros de donde se hallaba, se alzaban los muros podridos
de la enorme fortaleza que edificara un virrey del —siglo XVII. Bajo las arcadas de
cantera, en los sombríos y húmedos corredores, en las lúgubres celdas, en los patios
ya desde entonces convertidos en pastizales, César Darío había jugado muchas veces
cuando era un chiquillo miserable y sin futuro. Solía subir el más alto de los torreones
y contemplar desde allí el caserío que se desparramaba abajo, en el fondo del valle.
En esa época de treinta y dos años atrás no existían, entre las ruinas y la metrópoli,
las colonias de millonarios; sólo un cinturón boscoso por el que excursionaban los
domingos las familias, para comer y pasear; algunas, para cazar perdices. El niño
había experimentado hacia la fortaleza una secreta devoción; algo que era amor y
ansia de poseerla; y más de una vez habíase sorprendido soñando que era suya, y que
la habitaba.
Los corresponsales extranjeros de la capital, que habían solicitado por conducto
del embajador estadunidense una entrevista colectiva, arribaron en dos automóviles
con banderas de la Cruz Roja. Campechanamente, mientras la ciudad ardía a lo lejos,
el coronel César Darío se enfrentó a los periodistas. El interrogatorio duró casi una
hora y ninguna pregunta quedó sin respuesta. Los reporteros encontraban
«cooperador», «brillante» y «bienintencionado» al Caudillo. Gama pensaba,
escuchándole hablar, discutir, informar: «Rápidamente aprende el arte del disimulo;
pronto dejará de ser un soldado para convertirse en político. Toda esta gente que llegó
de uñas, dispuesta a apabullarlo con cuestiones capciosas; que le tendía sutilísimas
trampas para obligarlo a admitir que es comunista y sanguinario, está ahora con él; la
ha comprado con su franqueza, con su demagogia, con su insincera simpatía». Uno
de los cronistas indagó:
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—¿Cree usted poder derrotar a la División del Oeste?
—Llegado el momento, creo que sí…
—¿Aunque esa División sea más fuerte y esté mejor armada que sus tropas?
—La fuerza y las armas no siempre deciden las batallas…
Una mujer de lentes, que servía a un periódico londinense, preguntó:
—¿Se considera usted mejor militar que el coronel Orlando Macín?
Soltó César Darío una gran carcajada:
—Orlando Macín fue compañero del Colegio Militar, y es mi amigo…
Insistió la periodista que parecía un búho de pelo amarillo:
—No ha respondido usted, coronel.
—Bien, señorita —dijo Darío, sonriente. Responderé con franqueza: todos los
oficiales que salen del Colegio Militar son igualmente buenos…
Pero la periodista inglesa parecía carecer de sentido del humor. Planeaba basar su
información en la respuesta que Darío le escamoteaba. Reiteró, un poco agria:
—Perdóneme, señor. Sólo quiero un sí o un no…
El primer impulso de César Darío fue responder que Orlando Macín, pese a ser
llamado el segundo militar de la República, era un idiota acomodaticio; demasiado
rico para arriesgarse a perder una situación económica o política; demasiado fatuo
para jugar su prestigio a una carta. Por eso, reflexionó, a nada positivo conducía.
Respondió, paseándose entre los corresponsales, como si se dirigiera a un grupo de
párvulos:
—El coronel Macín es un gran soldado, poseedor de admirable talento estratégico
—hablaba sin prisa, para que los periodistas anotaran cada una de sus palabras. «Tal
vez esta opinión, pensaba, haga más efecto en Orlando que una ofensiva bélica. Los
hombres suelen ser más sensibles al halago que a las amenazas, y él no es
excepcional.» Y es, también, un patriota. Como patriota el señor coronel Orlando
Macín comprenderá que la dictadura está derrumbándose; se ha derrumbado
prácticamente. Hombre cuya trayectoria conozco desde la escuela militar, mi amigo
Macín no traicionará sus principios; no se ligará a los asesinos que huyen para no
tener que responder a las acusaciones del pueblo… Seguro estoy de que Orlando
Macín sabrá ocupar el sitio que la historia le tiene reservado junto a los que buscamos
el engrandecimiento de la patria…
La conferencia de prensa terminó risueñamente. Inclusive la periodista inglesa
pidió a César Darío que escribiera un pensamiento en el libro de autógrafos que sacó
de su bolso. El Caudillo dejó en la página unas palabras que enternecieron a la mujer:
«A miss Moon, que es tan encantadora como inteligente». La señorita Moon emitió
unos aullidos de placer al mostrar a sus colegas lo que el coronel opinaba de ella.
—He’s a wonderful man. Wonderful!
Ya a solas con Héctor Gama, el Caudillo comentó:
—Gente difícil y malintencionada, don Héctor.
—Son como les ordenan que sean. Pero usted los manejó bien.
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—Traté; sólo traté.
—Se van encantados. Claro que muchos de ellos interpretarán, a su modo, lo que
usted dijo.
—Es el riesgo de los que hacen declaraciones.
El coronel Rómulo, que había atendido a los periodistas, regresó contentísimo:
—Te los compraste, César.
—Son mercancía fácil de comprar —repuso el coronel, desdeñosamente. Los que
hoy, por cuenta del dictador, nos llaman vesánicos, paranoicos, bolcheviques, mañana
nos ensalzarán y pasado nos enviarán la factura…
Complementó Gama:
—… con música de La Gioconda, de Ponchielli.
Rómulo Real no entendía sutilezas; dejó de lado el tema y preguntó, puesto que
faltaba poco para la hora señalada, si tenía el coronel Darío instrucciones especiales
sobre el ataque a la capital.
—Sí, mi querido Rómulo. El ataque se suspende —y al ver un gesto de estupor en
el semblante de su segundo agregó—: O al menos se retrasa… Conviene más así:
dentro de poco espero una visita.
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Con el ayudante de Macín, que no se dignaba dirigir la palabra a los guerrilleros,
Víctor montaba guardia fuera del salón donde estaba celebrándose la conferencia de
jefes. Nadie había cruzado la puerta durante el cónclave. ¿De qué discutían durante
tantas horas César Darío, Rómulo, Gama, Macín, el arzobispo y el embajador? Lo
ignoraba el muchacho; y no le interesaba tampoco averiguarlo. «Nada me importa en
realidad después de aquello», se dijo. Aquello era el asesinato del prisionero en
Julapa. A partir de esa tarde, Víctor sufría una especie de insensibilidad física y
mental por cuanto lo rodeaba, especialmente César Darío; y detestaba las muestras de
afecto y hasta de respeto que le dispensaban sus compañeros porque comprendía que
lo estimaban, no por sus cualidades, sino porque era ya uno más en la fraternidad de
los asesinos. A raíz del crimen había decidido morir él mismo. «Como soy cobarde
no tuve valor para pegarme un tiro. Por eso en Copala y en todos los otros sitios
donde hemos combatido, busqué quien me lo pegara. No saqué ni un rasguño y sí
gané fama de valiente. Lo más terrible es que ahora, matar o que me maten ya no me
preocupa.»
De pronto, haciéndolos saltar de los mullidos sillones en que reposaban,
encucharon la voz de Rómulo, que los llamaba desde la puerta entreabierta:
—Despierten, flojos… Víctor…
Acudió éste. Le era posible ver sólo un pequeño sector del rostro de Rómulo a
través de la hendidura. Sonreía el obeso coronel, más con los ojos que con los labios.
Ordenó rápidamente, casi en un murmullo:
—Búscate al mayordomo… al estirado tipo ése, y pídele una botella de coñac,
pero del bueno, y seis copas. Y no tardes… —y cerró otra vez.
De todas las victorias de la campaña revolucionaria, la de esa noche había sido para
César Darío la más meritoria, por difícil. «Son dos perros de presa intimidándose uno
a otro para despojarse de la carroña», los juzgaba Héctor Gama mientras asistía
silencioso, igual que el embajador, el prelado y Rómulo, a esa disputa en la que no
podía participar. Darío utilizaba todos sus recursos, que parecían ser muchos y que él
manejaba con insospechada habilidad; Macín admitía que la situación de la capital
era crítica, pero que el gobierno no sería derrocado mientras lo apoyara la División
del Oeste.
—Y la División soy yo.
—De acuerdo, Orlando. En cambio, la Revolución es el pueblo.
—El pueblo no cuenta en esto; es problema de fuerzas. Las tuyas contra las mías.
Hombre contra hombre…
—Lo ves desde un punto de vista muy personal.
—Me atengo al equipo que poseo.
—Entonces, ¿por qué no has atacado y sí aceptaste parlamentar?
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—No quiero que se derrame más sangre.
—Lo mismo pienso. En consecuencia, rinde la ciudad.
—¿Y por qué he de rendirla?
—No te queda otro remedio. Ni tú, ni tus diez mil soldados pueden controlar la
situación, que tú mismo calificas de crítica…
—Pero no desesperada. La División está fresca; la puedo movilizar en media
hora.
—Permíteme que lo dude. Si pudieras, estarías ya peleando.
—Eres terco, César; igual que en la escuela.
—Soy objetivo. No ignoras, Orlando, que aparte de mis hombres tienes un
enemigo más peligroso. El pueblo; ese millón de gente que te pincha la espalda; que
tiene miedo y que, por lo mismo, es capaz de todo; inclusive de exterminar a la
División y a su jefe. Tres de los cuatro caminos que llegan a la ciudad los controlo
yo; lo mismo que el agua y la corriente eléctrica; que las terminales del ferrocarril y
que muchos barrios…
Retador y colérico, irritados los ojos centelleantes, el coronel Orlando Macín
preguntó:
—¿Y eso qué prueba?
—Que te he puesto la soga al cuello.
—Pero no has cerrado el nudo.
—Lo cerraré, y muy fuerte, si me obligas…
—¿Podrás?
—Eres mi amigo y no deseo probártelo. Entrega la ciudad. No me fuerces a
tomarla.
—Te será difícil.
—Naturalmente; pero llevo las de ganar. Pelearé solo contra ti; tú, en cambio,
pelearás en muchos frentes. El sitio puede ser largo.
—También para ti. No olvides la lección de estrategia —rememoró una máxima
que aprendieron juntos en las aulas del Colegio Militar. «Un sitio prolongado
estimula la moral de los sitiados y provoca conflictos internos, casi siempre graves,
entre los oficiales enemigos.»
—Retórica, Orlando. La realidad es otra. Tú sabes, tan bien como yo, que tu
situación militar, política y personal es insostenible; y no quieres perderla. No la
perderás si nos ponemos de acuerdo. ¿O no a pactar fue que veniste a verme?
Vivamente rebatió Macín:
—Vine a instancias del señor arzobispo y del señor embajador…
—A quienes mucho agradezco su intervención —concedió Darío
diplomáticamente.
El arzobispo primado expresó, solemne:
—Tanto el señor embajador como yo nos ofrecimos como mediadores
precisamente porque juzgamos inútil continuar esta insensata carnicería.
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Lo apoyó el diplomático:
—Y porque creemos que habiendo buena voluntad, la paz puede pactarse esta
misma noche.
Orlando Macín parecía estar acorralado, y lo estaba en verdad. César Darío le
había cortado todas las salidas; lo había envuelto en la tela de araña de su dialéctica,
lo tenía en sus manos. Cuando entró a esa casa creía que por ser jefe de la poderosa
División del Oeste podría negociar en sus propios términos e imponer las condiciones
que mejor le convinieran; confiaba en que los mediadores lo apoyarían en sus
demandas; más no era así. Tanto el arzobispo como el embajador parecían inclinarse
por César Darío: «Con los tres juntos no puedo hacer nada —pensaba— y si no soy
tonto debo aprovecharme ahora que César me da la oportunidad de ponerme a flote
otra vez», razonaba durante aquella laguna de silencio. Orlando Macín había jugado
su carta final; una carta en la que ni él mismo creía cuando aceptó entrevistarse con el
caudillo insurgente. «El Generalísimo-Presidente sabe que todo está perdido y por
eso aprobó que viniera yo aquí; prácticamente el gobierno ya no existe; debo, pues,
sacar las mayores ventajas para mí.»
—Está bien —cedió al cabo. Estoy dispuesto a negociar.
César Darío abrió su portafolios y mostró a Macín un documento:
—Todo está listo, Orlando. Firma solamente…
Macín echó un desconfiado vistazo al texto y movió la cabeza:
—Ésas son tus condiciones; las que podrías haber impuesto de ser el triunfador.
Pero en esta batalla no hay triunfador ni tampoco vencido, César. Ni tú ganaste ni yo
perdí.
—Toda rendición —le recordó el Caudillo— debe legalizarse por medio de un
acta.
—¿Y quién habla de rendición?
—Has aceptado entregar la plaza.
Clara y lentamente expresó Macín:
—He aceptado suspender las hostilidades, que no es lo mismo. La División del
Oeste admite a tus fuerzas y…
Furioso lo interrumpió César Darío, asestando un puñetazo en la mesa. Fue tan
violenta e inesperada su reacción que Orlando Macín quedó confuso y boquiabierto.
El Caudillo estaba palidísimo y la gruesa vena de su frente parecía una lívida
salchicha. Intervino su Ilustrísima:
—Señores, señores, por favor; no disputemos por cuestiones baladíes. Dejemos
de lado el orgullo profesional: demos menos importancia a las palabras y
concretemos nuestras ideas…
Todavía alterado, Darío dijo:
—El Movimiento de Liberación no tiene porqué aliarse a ti, Orlando Macín. En
todo caso tú eres quien te alias a él…
Se excusó Macín:
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—No comprendiste lo que quise decir: tus fuerzas y las mías se juntan y unidas
controlan la situación en la capital y, posteriormente, en el país…
El embajador se apresuró a aprobar lo que sugería el Comandante del Oeste:
—Me parece muy razonable, coronel Darío.
Al cabo de un par de segundos de reflexión, aceptó el Caudillo:
—Bien. Así se hará.
—Pero antes, discutamos otras cuestiones importantes, sin solventar las cuales no
firmaré nada.
—¿De qué se trata?
—Necesito que me garantices respetar la vida y los bienes del Generalísimo-
Presidente, su familia y sus colaboradores —de una bolsa de su guerrera sacó un
papel y lo colocó sobre la mesa. Deben extenderse salvoconductos a estas personas…
Rebatió Darío:
—Eso, no. La Revolución no puede acceder a eso. El presidente y su familia, sus
ministros y esbirros, han saqueado el tesoro público y hecho matar a miles de
ciudadanos. El pueblo exige que se les juzgue y…
Se enredaron en otra acalorada discusión, en la que abundaban las palabrotas de
cuartel; las amenazas; las recriminaciones; los insultos personales; las insidias. Gama
sonreía: «Están removiendo el lodo y chapoteando en él». Volvió a intervenir el
arzobispo para apaciguar los ánimos. Propuso una fórmula que estimaba aceptable
para las partes.
—Désele salvoconducto al generalísimo y a los miembros de su familia. ¿Le
parece bien, coronel Darío?
—A ellos nada más, y en atención a usted, señor arzobispo. En cuando a los otros
ladrones, nada…
Gritó Macín:
—La condición es: todos o no hay trato…
Conciliador terció el diplomático:
—Coronel Macín: sea razonable. No dificulte más las cosas —la palabra favorita
del embajador parecía ser «razonable». El presidente se irá. ¿Qué le importan a usted
los otros?
—Está bien. Pero hay algo más. ¿Quién va a gobernar mientras se convoca a
elecciones?
César Darío no se precipitó para responder. Lo hizo después de una prolongada
reflexión:
—Una junta de gobierno.
—¿La nombrará, quién?
—Supongo que el Movimiento —expresó el Caudillo sencillamente.
—O sea: tú mismo…
Sonrió César Darío. Adivinaba a qué terreno trataba Macín de conducirlo.
Aunque políticamente derrotado, Orlando seguía siendo peligroso. «A los enemigos,
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o se les suprime, o se les tiende puente de plata.» Lo primero no podía hacerlo aún;
optó por lo segundo:
—Una junta de tres miembros: Tú, Rómulo y yo.
—¿Quién será el jefe?
—Nadie, y todos. El triunvirato será una entidad responsable; cada uno de sus
miembros gozará de las mismas facultades. ¿Bien?
—Bien —concedió Macín. Pero lo que hablamos hay que ponerlo en el papel,
para que luego no se olvide…
—Ahora el desconfiado resultas tú, ¿eh? —comentó Rómulo.
—Los conozco muy bien a ustedes dos… —repuso, riendo.
—Y nosotros a ti… —rio Darío.
Gama, el embajador y el arzobispo procedieron a redactar el breve documento.
César Darío charlaba afable con su antiguo compañero de armas. Orlando Macín, que
no se caracterizaba por su discreción, se ufanaba de la cuantía de su fortuna, del
número de sus amantes, de lo variado de sus placeres; todo lo cual, como Darío no
ignoraba, lo habían convertido en una figura pintoresca y hasta querida por el pueblo.
«Con un poco que le aflojen la rienda, Rómulo seguirá los pasos de éste.» Macín, que
no podía estar mucho tiempo sin beber, dijo que tenía sed; y Rómulo fue a pedir que
le trajeran coñac. «Nuestros países tropicales gustan de idealizar a sujetos como
Orlando. ¿Será acaso porque la masa tiene sensibilidad de prostituta y se entrega a los
vividores profesionales, a sabiendas de que será explotada y vejada sin
misericordia?» El Caudillo formuló luego una pregunta que desde hacía mucho le
revoloteaba en el cerebro:
—¿Por qué no moviste antes la División?
—¿Para qué? ¿Para salvar al gobierno? —respondió con frío cinismo.
—Pudiste haberme aplastado, al empezar.
—Lo sé, Darío. Pero no me interesaba aplastarte. Al contrario… —rio por lo
bajo, como si recordara un chiste obsceno. ¿Sabes? Te me adelantaste en la jugada,
porque estaba ya dispuesto a poner un poco de orden en las cosas. Cuando supe que
habías cruzado la frontera y tomado Julapa, me dije: «Mi amigo César me ganó por
una nariz, pero no importa. Ya me arreglaré con él». Y, has visto: nos hemos
arreglado…
—Orlando, necesito un favor de ti.
—El que sea.
Del portafolios sacó Darío una de sus acostumbradas hojas de papel escritas a
máquina, similar a la de Julapa, a la de Copala, a la de La Cruz, y a la de todos los
pueblos y ciudades que habían conquistado. La entregó a Macín:
—Hay que fusilar a esas gentes, Orlando. Sabrás por qué en cuanto leas sus
nombres —le dio una palmadita zalamera. Será un milagro más que le cuelgues al
generalísimo…
No respondió ni sí ni no el Comandante del Oeste; miró curioso y sonriente los
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ojos de César Darío y guardó el papel en el bolsillo de su guerrera. Reapareció
Rómulo con la botella y las seis copas; sirvió el añejo licor en éstas y aguardó a que
los civiles terminaran de redactar el documento. Mientras, el Caudillo exploró el
ánimo de Macín en lo que se refería a la entrada de los revolucionarios a la capital.
—Te prepararé un bonito recibimiento —dijo Macín.
—Creo que debemos entrar juntos tú y yo, Orlando.
—¿Me crees capaz de tenderte una trampa?
