El Boom Economico Espanol - Juan Pablo Fusi

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Entrega

n.º 34 de la colección Cuadernos Historia 16 dedicado al «boom»


económico español de los años sesenta.

Página 2
Juan Pablo Fusi

El «boom» económico español


Cuadernos Historia 16 - 034

ePub r1.0
Titivillus 01.09.2022

Página 3
Título original: El boom económico español
Juan Pablo Fusi, 1985

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

Página 4
Franco inaugurando un pantano en los años sesenta.

Indice

EL BOOM ECONOMICO ESPAÑOL


El boom económico español (1959-1969)
Por Juan Pablo Fusi

El Plan de Estabilización

La planificación del desarrollo

Avances y frenazos

Los límites del desarrollo

«Un verdadero milagro»

Estructura y clases sociales

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Educación

Política social

Conflictos laborales

Bienestar y consumo

Bibliografía

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El boom económico español
(1959-1969)

Por Juan Pablo Fusi


Catedrático de Historia Contemporánea. Universidad del País Vasco

En septiembre de 1972, un cualificado portavoz del régimen de Franco, el


entonces ministro de Información y Turismo, Alfredo Sánchez Bella, podía
hacer el siguiente balance de lo ocurrido en España desde la guerra civil de
1936-39: Han pasado treinta y seis años, y aquella España inhabitable y rota
que nos anunciaban desde el lado rojo es una España alegre, de mil dólares
per cápita.
Testimonios en el mismo sentido podrían encontrarse a centenares. El
cambio que España experimentó en la década de 1960 en el orden económico
y social fue a todas luces evidente. Tanto que un prestigioso economista (Luis
Angel Rojo) ha podido calificarlo como el primer ciclo industrial completo en
la economía española. El régimen de Franco fue mucho más lejos: el
desarrollo y sus consecuencias, el bienestar material y la paz, se convirtieron
en la pieza clave de la legitimación del franquismo.
Agotadas, insolventes e inútiles las anacrónicas filosofías del nacional-
sindicalismo, del catolicismo y la Cruzada, del hispanismo y del Imperio, del
anticomunismo y la democracia orgánica; diluida la Falange en aquel
mastodonte burocrático que resultó ser el Movimiento; roto el carlismo por la
modernización del país, el colaboracionismo de su vieja guardia y la
formidable confusión ideológica de sus nuevos líderes, y en crisis la Iglesia,
el franquismo elevó el desarrollo, el crecimiento económico, a filosofía oficial
del Estado.
Atrás quedaría la romántica retórica joseantoniana hecha de luceros e
intemperies; atrás, los vibrantes sones del Oriamendi; atrás, los años
eucarísticos y los rosarios en familia. Ahora, desde principios de los años 60,
un lenguaje seco y árido, plagado de términos abstractos (rentas per cápita,

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inflación, divisas, PIBS, PNBs, balanzas), tasas y porcentajes vino a
impregnar la propaganda oficial. Entre los ministros, sólo el insumergible
José Solís Ruiz, ministro secretario general del Movimiento entre 1957 y
1969, parecía parcialmente anclado en el aparatoso, vociferante y acursilado
estilo de los viejos tiempos. Pero era como un espectro, ceceante, animoso y
sonriente, del pasado. Ullastres, el ministro de Comercio de 1957 a 1965, y
principal exponente del nuevo lenguaje, fue el primer miembro de un
gobierno franquista en hacer uso eficaz de la televisión: lo hizo para llevar a
los hogares españoles la jerga de la nueva ortodoxia tecnocrática.
Un régimen en sus orígenes doctrinario e ideologizado hasta la médula
aparecía ahora como el campeón de un desarrollismo desideologizado y
pragmático. Sus portavoces dijeron en 1939 que en España empezaba a
amanecer; fieles a su metáfora astral, en 1965 decían que en España atardecía,
que era la hora del crepúsculo —del crepúsculo de las ideologías, según el
título del libro del ideólogo del franquismo tardío, Gonzalo Fernández de la
Mora.
Asombrosa y «radical» le parecía a Fernández de la Mora la
transformación sufrida por España durante la época de Franco. Lo fue, sin
duda. Pero, lejos de ser excepcional, no fue muy distinta de la experimentada
por otras economías occidentales; todas tuvieron en la posguerra su fase
económica más o menos milagrosa. El milagro español fue, si algo más tardío
—unos diez años— que el europeo, y probablemente, como se vería en 1973,
menos definitivo y más cabalístico y efectista.

Laureano López Rodó (izquierda). Gregorio López Bravo (derecha).

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Presa inaugurada durante la década de los años sesenta.

Al menos hay algo que debe subrayarse. La España de 1972 podía ser una
España alegre, de mil dólares per cápita. Pero la España de 1959, una España
gobernada por ese mismo régimen autosatisfecho del 72, era una España con
la alegría que podía comprarse con menos de 300 dólares per cápita. Según
The Economist (10 de diciembre de 1960), España era en 1960, con Portugal,
el país más pobre de Europa, y eso, a pesar del tímido progreso industrial y
modesta elevación del nivel de vida experimentados desde 1950.
A principios de 1959 había motivos para todo menos para la alegría. El
coste de la vida se había incrementado en un 40 por 100 en los dos últimos
años; las reservas habían bajado de 220 millones de dólares en 1955 a 57
millones en 1958; el déficit comercial alcanzó en 1957 la cifra récord de 387
millones de dólares. Pese a que el Jefe del Estado continuara en sus discursos
de fin de año haciendo la apología de su propio régimen y de sus
realizaciones —en julio del 58, por ejemplo, se inauguraron los pantanos de
Entrepeñas y Buendía, dos de las gemas hidráulicas del franquismo—, la

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realidad era que España estuvo en 1957-58 al borde de la bancarrota y de la
suspensión de pagos.
Lo grave era que no se trataba de una crisis coyuntural. La crisis de finales
de los años 50 fue la consecuencia natural de los presupuestos del régimen de
Franco. La autarquía, el Estado corporativo, el nacional-sindicalismo y el
aislamiento internacional habían provocado la petrificación de la economía
española, habían sumido a España en el atraso y el subdesarrollo, en el
mercado negro, la corrupción y la infraindustrialización, difícilmente
ocultables tras los cortinajes de algunas obras faraónicas —como los pantanos
— y la instalación de algunas plantas industriales modernas (Ensidesa, Seat,
Pegaso, Barreiros, la Bazán, etc.).
La supervivencia del país exigía, por tanto, un cambio de rumbo, un golpe
de timón, la liquidación del doctrinarismo de inspiración fascista responsable
del desastre económico. Eso explica la nueva etapa que el régimen de Franco
iniciaría con la aparición de la Ley de Ordenación Económica o Plan de
Estabilización. Pero parece necesaria una puntualización. En 1959, no había
alternativa al régimen: había alternativa dentro del régimen. La huelga
general pacífica de veinticuatro horas contra la situación económica y contra
el régimen convocada para el 18 de junio de 1959 por el Partido Comunista
fue un total fracaso (que no ahorró a los detenidos penas de hasta veintitrés
años de cárcel).

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El Plan de Estabilización

El Plan de Estabilización, piedra angular de la nueva estrategia económica


del franquismo, fue presentado en las Cortes por la ninfa Egeria del momento,
el ministro Alberto Ullastres, el 20 de julio de 1959, y promulgado al día
siguiente. Pero lo precedió una etapa de precalentamiento iniciada a raíz del
cambio de gobierno de febrero de 1957. De 1957 a 1959, Ullastres y su
compañero de gabinete, el ministro de Hacienda Mariano Navarro Rubio,
ambos miembros del Opus Dei, intentaron poner algo de orden ortodoxo y
neocapitalista en el desbarajuste económico nacional, agudizado por las
demagógicas alzas salariales ordenadas alocadamente en 1956, como
respuesta a los sucesos de aquel año.
Se unificó el cambio, hasta entonces regido por un sistema de cambios
múltiples; se elevaron los tipos de descuento y se trató de controlar el gasto
—y eso que en septiembre de 1957 comenzó a funcionar Ensidesa—. El
presupuesto de 1958 resultaba, en el contexto del franquismo, revolucionario,
en tanto que intentaba el aumento de la contribución directa tras la reforma
tributaria de diciembre de 1957, incentivaba las exportaciones y abría la
puerta, todavía tímidamente, al capital extranjero. La Ley de Convenios
Colectivos de 1958 marcó, también tímidamente, el inicio de la libertad de
contratación salarial. Ciertamente, no se tomaron medidas absolutamente
inaplazables a corto plazo como la devaluación o la liberalización de las
inversiones extranjeras. Pero algo se había hecho y España tuvo su
recompensa. A principios de 1958 se incorporaba como miembro asociado a
la Organización Europea de Cooperación Económica (luego OCDE), y en
septiembre, al Fondo Monetario Internacional.
La experiencia de 1957-59 sirvió para poner de relieve la necesidad de
cambios radicales que paliasen la crítica situación española (inflación,
gravísimo desequilibrio exterior, atonía inversora, etc.), algo que sería
remachado por el informe de la OECE de mayo de 1959, primero de una serie
de informes de prestigiosas organizaciones internacionales que los ministros
desarrollistas acogerían como tablas de la ley que, como las mosaicas,
obligaban a su cumplimiento.
Del informe de la OECE al Plan de Estabilización hubo un trecho
cortísimo salvado apresuradamente. Ni la situación interior del país —las
medidas de Ullastres, además de insuficientes, habían sido impopulares, y en
1958 hubo huelgas en Asturias, País

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Vasco y Barcelona—, ni el contexto
internacional —la Comunidad
Económica Europea había entrado en
vigor en enero de 1959—, ni las
recomendaciones exteriores,
norteamericanas sobre todo,
permitían demora. Ullastres viajó a
Washington el 14 de julio; a su
regreso, arropado por la OECE y el
FMI, el gobierno de los EE. UU. y la
banca privada de aquel país, presentó
el Plan de Estabilización. La
autarquía quedaba liquidada: el
franquismo había tenido finalmente
que soltar el lastre doctrinal del
nacional-sindicalismo.
Alberto Ullastres en una rueda de prensa. A su
izquierda, Gregorio López Bravo.

Franco en la inauguración de una nueva planta en la fábrica Barreiros.

