El Hombre de Arena - E.T.a. Hoffmann
El Hombre de Arena - E.T.a. Hoffmann
El Hombre de Arena - E.T.a. Hoffmann
El hombre de arena
ePUB v1.3
Perseo 06.05.12
Título original: Der Sandmann
E.T.A. Hoffman, 1817
Traducción: Luis Fernando Moreno Claros y Ana Isabel Moreno Claros
Diseño/retoque portada: Perseo
Sin duda estarán inquietos porque hace tanto tiempo que no les escribo.
Mamá estará enfadada y Clara pensará que vivo en tal torbellino de alegría
que he olvidado por completo la dulce imagen angelical tan profundamente
grabada en mi corazón y en mi alma. Pero no es así; cada día, cada hora,
pienso en ustedes y el rostro encantador de Clara vuelve una y otra vez en
mis sueños; sus ojos transparentes me miran con dulzura, y su boca me
sonríe como antaño, cuando volvía junto a ustedes. ¡Ay de mí! ¿Cómo
podría haberles escrito con la violencia que anidaba en mi espíritu y que
hasta ahora ha turbado todos mis pensamientos? ¡Algo espantoso se ha
introducido en mi vida! Sombríos presentimientos de un destino cruel y
amenazador se ciernen sobre mí, como nubes negras, impenetrables a los
alegres rayos del sol. Debo decirte lo que me ha sucedido. Debo hacerlo, es
preciso, pero sólo con pensarlo oigo a mi alrededor risas burlonas. ¡Ay,
querido Lotario, cómo hacer para intentar solamente que comprendas que lo
que me sucedió hace unos días ha podido turbar mi vida de una forma
terrible! Si estuvieras aquí podrías ver con tus propios ojos; pero
ciertamente piensas ahora en mí como en un visionario absurdo. En pocas
palabras, la horrible visión que tuve, y cuya mortal influencia intento evitar,
consiste simplemente en que, hace unos días, concretamente el 30 de
octubre a mediodía, un vendedor de barómetros entró en mi casa y me
ofreció su mercancía. No compré nada y lo amenacé con precipitarlo
escaleras abajo, pero se marchó al instante.
Sospechas sin duda que circunstancias concretas que han marcado
profundamente mi vida conceden relevancia a este insignificante
acontecimiento, y así es en efecto. Reúno todas mis fuerzas para contarte
con tranquilidad y paciencia algunas cosas de mi infancia que aportarán luz
y claridad a tu espíritu. En el momento de comenzar te veo reír y oigo a
Clara que dice: «¡son auténticas chiquilladas!». ¡Ríanse! ¡Ríanse de todo
corazón, se lo suplico! Pero ¡Dios del cielo!, mis cabellos se erizan y me
parece que los conjuro a burlarse de mí en el delirio de la desesperación,
como Franz Moor conjuraba a Daniel. Vamos al hecho en cuestión.
Salvo en las horas de las comidas, mis hermanos y yo veíamos a mi
padre bastante poco. Estaba muy ocupado en su trabajo. Después de la cena,
que, conforme a las antiguas costumbres, se servía a las siete, íbamos todos,
nuestra madre con nosotros, al despacho de nuestro padre, y nos
sentábamos a una mesa redonda. Mi padre fumaba su pipa y bebía un gran
vaso de cerveza. Con frecuencia nos contaba historias maravillosas, y sus
relatos lo apasionaban tanto que dejaba que su pipa se apagase; yo estaba
encargado de encendérsela de nuevo con una astilla prendida, lo cual me
producía un indescriptible placer. También a menudo nos daba libros con
láminas; y permanecía silencioso e inmóvil en su sillón apartando espesas
nubes de humo que nos envolvían a todos como la niebla. En este tipo de
veladas, mi madre estaba muy triste, y apenas oía sonar las nueve,
exclamaba: «Vamos niños, a la cama… ¡el Hombre de Arena está al
llegar…! ¡ya lo oigo!». Y, en efecto, se oía entonces retumbar en la escalera
graves pasos; debía ser el Hombre de Arena. En cierta ocasión, aquel ruido
me produjo más escalofríos que de costumbre y pregunté a mi madre
mientras nos acompañaba:
—¡Oye mamá! ¿Quién es ese malvado Hombre de Arena que nos aleja
siempre del lado de papá? ¿Qué aspecto tiene?
