EL MUNDO DEL MISTERIO VERDE EPU Virgilio Rodriguez Macal
EL MUNDO DEL MISTERIO VERDE EPU Virgilio Rodriguez Macal
EL MUNDO DEL MISTERIO VERDE EPU Virgilio Rodriguez Macal
PROLOGO
He aquí la palabra del indio quecchí Lish Zenzeyul, un indio a quien se le
tomaron los ojos verdes de tanto mirar y admirar a la selva. Lish Zenzeyul,
o Andrés Cuatro Ojos, que es lo que su nombre significa en lengua quecchí,
no es sino la filosofía del hombre tranquilo y sabio, que no se arredra ante
el misterio de un mundo eternamente verde, murmurante y desconocido
para la mayoría de los hombres blancos; y Andrés Zenzeyul asegura que ese
mundo, a pesar de su compleja crueldad, es aún menos cruel que el mundo
que habitamos los que nos autollamamos civilizados.
Quizá Lish Zenzeyul tenga razón cuando dice, en su estilo pintoresco y
repetidor, como lo es el estilo de sus antepasados y que nos fuera legado en
libros tan maravillosos como el Popol-Vuh, que en verdad, en el mundo del
hombre blanco, del hombre de las ciudades, hay tanta serpiente, tanta
Nahuyaca y tanto Tamagás como en la selva, con la diferencia de que las de
la selva son más francas y más lógicas. Hay tanto mico y tanto mono como
en las selvas, con la diferencia de que los de la selva son menos ridículos,
menos ruidosos, menos fatuos y menos ruines de corazón. También dice
que son tan escasos los nobles tigres en las selvas como lo son en las
ciudades, con la diferencia de que a los escasos tigres de las ciudades los
atacan manadas de chacales y de coyotes, mientras que el tigre de la selva
tiene más oportunidad de defenderse noblemente y luchar en campos menos
traidores.
¡En fin! Dejo a mis compatriotas centroamericanos estas historias,
recogidas de los labios y de los ojos verdes de Lish Zenzeyul que, como
dije, se volvieron verdes de tanto mirar dentro de la selva, para que ellos
sepan saborearlas e interpretarlas, quizá más sabia y profundamente que yo.
V. R. M.
Buenos Aires, julio de 1956.
Andrés Zenzeyul
Andrés Zenzeyul estaba contento. En verdad, su faz sonreía esa tarde de
manera total, amplia, plegándose toda y mostrando los dientes, fuertes
como hachas de marfil en miniatura. Frente a su rancho, en la pequeña
aldea de Sebol, a orillas del río Chajmayic, que acaba de brotar como un
aborto súbito de la tierra de la Alta Verapaz después de una carrera
subterránea de muchos kilómetros, estaba contemplando cómo los pinceles
del sol del atardecer bajaban al río profundo y turbulento y allí se
entretenían haciendo garabatos de colores en las rápidas aguas, o tiñendo de
rojo los lomos plateados de los peces cuando saltaban fuera del agua tras los
insectos.
Y nadie como Andrés Zenzeyul para tener razón de estar contento. Había
vuelto el día anterior, remontando con grandes dificultades ese mismo
Chajmayic, que hacía cinco años se lo había llevado, a él y a su cayuco,
corriente abajo como otra basura más, galopando sobre la cresta espumosa
de su corriente hasta aventarlo al anchuroso Pasión…
Lish Zenzeyul, que así era su nombre en quecchí, era un indio magnífico de
estampa, de sabiduría y de talento. Porque este Lish Zenzeyul, cuyo nombre
traducido al castellano significa Andrés Cuatro Ojos, hacía cinco años que
se había ido por el ancho camino de agua hacia las misteriosas tierras
peteneras… Su camino de agua lo había dejado en Sayaxché, para
adentrarlo en el verde corazón de las sabanas, tórridas en verano y húmedas
en invierno, sempiternamente salpicadas de árboles de nance, de sajabe y de
güiro, que había atravesado cientos de “succhés” enmarañados; que había
visto el nacimiento del Subín en la pradera del Chiquibul y había aventado
su mirada incansable hasta el confín del llano y el cielo en las llanuras de
Ixpetó, en las sabanas de Cananteíl y había contemplado el nacimiento del
sol en las montañas Mayas desde las cumbrerías de Mejen-cholol…
Más tarde se había unido a los jatos chicleros y, trabajando siempre,
sudando siempre, recorrió las grandes extensiones selváticas más al norte,
deambulando por Fallabón, Carmelita, Uaxactún, Tres Lagunas, Río Azul,
Paso Caballos, Río San Pedro, Río Escondido, Naranjo… Cientos y cientos
de leguas de selvas sin nombre, donde el hombre tampoco tenía nombre ni
importaba que lo tuviese, cabalgando siempre en el escurridizo chicozapote
para extraer el chicle y pasando alternativamente pobrezas miserables y
bonanzas efímeras…
Pero Lish Zenzeyul, es decir, Andrés Cuatro Ojos, hizo durante esos cinco
largos años un derroche magnífico de su nombre, usando, en verdad, sus
cuatro ojos para escudriñar los cuatro ángulos del suelo selvático y los
cuatro ángulos de su firmamento… Nada escapó a su mirada, que sabía
traducir las imágenes de luz en imágenes invisibles del espíritu y la
mente… Aquellas imágenes que se grababan en sus retinas eran mantenidas
celosamente en el archivo de su corazón, en donde su pensamiento las
traducía más tarde y les daba su verdadero significado. ¡Sí! Andrés Cuatro
Ojos volvió a los cinco años a su tierra nativa. Todo lo encontró igual. El
anciano Tata y la hacendosa madre seguían laborando y triturando sus vidas
mansamente en el rastrojo y la piedra de moler… Sus hermanos y hermanas
habían
tomado rumbas y estados diferentes. Y él volvió con algo de dinero de las
chiclerías, con una oreja carcomida por la enfermedad del chiclero y con la
amplia alforja de su alma plena de conocimientos y observaciones de la
vida de las selvas, de la vida de ese esplendoroso y misterioso Petén…
Andrés Zenzeyul había vuelto, pues, al lar nativo, al lado de sus padres, y
las muchachas mozas de los contornos lo sabían y deseaban acercársele
para ver si lograban atraparlo y hacerlo aquerenciarse definitivamente… Y
todas las noches, desde su retorno, el grande y limpio rancho de la familia
Zenzeyul se abarrotaba de gente, de gente sencilla y de gente principal de
por los alrededores; y llegaba gente joven, bulliciosa y preguntona, y gente
vieja, callada y meditabunda. Y las mozas rodeaban a Andrés Zenzeyul
quien, sin darse importancia, iba desgranando el tesoro vegetal de su
palabra quecchí, que era recibido por los corazones de la gente de su raza
como la palabra de la verdad misteriosa, de la verdad que es cierta pero que
muy pocos han visto y comprendido, sobre la vida de las grandes selvas y la
vida de los que las habitan…
Cuando las mozas se juntaban mucho al narrador y lo miraban con sus ojos
alargados como semillas húmedas de zapotillos tiernos, Andrés Zenzeyul
las contemplaba con mirada enigmática y solía decir: un día de estos me
aviento otra vez a la corriente del Chajmayic y desaparezco de nuevo por
los caminos verdes, azules y amarillos del Mundo del misterio verde. Con
esto, las mozas se recataban un tanto en sus ataques, temerosas de volver a
perderlo…
Y entre los que escuchaban, me colaba yo como un intruso. Era yo la única
oveja blanca entre aquel rebaño moreno, pero no por ello mi corazón estaba
menos cercano al de Andrés Zenzeyul que el de sus padres o el de su
abuelo… ¡No! Mi corazón recibía las dulces palabras quecchíes y las iba
atesorando para enriquecer el espíritu. Así, pues, aquí relato algo de las
cosas maravillosas que Lish Zenzeyul, con sus cuatro ojos, pudo ver en los
cuatro ángulos del majestuoso Mundo del misterio verde…
EL PERICO LIGERO
I
Qué bien se sintió Sacol cuando estuvo de nuevo en los parajes donde
usualmente vivía, donde usualmente deambulaba, bajo la sombra eterna y
verde de la selva. La sabana habíase quedado atrás, con sus escasos y
diseminados árboles pequeños, como el nance, el güiro y el sajabe; con las
pequeñas manchas redondas de selva llamadas “sucché” y con sus grandes,
ilimitadas llanuras que perdíanse en el horizonte. Pero Sacol no hallaba
nada tan hermoso como la selva sin fin, pues él jamás pudo recorrerla toda
por más que caminara a través de ella en las cuatro direcciones de su suelo.
Aquí, los árboles eran gigantes, tan grandes que por más que Sacol
levantara la vista y escudriñara con sus maravillosos ojos, nunca pudo
alcanzar a ver sus copas.
Eran las grandes caobas y los ingentes cedros, los gigantescos canistés,
baríes y tamarindos o los chicozapotes y chiquibules. Sacol contemplaba
con arrobamiento aquellos árboles de maculís, cuya floración allá en lo alto
no era sino la copia rosada de los celajes matutinos. Pero, a pesar de toda
aquella grandeza vegetal, el suelo manteníase extrañamente limpio, cubierto
tan sólo por hojas secas, por palmeras enanas de guano y de carrizales que,
si bien entorpecían algunas veces el trajinar de los grandes animales, para
Sacol no constituían obstáculo alguno, ya que siempre encontraba por
donde deslizar su ágil y sinuosa figura o por donde poder pasarla con un
poderoso salto.
Sacol estaba parado en un pequeño calvero de la selva, donde una poza de
agua de lluvia se mostraba fresca y tentadora. Con las precauciones de
siempre, Sacol bebió. Luego pensó en comer. En verdad, Sacol pensaba
muchas cosas… Por ejemplo, sabía que hacia el lugar por donde decae por
las noches el brillo de Cac- chaím, la gran estrella de la tarde, quizá a una
jornada de donde se encontraba, es decir, una jomada de las de Sacol que
significaba muchas leguas, había un apacible paraje en donde habitaban
varios miembros de su misma especie. Sacol gustaba de la compañía de los
de su raza, pues no era un solitario, a pesar de que de vez en cuando, como
en la presente ocasión, le daba por vagar sin más compañía que su gran
valor y sus excepcionales dotes, en busca de nuevas cosas de ver, de
emociones y aventuras nuevas.
Sacol, pues, estaba parado, quieto, inmóvil después de haber calmado la
sed. En Verdad, estaba pensando y así lo atestiguaba el indeciso temblor de
sus bigotes blancos. Y mientras estaba allí, indeciso, Raponcac, el
relámpago, envió su mensaje de ruido y de fuego desde el corazón del cielo
y muy pronto Casagual-jab, el aguacero torrencial, cayó sobre la verde
sombrilla de la selva… Esto pareció recordarle algo a Sacol.
Se escurrió entre los húmedos helechos hasta encontrar un refugio bajo el
hueco de Toón, el tronco, que hallábase tendido y a medio podrir. Allí se
agazapó Sacol para evitar la furia de Casagual-jab, el aguacero, y quizá
también por el profundo respeto que le infundía la poderosa voz de
Raponcac, el relámpago, que a la sazón estaba
enredando en culebrinas de fuego la grisácea faz de Choxá, el cielo, por allá
por donde no alcanzaban ni los extendidos brazos de Inup, la ceiba. Y
mientras estaba allí, bajo el seguro de Toón, el tronco, Sacol estaba
pensando. ¡Sí! Allá en el paraje donde moraban muchos de los de su
especie, vivía también Sa-colish, la lindísima hembra que él había escogido
como compañera de su vida durante el último tiempo en que Salí-saqueíl, el
verano, había tostado las copas de los más grandes árboles, había resecado
los húmedos helechos del piso de la selva y había evaporado todas las
aguadas en el gran Mundo del misterio verde. Sacolish no había podido
acompañarlo en aquella solitaria andanza porque pronto, ya muy pronto, iba
a ser madre y aquel su estado de lánguida pesadez no le permitía usar de su
agilidad acostumbrada.
Sacol, pues, deseaba retornar cuanto antes a su paraje, pero ]ab, la lluvia le
había recordado que estaba en la mitad de la época de las Grandes Aguas y
que es cuando los huevos de los lagartos revientan en la arena de las playas
al calor del sol mañanero.
Sacol tenía hambre y la lengua salió a humedecer sus blancos bigotes y aún
alcanzó a humedecerle la punta de la nariz al pensar en el delicioso bocadito
que era Ajim, el lagarto, cuando recién asoma a la vida en la arena de las
playas.
Así, pues, que Sacol esperó a que la lluvia se fuera en compañía de
Raponcac, el relámpago, llevada lejos por Nimlá-ic, el ventarrón; y cuando
la luz del sol volvió a colarse hasta el suelo de la selva a la hora del
atardecer, Sacol abandonó el seguro de Toón, el tronco, y con la inspiración
del Dios Instinto, se fue en derechura hacia las orillas de Nimá, el río, que
cortaba la selva por ahí cerca como una gran cinta de esmeralda y plata.
A la mañana siguiente, oculto entre un espeso civalar que se adentraba en
las aguas de Nimá, el río, Sacol estaba al acecho… En verdad, la mayor
parte de su vida se la pasaba Sacol en aquella actitud, pues había aprendido,
desde hacía mucho tiempo ya, que la paciencia siempre daba muy buenos
frutos, en contraste con la inquietud y la precipitación, que siempre, o casi
siempre, lo habían dejado con el estómago vacío. Y en verdad, Sacol se
había vuelto un grande y sabio cazador… Siempre se colocaba contra el
viento, pero esto no era nada extraordinario, ya que todos los habitantes del
Mundo del misterio verde, hacían lo propio. Ya fueran animales de presa o
animales herbívoros, todos caminaban siempre contra el viento para que
perseguidores y perseguidos no sintieran por sus narices el olor de su
enemigo… Pero, he aquí que Sacol era tan sutil y tan ladino que no sólo
hacía esto sino que era capaz de estarse quieto durante interminables
momentos, en espera de una ráfaga de viento que hiciera ruido entre los
escóbales, o entre los guanos, o en las altas ramas de los árboles mayores
para moverse. Cuando el ruido se producía, Sacol avanzaba. Cuando cesaba
el soplo, del aire, Sacol deteníase a esperar. Y así, muchas eran las veces
que lograba sorprender a sus víctimas tan completamente ajenas a su
presencia que morían casi sin saber quién había traído en sus garras y
colmillos a Pacam, la muerte… Esta mañana, pues, Sacol estaba al atisbo
entre el civalar de hojas filosas, largas y estiradas, pues esta planta es
anfibia y sale a la superficie de la tierra procedente del légamo de las
playas… Y en una pequeña playa había concentrado Sacol su atención… El
sol estaba ya caldeando y agrietando el lodo de la orilla, en donde Sacol
podía ver los restos de multitud de huevos ¡Sí! Los tiernos hijos de Ajim, el
lagarto, ya habían abierto sus fauces ante la vida y estaban nadando en
compañía de la celosa madre a escasos metros de la playa. En verdad, estos
pequeños hijos de Ajim, el lagarto, apenas tendrían cinco días de nacidos, lo
cual los hacía en extremo apetitosos, con su carne tan blanca, suave y dulce
como la de las mojarras “casta-rica” o como la de las rojas “guachinangas”.