El Plan, en cuya preparación participaron los economistas Sardá y Fuentes


Quintana, fue básicamente una operación para sanear, liberalizar y
racionalizar la economía española. Eso exigía dos objetivos urgentes: rescatar
la peseta y contener la inflación. Para ello, se devaluó la moneda fijándose la

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nueva paridad del dólar en 60 pesetas (antes, 42 pesetas): la devaluación fue
compensada con sustanciales créditos extranjeros valorados en 400 millones
de dólares (del FMI, la OECE, el gobierno y la banca norteamericana). Se
establecieron techos crediticios, se elevaron los tipos de descuento e interés
para reducir la circulación fiduciaria, y se relajaron los controles sobre el
sector exterior. El gobierno procedió igualmente a bloquear el gasto público y
favoreció la inversión extranjera liberalizando la participación de capitales
extranjeros en las empresas españolas. Los resultados fueron fulminantes. A
principios de 1960, la OECE concedió un nuevo crédito de 25 millones de
dólares. Las inversiones extranjeras aumentaron dramáticamente, saltando de
12 millones de dólares en 1958 —el último año antes de la aplicación del Plan
— a 37,5 en 1959, y a 82,6 en 1960.
El Plan no era sino la aplicación de lo que los economistas llaman un
modelo ortodoxo de estabilización: el modelo precisamente a que tan
refractarias se habían mostrado siempre —y aún en 1959, hombres como
Solís y el también falangista Arrese, ministro de Vivienda— las autoridades
franquistas para azote y castigo de la economía y la sociedad españolas.
Los efectos de la estabilización no se hicieron esperar. A corto plazo, fue
notablemente exitosa. A fines del verano del 59, España tenía ya un superávit
de 81 millones de dólares en la balanza de pagos (frente a un déficit de 69
millones en 1958). La circulación fiduciaria aumentó en 1959 en sólo un 3,8
por 100, frente al 8,9 por 100 de 1958, y las reservas ascendían ya en mayo de
1960 a 300 millones de dólares; la inflación se redujo del 12,6 por 100 en
1958 al 2,4 por 100 en 1960. La devaluación favoreció de modo espectacular
el turismo, desde entonces pieza clave de la transformación económica del
país: en 1960 entraron unos seis millones de turistas extranjeros, casi el doble
que en 1958. El nuevo valor de la peseta redujo también drásticamente el
déficit comercial.
Ahora bien; la estabilización produjo, como es usual en ese tipo de
operaciones, una notable paralización de la actividad económica, con fuerte
reducción tanto del consumo como de la inversión, y un aumento
considerable del paro —estimado, en algún momento, en torno a los 150.000-
200.000 desempleados—. Necesaria o no —Franco, por ejemplo, la creía
necesaria—, la política de estabilización fue en extremo impopular.
Y se comprende. Los salarios quedaron prácticamente congelados de 1957
a 1961. La recesión afectó prácticamente a casi todos los sectores de la
economía nacional, y singularmente, de acuerdo con los trabajos de Manuel-
Jesús González, a la industria siderometalúrgica, construcción, automóvil y,

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en general, a las industrias de bienes de consumo y al comercio. El Plan de
Estabilización produjo, como ha señalado el profesor González, una caída de
la renta real. Para muchos españoles, la única alternativa fue la emigración.
En 1960 comenzó el éxodo masivo de los trabajadores hacia Europa, que ya
no se interrumpiría hasta la crisis económica internacional de finales de la
década de 1970. Más de un millón de personas dejaron el país, hacia
Alemania, Francia, Suiza, Bélgica y Holanda, entre 1960 y 1970.

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La planificación del desarrollo

La estabilización fue, como ha quedado dicho, sólo el primer paso, duro e


impopular, en una nueva estrategia cuyo objetivo era lanzar a España por el
camino del desarrollo vía la liberalización de la economía, la apertura
exterior, la racionalización del gasto y de la inversión públicos, el uso de
políticas monetarias y fiscales ortodoxas, la importación de tecnología y la
inversión extranjera: una vía, en suma, neocapitalista de competencia y
mercado, radicalmente distinta del intervencionismo autárquico de los años
fundacionales del régimen. Por más que esa nueva estrategia suscita
resistencias precisamente de los reductos del pasado, como sindicatos, el
Movimiento o el INI, la política del desarrollo de los tecnócratas del régimen,
muchos de ellos vinculados al Opus Dei (como Ullastres, Navarro Rubio,
López Rodó o López Bravo), iba a resultar irreversible.
Y es que los tecnócratas supieron
ver que el desarrollo era una
necesidad histórica. Una necesidad
histórica, en primer lugar, para la
sociedad española. El desarrollo era
necesario si España iba a
incorporarse al proceso de
integración europea iniciada en los
años cincuenta y que parecía iba a
proporcionar a las economías
occidentales cotas de bienestar sin
precedentes. Pero era una necesidad
histórica para la propia continuidad
del régimen de Franco, con la que
empezó a especularse a raíz
precisamente de los años 1958-60.
Para los ideólogos del
Laureano López Rodó. desarrollismo, la continuidad del
régimen, que para ellos pasaba por la
designación como sucesor del príncipe Juan Carios, requería la
modernización y la expansión del país, de forma que el crecimiento y la
prosperidad garantizasen la paz pública y eliminasen los riesgos de tensiones
y enfrentamientos sociales. Laureano López Rodó, artífice de los planes de

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desarrollo como secretario general técnico de presidencia del gobierno en
1957 y como ministro comisario del Plan de Desarrollo en 1965, decía que
sólo una vez lograda la frontera de los 2.000 dólares per cápita podría
hablarse de democratización. Y esperaba que, para entonces, el bienestar
habría alejado a los españoles de la política (incluida, tal vez, la democrática).

Telares de Matesa. El escándalo Matesa provocó un importante reajuste ministerial en 1969.

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El primer Plan de Desarrollo entró en vigor en 1964. Pero ya en el
quinquenio anterior, una vez asimilados los efectos de la estabilización, se
habían dado firmes pasos en la nueva dirección. En la segunda mitad de 1960,
las autoridades económicas creyeron que la economía española estaba ya lista
para su reactivación. A esa idea respondieron una serie de disposiciones de
tipo financiero, monetario y fiscal tales como la inyección de dinero en el
sector público, las nuevas medidas tendentes a facilitar los créditos bancarios,
estímulos fiscales a la inversión y facilidades legales a la creación de
empresas. En mayo de 1960, un nuevo arancel muy proteccionista, impuesto
por unos intereses empresariales siempre temerosos de una plena
liberalización económica, vino a restablecer plenamente la confianza del
dinero.
El resto lo hizo la propia excepcional coyuntura económica internacional.
1961-64 fueron, quizá, los mejores años de la década de los sesenta. La
economía española creció en esos cinco años al 8,7 por 100 anual,
crecimiento particularmente sensible en los sectores industrial y de servicios.
Y un crecimiento, además, equilibrado. Las tasas anuales de crecimiento de
los índices generales de precios y del nivel de vida se mantuvieron en niveles
razonables que no superaron en ningún caso el 5 y el 9 por 100,
respectivamente; los salarios reales crecieron, según Ros Hombravella, en
torno al 8 y 11 por 100 anual.
Todos los indicadores
económicos subrayaban el éxito de
las reformas iniciadas en 1957 y
remachadas en 1959. Turismo,
remesas de inmigrantes y capitales
extranjeros permitieron los fuertes
superávit que a lo largo del
quinquenio registró la balanza de
pagos. Se pudieron afrontar así las
fortísimas importaciones de bienes de
equipo que exigía el rápido
crecimiento de la economía nacional
y que ésta no podía abordar por sí
sola.
Tanto el aumento del consumo
público y privado como las mejoras
en la productividad (casi del 9 por
Franco en una alocución tras su accidente de caza.

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100 anual desde 1961) estimularon
decisivamente la inversión, con la construcción como locomotora del
crecimiento, favorecida por el turismo, la emigración masiva a las ciudades y
las obras públicas: la tasa anual de formación de capital entre 1957 y 1963
fue, según Manuel-Jesús González, del 8,8 por 100.
La producción de energía eléctrica ascendió de 18.614 millones de
kilowatios/hora en 1960 a 31.650 en 1965; la de cemento, de 6,2 millones de
toneladas a 9,3; la de acero, de 1,9 (millones Tm) a 3,5; la producción de
automóviles, de 39.732 unidades en 1960 a 112.672 en 1964; los ingresos en
divisas por turisnio, de 296,5 millones de dólares en 1960 a 1.104,9 millones
cinco años después. El volumen de las importaciones se triplicó en esos años;
el de las exportaciones se duplicó. Las reservas, que se recordará que en 1958
habían bajado a 57 millones de dólares, se cifraban ya en torno a los 1.500
millones en 1964.
En 1964, España parecía haber puesto ya su pica en el desarrollo liberal-
neocapitalista del mundo occidental. ¿Para qué entonces empeñarse desde
aquel año en el complicado montaje de los Planes de Desarrollo, que, como
luego se verá, iban a ser, cuando menos, irrelevantes?

Tractores en una explanada de la factoría Barreños.

La idea de introducir en España la planificación indicativa a través de


Planes de Desarrollo respondió, probablemente, a varias motivaciones. En
primer lugar, debió haber una motivación psicológica: la planificación
indicativa aspiraba a reducir la incertidumbre, a crear un clima de confianza
en los medios financieros y empresariales, tanto españoles como

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internacionales, acerca de los proyectos del régimen español. La entrada en
vigor del I Plan, en 1964, indicaba que el Gobierno hacía del desarrollo la
pieza angular de su política y parecía garantizar que no se volvería a las
andadas autárquicas del falangismo.
En segundo lugar, debió haber una motivación política: la idea de los
planes de desarrollo no vino tanto de ministros económicos —como Ullastres
y Navarro Rubio— como de la Presidencia del Gobierno. Los Planes fueron
claramente la apuesta política de Laureano López Rodó y, a través de él, de su
mentor Carrero Blanco, en su proyecto de continuar el franquismo a la muerte
de Franco en una monarquía tecnocrática, autoritaria y desarrollista, presidida
por el príncipe Juan Carios. En ese sentido, el desarrollo fue, en palabras de
Manuel Jesús González, una mercancía política o, si se quiere, una gran
operación de propaganda.
En tercer lugar, y finalmente, hubo motivaciones diplomáticas. Con sus
Planes debajo del brazo, las autoridades españolas esperaban lograr ante
Europa la legitimación definitiva del franquismo y su integración en la
Comunidad Europea. López Rodó corrió a presentar el I Plan a Bruselas,
Amsterdam y Londres, días después que las Cortes lo aprobasen (en
noviembre de 1963); dos años después, el régimen colocó a Ullastres de
embajador ante la CEE, como explorador y avanzadilla en la ruta hacia
Europa.
Sea como fuere, el régimen y Franco apostaron por el desarrollo. En
febrero de 1962 se creó la Comisaría del Desarrollo Económico, nuevo
escalón en la irresistible ascensión del confaloniero del desarrollo, López
Rodó, elevado a ministro en 1965. En el verano se hizo público el informe del
Banco Mundial, elaborado por un equipo de economistas dirigido por sir
Hugh Ellis-Rees, y que iba a ser como una bendición anticipada para
consagrar al todavía no nacido Plan de Desarrollo. El informe no era sino una
exposición de buenos consejos ortodoxos y neoliberales que intentaban
combinar los principios de la estabilización con un esfuerzo de crecimiento
apoyado en la óptima situación de reservas que empezaba a tener España. Así,
el Banco Mundial enfatizaba los criterios de libertad comercial, empresarial e
inversora, e insistía en la movilidad de capital y trabajo; paralelamente,
advertía contra la intervención directa del Estado y el despilfarro de recursos,
desaconsejaba grandes proyectos de autopistas, obras públicas y obras
hidráulicas —éstas, tan queridas de Franco— optando por la modernización y
saneamiento de los existentes, y proponía la eliminación de controles y la

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limitación del papel del INI. El Banco creía que, de esa forma, España podría
sostener crecimientos del 5 por 100 anual por un largo período de tiempo.
La clave del informe era clara: el desarrollo exigía que recursos, capital y
Estado estuviesen a disposición de los intereses privados. Y, con ciertas
limitaciones derivadas de la naturaleza del régimen, a eso apostarían los
Planes de Desarrollo. La planificación indicativa de López Rodó buscó
fundamentalmente estimular la inversión privada, cualesquiera que fuesen los
costos sociales (emigración, desequilibrios regionales, regresividad fiscal,
etcétera), confiando en que el desarrollo crearía un bienestar y una
prosperidad de los que se beneficiaría toda la sociedad española.

