EL MUNDO DEL MISTERIO VERDE EPU Virgilio Rodriguez Macal

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EL MUNDO DEL MISTERIO VERDE

Virgilio Rodriguez Macal

(Segundo libro de: “La Mansión del Pájaro Serpiente”)

Primer Premio en el Certamen Nacional Permanente de Ciencias, Letras y


Bellas Artes Guatemala, 1958

PROLOGO
He aquí la palabra del indio quecchí Lish Zenzeyul, un indio a quien se le
tomaron los ojos verdes de tanto mirar y admirar a la selva. Lish Zenzeyul,
o Andrés Cuatro Ojos, que es lo que su nombre significa en lengua quecchí,
no es sino la filosofía del hombre tranquilo y sabio, que no se arredra ante
el misterio de un mundo eternamente verde, murmurante y desconocido
para la mayoría de los hombres blancos; y Andrés Zenzeyul asegura que ese
mundo, a pesar de su compleja crueldad, es aún menos cruel que el mundo
que habitamos los que nos autollamamos civilizados.
Quizá Lish Zenzeyul tenga razón cuando dice, en su estilo pintoresco y
repetidor, como lo es el estilo de sus antepasados y que nos fuera legado en
libros tan maravillosos como el Popol-Vuh, que en verdad, en el mundo del
hombre blanco, del hombre de las ciudades, hay tanta serpiente, tanta
Nahuyaca y tanto Tamagás como en la selva, con la diferencia de que las de
la selva son más francas y más lógicas. Hay tanto mico y tanto mono como
en las selvas, con la diferencia de que los de la selva son menos ridículos,
menos ruidosos, menos fatuos y menos ruines de corazón. También dice
que son tan escasos los nobles tigres en las selvas como lo son en las
ciudades, con la diferencia de que a los escasos tigres de las ciudades los
atacan manadas de chacales y de coyotes, mientras que el tigre de la selva
tiene más oportunidad de defenderse noblemente y luchar en campos menos
traidores.
¡En fin! Dejo a mis compatriotas centroamericanos estas historias,
recogidas de los labios y de los ojos verdes de Lish Zenzeyul que, como
dije, se volvieron verdes de tanto mirar dentro de la selva, para que ellos
sepan saborearlas e interpretarlas, quizá más sabia y profundamente que yo.

V. R. M.
Buenos Aires, julio de 1956.

Andrés Zenzeyul
Andrés Zenzeyul estaba contento. En verdad, su faz sonreía esa tarde de
manera total, amplia, plegándose toda y mostrando los dientes, fuertes
como hachas de marfil en miniatura. Frente a su rancho, en la pequeña
aldea de Sebol, a orillas del río Chajmayic, que acaba de brotar como un
aborto súbito de la tierra de la Alta Verapaz después de una carrera
subterránea de muchos kilómetros, estaba contemplando cómo los pinceles
del sol del atardecer bajaban al río profundo y turbulento y allí se
entretenían haciendo garabatos de colores en las rápidas aguas, o tiñendo de
rojo los lomos plateados de los peces cuando saltaban fuera del agua tras los
insectos.
Y nadie como Andrés Zenzeyul para tener razón de estar contento. Había
vuelto el día anterior, remontando con grandes dificultades ese mismo
Chajmayic, que hacía cinco años se lo había llevado, a él y a su cayuco,
corriente abajo como otra basura más, galopando sobre la cresta espumosa
de su corriente hasta aventarlo al anchuroso Pasión…
Lish Zenzeyul, que así era su nombre en quecchí, era un indio magnífico de
estampa, de sabiduría y de talento. Porque este Lish Zenzeyul, cuyo nombre
traducido al castellano significa Andrés Cuatro Ojos, hacía cinco años que
se había ido por el ancho camino de agua hacia las misteriosas tierras
peteneras… Su camino de agua lo había dejado en Sayaxché, para
adentrarlo en el verde corazón de las sabanas, tórridas en verano y húmedas
en invierno, sempiternamente salpicadas de árboles de nance, de sajabe y de
güiro, que había atravesado cientos de “succhés” enmarañados; que había
visto el nacimiento del Subín en la pradera del Chiquibul y había aventado
su mirada incansable hasta el confín del llano y el cielo en las llanuras de
Ixpetó, en las sabanas de Cananteíl y había contemplado el nacimiento del
sol en las montañas Mayas desde las cumbrerías de Mejen-cholol…
Más tarde se había unido a los jatos chicleros y, trabajando siempre,
sudando siempre, recorrió las grandes extensiones selváticas más al norte,
deambulando por Fallabón, Carmelita, Uaxactún, Tres Lagunas, Río Azul,
Paso Caballos, Río San Pedro, Río Escondido, Naranjo… Cientos y cientos
de leguas de selvas sin nombre, donde el hombre tampoco tenía nombre ni
importaba que lo tuviese, cabalgando siempre en el escurridizo chicozapote
para extraer el chicle y pasando alternativamente pobrezas miserables y
bonanzas efímeras…
Pero Lish Zenzeyul, es decir, Andrés Cuatro Ojos, hizo durante esos cinco
largos años un derroche magnífico de su nombre, usando, en verdad, sus
cuatro ojos para escudriñar los cuatro ángulos del suelo selvático y los
cuatro ángulos de su firmamento… Nada escapó a su mirada, que sabía
traducir las imágenes de luz en imágenes invisibles del espíritu y la
mente… Aquellas imágenes que se grababan en sus retinas eran mantenidas
celosamente en el archivo de su corazón, en donde su pensamiento las
traducía más tarde y les daba su verdadero significado. ¡Sí! Andrés Cuatro
Ojos volvió a los cinco años a su tierra nativa. Todo lo encontró igual. El
anciano Tata y la hacendosa madre seguían laborando y triturando sus vidas
mansamente en el rastrojo y la piedra de moler… Sus hermanos y hermanas
habían
tomado rumbas y estados diferentes. Y él volvió con algo de dinero de las
chiclerías, con una oreja carcomida por la enfermedad del chiclero y con la
amplia alforja de su alma plena de conocimientos y observaciones de la
vida de las selvas, de la vida de ese esplendoroso y misterioso Petén…
Andrés Zenzeyul había vuelto, pues, al lar nativo, al lado de sus padres, y
las muchachas mozas de los contornos lo sabían y deseaban acercársele
para ver si lograban atraparlo y hacerlo aquerenciarse definitivamente… Y
todas las noches, desde su retorno, el grande y limpio rancho de la familia
Zenzeyul se abarrotaba de gente, de gente sencilla y de gente principal de
por los alrededores; y llegaba gente joven, bulliciosa y preguntona, y gente
vieja, callada y meditabunda. Y las mozas rodeaban a Andrés Zenzeyul
quien, sin darse importancia, iba desgranando el tesoro vegetal de su
palabra quecchí, que era recibido por los corazones de la gente de su raza
como la palabra de la verdad misteriosa, de la verdad que es cierta pero que
muy pocos han visto y comprendido, sobre la vida de las grandes selvas y la
vida de los que las habitan…
Cuando las mozas se juntaban mucho al narrador y lo miraban con sus ojos
alargados como semillas húmedas de zapotillos tiernos, Andrés Zenzeyul
las contemplaba con mirada enigmática y solía decir: un día de estos me
aviento otra vez a la corriente del Chajmayic y desaparezco de nuevo por
los caminos verdes, azules y amarillos del Mundo del misterio verde. Con
esto, las mozas se recataban un tanto en sus ataques, temerosas de volver a
perderlo…
Y entre los que escuchaban, me colaba yo como un intruso. Era yo la única
oveja blanca entre aquel rebaño moreno, pero no por ello mi corazón estaba
menos cercano al de Andrés Zenzeyul que el de sus padres o el de su
abuelo… ¡No! Mi corazón recibía las dulces palabras quecchíes y las iba
atesorando para enriquecer el espíritu. Así, pues, aquí relato algo de las
cosas maravillosas que Lish Zenzeyul, con sus cuatro ojos, pudo ver en los
cuatro ángulos del majestuoso Mundo del misterio verde…

EL PERICO LIGERO
I

Cuando Lish Zenzeyul pronunció su nombre, lo hizo como con reverencia,


cual si sus ojos despidieran fulgores de entusiasmo al recordarlo.
“Puede ser —dijo— que su nombre sencillo no diga nada a los corazones de
mis hermanos, de mis mayores, pero sus hazañas hablarán música a sus
espíritus…”.
Tal dijo Lish Zenzeyul, o Andrés Cuatro Ojos, cuando habló por vez
primera de
Sacol, el perico ligero.
Y allá, parado en un pequeño borde, allá donde la gran planicie de la sabana
petenera se abultaba en pequeños cerros, en las colinas que Güinc, el
hombre, llamó de Mején Cholol, estaba Sacol, el perico ligero. Su esbelta y
grácil figura, en verdad como si fuera la encamación de toda la rapidez de
Raponcac, el rayo, estaba quieta. El cuerpo bajo y alargado, de un color
negro lustroso, resaltaba contra el verde fondo del montecillo sabanero, que
estaba gloriosamente verde, pues era la época de Salí- abalqué, cuando las
grandes aguas se derraman desde el cielo hasta la tierra para humedecerla y
vivificarla. Sólo la cabeza de Sacol era blanca, de un blanco amarillento, lo
que hacía que su estampa toda fuera más simpática aún, porque desde el
cuello para arriba era blanco, en contraste con la negrura del resto de su
ser…
Sacol estaba quieto, inmóvil, cosa sumamente extraña en él ya que, como
hemos dicho, Tzacol y Bitol, Alom y Cajolom, los cuatro dioses
constructores y formadores de todo cuanto existe en el agua, en el cielo y en
la tierra, habíanle dado al nacer la rapidez de Raponcac, el rayo, y el Dios
Instinto habíale enseñado sus más sabias lecciones.
La brisa en el colinaje despeinaba el bajo monte y también agitaba los
blancos bigotes de Sacol. Pero su vista permanecía fija a lo lejos y sus ojos
negros, redondos y apacibles, no se apartaban un solo momento de un punto
obscuro que se movía allá abajo, en medio de la inmensidad de la sabana.
La larga y gruesa cola de Sacol se movió en un sinuoso giro. En verdad, la
calma y paciencia de Sacol habían llegado al límite, pues su vista
incomparable habíale dicho claramente que aquel punto obscuro, objeto de
sus afanes, no se acercaría nunca a la colina donde él se encontraba. En vez
de ello, Sacol lo vio moverse despacio, lentamente, hacia un “suc-ché”
redondo, con su arboleda de un verde tan profundo que ya se tomaba azul.
Y en verdad, estas
pequeñas manchas de selva en medio de Ru-tacá, la inmensa sabana, que se
les daba el nombre de “succhés” eran bellísimos y útiles para los seres de la
selva, para los que habían nacido en el seno del gran Mundo del misterio
verde.
Allí, en esos manchones de selva llamados “sucché” tenían su hogar los
habitantes de Ru-tacá, la sabana. Durante el día, su sombra de selva
impenetrable los protegía de la cálida alegría del sol y los resguardaba de
Casagual-jab, el aguacero torrencial. También les daba mucha fruta para
comer, y plantas y raíces… y también la muerte ¡Sí! En el gran Mundo del
misterio verde, Pacam, la muerte, rondaba por todas partes y era la más
grande e implacable cazadora, la gran destructora de todo lo creado.
Porque, dentro de los “succhés” también se combatía por la existencia, por
la respiración que está en la nariz, por el alimento y por la hembra… Porque
ningún hijo del Mundo del misterio verde, puede distraerse un solo instante
ni olvidar las lecciones sabias del Dios Instinto; y cuando lo hace, Pacam, la
muerte, al momento cobra su tributo…
Pero todos los animales noctámbulos salían a retozar y a cazar entre el
delicioso montecillo de la sabana, cuando el rocío de la noche lo ponía
fresco al paladar, bajo la sombra de cien mil estrellas brillantes cuando Poo,
la luna, no estaba alumbrando con su luz de plata derretida. Y el que más
gustaba de este tierno montecillo era Quej el gran venado petenero a quien
Güinc, el hombre, llamaba también ciervo por su gran tamaño… y en
realidad, era Quej, el venado, el gran señor de la sabana, pues abundaba en
todas ellas y era el que a ellas tenía más derecho, pues allí se alimentaba
con el tierno zacatillo, con los nances que amarilleaban en los árboles en la
época de las grandes aguas, y era el único que podía recorrer sus
inconmensurables extensiones a saltos largos, raudos y graciosos. Cuando
la época del celo llegaba, es decir, cuando los miembros de la gran familia
de Quej se aprestaban a emparejarse para perpetuar su especie eternamente,
podía verse en los troncos de los árboles diseminados en aquellas grandes
llanuras, en los troncos de los nanzales, los güiros y los sajabes, las huellas
que en sus cortezas dejaban los cuernos de Quej al restregarlos para
arrancarse la funda de pelo que los recubría y dejarlos pulidos, relucientes y
filosos para el combate entre los grandes machos.
Y ahora, pues, a media mañana, cuando Saqué el sol derramaba sobre el
llano un torrente de ardiente luz desde lo alto del cielo azul turquesa, de un
cielo tan azul como el cuerpo de Chejej, la shara, Sacol estaba viendo que
un joven Quej, que aún no tenía los cachos aptos para procurarse hembra,
había salido a retozar al llano y se encaminaba ya al seguro del “sucché”.
Entonces, Sacol no esperó más. Descendió de la colina a grandes saltos y
siguió avanzando a toda velocidad, oculto su esbelto cuerpo en el monte de
Ru-tacá; y cuando Sacol avanzaba raudo, ni Quej, el venado, podía
comparársele. Tan sólo el monte de la sabana se agitaba temblorosd por
donde Sacol pasaba como un silbido del vient’o o como la brisa mañanera.
Llegó con aquella rápida marcha a ponerse adelante del rumbo que traía el
cervatillo, cuidando de que el aire le diera a Sacol de frente para que su
“yo” no llegase a las narices inquietas de su presa, que se acercaba lenta y
confiadamente.
Pegado al grueso tronco de un güiro, cuyas verdes calabazas pendían de las
ramas como cabezas humanas, Sacol manteníase inmóvil, pero sus
músculos estaban ya tensos bajo la piel charolada.
Cuatro o cinco pasos dio el joven Quej bajo la escasa sombra del güiro y,
para su desgracia, aún se le antojó dar un mordisco a una de las calabazas
verdes del árbol. Cuando estiró el cuello para alcanzar aquella fruta, Sacol
saltó usando su rapidez de Raponcac, el rayo…
Quej dio un fuerte reparo de susto cuando sintió aquel cuerpo que se había
estrellado en el nacimiento de su cuello, haciéndolo tambalear, pero al
instante echó a correr enloquecido, bramando de dolor… Sacol había
apresado con sus terribles dientes el cuello de Quej y con éstos y sus garras
buscaba con afán la yugular, que fue alcanzada precisamente en el borde del
“sucché” a donde Quej se dirigía enloquecido, con sus grandes ojos
explayados de terror… Allí, en el borde mismo del “sucché”, en cuyo
interior de eterna sombra estaba el echadero de sus padres donde él había
nacido, el joven Quej cayó para siempre. Sus bramidos lastimeros cesaron
de pronto y sólo sús patas traseras hacían temblar el monte de Ru-tacá, la
sabana, con los últimos espasmos de su agonía.
Entonces, Sacol salió de bajo el cuello de su víctima y se puso a devorar
tranquilamente.
Ahora bien. El cuerpo de Quej era demasiado grande, con demasiada carne,
aun para el gran apetito de Sacol, que hacía dos días no había tenido suerte
en la caza, de manera que al cabo de un buen rato el ágil mustélido estaba
harto.
Seguidamente, se internó bajo la sombra de los grandes árboles del
“sucché” en busca del líquido de la vida, que pronto encontró en una
pequeña poza de agua de lluvia. Allí bebió con calma, alzando la cabeza a
menudo para olfatear, por si algún poderoso enemigo se acercaba a calmar
la sed.
Después, se hizo un pequeño ovillo al pie de un “salcanté”, cuyas hojas en
forma de pagodas chinas quedaban muy arriba de sü cuerpo, y allí durmió
por varias horas.
Cuando Cojyín, la noche, andaba ya aleteando sombras sobre la inmensidad
del llano, Sacol abandonó su refugio y se lanzó a través de la sabana en
busca de la selva distante en donde usualmente moraba. Antes de irse, tomó
otro ligero almuerzo en el cuerpo del joven Quej a medio devorar, y muy
pronto su negra silueta se perdía en el seno del verde zacatal, que ya se
estaba ennegreciendo con la noche.
II

Qué bien se sintió Sacol cuando estuvo de nuevo en los parajes donde
usualmente vivía, donde usualmente deambulaba, bajo la sombra eterna y
verde de la selva. La sabana habíase quedado atrás, con sus escasos y
diseminados árboles pequeños, como el nance, el güiro y el sajabe; con las
pequeñas manchas redondas de selva llamadas “sucché” y con sus grandes,
ilimitadas llanuras que perdíanse en el horizonte. Pero Sacol no hallaba
nada tan hermoso como la selva sin fin, pues él jamás pudo recorrerla toda
por más que caminara a través de ella en las cuatro direcciones de su suelo.
Aquí, los árboles eran gigantes, tan grandes que por más que Sacol
levantara la vista y escudriñara con sus maravillosos ojos, nunca pudo
alcanzar a ver sus copas.
Eran las grandes caobas y los ingentes cedros, los gigantescos canistés,
baríes y tamarindos o los chicozapotes y chiquibules. Sacol contemplaba
con arrobamiento aquellos árboles de maculís, cuya floración allá en lo alto
no era sino la copia rosada de los celajes matutinos. Pero, a pesar de toda
aquella grandeza vegetal, el suelo manteníase extrañamente limpio, cubierto
tan sólo por hojas secas, por palmeras enanas de guano y de carrizales que,
si bien entorpecían algunas veces el trajinar de los grandes animales, para
Sacol no constituían obstáculo alguno, ya que siempre encontraba por
donde deslizar su ágil y sinuosa figura o por donde poder pasarla con un
poderoso salto.
Sacol estaba parado en un pequeño calvero de la selva, donde una poza de
agua de lluvia se mostraba fresca y tentadora. Con las precauciones de
siempre, Sacol bebió. Luego pensó en comer. En verdad, Sacol pensaba
muchas cosas… Por ejemplo, sabía que hacia el lugar por donde decae por
las noches el brillo de Cac- chaím, la gran estrella de la tarde, quizá a una
jornada de donde se encontraba, es decir, una jomada de las de Sacol que
significaba muchas leguas, había un apacible paraje en donde habitaban
varios miembros de su misma especie. Sacol gustaba de la compañía de los
de su raza, pues no era un solitario, a pesar de que de vez en cuando, como
en la presente ocasión, le daba por vagar sin más compañía que su gran
valor y sus excepcionales dotes, en busca de nuevas cosas de ver, de
emociones y aventuras nuevas.
Sacol, pues, estaba parado, quieto, inmóvil después de haber calmado la
sed. En Verdad, estaba pensando y así lo atestiguaba el indeciso temblor de
sus bigotes blancos. Y mientras estaba allí, indeciso, Raponcac, el
relámpago, envió su mensaje de ruido y de fuego desde el corazón del cielo
y muy pronto Casagual-jab, el aguacero torrencial, cayó sobre la verde
sombrilla de la selva… Esto pareció recordarle algo a Sacol.
Se escurrió entre los húmedos helechos hasta encontrar un refugio bajo el
hueco de Toón, el tronco, que hallábase tendido y a medio podrir. Allí se
agazapó Sacol para evitar la furia de Casagual-jab, el aguacero, y quizá
también por el profundo respeto que le infundía la poderosa voz de
Raponcac, el relámpago, que a la sazón estaba
enredando en culebrinas de fuego la grisácea faz de Choxá, el cielo, por allá
por donde no alcanzaban ni los extendidos brazos de Inup, la ceiba. Y
mientras estaba allí, bajo el seguro de Toón, el tronco, Sacol estaba
pensando. ¡Sí! Allá en el paraje donde moraban muchos de los de su
especie, vivía también Sa-colish, la lindísima hembra que él había escogido
como compañera de su vida durante el último tiempo en que Salí-saqueíl, el
verano, había tostado las copas de los más grandes árboles, había resecado
los húmedos helechos del piso de la selva y había evaporado todas las
aguadas en el gran Mundo del misterio verde. Sacolish no había podido
acompañarlo en aquella solitaria andanza porque pronto, ya muy pronto, iba
a ser madre y aquel su estado de lánguida pesadez no le permitía usar de su
agilidad acostumbrada.
Sacol, pues, deseaba retornar cuanto antes a su paraje, pero ]ab, la lluvia le
había recordado que estaba en la mitad de la época de las Grandes Aguas y
que es cuando los huevos de los lagartos revientan en la arena de las playas
al calor del sol mañanero.
Sacol tenía hambre y la lengua salió a humedecer sus blancos bigotes y aún
alcanzó a humedecerle la punta de la nariz al pensar en el delicioso bocadito
que era Ajim, el lagarto, cuando recién asoma a la vida en la arena de las
playas.
Así, pues, que Sacol esperó a que la lluvia se fuera en compañía de
Raponcac, el relámpago, llevada lejos por Nimlá-ic, el ventarrón; y cuando
la luz del sol volvió a colarse hasta el suelo de la selva a la hora del
atardecer, Sacol abandonó el seguro de Toón, el tronco, y con la inspiración
del Dios Instinto, se fue en derechura hacia las orillas de Nimá, el río, que
cortaba la selva por ahí cerca como una gran cinta de esmeralda y plata.
A la mañana siguiente, oculto entre un espeso civalar que se adentraba en
las aguas de Nimá, el río, Sacol estaba al acecho… En verdad, la mayor
parte de su vida se la pasaba Sacol en aquella actitud, pues había aprendido,
desde hacía mucho tiempo ya, que la paciencia siempre daba muy buenos
frutos, en contraste con la inquietud y la precipitación, que siempre, o casi
siempre, lo habían dejado con el estómago vacío. Y en verdad, Sacol se
había vuelto un grande y sabio cazador… Siempre se colocaba contra el
viento, pero esto no era nada extraordinario, ya que todos los habitantes del
Mundo del misterio verde, hacían lo propio. Ya fueran animales de presa o
animales herbívoros, todos caminaban siempre contra el viento para que
perseguidores y perseguidos no sintieran por sus narices el olor de su
enemigo… Pero, he aquí que Sacol era tan sutil y tan ladino que no sólo
hacía esto sino que era capaz de estarse quieto durante interminables
momentos, en espera de una ráfaga de viento que hiciera ruido entre los
escóbales, o entre los guanos, o en las altas ramas de los árboles mayores
para moverse. Cuando el ruido se producía, Sacol avanzaba. Cuando cesaba
el soplo, del aire, Sacol deteníase a esperar. Y así, muchas eran las veces
que lograba sorprender a sus víctimas tan completamente ajenas a su
presencia que morían casi sin saber quién había traído en sus garras y
colmillos a Pacam, la muerte… Esta mañana, pues, Sacol estaba al atisbo
entre el civalar de hojas filosas, largas y estiradas, pues esta planta es
anfibia y sale a la superficie de la tierra procedente del légamo de las
playas… Y en una pequeña playa había concentrado Sacol su atención… El
sol estaba ya caldeando y agrietando el lodo de la orilla, en donde Sacol
podía ver los restos de multitud de huevos ¡Sí! Los tiernos hijos de Ajim, el
lagarto, ya habían abierto sus fauces ante la vida y estaban nadando en
compañía de la celosa madre a escasos metros de la playa. En verdad, estos
pequeños hijos de Ajim, el lagarto, apenas tendrían cinco días de nacidos, lo
cual los hacía en extremo apetitosos, con su carne tan blanca, suave y dulce
como la de las mojarras “casta-rica” o como la de las rojas “guachinangas”.
Pero la madre era muy cauta y aunque desqaba salir a asolearse a la cálida
playa con la treintena de pequeñuelos que nadaban en su derredor, no lo
había hecho aún. Con parsimoniosa calma, dirigía los ojos inexpresivos
hacia el seno de Choxá, el cielo, donde una bandada de gaitanes volaba
lentamente reflejando sus blancas plumas sobre el agua del río… Ajim, la
madre lagarto, sabía que si se aventuraba a la playa en esos instantes,
aquellos voraces pájaros, hijos malvados de los vientos, caerían sobre sus
hijos y se los llevarían atravesados en sus largos y corvos picos antes que
ella pudiera ponerlos a salvo bajo las aguas… Pero los gaitanes sólo
describieron un círculo sobre la madre y los hijuelos y prosiguieron su
ignoto rumbo, sabiendo de sobra que en el agua era imposible caer sobre
ellos. Cuando Ajim, la madre lagarto, estuvo segura de que aquel temible
peligro alado había desaparecido por el recodo del rio, volando a gran
altura, emitió unos resoplidos cortos y rápidos y al instante sus pequeñuelos
contestaron con sus vocecillas chillonas, congregándose a su lado. Así,
cubriéndolos con sus flancos, la madre lagarto asomó su ancha cabezota
sobre la playa y se fue arrastrando hasta tenderse cómodamente sobre el
légamo. ¡Ah, qué agradable estaba aquella mullida alfombra de légamo,
oloroso a plantas podridas…! Sus pequeñuelos quedaron quietos a su lado
por algún tiempo, hasta que alguno de ellos comenzó a retozar por los
alrededores moviéndose con agilidad, aquella agilidad que iba a perder de
adulto cuando se encontrara en tierra, y muy pronto los hermanitos
jugueteaban alejados de la madre. En verdad, aquellos retozos tenían muy
poco de tiernos y no eran sino la muestra del carácter que tendrían esas
dulces criaturitas, que a la sazón no medían ni palmo y medio de largo, del
hocico a la cola, y que llegarían a medir, los que no fueran arrebatados por
Pacam, la muerte, hasta 18 pies de largo en su madurez, porque no hacían
otra cosa que morderse unos a otros con los agudos dientecillos y chillar
cuando algo les dolía…
Sacol los observaba con una mueca de divertimiento en su blanca faz.
Aquellos pequeños seres ya nacían, en verdad, llenos de maldad, llenos de
crueldad y furia. Mejor era que no llegasen a crecer todas aquellas criaturas.
Ya era tiempo para obrar. La madre lagarto no había sentido nada, pues
nada se movía ni se escuchaba en el quieto civalar y el sol verdaderamente
estaba produciéndole un agradable calorcillo sobre su reseca y acorazada
piel…
Y de pronto, algo hizo agitarse por un instante las hojas de cival y un rayo
negruzco pasó de un salto sobre el cuerpo de Ajim, la madre lagarto…
Antes que ninguno de los seres en. la playa supiera lo que había pasado, ya
Sacol había dado muerte con sus terribles garras a media docena de tiernos
Ajim, y cuando la madre se lanzó sobre él con increíble rapidez, alzándose
sobre los cortos brazuelos para avanzar sobre la playa rugiendo
pavorosamente, Sacol desapareció entre el civalar con dos lagartitos en sus
fuertes mandíbulas…
Las otras infelices criaturas se habían ido a refugiar bajo la madre y ésta,
rugiendo aún, se lanzó al agua con el resto de su cría y flotando desde lejos
tuvo que contemplar cómo Sacol salía de entre el civalar relamiéndose y se
ponía a comer tranquilamente en la playa a los otros lagartitos que había
dado muerte…
Nada podía hacer la madre, que se limitaba a resoplar el agua con furia. Si
intentara salir a perseguir a Sacol, sería como querer capturar una ráfaga de
huracán, y en cambio dejaría a sus pequeñuelos solos en el agua, expuestos
a los gaitanes, o aun a otro Ajim de su misma especie que viniera
hambriento y juzgara aquel descuido maternal como digno de ejemplar
castigo… Así, pues, que hubo de sumergirse con sus pequeñuelos para no
seguir contemplando aquella escena que, si bien sería pavorosa para
cualquier otro hijo del Mundo del misterio verde, no lo era para Ajim, cuyo
duro corazón más sentía cólera contra Sacol que pena por sus hijos…
Así, Sacol calmó su hambre y el antojo que tenía de saborear la dulce carne
de Ajim, el lagarto tierno, y muy satisfecho de su suerte, en verdad muy
contento de gozar de su vida y de la respiración de su nariz, se alejó a trote
corto en busca del distante paraje donde lo esperaba Sacolish, su linda
compañera.

III

¡Ah…, qué agradable vida la de Sacol!


Desde su retorno al paraje donde habitaba su gente, en verdad Sacol no
había hecho casi nada más que descansar y dejarse acariciar por Sacolish, a
la cual había encontrado sin ninguna novedad, exceptuando la de no salir
casi del tibio nido de su casa bajo el hueco de un gran tronco. Sacolish no
había dejado de mostrarse algo ofendida al principio y de quejarse del
abandono de que había sido objeto por parte de su señor cuando ya casi
estaba encima la Fecha Sagrada, como se conoce en todos los ámbitos del
Mundo del misterio verde, al día del alumbramiento, al día en que el dolor
de las madres se convierte en la sonrisa de la vida.
Mas pronto, Sacolish hubo de olvidarse de su enojo ante la vivaracha
alegría de su dueño, que no cesaba de acariciarla con suaves mordiscos en
sus pequeñas orejitas. Porque, no vaya a creerse que Sacol, al salir a
vagabundear llevado por el impulso de su errante espíritu, había dejado
abandonada a su hembra. No; la especie de Sacol es una de las que más se
protege entre sí y aunque no vivan juntos en grandes manadas, suelen
juntarse hasta diez y más parejas para procrear juntos, cazar juntos y
defenderse mutuamente. Sacol, pues, sabía muy bien que sus hermanos
velarían por su hembra tan bien como él podría hacerlo. Esta ley de
reciprocidad entre los miembros de la familia de Sacol era tan silenciosa y
antigua como la obscura noche del pasado del mundo, pero no por ello
menos cierta. En verdad, muchas habían sido las veces que Sacol combatió
por la hembra de un hermano cuando éste se hallaba ausente. En cierta
ocasión, había sido contra una gran serpiente “mazacuata” que trataba de
robar a uno de los cachorros de la hembra de su hermano; y entre esta
hembra valerosa y Sacol habían logrado dar muerte al reptil, no sin que
Sacol quedase bastante malherido en aquella desigual lucha contra la reina
de todas las serpientes que habitan el bajo vientre de la selva. Durante
quince días había llevado el alimento a la prole y a la hembra de un
hermano cuando éste se encontraba postrado por una rara enfermedad y vio
muy junto a sus ojos la triste figura de Pacam, la muerte.
No era de extrañarse, pues, que Sacol estuviera seguro de que su hembra
sería bien protegida y bien alimentada durante su ausencia, como así había
sido, en verdad. Pero Sacol debía ahora procurarse el alimento, para sí y
para su hembra, y muy pronto abandonó el descanso de su tibio nido y se
echó de nuevo por los senderos de la selva. Su paso era tan silencioso como
el de la sombra de los pájaros, y avanzaba a la hora en que la selva se
obscurece a toda prisa, cuando el crepúsculo comienza a despertar a los
seres noctámbulos… Sacol husmeaba entre la ancha trilla de huellas que
llevaba a un bebedero de la selva, donde mitigaban su sed infinidad de seres
salvajes… Allí estaba la ancha cebolla de Jish, el gran tigre pintado, señor
del gran Mundo del misterio verde; allí la profunda y enorme de Tixl el
tapir y… ¡Ah… ¡Sí!
Aquí estaba la huella de Ouej, el gran ciervo, fresca y aún cayendo tierra
dentro del surco marcado por los cascos… Ouej acababa de pasar…
Al momento, Sacol se echó a un lado del sendero y se escurrió entre los
helechos, con gran cautela. Cuando iba aproximándose, oyó un débil ruido,
como de gotear de agua. Asomó la punta del hocico bajo una gran hoja y
lanzó una mirada furtiva. ¡Sí! Allí estaba Ouej, el gran ciervo, parado frente
al bebedero, con las patas entre el agua y la cabeza inquieta inspeccionando
los alrededores… Pronto vio que todo estaba tranquilo, que no había peligro
para su existencia, para su respiración, e inclinó la bella y fuerte cabeza
para beber… Sacol contempló los cachos relucientes de Quej, como una
pequeña ramazón de hasta ocho puntas. ¡En verdad, era fuerte y hermoso
este gran macho! Nunca, en su existencia, se le ocurriría a Sacol atacarlo…
Pero, por otra parte, este Quej era hermosísimo y apetitoso y ahí había carne
para muchos días,
para muchos caminos de Saqué, el sol, por las copas de los tamarindos.
Por lo tanto, Sacol dio media vuelta y con silenciosa rapidez regresó al
paraje donde estaban los de su raza.
“—Vengan todos —les dijo a los machos y a las hembras que no esperaban
cría
—. Vengan todos porque, en verdad, juntos podemos procurarnos excelente
alimento…” Los hermanos y hermanas de Sacol alzaron las inquietas y
graciosas cabezas blancas y prestaron atención. Siempre prestaban atención
a lo que este Sacol les decía, pues tenía fama de sabio, valiente y
prudente… Y fueron todos.
Hasta quince de ellos, entre hermanos y hermanas de Sacol, iban en pos de
éste silenciosamente, como una pequeña manada de ágiles y negros
guerreros. Pronto llegaron a la trilla y escucharon los cautelosos pasos de
Quej, que ya retornaba del bebedero.
Como a una voz silenciosa de mando, unos se agazaparon a un lado del
sendero, otros al otro… Sacol y dos hermanos más, tan fuertes y ágiles
como él, subieron a un tronco caído, muy alto y corpulento, y allí se
agazaparon también… Quej venía despacio, con sus grandes ojos atentos al
sendero, pero nada vio. No había el menor viento a esa hora del crepúsculo
y Quej tan sólo sentía en sus narices el dulce aroma de las hojas muertas, el
suave olor de la tierra húmeda y el de las flores silvestres.
Y de pronto, Quej se encabrita y comienza a patear rabiosamente con sus
remos traseros … Luego, comienza a manotear y dirige terribles cornadas a
uno y otro lado… Parece que ha sido atacado por una legión de duendes,
pues Quej sólo ve unas manchas negras que pasan como el rayo por su lado,
le producen una dolorosa herida y desaparecen…
De pronto, Quej no puede reprimir un berrido de susto y dolor. A pesar de
ser Quej un macho muy valiente, que había conquistado hasta diez hembras
en su larga vida de combates, se sintió de pronto horrorizado al sentir que
tres cuerpos bastante pesados habían caído sobre su espalda… Sacol y sus
dos hermanos habían saltado sobre él desde el tronco y le aprisionaban el
cuello con sus terribles colmillos…
Quej, entonces, quiso huir, y así lo hizo, aunque muy dificultosamente por
el dolor de su cuello y el peso que llevaba en sus espaldas…
Pero Quej buscaba a Nimá, el río; Quej se lanzaría al río y nadaría bajo sus
aguas hasta ahogar a aquellas terribles criaturas… Pero todos los otros
hermanos de Sacol se interponían a su paso, se enredaban en sus patas
haciéndolo tropezar peligrosamente, y clavaban sus garras y colmillos en
sus costados… Ahora, Quej bramaba ya casi de continuo y movía sus
cachos de un lado a otro, sin lograr alcanzar a aquellos tres demonios que se
hallaban aplastados contra su espalda, destrozándole el esbelto cuello…
Uno de los hermanos de Sacol fue despedido por el aire de una tremenda
patada de Quej que le rajó el vientre como un puñal, pero ya otros habían
hecho presa de sus patas y Quej tropezó y cayó pesadamente en el
sendero… Aún se debatía y luchaba con fiereza; pero así como se cubre el
cuerpo de Motzó, el gusano, cuando cae en un nido de Sanie, la hormiga
voraz, así se cubrió el de Quej, de cuerpos negros y relucientes en verdad de
figuras esbeltas que lo destrozaban por todas partes… Muy pronto cesaron
los bramidos de Quej, porque los sonidos se escaparon hacia el silencio de
la noche tierna por los boquetes que la gente de Sacol habían abierto en su
cuello, en su garganta, en su pecho…
Más tarde, mucho más tarde, cuando ya Cojyín, la noche, era la señora del
Mundo del misterio verde, Poo, la luna, se asomó por un alto claro de la
arboleda a ver lo que estaba sucediendo abajo… En un calvero de la selva,
la gente de Sacol festejaba. En verdad, todos estaban allí, hasta los
pequeñuelos. También Sacolish estaba allí, ocupando un lugar de honor en
el banquete, pues Quej era tan grande que aún quedaría algo para el día
siguiente… Y en verdad, el lugar principal, o sea el que correspondía al que
debería devorar la gran cabeza y el tierno cuello en señal de autoridad, lo
ocupaba Sacol. Allí estaba, con su esbelta figura inclinada sobre el cuello
de su víctima. De vez eñ cuando se enderezaba, con sus blancos bigotes
rojos de sangre. Poo, la luna, lo iluminaba entonces de lleno y sus ojos
refulgían y sus bigotes temblaban verdaderamente como si se estuviera
riendo. Y todos sus hermanos y hermanas se reían también, reían de
satisfacción y de contentamiento… Hasta la hembra cuyo dueño había
muerto en la batalla bajo las patas de Quej, estaba allí comiendo también,
aunque ella, en verdad, tal cual pudo verlo Poo, la luna, no se estaba riendo.
Sin embargo comía, aunque no se estuviera riendo…