Pero la madre era muy cauta y aunque desqaba salir a asolearse a la cálida
playa con la treintena de pequeñuelos que nadaban en su derredor, no lo
había hecho aún. Con parsimoniosa calma, dirigía los ojos inexpresivos
hacia el seno de Choxá, el cielo, donde una bandada de gaitanes volaba
lentamente reflejando sus blancas plumas sobre el agua del río… Ajim, la
madre lagarto, sabía que si se aventuraba a la playa en esos instantes,
aquellos voraces pájaros, hijos malvados de los vientos, caerían sobre sus
hijos y se los llevarían atravesados en sus largos y corvos picos antes que
ella pudiera ponerlos a salvo bajo las aguas… Pero los gaitanes sólo
describieron un círculo sobre la madre y los hijuelos y prosiguieron su
ignoto rumbo, sabiendo de sobra que en el agua era imposible caer sobre
ellos. Cuando Ajim, la madre lagarto, estuvo segura de que aquel temible
peligro alado había desaparecido por el recodo del rio, volando a gran
altura, emitió unos resoplidos cortos y rápidos y al instante sus pequeñuelos
contestaron con sus vocecillas chillonas, congregándose a su lado. Así,
cubriéndolos con sus flancos, la madre lagarto asomó su ancha cabezota
sobre la playa y se fue arrastrando hasta tenderse cómodamente sobre el
légamo. ¡Ah, qué agradable estaba aquella mullida alfombra de légamo,
oloroso a plantas podridas…! Sus pequeñuelos quedaron quietos a su lado
por algún tiempo, hasta que alguno de ellos comenzó a retozar por los
alrededores moviéndose con agilidad, aquella agilidad que iba a perder de
adulto cuando se encontrara en tierra, y muy pronto los hermanitos
jugueteaban alejados de la madre. En verdad, aquellos retozos tenían muy
poco de tiernos y no eran sino la muestra del carácter que tendrían esas
dulces criaturitas, que a la sazón no medían ni palmo y medio de largo, del
hocico a la cola, y que llegarían a medir, los que no fueran arrebatados por
Pacam, la muerte, hasta 18 pies de largo en su madurez, porque no hacían
otra cosa que morderse unos a otros con los agudos dientecillos y chillar
cuando algo les dolía…
Sacol los observaba con una mueca de divertimiento en su blanca faz.
Aquellos pequeños seres ya nacían, en verdad, llenos de maldad, llenos de
crueldad y furia. Mejor era que no llegasen a crecer todas aquellas criaturas.
Ya era tiempo para obrar. La madre lagarto no había sentido nada, pues
nada se movía ni se escuchaba en el quieto civalar y el sol verdaderamente
estaba produciéndole un agradable calorcillo sobre su reseca y acorazada
piel…
Y de pronto, algo hizo agitarse por un instante las hojas de cival y un rayo
negruzco pasó de un salto sobre el cuerpo de Ajim, la madre lagarto…
Antes que ninguno de los seres en. la playa supiera lo que había pasado, ya
Sacol había dado muerte con sus terribles garras a media docena de tiernos
Ajim, y cuando la madre se lanzó sobre él con increíble rapidez, alzándose
sobre los cortos brazuelos para avanzar sobre la playa rugiendo
pavorosamente, Sacol desapareció entre el civalar con dos lagartitos en sus
fuertes mandíbulas…
Las otras infelices criaturas se habían ido a refugiar bajo la madre y ésta,
rugiendo aún, se lanzó al agua con el resto de su cría y flotando desde lejos
tuvo que contemplar cómo Sacol salía de entre el civalar relamiéndose y se
ponía a comer tranquilamente en la playa a los otros lagartitos que había
dado muerte…
Nada podía hacer la madre, que se limitaba a resoplar el agua con furia. Si
intentara salir a perseguir a Sacol, sería como querer capturar una ráfaga de
huracán, y en cambio dejaría a sus pequeñuelos solos en el agua, expuestos
a los gaitanes, o aun a otro Ajim de su misma especie que viniera
hambriento y juzgara aquel descuido maternal como digno de ejemplar
castigo… Así, pues, que hubo de sumergirse con sus pequeñuelos para no
seguir contemplando aquella escena que, si bien sería pavorosa para
cualquier otro hijo del Mundo del misterio verde, no lo era para Ajim, cuyo
duro corazón más sentía cólera contra Sacol que pena por sus hijos…
Así, Sacol calmó su hambre y el antojo que tenía de saborear la dulce carne
de Ajim, el lagarto tierno, y muy satisfecho de su suerte, en verdad muy
contento de gozar de su vida y de la respiración de su nariz, se alejó a trote
corto en busca del distante paraje donde lo esperaba Sacolish, su linda
compañera.
III
IV
Incendiándose el plumaje gris contra el cielo rojo del atardecer, estaba Tind,
el águila, cuando Andrés Zenzeyul la vio por vez primera. Estaba erguida
en lo alto de un peñasco medio oculto por la maleza, que sobresalía en
medio de la selva eterna, y en verdad parecía que gozaba aquel momento
con intensidad, porque extendió sus alas, aquellas grandes y poderosas alas
que abiertas, de punta a punta, bien medían sus dos metros… Porque Tind
no sólo era la reina de las aves sino la reina de todas las águilas que
retrataban desde el cielo su sombra sobre la tierra.
Y en verdad, Tind era grande, enorme, pues no era otra que el águila arpía,
una de las más fuertes y feroces aves del mundo.
Por las tardes, Tind se posaba siempre en aquel alto peñasco, única
protuberancia en la gran planicie del monte, en pleno corazón del Mundo
del misterio, verde, como llamó Andrés Zenzeyul a la gran selva petenera.
Desde allí, Tind observaba, Tind extendía su mirada infalible hasta el
horizonte de la arboleda, que arañaba con sus dedos vegetales las tiras de
los celajes coloridos del ocaso. Tind sacudía la majestuosa cabeza,
levantaba por un instante la corona de plumas, para luego dejarla peinada
hacia atrás. Sus ojos somnolientos, amarillos con una gran pupila negra
ovalada, parpadeaban al mirar hacia la alcoba de Saqué, el sol, hacia donde
Saqué se estaba retirando en medio de una Humareda de nubes rojas,
violáceas y doradas.
Porque Tind siempre dormía en la cumbre del peñasco. Cuando la gruesa
capa de Cojyín, la noche, caía sobre la selva para ocultar la vida que en su
inmenso seno comenzaba con la obscuridad, cuando daba principio el vagar
de los grandes animales nocturnos, Tind se retiraba a un hueco entre las
rocas, un espacioso hueco que había recubierto con ramas, hojas y raíces y
allí se esponjaba y se echaba, con las alas encorvadas hacia adentro y con el
formidable pico oculto entre el suave plumaje de su pecho… Allí veía Tind
desfilar frente a ella a la familia toda de Chaira, la estrella, o contemplaba
cómo la blanca esfera de Poo, la luna, se iba resbalando por los dominios
que eran de Tind durante el día. Otras veces, cuando el viento huracanado y
la lluvia azotaban la selva, Tind veía pasar con rapidez los negros tules de
las nubes, que huían espantadas como huían ante ella las bandadas de So
sol, el zopilote. Porque ahora Tind estaba un poco más sabia que antes, a
pesar de que era un águila joven, muy joven… Apenas si hacía un invierno
que había dejado el plumaje de aguilucho y que la corona de plumas negras
de su cabeza se erizaba cuando iba a entrar en Combate. Pero Tind ya sabía
ver las cosas que estaban en la bóveda de la selva y en el suelo de la selva,
con más calma y sabiduría que antes…
Tind no era muy memorista pero sí recordaba, allá a lo lejos en la obscura
llanura de su pasado, cuando su hermosa madre le enseñaba las cosas del
Mundo del misterio verde y trataba de transmitirle su propia sabiduría…
Cuántas veces, en el lejano paraje donde había nacido, tuvo que auxiliarla
su madre porque el ímpetu de su juventud quería ser más fuerte que las
plumas de sus alas… Cuántas veces cayó pesadamente sobre los escóbales
del suelo por desoir sus consejos y lanzarse al vacío temerariamente…
Cuántas veces el terrible pico de su madre, que podía hendir el cráneo del
más grande de los monos saraguates, se volvía una cosa tierna y suave que
la tomaba a ella por las plumas del cogote y la elevaba hasta depositarla
blandamente en el seguro del nido…
Más tarde, Tind pudo volar y procurarse el alimento por sí misma y su
madre también se fue, siguiendo al poderoso padre, y Tind tomó el rumbo
de los rayos del sol, y los vientos norteños empujaron su cola hacia lejanos
parajes…
Tind era desmemoriada, pero no tanto como para olvidar lo que le aconteció
cuando vio por vez primera a Poo, la luna, en su estado de Xoroc li Poo,
que es cuando está entera, cuando está llena. A pesar de que Tind había
quebrado la cáscara de su vida hacía ya un invierno, no había visto nunca a
Poo, la luna. Y era que, cuando muy tierna, dormía entre el plumaje de su
madre desde que Saqué, el sol, iniciaba su retirada. Y así había hecho
siempre, aun ya viviendo su vida solitaria. La costumbre de cerrar los ojos
casi al mismo tiempo en que los árboles se inclinaban silenciosos y tristes al
despedir al sol, había siempre evitado el encuentro de Tind, el águila, con
Poo, la luna.
Pero, he aquí, pues, que Tind recordaba vivamente aquel día, lejano ya, en
que por vez primera, cuando estaba de caza atisbando las aguas profundas
del río desde las ramas de un pucté frondoso, esperando el momento en que
Car, el pez, saltara sobre el agua para atraparlo con sus jóvenes garras, vio
su propia imagen retratada en la azul transparencia. Se vio hermosa y
grande, casi casi tan grande como recordaba haber visto a su madre allá en
el lejano paraje de su nacimiento. Y fue tal lo que sintió Tind al verse tan
hermosa que poco a poco, mientras se contemplaba, las plumas de su
cabeza se fueron erizando, negras, largas y sedosas y Tind entonces al
verlas en el reflejo tembloroso de las ondas, sintió que su pecho reventaba
de orgullo, pues aquella corona de plumas eréctiles era el símbolo de que ya
era un águila macho poderosa, que había dejado atrás su etapa de
aguilucho…
Al verse la corona, Tind extendió las alas lo más que pudo y vio su gran
envergadura en las aguas de Nimá, el río, y entonces, con un pdderoso
empuje que dejó sacudiendo las ramas del pucté, se elevó a los cielos en
busca de una presa más noble. Que Car, el pez, siguiera nadando tranquilo,
pues ella no lo buscaría más. Car, el pez, estaba bueno para ser comido por
Qot el águila común, por Cuch el gavilán, por Tiuj-tiuj el quebrantahuesos y
aun por los aguiluchos de su misma especie… Mas no para ella, que era ya
un macho poderoso con corona negra, símbolo de su indisputada autoridad
celeste.
Y así, fue en busca de la presa favorita del águila arpía adulta, que es el
mono saraguate…
Con las enseñanzas de sus padres y con lo que el Dios Instinto habíale
inculcado, Tind logró sorprender a una manada de monos que rugían en la
cumbre de un tamarindo. Tind aún no era experta en esta clase de caza y
hubo de contentarse con lograr robarse un mono tierno que no supo
ocultarse a tiempo… Pero Tind, el águila, se elevó con su peluda presa y,
mientras iba subiendo hacia el corazón del cielo, sentía con deleite cómo
sus terribles uñas se enterraban profundamente en la negra carne de su
víctima, que aún se debatía y chillaba, hasta que Tind le impuso un silencio
eterno con el terrible argumento de su pico… Cómo brillaron las pupilas de
Tind cuando la curvada hacha de su pico se hundió en el cráneo del mono…
¡Ah… qué hermosa vida y qué alegría la que experimentaba Tind!
Se elevó por los aires con su presa, dejando abajo, muy abajo, a las
pequeñas manchas de Sosol, el zopilote, y aun comenzaron a quedarse
abajo como fumarolas, las nubes pequeñas. Tind siguió elevándose hasta
quedar con sus alas inmóviles y dejarse arrastrar por el viento. Tind seguía
su vuelo majestuoso, con la inerte presa en sus garras, mostrando a la
bóveda de la selva su primer mono, la presa más noble y codiciada de un
águila arpía…
Y fue en aquel lejano día, mientras volaba a aquella altura, que descubrió el
peñasco que constituyó su morada. Se fue a posar en él y allí se alimentó
con el mono tierno y allí decidió vivir en lo de adelante. ¡Sí! Aquel picacho
roquizo era único en la gran planicie de las copas de los árboles y era digno
de ser la morada de alguien tan poderoso como Tind.
Después que hubo comido, la joven águila se esponjó de orgullo y, como un
pavo real paseando su vanidad por el gallinero, así recorrió el peñón hasta
encontrar el hueco entre las rocas donde construyó su nido. Ya tenía casa
permanente desde donde poder contemplar a su sabor sus amplios
dominios…
fue tanto lo que trabajó ese día en la construcción del nido que Cojyín, la
noche, la sorprendió despierta por vez primera en su joven existencia, y
Poo, la luna, fue apareciendo por el mismo lado en que nace el sol.