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Avances y frenazos

Dos de los instrumentos fundamentales del desarrollo —las acciones


concertadas entre el Gobierno y las empresas, y los polos de desarrollo
regional— no fueron sino operaciones, no siempre eficientes, de trasvase de
dinero público, en cantidades a veces formidables, al sector privado. Al
término del I Plan de Desarrollo —prorrogado hasta 1969—, la distribución
personal de la renta no se había modificado, aunque el nivel de bienestar de
los españoles hubiese mejorado notablemente; las cinco provincias que en
1955 tenían el mayor nivel de renta per cápita (Guipúzcoa, Vizcaya,
Barcelona, Madrid y Álava) seguían teniéndolo en 1969; las cinco más pobres
(Orense, Almería, Jaén, Cáceres, Granada) continuaban siéndolo. El
desarrollo había congestionado las provincias tradicionalmente desarrolladas
del país y creado algunos enclaves industriales nota bles, como Vigo,
Valladolid, Burgos, Huelva o Zaragoza. Pero inmensas zonas de Galicia, de
las dos Castillas, de Andalucía, de Extremadura, de Aragón y de Canarias
seguían sumidas en el subdesarrollo.
La ironía era, además, que los ritmos de crecimiento de la economía
española disminuyeron a partir de la entrada en vigor del I Plan de Desarrollo,
y que desde 1964-65 aparecieron evidentes señales de alarma que ponían en
entredicho la solidez del milagro español. Frente a la tasa de crecimiento
anual del 8,7 por ciento del período 1961-64, en los años 1966-71 se creció
sólo el 5,6 por 100 (por más que no fuese una cifra desdeñable). Frente al
crecimiento equilibrado de los primeros años, en 1965 la inflación se disparó
hasta el 14 por 100 y, por primera vez desde 1959 el ejercicio se cerró con
grave déficit en la balanza de pagos.
Lejos de lograrse el crecimiento constante y armónico previsto por los
tecnócratas del Plan, la economía española, sin dejar de crecer, entró en un
período de avances y frenazos, alternándose etapas de crecimiento-con-
inflación (la inflación media durante los años de vigencia del I Plan fue de
8,62 por 100 anual) y etapas de estabilización y crisis. Según Ros
Hombravella, hubo crisis cada dos años: en 1966-67 y en 1970-71 (y luego
ya, crisis casi permanente a partir de 1973). En 1966 fue precisa una mini-
estabilización para contener la brutal inflación de los dos años anteriores; en
noviembre de 1967, hubo que devaluar la peseta (en un 17 por 100) y
congelar los salarios por nueve meses; en la segunda mitad de 1969, hubo que

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recurrir otra vez a política restrictiva (política de rentas y contención de la
oferta monetaria).
Desde 1964, por tanto, se inició la planificación del desarrollo, con tres
planes entre 1964 y 1975; pero lo característico de la economía española en
esos años fue la alternancia de ciclos bianuales de expansión y recesión y, al
hilo de ellos, la sucesión de acciones coyunturales para frenar o reactivar una
economía convulsiva y oscilante. La mayoría de los economistas entienden
que desde 1964 no hubo ya reformas institucionales en la economía española;
por eso que se haya dicho (José Luis Sampedro, por ejemplo) que ésta creció
a pesar de los Planes de Desarrollo, y no por ellos.

Vista de la costa de Gandía con la construcción de grandes complejos turísticos. El turismo fue uno de
los motores del desarrollo español.

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Pero aun convulsivo y desordenado, ese crecimiento fue real. En 1970 se
llegó a los 900 dólares per cápita. La producción de energía eléctrica fue de
56.484 millones de kilowatios/hora, iniciándose ese año la producción de
energía nuclear; la producción de acero superó los siete millones de toneladas,
el doble que en 1965; entraron 21 millones de turistas extranjeros y la
fabricación de automóviles llegó a 450.000 unidades, diez veces más que en
1960.
La década del desarrollo había producido cambios verdaderamente
decisivos en la estructura del país. España dejó de ser un país agrario, para
transformarse en un país industrial y urbano. Todavía en 1960, la agricultura
representaba el 24 por 100 del producto interior bruto y empleaba al 41,7 por
100 de la población activa (a unos 4,9 millones de personas). En 1970, esos
porcentajes habían disminuido al 13 y 29,2 por 100, respectivamente: el
número de campesinos era ya sólo de 3,7 millones. Entre 1950 y 1969, el
sector agrario había perdido unos dos millones de activos; la industria recibió
en ese tiempo más de un millón de efectivos y los servicios, más de 600.000.
Entre 1965 y 1974, el sector industrial creció a una tasa del 9 por 100 anual;
la agricultura, al 2,6 por 100. En 1960, vivía en ciudades de más de 100.000
habitantes sólo el 27,7 por 100 de la población española; en 1970, lo hacía ya
el 40 por 100.
Pero, además, España se había modernizado espectacularmente. La
minería y el textil habían dejado de ser los principales sectores industriales.

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Por su cifra de negocios, la mayor empresa española en 1969-70 era una
empresa de fabricación de automóviles, Seat; entre las diez primeras, había
dos siderúrgicas (Altos Hornos de Vizcaya y Ensidesa), dos de petróleo
(Cepsa y Repesa), ya que el petróleo había pasado a ser la principal fuente de
energía, en detrimento del carbón; una de construcción naval (Astilleros
Españoles) y dos químicas (Río Tinto, Butano).
En 1971, España ocupaba el cuarto lugar en el mundo en construcción
naval. La exportación de buques había pasado a ser la principal partida de las
exportaciones. Estas ascendían en 1961 a 709 millones de dólares; en 1970,
España exportaba por valor de 2.388 millones. España exportaba ahora, más
que naranjas y aceite, bienes de equipo y de consumo y manufacturas
industriales. En el mismo tiempo, la fuerte expansión había multiplicado la
cifra de importaciones. Otro indicador: en 1957 apenas si había en España
grandes almacenes; en 1971, había 156.
Incluso la agricultura, pariente pobre del desarrollo, se había transformado
y diversificado. Las costosísimas obras hidráulicas que el régimen franquista
realizó, continuando la vocación pantanística de la dictadura de Primo de
Rivera y del ministro de la II República, Prieto, transformaron en regadío
grandes extensiones de terreno (otra cosa es que eso favoreciera a los
propietarios, a costa del dinero de los contribuyentes y otra que la inversión
que supusieron aquellas obras tuviera menos rentabilidad que otras posibles
políticas agrarias). El ministro Díaz Ambrona (1965-69) dio un gran impulso
a la mecanización: el parque de tractores pasó de 147.800 unidades en 1965 a
240.000 en 1969. Hubo aumentos espectaculares en el uso de fertilizantes. La
concentración parcelaria —recomendada por el Banco Mundial como forma
de incrementar la productividad agrícola sin modificar el régimen de
propiedad— avanzó a un ritmo de 400.000 hectáreas anuales. Se siguió una
política consciente de disminución de la superficie dedicada a trigo en
beneficio del cultivo de cebada, maíz, pastos y forraje. Se llevó a cabo una
intensa labor de promoción ganadera de cara al fomento de la producción y
comercio de carne (en especial, cerdo y vacuno), productos lácteos y
productos avícolas. Hubo evidentes mejoras en la comercialización e
industrialización agrarias (redes de mataderos frigoríficos, centrales
hortofrutícolas, creación del FORPPA en 1968, etcétera). Así, la renta agraria
que había disminuido en un 9,7 por 100 en 1964, aumentó en los cuatro años
siguientes con un crecimiento récord del 8,7 por 100 en 1966.
Subsistían, claro está, los problemas tradicionales del campo español:
descapitalización, baja rentabilidad, formidable desequilibrio en la propiedad

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(grandes latifundios —elevadísimo número de pequeñas explotaciones),
bajísimos niveles de equipamientos colectivos y servicios, todo lo cual se
tradujo en el masivo éxodo rural antes mencionado. Pero se había producido
la ruptura definitiva de la estructura agrícola tradicional (Angel Viñas). La
reforma agraria —aquel desafío histórico de la España del subdesarrollo—
dejó de ser, a partir de la década de 1960, el problema por excelencia de la
modernización y la estabilidad del país. En adelante sería un problema
técnico, no un problema político.
En aquella España del subdesarrollo, viajar, como escribir, había sido
llorar. Eso también se transformó en la década del desarrollo. Calmado por las
sensatas recomendaciones del Banco Mundial el furor hidráulico del régimen,
salvo en el costosísimo trasvase Tajo-Segura, éste puso en las obras
relacionadas con el transporte las ilusiones de su senectud, confiando en que,
como decía López Rodó, al franquismo se le juzgaría por el volumen de
bienes que produjera. De momento, al ministro de Obras Públicas nombrado
en 1965, Federico Silva Muñoz, le dieron una orgía de millones: el 15,36 por
100 del presupuesto de aquel año. En 1967 le dieron, sólo para el
reacondicionamiento de unos 5.000 kilómetros de carretera, 20.000 millones
de pesetas, utilizadas con éxito más que discreto en los próximos seis años.
Silva inició también el trazado de autopistas (de peaje, de acuerdo con la
política de subordinación del Estado a los intereses privados del desarrollo
español). Pero el éxito del ministro quedó empañado por el escandaloso
retraso que en este punto llevaba España respecto a Europa: en 1970, sólo
había 82 kilómetros de autopista. Muy pocos eran, pero con la renovación de
las carreteras ordinarias y las autovías nuevas, de acceso a varias ciudades, se
dio un aire de modernidad a la red, aunque pronto resultase insuficiente por el
desbordamiento del tráfico.

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Astilleros de Cádiz.

Aunque el desarrollo primó el transporte por carretera, error que se


pagaría tras la crisis del petróleo en 1973, se mejoró notablemente el hasta
entonces deplorable servicio de ferrocarriles, mediante la extensión de la
electrificación a un ritmo de unos 230 kilómetros al año, el recurso a las
locomotoras diésel —entre 1966 y 1970 se retiraron del servicio más de 1.000
de vapor—, la renovación de coches y vías, la eliminación de líneas
antieconómicas, y la apertura de alguna nueva, como la de Madrid-Burgos,
largamente añorada. Aeropuertos y líneas aéreas hubieron de ser puestos al
día para hacer frente al impresionante aumento del tráfico aéreo, de casi un 25
por 100 anual provocado por el turismo y la nueva afluencia de los españoles.