IV

Los días transcurrían con tranquilidad para los miembros de la pequeña


familia de Sacol, que llevaban viviendo juntos por espacio de seis Xoroc li
Poo seis lunas llenas. Pronto, cuando el invierno se alejara y viniera la bella
época de los días esplendorosos en que Saqué, el sol, reinaba sin disputa
alguna en el azul corazón de Choxá, el cielo; cuando Raponcac, el
relámpago, Señor del Miedo, se ausentara por completo llevándose consigo
a Jab, la lluvia, a Mus-mus-jabla llovizna y a Casagual- jab, el aguacero
torrencial, entonces esta familia de Sacol se desperdigaría; cada pareja se
iría por su lado, tomando cada cual el rumbo que mejor le complaciera…
Quizá, a la entrada del próximo invierno volverían a juntarse en ese mismo
paraje, o en otro distante y desconocido. ¡Quién sabe dóndeI Sólo el Dios
Instinto les diría, con el tiempo, el lugar de su próxima reunión.
Porque, en verdad, cada época, cada estación del año tenía marcadas
diferencias para los seres que habitaban en el Mundo del misterio verde.
Así, por ejemplo, la época de las grandes lluvias, del invierno, era de
bonanza para los seres que hacían de la yerba y sus mil variedades, el
alimento cotidiano. Entonces, por doquier, había alta yerba para pacer,
tiernos bejucos pendientes de los altos árboles, frescos, jugosos y
alimenticios, fruta fresca en muchos árboles y, sobre todo, agua. Agua en
abundancia. Entonces Quej, el venado, Tixl el tapir, Alau, el tepeizcuinte,
Batz, el mono saraguate, Mash el mico, Yuc el cabro salvaje, Acam, la
cotuza, Cuc, la ardilla, Imul, el conejo, Chacguá, el jabalí, y todos los seres
salvajes cuyo primordial alimento lo constituía la yerba fresca,
verdaderamente estaban de plácemes, verdaderamente sentían contentos sus
corazones porque todo estaba reverdecido, todo tierno y el agua cercana y al
alcance de todos, lo cual los ponía a cubierto de muchos peligros porque no
tenían que hacer largos recorridos en busca de las aguadas, de los bebederos
conocidos y de los ríos, que era donde principalmente los buscaban los que
se
alimentaban de sus cuerpos, sus grandes enemigos.
Y para éstos, los devoradores de Tib, la carne, tales como Jish, el rey del
Mundo del misterio verde, el gran tigre pintado y su hermanito menor
Choísh, el ocelote, y Cajeoj, el gran león de piel acanelada, y Sacol, el
perico ligero, Sis, el pizote, Cacroc- mash el micoleón, Ajhoú, el mapache y
muchos otros, la época de las grandes lluvias era la peor porque sus presas,
sus víctimas, no salían a deambular en busca de alimento sino que se
mantenían ocultos en sus parajes donde tenían abundancia de todo…
Entonces, cuando la supervivencia para ellos se tomaba más difícil era
cuando algunas especies se juntaban, se aliaban para discurrir en compañía
la forma de sobrevivir, como hacían los miembros de la familia de Sacol.
Pero cuando el verano reinaba, cuando la sequía entristecía los pastos y los
hacía escasear, entonces los devoradores de carne tenían su época de
bonanza, pues por doquier encontraban a sus víctimas buscando yerba
fresca y agua.
Había otros seres, en cambio, que siempre estaban en apuros, como por
ejemplo Ba, la taltuza. Este pequeño roedor, cuyo único alimento lo
constituían las raíces de los árboles y las plantas y ciertas yerbas frescas,
vivía bajo la tierra en grandes túneles que siempre construía y cavaba
incansablemente. Pero, he aquí que mientras en la época de las grandes
lluvias tenía exquisito alimento en las raíces rebosantes de agua y en los
tiernos cogollos, sus galerías subterráneas se inundaban y muchas veces
ahogaba o se ahogaban sus hijos, o tenía que exponerse a vivir bajo los
troncos donde era fácil presa de Bajlac-shul, la terrible comadreja, o de
Canti, la culebra.
Todos, pues, en el seno del gran Mundc del misterio verde, llevaban en
verdad, una vida muy dura. Eran libres y soberanos pero tenían que
defender su libertad y su existencia con astucia, inteligencia, sabiduría,
garras y colmillos.
Por fin, una tarde en que Sacol regresaba de Nimá, el río, con Car, el pez
fuertemente atravesado en sus mandíbulas y que llevaba como bocado
especial para su hembra, fue a encontrar a Sacohsh lamiendo con ternura a
dos lindísimos hijos de Sacol… Eran diminutos, lampiños y se revolvían en
la tibia hojarasca de la madriguera en busca de las ubres de la madre…
Sacol dejó el pescado en la entrada del hueco bajo el tronco y se quedó
contemplando la escena con un leve temblor en sus bigotes. Sacolish lo
miraba a él tiernamente con sus apacibles ojos humedecidos.
Sacol olvidóse de Car, el pez, y se fue a lamer las orejitas de Sacolish y los
cuerpecillos lampiños de sus hijos.
En verdad, los bigotes de Sacol temblaban de emoción, pues era la primera
vez en su joven y robusta existencia que Tzacol y Bitol, Alom y Cajolom,
los cuatro Dioses Constructores y Formadores, lo hacían padre. No es de
extrañar, pues, que desde ese día Sacol se volviera más diligente que nunca
en busca de alimento y, a pesar de que era la “mala época”, o sea el
invierno, jamás estuvo Sacolish mejor nutrida.
En una de esas andanzas de caza, una madrugada en que las hojas de los
árboles estaban derramando al suelo a intervalos y con un susurro dulce y
musical las gotas del último aguacero, ¡Sacol encontróse cara a cara con
Pacam, la muerte!
¡En verdad, fue un milagro que Pacam no se lo llevase en sus gélidas garras
aquella madrugada!
Iba Sacol siguiendo la huella saltarina de una pareja de Imul, el conejo,
atento tan sólo a evitar ser sentido por sus presuntas víctimas cuando, sin
aviso previo, algo enorme cayó sobre él…
Al instante saltó hacia arriba, como una pelota de hule, corno sólo Sacol
puede hacerlo, y esto le vahó para escapar de unas ávidas mandíbulas que
se cerraron en el aire donde una fracción de segundo antes había estado su
cogote…
Pero Sacol ya no tenía tiempo para rehuir la lucha porque si bien había
escapado a la tremenda dentellada de su enemigo, gracias a su repentino y
fulminante salto, Choísh el ocelote, estaba sobre él tan pronto como su
cuerpo cayó al suelo.
En una terrible bola de pelos gruñían y peleaban ambos. Sacol usaba toda
su agilidad para contrarrestar la superior fuerza y ferocidad de su enemigo y
los golpes con garras y colmillos caían a uno y otro como Casagual-jab, el
aguacero…
Los minutos pasaban y ya Saqué, el sol, estaba disipando la niebla azulina
del amanecer de las copas de los árboles y aquellas dos criaturas salvajes
seguían luchando a muerte entre los húmedos helechos del suelo de la selva.
Ahora bien. Sacol manaba sangre por cien heridas y en varias ocasiones
tuvo la oportunidad de huir, de confiar a sus velocísimas patas la salvación
de su existencia, pero Sa-col era muy valiente y ya la pasión por el combate
lo tenía subyugado. Cuando -quedaba separado de Choísh, en los intervalos
de aquella terrible lucha, en vez de pensar en huir pensaba en la forma de
triunfar…
Choísh el ocelote, en verdad, hallábase exhausto, manando sangre en
abundancia y de buena gana habría dejado ir libre a Sa-col, pero éste ya no
se iba…
Repentinamente, cuando se hallaba simulando una retirada, saltó hacia el
frente como un rayo y entonces sintió entre sus dientes la suave piel del
cuello de Choísh… Los ojos de Sacol, impregnados de sangre, brillaron con
el fuego de la victoria…
Apretó más y más, mientras con sus garras y el peso de su cuerpo tumbaba
a Choísh al suelo…
Choísh defendíase desesperadamente y desgarraba los costados de Sacol,
pero sus movimientos ya eran agónicos y no tardó en quedar inmóvil entre
una masa informe de helechos aplastados… En verdad, aquella había sido
una batalla tremenda y terrorífica en la cual el perico ligero había triunfado
de un enemigo que le doblaba en fuerza y corpulencia.
Sacol se levantó chorreando sangre del hocico, la abundante sangre de la
yugular de su enemigo. Sacol apenas si podía tenerse en pie.
Dio unos cuantos pasos en dirección a su madriguera, pero las fuerzas le
faltaron y cayó de costado. Levantóse de nuevo y volvió a caer.
Después de diez y más tentativas, optó por irse a rastras, palmo a palmo,
por el camino que sus propias huellas habían marcado. Cuando volvió la
cabeza para ver por vez postrera el cadáver de su gran adversario, vio a
otras dos figuras que lo contemplaban atónitas desde el recodo de la trilla…
Era la pareja de Imul, el conejo, a quien él perseguía y que había acudido a
contemplar la batalla con un intenso temblor en sus grandes orejas.

Muchos días, en verdad pasó Sacol en su madriguera imposibilitado de


moverse y varias fueron las veces en que Pacam, la muerte, se asomó al
hueco, bajo el tronco, para contemplarlo con sus ojos vacíos.
Durante este tiempo, Sacolish era quien salía en busca de alimento, dejando
a sus cachorros al lado del enfermo padre. Y éstos, los tiernos hijos de
Sacol, eran ya dos cositas alargadas y juguetonas, que no cesaban de
importunar a su padre subiéndose sobre su cuerpo, sin respetar su estado.
Estos dos pequeños seres, una hembrita y un macho, ya comenzaban a
adornarse del pelaje obscuro charolado y ya sus inquietas cabecitas
mostraban la suave piel blancoamardienta. Muy pronto estarían ágiles y
fuertes y se lanzarían por su cuenta a la gran aventura de sus vidas en el
bello y murmurador Mundo verde.
Sacolish cuidábase bastante, evitando los peligros y procurando encontrar
fáciles presas, ya que sabía que las existencias de sus hij os y de su señor
dependían enteramente de ella, y era así como, la mayoría de las veces, se
dirigía a Nimá, el río, en busca de Car, el pez.
Colocábase sobre un tronco que se proyectaba sobre las aguas profundas y
allí, agazapada, esperaba el momento en que Car saliera a la superficie
cuando el sol calentaba las aguas de Nimá.
Esto ocurría siempre antes del mediodía y cientos de Car saltaban fuera del
agua, retozando, y Sacolish podía entonces ver los cuerpos hermosos y
plateados de las grandes tenguayacas, o las rojas contorsiones de las
guachinangas, o los azules reflejos de las grandes mojarras. Sacolish
esperaba, esperaba inmóvil y paciente, pues es la paciencia la más grande y
sabia cualidad de los hijos de la selva.
Y por fin, recibía su recompensa porque, nadando suavemente en la
superficie, venía una gran tenguayaca en busca de la sombra del tronco
donde hallábase la ágil pescadora…
Ya se acercaba, confiada, y ella debía actuar en el preciso instante en que la
cabeza del pez entrara bajo el tronco… Un segundo antes, Car tendría
tiempo de sumergirse al verla; y un segundo después lo habría perdido,
porque nada podía hacer cuando se mantuviera inmóvil bajo la sombra del
tronco…
Pero la familia de Sacol es sabia en todas estas cosas y en el instante preciso
en que la cabeza de Car ya no podía verla por estar bajp el tronco, el largo
cuello de Sacolish cayó como un arpón y sus mandíbulas se cerraron en
mitad del cuerpo de Car.
Ahora bien. Car era fuerte y al momento hizo una ágil contorsión, pero
Sacolish tenía la cola bien sujeta alrededor del tronco y sus garras
fuertemente clavadas en la madera podrida, así que Car fue sacado del agua
a pesar de sus protestas y sus dolores, y muy prontamente viajaba por la
trilla de la selva poniendo destellos plateados en la verde fronda con sus
convulsiones.
Y así, Sacol fue sanando poco a poco. ¿Cuánto tiempo tardó en estar ágil y
robusto de nuevo…? ¡Quién sabe! Probablemente muchos pasos de Saqué,
el sol, por las copas de los tamarindos, las caobas y los canistés.
Pero antes de que Sacol estuviera apto para cazar y para defenderse, la
familia de los mustélidos decidió separarse, pues ya el sol brillaba sin
interrupción por muchos días, sin que se escuchara la terrible voz luminosa
de Raponcac, el relámpago, y ya comenzaban a bajar de nivel las aguadas y
los caños.
Así, una mañana, Sacol y Sacolish, con Sus cachorros, se quedaron solos.
Muy pronto, Sacol comenzó a abandonar la madriguera y a frecuentar las
trillas de caza. Y muy pronto comenzó a dar muerte a Imul, el conejo, a
Alau, el tepeizcuinte, que iba a buscar en sus propias madrigueras a orillas
de Nimá, el río; a Acam, la cotuza y a otros habitantes menores del Mundo
del misterio verde.
Por fin, un día, de un ágil y poderoso brinco cayó sobre el cuello de Yuc, el
cabro salvaje… Hubo una corta lucha en el calvero de la selva porque Yuc
era muy ágil y muy fuerte. Pero… ¿Qué podía hacer Yuc si tenía su cuello
entre las mandíbulas terribles de Sacol…?
así, Yuc murió y cayó sobre la hojarasca, manchándola de sangre caliente y
deliciosa que Sacol saboreaba.

Ahora bien. Sacol no podía transportar el cuerpo de Yuc a su madriguera,


pues si bien es mucho menor que su pariente Quej, el venado, tiene un
cuerpo repleto de carne deliciosa que lo hace muy pesado para la fuerza de
Sacol, así que éste, mily satisfecho por saber que ya estaba tan fuerte y ágil
como siempre, puesto que había sido capaz de sorprender y dar muerte a
Yuc, el cabro salvaje, se fue en busca de Sacolish y de sus hijos para que
juntos regresaran a devorar a Yuc.

he aquí que cuando avanzaba alegremente por el senderó de su casa, sus


pequeñas orejas se pusieron rígidas y se detuvo. La blanca cabeza giró de
un lado a otro, tratando de comprender las cosas con su olfato. Y
seguramente algo terrible le dijeron sus narices porque lanzó ün gruñido y
partió a saltos raudos hacia adelante…
¡Jamás se había visto antes correr a Saco! de aquella manera!
En verdad, parecía que Raponcac, el relámpago, iba tras su huella. No es de
extrañarse, pues, que muy en breve estuviera en el calvero donde se hallaba
su madriguera, y allí sus ojos le dieron la razón a sus narices.
Jish, el enorme tigre, el amo y señor del Mundo del misterio verde, estaba
allí, relamiéndose a la vista de Sacolish y sus cachorros.
Sacolish había salido de su madriguera y gruñía y mostraba los dientes con
valor. Jish, tan sólo se relamía y sus bigotes temblaban de satisfacción al ver
su desayuno encontrado de casualidad y tan fácil de tomar. Verdaderamente,
estaba de suerte y se azotaba los moteados costados con la cola.
Y de pronto, algo hizo volverse a Jish, a tiempo de sentir una feroz
dentellada cercana a su cuello…
Jish saltó de costado y manoteó con sus tremendas zarpas, pero ya Sacol se
había retirado de aquel mortal peligro y a diez pasos de distancia estaba
agazapado, gruñendo a Jish ferozmente y mostrando lo más posible sus
colmillos que, si bien eran terribles para otros habitantes de la selva, para
Jish no pasaban de ser unas míseras espinas.
Ya Sacolish se acercaba a él para unírsele en la lucha cuando Sacol le habló:
“—Vete, Sacolish —dijo—. En verdad, huye con nuestros hijos a toda la
velocidad de tus patas. Reúnete con nuestra gente. Vete…
Jish lo escuchaba y no se Sabe si comprendía la voz de Sacol. Lo cierto es
que estaba contemplando la escena como divertido y sus bigotes temblaban
verdaderamente como si se estuviera riendo. Ya tendría tiempo de castigar a
aquel pequeño ser que le había producido una dolorosa pero insignificante
herida. Lo fulminaría al instante y después, tranquilamente, mataría a la
hembra y así se comería en santa paz a toda la familia Pero Sacolish no
quería obedecer. “—En verdad, me quedo a morir contigo, ¡oh! mi dueño”
—decía.
“—¡No! Obedece y huye. Obedece la ley de la selva y salva a nuestra prole,
a nuestra especie, a nuestra perpetuación…”.
Entonces, tristemente, Sacolish se fue a su madriguera a llamar a sus hijos.
Y cuando Jish se preguntaba qué estaba sucediendo, una nueva dentellada
cayó sobre su cuello. Esta vez, Sacol, no largó la presa yjish se enfureció al
máximo y aun llegó a sentir temor por el lugar peligroso donde tenía
prendido a su enemigo.
Ahora bien. Jish era el luchador más formidable del Mundo verde, así que
repentinamente se lanzó al suelo de costado, para aplastar con su gran
cuerpo a su enemigo, pero Sacol fue aún más rápido, soltó la presa y de un
salto salió casi de bajo el cuerpo de Jish.
Verdaderamente enfurecido estaba Jish, y esta vez se lanzó sobre Sacol y
fue tan rápido su ataque que logró rozarlo con una de sus garras y Sacol
salió disparado por el aire y cayó pesadamente entre los helechos.
Mientras tanto, Sacolish estaba ya sobre la trilla con sus hijos. Los tres
contemplaban la escena desde lejos y dijérase que los ojos de Sacolish
estaban verdaderamente húmedos, verdaderamente con un poco de Jab, la
lluvia, dentro de ellos. Con un triste movimiento, dio una orden a sus hij os
y los tres se alejaron a gran velocidad de aquel paraje, Entretanto, Sacol
estaba herido gravemente. Una sola rozadura de la garra de Jish bastó para
abrirle una amplia brecha en el costado. Y sin embargo, cuando Jish cayó
de nuevo sobre él, aún encontró a un Sacol que luchó con bravura, hasta
que un zarpazo pleno del gran tigre acabó con su valiente existencia…
Jish, sin embargo, se lamía los costados, las patas y el brazuelo, allí donde
los fuertes dientes de Sacol habíanle dejado un recuerdo.
Pronto comería Jish, Pero lejos, muy lejos, trotaba Sacolish con sus
cachorros en busca de su gente.
EL ÁGUILA ARPIA

Incendiándose el plumaje gris contra el cielo rojo del atardecer, estaba Tind,
el águila, cuando Andrés Zenzeyul la vio por vez primera. Estaba erguida
en lo alto de un peñasco medio oculto por la maleza, que sobresalía en
medio de la selva eterna, y en verdad parecía que gozaba aquel momento
con intensidad, porque extendió sus alas, aquellas grandes y poderosas alas
que abiertas, de punta a punta, bien medían sus dos metros… Porque Tind
no sólo era la reina de las aves sino la reina de todas las águilas que
retrataban desde el cielo su sombra sobre la tierra.
Y en verdad, Tind era grande, enorme, pues no era otra que el águila arpía,
una de las más fuertes y feroces aves del mundo.
Por las tardes, Tind se posaba siempre en aquel alto peñasco, única
protuberancia en la gran planicie del monte, en pleno corazón del Mundo
del misterio, verde, como llamó Andrés Zenzeyul a la gran selva petenera.
Desde allí, Tind observaba, Tind extendía su mirada infalible hasta el
horizonte de la arboleda, que arañaba con sus dedos vegetales las tiras de
los celajes coloridos del ocaso. Tind sacudía la majestuosa cabeza,
levantaba por un instante la corona de plumas, para luego dejarla peinada
hacia atrás. Sus ojos somnolientos, amarillos con una gran pupila negra
ovalada, parpadeaban al mirar hacia la alcoba de Saqué, el sol, hacia donde
Saqué se estaba retirando en medio de una Humareda de nubes rojas,
violáceas y doradas.
Porque Tind siempre dormía en la cumbre del peñasco. Cuando la gruesa
capa de Cojyín, la noche, caía sobre la selva para ocultar la vida que en su
inmenso seno comenzaba con la obscuridad, cuando daba principio el vagar
de los grandes animales nocturnos, Tind se retiraba a un hueco entre las
rocas, un espacioso hueco que había recubierto con ramas, hojas y raíces y
allí se esponjaba y se echaba, con las alas encorvadas hacia adentro y con el
formidable pico oculto entre el suave plumaje de su pecho… Allí veía Tind
desfilar frente a ella a la familia toda de Chaira, la estrella, o contemplaba
cómo la blanca esfera de Poo, la luna, se iba resbalando por los dominios
que eran de Tind durante el día. Otras veces, cuando el viento huracanado y
la lluvia azotaban la selva, Tind veía pasar con rapidez los negros tules de
las nubes, que huían espantadas como huían ante ella las bandadas de So
sol, el zopilote. Porque ahora Tind estaba un poco más sabia que antes, a
pesar de que era un águila joven, muy joven… Apenas si hacía un invierno
que había dejado el plumaje de aguilucho y que la corona de plumas negras
de su cabeza se erizaba cuando iba a entrar en Combate. Pero Tind ya sabía
ver las cosas que estaban en la bóveda de la selva y en el suelo de la selva,
con más calma y sabiduría que antes…
Tind no era muy memorista pero sí recordaba, allá a lo lejos en la obscura
llanura de su pasado, cuando su hermosa madre le enseñaba las cosas del
Mundo del misterio verde y trataba de transmitirle su propia sabiduría…
Cuántas veces, en el lejano paraje donde había nacido, tuvo que auxiliarla
su madre porque el ímpetu de su juventud quería ser más fuerte que las
plumas de sus alas… Cuántas veces cayó pesadamente sobre los escóbales
del suelo por desoir sus consejos y lanzarse al vacío temerariamente…
Cuántas veces el terrible pico de su madre, que podía hendir el cráneo del
más grande de los monos saraguates, se volvía una cosa tierna y suave que
la tomaba a ella por las plumas del cogote y la elevaba hasta depositarla
blandamente en el seguro del nido…
Más tarde, Tind pudo volar y procurarse el alimento por sí misma y su
madre también se fue, siguiendo al poderoso padre, y Tind tomó el rumbo
de los rayos del sol, y los vientos norteños empujaron su cola hacia lejanos
parajes…
Tind era desmemoriada, pero no tanto como para olvidar lo que le aconteció
cuando vio por vez primera a Poo, la luna, en su estado de Xoroc li Poo,
que es cuando está entera, cuando está llena. A pesar de que Tind había
quebrado la cáscara de su vida hacía ya un invierno, no había visto nunca a
Poo, la luna. Y era que, cuando muy tierna, dormía entre el plumaje de su
madre desde que Saqué, el sol, iniciaba su retirada. Y así había hecho
siempre, aun ya viviendo su vida solitaria. La costumbre de cerrar los ojos
casi al mismo tiempo en que los árboles se inclinaban silenciosos y tristes al
despedir al sol, había siempre evitado el encuentro de Tind, el águila, con
Poo, la luna.
Pero, he aquí, pues, que Tind recordaba vivamente aquel día, lejano ya, en
que por vez primera, cuando estaba de caza atisbando las aguas profundas
del río desde las ramas de un pucté frondoso, esperando el momento en que
Car, el pez, saltara sobre el agua para atraparlo con sus jóvenes garras, vio
su propia imagen retratada en la azul transparencia. Se vio hermosa y
grande, casi casi tan grande como recordaba haber visto a su madre allá en
el lejano paraje de su nacimiento. Y fue tal lo que sintió Tind al verse tan
hermosa que poco a poco, mientras se contemplaba, las plumas de su
cabeza se fueron erizando, negras, largas y sedosas y Tind entonces al
verlas en el reflejo tembloroso de las ondas, sintió que su pecho reventaba
de orgullo, pues aquella corona de plumas eréctiles era el símbolo de que ya
era un águila macho poderosa, que había dejado atrás su etapa de
aguilucho…
Al verse la corona, Tind extendió las alas lo más que pudo y vio su gran
envergadura en las aguas de Nimá, el río, y entonces, con un pdderoso
empuje que dejó sacudiendo las ramas del pucté, se elevó a los cielos en
busca de una presa más noble. Que Car, el pez, siguiera nadando tranquilo,
pues ella no lo buscaría más. Car, el pez, estaba bueno para ser comido por
Qot el águila común, por Cuch el gavilán, por Tiuj-tiuj el quebrantahuesos y
aun por los aguiluchos de su misma especie… Mas no para ella, que era ya
un macho poderoso con corona negra, símbolo de su indisputada autoridad
celeste.
Y así, fue en busca de la presa favorita del águila arpía adulta, que es el
mono saraguate…
Con las enseñanzas de sus padres y con lo que el Dios Instinto habíale
inculcado, Tind logró sorprender a una manada de monos que rugían en la
cumbre de un tamarindo. Tind aún no era experta en esta clase de caza y
hubo de contentarse con lograr robarse un mono tierno que no supo
ocultarse a tiempo… Pero Tind, el águila, se elevó con su peluda presa y,
mientras iba subiendo hacia el corazón del cielo, sentía con deleite cómo
sus terribles uñas se enterraban profundamente en la negra carne de su
víctima, que aún se debatía y chillaba, hasta que Tind le impuso un silencio
eterno con el terrible argumento de su pico… Cómo brillaron las pupilas de
Tind cuando la curvada hacha de su pico se hundió en el cráneo del mono…
¡Ah… qué hermosa vida y qué alegría la que experimentaba Tind!
Se elevó por los aires con su presa, dejando abajo, muy abajo, a las
pequeñas manchas de Sosol, el zopilote, y aun comenzaron a quedarse
abajo como fumarolas, las nubes pequeñas. Tind siguió elevándose hasta
quedar con sus alas inmóviles y dejarse arrastrar por el viento. Tind seguía
su vuelo majestuoso, con la inerte presa en sus garras, mostrando a la
bóveda de la selva su primer mono, la presa más noble y codiciada de un
águila arpía…
Y fue en aquel lejano día, mientras volaba a aquella altura, que descubrió el
peñasco que constituyó su morada. Se fue a posar en él y allí se alimentó
con el mono tierno y allí decidió vivir en lo de adelante. ¡Sí! Aquel picacho
roquizo era único en la gran planicie de las copas de los árboles y era digno
de ser la morada de alguien tan poderoso como Tind.
Después que hubo comido, la joven águila se esponjó de orgullo y, como un
pavo real paseando su vanidad por el gallinero, así recorrió el peñón hasta
encontrar el hueco entre las rocas donde construyó su nido. Ya tenía casa
permanente desde donde poder contemplar a su sabor sus amplios
dominios…
fue tanto lo que trabajó ese día en la construcción del nido que Cojyín, la
noche, la sorprendió despierta por vez primera en su joven existencia, y
Poo, la luna, fue apareciendo por el mismo lado en que nace el sol.
Las pupilas de Tind se dilataron hasta redondearse y sacudió la cabeza con
violencia, mientras sentía que la coroná se levantaba, llena de orgullosa
rabia…
¿Qué era aquella esfera brillante que se elevaba en el cielo…? Había fuerte
viento y las nubes se deslizaban como serpientes por un cielo amarillento y
la luna, entonces, parecía moverse a gran velocidad. Tind estaba perpleja y
rabiosa. ¿Sería aquella un ave desconocida que quería disputarle el cetro del
espacio…?
¡Ya le enseñaría ella quien era el soberano indiscutido!
con irreprimible impulso, se lanzó al vacío desde la cumbre del picacho y se
fue hacia lo alto en busca de Poo, la luna…
Tind subió y subió, rasgando con la quilla de su pecho la negrura de la
noche, experimentando en sus alas las sacudidas del viento… Ya las nubes
negras la cegaban, pero siempre estaba frente a ella aquel ave redonda y
luminosa huyendo, huyendo…
Tind se elevó más y aumentó la velocidad. Sentía ya una vaga opresión en
el pecho y sus alas se acalambraban, pero la extraña esfera seguía huyendo,
huyendo entre las nubes y alejándose de Tind en las alturas…
¿Cuánto tiempo duró aquel duelo de potencia entre Tind, el águila y Poo, la
luna…? ¡Ni siquiera Andrés Zenzeyul lo sabe!, Lo que sí se supo fue que
por fin, el águila orgullosa fue descendiendo exhausta, casi muerta de
cansancio y de asfixia, hasta posarse en un miserable palo seco y quedarse
allí durante el resto de la noche, sintiéndose morir por el tremendo esfuerzo
realizado y viendo el rostro manchado de Poo, la luna, como si se estuviese
riendo…
Y así, Tind había aprendido a respetar a Poo, y se había dado cuenta de que
no era sino la diosa de la noche, como Saqué, el sol lo era del día.
Cuando volvió a su picacho, a la noche siguiente se asomó al hueco de su
nido para ver de nuevo a Poo… Allí estaba, esta vez quieta y solitaria, y la
suave luz de su redonda faz se reflejaba en las pupilas de Tind, que la
contemplaba ya con manso respeto y embeleso.
Así fue adquiriendo experiencia y sabiduría, Tind, el águila, que hoy era ya,
con razón, el soberano de los espacios sin límites del gran Mundo del
misterio verde…

II

Desde lo alto del peñón selvático se lanzó Tind en busca de alimento. Hacía
días que la gran águila hallábase de verdadero mal talante, lo cual hacía
refulgir sus grandes ojos y alargarle las pupilas extrañamente. Y era porque
Tind no había podido sorprender a un solo miembro de la familia de Batz,
el mono saraguate, su bocado predilecto, desde hacía varios días. Muy
pronto, los grandes monos aulladores se dieron cuenta de que por los aires
circundantes rondaba, en verdad, un enemigo poderoso, un ser aéreo que
traía la muerte en sus garras y en su enorme pico y entonces el Dios Instinto
les ordenó buscar sus refugios y sus alimentos en las ramas bajas de los
tamarindos, en las ramas bajas de los canistés, las caobas, los cedros y los
baríes, y aun en el suelo de la selva, en el piso del Mundo del misterio
verde, hasta donde la poderosa vista de Tind no podía penetrar para
descubrirlos.
Bien es cierto que esto privaba a la gente de Batz del placer inigualable de
tenderse en las más altas ramas para recibir la caricia directa de Saqué, el
sol. Pero era preferible no sentir la caricia de Saqué, el, sol, a sentir sobre
sus cuerpos el hálito frío de Pacam, la muerte.
Así, pues, Tind volaba por sus dominios rabiosamente, pasando como un
susurro gris sobre las copas de los árboles, rozando las altas ramas con su
plumaje y lanzando el terrible taladro de su mirada a través del follaje.
¡Nada! La gente de Batz había desaparecido.
Tind podía haberse alejado de aquel paraje al emppje de sus alas y buscar
otras familias de Batz más lejanas; pero Tind no deseaba abandonar aquel
peñón que le servía de vivienda. Así, pues, que ahora volaba en busca de
cualquier otro alimento.
Sobre las breves playas de Nimá, el río, que apenas podían librarse unos
cuantos metros de la selva, Tind vio algo que la hizo detenerse arriba en el
espacio y fijar su atención. ¡Sí! Allá abajo se movía Icbolay, la mortífera
serpiente nahuyaca. Iba despacio, tranquila, deslizándose sobre la arena en
busca del agua.
Tind estaba muy alto, muy alto, pero vio todo perfectamente. Y entonces,
de súbito, Tind se inclinó de cabeza y cerró las alas…
Como una piedra que cae de lo alto de una montaña, así descendió el cuerpo
de Tind verticalmente sobre Icbolay, la nahuyaca…
Pero he aquí que Icbolay también era una terrible luchadora de la selva y el
Dios Instinto la tenía muy bien aleccionada… El oído de Icbolay no era
muy bueno, pero sí sus ojos, y sobre el légamo de la pequeña playa vio una
sombra que caía… Al instante, Icbolay se recogió sobre sí misma,
haciéndose un grueso rollo, y su cabeza se elevó lista y amenazadora…
Tind no abrió las alas sino cuando estaba a pocos metros encima de Icbolay,
y el viento lanzó un gemido cuando aquellas grandes alas se abrieron
repentinamente para detener la prolongada caída…
Aleteando con furia, Tind rayó sobre Icbolay y lanzó un poderoso golpe con
el pico a la cabeza de la serpiente, pero la cabeza de Icbolay era tan rápida
como el pensamiento y a tiempo de retirarla para evitar el golpe mortal de
Tind, volvió a lanzarla hacia adelante… Sus mandíbulas se cerraron en el
cuerpo de Tind, pero tan sólo sus terribles dientes, sus terribles colmillos
como espinas curvas, se hundieron en las plumas humedeciéndolas de
veneno… entonces Tind dio un salto para arriba y volvió a caer con rapidez
increíble por la parte trasera de su enemiga, lanzando un terrible picotazo al
rollo café con rombos grisáceos… Entonces Icbolay sintió la muerte…
Aquel golpe le había destruido el movimiento porque le había partido la
espina dorsal… Icbolay no se preocupó más por atacar y trató de esconder
la cabeza entre el rollo inmóvil de su cuerpo, pero otro golpe terrible de
Tind le destrozó el pequeño cerebro…
Aún no había dejado de debatirse en sus últimas muestras de vida, cuando
ya Icbolay iba muy alto, muy alto por el cielo azul, transportada en las
garras de su gran enemiga alada… así Tind, el águila, comió aquel día un
bocado no tan excelente como Batz, el mono, pero sí muy agradable porque
lo había logrado venciendo en un combate.