—No existe tal Hombre de Arena, cariño —me respondió mi madre—.
Cuando digo «viene el Hombre de Arena» quiero decir que tienen que ir a
la cama y que sus párpados se cierran involuntariamente como si alguien les
hubiera tirado arena a los ojos.
La respuesta de mi madre no me satisfizo y mi infantil imaginación
adivinaba que mi madre había negado la existencia del Hombre de Arena
para no asustarnos. Pero yo lo oía siempre subir las escaleras.
Lleno de curiosidad, impaciente por asegurarme de la existencia de este
hombre, pregunté a una vieja criada que cuidaba de la más pequeña de mis
hermanas, quién era aquel personaje.
—¡Ah mi pequeño Nataniel! —me contestó—, ¿no lo sabes? Es un
hombre malo que viene a buscar a los niños cuando no quieren irse a la
cama y les arroja un puñado de arena a los ojos haciéndolos llorar sangre.
Luego los mete en un saco y se los lleva a la luna creciente para divertir a
sus hijos, que esperan en el nido y tienen picos encorvados como las
lechuzas para comerles los ojos a picotazos.
Desde entonces, la imagen del Hombre de Arena se grabó en mi espíritu
de forma terrible; y, por la noche, en el instante en que las escaleras
retumbaban con el ruido de sus pasos, temblaba de ansiedad y de horror; mi
madre sólo podía entonces arrancarme estas palabras ahogadas por mis
lágrimas: «¡El Hombre de Arena! ¡El Hombre de Arena!». Corría al
dormitorio y aquella terrible aparición me atormentaba durante toda la
noche.
Yo tenía ya la edad suficiente como para pensar que la historia del
Hombre de Arena y sus hijos en el nido de la luna creciente, según la
contaba la vieja criada, no era del todo exacta; sin embargo, el Hombre de
Arena siguió siendo para mí un espectro amenazador. El terror se apoderaba
de mí cuando lo oía subir al despacho de mi padre. Algunas veces duraba su
ausencia largo tiempo; luego, sus visitas volvían a ser frecuentes; aquello
duró varios años. No podía acostumbrarme a tan extraña aparición, y la
sombría figura de aquel desconocido no palidecía en mi pensamiento. Su
relación con mi padre ocupaba cada vez más mi imaginación, la idea de
preguntarle a él me sumía en un insuperable temor, y el deseo de indagar el
misterio, de ver al legendario Hombre de Arena, aumentaba en mí con los
años. El Hombre de Arena me había deslizado en el mundo de lo fantástico,
donde el espíritu infantil se introduce tan fácilmente. Nada me complacía
tanto como leer o escuchar horribles historias de genios, brujas y duendes;
pero, por encima de todas las escalofriantes apariciones, prefería la del
Hombre de Arena que dibujaba con tiza y carbón en las mesas, en los
armarios y en las paredes bajo las formas más espantosas. Cuando cumplí
diez años, mi madre me asignó una habitación para mí solo, en el corredor,
no lejos de la de mi padre. Como siempre, al sonar las nueve el desconocido
se hacía oír, y había que retirarse. Desde mi habitación lo oía entrar en el
despacho de mi padre, y poco después me parecía que un imperceptible
vapor se extendía por toda la casa. La curiosidad por ver al Hombre de
Arena de la forma que fuese crecía en mí cada vez más. Alguna vez abrí mi
puerta, cuando mi padre ya se había ido, y me deslicé en el corredor; pero
no pude oír nada, pues siempre habían cerrado ya la puerta cuando
alcanzaba la posición adecuada para poder verle. Finalmente, empujado por
un deseo irresistible, decidí esconderme en el gabinete de mi padre, y
esperar allí mismo al Hombre de Arena.