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Los límites del desarrollo

Con tales mimbres pudo el franquismo tardío hacerse el cesto de su


triunfalismo. Sus apologistas como Fernández de la Mora, que sustituyó a
Silva en Obras Públicas en 1970, lo definían como un Estado de obras. La
eficacia le valió a Silva ser elegido en dos ocasiones personaje popular del
año.
Pero hay varias cosas que el régimen de Franco no dijo. Una, ya apuntada,
que el desarrollo se produjo más a pesar de la política gubernamental que por
ella; otra, que la espectacularidad del crecimiento difícilmente podía ocultar
los desequilibrios, insuficiencias y desajustes que lo limitaron, y que, a raíz de
1973, amenazarían con estrangularlo.
Porque, en efecto, la planificación indicativa sobró. Lo verdaderamente
revolucionario que hizo el régimen de cara al desarrollo fue la política de
apertura y liberalización económicas de 1957-59. El resto lo hicieron factores
ajenos a la responsabilidad ministerial directa: en primer lugar, el boom
europeo de la década de los sesenta y principios de los setenta, decisivo para
el turismo, la emigración de trabajadores y las exportaciones españolas; en
segundo lugar, tres factores externos, como los ingresos del turismo, las
remesas de los emigrantes y las inversiones de capital extranjero; en tercer
lugar, los excedentes de mano de obra (que abarataban los costos del trabajo)
y el fuerte aumento de inversiones.
Es cierto que el régimen podría alegar que la estabilidad política que
logró, merced principalmente a su capacidad y dureza represivas, favoreció el
desarrollo, en la medida, por ejemplo, que amplió las expectativas inversoras.
Pero no lo es menos que en áreas que eran responsabilidad directa del Estado
presidió más veces el error que el acierto. El arancel de 1960, legado de la
tradición autárquica, fue excesivamente proteccionista, lo que, además de
perjudicar a un sector exterior de naciente dinamismo, favoreció el que se
mantuviesen muchos de los obstáculos tradicionales de la economía española:
empresas de dimensiones no competitivas, escasa especialización, casi nula
investigación industrial, tendencias a la cartelización, etcétera. Con las
reservas de que disponían, las autoridades españolas pudieron suavizar el
proteccionismo, pero no lo hicieron.
Tampoco limitaron, contra lo que recomendó el Banco Mundial en 1962 y
la OCDE posteriormente, el papel del INI, que si pudo servir a las
necesidades autárquicas y contribuir a revitalizar la capacidad productiva en

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los años cuarenta y cincuenta, no resultaba congruente con la estrategia
neoliberal que inspiraba el modelo español de crecimiento. A lo largo de los
años sesenta, el INI, muchas de cuyas empresas cerraban sus ejercicios
anuales con déficit formidables, siguió recibiendo grandes recursos del
Estado, sin más beneficios que sostener malamente alguna ineficiente
economía local. Al contrario; como diría el economista Ramón Tamames, el
INI de los años sesenta, puesto al servicio de los intereses privados, no habría
servido más que para socializar pérdidas, para traspasar al sector público
empresas privadas al borde de la quiebra. Durante la década del desarrollo, el
INI, costosísima herencia de la megalomanía nacional-sindicalista, no hizo
sino sostener enormes pérdidas en empresas escasamente competitivas; y,
además, interferir en la libertad de instalación y contratación industriales. Se
ha demostrado, además, que con López Rodó y con el ministro de Industria de
1965 a 1969, Gregorio López Bravo, miembro igualmente del sector
tecnocrático-opusdeísta del régimen, reaparecieron el intervencionismo y la
arbitrariedad en cuestiones como localización y reestructuración de empresas
con daño notable para el uso eficiente de las posibilidades de expansión.
La contratación salarial siguió encorsetada dentro de la Organización
Sindical y los Sindicatos Verticales. El franquismo no quería ni podía aceptar
la libertad sindical, radicalmente incompatible con sus principios políticos e
ideológicos. En consecuencia, el mercado de trabajo, además de lo que tuvo
de injusto para unos trabajadores cuyo poder de negociación estaba
severamente recortado, fue en extremo incipiente, en perjuicio, lógicamente,
de las posibilidades de expansión económica.
No hubo reforma fiscal, pese a que se habló de ello desde todos los
ámbitos, incluidos los franquistas, como una necesidad inevitable. La
Reforma Tributaria de Navarro Rubio en diciembre de 1957, no había sido
una verdadera reforma, sino un intento, cumplido, de aumentar la recaudación
persiguiendo el fraude; la de junio de 1964 introdujo un impuesto general
sobre las ventas (impuesto sobre tráfico de empresas) que mejoraba lo
existente, pero apenas si alteró el impuesto sobre la renta. Prácticamente hasta
la reforma de 1977 no se alteró el viejo e ineficiente sistema tributario español
basado en impuestos indirectos excesivos y mal repartidos. El resultado fue el
bajo nivel de imposición, el más bajo, para ser precisos, de todos los países de
la OCDE en 1968-70.
El problema no fue sólo la regresividad en la distribución de los
impuestos que comportaba el sistema, con lo que ello tuvo de manifiesta
injusticia. Además, la falta de un sistema fiscal moderno y justo basado en los

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impuestos directos y progresivos sobre renta, beneficios y ventas, determinó
la grave insuficiencia financiera del Estado, en perjuicio claro de los servicios
y las necesidades públicas, y le dejó sin un arma coyuntural necesaria para
intervenir con eficacia y flexibilidad en el desarrollo y la estabilidad de la
economía. Temeroso de afrontar una reforma que sin duda lesionaría intereses
conservadores y que sería impopular, los teóricos del desarrollo optaron por
continuar con un sistema rígido, regresivo e ineficiente.

Los polos del desarrollo concentraron los principales esfuerzos de industrialización previstos en los
Planes de Desarrollo. En las fotos superiores, dos detalles de un complejo petroquímico. Tal y como
muestra el gráfico, la balanza comercial española arrojó siempre un saldo negativo a lo largo de la
época de los Planes.

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Eso, entre otras cosas, condicionó la política económica coyuntural que,
para el economista Ros Hombravella, fue desde 1965 rígida, tardía e ineficaz,
y para Ramón Tamames, una singladura de errores. Desde luego, no fue un
dechado de aciertos. Ciertamente fue ineficaz, desde el momento en que no
pudo corregir los dos mayores problemas del desarrollo español: la presión
inflacionista (18,07 por 100 anual en 1964-67 y 5,3 en 1968-71) y los
enormes déficit de la balanza comercial. La devaluación de 1967 llegó con un
año de retraso. La política monetaria fue hasta 1970 demasiado tolerante y en
ningún momento llegó a tomarse en serio la contención del gasto público. La
inoperancía de las medidas de control de precios tomadas en distintas
ocasiones resultó flagrante.
Podría decirse, en efecto, que España era en 1970 un país desarrollado,
pero mal desarrollado, para usar una expresión de Julián Marías. O
desarrollado, al merlos, con desequilibrios fortísimos. En primer lugar, la
agricultura. Porque evidentemente, el campo se mecanizó, mejoraron la
productividad y la industrialización y comercialización de productos agrarios,
se introdujeron criterios y métodos más racionales y modernos y subieron, a
veces espectacularmente, los salarios. Pero no hubo una verdadera política de
desarrollo del sector; la política de precios a través del FORPPA resultó
insatisfactoria para los agricultores e inflacionista para el país. La balanza
agraria siguió siendo fuertemente deficitaria (con déficit de hasta 20.000

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millones de pesetas en 1969); la inversión, muy baja; las disponibilidades de
créditos, escasas; la rentabilidad de las explotaciones, en general, negativa. Y
es que, como se ha dicho, un solo factor, cuyo precio social no puede ser
exagerado —el éxodo rural—, fue el motor de la transformación del campo
español. A fines de 1969, había fuera de España 3,4 millones de españoles.
En segundo lugar, el desequilibrio regional. Al término del I Plan de
Desarrollo, más de treinta provincias se encontraban por debajo de la media
nacional de renta per cápita. El ranking regional de 1969 (por orden de
ingresos por persona: Guipúzcoa, Vizcaya, Alava, Madrid, Barcelona,
Baleares, Navarra, Gerona, Santander y Tarragona ocupaban los primeros
lugares) demostraba que no habían disminuido, al contrario, las diferencias de
renta entre las provincias. El hecho era una indicación del escaso alcance que
tuvo la política regional contemplada en el Plan y consistente en la creación
de Polos de Desarrollo y Promoción.
El Plan había previsto la creación de siete polos —en Burgos, Huelva,
Vigo, La Coruña, Valladolid, Zaragoza y Sevilla— en los que se esperaba
alcanzar una inversión de 47.400 millones de pesetas y la creación de 78.800
puestos de trabajo. Los objetivos no se cumplieron, salvo en Vigo y
Valladolid, donde se consiguió hasta un 85,90 por 100 de lo previsto; en el
resto, la cobertura no pasó del 50 por 100. Muy poco para alterar los
desequilibrios regionales del país.
La razón inmediata del relativo fracaso —relativo porque los polos,
evidentemente, cambiaron algunas economías locales— fue, o pudo ser, la
falta de una planificación regional verdadera. Pero la razón última fue que, en
el fondo, los hombres del desarrollo creían y apostaron por el desarrollo
desequilibrado o, en otras palabras, por el desarrollo de las regiones prósperas
y el abandono de las pobres. Esto podía no ser insensato desde un punto de
vista económico; lo insensato, en todo caso, fue pretender lo contrario. Y
claro, aunque el II Plan (1968-71) aún contempló la creación de otros cinco
polos, la idea fue abandonada en el tercero y último de los planes (1972-75),
sustituida por un conjunto de acciones específicas en comarcas especiales,
como Gibraltar, y en ciudades congestionadas.
En tercer lugar, la emigración y la desertización del interior del país. El
saldo migratorio exterior —de emigración asistida— entre 1959 y 1969
(salidas menos retornos) se elevó a 586.405 personas; las emigraciones
interiores de 1963 a 1970 sumaron 3.195.039 migrantes. Es decir, que en la
década del desarrollo casi cuatro millones de personas dejaron sus pueblos de
origen hacia Europa, hacia las regiones prósperas o hacia las capitales de sus

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provincias. Evidentemente, ello fue en su beneficio, liberándose de las
terribles glebas de la España agraria, mucho de cuyo pintoresquismo, tan
grato a los nostálgicos del mundo rural, no era sino miseria intolerable. Pero
no por eso dejó de provocar graves y negativos desequilibrios: de una parte,
una concentración urbana e industrial próxima a la saturación en Madrid,
Barcelona y País Vasco, y en menor grado, en Valencia (además del
desarrollo urbano, a veces espectacular, registrado por algunos polos de
desarrollo, algunas ciudades de servicios y las zonas turísticas de Gerona,
Baleares, Levante, Andalucía y Canarias); de otra parte, la aparición de las
bolsas de subdesarrollo, al parecer irreversible, en Galicia —pese a los focos
industriales de Vigo, La Coruña, El Ferrol y Villagarcía de Arosa—, León, las
dos Castillas y Extremadura, a pesar también aquí de puntos y áreas de
crecimiento notable.

Pueblo nuevo surgido de las iniciativas del IRYDA.

En 1969, 31 de las 50 provincias estaban por debajo de la media nacional


de renta per cápita. Entre 1960 y 1973, Madrid había visto aumentar su
población en casi un 40 por 100 y el País Vasco, con Navarra y Cataluña, en
algo más del 20 por 100. Extremadura había perdido casi un tercio de la suya,
La Mancha una cuarta parte; Andalucía y Galicia, un 10 por 100. El
desarrollo, en definitiva, había reforzado el despegue de las regiones ya
industrializadas, con algunas pocas adiciones (Navarra, Baleares, Valencia,
Santander) y algunos casos locales (Valladolid, Vigo, Zaragoza, Burgos y
otros); y había acelerado el despoblamiento de vastísimas áreas del país.

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Bastarían los tres puntos mencionados —estancamiento de la agricultura,
desequilibrio regional, éxodo rural— para aguar el vino del triunfalismo
desarrollista del régimen de Franco. Añádanseles otros también citados:
regresividad fiscal, proteccionismo elevado, sector público ineficiente y
deficitario, dirigismos innecesarios, políticas coyunturales torpes. Y otros más
(a algunos de los cuales se hará referencia): graves insuficiencias y déficit en
el equipamiento social y asistencia del país (en sanidad, vivienda y educación,
fundamentalmente), estímulos descontrolados al consumo, excesiva
dependencia tecnológica y energética, desaforada e incontrolada especulación
en los precios del suelo urbano, horrores urbanísticos (en las zonas turísticas,
en las grandes ciudades), desastres ecológicos (por ejemplo, en muchos ríos
industriales). Téngase en cuenta todo ello y habrá que juzgar el desarrollo
español con más escepticismo que aprobación.