—Claro que no —protestó el Caudillo, aunque eso era precisamente lo que
pensaba. La División del Oeste ocupando la ciudad podría exterminar en una hora a
todas las tropas revolucionarias. Pero considero que si tú, Rómulo y yo formamos la
junta debemos entrar al mismo tiempo…
—Te esperaré en las afueras, y de allí seguiré contigo…
—Debemos discutir antes algunas cosas, Orlando. Así que lo mejor será que
vengas aquí. Aprovecharemos el desayuno para hablar…
Orlando Macín levantó la copa y sin esperar a que los mediadores concluyeran su
labor, brindó:
—Por mi amigo César Darío, el hombre más desconfiado del mundo.
El Caudillo alzó otra copa, pero se abstuvo de beber.
Durante la madrugada volaron sobre la ciudad, ganando altura para luego enfilar
hacia el destierro, los aeroplanos en que se marchaban el dictador, su familia, sus
queridas y sus riquezas. Tendido insomne en una cama de la finca, César Darío los
escuchaba partir. «¿No habré cometido un grave error al permitir que el presidente
escape? ¿No hubiera sido mejor matarlo, para que no intentara regresar algún día?» Y
se respondía: «No. Porque entre los hombres de poder ciertas cuestiones se ventilan
en otro nivel; no en el del resentimiento personal».
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De pie sobre la torreta del tanque capturado en Copala, César Darío entró en la
capital y, en el trayecto hacia el palacio, pensaba en Laikipú: «La profecía comienza a
cumplirse, simbólicamente, en mí». Hombres y mujeres, contagiados por la histeria
de la novedad, olvidaban el terror de los últimos días para vitorear a su paso al
desarrapado ejército guerrillero, y a sus jefes. Macín y Rómulo se transportaban
también en el blindado vehículo, que marchaba a la vanguardia de una larga fila de
yipes, comandos, motocicletas, camiones de redilas y autos particulares. Don Héctor
Gama, en un coche descubierto que seguía al del Caudillo, reflexionaba que aquélla
había sido una revolución bastante singular. «Poco seria, diría yo, pues ha tenido más
de verbena, aunque los muertos hayan sido muchos y abundante el pánico, que de
movimiento libertario: más de parada deportiva que de lucha de ideales. Esta gente
que tan alegremente agita banderitas, que ríe y bromea con los soldados, no es gente
que haya sufrido los rigores de una contienda bélica. ¡Qué pronto, cuando quieren,
olvidan los pueblos!» Consideraba de pésimo gusto el exhibicionismo del coronel
Darío. «Retrasó la entrada a la ciudad más de una hora porque el tanque no estaba tan
limpio y reluciente como él quería. Es un sujeto desconcertante: procede a veces
como un estadista, como un veterano de la intriga política, como un iluminado, y
otras, como anoche cuando no se retiró a dormir hasta que el tanque no hubo quedado
pulido, como un frívolo. ¿Y todo para qué? Para lucirse como un actor de cine ante su
público de colegialas.» Empero, la evidente popularidad de Orlando Macín, a quien
las multitudes ovacionaban con calor, enturbiaba un poco, impidiéndole gozarla por
completo, aquella luminosa jornada de César Darío. «Lo conocen mejor que a mí —
aceptaba con irritación— y por eso lo aplauden y le lanzan vivas.»
Lentamente la columna cruzaba la metrópoli, que mostraba aún las huellas de los
motines: casas incendiadas; cientos de ventanas rotas; seca sangre en las aceras;
escombros junto a los muros; automóviles volcados; tranvías fuera de sus rieles. Pero
César Darío ignoraba todo eso, porque sus ojos no cesaban de leer, pintado con
grandes letras en los muros y en el pavimento, el nombre de Orlando Macín: «Viva
Macín». «Macín, sálvanos.» «Macín, héroe.» «Macín, patriota.» «Abajo el tirano;
arriba Macín.» Macín, Macín, Macín, en todas partes. «El muy puerco no esperó
siquiera llegar a palacio. Quiere demostrarme que es popular, que es un dios, un ídolo
del pueblo —gruñía colérico y lleno de resentimiento— para después montárseme en
el cuello; imponerme condiciones, anularme si es preciso…»
Casi dos horas después de haber iniciado su marcha en los suburbios, el tanque
llegó a la plaza Mayor, que circundaban los venerables edificios coloniales ocupados
por los ministerios; el palacio, la catedral con su vasto atrio, y la iglesia de San Luis.
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Tropas de la División del Oeste formaban valla y contenían a las decenas de millares
de curiosos que se habían agrupado allí para presenciar el triunfal arribo de los
guerrilleros. Con su estrépito metálico que ensordecía, el carro de guerra circundó el
zócalo y se detuvo ante la residencia presidencial. Allí las multitudes eran más
compactas y alharaquientas, y la tropa se empleaba a fondo para impedir que las
arrollaran e invadieran el espacio por donde circulaban los vehículos revolucionarios.
Orlando Macín había asegurado a César Darío, esa misma mañana, mientras
almorzaban en la residencia, que en la ciudad no quedaban enemigos, pues todos o
habían podido huir o se hallaban muertos o en prisión. «¿Crees que si hubiera algún
peligro para ti o para mí me arriesgaría a que entrásemos juntos en tu tanque?», había
dicho Orlando. «Pero no lo dijo hasta que yo le pedí que me acompañara. Él insistía,
lo recuerdo ahora, dizque para no robarme la gloria de triunfador, ocupar otro
vehículo. Se burla de mí Orlando diciendo que desconfío hasta de mi sombra; pero
con él toda precaución es poca. Si había dispuesto que me mataran durante el desfile
tuvo que mudar de parecer: las balas asesinas podían alcanzarlo a él también.» César
Darío estaba ya más tranquilo. «Lo más peligroso pasó ya. Dos horas estuve
expuesto, y no ocurrió nada. Si algo trama para eliminarme tendrá que esperar otra
oportunidad. Aquí, frente a toda esta gente, a las puertas de palacio, no intentará
hacerlo…»
Mientras el tanque maniobraba para situarse de proa a la multitud, un individuo
de tez morena, al que nadie impidió cruzar el cordón de soldados, se aproximó
rápidamente, desenfundó una automática y disparó contra César Darío. La bala, no
obstante la corta distancia, no alcanzó al Caudillo, sino a Rómulo, que por instinto
había intentado cubrir a su camarada. En los segundos de horrorizada confusión que
siguieron al atentado, en esos instantes en que el pánico estremeció a los que habían
sido testigos del sorpresivo ataque, Orlando Macín de un salto se puso a espaldas del
pistolero, confuso él también por la increíble falla de su puntería, y lo abatió a tiros.
Más tarde, mientras descansaban sobre los divanes del despacho presidencial,
César Darío censuró a Orlando:
—No debiste haberlo matado. Más importaba saber quién lo mandó.
Orlando justificó su acción, sencillamente.
—En esos momentos no se piensa qué debe hacerse, César. Matas para que no te
maten. Locos así no faltan nunca…
César Darío fingió aceptar la excusa: «Se les asesina también para que no
delaten», razonó. «Si Orlando alquiló a ese hombre, no podía correr el riesgo de
dejarlo vivo para que hablara.» No podía acusar sin pruebas a Macín; tampoco
admitir que el atentado había sido obra de un loco. «No lo calumnio si pienso que
Orlando Macín es capaz de contratar a un pistolero para matar por la espalda,
fríamente, a un enemigo; a cualquier persona que le estorbe. ¡Y qué gran estorbo soy
yo para él!» El Caudillo se excusó de almorzar con el otro miembro de la junta
porque deseaba ir a la clínica a la que había sido conducido Rómulo.
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—Te daré una escolta, César —ofreció Macín.
—No es necesario, coronel. Tengo la mía…
Protegido por una docena de guerrilleros, César Darío salió de palacio en una de
las limosinas blindadas que habían pertenecido al Generalísimo-Presidente. Seis
milicianos marchaban delante, en un comando; y otros seis atrás. «Es ridículo esto,
pero debo tomar toda clase de precauciones.» El charolado automóvil parecía un
féretro, y el pueblo se apartaba a su paso, recordando quizá los tiempos de la
dictadura; tiempos, aún recientes, en los cuales esos negros sedanes simbolizaban la
fuerza de un régimen cruel y derrochador. En la clínica informaron al Caudillo que
Rómulo Real estaba gravemente herido y que habría necesidad de amputarle el brazo
izquierdo.
Allí, en tanto que aguardaba a conocer el resultado de la intervención quirúrgica,
César Darío pidió a Jim que como último servicio (pues Jim terminaba su
compromiso con el Movimiento y con el Caudillo precisamente el día que entraran a
la capital) le hiciera el de averiguar cuanto pudiese a propósito del atentado. Dos
horas más tarde, el eficiente Jim le hizo llegar una nota muy breve, pero muy
elocuente: «Ricardo Ruiz, 34 años, pistolero profesional. Llegó esta mañana del
Oeste, en un aeroplano de la División. Persona de absoluta confianza del coronel
Macín, que lo tiene —tenía— trabajando en una de sus fincas.» Varias veces leyó
Darío esas palabras. Mientras desmenuzaba el papel en que habían sido escritas,
decíase: «No te daré oportunidad de que me mates, querido Orlando. Por fortuna,
todo juego tiene su desquite».
Esa noche, desde el balcón central de palacio, Macín y César Darío hicieron una
aparición pública. Fue el Comandante del Oeste el primero en dirigirse a las cuarenta
o cincuenta mil personas que invadían la plaza mayor. Su discurso fue deshilvanado,
confuso y lleno de vulgaridades. Informó que, a causa de la emergencia política y
militar por la que atravesaba la República, se había constituido una junta de tres
coroneles, que gobernaría, mientras el desorden subsistiera.
—Después, la junta militar convocará a elecciones, y estoy seguro de que mis
queridos paisanos escogerán, para presidente de la República, a alguien a quien
conozcan y que sea su amigo… —terminó.
Un alarido premió el discurso de Orlando Macín. En diversos puntos de la plaza
grandes grupos de simpatizantes, casi todos ellos soldados de la División, aclamaban
al orador y demostraban, con sus porras entusiastas, que ya tenían candidato. César
Darío pensaba colérico: «Orlando no juega limpio jamás. Ahora mismo lo demuestra
al autopostularse para la presidencia. Hábilmente, hay que reconocérselo, evitó hablar
de la Revolución. Tal parece que si él, y no yo, hubiese librado al país de la tiranía.
Pero el pueblo sabe».
—Hermanos… —comentó César Darío, pero su voz se perdió, ahogada, entre las
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jubilosas y bien organizadas porras que el populacho seguía lanzando en honor del
coronel Macín. Para éste era un minuto triunfal. Con los brazos en alto, todo él
sonrisas, agradecía y estimulaba tales manifestaciones de popularidad. «Mucho le
falta para ser hábil, reflexionaba ya sin cólera el Caudillo; y no creo que tenga tiempo
para aprender que la discreción, en política, es un arma efectiva.» Calmado un poco
el frenesí, Darío prosiguió su discurso muerto en la primera palabra.
Nunca hasta entonces ni Víctor ni Gama (colocados junto al arzobispo y un poco
atrás de los líderes políticos, de los representantes de los gremios obrero y campesino,
de los guardaespaldas de Macín y de los guerrilleros de la escolta del Caudillo)
habían escuchado con tanta unción a su jefe y amigo. Con su apasionada oratoria, el
pequeño coronel triunfador iba adueñándose del auditorio. Resonaba clara, aunque no
muy potente, su voz; una voz que hacía de fuego las incisivas frases que las ondas de
radio llevaban más allá de las fronteras. La multitud estaba atenta, pero aún no
emocionada; fría y cortés. No podía ser de otro modo, porque el Atila de Julapa era
poco conocido: quizá demasiado serio para el gusto de un pueblo inmaduro; un
pueblo, como don Héctor decía, que «ha pasado por el dolor sin aprender nada». Pero
el primer aplauso se desgranó cuando Darío expresó que Laikipú había vuelto, que
tiempos de paz y de esperanza comenzaban ese día. Una intensa palidez acentuaba la
severidad de su rostro. Muy firmes eran sus ademanes; profundos sus conceptos.
Orlando Macín, con sus chistes, sus expresiones vulgares y altisonantes, con su
pintoresquismo chabacano, había divertido mucho a la muchedumbre; César Darío,
sobrio y exacto, medido en la intención, la hacía meditar en lo que había sido, en lo
que era, en lo que podría ser. «Le está hablando —razonaba Héctor Gama— como si
él fuera el Mesías. Cuando se refiere a Laikipú, ¿no se referirá a sí mismo? ¿Y no
tiene simbolismo el haber escogido el tanque para entrar a la ciudad?»
Pero Darío conquistó en definitiva a la multitud cuando anunció que el nuevo
gobierno —sin importar qué persona lo presida— demolería esos monumentos de
ignominia que eran las cárceles, y prometió que nadie más sufriría persecución por
sus ideas políticas y su credo religioso.
—Los crímenes serán castigados —gritó, y un alarido aprobatorio fue la
respuesta. El ciudadano recuperará la libertad y la dignidad que los déspotas le han
arrebatado —con voz ya sonora y caliente, concluyó—: Nadie se enriquecerá más a
costa del pueblo. Los derechos no serán mancillados. Los obreros, los campesinos,
los soldados, todos los hombres de bien, podrán ejercer democráticamente sus
privilegios de hijos libres de un país libre —la locura colectiva volvió a estallar
cuando César Darío exclamó—: Cuando un nuevo grupo llega al poder, sus jefes
siempre prometen lo que yo estoy prometiéndoles; mas no cumplen. Y no cumplen,
hermanos, porque los pueblos tienen mala memoria y los gobernantes poca palabra.
Pero yo les pido hoy, les exijo que recuerden lo que esta noche hemos dicho, para que
si no cumplimos, si faltamos a nuestro compromiso, nos echen en la misma forma en
que hemos echado al dictador.
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La ovación fue estruendosa al concluir Darío, y alcanzó proporciones de tumulto
cuando los dos coroneles se abrazaron estrecha y prolongadamente a la vista de la
multitud; los ecos de los vivas, de las porras, de los gritos, no se apagaron ni siquiera
después de que Darío y Macín se apartaron del balcón y volvieron al suntuoso y
barroco salón de Embajadores. Allí, el Comandante del Oeste manifestó que era
preciso descorchar unas botellas, organizar una fiestecita y celebrar en grande la
victoria.
—Hay demasiado trabajo qué hacer —le recordó César Darío.
—Oh, ya habrá tiempo, César. No seas aburrido. ¿Sabes? Tu principal defecto, y
ya lo era desde la escuela, es que siempre tomas las cosas demasiado en serio.
Diplomáticamente, el Caudillo indicó:
—Tiempo tendremos para festejar, Orlando. Ahora la junta debe atender mil
problemas que no podemos aplazar. ¡Compréndelo!
De mal humor, concedió Orlando:
—Está bien; se hará como tú digas… Pero el que tengamos que trabajar no
impide que nos echemos unos tragos.
Cedió un poco Darío:
—Desde luego que no.
—Había mandado preparar, en nuestro honor, querido coronel, una fiestecita a la
que no sé si el señor arzobispo quiera asistir —y le guiñó el ojo con malicia— pero
que le encantará al señor embajador…
El arzobispo primado y el embajador se excusaron por no poder quedarse a una
celebración que, suponían, sería inolvidable, y se retiraron con sus séquitos. El
coronel César Darío los acompañó, personalmente, al ascensor. Comprensivos, los
dos personajes manifestaron que las fiestas de los soldados victoriosos resultan más
brillantes cuando no participan en ellas los civiles. El Caudillo expresó que se sentía
apenado.
—Sentiría mucho que pensaran que somos, como parecemos, una partida de
bandoleros sedientos y concupiscentes…
—Señor coronel Darío —protestó el arzobispo. Tanto el embajador como yo, nos
hacemos cargo de la situación y de las circunstancias. En lo que a usted respecta, sepa
que lo consideramos un caballero…
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Nacional para que animaran la fiesta de la victoria. Mientras tanto, otros practicaban
arrestos de enemigos personales de Macín, o de ellos mismos. Los sospechosos de
acciones contrarrevolucionarias eran llevados a los cuarteles o, simplemente, a los
suburbios; y ajusticiados.
Tropas selectas, bien alimentadas, vestidas y pagadas, las del Oeste habían sido
las favoritas del tirano. Orlando Macín había convertido a esa División en el cuerpo
de ejército más temido en la historia de la República. Los comandantes menos
afortunados, aquellos que no gozaban de la confianza o de la simpatía del
Generalísimo-Presidente, calificaban a los soldados de la peor manera; les irritaba su
insolencia y su crueldad; insolencia y crueldad que eran, sin duda, estimuladas por el
déspota y su lugarteniente número uno, Macín. Esas tropas, durante la noche de
aterrorizado desorden que vivía la capital, chocaban con frecuencia con los
guerrilleros insurgentes: famélicos y sin plata, pero también, o quizá más, bravos para
la pelea. En algunos sitios, casi siempre lupanares, los hombres de César Darío se
trababan con los orgullosos macinistas en feroces zafarranchos a tiros, puñetazos y
puñaladas.
En palacio, la juerga de los triunfadores estaba en su apogeo. Oficiales y
mujerzuelas ebrias, cantaban, gritaban, destruían o se robaban cuanto de valor
encontraban o podían cargar. Un teniente trataba de pegarle fuego a uno de los
grandes cortinajes de damasco púrpura; otro, ciñendo por la cintura a una prostituta
semidesnuda, orinaba obscenamente los muebles venerables. Orlando Macín, ya sin
guerrera ni equilibrio, alardeaba de su puntería apagando a tiros de pistola las luces
del majestuoso candil de cristal de Bohemia que alumbraba la sala. En un rincón,
colérico, César Darío asistía al lamentable espectáculo. Héctor Gama se había
retirado una hora antes: deseaba descansar en su casa; volver a los libros de su vieja y
amada biblioteca; casa y libros que no había visto en casi un año. El Caudillo deseaba
irse a trabajar un poco, pero no podía marcharse sin riesgo de tener un rozamiento
con Orlando Macín, a quien el vino tornaba irascible y terco. «Orlando Macín —
decidió fríamente el Caudillo— no sólo constituye un estorbo para mis planes, sino
una amenaza para la República. Hombres como él no deben tener acceso al poder;
tampoco se les puede desterrar; sólo muertos dejan de causar daño.»
Decidió César Darío irse de allí cuando Orlando Macín y las dos mujeres que lo
acompañaban en la bacanal hubieron entrado al despacho del presidente. «Se quedará
dormido y no molestará más», pensó. Con Víctor y sus ayudantes, cruzó el salón y
entró al contiguo. Varios guerrilleros, entre los que reconoció a Juan, su chofer,
argumentaban con los centinelas de la División que Macín había hecho apostar en las
puertas.
—¿Qué sucede? —preguntó, imponiendo su autoridad.
Los centinelas dejaron pasar a Juan y a los tres rebeldes que iban con él.
Apartándose un poco para no ser escuchado por los demás, el chofer informó a César
Darío lo que ocurría en la ciudad. El relato encolerizó profundamente al Caudillo.
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«Esas peleas son parte de la trampa que el hijo de puta de Macín está tendiéndome —
se decía, así que a grande zancadas caminaba de vuelta al despacho presidencial.
Busca armar un lío gordo y romper conmigo violentamente.» Sin hacer caso al alto
que le marcaron los dos guardias que vigilaban el placer del comandante, César Darío
irrumpió en el despacho. Orlando, apartó, brusco, a la ebria mujer que acariciaba y
gritó:
—¡Qué demonios buscas aquí!
Rechinando de furia los dientes, el Caudillo alzó la voz.