III

Ahora diremos, contaremos cómo y por qué Tind, el águila, volvió a


encontrar a la familia de Batz, el mono, que se había ocultado a su mirada
durante muchos días.
Resulta que estos Batz, que eran en total unos cuarenta y que eran grandes y
peludos y atronaban los silencios de la selva con sus rugidos, desde que
Tind los perseguía se habían abstenido, muy a su pesar, de lanzar el clamor
de sus roncas voces y de aparecerse por las ramas altas de los árboles,
sabedores que sus negras figuras eran muy prontamente descubiertas por el
águila desde grandes alturas. Ahora vivían en silencio en las más bajas
ramas de uno de los árboles de su predilección, un ingente zapotal de
frondoso follaje que daba los frutos incomparables de Saltul, el zapote. Y
era precisamente la época en que estos frutos exquisitos, de tan maduros,
caían del árbol y se estrellaban en el suelo desparramando la roja gloria de
su pulpa por doquier…
Ahora bien. La gente de Batz devoraba y devoraba cuanta fruta poníase a su
alcance; y como eran tantos y tan glotones, muy pronto terminaron con la
que hallábase en las ramas bajas. Los monos dirigían sus ávidas miradas a
la cumbre del árbol, que por recibir más directamente la caricia de Saqué, el
sol, tenía las ramas agobiadas con el peso y la madurez de sus frutos. Pero
nadie se atrevía a llegar hasta allí porque, si bien su gula era muy grande, el
miedo a Tind era mayor.
De vez en cuando, principalmente por las tardes, cuando el sol teñía de oro
rojo las copas de los baríes y los tamarindos, algún Batz sentíase valiente y
con todo sigilo, siempre escudriñando la bóveda de ramaje con gran
precaución, se deslizaba por las ramas hasta la copa, robaba un suculento
zapote y descendía como si ya Tind aleteara sobre sus pelos. Pero este valor
era muy escaso entre los monos, y el mismo que el día anterior había
llevado a cabo la hazaña, tardaba muchos días en desear repetirla. Los más
atrevidos eran los que aún solían viajar en la espalda de su madre, porque
aún no tenían plena conciencia de sus vidas, de sus existencias. Pero las
madres manteníanlos quietos, propinándoles grandes palizas, bien con las
negras y lampiñas palmas de sus manos o bien, cuando se enfurecían
verdaderamente, con una rama cortada para tal efecto.
Mas, he aquí que un día, cuando a media mañana Saqué, el sol, retozaba
alegremente con las hojas cabrilleándoles un enjambre de colorido, la gente
de Batz comenzó a oír en la alta fronda un ruido por demás familiar. Era la
gente de Mash, el mico, la gente a quien los Batz más despreciaban, a pesar
de ser sus más íntimos parientes.
Y en efecto, saltando con la agilidad y alegría de siempre, comenzaron a
sacudirse las ramas vecinas cada vez que a ellas caía, procedente de otra,
alguien de la gente de Mash.
Y… “¡Oh, desesperación! Estos vagabundos, estos estúpidos micos que no
tienen paraje estable, que deambulan por todas partes mostrando sus
cuerpos flacos y sus colas largas y ridiculas; estos seres verdaderamente
despreciables, que no hacen más que comer y saltar y andar como locos de
un lado a otro; que no aúllan hasta hacer estremecerse el más íntimo rincón
del Mundo verde, como nosotros, ha caído en nuestro árbol, en la misma
cúspide donde está nuestra fruta y ahora se detienen y comienzan a
devorarla con toda insolencia…55 Esto decían entre sí las gentes de Batz,
que desde abajo contemplaban a sus primos dándose un suculento banquete
de Saltul, el zapote, en el paraje que ellos llamaban de su propiedad.
Muy pronto comenzó la gente de Batz a moverse con intranquilidad de una
rama a otra y, por fin, un Batz iracundo lanzó a lo alto un gran insulto…
“—¡Vagabundos… cuerpos secos, colas flojas!’5 —rugió.
Las gentes de Mash, arriba, detuvieron por un instante sus retozos y se
fijaron, a su vez, en los parientes mayores, que estaban abajo, muy abajo…
“—¡Haraganes peludos; gritones y alborotadores!” —chilló un mico desde
una cimbreante rama.
Entonces se generalizaron los insultos entre la gente de Batz y la gente de
Mash. “—Vengan a comer aquí arriba, panzas negras, cobardes —gritaban
con su voz
chillona los Mash—…no tengan miedo a Tind, el águila…”.
“—¡No tenemos miedo, barrigas lampiñas —rugían los Batz—… es sólo
que a ustedes, por asquerosos, no los quiere Tind, el águila…! ¡Fuera de
nuestro paraje!
¡Estos son, en verdad, nuestros asoleaderos y nuestros frutos…!”.
“—¡El Mundo verde no tiene dueño!” —replicó a gritos un Mash,
sabiamente. Entonces, los Mash comenzaron a arrojar a la gente de Batz los
zapuyules de los zapotes y muchos de ellos hacían blanco violento en los
peludos cuerpos de los Batz… Ni siquiera tenían la cortesía de tirarles los
frutos sino únicamente las pepitas.
Entonces, verdaderamente se enfureció la gente de Batz y, locos de ira, se
lanzaron a las altas ramas rugiendo pavorosamente.
Muy pronto una gran batalla arbórea dio principio y la cumbre del zapotal
hervía, se cimbreaba, se abría y cerraba con violencia, y era de oirse aquel
estruendo. No hubo animal, grande o pequeño, que en el suelo de la selva
no alzara la cabeza y se quedase quieto, preguntándose qué estaba
sucediendo allá arriba.
Y Tind, el águila, que en esos instantes pasaba en un vuelo apacible,
dejándose llevar por Ice, el viento, tal sería la algazara que la oyó a pesar de
la altura a que volaba.
Al instante, sus mágicos ojos le dieron cuanto detalle quería saber.
Un momento después, algo como una gran piedra gris venía cayendo desde
el cielo en línea recta, directamente al zapotal.
A diez metros de la copa del árbol se abrieron las grandes alas, produciendo
el mismo quejido del viento, y en otro instante volvían a cerrarse y un
meteoro de plumas penetró en el ramaje y cayó en plena batalla…
Antes que ninguno de los rabiosos combatientes se hubiese dado cuenta de
lo que pasaba, el formidable pico de Tind había caído sobre el cráneo de un
gran Batz y sobre el de Mash, su rival, que al instante comenzaron a caer,
rebotando de rama en rama, juntos como cuando peleaban. Y cayeron uno
al lado del otro sobre los helechos del suelo…
Y aún antes que aquellos furiosos guerreros salieran cada cual por su lado
chillando lastimeramente, Tind, la gran águila arpía se elevaba con otro
gran mono entre sus garras.
Tind volvería más tarde y bajaría hasta el suelo de la selva para llevarse por
tumos los cuerpos de Batz y de Mash que matara de primero.
Así terminó aquella tremenda batalla arbórea … Por aquella pelea entre
parientes, por frutos que podían haber comido juntos, el ser poderoso cayó
sobre ellos, en verdad, llevándoles a Pacam, la muerte, y sembrando el
terror en sus corazones.
Muchos fueron los días en que Tind siguió alimentándose de la carne de la
imprudente gente de Batz, que había descubierto su escondrijo por odio a la
gente de Mash, la cual, como es lógico, había desaparecido del lugar al
momento, en su constante vagabundeo.
Ya el águila sabía dónde estaban los monos y aunque se cambiaran de árbol
en árbol, no dejaba nunca de encontrarlos, porque Tind exploraba el pacaje
también de árbol en árbol e incluso descendía hasta el suelo de la selva en
su busca. Fue así como la miserable tribu de Batz vivió, en verdad, días
horribles, días de agonía en que Pacam, la muerte, los perseguía
implacablemente.
Con seguridad Tind habría dado fin a toda la familia si no hubiera sido
porque a un viejo mono, muy viejo y sabio, se le ocurrió por fin lo que
nadie hubiera siquiera osado imaginar, y fue el de proponer que viajaran,
que se ausentaran para siempre de la comarca en donde, quizá por cientos y
cientos de años, habían vivido.
Y fue así como, una noche, también contra la costumbre de los monos
saraguates, 'comenzaron a moverse por las ramas con toda celeridad. Los
pequeñuelos iban sobre las espaldas de las madres y los machos abrían la
marcha. Viajaron sin descanso toda la noche, de árbol en árbol, de rama en
rama, verdaderamente rápidos. Amaneció y siguieron avanzando, a pesar
del cansancio que ya agarrotaba sus manos y sus colas y no se detuvieron
sino mediando la tarde.
Encontraron un hermoso paraje, con muchos árboles frutales y muchos de
ellos eran de “manax”, su alimento favorito, una frutita roja y deliciosa. Un
pequeño río serpenteaba entre la fronda y, en verdad, todos se regocijaron
de haber encontrado aquella nueva y tan hermosa patria, lejos de su terrible
enemigo alado.
, Por el consejo de este mono muy viejo y, por lo tanto sabio, se salvó el
resto de aquella desdichada gente de Batz.
No es de extrañar, pues, que cuando Tind los buscó, no pudo hallarlos. Por
más que recorrió y revisó la comarca en varias leguas a la redonda, la gente
de Batz había desaparecido.
Perpleja y rabiosa estaba Tind, pero no tuvo más remedio que buscar otras
víctimas, las cuales, en verdad, no eran escasas para su gran apetito y su
gran ferocidad, que la impelía a matar, matar siempre.
Una mañana, hallábase Tind en la cumbre de su peñón con la inquieta
cabeza girando a uno y otro lado constantemente en busca de una presa,
cuando vio que una gran águila bermeja avanzaba por sus dominios.
Qot, el águila bermeja de penacho, volaba a gran altura, se deslizaba
dejándose llevar por el viento apaciblemente y Tind, al instante, se
desprendió del peñón y comenzó a subir.
Muy pronto estuvo a la altura de Qot y entonces lanzó su terrible graznido
de reto, que fue correspondido al momento por el de Qot.
En verdad, fue impresionante aquel combate a muchos cientos de pies sobre
la faz de la tierra entre aquellos dos moradores del espacio, puesto que Qot,
el águila de penacho, era también muy hermosa y valiente, aunque de
menor talla que su enemigo.
Se encontraron de frente en un momento en que ambas volaban en un
espacio de azul purísimo, entre dos grandes nubes blancas como el cuerpo
de Sac-iquil, la garza inmaculada de los ríos.
Ambas seguían lanzando sus ásperas voces de reto cuando se embistieron
con fuerte batir de sus alas, y al encontrarse se echaron hacia atrás
chocando con sus garras y tratando de destrozarse el pecho. Los feroces
picos permanecían abiertos, alertas, listos para el golpe mortal, y al
momento comenzaron a descender, a pesar de que batían sus alas
rabiosamente, tratando de cegar con ellas la vista de su rival.
Las plumas bermejas y grises caían lentamente de lo alto y eran arrastradas
lejos por la brisa; y en verdad, aquellas fieras aladas luchaban con denuedo,
siempre cayendo lentamente y atacándose con sus garras a gran velocidad.
En un momento, Tind logró cegar a su enemiga de un fuerte alétazo y en el
acto su terrible pico desgarró profundamente el pecho de Qot, que comenzó
a manar sangre en abundancia. Pero fue tan rápido el ata-: que hecho con la
cabeza como la retirada de ésta, porque Qot había lanzado a su vez el pico
hacia su pecho, donde suponía encontrar el cráneo de Tind pero ya no
estaba y, en cambio, Tind al instante repitió el golpe, esta vez. sobre el
doblado cuello de Qot… Aquel pico amarillento, verdaderamente
formidable, se hundió cortando el cuello de Qot, cortando la yugular como
si hubiera sido un tierno bejuco, y al momento las abiertas alas de Qot se
encogieron espasmódicas en verdad, como si un mágico soplo las hubiera
cerrado, y dando vueltas y más vueltas en el ancho espacio, Qot caía, caía
como una piedra, pues ya Pacam, la muerte, hacía rato que se había
adueñado de su corazón.
¿Y Tind…? Tind venía siguiéndola con la rapidez de una flecha, lanzando
sus fuertes graznidos de victoria…
Cuando el cuerpo de Qot se metió en la selva con gran estruendo de ramaje,
Tind pasó rauda sobre el hueco de las hojas que señalaba la tumba de Qot, y
graznando fuertemente su grito de victoria, se perdió en el espacio en
dirección a su morada.
*
¡Oh, Tind, el águila!
Verdaderamente eres el monarca de los inconmensurables espacios azul y
blanco; eres la encarnación de la fuerza y el poder que el Mundo del
misterio verde envió a su cielo para custodiarlo… ¡Eres grande, bella,
valiente y cruel como el Mundo del misterio verde…'! Pero te has
ensoberbecido, en verdad, grandemente y crees que no hay nadie más
poderoso que tú; que eres la omnipotencia de tu reino abismal…
Y he aquí, pues, que Tind comenzó a cansarse de su paraje. Era allí el
monarca indisputado de los espacios y no había ave, pequeña o grande que
al verla no huyese con el miedo clavado en lo más profundo de su corazón.
Terna caza en abundancia, que sus mágicos ojos sabían descubrir, ya fuera
pastando en las camperías abiertas de la selva, o sobre los árboles de la
selva, o sobre la arena de los ríos. Pero Tind se estaba aburriendo y decidió
emprender un largo viaje. Además, deseaba ya hacerse de compañera con la
cual poder empollar a los herederos de su extenso reino, y ninguna de su
especie podía encontrar por aquellos contornos, pues ha de saberse que el
águila arpía es muy escasa.
Por lo tanto, una madrugada, cuando Saqué, el sol, venía empujando al día
desde las sombras entre grandes tiras de celaje púrpura y oro, las grandes
alas de Tind abandonaron el peñón y se tiñeron con el fuego del alba
cuando puso su rumbo hacia el oriente.
Aquellas enormes y poderosas alas la fueron llevando lejos, lejos, muy lejos
y dejó atrás leguas y más leguas de selva cerrada, compacta, eterna…
¡Qué gran susto habría estallado en el corazón de Batz si hubiesen sabido
que sobre su nueva y tranquila morada había pasado aquel formidable
enemigo…!
Pero Tind, el águila, no iba de caza sino que de viaje. ¿A dónde…? No lo
sabía.
Iba solamente viajando, solamente buscando algo nuevo, nuevas aventuras.
Y he aquí, pues, que volando de esta manera, al tercer día estaba lejos, muy
lejos de su punto de partida. Volaba a gran altura y desde allá vio muchos
lagos, unos grandes, otros pequeños… Y mientras estaba contemplando
desde cientos de pies de altura aquel panorama tan hermoso, oyó un raro
zumbido, un ruido como jamás había penetrado antes por sus oídos.
Escudriñó hacia el horizonte, hacia el lugar de donde procedía el ruido y
allá, muy lejano, vio un punto en el espacio que irradió un plateado reflejo a
la herida del sol.
Tind, al instante, tomó aquel rumbo, y pronto, muy pronto, estuvo
convencida.
¡Sí! Tratábase de un ave, un ave extraña y plateada que venía hacia ella
vertiginosamente.
Tind, al momento, sintió que las negras plumas de su cabeza se erizaban y
la eterna rabia y pasión por el combate brincaron al punto dentro de su
salvaje pecho. Aquella ave era grande, enorme en verdad, como jamás
había visto otra, pero Tind no sabía lo que era miedo, ni siquiera temor…
Ahora comprendía. Aquel rugido era el grito de desafío de aquella ave
monstruosa. Entonces, ella también lanzó el suyo, potente, impresionante,
tan fuerte como jamás lo había lanzado. Tomando velocidad, se lanzó de
frente contra su adversario…
Verdaderamente hermosa iba Tind, el águila, rauda, en verdad como Nimlá-
icc, el ventarrón, en derechura hacia Pacam, la muerte, lanzando su grito de
reto.
Su rival venía a una velocidad nunca imaginada por ella, así que pronto
Tind se echó hacia atrás y presentó sus garras cuando se encontraron…
Por un breve instante, hubo una alteración en el zumbido de aquel extraño
pájaro, que siguió su rumbo impávido y por los aires caían desmenuzados
los pedazos y las plumas de Tind, el águila arpía, que en busca de aventuras
llegó hasta la ruta de Sosol-chich, el aeroplano, el zopilote de hierro de
Güinc, el hombre.
Así terminó la soberbia de Tind, la gran águila arpía, que creyó ser la
omnipotencia del reino abismal…
Y lej os, muy lejos en verdad, la sangre de la tarde estaba cayendo sobre un
peñón solitario, el trono de Tind, la grande y valiente águila arpía.

LA NAHUYACA
I

Ahora haremos un relato extraño; contaremos algo de lo que Andrés


Zenzeyul pudo ver en lo que él llamó “el bajo vientre de la selva”. Y nos
explicó por qué:
Hay en verdad —dijo— cinco dimensiones, cinco divisiones en el seno del
gran Mundo del misterio verde, que fueron creadas, hechas por Alom y
Cajolom, Tzacol y Bitol, los cuatro Dioses Constructores y Formadores, en
la primera mañana, la primer alba del mundo.
Una es la que está bajo el suelo de la selva, que podemos llamar las piernas
y los pies del Mundo verde. Esta es la región de la raíz de Chee, el árbol,
donde descansa el asidero de Chee, el árbol, que hace posible se mantenga
en pie. Aquí es donde moran infinidad de seres pequeños, de insectos,
gusanos y lombrices y donde gusta de vivir Ba, la taltuza, y su familia.
La siguiente dimensión es el piso de la selva, o sea el “bajo vientre de la
selva”, que es donde mora la hoja muerta de Chee, el árbol y las malezas.
Es aquí donde hay infinidad de moradores y son, en verdad, de los más
temibles, pues aquí se arrastran todas las familias de Cantí, la culebra, y
Motzó, el gusano, y mil insectos terribles, como Si-naj, el alacrán y la
tarántula y el inofensivo Copopó, el sapo, y miles de seres que luchan y
mueren y viven silenciosamente en este bajo vientre del Mundo del misterio
verde.
Después, viene la tercera dimensión o división, que es la más importante y
que puede llamarse “el vientre de la selva”, y es aquí donde viven los
grandes animales que no se arrastran sino que corren y caminan sobre el
suelo, como Jish, el tigre, Tixl, el tapir, Cajcoj, el león, Quej, el venado,
Chacguá, el jabalí y cientos y cientos más; en este enorme vientre se
combate, se vive y se muere, al igual que en todas las divisiones del Mundo
del misterio verde.
La cuarta división es la que podemos llamar “el pecho de la selva” y que es
donde moran Batz el mono, Mash el mico, Cracoc-mash el micoleón y
todos los Tzic, todos los pájaros como Raxón, la calandria, Pich el pájaro
carpintero, Shalaú el pitorreal, y las grandes aves como Chacmut el pajuil y
Pun, la pava, y Guarrom el tecolote, Mo
la guacamaya y donde cuelgan y hacen sus grandes colmenas Sac-can, la
abeja y
Chiib, la avispa.
Finalmente, la quinta y última división, que es la cabeza de la selva, ó sea lo
que está sobre todo: el cielo de la selva, donde mora Raponcac el relámpago
y que sólo es habitada por Tind, el águila arpía, por Qot, el águila bermeja,
Sosol el zopilote, Cuch el gavilán y Shulel-guej el azacuán.
De estas divisiones o dimensiones, en verdad, de las más terribles y
peligrosas es el bajo vientre de la selva.
He aquí pues, el relato de la reina de este bajo vientre, la historia de Icbolay,
la terrible serpiente nahuyaca.
La vida de Icbolay, en verdad, fue muy dura desde su nacimiento. Desde
que nació junto con cincuenta hermanos en una amplia cueva que había
bajo un podrido tronco, tuvo ya conciencia de su vida, de su ser…
Icbolay, la serpiente Nahuyaca, en verdad no tuvo infancia ni conoció padre
ni madre. Al nacer, el Dios Instinto les ordenó a todos los hermanos que
partieran sin demora, cada cual por su lado, en busca de sus vidas y de sus
alimentos.
Ahora bien, Icbolay, al nacer, apenas si medía un palmo de la cabeza a la
cola y su coloración era más bien grisácea con manchas negras; pero
aunque muy pequeña y delgada, era muy ágil, muy rápida, como sólo suele
serlo durante su infancia.
Al momento partió, pues, Icbolay tomando su rumbo entre las hojas y bajo
los helechbs, al igual que sus hermanos y hermanas. Cada cual tomó
diferentes rumbos. Icbolay era cauta y avanzaba siempre con la cabeza en
alto, proyectando constantemente la bífida lengua hacia todos los ámbitos,
pues esta lengua vibrátil de las serpientes es la que les sirve para decirles la
distancia que hay entre ellas y cualquier objeto, como otro sentido más,
aunque quizá sea para compensar el casi ausente del oído, pues todas las
Cantí, todas las culebras son sordas, o casi sordas; pero en cambio, sus ojos
son maravillosos y pueden ver tan bien de día como de noche y tienen,
además, buen olfato.
Ahora bien, la pequeña Icbolay avanzaba por el suelo y tenía hambre. Era
de día y Saqué, el sol, estaba brillando, por lo que Icbolay, con las lecciones
dadas por el Dios Instinto cuando ella nació, iba temerosa.
Cualquier gran enemigo, de los seres que se desplazan por el suelo de la
selva con patas, podría pisarla y matarla, o cualquiera de ellos que gusta de
la carne de Cantí, la culebra, podía devorarla, como fue la suerte corrida por
muchos de sus hermanos, que murieron el mismo día que nacieron.
Icbolay, pues, avanzaba temerosa entre la hojarasca, pero iba hambrienta,
hambrienta con su primer hambre. Vio un pequeño agujero y metió la
cabeza allí, olfateando y vibrando la lengua. Sí. Adentro había fácil comida,
pues sintió el agradable olor de algo que el Dios Instinto al punto le dijo que
era comestible. Escurrió su cuerpo dentro del agujero y cayó en el pequeño
nido de Chilí, el grillo. Toda la familia de Chilí, el grillo, que eran hasta
diez, comenzaron a chillar llenos de
espanto, pero nada podían hacer porque el largo cuerpo de Icbolay obstruía
todo el túnel de su vivienda, así que Icbolay se los tragó a todos de uno en
uno, enteros, pues Icbolay carece de dientes para masticar.
Y esa fue la primera comida en la vida de Icbolay, la nahuyaca. No muy
apetitosa, por cierto, pero se alimentó con los cuerpos de todos los
miembros de la familia de Chilí, el grillo, que estaban tranquilamente en su
casa, descansando del gran concierto que habían dado la noche anterior para
saludar a Poo, la luna, reina de las sombras.
Y así fue transcurriendo la breve infancia de Icbolay, entre sustos, hambres,
buenas y malas comidas.
Cuando ya su cuerpo medía dos palmos de longitud y lo gris de su cuero iba
cambiando a un tono café obscuro y las manchas de su espalda tomaban
poco a poco la forma de rombos grisáceos, estuvo a punto, más que nunca,
de ser arrebatada del bajo vientre del Mundo del misterio verde, por Cuch,
el gavilán, que se hallaba inmóvil y oculto entre las ramas. Sólo un milagro
salvó a Icbolay; y es tan terrible la ley de la selva que aquello que salvó a
Icbolay fue después destruido por éste.
Cuando Icbolay se arrastraba esa mañana por un peladero de tierra, que era
donde la estaba observando Cuch, el gavilán, Cho el ratón, que esta/ba
distraído atisbando a su vez los movimientos de Mulcot, el escarabajo, vio
de pronto frente a sí a Icbolay y al punto dio un salto y se metió en su
madriguera, que estaba detrás a cortísima distancia. Al momento, Icbolay se
deslizó veloz en su seguimiento y forzó su cuerpo dentro de la casa de Cho,
en el preciso instante en que Cuch, el gavilán se desprendía raudo de la
rama tras la pequeña serpiente…
Icbolay penetraba a gran. velocidad por el túnel de la casa de Cho, que era
muy estrecho, y aún estuvo a punto de ser sacada de allí, pues sintió un vivo
dolor en la cola, y al momento la contrajo metiéndola en el agujero…
Cuch estaba rabioso porque todavía había logrado lanzar su pico a la última
parte de la cola de Icbolay, pero ésta se le resbaló. De no haber sido así,
Icbolay habría sido sacada a rastras de la casa de Cho, el ratón, por el pico
del gavilán y matada por éste al momento, lo cual, ciertamente, habría
prolongado la existencia de Cho y su compañera. Pero como la cola de
Icbolay se resbaló del pico de Cuch, Icbolay irrumpió en la alcoba de Cho y
su compañera, que se encontraban ateridos de espanto en un rincón. Ahora
bien, Icbolay, la joven nahuyaca, que puede ver tan bien o mejor en la
obscuridad que en la claridad del día, vio a estos dos pequeños seres que ya
no tenían salvación, puesto que ella, con su cuerpo, tapaba la única salida
posible, al instante retrajo la cabeza hacia un lado, doblando el cuello en
una S acostada, mientras la lengua le daba la distancia para lanzar el golpe.
Al momento, su cabeza partió hacia adelante y chocó en el cuerpo de Cho,
que dio un salto, cayendo luego patas arriba, temblando en una brevísima
agonía que hacía enroscar la pelada colita. Tan rápido es el movimiento de
las mandíbulas de Icbolay para abrir y cerrarse que tan sólo pareció que le
había pegado un cabezazo; pero no había sido así. Los dos colmillos que
inyectan el terrible veneno de Icbolay, habían penetrado en el cuerpecillo de
Cho, datándolo al instante.
La hembra del ratón chillaba y corría de un lado a otro en su alcoba, pero
pronto fue alcanzada por la terrible mandíbula, y así ambos calmaron el
hambre de Icbolay en la mañana de ese día.
Entonces, Icbolay tomó posesión de la casa de sus víctimas y haciéndose un
rollo, se dispuso a dormir durante el día, pues ella era cazadora nocturna y,
además, sabía que Cuch, el gavilán, estaría afuera esperándola.
Así murieron el infeliz Cho y su compañera; tan sólo porque a Cuch, el
gavilán, se le resbaló del pico la cola de Icbolay.

