Viaje Olvidado - Silvina Ocampo

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VIAJE OLVIDADO

(Silvina Ocampo, 1937)

Quería acordarse del día en que había nacido y fruncía tanto las cejas que a cada
instante las personas grandes la interrumpían para que desarrugara la frente.
Por eso no podía nunca llegar hasta el recuerdo de su nacimiento. Los chicos
antes de nacer estaban almacenados en una gran tienda en París, las madres los
encargaban, y a veces iban ellas mismas a comprarlos. Hubiera deseado ver
desenvolver el paquete, y abrir la caja donde venían envueltos los bebés, pero
nunca la habían llamado a tiempo en las casas de los recién nacidos. Llegaban
todos achicharrados del viaje, no podían respirar bien dentro de la caja, y por
eso estaban tan colorados y lloraban incesantemente, enrulando los dedos de los
pies. Pero ella había nacido una mañana en Palermo haciendo nidos para los
pájaros. No recordaba haber salido de su casa aquel día, tenía la sensación de
haber hecho un viaje sin automóvil ni coche, un viaje lleno de sombras
misteriosas y de haberse despertado en un camino de árboles con olor a
casuarinas donde se encontró de repente haciendo nidos para los pájaros. Los
ojos de Micaela, su niñera, la seguían como dos guardianes. La construcción de
los nidos no era fácil; eran de varios cuartos: tenía que haber dormitorio y
cocina. Al día siguiente, cuando volvió a Palermo, buscaba los nidos en el
camino de casuarinas. No quedaba ninguno. Estaba a punto de llorar cuando la
niñera le dijo: "Los pajaritos se han llevado los nidos sobre los árboles, por eso
están tan contentos esta mañana". Pero su hermana, que tenía cruelmente tres
años más que ella, se rió, le señaló con su guante de hilo el jardinero de Palermo
que tenía un ojo tuerto y que barría la calle con una escoba de ramas grises.
Junto con las hojas muertas barría el último nido. Y ella, en ese momento sintió
ganas de lanzar, como si oyera el ruido de las hamacas del jardín de su casa. Y
después, el tiempo había pasado desde aquel día alejándola desesperadamente
de su nacimiento. Cada recuerdo era otra chiquita distinta, pero 37

que llevaba su mismo rostro. Cada año que cumplía estiraba la ronda de chicas
que no se alcanzaban las manos alrededor de ella. Hasta que un día jugando en
el cuarto de estudio, la hija del chauffeur francés le dijo con palabras atroces,
llenas de sangre: "Los chicos que nacen no vienen de París" y mirando a todos
lados para ver si las puertas escuchaban dijo despacito, más fuerte que si
hubiera sido fuerte: "Los chicos están dentro de las barrigas de las madres y
cuando nacen salen del ombligo", y no sé qué otras palabras oscuras como
pecados habían brotado de la boca de Germaine, que ni siquiera palideció al
decirlas. Entonces empezaron a nacer chicos por todas partes. Nunca habían
nacido tantos chicos en la familia. Las mujeres llevaban enormes globos en las
barrigas y cada vez que las personas grandes hablaban de algún bebito recién
nacido, un fuego intenso se le derramaba por toda la cara, y le hacía agachar la
cabeza buscando algo en el suelo, un anillo, un pañuelo que no se había caído. Y
todos los ojos se tornaban hacia ella como faroles iluminando su vergüenza. Una
mañana, recién salida del baño, mirando la flor del desagüe mientras la niñera
la secaba envolviéndola en la toalla, le confió a Micaela su horrible secreto,
riéndose. La niñera se enojó mucho y volvió a asegurarle que los bebés venían
de París. Sintió un pequeño alivio. Pero cuando la noche llegaba, una angustia
mezclada con los ruidos de la calle subía por todo su cuerpo. No podía dormirse
de noche aunque su madre la besara muchas veces antes de irse al teatro. Los
besos se habían desvirtuado. Y fue después de muchos días y de muchas horas
largas y negras en el reloj enorme de la cocina, en los corredores desiertos de la
casa, detrás de las puertas llenas de personas grandes secreteándose, cuando su
madre la sentó sobre sus faldas en su cuarto de vestir y le dijo que los chicos no
venían de París. Le habló de flores, le habló de pájaros; y todo eso se mezclaba a
los secretos horribles de Germaine. Pero ella sostuvo desesperadamente que los
chicos venían de París. Un momento después, cuando su madre dijo que iba a
abrir la ventana y la abrió, el rostro de su madre había cambiado totalmente
debajo del sombrero con plumas: era una señora que estaba de visita en su casa.
La ventana quedaba más cerrada que antes, y cuando dijo su madre que el sol
estaba lindísimo, vio el cielo negro de la noche donde no cantaba un solo pájaro.

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