Sorprendido por el tono amenazador y violento de César Darío, el coronel Macín
no respondió inmediatamente; con sus opacos ojos alcoholizados miró el semblante
adusto y poco amigable del Caudillo. Eructó:
—¿Qué te pasa, hombre, qué te pasa? —preguntó. ¿Qué es lo que están haciendo
mis muchachos?
—Buscando camorra con los míos… Robando lo que pueden… Matando gente. Y
eso no lo toleraré…
Como baba, una sonrisa burlona apareció en los labios de Orlando Macín. En
camisa solamente, desnudos su vientre y sus piernas, se veía ridículo y más que
ridículo, indecente. Las dos mujeres cuchicheaban en el diván.
—Bah. No les hagas caso… Se divierten, como nos divertimos nosotros —torpe y
queriendo ser jovial, dio un leve empellón a César Darío. Vete, que estoy ocupado…
El coronel Darío se enfureció por ese grosero proceder. Orlando se había vuelto
de espaldas a él para levantar de la alfombra una botella de coñac. «Podría matarlo
ahora mismo», pensó el Caudillo. Advirtió que su mano ceñía ya la culata de su
pistola. Desistió. «Su muerte, en esas circunstancias, empeoraría las cosas.»
Controlando su ira, dijo:
—Macín: ordena a tu gente que no busque pelea. Es lo único que pido.
Orlando Macín hizo un buche con el licor y lo escupió sobre la alfombra. No
cesaba de sonreír. Asintió:
—Está bien. Lo ordenaré…
—Debe ser… ahora mismo —insistió Darío.
Aceptó Macín. Tambaleándose, aún con la botella en la mano, llegó a la puerta y
la abrió.
—Mayor Rosado… Mayor Rosado —gritó.
Quien respondía a ese nombre acudió rápidamente:
—Presente, mi coronel…
—Ordene usted que los muchachos que estén francos, regresen inmediatamente,
pero inmediatamente, ¿entendido? a los cuarteles… Y arrésteme a todos…
—¿Arrestarlos, coronel?
—¿Está sordo? Arréstelos a todos… para que aquí el coronel Darío —y se volvió
a mirarlo burlón— quede contento…
Se marchó rápidamente el mayor Rosado para dar curso a una orden que le
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parecía estúpida. «¡Cómo se le ocurre que arrestemos a diez mil hombres borrachos y
desatados!», pensaba, Orlando Macín inquirió entonces, haciendo una torpe caravana:
—¿Tiene algo más que ordenar el señor coronel Darío?
No respondió éste y abandonó el despacho. A su espalda resonó, como un
estampido, la puerta violentamente azotada.
Darío pasó la noche en vela, en el despacho del segundo piso que había escogido para
trabajar y habitar temporalmente. En el exterior, Víctor y la escolta del Caudillo
cubrían turno de guardia. El estruendo de la orgía fue disminuyendo hasta apagarse al
amanecer. Un seco silencio cayó sobre las risas, los gritos, los disparos. Frente a sí
mismo, en la soledad, a oscuras, el coronel meditaba en lo que hasta entonces había
hecho y en lo que se proponía hacer en el futuro. Pero el futuro presentábase incierto.
«La Revolución ha servido sólo para que Orlando Macín llegue más pronto al poder.
Fui su peldaño para encumbrarse; el gato que le sacó la castaña del fuego, como ya
pensé en otra oportunidad. ¿Es, acaso, más hábil que yo? No. Pero sí es más fuerte;
mucho más fuerte, y su fuerza irá aumentando a medida que disminuya la mía. Ya
intentó asesinarme, y volverá a intentarlo. Sería ilógico que no lo hiciera. Le estorbo
tanto como él a mí. Sociedades como la que tuve que pactar con él no progresan.
Terminan, casi siempre, por fallecimiento de uno de los socios. Orlando me tiene en
su puño: su gente se ha adueñado de todo; y no me extrañaría que mañana o pasado
me mandara pegar un tiro por la espalda.» Por la ventana de aquella estancia en la
que prácticamente se hallaba secuestrado, el coronel veía entrar la sucia claridad del
alba. La plaza, desierta ya, era cruzada por soldados y vehículos ligeros de la
División. Sombría, la torre de San Luis le hacía recordar el poste de una horca. Frente
a catedral un destacamento miliciano, aterido y embozado en niebla, bebía café en
torno a pequeños puestos atendidos por oscuras mujeres del pueblo. Con las dos
manos apoyadas en el cristal, que rítmicamente empañaba su aliento, el coronel Darío
murmuró:
—El país es demasiado chico para que vivamos Orlando y yo. En consecuencia,
uno de los dos sobra —comenzó a silbar una tonadita que acudía a sus labios sólo
cuando estaba alegre. Y no seré yo… Orlando tiene la fuerza de sus armas y de sus
tropas. Yo puedo disponer de armas y fuerzas superiores.
Cuando los dos coroneles se encontraron por la tarde en el despacho presidencial, que
Macín había ya convertido en oficina propia, parecía que nada hubiese ocurrido entre
ellos. Guasón y extravertido, bromeó Macín sobre la juerga y lo mal que se sentía en
ese momento. César Darío le recordó que debían recibir a los directores de periódicos
y gerentes de estaciones de radio que aguardaban en la antesala.
—Háblales tú, y diles lo que se te antoje —expresó Macín. Tengo dolor de cabeza
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y ganas de dormir…
—Sin embargo, debes estar presente…
—Bueno, pues, si no hay otro remedio. Hazlos pasar —ordenó imperioso—. Ah
—hizo Macín, como si de pronto recordase algo trivial, pero que su colega debía
conocer—, estuve pensando que tu gente ya no tiene por qué seguir en la ciudad. Con
las tropas de la División basta para cuidar el orden. Así que veré que les den un
aguinaldo y transportes para que regresen a sus pueblos…
Furioso lo escuchaba Darío. Sin dificultad descubría, tras aquel planteamiento tan
burdo, los elementos del complot que fraguaba Orlando Macín. «Sabe muy bien —
decíase— que no puede intentar nada contra mi persona mientras sigan aquí los
hombres que combatieron conmigo. Trata de alejarlos para que me quede solo, sin
fuerza militar que oponer a su División, o a sus asesinos. Pero es tan bruto que ni
siquiera sabe cómo disfrazar su insidia; o me cree tan tonto que espera que acepte.
Sin embargo, aún no es tiempo de romper con él.»
Cautamente, habló el Caudillo:
—Ese asunto debemos discutirlo con más calma, Orlando.
—¿Para qué?
—Para ver hasta qué punto conviene hacerlo. Porque la junta necesita todo el
apoyo militar de que pueda disponer.
—Basta con el de la División. Además, ¿no tú mismo me has pedido que acabe
con los líos que hay entre mi gente y la tuya?
—Naturalmente que sí.
—Los líos seguirán mientras tus muchachos no se vayan. Hay que cortar por lo
sano… Encárgate de que intendencia y pagaduría tenga listos los transportes y la
plata para mañana o pasado.
Orlando Macín se abrogaba facultades que no tenía, o que en último análisis
debía compartir con Darío. «Procede sintiéndose ya el amo; da órdenes como si yo
fuera su edecán; se cree dueño de la situación y olvida el respeto que merecen mi
rango militar y mi jerarquía política», razonaba el coronel. «Podría estallar, alzar mi
voz para acallar la suya, pero no es prudente. Entre mis virtudes quizá la principal sea
la paciencia. Toda mi vida he esperado por algo, y una vez… por alguien. Pero no soy
pasivo.»
Considerando suficientemente discutido el punto del retiro de los milicianos,
Orlando Macín volvió a ordenar:
—Que pase la gente…
Eran diez o doce caballeros, que saludaron de mano a los coroneles; los
felicitaron por el triunfo de las armas revolucionarias y expusieron el motivo de su
visita: deseaban libertad de información y crítica; y el retiro de los censores de la
junta.
—Durante la dictadura —expresó el vocero del grupo, el padre Romero, filósofo
y director del Semanario Católico— todos los órganos de información sufrieron el
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rigor de la mordaza oficial. Queremos saber si, derrocado el régimen del oprobio, la
junta militar va a remover a sus propios censores…
Se disponía César Darío a contestar adecuadamente, cuando Orlando Macín
expresó, adelantándosele:
—Si la junta no ha retirado la censura —dijo agriamente— es porque no lo estima
conveniente, señores…
Con ánimo conciliador, indicó el padre Romero:
—No queremos, coronel Macín, que piensen ustedes que deseamos que la censura
se levante hoy, pero sí saber si en el ánimo de ustedes…
Lo atajó Macín:
—En nuestro ánimo está hacer las cosas que convengan, señor mío.
—Y ¿un poco de libertad no es conveniente? —reiteró el director del Semanario
Católico.
—La libertad, así como ustedes la quieren, es peligrosa, por ahora. Todo mundo
se pondría a gritar, a reclamar cosas, a meter bulla…
Sin perder la calma, el padre Romero manifestó:
—Deseamos usar de la libertad; no abusar de ella…
Innecesariamente violento, pues la conversación se efectuaba así en tono de
coloquio, objetó Orlando Macín:
—La junta no está dispuesta a seguir tolerando la agitación de los cochinos rojos.
Porque, deben saber todos ustedes, que los periódicos están llenos de comunistas, de
saboteadores y contrarrevolucionarios…
Los editores se miraban estupefactos. ¡Llamarlos a ellos comunistas, saboteadores
y contrarrevolucionarios! A ellos que representaban a los sectores derechistas de la
opinión pública. César Darío observaba en silencio las reacciones, de pálido disgusto,
que aparecían en los rostros de los capitanes de la prensa y del radio nacionales.
«Estás cometiendo un gravísimo error, Orlando Macín —decíase. Un error más
grande aún que tu insolencia.»
Después de que el Comandante del Oeste hubo largado una violentísima
parrafada contra la prensa, el padre Romero planteó una pregunta:
—¿Debemos interpretar sus palabras, coronel Macín, como la opinión oficial de
la junta?
—Sí.
—¿Significa, entonces, que la censura continuará privando de libertad a nuestros
periódicos y emisoras?
—Sí, mientras se calman las cosas —secamente, casi en plan de amenaza, el
coronel Macín agregó—: No olviden, señores, que la junta es la que manda. Cuando
la junta quiera habrá libertad. No antes…
La reunión terminó un minuto después, y los editores se retiraron del despacho
convencidos de que Orlando Macín era un sujeto, a más de desagradable, muy
peligroso. Ya a solas con Darío, el Comandante del Oeste lo consultó:
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—¿Qué te pareció lo que les dije, eh?
—Muy claro.
—Quería que de una vez supieran que conmigo no se juega.
—Naturalmente. Contigo nadie juega…
—¡Querían un poco de libertad! ¿Sabes para qué, César? Para llenarme de mierda
de la cabeza a los pies. Los conozco. Por eso el Generalísimo-Presidente les apretaba
las clavijas… Ahora verán cómo les irá conmigo…
Por órdenes del coronel Orlando Macín, el obispo de la provincia del Oeste fue
apresado el domingo. Octogenario y cardiaco, el eclesiástico tenía reputación de
valiente y claridoso, justo e insobornable; y eran famosas sus polémicas con el
arzobispo primado, a quien el pueblo respetaba, pero no estimaba, ni mucho menos
quería. Tras de observar las labores de la junta militar y de llegar a la conclusión de
que los soldados que ahora despachaban en palacio no eran mejores que los que se
habían ido, monseñor pronunció un sermón encaminado, como él mismo se encargó
de explicar, a abrir los ojos al pueblo sobre quiénes eran, en verdad, sus nuevos
gobernantes. Las relaciones entre el jefe de la grey católica en Oeste y Orlando Macín
no habían sido nunca cordiales; aunque tampoco pudiera decirse que fueran
inamistosas. Empero, cuando la oportunidad se presentaba, uno y otro la
aprovechaban para molestarse. En su virulento discurso, el obispo lamentó que en la
junta, «en la que hay también personas honradas», figurase un elemento ateo,
prevaricador, irresponsable, degenerado y asesino. No fue preciso mencionar a
Orlando, porque semejantes epítetos solía aplicárselos con frecuencia al oído de
todos. Cuando a Macín le mostraron una transcripción de los conceptos del anciano
sacerdote, se enfureció, y dispuso que se le encarcelara.
—Además —dijo colérico a César Darío— he hecho que lo pongan,
incomunicado, a pan y agua…
—Pero ¿no crees que se te pasó la mano con él, Orlando?
—¡Ya estoy cansado de tener líos con curas! Lo que a éste le hago, servirá de
lección a los demás… ¿No habrías hecho tú lo mismo?
—Claro que sí, Orlando —repuso Darío, mientras pensaba: «Es lo mejor que este
bárbaro puede hacer para cortarse la cabeza».
—Ahora debes arreglártelas para que los periódicos no vayan a hablar del
asunto…
—¿Quieres que llame a los directores? —inquirió casi con fingida humildad.
—Sí… ¡y apriétales el bozal…!
La censura oficial se hizo aún más rigurosa, pese a que la noticia del
encarcelamiento del obispo se guardaba en profundo secreto. Cuando los editores
fueron convocados a palacio temieron lo peor. Los métodos represivos de la junta
eran más drásticos aún que los de la dictadura. Se tranquilizaron bastante al saber que
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hablaría, no con el irascible coronel Macín, sino con César Darío; que era, en opinión
de todos, el más ecuánime y decente, aunque demasiado sumiso. El Caudillo extremó
sus cortesías. La desconfianza dio paso a la curiosidad. Desconcertaban a los
magnates del diarismo y de la radiodifusión tantas amabilidades, tan marcados deseos
de ser cordial que el pequeño coronel les demostraba.
Para César Darío esa entrevista era de importancia extraordinaria. Por primera
vez tenía oportunidad de hablar abiertamente con los hombres que pese a la censura
continuaban influyendo en la opinión del pueblo; hombres sagaces que habían podido
referir, con elegancia, el molesto incidente que habían tenido con Macín, sin que éste
advirtiera cuánta burla, cuánto desdén y cuánta crítica hacia su persona y su conducta
había en aquellas notas, al parecer sólo informativas. «La voluntad de la prensa es
una de las armas con que debo contar para eliminar a Orlando —pensaba Darío. Esa
voluntad, si soy hábil, puedo ganármela hoy.»
Luego de pedir disculpas a los editores por el modo de ser tan sui generis del
coronel Macín; luego de analizar hasta los más secretos defectos de su colega para
después justificarlos con una frase gentil; luego de mostrar sus propias intenciones y
de subrayar los temores que lo invadían si el coronel Macín continuaba tan
intransigente en ciertos asuntos vitales, como el de la libertad de información y
crítica, César Darío expuso a su reducido y alarmado auditorio las razones por las que
se había permitido conjuntarlo a dialogar.
—Seguramente ustedes ignoran, señores —comenzó cordialmente—, que el
pasado domingo el coronel Orlando Macín ordenó el encarcelamiento del ilustre
obispo del Oeste…
La noticia hizo saltar a todos. Se desgranaron los comentarios. Frases como: «Es
una barbaridad», «horrible cosa», «un crimen», «bestial atentado», «un sacrilegio»,
chisporroteaban furiosamente.
César Darío había hecho una pausa, para que los depositarios de su confidencia
pudieran desahogar su indignación. Prosiguió.
—Soy el primero en reprobar actitud semejante, como hombre, como soldado y
como católico. Es para mí un penoso deber informarles lo ocurrido, y también
reconocer que yo, en lo personal, nada puedo hacer para aliviar la situación de
monseñor… El coronel Macín no admite sugestiones y consejos de nadie, y menos
los míos… El coronel Macín tiene ideas particulares, muy particulares —sonrió con
insidia—, sobre cómo debe gobernarse al país y tratarse al ciudadano que, haciendo
uso del sagrado derecho de la libertad, critica al gobierno o a sus caudillos. El señor
obispo ha sido puesto a régimen de pan y agua, en incomunicación absoluta…
—Eso es casi asesinato —gritó, indignado, el padre Romero. Increpó después a
César Darío. ¿Y la junta, qué va a hacer? ¿Usted, qué va a hacer?
Tristemente respondió el Caudillo:
—Desagradable me resulta decirlo, padre Romero: pero la junta es el coronel
Macín.
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—Lo que ocurre en Oeste es sencillamente monstruoso.
—Más será, señores, lo que ocurrirá después… —insinuó Darío, y sus palabras
asombraron, con mayor intensidad, a los editores. Mucho me temo —suspiró— que
incidentes de esa naturaleza sigan repitiéndose… —había dicho lo que quería decir;
había conseguido filtrar muy hondo en el espíritu de aquellos hombres la semilla del
desconcierto. «Ahora ya saben que el enemigo más encarnizado que tienen no es la
junta, sino personalmente Orlando Macín. Saben, también, que yo desapruebo su
actitud y que, eventualmente podré encabezar un movimiento subversivo en su
contra». Agregó «pero no los he convocado, amigos míos, para hablar de política ni
para censurar al coronel Macín. Sino para cumplir la ingrata misión que me ha
encomendado: el coronel Macín ordena —enfatizó en la palabra—, ordena a ustedes
que se abstengan de publicar una sílaba sobre el penoso asunto que he hecho de su
conocimiento. El coronel Macín les advierte —volvió a martillar en el término— que
si esta indicación es desobedecida se les hará responsables de actividades
contrarrevolucionarias… Pueden retirarse, caballeros».
Estupefactos, los editores se despidieron de César Darío. Volvió éste a su
escritorio, colmado de papeles; de legajos por estudiar; de oficios por firmar. Tomó la
pluma, pero no la usó. La mantuvo en suspenso, mordisqueándola por el extremo.
Estaba contento. «Media hora de charla con esa gente ha dañado más a Orlando
Macín que un combate», se dijo.
Como lo esperaba César Darío, veinticuatro horas más tarde el país entero sabía del
arresto y de la incomunicación del prelado. Ni una sola línea había aparecido en los
diarios, ni una palabra se había transmitido por radio, pero circulaban hasta en los
más apartados rincones de la República hojas y volantes anónimos en los que se
denunciaba el hecho y se acusaba al «ateo, prevaricador, irresponsable, degenerado y
asesino Orlando Macín». Uno de esos papeles estaba en manos del Comandante del
Oeste cuando el Caudillo entró al despacho.
—¿Ya leiste esta basura? —preguntó iracundo.
—Sí. Precisamente venía a informarte.
Orlando Macín temblaba de cólera. Se alzó bruscamente del sillón del escritorio y
comenzó a pasearse de un lado a otro del despacho. Concentrado y sonriente,
gozando en lo íntimo porque las cosas marchaban como las había planeado, guardaba
silencio César Darío. Vociferaba Macín que todo aquello, los volantes y los letreros
que habían aparecido pintados con aceite rojo en las fachadas de los edificios
públicos, en la del palacio inclusive, era obra de los comunistas, de los reaccionarios,
de los masones y de los curas. «Está enojado y no razona; no analiza que por
coincidencia esta ofensiva de publicidad comenzó inmediatamente después de que
hablé con los editores; si fuera menos pasional y más inteligente establecería relación
de causa y efecto. Por fortuna, no es así; todo aquel que no lo obedece, que no se
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somete a sus caprichos, que lo desafía, es su enemigo y como tal lo trata», meditaba.
Bruscamente Macín interrumpió su agitado ir y venir; se acercó al escritorio:
tomó de un manotazo dos hojas de papel escritas a máquina y sujetas por una grapa, y
las tendió a Darío.
—Encárgate de que encierren a toda esa gente —gruñó.