Las pupilas de Tind se dilataron hasta redondearse y sacudió la cabeza con
violencia, mientras sentía que la coroná se levantaba, llena de orgullosa
rabia…
¿Qué era aquella esfera brillante que se elevaba en el cielo…? Había fuerte
viento y las nubes se deslizaban como serpientes por un cielo amarillento y
la luna, entonces, parecía moverse a gran velocidad. Tind estaba perpleja y
rabiosa. ¿Sería aquella un ave desconocida que quería disputarle el cetro del
espacio…?
¡Ya le enseñaría ella quien era el soberano indiscutido!
con irreprimible impulso, se lanzó al vacío desde la cumbre del picacho y se
fue hacia lo alto en busca de Poo, la luna…
Tind subió y subió, rasgando con la quilla de su pecho la negrura de la
noche, experimentando en sus alas las sacudidas del viento… Ya las nubes
negras la cegaban, pero siempre estaba frente a ella aquel ave redonda y
luminosa huyendo, huyendo…
Tind se elevó más y aumentó la velocidad. Sentía ya una vaga opresión en
el pecho y sus alas se acalambraban, pero la extraña esfera seguía huyendo,
huyendo entre las nubes y alejándose de Tind en las alturas…
¿Cuánto tiempo duró aquel duelo de potencia entre Tind, el águila y Poo, la
luna…? ¡Ni siquiera Andrés Zenzeyul lo sabe!, Lo que sí se supo fue que
por fin, el águila orgullosa fue descendiendo exhausta, casi muerta de
cansancio y de asfixia, hasta posarse en un miserable palo seco y quedarse
allí durante el resto de la noche, sintiéndose morir por el tremendo esfuerzo
realizado y viendo el rostro manchado de Poo, la luna, como si se estuviese
riendo…
Y así, Tind había aprendido a respetar a Poo, y se había dado cuenta de que
no era sino la diosa de la noche, como Saqué, el sol lo era del día.
Cuando volvió a su picacho, a la noche siguiente se asomó al hueco de su
nido para ver de nuevo a Poo… Allí estaba, esta vez quieta y solitaria, y la
suave luz de su redonda faz se reflejaba en las pupilas de Tind, que la
contemplaba ya con manso respeto y embeleso.
Así fue adquiriendo experiencia y sabiduría, Tind, el águila, que hoy era ya,
con razón, el soberano de los espacios sin límites del gran Mundo del
misterio verde…
II
Desde lo alto del peñón selvático se lanzó Tind en busca de alimento. Hacía
días que la gran águila hallábase de verdadero mal talante, lo cual hacía
refulgir sus grandes ojos y alargarle las pupilas extrañamente. Y era porque
Tind no había podido sorprender a un solo miembro de la familia de Batz,
el mono saraguate, su bocado predilecto, desde hacía varios días. Muy
pronto, los grandes monos aulladores se dieron cuenta de que por los aires
circundantes rondaba, en verdad, un enemigo poderoso, un ser aéreo que
traía la muerte en sus garras y en su enorme pico y entonces el Dios Instinto
les ordenó buscar sus refugios y sus alimentos en las ramas bajas de los
tamarindos, en las ramas bajas de los canistés, las caobas, los cedros y los
baríes, y aun en el suelo de la selva, en el piso del Mundo del misterio
verde, hasta donde la poderosa vista de Tind no podía penetrar para
descubrirlos.
Bien es cierto que esto privaba a la gente de Batz del placer inigualable de
tenderse en las más altas ramas para recibir la caricia directa de Saqué, el
sol. Pero era preferible no sentir la caricia de Saqué, el, sol, a sentir sobre
sus cuerpos el hálito frío de Pacam, la muerte.
Así, pues, Tind volaba por sus dominios rabiosamente, pasando como un
susurro gris sobre las copas de los árboles, rozando las altas ramas con su
plumaje y lanzando el terrible taladro de su mirada a través del follaje.
¡Nada! La gente de Batz había desaparecido.
Tind podía haberse alejado de aquel paraje al emppje de sus alas y buscar
otras familias de Batz más lejanas; pero Tind no deseaba abandonar aquel
peñón que le servía de vivienda. Así, pues, que ahora volaba en busca de
cualquier otro alimento.
Sobre las breves playas de Nimá, el río, que apenas podían librarse unos
cuantos metros de la selva, Tind vio algo que la hizo detenerse arriba en el
espacio y fijar su atención. ¡Sí! Allá abajo se movía Icbolay, la mortífera
serpiente nahuyaca. Iba despacio, tranquila, deslizándose sobre la arena en
busca del agua.
Tind estaba muy alto, muy alto, pero vio todo perfectamente. Y entonces,
de súbito, Tind se inclinó de cabeza y cerró las alas…
Como una piedra que cae de lo alto de una montaña, así descendió el cuerpo
de Tind verticalmente sobre Icbolay, la nahuyaca…
Pero he aquí que Icbolay también era una terrible luchadora de la selva y el
Dios Instinto la tenía muy bien aleccionada… El oído de Icbolay no era
muy bueno, pero sí sus ojos, y sobre el légamo de la pequeña playa vio una
sombra que caía… Al instante, Icbolay se recogió sobre sí misma,
haciéndose un grueso rollo, y su cabeza se elevó lista y amenazadora…
Tind no abrió las alas sino cuando estaba a pocos metros encima de Icbolay,
y el viento lanzó un gemido cuando aquellas grandes alas se abrieron
repentinamente para detener la prolongada caída…
Aleteando con furia, Tind rayó sobre Icbolay y lanzó un poderoso golpe con
el pico a la cabeza de la serpiente, pero la cabeza de Icbolay era tan rápida
como el pensamiento y a tiempo de retirarla para evitar el golpe mortal de
Tind, volvió a lanzarla hacia adelante… Sus mandíbulas se cerraron en el
cuerpo de Tind, pero tan sólo sus terribles dientes, sus terribles colmillos
como espinas curvas, se hundieron en las plumas humedeciéndolas de
veneno… entonces Tind dio un salto para arriba y volvió a caer con rapidez
increíble por la parte trasera de su enemiga, lanzando un terrible picotazo al
rollo café con rombos grisáceos… Entonces Icbolay sintió la muerte…
Aquel golpe le había destruido el movimiento porque le había partido la
espina dorsal… Icbolay no se preocupó más por atacar y trató de esconder
la cabeza entre el rollo inmóvil de su cuerpo, pero otro golpe terrible de
Tind le destrozó el pequeño cerebro…
Aún no había dejado de debatirse en sus últimas muestras de vida, cuando
ya Icbolay iba muy alto, muy alto por el cielo azul, transportada en las
garras de su gran enemiga alada… así Tind, el águila, comió aquel día un
bocado no tan excelente como Batz, el mono, pero sí muy agradable porque
lo había logrado venciendo en un combate.
III
LA NAHUYACA
I
II
Muchas fueron las aventuras de Icbolay en su niñez, como hemos dicho, así
como abundantes fueron durante el corto período que hay entre ésta y la
madurez.
Por fin, Icbolay era ahora una nahuyaca crecida en toda su longitud. Casi
dos metros medía el cuerpo de la más grande de las serpientes venenosas,
de color café con rombos grises. Su boca era amarilla, amarilla como el
pecho de las-calandrias y tenía las dos protuberancias nasales empinadas
hacia arribu, lo que le daba un aspecto terrible.
Nunca más volvió a comer a Cho, el ratón, y mucho menos a Chilí el grillo.
Ahora su alimento lo buscaba entre los roedores más grandes.
Como hemos dicho, por su tamaño era Icbolay, en verdad, la más grande de
las serpientes venenosas; y aunque las había tan venenosas como ella, y aún
más, su gran talla, valor y agresividad la habían hecho la reina del bajo
vientre de la selva. Cazaba únicamente de noche, o al alba o al ocaso. Tenía
su vivienda bajo un enorme tronco podrido y de allí salía de caza al
crepúsculo y en muchas ocasiones no volvía sino al amanecer. Muchas eran
las veces que, sintiéndose tremendamente pesada por el mucho alimento
tragado, el sueño la vencía antes de llegar a su casa y quedábase dormida
entre un matorral cualquiera. Algunos días solía ir a Nimá, el río, donde
gustaba de nadar, deslizar su cuerpo velozmente por las tibias aguas.
Tomaba luego un breve baño de sol y en seguida retomaba a su madriguera,
de donde no salía sino hasta la noche.
En cierta ocasión, cuando deslizábase bajo la suave caricia de Cojyín, la
noche, bajo las palmeras de guano, sintió la presencia cercana de Acam, la
cotuza, en el centro de una maúlla de escobo.
Con toda seguridad, Acam estaría dormida, por ser un roedor de costumbres
diurnas, así que Icbolay iba rápidamente, en verdad sin la cautela que
usualmente empleaba, que la hacía deslizarse tan suave, tan lentamente que
su presa se quedaba mirándola sin creer que aquello tan lento encerrara
peligro para su vida, para su existencia, para la respiración que estaba en su
nariz.
Pero, he aquí que cuando ya estaba próxima al sitio donde sentía a Acam, a
su rudimentario oído llegó el chillido de muerte del roedor. Icbolav no se
detuvo sino a escasos pies de la escena. ¡Si! En verdad, Acam estaba muerta
y no había sido otro que Otooy, el cantil tamagaz, quien la había matado.
Allí estaba Otooy, el terrible Otooy, con su veneno en verdad tan mortífero
como el de Icbolay, disponiéndose a la dura tarea de irse tragando poco a
poco a su víctima. En verdad, la ley de la selva decía claramente que
aquella comida correspondía a Otooy; pero Icbolay jamás hizo caso de las
leyes, así que se adelantó con el cuello
recogido hacia la izquierda, donde la potente cabeza proyectaba su lengua.
Otooy, la vio al momento. Otooy sabía que con Icbolay no podía discutirse
el asunto en paz. Se trataba de irse sin comer o combatir y defender lo suyo.
Otooy, el tamagaz era valiente y, además, tenía hambre. ¡No! Defendería lo
que le pertenecía. Al momento, se movió con increíble rapidez y se puso
frente a Icbolay. Se enrolló sobre sí mismo y en esta posición, con la cabeza
puesta sobre el recogido cuello, no cesaba de proyectar su lengua… Sí,
Icbolay ya estaba cerca…
Entre tanto, ésta habíase detenido también y los dos enemigos se
observaban. Icbo-lay no se había enrollado como Otooy, pues era ella la
atacante. Avanzaba poco a poco y, de pronto, como un rayo, partió su
cabeza hacia adelante.
Rápido fue Otooy también al disparar la suya, pero más rápida fue la de
Icbolay, que quedó sujeta al cuello de Otooy por las mandíbulas cerradas.
Entonces éste, como un látigo, se distendió y ambas serpientes se enrollaron
en un abrazo mortal, pero ya Otooy estaba condenado a muerte, porque
Icbolay no soltaba la presa del cuello de su enemigo, donde iba penetrando
el mortal veneno. Además, el infeliz Otooy comprendió que nada podía
hacer contra la corpulencia de Icbolay.
Muy pronto se deshizo el rollo y apareció Icbolay, deslizándose
tranquilamente hacia Acam, la cotuza.
Así murió Otooy, el tamagaz. Quiso defender lo que era suyo contra un
enemigo poderoso que no respetaba las leyes de la selva; y no sólo no pudo
comer sino que Pacam, la muerte, lo inmovilizó para siempre.
Variada, en verdad, era la comida de Icbolay y, como hemos dicho, no
respetaba nada. Tan sólo a los enemigos que no eran de su raza temía
Icbolay. Así, por ejemplo, una noche en que ya tenía seguro a Imul, el
conejo, a pesar de que le había costado mucho acosarlo, porque Imul ño se
estaba quieto, ni un momento, en el instante en que medía con su lengua la
distancia para lanzar la cabeza, alguien irrumpió en la escena con gran ruido
y entonces Imul, el conejo, dio un gran salto y desapareció en la noche.
Icbolay estaba tan rabiosa que verdaderamente peligrosa era en aquel
momento. Como un latigazo, así de rápido, volvió el cuello y la cabeza y
sus ojillos perversos rutilaron de odio cuando buscaba al causante de aquel
ruido.
Pero, he aquí que muy pronto cambió el sentimiento de Icbolay… Ya no era
odio sino miedo, un miedo terrible…
Frente a ella, mirándola fijamente y calculando ya la posibilidad de la
batalla, estaba Iboy, el armado.
¡Ahora bien! En el seno del Mundo del misterio verde hay muchos seres, en
verdad, que matan y devoran serpientes. Así por ejemplo Chacguá, el jabalí,
las mata con sus pezuñas cuando las encuentra y luego devora sus cuerpos.
Quej, el venado, no puede soportarlas y las mata con sus ágiles patas, pero
no se las come. Y entre las grandes aves de rapiña, todas gustan del cuerpo
de Cantí, la culebra.
Pero los más formidables e insaciables enemigos de la gente del bajo
vientre de la selva son, en primer lugar, Quish-ajuch, el puercoespín, que se
alimenta sólo de los cuerpos de Cantí; y en segundo, Iboy, el armado, que si
bien gusta de otros alimentos, su manjar predilecto es la carne de Cantí, la
culebra.
Así, pues, que no es de extrañarse que Icbolay al punto tratara de iniciar la
retirada, aunque lo hacía torpemente por no descuidarse y no apartar los
ojos de Iboy. Icbolay sabía que tenía sólo una esperanza: la de llegar a
Nimá, el río, que estaba cercano. Si trataba de ocultarse en alguna cueva o
agujero, de allí la sacaría Iboy cavando con sus garras que fueron hechas,
conformadas precisamente para cavar. Y subirse a un árbol era imposible
porque ha de saberse que la mayoría de las serpientes venenosas son
rastreras y muy torpes para trepar a un árbol, exceptuando aquellas
que viven en ellos, las víboras arborícolas.
Icbolay sabía que antes de lograr subir siquiera la mitad de su cuerpo a una
rama, Iboy la cogería, y entonces ya no habría salvación.
Pero también Iboy era sabio y cauto y conocía el poder de su enemiga.
