Sesión 5. La Voluntad Del Pueblo. Colombo. (2006)

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EDUARDO COLOMBO

LA VOLUNTAD
DEL PUEBLO
Democracia y anarquía
Colombo, Eduardo
La voluntad del pueblo: Democracia y
anarquía - 1a ed. - Buenos Aires: Tupac
Ediciones, 2006.
110 p.; 20x12,5 cm. (Utopía Libertaria)

ISBN 950-9870-02-1

1. Anarquismo - Política. I. Título


CDD 320.57

Traducción: Margarita Martínez


ISBN: 950-9870-02-1

La reproducción de este libro, a través de medios ópti-


cos, electrónicos, químicos, fotográficos o de fotoco-
pias está permitida y alentada por los editores.

Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723

Impreso en Argentina / Printed in Argentina


A Buenos Aires

Ciudad de mis amores y mis luchas


¿Qué has hecho de tus glorias libertarias?

Alberto Ghiraldo
PREFACIO A LA VOLUNTAD DEL PUEBLO

El “gobierno del pueblo”, vieja mentira. “Di-


recto o indirecto, simple o compuesto, el go-
bierno del pueblo será siempre el escamoteo del
pueblo. Es siempre el hombre que comanda al
hombre; la ficción que hace violencia a la liber-
tad; la fuerza bruta que dirime los conflictos en
lugar de la justicia, que es la única capaz de re-
solverlos; la ambición perversa que se fabrica
un trampolín con la abnegación y la credulidad.”
Proudhon: Idée générale de la révolution au
XIX siècle [1851]
E

Rafael Barret, seguramente solicitado por la tristeza, escri-


be una frase profundamente desesperanzada: “Hay en el mun-
do una irreductible cantidad de sombra y amanece aquí por-
que anochece en otra parte”. Sin embargo, poco a poco, se ha
ido insinuando una tendencia a integrar y unificar a los pue-
blos de la tierra. Si ella se realiza o se afirma, ¿se extenderá la
luz del día o se prolongará la oscuridad de la noche?
¿Una tal tendencia llevará un día a construir la unidad
fraterna del viejo ideal internacionalista, o cosmopolita, como
prefería llamarlo Malatesta? Un mundo organizado en la igual-
dad sociopolítica y en la diferencia infinita de los seres, un
mundo por la libertad del hombre.
O, contrariando el deseo, ¿se generalizará la terrible conti-
nuidad de las instituciones presentes, la mundialización del
mercado capitalista, la acentuación de las diferencias de clase,
aportando la opresión, la miseria y la explotación para el gran
número, uniformando las poblaciones sometidas en la acepta-
ción de la obediencia, al servicio de las minorías dirigentes?
La Gran Revolución de 1789 abrió un espacio político crea-
dor de un nuevo imaginario social, invirtió la fuente del poder
político, de la soberanía, y sustituyó la monarquía de derecho
divino por la voluntad del pueblo. La revolución fundó la li-
bertad sobre la igualdad.
Las revoluciones son esos momentos fuertes de la historia,

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momentos de reinstitucionalización del orden social en los que
la acción humana desplaza los límites de lo posible. Pero el
período revolucionario se cierra con el triunfo de una forma
histórica determinada que reprime y oculta las formas alterna-
tivas, proscriptas así de la escena pública y condenadas a llevar
una vida subterránea.
Después de la Restauración y de las insurrecciones popula-
res de los años treinta, del “cuarenta y ocho” y de la Comuna
de 1871, la Revolución Francesa fue domesticada a fines del
siglo XIX con el triunfo de la burguesía liberal y los regímenes
constitucionales. Se consolidó entonces, en oposición al “ancien
régime”, un nuevo bloque imaginario1 organizado en torno de
algunos principios generales, como ser: la separación del Esta-
do y la sociedad civil, la igualdad formal frente a la ley, la de-
mocracia representativa o parlamentaria y la inviolabilidad de
la propiedad privada. Dicha organización política funcionó
sobre las bases del capitalismo de la “revolución industrial”,
ejerciendo una violenta represión contra las formas abiertas de
la lucha de clases sostenidas por el naciente movimiento obre-
ro, y produjo constantes medidas legislativas tendientes a la
“integración imaginaria del proletariado” 2 al sistema
institucional. Ese bloque imaginario no logró anular la brecha
abierta en su seno por la irrupción de la plebe que, desde el
“93”, reclamaba otra dimensión de lo social: la igualdad de
hecho y no sólo de derecho, la democracia directa, la delega-
ción con mandato controlable y revocable.
Las grandes insurrecciones obreras del siglo XX fueron aho-
gadas en sangre, como en Rusia el movimiento de consejos
(soviets) en 1905, en el 17 y en el 21, la revolución alemana en
el 18-19, la revolución española en el 36-37. Las dictaduras y
los sistemas totalitarios asolaron numerosos países y convul-
sionaron el mundo. Guerras, masacres, genocidios.
Con el fin de los totalitarismos, y particularmente en los últi-
mos treinta años, se fue consolidando una variante en la red de
significaciones constitutivas de la democracia representativa na-
cida de la revolución burguesa, una reformulación del imaginario
sociopolítico que ha dado origen a lo que podemos llamar el blo-
que de la democracia neoliberal, variante que tiende a imponerse
como el “límite infranqueable” de los valores de la modernidad.

10 / EDUARDO COLOMBO
Si hablamos de “bloque imaginario” es porque pensamos
que la sociedad funciona sobre la base de un sistema de signifi-
caciones simbólico-imaginarias3, de conceptos y de valores, que
se organiza como un “campo de fuerzas”, atrayendo y orien-
tando los diferentes contenidos de ese universo de representa-
ciones, el cual se expresa en instituciones, ideologías, mitos,
formas sociales que, al consolidarse, encierran y limitan el pen-
samiento y la acción.
Así, en el clima que nos envuelve, un politólogo pudo escri-
bir El fin de la historia4 y creer que la “revolución liberal mun-
dial” ha llevado la sociedad humana a su completo desarrollo,
que es imposible pensar un mundo diferente del nuestro, ni
imaginar que podamos mejorarlo. Si bien su posición puede
ser considerada extrema, su conclusión: “la democracia liberal
y la economía de mercado son las únicas posibilidades viables
para nuestras sociedades modernas”5, parece ser el credo del
establishment político tanto de derecha como de izquierda.
Las esperanzas revolucionarias comenzaron a declinar poco
después del sobresalto del “68”, dejando el campo libre a una
aceptación, cuasi general y acrítica, del marco político y de las
reglas de la democracia burguesa. La experiencia del Estado
totalitario y de las dictaduras militares colocó los “derechos
humanos”, entendidos como derechos individuales, en el cen-
tro de la dimensión política, contribuyendo, sin quererlo, a la
juridización y a la privatización de la relaciones sociales. Para
subsistir como régimen político la sociedad capitalista moder-
na privatiza a los individuos, los reenvía constantemente a la
esfera sin relevancia de sus cosas, su casa, su trabajo, su televi-
sión, sus diversiones. Concomitantemente el tejido social se
distiende, la escena política, donde puede ejercerse la voluntad
del pueblo, pierde consistencia y nitidez. La apatía, el senti-
miento de impotencia, la idea de que el pensamiento y la ac-
ción individual son inoperantes para modificar las condiciones
de la vida, se adueña de la mayoría y aísla aún más a los unos
de los otros.
La democracia deja de ser vista como un sistema político, y
es asimilada a un estado de la sociedad. El término mismo se
liberaliza, y pierde su sentido, primero y pleno, de afirmar la
soberanía popular, la capacidad colectiva de decidir. Para una

LA VOLUNTAD DEL PUEBLO / 11


gran cantidad de gente, “democracia” sólo evoca la libertad
individual encuadrada “en las leyes que rigen su ejercicio”.
Se construye así una libertad liberal-democrática,
orgánicamente atada al capitalismo, a los derechos humanos,
a la propiedad individual, libertad llamada “de los modernos”,
ligada con la posesión de bienes, dependiente del mercado y de
la competición. La libertad se vuelve un privilegio individual,
pagado con la pérdida de la capacidad de deliberar y decidir en
común, con la impotencia colectiva.
El bloque neoliberal descarta y marginaliza las luchas por la
autonomía, tanto como aquellas contra la alienación religiosa,
al mismo tiempo que pretende ignorar que la cuestión social
está en el centro de la emancipación humana. El neoliberalismo
se representa la condición social del hombre como un constante
despliegue del presente, como un crecimiento de lo existente,
negando la posibilidad misma de la ruptura revolucionaria.
El anarquismo, que surgió como movimiento social en el
seno de la Primera Internacional, combatió sin concesiones las
distintas formas de dominación y de explotación que fue asu-
miendo el poder político, sin ahorrar la crítica a la democracia
representativa.
En el seno del neoliberalismo conquistador nuevas dificul-
tades se presentan y, entre ellas, algunas se sitúan al interior
mismo del movimiento anarquista.
Históricamente el anarquismo, con sus múltiples facetas y
sus grupos marginales, mantenía un núcleo coherente de ideas
y de proposiciones a partir del cual todo anarquista se recono-
cía como tal: la libertad fundada sobre la igualdad, el rechazo
tanto de la obediencia como del comando, la abolición del Es-
tado y de la propiedad privada, el antiparlamentarismo, la ac-
ción directa, la no colaboración de clases. Este conjunto cons-
tituía una definición revolucionaria indiscutible. Y frecuente-
mente de esto derivaba una posición insurreccionalista, que
dependía más bien de situaciones históricas particulares.
Hoy en día, en algunos medios libertarios, este núcleo se ha
ido desdibujando, también él mellado por la fuerza expansiva
del bloque neoliberal, dejando lugar a un anarquismo más bien
filosófico o “dandy”, un poco iconoclasta, a veces de buen tono,
en todo caso por fuera de la lucha social.

12 / EDUARDO COLOMBO
Los artículos que constituyen les diversos capítulos de este
libro fueron escritos con la intención de oponer la fuerza de las
ideas, críticas, heterodoxas, revolucionarias, al conformismo
imperante. Alentando la esperanza de contribuir a ampliar la
fisura, la brecha, que en el seno de la democracia liberal bur-
guesa abrió el movimiento obrero revolucionario. Tarea des-
mesurada para un hombre solo, pero los revolucionarios tie-
nen compañeros, y los compañeros forman los movimientos
sociales, que, algunas veces, invierten el sentido de la historia.

Nota

El primer capítulo de este libro fue publicado, en italiano, en la revista


Libertaria (Milán/ Roma), de julio-septiembre de 2003. Los capítulos de II
a V fueron escritos para la revista de lengua francesa Réfractions. El II, el
III y el V tuvieron cabida en el número 7 de 2001 intitulado “Entrées des
anarchistes”, y el IV en el número 12 de 2004, “Démocratie, la volonté du
peuplé?”
El texto “¡Yo soy anarquista!”, cuando apareció en Libertaria, suscitó una
crítica acerba de Pietro Adamo en un artículo titulado Le rivoluzioni dei
revisioniste e la storiografia dei libertari, apoyándose sobre el “revisionismo
histórico” y en contra del socialismo revolucionario (número de enero-
marzo 2004 de la misma revista). La respuesta a la crítica de Adamo,
publicada en Libertaria, julio-septiembre de 2004, constituye el capitulo VI
Apéndice.

NOTAS
1
Véase E. C.: “De la polis y del espacio social plebeyo”. En El espacio político
de la anarquía. Nordan, Montevideo, 2000.
2
E. C.: “La integración imaginaria del proletariado”. En El imaginario
social. Nordan - Tupac, Montevideo/Buenos Aires, 1989.
3
El imaginario social es postulado como imaginación creadora que forma
parte de la realidad que vivimos, y no como ilusión o fantasía. Véase El
imaginario social, op. cit.
4
Fukuyama, Francis: La fin de l’histoire et le dernier homme. Flammarion,
París, 1992.
5
Artículo de Francis Fukuyama publicado en el diario francés Le Monde.

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¡YO SOY ANARQUISTA!

REFLEXIÓN INOPORTUNA SOBRE LA LIBERTAD , LA ANARQUÍA Y LA


IGUALDAD.

–¿Es usted demócrata? –No.


–¿Será liberal acaso? –Para nada.
–¿Qué es usted entonces? –Yo soy anarquista.