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«Un verdadero milagro»

Es cierto que, como escribía el semanario Cambio 16 el 3 de enero de


1972, España había superado de forma irreversible la etapa del subdesarrollo.
Pero tampoco les faltaba razón a quienes ironizaban diciendo que el
desarrollo español había sido, e iba a seguir siendo, un verdadero milagro. En
todo caso, parece cada vez más evidente que de haberse dejado más libertad
al mercado, de haberse abordado las reformas económicas pendientes, de
haberse hecho un uso más racional de los recursos públicos, los rendimientos
hubieran sido mayores y el desarrollo más sólido y menos costoso
socialmente. No se hizo así; en parte, por la subordinación de la economía a
los intereses políticos del régimen de Franco; en parte, por los lastres
ideológicos de éste y, en parte, finalmente, por la falta de control y
fiscalización de los poderes públicos, propio de un régimen no democrático
como era el franquismo.
Los principales protagonistas del desarrollo de los años 60 (Ullastres,
López Rodó, López Bravo, Navarro Rubio y otros) eran, como miembros del
Opus Dei, hombres impregnados de creencias y conceptos tradicionales
cristianos. Cualquiera que fuese su idea sobre la modernización de España, no
debía entrar en ella la subversión de aquéllos. Y, sin embargo, no fue ésta la
menor de las ironías del desarrollo: el régimen nacido para restaurar la
religión católica frente al ateísmo y al materialismo modernos haría de España
un país secularizado, en el que una visión tradicional y cristiana de la vida iba
a ser gradualmente sustituida por una nueva concepción basada en el placer,
la permisividad y el consumismo. Claro que el cambio no fue ni definitivo ni
general e inmediato, ni fácil. En la España de 1970, y aún después, pervivían
todavía muchos usos, hábitos y conceptos (sobre la familia, la educación, el
papel de la mujer, las relaciones sexuales, las formas y valores sociales, la
moral privada y pública) del más rancio y granítico arcaísmo. Como todo
cambio moral violento, éste produjo no pocas tensiones psicológicas y
conflictos emocionales, tanto individuales como colectivos.
En muchos aspectos, formas tradicionales de comportamiento subsistieron
o reaparecieron subrepticiamente, bajo la apariencia de modernidad. Pero el
cambio estaba allí. Por más que los antropólogos discutiesen todavía en los
años 60 lo que permanecía de la España tradicional —de sus rituales,
festividades y costumbres—, aquella era cada vez más una España marginal.
Estaba cristalizando una España nueva. La propia jerarquía eclesiástica supo

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detectarlo. En un documento colectivo de 1969, los obispos señalaban que el
desarrollo industrial y urbano, la incorporación de la mujer al trabajo, el
turismo, la recién descubierta prosperidad económica, la imagen de la vida
como placer y confort difundida por la televisión, habían impulsado la
secularización del país e influido en su anterior religiosidad. Desde luego, la
propia reserva eclesiástica menguaba alarmantemente: de 8.021 seminaristas
en 1963 se pasó a 2.701 en 1972. Disminuía a ojos vista la práctica religiosa y
proliferaban otras prácticas más terrenales: en 1969 España ocupaba el quinto
lugar europeo en consumo de píldoras anticonceptivas, pese a la prohibición
de su publicidad y a las dificultades para obtenerlas; la institución del
noviazgo, pilar ancestral del orden matrimonial, se desmoronaba ante la
sorpresa y escándalo de padres y moralistas. El futuro presagiaba duelos aún
mayores: una encuesta de 1973 en colegios de la Iglesia concluía que un 30
por 100 de los alumnos de bachillerato no acudían a misa, un 80 por 100 eran
partidarios del divorcio y un 60 por 100, de las relaciones prematrimoniales.
En la década de los 50, el humorista Miguel Gila pudo decir que a España
la definía una prenda: la boina, símbolo del subdesarrollo y del ruralismo del
país. Cuando Gerald Brenan visitó España en la Semana Santa de 1950, vio a
las mujeres ataviadas de penitentes, con falda larga de satén y mantilla y, en
la mano, un rosario y un libro de oraciones. Todo ello era en la España de
1970 casi objetos de museo. En los pueblos se vestía —salvo algunos viejos
— como en las ciudades. En Semana Santa, lo que se veía eran playas
atestadas de jóvenes en bikinis y shorts. Las procesiones y otros rituales no
habían desaparecido, pero eran ya tanto expresión de la religiosidad popular
como parte de la oferta turística nacional. Con el Desarrollo del Opus Dei —y
no con la caída de la Monarquía en 1931 como pensó Azaña— España había
empezado a dejar de ser católica.
La modernización del país debió mucho a tres factores: al éxodo rural, a la
revolución turística y a la nueva e incitante publicidad que desde la televisión,
principal instrumento del cambio de mentalidad, como vieron los Obispos,
estimulaba a los españoles al consumo y al bienestar (identificados con
automóviles, vacaciones al sol, viajes, electrodomésticos, aperitivos
internacionales y perfumería de lujo). Tres factores, claro es, inseparables de
la industrialización y elevación del nivel de vida del país.
Como ya se ha dicho, la población activa agraria que en 1960 suponía el
42 por 100 de la población activa total, representaba únicamente el 25 por 100
en 1970. Ese éxodo provocó una disminución del número de municipios y un
proceso paralelo de urbanización creciente. En 1960 sólo el 27,7 por 100 de la

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población española vivía en ciudades de más de 100.000 habitantes; en 1975,
lo hacía el 50 por 100. La desruralización había dado lugar a una peculiar
estructura urbana, comparada por algunos sociólogos, los autores del Informe
FOESSA de 1970, a una gran estrella, con centro en Madrid y vértices en las
grandes áreas metropolitanas del Mediterráneo (Barcelona, Valencia-
Alicante), Andalucía (Sevilla-Cádiz), Galicia (La Coruña-El Ferrol, Vigo) y
Cantábrico (Bilbao-San Sebastián, Santander, Gijón-Oviedo); y dentro de la
estrella, el gran desierto rural interior roto por algunos oasis urbanos, como
Valladolid, Zaragoza, Badajoz, Burgos, Vitoria y Pamplona, todas ellas con
más de 100.000 habitantes en 1970 (y en las islas, un fenómeno similar
debido al fortísimo crecimiento de Palma, Las Palmas —ambas con más de
200.000 habitantes en aquel año— y Santa Cruz de Tenerife).

José Solís Ruiz (izquierda). Manuel Fraga Iribarne (derecha).

Fruto del despoblamiento rural, en 1970, 1.600.000 andaluces vivían fuera


de Andalucía, de ellos 712.000 en Barcelona. Entre 1951 y 1975, el País
Vasco había recibido 570.000 inmigrantes. Madrid había pasado de 2.259.931
habitantes en 1960 a 3.180.941 en 1970. De éstos, casi dos millones no eran
madrileños: 410.000 eran inmigrantes de La Mancha, 350.000 de Castilla la
Vieja, 225.000 andaluces y 220.000 extremeños. Unas 650.000 personas
emigraron a Barcelona entre 1961 y 1970: el 45 por 100 eran andaluces, el 10

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por 100 extremeños. En 1970, el 49 por 100 de la población de Barcelona era
procedente de fuera.
Las periferias de Madrid y Barcelona, y en menor grado las de Valencia y
Bilbao, crecieron vertiginosamente a partir de 1960. El País Vasco se
convirtió en pocos años en una región urbana; otro tanto, el triángulo Oviedo-
Gijón-Avilés, y casi, la costa de Tarragona a Cartagena. La presión
demográfica que esta inmigración masiva y rapidísima impuso sobre las
ciudades españolas desbordó toda posible expectativa (tanto más cuanto que
se vio reforzada por un sensible aumento de la natalidad, un moderado baby-
boom del desarrollo). En todas las grandes áreas metropolitanas se registró
desde 1960 un fenómeno similar: construcción incontrolada de ensanches y
barrios periféricos sin planificación alguna —salvo excepciones, como el
notable caso de Vitoria— y aparición de inmensas barriadas deficientemente
dotadas de servicios de saneamiento, comunicaciones, escuelas, hospitales,
mercados y zonas de recreo; en las grandes capitales Madrid, Barcelona y
Bilbao, y en otras no tan grandes, aparición, además, de suburbios de pobreza,
núcleos de chabolas y barracas improvisadas, a menudo compartidas por más
de una familia y carentes de todo servicio básico (aunque no, para malicioso
comentario de muchos, de televisión y radio).
Además del trabajo, el drama de los inmigrantes era la vivienda, cuya
insuficiencia y carestía fueron enfermedades crónicas de la posguerra no
curadas ni por la creación de un ministerio específico en 1957, ni con el Plan
Nacional de 1961, ni con el desarrollo. En 1961 se cifraba el déficit en un
millón de viviendas; la natalidad y los movimientos migratorios de los años
60 triplicaron el problema. De ahí que aunque entre 1961 y 1968 se
construyeran 1,7 millones de viviendas, y otro millón largo hasta 1971, el
esfuerzo resultara insuficiente. Insuficiente y negativo socialmente, debido
básicamente a la propia filosofía del I Plan de Desarrollo.
Desde 1960 el Estado dejó la realización de viviendas, incluidas las
sociales, a la actividad privada, ofreciéndole ventajas fiscales y crediticias. El
resultado no pudo ser más negativo. La construcción se concentró en
viviendas de lujo y apartamentos, sobre todo, turísticos, de los que acabaría
habiendo una oferta excesiva en perjuicio de la oferta de vivienda social, de
pobre construcción y peor equipamiento. Continuó la escasez de viviendas
asequibles, problema agudizado por la progresiva desaparición de las
viviendas en alquiler desde 1960; se disparó incontrolada la especulación del
suelo. No hubo una política de estímulo para el acceso a la propiedad, vía
créditos o hipotecas. En definitiva, sobre todo desde 1964, coincidiendo con

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la frontera antes señalada para el desarrollo económico, no hubo una política
social de la vivienda. O por lo menos, la que hubo quedó totalmente
subordinada a los intereses de los constructores. Fue una política antisocial, y
rentable sólo a corto plazo. La construcción entró en crisis en cuanto se
contrajo la demanda de lujo y turística.
Pero ninguna dificultad fue bastante para detener el éxodo rural.
Emigrando a las ciudades o a Europa aún en condiciones precarias, los
campesinos españoles votaban por su integración en un sistema que les
ofrecía horizontes de bienestar y movilidad social inalcanzables en la España
rural. El pesimismo y la crítica que suscitan los fenómenos de
industrialización acelerada y urbanización incontrolada lo olvidan a menudo.
Fueron la industria y los servicios los sectores que lógicamente
absorbieron el éxodo rural (además de la emigración a Europa): La población
asalariada industrial pasó de tres millones en 1960 a 3,9 millones en 1970; la
de servicios, de 2,2 millones a casi tres millones. Ese total de millón y medio
de nuevos activos integraba a una clase trabajadora nueva, joven y cada vez
más calificada. Por lo menos un 40 por 100 de los nuevos obreros y
empleados procedían del sector agrario; el número de obreros sin calificar
descendió en 800.000 activos entre 1960 y 1969, los mismos que ganó el
volumen de obreros calificados.
Confirmando esa creciente modernización industrial, el ramo del metal
fue el sector que tuvo mayor crecimiento: de emplear medio millón de
personas en 1950 pasó a dar ocupación a más de dos millones en 1970. Como
en todo país ya industrializado, hacia 1970 el sector terciario (38 por 100 de la
población activa) sobrepasó en efectivos a la propia industria (37 por 100). En
esa España, la mujer había empezado a abandonar aceleradamente el papel de
esposa y madre cristiana que le reservara el franquismo: en 1950 trabajaban
1,7 millones de mujeres (16 por 100 de la población activa); en 1970 lo
hacían 2,3 millones (20 por 100).