De un vistazo César Darío se dio cuenta qué contenían los pliegos: una lista
extensísima de nombres de periodistas, el del padre Romero entre ellos; líderes
obreros, maestros, políticos de escaso relieve; comentaristas de radio; profesionales,
oficiales de dudosa lealtad.
«Es curioso —pensó—, hasta hace poco era yo quien preparaba listas de esta
naturaleza.»
—Hoy mismo —exigió Macín.
De buen humor, comentó Darío:
—Qué bueno que no hemos empezado a derruir las cárceles… ¿Y de qué vamos a
acusar a toda esa gente?
—De lo de siempre: contrarrevolucionarismo.
Pero César Darío no tenía prisa por hacer cumplir la orden de Orlando Macín.
Temeroso de que las líneas telefónicas que utilizaba estuviesen intervenidas por los
escuchas del comandante, decidió alertar a algunos de los que figuraban en la lista a
fin de que se pusieran a salvo. Le era imposible poner sobre aviso a todos, porque
ello despertaría las suspicacias de Macín. Llamó a Víctor y a Juan. A éste para que
manejara el automóvil que llevaría a aquél a cumplir el encargo confidencial.
—Es preciso —le recomendó— que busques personalmente a cada una de esas
personas, y les digas, de mi parte, que su seguridad corre peligro y que deben
ausentarse inmediatamente; porque dentro de dos horas ordenaré sus arrestos, en
forma oficial…
Por la noche treinta o cuarenta de los sesenta y tres acusados de actividad
contrarrevolucionaria estaban detenidos, e incomunicados, en las mazmorras de la
Policía Política, en las estaciones de la municipal y los más peligrosos, en palacio.
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Hacia el fin de la entrevista con Darío —que había sido más bien un soliloquio
esmaltado con brillantes citas de los clásicos, con digresiones cultas y amenas, con
referencias reiteradas a los Sagrados Textos, y ya bien seguro del camino que pisaba
—, el arzobispo emitió una opinión sobre Orlando Macín:
—El coronel es un hombre inconveniente para el país.
—¿No opina usted así solamente a causa de la muy desagradable entrevista de
esta tarde? —preguntó Darío, con cautela.
—En lo absoluto, coronel. Mi juicio sobre Macín data de mucho tiempo atrás.
Hoy solamente confirmé que no había cambiado. Ya el Generalísimo-Presidente
desconfiaba de él.
—Y, sin embargo, después de los sucesos del año pasado, puso en sus manos todo
el poder militar.
—Porque le temía. Puede sonar a paradoja, pero así fue. Me confió en una
ocasión sus temores diciéndome: «Macín me asesinará, si mi muerte le sirve para
llegar a la presidencia». Le pregunté entonces por qué, considerándolo tan poco de
fiar, lo convertía en Comandante del Oeste y respondió: «El poder aplacará un poco
su ambición; lo mantendrá distraído un tiempo. Tomo un riesgo grande al poner
íntegramente en sus manos los elementos con los que puede atentar contra mí. Pero a
veces ocurren milagros, y quizá con Orlando Macín suceda el de que la
responsabilidad que le entrego lo haga pensar de manera distinta». Las palabras del
generalísimo no me parecían claras; se lo dije y él, sonriendo con leve amargura, me
dijo: «Si a un ladrón lo pone usted, señor arzobispo a cuidar un banco, pueden
suceder dos cosas: o que robe cuanto encuentre, o que se convierta en celoso y
honradísimo guardián. Es el albur que corro con el coronel Macín». Fue ésta —
agregó el religioso— una de las pocas ocasiones que escuché decir algo sensato al
presidente. Yo también, se lo digo con franqueza, consideré muy riesgoso conceder
semejante beligerancia a Macín. A final de cuentas, como el generalísimo temía y
como yo presentía, Orlando Macín traicionó al gobierno y se adueñó del poder…
Porque —miró a César Darío rectamente a los ojos— usted convendrá conmigo en
Diez días después, Orlando Macín manifestó a César Darío que había decidido
desmovilizar a la mitad de la División del Oeste.
—No necesitamos tener diez mil hombres en la ciudad —dijo, tranquilamente.
—Opino lo mismo que tú. Constituyen un peso muerto que gravita sobre la
economía del gobierno.
—He dispuesto que cinco mil de ellos vuelvan al Oeste.
—¿A partir de cuándo?
—De pasado mañana. Las órdenes han sido firmadas por mí. Y he firmado esto
—tomó un oficio y lo entregó a Darío. Léelo, porque tiene que ver contigo…
Era un acuerdo de la junta militar disponiendo el retorno, a sus lugares de origen,
de todos los elementos del Movimiento de Liberación. César Darío sintió que
palidecía al leer el seco comunicado de Macín: «C. coronel César Darío: con esta
fecha la junta que me honro en presidir…» Cuando alzó los ojos se encontró con los
de Orlando que lo escrutaban, como si quisiera descubrir en su rostro algún síntoma
de disgusto o inconformidad.
—¿Te parece bien?
—Sí, claro… Yo mismo iba a proponértelo cuando mencionaste el retiro de media
División.
Alegraba a Orlando Macín que César Darío tomara esa noticia con tanta calma.
Había temido verlo enfurecerse. Mas no era así. Tranquilamente doblaba el acuerdo y
lo ponía, junto con los otros despachados en la breve entrevista, en su portafolios.
—He dispuesto que se les gratifique con un mes de sueldo.
—Te lo van a agradecer muchísimo —dijo Darío, con ironía.
—Claro —explicó Macín— que tú puedes conservar a tus ayudantes.
—Hombre, ¡muchas gracias, Orlando! ¿Cuándo dispusiste que se marche mi
gente?
—Lo dice el papel, César. Dentro de cuatro días…
—¿Para qué esperar tanto? —inquirió, levemente burlón. Mientras más pronto se
vayan, mejor.
—Las órdenes de pago no estarán listas —explicó Macín. Y no quiero que se
vayan sin un poco de plata…
Mientras volvía a su despacho, César Darío sentía el temblor de la furia bajo la
piel. «Orlando no disimula cuáles son sus intenciones respecto a mí. Retira la mitad
de su División un día antes que a mis gentes para que yo vea que juega limpio. Me
La sangre de Macín no secaba aún sobre la acera cuando el coronel César Darío, con
una emoción extraordinaria, anunció al país:
—El coronel Orlando Macín, miembro de la junta militar, fue cobardemente
asesinado esta madrugada… El sacrificio del patriota ejemplar coincide con el
descubrimiento de una conspiración, profusamente ramificada, en la que están
inmiscuidos muchos oficiales de la División del Oeste… Existen pruebas de que
dichos oficiales complotaban para reinstalar en el poder al tirano… La junta militar
Sólo una débil sonrisa apareció en los labios del presidente cuando terminó de
escuchar esa noche, en compañía del licenciado Octavio Uribe, jefe del Control
Político del Congreso, la grabación magnetofónica del discurso de Tiberio Mariel.
—Lo que ese hombre ha dicho —exclamó pálido de ira el licenciado Uribe— es
una infamia. Por eso, señor presidente, me he permitido sugerir a usted que es preciso
imponer ciertos límites a… la democracia; un lujo para el que no está todavía
El hombre que al mediodía había arribado a la capital atendiendo a una invitación del
presidente, se levantó cuando el Caudillo entró a la estancia del tercer piso donde
aguardaba. Desde la primera mirada agradó al general el aspecto reposado e
inteligente de su huésped. César Darío le estrechó la mano, lo abrazó efusivo, y lo
Luis Rojas murió esa madrugada, sin haber confesado quién le pagó cuatro mil
dólares por matar al presidente. Ochenta horas pudo resistir el hambre, los
interrogatorios y el despiadado tormento de Joe Flynn, Mateo Román y los agentes. A
un síncope cardiaco atribuyó el dictamen médico oficial la muerte del terrorista. La
verdad no era ésa, pero no importaba cuál fuera. Para Flynn, el colapso definitivo de
Rojas era motivo de contrariedad; para César Darío, de cólera. Pocas veces en su
larga carrera de verdugo había tropezado Flynn con alguien tan valiente como el
prisionero; duro, valiente y terco. Hubo momentos en que hasta el propio Flynn llegó
a dudar que Rojas tuviera cómplices.
Más de tres días con sus noches habían luchado con el fin de quebrantar su
voluntad; pero Luis Rojas se había mantenido estoico, impenetrable, hermético y
sereno, mientras los policías perdían la paciencia. Con Víctor y Rómulo, el presidente
había asistido en varias ocasiones al suplicio. Al cabo de unos minutos se retiraba
enfermo y asqueado por la brutalidad implacable de sus esbirros. El odio que Víctor
profesaba a Gatillo se recrudecía al verlo ensañarse con esa piltrafa sangrante que no
hablaba; que asimilaba el castigo sin gemir, sin demandar descanso o misericordia.
Flynn había echado mano de todos los recursos de su experiencia para hacer
confesar a Luis Rojas. Los verdugos lo golpearon, le quemaron los pies y las manos;
Coincidió la celebración del juicio con la feria de la Virgen del Lucero, patrona del
país. El presidente deseaba que esos festejos, los primeros que se hacían bajo su
mandato, fueran brillantísimos. Aunque el ministro de Hacienda se oponía al
despilfarro, Darío autorizó que el gobierno financiara las corridas de toros, las series
internacionales de futbol y beisbol; las competencias automovilísticas, atléticas y
ciclistas. Convino, asimismo, que durante la semana de jolgorio no se cobraran
impuestos a los comerciantes para que pudieran vender más baratas sus mercancías.
Los transportes públicos, subsidiados por la Tesorería, se obligaban a proporcionar
servicios sin costo a los usuarios; y teatros y cinematógrafos, funciones gratuitas al
pueblo. Pagar todo ello significaba, en efecto, un gasto excesivo.
—Estoy totalmente de acuerdo con el ministro de Hacienda —dijo Héctor Gama
cuando el presidente le preguntó su opinión sobre lo que había ya decidido hacer.
¿Sabe siquiera aproximadamente cuánto le va a costar meterse a empresario de
espectáculos?
—Mucho, pero, ¡qué importa, si el pueblo va a divertirse como nunca en su Feria!
—… y a distraerse mientras el juicio se lleva a cabo, ¿no es así?
Una sonrisa de pillo que juega con cartas marcadas, apareció en el rostro de César
Darío:
—También eso, don Héctor —de cara a la ventana el Caudillo, miró unos
segundos al exterior. La capital seguía pareciendo una ciudad bombardeada.
Máquinas y hombres, incansablemente, trabajaban en los barrios—. También eso,
desde luego… —abandonó el puesto de observación y se apoyó, a horcajadas, en un
ángulo de su escritorio. En los actuales momentos considero peligroso y perjudicial
Con sólo unos cuantos curiosos en la galería, se inició la causa del Estado contra los
conspiradores. No iba a ser un juicio colectivo. Cada uno de los acusados
respondería, individualmente, a los cargos del fiscal. Mientras se ponía en marcha el
mecanismo de la justicia, en otra parte de la ciudad, frente a millares de fanáticos que
lo vitoreaban, César Darío daba la primera patada al balón en el juego inaugural de
futbol. Por la tarde, en tanto que continuaba el proceso, recibía en la plaza de toros
cerradas ovaciones; y por la noche, en el Teatro de las Artes, asistía a una función de
gala del ballet nacional, cuya primera bailarina era considerada como una de las
mujeres más hermosas del país.
Durante tres días se prolongó lo que en hojas anónimas se calificaba de
«monstruosa farsa judicial». En ese tiempo, el presidente no dejó de asistir a los
juegos de pelota, a justas atléticas, a corridas de toros, a funciones de teatro, a
carreras de automóviles; a verbenas populares. Y paseó en las calles con mujeres del
pueblo, y jaleó a los diestros, y se emocionó con la destreza de los pilotos de
velocidad. En esos tres días pudo comprobar que era popular y que lo amaban.
«Nunca he gastado el dinero mejor que ahora», decíase. Era cierto. El pueblo era
inmensamente feliz y apenas se interesaba por el proceso. Los diarios publicaban
breves notas informativas, sin detalles; desnudas de interés. Por las noches, el
Caudillo estudiaba los resúmenes de los debates; si le interesaban, escuchaba las
grabaciones magnéticas y luego daba al juez o al fiscal nuevas órdenes para mejorar,
aclarar o acelerar los casos. Solía permanecer en su escritorio hasta el amanecer,
despachando asuntos urgentes; compensando con un sobrehumano esfuerzo personal
el tiempo que había perdido en casos y estadios. Antes de reanudar, descansaba un
par de horas en un catre que había hecho subir a su oficina.
Como estaba previsto, el tribunal halló culpables del delito de asociación criminal
a todos los complotistas, y los sentenció a penas que fluctuaban entre cinco y quince
años de cárcel. A Tiberio Mariel, por ser rico e importante y el más comprometido, se
le impuso la condena máxima de cárcel y otra adicional, en efectivo, a manera de
compensación o reparación de daño, para la madre obrera de la niña asesinada por
Luis Rojas.
Concluida la purga, y quizá a causa de ella, la oposición política contra el
régimen disminuyó sensiblemente. Con gran alivio de don Octavio Uribe, no se
escuchaban ya en la cámara de diputados ni en la de senadores injurias contra el
presidente. Los legisladores del partido oficial habían dejado de ser el blanco de las
cuchufletas de sus colegas, los cristiano-demócratas o los superconservadores del ala
derecha. Reinaba esa dulce y estable democracia dirigida que parecía ser tan cara al
Ahora que era rico, Joe Flynn sólo ambicionaba ser respetable; y estaba dispuesto a
conseguirlo, pese a que su domicilio más o menos permanente fuera una habitación
en los altos del más lujoso burdel de la capital, y su amante la dueña del sitio. Flynn
tenía el hábito del ahorro; su salario, muy crecido y pagado en dólares, lo depositaba
casi integramente, cada mes, en un banco de Florida. Había vivido bastante tiempo en
la República y no confiaba nunca en la estabilidad política de los regímenes a los que
servía. Era receloso, y por experiencia sabía lo útil que es tener varios escondites.
Que se supiera, sólo estaba liado a una mujer. Lila era su nombre, francesa su
nacionalidad, opulentas sus formas. Veinte años antes, Lila había llegado al país
como pupila de un lupanar de postín. Consiguió encumbrarse gracias a los favores del
dictador de turno. Cuando una revolución lo arrojó del poder, la pequeña bordelesa se
estableció por su cuenta. (Su amigo había sido generoso; ella había guardado su plata
El general Rómulo Real, muy gordo, muy rico, muy ambicioso, alentaba una ilusión:
ser gobernador de su provincia. Cuando planteó sus aspiraciones a César Darío, éste
las encontró muy legítimas.
—Los paisanos me quieren mucho; ellos me lo han pedido, César, y yo creo que
seré un buen gobernador…
—Lo mismo pienso, Rómulo…
Desde hacía tiempo el presidente venía considerando la necesidad de restructurar
al ejército. Sin que Rómulo o su Estado Mayor lo supieran, había encargado a
Lecuona que formulara un proyecto de reformas a la organización del Instituto
Armado. Rómulo, como ministro, era mediocre. Le gustaban demasiado los negocios
y poco el trabajo. Algunos oficiales lo censuraban ya abiertamente. Con alarma,
César Darío advertía que los descontentos comenzaban a formar grupos, a constituir
clubes, a integrar hermandades secretas. «Un ejército dividido interiormente es
peligroso», decíase. Para calmar la agitación, para evitar que aflorara, se hacía
indispensable retirar del mando a Rómulo Real. Mas, ¿cómo hacerlo sin provocar
fricciones; sin dar a los enemigos políticos del régimen una bandera, un líder, un
caudillo? Rómulo era rencoroso, y si le cesara se enfurecería. El presidente decidió
aprovechar la inminente renovación de gobernador en la provincia natal de su
camarada para tenderle una trampa, para llenarle de humo la cabeza, para hacerlo
En la provincia del norte, cuatro jóvenes sacerdotes, dos de ellos extranjeros, fueron
aprehendidos por inmiscuirse en la política electoral de un villorrio serrano. Los
diarios capitalinos de filiación derechista preguntaron al presidente si él, como en su
tiempo lo había hecho Orlando Macín con el obispo de Oeste, había ordenado el
encarcelamiento de los religiosos. La pregunta quedó sin respuesta. «No hay nada
más muerto que un periódico de ayer», decía Darío, e ignoró a la prensa que deseaba
hacer escándalo.
En aquel pueblo reinaba gran efervescencia electoral, en la que participan con
Como lo había temido desde la hora de la cena, César Darío durmió mal. Empezaba
la madrugada cuando las molestias de su úlcera se hicieron intolerables. Apuró un
vaso de agua con la solución alcalina que lo aliviaba. Un poco doblado sobre el
estómago, el presidente se detuvo en el centro de la amplísima y desnuda habitación.
Se sentía insignificante, perdido en el silencio del dolor. Fue a la ventana y la frescura
de los cristales, en los que apoyó la frente, lo estimuló. Pasaba la pena de sus
vísceras. Abajo, en el fondo del valle, se adivinaba la ciudad. Como rayos de una
increíble rueda de la fortuna, las avenidas y los anillos de Saturno resplandecían con
fulgores de joyas. Hacia el oeste se destacan los rojos focos señaleros de los bloques
de viviendas. Por el rumbo de los barrios pobres la claridad era aún mayor pues
centenares de cuadrillas de peones seguían atareadas en el despeje de escombros, en
el acarreo de materiales, en la excavación de nuevas cepas, en el colado de las
grandes lozas y puentes de concreto. Miró todo aquello con fruición como si fuera la
primera vez que sus ojos recorrían, acariciándolo, el conjunto de la urbe.
Al apartarse de la ventana volvió a quedar cara a cara con su soledad; una soledad
que se agrandaba a esa hora y en ese sitio. Sus pasos morían sin eco en la alfombra
gris. El salón era grande como un estadio. Al fondo, en el lado sin cristales, una
La presencia de César Darío en un palco del Teatro de las Artes causó sensación. No
se levantaba aún la cortina cuando él llegó, y el director de la orquesta hizo tocar el
Himno Nacional. El presidente sentía un bochorno terrible, con las miradas de todos
los asistentes al espectáculo fijas en él. Al concluir las marciales notas un cerrado
aplauso lo premió. Los artistas de la compañía salieron al proscenio para presentarle
con elegante caravana, sus respetos. «Es lo más ridículo que pudo sucederme. Venir
de incógnito a cortejar a una bailarina, y ser recibido así. Sólo faltaron los veintiún
Ni los diarios matutinos, ni los del mediodía, publicaron una sola línea de
comentario, a propósito de la visita del presidente al teatro y al Louisiana. Sólo un
vespertino, en su columna de ecos sociales, hizo una velada alusión («¿Qué notoria
bailarina del Ballet Nacional, cuyas iniciales son L. V., fue vista anoche cenando y
bailando en un cabaret en compañía de un personaje?») pero sin nombrar
directamente a Lucila ni mucho menos al Caudillo. Lo puso de buen humor que su
aventura fuera ya del dominio público. Que comenzaba a murmurarse de su escapada
galante lo confirmó el general cuando Víctor le informó que corría un rumor que lo
ligaba, sentimentalmente, a la artista.
—Son chismes de la gente… —comentó Darío.
Víctor lo miró con curiosidad, como si no lo convenciera en absoluto el tono
despreocupado de las palabras de Darío.
—Pero usted salió anoche…
—Sí —concedió el Caudillo, y advirtió en el rostro de Víctor una expresión de
sombrío desencanto; una especie de fraude—: Fui al teatro y luego a cenar…
—¿Con esa mujer? —inquirió abruptamente.