II

Muchas fueron las aventuras de Icbolay en su niñez, como hemos dicho, así
como abundantes fueron durante el corto período que hay entre ésta y la
madurez.
Por fin, Icbolay era ahora una nahuyaca crecida en toda su longitud. Casi
dos metros medía el cuerpo de la más grande de las serpientes venenosas,
de color café con rombos grises. Su boca era amarilla, amarilla como el
pecho de las-calandrias y tenía las dos protuberancias nasales empinadas
hacia arribu, lo que le daba un aspecto terrible.
Nunca más volvió a comer a Cho, el ratón, y mucho menos a Chilí el grillo.
Ahora su alimento lo buscaba entre los roedores más grandes.
Como hemos dicho, por su tamaño era Icbolay, en verdad, la más grande de
las serpientes venenosas; y aunque las había tan venenosas como ella, y aún
más, su gran talla, valor y agresividad la habían hecho la reina del bajo
vientre de la selva. Cazaba únicamente de noche, o al alba o al ocaso. Tenía
su vivienda bajo un enorme tronco podrido y de allí salía de caza al
crepúsculo y en muchas ocasiones no volvía sino al amanecer. Muchas eran
las veces que, sintiéndose tremendamente pesada por el mucho alimento
tragado, el sueño la vencía antes de llegar a su casa y quedábase dormida
entre un matorral cualquiera. Algunos días solía ir a Nimá, el río, donde
gustaba de nadar, deslizar su cuerpo velozmente por las tibias aguas.
Tomaba luego un breve baño de sol y en seguida retomaba a su madriguera,
de donde no salía sino hasta la noche.
En cierta ocasión, cuando deslizábase bajo la suave caricia de Cojyín, la
noche, bajo las palmeras de guano, sintió la presencia cercana de Acam, la
cotuza, en el centro de una maúlla de escobo.
Con toda seguridad, Acam estaría dormida, por ser un roedor de costumbres
diurnas, así que Icbolay iba rápidamente, en verdad sin la cautela que
usualmente empleaba, que la hacía deslizarse tan suave, tan lentamente que
su presa se quedaba mirándola sin creer que aquello tan lento encerrara
peligro para su vida, para su existencia, para la respiración que estaba en su
nariz.
Pero, he aquí que cuando ya estaba próxima al sitio donde sentía a Acam, a
su rudimentario oído llegó el chillido de muerte del roedor. Icbolav no se
detuvo sino a escasos pies de la escena. ¡Si! En verdad, Acam estaba muerta
y no había sido otro que Otooy, el cantil tamagaz, quien la había matado.
Allí estaba Otooy, el terrible Otooy, con su veneno en verdad tan mortífero
como el de Icbolay, disponiéndose a la dura tarea de irse tragando poco a
poco a su víctima. En verdad, la ley de la selva decía claramente que
aquella comida correspondía a Otooy; pero Icbolay jamás hizo caso de las
leyes, así que se adelantó con el cuello
recogido hacia la izquierda, donde la potente cabeza proyectaba su lengua.
Otooy, la vio al momento. Otooy sabía que con Icbolay no podía discutirse
el asunto en paz. Se trataba de irse sin comer o combatir y defender lo suyo.
Otooy, el tamagaz era valiente y, además, tenía hambre. ¡No! Defendería lo
que le pertenecía. Al momento, se movió con increíble rapidez y se puso
frente a Icbolay. Se enrolló sobre sí mismo y en esta posición, con la cabeza
puesta sobre el recogido cuello, no cesaba de proyectar su lengua… Sí,
Icbolay ya estaba cerca…
Entre tanto, ésta habíase detenido también y los dos enemigos se
observaban. Icbo-lay no se había enrollado como Otooy, pues era ella la
atacante. Avanzaba poco a poco y, de pronto, como un rayo, partió su
cabeza hacia adelante.
Rápido fue Otooy también al disparar la suya, pero más rápida fue la de
Icbolay, que quedó sujeta al cuello de Otooy por las mandíbulas cerradas.
Entonces éste, como un látigo, se distendió y ambas serpientes se enrollaron
en un abrazo mortal, pero ya Otooy estaba condenado a muerte, porque
Icbolay no soltaba la presa del cuello de su enemigo, donde iba penetrando
el mortal veneno. Además, el infeliz Otooy comprendió que nada podía
hacer contra la corpulencia de Icbolay.
Muy pronto se deshizo el rollo y apareció Icbolay, deslizándose
tranquilamente hacia Acam, la cotuza.
Así murió Otooy, el tamagaz. Quiso defender lo que era suyo contra un
enemigo poderoso que no respetaba las leyes de la selva; y no sólo no pudo
comer sino que Pacam, la muerte, lo inmovilizó para siempre.
Variada, en verdad, era la comida de Icbolay y, como hemos dicho, no
respetaba nada. Tan sólo a los enemigos que no eran de su raza temía
Icbolay. Así, por ejemplo, una noche en que ya tenía seguro a Imul, el
conejo, a pesar de que le había costado mucho acosarlo, porque Imul ño se
estaba quieto, ni un momento, en el instante en que medía con su lengua la
distancia para lanzar la cabeza, alguien irrumpió en la escena con gran ruido
y entonces Imul, el conejo, dio un gran salto y desapareció en la noche.
Icbolay estaba tan rabiosa que verdaderamente peligrosa era en aquel
momento. Como un latigazo, así de rápido, volvió el cuello y la cabeza y
sus ojillos perversos rutilaron de odio cuando buscaba al causante de aquel
ruido.
Pero, he aquí que muy pronto cambió el sentimiento de Icbolay… Ya no era
odio sino miedo, un miedo terrible…
Frente a ella, mirándola fijamente y calculando ya la posibilidad de la
batalla, estaba Iboy, el armado.
¡Ahora bien! En el seno del Mundo del misterio verde hay muchos seres, en
verdad, que matan y devoran serpientes. Así por ejemplo Chacguá, el jabalí,
las mata con sus pezuñas cuando las encuentra y luego devora sus cuerpos.
Quej, el venado, no puede soportarlas y las mata con sus ágiles patas, pero
no se las come. Y entre las grandes aves de rapiña, todas gustan del cuerpo
de Cantí, la culebra.
Pero los más formidables e insaciables enemigos de la gente del bajo
vientre de la selva son, en primer lugar, Quish-ajuch, el puercoespín, que se
alimenta sólo de los cuerpos de Cantí; y en segundo, Iboy, el armado, que si
bien gusta de otros alimentos, su manjar predilecto es la carne de Cantí, la
culebra.
Así, pues, que no es de extrañarse que Icbolay al punto tratara de iniciar la
retirada, aunque lo hacía torpemente por no descuidarse y no apartar los
ojos de Iboy. Icbolay sabía que tenía sólo una esperanza: la de llegar a
Nimá, el río, que estaba cercano. Si trataba de ocultarse en alguna cueva o
agujero, de allí la sacaría Iboy cavando con sus garras que fueron hechas,
conformadas precisamente para cavar. Y subirse a un árbol era imposible
porque ha de saberse que la mayoría de las serpientes venenosas son
rastreras y muy torpes para trepar a un árbol, exceptuando aquellas
que viven en ellos, las víboras arborícolas.
Icbolay sabía que antes de lograr subir siquiera la mitad de su cuerpo a una
rama, Iboy la cogería, y entonces ya no habría salvación.
Pero también Iboy era sabio y cauto y conocía el poder de su enemiga.
Aunque sabía que aquellos terribles colmillos nada podrían contra la parte
acorazada de su cuerpo, también había que proteger las partes vulnerables,
como la barriga…
De esta suerte avanzaron largo trecho. Ic bolay retrocediendo siempre hacia
el río…
Por fin, Nimá apareció con mil estrellas flotando en sus aguas y entonces
Icbolay se lanzó hacia él a toda velocidad, dando la espalda a Iboy, que
comprendió tarde sus intenciones, pero aún alcanzó a lanzarle una terrible
mordida con sus pequeños dientes cónicos antes que Icbolay cayera al agua
y se alejara nadando…
Estos eran los únicos seres por quienes verdaderamente se asustaba el cruel
e indiferente corazón de Icbolay.
Icbolay era cruel y no gozaba de la vida. Tal vez, en verdad, esto se debía a
que nunca tuvo infancia, ni conoció a sus padres. Tal vez por ello será que
tienen tan mal carácter todas las serpientes.
Otro ser a quien temía Icbolay tanto como a Quish-ajuch, el puercoespín y a
Iboy el armado, era a Kan la formidable serpiente mazacuata que era, por su
tamaño, la verdadera reina del bajo vientre de la selva, aunque no tenía
veneno. Pero esta Kan, esta gran serpiente que muchas veces medía hasta
doce y más pies de longitud, gustaba de comer la carne de sus parientes
venenosos; y como era tan fuerte y con una piel tan gruesa, además de la
mucha grasa de su cuerpo, el veneno de las víboras no le hacía ningún
efecto, no causaba ningún daño a su existencia.
Cuando Icbolay descubría a Kan, al momento desaparecía, se ocultaba,
escondía su faz.
Una noche, Icbolay se encontró cerca de un charcal con Copopó, el sapo.
Ahora bien. Copopó, el sapo, sabía que le era imposible huir de Icbolay si
ésta se lo quería comer, si venía arrastrándose con malas intenciones.
Si se lanzara al pequeño charcal, Icbolay era muy rápida en el agua, más
aún que él mismo; si trataba de alejarse con sus torpes saltos, sería
alcanzado en el acto y cogido en una posición muy desventajosa; de
manera, pues, que Copopó comenzó a croar de la manera más ronca y
amenazadora posible, a tiempo que procedía a hincharse… Con su gran
boca hendida tragaba el aire y con éste se iba inflando, inflando su cuerpo
como un globo.
Copopó perseguía, con esto, dos fines: el de asustar con su terrible
apariencia a Icbo-lay y el de que ésta no pudiera tragárselo, no pudiera
introducírselo en su boca a causa de su tamaño.
Pero Icbolay no prestó, en verdad, atención a ninguna de las esperanzas de
Copopó.
Sin el más mínimo temor, se fue acercando despacio, sin mostrar, en
verdad, aquel miedo que Copopó se imaginaba inspirar con su apariencia.
Cuando estuvo cerca, lanzó la mortal dentellada precisamente al costado de
Copopó que estaba más inflado…
Los terribles colmillos penetraron en aquella piel rugosa y en seguida el aire
se escapó y el sapo quedó desinflado, enjuto, alargado.
Al momento, fue tragado por Icbolay sin ninguna dificultad…
*
Había dos épocas en la vida de Icbolay que eran verdaderamente
agradables, verdaderamente gozadas, disfrutadas por ella.
La una era cuando Raponcac, el relámpago, anunciaba con su voz poderosa
a todo el Mundo del misterio verde, que la época de las grandes aguas, de
Salí-abalqué, el invierno, había llegado y que Salí-saqueíl, el verano con sus
sequías, había terminado.
Era entonces cuando las grandes cataratas bajaban del seno de Choxá, el
cielo, sobre la faz de la tierra y en uno o dos días que Casagual-jab, el
aguacero torrencial, cayera sin interrupción, todo había reverdecido, todo se
alegraba en los árboles y en el suelo de la selva. Las charcas y bebederos se
llenaban y todo era alegría en aquel bellísimo Mundo verde.
Entonces era cuando los habitantes del bajo vientre de la selva se
alborotaban y cuando más abundantes eran las gentes del pueblo de Cantí,
la culebra, pues todas comenzaban a buscar lugar a propósito para invernar,
para tener un refugio seco durante la gran temporada de las aguas.
Entonces se juntaban grandes cantidades de la familia de Icbolay, e iban
todas juntas deslizando sus largos cuerpos por entre la hojarasca empapada,
bajo los helechos lustrosos y a través de los charcales, a Chamal-sulul, el
Lodazal Hondo, un lugar donde se congregaban también, para la época de
las aguas, miles y miles de miembros de la saltarina familia de Amoch, la
rana.
Verdaderamente impresionante era oír la algazara que metía toda aquella
gente de Amoch, miles y miles congregadas para celebrar la llegada de Salí-
abalqué, el invierno, y podían escucharse sus voces a una legua de
distancia.
A este lugar se dirigía Icbolay con muchas de sus hermanas y hermanos a la
hora del crepúsculo… Rodeaban ese lugar llamado Chamal-sulul y se
ponían todas a cazar a la gente de Amoch, que en verdad encontraban
deliciosa.
Esta pobre gente se metía al agua, se lanzaba de cabeza huyendo de, sus
terribles perseguidoras y caían en las fauces de las otras Icbolay que las
estaban esperando dentro del Lodazal Hondo…
¡Ah!… Aquello era en extremo divertido para Icbolay y su gente, que se
daban los grandes hartazgos con la carne de Amoch, la rana…
Cuando esto sucedía —dijo Andrés Zen-zeyul—… .nosotros los hombres
de la selva, podíamos oír claramente cómo cambiaba, en verdad, el tono del
croar de las ranas. Antes de la llegada de la gente de Icbolay, era un
concierto de alegría. Nosotros —continuaba Andrés Zenzeyul con la voz
ronca, pausada y serena—… sabíamos que habían llegado las Icbolay
porque entonces se escuchaba un largo lamento, como un canto fúnebre, sin
interrupción. Dijérase que eran almas en pena las que lloraban en la selva y
no eran sino las ranas del Lodazal Hondo lamentando la llegada de las
Icbolay.
Por varias noches continuaban llegando las Icbolay al Lodazal Hondo y
comían muchísimas ranas, hasta que se aburrían de aquel alimento y cada
cual tomaba diferente rumbo en busca de otra caza.
Entonces, volvía a escucharse en Chamal-sulul, el Lodazal Hondo, el canto
alegre de la gente de Amoch, la rana.
La otra época de alegría para Icbolay era la del celo. Esto ocurría en mitad
de Salí-abalqué, el invierno.
Pero era una época dolorosa también para Icbolay, porque andaba
desasosegada, inquieta y de un talante que la hacía más peligrosa.
Por fin brillaba Xoroc-li-Poo, la luna llena, y entonces salía Icbolay de su
madriguera como hipnotizada, verdaderamente como sonámbula, con la
cabeza levantada; y así, describiendo amplios círculos por el suelo de la
selva nocturna iba avanzando, arrastrándose como llamada por una voz
inaudible y misteriosa…
No importaba que frente a ella apareciera de pronto Imul, el conejo, o
Acam, la cotuza, o Copopó, el sapo. Icbolay no ponía atención a nada, ni a
su hambre, y seguía reptando con la cabeza en alto y la lengua en incesante
vibración, como siguiendo siempre aquella invisible voz… Y por fin
llegaba. ¿Cómo llegaba? No lo sabemos. Lo cierto es que llegaba a un
paraje donde había cientos de Cantí de diferentes especies, hembras y
machos, y de pronto, todos a una, se juntaban y formaban un gran manojo,
un gran torsal como si cientos de bejucos estuvieran entrelazados…
Este gran torsal se revolvía, ondulaba, se agitaba, iba por el suelo de un lado
a otro y entonces se producía un ruido como de zumbido, como si un panal
de avispas estuviera por allí cerca…
Poo, la luna, contemplaba desde lo alto aquella escena sin nombre, aquella
escena imposible de escribir en el libro de las cosas conocidas…
Era algo terrible e impresionante; algo monstruoso, lascivo y sublime el ver
el amor de cientos de Cantí, todas juntas, todas com-, pactas, todas
retorcidas y convulsionadas…
*
Por fin, un día, una mañana, Icbolay salió de su madriguera a tomar un
breve baño de sol.
Había una trilla en la selva donde los rayos de Saqué, el sol, levantaban por
las mañanas pequeñas nubes vaporosas al monte empapado.
Próxima estaba Icbolay a salir al sendero, cuando algo hízole alzar la
cabeza y mirar a través de los helechos.
Un^ extraña figura se acercaba haciendo ruido, tanto que hasta Icbolay, con
su pésimo oído, podía captarlo con toda claridad…
¿Qué era aquello…? El pequeño cerebro de Icbolay no discurría mucho las
cosas, pero decidió ponerse en el camino de ese extraño ser a quien, por
mandato del Dios Instinto, odiaba; y así lo hizo, saliendo al sendero y
enrollándose al punto con la cabeza en alto, lista para el ataque.
Ahora bien. Aquella figura que avanzaba haciendo mucho ruido era Güinc,
el hombre, un chiclero solitario en busca de árboles nuevos para sangrar.
¿Por qué el Dios Instinto ordenó a Icbolay odiar a Güinc, el hombre? ¡No lo
cabemos! Lo cierto es que, en verdad, es Icbolay la única de las serpientes
que se ponen a propósito en el camino del hombre para provocarlo, para
hacerle mal.
Pero este Güinc solitario era un hombre de la selva. También él en verdad,
habitaba en el seno del Mundo del misterio verde y siempre sus ojos y sus
oídos iban alertas. Guando sus pasos tomaron el recodo se detuvieron de
súbito.
Frente a él estaba Icbolay, la gran serpiente nahuyaca.
Con toda calma, Güinc, el hombre, cortó con su machete una larga y gruesa
rama de guásimo y aún estuvo quitándole con los dedos las hojas para
dejarla lisa.
Ya que la tuvo lista, se fue acercando a Icbolay.
Icbolay estaba rabiosa porque no había podido sorprenderlo. Pero… ¡Ah!…
La suerte se le estaba componiendo. Esta extraña figura venía hacia ella
despacio, por su propia voluntad. Ya luego lo tendría al alcance de la soga
de su cuello…
Y de pronto…
Algo horrible cayó sobre el cuerpo de Ic-bolay… Fue algo que quemó su
larga espalda como si Raponcac, el señor del Ruido y del Miedo, estuviera
recorriendo a lo largo de su espina dorsal…
Después, otra y otra vez sintió Icbolay aquella cosa horrenda sobre su
cuerpo y aunque quiso atacar y lanzar la cabeza hacia adelante, ya no pudo
porque no le obedeció.
Luego, sus pequeños ojos sin párpados fueron perdiendo la visión de las
hojas, de los helechos, de los árboles, del brillo de Saqué, el sol…
Se nublaron por completo cuando Pacam, la muerte, bajó sobre ella desde
los ojos de Güinc, el hombre.
LA DANTA

Hablaremos, referiremos hoy la historia de Tixl, la danta, Tixl el tapir, el ser


más corpulento y más noble del Mundo del misterio verde.
En verdad, en un mundo lleno de matanza, de acechanzas, de sangre y de
muerte súbita, donde cada ser que lo habita está siempre persiguiendo a uno
y escapando de otro, la vida de Tixl, la danta, era ejemplar por lo distinta,
por lo tranquila, por lo sabia, por lo libérrima e independiente. Era, en
verdad, una vida hermosa la de este hermoso hijo de las grandes
extensiones silenciosas, pues la llevaba serena y noblemente pero con
dignidad. ¡Sí! A pesar de ser Tixl tan corpulento y tan pacífico e inofensivo
y que hacía de la yerba, las plantas y los cogollos su único alimento, Tixl
sabía defenderse con dignidad de las acechanzas de su difícil medio y
protegía su prole y su perpetuación con tanto valor como cualquier otro
cruel hijo de las selvas, aunque, como se ha dicho, él no hacía más que
defenderse. Jamás atacó a nadie.
Tixl, pues, estaba a la orilla de una hermosa laguneta que se explayaba en
medio de una pequeña llanura que rodeaba la selva. A esta laguneta
concurrían, en verdad, multitud de seres salvajes a mitigar la sed o a
refrescar sus cuerpos. Grande, en verdad, era este remanso, salpicadas sus
límpidas aguas de hojas acuáticas: flores de Nap de pálidos pétalos,
lechuguillas de blancas y azules corolas. Un bosque de guásimos de
blanquecinos troncos sombreada una de sus orillas. Otra de sus riberas era
limpia y plana, tan sólo cubierta por el llano de la pradera; el resto de su
contorno estaba poblado de altos civalares…
Tixl hallábase solo bajo la sombra de los guásimos, contemplando con sus
pequeños ojos vivarachos la belleza de todo aquel panorama.
Era la media tarde y Saqué, el sol, estaba lavando oro en la verde
profundidad del remanso. Elabía una alga ara de aves acuáticas y eran los
gallitos de agua, de alas de mariposa, y Sac-iquil, la garza de blancura
inmaculada, que ponía notas cándidas en la agreste soledad del panorma.
Ococ el pato zambullidor, nadaba por todas partes, dejando tras de sí una
suave ondulación y se escuchaba por doquier el dulce lamento de Mucuy, la
paloma silvestre, y el armonioso e insistente canto de Coloncobá, el
guachoco.
Bella, en verdad, encontró Tixl su laguneta a esa hora de la tarde en que
Saqué, el sol, cambiaba la herida de sus rayos por sonrisas luminosas… Y
de todos los hij OS del Mundo del misterio verde, quizá tan sólo Tixl, el
tapir, era capaz de ver y apreciar la belleza y la tranquilidad…
Andrés Zenzeyul, que fue quien me contó esta y todas las historias del
Mundo del misterio verde, aseguró que este hermoso animal era el poeta de
los silencios y que podía estarse durante horas quieto, inmóvil,
contemplando un panorama. Andrés Zenzeyul, en verdad, dijo muchas
cosas de este Tixl maravilloso y entre otras, que los poetas y juglares indios
de la antigüedad tenían a la danta como símbolo sagrado de su arte y sus
ensoñaciones.
Y en realidad, este Tixl de la laguneta era verdaderamente hermoso. Estaba
en plena juventud y su talla era grande, midiendo por lo menos metro y
medio de altura, de las patas al fuerte espaldar. Era de un color gris obscuro,
tirando a negro, y su gruesísima piel estaba recubierta por una cerda corta y
áspera.
De vez en cuando, sacudía el pequeñísimo fabo y movía las grandes y
alzadas orejas para captar los mil ruidos del bosque. Estaba inmóvil, en
verdad como soñando, como contemplando el panorama y su corta y
curvada trompa no había descendido a urgar el fresco llano que alfombraba
de un verde brillante la sombra de los guásimos.
Largo rato estuvo en aquella actitud inmóvil hasta que no pudo resistir la
tentación y con lento andar fue adentrando su cuerpo en las tibias aguas. Al
rato, nadaba con tranquilidad en lo más profundo del remanso, con la
cabeza fuera y mostrando parte del espaldar. De vez en cuando, soplaba el
agua con su trompa ruidosamente, pero ni Ococ, el zambullidor, se
alarmaba. En verdad, ya todos los seres de la laguneta conocían a Tixl, el
tapir.
Amoch, la rana, vino nadando desde una hoja de Nap y al punto se subió en
aquella recia espalda con gran irreverencia y allí se estuvo, dando un largo
paseo por los contornos del lago sobre aquella húmeda plataforma de carne
y de músculo.
Por fin, Tixl abandonó el agua y se puso a comer bajo los guásimos. La
forma de su trompa le facilitaba la tarea de escoger los más tiernos bocados
entre la fresca yerba, pero sus orejas estaban siempre tensas y movibles,
captando cualquier ruido que pudiera anunciarle la llegada de un enemigo.
Hubo un momento en que dejó de comer y alzó la gran cabeza vivamente.
Allí por la ribera del lago cubierta sólo de llano, venía avanzando hacia el
agua, con gran cautela, Quej, el venado. Por un instante se detuvo y la bella
cabeza en alto, mostrando la ramazón de sus cachos, se quedó inmóvil.
Quej y Tixl se contemplaron desde lejos y entonces Quej hizo una graciosa
cabriola y corrió despreocupadamente al -agua, donde se inclinó a beber.
Había visto a Tixl y ello significaba que no había ningún peligro en los
alrededores.
Cuando ya la noche caía, Tixl abandonó la sombra del guasimal, atravesó la
pequeña pradera y se internó en la selva por un extraño sendero.
Extraño, en realidad, era el sendero que Tixl tomó para alejarse hacia el
poniente. Era ancho y limpio e íbase serpenteando entre lo más intrincado
de la selva…
No había bejucos tirantes que lo obstruyeran sino solamente lianas
colgantes que se abrían al paso de Tixl y se quedaban meciendo en vaivén
cuando se alejaba. Era, en verdad, un sendero hecho por él mismo. Cuando
Tixl deseaba abrir un nuevo camino a través de la cerrazón de malezas, tan
sólo bajaba la potente cabeza y partía veloz como el rayo, cuidando
únicamente de esquivar los grandes árboles. Podía entonces escucharse un
gran estruendo de palos y ramazón por allí por donde aquella máquina de
músculos y carne, con su gran volumen, iba abriendo en su carrera una
nueva trilla selvática para poder transitar libremente y tener por donde
escapar a gran velocidad en caso de peligro…
Tixl avanzó al trote moderado por aquel sendero que era suyo propio,
durante dos y más horas. Ya Cojyín, la noche, había sido anunciada por
Guarrom, el búho desde lo alto de un barí, pero Tixl seguía avanzando.
Cuando Cac-chaím, la gran estrella de la tarde estaba ya destilando plata
sobre las copas de los árboles, el joven tapir desembocó en una pequeña
pradera circular que había en medio de la selva.
Al momento, levantó la cabeza y emitió con su trompa un penetrante
sonido, en verdad similar a un toque de caracol, y del centro de la pradera
vinieron varias respuestas idénticas.
Pronto Tixl estuvo entre su gente. Eran hasta treinta los miembros de
aquella familia de dantas, cuyo hogar estaba en aquella pequeña pradera
desde hacía dos inviernos. La habían descubierto cuando viajaban por la
selva procedentes de oriente y al momento el viejo Tixl, jefe de la manada,
que era muy sabio, decidió quedarse allí indefinidamente.
En el centro de aquella pequeña llanura había un bosque de amates donde
una gran hoya almacenaba el agua de lluvia que duraba durante todo el
verano.
Los miembros de la familia efectuaban diariamente sus excursiones por la
selva en busca de bejucos tiernos y de cogollos recién brotados, però todos
volvían al finalizar el día y se congregaban bajo el bosque de amates.
Vivían apaciblemente, ya que juntos, no había hijo de las selvas que
cometiera la locura de atacarlos.
Jish, el tigre, y Cajcoj, el león, los únicos enemigos que tenía Tixl en el
Mundo verde, jamás serían tan estúpidos como para atacar a aquella
compacta familia compuesta de treinta corpulentos tapires entre hembras y
machos, y algunos pequeñuelos que siempre trotaban a la zaga de sus
madres.
sin embargo, desde que allí se establecieron, a pesar de la tranquilidad de
sus vidas, Jish, el tigre, había dado muerte a varios de los miembros del
pequeño clan, lo que verdaderamente había sido lamentado por todos, pues
ha de saberse que estos inteligentes seres son muy tiernos y muy unidos.
Pero esas muertes esporádicas habían ocurrido en el interior de la selva,
cuando iban solos o emparejados, porque sólo así se atrevían Jish y Cajcoj a
atacar a Tixl.
Pronto, pues, estuvo el joven Tixl entre su gente, la cual le preguntó dónde
había estado, pues, en verdad, la alarma comenzaba a prender en sus
corazones.
“—Por ahí, por ahí solamente —había respondido Tixl—…solamente
comiendo, solamente buscando bejucos tiernos por el sendero…así, Tixl
mentía. Repugnábale hacerlo, pero, en verdad, Tixl era muy egoísta en este
punto porque, como dijo Andrés Zenzeyul, quizá verdaderamente este joven
Tixl era un poeta. El había descubierto la laguneta lejana, con su bello
boscaje y su siempre verde pasto, y Tixl soñaba, soñaba… Aquel retiro era
suyo propio y quizá algún día, algún día…
Porque, ha de saberse que Tixl estaba enamorado.
Era la primera vez que esta fatal enfermedad aquejaba su joven corazón y
verdaderamente Tixl sufría, se desesperaba, lanzando profundos suspiros
desde la punta de su trompa.
Shan-ti era el nombre de su congoja y, en verdad, era la más hermosa de las
hembras solteras de la familia y de allí el porqué de la desesperación de
Tixl.
Shan-ti, que se sabía hermosa, era exigente y deseaba escoger lo mejor, ya
que los tapires son monógamos y sólo la muerte separa a las parejas. Y
ciertamente que no había uno solo de los jóvenes machos solteros que no
habría dado su cola, y aun sus orejas, por ser el escogido de Shan-ti.
Shan-ti aparentaba una completa indiferencia y era que, en realidad, no se
decidía a pesar de las constantes propuestas que recibía, muchas de ellas de
manera apremiante.
Nuestro joven Tixl, en verdad, no le era del todo indiferente porque era el
más robusto, el más rápido y el más valiente de los jóvenes de la familia y
la madre de Shan-ti era la única culpable de que aquélla no se hubiese
entregado ya como compañera de Tixl. En verdad, como dijo Andrés
Zenzeyul, las madres de las hembras de todas las especies que pueblan la
faz de la tierra, son causa de muchos sinsabores para los machos.
era porque la madre de Shan-ti vivíale diciendo a ésta:
“—En verdad, tú no ves las cosas claras. Este joven Tixl es bueno, sí> pero
muy disipado. No hace sino desaparecer y vagar él solo quién sabe por
dónde. ¡A saber si no ha encontrado por ahí otra familia de nuestra misma
especie y a saber si tendrá hembra en ella…!”.
“—Si así fuera —defendía Shan-ti— no habría vuelto más con su familia”.
“—Aquí están sus padres —replicaba la madre—… .y por ellos vuelve,
pero se va durante el día…”
así, Shan-ti no podía decidirse ni a tomar otro marido ni a irse con Tixl.
He aquí, pues, el porqué de las desgracias de Tixl, el joven tapir.
Las costumbres de la familia eran bien sencillas pues, como ya dijimos,
jamás se metían en complicaciones y no hacían sino vivir sus vidas
tranquilamente. Era una vida típica de los seres que se alimentan
únicamente de yerba.
Ya estaban cayendo las últimas lluvias y el verano se vislumbraba en el
horizonte de la selva. La manada de dantas seguía su vida metódica,
haciendo pocas incursiones en la selva, por la abundancia de yerba fresca y
verde que había en la pradera. En los linderos de la selva había abundantes
ramonales, cuyas ramas y hojas alcanzaban para comer.
Sólo Tixl se ausentaba siempre y siempre iba a su refugio a bañarse en el
remanso y a pacer la fresca yerba.
En una de estas ocasiones, una mañana venía Tixl saliendo del sendero y
adentrándose confiadamente por la pradera que bordeaba su laguneta.
Venía tan confiado que no se dio cuenta de que estaba completamente
solitaria, demasiado solitaria a esa hora en que siempre había tres o cuatro
miembros de la familia de Quej, el venado, retozando en el verde llano.
Y de pronto, al pasar al lado de una matilla de tasiste, llegó de golpe a su
finísimo olfato el olor de Cajcoj, el león; pero casi al mismo tiempo, se
sacudieron las anchas hoj as de tasiste y un gran cuerpo acanelado salió
volando a tiempo que un terrorífico maullido resonó en la pradera…
Tixl quedóse paralizado por un instante, pues precisamente para esto es que
rugen y maúllan los tigres y los leones, para dejar estáticas a sus víctimas
por breves instantes, muy breves pero suficientes para hacer presa en ellas.
Así pues que el gran salto de Cajcdj, el león acanelado, terminó en el lomo
de Tixl, que llegó a doblarse por breves momentos al recibir de súbito aquel
gran peso.
Ahora bien. Cajcoj, al momento, trató de hundir las garras en los costados
de Tixl, para abrirlo, para destrozarlo, pero aquellas poderosas garras tan
sólo arrancaron las cerdas que cubrían la durísima piel mientras Tixl corría,
corría hacia adelante, hacia la laguna, en donde se zambulló con gran
chapoteo de agua…
Tixl se sumergió y aún sentía sobre sí a Cajcoj, pero durante muy breve
espacio de tiempo. Tixl hubiese querido entonces que Cajcoj no lo
abandonara, que siguiera aferrado a su espalda, para ahogarlo, ya que Tixl
puede nadar bajo el agua por largo rato. Pero pronto sintió que su espalda
quedaba libre y entonces salió a la superficie, soplando el agua de sus
narices estruendosamente…
Cajcoj, el león, estaba saliendo en esos momentos y se sacudía con
violencia, estornudando y dando vivas muestras de sentirse muy mal con
aquel violento chapuzón.
Cuando se hubo sacudido dos y más veces, Cajcoj, estornudando aún, con
las orejas completamente echadas hacia abajo, lo que demostraba la ira que
anidaba en su fiero corazón, recorría la orilla de la laguneta en sentido
paralelo al que seguía Tixl nadando.
Tixl continuaba en el agua tranquilamente y, de pronto, lanzaba un fuerte
resoplido y cambiaba de rumbo.
Por algún tiempo, Cajcoj trató de seguirlo desde la orilla, hasta que pronto
se dio cuenta de que Tixl, sólo estaba tomándole el pelo, haciéndolo ir y
venir de un lado a otro sin intención alguna de abandonar el agua.
Con un fuerte maullido de cólera y de reto, Cajcoj emprendió un corto
trotecillo hacia la selva arrastrando la hermosa cola por el verde prado.
Antes de adentrarse en la maraña, volvió la cara hacia la laguna y maulló,
mostrando los grandes colmillos amarillentos.
Tixl salió al cabo del agua. En el lugar donde había estado el león en su
cuerpo, tenía grandes arañazos sanguinolentos, pero eso era todo. Sin
embargo, se dio cuenta de que, de no haber sido porque estaba tan cerca de
la laguna, seguramente Cajcoj habría terminado por darle muerte con sus
grandes colmillos, que le hubieran destrozado el cuello. Lo que le había
faltado a Cajcoj era únicamente tiempo.
“Esto me enseñará —pensaba Tixl, mientras revolcaba su cuerpo en el
soleado llano ribereño—… a no ser tan distraído la próxima vez…55
Y en el acto echó la culpa de tal distracción a la bellísima Shan-ti.

II
A mediados de la época de Salí-saqueíl, el verano, vino para la manada de
dantas la gran calamidad.
El agua de lluvia de la hoya bajo los amates, disminuía de nivel, en verdad,
tragada insaciablemente por los rayos sedientos de Saqué, el ancho sol de
fuego. El pasto en la pradera no era sino una tenue capa grisácea cubriendo
la tierra agrietada. Sólo los amates permanecían impasiblemente fuertes,
lozanos y verdes y era allí donde la familia de dantas se congregaba a
sombrear o a beber en la hoya. El agua no habría de faltarles porque aún
había mucha, pero de vez en cuando iban todos juntos a Nimá, el río, que
estaba algo lejano, y allí permanecían por dos y más días retozando entre
las tibias aguas.
Al regresar de uno de estos viajes a Nimá, el río, comenzó la calamidad.
Venían todos trotando por una amplia trilla, la trilla que siempre utilizaban
en estos viajes. Adelante venía el viejo jefe y luego se alternaban hembras y
machos. Tixl también venía a la zaga de Shan-ti, al igual que otros machos
jóvenes. En la retaguardia marchaba una joven madre seguida de su hijo, un
jovenzuelo de pocos meses…
Y, de pronto, un ruido entre el guanal circundante, un grito del tierno tapir y
cuando la madre enloquecida volvió grupas, al igual que el resto de la
manada, vio a su hijo tendido entre la hojarasca y a Jish, el enorme tigre,
sobre él…
Con un estridente berrido, la madre se lanzó en aquel galope terrible de la
danta enfurecida y tras ella venía el tropel de toda la manada. En verdad,
era de oirse el retumbo del suelo de la selva bajo aquel terrible galope de las
dantas…
Pero Jish no estaba loco para esperar y de un formidable salto lateral se
enterró entre las palmeras de guano, desapareciendo a gran velocidad.
La manada se quedó en la trilla, viendo a la madre gemir al lado del cadáver
del hijo. Perseguir a Jish era, en verdad, como ir tras la luz de Cac-chaím, la
estrella de la tarde.
Jish había caído sobre el danto tierno y de un solo zarpazo le partió la
espina dorsal. Ya no había otra cosa que hacer sino seguir adelante, hacia su
paraje y así lo hicieron tristemente, silenciosamente, sintiendo todos el
dolor de la madre y la desaparición de aquel dantito bullicioso.
Todos sabían que en esos momentos, Jish estaría devorando a su tierna
presa tranquilamente.
Tixl, el «viejo macho jefe de la familia, estaba preocupado esa noche bajo
los amates y celebró consejo con los machos adultos, a la luz de millares de
miembros de la familia de Chaím, la estrella.
“—Si Jish se atrevió a atacar a uno de nosotros cuando veníamos todos
juntos, sin temor al estruendo de nuestro paso, eso significa que Jish estaba
verdaderamente hambriento —decía el viejo jefe—…lo cual quiere decir
que la caza no es abundante por los contornos, que ha emigrado en busca de
aguadas y pasto verde…
“—En verdad, debemos cuidar nuestros cuerpos hoy más que nunca —
continuaba el viejo tapir— … pues este Jish querrá hacer de nosotros su
medio de subsistencia, su alimento cotidiano…”.
—En verdad, debemos ser muy cautos en la selva cuando merodeemos en
busca de alimento” —agregaron los machos adultos.
Y así, muy preocupados, fueron todos a tenderse bajo el suave murmullo de
los amates.
Así dio principio la calamidad.
Forzosamente, las dantas tenían ahora que entrar en la selva a diario en
busca de alimento, ya que en la llanura nada podían encontrar. En cambio,
en la selva hallaban prontamente buenos y suaves bejucos y el árbol de
ramón, que era exquisito y alimenticio.
Muy pronto, una hembra joven fue muerta por Jish, el tigre. Cuando no
apareció en toda la noche, la manada siguió su rastro al día siguiente,
encontrando sus restos destrozados y devorados.
Algunos días después fue una pareja, una hembra y un macho que recién se
habían emparejado, los que murieron… ¿Cómo podía ser que hubiesen
muerto los dos a la vez…? Jish no podía con dos dantas al mismo tiempo.
Pero aún se alannaron más cuando encontraron sus restos. Dos habían sido
los tigres que mataron y devoraron a la pareja.
¡Sí! No cabía duda que Jish y su hembra se habían enseñoreado del paraje.
Cuando otras dos víctimas fueron cobradas por Jish, se reunió el consejo de
nuevo. Esta vez fue bajo la clara mirada de Poo, la luna.
“—En verdad, nuestros corazones están llenos de congoja —decía el jefe—

.estos dos grandes enemigos de nuestra raza seguramente nos comerán a
todos antes de la llegada de Salí-abalqué, el invierno. Si nos vamos, si
abandonamos el paraje, Jish, el tigre y su hembra, nos seguirán
incansablemente y nos irán comiendo de uno en uno entre la selva.
Verdaderamente están acongojados nuestros corazones…”.
Hubo deliberación entre los otfos machos, pero a ninguno se le ocurrió nada
porque, en verdad, nada se podía hacer. No había más remedio que ser lo
más prudentes; que cada cual cuidara de su cuerpo de la mejor manera.
Al día siguiente, Tixl se fue solo a deambular por los alrededores. No quiso
ir hasta su laguneta pues, en verdad, no se sentía muy seguro alejándose
solo con aquellos formidables enemigos rondando por esos parajes. Pero,
sin embargo, pasó toda la mañana y la mayor parte de la tarde recorriendo
los alrededores de la selva cercanos a la pradera donde habitaba su familia.
Cuando a la caída del sol volvió a la pequeña llanura, al acercarse pudo
notar que otra tragedia había caído en medio de la familia. Así era, en
efecto. Un macho joven que se separó del grupo para ir a beber en una
pequeña aguada, fue encontrado pocos momentos después muerto entre el
lodo de la orilla. Tenía desgarrada la espalda y quebrada la espina dorsal.
Las marcas de las patas de Jish, el tigre, fueron claramente visibles.
El viejo jefe volvió a reunir a su gente bajo los amates. Verdaderamente
estaba acongojado su corazón, pues no hallaba solución alguna que
proponer. Se limitaron todos a formar un círculo alrededor del jefe, pero la
palabra no salía del fondo del ser de aquellos atormentados tapires.
“—Estamos perdidos, queridos hermanos —dijo el jefe en un tono de
amarga angustia, como si se rindiera y desistiera ya de luchar— nada
podemos hacer. Parece que estamos condenados a desaparecer antes de la
llegada de Salí-abalqué, el invierno… Mas creo que debemos permanecer
siempre unidos y tratar de comer en conjunto dentro de la selva… Bien sé
que es esto muy dificultoso, pues Jish aprovecha cualquier contingencia
para atacar al más rezagado… Pero no veo otra solución…”.
Y en ese momento, se escuchó allí, bajo los amates, algo insólito, algo que
nadie había oído jamás, que no se tenía memoria de haber sido dicho antes
por ninguna danta desde el comienzo del mundo…
“—Yo salvaré a la gente de Tixl… —dijo la voz, muy segura y muy firme
—. Yo destruiré a los dos grandes enemigos de nuestra gente y, en verdad,
veremos la entrada de Salí-abalqué, el invierno, con toda la alegría de
nuestros corazones y toda la salud de nuestros cuerpos…” —Era Tixl, el
joven y robusto tapir de la laguneta quien había hablado…
Todos se volvieron a él. Había muchos ojos, todos los ojos de la tribu
puestos en él. El viejo jefe lo contemplaba en silencio, sin atinar a decir
palabra. ¿Se habría vuelto loco este joven Tixl?
—¿Cómo harás ese milagro? —preguntó por fin el jefe, en un tono de suave
burla.
“—Lo haré. Mañana mismo trabajaré yo solo en la selva. Debéis
obedecerme todos. Jish no matará otro miembro de nuestra gente… Mis
padres, mis hermanos y… Shan-ti podrán alimentarse y descansar en paz…
Hubo mil preguntas que le fueron hechas a Tixl, pero éste permaneció
tranquilo y en silencio.
“—No diré nada más —exclamó por fin, cansado de tanto alboroto—…
pero confiad en mí. Mañana iré solo dentro de la selva y a mi regreso os
diré lo que deberéis hacer…”.
Con esto, el joven Tixl se fue a echar bajo los amates y se dispuso a dormir.
Entre murmullos apagados, la asamblea de dantas se disolvió y fueron todos
a descansar con una pequeña esperanza alumbrando débilmente la
obscuridad de sus corazones.
Y cuando todos se levantaron y el sol tiñó de rojo el agua donde la tribu
bebía, Tixl había desaparecido. Los machos vieron la huella de sus pasos
que se iban hacia la selva.