¿Por qué parafrasear al Proudhon de ¿Qué es la propie-


dad? más de ciento sesenta años después? Porque vivimos una
época marcada por una profunda regresión del pensamiento
político. Los hombres se encerraron en el espesor triste de una
vida privatizada, centrada sobre sí misma, ocupados como es-
tán en la idiotez sin consistencia de sus asuntos personales1.
Convencidos de no poder cambiar el mundo, se contentan con
la libertad que el poder les deja, de ir de pesca bajo la mirada
del gendarme que va a “vigilar” su automóvil. Es la “libertad
de los modernos” que pueden hacer todo a condición de no
ocuparse de la sociedad en la que viven, puesto que han elegi-
do a sus gobernantes, y de no preocuparse por la legitimidad
de las leyes que los afectan, porque fueron votadas por sus
representantes. Los ideólogos /patentados/ reconocidos siguen
el movimiento y el neoliberalismo a la moda le dice a usted:
discuta, concilie, encuentre arreglos, compromisos. No inten-
te atropellar o acelerar la historia. Cualquier cosa es preferible
a esa horrible pasión que toma a los hombres cuando el hálito
de la revolución los embriaga y, creyendo que son capaces de
ser libres e iguales, se lanzan a la acción colectiva. El burgués
ve en ello la sombra del jacobinismo y cree que el totalitarismo
será la consecuencia de todo cambio que se aparte del camino
tranquilo del progreso en el marco de la legalidad del Estado.
El ciudadano del mundo capitalista desarrollado piensa que la
política es “la gestión de las relaciones de fuerza en el interior
de un determinado orden civil”2. Acepta de manera acrítica la
dicotomía que funda lo social heterónomo: hay dominadores
y dominados, una minoría manda, la mayoría obedece. Esta

LA VOLUNTAD DEL PUEBLO / 15


dicotomía está atemperada en el imaginario colectivo por la
creencia, propia de la democracia representativa, de que la
minoría gobierna “democráticamente” con la aprobación de
la muchedumbre3. El pensamiento político estrecho, pusiláni-
me, se convierte en “realista” al asignar a lo posible los límites
de lo existente, y el cambio que tenemos derecho a desear que-
da confinado al interior de la institución establecida de lo so-
cial histórico. He aquí los límites insuperables de la política
liberal.
Estamos muy lejos del soplo potente del pensamiento críti-
co que toma impulso en los siglos XVI y XVII, allí mismo donde
echa sus raíces lo que denominamos liberalismo político, o ra-
dicalismo. Ese radicalismo plebeyo de los hombres sediciosos,
de los pobres y de los “niveladores”, esa voluntad de cambio
profundo de la sociedad jerárquica, ese movimiento rebelde
mil veces amortajado en el orden impuesto de los curas y de los
poderosos, esa fuerza que decuplica el impulso del pensamien-
to cuando brota de la acción colectiva, ese “radicalismo”, lo
constato, abandonó irremediablemente la doctrina de contor-
nos mal definidos que hoy es considerada como la renovación,
en Europa y en América del Norte, del pensamiento liberal.
Tocadas por la atmósfera pesada de un clima intelectual
cada vez más reaccionario, las convicciones se debilitan o se
adaptan. La filosofía política, olvidadiza como la memoria de
los filósofos e historiadores, abandona las cumbres de sus con-
quistas duras y difíciles y retorna a la playa de las certezas
protegidas por la autoridad de los siglos pasados.
Algunos ejemplos desgraciados de este declinar se deslizan
desde las publicaciones bien pensantes hacia la prensa contes-
tataria, hasta insinuarse en los escritos de ciertos historiadores
o publicistas que se proclaman anarquistas4. Esos deslices se-
rán motivo y pretexto de las líneas que siguen.
Amantes apasionados de la libertad, creímos haber
explicitado bien de qué libertad hablábamos, y qué libertad
queríamos. He aquí que ahora se nos explica, siguiendo a
Benjamin Constant, que hay dos tipos o dos modelos de liber-
tad: la libertad de los antiguos y la libertad de los modernos, la
libertad de los griegos y la libertad liberal. La primera es “de-
mocrática” pero engañosa, ella engendra el despotismo; la otra,

16 / EDUARDO COLOMBO
“es siempre garantía de libertad”5, y brinda “la satisfacción
apacible de la independencia privada.”6.
Sin embargo, se nos dice, esos dos modelos obtuvieron su
síntesis en los regímenes liberal-democráticos (más liberales que
democráticos, si entendí bien), que son el marco del desarrollo
capitalista, o a la inversa. Coexistencia o connivencia entre “li-
bertad liberal” y mercado capitalista que parece ser altamente
significativa, al punto de suponer que la libertad de que goza-
mos está orgánicamente ligada con el capitalismo. Señalo que
este régimen se llama también “democracia representativa o
parlamentaria”.
Cuando Benjamin Constant expone sus ideas, en un discur-
so conocido con el título De la liberté des anciens comparée à
celle des modernes (1819), guarda el designio de dar un límite
aceptable a las ideas revolucionarias y de domesticar la fuerza
expansiva de la Revolución, haciéndola entrar en el lecho apa-
cible de las “reformas necesarias”.
No obstante eso, la Gran Revolución había depositado la
soberanía en manos del pueblo, y el proceso parecía irreversi-
ble, incluso bajo la monarquía restaurada que se ve constreñi-
da a conceder la Carta que restringía la arbitrariedad real7. Era
necesario, entonces, para los liberales, permanecer en los lími-
tes de lo establecido y controlar la extensión de la soberanía
popular, sin perderla totalmente (en apariencia), institucionali-
zándola como régimen representativo. La crítica de Constant
apunta, en el fondo, a la democracia directa, inadecuada a las
necesidades del hombre moderno, ocupado como está en desa-
rrollar sus intereses individuales. De allí la necesidad del siste-
ma representativo8.
Dicho con las palabras de Benjamin Constant: “La finali-
dad de los antiguos era la partición del poder social entre to-
dos los ciudadanos de una misma patria. Era eso lo que llama-
ban libertad. El objetivo de los modernos es la seguridad en los
disfrutes privados, y llaman libertad a las garantías acordadas
por las instituciones a esos disfrutes9”. La traducción para nues-
tra época10, es, parece, la siguiente: “La libertad de los moder-
nos es la libertad liberal; la libertad de los antiguos es la liber-
tad democrática. La primera es libertad para, la segunda es
libertad de”11. Así, la democracia antigua hacía derivar la li-

LA VOLUNTAD DEL PUEBLO / 17


bertad de la participación en un poder colectivo, poder en acto,
voluntad positiva, que “confería derechos de libertad a los ciu-
dadanos”12. La libertad de los modernos es completamente
negativa o defensiva, los hombres son individuos libres ya an-
tes de entrar en sociedad, y es preciso defender las libertades
que no han sido alienadas en el pacto social.
Evidentemente todos estos modelos son preanarquistas. Será
necesario enviar a los libertarios-liberales a releer su Bakunin.
Pero, de todas maneras, volvamos sobre el tema.
Antes que nada, un problema conceptual. Si decimos: “el
poder colectivo o social otorga derecho de libertad al ciudada-
no”, se diría que hay dos sujetos políticos, uno el poder social,
el otro el ciudadano que recibe un derecho, lo cual es una im-
presión falsa.
En nuestros días se ha olvidado la distinción –aristotélica y
escolástica, central en Spinoza y fundamental en política–, en-
tre potentia y potestas: la potencia, o poder, como capacidad
(“el poder de crear” o de hacer), y el poder como dominación
(“el poder de ordenar”, y de hacerse obedecer), confundiendo
de este modo la capacidad que tiene el agente de la acción,
individual o colectivo –capacidad o poder que da al sujeto po-
lítico la posibilidad de establecer una relación sinérgica com-
patible con la igualdad en la acción colectiva–, con la domina-
ción, que es siempre una relación asimétrica entre aquel o aque-
llos que mandan y aquel o aquellos que obedecen.
En el espacio político común e igualitario de la asamblea, el
“poder” es el resultado de la acción de todos, y ese poder es antes
que nada una capacidad de hacer o de decidir (potentia). En la
democracia directa el problema no proviene de la capacidad co-
lectiva de instituir la vida común, sino de la toma de decisiones a
través de una mayoría, lo que significa desconocer la opinión de
la minoría, incluso de uno, e imponerle la decisión mayoritaria.
Detrás de la democracia directa sigue habiendo otro pro-
blema primordial: ¿debe haber en toda institucionalización de
la sociedad un poder de coacción legítimo, una arkhé politiké,
o potestas, separada de la sociedad civil, como lo pretende el
paradigma tradicional de lo político13? Incluso si la soberanía
está entre manos del demos, el problema primordial de lo polí-
tico subsiste.

18 / EDUARDO COLOMBO
Veamos, entonces. ¿Qué interés tendríamos hoy en oponer
dos modelos de libertad, uno llamado “de los antiguos” y otro
“de los modernos”? Uno, democrático, que prepara el lecho al
totalitarismo, y que reúne a fascistas y comunistas. El otro,
liberal, que pone un límite al poder político mientras reconoce
la soberanía popular en nuestros sistemas representativos, que
son viables, como la realidad lo muestra, solamente allí donde
reina el capitalismo. Si las premisas son verdaderas, la pregun-
ta, formulada así, trae la respuesta: ¡defendamos lo que existe,
disfrutemos de las libertades que conocemos y que el
neoliberalismo capitalista nos permite! Y olvidemos la explo-
tación, la miseria y la guerra.
Pero estas premisas no son verdaderas, más todavía, estos
modelos son de una simplificación extrema, definidos por un
solo trazo: la libertad de y la libertad para14. Desde el punto de
vista de la historia, son anacrónicos, construidos y vueltos a
actualizar en función de las necesidades del presente.
La polis griega, y en particular Atenas a partir de los siglos
VII y VI a.C. rompe con el mundo arcaico introduciendo un pro-
ceso histórico instituyente, que por primera vez permite a los
hombres tomar conciencia del hecho de que son ellos los úni-
cos responsables de las instituciones –normas, convenciones,
leyes, régimen sociopolítico– de la sociedad. La ley tradicional
era inmutable, dictada en los orígenes de los tiempos por los
dioses o los ancestros. Ahora el demos crea la ley, la modifica,
la anula15. El Estado, en el sentido moderno del término, como
instancia distinta y separada del cuerpo social, no existía. Lo
que es fundador en la polis es la afirmación de la autoinstitución
de la sociedad, con las consecuencias que esto acarrea: la crea-
ción de un espacio público en el que los hombres son iguales,
en donde la palabra es libre. El voto mayoritario que se expre-
sa en la asamblea sirve para tomar una decisión y, entonces, no
hay necesidad de elegir representantes. “La representación es
un principio ajeno a la democracia16.”
La democracia griega no es un modelo, fue un momento en
la historia, muy corto y muy alejado de nosotros. Tenía sus
excluidos: las mujeres, los esclavos, los extranjeros.
En su faz negativa, la soberanía del demos y la autoinstitu-
ción explícita del nomos contenían un mecanismo de decisión

LA VOLUNTAD DEL PUEBLO / 19


ya criticado en la época: la ley de la mayoría. Para Trasímaco,
por ejemplo, la regla de la mayoría que caracteriza al nomos
no es aceptable. Piensa que en la polis democrática el ciudada-
no goza de libertad de palabra, pero que no puede actuar más
que si pertenece a la mayoría. La fuerza de la ley basada sola-
mente en la mayoría ejerce una violencia sobre aquel que está
obligado a seguirla17.
Después de este corto período, lo social instituido conti-
nuará recibiendo la ley del exterior, y este “principio de
heteronomía” no volverá a ser puesto en cuestión hasta la
modernidad.
La Alta Edad Media, con la hegemonía del cristianismo, verá
imponerse en todas partes una teoría teocéntrica elaborada en
el seno del papado, según la cual todo poder deriva de Dios. Su
vicario en la tierra es quien dispone de la suma potestas. La
lucha por la libertad se convierte en violenta contra los poderes
aplastantes y conjugados de la Iglesia y el Imperio, poderes tan-
to económicos como políticos. La revuelta se refugiará en los
movimientos de pobres de las ciudades, en las masas campesi-
nas, expresándose en las herejías, esos signos precursores de las
insurrecciones que agitan Europa entre los siglos XIV y XVI.
Las libertades de los hombres y de las mujeres de hoy, no
solamente las libertades políticas sino también, y sobre todo,
la libertad de pensar, son el resultado de una interminable lu-
cha contra el poder político y el poderío económico de los do-
minantes. Walter Benjamin escribía: “cualquiera que domine
es siempre el heredero de todos los vencedores18”. Podemos
decir que quienes luchan por la libertad son siempre los here-
deros de todos los vencidos de la historia, pero esos vencidos
son los que construyeron esas libertades, y los que obligaron a
los poderosos a reconocerlas.
Se siente un cierto ridículo al tener que recordar que la se-
cularización no comienza con la modernidad, ni con el capita-
lismo, ni con el liberalismo político. Se la podría definir como
la pérdida progresiva de toda “garantía metafísica” de la legi-
timidad del orden social: ya no hay punto de vista exterior
para enunciar la verdad, o la ley. De ello se sigue, entonces, que
son los hombres, en la inmanencia de su acción, los que insti-
tuyen el mundo sociopolítico.