—Con ella…
La confesión del presidente abrumó a Víctor, que enrojeció primero para después
ponerse pálido. Parecía estar a punto de llorar.
«Está celoso —pensó—, celoso y lleno de furia, como el hijo que de pronto
Sin que opusiera resistencia, el general Rómulo Real fue detenido en su propia casa.
El jefe de la Policía Política, que previamente había hecho rodear la mansión con
soldados y agentes, le manifestó que por órdenes del presidente de la República
quedaba en arresto.
—Está usted solo, general —le anunció Flynn. Hemos detenido los miembros de
su guardia y a sus ayudantes. El señor presidente ordena que lo llevemos, mañana, a
la fortaleza. Esta noche será usted conducido en aeroplano a la capital.
Unos minutos antes, cuando Joe Flynn irrumpió en la recámara de Rómulo, halló
a éste dormido. Era apenas la madrugada y fue fácil someterlo. Todavía bajo los
efectos del sueño, el glorioso manco no acertaba a comprender qué estaba ocurriendo
y menos qué hacían tantos hombres empistolados en su alcoba. Tranquilamente,
Flynn informó al gobernador que el complot que encabezada para derrocar a César
Darío había abortado y que todos los conjurados estaban detenidos. Gordo y ridículo
en su desnudez, Rómulo se incorporó a medias en el lecho. Con la boca abierta miró
a los acompañantes del jefe de la Policía Política; ningún afecto, ninguna piedad
encontró en ellos.
Después, con una sonrisa amarga, preguntó:
—Al fin se le hizo pescarme, Gatillo, ¿verdad?
—Así parece, general.
—¡Lo que no pudo hacer cuando estábamos al otro lado de la frontera y era yo un
pobre diablo, vino a hacerlo aquí en mi casa, cuando soy gobernador de una
provincia!
—Nunca se sabe dónde se harán las cosas, general.
Tras un pesado silencio, que sólo astillaba el rumor de su difícil respiración,
Rómulo preguntó:
—¿A dónde llevaron a mi gente?
—Sus ayudantes, al cuartel.
—¿Y a mi mujer?
—A sitio seguro, general.
—¿Va a atormentarla también, Gatillo?
Joe Flynn no respondió directamente a la pregunta. Dijo que la señora esposa de
Rómulo —con la que había contraído nupcias apenas unos meses antes para legalizar
su unión libre de varios años— había sido llevada a un lugar cuya ubicación tenía
orden de no revelar.
—Su señora no será molestada, general —prometió—. Quizá esta misma noche, o
mañana, pueda reunirse con usted. Así lo dispuso el presidente.
Rómulo echó fuera de su cama su gordo y oscuro cuerpo. Lentamente comenzó a
vestirse. Parecía sufrir una especie de rubor por mostrar a Flynn y a los otros sus
El golpe de Estado no prosperó gracias a las medidas que tomó el presidente. En todo
el país, los comandantes militares arrestaron a los oficiales sospechosos. En la capital
de la provincia de Rómulo hubo, sin embargo resistencia armada. Los fieles al
gobernador intentaron sublevar a las tropas, pero no fueron secundados. Se combatió
casi una hora, ferozmente, en los aledaños de la guarnición. A las 6:30 de la mañana
FIynn se comunicó por teléfono con el Caudillo.
—La situación ha sido dominada ya, señor presidente —informó. Hubo que
pelear un poco.
—¿Cuántos murieron, FIynn?
—De los nuestros, veintidós, general. Nueve agentes y trece soldados.
—¿Y de ellos?
—Sólo catorce, general. Sí, señor presidente, sólo catorce…
Colérica rechinó la voz de Darío en el teléfono:
—Haber tenido más bajas que ellos es inadmisible, FIynn.
—No pudimos evitarlo, señor.
Hubo un silencio. Darío pensaba en lo que debía decir; y que dijo, al fin:
—Óigame bien, FIynn —recalcó el tono de sus palabras—. Óigame bien: el parte
oficial que usted escriba consignará que por cada uno de los nuestros murieron diez
traidores. Diez por uno, FIynn.
—Sí, señor. Así se dirá. ¿Y en cuanto al general Real?
—El señor general Rómulo Real, héroe de la Revolución, perdió la vida
combatiendo contra los que trataban de derrocar al Supremo Gobierno. ¿Está claro?
—Sí, señor. ¿Algo más?
—Es todo. Manténgame informado.
Cuando Darío colgó, sus ojos encontraron, mirándolo fijamente y llenos de
asombro, a los de Víctor. En la cara del ayudante el reproche afloraba como un rubor.
Sintió el Caudillo que era necesario no justificar, pero sí explicar, esa orden.
Cuando el presidente anunció que el ejército había frustrado la conjura financiada por
los bananeros, y que en la acción de armas había perdido la vida el ameritado y
querido gobernador Rómulo Real, la reacción popular fue, exactamente, la que César
Darío había previsto. Enardecidas multitudes lapidaron e incendiaron las oficinas de
la Tropical Fruit Co. En las plazas, exaltados oradores de los partidos oficial,
comunista y obrero-campesino, exigían al gobierno la expulsión inmediata de los
magnates extranjeros, no sólo los del plátano, también los del azúcar, el café, el
petróleo. Para esas fechas se había proyectado inaugurar, en forma solemne, las
avenidas centrales de la metrópoli. Pese a que César Darío había decretado duelo
nacional de tres días por el glorioso manco, las ceremonias no fueron aplazadas; por
el contraria, se les adelantó veinticuatro horas para hacerlas coincidir con el sepelio
del héroe.
A petición del presidente, el arzobispo ofició la misa celebrada en catedral ante el
ataúd de Rómulo. Asistió la viuda, y durante la ceremonia fue solícita, cordial y
ostentosamente atendida por César Darío. Al concluir el sufragio, la compañera del
general sacrificado se retiró con sus amigos y parientes. Antes, la señora de Real y el
Caudillo habían tenido una entrevista, en la cual el Atila de Julapa expresó a la mujer
que el gobierno le concedía una pensión vitalicia, en reconocimiento a los servicios
prestados por el difunto a la patria y a la Revolución.
El severo féretro metálico fue colocado en un armón de artillería y cubierto con la
bandera nacional; sobre ésta, la galoneada gorra de Rómulo. Una descubierta de
cadetes, con moños de luto en uniformes y cajas de guerra, iba al frente. Tropas
selectas formaban la valla, tras de la cual asistía al paso del cortejo una silenciosa
concentración humana. A media asta, en todos los edificios públicos ondeaba la
enseña patria. Sobrecogedora, se escuchaba la marcha fúnebre. Con el rostro
impenetrable, en el que el pueblo leía el dolor que le causaba la muerte de su
camarada, el presidente caminaba inmediatamente atrás del ataúd.
El cortejo hizo alto en la plaza de Marte. Allí se efectuó otra ceremonia, muy
breve y emocionante. El Caudillo develó una placa que daba el nombre de Rómulo
Para fines del verano planeó el presidente iniciar el reparto de los latifundios
bananeros. Quienes lo aconsejaban, y especialmente Héctor Gama, juzgaban
arriesgado que el Caudillo visitara la provincia de Rómulo, porque desde la muerte de
éste cientos de exguardias de las empresas, comandados por oficiales de baja
graduación, campeaban en las montañas constituidos en pequeñas bandas de
guerrilleros. En un principio, Darío supuso que la vida de esas pandillas sería efímera
y que la comarca recobraría pronto la calma que alteraban, con frecuencia, las
incursiones de los terroristas, que se autonombraban «libertadores» y a los que él,
desdeñoso, aplicaba el mote de bandoleros. Sospechaba el general que eran los
antiguos propietarios de platanales los que financiaban a los revoltosos de la
cordillera, pero no había podido descubrir nexos de ninguna naturaleza entre ellos; ni
mucho menos de qué medios se valían los rebeldes para recibir pertrechos, alimentos,
dinero e información estratégica.
Lo más razonable era suponer que el abastecimiento de los insurrectos —cuyo
número y actividad aumentaban constantemente— lo hacían aeroplanos con base en
aeródromos clandestinos del vecino país limítrofe; pero de eso tampoco había
pruebas… Cuando las incursiones rebeldes comenzaron a ser más intensas y repetidas
(pequeños comandos atacaban retenes de soldados; volaban puentes carreteros o de
ferrocarril; asesinaban líderes campesinos o los tomaban de rehenes; incendiaban
casas y campos, bodegas e ingenios, sin más propósito que aterrorizar a la población
civil) César Darío dispuso lanzar gran número de tropas a una batida de limpia en la
zona montañosa. La represión hizo disminuir, de manera sensible, la audacia del
enemigo. Por decreto, el presidente suspendió las garantías individuales en la
provincia y facultó al gobernador militar para fusilar, sin juicio previo, a los
sospechosos de labores antigobiernistas.
La situación era, pues, muy delicada en la provincia, y por ello los consejeros
pretendían hacer desistir al presidente de su proyecto de visitarla, de arriesgarse
inútilmente. No asustaba a Darío la posibilidad, que admitía en su fuero interno, de
ser víctima de un atentado. Es más, estaba seguro de que no faltaría quien alquilara
otra pistola para asesinarlo, o una bomba, que venía a ser lo mismo. Sin embargo,
decíase: «El hombre que ha de matarme tendrá que estar muy cerca de mí. No temo a
los que vengan de afuera, sino a los que me rodean». La víspera de iniciar el viaje por
carretera, dijo a Gama:
—No crea usted, don Héctor, que no me doy cuenta de que a muchos les vendría
muy bien que yo muriese. No obstante, debo ir a la provincia; no por terquedad o
simple afán de parecer valiente, sino porque es mi deber. A pueblos como el nuestro
Pocas veces había visto Joe Flynn tan furioso al presidente. Su mal humor no
obedecía solamente a un súbito recrudecimiento de las molestias de su úlcera, sino al
hecho de que en los últimos meses los rebeldes de la cordillera habían intensificado
sus actividades contra el ejército, los plantíos de banano, los campos azucareros y los
miembros de los comisariados ejidales.
—¡Meses, Flynn! —gritaba César Darío, muy pálido su rostro bilioso. Meses
llevan actuando impunemente esos rufianes y no hemos podido hacerles nada.
—Hemos hecho todo lo posible para… —apuntó débilmente el jefe de la Policía
Política.
Con un puñetazo sobre el escritorio lo atajó el Caudillo:
—Pues haga más de lo posible. Más, ¿entiende? —metió bajo las narices de
Flynn su puño huesudo y exangüe. No quiero que sigan matándonos gentes, ni
quemándonos campos; quiero tenerlos aquí, en mi mano… —lanzó una colérica
mirada a Flynn y le dio la espalda. Caminó al ventanal. Sobre el valle flotaba una
tenue nubecita azul. Agregó—: Meses van y meses vienen, y no vemos claro. ¿Acaso
esos locos son también fantasmas? ¿Quién les suministra las armas y las municiones
con que nos combaten? ¿Quién les informa en detalle de las contraofensivas que
planeamos? ¿Quién les imprime los carteles o los volantes con que tapizan los muros
de los edificios públicos, o que hacen circular de mano en mano en toda la república?
—extendido en el escritorio había uno de esos carteles, con la caricatura de César
Darío. El autor lo representaba con cuerpo de buitre; el pico y las garras
ensangrentadas, posado en una pirámide de cadáveres. Lo contempló el general, con
furia y desprecio, gritó—: Porque alguien pinta, fabrica y distribuye esta basura, ¡y
usted tan tranquilo…! No. No me diga nada. De memoria conozco sus excusas, sus
disculpas, las justificaciones para sus fracasos. Pidió usted más hombres, y se los di;
más tiempo, y se lo concedí. ¿Qué diablos quiere ahora, Flynn? ¿Qué yo,
personalmente, vaya a buscar a esos tipos…?
—No, señor presidente; es que…
Ni siquiera le permitió Darío completar la frase. Iracundo le arrebató la palabra, y
comenzó a disparar preguntas:
—¿Sigue la vigilancia a los teléfonos de las compañías y de sus empleados?
—Sí, señor; pero no se ha conseguido nada.
—Sus soplones y agentes, ¿qué dicen?
—Han fallado también, señor, excepto…
—Sí, ya sé. Excepto en la captura de un imbécil estudiante al que se supone
ligado a los rebeldes…
Los que no tenían más que hacer, conspiraban contra el gobierno. «Y lo singular —
pensaba don Héctor Gama escuchando a sus amigos— es que dos noches por semana
escogen mi sala de viudo para beberse mi coñac y complotar de sobremesa; para
imaginar diabólicamente maquinaciones contra el presidente; para endilgarle las más
corrosivas críticas.» Sus huéspedes en esa ocasión no discutían nada que él no les
hubiese ya escuchado, casi con idénticas palabras y similar encono.
—Porque usted, profesor Gama, no puede negar que el presidente es un tirano —
afirmaba el viejo Arístides Espinosa, director general del banco más poderoso de la
república.
—Sólo puedo decir, don Arístides, que el general Darío, pese a sus muchos
defectos, es hombre bienintencionado y honesto —repuso Gama, sin comprometerse.
Coincidía en opinión con su amigo; pero, fiel a su costumbre, el Faro de la Juventud
optaba por simular hacia el Caudillo un apego que muy lejos estaba de sentir. Sí,
hombre de bien, aunque para serlo ponga en práctica procedimientos discutibles. Mas
no olvidemos que todos los caminos, por equivocados que parezcan, conducen a
Dios…
Cesando de mover la cucharilla de plata dentro de la tacita de porcelana, y tras de
dar un leve sorbo a su café, preguntó Néstor de Carbajal, propietario del Diario
Central, órgano periodístico del Partido Cristiano-Demócrata y él mismo activo
oposicionista:
—Algo que no puedo aún comprender es: ¿por qué formas aparte de uno de los
gobiernos más funestos que han agobiado al país…? Déjame terminar, Héctor —
demandó, imperioso. Bebió un poco más de café. Siguió—: Más de veinticinco años
de tu fecunda vida los has pasado en el destierro, en las cárceles de las dictaduras, o
en el ostracismo por condenarlas. Con viril patriotismo siempre alzaste tu voz contra
los déspotas, lo mismo desde la rectoría que desde la páginas de mi periódico; y hoy,
Mareado por el coñac y más confuso que cuando entró a ella, Víctor dejó la casa de
Gama. Había ido en busca de palabras que lo hicieran dudar menos de lo que dudaba;
palabras, en fin, que lo libraran de la angustia de sentirse perdido en la incertidumbre.
Pero lo que el viejo maestro había dicho lo había turbado más; y se sentía peor. Se
preguntaba, rabioso: «¿Por qué nadie me ayuda a saber qué me está sucediendo?».
En alguna parte, con gruesos goterones sonoros, un reloj marcaba las once. Era el
de una iglesia. «¡La iglesia…! —pensó Víctor, sintiendo que una luz se encendía en
su cerebro—. Quizá allí alguien me auxilie para escapar de la confusión.» Marchaba
a pie. Sólo después de un tiempo advirtió que las calles estaban desiertas, aunque no
era muy tarde. Cuando cruzaba la plaza próxima al templo pasó a su lado un
automóvil policial. Alguien lo saludó desde el interior:
—¿Se le ofrece algo, teniente?
—Nada, gracias —repuso, y siguió su camino.
La iglesia estaba casi desierta, excepto por cinco o seis hombres y mujeres de
edad que se volvieron al escuchar los pasos de Víctor, que avanzaba por el pasillo del
centro. «La fe —pensó él, mirándolos—, la fe, como dice el general, es el último
refugio de los viejos.» Los devotos vieron al joven del vistoso uniforme arrodillarse
frente a la hermosa imagen de la Virgen del Lucero, hundir la barba a mitad del
pecho, permanecer así varios minutos, en actitud de profunda reverencia. Pensaba:
«Perdóname, Señora, por haber deseado la muerte de César Darío; perdona que sea
tan ingrato con él a quien todo le debo». Apareció un sacristán, y metódicamente fue
apagando las luces del altar. El teniente le hizo una seña para que se acercara.
—¿Hay algún padre para confesarme…?
—Se han ido ya todos, señor —repuso el sacristán, un poco turbado. Los
cordones del uniforme de Víctor parecían fascinarlo. Si viene mañana temprano,
desde las seis, el señor cura…
—Gracias —dijo Víctor. Se levantó, y así que salía, pensaba: «¿Por qué ha de
estar siempre para mí negado el consejo?».
Cuando se detuvo a mitad de la plaza tratando de recordar dónde había dejado el
automóvil, escuchó a lo lejos un confuso clamoreo. Poco después le pareció ver el
resplandor de las llamas. No eran, lo comprobó un instante más tarde, las de un
incendio; sino antorchas. Las portaba una turba de estudiantes vociferantes y
coléricos, que gritaban mueras contra los asesinos y torturadores; denuestos contra el
Muy débil sentíase cuando abrió los ojos. ¿Dónde se encontraba, y por qué le
dolían tanto la cabeza, la espalda, las piernas? Y sobre todo, ¿por qué yacía en esa
cama que no era la suya y en una habitación desconocida? «¿Será porque, al fin, pasé
la noche con una mujer?», pensó. Una voz, la del presidente, inquirió:
—¿Cómo te sientes? —al tiempo que entraba al campo visual de Víctor el rostro
de César Darío.
—¿Qué me pasó? —quiso saber; advertía, al hablar, que sus labios estaban
hinchados y que la saliva de su boca tenía el desagradable gusto dulzón de la sangre.
—Te dieron una tunda, y no te mataron por milagro —explicó el Caudillo.
Pasaste dos días muy grave.
—¿Dos días?
—Exactamente. Pero el doctor Olvera te ha remendado el pellejo y quedarás
como nuevo. ¿No es así, doctor?
Otra cara, la de uno hombre calvo y de ojos grises se asomó, sonriendo:
—Así es, señor presidente —y luego, con afecto, indicó a Víctor. En unas seis
semanas estará usted bien, teniente. Y no fue fácil arreglarlo, créame: cuatro costillas
rotas y una feísima puñalada que le interesó el pulmón izquierdo… Le hicimos un
bonito remiendo, como dice el señor general Darío…
El esfuerzo de mantener abiertos los ojos agotaba a Víctor. Bajó los párpados y
cuanto daba vueltas en el interior de su cabeza comenzó a estabilizarse. Escuchó al
presidente decirle:
—Si no llegan a salvarte unos patrulleros que te habían visto poco antes, a esta
hora estaríamos rezando por tu alma —tras el presidente rieron, en tono comedido,
dos o tres personas—. Ahora, Víctor, estás en la clínica de la Fortaleza. En cuanto
sanes, te mandaré a convalecer a la playa —antes de retirarse, agregó el Caudillo—:
¡Ah! Si te sirve de consuelo, entérate que cogimos a tus agresores…
Ansiosamente preguntó Víctor, intentando erguirse en el lecho:
—¿Qué van a hacerles?
—Darles un buen tirón de orejas. Podía también meterlos, por motineros, cinco
años a la cárcel…
—No lo haga, general. Ellos no tuvieron la culpa… Yo los provoqué, y…
Comprendía el Caudillo que Víctor, por salvarlos, trataba de engañarlo; pero no
tenía caso discutir con el muchacho. La información que sobre el atentado rindieron
los patrulleros era completa, detallada y exacta. No ignoraba cómo se había
producido, ni por qué, el ataque a su edecán. Tranquilizó al herido:
—Sí, sí; ya sé que tú los desafiaste… Y que no te asustó pelear contra cien de
Los funerales de José María Robledo ocurrieron la tarde siguiente. Tres cuartas partes
de los alumnos de la universidad y muchísimos de las escuelas tecnológicas no
asistieron a clases y acompañaron el féretro al cementerio. Cuatro o cinco mil
muchachos marchaban tras el ataúd, que era llevado a hombros por seis de ellos.