Por el semblante taciturno de mi padre y por la tristeza de mi madre
supe una noche que vendría el Hombre de Arena. Pretexté un enorme
cansancio y abandonando la sala antes de las nueve fui a esconderme detrás
de la puerta. La puerta de la calle crujió en sus goznes y lentos pasos, tardos
y amenazadores, retumbaron desde el vestíbulo hasta las escaleras. Mi
madre y los niños pasaron apresuradamente ante mí. Abrí despacio, muy
despacio, la puerta del gabinete de mi padre. Estaba sentado como de
costumbre, en silencio y de espaldas a la puerta. No me vio, y corrí a
esconderme detrás de una cortina que tapaba un armario en el que estaban
colgados sus trajes. Después los pasos se oyeron cada vez más cerca,
alguien tosía, resoplaba y murmuraba de forma singular. El corazón me latía
de miedo y expectación. Muy cerca de la puerta, un paso sonoro, un golpe
violento en el picaporte, los goznes giran ruidosamente. Adelanto a mi
pesar la cabeza con precaución, el Hombre de Arena está en medio de la
habitación ¡el resplandor de las velas ilumina su rostro! ¡El Hombre de
Arena, el terrible Hombre de Arena, es el viejo abogado Coppelius que a
veces se sienta a nuestra mesa! Pero el más horrible de los rostros no me
hubiera causado más espanto que el de aquel Coppelius. Imagínate un
hombre de anchos hombros con una enorme cabeza deforme, una tez mate,
cejas grises y espesas bajo las que brillan dos ojos verdes como los de los
gatos y una nariz gigantesca que desciende bruscamente sobre sus gruesos
labios. Su boca torcida se encorva aún más con su burlona sonrisa; en sus
mejillas dos manchas rojas y unos acentos a la vez sordos y silbantes se
escapan de entre sus dientes irregulares. Coppelius aparecía siempre con un
traje color ceniza, de una hechura pasada de moda, chaqueta y pantalones
del mismo color, medias negras y zapatos con hebillas de estrás. Su corta
peluca, que apenas cubría su cuello, terminaba en dos bucles pegados que
soportaban sus grandes orejas, de un rojo vivo, e iba a perderse en un
amplio tafetán negro que se desplegaba aquí y allá en su espalda y dejaba
ver el broche de plata que sujetaba su lazo. Aquella cara ofrecía un aspecto
horrible y repugnante, pero lo que más nos chocaba a nosotros, niños, eran
aquellas grandes manos velludas y huesudas; cuando él las dirigía hacia
algún objeto, nos guardábamos de tocarlo. Él se había dado cuenta de esto y
se complacía en tocar los pasteles o las frutas confitadas que nuestra madre
había puesto sigilosamente en nuestros platos; entonces él gozaba viendo
nuestros ojos llenos de lágrimas al no poder ya saborear por asco y
repulsión las golosinas que él había rozado. Lo mismo hacía los días de
fiesta, cuando nuestro padre nos servía un vasito de vino dulce. Entonces se
apresuraba a coger el vaso y lo acercaba a sus labios azulados, y reía
diabólicamente viendo cómo sólo podíamos exteriorizar nuestra rabia con
leves sollozos. Acostumbraba a llamarnos los animalitos; en presencia suya
no nos estaba permitido decir una sola palabra y maldecíamos con toda
nuestra alma a aquel personaje odioso, a aquel enemigo que envenenaba
deliberadamente nuestra más pequeña alegría. Mi madre parecía odiar tanto
como nosotros al repugnante Coppelius, pues, desde el instante en que
aparecía, su dulce alegría y su despreocupada forma de ser se tornaban en
una triste y sombría gravedad. Nuestro padre se comportaba con Coppelius
como si éste perteneciera a un rango superior y hubiera que soportar sus
desaires con buen ánimo. Nunca dejaba de ofrecerle sus platos favoritos y
descorchaba en su honor vinos de reserva.
Al ver entonces a Coppelius me di cuenta de que ningún otro podía
haber sido el Hombre de Arena; pero el Hombre de Arena ya no era para mí
aquel ogro del cuento de la niñera que se lleva a los niños a la luna, al nido
de sus hijos con pico de lechuza. No. Era una odiosa y fantasmagórica
criatura que dondequiera que se presentase traía tormento y necesidad,
causando un mal durable, eterno.
Yo estaba como embrujado, con la cabeza entre las cortinas, a riesgo de
ser descubierto y cruelmente castigado. Mi padre recibió alegremente a
Coppelius.
—¡Vamos! ¡al trabajo! —exclamó el otro con voz sorda quitándose la
levita.
Mi padre, con aire sombrío, se quitó la bata y los dos se pusieron unas
túnicas negras. Mi padre abrió la puerta de un armario empotrado que
ocultaba un profundo nicho donde había un horno. Coppelius se acercó, y
del hogar se elevó una llama azul. Una gran cantidad de extrañas
herramientas se iluminaron con aquella claridad. Pero ¡Dios mío, qué
extraña metamorfosis se había operado en los rasgos de mi anciano padre!