20 / EDUARDO COLOMBO
A partir del siglo XVI, a la herejía sucedió la incredulidad,
escribía Tocqueville, y el espíritu crítico –el libre examen– se
abocó a construir una forma nueva de lo político basada en la
idea de que la sociedad civil o política (términos sinónimos en
la época) era una creación humana, que nace de una conven-
ción firmada entre los hombres.
Los regímenes liberal-democráticos que verán la luz des-
pués de la Revolución serán la consecuencia de esta lucha con-
tra la monarquía por derecho divino, y esta lucha tomará una
forma institucional –la forma que se impuso– sobre el funda-
mento que le aportó la filosofía política de Hobbes, Locke,
Montesquieu y Rousseau. El liberalismo político es insepara-
ble de la construcción del “Estado de derecho” y de la “demo-
cracia representativa”.
Si se pretende que la “libertad de los modernos” es la liber-
tad liberal, es preciso saber cuáles son sus premisas.
Hobbes era un protegido de la alta aristocracia, y había
huido de Inglaterra en 1641 durante la guerra civil. No volvió
hasta que la República hubo aplastado a los radicales. Pero, a
pesar de sus antecedentes y de la reputación que arrastra en la
ideología política de nuestros días, se encontraba con frecuen-
cia, por su rigor racionalista, en posiciones propias de los radi-
cales, y los poseedores no le perdonaban el haber despojado al
Estado de los oropeles que la restauración inglesa juzgaba in-
dispensables: la monarquía, la aristocracia hereditaria y la dig-
nidad episcopal19. Leviatán es un dios mortal creado por los
hombres; el cuerpo político nace con el contrato. Una Repúbli-
ca (Civitas, Commonwealth, Estado) está instituida cuando los
hombres realizan un acuerdo y firman una convención (cada
uno con cada uno20). En el estado de naturaleza, cada cual es
libre, pero está en guerra con los demás.
Hay en Locke –incluso si él se apoya más que Hobbes en
una justificación teológica de la razón humana– un impulso
revolucionario que se anuncia en la crítica de la monarquía
absoluta, que no está considerada como una “sociedad políti-
ca”, y sobre todo en el reconocimiento del derecho a la insu-
rrección. Si los legisladores, que tienen el poder supremo, “in-
tentan atrapar y destruir los bienes del pueblo, o reducirlo a la
esclavitud de un poder arbitrario, entran en guerra con él; des-

LA VOLUNTAD DEL PUEBLO / 21


de ese momento, el pueblo está dispensado de obedecerlos”. El
abuso de confianza del poder legislativo “lo priva de las fun-
ciones de autoridad de las que el pueblo lo había investido (...);
el poder vuelve al pueblo, que tiene derecho a retomar su liber-
tad original21”.
La filosofía liberal de Locke (1632-1704) reconoce –como
lo hacen todas las teorías del contrato– un principio fundador,
“revolucionario” y positivo: son los hombres quienes crean la
sociedad política y quienes tienen el poder (la capacidad) de
hacerla y deshacerla, lo que significa que la soberanía reside en
el pueblo, el demos. Y en el mismo movimiento esta filosofía
apela a dos elementos, o principios, negativos: uno pretende
que los individuos son libres e independientes antes de entrar
en la sociedad civil. El otro, que para constituir esta sociedad
éstos alienan, totalmente o en parte, su libertad. Como corola-
rio, los individuos, “todos libres por naturaleza, iguales e inde-
pendientes”, al decidir firmar una convención entre ellos, se
despojan de su libertad natural, y constituyen “un cuerpo polí-
tico único, en el que la mayoría tiene el derecho de hacer ac-
tuar al resto y de decidir por él22”.
Locke piensa que el fin capital de esta asociación es la de-
fensa y la conservación de la propiedad de cada cual y, enton-
ces, para castigar las infracciones de los otros, cada uno “bus-
ca refugio al abrigo de las leyes establecidas de un gobierno”,
sabiendo que “sobre no pocos puntos, las leyes de la sociedad
restringen la libertad que tenía por la ley de naturaleza23”.
En El espíritu de las leyes, Montesquieu (1689-1755) purga
el liberalismo de su humor áspero, según las palabras de
Manent, invirtiendo el punto de vista de Locke. Montesquieu
no pretende fundar la sociedad política y defender la libertad
positiva, se contenta con preservar la libertad que existe del
poder que la amenaza. “Para preservar la libertad, es decir, la
‘seguridad’ y la ‘tranquilidad de espíritu’ de los ciudadanos, es
preciso –y suficiente– impedir los abusos de poder. Ahora bien,
‘para que no se pueda abusar del poder, es necesario que por la
disposición de las cosas, el poder limite al poder’ (XI, 4)24”. La
libertad está presente en negativo, la libertad da25. Actitud frente
a la libertad que se acompaña, con frecuencia, de un sentimiento
de desconfianza o de desprecio para con el pueblo, como lo

22 / EDUARDO COLOMBO
muestra el mismo Montesquieu: “Había un gran vicio en la
mayor parte de las antiguas repúblicas: el pueblo tenía derecho
de tomar en ellas resoluciones activas y que exigen cierta ejecu-
ción, cosa de la que es completamente incapaz. No debe entrar
en el gobierno más que para elegir sus representantes, lo que
está bastante a su alcance”. (De El espíritu de las leyes, XI, 6.)
Como teórico del contrato social, Rousseau (1712-1778)
participa también en este linaje. “El hombre nació libre, y en
todas partes es esclavo.” Pero unifica la voluntad de todos en
la ficción de la voluntad general, lo que facilitará a la burgue-
sía jacobina la transferencia de la soberanía del pueblo a la
nación26.
He aquí los principios del liberalismo político: defensa de la
propiedad privada, atomismo social, alienación de una parte
de la libertad, gobierno representativo, separación entre la “so-
ciedad civil” y el Estado.
Lo que podía ser visto como un gran progreso durante el
antiguo régimen –y verdaderamente esas ideas eran revolucio-
narias frente al absolutismo–, se transformará, después de la
Revolución, en la ideología de los poseedores que hubieran
querido terminar de una vez por todas con el movimiento
emancipatorio que la Revolución había parido.
El liberalismo político justificaba así, sin un comienzo de
sospecha, el paradigma tradicional “de un poder de coacción
justo”, potestas que, una vez pasado el período de la Revolu-
ción inglesa, de las Luces y de 1789, se concentrará en una
instancia abstracta, racional, depositaria de la legitimidad y
separada de lo social: el Estado.
Cuando la burguesía industrial tome el poder en Europa, el
marco jurídico provisto por el liberalismo –la igualdad (relati-
va) frente a la ley, la propiedad privada y el régimen represen-
tativo– permitirá el aseguramiento de los bienes y personas y la
expansión del sistema capitalista.
Pero en esa época, entre 1830 (la revolución de julio en
Francia) y las insurrecciones de 1848, existe ya un vasto prole-
tariado urbano creado por el capitalismo industrial, fuerza de
trabajo disponible, pauperizada, “libre” de venderse. Consti-
tuye, como lo constata Buret, esa “población flotante de las
grandes ciudades, esa masa de hombres que la industria con-

LA VOLUNTAD DEL PUEBLO / 23


voca alrededor de ella, a la que no puede ocupar constante-
mente, a la que tiene siempre en reserva, como a su merced27”.
Clases pobres y viciosas, dice Frégier, jefe de la policía, a la
prefectura del Sena en los años ’40. Población obrera que la
burguesía mira como una clase peligrosa. El obrero se ve aco-
rralado por la miseria y la inseguridad del empleo: cambia la
“seguridad” de la esclavitud por la “libertad” de morirse de
hambre. Violenta oposición de clases que hará nacer el movi-
miento obrero revolucionario.
El primer congreso de la Asociación Internacional de Tra-
bajadores (Ginebra, 1866) declara que “en el estado actual de
la industria, que es la guerra, se debe prestar ayuda mutua para
la defensa de los asalariados. Sin embargo es su deber declarar
que hay una finalidad más elevada a alcanzar: la supresión del
salariado”. Y Bakunin, un poco más tarde, preguntará: “¿Que-
remos la emancipación completa de los trabajadores o sola-
mente la mejora de su suerte? ¿Queremos crear un mundo nue-
vo o remendar el viejo28”.
Después del congreso de Saint-Imier el movimiento anar-
quista está en pie y el corpus teórico que lo define está ya bien
formulado. El anarquismo no es una doctrina cerrada, no es
un dogma, estará siempre inacabado, pero a partir de ese oto-
ño de 1872 está claro aquello que es anarquista y aquello que
no lo es.
“La destrucción de todo poder político es el primer deber
del proletariado”, y “toda organización de un poder político
que se llame provisorio y revolucionario, para conducir a esa
destrucción, no puede ser más que otro engaño, y sería tan
peligroso para el proletariado como lo son todos los gobiernos
existentes hoy”.
El pueblo no podrá ser libre más que cuando cree él mismo
su propia vida organizándose de abajo hacia arriba por medio
de asociaciones autónomas29. El individuo no podrá ser libre si
los otros no lo son. Bakunin define la libertad como el resulta-
do de la asociación humana. La libertad es una creación
sociohistórica, un valor positivo, la obra de todos y de cada
uno. La gran diversidad de capacidades, de energías, de pasio-
nes que aportan los seres humanos al interactuar unos con otros
es la riqueza de la sociedad. Gracias a esta diversidad, “la hu-

24 / EDUARDO COLOMBO
manidad es un todo colectivo, en el cual cada uno completa a
todos y tiene necesidad de todos; de modo que esta diversidad
infinita de los individuos humanos es la causa misma, la base
principal de su solidaridad, un argumento todopoderoso en
favor de la igualdad30”. Toda libertad humana que no sea un
privilegio exige, necesita, la igualdad.
En el espacio público plebeyo31 que habían comenzado a
dibujar los sans-culottes, los rabiosos dejarán la simiente de la
libertad anarquista. Roux, en la tribuna de la Convención, des-
encadena la hostilidad de los “representantes del pueblo” cuan-
do exclama: “La libertad no es más que un vano fantasma cuan-
do una clase de hombres puede matar de hambre a la otra im-
punemente. La igualdad no es más que un vano fantasma cuan-
do el rico, por medio del monopolio, ejerce el derecho de vida
y de muerte sobre su semejante”. Y Varlet, desde la prisión de
Plessis, escribirá: “Para todo ser que razone, gobierno y revo-
lución son incompatibles”. Ellos sabían ya que la igualdad frente
a la ley no es suficiente, que esa igualdad es compatible con la
jerarquía social.
Para el anarquista, la igualdad es la igualdad de hecho, la
nivelación de rangos y fortunas.
Creación sociohistórica, constante autoorganización y
autoinstitucionalización, la sociedad humana será libre al rom-
per el lazo con toda heteronomía, lo que significa también la
abolición de la continuidad sociohistórica del principio de
mando/obediencia constitutivo de todo poder social institui-
do, de todo “Estado”, es decir, el fin del paradigma de la domi-
nación justa.
El corolario será la soberanía absoluta del demos, o, si se
prefiere, la apropiación colectiva de la capacidad (poder)
instituyente.
Esta libertad es una lucha constante y sin reposo, incluso en
una sociedad anarquista. Lucha contra lo existente establecido
para dejar lugar a lo que no es todavía.
Entonces, volvamos a la libertad “de los modernos”, la
“única que conocemos” (dixit Berti), que es la libertad liberal-
democrática ligada con el capitalismo como sistema económi-
co, y al iusnaturalismo como marco jurídico. La libertad reco-
nocida por el “Estado de derecho” de nuestros regímenes lla-

LA VOLUNTAD DEL PUEBLO / 25


mados democráticos (democracia representativa), está a la
medida de los intereses que el Estado protege. Bien sabemos
que estos regímenes –y no creo que Berti pueda negarlo–, son
en realidad oligarquías de participación limitada, que es la eli-
te de una clase político-financiera la que decide en el mundo,
minoría que vive en la opulencia, que explota la fuerza de tra-
bajo de la mayoría, que impone la miseria o la hambruna a
poblaciones enteras, que destruye a otras en la guerra. En el
marco de lo existente, en el interior de estos sistemas liberal-
democráticos, las libertades que podemos conquistar estarán
siempre limitadas a los intereses de la minoría que gobierna,
libertades que no pondrán en peligro su derecho a dominar, y
menos todavía la realidad de su poder. Es sorprendente que
alguien que conoce las ideas anarquistas pueda escribir algo
acerca de la libertad sin decir una palabra sobre la “cuestión
social”. Si el liberal no se plantea el problema de la soberanía,
es que no se plantea el problema del derecho de la minoría a
dominar; entonces, pues, si el liberal no discute la ficción de la
soberanía en el pueblo y la realidad del poder entre las manos
de una elite, si no se plantea el problema “del fondamento”32,
es porque lo da por adquirido de una vez y para siempre. Decir
que la pregunta fundamental de saber si hay o no un derecho a
mandar, o si la dominación es legítima, todas cosas inmanentes
a la institucionalización de lo social, denota un pensamiento
“teológico” –es decir, trascendente, exterior al mundo,
fundamentalista– es en el mejor de los casos un argumento
demagógico. Hay, quizás, anarquistas románticos que son cre-
tinos, pero lo que es seguro es que hay historiadores no román-
ticos que escriben sandeces.
Un anarquista que se contenta con la limitación de los po-
deres y que abandona la idea de la abolición del Estado y de la
propiedad privada, un anarquista que acepta la libertad de dis-
frutar sus bienes y de su pequeña felicidad privada, si tiene una
vida holgada en un país rico, un anarquista, digo, que acepta
los límites que le impone el sistema establecido, no es un anar-
quista sino un liberal. Y no habrá “conciencia esquizofrénica”
que pueda salvarlo.
Nosotros los anarquistas no tenemos, según parece, “una
ciencia de la política”, lo que es seguramente verdadero si di-

26 / EDUARDO COLOMBO
cha ciencia es definida como un “discurso racional acerca de lo
que es ‘menos peor’” (discurso del realismo político), y su fun-
ción es ocuparse de la gestión de las relaciones de fuerza al
interior del sistema establecido. Tenemos en su lugar una teo-
ría de la revolución33. Esto no resuelve –lo sé bien– el enorme
problema de los medios de acuerdo con los fines a utilizar en
un momento histórico en el que las relaciones de fuerza nos
son desfavorables, lo que es la norma, excepto en los períodos
revolucionarios.
El llamado a la ciencia en lugar de la apelación al pueblo
despierta, como en eco, esas viejas páginas de Bakunin sobre
los endormeurs34, niños mimados de la burguesía, intelligentsia
patentada, decía él, “que se dedican exclusivamente al estudio
de los grandes problemas de la filosofía, de la ciencia social y
política”, y que elaboran teorías que”no tienen en el fondo
otro fin que demostrar la incapacidad definitiva de las masas
obreras35”.
El sujeto de la acción social es, con toda evidencia, lo exis-
tente, y lo existente es múltiple, viviente, está atravesado por
innumerables conflictos. Es el pueblo. Y el pueblo, sujeto al
príncipe, bajo las lentes de la policía, siempre en lucha por so-
brevivir, contiene en su seno la miríada de hombres y mujeres
que, buscando lo imposible, construyen la libertad humana. Es
el pueblo soberano el que hizo las revoluciones, y no veo por
qué no habría de seguir haciéndolas.

París, mayo de 2003

NOTAS
1
Véase Hannah Arendt, La crise de la culture. Prefacio “La brêche entre le
passé et le futur”. París, Gallimard (folio), 1972. [Edición en español: La
crisis de la cultura, Buenos Aires, Prometeo Libros, 2002]
2
“La gestione dei rapporti di forza all’interno di un determinato assetto
civile”. En italiano en el original (N. de la T.).
3
He aquí la definición que da del régimen democrático un enemigo recono-
cido de la democracia: “es en realidad el gobierno de la elite (aristokratia)
con la aprobación de la muchedumbre” (Platón, Menéxenes, 238c7-239d2).
Véase en este mismo volumen: La voluntad escamoteada.

