El Hombre de Arena - E.T.a. Hoffmann

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El hombre de arena (Der Sandmann) es el relato más célebre de

E.T.A. Hoffmann. Publicado en 1817 en sus Cuentos nocturnos


(Nachtstücke), es el relato más representativo del máximo autor del
género del romanticismo negro (Schwarze Romantik, conocido
también como literatura de terror gótico) durante el siglo XIX.
El relato narra la vida de un estudiante, Nathanaël, quien está
traumatizado por la muerte de su padre, ocurrida durante su
infancia. A pesar de estar comprometido, se enamora de una
autómata, Olimpia, construida por Spalanzani y un cómplice.
Nathanaël cree que éste es real. El descubrimiento del truco lo lleva
a la locura y finalmente a la muerte.
E.T.A. Hoffmann

El hombre de arena
ePUB v1.3
Perseo 06.05.12
Título original: Der Sandmann
E.T.A. Hoffman, 1817
Traducción: Luis Fernando Moreno Claros y Ana Isabel Moreno Claros
Diseño/retoque portada: Perseo

Editor original: Perseo (v1.0 a v1.4)


Corrección de erratas: Perseo
ePub base v2.0
Nataniel a Lotario

Sin duda estarán inquietos porque hace tanto tiempo que no les escribo.
Mamá estará enfadada y Clara pensará que vivo en tal torbellino de alegría
que he olvidado por completo la dulce imagen angelical tan profundamente
grabada en mi corazón y en mi alma. Pero no es así; cada día, cada hora,
pienso en ustedes y el rostro encantador de Clara vuelve una y otra vez en
mis sueños; sus ojos transparentes me miran con dulzura, y su boca me
sonríe como antaño, cuando volvía junto a ustedes. ¡Ay de mí! ¿Cómo
podría haberles escrito con la violencia que anidaba en mi espíritu y que
hasta ahora ha turbado todos mis pensamientos? ¡Algo espantoso se ha
introducido en mi vida! Sombríos presentimientos de un destino cruel y
amenazador se ciernen sobre mí, como nubes negras, impenetrables a los
alegres rayos del sol. Debo decirte lo que me ha sucedido. Debo hacerlo, es
preciso, pero sólo con pensarlo oigo a mi alrededor risas burlonas. ¡Ay,
querido Lotario, cómo hacer para intentar solamente que comprendas que lo
que me sucedió hace unos días ha podido turbar mi vida de una forma
terrible! Si estuvieras aquí podrías ver con tus propios ojos; pero
ciertamente piensas ahora en mí como en un visionario absurdo. En pocas
palabras, la horrible visión que tuve, y cuya mortal influencia intento evitar,
consiste simplemente en que, hace unos días, concretamente el 30 de
octubre a mediodía, un vendedor de barómetros entró en mi casa y me
ofreció su mercancía. No compré nada y lo amenacé con precipitarlo
escaleras abajo, pero se marchó al instante.
Sospechas sin duda que circunstancias concretas que han marcado
profundamente mi vida conceden relevancia a este insignificante
acontecimiento, y así es en efecto. Reúno todas mis fuerzas para contarte
con tranquilidad y paciencia algunas cosas de mi infancia que aportarán luz
y claridad a tu espíritu. En el momento de comenzar te veo reír y oigo a
Clara que dice: «¡son auténticas chiquilladas!». ¡Ríanse! ¡Ríanse de todo
corazón, se lo suplico! Pero ¡Dios del cielo!, mis cabellos se erizan y me
parece que los conjuro a burlarse de mí en el delirio de la desesperación,
como Franz Moor conjuraba a Daniel. Vamos al hecho en cuestión.
Salvo en las horas de las comidas, mis hermanos y yo veíamos a mi
padre bastante poco. Estaba muy ocupado en su trabajo. Después de la cena,
que, conforme a las antiguas costumbres, se servía a las siete, íbamos todos,
nuestra madre con nosotros, al despacho de nuestro padre, y nos
sentábamos a una mesa redonda. Mi padre fumaba su pipa y bebía un gran
vaso de cerveza. Con frecuencia nos contaba historias maravillosas, y sus
relatos lo apasionaban tanto que dejaba que su pipa se apagase; yo estaba
encargado de encendérsela de nuevo con una astilla prendida, lo cual me
producía un indescriptible placer. También a menudo nos daba libros con
láminas; y permanecía silencioso e inmóvil en su sillón apartando espesas
nubes de humo que nos envolvían a todos como la niebla. En este tipo de
veladas, mi madre estaba muy triste, y apenas oía sonar las nueve,
exclamaba: «Vamos niños, a la cama… ¡el Hombre de Arena está al
llegar…! ¡ya lo oigo!». Y, en efecto, se oía entonces retumbar en la escalera
graves pasos; debía ser el Hombre de Arena. En cierta ocasión, aquel ruido
me produjo más escalofríos que de costumbre y pregunté a mi madre
mientras nos acompañaba:
—¡Oye mamá! ¿Quién es ese malvado Hombre de Arena que nos aleja
siempre del lado de papá? ¿Qué aspecto tiene?
—No existe tal Hombre de Arena, cariño —me respondió mi madre—.
Cuando digo «viene el Hombre de Arena» quiero decir que tienen que ir a
la cama y que sus párpados se cierran involuntariamente como si alguien les
hubiera tirado arena a los ojos.
La respuesta de mi madre no me satisfizo y mi infantil imaginación
adivinaba que mi madre había negado la existencia del Hombre de Arena
para no asustarnos. Pero yo lo oía siempre subir las escaleras.
Lleno de curiosidad, impaciente por asegurarme de la existencia de este
hombre, pregunté a una vieja criada que cuidaba de la más pequeña de mis
hermanas, quién era aquel personaje.
—¡Ah mi pequeño Nataniel! —me contestó—, ¿no lo sabes? Es un
hombre malo que viene a buscar a los niños cuando no quieren irse a la
cama y les arroja un puñado de arena a los ojos haciéndolos llorar sangre.
Luego los mete en un saco y se los lleva a la luna creciente para divertir a
sus hijos, que esperan en el nido y tienen picos encorvados como las
lechuzas para comerles los ojos a picotazos.
Desde entonces, la imagen del Hombre de Arena se grabó en mi espíritu
de forma terrible; y, por la noche, en el instante en que las escaleras
retumbaban con el ruido de sus pasos, temblaba de ansiedad y de horror; mi
madre sólo podía entonces arrancarme estas palabras ahogadas por mis
lágrimas: «¡El Hombre de Arena! ¡El Hombre de Arena!». Corría al
dormitorio y aquella terrible aparición me atormentaba durante toda la
noche.
Yo tenía ya la edad suficiente como para pensar que la historia del
Hombre de Arena y sus hijos en el nido de la luna creciente, según la
contaba la vieja criada, no era del todo exacta; sin embargo, el Hombre de
Arena siguió siendo para mí un espectro amenazador. El terror se apoderaba
de mí cuando lo oía subir al despacho de mi padre. Algunas veces duraba su
ausencia largo tiempo; luego, sus visitas volvían a ser frecuentes; aquello
duró varios años. No podía acostumbrarme a tan extraña aparición, y la
sombría figura de aquel desconocido no palidecía en mi pensamiento. Su
relación con mi padre ocupaba cada vez más mi imaginación, la idea de
preguntarle a él me sumía en un insuperable temor, y el deseo de indagar el
misterio, de ver al legendario Hombre de Arena, aumentaba en mí con los
años. El Hombre de Arena me había deslizado en el mundo de lo fantástico,
donde el espíritu infantil se introduce tan fácilmente. Nada me complacía
tanto como leer o escuchar horribles historias de genios, brujas y duendes;
pero, por encima de todas las escalofriantes apariciones, prefería la del
Hombre de Arena que dibujaba con tiza y carbón en las mesas, en los
armarios y en las paredes bajo las formas más espantosas. Cuando cumplí
diez años, mi madre me asignó una habitación para mí solo, en el corredor,
no lejos de la de mi padre. Como siempre, al sonar las nueve el desconocido
se hacía oír, y había que retirarse. Desde mi habitación lo oía entrar en el
despacho de mi padre, y poco después me parecía que un imperceptible
vapor se extendía por toda la casa. La curiosidad por ver al Hombre de
Arena de la forma que fuese crecía en mí cada vez más. Alguna vez abrí mi
puerta, cuando mi padre ya se había ido, y me deslicé en el corredor; pero
no pude oír nada, pues siempre habían cerrado ya la puerta cuando
alcanzaba la posición adecuada para poder verle. Finalmente, empujado por
un deseo irresistible, decidí esconderme en el gabinete de mi padre, y
esperar allí mismo al Hombre de Arena.