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Estructura y clases sociales

La aparición de una nueva clase trabajadora revelaba los cambios que la


estructura social de España había experimentado. No era su única
manifestación. También la clase dirigente registró importantes mutaciones.
Los cambios económicos desplazaron de los centros de gestión y decisión a
las clases conservadoras históricas del país, a aquella vieja oligarquía agraria
y financiera a la que, como temió José Antonio, la guerra de 1936-39 había
restablecido en sus tradicionales posiciones de poder. El desarrollo de 1960,
precedido, claro está, por los avances de la década anterior, supuso en
términos sociológicos dos cosas: la cristalización como clase dominante de
una nueva élite vinculada a la Banca, a los sectores empresariales más
dinámicos y a los cuerpos más calificados de la Administración, y el
crecimiento considerable de la clase media urbana vinculada a los sectores de
servicios, a la gestión de empresas e industrias y a las profesiones liberales y
técnicas, todos ellos en vertiginosa expansión con la industrialización y
modernización del país.
Sirvan como muestra algunos ejemplos. Es ya un hecho indiscutible que
la Banca jugó un papel relevante en la financiación del desarrollo, como lo es
que obtuvo así beneficios sustanciales y cifras récord de rentabilidad. Pese a
la reforma bancaria de 1962, la Banca privada y, en particular, los siete
bancos mayores, continuaron controlando los recursos financieros y el
sistema crediticio del país. El desarrollo fortaleció el poder económico de la
Banca y su ya considerable penetración en la economía.
Ello tuvo un reflejo fulminante en la estructura social del país. La élite
bancaria —no más de 200 dirigentes de la Banca, pero vinculados
financieramente a más de 300 empresas, según los trabajos de Juan Muñoz y
Ramón Tamames— pasó a constituir el núcleo con más capacidad de poder
económico y social de la clase alta española. Sus apellidos, de ascendencia
muchas veces anodina (Aguirre Gonzalo, Escámez, Botín, Lladó, Fierro)
vinieron a sustituir, como símbolo de riqueza y poder, a los majestuosos
títulos de la aristocracia latifundista (Medinaceli, Alba, Infantado, Fernán
Núñez, etcétera).

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La emigración española al extranjero, una de las claves del desarrollo de los años sesenta.

Un estudio de 1969 (el informe DOPRESS citado en España: realidad y


política) distribuía la población activa por clases e incluía en la clase alta a
54.111 personas: eran, además de la oligarquía bancaria, agricultores y
ganaderos, grandes empresarios y ejecutivos de grandes empresas, oficiales
de alta graduación, altos funcionarios del Estado, corredores de Bolsa y altas
profesiones comerciales. A la clase media alta pertenecían 170.000:
abogados, profesores, periodistas, escritores, ingenieros, médicos,
funcionarios de élite, etcétera. Casi 2.800.000 personas eran definidas como
clase media: oficinistas, empleados, pequeños comerciantes, maestros,
técnicos medios, trabajadores por cuenta propia, etcétera, y 8,5 millones eran
clasificados como trabajadores. Por lo que hace a la población total, la
pirámide social resultante de las encuestas del informe FOESSA de 1970,
cifraba la clase alta en 0,5 por 100 de la población española; la clase media
alta, 6 por 100; clases medias y medias bajas, 49 por 100; la clase obrera, 32
por 100. Por debajo de ella, el informe estimaba que existían, en 1969, tres
millones de pobres.
Esta última cifra revelaba ya la evidente desigualdad que caracterizaba a
la pirámide. Muchos otros datos lo confirmaban. Por ejemplo, en 1970, según
los cálculos de Julio Alcaide, el 1,22 por 100 de los hogares —la minoría más
acomodada del país— recibía el 22,39 por 100 de la renta; el 52,57 por 100 de
los hogares —la mitad más pobre— recibía el 21,62 por 100 de la renta. En
cuanto factor de redistribución de la riqueza, el desarrollo había sido inútil. La
estructura social española parecía haberse petrificado.

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Pero con los cambios sustanciales ya apuntados, quizá los más
significativos fuesen los relativos al crecimiento de las clases medias y del
número de trabajadores industriales. Si en 1950 la clase media podía
representar en torno al 25 por 100 de la población activa española, en 1970
podría acercarse al 45 por 100, y si en 1950 el grupo más numeroso de esa
población era el de los obreros del campo (23 por 100), en 1965 lo era ya el
de trabajadores industriales (22 por 100). Por su estructura laboral, en 1970
España era ya una sociedad industrial moderna.
La gran apuesta de esa cada vez más numerosa clase media española fue,
ciertamente, la educación. Y en este terreno también los cambios que se
produjeron a partir de 1960 fueron sustanciales y significativos.

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Educación

No fue el menor de esos cambios el acelerado declinar de la educación


católica, paralelo a la pérdida de poder y control de la Iglesia sobre la
enseñanza. Baste un dato: en 1955-56, el porcentaje de alumnos de
Bachillerato en centros privados, en su inmensa mayoría de la Iglesia, era el
83 por 100; en 1975, sólo estudiaban en aquellos centros el 34 por 100 del
total de ocho millones de estudiantes menores de diecisiete años. No dejaba
tampoco ésta de ser otra chirriante ironía: el desarrollo pilotado por los
hombres del Opus Dei provocó la más formidable estatalización de la
enseñanza en la historia de España. Los reformistas laicos de la II República
jamás pretendieron tanto. Entre 1960 y 1970, se desmoronó el monopolio
educativo de la Iglesia, conseguido en el siglo XIX, controvertido desde
entonces, amenazado en 1931 y plenamente restablecido por Franco en 1939,
en pago a los servicios de la Iglesia en la guerra.
Hubo fundamentalmente dos factores en esos cambios: la demanda social
de una educación técnica y moderna y la crisis interna de la Iglesia. Los
distintos gabinetes que desde 1959 gobernaron en España fueron muy
conscientes de que el crecimiento del país necesitaba al menos una formidable
expansión cuantitativa de la educación. Lo señaló el ya citado informe del
Banco Mundial de 1962, al indicar con toda contundencia que la educación
española estaba muy por debajo de las necesidades mínimas de la economía.
En consecuencia, bajo los Ministerios de Lora Tamayo (1962-68) y Villar
Palasí (1968-73), la inversión en educación —la planificación, palabra
favorita de los equipos ministeriales de los sesenta— se convirtió en objeto
prioritario del régimen.
El I Plan de Desarrollo previó una inversión de 22.858,52 millones de
pesetas para la creación de unas 60.000 plazas de enseñanza primaria y media
y de cuatro escuelas de ingeniería. Los presupuestos de educación pasaron de
suponer, en 1962, el 9,65 por 100 del presupuesto del Estado, al 14,70 por
100, en 1969. Si en 1962, España gastaba en educación sólo el 1,42 por 100
de su renta nacional, en 1973 gastaba el 2,68 por 100.
En 1964, el ministro Lora empezó, además, una intensa campaña de
alfabetización de adultos y extendió la escolaridad hasta los catorce años;
aumentó sensiblemente el número de becas; creó el bachillerato radiofónico;
abrió 98 institutos sólo en 1962-63, y creó una amplia red de escuelas
comarcales y transportes en las zonas rurales.

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Los resultados fueron bastante más que discretos: el porcentaje de
analfabetos quedó reducido, en 1968, al 1,8 por 100; entre 1962 y 1968, el
número de alumnos en enseñanza primaria aumentó en un millón; la
Universidad se duplicó en el mismo tiempo (87.608 estudiantes en 1962;
168.992 en 1968). Con Villar, otro hombre del Opus Dei, continuó la
expansión: en 1974, estaba escolarizado el 99,88 por 100 de los niños de seis
a catorce años; el número de institutos era ya de 466 (178 en 1965); había 22
Universidades (12 en 1968); de 1970 a 1974 se quintuplicó el número de
universitarios.
Este considerable esfuerzo había desplazado, por sí sólo, el equilibrio
educativo en favor del Estado. No es que el régimen tuviera nada en contra de
la obra educativa de la Iglesia. Bien al contrario: como símbolo, en 1962 y
1964 se reconocieron sendas Universidades al Opus Dei (Pamplona) y a los
jesuitas (Deusto), y desde 1970 el Estado daría a los colegios privados
subvenciones valoradas en varios miles de millones de pesetas anuales. Lo
que ocurrió es que la Iglesia y la enseñanza privada, en general, no pudo
afrontar el enorme esfuerzo inversor que exigía el desarrollo del país tras
veinte años (1939-59) de abandonismo estatal y de rutinarismo pedagógico de
un régimen y un sector privados, interesados principalmente en la
recatolización de la juventud de la clase media.
Pero, además, al esfuerzo del Estado se añadió la crisis de la Iglesia.
Desde el Concilio Vaticano de 1965 pudieron apreciarse nuevos acentos en la
concepción de la educación cristiana. El énfasis no estaba ya en la práctica
religiosa y en la piedad, sino en la educación social del cristiano y en sus
compromisos como hombre. Los obispos españoles no hablaban ya —por
ejemplo, en su documento sobre la educación de 1969— de enseñanza
religiosa, sino de educación en la fe; no clamaban, como antes, por los
derechos de la Iglesia en la educación, sino por los derechos humanos
fundamentales: no querían tantos colegios privados privilegiados cuanto un
sistema escolar en el que la Iglesia pudiese difundir su mensaje renovado.
Incluso casi se iba quedando sin efectivos para mantener aquellos colegios:
debido a la crisis de vocaciones, los colegios de la Iglesia tuvieron que echar
mano, en los años sesenta y setenta, de numerosos profesores laicos (factor
que, además, encareció los costes de la enseñanza religiosa).