LA VOLUNTAD DEL PUEBLO / 27


4
Véase Nico Berti. 1) “I paradossi del relativismo cultural”, en Mondo
Operaio, Nº 3, mayo-junio de 2002. 2) “La politica? Problema insuperabi-
le”, en Libertaria, año 5, Nº 3, julio-septiembre de 2003.
5
“É sempre garanzia di libertà” Nico Berti, en el número de Libertaria, op.
cit. (en italiano en el original. N. de la T.).
6
Benjamin Constant, “De la liberté des anciens comparée à celle des
modernes”. En Les libéraux, Pierre Manent., París, Gallimard (Tel), 2001,
pág. 446.
7
Una Carta que reconoce a la “nación” una representación muy reducida; el
voto es censitario.
8
“El sistema representativo es una procuración dada a un cierto número de
hombres por la masa del pueblo, que quiere que sus intereses sean defendi-
dos, y que sin embargo no tiene tiempo de defenderlos ella misma en todo
momento.” Benjamin Constant, op. cit., pág. 457.
9
Benjamin Constant, op. cit., pág. 447.
10
Piensa Berti inspirándose en un “gran maestro”: Isaiah Berlin.
11
Nico Berti, artículo citado, en Libertaria, pág. 35. (“La libertà dei moderni è
la libertà liberale, la libertà degli antichi è la libertà democratica. La prima è
la libertà da, la seconda è la libertà di”. En italiano en el original. N. de la T.)
12
“Conferiva diritti di libertà ai cittadini.” En italiano en el original. N. de la T.
13
Véase “Il cambiamento di paradigma”. Eduardo Colombo, “Anarchia,
obbligo sociale e dovere di obbedienza”, pág. 75. En Le ragioni dell’anarchia.
Volontà número 3-4, Milán, 1996.
14
“Libertad di y libertad da”. En italiano en el original. N. de la T.
15
Véase Eduardo Colombo, “Della polis e dello spazio sociale plebeo”. En Il
politico e il sociale. Volontà número 4, Milán, 1989.
16
Véase Cornelius Castoriadis, “La polis grecque et la création de la démocra-
tie”. En Domaines de l’homme, París, Seuil, 1986. [Edición en español: Los
dominios del hombre, Barcelona, Gedisa, 1995.]
17
Mario Untersteiner, Les sophistes, París, Vrin, 1993, tomo 2, pág.183.
18
Tesis sobre la filosofía de la historia. VII.
19
Christopher Hill, Le monde à l’envers, París, Payot, 1977, pág. 306.
20
Thomas Hobbes, Léviathan, París, Sirey, 1983, pág. 179. [Existen varias
ediciones en español.]
21
John Locke, Traité du Gouvernement Civil. “De la dissolution du Gouver-
nement”, pág. 222. [Existen varias ediciones en español.]
22
Ibidem, “Du commencement des sociétés politiques”, pág. 95.
23
Ibidem, “Du gouvernement”, pág. 127.
24
Pierre Manent, Les libéraux.. París, Gallimard (Tel), 2001, pág. 219.
25
“Libertad para”. En italiano en el original. (N. de la T.)
26
Los anarquistas no olvidaron criticar a Rousseau por razones diversas, pero
no siempre por la misma razón. Proudhon critica de todos los modos
posibles la abstracción de la voluntad general, la idea de que el individuo es
libre solamente fuera de la sociedad, la pretensión de hacer respetable la
tiranía haciéndola derivar del pueblo. (Idea general de la revolución en el
siglo XIX. Cuarto estudio. Del principio de autoridad.) Bakunin plantea su
crítica considerándolo un liberal, puesto que pretende que el individuo es
libre por sí solo antes de toda sociedad (Dios y el Estado, en Empire Knouto-
Germanique). Rocker, contrariamente a Bakunin, se ubica en un punto de

28 / EDUARDO COLOMBO
vista liberal, defiende la idea de contrato social, y critica la “democracia”
asimilándola a la voluntad general (Nacionalismo y cultura. Cap X:
Liberalismo y democracia). Posición compartida por N. Berti. [Véase Jorge
Solomonoff, El liberalismo de avanzada, Buenos Aires, Proyección, 1973.]
Pienso que es una inepcia profunda del pensamiento político de moda
hablar con fórmulas lapidarias que eluden el análisis y, haciendo de
Rousseau el padre del totalitarismo, coloca en el mismo linaje el contrato
social, la burguesía jacobina de 1793 con el clan robespierrista, y todos los
totalitarismos del siglo XX. Amalgama tan tonta como aquella que consiste
en construir una sola categoría de pensamiento “revolucionario” que
encierre juntos a fascistas, bolcheviques, a anarquistas, falangistas, y qué se
yo qué más. Las vacas tienen cuatro patas, y la torre Eiffel también.
27
Eugène Buret, “Misère des classes laborieuses en France et en Angleterre”.
En Louis Chevalier, Classes laborieuses et classes dangereuses, París, Plon,
1958, pág. 160.
28
Carta a Albert Richard [abril de 1870], en Bakounine. Œuvres complètes,
Vol 2, París, Champ libre, 1974, pág. XXXI.
29
Véase Mijail Bakunin, Étatisme et anarchie. Œuvres complètes, op. cit., vol.
4, pág. 312. [Edición en español: Estatismo y anarquía, Buenos Aires,
Hyspamérica, 1984. Estatismo y anarquía, Utopía libertaria, 2004.]
30
Mijail Bakunin, L’Égalité de Ginebra, 1869.
31
Véase Eduardo Colombo, “Della polis e dello spazio sociale plebeo”. En Il
politico e il sociale, Volontà, N° 4, 1989.
32
En italiano en el original. (N. de la T.)
33
El anarquista que abandona la idea de revolución se convierte, lo quiera o
no, en un “li-li”, como se los llama en Francia (li-li: liberal-libertario). Véase
Réfractions N° 7: “Les li-li, les bo-bo et Kropotkine”, pág. 16. (“bo-bo” es
un término de aparición reciente en la lengua francesa que hace referencia,
con cierta ironía, a una clase propiamente urbana de “burgueses-bohe-
mios”, “bourgeois-bohèmes”, N. de la T.)
34
Los que con su discurso hacen dormir a los que los escuchan.
35
Mijail Bakunin, “Les endormeurs”, en Bakounine. Le socialisme libertaire,
París, Denoël, 1973, pág. 113.

LA VOLUNTAD DEL PUEBLO / 29


ANARQUÍA Y ANARQUISMO

“No imaginan que una sociedad pueda funcio-


nar sin amos ni criados, sin jefes ni soldados.”
Joseph Dejacques, À bas les chefs !

“¡Nuestro enemigo es nuestro amo!”


La Fontaine, Le Vieillard et l’âne

Nuestra época, abierta a las contradicciones y a las parado-


jas, aplastada por la capa de plomo de un pensamiento políti-
camente correcto, aprendió a dejar un espacio ghettizado a la
divergencia y a la marginalidad, a condición de que no superen
un cierto umbral más allá del cual las ideas se convierten en
acción y la herejía en subversión.
Así, la anarquía huele un poco menos a azufre que antes y,
edulcorada con el calificativo “libertaria”, sale de los bajos
fondos proletarios para convertirse en una palabra ligera, in-
cluso de buen tono en los salones y la prensa, sobre todo si se
la deja deslizar hacia la derecha acoplándola con el término
“liberal”.
Algunas veces, las definiciones de diccionario revisten in-
terés porque dejan entrever la persistencia del trasfondo
semántico en el cual la anarquía es incompatible con el orden
social establecido.
Viejos textos como el Dictionnaire de l’Académie Française
[Diccionario de la Academia Francesa] de 1694 establecen lo
siguiente: “anarquía: estado sin reglas, sin jefe y sin ninguna
clase de gobierno”, y la Encyclopédie [Enciclopedia] de 1751:
“Anarquía: es un desorden en un Estado que consiste en que
ninguna persona tenga suficiente autoridad como para man-
dar y hacer respetar las leyes, y donde, en consecuencia, el pue-
blo se conduce como quiere, sin subordinación ni policía”.
El Littré, en la edición de 1885, dice: “anarquía: ausencia
de gobierno y, derivado de ello, desorden y confusión”, “anar-
quista: promotor de anarquía, perturbador”. El término “anar-
quismo” no figura en el Littré.

LA VOLUNTAD DEL PUEBLO / 31


Pero ya el Grand Dictionnaire universel du XIXE siècle [Gran
diccionario universal del siglo XIX] de Pierre Larousse (1866),
entre las definiciones habituales de la anarquía, había recono-
cido otro toque de campanas; cita: “como el hombre busca la
justicia en la igualdad, la sociedad busca el orden en la anar-
quía (Proudhon)”. Y P. Larousse comenta más abajo algo que,
dicho sea al pasar, le vale el reconocimiento de Proudhon: “El
señor Proudhon dio el nombre, paradójico en apariencia, de
anarquía, a una teoría social que reposa sobre la idea de con-
trato, que sustituye a la de autoridad. Es preciso comprender
que la anarquía proudhoniana no tienen nada en común con
aquella de la que hablamos más arriba. Bajo ese nombre, el
célebre pensador nos presenta una organización de la sociedad
en la cual la política se encuentra absorbida en la economía
social, y el gobierno en la administración, en la que la justicia
conmutativa, al extenderse a todos los hechos sociales y al dar
salida a todas sus consecuencias, hace realidad el orden por
medio de la libertad misma, y reemplaza completamente el ré-
gimen feudal, gubernamental, militar, expresión de la justicia
distributiva1”.
Esto no le impide elegir como antónimos de anarquía:
“orden, paz, tranquilidad pública”, y no “Estado, poder po-
lítico, autoridad”. La Encyclopaedia Britannica [Enciclope-
dia Británica] cede, en su undécima edición de 1910, la plu-
ma a Kropotkin para explicar la entrada “anarquismo”:
“nombre dado a un principio o teoría de la vida y de la con-
ducta según los cuales la sociedad es concebida sin gobier-
no”. “Los anarquistas consideran –él escribe allí– al sistema
salarial y a la producción capitalista como un obstáculo al
progreso. Pero destacan también que el Estado fue y conti-
núa siendo el principal instrumento que permite a algunos
monopolizar la tierra y a los capitalistas apropiarse de una
parte completamente desproporcionada de la plusvalía acu-
mulada en el año productivo.”
Sin embargo, como el Estado está siempre allí, las ideas que
lo sostienen permanecen vigentes: sin poder no hay atisbos de
sociedad política, no hay nomoi, no hay reglas. En el Petit
Robert de 1970 encontramos la misma definición tradicional
“Anarquía: término político. Desorden que resulta de una au-

32 / EDUARDO COLOMBO
sencia o de una carencia de autoridad”. Pero con la palabra
“anarquismo” llegamos a una formulación casi correcta: “con-
cepción política que tiende a suprimir el Estado, a eliminar de
la sociedad todo poder que disponga de un derecho de coac-
ción sobre el individuo”.
Entonces, la anarquía es el desorden como consecuencia de
la carencia de un poder estatal de coacción, definición eminen-
temente ideológica que establece una relación de causalidad
entre la ausencia de gobierno y el desorden, relación que, pre-
cisamente, el anarquismo niega. Evidentemente, el anarquis-
mo busca la anarquía afirmando que una sociedad sin poder
político institucionalizado, sin Estado, es la más alta expresión
del orden.
Bakunin escribió en Étatisme et Anarchie2, libro que acom-
paña el nacimiento del movimiento anarquista en el seno de la
rama antiautoritaria de la Primera Internacional: “Pensamos
que el pueblo no podrá ser feliz y libre más que cuando cree él
mismo su propia vida, organizándose de abajo hacia arriba,
por medio de asociaciones autónomas y enteramente libres,
por fuera de toda tutela oficial, pero de ningún modo al mar-
gen de las influencias diferentes e igualmente libres de hombres
y de partidos”.
Bakunin había afirmado en el párrafo que precede al citado
que “todo poder de Estado, todo gobierno, ubicado por su
naturaleza y su posición por fuera o por encima del pueblo,
debe necesariamente esforzarse por someter a este último a re-
glas y objetivos que le son extraños”, entonces “nos declara-
mos enemigos de todo poder de Estado, de todo gobierno, ene-
migos del sistema estatal en general”.
Y concluía: “Tales son las convicciones de los revoluciona-
rios socialistas, y es por esto que se nos llama anarquistas.
Nosotros no protestamos contra esa denominación, porque
somos, realmente, enemigos de toda autoridad, porque sabe-
mos que el poder corrompe tanto a los que están investidos de
él como a los que están obligados a sometérsele. Bajo su in-
fluencia nefasta, los unos se convierten en tiranos vanidosos y
codiciosos, en explotadores de la sociedad en provecho de sus
propias personas o de su clase; los otros en esclavos”.
Pasaron más de 120 años desde el congreso de Saint-Imier y