Un dolor violento y terrible parecía haber cambiado la expresión honesta y
leal de su fisonomía, que se había contraído de forma satánica. ¡Se parecía a
Coppelius! Éste manejaba unas pinzas incandescentes y atizaba los
carbones ardientes del hogar. Creí ver a su alrededor figuras humanas, pero
sin ojos. En su lugar había cavidades negras, profundas, horribles.
—¡Ojos, ojos! —gritaba Coppelius con voz sorda, amenazadora.
Grité y caí al suelo, violentamente abatido por el miedo. Entonces
Coppelius me cogió.
—¡Pequeña bestia! ¡Pequeña bestia! —dijo haciendo crujir los dientes
de un modo espantoso. Diciendo esto me arrojó al horno, cuya llama
prendía ya mis cabellos.
—Ahora —exclamó— ya tenemos ojos, ¡ojos! ¡un hermoso par de ojos
de niño! —Y con sus manos cogió del hogar un puñado de carbones
ardientes que se disponía a arrojar a mis ojos, cuando mi padre, con las
manos juntas, le imploró:
—¡Maestro! ¡Maestro! ¡Deja los ojos a mi Nataniel! ¡Déjaselos!
Coppelius se echó a reír de forma estrepitosa.
—Que el niño conserve sus ojos para que éstos realicen su trabajo en el
mundo; pero, puesto que está aquí, observemos atentamente el mecanismo
de sus pies y de sus manos.
Sus dedos apretaron todas las articulaciones de mis miembros, que
crujieron, y me retorció las manos y los pies de una forma y de otra.
—¡Esto no está del todo bien! ¡Tan bien como estaba! ¡El viejo lo ha
entendido perfectamente!
Coppelius murmuraba esto mientras me retorcía; pero pronto todo se
volvió oscuro y confuso a mi alrededor; un dolor nervioso agitó todo mi ser;
no sentí nada más. Un vapor dulce y cálido se derramó sobre mi rostro;
desperté como del sueño de la muerte. Mi madre estaba inclinada sobre mí.
—¿Está aquí el Hombre de Arena? —balbucí.
—No, mi niño, está muy lejos; se fue hace mucho, no te hará daño.
Así decía mi madre, y me besaba estrechando contra su corazón al niño
querido que le era devuelto.
¿Para qué cansarte por más tiempo con estas historias, querido Lotario?
Fui descubierto y cruelmente maltratado por Coppelius. La ansiedad y el
miedo me causaron una ardiente fiebre que padecí durante algunas
semanas; «¿Está aún aquí el Hombre de Arena?». Éstas fueron las primeras
palabras de mi salvación y el primer signo de mi curación. Sólo me queda
contarte el instante más horrible de mi infancia; después te habrás
convencido de que no hay que acusar a mis ojos de que todo me parezca sin
color en la vida; pues un sombrío destino ha levantado una densa nube ante
todos los objetos, y sólo mi muerte podrá disiparla.
Coppelius no volvió a aparecer, se dijo que había abandonado la ciudad.
Había transcurrido un año, y cierta noche, según la antigua e invariable
costumbre, estábamos sentados en la mesa redonda. Nuestro padre estaba
muy alegre y nos contaba historias divertidas que le habían sucedido en los
viajes de su juventud. En el momento en que el reloj daba las nueve oímos
sonar los goznes de la puerta de la casa, y unos graves pasos retumbaron
desde el vestíbulo hasta las escaleras.
—¡Es Coppelius! —dijo mi madre palideciendo.
—Sí, es Coppelius —repitió mi padre con voz entrecortada.
Las lágrimas asomaron a los ojos de mi madre:
—¡Padre! ¿es preciso?
—Por última vez —respondió—. Viene por última vez, te lo juro. Ve
con los niños. Buenas noches.
Yo estaba petrificado, me faltaba el aire. Mi madre, viéndome inmóvil,
me cogió del brazo.
—Ven, Nataniel —me dijo. Me dejé llevar a mi habitación—. Estate
tranquilo y acuéstate. ¡Duerme! —me dijo al irse.