III

Muy pronto, Tixl había abierto una nueva trilla en el corazón de la selva. La
hizo aventando su cuerpo a gran velocidad por entre las secas cerrazones de
maleza del vientre de la montaña. Dos y más veces repasó la trilla a gran
velocidad, hasta que se dio cuenta de que podía correr por ella sin ningún
obstáculo.
Ahora bien. Sobre esta trilla, a la vuelta de un recodo, había un gran árbol
de hormigo a medio derribar, pues no había caído hasta el suelo por haber
quedado uno de sus extremos recostado en otro árbol. Este había sido el
hallazgo de Tixl y, como según Andrés Zenzeyul, Tixl era poeta, al punto le
brotó la idea, ya que su constante obsesión era que Jish podía dar muerte a
Shan-ti.
Pues bien: la trilla abierta por Tixl pasaba debajo de este árbol de hormigo y
el lomo de Tixl, al asomar raudo por el recodo, pasaba rozando la durísima
corteza de este pran árbol.
Cuando todo estuvo concluido, esa tarde Tixl le dijo a la familia que nadie
debería ir al corazón de la selva.
“—Me esperarán todos —les dijo— al borde de los árboles, y acudirán
cuando oigan mi llamada”.
“—Así se hará” —dijeron las dantas.
Tixl se fue.
Recorrió solitario aquel sendero y se detuvo cerca del recodo tras el cual
estaba el árbol de hormigo a medio caer atravesado sobre la trilla. Entonces,
sin salirse de la trilla, comenzó a patear y a morder ruidosamente las
palmeras de guano. Verdaderamente grande era el ruido que armaba Tixl
entre el guanal; de vez en cuando, resoplaba, como resoplan las dantas
cuando están contentas y satisfechas…

Jish, que andaba de caza como siempre, oyó. Su compañera estaba


buscando dantas por otro sendero y Jish se relamió de gusto. [Qué pronto
iba a matar ese día! Verdaderamente ya sus garras y sus colmillos
necesitaban matar para su estómago, que estaba verdaderamente
hambriento.
Con gran cautela, como sólo él sabe hacerlo, se fue aproximando. Sus patas
acolchadas no hacían ruido alguno en la hojarasca. Pero Tixl lo sintió con
sus narices. Ya venía.
El corazón de Tixl estaba, en verdad, asustado.
Y de pronto se abrieron los guanales y vomitaron un rayo anaranjado con
manchas negras, mientras un rugido pavoroso resonaba por las cavernas
vegetales de la selva.
Tixl encogió el robusto cuello lo más que pudo y, en el momento de sentir
sobre su lomo el gran peso de Jish, en el preciso instante en que éste trataba
de abrirlo con sus garras y le buscaba el cuello afanosamente con las
terribles mandíbulas, Tixl partió veloz como el rayo, dio vuelta al recodo y
se metió a gran velocidad debajo del árbol de hormigo… Al momento, oyó
un gran ruido y sintió que Jish, el tigre, no estaba más sobre su lomo.
Entonces, Tixl regresó por el sendero.
JEn medio de la trilla, estaba Jish tendido a lo largo. Su gran cabeza estaba
destrozada por el tremendo choque contra el durísimo árbol, y aún estaba
moviendo la cola en su agonía.
Entonces, Tixl se fue sobre él y terminó de matarlo con sus patas de cascos
partidos, que machacaron la cabeza de Jish con el gran peso.
Después, Tixl lanzó su voz de llamada y muy pronto un gran tropel retumbó
en el corazón del monte cuando todas las dantas corrieron en busca de Tixl.
Llegaron todos. Hembras y machos. Tan sólo las crías se habían quedado
bajo los amates. ¡Allí estaba Jish destrozado! Pacam, la muerte, teníalo
inmóvil. /
En verdad, todos estaban perplejos y no sabían qué hacer con Tixl. Las
hembras le lamían las heridas de sus costados y de su espalda, aquellas que
fueron hechas por Jish en los poquísimos instantes que estuvo sobre él.
Algunos más de esos instantes y Tixl habría muerto. Por ello, se puso tan
cercano al palo de hormigo, sólo el espacio suficiente para tomar velocidad
en la carrera.
Así murió Jish, el gran tigre; y de igual manera murió su hembra dos días
después.
Tixl estuvo enfermo, echado bajo la sombra de los amates durante varios
días, a causa de las heridas que Jish y su hembra le hicieron antes de
morir…
Pero toda la manada le llevaba en sus trompas los cogollos más tiernos y las
ramás de árbol de ramón más frescas.
“—No hay duda —había dicho el viejo jefe a los otros machos—…que allí
tenéis a vuestro jefe cuando Pacam, la muerte, venga a ensombrecer mis
ojos…
Muy pronto, Raponcac, el relámpago, atronó los aires y comenzaron a pasar
las grandes partidas de gaitanes en busca de lagunas permanentes. Salí-
abalqué, el generoso invierno para la gente de paz de la selva, estaba
llegando ya y por fin Casagual-jab, el aguacero, se derramó sobre la faz del
Mundo del misterio verde y sobre la pradera de las dantas…
Todos saltaban, todos corrían, todos hacían con sus trompas ruido de
alegría.
Entonces Tixl dijo adiós a su familia; y con Shan-ti trotando suavemente a
su lado, se internó por su sendero, el sendero que había de llevarlo hasta la
bella tranquilidad de su laguneta.

EL JABALÍ

Andrés Zenzeyul, el hombre de los Cuatro Ojos que supo multiplicarlos en


la selva para ver y penetrar sus secretos, refirió después la historia de
Chacguá, el jabalí:
—En verdad -—dijo—…Chacguá, el jabalí, es uno de los más grandes
ejemplos del Mundo del misterio verde. Realmente, se admiran nuestros
corazones al ver su sabiduría. Chacguá es, en verdad, un ser relativamente
débil, si hemos de compararlo con sus grandes enemigos Jish, el tigre y
Cajcoj el león. Verdaderamente débil e inerme, a pesar de su poder es
Chacguá cuando cae bajo las zarpas de estos dos grandes matadores, que de
un solo golpe de sus poderosas garras pueden matarlo. Chacguá no tiene la
rapidez de Quej, el venado, para huir de los peligros y en cambio su carne
es exquisita. Así, pues, que aquí vemos su gran sabiduría: se compactó, es
decir, se juntaron muchos Chacguá para vivir y defenderse y desde entonces
son la fuerza más poderosa que deambula por las soledades del gran Mundo
del misterio verde. ¡Ah…! ¡Qué hermoso ejemplo, en verdad, para los
débiles, para aquellos que sólo unidos pueden defenderse de las acechanzas
de la vida…! ¡Qué verdaderamente hermoso ejemplo para los pueblos
menores que quieren ser dominados, avasallados…!
Esta, pues, no es la historia de un Chacguá solitario, de un solo jabalí, sino
el relato verídico de una manada de Chacguá, de una de las más grandes
fuerzas del Mundo del misterio verde.
Cuando fueron vistos por primera vez, estaban echados descansando en
medio de un gran camalotal. Sus cuerpos negros, de cerdas hirsutas que en
el lomo se les ponían tiesas y erectas como espinas, cuando se enfurecían,
contrastaban con las cabezas blancas, alargadas, en cuyas mandíbulas
estaban aquellos temibles colmillos, grandes y amarillentos, curvos y
filosos, en verdad, como el machete “corvo”. Había hasta cien de aquellos
terribles animales. Todas estaban tendidos en el suelo, descansando. Pero, a
pesar de hallarse en reposo, podía notarse al momento que no estaban
descuidados, que obedecían siempre a una regla, una ley, una disciplina…
En primer plano estaban echados los grandes machos. Después estaban las
hembras. Luego, los pequeños jabatos. Después, otra fila de hembras y, por
último, otra fila • de machos.
Esta era, en verdad, su formación de descanso y la formación que seguían
siempre cuando avanzaban por la selva. Quedaban pues, bien protegidos en
el centro de la piara los jabatos y las hembras.
Adelante de la manada estaba un jabalí más bien pequeño. Que era adulto,
no cabía la menor duda, pues sus grandes colmillos, que le asomaban de
ambas mandíbulas, así lo atestiguaban; y sin embargo era menor en tamaño
que la mayoría de los otros machos. Pero este pequeño jabalí debía ser, en
verdad, muy sabio y prudente porque a él se le había encomendado la
dirección de la manada, es decir, era él quien abría la marcha por las selvas
y quien marcaba la conducta a seguir.
¿Cómo y por qué había sido escogido? ¡… .No lo sabemos! Es un misterio
que ni siquiera Andrés Zenzeyul conoce.
Muy pronto, la manada estaba en pie, sacudiéndose las basuras que se
habían adherido a sus cerdas, y al momento un rumor de hoceo, de chocar
de colmillos, resonó bajo la fronda.
El guía se puso en marcha, y al momento la manada compacta iba en pos
suya.
Estaban en mitad de Salí-saqueíl, el verano, y era ésta la época más
desagradable y peligrosa para la manada. En verdad, tenía siempre que estar
de un lado a otro porque, si bien caminando eternamente juntos, como algo
en verdad inseparable, se defendían mejor, también es cierto que el
problema de la alimentación era muy grande, porque siempre había que
encontrar la comida en cantidades suficientes para calmar el hambre de
todos, para el sustento de toda la manada. Este problema era, en verdad, el
que los tenía condenados a deambular por siempre de un punto a otro, de un
paraje a otro en el Mundo del misterio verde, lo que hacía que siempre
anduviesen por territorios expuestos, desconocidos, peligrosos.
Y era esta época, como ya hemos dicho, cuando los grandes carnívoros los
buscaban con más ahinco, o los esperaban por las trillas para caerles
encima, y cuando Güinc, el hombre, entraba a la selva en compañía de
grandes partidas de Tzií, el perro, para acosar y matar a los seres salvajes.
Iba, pues, la manada con su eterna fe ciega en el guía, que avanzaba
olfateando y deteniéndose a menudo. Se dirigían hacia una laguna, no sólo
para beber sino para bañar sus cuerpos, porque en esa época no sólo Saqué,
el sol, se mantenía siempre de mal talante, sino que Sip, la garrapata, se
adhería a sus cuerpos produciéndoles un escozor que sólo Ja, el agua, era
capaz de mitigar.
Era la hora en que Saqué, el sol, es más terrible en el Mundo del misterio
verde, o sea después del mediodía. Avanzaban, pues, a toda prisa porque ya
habían venteado con sus largos hocicos, la existencia de Ja, el agua.
Por fin desembocó el guía en una pequeñísima pradera, donde estaba la
laguna que, en verdad, ya se estaba secando con el tanto calor de aquel
verano. Era una pequeña laguna circular completamente desprovista de
árboles en su derredor, exceptuando un bosquecillo de amates que había en
una pequeña colina en la ribera derecha.
El guía, pues, salió de primero, sólo él, a inspeccionar. Se detuvo en el llano
entre la selva y la laguna y giró sus narices por los cuatro ángulos del
espacio… Parecía indeciso y hubo un momento en que las cerdas del lomo
se le erizaron. Pero después de un rato de inmóvil exploración, sus dudas se
desvanecieron y entonces emitió un sonido extrañísimo. Fue hecho con los
dientes dentro de la cavidad de las mandíbulas, pero resonó exactamente
como el rápido golpear de un tambor. Ahora bien. Por este ruido que emite,
Güinc, el hombre, conoce al guía de los jabalíes por el nombre de
“tamborcito”.
Al momento, apareció la manada compacta y con el guía siempre a la
cabeza, se metieron al agua y allí pusiéronse a revolcar entre el fango, a
beber y a juguetear.
Y de pronto, en aquel augusto silencio, resonó un estallido tan espantoso
como si Ra-poncac, el relámpago, hubiera hecho estallar su cólera sobre la
misma laguna bañada totalmente por Saqué, el sol…
Al instante, la manada se quedó quieta, inmóvil… El agua se había teñido
de sangre porque cuatro jabalíes habían caído muertos…
Entonces, un ruido terrible se elevó en la manada. Era ese pavoroso ruido
que hace una manada de jabalíes enfurecidos al rechinar de cientos de
poderosos colmillos…
El guía abandonó la laguna y se puso a correr en círculo alrededor del llano
y al momento, la manada toda giraba en una amplia circunferencia y era, en
verdad, un espectáculo impresionante el verlos correr a todos en círculo
alrededor del llano, girando en una cadena de negras e hirsutas pelambres,
tronando los colmillos de una manera verdaderamente pavorosa.
Otra descarga resonó y aquellos estampidos habían partido del bosquecillo
de amates. Tres jabalíes cayeron fulminados, y entonces el guía, en la
imposibilidad de ver a sus enemigos, que no eran otros que una partida de
Guiñe, el hombre, que había penetrado al Mundo del misterio verde, para
cazar, emprendió veloz carrera hacia la selva y al momento aquel gran
círculo rugiente se tornó en un cordón que iba en pos del guía.
Güinc, el hombre, volvió a disparar y cuatro Chacguá más quedaron
inmóviles en el suelo cuando pasó el negro cordón, y entonces fue soltada
la jauría de Tzií, el perro, que había sido mantenida en silencio por Güinc
con los hocicos amarrados para evitar que ladraran, para que no dieran
muestra de su ser a Chacguá, el jabalí. Y partió la jauría, que era de diez y
más Tzií, atronando aquellos silencios con la gran algazara de sus voces, en
pos de la manada de Chacguá.
Por el bosque de amates bajaban corriendo varios Güinc, varios hombres
armados de Pub, el rifle, y se internaban en la selva guiados por las voces
de Tzií, el perro.
Ahora bien. Verdaderamente furiosa iba la gente de Chacguá, y el guía era
el más rabioso puesto que lo habían engañado tan bien, que en verdad, no
pudo presentir la emboscada… De manera que, cuando oyeron las voces de
los perros que venían raudamente en su seguimiento, el guía se detuvo y al
punto la manada hizo lo propio.
Cuando llegó la gente de Tzií, el perro, fueron recibidos por una tronazón
de colmillos espantosa, y al momento se entabló la batalla entre la jauría y
la gente de Chacguá, el jabalí…
¡Ah… esa fue, erl verdad, una batalla memorable!
Si no es por la oportuna llegada de todos los miembros de la partida de
Güinc, el hombre, al lugar de la batalla, en verdad ni un perro se habría
salvado. Pero aunque Güinc disparaba a boca de jarro y atacaba a los
jabalíes con los machetes, la gente de Chacguá seguía combatiendo con
gran valor…
Por fin, el guía salió huyendo y al punto desapareció la manada en su
seguimiento.
Entonces, Güinc, el hombre, se puso a ver los resultados de aquella batalla
memorable. Dos Güinc estaban heridos, uno de ellos peligrosamente en una
pierna. Cinco miembros de la familia de Tzií, el perro, estaban allí
completamente destrozados por aquellos terribles colmillos de los Chacguá,
y seis jabalíes yacían en verdad inmóviles sobre la tierra.
Verdaderamente contenta estuvo Pacam, la muerte, aquella tarde en el seno
de la selva.

II

El guía llevó lejos a la manada después de aquella gran calamidad.


Muchas eran, en verdad, las pérdidas sufridas por la gente de Chacguá y el
guía fue internándose en el corazón del monte virgen. Por fin, dio con una
gran extensión donde abundaba el julube, el camalote y grandes cantidades
de guásimo, que estaba botando su negra semilla y que era muy del gusto de
Chacguá.
Nimá, el río, corría por las cercanías y allí tenían a Ja, el agua, en
abundancia para beber y bañarse.
Durante el crecimiento completo de Poo, la luna, permanecieron allí los
Chacguá, reponiéndose de las heridas los que las habían recibido en la
batalla y descansando los otros.
Cuando vino la noche de Xoroc-li-Poo, que es cuando la luna está llena,
tuvo lugar una extraña ceremonia en un amplio abertal del monte.
Todos los Chacguá estaban allí, despiertos, de pie, siendo así que Chacguá
duerme durante el reinado de la noche. De un lado estaban reunidas todas
las hembras con los jabatos. Del otro lado estaban los machos adultos.
¡En verdad, era extraña la ceremonia que Poo, la luna, estaba
contemplando! En medio de los dos grupos estaba el guía, solo, inmóvil.
De pronto, echó a andar de una manera en verdad divertida. Caminaba a
pequeños saltos, como bailando. Había un gran silencio bajo la selva.
Así, caminando en esa especie de danza, recorrió primeramente el frente de
todos los machos y enseguida el frente de todas las hembras y jabatos.
Después, volvió a repetir esta danza frente a los jabatos para quedar, por fin,
inmóvil ante ellos. Entonces, comenzó a golpear la tierra con sus patas
delanteras e hizo con los dientes y las mandíbulas el ruido del tambor.
Al momento, diez jabatos, los más crecidos de entre ellos, salieron hacia
adelante y se pusieron frente al guía, golpeando a su vez la tierra con las
patas delanteras.
El guía entonces se dirigió bailando hacia la masa compacta de machos y
los diez jabatos lo siguieron, siempre golpeando el suelo con sus cascos.
Cuando hubo llegado al frente de los machos, el guía se detuvo y volvió a
hacer el ruido del tambor. Entonces, los diez jabatos se incorporaron al
momento a la masa de machos y al punto resonó bajo la selva aquel ruido
terrible de los colmillos de toda la manada, que parecía la tronazón lejana
de Raponcac, el relámpago.
Así, Poo, la luna, fue testigo de la elevación de aquellos jabatos a la
categoría de machos adultos, de guerreros, de valientes, que en adelante
marcharían en los flancos para proteger al pueblo de Chacguá.
Muy pronto, el guía se vio obligado a disponer la marcha. Nada quedaba ya
para comer y Salí-saqueíl, el verano, estaba en toda su fuerza. Todo, en
verdad, estaba árido y seco.
Principió, pues, el viaje de los Chacguá. Esta vez, se fueron hacia el oriente,
en busca de una campería inmensa que se extiende entre dos anchurosos
ríos. Allí sabían ellos que abundaba Vuach, la fruta, en los árboles de güiro,
y había extensos medanales que manteníanse siempre con agua y buena
yerba en sus orillas.
Al tercer día de marcha, cuando atravesaban una selva muy clara en el suelo
pero sombreada por altísimos árboles, tuvieron su primer mal encuentro.
Hambriento, en verdad, ha de haber andado Cajcoj, el leóri, para cometer
aquella gran imprudencia, aunque, en verdad, no puede culparse a Cajcoj de
negligencia e ignorancia, pues en los ataques y luchas de la selva siempre
son inciertos los resultados.
La verdad es que Cajcoj sintió el fuerte olor que deja la gente de Chacguá,
que es tan fuerte y penetrante que hasta Güinc, el hombre, la criatura de
peor olfato de todas las que recorren las grandes extensiones del Mundo del
misterio verde, lo percibe sin ninguna dificultad.
Entonces, Cajcoj describió un gran círculo y se puso en la ruta de Chacguá
en lo alto de una rama. Allí, en lo alto, agazapado, esperó.
Al poco rato comenzaron a sacudirse los helechos del suelo y apareció
primeramente el guía y luego el resto de la manada en perfecto orden y
formación.
Cajcoj dejó pasar a todos los Chacguá y cuando el último de ellos caminaba
debajo de su árbol, Cajcoj cayó sobre él silenciosamente, sin lanzar su
terrible maullido de ataque.
Pero, he aquí que el último de aquellos en pasar era un gran macho,
formidable guerrero y luchador. Tan pronto como sintió sobre su lomo aquel
enorme peso que lo hizo doblarse, lanzó el ruido de aviso, se tiró de
espaldas y comenzó a patalear… Cajcoj estaba ya destrozándolo a toda
prisa, pero no había podido aún romperle la espina dorsal y Chacguá había
cerrado sus mandíbulas en una pata del león, que en vano tiraba de ella para
libertarse.
Cuando por fin Chacguá quedó muerto, ¡ya todo era demasiado tarde para
Cajcoj! Una masa rugiente lo envolvía y el tronar pavoroso de aquellos
colmillos podía escucharse a mucha distancia… Cajcoj, en verdad, mostró
entonces su faz de gran valiente.
Saltaba de un lado a otro sobre aquellos peludos lomos, lanzaba sus zarpas
mortíferas a este lado, a este otro lado, pero ya su cuerpo estaba herido,
cortado como por cien puñales y Cajcoj, por fin, no fue sino una masa
informe de carne y pelos.
Entonces, los Chacguá, que devoran a sus enemigos muertos en combate,
cuando no son de su misma especie, devoraron a Cajcoj entre todos, no
dejando sino pequeños trozos de hueso. Cajcoj había logrado matar a siete
Chacguá antes de morir, pero Cajcoj, el hermoso león acanelado, no
volvería a recorrer las hermosas extensiones silenciosas del Mundo del
misterio verde, ni su terrible maullido sembraría más el espanto en el
corazón de los seres salvajes.
Por fin llegó la gente de Chacguá a su destino, la gran campería de los
medanales y allí se establecieron. Habían tenido que cruzar a nado un gran
río, pero era tranquilo y profundo y todos atravesaron sus aguas sin
novedad. Ni siquiera el más pequeño jabato se ahogó.
Allí, en esa campería donde permanecieron durante dos rutas completas de
Poo, la luna, yendo de un lado a otro en busca de la mejor yerba, durante la
primera noche de Xoroc-li-Poo, nacieron dieciocho jabatos de las hembras
preñadas. En verdad, todos se regocijaron, todos se contentaron…
Sólo de aquella manera podía mantenerse la vida de la manada, ya que
muchos eran los esqueletos de Chacguá que en la selva señalaban su
camino, la ruta de su destino.
Por fin, el guía hubo de disponer la partida de nuevo. Ya se había agotado
su alimento y debían continuar cumpliendo su misión de eternos nómadas.
Retrocedieron el camino que allí los llevara; cruzaron el río y rumbearon
hacia el norte.
Durante varias jornadas avanzaron tranquilos, comiendo lo que iban
hallando al paso, lo cual no era, por cierto, muy abundante. Aquí, un
cogollo tierno, allá una mata de julube, más allá alguna serpiente dormida,
por allá una fruta. Porque ha de saberse que el pueblo de Chacguá es
omnívoro y, por lo tanto, se alimenta de muchas cosas.

III

Una mañana avanzaban por un gran bosque de árboles de chicozapote y


chiquibules, y en verdad, esa fue la mañana en que sucedió una gran
tragedia bajo la fronda, tragedia que no lo era ni tenía importancia para los
hijos salvajes del Mundo del misterio verde, pero sí la tenía para Güinc, el
hombre, qué muchos de ellos hay que son también hijos de las selvas y
viven en ellas valientemente sus rudas existencias.
Avanzaba, pues, como digo, la manada bajo la sombra de este gran bosque
cuando Güinc, un hombre solitario que extraía el chicle de esos árboles,
escuchó el ruido que hacía la manada al desplazarse por entre los helechos
del suelo y agazapándose tras una gran piedra calcárea, esperó con la
escopeta lista.
Este Güinc imprudente disparó su arma en medio de la manada, matando al
punto a una hermosa hembra.
Hubo un revuelo entre los Chacguá, cuyo primer impulso fue el de huir,
mas el guía, que se revolvió furioso tronando los colmillos en son de
combate, muy pronto descubrió a Güinc.
Güinc, el hombre, cuya escopeta era de un solo tiro, tan sólo de un cañón,
estaba tratando de cargarla de nuevo con otro cartucho cuando vio que la
rugiente piara se le echaba encima. Entonces, Güinc no tuvo otra alternativa
que la de salir corriendo velozmente por entre los árboles.
Los Chacguá lo seguían sin cesar de hacer aquel pavoroso ruido de
colmillos.
Güinc, desesperado, buscaba un árbol donde poder subirse, ya que los que
iba encontrando en su carrera eran demasiado gruesos e imposibles de
escalar.
Por fin, hacia adelante, vio uno delgado que podía abarcar bien con brazos y
piernas. Ya se había colgado la escopeta al hombro por medio del portafusil
y así comenzó a subir lo más aprisa que pudo. No había llegado aún a la
primera rama y ya la base de aquel árbol hervía de lomos peludos y
rechinantes mandíbulas.
Güinc, muy asustado, se acomodó lo mejor posible en la delgada rama,
quizá a más de diez pies arriba del suelo y allí vio con horror que aquellos
terribles Chacguá, en el paroxismo de la furia, estaban mordiendo el tronco
del árbol y arrancándole grandes pedazos con sus poderosos colmillos y
dientes.
Los Chacguá se atropellaban,' se montaban unos sobre otros en su afán por
morder el tronco de Chee, el árbol, donde se había ido a subir el odiado
Güinc a quien ellos ya conocían.
Güinc, entonces, cargó su escopeta como mejor pudo y desde lo alto,
disparó y mató a un jabalí, pero esto no hizo sino enfurecer más a la
manada. Es cierto que se apartaban del tronco al rugido de la escopeta, pero
volvían pronto a reanudar su tarea en la base de aquel árbol.
Güinc, el hombre, disparó todos sus cartuchos, que eran solamente seis, y
seis Chacguá quedaron muertos al pie del tronco. Pero los otros seguían
cortando, destrozando la base de Chee, el árbol…
Entonces Güinc comenzó a gritar, a hacer ruido para espantarlos, a pedir
auxilio en grandes, lastimeros gritos, pero no había otro Güinc en muchas
leguas a la redonda que pudiera oírlo…
¡Verdaderamente horribles fueron aquellos últimos momentos de Güinc, el
hombre imprudente!
Con verdadero pavor, iba viendo cómo continuaban con renovada furia su
trabajo aquellos demonios cuando ya Pub, la escopeta, no dejó oír su voz
nuevamente. Poco a poco, sintió que el árbol comenzaba a vacilar; y con el
más terrible espanto lo oyó crujir…
¡Ah, Güinc!' ¿… Por qué no disparaste desde un principio desde lo alto de
un árbol grande y corpulento…? ¿Por qué, si estabas solo, te atreviste a
desafiar a una gran manada de Chacguá…?
Por fin, el árbol comenzó a inclinarse y entonces Güinc ya no gritó más.
Rezó una oración allá arriba, tiró al suelo la inútil escopeta y desenvainó la
filosa y larga moruna.
Cuando ya el árbol iba a caer, Güinc se lanzó al suelo desde arriba… Cayó
sobre los peludos lomos, pero aún logró ponerse en pie y comenzó a dar
machetazos a los Chacguá, mas pronto fue derribado por las piernas y muy
pronto el alma de Güinc, el hombre solitario, vagaba por las grandes
soledades verdinegras, mientras su cuerpo era destrozado, triturado,
devorado…
Esta fue, en verdad, una gran tragedia que sucedió bajo la selva, pero de ella
sólo Güinc, el hombre, tuvo la culpa.
Muchos días después, un grupo de chicleros encontró los restos de este
Güinc imprudente, es decir, hallaron algunos huesos con pedazos de ropa y
por éstos y algunos papeles que hallaron entre la carroña, fue identificado
este infeliz hombre que encontró, en verdad, una muerte bárbara.
Después de| matar y devorar a Güinc, la manada continuó su camino. Dos
Chacguá más habían muerto al filo de la moruna de Güinc, así que aquella
aventura les costó muchas víctimas a los Chacguá, contando a los que
Güinc mató con la escopeta.
Prosiguieron su rumbo hacia el norte, siempre en busca de alimento cercano
a alguna buena aguada, y por fin encontraron un bosque donde habían
muchas raíces comestibles y mucho árbol de “jushte”, que estaba botando
tanta fruta que tenía cubierta de ella una gran extensión del suelo de la
selva. Un pequeño arroyo corría por las inmediaciones y allí se
establecieron por larga temporada.
De vez en cuando, se desperdigaban y ambulaban por las inmediaciones,
pero siempre emparejados; en estas ocasiones era cuando Jish, el tigre,
aprovechaba para caer sobre alguna pareja solitaria… Cuando los Chacguá
acudían en gran grupo al lugar donde habían resonado los ruidos de aviso y
de alarma, ya llegaban tarde. Tendidos en el suelo, con las espinas dorsales
quebradas, estaban los dos Chacguá que deambulaban solitarios. Jish, en
verdad, era rápido como la centella y les daba muerte en tan corto tiempo
que nunca llegó el grupo de machos a tiempo de salvar a aquellos que
llamaban con mortal premura.
Entonces, los Chacguá se ocultaban entre los helechos, o los guanales
vecinos y allí permanecían durante horas y más horas al acecho, cuidando
los cuerpos de sus compañeros muertos, esperando a que Jish retornara para
devorarlos. Entonces saldrían todos a un tiempo y caerían sobre él.
Pero Jish, el tigre, era sabio y prudente. Nunca aparecía. Por fin, cuando
Cojyín, la noche, era traída en las alas de Guarrom, el búho, y de Sotz, el
murciélago, los Chacguá se retiraban a sus echaderos.
Guando volvían al día siguiente, uno de los chacguá muertos había sido
devorado y el otro había desaparecido, llevado lejos por Jish, el tigre, cuya
enorme fuerza le permitía transportar aquel gran cuerpo de Chacguá a otros
parajes.
Ya llevaban buen tiempo viviendo tranquilos aquellos Chacguá en ese
paraje cuando, de pronto, una tarde en que todos sombreaban al pie de los
altos tamarindos, el guía se levantó bruscamente de su echadero y se puso a
ventear hacia el oriente con gran insistencia. Al momento, la manada se
puso en tensión y otros machos imitaron al guía.
Largo rato estuvo aquél en posición casi inmóvil, con la cabeza levantada y
temblándole las cavidades de su blanca nariz. Por último, volvió a echarse
pero, en verdad, ya no pareció tranquilizarse de nuevo.
Pronto comenzó a sopiar fuertemente Ice, el viento. Verdaderamente aquel
aire íbase tornando en Nimlá-icc, el ventarrón, y provenía de oriente,
arremolinado y violento, sacudiendo en ráfagas espasmódicas las ramas de
los árboles.
Hubo un momento en que toda la manada se levantó de sus echaderos
mientras el guía venteaba de manera alarmante.
En seguida dio la señal de partida, una partida, en verdad, precipitada.
Porque aquella última ráfaga habíales llevado claramente el olor de Sib, el
humo, y entonces el guía se puso en marcha hacia el poniente.
Al principio, avanzaron a un trote corto y acompasado, mas pronto
comenzaron a acelerar la marcha, y media hora después aquella manada iba
en desenfrenada huida produciendo un gran tropel entre la maleza …
Muchas partidas de Quej, el venado, pasaban raudas, algunas veces saltando
sobre los peludos cuerpos de los Chacguá en su loca retirada hacia el
poniente.
Sib, el humo, había invadido completamente los claros ámbitos de la selva
y ya se sentía con toda fuerza el calor de Sham, el fuego, y a sus espaldas
oían los Chacguá su salvaje crepitar… Sham, el fuego, avanzaba
vertiginosamente por aquellos secos escóbales de la selva, llevado a
empujones violentos por Nimlá-icc, el ventarrón.
Demasiado rápido avanzó Sham, el fuego, tomando desprevenidos a los
seres salvajes. A pesar de que los árboles y helechos estaban verdes, los
escobos y guanos secos ardían como la pólvora y era por allí, por el suelo
de la selva, por donde avanzaban las largas lenguas rojas de Sham, el
fuego…
Al lado de los Chacguá corrían manadas de Tixl, el tapir, Quej, el venado,
Yuc, el cabro salvaje y una gran partida de Quiché-ac, el coche de monte,
parientes menores de los Chacguá, iba corriendo a la par de éstos.
Batz, el mono saraguate y Mash, el mico, aullaban y chillaban saltando de
rama en rama, todos hacia poniente, en verdad muy apurados. ¿Cómo había
comenzado aquella calamidad? ¿… Quién había encendido la cólera de
Sham, el fuego, sobre la selva? ¡…No cabían dudas que había sido algún
descuido de Güinc, el hombre!
¡Siempre Güinc, el hombre, hacía barbaridades a los habitantes del Mundo
del misterio verde, muchas veces por antojo, por capricho!
Y, en verdad, aquel éxodo alocado de los seres salvajes continuaba adelante
de las lenguas rojas de Sham, el fuego.
Varios Jish, varios tigres, pasaron al lado de los Chacguá, huyendo a
grandes saltos hacia poniente, y también pasó Cajcoj, el león, y sus
familiares sin cuidarse ni fijarse siquiera en los Chacguá y los otros seres
que huían, huían alocadamente…
Había un fuerte ruido en la selva, por allí por donde avanzaba Sham
empujado por Nimlá-icc, el ventarrón, y eran estallidos de ramas, crepitar
de malezas y palazón y grande torbellinos de Cha, la ceniza, subían hasta
las copas de los árboles.
Los seres salvajes estaban, en verdad, agotando sus fuerzas en aquella
terrible carrera contra Pacam, la muerte.
Muchos fueron los hijos de la selva alcanzados por Sham, y calcinados al
momento.
Entre los Chacguá, los jabatos tiernos eran los que peor iban, en verdad. Sus
frágiles patas temblaban ya por el tremendo esfuerzo de aquella carrera y
sus jóvenes músculos se acalambraban…
De pronto, alguno de ellos se detenía, renunciando a la lucha, y entonces la
madre separábase de la manada y se quedaba al lado de su cría. En un
momento, Sham los envolvía a ambos para convertirlos en Cha, la ceniza…
Seguramente habrían muerto todos los jabatos e incluso todos los Chacguá
adultos, de no haber aparecido, de pronto, Nimá, el gran río. A él se
precipitó la manada de Chacguá, sin detenerse a pensarlo un solo instante, y
también cayeron a sus aguas las partidas de Quiché-ac, el cerdo salvaje y
todos los otros hijos de la selva.
Los que peor la pasaban eran las gentes de Batz, el mono saraguate y las de
Mash, el mico, pues en aquel río tan ancho no podían usar el modo
corriente entre ellos para cruzar los ríos y que consiste en formar una gran
cadena con sus cuerpos, todos sujetos por patas, colas y manos, unos con
otros. Entonces, la cabeza de la cadena, que es la que se coloca en la copa
del árbol más cercano a la orilla del río, comienza a hacer movimiento de
vaivén y aquel gran cordón viviente principia a oscilar, a oscilar como un
grande y peludo péndulo hasta que es tan fuerte el movimiento, ya que lo
impulsan todos los monos, que el extremo inferior de aquel cordón llega
hasta la otra orilla del río y entonces el que está en la punta se sujeta a una
rama y queda así formado un puente con los cuerpos de los monos por
donde pasa la familia toda.
Cuando todos están en la orilla apetecida, el que era la cabeza del cordón se
suelta de la rama donde estaba sujeto y entonces toda la cadena viviente se
va vertiginosamente, como un latigazo, al otro lado. Pero esto lo hacen los
Batz y los Mash cuando el cauce de Nimá, el río, no es muy ancho.
Ahora, pues, no tenían más remedio que lanzarse al agua para nadar. Y en
verdad, muchos fueron los Batz y los Mash que al día siguiente flotaron
sobre las aguas, muertos, ahogados…
Los Chaguá, pues, vadearon el gran río, nadando juntos, y era de verse, en
verdad, aquel gran espectáculo de Nimá, el río, cuando Sham, el fuego,
llegó hasta la orilla a alumbrar sus aguas… Miles y miles de seres salvajes
lo cruzaron por todas partes, desde todos los ángulos, y podían verse sus
cabezas rojas al resplandor del fuego puesto que hacía rato que Cojyín, la
noche, había caído sobre la selva.
Tres días después de la aparición de Sham, el fuego, Raponcac, el
relámpago hizo un gran corte en Choxá, el cielo, y Casa-gual-jab, el
aguacero torrencial se derramó sobre el monte…
Los pájaros cantaban, las flores se abrían y los hijos del Mundo del misterio
verde saltaban, mugían, rugían en señal de contentamiento…
Salí-abalqué, el invierno, había llegado y comenzaba la época de bonanza y
tranquilidad para los comedores de yerba… Salí-abalqué, el tiempo de las
Grandes Aguas había llegado, con su fiesta de colores verdes, con la luz de
sus flores y la bella melancolía de sus atardeceres pintados de celajes…
Entonces, los Chacguá errabundos se establecieron en la selva, junto a una
gran pradera y vivieron en verdad, una época feliz.
EL LEON