LA VOLUNTAD DEL PUEBLO / 33


de este escrito de Bakunin y, fortalecidos por la experiencia del
movimiento anarquista, por sus avatares, por su suerte con
frecuencia trágica, por el miedo que siempre suscitó entre los
poseedores y los amos de este mundo, y por la violenta repre-
sión que le opusieron, nosotros, los anarquistas de hoy, orgu-
llosos de la vivacidad de nuestras ideas, podemos continuar
afirmando la anarquía como una proposición para el futuro,
como un camino para las generaciones que vendrán.
Diremos entonces que la anarquía designa un régimen so-
cial basado en la libertad individual y colectiva, régimen del
cual queda desterrada toda forma institucionalizada de coer-
ción y, en consecuencia, toda forma instituida de poder políti-
co (o de dominación).
La libertad anarquista, en tanto principio positivo de orga-
nización política de la sociedad, es la otra faz de la negación
del principio de autoridad, negación constitutiva del concepto
de anarquía que suscita el acuerdo general de todos los que se
reconocen en el anarquismo, en todas sus variantes, desde el
individualismo hasta el comunismo (se dejará de lado aquí ese
monstruo híbrido y contranatura llamado anarquismo de de-
recha o anarcocapitalismo).
Si hablamos de libertad anarquista, es porque dos elemen-
tos dan su especificidad a esta libertad propia de una sociedad
anarquista. Uno es la ruptura radical con la continuidad
sociohistórica del principio de mando-obediencia constitutivo
de todo poder político, de todo “Estado” (paradigma tradicio-
nal de la dominación justa). El otro es que la libertad, para los
anarquistas, no puede ser separada de una sinergia de los valo-
res en la cual la igualdad es condición necesaria.
Así, la libertad es una creación social históricamente deter-
minada –como lo es por otra parte la dominación–, sólo la
negación escapa a este determinismo de la acción cumplida, y
se convierte en la fuerza creadora, la voluntad de innovación.
Proudhon escribe: “La negación en filosofía, en política, en
teología, en historia, es la condición previa a la afirmación.
Todo progreso comienza por una abolición, toda reforma se
apoya sobre la denuncia de un abuso, toda nueva idea reposa
sobre la insuficiencia demostrada de la antigua”.
De la negación del gobierno surge la idea positiva “que debe

34 / EDUARDO COLOMBO
conducir a la civilización hacia su nueva forma3”. Dicho con
las palabras de Bakunin: “La voluntad –o la pasión– por des-
truir es al mismo tiempo una voluntad creadora4”.
Se sigue de ello la crítica sin concesiones al contrato social
de los liberales, tanto en el linaje de Locke como en el de
Rousseau. Los “doctrinarios liberales” pretenden que la liber-
tad individual es anterior a la sociedad política y que cada in-
dividuo la aliena en el “pacto social” en virtud de la ficción de
una unidad colectiva abstracta depositaria de la soberanía. Por
el contrario, para los anarquistas, la libertad adviene en la his-
toria. La idea liberal que presupone a los hombres como “to-
dos naturalmente libres, iguales e independientes”5 antes de la
sociedad política sirve para legitimar la existencia del Estado.
A partir de un pacto o contrato primitivo teorizado como un
acto de fundación del poder político “que supone al menos por
una vez la unanimidad”, los liberales justifican el deber de obe-
decer a aquellos que mandan y de aceptar las leyes que los
diferentes regímenes imponen. “En efecto, si no hubiera ningu-
na convención anterior”6, ¿dónde estaría la obligación de so-
meterse al gobierno y de obedecer a la ley? ¿De dónde vendría
el derecho de coacción del Estado?
“El hombre llega muy difícilmente a la conciencia de su
humanidad y a la realización de su libertad.”
En el seno de la sociedad, con los otros seres humanos, surge
la idea de la libertad y se desarrolla como un valor a conquistar.
La libertad es “la gran meta, el fin supremo de la historia7”.
De esta proposición se desprende que la libertad es obra del
colectivo humano, es una creación sociohistórica. Nada, ni
persona, ni dioses, ni naturaleza, dan al hombre su libertad. Él
se la da a sí mismo, él instituye su nomos, su regla, su “ley”. La
anarquía establece, de entrada, un corte total con toda
heteronomía.
La anarquía es, entonces, la figura de un espacio político
no jerarquizado, organizado para y a través de la autonomía
del sujeto de la acción (la autonomía del sujeto humano, sujeto
construido como forma individual o colectiva). La construc-
ción de este espacio público y de las instituciones que lo harán
posible es una tarea siempre inacabada. Incluso en la sociedad
más abierta y libre que nos sea dada pensar, el anarquista será

LA VOLUNTAD DEL PUEBLO / 35


un transgresor de la norma; contra lo que es, él será para aque-
llo que, no siendo todavía, tenga la posibilidad de advenir. Todo
está en la historia, en lo social histórico, pero el anarquismo no
es “historicista”8.
Malatesta había escrito: “No se trata de hacer la anarquía
hoy, mañana, o en diez siglos, sino de avanzar hacia la anar-
quía hoy, mañana, siempre”. Él pensaba con justeza que la anar-
quía sería posible solamente si los hombres la desean, y si po-
nen en acción una voluntad revolucionaria. “La existencia de
una voluntad capaz de producir efectos nuevos, independientes
de las leyes mecánicas de la naturaleza, es un presupuesto nece-
sario para aquellos que sostienen que es posible reformar la
sociedad”9. Y para ir hacia un “estado de sociedad sin gobier-
no, sin poder, sin autoridad constituida”10, es preciso entonces
pensarlo y quererlo. Concebida así, la anarquía se inscribe en la
larga duración de la historia, se identifica con el espíritu de
revuelta y con el deseo de libertad, pero agrega un contenido
conceptual, una imagen de la sociedad que le es propia.
Con cierto anacronismo, diversos autores creyeron ver en
el pasado lejano el hálito de la anarquía; incluso Nettlau, el
Herodoto de la anarquía, como lo llama Rocker, va a buscar a
la Antigüedad “el recuerdo de las revueltas e incluso de las
luchas, nunca concluidas, emprendidas por algunos rebeldes
contra los más poderosos”. En los mitos de los Titanes o de
Prometeo, pasando por los heréticos contra los dogmas del
papado romano, los Hermanos del Espíritu Libre, los discípu-
los de Huss, los libertinos, los mártires como Servet o Bruno, la
Abadía de Telema, los rabiosos, Babeuf y Maréchal, hasta
Enquiry concerning Political Justice de Godwin, encuentra a
los precursores de esos anarquistas que pondrán fin, quizás,
algún día, a la “larga noche de la era autoritaria”.
Todas esas luchas, esos esfuerzos, esos sufrimientos, las as-
piraciones de esos vencidos ahogados con frecuencia en la san-
gre, son momentos formidables en el camino de la libertad;
abrieron paso al anarquismo pero no forman todavía parte de
la idea de la anarquía.
El trono se hunde y el altar tiembla, la república reemplaza
a la monarquía por derecho divino, pero la lucha contra la
autoridad vigente no significa en sí la negación de toda autori-

36 / EDUARDO COLOMBO
dad, ni va necesariamente de la mano de la imagen de una
sociedad sin coacción. Como dice Claude Harmel en su Histoire
de l’anarchie: “Si se incluye en el linaje anarquista a todos aque-
llos que se sublevaron contra el poder, contra la idea de poder,
la historia de la anarquía se confundiría con la historia de los
hombres: sería el reverso de la historia universal”.
Imaginar la anarquía como la definimos, pensar la teoría o
el proyecto de una sociedad anarquista, es una posibilidad que
aparece en un momento particular de la historia de Occidente,
y que no surge, completamente hecha y por azar, de la cabeza
de un rebelde genial, sino que es producto de condiciones rea-
les de explotación y de la dominación de clase, de la forma
estatal del poder político y de las luchas sociales asociadas con
él. Es hija de las Luces y de la Revolución Francesa. Pero una
vez concebida no se reduce a las condiciones que determinaron
su nacimiento. Su fuerza expansiva se propaga como un valor
a disposición de la humanidad entera.
Además, las ideas en general no tienen un origen asignable,
existen en embrión, o por briznas aquí y allí; pero se solicitan
mutuamente, se reúnen, se reorganizan y toman, a posteriori,
un sentido nuevo cuando una nueva situación social las hace
vivir. La idea surge de la acción y debe volver a la acción, afir-
maba Proudhon11, y Bakunin va más lejos todavía12: hay que ir
de la vida a la idea. “Quien se apoya sobre la abstracción, en-
contrará allí la muerte.”
Cuando el movimiento anarquista se constituye como tal
–origen que podemos situar históricamente, para poner una
fecha simbólica, en el congreso de Saint-Imier (1872)–, el anar-
quismo se convierte en un corpus teórico que organiza,
sistematiza, representa y justifica la lucha, y los métodos de
lucha, para llegar a una transformación profunda de la socie-
dad en vistas a construir un espacio político –o régimen políti-
co– concebido como la anarquía. La anarquía es la meta ideal,
la finalidad del anarquismo. Sin embargo, el contenido socia-
lista del anarquismo no se concentra en una sola tendencia y,
según los momentos de la historia y de las regiones del globo,
las corrientes anarcoindividualistas, incluso minoritarias, ma-
nifestarán siempre su presencia. Evidentemente, por la lógica
misma que emana de sus premisas, y también por el espíritu

LA VOLUNTAD DEL PUEBLO / 37


iconoclasta que le es inherente, el anarquismo no será jamás
reducible a una sola doctrina, ni a un pensamiento justo o co-
rrecto. Sin centro, sin dogma, combatiendo sin descanso a todo
grupo que en su nombre pretenda definir una ortodoxia, el
anarquismo será múltiple, diverso, abigarrado.
Por esas mismas razones Malatesta daba, o más bien agre-
gaba, otra interpretación a la distinción entre anarquismo y
anarquía. Quería liberar al anarquismo de todo lazo a un espí-
ritu de sistema, siempre coaccionante, que lo haría depender
de una “verdad” científica o de una demostración filosófica.
“El anarquismo nació de la rebelión moral contra las injusti-
cias sociales”, de la lucha contra la explotación y la opresión;
sólo el deseo y la voluntad de cambiar justifican la anarquía.
“La anarquía (...) es el ideal que podría incluso no realizarse
jamás, como no se alcanza nunca la línea del horizonte que se
aleja a medida que avanzamos hacia ella, (por el contrario) el
anarquismo es un método de vida y de lucha y debe ser practi-
cado hoy y siempre por los anarquistas, en el límite de las posi-
bilidades que varían según los tiempos y las circunstancias.13”
El anarquismo, como teoría de la sociedad y de la revolu-
ción o como método de acción, pertenece a la episteme de su
época y depende del clima social en donde se desarrolla. La
anarquía, como valor, está más ligada a la negación del presen-
te y a la aspiración, que desearíamos creer universal, a un mundo
de libres e iguales.
Así, si bien la idea, e incluso la palabra “anarquía”, se en-
cuentran bajo la pluma de algunos precursores –Godwin,
Proudhon, Bellegarrigue, Cœurderoy, Déjacques–, el anarquis-
mo revolucionario y socialista se construye en el período pos-
terior a la Comuna.
El pensamiento colectivo elaborado en el seno de la vieja
Internacional va a desarrollarse, para los anarquistas, sobre
algunas líneas de fuerza mayores: el enfrentamiento y la no
colaboración entre clases, el internacionalismo, el federalismo,
la acción directa.
Los proudhonianos se habían convertido en una minoría
–los marxistas lo eran también, como siempre lo fueron en el
seno de la Primera Internacional–, cuando Varlin escribe a
Guillaume (diciembre de 1869):

38 / EDUARDO COLOMBO
“Los principios que debemos esforzarnos por hacer preva-
lecer son aquellos de la casi unanimidad de los delegados de la
Internacional en el congreso de Basilea (septiembre 1869), es
decir, el colectivismo o el comunismo no autoritario14”.
En esa época, lo que estaba admitido y representado por el
colectivismo era que la tierra y los útiles de trabajo, todos los
medios de producción, debían ser propiedad colectiva ; que el
Estado sería reemplazado por la libre federación de producto-
res, y el salariado por el trabajo asociado que aseguraba a to-
dos y cada uno el producto integral de su trabajo. “A cada cual
según sus medios, a cada uno según su trabajo.”
Para los primeros internacionalistas, para Bakunin y
Guillaume, para los jurasianos, ese principio denominado co-
lectivista era suficiente; los españoles estuvieron ligados con él
hasta fin del siglo. Pensaban que después de la revolución cada
grupo o colectividad ponderaría en función de sus posibilida-
des qué modo de distribución del producto podía ser adopta-
do. Guillaume reconocía que la repartición (o el reparto) era
“el punto más delicado quizá de toda la organización social...”,
y no quiso nunca abandonar el punto de vista colectivista.
Pero nadie tenía ideas claras –pensaba Malatesta polemi-
zando con Nettlau en 192615– en cuanto al modo de asignar a
cada individuo, o a cada asociación, la parte del suelo, de la
materia prima y de los instrumentos de trabajo que les corres-
pondían, ni en cuanto a cómo medir el trabajo de cada uno, o
cómo establecer un criterio de valor para el cambio.
La sección italiana de la Internacional, en ocasión del con-
greso de Florencia de 1876, será la primera en adoptar el co-
munismo anarquista para resolver este problema. Los delega-
dos pensaron que la única solución para realizar el ideal de la
fraternidad humana escapando a todo embrión de gobierno, y
al mismo tiempo, eliminar las insolubles dificultades de la me-
dida del esfuerzo del trabajo y del valor del producto, era la
organización comunista, en la cual cada uno cedería volunta-
riamente su contribución a la producción y consumiría libre-
mente de aquello de que tuviera necesidad16. Estas opiniones
fueron rápidamente difundidas en la región de Jura y en Gine-
bra por Dumartheray, Cafiero, Reclus, Kropotkin y otros,
retomadas enseguida por Le Révolte de Ginebra y de París y, a

LA VOLUNTAD DEL PUEBLO / 39


partir de los años 1879-80, se generalizaron a la casi totalidad
del movimiento anarquista. De este modo el anarcocomunismo
propagó la divisa: “A cada cual según sus fuerzas, a cada uno
según sus necesidades”.
Algunos, como Nettlau, que cita en su favor a los “coraju-
dos anunciadores de un anarquismo sin hipótesis económica,
como Ricardo Mella y Voltairine de Cleyre”, continuaron de-
fendiendo el anarcocolectivismo y a reprochar a los anarco-
comunistas su deseo de ir lo más lejos posible sin ver que el
comunismo exigía la abundancia, y que la Revolución debía
resolver desde el día siguiente el problema del avituallamiento
de todos, lo cual se haría seguramente en la penuria. El “tomar
del montón” sería un desastre para los revolucionarios.
Es posible, reconoce Malatesta, que “llamados por el entu-
siasmo de los iniciadores, hayamos supuesto que las cosas eran
más simples y más fáciles de lo que son en realidad, pero no
dejamos de comprender y de subrayar que la abundacia es una
condición necesaria del comunismo, y que esta abundancia no
puede producirse en un régimen capitalista”. (...) “El talento
literario y el gran prestigio de Kropotkin habían hecho aceptar
la fórmula desgraciada della presa nel mucchio (tomar del
montón)”, pero “de vuelta de América del Sur (1890), atraje la
atención sobre el absurdo de la creencia en la abundancia, y
busqué demostrar que el perjuicio causado por el sistema capi-
talista no es tanto la creación de una nube de parásitos como el
impedimento de la abundancia posible, al detener la produc-
ción allí donde se detienen el provecho del capitalista17”.
El anarquismo revolucionario siguió siendo comunista sa-
biendo que ni la anarquía ni el pasaje de una economía de su-
pervivencia a una economía de abundancia se pueden hacer de
un día para otro, pero que la lucha para llegar a ello es de hoy,
de mañana y de siempre.