Aunque sabía que aquellos terribles colmillos nada podrían contra la parte
acorazada de su cuerpo, también había que proteger las partes vulnerables,
como la barriga…
De esta suerte avanzaron largo trecho. Ic bolay retrocediendo siempre hacia
el río…
Por fin, Nimá apareció con mil estrellas flotando en sus aguas y entonces
Icbolay se lanzó hacia él a toda velocidad, dando la espalda a Iboy, que
comprendió tarde sus intenciones, pero aún alcanzó a lanzarle una terrible
mordida con sus pequeños dientes cónicos antes que Icbolay cayera al agua
y se alejara nadando…
Estos eran los únicos seres por quienes verdaderamente se asustaba el cruel
e indiferente corazón de Icbolay.
Icbolay era cruel y no gozaba de la vida. Tal vez, en verdad, esto se debía a
que nunca tuvo infancia, ni conoció a sus padres. Tal vez por ello será que
tienen tan mal carácter todas las serpientes.
Otro ser a quien temía Icbolay tanto como a Quish-ajuch, el puercoespín y a
Iboy el armado, era a Kan la formidable serpiente mazacuata que era, por su
tamaño, la verdadera reina del bajo vientre de la selva, aunque no tenía
veneno. Pero esta Kan, esta gran serpiente que muchas veces medía hasta
doce y más pies de longitud, gustaba de comer la carne de sus parientes
venenosos; y como era tan fuerte y con una piel tan gruesa, además de la
mucha grasa de su cuerpo, el veneno de las víboras no le hacía ningún
efecto, no causaba ningún daño a su existencia.
Cuando Icbolay descubría a Kan, al momento desaparecía, se ocultaba,
escondía su faz.
Una noche, Icbolay se encontró cerca de un charcal con Copopó, el sapo.
Ahora bien. Copopó, el sapo, sabía que le era imposible huir de Icbolay si
ésta se lo quería comer, si venía arrastrándose con malas intenciones.
Si se lanzara al pequeño charcal, Icbolay era muy rápida en el agua, más
aún que él mismo; si trataba de alejarse con sus torpes saltos, sería
alcanzado en el acto y cogido en una posición muy desventajosa; de
manera, pues, que Copopó comenzó a croar de la manera más ronca y
amenazadora posible, a tiempo que procedía a hincharse… Con su gran
boca hendida tragaba el aire y con éste se iba inflando, inflando su cuerpo
como un globo.
Copopó perseguía, con esto, dos fines: el de asustar con su terrible
apariencia a Icbo-lay y el de que ésta no pudiera tragárselo, no pudiera
introducírselo en su boca a causa de su tamaño.
Pero Icbolay no prestó, en verdad, atención a ninguna de las esperanzas de
Copopó.
Sin el más mínimo temor, se fue acercando despacio, sin mostrar, en
verdad, aquel miedo que Copopó se imaginaba inspirar con su apariencia.
Cuando estuvo cerca, lanzó la mortal dentellada precisamente al costado de
Copopó que estaba más inflado…
Los terribles colmillos penetraron en aquella piel rugosa y en seguida el aire
se escapó y el sapo quedó desinflado, enjuto, alargado.
Al momento, fue tragado por Icbolay sin ninguna dificultad…
*
Había dos épocas en la vida de Icbolay que eran verdaderamente
agradables, verdaderamente gozadas, disfrutadas por ella.
La una era cuando Raponcac, el relámpago, anunciaba con su voz poderosa
a todo el Mundo del misterio verde, que la época de las grandes aguas, de
Salí-abalqué, el invierno, había llegado y que Salí-saqueíl, el verano con sus
sequías, había terminado.
Era entonces cuando las grandes cataratas bajaban del seno de Choxá, el
cielo, sobre la faz de la tierra y en uno o dos días que Casagual-jab, el
aguacero torrencial, cayera sin interrupción, todo había reverdecido, todo se
alegraba en los árboles y en el suelo de la selva. Las charcas y bebederos se
llenaban y todo era alegría en aquel bellísimo Mundo verde.
Entonces era cuando los habitantes del bajo vientre de la selva se
alborotaban y cuando más abundantes eran las gentes del pueblo de Cantí,
la culebra, pues todas comenzaban a buscar lugar a propósito para invernar,
para tener un refugio seco durante la gran temporada de las aguas.
Entonces se juntaban grandes cantidades de la familia de Icbolay, e iban
todas juntas deslizando sus largos cuerpos por entre la hojarasca empapada,
bajo los helechos lustrosos y a través de los charcales, a Chamal-sulul, el
Lodazal Hondo, un lugar donde se congregaban también, para la época de
las aguas, miles y miles de miembros de la saltarina familia de Amoch, la
rana.
Verdaderamente impresionante era oír la algazara que metía toda aquella
gente de Amoch, miles y miles congregadas para celebrar la llegada de Salí-
abalqué, el invierno, y podían escucharse sus voces a una legua de
distancia.
A este lugar se dirigía Icbolay con muchas de sus hermanas y hermanos a la
hora del crepúsculo… Rodeaban ese lugar llamado Chamal-sulul y se
ponían todas a cazar a la gente de Amoch, que en verdad encontraban
deliciosa.
Esta pobre gente se metía al agua, se lanzaba de cabeza huyendo de, sus
terribles perseguidoras y caían en las fauces de las otras Icbolay que las
estaban esperando dentro del Lodazal Hondo…
¡Ah!… Aquello era en extremo divertido para Icbolay y su gente, que se
daban los grandes hartazgos con la carne de Amoch, la rana…
Cuando esto sucedía —dijo Andrés Zen-zeyul—… .nosotros los hombres
de la selva, podíamos oír claramente cómo cambiaba, en verdad, el tono del
croar de las ranas. Antes de la llegada de la gente de Icbolay, era un
concierto de alegría. Nosotros —continuaba Andrés Zenzeyul con la voz
ronca, pausada y serena—… sabíamos que habían llegado las Icbolay
porque entonces se escuchaba un largo lamento, como un canto fúnebre, sin
interrupción. Dijérase que eran almas en pena las que lloraban en la selva y
no eran sino las ranas del Lodazal Hondo lamentando la llegada de las
Icbolay.
Por varias noches continuaban llegando las Icbolay al Lodazal Hondo y
comían muchísimas ranas, hasta que se aburrían de aquel alimento y cada
cual tomaba diferente rumbo en busca de otra caza.
Entonces, volvía a escucharse en Chamal-sulul, el Lodazal Hondo, el canto
alegre de la gente de Amoch, la rana.
La otra época de alegría para Icbolay era la del celo. Esto ocurría en mitad
de Salí-abalqué, el invierno.
Pero era una época dolorosa también para Icbolay, porque andaba
desasosegada, inquieta y de un talante que la hacía más peligrosa.
Por fin brillaba Xoroc-li-Poo, la luna llena, y entonces salía Icbolay de su
madriguera como hipnotizada, verdaderamente como sonámbula, con la
cabeza levantada; y así, describiendo amplios círculos por el suelo de la
selva nocturna iba avanzando, arrastrándose como llamada por una voz
inaudible y misteriosa…
No importaba que frente a ella apareciera de pronto Imul, el conejo, o
Acam, la cotuza, o Copopó, el sapo. Icbolay no ponía atención a nada, ni a
su hambre, y seguía reptando con la cabeza en alto y la lengua en incesante
vibración, como siguiendo siempre aquella invisible voz… Y por fin
llegaba. ¿Cómo llegaba? No lo sabemos. Lo cierto es que llegaba a un
paraje donde había cientos de Cantí de diferentes especies, hembras y
machos, y de pronto, todos a una, se juntaban y formaban un gran manojo,
un gran torsal como si cientos de bejucos estuvieran entrelazados…
Este gran torsal se revolvía, ondulaba, se agitaba, iba por el suelo de un lado
a otro y entonces se producía un ruido como de zumbido, como si un panal
de avispas estuviera por allí cerca…
Poo, la luna, contemplaba desde lo alto aquella escena sin nombre, aquella
escena imposible de escribir en el libro de las cosas conocidas…
Era algo terrible e impresionante; algo monstruoso, lascivo y sublime el ver
el amor de cientos de Cantí, todas juntas, todas com-, pactas, todas
retorcidas y convulsionadas…
*
Por fin, un día, una mañana, Icbolay salió de su madriguera a tomar un
breve baño de sol.
Había una trilla en la selva donde los rayos de Saqué, el sol, levantaban por
las mañanas pequeñas nubes vaporosas al monte empapado.
Próxima estaba Icbolay a salir al sendero, cuando algo hízole alzar la
cabeza y mirar a través de los helechos.
Un^ extraña figura se acercaba haciendo ruido, tanto que hasta Icbolay, con
su pésimo oído, podía captarlo con toda claridad…
¿Qué era aquello…? El pequeño cerebro de Icbolay no discurría mucho las
cosas, pero decidió ponerse en el camino de ese extraño ser a quien, por
mandato del Dios Instinto, odiaba; y así lo hizo, saliendo al sendero y
enrollándose al punto con la cabeza en alto, lista para el ataque.
Ahora bien. Aquella figura que avanzaba haciendo mucho ruido era Güinc,
el hombre, un chiclero solitario en busca de árboles nuevos para sangrar.
¿Por qué el Dios Instinto ordenó a Icbolay odiar a Güinc, el hombre? ¡No lo
cabemos! Lo cierto es que, en verdad, es Icbolay la única de las serpientes
que se ponen a propósito en el camino del hombre para provocarlo, para
hacerle mal.
Pero este Güinc solitario era un hombre de la selva. También él en verdad,
habitaba en el seno del Mundo del misterio verde y siempre sus ojos y sus
oídos iban alertas. Guando sus pasos tomaron el recodo se detuvieron de
súbito.
Frente a él estaba Icbolay, la gran serpiente nahuyaca.
Con toda calma, Güinc, el hombre, cortó con su machete una larga y gruesa
rama de guásimo y aún estuvo quitándole con los dedos las hojas para
dejarla lisa.
Ya que la tuvo lista, se fue acercando a Icbolay.
Icbolay estaba rabiosa porque no había podido sorprenderlo. Pero… ¡Ah!…
La suerte se le estaba componiendo. Esta extraña figura venía hacia ella
despacio, por su propia voluntad. Ya luego lo tendría al alcance de la soga
de su cuello…
Y de pronto…
Algo horrible cayó sobre el cuerpo de Ic-bolay… Fue algo que quemó su
larga espalda como si Raponcac, el señor del Ruido y del Miedo, estuviera
recorriendo a lo largo de su espina dorsal…
Después, otra y otra vez sintió Icbolay aquella cosa horrenda sobre su
cuerpo y aunque quiso atacar y lanzar la cabeza hacia adelante, ya no pudo
porque no le obedeció.
Luego, sus pequeños ojos sin párpados fueron perdiendo la visión de las
hojas, de los helechos, de los árboles, del brillo de Saqué, el sol…
Se nublaron por completo cuando Pacam, la muerte, bajó sobre ella desde
los ojos de Güinc, el hombre.
LA DANTA
II
A mediados de la época de Salí-saqueíl, el verano, vino para la manada de
dantas la gran calamidad.
El agua de lluvia de la hoya bajo los amates, disminuía de nivel, en verdad,
tragada insaciablemente por los rayos sedientos de Saqué, el ancho sol de
fuego. El pasto en la pradera no era sino una tenue capa grisácea cubriendo
la tierra agrietada. Sólo los amates permanecían impasiblemente fuertes,
lozanos y verdes y era allí donde la familia de dantas se congregaba a
sombrear o a beber en la hoya. El agua no habría de faltarles porque aún
había mucha, pero de vez en cuando iban todos juntos a Nimá, el río, que
estaba algo lejano, y allí permanecían por dos y más días retozando entre
las tibias aguas.
Al regresar de uno de estos viajes a Nimá, el río, comenzó la calamidad.
Venían todos trotando por una amplia trilla, la trilla que siempre utilizaban
en estos viajes. Adelante venía el viejo jefe y luego se alternaban hembras y
machos. Tixl también venía a la zaga de Shan-ti, al igual que otros machos
jóvenes. En la retaguardia marchaba una joven madre seguida de su hijo, un
jovenzuelo de pocos meses…
Y, de pronto, un ruido entre el guanal circundante, un grito del tierno tapir y
cuando la madre enloquecida volvió grupas, al igual que el resto de la
manada, vio a su hijo tendido entre la hojarasca y a Jish, el enorme tigre,
sobre él…
Con un estridente berrido, la madre se lanzó en aquel galope terrible de la
danta enfurecida y tras ella venía el tropel de toda la manada. En verdad,
era de oirse el retumbo del suelo de la selva bajo aquel terrible galope de las
dantas…
Pero Jish no estaba loco para esperar y de un formidable salto lateral se
enterró entre las palmeras de guano, desapareciendo a gran velocidad.
La manada se quedó en la trilla, viendo a la madre gemir al lado del cadáver
del hijo. Perseguir a Jish era, en verdad, como ir tras la luz de Cac-chaím, la
estrella de la tarde.
Jish había caído sobre el danto tierno y de un solo zarpazo le partió la
espina dorsal. Ya no había otra cosa que hacer sino seguir adelante, hacia su
paraje y así lo hicieron tristemente, silenciosamente, sintiendo todos el
dolor de la madre y la desaparición de aquel dantito bullicioso.
Todos sabían que en esos momentos, Jish estaría devorando a su tierna
presa tranquilamente.
Tixl, el «viejo macho jefe de la familia, estaba preocupado esa noche bajo
los amates y celebró consejo con los machos adultos, a la luz de millares de
miembros de la familia de Chaím, la estrella.
“—Si Jish se atrevió a atacar a uno de nosotros cuando veníamos todos
juntos, sin temor al estruendo de nuestro paso, eso significa que Jish estaba
verdaderamente hambriento —decía el viejo jefe—…lo cual quiere decir
que la caza no es abundante por los contornos, que ha emigrado en busca de
aguadas y pasto verde…
“—En verdad, debemos cuidar nuestros cuerpos hoy más que nunca —
continuaba el viejo tapir— … pues este Jish querrá hacer de nosotros su
medio de subsistencia, su alimento cotidiano…”.
—En verdad, debemos ser muy cautos en la selva cuando merodeemos en
busca de alimento” —agregaron los machos adultos.
Y así, muy preocupados, fueron todos a tenderse bajo el suave murmullo de
los amates.