Cajcoj, el león, nació en el hueco de un gran árbol que sus padres


encontraron en lo más profundo de un “sucché” de Ru-tacá, la gran sabana
petenera.
Verdaderamente feliz fue la infancia de Cajcoj, el león, y de su hermana
gemela, pues en verdad fueron dos los tiernos pumas que vieron la luz en el
gran hueco que había en la base de ese árbol del “sucché” de Ru-tacá, la
sabana.
Sus padres, sus poderosos padres, en verdad los amaban mucho y mientras
el padre regresaba de sus excursiones de caza llevando para la madre
exquisita y fresca presa, ésta amamantaba con todo amor a Cajcoj y a su
hermanita, que eran dos lindas pelotitas cubiertas por una pelusa sedosa,
amotada, de un color gris amarillento con lamparones café obscuro…
Aquellas dos pelotitas eran,\ en verdad, muy lindas y su madre las amaba
con gran ternura y las acariciaba peinando su piel con la suavidad de su
lengua y tendiéndose majestuosamente 'a lo largo para que se subieran
sobre su bello lomo acanelado y jugueteasen sobre ella y le mordieran las
orejas y los blancos bigotes, o bien se acostaba y les ofrecía el generoso
vientre blanquecino, donde estaban las ubres plenas de leche.
Pronto, Cajcoj y su hermanita fueron creciendo y ya se aventuraban, en sus
juegos, fuera del seguro del tronco. Pero ya los juegos de Cajcoj y su
hermana no eran sino como un entrenamiento, como una práctica de lo que
harían después de manera muy seria, ya que consistían en perseguirse,
morderse y luchar, y varias fueron, en verdad, las veces en que la hermana
de Cajcoj fue a quejarse con su madre de los malos tratos recibidos de su
hermano durante los retozos. Entonces, la madre reprendía a Cajcoj; y
cuando la cosa había llegado muy lejos, es decir, cuando la hermana
mostraba a su madre la punta de la nariz ensangrentada por los pequeños
pero filosísimos colmillos de su hermano, la hermosa puma le propinaba a
éste un suave golpe con la zarpa, que mandaba a Cajcoj rodando lejos por el
suelo y le hacía después refugiarse en el hueco del tronco y quedarse allí
por largo rato, gimiendo.
Muy pronto, la talla de los dos hermanos comenzó a aumentar y las
manchas cafés de la piel fueron desapareciendo, así como el color gris
amarillento fue cambiando en un canela pálido. Entonces, la madre dejó de
amamantarlos y comenzaron a participar del alimento que su poderoso
padre traía de lejanos parajes.
¡Ah… qué deleite el que experimentó Cajcoj, en verdad, cuando sus
jóvenes colmillos, sus jóvenes dientes, se enterraron por vez primera en Tib,
la carne, y sintió sus tiernos bigotes manchados con Quic, la sangre!
A partir de aquel momento, Cajcoj y su hermana fueron llevados
diariamente a Ru-tacá, la sabana, y Cajcoj se quedó extasiado al ver la
grandiosidad de aquel inmenso espacio abierto, pues hasta entonces sólo
había conocido el interior penumbroso del “sucché” donde naciera
eternamente sombreado por los grandes y pequeños árboles sin horizonte
alguno.
Así, pues, grandemente emocionado sintióse Cajcoj a la vista de la
grandiosa belleza de Ru-tacá, la sabana.
Su padre entonces le había dicho que ese era su mundo. Que allí tendría sus
cazaderos y que algún día compartiría el reinado de Ru-tacá, la sabana, con
Jish, el tigre.
Así. pues comenzó la enseñanza de Cajcoj y su hermana.
Xoroc-li-Poo, la luna llena, había visto ya cuatro veces la cara de Cajcoj
cuando éste fue llevado por su padre a su primera excursión de caza.
En verdad, no fueron muy lejos, pues fue en el interior del “sucché”, que
era muy extenso.
Cuando la noche estaba en verdad obscura, pues solamente caía desde lo
alto la suave luz de Chaím, la estrella, el padre salió de su cubil con Cajcoj
y su hermana. Ambos cachorros seguían las pisadas del padre casi tan en
silencio como aquél, pues ha de saberse que mucho antes que el padre, el
Dios Instinto les había inculcado sus calladas lecciones.
De esta suerte, fueron avanzando con toda cautela, hasta llegar a una
aguada que era el principal bebedero del “sucché”.
Había un gran árbol cubierto de musgosidades y allí trepó el padre,
indicando a sus h¡j os que lo siguieran.
Los tres estaban, pues, agazapados en una rama baja muy gruesa y
musgosa, que caía sobre la orilla de la aguada.
Ahora bien. El padre de los cachorros sabía que aún era temprano. Sabía
bien que Quej, el venado, antes de salir a comer la yerba de la sabana,
pasaba por la aguada a beber, pero aún no era la hora, pues Quej no sale con
la noche tierna sino cuando ésta ya va sazonando.
El padre no cesaba de murmurar sus consejos e indicaciones, los cuales eran
escuchados, en verdad, con toda atención por sus hijos.
Estos avizoraban la profunda claridad de la noche con sus grandes ojos,
pues, para ellos la noche era casi tan clara como el día, gracias a la especial
dotación de sus pupilas, que fueron hechas precisamente para ver de noche
por Alom y Cajolom,
Tzacol y Bitol, los cuatro Dioses Constructores y Formadores del Universo.
Largo rato esperaron, con aquella paciencia que tienen para esperar los
animales de presa.
Por fin, una leve tensión del padre puso a los dos cachorros en alerta. Algo
se movía detrás de aquella amplia hoja de guano.
… Sí, en verdad, era un cuerpo que avanzaba sigilosamente.
Guando traspuso la hoja de guano, Caj-coj y su hermana vieron por vez
primera a Quej, el venado, gozando de la vida, pues varias veces habíanlo
visto muerto, cuando sus padres lo arrastraban hasta su cubil. Al momento,
Cajcoj y su hermana sintieron que sus paladares destilaban agua y una gran
ansiedad de hambre sintieron dentro de sus estómagos…
Algo similar ha de haber estado sintiendo el padre, porque su lengua salió a
relamerle el belfo, y aun la nariz y los bigotes.
Pero Quej habíase detenido indeciso. Constantemente giraba la cabeza,
armada de cinco puntas de cuerno y olfateaba con desconfianza…
Algo presentía, aunque los leones estaban seguros que no los había sentido,
no sólo por estar ellos en alto, sino porque la imperceptible brisa de la
noche estaba soplando a-, su favor.
Entonces, Quej fue adelantándose paso a paso hacia la aguada con el largo
cuello estirado hacia adelante. De vez en cuando, deteníase y alzando la
cabeza ponía tensas las orejas y su negro hocico temblaba al percibir los
olores de la selva.
Cuado Quej hubo avanzado más, Gajcoj y su hermana sintieron cómo, a su
lado, el cuerpo de su padre se ponía tenso como la cuerda de un arco, y, de
pronto, lo vieron volar hacia abajo en el momento en que un terrorífico
maullido salía de su garganta…
Quej se quedó paralizado al sonido de aquello tan terrible; cuando quiso
correr, ya Cajcoj, el padre, estaba sobre su lomo.
Quej lanzó un berrido y se dobló con el gran peso, y al momento el cuello
de Quej experimentó una sacudida y quedó quieto sobre el suelo, con el
hocico enterrado en el lodo de la orilla de la aguada. Su espina dorsal había
sido quebrada por aquellas poderosas garras y mandíbulas.
En el colmo del entusiasmo, Cajcoj dio un gran salto y lanzó un chillón
maullido en el momento de tirarse al espacio.
Cayó sobre su padre y se fue después rodando por tierra; y aún el padre, a
quien había asustado grandemente, le propinó un zarpazo que lo hizo
bramar de dolor…, Pero luego estaba junto al cuerpo de Quej y comenzaba
a devorarlo con increíble apetito. Su hermana, menos impulsiva, había
bajado por el tronco y estaba comiendo aún antes que él…
Con una gran pierna de Quej entre las fauces, regresaron los tres a su casa.
La madre estaba ausente, pues había ido de caza a Ru-tacá y después que el
padre hubo depositado la pierna de Quej en el suelo frente a su morada, les
explicó por qué siempre había de lanzarse el maullido de combate y de
muerte, al saltar sobre una presa.
“—No creáis que es por vanidad —les decía a sus hijos— esto debe hacerse
siempre que se ataca desde cierta distancia, es decir, cuando la presa está
algo lejana de nuestros cuerpos y nuestras garras, pues así nuestra voz tiene
por objeto dejar a la presa inmóvil de espanto por breves momentos, los
suficientes para que caigamos sobre ella; y además, esta nuestra voz apaga
el poco ruido que pudiéramos hacer al saltar”.
De esta manera, Cajcoj y su hermana fueron instruidos por sus padres.
Cajcoj finalmente, cazó y mató por cuenta propia y era, en verdad, un puma
ágil, fuerte y valiente, pero incansable en la matanza, porque lo que más
agradaba a su paladar era el sabor de Quic, la sangre. Hubo una noche que
en Ru-tacá, la sabana, dio muerte a tres miembros de la familia de Quej tan
sólo para sorberles la sangre caliente de la yugular, abandonando la carne de
sus cuerpos sin comerla, para que fuera pasto de Sosol, el zopilote, al día
siguiente.
Una mañana, por fin, se despidió de sus padres, que ya estaban alistando el
hogar para recibir una nueva camada de cachorros para la entrada de Salí-
abalqué, el invierno, y se lanzó para siempre a la sabana. Jamás volvería al
paraje de su nacimiento y de entonces para adelante la vida y la libertad
eran suyas. Su hermana también tomó el rumbo de su destino y así, Cajcoj,
el joven león, sintió por vez primera en sus narices, allí donde residía su
respiración, que su existencia, su vida, dependían del olfato, los aires y los
efluvios de lejanos y nuevos parajes.
Desde entonces, la vida de Cajcoj fue, en verdad, una constante aventura y
una constante desventura para los otros habitantes salvajes del Mundo del
misterio verde. Pero esto no era culpa de Cajcoj, ya que él no hacía más que
obedecer su ley, seguir fielmente lo que le fue ordenado por Alom, y
Cajolom, Tzacol y Bitol, los dioses Constructores y Formadores de todo
cuanto existe en el agua, en el cielo y en la tierra.
Cajcoj, pues, ambulaba de un paraje a otro, siempre cazando, siempre
alimentándose, siempre bebiendo buena sangre. Tan pronto estaba en la
sabana como en el interior de las profundidades de la selva.
Y he aquí que un día, una tarde en que venía recorriendo la yerba de una
sabana desconocida, vio frente a él, paciendo tranquilamente, unos grandes
animales que él jamás había visto antes.
Ahora bien. Estos extraños animales que Gajcoj encontró no eran sino
vacas, toros y bueyes pues, en verdad, Cajcoj hallábase en una de las pocas
haciendas que hay en las sabanas peteneras.
Al punto, Cajcoj se relamió al pensar en la cantidad de sangre que habría en
aquellos hermosísimos corpachones, pero Cajcoj habíase tornado ya sabio y
prudente. Con gran cautela se fue aproximando a uno de aquellos animales,
tan sólo para quedarse contemplándolo desde cierta distancia. En efecto,
echado sobre su blanco vientre al pie de un arbolillo de nance, Cajcoj pudo
observar con detenimiento a aquel gran animal, que era un toro bastante
crecido. Sus grandes y puntiagudos cuernos no le dijeron nada bueno a
Cajcoj. Si eran peligrosos los cachos de Quej, el venado, ¿cómo no lo serían
aquellos tremendos cuernos abiertos, renegridos en su base y brillantes por
la punta…? Luego, estaba la gran talla del animal. Probablemente sus
garras serían insuficientes para quebrar aquella recia espina dorsal.
Muy desilusionado estaba ya Cajcoj, dispuesto a marcharse por otro rumbo
cuando, de improviso, vio que algo se acercaba al gran animal. Era otro
semejante, casi con los mismos cuernos, pero su olfato al punto le dijo que
se trataba de una hembra. ¡Sil Quien se acercaba no hay duda que era la
compañera de aquel extraño ser; y entonces vio también lo que cautivó su
atención por completo: al hijo de aquellos animales. Un ternero recental
brincaba por el llano en pos de la madre, y al punto la lengua de Cajcoj
salió a humedecerle la nariz y los bigotes. ¡Sí, aquello era posible de matar!
Los animales estaban relativamente lejanos de Cajcoj, pero éste pensaba y
calculaba cómo haría para caer sobre el tierno cuerpo del ternerito. ¡Si se
alejara de sus padres…!
El ternero saltaba y correteaba, pero no llegaba a alejarse lo suficiente; y
entonces Cajcoj decidió poner en práctica lo que hacen todos los leones del
mundo para atraer a los tiernos hijos de Quej, el venado. ¿Sería tan curioso
este pequeño ser extraño como lo era el hijo de Quej, el venado…?
Pronto lo sabría.
Al momento, abandonó su posición bajo el nanzal y se fue escurriendo,
verdaderamente gateando a través del monte de la sabana. Iba
completamente oculto por la yerba, que no era muy alta pero sí capaz de
ocultarlo si se iba pegado al suelo, como en realidad hacía, hasta colocarse
en la línea visual del ternero, que a la sazón se había apartado bastante de la
madre.
Entonces, Cajcoj emitió un suave y cortísimo maullido y al momento sacó
la cola en alto, muy en alto, lo más estirada que podía ponerla, fuera de la
yerba de la sabana…
Al oír aquel débil y dulzón maullido, al punto el ternero se detuvo en sus
correteos y miró hacia donde estaba Cajcoj… Entonces, vio una cosa
gruesa, de color café, muy estirada sobre el llano de Ru-tacá, la sabana.
Aquella cosa larga, que al principio estaba muy quieta, había comenzado a
moverse en un lento vaivén. Muy pronto se iba de un lado a otro
completamente. Caía a este lado con lentitud y volvía a levantarse para caer
al otro. Francamente, el recental estaba inmóvil contemplando aquello,
como fascinado… ¿Qué cosa sería esa que se movía entre el monte de Ru-
tacá…? Y a través de aquel monte, unos ávidos ojos claros, felinos, crueles,
lo observaban, porque Cajcoj estaba echado sobre su vientre dando frente al
ternero y sacando la cola por atrás.
De pronto, el ternero vio que aquella cosa extraña se quedaba rígida y al
momento, comenzaba a curvarse por la punta… Sólo la punta se iba
doblando hacia abajo y casi llegaba a formar una medita.
El recental avanzó algunos pasos, pues aquello verdaderamente le llamaba
la atención, verdaderamente era curioso de ver… Aquella cosa volvía a
ponerse rígida, para curvarse de nuevo. Después comenzó a oscilar de un
lado a otro.
¡Ah, no, era imposible no ir a ver de cerca aquella cosa tan divertida! Así
discurrió el recental, y al punto echó a andar lentamente hacia adelante…
El ternero venía completamente fascinado por aquella cosa gruesa café
obscuro que seguía oscilando frente a sus ojos. “Tan curioso como los hijos
de Quej — pensaba Cajcoj.
Ya el recental estaba a cinco pies de distancia. En un momento más podría
sentir su olor o descubrir su cuerpo y volver grupas alarmado. Entonces,
Cajcoj saltó hacia adelante, esta vez en el más completo silencio…
Jamás supo el hijo de la vaca lo que le sucedió, porque el ataque de Cajcoj
fue tan fulminante que al caer sobre la tierna espalda, sus garras ya habían
partido la frágil columna vertebral. ¡Jamás había Cajcoj trabajado tan
rápidamente…!
El ternero se hundió entre la yerba de la sabana y sus padres ni siquiera
levantaron la cabeza ni dejaron de comer.
Entonces, Cajcoj, agazapado sobre él, saboreó la sangre más exquisita que
sus fauces jamás probaran antes. Tan tierna y delicada encontró la carne,
que devoró casi totalmente el cuerpo del ternero y después, sintiéndose
pesado de tanto comer, se fue escurriendo por el monte hasta que un rato
más tarde saltaba alegremente hacia un “sucché” cercano. Treparía a un
árbol y allí, tendido en una gruesa y cimbreante rama, dormiría con toda
felicidad.

II

Muy pronto, cuando el hambre y el recuerdo de aquel exquisito bocado se


hicieron insoportables, Cajcoj volvió a la sabana de la hacienda. Su delito
parece que había quedado en el misterio, pues todo estaba tranquilo.
Usando cien artimañas y culminándolas con un poderoso zarpazo, logró
matar otro ternero, pero esta vez cundió la alarma entre el ganado, que se
puso a mugir pavorosamente y dos grandes toros se acercaban al trote
mugiendo en un tono que no dejaba dudas de cuales eran sus intenciones.
Por lo tanto, Cajcoj hubo de abandonar el cuerpo aún palpitante de su nueva
víctima y huir a grandes saltos a través del llano hasta ocultarse en un
“sucché”.
Por la noche, volvió sigilosamente y devoró el cuerpo del ternero, aunque
no estaba tan exquisito como el primero, por haberlo comido recién muerto,
palpitante y caliente aún.
Durante algún tiempo, Cajcoj vivió a expensas del ganado.
Una tarde, cercana a la hora del crepúsculo, que era la que escogía para
aquella clase de caza, al aproximarse al lugar de sus correrías notó que no
había por los contornos ninguno de los grandes y extraños animales. Podía
verlos, sí, pero en la lejanía, paciendo tranquilamente.
En cambio, al pie de un nanzal, lanzando mugidos lastimeros de soledad y
abandono, estaba un ternero solitario. ¿Qué era aquello…? ¿Se habría
extraviado aquel delicioso bocadito…? Fuera lo que fuere, Caj-coj pensó en
su buena estrella y se fue aproximando con su eterna cautela, sí, pero sin el
menor temor, puesto que no estaban cerca de su cuerpo, cerca de su faz,
aquellos poderosos cuernos de los toros.
Se acercaba, se acercaba con rapidez, pues habíase limitado a avanzar
agazapado ya que se había dado cuenta de que aquellos animales no eran
rápidos para huir y fácilmente los podía alcanzar con sus formidables saltos.
Cuando estaba disponiéndose para el salto, de entre un cerrado grupo de
nanzales partió repentinamente la voz de Raponcac, el relámpago, y algo
quemante pasó arrancándole un pedazo de piel de la cabeza… Cajcoj sintió
por un momento que se iba a caer… Al instante, una algazara terrible,
jamás escuchada antes por él, resonó en Ru-tacá, la sabana.
Era la jauría de Tzií, el perro.
Cajcoj vio avanzar a saltos hasta diez de aquellos animales que armaban
bulla tan espantosa y en pos de ellos vio a varias figuras montadas en unos
grandes animales, también muy extraños, que verdaderamente encendieron
el miedo en su corazón.
Otra vez oyó la voz de Raponcac pero no sintió ninguna quemadura, y hasta
entonces pudo reaccionar y salir huyendo en largos, vertiginosos saltos.
Verdaderamente rápido iba Cajcoj en línea recta hacia un gran “sucché” que
se veía en la lejanía…
Lanzó una mirada atrás y vio que la gente de Tzií, el perro, venía saltando
en pos suya, pero no eran tan ligeros, porque la yerba de la sabana
estorbaba su carrera…
Y aquellas figuras montadas en los grandes animales y que no eran otras
que una partida Giiinc, el hombre, a caballo, avanzaban también
rápidamente, pero Cajcoj sabía que no podrían alcanzarle. Por otra parte, su
cabeza le dolía y un ojo lo llevaba cegado por la sangre que brotaba del
lugar donde sintiera la aguda quemadura, y por ello decidió acelerar su
huida lo más posible. Así lo hizo, saltando más raudamente, tanto que
cuando fue tragado por la densa maleza del “sucché”, sus perseguidores ya
no estaban a la vista.
Dio varias vueltas y rodeos dentro del “sucché”, que ya estaba obscuro a
causa de los grandes árboles y finalmente, muy lejos del lugar por donde
entrara, se subió a un árbol, uno que estaba cercano a otro, por si había qué
escapar, y en una de sus ramas se tendió con la cabeza entre las patas
delanteras porque, en verdad, aquella quemadura le estaba produciendo un
fuerte mareo.

III

Güinc, el hombre, buscó a Cajcoj por todas partes sin lograr encontrarlo
porque, en verdad, aquella jauría de Tzií que Güinc tenía era inútil para
perseguir a los grandes felinos. Para esto, Güinc sabía que había necesidad
de perros especiales, pero él no los tenía. Sin embargo, Cajcoj, el león, que
había tardado algunos días en reponerse completamente de la rozadura de la
bala, tenía ya suficiente con lo que había recibido y un saludable respeto
hacia Güinc, el hombre y al Raponcac que enviaba a Pacam, la muerte,
desde lejos. Así, pues, que Cajcoj se alejó de aquellos parajes en busca de
otros más saludables y Güinc quedó tranquilo en su hacienda, aunque no
volvió a descuidarse más y siempre un Güinc armado patrullaba a caballo
los pequeños hatos de ganado.
Y Cajcoj… Se fue muy lejos, muy lejos, en busca de Nimá, el gran río que
Güinc, el hombre llama de la Pasión. Recorría las distancias a trote corto y
dormía sobre los árboles después de cazar.
Una noche en que andaba de caza por la orilla de un pequeño río, vio como
Alau, el exquisito tepeizcuinte, entraba a su madriguera.
Cajcoj sabía que era muy temprano aún, que la noche estaba demasiado
tierna para que Alau se retirase a su madriguera tan pronto y que, por lo
tanto, sería que había llevado a ocultar algo, algún tierno bocado a su casa y
que pronto saldría, por lo que Cajcoj se fue a agazapar sobre unas piedras
que estaban precisamente encima de la cueva de Alau.
Allí esperó Cajcoj pacientemente y, en efecto, al poco rato oyó la voz
gruñona de Alau que venía hablando consigo mismo desde el fondo de su
casa. Asomó Alau la cabeza y el cuello para olfatear y avanzó su cuerpo
rechoncho unas cuantas pulgadas más; y entonces, Pacam, la muerte, se
descolgó sobre él instantáneamente con las mandíbulas de Cajcoj que se
cerraron sobre su cabeza y sobre su cuello.
Cajcoj tomó aquel delicioso manjar, en verdad tan delicioso que es la presa
más codiciada por Güinc, el hombre, por el medio del cuerpo y así,
atravesado en sus mandíbulas, se fue a buscar un lugar a propósito para
devorarlo tranquila y cómodamente, ya que las orillas de aquel pequeño
Nimá eran húmedas y lodosas.
Buscando andaba donde echarse a comer cuando, muy cercana y súbita,
resonó la ronca y poco amistosa voz de Jish, el tigre.
“—¿Qué llevas allí, Cajcoj? —preguntó Jish, saliendo de entre los
matorrales donde se había ocultado.
“—Solamente mi pobre comida, gran señor” —repuso al punto Cajcoj—;
pues, en verdad, hasta él sentía respeto por el monarca del Mundo del
misterio verde.
“—¿A ver cuál es tu pobre comida…? ¡Ah… es nada menos que Alau el
tepeizcuinte… dámelo Cajcoj, que en verdad mi estómago está lleno de
hambre!”.
Cajcoj no hallaba qué hacer. Combatir contra Jish era una locura pues, en el
mejor de los casos, no recibiría más que grandes heridas. Bien es verdad
que sí era capaz de combatir con él usando toda su agilidad, pero sabía que
al final tendría que confiar su vida, su salvación, a la velocidad de sus patas,
pues Jish lo vencería y podía hasta matarlo. Por otra parte, no deseaba
prescindir de aquel suculento manjar.
“—No sabía, en verdad, que el gran señor comiera estas pequeñas ratas” —
dijo con falsa humildad.
Pero Jish no era ni fanfarrón ni vanidoso.
“—Mira Cajcoj —dijo— yo estaba al acecho allí y podía haberte matado
antes que siquiera hubieras sabido quién había traído a Pacam, la muerte,
sobre ti. No lo hice, y a cambio de ese favor, dame a Alau…”.
Cajcoj discurrió rápidamente.
“—Te lo daré gran señor, pero antes voy a proponerte algo mejor. Si te
muestro la madriguera donde acaban de entrar tres Alau juntos, ¿me dejarás
ir y llevarme a éste…? Así comerás algo matado por ti mismo, sin mi baba
ni mi olor…”.
“—Si está cerca y es cierto, te dejo marchar en paz con tu comida” —
respondió Jish al punto.
Entonces, Cajcoj, como para ir más liviano, dejó el cuerpo de Alau bajo
unos helechos y caminó al lado de Jish nuevamente hacia la orilla de Nimá,
el río.
Llevó a Jish a la madriguera donde él acababa de cazar a Alau y se la
mostró. “—Mira Jish —le dijo—…mira con tus ojos y tus narices y
comprobarás que no te miento”.
Jish, al momento, aplicó su olfato a la cueva y efectivamente olía con fuerza
al cuerpo de Alau… Jish olfateó las huellas que dejara Alau en el barro
cuando entró a su cueva y no vio ninguna que de ella saliera, puesto que al
asomarse Alau había sido cazado por Cajcoj sin haber logrado siquiera salir
al sendero.
Pero Jish vio las débiles marcas de las patas delanteras de Alau que
alcanzaron a imprimirse antes que Cajcoj lo matara.
“—Aquí se asomó uno de los tres -dijo al punto Cajcoj—. Estaban
impacientes por salir, pero fui muy torpe y este que se asomó, me vio y se
entró rápidamente. Pronto saldrán de nuevo, pues es su hora de
alimentación’'.
Jish seguía olfateando cuando Cajcoj le dijo:
“—Mira gran señor: aquí, tendido sobre estas piedras, puedes esperarlos y
no tienes qué hacer más que estirar la cabeza para cogerlos de uno en
uno…”.
Jish quedó convencido y se colocó al acecho sobre las piedras.
“—Que Pacam respete tu faz por algún tiempo” —le dijo Jish con cierta
ironía—
… el tiempo que tarde en encontrarte de nuevo.
Con estas amables palabras se despidió de Cajcoj, que llegó saltando al
lugar donde había dejado a Alau; y con éste entre las fauces, partió
raudamente hacia el sur, alejándose de Jish y verdaderamente con sus
bigotes temblorosos de risa al pensar en las horas que tendría que estar el
señor de la selva al acecho de una cueva vacía.

IV

Por fin llegó Cajcoj a las márgenes del bello Nimá que Güinc, el hombre,
llamaba de La Pasión… Este gran Nimá tenía bellísimas y amplias playas
cubiertas de arena negruzca y brillante y por ellas ambulaba Cajcoj durante
las noches dando caza a Alau, el tepeizcuinte. En una ocasión, se topó de
improviso con Ajhoú, el mapache y aunque éste mostró su faz de valiente y
combatió bien, muy pronto fue muerto y devorado por Cajcoj…
Y una noche… ¡Sí! En verdad, fue una noche de Xoroc-li-Poo, una noche
en que la luna llena estaba verdaderamente hermosa bañándose en medio
del agua de Nimá y los árboles de la selva veíanse envueltos en una tenue
gasa azulina, cuando Cajcoj que caminaba por la playa, se detuvo
repentinamente. Al momento, sintió que su corazón brincaba, que aquel su
fuerte y despiadado corazón que jamás temblaba en los combates, parecía
ahora, en verdad, como el cuerpecillo de Cho, el ratón, frente a Otooy, el
tamagaz…
¿Qué era aquello…?
Frente a él, en la playa, mirándole fijamente, estaba la criatura más bella
que Cajcoj viera en su vida. ¡Qué cuello, qué piernas, qué pecho tan blanco
y tan ancho; qué boca tan hermosa, qué ojos tan grandes y tan dulcemente
crueles; qué cola, cómo la movía tan graciosamente…!
Sí. Aquella aparición, aquella bellísima leona era más bella aún de lo que
jamás fuera su madre… Estaba quieta, sonriente.
Cajcoj se acercó a ella y le habló quedo, le ronroneó en la punta de las
orejitas y la hembra sonreía y aceptaba. Cuando él le hizo la gran
proposición, ella le dijo que estaba bien, pero que antes fuesen a matar a
unos miembros de la gente de Batz, el mono saraguate, que dormían en una
rama muy baja, por las cercanías.
“—Verdaderamente —decía ella con su tierna y dulce voz—… están sobre
una gruesa rama al alcance de nuestras garras y nuestros colmillos. Para allá
iba yo cuando te vi venir y…
Había sido, pues, un amor mutuo “a primera vista”, como diría Güinc, el
hombre, que es tan dado a creer en esas cosas.
La hermosa hembra llevó a Cajcoj por un sendero garabateado de negro y
blanco por la luna y, en verdad, sobre la rama de un gran cedro estaba la
familia de Batz, que eran seis… A la luz de Poo, la luna, podía vérseles sus
cuerpos negros, inmóviles como grandes panales. Entonces, aquella
tiernísima hembra le dijo:
“—Yo subo por el tronco y mato a los que están de este lado… Tú súbete a
aquél árbol y de allí saltas a la rama donde están los Batz y matas a los de
aquel lado…
Así se hizo, porque Cajcoj no podía negarle nada a la más tierna de las
hembras.
Cajcoj saltó a la rama de los Batz y mató a tres de tres zarpazos, y la dulce
hembra mató a otros tres, rompiéndoles la cabeza con la boca que tanto
hacía suspirar a Cajcoj… la gente de Batz soñó esa noche que Pacam, la
muerte, se los llevaba; ¡y en verdad, fue el único sueño que le salió cierto a
la gente de Batz…!
Después, en un claro de la selva, Cajcoj y su hembra estaban uno frente al
otro en el banquete nupcial.
Y Poo, la luna, que es la que más sabe de las cosas de los enamorados, ya
sean éstos de la selva o fuera de la selva, se tapó la cara con una gran nube
para no ver lo que iba a suceder después del banquete.