NOTAS
1
“Se distingue comúnmente la justicia distributiva y la justicia conmutativa.
La primera, ejercida por medio de la autoridad, consiste en el reparto de
bienes y males según el mérito de las personas. La justicia conmutativa, por
el contrario, consiste en la igualdad de las cosas intercambiadas, en la

40 / EDUARDO COLOMBO
equivalencia de las obligaciones y de las cargas estipuladas en los contratos.
Conlleva la reciprocidad y, si se realiza en estado puro, excluye la interven-
ción de un tercero, mientras que esta intervención es la condición misma del
ejercicio de la justicias distributiva” 1. Conmutativa (justicia), en Vocabu-
laire technique et critique de la philosophie de André Lalande (1991).
2
Mijail Bakunin, Étatisme et Anarchie. Œuvres complètes, París, Champ
libre, 1976, vol. IV, pág. 312 (escrito en 1873, Étatisme et Anarchie es el
último texto de Bakunin publicado antes de su muerte, ocurrida en 1876.)
[Ediciones en español: Bakunin, Estatismo y anarquía, Buenos Aires,
Utopía Libertaria, 2004, 231 pp.; Estatismo y anarquía. Obras completas
de Miguel Bakunin, Vol. V, Editorial “La Protesta”, Buenos Aires, 1929,
p. 234.]
3
Pierre-Joseph Proudhon, Du principe d’autorité – Idée générale de la
révolution au XIXE siècle, París, Editions de la Fédération anarchiste, 1979,
pág. 82 (véase la crítica a Rousseau: páginas 94-96).
4
Mijail Bakunin, “La Réaction en Allemagne” [1842], en Jean Barrué,
L’anarchisme aujourd’hui, París, Spartacus, 1970 (la traducción que da
Barrué de la célebre fórmula es: “¡La voluptuosidad de destruir es al mismo
tiempo una voluptuosidad creadora!”), pág. 104. Leemos estas líneas
extrañamente parecidas treinta años después en Étatisme et anarchie: “Esta
pasión negativa de la destrucción está lejos de ser suficiente para llevar la
causa revolucionaria al nivel requerido; pero sin ella esta causa es inconce-
bible, incluso imposible, porque no hay revolución sin destrucción profun-
da y apasionada, destrucción salvadora y fecunda, porque precisamente de
ella, y solamente por ella, se crean y se alumbran nuevos mundos”.
5
John Locke, Traité du gouvernement civil, capítulo VIII: “Du commence-
ment des sociétés politiques”. [Existen varias ediciones en español.]
6
Jean-Jacques Rousseau, El contrato social, libro I, capítulo V. [Existen
varias ediciones en español.]
7
Mijail Bakunin, L’Empire knouto-germanique (Dieu et l’État), en Bakunin,
Œuvres complètes, vol. VIII, París, Champ libre, 1982. [Edición en español:
Dios y el Estado, Col. Utopía Libertaria, Buenos Aires 2003.]
8
Por “historicismo”, entendemos el punto de vista que toma como norma lo
que está históricamente consagrado; Feuerbach denuncia en el historicismo
una forma de relativismo histórico que desemboca en la aceptación no
crítica del mundo presente. Si el historicismo se convierte en prospectivo,
verá en el fin de la historia el cumplimiento de una finalidad: el advenimien-
to del reino de Dios, o el triunfo del proletariado.
9
Errico Malatesta, Pensiero et Volontà, Nº 2, Roma, 1926. “Ancora su
scienza e anarchia”, en Scritti, Ginebra, 1936, III vol., pág. 211.
10
A. Hamon, Socialisme et Anarchisme, París, Sansot et Cia., 1905 (“Defini-
ción de anarquía”, pág. 114).
11
Pierre-Joseph Proudhon, De la Justice dans la Révolution et dans l’Église,
París, Garnier Frères, 1858, tomo II, pág. 215.
12
Mijail Bakunin, Étatisme et Anarchie, op. cit., pág. 309.
13
Errico Malatesta, “Repubblicanismo sociale e anarchismo”, Umanità Nova,
N° 100, Roma, 1922, en Scritti, op. cit., vol. II, páginas 42-43.
14
James Guillaume, L’Internationale. Documents et souvenirs, Ginebra,
Grounauer, 1980, vol. I, pág. 258.

LA VOLUNTAD DEL PUEBLO / 41


15
Errico Malatesta, Pensiero et Volontà, N° 14, Roma, 1926. “Internazionale
collettivista e comunismo anarchico” en Scritti, Ginevra, 1936, op. cit., vol.
III, pág. 253 y siguientes (véanse también los dos artículos de Max Nettlau
publicados en el Suplemento de La Protesta de Buenos Aires: “Colectivismo
y comunismo antiautoritario en la concepción de Piotr Kropotkin”, 20 de
septiembre de 1928. Y “Algunos documentos sobre los orígenes del anar-
quismo comunista” (1876-1880), 6 de mayo de 1929.
16
Ibidem, pág. 260.
17
Ibidem, páginas 263-264.

42 / EDUARDO COLOMBO
DEL PODER POLÍTICO

“Es esta fuerza principesca la que se llamará, de


aquí en más, el poder.”

Pierre-Joseph Proudhon, De la Justice dans la


Révolution et dans l’Église (tomo I, pág. 492)

EL PODER POLÍTICO

Según un comentarista de Tácito del siglo XVII: “El sujeto


que delibera si va a sublevarse es ya criminal de Estado1”. Y
Pascal pensaba que: “Es peligroso decir al pueblo que las leyes
no son justas (...), hay que decirle al mismo tiempo que es pre-
ciso obedecer porque son leyes, del mismo modo que es nece-
sario obedecer a los superiores, no porque sean justos sino
porque son superiores2”.
No hay que buscar los fundamentos de la ley y de las cos-
tumbres establecidas “sondeando hasta su origen para marcar
su defecto de autoridad y de justicia”, no hay que mostrar al
pueblo la verdad de la usurpación “si no se quiere que la usur-
pación tenga fin muy poco tiempo después”3. Siempre en de-
fensa de los poderes establecidos, se echó un anatema contra la
curiosidad intelectual. Los poderosos y sus secuaces quisieron,
en todas las épocas, rodear de misterios la realidad del poder.
Arcana imperii.
Nuestra intención no es prevenir la sedición, sino propa-
garla, así como no queremos preservar los Estados, sino
trastornarlos. Como sabemos, también, que todo se tamba-
lea con el tiempo, insistimos en analizar el poder en la reali-
dad de las instituciones por las cuales existe, en los secretos
de su reproducción simbólica, en la obstinación por obedecer
que la costumbre establecida nos hace esperar de los súbditos
del “príncipe”.
Si el poder político moderno, estatista, racional, imperso-
nal en su principio, aparece como un hecho masivo, inataca-
ble, omnipresente, consustancial a toda política, inscripto en

LA VOLUNTAD DEL PUEBLO / 43


la continuidad social y cultural, no debemos olvidar que esta
continuidad se debe reinventar para cada individuo, para cada
generación; que siempre hubo rebeldes y refractarios, y que el
poder no abandona a la inercia de lo que existe la transmisión
de sus valores autoritarios y jerárquicos. Para mantener y trans-
mitir un sistema de valores centrados en el poder político, los
que mandan deben tomarse el trabajo de estar en constante
alerta...
“Hay que golpear, aporrear, encarcelar, enviar a los cam-
pos, adular, comprar; hay que fabricar héroes, hacer leer los
diarios, elevar paredones de ejecución, e incluso, también ense-
ñar sociología. Hablar de inercia cultural es olvidar los intereses
y los privilegios que sirven directamente al adoctrinamiento, a
la educación y al complejo proceso de la transmisión cultural.4”
El poder se transmite, evoluciona, cambia, se acrecienta.
La historia conoció las chefferies, la polis griega, los imperios,
los reinos, el Estado-nación. ¿Pero de dónde proviene el poder
político?
Cuando Maquiavelo se refiere a los comienzos de las ciuda-
des, no duda de que las leyes, los príncipes, los guerreros, los
legisladores, ya estaban ahí. Es el azar, según él, el que “dio
origen a todas las especies de gobierno que hay entre los hom-
bres”. Y para prevenir los males de la tiranía, o del
degeneramiento del gobierno de los mejores que se transforma
rápidamente en opresión, o incluso de la pura licencia que co-
rrompe el gobierno popular, “los hombres tomaron la determi-
nación de hacer leyes y ordenar castigos para aquel que las
contrariara. Ése fue el origen de la justicia5”.
Desde los viejos tiempos, las representaciones políticas del
poder fueron siempre sagradas. Ni la polis griega ni la civitas
romana separaron como dominios distintos la religión y la
política. Durante la Alta Edad Media, se codeaban dos con-
cepciones legitimantes del poder: una legitimación que viene
“de abajo”, que apela a la base, a la voluntad popular, es así
como las tribus germánicas elegían un jefe militar o un rey. Por
el contrario, la teoría teocrática de la Iglesia Romana hacía
derivar todo poder “de arriba”, según una escala jerárquica en
la cual el poder descendía de Dios (pantokrator) pasando por
el papa (monarca) y ramificándose en cada escalón inferior,

44 / EDUARDO COLOMBO
hasta llegar a la gente del pueblo (los súbditos: sometidos, su-
jetos) a los que no les queda más que el poder de obedecer.
En la elaboración de las teorías políticas necesarias para la
justificación del poder establecido y en consecuencia destina-
das a asegurar su reproducción simbólica, las ficciones jurídi-
cas jugaron un rol de primer plano. Así, para ayudar a la im-
plantación del absolutismo real del período Tudor y de los años
siguientes (siglos XVI y XVII), la antigua idea de la doble natura-
leza de Cristo, humana y divina, fue resucitada por los juristas
ingleses en la doctrina de los dos cuerpos del rey: el cuerpo
político y el cuerpo natural, amalgamados en la misma perso-
na. El cuerpo natural del rey está sujeto a la pasión y a la muer-
te como el cuerpo de todos los hombres, “pero su cuerpo polí-
tico es un cuerpo que no puede ser visto ni tocado, y que con-
siste en una sociedad política y en un gobierno (...); (está) ab-
solutamente desprovisto de Infancia, de Vejez, y de todas las
demás debilidades y defectos naturales (...) por esta razón, lo
que constituye al rey en su cuerpo político no puede ser invali-
dado o anulado por una incapacidad cualquiera de su cuerpo
natural6”.
Esta “maravillosa demostración de absurdo metafísico” es
una invención política “que continúa probablemente sin pa-
rangón en el pensamiento secular”, como nos dice el mismo
Kantorowicz. Pero las más racionales teorías del Estado toman
como punto de partida una convención, un pacto o contrato
social, abstracto y jamás producido, creador de la sociedad
civil, ese cuerpo político artificial. El acuerdo entre los hom-
bres, escribe Hobbes (1588-1679), “al provenir solamente de
convenciones, es artificial. No es extraño, por consiguiente,
que haga falta otra cosa, encima de la convención, para hacer
el acuerdo constante y durable; esa otra cosa es un poder co-
mún que los mantenga a raya y dirija sus acciones en vistas al
beneficio común”.
Y continúa: “La única manera de erigir semejante poder
común (...), es conferir todo su poder y su fuerza a un solo
hombre, o a una sola asamblea, que pueda reducir todas las
voluntades, por la regla de la mayoría, a una sola voluntad”.
Con el pacto se crea una unidad abstracta, un individuo de
orden superior, un cuerpo político que incluye la pluralidad de