Por el semblante taciturno de mi padre y por la tristeza de mi madre
supe una noche que vendría el Hombre de Arena. Pretexté un enorme
cansancio y abandonando la sala antes de las nueve fui a esconderme detrás
de la puerta. La puerta de la calle crujió en sus goznes y lentos pasos, tardos
y amenazadores, retumbaron desde el vestíbulo hasta las escaleras. Mi
madre y los niños pasaron apresuradamente ante mí. Abrí despacio, muy
despacio, la puerta del gabinete de mi padre. Estaba sentado como de
costumbre, en silencio y de espaldas a la puerta. No me vio, y corrí a
esconderme detrás de una cortina que tapaba un armario en el que estaban
colgados sus trajes. Después los pasos se oyeron cada vez más cerca,
alguien tosía, resoplaba y murmuraba de forma singular. El corazón me latía
de miedo y expectación. Muy cerca de la puerta, un paso sonoro, un golpe
violento en el picaporte, los goznes giran ruidosamente. Adelanto a mi
pesar la cabeza con precaución, el Hombre de Arena está en medio de la
habitación ¡el resplandor de las velas ilumina su rostro! ¡El Hombre de
Arena, el terrible Hombre de Arena, es el viejo abogado Coppelius que a
veces se sienta a nuestra mesa! Pero el más horrible de los rostros no me
hubiera causado más espanto que el de aquel Coppelius. Imagínate un
hombre de anchos hombros con una enorme cabeza deforme, una tez mate,
cejas grises y espesas bajo las que brillan dos ojos verdes como los de los
gatos y una nariz gigantesca que desciende bruscamente sobre sus gruesos
labios. Su boca torcida se encorva aún más con su burlona sonrisa; en sus
mejillas dos manchas rojas y unos acentos a la vez sordos y silbantes se
escapan de entre sus dientes irregulares. Coppelius aparecía siempre con un
traje color ceniza, de una hechura pasada de moda, chaqueta y pantalones
del mismo color, medias negras y zapatos con hebillas de estrás. Su corta
peluca, que apenas cubría su cuello, terminaba en dos bucles pegados que
soportaban sus grandes orejas, de un rojo vivo, e iba a perderse en un
amplio tafetán negro que se desplegaba aquí y allá en su espalda y dejaba
ver el broche de plata que sujetaba su lazo. Aquella cara ofrecía un aspecto
horrible y repugnante, pero lo que más nos chocaba a nosotros, niños, eran
aquellas grandes manos velludas y huesudas; cuando él las dirigía hacia
algún objeto, nos guardábamos de tocarlo. Él se había dado cuenta de esto y
se complacía en tocar los pasteles o las frutas confitadas que nuestra madre
había puesto sigilosamente en nuestros platos; entonces él gozaba viendo
nuestros ojos llenos de lágrimas al no poder ya saborear por asco y
repulsión las golosinas que él había rozado. Lo mismo hacía los días de
fiesta, cuando nuestro padre nos servía un vasito de vino dulce. Entonces se
apresuraba a coger el vaso y lo acercaba a sus labios azulados, y reía
diabólicamente viendo cómo sólo podíamos exteriorizar nuestra rabia con
leves sollozos. Acostumbraba a llamarnos los animalitos; en presencia suya
no nos estaba permitido decir una sola palabra y maldecíamos con toda
nuestra alma a aquel personaje odioso, a aquel enemigo que envenenaba
deliberadamente nuestra más pequeña alegría. Mi madre parecía odiar tanto
como nosotros al repugnante Coppelius, pues, desde el instante en que
aparecía, su dulce alegría y su despreocupada forma de ser se tornaban en
una triste y sombría gravedad. Nuestro padre se comportaba con Coppelius
como si éste perteneciera a un rango superior y hubiera que soportar sus
desaires con buen ánimo. Nunca dejaba de ofrecerle sus platos favoritos y
descorchaba en su honor vinos de reserva.
Al ver entonces a Coppelius me di cuenta de que ningún otro podía
haber sido el Hombre de Arena; pero el Hombre de Arena ya no era para mí
aquel ogro del cuento de la niñera que se lleva a los niños a la luna, al nido
de sus hijos con pico de lechuza. No. Era una odiosa y fantasmagórica
criatura que dondequiera que se presentase traía tormento y necesidad,
causando un mal durable, eterno.
Yo estaba como embrujado, con la cabeza entre las cortinas, a riesgo de
ser descubierto y cruelmente castigado. Mi padre recibió alegremente a
Coppelius.
—¡Vamos! ¡al trabajo! —exclamó el otro con voz sorda quitándose la
levita.
Mi padre, con aire sombrío, se quitó la bata y los dos se pusieron unas
túnicas negras. Mi padre abrió la puerta de un armario empotrado que
ocultaba un profundo nicho donde había un horno. Coppelius se acercó, y
del hogar se elevó una llama azul. Una gran cantidad de extrañas
herramientas se iluminaron con aquella claridad. Pero ¡Dios mío, qué
extraña metamorfosis se había operado en los rasgos de mi anciano padre!
Un dolor violento y terrible parecía haber cambiado la expresión honesta y
leal de su fisonomía, que se había contraído de forma satánica. ¡Se parecía a
Coppelius! Éste manejaba unas pinzas incandescentes y atizaba los
carbones ardientes del hogar. Creí ver a su alrededor figuras humanas, pero
sin ojos. En su lugar había cavidades negras, profundas, horribles.
—¡Ojos, ojos! —gritaba Coppelius con voz sorda, amenazadora.
Grité y caí al suelo, violentamente abatido por el miedo. Entonces
Coppelius me cogió.
—¡Pequeña bestia! ¡Pequeña bestia! —dijo haciendo crujir los dientes
de un modo espantoso. Diciendo esto me arrojó al horno, cuya llama
prendía ya mis cabellos.
—Ahora —exclamó— ya tenemos ojos, ¡ojos! ¡un hermoso par de ojos
de niño! —Y con sus manos cogió del hogar un puñado de carbones
ardientes que se disponía a arrojar a mis ojos, cuando mi padre, con las
manos juntas, le imploró:
—¡Maestro! ¡Maestro! ¡Deja los ojos a mi Nataniel! ¡Déjaselos!
Coppelius se echó a reír de forma estrepitosa.
—Que el niño conserve sus ojos para que éstos realicen su trabajo en el
mundo; pero, puesto que está aquí, observemos atentamente el mecanismo
de sus pies y de sus manos.
Sus dedos apretaron todas las articulaciones de mis miembros, que
crujieron, y me retorció las manos y los pies de una forma y de otra.
—¡Esto no está del todo bien! ¡Tan bien como estaba! ¡El viejo lo ha
entendido perfectamente!
Coppelius murmuraba esto mientras me retorcía; pero pronto todo se
volvió oscuro y confuso a mi alrededor; un dolor nervioso agitó todo mi ser;
no sentí nada más. Un vapor dulce y cálido se derramó sobre mi rostro;
desperté como del sueño de la muerte. Mi madre estaba inclinada sobre mí.
—¿Está aquí el Hombre de Arena? —balbucí.
—No, mi niño, está muy lejos; se fue hace mucho, no te hará daño.
Así decía mi madre, y me besaba estrechando contra su corazón al niño
querido que le era devuelto.
¿Para qué cansarte por más tiempo con estas historias, querido Lotario?
Fui descubierto y cruelmente maltratado por Coppelius. La ansiedad y el
miedo me causaron una ardiente fiebre que padecí durante algunas
semanas; «¿Está aún aquí el Hombre de Arena?». Éstas fueron las primeras
palabras de mi salvación y el primer signo de mi curación. Sólo me queda
contarte el instante más horrible de mi infancia; después te habrás
convencido de que no hay que acusar a mis ojos de que todo me parezca sin
color en la vida; pues un sombrío destino ha levantado una densa nube ante
todos los objetos, y sólo mi muerte podrá disiparla.
Coppelius no volvió a aparecer, se dijo que había abandonado la ciudad.
Había transcurrido un año, y cierta noche, según la antigua e invariable
costumbre, estábamos sentados en la mesa redonda. Nuestro padre estaba
muy alegre y nos contaba historias divertidas que le habían sucedido en los
viajes de su juventud. En el momento en que el reloj daba las nueve oímos
sonar los goznes de la puerta de la casa, y unos graves pasos retumbaron
desde el vestíbulo hasta las escaleras.
—¡Es Coppelius! —dijo mi madre palideciendo.
—Sí, es Coppelius —repitió mi padre con voz entrecortada.
Las lágrimas asomaron a los ojos de mi madre:
—¡Padre! ¿es preciso?
—Por última vez —respondió—. Viene por última vez, te lo juro. Ve
con los niños. Buenas noches.
Yo estaba petrificado, me faltaba el aire. Mi madre, viéndome inmóvil,
me cogió del brazo.
—Ven, Nataniel —me dijo. Me dejé llevar a mi habitación—. Estate
tranquilo y acuéstate. ¡Duerme! —me dijo al irse.
Pero un terror invencible me agitaba y no pude cerrar los ojos. El
horrible, el odioso Coppelius estaba ante mí, con sus ojos destellantes,
sonriéndome hipócrita, e intentaba alejar su imagen. Era cerca de media
noche cuando se oyó un golpe violento, como la detonación de un arma de
fuego. La casa entera se tambaleó, alguien pasó corriendo por delante de mi
cuarto y la puerta de la calle se cerró estrepitosamente de un porrazo.
—¡Es Coppelius! —grité fuera de mí, y salté de la cama. Oí gemidos;
corrí a la habitación de mi padre, la puerta estaba abierta, se respiraba un
humo asfixiante, y una criada gritaba:
—¡El señor! El señor!
Delante del horno encendido, en el suelo, yacía mi padre muerto, con la
cara destrozada. Mis hermanas, de rodillas a su alrededor, clamaban y
gemían. Mi madre había caído inmóvil junto a su marido.
—¡Coppelius, monstruo infame! ¡Has asesinado a mi padre! —grité. Y
caí sin sentido.
Dos días más tarde, cuando colocaron su cuerpo en el ataúd, sus rasgos
habían vuelto a ser serenos y dulces como lo fueron durante toda su vida.
Aquella imagen mitigó mi dolor; pensé que su alianza con el infernal
Coppelius no lo había llevado a la condenación eterna.