Pero un terror invencible me agitaba y no pude cerrar los ojos. El
horrible, el odioso Coppelius estaba ante mí, con sus ojos destellantes,
sonriéndome hipócrita, e intentaba alejar su imagen. Era cerca de media
noche cuando se oyó un golpe violento, como la detonación de un arma de
fuego. La casa entera se tambaleó, alguien pasó corriendo por delante de mi
cuarto y la puerta de la calle se cerró estrepitosamente de un porrazo.
—¡Es Coppelius! —grité fuera de mí, y salté de la cama. Oí gemidos;
corrí a la habitación de mi padre, la puerta estaba abierta, se respiraba un
humo asfixiante, y una criada gritaba:
—¡El señor! El señor!
Delante del horno encendido, en el suelo, yacía mi padre muerto, con la
cara destrozada. Mis hermanas, de rodillas a su alrededor, clamaban y
gemían. Mi madre había caído inmóvil junto a su marido.
—¡Coppelius, monstruo infame! ¡Has asesinado a mi padre! —grité. Y
caí sin sentido.
Dos días más tarde, cuando colocaron su cuerpo en el ataúd, sus rasgos
habían vuelto a ser serenos y dulces como lo fueron durante toda su vida.
Aquella imagen mitigó mi dolor; pensé que su alianza con el infernal
Coppelius no lo había llevado a la condenación eterna.
La explosión había despertado a los vecinos, el suceso causó sensación,
y las autoridades, que tuvieron conocimiento del mismo, requirieron la
presencia de Coppelius. Pero había desaparecido de la ciudad sin dejar
rastro.
Si te dijera, querido amigo, que el vendedor de barómetros no era otro
sino el miserable Coppelius, comprenderías el horror que me produjo tan
desgraciada y enemiga aparición. Llevaba otro traje, pero los rasgos de
Coppelius están demasiado profundamente marcados en mi alma como para
poder equivocarme. Además, Coppelius ni siquiera ha cambiado de
nombre. Se hace pasar aquí —según tengo oído—, por un mecánico
piamontés llamado Giuseppe Coppola.
Estoy decidido a vengar la muerte de mi padre, pase lo que pase. No
digas nada a mi madre de este encuentro cruel. Saluda a la encantadora
Clara; le escribiré con una mayor presencia de ánimo.
Queda con Dios, etcétera.
Clara a Nataniel
Es cierto que hace mucho que no me has escrito pero creo, sin embargo,
que me llevas en tu alma y en tus pensamientos; pues pensabas vivamente
en mí cuando, queriendo enviar tu última carta a mi hermano Lotario, la
suscribiste a mi nombre. La abrí con alegría y sólo me di cuenta de mi error
al ver estas palabras: «¡Ay, mi querido Lotario!». Sin duda no debería haber
seguido leyendo y debí entregar la carta a mi hermano. Alguna vez me has
reprochado entre risas el que yo tuviera un espíritu tan apacible y tranquilo
que si la casa se derrumbara, antes que huir, colocaría en su sitio una cortina
mal puesta; pero apenas podía respirar y todo daba vueltas ante mis ojos, mi
querido Nataniel, al saber la infortunada causa que ha turbado tu vida.
Separación eterna, no verte nunca más, este presentimiento me atravesaba
como un puñal ardiente. Leí y volví a leer. Tu descripción del repugnante
Coppelius es horrible. Así he sabido la forma cruel en que murió tu anciano
y venerable padre. Mi hermano, a quien remití lo que le pertenecía, intentó
tranquilizarme, sin conseguirlo. El fatal vendedor de barómetros Giuseppe
Coppola me perseguía, y casi me avergüenza confesar que ha turbado, con
terribles imágenes, mi sueño siempre profundo y tranquilo. Pero de pronto,
desde la mañana siguiente, todo me parece distinto. No estés enfadado
conmigo, amor mío, si Lotario te dice que a pesar de tus funestos
presentimientos sobre Coppelius no se altera mi serenidad en absoluto. Te
diré sinceramente lo que pienso. Las cosas terribles de que hablas tienen su
origen dentro de ti mismo, el mundo exterior y real tiene poco que ver. El
viejo Coppelius sin duda era repelente, pero, como odiaba a los niños, esto
producía en ustedes, niños, verdadero horror hacia él.