LA VOLUNTAD DEL PUEBLO / 45


personas: “La multitud unida así en una sola persona se llama
República, en latín Civitas. (...) Del depositario de la persona-
lidad de la ciudad, se dice que detenta el poder supremo (sobe-
rano). Todos los demás son llamados súbditos (subditi) y ciu-
dadanos (cives)7”.
Cuando una multitud actúa es como si cada individuo hu-
biera actuado por sí mismo, pero el pueblo, siempre según
Hobbes, es una persona artificial instituida, no existe más que
allí donde se haya constituido una voluntad política única. La
voluntad del pueblo no es otra cosa que la del Estado8. He aquí
la aparición de una persona ficta, una ficción política a la que
pertenece “el monopolio de la violencia legítima”. Así Georges
Burdeau pudo escribir: “El Estado es una idea (...), no existe
más que porque es pensado”.
Y fue pensado para explicar y justificar el hecho histórico
social que es el poder político.
Todo poder político, poco importa la forma institucional
que tome, poco importa el régimen que lo represente –de la
tiranía a la democracia representativa– será consecuencia de la
expropiación efectuada por una minoría de la capacidad de
autoinstituirse, que es propia del colectivo humano.
Esta expropiación se construye sobre el zócalo de una
desposesión inaugural que remite a un tiempo mítico origina-
rio el diktat sagrado de la ley, inversión imaginaria que hace de
un legislador exterior al mundo el ordenador de todo lo que
existe y el fundador de la ley social que establece una jerarquía
de mando, de rango y de fortuna (heteronomía tradicional de
lo social histórico).
Sobre esta desposesión del “principio instituyente”, sobre
este renunciamiento en favor del fantasma divino, se va a cons-
tituir la expropiación, o mejor aún, la confiscación, por parte
de una minoría, de la fuerza colectiva. Así el usurpador del
poder social procede como si la sociedad extrajera de él su exis-
tencia. Proudhon escribe: “En el orden natural, el poder nace
de la sociedad (...). Según la concepción empírica sugerida por
la alienación del poder, es la sociedad, por el contrario, la que
nace de él”.
La consecuencia es que el príncipe crea, por medio del ejér-
cito, la policía y el impuesto, una fuerza particular capaz de

46 / EDUARDO COLOMBO
“constreñir, cuando lo requiera, la nación a la obediencia: es
esta fuerza principesca la que se llamará, de aquí en más, el
poder9”.
La minoría o elite, que se constituye institucionalizando esta
confiscación de la capacidad de dictar la ley para todos, se
otorga el derecho de ejercer la coacción necesaria o justa.
Durkheim, gran defensor del Estado, reconoce de manera
explícita esta confiscación del “principio instituyente” opera-
do por el poder político: “El Estado es, probablemente, el con-
junto de los cuerpos sociales que tienen, sólo ellos, cualidades
para hablar y actuar en nombre de la sociedad”.
E incluso el Estado sabe mejor que nosotros lo que nos con-
viene “porque puede también darse cuenta de la complejidad
de las situaciones y de todos los elementos, porque puede in-
cluso percibir cosas que escapan a todos los partidos...10”.
Y Max Weber, como bien se sabe, define al Estado, esa
“empresa política de carácter institucional”, por su capacidad
de reinvindicar con éxito “el monopolio de la coacción física
legítima11”.
A pesar de las modificaciones, verosímilmente profundas,
que bajo nuestros ojos alcanzan al Estado nación del siglo XIX,
el Estado moderno, como forma abstracta del poder político,
continúa siendo ampliamente dependiente de la construcción
hobbesiana y de las teorías del contrato social. Por ejemplo, un
autor contemporáneo como John Rawls justifica el deber de
obedecer, incluso a una ley injusta, por el postulado de la equi-
dad de la situación de origen representada por el contrato so-
cial. Se podría decir que toda la filosofía política clásica y mo-
derna no es otra cosa más que un esfuerzo para justificar y
legitimar un derecho de coerción propio al poder político, para
reducir a los refractarios.
Esto no impide que el derecho a resistir la opresión del po-
der haya estado anclado desde siempre, de una manera u otra,
en el corazón y en el cerebro del hombre. Rebelde y castigado,
corrompido por la desobediencia, dirá San Agustín, no aban-
donará nunca su lucha por la libertad.
Veinte años antes del nacimiento de Hobbes, George
Buchanan (1506-1582) afirma el derecho a resistir y, para fun-
darlo, no reconoce ningún contrato previo de sumisión, ni nin-

LA VOLUNTAD DEL PUEBLO / 47


guna delegación de su autoridad que pudiera ser hecha por los
ciudadanos para crear un soberano.
“Por el contrario, Buchanan dice claramente que, cuando
el pueblo instaura un soberano, lo hace por medio de un con-
trato directo, sin intermediarios, en el que uno de los signa-
tarios es el futuro soberano y el otro ‘el cuerpo entero del
pueblo’”.
De este modo, y como es el pueblo el que produce a sus
gobernantes, de ello se sigue que puede revocarlos cuando quie-
ra, porque, piensa Buchanan, “cualesquiera sean los derechos
que el pueblo confirió a alguien, siempre le es posible rescin-
dirlos12”. A partir de allí suscribe a la conclusión –casi anar-
quista, cree poder decir Quentin Skinner– de que un individuo
“incluso de lo más bajo del pueblo”, tiene derecho al regici-
dio, o al tiranicidio, sin que ningún proceso legal sea iniciado
contra él.
Sin embargo, e incluso si el poder absoluto no se reconoce
a los gobernantes, el Estado, racional y encuadrado por la
constitución y las leyes (sus propias leyes), recubre la reali-
dad del poder político que es, de hecho, siempre soberano, es
decir, absoluto por principio. Hobbes, en su teorización, abo-
ga por ese poder soberano que no reconoce límites. Cuando
“el derecho privado (individual) de espada es suprimido”, el
tipo de autoridad que se concede al mando de la asamblea o a
la persona que detenta el poder público es aquella que llama-
mos absoluta. “Porque aquel que sometió su voluntad a la
voluntad del Estado (...) le dió el mayor ascendiente que sea
posible dar13”.
Esta pretensión se encuentra en el corazón del poder y, en
consecuencia, permanece oculta en sus formas institucionales
modernas, en el Estado de derecho. Todo poder político en
tanto que se considera soberano es, fue, será, absoluto (como
Hobbes pensaba que debía serlo), incluso si esto está explícita-
mente negado por la legitimidad que lo funda. Así, el poder
político se separa de la sociedad civil y se constituye como prin-
cipio metafísico que preside toda organización jerárquica de lo
social. La relación de dominación-sumisión se institucionaliza
y el deber de obediencia se convierte en la obligación política
universal consustancial a la autoridad del Estado.

48 / EDUARDO COLOMBO
Desde ese punto de vista, el poder político transmutado en
principio de Estado es el mismo, se trate de una democracia o
de una monarquía de derecho divino. En una democracia re-
presentativa, la soberanía teórica pertenece al pueblo, pero no
puede más que delegarla al Estado; el poder político real es
detentado por la elite de la clase dominante.
Tres nociones inherentes al ejercicio del poder lo muestran
bien: el “caso excepcional”, el “golpe de Estado” y la “razón
de Estado”.
Hay que comprender que la racionalidad del Estado mo-
derno es doble: detrás de las normas éticas y jurídicas de la
acción pública de los Estados persiste, inamovible, otra racio-
nalidad política que exige la defensa y la perpetuación del po-
der en tanto tal entre las manos de aquellos que lo ejercen y
que esgrimen la espada.
Los casos de excepción, como la suspensión de las garan-
tías constitucionales o el estado de sitio, son los signos de la
superioridad que la existencia misma del Estado conserva por
encima de la norma jurídica.
“En el caso de excepción, el Estado suspende el derecho en
virtud de un derecho de autoconservación (...) (él) revela con la
mayor claridad la esencia de la autoridad del Estado”14.
La situación extrema pondrá al desnudo la dimensión in-
confesable de lo político, como pensaba Gabriel Naudé. Es en
ese momento cuando el golpe de Estado se prepara en la som-
bra del secreto. Definidos por Naudé como una acción del prín-
cipe o del Estado, cuando está constreñido a “actuar en asun-
tos difíciles y de resolución desesperada, contra el derecho co-
mún, sin conservar incluso ningún orden ni forma de justicia”,
los golpes de Estado ocultan las razones que los hacen nacer y
el principio de su justificación reside, a posteriori, en el éxito15.
El golpe de Estado oculta sus razones y, sin quererlo, mues-
tra la realidad del poder como usurpación. Louis Marin, al
analizar la teoría de los golpes de Estado de Naudé, pensaba
que todo “golpe” constituye una especie de reactualización del
origen del Estado, de la “violencia originaria de su fundación,
de su fundamento de fuerza. (...) El golpe de Estado revela, en
el instante mismo de su manifestación, el fundamento del po-
der; es el apocalipsis de su origen16”.

LA VOLUNTAD DEL PUEBLO / 49


Della Ragion di Stato (1589), de Giovanni Botero, inaugu-
ra una reflexión sobre la naturaleza de la dominación que re-
correrá el siglo XVII y que opera todavía en la práctica política
contemporánea. Para Botero, “el Estado es una dominación
firme sobre los pueblos, y la razón de Estado es el conocimien-
to de los medios propios para fundar, conservar y agrandar tal
dominación17”.
Con la evolución de la filosofía política, lo que queda del
concepto es la idea, firmemente establecida a través del ejerci-
cio del poder, de que si los objetivos de conservación del poder
del Estado entran en contradicción con las normas jurídicas o
éticas juzgadas esenciales, serán siempre los primeros los que
tendrán la supremacía sobre las segundas. El paradigma tradi-
cional de la dominación hace de lo político el lugar de la sepa-
ración entre dominantes y dominados, entre el espacio de la
soberanía y el de la sujeción. En tal lugar, el kratos prevalecerá
inexorablemente sobre el ethos.
La realidad social, a lo largo de la historia, da fe de que el
poder establecido no es jamás absoluto. Por más absoluto
que se pueda proclamar en sentido jurídico, teológico o prag-
mático –como lo hizo el Imperio Romano, la Iglesia medie-
val, los reyes por derecho divino o los totalitarismos del si-
glo XX–, está siempre condicionado por su capacidad de ha-
cerse obedecer, y se ve confrontado a la lucha constante por
la liberación, lucha a la cual la humanidad no podrá jamás
renunciar.
Las revoluciones, incluso aquellas que fracasaron, amplia-
ron los límites de lo posible. Todo tambalea cuando el pueblo
toma el camino de la insurrección. El príncipe, los bienpen-
santes, nuestros burgueses de hoy, verán para siempre al pue-
blo que gruñe o se agita como una amenaza, muchedumbre
“aturdida, sin conducta, sin espíritu ni juicio (...) turba, hez y
bajeza popular que es juguete de todos los agitadores: amoti-
nados, sediciosos”, anarquistas de toda laya18.
Sin la acción colectiva, las ideas yacen en los cerebros o en
las bibliotecas. El nacimiento de la libertad política va de la
mano de la lucha por la apropiación colectiva del principio
instituyente.

50 / EDUARDO COLOMBO
LO POLÍTICO Y EL PODER

La acción política es la actividad colectiva a través de la


cual se regulan las normas y prácticas que condicionan la evo-
lución de una sociedad compuesta por hombres y mujeres, y
por ellos instituida. Las sociedades animales se regulan por
medio de mecanismos fisiológicos de tipo homeostático que la
selección natural produjo en relación con el medio ambiente.
Los hombres inventaron la política.
“La política –escribió Hannah Arendt– trata acerca de la
comunidad y la reciprocidad entre seres diferentes.” La dife-
rencia esencial entre seres, opiniones, deseos, capacidades, ha-
cen de “la humanidad un todo colectivo en el cual cada uno
completa a todos y tiene necesidad de todos” (Bakunin), y los
ha llevado a definir un espacio público en el cual pueden llegar
a ser libres e iguales.
A partir del actuar común, de esta interacción primitiva y
original constitutiva de lo social, se despliega la historia, que es
continua creación y reproducción de sentido, de convenciones,
de instituciones en función de las cuales se organizan las repre-
sentaciones imaginarias de una sociedad dada. La sociedad
humana es autoinstitución social histórica (Castoriadis).
La sociedad instituida es la forma visible, material, que to-
man estas influencias recíprocas de los individuos y grupos en
su realización, o en su actualización incesante de las formas
simbólicas y de las instituciones que los sostienen. Detrás de lo
instituido se yergue la sociedad instituyente, constante crea-
ción y recreación de significaciones, sí, pero que se expresa
solamente instituyendo, es decir, por lo instituido. Este poder,
esta capacidad, que pertenece al colectivo humano como un
todo, es lo que hemos denominado principio instituyente.
En el devenir de lo social histórico, la acción propiamente
política se debe diferenciar, como categoría analítica abstracta,
de otros dominios, por ejemplo el doméstico o el económico.
Esto si admitimos que no hay, ni puede haber, sociedades hu-
manas sin tensiones ni conflictos, “o dicho de otro modo, que
no hay armonía social preestablecida, que la coordinación y la
cooperación no son innatas, espontáneas, ‘naturales’, ‘instinti-
vas’; una sociedad (una sociedad autoinstituida) no puede exis-

LA VOLUNTAD DEL PUEBLO / 51


tir sin procedimientos de resolución de las tensiones, de reajus-
te de los conflictos, sean estos procedimientos violentos y coer-
citivos o no19”.
Lo político, entonces, es la instancia simbólico-imaginaria
en la que los hombres, en tanto actores sociales, instituyen las
normas, cambian las leyes, modifican las instituciones, regulan
los conflictos, controlan la producción. Esta instancia ocupará
un lugar muy diferente en una sociedad centrada en la coac-
ción o en una sociedad abierta hacia la autonomía.
La filosofía política nos habituó a una sola manera de ver la
política, que la vuelve dependiente de una ideología de la do-
minación según la cual las relaciones sociales son esencialmen-
te relaciones de dominación-sumisión.
El término “lo político” fue introducido, como se sabe, por
Carl Schmitt en un sentido restringido, para definir por fuera
de los límites del Estado la noción de “política”, noción más
coherente, según él, con la guerra o la lucha, la cual, sin intro-
ducir ningún sentido normativo, recoge la distinción que ex-
presa el grado extremo de unión o de desunión, de asociación
o de disociación: la oposición entre amigo y enemigo.
“La distinción específica de lo político, a la cual se pueden
remitir los actos y móviles políticos, es la distinción del amigo
y el enemigo.20”
Expresada bajo una forma agonística, esta fórmula es per-
tinente a la concepción política dualista de una sociedad nece-
sariamente dividida, concepción que ve los fundamentos
antropológicos del poder político en “la insuperable” separa-
ción de espacios de soberanía y de sujeción, y que puede, en-
tonces, definir la política como sigue: “La política es precisa-
mente el lugar fundamental de la separación de los espacios, el
de la soberanía y el de la sujeción, separación que se opera
desde el nacimiento de lo político, es decir, desde que se produ-
cen las asignaciones de poder en las comunidades humanas”.
La representación dual de lo político, más la generalización
del paradigma dominante-dominado, hicieron de lo político,
contrariamente a la definición restringida de Schmitt, una di-
mensión interna (subjetiva) extendida a toda interacción social
pública o “privada”.
En el extremo opuesto, Cornelius Castoriadis hace de “la