La explosión había despertado a los vecinos, el suceso causó sensación,
y las autoridades, que tuvieron conocimiento del mismo, requirieron la
presencia de Coppelius. Pero había desaparecido de la ciudad sin dejar
rastro.
Si te dijera, querido amigo, que el vendedor de barómetros no era otro
sino el miserable Coppelius, comprenderías el horror que me produjo tan
desgraciada y enemiga aparición. Llevaba otro traje, pero los rasgos de
Coppelius están demasiado profundamente marcados en mi alma como para
poder equivocarme. Además, Coppelius ni siquiera ha cambiado de
nombre. Se hace pasar aquí —según tengo oído—, por un mecánico
piamontés llamado Giuseppe Coppola.
Estoy decidido a vengar la muerte de mi padre, pase lo que pase. No
digas nada a mi madre de este encuentro cruel. Saluda a la encantadora
Clara; le escribiré con una mayor presencia de ánimo.
Queda con Dios, etcétera.
Clara a Nataniel

Es cierto que hace mucho que no me has escrito pero creo, sin embargo,
que me llevas en tu alma y en tus pensamientos; pues pensabas vivamente
en mí cuando, queriendo enviar tu última carta a mi hermano Lotario, la
suscribiste a mi nombre. La abrí con alegría y sólo me di cuenta de mi error
al ver estas palabras: «¡Ay, mi querido Lotario!». Sin duda no debería haber
seguido leyendo y debí entregar la carta a mi hermano. Alguna vez me has
reprochado entre risas el que yo tuviera un espíritu tan apacible y tranquilo
que si la casa se derrumbara, antes que huir, colocaría en su sitio una cortina
mal puesta; pero apenas podía respirar y todo daba vueltas ante mis ojos, mi
querido Nataniel, al saber la infortunada causa que ha turbado tu vida.
Separación eterna, no verte nunca más, este presentimiento me atravesaba
como un puñal ardiente. Leí y volví a leer. Tu descripción del repugnante
Coppelius es horrible. Así he sabido la forma cruel en que murió tu anciano
y venerable padre. Mi hermano, a quien remití lo que le pertenecía, intentó
tranquilizarme, sin conseguirlo. El fatal vendedor de barómetros Giuseppe
Coppola me perseguía, y casi me avergüenza confesar que ha turbado, con
terribles imágenes, mi sueño siempre profundo y tranquilo. Pero de pronto,
desde la mañana siguiente, todo me parece distinto. No estés enfadado
conmigo, amor mío, si Lotario te dice que a pesar de tus funestos
presentimientos sobre Coppelius no se altera mi serenidad en absoluto. Te
diré sinceramente lo que pienso. Las cosas terribles de que hablas tienen su
origen dentro de ti mismo, el mundo exterior y real tiene poco que ver. El
viejo Coppelius sin duda era repelente, pero, como odiaba a los niños, esto
producía en ustedes, niños, verdadero horror hacia él.
El Hombre de Arena de la niñera se asoció en tu imaginación infantil al
viejo Coppelius quien, sin que te dieras cuenta, permaneció en ti como un
fantasma de tus primeros años. Sus entrevistas nocturnas con tu padre no
tenían otro objeto que realizar experimentos de alquimia, cosa que afligía a
tu madre pues posiblemente costaba mucho dinero; y aquella ocupación,
además de llenar a su esposo de una engañosa esperanza de sabiduría, lo
apartaba del cuidado de su familia. Tu padre sin duda causó su muerte por
imprudencia suya, y Coppelius no es culpable. ¿Creerías que ayer pregunté
a un viejo vecino boticario si los experimentos químicos podían causar
explosiones mortales? Asintió describiéndome largamente a su manera
cómo se hacían tales cosas, citándome gran número de palabras extrañas
que no he podido retener en mi memoria. Ahora vas a enfadarte con tu
Clara; dices: «en su frío espíritu no entra ni un solo rayo misterioso de los
que tantas veces abrazan al hombre con sus alas invisibles; ella percibe tan
sólo la superficie coloreada del mundo y se alegra como un niño a la vista
de frutas cuya dorada cáscara esconde un mortal veneno».
¡Ah, mi bienamado Nataniel! ¿Acaso no piensas que el sentimiento de
un poder enemigo que se agita de manera funesta sobre nuestro ser, no
puede penetrar en las almas sonrientes y serenas? Perdóname si yo, una
simple jovencita, intento expresar lo que siento ante la idea de una lucha
semejante. Quizá no encuentro las palabras adecuadas y tú te ríes, no de mis
pensamientos, sino de mi torpeza para expresarlos. Si realmente existe un
poder oculto que tan traidoramente hunde sus garras en nuestro interior para
cogernos y arrastrarnos a un camino peligroso que habríamos evitado, si tal
fuerza existe, debe doblegarse ante nosotros mismos, pues sólo así ganará
nuestra confianza y un lugar en nuestro corazón, lugar que necesita para
realizar su obra. Si tenemos la suficiente firmeza, el valor necesario para
reconocer el camino hacia el que deben conducirnos nuestra vocación y
nuestras inclinaciones, para caminar con paso tranquilo, nuestro enemigo
interior perecerá en los vanos esfuerzos que haga por ilusionarnos. También
es cierto, añade Lotario, que la tenebrosa presencia a la que nos entregamos
crea con frecuencia en nosotros imágenes tan atrayentes que nosotros
mismos producimos el engaño que nos consume. Es el fantasma de nuestro
propio Yo cuya influencia mueve nuestra alma y nos sumerge en el infierno
o nos conduce al cielo. ¡Te das cuenta, querido Nataniel! Mi hermano y yo
hemos hablado de oscuras fuerzas y poderes que a mí, después de haber
escrito, no sin esfuerzo, lo más importante, se me aparecen sosegadas,
profundas. Las últimas palabras de Lotario no las entiendo del todo bien,
sólo intuyo lo que piensa; sin embargo, me parece rigurosamente cierto. Te
lo suplico, aparta de tu pensamiento al odioso abogado Coppelius y al
vendedor de barómetros Coppola. Convéncete de que esas extrañas figuras
no tienen influencia sobre ti. Sólo la creencia en su poder enemigo las
vuelve enemigas. Si cada línea de tu carta no expresara la profunda
exaltación de tu espíritu, si el estado de tu alma no afligiera mi corazón,
podría bromear sobre tu Hombre de Arena y tu abogado alquimista.
¡Alégrate! Me he prometido estar a tu lado como un ángel guardián y
arrojar al odioso Coppola de una loca carcajada si viniera a turbar tu sueño.
No le temo en absoluto, ni a él ni a sus horribles manos que no podrían
estropearme las golosinas ni arrojarme arena a los ojos.
Hasta siempre, mi bienamado Nataniel, etcétera.
Nataniel a Lotario

Me resulta muy penoso el que Clara, por un error que causó mi


negligencia, haya roto el sello de mi carta y la haya leído. Me ha escrito una
epístola llena de una profunda filosofía, según la cual me demuestra
explícitamente que Coppelius y Coppola sólo existen en mi interior y que se
trata de fantasmas de mi Yo que se verán reducidos a polvo en cuanto los
reconozca como tales. Uno jamás podría imaginar que el espíritu que brilla
en sus claros y estremecedores ojos, como un delicioso sueño, sea tan
inteligente y pueda razonar de una forma tan metódica. Se apoya en tu
autoridad. ¡Han hablado de mí los dos juntos! Le has dado un curso de
lógica para que pueda ver las cosas con claridad y razonadamente. ¡Déjalo!
Además, es cierto que el vendedor de barómetros Coppola no es el viejo
abogado Coppelius. Asisto a las clases de un profesor de física de origen
italiano que acaba de llegar a la ciudad, un célebre naturalista llamado
Spalanzani. Conoce a Coppola desde hace muchos años y, por otra parte, es
fácil observar su acento piamontés. Coppelius era alemán, pero no un
alemán honesto. Aun así, no estoy del todo tranquilo. Tú y Clara pueden
seguir considerándome un sombrío soñador, pero no puedo apartar de mí la
impresión que Coppola y su espantoso rostro causaron en mí. Estoy
contento de que haya abandonado la ciudad, según dice Spalanzani. Este
profesor es un personaje singular, un hombre rechoncho, de pómulos
salientes, nariz puntiaguda y ojos pequeños y penetrantes. Te lo podrías
imaginar mejor que con mi descripción mirando el retrato de Cagliostro
realizado por Chodowiecki y que aparece en cualquier calendario berlinés;
así es Spalanzani. Hace unos días, subiendo a su apartamento, observé que
una cortina que habitualmente cubre una puerta de cristal estaba un poco
separada. Ignoro yo mismo cómo me encontré mirando a través del cristal.
Una mujer alta, muy delgada, de armoniosa silueta, magníficamente
vestida, estaba sentada con sus manos apoyadas en una mesa pequeña.
Estaba situada frente a la puerta, y de este modo pude contemplar su rostro
arrebatador. Pareció no darse cuenta de que la miraba, y sus ojos estaban
fijos, parecían no ver; era como si durmiera con los ojos abiertos. Me sentí
tan mal que corrí a meterme en el salón de actos que está justo al lado. Más
tarde supe que la persona que había visto era la hija de Spalanzani, llamada
Olimpia, a la que éste guarda con celo, de forma que nadie puede acercarse
a ella. Esta medida debe ocultar algún misterio, y Olimpia tiene sin duda
alguna tara. Pero, ¿por qué te escribo estas cosas? Podría contártelas
personalmente. Debes saber que dentro de dos semanas estaré con ustedes.