El Hombre de Arena de la niñera se asoció en tu imaginación infantil al
viejo Coppelius quien, sin que te dieras cuenta, permaneció en ti como un
fantasma de tus primeros años. Sus entrevistas nocturnas con tu padre no
tenían otro objeto que realizar experimentos de alquimia, cosa que afligía a
tu madre pues posiblemente costaba mucho dinero; y aquella ocupación,
además de llenar a su esposo de una engañosa esperanza de sabiduría, lo
apartaba del cuidado de su familia. Tu padre sin duda causó su muerte por
imprudencia suya, y Coppelius no es culpable. ¿Creerías que ayer pregunté
a un viejo vecino boticario si los experimentos químicos podían causar
explosiones mortales? Asintió describiéndome largamente a su manera
cómo se hacían tales cosas, citándome gran número de palabras extrañas
que no he podido retener en mi memoria. Ahora vas a enfadarte con tu
Clara; dices: «en su frío espíritu no entra ni un solo rayo misterioso de los
que tantas veces abrazan al hombre con sus alas invisibles; ella percibe tan
sólo la superficie coloreada del mundo y se alegra como un niño a la vista
de frutas cuya dorada cáscara esconde un mortal veneno».
¡Ah, mi bienamado Nataniel! ¿Acaso no piensas que el sentimiento de
un poder enemigo que se agita de manera funesta sobre nuestro ser, no
puede penetrar en las almas sonrientes y serenas? Perdóname si yo, una
simple jovencita, intento expresar lo que siento ante la idea de una lucha
semejante. Quizá no encuentro las palabras adecuadas y tú te ríes, no de mis
pensamientos, sino de mi torpeza para expresarlos. Si realmente existe un
poder oculto que tan traidoramente hunde sus garras en nuestro interior para
cogernos y arrastrarnos a un camino peligroso que habríamos evitado, si tal
fuerza existe, debe doblegarse ante nosotros mismos, pues sólo así ganará
nuestra confianza y un lugar en nuestro corazón, lugar que necesita para
realizar su obra. Si tenemos la suficiente firmeza, el valor necesario para
reconocer el camino hacia el que deben conducirnos nuestra vocación y
nuestras inclinaciones, para caminar con paso tranquilo, nuestro enemigo
interior perecerá en los vanos esfuerzos que haga por ilusionarnos. También
es cierto, añade Lotario, que la tenebrosa presencia a la que nos entregamos
crea con frecuencia en nosotros imágenes tan atrayentes que nosotros
mismos producimos el engaño que nos consume. Es el fantasma de nuestro
propio Yo cuya influencia mueve nuestra alma y nos sumerge en el infierno
o nos conduce al cielo. ¡Te das cuenta, querido Nataniel! Mi hermano y yo
hemos hablado de oscuras fuerzas y poderes que a mí, después de haber
escrito, no sin esfuerzo, lo más importante, se me aparecen sosegadas,
profundas. Las últimas palabras de Lotario no las entiendo del todo bien,
sólo intuyo lo que piensa; sin embargo, me parece rigurosamente cierto. Te
lo suplico, aparta de tu pensamiento al odioso abogado Coppelius y al
vendedor de barómetros Coppola. Convéncete de que esas extrañas figuras
no tienen influencia sobre ti. Sólo la creencia en su poder enemigo las
vuelve enemigas. Si cada línea de tu carta no expresara la profunda
exaltación de tu espíritu, si el estado de tu alma no afligiera mi corazón,
podría bromear sobre tu Hombre de Arena y tu abogado alquimista.
¡Alégrate! Me he prometido estar a tu lado como un ángel guardián y
arrojar al odioso Coppola de una loca carcajada si viniera a turbar tu sueño.
No le temo en absoluto, ni a él ni a sus horribles manos que no podrían
estropearme las golosinas ni arrojarme arena a los ojos.
Hasta siempre, mi bienamado Nataniel, etcétera.
Nataniel a Lotario
FIN
ERNST THEODOR AMADEUS HOFFMANN (Königsberg, 24 de enero
de 1776 – Berlín, 25 de junio de 1822), escritor, jurista, dibujante y
caricaturista, pintor, cantante (tenor) y compositor musical alemán, que
participó activamente en el movimiento romántico de la literatura alemana.
Conocido como E. T. A. Hoffmann, su nombre de nacimiento era Ernst
Theodor Wilhelm Hoffmann, pero adoptó el de Amadeus en honor del
compositor Wolfgang Amadeus Mozart.