Enlutados, en un auto, seguían el cortejo la madre y otros parientes del muerto. Entre
los dolientes se mezclaban cientos de policías de Flynn. Los curiosos apenas si
preguntaban de quién eran los restos que se conducían a sepultar, porque muchos de
ellos habían visto, por televisión, el aparatoso accidente; los que no, suponían que
La columna se detuvo, al conjuro de una orden que nadie había dado, en la vasta
explanada de la puerta central. Con sus armas automáticas embrazadas, los soldados
de la guardia estaban alertas, pero no alarmados, mirando las maniobras de la
multitud. Como ya lo habían hecho en el cementerio, siempre en el mayor silencio,
los estudiantes rompieron su disciplinada formación y comenzaron a agruparse en
torno a quienes los encabezaban. Luego, sacándolo de quién sabe dónde, levantaron
por encima de sus cabezas un grotesco pelele vestido con un uniforme idéntico a los
Esa misma noche la Policía Política efectuó redadas en la ciudad y en provincia (en
las que se habían llevado a cabo silenciosas manifestaciones semejantes a la de la
capital) y para la madrugada las cárceles rebosaban de universitarios y politécnicos;
de obreros de filiación extremista; de empleados de comercio; de intelectuales y
periodistas ligados en alguna forma a las empresas; incluso, de oficiales de bajo
rango y de cuya lealtad se dudaba. De personas, en fin, que sin ser culpables de nada
en concreto tenían, sin embargo, nexos o parentesco con otras sospechosas de
hallarse en contacto con los rebeldes. Al dar cuenta de las aprehensiones, los diarios
vespertinos anunciaron que los detenidos, en forma colectiva primero e individual
después, serían sometidos a juicio por «subversión» y «disolución social». A última
hora de la tarde, los jueces que iban a conocer de la causa recibieron instrucciones del
presidente:
—No quiero papeleos burocráticos —les recomendó. Los juicios serán
sumarísimos. Aplicarán ustedes invariablemente la condena máxima que determine el
código…
Mientras éstos se celebraban, se suscitaron motines callejeros. En plazas y
avenidas, grupos de estudiantes cristiano-demócratas desfilaron lanzando mueras al
gobierno y exigiendo la libertad de los detenidos. Piquetes de la policía municipal
intentaron dispersarlos por medio de la fuerza. Se desencadenó la violencia. El gas
lacrimógeno contaminaba el aire urbano; y las ambulancias, los carros de bomberos y
los coches celulares alarmaban a la ciudad con el aullido de sus sirenas. Con los
universitarios habían hecho causa común algunos catedráticos. La tarde del cuarto día
(cuando ya tres muchachos y un agente de Flynn habían muerto en las zacapelas, y
centenares más recibido lesiones) los jóvenes se atrincheraron en el viejo edificio
colonial de la Universidad. El presidente tenía informes de que los refugiados en el
alma mater contaban con armas, municiones y víveres para soportar un largo asedio.
La emisora universitaria, en un perifonema emitido al principio de la noche, incitó a
toda la juventud del país a luchar contra el tirano.
Con el propósito de que la rebelión estudiantil no cundiera, y principalmente con
el de evitar derramamientos de sangre, el Caudillo envió a Gama y al rector a
parlamentar con los estudiantes.
—Háganles saber —les dijo— que el gobierno no quiere verse forzado a tomar
medidas extremas. Díganles que reflexionen y que depongan su actitud insolente y
levantisca, que a nada conduce…
Gama y el rector hablaron con los líderes estudiantiles, pero fueron rechazados.
Los universitarios deseaban negociar, sí, pero bajo sus propias condiciones,
Las dos semanas siguientes las pasaron el Caudillo y los hombres que habían venido
con él, confinados en la casa veraniega. Después del desayuno, el general se reunía
con ellos en una habitación del segundo piso y permanecían allí, sin que nadie entrara
o saliera, hasta la comida. Por la tarde, tornaban a agruparse, y era siempre difícil
precisar a qué hora concluirían. Por orden expresa del presidente nadie podía hallarse
dentro de la finca mientras las juntas se efectuaban. Y ese «nadie» rezaba también
para Víctor, Flynn y los agentes. Terminada la asamblea, se incineraban los papeles
en los que se habían escrito notas; los demás, eran guardados en una caja fuerte que
se había hecho traer desde la capital.
Una noche, mientras jugaban una partida de billar, el edecán quiso sondear a
Darío respecto a la índole del trabajo que con sus acompañantes estaba haciendo. El
Caudillo simplemente ignoró la pregunta, porque no quería arriesgarse a que una
indiscreción echase a perder su tarea. Comprendía que un secreto compartido por una
docena de personas era difícil de guardar. En consecuencia, ya que era imposible
reducir el número de las que debían conocerlo, era preciso extremar las precauciones.
Como si se tratara de una conjura, el presidente había exigido de sus huéspedes
absoluta reserva.
—De todos ustedes —les había dicho al comenzar la primera junta— es sabido
que las empresas, para defraudar al fisco, recurren al procedimiento de llevar dos
contabilidades: la privada, en la que asientan los beneficios reales; y la oficial, que es
la que el Estado conoce —hablaba el presidente, puesto de pie, desde la cabecera de
una larga mesa. A su lado se apilaban varios gruesos libros. En estos volúmenes están
los números auténticos de los petroleros. ¿Cómo llegaron a nuestro poder?, carece de
importancia. Nuestra labor, señores, será la de analizarlos para saber exactamente la
cuantía de las ganancias de esas corporaciones…
El análisis de la contabilidad secreta, como lo había supuesto Darío, proporcionó
formidables sorpresas a los peritos en finanzas. La más importante: que las ganancias
reales eran superiores, en un trescientos por ciento, a las que manifestaban al erario.
Incurrían en consecuencia, en el delito de fraude. En los últimos cinco años (los que
comprendía la revisión) ese fraude alcanzaba la sorprendente suma de 1,082 millones
de dólares. Con tales elementos se procedió a redactar un documentadísimo estudio
que el presidente podría utilizar, como arma política, cuando lo estimase oportuno.
Al concluir la última reunión, el Caudillo volvió a exhortar a sus colaboradores, a
Como los tres años anteriores, la semana del aniversario de la Revolución la empleó
el presidente en inaugurar las obras públicas realizadas durante los últimos doce
meses: la Ciudad Universitaria, decenas de bloques de viviendas; más autopistas,
escuelas, el aeropuerto internacional, campos deportivos, clínicas, jardines,
bibliotecas, centros de cultura y de investigación científica; locales de sindicatos —
todo suntuoso, bello y útil. Las fiestas populares culminaron, según costumbre que
iba haciéndose tradición, con una corrida de toros a la que asistía siempre, porque le
gustaba el espectáculo, el general César Darío.
Después de muerto el cuarto toro, mientras el matador recorría el ruedo entre
ovaciones, el presidente comenzó a sentirse enfermo.
«Esta maldita úlcera. En cuando salga el quinto, me largaré de aquí», decidió. La
perspectiva de poder pasar el resto del día reposando tranquilamente le parecía
increíble, agradabilísima. Tenía el cuerpo magullado al cabo de una semana de
interminables inauguraciones y abrazos.
«Hoy mismo, antes de comenzar la corrida —rememoraba— he tenido que
permitir que docenas de aduladores me aporrearan los lomos. ¡Cómo me gustaría
abolir tan estúpida costumbre!» En el palco, acompañando a Darío, se hallaban
Gama, Víctor, Flynn, don Octavio Uribe, jefe de la Cámara; el presidente nacional
del Club Rotario (organizador del festejo), varios líderes obreros y algunos agentes
secretos.
La lidia del quinto toro se desarrollaba brillantemente. Emotivo había sido el
tercio de quites. Cubierto el segundo, el matador brindó su faena al general. Los
veinticinco o treinta mil aficionados, puestos de pie, volvieron a ovacionarlo al grito
de:
—Darío…
—Darío…
—Darío… —como va lo habían hecho al comenzar la corrida.
Desistió el general de marcharse. Los primeros pases del torero resultaron
espectaculares y la multitud jaleó, emocionada, al lidiador. Olvidándose de las
molestias de la úlcera, César Darío sumaba los suyos a los aplausos de los
espectadores. Cada vez con mayor emoción proseguía el trasteo sobre la refulgente
arena dorada del coso. Sesenta mil pares de ojos estaban atentos a la hermosa lucha
que libraba el arlequín con la negra bestia. Por eso, nadie reparaba en la mujer que se
aproximaba poco a poco al palco presidencial. La tarde era calurosa, pero ella se
cubría con un tápalo oscuro. Su ropa humilde y su tipo vulgar, contrastaba con las
ricas galas de los ocupantes de esa parte, la más cara, de la plaza.
Dos semanas después del atentado, oficialmente los médicos declararon a César
Darío fuera de peligro. Cuando el presidente dio sus primeros pasos, sin apoyo de
personas o siquiera de un bastón, el doctor Zabret sonrió satisfecho y hasta bromeó
un poco, en su mal castellano, con el Caudillo.
—Como se lo aseguré tantas veces, general, ha quedado usted nuevo —dijo.
—Sí, nuevo; con unos cuantos agujeros más en el pellejo —aceptó riendo César
Darío. Sentíase dichoso por su buena fortuna, y principalmente agradecido al hombre
que más que salvarlo de la muerte lo había librado de algo más terrible: la esclavitud
de la parálisis. Sincero, turbios los ojos por lágrimas que el médico supo respetar,
indicó el general. ¡No sé cómo corresponder a lo que hizo por mí, profesor!
—Olvídelo, general —ufano, comentó. Además, he recibido unos honorarios
positivamente espléndidos.
—No siempre el dinero expresa la verdadera gratitud, doctor Zabret.
En el cuarto se hallaban únicamente César Darío y el especialista. El presidente
no había querido que estuviesen ni Víctor, ni Gama, ni Lecuona, ni Flynn, nadie, en
el momento en que ensayara a caminar. Quería despejar la incógnita de si podía
moverse o no, sin más testigo que el hombre que lo había operado la segunda vez.
Por eso, cuando las piernas obedecieron al mandato de su voluntad; cuando lo
llevaron, aún temblorosas pero no torpes ni impedidas, a donde él quiso que lo
llevaran (a la ventana, a la puerta; de nuevo a la ventana y de allí otra vez a su lecho),
César Darío empezó a reír, hasta que su risa se convirtió en un viril sollozo, y el
sollozo en un silencio que nada hizo el cirujano por romper o abreviar. Un tiempo
después, repuesto de lo que llamó «tonta expansión sentimental» y que Zabret
calificó de normal reacción emotiva, el presidente metió la mano bajo la almohada.
Como lo esperaba, ni uno solo de los magnates petroleros acudió a la cita. La mayoría
se hallaban celebrando consultas en Nueva York y Londres. El único que estuvo
puntual en el aeropuerto fue el embajador. En cuanto se inició el vuelo, el
diplomático comenzó a tratar con el presidente el tema del dinero.
—Salvo su mejor opinión, señor presidente —indicó—, ¿no sería más fácil
solicitar ese empréstito de doscientos millones de dólares al Eximbank, o
directamente a mi gobierno?
Comentó el presidente que ese tipo de operación financiera no le interesaba:
—Nos veríamos precisados a aumentar nuestra deuda pública y no quiero hacerlo,
señor embajador. Deseo insistir en un punto; aclararlo, más bien: no pido un
préstamo, sólo un anticipo…
Según el embajador, las compañías no podrían aportar suma tan crecida en el
plazo que deseaba el presidente. Pero las compañías sí estaban dispuestas, de muy
buen grado, a avalar los documentos de crédito que fueran necesarios, si ese crédito
se conseguía en Washington, Wall Street, Londres o París.
—Volvemos a lo mismo, señor embajador —reiteró Darío. Las compañías sí
pueden darnos ese dinero.
—Un poco oficiosamente, señor presidente, estoy mezclándome en este asunto.
Sólo deseo conciliar intereses —explicó el embajador. He hablado in extenso con los
gerentes. Por ello puedo asegurarle que no están en condiciones de complacerlo. De
ahí que insista en que es más factible gestionar el empréstito por otros conductos…
La República tiene crédito y…
Lo interrumpió César Darío:
—Porque somos buenos pagadores, señor embajador…
—Oh, naturalmente que sí.
—Mas no queremos usar ese crédito extranjero si podemos obtenerlo dentro de
nuestras propias fronteras. Quizá sea un poco old fashion, pero creo que dólar que le
prestan a uno es dólar que los acreedores se cobran con un poco de nuestra libertad…
—Señor presidente: esos tiempos ya pasaron. La política financiera de los
gobiernos democráticos como el que represento…
Nuevamente lo atajó Darío:
Ni un minuto durmió César Darío esa noche. Su sensación de soledad era más
abrumadora que nunca. Había hecho un balance de su vida. La conclusión a la que
había llegado no podía ser más desalentadora: «Soy un luchador fracasado. Cuando al
fin encontré para mi existencia una meta; cuando empezaba a realizar lo que me
había propuesto cuando había aprendido a gobernar, el tiempo me ha vencido. Tuve
poder para resolver problemas; valor para cambiar el orden de las cosas; generosidad
para hacer el bien a millones de hombres y mujeres; pero mi poder, con ser tan
grande, no pudo detener el tiempo. Ese tiempo que no bastó para que yo diera
término a la tarea que me había impuesto y que debo dejar inconclusa. A fuerza de
vivir intensamente, de aturdirme en la acción, no advertí que corrían los años… ¡Los
años! Cinco transcurrieron ya, como en un suspiro».
Mientras daba vueltas en el angosto y duro catre que le servía de lecho,
reflexionaba sobre el cambio que la visita de Gama, y lo que en ella se había
discutido, habían provocado en su espíritu. «Ahora ya casi no soy el presidente.
Mañana, en cuanto públicamente se sepa que don Héctor será mi sucesor, quienes
hoy me buscan lo buscaran a él; quienes hoy me temen comenzaran a desafiarme;
quienes hoy me sonríen para recibir a cambio una sonrisa mía o un gesto amable, le
sonreirán a él. Yo soy el hombre que ya no es; Gama, el hombre que será. Yo el tren
que termina el recorrido; él, un tren que apenas se alista a partir. Juego de palabras.
Juego de verdades. Conmigo, la época de bonanza concluye; con él comienza» —
pensaba con frialdad que hería y que, paradójicamente, parecía agradable.
Se levantó más temprano que nunca. De pie frente al espejo, en tanto que
asentaba la navaja de afeitar, el Caudillo dijo en voz alta:
—Dentro de cinco años Héctor Gama pasará una noche de insomnio como ésta, y
cuando se mire al espejo advertirá que en su rostro y en su alma la amargura ha
abierto una nueva herida, la más dolorosa…
Al principio de la mañana, mientras desayunaba en el escritorio, Víctor le llevó el
resumen de las novedades ocurridas durante la noche en todo el país. Así que César
Darío las leía rápidamente, su edecán, en un titubeo, dijo:
—General…
—¿Sí? —repuso, distraídamente.
—Quiero pedirle permiso.
—¿Para ir a dónde? —Darío bebió un sorbo de leche.
—Un permiso para acompañar al maestro Gama —repuso de corrido.
Joe Flynn no pudo localizar a Mateo Román, y antes de abordar el avión que lo
conduciría con sus agentes a la provincia septentrional, le dejó instrucciones para que
se reuniera con él a la mayor brevedad. Mientras el jefe volaba al norte, elementos de
la Policía Política practicaban arrestos por centenares en todo el país e intervenían los
teléfonos de quienes, sin estar en directa relación con los conjurados, eran
sospechosos. Inclusive las líneas de algunas embajadas se hallaban bajo control; lo
mismo que sus edificios, a fin de evitar que entraran a ellos, para acogerse al asilo
político, los aliados de los rebeldes.
A mediodía comenzaron a llegar al despacho del Caudillo los primeros reportes
de la campaña. Para las cinco de la tarde ni un solo rincón de la serranía había sido
respetado por las bombas y las balas de las ametralladoras de aviación. La ofensiva
continuó toda la noche. Ardían los campos y los cerros en un incendio gigantesco. Al
amanecer, tropas aerotransportadas descendieron en paracaídas para combatir con los
rebeldes sobre el terreno.
Dos días con sus noches se prolongó la matanza. Al alba enmudeció la emisora de
los insurrectos. Tres mil soldados de línea, con apoyo aéreo, batían las montañas. En
una aldea serrana de noventa habitantes se libró una feroz escaramuza: murieron siete
rebeldes, pero como dos de ellos eran nativos del lugar, el comandante victorioso
ordenó fusilar a todos los vecinos, incluido el párroco. Pero la acción más cruel
ocurrió la última tarde en un pequeño valle. Cerca de sesenta insurgentes, copados,
lucharon hasta su último cartucho. Poco antes de la puesta del sol se rindieron. El
mayor que mandaba la tropa gobiernista los hizo agruparse con las manos sobre la
cabeza. Dio luego una voz:
—¡Fuego…! —y sus hombres comenzaron el exterminio.
Una compañía de soldados con lanzallamas se dedicó a asesinar, metódicamente,
a los prisioneros. Quienes intentaban romper el cerco de flamas eran cazados a tiros.
Treinta minutos después nadie quedaba vivo. En el aire flotaba, espeso, el
nauseabundo olor grasiento de la carne quemada.
Así que regresaban a su base, el mayor iba comentando con los tres capitanes que
lo acompañaban:
—Eso de los lanzallamas lo vi en una película… y en la práctica también da
Con los suyos, ocupaba Flynn una bella finca campestre situada al pie del macizo
montañoso. Sus dueños, unos franceses, habían sido invitados a desalojarla, y se
habían marchado a la capital de la provincia, distante cuarenta kilómetros. En la
estancia instalaron el transmisor que los mantenía en contacto con la Fortaleza. A un
lado de la casa levantaba sus muros recién pintados un enorme granero.
Flynn pasaba las horas en la terraza, mirando con binoculares hacia las montañas.
Cada sesenta minutos hablaba con Darío para rendirle los informes que a él le
proporcionaban, por mensajero, el gobernador, el jefe militar y los oficiales que de
éste dependían. El viejo cowboy estaba de mal humor. Trabajaba sin entusiasmo, la
crueldad de la matanza lo asqueaba. Saber que había sido vencida la última
resistencia de los insurrectos lo alegró; pronto volvería a la capital para reunirse con
Marta. «Ahora sí —prometíase—, en cuanto vea al general le presentaré mi
renuncia.»
Esa tarde Flynn había por fin podido hablar telefónicamente con Marta, y mucho
trabajo le costó no revelarle dónde y qué estaba haciendo. Por primera vez desde que
se hallaban allí, sus hombres lo vieron sonreír. Al conferenciar con el Caudillo le
informó que nueve rebeldes habían sido atrapados, durante la última hora, cuando
intentaban huir a bordo de una avioneta que, por exceso de carga, no había
conseguido remontar vuelo, estrellándose.
—Lo interesante, señor presidente —manifestó Flynn—, es que según el parte del
capitán Arévalo, que fue quien los atrapó y los trae para acá, entre los prisioneros hay
por lo menos cuatro de los jefes rebeldes más importantes…
—¿Tiene ya sus nombres?
—Todavía no, general.