EL TIGRE

Por fin llegaba, en verdad, la hora en que la palabra de Andrés Zenzeyul iba
a terminar su narración, a cerrar la última página en el libro del Mundo del
misterio verde, de ese majestuoso mundo vegetal surcado por anchurosos
ríos, salpicado de lagunas profundas, transparentes, y habitado por millares
y millares de seres salvajes y donde Güinc, el hombre, apenas si se ha
asomado a contemplar su grandeza.
“—Voy a referirles la última historia —nos dijo-…y quise guardar para lo
último de mi palabra, para lo último que vierta mi corazón del recuerdo del
Mundo del misterio verde, en la historia de Jish, el señor de los parajes, el
señor de las sabanas, el gran señor de todas las selvas y todas las márgenes
de los grandes y pequeños ríos; la historia de Jish, la majestad indiscutible
del Mundo del misterio verde…”.
*
La manada de Chacguá, el jabalí, avanzaba por un gran bosque de
chiquibules y ramonales, aplastando los helechos de la selva en una gran
extensión.
Grande, en verdad, era esta manada, pues entre machos, hembras y jabatos
no bajaría su número de cien. Iba, pues, esta terrible fuerza avanzando sin
detenerse nada más que para comer, a ciertas horas, llevando un destino fijo
hacia el norte.
Guando se habían internado bastante en este bosque de grandes árboles, un
agilísimo cuerpo amarillento con lunares negros cayó desde una rama sobre
el último de los Chacguá.
Fue, en verdad, una caída silenciosa, de un silencio absoluto, a pesar de la
corpulencia y gran tamaño de aquel ser que se había desprendido de una
rama de chiquibul para caer sobre el espaldar del último de los Chacguá que
venía algo rezagado del resto de la manada, y no hizo el menor ruido. En
verdad, tal vez una hoja seca desprendida de la rama habría Hecho más
ruido al caer que aquel maravilloso cuerpo amarillo con lunares negros…
Chacguá sólo sintió que algo había tocado su cuerpo; y cuando quiso
averiguar de qué se trataba, ya sólo Pacam, la muerte, podría habérselo
dicho; tan rápida había sido la maniobra del que cayó sobre él… Tal vez
aún no había asentado del todo sobre Chacguá aquel cuerpo cuando ya una
enorme zarpa, crispada con las terribles garras romas, había roto la espina
dorsal del jabalí, que cayó al suelo y quedó inmóvil sin proferir un sonido.
Ahora bien: este extraño ser que atacó desde lo alto de Chee, el árbol, era
Jish, el tigre. Verdaderamente hermoso era este Jish. Estaba en la plenitud
de su juventud y de su total desarrollo y era un animal enorme, tan grande
que medía casi un metro de altura desde el suelo al espaldar y no eran
menos de dos los que medía de la punta de la nariz al tronco de la cola.
El hermoso colorido de su piel, de un amarillo rojizo y los amplios círculos
negros con un punto central del mismo color que se hallaban diseminados
simétricamente a lo largo de todo su cuerpo, el bello color blanco de su
vientre, todo brillante y como aceitoso, demostraban que Jish era muy joven
y muy sano.
Jish olfateó al Chacguá que acababa de matar y con precaución se agazapó
sobre él, mientras observaba a la manada que se iba alejando, en verdad, sin
haberse dado cuenta de la muerte fulminante de uno de sus miembros.
Cuando los escóbales dejaron de agitarse al desaparecer la gran partida de
Chacguá, Jish tomó a su presa por el medio de la espina dorsal con sus
poderosas fauces y sin aparentar mayor esfuerzo, lo alzó del suelo y así
medio arrastrándolo, se lo llevó por el interior de la selva largo trecho.
Desembocó en una pequeña llanura y allí, entre una gran matilla de tasiste,
dejó a su presa en el suelo y se puso a comer tranquilamente.

II

Nadie hay en el Mundo del misterio verde, que camine tanto, que recorra
tanto espacio de terreno en un día o una noche como Jish, el tigre, y ésta es
la razón por la que Güinc, el hombre, cuando quiere significar que alguien
es muy buen caminante, suele decir que tiene “patas de tigre”.
Por ello, al día siguiente, Jish, el hermoso tigre, iba tras la huella de la gran
partida de Chacguá, a la que dio alcance en la orilla de Nimá, el río, donde
los Chacguá se habían detenido para bañarse y beber. Esa tarde, antes que
se tendieran a dormir y se colocaran en la posición de descanso en que tan
bien protegidos quedaban, Jish cayó silenciosamente sobre el más rezagado
de los Chacguá y le dio muerte, arrastrándolo hasta el lugar donde pudo
devorarlo con tranquilidad.
Así comió durante casi todo el trayecto celeste de Poo, la luna,
alimentándose magníficamente con los cuerpos de aquellos jabalíes que se
rezagaban por cualquier motivo, ya fuera para hocear bajo los podridos
troncos o para comer algún tierno cogollo durante la marcha. Entonces,
Pacam, la muerte, era traída para éste en las garras implacables y los
infalibles colmillos de Jish, el tigre.
El guía de la manada estaba rabioso, en verdad. Tiempo hacía que la
manada se había dado cuenta de que las víctimas eran muchas y ya sabían
que rezagarse significaba la desaparición eterna.
Pero como los Chacguá son muy poderosos precisamente por su unión, por
la protección que se dan unos a otros, una noche antes de dormir, el guía
expuso un plan para librarse de Jish y todos los machos de la partida lo
aprobaron y decidieron ponerlo en práctica al día siguiente.
En efecto, finalizando la tarde siguiente, cuando el crepúsculo andaba
aleteando ya por las copas de los árboles y las sombras comenzaban a
parchar de negro los claros de la arboleda, un Chacguá se detuvo de pronto
en su ruta, precisamente en un lugar rodeado de altos camalotes. La manada
siguió su rumbo ruidosamente, y este Chacguá imprudente, que se rezagaba
a la hora precisa en que Jish gusta de atacar, quedóse saboreando las hojas
más tiernas del camalotal.
Pero Chacguá, a pesar de su aparente descuido e indiferencia, pues en
realidad parecía que estaba tan sólo hambriento y goloso, estaba alerta y sus
orejas tensas e inmóviles atestiguaban la atención con que escuchaba.
En efecto, muy pronto oyó unas pisadas cuidadosas, silenciosas como la
brisa, pero Chacguá estaba en tensión y pudo percibirlas débilmente. ¡Sí!
Jish estaba próximo, Jish estaba ya entre el camalotal sobre la trilla abierta
por el paso de la manada.
Era, en verdad, un momento de gran emoción para aquel valiente Chacguá
que se hallaba allí, lejos de su gente, comiendo entre el camalote.
Y de pronto, un rugido pavoroso resonó bajo la incipiente sombra de la
montaña, pero esta vez la terrible voz de Jish no produjo el efecto
paralizante de siempre sino todo lo contrarío. Aún no habían terminado de
salir las roncas notas de la garganta del tigre cuando ya Chacguá estaba
saltando por la trilla a gran velocidad; y cuando Jish cayó al suelo al
finalizar el salto de la muerte ya no encontró la espalda de Chacguá sino
únicamente el aplastado camalote…
Ahora bien. Aún no habíase repuesto Jish de su sorpresa cuando los altos
matorrales de los lados se abrieron y una rugiente masa de cerdas hirsutas
rodeó a Jish y lo atacó al punto con la terrible tronazón de sus colmillos…
Hasta veinte eran los Chacguá que estaban ocultos a ambos lados del
camalotal, listos para caer sobre su implacable enemigo en el momento
oportuno, y ese momento había llegado…
Pero los Chacguá, a pesar de ser tan sabios y valientes y que entre ellos
estaban los más fuertes y poderosos machos de la tribu, no sabían que aquel
joven y hermoso tigre era la encamación viva de Raponcac, el relámpago, y
que su valor era tan grande como el de un jabalí hembra cuando defiende a
su cría.
Por lo tanto, cuando cayeron sobre Jish todos a la vez con las cabezas
encogidas, gachas, y los grandes colmillos al aire, listos para destrozar
pensando que ya lo tenían a su merced, algo como un huracán saltó sobre
ellos rugiendo de odio y de reto y unas grandes zarpas comenzaron a caer
sobre los peludos lomos de los Chacguá. Jish saltaba de un punto a otro, en
verdad como si fuera de hule, pues ni bien sus patas tocaban el suelo, ya
estaba en el aire de nuevo golpeando con sus zarpas sin un momento de
descanso…
En uno de aquellos saltos, los Chacguá vieron lo increíble. Jamás pudieron
entender los jabalíes, ni los más sabios de entre ellos, lo que hizo Jish aquel
memorable crepúsculo, cuando la batalla era más terrible, cuando, en
verdad, Jish manaba sangre por muchas partes de su cuerpo. De pronto, se
le vio pasar sobre los lomos de los Chacguá, en verdad, como si fuera
volando y entre sus fuertes mandíbulas llevaba atravesado el cuerpo de uno
de ellos, que ya colgaba inerte…
Cuando los Chacguá se revolvieron para buscarlo, tan sólo oyeron el ruido
de la caída de su salto entre el camalotal, y después el ruido de otros saltos
cuando Jish se alejó como Ice, el viento, en verdad como si Nim-lá-icc, el
ventarrón, se lo hubiera llevado.
Los Chacguá quedaron perplejos, pero como eran muy valientes, no dejaron
de admirar a Jish y de reconocer que sólo él era capaz de aquella gran
hazaña. Sólo Jish era capaz de salir airoso de aquella tremenda emboscada
que le tendieron los Chacguá y aún huir llevándose en sus mandíbulas a uno
de ellos, saltando tan ágilmente como si fuera a Mucuy, la paloma silvestre,
a quien llevara entre sus dientes.
Entonces los Chacguá contaron sus destrozos y vieron que, con el hermano
que Jish se llevara, eran cinco los que habían muerto en el combate y
muchos otros que estaban heridos por las temibles garras.
Pero aquellos valientes seres se habían librado por siempre de Jish, pues la
prudencia de éste no lo lanzaría nunca más sobre otro miembro de aquella
manada, por muy rezagado que quedase, ya que siempre existiría la
posibilidad de otra emboscada.
Y lejos de donde la manada de Chacguá se detuvo para pernoctar, Jish, el
valiente tigre, señor de los parajes del Mundo del misterio verde, estaba
comiendo la deliciosa carne de Chacguá, el jabalí, pero verdaderamente
sentíase débil y enfermo a causa de las heridas recibidas en el combate con
aquellos terribles seres a quienes él, a su vez, admiraba por su gran valor y
sabiduría.
III

Sabiamente, Jish se fue a sanar de sus heridas a la orilla de Nimá, el río.


Durante más de seis horas avanzó por la selva, bajo los guanales, cojeando
y deteniéndose a menudo para echarse y descansar, pues iba
verdaderamente débil a causa de la pérdida de sangre.
Este río a que llegó el maltrecho tigre era muy ancho, tan ancho que la
orilla opuesta quedaba a setecientos y más metros de distancia y no era otro
que el río que Güinc, el hombre, llama de San Pedro Mártir.
Jish, pues, se estableció a la orilla de Nimá, se tendió en el interior de un
perfumado camalotal y allí descansaba durante horas y más horas. Por las
mañanas, cuando Saqué, el sol, hacía brillar las aguas con el mismo color
del cielo y aquella gran extensión líquida estaba tranquila como un cristal,
Jish entraba al agua y se tendía en ella tan sólo con la cabeza de fuera y allí
permanecía durante mucho tiempo, refrescando sus heridas con aquella
agua caliza. Después, se echaba en la estrecha playa hasta que el sol secaba
su bella piel. Entonces, retornaba al interior del fresco camalote y dormía,
dormía. Cuando el crepúsculo sangraba al celaje para teñir las aguas de
Nimá, Jish abandonaba su refugio y se iba despacio y cauteloso a colocar en
una amplia trilla de la selva que los seres salvajes utilizaban para llegar al
río. Allí esperaba pacientemente a que llegara su alimento que, en verdad,
nunca tardaba mucho en aparecer… Unas veces, era Yuc, el cabro salvaje,
quien aparecía por la trilla avanzando con mil precauciones; pero Jish se
colocaba siempre contra el viento y su poderosa voz paralizante era su
mayor ayuda en aquellas circunstancias, ya que no estaba tan fuerte y ágil
como siempre. Yuc, pues, moría al instante bajo aquellas infalibles zarpas y
era después arrastrado al interior del camalote, donde Jish se alimentaba
poco a poco…
Otras veces era Alau, el tepeizcuinte, quien caía bajo su garra; o Acam, la
cotuza, o Iboy, el armado, o Quej, el venado, y aun hubo ocasiones en que
sorprendió en las mismas riberas del agua a Tzií-ja, el perro de agua. En
varias ocasiones pasó por su lado Tixl, el tapir, pero Jish lo dejó alejarse
tranquilo, porque sabía que no estaba su cuerpo en condiciones de matar al
gran animal.
Por fin, casi un mes después de la memorable batalla con los Chacguá, Jish
saltó sobre el lomo de Tixl, el tapir, y después que éste hubo corrido con
Jish encima destrozándole con sus fauces y sus garras por un gran trecho de
la senda, cayó muerto con la espina dorsal partida.
Jish, entonces, se hartó de aquella exquisita carne y después saltó
alegremente por la selva alejándose de Nimá en busca de lejanos parajes de
caza y de nuevas aventuras. Volvía a ser el mismo Jish, formidable luchador
y cazador de antes pues, en verdad, el descanso y las aguas de Nimá, el gran
río calizo, habíanlo curado por completo.
*
Sus incansables patas llevaron a Jish muy lejos. Con tanto tiempo sin
actividad, Jish sentía sed de distancias, y así recorrió muchas leguas de
selva en varias jornadas. Durante su viaje iba cazando siempre y bebiendo
el agua que abundaba por doquier, pues Salí-abalqué, el invierno, estaba en
toda su fuerza. Cuando Jab, la lluvia, se derramaba sobre Pin, el monte, Jish
se ocultaba en lo más profundo de las matillas de guano o de tasiste y allí
dormía sin mojarse, hasta que Jab se ausentaba, pues, en verdad, a Jish no le
agradaban los senderos de la selva cuando el agua caía. Nada era para Jish
tan bello como el brillo de Saqué, el sol, que hacía reventar en trinos las
gargantas de Tzic, el pájaro y que ponía sonrisas temblorosas de oro en las
hojas de los árboles. Era por esto y porque la caza abundaba más por lo que
Jish amaba la época de Salí-saqueíl, el verano.
Y así, avanzando en aquella forma en que lo hacen los de su raza, que en
verdad son famosos por recorrer grandes distancias, una tarde, cuando
Saqué, el sol, se iba apagando tristemente en medio de una gran bruma gris,
Jish desembocó en la inmensidad de Ru-tacá, la sabana.
Ahora bien. Jish había nacido lejos, muy lejos, en la entraña vegetal de la
selva, en el profundo y salvaje corazón del Mundo del misterio verde y a
pesar de su constante ir y venir, de su constante deambular por cientos y
cientos de leguas, jamás había estado en Ru-tacá, la sabana. Los mayores
espacios abiertos que había contemplado eran las pequeñas llanerías
existentes en el interior de la selva, donde cabrilleaban lagunas y lagunetas
de caprichosos contornos, o los grandes espacios acuáticos de los ríos.
No es de extrañar, pues, que Jish se quedase inmóvil en el lindero de la
selva, contemplando extasiado aquel inmenso mar verde, de suave
ondulación, que era Ru- tacá, la sabana.
El corazón de Jish saltaba de entusiasmo, como siempre que encontraba
algo nuevo, algo que le auguraba nuevas emociones y aventuras…
Con lento y elástico andar fuese internando por el llano, aspirando con
deleite el aroma del pasto perfumado y los dulces efluvios que
desprendíanse de los árboles de nance, que amarilleaban de frutos en
aquella época del año.
Cuando más agradablemente avanzaba, sin preocuparse de ocultar su
cuerpo de la vista de nadie, llegó a sus narices otro olor exquisito: el aroma
dulce y acariciante de Quej, el venado. ¡Sí! Por las cercanías andaba Quej, y
era tan fuerte su olor que Jish supo al momento que no se trataba de uno
solo. Varios Quej estaban por allí y él tenía hambre, un hambre saludable y
contenta que bien merecía ser aplacada. Avanzaba contra el viento, como
siempre, y la amplia senda de su olfato lo llevaba en derechura al lugar
donde estaba la gente de Quej, el venado.
Pero Jish era muy sabio como para no comprender que nunca podría
sorprenderlos bajo la luz de Saqué, el sol, por muy débil que alumbrara ya.
Esperaría la llegada de Cojyín, la noche, que en verdad no se haría esperar
mucho, y entonces caería sobre aquel grupo de Quej y se tendería a comer
sobre su cuerpo entre aquel perfumado llano de Ru-tacá, la sabana.
Poo, la luna, estaba allá arriba cuando la noche nació en el poniente, pero en
verdad veíasele muy pequeña, tan sólo como una fina curvatura luminosa
en la comba del cielo y Jish fue avanzando en el llano de Ru-tacá como una
sombra, en verdad como la sombra de Pacam, la muerte.
Ice, el viento, estaba soplando de manera inestable, en ráfagas volubles que
venían ora de este rumbo, ora del otro, despeinando en pequeños torbellinos
el pasto de la sabana, lo cual ponía a Jish muy enojado porque comprendía
que era muy fácil para Quej ahora sentir su olor, cosa que él no podía evitar
por culpa de aquel viento traicionero.
Muy pronto estuvo Jish agazapado cerca del grupo de Quej, el venado.
Podía verlos claramente y en verdad estaban actuando de manera muy
extraña…
Eran tres aquellos hermosos venados y Jish no comprendía cómo no habían
sentido su presencia, pues en esos momentos el viento soplaba en dirección
a ellos. Eran dos machos y una hembra de la familia de Quej los que
actuaban de manera tan extraña…
Ahora bien. Lo que Jish ignoraba era que estaban en plena época del celo,
es decir en mitad de Salí-abalqué, el invierno, y en verdad cuando Quej está
enamorado descuida mucho sus precauciones y obligaciones, cosa que por
otra parte no tiene nada de extraño, pues lo propio ocurre con todos los
seres enamorados que andan locamente sobre la faz de la tierra.
La hembra de Quej hallábase inmóvil, con la grácil cabeza en alto y los
grandes y dulces ojos muy abiertos y muy fijos en el ir y venir de los dos
machos que estaban frente a ella, combatiendo por su amor…
En verdad, rabiosos y valientes estaban aquellos dos Quej que combatían
bajo el tenue reflejo de Poo, la luna tierna, y la mirada de la más hermosa
de las hembras, cuya posesión quedaría dilucidada al final de la pelea.
Pero ambos machos eran fuertes y de la misma edad y corpulencia, a juzgar
por el número de puntas de sus cachos… Estaban uno frente al otro con las
testas inclinadas y las ramazones de cuernos chocaban repetidas veces,
produciendo un ruido peculiar en el amplio silencio de la sabana. Por
algunos minutos quedábanse así, con los cuernos entrelazados, forcejeando
cada cual por dominar a su rival, yendo para adelante, para atrás, para los
lados…
De vez en cuando, alguno de ellos lanzaba un fuerte resoplido de odio.
Cuando lograban separarse, no era sino para embestirse de nuevo
violentamente, y era entonces cuando, en verdad, lograban herirse.
Jish contemplaba todo aquello agazapado entre el monte a poca distancia y,
en verdad, aquello tenía algo de extraño, algo de simbólico en la filosofía
del Mundo del misterio verde, pues Jish estaba de este lado de los
combatientes y la bella hembra de Quej, del otro, es decir que los rivales
peleaban en medio de aquellos dos seres que estaban contemplándolos con
tan distintas intenciones… De este lado, eran los ojos fríos, calculadores e
inexorables de Pacam, la muerte, los que estaban sobre ellos con su
expresión de eternidad; y del otro eran los ojos cálidos, dulces y
prometedores de la vida y del placer los que estaban sobre ellos, con su
expresión de efímera existencia…
Y ambos Quej, que con tanto denuedo combatían, en verdad ignoraban si
tendrían por recompensa el placer y la vida, jo el dolor y la muerte…!
Uno de los combatientes íbase agotando rápidamente. Ya había caído tres
veces y Quic, la sangre, bajaba por su esbelto y sudoroso cuello y por uno
de sus costados. Su rival era, en verdad, más poderoso que él y hallábase en
perfectas condiciones…
Con la postrer embestida de los cuernos de su enemigo, el Quej que
sangraba recibió otra herida y entonces volvió grupas y abandonó la lucha,
yéndose a saltos largos por la obscuridad de Ru-tacá, la sabana.
Quej, el victorioso, lanzó varios bufidos de triunfo y se quedó quieto, muy
firmemente parado con el pecho saliente y la cabeza en alto, mostrando los
cuernos ensangrentados a Poo, la naciente luna, reina del amor y del
misterio.
Entonces, la hembra se fue aproximando sumisamente al vencedor.
Avanzaba en verdad temblorosa, sabiendo que muy pronto, su esbelto
cuerpo sería presa de las ansias de aquel hermoso macho…
eq aquel instante, Jish, el tigre, ¡dio el salto í
Cuando aún no habíanse esfumado las notas del espeluznante rugido de
ataque, ya Quej el vencedor, estaba en el suelo debatiéndose en su agonía y
la lindísima hembra corría a saltos largos por el llano de la sabana…
La hembra se fue huyendo, huyendo hasta llegar al seguro de un pequeño
“sucché”.
Ahora bien. En este mismo “sucché” estaba el macho derrotado y sangrante,
y allí se encontró con la hembra… ¿ Qué había sucedido? A Quej no le
interesaba averiguarlo. La bella hembra estaba allí, sola y espantada,
acercándose a él en demanda de protección…
en verdad, muy pronto se disipó el miedo y el susto del corazón de la
hembra ante el ímpetu amoroso de Quej, el derrotado…
sobre el llano abierto de la sabana, Jish el tigre, mensajero del Dios Destino,
saboreaba la exquisita carne de Quej, el victorioso.
IV

En esa gran sabana fue donde Jish, el joven y poderoso tigre, entró por vez
primera en relación con Güinc, el hombre, y en verdad, desde entonces, se
complicó su existencia y las aventuras lloviéronle como Casagual-jab, el
aguacero torrencial.
Algunos días después de haber dado muerte a Quej, el victorioso y cuando
había matado a otros dos venados para alimentarse, una tarde, cuando el
crepúsculo comenzaba a descender desde los celajes coloridos al final de un
día hermosísimo en que Saqué, el sol, estuvo brillando en toda su gloria,
Jish se disponía a abandonar el refugio de un “sucché” que le había
brindado sombra y abrigo durante el día, para ir de caza por el llano de la
sabana, al asomar la bella cabeza al exterior y respirar los aires de la
pradera, un olor muy extraño llegó a sus narices. Era un olor desconocido
que lo hizo estremecer y los pelos de su lomo se erizaron en subconsciente
reflejo de temor y respeto. ¿Qué era aquello…?
Este olor que tan extrañas sensaciones le causaba venía mezclado con otro.
Pronto oyó ruido en el llano y aparecieron los dueños de aquellos efluvios
misteriosos.
Un ser nunca visto avanzaba por la pradera montado en un animal grande,
en verdad, algo parecido a Tixl, el tapir, que caminaba a un paso rápido,
cual si no sintiera el peso que llevaba en su lomo.
Este ser nunca visto por Jish era Güinc, el hombre, que viajaba por la
sabana con mucha prisa, a lomos de su magnífica muía.
Güinc, el hombre, venía viajando de muy lejos y aún le faltaba caminar
durante buena parte de esa noche para llegar a la población petenera de La
Libertad, que se asienta en medio de inmensa sabana. Venía, pues,
bordeando el “sucché” cuando fue visto por Jish, el grande y valiente
tigre…
Jish salía de caza porque estaba hambriento y allí, a pocos metros de
distancia suya, caminaba un magnífico animal con un extraño ser a
horcajadas… En verdad, aquel animal, tan parecido a Tixl, el tapir, debía
ser exquisito para su paladar.
Entonces, Jish quiso saber el efecto que produciría su voz en aquellos dos
seres y al momento comenzó a rugir en forma sonora e intermitente.
Güinc, el hombre, detuvo su montura al punto. Muy cercanos sonaban
aquellos rugidos de tigre y él era un gran cazador, codicioso siempre de la
piel de Jish, el tigre. Por lo tanto, pues, se apeó de la muía, descolgó el rifle
y ató a su montura fuertemente con un lazo a un árbol de sajabe, para evitar
que barajustara por terror a la voz del tigre.
Como el crepúsculo se ensombrecía a toda prisa, el hombre avanzaba con
una linterna de cabeza y el arma lista en sus manos, por si la noche lo
sorprendía en busca del tigre. Fuese acercando al “sucché” por el lugar
donde había oído los rugidos.
Ahora bien. Jish al momento, se dio cuenta de que el poder de sus rugidos
no había asustado a aquella extraña criatura sino antes al contrario, había
provocado su
ira, pues no le cabía la menor duda de que avanzaba en su busca. Por lo
tanto, Jish se escurrió en silencio al interior del “sucché55 y luego salió a la
sabana por un punto lejano.
Güinc, el hombre, llegó al borde del “sucché”, cuyo interior estaba ya a
obscuras y allí encendió la luz y comenzó a buscar el brillo de los ojos del
tigre.
Siempre alumbrando hacia el interior de la maraña, Güinc fue recorriendo
paso a paso todo el borde del “sucché”. De vez en cuando, apagaba su
linterna y se quedaba quieto, inmóvil, con la esperanza de volver a escuchar
los rugidos. ¡Nada! El silencio era absoluto. Entonces, el hombre se alejaba
más y más, bordeando aquella bola de árboles y maraña…
Durante casi una hora estuvo Güinc explorando los contornos del “sucché”
con su lámpara.
Cojyín, la noche, reinaba ya en la sabana y las cucayas pasaban volando
como estrellitas fugaces. Poo, la luna, que ya estaba casi llena, derramaba
una clara luz azulina que dibujaba siluetas de árboles en la inmensidad del
llano.
Por fin, Güinc se cansó de la búsqueda. Tenía aún que recorrer mucha
distancia para llegar a su casa, así que fue regresando al sitio donde su muía
lo esperaba… Ya estaba cerca del árbol donde la había atado y, como cosa
extraña, aún no la podía ver. Con aquella clarísima noche, ya debería haber
visto la silueta del animal…
¿Qué había pasado? ¿Se habría confundido de árbol o se habría soltado
aquel animal? Güinc, muy preocupado, aceleró el paso…
Cuando faltábanle pocos metros para llegar al tronco del sajabe, vio un gran
bulto medio oculto entre el llano de la sabana. Güinc corrió y alumbró lleno
de presentimientos…
Allí, tendida a lo largo sobre el pasto, en medio de un gran manchón de
sangre, estaba la muía. Al primer vistazo, el hombre se dio cuenta de que
estaba muerta. Sus ojos abiertos y vidriosos conservaban una expresión de
gran terror…
El hombre aquel era un hijo de las sabanas. Contempló la escena en
silencio, alumbrando los contornos con la luz de su linterna. ¡Nada! No
había nada por los alrededores.
¡Qué bien se la había jugado el tigre! Mientras él lo buscaba para matarlo,
el tigre había tomado su desquite jugándole la vuelta para dar muerte a la
muía. A pesar de lo triste del hecho y de su difícil situación, Güinc tenía la
sabia filosofía de los hombres que viven contemplando el horizonte abierto
de los grandes llanos y tuvo espíritu para sonreír ante la jugarreta de que
había sido víctima.
Entonces, con toda calma, con resignación fatal, procedió a quitar la
montura y los arneses a la muía, se cargó todo a la espalda y con el rifle en
la mano y la lámpara encendida, emprendió el viaje hacia su lejano hogar a
través de leguas y leguas de sabana.
Entonces, Jish, el tigre, salió cautelosamente del “sucché” y fue a
banquetearse con la carne deliciosa de aquel gran animal tan parecido a
Tixl, el tapir, que había llevado sobre su lomo a aquella temible y extraña
criatura.

V
Durante dos días viajó Güinc, el hombre, a través de la sabana para llegar a
su casa, lo cual no logró hacer sino cuando verdaderamente iba ya agotado
a causa de aquella gran caminata que Jish, el tigre, lo había obligado a
hacer. No es de extrañar, pues, que Güinc, el hombre estuviese
verdaderamente indignado y ansioso de tomar venganza.
Ahora bien. Este Güinc era muy importante entre su gente y pronto había
reunido en su casa a varios de sus compañeros, cazadores como él y les
había referido su encuentro con aquel astuto e inteligente Jish que tan
terrible pasada le hiciera. Todos estuvieron de acuerdo en que era peligrosa
la existencia de un animal dotado de tal astucia, máxime que estaban
seguros se trataba de un animal de gran tamaño y corpulencia, a juzgar por
la prontitud y el silencio con que había despachado a la muía. De manera,
pues, que muy pronto fue organizada una expedición de caza y muchos
fueron los Güinc que salieron una madrugada montados a caballo y
seguidos por una turba de perros, hacia el paraje donde Jish había hecho su
fechoría.
Y Jish, entre tanto, había dado fin a la carne de la muía, que en verdad le
duró varios días. La costumbre de los tigres es recorrer grandes distancias
de un día para otro. Hoy matan aquí y mañana vuelven a hacerlo a diez
leguas de distancia. Pero Jish estaba contento en aquel paraje de Ru-tacá, la
sabana, y no deseaba abandonarlo aún. Hacía sus excursiones de caza por
los alrededores y hasta llegaba en sus vagabundeos a las lejanas llanuras
que Güinc, el hombre, llamaba de Cananteíl, pero volvía siempre a
refugiarse bajo la fresca sombra de aquel “sucché” de intrincada maleza,
donde abundaban las pozas de agua de lluvia en aquella época de Salí-
abalqué, el invierno.
Durante algún tiempo, Jish estuvo en paz. Numerosos eran, en verdad, los
venados que habían caído bajo sus infalibles y sabias garras, al igual que
varios miembros de la ágil y graciosa familia de Yuc, el cabro salvaje.
También había sorprendido en el interior del “sucché” a una manada de
Quiché-ac, el coche de monte, dando muerte a tres de ellos antes que el
grueso de la manada se le echara encima, como hacen siempre cuando se
trata de estos feroces animales y de su pariente mayor, Chacguá, el jabalí.
Jish huía ante la acometida de la manada, pero volvía más tarde a comerse a
los que había matado.
Y una mañana, cuando los rayos de Saqué, el sol, comenzaban a evaporar el
agua del llano de Ru-tacá en forma de una tenue bruma azulina y a pintar de
rojo las alas de los gaitanes de curvos picos, que volaban en grandes
partidas, resonó una gran algazara en el interior del “sucché”. Jish estaba
tendido entre una gran macoya de tasiste pues, en verdad, había comido
muy pronto y muy bien aquella noche, yéndose a dormir temprano. Jish
escuchó con atención y aquel extraño ruido lo alarmó verdaderamente, pues
la voz del Dios Instinto susurró en sus oídos que corría gran peligro, que
Pacam, la muerte, andaba registrando los rincones del “sucché” en su busca.
Ahora bien. Aquello que escuchaba Jish produciendo alarma en su corazón
no era sino la gran partida de Tzií, el perro, que Güinc, el hombre, había
lanzado al interior del “sucché” para que lo buscara.
Jish pronto escuchó los gritos y las voces de muchos Güinc que venían
detrás de Tzií, el perro, animándolos e infundiéndoles valor con su
presencia.
Efectivamente, no tardó el guía de la jauría, que era un animal muy valiente
y especializado en buscar a Jish, el tigre, y a Caj-coj, el león, en dar con la
huella de Jish, que éste había dejado claramente visible y sensible al
retornar esa noche de la sabana. Jish habíase puesto ya sobre sus cuatro
patas y escuchaba con atención cuando resonó el ruido más terrible e
infernal que había oído en su vida. Eran las gargantas de quince perros
destrozando el silencio del “sucché?5 con sus furiosos ladridos. Entonces,
Jish verdaderamente se alarmó, sintiendo que un gran escalofrío se
arremolinaba a lo largo de su espina dorsal. Tan pronto como reventó el
ladrar de los perros, Jish oyó los gritos de triunfo de la partida de Güinc, el
hombre, y entonces no quiso esperar más y de un poderoso salto abandonó
el tibio refugio del tasistal y se lanzó a través de la maleza.
Jish iba saltando relativamente despacio. De nuevo el Dios Instinto acudió
en su ayuda aconsejándole que no malgastara fuerzas ni energías. Por lo
tanto, Jish se echó a descansar entre una matilla de julube.
Pronto escuchó las voces de Tzií, el perro, que se acercaban a toda
velocidad y entonces Jish volvió a saltar con gran rapidez. Avanzó durante
algún tiempo y volvió a echarse para descansar. Cuando sintió de nuevo
cercanas las voces de los perros, corrió para alejarse rápidamente y volvió a
echarse a descansar. De esta manera iba atravesando toda la extensión del
“sucché”. Pronto tendría que salir al espacio abierto de la sabana, donde sus
enemigos podrían verlo claramente… ¿Qué hacer? ¿Qué aspecto tendrían
aquellos seres que hacían tan espantoso ruido con sus voces?
¿Serían, en verdad, terribles sus aspectos?
Muy pronto Jish comprobó que las voces de Tzií, el perro, no eran ya tan
fuertes y que sonaban espaciadas. Esto se debía a que los más rápidos de
ellos se habían adelantado al grueso de la jauría y, en verdad, eran dos los
perros que seguían de cerca al que estaba especializado en aquella clase de
caza. Los otros venían ladrando muy atrás. i Entonces, Jish decidió esperar,
decidió mostrar a aquellos intrusos su faz
de valiente, que en verdad era muy grande. Al punto, volvió sobre sus pasos
por corto espacio, sobre la huella que acababa de asentar en el suelo y allí
se ocultó en un escobal.
Muy pronto apareció el guía de la jauría, ladrando siempre, con sus narices
palpitantes y la lengua de fuera. Venía sobre la misma huella de Jish, el cual
se hallaba oculto a un lado de la trilla abierta por él en su huida…
Jamás pudo este valiente perro, especializado en la búsqueda y acoso de los
grandes felinos, saber qué fue lo que sucedió. Tan pronto como pasó por el
lado donde Jish estaba oculto, una gran zarpa salió de entre el escobal, en el
más completo silencio, y Tzií, el perro, cayó como si Raponcac el
relámpago, lo hubiese golpeado, con el cráneo destrozado.
Al punto apareció el segundo Tzií, y luego el tercero, y entonces los tres
perros quedaron uno tras el otro, tendidos en la trilla entre manchones de
sangre que se iban agrandando sobre la yerba.
Jish oía las voces de los otros Tzií que se iban aproximando y entonces
salió de nuevo a la trilla, tomó con sus fauces el cuerpo del primer perro y,
cual si se llevara consigo un pequeño conejo, partió a saltos raudos por
entre el guanal.
Esta vez, no se detuvo sino cuando ya no escuchó más las voces de la
jauría. Entonces se echó en el suelo tranquilamente y se puso a devorar a
Tzií, el perro, cuya carne era verdaderamente muy del gusto de su paladar.
Entre tanto, el grueso de la jauría llegó al lugar donde habían muerto sus
compañeros. Allí se detuvieron y cesaron de ladrar. Olfateaban los cuerpos
y la sangre de los dos Tzií muertos y al punto comenzaron a gemir y a
aullar.
Muy pronto llegaron corriendo los Güinc, los hombres, que venían con sus
armas de fuego pero muy cansados por la gran carrera. Estuvieron hablando
durante un largo espacio de tiempo, leyendo lo sucedido en el libro de las
huellas, que estaba muy claramente escrito en el piso de la selva.
Después, buscaron en vano por los alrededores el cuerpo del mejor de sus
perros, el guía. No estaba por ninguna parte y tristemente comprendieron
que había sido llevado por su matador. Así, pues, aquel noble perro que les
había hecho matar ya más de diez Jish en diferentes parajes, había por fin
encontrado el desenlace de su destino en las fauces de uno de aquellos a
quienes él tanto gustaba de acosar en el corazón de la selva.
Güinc se dio cuenta al momento de que ninguno de los otros perros tenía el
valor necesario para continuar la persecución de aquel temible Jish. Por lo
tanto, fueron retornando a la sabana, en verdad silenciosos, especialmente
aquel Güinc cuya cabalgadura también había llegado al final de su sendero
bajo las garras de aquel Jish extraordinario.
Y Jish, luego que hubo devorado a Tzií, el perro, y sintiéndose muy
satisfecho, emprendió rápido trote. Dejó atrás el “sucché” y se internó en la
sabana. Abandonaba aquel paraje para siempre, pues en verdad, ya sus aires
no eran saludables para su existencia.
A diez leguas de distancia, Cac-chaím, la estrella de la tarde, lanzole sobre
el bello lomo una flechita de plata a la hora en que el día agonizaba entre
las ensangrentadas garras del celaje.
VI

Jish continuaba su vida de guerrero y cazador formidable.