Tengo que ver a mi ángel, a mi Clara. Entonces podrá borrarse la impresión
que se apoderó de mí (lo confieso) al leer su carta tan fatal y razonable. Por
eso no le escribo hoy.
Mil abrazos, etcétera.
Nadie podría imaginar algo tan extraño y maravilloso como lo que le
sucedió a mi pobre amigo, el joven estudiante Nataniel, y que voy a
referirte, lector. ¿Acaso no has sentido alguna vez tu interior lleno de
extraños pensamientos? ¿Quién no ha sentido latir su sangre en las venas y
un rojo ardiente en las mejillas? Las miradas parecen buscar entonces
imágenes fantásticas e invisibles en el espacio y las palabras se exhalan
entrecortadas. En vano los amigos te rodean y te preguntan qué te sucede. Y
tú querrías pintar con sus brillantes colores, sus sombras y sus luces
destellantes, las vaporosas figuras que percibes, y te esfuerzas inútilmente
en encontrar palabras para expresar tu pensamiento. Querrías reproducir
con una sola palabra todo cuanto estas apariciones tienen de maravilloso, de
magnífico, de sombrío horror y de alegría inaudita, para sacudir a los
amigos como con una descarga eléctrica, pero toda palabra, cada frase, te
parece descolorida, glacial, sin vida. Buscas y rebuscas, y balbuces y
murmuras, y las tímidas preguntas de tus amigos vienen a golpear, como el
soplo del viento, tu ardiente imaginación hasta acabar apagándola. Pero si
tú, como un hábil pintor, trazas un rápido esbozo de tales imágenes
interiores, del mismo modo puedes también animar con poco esfuerzo los
colores y hacerlos cada vez más brillantes, y las diversas figuras fascinan a
los amigos que te ven en medio del mundo que tu alma ha creado. Debo
confesar que, a mí, querido lector, nadie me ha preguntado por la historia
del joven Nataniel; pero tú sabes que yo pertenezco a esa clase de autores
que cuando se encuentra en el estado de ánimo que acabo de describir se
imagina que cuantos lo rodean, e incluso el mundo entero, le preguntan,
«¿qué te pasa? ¡cuéntanos!». Así, una fuerza poderosa me obliga a hablarte
del fatal destino de Nataniel. Su vida singular me impresionaba, y por esta
razón me atormentaba la idea de comenzar su historia de una manera
significativa, original. «Érase una vez…» bonito principio, para aburrir a
todo el mundo. «En la pequeña ciudad de S…, vivía…» algo mejor, si se
tiene en cuenta que prepara ya el desenlace. O bien entrar in medias res:
«—¡Váyase al diablo! —exclamó colérico con los ojos llenos de furia y de
espanto el estudiante Nataniel cuando el vendedor de barómetros Giuseppe
Coppola…». Así había empezado ya a escribir cuando creí ver algo de burla
en la enfurecida mirada de Nataniel, aunque la historia no es en absoluto
divertida. No me vino a la mente ninguna frase que reflejara el estallido de
colores de la imagen que brillaba en mi interior. Decidí entonces no
empezar. Toma, querido lector, las tres cartas que mi amigo Lotario me
invitó a compartir como el esbozo del cuadro que me esforzaré, en el curso
de la narración, en animar cada vez con más colorido, lo mejor que pueda.
Quizá consiga, como un buen retratista, dar a algún personaje un toque
expresivo de manera que al verlo lo encuentres parecido al original, aun sin
conocerlo, y te parecerá verlo en persona. Quizá creerás, lector, que no hay
nada tan maravilloso y fantástico como la vida real, y que el poeta se limita
a recoger un pálido brillo, como en un espejo sin pulir.
Para que desde el principio quede claro lo que es necesario saber, hay
que añadir como aclaración a las cartas que, inmediatamente después de la
muerte del padre de Nataniel, Clara y Lotario, hijos de un pariente lejano
también recientemente fallecido, fueron recogidos por la madre de aquél.
Clara y Nataniel sintieron una fuerte inclinación mutua, contra la que nadie
tuvo nada que oponer. Estaban, pues, prometidos cuando Nataniel abandonó
la ciudad para proseguir sus estudios en G. Aquí se encuentra mientras
escribe su última carta y asiste al curso del célebre profesor de física
Spalanzani.
Ahora podría continuar mi relato tranquilamente, pero la imagen de
Clara se presenta ante mis ojos tan llena de vida que no puedo apartarla de
mí, como me pasaba siempre que me miraba dulcemente.
No podía decirse que Clara fuese bella, esto pensaban al menos los
entendidos en belleza. Sin embargo, los arquitectos elogiaban la pureza de
las líneas de su talle; los pintores decían que su nuca, sus hombros y su seno
eran tal vez demasiado castos, pero todos amaban su maravillosa cabellera
que recordaba a la de la Magdalena y coincidían en el color de su tez, digno
de un Battoni. Uno de ellos, un auténtico extravagante, comparaba sus ojos
a un lago de Ruisdael, donde se reflejan el azul del cielo, el colorido del
bosque y las flores del campo, la vida apacible. Poetas y virtuosos iban más
lejos y decían:
—¡Cómo hablan de lagos y de espejos! No podemos contemplar a esta
muchacha sin que su mirada haga brotar de nuestra alma cantos y armonías
celestes que nos sobrecogen y nos animan. ¿Acaso no cantamos nosotros
también, y alguna vez hasta creemos leer en la tenue sonrisa de Clara que es
como un cántico, no obstante algunos tonos disonantes?
Así era. Clara poseía la imaginación alegre y vivaz de un niño inocente,
un alma de mujer tierna y delicada, y una inteligencia penetrante y lúcida.
Los espíritus ligeros y presuntuosos no tenían nada que hacer a su lado,
pues ella, sin muchas palabras, conforme a su temperamento silencioso,
parecía decirles con su mirada transparente y su sonrisa irónica: «Queridos
amigos, ¿pretenden que mire sus tristes sombras como auténticas figuras
animadas y con vida?». Por esta razón Clara fue acusada por muchos de ser
fría, prosaica e insensible. Pero otros, que veían la vida con más claridad,
amaban fervorosamente a esta joven y encantadora muchacha; pero nadie
tanto como Nataniel, quien se dedicaba a las ciencias y a las artes con
pasión. Clara le correspondía con toda su alma. Las primeras nubes de
tristeza pasaron por su vida cuando se separó de ella. ¡Con cuánta alegría se
arrojó en sus brazos cuando él, al volver a su ciudad natal, entró en casa de
su madre, como había anunciado en su última carta a Lotario! Sucedió
entonces lo que Nataniel había imaginado; en el momento en que volvió a
ver a Clara desapareció la imagen del abogado Coppelius y la fatal y
razonable carta de Clara, que tanto lo había contrariado.
Sin embargo, Nataniel tenía razón cuando escribía a su amigo Lotario
que su encuentro con el repugnante vendedor de barómetros había ejercido
una funesta influencia en su vida. Todos sintieron desde los primeros días
de su estancia que Nataniel había cambiado su forma de ser. Se hundía en
sombrías ensoñaciones y se comportaba de un modo extraño, no habitual en
él. La vida era sólo sueños y presentimientos; hablaba siempre de cómo los
hombres, creyéndose libres, son sólo juguete de oscuros poderes, y
humildemente deben conformarse con lo que el destino les depara. Aún iba
más lejos, y afirmaba que era una locura creer que el arte y las ciencias
pueden ser creados a nuestro antojo, puesto que la exaltación necesaria para
crear no proviene de nuestro interior sino de una fuerza exterior de la que
no somos dueños.
Clara no estaba de acuerdo con esos delirios místicos pero era inútil
refutarlos. Sólo cuando Nataniel afirmaba que Coppelius era el principio
maligno que se había apoderado de él en el momento en que se escondió
tras la cortina para observarlo, y que aquel demonio enemigo turbaría su
dichoso amor, Clara decía seriamente:
—Sí, Nataniel, tienes razón, Coppelius es un principio maligno y
enemigo, puede actuar de forma espantosa, como una fuerza diabólica que
se introduce visiblemente en tu vida, pero sólo si no lo destierras de tu
pensamiento y de tu alma. Mientras tú creas en él, existirá; su poder está en
tu credulidad.
Nataniel, irritado al ver que Clara sólo admitía la existencia del
demonio en su interior, quiso probársela por medio de doctrinas místicas de
demonios y fuerzas oscuras, pero Clara interrumpió la discusión con una
frase indiferente, con gran disgusto de Nataniel. Pensó entonces que las
almas frías encerraban estos profundos misterios sin saberlo, y que Clara
pertenecía a esta naturaleza secundaria, por lo cual decidió hacer todo lo
posible para iniciarla en tales secretos. Al día siguiente, mientras Clara
preparaba el desayuno, fue a su lado y empezó a leer diversos pasajes de
libros místicos, hasta que Clara dijo:
—Pero, mi querido Nataniel, ¿y si yo te considerase a ti como el
principio diabólico que actúa contra mi café? Porque, si me pasara el día
escuchándote mientras lees y mirándote a los ojos como tú quieres, el café
herviría en el fuego y no desayunaríais ninguno.
Nataniel cerró el libro de golpe y se dirigió malhumorado a su
habitación. En otro tiempo había escrito cuentos agradables y animados que
Clara escuchaba con indescriptible placer, pero ahora sus composiciones
eran sombrías, incomprensibles, vagas, y podía sentir en el indulgente
silencio de Clara que no eran de su gusto. Nada era peor para Clara que el
aburrimiento; su mirada y sus palabras dejaban ver que el sueño se
apoderaba de ella. Las obras de Nataniel eran de hecho muy aburridas. Su
disgusto por el frío y prosaico carácter de Clara fue en aumento, y Clara no
podía vencer el mal humor que le producía el sombrío y aburrido
misticismo de Nataniel; y así, sus almas se fueron alejando una de otra, sin
que se dieran cuenta.