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En suma, tuvo que ser el Estado, como se ha visto, quien asumiese la
educación de una España en evolución acelerada. En términos cuantitativos,
la respuesta del régimen de Franco a ese desafío no fue desdeñable; en
términos cualitativos, el fracaso fue patente. Particularmente, en la
Universidad. El régimen no podía ni quería realizar la apertura intelectual que
hubiese satisfecho las crecientes inquietudes de las nuevas generaciones
universitarias, cuyo primer aldabonazo habían sido los sucesos de 1956. Así,
con Lora, el descontento y la agitación de los universitarios, hasta entonces
esporádicos, se hicieron endémicos, agravados por una reacción
gubernamental que trató el problema como una cuestión de orden público,
llenando los campus de policías —y las Facultades desde 1966 a 1973—,
deteniendo y expedientando a miles de estudiantes y sancionando a los
profesores que se atrevieron a apoyarles (los casos más notables, aunque no
los únicos, los de Aranguren, García Calvo, Tierno Galván, Montero Díaz,
Aguilar Navarro y Vercher, en 1965).
El conflicto universitario era síntoma de un malestar más profundo en
torno a la situación de la educación en España. Al hilo de aquel conflicto y de
otras cuestiones, como la creación de la Universidad de Navarra, llegó a
suscitarse, desde 1964-65, un verdadero debate nacional sobre la educación,
fuera y dentro (Falange contra Opus Dei) del régimen. Ello puso de relieve

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que la inversión planificadora iniciada en 1964 debía ir acompañada de una
radical reforma de estructuras y métodos de todo el sistema educativo.
La cuestión era si el franquismo, dados sus fundamentos ideológicos,
podía acometerla. Villar Palasí así lo creyó y desde 1968 trazó lo que su
subsecretario, Diez Hochleitner, llamó la nueva estrategia de la educación,
contenida en el Libro Blanco, publicado al año siguiente, uno de los textos
más debatidos y polémicos de los cuarenta años de franquismo. La paradoja
era que el Libro Blanco suponía una devastadora crítica de la labor educativa
hasta entonces realizada por el régimen, de un sistema educativo socialmente
discriminatorio y favorable a las familias de clase media y alta, de un sistema
desequilibrado regionalmente a favor de las provincias prósperas, de un
sistema basado en planes de estudio rígidos y arcaicos y en una pedagogía
memorística y repetitiva.
Para transformarlo, Villar propuso y vio aprobada en 1970 una Ley
General de Educación, un plan coherente redactado en el lenguaje técnico y
aséptico de los tecnócratas, que reorganizaba todos los niveles educativos,
desde Preescolar a la Universidad, estructurándolos en una Educación
General Básica, común y obligatoria de los seis a los catorce años, un
Bachillerato Unificado y Polivalente, de los catorce a los dieciséis años, y un
Curso de Orientación Universitaria, a los diecisiete. Lo más positivo era, sin
duda, la nueva EGB; lo más débil, el nuevo BUP, demasiado corto y no
obligatorio y, por tanto, no gratuito (por lo que el sector privado se
concentraría en ese nivel, nuevo factor de discriminación educacional). Pero
con la Ley de 1970 avanzó espectacularmente la escolarización y se reforzó la
expansión del sector público, aunque la Ley protegía la enseñanza privada y
garantizaba los derechos de la Iglesia, a la muerte de Franco casi el 70 por
100 de los estudiantes españoles se educaban en escuelas y centros estatales.

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Política social

El debate educativo de 1968-70 reveló algo que no escapó ni siquiera a los


hombres del régimen de Franco o, al menos, a los autores del Libro Blanco:
que un sistema que ellos mismos consideraban arcaico era fuente de
desequilibrios en una sociedad que entendían evolucionaba a la
democratización. Aquel sistema había durado mientras duraron el
subdesarrollo y el atraso económico y mientras los valores tradicionales de la
Iglesia fueron atractivos a las clases medias del país. Pero no pudo sobrevivir
cuando el desarrollo y la secularización cambiaron la sociedad española, su
estilo de vida y sus necesidades económicas.
No fue el educativo el único sector del régimen resquebrajado y
transformado por la nueva realidad social española. Desde los años sesenta
todo el aparato socio-laboral del régimen hizo crisis: el mutualismo, la
Organización Sindical y las Ordenanzas Laborales. En consecuencia, el
régimen tuvo que proceder a una reforma en profundidad de su política social,
renunciando —como le ocurrió, según se ha visto, en otras esferas— a
muchos de los principios e ideas de sus horas fundacionales.
Y es que, por más que el régimen hubiese proclamado desde el primer
momento la necesidad social del nuevo Estado, sus iniciativas e instituciones
en este terreno antes de 1960 no fueron sino una mezcla de paternalismo
cristiano de tipo asistencial y corporativismo fascistizante, apoyados en la
eficacia represiva del aparato del Estado (sobre todo, en lo referente a los
derechos colectivos de los trabajadores). Todo el entramado de ayudas y
pluses familiares, mutualidades, montepíos y seguros múltiples —algunos,
como el de enfermedad, en manos de entidades privadas— se tradujo en
costos excesivos para los empresarios y prestaciones muy insuficientes para
los trabajadores. Y en todo caso, sirvieron de poco: los años cuarenta y
cincuenta fueron años duros y difíciles para los trabajadores españoles. Lo
más positivo fue la prohibición del despido libre, por ley de 1944; su
contrapartida fue la prohibición de la libertad sindical y del derecho de
huelga.
Fuera como fuese, el sistema social nacional sindicalista del régimen no
era compatible con la política de liberalización económica iniciada en
1957-59; de ahí, que la salida del gobierno en febrero del primero de esos
años del ministro de Trabajo, Girón de Velasco —la conciencia social del
régimen— tuviera carácter simbólico. Desde entonces se operaría un cambio

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social notable, paralelo y complementario del golpe de timón económico y,
como éste, pleno de contradictorias consecuencias.
Los cambios más sustanciales afectaron al sistema de seguridad social y a
la organización sindical. En 1963, el ministro de Trabajo, Romeo Gorría,
presentó la Ley de Bases de la Seguridad Social. En síntesis, el nuevo sistema
unificaba el anterior esquema de seguros dispersos (vejez, invalidez,
enfermedad, accidentes, subsidios familiares, mutualidades, desempleo) en
una Seguridad Social total. En adelante, por tanto, el Estado correría con una
serie de prestaciones y facilitaría diversos tipos de asistencia (médica,
pensiones, subsidios, indemnizaciones) a los trabajadores inscritos en la
Seguridad Social. Lo fundamental era el nuevo tipo de financiación, basado
primordialmente en las cotizaciones de empresarios (85 por 100 de las
cotizaciones totales) y trabajadores (15 por 100), más el complemento de
subvenciones estatales a diversos organismos del sistema (estimadas en 1970
en torno a un bajo 6 por 100 del total de ingresos de la Seguridad Social).

José Luis Villar Palasí (izquierda). Manuelo Lora Tamayo (derecha).

El nuevo sistema permitió un despegue verdaderamente espectacular de la


Seguridad Social, cuyos ingresos crecieron de 124.078 millones de pesetas en
1967, año en que entró en vigor, a 230.836 millones en 1971. Ello dio lugar a
un fortísimo aumento de las prestaciones, llegando la protección en 1971 a
cubrir a unos 27 millones de españoles. Sólo pensiones y subsidios
experimentaron en los cinco primeros años de existencia del nuevo sistema un
incremento del 176 por 100. Además, desde 1967, con la entrada en vigor del

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Régimen Especial Agrario de Seguridad Social se puso término a aquella
irritante discriminación y clamorosa injusticia del primer franquismo que fue
el abandono casi total de toda política asistencial al campo. Otro drama de la
posguerra, la asistencia sanitaria, entró en vías de redención. De 1963 a 1968
se triplicó el número de instituciones sanitarias (que en 1970 superaría el
millón de centros con más de 70.000 sanitarios). Si en 1953 el total de
acogidos al seguro de enfermedad era sólo el 29 por 100 de la población
española, en 1968 representaban ya el 54 por 100. Según Joaquín Vergés, en
1970 un 77,2 por 100 de la población española tenía derecho a asistencia
sanitaria de la Seguridad Social.
El avance había sido considerable. Y, sin embargo, las insuficiencias eran
aún notorias y, en algunos extremos, escandalosas. En primer lugar, la S. S.
cerró sus ejercicios con elevadísimos superávit (130.000 millones entre 1967
y 1972), una parte de los cuales, casi el 85 por 100, no estaban reinvertidos.
La sombra de colosales fraudes con el dinero de la S. S. planeó sobre la
política española desde principios de los setenta (además de lo que ya tuviera
de fraudulenta la no utilización de unos fondos salidos de las cotizaciones de
empresarios y trabajadores). En segundo lugar, las subvenciones directas del
Estado eran muy bajas, inferiores al 10 por 100 de los ingresos de la S. S. Por
tanto, todo el peso de la financiación recaía sobre los trabajadores asalariados,
ya que las empresas o repercutían sus cotizaciones en los precios u ofrecían
salarios menores para compensar las cuotas de la S. S. (lo que no impidió que
la S. S. aumentase fuertemente los costes de personal de las empresas,
creando a muchas de éstas graves problemas de liquidez).
En tercer lugar, las prestaciones siguieron siendo muy insuficientes: las
pensiones de jubilados y viudas, por ejemplo, eran verdaderamente inicuas; el
seguro de desempleo, introducido tan tarde como 1959, sólo se aplicaba a
quienes perdieran el empleo por crisis de la empresa y la prestación (antes de
1972) se estimaba en torno al 30 por 100 del salario. En cuarto lugar, una
parte importante de las cotizaciones servía para financiar la Organización
Sindical. En quinto lugar, las cuotas a la Seguridad Social no cumplían un
papel redistribuidor al ser mayores, según Lázaro Muñoz, las detracciones
que sufrían los salarios que el valor de las prestaciones.
Por eso, aunque no se negaba la importancia de algunas realizaciones —
por ejemplo, de las espectaculares ciudades sanitarias creadas en muchas
capitales—, la S. S. seguía suscitando múltiples críticas. Y otro tanto
sucedería con otros aspectos innovadores de la gestión de Romeo Gorría en
sus siete años en el Ministerio de Trabajo (P. P. O., becas-salario, etcétera).

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En particular, interesan las nuevas normas que regirían la negociación
colectiva, complemento obligado de la reforma de la Organización Sindical
iniciada desde 1957 por el ministro Solís Ruiz. Fueron sustancialmente dos:
las Normas de Obligado Cumplimiento —la primera, el 10 de agosto de 1962
—, por las que el Ministerio de Trabajo dirimiría los conflictos laborales en
caso de fracaso en la negociación entre empresarios y trabajadores; y el
salario mínimo interprofesional, que fijaba los suelos para la negociación
colectiva.
Ambas disposiciones aspiraban lógicamente a racionalizar las relaciones
laborales en el marco del proyecto económico liberalizador y desarrollista
lanzado por los tecnócratas. Y desde luego, sirvieron a ese propósito: como se
verá en seguida, las negociaciones colectivas y el conflicto laboral pasaron a
ser una realidad social del país desde los años sesenta. Pero es en cambio
discutible que las nuevas medidas contribuyeran, como a menudo se
pretendió, a impulsar el crecimiento de la participación del trabajo en la renta
nacional.
Claro que hubo una tendencia hacia que esa participación fuera mayor. En
1960, las rentas salariales (incluida la Seguridad Social) eran el 53 por 100 de
la renta nacional; en 1970, el 58,8 por 100, porcentaje que crecería hasta
sobrepasar el 60 por 100, según el Banco de Bilbao, en 1974. Pero ese era
sólo un aspecto de la cuestión. Esa participación era sensiblemente inferior a
la de los países desarrollados de Europa occidental. Y algo aún peor: el
problema de España, según el especialista en el tema Julio Alcaide Inchausti,
estaba, no en la mayor o menor participación de las rentas salariales en la
renta nacional, sino en la distribución personal de la renta. Para Alcaide, en
ese terreno, las diferencias eran en España, irritantes.