Así dio principio la calamidad.
Forzosamente, las dantas tenían ahora que entrar en la selva a diario en
busca de alimento, ya que en la llanura nada podían encontrar. En cambio,
en la selva hallaban prontamente buenos y suaves bejucos y el árbol de
ramón, que era exquisito y alimenticio.
Muy pronto, una hembra joven fue muerta por Jish, el tigre. Cuando no
apareció en toda la noche, la manada siguió su rastro al día siguiente,
encontrando sus restos destrozados y devorados.
Algunos días después fue una pareja, una hembra y un macho que recién se
habían emparejado, los que murieron… ¿Cómo podía ser que hubiesen
muerto los dos a la vez…? Jish no podía con dos dantas al mismo tiempo.
Pero aún se alannaron más cuando encontraron sus restos. Dos habían sido
los tigres que mataron y devoraron a la pareja.
¡Sí! No cabía duda que Jish y su hembra se habían enseñoreado del paraje.
Cuando otras dos víctimas fueron cobradas por Jish, se reunió el consejo de
nuevo. Esta vez fue bajo la clara mirada de Poo, la luna.
“—En verdad, nuestros corazones están llenos de congoja —decía el jefe—
…
.estos dos grandes enemigos de nuestra raza seguramente nos comerán a
todos antes de la llegada de Salí-abalqué, el invierno. Si nos vamos, si
abandonamos el paraje, Jish, el tigre y su hembra, nos seguirán
incansablemente y nos irán comiendo de uno en uno entre la selva.
Verdaderamente están acongojados nuestros corazones…”.
Hubo deliberación entre los otfos machos, pero a ninguno se le ocurrió nada
porque, en verdad, nada se podía hacer. No había más remedio que ser lo
más prudentes; que cada cual cuidara de su cuerpo de la mejor manera.
Al día siguiente, Tixl se fue solo a deambular por los alrededores. No quiso
ir hasta su laguneta pues, en verdad, no se sentía muy seguro alejándose
solo con aquellos formidables enemigos rondando por esos parajes. Pero,
sin embargo, pasó toda la mañana y la mayor parte de la tarde recorriendo
los alrededores de la selva cercanos a la pradera donde habitaba su familia.
Cuando a la caída del sol volvió a la pequeña llanura, al acercarse pudo
notar que otra tragedia había caído en medio de la familia. Así era, en
efecto. Un macho joven que se separó del grupo para ir a beber en una
pequeña aguada, fue encontrado pocos momentos después muerto entre el
lodo de la orilla. Tenía desgarrada la espalda y quebrada la espina dorsal.
Las marcas de las patas de Jish, el tigre, fueron claramente visibles.
El viejo jefe volvió a reunir a su gente bajo los amates. Verdaderamente
estaba acongojado su corazón, pues no hallaba solución alguna que
proponer. Se limitaron todos a formar un círculo alrededor del jefe, pero la
palabra no salía del fondo del ser de aquellos atormentados tapires.
“—Estamos perdidos, queridos hermanos —dijo el jefe en un tono de
amarga angustia, como si se rindiera y desistiera ya de luchar— nada
podemos hacer. Parece que estamos condenados a desaparecer antes de la
llegada de Salí-abalqué, el invierno… Mas creo que debemos permanecer
siempre unidos y tratar de comer en conjunto dentro de la selva… Bien sé
que es esto muy dificultoso, pues Jish aprovecha cualquier contingencia
para atacar al más rezagado… Pero no veo otra solución…”.
Y en ese momento, se escuchó allí, bajo los amates, algo insólito, algo que
nadie había oído jamás, que no se tenía memoria de haber sido dicho antes
por ninguna danta desde el comienzo del mundo…
“—Yo salvaré a la gente de Tixl… —dijo la voz, muy segura y muy firme
—. Yo destruiré a los dos grandes enemigos de nuestra gente y, en verdad,
veremos la entrada de Salí-abalqué, el invierno, con toda la alegría de
nuestros corazones y toda la salud de nuestros cuerpos…” —Era Tixl, el
joven y robusto tapir de la laguneta quien había hablado…
Todos se volvieron a él. Había muchos ojos, todos los ojos de la tribu
puestos en él. El viejo jefe lo contemplaba en silencio, sin atinar a decir
palabra. ¿Se habría vuelto loco este joven Tixl?
—¿Cómo harás ese milagro? —preguntó por fin el jefe, en un tono de suave
burla.
“—Lo haré. Mañana mismo trabajaré yo solo en la selva. Debéis
obedecerme todos. Jish no matará otro miembro de nuestra gente… Mis
padres, mis hermanos y… Shan-ti podrán alimentarse y descansar en paz…
Hubo mil preguntas que le fueron hechas a Tixl, pero éste permaneció
tranquilo y en silencio.
“—No diré nada más —exclamó por fin, cansado de tanto alboroto—…
pero confiad en mí. Mañana iré solo dentro de la selva y a mi regreso os
diré lo que deberéis hacer…”.
Con esto, el joven Tixl se fue a echar bajo los amates y se dispuso a dormir.
Entre murmullos apagados, la asamblea de dantas se disolvió y fueron todos
a descansar con una pequeña esperanza alumbrando débilmente la
obscuridad de sus corazones.
Y cuando todos se levantaron y el sol tiñó de rojo el agua donde la tribu
bebía, Tixl había desaparecido. Los machos vieron la huella de sus pasos
que se iban hacia la selva.
III
Muy pronto, Tixl había abierto una nueva trilla en el corazón de la selva. La
hizo aventando su cuerpo a gran velocidad por entre las secas cerrazones de
maleza del vientre de la montaña. Dos y más veces repasó la trilla a gran
velocidad, hasta que se dio cuenta de que podía correr por ella sin ningún
obstáculo.
Ahora bien. Sobre esta trilla, a la vuelta de un recodo, había un gran árbol
de hormigo a medio derribar, pues no había caído hasta el suelo por haber
quedado uno de sus extremos recostado en otro árbol. Este había sido el
hallazgo de Tixl y, como según Andrés Zenzeyul, Tixl era poeta, al punto le
brotó la idea, ya que su constante obsesión era que Jish podía dar muerte a
Shan-ti.
Pues bien: la trilla abierta por Tixl pasaba debajo de este árbol de hormigo y
el lomo de Tixl, al asomar raudo por el recodo, pasaba rozando la durísima
corteza de este pran árbol.
Cuando todo estuvo concluido, esa tarde Tixl le dijo a la familia que nadie
debería ir al corazón de la selva.
“—Me esperarán todos —les dijo— al borde de los árboles, y acudirán
cuando oigan mi llamada”.
“—Así se hará” —dijeron las dantas.
Tixl se fue.
Recorrió solitario aquel sendero y se detuvo cerca del recodo tras el cual
estaba el árbol de hormigo a medio caer atravesado sobre la trilla. Entonces,
sin salirse de la trilla, comenzó a patear y a morder ruidosamente las
palmeras de guano. Verdaderamente grande era el ruido que armaba Tixl
entre el guanal; de vez en cuando, resoplaba, como resoplan las dantas
cuando están contentas y satisfechas…
EL JABALÍ
II
III
II
III
Güinc, el hombre, buscó a Cajcoj por todas partes sin lograr encontrarlo
porque, en verdad, aquella jauría de Tzií que Güinc tenía era inútil para
perseguir a los grandes felinos. Para esto, Güinc sabía que había necesidad
de perros especiales, pero él no los tenía. Sin embargo, Cajcoj, el león, que
había tardado algunos días en reponerse completamente de la rozadura de la
bala, tenía ya suficiente con lo que había recibido y un saludable respeto
hacia Güinc, el hombre y al Raponcac que enviaba a Pacam, la muerte,
desde lejos. Así, pues, que Cajcoj se alejó de aquellos parajes en busca de
otros más saludables y Güinc quedó tranquilo en su hacienda, aunque no
volvió a descuidarse más y siempre un Güinc armado patrullaba a caballo
los pequeños hatos de ganado.
Y Cajcoj… Se fue muy lejos, muy lejos, en busca de Nimá, el gran río que
Güinc, el hombre llama de la Pasión. Recorría las distancias a trote corto y
dormía sobre los árboles después de cazar.
Una noche en que andaba de caza por la orilla de un pequeño río, vio como
Alau, el exquisito tepeizcuinte, entraba a su madriguera.
Cajcoj sabía que era muy temprano aún, que la noche estaba demasiado
tierna para que Alau se retirase a su madriguera tan pronto y que, por lo
tanto, sería que había llevado a ocultar algo, algún tierno bocado a su casa y
que pronto saldría, por lo que Cajcoj se fue a agazapar sobre unas piedras
que estaban precisamente encima de la cueva de Alau.
Allí esperó Cajcoj pacientemente y, en efecto, al poco rato oyó la voz
gruñona de Alau que venía hablando consigo mismo desde el fondo de su
casa. Asomó Alau la cabeza y el cuello para olfatear y avanzó su cuerpo
rechoncho unas cuantas pulgadas más; y entonces, Pacam, la muerte, se
descolgó sobre él instantáneamente con las mandíbulas de Cajcoj que se
cerraron sobre su cabeza y sobre su cuello.
Cajcoj tomó aquel delicioso manjar, en verdad tan delicioso que es la presa
más codiciada por Güinc, el hombre, por el medio del cuerpo y así,
atravesado en sus mandíbulas, se fue a buscar un lugar a propósito para
devorarlo tranquila y cómodamente, ya que las orillas de aquel pequeño
Nimá eran húmedas y lodosas.
Buscando andaba donde echarse a comer cuando, muy cercana y súbita,
resonó la ronca y poco amistosa voz de Jish, el tigre.
“—¿Qué llevas allí, Cajcoj? —preguntó Jish, saliendo de entre los
matorrales donde se había ocultado.
“—Solamente mi pobre comida, gran señor” —repuso al punto Cajcoj—;
pues, en verdad, hasta él sentía respeto por el monarca del Mundo del
misterio verde.
“—¿A ver cuál es tu pobre comida…? ¡Ah… es nada menos que Alau el
tepeizcuinte… dámelo Cajcoj, que en verdad mi estómago está lleno de
hambre!”.
Cajcoj no hallaba qué hacer. Combatir contra Jish era una locura pues, en el
mejor de los casos, no recibiría más que grandes heridas. Bien es verdad
que sí era capaz de combatir con él usando toda su agilidad, pero sabía que
al final tendría que confiar su vida, su salvación, a la velocidad de sus patas,
pues Jish lo vencería y podía hasta matarlo. Por otra parte, no deseaba
prescindir de aquel suculento manjar.
“—No sabía, en verdad, que el gran señor comiera estas pequeñas ratas” —
dijo con falsa humildad.
Pero Jish no era ni fanfarrón ni vanidoso.
“—Mira Cajcoj —dijo— yo estaba al acecho allí y podía haberte matado
antes que siquiera hubieras sabido quién había traído a Pacam, la muerte,
sobre ti. No lo hice, y a cambio de ese favor, dame a Alau…”.
Cajcoj discurrió rápidamente.
“—Te lo daré gran señor, pero antes voy a proponerte algo mejor. Si te
muestro la madriguera donde acaban de entrar tres Alau juntos, ¿me dejarás
ir y llevarme a éste…? Así comerás algo matado por ti mismo, sin mi baba
ni mi olor…”.
“—Si está cerca y es cierto, te dejo marchar en paz con tu comida” —
respondió Jish al punto.
Entonces, Cajcoj, como para ir más liviano, dejó el cuerpo de Alau bajo
unos helechos y caminó al lado de Jish nuevamente hacia la orilla de Nimá,
el río.
Llevó a Jish a la madriguera donde él acababa de cazar a Alau y se la
mostró. “—Mira Jish —le dijo—…mira con tus ojos y tus narices y
comprobarás que no te miento”.
Jish, al momento, aplicó su olfato a la cueva y efectivamente olía con fuerza
al cuerpo de Alau… Jish olfateó las huellas que dejara Alau en el barro
cuando entró a su cueva y no vio ninguna que de ella saliera, puesto que al
asomarse Alau había sido cazado por Cajcoj sin haber logrado siquiera salir
al sendero.
Pero Jish vio las débiles marcas de las patas delanteras de Alau que
alcanzaron a imprimirse antes que Cajcoj lo matara.
“—Aquí se asomó uno de los tres -dijo al punto Cajcoj—. Estaban
impacientes por salir, pero fui muy torpe y este que se asomó, me vio y se
entró rápidamente. Pronto saldrán de nuevo, pues es su hora de
alimentación’'.
Jish seguía olfateando cuando Cajcoj le dijo:
“—Mira gran señor: aquí, tendido sobre estas piedras, puedes esperarlos y
no tienes qué hacer más que estirar la cabeza para cogerlos de uno en
uno…”.
Jish quedó convencido y se colocó al acecho sobre las piedras.
“—Que Pacam respete tu faz por algún tiempo” —le dijo Jish con cierta
ironía—
… el tiempo que tarde en encontrarte de nuevo.
Con estas amables palabras se despidió de Cajcoj, que llegó saltando al
lugar donde había dejado a Alau; y con éste entre las fauces, partió
raudamente hacia el sur, alejándose de Jish y verdaderamente con sus
bigotes temblorosos de risa al pensar en las horas que tendría que estar el
señor de la selva al acecho de una cueva vacía.
IV
Por fin llegó Cajcoj a las márgenes del bello Nimá que Güinc, el hombre,
llamaba de La Pasión… Este gran Nimá tenía bellísimas y amplias playas
cubiertas de arena negruzca y brillante y por ellas ambulaba Cajcoj durante
las noches dando caza a Alau, el tepeizcuinte. En una ocasión, se topó de
improviso con Ajhoú, el mapache y aunque éste mostró su faz de valiente y
combatió bien, muy pronto fue muerto y devorado por Cajcoj…
Y una noche… ¡Sí! En verdad, fue una noche de Xoroc-li-Poo, una noche
en que la luna llena estaba verdaderamente hermosa bañándose en medio
del agua de Nimá y los árboles de la selva veíanse envueltos en una tenue
gasa azulina, cuando Cajcoj que caminaba por la playa, se detuvo
repentinamente. Al momento, sintió que su corazón brincaba, que aquel su
fuerte y despiadado corazón que jamás temblaba en los combates, parecía
ahora, en verdad, como el cuerpecillo de Cho, el ratón, frente a Otooy, el
tamagaz…
¿Qué era aquello…?