La imagen del odioso Coppelius, como el mismo Nataniel podía
reconocer, cada vez era más pálida en su fantasía, y hasta le costaba a
menudo un esfuerzo darle vida y color en sus poemas, donde aparecía como
un horrible espantajo del destino. Finalmente, el atormentado
presentimiento de que Coppelius destruiría su amor le inspiró el tema de
una de sus composiciones. Se describía a él mismo y a Clara unidos por un
amor fiel, pero de vez en cuando una mano amenazadora aparecía en su
vida y les arrebataba la alegría. Cuando por fin se encontraban ante el altar
aparecía el horrible Coppelius que tocaba los maravillosos ojos de Clara;
éstos saltaban al pecho de Nataniel como chispas sangrientas encendidas y
ardientes, luego Coppelius se apoderaba de él, lo arrojaba a un círculo de
fuego que giraba con la velocidad de la tormenta y lo arrastraba en medio
de sordos bramidos, de un rugido como cuando el huracán azota la espuma
de las olas en el mar, que se alzan, como negros gigantes de cabeza blanca,
en furiosa lucha. En medio de aquel salvaje bramido oyó la voz de Clara:
—¿No puedes mirarme? Coppelius te ha engañado, no eran mis ojos los
que ardían en tu pecho, eran ardientes gotas de sangre de tu propio
corazón… yo tengo mis ojos, ¡mírame!
Nataniel piensa: «Es Clara, y yo soy eternamente suyo». Es como si
dominase el círculo de fuego donde se encuentra, y el sordo estruendo
desaparece en un negro abismo. Nataniel mira los ojos de Clara, pero es la
muerte la que lo contempla amigablemente con los ojos de Clara.
Mientras Nataniel escribía este poema estaba muy tranquilo y reflexivo,
limaba y perfeccionaba cada línea, y volcado por completo en la rima, no
descansaba hasta conseguir que todo fuera puro y armonioso. Cuando
terminó y leyó el poema en voz alta, el horror se apoderó de él y exclamó
espantado:
—¿De quién es esa horrible voz?
Enseguida le pareció, sin embargo, que había escrito un poema
excelente, y que podría inflamar el frío ánimo de Clara, sin darse cuenta de
que así conseguiría sobresaltarla con terribles imágenes que presagiaban un
destino fatal que destruiría su amor.
Nataniel y Clara se hallaban sentados en el pequeño jardín de su madre.
Clara estaba muy alegre porque Nataniel, desde hacía tres días durante los
cuales había trabajado en el poema, no la había atormentado con sus sueños
y presentimientos. También Nataniel hablaba con entusiasmo y alegría de
cosas divertidas, de modo que Clara dijo:
—Ahora vuelvo a tenerte, ¿ves cómo hemos desterrado al odioso
Coppelius?
Nataniel entonces se acordó de que llevaba el poema en el bolsillo y de
que deseaba leérselo. Sacó las hojas y comenzó su lectura.
Clara, esperando algo aburrido como de costumbre, y resignándose,
empezó a hacer punto. Pero, del mismo modo que se van levantando los
negros y cada vez más sombríos nubarrones, dejó caer su labor y miró
fijamente a Nataniel a los ojos. Éste seguía su lectura fascinado, con las
mejillas encendidas y los ojos llenos de lágrimas. Cuando terminó suspiró
profundamente abatido, cogió la mano de Clara y sollozando exclamó
desconsolado:
—¡Ah, Clara, Clara! —Clara lo estrechó contra su pecho y le dijo
dulcemente pero seria:
—Nataniel, querido Nataniel, ¡arroja al fuego esa loca y absurda
historia!
Nataniel se levantó indignado y exclamó apartándose de Clara:
—Eres un autómata inanimado y maldito —y se alejó corriendo.
Clara se echó a llorar amargamente, y decía entre sollozos:
—Nunca me ha amado, pues no me comprende.
Lotario apareció en el cenador y Clara tuvo que contarle lo que había
sucedido; como amaba a su hermana con toda su alma, cada una de sus
quejas caía como una chispa en su interior de tal modo que el disgusto que
llevaba en su corazón desde hacía tiempo contra el visionario Nataniel se
transformó en una cólera terrible. Corrió tras él y le reprochó con tan duras
palabras su loca conducta para con su querida hermana, que el fogoso
Nataniel contestó de igual manera. Los insultos de fatuo, insensato y loco,
fueron contestados por los de desgraciado y vulgar. El duelo era inevitable.
Decidieron batirse a la mañana siguiente detrás del jardín y conforme a las
reglas académicas, con afilados floretes. Se separaron sombríos y
silenciosos. Clara había oído la violenta discusión, y al ver que el padrino
traía los floretes al atardecer, presintió lo que iba a ocurrir.
Llegados al lugar del desafío se quitaron las levitas en medio de un
hondo silencio, e iban a abalanzarse uno sobre otro con los ojos
relampagueantes de ardor sangriento cuando apareció Clara en la puerta del
jardín. Separándolos, exclamó entre sollozos:
—¡Locos, salvajes, tendrán que matarme a mí antes que uno de ustedes
caiga! ¿Cómo podría seguir viviendo en este mundo si mi amado matara a
mi hermano o mi hermano a mi amado?
Lotario dejó caer el arma y bajó los ojos en silencio; pero Nataniel
sintió renacer dentro de sí toda la fuerza de su amor hacia Clara de la misma
manera que lo había sentido en los hermosos días de la juventud. El arma
homicida cayó de sus manos y se arrojó a los pies de Clara diciendo:
—¿Podrás perdonarme alguna vez tú, mi querida Clara, mi único amor?
¿Podrás perdonarme, querido hermano Lotario?
Lotario se conmovió al ver el profundo dolor de su amigo. Derramando
abundantes lágrimas se abrazaron los tres y se juraron permanecer unidos
por el amor y la fidelidad.
A Nataniel le pareció haberse librado de una pesada carga que lo
oprimía, como si se hubiera liberado de un oscuro poder que amenazaba
todo su ser. Permaneció aún durante tres felices días junto a sus bienamados
hasta que regresó a G., donde debía permanecer un año más antes de volver
para siempre a su ciudad natal.
A la madre de Nataniel se le ocultó todo lo referente a Coppelius, pues
sabían que no podía pensar sin horror en aquel hombre a quien, al igual que
Nataniel, culpaba de la muerte de su esposo.
¡Cuál no sería la sorpresa de Nataniel cuando, al llegar a su casa en G.,
vio que ésta había ardido entera, y que sólo quedaban de ella los muros y un
montón de escombros! El fuego había comenzado en el laboratorio del
químico, situado en el piso bajo. Varios amigos que vivían cerca de la casa
incendiada habían conseguido entrar valientemente en la habitación de
Nataniel, situada en el último piso, y salvar sus libros, manuscritos e
instrumentos, que trasladaron a otra casa donde alquilaron una habitación
en la que Nataniel se instaló. No se dio cuenta al principio de que el
profesor Spalanzani vivía enfrente, y no llamó especialmente su atención
observar que desde su ventana podía ver el interior de la habitación donde
Olimpia estaba sentada a solas. Podía reconocer su silueta claramente,
aunque los rasgos de su cara continuaban borrosos. Pero acabó por
extrañarse de que Olimpia permaneciera en la misma posición, igual que la
había descubierto la primera vez a través de la puerta de cristal, sin ninguna
ocupación, sentada junto a la mesita, con la mirada fija, invariablemente
dirigida hacia él; tuvo que confesarse que no había visto nunca una belleza
como la suya, pero la imagen de Clara seguía instalada en su corazón, y la
inmóvil Olimpia le fue indiferente, y sólo de vez en cuando dirigía una
mirada furtiva por encima de su libro hacia la hermosa estatua, eso era todo.
Un día estaba escribiendo a Clara cuando llamaron suavemente a la puerta.
Al abrirla, vio el repugnante rostro de Coppola. Nataniel se estremeció;
pero recordando lo que Spalanzani le había dicho de su compatriota
Coppola y lo que le había prometido a su amada en relación con el Hombre
de Arena, se avergonzó de su miedo infantil y reunió todas sus fuerzas para
decir con la mayor tranquilidad posible:
—No compro barómetros, amigo, así que ¡váyase!
Pero Coppola, entrando en la habitación, le dijo con voz ronca, mientras
su boca se contraía en una odiosa sonrisa y sus pequeños ojos brillaban bajo
unas largas pestañas grises:
—¡Eh, no barómetros, no barómetros! ¡También tengo bellos ojos…,
bellos ojos!
Nataniel, espantado, exclamó:
—¡Maldito loco! ¡Cómo puedes tú tener ojos! ¡Ojos!… ¡Ojos!…
Al instante puso Coppola a un lado los barómetros y empezó a sacar del
inmenso bolsillo de su levita lentes y gafas que iba dejando sobre la mesa.
—Gafas para poner sobre la nariz. Ésos son mis ojos, ¡bellos ojos! —y,
mientras hablaba, seguía sacando más y más gafas, tantas que empezaron a
brillar y a lanzar destellos sobre la mesa.
Miles de ojos centelleaban y miraban fijamente a Nataniel, pero él no
podía apartar su mirada de la mesa, y Coppola continuaba sacando cada vez
más gafas y cada vez eran más terribles las encendidas miradas que
disparaban sus rayos sangrientos en el pecho de Nataniel.