En cierta ocasión, cuando había dado muerte a Tixl, el tapir, a la orilla de un
zanjón selvático y estaba sobre aquel gran cuerpo devorando su carne
exquisita, Cajcoj, el león lo atacó de improviso…
¿Qué fue lo que impulsó a Cajcoj a cometer aquella gran imprudencia? ¡No
lo sabemos! Probablemente Cajcoj andaba de mala suerte para la caza por
algunos días, lo que sin duda lo tendría enfermo de hambre.
Se lanzó sobre Jish desde lo alto de una rama y en el acto comenzaron a
combatir de manera terrible, espeluznante, llenando los alrededores del
zanjón de ruidos terroríficos que verdaderamente asustaron a los pájaros y a
los monos.
Jish rugía a menudo y Cajcoj maullaba… Se lanzaban el uno contra el otro,
utilizando garras y colmillos. Pero Cajcoj llevó, desde un principio la peor
parte. Era él quien casi siempre estaba con el lomo en el suelo, tratando de
esquivar los golpes que las zarpas de Jish dirigían a su vientre y de evitar
que aquellas poderosas fauces de su rival se cerraran en su cuello.
Cajcoj estaba ya muy malherido cuando logró escapar. Antes que Jish
adivinara sus intenciones, Cajcoj saltó entre el escobal y partió veloz como
Quej, el venado, maullando de dolor y dejando un amplio sendero de
sangre. Cajcoj huyó y fue a tenderse entre el agua de una quebrada para
lavar sus heridas, pero allí lo sorprendió Pacam, la muerte. En verdad, tenía
el vientre destapado por las formidables garras de Jish y también un hueso
de su cabeza habíase quebrado entre los colmillos de su enemigo. Pacam,
pues, vino sobre él cuando estaba en la quebrada y Cajcoj, el imprudente,
quedó allí tendido, inmóvil para siempre.
Y Jish seguía comiendo la carne de Tixl con gran tranquilidad a pesar de
que, en verdad, tenía alguna que otra herida molesta. Pero pronto, cuando
terminó su cena, se tendió a descansar para proseguir después su marcha
hacia occidente. Deseaba seguir aquel rumbo pues, en verdad, algo avisaba
a su salvaje corazón que por el lado del cubil de Saqué, el sol, lo estaban
esperando grandes aventuras.
VII

Muchas fueron, en verdad, las hazañas llevadas a cabo por Jish en la región
por donde Saqué, el sol, se retira al descanso. Por doquier su voz poderosa
sembraba el espanto y el respeto y paseábase de un punto a otro como un
soberbio monarca indisputado.
Por fin, rondando una noche por un paraje inexplorado, una noche de luna
llena, dio con una pequeña aldea de Güinc, el hombre.
Este conjunto de viviendas de madera era una de las poquísimas fincas
existentes en aquella desolada región y pertenecía a una familia de chicleros
y pequeños cortadores de madera, que, más emprendedores y previsores
que la mayoría de sus colegas, habíanse establecido de manera permanente
y tenían crianza de ganado vacuno, mular y porcino.
En aquellas soledades, con la fertilidad de la tierra y los excelentes pastos,
en verdad aquella familia iba progresando y su ganado aumentaba de día en
día. No era raro, pues, encontrar de vez en cuando una gran piara de cerdos
domésticos cruzando una vereda de la selva, custodiada y guiada por la
familia de Güinc, el hombre, que la llevaba a los mercados de los pequeños
pueblos lejanos y jamás se había dado el caso de que algún animal salvaje
atacase a estas caravanas, ya que hasta Jish y Cajcoj se alejaban
instintivamente de Güinc, el hombre, que siempre llevaba encapsulada en
Pub, el rifle, la voz tonante y mortal de Raponcac, el rayo, y que viajaba
seguido y precedido por una gran turba de la gente de Tzií, el perro.
Mas, he aquí que Jish, el joven y hermoso tigre, dio esa noche con la aldea
de Güinc, el hombre, que se hallaba bañada por la claridad azulina que le
enviaba Xoroc-li-Poo, la luna llena.
Jish anduvo rondando por los alrededores de las toscas construcciones tan
precavida y sigilosamente que ni siquiera los miembros de la familia de
Tzií, el perro dieron muestras de su presencia.
Yendo de un lado a otro, muy pronto llegó a su olfato el delicioso aroma del
cerdo doméstico que, en verdad, habló cosas muy agradables a su
estómago. ¡Sí! Allí dentro de un amplísimo corral, estaba la gran manada de
cerdos, echada en el suelo y entregada al descanso en el más profundo
silencio.
Las paredes del corral eran de tablas y de bastante altura, pero fue cosa de
cachorros para Jish, el saltar aquella valla y caer dentro de la empalizada
con el mismo silencio con que cae una hoja seca.
Con sinuoso andar, verdaderamente admirable y hermoso veíase Jish a la
luz de la luna, avanzando casi a rastras hacia su presa, un gran cerdo macho
que hallábase profundamente dormido. Cuando Jish llegó a su lado, fue tan
rápida la acción de sus mandíbulas sobre el cráneo del cerdo que éste quedó
inmóvil, sin vida, sin hacer el menor ruido o movimiento. Entonces, Jish lo
fue arrastrando con gran sigilo hasta un solitario rincón del corral y allí lo
devoró tranquilamente, con el mismo silencio con que el pueblo de Sanie, la
hormiga, devora el cuerpo de Motzó, el gusano.
Cuando hubo llenado hasta el último rincón de su hambre, Jish el tigre,
saltó nuevamente la empalizada y se derritió entre la maraña en busca de
sueño y de reposo.

VIII

Jish era prudente y moderado, lo que lo diferenciaba de Cajcoj, el león, su


único rival en el Mundo del misterio verde, que mataba cuanto animal se
ponía a su alcance tan sólo por el placer de beber su sangre. Y a esta su
prudencia y moderación debió su éxito y su gran fama en aquella aldea de
Güinc, el hombre.
Como es natural, Güinc, el hombre, estuvo muy enojado al día siguiente,
cuando encontró los restos del cerdo que había sido devorado por Jish
dentro del propio corral. Las huellas de las grandes zarpas contaron
claramente la historia a Güinc. Pero sabedor éste de la costumbre de los
tigres de cazar aquí hoy y hacerlo mañana a muchas leguas de distancia,
pensó que aquella incursión del gran felino sería la única y que no volvería
a repetirse.
Pero tres días después, al amanecer, encontró otro cerdo menos y que había
sido devorado de igual manera que el anterior, es decir, dentro del corral.
Entonces, Güinc salió a la selva con más miembros de su familia y una gran
jauría de perros.
Durante dos días buscaron en vano a Jish, que parecía haberse ido esta vez
definitivamente o derretido misteriosamente entre las cerrazones.
Algunos días más tarde, cuando Poo, la luna, se había ausentado del
corazón del cielo, otro cerdo fue devorado por Jish.
Güinc, entonces, dejó atado con un gran lazo a su mejor perro en las propias
tranqueras del corral, para que diera la voz de alarma.
Al día siguiente, el perro había desaparecido y en el lugar donde estuvo
atado solamente había un manchoncito de sangre.
Desde entonces, comenzó la pesadilla de Güinc y su familia. Día a día
desaparecía otro animal doméstico. Ya no eran sólo los cerdos las víctimas
de aquel terrible Jish. Varios temeros fueron muertos y devorados y en otra
ocasión, una yegua y un potrillo sucumbieron bajo aquellas expertísimas e
infalibles garras.
Güinc construyó entonces casas especiales dentro de los corrales para dejar
a los animales encerrados durante la noche. De esta manera evitó que Jish
siguiera devorando cerdos y temeros, pero entonces se dedicó a las aves de
corral; y los pavos, gallos y gallinas desaparecían por pares…
Aquello era ya intolerable y Güinc, el hombre, estaba tan preocupado que
pensaba seriamente en hacer un viaje a Guatemala, capital del país, para
solicitar la ayuda de un amigo suyo que tenía perros especializados en la
caza del tigre.
Había colocado cepos y toda clase de trampas por los alrededores, e incluso
había dejado en los linderos de la selva grandes trozos de carne envenenada.
Muchos fueron los animales que murieron por comer de esta carne, pero
Jish no comía más que lo que él mismo mataba.
En los cepos, Güinc, el hombre, encontró de igual manera a otros animales,
apresadas sus patas por aquellas terribles quijadas de acero; y algunas veces
encontró en aquellos crueles cepos tan sólo las patas de los animales, pues
entre ellos los había tan valientes e indómitos que preferían destrozarse las
piernas y dejarlas entre las quijadas de acero antes que perder su libertad.
Pero Jish, el tigre, jamás cayó en ninguno de aquellos artefactos
endemoniados.
Entonces, Güinc comenzó a abrir, por los senderos y trillas de caza, grandes
hoyos, los cuales tapaba con una tenue capa de hojas y maleza, que extendía
sobre una frágil armazón de ramas endebles y delgadas sobre la boca de
estos pozos. Cuando Jish pasara por allí, se hundiría sin remedio; y aunque
los pozos no eran profundos, pues Güinc no podía perder su tiempo en
hacer muchos y de gran hondura, eran estrechos, es decir lo suficientemente
hondos como para dar cabida a Jish pero no tanto ni tan amplios como para
permitirle moverse media vez cayera dentro, lo cual le evitaba la
posibilidad de saltar fuera, pues no tenía espacio para tomar impulso.
Quej, el venado, y Tixl, el tapir, Chacguá el jabalí, y Yuc, el cabro salvaje,
fueron algunos de los muchos que Güinc, el hombre, encontró dentro de
estos pozos. Pero Jish…; Nunca!
Parecía como si algún poder sobrenatural lo protegiese y ya las mentes
sencillas de aquellos hombres selváticos verdaderamente estaban pensando
que se trataba de algún espíritu maligno de la floresta que había tomado el
cuerpo de Jish para hacerles daño.
Durante la próxima luna llena, Jish llevó a cabo su última y más famosa
hazaña en la aldea de Güinc, el hombre.
Mucho tiempo hacía que no saboreaba la exquisita carne de Acc, el cerdo
doméstico, pues ya se ha dicho que Güinc lo encerraba durante la noche en
una construcción especial dentro del chiquero. Por lo tanto, sabedor Güinc
de que Jish estaría deseoso de comer la carne de Acc, tan pronto como la
luna llena bajó a bañarse a la quebrada, dispuso dejar un cerdo atado a un
poste en medio del corral bañado por la bella luz azulina de la diosa de la
noche. Entonces él y su familia, desde el techo de una casa vecina al corral,
estarían al acecho con las linternas listas y los rifles y escopetas a punto de
disparar.
Así lo hicieron, dejando a un cerdo de mediano tamaño, en verdad el más
flaco y feo de toda la piara, para que Jish entrara a devorarlo.
Cuando Jish lo estuviera comiendo con toda tranquilidad, ellos encenderían
las linternas para mejor ver las miras de las armas, y de una descarga
cerrada lo matarían en el acto.
La primera noche, lo velaron por tumos, pero Saqué, el sol, brincó la raya
del horizonte por oriente y Jish no apareció.
Otro tanto ocurrió durante tres noches seguidas; pero a la cuarta, a media
noche, cuando Güinc estaba ya adormitándose en la incómoda postura a que
lo obligaba el techo de la casa, escuchó un ruido en la empalizada.
Al momento, el hombre despertó a sus compañeros y todos, llenos de
emoción, alistaron las armas avizorando las sombras.
¡Sí! En efecto, Jish rondaba por allí y muy pronto se vio su grandísimo
cuerpo pasar sobre la empalizada como si tuviera alas.
Los hombres temblaban de emoción, pues en verdad, ninguno de ellos había
visto en su larga vida de cazadores selváticos, un tigre tan hermoso y tan
ágil como aquél. Deseaban, pues, más que nunca, darle muerte, no sólo para
librarse de sus maldades sino para hacerse de su bellísima piel.
Esperarían, pues, a que se echara a devorar a Acc, el cerdo, y entonces le
harían una descarga certera.
Pero aquí fue la gran sorpresa de los Güinc que estaban al acecho, sorpresa
que los inmovilizó, que en verdad los paralizó de admiración.
Tan pronto como su cuerpo asentó dentro del chiquero, de dos saltos cayó
sobre el infeliz cerdo que estaba dormido. Con la rapidez del pensamiento,
le partió la espina dorsal de una formidable dentellada y sin soltar su presa
dio un tirón tan fuerte que el lazo que ataba a Acc se rompió como un tierno
bejuco.
Al punto, cuando los hombres creían que se pondría a comer, como lo había
hecho siempre, levantó a Acc entre sus mandíbulas como si fuera un conejo
y con la rapidez de Raponcac, el rayo, cruzó a saltos el chiquero y se lanzó
a través de la empalizada de un salto largo, magistral, increíble… El más
rápido y sereno de los hombres disparó su escopeta al azar, cuando Jish iba
en el aire, pero de sobra sabía que sus balas no alcanzaron aquel
maravilloso cuerpo en que había encarnado toda la fuerza, toda la bravura,
toda la belleza, astucia y sabiduría del gran Mundo del misterio verde…
Los hombres mirábanse unos a otros llenos de estupor. Bajaron del techo y
entraron al corral, en verdad todos hablando al mismo tiempo y jurándose
unos a otros que creían aquello sólo porque lo habían visto… ¡Era increíble
aquella rapidez! Y lo más increíble de todo, que hubiese algún tigre capaz
de saltar por sobre aquella valla llevándose un cerdo en la boca… Más que
nunca, pensaron que era el mismísimo Maligno quien residía en aquel
cuerpo anaranjado de negros lunares…
Y Jish, entre tanto, devoraba a Acc, el cerdo doméstico, en la profundidad
de una maúlla de escobos.

IX

Algunos días después, una madrugada, Jish salió de caza.


Venía con la cautela de siempre por un sendero abierto por Güinc, el
hombre, cuando a sus oídos llegó el rumor de la voz de uno de los de su
especie. Mucho tiempo hacía que Jish no veía a otro de sus hermanos, pues
ha de saberse que los tigres deambulan solitarios; cuando más,
emparejados.
Cuando los tigres fueron hechos durante la primera Mañana del mundo,
Alom, Ca-jolom, Tzakol y Bitol, los cuatro Dioses Constructores y
Formadores de todo cuanto hay en el agua, en el cielo y en la tierra, les
dijeron:
“—Oh vosotros, los tigres y los leones, deambularéis solitarios sin más
protección que vuestra gran fuerza, prudencia y valor, pues en verdad sois
grandes, poderosos…
¡Sólo aquellos grandes seres, sólo aquellos que son superiores, pueden
caminar solitarios por la vida! Dejad que los animales inferiores deambulen
en manadas.
¡Vosotros sois grandes, en verdad, e iréis siempre solitarios!”.
Así hablaron los dioses a Jish, el tigre y a Cajcoj, el león, en la primera
Mañana, la primer Alba del mundo.
Por lo tanto, pues, Jish deseaba ver a alguno de su raza para cambiar
impresiones, así que fue avanzando rápidamente hacia el lugar donde
escuchaba las voces familiares aunque, en verdad, aquellas voces eran
tristes, dulces y plañideras.
En efecto, en mitad del sendero, Jish vio uno de aquellos infames hoyos que
Güinc, el hombre, había abierto en el suelo para cazarlo a él, y al asomarse
al borde y bajar la vista, quedóse mudo de sorpresa y encantamiento…
Abajo, tratando en vano de saltar hacia el borde del pozo en forma casi
vertical estaba el ser más bello que Jish jamás soñara en su joven y bravía
existencia.
Tratábase de uno de los de su raza, sí, pero aquel que había caído dentro de
la trampa de Güinc, el hombre, era una hembra, la hembra más bella y más
joven que podía haberse imaginado. Era una jovencita de pocos años y a la
luz del amanecer Jish pudo verle sus grandes ojos suplicantes, claros y
humedecidos que lo contemplaban a él llenos de emoción.
“—¡Sácame de aquí, bello y poderoso señor!” —había dicho la joven Jish
desde el fondo—. Y aquella voz había hecho cosquillas a lo largo del lomo
de Jish y sus bigotes se sacudieron en un temblor convulso…
Jish no atinaba a decir nada. ¡Hacía tanto tiempo que no hablaba con los de
su raza…! Además, aquella emoción que experimentaba todo su ser lo tenía
mudo y paralizado. Jish sintió que su voz se ahogaba y quiso lanzarse al
fondo para estar junto a aquella bellísima criatura.
“—Trataré de sacarte pues, en verdad, eres bella como la noche sin luna —
dijo por fin—… eres tan bella como Salí-saqueíl, el verano, cuando todo
está seco y árido y cuando los animales caen fácilmente en nuestras
garras…
La hembra escuchaba todo aquello con gran emoción, pues, en verdad, ella
tampoco había visto otro ser más bello que aquel formidable joven que la
estaba contemplando desde arriba.
Varias veces saltó la hembra, mientras Jish, echado sobre su vientre al borde
del pozo, estiraba su pata delantera con las garras distendidas para ver si las
de la hembra podían quedar sujetas a las suyas, pero todo en vano. La
hembra no podía tomar impulso para saltar, por la estrechez del agujero y
sus saltos eran el producto de un supremo esfuerzo vertical.
Ya Saqué, el sol, asomaba rápidamente entre una niebla rojiza y Jish sabía
que pronto aparecería Güinc, el hombre con Tzií, el perro, para ver qué
había caído en sus numerosas trampas.
“Volveré tan pronto como pueda, ¡oh bellísima criatura!” —dijo Jish hacia
abajo del pozo. Y partió rápidamente hacia la orilla de la aguada, el
bebedero de muchos animales.
Jish se subió a un árbol y allí quedó agazapado en la más baja de sus ramas.
¡Qué impaciencia y qué temores los de Jish!
Pero estaba de suerte porque, al poco rato de espera, apareció Quej, el
venado. Era un hermoso macho el que venía con grandes precauciones.
Regresaba de comer en una pequeña llanura y deseaba saciar la sed antes de
retirarse a su echadero. Cuando inclinó la cabeza con sus bellos cuernos
para beber, Jish cayó sobre él…
Con cuánto trabajo fue Jish arrastrando aquel gran cuerpo, haciendo una
nueva trilla por la maraña.
Por fin, cuando ya el sol brillaba sacando chispitas verdes a las hojas de los
árboles, Jish llegó con su víctima al borde del pozo. El bello rostro de la
hembra se iluminó de alegría cuando Jish se asomó a verla.
Entonces Jish, con la voz más tierna que tenía, le expuso su plan y le dio
sus instrucciones.
Cuando Jish arrastraba el cuerpo de Quej hacia el agujero, escuchó con
terror las voces de Tzií, el perro, que venían claramente hacia ellos.
¡Ah… ya Güinc venía a dar muerte a aquella sin par criatura!
Jish trabajaba afanosamente. Cuando tuvo a Quej al borde del agujero,
sujetóle las patas traseras fuertemente con sus colmillos y mandíbulas y así,
precipitó el cuerpo de Quej dentro del pozo. Quej quedó suspendido a lo
largo de la pared, pues Jish lo estaba sosteniendo desde arriba.
Jish habíase echado sobre su vientre y tenía enterradas sus garras en la
tierra, para resistir un gran peso. Entonces, la hembra saltó y sujetó el cuello
de Quej fuertemente con sus dientes, quedando suspendida en el aire.
Entonces Jish, poco a poco, pulgada a pulgada y con tremendo esfuerzo de
sus mandíbulas y de todo su ser, fue sacando palmo a palmo el cuerpo de
Quej, del que pendía la hembra; y ésta también ayudaba impulsándose hacia
arriba con las patas en la pared del hoyo.
Las voces de Tzií, sonaban cercanas, muy cercanas y por fin apareció la
cara de la hembra en la superficie. En el acto, sus garras delanteras se
afianzaron en el borde del pozo y con un postrer esfuerzo, saltó fuera al
lado de Jish.
Entonces llegaron los perros y comenzaron a armar un gran escándalo, y
pronto sonaron las voces de los hombres animándolos, pero ya Jish y la
hembra iban saltando raudamente, perdiéndose en el mar de la selva.
Aquel atardecer sorprendió a la bella pareja de tigres a muchas leguas de
distancia de la aldea de Güinc, el hombre.
Jish no volvería nunca a aquel paraje. Estaba con el salvaje y valiente
corazón henchido de amor, y en verdad tenía suerte porque aquella bella
hembra le correspondía de igual manera.
No volvería Jish a la aldea del hombre porque, en verdad, ya no deseaba
exponer su vida, su existencia, que ahora se le antojaba la existencia más
feliz del Mundo del misterio verde.
Solamente de esa manera, solamente por el amor, logró Güinc, el hombre,
verse libre de aquel terrible Jish, monarca de los silencios.
Jugando siempre, en aquellos retozos de terrible y cruel belleza que son los
amores de los tigres, llegó la feliz pareja a una región salvaje, solitaria y
virgen. Jamás Güinc, el hombre, había hollado con sus plantas aquella gran
comarca.
Allí, Jish y su hembra encontraron una cueva espaciosa en la base de un
montículo calcáreo cubierto de helechos y plantas rastreras. Ah, qué
hermosa vivienda para ellos y para los cachorros que pronto habrían de
nacer.
Jish, el tigre, acompañado siempre de su tierna compañera, solía subir a la
cumbre del montículo todas las tardes, a esperar la llegada de Cojyín, la
noche, que era cuando ambos salían en busca de alimento.
Los celajes púrpura del atardecer confundíanse con las alas de los
guacamayos que volaban en partidas, y las hojas de los árboles despedían
pequeñas llamitas de oro.
Entonces, podía verse la poderosa silueta de Jish, el tigre, recortada
claramente contra el nácar del cielo en la cumbre del montículo. A su lado
estaba echada sobre el vientre su compañera.
Jish levantaba la bella cabeza y lanzaba a los vientos su ronca voz de
triunfo y de reto. En la lejanía, los monos saraguates respondían con
aullidos de miedo.
El fuego del ocaso se iba apagando en el cielo. Guarrom, el tecolote, y Sotz,
el murciélago, pasaban abanicando suavemente las caras de Jish y su
hembra y llegaba por fin Cojyín, la noche…
¡El Mundo verde obscurecía el misterio de su eterna existencia y el cielo era
ya un inmenso abismo negro en donde habían caído cien mil luciérnagas
espléndidas!

EXPLICACIÓN A LOS NOMBRES DE LOS ANIMALES QUE


FIGURAN EN ESTE LIBRO

Águila arpía. (Harpía harpyja). Una de las águilas más grandes y feroces del
mundo. Habita las selvas del norte de Guatemala y los Estados vecinos de
México. Es muy escasa, lo cual es una suerte para la avifauna de la región,
por tratarse de una verdadera carnicera y depredadora de la selva.
Águila Bermeja de penacho. (Spizaetus ornatus vicarius). Una hermosa
águila que habita igualmente las selvas del norte de Guatemala. Es más
común que la Arpía y también es muy feroz y valiente.
Annado o Armadillo. (Dasypus sexcinctus). Nombre que se aplica a
distintas especies de mamíferos del orden de los desdentados, familia de los
dasipódidos, incluidas todas, por unos autores, en el género dasypus.
Cabro salvaje. (Mazama sartorii). Se le llama de esta manera aunque su
apariencia no tenga nada de cabro, pues trátase de un venado muy ágil y
fino de tamaño pequeño, parecido a la gacela. Sus cuernos son verticales y
no se ramifican. Es muy común en las selvas del norte de Guatemala.
Cantil. Nombre derivado del indígena Qantí, que significa víbora y culebra.
En Guatemala se usa siempre para designar a las serpientes venenosas de
cierto género, anteponiéndole este apelativo: cantil tamagaz, cantil boca-
dorada, cantil cola de hueso, cantil terciopelo, etcétera, etcétera.
Cerdo o coche de monte. (Tayassu angulatum). Miembro de la familia de
los tayasuidos que comprende los jabalíes americanos caracterizados por la
ausencia de cola, con sólo tres dedos en las extremidades posteriores y con
una glándula en la rabadilla que segrega un olor fuertemente almizclado. Es
de tamaño mediano, como el cerdo doméstico y deambula en bosques y
selvas cálidos en manadas que varían entre 10 y 25 individuos. Son
herbívoros, aunque complementan su alimentación con otras cosas como
frutas y aun carne, pues devoran a sus enemigos de diferente raza. Son muy
valientes y su carne es muy apreciada en toda Centro América.
Cotuza. (Desyprocta punctatum). Desipróctido roedor de color amarillo
dorado, algo mayor que una liebre, con una forma entre liebre y venado,
con patas muy finas y ágiles. Se encuentra en toda Centro América.
Danta o Tapir. (Tapirus americanus o terrestris). Género de mamíferos
paquidermos perisodáctilos, familia de los tapíricos. Es un animal del
tamaño de un muleto y su aspecto es entre jabalí y rinoceronte. Vive en las
costas y selvas húmedas, cerca de ríos y aguadas. Su alimentación es
netamente herbívora. Hay ejemplares tan grandes que llegan a pesar mil
libras. Es el mamífero de mayor tamaño de América y por ello se le llama
elefante americano.
Gaitán. Ave zancuda, muy parecida al flamenco, de color rosado pálido y
también los hay blanco y negro. Tiene un gran pico curvado hacia abajo y
se alimenta de peces y otros animales acuáticos.
Guachinangas. Pez de ríos y lagos selváticos del norte del país, de unos 20 a
30 centímetros de longitud, de color rojo vivo, de carne exquisita.
Jabalí. (Tayassu Pécari). Es una especie de jabalí muy grande, de color
negro con cuello y cara blancos. Es muy feroz y valiente y habita las selvas
del norte de Guatemala. Deambula en partidas de 100 y más individuos.
Lagarto. (Cocodrilus moreleti). Reptil saurio del orden de los cocodrilinos,
propio de los ríos de América y Oceanía. Suele alcanzar una talla de hasta
18 pies de longitud y su piel es muy apreciada. Es feroz en el agua,
especialmente de noche. Ataca a todo animal en el agua, inclusive al
hombre.
León o Puma. (Felis concolor). El león americano o Puma. Es de color
acanelado, con pecho y vientre blancos. Tiene el aspecto de una leona
africana, aunque de menor tamaño. Es un carnicero muy valiente y ágil,
pero muy sanguinario. Si es acosado o herido, ataca al hombre y se vuelve
un enemigo sumamente peligroso. Habita en toda Guatemala, desde la costa
al altiplano. Tiene un peso aproximado de 80 kilogramos.
Mapache. (Procyon lotor). Mamífero carnicero perteneciente al género
prociónido. Tiene la forma de un oso pequeño. Es de color gris, con un
antifaz negro alrededor de los ojos, cola gruesa y anillada de gris
amarillento y negro. Habita en todas las regiones de Guatemala,
especialmente a la orilla de ríos, lagunas y esteros.
Mazacuata. (Boa imperator). Serpiente boa de gran tamaño, la mayor de la
América Central y llega a medir hasta seis metros de largo en las especies
de muchos años. Su nombre proviene de las voces mejicanas mazatl y coatí,
serpiente de venado, seguramente porque ataca a los venados pequeños.
Carece de veneno y mata a sus víctimas estrangulándolas con su gran poder
constrictor.
Mico. (Ateles vellerosus). Son los llamados “monos araña”, los más
corrientes y populares en toda Centro América, ya que no es raro
encontrarlos domesticados. Son muy ágiles y viven generalmente en los
árboles, saltando de árbol en árbol con sus largos brazos y sus colas largas y
prensiles. Habitan en las selvas y bosques solitarios de Guatemala.
Micoleón. (Pottos flavus). Especie de prociónido carnicero de costumbres
arborícolas, de color amarillo leonado. Tiene una piel muy suave y
estimada. Sus costumbres son nocturnas.
Mojarra. El pez más común de ríos y lagos centroamericanos. Las hay de
diferentes tamaños y coloridos y su carne es muy apreciada.
Mono saraguate. (Alowatta villosa). Son los monos aulladores, de formas
grandes y robustas, de cabeza grande provista de abundante barba. Su
aspecto es feroz,
muy parecido al chimpancé aunque tiene una larga cola prensil. Viven en
las selvas apartadas y sus movimientos son lentos y parsimoniosos, si se les
compara con sus primos los micos. Rugen estruendosamente a intervalos,
pudiendo oirse sus voces a mucha distancia.
Nahuyaca. (Borthrops atrox). Serpiente protero-glifo sumamente venenosa
que alcanza el mayor tamaño entre las víboras centroamericanas. Su veneno
es mortal en la mayoría de los casos si no se neutraliza con sueros
especiales. Tiene en Guatemala muchos nombres: En la costa sur se le
llama Cantil boca-dorada y Cantil enjaquimado en oriente. En la costa
norte, Barba Amarilla, y en el norte (Verapaces y Petén) Nahuyaca. Es muy
abundante en las selvas cálidas. Es una serpiente tristemente famosa por los
estragos que hizo entre los trabajadores del Canal de Panamá, en donde los
franceses le bautizaron como “Fer de Lance” y los norteamericanos
“Bushmaster”, o reina del abrojo.
Perico ligero. (Tayra bárbara). Mustélido carnicero, uno de los mayores de
ese género pues mide 50 centímetros de alto por 80 o más de largo, de color
negro brillante con cabeza y cuello blanco, por lo que en Chiapas y Tabasco
se conoce con el nombre de Viejo de Monte. Es famoso por su agilidad y
bravura. Cuando es acosado, ataca aun al hombre con gran bravura y no
vacila en lanzarse al combate aun con enemigos mucho mayores. Habita en
las selvas cálidas de Guatemala.
Perro de agua. (Lutra ánnectens). Nombre que se le da en Guatemala a la
nutria, mamífero carnicero que vive en las orillas de ríos y lagunas. Es
ictiófago.
Taltuza. (Macrogeomys heterodus). Nombre con que se conocen en Centro
América los mamíferos roedores de la familia de los geómidos. Son
animales del tamaño de las ratas, pero de cuerpo muy grueso y rechoncho
con el cuello muy corto y la cabeza deprimida y las patas delanteras
armadas de uñas muy grandes y curvas, adecuadas para cavar la tierra.
Viven en galerías subterráneas pero salen a buscar sus alimentos. Son muy
perjudiciales a la agricultura.
Tamagaz. (Borthrops negrovidirus marchi). Ofidio venenoso, suborden de
los vipéridos, familia de los borthrópicos. Su veneno es de los más
mortíferos. Tiene un desarrollo mediano. Es muy agresiva y sus
costumbres, como la mayoría de las serpientes venenosas, son nocturnas.
Tecolote. Nombre que se le da en Guatemala al búho. Su nombre proviene
del mejicano tecolotl.
Tenguayaca. Pez de agua dulce de la región del norte de Guatemala (Petén),
de tamaño mediano, color plateado con anillos negros en los costados. Es el
pez más codiciado por su carne.
Tepeiscuinte. (Coelogenys paca). Nombre con que se conoce en Guatemala
a la Paca, mamífero del orden de los roedores, suborden de los
subungulados,
familia de los dasipróctidos, tribu de los celogenios. Tiene pelaje doble
sedoso y planchado, por encima pardo amarillento, casi rojizo, debajo
blanco amarillento. A cada costado, desde la espalda a la cadera, cinco
hileras de motas redondas blanco-amarillentas. Los ojos grandes, el hocico
obtuso, cuello corto, patas fuertes, uñas romas y encorvadas. Mide 70
centímetros de largo por unos 35 de alzada. Su carne es exquisita, la mejor
carne de monte y es muy perseguido. Sus costumbres son nocturnas y
habita generalmente en la orilla de los ríos.
Tigre americano o Jaguar. (Felis onca). Nombre que se le da casi en toda
América al Jaguar o tigre americano. Mide 1 metro 45 centímetros de largo,
más de 68 centímetros de cola, pero los hay tan grandes como los tigres de
la India y Bengala. De alzada alcanza 80 y más centímetros. Es de color
amarillo anaranjado, moteado de negro o con manchas en forma de
pequeños círculos negros con un punto del mismo color en el centro. Es
carnicero, muy valiente y ataca a toda clase de animales. Es el verdadero
rey de la selva americana. No teme al hombre y lo ataca cuando está
hambriento, herido o acosado por éste. Vive en las selvas cálidas.
Tigrillo u Ocelote. (Leopardus pardalis). Este felino de bella piel alcanza el
tamaño de un perro grande, pero es de forma rolliza y muy ágil. Durante el
día lo pasa subido en las ramas de los árboles, de donde baja por las noches
para cazar. Es muy valiente y ataca a toda clase de animales menores.
Venado. Llámanse así en Centro América a las diferentes especies de
ciervos propios de la América meridional.

BIOGRAFÍA
VIRGILIO RODRIGUEZ MACAL (Ciudad de Guatemala, 28 de junio de
1916 - ibídem, 13 de febrero de 1964) fue un periodista, novelista y
diplomático guatemalteco que logró varios premios tanto internacionales
como nacionales, como el Primer Premio en Prosa, en la rama de novela, o
los Juegos Florales de Quetzaltenango de 1950 gracias a sus novelas. Es
uno de los novelistas más populares en la cultura centroamericana por sus
publicaciones de estilo criollista. La mayoría de sus obras se ambientan en
las selvas del Departamento de El Petén.

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