Frente a él, en la playa, mirándole fijamente, estaba la criatura más bella
que Cajcoj viera en su vida. ¡Qué cuello, qué piernas, qué pecho tan blanco
y tan ancho; qué boca tan hermosa, qué ojos tan grandes y tan dulcemente
crueles; qué cola, cómo la movía tan graciosamente…!
Sí. Aquella aparición, aquella bellísima leona era más bella aún de lo que
jamás fuera su madre… Estaba quieta, sonriente.
Cajcoj se acercó a ella y le habló quedo, le ronroneó en la punta de las
orejitas y la hembra sonreía y aceptaba. Cuando él le hizo la gran
proposición, ella le dijo que estaba bien, pero que antes fuesen a matar a
unos miembros de la gente de Batz, el mono saraguate, que dormían en una
rama muy baja, por las cercanías.
“—Verdaderamente —decía ella con su tierna y dulce voz—… están sobre
una gruesa rama al alcance de nuestras garras y nuestros colmillos. Para allá
iba yo cuando te vi venir y…
Había sido, pues, un amor mutuo “a primera vista”, como diría Güinc, el
hombre, que es tan dado a creer en esas cosas.
La hermosa hembra llevó a Cajcoj por un sendero garabateado de negro y
blanco por la luna y, en verdad, sobre la rama de un gran cedro estaba la
familia de Batz, que eran seis… A la luz de Poo, la luna, podía vérseles sus
cuerpos negros, inmóviles como grandes panales. Entonces, aquella
tiernísima hembra le dijo:
“—Yo subo por el tronco y mato a los que están de este lado… Tú súbete a
aquél árbol y de allí saltas a la rama donde están los Batz y matas a los de
aquel lado…
Así se hizo, porque Cajcoj no podía negarle nada a la más tierna de las
hembras.
Cajcoj saltó a la rama de los Batz y mató a tres de tres zarpazos, y la dulce
hembra mató a otros tres, rompiéndoles la cabeza con la boca que tanto
hacía suspirar a Cajcoj… la gente de Batz soñó esa noche que Pacam, la
muerte, se los llevaba; ¡y en verdad, fue el único sueño que le salió cierto a
la gente de Batz…!
Después, en un claro de la selva, Cajcoj y su hembra estaban uno frente al
otro en el banquete nupcial.
Y Poo, la luna, que es la que más sabe de las cosas de los enamorados, ya
sean éstos de la selva o fuera de la selva, se tapó la cara con una gran nube
para no ver lo que iba a suceder después del banquete.
EL TIGRE
Por fin llegaba, en verdad, la hora en que la palabra de Andrés Zenzeyul iba
a terminar su narración, a cerrar la última página en el libro del Mundo del
misterio verde, de ese majestuoso mundo vegetal surcado por anchurosos
ríos, salpicado de lagunas profundas, transparentes, y habitado por millares
y millares de seres salvajes y donde Güinc, el hombre, apenas si se ha
asomado a contemplar su grandeza.
“—Voy a referirles la última historia —nos dijo-…y quise guardar para lo
último de mi palabra, para lo último que vierta mi corazón del recuerdo del
Mundo del misterio verde, en la historia de Jish, el señor de los parajes, el
señor de las sabanas, el gran señor de todas las selvas y todas las márgenes
de los grandes y pequeños ríos; la historia de Jish, la majestad indiscutible
del Mundo del misterio verde…”.
*
La manada de Chacguá, el jabalí, avanzaba por un gran bosque de
chiquibules y ramonales, aplastando los helechos de la selva en una gran
extensión.
Grande, en verdad, era esta manada, pues entre machos, hembras y jabatos
no bajaría su número de cien. Iba, pues, esta terrible fuerza avanzando sin
detenerse nada más que para comer, a ciertas horas, llevando un destino fijo
hacia el norte.
Guando se habían internado bastante en este bosque de grandes árboles, un
agilísimo cuerpo amarillento con lunares negros cayó desde una rama sobre
el último de los Chacguá.
Fue, en verdad, una caída silenciosa, de un silencio absoluto, a pesar de la
corpulencia y gran tamaño de aquel ser que se había desprendido de una
rama de chiquibul para caer sobre el espaldar del último de los Chacguá que
venía algo rezagado del resto de la manada, y no hizo el menor ruido. En
verdad, tal vez una hoja seca desprendida de la rama habría Hecho más
ruido al caer que aquel maravilloso cuerpo amarillo con lunares negros…
Chacguá sólo sintió que algo había tocado su cuerpo; y cuando quiso
averiguar de qué se trataba, ya sólo Pacam, la muerte, podría habérselo
dicho; tan rápida había sido la maniobra del que cayó sobre él… Tal vez
aún no había asentado del todo sobre Chacguá aquel cuerpo cuando ya una
enorme zarpa, crispada con las terribles garras romas, había roto la espina
dorsal del jabalí, que cayó al suelo y quedó inmóvil sin proferir un sonido.
Ahora bien: este extraño ser que atacó desde lo alto de Chee, el árbol, era
Jish, el tigre. Verdaderamente hermoso era este Jish. Estaba en la plenitud
de su juventud y de su total desarrollo y era un animal enorme, tan grande
que medía casi un metro de altura desde el suelo al espaldar y no eran
menos de dos los que medía de la punta de la nariz al tronco de la cola.
El hermoso colorido de su piel, de un amarillo rojizo y los amplios círculos
negros con un punto central del mismo color que se hallaban diseminados
simétricamente a lo largo de todo su cuerpo, el bello color blanco de su
vientre, todo brillante y como aceitoso, demostraban que Jish era muy joven
y muy sano.
Jish olfateó al Chacguá que acababa de matar y con precaución se agazapó
sobre él, mientras observaba a la manada que se iba alejando, en verdad, sin
haberse dado cuenta de la muerte fulminante de uno de sus miembros.
Cuando los escóbales dejaron de agitarse al desaparecer la gran partida de
Chacguá, Jish tomó a su presa por el medio de la espina dorsal con sus
poderosas fauces y sin aparentar mayor esfuerzo, lo alzó del suelo y así
medio arrastrándolo, se lo llevó por el interior de la selva largo trecho.
Desembocó en una pequeña llanura y allí, entre una gran matilla de tasiste,
dejó a su presa en el suelo y se puso a comer tranquilamente.
II
Nadie hay en el Mundo del misterio verde, que camine tanto, que recorra
tanto espacio de terreno en un día o una noche como Jish, el tigre, y ésta es
la razón por la que Güinc, el hombre, cuando quiere significar que alguien
es muy buen caminante, suele decir que tiene “patas de tigre”.
Por ello, al día siguiente, Jish, el hermoso tigre, iba tras la huella de la gran
partida de Chacguá, a la que dio alcance en la orilla de Nimá, el río, donde
los Chacguá se habían detenido para bañarse y beber. Esa tarde, antes que
se tendieran a dormir y se colocaran en la posición de descanso en que tan
bien protegidos quedaban, Jish cayó silenciosamente sobre el más rezagado
de los Chacguá y le dio muerte, arrastrándolo hasta el lugar donde pudo
devorarlo con tranquilidad.
Así comió durante casi todo el trayecto celeste de Poo, la luna,
alimentándose magníficamente con los cuerpos de aquellos jabalíes que se
rezagaban por cualquier motivo, ya fuera para hocear bajo los podridos
troncos o para comer algún tierno cogollo durante la marcha. Entonces,
Pacam, la muerte, era traída para éste en las garras implacables y los
infalibles colmillos de Jish, el tigre.
El guía de la manada estaba rabioso, en verdad. Tiempo hacía que la
manada se había dado cuenta de que las víctimas eran muchas y ya sabían
que rezagarse significaba la desaparición eterna.
Pero como los Chacguá son muy poderosos precisamente por su unión, por
la protección que se dan unos a otros, una noche antes de dormir, el guía
expuso un plan para librarse de Jish y todos los machos de la partida lo
aprobaron y decidieron ponerlo en práctica al día siguiente.
En efecto, finalizando la tarde siguiente, cuando el crepúsculo andaba
aleteando ya por las copas de los árboles y las sombras comenzaban a
parchar de negro los claros de la arboleda, un Chacguá se detuvo de pronto
en su ruta, precisamente en un lugar rodeado de altos camalotes. La manada
siguió su rumbo ruidosamente, y este Chacguá imprudente, que se rezagaba
a la hora precisa en que Jish gusta de atacar, quedóse saboreando las hojas
más tiernas del camalotal.
Pero Chacguá, a pesar de su aparente descuido e indiferencia, pues en
realidad parecía que estaba tan sólo hambriento y goloso, estaba alerta y sus
orejas tensas e inmóviles atestiguaban la atención con que escuchaba.
En efecto, muy pronto oyó unas pisadas cuidadosas, silenciosas como la
brisa, pero Chacguá estaba en tensión y pudo percibirlas débilmente. ¡Sí!
Jish estaba próximo, Jish estaba ya entre el camalotal sobre la trilla abierta
por el paso de la manada.
Era, en verdad, un momento de gran emoción para aquel valiente Chacguá
que se hallaba allí, lejos de su gente, comiendo entre el camalote.
Y de pronto, un rugido pavoroso resonó bajo la incipiente sombra de la
montaña, pero esta vez la terrible voz de Jish no produjo el efecto
paralizante de siempre sino todo lo contrarío. Aún no habían terminado de
salir las roncas notas de la garganta del tigre cuando ya Chacguá estaba
saltando por la trilla a gran velocidad; y cuando Jish cayó al suelo al
finalizar el salto de la muerte ya no encontró la espalda de Chacguá sino
únicamente el aplastado camalote…
Ahora bien. Aún no habíase repuesto Jish de su sorpresa cuando los altos
matorrales de los lados se abrieron y una rugiente masa de cerdas hirsutas
rodeó a Jish y lo atacó al punto con la terrible tronazón de sus colmillos…
Hasta veinte eran los Chacguá que estaban ocultos a ambos lados del
camalotal, listos para caer sobre su implacable enemigo en el momento
oportuno, y ese momento había llegado…
Pero los Chacguá, a pesar de ser tan sabios y valientes y que entre ellos
estaban los más fuertes y poderosos machos de la tribu, no sabían que aquel
joven y hermoso tigre era la encamación viva de Raponcac, el relámpago, y
que su valor era tan grande como el de un jabalí hembra cuando defiende a
su cría.
Por lo tanto, cuando cayeron sobre Jish todos a la vez con las cabezas
encogidas, gachas, y los grandes colmillos al aire, listos para destrozar
pensando que ya lo tenían a su merced, algo como un huracán saltó sobre
ellos rugiendo de odio y de reto y unas grandes zarpas comenzaron a caer
sobre los peludos lomos de los Chacguá. Jish saltaba de un punto a otro, en
verdad como si fuera de hule, pues ni bien sus patas tocaban el suelo, ya
estaba en el aire de nuevo golpeando con sus zarpas sin un momento de
descanso…
En uno de aquellos saltos, los Chacguá vieron lo increíble. Jamás pudieron
entender los jabalíes, ni los más sabios de entre ellos, lo que hizo Jish aquel
memorable crepúsculo, cuando la batalla era más terrible, cuando, en
verdad, Jish manaba sangre por muchas partes de su cuerpo. De pronto, se
le vio pasar sobre los lomos de los Chacguá, en verdad, como si fuera
volando y entre sus fuertes mandíbulas llevaba atravesado el cuerpo de uno
de ellos, que ya colgaba inerte…
Cuando los Chacguá se revolvieron para buscarlo, tan sólo oyeron el ruido
de la caída de su salto entre el camalotal, y después el ruido de otros saltos
cuando Jish se alejó como Ice, el viento, en verdad como si Nim-lá-icc, el
ventarrón, se lo hubiera llevado.
Los Chacguá quedaron perplejos, pero como eran muy valientes, no dejaron
de admirar a Jish y de reconocer que sólo él era capaz de aquella gran
hazaña. Sólo Jish era capaz de salir airoso de aquella tremenda emboscada
que le tendieron los Chacguá y aún huir llevándose en sus mandíbulas a uno
de ellos, saltando tan ágilmente como si fuera a Mucuy, la paloma silvestre,
a quien llevara entre sus dientes.
Entonces los Chacguá contaron sus destrozos y vieron que, con el hermano
que Jish se llevara, eran cinco los que habían muerto en el combate y
muchos otros que estaban heridos por las temibles garras.
Pero aquellos valientes seres se habían librado por siempre de Jish, pues la
prudencia de éste no lo lanzaría nunca más sobre otro miembro de aquella
manada, por muy rezagado que quedase, ya que siempre existiría la
posibilidad de otra emboscada.
Y lejos de donde la manada de Chacguá se detuvo para pernoctar, Jish, el
valiente tigre, señor de los parajes del Mundo del misterio verde, estaba
comiendo la deliciosa carne de Chacguá, el jabalí, pero verdaderamente
sentíase débil y enfermo a causa de las heridas recibidas en el combate con
aquellos terribles seres a quienes él, a su vez, admiraba por su gran valor y
sabiduría.
III
En esa gran sabana fue donde Jish, el joven y poderoso tigre, entró por vez
primera en relación con Güinc, el hombre, y en verdad, desde entonces, se
complicó su existencia y las aventuras lloviéronle como Casagual-jab, el
aguacero torrencial.
Algunos días después de haber dado muerte a Quej, el victorioso y cuando
había matado a otros dos venados para alimentarse, una tarde, cuando el
crepúsculo comenzaba a descender desde los celajes coloridos al final de un
día hermosísimo en que Saqué, el sol, estuvo brillando en toda su gloria,
Jish se disponía a abandonar el refugio de un “sucché” que le había
brindado sombra y abrigo durante el día, para ir de caza por el llano de la
sabana, al asomar la bella cabeza al exterior y respirar los aires de la
pradera, un olor muy extraño llegó a sus narices. Era un olor desconocido
que lo hizo estremecer y los pelos de su lomo se erizaron en subconsciente
reflejo de temor y respeto. ¿Qué era aquello…?