—Está bien, Flynn. Hágalos hablar, aunque ya no importa lo que digan, o a quién
acusen… —la voz de Darío vibraba casi jubilosa en el receptor. Al cabo de una
pausa, preguntó—: ¿Llegó ya por allí Mateo Román?
—No, señor.
—Pues está al caer. Salió en el avión del coronel Lecuona…
El arzobispo primado sostuvo una entrevista con el presidente esa misma noche. Pese
al rigor de la censura, en la capital se sabía que estaba combatiéndose ferozmente en
las montañas. Las noticias que corrían de boca en boca eran contradictorias. Igual se
aseguraba que los rebeldes dominaban importantes plazas de la provincia, que
Lila había dejado abierta la puerta, y Flynn, antes de entrar pudo verla moviéndose
furiosa por la recámara. Estaba semidesnuda, cubierta con una prenda transparente
que le bajaba hasta la mitad de los muslos. Las persianas no habían sido veladas y la
luz que entraba a chorros era cegadora. La mujer hablaba a solas, farfullando
palabrotas en francés.
Flynn se apoyó al marco de la puerta. Sonreía por la cólera de Lila. Echó un
vistazo por la recámara. En la mesita estaba la bolsa de mano de la mujer. «Debe
guardar allí una pistola.» La habitación hallábase en desorden. Prendas de vestir,
zapatos, tarros de cremas y polvos, habían sido dejados caer sobre los muebles. «Hoy
—decidió Flynn— de un modo u otro acabaré el problema con esta mujer.» Ella no
había advertido que la vigilaban y continuaba yendo de un lado a otro sin cesar de
mascullar blasfemias. Zumbaba el calor y la fofa carne blanca de su cuerpo
centelleaba por la transpiración. Al acercarse al tocador vio reflejada en el espejo la
imagen del hombre por el que había hecho un viaje tan largo y desagradable.
—¡Vaya! —dijo volviéndose, para mirarlo rectamente—. ¡Al fin se deja ver el
señor!
Flynn cerró la puerta tras de sí y echó llave. Lila cruzó el cuarto y, puestas las
manos en jarras, lo encaró. La combinación que vestía era tan delgada que él podía
ver los grandes senos lechosos temblando, no sabía si de furia o de deseo; o de
ambos.
—No pude avisarte dónde estaba, Lila —se disculpó, con voz neutra, y quiso,
cariñoso, tomarla por la cintura.
Ella lo rechazó:
—Hace dos semanas —protestó—: Dos semanas que no vas a dormir a casa.
¿Puede saberse por qué?
Joe Flynn se apartó de la puerta y se dirigió a la mesita sobre la que estaba el
bolso de Lila. Sin que ella lo advirtiera lo sopesó. «La pistola, en efecto, está aquí»,
se dijo. No había respondido, y ella lo acosaba, buscándole la mirada:
Al principio creyó que soñaba, y que esos golpecitos en la puerta y esa voz que lo
llamaba con insistencia pertenecían aún al sueño. Abrió lentamente los ojos. El cuarto
estaba a oscuras. Comenzó a reconstruir poco a poco, lo que había ocurrido por la
tarde: la disputa con Lila, la reconciliación de los sexos, las sensaciones que había
experimentado al oír la primera descarga del pelotón. Le parecía todo lejano, como si
a otro y no a él le hubiese correspondido vivir cada uno de esos minutos. «Debe ser
ya muy tarde», se dijo, tratando de leer en la penumbra caliente la hora de su reloj.
Desde la torre, el Caudillo contemplaba la puesta del sol. Le gustaba ese momento
del día, y más pasarlo a solas, en silencioso recogimiento. Hacia el oeste el cielo tenía
resplandores verdosos; y el fenómeno cromático proporcionaba a los breves minutos
del suntuoso crepúsculo un mágico encanto. La luz iba enfriándose lentamente y los
cerros parecían bloques de hierro recién sacados de alguna fragua colosal. César
Darío experimentaba una aguda melancolía. «La melancolía de la soledad —pensaba,
porque no hay ser humano más solitario que el hombre del poder.» Continuó en el
ventanal mucho tiempo después de que el cielo sin nubes se hubo oscurecido por
completo.
Más que solo, sentíase abandonado, y ello contribuía a hacer más profundo y
doloroso el vacío que lo rodeaba. De sus amigos de otros tiempos, ¿quién quedaba?
Nadie a su lado; ocupados todos en sus propios asuntos. Al retrasar tanto la nueva
campaña política, ¿no había sido para retrasar la desbandada? «Así conseguiste
retenerlos junto a ti unos meses más; en cuanto ya no te fue posible dominar sus
ambiciones, huyeron; corrieron a acomodarse en el carro del triunfador.» Pensó que
odiaba a Gama; que debía odiarlo. «No. No —rectificó con viveza. No lo odio
personalmente.» Odiaba no ser él, César Darío, quien recorría en ruidosas jornadas
triunfales campos y ciudades, recibiendo el aplauso de las multitudes, el halago de los
Fría y rápida fue la ceremonia de transmisión de mando. César Darío estaba muy
pálido. «Son los últimos minutos del moribundo», pensaba, mientras sufría el araño
de las miradas curiosas de quienes abarrotaban el recinto parlamentario. A un lado de
la mesa, los ministros del régimen que terminaba; del otro, muy elegantes con sus
trajes nuevos, los del que empezaba. «Casi a ninguno conozco —se dijo,
observándolos. De los demás, algunos son burócratas viejos; carcamales del bando
conservador, terratenientes o adinerados miembros del Partido Cristiano-Demócrata.
Harán —vaticinó— un gobierno de mediocres.» No sin sorna admitió que juzgaba a
los colaboradores de Gama con el mismo criterio injusto de una suegra cuando recibe
la primera visita de la futura nuera. «Es otra vez la soberbia —se reconvino. La
soberbia que me roe por dentro, que me hace valorar en muy poco a los demás. ¿Será
porque Gama no me consultó para nombrarlos, ni me preguntó si quería favorecer a
Noches después, mientras Darío leía un poco antes de acostarse, un automóvil llegó
a la casa. Juan avisó al Caudillo que el presidente Gama se hallaba en la sala, y
solicitaba verlo. Acompañaba a don Héctor, su edecán: Víctor. El general fingió que
le agradaba y le sorprendía mucho la visita del jefe del gobierno.
—Tenía deseos de saludarlo, general —dijo Gama—, y de charlar con usted como
en otros tiempos, más felices para ambos…
—Muy amable de su parte, señor presidente —respondió Darío.
Sonrió con cierta tristeza el presidente y palmeó, por encima de la bata, la rodilla
de Darío.
—Olvidemos el formulismo, César. Entre amigos el tratamiento de «señor
presidente» sale sobrando.
Quien sonrió a su vez fue el general. Escrutó el rostro de Gama: lo cubría, como
un antifaz, la preocupación. Quizá por efecto de la luz de la única lámpara encendida,
su cara se veía vieja y cadavérica. «Demasiado pronto comienza a pesarle la
presidencia.»
—Sí, don Héctor… ¿Un café… o una copa de coñac?
—Coñac, general. Hay veces que uno lo necesita.
Volviéndose a Víctor, que ni una sola vez se había atrevido a mirarlo de frente,
consultó el Caudillo:
—¿Lo mismo para el teniente? —con tono helado y formal.
—Nada, señor, gracias —tartamudeó el muchacho.
Pidió Darío a Juan que trajera la bebida, Víctor sentíase incómodo. Sentado en el
borde del sofá, como un provinciano, clavaba la mirada en la punta de sus lustrosas
botas militares. De soslayo lo espiaba el general. Se había hecho el silencio entre los
hombres.
—¿Y el teniente —preguntó después, con ironía que lastimaba— sigue todavía
con su nuevo amo?
—Sí —respondió Víctor, con el rostro escarlata.
—Aunque no creo que esté tan a gusto conmigo como lo estuvo con usted —
apuntó Gama, envolviendo a Víctor con una mirada cordial. Pero es tan eficiente y
leal como siempre.
—En efecto, así es. Eficiente y, sobre todo, leal…
Cuando Juan volvió con la botella de licor y las tres copas, Víctor pidió permiso a
Gama para retirarse al automóvil. El presidente asintió. César Darío sirvió coñac para
don Héctor, mientras decía:
—Si me hubiese anunciado su visita, don Héctor, no lo habría recibido, así, en
Era la primera vez que abandonaba la casa desde que entregó el poder. A esa hora de
la noche la ciudad estaba desierta, no porque fuera muy tarde, sino porque el temor
retenía en sus hogares a personas que habitualmente andarían por las calles; de
compras, o entrando y saliendo de las salas de cinematógrafo; en los cafés, charlando;
o en los bares, bebiendo; o en los clubes nocturnos divirtiéndose. Vacías las grandes
avenidas, con unos cuantos vehículos en las autopistas. En casi todos los cruceros
vigilaban patrullas policiacas; cerca de las dependencias oficiales montaban guardia
elementos de tropa. «El gobierno tiene miedo —decíase César Darío— y el pueblo
también.» Al pasar por la plaza de Marte advirtió el Caudillo que la estatua del
guerrillero había sido removida, aunque el tanque continuaba en su pedestal.
«Dizque, como leí en los diarios, para repararla. En realidad, para que la gente, ¡como
si pudieran conseguirlo!, vaya olvidándome», pensaba sin enojo. Juan comentó:
—¡Ya lo quitaron de encima de su tanque, general!
—Así parece, Juan.
En cuanto se hubo anunciado, el Caudillo fue conducido por Víctor a una pequeña
salita contigua al despacho presidencial. Muy erguido y pedante, indicó:
—El señor presidente lo recibirá dentro de un momento —y salió de prisa.
Mientras la espera se prolongaba, por primera vez en muchas semanas comenzaba
César Darío a sentir en su sangre el insoportable cosquilleo que lo invadía cuando
Encabezados por el coronel Lecuona, los altos jefes del ejército llegaron en masa a la
residencia de César Darío la tarde del cuarto día. No necesitaron hablar mucho. No
era necesario tampoco.
Lecuona, a nombre de los demás, indicó:
—El Ejercito Nacional, señor general César Darío, ha decidido desconocer al
gobierno. Nosotros, jefes y oficiales, deseamos que acepte usted nuevamente el
mando y asuma la responsabilidad de salvar a la República…
Tras una breve momento de reflexión, repuso el Caudillo:
—Por encima de los intereses personales o de grupo, está el interés superior de la
patria. Como soldado, y ya que el pueblo por conducto de ustedes lo exige, estoy
dispuesto a asumir esa responsabilidad…
—Estábamos seguros de que aceptaría, señor presidente… —comentó Lecuona,
concediendo a César Darío nuevamente el rango de «señor presidente».
Media hora después, César Darío y los oficiales salieron de la casa. El Caudillo
vestía nuevamente uniforme de campaña. Se dirigieron a Radio-TV Nacional. A
Ni un tiro necesitaron disparar los insurrectos para ocupar el Palacio Nacional. Con
su pequeña tropa César Darío recorrió los vastos salones. A la puerta del despacho de
Héctor Gama, el Caudillo se detuvo:
—Aguarden aquí —ordenó.
Hizo girar el picaporte. No estaba asegurado y la puerta cedió. Entonces pudo
César Darío ver a Héctor Gama, en el escritorio, escribiendo. Sin levantar los ojos del
papel, indicó el presidente:
—Lo esperaba, general. Siéntese, por favor.
Darío admiró el aplomo de quien era todavía presidente de la República. «Vaya
que es duro este viejo mañoso», pensó, mirándolo escribir tranquilamente como si no
conociera ya los motivos de la visita del Caudillo. Notó éste que, a un lado del
escritorio, había un aparato portátil de televisión. En el silencio se percibía
nítidamente el rasgueo de la pluma fuente del Faro de la Juventud.
—¡Ya está…! —anunció Gama, luego de firmar. Echó un último vistazo a lo que
había escrito, pasó el secante sobre la hoja, y la tendió después al Caudillo. Es la
renuncia a mi puesto y, también, aunque suene melodramático, mi testamento
político, general Darío…
César Darío lo miró con algo de piedad. Por efecto de la luz, los rasgos del rostro
de Gama aparecían más acusados y viejos. Nunca como en ese instante se habían
semejado tanto a una antigua máscara acartonada y sin vida. «Casi la grotesca
caricatura del fracaso. No cabe duda, sin embargo —admitió—, que este viejo que
todo lo ha perdido, conserva al menos la dignidad.»
Algunos de los acompañantes de César Darío habían entrado al despacho y
permanecían de pie, con los pulgares metidos en los cinturones de las guerreras, en
vigilante actitud.
—Quisiera —pidió Gama, mirando a esos hombres, muchos de los cuales habían
obedecido sus órdenes hasta unas horas antes—, quisiera, si usted no se opone, que
habláramos unos minutos… a solas —asintió Darío, y quienes con él habían llegado
se retiraron. Suspiró el presidente. Creo que será mejor así, general. Ciertas cosas se
Esa noche terminó la huelga general, y el pueblo durmió tranquilo porque a palacio
había vuelto el Caudillo. Poco antes del alba sobre la ciudad voló el transporte militar
que conducía al destierro a Gama, a Víctor y a otras personas. César Darío caviló:
«¿Habré cometido un error del que me arrepentiré dejándolos marcharse?». Desechó
sus temores. «Aunque no hay enemigo pequeño, Gama no es de cuidado.»
Se desperezó, bostezando ruidosamente:
—Ahora, a trabajar… —dijo en voz alta. Tocó el timbre. Apareció Juan:
—Que pasen el licenciado Zamora y las gentes que vienen con él…
Estaba feliz, aguardando la aparición de las personas a las que había convocado
para que colaboraran con él en la formidable tarea de poner nuevamente en
movimiento a la República.
Comenzaba el crepúsculo cuando el yip entró a los suburbios. En los jardines que
rodeaban a los grandes bloques de viviendas jugaban los niños, mientras sus mayores
tomaban el fresco, sentados, charlando, en el césped; jóvenes parejas, enlazadas por
las manos, paseaban en coloquio inacabable. Con asco, pensaba en ellos: «Pobres
gentes sin espíritu, preocupadas sólo por dormir, digerir y hacer hijos». No era suya
la frase, como tampoco la mayoría de sus ideas, pero la repetía como si lo fuera; con
saña, como si las personas a las que calificaba fueran culpables de la plácida
prosperidad que César Darío les proporcionaba. Le enfurecía, sin que supiera
exactamente por qué, verlos felices y ahitos, conformes con su suerte; con esa suerte
de la que el Caudillo era administrador.
«Tiene razón don Héctor —rememoraba— cuando dice que los pueblos alguna
vez se enfrentan al dilema de escoger entre las cosas del estómago y las del espíritu.
Es deber del gobernante impedir que el sebo ahogue el alma. César Darío se ha
preocupado sólo por engordar al rebaño, a tal grado que lo ha vuelto perezoso, pero
no del cuerpo, sino del entendimiento.» Mirando a esos obreros, a esos pequeños
empleados anónimos, comprobaba qué cierta era la reflexión de Gama. «Están
satisfechos. Nada les preocupa o inquieta; y mientras coman, defequen o cohabiten
normalmente todo les parecerá correcto. Por no perderse del banquete, estas gentes
han dejado que se apague la chispa de rebeldía, de inconformidad, que debe existir
siempre en todo grupo humano. Nosotros —y por “nosotros” Víctor quería decir:
Gama y su gobierno— quisimos revivir, avivar, esa chispa; pero este pueblo nos
volvió la espalda cuando intentamos perturbar su siesta…»
La ciudad estaba alegre, con esa efervescencia frívola que Gama, con desprecio,
llamaba «ininterrumpido carnaval demagógico». A medida que el yip se aproximaba
al antiguo centro de la metrópoli, su marcha se hacía más lenta porque miles de
personas, alharaquientas y jubilosas, invadían el arroyo, estorbando, retrasando,
dificultando el tránsito. No se veían mendigos, ni caras tristes, ni temor en las
miradas. Hubo un momento, mientras aguardaba el cambio de luces en un semáforo,
que se preguntó si era justo que él quisiera trastornar esa felicidad colectiva
asesinando al Caudillo. «¿Lograré hacerles comprender que la vida no es sólo ropa
buena, comida abundante y barata, y altos jornales?» Cambiaron las luces. «Cuando
este pueblo se encuentre sin Darío, que piensa y decide por él, recuperará, creo yo, su
facultad de pensar y decidir por sí. Ése será el servicio que mi pistola, y seguramente
mi sangre, le prestará.»
De acuerdo con las instrucciones que le habían dado, Víctor debía dejar el yip en
cierta calle cercana a la catedral. Cuando entró a ella y la vio ocupada por otros
Suavemente, el mesero tocaba con el dedo el hombro de Víctor, y éste casi saltó de la
silla. Al estrépito de un vaso estrellándose en el piso, algunos parroquianos voltearon.
—Perdóneme si lo asusté… —se disculpó el mesero— pero…
—No importa… —repuso Víctor, fingiendo aplomo.
—… pero —insistió el mesero; más que insistir enunciaba—, como usted dijo
que deseaba ir al Te Deum…
—¿Yo?
Por un segundo, el mesero pareció turbado:
—O, ¿no fue usted? —y como Víctor negara con un cabeceo—. ¿No? Debió ser,
entonces, otra persona. De todos modos falta media hora para que comience. El
tiempo justo para buscar un buen sitio y ver la llegada del señor presidente…
—Sí, claro —dijo Víctor, levantándose—. Sí, claro… —repitió, sólo por decir
algo.
—Son ya las ocho —agregó el mesero, y tal era la hora, porque el reloj
catedralicio estaba marcándola con formidables campanadas—. El señor presidente,
dicen, llegará faltando cinco minutos para la media. ¿Ha pensado usted desde dónde
irá a verlo? —como Víctor hiciera un gesto de extrañeza, el hombre de la filipina
blanca apresuró una disculpa—: Se lo pregunto porque me parece que usted no es de
aquí…
—Lo soy…
—Entonces… —sonrió el mesero— sabrá que desde la torre de San Luis se
domina el atrio, sin que nada le estorbe a uno. Estoy seguro de que apurándose un
poco llegará allí en tres minutos…
Para no comprometerse, por si el mesero resultaba ser un policía disfrazado,
Víctor respondió que aún no decidía desde qué sitio vería el arribo del presidente;
esto, claro, en caso de que le interesara ser testigo de tal suceso.
Al mozo, por su parte, le agradaba que ese joven de mirada huidiza y nerviosos
ademanes no fuera confiado o parlanchín. «Tal como me dijeron que era.»
—Que tenga muy buena suerte… —fue lo último que dijo a Víctor, antes de que
éste abandonara rápidamente el atestado portal.
La muchedumbre se movió un poco más de prisa. «Va toda a la iglesia a servirle
de comparsa al tirano», pensaba Víctor. Las mujeres llevaban finas mantillas negras,
o modestos velos, y los varones sus mejores trajes, ya fueran burgueses, burócratas o
simples obreros. Cruzó la plaza y al repasar la cabecita notó que el yip había
La noche se llenó con el estruendo de las motocicletas que abrían paso al automóvil
del Caudillo. En la torre de San Luis, alerta y con las manos sudorosas y heladas,
Víctor apoyó el cañón del rifle en el parapeto. Instintivamente, al advertir que el
cortejo presidencial se aproximaba, se había recatado en la sombra como si temiera
ser visto desde la plaza por el hombre a quien debía matar. La multitud aclamaba a
César Darío, y hasta los oídos del muchacho llegaba, como en otros tiempos, el grito
gigantesco:
—Darío…
—Darío…
—Darío… —como proviniendo del cráter de un volcán en erupción.