Éste, sobrecogido de terror, gritó:
—¡Detente, hombre maldito! —cogiéndolo del brazo en el momento en
que Coppola hundía de nuevo su mano en el bolsillo para sacar más lentes,
por más que la mesa estuviera ya cubierta de ellas.
Coppola se separó de él suavemente con una sonrisa forzada, diciendo:
—¡Ah, no son para usted, pero aquí tengo bellos prismáticos! —y
recogiendo los lentes empezó a sacar del inmenso bolsillo prismáticos de
todos los tamaños.
En cuanto todas las gafas estuvieron guardadas Nataniel se tranquilizó,
y acordándose de Clara se dio cuenta de que el horrible fantasma sólo
estaba en su interior, ya que Coppola era un gran mecánico y óptico, y en
modo alguno el doble del maldito Coppelius. Por otra parte, las lentes que
Coppola había extendido sobre la mesa no tenían nada de particular, y
menos de fantasmagórico, por lo que Nataniel decidió, para reparar su
extraño comportamiento, comprarle alguna cosa. Escogió unos pequeños
prismáticos muy bien trabajados, y, para probarlos, miró a través de la
ventana. Nunca en su vida había utilizado unos prismáticos con los que
pudieran verse los objetos con tanta claridad y pureza. Involuntariamente
miró hacia la estancia de Spalanzani. Olimpia estaba sentada, como de
costumbre, ante la mesita, con los brazos apoyados y las manos cruzadas.
Por primera vez podía Nataniel contemplar la belleza de su rostro. Sólo los
ojos le parecieron algo fijos, muertos. Sin embargo, a medida que miraba
más y más a través de los prismáticos le parecía que los ojos de Olimpia
irradiaban húmedos rayos de luna. Creyó que ella veía por primera vez y
que sus miradas eran cada vez más vivas y brillantes. Nataniel permanecía
como hechizado junto a la ventana, absorto en la contemplación de la
belleza celestial de Olimpia…

Un ligero carraspeo lo despertó como de un profundo sueño. Coppola


estaba detrás de él:
—Tre Zechini. Tres ducados.
Nataniel, que había olvidado al óptico por completo, se apresuró a
pagarle:
—¿No es verdad? ¡Buenos prismáticos, buenos prismáticos! —decía
Coppola con su repugnante voz y su odiosa sonrisa.
—Sí, sí —respondió Nataniel contrariado—. Adiós, querido amigo.
Coppola abandonó la habitación, no sin antes lanzar una mirada de
reojo sobre Nataniel, que lo oyó reír a carcajadas al bajar la escalera.
—Sin duda —pensó Nataniel— se ríe de mí porque he pagado los
prismáticos más caros de lo que valen.
Mientras decía estas palabras en voz baja le pareció oír en la habitación
un profundo suspiro que le hizo contener la respiración sobrecogido de
espanto. Se dio cuenta de que era él mismo quien había suspirado así.
«Clara tenía razón —se dijo a sí mismo— al considerarme un visionario,
pero lo absurdo, más que absurdo, es que la idea de haber pagado a Coppola
los prismáticos más caros de lo que valen me produzca tal terror, y no
encuentro cuál puede ser el motivo».
Se sentó de nuevo para terminar la carta a Clara, pero una mirada hacia
la ventana le hizo ver que Olimpia aún estaba allí sentada, y al instante,
empujado por una fuerza irresistible, cogió los prismáticos de Coppola y ya
no pudo apartarse de la seductora mirada de Olimpia hasta que vino a
buscarlo su amigo Segismundo para asistir a clase del profesor Spalanzani.
A partir de aquel día la cortina de la puerta de cristal estuvo totalmente
echada, por lo que no pudo ver a Olimpia, y los dos días siguientes tampoco
la encontró en la habitación, si bien apenas se apartó de la ventana mirando
a través de los prismáticos. Al tercer día estaba la ventana cerrada. Lleno de
desesperación y poseído de delirio y ardiente deseo, salió de la ciudad. La
imagen de Olimpia flotaba ante él en el aire, aparecía en cada arbusto y lo
miraba con ojos radiantes desde el claro riachuelo. El recuerdo de Clara se
había borrado, sólo pensaba en Olimpia y gemía y sollozaba:
—Estrella de mi amor, ¿por qué te has alzado para desaparecer
súbitamente y dejarme en una noche oscura y desesperada?
Cuando Nataniel volvió a su casa observó una gran agitación en la de
Spalanzani. Las puertas estaban abiertas, y unos hombres metían muebles;
las ventanas del primer piso estaban abiertas también, y unas atareadas
criadas iban y venían mientras carpinteros y tapiceros daban golpes y
martilleaban por toda la casa.
Nataniel, asombrado, se detuvo en mitad de la calle. Segismundo se le
acercó sonriente y le dijo:
—¿Qué me dices de nuestro viejo amigo Spalanzani?
Nataniel aseguró que no podía decir nada, puesto que nada sabía de él, y
que le sorprendía bastante que aquella casa silenciosa y sombría se viera
envuelta en tan gran tumulto y actividad. Segismundo le dijo entonces que
al día siguiente daba Spalanzani una gran fiesta con concierto y baile a la
que estaba invitada media universidad. Se rumoreaba que Spalanzani iba a
presentar por primera vez a su hija Olimpia, que hasta entonces había
mantenido oculta, con extremo cuidado, a las miradas de todos. Nataniel
encontró una invitación, y, con el corazón palpitante, se encaminó a la hora
fijada a casa del profesor, cuando empezaban a llegar los carruajes y
resplandecían las luces de los adornados salones. La reunión era numerosa
y brillante. Olimpia apareció ricamente vestida, con un gusto exquisito.
Todos admiraron la perfección de su rostro y de su talle. La ligera
inclinación de sus hombros parecía estar causada por la oprimida esbeltez
de su cintura de avispa. Su forma de andar tenía algo de medido y de rígido.
Causó mala impresión a muchos, y fue atribuida a la turbación que le
causaba tanta gente.
El concierto empezó. Olimpia tocaba el piano con una habilidad
extrema, e interpretó un aria con voz tan clara y penetrante que parecía el
sonido de una campana de cristal. Nataniel estaba fascinado; se encontraba
en una de las últimas filas y el resplandor de los candelabros le impedía
apreciar los rasgos de Olimpia. Sin ser visto, sacó los lentes de Coppola y
miró a la hermosa Olimpia. ¡Ah!… entonces sintió las miradas anhelantes
que ella le dirigía, y que a cada nota le acompañaba una mirada de amor
que lo atravesaba ardientemente. Las brillantes notas le parecían a Nataniel
el lamento celestial de un corazón enamorado, y cuando finalmente la
cadencia del largo trino resonó en la sala, le pareció que un brazo ardiente
lo ceñía; extasiado, no pudo contenerse y exclamó en voz alta:
—¡Olimpia!
Todos los ojos se volvieron hacia él. Algunos rieron. El organista de la
catedral adoptó un aire sombrío y dijo simplemente:
—Bueno, bueno.
El concierto había terminado y el baile comenzó. «¡Bailar con ella…,
bailar con ella!», era ahora su máximo deseo, su máxima aspiración, pero
¿cómo tener el valor de invitarla a ella, la reina de la fiesta?
Sin saber ni él mismo cómo, se encontró junto a Olimpia, a quien nadie
había sacado aún; cuando comenzaba el baile, y después de intentar
balbucir algunas palabras, tomó su mano. La mano de Olimpia estaba
helada y él se sintió atravesado por un frío mortal. La miró fijamente a los
ojos, que irradiaban amor y deseo, y al instante le pareció que el pulso
empezaba a latir en su fría mano y que una sangre ardiente corría por sus
venas. También Nataniel sentía en su interior una ardorosa voluptuosidad.
Rodeó la cintura de la hermosa Olimpia y cruzó con ella la multitud de
invitados.
Creía haber bailado acompasadamente, pero la rítmica regularidad con
que Olimpia bailaba y que algunas veces lo obligaba a detenerse, le hizo
observar enseguida que no seguía los compases. No quiso bailar con
ninguna otra mujer, y hubiera matado a cualquiera que se hubiese acercado
a Olimpia para solicitar un baile. Si Nataniel hubiera sido capaz de ver algo
más que a Olimpia, no habría podido evitar alguna pelea, pues murmullos
burlones y risas apenas sofocadas se escapaban de entre los grupos de
jóvenes, cuyas curiosas miradas se dirigían a Olimpia sin que se pudiera
saber por qué.
Excitado por la danza y por el vino, había perdido su natural timidez.
Sentado junto a Olimpia y con su mano entre las suyas, le hablaba de su
amor exaltado e inspirado con palabras que nadie, ni él ni Olimpia, habría
podido comprender. O quizá Olimpia sí, pues lo miraba fijamente a los ojos
y de vez en cuando suspiraba:
—¡Ah…, ah…, ah…!
A lo que Nataniel respondía:
—¡Oh, mujer celestial, divina criatura, luz que se nos promete en la otra
vida, alma profunda donde todo mi ser se mira…! —y cosas parecidas.
Pero Olimpia suspiraba y contestaba sólo:
—¡Ah…, ah…!
El profesor Spalanzani pasó varias veces junto a los felices enamorados
y les sonrió con satisfacción.
Aunque Nataniel se encontraba en un mundo distinto, le pareció como
si de pronto oscureciera en casa del profesor Spalanzani. Miró a su
alrededor y observó espantado que las dos últimas velas se consumían y
estaban a punto de apagarse. Hacía tiempo que el baile y la música habían
cesado.