Este olor que tan extrañas sensaciones le causaba venía mezclado con otro.
Pronto oyó ruido en el llano y aparecieron los dueños de aquellos efluvios
misteriosos.
Un ser nunca visto avanzaba por la pradera montado en un animal grande,
en verdad, algo parecido a Tixl, el tapir, que caminaba a un paso rápido,
cual si no sintiera el peso que llevaba en su lomo.
Este ser nunca visto por Jish era Güinc, el hombre, que viajaba por la
sabana con mucha prisa, a lomos de su magnífica muía.
Güinc, el hombre, venía viajando de muy lejos y aún le faltaba caminar
durante buena parte de esa noche para llegar a la población petenera de La
Libertad, que se asienta en medio de inmensa sabana. Venía, pues,
bordeando el “sucché” cuando fue visto por Jish, el grande y valiente
tigre…
Jish salía de caza porque estaba hambriento y allí, a pocos metros de
distancia suya, caminaba un magnífico animal con un extraño ser a
horcajadas… En verdad, aquel animal, tan parecido a Tixl, el tapir, debía
ser exquisito para su paladar.
Entonces, Jish quiso saber el efecto que produciría su voz en aquellos dos
seres y al momento comenzó a rugir en forma sonora e intermitente.
Güinc, el hombre, detuvo su montura al punto. Muy cercanos sonaban
aquellos rugidos de tigre y él era un gran cazador, codicioso siempre de la
piel de Jish, el tigre. Por lo tanto, pues, se apeó de la muía, descolgó el rifle
y ató a su montura fuertemente con un lazo a un árbol de sajabe, para evitar
que barajustara por terror a la voz del tigre.
Como el crepúsculo se ensombrecía a toda prisa, el hombre avanzaba con
una linterna de cabeza y el arma lista en sus manos, por si la noche lo
sorprendía en busca del tigre. Fuese acercando al “sucché” por el lugar
donde había oído los rugidos.
Ahora bien. Jish al momento, se dio cuenta de que el poder de sus rugidos
no había asustado a aquella extraña criatura sino antes al contrario, había
provocado su
ira, pues no le cabía la menor duda de que avanzaba en su busca. Por lo
tanto, Jish se escurrió en silencio al interior del “sucché55 y luego salió a la
sabana por un punto lejano.
Güinc, el hombre, llegó al borde del “sucché”, cuyo interior estaba ya a
obscuras y allí encendió la luz y comenzó a buscar el brillo de los ojos del
tigre.
Siempre alumbrando hacia el interior de la maraña, Güinc fue recorriendo
paso a paso todo el borde del “sucché”. De vez en cuando, apagaba su
linterna y se quedaba quieto, inmóvil, con la esperanza de volver a escuchar
los rugidos. ¡Nada! El silencio era absoluto. Entonces, el hombre se alejaba
más y más, bordeando aquella bola de árboles y maraña…
Durante casi una hora estuvo Güinc explorando los contornos del “sucché”
con su lámpara.
Cojyín, la noche, reinaba ya en la sabana y las cucayas pasaban volando
como estrellitas fugaces. Poo, la luna, que ya estaba casi llena, derramaba
una clara luz azulina que dibujaba siluetas de árboles en la inmensidad del
llano.
Por fin, Güinc se cansó de la búsqueda. Tenía aún que recorrer mucha
distancia para llegar a su casa, así que fue regresando al sitio donde su muía
lo esperaba… Ya estaba cerca del árbol donde la había atado y, como cosa
extraña, aún no la podía ver. Con aquella clarísima noche, ya debería haber
visto la silueta del animal…
¿Qué había pasado? ¿Se habría confundido de árbol o se habría soltado
aquel animal? Güinc, muy preocupado, aceleró el paso…
Cuando faltábanle pocos metros para llegar al tronco del sajabe, vio un gran
bulto medio oculto entre el llano de la sabana. Güinc corrió y alumbró lleno
de presentimientos…
Allí, tendida a lo largo sobre el pasto, en medio de un gran manchón de
sangre, estaba la muía. Al primer vistazo, el hombre se dio cuenta de que
estaba muerta. Sus ojos abiertos y vidriosos conservaban una expresión de
gran terror…
El hombre aquel era un hijo de las sabanas. Contempló la escena en
silencio, alumbrando los contornos con la luz de su linterna. ¡Nada! No
había nada por los alrededores.
¡Qué bien se la había jugado el tigre! Mientras él lo buscaba para matarlo,
el tigre había tomado su desquite jugándole la vuelta para dar muerte a la
muía. A pesar de lo triste del hecho y de su difícil situación, Güinc tenía la
sabia filosofía de los hombres que viven contemplando el horizonte abierto
de los grandes llanos y tuvo espíritu para sonreír ante la jugarreta de que
había sido víctima.
Entonces, con toda calma, con resignación fatal, procedió a quitar la
montura y los arneses a la muía, se cargó todo a la espalda y con el rifle en
la mano y la lámpara encendida, emprendió el viaje hacia su lejano hogar a
través de leguas y leguas de sabana.
Entonces, Jish, el tigre, salió cautelosamente del “sucché” y fue a
banquetearse con la carne deliciosa de aquel gran animal tan parecido a
Tixl, el tapir, que había llevado sobre su lomo a aquella temible y extraña
criatura.
V
Durante dos días viajó Güinc, el hombre, a través de la sabana para llegar a
su casa, lo cual no logró hacer sino cuando verdaderamente iba ya agotado
a causa de aquella gran caminata que Jish, el tigre, lo había obligado a
hacer. No es de extrañar, pues, que Güinc, el hombre estuviese
verdaderamente indignado y ansioso de tomar venganza.
Ahora bien. Este Güinc era muy importante entre su gente y pronto había
reunido en su casa a varios de sus compañeros, cazadores como él y les
había referido su encuentro con aquel astuto e inteligente Jish que tan
terrible pasada le hiciera. Todos estuvieron de acuerdo en que era peligrosa
la existencia de un animal dotado de tal astucia, máxime que estaban
seguros se trataba de un animal de gran tamaño y corpulencia, a juzgar por
la prontitud y el silencio con que había despachado a la muía. De manera,
pues, que muy pronto fue organizada una expedición de caza y muchos
fueron los Güinc que salieron una madrugada montados a caballo y
seguidos por una turba de perros, hacia el paraje donde Jish había hecho su
fechoría.
Y Jish, entre tanto, había dado fin a la carne de la muía, que en verdad le
duró varios días. La costumbre de los tigres es recorrer grandes distancias
de un día para otro. Hoy matan aquí y mañana vuelven a hacerlo a diez
leguas de distancia. Pero Jish estaba contento en aquel paraje de Ru-tacá, la
sabana, y no deseaba abandonarlo aún. Hacía sus excursiones de caza por
los alrededores y hasta llegaba en sus vagabundeos a las lejanas llanuras
que Güinc, el hombre, llamaba de Cananteíl, pero volvía siempre a
refugiarse bajo la fresca sombra de aquel “sucché” de intrincada maleza,
donde abundaban las pozas de agua de lluvia en aquella época de Salí-
abalqué, el invierno.
Durante algún tiempo, Jish estuvo en paz. Numerosos eran, en verdad, los
venados que habían caído bajo sus infalibles y sabias garras, al igual que
varios miembros de la ágil y graciosa familia de Yuc, el cabro salvaje.
También había sorprendido en el interior del “sucché” a una manada de
Quiché-ac, el coche de monte, dando muerte a tres de ellos antes que el
grueso de la manada se le echara encima, como hacen siempre cuando se
trata de estos feroces animales y de su pariente mayor, Chacguá, el jabalí.
Jish huía ante la acometida de la manada, pero volvía más tarde a comerse a
los que había matado.
Y una mañana, cuando los rayos de Saqué, el sol, comenzaban a evaporar el
agua del llano de Ru-tacá en forma de una tenue bruma azulina y a pintar de
rojo las alas de los gaitanes de curvos picos, que volaban en grandes
partidas, resonó una gran algazara en el interior del “sucché”. Jish estaba
tendido entre una gran macoya de tasiste pues, en verdad, había comido
muy pronto y muy bien aquella noche, yéndose a dormir temprano. Jish
escuchó con atención y aquel extraño ruido lo alarmó verdaderamente, pues
la voz del Dios Instinto susurró en sus oídos que corría gran peligro, que
Pacam, la muerte, andaba registrando los rincones del “sucché” en su busca.
Ahora bien. Aquello que escuchaba Jish produciendo alarma en su corazón
no era sino la gran partida de Tzií, el perro, que Güinc, el hombre, había
lanzado al interior del “sucché” para que lo buscara.
Jish pronto escuchó los gritos y las voces de muchos Güinc que venían
detrás de Tzií, el perro, animándolos e infundiéndoles valor con su
presencia.
Efectivamente, no tardó el guía de la jauría, que era un animal muy valiente
y especializado en buscar a Jish, el tigre, y a Caj-coj, el león, en dar con la
huella de Jish, que éste había dejado claramente visible y sensible al
retornar esa noche de la sabana. Jish habíase puesto ya sobre sus cuatro
patas y escuchaba con atención cuando resonó el ruido más terrible e
infernal que había oído en su vida. Eran las gargantas de quince perros
destrozando el silencio del “sucché?5 con sus furiosos ladridos. Entonces,
Jish verdaderamente se alarmó, sintiendo que un gran escalofrío se
arremolinaba a lo largo de su espina dorsal. Tan pronto como reventó el
ladrar de los perros, Jish oyó los gritos de triunfo de la partida de Güinc, el
hombre, y entonces no quiso esperar más y de un poderoso salto abandonó
el tibio refugio del tasistal y se lanzó a través de la maleza.
Jish iba saltando relativamente despacio. De nuevo el Dios Instinto acudió
en su ayuda aconsejándole que no malgastara fuerzas ni energías. Por lo
tanto, Jish se echó a descansar entre una matilla de julube.
Pronto escuchó las voces de Tzií, el perro, que se acercaban a toda
velocidad y entonces Jish volvió a saltar con gran rapidez. Avanzó durante
algún tiempo y volvió a echarse para descansar. Cuando sintió de nuevo
cercanas las voces de los perros, corrió para alejarse rápidamente y volvió a
echarse a descansar. De esta manera iba atravesando toda la extensión del
“sucché”. Pronto tendría que salir al espacio abierto de la sabana, donde sus
enemigos podrían verlo claramente… ¿Qué hacer? ¿Qué aspecto tendrían
aquellos seres que hacían tan espantoso ruido con sus voces?
¿Serían, en verdad, terribles sus aspectos?
Muy pronto Jish comprobó que las voces de Tzií, el perro, no eran ya tan
fuertes y que sonaban espaciadas. Esto se debía a que los más rápidos de
ellos se habían adelantado al grueso de la jauría y, en verdad, eran dos los
perros que seguían de cerca al que estaba especializado en aquella clase de
caza. Los otros venían ladrando muy atrás. i Entonces, Jish decidió esperar,
decidió mostrar a aquellos intrusos su faz
de valiente, que en verdad era muy grande. Al punto, volvió sobre sus pasos
por corto espacio, sobre la huella que acababa de asentar en el suelo y allí
se ocultó en un escobal.
Muy pronto apareció el guía de la jauría, ladrando siempre, con sus narices
palpitantes y la lengua de fuera. Venía sobre la misma huella de Jish, el cual
se hallaba oculto a un lado de la trilla abierta por él en su huida…
Jamás pudo este valiente perro, especializado en la búsqueda y acoso de los
grandes felinos, saber qué fue lo que sucedió. Tan pronto como pasó por el
lado donde Jish estaba oculto, una gran zarpa salió de entre el escobal, en el
más completo silencio, y Tzií, el perro, cayó como si Raponcac el
relámpago, lo hubiese golpeado, con el cráneo destrozado.
Al punto apareció el segundo Tzií, y luego el tercero, y entonces los tres
perros quedaron uno tras el otro, tendidos en la trilla entre manchones de
sangre que se iban agrandando sobre la yerba.
Jish oía las voces de los otros Tzií que se iban aproximando y entonces
salió de nuevo a la trilla, tomó con sus fauces el cuerpo del primer perro y,
cual si se llevara consigo un pequeño conejo, partió a saltos raudos por
entre el guanal.
Esta vez, no se detuvo sino cuando ya no escuchó más las voces de la
jauría. Entonces se echó en el suelo tranquilamente y se puso a devorar a
Tzií, el perro, cuya carne era verdaderamente muy del gusto de su paladar.
Entre tanto, el grueso de la jauría llegó al lugar donde habían muerto sus
compañeros. Allí se detuvieron y cesaron de ladrar. Olfateaban los cuerpos
y la sangre de los dos Tzií muertos y al punto comenzaron a gemir y a
aullar.
Muy pronto llegaron corriendo los Güinc, los hombres, que venían con sus
armas de fuego pero muy cansados por la gran carrera. Estuvieron hablando
durante un largo espacio de tiempo, leyendo lo sucedido en el libro de las
huellas, que estaba muy claramente escrito en el piso de la selva.
Después, buscaron en vano por los alrededores el cuerpo del mejor de sus
perros, el guía. No estaba por ninguna parte y tristemente comprendieron
que había sido llevado por su matador. Así, pues, aquel noble perro que les
había hecho matar ya más de diez Jish en diferentes parajes, había por fin
encontrado el desenlace de su destino en las fauces de uno de aquellos a
quienes él tanto gustaba de acosar en el corazón de la selva.
Güinc se dio cuenta al momento de que ninguno de los otros perros tenía el
valor necesario para continuar la persecución de aquel temible Jish. Por lo
tanto, fueron retornando a la sabana, en verdad silenciosos, especialmente
aquel Güinc cuya cabalgadura también había llegado al final de su sendero
bajo las garras de aquel Jish extraordinario.
Y Jish, luego que hubo devorado a Tzií, el perro, y sintiéndose muy
satisfecho, emprendió rápido trote. Dejó atrás el “sucché” y se internó en la
sabana. Abandonaba aquel paraje para siempre, pues en verdad, ya sus aires
no eran saludables para su existencia.
A diez leguas de distancia, Cac-chaím, la estrella de la tarde, lanzole sobre
el bello lomo una flechita de plata a la hora en que el día agonizaba entre
las ensangrentadas garras del celaje.