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Conflictos laborales

Esas diferencias podrían bastar para explicar, en parte, la espectacular


reaparición de los conflictos laborales en la España del desarrollo. No es que
antes no los hubiera habido. En toda historia heroica de la oposición al
franquismo se citan las huelgas del País Vasco en 1947, de tranvías en
Barcelona en 1951 y las de mineros en Asturias en 1957 y 1958. Pero
aquellos conflictos, cuya importancia no debe ser exagerada, por más que
resulte admirable el espíritu de sus protagonistas, eran esporádicas
expresiones de descontento, que el régimen pudo capear endureciendo la
represión y haciendo alguna concesión simbólica. Lo ocurrido desde 1959-62
fue otra cosa: los conflictos laborales serían desde entonces resultado del
propio sistema de relaciones industriales creado por el régimen.
En ello fue clave la nueva Ley de Convenios Colectivos promulgada en
1958 y los posteriores reajustes que en la legislación sindical llevaron a cabo
el ministro Solís Ruiz y su equipo de colaboradores (Eduardo Chozas, Emilio
Romero, Francisco Giménez Torres, etcétera), que potenciaron los jurados de
empresa —juntas sindicales de empresa integradas por la dirección y los
representantes de los trabajadores— y el papel de los enlaces sindicales —
representantes de los obreros elegidos por éstos—. En síntesis, desde 1958,
salario y condiciones de trabajo no serían regulados como hasta entonces por
el ministro de Trabajo, sino negociados directamente en convenios
colectivcos entre representantes de los empresarios y de los trabajadores
(aunque, claro, dentro del sindicato vertical). Además, se modificaron los
reglamentos electorales a fin de hacer elegibles a la casi totalidad de los
cargos sindicales. Se potenció, pues, el sindicalismo de empresa —cuya
debilidad fue quizá el más estrepitoso fracaso del sistema verticalista anterior
a 1958— y se dio cierta autonomía a empresarios y trabajadores dentro de
cada sindicato.

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Don Juan Carlos de Borbón se dirige a las Cortes, en presencia de Franco, el día de su designación
como sucesor a la Jefatura del Estado (22 de julio de 1969).

El resultado ya ha quedado dicho: la negociación colectiva pasó a ser, en


palabras de Emilio Romero, la sustancia misma del sindicalismo oficial. El
cambio no era chico, por más que a ello no aludieran ni Romero ni otras
plumas oficialistas del sistema: el sindicalismo vertical de 1940 había
excluido explícitamente la negociación colectiva.
La España nacional-sindicalista de la posguerra había declarado
inexistente y superada la lucha de clases y prohibido la huelga. En 1974, un
ministro de aquel mismo régimen, Fernández Sordo, afirmaba que desconocer
la existencia de la huelga era una majadería. Pues bien; tal majadería
persistió, pese a alguna insignificante concesión, en toda la legislación
anterior a 1975. Y persistió contra toda evidencia y toda racionalidad, por el
empecinamiento de un régimen prisionero todavía de una ideología
trasnochada.
Porque, en efecto, las huelgas se multiplicaron desde 1960. En 1961 se
produjo, en Beasain (Guipúzcoa), la primera huelga en torno a un convenio
colectivo. En la primavera de 1962, también como consecuencia de la
negociación de un convenio, fueron a la huelga, por casi dos meses, unos
45.000 mineros asturianos, secundados poco después por otros 50.000
trabajadores del País Vasco y otros 70.000 en Cataluña; al año siguiente, los
mineros volvieron a la huelga. Las fuentes oficiales reconocieron la existencia
de 777 conflictos en 1963, de 484 en 1965, de casi medio millar en cada uno

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de los años 1967-69, y de una cifra récord de 1595 conflictos en el altamente
conflictivo año de 1970. En la década de 1960, la conflictividad tuvo aún
ciertos límites regionales y sectoriales (que saltarían definitivamente desde
1970). Fueron las provincias más conflictivas las más industrializadas y
prósperas, esto es, Barcelona, Madrid, País Vasco y Asturias; y los sectores
más afectados, los tradicionales de minería (en Asturias), metalurgia (País
Vasco, Madrid, Barcelona) y construcción. Pero ya al final de la década hubo
claros indicios de lo que iba a ocurrir en los años postreros del franquismo: la
extensión regional de la huelga (a provincias como Galicia o Navarra sin
tradición industrial), su extensión sectorial —el sector del automóvil pasaría a
ser uno de los más conflictivos— y aun social, con huelgas de enseñanza,
médicos y empleados de banca, esto es, de clase media.
La huelga era, por tanto, una realidad. En ese punto, el sindicalismo de
conciliación, como ahora gustaba el sistema de auto-calificarse, fracasó, de la
misma manera que antes había fracasado el verticalismo nacional-sindicalista.
Y era inevitable que fracasara, porque la acción industrial era la consecuencia
inevitable de la negociación en una economía, como la española, cada vez
más competitiva y, por tanto, necesitada de una creciente racionalización del
trabajo. Los conflictos laborales de los sesenta eran el resultado de la
revolución de expectativas —de afluencia y bienestar— que el desarrollo
había provocado en toda la sociedad española, incluidas, lógicamente, las
clases trabajadoras.
Los convenios llegaron, por tanto, a adquirir importancia considerable en
la mecánica socio-económica del país. Con todos los límites que se quiera, los
convenios supusieron para los trabajadores un poderoso medio de negociación
salarial, lo que indudablemente les proporcionó aumentos en sus niveles de
retribución. Para las empresas, la contratación colectiva, vía aumentos de
productividad e incentivos al trabajo, sería igualmente positiva. Así, en 1970
se llegó a la cifra récord de 1673 convenios, cubriendo a 643.729 empresas y
más de cuatro millones de trabajadores.
Como sistema de integración económica, por tanto, la nueva legislación
funcionó; pero como instrumento de integración de los trabajadores en el
régimen, no. Aquellas reformas en la Organización Sindical llevadas a cabo
por el avispado Solís Ruiz, paladín de un desarrollo político paralelo al
económico, aque] potenciamiento del sindicalismo de empresa y de la
representatividad sindical, aquella redefinición de los sindicatos en 1967 que
acabó con la titulación de verticales y los concebía como meras asociaciones
de empresarios, trabajadores y técnicos, aquellas reformas llegaron tarde.

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Llegaron cuando ya el movimiento obrero escapaba por completo al control
de las autoridades y se organizaba en sindicatos clandestinos de oposición,
como Unión Sindical Obrera (surgida de los grupos obreros católicos como
JOC y HOAC) y Comisiones Obreras, surgidas en torno a 1958-62.
Y surgidas precisamente al hilo del nuevo sistema de negociación
colectiva. CC. OO. —desde pronto la primera fuerza de oposición obrera al
régimen— surgieron como comités de trabajadores para negociar los
convenios colectivos al margen del sindicato oficia]. Convencidos de la
potencialidad de aquel tipo de negociación, optaron por entrar en la mecánica
sindical sin integrarse en el sistema. Esa fue la clave de su éxito: llenaron el
vacío creado entre el sindicalismo oficial y los sindicatos históricos anclados
en una ilusoria clandestinidad. CC. OO., que merced a los comunistas se
transformaron de movimiento espontaneísta en organización permanente
desde 1964, tomaron parte en las elecciones sindicales de 1966. Y casi las
coparon.
Obviamente, este resonante éxito era más de lo que el régimen podía
digerir. Desde entonces, el propio Solís dio aceleradamente marcha atrás a su
apertura sindical, demorando por varios años la presentación de una esperada
Ley Sindical, que se entendía iba a suponer un nuevo perfeccionamiento de la
Organización Sindical. No hubo tal. Al contrario, cuando esa Ley se
promulgó en 1971 salió tan reaccionariamente rectificada por Carrero Blanco
y López Rodó, ya sin Solís en el Gobierno, que supuso una burla de las
anteriores promesas liberalizadoras del régimen.

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Bienestar y consumo

Convenios y sindicatos no oficiales fueron, por tanto, dos poderosas


palancas de los trabajadores en la mejora de su situación material. Porque esa
mejora fue real, con todas las limitaciones que se quiera —la más grave, hay
que insistir, la desigualdad en la distribución de la renta—. Los salarios reales
industriales, por ejemplo, crecieron, entre 1965 y 1972, a un 7,9 por 100
anual, cifra superior a la de cualquier otra economía desarrollada. En 1972 se
alcanzaron los 1.239 dólares de renta per cápita y se preveía que para 1980 se
llegaría a la mítica cifra de los 2.000 dólares.
El desarrollo de los años sesenta provocó un espectacular aumento del
consumo, que reflejaron todos los indicadores sociales. En 1960, sólo el 1 por
100 de los hogares españoles tenía televisión; sólo el 4 por 100 disponía de
frigorífico y también sólo el 4 por 100 tenía automóvil. En 1969, el 62 por
100 de los hogares tenía televisión, el 63 por 100 frigorífico y el 24 por 100
automóvil. El número de teléfonos había aumentado entre 1957 y 1967 en un
156,2 por 100 y había ya, en el último año, 10 aparatos por cada 100
habitantes. Estas eran cifras todavía inferiores a las de los países occidentales.
En 1969-70, España tendría un retraso de cuatro a cinco años respecto a los
niveles de consumo de Italia o Francia. Pero superaba ya a Irlanda, Portugal,
Grecia y a todos los países del Este, con la única excepción, quizá, de
Checoslovaquia. Los cambios en el gasto familiar revelaban que España había
superado el subdesarrollo: en 1960, la alimentación suponía el 53,8 por 100
del presupuesto familiar; en 1974, ese porcentaje era ya sólo el 36,7.
Los nuevos niveles de consumo modificaron el estilo de vida en España
que, a lo largo de los años, se acercó aceleradamente al europeo. El automóvil
modificó la función social del domingo. La excursión dominical, o de fin de
semana, sustituyó como forma de ocio al cine, antes entretenimiento semanal
y acto socia] casi obligado de muchas familias. Esa movilidad acercó a las
capitales puntos atractivos situados en una periferia más o menos cercana
(sierras, playas, etcétera): la segunda vivienda para los días festivos o las
vacaciones entró a formar parte de las aspiraciones de las clases medias y
altas.
Esas vacaciones, estimuladas además por el ejemplo del turismo europeo,
pasaron a ser, imperceptiblemente, uno de los capítulos principales del gasto
familiar anual y a desempeñar, como en Europa, un papel singular en el
comportamiento social y en la economía del país. Ya no eran aquellas

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vacaciones largas, de tres meses, en las playas del Norte, reservadas a las
familias acomodadas. Desde los años sesenta, lo sustancia] fue la masiva —
aunque no total— incorporación de todas las clases sociales a los distintos
éxodos vacacionales, vacaciones, claro está, breves, de un mes como máximo,
muchas veces baratas y en lugares en los que e] tiempo soleado estuviese
garantizado y donde la oferta turística (establecimientos de bebidas, clubs
nocturnos, discotecas, piscinas, etcétera) asegurase un entretenimiento intenso
y trepidante. El turismo interior, reflejo del recién descubierto bienestar de los
españoles, adquirió proporciones sin precedentes. Y es más: un número
creciente de españoles pudo optar por hacer turismo, o pasar sus vacaciones,
fuera de España. En 1977 salieron del país unos ocho millones de españoles.
La sociedad de consumo creó unas pautas y modalidades de conducta bien
distintas a] autoritarismo del régimen y de las formas tradicionales de vida de
los españoles. A lo largo de los años sesenta, dos pilares de la tradición, la
familia autoritaria y la cultura religiosa, sufrieron una profunda erosión.
Desbordados por la ola de tolerancia y liberación provocada por el
turismo y el consumismo, los padres fueron haciéndose más permisivos con
sus hijos. Al menos estos fueron escapando del rígido control que antes se
ejercía sobre sus actividades sociales y sexuales. La educación se hizo menos
autoritaria, menos exigente y disciplinada, por la misma decadencia de los
colegios religiosos y la crisis de la pedagogía tradicional. Apareció una
contracultura de la juventud, similar a la europea, y reflejada en una particular
manera de vestir —fundamentalmente, los jeans, los vaqueros, el pelo largo
y, en general, el informalismo en el vestir—, en unos gustos musicales
especiales (las modas rock, yeyé, la beatlemanía, etcétera), en unos valores
morales y gustos culturales o seudoculturales diferentes.

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