—¡Separarnos, separarnos! —exclamó furioso y desesperado Nataniel.
Besó la mano de Olimpia y se inclinó sobre su boca; sus labios ardientes se
encontraron con los suyos helados. Se estremeció como cuando tocó por
primera vez la fría mano de Olimpia, y la leyenda de la novia muerta le
vino de pronto a la memoria; pero al abrazar y besar a Olimpia sus labios
parecían cobrar el calor de la vida.
El profesor Spalanzani atravesó lentamente la sala vacía, sus pasos
resonaban huecos y su figura, rodeada de sombras vacilantes, ofrecía un
aspecto fantasmagórico.
—¿Me amas? ¿Me amas, Olimpia? ¡Sólo una palabra! —murmuraba
Nataniel.
Pero Olimpia, levantándose, suspiró sólo:
—¡Ah…, ah…!
—¡Sí, amada estrella de mi amor! —dijo Nataniel—, ¡tú eres la luz que
alumbrará mi alma para siempre!
—¡Ah…, ah…! —replicó Olimpia alejándose.
Nataniel la siguió, y se detuvieron delante del profesor.
—Ya veo que lo ha pasado muy bien con mi hija —dijo éste sonriendo
—: así que, si le complace conversar con esta tímida muchacha, su visita
será bien recibida.
Nataniel se marchó llevando el cielo en su corazón.
Al día siguiente la fiesta de Spalanzani fue el centro de las
conversaciones. A pesar de que el profesor había hecho todo lo posible para
que la reunión resultara espléndida, hubo numerosas críticas y se dirigieron
especialmente contra la muda y rígida Olimpia, a la que, a pesar de su
belleza, consideraron completamente estúpida; se pensó que ésta era la
causa por la que Spalanzani la había mantenido tanto tiempo oculta.
Nataniel escuchaba estas cosas con rabia, pero callaba; pues pensaba que
aquellos miserables no merecían que se les demostrara que era su propia
estupidez la que les impedía conocer la belleza del alma de Olimpia.
—Dime, por favor, amigo —le dijo un día Segismundo—, dime, ¿cómo
es posible que una persona sensata como tú se haya enamorado del rostro de
cera de una muñeca?
Nataniel iba a responder encolerizado, pero se tranquilizó y contestó:
—Dime, Segismundo, ¿cómo es posible que los encantos celestiales de
Olimpia hayan pasado inadvertidos a tus clarividentes ojos? Pero agradezco
al destino el no tenerte como rival, pues uno de los dos habría tenido que
morir a manos del otro.
Segismundo se dio cuenta del estado de su amigo y desvió la
conversación diciendo que en amor era muy difícil juzgar, para luego
añadir:
—Es muy extraño que la mayoría de nosotros haya juzgado a Olimpia
del mismo modo. Nos ha parecido —no te enfades, amigo— algo rígida y
sin alma. Su talle es proporcionado, al igual que su rostro, es cierto. Podría
parecer bella si su mirada no careciera de rayos de vida, quiero decir, de
visión. Su paso es extrañamente rítmico, y cada uno de sus movimientos
parece provocado por un mecanismo. Su canto, su interpretación musical
tiene ese ritmo regular e incómodo que recuerda el funcionamiento de una
máquina, y pasa lo mismo cuando baila. Olimpia nos resulta muy
inquietante, no queremos tener nada que ver con ella, porque nos parece
que se comporta como un ser viviente pero que pertenece a una naturaleza
distinta.
Nataniel no quiso abandonarse a la amargura que provocaron en él las
palabras de Segismundo. Hizo un esfuerzo para contenerse y respondió
simplemente muy serio:
—Para ustedes, almas prosaicas y frías, Olimpia resulta inquietante.
Sólo al espíritu de un poeta se le revela una personalidad que le es
semejante. Sólo a mí se han dirigido su mirada de amor y sus pensamientos,
sólo en el amor de Olimpia he vuelto a encontrarme a mí mismo. A ustedes
no les parece bien que Olimpia no participe en conversaciones vulgares,
como hacen las gentes superficiales. Habla poco, es verdad, pero esas pocas
palabras son para mí como jeroglíficos de un mundo interior lleno de amor
y de conocimientos de la vida espiritual en la contemplación de la
eternidad. Ya sé que esto para ustedes no tiene ningún sentido, y es en vano
hablar de ello.
—¡Que Dios te proteja, hermano! —dijo Segismundo dulcemente, de un
modo casi doloroso—, pero pienso que vas por mal camino. Puedes contar
conmigo si todo… no, no quiero decir nada más.
Nataniel comprendió de pronto que el frío y prosaico Segismundo
acababa de demostrarle su lealtad y estrechó de corazón la mano que le
tendía.
Había olvidado por completo que existía una Clara en el mundo a la que
él había amado; su madre, Lotario, todos habían desaparecido de su
memoria. Vivía solamente para Olimpia, junto a quien permanecía cada día
largas horas hablándole de su amor, de la simpatía de las almas y de las
afinidades psíquicas, todo lo cual Olimpia escuchaba con gran atención.
Nataniel sacó de los lugares más recónditos de su escritorio todo lo que
había escrito, poesías, fantasías, visiones, novelas, cuentos, y todo esto se
vio aumentado con toda clase de disparatados sonetos, estrofas, canciones
que leía a Olimpia durante horas sin cansarse. Jamás había tenido una
oyente tan admirable. No cosía ni tricotaba, no miraba por la ventana, no
daba de comer a ningún pájaro ni jugaba con ningún perrito, ni con su gato
favorito, ni recortaba papeles o cosas parecidas, ni tenía que ocultar un
bostezo con una tos forzada; en una palabra, permanecía horas enteras con
los ojos fijos en él, inmóvil, y su mirada era cada vez más brillante y
animada. Sólo cuando Nataniel, al terminar, cogía su mano para besarla,
decía:
—¡Ah! ¡ah! —y luego—. Buenas noches, mi amor.
—¡Alma sensible y profunda! —exclamaba Nataniel en su habitación
—: ¡Sólo tú me comprendes!
Se estremecía de felicidad al pensar en las afinidades intelectuales que
existían entre ellos y que aumentaban cada día; le parecía oír la voz de
Olimpia en su interior, que ella hablaba en sus obras. Debía ser así, pues
Olimpia nunca pronunció otras palabras que las ya citadas. Pero cuando
Nataniel se acordaba en los momentos de lucidez, de la pasividad y del
mutismo de Olimpia (por ejemplo, cuando se levantaba por las mañanas y
en ayunas) se decía:
—¿Qué son las palabras? ¡Palabras! La mirada celestial de sus ojos dice
más que todas las lenguas. ¿Puede acaso una criatura del Cielo encerrarse
en el círculo estrecho de nuestra forma de expresarnos?
El profesor Spalanzani parecía mirar con mucho agrado las relaciones
de su hija con Nataniel, prodigándole a éste todo tipo de atenciones, de
modo que cuando se atrevió a insinuar un matrimonio con Olimpia, el
profesor, con gran sonrisa, dijo que dejaría a su hija elegir libremente.
Animado por estas palabras y con el corazón ardiente de deseos,
Nataniel decidió pedirle a Olimpia al día siguiente que le dijera con
palabras lo que sus miradas le daban a entender desde hacía tiempo: que
sería suya para siempre. Buscó el anillo que su madre le diera al despedirse,
para ofrecérselo a Olimpia como símbolo de unión eterna. Las cartas de
Clara y de Lotario cayeron en sus manos; las apartó con indiferencia.
Encontró el anillo y, poniéndoselo en el dedo, corrió de nuevo junto a
Olimpia. Al subir las escaleras, y cuando se encontraba ya en el vestíbulo,
oyó un gran estrépito que parecía venir del estudio de Spalanzani. Pasos,
crujidos, golpes contra la puerta, mezclados con maldiciones y juramentos:
—¡Suelta! ¡Suelta de una vez!
—¡Infame!
—¡Miserable!
—¿Para esto he sacrificado mi vida? ¡Éste no era el trato!
—¡Yo hice los ojos!
—¡Y yo los engranajes!
—¡Maldito perro relojero!
—¡Largo de aquí, Satanás!
—¡Fuera de aquí, bestia infernal!
Eran las voces de Spalanzani y del horrible Coppelius que se mezclaban
y retumbaban juntas. Nataniel, sobrecogido de espanto, se precipitó en la
habitación. El profesor sujetaba un cuerpo de mujer por los hombros, y el
italiano Coppola tiraba de los pies, luchando con furia para apoderarse de
él. Nataniel retrocedió horrorizado al reconocer el rostro de Olimpia; lleno
de cólera, quiso arrancar a su amada de aquellos salvajes. Pero al instante
Coppola, con la fuerza de un gigante, consiguió hacerse con ella
descargando al mismo tiempo un tremendo golpe sobre el profesor, que fue
a caer sobre una mesa llena de frascos, cilindros y alambiques, que se
rompieron en mil pedazos. Coppola se echó el cuerpo a la espalda y bajó
rápidamente las escaleras profiriendo una horrible carcajada; los pies de
Olimpia golpeaban con un sonido de madera en los escalones.
Nataniel permaneció inmóvil. Había visto que el pálido rostro de cera
de Olimpia no tenía ojos, y que en su lugar había unas negras cavidades: era
una muñeca sin vida.
Spalanzani yacía en el suelo en medio de cristales rotos que lo habían
herido en la cabeza, en el pecho y en un brazo, y sangraba abundantemente.