52 / EDUARDO COLOMBO
política” una invención históricamente fechada, ligada con el
“descubrimiento” hecho por los griegos de los siglos VI y V de
lo arbitrario del nomos o de la relatividad absoluta de la ley,
que a partir de allí no será más “sagrada” o “natural”, hecho
que abrirá la discusión interminable acerca de lo justo y lo in-
justo y del “buen régimen”. La política sería, en síntesis, “la
actividad colectiva explícita que se pretende lúcida (pensada y
deliberada), que se da como objeto la institución de la socie-
dad como tal21”.
Ella es, entonces, una exposición pública, parcial por cierto,
de la capacidad o del poder instituyente del colectivo humano,
dramáticamente ilustrado por los momentos de revolución.
Definida así, la política se confunde con el nacimiento de la
lucha por la libertad, y exige la luz plena del agora.
Pero el lado oscuro de la política se encuentra notablemen-
te subrayado en las definiciones habituales que no son ajenas a
la justificación de la realidad histórica del poder político. La
política no es asunto del pueblo sino del príncipe, y salvo en la
lucha abierta o en la insurrección, se convierte en espectáculo
o se esconde en la sombra de los “plomos”, como en un pala-
cio de Dogos 22.
Desde siempre, en la historia, la alienación de la capacidad
instituyente produjo el poder político, verdadera confiscación
de facto de dicha capacidad en manos de una minoría. Con la
construcción imaginaria del Estado, la mencionada minoría
instituyó la separación y la autonomización de lo político,
opuesto ahora a la gran masa de súbditos.
Evidentemente, esta confiscación es siempre parcial y limi-
tada, pero transfiere la acción política “legítima” hacia las
manos del príncipe.
El poder político se expresará de aquí en más por medio de
una representación imaginaria central que organiza el univer-
so sociopolítico en su conjunto. El Estado moderno, forma
política del poder que comienza su existencia a fines de la Edad
Media, “consigue reunir el sentimiento de lealtad primaria, que
estaba dirigido antes hacia el grupo inmediato, con la idea de
‘soberanía absoluta’, de un conjunto institucional abstracto e
impersonal23”.
Ese cuerpo institucional identifica su acción con la ley y se

LA VOLUNTAD DEL PUEBLO / 53


expresa a través de mecanismos de prohibición y de sanción.
Poder imperativo y superior a la voluntad individual, su sola
presencia implica la obligación de someterse a las decisiones
del poder político: el deber de obediencia u obligación política
forma parte de las relaciones genéricas de la dominación que el
poder político institucionaliza.
Ahora se hace necesaria una digresión para continuar afron-
tando la bulimia semántica de la palabra “poder”. En política,
más quizá que en otros lados, la polisemia de las palabras roe
la agudeza de los conceptos.
En lo que nos concierne, “poder”, como verbo o como
sustantivo, hace referencia a la capacidad de hacer –“ser ca-
paz de”, tener el poder (o la capacidad) de producir efectos–
lo que ofrece, entonces, mil posibilidades de actuar sobre el
mundo.
Entre ellas, la posibilidad de ejercer un poder, de actuar so-
bre alguien o sobre un pueblo entero, y de tener ascendiente
sobre él, autoridad, imperio, poderío; es decir, tener el poder
de imponerle un comportamiento o una situación no desea-
dos, en una palabra, tener el poder de dominar.
En política, el término “poder” se carga casi exclusivamente
de esta acepción, y “poder” y “dominación” se transforman en
sinónimos. Esto ya está contenido en los orígenes etimológicos
comunes de dominación, potestas, poder, poderío24.
Pero en política, una distinción fundamental separa, debe
separar, “poder-capacidad” (potentia) y”poder-dominación”
(potestas). En una situación que implica a dos o más indivi-
duos, la capacidad de hacer puede convertirse en una fuerza
común, sinérgica, entre individuos o entre grupos en relación
de cooperación, en condiciones que no hacen mella en las rela-
ciones igualitarias de los participantes ni en su libertad de deci-
sión; la dominación, por el contrario, designa una relación ne-
cesariamente asimétrica: uno (o una parte) domina, la otra (o
la otra parte) se somete.
El poder instituyente pertenece al orden de la capacidad, el
poder político al orden de la dominación.
Como consecuencia de la división que la autonomización
del poder político establece en la sociedad, la relación de domi-
nación se encuentra institucionalizada, y la autoridad del Esta-

54 / EDUARDO COLOMBO
do exigirá el deber de obediencia. Max Weber define la asocia-
ción política en función de su capacidad (su poder) de garanti-
zar su propia existencia y la validez de sus decisiones por me-
dio de la amenaza y la aplicación de la fuerza física25; ese dere-
cho de coacción supone “la presión destinada a amenazar y
aniquilar la vida y la libertad de movimiento” de los miembros
de la comunidad, introduciendo así la seriedad de la muerte en
la realidad del poder, alianza entre el poder y la muerte que
“da a la comunidad política su pathos específico26”.
Pero los hombres se someten más frecuentemente por me-
dio de la obediencia que por medio de la fuerza. Se doblegan
ante la fuerza, y obedecen a la autoridad.
La servidumbre se convierte en “voluntaria” en una socie-
dad que ya ha alienado la capacidad instituyente colectiva en
el Estado, y la autoridad del poder se interioriza en cada sujeto
como una forma inconsciente de integración social. La domi-
nación es, entonces, un asunto de mando-obediencia.
Como sabemos, mandar y obedecer son términos propios
del nivel de comportamiento simbólico, intencional, humano;
presuponen un tipo de interacción social que no está regulada
de manera determinista a través de mecanismos biológicos
intraespecíficos. La obediencia no existe sin la capacidad de
desobedecer. Del mismo modo, tanto la legitimación como la
crítica del poder pertenecen a las formas políticas de regula-
ción social específicamente humanas. Los hombres son los úni-
cos animales capaces de oponerse al orden establecido y, en
consecuencia, los únicos capaces de elegir entre la sumisión y
la rebelión27.
Sediento de libertad, el anarquista elegirá la rebelión y se
enfrentará a “la autoridad constituida”.
El término “autoridad” también tiene un sentido positivo
derivado de su origen latino auctoritas, auctor, instigador o
responsable de una obra, pero el significado dominante de au-
toridad es el “derecho a mandar, a imponer la obediencia”.
Entendida así, se integra al imaginario político. El principio de
autoridad es el guardián del Estado.
El anarquismo es una teoría de la sociedad que rechaza
enteramente y a todos los niveles imaginables el principio de
autoridad.

LA VOLUNTAD DEL PUEBLO / 55


“¿Se deriva de ello que rechazo toda autoridad? Lejos de mí
tal pensamiento. Cuando se trata de botas, me remito a la au-
toridad del zapatero”, decía Bakunin28. La autoridad libremente
reconocida de una obra cumplida es ajena a todo principio de
autoridad.
La lucha sin reposo y sin fin por la libertad exige la destruc-
ción de todo poder político y la creación de instituciones
sociopolíticas que permitan la extensión sin límites de la auto-
nomía individual y colectiva.

NOTAS
1
Tácito [Publius Cornelius Tacitus (55-120)]. Citado por Jean-Pierre Chré-
tien-Goni, Institutio arcanae, en D. Lazzeri y D. Rynié, Le Pouvoir de la
raison d’État, París, PUF, 1992, pág. 138.
2
Blaise Pascal, Pensées, París, Jean de Bonnot, 1982, pág. 134. [Existen
varias ediciones en español.]
3
Ibidem, páginas 124-125.
4
Barrington Moore, Les Origines sociales de la dictature et de la démocratie,
París, La Découverte/ Maspero, 1983, páginas 385-386. [Edición en espa-
ñol: Los orígenes sociales de la dictadura y de la democracia: el señor y el
campesino en la formación del mundo moderno, Barcelona, Península,
1991.]
5
Maquiavelo, “Sur la première décade de Tite-Live”, Œuvres complètes,
París, Gallimard, 1952, páginas 384-385. [Edición en español: Discursos
sobre la primera década de Tito Livio, Losada, Buenos Aires, 2003.]
6
Ernst Kantorowicz, Les Deux Corps du roi, París, Gallimard, París, 1989,
pág. 22. [Edición en español: Los dos cuerpos del rey. Ensayo sobre teología
medieval, Madrid, Alianza, 1985.]
7
Thomas Hobbes, Léviathan, París, Sirey, 1971, páginas 177-178. [Existen
varias ediciones en español.] [Leviatán. Fondo de Cultura Económica,
México, 1940, págs. 140-141.]
8
Véase Yves Charles Zarka, Philosophie et politique à l’âge classique, París,
PUF, 1998, pág. 125, y Hobbes et la pensée politique moderne, París, PUF,
1995 (en particular el capítulo IX: “De l’État”, ver mi texto “Anarchisme,
obligation sociale et devoir d’obéissance”, en Réfractions, N° 2 (en particu-
lar, páginas 110 -111). [En castellano: “Anarquismo, obligación social y
deber de obediencia”. El espacio políico de la anarquía. Ed. Nordan-
Comunidad, Montevideo, 2000.]
9
Pierre-Joseph Proudhon, De la Justice dans la Révolution et dans l’Église,
París, Librairie Garnier frères, 1858; tomo I, páginas 491-492.
10
Émile Durkheim, Textes. 3. Fonctions sociales et institutions, París, Editio-
ns de Minuit, 1975, páginas 173-174.
11
Max Weber, Économie et société, París, Plon, 1971, Tomo I, pág. 57.
[Existen varias ediciones en español.]

56 / EDUARDO COLOMBO
12
Quentin Skinner, Les Fondements de la pensée politique moderne, París,
Albin Michel, 2001, páginas 810-813. [Edición en español: Los fundamen-
tos del pensamiento político moderno, México, Fondo de Cultura Econó-
mica, 1986.]
13
Thomas Hobbes, De Cive, París, Sirey, 1981, pág. 153. [Edición en español:
De Cive, Madrid, Alianza, 2000.]
14
Carl Schmitt, Théologie politique, París, Gallimard, 1988, capítulo I.
[Existen varias ediciones en español.]
15
Gabriel Naudé, Considérations politiques sur les coups d’État. [1639] Ed.
Gallimard, Paris, 2004. Véase tambien Yves Charles Zarka, Raison et
déraison d’État, París, PUF, 1994, pág. 155.
16
Jean-Pierre Chrétien-Goni, Instituio Arcanae, en le Pouvoir de la raison
d’État (bajo la dirección de Christian Lazzeri y Dominique Reynié), op. cit.,
pág. 143.
17
Citado en “Raison d’État et figure du prince chez Botero”, Yves Charles
Zarka, Raison et déraison d’État, op. cit., pág. 108.
18
Parafraseando a Gabriel Naudé, citado por Jean-Pierre Chrétien-Goni, en
op. cit., pág. 141.
19
Jean-William Lapierre, Vivre sans État?, París, Seuil, 1977, pág. 280.
20
Carl Schmitt, La Notion de politique. Théorie du partisan, París, Calmann-
Lévy, 1972, pág. 66. [Edición en español: El concepto de lo político,
Madrid, Alianza, 1991.]
21
Cornelius Castoriadis, “Pouvoir politique, autonomie”, en Le Monde
morcelé, París, Seuil, 1990. [Edición en español: El mundo fragmentado,
Buenos Aires-Montevideo, Altamira y Nordan, 1993.]
22
“Los plomos” es una expresión de la época para designar la prisión ducal
que se encontraba bajo el techo del palacio de los Dogos cubierto por
láminas de plomo. [N. del A.]
23
Eduardo Colombo, “L’État comme paradigme du pouvoir”, en l’État et
l’Anarchie, Lyon, ACL, 1985, pág. 28 y siguientes. [En español en El
lenguaje libertario. Christian Ferrer –compilador– Ed. Altamira, Buenos
Aires, 1999.]
24
Véanse Eduardo Colombo, “Anarchisme, obligation sociale et devoir
d’obéissance”, en Réfractions, N° 2, páginas 92-93. [En español: “Anar-
quismo, obligación social y deber de obediencia”. El espacio políico de la
anarquía. Ed. Nordan-Comunidad, Montevideo, 2000 y el capítulo 1 de
este libro “¡Yo soy anarquista!”.]
25
Max Weber, Economía y sociedad, México, Fondo de Cultura Económica,
1944, vol. I, pág. 43.
26
Ibidem, vol II, pág. 661.
27
Véase Eduardo Colombo, “Anarchisme, obligation sociale et devoir
d’obéissance”, op. cit., pág. 95. [En español: “Anarquismo, obligación
social y deber de obediencia”. El espacio políico de la anarquía. Ed.
Nordan-Comunidad, Montevideo, 2000.]
28
Mijail Bakunin, L’Empire Knouto-germanique. Œuvres complètes, vol.
VIII, París, Champ libre, 1982, pág. 104.

LA VOLUNTAD DEL PUEBLO / 57

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