Lentamente, el gran auto negro entró a la plaza y enfiló hacia catedral. «Ahora —
calculó Víctor— se detendrá en el atrio; él bajará y yo…» Casi alarmado retiró el
índice del gatillo que se disponía a oprimir. Parecíale escuchar, susurradas a su oído,
las palabras de Santibáñez: «No debe usted perder la cabeza por ningún motivo…».
Pero la limusina entró al atrio y frenó a la puerta de catedral donde la aguardaban,
con sus uniformes y sus penachos, los Caballeros. Por la mira telescópica Víctor pudo
atisbar, fugazmente, antes de que ocultaran docenas de otras espaldas, la del general.
Una sorda cólera golpeaba las sienes de Víctor cuando, en tropel, Darío y sus
acompañantes entraron al templo. «Debí haber disparado en ese segundo en que pude
hacerlo», se recriminó, a sabiendas de que la bala no hubiese alcanzado jamás su
objetivo. «Ahora —se preguntó—, ¿ahora qué hago?» Le quedaba el revólver,
aunque usarlo significaba para él riesgo tremendo. «Deberé acercarme al general para
no fallar el tiro», pensó, y por primera vez sintió un gran miedo; por primera vez,
también, comprendió que debía ser positivamente valiente. «Matarlo de lejos hubiera
sido cobarde. Hacerlo cara a cara probará que no soy marica.» Para no errar debía
estar cerca del Caudillo, y para estar cerca necesitaba ir al templo. «Que es lo que
haré…»
Antes de volver a la calle se echó a la boca la cápsula de cianuro. «Basta que la
rompa para que muera en un segundo», recordó. Alguien, surgiendo de un quicio en
penumbra, quiso detenerlo:
—Joven —lo llamó—. Oiga, joven —pero él no hizo caso y, apartándolo, echó a
correr en dirección a catedral.
En la esquina de la plaza había un auto policiaco. Sus tripulantes fumaban en su
interior. Quien había intentado hablar con Víctor desistió de seguirlo al perderle el
rastro entre la gente. No caminaba el muchacho. Como otros, corría abriéndose paso
a empellones, entre la masa humana. No avanzó más allá de la barrera de soldados y
Iracundo, César Darío insultaba a gritos al coronel de Estado Mayor, a los otros
oficiales y a los policías que habían cubierto la guardia en catedral.
—Por imbéciles lo dejaron escapar. Era él, ¿entienden?, él, y aunque algunos de
ustedes lo conocen, nada hicieron para detenerlo.
Con timidez indicó el coronel:
—Señor presidente: detuvimos a cuanto individuo nos pareció sospechoso.
Gritó más alto el Caudillo:
—¡Basta! No quiero oír más disculpas…
—No es disculpa, señor… —objetó el coronel, un poco picado.
—¡Basta, he dicho! —repitió Darío, y su grito quedó vibrando en el despacho de
la torre. Oficiales y policías no se atrevieron a mirarlo para no provocar otra
explosión de su cólera—. Pueden irse… —expresó. Cuando el grupo salía con la cola
entre las piernas después de la penosa escena, el Caudillo ordenó—: Que pasen el
señor Flynn y el coronel Macedo…
Flynn y el coronel Macedo aguardaban en la antesala, sin mirarse, como si fueran
desconocidos, protegiéndose uno del otro en el silencio hostil. Eran poco más de las
diez de la noche y Flynn estaba de mal humor porque César Darío lo había arrancado
a su descanso, a su familia. (El antiguo jefe de la Policía Política había vuelto a la
república pocas semanas después del golpe de Estado que derrocó al gobierno de
Gama. Sin embargo, no para servir al general, sino para dedicarse a administrar sus
propios bienes. Había comprado una hermosa finca en los aledaños de la metrópoli y
en ella, convertido ya en respetable rentista, pasaba largas temporadas con Marta y el
hijo de ambos. Al solicitar y obtener su retiro había prometido a Darío ayudarle
cuando se lo pidiera. Para sustituir a Flynn, Darío escogió a Macedo, un joven oficial
al que habilitó coronel de intendencia, y que era singularmente ambicioso y cruel. «Y
que —pensó Flynn, mirándolo de reojo— por creerse guapo se dedica más que a otra
cosa a conquistar mujeres.» Carecía Macedo de sagacidad y experiencia, pero era
leal, y por esta única virtud el Caudillo lo estimaba.)
Mientras esperaban ser recibidos, Macedo y Flynn apenas si habían cambiado un
par de frases. Macedo estaba intranquilo, pues temía que el presidente fuera a
reprenderlo por esa lamentable falla en la vigilancia que había aprovechado Víctor
para huir. Pero más le preocupaba que el general hubiese hecho venir a Flynn. Uno a
uno, con las caras largas por la reprimenda, fueron saliendo los oficiales y los policías
del despacho. El coronel hizo señas a Macedo y al norteamericano para que entraran.
Rápidamente, atropellando casi al viejo loe, se adelantó el nuevo jefe de la Policía
Política. Flynn sonreía al seguirlo. De un vistazo, en cuanto hubo cerrado la puerta,
Era ésa la calle y ése el número, pero Víctor dudaba. «No puedo creer que me hayan
mandado a refugiarme a un burdel», decíase, ante la fachada de ese lupanar de lujo,
situado en un elegante suburbio, no lejos de la mansión que los obreros regalaron a
César Darío al terminar su periodo presidencial. Grande, suntuosa, de líneas
francesas, con su buhardilla de pardos techos de pizarra, era aquella frente a la que se
encontraba, boquiabierto. De las ventanas de la planta baja fluía hacía los jardines la
alegre música tropical de una orquesta. Automóviles de alto precio, algunos cuidados
por choferes de uniforme, evidenciaban la calidad de la clientela. «De seguro alguien
se equivocó —repetíase— pero no fui yo; estoy seguro. Éstas son las señas que me
dieron: calle y número. Me dijeron que viniera aquí, donde me darían asilo; pero
ignoro por quién preguntar, a quién presentarme. Ahora estoy en un verdadero apuro,
y no puedo pasarme toda la noche vagando con la policía tras de mis pasos. Si éste no
fuera el lugar ¿a dónde ir? ¿A quién decir: Yo soy el hombre al que encomendaron
asesinar a César Darío?»
De pronto, desde el interior de un negro automóvil reluciente, le preguntó una
voz:
—¿Busca a alguien, mi amigo?
Puesto en guardia, la mano sobre el revólver, respondió el teniente:
—No. Ya me iba. Entré por equivocación… —y reculó unos pasos.
Quien lo había interrogado salió del auto. Durante el breve instante que la luz
interior del vehículo estuvo encendida, Víctor creyó reconocerlo, más que por las
facciones, apenas entrevistas, por su figura y, sobre todo, por la manera peculiar en
que se arreglaba el sombrero, un blanco panamá. «¿Dónde lo he visto antes?», se
interrogó; más no pudo contestarse porque el individuo se acercaba a él.
—¿Se va tan pronto, sin pasar siquiera un momento? —quiso saber.
—Sí, ya me voy…
—Espere… —pidió el hombre del sombrero panamá. Espere. ¿A dónde piensa ir?
Temía Víctor que fuera agente secreto. «Los burdeles están siempre llenos de
ellos», se dijo. «Si intenta detenerme tendré que usar la pistola.» El hombre se había
detenido a un par de metros, con los brazos flojos a lo largo del cuerpo. Los rasgos de
su cara permanecían en la sombra, por efecto del contraluz de una ventana.
—A ninguna parte —contestó Víctor. Pero tengo que irme…
—Hay muchos policías en todas partes, amigo mío… —expresó el hombre.
—¿Y eso, qué? —comentó Víctor, fingiendo que no comprendía la alusión de su
interlocutor.
—Pues que es muy peligroso para usted… y para otros… que se vaya. Además,
alguien lo está esperando allí dentro… —y señaló la casa. Es mejor que pase. Los
Sin entusiasmo, sólo fingiendo que lo tenía, Flynn planeaba la búsqueda de Víctor.
No confiaba, empero, hallarlo esa noche. «Es muy fácil esconderse, desaparecer, en
una ciudad como ésta, que tiene ya más de millón y medio de habitantes», pensaba.
«Por otra parte, nadie, excepto el general, recuerda haber visto al muchacho. Quizá
César Darío me ha puesto a atrapar a un fantasma; a alguien que ni siquiera sabemos
con certeza si está aquí. Suponiendo que Víctor haya regresado, ¿quién nos garantiza
que siga en la capital? ¿Por qué no llamar al agente de la Policía Política que vigila a
los exiliados en el extranjero y preguntarle si el muchacho está todavía allá? Nos
ahorraríamos gran cantidad de trabajo.» Ordenó que se hiciera la llamada. Un cuarto
de hora después, la operadora internacional comunicó a Flynn que la persona
solicitada se hallaba ausente de su domicilio.
—¿Cancelamos la comunicación?
—No. Siga trabajándola.
Fastidiaba a Flynn que el Caudillo le hubiese encomendado misión tan ingrata; no
por el esfuerzo personal o por tener que pasar la noche en vela, sino porque Marta, su
esposa, estaría sola («y nerviosa, y llena de miedo, esperando lo peor») hasta que él
regresara. Le exasperaba también, quizá sobre todo, la fatuidad de pavo real de
Macedo. Echó un vistazo en torno. En el escritorio, dentro de una marco de plata
había un retrato del joven coronel; y otros, más grandes, muy visibles, en los muros y
en los muebles. «El imbécil está enamorado de sí. Pobre tonto.» La oficina, con ser la
misma que Flynn había ocupado por años, veíase distinta. Ya no existían los severos
temos de piel oscura, las paredes desnudas, el piso de pulido granito. Todo era
distinto: sofás tapizados de seda; muros de suaves tonos pastel, cortinas multicolores,
una alfombra semejante a la del cubil de Darío; floreros colmados de rosas de pesado
olor dulzón. «Macedo ha convertido un sitio de trabajo, en una garçonnière»,
resoplaba.
A las dos de la madrugada Macedo, Flynn y los agentes habían visitado media
docena de prostíbulos. En ellos, el jefe de la Policía Política bromeaba con las
madames, manoseaba a las pupilas, bebía una copa de coñac y se esforzaba porque el
achacoso y gruñón norteamericano no dejara de advertir qué tan grande era su
popularidad personal. Los reportes de las patrullas no variaban: «Sin novedad».
Mientras se dirigían al siguiente lupanar («El más exclusivo de este pueblo, Flynn;
sólo lo visitan generales, ministros, gobernadores, millonarios; gente bien, toda»), el
presidente Darío se comunicó por radio con el auto.
—¿Cuándo diablos van a pescarlo? —quiso saber, con voz áspera.
—En cuanto podamos, señor —respondió Flynn.
—¿Cuántos agentes tiene trabajando?
Terció Macedo, con su modo servil:
—Cerca de quinientos, señor presidente. Todos los disponibles, señor presidente.
Hubo una pausa. Luego:
—¿Flynn?
—Sí, general.
—Flynn —repitió con apremio—, ¡debe usted encontrarlo esta misma noche!
—Eso quiero, señor.
—Flynn: no vaya a fallarme.
—No, señor.
—Así lo espero. Confío en usted. Llámeme a la hora que sea. Estaré esperándolo.
Al concluir la rápida conferencia confirmó Flynn su primera sospecha. «El
presidente teme algo. Lo que sea, tiene relación con Víctor. ¿Qué puede ser? Sólo
Darío lo sabe.» Muy en lo íntimo deseaba no encontrar al teniente. «Si anda metido
en un asunto político, como de seguro es, el general querrá llegar al fondo, averiguar
mil detalles más. En cuanto pesque a Víctor, el viejo me pondrá a trabajar días,
semanas o meses.» Tal perspectiva se le antojaba sombría. «Pasado mañana debo
comenzar a regar en la hacienda; y si no riego perderé la cosecha. Es mejor, sí, mejor
que no atrape a ese muchacho. Soy capaz de ayudarlo a que se marche. El general
tendría que dejar el caso por la paz…»
—Llegamos, Flynn, venga. Aquí es la casa de Margot. Todo es bueno dentro: las
mujeres y el vino…
Cansadamente Flynn bajó del vehículo y, seguido por los otros dos agentes, entró
con Macedo a la elegante mansión. Tenía deseos de llamar a Marta, para que no se
preocupara. En la gran sala de piso de parquet encerado bailaba una pareja. En un
extremo, un grupo de hombres discutía en voz alta. Macedo reconoció a algunos (el
Para las seis, la primera etapa de la búsqueda había concluido. Los hombres que en
ella habían participado esperaban nuevas órdenes en la Fortaleza. En los subterráneos
y en las oficinas de la Policía Política continuaba interrogándose a unas cien
personas, a las que se suponía relacionadas en una u otra forma con Gama. Se les
había arrestado para tratar de establecer qué contacto podían tener, o haber hecho,
con el teniente al que el Caudillo deseaba atrapar. Pero nada había podido
averiguarse. Nadie sabía siquiera que Víctor hubiese regresado, y menos aún a qué.
Las preguntas caían innumerables, sobre los sospechosos.
—¿Dónde está?
—¿Dónde se esconde?
—¿Quién lo aloja?
—¿Cómo llegó aquí?
—¿Quien lo ayudó a entrar al país?
—¿Cuándo?
—¿Cómo?
—¿Dónde?
Pero no se les mencionaba nunca el nombre de Víctor, con la esperanza de que
alguien se traicionara, pronunciándolo. No sólo los agentes habían fracasado en la
pesquisa; también los delatores: los millares de hombres y mujeres —ladrones y
prostitutas; mendigos y porteras; vendedores de diarios y choferes de taxi; meseros y
alcahuetes— que constituían la oscura fuerza aliada a la maquinaria policial tampoco
habían podido averiguar el paradero del muchacho, o hallar una pista que condujera a
él, o precisar siquiera si estaba en la ciudad. Los reportes de las fronteras eran
lacónicos. «Por aquí no ha pasado esa persona.» Las patrullas costeras del litoral
decían lo mismo. «Prácticamente —comentaban los polizontes—, se ha evaporado…
si alguna vez llegó aquí.» La opinión más difundida entre ellos era la de que el
general Darío había visto visiones.
Flynn estaba ya convencido de que Víctor no sólo no estaba en la ciudad; ni
siquiera en el país. «Es prácticamente imposible entrar o salir de la república sin
pasaporte, sin que una constancia escrita y gráfica sea levantada. ¡Y si el hombre no
está es porque no llegó a venir, aunque el general insista en haberlo visto! Hemos
puesto la ciudad y el país de cabeza, y ni un rastro suyo. Lo malo es que Darío no
quedará conforme hasta que lo encuentre, lo que puede llevarse un día o un mes; o
hasta que se convenza de que no era Víctor al que vio en la iglesia.» Se hallaba Flynn
en la oficina de Macedo, bebiendo café y comiendo un emparedado. Esperaba que
sonara el teléfono. Había pedido una nueva conferencia con el agente de la PP en el
Recordó que había olvidado el dinero en la ropa que Margot guardó en el armario.
Era, pues, imposible que alquilara un taxi para dirigirse al centro de la ciudad. No le
quedaba otra alternativa que abordar uno de los autobuses que —por ser ese día de
asueto oficial— transportaban gratuitamente pasajeros hacia la zona comercial. Al
subir a él se encontró de cara con otro capitán, que lo saludó con deferencia, quizá
impresionado por los coroneles de Estado Mayor. Un teniente de transmisiones le
cedió el asiento.
«Tenía razón la mujer, y un uniforme más no se nota», decíase. No menos de una
docena de oficiales, inclusive un viejo coronel, viajaban en el autobús. Víctor había
temido que lo detuvieran apenas pisara la calle. Nadie, sin embargo, se fijaba en él; ni
los civiles y, mucho menos, los otros militares. Quien iba junto le ofreció un
periódico.
—Gracias, teniente.
No le interesaba leer, aunque fingió que en ello se ocupaba una buena parte del
viaje. En la primera plana había una fotografía del presidente, en el Te Deum.
Aparecía de rodillas, apoyada la frente en sus nudillos. El grabado le hizo recordar:
«Así lo tuve, de espaldas a mí, indefenso ante la cólera de mi revólver, y sin embargo,
me faltó valor para disparar». Saber que había sido cobarde en aquel instante lo
irritaba, lo hacía sentirse mal. «Margot —rememoró— dijo que estoy portándome
como un chico malcriado, al desobedecer las órdenes. ¿Lo soy en verdad?» Se
contestó que sí. ¿No por un arrebato infantil se hallaba en ese autobús? ¿Por qué
insistía —él, que no deseaba morir, que temía a la muerte y al dolor— en querer
matar a Darío? ¿Quizá para demostrar a los otros, y principalmente a sí mismo, que
era valiente? «Bueno: lo he demostrado. Que soy valiente, no lo dudarán. Entonces,
¿qué diablos hago aquí?» Decidió volver a casa de Margot, pedir disculpas por
haberse ausentado y someterse a la disciplina que ellos, los que disponían de sus
actos, dictaban. Pero, antes de llegar a la siguiente parada del autobús, reflexionó:
«¿Y mi lugar en la historia, quién lo ocupará? ¿Al huir por cobardía, porque a pesar
de todo sigo siendo cobarde, no renuncio al privilegio de ser héroe? Darío va a morir;
lo van a matar ellos. Lo ha dicho Margot. Alguien disparará el arma o lanzará la
bomba que lo destrozará. ¿A quién recordarán los que vengan después: al que quiso y
no pudo, como yo; o al que, sin importar cómo, lo hizo?» El vehículo frenó. Bajaron
unos; subieron otros. Víctor permaneció en su asiento. «Si alguien de todos modos va
a asesinar al general, seré yo. Hoy.»
Cuando Víctor llegó a la plaza de Marte, un reloj marcaba las 9:30. Por unos
instantes no supo qué hacer ni a dónde dirigirse. «Lo más idiota de todo —decíase—
El estadio rebosaba, y Víctor calculó que no menos de cien mil personas ocupaban
graderíos y pasillos, la pista y el césped. En el centro, se erguía una gran tribuna,
pletórica también. En ella acompañaban al presidente los ministros, los diplomáticos,
los líderes obreros, los jefes de ejército con quienes había comido en el Club Militar.
Aunque había entrado al estadio dos horas antes de que el mitin principiara,
Víctor sólo había podido conseguir un sitio en el sector destinado a los militares de
provincia, en la tribuna oeste. «Demasiado lejos, como siempre, para acertar»,
pensaba con rabia. La vigilancia, allí, era también rigurosa. Policías políticos, agentes
secretos, guardianes de uniforme y tropas de línea, estaban estratégicamente
mezclados entre el público. Ninguno de ellos miraba hacia el presidente. Todos, de
espalda a la tribuna, encaraban a los espectadores.
Ahora que era un ser anónimo entre la multitud, comprendía Víctor qué difícil
resultaba para el hombre común acercarse al Caudillo. «Estamos aquí unas cien mil
personas y quizá otras tantas se hallan en el exterior; y sin embargo, no más de
cincuenta, las que están con él en la tribuna, pueden ver a César Darío. Cuando se le
sirve como amigo o empleado no se da uno cuenta de lo lejos que está de él,
verdaderamente, del pueblo; de esta masa que constituye su verdadera defensa. Desde
donde yo estoy, desde donde los demás están, ¿qué vemos del general? Apenas una
pequeñísima figura que se mueve ante los micrófonos; y de su voz sólo escuchamos