Reuniendo fuerzas dijo:
—¡Corre tras él! ¡Corre! ¿A qué esperas? ¡Coppelius me ha robado mi
mejor autómata! ¡Veinte años de trabajo! ¡He sacrificado mi vida! Los
engranajes, la voz, el paso, eran míos; los ojos, te he robado los ojos,
maldito, ¡corre tras él! ¡Devuélveme a mi Olimpia! ¡Aquí tienes los ojos!
Entonces vio Nataniel en el suelo un par de ojos sangrientos que lo
miraban fijamente. Spalanzani los recogió y se los lanzó al pecho. El delirio
se apoderó de él y, confundidos sus sentidos y su pensamiento, decía:
—¡Huy… Huy…! ¡Círculo de fuego! ¡Círculo de fuego! ¡Gira, círculo
de fuego! ¡Linda muñequita de madera, gira! ¡Qué divertido…!
Y precipitándose sobre el profesor lo agarró del cuello. Lo hubiera
estrangulado, pero el ruido atrajo a algunas personas que derribaron y luego
ataron al colérico Nataniel, salvando así al profesor. Segismundo, aunque
era muy fuerte, apenas podía sujetar a su amigo, que seguía gritando con
voz terrible:
—Gira, muñequita de madera —pegando puñetazos a su alrededor.
Finalmente consiguieron dominarlo entre varios. Sus palabras seguían
oyéndose como un rugido salvaje, y así, en su delirio, fue conducido al
manicomio.
Antes de continuar, ¡oh amable lector!, con la historia del desdichado
Nataniel, puedo decirte, ya que te interesarás por el mecánico y fabricante
de autómatas Spalanzani, que se restableció completamente de sus heridas.
Se vio obligado a abandonar la universidad porque la historia de Nataniel
había producido una gran sensación y en todas partes se consideró
intolerable el hecho de haber presentado en los círculos de té —donde había
tenido cierto éxito— a una muñeca de madera. Los juristas encontraban el
engaño tanto más punible cuanto que se había dirigido contra el público y
con tanta astucia que nadie (salvo algunos estudiantes muy inteligentes)
había sospechado nada, aunque ahora todos decían haber concebido
sospechas al respecto. Para algunos, entre ellos un elegante asiduo a las
tertulias de té, resultaba sospechoso el que Olimpia estornudase con más
frecuencia que bostezaba, lo cual iba contra todas las reglas. Aquello era
debido, según el elegante, al mecanismo interior que crujía de una manera
distinta, etcétera. El profesor de poesía y elocuencia tomó un poco de rapé y
dijo alegremente:
—Honorables damas y caballeros, no se dan cuenta de cuál es el quid
del asunto. Todo ha sido una alegoría, una metáfora continuada.
¿Comprenden? ¡Sapienti sat!
Pero muchas personas honorables no se contentaron con aquella
explicación; la historia del autómata los había impresionado profundamente
y se extendió entre ellos una terrible desconfianza hacia las figuras
humanas. Muchos enamorados, para convencerse de que su amada no era
una muñeca de madera, obligaban a ésta a bailar y a cantar sin seguir los
compases, a tricotar o a coser mientras les escuchaban en la lectura, a jugar
con el perrito… etc., y, sobre todo, a no limitarse a escuchar, sino que
también debía hablar, de modo que se apreciase su sensibilidad y su
pensamiento. En algunos casos, los lazos amorosos se estrecharon más; en
otros, esto fue causa de numerosas rupturas.
—Así no podemos seguir, decían todos.
Ahora en los tés se bostezaba de forma increíble y no se estornudaba
nunca para evitar sospechas.
Como ya hemos dicho, Spalanzani tuvo que huir para evitar una
investigación criminal por haber engañado a la sociedad con un autómata.
Coppola también desapareció.
Nataniel se despertó un día como de un sueño penoso y profundo, abrió
los ojos, y un sentimiento de infinito bienestar y de calor celestial lo
invadió. Se hallaba acostado en su habitación, en la casa paterna. Clara
estaba inclinada sobre él y, a su lado, su madre y Lotario.
—¡Por fin, por fin, querido Nataniel! ¡Te has curado de una grave
enfermedad! ¡Otra vez eres mío!
Así hablaba Clara, llena de ternura, abrazando a Nataniel que murmuró
entre lágrimas:
—¡Clara, mi Clara!
Segismundo, que no había abandonado a su amigo, entró en la
habitación. Nataniel le estrechó la mano:
—Hermano, no me has abandonado.
Todo rastro de locura había desaparecido, y muy pronto los cuidados de
su madre, de su amada y de los amigos le devolvieron las fuerzas. La
felicidad volvió a aquella casa, pues un viejo tío, de quien nadie se
acordaba, acababa de morir y había dejado a la madre en herencia una
extensa propiedad cerca de la ciudad. Toda la familia se proponía ir allí, la
madre, Lotario, y Nataniel y Clara, quienes iban a contraer matrimonio.
Nataniel estaba más amable que nunca. Había recobrado la ingenuidad
de su niñez y apreciaba el alma pura y celestial de Clara. Nadie le recordaba
el pasado ni en el más mínimo detalle. Sólo cuando Segismundo fue a
despedirse de él le dijo:
—Bien sabe Dios, hermano, que estaba en el mal camino, pero un ángel
me ha conducido a tiempo al sendero de la luz. Ese ángel ha sido Clara.
Segismundo no le permitió seguir hablando, temiendo que se hundiera
en dolorosos pensamientos.
Llegó el momento en que los cuatro, felices, iban a dirigirse hacia su
casa de campo. Durante el día hicieron compras en el centro de la ciudad.
La alta torre del ayuntamiento proyectaba su sombra gigantesca sobre el
mercado.
—¡Vamos a subir a la torre para contemplar las montañas! —dijo Clara.
Dicho y hecho; Nataniel y Clara subieron a la torre, la madre volvió a
casa con la criada, y Lotario, que no tenía ganas de subir tantos escalones,
prefirió esperar abajo. Enseguida se encontraron los dos enamorados,
cogidos del brazo, en la más alta galería de la torre contemplando la
espesura de los bosques, detrás de los cuales se elevaba la cordillera azul,
como una ciudad de gigantes.
—¿Ves aquellos arbustos que parecen venir hacia nosotros? —preguntó
Clara. Nataniel buscó instintivamente en su bolsillo y sacó los prismáticos
de Coppola. Al llevárselos a los ojos vio la imagen de Clara ante él. Su
pulso empezó a latir con violencia en sus venas; pálido como la muerte,
miró fijamente a Clara. Sus ojos lanzaban chispas y empezó a rugir como
un animal salvaje; luego empezó a dar saltos mientras decía riéndose a
carcajadas:
—¡Gira muñequita de madera, gira! —y, cogiendo a Clara, quiso
precipitarla desde la galería; pero, en su desesperación, Clara se agarró a la
barandilla. Lotario oyó la risa furiosa del loco y los gritos de espanto de
Clara; un terrible presentimiento se apoderó de él y corrió escaleras arriba.
La puerta de la segunda escalera estaba cerrada. Los gritos de Clara
aumentaban y, ciego de rabia y de terror, empujó la puerta hasta que cedió.
La voz de Clara se iba debilitando:
—¡Socorro, sálvenme, sálvenme! —su voz moría en el aire.
—¡Ese loco va a matarla! —exclamó Lotario. También la puerta de la
galería estaba cerrada. La desesperación le dio fuerzas y la hizo saltar de
sus goznes. ¡Dios del cielo! Nataniel sostenía en el aire a Clara, que aún se
agarraba con una mano a la barandilla. Lotario se apoderó de su hermana
con la rapidez de un rayo. Golpeó en el rostro a Nataniel, obligándolo a
soltar la presa. Luego bajó la escalera con su hermana desmayada en los
brazos. Estaba salvada.
Nataniel corría y saltaba alrededor de la galería gritando:
—¡Círculo de fuego, gira, círculo de fuego!
La multitud acudió al oír los salvajes gritos y entre ellos destacaba por
su altura el abogado Coppelius, que acababa de llegar a la ciudad y se
encontraba en el mercado. Cuando alguien propuso subir a la torre para
dominar al insensato, Coppelius dijo riendo:
—Sólo hay que esperar, ya bajará solo —y siguió mirando hacia arriba
como los demás.
Nataniel se detuvo de pronto y miró fijamente hacia abajo, y
distinguiendo a Coppelius gritó con voz estridente:
—¡Ah, hermosos ojos, hermosos ojos! —y se lanzó al vacío.
Cuando Nataniel quedó tendido y con la cabeza rota sobre las losas de
la calle, Coppelius desapareció.
Alguien asegura haber visto años después a Clara, en una región
apartada, sentada junto a su dichoso marido ante una linda casa de campo.
Junto a ellos jugaban dos niños encantadores. Se podría concluir diciendo
que Clara encontró por fin la felicidad tranquila y doméstica que
correspondía a su dulce y alegre carácter y que nunca habría disfrutado
junto al fogoso y exaltado Nataniel.

FIN
ERNST THEODOR AMADEUS HOFFMANN (Königsberg, 24 de enero
de 1776 – Berlín, 25 de junio de 1822), escritor, jurista, dibujante y
caricaturista, pintor, cantante (tenor) y compositor musical alemán, que
participó activamente en el movimiento romántico de la literatura alemana.
Conocido como E. T. A. Hoffmann, su nombre de nacimiento era Ernst
Theodor Wilhelm Hoffmann, pero adoptó el de Amadeus en honor del
compositor Wolfgang Amadeus Mozart.

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