VI
Muchas fueron, en verdad, las hazañas llevadas a cabo por Jish en la región
por donde Saqué, el sol, se retira al descanso. Por doquier su voz poderosa
sembraba el espanto y el respeto y paseábase de un punto a otro como un
soberbio monarca indisputado.
Por fin, rondando una noche por un paraje inexplorado, una noche de luna
llena, dio con una pequeña aldea de Güinc, el hombre.
Este conjunto de viviendas de madera era una de las poquísimas fincas
existentes en aquella desolada región y pertenecía a una familia de chicleros
y pequeños cortadores de madera, que, más emprendedores y previsores
que la mayoría de sus colegas, habíanse establecido de manera permanente
y tenían crianza de ganado vacuno, mular y porcino.
En aquellas soledades, con la fertilidad de la tierra y los excelentes pastos,
en verdad aquella familia iba progresando y su ganado aumentaba de día en
día. No era raro, pues, encontrar de vez en cuando una gran piara de cerdos
domésticos cruzando una vereda de la selva, custodiada y guiada por la
familia de Güinc, el hombre, que la llevaba a los mercados de los pequeños
pueblos lejanos y jamás se había dado el caso de que algún animal salvaje
atacase a estas caravanas, ya que hasta Jish y Cajcoj se alejaban
instintivamente de Güinc, el hombre, que siempre llevaba encapsulada en
Pub, el rifle, la voz tonante y mortal de Raponcac, el rayo, y que viajaba
seguido y precedido por una gran turba de la gente de Tzií, el perro.
Mas, he aquí que Jish, el joven y hermoso tigre, dio esa noche con la aldea
de Güinc, el hombre, que se hallaba bañada por la claridad azulina que le
enviaba Xoroc-li-Poo, la luna llena.
Jish anduvo rondando por los alrededores de las toscas construcciones tan
precavida y sigilosamente que ni siquiera los miembros de la familia de
Tzií, el perro dieron muestras de su presencia.
Yendo de un lado a otro, muy pronto llegó a su olfato el delicioso aroma del
cerdo doméstico que, en verdad, habló cosas muy agradables a su
estómago. ¡Sí! Allí dentro de un amplísimo corral, estaba la gran manada de
cerdos, echada en el suelo y entregada al descanso en el más profundo
silencio.
Las paredes del corral eran de tablas y de bastante altura, pero fue cosa de
cachorros para Jish, el saltar aquella valla y caer dentro de la empalizada
con el mismo silencio con que cae una hoja seca.
Con sinuoso andar, verdaderamente admirable y hermoso veíase Jish a la
luz de la luna, avanzando casi a rastras hacia su presa, un gran cerdo macho
que hallábase profundamente dormido. Cuando Jish llegó a su lado, fue tan
rápida la acción de sus mandíbulas sobre el cráneo del cerdo que éste quedó
inmóvil, sin vida, sin hacer el menor ruido o movimiento. Entonces, Jish lo
fue arrastrando con gran sigilo hasta un solitario rincón del corral y allí lo
devoró tranquilamente, con el mismo silencio con que el pueblo de Sanie, la
hormiga, devora el cuerpo de Motzó, el gusano.
Cuando hubo llenado hasta el último rincón de su hambre, Jish el tigre,
saltó nuevamente la empalizada y se derritió entre la maraña en busca de
sueño y de reposo.
VIII
IX
Águila arpía. (Harpía harpyja). Una de las águilas más grandes y feroces del
mundo. Habita las selvas del norte de Guatemala y los Estados vecinos de
México. Es muy escasa, lo cual es una suerte para la avifauna de la región,
por tratarse de una verdadera carnicera y depredadora de la selva.
Águila Bermeja de penacho. (Spizaetus ornatus vicarius). Una hermosa
águila que habita igualmente las selvas del norte de Guatemala. Es más
común que la Arpía y también es muy feroz y valiente.
Annado o Armadillo. (Dasypus sexcinctus). Nombre que se aplica a
distintas especies de mamíferos del orden de los desdentados, familia de los
dasipódidos, incluidas todas, por unos autores, en el género dasypus.
Cabro salvaje. (Mazama sartorii). Se le llama de esta manera aunque su
apariencia no tenga nada de cabro, pues trátase de un venado muy ágil y
fino de tamaño pequeño, parecido a la gacela. Sus cuernos son verticales y
no se ramifican. Es muy común en las selvas del norte de Guatemala.
Cantil. Nombre derivado del indígena Qantí, que significa víbora y culebra.
En Guatemala se usa siempre para designar a las serpientes venenosas de
cierto género, anteponiéndole este apelativo: cantil tamagaz, cantil boca-
dorada, cantil cola de hueso, cantil terciopelo, etcétera, etcétera.
Cerdo o coche de monte. (Tayassu angulatum). Miembro de la familia de
los tayasuidos que comprende los jabalíes americanos caracterizados por la
ausencia de cola, con sólo tres dedos en las extremidades posteriores y con
una glándula en la rabadilla que segrega un olor fuertemente almizclado. Es
de tamaño mediano, como el cerdo doméstico y deambula en bosques y
selvas cálidos en manadas que varían entre 10 y 25 individuos. Son
herbívoros, aunque complementan su alimentación con otras cosas como
frutas y aun carne, pues devoran a sus enemigos de diferente raza. Son muy
valientes y su carne es muy apreciada en toda Centro América.
Cotuza. (Desyprocta punctatum). Desipróctido roedor de color amarillo
dorado, algo mayor que una liebre, con una forma entre liebre y venado,
con patas muy finas y ágiles. Se encuentra en toda Centro América.
Danta o Tapir. (Tapirus americanus o terrestris). Género de mamíferos
paquidermos perisodáctilos, familia de los tapíricos. Es un animal del
tamaño de un muleto y su aspecto es entre jabalí y rinoceronte. Vive en las
costas y selvas húmedas, cerca de ríos y aguadas. Su alimentación es
netamente herbívora. Hay ejemplares tan grandes que llegan a pesar mil
libras. Es el mamífero de mayor tamaño de América y por ello se le llama
elefante americano.
Gaitán. Ave zancuda, muy parecida al flamenco, de color rosado pálido y
también los hay blanco y negro. Tiene un gran pico curvado hacia abajo y
se alimenta de peces y otros animales acuáticos.
Guachinangas. Pez de ríos y lagos selváticos del norte del país, de unos 20 a
30 centímetros de longitud, de color rojo vivo, de carne exquisita.
Jabalí. (Tayassu Pécari). Es una especie de jabalí muy grande, de color
negro con cuello y cara blancos. Es muy feroz y valiente y habita las selvas
del norte de Guatemala. Deambula en partidas de 100 y más individuos.
Lagarto. (Cocodrilus moreleti). Reptil saurio del orden de los cocodrilinos,
propio de los ríos de América y Oceanía. Suele alcanzar una talla de hasta
18 pies de longitud y su piel es muy apreciada. Es feroz en el agua,
especialmente de noche. Ataca a todo animal en el agua, inclusive al
hombre.
León o Puma. (Felis concolor). El león americano o Puma. Es de color
acanelado, con pecho y vientre blancos. Tiene el aspecto de una leona
africana, aunque de menor tamaño. Es un carnicero muy valiente y ágil,
pero muy sanguinario. Si es acosado o herido, ataca al hombre y se vuelve
un enemigo sumamente peligroso. Habita en toda Guatemala, desde la costa
al altiplano. Tiene un peso aproximado de 80 kilogramos.
Mapache. (Procyon lotor). Mamífero carnicero perteneciente al género
prociónido. Tiene la forma de un oso pequeño. Es de color gris, con un
antifaz negro alrededor de los ojos, cola gruesa y anillada de gris
amarillento y negro. Habita en todas las regiones de Guatemala,
especialmente a la orilla de ríos, lagunas y esteros.
Mazacuata. (Boa imperator). Serpiente boa de gran tamaño, la mayor de la
América Central y llega a medir hasta seis metros de largo en las especies
de muchos años. Su nombre proviene de las voces mejicanas mazatl y coatí,
serpiente de venado, seguramente porque ataca a los venados pequeños.
Carece de veneno y mata a sus víctimas estrangulándolas con su gran poder
constrictor.
Mico. (Ateles vellerosus). Son los llamados “monos araña”, los más
corrientes y populares en toda Centro América, ya que no es raro
encontrarlos domesticados. Son muy ágiles y viven generalmente en los
árboles, saltando de árbol en árbol con sus largos brazos y sus colas largas y
prensiles. Habitan en las selvas y bosques solitarios de Guatemala.
Micoleón. (Pottos flavus). Especie de prociónido carnicero de costumbres
arborícolas, de color amarillo leonado. Tiene una piel muy suave y
estimada. Sus costumbres son nocturnas.
Mojarra. El pez más común de ríos y lagos centroamericanos. Las hay de
diferentes tamaños y coloridos y su carne es muy apreciada.
Mono saraguate. (Alowatta villosa). Son los monos aulladores, de formas
grandes y robustas, de cabeza grande provista de abundante barba. Su
aspecto es feroz,
muy parecido al chimpancé aunque tiene una larga cola prensil. Viven en
las selvas apartadas y sus movimientos son lentos y parsimoniosos, si se les
compara con sus primos los micos. Rugen estruendosamente a intervalos,
pudiendo oirse sus voces a mucha distancia.
Nahuyaca. (Borthrops atrox). Serpiente protero-glifo sumamente venenosa
que alcanza el mayor tamaño entre las víboras centroamericanas. Su veneno
es mortal en la mayoría de los casos si no se neutraliza con sueros
especiales. Tiene en Guatemala muchos nombres: En la costa sur se le
llama Cantil boca-dorada y Cantil enjaquimado en oriente. En la costa
norte, Barba Amarilla, y en el norte (Verapaces y Petén) Nahuyaca. Es muy
abundante en las selvas cálidas. Es una serpiente tristemente famosa por los
estragos que hizo entre los trabajadores del Canal de Panamá, en donde los
franceses le bautizaron como “Fer de Lance” y los norteamericanos
“Bushmaster”, o reina del abrojo.
Perico ligero. (Tayra bárbara). Mustélido carnicero, uno de los mayores de
ese género pues mide 50 centímetros de alto por 80 o más de largo, de color
negro brillante con cabeza y cuello blanco, por lo que en Chiapas y Tabasco
se conoce con el nombre de Viejo de Monte. Es famoso por su agilidad y
bravura. Cuando es acosado, ataca aun al hombre con gran bravura y no
vacila en lanzarse al combate aun con enemigos mucho mayores. Habita en
las selvas cálidas de Guatemala.
Perro de agua. (Lutra ánnectens). Nombre que se le da en Guatemala a la
nutria, mamífero carnicero que vive en las orillas de ríos y lagunas. Es
ictiófago.
Taltuza. (Macrogeomys heterodus). Nombre con que se conocen en Centro
América los mamíferos roedores de la familia de los geómidos. Son
animales del tamaño de las ratas, pero de cuerpo muy grueso y rechoncho
con el cuello muy corto y la cabeza deprimida y las patas delanteras
armadas de uñas muy grandes y curvas, adecuadas para cavar la tierra.
Viven en galerías subterráneas pero salen a buscar sus alimentos. Son muy
perjudiciales a la agricultura.
Tamagaz. (Borthrops negrovidirus marchi). Ofidio venenoso, suborden de
los vipéridos, familia de los borthrópicos. Su veneno es de los más
mortíferos. Tiene un desarrollo mediano. Es muy agresiva y sus
costumbres, como la mayoría de las serpientes venenosas, son nocturnas.
Tecolote. Nombre que se le da en Guatemala al búho. Su nombre proviene
del mejicano tecolotl.
Tenguayaca. Pez de agua dulce de la región del norte de Guatemala (Petén),
de tamaño mediano, color plateado con anillos negros en los costados. Es el
pez más codiciado por su carne.
Tepeiscuinte. (Coelogenys paca). Nombre con que se conoce en Guatemala
a la Paca, mamífero del orden de los roedores, suborden de los
subungulados,
familia de los dasipróctidos, tribu de los celogenios. Tiene pelaje doble
sedoso y planchado, por encima pardo amarillento, casi rojizo, debajo
blanco amarillento. A cada costado, desde la espalda a la cadera, cinco
hileras de motas redondas blanco-amarillentas. Los ojos grandes, el hocico
obtuso, cuello corto, patas fuertes, uñas romas y encorvadas. Mide 70
centímetros de largo por unos 35 de alzada. Su carne es exquisita, la mejor
carne de monte y es muy perseguido. Sus costumbres son nocturnas y
habita generalmente en la orilla de los ríos.
Tigre americano o Jaguar. (Felis onca). Nombre que se le da casi en toda
América al Jaguar o tigre americano. Mide 1 metro 45 centímetros de largo,
más de 68 centímetros de cola, pero los hay tan grandes como los tigres de
la India y Bengala. De alzada alcanza 80 y más centímetros. Es de color
amarillo anaranjado, moteado de negro o con manchas en forma de
pequeños círculos negros con un punto del mismo color en el centro. Es
carnicero, muy valiente y ataca a toda clase de animales. Es el verdadero
rey de la selva americana. No teme al hombre y lo ataca cuando está
hambriento, herido o acosado por éste. Vive en las selvas cálidas.
Tigrillo u Ocelote. (Leopardus pardalis). Este felino de bella piel alcanza el
tamaño de un perro grande, pero es de forma rolliza y muy ágil. Durante el
día lo pasa subido en las ramas de los árboles, de donde baja por las noches
para cazar. Es muy valiente y ataca a toda clase de animales menores.
Venado. Llámanse así en Centro América a las diferentes especies de
ciervos propios de la América meridional.
BIOGRAFÍA
VIRGILIO RODRIGUEZ MACAL (Ciudad de Guatemala, 28 de junio de
1916 - ibídem, 13 de febrero de 1964) fue un periodista, novelista y
diplomático guatemalteco que logró varios premios tanto internacionales
como nacionales, como el Primer Premio en Prosa, en la rama de novela, o
los Juegos Florales de Quetzaltenango de 1950 gracias a sus novelas. Es
uno de los novelistas más populares en la cultura centroamericana por sus
publicaciones de estilo criollista. La mayoría de sus obras se ambientan en
las selvas del Departamento de El Petén.